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A veces, el entregarnos a otro cuerpo nos permite darnos cuenta de que hay algo en el alma que no tiene medidas ni barreras. Puede ser también algo muy parecido a olvidarnos a nosotros mismos en una piel ajena. Sin embargo, la pregunta clave en este texto, es si la de olvidarnos a nosotros mismos, no es en gran parte olvidar quiénes somos realmente. Esta, por tanto, es una pequeña y poética historia narrada en forma epistolar que habla sobre los filamentos de la memoria y la fidelidad conyugal. Sobre la ausencia como destino inminente e inexorable y sobre la tierna entrega de unos ojos de hipnóticas y dulcificadas texturas marino-celestes.
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Un aroma a pétalos azul turquesa
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© del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos
© de esta edición: La Lluvia de una Noche
Foto de portada: Imatges J. C.
http://www.arteyfotografia.com.ar
Diseño de portada: La Lluvia de una Noche
1ª Edición: Mayo de 2013
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Sinopsis:
A veces, el entregarnos a otro cuerpo nos permite darnos cuenta de que hay
algo en el alma que no tiene medidas ni barreras. Puede ser también algo muy
parecido a olvidarnos a nosotros mismos en una piel ajena. Sin embargo, la
pregunta clave en este texto, es si la de olvidarnos a nosotros mismos, no es
en gran parte olvidar quiénes somos realmente. Esta, por tanto, es una
pequeña y poética historia narrada en forma epistolar que habla sobre los
filamentos de la memoria y la fidelidad conyugal. Sobre la ausencia como
destino inminente e inexorable y sobre la tierna entrega de unos ojos de
hipnóticas y dulcificadas texturas marino-celestes.
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Un aroma a pétalos azul turquesa
¿Lo recuerdas?, ese día, ese día único, ese día en que por alguna u otra razón
los matices del ambiente se adherían de forma opalescente a las ventanas, yo
me encontraba rememorando aquellas profundas y emotivas palabras, por no
decir que bellísimas e inolvidables, que con toda la ternura del mundo mi bella
y candente amante me había susurrado apenas la noche anterior. Unos
susurros que no dejaban de abrazarme mientras escalaban los arrecifes más
empinados e inexpugnables de mi alma. Unos susurros que no dejaban de
pasearse por los laberintos de mi corazón como persiguiendo una caricia
misteriosa y sumamente sedosa que ellos deseaban atrapar con gran ímpetu, o
que deseaban atrapar, más bien, con todas las ansias que solo puede poseer
un fuego fatuo, estremecido y arrebatador. Sí, en eso pensaba yo. En eso
pensaba como ensimismado y como entre los ecos de unas percepciones
oníricas, atrayentes, delicadas, ligeramente táctiles y sumamente lujuriosas.
Entretanto, para que tú, mi bella y abnegada esposa, no adivinaras mis
pensamientos, y no sospecharas nada, yo me dedicaba a la sencilla tarea de
leer el periódico del día, a eso, y a disfrutar del lívido sosiego de una vaporosa
y placentera taza de café. Un café cuyo calor colmaba las fibras de mi ser y me
embargaba por completo con una lúcida y sencilla tranquilidad. Sí, aquel café,
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¿sabes?, me embargaba de la misma forma, y casi que con la misma dicha,
con la que lo hacían las palabras intensas y cariñosas que mi amante me
dedicó como si nada, o como si la pasión fuera el elemento más natural y
férvido del alma, o como si su piel le dictara los mensajes que debía darme,
apenas la noche anterior. Con la salvedad, eso sí, de que ella, sus palabras de
intensa y cariñosa presencia, me las escribió en varios trozos de una hoja de
papel iris de un azul tan pero tan denso, y tan profundo además, como solo lo
podrían ser sus ojos de hipnóticas y dulcificadas texturas marino-celestes. Sus
ojos de líneas curvas e infinitas, de abisales profundidades y diluida luz de
ensueño que escapa a los infinitos instantes de un tiempo que carece de
instantes. Un tiempo sin segundos ni horas ni pensamientos ni cotidianidades
que corre como un río de eterna e ineludible corriente. Un tiempo como el que
solo se sucede en las miradas, en las miradas de profunda y sinérgica entrega.
Pero bueno, mi amor, estaba a punto de decirte que algunas de las palabras
que ella me escribió, nunca las podré sacar de los filamentos de mi memoria, si
es que acaso la memoria está hecha de filamentos imperecederos y
perdurables, de filamentos que de alguna u otra forma también nos componen
a nosotros mismos. Y no, no es que sea cínico, o quizás sí un poco. Lo que
sucede es que si quiero empezar a serte sincero, de una buena vez por todas,
Sara, entonces también debo confesarte que hubo un tiempo, ya muy lejano,
ya muy remoto en los intersticios de mi ser, y ya muy disipado alrededor de
todo lo que soy hoy en día, en el cual yo moría de amor por ella (por mi
amante, claro).
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Ese, Sara, era un amor que yo sentía en todo mi ser y que era cien por ciento
correspondido por ella. Por eso, para recordarte lo mucho que ella me amaba,
y de paso, para que veas que tengo derecho a justificarme siquiera un poco, a
continuación, querida, te dejo escritas en esta carta algunas de las palabras
que mi amante me escribió esa mágica y encantadora noche:
Entregarse a otro cuerpo es darse cuenta que hay algo en el alma que no tiene
medidas ni barreras. Yo me he dado de eso cuenta gracias a ti. Por eso te
quiero dar las gracias.
Muchas gracias, mi querido, de igual forma, por atraparme entre los surcos
insinuantes de tu ávida y arrolladora mirada y por dejarme morir en ti.
Porque morir en una persona, ¿sabes?, siempre será lo mismo que volver a
nacer en un mundo diáfano y esplendoroso. Un mundo que siempre será lúcido
y nuevo.
Por eso, esta noche, ¿sabes?, me esforzaré al máximo para que tengas el
sueño de los cautivos y soñadores que han olvidado en qué piel han dejado
olvidado su corazón, y en qué alma se han dejado olvidados a sí mismos.
Tienes que aceptar, Sara, que esas son unas bellas y apasionadas palabras.
Unas palabras que, ahora que lo recuerdo, contrastaban con las insulsas y
cotidianas líneas que me presentaba mi periódico matutino ese día en el que tú
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preparabas el desayuno. “Mira qué curioso, Sara”, se me ocurrió exclamar de
repente, esa mañana, con el periódico en una mano y mi vaporosa taza de café
en la otra. “El Fondo Monetario Internacional va a implementar un nuevo plan
de reajuste económico a nivel global. O mira esta otra: la OMS advierte de los
peligros de una nueva gripe pandémica cuyo origen aún no ha podido ser
identificado”.
Aquello, Sara, me refiero a lo de las noticias que me presentaba mi periódico,
se me ocurrió decirlo, a decir verdad, en un instante en el cual me pareció que
tú interrumpías la preparación del desayuno para quedárseme viendo a mis
espaldas, como si me estuvieras estudiando o como si trataras de leer mis
pensamientos. Aunque, eso sí, al cabo de un rato volví a escuchar el sonido de
las ollas y los cubiertos, y todos los demás implementos que utilizabas en la
preparación del desayuno, y eso me tranquilizó un poco.
De modo que seguí leyendo mi periódico como si nada. Seguí leyendo
mientras tú seguías preparando el desayuno para mí y para nuestras dos
pequeñas hijas. Seguí leyendo mientras las libaciones de la mañana tocaban
los sentimientos de una insospechada y traviesa luna de mirada sustraída. Sí,
yo miraba mi periódico, y también te miraba a ti, de cuando en cuando, y de
reojo, y también, por cierto, a mi rebosante taza de café desprender pequeñas
vaharadas de vapor. Mis ojos, de profunda tonalidad miel, no podían evitar
seguir el invisible y caótico sendero que el caprichoso vapor trazaba en el aire,
pues más que al vapor mismo, lo que mi mirada de profunda tonalidad miel, y
embargada de pasión, en realidad estaba viendo, era un recuerdo. Más
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exactamente un bullir de imágenes evocativas, vertiginosas y, sin duda,
fascinantes. Todo un incoado acto de dulcificada y desenfrenada lujuria en la
fantástica pleamar de la pasión.
No mueres en mí, cariño mío, tal y como tú dices. Simplemente sueñas en el
inabarcable abrigo de mi piel, deseosa de la tuya.
Porque cuando el deseo es compartido, la vida se recoge sobre sí misma y se
vuelve infinita.
Yo seguía recordando las palabras que ella, mi fogosa y candente amante de
fragancia fina y exquisita, me había escrito la noche anterior en algunos trozos
de papel iris azul, unos trozos que a mí me parecían pequeños fragmentos de
belleza y de pasión que habían sido arrancados delicadamente del mismo
cielo. Entretanto, mis ojos vagaban entre las líneas del periódico y la estufa,
frente a la cual, ocupada con las labores del desayuno, estabas tú, mi fiel y
maravillosa esposa. Recuerdo que, de un momento a otro, mientras te veía,
tomé un sorbo caliente y delicioso de café. Su sabor jugó de repente en mis
papilas gustativas y revoleteó en los recodos más íntimos de mi memoria.
Ese café, por cierto, me ayudaba a recordar con gran intensidad la fascinante y
apasionada velada que yo había pasado junto a mi amante apenas la noche
anterior. Yo recordaba la forma en la que mis manos y mis anhelosos dedos
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rozaban y se aprendían la piel de ella, esa piel tersa y perfumada en la que,
mirada a mirada, silencio a silencio y caricia a caricia, yo llenaba con la energía
inacabable de mis emociones más exaltadas y concupiscentes. Esa piel en la
que las ansias de jugar del alma coqueteaban a sus anchas con las nervaduras
mismas del pecado. Sí, así recordaba yo a mi querida amante, a la centelleante
e inabarcable luna azul turquesa de los ojos de ella, a la sintaxis de pasión que
me dibujaba su mirada y a la fervorosa y cálida noche que ella me brindó con
su entrega desenfrenada. Una noche que ahora reaparece en mí, o quién sabe
si en esa parte secreta de mis recuerdos que me define a mí y me da identidad
como persona. Una noche que reaparece como un espejismo, es decir,
envuelta en el aura lívida y sugerente de los recuerdos, en la insospechada
ingravidez de un sueño y en el vapor caprichoso y caótico de una taza
vaporosa de café caliente. Una noche que se ha eternizado entre uno de los
vahos más ligeros de la vida.
Amor mío: el cuerpo es ese vehículo exquisito que nos permite posesionarnos
de los sueños y los deseos. Que nos permite incluso anticiparnos a los
verdaderos deseos que oculta nuestro sentido del pudor, y también a los
recuerdos más preciados que nuestra memoria elegirá para inventarse el
rumbo mismo de la vida.
Sí, yo seguía recordando las pequeñas notas de mi querida amada clandestina.
No obstante, de un momento a otro, y de una forma totalmente sorpresiva, tú
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dejaste de hacer lo que hacías. Lo dejaste de hacer con una energía
sumamente extraña. Y así, sin decir nada, ni dar el más mínimo aviso de qué te
acontecía, apagaste la estufa, subiste a tu cuarto con una prisa inaudita,
chocando puertas tras de ti y como llevada por un súbito deseo de furia e
indignación. Yo no podía evitar preguntarme a mí mismo, lleno de
preocupación, si era que acaso tú habías descubierto, de alguna u otra forma,
el caudal de pasión que, hasta el momento, había estado anegándome la
galaxia ininteligible de mis ojos, con todos los deliciosos matices de la belleza
de mi querida amante.
Cuando tú, Sara, volviste a la cocina, un olor a jazmín muy familiar llegó a mí
en forma de una marejada que me erizó la piel. ¿Lo recuerdas?, tú te plantaste
frente a mí. Llevabas una bolsa de la cual emanaba a borbotones el
inconfundible olor a jazmín de mi querida amante. Yo presentía lo peor. En ese
instante, en medio de un silencio absoluto, tú regaste sobre la mesa en la que
hasta el momento yo había estado leyendo mi periódico matutino, tomando una
taza vaporosa y ligera de café y recordando a mi amante, un pequeño océano
de papelitos aromatizados y de color azul turquesa. Pasé saliva. Mis recuerdos
de la noche anterior, en la cual yo había muerto y renacido en la tersa piel que
no eras tú, se diluyeron en la nada como si se tratasen solamente de un sueño
y de nada más. Fue entonces cuando supe que mi alma sería confinada en un
laberinto de incertidumbre y de olvido. Cuando supe que ya sólo podría
comunicarme contigo a través de estas cartas que te escribo cada semana, y
con las cuales espero que algún día me perdones. Fue entonces cuando supe
que en algo, sumamente oscuro, desde luego, se parecía el silencio de los
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sueños, los placeres y las delicias, al insospechado y tenebroso silencio de la
ausencia.