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Una tarde azarosa (relato) Un compromiso familiar me hizo desplazar desde Navarra a Gipuzkoa, por cierto, con un tiempo espléndido, a pesar de estar en pleno invierno; una tarde de sol reluciente, excepto en la Barranca (Sakana) donde la niebla formaba parte del paisaje a modo de un mar confuso, visto desde el puerto de Lizarraga, ocultando la verde pradera cuadrangular formada por Etxarri, Lizarraga, Torrano/Unaue y Arbizu. Entre Urdiain y Alsasua, el sol se dejó ver nuevamente. Me acompañó el cielo azul hasta los confines del Goierri. Supuse que sería la tónica general incluso hasta allende de Baiona. Llegué a mi casa sobre las tres y cuarto de la tarde. Dentro hacía más frío que fuera, porque unos días antes, cuando nos ausentamos, dejamos la calefacción apagada, no son tiempos para gastos inútiles y superfluos. Cumplimentadas la órdenes recibidas, acudí a casa de mi hermana, me reconfortó con un excelente café. Llevado por el buen ambiente, por un momento se me fue de la cabeza el motivo por el que había viajado. Recuperé la memoria y en poco más de diez minutos estaba ya en mi destino, en el caserío de la finada que era mi prima, mi prima de 94 años, madre de 10 hijos, dos ya fallecidos, y huérfana de madre desde los nueve. Yacía en un ataúd de roble con un acabado perfecto y debidamente dispuesto sobre una mesa. Allí descansaba su cuerpo, marchito y estrujado

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Una tarde azarosa (relato)

Un compromiso familiar me hizo desplazar desde Navarra a Gipuzkoa, por cierto, con un tiempo espléndido, a pesar de estar en pleno invierno; una tarde de sol reluciente, excepto en la Barranca (Sakana) donde la niebla formaba parte del paisaje a modo de un mar confuso, visto desde el puerto de Lizarraga, ocultando la verde pradera cuadrangular formada por Etxarri, Lizarraga, Torrano/Unaue y Arbizu. Entre Urdiain y Alsasua, el sol se dejó ver nuevamente. Me acompañó el cielo azul hasta los confines del Goierri. Supuse que sería la tónica general incluso hasta allende de Baiona.

Llegué a mi casa sobre las tres y cuarto de la tarde. Dentro hacía más frío que fuera, porque unos días antes, cuando nos ausentamos, dejamos la calefacción apagada, no son tiempos para gastos inútiles y superfluos. Cumplimentadas la órdenes recibidas, acudí a casa de mi hermana, me reconfortó con un excelente café.

Llevado por el buen ambiente, por un momento se me fue de la cabeza el motivo por el que había viajado. Recuperé la memoria y en poco más de diez minutos estaba ya en mi destino, en el caserío de la finada que era mi prima, mi prima de 94 años, madre de 10 hijos, dos ya fallecidos, y huérfana de madre desde los nueve. Yacía en un ataúd de roble con un acabado perfecto y debidamente dispuesto sobre una mesa. Allí descansaba su cuerpo, marchito y estrujado por el trabajo y los años, pero su rostro irradiando destellos de paz que sólo pueden ofrecer las personas que han tenido una vida de felicidad en la entrega. Un crucifijo en el "pectus" medio oculto, colocado respetuosamente por los hijos aunque éstos, al menos algunos, no compartan las ideas religiosas de su madre, y una estrofa (versos) escrita en euskara sobre un pergamino.

Su cuñada sentada en la cocina, degustando un trozo de tarta; monja clarisa residente en el convento de Tolosa, también cargada de años y de buen humor, flanqueada de dos muletas, señal inequívoca de que el tiempo no pasa en balde. Una monja que yo no la había visto más que un par de veces en la vida, nunca había conversado con ella, pero, para mi asombro, me reconoció. No sólo me dijo de dónde era sino que se acordó hasta de mi nombre, cosa harto difícil teniendo en cuenta que somos ocho hermanos, de los cuales seis somos varones.

Lógicamente no acepté otro café porque eso habría hecho que mis nervios se tensaran aún más, de por sí bastante tensos. No cabe duda que perdí la ocasión de tomar otro buen café. Pero el agradecimiento es el mismo que si hubiera tomado dos.

Despedido de los parientes, me dirigí a una pastelería de la zona para adquirir una caracola para mi mujer que sen encontraba en cama, aquejada de un proceso gripal, yo me tomé un zumo de naranja.

También debía de subsanar el error del panadero, pues ese día no nos había dejado el periódico. Así que acudí al kiosko-tienda, con el resultado de que no era todavía la hora de apertura, faltaban cinco minutos, y me quedé a esperar en la puerta, de tal suerte que se me acercó un hombre mayor, con no menos de 75 años, viudo y acogido en la residencia del lugar, mal vestido, desaliñado, con lamparones por doquier, es decir, más que por una ropa inapropiada resaltaba por la falta de limpieza de la misma. Me contó que llevaba 18 años en esa residencia aunque es propietario de un piso en una localidad cercana a la que nos encontrábamos. También me refirió que era padre de cuatro hijos, dosvarones y dos hembras, todos ellos bien casados y en una buena situación económica. Me habló, asimismo, de su hermano que hace muchos años pasó por un duro trance al perder a su hijo de nueve años en un accidente de tráfico provocado por un francés, cuando aún la carretera pasaba por el centro del pueblo; todo ello relatado en euskera y a la velocidad el rayo.

Al final de la conversación-monólogo me ofreció dos caramelos que no se los acepté y entonces me pidió que le diera algo de dinero para tomar un mosto. Sin pensarlo dos veces, saqué del monedero un euro y se lo deposité un su mano derecha que era la que extendió para recibir mi pequeño dispendio.

Casi en el acto me hicieron saber que “nada de mostos” sino que iba directamente a la máquina tragaperras más próxima y tentaba la suerte hasta quedarse sin el euro o euros, si es que tuvo la suerte de dar con algún otro ingenuo como yo. Me arrepentí mil veces, pero tampoco era para perseguirlo y hacer que me devolviera el euro que me había sacado de modo fraudulento. No le di más importancia.

Después cogí el coche y volví a Navarra. El sol se había apagado, arreciaba el frío, amenazaba hielo y el día dejaba paso a la noche. Llegué. Me encendí, el cabreo fue morrocotudo. Revolví el coche y la ropa que llevaba encima, no aparecía la llave de casa. Sabía que mi mujer descansaba en la parte superior del piso, en la cama de matrimonio que compartimos y esperamos seguir compartiendo muchos años más. Por fin, tuve que tocar la aldaba, bajó mi mujer amablemente pero sorprendida, dispuesta a escucharme. Lo único que acerté a decir, con la rabia a flor piel, fue que había perdido la llave de casa. Me recomendó que hiciera memoria por dónde había andado. Así lo hice y luego molesté a mi hermana con una llamada telefónica. Me dijo que miraría al día siguiente, pues ya era de noche. Anteriormente hice que mi hijo se trasladara desde su casa a la mía para hacer pesquisas sobre las dichosas llaves, cosa que llevó a cabo sin ningún resultado positivo.

Pero a las diez de la noche sonó el teléfono. Se había corrido la voz sobre el grave caso de la pérdida de mis llaves y tuve suerte porque a esa hora me comunicaron que las llaves estaban en poder uno de los hijos de la fallecida, habían aparecido; se me cayeron, como supuse, al bajar del coche en el caserío.

Mi mujer se despachó a gusto. «Demasiada suerte tienes –me dijo–, últimamente has perdido mogollón de cosas y siguen apareciendo como el monedero que encontró el pastor.» En el fondo se lo reconocí, pero no se lo dije de palabra, no me gusta empezar a ceder terreno aunque la parte contraria tenga razón.

2012/01/10