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En recuerdo de Jesús Cañedo (†), que conocía muchos libros A UNO LE ASALTAN con cierta periodicidad requisitorias para que ponga en relación el campo en que presuntamente es especia- lista —la literatura— con la economía, la antropología, la moral cristiana y quizá algún otro que ahora no me viene a la cabeza. El presunto especia- lista se siente tironeado por amigos sonrientes —pocas cosas más irresistibles que un amigo—, vacilante y estimu- lado, todo al mismo tiempo; no lo tiene muy claro pero se siente atraído por esa melodía de “la unidad de los saberes”, el chin-chin de la interdisci- plinariedad. Digámoslo claramente des- de el principio: la literatura no sirve para nada. Es más, si sirve para algo, es porque sirve al revés: salvo casos excepcio- nales, te vuelve más sensible, LITERATURA Y EMPRESARIOS: UNA RUTA HACIA EL FRACASO VÍCTOR GARCÍA RUIZ* Se divaga en este artículo sobre en qué sentido las obras literarias, en espe- cial las novelas, pueden ayudar a la formación de un empresario. El autor co- menta una serie de novelas de los últimos cien años y, con algo de ironía, se- ñala problemas en la aproximación entre literatura y empresa; problemas que, desde luego, invitan a ulterior tratamiento. Palabras clave: literatura. empresarios. interdisciplinariedad * Víctor García Ruiz es Profesor Agregado de Literatura en la Universidad de Navarra. For Evaluation Only. Copyright (c) by Foxit Software Company, 2004 Edited by Foxit PDF Editor

VÍCTOR ARCÍA RUIZ - dadun.unav.edudadun.unav.edu/bitstream/10171/3771/1/García Ruiz.pdf · End) de Edward Morgan Forster,Los Buddenbrookde Thomas Mann,La junglade Upton Sinclair,

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En recuerdo de Jesús Cañedo (†),que conocía muchos libros

AUNO LE ASALTAN concierta periodicidadrequisitorias para que

ponga en relación el campo enque presuntamente es especia-lista —la literatura— con laeconomía, la antropología, lamoral cristiana y quizá algúnotro que ahora no me viene ala cabeza. El presunto especia-lista se siente tironeado poramigos sonrientes —pocas

cosas más irresistibles que unamigo—, vacilante y estimu-lado, todo al mismo tiempo;no lo tiene muy claro pero sesiente atraído por esa melodíade “la unidad de los saberes”,el chin-chin de la interdisci-plinariedad.

Digámoslo claramente des-de el principio: la literatura nosirve para nada. Es más, sisirve para algo, es porque sirveal revés: salvo casos excepcio-nales, te vuelve más sensible,

LITERATURA YEMPRESARIOS:UNA RUTAHACIA EL FRACASO

VÍCTOR GARCÍA RUIZ*

Se divaga en este artículo sobre en qué sentido las obras literarias, en espe-cial las novelas, pueden ayudar a la formación de un empresario. El autor co-menta una serie de novelas de los últimos cien años y, con algo de ironía, se-ñala problemas en la aproximación entre literatura y empresa; problemas que,desde luego, invitan a ulterior tratamiento.

Palabras clave: literatura. empresarios. interdisciplinariedad

* Víctor García Ruiz es Profesor Agregado de Literatura en la Universidad de Navarra.

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más consciente de las necesi-dades y problemas de losdemás —de los propios ya nosocupamos cada uno—, de lacomplejidad del mundo, de laspersonas y de la vida. O sea: tehace más débil, más blando,más crítico. Y no sé si todo esoestá bien en un empresario,francamente. La vieja tesis delhumanismo liberal es que laliteratura te enriquece y hastate hace mejor porque te per-mite vivir otras vidas que nosson tuyas, experiencias inase-quibles por la distancia—Borneo— o por el tiempo—el Renacimiento—. Me pre-gunto en qué sentido este en-riquecimiento es productivopara un empresario, un gestor,un hombre de decisiones.

Cabe plantearlo de otromodo. La muy clásica oposi-ción entre el contemplativo yel activo es, desde luego, unestereotipo pero, desgraciada-mente, es de esos reduccio-nismos que contienen más deverdad que de mentira. Ro-nald Knox —¿o fue su bió-grafo, el imponderable EvelynWaugh?— detectó aguda-mente otra pareja semejante eigualmente irreconciliable:impasibles y patéticos. Lasgentes impasibles y activastienden a dominar y controlar

su espacio, ejercen autoridad,sienten escasas inhibicionesante los efectos que en losdemás pueda provocar el des-pliegue de su propia persona-lidad, saben desactivar las crí-ticas que reciben. El contem-plativo, el patético, se des-pliega más hacia dentro quehacia fuera, es más bien pa-sivo, se comunica mal con suentorno, es ultrasensible antelas críticas —por más que seempeñe nunca logra desacti-varlas del todo—, no terminade aceptar que elegir es renun-ciar —lo cual le complica lavida tremendamente— y quedesde los proyectos hasta losresultados hay una inexorablesucesión de limitaciones, re-bajas, frustraciones, una pér-dida de energías tal que hacedudar del valor del resultado yde la lucha. La realidad se re-siste a los sueños; como diríaun lector de Schopenhauer,falla la voluntad. Remataré elultraje del estereotipo identifi-cando —claro está— al artista,al hombre de letras, con elcontemplativo patético y alempresario con el activo impa-sible.

Conozco mal el mundo dela empresa y reconozco quecuando oigo clamar contra losmales del especialismo siem-

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pre pienso en ingenieros zo-quetes que no leen, banquerosrelucientes que se duermen enel teatro, o economistas libe-rales disfrutando con losmamporros y explosiones deArma letal. Sin embargo, el es-pecialismo también se da en elotro sentido, cuando la gentede letras y artes —contempla-tivos patéticos— se desinte-resa, desdeña ese otro ámbitoen muchos sentidos más vital,y más real, puesto que confi-gura la existencia de los sereshumanos.

No quisiera pecar de cínico,pero en estos momentos mereconozco “especialista” de unlado, que intenta que dejen deserlo los especialistas del otrolado. Por suerte, cuento con elamparo de mi sonrienteamigo, el que me empujó aeste temerario empeño, cuyonombre figura al frente delconsejo editorial y que estaráencantado de atender susquejas.

¤ ¤ ¤

SUPONGAMOS que unempresario tiene algo detiempo y, en vez de pasar

el rato con su familia, jugar altenis o intentar enderezar sunegocio con Nuevas tácticas demarketing o cosa semejante,

echa mano de un inútil librode literatura.

Creo que tiene dos zonasdonde elegir: novelas sobreempresarios, o donde salganempresarios o que de algunaforma más o menos plausible,sean relacionables con el en-torno, la cultura o los valoresdel capitalismo, por un lado.Por el otro, todo el resto de laliteratura, en el sentido de quecualquier lectura, si es buena,es fértil y puede, por tanto,minar el activismo de los im-pasibles o la impasibilidad delos activos.

1.LA CULTURA empresa-rial descubre hoy concierto asombro, de la

mano de Martha Nussbaum,lo que ya Dickens veía a me-diados del siglo XIX: pobreza,marginación, la impiedad delrico. Dickens –por cierto– noera entonces uno de los nove-listas más respetados de occi-dente, sino un “outcast”, des-honrado por su estancia enprisión, cuyo prestigio no ibamás allá del de un escritor-zuelo “popular”, muy lejos delos áureos recintos de la cul-tura, que lo despreciaba olím-picamente. Tiene gracia quecuando John Henry Newmanescribió una novela autobio-

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gráfica y algo satírica para de-fenderse de quienes le ata-caban por su conversión al ca-tolicismo, un crítico dijera delfuturo cardenal: “ha caído másbajo que Dickens”.

¿Qué es La feria de las vani-dades (Vanity Fair, 1848) deWilliam Thackeray —brillan-temente “remade” por TomWolfe en La hoguera de las va-nidades (The Bonfire of the Va-nities)— sino la denuncia deuna sociedad espantosamenteanticristiana, e hipócrita,donde se desprecia al pobre yse halaga al rico, sin que im-porte cómo obtuvo su riqueza?Da igual el Londres imperialdel XIX que el imperialismo del“broker” neoyorquino del sigloXX; al final es lo mismo: el di-nero es el valor único y último.

Más hondamente aún quelos novelistas —que, al fin y alcabo, tenían que vender y vivirde sus novelas—, fueron poetasquienes percibieron y expre-saron con brutalidad y rebeldíala ruptura interna del progre-sismo decimonónico: CharlesBaudelaire, Arthur Rimbaud.Claro que, si nos ponemos, yalos románticos anglo-ger-manos estaban al tanto de lasofocante, insostenible estre-chez del racionalismo ilus-

trado, base del capitalismo oc-cidental.

Así que no es de extrañarque en el cambio del siglo XIXal XX se escribieran novelas quehacen balance de la cultura dela empresa capitalista, pujantey darwinista. Me refiero a, porejemplo, La mansión (Howard’sEnd) de Edward MorganForster, Los Buddenbrook deThomas Mann, La jungla deUpton Sinclair, o El financierode Theodor Dreiser.

En La mansión, las her-manas Helen y Margaret Sch-legel representan la sensibi-lidad, la cultura, la inteligencia,el amor a la naturaleza, el an-tiurbanismo —frente a unLondres que todo lo devora—,el antiimperialismo y el femi-nismo. Valores todos ellos deestirpe germana —como elpríncipe Alberto— que, sin ex-cesivas estridencias, contrastancon los Wilcox: prácticos, ne-gociantes, cuidadosos de lasformas, poco cultivadores; osea, británicos.

De manera imprevista, porculpa de un paraguas, en estemundo de sólidas rentas de lasSchlegel y de aún más sólidosingresos de los Wilcox, entraun pobre oficinista, LeonardBast, por el que Helen se inte-

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resa desmedidamente; tan des-medidamente que, por des-pecho, queda embarazada deél. Margaret, ya esposa deHenry Wilcox, está a punto deromper su matrimonio pero lamuerte de Leonard a manosdel hijo del primer matri-monio de Wilcox, y el encar-celamiento de este, desmoronaal viejo Wilcox y todos ter-minan, reconducidos a unacierta armonía, en Howard’sEnd —en su doble sentido de‘final’ y ‘rincón’—, en elcampo, la naturaleza, la verda-dera Inglaterra. Esta novela haservido para que admiremosen Anthony Hopkins a unperfecto caballero victoriano ypara que suframos a EmmaThompson con su habitualdespliegue de visajes bucales;pero esto es muy secundario.Lo importante es que unhombre como Forster, perte-neciente al entorno de Bloom-bury, es decir, muy crítico conlos valores del victorianismo,emplea una fábula para hacerevidentes las carencias de unacultura empresarial domi-nante. El industrialismo impe-rialista, el espíritu de clase delos Wilcox, su indiferencia porlos demás —y no digamos porlos pobres—, en virtud de lapresencia del desdichado Bast,

queda en evidencia ante el hu-manismo, la moralidad idílica,el aprecio por la inteligencia ylos sentimientos, el entendi-miento entre las almas, de laimprudente Helen Schlegel.

Forster no apela a la moralcristiana —en la que no cree,por cierto— para hacer brillarla indiferencia de Wilcox.Cuando éste deja sin empleo aLeonard lo hace desde la im-placable lógica del darwinismomás crudo. Es como si hablarade un ser de otra especie, unser con quien nada le une;inútil, por tanto, apelar si-quiera a la dignidad humana.

Ya que hemos mencionado aDarwin y su lucha por la exis-tencia, hablemos algo de Lajungla (1905), del norteameri-cano Upton Sinclair. Se trata deuna novela de tesis prosocialistaambientada en los mataderos deChicago donde se explota des-piadadamente a los emigrantes.A pesar de sus efectismos y desu maniqueísmo sin tregua,conserva hoy su fuerza la crea-ción del ambiente opresivo delmatadero y la sensación colec-tiva de acorralamiento, dentrode un naturalismo muy en lalínea truculenta de Zola. La de-gradación del ingenuo lituanoJurgis tiene sentido por su re-

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dención final dentro del socia-lismo, que aparece estricta-mente como una nueva reli-gión.

The Financier (1912) deTheodore Dreiser, tiene algode novela-reportaje, basada enla vida del empresario queplantó la red de tranvías deChicago y Londres. Asistimosal esplendor y a la quiebra deFrank Cowperwood, arras-trado por el incendio de Chi-cago en 1871 y por la ven-ganza financiera —más quemerecida— de un socio. Dosaspectos me permito subrayaren esta novela —por lo demás,no excepcional—. Primero, laconstrucción que lleva a caboCowperwood de su imagenante los demás: la mansióncomo logotipo, el ocio comoexhibición de estatus, la respe-tabilidad; es decir, la vertientesocial de su riqueza, la honra—que no es cosa sólo caldero-niana—, el reconocimiento.

Por otro lado, el materia-lismo darwiniano, el dogma li-beral del “self-interest” por en-cima de todo. Que el pezgrande se come al chico es unalección que Cowperwoodaprendió de niño viendo unalucha de animales, y que sus-tenta toda su trayectoria. Con-

cretamente, el lugar para esalucha en que el Super-hombrenietzschiano despliega toda suenergía será la Bolsa. Dreiserincluye abundantes detalles fi-nancieros aquí y allá a lo largode la novela que imagino apor-tarán color a quien esté fami-liarizado con ellos o con suhistoria, pero que —a mijuicio— son responsables deque la novela pierda interés.Por otro lado, si alguien tienegusto en saber cómo se arrui-naba un señor del siglo XIX—a partir de ahora, muchocuidado con decir “del siglopasado”—, puede enterarse enLa quiebra de César Birotteaude Honorè de Balzac.

Los Buddenbrook (1901) nodebe espantar a quienes co-nozcan otras obras de su autor,Thomas Mann, como La mon-taña mágica o Doctor Faustus,más bien disuasorias. El estiloes denso pero no intelectual ocon recarga de ideas; deliciosa-mente descriptiva, pero nota-blemente narrativa, con bas-tantes sucesos aunque no hayalo que podríamos llamar unaperipecia. Tiene puntos decontacto con La saga de losForsyte (1922, de John Gals-worthy) y The Financier en elestudio de los signos de respe-tabilidad de la burguesía in-

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dustrial, en especial, la casacomo manera de decirle almundo quien es uno. Pero,aparte de eso, los Buddenbrookva más allá del costumbrismoo del tapiz social; le importanunos pocos personajes, que vaformando minuciosa, densa-mente: Thomas, el herederode la firma, que durante añosamplía la empresa pero que seenfrenta ya a los clásicos pro-blemas de la empresa familiary que muere agotado prematu-ramente, justo en el momentode máximo esplendor externo:la lujosa mansión recién inau-gurada no es, como parece, unsímbolo de grandeza sino unpresagio de la ruina. Hanno, elhijo de Thomas, enfermizo,con grandes dotes para la mú-sica —oh, ¡Thomas Mann! elmelómano—, y nulas cuali-dades para el comercio, tímido—miedo a las preguntas, a losprofesores, a los compa-ñeros—, muerto de tifus a los16 años. La abuela, la ma-triarca, la vieja dama de princi-pios intactos, la voz original, laque contempla la disoluciónde su linaje.

Aunque quizá no lo pa-rezca, el personaje principal esuna mujer: Tony, la hermanade Thomas. En ella recae todoel dolor y la pesada carga de lo

perdido y lo pasado: el fracasode su estirpe y el suyo propio—dos divorcios, un yerno enprisión, la venta de la casa,único refugio de una vida des-dichada— sólo encuentranmitigación en las veladas navi-deñas o las bellísimas páginasdedicadas a los veraneos en lasplayas de Traremünde, encompañía de Hanno: pazcampesina, evasión, alegríafugaz que se consume irreme-diablemente. Después, ya sólole queda el consuelo del másallá, aportado no por ella sinopor la criada, con el que secierra inolvidablemente estanovela:

“Hanno, querido mío (...)Tom, papá, el abuelo y todos,todos. ¿Dónde están? ¡Handesaparecido! ¡Oh, qué duro esesto y qué triste! —Existe unmás allá (dijo Friederike Bud-denbrook). —Sí, eso dicen...Pero hay horas que no tienenconsuelo (...) Horas en queuno llega a dudar de la justicia,de la bondad..., ¡de todo! Lavida (...) destruye tantas creen-cias. ¿Un más allá...? ¡Si fueraasí!

”Entonces fue cuando Se-semi Weichbrodt se levantó eincorporó cuanto le fue po-sible. Se apoyó sobre las

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puntas de los pies, estiró elcuello y, golpeando la mesahasta el punto de hacer tem-blar su cofia, dijo, expresán-dose con énfasis y mirando atodos con expresión de reto:—¡Así es!

”Allí estaba, la vencedora enla guerra por el bien, la quedurante toda su vida había li-brado rudos combates armadasolamente con su dogmáticaerudición; allí estaba, jorobaday endeble, temblando de santaconvicción, como sutil, justi-ciera e inspirada profetisa”.

El relato de la decadencia deuna familia de la alta burguesíade la Alemania protestante, re-flejada no en el hombre de ac-ción sino en una mujer-víc-tima, transforma una expe-riencia empresarial en crudaexperiencia moral.

Dejemos los comienzos delsiglo XX y vayamos al contextode la segunda posguerra mun-dial. El tono general es de re-construcción de un nuevoequilibrio, precario, de guerrafría, de levantamiento de insti-tuciones como la ONU que ase-guren la paz mundial, en partea base de democracia, en partea base de tecnocracia. Es en-tonces, 1957, cuando el suizoMax Frisch escribe su Homo

Faber, novela en dos partes,con cierta complejidad deplanos temporales. Con la his-toria de Faber, el protagonista,Frisch pretende poner en evi-dencia las limitaciones de latécnica e infligir un severo es-carmiento a la soberbia delhombre que rechaza cualquierprincipio que le rebase, quecree controlar la tierra y supropio destino.

Faber es un funcionario in-ternacional, hombre activo alque conocemos por sus actosúnicamente, cuyo vuelo desdeNueva York a Centroaméricase ve obligado a un aterrizajede emergencia. “Fue toda unacadena de casualidades. Peropor qué llamarla Providencia?Yo no necesito ninguna clasede mística para admitir lo in-verosímil como un hecho ex-perimental; me bastan las ma-temáticas”. “La máquina —dice en otro pasaje— no puedeolvidar nada porque com-prende todas las informacionesnecesarias mucho mejor queun cerebro humano y en ellano cabe margen de error. Perosobre todo, la máquina notiene experiencias, no tienemiedo ni esperanzas, que sólosirven para estorbar, no tienedeseos en cuanto al resultado,sino que trabaja según la pura

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lógica de la probabilidad; poreso sostengo que el robotcomprende mejor que elhombre”. Este Faber parecedispuesto a llevar tales princi-pios a su relación con losdemás: “contento de estarsolo”, “…dispuesto a trabajar;desgraciadamente, en aquelmismo instante nos sirvieronun consomé”, “le empecé a ha-blar de mi trabajo [ayuda téc-nica]: puedo hablar de ellomientras pienso en otrascosas”, “A mí me gusta el aje-drez porque permite pasarhoras enteras sin hablar”. Deun arqueólogo —ciencia ine-xacta— comenta: “De vez encuando me alteraba los ner-vios, como todos los artistas,que se consideran unos seressuperiores o inferiores sóloporque no saben lo que es laelectricidad”.

Pero en la vida de este serexacto y egocéntrico irrumpeel azar y lo incontrolable, entreecos insobornables de tragediagriega: “Fue una pura casua-lidad lo que decidió el futuro,no fue sino un hilo de nylonque se había metido en la ma-quinilla” (porque “no mesiento bien sin afeitar; no porlos demás, sino por mí”).Faber, durante un viaje porEuropa, conocerá y se enamo-

rará de Sabeth; pero la mu-chacha muere poco después,en Atenas, por un accidente enla playa. Lo más cruel, sin em-bargo, no es que pierda unamor sino la refinada ven-ganza del destino en que Faberno creía: Sabeth era su propiahija, habida en una muchachasemijudía a la que Fabermandó abortar y despuésabandonó en Alemania. Supasado, inasequible a la técnicay a la estadística, vuelve y mo-difica drásticamente el pre-sente del tecnócrata.

Un segundo punto intere-sante y sutil tiene que ver conel estilo. El narrador de la his-toria es el propio Faber, en dosmomentos distintos. Antes deque se produzca el golpe deldestino escribe con frasescortas, secas, sin alma, desti-nadas a consignar hechos ex-ternos. Tras la purificadora ca-tástrofe de la playa ateniense,Faber alarga su sintaxis, en-sancha su léxico, parece descu-brir la existencia de adjetivos yadverbios, se asombra ante elsencillo panorama de los hori-zontes espirituales. Desarbo-lado internamente, amenazadopor la tentación del suicidiollega a exclamar “¡Alabada seala vida!”.

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Si Homo Faber representa unintento de humillar la sufi-ciencia tecnocrática de la mo-dernidad, podíamos considerarla novela del norteamericanoPaul Auster como un brillanteejercicio contemplativo de laposmodernidad. Más que ensus singulares y autorreferen-ciales epopeyas —Leviatán, Elpalacio de la luna— o en el fan-tasmal universo de La inven-ción de la soledad, prefiero dete-nerme en la parábola queplantea en La música del azar.Cumpliendo admirablementecon dos reglas de oro de la no-vela (contar acontecimientos ydosificarlos), Auster indaga enla naturaleza de la libertad.Jim Nashe, ex bombero, segasta la inesperada herencia deun padre desconocido, en re-correr las autopistas de Es-tados Unidos en un flamanteSaab rojo. Por un encuentrofortuito con Jack, profesionaldel póker, invierte lo que lequeda en una partida con dosexcéntricos millonarios quedemuestran un inesperado ta-lento no sólo para las cartassino para exigir el pago de lasdeudas. Jim y Jack, bajo la vi-gilancia de un siniestro guar-dián —se diría que adiestradoen Auschwitz—, resarcirán asus acreedores con una tarea

absurda: la construcción de unmuro con 10.000 piedras pro-cedentes de un castillo ir-landés. Lo extraño es que Jack,que disfrutó de una libertadilimitada —dinero y tiemposin tasa— a bordo de su Saab,percibe su encierro como unaliberación: dando sentido a susactos, a una tarea —construirun muro demencial en mediode una pradera y cuidar deJack, el insensato que learruinó—, Jim descubre queha sido feliz. Así lo comprende—él y el lector— cuando, sal-dada finalmente su deuda, seencuentra de nuevo al volantede su coche: con la música so-nando, la perspectiva de un fu-turo sin finalidad más la posi-bilidad de vengarse del guar-dián, coinciden y hacen atrac-tivo un acto suicida. La li-bertad en sí misma es tanatractiva como inservible; sólopuesta al servicio de un fin —aunque el fin sea absurdo—adquiere algún sentido.

2.HAY, por supuesto,muchas novelas inte-resantes de las que

quizá valga la pena decir algo,amparado en esa salvadoraidea de que toda lectura es opuede ser fértil. Los Papelespóstumos del Club Pickwick(1836-37) de Dickens tienen

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una entrada un tanto extrañaque puede espantar lectores fá-cilmente; pero, si se entra aljuego dickensiano del humor,la sátira y la irreverencia, sepodrá disfrutar del espectáculode sorprender en paños me-nores a la orgullosa y forma-lista sociedad británica, y susinstituciones —la Justicia, enparticular. Pickwick es —no loolvidemos— un antiguohombre de negocios que, trasbuscar la riqueza y la utilidad,muy dentro del espíritu die-ciochesco, cambia de vida y sededica a hacer el bien a sus se-mejantes —ahí es nada la con-versión— sobre la base de unavirtud laica; una especie deQuijote inglés acompañadotambién de su Sancho Panza:el inolvidable limpiabotas SamWeller.

Peter Pan y Alicia en el Paísde las maravillas son cualquiercosa menos inocentes librospara niños. Por el contrario,son fábulas que pueden hacerreventar de nostalgia y melan-colía el corazón más templadoy más adulto, lamentando jus-tamente la pérdida de la ino-cencia infantil y el ineludiblesometimiento a los rigoresalienantes de la madurez. Unavez más sale muy malparado elasfixiante victorianismo de

aquellos británicos. Con decirque el capitán Garfio era an-tiguo alumno de Eton…

¿Qué empresario no agrade-cerá unas dosis del fatalismode Guerra y paz? La gran no-vela histórica de la Europa va-puleada por Napoleón insisteuna y otra vez en ese signo: loque ocurre no es por obra delos hombres sino porque teníaque ocurrir. Todas aquellas pá-ginas sobre la batalla de Aus-terlitz y el mecanismo del relojson un bonito desmentido alas sacramentales bendicionesque el idioma yanqui ha tro-quelado para definir al hombreeficaz: “he / she makes thingshappen”, “she /he gets thingsdone”.

Pero compensemos un pocoy vayamos al hombre de acciónque sobrevive a Lobo Larsen,el feroz, amoral, nietzschianocapitán del “Fantasma”, elbarco cazafocas de El lobo demar de Jack London.Humphrey, intelectual, rico yrefinado, descubre la vida lu-chando bestialmente por ellaen condiciones increíblementeextremas, que le enseñan elvalor de lo más elemental —loque siempre tuvo sin repararen ello—. Espléndida odiseainterior y exterior del hombreenfrentado a la naturaleza y a

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lo primitivo, obligado a unapavorosa marcha atrás en la ci-vilización, y finalmente re-compensado con el triunfo.

Los cuentos de AntonChejov, desde El beso hastaUna bromita, son un chapuzónen la delicadeza, la timidez, lossentimientos que no tienencasi voz para expresarse. Sonbreves historias de gentes quese quedan al borde de la feli-cidad, pero por el lado defuera. Quien haya experimen-tado alguna vez que la vida eslimitación, que el dolor no essólo físico, tiene en Chejov unalma gemela y experimentadaque sabrá recetar humor y re-signación.

La melancolía la trabaja ad-mirablemente James Joyce enLos muertos, lacerante remate asu ciclo de relatos Dublineses.¡Pobre Gabriel Conroy! No sési asistir a la depresión ajenatiene efectos antidepresivos,pero de ser así, Prozac y sussecuelas están perdidos.¿Quién no ha sido atrapadoalguna vez por un sentimientode vulgaridad y derrota comoel de Conroy —el intelectualde pueblo, el elocuenteechador de brindis caseros, elpolíglota de aldea— en su mo-nólogo final ante la ventana

—“nieva en Irlanda”—, derri-bado y anulado por el amorpuro y adolescente —un adul-terio retrospectivo— que sumujer vivió con otro y que leexcluye y le coloca, parasiempre, en lo prescindible?

Henry James tiene merecidafama de exquisito y difícil.Hay que reconocer, no obs-tante, que sus traductores alcastellano —en general, mejo-rables— han abonado y regadogenerosamente esa reputación.La pequeña maraña lingüísticay afectiva que envuelve a lospersonajes de James no es—creo— más que la expresiónvoluminosa de lo complicadasque son las relaciones hu-manas, sobre todo cuandotienen lugar en una sociedadtan intensamente conven-cional como la anglosajona.Este conflicto entre esponta-neidad, autenticidad y lo esta-blecido es no sólo el tema decasi todo James sino el temade casi toda la novela inglesaentre, digamos, 1870 y 1930.Retrato de una dama —man-siones campestres, tés deli-ciosos sobre una pradera pri-morosamente rasurada, pati-lludos mayordomos, etcé-tera— se reduce después detodo a que la pobre chica,Isabel Archer, que ha soñado

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con la libertad y la nobleza,que ha hecho una cosa gene-rosa y lúcida al rechazar al ele-gantísimo, discretísimo y ri-quísimo Lord Warburton porGilbert Osmond, viudo ameri-cano, pintor, imaginativo, sinfortuna, y residente en Flo-rencia, se encuentra en rea-lidad triturada en el mismí-simo molino de lo conven-cional —y de la oculta rapa-cidad del pintorcete.

Por esos mismos años Jo-seph Conrad levanta toda unanarrativa que tiene como esce-nario la experiencia del colo-nianismo, pero no para ima-ginar aventuras exóticas a loJulio Verne o Emilio Salgarisino quizá para inquietar a losempresarios metropolitanoscon las consecuencias moralesde su expansionismo comer-cial. Las catástrofes ocurridasen lejanos lugares —el pertur-bado Kutz de El corazón de lastinieblas, Tuam Jim, el fugitivopenitente que por fin paga suculpa en Lord Jim— las relatael capitán Marlow, en Lon-dres, en pleno Támesis. Allíadquieren aires de leyenda ladegeneración del hombreblanco y su incapacidad paracontrolar un medio —la selva,los indígenas— que tiene suspropias leyes.

El exotismo y el arquetípico“wanderlust” del británico, nospermite conectar con la fan-tasía moral de El señor de lasmoscas escrita por el laureadoNobel, William Golding. Per-tenece, claro, a la estirpe ro-binsoniana de las novelas deisla utópica y, en general, se latiene por una estocada amuerte al mito del buen sal-vaje y el niño inocente. Temascomo la autoridad, las basesdel entramado social, la reli-gión y toda la gama de la filo-sofía política comparecen allítambién. Pero a mí me gustaver en ella una imagen de laposible trascendencia delhombre e, incluso, ¿por quéno? del papel, en un mundoconfuso, de una institución desalvación como la Iglesia.

Cuando el muchacho re-belde y sus secuaces en tapa-rrabos deciden apagar la ho-guera, reducen deliberada-mente el espacio del mundo,renuncian a la esperanza de serrescatados, y su moral, portanto, pasa a depender exclusi-vamente de factores que ra-dican dentro de la isla. El éxitoes inmediato y salta a la vista:tiempo para cazar, carne paracomer, ausencia de normas—los pobres chicos venían deun internado inglés. El único

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punto oscuro es la “rebeldía”molesta y francamente mino-ritaria de quien sigue espe-rando un rescate desde fuerade la isla. Cuando finalmentevienen personas mayores a res-catar a los niños, el juicio sobrela situación es inevitable.¿Juicio Final? ¿Qué sentidotenía la postura de los mucha-chos acorralados, cada vezmenos numerosos, cada vezmenos seguros de que hay al-guien que piensa en ellos,fuera de la isla? ¿Quién teníarazón?

Matar un ruiseñor no es sólouna soberbia película protago-nizada por Gregory Peck sinouna encantadora novela deHarper Lee, escritora proce-dente del Sur de los EstadosUnidos —uno se pregunta porqué el Sur ha dado tantos es-critores, hombres y mujeres, ytan buenos. Matar un ruiseñortiene algo muy en común conEl guardián entre el centeno deJ.D. Salinger, escritor nortea-mericano al parecer, tan raroque nadie le conoce ni sabedonde vive y que se comunicacon su editor sólo por correo.No quiere que nadie sepa nadade él. Sus libros —pocos— sepublican sin la menor indica-ción biográfica. Ni siquiera séen este momento a qué res-

ponden las iniciales J.D. Elcaso es que las dos novelascoinciden en estar narradaspor un niño; y se distancian enla sensación final.

Matar un ruiseñor es unamagnífica inmersión en la sen-sibilidad infantil enfrentada ala áspera realidad de los ma-yores. La inocencia de la na-rradora, Scout Finch, lomismo que la debilidad deBoo Radley, el negro, ángelguardián de los niños, terminaimponiendo su limpieza sobrela hipocresía y la malicia deuna comunidad blanca y mez-quina.

En cambio, Holden Caul-field, el adolescente narradorde El guardián entre el centenoes un precoz residente en lassalas de un psiquiátrico. Lainestabilidad de sus senti-mientos tiene mucho de com-plejo de Peter Pan, de miedo alcompromiso; de ahí su so-ledad, su extraño y brillantemodo de ver las cosas y con-tarlas, su decisión —la única—de preservar la inocencia de suhermana, la pequeña Phoebe,la sola persona con quienpuede comunicarse de verdad;primero, yéndose los dos alOeste, huyendo a una cabaña avivir, sin más. Después, más

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modestamente, viéndola felizgirando en el tiovivo, que escomo acaba esta novela, cursosuperior de melancolía e in-quietud impartido por un con-sumado “puer-senex”.

Dejémoslo por ahora y en-sayemos un remate. ¿Y bien?¿Qué dice la cuenta de resul-tados tras este arbitrario reco-rrido novelístico? Durante si-glos la cultura de occidentedaba por supuesto que la lite-ratura y el arte en general te-nían un fin moral, en sentidobastante estricto. El mundoficticio, la bondad y maldad delos personajes, el castigo finalde los malos, el triunfo de losbuenos, reflejaban el orden in-trínseco del mundo real creadopor Dios; mundo, por tanto, nosólo bien hecho sino com-prensible y explicable sin ma-yores perplejidades. Ya bienavanzado el XIX se vio que alpacífico y secular consensosobre las relaciones entre elarte y la moral le había llegadoel turno como “quaestio dis-putata”. Y creo que ahí se-guimos todavía, en buena me-dida. Grandes novelistas deci-mónonicos —Flaubert, Zola,Galdós, Clarín—, se dedicarona reflejar, tal como eran, lasvidas y la realidad que sentíanbullir a su alrededor; tal como

eran o tal como ellos las veían,pero en cualquier caso, sin pre-tender dilucidar cómo debían ser.Con ademanes más o menosvehementes, se despojaron dela pesada carga del moralista yse acogieron a oficio más mo-desto: testimoniar lo particular.No es que por principio ne-garan el sentido moral de laexistencia o de la providenciadivina, sino que les parecíamucho más interesante, enlugar de seguir los modelosuniversalizantes y abstractos delas preceptivas, aplicarse a loque entonces era novedoso:captar el desarrollo concreto ymodesto de las vidas singu-lares. El moralismo, más bienmecánico, sólo podía condenarmoral y artísticamente todaobra donde no triunfara o res-plandeciera el bien. Las cam-pañas, más o menos integristas,por los “buenos libros” o la“buena prensa” aplicaron conconstancia estos severos crite-rios en el XIX y XX.

No seré yo —y menosahora— quien indique salidasal callejón estrecho y atoradode las relaciones entre moral yarte. Ahora bien, si nos ate-nemos al nivel de la personaquizá podamos contar con unconcepto rentable: el de dig-nidad humana. Escribir litera-

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tura en serio, o crear cualquiercosa que realmente sea arte, esduro; muy duro. Cuando al-guien decide dedicar a ello suvida está comprometiendo ahímucho de su dignidad comoser humano. El escritor que seesfuerza honradamente pordar forma comunicable a suexperiencia del mundo, pre-tende alcanzar algún tipo debien y transmitirlo a losdemás. En toda auténtica obraliteraria late un fondo de bien,un destello, al menos, deverdad sobre lo que los hom-bres somos, un relumbre de sudignidad. El problema, natu-ralmente, está en dilucidar enqué sentido una novela queniega el horizonte religioso oque presenta una sexualidadclínica y grosera, es indignadel hombre. Pero no es este elmomento de ocuparse de ello.

La gran literatura nos apro-xima a las experiencias funda-mentales del ser humano, ensu complejidad, en sus contra-dicciones, en su grandeza, ensus aberraciones. Por eso, la li-teratura puede hacernos me-jores personas, más dignasquizá; pero también me pre-gunto, atribulado, si no contri-buirá a mellar la incisividadunilateral, a minar el diagnós-tico cuasiquirúrgico que, desde

mi ignorancia, atribuyo al em-presario. Creo que al sufridoalumno de un MBA matricu-lado en “Análisis de deci-siones” será mejor presentarleun caso que una buena novela.Por muy real que el caso seano hablará de los sentimientosde quien decidió una fallidaampliación de capital —sinode la urgencia de su despido,me temo—; el futuro Masterpodrá juzgar con más o menosacierto, pero siempre confrialdad, con independenciaporque ese fiasco le es ajeno.La gran novela, en cambio, sise lee como es debido, atrapa,implica, se inmiscuye en lavida del lector. Una buena no-vela es mucho más que un“caso” complicado y bien ur-dido; es un experiencia de laque uno no sale ileso. Se puedeemplear la literatura como ar-senal de casos prácticos, sinduda; pero sería marrar mise-rablemente en su sentido y sualtura; no sé, como usar Eaude Rochas para fregar los ca-charros de la cocina. En suma,y por decirlo en crudo contoda modestia y algo de per-plejidad: ¿no ayudará la litera-tura a hacer mejores personaspero peores empresarios?

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