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Vicenta Márquez de la Plata LA VALIDA

Vicenta Márquez de la Plata LA VALIDA · 2012. 3. 28. · La visita a Sevilla. La culebra .. 301 capÍtulo XVI. ¡Hombres libres, al fonsado general! La batalla de Aljubarrota

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  • Vicenta Márquez de la Plata

    LA VALIDA

  • La novela La valida, de Vicenta Márquez de la Plata, recibió el III Premio Ateneo de Nove la Histórica de Sevilla.

    © Vicenta Márquez de la Plata, 2009© Algaida Editores, 2009, 2012Avda. San Francisco Javier 2241018 SevillaTeléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54e-mail: [email protected]ón: Grupo AnayaISBN: 978-84-9877-757-4Depósito legal: Se. 1.905-2012Printed in Spain

    Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemniza-ciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o cientí-fica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

  • Índice

    Personajes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

    capÍtulo i. De los preclaros orígenes de doña Leonor López de Córdoba ahijada de una

    infanta y de su boda a los siete años . . . . . 19

    capÍtulo II. Duguesclin y sus Compañías Blancas. Ni quito ni pongo rey . . . . . . . . . 39

    Capítulo III. El maestre de Calatrava envía una carta al duque de Láncaster. El viajede Álvaro de Henestrosa . . . . . . . . . . . . . . 55

    Capítulo IV. El plan de don Enrique para to-mar Carmona. Una carta de Juan de Gan-te, duque de Láncaster, para el rey donEnrique II. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

    capÍtulo V. La muerte del maestre de Cala-trava. Niños cautivos en las Reales Atara-zanas de Sevilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

    capÍtulo VI. La piadosa monja. . . . . . . . . . . . 113

    capÍtulo VII. Peste en Sevilla y en las Reales Atarazanas. Las guerras de Juan de Gantey la toma de la Rochela . . . . . . . . . . . . . . . 131

  • capÍtulo VIII. La deshonrosa muerte de don Lope Fernández de Córdoba y el testa-mento de Enrique de Trastámara . . . . . . . 151

    capÍtulo IX. La esperada libertad. . . . . . . . . . 169

    capÍtulo X. La primera infancia de Catalina de Láncaster. Se prepara el encuentro deLeonor con su señora tía . . . . . . . . . . . . . . 193

    capÍtulo XI. La entrevista con María García y Carrillo de Albornoz y la despedida delesposo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

    capÍtulo XII. El Gran Cisma de Occidente. Aparece Pedro Martínez de Luna. DonRuy Gutiérrez de Hinestrosa en la frontera 239

    capÍtulo XIII. Las visitas. Dijo el Rey: «En re-lación al papa Clemente...» . . . . . . . . . . . . 261

    capÍtulo XIV. Una tarde retórica. El viaje deLeonor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283

    capÍtulo XV. La visita a Sevilla. La culebra . . 301

    capÍtulo XVI. ¡Hombres libres, al fonsadogeneral! La batalla de Aljubarrota . . . . . . 321

    capÍtulo XVII. Lionel de Standhope, correo real. Lo que le sucedió a don Ruy Gutiérrezde Hinestrosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 349

    capÍtulo XVIII. Los duques de Láncaster viajana Castilla. La cáncana . . . . . . . . . . . . . . . . 365

    capÍtulo XIX. Leonor visita la judería de Córdoba. Henrique Almeida encuentra adon Pero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 389

  • capÍtulo XX. De cómo don Ruy desapareció en casa de su tío, y de cómo Leonor en-contró dos amigas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411

    capÍtulo XXI. El duque de Láncaster invade Castilla. El regreso de don Ruy Gutiérrezde Hinestrosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 431

    capÍtulo XXII. Se inician conversaciones con el duque de Láncaster. Así llegó don RuyGutiérrez de Hinestrosa. . . . . . . . . . . . . . . 453

    capÍtulo XXIII. De cómo doña Leonor se en-contró esperando un hijo. Hacia Troncoso. . 475

    capÍtulo XXIV. Una casa nueva para doñaLeonor y su esposo. La muerte de Urraca. 495

    capÍtulo XXV. El primer Príncipe de Astu-rias. El señorío de Aguilar . . . . . . . . . . . . . 513

    capÍtulo XXVI. Señora de Aguilar y de Teba.El niño judío y la peste . . . . . . . . . . . . . . . 533

    capÍtulo XXVII. Leonor viuda. La muerte de Juan Fernández de Hinestrosa . . . . . . . . . 555

    capÍtulo XXVIII. El encuentro con la infanta doña Constanza. Un viaje a Aviñón . . . . . 573

    capÍtulo XXIX. Leonor pasa a la corte de doña Catalina. Un bastardo llamado Álvaro

    de Luna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 591

    capÍtulo XXX. Nace un heredero varón y muere el rey. El gobierno en manos de

    Leonor López de Córdoba . . . . . . . . . . . . . 613

    capÍtulo XXXI. Los dos tutores. La valida . . . 627

  • capÍtulo XXXII. El reparto del reino. Otra vez don Álvaro de Luna . . . . . . . . . . . . . . 645

    capÍtulo XXXIII y EpÍlogo. El honor de los López de Córdoba reivindicado. La derrota

    y desaparición de la valida . . . . . . . . . . . . 661

  • Dedico este libro, con todo mi afecto, a mi

    amiga y colega de las letras, Almudena de

    Arteaga y del Alcázar, algunos de cuyos ante-

    pasados cruzan, de manera fulgurante, por

    las páginas de este libro.

  • Personajes

  • Adosinda. Esposa del carcelero de nombre Aquilino en las Reales Atarazanas de Sevilla.

    Álvaro Carrillo de Albornoz. Alcalde mayor de los hijosdalgo de Castilla, pariente de doña María Carri-llo de Albornoz y de doña Leonor López de Córdoba.

    Álvaro López de Córdoba. Hermano bastardo de doña Leonor López de Córdoba. Clérigo, acompa-ñante del cardenal Luna.

    Aquilino. Guardián y carcelero de los hijos de don Martín en las Reales Atarazanas de Sevilla.

    Beatriz de Portugal. Segunda esposa de don Juan I de Castilla. Heredera del trono luso.

    Bertrand Duguesclin. Guerrero francés al servicio de Enrique de Trastámara, capitán de las temidas Compañías Blancas.

    Catalina. Hija de Constanza y de Juan de Gante, du-ques de Láncaster. Esposa de Enrique el Doliente. Reina de Castilla y de León.

    Clemente VII, Papa desde 1379. Su nombre era Roberto de Ginebra. Papa de Aviñón.

    Constanza. Hija mayor de Pedro el Cruel. Heredera del trono de Castilla y León. Casada con el duque de Lán-caster. Hermana de Isabel, esposa esta de Eduardo de Langley.

  • Eduardo de Langley, conde de Cambridge. Herma-no del duque de Láncaster, esposo de Isabel, la her-mana de Constanza; hijas ambas de Pedro el Cruel.

    El duque de Láncaster y conde de Richmond. Juan de Gante, hijo del Rey de Inglaterra, Eduardo III, tutor de su sobrino, el Rey. Esposo de la infanta doña Constanza, hija de Pedro el Cruel y heredera legítima del trono de Castilla y León.

    El Príncipe Negro. Eduardo, príncipe heredero de la corona inglesa. Hijo del rey Eduardo III. Hermano del duque de Láncaster, Juan de Gante y de Eduar-do de Langley.

    Enrique de Trastámara. Hermano bastardo de don Pedro el Cruel, y su matador. Hijo de Alfonso XI y de su amante doña Leonor de Guzmán. Rey de Castilla y de León. Rey vengativo y no menos cruel que su difunto hermano don Pedro. En guerra con su her-mano el Rey, y aliado de Francia contra Inglaterra.

    Enrique III el Doliente. Hijo de Juan I de Castilla y de su primera esposa, Leonor de Aragón. Esposo de Catalina de Láncaster.

    Fadrique de Trastámara. Hermano bastardo de don Pedro el Cruel, hermano gemelo de Enrique de Trastámara, muerto de manera inicua a manos de su medio hermano, don Pedro.

    Juan de Avís. Gran Maestre de la Orden de Avís. Rey de Portugal en contraposición a doña Beatriz, es-posa de don Juan de Castilla.

    Juan de Gante. Ver duque de Láncaster.Juan Gutiérrez de Hinestrosa. Canciller del sello de

    la poridad y padre de Ruy Gutiérrez de Hinestrosa, esposo este de doña Leonor López de Córdoba.

  • Juan I de Castilla. Hijo de Enrique de Trastámara y de su esposa doña Juana Manuel.

    Leonor López de Córdoba. Única superviviente de la familia de don Martín. Presa desde los siete años hasta los dieciséis. Esposa de don Ruy. Dedica toda su vida a restaurar el honor de los López de Córdo-ba. La primera mujer Valida en la historia de Espa-ña. La primera mujer que escribió sus memorias.

    Lope Fernández de Córdoba. Único hijo varón de don Martín, muerto de la peste bubónica en prisión.

    María Coronel. Monja clarisa, noble señora viuda de Juan de la Cerda, hija de Alfonso Fernández Coro-nel. Es famosa por su santidad.

    María de Haro. Madre de Ruy Gutiérrez de Hines-trosa.

    María de Padilla. Hermosa amante del rey don Pe-dro, de quien tuvo a su hija Constanza, la heredera del reino.

    María Mencía García y Carrillo de Albornoz. Tía abuela de Leonor López de Córdoba, nombrada normalmente como doña María o María Carrillo de Albornoz.

    Martín López de Córdoba. Camarero Mayor del rey don Pedro y luego Maestre de la Orden de Ca-latrava, padre de doña Leonor López de Córdoba. Alevosamente asesinado por el rey don Enrique de Trastámara.

    Pedro el Cruel. Rey legítimo de Castilla y León. Hijo de Alfonso XI y de su legítima esposa, doña María de Portugal. Conocido por su crueldad, en guerra con sus hermanos bastardos y con Francia. Aliado de Inglaterra.

  • Pedro González de Mendoza. Poeta y militar, se-ñor de Hita y Buitrago. Mayordomo mayor de don Juan, héroe de Aljubarrota.

    Pedro Martínez de Luna. Cardenal, legado pontifi-cio de Clemente VII. Papa Benedicto XIII.

    Pero López de Ayala. Canciller del reino y amigo de don Juan I de Castilla.

    Ruy Gutiérrez de Hinestrosa. Esposo de doña Leo-nor López de Córdoba.

    Sancha. Nobilísima señora madre de Leonor López de Córdoba, casada con don Martín. Ella era pa-riente del rey don Pedro y de Enrique de Trastáma-ra por ser nieta de Alfonso XI.

    Urbano VI, antipapa. Papa o antipapa, según se mire. Coetáneo del papa Clemente VII. A él obede-cían los duques de Láncaster, como ingleses que eran.

    Urraca. Criada favorita de doña María Carrillo de Al-bornoz. Por alguna razón odia a Leonor.

  • CaPítulo I

    DE LOS PRECLAROS ORÍGENES DE DOÑA LEONOR LÓPEZ DE CÓRDOBA

    AHIJADA DE UNA INFANTA Y DE SU BODA A LOS SIETE AÑOS.

    Soy hija del dicho Maestre de Calatrava en tiempos del

    rey don Pedro... y soy hija de doña Sancha Carrillo,

    nieta del rey don Alfonso padre del rey don Pedro...

    Memorias1 de Leonor López de Córdoba. Siglo xv.

    1 Solo constan las Memorias de unas nueve páginas. De estas Me-morias se conserva una copia manuscrita del siglo xvIII, transcrita en un códice que se encuentra en la Biblioteca Capitular Colombi-na. El texto de las Memorias ocupa los folios 195 al 203.

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    el suntuoso bautIzo de leonor lóPez de Córdoba tuvo un regusto agridulce. Debió haber sido su madrina la serenísima Reina, su alteza doña María de Padilla; desgraciadamente la dulce doña María había muerto de pronto y hubo de ocupar su lugar la hija ma-yor de los Reyes, la jovencísima doña Constanza.

    Don Martín, el padre de doña Leonor, siempre en la guerra, no pudo acudir al bautizo de su hija y todos los arreglos los hubo de realizar su esposa, doña Sancha. Don Martín López de Córdoba, camarero mayor del Rey, estaba lejos, enfrascado en la guerra de Aragón junto con su señor, Pedro el Cruel, o Pedro el Justiciero, según se mire.

    Doña María de Padilla había dispuesto todo para que el bautizo de su ahijada revistiese el mayor boato, pero la exquisita doña María había muerto y de mo-mento se suspendió todo proyecto pues todo el reino estaba de luto; pero pasados algunos meses, la cere-monia no pudo posponerse más y se volvió a llamar a los invitados y al clérigo don Teódulo. Al fin y al cabo, si no la Reina, la heredera de la corona iba a ser la ma-drina y ello era motivo de solemne regocijo. Desde el amanecer del día elegido para cristianar a doña Leo-nor, hubo festejos y comida para todos los que se acer-

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    casen al alcázar a ver cómo la hija del camarero del Rey recibía las aguas bautismales. Se adornó la capilla con flores y lámparas, con estandartes y pabellones, colgaduras y gallardetes, banderolas y guirnaldas, y por dar mayor solemnidad a la ocasión, don Teódulo, el sacerdote que había de bendecir a la neófita, había venido desde Sahagún, por ser ese monasterio de los primeros del reino.

    A media mañana repicaron las campanas para hacer saber a todos los que pudieran acudir que la ceremonia estaba a punto de comenzar y aunque desgraciadamente la Reina no sería la esperada ma-drina, la ceremonia era del más alto significado. Por primera vez la heredera de la corona, la señora in-fanta, iba a amadrinar a una niña nacida en palacio. Con ese madrinazgo el futuro de la neófita prome-tía ser algo fastuoso. Ante la niña se abría un inter-minable camino de rosas.

    Don Teódulo se revistió de sus más ricas vestidu-ras, como si se bautizase a la hija de un Rey; sus ropas de las mejores telas y tejidos: damasco, telas grecis-cas, tisú de oro; delante de él un sacristán cantaba con voz hermosa unas letanías al tiempo que agitaba un incensario, había flores por doquier, todo se con-juntaba y concertaba para prestar esplendor a la cere-monia. Entró el hombre de Dios en la capilla apoyán-dose en un báculo de plata incrustado de cabujones de valor incalculable. Consciente de su propia impor-tancia caminaba despacio el viejo clérigo precedido por el sacristán, y tras él, no menos de seis niños sos-tenían la capa pluvial por los bordes, pues el peso del oro y las gemas hacían imposible al venerable ancia-

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    no caminar si no era con ayuda. Sus chapines eran de tafilete escarlata bordados con hilos de oro y plata y recamados de pequeñas perlas de río. En el empeine se había bordado una cruz y un Agnus Dei con dimi-nutas piedras preciosas. La capa se había adornado a punto de realce, con un espléndido pantocrátor in-cluido en una especie de marco ovalado o almendra-do, al que llamaban mandorla. Estaba el pantocrátor rodeado de querubines y serafines que, deslumbra-dos por el fulgor divino, se tapaban los ojos con sus alas; en los ángulos, encerrados en cuatro menudos círculos, estaba el tetramorfos, que representaba a los cuatro evangelistas. Pesados flecos de hilo de oro bor-deaban la capa.

    La señora infanta doña Constanza, era en realidad una pequeña princesa, una niña. Vestida como una reina en miniatura, sostenía, con gran esfuerzo, a la recién nacida para que el viejo clérigo, don Teódulo, la bautizase.

    La menuda madrina tomó su participación muy en serio. A las preguntas del sacerdote contestó con voz firme, bien que atiplada por su edad, cuando fue pre-guntada con voz campanuda por don Teódulo:

    —Leonor, ¿renuncias a Satanás? —y la niña Cons-tanza contestó en representación de su pequeña ahi-jada con gran aplomo.

    —¡Renuncio!—¿Y a todas sus obras?—¡Renuncio!—¿Y a todas sus pompas? —Constanza pareció du-

    dar y en un hilo de voz preguntó, quizá por curiosi-dad, sin acordarse de la solemnidad del momento:

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    —¿Qué pompas son esas a las que debo renunciar? ¿De jabón?

    Una gran carcajada sacudió la capilla, inclusive las austeras damas que presenciaban la ceremonia se tapa-ron la boca para que no las vieran reírse. Don Teódulo les lanzó una mirada fulmínea y repitió la pregunta a la pequeña madrina:

    —¿Y a todas sus pompas? —Constanza se dio cuen-ta de que su pregunta no iba a obtener respuesta; al menos de momento no sabría a qué pompas se refería la pregunta, así que respondió con gran energía:

    —¡Renuncio, renuncio!Continuó la administración del sacramento sin nin-

    guna otra incidencia hasta las palabras finales. Hubo un cierto movimiento entre los circunstantes cuando se trató de derramar el agua sobre la cabeza de Leonor ya que la madrina no podía acercar a la niña hasta el borde de la pila que le quedaba demasiado alto; con un suspiro de satisfacción se solucionó el asunto cuan-do un caballero que sostenía uno de los cirios, con de-cisión tomó en sus brazos a la neófita y a la madrina a un tiempo y así elevadas ambas convenientemente, se procedió a derramar el agua bendita sobre la cabeza de la pequeña:

    —Leonor, ego te baptizo in nomine Patris, et Filii, et Spi-ritus Sanctis (yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y de Espíritu Santo, Amén).

    Seguidamente, don Teódulo aspergió con abun-dante agua bendita a todos los circunstantes y los chantres empezaron a entonar sus salmos acompaña-dos de sus cítaras y algún que otro rabel, al tiempo que las campanas anunciaban que las huestes del Se-

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    ñor Jesús contaban con otro miembro para toda la eternidad. Amén. Y es así como doña Constanza, hija de Pedro el Cruel, o el Justiciero, según opiniones, y de doña María de Padilla, de piadosa memoria, se vio in-vestida de la dignidad de madre sustitutiva de la pe-queña Leonor López de Córdoba, que empezaba su vida bajo los mejores auspicios, amadrinada por la realeza.

    Bien es cierto que la niña recién bautizada también era de prosapia real. Su madre, doña Sancha, era pa-riente de don Pedro, el señor Rey, porque era nieta de Alfonso XI, padre de don Pedro, por lo que el Rey venía a ser tío segundo de la recién bautizada. Don Martín, el padre de la niña era hombre de confianza del sobera-no y en una época de revueltas y traiciones, un hom-bre fiel valía un reino. Más que un noble vasallo, don Martín López de Córdoba era casi un amigo del mo-narca, de él no quería separarse ni en la guerra ni en la caza, actividades favoritas del soberano a las que se dedicaba cuando no perseguía dueñas.

    Es cierto que don Pedro había adorado fuera de toda medida a doña María de Padilla y que por ella había abandonado a su esposa legítima doña Blanca, pero es asimismo cierto que tuvo aventuras y amoríos con otras señoras y que inclusive llegó a casarse con doña Juana de Castro para conseguir introducirse en su lecho. También es cierto que la abandonó a la ma-ñana siguiente.

    Quizás fue por amor a doña María de Padilla, o porque estaba loco, lo cierto es que don Pedro hizo asesinar en su misma prisión a su esposa legítima, la jovencísima doña Blanca y ello había conmovido y es-

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    candalizado al reino por lo que muchos de los incon-dicionales del Rey se pasaron de bando defendiendo la institución sagrada del matrimonio legal y además en contra de los familiares de doña María de Padilla, que ahora eran los favoritos del monarca y ostenta-ban todo el poder.

    Entre los que se pasaron de bando estaban dos de los hermanos bastardos del Rey: los adelantados de la frontera con Portugal, don Fadrique, Maestre de San-tiago y don Enrique, conde de Trastámara. A pesar de la conducta del Rey, algunos hombres le permanecían fieles. Don Martín siempre fue devoto servidor del so-berano y no se apartó de él, la amistad entre ambos venía de lejos, a tanto había llegado la confianza del Rey que había decidido, hacía ya varios años, confiar-le la custodia de su familia y del tesoro real.

    Un día, sin haberle consultado a este respecto, le había dicho de improviso:

    —Os ruego don Martín que consideréis como una súplica una orden que deseo daros.

    —Mío señor —contestó el buen caballero— cual-quier orden o sugerencia, dadla por hecha, siempre que no vaya contra la Santa Madre Iglesia, ni contra mi alma...

    —¡Pues anda que a veces la Santa Madre Iglesia...! —gruñó entre dientes el Rey. Se calló luego y conti-nuó como si siguiera con el hilo de sus pensamien-tos—. No, no es nada tan temible. Ya que vuestra es-posa doña Sancha es mi sobrina y vos mi más leal súbdito y amigo, y que mi amada esposa ya tiene va-rios hijos y al tiempo no puede quedarse con ellos ya que es mi voluntad que me acompañe a cualquier si-

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    tio que yo vaya, he pensado encomendaros la seguri-dad de mis hijos cuando se queden solos. Para ello nada mejor que vuestra familia viva con nosotros, que mis hijos y los vuestros se críen y eduquen juntos y así ambos tendremos la seguridad de que se hallan resguardados. Si doña Sancha, o doña María, esperan otro hijo en el futuro, en el castillo de Calatayud po-drán reposar sin sobresaltos mientras llegue el día del parto. En todo caso, si doña María va conmigo, vues-tra esposa será entonces la madre de mis hijos duran-te esas ausencias. ¿Qué os parece la idea?

    El camarero sabía que no podía más que estar de acuerdo con el designio de su señor. No tenía ningún margen de maniobra. Por otro lado era un gran honor compartir vivienda con el señor de la vida y de la muerte de millones de vasallos.

    Se arrodilló en tierra y besó el borde del manto de don Pedro.

    —¡Honrado, mío señor! Pondremos una guarni-ción permanente que asegure la tranquilidad de las reales personas, y aun sin preguntarle ya sé que la piadosa doña Sancha hará de buena madre para con vuestros hijos cuando doña María esté ausente.

    —¡Vamos, levantaos, Martín, no hace falta que be-séis el polvo! Eso lo dejamos para otros.

    Estaba complacido, no esperaba menos de su fiel amigo, por ello le había apeado el tratamiento, como muestra de su real confianza. Eso solo se hacía en muy contadas ocasiones. Don Martín se puso de pie no osando sacudirse el polvo de sus vestiduras. Esperaba por si el Rey aún deseaba decirle algo pero sus pensa-mientos viajaban a la velocidad del rayo. ¡Sus hijos cria-

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    dos del Rey!2. Su fortuna estaba hecha si no la hubiese estado ya. Era obligación del señor proporcionar al «criado» estado y fortuna de acuerdo a su alcurnia, pues la mayor gloria del «criado» reflejaba la gloria, poder y generosidad del protector. Además, la cercanía al poder engendra poder.

    —¿No me oís, Martín? —la voz del Rey le había sacado de su ensimismamiento. Volvió a la realidad. El Rey le miraba entre divertido y asombrado—. ¿En dónde estabais, don Martín? Creo que he ha-blado en balde...

    —¡Perdonad, alteza! Vuestro favor me ha cogido de improviso y mi cabeza empezó a pensar muy por delante del momento.

    —Bueno, no importa. Os decía que además de nues-tras familias he pensado traer al castillo de Calatayud el tesoro real. Necesitaremos hombres muy leales para su custodia. El oro rompe y corrompe todas las lealtades, incuba felonías y perjurios, y como Satanás, toma for-mas bellas que encubren cohecho, podredumbre y traición.

    —No temáis, don Pedro, contamos con hombres fieles e incorruptibles, soldados de hierro y nobles lea-les. Por vuestro tesoro no temáis. Más tesoro son nuestros hijos y pretendemos que queden seguros, mío señor.

    2 N. de la A. En la Edad Media «criado del Rey» significaba haber sido criado por el Rey, es decir en su casa, como un familiar. No tiene la acepción moderna que iguala «criado» a «sirviente». Era un gran honor ser «criado» de un alto señor, como lo fueron las hijas del Cid, criadas en casa de Alfonso VI y a quienes se llamó «criadas» de don Alfonso.

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    —Está bien, todo acordado entonces. Ya me diréis cómo vais a proceder para cumplir mi encargo —cam-bió de tono—. Ahora otra cosa, don Martín. Es de to-dos sabido que doña Sancha, mi pariente y esposa vuestra, está preñada. Quiero deciros que cuando dé a luz a lo que venga, si es varón lo apadrinaré yo mismo y si es hembra, doña María de Padilla será su madrina, así, en el caso, ¡Dios no lo quiera!, de que su madre faltase, si muriese en el parto como a veces sucede, la Reina cuidará de la pequeña y se asegurará de que el futuro le sea brillante.

    Así es como el destino de doña Leonor López de Córdoba pareció, desde ese mismo día, ser resplande-ciente, y su vida un camino de flores.

    Toda espera llega a su fin y a doña Sancha le llegó la hora del parto. La bella y bondadosa doña María de Padilla había decidido estar con doña Sancha en tal trance. Pidió permiso a su real esposo para no acom-pañarle hasta que su amiga pariese lo que Dios hubie-se decidido: varón o hembra.

    —Aunque nuestros esposos siempre quieren que nazcan varones —dijo la Reina a su amiga— espero que nazca una niña. La vida es larga y las niñas acom-pañan más que los niños. Además —suspiró larga-mente— la educación de los niños varones empieza muy pronto y se los llevan de nuestro lado, mientras que nuestras niñas se quedan con nosotras hasta que salen para tomar estado —le brillaban los ojos—. ¡Quiera Dios que lo que venga sea niña! Será enton-ces mi ahijada y yo la malcriaré y plantaré para sus pies un camino de terciopelo y de flores —lo pensó un

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    momento—. Son estas las únicas compensaciones que da el poder, proporcionar a los que amamos todo lo que pueda contribuir a su felicidad.

    Pero las cosas empezaron a torcerse desde el prin-cipio. Primero murió la Reina y no pudo amadrinar a Leonor, ni más tarde doña Sancha podría ver crecer a sus hijos en el castillo de Calatayud, pero desde luego ella no lo sabía. Es bueno que el destino nos mantenga ignorantes de lo que guarda para nosotros la imprevisible caja de Pandora.

    El Rey, tras la muerte de su amada casi enloqueció de pena y ya no podía pasar sin la compañía de su hombre de confianza: don Martín López de Córdoba, su camarero mayor. Deseaba honrarle, favorecerle, sin alejarle de sí. Quizás lo mejor era dispensarle bie-nes y patrimonio en la persona de sus hijos.

    A poco del nacimiento de doña Leonor, doña Sancha había dado luego a luz a un niño varón, y tampoco don Martín estuvo allí cuando su heredero vino al mundo.

    Muy pronto empezó el Rey a cavilar que si bien era demasiado pronto para otorgar beneficios al varón nacido a su amigo, ya podía empezar a preocuparse de la fortuna de la niña. Doña Sancha era una buena madre para todos los hijos habidos con doña María de Padilla: Alfonso, Beatriz, Constanza e Isabel. El varón vivió poco y solo sobrevivieron las pequeñas Beatriz, Constanza e Isabel. Estas eran ahora las nuevas hijas de doña Sancha además de Leonor y Lope, sus pro-pios hijos. Quizás era mejor no hacer cambios. A lo mejor era prudente hacerlos más adelante. En una ocasión propicia. Más adelante. Pronto.