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9 Publicación de la Secretaría de Medio Ambiente. Marzo de 2014 Salvador Hernández Vélez Viesca, de oasis a páramo

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9Publicación de la Secretaría de Medio Ambiente. Marzo de 2014

Salvador Hernández Vélez

Viesca, de oasis

a páramo

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La colección Bordeando El Monte es una publicación de la Secretaría de Medio Ambiente Rubén Moreira ValdezGobernador del estado de Coahuila de Zaragoza Eglantina Canales GutiérrezSecretaria de Medio Ambiente Olga Rumayor RodríguezSubsecretaria de Recursos Naturales Margarita Alba GamioDirectora de Cultura Ambiental

TextoSalvador Hernández Vélez

Proyecto realizado en colaboración con la Coordinación General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías

Alfonso Vázquez SoteloCoordinador General de Bibliotecas, Publicaciones y Librerías Coordinadora:Ma. Eugenia Galindo Marines

Edición y corrección:Jesús Guerra

Diseño: Juan Francisco Chaires

Colección Bordeando el Monte. num. 9, Marzo de 2014

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A mi madre, doña Manuela Vélez Adriano, le debo mi arraigo por mi natal Viesca. Ella cultivó con mucho esmero en mí, y en mis hermanos y hermanas, el amor por nuestro pueblo, por

nuestra familia y por la gente de este hermoso lugar, enclavado en el semidesierto, en la Comarca Lagunera. Como consecuencia de ello, aprendí a valorar el entorno ecológico en un espacio semidesértico, en donde hasta el silencio tiene significado.

Desde niño nos traía a toda la familia desde Acacio, Durango, pueblo minero donde vivíamos, para que pasáramos las vacaciones con nuestros familiares. El recorrido lo hacíamos en tren de pasajeros, mismo que desapareció a consecuencia, finalmente, del proceso de globalización que padecemos.

En Acacio la vida era muy sencilla. Temprano mi mamá nos despertaba para que ordeñáramos unas cincuenta cabras. En ese ejido no había vacas. Consumíamos leche de chiva. La hervíamos lo suficiente para matarle las bacterias, nunca nos enfermamos de fiebre de malta. Mis hermanos y yo, así como mis tíos, hermanos menores de mi papá, nos peleábamos la nata para comerla en una tortilla, ya fuera de maíz o de harina, o en una semita. Al final raspábamos la olla, esa nata era muy sabrosa. También eran muy apreciados los calostros —la primera leche después del parto—, les mezclábamos un poco de azúcar. Era un manjar.

En Acacio no había energía eléctrica, ni agua potable, el agua que consumíamos era transportada en tanques de ferrocarril y vaciada a unos aljibes muy grandes que estaban afuera de nuestra casa. Todavía existen. Cuando andábamos en el monte tomábamos agua de los estanques que se llenaban con agua de lluvia. La compartíamos con los burros y los caballos. Nos agachábamos para tomarla y antes de hacerlo soplábamos para quitar la basura de los mezquites y para espantar a los mosquitos que pululaban sobre el agua. No recuerdo que nos hayamos enfermado. Ahora hay que tomar leche pasteurizada y homogenizada, y el agua debe estar clasificada como potable, y de preferencia estar embotellada, aunque esté desmineralizada. Una sobrina dice que a ella le gusta la leche que no sabe a leche, en referencia a la leche bronca.

Hasta el 18 de mayo de 2002, mi mamá llevó en su corazón y en su mente a su querido Viesca. Mi querido Viesca. Hasta el final de sus días, doña Manuela se entregó a su gente y se llevó los recuerdos de su pueblo, los manantiales Ojo Azul, Juan Guerra, Marraneras, de las acequias que atravesaban este pueblo, rebosantes de agua, hacia las

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parcelas que estaban en las afueras del pueblo, acequias de las que ya casi no hay vestigios, y en aquéllos años con tinas sacábamos el agua para regar la calle. Ahora Viesca dejó de ser un hermoso oasis al que la sobreexplotación de los acuíferos, por irresponsabilidad, inconciencia y afán de lucro, transformó en un páramo. Se nos agotó el agua y, por qué no decirlo, se extinguió la vida.

El libro Viesca, de oasis a páramo¿Por qué el título del libro y las fotografías de la portada? Para impactar y de esta manera remover la conciencia de que es necesario cambiar la forma de vida que llevamos, para poder conservar lo poco que nos queda administrándolo adecuadamente para que las futuras generaciones alcancen del vital líquido que la madre naturaleza nos proporcionó.

Todavía de niño tuve la oportunidad de conocer Juan Guerra —el manantial más grande que había en mi pueblo— y las acequias que surcaban nuestro Viesca. Recuerdo también que en la casa de mi abuela materna —mi mamá María—, María Adriano, sacábamos el agua para las actividades domésticas del pozo del patio de la casa. Con una tina amarrada del asa a un mecate, que se enredaba a un malacate hecho de madera de mezquite en forma de cilindro. Le dábamos unas cuantas vueltas a una manivela, pues el espejo del agua lo veíamos muy cerca, a menos de diez metros, y se aparecía la tina desbordando el agua que habíamos tomado del pequeño manantial subterráneo. Nos encantaba echarle pequeñas piedras para escuchar el ruido que producía el impacto de las mismas con el agua. Las casas de Viesca en aquella época contaban con esas norias artesanales para proveerse de agua. Pero todo esto se terminó, nos lo acabamos porque rompimos el equilibrio

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ecológico que la propia naturaleza le proporcionó a nuestro pueblo. En gran parte el desequilibrio se lo debemos a la construcción de las presas a los largo de los ríos Nazas y Aguanabal, del distrito de riego 017 de La Laguna, a la perforación indiscriminada de pozos para extraer agua del subsuelo y a la cultura del desperdicio, pues en aquellos tiempos se regaban las parcelas por el método de aniego, al cabo había mucha agua, pues ésta sobraba y ni quién pensara que nos la íbamos a acabar, que las futuras generaciones padecerían su escasez.

El libro está compuesto por la recopilación de artículos que escribí sobre Viesca y La Laguna en los periódicos Palabra y Vanguardia de Saltillo, y en Noticias del Sol de La Laguna de Torreón. En esos artículos comento de la gente de mi pueblo, entre ellos Goyito Martínez Valdés —nativo de Viesca, ingeniero agrónomo egresado de la Narro y doctorado en los años cincuenta—. Él es ejemplo no sólo para nosotros los viesquenses, sino también para muchos laguneros y mexicanos. Hace diez años, en el marco de los festejos del aniversario 272 de nuestro pueblo se le entregó un reconocimiento a nuestro paisano por ser un viesquense distinguido. En este libro dejo testimonio de ello. En su natal Viesca estudió la primaria, luego se trasladó a San Pedro de las Colonias a estudiar la secundaria y la preparatoria. En la Universidad de Wisconsin continuó sus estudios con especialidades muy particulares para su época: maestría en ciencias en el área de Información y Comunicación Agrícola, y el doctorado en Comunicaciones y Sociología Rural. Es el primer doctorado del pueblo de Viesca, en la Laguna. En aquellos años eran muy pocos los que estudiaban una carrera, un doctorado ni quién lo pensara. El único doctor (en medicina) a principios de los sesenta en la tierra de Goyito era sin duda el doctor Lobito, un médico homeópata con quien nos atendíamos todos. Goyito era un doctor que no curaba.

Una tía abuela de Goyito era curandera en Viesca y poseía un jardín con sus plantas medicinales, que había recolectado en los alrededores del pueblo, era de plantas xerófitas. El doctor Martínez fue pionero en divulgación de las ciencias agrícolas a nivel mundial, periodista, traductor, conferencista, editor y un gran conversador. En uno de sus artículos, “Homenaje tardío a mi tía Teodora”, reconocía los conocimientos de su tía sobre herbolaria para curar a los viesquenses. Goyito se lamenta en el artículo de no haber valorado la importancia de los conocimientos que sobre germoplasma de las plantas del semidesierto había acumulado su tía, hasta que estudió el doctorado se planteó rescatar los conocimientos

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de su tía, pero cuando regresó a Viesca, hacía unas semanas que ella había fallecido.

En mi artículo “Ciudadanos ejemplares” además de reconocer a la señora María, a doña María Ignacia Martínez de Loza y a don Saúl Soto Molina, va mi admiración por mi tía Adela. La hermana mayor de la familia de mi mamá, quien cumplirá 100 años en 2014. Recuerdo el día que mi papá —Jesús Hernández— nos invitó a mis hermanos y al que esto escribe a ir a felicitarla porque cumplía 96 años. Mi papá le preguntó: “¿Cómo estás, Adela?” Ella procedió a sentarse en el suelo, se acostó e hizo una abdominal, luego se levantó y le preguntó: “¿Cómo me ves, Jesús?” No había nada que agregar.

Comento también en el libro la necesidad de reconocer y apreciar nuestro semidesierto. Un querido y reconocido amigo de mi hermano Rodolfo, Günter Bauer Erfuth, a quien reconocimos como miembro de la familia, nos enseñó a apreciar el semidesierto, nos inculcó, como él decía, “el amor por la espina”. Günter lo aprendió en su natal Bonn, Alemania, donde no hay cactáceas, y aquí que las tenemos todavía no aprendemos a apreciarlas.

Hace días le comentaba a un amigo que el prosopis chilensis que tenemos afuera de nuestra casa en Torreón, es decir un mezquite, es un árbol muy bonito y frondoso. Me preguntó: “¿por qué te gustan tanto los mezquites?” Le dije que aprendí a quererlos desde niño. Donde viví en Acacio, Durango, eran los únicos árboles que nos prodigaban con su sombra, y en Viesca, en compañía de mis primos y de mi tía Adela, íbamos a la pizca del chirote (fruto del mezquite, como lo nombramos en Viesca), para alimentar al ganado. Estas experiencias que viví de niño me enseñaron que el mezquite es un árbol que no sólo nos proporciona sombra, también nos da frutos y regenera el suelo.

Rescatar las tradicionesConsidero que también hay muchas tradiciones por rescatar de Viesca y un sinfín de remembranzas por narrar. Algunas de éstas se encuentran en el libro. Por ejemplo, recuerdo a don Alejo Montoya conduciendo el burro manadero que tiraba de su carro de mulas vendiendo barbacoa, era vecino de mi abuela allá por el barrio de la capilla. También traigo a mi memoria al señor Golón —así le llamaban al panadero del pueblo—, con su canasta de pan. Sigo saboreando cada vez que puedo las leches quemadas de Jairo y Gelita, y los mamones de Viesca, esos panes

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embebidos en un líquido rojo azucarado para que se conserven durante más tiempo.

Evoco con mucho cariño la Botica la Luz de don Enrique Ramírez, donde mi mamá nos decía que ahí había trabajado a invitación de mi tía abuela doña Rosa, mi mamá Rosa. Esta botica estaba en el viejo mercado rectangular. Tenía cuatro puertas y en la parte superior terminaban en un semicírculo, enfrente de la cantina de don Maurilio Hernández. Era hermosa. En esa calle rememoro la Morisma, los 25 de julio; no olvido a Melhem Hadad de la Rosa, a Paco Ramírez y al hermano de Gala y Mela Rey, vestidos de marinos, acompañando a la reina electa y a las princesas de la feria; me saltan los diálogos de las pastorelas en la capilla, en diciembre; retengo en mi memoria los momentos en que nos bañábamos en la acequia que pasaba enfrente de la casa de mi mamá María.

También tengo presente a Carmelito de la O cargando su burro en los hombros —se metía debajo del burro y lo levantaba—, era muy fuerte. Todavía vive, debe andar rayando los cien años, aún trabaja en la labor, es un hombre sano, dice que porque come mucho ajo y cebolla. Retengo con mucho aprecio y reconocimiento al doctor Lobito, médico homeópata, quien siempre tenía fila de pacientes de los ejidos cercanos que llegaban en sus carromatos, en sus viejos camiones, en camionetas, así como en el tren que en aquellos años se deslizaba por las viejas vías del ferrocarril Saltillo-General Cepeda-Parras-Viesca-Torreón (y viceversa).

Por supuesto, repaso salivando las comidas de mis tías Jesusa, Adela, Rosa y Carmela. Los frijoles guisados de mi tía Jesusa todavía los saboreo, y las sopas de chile con mi tía Adela todavía me pican. Fue en la mesa de ella que aprendí a comer picante para no ser maricón, como me lo echaban en cara mis primos cuando, al principio, me rehusaba a comer esa sopa de primer plato, sopa casi elaborada de puro chile. Los ingredientes con que los cocinaba mi tía los cosechaba mi tío Pedro de Ávila, en el patio de su casa. Entonces se practicaba en casi todas las casas de Viesca la agricultura de traspatio, se cosechaban tomates, cebollas, cilantro, chiles, ajos, calabazas. En la familia había un dicho de mi mamá María: “La cebolla vendimos y el ajo dimos, la jodimos”.

Mi mamá María, mi abuela materna, fue partera de este pueblo durante muchos años, decía que había dejado de atender a las parturientas cuando la abandonaron las fuerzas para sacar al muchacho.

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Me encantaba verla cuando se ponía sus implementos para capar los panales, para rescatar la miel que durante meses habían recolectado y guardado en sus enjambres las abejas hospedadas en un cajón de madera colocado estratégicamente en el corral, debajo de unos frondosos mezquites —que chorreaban de sus ramas la goma y nos proporcionaban sus frutos, con los que en esas épocas se hacía pinole de mezquite, y luego elaboraban mis tías un exquisito atole—. Me impactaba su mano con un pedazo de cera de panal escurriendo miel, y que nos retara a ir por él. Mi primo José Ángel González Vélez era el único que no se atrevía, porque se hinchaba con un piquete de abeja.

Viesca me trae muchas reminiscencias que nunca terminaría de platicar. Finalizo con una frase que le expropié a mi hermano de pila, Alfredo Martínez Espinoza, hijo de mi querido padrino Nicanor Martínez: “Salí de Viesca, pero Viesca nunca ha salido de mi corazón”.

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