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ALGUIEN TOCÓ EL AIRE EN MINAS GERAIS
Una historia sobre el fanatismo.
Luis Manuel Marcano Salazar
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La diferencia entre un fanático y un fundamentalista es que el
segundo actúa en función de lo que siente, piensa y cree, el
primero lo hace todo por imitación.
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A quienes sí llegaron a tocar el aire.
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I
Nemu videtur fraudare eos, qui sciunt et consentiunt
No se considera que nadie defrauda a los que saben y
consienten.
Sintió la libertad sobre él, lejos de aquello que aún lo poseía,
tanto que los latidos de su corazón parecían no pertenecerle.
Tampoco sus manos y dedos ausentes y presentes. Ni sus
piernas que andaban sólo para escapar. Estaba cargado de
pensamientos que giraban como en una espiral eterna y de
locura, rendidos al recuerdo en el cual yacía.
Era un esclavo en penitencia que escuchaba con recurrencia
el eco de varias letanías que se repetían sobre el aire. Permaneció
inmóvil para no respirar y ausentarse, aunque siempre lo estuvo.
Pero, esa madrugada se encontró. Después de varios años,
parecía haberse hallado mientras se reflejaba en el espejo del
baño de ese aeropuerto y en el recuerdo de María Elena.
Sin pestañear observó su imagen una y otra vez buscando en
esa mirada perdida algo que permitiera guiarle en su escape.
Miró a través de sus pupilas y nada encontró, únicamente un
gran vacío en el cual rebotaba y que sentía como si le hablara.
Eran las voces de los camandulenses airados que venían a su
encuentro. Fue el temor a perderse lo que le llevó lejos de Minas
Gerais y Presto Sum. Permaneció allí, inmóvil, silente, ausente,
vivo y muerto, presa de aquel recuerdo que con una lentitud
desesperante lo atormentaba.
Aún tenía el león prendado en la solapa. Lo tocó como
muchas veces hizo para calmarse. Nada más analgésico que la fe.
Una necesidad incomprensible le animó a deshacerse de él. Era
sólo un león de metal del tamaño de una moneda. Al tocarlo
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pensó que respiraba. Era él. Se imaginó dentro del león con las
garras levantadas en un eterno ataque, en penitencia, o preparado
a luchar contra el comunismo. Vio de nuevo al león y lo
desprendió de su solapa. Sintió que maltrataba sus dedos al
pasarlo por los bordes pulidos y filosos. Notó que podía soportar
ese dolor, pero no toleraba la espina que tenía en su conciencia,
en sus pensamientos, en todo aquello que dirigía su racionalidad.
No dejó de mirarse en el espejo para gritar en silencio, con la
boca cerrada, dentro de sus palabras contenidas, apresadas por la
fuerza invisible de un dogma religioso, tenebroso, oscuro y
freudiano.
Sintió un latigazo en su espalda. Pensó que había regresado y
que era el momento de escapar. Volvió a mirar al fondo de sus
pupilas dilatadas y vio los ojos del león que le rugía. Esta vez
José Luis le gruñía, le gritaba, en silencio, penitentemente con
los brazos levantados en cruz, incrustados en un rezo
incomprensible, con un murmullo que salía de su garganta y se
detenía en las paredes de sus labios tratando de escapar, de
volcarse sobre el aire sereno en un escandaloso grito de
liberación.
La realidad se hacía confusa e irreverente. Trató de
comprobar que no era un sueño, como aquellos que solía tener en
Presto Sum. En esos años soñaba cuando escapó al Brasil como
siempre lo hizo, como un fugitivo en constante huída.
Cuando cayó el león al piso del baño, no se agachó a
recogerlo. Lo vio en cámara lenta, sintió que rebotó un par de
veces y notó que continuaba rugiéndole, que le decía “escapa”,
que le gritaba “hoy”, “vete”, repetía el león, y él no pestañeaba,
no se movía, otra vez parecía estar fuera de sí, dentro de aquel
pequeño amuleto de metal dorado y rojo, entre sus garras que
rebotaban como si el suelo fuera de goma. Miró hacia el espejo y
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alucinó, su rostro era el del León de Castilla, había dejado de ser
él, como si nunca lo hubiera sido, perdido en la huída, en su
adolescencia, sumergido en aquel rito diario y alucinante.
Once años atrás también deseó escapar, pero nunca lo hizo.
Era una penitencia que le atormentaba hasta que conoció al
grupo y aquella mañana, de esas comunes que no se diferencian
unas de otras actuó, escapó. No supo nada más de ese muchacho
de catorce años que lamentaba tener una vida aburrida, de ir y
venir del colegio, de ver a su hermana peinarse todas las noches
en la misma silla, de los monótonos programas de televisión y
esa expresión en el rostro de sus padres con la común pregunta
de siempre: - ¿Estudiaste?-
Pocas veces respondía. Era un mecánico “sí” parido con
esfuerzo, casi abortado. Era un “sí” averiado, un “sí” de “no me
importa”, un “sí” violento pero en silencio, como el que
preparaba para responderle al león: “sí, escaparé”.
Realmente deseaba decir “no”, como de costumbre. Entendió
que no había cambiado. Era el mismo muchacho perdido en la
huída que deseaba escapar otra vez. Irse para regresar como un
“yoyo”, como una espiral en caída libre que casi no parece sino
una línea. Era y no era más José Luis, siempre dudando.
Presto Sum y los camandulenses estaban allí con él y el león.
Rebotando sobre el suelo del baño sin sentir los aviones que
salían y llegaban, sin sentirse, sin olerse.
Así salió esa mañana de su casa rumbo al colegio y se fue al
aeropuerto junto con Carlos y Corchi. Sólo una pequeña maleta y
nada más. Todo lo tenía Antúnez que esperaba a los muchachos
en el aeropuerto, como si fuera otro león. Allí estaba parado con
los lentes oscuros, ocultándose, frente al mostrador con doce
pasaportes falsificados. Ocurrió que Antúnez pasó a ser padre y
madre. Un guía de vidas hurtadas, conducidas como corderos
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para ser devorados por el león. Escapó y no regresó. Ni al otro
día, ni al siguiente. Dejando una catarata de lágrimas sobre la
almohada de sus padres, otro niño extraviado como muchos. Una
foto en la prensa, en los mercados, en los postes de luz, por
muchos años. Convertido en soldado de la cruz en Presto Sum.
Aquel castillo que al principio era una guarida y al final fue la
prisión custodiada por los camandulenses, monjes medievales
extraídos de los libros de historia medieval para que lucharan
contra los comunistas. Eran guerreros de la fe cristiana y al
mismo tiempo la guardia pretoriana de Plinio “el santón” como
otro león.
Se miró al espejo cuando dejó de rebotar. En ese instante la
puerta se abrió varias veces y sintió unos pasos que se
aproximaban, permanecían allí en donde casi se podía sentir una
respiración pausada, lenta, pegada a la madera, tanto que podía
olerla, parecía la suya. De súbito cambió, se agitó y también él.
Se alejó de la puerta para esperar a que entrara y escuchó un
ladrido. Era un aullido que castigaba su temor, que le golpeaba
con un eco como si le dijera con urgencia y vehemencia:
“escapa” “vete”, era el perro que repetía en el ladrido: “hoy”,
“vete”.
Su delirio parecía eterno como el rezo obsesivo “Pater
noster, qui es in celi”, que repetía religiosa y frenéticamente,
tragándose las letras, masticándolas con furia, con los brazos
haciendo una cruz, en voz alta, frente al león y la cruz:
“sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnum tuum”, ese reino en
Roraima, todos juntos, arriados al borde de la historia construida
para ellos y un futuro incierto destinado a la Bagare, una guerra
mística, nuclear y apocalíptica, en la cual Plinio, “el santón”,
sería el protector, el benefactor, el dios. Por ello se urgía a repetir
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la letanía para que nadie se la quitara, era suya, carnalmente
suya.
Cuando abandonó la casa en medio de la madrugada, de esas
en Minas Gerais que se resisten a terminar, entendió que su
escape tenía que empezar dentro de sí, en esa manera pérfida de
callar, de simplemente mover su cabeza como signo de
aprobación, seguido de un saludo fanático, impersonal,
transmutado, ultimando lo auténtico, fingiendo para no gritar,
para no blasfemar contra el santón ni su secta, suya también. Ese
saludo: un gesto medieval, forzado “Salve María”, proclamaba
ese eco interno que se repetía intolerablemente, también fingido,
“salve” con fuerza en las vocales, un acento santo, para no
pensar, y poder ausentarse, “María” sin estar allí, frente a
Antúnez que le miraba con los lentes oscuros y le apretaba la
mano y repetía en retorno “Salve María”, “señor José Luis”
cuál José, cuál señor, se decía mientras callaba con esa misma
aptitud de reverencia, moviendo su cabeza, inclinada,
aprobándolo todo, pero exigiendo internamente: “cuál, cuál...
cuál carajo, cuál ”.
Debía abandonar esos años de intolerancia espiritual. Tenía
que regresar, a las muchas tardes en “La Campana”, al coro de la
Santa Iglesia, a las “palabriñas” de los jueves por la tarde, al
repicar de campanas en la Rua Marañao y al desfile de
camandulenses rigurosamente ataviados de negro y rojo: los
colores del león. Sí, regresar a las charlas de Antúnez y al viejo
retrato de Doña Lucía. A esa Biblia católica y a las luchas
demenciales contra los protestantes y comunistas. Eran esos los
fantasmas que rugían detrás de su oreja, que le respiraban y
murmurando le acusaban “no te has ido” “no te irás”, “regresa”,
volvían después de una pausa mientras rezaba para que, al
detenerse pudiera sentirlos, allí, casi rasguñándole la parte
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trasera del cuello, como vampiros, deseosos de sangre roja, ese
rojo que les alimentaba y fortalecía para sujetar con fuerza los
estandartes y la cruz del león. Regresar a esas tardes de brillo,
ese fulgor del metal, cuando el sol se derramaba sobre la tumba
de Doña Lucía. Regresar a los pétalos que recogía lanzándose al
suelo, azorado, derramado, tragando el polvo del cementerio,
para que ninguno de los pétalos se le escapara y pudiera
guardarlos en sus bolsillos. Regresar para que el tiempo le diera
la oportunidad de comprenderlo todo.
La Biblia estaba abierta y respiraba. Era lenta, asmática por el
polvo que le bañaba sobre la repisa de una consola a mitad del
corredor. Ahí permanecía como un celador irresponsable,
dormida. Rodeada de silencio. Un exagerado sigilo que le
protegía. Misteriosa, sagrada, intocable y altanera. Había
pertenecido a Juan Onganía quien la donó a la “siempreviva” que
presidía Plinio desde el año 1956. Era una filial del “grupo
mayor” del Brasil que congregaba a los líderes anticomunistas
más destacados de cada nación latinoamericana.
Dicen que junto a ellos Onganía llegó al poder en 1966.
Dijeron muchas cosas en esos tiempos, cosas que la Biblia no
reseñaba, ni justificaba. Por eso estaba ahí, solitaria, sin ser
tocada, era como otro amuleto, casi una de las reliquias santas
que coleccionaban los eremitas.
Los eremitas vivían aislados como los camandulenses, juntos
en oración en el Castillo de San Beneto, también en Minas
Gerais. Todos eran lefrevianos, al igual que Plinio y los demás
líderes. Antúnez trajo esa Biblia a Caracas cuando llegó a formar
el grupo en 1976 y nunca la leyó. Formaba parte del misterio
dejarla ahí, empolvada por el tiempo, solitaria como una estatua
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a la espera de los años, derritiéndose sobre la madera que poco a
poco parecía cubrirla. Era ancha, forrada en un cuero negro que
despedía una sensación de santos y catedrales. Todos pasaban
frente a ella para ir a la biblioteca en donde se reunían cada
semana a leer en latín, aunque muchos no lo hablaban ni
entendían. Servía de guía para que los novatos comprendieran lo
más importante del grupo: “aquello que debía permanecer oculto
y secreto”, como los muchos secretos que rodeaban la historia de
la secta. Era tan ancha que parecía un árbol que crecía de la
madera. Era como el león y las camándulas, un amuleto que
utilizaban con solemnidad durante los días de campaña en Sao
Paulo, Quito, La Paz, Lima, Buenos Aires, Santiago y Caracas.
Era la misma versión de Reina Valera, cosida desde principios de
siglo con una precisión artesanal. Fue la que utilizara Antúnez
cuando bendijo a los militares que derrocaron a Allende en 1973.
Tenía toda la historia de muchas naciones y decretaba aquella de
la Valencia falangista que se resistía a permanecer en el otro lado
del océano. Era grande, pero respiraba con dificultad. Ya era
vieja cuando José Luis la vio por primera vez aquel sábado. Le
intimidó, le cautivó, le paralizó. Frente a ella se quedó parado,
viéndola mientras los demás muchachos se adentraban en la
casa. Permaneció allí, colocando sus dedos sobre el polvo y
viendo como quedaban sus huellas incrustadas al final de la “a”
de “Santa”. En eso deseaba convertirse desde niño, en santo. No
soñaba con ser un gran pelotero, ni bombero, como todos los
demás. Anhelaba ser otro “santo” guerrero y combativo, como
aquellos que vigilaban sus sueños de niño, en cada lectura
vespertina, después del vaso de leche y el beso de mamá en su
frente. Deseaba ser valiente, feroz como “los cruzados”,
caballeros de la cristiandad.
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Allí permaneció frente a la Biblia hasta que Antunez lo llamó.
Pero él no escuchaba, estaba sintiendo el suspiro que despedía:
mágico, cautivador, misterioso, eterno y lleno de historias
gallardas. Las mismas que Antúnez les contaba cuando los
reunía en el jardín de “La Campana”.
Fue en esa casa en donde se hipnotizó. Era de las más grandes
que había en Caracas. Con enormes habitaciones alfombradas de
rojo y bañadas de libros en todas las paredes. No había un rincón
que no se cubriera de clásicos, de enciclopedias en latín, de
novelas del siglo XVII, las obras de Sor Juana Inés, Aguado y
Pedro Simón. Llenas de historiografía, poesía, filosofía y política
anticomunista. Pero había un libro sagrado. Estaba colocado
sobre un mueble de madera pulida cubierto por un cristal para
que nadie lo tocara. Fue escrito por Plinio en sus días de
juventud y teorizaba sobre la “revolución y la
contrarrevolución”.
Fue ahí donde comenzó el culto al hombre del Brasil. Una
fotografía de Doña Lucía y el infante Plinio adornaban la
biblioteca. Fue en esa foto en donde todo comenzó, con una
adoración erguida sobre el coro de voces juveniles entonando el
himno de la Madre Iglesia. Un himno combativo que parecía
entregarles en cada nota una espada y en cada pausa la
insinuación a desenvainarla. Fue con las historias, el canto y la
fotografía que comenzó a casarse con el grupo y a despojarse de
todo, lentamente, con un desprendimiento irracional. Primero
comenzó por él, luego sus estudios y su familia y por último la
inocencia de ser “ese joven”, casi niño, que ya no deseaba sino
pasar todos los sábados, luego los domingos y los lunes y la
semana, visitando “La Campana” para sentir el olor de libros y
de madera que con una sutileza metafísica le envolvía.
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II
Qui tacet, consentire videtur.
El que calla parece que consiente.
Los sábados solían estar cargados de tedio. Era una carga
humana y de la naturaleza. Pesada con kilo propio. Pesada por el
sol que no tenía misericordia para lanzarse sobre todo. Era como
si el oro del mundo se derritiera y cayera por pedazos encima de
sus cabezas, doradas, de una raza privilegiada.
Eran los hijos de los elegidos los que sostenían el León de
Castilla. Altivos, de sangre pura, tiesos como lápidas que
sujetaban el estandarte, mientras a voz en cuello proclamaban la
consigna de los santos. En una lucha que necesitaba soldados de
la fe para combatir al enemigo que estaba allí, cerca de todo: un
aparato de televisión, la música que despertaba la carne, los
comunistas, los masones, los ateos y protestantes y aquellos
católicos que no eran lefrevianos y que preferían calificar como
sabugos.
Fue un sábado cuando conoció al grupo, uno de esos sábados
interminables, sobre todo, en tiempos de campaña.
Tenía catorce años cuando entró por aquella puerta alta y de
madera pulida. Buscaba una especie de liberación de esa vida
monótona y solitaria, soñaba en formar parte de un grupo que le
facilitara conocer nuevos y verdaderos amigos.
José Luis miraba a su alrededor absorto, hipnotizado por los
clásicos que nunca había leído, respirando el olor a madera vieja
y libros empolvados de esa inmortalidad que bañaba a la Biblia.
Miraba a su alrededor y no lo hacía. Miraba de reojo por
temor de ser encontrado en medio de un coqueteo intelectualoide
que mantenía con las narraciones castellanas del Cid campeador
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y algunas novelas contemporáneas de Isaac, Benito Pérez
Galdos, Rómulo Gallegos y Vargas Llosa.
Miraba con ese deseo de sentarse a leerlo todo el mismo día,
con hambre de conocimiento, con esa curiosidad innata que
levantaba sus temores y le dejaba allí, estático, con una postura
de aparente indiferencia que le hacía sentir tontamente un
valiente, desinhibido y audaz en su ignorancia.
Observaba, alzado por una respiración agitada, sofocada,
frenada por las palabras que sin sentido, deseaban salir
disparadas en medio de aquella confusión agradable pero
alienante.
Cuando vio a su alrededor, no estaba solo. Corchi y Carlos le
habían seguido en el proceso de hipnosis seudointelectual, un
poco más religiosa y dogmática.
Ahí estaban los tres, como ruinas medievales, dejándose
golpear por el aire encerrado entre las paredes forradas de libros,
entre el murmullo metafísico de los clásicos y un olor a páginas
viejas que saltaba de las estanterías hacia ellos.
“Es increíblemente hermoso”, dijo, aparentando reconocer
una belleza que no comprendía, que le era desconocida pero que
llamaba su atención.
Había deseado un espacio íntimo para deslizarse sobre su
imaginación y poder entender a Rousseau, Platón, Aristóteles y
Dickinson.
Necesitaba un pequeño espacio para convertirlo en su
guarida, en donde nadie tendría cabida, un lugar que ya existía en
sus sueños.
Inconcientemente reclamada una especie de “soberanía
intelectual” en el golpeteo de sus palabras en constante
admiración, sin un movimiento que atentara contra el equilibrio
de sus pensamientos, como si en su mente estuvieran en
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formación castrense, y las ideas fueran soldados detenidos en un
acto marcial para dejarlos respirando la sabiduría que se
meneaba como un ebrio sobre ellos y los envolvía.
Era un acto voluntario de entrega, sin palabras que pudieran
acompañar aquellas miradas que parecían parlotear sin control,
una dócil devoción, como el acto libidinoso de la doncella que se
deja llevar por el gemido incesante de su varón.
Así fue como, guiados por esa pasión a las lecturas se
deslizaron a la envolvente necesidad de tragarse las letras y
cubrirse por un poco de conocimiento que reclamaba derramarse
sobre alguien.
Antunez estaba satisfecho de verlos regocijarse en aquella
biblioteca. Sentía que por alguna razón había ocurrido unos de
esos milagros, una revelación especial que los convertía en
únicos.
Ese sábado salieron de la quinta “La Campana” con tres
libros debajo del brazo para preparar cada quien una
presentación escrita y oral.
José Luis tenía a Santo Tomás. Corchi, como todo buen
católico, escogió revisar y estudiar “la conciencia moral del
cristiano” de Delhaye y Carlos tomó para sí “mi lucha” de Adolfo
Hitler. Tres densidades para ser devoradas por esos niños que
apenas cumplían 14 años.
No faltaron los efectos que aquella tarde causó en el círculo
familiar de José Luis. Antes de ese día, acostumbraba atornillarse
frente al televisor y observar toda la programación hasta que el
himno nacional le mandaba a la cama. Nunca se había interesado
en leer ni siquiera el periódico. Ahora, permanecía en el
escritorio de su papá toda una tarde, revisando la obra de Santo
Tomás, leyendo con obsesión cada página, releyéndola,
hurgando en los diccionarios para comprender algunos
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significados, bajo la mirada impresionada de todos. Desde aquel
día no volvería a ser el mismo niño que regresaba del colegio sin
querer saber más de sus libros. Parecía adorar todo aquello que
tuviera páginas y letras.
Poco a poco el grupo se convertía en el mejor aliado de su
familia.
“Esos son los amigos que siempre debió tener” repetía su
madre cada vez que José Luis se volvía a negar a su vieja
pandilla del vecindario. Ya no se divertía jugando en la calle, ni
paseando por el nuevo centro comercial que meses atrás hubiera
podido cambiar por su casa. Ahora sólo eran los libros que
llevaba prestados y sus visitas sabatinas a “La Campana”.
Una obsesión por la lectura, suplantó aquel ritual de la
televisión. Pocas eran las veces que se acostaba temprano. En
muchas oportunidades se dejaba llevar por el cansancio y
amanecía abrazado a un libro que parecía derretirse sobre su
pecho, como dos amantes que luego de una lucha sin cuartel,
bajo el furor de la pasión nocturna, se fusionan sobre cada cual
para amanecer como José Luis, entregados, sublimados,
desarraigados.
Leía más de lo que debía estudiar para ir al colegio. Siempre
prefería la compañía de los clásicos, aunque muchas veces
desvió su atención para leer una que otra novela latinoamericana
contemporánea y algunos de los libros editados por el grupo del
Brasil.
Viajar a Sao Paulo se convertiría muy pronto en una de sus
primeras obsesiones. Únicamente “los consagrados” podían ir
allá a conocer a Plinio y si corría con mejor suerte lograría
besarle las manos o los pies. Profundizaba en sus estudios, ya
que el desarrollo intelectual era considerado necesario para
viajar.
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Leía tanto y lo asimilaba todo de tal manera que pocas
palabras quedaban que fueran comunes a sus amigos, primos y
vecinos. Se fue convirtiendo en el ejemplo de quienes se
incorporaban al grupo. En pocos meses, junto a Carlos y Corchi,
se consagró a la juventud contrarrevolucionaria y le fue impuesto
el anhelado León en la solapa. Era del tamaño de un centavo y
tenía que usarlo diariamente. Tuvo que cambiar su vestuario de
adolescente por un traje formal oscuro, como todos los demás
miembros.
Una metamorfosis externa que nada tenía que ver con el
cambio interno y espiritual.
“Es el esfuerzo personal y la capacidad lo que diferencia a un
revolucionario de un contrarrevolucionario”, repetía con
recurrencia cada vez que finalizaba las lecturas. Constantemente
lo decía como un eslogan, como si no tuviera más frases o fueran
tan convincentes para no tener nada que completar. La manera de
dirigirse a ellos formaba parte de su nueva personalidad, con una
actitud erguida, rígidos movimientos al caminar, palabras
cortadas, algunas en latín y portugués, la mirada fija como si
siempre observara un punto imaginario frente a él, la recurrencia
de despreciar a las mujeres y un odio foráneo al comunismo.
Ellos pertenecían a una misma generación de muchachos
caraqueños. Los tres iban al mismo colegio católico, jugaban en
el mismo equipo, Junto al padre Francisco y ahora compartían la
misma fe que definían de ortodoxa y lefreviana.
Francisco era un revolucionario muy particular. Había dejado
atrás, allá en su Belchite de pequeñas casitas y largas calles, de
fruteros a lo largo del camino y de niños jugueteando frente a la
catedral de puertas anchas y altas, una historia de intolerancia, un
conjunto de piedras sobre piedras como prueba de la estupidez
humana, torpe debilidad del espíritu. La Guerra Civil Española
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se había sentido más allí, tanto que ni el mismo Franco pudo
regresar hasta que fueran levantados de los escombros, los
lienzos ametrallados, los cuerpos de esos mismos niños que
jugueteaban frente al solar de su habitación en la catedral. Nada
más que eso quedaba del recuerdo y una firme convicción de no
volver a someterse al hombre destructor, aunque éste llevara
sotana. Su revolución no era humana, era el producto de una
maduración espiritual que le dirigía a venerar la nobleza del
hombre, sin distinción política, ni racial, ni religiosa.
Belchite quedaba para el mundo, como ejemplo de cuál puede
ser el precio de la locura que engendra la violencia. Era tan joven
cuando vino a estas tierras, que apenas recordaba a sus
compañeros seminaristas que murieron bajo las ráfagas cargadas
de odio contra los carlistas, falangistas y sacerdotes. Pudo su
nombre salvarle la vida. Haberse hecho llamar a viva voz,
cuando todo decía que se convertiría en otro cadáver, le contuvo
de la ira de los rebeldes fanáticos que veneraban desde el
comienzo a Franco, también Francisco. Por ello, no dudaba en
retomar la prédica de la paz, como único antídoto contra la
animadversión ciega de las ideologías enfrentadas para hacer
valer, a precio de sangre, su autoridad sobre otras.
Francisco era revolucionario pero no comunista, aunque en el
fondo no veía con malos ojos las luchas sociales pacíficas contra
los poderes hegemónicos que se levantaban constantemente y en
todos los horizontes contra el estómago de los hombres. Había
llegado a este lado del océano con la misión de saciar a la gente
de sosiego. Su decisión de continuar en Caracas con su
ministerio interrumpido, no le privó de estudiar con profundidad
las doctrinas sociales y económicas que, aunque disímiles
conservan un alto grado de racionalidad.
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Francisco era un hombre “bien entendido”. Su tenacidad y
astucia le había hecho ganar el respeto de todos. Por ello, en esas
semanas, mientras les observaba caminar, hablar, reír, y aislarse
de los demás muchachos del equipo, supo muchas cosas. Supo
por boca de Joaquín Vegas, un sacerdote jesuita, de cómo
Antunez llegó a Caracas después de haber colaborado al
derrocamiento de Allende. Supo que, con anterioridad, dirigió el
grupo en Argentina cuando Onganía llegó al poder, e inclusive,
supo que Plinio Correa de Oliveira recibía la protección del
nuevo gobierno dictatorial argentino y de los Braganza en el
Brasil. Supo cuál era el nombre del grupo que, en realidad, más
que una organización inofensiva, era una transnacional repartida
en todo el mundo bajo las mismas siglas que la identificaban:
TFP. Supo que en las Universidades se multiplicaban sus
seguidores bajo el nombre de “Resistencia” y que para conseguir
adeptos en los colegios, como el suyo, desarrollaban un apéndice
llamado “desafío”. Era toda una burocracia bien orquestada,
pero, ¿para qué?
Mientras la pregunta flotaba en su mente, les veía caminar
con el mismo ademán, como si estuvieran recién circuncidados.
Igual pasaba con el saludo, que le recordaba los tiempos de
Franco y su legión fascista. Un saludo rígido, seguido de
contorsiones faciales y genuflexiones que invocaban a la Virgen
María. “Salve María” decían. “Salve María” que rebotaba en la
mente de Francisco. “Salve María” como si dijeran “Heil..”. Y
otra vez “Salve María” que transportaba a francisco a 1939. Ese
“Salve María” quería decir más, u otra cosa, o detrás de “María”
estaba Plinio, el verdadero sujeto de adoración. Les observaba
sujetar el lápiz de la misma manera, estereotipados,
desincorporados de originalidad, como cuando hablaban mal
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usando palabras portuguesas que intercalaban con adjetivos
maldicientes contra los comunistas.
Entendía que aquella transformación, no era un “volver la
hoja” de muchachos que copiaban ademanes y conductas,
formaba parte de una metamorfosis de la personalidad.
Así que por muchos meses observó y escuchó. Lo hacía con
una mirada escrutadora, vigilante, sin réplicas ni críticas,
deseando ganar espacio en esas conversaciones irreverentes que
disfrazaban con una religiosidad impuesta, divorciada del
vínculo espiritual que brota del amor, la confianza y la fe.
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II
Sola fides sufficit
La sola palabra basta.
José Luis no dejaba de morder el pan pero, no lo tragaba.
Estaba sentado frente a su hermana Beatriz y a cada extremo de
la mesa sus padres como petrificados, ausentes del lugar,
alejados de una conversación que no existía. Mientras trituraba
aquel pan que no terminaba de ingerir, la miraba. Ella tenía los
labios pintados de un intenso rojo y llevaba colgado del cuello
un medallón redondo de plata con el dibujo de una serpiente
tragándose a un hombre.
Quería gritar para ordenarle que se quitara la pintura. Veía el
amuleto y cerraba los ojos mientras masticaba con fuerza, como
si deseara masticarla a ella también. Observaba sin escuchar lo
que decía, ella reía, mientras disfrutaba de aquel desayuno
dominguero y él censurándola en cada pensamiento. Un corto y
severo silencio dominó la mesa mientras se atragantaba de jugo
de naranja embarrando los bordes del vaso de rojo labial.
Entonces vino el comentario que hizo tragar con fuerza a José
Luis.
- “Alejandro me invitó al concierto del Village People, es la
única vez que se presentarán en Caracas el próximo sábado. Me
gustaría ir Papá”.-
- De acuerdo – Una respuesta fría, vacía, como si no supiera
lo que estaba diciendo. Su mente no estaba presente, viajaba
entre las páginas de periódicos, libros y cuanto escrito cayera en
sus manos a esa hora y aunque decía amar a su familia, se
distanciaba con frecuencia.
- ¿Significa que podré ir? –
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- ajaa -.
Como arrastrado de los cabellos por la realidad, desvió su
mirada de la lectura para preguntarle la hora del concierto.
- A las diez papá. ¿Me vas a permitir ir?
- ¿sola?-
- te lo he dicho, Alejandro me invitó-
Indignación o sorpresa fue lo que le levantó de la mesa
dejando a un lado lo que leía,
- Ese... ¿no es el mismo Alejandro que echaron borracho y
medio drogado de la fiesta de tus primas?-
Ahí estaba José Luis, como testigo de excepción en medio del
silencio de Beatriz y la sorpresa de su papá, tragando con toda la
energía de su traquea, deseando voltearle la cara de un golpe,
casi lo veía, como empezó a ver las cosas, suspendidas en el aire,
lentamente, despacio, era un estado neurótico que le dominó por
segundos, en medio de una fantasía en la cual sentía como
levantaba sus manos y después de estremecer la mesa y echar
todo al piso, se lanzaba sobre ella para pegarle. Un susurro
intruso se interpuso entre su ficción y la mesa del desayuno,
- Joseito, tu hermana te habla.
Entonces parecía que todo aquello se había liberado. Notó
que podía insultar, golpear y reñir sin abrir la boca, e imaginó
que era poseedor de un don que le permitía desahogarse sin
concretar hechos de violencia. Respiró profundamente y sintió
paz.
Le sucedía igual en el colegio, en el entrenamiento, con el
padre Francisco, los demás curas y los muchachos del
vecindario. Sumergía su mente en peleas sangrientas, casi
mortales, sin recibir la menor sanción. Por ello, callaba para no
gritar. Así fue su costumbre, observar en silencio, insultar en
22
silencio, juzgar con la mirada. Tanto lo hizo que ya sus párpados
conocían el vocabulario de la intolerancia. Un estímulo a la
indiferencia para tener la capacidad de callar doblemente. Así
aprendió también a callar con sus párpados y a juzgar sólo en sus
pensamientos. Ser introvertido y disimulado, sumado a su nuevo
vocabulario secular, castizo, medieval, repleto de oraciones en
portugués, fueron las características que dibujaban su
personalidad emergente. Así andaba por los pasillos del colegio,
la cuadra de su casa y cuanto lugar público visitara, cantando
entre dientes los himnos de la Iglesia y del grupo.
- Perdón, ¿qué decías Beatriz?-
- Me preguntaba si podrías ir con nosotros y llevar a tus
amigos-
- No creo que estén muy interesados – replicó.
- Vamos hijo, ya basta de tanto estudio, diviértete un poco y
así acompañas a tu hermana.
Sin pensarlo, como si nuevamente estuviera siendo objeto de
una transformación, accedió.
- Bien, bien.- Observó a todos y fingió sonreír.
En medio del concierto de Rock se sumergió en un rezo
profundo con los ojos cerrados, logrando que su mente
atravesara el espacio- tiempo para encontrarse en un salón lleno
de velas que escoltaban a la Virgen de Fátima y al santón.
Antunez era quien dirigía las oraciones cuyo eco se escuchaba en
las escaleras y bañaba toda la casa. Lo hacía con autoridad,
indicando los pasos de las oraciones, como si una marcha de
milicianos hubiera tomado las habitaciones y el jardín. Allí
estaba Antunez, como un diapasón corrigiendo las
imperfecciones lingüísticas de los rezos, observándolos orar,
23
unidos por el esfuerzo que les fruncía el ceño, que empujaba sus
ojos con fuerza como conteniéndolos, represándolos, para que no
se salieran de sus cavidades, con las manos empuñando
rudamente los rosarios amarrados de escapularios, impregnados
de un olor a madera vieja. Se quedaban arrodillados frente a la
imagen de Plinio y Doña Lucía, empapándose los dedos de
sudor. Permanecían hasta que Antunez ordenaba el descanso,
secuestrados por las nuevas cruzadas, soportando el peso de sus
brazos en cruz, cumpliendo una eterna promesa.
Lenta era la agonía que precedía el ritmo de los latidos de su
corazón, agitado, hinchado de tanto silencio que se acumulaba,
golpeándose el pecho con los puños, bajo la compañía
implacable del cansancio y ese cosquilleo insoportable en el
estómago. “Detrás del sufrimiento viene el amor” era el dogma
que engendraban, para preferir esa tarea de horas a la plácida
lectura de un libro. Lento era el proceso de aceptación que se
colaba detrás de su cabeza y permanecía como un guardián de la
obediencia, como si todos estuvieran ahí, presenciando su rezo,
como si Antunez, Plinio y Herrera observaran con beneplácito su
vigilia.
Su soledad se deslizaba al escuchar el ritmo de otros rezos
colocarse en formación lineal detrás de sus palabras, como una
procesión, como castigando las vocales, audaces en la
pronunciación latina, barroca, lefreviana. Estaba acompañado de
otras soledades, un grupo reunido en individualidades que
desnudaban su ignorancia por cada consonante mal empleada.
Mezclando el castellano con un portugués parido de “ese deseo
de ser brasileros”, porque Brasil era la meta para convertirse en
camandulenses y estar preparados para la Bagare, cuando la
sangre de los infieles sería derramada.
24
Dos ceremonias acompañaron a José Luis la noche del
concierto, sumergido en sus oraciones mientras veía cómo
Beatriz se estremecía entre el golpeteo de los bajos y las
asimetrías musicales que violentaban las cuerdas de las guitarras
eléctricas haciendo temblar a los presentes cada vez que los
cantantes se desdoblaban al saltar sobre el escenario. Pero él
interpretaba de otra manera aquel concierto mundano. Cuando
levantaban las manos y vibraban al ritmo del sonido, imaginaba
que era parte de la adoración, al gritar, clamaban por Plinio y
Doña Lucía y aquellos que sucumbían ante el licor eran los
sabugos o “tontos” que no resistían los embates del cansancio en
la vigilia. Y en la madrugada, al final de todo, cuando el grupo
homogéneo se dispersaba en pequeños clanes en escape, él
buscaba el suyo integrado por una Beatriz mal trecha por el
agotamiento físico y ese Alejandro que apenas podía mantenerse
de pie.
Subieron a un taxi a la salida del Poliedro de Caracas y por
cincuenta bolívares compraron su tranquilidad de ser llevados a
casa.
Las calles vacías en la madrugada alumbradas por luces
amarillentas y opacas guiaban al taxi, el frío se sentía por la
velocidad del aire que entraba y golpeaba sus rostros. Ellos
dormían mientras que José Luis observaba todo, los anuncios
publicitarios, las aceras, alguna que otra prostituta paseándose
por las esquinas, estancadas en la lujuria y los automóviles que
se detenían en las luces rojas, al borde de la calle. Volteó varias
veces a verlos, cabeza con cabeza, adormitados por la
borrachera. El taxista no hablaba, manejaba a toda velocidad y el
viento fresco le golpeaba en los labios que seguían rezando.
Beatiz volvió en sí.
25
-Hubieras invitado al gringo amigo tuyo, aquel que parece
latino- dijo con un gran bostezo mientras se quitaba los zapatos.
- Se fue el domingo a Estados Unidos-.
- Creía que asistía a la secta-.
Volteó a mirarla y después de respirar profundamente
respondió:
- El grupo no es una secta, él asiste en Estados Unidos a uno
más grande-
- ¿Cómo se llama?-musitó entre el sueño y la realidad.
- Marcelo Estrada-
Supo que se había quedado dormida por un ronquido
profundo y sonoro que se desprendía de sus pulmones.
José Luis y Marcelo habían hecho una buena amistad el
tiempo que duraron sus vacaciones en Caracas. Tenía algunos
parientes que eran vecinos de José Luis, motivo por el cual se
frecuentaron muchas veces, dadas algunas afinidades evidentes
entre ellos.
Contrariamente, Marcelo no había descendido al estado
hipnótico que arropaba a José Luis. Le gustaba salir a divertirse
con muchachas, tomaba algo de licor y fumaba.
En varias oportunidades se intercambiaron cartas y libros
sobre la historia del catolicismo y fue después del viaje de
Marcelo al Brasil cuando dejaron de comunicarse.
Algún tiempo después durante su eterna reclusión en Presto
Sum, mientras hacía labores de apostolado en Sao Paulo, lo vio
saliendo del consulado americano. Ese encuentro fortuito, sería
la clave fundamental que le motivó finalmente, a iniciar el
escape que demoraría un par de años.
Con determinación la conducta castiza de José Luis expresaba
su entrega a la TFP. Dejó de mirar la televisión, inclusive las
noticias que, según sus reclamos diarios, llevarían al mundo al
26
comunismo. Su círculo social se limitó a la compañía de Corchi,
Carlos, los miembros jóvenes del grupo y el cura Francisco.
Evadía la compañía de muchachas y la única música que
escuchaba eran los cantos y las marchas de la TFP.
Empezó a abandonar las tareas escolares por dedicarse a
realizar con plenitud las asignaciones que ordenaba Antunez y
por asistir puntualmente a las campañas.
Llamaban campañas a las “tomas” de semáforos que
realizaban los domingos, ataviados de trajes oscuros, cruzados
por una capa roja que los identificaba como legionarios de
resistencia. Muchas personas solían confundirlos con milicianos
del Opus Deis, otros, un poco más informados, pero
desubicados, afirmaban que eran de la C.I.A. y los más
equivocados creían que eran mormones. Lo cierto es que para el
público, se hacían llamar “Católicos anticomunistas” en amplia
oposición a aquellos que promulgaban la Teología de la
Liberación, muy de moda en esos años en Centroamérica.
Según Antunez, todos los sacerdotes poseían tendencias
comunistas por lo cual, tarde o temprano la Iglesia estaba
predestinada a la desintegración. Por ello los Tefepistas se
inclinaban por seguir, desde los años sesenta, la línea dura de
Lefebre y defendían la Iglesia ortodoxa rusa. En absoluto
reconocían la supremacía papal, y consideraban que Plinio debía
dirigir los destinos de la Iglesia para prepararlos para el combate.
Asistían a las misas en latín y desechaban cualquier liberalismo
en las enseñanzas del evangelio. Tenían una diplomacia sui
generis, porque así como suscribían por una parte las dictaduras
de Chile, Argentina y Brasil, poseían amplios contactos con la
Democracia Cristiana Venezolana y no despreciaban cualquier
vínculo con los adecos social demócratas, a quienes
contemplaban como neocomunistas.
27
Las campañas eran parte fundamental del entrenamiento para
poder viajar al Brasil en donde debían cumplir un régimen
semestral para ser ordenados como legionarios del León de
Castilla, de Plinio, su corte y Doña Lucía. Todo ello se resumía
en tres condiciones básicas que tenía que completar el aspirante:
la obediencia, la castidad y el fanatismo.
El proceso de selección aparentaba ser rigurosa, en definitiva,
Antunez aspiraba llevarse a todos como cuando se cosecha un
naranjal y en temporadas no queda ninguna naranja colgada de
las matas.
Un domingo en la tarde, mientras regresaban en la camioneta
de la campaña en Caurimare, Corchi asaltó a José Luis con una
pregunta:
- ¿Cómo vamos a hacer para viajar al Brasil, a mi no me van
a dar permiso?-
- Ni tampoco a mí - agregó Carlos.
José Luis sentado en el medio, miró primero a la izquierda y
luego a su derecha, movió la cabeza con un gesto de negación y
respondió:
- Ustedes son unos sabugos, ¿dónde creen que están, en los
“Boys Scout?”, Antunez tiene todo el poder para resolver ese
problema-.
28
IV
Testis unus, testis nullus.
Un testigo no es ninguno.
“Para ser un camandulense es necesario tocar el aire”. Corchi
había escuchado eso de Herrera un día de campaña y por eso lo
repetía sin comprender el significado. En realidad pocos en
Caracas lo sabían.
- Seguramente Antunez nos lo puede decir-
- ¿Quién se lo va a preguntar, ahí está el detalle?- agregó
Carlos con ironía-
- Yo lo haré- dijo José Luis.
Así como unidos para el combate, desviaron su camino y se
dirigieron a “La Campana”. No estaban seguros de que Antunez
los recibiera y mucho menos que quisiera contestar.
- José Luis, estás realmente loco, Antunez nos va a patear y
no podremos viajar a Brasil- reclamó Carlos-
- No seas cobarde, debemos preguntar, si queremos tener
acceso al conocimiento - agregó Corchi.
- Dejen de discutir sabugos, de cualquier forma lo sabremos,
si Antunez se niega, lo investigaremos en la Biblioteca.
El camino parecía interminable para los tres muchachos.
Caminaban al ritmo del temor y sus piernas temblaban. José Luis
empezó imaginar la respuesta. Fantaseaba con un “sí” y un “no”.
Un sí que les vinculaba más al grupo, insertándolos en los
secretos, copartícipes del reino de Plinio, y un “no” que les
advertía que no serían aceptados. Por eso temblaban al caminar,
porque significaba mucho saberlo.
Llegaron como las velas de un candelabro, su llama no se
apagaba. Antunez los recibió con el mismo afecto. Tenía puestos
sus lentes oscuros de pasta negra y llevaba en sus manos un libro
29
a medio leer. Luego de invitarlos a pasar a la oficina se regocijó
de tenerlos ese día tan temprano.
- Seguramente querrán colaborar con la impresión de la
revista, pero les digo de antemano que ya está lista, vengan y se
las mostraré-
Sin dejarlos hablar, bajaron al sótano en donde estaban los
jóvenes más grandes compaginando y engrapando el número que
repartirían en la siguiente campaña,
- Prepárense porque el próximo domingo estaremos en Santa
Eduvigis, la Iglesia a la cual asiste el Presidente y tal vez nos
compre una revista-.
Mientras ordenaba algunos ejemplares para ellos, José Luis,
armado de valor, soltó impetuosamente la pregunta:
- ¿Qué significa tocar el aire?
Antunez no respondió y continuó mostrándoles la revista y un
artículo de Plinio
- Vean este escrito del Dr. Don Plinio. Va a gustar mucho a la
gente, sobre todo al público anticomunista que tenemos-.
Se miraron. Carlos le hizo señas para que desistiera.
Antunez se volteo hacia ellos “tocar el aire” dijo, luego hizo
una pausa que entendían como un “no”, una pausa que
significaba mucho más, se despojó de los lentes, y los observó,
“tocar el aire significará para ustedes algo cuando estén en
Brasil, así que prepárense porque en agosto estarán montados en
un avión de Varig - y se echó a reír.
Aquel ímpetu les abrió las puertas, concretaba el esfuerzo
realizado, por eso la respuesta dejó de ser importante, fue el
puente que necesitaban para alcanzarlo todo, tan pronto.
Salieron de “La Campana” vestidos de optimismo y en pocas
semanas olvidarían aquello que Corchi había escuchado, pero
30
Antunez no. El Supo ese día que tenía que actuar pronto y
recolectar la cosecha de almas para Plinio y su causa.
Fue Vicente Navarro, un falsificador experto quien forjó los
permisos de viaje a Sao Paulo. Sin aviso, tenían que preparar una
maleta pequeña con poca ropa para no generar sospecha y llegar
al aeropuerto como pudieran.
José Luis y sus amigos, sin ningún remordimiento se
marcharon al Brasil, no hubo una palabra de despedida, ni
justificación, se estaban despidiendo de ellos mismo.
El paisaje urbano que bañaba la geografía de la Caracas de
1980 despidió por casi una década a Carlos y a Corchi. La
Avenida principal de Las Mercedes, por donde solían caminar
después de que el autobús de “San Ruperto” los trasladaba del
Oeste al Este de la Ciudad, aún mantenía a mediados de enero el
colorido de las navidades y el “fin” de los setenta.
Esa mañana vieron por última vez, durante su adolescencia la
gran avenida de Las Mercedes que al final, se dejaba adornar por
la palmera de “Tropi Burger” y el aviso del Hotel Tamanaco
que daba la bienvenida al nuevo año.
“Se los dije que Antunez solucionaría todo”. Comentó José
Luis cuando atravesaban la avenida para tomar el taxi frente al
Centro Venezolano Americano.
José Luis llevaba la mente en blanco, ya ni escuchaba lo que
sus amigos decían. Sólo el susurro del viento golpear con la
ventana del carro y el olor a sal marina que se aproximaba a
medida que Maiquetía y el aeropuerto se les abalanzaban. Veía
cómo el pavimento se deslizaba a la velocidad del Ford Fairlane
500, y mientras lo hacía, dejaba que una película se mostrara
entre lo negro del suelo que se movía y el color del recuerdo que
31
emergía de la nada para materializarse a su vista como un
kaleidoscopio que le enseñaba su casa, ahora lejana y su familia.
Entonces, empezaba la discusión con Beatriz sobre el color del
cielo o cualquier otra pendejada que fuera lo suficientemente
poderosa para justificar la intervención de sus padres. Y entre
cada recuerdo y lo negro del asfalto se mezclaba la risa de
Corchi por lo que hacían y el reclamo de Carlos, aún nervioso y
dubitativo, “que si esto, que si aquello” y retornaba a la
discusión con Beatriz que cada vez más se confundían con el
motor del taxi tembloroso por una mala entonación y la
desafinada voz chillona de Corchi, “seguro nos harán
camandulenses en lo que lleguemos a Sao Paulo”, de súbito el
carro frenó justo enfrente de los maleteros de la línea Varig,
“bájense rápido que nos puede dejar el avión”. Ese avión hubiera
esperado por ellos muchos años de ser necesario. Lo hubiera
hecho porque estaba escrito en el destino que dibujaba Antunez
en su agenda de viaje.
Aunque José Luis caminaba con premura para llegar más
rápido que sus amigos, lo hacía con la mente repleta de diálogos,
con murmullos que sofocaban la discusión que mantenía con
Beatriz, que eran rezos y cantos y palabras entrecortadas en
portugués, de aquellas que aprendía de tanto repetir. Andaba de
frente y de lado, arrimado por la maleta que no decía del tiempo
que pasaría en su nuevo hogar, la agarraba con fuerza como si
ella deseara huir, y continuaba con su monólogo de sombras, “yo
tocaré el aire”, “sí lo haré” decía mientras iba al encuentro de
Antunez, mientras que Carlos y Corchi ya denotaban su regreso
con pasos dudosos, cortos, pequeños como si estuvieran de
retorno, y volteaban a mirar a la puerta como la mujer de Lot,
con esa expresión de temor que nunca abandonaron, como si
dejaran una estela de hojas para saber por dónde regresar.
32
Antunez los observaba como si fueran torpedos, que
despedidos desde un submarino, buscaban cada cual su rumbo en
el ancho mar. Sonrió cuando vio el rostro de José Luis, más
alienado que contento, transformado en un
contrarrevolucionario, con los ojos clavados en un rumbo. En
realidad José Luis continuaba en un monólogo de locos,
recibiendo consejos de los camandulenses que no conocía y que
menos hablaban con nadie, así anduvo hasta que llegó. Lo hizo
con la dignidad que pensaba, podía agradar a Antunez, porque
desde ese día hizo todo para que lo vieran, para ganarse la
confianza de sus captores, ya no hubo más cambios, porque no
tenía más para transformar.
Antunez los recibió con los brazos abiertos, “vengan mis
muchachos” dijo, “vengan y denme un abrazo”, con la voz ronca,
con fuerza, casi de un grito, “vengan, vengan”. Y ellos entraron a
sus brazos como lo hicieron al avión, sin parpadear, sin mirar
atrás.
“Cuando lleguemos a Presto Sum, les tengo una sorpresa”
dijo Antunez antes de sentarse, “el doctor Don Plinio ha ofrecido
unas palabriñas especiales para ustedes”. Esas llamadas
palabriñas eran las recetas de alienación e hipnosis que utilizaba
Plinio para continuar el proceso de idolatría que le aseguraba su
lugar en el subconsciente de los muchachos. Eran sus historias,
sus experiencias convertidas en historias de historias, en
mitificaciones de su difunta Lucía, que como Edipo, él mismo
idolatraba.
El avión despegó en medio de un canto, de esos que solían
entonar los sábados, y el monólogo de José Luis, quien ahora
charlaba con Plinio que le felicitaba. Le cubría un complejo
precoz pero profundo, con una admiración creada, fantasiosa,
que alimentaba su estima, que le dotaba de poder y fortaleza, que
33
desarraigaba la intolerancia que tenía de sí, que le nutría de
ánimo como si viajara a la batalla por su propia sanidad mental,
porque en el fondo sentía que algo no andaba bien, “estoy
perfecto”se dijo, “ y estaré mejor”.
Permanecer despierto durante el viaje le facilitaba la
meditación que en realidad era delirio. Una quimera de
vanidades se oponía a lo espiritual que supuestamente buscaba.
Aquello anhelado al principio parecía convertirse en otras
necesidades primitivas de superación y competencia, “ser el
mejor de todos”, “el que más rece”, “sí, el más fanatizado”
pensaba, “ ser el ejemplo” “quien no duerma por rezar y todos
admiren” “ sobre todo Plinio, sí, él me va a colocar de modelo”
premeditaba las acciones, cómo comer, cómo hablar, “Igual que
Antunez o Herrera” “debo verlos caminar para imitarlos” “como
saluden, así lo haré” “debo mirar a los camandulences para que
parezca que he tocado el aire y me conviertan en uno”.
Durante el resto del viaje caminó entre fantasías que elevaban
su ego, discusiones con Beatriz y el cura Francisco, algunos
cantos católicos y muchas batallas medievales que invocaba de
sus lecturas a su templo psíquico.
No supo cuando aterrizaron en Sao Paulo, fue el brazo rígido
de Carlos, quien lo trajo de un sueño idílico a una realidad
premoderna, que apenas se había asomado durante los sábados y
algunos días de semana.
“Llegamos, despierta”
Un bostezo profundo y prolongado no le permitió escuchar lo
que Antunez anunciaba.
- ¿Qué dijo?
- Ponte de pié que debemos apurarnos porque aún nos quedan
dos horas de camino en auto para llegar a Presto Sum.
- ¿Quién nos va a llevar?
34
- Un autobús vino a recogernos, si nos perdemos recogiendo
la maleta sólo tienes que buscar al hombre que muestra un
cartelito, allí nos reuniremos todos-.
Bajaron del avión asombrados porque muchos no habían
pisado nunca otro país, incluyendo a José Luis. El camino del
aeropuerto a Presto Sum plasmaba las amplias diferencias que
coexistían en Minas Gerais. Sao Paulo, la gran urbe, quedaba
atrás mientras se adentraban en un camino angosto hacia Utarare
al norte de Ponta Grossa en donde quedaba el gran castillo de
Presto Sum construido por Plinio y financiado por los Braganza.
Lo imponente de la estructura medieval se levantaba como un
gigante a medida que el autobús se lanzaba a sus pies como un
monje en penitencia. Parecía que la España de las cruzadas
hubiera saltado como un cíclope atolondrado sobre el océano y a
brazadas inimaginables tocando tierra firme en Brasil, para
sentarse como un ebrio en la colina a descansar por cinco siglos.
Así lo veían ellos, majestuoso, soberbio, magnífico pero,
exigente, cuando en realidad dormía una borrachera mística y era
arrullado por Plinio, algunos seguidores de la siempreviva, y los
misteriosos europeos que vivían bajo la protección impermeable
de los camandulences.
En algunas oportunidades servía de “zona de reposo” a
Videla y a otros miembros de la Junta de Gobierno argentina, así
como también hospedó a Pinochet y a Prat cuando se reunieron
con los americanos invitados por Plinio y Antunez.
Dormía, pero respiraba con los pulmones de niños y jóvenes
venidos de todas partes del mundo, unidos por la misma
sensibilidad inocente, por la crédula brisa que los arrastraba
hacia los brazos de la “sede tefepista” en el Brasil.
Además de un castillo y una guarida que encerraba misterios,
era una cuna y un hogar. Desde lejos parecía compacto, unido,
35
pero una vez adentro su composición arquitectónica hablaba
sobre las jerarquías. Estaba distribuido en cuatro torres que
custodiaban un patio central. En una, estaban los sesenta y siete
dormitorios de los jóvenes latinoamericanos, españoles,
portugueses y brasileros recién llegados. En otra, se encontraban
las habitaciones de los consagrados que habían superado la
mayoría de edad y en las restantes los aposentos de los
camandulenses y huéspedes de Plinio.
Era prohibido para los jóvenes entrar en el edificio donde
vivían los camandulenses y los misteriosos invitados, así como
mirarlos fijamente o hablar con ellos.
En las dos torres donde vivirían los muchachos que llegaron y
los que arribarían, había una biblioteca de temas católicos que se
confundían con bibliografía política y de filosofía, y al final del
patio central un ágora, rodeada por tablas y cortinas en donde los
domingos se disponía para la misa lefreviana, totalmente en
latín. Los días de semana, eran utilizados por los líderes
juveniles para escenificar obras de teatro y juegos,
profundamente influenciados por el dogma de la TFP.
Cerca del castillo, después de pasar un camino rodeado de
abetos, chaguaramos y palmeras, se mostraban como escondidas
en medio de un acogedor ambiente de bosque, las casas de los
líderes de la TFP destacados en Presto Sum, quienes vivían en
castidad asistidos por sirvientes, pequeños grupos familiares,
venidos de las fabelas de Río de Janeiro y otras ciudades,
quienes subsistían gracias a la caridad del grupo en una casona
abandonada desde finales del siglo XIX y habilitada para ellos
desde que Plinio se hizo dueño y señor de esas tierras.
36
V
Ex nihilo, nihil.
De la nada, nada.
María Elena era la hija mayor de Sebastián Dosantos, el
sirviente principal de la casa de Antunez. Rescatada por el grupo
de la miseria en la cual estuvo sumergida junto a su familia,
sentía una gran devoción por todo lo que representaba la TFP, y
aunque no podía ser aceptada en membresía por ser mujer,
adoptó la fe católica lefreviana. Joven, de piel blanca y delgada,
con ojos azules y cabello castaño claro, hubiera despertado la
atención de cualquier hombre, pero no en Presto Sum.
Escasamente la miraban los demás sirvientes, pero por su
personalidad retraída, ensimismada, recelosa y antipática,
producto de las privaciones y el desafuero sexual, establecía una
barrera inquebrantable para consolidar siquiera una amistad. Sus
amigos eran sus padres y su hermano, Eduardo, dos años menor.
Ese mes cumpliría dieciseis años y llevaba tiempo sin utilizar
ni un lápiz labial, en realidad no le hacía falta para verse
hermosa, elegante, esplendorosa con una belleza sencilla y
suave.
A pesar de que sólo acostumbraba escuchar los cantos
católicos que eran distribuidos entre la servidumbre para
adoctrinarlos, mantenía una debilidad escondida por las
canciones de Roberto Carlos que, de vez en cuando, en medio de
las madrugadas y gracias a emisoras traviesas que captaba desde
un radio reproductor que rescató su padre de los desechos,
grababa y escuchaba hasta que el sueño y un romanticismo
utópico, la dominaban.
María Elena fingía ser seria y dominante, pero tenía una
dulzura auténtica que escondía de todos.
37
A las jóvenes que prestaban servicios en Presto Sum, les
estaba prohibido hacer amistad con los muchachos que vivían en
el castillo y frente la presencia masculina tenían que bajar la
mirada. A pesar de la obediencia que le apresaba, acostumbraba
protestarle a su padre:
“Los sirvientes hombres pueden mirar, papá”
“tú no eres hombre”
“Eso no me hace menos persona”
“Sí te hace”
“¿Por qué?”
“Porque yo lo digo”
“¿Y si yo dijera otra cosa..?”
Se imponía la autoridad que demostraba la supremacía del
hombre sobre la mujer. Era más que un simple grito, era una
forma de evidenciar poder.
Se retiraba en silencio, con paso lento, dubitativo, sin darle la
espalda, deseando detenerse para responder de la misma manera,
con una fuerza interna contenida, temblando, y un sollozo que no
botaba lágrimas,
“¿Por qué?”
No contestó, sólo se limitó a darle la espalda, tomar sus
implementos de limpieza y salir. Ella, parada, sola, haciendo la
misma pregunta, “ –Por qué debo bajar la mirada frente a los
hombres?, únicamente porque soy mujer?, no es justo, no es
cristiano, es machismo, tengo derecho a mirar para donde yo
quiera”. Continuaba el reclamo mientras caminaba, retomando
las palabras que había dejado de usar cuando abandonó la vida
prematura que le arrancó la virginidad en medio de la miseria,
palabras que antes significaban sexo, dinero, lujuria y violencia,
pero ahora se unificaban en una necesidad silvestre de libertad.
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Ella sí miraba y codiciaba. Llevaba en su sangre un impulso
salvaje, emancipador, capaz de sumergirse en tribulaciones para
volver a tener las cadenas del deseo, mezclando los rezos con
besos imaginarios, y sintiendo diariamente un cosquilleo que la
reclamaba para el placer.
En ese estado de sumisión de la carne, llegó a trabajar a la
casa de Antunez una tarde cuando su padre iniciaba viaje a Sao
Paulo para recoger a los jóvenes argentinos.
Una imponente soledad la recibió al llegar. Antunez se
encontraba en su estudio redactando un artículo para la revista.
“Buenas tardes” dijo mirando a su alrededor, escudriñando.
“Hija pase, adelante” contestó desde su asiento
“Papá me envió hoy”-
“Lo sé, lo sé, puedes empezar cuando lo desees”.
Antunez era un hombre maduro, viudo y con poco interés en
el sexo opuesto. Sacrificaba sus deseos por el placer que le
generaba rezar, leer y escribir. Aunque no era un abate, invertía
parte de sus estudios en lecturas católicas.
“Leyendo mucho Don Antunez”.
Levantó su mirada para verla sin contestar. No era la misma
mocosa que había conocido en la indigencia, era una mujer en
formación con grandes atributos físicos, además de la gracia que
le definía, y aunque poco se comunicaba, esa tarde por
imprudencia o necesidad, lo hizo.
Con su cuerpo ordenaba al hombre de los rezos que se
levantara de la silla, que caminara hacia ella y la besara.
Una lucha interna definió el momento, la veía barrer y de
reojos la codiciaba, deslizaba su vista a esas piernas hermosas, a
esa cintura delicada, sutil. Distraía sus pensamientos en cada
párrafo, entre la carne que deseaba satisfacerse y la obligación de
un apostolado que le comprometía. Miraba y no lo hacía, sentía
39
cómo sus ojos se movían casi involuntariamente, la rigidez de
una conciencia que había declarado la guerra al pecado,
imágenes de Plinio se paseaban por su mente, imágenes que
vivían en el lugar mas privado de su subconsciente, un rezo
tratando de amalgamar la voluntad que se extraviaba cada vez
que el observaba su busto, sus labios, sus ojos. Un loco frenesí le
hizo cerrar el grueso libro de un golpe, se puso de pié con la
intención de salir de ese lugar que ya no le pertenecía, que abatía
su seriedad de hombre de Dios, de Plinio, entonces arrastrado
por los encantos de ella dio un paso para consumir sus deseos
reprimidos y saltó sobre ella cuando estaba de espaldas,
permaneció silente, como domada y dócil se dejó llevar a la
habitación y después de haberse desnudado en un azaroso
encuentro de besos que se confundían, que huían, se acostó boca
arriba en posición de amante y permitió que Antunez la montara.
Fue un traqueteo que derramaba los años de privación, fuertes
movimientos que hacían temblar la cama sin arrancarle un sólo
gemido de placer. Allí estaba ella, dejándose poseer con los ojos
abiertos, mirando el techo, sin sentir nada.
Cuando la violencia cesó al llegar el desahogo, permaneció
quieta sin mirarle a los ojos, otra vez ida y retraída, como solía
hacerlo cuando su papá era otro de sus amantes. Se levantó
temblando, con el olor de las fabelas en su vientre,
“Por eso las mujeres deben estar lejos del hombre, son la
tentación y lo que nos separa de Dios” reclamó Antunez.
“¿Cómo pudo pasar, por qué me dejé llevar por la pasión y tu
cuerpo?, no lo entiendo ¿qué me pasó?- se reprochó.
“No lo sé Don Antunez” dijo cuando se retiraba, sin voltear,
aún aletargada por el movimiento, con las caderas insatisfechas
pero que fingieron placer,
40
“No lo sé Don Antunez” repitió con voz suave cuando
caminaba sola a su casa, con el espíritu cansado, retornando a
momentos que intentaba no recordar, volvía en un involuntario
apego a ese olor típico, característico, singular, que decía muchas
historias, todas parecidas, obvias, luchaba entre dos sensaciones,
querer volver o no a placeres que permanecían en su mente, los
dejaba arroparla, se deleitaba y los rechazaba, como una cadena
de negaciones obscenas que anhelaba para luego guardar en un
lugar del subconsciente, en reserva, tal vez con la necesidad de
recogerlos en medio de la soledad, cuando la luz se apague y
sólo quede el sonido del viento al chocar con el bosque, silvestre
como ella, lista para levantarse y correr a buscar otro cuerpo.
A la mitad del trayecto a su casa vio a los muchachos
rezagados, escondiéndose de las tareas diarias, tratando de
sostenerse otro año más en Presto Sum.
La verdad no se escondía. Después de doce meses en Minas
Gerais, el ímpetu inicial, esa rigidez religiosa se diluía en Carlos
y Corchi. José Luis intentaba animarlos con las mismas palabras
que utilizaba Herrera, la advertencia hacia los apostatas de la fe,
¿abandonar?: nunca, ¿escapar?: peor aún.
No sólo se disgregaba la sensación, también el compañerismo
y la amistad y emergía una irreverente pasión por la
competencia, emular a los camandulenses para entrar en el
círculo personal de Plinio donde el poder no tenía límites.
Las palabras iban y venían cuando vieron a María Elena que
se aproximaba aún conmocionada. Permanecieron sentados,
estáticos tratando de digerir las sensaciones, deseando correr
lejos de ella que se acercaba con paso lento, dudando, necesitada
de palabras, de afectos en medio de intensas confusiones,
41
- Por favor no te acerques-
- ¿Por qué?.
- Tú lo sabes.
- No, no lo sé, dímelo tú.
José Luis luchaba contra fútiles placeres juveniles cuya
intensidad no le permitía comprender lo que pasaba.
Se dio cuenta que al verla una erección primeriza lo invadió
- nos pueden castigar- dijo en un apresurado intento de
escape.
- No les voy a hacer daño-.
La tranquilidad de sentirse admirada o deseada movía sus
palabras. José Luis, quieto, detenido como una imagen de yeso
sonrió con picardía, ella correspondió con un suspiro que le
nació del alma, unas manos abiertas que no veía, un cariño de
niña linda, otra sonrisa que buscaba siguiéndole la mirada para
ver si la posaba en su cuerpo.
- Está bien muchachos me voy.- Un instinto femenino de
manipulación esperando escuchar que se quedara.
- tenemos prohibido hablar con mujeres-.
Le decía con la mirada que permaneciera ahí, siempre, para
que la pudiera ver, para no olvidar ese cosquilleo, desechando el
dogma que le gobernaba y viviendo por primera vez la agonía
que sienten los adolescentes. Sintieron sobrevenir lo inevitable,
como una avalancha que ya no se sostiene en la montaña y cae a
toda velocidad como cuando las sensaciones son tan fuertes que
no pueden evitarse.
- ¿Cómo te llamas?
Tembló de gusto y fingió seriedad. Regresaban sentimientos
diferentes, soñados, transparentes, purificados por la inocencia
como si naciera en ella una ilusión.
42
- María- contestó, -María- repitió, y él la miraba como a la
virgen, como si un ángel se hubiera hecho presente ahí, en su
piel, en sus ojos, en su especial manera de detenerse y responder.
- ¿Y tú?-
- José Luis-
- ¿Cuándo llegaste?-
- Hace ocho meses-
- ¿Qué edad tienes?-
Contestaba cada una de las preguntas. Lo hacía rápidamente
sin dudas ni demora.
- No entiendo por qué las mujeres debemos bajar la cabeza
cuando un hombre se aproxima, cuando en realidad ustedes no lo
hacen, siempre están ahí, parados para vernos-
Era la misma protesta que traía colgada de su garganta, que le
quitaba el aliento, nublaba su visión, comprimía sus manos y
dejaba en su sien un grupo de venas alzadas como ríos de ira.
- Es para cumplir las reglas, lo que no entendemos no lo
debemos preguntar, así lo aceptamos y debemos vivir con ello-
Refugiarse en una madurez que no tenía, una inteligencia
sugerida por el látigo verbal de la secta, incapaz de explicar a la
sazón de la razón, intoxicada por la necesidad juvenil de seducir.
- ¡No!- gritó María Elena, - ¡estás equivocado como todos los
demás, es muy desagradable escuchar a jóvenes pensando como
viejos!-
El resultado fue contrario a lo deseado. Se puso pálido, le
temblaron las manos y empezó a tartamudear.
- por obediencia- imploró
- ¿A quién?- volvió a gritar ella.
- ¡Que sé yo, no lo sé, yo sólo estoy aquí!- replicó en una
débil fuga.
-¿no tienes criterio propio?-
43
¿Qué podía saber ella de criterio propio? Pero lo hizo, lanzó
el zarpazo y él lo recibió.
- Sí lo tengo,- increpó- por eso estoy aquí, sirviendo a nuestra
señora y a Don Plinio-
El paso de los años es la escuela de la vida, enseña que los
seres humanos viven por un interés, que nada se hace en absoluta
independencia, siempre existe un cautivo y un cautivador,
seductor del espíritu que se niega a ser doblegado. Un diálogo
interno, confuso, difuso, nublado de palabras que había
escuchado pero que no entendía, débiles mensajes de la razón,
cúmulo de verdades desarraigadas de un contexto,
desdibujándose en la simple relación de igualdad que intentaba
establecer con un vocabulario pobre y desnutrido.
- Somos iguales - dijo, - somos así porque necesitamos algo-
- No- interrumpió José Luis. Carlos y Corchi lo secundaron
colocándose de pie.
- No- repitió –
- Tontos, su necesidad es espiritual, la mía es carnal, vivir y
comer-.
María Elena no mentía, diferentes razones reunían a los
habitantes de Presto Sum, algunos secretos que había escuchado
mientras limpiaba en casa de Antunez, que no sabía interpretar,
misterios de larga data que involucraban a Plinio, a los Braganza
y a la siempreviva.
Eran dogmas que sólo los camandulenses conocían como
perros guardianes, dispuestos a preservarlos, vigilantes
nocturnos, pagados a precio de ese aire que respiraban y tocaban
y que decía mucho de su razón de ser: mística y política.
44
VI
Posesor, ergo dominus
Poseedor, luego dueño.
Cinco años después
La Siempreviva surgió por iniciativa de Onganía quien había
establecido un nexo secreto con Plinio y los Braganza en los
sesenta. Con posterioridad se sumarían otros dictadores como
Videla, Pinochet y Banzer quienes se sirvieron de ella para
proteger en Presto Sum a cinco adinerados europeos que pagaron
muy bien su estadía en El Castillo. Muchos dijeron - había
escuchado María Elena - que eran austríacos que fungían de
testaferros de la T.F.P, la siempreviva y la legión del Condor.
José Luis se fue enterando de muchas historias que María
Elena le contó en ciertas ocasiones cuando lograban refugiarse al
borde de un río cerca de El Castillo.
Entre ellos fue creciendo un sentimiento confuso, una
necesidad de verse a escondidas, por ratos arrancados de un
horario inflexible, migajas del tiempo que apreciaban como una
semilla que regaban cada vez que cruzaban sus palabras en
diálogos de locos, historias extrañas de mucho misterio,
reminiscencias del pasado, recuerdos desleídos que vibraban en
las palabras de mutuo consuelo, de una soledad infinita,
abrumadora, profunda. Un gusto que negaban, huían de la
sensación que se impregnaba en sus manos atadas al dogma, a la
secta, al santón.
José Luis evadía cualquier pensamiento que le llevara por el
camino de la piel. Su mente estuvo siempre ocupada en las
nuevas obligaciones como asistente de Herrera y Antunez.
45
Por eso pudo conocer a Rafael Vely y Alejandro Piña, dos
Eremitas venezolanos que vivían en San Beneto quines a finales
de los años setenta, ayudaron en la siempreviva para el
establecimiento de grupos paramilitares católicos. Estaban
entrenados en el manejo de armas y eran expertos en la lucha
cuerpo a cuerpo.
Fue por causa de Antunez que José Luis pudo viajar por todo
el Brasil y conocer no sólo San Beneto, propiedad de la TFP,
sino haciendas y grandes extensiones de terreno que
administraba Herrera bajo la supervisión de la siempreviva y de
la legión del Condor.
Los años de aislamiento en el Brasil generaban conductas
disímiles, algunos terminaban fanatizados, desincorporados de su
vieja naturaleza, vacíos, domados e incapaces de volver a su
vida, estaban muertos, otros se desilusionaban con el tiempo,
regresaban en intensos y cortos momentos a sus viejos hábitos, a
pensamientos que rescataban del recuerdo, ráfagas insensatas de
lucidez, actos irresponsables de libertad, gritos del alma en un
incontrolable vértigo espiritual, caída libre a sus pasiones que
desahogaban con una masturbación escondida, debajo de las
sábanas, entre la excitación y el miedo de hombres vírgenes
porque en realidad seguían siendo los mismos niños que
escaparon al Brasil.
Alejandro y Rafael formaban parte de ese grupo de alienados
en situación de fuga interna. Habían estado esperando en vigilia
toda la noche la llegada de Plinio.
- ¿A qué hora llega Drácula?- preguntó Alejandro dejando a
un lado toda la religiosidad que le caracterizó una vez, lo único
que le preocupaba era la llegada de Plinio, a quien no respetaba
sino temía.
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-debe estar por llegar -. Respondió Rafael con un desánimo
usual en él.
- contando el dineral que le roba a los campesinos -.
La rebeldía de Alejandro había crecido con rigidez, oculta por
el temor al castigo que Dios daba a los apostatas de la fe. Se
había cansado de ir y venir de hacienda en hacienda, de ver los
mismos ojos atemorizados enfrenarse a los tigres de azul cada
vez que asaltaban como piratas la tranquilidad de alguna familia
campesina.
-Estoy seguro, debe estar con su contador y Antunez - reiteró.
La noche estaba cargada de estrellas que parecían moverse
cada vez que un lucero fugaz atravesaba el firmamento. El humo
del cigarro que compartían por turnos simétricos se suspendía
frente a ellos, adquiría formas irregulares y se confundía con el
rocío. Fumaban apresurados, envueltos en la angustia, tratando
de disipar el humo para que los camandulenses que merodeaban
el lugar no lo sintieran, aspiraban con fuerza como si saborearan
el humo, disfrutando lo poco que tenían, Alejandro vio que dos
camandulenses corrían a la puerta, apago con cuidado el cigarro
para volverlo a encender luego, sonó la sirena y salieron más
camandulenses, unos corrían, otros caminaban despacio mirando
alrededor, varios eremitas se les unieron cuando se abrió el
portón, era Plinio que entraba en su limosina negra escoltada por
un grupo de motorizados de la guardia de los Braganza, muchos
decían que eran como la mafia siciliana, temible, astuta
implacable, un segundo carro entró siguiéndole de cerca,
estacionaron en la plaza, frente de la capilla y se bajaron para
caminar al lado de la limosina que, después de dar varias vueltas
a la plaza se detuvo junto al edificio, salió la servidumbre y la
puerta de la limosina se abrió, Plinio salió cargado por Antunez,
José Luis le llevaba el maletín, luego vinieron tres
47
camandulenses y le presentaron la silla de rueda, se inclinaron
frente al viejo quien posó sus manos sobre sus cabezas, dijo unas
palabras y se levantaron para conducirlo al Castillo.
Alejandro y Rafael se incorporaron al grupo, escupieron
varias veces mientras caminaban y rogaron a Dios que nadie
sintiera su aliento.
- Ahí vienen los dos eremitas venezolanos - exclamó Antunez
claramente emocionado.
Invadido por el celo, reafirmado en un deseo egoísta los
observó venir, acercarse, murmurando entre ellos, la envidia
salía por su boca en una crítica insana, perturbadora, volvió a su
monólogo de locos, - ¿Venezolanos?- no lo sabía aún, como
todos los secretos ellos también lo eran, un espíritu maquiavélico
emergió de su naturaleza, humano al fin deseaba, anhelaba ser
eremita para poder llegar a ser camandulense, ellos estaban más
cercano de su sueño, no podía aceptarlo, yo también podré se
dijo, lo repitió en su mente, tanto que no podía contener las
palabras, luchaban por salir, divorciarse de él, ser
independientes, ser oídas.
Regresaron sus sueños de convertirse en camandulense. “si
ellos lo lograron yo también podré” se dijo fatalmente, “así me
veré yo” afirmó cuando les vio caminar hacia los carros vestidos
con los atuendos que utilizan los eremitas, igual que los
camandulenses.
Los reconoció cuando se acercaron, eran los mismos
muchachos que años atrás trabajaron en la imprenta de la
Campana. Se vieron por unos minutos mientras Antunez giraba
instrucciones en portugués. Una mirada fija, profunda, a veces
perdida trataba de llamar la atención de José Luis quien aún
luchaba contra esos sentimientos de envidia. Una mirada que
advertía muchas cosas, que trataba de encender una alarma para
48
que no cayera en el mismo vacío, para que no llegara al punto en
donde no hay retorno, donde la mente sufre el embate de la
desolación, cuando el temor toma posesión de la conducta que
no puede dejar de obedecer. José Luis se hizo a un lado con el
maletín, Alejandro le seguía de reojos sin mover la cabeza, por
unos minutos continuó con su mirada, volteó cuando Antunez
luego de ordenarles ir a la capilla, llamó a José Luis porque se
marchaba a su habitación.
La capilla estaba encendida de velas alrededor de las
imágenes de la virgen de Fátima y los santos de las cruzadas.
Frente al retrato de Doña Lucía al lado del confesionario rezaban
arrodillados. José Luis alcanzó a verlos un vez que se asomó,
entró con cuidado para no distraerlos, miró a su alrededor y se
arrodillo al lado de Alejandro.
- Salve María- dijo,
No hubo respuesta, un silencio que rodeaba el lugar, la luz de
las velas deformaban las figuras que custodiaban, Alejandro se
inclinó después de sonreír y preguntó:
- ¿Cuánto tiempo tienes aquí?
- seis años-
- Vete- le ordenó, - vete antes de que te salgan raíces y no
puedas volver-.
Por qué ustedes no se van se dijo, porqué no se largan de
aquí, volvía con esa envidia lacerante, indignante, porque no
agarran sus mierdas y se van, siempre con lo mejor, la imprenta,
los secretos, los hábitos de monjes eremitas, casi son
camandulenses y yo cargando un maletín, como un sirviente,
váyanse ustedes pendejos, arremetía contra ellos en su
monólogo, en su acostumbrada manera de desahogarse, de votar
la ira como si defecara.
49
- ¿no me oyes?- le dijo- vete-
- No entiendo – exclamó José Luis
Alejandro se volteó para cerciorarse de que nadie escuchara
desde la puerta, se levantó y lo tomó del brazo, llamó a Rafael y
se sentaron detrás de las imágenes que acostumbraba estar
ocupada por cajas de vino para los europeos. En un tono bajo,
tanto que casi no se escuchaba le advirtió sobre el grupo y un
gran secreto que no debía saber, José Luis protestó en defensa de
Antunez y la Obra de Plinio, Rafael se levantó y le indicó que lo
siguiera, detrás del retrato de Doña Lucía había una puerta
tapada por dos bibliotecas de madera gruesa repleta de libros
antiguos, entre los tres abrieron un espacio lo suficientemente
ancho, miraron alrededor e intentaron abrirla con fuerza, estaba
cerrada, colocaron todo como estaba y acordaron regresar en
una hora.
Un temor conocido se apoderó de José Luis, no quería
moverse de la capilla por miedo de ser visto entrando y saliendo,
decidió quedarse sentado detrás de la imagen de San Agustín.
Estaba confundido, una extraña sensación de peligro comenzó a
recorrer su cuerpo, su mente, el comentario de Alejandro, la
conducta aprehensiva de Rafael, esas señales que no decían nada
pero, avisaban de algo que también sentía, las miradas perdidas,
la cita acordada, todo se unía para secuestrar su tranquilidad, los
minutos pasaban con una lentitud desesperante, nervioso y sin
saber que hacer salió de la capilla y camino a su dormitorio se
encontraron, lucían tan asustados como él, Alejandro le dijo que
lo había buscado en su cuarto, le temblaban los labios, su
semblante pálido, volteaba segundo tras segundo, volvió a la
advertencia, -vete- dijo, -deja todo y marchate a casa antes que
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sea tarde para ti como lo es para nosotros- sus ojos parecían
salirse, estaban enrojecidos.
- ¿Qué pasa?- insistió José Luis.
- Olvídalo- dijo Alejandro le dio la espalda y caminó deprisa,
llevado por el miedo, encerrado en temores que no podía
controlar, dejando una terrible duda sin descifrar, un misterio
como los muchos que encerraban esas paredes, entre el
murmullo de los monjes, los rezos y las letanías que envolvían
los cielos de San Beneto y Presto Sum, el aire que respiraban
esos europeos y el eco que se extendía por las calles, la plaza y
que bajaba a los bosques para regresar con un silbido de abetos y
hojas caídas custodiadas por una leve lluvia que borraba los
rastros para que nadie osara realizar alguna pregunta.
Regresó a Presto Sum con esa duda, con el misterioso secreto
asechando sus pensamientos, con la sensación implacable de que
algo podría sucederle si continuaba en la imprudencia de querer
saber más de lo que debía.
Su curiosidad pudo mas que el temor que con insana osadía
pretendía dejarle en la oscuridad de la ignorancia. Que seria eso
que tanto deseaba mostrarle Alejandro? Que oscura verdad se
presentaba como una sombra detrás de su conciencia, detrás de
su insensata inocencia?
María Elena, que conocía ya sus temores y dudas, leyó en su
rostro la angustia.
- ¿Te pasa algo?-
- No - mintió José Luis
- Si, te pasa algo, dímelo - insistió ella aproximándosele.
- No- dijo y se sonrió cuando María Elena empezó a hacerle
cosquillas.
- Deja- exclamó apartando su mano.
- Si no me dices que pasa te voy a matar de la risa-
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Entonces en un jugueteo de manos traviesas se toparon sus
labios y un beso que ella buscó y él no rechazó se incrusto
severamente sobre sus labios, en sus cuellos que temblaban, es
sus manos que tropezaban escandalosamente con sus piernas,
brazos y se unían entrecruzando sus dedos y cabellos en un
encuentro fortuito de pasión sin medida
- Sé, que te pasa algo, dímelo ahora-
Aquel instante permitió que José Luis se abriera
completamente y le contara lo que pasó con Alejandro y Rafael
en San Beneto. María Elena escuchó con cuidado y después de
quedarse pensativa por unos segundos farfulló
- Debe ser algo peligroso si un eremita te dice eso-
- No solamente peligroso- balbució – debe ser increíble -.
- Hay tantos secretos en Presto Sum, Sao Paulo y San Beneto
que poco queda que sea público-
- ¿A qué te refieres?-
- A todo, los europeos, los camandulenses, los ermitas,...
- Pero Alejandro es eremita- interrumpió José Luis -
- Por eso te lo digo, él debe saber muchas cosas que nosotros
ni lo imaginamos - tartamudeó María Elena.
Dos asuntos se llevó José Luis en su mente mientras
caminaba a su cuarto, el misterio de Alejandro y el beso furtivo
de María Elena.
Precisamente el roce de sus labios representó un nuevo
nacimiento en el conjunto de sensaciones de José Luis. Jamás en
su vida habría pensado lo que ello podría producirle. Cuando se
inició en el grupo, en medio de la niñez y la adolescencia,
consideraba ese tipo de contactos como impuros, los besos eran
caídas: aquellos pecados que clasificaba la TFP. Por ello las
fasuras término que utilizaban para distinguir a las mujeres,
debían permanecer lejos de la mirada de los hombres.
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Después de ese día no volvería a pensar así, por el contrario,
las muchas otras veces que se juntaron a conversar en el río,
significaban para él una nueva oportunidad de volver a sentir esa
sensación tan emocionante. Para María Elena, por el contrario,
después de haber pasado por toda una historia de desafuero,
aquel beso casi le pareció santo.
José Luis en muchas ocasiones dejó correr su mirada por
entre las piernas de ella y a veces podía dibujarse su ropa interior
en la falda.
Aquella mañana cuando María Elena le contaba sobre sus
días en Río de Janeiro, José Luis no dejaba de mirarla y recorrer
su vista por cada parte de su cuerpo. Intempestivamente,
mientras ella se diluía entre una y otra historia, la interrumpió
- Nunca lo has hecho-
- ¿Qué cosa, José?- preguntó con una sonrisa.
- tú sabes.... aquello-
Ella, perfectamente sabía a que se refería José Luis. Era
demasiado obvio, tomando en cuenta la mirada ida de él y su
constante insistencia en verle los muslos. Entonces, prevenida de
lo que deseaba, trató de jugar un poco
- Claro, entiendo, sí lo he hecho, y de muchas maneras,
¡delicioso! -murmuró fingiendo cierta sensualidad y continuando
con una historia tan erótica que hasta ella misma se ruborizó.
José Luis empezó a tartamudear, sudar y temblar.
- ¿Qué te pasa?- preguntó tratando de contener la risa.
José Luis no contestó. Había decidido huir internamente,
como cuando escapaba de los lugares en los que no deseaba estar
a través de los rezos.
- ¿Qué te pasa?- insistió ella.
- Déjame que estoy rezando - suplicó – déjame por favor un
momento-
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Ella le observó y se compadeció de que un muchacho tan
joven reprimiera tanto sus deseos. Entonces, pensó que sería
conveniente poner fin a ese delirio y empezó a desabotonarse la
blusa.
José Luis que se mantenía rezando no pudo continuar cuando
le vio los pechos al aire.
- Santa Madre, ruega por mí- exclamó y cerró los ojos. María
Elena no se quedó tranquila. Se sentó junto a él, y observando la
debilidad de sus manos, las guió hasta sus pechos.
José Luis seguía rezando con mayor ahínco, haciendo lo
imposible para que sus manos no le transmitieran a su cerebro el
torbellino de pasión que le apresaba.
- Joseíto, abre los ojos- le pidió María Elena, - anda ábrelos -
insistió
Mientras más lo sentía, mayor era el número de rezos que
dejaba salir de su boca. Escuchaba a María Elena gemir, y
aunque fingía, ello trastornaba más al joven aprendiz de monje.
De pronto sintió como ella le movía su mano hacia abajo.
Deseaba y no deseaba resistirse.
- Tú lo pediste al preguntarme si lo había hecho, anda abre los
ojos- exclamó mientras continuaba fingiendo estar excitada. Pero
cuando puso la mano de José Luis en ese lugar que ella misma
no deseaba que volvieran a tocar, un impulso extravagante le
dominó a los dos.
Él no supo cuándo su pantalón empezó a bajarse y al abrir los
ojos la vio a ella desesperada halándolo para desnudarle.
- No por favor, no lo hagas- suplicó –perderé mi derecho de
ser camandulense.
Aquella súplica poco le importó a la muchacha que ya había
colocado el “tren a andar” y cuando le vio semidesnuda sin ropa
interior, supo que había algo más poderoso que los rezos, que esa
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pasión que sentía por su vida secular, que aquella piel y esos
labios habían abierto la puerta a un José Luis cambiado, distinto.
No fue hasta después que hicieron el amor, que consideró la
posibilidad de regresar, pero sentía demasiado arraigo a todo
aquello que ni María Elena podría sacarle de Presto Sum.
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VII
Nemo dat quod non habet.
Nadie da lo que no tiene.
La caída del muro de Berlín se sintió también en Presto Sum.
José Luis perdido en una triple vida, parecía volverse a perder
frente a los cambios que pronto se sucederían en los asuntos de
la TFP.
Tres personalidades emergían de quien había dejado atrás la
adolescencia. Una constante búsqueda del amor furtivo,
escondidos en los lugares más lejanos y discretos de Presto Sum.
Por el contrario María Elena parecía haberse encontrado a sí
misma en una relación que, aunque, disfrazada por momentos de
lujuria, contenía el amor puro que ella había deseado. En
realidad, aquel muchacho había logrado enamorarla de tal
manera que nunca dejaba de acudir a las citas semanales que
habían establecido. Por otra parte, José Luis, ascendido en la
confianza de Antunez y Herrera, pudo ingresar al grupo de
aspirantes a camandulences.
Además, desde que prohibieron las actividades de la TFP en
Caracas hacía cuatro años, ningún nuevo rapaz había ingresado.
Por ello, el contacto con la sede en Caracas fue suspendido y
quienes permanecían en Venezuela, lo hacían clandestinamente.
Aunque comprendía y hablaba muy bien el portugués, para
que José Luis entendiera a Plinio pasaron algunos años.
Recordaba que en las palabriñas, Corchi era quien le traducía los
sermones mientras que Carlos se dormía.
Extrañaba mucho a sus compañeros, quienes luego de
descender en el entusiasmo, decidieron asilarse en su constante
deseo de marcharse lejos de ahí. No sería hasta ese mes cuando
luego de los conteos que hacían los camandulenses averiguaron
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que Carlos y Corchi, los problemáticos venezolanos, habían
escapado. Fue un gran alboroto que se formó entre todos, varios
camandulenses persiguieron su rastro hasta el aeropuerto de Sao
Paulo, hasta que se enteraron que fue por la frontera con Bolivia
por donde lograron encontrar la libertad.
Aunque para esos días, aquella amistad cercana con José Luis
casi no existía, los extrañó.
Añoraba las palabriñas y el primer momento que pisaron
Brasil. Añoraba las torpezas de Carlos y la siempre cuestionable
severidad de Cochi al referirse a sus críticas sobre el modo de
vivir en Presto Sum.
La tristeza que eso le produjo se mermó con el siempre
esperado triunfo de convertirse en camandulense.
Antes de su viaje al encierro que debía durar dos años, tuvo
que servir de anfitrión a los invitados que visitaron a Plinio y en
cuya reunión estuvo presente.
El salón principal del castillo estaba muy bien arreglado.
Supo que la reunión se trataba sobre la siempreviva y su nuevo
rol en el continente a partir de la caída del comunismo. Plinio
entró como siempre en su silla de ruedas, rodeado de cuatro
camandulenses mayores y dos eremitas. Antunez le seguía
escoltado por Herrera y al final del cortejo José Luis cargado el
maletín de su jefe.
Esta vez pudo comprender el portugués de Plinio a pesar de la
manera senil de su hablar, casi tragándose las palabras.
- Gracias por haber venido- dijo el viejo. Todos bajaron la
mirada y respondieron al unísono “Salve María”. Era parte de la
idolatría que le rodeaba. Escucharlo, era como si se escuchara al
“mismo” Dios.
- El comunismo - dijo tartamudeando casi sin poder contener
la saliva- es una plaga que seguirá viva en el continente. Estoy
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seguro que será la causa de la próxima guerra por lo que
debemos estar preparados para la “bagarre” y el Reino de María -
Hizo una pausa que se llenó con una exclamación general que
repetía “Salve María Don Plinio”.
- Por ello- continuó – debemos prepararnos para Roraima, la
gran capital del Reino de María. No se dejen engañar por el
espejismo que pretende cegarnos, el comunismo no ha caído,
cayó el muro de Berlín pero no ha caído la necesidad de algunos
infieles de sumergirnos en una hecatombe mundial. Vean ustedes
a Cuba y a su tirano. Considero que debemos sobredimensionar
nuestro rol de católicos anticomunistas. Perdimos a Venezuela,
el gobierno comunista prohibió las actividades del grupo. Eso va
a pasar en otros países del mundo, no nos sorprendamos -. Al
terminar de hablar, recibió un pañuelo de Antunez para que se
secara la saliva. Un silencio rodeó el lugar hasta que Plinio
permitió que los invitados hablaran.
La reunión transcurrió en una constante adulación y
exclamaciones exageradas por cada cosa que Plinio decía. Pero
José Luis, a pesar de estar presente, de pié y en atención, tenía su
mente en María Elena y su deseo de ser camandulense.
A las doce de la noche terminó aquel encuentro. Muchas
cosas se dijeron que ya no conmovían a José Luis. Se empezaba
a acostumbrar de escuchar lo mismo todo el tiempo.
La semana de su partida llegó con una gran sorpresa. Como
siempre María Elena le esperaba en el mismo lugar. Él llevaba
las palabras precisas para no herirla, y ella una noticia.
- ¿Te vas en el viernes?, eso me dijeron- murmuró Ella.
- Sí, pero es sólo por dos años-
- ¡Dos años¡ - gritó – ¿te has dado cuenta que en dos años
esto se puede acabar?.
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- Pero, sabíamos lo que podía pasar, además no tenemos
nada-
- ¡Nada¡ - volvió a gritar – me vas a decir que un hijo no es
nada-
- ¿Un hijo?- preguntó exaltado José Luis.
- Sí, un hijo, estoy embarazada-
Nadie dijo nada. José Luis miró al cielo y ella comenzó a
llorar
- Me enamoré de ti, qué puedo hacer- dijo en medio del
llanto.
- No lo sé- exclamó – no lo sé-
- Y tú ¿no me amas?-
- No lo sé- insistió. Sentía que el mundo se le venía encima,
que sus ilusiones parecían esfumarse y una profunda depresión le
dominó. María Elena le miró a los ojos y comprendió que ella
debía seguir su camino sin él.
- No te preocupes, sigue con esa fantasía de las “camándulas”
y ve, anda a rezar- le reprochó.
- Y ¿qué quieres que haga?- suplicó José Luis
Ella pensó que por un momento estaba reaccionando y se
apresuró en pedirle que escaparan juntos,
- Sí, vamos, escapemos, vayamos a Río, a Sao Paulo, a donde
tú quieras y hagamos una vida juntos-
José Luis le miró a los ojos llenos de lágrimas deseando sentir
también esa necesidad de llorar, pero no fue así. Por el contrario,
pensó que aquella muchacha podría constituirse en un obstáculo
para lograr concluir su carrera como camandulense,
- Y ¿de qué te voy a mantener?, no he estudiado nada que
sirva en el mundo que está allá afuera, ¿qué puedo hacer yo en
las ciudades con lo que sé?-
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- Con amor- musitó. En ese momento sintió que era una
estúpida por rogarle. Se puso de pié y antes de irse le dijo que si
deseaba verla la fuera a buscar, ella estaría allí esperándole.
Pasaron los días, llegó el viernes y él se fue sin siquiera
despedirse. Fue pragmático en su decisión, y según sus cuentas
lo mejor para él era dejarla sola, el tiempo resolvería todo.
A su llegada a San Beneto recordó a los venezolanos eremitas
y decidió buscarles.
Alejandro y Rafael seguían en su rutina de estar en ese sitio
sin movilizarse mucho. La monotonía de aquel lugar parecía
tragárselos a todos.
Tomando en cuenta que el lunes empezaba un entrenamiento
que le mantendría enclaustrado, invirtió el fin de semana, bajo
una absoluta libertad, para reactivar su comunicación con ellos.
Las habitaciones de los eremitas quedaban en el segundo piso
del Castillo de San Beneto. Caminando hacia allá se topó con
Alejandro
- Mira quien está aquí- musitó Rafael, - ¡es el venezolano!-
- Empiezo el lunes mi entrenamiento como camandulense-
dijo
- No me hiciste caso- farfulló Alejandro, - ya te arrepentirás-
- No lo creo, es todo lo que he deseado-
- ¿Por qué?- inquirió
- Porque me da estatus, nivel- exclamó con sinceridad
Entonces los dos eremitas empezaron a burlarse de él. Sintió
que aquellas carcajadas le molestaban, así que decidió dejarlos
solos.
- No te vayas, ni te enfades- dijo Alejandro – nosotros vamos
a estar aquí, a tu lado para ayudarte-
60
Le dio las gracias pero de igual manera decidió alejarse.
Hubiera preferido que le recibieran de otra manera. Por eso, optó
por despedirse de ellos.
- No estoy molesto, sólo que debo dormir – advirtió y siguió
su camino.
Mientras se retiraba con paso acelerado, escuchó que
Alejandro le deseaba buena suerte con una risa irónica y
demencial.
En los días que siguieron supo que Alejandro llegó a ser
eremita por que no fue seleccionado como camandulense.
Entonces comprendió que existía una jerarquía bien definida:
primero los rapaces que recién habían ingresado, luego los socios
que vivían en los predios de Presto Sum y San Beneto, seguían
los eremitas que habían recibido el thao o la invitación a la
consagración pero no el llamamiento solemne, y los
camandulenses conocidos también como plinianos según la
voluntad de Plinio. Ellos recibían un llamado secreto, tan secreto
que nadie conocía en qué consistía.
Las primeras semanas de entrenamiento fueron las más duras.
Se trataba de construir las capacidades físicas del aspirante. Les
impartían clases de defensa personal y manejo de armas para
solidificar la columna vertebral de su formación. Luego debían
hacer ejercicios de resistencia y correr cerca de tres horas diarias.
Y por último se les adiestraba en el manejo del sable y la espada.
A final de esas cuatro semanas el cincuenta por ciento de los
aspirantes eran desechados y debían engrosar las filas de los
eremitas. La segunda fase, la más larga de 12 meses, era de
estudios. Les enseñaban y evaluaban en filosofía, historia
canónica, Derecho canónico, teología, latín, Inglés, francés,
portugués, geografía, matemáticas, filología, gramática,
literatura, Mundo medieval, moderno y contemporáneo e
61
Historia de la Iglesia y la contrarrevolución, en donde leían como
textos obligatorios todos los trabajos de Plinio. Al concluir, otro
cincuenta por ciento abandonaba para formar parte de los
eremitas y por último la fase más delicada de 11 meses de
meditación y espiritualidad. Eran agrupados en dos tandas de
“meditadores” quienes reunidos en un lugar secreto en San
Beneto, debían meditar en silencio después de fumar las yerbas y
raíces que según –se decía- había sembrado Plinio junto a su
madre Doña Lucía. Durante esos meses los aspirantes tenían que
reconocer el llamado personal de Plinio con el solo hecho de
escuchar su voz. El problema no radicaba sólo en escucharla,
sino en el mensaje que transmitía.
Una vez que el aspirante decía haberla oído, se le
enclaustraba junto a Antunez quien escrutaba la fuente. Si
resultare verdadera, era nombrado camandulense y debía
permanecer en silencio hasta que Plinio mismo lo confirmare, de
lo contrario, si mentía, se le recluía para siempre en uno de los
eremos más oscuros y solitarios privándosele de la libertad y
nadie más escuchaba de él. Al final Plinio sabía a quién le hacía
el llamamiento “santo”. Ello garantizaba la pureza espiritual del
proceso para evitar las mentiras y los posibles fraudes.
Diez vacantes de Camandulenses eran ofrecidas entre los
socios y sólo podían aspirar una vez. Si fallaban su destino
estaba marcado como eremita y podían escoger entre permanecer
en San Beneto o ir a servir a Sao Paulo en donde quedaba la sede
administrativa del grupo.
José Luis sufrió mucho esas primeras semanas. Su temor de
ser rechazado como le había sucedido a Alejandro generaba en
él, fortaleza. Nada más estimulante que el miedo.
Fue una tarde sabatina cuando supo que había aprobado la
primera etapa. Ahora debía luchar con sus fuerzas intelectuales y
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estudiar como no lo había hecho desde que estaba en el colegio.
Afortunadamente, solía llevarse a su habitación libros de la
biblioteca en Presto Sum. Eso le permitió, no sólo aprender a
escribir y leer en portugués, sino a construirse una base de
erudición.
En las noches de soledad pensaba en María Elena y aunque
no estaba enamorado le hacía falta. “Me estará esperando” se
preguntaba, “se va a sentir orgullosa de mí” “tal vez me pueda
encargar del bebé secretamente” pensaba, “sí, se va a sentir
orgullosa de su camandulense” y soltaba la risa de alegría. Todo
durante esos meses fueron fantasías, ilusiones, expectativas y
esperanzas. Su sueño dorado estaba a punto de convertirse en
realidad. Por eso no dejaba que ningún minuto se le escapar para
estudiar y memorizar todo cuanto le pudiera ser útil.
En las clases se distinguió como el alumno más aplicado,
hasta el punto que llegó a ser considerado como asistente de
cátedra y ayudar al profesor con las asignaciones semanales. En
poco tiempo, no sintió más aprehensión, sabía que su lugar en
los primeros puestos estaba garantizado.
Pero debía combatir con la envidia secreta y peligrosa de
Alejandro. Cada vez que aprobaba un curso, regresaba Alejandro
con la siembra de dudas y temores.
Eso cesó cuando al concluir el año, se vio en el listado final
de quienes se disputarían los diez puestos. Ser camandulense ya
no era una fantasía lejana, se había convertido en una meta que
tenía delante de él esperándole.
63
VIII
Malitia supplet aetatem.
La malicia suple a la edad.
“Los meses de reflexión”, era el adjetivo que utilizaban para
caracterizar la última etapa de entrenamiento, que no dependía
de ellos, sino del destino que les marcaba la voluntad de Plinio.
Los convocaron para la capilla un día lunes de nubes negras
cargadas de recuerdos. Las miró y se elevó a su casa en Caracas
en donde solía, desde el techo, observar como los nubarrones se
formaban y luego de estar saturados, liberaban la carga de
lágrimas que observaba caer en sus ojos, su frente y sus labios.
Disfrutaba bañarse bajo la lluvia cuando una ráfaga liviana, pero
intensa, le cubría la frente de frío y le mecía como solía hacerlo
su mamá cuando era un niño. Algunos años sin saber de ellos,
incrustaba sobre sí un fardo de nostalgia, que debía abandonar
para prepararse a meditar por once meses.
Cuando Antunez llegó con los camandulenses mayores,
comenzaron a rezar. José Luis repetía aquellas letanías mientras
que su mente disfrutaba con fantasías e ilusiones, en donde se
imaginaba como vencedor.
Al concluir, Antunez se levantó y les ordenó ponerse de pié,
- Algunos de ustedes – dijo – al finalizar estos meses podrá
sentirse orgullosos de ser camandulense. Eso requiere de su
preparación espiritual.
Dio un ligero paseo entre ellos, mirándolos, en especial a José
Luis. Se quedó parado a sus espaldas para ver quién volteaba y
regresó.
Un breve silencio se impuso en la capilla que parecía respirar,
que le hablaba y le decía que vencería. Cuando se ponía
nervioso, una suerte de “neurosis hiperactiva” le gobernaba.
64
Tenía por ello que controlarse y una vez calmado regresaba a
escuchar.
Antunez no paraba de hablar y caminar hasta que detenido
detrás de José Luis por cuarta vez preguntó
- ¿Quién no se siente capaz de hacerse camandulense?.
Una calma severa se depositó en cada rincón de aquel lugar.
Nada fue tan importante para él que ese sigilo. Esperaba que
alguien se levantara y pronunciara ese deseado “yo no” para
restar un puesto a la lista de aspirantes, pero no aconteció.
Esperó unos minutos, como lo había hecho anteriormente, y
les ordenó caminar hasta la imagen de Doña Lucía detrás de la
cual se encontraba una puerta.
“La puerta” pensó, y recordó en ese momento que era la
misma que Alejandro había intentado abrir.
“La puerta” volvió a pensar y caminó hacia ella con recelo y
lentitud.
Fue el último en ingresar a un salón oscuro, rodeado de velas
que escoltaban como en una procesión, a doce sillas de
apariencia muy confortable, forradas de cuero negro. En el
centro había una mesa sobre la cual yacían un juego de pipas que
debían fumar.
“Son sólo yerbas” pensó. Eran yerbas y raíces cuyo efecto
mágico – les comentó – les iba a producir un resultado positivo y
coadyuvante para la meditación.
-siéntense- ordenó – deben empezar a fumarlas cuando yo me
halla retirado, y desde hoy tendrán que estar pendientes y
vigilantes de escuchar la voz del doctor Don Plinio...-
José Luis levantó su mano para interrumpir
- ¿Qué debemos escuchar?-
Entonces, Antunez soltó una risa, de esas que parecen más
bien un reproche,
65
- Eso me lo dirán a mí solamente y deberán guardar este
secreto, que para ustedes es muy importante, ejercitando así el
don de la prudencia.
La primera semana que fumó aquella mezcla de yerbas y
raíces le causó nauseas, sueños y pesadillas.
Soñó recurrentemente con el león que se colocaba en la
solapa. Primero veía como saltaba al suelo para rebotar como
una goma y en cada retorno, le rugía y luego él empezaba a
rebotar.
Luego tuvo una pesadilla con un perro que le ladraba en la
oscuridad y al prender la luz se le lanzaba encima para devorarle.
Despertaba entonces bañado en sudor, buscando una vela para
alumbrar su habitación y beber un poco de agua.
Lo que más le atormentó fue la pesadilla que tuvo con María
Elena. La veía bañada en sangre con un feto en sus manos
mordisqueado. Se le acercó para ayudarle cuando de repente vio
que tenía la boca llena de sangre de tanto comerse a su hijo. En
cuatro oportunidades la tuvo y cada vez podía distinguir a María
Elena extasiada con la carne del recién nacido en su boca.
“Es carne de tu carne” le decía, “come” suplicaba,
acercándole los restos a su boca, entonces volvía a despertar
sudoroso y agitado con el corazón a punto de salírsele por la
garganta.
A medida que pasaban los días, aumentaban los sueños y las
pesadillas. Eso le produjo insomnio, causándole además dolores
de cabeza continuos. No sólo él sintió esos síntomas, la mayor
parte de los aspirantes también.
- Es una forma de liberación- decía ante la queja de la
mayoría.
Al cabo de cuatro meses, José Luis quien ya era delgado,
había rebajado diez kilogramos. Eso transformaba su apariencia
66
juvenil en una enfermiza y escuálida. Las ojeras le llegaban a los
pómulos y sus brazos parecían alfileres. Al caminar lucía como
un superviviente del holocausto por lo que le costaba mantenerse
erguido.
Cuando les raparon las cabezas parecían un ejercito de
tuberculosos. La mitad del grupo tuvo que abandonar en el
noveno mes. Por ello las vacantes ya estaban completas si
recibían el llamamiento. Sólo seis de ellos, incluyendo a José
Luis quedaban para disputarse la victoria.
Un mes antes de concluir el entrenamiento cuatro aspirantes
habían recibido el llamado y José Luis seguía en la espera.
- Nada aún- preguntó Antunez una de las tardes de
meditación.
- Aún no-
- Has rezado-
- Mucho Don Antunez-
- ¿En latín?-
- No, en castellano-
- Ahí está el problema,- afirmó – debes hacerlo en latín,
recuerda es lo único que te puede conectar con la voluntad divina
para que sea transmitido al Dr. Don Plinio.
Entonces, con ahínco y obsesión empezó a hacerlo, sin parar
ni dormir, esclavo de los rezos, sólo las oraciones le generaban
paz cuando la angustia se hacía presente al acercarse el día.
Tres días antes de la fecha pautada para la finalización, pensó
en mentir.
“Diré que lo escuché” se dijo, “sí eso haré” meditaba
mientras caminaba por el patio como un psicópata. Estaba
desesperado, angustiado, desilusionado.
No encontraba a quien culpar por su desgracia “fue por ella,
si por esa fasura María Elena”, pensó, “ella me sedujo para que
67
violara la ley de Dios y de Plinio,” insistía e insistía en echarle la
culpa a algo externo, “si por esa ramera estoy acabado, fue por
ella” afirmó.
Esos últimos tres días fueron el purgatorio para José Luis. Por
esa mala manera de vivir, el día final, antes de ser entrevistado
por Antunez cayó en cama por una bronquitis aguda.
- ¿Escuchaste algo?- Preguntó Antunez a la cabecera de la
cama de José Luis. No se movió para hablar, sólo le hizo un
gesto y luego de lamentarse empezó a llorar.
- No te preocupes hijo, serás un buen eremita- dijo, - te
conozco desde que eras un muchacho, sé que eres fuerte y podrás
seguir adelante-
Pero ninguna de las palabras que dijera servían como
estímulo para sacarle de aquella amargura.
- Lo único que he deseado en la vida es ser camandulense-
musitó en medio de un sollozo profundo
- No he deseado nada más en la vida, me he entregado al
grupo, esto no es justo- insistió bañado en lágrimas.
- Dígame usted Don Antunez- exigió levantando la voz y
sentándose en la cama, -¿cuál era el mensaje?-
Antunez bajó la mirada, se quitó los lentes oscuros y le
respondió con una gran tristeza
- Lo siento hijo, sólo los escogidos tienen ese privilegio, creo
que no lo podrás saber nunca.
Aquella sentencia quedó tan marcada en su mente que ese
“nunca” giraba como un trompo en sus pensamientos y le
generaba por primera vez desprecio hacia Plinio.
- Sí, es cierto como dijo Alejandro, ese hombre es un vampiro
y un gran estafador.
Ahora, comprendía la actitud de Alejandro: estaba
despechado, herido y se sentía estafado al igual que José Luis.
68
Esa noche tuvo la peor de todas las pesadillas. Estaba parado
al pie de un avión en el aeropuerto de Sao Paulo, y vio que sus
padres y hermana levantaban sus manos y lloraban por él.
Deseaba correr para subirse al aeroplano pero cuando empezó a
caminar rápido, un hombre lobo cubierto de un pelaje negro y
denso, luego de hacer varios graznidos siniestros, de un zarpazo
incrustó sus dientes en su dorso, y mientras lo trituraba en medio
de saltos agigantados, sentía cómo su sudor se mezclaba con un
olor a sangre que brotaba a chorros de su estómago. Vio cómo el
lobo lo iba devorando en vida hasta que al no poder soportarlo,
se despertó a mitad de la madrugada.
- Son las dos- dijo al mirar su reloj, - y no tengo sueño-
El martes debía regresar a Presto Sum o permanecer en San
Beneto para hacerse eremita. Luego de pensarlo durante dos días
de completo ocio decidió por la primera opción. Fue el recuerdo
de María Elena, de quien no había tenido noticias, quien le
motivó a regresar al castillo.
Pensó en ella y en el niño que ya debía estar por cumplir dos
años.
- ¿Cómo será?- pensó.
Nuevamente sentimientos encontrados parecían advertirle una
nueva lucha que esta vez estaba dispuesto a luchar.
- Al llegar me la llevo a Caracas- musitó, - seguramente me
está esperando, que torpe fui- se lamentó.
No quiso despedirse de nadie antes de partir. Su deseo de
permanecer lejos de Alejandro y Rafael, era porque ahora se
sentía reflejado en ellos.
El autobús arrancó dejando en la carretera una estela de polvo
que se levantaba para cubrir a San Beneto en una bruma, que
significó desde ese momento y para siempre: un cementerio de
sueños e ilusiones.
69
Mientras dejaba que el camino se desnudara ante él a medida
que avanzaban, pensaba en su futuro lejos de la TFP por primera
vez, hasta que entre un poste de luz y otro que se iba tragando el
autobús, se quedó dormido.
Al llegar quiso ser prudente y no develar su intención de ver a
María Elena. Estaba seguro que al enterarse de su regreso lo
estaría esperando con los brazos abiertos. Esta certeza le generó
tranquilidad, por lo cual dejó para el día siguiente la sorpresa, si
no la veía esa tarde.
No deseaba ver a nadie, además de que todos aquellos a
quienes conocía se habían ido. Si no hubiera sido porque María
Elena le estaría esperando, de seguro escapaba.
Una nueva motivación le causaba tranquilidad. Sentirse
“padre” a pesar de que debía permanecer en secreto hasta que
escapara, causaba en el un hálito de ternura.
Fue la mañana del sábado cuando decidió caminar hasta la
casa de María Elena cerca del castillo. A lo lejos podía ver a un
perro que le ladraba a una mujer que colgaba ropa húmeda en
una cuerda para que secara al sol. Se aproximó con timidez
debido a que no conocía a esa persona,
- Hola- dijo.
La joven mujer se volteó y al retornarle el saludo le preguntó
qué deseaba.
- Vengo a visitar a María Elena-
- ¿María Elena?- preguntó
- La hija de Sebastián Dosantos - afirmó.
La mujer se quedó pensativa por unos minutos hasta que
reaccionó
- Los recuerdo, una familia pequeña que vivía aquí...-
- ¿Vivía?... - interrumpió
70
- Sí,- aclaró ella – se fueron hace dos años de aquí. Dicen que
fue cuando la niña quedó embarazada, yo no los conocí -
- ¿No sabe a dónde?- preguntó exaltado
- Lo siento, pero no lo sé-
Fue difícil para él contener la tristeza que sumada a su
frustración le causó un gran llanto.
La mujer se quedó perpleja mientras que él se desmoronaba y
de rodillas dejaba que las lágrimas mancharan la tierra que
muchas veces fue testigo de su indiferencia al amor de María
Elena.
Cuando se levantó estaba solo. Había permanecido durante
casi dos horas tirado en el piso. El sol empezaba a ocultarse, y
otra vez, como si el ocaso le reprochara, regresaron las lágrimas,
esta vez para quedarse en sus ojos e incrustarse como el mármol
en su retina.
Desde ese momento ya nada le importaba. No existía ningún
motivo que le instara a permanecer en Minas Gerais, ni en
Brasil. Por eso a partir de ese día comenzó a Planificar su escape,
como una vez, lo planificó y ejecutó del lecho familiar.
Para que nadie sospechara, especialmente Antunez que debía
estar de regreso, se reportó en el sector en el que le tocaba vivir.
Luego fue a su habitación, que había permanecido cerrada por
dos años. Al abrir la puerta, una gran sorpresa le desprendió del
piso tumbándole el corazón de un arañazo.
Un sobre con la letra de María Elena que dibujaba su nombre,
yacía en el suelo. Con desesperación, esperando encontrar en él
su nueva dirección, lo tomó y cerró la puerta desde adentro.
Tomó asiento en su cama polvorienta y comenzó a leer
aquella despedida.
- Espero que cuando leas esta carta, te hallas convertido en
un camandulense. Era todo lo que deseabas y por eso no me
71
interpuse en tu camino. Hace un mes que te fuiste y ya tu hijo
empieza de delatarme, pero no te preocupes yo no te delataré.
Mi padre estuvo furioso y me interrogó severamente pero, a
pesar de la reprimenda he sabido guardar el secreto. Nos vamos
a Sao Paulo en donde espero conseguir un trabajo junto a mi
padre. Si no deberemos seguir nuestro camino, tal vez a otro
país, no lo sé. No quisiera reprocharte nada, sólo aspiro que mi
hijo se parezca a tí. Te deseo una buena vida. Te ama. María
Elena Dosantos-
Aquella no era una simple carta. Era una sentencia de muerte
espiritual.
Se quedó en la habitación, pensando y recordando. Deseaba
que el tiempo echara su camino de regreso hacia aquellas tardes
hermosas en el río, a todas las confesiones, hacia aquel instante
en el cual ella le pidió que escaparan para responderle que “sí”.
Fue un “sí” que se quedó en sus sueños, en una metafísica
aspiración de hacer de sus pensamientos una realidad.
72
IX
Errare humanum est, perseverare autem diabolicum.
Errar es de humanos, perseverar en el error es diabólico.
El inicio de una nueva etapa en su vida fue invadido por una
petición que Antunez le hizo para viajar a Sao Paulo para
trabajar por unos meses en campañas de apostolado. Iba a
encargarse de los chicos nuevos que ingresaban al grupo en la
ciudad y como Herrera hizo en Caracas, él ayudaría a Antunez
en todos los asuntos administrativos.
Camino a la ciudad, harían una corta parada en San Beneto
para recoger algunos insumos que necesitaban.
No se opuso en lo absoluto, todo lo contrario, recibió con
satisfacción el ofrecimiento, que entendía como una
compensación por haber fallado en su intento de hacerse
camandulense.
Así fue que una semana después, estaban de regreso en San
Beneto. La breve parada fraguó para José Luis el fundamento de
su decisión de escapar.
Alejandro se encontraba en la capilla cuando llegaron.
Inmediatamente, fue a recibir a José Luis que no deseaba verle,
- No te despediste de mí- le reprochó-
- Disculpa, estaba apurado- comentó sin voltear,
- ¿Te diste cuenta?- preguntó deseándole generar curiosidad,
- ¿De qué?-
- De la verdad- afirmó Alejandro
- No te comprendo- insistió
Entonces, se le acercó al oído y en voz muy baja le preguntó
- ¿Has tenido fuertes jaquecas?-
José Luis movió la cabeza afirmativamente.
73
- Es por las yerbas y raíces que has fumado, ahora las
necesitas como todos nosotros, te han convertido en un adicto-
Esa era la verdad. El proceso de lavado cerebral lo
consumaban insertando al aspirante a camandulense en un
proceso de drogadicción.
- No te extrañaba la necesidad que sentías por fumar durante
los once meses de meditación?-.
José Luis no contestó. Lo único que hacía era mirarlo y dudar
- Y tú... ¿por qué no te has ido?- le preguntó
- Nadie puede muchacho, ¡esto es eterno!-
- Mentira - gritó – podemos irnos como se fueron Corchi y
Carlos.
- No, ellos no estaban alienados - enfatizó
- Explícate - exigió
Alejandro miró a su alrededor, tomó a José Luis del brazo y
lo condujo a un pasillo oscuro al lado de la capilla.
- Cada vez que lo intenté no pude, es como si estuviéramos
atados a unas cadenas invisibles - dijo respirando hondamente –
debo confesarte que el miedo no me permitía saltar las rejas de
San Beneto, aunque no estuvieran vigiladas.
El temor y algo más mantenía esclavizados a los hombres que
habían crecido en San Beneto y Presto Sum. Era una sociopatía,
que les impedía insertarse nuevamente en su medio social. Una
enfermedad creada en los laboratorios religiosos de Plinio, bajo
la supervisión de las fuerzas oscuras de la derecha
latinoamericana.
- Te das cuenta, ... nos están formando para algo - advirtió
José Luis no respondió, pero comprendía.
- Tenemos suerte de no ser camandulenses. Esos son unos
autómatas dispuestos a tomar un arma por Plinio y su nueva
cruzada anticomunista.
74
Ciertamente Alejandro no se equivocaba. En la
“siempreviva”, se había planificado preparar a los jóvenes
camandulenses más aptos de Chile, Argentina, Ecuador,
Venezuela y Brasil para “sembrarlos” en las Academias
Militares. Se planeaba consolidar una nueva élite de Militares de
la nueva derecha, que tuvieran un objetivo común: el Reino de
María, Roraima y los principios católicos anticomunistas de
Plinio y su TFP.
- Yo te lo digo muchacho, tenemos suerte - insistió – de haber
sido aceptados, hoy no tuviéramos autonomía para pensar-
- ¿La tenemos? - preguntó José Luis
La interrogante quedó en el aire. Ninguno de los dos estaba
preparado para responderla a plenitud. A pesar de que habían
perdido demasiado durante su estadía en la TFP, aún se
mantenían atados a ella.
Antunez y José Luis continuaron su viaje a Sao Paulo con la
camioneta cargada de maletas. “Tal vez no regrese más a Presto
Sum” pensó, “Sao Paulo será mi trampolín a Caracas, desde allí
escaparé”. Y así durante el trayecto iba planificando su huida. De
repente, Antunez interrumpió su ensueño, como si le estuviera
leyendo la mente,
- No te preocupes hijo, concluiste el programa de formación,
estás preparado, es posible que en cualquier momento el Dr. Don
Plinio te llame - dijo
José Luis se quedó perplejo, nervioso y desconcertado,
- ¿Don Antunez?, no comprendo-
- Sí, hijo,- hizo una pausa y mientras entraba en un pequeño
tráfico en la carretera, continuó –ha llamado a varios después de
los meses, e inclusive... de los años-
75
Aquella emoción casi obsesiva por convertirse en
camandulense parecía haberse ahogado en el fracaso, no obstante
fingió estar emocionado,
- ¿Quiere decir que aún tengo esperanzas?- preguntó
- Siempre las hay, pero depende de tu formación espiritual,
desprendimiento por las cosas carnales y sobre todo que sea la
voluntad del Dr. Don Plinio-
El trayecto a Sao Paulo se hizo pesado por el conjunto de
sentimientos encontrados que se lanzaban sobre él: un deseo
escondido en su subconsciente que anhelaba portar el hábito de
camandulense, y un soplo de racionalidad que le exigía escapar y
nunca más volver para aquel lugar.
A su llegada a Sao Paulo, se hospedó en la Rua Marañao, en
donde el grupo era propietario de una casa de tres plantas que
servía de hogar a los jóvenes que llegaban a engrosar las filas de
Presto Sum.
Las instrucciones que le dejó Antunez eran precisas. En las
mañanas, debía recoger los materiales de campaña y reunir a los
nuevos, para luego, dirigirse a las avenidas más transitadas y
entregarle al público la revista y unos volantes de publicidad
anticomunista.
Uno de esos días comunes, que parecían no traer nada nuevo,
aconteció algo que – pensó - era el destino.
Sucedió que durante una campaña a pocas cuadras del
Consulado Americano, vio la cara familiar de un joven
acompañado de otras dos personas. Esperó a que se aproximara
para identificar el motivo de esa familiaridad, - me parece
conocido - pensó.
De pronto el hombre, que vestía de uniforme, al verlo, se
detuvo como si el rostro de José Luis le invitara al recuerdo.
- ¿Te conozco? - preguntó en un portugués con acento latino,
76
- Eso creo - afirmó José Luis,
Se mantuvieron silentes hasta que el americano, después de
un gesto de emoción, pero con cierta duda preguntó
- José Luis?-
Inmediatamente supo quién era. Su amigo Marcelo Estrada,
del grupo de EE.UU.
- Marcelo, soy yo - dijo emocionado – soy José Luis, que ha
sido de tu vida, sigues en la TFP de EEUU?.
Marcelo volteó y vio que sus acompañantes se habían alejado
un poco a esperarlo.
- No- dijo, - eso lo dejé hace muchos años antes de entrar en
el ejército, fue una aventura de la adolescencia-
José Luis entendió y dejó que continuara,
- ... me salí del grupo, porque simplemente me aburrí de tanto
fanatismo-
José Luis escuchaba pero su mente estaba en otro lugar,
- Y tú, ¿sí continúas?- insistió por tercera vez, hasta que le
sintió descender al mundo real y con paciencia escuchó aquel
entristecido “sí”.
Marcelo comprendió que algo no andaba bien, y llevado por
la prisa, porque le esperaban, le entregó su tarjeta de
presentación pidiéndole que lo llamara un día de esos para
almorzar y conversar con mayor tranquilidad.
Le vio alejarse y permaneció pensativo mientras las personas
iban y venían a su lado. Esa mañana no entregó ni un panfleto
más, estaba decidido a escapar.
En los días que siguieron, tomó varias veces la tarjeta de
presentación de Marcelo, y la manoseaba con duda, “lo llamaré”,
pensó, “para qué” insistía, la guardaba en su bolsillo y otra vez la
sacaba sujetándola en su mano “para qué?” se dijo “ para ver el
triunfo de Marcelo frente a mi fracaso”, “para mentirle y decirle:
77
yo también soy importante, he hecho algo con mi vida, ¡soy el
asistente de Antunez!” pensó con ironía, “quién carajo es
Antunez?” se reprochó “y Plinio y Herrera, quiénes son ellos
para ser mis superiores” insistió indignado por su insensatez de
irse a vivir como un esclavo.
La sonrisa de María Elena, su fracaso en Minas Gerais y el
recuerdo de su familia le hicieron sacar la tarjeta, y caminar a
una caseta telefónica para llamarlo. Insistió un par de veces hasta
que le atendió. Tartamudeo un par de veces, hasta que
desnudándose de cualquier prejuicio, le pidió que se encontraran.
Al fin la cita se dio y un lunes lluvioso, como los muchos de
Sao Paulo por esos meses, se encontraron en un café cercano al
Consulado.
José Luis lo vio aproximársele vestido de civil. Tenía puestos
unos lentes oscuros como esos que utilizaba Tom Cruise en la
película Top Gun.
- Amigo- exclamó Marcelo – tanto tiempo sin verte.
José Luis poco dijo. Tenía un nudo en la garganta que le
impedía ser expresivo.
- Es cierto- dijo
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí? - preguntó al sentarse, sacar un
cigarrillo y prenderlo.
- Casi 10 años- respondió bajando la mirada como si sintiera
vergüenza.
- Es mucho tiempo- exclamó Marcelo.
Hubo un corto silencio entre ambos como si no tuvieran nada
más que decirse.
- Voy a decirte sin rodeos- dijo José Luis- fue un error venir
acá y
deseo irme-
78
- Y ¿qué te lo impide?- Sintió curiosidad por escucharle
ampliamente, así que le dejó hablar.
José Luis hizo un gran esfuerzo para resumirle en pocos
minutos, más de 9 años de encierro y fanatismo. Lo importante –
dijo Marcelo - es que te has dado cuenta y reconoces el delirio en
el que te has metido, pero nunca es tarde.
Luego de desahogarse completamente vino la pregunta
directa y sin rodeos.
- ¿Quieres que te ayude a escapar?- le preguntó
Aquella palabra “escapar” rebotó en su mente, la repetía y
repetía sin cesar como si un disco se hubiera rayado. Tal vez
como consecuencia de tanta droga. Escuchaba como se duplicaba
la palabra, hasta que un eco lejano evidenció que se marchaba
como las olas que, después de reventar en la orilla, dejan una
estela de espuma en la arena.
- Sí - se apresuró en responder.
Marcelo permaneció pensativo, sacó una libreta telefónica y
después de hurgar en ella le advirtió
- Es peligroso por lo que me has contado, pero puedo
ayudarte-
Le pidió que sacara un pedazo de papel y anotara el nombre
del Gerente General de la Aerolínea Varig.
- Cuando tengas planificado irte, sea mañana, el mes que
viene o dentro de un año, - dijo - debes dirigirte al aeropuerto,
sólo con lo que llevas encima, sin maletas ni maletines – aclaró -.
Al lado del baño del aeropuerto hay un locker que tiene mi
nombre – señaló -. Lo vas a abrir con esta llave, y colocó un
juego de llaves pequeñas en sus manos. Hoy mismo – continuó -
voy a comprar un boleto abierto y lo voy a colocar ahí. Vas a
pedir hablar con el gerente cuando vayas a revisar el boleto y él
te va a meter en el primer vuelo que salga a Caracas -
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Mientras José Luis le observaba, una lágrima saltó de sus ojos
y le recorrió las mejillas,
- Gracias, no sé como recompensarte -
Una corta despedida, un abrazo sobrio y en el apretón fuerte
de manos un conjunto de palabras que saltaban de su piel para
darle las gracias, un millón de veces.
Así fue que, entregado en su decisión de volver al regazo
familiar convertido en hombre, decidió verificar un par de veces
en el transcurso de siete meses lo que Marcelo le había dicho.
Un lunes planificó la campaña frente al aeropuerto que se
encontraba en el centro de la ciudad. Dejó a los muchachos
repartiendo la revista y los panfletos mientras que él entró y se
dirigió al baño. A pesar de que no estaba preparado en ese
momento para irse, deseaba confirmar la existencia del boleto en
el locker.
Salió del baño y miró a todas partes. Había mucha gente que
caminaba de un lado a otro cargando maletas y maletines de
todos los tamaños. Los latidos de su corazón duplicaron el ritmo
cuando al intentar abrir la pequeña puerta, ésta no cedía. Volteó a
ver si lo observaban e intentó nuevamente. Esta vez se abrió y
ahí estaba su boleto a la libertad, reposando y esperándole
pacientemente.
Agradeció a Dios haberse encontrado con Marcelo, ahora no
necesitaría el pasaporte para largarse lejos y volver a empezar
una vida sana y diferente.
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X
Sub lege, libertas.
Bajo la ley, libertad.
La religión: Ilusión del espíritu para negar la realidad o la
simple y profana justificación de conductas. Por ella se impuso
la inquisición. Una interpretación dogmática de las cosas divinas
que intentó violentar el sentido de libertad del hombre: creer o no
creer. En ese preciso encuentro se había iniciado el proceso de
alienación religiosa que les amarraba, el abandono de la
inocencia se expresaba en el terror a negar el dogma mutado en
la lucha contra el comunismo. Así se gobernaban almas jóvenes,
arrastradas por la modernidad europea que toleraba la muerte
como un paso más, para alcanzar la eternidad. Lo opuesto se
erguía para arrancarle la venda de los ojos, siempre cubiertos por
el escapulario, el león en la solapa y los pétalos de “Doña
Lucía”.
Por primera vez en su vida estaba claro en algo: era un
fanático y tenía que detenerse.
Durante un año, mientras trabajaba con Antunez en la
administración de lo que llamaba “las cosas divinas de Don
Plinio”, entendió que había sido invadido espiritualmente.
Comprendió, mientras buscaba por todo Sao Paulo a María
Elena, que había hecho mal partiéndole el corazón a aquella
muchacha y estaba dispuesto a enmendar su error casándose con
ella.
Sabía, que si llegaba a su casa con una esposa y un nieto para
su madre, iba a encontrar los mismos brazos dulces y abiertos
para esperarle.
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Poco a poco aquella decisión, que tomó casi un año atrás, se
estaba madurando, revisada en cada detalle para no generar
sospecha y sabía que el único que podía detenerle era él mismo.
Por ello la lucha, que ya se había planteado en el plano
racional, debía seguir en el espiritual y psicológico.
- Nada me hará detenerme - pensaba mientras realizaba
rutinariamente sus tareas. Iba a las campañas con mayor
entusiasmo y su trabajo mejoraba a medida que pasaban los días.
Un jueves por la mañana, cuando llegó a la sede principal
para buscar las revistas y los panfletos, y estando preparado para
la campaña del día, Antunez le detuvo en el pasillo,
- Deseo hablar contigo José Luis- dijo con voz grave.
Tuvo temor para responder, le sudaron las manos y le
temblaron las piernas. Antunez percibió el nerviosismo,
- ¿Sabes de qué te voy a hablar?- preguntó
Dudó, mientras un sudor frío le recorría la frente, pero era
imposible que le hubiese descubierto - pensó -. Entonces armado
de un valor forjado y ficticio, respondió
- No Don Antunez -
- ¿Has recibido el llamado, te ha hablado?- preguntó
- No Don Antunez- respondió
- Debes meditar más y estar pendiente, - dijo - por eso creo
que nuestra labor ha concluido aquí, así que prepárate porque el
domingo nos vamos muy temprano a Presto Sum -
José Luis sintió que su mundo se le venía abajo.
Coincidencialmente el sábado se cumplían dos años de haber
fallado en su intento por convertirse en camandulense, así que
escogió ese día para escapar.
“De madrugada” pensó mientras hacía su ultima campaña,
“me voy a levantar de madrugada y voy a esperar en el
aeropuerto a que amanezca, así no tendré problemas con salir de
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la casa y entrar al aeropuerto”, se estaba auto convenciendo de lo
que debía hacer porque algo internamente le decía que regresaría
a Presto Sum.
“Es psicológico” dijo, “necesito ayuda” aseguró. Entonces
revisó en su cartera y encontró la tarjeta de Marcelo. Sin demora,
buscó un teléfono público y lo llamó. Unos minutos después
colgó. Marcelo había regresado a los Estados Unidos, “me quedé
solo” pensó.
A pesar de eso, estaba seguro de que todo estaba en orden.
Para cerciorarse llamó al aeropuerto y preguntó si el gerente era
el mismo que laboraba un año atrás y le respondieron que “sí”.
Completamente seguro de que nada podía detenerle, invirtió
el día viernes, para buscar a María Elena. Para ello debía pedirle
permiso a Antunez para no ir a la campaña, pero, ¿qué decir
para no generar sospechas?.
Una estupenda idea se le presentó como un ángel de la
guarda.
“Le voy a mentir, sí, le voy a decir que necesito hacer varias
compras de calcetines e interiores para que me deje el día libre”
pensó. Inmediatamente una cortina de pesimismo le arropó.
“Y... si me dice que en Presto Sum hay, y... si me dice que no
es necesario”. Viéndose acorralado por su mente, pensó en otra
alternativa: “tal vez,” se dijo “sí, tal vez no le digo nada y finja
que estoy enfermo”, “no” gritó “seguro me mandan un médico”
“ya lo se” exclamó en alta voz, “voy a decirle la verdad, que el
señor Dosantos vive en Sao Paulo, seguro va a querer hablar con
él, fue un buen sirviente y tal vez me pida que lo traiga para
convencerle que regrese y en vez de traerlo, convenzo a María
Elena que se vaya conmigo”.
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Así fue que esa noche, luego de haber escrito el informe
diario, se dirigió a la sede principal y tocó la puerta de Antunez.
Sabía que le podía encontrar a cualquier hora.
- Permiso Don Antunez -
- Hijo que sorpresa, adelante - replicó – ¿qué deseas?-
Tartamudeo un poco, como solía hacerlo cuando estaba
nervioso,
- Sé que el señor Dosantos está en Sao Paulo – dijo -
- Y ¿cómo lo sabes?- preguntó.
No supo en ese momento que responder, así que trató de no
estropearlo,
- Alejandro,- farfullo - Alejandro me lo dijo en San Beneto.
- Y ¿qué planeas hacer?- insistió
- Bueno ...- dijo - creo que si lo busco y le pido que regrese a
Presto Sum tal vez lo haga ...-
- No - interrumpió de un grito - ese es un enfermo que
embarazó a su propia hija, aquella ramerita fasura-
Aconteció que, frente a la imposibilidad de justificar el
embarazo de su hija, fue culpado y expulsado de Presto Sum.
Entonces todo su plan se vino abajo.
- No pierdas tu tiempo - advirtió - quiero que el viernes te
encierres en tu habitación para que medites y descanses porque
el trabajo que te va a tocar en Presto Sum es muy duro –
enfatizó.
Entonces, esa iba a ser su coartada, sabiendo que Antunez no
iba nunca a la casa, al encerrarse por dentro, fingiría que estaba
demasiado ocupado en la meditación.
Así hizo cuando llegó el viernes, cerró con cuidado y verificó
que los muchachos estaban dormidos y luego salió.
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Su optimismo descendió al arribar la tarde. Había recorrido
todo Sao Paulo y no la encontró. Ni siquiera un pequeño rastro
que le permitiera seguirle.
Regresó a la casa cuando el sol se retiraba, con las manos
vacías pero con su decisión de regresar a Caracas.
Por la noche, mientras se preparaba psicológicamente como
quien se encuentra dispuesto a desprenderse un dedo, sintió un
ruido en la cocina.
El temor a la noche no era una de sus debilidades, por el
contrario, poco temía de eso, que muchos llamaban, “las
sombras” de Rua Marañao, que no era otra cosa que un par de
gatos que a media noche se metían en la casa y causaban
destrozos entre las ollas y platos.
La cocina estaba oscura y solitaria, encendió la luz y
comprobó que eran esos gatos callejeros. Se sentó en la mesa del
comedor y comenzó a pensar en lo que le tocaba vivir en pocas
horas.
Sin sus amigos ni María Elena, se sentía debilitado. Tomó un
vaso de agua fría y mientras bebía, escuchó una voz que venía de
la calle. Se apresuró en ir a la ventana y con cuidado deslizó la
cortina. Advirtió que un loco se encontraba hurgando en los
pipotes de basura, “cuál es la diferencia entre ellos y nosotros”
pensó y se sonrió, - ninguna - dijo en voz alta, “todos estamos
enloquecidos por algo” meditó, - algunos por el trabajo, otros por
la religión, otros por las mujeres, yo por todas esas cosas juntas -
se dijo.
Recordó lo que había leído en uno de los muchísimos libros
que cayeron en sus manos en esos años de intolerancia y
obsesión, “la cordura es como la locura: un camino a la libertad”.
Entonces, una brisa suave, metafísica y espiritual rozó su alma y
observó al loco con misericordia, como si se estuviese mirando
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en el espejo. Corrió nuevamente la cortina y regresó a la mesa
por el vaso de agua.
La madrugada iba desciendo y él no había dormido. Subió a
su habitación y luego de echarle un vistazo a sus cosas,
dejándolas en su sitio, como si fuera a regresar, se puso su mejor
ropa y trancó con seguro.
A las tres de la mañana salió de la casa caminando, rumbo al
aeropuerto. El trayecto, a pesar de la cercanía, se hizo eterno.
Como a tres cuadras pudo ver las luces de la torre de control
que se mezclaban con la de algunos edificios distantes y la luna
llena que parecía guiarle en su camino de redención y libertad.
Volteó para cerciorarse de que nadie le había seguido y se
sonrió.
“Quién me va a seguir” pensó, “quién soy yo para que alguien
me siga” insistió.
Hasta cierto punto había sobredimensionado sus temores.
Estuvo seguro de que aquel miedo era infundado, porque nadie
iba a perder su tiempo siguiéndole, sobre todo por la confianza
que le tenían.
Al entrar al aeropuerto por la puerta principal, vio a varios
hombres, que a esas horas de la madrugada hacían su trabajo
cargando maletas y limpiando.
Estaba tan nervioso que en ese momento necesitaba fumarse
algo. Se aproximó a uno de los trabajadores que limpiaban y le
pidió un cigarrillo. Nunca había fumado tabaco pero, era lo único
que podía fumar en aquel lugar. Recordó lo que Alejandro le
había dicho y esta vez, estuvo de acuerdo. De alguna forma se
había convertido en un adicto y el fumarse ese cigarro generaba
en él un efecto tranquilizador.
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Antes de hablar con el gerente, quería estar seguro si en la
mañana salía algún vuelo, por eso caminó hasta el final del
aeropuerto para revisar las pantallas de “salidas y llegadas”.
Advirtió que el único vuelo para Caracas, despegaba a las
9:00 de la mañana. Observó su reloj y vio que aún era temprano,
“las cuatro y media” pensó, “creo que voy al baño y esperaré
allá a que amanezca”. Consideró la posibilidad de esperar
sentado a que amaneciera y así planificar con mayor tranquilidad
su vía de escape.
Cuando entró y encendió la luz, una sensación extraña le
dominó, era dulce y apacible como si todo se fuera a arreglar
pronto.
Agobiado por el cansancio, se sentó en un mueble de
mampostería que se encontraba al lado del lavamanos y
nuevamente al pensar que había por fin escapado, cerró los ojos
para descansar y mientras se quedaba dormido entre un estado de
estar y no estar, sintió la libertad sobre él. Estaba allí, en su
sueño, lejos de aquello que aún le poseía, tanto que los latidos de
su corazón parecían no pertenecerle. Poco a poco fue dejando de
sentir sus brazos y piernas hasta que quedó profundamente
dormido.
Amaneció en Sao Paulo aquel día de agosto, cuando el
planeta temblaba ante la guerra que había comenzado en el Golfo
Pérsico. José Luis despertó alejado de un mundo al cual parecía
haberle dado la espalda, como si hubiera estado muerto en una
década de cambios y transformaciones.
“Once años sin saber de mis padres” – pensó -. Por un minuto
sintió temor de no encontrarlos vivos. Su hermana, una
adolescente ya debía haberse convertido en una mujer y su
habitación, llena de cuadros y pinturas de la TFP, tal vez aún
esperaba por el hombre que lo abandonó en su adolescencia.
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Al salir del baño, siguió las indicaciones que Marcelo le dio
un año atrás y con la llave en la mano abrió el locker, tomó el
boleto y continuó rumbo al puesto de embarque.
Mientras caminaba, escuchaba como el león le rugía y le
gritaba “no escaparas”, “es imposible”, “regresa”, gritaba el
león. Ahora, era él quien rebotaba en su mente, podía sentir el
roce del aire frente a sus ojos, en sus párpados, vibraba al ritmo
de una de las múltiples marchas y volvía a rebotar. Entonces
detenido frente al mostrador, justo antes de revisar su boleto y
pedir hablar con el gerente, para subir al aeroplano, escuchó la
voz de Plinio, y estremecido por lo que debía hacer: regresar a
Presto Sum, sintió que los camandulenses le esperaban afuera,
“Alguien…” dijo la voz de Plinio, “Alguien tocó al Aire en
Minas Gerais”.
FIN