El pensamiento políticoCornelius Castoriadis*
{322} He aquí el punto central del asunto: no hubo hasta aquí pensamiento político verdadero. Hubo, en
ciertos períodos de la historia, una verdadera actividad política –y el pensamiento implícito a esta
actividad-. Pero el pensamiento político explícito no fue más que filosofía política, es decir, provincia de
la filosofía, subordinada a ésta, esclava de la metafísica, encadenada en los presupuestos no conscientes
de la filosofía y cargada de sus ambigüedades.
Esta afirmación puede parecer paradójica. No lo parecerá tanto si recordamos que por política, yo
entiendo la actividad lúcida que apunta a la institución de la sociedad por la sociedad misma; que tal
actividad sólo tiene sentido, como actividad lúcida, dentro del horizonte de la pregunta: ¿qué es la
sociedad? ¿Qué es su institución? ¿En vísperas de qué es esta institución? Ahora bien, las respuestas a
estas preguntas siempre se han tomado, tácitamente, de la filosofía –la cual, a su vez, nunca las trató más
que violando la especificidad de estas preguntas, a partir de otra cosa: el ser de la sociedad/historia fue
tratado a partir del ser divino, natural o racional; y la actividad creadora e instituyente, a partir de la
conformación a una norma dada por otra parte-.
Pero la paradoja es real. La filosofía nace, en Grecia, simultáneamente y consustancialmente al
movimiento político explícito (democrático). Ambos emergen como cuestionamientos del imaginario
social instituído. Surgen como interrogaciones profundamente unidas por su objeto: la institución
establecida del mundo y de la sociedad y su relativización por el reconocimiento de la doxa y del nomos,
que de {323} inmediato trae aparejada la relativización de esta relativización, dicho de otro modo, la
búsqueda de un límite interno a un movimiento que es, en sí mismo y por principio, interminable e
indeterminado (ápeiron). La pregunta: ¿por qué nuestra tradición es verdadera y buena?, ¿por qué el
poder del Gran Rey es sagrado?, no sólo no surge en una sociedad arcaica y tradicional: no puede surgir
en ella, no tiene sentido en ella. Grecia hace existir, crea, ex nihilo, esta pregunta. La imagen
(representación) socialmente establecida del mundo no es el mundo. No es simplemente que lo que
aparece (pháinesthai) difiere, banalmente, de lo que es (esti); todos los primitivos saben esto –como
también saben que las opiniones (doxai) difieren de la verdad (alétheia)-. Es que, en cuanto es reconocido
en una nueva profundidad –en cuanto esta nueva profundidad es, por primera vez, acentuada-, este
apartamiento entre apariencia y ser, entre opinión y verdad, se vuelve infranqueable, renace
perpetuamente de sí mismo. Es así porque nosotros lo hacemos existir, por nuestra simple existencia
misma. Acaso sólo tenemos acceso, por definición, a lo que aparece, y toda apariencia nos dice algo.
Toda organización de la apariencia, o significación conferida a ésta, también. “Si los caballos tuviesen
dioses, éstos serían equinos”, decía Jenófanes, maestro de Parménides (DK 21 B 15). No es indispensable
ser griego para comprender la implicación: si nuestros dioses son “humanos” (antropomorfos), es porque
nosotros somos humanos. Y si quitamos a los dioses, a Dios o a lo que los “atributos” caninos, equinos,
humanos –persas, griegos, etíopes, etcétera-, ¿qué queda? ¿Y queda algo? No queda nada., dice Gorgias
(y Protágoras); queda el kath’ hautó, el “en sí mismo y según sí mismo”, dice Platón: lo que es, tal como
es, separada o independientemente de toda consideración, de toda “vista” (theoría). Hablando con rigor,
ambas respuestas son equivalentes. Ambas dejan abolido el discurso –y la comunidad política-. Esto es
indiferente para Gorgias, pero no para Platón. Por esto, para éste último, hay que encontrar a alguien que
pueda ver lo que es sin que esta visión agregue o quite nada esencial de lo que es visto ni altere el tal
como es. Por cierto, esto exige tanto la abolición de toda relación sensorial {324} -la “visión” es pura
metáfora- y de toda perspectiva de la visión, por lo tanto su efectuación fuera del espacio y del tiempo;
como, sobre todo, un parentesco y aun, rigurosamente hablando, una identidad esencial entre aquel que ve
y lo que es visto. En efecto, sólo es con esta condición que aquello que el vidente aportaría a lo visto en
su visión y que provendría de sí mismo no alteraría lo que hay para ver. Este vidente es el alma, una vez
“purificada” y recondensada en su núcleo divino. [Agregado manuscrito: Luego hace falta volver a
descender, y validar en tanto se pueda el discurso, la mezcla, la apariencia, etcétera; empresa casi
* Castoriadis, Cornelius. “El pensamiento político”, en Lo que hace a Grecia: de Homero a Heráclito. Buenos Aires, FCE, 2006. Entre llaves {322}, el número de página de la edición impresa.
impensable aunque en Platón se vuelve extraordinariamente fecunda, y alimentará veinticinco siglos de
reflexión].1
Como lo muestra la frase citada de Jenófanes, el apartamiento en cuestión (entre apariencia y ser, entre
opinión y verdad) no echa raíces solamente –y no tanto- en la subjetividad individual (lo que fue la
interpretación filosófica moderna, hasta el redescubrimiento de la etnología y del “relativismo cultural”).
Las diferencias entre apariencias y opiniones, en tanto diferencias subjetivas, en las sociedades arcaicas y
tradicionales siempre pudieron resolverse por medio del recurso a la opinión de la tribu, de la comunidad
adosada a la tradición e identificada, automáticamente, con la verdad. Lo propio de Grecia es el
reconocimiento de que la opinión de la tribu misma no garantiza nada: la opinión de la tribu (griega) sólo
es su nomos, su ley establecida, su “convención”. Convención en el sentido no de contrato –no es en estos
términos ni en esta categoría como piensan los griegos lo social-, sino de la posición, de la decisión
inaugural, de la instauración. (La oposición en las discusiones correlativas, physei nomo, por naturaleza,
por la ley, es totalmente homóloga a la oposición physei/thesei, por naturaleza, por posición que resulta de
una decisión. Los dos térmi{325}nos se unen en la denominación del legislador, nomothetes, el que
establece la ley). Este nomos es sin duda, en alguno de sus aspectos, el hecho y lo propio de tal o cual
ciudad, tribu, etnia. Pero acaso es también, en sus aspectos más difundidos, el hecho y lo propio de la
tribu humana en general: nomo thermón, nomo psychrón, dice Demócrito: lo caliente y lo frío no existen
más que en y por la “ley”, la “posición” (DK 68 B 117).
Es evidente que este reconocimiento sólo es posible a partir de una ruptura radical con la actitud
tradicional frente a a la tradición. Esta actitud, parte integrante de la tradición misma, contiene la posición
de la tradición, de una y única tradición –la nuestra- como sagrada y santa, indiscutible, incuestionable,
intocable. Nuestra tradición –religión, dioses, Dios, etcétera- es la única verdadera, las otras son falsas
(sus dioses son vencidos regularmente por los nuestros). Posición que ya no es sostenible en cuanto la
tradición se reconoce como simple tradición, transmisión a través de las generaciones de una posición
inicial que podría ser modificada por una nueva posición. Si la ley es ley porque ha sido establecida como
ley, podemos poner otra. Ésta ruptura es, por lo tanto, ruptura política, en el sentido profundo del término:
reconocimiento por parte de la sociedad misma de su posibilidad y de su poder de establecer sus leyes. Y,
por cierto, va a la par del surgimiento de esta otra pregunta: ¿cuáles leyes? ¿Qué es una buena ley –o una
ley injusta-, a partir del momento en que la calidad de la ley es llevada a lo discutible?
Recapitulemos las grandes líneas del movimiento. Durante incontables milenios, las sociedades
humanas se autoinstituyen –y lo hacen sin saberlo-. Trabajadas por la oscura y muda experiencia del
Abismo, se instituyen no para poder vivir, sino para ocultar este Abismo, el Abismo externo e interno a la
sociedad. Ellas no lo reconocen, en parte, más que para taparlo mejor. Establecen en el centro de su
institución un magma de significaciones imaginarias sociales que “dan cuenta” del ser-así del mundo y de
la sociedad (pero en verdad: constituyen así este ser-así), que establecen y fijan orientaciones y valores de
la vida colectiva individual, que son indiscutibles e incuestiona{326}bles. En efecto, toda discusión, todo
cuestionamiento de la institución de la sociedad y de las significaciones que le son consustanciales dejaría
al descubierto, muy abierta, la interrogación sobre el Abismo. Así, el espacio de la interrogación abierto
por la emergencia de la sociedad se cierra inmediatamente después de abrirse. No hay interrogación, salvo
factual; no hay interrogación sobre el por qué y el por qué de la institución y de la significación. Éstas son
sustraídas del cuestionamiento, de la contestación, por el hecho de que son establecidas como poseyendo
una fuente extrasocial. El Abismo ha hablado, nos ha hablado –y por lo tanto no es, ya no es un Abismo-.
(Los cristianos siguen ahí). Y esto es verdadero, ya se trate de una sociedad “arcaica”, sin división social
asimétrica y antagónica y sin Estado; ya se trate de sociedades históricas (“despotismo oriental”)
sumamente divididas, con un Estado, y de hecho siempre, más o menos, teocráticas.
La ruptura ocurre en Grecia. ¿Por qué en Grecia? No hay nada fatal en esto: hubiese podido no ocurrir,
u ocurrir en otra parte. Además, en parte, también ocurrió en otros lugares –en la India, en China, casi en
la misma época-. Pero se quedó en el camino. No puedo decir nada, no sé decir nada sobre las razones
1 Véase, por ejemplo, Platón, Timero, <34b, 36d-e>, sobre la <constitución> del alma por el demiurgo. El pasaje muy discutido en el tratado Del alma de Aristóteles (III,<2, 425b 25: “el acto de lo sensible y el del sentido [en la percepción] es el mismo y único”) sobre el nous remite a la misma idea: una parte del nous tiene la misma esencia que los <existentes>.
que hicieron ser esta ruptura en estos pueblos y no en otros, en esta época y no en otra. Pero sí sé por qué
sólo en Grecia llegó hasta el final; porque fue ahí donde la historia se puso en movimiento de otra
manera; porque ahí es donde “nuestra” historia comienza, y comienza en tanto historia universal, en el
sentido fuerte y pleno del término. No es más que en Grecia donde el trabajo de esta ruptura está
indisociablemente vinculado con y llevado por un movimiento político, donde la interrogación no
permanece simple interrogación sino que se vuelve posición interrogante, es decir, actividades de
transformación de la institución, que a la vez “presupone” y “acarrea” –por lo tanto: ni presupone ni
acarrea sino que es consustancial con- el reconocimeinto del origen social de la institución y de la
sociedad como origen perpetuo de su institución.
Esta dimensión política a la vez anuda entre sí y lleva a su potencia más aguda –en el seno de una
totalidad a la vez coherente y con{327}flictiva, desgarrada, antinómica- a los otros componentes de la
creación imaginaria que los griegos constituyen y que los constituyen como griegos. Se trata de su
“experiencia”, o mejor: posición ontológico-afectiva; de su posición de la universalidad; de su liberación
de la interrogación discursiva, es decir, de que esta interrogación no reconoce ninguna clausura y también
se vuelve sobre sí misma, se interroga acerca de sí misma.
La experiencia o posición ontológico-afectiva de los griegos es el descubrimiento, el develamiento del
Abismo; sin duda aquí está el núcleo de la ruptura, y sin duda alguna su significación absoluta,
transhistórica, su carácter de verdad, de ahora en más eterno. Aquí, la humanidad se sube sobre sus
propios hombros para mirar más allá de sí misma y mirarse a sí misma, constatar su inexistencia –y para
ponerse a hacer y a hacerse-. Banalidad, que hay que repetir mucho porque es constantemente olvidada y
redescubierta: Grecia es en primer lugar y ante todo una cultura trágica. Las pastorales occidentales
imputadas a Grecia en los siglos XVII y XVIII, como los comentarios profundos de Heidegger, desde este
punto de vista, son equivalentes. Todas las fábulas edificantes de Heidegger sobre la filosofía griega dejan
de lado el asunto; habla de esto como quien nunca hubiese leído, o comprendido, una sola tragedia –y
tampoco a Homero, que es una tragedia y anticipa a todas ellas: Homero, “el educador de toda Grecia”-.
Lo que hace a Grecia, no es la medida y la armonía, ni una evidencia de la verdad como “develamiento”.
Lo que hace a Grecia es la cuestión del sinsentido, o del no-ser. Esto está dicho con todas las letras desde
el origen –aunque las orejas mugrientas de los modernos no puedan escucharlo, o sólo lo escuchen a
través de sus consuelos judeocristianos o de su correo del corazón filosófico-. La experiencia fundamental
griefa es el develamiento, no del ser y del sentido, sino del sinsentido irremisible. [Agregado manuscrito:
los griegos afirman tan fuerte que el ser es, sólo porque están obsesionados por la certeza (evidente) de
que de la misma manera el ser no es –que su ser está indisociablemente encadenado al no-ser.]
Anaximando lo dice (DK 12 B 1), y es vano comentar sabiamente su frase para oscu{328}recer la
significación: el simple existir es adikía, “injusticia”, desmesura, violencia. Por el simple hecho de que
usted es, usted ultraja el orden del ser –que es, por lo tanto, de la misma manera, esencialmente orden del
no-ser-. Y ante esto no hay ningún recurso, y ningún consuelo posible. La rueda de la Dike impersonal
aplasta, incansablemente, todo lo que viene a ser.
Los dioses griegos –Hannah Arendt lo recuerda con razón- son “inmortales”, no eternos: Zeus mismo
está condenado –por Prometeo- a ser destronado, y esto es representado públicamente en Atenas, hacia el
año 460 a.C.2
Para Anaximandro, también el ser es ápeiron: indefinido e indeterminado, indeterminable, ilimitado y
sin forma, fuera de término y fuera de medida. El término, la medida, la armonía de los griegos son
creados y conquistados sobre y contra esta experiencia fundamental y originaria de los griegos –que no es
de ninguna manera, por ejemplo, la de los romanos, y que no es tampoco la de Çakya Muni, que ya
respondió aceptando la Nada-.
Por cierto, esta experiencia contiene como contrapeso, o está cargada de, una experiencia igualmente
pregnante y fuerte de la physis como orden viviente y sensible, autoengendramiento regular, potencia
portada por sí misma al acto como lo dirá Aristóteles más tarde, armonía y belleza “naturales”.
Experiencia condensada en la palabra misma que designa el mundo: kosmos, orden, buen orden, forma,
este mundo que Platón describe en el Timeo como un animal, o incluso como un “dios dichoso”
2 Esquilo, Prometeo, vv. 907-910, 947 y 948, 958 y 959.
(eudáimona theón), que aun hoy podemos ver así, y tal vez no por mucho tiempo, en agosto a mediodía,
de la cima de Patmos, de la “tumba de Homero” en Ios, de mil otros lugares del país. Pero habría que
estar vacío para no ver que la belleza sobrenatural de esta naturaleza, la risa incalculable de este mar, el
brillo pacificador de esta luz vuelven más negra aún la certeza del sombrío Hades, así como la traslucidez
azulina de las islas y de las montañas que reposan sobre la superficie tornasolada vuelve aún más {329}
insostenible la agitación oscura e incesante de nuestra pasión y de nuestro pensamiento. El mundo griego
se constituye contra la experiencia más fuerte posible de la plenitud de la physis, contra la nostalgia
fantasmática del estado de un delfín en el Egeo, de un caballo en Tesalia, de una cigarra en Delfos, de
nuestra propia plenitud si pudiésemos simplemente quedarnos echados en la arena bebiendo por todos los
poros el calor del sol y mirando girar la inmensa rueda; a partir de la realización de nuestro no-acuerdo,
de nuestra extrañeza, del exceso de ser y de no-ser que nosotros representamos en un cosmos que se basta
a sí mismo. Aquello que tan a menudo y tan ingenuamente fue considerado como su armonía “natural” es
el más forzado y el más extremo de los artificios, logrado a fuerza de arte de borrar las huellas de la
artificialidad. Así es como el templo griego se asienta sabiamente ahí donde parece como si el paisaje lo
viniera llamando desde la eternidad. Después de lo cual, se vuelve parte natural e indispensable de éste.
La frase de Anaximandro expresa, en un lenguaje que ya es filosófico pero también aún poético –como
el de Heráclito, el de Parménides, el de Empédocles-, aquello que es presentado ampliamente en esa
tragedia que es La Ilíada, y en ese haz de tragedias que es La Odisea (donde igualmente encontramos, por
primera vez, el teatro en el teatro, el relato en el relato): el ciclo eternamente recomenzado de la injusticia,
de la desmesura y del ultraje, que conduce a la catástrofe y a la destrucción, pues sólo así el orden puede
ser restablecido por la Dike y la Némesis. Es también, en lo esencial, el punto de vista de Hesíodo en la
Teogonía (siglo VIII a.C.). Este es el primer fondo sobre el cual se constituye esta cultura, su primera
captación imaginaria del mundo –que, a través de su simbolización mítica, resulta coincidir con la verdad
del mundo-. La mitología griega es verdadera, es más que una mitología3. A partir de este fondo se
cons{330}tituye también la respuesta griega a la pregunta que plantea, que nos plantea, este sinsentido
ineliminable. Respuesta que se elabora en los hechos, en la actividad del pueblo, cuya expresión tenemos
tanto en los primeros filósofos como en los poetas del siglo V. Esta respuesta es aquella que privilegia la
autolimitación, tanto para el individuo como para el pueblo (demos) –autolimitación que tiene nombre,
ley y justicia-. “El demos debe luchar por la ley más aún que por las murallas de la ciudad” (DK 22 B 44),
dice Heráclito (fin de siglo VI). En la misma época, las versiones órficas de la mitología, y las del mismo
Píndaro, daban la misma leción –que está formulada, en su forma más elevada, en Prometeo y en la
Orestiada (año 4587 a.C.; Sócrates tenía entonces veinte años y Platón nacía treinta años después).4
Políticamente (como éticamente) ya todo estaba dicho.
Pero este primer fondo ya contiene también otro componente decisivo de esta captación imaginaria del
mundo: la universalidad. Lo sabemos, pero aquí Hannah Arendt otra vez tiene razón al recordarlo
recientemente: en la Ilíada no hay ningún privilegio de los griegos con respecto a los troyanos, y en
verdad, el héroe más humano, más emocionante, es Héctor antes que Aquiles, Héctor, que padece un
destino radicalmente injusto y es engañado por una diosa (y no cualquiera: Atenea) en el momento mismo
en que va a morir. La misma actitud, algunos siglos más tarde: en Los persas (472 a.C.), ninguna palabra
de desprecio hacia el formidable enemigo que quiso reducir a Grecia a la esclavitud. Persas y griegos
están puestos rigurosamente en el mismo plano; el personaje principal, el más emocionante y el más
respetable de la obra es Arosa, la madre del Gran Rey, y aquello que se cuestiona y es “castigado” es la
hybris del individuo Jerjes. (No vale la pena recordar Las troyanas de Eurípides, año 415 a.C., {331}
donde el poeta presenta su pueblo a su pueblo como una pandilla de criminales abyectos y dementes, sin
fe ni ley –y obtuvo el segundo premio-). Sobre Los persas otra vez: no creo que hasta ahora se haya
3 Por ejemplo, es imposible no ver la verdad universal del mito de Narciso, de Edipo, de la lucha de las generaciones en toda la Teogonía, etcétera. En el mito de Narciso, se mira y se dice la humanidad entera.
4 Es evidente que los testimonios “literarios” desempeñan un papel muy diferente para la comprensión de la cultura griega que, por ejemplo, para la cultura contemporánea. La literatura no estaba separada sino que era, en verdad, expresión casi directa del espíritu del pueblo. No hablo de la descripción de una realidad, sino de la expresión del imaginario social, de las normas, etcétera.
observado la inmensa importancia, más que filosófica y política, de la definición que da el poeta de los
atenienses. Cuando Atosa pide (mientras la guerra no ha terminado aún: la batalla de Eurimedón tuvo
lugar en el año 468 y la paz sólo se pactó en 449) que le informen sobre Atenas y su pueblo, la breve
respuesta del coro culmina en este verso: “No son esclavos ni súbditos de ningún hombre” (v.242) –
definición de los atenienses por un ateniense en la cual podemos condensar todavía hoy y siempre un
programa político para la humanidad entera-.
Esta universalidad se expresa también no sólo en el interés por la vida y las costumbres de otros
pueblos, sino por la imparcialidad de la mirada, que, evidentemente, presupone una relativización de las
leyes, de las normas, de las palabras mismas de la tribu. Se precisarán venticinco siglos para que la
historia y la etnología “científicas” de Occidente puedan encontrar una parte de la objetividad de
Heródoto,5 quien, de entrada, pone en el mismo nivel las “acciones memorables de los griegos y de los
bárbaros”, describe las costumbres y las instituciones de éstos sin emitir nunca un juicio de valor y se
empeña en mostrar que tal divinidad o tal práctica de los griegos fue tomada por los bárbaros. Pero ya
ciento cincuenta años antes de Heródoto, Hecateo, Tales, Solón, realizaban viajes “filosóficos”.
El Abismo es Abismo, y es vano tratar de ocultarlo. El reconocimiento de este hecho va a la par –
virtualmente- del reconocimiento de este otro hecho: nuestra institución del mundo –a saber: nuestra
manera de vivir con el Abismo, nuestro compromiso imposible e ineluctable con el Abismo- contiene un
componente relativo, arbitrario, convencional. Sólo a partir de esto el interés por la institución de otras
sociedades es auténticamente posible (y la geografía se vuelve {332} otra cosa que curiosidad
entomológica o conocimiento instrumental al servicio del comercio o de la guerra) y se vuelve posible la
imparcialidad con respecto a ellas.6 Pero también es mediante esta posición –aquí, otra vez, no hay
prioridad lógica o real: implicación circular- que puede surgir la interrogación; dicho de otro modo, la
filosofía y el pensamiento en el sentido fuerte del término, a la vez como cuestión de aquello que puede
no ser convencional, arbitrario, relativo en nuestra institución del mundo y de la sociedad –incluso en las
apariencias, como en nuestras opiniones, en nuestras leyes y en nuestro lenguaje- y como cuestión que se
refiere a aquello que está por hacerse; en ambos casos, como búsqueda de un límite a lo arbitrario –o de la
posibilidad de relativizar la relativización-.7 Siempre estamos en la doxa (opinión). Pero, si no hay más
que opinión, ya ni siquiera hay opinión (imposible decir con certeza incluso esto: que estamos siempre en
la opinión). A la naturaleza (physis) infrangible e inmutable aun en sus cambios, se oponen las leyes de
las comunidades humanas (nomoi), contingentes, convencionales, arbitrarias –cuya extrema variabilidad
no impide ni la supervivencia de los pueblos que creen en ellas ni la opinión de estos pueblos de que ellas
son buenas y las únicas buenas-. Sin embargo, no podemos vivir sin ley; y, a partir del momento en que
dejamos de otorgar un privilegio irreflexivo a nuestra ley, no podemos vivir sin preguntarnos: ¿qué es la
buena ley y qué es la ley?
Pero lo que produce Grecia no es el simple reconocimiento contemplativo de la apariencia como
apariencia y de la opinión como opinión; no es una variante de una visión búdica. Tan esencial como el
reconocimiento del Abismo es la decisión y la voluntad de enfrentar el Abismo. Hay para hacer, y hay
para pensar y para decir –en un mundo {333} donde nada garantiza de antemano el valor de hacer, la
verdad del pensar y del decir-. Y esta dimensión práctica efectiva de la institución griega del mundo y de
la sociedad, la actividad que se expresa tanto en la creación de la matemática como en la legislación, nos
lleva a las raíces políticas de la constitución del mundo griego.
Pues en Grecia, la ley establecida, la tradición, la institución recibida no se cuestiona más que a partir
de un razonamiento filosófico y por medio de éste. Si la democracia en Atenas sólo se establece
plenamente con Clístenes –alrededor del año 510-, es porque ella es el resultado de un movimiento social
y político efectivo que ya tiene, en muchas ciudades y en Atenas misma, alrededor de dos siglos. El
período es obscuro y mi propósito aquí no es la historia. Lo que importa es el cuestionamiento, la
5 No hay que apresurarse a calificar este juicio de excesivo: la mayoría de los historiadores franceses, ingleses, alemanes escriben una historia francesa, inglesa, alemana.
6 [Anotación marginal: misma situación en Occidente en el siglo XVII y sobre todo en el siglo XVIII.]7 Querella sobre el cáracter physei o thesei del lenguaje: <...> Heidegger escribió: “el griego no es una
lengua, es la lengua”. Hipérbole occidental, que desconoce esto: es porque los griegos reconocieron que el griego no es más que una lengua <...> que fueron griegos.
oposición por parte del pueblo al régimen oligárquico tradicional cuyos signos están presentes,
claramente, desde el principio del siglo VII. El demos lucha contra las formas instituídas del poder ; lucha
contra la tradición. Esta lucha ya es implícitamente una “filosofía”: ella devela la esencia de la tradición
política como simple tradición. Desde este punto de vista, lo que importa no es la plena formación y la
victoria adquirida de la democracia, sino la cuestión de la validez de un orden político simplemente
heredado, planteada y afirmada prácticamente.
La anterioridad cronológica y aun esencial de esta desestabilización política con respecto al
movimiento filosófico en sentido estricto no deja dudas (se ubica la madurez de Tales hacia el año 585).
Pero, en otro sentido, no puede tratarse de prioridad. Antes de los filósofos, el demos hace filosofía en
acto. No en el sentido general de que todo el pueblo, respondiendo a la pregunta de la significación del
mundo, hace filosofía. Sino oponiéndose, en y por sus actos –que no van, ni pueden ir, sin discurso y
discusión, argumentación y reflexión-, a la idea de una ley dada de una vez por todas y sacrosanta
simplemente por ser dada; planteando, pues, la interrogación a la vez sobre el contenido y la fuente de la
ley; y queriendo responder a esto definiéndose a sí mismo como esta fuente, asiento del poder efectivo, de
la capacidad legislativa y del ejercicio de la justicia.
{334} La bella frase de Jean-Pierre Vernant: la razón griega es hija de la ciudad,8 sin duda es verdadera,
si tomamos la razón en un sentido relativamente restringido y “técnico” –casi profesional-. Pero, en un
sentido más originario, debe decirse que ciudad y razón nacen juntas y no pueden más que nacer juntas.
Para transformar la polis de simple recinto y refugio fortificado en comunidad política, el demos debe
crear el logos como discurso expuesto al control y a la crítica de todos y de sí mismo y sin poder adosarse
a ninguna autoridad simplemente tradicional. Y recíprocamente, el logos no puede ser creado
efectivamente más que en la medida en que el movimiento del demos instaura en acto un espacio público
y común, donde la exposición de las opiniones, la discusión y la deliberación, la igualdad sin la cual esta
discusión no tiene sentido y la discusión que realiza esta igualdad ( isegoría), la libertad que ellas
presuponen y que traen aparejada (parrhesía: responsabilidad y obligación de hablar) se vuelven posibles
y reales por primera vez (por lo que se sabe) en la historia de la humanidad. Sin este espacio público
común, condición no material y externa, sino esencial y de fondo, la filosofía en sentido estricto no habría
podido nacer, o habría permanecido sirvienta de una religión o de una institución establecida de la
sociedad, como ocurrió en Oriente. Y este espacio público no es solamente sincrónico; es tambien y sobre
todo diacrónico, temporal, histórico en el sentido fuerte. Es la creación de un tiempo público del
pensamiento, donde un diálogo contínuo con el pasado es un hecho posible, donde el presente no es ni
reabsorbido en la simple repetición de una tradición ni condenado a no poder salir de ella más que por
nuevas fundaciones inspiradas o reveladas que deben obligatoriamente quitarse de la discusión. Espacio
que permanecerá, con certeza, indestructible para siempre. El último filósofo solitario que, escondiendo
sus pensamientos, sobreviviera en un régimen totalitario mundial sería filósofo en tanto siguiese
dialogando, ideal y efectivamente, con la línea {335} de filósofos que empieza en Grecia y, más
generalmente, en tanto se situase por postulación en este espacio público y común de búsqueda de la
verdad, de confrontación, control recíproco y examen de las opiniones, que fue abierto –más exactamente
creado- por primera vez y para siempre por el demos de las ciudades griegas. En efecto, lo que está en
juego en este espacio no es solamente lo que hay que hacer aquí y ahora, sino lo que debe ser la ley de
ahora en más; no sólo el establecimiento de los hechos, la oportunidad de tal acto o la aplicación de la ley,
sino la finalidad misma de los actos de la ley como tal.9
Esta actividad política, esta autoinstitución de la ciudad –autoinstitución en parte explícita, por primera
vez en la historia-,10 es al mismo tiempo pensamiento. No solamente –y no tanto- pensamiento de los
8 Jean-Pierre Vernant, Mythe et pensée chez les Grecs, París, Maspero, 1965, p.34 (trad.esp.: Mito y pensamiento en la antigua Grecia, Barcelona, Ariel, 1983).
9 Este aspecto –en mi opinión, evidentemente, el más importante- no es tomado en consideración por los análisis, admirables por otra parte, de Hannah Arendt (en The Human Condition, L’Essai sur la révolution y los ensayos de La Crise de la culture <trad.fr.: París, Gallimard, 1972, de Between Past and Future (1961) [trad.esp.: Entre pasado y futuro, Barcelona, Península, 1996]>, en particular, “Qu’est-ce que l’autorité?” <(1955-1956), pp. 121-185>.
10 Cf. Jean-Pierre Vernant, op.cit., pp.151-154.
filósofos y por los filósofos; pensamiento del pueblo y por el pueblo. Aquí aún, considerando esta fase de
la historia, debemos tener en cuenta la pesada censura a la cual está siempre sometida la actividad
autónoma del pueblo por parte de la memoria “oficial” –es decir, casi la única de la historia-. 11 Debemos
reconstituir lo esencial a partir de los ecos que encontramos de ella no en los filósofos, sino en los poetas
y en los historiadores: en Esquilo (Las suplicantes, Los persas, Orestíada), en Sófocles (Antígona), en
Heródoto o en Tucídides –para citar sólo los ejemplos más importantes-. He aquí, en mi opinión, una
prueba decisiva. Lo que establece Heródoto en la famosa discusión (III, 80) sobre los méritos y la falta de
méritos respectivos {336} de los tres regímenes –monarquía, oligarquía, democracia- como definición
misma de la democracia, en boca de Otanes, es el sorteo de aquellos que deben ejercer un oficio
cualquiera. Idea fundamental y justa que voy a retomar; pero también idea que nunca habría podido
pasar lo cabeza de un filósofo en tanto filósofo, idea cuyo origen popular es evidente. De la misma
manera es evidente el origen no docto de la otra idea decisiva de la democracia: el poder de situar “en el
medio” (en meso), cuyos orígenes han podido trazarse, y son muy anteriores al nacimiento de la filosofía
explícita.12 La cumbre de este pensamiento de la democracia, y de la política, es, evidentemente, la
“Oración fúnebre” que pronuncia Pericles en Tucídides (II, 35-46). Poco importa saber si el texto de
Tucídides es literalmente fiel al discurso de Pericles (es fiel a su espíritu, ciertamente) o si Tucídides lo
inventó de principio a fin. El que habla es un ateniense de fines de siglo V (Tucídides, a su vez estratega
en el año 242, probablemente haya muerto hacia el año 400), y muestra que estos pensamientos podían
pensarse y exponerse con verosimilitud a un pueblo que podía reconocerse en ellos.
La culminación de este movimiento es la democracia ateniense, centro de una creación, durante el siglo
de su madurez, sin analogía con lo que había ocurrido antes y después de ella hasta hoy –y que se sabe y
se afirma como tal (“resumiendo, yo digo que la ciudad es educadora de toda Grecia [...] y no tenemos
ninguna necesidad de un Homero que nos halague”, Pericles, en Tucídides, II, 41,1; 41,4). Y esta
democracia, trágicamente, fracasa; fracasa por hybris, porque se desconoce a sí misma, porque no llega ni
a autolimitarse ni a universalizarse. Es deshecha en la guerra del Peloponeso, después de la cual la ciudad,
a pesar de sus esfuerzos, a pesar de una vida política y espiritual intensa, entra en el camino de la
decadencia. Ella misma ha plantado las semillas de esta guerra, y de su derrota, restringiendo la libertad,
la la igualdad y la justicia al espacio estricto de la ciudad.
{337} Esta derrota de Atenas, equivalente, de hecho, a la derrota histórica de la democracia, tuvo
resultados históricos incalculables –y para lo que nos importa aquí: fijó el curso de la filosofía política
durante veinticinco siglos-. La filosofía política explícita y elaborada comienza con Platón –y hasta ahora
sigue en la órbita de Platón, en su manera de plantear el problema, aun cuando rechaza sus soluciones-.
Ahora bien, Platón y su filosofía política –y su filosofía en general, pero aquí sólo podré hacer algunas
alusiones a ella- son el resultado de la derrota de la democracia ateniense. La filosofía política de Platón
no “resulta” de la condena de Sócrates como tal.13 Esta condena, para un genio incomparable como
Platón, y cualesquiera hayan sido los sentimientos de dolor y de cólera, no podía ser, como mucho, más
que un signo, signo que interpretó entre tantos otros; pero que tomó un valor aplastabte en el contexto
inmediatamente posterior al año 404 –e incluso al año 416-, en la proliferación de una multitud de otros
signos, todos considerados como portadores de la misma significación: la incapacidad de la democracia
para encontrar en sí misma su medida y su límite, o, lo que es equivalente, su incapacidad para realizar
efectivamente la justicia. A pesar de la hermosa frase de Péguy –una ciudad donde un solo hombre sufre
la injusticia es un ciudad injusta-,14 un espíritu como Platón jamás habría condenado a un hombre, a una
11 He señalado este punto desde 1964: “Le rôle de l’idéologie bolchevique...”, retomado ahora en L’Experience du mouvement ouvrier, París, UGE, col.10/18, pp.333-335 [trad.esp.: La experiencia del movimiento obrero, Barcelona, Tusquets, 1979].
12 Cf. Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, <véanse los textos citados a propósito del seminario II, nota (8).>
13 Aquí estoy en profundo desacuerdo con Hannah Arendt <...>, por razones que veremos a continuación.14 <“...alcanza con que un hombre sea mantenido a sabiendas, o lo que es equivalente, que sea dejado a
sabiendas en la miseria para que el pacto cívico en su totalidad sea nulo; mientras hay un hombre afuera, la puerta que se le cierra en la nariz cierra una ciudad de injusticia y de odio” (De Jean Coste [1905], París, Gallimard, 1937, varias reediciones, p.32).>
ciudad, a un régimen a partir de un solo acto de injusticia.15 Platón condena la democracia ateniense por
su derrota y a partir de ella: no como un hegeliano cínico, por cierto, sino a partir {338} de lo que él cree
poder despejar como causas de esta derrota y como vínculo profundo de estas causas con la naturaleza
misma del régimen democrático. Si me permiten el argumento –ficción ilustrativa-: la filosofía política de
Platón hubiera sido inconcebible en una Atenas que habría prolongado hasta el año 350 la vida que tuvo
hasta el año 430. La condición para que Platón se vuelva Platón, y para que la filosofía en general –la
filosofía política en particular- de ahora en más tome definitivamente la orientación, que de manera
predominante será la suya, es el fracaso de la democracia. No es porque Platón introduce una nueva
interpretación de la verdad como adecuación de la representación y de su objeto que su filosofía, y la
filosofía, toma a partir de entonces un camino particular, como pretende Heidegger,16 sino porque Platón
debe (cree deber), ante este fracaso, buscar un objeto indudable sobre el cual reglar tanto la
representación como la norma del actuar (individual y colectivo). La concepción de la verdad como
adecuación a... no es más que una implicación. Y lo que se opone a esta concepción –a la vez innegable
en los pequeños asuntos del conocimiento y en los ámbitos ya constituídos, y paradójica hasta lo
insostenible en los grandes, pero finalmente ineliminable- no es alétheia como “develamiento” del Ser,
sino la verdad que se hace en y por el movimiento instituyente de la ciudad, en todas sus manifestaciones:
desde la actividad legisladora del pueblo hasta la creación y la exposición (representación) de la tragedia,
desde las deliberaciones contradictorias de los diskateria hasta la construcción del Partenón, desde las
exhibiciones de los sofistas hasta las discusiones entre filósofos y ciudadanos en el agorá o en los
gimnasios. La ontología y la filosofía política de Platón se hacen –por cierto, también en función de otros
aportes y factores- por medio de la ocultación y el cierre de la problemática política, ellos mismos efectos
del fracaso histórico efectivo de la democracia. Para decirlo brutalmente {339} con la “Oración fúnebre”
de Pericles, el pensamiento político, político mismo, alcanza su apogeo –y su fin, provisorio e
interminable-. Con Platón, empieza algo distinto; una filosofía política que ya no es pensamiento político,
pues, de entrada, se sitúa fuera de la cuestión. En efecto, su condición de posibilidad es el
desconocimiento del hecho fundamental que define la posibilidad del pensamiento político: la
autoinstitución de la sociedad. La actividad autoinstituyente de la polis había estallado a la faz del mundo
durante casi tres siglos, y de manera explícita. La filosofía de Platón sólo es posible a partir de la censura
de esta experiencia –censura que está condicionada por lo que se considera como su fracaso-.
Para verlo más claramente, es necesario volver a los orígenes de la creación del mundo imaginario
griego. La captación primordial es, como hemos visto, que no hay significación garantizada del mundo y
de la existencia –o antes bien, que la única significación garantizada es el sinsentido, que constituye para
cada humano la certeza de la muerte (Odisea, XI, <488-491>) y para todo ente en el khosmos, inclusive
para los dioses, la Dike, que garantiza su destrucción llegado el momento. Esto, que yo he llamado el
descubrimiento del Abismo (o Caos, khasma), va a la par del desencadenamiento, la liberación de la
hybris –desmesura, violencia, insolencia, ultraje, insulto e injuria-. Ambos son inseparables (algunos
parecen redescubrirlo hoy). Puede decirse que cada uno condiciona al otro.
Ahora bien, hay más que convergencia profunda: hay identidad esencial entre esta captación imaginaria
del mundo y la actividad política (y filosófica griega). Porque perciben el mundo como caos, los griegos
edifican la Razón. Porque ninguna ley es dada, nosotros debemos establecer nuestras leyes. La paideia
griega se conquista contra la hybris.
¿Cuál es la condición de la hybris? Que ninguna norma plena de sentido se imponga; o, si se prefiere,
que ningún límite externo, fuera de la catástrofe, venga por sí mismo, “naturalmente” a restringir las
empresas, las miras, las actividades de los humanos. De manera que la hybris no puede ser prevenida y no
puede ser corregida, enderezada, borrada más que por la catástrofe.
15 La grandeza de Platón, en este aspecto, está demostrada una vez más, por si hacía falta, mediante el papel sublime que da en el Banquete (¿hacia el año 380?) a Aristófanes, quien, sin embargo, en un sentido, también habría sido <...> responsable por la condena de Sócrates, como lo dice claramente en la Apología.
16 Véase Platons Lebre von de Wahrheit, <Berne, A. Francke A.G., 1947, trad.fr.: “La doctrine de Platon sur la vérité”, en Questions II, París, Gallimard, 1968, pp.117-163>.
{340} El Caos no es simple desorden. Hay, en lo más recóndito del mundo, un Caos como desorden
innombrable.17 Pero hay, por cierto, orden en las apariencias, en el mundo constituído: este orden es el del
nacimiento-destrucción, en su sucesión sin fin –y este orden es a-sensato-. Más aún: expresión de la
esencia caótica, no nombrada, de lo recóndito humano, la hybris, en un sentido, forma parte del
mecanismo de restauración del orden puesto que, empujando hasta el exceso, provoca la catástrofe que es
restablecimiento. Pero este restablecimiento no es ni consuelo ni expiación. Es simplemente lo que es. No
hay ninguna relación entre la hybris griega y el pecado judeo-cristiano. La hybris no transgrede ningún
mandamiento o ley, humano o divino. Polícrates no violaba ninguna regla al estar en el colmo de la
felicidad. Solamente, tenía demasiada felicidad –sin dañar siquiera a los demás-. ¿Tenía demasiada en qué
sentido, entonces? Él era demasiado –finalmente: era, simplemente-. Como dice Anaximandro, el simple
existir es adikía, no-justicia. La transgresión de la que se trata aquí es transgresión de una condición
ontológica de la coexistencia. Hay lo múltiple, hay sucesión. Un ente no puede tomar el lugar de todos los
demás, ni sincrónicamente ni diacrónicamente. Si todo ente –insertando aquí un pensamiento ulterior-
tiende a perseverar en el ser y en su ser, este mismo (que definiría la consistencia ontológica de cada ente
particular) estaría en contradicción con la condición ontológica de la coexistencia de los entes, sería
adikía o hybris. Los entes sólo pueden estar juntos si el espacio de cada uno –su lugar- y el tiempo de
cada uno –su duración- han sido medidos para ellos. La Dike vigila que esta medida sea respetada.
Levanta la contradicción y garantiza la continuación de la coexistencia por medio de la destrucción
contínua de los entes particulares.
Las generalizaciones humanas mismas dan un brillante ejemplo de ello: ¿cómo sería concebible un
mundo humano si generaciones inmor{341}tales vinieran a agregarse a generaciones inmortales?
También esta evidencia se proyecta míticamente en la Teogonía. Urano, y después Cronos, puesto que
procrean, deben ceder el lugar. Ser es engendrar; y engendrar es condenarse a morir –o, si se es inmortal
por naturaleza, a ser destronado-. Y esto es independientes de toda “injusticia” en el sentido moral, de
toda previsión, de toda acción preventiva. En vano Cronos devora a sus hijos. Su hybris consiste
simpemente en que, por haber tomado él mismo el lugar de su padre, se niega a ceder el lugar a sus hijos.
Ahora bien, esto que se esboza sobre el fondo de esta captación fundamental –y, repito, verdadera
considerada para sí-, ya a partir de Hesíodo, y en la simultaneidad y la consustanciabilidad con la lucha
política en las ciudades, es otra respuesta a la pregunta del orden de mundo y de la sociedad, una
respuesta que es creación. Míticamente y religiosamente, es la elaboración de una nueva concepción de la
Dike, que se hace a través de los poetas. Hesíodo en primer lugar, el culto órfico, los filósofos:
encontramos su expresión plena en Esquilo y Píndaro, casi un siglo antes de la madurez de Platón-
Hablando brevemente, es la concepción de la Dike como autolimitación, como sphrosyne,18 [Anotación
marginal: φρόυησις] En el plano estrictamente político, es la creación de una institución donde las fuerzas
en lucha en la ciudad ya no se equilibran simplemente por su mera yuxtaposición y posición violenta y las
catástrofes periódicas que resultan de ello, sino por una autolimitación mediante la cual el poder ya no
puede pertenecer a una persona o a una categoría particular, sino que pertenece a todos y a nadie, está a la
vez ubicado “a igual distancia” de todos y ya no puede ser objeto de apropiación, sino que también –hay
que señalar este punto con la misma fuerza- es igualmente “participado” por todos, y esto {342} de
manera simultáneamente colectiva (es el demos, en su Asamblea, en su exkklesía quien legisla sobre todo;
del demos es de donde provienen, por sorteo, las asambleas judiciales, dikasteria e incluso, por lo menos
a partir del siglo V, cierto número de “sacerdocios cívicos”)19 e individual (todo ciudadano ateniense
puede ser designado por sorteo para ser presidente de la República, epistates ton prytaneon, durante
veinticuatro horas. En la época clásica, la probabilidad estadística de que lo sea una vez en su vida es del
17 Las raíces del mundo tienden hacia un Caos, se hunden en un infinito sin límite: Jenófanes, Diels, fragmentos 15 y 16. Hesíodo, Teogonía, 726 y ss; Jean-Pierre Vernant, Mythe et pensée..., op.cit., p.148.
18 Era el sentido de la trilogía del Prometeo de Esquilo, donde Zeus mismo sólo se vuelve justo al cabo de un <largo periodo>. Cf. Paul Mazon, noticia a Prometeo. Cf. También Píndaro, <por ejemplo, el principio de la Octava Pítica (vv. 1-15); o el de la Decimotercera Olímpica (vv. 1-10), donde Dike es asociada a Eunomía [Buenas leyes] y a Eirene [Paz], y las tres se oponen a Hybris>.
19 Cf. Jean-Pierre Vernant, Mythe et pensée... <”Espacio y organización política en la antigua Grecia”, París, Maspero, 1965, p.163.>
orden del 25% o del 30%; teniendo en cuenta todos los oficios en los cuales puede ser nombrado por
sorteo, está seguro de ejercer funciones públicas varias veces en su vida). Así, el poder está esencialemnte
desmitificado y desacralizado, y la democracia es concreta –no está reducida de ninguna manera a una
igualdad abstracta ante la ley-. Por último, en el plano estricto del pensamiento y de la filosofía, es la
búsqueda simultánea, por un lado, en el kosmos, de un orden diferente que el de la simple sucesión de la
emergencia y de la destrucción, y, por el otro, en el logos -que puede decir todo y, aparentemente,
demostrar todo, o al menos volver todo plausible-, de límites internos que puedan regular su uso.
Brevemente: hay a la vez descubrimiento, desobstrucción del Abismo, del Caos como experiencia de
que el único orden último que reina en el ser es la sucesión a-sensata de la emergencia y de la
destrucción: reconocimiento de que este mismo orden a-sensato regula (o regularía, librado a sí mismo)
los asuntos humanos por medio de la hybris, la adikía y una Dike que no es más que catástrofe; y
afirmación y voluntad de aquello que hay para hacer y para decir, creación de otro orden, que no puede
fundarse más que en la búsqueda y la imposición del límite, que a partir de entonces es, necesariamente,
autolimitación.
La creación de la democracia es, filosóficamente, una respuesta al orden a-sensato del mundo, y la
salida del ciclo de la hybris. Esto es {343} así sólo porque simultáneamente y consustancialmente ella
contiene el reconocimiento de que ninguna otra naturaleza o tradición (o prescripción divina) otorga la
norma que podría regular los asuntos humanos. La polis postula y crea su ley –en una contingencia que se
conoce como tal, y que se afirma en los actos, puesto que la ley, resultado de una deliberación, está a su
vez siempre sujeta a discusión y es pasible de modificación o de abrogación-. Contingencia de toda ley
particular –y no contingencia del hecho mismo de la ley-.20 Por esto mismo, esta respuesta es otra cosa
que una clausura. El movimiento del demos es ipso facto –como al mismo tiempo, además e
idénticamente, la filosofía-, abertura, pero la palabra es precisamente falaz: creación y constitución de un
espacio público de interrogración sobre el ser y la apariencia, la verdad y la opinión, la naturaleza y la ley.
Esto no está pensado explícitamente como tal en obras técnicas: es pensamiento en acto, un pensamiento
que hace y se hace haciendo. (Aunque su grado de explicitación, que atestigua lo que puede leerse de
Heródoto y Tucídides –cuyo propósito no era éste- es considerable). Pero estas son las certezas sobre las
que se constituye el mundo griego a partir del siglo VII: siempre hay necesidad de la ley, y siempre hay
cuestionamiento de la ley; y en cuanto hay cuestionamiento de la ley, hay acción posible con miras a
modificar la ley. No hay aquí razonamiento y prioridad, hay posición de una articulación originaria que
puede recorrerse en un sentido o en otro. Podemos decir de la misma manera: queremos modificar la ley,
y en cuanto hay acción que apunta a la modificación de la ley, hay cuestionamiento de la ley. Si queremos
modificar la ley, es que ya la hemos cuestionado; y si la hemos cuestionado, es porque ya queríamos
modificarla. De todas maneras: no podemos vivir sin ley –pero nosotros mismos nos damos la ley, y tal
ley-. La ley es obra humana –es obra del ántrophos dándose una ley. Esto quiere decir: instituyéndose su
naturaleza no contiene ninguna limitación {344} interna y natural. Ánthropos zoon politikón no significa
simplemente que el humano es un animal “social” en un sentido vago (o preciso: Aristóteles conocía
evidentemente los panales y los hormigueros, pero no definió a la abeja o a la hormiga como “animal
político”), como se le hace decir casi siempre. En lenguaje moderno lo que dice Aristóteles es: el hombre
es un animal instituyente que no existe más que por su pertenencia y su participación en la comunidad
instituída que se autoinstituye (se da sus leyes).
De hecho, cuando Marx define al humano como el animal que se autoproduce por medio del trabajo,
podemos y debemos obrservar, por cierto, el anclaje de esta concepción de Aristóteles es a la vez más
profunda y más universal-. Pero también hay que señalar que lo que hace Marx, en realidad, es erigir una
institución particular –el trabajo- en institución-fuente de las demás. Ahora bien, sólo puede hacer esto,
precisamente, porque desconoce el hecho de que el trabajo mismo es institución, cualquiera sea su forma
histórico-social particular, y porque, sin que pueda decirlo claramente, no ve aquí más que una
particularidad natural de la vida social de ésta, dándole así una última determinación “natural-racional”-.
Por esto mismo también está dada la posibilidad aparente de romper el círculo de las determinaciones
20 Esto, de Homero (kyklopes athémistoi, La Odisea, IX, 112-115) a Aristóteles (zoon politikón, etcétera: Política, I, 1253a 4).
recíprocas de los diferentes sectores de la vida social y la solidaridad de las diferentes dimensiones de su
institución.
Y, por cierto, hay consustancialidad entre esta definición del humano como “animal político” y la otra:
zoon logon ekhon, animal que posee el logos, puesto que no hay logos más que en y por la polis, y no hay
polis verdadera más que en y por el logos.21 No hay polis sin creación de un espacio público de
interrogación y de control recíprocos –y este espacio ya es el logos en su efectividad-. Esto es claro desde
Heráclito (logos xynós, DK 22 B 2) hasta Aristóteles: “Por esto no damos el poder {345} a un hombre,
sino al logos” (Ética nicomaquea, V, 10, 1134b 35). Frase que por tardía que sea, sólo se comprende si,
para empezar, tomamos los términos al pie de la letra: ¿a quiénes daban el poder los atenienses, entre los
cuales vivía Aristóteles (y cuyo régimen alabó en la Constitución de Atenas, como veremos)? ¿A un libro
que habría contenido el logos o a un Gran Sacerdote de este logos? Era a sus propias asambleas
legislativas y deliberativas, donde el logos era a la vez, como discurso y argumentación, término medio de
coexistencia de los ciudadanos en tanto ciudadanos, y como proporción, medida y razón, única regla
posible de esta coexistencia y de las actividades que ella fundaba. Tanto y más que una Razón
impersonal, el logos en esta frase es el discurso que circula entre los humanos, en el cual todos participan
por derecho, igualmente, y que, mediante este reparto y esta circulación, se arriesga lo menos posible a
ser fijado de una vez por todas en un lugar y a ser puesto al servicio de una hybris personal. El logos es
aquí la verdad efectiva tal como se hace en y por la ciudad, como verdad común, y también despliegue de
la verdad –y no posesión de una verdad dada de una vez por todas-.
Durante la fase ascendente de este movimiento, la filosofía en sentido estricto lo acompaña, sin
pretender reemplazarlo y sin reivindicar para sí misma un sitio soberano. La actividad política abre la
interrogación y ella responde. Ella vive, prueba el movimiento andando, instituye la ciudad democrática,
derrota al invasor persa, construye el Partenón y crea la tragedia en la que un hombre de genio llevado por
el genio de un pueblo define para la eternidad lo que es un hombre: ni esclavo ni súbdito de otro hombre
(Esquilo, Los persas, v.242). Es en la actividad misma donde la democracia encuentra su certeza –la
única posible-. Certeza que, además, la filosofía a su lado, aún no separada de la “ciencia”, busca, y en
algunos ámbitos establece, al crear la demostración rigurosa: Tales, Pitágoras, Demócrito... Pero no es en
razón de un déficit, de una distracción del espíritu, de una lentitud o de un tipo de latencia necesario para
la progresión del saber que, durante este periodo, nadie –o casi nadie- piensa en extender el campo de
estas demostraciones rigurosas para incluir los asuntos {346} políticos dentro de ellas.22 Es el saber que
Aristóteles explicitará después de Platón y de manera expresa en contra de éste: la regla de rigor en
política no es la misma que en matemáticas.23 Aristóteles es mucho más “clásico” –y aun nos
atreveríamos a decir más “griego”- que Platón, en este punto como en muchos otros.
En efecto, la lucha por el establecimiento de la democracia y su victoria habían abierto la problemática
de la institución. Ellas habían mostrado, en los actos, que la fuente de la institución es la actividad
instituyente del pueblo. La ciudad misma establecía su ley, podía soportar perfectamente que ésta se
discuta y se modifique, se mostraba capaz de vivir y de cumplir las empresas más difíciles y las obras más
sublimes durante una época que era otra cosa que una fase de tranquilidad histórica. Y esto iba a la par de
–de hecho: esto era posible por- el reconocimiento de que nada puede determinar de antemano el
contenido de la ley, que no existe ninguna norma extrasocial sobre la cual pueda regularse este contenido.
Tal es la práctica de la democracia. Tal es también el sentido del célebre diálogo entre los portavoces
de los atenienses y de los milesios, que cita Tucídides.24 Los atenienses responden a los milesios –que
argüían que era injusta la acción de los atenienses al querer hacerlos entrar por la fuerza en su coalición-
que la cuestión de lo justo y de lo injusto sólo puede establecerse entre iguales; entre desiguales prevalece
21 Entre los autores recientes que han insistido en la relación de ambos aspectos, hay que citar aquí, otra vez, a Hannah Arendt.
22 Con la excepción de Hipodamo de Mileto, de quien se burla Aristófanes en los Pájaros <vv.1000-1009>, y quien sin duda ha tenido un papel para Platón, especialmente para las Leyes.
23 Ética nicomaquea, I, 1, 1094b 11-26.24 <vv.85-111> Aquí, otra vez, la fidelidad literal del texto de Tucídides importa poco. Con toda
evidencia, el discurso resume las argumentaciones y el pensamiento político corriente de la época. Recordemos los hechos esenciales <...>: los argumentos de los milesios finalmente tienden a mostrar a los atenienses a) que su acción es injusta, b) que iría en contra de sus intereses.
la fuerza. Habitualmente se lee este pasaje de manera negativa, podría decirse –la negación de la
posibilidad de un derecho que abarque a los desiguales-, mientras que su sentido positivo es {347}
igualmente importante: entre iguales, el derecho –y no la fuerza- debe prevalecer y, recíprocamente,
donde el derecho prevalece hay igualdad. Entre iguales, hay discurso sobre el derecho, y, allí donde hay
discurso sobre el derecho, hay igualdad. Pero ¿qué es esta igualdad y de dónde viene? Ciertamente, el
límite de la democracia –y en el caso preciso, la hybris que la conducirá a su pérdida- es la negación a
plantear, o aun a considerar esta cuestión más allá de las fronteras de la ciudad, entre ciudades (aunque es
evidente que ya existe un “derecho internacional”: las relaciones entre ciudades, incluso en tiempos de
guerra, están reguladas de múltiples maneras. Y no es el siglo XX, por cierto, quien podría hacer alarde
del mínimo progreso en este aspecto). El argumento de los atenienses obre la prevalencia de la fuerza en
las relaciones entre desiguales siempre es, por supuesto, la expresión de una realidad, y la aporía del
derecho internacional sigue siendo la misma, en ningún modo tapada por las farsas de la SDN, o de la
ONU, etcétera: ¿quién fija las reglas del derecho internacional? ¿Y dónde reside la fuerza que sancionaría
las eventuales –y hoy más que nunca, reales- transgresiones de las reglas del derecho internacional? Pero
no podemos olvidar –ni suponer tal olvido en los atenienses- que la democracia había instaurado,
instituido esta igualdad “arbitrariamente” como su ley, dentro de la ciudad, entre gente que había
comenzado por ser desigual –y que lo seguirá siendo, además, desde todo punto de vista, salvo el de la
participación en el poder, y de su posición ante la ley-. ¿Cómo determinar quién es igual –salvo a partir
de un acto instituyente que establece la igualdad y la categoría de individuos entre quienes ella
prevalece-? ¿Y cómo, una vez definidos estos iguales, predeterminar el resultado de su discusión y
deliberación sobre lo que es el derecho? ¿Dónde tomar criterios sustantivos, fijados y determinados de
una vez por todas? ¿Quiénes son los iguales, cuál es el derecho, a partir de qué éste puede ser
determinado? En verdad, ni Platón ni Aristóteles podrán responder a estas preguntas mejor de lo que lo ha
hecho, en los actos, la democracia; y además, ellos no responden de ningún modo. Platón piensa que
responde estableciendo una fuente y una norma extrasociales de la norma social –es decir,
condenán{348}dose a desconocer radicalmente lo que es lo social, y arrastrando explícitamente con él, en
esta condena, veinticinco siglos de filosofía-. La superioridad de Aristóteles sobre Platón, en este punto
preciso, consiste en que reconoce explícitamente que estas preguntas sólo pueden quedar abiertas: <en
ciertas materias>, “no hay justo e injusto en sentido político; pues éste (sic: lo justo y lo injusto) es según
la ley y para aquellos para quienes hay, por naturaleza, ley: son aquellos para quienes existe igualdad en
cuanto al hecho de gobernar y de ser gobernado” (Ética nicomaquea, V, 10, 1134b 12-14). Lo justo y lo
injusto son definidos por la ley; para decir que tal constitución política es justa o injusta, haría falta que
previamente hubiera una ley, que esta constitución respetaría o transgrediría.
¿Pero quién establecería esta ley? Una ley no podría ser establecida más que por alguien (individuo o
cuerpo colectivo) a quien la constitución política, precisamente, autorizara para establecer leyes. Toda
justificación (o crítica) de la institución se mueve en un círculo. El poder instituyente es originario, es
vano buscarle una norma externa. El “por naturaleza” de Aristóteles es aquí pura invocación de hecho.
“Aquellos para quienes existe igualdad en el hecho de gobernar y de ser gobernado” no están
determinados “por naturaleza” –en el sentido en que “por naturaleza” las mujeres llevan los hijos en el
vientre o los pájaros vuelan-; Aristóteles sabe muy bien que “la igualdad en cuanto al hecho de gobernar y
de ser gobernado” ha sido establecida ante sus ojos –los ojos de su memoria- por una sucesión de actos
históricos de todos los ciudadanos libres, que él mismo describe minuciosamente en la Constitución de
Atenas; y que en otros lugares no existe más que para una oligarquía o para un solo hombre, “igual” a sí
mismo. Lo político dice quién hace la ley; y esto es “anterior”, necesariamente, a toda ley. Lo político
dice quién es igual en cuanto a lo político, y de qué manera.25
{349} La democracia significa que el pueblo se establece como pueblo de iguales en cuanto al poder y
a la ley. También significa entonces que el pueblo establece y dice el derecho. ¿A partir de qué?
Reconozcámoslo, y reconozcamos también la grandeza de la democracia que consiste en reconocer, en
acto, este hecho ineliminable: el pueblo establece y dice el derecho a partir de sí mismo, es decir, en un
25 Aristóteles ya había definido lo justo como “lo legal y lo igual” (nóminon kai ison). Las aporías: ¿cómo definir la igualdad?, subyacen en todo el libro V de la Ética nicomaquea.
sentido, a partir de la Nada. De Nada, radicalmente –si el Algo que aquí se opusiera a la Nada debiera ser
algo garantizado y determinado fuera de la actividad autodeterminante del pueblo. (Con toda evidencia, el
recurso a un Algo de este tipo es pura ilusión, puesto que si este Algo existiese, aún no tendría eficacia en
tanto no fuese retomado en y por la actividad autodeterminante del pueblo). La democracia es el régimen
que sólo tiene que temer sus propios errores -y donde uno ha renunciado a quejarse ante cualquiera por lo
que pasa, porque, en tanto es humanamente factible, es kat’ánthoopon, el autor-. La democracia es
efectivamente el régimen que corre riesgos en razón de su propia acción. No está garantizada contra sí
misma. Los demás regímenes no conocen el riesgo, siempre están en la certeza de la servidumbre. No
están más garantizados contra sí mismos que la democracia; pero garantizan la esclavitud para todos. La
debilidad contemporánea querría que la política sea el único campo de la existencia en el que la
incertidumbre esté ausente. Y profiere gritos enardecidos porque nada limitaría, en ausencia de normas
trascendentes, aquello que un régimen democrático y revolucionario podría hacer. Como si no supiésemos
que, en lo esencial, la historia está repleta de las monstruosidades que han hecho los regímenes que apelan
a tales normas. Aquí estamos, después de veinticinco años de reflexión política.
{350} Es tanto como decir que la democracia es reconocimiento de que la institución de la sociedad
siempre es autoinstitución, que la ley no nos es dada por nadie, que es hecha por nosotros. Devuelve este
hecho abierto: ella es autoinstitución explícita, puesto que nada limita el poder legislativo del pueblo, y
que todo límite que se impusiera a este poder sería aún el resultado de un acto de este poder (e igualmente
podría modificarse por un acto semejante). (Son también actos legislativos los que tan a menudo, en
Atenas como durante la Revolución Frnacesa, prohíben de antemano tal o cual proposición de ley o
amenazan con penas a quien las formulara.)
Pero desde otro punto de vista, el único esencial cuando salimos de las fantasías infantiles (pues es
infantilismo buscar en una Constitución, cualquiera sea, o en una serie de mandamientos divinos,
cualesquiera sean, una garantía de la sociedad contra sí misma), la democracia es el único régimen que
tiende a –y en principio puede, mientras sea humanamente factible- realizar los únicos límites internos,
como autolimitación-. Retomaré este asunto en el capítulo final de este libro. Lo que debe recordarse aquí
es la puesta en obra de esta autolimitación en la democracia griega –ateniense en particular, porque ella
fue la que llegó más lejos, ella fue la más importante históricamente, y también porque sobre ella estamos
informados de manera menos incompleta- y en las instituciones particulares donde ella se ha encarnado.
La primera, que además no puede ser calificada de institución particular, pues es equivalente a la
democracia misma, es la creación y constitución de un espacio público verdadero. He hablado sobre esto
más arriba. Pero nunca se podría señalar lo suficiente este hecho, y su importancia capital para nosotros,
hoy, en las condiciones modernas. La democracia es el único régimen donde existe un espacio púiblico
verdadero. Todo otro régimen hace de una parte –y por lo general, la más esencial- de lo que importa a la
sociedad un “secreto de poder”: aunque concediera libertades (de prensa, de opinión), no sólo éstas son
verdaderamente otorgadas y pueden ser revocadas según el antojo {351} de los gobernantes, sino que, por
el hecho mismo de que son gratuitas, sirven –podría decirse- para muy poca cosa. No existe espacio
público verdadero más que en la medida en que existe un interés vital de los ciudadanos por este espacio
público, y este interés no existe más que como parte y portador de su interés vital por la cosa pública –la
res pública, ta koiná, opuesta a ta idia-, la cual a su vez no puede existir más que en la medida en que
ellos pueden algo en cuanto a esta cosa pública. Un espacio público no es más que una entidad creada de
una vez por todas y que funciona por sí misma una vez que se ha otorgado algunas libertades de
expresión. No desconozco, por cierto, la diferencia que hay entre un régimen donde estas libertades
existen y otro donde se han suprimido; no sólo es preferible vivir en el primero más que en el segundo,
sino que hay cosas políticamente importantes que son posibles en uno y no en otro. Pero, como lo
demuestra la mayoría de las sociedades “democráticas” contemporáneas, un espacio público y formal
pierde su importancia y su significación en la medida en que los ciudadanos son pasivizados con respecto
a la cosa pública, por tal o cual proceso o mecanismo; y lo son fatalmente en la medida en que creen, con
razón, que no pueden hacer nada, o no demasiado. En última instancia –instancia que hoy hemos
alcanzado prácticamente-, el espacio público, en estas condiciones, sólo sirve para la difusión de la
pornografía (por supuesto, la pornografía sexual es la menos importante: hablo de la pornografía política
e ideológica). Este pseudo espacio público y el papel contemporáneo de los medios de comunicación van
de la mano. El espacio público, el agorá, tal como existió en Atenas, era sostenido por el interés activo de
los ciudadanos, indisociable de lo que estos mismos ciudadanos iban a tener que decidir, aldía siguiente,
sobre tal o cual ley, tal o cual construcción pública, tal o cual política extranjera, sobre la paz y la guerra
que tendrían que hacer ellos mismos.
Sólo por medio de este espacio público, no gratuito, toman su sentido los procedimientos de discusión,
de confrontación, de control, y por último de deliberación. Esta deliberación, que tiene lugar en la
ekklesía, vale porque está el agorá y la discusión incesante de los {352} asuntos comunes. E,
inversamente, porque saben que hay deliberación y porque la quieren es que los atenienses discuten
seriamente sobre estos asuntos. La condición intermedia aquí, de hecho crucual, es la democracia directa.
Los asuntos públicos se discuten con pasión, porque uno mismo tendrá que decidir sobre ellos. No hay
nada para discutir –con pasión o sin ella- si se trata de elegir “representantes” quienes, una vez elegidos,
podrían hacer –y hacen regularmente- cualquier cosa. La democracia “representativa”, de hecho negación
de la democracia, es la gran mistificación política de los tiempos modernos. La democracia
“representativa” es una contradicción en los términos, que esconde un engaño fundamental.26 Y de la
mano de esta mistificación viene la mistificación de las elecciones. Las elecciones no son una institución
o un procedimiento democrático. A Heródoto no se le ocurre decir que las elecciones son una
característica de la democracia: la democracia se define, entre otras ocsas, por el sorteo de los
magistrados. Los primeros sindicatos ingleses reencuentran esta verdad profunda en el siglo XIX: los
puestos que hay para ocupar son cubiertos por rotación, lo cual es equivalente. Los atenienses sortean a
sus magistrados. Los puestos electivos, en lo esencial, se limitan a los estrategas donde, por la naturaleza
de las cosas (se trata de la conducta de los ejércitos y de operaciones militares), es indispensable una
unidad (colegiada) de mando, y una pericia y capacidad tienen sentido. Profunda sabiduría, exactamente
opuesta a la chochez {353} contemporánea: los puestos son electivos esencialmente para tareas de
tecnicidad y de pericia. No son los expertos los que deciden quién es experto, es el pueblo quién lo
decide, con razón: él los ha visto en acción. (Hoy conocemos el resultado de la designación de “expertos”
por “expertos”). Pero para los asuntos políticos, por definición, no hay pericia particular. (Como sabemos,
aquí es Platón quien empieza y “funda” el engaño mortal de una pericia, de un saber o ciencia particular
que habilitaría para gobernar a los humanos. Y lo hace, lo que vuelve el asunto más grave, con total
conocimiento de causa –como lo muestra el Protágoras, y el mito de Protágoras, que expresa
completamente, con un ropaje mítico, la filosofía en acto de la democracia-).
Esto no quiere decir que la democracia desconoce las diferencias de inteligencia o de juicio políticos
que pueden existir entre individuos: <sabe> escuchar a algunos de ellos y es el único régimen que
garantiza que, al menos, serán escuchados. Más aún: puede conferirles y les confiere de hecho no el poder
sino la autoridad. Que la democracia haya reconocido hombres políticos del calibre de Miltíades,
Temístocles, Arístides, Cimón, Efialto, Pericles, y que les haya permitido desempeñar el papel que
desempeñaron, es también una de las realizaciones sin par de este régimen. La democracia no aplastaba
en una igualdad de indiferenciación: también era capaz de coronar a Esquilo, a Sófocles, a Eurípides o a
Aristófanes antes que a otros concursantes, también era capaz de elegir a Ictinos y a Fidias para las
construcciones de la Acrópolis, también era capaz de reconocer la grandeza política de los individuos que
ella misma había nutrido en su seno. Podemos estar seguros de que en la Pnyx, la calidad del silencio
debía cambiar cuando Pericles se ponía de pie para hablar. Tucídides llegó a escribir, al hablar de los años
de Pericles, que el régimen era “democracia en las palabras, pero de hecho era el poder del primer
ciudadano” (logo men democratía, ergo de protou andrós arkhé: II, 6, 9). Pero Pericles nunca ejerció –ni
26 Sabemos que Rousseau, a partir de consideraciones más o menos criticables sobre la voluntad general, lo había notado, y dijo: “El pueblo inglés piensa que es libre, se equivoca en gran medida, no lo es más que durante la elección de los miembros del Parlamento: una vez que éstos son elegidos, es esclavo, no es nada (Del Contrato Social, <l. III cap.XV (“Des députés ou représentants”)”, Ouvres complètes, III: Du Contrat social. Écrits politiques, edición publicada bajo la dirección de B. Gagnebin y M. Raymond, Paris, Gallimard, col. Bibliothèque de la Pléiade, 1964, p.4300>. Yo mismo escribí: “decidir sobre quién debe decidir ya no es decidir completamente” (“Sur le contenu du socialismo, II”, <[1957], retomado en Le Contenu del Socialisme, París, UGE, col. 10/18, 1979, p.118 [trad.esp.: “Sobre el contenido del socialismo” [1958], en La experiencia del movimiento obrero, vol. II, Barcelona, Tusquets, 1979]>).
quiso ni pensó, sin duda, en ejercer- el poder fuera y más allá de los límites que trazaba la democracia:
habló ante el pueblo, lo convenció dándole razones. A él se aplica {354} seguramente con mayor verdad
la hermosa frase de Michelet sobre Robespierre: “Deseó la autoridad, nunca deseó el poder”. Frontera que
es incierta y permeable, por cierto. Pero también aquí es vano buscar garantías absolutas. A pesar de
Tucídides, la autoridad de Pericles nunca degeneró en poder, ejercido por uno solo, depositado en él,
incuestionable. Los atenienses pudieron no seguirlo en tal circunstancia,27 sus adversarios políticos
siempre pudieron actuar libremente. Al individuo de genio la democracia le ofrece todavía el campo ideal
de acción y de realización puesto que lo obliga a superarse a sí mismo, puesto que le impone superar,
como contrapeso y fuerza antagonista, la crítica y el control de todos.
Esta creación de un espacio público que sostiene la deliberación y es sostenido por ella también es
creación, como ya lo he dicho, de una diacronía explícita. El hecho de que no hubo verdaderamente
historia como memoria colectiva explícita, consignada y crítica, más que en dos épocas, y solamente en
éstas (y, el resto del tiempo, solamente cronistas más o menos inteligente o hábiles): en la antigua
Grecia28 y en los tiempos modernos desde el siglo XXVIII, no es una casualidad ni simple coincidencia
resultado de que estas dos épocas, además, habrían sido épocas donde se constituyó y se desarrolló el
saber. La democracia y la historia se condicionan recíprocamente. Sólo en democracia puede haber
historia explícita, y la democracia crea a la vez la posibilidad y la necesidad de esta historia. [Anotación
marginal: cf. ¡historiadores rusos, por ejemplo, e incluso chinos!] Pues recíprocamente, una memoria
histórica explícita y crítica es a su vez una condición del funcionamiento, de la existencia misma de la
democracia. Esta memoria es una de las instituciones de autolimitación de la democracia, y una de las
manifestaciones de su búsqueda de referencias relativas para su acción, en cuanto se reconoce, más o
menos abiertamente, que ni ley divina, ni ley natural, ni ley racional {355} pueden dictar su ley a la
sociedad. En las demás sociedades hay o bien tradición ahistórica o bien crónica mantenida por los
escribas, los sacerdotes o los monjes, en secreto, para el uso exclusivo de la burocracia teocrática o
despótica (generalmente, para ambas); lo cual, además, e independientemente de toda consideración
relativa al “progreso”, o no, del “espíritu científico”, marca los límites del asunto: estas pseudo historias,
estas crónicas, no pueden ser más que genealogías dinásticas referidas a príncipes o califas, res gestae de
los potentados reales o sacerdotales y del círculo dominante que los rodea. Según la tradición, Heródoto
da lectura a su Historia durante los Juegos olímpicos, frente a los griegos reunidos.29 Y esta historia habla
de las acciones de los griegos y de los bárbaros, de las instituciones de unos y otros. Aunque está repleta
de relatos y de anécdotas referidas a reyes y a personas excepcionales, es necesariamente historia del
pueblo. Y la historiografía moderna sólo fue, nuevamente, gran historiografía digna de ese nombre
cuando la Revolución Francesa la forzó a ser, por segunda vez, historia del pueblo.
El pueblo crea la ley. Yo digo que la crea a partir de sí mismo, es decir, en un sentido, a partir de Nada.
Este sí mismo contiene, de todas maneras, implícitamente, su propio pasado. Evidentemente, cada vez el
pueblo ya es algo –es lo que él se ha hecho hasta entonces-. En un sentido, Nada –puesto que lo que él es
no otorga ninguna norma extrasocial referida a lo que debe hacer-. No es porque los franceses estén
habituados a vivir como lo hacen hasta ahora que lo que hagan a partir de este hábito y de esta mentalidad
tenga que ser necesariamente bueno –bueno para ellos o bueno en general-. “Nada” tiene también aquí
otro sentido: porque el pueblo no sería nada si no fuese poder de creación, fuente instituyente. Y no
podemos determinar ni delimitar lo que hay en esta fuente. Pero también, desde otro punto de vista, esta
Nada es todo –todo lo que puede ser cap{356}tado como ya determinado en el momento de la creación de
la ley-. En el momento en que debo decidir lo que debo hacer, soy Nada: de lo que ya he sido, no puedo
extraer nada absoluto y definitivo en cuanto a lo que tengo que hacer; y si hago de verdad, hago otra cosa.
Pero, también, hago lo que hago por medio de mi propia historia, de lo que ya me he hecho, incluso como
capacidad y posibilidad de hacer, y esta historia está ahí implícitamente de todas maneras- pero si no
estuviese ahí más que implícitamente, como escondida, muda, encarnada en lo que soy, yo sería
27 Los estrategas, <además> eran “revocables”: cf. El juicio de las Arginusas.28 Los grandes historiadores romanos. Tácito en particular, evidentemente, son inconcebibles sin la
herencia griega, y también <retoños> de la República, aunque lleguen más tarde.29 Cf. Ferécides; y Tales lo felicitaba por haber <vertido en la comunidad>, en koinó, la primera obra en
prosa (Jean-Pierre Vernant, Mithe et pensée chez les Grecs, op.cit., p.152).
plenamente no consciente y alienado-. Estoy cada vez en esta relación específica e indescriptible con mi
propia historia: en el espesor de lo que ya he hecho y de lo que me he hecho –pero puedo comunicar con
ella-. Lo mismo ocurre, mutatis mutandi, con la vida de un pueblo. En el despotismo, o en la oligarquía –
y aun en la “democracia” restringida, parcial en que vivimos-, un pueblo esá condenado a no tener
memoria, o a padecer una pseudo memoria fabricada, lo que es equivalente si no es peor. Esta memoria –
dicho de otro modo: la diacronía del espacio público de pensamiento, la historia explícita, consignada,
crítica- no es una guía, ni contiene lecciones escolares en cuanto a lo que hay que hacer. Pero es
referencia, en el sentido en que instaura un diálogo silencioso del pueblo con su alter ego posible: su
propio pasado. No es respuesta a los problemas del presente, sino experiencia y lastre; es la luz difusa que
baña a la creación histórica, que impide que cada nuevo acto histórico sea una fulguración isntantánea que
desgarra una noche cimeriana sin continuidad. Que “aquellos que ignoran la historia están condenados a
repetirla” no significa que conocer la historia evita volver a caer en los mismos errores, en un sentido
utilitario y pragmático. El hecho enceguecedor y oscuro es que la ruptura de la repetición histórica –de
esta momificación del pasado en forma de presente perpetuo que efectúa la tradición en el sentido fuerte
del término-, tanto en Grecia como en los tiempos modernos, ha ido a la par del renacimeinto
resplandeciente de lo que aparece como vuelto hacia el pasado, pero que, precisamente, es lo contrario de
la tradición: la memoria histórica explícita. No sola{357}mente no se excluyen una a otra, sino que se
implican y se exigen. Esto se comprenderá un poco mejor, tal vez, si recordamos, modificándola, la frase
de Husserl: “Toda historia es olvido de los orígenes”. Toda tradición es olvido del origen; no de tal
origen determinado, puesto que la tradición se funda y se garantiza invocando un origen determinado al
que hace el único origen y el origen a secas, sino del hecho de que hubo y habrá siempre, ahí, aquí y
ahora, ante nosotros, origen posible y origen efectivo, de que nosotros tenemos la posibilidad de ser
origen. Como contraria a la tradición, la historia, al salvar del olvido los orígenes múltiples que han sido
el pasado, es en verdad liberación del presente y abertura del porvenir.
Cuán consciente de esta función de la historia había sido la democracia es loq ue muestran tanto la
Revolución Francesa –vovlerés osbre esto- como el pasaje de la “Oración fúnebre” donde Pericles esboza
lahistoria de la ciudad y atribuye sus logros a las generaciones anteiroes, para vincualr su obra on la de las
generaciones que por entonces están en la plenitud d ela vida (en te kathestykeia helikía, II, 36, 3) y llama
a los jóvenes a no mostrarse inferiores; lo cual, en el contexto, significa claramente: a no innovar menos –
y menos bien- que aquellos que los han precedido.
[Agregado manuscrito: paideia pros ta koiná <educación con vistas a los asuntos comunes>.]
[Agregado manuscrito: Ostracismo y graphé paranomon. (La profundidad de pensamiento político que
implica esta disposición hace aparecer a Platón como un niño.)]
Así, la democracia es el régimen que se instituye como autoinstitución explícita permanentemente –y
que, al mismo tiempo, sabiendo que no puede limitarse más que por sí mismo, instituye las condiciones
de su autolimitación, trata de controlar la hybris, que no le pertenece de manera propia, que pertenece a
todo lo que es humano.30 {358} Platón mismo, su enemigo encarnizado, reconoce la grandeza de los
primeros tiempos de la democracia ateniense, donde, según él, aún reinaba la dike (justicia) y el aidós
(vergüenza) (Leyes, <III, 698b, 699c-d>).
Pero la democracia, como ninguna otra empresa humana, no contiene en sí misma la garantía
automática de su éxito continuo. Y no contiene una garantía abstoluta contra la hybris, su propia
30 Autolimitación. Es evidente que no ignoro que la autoinstitución de la democracia no es “total” ni “radical”; esto es decir, por un lado, que ella conoce limitaciones que le vienen de otra parte: religión, “costumbres”, etcétera. No hay que olvidar, empero, que, como decía M. Finley, la religión en Grecia y en Roma era una de las “funciones de la organización política, mientras que en el Oriente Próximo, gobierno y política eran funciones de la organización religiosa” <(“Between Slavery and Freedom”, en Comparative Studies en Society and History, VI, 3, abril de 1964, p.246, citado por Jean-Pierre Vernant, Mythe et pensée..., op. cit., p.163)>. Recuerdo aquí que incluso algunos puestos sacerdotales fueron asignados por sorteo (quizás ya por Clístenes). Por otra parte, está la <práctica> de la “esclavitud”. Ineptitud de la vulgata marxista (y a veces del mismo Marx): Grecia no vivía de política. Sí, pero tampoco vivía de la esclavitud. Cf. Jean-Pierre Vernant, y aquí también, el mismo Marx. La condición de la existencia de la ciudad antigua es el pequeño campesiando (y artesanado), no la esclavitud.
desmesura. La democracia es respuesta a la hybris pero no es y no podría ser –como tampoco podría serlo
otro régimen- extinción de la hybris. La democracia produce ella misima su derrota esencial por la guerra
del Peloponeso, e incluso de manera repetida, duranto toda esta guerra (de la cual, sin sus propios errores,
su propia desmesura, habría podido salir varias veces victoriosa). Lo que importa aquí no es esta guerra
misma, sino lo que traducen tanto sus causas como las razones de la derrota de Atenas: los límites de la
universalidad, el rechazo a extender el campo de la justicia (dike) a las relaciones entre ciudades (ya
manifestado mucho tiempo antes de la guerra con la reducción de los aliados en protegidos y
subordinados). Esta historia es una tragedia en sí misma: el héroe sólo puede encaminarse hacia acciones
fatales, sea cuales fueren las advertencias y los consejos que le prodiga el Coro; los atenienses prosiguen
su ascenso hacia la dominación de Grecia, a pesar de las lecciones claras dadas por sus propios
poe{359}tas, que ellos coronan –desde Los persas de Esquilo, hasta Las troyanas de Eurípides y varias
obras de Aristófanes-.
El fracaso de la democracia parecía demostrar que el pueblo no era capaz de establecer y decir el
derecho, ni de decidir correctamente sobre lo que hay que hacer y no hacer –de gobernarse, de limitarse-.
Potencialmente, la democracia se había arruinado, aun antes de desaparecer formalmente, por su doble
desmesura, interna y externa. A esta situación, Platón quiere responder aportando una medida externa a la
sociedad. Respuesta falsa –e incluso vacía-. No podía ser de otro modo. No puede existir barrera externa a
la posibilidad de hybris de los humanos. Nada ni nadie puede garantizarlos contra sí mismos. Nihil timeo
nisi me ipsum. Nadie ni nada –no más una teoría “racional” que una “mentira divina”, como aquellas que
inventará Platón, o una ficción teológica cualquiera- puede garantizar a la sociedad contra sí misma, como
lo muestra toda la experiencia hisórica. Decir que la democracia es el régimen de la libertad también es
decir que es el régimen en el que los riesgos de la existencia social e histórica son los más expícitos –lo
que no quiere decir de ninguna manera: los más grandes, al contrario-. Esto es lo que los ilusionistas
contemporáneos escamotean como se debe, cuando denuncian los riesgos de deslices en la revolución (la
revolución es la democracia que no se detiene, la democracia continua). La democracia, efectivamnte,
puede cometer deslices, los otros regímenes no, porque de todas maneras ya los han cometido. Un
observador y crítico tan agudo como Aristóteles no caía en estas confusiones pueriles. Al hablar del
régimen democrático “final” de Atenas cuyo funcionamiento (la “undécima revolución”, a partir e
Tracíbulo, 403) había observado, vivido, atentamente, dice: “Pues el pueblo mismo se ha hecho amo de
todo, y todo está regulado por decretos (psephísmata: decisiones de la Asamblea del pueblo) y por
tribunales donde domina el pueblo. En efecto, incluso los juicios que antes pertenecían a la Boulé están
ahora entre las manos del pueblo. Y pareciera que se ha actuado bien así: pues la minoría es más
fácilmente corruptible que la mayoría, tanto por el dinero {360} como por los favores” (Constitución de
Atenas, XLI, 2). Aristóteles no dice que el pueblo es incorruptible (o infalible), sino que lo es menos que
la minoría, los oligoi –lo cual es verdad-. Ve, sabe bien, que aquí no hay absoluto que buscar.
Este absoluto es lo que busca Platón. Quiere encontrar la medida de la ley, el patrón extrasocial de la
sociedad, la norma de la norma. Finalmente ubicará esta medida en el “dios” mismo (Leyes: “Es el dios
que es medida de todas las cosas”), para trazar el modelo de una ciudad de la que se ha dicho, con razón,
que es teocrática.31 El genio de Platón es le que pudo encontrar y explicitar efectivamente el único otro
término de la alternativa que se opone a la democracia: la teocracia o la ideocracia (es lo mismo,
finalmente). Es evidente que en la realidad histórica, teocracia e ideocracia nunca pueden ser otra cosa
que el poder de una categoría social particular –Iglesia, partido, etcétera-. Si Dios se interesase
personalmente por los asuntos humanos, ya nos hubiéramos enterado hace tiempo.
Como trasfondo de la filosofía de Platón, está la otra tragedia: el juicio, la condena y la muerte de
Sócrates. Ya he dicho que no creo que esta injusticia sola haya podido motivar la actitud de Platón hacia
la democracia. Pero me parecen útiles algunas observaciones sobre este tema –debatido hace tanto tiempo
y condenado a la oscuridad para siempre, ya que lo esencial de cuanto sabemos sobre Sócrates se ha
vuelto indiscernible de lo que Platón escribió-, que se relacionan directamente con el problema que
describimos aquí.
31 Pierre Vidal-Naquet, “El mito platónico del Político” (1978), Le Chasseur noir..., op.cit., pp. 376 y 377 (Vidal-Naquet retoma aquí una formulación de V. Goldschmidt).
La condena de Sócrates no fue un crimen judicial. Fue una tragedia. En esta tragedia, Sócrates no es ni
más ni menos inocente que el héroe de otra tragedia. Es innegable que Sócrates era un hubristés, alguien
que ultraja e insulta a los demás con su desmesura: aquí la desmesura es el perpetuo exétasis, el examen
“dialéctico” que develaba el saber falso o supuesto de los demás. Él mismo lo dice en la Apología {361}
(21b-e, 30e, 37d-e): Platón lo hace llamar hubristés en dos otres oportunidades (cf. Banquete, 219c). Y
Sócrates lo sabía, claro está, y sabía el riesgo que corría. A aquellos que le propusieron una “apología”
antes de su juicio, respondió que no la necesitaba, pues había pasado su vida reflexionando sobre lo que
respondería si alguna vez se lo acusaba. Extraña idea, por cierto de doble faz (puesto que puede decirse
que con ella comienza la explicitación del “diálogo del alma consigo misma”), pero que traduce también
y sobre todo, de manera innegable, el saber de que sus actividades podían ser juzgadas por los demás
como transgresoras de las reglas de coexistencia en la ciudad. (Que la simple existencia de alguien que no
cometió ninguna infracción formal pueda ser sentida por la ciudad como provisoriamente peligrosa puede
parecernos inaceptable hoy, pero era una evidencia admitida por todos los atenienses: el ostracismo
significa exactamente eso). Y hubristés permaneció hasta el final, comenzando por proponer, después de
que fue juzgado culpable, que la ciudad lo alimentara en el Pritaneo –a saber, que tratara a alguien que,
con razón o sin ella, acababa de declarar culpable de impiedad y de corruptor de la juventud, como trataba
a sus benefactores-.
Pero, al mismo tiempo, sigue siendo un ciudadano, en el sentido pleno del término. Acaso no es un azar
si Platón, en el Banquete, lo alaba en boca de Alcibíades a causa de sus actos de resistencia física y de
valentía militar –que un soldado lacedemonio o aun persa también habría podido cumplir-. Sucede
(sumbainei) que la fecha ficticia del diálogo no le permitía hablar del acto de valentía más eminente de
Sócrates ya anciano (tenía más de sesenta años), presidente de la Asamblea, negándose, en contra de la
multitud enfurecida, a poner a votación la acusación ilegal e inicua contra los diez estrategas vencedores
en las Arginusas. Como más adelante dirá Clemenceau, al hablar de Zola: “ha habido hombres que
resistieron a los reyes más poderosos, que se negaron a inclinarse ante ellos, ha habido muy pocos
hombres que resistieron a las multitudes, que se irguieron solos ante las masas demasiado a menudo
extraviadas en los peores excesos de furia, que afrontaron cóleras implacables sin armas y de brazos
cru{362}zados, que, cuando se exigía un ‘sí’, osaron levantar la cabeza y decir ‘no’. Esto hizo Zola”. 32
Sócrates no sólo es aquel que enseña que “vale más padecer la injusticia que cometerla”. También es
aquel que sabe que no hay justicia más que en y por la ciudad. Aceptar el exilio antes de su condena,
proponerlo como pena después de ésta, no hubiese sido una injusticia, por cierto. Pero lo que Platón
mismo nos transmite como si hubiera salido de su boca (Critón) es una suerte de teodicea leibniziana de
la ciudad democrática y de sus leyes: si queremos la justicia que solamente pueden garantizar la ciudad y
sus leyes, hay que acpetar también las injusticias individuales que puedan producirse. Sócrates sabe –lo
dice explícitamente- que la ciudad fue quien lo hizo tal como es, lo cual es totalmente cierto. Y podemos
agregar: la ciudad fue quien le permitió pensar como lo hizo. (Consideración a la que Platón no presta
ninguna atención, Platón, a quien la ciudad permitió, por una extraña ironía –como observa Finley-, abrir
una escuela y dar una enseñanza en ella durante decenios. Agreguemos que esta enseñanza hubiese sido
prohibida inmediatamente, por no decir inconcebible, en su adulada Esparta).
Sócrates participa de la vida en la ciudad, mientras que Platón se retira de ella. Y esto se manifiesta en
la forma misma de sus actividades. Platón funda una escuela más o menos cerrada, Sócrates va y viene en
el agorá y se convierte en un tábano para todos los ciudadanos. Visiblemente, Sócrates cree que los
ciudadanos pueden despertarse a la verdad; en Platón, tanto sus actos como su teoría (a pesar del Menón)
muestran que no creía en ello.
En la condena de Sócrates hay hybris en los dos protagonistas. No vale la pena volver sobre la hybris
de la ciudad –representada por una pequeña mayoría de heliastas- y la injusticia cometida. Pero la hybris
de Sócrates no se encuentra solamente, ni tanto, en su com{363}portamiento. (Nos gustaría ver, en una
cena parisina, cómo se comportarían frente a un Sócrates los diversos intelectuales que lloran hoy su
muerte, y si aceptarían que se los invitara a cenar con él por segunda vez). Toca un punto sumamente fino
32 Bruno Weil, L’Affaire Dreyfus, París, 193000, citado por Hannah Arend, Les Origines du totalitarisme: Sur l’antisémitisme, [1951], trad. Fr. 1973, París, Calman-Lévy, reed. Seuil, col. Points Essais, 1998, pp. 221 y 247 [trad.esp.: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1998].
y ambiguo –y esto es lo que constituye la dimensión trágica del asunto-. Hablando rápidamente: la
democracia es un régimen que se basa en la pluralidad de las opiniones (doxai) y funciona por ella. La
democracia hace su verdad a través de la confrontación y del diálogo de las doxai, y no podría existir si la
idea (la ilusión) de una verdad adquirida de una vez por todas lograra una efectividad social. Esta
confrontación implica y exige el control y la crítica recíprocos más agudos –pero precisamente,
recíprocos: cada uno lucha por una opinión que cree justa y políticamente pertinente-. Si echa abajo las
opiniones de los demás, ya sea por nada y para no poner nada en su lugar, ya sea en nombre de una
Verdad absoluta y definitiva, se pone fuera del juego de la ciudad, transgrede una ley que, no por no
escrita, deja de ser, tal vez, la más fundamental de todas. (En un sentido, además, estaba escrita: aquel que
no tomaba parte en ocasión de un conflicto interno de la ciudad era castigado con la atimía, deshonor y
privación de los derechos cívicos). Pericles refuta las opiniones que cree falsas, y expone las suyas. Pero,
¿qué hace Sócrates? Refuta las opiniones de todo el mundo, demuestra a todos que hacen, hablan y
deciden como si supieran, cuando en verdad no saben nada. (Daría igual si, como en los diálogos pos
socráticos de Platón, diera a luz, efectivamente, la Verdad).
Sócrates combate las doxai –y con esto está en la democracia, la democracia lo produce y lo necesita-.
Pero Sócrates combate también la doxa como tal, ya sea en nombre de un oudén oida que disuelve la
acción y la ciudad, ya sea en nombre de una Verdad absoluta que las disolvería otro tanto. ¿Cómo juzgar?
La exétasis de Sócrates es la última extremidad del cuestionamiento interno de la democracia –cuyo
mérito, aquí otra vez, hay que reconocer a la democracia: Sócrates es inconcebible en otro lugar que no
sea Atenas-. ¿Es posible una democracia –o cualquier forma de organización política- si se postula que
nadie, estrictamente, sabe lo que dice? Y sin embargo: {364} la democracia debe poder asumir el riesgo
mismo de esta demostración. En el caso de Sócrates, los atenienses no lo aceptaron (mientras que lo
aceptaron en muchos otros casos). Sócrates sabía que corría ese riesgo. Su tragedia es la tragedia de un
filósofo que también es un ciudadano. La tragedia de Platón sólo será la de un escritor.
Platón retomará el combate contra la doxa como tal y hará plenamente suya la conclusión: nadie sabe lo
que dice, a menos que haya seguido la vía platónica. Hay verdad eterna, visión o vista (theoría) del ser tal
como es “en sí mismo” (kath’ hauto). Ninguna verdad emerge en las actividades, en las discusiones, en
las deliberaciones de la ciudad, éstas no engendran más que el error, y todas las ciudades existentes están
enfermas. Se deja de lado brutalmente aquello que aparece en filigrana en el pensamiento y en la práctica
de los siglos VI y V en Grecia, y que en los actos se afirma por la instauración y la actividad legislativa de
la democracia: el reconocimeinto del carácter convencional –por posición (thesei) y no por naturaleza
(physei)- de la ley, de la institución, del lenguaje, y por lo tnato, también, implícitamente, de la creación
humana, histórico-social. La única creación de la cual es capaz la comunidad es creación de la corrupción,
la única historia que puede conocer es la repetición cíclica de los regímenes. Existe una y sólo una ciudad
justa (ideal, en el sentido moderno del término) cuya ley no es y no puede ser postulada por los humanos,
aun si ella está mediatizada por la acción de algunos de ellos: los filósofos reyes no crean ni postulan
nada, regulan la vida y el orden de la ciudad según la verdad intemporal a la cual tienen acceso en tanto
filósofos. Si hay un ser intemporal, que es a la vez esencia (y aún más allá de la esencia) y norma (el
agathón), la ciudad no puede estar habilitada para poner leyes justas. Inversamente, si en los hechos la
ciudad es incapaz de postular leyes justas, y dado que las leyes son necesarias, hace falta que haya un ser
intemporal que sea a la vez esencia y norma. La política de Platón contribuye así a condicionar una
ontología, que será, definitivamente, la de la tradición greco-occidental: el ser como intemporal (aeí) y
plenamente determinado (eidos y peras), la exclusión del {365} Tiempo, la ocultación dela creación. El
dios platónico a su vez está sometido a las Ideas increadas; el demiurgo del Timeo no crea nada, fabrica-
dispone el mundo según un Paradigma eterno.33
Así reaparece –y esta vez, con una forma reflexionada y “racional”- la posición de una fuente
extrasocial de la institución; y esto no solamente en cuanto a la institución de la ley de la ciudad, de la
constitución política, en sentido estricto, sino también de la institución en general, de la institución del
33 A pesar de un hapax ontológico en la República (dios crea la idea de cama). Pero se trata de cama, de un “objeto” compuesto. Es casi una “invención técnica”. Es difícil ver qué sentido podría tener en la ontología platónica –y en cualuier ontología-, la idea de que dios crea, por ejemplo, la Idea del Uno, la Idea del Ser, o incluso (y tal vez sobre otodo) del Otro (en el sentido del Sofista).
mundo. El arraigo del ser-así de la representación, por ejemplo, en el ser-así convencional y arbitrario de
las doxai y de los nomoi de la tribu, percibido por los eleáticos, afirmado clara y fuertemente por
Demócrito, luego por los grandes sofistas a los que yo aludía antes, es ocultado para el único provecho de
la búsqueda de las condiciones de la representación correcta o verdadera (doxa orthé meta logou, opinión
correcta o recta que contiene la razón, el metá logou, en verdad, es intraducible), que debería todo al ser
tal como es en sí mismo y nada a nada más.
Nota introductoria, de los traductores
{321} El texto que vamos a leer, presentado sucintamente en el prólogo, se encuentra en el fondo
Castoriadis, en una caja que contiene esencialmente materiales que datan de fines de los años 1970 y
1980, que sirvieron para los seminarios de la EHESS. Se trata de cincuenta y seis páginas dactilografiadas
en tres ejemplares, fechadas por el autor: 1979. Estos diferentes ejemplares tienen anotaciones
manuscritas: algunas son comunes a los tres (modificaciones de algunos términos, desplazamientos de
pequeños trozos de texto); otras (agregados marginales, referencias, correcciones, etcétera) sólo figuran
en un ejemplar. Algunas páginas manuscritas, parcialmente redactadas, llevaban referencias numeradas
que retomaban las llamadas de notas del texto dactilografiado: explicaciones o simples referencias, a
veces incompletas, que casi siempre retomamos a pie de página. Con toda evidencia, estas notas
manuscritas son un primer esbozo; algunas plantean problemas de lectura que no pudimos resolver.
Nuestro trabajo consistió en fundir las tres versiones (visiblemente contemporáneas), integrando
agregados y notas. Los pasajes no descifrados están indicados por puntos suspensivos entre corchetes
quebrados; las restituciones de los editores, por corchetes quebrados, como en el cuerpo de los
seminarios; algunas anotaciones manuscritas del autor en el cuerpo del texto fueron retomadas entre
corchetes rectos.
A propósito del contexto, podemos agregar a lo que hemos dicho que durante el verano anterior al
comienzo de sus seminarios en la EHESS, Castoriadis había sido invitado a Grecia por el “Centro Jónico
de Quíos” {323} para dar una serie de lecciones sobre “la génesis de la democracia y de la filosofía
política”. Luego de estas ponencias, redactadas y pronunciadas en griego, hubo una discusión con el
público; su contenido confirma ampliamente el de los seminarios sobre Grecia y el del texto que vamos a
leer. Entre los participantes a las conferencias de aquel verano, hay que señalar en particular a Olof
Gigon, con quien Castoriadis había mantenido relaciones intelectuales y amistosas de manera regular: sus
intervenciones habían tratado sobre Heráclito.
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