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Los alemanes también saben llorar
por Fernando Baeza C.
(Tres Capítulos)
Palma de Mallorca, 2010
Registro general de propiedad intelectual:
PM – 131‑ 10/ 23 de Agosto de 2010.
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El Autor
Fernando Baeza C. nació el 09 de Mayo de 1964 en la ciudad de San
Fernando, Chile, de donde es originaria su familia. Al llegar a España
descubre su fuerte ascendencia española, de raíces andaluza y mallor‑
quina respectivamente, por parte de sus bisabuelos paternos.
La totalidad de sus estudios profesionales, es titulado en Contabilidad
General, los realizó en su ciudad natal y sus estudios teológicos duran‑
te cuatro años en Rancagua, ciudad cercana a Santiago de Chile, donde
obtiene un Diplomado en Teología, en el Instituto Bíblico Pentecostal
del teólogo Pablo Hoff. Posteriormente revalidaría sus estudios profe‑
sionales en Barcelona, España.
A los 16 años abrazó la fe cristiana y desde aquel momento se dedi‑
có por completo, en su tiempo libre, a las actividades propias de esta
creencia. Su pasión principal era crear panfletos propagandísticos, en
los cuales volcaba su estado de ánimo altruista, imaginación y tempra‑
na creatividad literaria.
En el año 1995, junto a Cecilia Jara J., una reconocida artista de su
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ciudad, crean y graban un cuento de navidad titulado “Más que una
estrella, la historia más bella”, que ha sido representado en obras de
teatro en diversos países con éxito y excelentes críticas de parte del
público asistente. También ejerció como editor y redactor en la revista
del Centro de Estudios y Reflexión Cristiana de su iglesia y cuya publi‑
cación trascendió más allá de las fronteras de su país.
Desde aquel momento como editor se interesa por el campo misio‑
nero, llegando a visitar varios países en misiones a corto plazo, tales
como Brasil, Uruguay, Argentina, Paraguay, Cuba, Colombia, Alema‑
nia y durante estos últimos ocho años en la isla de Mallorca, España.
Actualmente vive en Mallorca y es soltero. Desde el año 2011 es miem‑
bro de ADECE (Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos de
España).
A su llegada a España en el año 2004, también comienza a interesarse
por escribir novelas largas y de contenido más profundo, lo que supo‑
ne todo un reto para él ya que hasta ese momento sólo había realizado
pequeños cuentos y escritos de no más de cinco páginas normales.
Hasta el momento no se había decidido a publicar, sólo dedicándose a
escribir y desarrollar ideas. Actualmente, aparte de los seis libros que
aparecen publicados en esta página Web, está escribiendo otros cuatro
más y en un horizonte más a mediano plazo tiene más de quince títu‑
los que esperan ser desarrollados y publicados…
La temática de sus novelas gira en torno a diversos aspectos del espec‑
tro literario: Acción, epistolares, drama, novela negra, terror, existen‑
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ciales, épicas, históricas, juveniles y más adelante explorará en novelas
con contenido exclusivo para niños.
Pronto comenzará a estudiar ruso en la Academia de Idiomas de Ma‑
llorca y posteriormente Guión para Cine y Televisión. Su siguiente
paso será estudiar Dirección de Cine y Televisión para llevar, algún
día, sus novelas a la pantalla grande.
Actualmente se congrega en la Iglesia Cristiana Evangélica de Palma e
integra el cuerpo de maestros y predicadores de dicha iglesia. Además
como integrante de Manos con Propósito (ministerio de Misiones) se
dedica a preparar personas de diferentes edades para Misiones Trans‑
culturales hacia Europa.
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Títulos del autor
Algo extraño en el aireMijail es un nexo entre dos potencias nu‑cleares que han firmado un pacto secreto.Pero ignora que sobre él pesa una antigua maldición familiar.Poderosas e inexplicables fuerzas malignas serán liberadas y nadie podrá detenerlas. Sólo un poder superior al destino podrá sal‑varle...
Los alemanes también saben llorar¿Es posible aprender a amar y entender a una raza que desde pequeños nos han ense‑ñado a excluir y culpar?Porque Alemania sigue siendo un pueblo asesino ante los ojos de la mayoría de la hu‑manidad...
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El cantico de Cygnus¡2.700 segundos de comunicación satelital que pueden transformar para siempre la historia del mundo!Una vieja nave espacial perdida en la in‑mensidad del universo descubre un pertur‑bador secreto que determinará el destino final de la humanidad...
Historia del poeta romántico que enamoró a la Princesa Risueña.Semana tras semana leía hermosas cartas en su dormitorio de prinicesa en la alta torre de marfil.Cartas que le hablaban de la profundidad de la vida y el amor... Sólo la fuente de pie‑dra ubicada en medio del castillo conocía la identidad del desconocido y romántico poe‑ta...
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Conforme al corazón de DiosLas 70 características de la vida del rey Da‑vid.El ejemplo ideal para un mundo en crisis que con urgencia busca modelos en los cua‑les reflejarse.
Un perro con papelesEl sueño americano pronto dejará de existir.Otro nuevo y diferente está resurgiendo ahora: el sueño europeo.Muchos anhelan ser protagonistas en pri‑mera persona de esta nueva quimera. Esta podria ser la historia de cualquier inmigran‑te. De cualquiera...Porque todo sueño tiene un precio.
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Introducción
Un latino de sangre española intenta profundizar en el alma de uno de
los pueblos más ordenados e inteligentes del mundo. El pueblo alemán.
Intercede por una nueva visión de la historia para valorarles ya no como
individuos pertenecientes a una ideología excluyente que causó daño en
el pasado sino como personas pertenecientes a un mundo que cada día
hace esfuerzos para integrarse entre sí.
Les observa desde el exterior y dialécticamente intenta sacudir de sus
conciencias el inquietante peso de un horroroso pasado y ponerlos
frente a frente consigo mismos como lo que siempre debieran ser:
No una raza pura, sino una raza purificada más, dentro del concierto
mundial de naciones reconciliadas consigo mismo, con su historia y
con el resto del mundo.
Para que puedan ponerse de pie sin temor ni vergüenza frente a la
historia, con la vista fija hacia delante y la conciencia limpia ocupando el
importante lugar que les corresponde en el fin de los tiempos.
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Sin nada que esconder, mirando cara a cara a Aquel que conoce el corazón
de los hombres y que tiene en sus manos el destino de la humanidad.
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¿Te has enamorado alguna vez?
¡Qué tengo que ver yo con lo que hizo mi abuelo! – el rubio muchacho
lanzó con indignación al aire la diatriba y se levantó de la mesa con furia
blandiendo en alto su brazo empuñado. Tan alto como lo permitía su
espigada altura. Como una amenaza y una respuesta a la pregunta que
el desconocido le hiciera sobre su pasado alemán.
– ¿Por qué siempre nos sacan en cara algo que nosotros no hemos
hecho? – los ojos llenos de lágrimas casi a punto de estallar por la intensa
rabia denotaban que aquella era una pregunta que muchos germanos
deseaban evitar. Y en el fondo tenían razón. Las nuevas generaciones no
eran culpables de las atrocidades de sus antepasados.
Pero era también lamentable que quedaran marcados para siempre por
estos hechos. Porque para muchos el gentilicio “alemán” era sinónimo
de Hitler, Auchswitz, SS, segunda guerra mundial, svástica y campos de
concentración.
En otras palabras: Alemania, el pueblo asesino.
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• • •
Giraba en mi coche la última rotonda de Cala Ratjada antes de enfilar
directamente hacia Palma, la capital de Mallorca, cuando le vi sentado en
la acera, frente al enorme supermercado LIDL, a la salida de la ciudad. Su
rostro denotaba congoja y su mirada estaba perdida más allá de las bajas
montañas circundantes del lugar. Encuclillado, sus piernas formaban un
ángulo recto sobre la cual descansaban sus entrecruzados brazos y sobre
éstos su negra cabeza.
Los coches iban y venían a escasos centímetros frente a él, quien
permanecía impertérrito, ignorante o desafiante frente al peligro con
cuatro ruedas y maloliente de gasolina que le rodeaba. Le reconocí de
inmediato porque su vestir era casi el mismo de siempre y su figura
circunspecta de rasgos latinos le delataba en cualquier lugar donde
estuviera. Si la regla matemática de “el orden de los factores no altera el
producto” se hubiese aplicado a su forma de vestir, de seguro que habría
confirmado su veracidad. Ojos color avellana, piel color mate, estatura
mediana y pelo tieso como escobilla de crines, le hacían inconfundible
desde cualquier lugar.
Nos habíamos conocido trabajando en la construcción. El era peón de
una empresa contratista de piscinas y excavaciones, de la cual siempre
se quejaba que el sueldo era bajo, pero que aun así se sentía conforme
de trabajar en élla. Su nombre era Juan Pablo y como él decía, provenía
de algún lugar de la América morena. Se decía a sí mismo the other
non blondes.
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Yo manejaba las máquinas pesadas de la empresa concesionaria de aquel
enorme complejo habitacional para alemanes jubilados que se fabricaba
en uno de los confines de la hermosa isla. Era una de las tantas obras que
se construían debido al boom de crecimiento demográfico y turístico que
España experimentaba en aquellos momentos como nación emergente
y desarrollada.
Trabamos amistad aquel día en que por una tardanza en la entrega de
información y un mal cálculo hecho por el arquitecto, estuve a punto
de sepultar bajo toneladas de roca y grava a treinta y cinco trabajadores
que cumplían una función de drenaje de aguas residuales en uno de los
túneles subterráneos de la gigantesca piscina olímpica perteneciente al
complejo habitacional. Cuando tenía en alto la pala mecánica de una de
las grúas Caterpillar y lentamente la volteaba para dejar caer al enorme
agujero el material que contenía, le vi aparecer corriendo, subiendo
por un montón de piedras y tierra, pálido, blandiendo un paño azul y
gritando con frenesí inusitado para que me detuviera. Él había visto la
escena desde lejos e intuyó que ni siquiera los trabajadores que estaban
abajo se habían percatado del peligro que se fraguaba sobre sus cabezas
en forma de lluvia de piedras, barro y tierra, conformando un tecnicismo
de mortal accidente laboral. Faltaron sólo décimas de segundos para que
aquello se convirtiera en una catástrofe de proporciones europeas. Pero
había salvado a aquellos trabajadores y de paso se había convertido en
una especie de héroe, desconocido para el resto pero conocido y apreciado
para nosotros, los cientos de trabajadores de todas las nacionalidades
que trabajábamos allí. Aunque desde aquel día nunca más volvimos a
ver al arquitecto.
Juan Pablo era de corazón noble y sencillo en sus palabras. Actuaba con
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naturalidad y era espontáneo. Denotaba un origen humilde pero decente.
Tenía sueños, muchos sueños. Religiosamente durante los primeros días
de cada mes, enviaba parte de su sueldo a su familia en América latina.
Como lo hacían muchos extranjeros que venían a trabajar a Europa. De
este sueldo compartido subsistían muchas miles de familias y también
decenas de economías de países pobres.
Y allí estaba sentado, como un futbolista que ha perdido el partido en el
último minuto, derrotado, frente a una de las cadenas de supermercados
más grandes y económicos del continente europeo. Disminuí la
velocidad de mi deslustrado Volkswagen de segunda mano al cual,
desde lejos se notaba que le faltaba una buena mano de pintura, y me
estacioné a escasos centímetros de él. Ni se enteró de mi maniobra. Su
mirada seguía perdida en medio de las montañas, quizás mirando más
allá. Hacia el horizonte o hacia la nada.
– ¡Juan Pablo! – le dije, mientras le asía por el hombro y repetía por
segunda vez su nombre. Me miró con ojos extraviados. Perdidos quizás
entre los recuerdos añosos y tristes que en ese momento circulaban
entre su mente y el último de los tantos vasos de vodka con Red Bull
que quizás había bebido. Intentó esbozar una débil mueca en forma de
sonrisa, dándome a entender que se alegraba de verme.
– ¡Qué haces aquí, hombre! – le hablé mientras alzaba la vista y veía
pasar ante nosotros las estelas de coches de los atrevidos conductores
que no respetaban los límites mínimos de velocidad, en aquella parte
de la ciudad.
– ¡Vamos, puedes tener un accidente! – insistí y le levanté, mientras él se
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daba un par de golpes en el trasero para limpiarse la tierra impregnada
en el pantalón de mezclilla azul. Intentó articular un par de palabras,
pero me apresuré a subirle al coche, ya que desde el otro lado de la
calzada dos coches de policía comenzaban a disminuir la velocidad y
encendían sus luminosas sirenas, mientras desde adentro cuatro pares
de ojos nos miraban con suspicacia. En aquellos días Mallorca había
sido azotada por varios atentados extremistas por parte de ETA, el
grupo terrorista vasco, por lo tanto los controles policiales se habían
multiplicado por la zona. Les grité, intentando hacerme entender por
encima del intenso ruido del tráfico, que era mi amigo. E hice el gesto
universal del que está con algo de bebida en el cuerpo. El dedo índice de
mi mano derecha apuntando hacia adelante y arriba como un revolver
y el pulgar apuntando hacia mis labios. Pasado el momento de tensión
levantaron sus manos en gesto de aprobación y los policías siguieron su
habitual ronda de control en dirección a la pequeña ciudad que estaba
unas cuantas decenas de metros más abajo.
– ¿Te has enamorado alguna vez, hasta el último dedo del pie? – me
preguntó mientras se acomodaba en el ajado tapiz del asiento delantero
de mi coche. Sonreí, pues en sí era una pregunta profunda y sencilla,
como el lenguaje de un campesino. En el fondo quería saber si me había
enamorado hasta las últimas fuerzas de mi alma y espíritu. Hasta que ya
no me quedara más amor que poner y sacar de mi corazón. Le contesté
que sí. Pero eso había ocurrido hacia muchos años atrás.
– ¡Se sufre amando! ¿A que sí? – dijo, mientras se ajustaba el descolorido
y deshilachado cinturón de seguridad.
– Pues sí. Pero se sufre mucho más cuando todo termina – respondí.
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Así por lo menos a mí me parecía. Así lo había vivido. Y no tenía otra
opinión con respecto al corazón.
– ¿Te has enamorado alguna vez de una alemana? – preguntó nuevamente
mientras por frente nuestro pasaban algunas pálidas jovencitas alemanas
de entre quince y diecisiete años, sonriendo y en trajes de baño, en
dirección a una de las pequeñas playas de la zona. Volví a responder pero
en forma negativa, aunque mentía. Me parecían mujeres demasiado
hermosas y siempre pensé que no tenían sentimientos ni corazón. Y
quizás por su misma belleza me parecían inalcanzables. Juan Pablo se
quedó en silencio, como esperando que ahora yo hiciera la pregunta que
caía de cajón...
– ¿Y tú? – me di cuenta que un profundo suspiro quedó atragantado en
su garganta. Era la interpelación que esperaba.
– ¡Sí! – El suspiro atragantado saltó ruidosamente por su nariz con
un corto gemido como música de fondo – ¡Y me arrepiento mucho de
haberlo hecho!.
Me di cuenta que el tiempo sobre mi reloj había pasado sin siquiera
consultarme sobre mis inmediatas necesidades sobre prisas, compras
y trámites legales. Hacía rato que ya debiera estar en camino hacia la
capital de la isla. Pero intuí que también quería hablar de ciertas cosas
más. En paz, en sosiego, en confianza.
– ¿Voy hacia Palma? ¿Me acompañas? – pregunté, al tiempo que
giraba la llave para poner en marcha el viejo Volkswagen. En silencio
consultó la hora de su estrambótico reloj y miró hacia afuera del
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vehículo, como si midiera el tiempo, la distancia y sus propias
responsabilidades personales.
– ¡Vamos, te acompaño! ¡No tengo nada que hacer por hoy día! – noté
en sus palabras cierta vuelta hacia la resignación pero con una ligera
pincelada de optimismo. Por el retrovisor noté que los coches de policía
ya venían de vuelta por nuestro propio carril.
– ¿Era hermosa? – pregunté otra vez, al rato de haber rodado por la
carretera y mientras disminuía la velocidad frente a una señal de tránsito.
Después de que hice la pregunta me percaté que era simple retórica
en círculos. Era como preguntar de qué color era el caballo blanco de
Napoleón. Siempre se ha sabido que las alemanas son hermosas.
– ¡Como no te la imaginas! – contestó. Por un acto de reflejos
incondicionales se inclinó hacia delante y encendió la radio. Barry
Manilow inundó el ambiente del vehículo con su melancólica canción
Mandy, que para ese momento no era la más adecuada, por el dolor que
estaba desgarrando en carne viva el corazón de mi amigo.
– I remember all my life, raining down as cold as ice…– La canción
me atrapó y produjo también en mí un torbellino de recuerdos que me
hizo retroceder al momento en que yo también me había enamorado.
Mi cordura siguió por un camino, mis emociones por otro. Intenté no
despreocuparme del volante ni del camino.
–... Crying in the night... De reojo me percaté que mi copiloto lloraba en
silencio. Por respeto a él decidí no hablar por un buen rato.
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–…and I need you today, oh… – Creí escuchar el latido del corazón de
mi amigo al ritmo del nombre de la mujer que creo que aun amaba.
–…Yesterday is a dream, I face the morning... – el sonido de un claxon
nos hizo salir violentamente del ensueño hipnótico de una canción que
nos había arrebujado con su melodía cargada de sentimental melancolía.
Pero a cada uno de una posición diferente. A uno, de los recuerdos que
descansaban sepultados bajo las cicatrices del tiempo, los buenos deseos,
el perdón y la resignación. Al otro, de los sentimientos que aun estaban
a flor de piel, abiertos como los pétalos de una rosa, sangrante, y que
tendrían que sufrir muchas lluvias y vientos antes que se cerraran por
sí solos, bajo los extraños efectos curadores que sólo el corazón de cada
persona conoce.
El silencio fue nuestro compañero de viaje sentado en el asiento de atrás
del coche por casi cuarenta y cinco minutos. De pronto un enorme
avión de Air Berlín pasó rasante sobre nuestras cabezas indicándonos
que estábamos cerca del aeropuerto.
A lo lejos, en pleno día, Palma de Mallorca dormitaba bajo los aromas
embriagadores del turismo, el glamour y el progreso europeos.
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Cargando con un gran privilegio
¡Alemanes, germanos, deutschlands! Raza ordenada, hermosa,
disciplinada y con iniciativa. Llevando a sus espaldas el gran privilegio
de saber que desde su seno surgieron los antiguos y transparentes
ideales que han moldeado la raza occidental hasta nuestros días. Quién
pensaría que de un hombre temeroso de los rayos, elementos naturales
de un día de tormentas, surgiera una promesa que después le llevaría
por intrincados caminos del destino para poner en manos del volk un
libro crucial, en su propia lengua, con enseñanzas radicales para ser
enviado en las cuatro direcciones del mundo, que traería libertad a los
cautivos, justicia a los que clamaban por élla, riquezas a los desposeídos,
esperanza a los descorazonados y alcurnia a aquellos que no tenían linaje
ni pasado. A los que desde lejos miraban el fasto rodar del mundo, ajenos
a sus beneficios, pero participantes directos de sus desgracias. Y no me
refiero a Mein Kampf.
Cuando aquel hijo de minero convertido en monje clavó sobre la
inmensa puerta de la vieja catedral las tesis con las cuales demostraba
su disconformismo con ciertas prácticas al interior de la fe existente en
aquel tiempo, no imaginaba que aquellos golpes retumbarían más allá
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de los muros de la iglesia y sus alrededores. Nunca pensó que el eco de
aquellos rudos martillazos resonaría aun con fuerza cuatrocientos años
después por todo el mundo.
Anhelaba cambios en su entorno, y los logró sin querer también en
lejanos lugares. Quería una fe más pura y brillante y desenterró una gran
antorcha escondida bajo toneladas de supersticiones, deseaba descubrir
una senda estrecha para entrar al cielo y de pronto se encontró de pie
frente a la magnífica cámara real del Rey, suspiraba por misericordia y
de pronto el cielo se abrió de par en par ante él ofreciéndole algo mucho
más abundante que lo que esperaba. Bramaba como un ciervo por un
poco de agua fresca y sin quererlo se encontró bebiendo a los pies del
origen de la mismísima fuente.
Y en cierto sentido interpretaba al resto de millones de personas que
clamaban por una reforma. Que anhelaban lo mismo que él pero que
no sabían cómo expresarlo. A veces hace falta sólo una voz para que
identifique con su sonido el clamor de muchos. Como el agua necesita
un solo y pequeño agujero para derramarse con violencia fuera de la
presa que lo contiene.
Y que de aquel acto de rebeldía apoyado en unos cuantos mohosos clavos
afirmando un manifiesto escrito con frágil papel, tinta de carbón y pluma
también inventaría un idioma único para un pueblo y descubriría una
identidad espiritual para el resto del mundo que quisiese hacerla suya.
Irónico es pensar que todo lo que se afirma con clavos a la madera trae
alguna portentosa consecuencia. El primogénito y joven carpintero fue
clavado a la cruz y trajo salvación a las naciones, el monje inconformista
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clavó a la puerta de una vieja catedral su forma de ver la fe y trajo libertad
espiritual al mundo que la necesitaba, como el vagabundo perdido en
un oscuro bosque necesita un poco de luz para encontrar el camino.
Esto era sólo el comienzo. Porque Alemania es mucho más todavía.
Si un amigo mío no me cuenta cuál era el trasfondo del cual provenía la
palabra Trabajo para los alemanes, nunca habría comprendido el porqué
trabajan de forma tan profesional, meticulosa y responsable. El trasfondo
de la palabra Trabajo viene del concepto bíblico “hacerlo como para
Dios”. Quizás éllos mismos ni siquiera lo saben. Pero inconscientemente
lo practican. Por eso el jardinero, el mecánico o el carnicero, o quien
quiera que sea, hacen su trabajo bien, de tal forma que cuando se use,
ya sea reparado o nuevo, funcione como se desea. Y esto es en todos los
niveles de la sociedad germana. De esta forma se han puesto a la cabeza
en el mundo en cuanto a desarrollo y otras áreas del quehacer artístico.
No en vano se les denomina la Locomotora de Europa. Cuando éllos
están bien, todo el viejo continente se beneficia. Cuando éllos están mal,
todos nos resentimos.
Pero con mis propios ojos vi un ejemplo más decidor y revelador de la
profundidad de este concepto.
Hace algunos cuantos años atrás fui invitado a presenciar la construcción
de una treintena de casas para personas de escasos recursos en algún
país del tercer mundo. Pasados diez años nuevamente fui invitado para
celebrar una década de la construcción de aquella población. Lo que
ignorábamos todos es que cada sector había sido asignado para que fuera
construido por expertos de diferentes nacionalidades.
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Diez habían sido construidas por alemanes, diez por americanos y diez
por latinos, todas al mismo tiempo. Comenzamos el recorrido desde atrás
hacia delante, mientras que el clérigo de turno recitaba las bendiciones
respectivas para este tipo de actividades civiles.
La autoridad política también agregó algunas palabras correctas con
pulcritud antes de pasar a un pequeño refrigerio que se había preparado
de antemano. Pero a unos cuantos se les pasó por alto un gran detalle,
incluso a mí, si un amigo no se acerca y casi susurrándome al oído me
pregunta si me había percatado de los detalles de las construcciones
después de diez años. Le dije que no, porque cuando te invitan a actos
de esa índole, te invitan para que con tu presencia certifiques y respaldes
que lo que se está haciendo es de tono social aceptable. E incluso
debes alquilarte una cara y un compartimiento de idiota políticamente
correcto para que la foto del periódico sea digerible y vendible de cara a
la sociedad.
Después de los aplausos de rigor ante el trivial discurso de la autoridad,
que de seguro repetía en todos los acontecimientos de esa índole, mi
amigo y yo tomamos nuestras copas para brindar y con sigilo nos alejamos
de aquel corrillo de personajes con caretas de festival veneciano, que con
sus ruidosas sonrisas se me asemejaban a rojas manzanas de cuentos de
brujas. Por fuera apetitosas y deseables, pero por dentro conteniendo el
concentrado amargo sabor de un mortal y desconocido veneno.
Nos instalamos al final de la treintena de casas construidas.
– ¡Estas diez las construyeron los latinos! – me dijo mientras bebía
de su vaso medio vacío de vino tinto Ventisquero de exportación con
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denominación de origen. Entonces capté en su totalidad la insinuación
de mi amigo. Las casas conservaban la pintura y la calidad del material
con el cual habían sido hechas. Pero los detalles marcaban la diferencia.
El terreno alrededor estaba disparejo y con grietas por los cuales cabía
un brazo o un perro pequeño. Las puertas al cerrarlas tenían que ser
levantadas para que encajaran con el cerrojo. Las ventanas no cabían
en sus marcos debido al descuadre entre ellos y se producía un agujero
de medio centímetro, por el cual el viento entraba raudamente y sin
previa invitación. El agua se escurría como un hilillo de agua por el
techo y en los rincones el moho cubría amplias partes de la vivienda. La
escalera de entrada estaba semi inclinada debido al hundimiento de sus
bases de hormigón. Las cañerías del lavaplatos de la cocina devolvían los
restos de grasa y comida debido a que no tenían el ángulo necesario para
que fueran a parar directamente al desagüe. Las baldosas del baño y la
cerámica de la cocina estaban levantadas y a punto de caer, debido a que
probablemente sólo se había usado la mitad del material requerido. ¿Y
qué decir de las baldosas del suelo? Quien viviera allí de seguro tendría
que ser un acróbata del Cirque du Soleil para no tropezar a cada paso
con las que por todas partes levantaban una triangular punta de su dura
y porosa contextura.
Pensé que alguien podría tener la respuesta al estado de este tipo de
construcción surrealista, pero que de seguro no la diría porque en su
momento había sacado provecho de esta situación. Pasamos al siguiente
conjunto de casas...
– ¡Estas las construyeron los americanos! – si las construcciones anteriores
se podrían calificar de grado diez en la escala de Richter, éstas lo eran de
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grado cuatro. Sólo que en los defectos antes mencionados abundaba la
silicona, la pasta gris para disimular grietas, algunos de clavos fuera de
lugar y los retoques de última hora identificables como grava alrededor
de la casa para cubrir los desniveles del terreno y pintura aguada de
dudosa procedencia en las paredes. Caminamos en silencio mientras en
mi mente calibraba las cosmovisiones que conducían el quehacer de los
individuos o de las naciones. Pero me esperaba la gran sorpresa....
– ¡Y estas los alemanes! – mi amigo me indicó las últimas diez casas con
su dedo índice mientras miraba el fondo de su vacío vaso con un ojo
cerrado y movía su cabeza en un acto de resignación.
Las observé con atención y si no fuera porque la pintura externa estaba
un poco ajada y desteñida, un proceso normal después de diez años de
lluvias, sol y vientos, se hubiera pensado que las habían construido la
semana pasada. Y con una excelente mano de pintura, incluso se podría
pensar que se habían terminado ayer por la tarde. Estaban exactamente
iguales como cuando fueron terminadas hace una década atrás. Todo en
su sitio. Todo funcionaba. Nada hecho a medias. Todo calzaba. Nada
fuera de lugar. Como el primer día.
Esto era el resumen del “hacerlo todo como para Dios”. Y los alemanes
lo tienen muy claro.
¡Sí!. Hace un rato atrás pensaba, mientras caminaba en medio de las
casas, en la cosmovisión que guiaba a las naciones y el trasfondo del cual
se alimentan sus ideales.
Y es que para los occidentales de uno y otro lugar, las cosas no son como
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parecieran. Porque no beben de la misma fuente espiritual y que moldea
sus destinos ante el futuro. Por ejemplo para la mayoría de los latinos
que beben de las fuentes romanas y para unas cuantas razas más del
mundo, en el substrato de su subconsciente, el trabajo es una carga, una
maldición que el hombre debe soportar durante toda su vida. Por eso si
las cosas quedan a medio hacer, si se puede perjudicar al patrón y robarle
algo para justificar el poco sueldo que recibe, el no usar a conciencia el
tiempo dedicado para trabajar, los paliativos extra laborales para faltar
al trabajo, la mentalidad de mucho dinero poco esfuerzo, y que el resto
del mundo es culpable de la desgracia que a éllos les afecta, son sólo
justificantes para eludir una acción que, en sus mentes, es una maldición
divina.
Pero para las razas que beben de las fuentes hebreas el trabajo es
una bendición divina. Ahí radica la diferencia que exhiben en sus
respectivas culturas y en el consecuente desarrollo que les sigue. Y esto
ha caracterizado a los germanos desde el siglo XVI en adelante.
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Breves recuerdos detrás de una taza de café
Habíamos recorrido gran parte de la ciudad de Palma junto a mi amigo
Juan Pablo. Él era mi anónimo y silencioso acompañante mientras yo
compraba ropa en el Corte Inglés, perfume en Muller y artículos de aseo
en Schlecker.
Durante el recorrido también aproveché de pagar impuestos, renovar
documentos de identificación, llevar papeles de contribuyente a la
gestoría y amortizar infracciones de tránsito en la policía. Cada cierto
tiempo tenía que realizar religiosamente estos actos civiles que me
identificaban como un ciudadano que es parte del sistema, honrado y
responsable.
En realidad estos actos cotidianos, en la mayoría en los cuales debes
desembolsar dinero, eran los que aceitaban y daban vida a la máquina
burocrática de las entidades estatales. Debes estar siempre endeudado
o comprometido con algo o con alguien. A veces me da la impresión
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que quien no haga esta procesión que asimila a un acto de fe en el
funcionamiento de las instituciones, no puede ser considerado un
ciudadano.
En todo este tiempo mi breve compañero de ruta había permanecido en
silencio. Quizás aun rumiando en su mente y corazón los recuerdos de
un amor que se negaba a olvidar. Sabía que tarde o temprano abriría su
corazón y lograría ver dentro de él. Es probable que coincidiéramos en
muchas cosas.
Hacía rato que caminábamos buscando el santa sanctorum de las
hamburguesas, el lugar santísimo de los locales de comida rápida a
nivel local. Y allí, a la vuelta de una esquina transitada por gentes
de distintas nacionalidades, apareció frente a nosotros con todo su
colorido y espectacularidad, ofreciéndonos todos los placeres culinarios
disponibles que se podían imaginar. Como nosotros muchas personas
buscaban su refugio, al amparo de un aire acondicionado que estaba
viciado por olor a comida y gente que entraba y salía después de saciar
sus más acuciantes necesidades localizadas entre sus pechos y el bajo
vientre. Su enorme logotipo en forma de redondeada M y su payaso de
mascota nos animaban a entrar a él, con toda la expectativa, el hambre
y el cansancio propio de varias horas de caminar y buscando, al final del
peregrinaje, la tierra prometida de la comida chatarra. Y nos abrió sus
puertas de par en par, sin consultarnos siquiera si éramos fieles acólitos
de su grasiento y apetitoso credo. Nosotros sólo queríamos saciar
nuestra carencia de calorías y embriagarnos de un aroma interior capaz
de darte el alevoso impulso suicida para dejarte caer en los brazos de
uno de los siete pecados capitales. Pero mi amigo aún actuaba como un
sonámbulo...
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– ¡Yo sé que élla también me quería! – dijo, mientras tragaba un sorbo
de oscuro y desabrido café mecánico. Me imagino que hizo un esfuerzo
sobrenatural para volver a bajar de nuevo a la tierra y conectarse con la
corriente habitual de cotidianeidad humana.
– ¡Perdona, no entendí lo que me has dicho! – respondí, mientras desviaba
mi vista de una voluptuosa italiana veinteañera que con una bandeja de
comida en sus manos y con un escueto vestido había pasado por nuestro
lado con un aire de seguridad y desparpajo propio de aquella que se sabe
bella y deseada, dejando detrás de sí la estela de un suave perfume. Se
sentó frente a mí.
– ¡Élla me quería! – volvió a decirme y por un momento me pareció que
volvía a despegar hacia la estratosfera de sus pensamientos confusos y
dolorosos. Cuando el dolor que produce el amor se instala a vivir en tu
corazón, cualquier cosa que te recuerde al ser amado que has perdido
te sirve de plataforma de lanzamiento para subir o bajar hacia el cielo o
infierno de tus recuerdos.
– ¿Sabes cómo la conocí? – volvió a la carga con un argumento del cual yo
poco sabía y que por lo demás me interesaría escuchar para comprender
aun más el estado emocional de mi amigo.
– ¡Fue en el Chocolate! – y volvió a dar otro sorbo a su café. Me imaginé
que su intención con aquella breve pausa era ordenar un poco sus
pensamientos. Chocolate es un bar de copas que existe en Cala Ratjada
y está ubicado en la esquina principal del centro de la pequeña ciudad.
En verano es común ver a cientos de bellas alemanas y alemanes
bebiendo en su interior y en sus aceras aledañas, buscando a alguien
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con quien conversar, ligar o algo más.
– Estaba sentada sola en una de las mesas del interior y esperaba
a alguien o al menos eso parecía. Me acerqué a élla y le dije que si
aceptaba una copa y así poder charlar – no soy psicólogo pero creo que
está conversación estaba trayendo un poco de sanidad, al menos por los
bordes de la herida, a su corazón. Prosiguió...
– Extrañamente, no rechazó la invitación como muchas otras alemanas
lo habían hecho antes, sino que con una ingenua sonrisa dijo que sí.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Conversamos por bastante tiempo. No sé cuántas copas pasaron por
nuestra mesa.
– ¿Y? – pensé que a continuación me hablaría de lo libido de aquella
conversación.
– Abrió su corazón de forma muy transparente. Como si siempre nos
hubiésemos conocido. Sólo me habló de que estaba muy preocupada
por cierta situación que pasaba al interior de su familia.
– ¿Cómo qué? – Juan Pablo me miró con cierta perspicacia como
queriendo reprochar mi curiosidad.
– ¡Me dijo que tenía que tomar una importante decisión! – y continuó
sin dejarme un espacio para preguntar.
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– Su padre es un importante industrial en Dusseldorf. Debido a algunas
malas inversiones que ha realizado, su empresa estaba al borde de la
quiebra. Y había concertado un acuerdo de conveniencia con otro
poderoso empresario para salvar sus intereses. Yo le pregunté qué tenía
eso de malo...
– ¡Así es! ¿Qué tiene de malo?... asentí confirmando su pensamiento ya
que lo normal es las empresas compren y vendan capitales y acciones.
– Me respondió que por parte de su padre, la parte del acuerdo de
conveniencia era élla.
– ¿Cómo?
– Así como has escuchado. El otro empresario ponía dinero como capital.
Su padre la ponía a élla como contraparte.
– ¿La vendía como esclava o algo así?
Mi amigo sonrío de buena gana echando su cabeza hacia atrás. Era la
primera sonrisa que en mucho tiempo veía en él.
– ¡No! El otro en cierto sentido la compraba como esposa para su hijo
– el último trago de bebida cola que quedaba en mi vaso de cartón se
atoró en mi garganta. No estaba al tanto que en la vieja Europa aun se
arreglaban los matrimonios así.
– ¿Y élla qué dijo o hizo. Me imagino que tuvo que tomar una decisión
al respecto?
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– En realidad es hija única y ama a sus padres como nadie. Por lo tanto
estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de ayudarles. Ahora estaba sola,
de vacaciones en la isla. En el fondo estaba pensando sobre las futuras
decisiones que debería tomar.
¡Vaya, pensé, qué paradigma de hija! Inconscientemente miré a la
bella italiana veinteañera que sentada frente a mí devoraba con ansias
su comida rápida. Se percató que le miraba y me devolvió la mirada
clavándome con un intenso color cielo. Sentí que mi sangre comenzó a
hervir en las venas y un extraño bochorno subió a mi cabeza.
Juan Pablo me sacó del túnel de turbios pensamientos en el que de forma
inconsciente comenzaba a deslizarme. Dio un fuerte golpe a la mesa y
me hizo volver a la conversación...
– ¿Y qué pasó después? – pregunté, intentando adelantar el diálogo,
sintiéndome sorprendido.
– ¿Dónde? ¿En el Chocolate o con su vida?
– Lo primero – respondí, mientras de reojo miraba a la bambina que
comía.
– Pasada la medianoche salimos a caminar por el paseo marítimo. Sólo
hay me di cuenta que era alta como una recia palmera. Caminamos
conversando de trivialidades hasta que nos perdimos por los senderos
aledaños en la penumbra de la playa de Son Moll. Allí, en el silencio y
la oscuridad, sentados en un viejo tronco reseco que servía de asiento y
miraba hacia el mar, cogí una de sus suaves manos y la atraje hacia mí.
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– ¿Y élla no opuso ninguna resistencia?
– ¡No! Es más, me parece que hasta lo anhelaba.
– ¿Y?
– Nos besamos apasionadamente por un largo rato, hasta que...
– ¿Hasta que qué? – pregunté. No sé si era mi excitación o mi curiosidad
las que preguntaban.
–...hasta que mis dedos intentaron deslizarse por territorios prohibidos...
– intenté digerir aquellas palabras con mi cabeza en frío. Pero no es fácil
cuando te lo estás imaginando.
– ¿Se enfadó contigo?
– ¡No! Me separó de su lado con prontitud y firmeza y me pidió que
la llevara a su hotel que no estaba lejos de allí – hizo un breve silencio
como si aquel reflejo de la pasión nocturna acumulara peso a la culpa
del posterior fracaso de su relación con la bella mujer del norte. Pero
no era así.
– Nos separamos en la entrada del hotel. Me dio un corto beso y antes
de perderse en medio de los amplios cristales del hall, me pidió que nos
viéramos al otro día en el mismo lugar.
– ¿Me imagino que aquella noche no dormiste y al otro día fuiste
puntual?
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– ¡Bueno, lo intenté... pero élla otra vez estaba allí antes que yo...!.
– ¿Y cuál fue su reacción?
– Cuando me vió venir sonrió y antes que pudiera decirle algo me tomó
de la cabeza con ambas manos y me dio un sonoro beso.
– ¡Guau! – respondí entusiasmado por el relato y por la curiosidad de
tener a la itálica en frente, que sin disimulo comía con ansías el último
trozo de hamburguesa.
– Y antes de pedir algo para beber – prosiguió mi amigo– me miró con
profundidad y con un tono de voz que indicaba un acertijo a resolver me
dijo que aun le quedaban diez días de vacaciones en Mallorca antes de
volver a Alemania.
Una última pregunta quedó atragantada en mi garganta cuando sentí
en mi hombro el golpe de una suave cadera y un perfume de mujer
invadió mi metro cuadrado de espacio y privacidad. La italiana se
marchaba abruptamente del lugar, no sin antes dejarme claro con aquel
leve empujón de su cadera que yo también le había llamado la atención.
Pero la experiencia te enseña con golpes profundos e indelebles.
Yo ya había pasado por el escarmiento de los amores transitorios y
comunitarios.
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FIN de los primeros dos capitulos.
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