Patria,
adoro tu silencio
LIBARDO ACELAS MEJÍA
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Patria, adoro tu silencio
Kabir ladró a todo pulmón, sin cesar. Jacinto despertó y aguzó el oído tratando de
identificar algún ruido conocido, como el del fara, que perseguía de cuando en
cuando a sus gallinas pero aparte de los ladridos ininterrumpidos del perro no
escuchó nada más. Sin embargo, se levantó no sin antes tranquilizar a su mujer.
Los niños dormían plácidamente en la alcoba de al lado.
Hacía casi diez años habitaba la pequeña casa que había construido en el centro
del predio con ayuda de sus vecinos. La propiedad, de escasas seis hectáreas y
media, era de una belleza bucólica inigualable y mucho más fértil que bella. Se
reclinaba sobre la cordillera en una pendiente suave que le permitía cultivar café,
maíz, plátano, frutales y en la parte baja criar algunas vacas y novillos que lo
proveían de leche y de dinero en efectivo para satisfacer las necesidades
familiares o darle un gusto a su esposa e hijos. Uno de los cuales, lo constituyó el
paseo a la capital. Sus ojos asombrados les duraron, fuera de las órbitas, una
semana después de regresar. Visitaron el Santuario de Monserrate desde donde
divisaron ese enorme reguero de edificios y casas, esquivaron vehículos locos que
amenazaban con barrerlos de la faz de las avenidas, se rieron de las pintas de
algunos habitantes de la gran ciudad quienes a la vez se burlaban de ellos.
Jacinto oyó el ladrido de otros perros en la distancia y se preguntó si le
contestaban a Kabir o por el contrario este hacía eco a los ladridos más lejanos.
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Una mano invisible le apretó el pecho, contuvo la respiración que empezaba a
desbocarse y pensó en los letreros aparecidos desde hacía un par de semanas en
las paredes de las casas del pueblo en los cuales amenazaban a sus habitantes con
desaparecerlos por colaboradores y sapos. Sigilosamente salió de la casa al
corredor, pasó al establo en donde Caramelo, el caballo, resoplaba inquieto dando
a la vez golpes con su casco en el piso como queriendo señalar algo; el frío de la
noche lo despabiló y el miedo le alertó los sentidos. Escuchó muy lejos los
primeros disparos y no le cupo la menor duda de que los avisos en las paredes de
las casas del pueblo eran en serio y las amenazas allí expresadas se estaban
cumpliendo. Corrió hasta la casa, despertó a los niños y los instruyó para que
echaran entre un talego las mejores prendas de vestir y lo esperaran detrás de la
casa en el patio de secar el café. Su mujer que ya tenía listas algunas provisiones y
ropa de ambos, con los ojos anegados murmuraba una oración.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del hombre al recordar la forma como conoció a
su mujer, María Antonia, a la salida de una misa de aguinaldos doce diciembres
atrás: durante la ceremonia la vio cantando villancicos y se enamoró, de una, de
sus ojos color miel, su piel blanca y sus cabellos ondulados de un color parecido a
sus ojos. Su corazón enamorado elaboró el plan perfecto que su cerebro validó sin
el menor análisis. Así, en el tropel de la salida se hizo el tropezado, se excusó, se
presentó y la invitó a tomar tinto, todo en un solo acto y en una sola frase. María
Antonia abrumada por ese alud de simpatía y de palabras, recobró la conciencia
al sorber y quemarse con el tinto humeante. Vio frente a ella a un mozalbete flaco
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y curtido por el sol y cuyos ojos negros dejaban ver un alma transparente y
honrada. No cayó rendida a los pies del galán, pero dijo para sus adentros, que
valía la pena conocerlo más profundamente. Para la Nochebuena ya eran novios y
para abril del siguiente año se casaban junto con otras dos parejas en la iglesia de
pueblo. Al año nació Jámerson, a los dos Estíver y a los tres Desiré copia fiel de
su madre. La elección de sus nombres casi destruye la unidad de la familia pero
ellos impusieron su voluntad, aunque no tenían ni idea qué significaban, si era que
esas palabrejas tuvieran alguna interpretación. Solamente querían que esos
apelativos tan exóticos, exorcizaran a su descendencia, de la pobreza que había
acompañado a sus padres, abuelos y tatarabuelos.
Besó a María Antonia, le dio las mismas instrucciones que a sus hijos y cuando se
disponía a seguirlos para huir alcanzó a oír los gritos de los facinerosos en la finca
vecina, distante unos ochocientos metros de su casa. Fue al patio y le ordenó a su
mujer e hijos que huyeran por el cafetal, que no se detuvieran por nada, les
entregó unos billetes y algunas monedas, que conservaba en la relojera del
pantalón, para el pasaje a algún sitio lo más lejano posible y un sobre grande de
color amarillo que contenía los registros civiles de su matrimonio y del
nacimiento de sus hijos. Él, les dijo, los buscaría y los encontraría. Les dio la
bendición y volvió a la casa, buscó la carabina y las municiones, se amarró al
cinturón el machete y se dirigió al establo. Desde allí esperaba repeler el ataque y,
sobre todo, demorar a los asesinos para que su familia pusiera distancia. Kabir,
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que en principio corrió detrás de María Antonia y los niños, regresó y se paró en
el lindero a ladrar como endemoniado. En vano trató Jacinto de traerlo a su lado.
En la lechosa claridad nocturna vio las sombras ominosas de los asaltantes
recortadas contra el horizonte amarillo rojizo de las llamas de la casa de la finca
vecina. Alcanzó a contar seis o siete bandidos armados de fusiles. Así que eran
por lo menos seis hombres sedientos de sangre y bien armados contra su
carabina, su machete y su valentía y arrojo. Su resistencia se limitaría, tal como
pensara inicialmente, a causarles la mayor cantidad de bajas posible y a
demorarlos para que su familia pusiera de por medio suficiente distancia. Secó
con la manga de la camisa un par de lágrimas que, involuntariamente, acudieron a
sus ojos. En pocos minutos estaría frente a su trinchera el grupo de facinerosos.
Kabir, ahora a su lado, temblaba de ira pero obedecía a la firmeza con que Jacinto
sujetaba su collar. Con pasmosa tranquilidad revisó la carga de la carabina, sacó
las balas de la caja y las contó: doce, para otras seis cargas. Si sus pertrechos eran
escasos, sus posibilidades lo eran aún más. Suspiró, tensó la espalda y
sigilosamente se ubicó al otro lado del establo pues desde allí mejoraba la
visibilidad y la movilidad. Podría moverse de un lado a otro del muro en un
espacio de algo así como seis metros, despistaría a sus atacantes si podía dar la
impresión de que eran dos los defensores. Para el efecto, dispuso balas en cada
extremo. Estaba preparado para recibir con la cortesía debida a sus enemigos.
Enemigos, enemigos… la palabra resonaba en su cerebro y, a pesar de la terrible
amenaza, parecía no reconocer su significado. Enemigos, ¿cuáles y por qué? No
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tenía enemigos, estos los fabrica uno con su conducta y consideraba cada uno de
sus actos motivados por la generosidad y la buena intención. Desde la escuela
primaria no se peleaba con nadie y esa pelea era absolutamente necesaria puesto
que un compañerito de primero ofendió a la señorita Concha, su maestra y no
podía permitir que dijeran algo feo de su amada profesora. Recordó la pequeña
escuela del pueblo con su patio de tierra, la gruta de la Virgen de Fátima, los
pupitres dobles en los cuales acomodaban hasta cuatro niños, las enormes
ventanas por donde se metía el azul del cielo y las nubes y los trinos de las
pajaritos, y a veces, hasta un azulejo despistado, que indefectiblemente acababa
con la clase. Su cerebro se inundó del aroma de la albahaca de castilla, que pagaba
los golpes recibidos con una fragante oleada, así era su alma pensó: como la
albahaca. Al fondo, ocupando casi toda la pared, un enorme tablero de color verde
oscuro, y frente al grupo, la señorita Concha: delgada, pequeña, con cuerpo y
rostro de niña. Rostro de facciones finas, iluminado por dos enormes y bellos ojos
verdes. Esa noche comprendió que su recuerdos de la niñez no eran los paseos al
río ni las tablas de multiplicar, ni el catecismo… todo se circunscribía a dos
enormes, bellos y brillantes ojos verdes y a una voz suave que solo hablaba para
él. Enemigos ¡bah! Los enemigos se fabrican y él estaba seguro de no haber
fabricado ninguno. Sin embargo ahí a escasos metros estaban unos enemigos
ajenos, fabricados por manos siniestras que no eran las suyas y cargados de las
peores intenciones. Desde su atalaya y trinchera improvisadas, alcanzaba a divisar
unos cincuenta metros, suficiente distancia para su arma y puntería. Vendería
cara su vida y defendería a su familia hasta el último cartucho.
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El comandante de los asaltantes, hombre curtido en los avatares de la guerra como
que había servido durante años en las filas del ejército regular, estaba impaciente
por terminar el trabajo de esa noche. La orden era exterminar cualquier ser
humano que habitara el pequeño y ubérrimo valle sin fórmula de juicio y sin
manifestarles a las víctimas las razones de sus muertes, de tal forma de que si por
error, quedaba algún testigo vivo, no pudiera inculparlos a ellos. Esa era la
estrategia diseñada desde la capital. El mensaje de terror llegaría a quienes debía
llegar sin dejar rastros, era la otra guerra: la silenciosa, la solapada, la del
disimulo. Para la toma del territorio adyacente no sería necesario gastar
pertrechos. Sus dueños venderían sus predios a menosprecio o las abandonarían,
señal fehaciente de haber comprendido el mensaje. Al llegar al lindero de las dos
fincas, demarcado por una hermosa cerca de piedras, el jefe de la cuadrilla hizo
una seña con su mano izquierda y el grupo se reunió frente a él. Jacinto no pudo
evitar evocar la época aquella cuando contrataron a don Jerónimo para construir
esa y otras cercas de las fincas vecinas. Era julio y no paraba de llover desde
Semana Santa, por el fenómeno del niño decían en las noticias, ¿del niño, cuál
niño? Había dicho don Jerónimo si ese es un chino hijue… máiz corrigió al final
cuando notó la llegada de María Antonia con una jarrada de limonada endulzada
con melado y vasos en sus manos. A partir de ese momento, y durante su estadía
construyendo la cerca, no dijo ni carajo, tal el respeto despertado en él por las
suaves maneras de la bella anfitriona. Ni siquiera el día que una roca afilada de
unas quince libras cayó sobre uno de sus pies. Sus ayudantes rieron a sus costillas,
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de verlo tan educado. Don Jerónimo bebió dos vasos sin resollar. Acto seguido
miró al cielo, extendió los brazos y murmuró un rezo para conjurar las nubes.
Pues sí señor, paró de llover en seguida y él y sus ayudantes pudieron levantar las
cercas pues de otra manera sería imposible porque las rocas resbalarían de sus
manos, ocasionándoles dolorosos accidentes. No sobra decir, que apenas terminó
de erigir las cercas y cobró su paga, continuó lloviendo hasta casi mediados de
diciembre.
La instrucciones eran muy sencillas: subir la suave pendiente con mucha cautela,
el silencio podría ser causado porque no se han dado cuenta o al contrario; en este
último caso, seguramente los estaban esperando y no precisamente para ofrecerles
tinto, les dijo en tono jocoso. Chiste que sus hombres no celebraron por razones
obvias. Empezaron a avanzar agazapados muy lentamente y en forma de abanico.
Habrían avanzado unos veinte metros cuando los hombres que cubrían el flanco
izquierdo se vieron sorprendidos por la arremetida de un perro enloquecido.
Instintivamente se levantaron para correr. Casi simultáneamente, sonaron dos
disparos. Su bang bang resonó en el valle hasta convertirse en un susurro lejano.
Los cuerpos, heridos mortalmente, cayeron pesadamente; los asaltantes
sobrevivientes, desconcertados, no atinaban a imaginarse el suceso. Lo peor era
que en esa instancia del ataque, no podían reunirse para replantear la estrategia,
tocarían de oído, como dicen.
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Jacinto acarició, agradecido, la cabeza de Kabir y bendijo el día en que lo adiestró
para convertirlo en perro cazador. Se convirtieron en una excelente pareja para
mala suerte de las codornices, liebres, picures y otros animales de monte que
enriquecían y variaban la dieta familiar. Hasta ese momento solo había
considerado la presencia del perro como un compañero de infortunio, pero a raíz
de esa acción intrépida, lo incluyó en la nómina de sus aliados. Los otros eran su
puntería, el mejor conocimiento del terreno y el amor sin medida por su familia.
Cada minuto que demoraran en llegar a la casa significarían metros de distancia
salvadora. Imaginó a María Antonia y los niños caminando apresuradamente y
mirando hacia atrás, de trecho en trecho, con la esperanza de ver aparecer a su
esposo y padre.
María Antonia detuvo la marcha, descargó la maleta e invitó a los niños a sentarse
a su lado en una banca de madera bajo techo construida a la vera del camino por
algún campesino, también lleno de esperanza, que ilusamente imaginó una
carretera pasando por el frente. Abrazó a los niños y sintió sus corazoncitos,
palpitando aceleradamente, sincronizados con el suyo como si fueran uno solo.
Desiré se liberó un poco de la presión del brazo de su madre, levantó su preciosa
carita e indagó: mami, mami, ¿esperaremos aquí a mi papá? María Antonia la
miró con profunda dulzura y le dijo que esa no era la instrucción que había dado
su padre. Descansarían, beberían agua y continuarían su camino sin parar. Su papá
los alcanzaría más tarde. Algo le decía a María Antonia que esa aseveración era
falsa y que nunca más volvería a ver a Jacinto. Abrazó más fuertemente a sus
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hijos, sacó la botella de agua y le dio de beber a los niños, al final ella tomó un
gran sorbo que se le atragantó en el pecho. La noche había tomado un tono
sombrío, señal de que llegaba a su final. Murmurando una oración reanudó el
camino. Camino que volvíase cada vez más escarpado y difícil de transitar pues
Jacinto le dijo que evitara los caminos muy transitados así como acercarse a los
pueblos vecinos: la seguridad se la darían solamente los sitios poco habitados y
una ciudad grande, lejana, desconocida y en la cual ellos también serían unos
perfectos desconocidos. Unos más en busca de fortuna, le había dicho antes de
besarle la frente.
Terciopelo, remoquete con el que era conocido el hombre que comandaba la
pequeña célula irregular y que se lo habían endilgado irónicamente por sus
atributos ásperos, ordinarios y brutales, pensó en la suerte de sus hombres. No
pudo establecer cuántos eran los caídos pero la situación lo hizo reflexionar un
instante. Repasó su vida. No se recordaba de niño, su remembranza más lejana se
remontaba al cuartel, al servicio militar, al arrastre bajo, a las veintidós de pecho,
a la mala comida y a los peores tratos provenientes de sus superiores. Después,
sus recuerdos olían a pólvora, a sudor, a sangre y a muerte. Cuando un día de
licencia en su pueblo, un señor le ofreció empleo haciendo lo mismo que en el
ejército pero con el triple de paga y sin sometimiento a reglas humanitarias, y
además como comandante, a Terciopelo se le llenó la boca de agua y dijo, como el
lagarto al que acaban de nombrar en algún cargo público innecesario, que
aceptaba irrevocablemente. Desde ese día ya había corrido mucha sangre por su
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cuenta. Regresó a la realidad y analizó la situación. Si quería conservar intacto su
pellejo y disfrutar algún día de la pequeña fortuna que había amasado con el botín
de guerra de estos años, era preciso aguzar los sentidos y aprovechar los errores de
sus hombres para ubicar a su o sus opositores. Sería cuestión de esperar unos
minutos. No tuvo que esperar mucho. El perro, tras una veloz incursión, apresó
con sus fauces la pierna de uno de sus hombres. Cuando se incorporó para
sacudirse al animal que amenazaba con desgarrarle el músculo, sonó un disparo
preciso y letal. Terciopelo, atento, respondió el fuego disparando hacia el sitio
donde vio el fogonazo; a tiempo cambió de ubicación, a su lado pasó la descarga.
Se quedó sin saber si el último disparo provenía del mismo tirador o de otro. No
sintió pena por sus hombres caídos. Al fin y al cabo reclutas se consiguen
fácilmente, los comandantes son escasos y más costosos.
Jacinto sudaba copiosamente a pesar del viento helado de la madrugada que
descendía por la falda de la montaña; Kabir estaba excitado y su expresión de loco
feroz asustaba hasta al mismo amo. Gracias a su fiel amigo, a su puntería y a la
forma como se desplazaba de un lado a otro del muro para disparar, estaba casi
seguro de que sus atacantes estarían pensando que eran dos los defensores de la
casa y serían aún más cautelosos y lentos para avanzar. Así ganaría tiempo,
tiempo que salvaría la vida de su familia.
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No obstante sus éxitos iniciales, Jacinto notó que su posición era vulnerable en
extremo si sus atacantes realizaban una acción envolvente. Era preciso encontrar
un sitio que le brindara protección en redondo.
Con los escasos recursos que Jacinto le había dado, María Antonia se la arregló
para llegar a la ciudad, un gran ciudad y muy lejana. La ciudad los recibió con una
brisa helada que se les clavó en el rostro como alfileres. Alfileres, que los
citadinos removerían en sus carnes, cada vez que los miraran sin verlos.
Un día, como siempre, María Antonia y los niños deambulaban por la ciudad sin
rumbo definido. Sus pasos largos, tan largos como su huída la llevaron hasta una
iglesia enorme construida de ladrillo y con enormes puertas que invitaban a entrar
como a un vientre acogedor, tibio y amoroso. Al fondo, unos cánticos que a ella le
parecieron como de ángeles, le quitaron la timidez. Entró con sus hijos tomados
de la mano en una pequeña cadena de amor e indefensión. No bien entraron, la
feligresía se fue apartando automáticamente. María Antonia y los niños quedaron
en el centro de un espeso, pesado e insoportable círculo de desprecio y
desconfianza. La mujer se arrodilló temblorosa, los niños la imitaron, y empezó a
murmurar una oración que se le embrollaba en el pecho. Una incipiente lágrima se
asomó a sus ojos y pensó que allí no estaba el amor de Dios, del que hablaba el
cura en su pueblo, que tal vez de allí lo espantaron por mal vestido y humilde
pues esa era la imagen que ella tenía del Señor, así lo veía en los cuadros y
estampitas. No soportó tanto desprecio e hipocresía, con dificultad se incorporó y
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salió a la invisibilidad de la calle. A su mente llegaron las imágenes de otras misas
en su pueblo, empezando por aquella de aguinaldos que marcó su vida para
siempre. Sus ojos recuperaron aquella luz que fascinó a tantos. Como en el cine
Mejoral, aquel que una o dos veces al año se exhibía contra la pared de la Alcaldía
y a cuya función no faltaba ningún habitante del pueblo y sus alrededores; empezó
a rodar la película de su vida religiosa: la misa de aguinaldos, el tropezón con el
mozalbete recién salido del ejército, la turbación de ambos, el café caliente, los
ojos negros y sinceros, el breve noviazgo, la misa del matrimonio con la pequeña
iglesia llena de flores: rosas, claveles, pompones, dalias, hortensias y, formando
un arco, la bellísima en sus dos presentaciones, blanca y rosada y ella debajo del
arco, la “flor más bella de la comarca”, le había susurrado al oído Jacinto cuando
se paró a su lado para empezar la ceremonia; después las misas de los bautizos de
los niños, todas tan bellas, tan solemnes. Rodeada de personas amorosas, atentas,
sonrientes, abrazadoras y cálidas. Se sintió maravillosamente transportada a su
pueblo y a su pequeña y bella parcela y se vio ayudándole a su suegra a preparar
el cabrito para el bautizo de Jámerson. El ritual, porque eso era la preparación del
cabrito en su tierra natal, empezó dos días antes cuando Jacinto colgó el cabro de
las patas traseras, le cortó la yugular, recogió la sangre en un balde de plástico
para elaborar la pepitoria. Una vez desangrado el animalito, los cortes en la piel de
las cuatro extremidades y en el vientre para desollarlo, vaciar el menudo, lavar las
tripas apropiadas para la pepitoria, despresarlo, adobarlo con bastante ajo, laurel,
tomillo, cebolla larga y orégano antes de ponerlo a conservar durante dos días en
un recipiente plástico. Al pequeño Jámerson lo llevaron a la quebrada a darse un
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chapuzón para que no presenciara el bárbaro procedimiento. Todo estaba listo
para el arreglo del cabrito. En el corredor, al lado de la cocina Jacinto había
amontonado suficiente leña, especialmente de arrayán y cucharo, por darle mejor
sabor y color a la comida y producir suficiente brasa para asar la carne una vez
sudada. Claro, también se puede servir sudado solamente o, en el horno mija, le
había dicho su suegra. Esa vez fue asado y éxito total. María Antonia descubrió
ese día que la memoria no siempre estaba en la cabeza, a veces está en el
estómago. Después cayó en cuenta de que más abajo del estómago también tenía
memoria, al recordar el cuerpo tenso y las manos trabajadas de Jacinto. Manos
toscas que tal como se transformaban al sacarle melodías al tiple, se suavizaban y
se convertían en alas de mariposa y en pétalos para recorrer su cuerpo.
La primera que sucumbió al dolor de ausencia de su padre, de Kabir, de las
gallinas y del aire puro fue la pequeña Desiré. Su crecimiento se había detenido,
era presa de pesadillas terribles y continuamente hablaba con su madre y
hermanos de planes fantásticos con su padre: viajes a ciudades muy grandes, a
lagos inmensos, caminatas interminables a montañas azules por senderos verdes
manchados de amarillo por un sinnúmero de mariposas que jugaban con su pelo
de aguamiel mientras apretaba la mano fuerte y áspera de su padre. María
Antonia la escuchaba con atención pero evitaba mirarla a los ojos para ocultarle la
dolorosa certidumbre de su locura. María Antonia en esos momentos imaginaba a
Jacinto recostado contra el dintel de la puerta de la cocina, con el tiple terciado
cantándole “Maríaaantoniaa es laa venteeraaa/más linda que he conociiidoo/tiene
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una tienda de beeesos al otro laaado del riooo/a donde voy to los díaas/ desde
antes que salga el soool/a compraaarle a Maríaaantonia todos sus beeesos de
amooor/a comprarle a Maríaaantonia todos sus beeesos de amooor /eeeella vende
y yooo le comproooo/ su mercancía al por mayooor/y se la pago con beeesos/
nacidos del corazoooón/por eso es que Maríaaantonia/ la del ootro lado del ríooo/
es la ventera más liiinda/más linda que he conociiidooo/Maríaaantonia la del
ríiiooo/es una bella gitaaanaa/tiene cuerpo de palmera y una boquiiita de
graaanaa/por eso es que to los díaaas desde antes que salgaaa el soool/yo le
cooompro a Maríaaantonia todos sus beeesos de amooor/ yo le compro a
Maríaaantonia todos sus beeeesos de amoooor”
Una tarde, mientras escampaban de un torrencial aguacero, la niña habló de su
padre como si hubiera compartido todo el día con él. Jámerson y Estíver le
llevaban la cuerda, su madre les había prohibido burlarse de ella. María Antonia
por su parte sentía que el corazón se le hacía añicos y solo atinaba a elevar una
oración a la Santísima Virgen implorándole que pusiera fin a tanto dolor. Cesó la
lluvia. Serían como las cuatro de la tarde cuando emprendieron el camino hacia el
terreno baldío que les servía, junto a otras familias, de refugio nocturno. De paso
recogerían en una panadería aledaña la bolsa de pan que todas las tardes la
administradora les regalaba. Para completar el bastimento María Antonia
compraba una bolsa de leche con las monedas recogidas durante el día.
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Ese itinerario se había convertido en parte de su rutina diaria, como pararse en los
semáforos a pedir limosna y hacer las largas colas a la entrada de una oficina
gubernamental encargada de atender a los desplazados. Rememoró la primera
visita a la vetusta edificación. En un chorro de agua cristalina que escapó de las
fauces del concreto y del asfalto, se las arregló para bañarse y bañar a los niños y
ponerles una muda de ropa limpia; quedaron bellísimos a pesar del sufrimiento,
pensó, mientras caminaba llena de ilusión. Le pareció que llevaba a sus niños a la
escuela el primer día de clases en febrero. Sonrió agradecida con la vida como no
se sintiera en meses. Soñaba con dos cosas, una, saber de Jacinto pues estaba
segura de que él también habría acudido a esa oficina a registrarse. La otra, que le
dijeran que podía retornar a su parcela. Ese día besaría esa tierra bendita, regaría
las hortensias, la albahaca, la hierbabuena, el hinojo, cogería los estropajos y los
totumos maduros y haría un jugo de mandarinas y naranjas para saciar la sed
atrasada. Imaginaba los niños corriendo enloquecidos, llamando a su padre y a
Kabir y a Caramelo, el caballo. Tropezó con Jámerson y regreso a la realidad.
Consultó la dirección anotada en un pedacito de papel, miró la nomenclatura de
un edificio, consultó con una señora muy atenta y sin escrúpulos. Después de
recibir sus indicaciones la bendijo y pensó “esta señora no va a misa, seguro”. Es
aquí, dijo, y el pequeño cortejo se paró en la cola con inusitada reverencia. Al
cabo de un largo rato entraron a una oficina llena de afiches de propaganda oficial.
En un rincón una bandera y a su lado, en la pared una foto de un hombre; su
mirada perdida en el horizonte le recordó la de una compañerita de escuela, la de
las bromas más pesadas y la más indisciplinada del salón, el día de la primera
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comunión. Ella la vio con claridad y la recuerda porque tal como le enseñó el
catequista, esperaba verla escupir sapos y culebras por boca y nariz en el
momento de recibir la hostia. No ocurrió. Sin embargo, en el desayuno tradicional
en la casa cural, adrede, derramó su chocolate encima del albo vestido de la niña
de al lado. Recuerda el llanto de la criatura, la mirada escrutadora del padre
Matías y otra vez la carita de yonofuí de la pequeña delincuente. Esta vez el
tropezón despertador se presentó en forma de un grito horrible de la funcionaria
que la atendía. ¡Que de dónde vienen, dónde vivían! María Antonia la miró y se
preguntó si no sería la niña malvada de la escuela. De la vereda El Hato,
Corregimiento El Portillo, en el municipio de Saladillo, depart… ¡Ya, ya! Voy a
consultar la base de datos, rezongó agriamente la funcionaria. Se concentró en la
pantalla del computador mientras tecleaba y decía: alísteme los documentos.
María Antonia puso encima del escritorio el sobre con los documentos que le
había entregado Jacinto la noche de la huída. Después de unos minutos, y sin
apartar la mirada de la pantalla, manifestó que en esa área no se registraban
combates, ni presencia de fuerzas ilegales y en consecuencia ellos no podían ser
desplazados por la violencia, seguramente eran avivatos con la intención de
aprovecharse de la generosidad de este gobierno que bla, bla, bla… y los echó
literalmente a la calle. En el tropel, María Antonia no recogió el sobre con los
documentos. A media cuadra cayó en la cuenta, se devolvió y por encima de la
protesta de los de la cola entró pero solo encontró otro grito de la amargada
funcionaria despachándola. Mientras la bruja vociferaba María Antonia fijó su
mirada en un pendón que colgaba de la pared. Decía: “Patria te adoro en mi
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silencio mudo/y temo profanar tu nombre santo/por ti he gozado y padecido
tanto/cuanto lengua mortal decir no pudo…”,
Recordó que el abuelo lo recitaba y decía que se lo habían enseñado en segundo
primaria en la clase de cívica. María Antonia no pudo continuar la lectura. Su
dolor como una tenaza gigante que amenazaba con destruirla. La frase inicial le
quedó sonando en su cabeza, como el disco de Buitraguito que estaba rayado de
tanto ponerlo en los diciembres, con una pequeña variación de acuerdo a sus
actuales circunstancias: patria adoro tu silencio… patria adoro tu silencio… patria
adoro tu silencio. Así extraviaron los documentos. No tenían casa, no tenían
esposo y padre, no tenían comida ni trabajo, no tenían amigos ni familiares y
ahora tampoco tenían identidad y de ñapa no eran desplazados. Somos espantos,
le dijo a sus hijos, y caminaron sin rumbo, como espantos.
Espantos, aparecidos, diablos a caballo fumando enormes chicotes, lagunas
encantadas, entierros de morrocotas de oro eran los temas de las historias que el
abuelo Antonio, padre de Jacinto contaba todas las noches después de la cena, la
cual constituía casi siempre de mazamorra de dulce hecha con harina de maíz
tostado, preparada con leche y melado. Toda la familia, y los invitados, se
acomodaban sobre el suelo o encima de sacos de fique o sobre un bulto de café. El
viejo se sentaba en un taburete recostado contra una de las columnas de madera
que sostenían el techo del pequeño corredor. Consciente de su importancia,
carraspeaba para aclarar su voz y recitaba o mejor actuaba y revivía las historias,
habida cuenta de que él siempre era protagonista: “venía del Corregimiento de
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Versalles de visitar a mi compadre Aurelio que se había cortado un pie
macaniando un potrero; venía a lomo de Bruma, una mula muy bonita y muy
guapa, de color gris. Todo el mundo tenía que ver con Bruma pues el color no era
muy común pero bueno, ese no es el cuento. El caso fue que al llegar a la
quebrada Seca, la que señala el lindero entre la finca La floresta y El Aguacatal,
mi parcelita, la mula se paró y por más que golpeé con mis calcañales sus hijares
no la hice mover ni un centímetro… se ranchó, se le pararon las orejas y no
caminó. Me apeé, la jalé de la brida y nada. Ante tanta terquedad, resolví vadear
la quebrada y desde el otro lado la llamé con un manojo de hierba en la mano
Bruuma, muliiiita, venga… y nada. Más aburrido que mico recién cogido me
senté recostado contra el tronco de un cedro joven, saqué de la faltriquera un
pucho de tabaco y cuando encendí la fosforera vi una sombra enorme frente a mí y
como flotando en el aire. No les miento si les digo que se me erizaron todos pero
lo que se dicen todos los pelos del cuerpo, incluso los que quedaban debajo del
sombrero. Quedé helado. Alcé la mirada y veo a menos de tres metros ese enorme
monstruo, los ojos eran dos brasas encendidas que echaban chispas, el rabo se
mecía como el de un gato por detrás de sus piernas abiertas. Sacó la mano que
tenía atrás de su cintura y entre sus dedos sostenía un enorme tabaco encendido.
Sin hablar paja ese tabaco era como un plátano sanvicentano, enorme. Lo chupó y
al avivarse la candela su cara se iluminó y distinguí su enorme y ganchuda nariz y
sus ojos inyectados de sangre hirviente y sobre su frente unos cachitos que si no
hubiera sido por el susto me hubieran arrancado una carcajada. Abrí la boca para
decir una oración pero de mi garganta no salió ni aire. Mentalmente dije, Ave
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María Purísima, pero el diablo tal vez no puede leer la mente porque ni se
mosquió. De pronto me habló o me transmitió, no podría explicarlo. Me dijo:
“Antonio, sos un bueno para nada, solo pensás en ganar plata para beber guarapo
con tus amigotes y jugar tejo y chupar esos chicotes baratos mientras tu familia
pasa necesidades. Andá cogé juicio, agradecé que me cogites de buen genio, de
otro modo ni te advierto. Como sigás en las mismas, personalmente, me encargo
de venir a buscarte. Ya te tengo trabajo en el infierno”. No me hice en los
calzones porque siempre he sido estreñido pero sudé frío y me desgajé a los pies
del cedro. El frió de la madrugada me despertó, tenía las mechas pegadas al cuero
cabelludo y la ropa empapada. Bruma había cruzado la quebrada y pastaba
tranquila a un lado; es que las mulas adivinan el peligro y se niegan a caminar, no
hay poder humano que las obligue. En cambio el caballo no, esa bestia se mete en
el peligro sin importarle nada, por eso prefiero una mula. Me subí de un brinco y
proseguí el camino al paso de mi fiel cabalgadura sin hostigarla. Hasta ahí
contaron mis amigos para el tejo y la bebentina, me ajuicié y me convertí en una
buena persona, por eso es que uno tiene que ser correcto… Terminaba su historia
con una moraleja que invitaba a ser buenos y responsables. Los presentes nos
estremecíamos al ritmo del relato y terminábamos casi empapados de sudor de la
angustia. Después de dos o tres historias, nos retirábamos a la cama, rezábamos
con mucha devoción y apretábamos los ojos hasta el dolor. Al rato el sueño nos
vencía. La única inmune a esos terrores nocturnos era la abuela, mujer dulce y
amorosa que miraba a su marido con ojos divertidos mientras echaba sus historias
mil veces oídas por ella. Otras veces Abueluna, como había dado por llamarla
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Desiré, se iba con su nieta al patio de secar café a jugar o a contar las estrellas del
firmamento. Como fuera, los abuelos como los llamaba todo el vecindario, eran
personajes indispensables por su sabiduría, benevolencia y solidaridad. Era raro
que negaran algún favor y hasta se habían ganado la fama de adivinos porque en
muchas oportunidades, llegaban a la casa de alguien necesitado, con la solución
precisa y oportuna. Estas remembranzas alegraron y entristecieron a María
Antonia.
Echaron a caminar por el andén de la concurrida avenida, por instantes eran
visibles para algunos transeúntes atraídos por la belleza de la pequeña niña. En un
momento dado, la niña se detuvo y miró para el otro lado de la calle, caminó
lentamente hasta el borde del andén. María Antonia intentó ir hacia ella pero
simultáneamente sus hijos gritaron y se abalanzaron sobre una billetera tirada en
medio de la acera. Su atención se centró en escudriñar ansiosamente el contenido
de la cartera: un par de billetes de baja denominación y documentos de identidad
de su dueño. María Antonia estaba decidiendo qué hacer con la billetera cuando
escuchó el frenazo de un carro, los gritos de la gente y un golpe fuerte y seco.
Desiré miró hacia el otro lado de la avenida, por entre las personas y los vehículos
que caminaban raudos en uno y otro sentido, y lo vio. Vio a su papá Jacinto: lucía
la ropa dominguera, traía la guitarra en bandolera, su casi perenne sonrisa franca y
a Kabir de la correa. Sin pensarlo ni una vez caminó hacia él, al principio muy
despacio, luego más rápido sin importarle el tráfico. La palabra papá se le anudaba
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en la garganta y su corazoncito quería salírsele del pecho para llegar primero. En
mitad de la calle sintió que volaba y que la tarde se rompía en rojos, amarillos y
morados antes de convertirse en una negra y profunda noche sobre la cual brillaba
como la luna llena la incomparable sonrisa de su padre que le tendía los brazos
fuertes y amorosos. Después los médicos determinarían que las lesiones recibidas
no eran tan graves para causarle la muerte y que esta era, increíblemente,
consecuencia de un paro cardiaco. El médico legista le diría a su esposa esa noche
al llegar a casa, en tono poético, que si hubiera podido habría escrito en el informe
de la necropsia que ese angelito había muerto del síndrome de amor desmesurado.
Jacinto recordó la alberca grande que servía de depósito de agua antes de la
construcción del acueducto veredal, ahora sin oficio, y que constituiría un
excelente parapeto protector, viniesen de dónde viniesen los disparos. Soltó el
caballo y con una palmadita en el anca lo instó a correr hacia el cafetal. No hubo
reacción por parte de sus agresores de tal manera que decidió subir hasta la
alberca. Tomó a Kabir del collar y agazapados entre el matorral recorrió, cuesta
arriba, los cinco o seis metros que los separaban de su objetivo. Saltó adentro
ágilmente. No bien se había guarecido cuando las balas silbaron encima de su
cabeza, su ubicación no sería ya un secreto. El perro inició por su cuenta, el
arrastre bajo en dirección de los bandidos, Jacinto asomó la cabeza apenas lo
necesario para escrutar el panorama: no vio nada anormal, ningún movimiento.
Debería estar atento a las consecuencias de la arremetida de su fiel amigo para
disparar y esconderse pues expondría cabeza y pecho al hacerlo y si bien conocía
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el destino inexorable que lo esperaba cuando sus pertrechos se acabaran, decidió
que combatiría con cualquier arma. Todo menos dejarse coger vivo, ya se contaba
en voz baja la crueldad con la que torturaban a sus prisioneros antes de rematarlos.
Gruñidos y ladridos, un cuerpo que se yergue a la izquierda de su atalaya, disparo
de la carabina, un grito, un tiro de fusil, aullidos de dolor, otro disparo, silencio.
Un silencio espeso, pegajoso, doloroso. Jacinto aún tenía la esperanza de ver
regresar a Kabir. Sigilosamente por la parte contraria a donde se encontraban los
asaltantes, se escurrió fuera de la alberca, agachado la rodeó y esperó en vano que
apareciera su irrestricto camarada. Sintió que una parte de sí mismo se moría pero
no era el momento de las lamentaciones, apretó las mandíbulas hasta que sus
molares crujieron y con la misma cautela rodeó la alberca pero decidió no meterse
en ella, mejor se movería de un lado al otro como lo hiciera en el establo. No pudo
dejar de pensar en su perro mientras reponía las balas disparadas, y a su memoria
llegó con claridad inusitada la corta historia vital de Kabir: diciembre 24 de 1998,
el pequeño Jamerson tenía 8 meses de edad, la cosecha de café fue pródiga ese
año pero el precio irrisorio. Después de pagar las deudas apenas si quedaba para lo
puramente indispensable y no podía vender los novillos porque el precio estaba
muy malo. Sería una nochebuena sin estreno y sin mucho jolgorio. Como a las
tres de la tarde decidió ir hasta el pueblo a comprar unos tamales y de pronto
algunos voladores. Llegó a la casa de la señora Rosario, famosa por la sazón y la
textura de sus tamales. Se sentó mientras le empacaban su pedido y lo vio: un
montoncito de pelos negros con una mancha blanca en el pecho, se inclinó y lo
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llamó: quis, quis… mientras chasqueaba sus dedos. La bolita peluda acudió
presuroso y mordisqueó cariñosamente los dedos de Jacinto. Eso fue amor a
primera vista. Llegaron los tamales, mientras cancelaba su valor, el perrito jugaba
con los cordones de los zapatos y con la bota del pantalón de Jacinto. Este se
agachó y tomo al perrito con su mano libre. La señora Rosario que había
presenciado disimuladamente toda la escena, le dijo que si le interesaba el
cachorro se lo vendería. Jacinto lo negoció y doña Rosario le hizo un hermoso
nudo con una cinta roja, el perrito quedó aun más hermoso. Listo se dijo Jacinto,
este año no habrá pólvora ni juguetes ni estreno pero tendremos perro guardián
para la finca. Sonrió al pensar la cara que pondría Jámerson.
Efectivamente el pequeño Jámerson puso cara de pascuas, en su carita redonda y
morena se dibujó una sonrisa inolvidable, aunque a decir verdad, no podríamos
decir quién estaba más feliz si el niño o el can. Niño y perro jugaban por la casa y
alegraban la cotidianidad con sus gruñidos, ladridos incipientes y risas
desaforadas que amenazaban con ahogar al pequeño Jámerson.
Escogerle nombre no fue muy difícil: en la radio transmitían una novela, Kabir el
árabe, y María Antonia no perdía peripecia ni aventura del legendario héroe, así
que oficiando de sacerdotisa bautizó al animalito con el pomposo nombre de
Kabir.
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Los funcionarios judiciales se compadecieron de María Antonia y sus hijos, y
entre todos, le pagaron un funeral barato a la pequeña Desiré. La niña fue devuelta
a la tierra, a una tierra extraña, hostil, una tierra sin acequia, sin aromas, sin flores,
sin pajaritos, sin Motita, sin Kabir y sin su papá. Una cruz de madera con su
nombre y las fechas de nacimiento y muerte, señalaban tristemente su última
morada. A partir de ese momento, los tres sobrevivientes iban todas las semanas a
visitar la pequeña tumba, a rezar y a limpiar los abrojos que amenazaban con
cubrir su rastro. María Antonia como pudo le hizo espacio a sus pesares, sentía
que su corazón no daba más. Solamente la idea de ayudar a sus dos hijos la
sostenía. Jámerson y Estiven habían crecido más de lo esperado en tan estrechas
condiciones. Estaban casi iguales, largos y flacos. Algunos días dejaban a su
mamá en un parque sentada bajo un frondoso árbol y ellos se encargaban de las
provisiones. Generalmente les iba muy bien y todos se acostaban con el estómago
lleno. Sin embargo sus mentes las ocupaban los fantasmas.
Jacinto se movía inquieto alrededor de la alberca. Iba de un lado a otro y
cautelosamente asomaba la cabeza hasta la altura de los ojos para descubrir dónde
estaban agazapados los asaltantes. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la
semipenumbra y el resplandor de las últimas flamas que consumían la casa vecina
apenas alcanzaba para definir los árboles con un halo rojo amarillento. El silencio
espeso casi podía cortarse en pedazos. Revisó sus pertrechos: una bala en la
recámara y otras dos en el bolsillo. Después de la muerte de Kabir y de su ataque
furioso y suicida, durante el cual disparó en repetidas ocasiones con el único
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intervalo necesario para cambiar las municiones y saltando de un lado a otro
detrás de la alberca y lanzando maldiciones, balas y maldiciones devueltas con
creces por sus atacantes; después de ese barullo infernal, el silencio cubrió el
bosque, el potrero, la casa, el establo, el talud y la alberca. En ese momento
Jacinto tuvo conciencia de sí mismo, de su cuerpo y de su alma. Su alma era un
volcán en erupción, su habitual calma y bonhomía se habían transformado en furia
letal y en su pecho sintió un dolor lacerante, llevó su mano hasta allí y palpó el
líquido viscoso que empapaba su camisa.
Terciopelo, el del instinto asesino, el jamás amado ni amante, el duro, sintió
miedo por primera vez. O quizás, pensó, siempre había vivido con miedo y hasta
ahora se le manifestaba. Como le dijera el médico acerca del paludismo: socio uno
no se cura, la enfermedad permanece latente, escondida y aparece cuando uno
menos piensa. Así debe ser el miedo, nace con uno y está latente, y en cuanto más
grande, más duro se vuelve uno para que no se note, Para que no lo noten los
demás. Sudaba copiosamente, no veía ni escuchaba a sus hombres. Es más, le
pareció que al final de la última escaramuza el único que disparaba era él. Sintió
náuseas, sintió el corazón tratando de salirse del pecho por las sienes, por el
cuello, por las muñecas. Un cubo de hielo le recorrió la columna vertebral desde
la cintura hasta el cuello. Era el miedo, él conocía bien sus señales por haberlas
observado en sus decenas de víctimas pero jamás pensó que a él lo tocara. Las
manos eran como raíces aferradas al fusil, las piernas tiesas como de piedra y en
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el estómago un hueco enorme por donde se le escurría la existencia, su miserable
existencia.
Jacinto retiró la mano de la herida, la puso frente a sus ojos, olió su propia sangre,
recordó a la pequeña Desiré, a Jámerson, a Estíver y a María Antonia. Los vio
parados delante de él, mirándolo con un amor infinito, extendiéndoles sus brazos
que se alargaban alejando sus rostros, diciéndole que no los abandonara. Lanzó un
grito desgarrador que rodó por las faldas de las montañas y por el pequeño valle
antes de subir al cielo.
María sacudió a Jacinto y lo despertó. Jacinto sudaba copiosamente y jadeaba y
sus ojos querían salírsele de sus órbitas. Una vez tranquilizado y aliviado por
despertar de tan terrible pesadilla, besó a su mujer y le dijo: cuando tengamos
hijos los llamaremos Pedro, Antonio, Teresa o Ambrosio, mija. Aunque no
entendió ni pio, María Antonia asintió por encima del impulso de decirle que sus
tres hijos dormían en la habitación de al lado. Kabir ladraba incesantemente en el
corredor, Jacinto salió a tranquilizarlo pero las palabras se le congelaron, al
contemplar al fondo, el resplandor de las llamas que consumían la casa de sus
vecinos.