Perú: El renacer de las rutas sagradas del imperio inca | EL PAÍS Semanal | EL PAÍS
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LOLA PARRA CRAVIOTTO 24 JUN 2015 - 00:00 CEST
REPORTAJE »
El renacer de las rutas sagradas delimperio inca
Antes de la llegada de los españoles a América, los incas levantaron un inmenso imperio,unido gracias a una vasta red de caminos. Gran parte fue cubierta y olvidadaHoy, los países andinos, con Perú a la cabeza, tratan de recuperar su trazado, patrimoniode la humanidad, repleto de tradiciones ancestralesFOTOGALERÍA La red de caminos precolombinos
Bajo el efecto del calor, el corazón de un cordero recién sacrificado
explota con un ruido sordo. El fuego de un brasero encendido por el
chamán devora las ofrendas depositadas en el suelo, sobre una
terraza natural, a lo largo de un cañón polvoriento de tonos rojizos,
en los Andes peruanos. Maíz, granos de coca, vino y dulces que el
sacerdote andino (paqo en quechua) ofrece a la Madre Tierra
durante una ceremonia con cinco siglos de antigüedad: la
reconstrucción anual del Q’eswachaka, el último puente de cuerda
inca del mundo. “Desde la fabricación de esta obra, mucho antes de
la llegada de los españoles, en 1532, nuestras divinidades nos han
empujado a deshacerla y rehacerla una vez al año bajo pena de
castigos como el granizo y el rayo”, explica con voz lastimera
Cayetano Ccanahuire, un sexagenario de pequeña talla y rostro
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Recibe el nombre de Q’eswachaka: un puente de cuerda hecha de paja sobre el ríoApurímac, en los Andes. / XAVIER DESMIER
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curtido. Inclinado sobre las llamas, a más de 3.700 metros de
altitud, este paqo reza día y noche para evitar accidentes durante los
tres días de la reconstrucción. A su alrededor, los campesinos
quechua se reúnen antes de tensar sobre el río Apurímac, cuyo
cauce desemboca en el Amazonas, seis gruesas cuerdas de paja. A
continuación las atan a unas viejas bases de piedra, creando así la
estructura de este puente de 28 metros de largo.
En lo alto del cañón, un grupo de mujeres vestidas con telas
multicolores y coronadas con un sombrero de estilo bombín
conversan arrodilladas, retorciendo las cuerdas de paja que servirán
para el tejido de las estructuras laterales del puente. Obsoleto hoy
día tras la edificación hace medio siglo de una obra cercana más
moderna, el evento continúa reuniendo, cada mes de junio, a cerca
de un millar de herederos del imperio inca obligados a tomar el
relevo para poder escapar de las penas divinas.
“Hace una década, el puente no pudo ser renovado por el desgaste
de las bases de piedra. Ya sea por acción divina o no, estos
campesinos sufrieron a continuación una granizada”, cuenta la
antropóloga Ingrid Huamaní, quien participa en el Proyecto Qhapaq
Ñan. Se trata de una iniciativa del Gobierno peruano cuya ambición
es exhumar la antigua red vial de los incas, de la cual forma parte el
puente. El Qhapaq Ñan (camino real en quechua) peinaba el
imperio inca (Tahuantinsuyu), dividido en aquella época en cuatro
grandes regiones –Chinchaysuyu, Cuntisuyu, Collasuyu y
Antisuyu–, y se adentra actualmente en seis países: Ecuador,
Colombia, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Un entramado de
caminos de más de 23.000 kilómetros, según cálculos del
arqueólogo estadounidense John Hyslop en 1992, aunque hallazgos
recientes lo estiman en mucho más: solo en Perú, unos 25.000
kilómetros de vías. Varios tramos ya han sido restaurados. El
trabajo conjunto de los seis países propició en junio de 2014 el
reconocimiento de algunos tramos como patrimonio de la
humanidad por la Unesco: 5.200 kilómetros (1.200 de ellos en
Perú).
La inciativa del gobierno peruano persigue exhumar la antiguared vial de los incas
Ninguna de las naciones ha lanzado una iniciativa tan ambiciosa
como la peruana, con el Proyecto Qhapaq Ñan. Financiado con un
tercio de los ingresos generados por el Machu Picchu (ocho millones
de euros), los fondos han ayudado a restaurar las bases y las
escaleras de piedra que descienden al puente Q’eswachaka desde lo
alto del cañón, permitiendo a los campesinos mantener viva su
tradición, igualmente inscrita desde 2013 en la lista del patrimonio
cultural inmaterial de la Unesco.
Si bien hace cinco siglos era necesario marchar un centenar de
kilómetros desde Cuzco, la antigua capital imperial, para llegar al
puente, en la actualidad se toma una ruta asfaltada, parcialmente
construida sobre la red inca. “Varias vías modernas están
superpuestas sobre los caminos precolombinos, ya que la mayoría
de las veces no han sido apreciados en el pasado como tesoros
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arqueológicos”, explica Marcelino Soto. Desde el jeep se observa un
sendero bordeado por muros de piedra que serpentea la ladera de la
montaña. “Ahora, cuando se traza una nueva ruta, se verifica
minuciosamente que ninguna porción del Qhapaq Ñan esté
amenazada, y tanto el Ministerio de Transportes como el de Cultura
tienen que aprobar las obras”, precisa el arqueólogo, cuyo acento en
español revela que el quechua –10 millones de hablantes– es su
lengua materna.
Un idioma milenario que usaban los comerciantes de la costa y que
sería adoptado por los incas, quienes hablaban el puquina, explica
Pablo del Valle, antropólogo de la Unesco. “Esta lengua les resulta
muy práctica cuando Pachacútec [el reformador del mundo, en
quechua], noveno soberano inca, comienza la expansión del
imperio, en el siglo XV. Gracias al juego de alianzas con tribus a
menudo quechuahablantes, este pueblo, que ignoraba la existencia
de la rueda, la escritura y la moneda, pudo levantar en menos de un
siglo uno de los imperios más grandes conocidos en aquella época.
Un territorio cuatro veces mayor a la superficie de España con 12
millones de habitantes”, continúa este cuzqueño, en el interior de
uno de los restaurantes de estilo colonial de la plaza de Armas, en
Cuzco. Como la mayoría de las construcciones del casco antiguo,
este edificio de arcadas y grandes balcones de madera ha
conservado los muros de piedra de una antigua edificación inca.
Desde esta plaza, punto kilométrico cero del Qhapaq Ñan, partían
las cuatro rutas principales en dirección a las cuatro grandes
provincias (suyus).
En la antigua región del Chinchaysuyu, 350 kilómetros al norte de
Lima, capital del país, los arqueólogos Guido Casaverde y Alfredo
Bar recorren el mar de arena del desierto en el valle de Casma en
busca de tramos de viejas vías que conduzcan hasta la sierra. En
esta zona costera, la temperatura alcanza niveles caniculares a pesar
del invierno austral. El cielo luce tonalidades amarillentas, y la
arena fina, levantada por una ligera brisa, golpea el rostro. Guiados
por fotografías aéreas con más de 30 años e imágenes de satélite
actuales, los expertos descubren repentinamente una ruta de unos
10 metros de ancho. Tras una duna colosal, la vía centenaria se
muestra intacta, delimitada por unos pequeños muros de piedra de
apenas una decena de centímetros de altura.
Una de las zonas mejor conservadas del llamado Camino del Inca; al fondo, Machu Picchu,erigido en el siglo XV a casi 2.500 metros de altitud. / XAVIER DESMIER
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A diferencia de la mayoría de los senderos de montaña, este no está
empedrado; en el litoral, los incas se limitaban a aplanar el suelo
arenoso. “Para identificar nuevos caminos, estudiamos la cartografía
de los siglos XIX y XX, así como las obras de época. Tal es el caso
de la Ordenanza de Tambos, que nos ha permitido descubrir esta
nueva ruta costera. En este documento de 1543, Cristóbal Vaca de
Castro, gobernador de Perú, exigía a los hacendados el buen
mantenimiento de los caminos y albergues de época imperial”,
explica el arqueólogo limeño Alfredo Bar. “En este texto, el español
informa de la presencia de tambos [albergues] en los valles de
Huarmey, Casma y Nepeña. Tres emplazamientos que siguen una
proyección de sur a norte y que nos hacen suponer la existencia de
un camino que los conecta”, añade, al tiempo que extrae un
pequeño GPS plateado de su chaleco polvoriento para registrar la
localización precisa de la vía.
A sus pies, grupos de piedras dispuestas en círculos trazan una línea
de cerca de un kilómetro y continúan el camino hacia el tambo de
Manchán, hoy sitio arqueológico, según las imágenes de satélite que
muestra Guido Casaverde. “Estas rocas, abandonadas en el sendero,
servían a la formación de los laterales de granito que bordean la
ruta. Cada kilómetro habría sido construido en menos de una
jornada por una treintena de obreros. En cambio, las secciones más
complejas, como las de la sierra, con muros de contención de varios
metros, sistemas de drenaje pluviales y empedrados, necesitarían
hasta dos semanas para una misma porción”, detalla mientras
recoge una piedra rosada y desgastada. Pulida por el agua de un río,
esta era empleada como un martillo para fragmentar el granito.
Según el arqueólogo, tal ruta sería, pues, uno de los últimos ejes
trazados por los incas en tiempos del desembarco de Francisco
Pizarro en Perú, en 1532. La llegada del explorador detiene la
expansión del imperio y de la red de carreteras, que resultó útil en
la colonización. Gracias a estas vías, los conquistadores llegaron
rápidamente a las montañas y destronaron a Atahualpa, último
soberano inca.
Bajo el Virreinato de Perú (1542-1821), los colonos continúan
explotando el Qhapaq Ñan. Así lo revelan los vestigios de alfarería
colonial hallados sobre el sendero. A los pies de unas colinas
anaranjadas, Guido Casaverde colecta numerosas piezas perdidas
por los jinetes españoles cuando galopaban sobre estas rutas.
Acariciando los bordes de una de las cerámicas, muestra las huellas
de un torno de alfarero. Y descubre las jarras de época precolonial
cerca de un pequeño campamento inca. Una suerte de área de
reposo constituida por un cubreviento de piedra semicircular donde
unos transeúntes dejaron en otra época los restos de un banquete de
maíz y marisco.
Desde la época imperial, los campesinos quechua no han cesadode cuidar los caminos en algunas zonas
Rápidamente, la red de carreteras fue perdiendo su sentido
comunitario. “En tanto que los paisanos incas limpiaban y
reparaban ellos mismos las secciones del camino cercanas a sus
hogares, los hacendados dieron prioridad al cuidado de sus terrenos
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privados, distribuidos por la corona”, explica Alfredo Bar, quien
lamenta que los senderos precolombinos hayan caído en el
abandono. Cuando la Ordenanza de Tambos se establece, como un
primer intento de preservar el Qhapaq Ñan, los terratenientes
delegan en los autóctonos tal mantenimiento a cambio de una
retribución.
Desafortunadamente, los nativos fueron explotados en semejantes
trabajos, igual que en la extracción de oro. “Un mineral considerado
por los incas como una lágrima del Sol, divinidad suprema de su
panteón. Pero que toma otro valor con la llegada de los españoles”,
recuerda Bar, inclinado sobre un foso cavado a menos de 100
metros de la ruta recién hallada, de camino al Cerro del Antival, a
10 kilómetros del océano Pacífico. La búsqueda de oro, cinco siglos
más tarde, sigue haciendo estragos: este pozo se revela como una de
las numerosas prospecciones ilegales de Perú. La nueva fiebre
dorada amenaza el Qhapaq Ñan: los mineros destruyen las huellas
de los senderos precolombinos. “El hallazgo de una simple pepita
compromete nuestro trabajo y nuestra seguridad”, dice el
arqueólogo. “Los buscadores de oro nos perciben como una
amenaza dispuesta a arrebatarles su preciado El Dorado. ¡Incluso
han llegado a hacer retroceder a algunos de nuestros colegas
efectuando disparos de advertencia!”, exclama antes de tomar la
Panamericana, ruta que conecta, de Alaska a Argentina, las
Américas anglosajona y latina.
En la costa, la construcción de este eje moderno ha permitido aliviar
los senderos precolombinos, contribuyendo a su preservación. Y a
su olvido: apartados, es aquí donde los arqueólogos tienen más
dificultades para detectar las centenarias vías. En cambio, a más de
3.000 metros de altitud, los caminos ancestrales permanecen
ocupados por rebaños de llamas y de alpacas, camélidos de pelaje
espeso. Aparecen, custodiados por sus pastores, cerca de la laguna
Puray, al pie de Chinchero. Por el camino que bordea este pueblo,
construido sobre restos arqueológicos, el olor a tierra recién
removida impregna la atmósfera. A golpe de machete, un puñado de
obreros retira la vegetación que crece entre los empedrados.
Supervisados por los arqueólogos, otros preparan mortero según la
receta de los incas –tierra, arcilla y cactus–, para reemplazar y fijar
las piedras que faltan en este tramo que llega al Machu Picchu.
Desde 2001, numerosos caminos son regularmente mantenidos por
equipos que dependen del Gobierno, uniéndose a los campesinos
que no han cesado de hacerlo desde la época imperial.
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Durante tres jornadas, los campesinos quechuas de la provincia de Canas recolectan yfabrican a mano las cuerdas del puente con fibras vegetales de la zona. / XAVIER DESMIER
El Proyecto Qhapaq Ñan vio la luz, sobre todo, para ayudar a estas
comunidades, atrayendo el turismo a las zonas quechua, donde la
población vive de ingresos muy modestos. No obstante, la iniciativa
es a menudo impopular debido a las expropiaciones, cuenta la
antropóloga Frecia Escalante: “Varios cultivos se sobreponen ahora
a ciertos tramos del Camino del Inca. Podemos recuperar los
terrenos no cultivados aplicando la Ley de Patrimonio. En cuanto a
las otras parcelas, los propietarios no aceptan cederlas
voluntariamente”, explica, tras sus gafas de sol, esta cuzqueña.
Confía en que, en el futuro, los recalcitrantes terminen por aceptar,
cuando el turismo se desarrolle en las zonas bordeadas por el
Qhapaq Ñan.
Algunos viajeros visitan ya el tramo que conecta Xauxa y
Pachacamac. Una sección costera de 230 kilómetros que atraviesa el
yacimiento de Huaycán de Cieneguilla. En el valle de Lurín, 40
kilómetros al este de Lima, esta antigua ciudad de casas geométricas
y pasajes estrechos y polvorientos fue pacíficamente ocupada por los
incas. Aquí levantaron palacios administrativos, con muros espesos
de más de seis metros e imponentes ventanas. “Este pueblo, el cual
constituye una puerta de entrada a los Andes, se revela como uno
de los centros de control más importantes establecidos por los incas
a lo largo de la red vial”, explica Camila Capriata, una joven
arqueóloga. “Cuando los incas pusieron bajo su dominio otras
poblaciones, se apropiaron de sus rutas añadiéndolas a su red de
caminos”. Así consiguieron conectar, por primera vez, diferentes
centros de producción, administrativos y religiosos con más de
2.000 años de antigüedad.
Y es este segmento del Qhapaq Ñan, así como otros cinco tramos,
además del puente Q’eswachaka y la plaza de Armas de Cuzco, los
que han recibido recientemente el reconocimiento de la Unesco en
el territorio peruano. “En cuanto a las diferentes secciones de la red
vial, cada país ha seleccionado las mejor conservadas dentro de sus
fronteras. Para inscribir un bien cultural, este debe estar
circunscrito geográficamente. Pero el Qhapaq Ñan es una obra de la
cual ignoramos su extensión. Nuestra ambición es continuar
identificando y restaurando tramos para inscribirlos
sucesivamente”.
La Gran Ruta inca sigue reuniendo, cinco siglos después, las
culturas del antiguo Tahuantinsuyu. Y países como Perú y Chile,
quienes se disputan desde hace tiempo sus espacios marítimos,
colaboran hoy en la búsqueda de esos caminos que les unen más
allá de sus fronteras.
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