Terapia en ayunas
Todas las mañanas, antes de privar a las sábanas de su
tosco cuerpo, Mort, gastaba cinco minutos detallando los grumos
de pintura del techo, los cuales parecían agradecer la carente
habilidad con el rodillo de su autor. Durante esos segundos de
divagación, Mort se daba a la tarea de conjugar fundamentos que
le permitiesen defender su teoría, pero más allá de validarla
frente a sus pomposos críticos, intentaba ratificarla ante su
anárquico deseo de mandarlo todo a la mierda.
Y es que despertarse antes de que el sol iluminara las
calles siempre le había parecido un acto inhumano. Creía él que,
las responsabilidades que obligaban al 95% de la plebe a
levantarse tan temprano, no eran más que una serie de
atentados contra la creatividad natural del ser, orquestados por
un puñado de hombres con sombreros de copa y sin
despertadores.
Una vez superada la primera etapa de reflexión, Mort,
cumplía con lo que él siempre consideraba: “su acto de
penitencia”. La mencionada expiación, daba inicio al sentir el
desolador frío que emanaba un piso alejado de las sábanas y
proseguía, hasta la tortura de recordar que sus ligamentos ya no
se estiraban como antes.
Aunque no despreciaba la idea de ejercitar su cuerpo, el
odio irracional que le tenía a las sentadillas mañaneras era solo
comparable con su falta de motivación al hacerlas. Al alcanzar la
décima repetición, utilizaba el crujir de sus rodillas como señal
para hacer una pausa y mirar por la ventana.
Vivía en un segundo piso de un edificio tan viejo como la
historia misma. Su ventana daba hacia un callejón abarrotado de
casas coloniales y octogenarias con escobas que, más allá de ser
sostenidas, parecían estar amalgamadas a los arrugados dedos
de sus dueñas. La efímera calma que le transmitía el paisaje más
allá de la ventana, le hacía pensar que aquel callejón pertenecía
a una realidad diferente a la suya.
Mientras se despojaba de sus pijamas y preparaba de
manera casi autómata sus vestimentas del día, de su cabeza no
salía la idea de poder penetrar a otra dimensión a través de la
entrada que daba al callejón. Esta idea era recurrente, ya que
durante la flagelación vespertina a la que se sometía día tras día,
el callejón era para él, lo que Verónica fue para Cristo durante el
viacrucis.
Aunque en su camino hacia el baño, la mañana empezaba
a hacerse más amena, siempre que se veía desnudo frente al
espejo del lavabo, evidenciaba que esas sentadillas mañaneras
no estaban sirviendo para nada. Se repetía que la única forma de
recuperar aquella vigorizante figura que ostentaba en sus años
mozos, era aplicar la envidiable disciplina que presumian sus
compañeros de trabajo en torno al ejercicio.
Dejó de hacerle caso a su desgastado reflejo y se preparó
para ingresar a la ducha. Su guarida acuífera no era ostentosa ni
mucho menos, pero los detalles dentro de ella tenían una magia
envolvente y seductora. Desde el longevo grifo, que precedía a
una ducha ruborizada por el gastado cobrizo; hasta un ejército
de esponjas, olvidadas por exnovias, que parecían manifestar
una consigna muda de desaprobación. Cada fragmento de la
ducha lo seducía y le hacía disfrutar del que fuese su mejor
momento de la mañana.
Y es que dentro de la guarida, sentía una libertad que
pocas veces experimentaba en el exterior, pero lo que más
atesoraba de ella, era la fluidez que le brindaba a su creatividad
de pensamiento para que recorriese los pasillos conectados
entre sus neuronas.
Viéndose fuera de la ducha, su reflejo en el espejo ya
hasta pasaba desapercibido. Al salir del baño, tomó la ropa
preparada previamente y empezó a vestirse, no sin antes volver
a mirar por la ventana. El callejón cambiaba sus matices según la
posición del sol y justo después de la ducha se veía mucho mejor.
Abotonado el último botón de su camisa, Mort se
encaminaba lentamente hacia la cocina con una ligera sonrisa
en el rostro, provocada por la alharaca de los niños del callejón
que esperaban el autobús para ir al colegio. Aunque no conocía a
ninguno de sus infantiles vecinos más allá de la ventana, de vez
en cuando escuchaba los relatos de sus aventuras y se
imaginaba protagonizando dichas historias.
Mientras preparaba el café, dibujaba siluetas femeninas
sobre el ventanal de la cocina, aprovechando así el vapor
emanado por la vieja, pero siempre confiable, cafetera. Hacía ya
mucho tiempo desde que una mujer, que no fuese su madre,
entrara por la puerta de su apartamento, pero esto no le
desanimaba, sino todo lo contrario, sentía la libertad de visitar a
una mujer distinta todas las noches, pero elegía no hacerlo,
porque también tenía la libertad de elegir. Así como eligió comer
jamón en vez de queso y un tenedor con mango de madera en
vez de uno de plata. Era la libertad en estado puro.
Su ánimo ya era muy diferente al de la versión recién
levantado y disfrutaba hasta de sus huevos revueltos, nunca
preparados como su madre le enseñó. Pero algo lo distrajo
abruptamente, como si de repente todos los males del universo
se centraran en una vibración corta pero intensa… era su celular.
Desde lejos, podía ver la imagen del que escribiese el mensaje,
su sombrero de copa le ponía los pelos de punta y antes de abrir
aquel aglomerado de textos denigrantes, optó por blindarse.
De su bolsillo, sacó una pipa con aspecto desgastado y
algo medieval. Al prenderla, aspiró la mayor cantidad de humo
posible y lo retuvo en sus pulmones durante unos 30 o 40
segundos. Mientras exhalaba la humareda que aromatizara el
comedor, tomó el celular y abrió el mensaje. Lo leyó por encima y
no le hizo mucho caso, era algo como: << “Llega hoy temprano,
necesito el reporte de ventas para las nueve” >>. Una carcajada
garantizó el éxito del blindaje. Acompañó las risas de más huevos
revueltos, hasta que por fin terminase el desayuno y se pusiera
de pie.
Le esperaba la salida pero, no iba a irse todavía, no sin
antes volver a la habitación y mirar una vez más por el callejón.
El blindaje que lo protegió del tipo con sombrero de copa, ahora
era capaz de intensificar sus sentidos, por lo cual, sentía,
palpaba, olía, miraba y escuchaba cada detalle del mágico
callejón con mayor intensidad.
Mientras salía, un poco tarde ya, pensó que al volver del
trabajo pasaría por el callejón, nunca antes lo había hecho y
siempre lo dejaba para el día siguiente, pero hoy se atrevería por
fin a cruzar aquel pasaje que tan feliz le hacía. Al cerrar la puerta
de su casa, recordó que, recién abrió los ojos, quería enviar todo
a algún sitio, pero se le había olvidado el destino del paquete. No
se preocupó y se dijo a sí mismo. — Mañana recordaré ese
“dónde”, lo que no se me puede olvidar, es que hoy voy a
recorrer, de una vez por todas, el callejón —.