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Misiones jesuíticas en América Las misiones religiosas en América, también llamadas fiorucci, fueron poblados de indígenas organizados y administrados por los sacerdotes jesuitas en el Nuevo Mundo como parte de su obra civilizadora y evangelizadora. El objetivo principal de las misiones religiosas fue el crear una sociedad con los beneficios y cualidades de la sociedad cristiana europea, pero ausente de los vicios y maldades que la caracterizaban. Estas misiones fueron fundadas por los jesuitas en toda la América colonial, y según Manuel Marzal, sintetizando la visión de otros estudiosos, constituyen una de las más notables utopías de la historia. Para lograr su objetivo, los jesuitas desarrollaron el contacto técnico y la atracción de los indios. Pronto aprendieron sus lenguas, y desde ahí se reunirían en pueblos que albergaban muchas veces miles de personas. Eran en larga medida auto-suficientes, disponían de una completa infraestructura administrativa, económica y cultural que funcionaba en un régimen comunitario, donde los nativos fueron educados en la fe cristiana y enseñados a crear arte con elevado grado de sofisticación, pero siempre siguiendo el modelo europeo. Después de un inicio poco sistemático marcada por intentos fallidos a mediados del siglo XVII el modelo misionero ya estaba bien establecido y generalizado en la mayor parte de América, pero tuvieron de continuar enfrentando la oposición de algunos sectores de la Iglesia Católica que no coincidían con sus métodos, del resto de la población colonizadora para quienes no valía la pena el esfuerzo de cristianizar a la población indígena, y los bandos de cazadores de esclavos, que aprisionaban a los indígenas para someterlos a trabajos forzados dentro de la economía colonial de explotación a la vez que destruían sus aldeas, causando muchas muertes. Incluso con muchos problemas para superar, las misiones en su conjunto prosperaron hasta un punto en la mitad del siglo XVIII, donde los jesuitas se convirtieron en sospechosos de tratar de crear un imperio independiente, éste fue uno de los argumentos usados en la intensa campaña difamatoria que sufrieron en América y Europa y, que acabó dando como resultado la expulsión de las colonias españolas a partir de 1759 y en la disolución de la orden en 1773. Con esto, el sistema misionero jesuita se derrumbó, causando la dispersión de los pequeños pueblos indígenas. El sistema misionero buscó introducir el cristianismo y un modo de vida europeizado, integrando, sin embargo, varios de los valores culturales de los propios indios, y estaba basado en el respeto de la persona y sus tradiciones grupales, hasta donde estas no entrasen en conflicto directo con los conceptos básicos de la nueva fe y de la justicia. La extensión del mérito y el éxito de este esfuerzo han sido objeto de debate entre los historiadores, pero el hecho es que fue de vital importancia para la primera organización del territorio y de

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Misiones jesuíticas en América

Las misiones religiosas en América, también llamadas fiorucci, fueron

poblados de indígenas organizados y administrados por los sacerdotes jesuitas

en el Nuevo Mundo como parte de su obra civilizadora y evangelizadora. El

objetivo principal de las misiones religiosas fue el crear una sociedad con los

beneficios y cualidades de la sociedad cristiana europea, pero ausente de los

vicios y maldades que la caracterizaban. Estas misiones fueron fundadas por

los jesuitas en toda la América colonial, y según Manuel Marzal, sintetizando

la visión de otros estudiosos, constituyen una de las más notables utopías de la

historia.

Para lograr su objetivo, los jesuitas desarrollaron el contacto técnico y la

atracción de los indios. Pronto aprendieron sus lenguas, y desde ahí se

reunirían en pueblos que albergaban muchas veces miles de personas. Eran en

larga medida auto-suficientes, disponían de una completa infraestructura

administrativa, económica y cultural que funcionaba en un régimen

comunitario, donde los nativos fueron educados en la fe cristiana y enseñados

a crear arte con elevado grado de sofisticación, pero siempre siguiendo el

modelo europeo. Después de un inicio poco sistemático marcada por intentos

fallidos a mediados del siglo XVII el modelo misionero ya estaba bien

establecido y generalizado en la mayor parte de América, pero tuvieron de

continuar enfrentando la oposición de algunos sectores de la Iglesia Católica

—que no coincidían con sus métodos—, del resto de la población

colonizadora —para quienes no valía la pena el esfuerzo de cristianizar a la

población indígena—, y los bandos de cazadores de esclavos, que

aprisionaban a los indígenas para someterlos a trabajos forzados dentro de la

economía colonial de explotación a la vez que destruían sus aldeas, causando

muchas muertes. Incluso con muchos problemas para superar, las misiones en

su conjunto prosperaron hasta un punto en la mitad del siglo XVIII, donde los

jesuitas se convirtieron en sospechosos de tratar de crear un imperio

independiente, éste fue uno de los argumentos usados en la intensa campaña

difamatoria que sufrieron en América y Europa y, que acabó dando como

resultado la expulsión de las colonias españolas a partir de 1759 y en la

disolución de la orden en 1773. Con esto, el sistema misionero jesuita se

derrumbó, causando la dispersión de los pequeños pueblos indígenas.

El sistema misionero buscó introducir el cristianismo y un modo de vida

europeizado, integrando, sin embargo, varios de los valores culturales de los

propios indios, y estaba basado en el respeto de la persona y sus tradiciones

grupales, hasta donde estas no entrasen en conflicto directo con los conceptos

básicos de la nueva fe y de la justicia. La extensión del mérito y el éxito de

este esfuerzo han sido objeto de debate entre los historiadores, pero el hecho

es que fue de vital importancia para la primera organización del territorio y de

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los fundamentos de la sociedad americana como es conocida hoy en día.

Varios monumentos misioneros son ahora Patrimonio de la Humanidad.

Orígenes y evolución del sistema misionero

La creación del sistema de las misiones debe ser estudiado en el contexto de la

política colonial desarrollada por las potencias europeas para la recién

descubierta América, que originalmente era habitada por incontables pueblos

indígenas, en varios grados de civilización. A pesar de algunos contactos

preliminares entre europeos e indígenas habían sido pacíficos, los

colonizadores comenzaron a emprender una conquista belicosa y sanguinaria,

sometiendo a los nativos a través de las superiores armas y técnicas militares

europeas, y despojándoles de cualquier tesoro que fuese encontrado. En vista

de las atrocidades que iban siendo cometidas, los reyes y papas legislaron a

favor de los indígenas, pero con poco efecto, pues el control sobre las

provincias distantes era muy difícil, y los abusos continuaron a lo largo de

toda la historia de la colonización. Junto a los primeros colonizadores llegaron

religiosos de varias órdenes misioneras, principalmentefranciscanos y

dominicos. Su presencia se justificaba porque entre los objetivos de la

conquista americana estaba la cristianización de los pueblos dominados, pero

muchos de esos misioneros fueron complacentes con el uso de la violencia y

se beneficiaron de su explotación. Poco después, preocupado con los rumbos

descontrolados que la conquista española tomaba, Carlos I de España, llamó a

los jesuitas para que intervinieran en el proceso, mientras que Juan III de

Portugal daba las primeras órdenes para que la evangelización de los

indígenas de sus colonias fuese entregada a la Compañía de Jesús.

La Compañía de Jesús fue fundada en 1539 por San Ignacio de Loyola, y en

pocos años conquistó gran prestigio por su dinamismo y por la sólida

preparación teológica y cultural de sus miembros, que ascendieron a

posiciones de importancia en el clero y en los consejos de reyes y príncipes.

La Orden se tornó la principal fuerza de la Iglesia Católica en el proceso de la

Contrarreforma, renovó la pedagogía en Europa, y de hecho, representó la

vanguardia religiosa en su tiempo, contando con privilegios especiales y gran

independencia dentro de la estructura jerárquica católica, pero votando una

obediencia total al papa. Los jesuitas arribaron en Brasil en el 1549, al el Perú

llegaron en 1567, en México en 1572 y a la Nueva Francia en 1611, pero el

sistema misionero tardó varias décadas en estructurarse y consolidarse.1 De

esa forma, las primeras tentativas de evangelización fueron informales,

itinerantes, poco coherentes y sin resultados significativos, y encontraron

obstáculos debido a la ausencia de instituciones jurídicas y administrativas de

apoyo eficaces, de la poca colaboración de otras Órdenes —Si no su

complicidad con las prácticas depredadoras de los colonizadores, como se

lamentaba en Brasil Manuel da Nóbrega— y de la objeción de los primeros

colonizadores que ya estaban instalados, para quienes los indígenas eran tan

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despreciables como los negros y solo les parecían útiles como trabajadores

baratos. La primera iniciativa de fundación de poblados especiales para los

indígenas cristianizados partió de Don Juan III, que en Regimiento al primer

gobernador general del Brasil Tomé de Sousa ordenó que ellos viviesen en

grupos en las proximidades de las villas para que puedan estar en más íntimo

contacto con los cristianos y pudiesen ser mejor adoctrinados. La idea fue

elogiada por Nóbrega, pues sin demora percibió la ineficiencia de las misiones

itinerantes, poco antes de que el padre español José de Acosta hiciera la

misma observación en el Perú.

Nóbrega escribió a los sus superiores solicitando que los jesuitas obtuviesen

del Papa el poder de erigir altares donde bien les pareciese y así consolidar sus

poblados, al mismo tiempo en que recomendó paciencia para con el proceso

de aculturación, previniendo que una transformación autoritaria, súbita y

radical en los costumbres indígenas no daría frutos positivos. También

reconoció, en su Diálogo da Conversão do Gentio (Diálogo de la Conversión

del los gentiles) (1556-57) que los indígenas no eran esencialmente malos, a

pesar de sus prácticas religiosas "abominables", y que podían ser

gradualmente conducidos a una vida más digna, pues si su religión era

errónea, la raíz del mal estaba más en el tener un carácter supersticioso, que

podía ser encontrado en cualquier pueblo ignorante, y no por ser

intencionalmente maligna, según la opinión más corriente.7 Acosta viajó al

Perú en el cargo de Provincial de la Orden en 1576 e, inspecionando el trabajo

hasta entonces desarrollado entre los indígenas, lo consideró insatisfactorio.

En la asamblea provincial y en el concilio de Lima de 1527-1607, donde se

reunieron para examinar las causas del fracaso, Acosta recogió los elementos

necesarios para componer la obra De procuranda indorum salute (1588),

donde sintetizó sus experiencias y presentó las contradicciones de la

evangelización en el Nuevo Mundo. En ese momento el saqueo, la esclavitud

y los asesinatos en masa ya se habían vuelto un escándalo, condenado en

Europa, a pesar de que el Papa Pablo III en 1532 ya había ordenado publicar

una bula en la que se proclamaba la libertad de los indígenas en las posesiones

españolas. Los ideales de Acosta eran en resumen las mismas de Nóbrega y,

aparecieron como una alternativa viable para la creación de una obra

misionera basada en el respeto a los indígenas, dándoles más independencia

dentro de un Estado que se revelaba cruel e imoral, preservando las

costumbres nativas que no se opusiesen directamente a la fe cristiana y a la

justicia, aunque no se abandonaba de todo la idea de la una imposición

doctrinal forzada en algunos casos. Nóbrega y Acosta consideraban la

cristianización del gentío en un imperativo para su propio bien (pro su salute),

y veían mal la religión indígena, pero encontraron un camino para reformarla,

y no suprimirla de forma total, identificando puntos de semejanza con el

catolicismo, como la creencia en la vida después a muerte y en la existencia

de un dios supremo. Combatieron el método de erradicación completa de los

símbolos religiosos y culturales nativos, acreditando que a pesar de su

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idolatría los indígenas podrían conocer la "verdadera fe" a través de la razón.

Estas ideales liberales tenían larga historia, pues el Papa Gregorio I en el siglo

VI ya recomendaba a Agustín de Canterbury, apóstol de Inglaterra, que

trabajase con las costumbres locales y que preservase todo que fuese posible

de la fe autóctona.

Entretanto, en el Brasil aparecieron divergencias sobre el modo de conducir el

trabajo misionero. Nóbrega comenzó a cambiar su discurso, apostando

entonces más en la sujeción pura y simple del indígena, y esa tendencia parece

haberse tornado de ahí en adelante en la más predominante, dando al

misionerismo portugués en general un carácter distinto del español, y

relativamente menos fructífero en lo que respecta al sistema misionero en

general, ya que las misiones de toda la mitad norte del actual Brasil fueron de

las que trajeron más problemas para lograr estabilizarse, aún cuando fuesen

capaces de hacerlo. En la época en que Portugal y España estuvieron

gobernados por un mismo rey, Felipe III de España, fue publicada a partir de

1607 una serie de decretos que protegían las misiones, dándoles total

autonomía desde que hubiese allí un representante de la Corona. Al mismo

tiempo se prohibió el acceso de mestizos y negros, y se dieron salvaguardas

para los indios reducidos a fin de que no pudiesen ser capturados por los

encomenderos o cazadores de esclavos. El resultado de esas nuevas medidas

fue que un gran número de indígenas buscó protección dentro de las

reducciones, en un período en que crecía aceleradamente la demanda por

esclavos y los ataques ilegales a los poblados también se multiplicaban. Se

calcula que solamente en 1630 habían sido muertos o aprisionados cerca de

30.000 nativos en la región de Paraguay.

Los ideales de Acosta fueron llevadas adelante en la América española por

Antonio Ruiz de Montoya, que trabajó entre losguaraníes del Paraná-Paraguay

y, escribió el libro Conquista espiritual (1639), donde propuso la fundación de

poblados indígenas distanciados de las zonas de colonización, dando

directrices para la organización de la vida sociocultural y para una

evangelización más profunda, haciendo hincapié en el hecho de que los indios

eran, por fuerza de la Conquista, legítimos súbditos del rey español y

merecedores así de respeto y de una protección oficial más efectiva. En la

misma obra relató los progresos positivos de los que fue testigo, aplicando sus

ideales entre los indígenas y la rica y harmoniosa sociedad que conseguiría

establecer en las reducciones que fundara. En tanto, en el Brasil, el padre

António Vieira se esforzaba por liberar a los indígenas de la esclavitud y

exigía, con éxito, del nuevo rey portugués, Don Juan IV, la regularización del

estatus jurídico y la autonomía administrativa de los asentamientos

establecidos por los jesuitas, haciendo al monarca ver que los intereses de la

Orden no eran contrarios a los de la Corona, al contrario, les eran de auxilio.

Aunque los jesuitas trabajaron para minimizar su dependencia del Estado y el

contacto con los otros colonizadores, fue algo que no pudo llevarse a cabo

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completamente. Tampoco se opusieron a la colonización europea de América,

pues era algo evidentemente irreversible, además, ellos mismos fueron uno de

sus agentes más importantes. Además de esto, para los jesuitas una

evangelización centrada en núcleos urbanos nuevos se revelaba

inmediatamente ventajosa, tanto por la mayor facilidad de administrar el

poblado desde el inicio de acuerdo con sus ideales, creando un modelo

económico autosustentable que facilitase la obra catequética, así como el

hecho de que se mantenían más apartados del contacto con los otros

colonizadores.

A mediados del siglo XVII muchas de las reducciones ya eran bastante

prósperas como para desarrollar un activo comercio con las ciudades y

provincias próximas, llegando a exportar muchos productos hacia Europa,

incluyendo instrumentos musicales y esculturas, entre otras cosas. En diversos

casos su éxito fue muy notable, superando por mucho el nivel de vida de

algunos colonos asentados en las villas y ciudades cercanas, desarrollando una

estructura administrativa y económica mucho más eficiente y humana y,

prácticas tecnológicas más avanzadas. A pesar de esto el sistema misionero

jamás se libró de continuas dificultades e imprevistos. En la mayor parte de

las misiones hubo declive en la tasa de natalidad de los indígenas. En las

misiones de California se verificó una caída poblacional de 80% hacia el fin

del siglo XVIII y, esa caída, si bien no tan acentuada en otros lugares, fue un

fenómeno generalizado. La situación se agravó con la presencia de diversas

plagas agrícolas que perjudicaban la producción de medios de subsistencia y

provocando períodos de hambruna. Las epidemias y los ataques de algunos

grupos indígenas no cristianizados diezmaron y ahuyentaron a la población

residente en los núcleos ya consolidados. Otro problema fue el conflicto entre

la constante presión del Estado para una aculturación rápida y la incapacidad

de algunos grupos indígenas para integrarse a la civilización extranjera al

ritmo deseado por los colonizadores, haciendo que sus estructuras culturales

originales se desestabilizaran al punto de causar una crisis interna en el grupo

y al rechazo total de la propuesta misionera, volviendo a la selva, pero

habiendo perdido buena parte de su conocimiento tradicional en prácticas

cazadoras-recolectoras y guerreras, no siendo capaces de readaptarse al medio

ambiente primitivo, pereciendo de hambre o cayendo en manos de los

cazadores de esclavos. En otros casos, los sacerdotes eran en número

insuficiente o estaban mal preparados, no consiguiendo establecer lazos de

confianza eficientes con los indígenas, administrando de forma incompetente

y, muchos acabaron desmotivados y abandonaron los poblados ante la crudeza

de la labor. Además de esto, el conflicto de intereses entre los colonos ya

instalados y los misioneros nunca se resolvió, y los enfrentamientos violentos

no fueron raros, especialmente en las incursiones de los contrabandistas de

ganado, de los que codiciaban los supuestos tesoros escondidos por los

sacerdotes, buscando en los indígenas mano de obra esclava, dando como

resultado la muertes numerosas y la destrucción de muchas reducciones.

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(fuente: https://es.wikipedia.org/)

Los jesuitas fueron en Brasil la frontera colonial que avanzaba, tanto en las

primeras misiones de San Pablo como en las posteriores de Maranhao; y algo

similar ocurrió en las misiones de Nueva Francia. Pero esto es más claro

todavía en la América española. Cuando los jesuitas llegan en 1568 al Perú y

en 1572 a México, otros misioneros (dominicanos, franciscanos, agustinos y

mercedarios) realizaban una amblia labor a lo largo y ancho de ambos

virreinatos; por eso, los jesuitas, al elegir su territorio misional, optan por la

frontera; es decir, por el Paraguay y por la Amazonia desde el virreinato

peruano, y por el Nor-Oeste de México y Sur de Estados Unidos, desde el

novohispano. Es cierto que la búsqueda de la frontera en los jesuitas

respondía, no solo a la simple coyuntura de ser los últimos, sino a una

verdadera estrategia. Ellos tenían el propósito de establecer misiones con

mayor independencia del poder real y de los intereses de los colonos y eso

podía hacerse mejor en la frontera. Tal propósito se logró en las reducciones

del Paraguay, que son el paradigma de las misiones jesuíticas y que han sido

calificadas a menudo como "reino dentro de un reino", por la autonomía

política que tuvieron frente al Estado colonial.

(fuente: Negro, S. y Marzal, M. 2000. "Un reino en la frontera: las misiones

jesuitas en la América colonial". Ecuador: Ediciones Abya-Yala.)

Las reducciones y las Misiones Orientales

En 1617, durante el gobierno de Hernandarias, la Gobernación del Río de la

Plata fue dividida en dos: la Gobernación de Guayrá (con capital en Asunción)

y la Gobernación de Buenos Aires o del Plata (con capital en Buenos Aires).

Tras esta fragmentación, en el territorio de la Banda Oriental comenzaron a

instalarse grupos de religiosos que llegaban desde España con la finalidad de

cirstianizar a los habitantes de las nuevas tierras conquistadas. A inicios del

siglo XVII, al noreste del territorio, en la actual frontera entre el Uruguay y

Brasil, los jesuitas organizaron siete pueblos que, en su conjunto, conformaron

las Misiones Orientales: San Luis Gonzaga, San Nicolás, San Miguel

Arcángel, San Francisco Borja, San Lorenzo Mártir y San Juan Bautista y

Santo Ángel Custodio. Los habitantes indígenas guaraníes de estas misiones

fueron llamados "tapes". En 1625 el padre franciscano Juan de Vergara instaló

dos reducciones en la Banda Oriental: San Francisco de Olivares de los

Charrúas y San Antonio de los Chanáes. Las mismas tuvieron corta vida

puesto que, pese a ser designados administradores y corregidores para

llevarlas adelante, los poblados se dispersaron en poco tiempo. Hacia 1660

nació un tercer pueblo, fundado con el fin de evangelizar a los indígenas, que

recibió el nombre de San Miguel del Río Negro y tuvo una duración de cinco

años. Sus habitantes primitivos fueron indios guaraníes que, luego de haber

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sido detenidos en territorio brasileño, fueron liberados y trasladados a la

Banda Oriental. Esta población se asentó cerca del actual pueblo de San Javier

y, según los registros de la época, llegó a contar con unos cuatrocientos

habitantes.

A comienzos del siglo XVIII, probablemente en 1718, se fundó la Villa de

Santo Domingo de Soriano, en el actual departamento de Soriano; bajo la

autoridad de un corregidor y dos alcaldes indígenas fueron reducidos cientos

de chanáes y charrúas.

(fuente: "Enciclopedia del Uruguay". España: Editorial Océano.)