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Los renglones torcidos de dios torcuato luca de tena

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Alice Gould es ingresada en unsanatorio mental. En su delirio, creeser una investigadora privada acargo de un equipo de detectivesdedicados a esclarecer complicadoscasos. Según una carta de sumédico particular, la realidad esotra: su paranoica obsesión esatentar contra la vida de su marido.La extrema inteligencia de estamujer y su actitud aparentementenormal confundirán a los médicoshasta el punto de no saber a cienciacierta si Alice ha sido ingresadainjustamente o padece realmente

un grave y peligroso trastornopsicológico.

Torcuato Luca de Tena

Los renglonestorcidos de Dios

ePUB v4.1ikero 10.07.12

"A"UN HOMBRE Y

UNA MUJER

E L AUTOMÓVIL perdióvelocidad.

—Creo que es aquí —dijoel hombre.

Movió el volante hasta salirse delasfalto. Detuvo el coche en unaexplanada de hierba; descendió ycaminó unos metros hasta el borde delaltozano. La mujer le siguió.

—Mira —dijo él, señalando lalontananza.

Desde aquella altura, la mesetacastellana se extendía hasta el arco delhorizonte, tersa como un mar. Tan sólopor levante el terreno se ondulabadiseñando el perfil de unas lomas azules

y pálidas como una lejanía deVelázquez. Unos chopos, agrupados enhilera, cruzaban la inmensidad; y no eradifícil adivinar que alimentaban susraíces en la humedad de un regato, cuyaoculta presencia denunciaban. El campoestaba verde, pues aún no habíacomenzado el trigo a amarillear ni lacebada. Centrada en el paisaje había unasola construcción humana, grande comoun convento o como un seminario.

—Allí es —dijo el hombre.La tapia que rodeaba por todas

partes el edificio estaba muy apartadade la fábrica central, con lo que sepresumía que la propiedad debía de ser

vastísima. El cielo estaba diáfano, y laspocas nubes que por allí bogaban sehabían concentrado todas en la puertadel ocaso.

—¿Qué hora es?—Nos sobra tiempo.—Estás muy callada.—No me faltan razones.Subieron al coche y lo dejaron

deslizar, sin prisa, por la suavependiente.

Las tapias vistas de cerca eranaltísimas. No menos de cuatro metros.Algún día estuvieron encaladas. Hoy lalechada, más cerca del color de la tierracircundante que de su primitiva albura,

caía desprendida como la piel de unhombre desollado. Llegaron a la verja.Candados no faltaban. Ni cerrojos. Perotimbre o campana no había.

Bajaron ambos del coche a la últimaluz del día, y observaron entre losbarrotes. Plantado en el largo caminoque iba hasta el edificio, un individuo,de muy mala catadura, los observaba.

—¡Eh, buen hombre, acérquese! —gritó él, haciendo altavoz con las manos.

Lejos de atenderle, el individuo sevolvió de espaldas y comenzó a caminarparsimoniosamente hacia el edificio.

—¿No me oye? ¡Acérquese!¡Necesitamos entrar!

—Sí, te oye, sí —comentó la mujer—. A medida que más gritas, más rápidose aleja. ¡Qué extraño es todo esto! ¿Quéharemos ahora?

—¡No estés nerviosa!—¿En mi caso... no lo estarías tú?—Calla. Creo que viene alguien.La penumbra era cada vez más

intensa.—¿Qué desean? —preguntó un

individuo con bata blanca, desde lejos.El hombre agitó un papel, y respondió avoces:

—¡Es de la Diputación Provincial!El recién llegado no se dio prisa en

acercarse. Al llegar, posó los ojos en el

escrito y en seguida sobre la mujer, coninsolente curiosidad.

—Pasen —dijo. Y entreabrió lapuerta—. ¡Llegan ustedes con muchoretraso!

—¿No podemos entrar con elautomóvil?

—A estas horas, ya no.—Es que... llevamos algún equipaje.—Yo los ayudaré.Abrieron el portaequipaje y sacaron

los bultos.El camino era largo y la oscuridad

se espesaba por momentos. La mujeramagó un grito al divisar una sombrahumana cerca de ella, que surgió

inesperadamente tras un boj. El de labata blanca gritó:

—¡"Tarugo"! ¡Vete para dentro!¿Crees que no te he visto? Oyéronseunos pasos precipitados.

—No se preocupen —comentó elguía—. Es un pobre idiota inofensivo.

La fachada del edificio y la granpuerta de entrada se conservaban comohace ocho siglos, cuando aquello eracartuja. Cruzaron el umbral; de aquí a unvestíbulo y más tarde a un claustrosoberbio, de puro estilo románico."1213", rezaba una inscripción grabadaen piedra. Y debajo, en latín, un elogio alos fundadores. Los demás rótulos eran

modernos. Uno decía "Gerencia", otro"Asistencia social". Cruzaron bajo unarco, sin puerta, en el que estaba escrito:"Admisiones". Todo lo que había másallá de este hueco era de construcciónreciente, convencional y de mal gusto.

Anduvieron varias veintenas depasos. Todo era grande. Inútilmentegrande en aquel edificio.

—Siéntense aquí, y esperen.Le vieron abrir una puertecilla (de

dimensiones normales esta vez) y, trasella, un despacho moderno y bieniluminado. Al cerrarse la hoja, lapenumbra volvió a cernirse sobre lagalería. El hombre apoyó una mano

firme y cálida sobre la de ella. El dorsode la mujer estaba húmedo y frío.

—Todo saldrá bien. ¡Gracias por tucoraje, Alice Gould! ¡Animo y suerte!Fueron las últimas palabras que ella leoyó en vida.

El doctor don Teodoro Ruipérezojeó los papeles que el enfermeroacababa de depositar sobre su mesa.Todo estaba en regla: la solicitud deingreso, firmada por el marido comopariente más próximo; el informemédico aconsejando el internamiento yel oficio de la Diputación concediendola plaza. El médico leyó a trozos elformulario oficial: Nombre de la

enferma: Alice Gould. Nombre delpariente más próximo: HeliodoroAlmenara. Parentesco: Marido. Ultimodomicilio: Madrid. ¿Ha estado recluidaanteriormente?: No. Diagnósticoprovisional: Paranoia. Firma delcolegiado: Dr. E. Donadío. Elreconocimiento de firma del delegadoprovincial de Medicina era ilegible.

Además de estos papeles había unacarta particular del doctor Donadío aldirector don Samuel Alvar. Como éstedisfrutaba de sus vacaciones, Ruipérezse consideró autorizado a abrirla.

Es condición muy acusada en estaenferma —se decía en la carta— tener

respuesta para todo, aunque ellosuponga mentir (para lo que tiene unarara habilidad), y aunque sus embustescontradigan otros que dijo antes. Casode ser cogida en flagrantecontradicción, no se amilana por ello,y no tarda en encontrar unaexplicación de por qué se vio forzada amentir antes, mientras que ahora escuando dice la verdad. Y todo ello contal coherencia y congruencia que le esfácil confundir a gentes poco sagaces eincluso a psiquiatras inexpertos. A estahabilidad suya contribuyen por igualsus ideas delirantes (que, en muchoscasos, la impiden saber que miente) y

su poderosa inteligencia.Guardó el doctor Ruipérez los

papeles, con intención de leer en otromomento con mayor cuidado el historialclínico, y pulsó el timbre. Observó concuriosidad y atención a la reciénllegada. Aparentaba tener poco más decuarenta años y era muy bella. Teníamás aspecto de una dama sajona oamericana del Norte que el común enuna española: la piel muy blanca,ligeramente pecosa, labios atractivos,nariz aristocrática, pelo rubio ceniza, talvez teñido, tal vez natural (que de estoel doctor Ruipérez no entendía mucho),y manos finas, de largos dedos, muy bien

cuidados. Vestía un traje claro de colorcrema, como correspondía a la estación(muy próxima ya al verano), yenganchado al borde del escote unbroche de oro y esmalte, querepresentaba una flor. "Demasiado bienvestida para este centro —pensóRuipérez—. ¿Dónde cree que viene? ¿Alcasino?"

—Pase por favor, señora, y siéntese.Ella, todavía junto al quicio de la

puerta, pareció dudar. Dio unos pasosmuy lentos, y sentóse casi al borde de lasilla, erguido el busto, las rodillas muyjuntas y las manos desmayadas sobre elregazo. Pensó el médico que iba a notar

en su rostro alguna señal de angustia oansiedad. No fue así. Al volverse, susojos, grandes y claros —de un azul casitranslúcido—, parecían indiferentes,altivos y distantes.

A Ruipérez le inquietaban losprimeros encuentros con los enfermos.El momento más delicado, antes delduro trance del encierro, era el derecibirlos, sosegar sus temores,demostrarles amistad y protección. Mashe aquí que esta señora —tan distinta ensu porte y en su atuendo a los habitualespacientes— no parecía demandaramparo, sino exigir pleitesías. Noobstante, era una paciente como todas,

una enferma más. Su mente estabatocada de un mal cruel y las más de lasveces incurable.

Fue ella quien se adelantó apreguntar, con voz tenue:

—¿Es usted don Samuel Alvar?—No, señora. Soy su ayudante. El

director está ausente. Ella se inclinóhacia él. En el bolsillo de su bata blancaestaba bordado su nombre con hilo azul."Doctor Teodoro Ruipérez". El médicohizo una pausa, tosió, tragó saliva.

—Dígame, señora: ¿sabe usted quécasa es ésta?

—Sí, señor. Un manicomio —respondió ella dulcemente.

—Ya no los llamamos así —corrigió el doctor con más aplomo—,sino sanatorio psiquiátrico. Sanatorio —insistió, separando las sílabas—. Esdecir, un lugar para sanar. ¿Puedohacerle unas preguntas, señora?

—Para eso está usted ahí, doctor.—¿Querrá usted responderme a

ellas?—Para eso estoy aquí.El doctor trazó, como al desgaire,

unas palabras en un bloque: "aplomo","seguridad en sí misma", "un dejó deinsolencia...". Intentó conturbarla.

—No ha contestado directamente ami pregunta. ¿Qué es lo que le…

—Que si querré responder a suinterrogatorio. Y mi respuesta esafirmativa. Soy muy dócil, doctor. Harésiempre lo que se me ordene y no daré anadie quebraderos de cabeza.

—Es un magnífico propósito —dijosonriendo el médico—. Su nombre desoltera es...

—Alice Gould, como el de unafamosa historiadora americana, pero espura coincidencia. Ni siquiera somosparientes.

—¿Nació usted?—Plymouth (Inglaterra), pero he

vivido siempre en España y soyespañola de nacionalidad. Mi padre era

ingeniero y trabajaba al servicio de unacompañía inglesa, en las Minas de RíoTinto, que, en aquel tiempo, eran decapital británico. Aquí se independizó,prosperó y se quedó para siempre. Yaquí murió.

—Hábleme de él.—Poseía un gran talento. Era un

hombre excepcional.—¿Se llevaban ustedes bien?—Nos queríamos y nos

apreciábamos.—¿Qué diferencia ve usted entre

esos dos sentimientos?—El primero indica amor. El

segundo, estimación intelectual: es

decir, admiración y orgullo recíprocos.—¿Su padre la admiraba a usted?—Ya he respondido a esa pregunta.—¿Se sentía orgulloso de usted?—No me gusta ser reiterativa.—Hábleme de su madre.—Sé muy poco de ella, salvo que

era bellísima. Murió siendo yo muyniña. Se llamaba Alice Worcester.

—¿Tiene usted parientes por surama materna?

—No.—¿En qué año murió su padre?—Hace dieciséis. Al siguiente de mi

matrimonio.—¿Tenía su padre algún pariente

próximo?—Un hermano menor que él, Harold,

que reside en California. Sólo sevolvieron a ver de adultos una vez, porazar, y se emborracharon juntos. EnNavidad se escribían christmas. Y yo,aunque no le conozco personalmente,muerto mi padre, mantengo la tradición.

—¿Qué tradición?—La de felicitarle por Navidad.—Dígame, señora. ¿Cuántos hijos

tiene usted?—No tengo hijos.—Hábleme de su marido. ¿Es el

suyo un matrimonio feliz?—Mi marido y yo estamos muy

compenetrados. Compartimos sin un malgesto, desde hace dieciséis años, eltedio que nos producimos.

—¿Su nombre es...?—Alice Gould: ya se lo dije.—Me refiero al de su esposo.—Almenara. Heliodoro Almenara.—¿Qué estudios tiene?—Él dice que estudió unos años de

Derecho. No lo creo. Es profundamenteignorante.

—¿A qué se dedica?—A perder mi dinero en el póquer y

a jugar al golf.—Y usted, señora, ¿qué estudios

tiene?

—Soy licenciada en CienciasQuímicas.

—¿Se dedica usted a lainvestigación?

—Usted lo ha dicho, doctor. Pero noa la investigación científica, sino a otramuy distinta: soy detective diplomado.

—¡Ah! —exclamó con simuladasorpresa el médico—. ¡Qué profesiónmás fascinante!

Pero lo que verdaderamente pensabaes que no había tardado mucho la señorade Almenara en declarar uno de susdel i r ios: creerse lo que no era.Pretendió ahondar algo en este tema.

—Realmente fascinante... —insistió

el doctor.—En efecto: lo es —confirmó Alice

Gould con energía y complacencia.—Dígame algo de su profesión.—¡Ah, doctor! Su pregunta es tan

amplia como si yo le pidiera que mehablara usted de la Medicina...

—Reláteme alguna experiencia suyaen el campo de la investigación privada.Seguramente serán muchas y del máximointerés.

—Cierto, doctor. Son muchas einteresantísimas. Pero todas estánincursas en el secreto profesional.

El doctor se reclinó hacia atrás en susillón, y colocó sus manos debajo de la

nuca; postura que, al entender de Alice,era más propia de un balneario paratostarse al sol que del lugar en que sehallaban. Así, a primera vista, no lepareció un hombre de peso. Más que uncientífico lo juzgó un fantoche. Suscalcetines verdes se le antojaronhorrendos.

—Tengo verdadera curiosidad —dijo el médico mirando al techo— desaber cómo se decidió aprofesionalizarse en un campo tan pocousual en las mujeres.

—Muy sencillo, doctor. Yo soy muybritánica. No tengo hijos. Odio el ocio.En Londres, las damas sin ocupación se

dedican a escribir cartas a losperiódicos acerca de las ceremoniasmortuorias de los malayos o a recolectarfondos para dar escuelas a los niñospatagones. Yo necesitaba ocuparme enalgo más directo e inmediato; en algoque fuera útil a la sociedad que merodeaba, y me dediqué a combatir unalacra: la delincuencia; del mismo modoque usted combate otra lacra: laenfermedad.

—Dígame, señora de Almenara,¿trabaja usted en su casa o tiene undespacho propio en otro lugar?

—Tengo oficina propia y estoyasociada con otros detectives

diplomados que trabajan a mis órdenes.—¿Dónde está situada exactamente

su oficina?—Calle Caldanera, 8, duplicado;

escalera B, piso sexto, apartamento 18,Madrid.

—¿Conoce su marido el despachodonde usted trabaja?

—No.—¡Es asombroso!Alice Gould le miró dulcemente a

los ojos.—¿Puedo hacerle una pregunta,

doctor?—¡Hágala!—¿Conoce su señora este despacho?

El médico se esforzó en no perder sucompostura.

—Ciertamente, no.—¡Es asombroso! —concluyó Alice

Gould, sin extremar demasiado suacento triunfal.

—Este lugar —comentó el doctorRuipérez— ha de estar obligadamenterodeado de discreción. El respeto quedebemos a los pacientes... La detectiveno le dejó concluir.

—No se esfuerce, doctor. Tambiényo he de estar rodeada de discreción porel respeto que debo a mis clientes.Nuestras actividades se parecen en estoy en estar amparadas las dos por el

secreto profesional.—Bien, señora. Quedamos en qué su

marido no conoce su despacho. Pero¿sabe, al menos, a qué se dedica usted?

—No. No lo sabe.—¿Usted se lo ha ocultado?—De ningún modo. Él no lo sabe

porque se empeña en no saberlo. Porésta y otras razones, creo sinceramenteque es un débil mental.

—Muy interesante, muy interesante...Guardó silencio el médico al tiempo

de encender un cigarrillo y anotar en sucuaderno:

"Considera a sus progenitores seresexcepcionales de los que ha heredado su

talento. Ella misma es admirada por unser superior, como su padre. Todo lodemás es inferior."

Posó sus ojos en ella.—¿Conoce usted, señora, con

exactitud las razones por las que seencuentra aquí?

—Sí, doctor. Estoy legalmentesecuestrada.

—¿Por quién?—Por mi marido.—¿Es cierto que intentó usted por

tres veces envenenar a su esposo?—Es falso.—¿No reconoció usted ante el juez

haberlo intentado?

—Le informaron a usted muy mal,doctor. No estoy aquí por sentenciajudicial. Fui acusada de esa necedad noante un tribunal sino ante un médicoincompetente. Jamás acepté ante eldoctor Donadío haber hecho lo que nohice. Del mismo modo que nuncaconfesaré estar enferma, sino"legalmente secuestrada".

—¿Fue usted misma quien preparólos venenos?

—Es usted tenaz, doctor. De haberloquerido hacer, tampoco hubiera podido.Pues lo ignoro todo acerca de losvenenos.

—¡Realmente extraño en una

licenciada en Químicas!—Doctor, no sería imposible que

durante mi estancia aquí tuvieran queoperarme de los ovarios. ¿Sería ustedmismo quien me interviniese?

—Imposible, señora. Yo no entiendode eso.

—¿No entiende usted? ¡Realmenteextraño en un doctor en Medicina!

—Mi especialización médica esotra, señora mía.

—Señor mío: mi especializaciónquímica es otra también.

Rió la nueva reclusa, sin extremarse,y el doctor se vio forzado a imitarla,pues lo cierto es que lo había dejado sin

habla. De tonta no tenía nada. Podría serloca; pero estúpida, no.

—En el informe que he leído acercade su personalidad —comentó TeodoroRuipérez— se dice que es usted muyinteligente.

Alice sonrió con sarcasmo, noexento de vanidad.

—Le aseguro, doctor, que es undefecto involuntario.

—La palabra exacta del informe esque posee una poderosa inteligencia —insistió halagador.

—El doctor Donadío exagera. Lemerecí ese juicio cuando le demostréque nunca pude envenenar a mi esposo

por carecer de ocasiones y de motivos.Y como le convencí de que carecía demotivo, pero no de posibilidades, laconclusión que sacó es que yo estabaloca, porque es propio de locos carecerde motivaciones para sus actos. ¿Ustedconoce al doctor Donadío?

—No tengo ese honor.—¡Lástima!—¿Por qué?—Porque si le conociera

comprendería al instante... que es muypoco inteligente el pobre.

El doctor Ruipérez no pudo menosde sonreír. Aquella mujer de aspectointelectual y superior manejaba con

singular acierto el arte de la simulación,pero ello no era óbice para que fueradeclarando frase a frase el terrible malque la aquejaba. Cada palabra suya erauna confirmación de los síndromesparanoicos diagnosticados por el doctorDonadío. Cuando, en otras psicopatías,el delirio del enfermo se manifiestadurante una crisis aguda, no hay nada tanfácil para un especialista comodetectarlo. Se le descubre con lafacilidad con que se distingue a unhombre vestido de rojo caminando porla nieve; por el contrario, cuando eldelirio es crónico, hay que andarse conpies de plomo antes de declarar o

rechazar la sanidad de un enfermo. Lasesquizofrenias tienen de común con lasparanoias la existencia de estos deliriosde interpretación: la deformación de larealidad exterior por una tendenciainvencible, y por supuesto morbosa, aver las cosas como son. Pero así comoen las esquizofrenias talestransformaciones de la verdad son confrecuencia disparatadas,incomprensibles y radicalmenteabsurdas, en las paranoias, por elcontrario, suelen estar tan teñidas delógica que forman un conjunto armónico,perfectamente sistematizado, y tantomejor defendido con razones, cuanto

mayor es la inteligencia natural delenfermo. Esta nueva reclusa no sólo eraextraordinariamente lúcida sino estabapersuadida de que su agudeza era muysuperior a la media mental de cuantos larodeaban. Era importante reconstruircuál era la "fábula delirante" de AliceGould, cuál la "historia" que sudeformación paranoica había forjado ensu mente enferma para creerse"legalmente secuestrada". El doctorRuipérez prefería averiguar esto por símismo, y más tarde constatar sus juicioscon el diagnóstico del doctor Donadíopor medio de un exhaustivo y detenidoestudio de su informe.

—Afirma usted, señora, carecer demotivos para haber intentado envenenara su marido.

—En efecto. Nadie tiene motivospara destruir un espléndido objetoornamental. Mi decepción, respecto a lavacuidad de su carácter, no puedeobcecarme hasta el punto de negar quesu exterior es asombrosamente perfecto.Créame que me siento orgullosa cuandoleo en los ojos de otras mujeres un puntode admiración hacia su espléndidabelleza. ¡Cierto que experimento lamisma vanidad cuando alguien en elhipódromo elogia la armonía de líneasdel caballo preferido de mis cuadras! ¡Y

no se me ocurre por ello matar a micaballo!

Alice Gould se interrumpió. Unasombra pasó por sus ojos.

—Una mañana ese caballo mecoceó. Si sus cascos no hubiesentropezado en una de las barrastransversales de la caballeriza mehubiera matado, sin lugar a dudas.Aquello me afectó mucho. No podíaentender cómo un animal al que yo habíacriado y al que consideraba tan noble, yal que admiraba tanto, sintiese aquellainquina hacia mí. Es la misma sensaciónde estupor y de dolor que experimentoahora al comprobar la perversidad de

mi marido al pretender envenenarmeprimero y conseguir secuestrarmedespués.

—¿Su esposo pretendióenvenenarla?

—Sí, doctor. Fue a raíz de lareducción que impuse a sus gastos. Nome importaba facilitarle dinero, paraque lo invirtiese en valores productivoso montase un negocio, pero llegó unmomento en que no toleré más suspérdidas de póquer. Estaba enviciado enel juego, y ya le he dicho que es muypoco inteligente: dos combinacionesaltamente positivas para arruinarse yarruinarme.

—Dígame: ¿cómo fue ese intento deenvenenarla?

—Hacía grandes elogios del platoque estábamos comiendo. Él insistía,mirándome muy fijamente, que comieramás y que no me preocupase tanto porconservar la línea. Yo, súbitamente, meacordé de la ingratitud de mi caballo ylo comprendí todo; con un pretexto meausenté del comedor, bebí un vaso deagua caliente que me sirvió de vomitivoy devolví la carne envenenada. Él nuncasupo que tomé esa precaución; no hizomás que preguntarme durante lasobremesa si me encontraba bien(leyendo yo en sus ojos que lo que

deseaba era que me encontrase mal), conlo que confirmé que había intentadoenvenenarme.

—Afortunadamente no lo consiguió—murmuró el doctor.

—Al no conseguirlo —continuóAlice Gould— varió de táctica.Introdujo veneno entre sus medicinas y,con el mayor secreto, las hizo analizar aun médico amigo suyo. Éste, de buenafe, llegó a la conclusión de que era yoquien pretendía eliminar a Heliodoro, yaconsejó a mi marido que me sometiesea la observación de un psiquiatra, que esexactamente la respuesta que Heliodoroquería escuchar. Entre esto, la

ignorancia del doctor Donadío y unamuy defectuosa legislación respecto a lareclusión de enfermos en los sanatoriospsiquiátricos, mi secuestro legal pudoser consumado.

—Y dígame, señora de Almenara,¿qué motivos tendría su marido parahacer esto?

—Está muy claro, doctor: aleliminarme se convierte en eladministrador legal de mi fortuna y daun paso muy importante para declararmeprodiga e impedir que pueda disponerlibremente de mis bienes: ¡sus deudas depóquer ya están aseguradas!

Ruipérez anotó en un papel: "fábula

delirante perfectamente urdida yrazonada" Conclusión provisional:"paranoica pura".

—Antes de concluir, señora deAlmenara, ya que le están esperandopara realizar algunos trámites previos asu ingreso, quisiera expresarle unaperplejidad. Es evidente que está usteddotada de una clara inteligencia y queposee además una especializaciónprofesional que la habilita paradescubrir las argucias, las trampas, losengaños con que se enmascaran losdelincuentes. De otra parte tenemos undelincuente, su marido, de mediocreinteligencia y de espíritu poco cultivado.

¿Cómo es posible que en esta luchaentablada entre ambos el inferior hayalogrado imponerse al superior?

Alice Gould se sonrojóvisiblemente. Con todo, su contestaciónfue fulminante:

—Le responderé con otra pregunta,doctor: ¿eran Anás y Caifas superiores aCristo?

El medico no supo qué decir. Laréplica de la mujer le cogió porsorpresa.

—¡Y no obstante le crucificaron! —concluyó Alice Gould.

El doctor Ruipérez miró el reloj y sepuso en pie. Ella permaneció sentada.

Sus ideas delirantes —pensó el doctor— se afianzaban, en la idea desuperioridad sobre cuantos la rodeaban,sin excluir a su propio médicoparticular, el doctor Donadío, cuyodiagnóstico, según lo que iba viendo yoyendo, resultaba acertadísimo. Desdeahora se atrevería a apostar cuál sería laconducta futura de su nueva paciente:dar tal sensación de normalidad en susdichos y en su comportamiento, que se lacreyese sana. Y si se la pusiese enlibertad, su primera acción sería ser fiela su idea obsesiva: atentar contra la vidade su esposo. No sería improbable quepara llamar la atención acerca de su

buena conducta cometiese algún actoheróico, como arriesgar su vida en unincendio para salvar a un paciente(aunque el fuego lo hubiese provocadoella) o sacar de la piscina a algunomedio ahogado (aunque fuese ellamisma quien le empujara para quecayese al agua). Lo difícil, en losenfermos de la modalidad paranoide,era interpretar sin error cuándo actuabanespontáneamente, de acuerdo con sunormalidad (porque eran normales entodo lo que no concerniera a suobsesión), y cuándo premeditadamente,para convencer a los demás que ellos nopertenecían, como los otros, al género

de los enfermos mentales. La consideródoblemente peligrosa —por suenfermedad y por su inteligencia— y sedispuso a tomar medidas muy severaspara evitar que dispusiese de nada —ensu vestuario, en sus enseres, incluso ensus objetos de tocador— con los quepudiese atentar contra su vida o contrala de los demás.

—Hay algo, señora de Almenara,que quisiera advertirle. Apenas cruceesa puerta entrará usted en un mundo queno va a serle grato.

—Si hubiera podido escoger —dijoella sonriendo— habría reservado plazaen el hotel Don Pepe, de Marbella, y no

aquí. Sin hacer caso de su sarcasmo,Ruipérez prosiguió:

—No toleramos que unos pacienteshieran, humillen o molestenvoluntariamente a los demás. Si unenfermo, por ejemplo, sufrealucinaciones y cree ver al demonio, notoleramos que otro u otros, por mofarsede él, le asusten con muñecos o dibujosalusivos al diablo. Los castigos queimponemos a quienes hacen eso son muyduros.

—Hacen ustedes muy bien.—Hay un recluso —insistió el

médico— que tiene horror al agua. Elverla le produce pánico, vómitos, e

incluso se defeca encima: tal es el pavorque siente al verla. Otro recluso, apenaslo supo, le echó un balde de agua a lospies. Se le encerró en una celda decastigo, se le alimentó con salazones yse le privó de agua durante un mes,salvo la absolutamente necesaria paraevitar su deshidratación. No volvió ahacerlo más.

—Me parece un método excelente,doctor Ruipérez. Los locos son como losniños. No puede convencérseles conrazones porque, al carecer de razón, sonincapaces de razonar.

—¿Cuento, pues, con su aprobación?—preguntó el médico sin dejar traslucir

cierta ironía por la audacia de la nuevaloca, que se atrevía a opinar acerca delacierto o desacierto de los métodosempleados.

—¡Cuenta usted con ella!—Los hay llorones, gritones,

mansos, coléricos, obscenos —prosiguió Ruipérez—, y todos poseenuna tecla que si se la roza desencadenauna crisis.

—¡Hay que evitar rozar esa tecla! —dogmatizó Alice Gould—. ¡Es así desencillo!

—Pues bien, señora, ya que la veotan dispuesta, le confesaré que hayvarias cosas en usted que molestarían a

muchos y que considerarían inclusocomo una provocación: su vestido, subroche, su bolso y sus zapatos.

—¡Oh, entendido, doctor! —replicóella, ofendida—. He traído otra ropa. Sihoy me había vestido así no eraciertamente para provocar o molestar asu interesante colección de monstruos...sino por cortesía hacia usted.

En esto sonaron unos extrañospitidos que parecían salir directamentedel corazón del médico. Era la primeravez que la señora de Almenara oía algosemejante. El doctor sacó de su bolsilloun aparato no mayor que una cajetilla decigarrillos, y exclamo:

—El "chivato" me anuncia que tengoalgo urgente en la unidad dedemenciados. Montserrat Castell leaconsejará cómo debe vestirse. Espérelausted aquí mismo. Ella vendrá enseguida a buscarla y la guiará en susprimeros pasos. Yo tengo que retirarme.Le deseo, señora, que su estancia leresulte lo menos penosa posible. HizoRuipérez una breve inclinación decabeza e inició un ademán de retirarse.Alice Gould le detuvo con vozsuplicante. Éste se volvió impaciente:

—¿Desea usted algo?—Sí. Quiero saber cuándo regresa

don Samuel Alvar, director de este

Sanatorio.—¿Dentro de cinco semanas más o

menos. Ayer inició sus vacaciones.("¡Que extraño! —pensó Alice

Gould—. ¡Qué extraño y quécontrariedad!" Mas no expresó conpalabras sus pensamientos). Quedósemirando largamente la puerta queacababa de cerrarse.

Extrajo de su bolso unos cigarrillosy un encendedor de oro blanco.Encendió uno y expelió el humo apequeñas bocanadas. No había razónalguna para desazonarse. Muy por elcontrario, tenía hartos motivos paraconsiderarse satisfecha. No cometió

ningún error ante el director suplente.Sus respuestas y su actitud fueron lasconvenidas y previstas de antemano.Ella estaba allí en misión profesional,con el propósito específico de investigarun crimen, y el hecho de que no creyeranque era detective favorecía sus planes,ya que si alguna vez la descubríanhurgando, preguntando o anotando,atribuirían esta actitud a sus delirios, sinpensar que real y verdaderamenteestuviese haciendo averiguaciones paraesclarecer un asesinato. Lo que más leangustiaba era el escenario siniestro enel que había de representar su farsa. Ellaera incapaz de soportar la visión del

dolor humano. No era valiente enpresencia del sufrimiento ajeno. Contodo, a partir de ahora tendría quemoverse entre multitud de seres cuyasúlceras no estaban en la piel o en lasentrañas, sino en la mente: individuosllagados en el espíritu, tarados del alma.De todas sus investigaciones ésta iba aser la más ingrata, porque habría quehundir los brazos hasta los codos enheces vivas, en detritus de humanidad.

Dos puertas comunicaban eldespacho del doctor Ruipérez con elestablecimiento. La primera, situadacasi a la espalda del escritorio, daba ala zona antigua (comunicada a su vez

con la salida) por donde ella penetro enlos dominios del médico; la segunda,frente al escritorio, daba, sin duda, a lasdependencias interiores. El médico lahabía señalado con un ademán, al decir:"Apenas cruce esa puerta entrará usteden un mundo que no va a serle grato."

Alice Gould la miraba conrespetuoso temor.

Ya habían transcurrido variosminutos desde que el doctor Ruipérez lerogó que esperase unos instantes, puesiba a avisar a la persona que laintroduciría en aquel mundo: una mujerllamada Montserrat Castell, una loqueraprobablemente. La mujer tardaba y la

ansiedad de Alice Gould crecía. Ya nodeseaba que se abriese esa puerta quedaba al infierno. Si estuviese en su manohuiría antes de cruzar el umbral deaquella casa de locos. Mas ya no eraposible huir. Su suerte estaba echada.

Al cabo de un tiempo oyó introduciruna llave en la cerradura. Alguienhurgaba desde fuera sin acertar a abrir.Alice Gould se puso en piesobresaltada. Cesaron los ruidos y unospasos se alejaron por la galería.

"¿Por qué esos sustos, Alice? —sedijo a sí misma—. No tienes derecho aperder tu aplomo y tener miedo. Tú ysólo tú eres responsable del incendio

que has provocado. Estás aquívoluntariamente, no lo olvides. Nadie teha obligado a venir. Has aceptado elcompromiso de realizar la investigaciónde un crimen en un manicomio, y hascobrado una fuerte suma por ello.Apechuga ahora con las consecuencias.Y sé valiente."

Oyó de nuevo pasos en la galería.Por segunda vez escuchó el ruidometálico del hierro, machihembrándoseen la hendidura. Cuando la hoja de lapuerta comenzó a moverse, Alice ahogóun grito.

"B"LA CATALANAENIGMÁTICA

U NA LINDA MUCHACHAdeportivamente vestida conunos pantalones vaqueros,

una alegre blusa de colores y unachaqueta de lana sin abrochar, asomóentre las jambas. Para Alice fue como laaparición de un ángel, pues habíaimaginado la llegada de una brujarobusta y desgreñada, vestida con batablanca y enarbolando una camisa defuerza.

—Soy Montserrat —dijojovialmente la recién venida. Y al puntoañadió—: ¡Uf! ¡Qué señora tandistinguida!

Es usted una joven muy bonita —

comentó Alice con voz débil,devolviendo el cumplido—. ¿Esrealmente Montserrat? ¿MontserratCastell?

—La misma. ¿por qué me lopregunta con tanta alegría?

—Porque la imaginaba a usted muydistinta.

—Cuénteme cómo me imaginaba.—Fea, gorda, baja y fuerte como un

toro: capaz de dominar, si llegara elcaso, a un loco furioso.

Montserrat rió de buena gana.—No soy bonita —exclamó sin

dejar de reír—, pero tampoco elcarcamal que usted imaginaba. En

cambio, ha acertado usted en lo decreerme capaz de dominar a un hombre.En efecto, soy capaz. He tomado clasesde judo.

—¡No es posible! —palmoteo AliceGould.

—¿Tanto la sorprende?—No me sorprende. Me alegra.

¡Porque yo las he dado también! ¡Soycinturón azul!

—¿Usted...?—¿Se sorprende?—Me ocurre lo que a usted: me

alegro. ¡Así podremos practicar!Aunque yo soy de muy inferiorcategoría.

Rompieron ambas a reír con lamayor jovialidad del mundo. Una claracorriente de simpatía fluía en ambasdirecciones entre las dos.

—Y dígame, Montserrat, ¿cuál es lamisión que desempeña en esta casa?

—En seguida lo verá. Venga ustedconmigo y le contaré mis secretos.

Cruzaron el umbral de la puerta porla que Alice sentía tanta prevención, ypenetraron en un pasillo, largo yestrecho, bordeado a uno y otro flancopor módulos acristalados y al quellegaban, como afluentes al ríoprincipal, otros corredores, No se oíaotro ruido que el tecleo monótono de una

máquina de escribir. Al fondo delpasaje, un portaron de acero, de mayorenvergadura y consistencia, cubría todoel panel. Avanzaron amistosamenteagarradas del brazo, como sí seconocieran desde siempre.

Alice se detuvo.—¿Qué puertas son éstas?—Corresponden a las oficinas.—¿Y aquella grande, del fondo?—La llamamos "La Frontera". Ahora

estamos en la "aduana". ¡De todohablaremos en su momento! Mire: éstees mi despacho. Pase usted. Es pequeño,pero confortable.

Era una habitación muy modesta. El

presupuesto del sanatorio no daba paramás. Con todo se veía la mano de unapersona delicada, en pequeños detalles,como flores, aunque estuviesencolocadas en un vaso de beber;fotografías artísticas haciendo las vecesde cuadros; el buen orden de cadaobjeto y la absoluta limpieza. Encima dela mesa, un pequeño crucifijo de huesoque imitaba marfil, y, en el suelo, lamaleta, el neceser y un saco de mano —todo haciendo juego— que había traídoconsigo al sanatorio Alice Gould. Trasun pequeño biombo, un lavabo y unespejo.

Tomó Alice asiento en el sillón de

una minúscula salita y Montserrat sedejó caer de espaldas sobre el frontero,levantando, al hacerlo, los pies hacia eltecho.

—A usted no la han sometido"todavía" a ningún tratamiento, ¿verdad?

—No. "Todavía", no.—Entonces haremos una pequeña

picardía.Se incorporó con tanta agilidad

como se había sentado, levantando paratomar impulso las piernas al aire;entrecerró sigilosamente la puerta yextrajo de un armario una botella dejerez y dos copas.

—¿Está usted segura —preguntó

Alice— de que está permitido beber?—Puede que cuando le hagan el

tratamiento se lo prohiban. Entretanto,¡aprovechémonos!

Llenó ambas copas.—Chin, chin... —murmuró

Montserrat, al golpear cristal contracristal, a modo de brindis.

—Chin, chin.. —repitió Alicemaquinalmente. Y en seguida, conañoranza:

—A mi padre, que era inglés, leentusiasmaba el jerez. ¡Lo que ignorabaes que también les gustara a losespañoles!

—¿Es usted hija de ingleses?

—Ya hablaremos de mí —respondióAlice—. Ahora ardo en deseos de saberqué hace aquí mi equipaje y cuál es lamisión, en qué trabaja y en qué se ocupauna muchacha tan agradable y tansimpática como usted.

—Se lo diré: yo ingresé aquí comoasistenta social, hace ocho años... —Alice Gould la interrumpió asombrada.

—¿Ocho años dice? Sería usted unaniña...

—No lo crea. Tengo treinta.—¡Yo no le hacía más de veinte!Rió Montserrat con la jovialidad que

solía. No era la suya una risa fingida nisimplemente cortés. Le manaba

espontáneamente del alma, como el aguaque rebosa de un manantial.

—Bien, prosigo —dijo Montserrat— Años después se necesitó un monitorde gimnasia, y gané, por concurso, elpuesto de monitor. Más tarde se creóuna plaza de psicólogo. Para prepararlos tests, estudié a fondo... ¡y la plaza depsicólogo fue cubierta por unapsicóloga! Esos son mis tres puestos"oficiales". Pero, además, me hanencargado otras funciones que antesdependían de múltiples personas que,según dicen, no siempre actuaban conacierto. Y una de esas funciones es laque estoy realizando ahora con usted:

ayudarla a dar los primeros pasos,informarla de las costumbres obligadasdel sanatorio y... siempre que usted melo permita, aconsejarla.

—No sólo se lo permito,Montserrat: se lo ruego...

—¿Puedo entonces comenzar misclases?

Bebió Alice un sorbo de jerez,asintió con la cabeza y mostró la mayoratención.

—No sólo ha de cambiarse de ropa,como le ha sugerido el doctor, sinotambién de nombre. Llámese Aliciasimplemente: el apellido ni lo mencione.Para las gentes que va usted a tratar,

hasta una fonética extranjera marca unsigno de excesiva "diferenciación". Y yaestá usted más que diferenciada con suestatura, sus rasgos faciales tanperfectos, su distinción natural y su clarainteligencia, para "además" llamarse ovestirse de un modo distinto a comoellos acostumbran a oír o a ver.

—La diferencia que me separa delos otros residentes es más profunda quela fonética de un nombre o una manerade vestir —comentó Alice,pronunciando cada palabra conintencionada lentitud.

Y humedeció de nuevo los labios enel jerez, bien que apenas lo sorbió.

Sin mirarla directamente a los ojos,y a sabiendas de cuál sería la respuesta,Montserrat preguntó:

—¿A qué diferencia se refiereusted?

—Muy sencillo. Ellos estánenfermos. Y yo, no.

Montserrat no hizo comentarioalguno. ¡Cuántas veces a lo largo de losaños había escuchado la mismacantinela! Pero no era lo mismo oírla delabios de un ser cuyos rasgos —o cuyosojos— denunciaban a las claras sudeformidad mental, que de los de estamujer cuyas ideas y cuyos sentimientosparecían tan bien ordenados y

equilibrados como sus movimientos, ocomo la armonía de los tonos del bolso,los zapatos, el vestido y el equipaje.

—Dentro de unos minutos viviráusted tres experiencias: una, por cierto,muy entretenida; las otras, no.

—Comencemos por la peor.—Después de que escojamos la ropa

que más le conviene, y ya se hayavestido con ella, habrá usted de entregar(contra recibo y un inventario) todos losenseres que tenga encima, la ropa quelleva puesta y su dinero. Todo —insistiócon énfasis—: el reloj, el encendedor, elanillo, el broche. En la celda no podráusted tener nada personal.

—¿Ni algodón?—Ni algodón.—¿Ni cigarrillos?—Ni cigarrillos. De día puede usted

fumar, pidiéndoselo al vigilante deturno. De noche, no. Todos sus enseresserán precintados y almacenados, entanto esté usted en "observación". Y selos devolverán al salir, cuando estécurada o, simplemente, cuandoconsideren que no significan un peligropara usted o para los demás.

—Ya le dije que no estoy enferma—insistió Alice—: estoy secuestrada.Soy víctima de un secuestro legal.

Apenas lo hubo dicho tomó la copa

de jerez en sus manos. Continente ycontenido temblaban entre sus dedos.

—La experiencia "entretenida" —continuó Montserrat haciendo oídossordos a la declaración de sanidadpsíquica de la señora de Almenara— esel test psicológico para medir la edadmental, la capacidad de concentración,la velocidad de decisión, los reflejos yotras cosas similares. Estoy segura deque pasará la prueba brillantísimamente.Pero no es obligatorio que sea hoy. Si sesiente usted cansada o deprimida, puedeaplazarse para otro día.

—No tengo motivos para estardeprimida —dijo Alice mordiendo cada

palabra—. Pero lo cierto es que estoycansada. Muy cansada.

Dio un brusco giro a su cabeza,corrió para apartar de la frente un bucleo un pensamiento que la estorbara, ybebióse el contenido de la copa de unsolo golpe.

—¿Puedo fumar?—¡Se lo ruego!—¿Puedo encender... con mi

encendedor, por última vez?—¡Por favor, Alicia!Encendió el cigarrillo sin poder

dominar el temblor de sus labios y desus manos; pasó la yema del índice porcada una de sus aristas; lo mantuvo un

instante en la palma de la mano, como siquisiese grabar en la memoria su peso ysu forma, y extendió el brazo haciaMontserrat Castell.

—Acéptemelo, se lo ruego. —Laasistenta social tomó cariñosamente conambas manos la que le tendían y se lacerró con el encendedor dentro.

—Nos está prohibido aceptarregalos de los residentes. Me jugaría elpuesto. Y créame —añadió con vozamistosa— que deseo estar cerca deusted toda la temporada que viva aquí.

—¡Entonces, tampoco lo quiero yo!—gritó Alice Gould. Y llena dedespecho lanzó al suelo la pieza de oro

blanco.No tuvo tiempo de arrepentirse ni

disculparse. La puerta, que estaba sóloentrecerrada, se abrió con brusquedad.Una sesentona de aire severo (en ciertomodo semejante, si no parecida, a comohabía imaginado que sería MontserratCastell) penetró sin llamar. Extendió lavista de un lado a otro, hasta descubriren el suelo lo que buscaba.

—¡Recójalo! —ordenó con tono ymodales que no admitían réplica. Alicepalideció más aún de lo que parecíapermitir la blancura natural de su piel.

—Esta señora —intervinoMontserrat— no es residente "todavía".

—¡Sí, es residente! ¡Acaban dedarme su "ingreso"! ¡Vamos, recójalo!

Alice, señora de Almenara, seinclinó sobre el suelo, recogió con manotemblorosa el encendedor y se loentregó a quien lo pedía.

—¡Guárdelo en su bolso!Obedeció.—Cuando terminéis y se haya

desnudado, me llamáis —dijo la mujerfuerte. Y sin añadir más, salió.

La nueva reclusa (sólo ahoracomprendió que ya lo era) se llevóambas manos al rostro. No lloró. Su vozse oyó hueca y opaca

—Juro a Dios que nunca, nunca,

volveré a tener, mientras esté aquí,arrebato de cólera. —Se cubrió los ojoscon las manos. Repitió:

—Lo juro ante Dios vivo... —Y unavez más:

—Lo juro.Montserrat, como si no hubiese

ocurrido nada, comentó:—Esta mujer se llama Conrada

Azpilicueta. Es la decana del sanatorio.Ella y yo somos más antiguas que eldirector y que todos los médicos y losenfermeros. Salvo los pacientes, claro.Hay algunos que llevan aquí más decuarenta años. Alicia... ¿le sirvo otracopa de jerez?

Alice Gould negó con la cabeza—Tal vez lo vaya usted a necesitar...Negó de nuevo.—Se me olvidó decirle que hemos

recibido órdenes de practicar un trámiteque será, sin duda, muy humillante parausted. ¡A no todos los humilla, porsupuesto! Hay algunos que se ríen y sedivierten con estas pruebas. Yo no laspuedo sufrir. Se trata de esculcar aalgunos enferm... quiero decir algunosresidentes, una vez que están desnudos.Deben hacer algunas flexiones y dejarsehurgar en sus partes más intimas por...por... esta señora que acaba de conocer.—Las pecas que cubrían parte del rostro

y el dorso de las manos de Alicia sevolvieron cárdenas.

—¿A todos los que ingresan se leshace pasar por esa prueba?

—A todos, no. Sólo a muy pocos: alos drogadictos o a los sospechosos dequerer atentar contra su vida o la ajena...

—Pero ¡no es mi caso!—Tal vez esa estúpida historia del

veneno de su historial clínico sea lacausa de que...

—¿Piensan que puedo traer venenoescondido en... en esas partes?

—Yo... —precisó Montserrat,eludiendo la pregunta— no asisto nuncaa esos cateos. ¡Es más fuerte que yo!

—¿Y si yo le suplicara, con toda mialma, que no se fuese? —rogó Aliciacon un hilo de voz—. ¡No me deje solacon esa mujer!

—Cada cosa requiere su orden.Antes de desnudarse, veamos si tieneusted ropa que le sirva para diario.

Extendieron las maletas sobre lamesa: faldas de tweed, suéteres ychaquetas de Cachemira, ropa interiorde encaje, blusas de seda francesas eitalianas, zapatos de marca...

—¿No tiene usted unos pantalonesvaqueros?

—No.Conrada penetró en la habitación y

husmeó el contenido de la maleta.—Nada de esto sirve. ¡Vaya usted

desnudándose!La prueba se realizó en el propio

despacho de Montserrat; Alice Gould sedesnudó despacio, doblandocuidadosamente su ropa sobre la mesa.Tenía los labios apretados y la miradafebril. Montserrat consideró que lanueva enferma tenía una gran facha...vestida: mas no un buen cuerpo desnudo.Tal vez lo tuviera, seguramente lo tuvocuando era más joven. Pero ya no lo era.Su distinción, su exquisita eleganciaeran producto a medias de su modisto yde su apostura. Así, desnuda, parecía un

ser desvalido e inerme.La primera parte de la operación

tuvo lugar sobre el sofá donde Alicehubo de tumbarse y ofrecer su cuerpocomo a la intervención del ginecólogo.

—Ahora, póngase en pie y doble laspiernas —ordenó Conrada—. Supongaque está en el campo y que se dispone aorinar. ¡Vamos! ¡Hágalo!

Montserrat Castell se volvió deespaldas y se mordió los labios.Consideró la humillación que para esaseñora tan exquisita debía suponersometerse a semejante ceremonia.Recordó al "Tarugo" unos años másatrás, radiante por la novedad de esta

experiencia, pidiendo a gritos que lehurgasen más adentro del ano, pues eramás arriba donde guardaba un secreto.

A las mujeres, esta investigación sehacía por igual en el recto y en lavagina, donde alguna vez ocultabandrogas o limas, o pequeños punzonescapaces de matar, o tal vez veneno,cuidadosamente envuelto en bolsitas deplástico, sin sospechar que nadiepudiese hallarlas en tal escondrijo.

Cuando la degradante y exhaustivaoperación hubo concluido, Conradaordenó: "¡Vístase esto!" Montserrat sevolvió hacia Alicia que así de pie,desnuda, sofocada —con grandes

manchas violáceas bajo los párpados—,parecía la imagen misma de ladesolación.

—Me ha dicho que me vista. ¿Quéhe de vestirme?

—Eso... —señaló Conrada.—¿Puedo... puedo... conservar mi

ropa interior antigua?—Sí —respondió rápida Montserrat,

anticipándose a cualquier otra decisión—. Póngasela. —Conrada, entretanto, selavaba las manos, mirándola vestirse através del espejo.

—Y antes —preguntó Alice Gouldtartajeando de rabia— ¿se las habíalavado usted? —procuró dominarse,

pues se había jurado no dejarse llevarpor la cólera.

Vistióse Alicia con unos pantalonesde hombre, aunque limpios, viejos; unoscalcetines, también varoniles; y unoszapatos bajos. En cuanto a la prendasuperior no sabía cuál era el revés ycuál el derecho. Era una blusadescolorida, mil veces lavada en lejía.Sobre ella una chaqueta de punto, nueva,pero tan basta y desangelada que dabapena contemplarla. Conservó, comohemos dicho, su ropa interior comoreliquias de su pasado. Cuando huboconcluido de vestirse, declaró:

—Estoy dispuesta.

Salió Montserrat del cuarto, rogandoa Alicia que la esperara, y al pocotiempo regresó: "La ecónomo —dijo—no puede ahora atendernos. Ya nosavisará."

Sentáronse. Montserrat respetó eltenso silencio de Alicia. Con miradasfurtivas, la reclusa contemplaba la partevisible de los calcetines entre los bastoszapatos de agujetas y el borde delpantalón hombruno; las mangas de sublusa blancuzca —que no blanca— yque un día fue de colores estampados,algunos de los cuales resistieronheroicamente los embates de la lejía.

Alicia se comparó con un soldado

romano. ¡Qué extraña asociación deideas! Lo cierto es que, llegada la horadel combate, el soldado, armado detodos sus instrumentos ofensivos yprotegido por el casco, el escudo y lacoraza, se comportaría de otra suerteque si le lanzasen desnudo a un cuerpo acuerpo con el enemigo. Ella contabaentre sus armas con su buen gusto en elvestir y su poder de seducción. Talcomo la habían disfrazado se sintióinerme y desamparada. La batalla habíaempezado y la privaron de su armadura.Su osadía no era ya la misma. Sentíaseinsegura y desmoralizada. Sin suatuendo acostumbrado, Alicia era como

un milite romano sin su coraza.El traje de color crema, con el que

llegó al sanatorio, yacía sobre la mesa,caída la falda hasta cerca del suelo ydoblado el corpiño hacia atrás, comouna mujer muerta, tumbada de espaldas.

—Me dijo usted antes —preguntóMontserrat por romper el hielo— queconocía el judo. ¿Cómo se le ocurrióaprenderlo?

—Soy detective diplomado —respondió secamente Alicia. Laecónoma asomó el rostro por el vano.

—Cuando quieran.—Hemos de transportar los bártulos

a su departamento —explicó Montserrat

—. Yo la ayudaré.El recuento de la ropa fue

exhaustivo, así como los objetos detocador del neceser y cuanto contenía subolso y su saco de mano. Todo fueprecintado.

—¿Los libros también?—También.Estos eran tres: Introducción a la

Filosofía, de Kóesler; Antropología deldelincuente, con un subtítulo que decía:"Crítica a Lombroso", y Dietética, saludy belleza, de Jeannete Leroux.

—¿El cepillo de pelo? ¿A quiénpuede molestar que tenga un cepillo depelo?

Alice Gould estaba sentada frente ala ecónoma, al otro lado de la mesa enque se anotaban cuidadosamente losobjetos guardados. La funcionaría, al oíra Alice, tuvo una asociación de ideas, yrogó a ésta que acercara su cabeza. Lapalpó cuidadosamente y extrajo de supelo una, dos, hasta diez horquillas. Lascontó, las anotó y las guardó. El cabellocuidadosamente recogido cayó, lacio,sobre la nuca.

—¿A todos los que entran aquí losdesvalijan de esta manera? —protestóAlicia.

Montserrat prefirió callar. ¿Noserían excesivas las precauciones que

tomaban con esta señora? Se guardó muybien de confesar que el médico habíadado instrucciones de que secomprobase que no había algún objetoextraño en las cremas, los tarros, losfrascos. Hasta ordenó que sedesmenuzase el jabón de tocador. Y quese la privase de la posesión de todoobjeto punzante. Pero se abstuvo deinformar a la nueva paciente de que uncateo tan exhaustivo era excepcional. Y,como no le gustaba mentir, optó porguardar silencio.

La señora de Almenara se puso enpie.

—¿Qué he de hacer ahora?

—Espéreme en mi despacho —rogóMontserrat.

Cuando regresó, tras unasdiligencias, Alice Gould, señora deAlmenara —definitivamente Aliciadesde entonces— se contemplaballorando ante el espejo. A la propiaMontserrat Castell se le saltaron laslágrimas. En media hora escasa, la damase había transformado en pordiosera; suelegante atuendo, en un hato de harapos;su cuidado cabello, en greñas; suaspecto había envejecido en diez años;y, al aproximarse a ella, por carecer detacones, la descubrió más baja. Si estamutación se había producido en pocos

minutos, ¿qué no sería dentro de dos,diez, veinte años?

Cerró Montserrat los ojos para queno se borrara de su memoria, antes quefuera tarde, el recuerdo de la mujergrácil y armoniosa que le sorprendió porsu elegante apostura cuando fue abuscarla al despacho del doctorRuipérez, y se aproximó a la ruina quela había reemplazado.

—Alicia —murmuró—, tenemos yapermiso para entrar. Los reclusos hanconcluido de comer y se disponen aacostarse. Usted y yo iremos alcomedor. Cenaré con usted y más tardela acompañaré a su celda, que es

individual, por ser de pago.—No tengo apetito para cenar.—Tenemos que cumplir el

reglamento. ¿Vamos?Junto a la puerta de metal que

culminaba el pasillo, había unenfermero, descorrió dos cerrojos yempujó el pesado armatoste.

—Esta es Alicia, la nueva reclusa.—Ya sé, ya sé...—Buenas noches —dijo Alicia

cortésmente; pero el hombre no lerespondió.

La sala era inmensa y estaba repletade múltiples mesas y sillas. Sobre lasprimeras, ceniceros llenos de colillas, y

en algunas, juegos de damas, parchís,dados y ajedrez. Se notaba que la gransala —o enorme galería— había estadoocupada pocos momentos antes.También había un asiento corrido decemento que bordeaba —como unzócalo— casi toda la habitación y unacristalera —ahora cerrada— que dabaal parque. El techo era muy alto. A unadistancia desproporcionada del sueloestaban las ventanas (Alicia las contó:dos, tres, seis...) enrejadas y cubiertas,además, por una telilla metálica.

—Antes —explicó Montserrat—,todas las ventanas estaban enrejadas. Yano. Estas que ahora vemos son las

únicas supervivientes. Hoy los mani...,los hospitales psiquiátricos, están muchomás humanizados. Nuestro actualdirector ha hecho una gran labor en esesentido.

—¿El doctor Alvar?—Si. ¿Le conoce usted?—Nos conocemos... indirectamente.

A través de un amigo común.—¿Esta sala en que estamos —

comentó Montserrat— la llaman "De losDesamparados".

—¿Por qué?Montserrat se limitó a decir:—Mañana lo comprenderá usted

mejor.

Tras varias galerías —todasgrandes, todas altas— llegaron alcomedor. Aquel edificio —todo locontrario de una casa de muñecas—parecía construido para gigantes. En elrefectorio, muchas mesas —de treinta ocuarenta cubiertos casi todas—, de lascuales sólo una estaba ocupada por uninmenso hombretón, de cara desvaída ycabeza desproporcionadamente pequeñapara su cuerpo, al que una enfermeradaba de comer, llevándole la cuchara ala boca, como a un niño.

Alicia y Montserrat se sentaronalejadas de él.

—¿Está paralítico? —preguntó

Alicia.—No. Es un demenciado profundo.

No es ciego, pero no ve; no es sordo,pero no oye. Tampoco sabe hablar niandar. Su cerebro está sin conectar. Escomo una lámpara desenchufada.

—¿Y siempre ha sido así?—No. Se ha ido degradando lenta,

progresiva, irreversiblemente.—¿Es peligroso?—¡En absoluto! Si lo fuese, estaría

en lo que algunos llaman, ¡muycruelmente!, la jaula de los leones.

—¿Qué significa eso?—La unidad en la que residen los

más deteriorados.

Comieron en silencio un guiso depatatas cocidas con algunos trozos,pocos, de pescado, excesivamentealiñado todo ello con azafrán. Elalimento estaba tan amarillo por laespecia, que parecía de oro. De postre,dos manzanas.

A media comida, concluyó la delotro comensal. La enfermera, con algunadificultad, logró ponerle en pie,alzándole por las axilas. Retiró la sillaque había tras él, y se fue, llevándose elplato. El hombre quedó de pie, inmóvil,los brazos separados, los hombrosencogidos, en la misma postura que lehabían dejado, tal como si siguiesen

alzándole por los sobacos.—¿Se va a quedar solo? —preguntó

Alicia.—No. En seguida vendrán dos

enfermeros a desnudarle y acostarle. Lellamamos "el Hombre de Cera" porquemantiene la postura en que le colocanlos demás. Y no la cambia jamás nipuede cambiarla.

—¿Aunque hubiese un incendio?—¡Aunque lo hubiese!—¿Cómo se llama ese mal?—Es una variante de la catatonía.—¿Sufre mucho?—No; no sufre. Hubo una pausa.—¿Y usted, Alicia? ¿Sufre usted?

—Yo estoy resignada.—Cuando usted quiera, la acompaño

a su cuarto.Penetraron en una nave tan grande

como las acostumbradas. Una mujer —que no era Conrada, aunque seasemejaba a ella— sentada en una silla,junto a la puerta, hacía de cancerbero deaquel recinto.

—Esta es Alicia, la nueva. Comohoy es su primera noche, le voy a hacerun poco de compañía —explicóMontserrat.

—Está prohibido.—Ya sé, ya sé...—Vaya con ella, pero que conste

que está prohibido.—Gracias —murmuró Alicia.La guardiana simuló no haber oído y

se cruzó de brazos.El gran pabellón estaba dividido en

dos bloques desiguales, por un pasillo.Según se avanzaba, el bloque de laizquierda —que ocupaba un quinto delgran pabellón— correspondía a lashabitaciones individuales; y el de laderecha, que ocupaba los otros cuatroquintos, al dormitorio colectivo demujeres. Eran cuadrículas pequeñas ysin techo dentro del gran pabellón, delmismo modo que las celdillas de lasabejas abiertas en el conjunto de un

panal. Pronto supo Alicia que no era elúnico dormitorio. Allí sólo dormían lastranquilas. Tanto la pared del pasilloque daba a la pieza colectiva como laque bordeaba los cuartos de una solacama, estaban agujereadas porventanucos sin cristal, de modo que laguardiana de noche pudiese observar loque ocurría, lo mismo en el interior delbloque multitudinario como en el de lasceldas privadas. De aquél llegabanmurmullos, risas contenidas, cuchicheosapagados. Las reclusas debían de estaracostadas, mas no dormidas.

—Esos son los servicios y loslavabos —explicó Montserrat,

señalando unas puertas lejanas—. Máspara ir a ellos, de noche, hay que pedirpermiso a Roberta, la vigilante nocturna.

Sobre la cama de Alicia había uncamisón de tela blanca, de mangascortas, sin lazos ni botones.

—¿No puedo limpiarme los dientes?—Mañana le darán todo lo

necesario.—¿Ni cepillarme el pelo?Montserrat negó con la cabeza.—¿Ni ponerme una crema hidratante

en la cara?Nueva negativa.—A mi edad, si no se cuida la piel

se reseca en seguida, y se agrieta y llena

de arrugas.—No faltarán ocasiones en que yo

pueda hacer alguna trampa para usted...como la del jerez de hoy. Más por ahorale conviene cumplir el reglamento lomás estrictamente posible. Y nodistinguirse en nada de las demás.Dígame, Alicia, ¿quiere que me quedeun rato mientras se acuesta?

Alicia movió afirmativamente lacabeza.

—Mañana —explicó Montserratmientras aquélla se desnudaba— encuanto suene el timbre va usted a losservicios. Roberta le asignará un lavaboy un casillero para sus cosas de tocador.

Muy pocas, ¿sabe? Un cepillo dedientes, un tubo de dentífrico, un jabón yun peine. En treinta minutos todos debenestar vestidos. Después cada unoarreglará su cuarto, hará las camas yfregará un trozo de pasillo. La limpiezaes la norma de esta casa. ¡Hace sóloquince años esta nave parecía unaporqueriza o un corral de gallinas! Yahora, ya ve usted, está más limpia quelos chorros del oro. Tenemos un grandirector. Hay un recreo de media horaantes del desayuno —prosiguió— en elque se reúnen los inquilinos delpabellón de hombres y de este demujeres. ¡Después... más de doce se

enamorarán de usted!Alicia la interrumpió.—¡Montserrat! ¡Mi cuarto no tiene

techo!—Es una medida de prudencia, para

el caso de que las puertas quedasenbloqueadas por dentro. Y no olvide quemuchos padecen claustrofobia.

Metióse Alicia en la cama y laCastell sentóse en su borde.

—¿Por qué es usted tan buenaconmigo?

No esperó a que le contestasen.—¡Odio que me compadezcan! No

soy digna de compasión, puesto que noestoy enferma. Pronto todos lo

comprenderán, y saldré de aquí; perohoy, ahora, tengo miedo. No quiero queapaguen la luz. Dígale a la hermana deConrada que no la apaguen...

—¿Cómo sabe que la guardiana denoche es hermana de Conrada?

—Usted me lo dijo antes.—No. No se lo dije.—Lo habré adivinado —comentó

Alicia. Y siguió hablandoentrecortadamente, como si jadeara. Latensión emocional se reflejaba en surostro—. ¡Dígale que no apague la luz, yque no asome su horrible cabeza por eseagujero que hay en la pared! Se meparalizaría el corazón. Déme la mano,

Montse. Ha sido usted muy buenaconmigo. No se marche hasta que mehaya dormido. Gracias, gracias, queDios se lo pague. Apriéteme fuerte lamano y no se vaya. Estoy muy cansada...

Minutos después las luces fueronapagándose, manteniéndose sóloencendidas las que bordeaban elinmenso pabellón, de modo que la celdaquedó en una vaga penumbra. Las voces,risas y toses del dormitorio comúnfueron también cediendo. Cuando laconsideró dormida, Montserrat despegósuavemente los dedos de Alicia queoprimían su mano; la besó en la frente, yse fue. Los quehaceres de la jornada no

habían concluido para ella.Pero Alicia no dormía.Súbitamente, la cabeza de la

hermana de Conrada asomó por laventana abierta sobre su celda. Alicia,que no se esperaba esta aparición, nopudo evitar un sobresalto y dio un grito.Al instante, en el dormitorio común seoyó un alarido —provocado, según supodespués, por su propio grito—; alalarido siguió un llanto quejumbroso; alllanto, un clamor horrísono y espantable,como el aullido de un lobo. Y a poco seorganizó una algarabía de lamentos, ayesy voces, en el que participaron casitodas, por no decir todas, sus vecinas de

pabellón, y que llenó de pavor a lanueva reclusa. Sobre aquel estruendo,destacó como un trueno la voz deRoberta, dominando a todas:

—¡A la que grite la saco a dormir alfresco, entre culebras! Cesaron losgritos, pero prosiguieron los lloros.

—¡Y a la que llore, también; que sémuy bien quién es!

Se aplacó el llanto, pero siguieronlos gimoteos. Se oyeron los pasos secosy rápidos de la guardiana de noche y, alpunto, dos sonoras bofetadas. Se hizo elsilencio. A poco, la puerta de la celdade Alicia se abrió y entró Roberta con lapalma de la mano extendida y

amenazadora. "La nueva" —como lallamarían durante muchos días— seirguió en la cama y la contempló con talautoridad que la mano de la guardianade noche se distendió: "¡Atrévase!",parecía expresar Alicia, sin pronunciarpalabra.

—¡Estúpida! —se limitó Roberta adecir.

Alicia se deslizó entre las sábanas ycerró los ojos. El corazón le batía en elpecho. Pensó que aquella noche le seríaimposible conciliar el sueño. ¿Cuántaslocas habría allí, en el dormitoriocomún? ¿Cómo serían? ¿Qué edadestendrían? ¿Cuáles las malformaciones de

sus mentes? Pero también había oídogritos del lado de acá; en las celdasindividuales que eran —según supodespués— unas de pago, y otras paraenfermas características: las llamadas"sucias", que se excrementaban aldormir; las que no podían valerse por símismas, las sonámbulas, las epilépticasy las que añadían a su cuadro clínico lacondición de lesbianas.

Entre aquel mundo, sumado al de loshombres, que pernoctaban en otrospabellones, habría de descubrir unasesino, autor material de un crimen, obien a su inductor; o, por ventura, aambos.

Alicia deseaba dormir para estarlúcida y despejada a la mañanasiguiente. Mas entre el querer y el podermedia un abismo. Estaba físicamentecansada, pero su mente no cesaba unpunto de maquinar y ese galán esquivoque era el descanso parecía haberrenunciado definitivamente a visitarla.Cuando al fin consiguió adormecersetuvo un sueño tan profundo cuantoparlanchín y desasosegado. Soñó que unleón la trasladaba entre sus poderosasmandíbulas hacia un lugar incógnito, sinherirla ni siquiera dañarla. El leónpenetró en una cueva tenebrosa cuya luzse iba apagando a medida que

profundizaba en ella. Cuando laoscuridad fue total, dejó de tenerconciencia de sí misma.

"C"LA "SALA DE

LOSDESAMPARADOS"

M IENTRAS SEARREGLABA y lavaba enun cuarto de aseo comunal,

estuvo mucho más preocupada de símisma y de lo que los otros pensarían deella que de observar y pensar en losdemás. Vio que las reclusas, tal como leanunció la víspera Montserrat, apenasvestidas se dedicaban a diversas faenas;hacer sus camas, ordenar sus cuartos,fregar los pasillos y trasladar a losservicios, y vaciar en ellos, lasbacinillas. La primera vivencia quequedó en ella fue este cuadro entrecómico y peregrino, pero que juzgótriste y desolador, y en cualquier caso

inusual a sus pupilas. Si algún día seviese precisada o tuviera la ocurrenciade redactar sus memorias, no dejaría dedescribir la cola formada por aquellasmujeres desconocidas y de aspecto muydiferenciado y "especial" que avanzabanmuy dignas —bacinilla en mano—camino de los lavabos para vaciar enlos retretes la carga nocturna de susvejigas.

Observó al punto que las primerasque concluían aquellas funcionesrutinarias salían del pabellón y sedirigían a las escaleras. "Al país quefueres haz lo que vieres", recordó. Y lassiguió hasta el inmenso aposento que

algunos llamaban —tal como la vísperaexplicó Montserrat Castell— la "Sala delos Desamparados". Por una puerta ibanentrando muy espaciadas —como lasperdices "chorreadas" en los ojeos—las mujeres; y, por otra puerta, loshombres. Buscó asiento donde pudo:percibió las miradas furtivas de unas yotros fijándose en ella y calificándola de"nueva"; se propuso hablar lo menosposible para no equivocar los síntomasde su enfermedad fingida, y, al advertirque alguien se acercaba para decirlealgo, y no deseando que nadie lehablase, bajó los ojos y los mantuvolargo rato fijos en el suelo. La gran

galería iba poblándose de gentesafectadas por toda clase de taras.Apenas alzó los párpados, la visión deconjunto la espantó tanto, que volvió aabatirlos. ¿Qué es lo que observó paraque de tal modo la acongojase? Nosabría explicárselo, pues no osó mirar anadie fijamente a los ojos. No eran lasindividualidades lo que, en un principio,la dejó aturdida, sino la masa, y noporque aquel conjunto de hombres ymujeres fuese amenazante o alborotador.Nada más lejos de la realidad. Dada lacantidad de gente allí reunida, las voceseran sensiblemente más apagadas que encualquier otro lugar multitudinario: la

sala de espera de una estación, porejemplo, o la recogida de equipajes deun aeropuerto. Lo primero que advirtióes que eran distintos. De una rápidaojeada vio que los gordos eran másgordos, los delgados más delgados, losaltos más altos, los bajos más bajos, losinquietos más inquietos, los tranquilosmás tranquilos, los risueños másrisueños y los tristes más tristes.Resbaló la mirada sobre los quepadecían malformaciones visibles de losrostros o el cuerpo —mongólicos,babeantes, jorobados, enanos, gigantes,boquiabiertos— rehuyendo elcontemplarlos. También eran muchos

más los rostros y los cuerpos bienconfigurados. Con esto y todo, lo quedaba un aire siniestro al conjunto era laproporción de deformes y de feos. Eranmenos... pero eran muchos. Observó quealgunos fumaban e instintivamente quisoechar mano de sus cigarrillos. No tenía.Se los habían quedado en "la aduana".Alguien a su derecha lo advirtió; leofreció uno y aproximó la brasa del queestaba fumando para que ella loencendiese. Alicia rehusó; dio lasgracias con un ademán y se levantó de suasiento, sin mirar al que tuvo esaatención con ella. Sólo vio su antebrazo:un suéter castaño, el borde del puño de

una camisa blanca y una mano dehombre. Dudó hacia dónde dirigirse,pues tenía la sensación de que miles deojos la espiaban. Alejóse hacia el fondode la galería. Poco a poco se fueanimando a contemplar a los residentes.Era preciso acostumbrarse,encallecerse. Entre aquella poblaciónalucinada debía descubrir a un hombreque rondara los cincuenta años, decontextura atlética, que pudiese ysupiese escribir, de caligrafíaestrafalaria y poseído del capricho deutilizar bolígrafos de distintos colorespara estampar cada letra. Si no seatrevía a mirarlos cara a cara, ¿cómo

llegar a conocerlos? Sin conocerlos,¿cómo descubrir al que buscaba? Ellaestaba allí al servicio de su clienteRaimundo García del Olmo. ¡No debíaolvidarlo! Un individuo de lascaracterísticas de su "hombre tipo"estaba de pie en el centro mismo de lagalería mirándola acercarse. Movió losbrazos agitadamente como si nadarahacia ella, mas sus pies permanecíanquietos. Con voz estropajosa, peroentendible, exclamó: "¿Por qué hasvenido? ¿Dónde estabas? Yo no estoymuerto, ¿verdad?"

Estremecióse Alicia y no sabía siquedarse quieta o seguir andando. Aquel

hombre la miraba y no la miraba. Lehablaba y no era a ella a quien hablaba.Se diría que estaba soñando. ¡Ah! ¿Porqué no se quedó sentada donde antes?Muy alterada y conmovida desvióse delnadador y siguió galería adelante dondehabía menos gente que en la partecentral. En aquel rincón había sillasvacantes, y sus vecinos, todos "autistas"o solitarios, no hablaban entre sí.Sentóse en una de ellas. ¿Qué es lo quevieron sus ojos? ¿Le engañaba la vista oestaba padeciendo una alucinación? Unhombre tumbado sobre las losasdormitaba con gran placidez. Su cabeza,alzada treinta centímetros del suelo,

semejaba descansar cómodamente enuna almohada... ¡mas tal almohada noexistía! ¿Cómo el durmiente podíamantenerse en esa posición inverosímil?Cerca de él, allí donde finalizaba elcorredor y la pared formaba ángulo consu oponente, una mujer, vestida de rojo,de espaldas a Alicia, de pie y en actitudde firme, parecía haber sido castigada aun rincón, como hacen con los chiquillosen las escuelas primarias. Quedó Aliciaespantada de su inmovilidad. Pero aúnmás se conmovió días después cuandosupo que aquella interpretaciónpuramente intuitiva era exacta. Aquellamujer cometió, cuando era niña y estaba

sana, una acción de la que se arrepintióprofundamente y, en consecuencia, ahorase consideraba castigada al rincón; alrincón más alejado de la clase cual erael fondo de la inmensa galería. Unaenfermera de bata blanca se acercó aella y le dijo:

—Anda, Candelas, déjalo ya, quepronto llamarán para el desayuno.

Volvióse "la castigada" y pudoAlicia verle la cara. El rostro de lallamada Candelas era el de una mujersana, de unos cuarenta años,perfectamente normal. Su dolencia noafectaba a su físico sino a las entrañasde su espíritu, llagado por un recuerdo

infamante e incógnito. Trémula yacongojada vio a la enfermera despertaral durmiente y aconsejarle que fueseacercándose hacia donde estaban todos,pues pronto los llamarían al comedor.Al ver a Alicia, preguntóle si necesitabaayuda. Respondió que no, aunque noentendió bien a qué ayuda se refería, eincorporándose, desanduvo el camino deantes. Alguien le aclaró días más tardeque esa almohada invisible en la quereclinaba su cabeza el dormilón existíaen realidad: existía con forma, peso,volumen y consistencia en la mente deciertos enfermos. Tan de verdad era, ytantos los que la usaban, que tenía un

nombre: "la almohada esquizofrénica".Y también supo que el hombre deapariencia normal que parecía nadarhacia ella como soñando, estabasoñando en efecto: soñando despierto.Padecía lo que los médicosdenominaban "delirio onírico".

Por mucho que quisiese dominarse yno mirar a los "singulares", sus ojos sele escapaban hacia ellos comoimantados. Sentíase aturdida, espantada,estremecida, pero ello no era óbice paraque dejase de observarlos.

Se le quedó fijada la imagen de ungigante de andar torpe y profundaobesidad, hombros anormalmente

caídos, ojos bovinos y bocaperpetuamente abierta, que escogió, contanta lentitud como minuciosidad, ellugar en que había de sentarse; y la deuna especie de gnomo jorobado, decabeza desproporcionadamente grandepara su cuerpo, de inmensas orejasvoladoras, nariz curva y derrumbadahasta más abajo del labio inferior, frenteestrechísima y labios que sonreíanperpetuamente y que eran de la formaexacta de una media luna: una medialuna cuyos extremos llegaban de oreja aoreja; y la de una anciana muy pequeña,y de cara más pequeña aún de lo quecorrespondía a su cuerpo, con los

morritos en punta, cual si fuera a echarsea llorar o estuviese profundamenteenfadada; y la de un larguirucho,delgadísimo, de aspecto aquijotado,nuez muy pronunciada, pelos hirsutos ymirada de loco. ¡Todos lo eran —pensóAlicia—, pero así como otros traslucíanen los suyos idiotez, tristeza, falta defijación, o eran radicalmente normales,éste los tenía bulliciosos, patinadores,gesticulantes, parlanchines! IntuyóAlicia que tal individuo hacía ímprobosesfuerzos por acercarse a ella y entablarconversación. Creyó entenderlo así porsus posturas insinuantes, sus nerviosascortesías, y la posición de sus piernas

predispuestas a una reverencia cual lasque hacían los cortesanos al bailar elrigodón. Mas ella lo rehuía, cambiandode sitio o alejándose, lo que producíainequívocas muestras de desaliento ensu hipotético galanteador.

Al gordo lo bautizó Alicia, para si,"el Hombre Elefante"; al de las grandesorejas y la boca en forma de luna "elGnomo"; a la vieja de los morritos "laMalgenio", y al de los ojos alocados"don Quijote", bien que pronto tuvo quevariarle de apodo y adaptarlo al de lacomunidad, pues era de todos conocidocomo el "Autor de la teoría de losNueve Universos", seudónimo que

alternaba con el de "el Astrólogo", "elAmante de las Galaxias" o simplemente"el Galáxico". ¡Oh, Dios!, ¿qué habíadetrás de aquellas gentes? ¡Qué infinitavariedad de dolencias, congeladas o enevolución, las que dejaban traslucir tandiferentes miradas, posturas y actitudes!Había un hombre alto, delgado, delargas piernas y brazos, casi totalmentecalvo y pecho hundido, que no habíadejado de llorar desde que Alicia le viopor primera vez. No miraba a nadie, nogritaba, no gimoteaba: su llanto erasilencioso como esa lluvia que enSantander llaman rosaura y en Vasconiasirimiri. Y la tristeza que emanaba de su

rostro era de tal gravedad y sinceridadque conmovería a las mismas piedras siéstas poseyeran la virtud de lacompasión. Tan contagiosa era su pena,que algunos de los reclusos máspróximos a él, al contemplarle, llorabantambién. Las dos personas que, junto con"el Caballero Llorón" (pues en efecto suatuendo y aspecto era el de uncaballero), hirieron más hondamente porsu comportamiento la sensibilidad deAlicia, eran un ciego —cómo supo enseguida— que mordisqueaba con saña elpuño de su bastón, como si quisiesecomerlo, y una preciosa muchacha rubia,de rasgos perfectos y armoniosos, de

figura tan frágil que se diría deporcelana, la cual apenas la soltó de lamano una enfermera que la trajo hastaallí, se sentó cara a la pared y comenzóa ladear el cuerpo de izquierda aderecha y de derecha a izquierdarítmicamente, monótonamente, sin pausay sin descanso. Tan abstraída estabaAlicia al contemplarla, calibrandocuánto duraría aquel ejercicio, que tardóen notar, y más tarde en entender, quésignificaba un pegajoso calor que notóen sus asentaderas. Volvióse y quedóparalizada por la sorpresa y laindignación al ver junto a ella aljorobado de las grandes orejas,

palpándole impúdicamente las nalgas.—No llevas corsé... —dijo éste con

voz tartajosa, y acentuando su sonrisa.—No. No lo llevo —respondió

Alicia, retirando con violencia la manointrusa.

—Mi mamá sí lo llevaba. YConrada también. Y Roberta también.Pero la Castell, no. Y la duquesatampoco. Y tú tampoco.

No tuvo tiempo de tranquilizarse alconsiderar que su trasero no era elobjetivo exclusivo del gnomo,especializado, por lo que oía, enpalpaciones similares, pues un individuode no más de treinta y pocos años —

hombretón atlético, bien conformado yfísicamente atractivo— alzó al orejudopor las axilas y lo echó de allí.

—¡Vete de aquí, lapa, que eso erestú: una lapa! ¿No sabes distinguir lo quees una señora, de las putas, como tumadre?

Alicia, que se sintió halagada por laprimera parte de la regañada al oírsellamar "señora", a pesar de su atuendo,quedó aterrada por la dureza de lasegunda. Le pareció atroz y cruel tratarasí a un débil mental, como sin duda loera el de las grandes orejas, a pesar deque éste no pareció enfadarse, y sealejó, riendo más que nunca en busca de

nuevas nalgas.Eligió las de un hombre —casi tan

grande como "el Elefante"— que estabaquieto, de pie, en el centro de la sala yque no se movió ni defendió ante laprovocación del tonto. Alicia reconocióen él al "Hombre de Cera", a quientambién denominaban "la Estatua de símismo", y a quien había visto cenar lanoche anterior.

—No me juzgue mal, señora, si le heparecido demasiado duro —dijo elrecién llegado—. Y usted no dude enabofetearle si lo repite. Le sirve delección, no se enfada y no es reincidentecon quienes le castigan. ¿Me permite

que me siente junto a usted?—Por favor... ¡hágalo!—Antes le ofrecí un cigarrillo y me

lo rechazó. ¿Puedo ofrecérselo ahora?—Se lo agradezco mucho —

respondió Alicia, aceptándolo.—¿Es usted nueva?—Sí.—Me llamo Ignacio Urquieta. Ya

soy veterano.—Mi apellido es Almenara. Alicia

de Almenara —dijo ésta. Y en seguidaañadió—: Perdón por la pregunta: ¿esusted médico o enfermero?

—¡Gracias! —exclamó él riendo—.No, señora. Soy solamente el más

peculiar de los locos que hay aquí. Y mipeculiaridad consiste en saber y enconfesar que lo soy. Porque ninguna deesas "piezas de museo" que tiene ustedenfrente, lo confiesa... y yo sí. Ustedtampoco está enferma... ¿verdad?

—No —respondió secamenteAlicia.

—¿Ve usted? ¡Sigo siendo laexcepción!

Alicia enrojeció vivamente y,obedeciendo a un impulso que no pudodominar, se levantó y dejó con lapalabra en la boca a Ignacio Urquieta,pues era evidente que si los locos noconfesaban serlo y ella había dado la

misma negativa... el tal señor Urquietala había llamado loca. Su enfado eraincongruente. ¿No era eso lo que elladeseaba: pasar por lo que no era? Aliciacomenzó a lamentar su movimiento dedespecho, al tiempo mismo que lorealizaba. Lo cierto es que ese joven erade lo más potable de cuanto allí había;su presencia la tranquilizó y su amistadpodía serle de gran ayuda para soportaraquel ambiente y quién sabe si para supropia investigación. Lo malo es que allevantarse, su silla fue inmediatamenteocupada, y Alicia se quedó sin saberadonde dirigirse, de quién debía huir o aquién no le importaba acercarse.

La víspera, en la conversación quemantuvo con el doctor Ruipérez, empleóuna expresión cruel para referirse a losallí residentes: "su pequeña colecciónde monstruos", le dijo al médico, antesde haberlos visto. Mas ahoracomprendía que su definición eraexacta: aquello era un museo dehorrores, un álbum vivo de esperpentos,un gallinero de excentricidades, peroeran seres humanos: no árboles nibestias. En algún lugar y un tiempodesconocidos tuvieron unos padres, unhogar y una cuna. "¡No es horror, AliceGould, lo que deben producirte —serecriminó—, sino una sincera

compasión y un gran afán de ayudarlos!¡No dudes en mirarlos de frente!¡Sonríeles, Alice Gould!"

Aunque nada satisfecha de sumalcrianza con el llamado IgnacioUrquieta, reanudó la marcha por elcorredor, con otro talante. Un chiquillo,que no parecía mayor de quince años —aunque más tarde supo que teníadieciocho—, estaba detenido ante unallorona (que era una réplica, enfemenino, del cincuentón de la "TristeFigura") y la imitaba en sus gestos,gimoteos y ademanes con tantas verasque se diría su espejo. Pronto se cansóde ella y se puso a las espaldas del

aquijotado, que gesticulaba y se movíasin cesar —como si fuese a iniciar unaconversación y dudara a quién escogercomo interlocutor— y lo imitó punto porpunto, con idéntica maestría. Más tardeescogió como modelo a una vieja quecantaba sin emitir sonidos, e hizo lomismo. De súbito, Alice vio otro niñofísicamente igual al imitador: igual entérminos absolutos, salvo en suconducta. Éste no se movía: nogesticulaba, no hablaba, no reía. Su cara—de rasgos normales— no decía nada.Era como una hoja en blanco. Elcatatónico que vio la noche anterior enel comedor —el del cuerpo grande y el

cráneo diminuto al que acababa depalpar con infame procacidad el gnomode las grandes orejas— seguía de pie,solo, en una postura absurda, y tanquieto como puede serlo la imagenfotográfica tomada a alguien que está enmovimiento. Una sesentona, muypintarrajeada, se apiadó —según supusoAlicia— de lo innoble e incómodo de suposición y le colocó la cabeza y lasmanos en una situación más digna. Peroal hacerlo, la Almenara, horrorizada, laoyó decir: "Si te portas bien, no volveréa cortarte la lengua".

¿Aquella vieja había cortadorealmente la lengua al "Hombre de

Cera"? ¿Creía que se la había cortado yno era cierto? ¿O sus palabras tenían unaacepción simbólica que significaba otracosa distinta? Todo era posible en aquelreino de lo absurdo, donde laextravagancia es ley. "¿Cómo podré,entre tanta gente, ¡y gente tan peculiar!—se dijo Alice Gould—, no digoculminar, sino siquiera iniciar unainvestigación? Si el doctor Alvarestuviese en su puesto, otro gallo mecantara. Pero el doctor Alvar no está, yno debo esperar a su regreso paraformarme un juicio. Tal vez entre todosestos perturbados haya más de uncriminal. Pero el homicida que yo busco

es sólo uno, y conozco su letra."En estas cavilaciones andaba cuando

advirtió frente a ella la cara sonriente yamical de Ignacio Urquieta.

—Le debo una explicación, señorade Almenara.

—Tal vez haya estado un pocobrusca al levantarme tanintempestivamente —se disculpó ella.

—Sentiría de verdad haberlamolestado. Tuve la intuición de queusted y yo llegaríamos a ser amigos y...

—¡Seremos amigos! —exclamóAlicia—. No hablemos más del tema.Además, le necesito a usted para que meaclare algunas cosas. He visto un niño,

muy guapo chico, que se dedica a imitara todo el mundo. Y más lejos, otro igual,sólo que más pacífico. ¿Son hermanosgemelos?

—Sí. Pero ellos lo niegan o fingenno saberlo. Sus padres eran ambosoligofrénicos. No sé quién tuvo lahumorada de bautizarlos Rómulo yRemo.

—¿Cuál es Rómulo?—El mimético: el imitador. El otro,

el que no molesta a nadie, es Remo.—¿Y no se reconocen como

hermanos entre sí?—No. Rómulo dice que su

"hermanita" es la "Niña Oscilante" y, en

cuanto se agota de hacer gansadas, sesienta junto a ella y le da conversación yla mima.

—¿Y es su hermana realmente?—¡No: en absoluto! Pero él lo cree

así y mataría a quien le contradijese.—¿Ha dicho usted "mataría"? ¿No

es exagerado afirmar eso?—No. No es exagerado.Sintió Alicia una indefinible

angustia. ¡Cuando aceptó la proposiciónde García del Olmo, su cliente, le firmóun cheque, como adelanto, por lainvestigación que le encomendaba, conla promesa de pagarle una cantidad igualsi la llevaba a buen término. Le pareció

una cantidad exagerada. Nunca habíacobrado tanto por un trabajo. Ahora —alconsiderar el ambiente en el que habíade actuar— comprendía que sushonorarios no estaban injustificados.

—Parece usted distraída, Alicia.—En efecto, lo estaba. Le ruego me

disculpe.—Quiero hacerle una pregunta.

Ahora vamos a desayunarnos. Notardarán en avisarme. De entre toda esatropa que le rodea, ¿junto a quién legustaría sentarse?

—¡Junto a usted, desde luego! Perono se envanezca. La verdad es que tengoun poco de miedo. ¿Hay un sitio libre en

su mesa?—No; no lo hay. Pero eso lo

arreglaremos en seguida. Vengaconmigo. Cruzaron unos metros, eIgnacio se acercó al hombre que lloraba.Le colocó amistosamente las manos enlos hombros.

—¿Cómo van esas penas, don Luis?—Mal... muy mal —respondió éste.—¡Vamos, vamos, levante ese

ánimo! ¡De cuando en cuando convienepensar en cosas alegres!

El llamado don Luis alzó los ojoscon tal expresión de gratitud, que Aliciano pudo por menos de admirarse.

—Lo que me consuela —dijo— es

saber que tengo buenos amigos comousted, que me aprecian y mecomprenden.

—Esta tarde le contaré el chiste másgracioso que he oído en mi vida. ¡Lejuro que le haré reír a usted!

—El hombre sonrió y dejó de llorar.—¡Cuéntemelo ahora!—No. Porque quiero presentarle a

esta amiga mía, que ingresó ayer en elhospital. Don Luis Ortiz... ésta es Alicia,señora de Almenara.

Don Luis se puso muyceremoniosamente en pie e inclinó lacabeza.

—No le doy a usted la mano —dijo

sombríamente el hombre— porque ustedno merece que yo la contamine. Sihubiese justicia en el mundo —añadió—, mis manos debían haber sidocortadas hace mucho tiempo.

Y no pudiendo evitarlo, rompió denuevo a sollozar.

—¿Cómo se atreve usted a llorar eneste momento? —protestó Urquieta—.¿No es un motivo de alegría contar entrenosotros con una señora tan atractiva?

—Tiene usted razón —dijo donLuis, pasando del llanto a la risa—: laseñora es muy guapa y de ella puededecirse lo de la canción: "que sólo conmirarla, las penas quita".

—Es usted muy galante, señor Ortiz—dijo Alicia, esforzándose en sonreír.

Y el señor Ortiz la contempló contan sincera gratitud como antes aIgnacio.

—Quiero pedirle un favor, don Luis—dijo éste—. Que ceda usted su puestoen mi mesa a la señora de Almenara. Yale he dicho que somos antiguos amigos.

—Pues no hablemos más.Concedido. Ya sabe usted que, aunquevil y miserable, agradezco mucho susconsuelos.

(Y tenía razón "el CaballeroLlorón". Tan consolado quedó de laligera muestra de amistad de Ignacio

Urquieta, que tardó más de una hora envolver a sollozar).

Unas palmadas anunciaron que eldesayuno estaba servido. "La NiñaOscilante", "el Hombre Estatua" y otroscatatónicos más fueron conducidos de lamano. Carecían de impulsos propiospara moverse, pero obedecíandócilmente las incitaciones de otros.Eso lo hacían los enfermeros; peromuchos pacientes de otras modalidadescolaboraban también en esta piadosafunción, teniendo cada uno de losinmóviles, entre los propios locos, sucuidador voluntario y particular.Rómulo acompañaba a "la Niña

Oscilante" y "el Aquijotado" al"Hombre de Cera".

La mesa que había de ocupar AliceGould estaba en el último rincón —y nopor azar, como supo muchos díasdespués—. En ella se sentaban CaroloBocanegra (que no era un apodo, sinonombre verdadero) y una muchacha defacciones correctas, algo inhibida y depocas palabras. Al ir a sentarse, Ignacioprotestó cortésmente.

—Perdón, Alicia, debe ustedsentarse enfrente de mí. Yo... porrazones especiales, tengo reservado estepuesto.

Obedeció, de suerte que ella quedó

de cara al inmenso refectorio, y Urquietade espaldas a la sala y sin visibilidad,por tanto, respecto a los demáscomensales.

—Me temo —dijo Ignacio— que elpeso de la conversación recaeráexclusivamente sobre nosotros, porqueaquí la señorita Maqueira habla muypoco y el señor Bocanegra, aquípresente, es mutista.

—Hablo poco —protestó la joven—por culpa de la insulina.

(Y, en efecto, no abrió la boca apartir de entonces más que para comer, ycon gran apetito por cierto).

—¿Qué quiere decir "mutista"? —

preguntó tímidamente Aliciadirigiéndose a Carolo.

Ignacio respondió por él.—Mutistas son los que no hablan.—¿No puede usted hablar? —

preguntó, asombrada, Alicia al señorBocanegra.

El hombre sacó un cuadernillo dehule que llevaba siempre en su bolsillo,y escribió a grandes rasgos con unrotulador naranja: "Sí puedo, pero no meda la gana."

Abrió Alicia grandes ojos, pero seabstuvo de reír o de comentar, que eranlas dos cosas que le pedía el cuerpo.

La visión del comedor y de las muy

distintas actitudes de los residentes, lacolmó de perplejidad. Algunos comíancon desesperante parsimonia; otrosengullían, devoraban, con avidez animale insaciable. Entre los primeros loshabía que desmenuzaban el pan enpartículas minúsculas y las observaban yhasta las olían antes de llevarlas a laboca, y aun entonces, no las masticaban,sino que las degustaban antes detragarlas, cual si temieran serenvenenados, ¡y lo temían en efecto!Entre los segundos, había quienesrobaban las raciones de sus vecinos;quienes rugían de placer al masticar losalimentos; quienes reían tras cada

bocado; quienes rodeaban con susbrazos el condumio, creando unapequeña ciudad amurallada deimposible acceso para los amigos de losalimentos ajenos. Había, en fin, aquellosa quienes era obligado llevar losalimentos a la boca, o bien porque nopodían valerse por sí mismos, o porquese negaban a comer. Y aun entre éstoscabía distinguir dos grupos: losradicalmente faltos de apetito y los quemantenían esa actitud sólo por fastidiary obligar a sus cuidadores —cruelmente— a este notable esfuerzosuplementario.

Se les distinguía por el inequívoco

gesto de hastío e inapetencia de losprimeros y por la terca cerrazón dedientes de los segundos, quienesacababan cediendo y tragando lo quecon inaudita paciencia se les ofrecía.

Las observaciones de Alicia, con sertantas y tan variadas, no cegaron susentendederas hasta el punto de hacerlaolvidar las notas de distintos coloresque embadurnaban el cuadernillo dehule de Carolo Bocanegra, a quiendesde ahora apodaría "el Falso Mutista"e incluiría en una primera lista desospechosos, como posible autor de lascriminales misivas dirigidas aRaimundo García del Olmo, su cliente.

Concluido el desayuno, yreintegrados todos a la "Sala de losDesamparados", Alicia preguntó a su,hasta el momento, único amigo:

—¿Qué se hace ahora?No tuvo tiempo Urquieta de

explicárselo, ni ella de enterarse, puesuna voz potente gritó:

—¡Almenara, la llaman a laconsulta!

"CH"EL SILENCIO

NO EXISTE

E XPERIMENTÓ UNASENSACIÓN de alivio alcruzar la gran puerta de hierro

que separaba los pabellones de losenfermos de la zona reservada a losadministrativos, a los médicos y a lasasistentas sociales. Eran dos mundosopuestos a los que aquella gruesa puertaservía de frontera. Montserrat Castell laesperaba en la misma aduana:

—El doctor don César Arellano,jefe de los Servicios Clínicos, va aexaminarla, Alicia. ¡Venga conmigo! Ysi, al concluir, no la reclaman para otracosa... ¡no deje de pasarse por midespacho! ¿Me permite un consejo? ¡Por

lo que más quiera, no diga una solamentira! ¡No intente engañar al médico...al menos, de un modo consciente!

Meditó Alicia estas palabras: "¡...almenos de un modo consciente...!". ¿Porqué le habría dicho eso Montserrat?

—Pase, por aquí, por favor...El doctor Arellano era un hombre de

mediana edad, pelo canoso y abundante,cara ancha y sonriente, nariz gruesa yunos grotescos lentes de pinza ycristales sin montura, que se ponía yquitaba constantemente mientrashablaba, para humedecerlos de vaho ylimpiarlos después con una pequeñagamuza. "Si no fuera por esos lentes —

pensó Alicia—, podría pasar por unhombre atractivo."

—Siéntese, señora.Del mismo modo que Alicia apreció

de un solo vistazo que el doctorRuipérez no era un individuo de muchacategoría, juzgó que este otro médicotenía peso específico. Irradiabaserenidad, equilibrio, inteligencia y,sobre todo, autoridad. Su cara, de tezsanguínea, era más joven de lo quecorrespondía a la blancura de su pelo.Era alto, ancho, tal vez un poco cargadode hombros. A Alicia se le antojópensar que su cara recordaba vagamenteal actor norteamericano Spencer Tracy y

su cuerpo al jugador rumano de tenis"Ilie Nastase".

Apenas ocupó un asiento frente a lamesa escritorio del médico, éste leofreció un cigarrillo.

Tras ver la marca, Alicia lo rehusó.—Fumo "rubio", doctor. El "negro"

me hace toser. Abrió el médico un cajóny le ofreció otra marca.

—Gracias —dijo Alice Gouldaceptándolo.

El doctor Arellano comenzó ahablar, mientras le encendía el cigarrillocon su encendedor.

—Señora de Almenara: junto a lasolicitud de ingreso había una carta

particular del doctor Donadío dirigidaal doctor Alvar, con determinadassugestiones clínicas que sólo el directordeberá decidir si son convenientes o no.Es usted, por tanto, una paciente directadel doctor Alvar... y, en consecuencia,el doctor Ruipérez y yo hemosconsiderado más conveniente nosometerla a ningún tratamiento en tantono regrese de sus vacaciones el directordel hospital. Él decidirá, por tanto, quémédico ha de encargarse de usted. Veoque esta noticia le produce alegría.

—¡No he movido un músculo de lacara —respondió Alicia con jovialidad—: es usted un buen lector de almas,

doctor!—Es mi profesión —replicó

amablemente el médico. Y volviendo atomar el hilo de sus palabras, prosiguió:

—Ello quiere decir quepermanecerá usted aquí en régimen deobservación hasta que él llegue. Nuestraúnica labor será la de almacenar datos yponerlos a disposición suya para que éldecida la medicación más apropiada.

—Luego no seré medicada...—Con psicofármacos, desde luego,

no. A pesar de ello, si siente ustedneuralgias o padece insomnio, puedepedir las pastillas que más confianza lemerezcan: lo mismo que si estuviese en

su casa. Tampoco se le aplicaráterapéutica insulínica ni, por supuesto,electroconvulsionante.

—Me tranquiliza usted mucho,doctor. Pero me pregunto en quéconsistirán sus métodos para almacenaresos datos que busca, meterlos en unsaquito y dárselos al director diciendo:"Toma, Samuel: aquí tienes unos trochosdel alma de Alice Gould..."

—Su conversación, señora, esparticularmente expresiva. ¡Eso esprecisamente lo que pretendo entregarlea nuestro director, don Samuel Alvar,trochos de su alma, para que él los juntecomo en un puzzle y trace el diagnóstico

exacto de su personalidad. Y sin usar elnarcoanálisis, ni la tomografíacomputarizada, ni la gramagrafíacerebral.

—No le pregunto, doctor, quésignifica todo eso, porque no loentendería. ¡Los médicos son ustedesamiguísimos de las palabrascomplicadas!

—Veamos si me entiende ustedahora: quiero, en primer lugar, conocersu consciente: lo que usted sabe de símisma cómo es, y cómo desearía ser.Esto lo lograremos simplementecharlando con sinceridad. Despuésquiero conocer lo que usted ignora de sí

misma (su subconsciente) y hacerloaflorar a su plano consciente. De modoque preciso de usted dos declaraciones:que me cuente lo que sabe... ¡y lo que nosabe de Alice Gould!

—Esa última parte —bromeó ella—debe ser un tanto complicada. ¿Cómovoy a contarle "yo" lo que desconozco?

—No dude que acabarácontándomelo. ¿Está usted dispuesta?

Alicia meditó un instante. Deseabaser totalmente veraz y sincera con aquelhombre amable y bondadoso, queirradiaba comprensión y confianza. Peroera evidente que no podía decirle "todo"—sin traicionar a su cliente García del

Olmo— y esto la contrariaba y laconfundía.

—Hay una parte, doctor, quedesearía reservar a don Samuel Alvarpara cuando regrese. ¡No sería justodarle todo el trabajo hecho! Él tendráque poner algo de su parte, ¿no leparece? ¿Cómo, si no, justificar susueldo, no sólo de director, sino de"médico personal mío", ya que ustedmismo me ha dicho que yo seré su"paciente particular"? Si usted me lopermite, doctor Arellano, hay una partede mi vida (¡una muy pequeña parte,créame!) que desearía reservar a donSamuel para cuando éste venga.

—Acepto el trato. Cuando ustedpenetre en esa zona reservada aldirector, no tiene más que decir"¡Acotado de caza!". Por cierto, ¿deseausted que le sirva algo?

—Sí, doctor, se lo agradezco: unataza de té.

—¿Acostumbra a beber alcohol?—Nunca por las mañanas.—¿Y por las tardes?—A veces.—¿A diario?—No, pero sí con frecuencia.

Cuando mi marido y yo regresamos denuestros quehaceres, nos gusta tomarnosun whisky, o dos, antes de cenar, y

contarnos nuestras respectivasexperiencias.

—¿Qué opina usted de su marido?—"¡Acotado de caza!"—Le pediré una taza de té. Pulsó un

timbre e hizo el encargo.—¡Dos tés! —Meditó un instante.—¿Tiene usted hijos?—No.—¿No ha deseado tenerlos?—Fervientemente. ¡Ahí tiene usted,

doctor, un campo bien abonado parahallar en mí una frustración!

—¿De quién es la culpa de no tenerdescendencia?

—Lo ignoro, doctor.

—¿Por qué?—Porque de ser la culpa de mi

marido, hubiera representado una granhumillación para él saberlo, que deningún modo quise ni quiero causarle.

—¿No deseó nunca adoptar un niño?—Sí. Y yo misma hice las gestiones

legales, pero mi esposo se opuso. Yorespeté, claro es, sus sentimientos.

—¿Le ha sido siempre fiel?—¿Él a mí?—Sí. Él a usted.—No lo he indagado.—¿Por qué?—Porque hubiera supuesto una

ofensa para él esa muestra de

desconfianza.—Nunca se habría enterado.—Ello no obsta para que yo, en mi

fuero interno, le hubiese ofendido.—Y usted, señora de Almenara, ¿le

ha sido siempre fiel?—Siempre.—¿No ha sido nunca solicitada por

otro hombre?—Muchas veces, doctor, y por

muchos.—¿Ello la halagaba?—No puedo ocultarlo. Sí, me

halagaba.—¿Y nunca cedió a ese halago?—Nunca.

—¿Alguno de sus pretendientes leagradaba?

—Sí, y mucho.—Y a pesar de ello...—Jamás, doctor.—Explíqueme detalladamente por

qué.—Por respeto a mi marido, pero

también por respeto a mí misma. Tengoun alto concepto de la dignidad humana;creo que somos una especie... distinta. Yque esta distinción nos impone derechosy deberes. No podemos exigir losprimeros sin sentirnos solidarios con lossegundos. Si me lo permite, doctor, éstasson convicciones muy arraigadas en mí.

—¿Es usted creyente?—No lo fui en mi infancia. Ahora sí.—Eso contradice la... norma

general.—¡Nunca me ha interesado la norma

general!—¿Esas convicciones las heredó

usted de su padre?—No sé si esas cosas se heredan.

Ignoro si se transmiten en los genes. Másexacto sería decir que las recibí de mipadre: no que las heredé. Fue conmigoun educador excepcional. A medida quepasa el tiempo su figura se agrandadentro de mí.

—¿Y la de su madre?

—Mi madre murió siendo yo muyniña. Y mi padre tuvo el acierto deensalzarla grandemente a mis ojos.Hablaba de ella con mucha ternura. Mástambién con sincera admiración. Cuandome reprendía, era frecuente que dijera:"Tu madre no hubiera dicho eso" o "nohubiera hecho eso".

—¿Y no la molestaba o no hería susensibilidad infantil esa comparaciónconstante con una mujer que, aun siendosu madre, usted no llegó prácticamente aconocer?

—No, doctor, no. Mi madre era elideal que yo debía alcanzar. Mi padreme la pintaba como la suma de las

perfecciones, como el modelo que yo (siquería ser digna, bondadosa y fuerte)debía imitar.

—¿No tuvo nunca celos del amorque su padre manifestaba por su madre?

—No, doctor. Sigmund Freud, quees quien ha metido esa idea en la cabezade todos los psicoanalistas, era unperfecto cretino...

—No exactamente un cretino —murmuró el doctor.

—Pero sí equivocado en lasinterpretaciones exclusivamentesexuales que daba a los símbolos, lossueños y los secretos ocultos de nuestrosubconsciente. ¡Vamos, vamos! Pensar

que quien sueñe con la aguja de unacatedral o con el obelisco de Trajano enRoma está expresando anhelosrelacionados con el órgano viril... ¡ésano puede ser más que la interpretaciónde un obseso! ¿Por qué no podía Freudviajar en tren? ¿Qué clase de extrañafobia era ésa? ¡Me gustaría ser yo quienhiciese el psicoanálisis a ese caballero!Creo verdaderamente que el obsesosexual era él y no sus pacientes. ¡Eso eslo que pienso! ¡Y no retiro lo de cretino!

—Si eso le sirve de consuelo, lediré, señora, que opino lo mismo queusted; salvo en lo de cretino... Freud eraun sabio que descubrió uno de los

métodos más eficaces para hacer afloraral consciente secretos morbosos,escondidos en nuestro interior, perdidosen la memoria, como un niñoabandonado en el bosque... que sabe queexiste un camino para su salvación, peroque no lo encuentra. Su error estriba enla dirección unilateral que dio a susinterpretaciones.

—¡No sólo somos sexo, doctor!¡Odio a Freud!

—¿Le odia usted realmente?—No, doctor; es una manera de

decir. Yo no odio a nadie, pero sientouna indecible aversión por los obsesos,por las cabezas cuadradas y por los que

aplican la geometría al estudio del almahumana. Tienden a simplificar lo que estan variado, tan complejo, taninteresante y tan grande... como... comoel espíritu. ¡Ah, doctor, disculpe ustedmi audacia! En realidad, me estoymetiendo en el campo de usted.

—Y ello me agrada profundamente,señora. Tal vez sus ideas seanapasionadas, pero son inteligentes yapoyadas en criterios sanos y lúcidos.¿Puede usted escuchar a un hombre deedad, sin que ello la ofenda, que meagrada usted mucho?

—Oír eso no puede ofender aninguna mujer, doctor. Y, además, usted

no es un "hombre de edad".—Vamos a proseguir. ¿Le agrada el

silencio?—El silencio no existe, doctor.—Anoto que eso tiene usted que

desarrollarlo después. ¿Le agrada lasoledad?

—A veces la busco y la necesito.Pero con limitaciones. ¡Soy humana ycomo humana un animal social! Misincursiones en la soledad sonesporádicas... pero si persistieran contrami voluntad, estaría dispuesta a echarmeen brazos del primer ser viviente conquien me topara... ¡y traicionar todosmis prejuicios puritanos!

—Ha dicho usted el primer serviviente. ¿Aunque fuese una mujer?

—¡Ay, doctor! Recuerde usted laspalabras de ValleInclán, puestas en bocadel marqués de Bradomín: "Hay sólodos cosas que no entiendo: el amor delos efebos y la música de Wagner."Cámbieme usted a Wagner (al queadoro) por Mahler (al que no entiendo)y a los efebos por las ninfas: y mirespuesta sería igual. Carezco de esasinclinaciones, aunque me sientoprofundamente impresionada y atraídapor la personalidad de algunas mujerescuando reúnen al completo lascualidades esenciales de la feminidad.

—¿Qué cualidades son esas que másadmira usted en la mujer?

—La abnegación, la delicadeza, laintuición y el buen gusto.

—¿Y la belleza?—¡Ah, doctor! Por supuesto que sí.

También admiro la belleza en la mujer,sobre todo cuando su exterior es comoun reflejo de su interioridad...

—Perdóneme esta preguntadelicada, señora de Almenara: ¿es ustedfrígida?

—No, no, no, doctor.—Muchas mujeres lo son.—O no son mujeres o sus maridos

son muy torpes... o muy egoístas.

—Ese es un mundo muy complicado—murmuró el doctor Arellano.

—Para mí es un mundo resuelto,doctor. No es ése mi caso. Y creo quepierde usted el tiempo buceando en esasaguas.

—¿Por qué intentó usted envenenar asu marido?

—¡Campo acotado!—¿Qué le indujo a hacerse

detective?—¡Vedado de caza!—Dígame: ¿qué es lo que más le

desagrada de usted misma?—¡Verme así vestida!—¿De qué está usted más

satisfecha?—De mi afán de superación...—¿Y más descontenta?—De no hacer todo lo que debo por

cultivar mi espíritu y ayudar a losdemás.

—¿Qué piensa usted de las artes?—El arte es la ciencia de lo inútil.El médico frunció la frente,

sorprendido. Aquella respuesta nocuadraba con la personalidad que habíacreído adivinar en su paciente.

—¿Quiere decir que desprecia ustedlas artes; que las considera algo trivial,y a quiénes las practican gentesdesocupadas que no tienen otra cosa

mejor que hacer?—¡Nada de eso, doctor! ¡Considero

que el arte es tanto más sublime cuantomayor es su inutilidad!

—Explíquese mejor.—El hombre es el único animal que

se crea necesidades que nada tienen quever con la subsistencia del individuo ycon la reproducción de la especie. No lebasta comer para alimentarse, sino quecondimenta los alimentos, de modo queañadan placer a la satisfacción de sunecesidad. No le basta vestirse paraabrigarse, sino que añade, a esta funcióntan elemental, la exigencia deconfeccionar su ropa con determinadas

formas y colores. No se contenta concobijarse, sino que construye edificioscon líneas armoniosas y caprichosas queexceden de su necesidad: lo cual noocurre con la guarida del zorro, lamadriguera del conejo o el nido de lacigüeña. ¿Hay algo más inútil que lacorbata que lleva usted puesta? ¿De quéle sirve al estómago una salsacumberland o un Chateaubriand a laPérigord? ¿Qué añade al cobijo delhombre el friso de una escayola o lasorlas en forma de signos deinterrogación de los hierros quesostienen el pasamanos de una escalera?Pues bien: todo eso que está inútilmente

"añadido a la pura necesidad"... ¡ya esarte! La gastronomía, la hoy llamada altacostura y la decoración son las primerasartes creadas por nuestra especie,porque representan los excesos inútilesañadidos a las necesidades primarias decomer, abrigarse y guarecerse.

—Dígame, señora de Almenara,¿dónde ha leído ese ensayo sobre lainutilidad? ¡Me gustaría conocerlo!

—¡No necesito leer a los demáspara formarme una opinión, doctor!

—Prosiga, señora: me tiene ustedabsolutamente fascinado.

—Pues bien —continuó Alicia—, enel momento mismo en que el espíritu

creador del hombre se despegó inclusode la necesidad primaria para producirsus lucubraciones, nacieron las grandesArtes: la Poesía, la Danza, la Música yla Pintura.

—Olvida la Arquitectura.—Considero a la Arquitectura, como

a la Gastronomía, un añadido inútil auna necesidad "primaria". La Danza, encierto modo, también tiene este lastre,pero se aleja más de la necesidad. Es...¿cómo explicarme?, una... una... ¡unamímica sublimada! ¡Eso es lo que queríadecir! Tal vez la Danza sea anterior allenguaje y tuviera en sus orígenes unaintencionalidad práctica: con carga

erótica, reverencial o religiosa. ¡Yo noestaba allí, y no sé qué "intencionalidad"tenía! Pero no hay duda que encerraba"un propósito", encaminado a laconsecución de un fin. No sé si meexplico, pero la intencionalidad es algomuy superior a la "necesidad primaria".Está ya directamente relacionada con eljuicio y la voluntad. "Quiero esto y voya demostrarlo con gestos y ademanesrítmicos". ¡Y la Humanidad se puso adanzar! ¡De ahí a la Paulova o aNureyev no había más que un paso! LaPintura pertenece a un género superior.¡Es más inútil todavía! Tiene unlejanísimo parentesco con la escritura

ideográfica, mas una vez añadida sucarga de inutilidad, la distancia entre lonecesario y lo que no sirve para nada, sehace tan grande, que la considero entrelas primeras de las Artes Mayores. ¿Noopina lo mismo, doctor?

—Mi querida amiga, no es miopinión lo que interesa, sino la suya.

—¿Y no le interesa que a mí meinterese conocer su opinión, doctor?¡Sería muy poco galante de su partedejarme hablar y hablar sin intervenir!

—Eso es precisamente lo que deseo,señora. Y empiezo a pensar que se le haacabado la inspiración. ¿Cómo juzgausted la Poesía?

—Paralela en méritos a la Pintura,aunque un tanto más inútil todavía. ¿Quéquiere decir, o para qué sirve decir: Micorazón, como una sierpe se hadesprendido de su piel, y aquí la miroentre mis dedos llena de heridas y demiel?

»¡Oh, doctor! Ni el corazón tiene unapiel como la de las serpientes que se lacambian cada temporada como lasmodas de las mujeres, ni los ofidios niel corazón acostumbran a impregnarsedel zumo de las abejas; ni hay hombreque pueda contemplar viscera tandelicada entre las manos: pues siestuviese vivo moriría en el intento; y si

muerto, no podría contemplarla. ¡Y sinembargo este poemilla de García Lorcaes arte puro!

»Queda, por último, la Música. ¿Quémayor inutilidad que unir unos ruidoscon otros ruidos que no expresandirectamente nada y que pueden serinterpretados de mil distintas manerassegún el estado de ánimo de quien losescuche? ¿A quién alimenta eso? ¿Aquién abriga? ¿A quién cobija? ¡Anadie! La Música es la más inútil,biológicamente hablando, de todas lasArtes y, por ello, por su pavorosa yradical inutilidad, es la más grande detodas ellas; la menos irracional, la más

intelectual, la más espiritual, la máshumana, en tanto que esto signifiquesuperación de los seres inferiores.Porque lo cierto es que hay quienentiende, ¡equivocadamente, claro está!,por "humano"...

Alicia se detuvo y se sonrojó:—¡Ah, doctor, estoy hablando como

un ser pedante e insufrible! Discúlpeme.No quiero hablar más.

—La he llamado precisamente paraque conversemos —insistió el doctor.

—Estoy tan avergonzada de micharlatanería... que ahora desearía ser"mutista", como mi compañero de mesa.

—¿Un tal Rosendo López? —

preguntó el doctor.—No. Mi vecino de mesa se llama

Bocanegra, o algo parecido, y me haescrito una nota diciendo que "no hablaporque no le da la gana".

—Ese sí que es un verdaderoenfermo —comentó el doctor—. ¡Unverdadero enfermo!

Y al punto se arrepintió de haberlodicho, porque indirectamente habíainsinuado que ella no lo era. Y afirmareso sería tanto como engañarla.

—Me estaba usted diciendo qué eslo que se entiende y lo que no debeentenderse por "humano".

—La gente equivoca este término y

entiende por "debilidades humanas" loque en realidad son "debilidadesanimales". Lo humano, por el contrario,es lo que supera a lo animal: lo que estápor encima de lo que hay en nosotros, defieras.

—Me dijo usted antes, señora deAlmenara, que el silencio no existía...¡He aquí un tema que me gustaríaescucharle!

—¿Me va usted a tolerar seguirparloteando, doctor?

—La voy a provocar a seguirhablando.

—Pero, doctor, me avergüenza elconcepto que va usted a formarse de mí.

¡Yo nunca he sido charlatana!—¿Y si le dijera que además de

conocerla clínicamente me interesaconocerla intelectualmente?

—¡Me sentiría muy pedante, doctorArellano! Me gusta tener cierto sentidode la medida.

—Expláyese mejor. ¿Por qué afirmóantes que el silencio no existía?

—Por puro sentido de laobservación, doctor.

—Explíqueme eso con ciertodetalle.

—Muchos afirman —comenzó AliceGould con aire distraído y distante—que el hombre ha matado el silencio. Es

muy injusto decir eso, porque el silencio¡no existe! A veces huimos de la granciudad para escapar del bullicio, perono hacemos sino trocar unos ruidos porotros. Cuando se acercan lasvacaciones, deseamos conscientementecambiar de ocupación: la máquina decalcular, por la bicicleta; o la deescribir, por el arpón submarino.También de un modo conscientedeseamos cambiar de paisaje: la ventanadel inquilino de enfrente por la montaña,el campo o la playa. Pero de una manerainconsciente, lo que anhelamos, sinsaberlo, es cambiar de ruidos: elbocinazo, el frenazo, el chirriar de las

máquinas, las radios del vecino, porotros menos desapacibles, como elrumor del viento entre los pinos o lahonda y angustiada respiración del mar.

—¿Considera usted al mar como unser vivo?

—¡Naturalmente, doctor! La tierrano es un planeta muerto. Y el mar ocupalas tres quintas partes de la tierra... o... oalgo parecido. Y además se mueve yhace ruido. ¡Todo lo que vive lleva elsonido consigo!

—Me sorprendió usted, señora deAlmenara, desde que entró por esapuerta; sería injusto negarle que misorpresa va de aumento en aumento. No

obstante, sigo creyendo que la totalsoledad se aproxima mucho al silencio.

—No, doctor. No hay bosque, poroculto y lejano que se halle, portranquilo que esté el aire que loenvuelve, que no tenga su propio idiomasonoro. ¿Usted no ha oído hablar a losárboles? ¡Todo el mundo los ha oídohablar! No se sabe bien qué es lo que seescucha, qué es lo que suena. No hayarroyos en las proximidades, no haypájaros, no hay insectos, y las copasestán quietas. Con esto y con todo, hayun pálpito indefinible, indescifrable. Sedice entonces que se oye el silencio. Esuna manera de decir porque lo cierto es

que "algo" se oye... mientras que elsilencio es inaudible.

—No se interrumpa, señora. Estoyembobado escuchándola.

Animada y halagada por laadmiración que despertaba en el doctor,Alice Gould prosiguió:

—He aquí una palabra, "silencio",que el hombre ha inventado paraexpresar una realidad que no haexperimentado jamás, para describir loque nunca ha conocido: porque todo enél y alrededor de él es un cúmulo demínimos estruendos. Y la voz que sonóuna vez no se pierde para siempre. Lavibración de la onda sonora se expande

y aleja, pero permanece eternamente.Esta conversación que estamos teniendo,doctor, existirá en el futuro en algúnlugar lejano.

—¿Quiere usted decir que todapalabra es eterna?

—Es una simpleza lo que digo. Nohay nada de original en ello, puesto queestá probado. La curiosidad insaciabledel hombre creó grandes ojos (lostelescopios) para ver más allá de lo quela vista alcanza. Ahora ha creadograndes orejas (los radiotelescopios)para captar los ruidos del Universo. Yhe leído que aún se oye el sordo clamorde la primera explosión: la que fue

origen de la creación del mundo y de lafuga de las galaxias. ¡Antes de esto, síexistía el silencio! ¡Y se acabó! ¡Nohablo más! ¡Me ha forzado usted aexpresarme ex cátedra,pedantescamente! Ha conseguidoavergonzarme. ¡Me siento muy ridícula!

Quedó mudo el doctor y observódescaradamente —entre compadecido yadmirado— a aquella singular mujer,inteligente, sensitiva, fina, atacada deuna enfermedad aún sin diagnosticar.

—¡Oh, doctor, le he aburrido; estoysegura de que le he aburrido! ¿No meresponde, don César?

—Después de sus admirables

palabras sobre el silencio, respétemeusted, señora de Almenara, que merecree recordándolas. Estuvo calladomucho más tiempo de lo que Aliciahubiese querido.

—¿Le he molestado en algo, doctor?—Sí. ¡Cállese!Al cabo de unos segundos, preguntó:—¿Puedo retirarme?—¡¡No!! —fue la respuesta

desabrida de César Arellano. Y, enseguida, añadió disculpándose:

—He dicho "no"... porque mefaltaba preguntarle si necesita ustedalgo... y si yo puedo proporcionárselo.

—Sí, doctor... ¡Míreme! ¡No estoy

acostumbrada a andar vestida así! Ellome deprime. He visto a algunosresidentes correctamente vestidos: talvez exageradamente bien vestidos. Yono aspiro a tanto. Quiero, sencillamente,no estar disfrazada de lo que no soy: unchulo de barrio, un hortera de pueblo.¡Quiero vestirme de mí misma! ¡Claroque no quiero galas ni eleganciassofisticadas! Pero, eso sí, vestirme concierta armonía, de acuerdo con lascircunstancias en las que estoy... y... y...recuperar mis objetos de tocador.

—Cuando suba usted a su cuarto seencontrará con sus objetos personales.Sólo le ruego que se vista usted con

cierta discreción.—¡Oh, doctor! ¿Es cierto lo que me

dice? —exclamó con gran alegría.—Un momento... un momento... ¡No

quiero precipitarme! ¿Quién dio laorden de...? En realidad haré todo loposible para que recupere usted suscosas... en cuanto hable con el doctorRuipérez. ¡Vamos, señora, no vale lapena de que se afecte tanto por haberrectificado! Me precipité en decirle quesí, impulsado por un gran deseo decomplacerla. Mañana proseguiremosnuestras conversaciones.

—Esto que hemos hecho hoy, ¿sellama psicoanálisis?

—¡No! ¡En absoluto! Yo no usaréesa terapia con usted; ni siquiera lahipnosis; salvo que me lo ordene eldoctor Alvar. Pretendo simplementeconocerla... y que usted me conozca,hasta confesarme voluntariamente susecreto, que intuyo no está alveolado ensu subconsciente, sino flotando libre yalegremente en su consciente. ¿Meequivoco?

—Zona rastrillai...—¿Qué quiere decir eso?—Zona acotada..., en ruso.—Hábleme de su secreto.—¡Vedado de caza!—Bien, señora de Almenara. Es

usted una mujer... "modélica"... ¡Quéexpresión más torpe! Es usted una mujeradmirable; ésa es la palabra: digna deadmiración, y con una personalidadcautivadora. Me siento realmentesatisfecho de haberla conocido. Sólolamento... el sitio... y la ocasión.

—Doctor, ¿qué dije antes para queusted se enfadara?

—No me enfadé con usted, Alicia,sino con el hecho de que... sea usted tanperfecta y que a pesar de ello... ¡Bien!¡Me callo! Algún día se lo diré.

Cuando la paciente hubo salido, elmédico anotó unas palabras en un bloc.A las que añadió con gesto

malhumorado: "¡No es usual ver a losángeles en el infierno!" Mas en seguidalo tachó porque se avergonzaba dehaberse dejado fascinar, cautivar, por labelleza, el encanto y la rarapersonalidad de Alice Gould.

"D""EL

ASTRÓLOGO" Y"LA DUQUESA"

C RUZÓ ALICIA LA GRUESApuerta de acero —a la que yapara siempre denominaría "la

frontera"— y observó que en la "Sala delos Desamparados" había mucha menosgente que en los minutos queprecedieron al desayuno. La mayoría delos pacientes paseaban por el parque.Los ventanales que comunicaban con elexterior estaban abiertos, y a través deellos se veía deambular a los reclusosen pequeños grupos o en solitario.Afuera brillaba el sol.

En el interior no quedaban más queuna veintena de enfermos y dos "batasblancas". Allí continuaban "el Hombre

de Cera", de pie, inmóvil y con lacabeza levantada, como una cariátide depiedra que sostuviera con su frente uncapitel; varios "solitarios" que rumiabansus penas, bien caminando o biensentados, y una pareja cuya visión hirió,primero, sus pupilas, y después sucompasión. "La Niña Oscilante" estabasentada en el suelo, de cara a la pared,en el mismo sitio en que la vio por lamañana, y moviendo su cuerpo de uno aotro lado, como la vez primera. Junto aella, y en su misma postura, "elMimético" le acariciaba la cabeza congran ternura e, impulsado por sutendencia irresistible a imitar los

movimientos ajenos, se balanceaba éltambién. Pero no lo hacía con afán deburla, como un simio en su jaula, sinosimplemente llevando un compás cual siél y ella escuchasen una misma músicaimaginaria.

Era una escena dolorosamentedelicada y tierna.

Alejada de ellos, Alicia buscó unasiento y se quedó observándolos. Noera la única persona que hacía lo mismo."El Hombre Elefante", sentado cerca deellos, les contemplaba también. Suinmenso corpachón no cabía en una solasilla, de modo qué utilizaba dos paramejor acomodo de sus inmensas

posaderas. Tenía este hombre de comúncon "el Hombre Estatua" su tamaño y suforma piramidal: puntiagudo por arribay anchísimo por abajo. Más que caídos,los hombros de ambos parecíanderrumbados: la distancia entre elpescuezo y el límite en que nacían losbrazos era ingente y en forma de laderamuy pina. Sus tórax eran estrechos, peroenormes sus abdómenes y aún más suscaderas, de las que nacían dos piernasanchas como columnas y faltas de forma,de tal suerte que los tobillos eran tangrandes como los muslos. Se distinguíanen el tamaño de la cabeza, que eramínima en "el Hombre Estatua o de

Cera", y regular en "el Elefante". Ysobre todo, en la expresión. El inmóvilabsoluto carecía de ella; el rostro delinmóvil relativo, por el contrario (apesar de su boca abierta, por cuyascomisuras caían hilos de saliva, y de susojos abombados y torpes) sí decía algo.Alicia pensó que los dos padecían unamisma enfermedad endocrinológica,glandular, y una dolencia mental distintao en diverso grado de desarrollo. Lasmiradas de ambos gigantes eran fijas.Pero la del "de Cera" estaba asentada enla nada. Y la del "Elefante" —¡Alicia seconmovió al comprenderlo!— en "laNiña Pendular". La suya era una mirada

amorosa. ¿Lasciva? ¿Tierna?¿Compadecida? Era difícil precisarestos matices que por ventura no cabríanen la mente del "Elefante"..., pero, encualquier caso, era la suya una miradahechizada, cautivada, por la pequeña.¡Una mirada de amor! Alicia, alcomprenderlo, sintió una congojainfinita que le subía del pecho a losojos. Era demasiado triste haberlocomprobado. Súbitamente el gigantecomenzó a agitarse y, haciendoímprobos esfuerzos, se puso de pie y dioun paso al frente para mantener elequilibrio y no caerse.

Rómulo —"el Niño Mimético", que

no era tan niño, aunque lo pareciera—dejó de acariciar a "la Oscilante", y deun salto se puso de rodillas, alzó elbusto, levantó los brazos, colocó susmanos en forma de garras enseñó losdientes y comenzó a rugir, Parecíatalmente un joven leopardo. Pegabapequeños saltos sobre sus rodillas, alpar que avanzaba las garras amagandoun ataque que no llegaba a realizar.

"Es seguro que habrá visto a un gatoacorralado hacer esos movimientos —sedijo Alicia—. O, tal vez, a una fierasalvaje por la televisión".

A cada ademán amenazador delpequeño, se producía un movimiento

convulsivo en el gigante: un ademán demiedo. Al fin, inició la retiradalateralmente. Sin dejar de dar la cara asu enemigo, salió al parque, por elabierto ventanal y, con la poca agilidadque su torpeza le permitía, emprendió lafuga.

Alicia quedó anonadada. ¿Habíavisto realmente esta escena o todo fueuna alucinación? Se propuso dibujarla:¡grabarla en su mente y dibujarla! "LaNiña", entretanto, ajena a todo aquelduelo de celos, de la que fue causadesencadenante, basculaba, basculaba;no cesó de bascular.

La paz volvió al rostro del pequeño

Rómulo —pequeño de cuerpo, pequeñode miembros, pequeño de facciones—tan súbitamente como le llegó la cólera.Fue la suya una tempestadautomáticamente calmada."Automáticamente —pensó Alicia—: heaquí una palabra que seguramentepertenecerá al vocabulario de lapsiquiatría".

No bien volvió Rómulo a acariciarla frente y la cabeza de la que creía suhermana, se levantó y buscó con ojosávidos una "bata blanca". Se acercó a laenfermera.

—Mi hermana se ha hecho caca —dijo simplemente.

La mujer se acercó a la chiquilla y laayudó a ponerse en pie. Los excrementosle resbalaban bajo las faldas hasta loscalcetines. Le dio la mano y tiró de ellacon suavidad. La niña, obediente alimpulso ajeno —pues era de las quecarecían de impulsos propiosconscientes—, la siguió.

Alicia adivinó que su propio rostrodejó traslucir una sucesiva muestra desentimientos: sorpresa, compasión, asco,interés y un mudo homenaje admirativopor la abnegación de las enfermeras. Ydedujo que su rostro expresó todo estoal verlo reflejado en el del jovenRómulo, que, plantado descaradamente

frente a ella, la contemplaba... y laimitaba.

Sonrióle Alicia, y el chico le sonrió.Contemplóle en silencio, penetrando ensus ojos. Él hizo lo propio.

—Eres muy guapo chico.—Mi hermana es muy guapa

también. Y tú también. Y la Castelltambién. Los demás son todos feos.

—No todos. Hay un muchacho de tumisma edad, que se parece mucho a ti. Yque es muy guapo.

—Yo no le conozco.—¿No le has visto nunca?—No.Rómulo negaba, no ya su parentesco,

sino la realidad misma de su hermanogemelo. ¿A qué oscura corriente de suespíritu pertenecería esta aberranteobstinación? ¿Era sincero al ignorar laexistencia de aquel otro muchacho de sumisma sangre, que se parecía tanto a élcomo a una fotografía su duplicado? Eneste caso, la aberración era intelectual:su desviación manaba de la mente. ¿Erainsincero, y conocía que allí —a pocospasos— vagaba un ser que compartiócon él el claustro materno y, aunsabiéndolo, se obstinaba en negarlo? Deser así, la malformación morbosa de supersonalidad pertenecía a lossentimientos. ¿Y cuál de ambos males

era más pavoroso? ¿Qué siniestrajerarquía de malignidad se llevaba lapalma del horror: la ruina de lainteligencia, de donde mana elconocimiento, o de la voluntad, dondeanidan los afectos?

Pensaba en esto Alice Gould cuandosúbitamente se oyó una voz desapacibley aguda. Pertenecía a una mujer que erala viva imagen de la extravagancia, yque descendía en este instante por laescalera, hablando a gritos.

—¡Hala, hala! ¡Todo el mundo fuerade mi vista! —decía—. Estoy harta devuestras innobles presencias, y vuestrafalta de higiene, y vuestras zalemas

estúpidas, y vuestras conversacionesinsípidas, y vuestros pensamientoslascivos, y vuestras miradas serviles, yvuestras conductas deshonestas, yvuestras falsas promesas, y vuestrasalmas de esclavos, y vuestra falta declase, y vuestra ignorancia, y vuestraspretensiones, y vuestra miseria, yvuestra cobardía, y de los abusos quecometéis en mis despensas, y en miscuentas corrientes, y en mis ganados, yen mis tierras, y en mis ajuares, y en mivestuario, y en mis cofres de joyas y...

("¡Qué capacidad enumerativa!",pensó Alicia, admirada de tantalocuacidad.)

—He dicho que no quiero ver anadie, pues vuestras miradas meensucian; vuestras palabras me aburren;vuestros pasos me hieren los oídos;vuestros movimientos me irritan, yvuestra sombra me contamina. ¡Fueratodo el mundo he dicho...!

Lo asombroso para Alicia es quefueron muchos los que la obedecieron,más no por acatar sus órdenes —comosupo más tarde— sino por huir de sulogorrea; pues ni los locos podían sufrirsus excesos locuaces cuando rebrotabansus crisis. Sólo los paralíticospermanecieron indiferentes dondeestaban.

Era una mujer de unos ochenta años,iba inimaginablemente disfrazada de...de nada. Llevaba un turbante en lacabeza, compuesto con una gruesa toallade felpa. Se había anudado una sábanaal cuello, de suerte que le caía por lasespaldas como una esclavina de largovuele, que le dejaba a la vista la partefrontal del cuerpo; cubierto éste con otratoalla atada a la cintura a modo deminifalda y un sujetador colorado, queapenas oprimía la flaccidez de suspechos. Una pierna estaba cubierta conuna media de malla, de las que usan lascabareteras de los tugurios, y la otra no.Los zapatos, de altísimo tacón, era lo

único de su indumentaria que hacíanjuego entre sí y con el sujetador, puestambién eran escarlatas. Su atuendo erauna mixtura extravagante de cesarromano, ayatollah persa, odaliscaoriental y fulana de Montmartre.

—Lo dicho no va para usted, señorade Almenara —dijo dirigiéndose aAlicia, cuyo verdadero nombre yaconocía, como el de todo el mundo—.Sé muy bien que no es usted de losAlmenaras de Córdoba, que son todosbastardos; ni de los Almenaras deToledo, que son judíos; ni de los deValencia, que son nietos de corsarios; nide los de Murcia, que se dedicaban a la

trata de blancas, y aun de negras, puesen sus prostíbulos había no pocasmoriscas; sino de los Almenaras deLeón, de sangre real, emparentadosantaño con los Fernán González y hoycon los Calabria, los Pignatelli y losOsuna. Sea bienvenida a mi casa yespero que la pandilla de gamberros quela pueblan no le sea excesivamentemolesta. Son criados viejos, algunossirvieron al Gran Duque, y aunque mehuele que están todos medio locos, nome avengo a echarles por aquello del"Honni soit qui mal y pensé", que enlatín quiere decir "in dubio pro reo" , yen castellano viejo: "¡A los perros,

longanizas!" Por cierto que el chiquilloque estaba con usted es de lo mejor deesta casa. Tiene sangre de reyes por larama bastarda. ¿Le ha tocado usted laoreja? ¿No? Hubiera podidocomprobarlo por sí misma. ¿Me permiteque le toque la oreja? ¡Ah, querida,querida, eso la desmerece mucho a misojos! Alguna abuela suya se tumbó en eltálamo de un rey, a espaldas de la reina;lo pasó en grande, sin duda, porque losorgasmos de los reyes son orgasmosreales; ¡pero la dejó a usted tarada parasiempre! ¡Toque mis orejas! Yo noposeo esa adiposidad en el lóbuloizquierdo que usted tiene, al igual que lo

tiene Rómulo, que es descendiente, porla mano izquierda, del primer rey deRoma. Yo vengo de la rama legítima delos Zares de Rusia, y aunque mi abuelase acostó con Rasputín, no dejó huellas.Lo siento, señora de Almenara, pero lecambiaré la habitación que le teníareservada, y le pondré a su servicio unaazafata bien distinta a la que pensaba.¡Pedro! ¡Pedro Ivanovich, ven aquí!

Se precipitó hacia "el Hombre deCera", y lo trajo ante ella a trompicones,tirándole de las manos.

—Le corté la lengua cuando erajoven, por decirme palabrasdeshonestas. Desde entonces me

obedece como un robot. Mire usted: lepongo una mano en la nariz y otra en elcogote. ¡Pedro! ¡No te muevas! Y comousted ve, me obedece. No todos son así.El resto, además de locos, sonrevolucionarios, aunque a decir verdadtodo significa un poco lo mismo. ¿Nopiensa usted que sig...

En esto abrieron los comedores; lamáquina de palabras se interrumpió, yechó a correr hacia el olor de la comida.El almuerzo fue un puro martirio, y noporque el condumio dejara mucho quedesear, sino por el insoportableprotagonismo de aquella individuainsufrible, que no dejó de hablar, dar

órdenes y pronunciar discursos, arengasy soflamas. Afortunadamente para ellos,sus vecinos inmediatos de mesa eranoligofrénicos profundos y no seenteraban, pero eran muchos los quecomenzaron a dar señales de agitación,como contagiados por aquel aluvión depalabras que, sin perder del todo lacoherencia, era difícilmente inteligible,porque eran más las ideas que acudían asu mente que el tiempo obligado querequería la pura fonética de las palabraspara poder ser expresadas.

—El viernes, que es día de visitas,puesto que es sábado, vendrá a verme elduque de Plymouth, que es un Saxo-

Coburgo Gotha, de los Gotha delalmanaque, compuesto en papel deHolanda, que es una ciudad de losPaíses Bajos, donde estuve de niña,cuando todavía se jugaba al diábolo, quees un cucurucho de goma que se lanza alas nubes, y si se las toca las hacellover, y el mar se crece y se mete enesos países, que se llaman así porqueestán más bajos que el mar, y se inundantodos los días de lunes a viernes, menoslos fines de semana, en que ponen unosdiques para que no se mojen los quesosy los molinos de viento, y las mujerespuedan ir a misa para casarse con losobispos, porque allí acostarse con un

obispo no está mal visto como aquí, quesomos unos retrógrados y unosignorantes. De modo que espero que osbañéis desde hoy mismo tres veces aldía, para no oler como hoy, a hienas,que es el reptil que peor huele, porquese alimenta de cadáveres y deexcrementos. De modo que dejad por undía de comeros unos a otros y gritemos¡Viva el Zar! ¡Esclavos: brindad por elEmperador! Y decidme —añadió,abriendo su túnica y desenlazando latoalla que le servía de minifalda— simis carnes no son las de una muchachade veinte años a pesar de habercumplido los veintiocho. ¡Tocad, tocad

mis muslos y mis pechos y decidme sino son dignos de un Saxo-CoburgoGotha!

Los enfermeros —¡al fin!— se lallevaron colgada de las axilas. Aliciaaún la oyó gritar: "¡Mueran las hienas!¡Viva el Emperador! ¡Tocad, tocad miscarnes, esclavos, y comparadlas con lasde vuestras concubinas!"

Sus piernecillas escuálidas, llenasde sabañones y necrosis, pateaban alaire y exhibía impúdicamente a loscomensales sus pantaletitas coloradas,por entre cuyos bordes se escapaba enlas ingles un vello lacio y canoso.

La visión de esta vieja decrépita,

pintarrajeada y ridícula, llevada envolandas por los loqueros, la afectóprofundamente.

—Debe usted comer algo, Alicia.Los días aquí son muy largos.

Era la voz de Ignacio Urquieta. "Sí,sí debía comer algo, aunqueesforzándose." "No era bueno dejarsedominar por sus impresiones".

—Dígame, señor Urquieta: ¿Estápermitido subir a la habitaciónlibremente? Después de comer...desearía descansar.

—También está autorizado pasearpor el parque. Hoy hace un díaespléndido y puedo permitirme el lujo

de invitarla a dar un paseo. No todos losdías podré, ¿sabe?

Alicia no quiso averiguar la causapor la que aquel hombre joven, fuerte,de grata conversación y bien educado,podría pasear unos días sí y otros no.Prefería ignorarlo. Se comprendíaincapaz de almacenar tantos horrores.

Apenas concluyó de almorzar, subiólentamente la escalera para refugiarseentre las cuatro paredes de sudormitorio sin techo. Se detuvo en elrellano y miró hacia abajo.

¡Dios, Dios, sólo hacía diecisietehoras que había ingresado y le parecíaun siglo! Comprendió lo que era ese

extraño vocablo "alopsíquica", con elque los psiquiatras adjetivan ladesorientación en el tiempo y en elespacio. La segunda modalidad no temíaque la alterase nunca, pues bien sabíadónde estaba, y nunca lo olvidaría; perocomprendió el riesgo de llegar a nosaber qué día era, ni qué hora, ni quémes, ni qué año. Y eso es exactamente loque le aconteció al despertar de unasiesta profundísima y paradójicamentemuy poco reparadora. El salto de tigredel "Niño" encelado, la baba cayendode la boca abierta del "Elefante"enamorado, la tristeza infinita —que notenía nada de cómica y sí de patética—

del señor de las lágrimas, el gnomo delas grandes orejas sobándole los muslos,las pantaletitas rojas de la vieja que secreía joven; el mutismo del hombre queno hablaba porque no quería; elaquijotado de la gran nuez y los ojosalucinados, y como un calmante o unsedante la voz equilibrada de IgnacioUrquieta pidiéndole permiso parasentarse a su lado... ¿Todos esosrecuerdos de cuándo eran? "¿Es posible—se dijo— que todo eso haya ocurridohoy? ¿No hace ya una semana de ello?¿Y la conversación con el doctorArellano cuándo fue?"

Sintió como un mareo —"¡un mareo

alopsíquico!", se dijo, para sí, riendo—al considerar que aún no habíantranscurrido veinticuatro horas desdeque un hombre y ella, detenidos junto ala gran verja de entrada, bromearonacerca de lo que significaba cruzar "laPuerta del Infierno".

—No te preocupes —le dijo él—.No hay ningún cartel que diga "Lasciateogni speranza".

Estaba dispuesta a descender alparque cuando decidió que le sería muyútil reconsiderar su situación. ¿Hizobien en hablar con el médico con lafranqueza con que habló?

Las palabras de Montserrat Castell

—"¡No intente engañar al médico almenos de un modo consciente!"— lahabían impulsado a ser muy veraz: acomportarse tal cual era en realidad.

No estaría de más —se dijo— hacercada día examen de conciencia yrecapitular acerca de los dos objetivospor los que se encontraba en elmanicomio: fingir una psicosis ydescubrir al autor de unas cartas yprobablemente de un asesinato. Nadieiba a medicarla mientras no llegara eldoctor Alvar. Toda la terapia que leaplicarían sería repetir —ignoraba conqué frecuencia— sus gratísimasconversaciones con el doctor del pelo

blanco, los lentes de oro y el corazónprobablemente de lo mismo. Entretanto,debería escuchar, atender, observar yeliminar.

Nadie podría echarla del hospitalmientras Samuel Alvar no regresara. Ycuando éste volviera, ya se encargaríade prolongar su estancia hasta que lainvestigación estuviese concluida.Samuel Alvar era su cómplice. SamuelAlvar era el único que sabía con certezaque ella era una mujer totalmente sana.Samuel Alvar era quien le habíaaconsejado que se fingiese paranoica.Samuel Alvar era íntimo amigo de sucliente —también médico— Raimundo

García del Olmo. Samuel Alvar le habíaprometido su colaboración parafacilitarle cuantos datos necesitaserespecto a los sospechosos. SamuelAlvar, Samuel Alvar, Samuel Alvar...Su nombre era como un quiste que dedía en día crecía en su cerebro.

Fue un gran acierto el de estehombre haber escogido la modalidadparanoide para su fingimiento deenferma mental, ya que cuantos padeceneste mal son razonadores; muchos deellos inteligentes y suelen cumplir a laperfección las obligaciones propias desus oficios o profesiones. De otra parte,los paranoicos no muestran más

síndromes de anormalidad que losrelacionados con su delirio particular,de modo que no se vería obligada asimular la euforia del maníaco, ni lapavorosa tristeza del deprimido, ni laabsurdidad del esquizofrénico, ni laidiocia del demente.

Alicia no servía para actuar depayaso. No se imaginaba pegando saltoshistéricos ni fingiendo crisis de furia. Yse congratulaba de poder conservar —salvo las mínimas excepcionesobligadas— su propia personalidad.

En relación con Montserrat Castell,su actitud no había precisadofingimiento alguno salvo su reiteración

de que ella "no era una enferma" (lo cualde otro lado era cierto) y que estaba"legalmente secuestrada", lo que, a lolargo del tiempo que durase suinvestigación, debía ser el leitmotiv dela interpretación paranoica de sureclusión. También había exagerado enalguna de sus reacciones, como cuandotiró el encendedor al suelo o cuandojuró por tres veces que nunca más sedejaría arrebatar por la cólera. En todolo demás había sido sincera con ella. Lamuchacha le pareció llena de encanto yde bondad, era lindísima, y se sintióinstintivamente deseosa de acogerse a suprotección ante el misterio y las

incógnitas y los sinsabores de estemundo desconocido en el que habíapenetrado. ¿Qué le importaba,entretanto, aparecer como normal antelas personas cuya compañía más leagradaba? Estas, por ahora, eran tres:Montse Castell, el doctor CésarArellano e Ignacio Urquieta, el de lamisteriosa y —para ella— desconocidaenfermedad.

Cuando descendió, "el Hombre deCera" se mantenía en la misma posturaen que le vio por última vez. Apiadadode él, Alicia le cambió las manos desitio, y supuso que la nueva posiciónsería menos incómoda. Pasó sin mirar

junto al trío formado por "la Niña", "elCachorro de Tigre" y "el Elefante", y seinternó en el parque.

Un hombre —pantalón de pana,boina calada hasta las orejas, grandesbotas de hule— regaba unas plantas. Lasaludó al pasar.

—No quieri usté na con los suscompañerus —le recriminó concordialidad y acento muy pronunciadode Asturias o Santander. Alicia seacercó a él.

—Es que soy nueva. Y sólo conozcoa muy pocos.

—Ya sé que usté es la nueva, ya...Pero no se amilane por esu. Aquí hay mu

buena gente. Yo soy amigu de tos.—¿Es usted el jardinero?—Llámanme Cosme, el Hortelanu.

¿Y usté, cuál es su gracia?—Alicia.—Un nome mu curiosu. ¿Gustanla

las flores?—Me gustan las flores. Pero no

tengo lo que llaman "mano verde". ¡Lasflores que siembro no salen nunca!

Rió el Hortelano, enseñando alhacerlo dos únicos dientes en sus encíasdescarnadas, y le prometió enseñarlecuándo era la época para cada semilla yel modo de regarlas y cuánto tiempodebían exponerse al sol y cuánto

guardarse a la sombra.—Cada oficiu tié su cencia —

sentenció—. Pero hoy no pueduacompañarla, porque estus esquejes queve ahí, andan muertines de sed. ¡Hala,siga usté paseando y ya sabe aonde tiéun amigu!

(Ignoraba Alicia hasta qué puntoestas palabras se convertirían enproféticas.)

Se acercó en ese instante MontserratCastell. Quedó admirada Alicia delascendiente que la joven y bellapsicóloga tenía entre los reclusos. Eranmuchos los que se acercaban a ella, lapiropeaban o la saludaban de lejos

como a una visita grata e inesperada.—La acompaño a usted hasta el bar

—le dijo a Alicia, la catalana.—¡Ignoraba que hubiese un bar! —

exclamó Alicia.—Es un bar de "cocas", "fantas" y

jugos. Pero con barra, mesas, juegos,tabaco y golosinas. El hospital está muybien atendido desde que contamos conun director como el que tenemos.

—¿Samuel Alvar? —preguntóAlicia interesada.

—¿Le conoce usted, Alicia?—Tenemos amigos comunes —

respondió ésta vagamente.La tomó Montserrat del brazo y

comenzaron a pasear. Ante las preguntasinsistentes de Alicia, que quería saberlotodo, enterarse de todo y ponerse al día,Montserrat le explicó que desde hacíamuy pocos años el régimen del hospitalera "abierto". Eso significaba que losenfermos tenían derecho a moverse conrelativa libertad por el edificio y por elparque. Quienes querían se asentaban enel "bar", organizaban sus partidas dedominó, brisca o parchís, o paseabancharlando por el jardín, o se perdían porla zona de monte, que era muy grande, oasistían a las sesiones de terapiaocupacional, o trabajaban en los grandesy múltiples talleres de laborterapia,

verdaderas miniindustrias, en las que sefabricaban diversos objetos que mástarde se vendían, y por cuyo trabajo lospacientes no dejaban de percibir unsalario muy variado, según sus aptitudesy su rendimiento. La libertad se extendíahasta poder salir del sanatorio —ytrasladarse en autobús a algún pueblo delas cercanías—, lo que era muysolicitado sobre todo en las fiestas detales pueblos, en los que había bailoteo,lanzamiento de cohetes e inclusocorridas con becerras. Esto era la normageneral; pero las excepciones eranmuchas también.

Quienes estaban sometidos a

observación, pendientes de diagnóstico—tal era el caso de Alicia—, no podíansalir al exterior; tampoco los recluidospor orden judicial, si así lo especificabala notificación de ingreso. Y carecían delibertad para moverse fuera del edificiolos encerrados en las unidadesespeciales. Estas eran de diversa clase.La más dura era la de los demenciados;la menos severa, la de quienes padecíanrecaídas, brotes virulentos de sudolencia mental; crisis, en definitiva."El Soñador", que Alicia habíaconocido antes del desayuno, acababade ser encerrado en una de ellas, donde—sometido a una rigurosa vigilancia y a

una medicación adecuada—permanecería hasta la desaparición desus delirios oníricos. La "maníaca" degrandezas que había armado el alborotoen el comedor, también acababa de serencerrada en una de estas unidades. Losamigos de los apodos la denominaban"la Gran Duquesa de Pitiminí"; y a launidad en que los metían cuando lesbrotaban sus crisis, "el Saco".

El grado de demenciación de losencerrados en "la Jaula de los Leones"era tan alto que, si no se les vestía,vagaban desnudos por sus aulas o patiosinteriores; si no se les llevaba la comidaa la boca, no se alimentaban; si no se les

metía en la cama, no se acostaban; si nose conseguía de ellos el "reflejocondicionado" de hacer sus necesidadesa horas fijas —para lo cual eranecesario sentarlos en la taza de losexcusados y limpiarlos— se defecaban yorinaban encima, y algunos jugaban, o seembadurnaban con sus detritos, o secomían sus propios excrementos.

Comentó con horror MontserratCastell que sólo diez o quince añosatrás, a ese tipo de locos, una vezencerrados, se les abandonaba a susuerte: "se les echaba" de comer como alas fieras: el más fuerte devoraba losalimentos de los demás, a los que sólo

permitían lamer los restos. Y a losfuriosos se les ataba con una argolla aotra argolla en la pared o a los hierrosde su catre. La mortandad era altísima, obien porque se mataban unos a otros, obien porque morían de inanición o segolpeaban el cráneo contra las paredes.En los anales del hospital —en 1891—se registró un caso de necrofagia —unrecluso se comió un cadáver— y comola experiencia le gustó, atacaba adentelladas a los otros enfermos paracomérselos vivos. Hubo que abatirlo atiros desde el exterior, a través de lasrejas. Y sólo entonces se atrevieron loscuidadores a penetrar en el pavoroso

recinto.Hoy día, por fortuna, ya no era así.

Un enfermero, por cada cuatrorecluidos, los lavaba, vestía, alimentabay acostaba. Había algunos bancos concorreas —como los cinturones desegundad en las naves aéreas— dondese ataba a los furiosos durante susaccesos, y los psicofármacos modernoshabían revolucionado las terapiastradicionales.

No todos los absolutamentedemenciados iban a parar allí: sólo losantisociales, los peligrosos y losagresivos. "La Niña Oscilante" —de laque Alicia habló a Montserrat con gran

ternura— estaba totalmente demenciada,pero no era agresiva ni antisocial yconvivía con la comunidad.

Montserrat Castell reiteró suselogios del "ausente" director, SamuelAlvar, por haber sido él quien inició lasreformas del hospital.

—Es un magnífico organizador —comentó Montserrat— y un gran teóricoen psiquiatría. Ahora bien: como clínicoes muy superior don César Arellano.Los diagnósticos y pronósticos de esteúltimo tienen fama de infalibles.Estamos llegando a "la Jaula de losLeones", Alicia. Observe usted a losdementes asomados a las ventanas.

El espectáculo que vieron sus ojosera digno de lo que en Francia llamanGran-Guignol: teatro de esperpentos,comedias cortas de terror: flashesescenificados, sin otra intención artísticaque provocar el pánico entre les petitsbourgeois. El gnomo de las grandesorejas se dedicaba a provocar a losencerrados en el pabellón de furiosos.Asomados a las ventanas —ventanasabiertas y a metro y medio del suelo, delas que no sería difícil escapar— doslocos, en el colmo de la furia y elparoxismo, pegaban gritos agudosestridentes, amenazantes, dirigidos alpalpador de nalgas ajenas. Éste, frente a

ellos y desde el parterre, dabacabriolas, gesticulaba grotescamente, serevolcaba por el suelo y hacía gestosobscenos con el solo intento de encendersu cólera, como lo haría un niñoinsensato frente a una jaula de panterashambrientas y de reciente cautividad.Los "profundos" o "demenciados" rugían—¡literalmente rugían!—; enseñaban losdientes, todo el cuerpo fuera de lasventanas.

—¿Cómo es posible que no tenganrejas? —preguntó asustada Alicia.

—El director las ha prohibido —respondió la Castell. Ante la cruelprovocación del tonto jorobado y la ira

creciente de los furiosos, Montserratcomentó:

—¡Voy a avisar a los enfermeros!—No, por favor, no me deje sola.

Tengo miedo. Esos hombres puedensaltar y despedazarnos a todos.

—No lo harán.—¿Cómo puede afirmar usted que no

lo harán?La explicación que dio Montserrat

dejó maravillada a Alice Gould.—Porque... no saben —explicó la

Castell.—No saben... ¿qué?—Ignoran —continuó Montserrat—

que para escapar de la unidad de

demenciados les basta con alzar unapierna, sentarse en el alféizar y dejarsecaer metro y medio. No se les ocurre; sucerebro no da para tanto. Carecen deimpulsos para ello. Un perro, un gato ocualquier otro animal allí encerrado ycon las ventanas abiertas se escaparía,pero ellos tienen menos inteligencia quelos bichos. ¡Es triste comprobarlo! —comentó Montserrat mientras losobservaba.

Dos enfermeros salieron entoncesdel bar y caminaron a buen paso hacia"el Gnomo". Éste, apenas los vio venir,echó a correr. Lo hacía en líneasquebradas, a una velocidad increíble

para su cuerpo deforme, y alternando lacarrera con grandes saltos. "Algún díase va a matar", oyó Alicia comentar auno de los batas blancas.

Los rugidos de los demenciados seprolongaron un buen rato... pero mássosegados, como tormenta que se aleja yel trueno ya sólo se escucha como unlejano rodar.

Un loco con cara de loco —puesmuchos que lo eran no lo parecían— yque estaba deseando entablarconversación con Alicia desde que lavio a la hora del desayuno, se acercabahaciendo muchos aspavientos y gestosde cortesía. Era el que ella bautizó como

"el Quijote" o "el Aquijotado" cuando levio por primera vez.

—El que se acerca —comentóMontserrat— es un tipo interesante.Procure usted no llevarle la contraria ennada. De otro modo sería peligroso.Pero si le sigue usted la corriente, lejurará eterna amistad.

—¡No me dejará usted sola con él!—Sí, Alicia, la dejo sola. ¡Debe

usted ir acostumbrándose!—A por usted vengo —comentó el

de la gran nuez, dirigiéndose a Alicia yal mismo tiempo que Montserrat sealejaba—. No es justo que una "nueva"ande sola sin que un caballero se

ofrezca a acompañarla. Se llama ustedAlicia, ¿verdad? Yo soy SergioZapatero, aunque me llaman "elAstrónomo". Cuando la vi pensé que erausted una "bata blanca", pero sin bata,porque se ve a la legua que no perteneceal resto del ganado. Cuando yo ingresé,todos creyeron que era un médico enprácticas, por la misma razón.

Alicia quedó no poco aturdida antesu falta de autocrítica. Si el grado delocura de las gentes se midiera por suaspecto, este gallo era el más loco delcorral: andaba como si bailara un rockand roll; gesticulaba como sipronunciara una soflama; la nuez de su

cuello subía y bajaba por la laringecomo un ascensor borracho; y sus ojosde alucinado fosforescían con el fulgorde la trascendencia. Pero sus palabraseran educadas y corteses. Yperfectamente coherentes.

—Se preguntará usted —añadió elloco— por qué un hombre como yo estáencerrado aquí. No me importa decirlo.Cuando descubrí la teoría de los nueveuniversos, mandé una comunicación a laNASA, y ésta, a través de la CIA, mehizo detener.

—¡Qué injusticia! —exclamó Alicia—. ¿Y por qué?

—Porque ellos estaban a punto de

descubrir lo mismo, y les faltaban losúltimos cálculos; las últimas pruebas. Yno querían que me adelantara. Cuandoesos cabrones, dicho sea con perdón, sehayan apuntado el tanto, me dejarán enlibertad. Pero no lo conseguirán, porqueaun aquí, pienso adelantarme a ellos.Estoy ultimando todos los cálculos.

—Pero... ¿no los tenía ya concluidoscuando envió la comunicación a laNASA?

—Sí. Pero, al ingresarme aquí,comenzaron a tratarme con la cura desueño y se me olvidaron todos. Ycuando cesaron de medicarme, volví aempezar. Y a punto estaba ya de

reconstruir todo el sistema cuandovolvieron a tratarme. Y vuelta aolvidárseme. Pero ahora ya va ladefinitiva. ¿Usted entiende de altamatemática?

—Me temo que no —respondióAlicia.

—¡Entonces —comentó él conprofunda incongruencia— locomprenderá mejor!

Miró a uno y otro lado con muchomisterio, para no ser visto de nadie;extrajo un cuaderno de su bolsillo, y lohojeó ante los ojos maravillados deAlice Gould. Con una letra diminuta yde varios colores, millares de

operaciones, quebrados, raíces cúbicas,logaritmos, cantidades elevadas a laenésima potencia, números de treintacifras con once decimales, e ilustradotodo ello con figuras geométricas, rosasde los vientos, distancias intergalácticasexpresadas con gráficos, curvas, líneasquebradas, y extrañísimos guarismos.De vez en cuando, en recuadritosadornados con orlas y con perfectagrafía se leían breves sentenciascontundentes: "En el Universo no hayderecha ni izquierda" ; o bien "Einsteinestaba perturbado. Euclides teníarazón". O bien: "La línea recta noexiste. Todo es curvo" . Y, como queda

dicho, rodeados —dibujos y marbetes—de infinitud de ecuaciones, operaciones,signos y grafismos... sin excluir elabecedario griego.

—Y dígame, Sergio, ¿no se mareausted de tanto pensar?

—¡Claro! ¡Casi todos los días caigoredondo, como muerto! Pero mi cerebrono deja por eso de funcionar. Y cuandome recupero, mis cálculos han avanzadomuchísimo.

—Lo malo es si le practican la curade sueño...

—¡Si me aplican esa terapia se vatodo al carajo (dicho sea con perdón), ytengo que volver a empezar! Pero soy

tenaz, no crea usted. ¡Muy tenaz! De noser así, ¡ya habría perdido el juicio!

El edificio de la cafeteríaantialcohólica era uno más, de unpequeño barrio de otros iguales: tarugosde madera, en forma de paralelepípedosa los que se ascendía por tres tablonesque hacían de peldaños. Los otrostarugos correspondían a viviendas dehombres y de mujeres seleccionadosentre los enfermos más pacíficos ysociables, que vivían en forma decomunidad, alternándose en las faenasde la casa, como en una familia.

Sergio Zapatero explicó a Alicia quetodo aquel centro urbano enclavado en

el inmenso parque fue iniciativa deldoctor Samuel Alvar, del que tambiénhizo grandes elogios.

—Tiene mucho sentido social —dijo—. La gente no le quiere porque...simpático, lo que se dice ser simpático...¡no es! Pero los que tenemos algo aquídentro (y se palpó la frente con elrespeto de quien roza un amuleto) leapreciamos en lo que vale.

El llamado "bar" tenía másparroquia que una taberna de pueblo eldía de la patrona. Muchos fumaban, peroAlicia observó que para encender elcigarrillo debían pedir fuego a un "batablanca". Quienes tenían permiso para

usar encendedor o poseer cerillos —como Ignacio Urquieta— eran muypocos. Alicia se dio cuenta de que laclientela se comportaba con muchaurbanidad. Si no fuese por los aspectosfísicos de algunos —cuya deformacióninterna se veía claramente reflejada ensu exterior— no habría diferenciaalguna con cualquier establecimientosimilar. Solamente un contertulio de unade las mesas se comportabadesabridamente cual si estuvieseborracho —cosa imposible, pues no sevendían bebidas alcohólicas—, pero losdemás le toleraban, como toleran losamigos al compañero que ha ingerido

unas copas de más. La presencia delciego tampoco debía ser cómoda parasus vecinos de mesa, a causa de suincreíble movilidad: sacudía la cabezacomo una coctelera, mordía los objetoscon saña, balanceaba su bastónindiscriminadamente, golpeando (sindesearlo, mas también sin evitarlo) a losque estaban más cerca; y todos leaguantaban y hasta le ayudaban asentarse y levantarse cada vez que salíao entraba —pues repitió en seisocasiones lo mismo— del bar al parquey del parque al bar.

Sergio Zapatero —aunqueobsesionado con sus cálculos astrales—

era gentil y correcto. Alicia le escuchósin pestañear el ladrillazo astronómicoque le soltó, porque intuyó —e intuyóbien— que esta prueba era inevitablepasarla algún día. Y que no habíacristiano en todo el manicomio, poranalfabeto que fuese, que no hubiesesido víctima auditora, alguna vez, delobseso del espacio.

—¡Mire usted aquí! —le dijo,señalando la página 102 de su cuadernoy donde acababan las operaciones—.¡Sólo me falta una línea para concluir!Deseo hacerlo con toda mi alma... perome da tal miedo demostrar lo que ya sé,que no me atrevo a terminar. Quiero y no

quiero. Y, ante la duda, empiezo unnuevo cuaderno. Ya tengo ochenta yseis.

—¿Ochenta y seis cuadernos?Muy orgulloso de haber despertado

la admiración de Alicia arqueó de nuevorepetidas veces las cejas en señal desuficiencia, pero tan rápidamente y contanta movilidad que Alicia pensó que sele iban a escapar de la frente.

—Señor Zapatero —le dijo Alicia—, ¿me permite que, a partir de ahora,le llame Maestro?

—¡Se lo ruego! —respondiómodosamente "el Astrólogo"—. ¡Sonmuchos los que me llaman así!

El doctor Arellano, acompañado deuna asistenta social distinta aMontserrat, penetró en elestablecimiento. Se acercaron ambos ala barra. Al abrirse paso entre lasmesas, el médico saludaba a cada unopor su nombre.

—Hola, Carlitos, ¿cómo van lascosas?

—Doztor, doztor... mu bien, doztor...Sólo que ma salido un tumor mugrandísimo aquí. —Y se señalaba unaclavícula.

—Hola, Teresiña...—Hola, don César...—Dios te guarde, Armando, ¿cómo

va eso?—¿Cómo va a ir? ¡Como siempre!

¡Si tuviese un cuchillo me rebanaría losojos!

—Salud, Bienvenido... ¡Hala, hala,no te levantes! —Pero éste se levantó ysiguió al doctor hasta la barra:

—Zúrrate Yapé Turunil —le dijo.—Sí, sí. Ya estoy enterado —

respondió el médico—, pero ahoradéjame, que estoy trabajando con laseñorita Artigas.

—Aloruno, fumiyato ratita, taraxeta—suplicó el amigo Bienvenido.

—De acuerdo. Tienes toda la razón.Mañana me lo cuentas en la consulta.

Ahora vuelve a tu mesa.—Maestro —preguntó Alicia—, ¿en

qué idioma habla el Bienvenido ese?—En ninguno. ¡Es un loco que cree

haber inventado una lengua nueva!Movió la nuez al compás de sus

pupilas con más agilidad que unmalabarista sus trebejos. Y el inventorde los Nueve Universos sentenció:

—¡No hay locos más locos que losinventores!

Al regresar al edificio grande,tuvieron que pasar de nuevo ante "laJaula de los Leones". Los dosdemenciados profundos, que antesrugían ante las burlas del gnomo de las

grandes orejas, seguían acodados a susventanas, medio cuerpo fuera, oteando lalejanía, en la misma dirección por la quehuyó su burlador, cual si desearan verleaparecer de nuevo y tener así ocasión deprobar la potencia de sus pulmones y susgargantas.

Al cruzar Alicia y Sergio junto aellos, uno de los dos emitió un chillidoagudo, en dos tonos, como la vozdiscordante de un ave nocturna. Tal vezfuese un saludo en honor de "la nueva".

El sol en la raya del horizonteiniciaba su ocaso. En ese instante Aliciacayó en la cuenta de que se cumplíanveinticuatro horas de su ingreso en el

hospital.

"E"LOS TESTS

"¡ALMENARA A CONSULTA!",fue la primera voz que oyó trasel desayuno del segundo día.

Sintió un gran alivio por la oportunidadque le brindaban de volver a cruzar "lafrontera", y, apenas lo hubo hecho,exclamó:

—Celebro encontrar a la bellaaduanera en la puerta. —Rió Montserrat,agradeciendo el cumplido. Y le dijo:

—He sido encargada por el doctorArellano de hacerle a usted los tests.

—¡Va usted a aprender demasiadascosas malas de mí! ¿En qué consisten?

—Test de inteligencia, deconocimientos, y de aptitudes; uno

suplementario, en el que el doctor tieneespecial interés: el test de personalidad,y unas pruebas elementales paraconfirmar que carece usted de trastornospsicomotores y de lenguaje, odesorientación alopsíquica.

—¿Y todo este instrumental necesitausted para mí? —En efecto: el despachode Montserrat estaba abarrotado decuestionarios, grabados, dibujos y hastajuguetes.

—La mayor parte de todo estearsenal es inútil para un caso como elsuyo... pero...

—"¡Para un caso como el mío!"...¿Cuál cree usted que es mi caso,

Montserrat?—Eso lo dirán los médicos. Yo no

soy más que una simple amanuense.Quiero decir que aunque muchas deestas pruebas no tienen conexión algunacon sus aptitudes y su personalidad, leinteresará saber para qué sirven... yhasta haremos una pequeña picardía...que es examinar al paciente por el quetenga usted mayor interés, caso de queeso le entretenga.

—¿De verdad podremos hacer eso?—Hablaremos de ello cuando llegue

el caso. Comencemos: dígame usted suapellido.

—Gould.

—Repita usted: ocho y tres.—Ocho y tres.—¿Qué ve usted en este grabado?—Una vaca que pace en el prado y

un hombre que se acerca a ella con uncubo en la mano, supongo que paraordeñarla, pues tiene las ubres llenas.Hay una colina lejana, dos nubes y trespájaros volando.

—Repítame usted esta frase: "Mamállega a casa".

—Mamá llega a casa.—Bien, ahora señale usted primero

su nariz, y después una rodilla. —AliceGould hizo lo que le indicaban.

—Bien, Alicia —rió Montserrat—,

acabamos de hacer un grandescubrimiento: ¡Su edad mental essuperior a los tres años!

—¿Hay alguien en el sanatorio —preguntó Alicia, sorprendida— que nohubiese sabido contestar a esto?

—Muchos, querida, muchos. ¿Tieneusted interés en que hagamos laexperiencia con alguno?

—Con "el Hombre de Cera".—Imposible: no habla... y no se

mueve: su cociente intelectual es nulo.—Con los gemelos Remo y Rómulo.—Bien. Voy a llamarlos. Rómulo

pasará la prueba, pues tiene seis añosmentales. Remo no la pasará. Su edad

quedó congelada a los tres. Sucoeficiente mental es muy bajo. ¿Losllamo?

—No, Montserrat. Me daríademasiada pena comprobarlo. Sigausted.

—Daré un pequeño salto: ¿puedeusted decirme tres palabras que rimenentre sí?

—Jamón, pasión, león.—¿Podría usted repetirme lo mismo,

con rimas algo más difíciles?—Agua, enagua, Managua...—¿Más difíciles?—Demonio, Antonio, plutonio.—Mire usted esta frase: "Pescar

muelle va a Romualdo al obladas".¿Podría usted reconstruirlacorrectamente?

—Supongo que podría decirse:"Romualdo va al muelle a pescarobladas".

—¿Qué significa "abstruso"?—Difícil, complicado, oscuro.—¿Inefable?—Lo que es tan "abstruso" (por

repetir la palabra de antes) que noexisten palabras para definirlo: es unamezcla de "indecible e inexplicable".

—Dígame usted el alfabeto al revés.Alicia cerró los ojos. Comentó que

aquello era menos sencillo de lo que

parecía, e intentó la prueba.—Z, y, x, w, v, t, s, r, q, p...—¡Vale, vale, no hace falta que siga!

Le confesaré, Alicia, que no estoysiguiendo un orden riguroso de los teststradicionales; e, incluso, en el ejercicioque vamos a empezar ahora, introducirépreguntas por mi cuenta. Se trata de queautomáticamente y sin meditarlo, digausted una palabra sugerida por otra quepreviamente le haya dicho yo. Porejemplo: ¿Signo de interrogación?

—Cisne —respondió Alice Gould.—¿Ferrocarril?—Paisajes nuevos. Pero,

Montserrat... ¿cree usted realmente que

esto sirve para algo?—Le contestaré con otros ejemplos.

A la palabra interrogación, unainternada contestó: "Sexo de hombre enreposo". Es evidente que esta mujertenía una obsesión sexual, que despuésse confirma con otras respuestas de lamisma persona; pero también un sentidoplástico, pues atendió a "la forma" delsigno de interrogación más que a suinterpretación de duda, pregunta ocuestión. El intérprete de ese texto habráanotado, por tanto, respecto a aquélla:"Obsesión sexual y sentido plástico". Yde usted: "Sentido plástico y estético",puesto que también ha sido inspirada

por la forma, pero la ha aplicado a unanimal bello y armonioso. Contésteme aesto: "Cisne".

—Nieve —respondió Alice Gould.—En usted se confirma el sentido

plástico, pues es la extraordinariablancura del color del animal la que lesugiere otro elemento igualmente blanco.Pero a esta misma pregunta un residenterespondió: "Agonía": lo cual sugiere, enprimer lugar, que no era un ser inculto,pues conocía aquello del "canto delcisne" que precede a su muerte, y, ensegundo término, "vivenciascatastróficas, pesimismo, destrucción".

—Empiezo a entender... —murmuró

Alice Gould.—Pero insisto que esta impresión ha

de ser confirmada por la mismaconstante en otras respuestas. Y que, endefinitiva, estos tests no sirven comoauténticos diagnósticos, sino comoelementos coadyuvantes paraelaborarlos, o como confirmación deque han sido bien hechos. Sigamos:

—¿Sol?—Vida.—¿Sombra?—Muerte.—¿Muerte?—Luz.—¿Coito?

—Maternidad.—¿Caballo?—Lealtad.—¿Hombre?—Seguridad.—¿Hembra?—Oveja.—¿Mujer?—Montserrat.—¿Enfermedad?—Crepúsculo.—¿Salud?—Mediodía.—¿Duda?—¡Hamlet!—¿Tesón?

—¡Churchill!—¿Armonía?—¡Rosa!—¿Arte?—Inutilidad sublimada.—¿Manantial?—Nacimiento.—¿Mar?—Llegada.—¿Dios?—Padre...—¿Cristo?—Camino.—¿Orgasmo?—Glándulas.—¿Ley?

—Orden.—¿Orden?—Equilibrio.—¿Sonido?—Vida.—¿Movimiento?—Vida.—¿Vibración?—Vida.—¿Psiquiatría?—Ciencia inexacta; terapéutica

dudosa.—¿Locura?—Conflicto entre el yo real y el

anhelado.—¿Mariposa?

—Belleza efímera.—¿Excremento?—Exceso.—¿Ejército?—Paz.—¿Guerrillero?—Guerra.—¿Paz?—¡Libertad!—¿Libertad?—¡Dignidad!—¿Dignidad?—¡Deberes y derechos!—Ahora, Alicia, un pequeño

bachillerato: muy elemental, por cierto.¿Capital de Finlandia?

—Helsinki.—Nómbreme tres filósofos.—Sócrates, Aristóteles, Platón. Qué

no sean griegos.—Descartes, Kant, Schopenhauer, a

quien, por cierto, no hubiera debidocitar.

—¿Por qué?—Ese gran majadero dijo que las

mujeres éramos animales de peloslargos e inteligencia corta. ¡Pero eso nolo ponga en el test, por favor!

—Nómbreme cinco músicos.—Wagner, Beethoven, Schubert,

Bach y Falla.—Cinco pintores.

—Velázquez, Goya, El Greco,Ribera, Picasso.

—Qué no sean españoles.—Matisse, Van Gogh, Watteau,

Rembrandt, Rubens.—¿De qué trata Fausto?—Del drama de quien quiere ser

eternamente joven.—¿Qué es el Deuteronomio?—Uno de los libros del Antiguo

Testamento.—¿Por qué el calzado se hace de

cuero?—¡Qué pregunta más singular!

¡Supongo que porque el cuero esflexible y resistente! Pero que conste

que hay ajorcas de madera y alpargatasde lona y zapatillas de gamuza. Yo creoque esa pregunta encerraba una trampa,o estaba mal hecha.

—¿Qué haría usted si se encontraracon un sobre cerrado, llevando tambiénel sello y la dirección?

—Abrir el sobre y leer su contenido.—¿Se atrevería usted a hacerlo?—¡Usted no me ha dicho que el

sobre no fuera dirigido a mí!—Tendré que decirle eso al señor

Wechsler.—¿Quién es ese caballero?—El autor del test.—¡Pues dígale que no estoy

dispuesta a que se me rebaje ni un puntopor una pregunta que está malformulada!

Vino después el test derazonamientos aritméticos, conproblemas tan elementales y sencillosque Alicia, que se autoacusaba deequivocarse siempre en las cuentas, losresolvió con facilidad; más tarde larepetición de series de cifras en directoy al inverso y, por último, el test desemejanzas.

—¿En qué se parecen una naranja yun plátano?

—En que ambas son frutas.—¿Y un huevo y una castaña?

—En que son comestibles.—¿Y un tornillo y una cigüeña?—En que tienen peso, forma y

volumen. ¡No veo en qué otra cosapueden parecerse!

—Aquí tiene usted varios dibujosdefectuosos. Dígame qué anomalía lesencuentra.

—A este niño le falta una oreja, aeste caballo le sobra una pata; esta casatiene ventanas, pero no puertas; el humode este barco debe ir en direcciónopuesta a la marcha, máxime nohabiendo viento, pues, en caso contrario,estaría agitado el mar. ¡QueridaMontserrat: este test es para deficientes

mentales!—Exactamente, Alicia. Estamos en

un hospital mental: no lo olvide. Llenode deficientes. Y de lo que se trata es decomprobar experimentalmente que ustedno lo es.

Sonrojóse Alice Gould."Esa frase que has dicho, debías

anotarla en el Libro de Oro de lo que NoDebe Decirse", le hubiera amonestadosu padre de haberla escuchado. Y enverdad que no estuvo muy afortunada ensu exclamación. Era una frase hecha.¡No había pretendido burlarse deaquella pobre humanidad doliente delotro lado de "la frontera"! Ni mucho

menos de los heroicos y meritoriosciudadanos que se dedicaban aestudiarlos, diagnosticarlos y cuidarlos.Ni de la pacientísima técnica, inspiradapor la generosidad de esta MontserratCastell que sin saber si ella era loca ono lo era —"deficiente", en suma— latrataba de igual a igual, y se molestabaen explicarle el porqué de cada preguntao de cada test. ¡Ah, qué estúpida, quénecia estuvo al decir esto!

Mordióse Alicia los labios y, muysofocada, no volvió a hacer comentarioalguno; ni al trazar un rompecabezasmuy sencillo —los llamados cubos deKohs— ni al explicar el significado de

palabras tan fáciles como "pared","torre" o "escoba". Cierto que la listaera de cuarenta vocablos y definirlos nosiempre resultaba fácil: "relación","concomitancia", "cóncavo", "vivencia","trauma", "interioridad","hipocondríaco".

—Tráceme de memoria el mapa dela península italiana.

—Veamos —dijo Alicia mientrasdibujaba—. Italia tiene la forma de unabota de mosquetero. La abertura pordonde entra la pierna es la frontera delos Alpes, que la separa de Francia,Suiza y Yugoslavia... ¡Así! Ahora... lacaña de la bota, que es casi toda la

península... ¡Así...! Aquí el empeine,donde está Cosenza; aquí la puntera,frente al estrecho de Mesina, rematadoen un cabo, que creo se llama... ¡No meacuerdo de cómo se llama!; la suela estodo el golfo de Tarento; más o menos,así. Ahora el tacón, donde estáBrindisi... Y frente a la puntera, unbalón, como en el fútbol, o mejor, comoen el rugby, porque no es redondo. Estebalón se denomina Sicilia. ¡Ya está!¡Qué bonita es Italia! ¿La conoce usted?

—Sí. Estuve en los funerales de JuanXXIII, y no vi nada porque me harté dellorar. Sigamos trabajando, Alicia.Hágame ahora un dibujo de un espacio

cerrado y otro de uno abierto. Ustedmisma elija los temas. Tómese el tiempoque quiera. Yo voy a ausentarme unosminutos.

Trazó Alice Gould el espaciointerior de la "Sala de losDesamparados", y dibujó torpemente,pues carecía de este arte y delconocimiento técnico de lasperspectivas, la escena que tanto laimpresionó del pequeño leopardohumano amagando simulacros de ataqueal gigantesco y temeroso "HombreElefante".

En el espacio exterior dibujó unjardín en el que había un hombre en una

mecedora leyendo The Times, con unapipa humeante en los labios y, en suproximidad, una niña de largas trenzas,estudiando. En la mesa en que seamontonaban los libros de texto había unmarco conteniendo el retrato de unadama. En un ángulo del cuadro, una cintanegra y una cruz. Y en las proximidades,sauces, parterres, flores y un perritodormido junto a su amo.

Regresó Montserrat y guardó losdibujos en una carpeta. Después deobservarlos atentamente, sugirió:

—Estos dibujos quedan reservadosal doctor Arellano, para que loscomenten juntos. Y si no está usted muy

cansada, vamos a pasar ahora al test deRorschach. Los psicólogos le dan unagran importancia. ¡De niña tal vez hayajugado a doblar una cuartilla; echar en eldoblez unos borrones de tinta —de unoo de dos colores— y frotar por elexterior del papel doblado! La tinta seexpande y al desplegar el papel apareceuna figura arbitraria y simétrica...

—¡Claro que he jugado a eso! —dijo riendo Alice Gould—. Se trata deadivinar a qué se parece ese dibujo, lomismo que cuando dos personascomentan a qué se asemeja una nube deformas caprichosas. Y siendo la misma,cada uno "ve" la nube de distinta

manera.—Yo tomaré nota del tiempo que

tarda usted en encontrar una semejanza;usted me declara lo que le sugiere ydespués comentaremos cómo y por quése le ha ocurrido a usted encontrar eseparecido concreto. Empecemos: aquítiene usted la primera lámina.

Alicia la estudió.—Para mí está muy claro —dijo—.

¡Es un ángel con las alas plegadas,quieto; y sus pies descansan en unanube!

En la segunda lámina, Alicia vio unárbol de Navidad con múltiples regalosy velas, y lucecitas encendidas

colocadas arbitrariamente... pero consentido armónico.

En el tercero, dos cachorros deperro frente por frente, olfateándose losmorros.

En el cuarto, un tiesto de cerámicavalenciana con azaleas florecidas. Enlos siguientes, el océano fotografiadodesde el borde de una playa y dosveleros idénticos cerca del horizonte;una ánfora griega, dos gatos de angora;un sauce; dos cabezas siamesas, unidaspor el cráneo y fumando en pipa; y porúltimo —"¡está clarísimo!", confirmó—una caracola de las que, si se aplica aloído, se oye el murmullo lejano y

misterioso del mar.—¿Usted no ve lo mismo que yo?—¡Nadie ve lo mismo, Alicia!—No lo entiendo...—Le leeré las respuestas de "A" y

"B", respecto a las mismas figuras: elprimero un enfermo con gran tendencia ala agresividad y "B" una mujer conmanías de grandeza y obsesionessexuales. Lo que usted ha visto como unángel, "A" lo vio como Drácula, con lospies en un charco de sangre, y "B", unadiadema de la corona imperial; su árbolde Navidad, para "A" es un cuchillo demonte apuntado hacia arriba y sus velasencendidas salpicaduras de sangre; para

"B", en cambio, era el estandarte de unejército victorioso. Sus inocentescachorrillos, para "A" eran dos hombresamenazándose, y para "B", dos lesbianasbesándose. Su siameses fumando enpipa, para "A" son dos duelistas deespaldas, con los revólverespreparados, esperando que el juez losmande separarse, andar unos pasos,volverse y disparar; y para "B", es unacto lascivo en triángulo, de doshombres con una sola mujer. Su caracolade mar, para "A" es una granada demano —¡de nuevo manchada de sangre!— y para "B", una postura erótica, queella denomina "amor en tornillo",

descrito, según ella, en el KamaSutra.—Me temo que ya sé quién es "B"

—murmuró Alice.—Yo no puedo decírselo —aseguró

formalmente Montserrat—. ¿Quiénpiensa usted que es?

—Una vieja insoportable, máquinaincansable de incoherencias, que se creenacida de los cuernos de la Luna, que legusta disfrazarse y quiere que los demásla soben para comprobar lo duras yjóvenes que están sus carnes.

—Ya sé a quién se refiere usted. Lehan puesto como apodo "la Duquesa dePitiminí". Esa pobre mujer fue institutrizde una familia exiliada rusa. Acaba de

tener una crisis aguda... y ahora estárecluida bajo un tratamiento muy severo.Parece ser que está reaccionando bien.¡Pronto se pondrá buena!

—¿Es ella la que respondió al test?—Ya le dije, Alicia, que no puedo

decírselo. ¡Y ahora vamos a hacer unpoco de gimnasia!

—¿Me está usted hablando en serio,Montserrat?

—Ya lo creo que hablo en serio.Procure usted imitar mis movimientos.Brazos arriba, pies juntos. ¡Uno! ¡Manosa las rodillas! ¡Dos: arriba! ¡Tres:manos a los tobillos! ¡Cuatro: arriba!¡Cinco: manos al suelo! ¡Seis: arriba!

Muy bien, Alicia. No creo que tengausted problemas psicomotores. Imiteahora todo lo que yo haga...

Hubo flexiones de piernas, cintura,cuello, brazos en aspa, falsa bicicleta...hasta que Montserrat quedó agotada.

—¡Por favor, querida —suplicóAlice Gould—, oblígueme a hacer esto adiario! ¡Me conviene para guardar lalínea!

—Basta por hoy. Dígame muydespacio: Trescientos treinta y tresmillones de tigres. Repitióselo Alicia ycomentó:

—Sé un trabalenguas en francés...¡divino! ¿Le interesa?

—¡Me interesa!La fonética de lo que oyó Montserrat

sonaba así: sisonsisúsansisú,susesonsusisisonsisosisonsos.

—Pero ¿qué galimatías es ése?—Quiere decir: "Seiscientos seis

borrachos sin seis perras chicaschupaban sin recelo seiscientas seissalchichas sin salsa". Pero éste, eninglés, todavía es mejor:"Shiselsishelsondesishor", que si loescribe usted con su ortografía correctay separa debidamente las palabrassignifica: "Ella vende conchas en laplaya".

—¡De modo que tampoco padece

usted trastornos de lenguaje!—¡Me temo que no!—¡Es usted insoportablemente

perfecta!—¡Créame qué lo siento!Estuvieron cerca de una hora más

charlando, comentando, aclarando.Cuando al cabo de este tiempo —y traslas puntuaciones y correccionesnecesarias— penetró Montserrat con losresultados en el despacho del doctorArellano, éste la recibió malhumorado:

—Ya sé lo que va usted a decirme:"Alice Gould de Almenara:Personalidad superior, espírituexquisito, altamente cultivada. Carece

de taras visibles". ¿No es eso?—En efecto, doctor —respondió

Montserrat muy molesta—.¡Personalidad superior, espírituexquisito, altamente cultivada! ¿Quiereque modifique el psicograma sólo porcapricho?

—¿Deterioro por la edad?—¡Su coeficiente queda muy por

encima del que le corresponde!—¿Alguna observación particular?—Sí. Fuerte influencia de su propia

infancia. Gran lealtad al recuerdo de supadre. Y, en su conjunto, ciertainocencia, ¡no sé cómo explicarme!,cierta candidez. Hay en ella algunos

rasgos de ingenuidad: de falta deastucia. Pero, por Dios, doctor... ¡nadade complejo de Electra! ¡Adora elrecuerdo de su madre! No puedemedirse la interioridad de esta señoracomo lo hubiese hecho Freud...pongamos por caso. ¡No sé si me heexplicado bien! El doctor rompió a reír:

—¿No le gusta Freud, Montserrat?—Me temo que no.—Ya somos al menos tres personas

que pensamos igual —comentójocosamente el doctor Arellano.

—¿Tres? —preguntó asombradaMontserrat Castell.

—Sí, tres. Usted, yo... y Alice

Gould.

"F"LA HISTORIA

DEL"HORTELANO"

D URANTE TODOSAQUELLOS DÍAS, Alicia nopudo, sino muy

ocasionalmente, cumplir el horarionormal de los demás recluidos. Pasabamás tiempo del lado de "allá" de "lafrontera" que del lado de acá. Se lehicieron exámenes de orina y diversosde sangre; se le midió la tensión arterialantes y después de las comidas, asícomo antes y después de un ejercicioviolento —previamente programado—;las funciones de su hígado, corazón ypulmones fueron medidas, controladas ysopesadas. Al fin, se le hizo unelectroencefalograma.

—Muchas dolencias mentales —leexplicaba más tarde don César Arellano— tienen su origen en lesiones operturbaciones somáticas.

—¿Que quiere decir "somático"?—He querido decir que muchas

enfermedades psíquicas estánproducidas por causas fisiológicas:tumores cerebrales, excesos glandulares,número defectuoso de hormonas. Y esmuy importante averiguar esto porque,llegado el momento de medicar, lo quees bueno para conseguir una reacciónconcreta, puede ser perjudicial para ladeficiencia o la lesión funcional delindividuo. De modo que todas las

perrerías que le estamos haciendo austed tienen una utilidad excepcionalpara...

—Para almacenar trocitos del almade Alice Gould —respondió ésta—. Yesperar a que el doctor Alvarrecomponga el puzzle, a su regreso.

Las entrevistas Almenara Arellano(tres o cuatro semanales) tenían sin dudaun fondo psicoterapéutico. Eranespecies de psicoanálisis de otro estiloa los habituales. Pero lo cierto es que separecían mucho más a una tertulia socialo a una reunión entre viejos amigos.Cuando Alicia entraba, ya estabapreparada una bandeja con tetera, pastas

y golosinas. Y charlaban de Historia,Religión, Arte, Política, Educación oviajes por países exóticos, por no agotarla lista variadísima de temas. El médicopreguntaba, planteaba la cuestión y nointervenía más que para provocar aAlicia a hablar. No era tampoco extrañoque fuera él quien tomara la palabrasobre temas muy concretos —sexuales,agresivos, milagros, visiones,alucinaciones—, en cuyo caso hundía lamirada en ella para leer en su alma lareacción que le producía.

A Alicia le gustaba mucho estehombre. Era sin duda un gran médico.Pero también le agradaba el individuo:

irradiaba autoridad y su sosiego eraventurosamente contagioso. Una tardeque entró en su despacho visiblementealterada (porque la mujer de losmorritos la abofeteó y la llamó "monjasacrílega") se tranquilizó con sólo verlesonreír y sonrojarse. Era realmentesorprendente este fenómeno. CésarArellano, con todo su aplomo y su edady su prestigio, era un tímido congénito yse sonrojaba cada vez que estrechaba sumano.

Una tarde le dijo:—Hoy, Alicia, va a ser usted quien

fije el tema de nuestra charla.—¿Aunque mis preguntas sean

indiscretas?—¡Aunque sean indiscretas!—¿Y si son impertinentes?—¡Aunque lo sean!—Pues bien, doctor. No me gustan

nada esos lentes que usted usa, que lepinchan la nariz y que acabarándejándole dos marcas o dos llagas juntoa los ojos. Debería usar gafas grandesde carey y bifocales, para no quitárselasy volvérselas a poner continuamente,según mire de cerca o de lejos. Yademás estaría usted mucho más guapo einteresante.

Rió el doctor Arellano de buenagana.

—¡Le juro, señora de Almenara, quea pesar de mi larga experiencia clínica,nunca he tenido un paciente que osarahacerme esa observación!

—Es que tampoco ha tenido unapaciente que le admirara y apreciaratanto como yo —dijo Alicia a modo dedisculpa cortés—. Bien. Esto era sólo laimpertinencia. Ahora voy con lasindiscreciones.

—La escucho.—Algunos compañeros míos de

residencia... me conmueven hondamente;de otros me apasiona su personalidad.¿Podría usted decirme qué tienen, cuálesson sus males y si son curables o no?

—En algunos casos... sí. Depende desus preguntas. ¿Quién le interesa más?

—Uno de los niños gemelos que sellama Rómulo. Y "la Niña Basculante",que él cree que es su hermana; y elverdadero hermano, Remo, ¡siempre tantriste!

—Los tres son oligofrénicos, y entres grados distintos —respondió eldoctor—. La niña es idiota uoligofrénica profunda; Remo, imbécil uoligofrénico medio, y Rómulo, leve, osimplemente débil mental. Este últimopodría llegar a aprender un oficio y sersocialmente recuperable, siempre que nose entremezclen otras complicaciones a

su insuficiencia congénita. Su habilidadmimética me preocupa, así como suscrisis de agresividad. De todos ellos,clínicamente es el más interesante.

—¿Por qué, don César?—Porque su dolencia no es pura.

Está entremezclada con otros síndromesde diagnóstico muy difícil. Así como lapequeña Alicia...

—¿Quién es esa Alicia?—La que usted denomina "la Niña

Basculante" se llama Alicia, igual queusted.

—¡No lo sabía!—Pues bien, esa pequeña que, como

le he dicho, es oligofrénica profunda

posee, además, síndromes catatónicos.Está perfectamente diagnosticada. Suidiocia es irreversible. No sufre. Nosabe lo que es sufrir.

—¡Somos los demás los quesufrimos al verla! —exclamó Alicia—.Me produce una gran pena contemplarla.¡Y es tan bonita! Su perfil parece el deun camafeo. No es sólo piedad lo quesiento por ella, sino una especie deatracción maternal.

—Remo es distinto —prosiguió eldoctor—. Su tristeza es verdadera. Laimbecilidad que padece no es tan grandecomo para no conocer y darse cuenta desu invalidez. No entiende lo que ocurre

en torno suyo... pero entiende que noentiende. Su doble (es decir, su hermanoRómulo) se mueve, gesticula, habla, ríe.¿Por qué Rómulo sí, y él no? Lapregunta no se la formula con estanitidez, por supuesto. Pero es como unaperplejidad difusa y latente que le hacesufrir. Por supuesto, Rómulo, para él, esun ser excepcional. Un sabio que sabeleer y sabe reír: un superhombre. Más heaquí que Rómulo no le reconoce comohermano. ¡Su ídolo no le mira, no lequiere, le ignora! Y esto es lo que aúnno está resuelto en el caso de Rómulo.¿Por qué ha renunciado a su hermano ylo ha sustituido por la niña oligofrénica?

Algo hay en ese chico clínicamenteimpuro que me impide trazar unpronóstico de su evolución. Lo mismopuede ser recuperable que derivar atendencias asesinas o suicidas. Nadiesabe eso todavía... O al menos yo no losé. Dígame, Alicia, esos tres pacientes¿son los que más le afectan?

—Sí. Son los que por su edadpodrían ser mis hijos... y... a vecessiento... ¡oh, no! ¡Es demasiado estúpidolo que iba a decir!

—¡Dígalo, Alicia! No olvide que,mientras hablamos, me está ayudando atrazar su propio diagnóstico.

—¡Le digo que es demasiado

estúpido, doctor!—Sea sincera conmigo. Y dígame

qué es eso que, a veces, siente.—Siento la impresión de que estoy

llamada a hacer las veces de su madre.¡Pero ya le dije que era una necedad!

—¿Por qué?—Porque mi marido se ha opuesto

siempre a que adoptáramos niñosnormales. ¡Imagínese si le propusieraadoptar a éstos!

Miróla asombrado el médico ymeditó un instante... Fue a decir algo yprefirió callar. ¿Olvidaba esta señoraque estaba recluida a petición de sumarido, a quien había pretendido

envenenar?—También me interesaría saber —

continuó Alice Gould sin advertir elgesto de perplejidad que aún quedaba enel doctor— por qué llora tanto y tandesconsoladamente un caballero quellaman don Luis. Su dolor parecesincero y muy hondo. Cuantos le miranse sienten afectados y contagiados porsu pena, cuyas causas deben conocer yque yo ignoro. ¿Qué le ha ocurrido en lavida a don Luis?

—¿Conoce usted, Alicia, ladiferencia que va de una neurosis a unapsicosis?

—Cuando entré aquí tenía una vaga

idea... Por aproximación, imaginaba quela neurosis era algo relacionado con losnervios, y la psicosis con la mente. Peroahora estoy completamente perdida.

—Pues se los voy a explicar con elejemplo de ese don Luis, que tanto leinteresa. Este caballero, que es viudo,cometió una felonía de muchos quilates.Tenía un hijo único a quien queríamucho... lo cual no fue óbice para quecometiera con él una de las tropelíasmás grandes que un padre puede cometercontra su hijo. Éste iba a casarse conuna muchacha alemana muy joven y,según se supo después, un tanto ligera decascos. Pues bien, don Luis la sedujo, y

se la llevó a la cama no una sino muchasveces...

—¡Qué miserable! —exclamó Aliciasin poder ocultar su indignación.

—Se hizo el amante de su futuranuera, a la que dejó preñada. Ella tuvoque acelerar su boda, y, al cabo deltiempo justo, dio a luz una criatura, quetodo el mundo considera nieta de donLuis, cuando en realidad es hija suya...¡y hermana, por tanto, del que toman porsu padre!

—¡Me deja anonadada, doctor! Eltal don Luis, ni por su físico ni por sumodo de comportarse pareceprecisamente un don Juan, ni un felón.

¡Pero es un perfecto canalla!—No se precipite en sus juicios,

señora de Almenara. No son losaspectos morales del caso los que ahoranos interesan, sino el proceso de suhipotética neurosis.

—¿Por qué dice "neurosis"?—Porque este tipo de dolencias está

siempre provocado por vivenciastraumatizantes: es decir, por sucesosreales, no imaginarios, que han acaecidoen la historia del sujeto: sucesos, losuficientemente poderosos como parahaber modificado la mente y la conductade individuos que antes eran normales.El arrepentimiento, el horror de la

infamia cometida, la vergüenza deenfrentarse con su hijo injuriado, elpensar constantemente en ello letrastornaron de tal modo que hoy es elpobre diablo enfermo que usted conoce.Pensamos que padecía una depresiónreactiva cronificada, y como taliniciamos el tratamiento, con grandesesperanzas de recuperarlo. Pero elpaciente no mejoró. ¡Lo suyo no era unaneurosis!

—¿No era una neurosis? ¡Merecíaserlo, porque la bellaquería que cometiócontra su hijo... era como paratraumatizar a cualquiera!

—No cometió infamia alguna...

—¿No considera una canallada, unabribonada incalificable lo que...?

—No. Por la sencilla razón de quees mentira...

—No entiendo.—El no tuvo nunca amores con su

futura nuera; no le hizo un crío; noengañó a su hijo. La niña que todosconsideran que es su nieta... ¡es su nietaen efecto! ¿Me comprende ustedahora...?

—¡Ahhh...! —dijo Alice Gould; yvolvió a exclamar "¡ahhh...!", y, al final—: No. No lo entiendo.

—Toda esa historia que él noscontó, puesto que ingresó aquí

voluntariamente y no por solicitud deningún familiar... ¡es falsa! Él cree quees verdadera. Lo cree a pie juntillas.Pero es una idea delirante. De habersido cierta, su diagnóstico sería:neurosis, y en su caso neurastenia. Alser falsa, su diagnóstico es psicosis y,en su caso, psicosis depresivaendógena.

—Me ha dejado usted fascinada...¡Qué bien me lo ha explicado, doctor!No sólo es usted un gran clínico, comodice Montserrat Castell, sino un granprofesor. A pocas lecciones como éstas,conseguiré doctorarme en psiquiatría.

—Pues aproveche usted mis buenas

cualidades docentes —río don César—y siga preguntando.

—"El Hombre Elefante", doctor y"el Hombre de Cera" y "el Hortelano":los tres me intrigan, aunque por razonesdistintas...

—Los tres, no obstante, tienen unahistoria común: son seres abandonados.Sus familias los depositaron aquí, comofardos, y jamás los han visitado, nienviado algún regalo, ni siquierapreguntaron por ellos... en los últimoscuarenta años. Perdón, rectifico: los dosoligofrénicos son más modernos: el quelleva cuarenta años abandonado es "elHortelano". Ingresó a los veinte; sanó a

los veinticinco. Ya ha cumplido sesenta.—Y al sanar..., ¿por qué no le

dejaron libre?—Ninguno de los actuales médicos

trabajábamos entonces aquí. Peroconocemos bien la historia, que es ésta:los padres fueron avisados de queviniesen a recogerle, tal como vinieron adepositarle. Se negaron. Eran gentesmodestas, pero no insolventes. Teníantierras propias y las cultivaban con susmanos. Entonces, como dispone la ley,fue llevado a su pueblo acompañado deun enfermero. A medida que seacercaban al lugar, "el Hortelano"comenzó a sentir una gran agitación,

tuvo un acceso súbito de fiebre, vomitóy comenzó a delirar. Con muy buencriterio, el enfermero interrumpió elviaje y tomaron el autobús de regreso. Amedida que se acercaban al manicomio,que entonces se denominaba así, lafiebre comenzó a descender, los delirioscesaron y, cuando cruzó la verja deentrada, estaba completamente curado.Tres años después se repitió laexperiencia. Esta vez viajó enferrocarril y, al acercarse a la aldea,quiso tirarse por la ventanilla del tren enmarcha. No se volvió a repetir laprueba. Él considera éste su hogar. Yaquí quiere vivir y morir. Cuando

falleció su padre, unos sobrinos suyosquisieron alzarse con la herencia. Elmanicomio intervino en nombre ydefensa de su residente. Y éste heredó.Y donó todo su dinero al hospital,alegando que no quería nada de unafamilia que nada quiso de él; y que lebastaba para sus caprichos superfluoscon el salario que recibía comojardinero y cuidador de la huerta. Estaes, Alicia, la historia de "el Hortelano".

Alice, que había escuchadoboquiabierta el relato, no pudo evitarque las lágrimas aflorasen a sus ojos yresbalasen por sus mejillas.

—¡Ah, qué boba soy! —protestó

contra sí misma, secándose los ojos.—Y ahora, señora de Almenara, voy

a decirle los trocitos que ya tengodetectados del alma de Alice Gould. ¿Leinteresa conocerlos? Alicia afirmó conla cabeza y le miró expectante.

—Personalidad superior. Espírituexquisito. Altamente cultivada. Granlealtad a sus mayores. Deseos deperfección cultural y moral. Sentido dela maternidad. Compasiva frente alsufrimiento ajeno, juicio crítico yautocrítico. Presencia muy activa de suinfancia en las líneas actuales de supensamiento y su conducta, lo que lapriva de ciertas defensas para luchar

contra maldades ajenas, inconcebiblespara ella. Algo altiva, orgullosa; nosoberbia. Demasiado segura de símisma. Excesivamente aventurada en susjuicios, bien que capaz de rectificarlosen el momento mismo en que entiendahaber errado. Organismo sano. Granpoder de seducción, que ella conoce yejerce. Tendencia a mentir o a ocultaralgo. Y ahora viene lo más grave detodo: ¡Crasa impotencia de su médicopara saber en qué miente o qué es lo queoculta! Pero, ¿qué es eso, Alicia? ¿Estáusted llorando?

—¡No! —respondió Alice Gould,sin dejar de llorar.

—¡Ahí tiene usted su tendencia amentir! ¿Puedo saber qué es lo que lahace llorar?

—¡La historia de "el Hortelano"!—Nueva mentira.—¡Lloro porque no me gustan sus

lentes!—Otro embuste.—Lloro... porque tengo ganas de

llorar.—¡Ahora ha dicho la verdad!El caso es que Alice Gould no sabía

interpretar su acceso de lágrimas. Peroel doctor Arellano, sí.

Cuando Alice Gould, un pocoturbada, cruzó al otro lado de "la

frontera" cayó en la cuenta de que nohabía preguntado a don César lo quemás le interesaba: saber qué enfermedadpadecía un hombre aparentemente tanequilibrado como Ignacio Urquieta.

La siguiente entrevista que tuvoAlicia con su médico le reservó unagran sorpresa: César Arellano habíaprescindido de sus pintorescos lentes depinza y llevaba unas grandes gafas, conmontura de carey. En efecto, ¡estabamucho más atractivo!

"G"LA LLUVIA

C UATRO DíAS ESTUVOALICIA sin ver a sucompañero de mesa Ignacio

Urquieta. Cuatro días solemnementeaburridos, porque el tiempo estabadesapacible y tormentoso, con lo que nopodía pasear por el parque; a lo que sesumaba que hubo dos días seguidos defiesta, con lo que quedaroninterrumpidas sus sesiones depsicoterapia con don César Arellano. Y,por añadidura, al faltar IgnacioUrquieta, las horas del yantar se hacíanespecialmente tediosas, pues nadiehablaba: la tratada con insulina porquese encontraba débil; Carolo Bocanegra,

porque no quería, y ella porque no teníacon quién. Con lo que su mesa estabacompuesta por una mediomutista, unfalso mutista y una mutista a la fuerza.

Sus investigaciones proseguían porel procedimiento de exclusión. Mas erantantas las caras nuevas que descubríacotidianamente, que su trabajo se hacíaespecialmente difícil: unos eran nuevospara ella, simplemente porque lasprimeras semanas sus ojos sólo seposaban en las personalidadesexcepcionales, sin que su atención sehubiese fijado en los demás. Otros leparecían "nuevos", porque los días o lassemanas precedentes estuvieron

recluidos y sometidos a tratamientointenso, como lo estaban ahora el quesoñaba despierto y "la Duquesa dePitiminí". Otros, en fin, por serlorealmente, cual era el caso de los reciéningresados. Con esto y con todo, lascomprobaciones complementarias nopodría realizarlas mientras no regresarasu cómplice en aquella investigación:Samuel Alvar.

El primer domingo que hubo misa —porque los dos anteriores el capellán sehallaba ausente y no se encontrósustituto—, le dio ocasión de anotar ensu memoria algunas observaciones. Laprimera, puramente visual y de conjunto:

su reafirmación de que en un manicomiohay más gordos —radical ydefinitivamente gordos— que encualquiera otra comunidad. Mujeres quesobrepasaban los ciento veinte kiloshabía muchas, y hombres lo mismo. Lasegunda que (aun no asistiendo a misaninguno de los oscilantes graves) eranmuchas las personas que sebalanceaban: que fue una de las cosasque más le llamó la atención el primerdía. La tercera, de carácter crítico eintelectual, fue la cortedad de luces y lanecedad congénita del capellán, quienpronunció frases que merecían pasar aesa antología de lo que no debe ser

dicho, de que tanto le hablaba su padre.Como estas palabras: "aunque algunos, yaun muchos de vosotros, sois comoarbolitos, sólo capaces de vegetar..."; obien, "¡Cuánta impiedad, cuánto vicioentre vosotros que violáis las leyes deun Dios que tanto bien os ha hecho!". Labondad de Dios —pensó Alicia— esinescrutable. Y la justicia divina no esde este mundo, sino del otro. Ella creíafirmemente que en un incógnito "másallá" se restablecería la balanza de lajusticia. Pero entretanto no podíadecirse que aquellos pobres entes —esquizofrénicos, paranoicos, idiotas,epilépticos, ciegos— ¡fueran

precisamente unos privilegiados de laProvidencia!

La indignación de Alicia al escucharesta homilía fue tan grande que escribióuna carta al obispo de la diócesisdenunciando la improcedencia de lasfrases de este eclesiástico, que carecíade sensibilidad para medir lainadecuación de sus palabras con elauditorio al que iban dirigidas. Cerca deella, Montserrat Castell, arrodillada (yla cara cubierta por las manos) debía desufrir, supuso Alicia, tanto como ella alescuchar un sermón tan carente decaridad cuanto de prudencia.

Comenzaron unas monjitas a cantar,

y el pueblo fiel a corearlas. ¡Pueblo fiel,sin duda, cuando atendía a talespastores! Los locos cantaban bien.Sobre el fondo de las voces de lasmujeres había dos, muy bien timbradas,de hombre, y una tercera que hacíaflorituras, entre las pausas, un tantoextravagantes, bien es cierto —puesimitaba instrumentos musicales que allíno había—, pero con indudable buenoído y habilidad. Alicia descubrió queesas intervenciones "extras"correspondían a su amigo "El autor de lateoría de los nueve universos", y que unade las bellas voces timbradas era la delciego mordedor de bastones, quien —

apenas cesó el canto— se salió alexterior a fumar un cigarrillo, aunqueregresó, dando trompicones ybastonazos, en cuanto se reanudó lamúsica: ceremonia que realizó mediadocena de veces. Lo que no acertabaAlicia a descubrir era a quién pertenecíala segunda voz varonil que tanto leagradaba: voz de barítono, profunda,pastosa, excelentemente bien modulada.Cuando la descubrió, no supo si reír ollorar. ¡Quien así cantaba era el FalsoMutista, su compañero de mesa, el que—según propia manifestación expresadapor escrito— no hablaba "porque no ledaba la gana"! ¡Qué insondables

misterios los del alma! Si otras vecesquedó aturdida —por la visión de "laJaula de los Leones" o el salto de tigrede "su niño"—, ahora no acababa deentender que un hombre con aquella vozy excelente dicción, se negara a hablar,pudiendo hacerlo. Recordó Alicia laspalabras de Montserrat Castell díaspasados, quien la explicó que así comohay mutistas que no hablan porque nopueden y otros porque no quieren, delmismo modo había quietistas que no semueven por tener estropeado el cablepor donde el cerebro transmite órdenesa los músculos; pero que había otros queno se movían jamás porque no querían.

"El Hombre de Cera" pertenecía a laalcurnia de los primeros. Mas habíaotros "hombres estatuas" que se habíanhecho voluntariamente profesionales dela quietud, servidores lealísimos de lainmovilidad.

—Si su parálisis es fingida —comentó Alicia— no están enfermos.Son simples simuladores.

Montserrat replicó:—¡Claro que están enfermos! Los

unos lo son de la mente. Los otros, de lavoluntad.

Meditó Alicia estas palabras. Los"quietos" voluntarios ¿intentarían porventura parodiar a la Muerte —la Eterna

Inmóvil— del mismo modo que losniños imitan lo que desean? También losantiguos (esos niños de la humanidad)pintaban sus anhelos. El bisonte y elciervo de las cuevas de Altamira erancon gran probabilidad una manifestaciónartística cuya traducción era el hambre.La "quietud" del loco, su inacción, suestatismo, ¿se debería, tal vez, a unaimitación de la eterna parálisis delmuerto? Pensaba en ello y se le encogíael corazón.

Lentamente, progresivamente, elgran enigma de la locura se iba abriendopaso en su interés y sensibilidad.

Al salir de misa brillaba el sol; las

nubes tormentosas habían desaparecido,y vio avanzar hacia ella, feliz, confiado,animoso, a Ignacio Urquieta.

No puede decirse, de manerageneral, que los muy locos son más feosy los menos locos más armoniosos, puesahí estaba, para contradecir esta idea, elejemplo de "Los tres niños", que eranpositivamente guapos; sobre todo lajoven péndulo que, siendo la más bonita,era la más afectada por la idiotez. Perosí era cierto que los morros abultados,las frentes minúsculas, las bocascarnosas y abiertas, las orejasvoladoras, los pómulos mongólicos —cuando no los cuerpos deformes—

abundaban en la comunidad. Y aquellosque no eran feos ni monstruososmanifestaban su deformidad en susconductas extravagantes, degeneradas oanuladas. Pero Ignacio Urquieta era unhombre tan bien proporcionado en sucompostura como en su aspecto. YAlicia se preguntaba cuál sería sudolencia, qué hacía allí, quién le encerróy por qué causa.

—¡Hace un día espléndido —comentó Urquieta— y está ustedpresente: son dos circunstancias que nose han dado nunca juntas y hoy estoydispuesto a aprovecharlas!

—Le he echado de menos estos días

en el comedor —respondió Alicia—. Laconversación de nuestros compañerosde mesa no, era lo que se dice muyanimada. ¿Cómo piensa ustedaprovechar las dos circunstancias quedice?

—Invitándola a un paseo corto, antesde almorzar, y a otro en regla por latarde; fuera del sanatorio y monte arriba.

—¡Aceptado!—¿Vamos allá?—¡Vamos!Se dirigían hacia la lejana verja de

entrada cuando Ignacio se detuvo:—¿Ve usted —le dijo— al hombre

vestido de azul, que habla con "el

Astrólogo" y con el ciego?—¿El que lleva corbata?—El mismo.—Es un recuperado.—¿Qué quiere decir eso?—Que estuvo en "la Jaula de los

Leones" muchos años y los médicosconsiguieron sacarle adelante. Yesperan curarle totalmente. Está aquí pororden judicial: mató a tres hombres.

—¿Ese... mató a tres?—Sí, y no es el único "compañero"

que ha dejado tres fiambres a susespaldas. Éste es natural de Bilbao,igual que yo. Era maquinista de lamarina. Hizo la guerra en un "bou", y no

sé bien por qué acción obtuvo laMedalla Militar Individual. En los añosde la posguerra y cuando España estuvoacosada para intervenir en la guerramundial, un día creyó recibir la orden"de mente a mente" del almirante jefe dela Armada para que matase a dosmarineros y a un suboficial, porque eranseparatistas vascos. Él, como marinodisciplinado, obedeció las órdenes conuna frialdad pasmosa, y los degolló unotras otro. Cuando creyó que iban acondecorarlo y ascenderlo, le formaronun tribunal militar, que le declaróirresponsable y le mandaron aquí. ¡Se lovoy a presentar!

—No, por favor: me da miedo.Ya era tarde. Habían llegado cerca

de ellos. Y los dos videntes loscontemplaban, con ademán desaludarlos, mientras el ciego de la buenavoz mordía desesperadamente el puñode su bastón.

—Por fin tengo ocasión de saludar a"la nueva" —dijo amistosamente eltriple asesino, tendiéndole la mano—.Da gusto tener entre nosotros a unamujer tan guapa.

—¡Y tan inteligente! —añadió elamigo de los espacios siderales,haciendo reverencias tan extravagantesque parecían cabriolas.

—¿Cómo se encuentra, Maestro?—¡Mejor que nunca! ¡Estoy a punto

de dar la gran campanada entre losastrónomos del mundo!

—Vamos a aprovechar el día dandoun paseo —murmuró Alice Gould,deseando alejarse. Y dirigiéndose alciego, añadió:

—Le he oído cantar esta mañana.Tiene usted una voz excelente. —Elciego rió halagado, y respondiótartamudeando:

—Se... se... se... aagradece.Y dio tal bocado al puño de su

bastón, que parecía milagroso no sequedara sin dientes.

Se acercaron lentamente hacia laverja. Anhelaba Alice verse ya al otrolado. Le apetecía mover las piernas,hacer ejercicio, cansarse. Y le agradabala compañía de Ignacio Urquieta.

—Me dejó usted helada cuando medijo que el hombre del traje azul habíamatado a tres compañeros suyos en laMarina. ¡Parece absolutamente normal!¿Cómo se llama?

—Norberto Machimbarrena.Ignacio le explicó que cuando

ingresaron al tal Norberto, acompañadode dos oficiales de la Marina de Guerray dos loqueros, su violenciaimpresionaba incluso a los más

experimentados y curtidos: mordía,golpeaba, pataleaba y sus alaridos seoyeron hasta en el pueblo vecino. Huboque ponerle una inyección y dormirle.Cuando despertó, estaba atado en "laJaula de los Leones". Creía firmementeque había sido apresado por losseparatistas —a cuyos tres espías diomuerte— y que le querían torturar paraarrancarle altos secretos militares. Y élprefería dejarse matar antes quetraicionar a España. Su violencia era tal,cuando le daban los ataques, que senecesitaban tres enfermeros corpulentospara reducirle.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —

preguntó Alicia.—Más de treinta años. Cinco que

permaneció encerrado y un cuarto desiglo que goza de semilibertad. Ahora yano es peligroso.

—¿Qué enfermedad es la suya?—Paranoia, que es, por cierto,

prácticamente incurable, salvo algunarara excepción. ¡Y él puede ser una deellas!

—¿Con qué le trataron?—Electroshock.—¿Y qué idea tiene él de por qué

está aquí ahora?—Se ha inventado una historia. Cree

firmemente que está en el manicomio

cumpliendo órdenes superiores de losServicios de Información de la Marina,para averiguar si entre los médicos o losenfermos hay separatistas vascos. Peroya no tiene órdenes de matarlos, sinosimplemente de denunciarlos. Eso es loque dice él.

—¡Menos mal! Lo cuenta usted tan alo vivo como si lo hubiese presenciado.

—No lo presencié. Yo no estabaaquí entonces.

No hizo Alicia comentario alguno,pero se estremeció al oírle repetir quehabía otro residente con tres muertestambién a sus espaldas: la de su madre,a la que mató a hachazos por creer que

se trataba de una serpiente, y la de dosempleados de hospital: una asistentasocial, a la que lanzó por el hueco deuna escalera (y que fue sustituida porMontserrat Castell), y un enfermero alque acuchilló, confundiéndolos tambiéncon animales peligrosos. ¿Sería tal vezel propio Urquieta el protagonista deesta historia? La sola posibilidad de queasí fuese y alejarse con él por aquellassoledades, que ya se entreveían tras lasrejas, la dejó sin habla.

—Fue una campesina —comentó élcual si leyera sus pensamiento y quisiesetranquilizarla—. Hoy ya está sana. ¡Esun encanto de mujer! ¿No la conoce

usted? Se llama Teresa Carballeira: unagallega muy cordial y agradable.

—¡No será nuestra compañera demesa! ¡Usted me la presentó con unnombre muy parecido!

—No. Nuestra charlatana compañerase apellida Maqueira. Y no le interesahablar con los humanos, porque lasconversaciones que mantiene con losextraterrestres son mucho másinteresantes e instructivas. También esuna paranoica.

—Parece tan normal... murmuróAlicia.

—Todos los paranoicos parecenmuy normales —dijo él mirándola

descaradamente a la cara.—Y si la asesina de su madre ya

está sana, ¿por qué no la reintegran a sucasa?

—No tiene casa. Está sola en elmundo. Y aquí vive bien, acogida a labeneficencia. Tiene un hermano rico queemigró a Argentina, pero éste se niega ahacerse cargo de la homicida de sumadre.

Y añadió:—Algún día... deberá usted

contarme su caso, Alicia.—No sin que me cuente primero el

suyo —respondió ella—. Es usted másantiguo que yo y me debe esa prioridad.

Dígame, Ignacio, ¿cuál era su profesiónantes de entrar aquí? ¿A qué se dedicabausted?

—Era topógrafo: esos que sededican a dibujar cómo es un terreno,qué curvas de nivel tienen y esas cosas.Me entretenía porque soy buen dibujantey matemático. Mi gran ilusión hubiesesido ser cartógrafo de la Armada.

Se acercaban ya a la salida cuandose oyó una gran voz que decía:

—¡Urquieta, Urquieta, espere!Volviéronse. Un enfermero gritó

desde lejos:—¡Urquieta! ¡Tiene usted visita!Dibujóse una gran alegría en la cara

del hombre. Alicia procuró que en lasuya no se advirtiese la decepción.

—Perdóneme usted, Alicia; otra vezserá...

Y salió corriendo. Sus zancadas eranatléticas, como las de un buendeportista, y sus brazos se movíanrítmicos y acompasados cual los de ungimnasta. Antes de llegar al edificiocentral, se detuvo ante la presencia detres personas —dos hombres y unamujer— y cayó en brazos del mayor delos varones. Por su vestimenta parecíangentes de la clase media acomodada.Sintió envidia Alicia por el buen cortedel vestido de la mujer y, sin mirar más,

siguió caminando sola. ¿Qué razón habíapara que no le devolvieran sus trajes ysus objetos de tocador? —pensó—. ¡Erahumillante para ella ir así vestida! Lamayor parte de la poblaciónhospitalizada eran campesinos yartesanos. Otros, como "el FalsoMutista", don Luis Ortiz (el quelloraba), "el Astrólogo" de la gran nuezy muchos más eran empleados, maestros,delineantes. "La Gran Duquesa" fueinstitutriz. Y Rosendo López, otro de losmutistas, farmacéutico. Y unos y otrosiban vestidos a su modo, pero con ropaspropias, según su condición. Y losdomingos y festivos procuraban lucir sus

mejores galas. ¿Por qué esta excepcióncon ella?

Alicia meditaba en esto paraocultarse a sí misma el origen de sutristeza, bifurcada en dos direcciones:"la visitante de Ignacio Urquieta ibamucho mejor vestida que ella", y "lehubiera apetecido mucho charlar ypasear con el único residente con el queempezaba a congeniar". La inoportunallegada de esas tres personas le habíaaguado el paseo, la charla y el día.¡Buen domingo la esperaba!

Llamaron a comer. Volvió arepetirse la escena de otros días (aunquemás acentuada, porque la gente estaba

más dispersa): los que corrían ávidos,dando bufidos de placer ante la idea delguiso que los esperaba; los queavanzaban indolentes hacia el sacrificioque suponía tener que alimentarse paravivir; los que había que ayudar para quecaminaran y los que había que forzar,pues se negaban tercamente a dirigirseal comedor. Aquel día Alicia se sumó algrupo de los indolentes. En su mesa —ala que faltaba, como era de esperar,Ignacio Urquieta— la tratada coninsulina estaba cada vez más pálida yalicaída. A Alicia le alarmó su aspectoporque ignoraba en qué consistía ladureza de su tratamiento, y le irritó el

silencio del gran majadero sentado a suderecha. Cierto que aquel domingoAlice Gould estaba particularmenteproclive a la excitación.

—Es una pena que no hable usted —le dijo con sorna—, pues estoy segurade que su conversación sería muyamena.

El hombre enarcó las cejas como siasintiera: "En efecto, mi conversaciónsería amenísima. ¡Pero ya ve usted loque son las cosas!", parecía indicar.

—Su voz me conmovió esta mañanaal oírle cantar —insistió Alicia—. Yestaría dispuesta a dejarme conmoveroyéndole hablar.

"El falso Mutista" sacó entonces sucuadernillo de hule, garabateado denotas de colores, y escribió: HAYAQUÍ UN INDIVIDUO QUE, SIHABLO, ME ROBARÍA LOSPENSAMIENTOS.

—¡Ah! —exclamó Alicia—.Indíqueme con la mirada quién es... paraevitar que me los robe también a mí.

Carolo Bocanegra cerró entonces losojos y, del mismo modo que se hizomudo voluntario, fingió, desde ahora,ser ciego. Y de ahí en adelante, cada vezque se cruzaba con Alicia abatía confuerza los párpados, para no verla.

A los postres hubo un incidente. Por

ser domingo se mejoraba el condumiohabitual con alguna golosina. Y, entrelas mejoras, estaba el postre: yemas deAvila, media docena por cabeza, y porcierto exquisitas. Uno de los falsosinapetentes se negaba a tomarlas. Coninfinita paciencia una enfermera se lasllevaba a la boca, que él manteníaobstinadamente cerrada. Al fin se tomóla yema. Nueva operación con lasegunda, y nueva negativa inicial.Entonces su vecino, que pertenecía a laestirpe de los glotones, se las arrebatótodas y las engulló. Cuando el falsoinapetente se dio cuenta del expolio,arremetió contra el expoliador, que era

un mozo que rebasaba en mucho los cienkilos, y le golpeó con furia, lo queprovocó en el agredido un ataque derisa. Y ni siquiera intentó defenderse.Cuanto más pegaba el expoliado, más sereía el gordo. Alicia supuso que la crisisque sobrevino al primero sería dehisteria, pues así se llaman esas rabietasentre el pueblo llano, aunqueclínicamente no sabía cómodenominarla. El caso es que entrealaridos, pataleos y arañazos a suscaptores, fue sacado de allí por dosforzudos enfermeros, probablementepara echarle en el mismo saco que al"Soñador" y a la "Duquesa de Pitiminí".

De súbito, uno de los enfermoscomenzó a orinar en un vaso. Era unautista muy conocido porque, aunqueandaba siempre solo y rehuía el tratocon sus semejantes, saludabacortésmente a todos con los que secruzaba, caso que, al decir de losmédicos, era rarísimo en un "solitario".Un enfermero cruzó a grandes pasos elrefectorio hacia él, pero no llegó atiempo de evitar que se bebiese la orina.

—¿Qué haces, insensato? —leespetó el "bata blanca".

—Lo hago siempre —respondió elautista relamiéndose los labios—. Es unantídoto estupendo contra las ganas de

arrancarse la lengua. Si usted no lo haceacabará mutilándose.

—¿Tienes ganas, dices, dearrancarte la lengua?

—¡Ya no! ¿No ha visto que me toméel antídoto?

Sentóse pacíficamente. Y no hubomás.

Por la tarde, Alicia salió a pasear.No quería privarse de la caminata enregla que le habían propuesto; y, ya queno podía realizarla acompañada, laharía sola. Se dirigió al portalón de laentrada, por la que circulabanlibremente algunos reclusos. El guardade la puerta le interceptó el paso:

—¿Tienes permiso escrito parasalir?

Mordióse Alicia los labios, pues lemolestó el tuteo.

—No —respondió—. No lo tengo.—¡Entonces pa dentro! Y no vuelvas

a acercarte por aquí. ¡Hala, aléjate!Bordeó Alicia el antiguo edificio de

piedra por donde ocho siglos antesmusitaban sus oraciones los cartujos, yse acercó a una zona todavíadesconocida para ella: la deportiva,creada por Samuel Alvar. Había muchascestas de baloncesto adosadas a unapared, donde los aficionados —con grandiferencia de habilidad o torpeza—

trataban, desde una distancia adecuada,de meter el balón en la red. Algo máslejos estaba la piscina, completamentevallada con telas de alambre, tan altascomo las que se usan en los campos detenis. Estaba cerrada y nadie dentro,seguramente por ser la hora de ladigestión, ya que el calor apretaba.Cerca de allí estaba la huerta. Cinco oseis hombres trabajaban en ella. Uno deellos, Cosme, cuya tristísima historiaconoció de labios del doctor Arellano.Más allá, monte abierto, monte depastos, abundante de hierba por lasrecientes lluvias, y las manchasverdinegras de abundantes encinas. Se

acercó al "Hortelano":—¿Qué es esto, Cosme? ¿Trabaja

usted en domingo?—Las lechugas no entienden de

domingos. Están pidiendu a gritos que selas saque di aquí.

—Voy a dar un paseo por el monte.¡Qué bonito y qué verde está el campo!

—Como sigan estas calores mupronto se agostará.

—Pues voy a aprovechar que aúnestá verde.

—¡Hasta más ver, Almenara!—¡Hasta más ver, Hortelano!Alicia inició con buen ánimo la

subida de la pendiente. El campo estaba

glorioso. Las últimas lluvias caídas y elsol de ahora limpiaban el aire y daban alos pastos un brillo inusitado. Vio ungazapillo, cruelmente atacado demixomatosis —al que hubiera podidocazar a mano de haberlo pretendido—, yno pudo menos de reírse ante la malacatadura de un asno, atadas las patasdelanteras, que se empeñó en trotardesgarbadamente frente a ella por elmismo camino que pretendía seguir.Continuó ascendiendo la suave ladera enbusca de la compañía de unas encinasdesperdigadas.

Desde lo alto de la loma se veía laenorme extensión de la finca que fue

cartuja hasta la desamortización porCarlos III de los bienes de la Iglesia, yque hoy pertenecía a la DiputaciónProvincial. ¿Cuántas hectáreas tendríaaquello? Los límites eran bien visibles,ya que toda la propiedad estaba cercadade altísimas murallas que protegíanantaño la propiedad de los frailes de lasrapiñas del campesinado y hoy evitabanque se fugasen los locos. Buscó Aliciala sombra protectora de una encina, y setumbó en la hierba. La copa del árbol,vista desde esta posición, se recortaba,como un cromo, sobre un cielo purísimo,en el que había una nubécula aislada quesemejaba una hilacha de lino, caída, por

descuido, sobre un gran suelo enlosadode azul.

Comenzó a divagar, con talante máslírico que filosófico, acerca de ladiferencia que va de ver las cosas desdeuna u otra posición, ya que, en verdad,la altura semejaba un suelo que ellaviera desde el techo; consideró despuésque esta idea era extravagante, pero nodemasiado original, y al fin su atenciónse fijó de nuevo en la nubécula. ¿Crecíao menguaba? Uno de sus extremos sefundía como azúcar en un líquidocaliente; otro, por el contrario, sehinchaba alimentándose de la humedaddispersa en el espacio. Otra hilacha de

algodón apareció cerca de ella, y Aliciase preguntó si llegarían a unirse. Supensamiento saltaba de aquí para allá,tan pronto fijándose en temas abstractoscomo observando minucias: una hilerade hormigas portadoras de pesos quequintuplicaban el suyo propio; unasgolondrinas fugaces; unas cigüeñas quese posaban en tierra, no lejos de ella; yunas bellísimas mariposas condenadas aprocrear seres tan repugnantes como lasorugas y los gusanos. "¡Qué falta deproporción —pensó— entre la belleza yla fealdad dentro de una misma familia!"Y de aquí pasó a considerar el drama delos padres sanos que tienen hijos

monstruosos y demenciados y que talvez fuera mucho mejor para ella y paraHeliodoro no haber tenido hijos quetenerlos; y que Heliodoro era, enhombre, tan handsome, buen mozo, ybien formado, como aquella mariposa,en insecto, fina, bella y delicada. Lavaronil belleza de Heliodoro no eraóbice para que pudiera engendrar hijosvesánicos y repulsivos, como eljorobado de las orejas de pantallas deradar, del mismo modo que la lindamariposa procreaba gusanos. Al fin, suspensamientos —fugitivos hasta ahora yvoladores— se posaron y aquietaron enun objeto solo: su marido.

Realmente estuvo muy torpe al noconfesarle la verdad. ¿Qué necesidadtenía de decirle que había de irse aBuenos Aires a investigar lafalsificación de un testamento? ¿Por quéno informarle de que necesitabarecluirse en un manicomio parainvestigar un crimen? Cierto que él, encircunstancias normales, hubieraconsiderado absurdo ese propósito.¡Pero, tratándose de su amigo García delOlmo, habría sin duda aceptado! Y esedomingo estaría allí, de visita con ella,tumbados bajo esta encina contándosesus cosas, como cuando regresaban acasa de sus respectivos trabajos y se

servían unos whiskies, y pasaban revistaa las experiencias cotidianas de cadauno. Rió Alicia para sus adentros alconsiderar que tal vez hubieran habladomenos y actuado más. No era malo aquelparaje para la intimidad matrimonial, ylo cierto es que ella, a estas alturas desu aislamiento, añoraba tanto sucompañía de marido cuanto sus abrazosde hombre.

No pudo menos de considerar lasarta de embustes que se había vistoprecisada a engarzar el día de suprimera entrevista con el doctorRuipérez. Motivos tendrían para reírsejuntos cuando le contara cómo lo había

pintado y los sentimientos de desprecioque había fingido tener por él. ¿QueHeliodoro se burló a veces de ella y queen el fondo de su pensamientoconsideraba una extravagancia ladecisión de hacerse detective? Esto eracierto; pero sus chanzas eran cariñosas ynunca hirientes y despectivas. ¿Que él aveces abusaba de su gusto por el riesgoen juegos de envite? También eraverdad; pero jamás llegó a ser tantemerario como para poner en peligro suequilibrio económico.

Pensaba Alicia con añoranza en elhombre con el que compartía su vida.Dio un suspiro y entreabrió los ojos.

Las dos nubéculas, en efecto, sehabían juntado, y de su ayuntamiento leshabían nacido numerosos hijos que yacrecían y se desarrollaban. Súbitamenteoyó unas voces. Alguien se acercaba.Incorporóse y, aunque sentada, apoyó sutronco en el de la encina. A campotraviesa avanzaban cogidos los cuatrodel brazo, Ignacio Urquieta y susvisitantes. ¿Amigos? ¿Familiares?Probablemente lo último. El mayor detodos —situado a la izquierda del gruposegún los veía venir— sin ser un hombreviejo, podía ser su padre. Ignacio estabaa su lado, y tenía al otro a la mujer —¿tal vez su cuñada?—, cerraba el grupo

por el otro extremo un hombre joven yfuerte, aunque de más edad que Ignacio,y que muy bien podría ser su hermano.Sus facciones no eran opuestas y suscontexturas atléticas, muy semejantes.Hablaban en voz baja y reíandiscretamente de lo que se contaban.Pasaron junto a Alicia y se saludaron. Siella hubiera estado vestida de otrasuerte, era altamente probable que lahubiese presentado. "Esta es la señorade Almenara, muy amiga mía, y éstos,Alicia, son mi padre, mi hermano Pedroy mi cuñada Juana." Pero tales palabrasno fueron dichas. Era lógico. ¿Qué razónhabía para romper la intimidad familiar

presentando a una loca vestida de lomismo? Siguieron su camino. Ysúbitamente Alicia se preguntó qué laautorizaba a pensar que aquella señorajoven no fuese la mujer de Ignacio.

Esta idea la malhumoró.Sorprendióse de su propio enfado y serecriminó: "¡Vamos, Alice Gould, noseas estúpida!" Mas es el caso que,estúpida o no, la idea de que aquellamujer fuese la esposa de Ignacio laconturbó. El grupo siguió adelante y seperdió de vista. Fue Alicia a encenderun cigarrillo, mas no tenía encendedor—le estaba prohibido tenerlo, cual situviese fama de pirómana— y estrujó

con ira el cigarro en la palma de lamano, esparciendo después sus residuospor el campo.

Es difícil precisar el tiempo —talvez una hora más— que permaneció,medio adormilada, junto a la encina. Lasnubes se habían agrupado y algunastenían aspecto de mal agüero. Decidiólevantarse y seguir caminando.

Lo que entonces vio no se leolvidaría mientras viviera. Alocado,bufando, emitiendo gemidos, cubierto elrostro de sudor y perturbados los ojos,pasó junto a ella, como una exhalación,sin verla y a punto de derribarla, IgnacioUrquieta. Alicia quedó paralizada por el

pasmo. No era el suyo el trotar de antes,cuando le anunciaron que tenía visita;antes bien, un galope desbocado,desatinado, como quien huye de unpeligro inminente y le va la vida enalcanzar refugio. Al descender lapendiente, tropezó; y cayóaparatosamente rodando varios metros.

Mas ello no impidió al topógrafoincorporarse de un salto y proseguir suinsensata carrera. Pasó entonces junto aAlicia el supuesto hermano de Ignacio,con rostro preocupado y avanzando apasos largos y rápidos. El camino máscorto para entrar en el edificio, era elque ella siguió para venir, cruzando ante

la huerta, los talleres y la zonadeportiva. Pero Ignacio iba ciego yescogió el camino más largo, el querodea el bar, la capilla y las "unidadesfamiliares". En ese instante comenzó allover e Ignacio cayó al suelo como enun ataque epiléptico. El posible padre yla esposa, o cuñada imaginaria, llegaronentonces a la altura de Alicia:

—¿Cómo pensar que aún siguieraasí? ¡Pobre hijo mío!

—Escogimos muy mal el día —comentó ella—, ¡No hemos tenidosuerte!

Emprendió Alicia el regreso, bienque más despacio que las dos personas

que la precedían, para respetar sucongoja con la distancia. A lo lejos viocómo dos "batas blancas" y variosreclusos levantaban a Ignacio y se lollevaban. No habían concluido paraAlice Gould las emociones. Aqueldomingo habría que marcarlo con trazosnegros en su calendario. Oyó pasos trasella, intuyó una sensación de peligro yse volvió asustada. Era "el Gnomo", quela seguía.

—¿Por qué te has asustado? —preguntó éste con voz humilde.

—¡Ah, eres tú, "Gnomo"! —dijoreponiéndose.

("Le he llamado Gnomo. No debería

haberlo hecho. He podido herirle, sinrazón alguna. No está bien humillar a losenfermos. Lo cierto es que ignoro sunombre.")

—¿Adonde vas? —preguntó eljorobado con tono meloso—. Quieroenseñarte una cosa muy bonita.

—Está lloviendo. Ya me laenseñarás otro día.

—¡Déjame que te la enseñe!Se acercó a ella y comenzó a tocarla

con sus manos, mugrientas y pegajosas.—¡Yo quiero enseñártela, ahora!

¡No otro día! ¡Ahora!Armóse Alicia de paciencia y se

detuvo.

—¿Qué quieres enseñarme?—¡Mira! —dijo él, e introduciendo

sus manos en la bragueta del pantalónque llevaba abierta, le exhibió su sexo—. ¡Tócalo! ¡Ya verás qué caliente está!

La bofetada de Alice Gould tardó enproducirse los segundos que invirtió enreaccionar. "El Gnomo" se lanzóentonces contra ella y consiguióderribarla. Vio Alicia su inmensa bocade media luna jadeando sobre su rostro,sintió el calor de su fétido aliento en lapiel y sus manos húmedas y nerviosasintentando rasgarle la ropa. La cinturónazul de judo se portó como quien era.De un movimiento brusco, pasó de estar

debajo a estar encima de su atacante. Deotro, lo incorporó. Al tercermovimiento, "el Gnomo" volaba por losaires. Frotóse las manos, satisfecha desu buena forma y, sin volver la vistaatrás, se encaminó a buen paso hacia elhospital, angustiada por conocer elestado de Ignacio Urquieta.

"H"EL VUELO DEL

JOROBADO

P ENETRÓ ACONGOJADA enla "Sala de los Desamparados".

—¿Qué ha sido de IgnacioUrquieta? —preguntó a CaroloBocanegra, olvidando su voluntariamudez. El muy cretino cerró los ojoscomo solía.

—¡Ciego, mudo y majadero! ¡Esteúltimo es su verdadero diagnóstico! —ledijo Alicia, escupiendo sus palabras concólera. Se acercó a Conrada, que aqueldomingo estaba de guardia.

—¿Qué le ha pasado al señorUrquieta? —le preguntó. —Más ésta, enlugar de responderle, la recriminó conacritud:

—Delante de mí, no vuelvas a tratara un compañero tuyo como lo has hechocon ese enfermo. ¿Entendido?

—¿Le he parecido descortés?—¡Sí!—¡Pues también lo es usted al

tutearme! ¡No recuerdo habérseloautorizado!

Volvióse en redondo buscando unacara amiga, mas ¿a quién dirigirse? ¿Alloco espacial? ¿Al ciego que dababastonazos? Pensó en la señoritaMaqueira, su compañera de mesa, ypreguntó por ella.

—Está en coma —le dijeron contanta simplicidad como si le contaran

que se había torcido un dedo."¡Pobre chica!", murmuró para sí. Lo

cierto es que no había tenido ocasión niposibilidad de hacer amistad con ella.Era bonita, joven y discreta. Pero creíafirmemente que los extraterrestres leenviaban mensajes para los terrícolas,en los que se encontraba la clave de lasalvación de la humanidad. "¡Si muere—pensó—, tendrá verdaderamenteocasión de hablar con losextraterrestres!" ¡Oh Dios, este domingoparecía propicio para acumulardesgracias!

Súbitamente vio entrar al"Hortelano" en la "Sala de los

Desamparados". Acudió a él, como auna tabla de salvación.

—Estoy angustiada, Cosme. ¿Qué leha pasado al señor Urquieta?

—Lo de siempre.—¿Qué es lo de siempre? ¿Qué es?—Es muy difícil de explicar...—¿Dónde está ahora?—En la unidad de recuperación, que

dicen. Allí lo hemos llevau.—¿Usted ayudó a llevarlo?—Yo soy como de la casa.—¿Cómo se encuentra?—Mu mal.—¿Me habla usted en serio?—Digo que mu mal, ahora. Pero no

se preocupe por él. Pondráse güeno mupronto.

—Pero... ¿qué es lo que le hapasado?

—Comprendió mu tarde que iba allover y cayóle el agua encima. ¡Y elagua es pa él lo que el perejil pa losloros!

Recordó Alicia su entrevista delprimer día con el doctor Ruipérez. Éstele habló de un paciente que tenía fobiaal agua, que vomitaba, le subía la fiebre,le salían erupciones en la piel si veía,oía o tocaba agua. E incluso sedesmayaba. ¿Cómo imaginar que estecaso singularísimo era el que padecía

Ignacio Urquieta, el más cabal, el máscorrecto, el más equilibrado de los allírecluidos? Comprendía sus largasausencias, que coincidían precisamentecon los días lluviosos. Entendía por qué,en el comedor, estaba situado deespaldas al resto de los enfermos: ¡parano ver las jarras de agua ni los vasos delos demás! Averiguaba la razón delprivilegio de que en su mesa se sirviesesólo vino y gaseosa. Se daba cuenta depor qué, deseando vivamente refugiarse,prefirió el camino más largo al máscorto. ¡Para evitar toparse con lapiscina!

—Dígame, "Hortelano", ¿quién fue

el miserable que le lanzó un día un cubode agua a los pies?

—Aquel día, ¡fíjese usté lo que sonlas rarezas del mundo!, estuvomismamente a punto de morir; ¡y sólopor un cubo de agua!

—Pero ¿quién fue el que se lo echó?—Uno, medio jorobeta, con la nariz

así caída, y la boca de oreja a oreja, y...—¡"El Gnomo"! ¡Yo le llamo "el

Gnomo"!—Pos el mismu debe ser, porqui al

que yo digo, no le va mal "alias" ese quiusted li ha puesto.

Acordóse Alicia de que lo dejóabandonado después del costalazo; le

contó al "Hortelano" lo ocurrido, y lerogó se acercase a mirar si no se habíaroto un hueso.

—Pero ¿llegó usted mismamente aluchar con él?

—Pregúnteselo cuando le vea.—¿Y le venció?—Lo mismo le digo: pregúnteselo a

él. Espero que el susto le sirva delección.

—¡Pero si él, pequeñajo comu es, yjorobaduco comu es, es fortísimo!

—Me sorprende no verle por aquí aestas horas.

—¿En qué parte de la huerta dijousté que fue la cosa?

—Donde cultiva usted las lechugas.Muy cerca de donde hablamos. Pero nodentro de la huerta, sino unos metrosmás lejos; en los pastos.

—Pos aya voy a ver. Aonde usté medice. Y que conste que ha hecho ustedmu requetebién. —Calóse Cosme laboina y salió bajo la lluvia. Se acercóAlicia a una "bata blanca" llamadaCecilia.

—¿Se sabe algo del señor Urquieta?—El médico de guardia le ha

mandado a la unidad de recuperación.—¿Quién es el médico de guardia,

hoy domingo?—El doctor Ruipérez.

—¿No podría hablar con él?—Es imposible. Está reunido con la

familia del señor Urquieta.—¿Tan grave está?—No se preocupe, señora de

Almenara. Créame: el señor Urquietasiempre sale adelante.

—Gracias, enfermera... Eso meconsuela... Es el único amigo que tengoaquí. Y también me consuela ver a unapersona educada, como usted, queresponde a las preguntas que se lehacen, y sabe tratar a las personas, y...

—Parece usted un poco excitada.¿Le ocurre algo?

Iba Alicia a responder que sí; que

aquel domingo le había caído encimacomo una losa que cierra un sepulcro: supropio sepulcro con ella dentro. Mas la"bata blanca" frunció la frente y desvióde ella la mirada.

—Perdón que no la pueda atenderahora —dijo—. Ese chico "nuevo"empieza a preocuparme.

—¿Ya no soy yo "la nueva"...?—No. Ya no."El nuevo" representaba poco más

de veinte años. Sus rasgos eranseminormales. No era mongólico, puescarecía de pómulos abultados si eso era"esencial" del mongolismo, cosa queAlicia ignoraba. Tampoco tenía los ojos

orientales de algunos, ni esa frenteabombada que tanto llama la atención,sobre todo en los niños nacidos con esatriste dolencia. A pesar de todo seadvertía en su rostro (que no en sucuerpo) una anormalidad difícilmentedefinible, que Alicia intentabadescubrir. ¿Acaso Sus labios demasiadogruesos y el inferior algo caído? ¿Porventura su frente, que era algo cóncavaen lugar de convexa? ¿Tal vez sus ojosdemasiado pequeños para una cara tanancha?

El joven buscaba con gran inquietudalgo por las paredes. Al fin se detuvoante el pomo de una puerta y lo agarró

con la mano. Se agachó para acercar suslabios al pomo y comenzó a hablar, conmarcado acento sudamericano, eintercalando entre cada frase lo mismolágrimas que grandes risotadas.

—Papá... papá... estoy muy bien,papá... ¡ja, ja, ja! Ya he llegado. Esto esmacanudo, viejo... ja, ja, ja, y la gente esmuy dije y muy buena, papá, papá... ydan muy bien de comer y las camas y lasfrazadas son muy limpias, papá... y yono quiero que llores más... Esto es muybonito, papá... ja, ja, ja, ja, y la gente esmuy dije y muy buena... y yo no quieroque llores... Adiós, viejo. ¡Que vengas averme...! ¡Adiós!

Se apartó de la puerta. Y comenzó adeambular por la galería hablando soloy la mirada ida. Ignoraba que habíacientos de ojos que le contemplaban. Depronto, regresó hacia el pomo de lapuerta:

—¡Papá, papá... soy yo! Oye, viejo,quiero que le digas a la primaManuela... que ya he llegado y que estoes muy bonito, y que la gente es muybuena... ja, ja, ja. Y que estoy muycontento. Y que no sea sonsa y que nogimotee por mi culpa, porque con sólopensarlo me hace llorar a mí. ¡Papá,papá! Dile que las frazadas están muylimpias, y que se come macanudo y que

los médicos son muy buenos... Y que noquiero que llore porque yo estoy muycontento. ¡Papá, papá!

Sería necio pensar que las gentesque le escuchaban —lo mismo sanos queenfermos— eran inconmovibles. Salvolos perversos, los antisociales, losabsolutamente idiotas o los demenciadospacíficos (pues quienes no lo eranhabitaban en "la Jaula de los Leones")sentíanse contagiados por una simpatíacomunitaria hacia "el nuevo". Rómulo,situado tras él, le imitaba. Pero no comoburla, sino como...

"¿Cómo qué? —se preguntó Alicia—. ¿Cómo qué?" Lo cierto es que

Rómulo reía cuando el muchacho reía,asegurando que estaba muy contento. Yafirmaba con ademanes que la comidaera excelente y las camas muy limpias yla gente muy buena. Y lloraba cuando elnuevo lloraba al pedir a su padre que noquería ver triste a su prima Manuela. Yle seguía los pasos por la "Sala de losDesamparados" imitando su gesto ido, elmovimiento de sus labios, sus ademanesde desaliento y sus contradictoriascarcajadas.

—¡Rómulo! —ordenó Alicia—.¡Ven aquí! —Acercóse el chico.

—No molestes a ese señor. ¿Nocomprendes que está muy triste y si te ve

creerá que te burlas de él?Acaeció entonces una cosa insólita,

que dejó honda huella en el ánimo y lamemoria de Alice Gould. El pequeñoRómulo se le colgó del cuello, la besó yle dijo misteriosamente al oído:

—Yo sé quién eres...Y acto seguido echó a correr y se

perdió en el fondo de la galería.El nuevo se acercó otra vez al pomo

de la puerta.—Papá, papá... ¡que soy yo, el

Antonio!La vigilante hizo un gesto a dos

enfermeros para que la siguieran.—Escúchame, Antonio. Anda, sé

buen chico y atiéndeme bien. Pon tusojos en mí. ¿Me ves? Procura fijarte enmí, y escucharme... Ya sabes que todossomos muy buenos... Todos aquí somosmuy buenos... ¿Me escuchas? Todossomos muy buenos, como le has dicho atu padre. Y tú debes ser muy obedientetambién. Ahora sigue a estos amigos quevan a acompañarte a tu cuarto...

El muchacho obedeció a losenfermeros. Estos abrieron la puertaante él, y el chico los siguió. "¡Otro alque echan al Saco!", pensó Alicia.

Se oyó un largo murmullo en la sala.El amigo de las galaxias se acercó aAlice Gould con ademanes más agitados

y amanerados que nunca, de purocorteses. Estaba llorando.

—Todos los locos me conmueven.¡Dios mío, Dios mío, protege a esejoven!

—¿Cree usted en Dios? —lepreguntó Alice Gould con voz neutra.

Él respondió enfadado:—¿Quién, si no, ha podido crear de

la nada nueve universos? ¡Yo creo en Élnueve veces más que los simplescreyentes!

—Discúlpeme —dijo Alicia con vozsuave—. Me están llamando.

No era verdad. Nadie la llamaba.Pero estaba inquieta y poseída de un

íntimo desasosiego. Extrajo un cigarrilloque le temblaba en los dedos. Se acercóa la enfermera para pedirle fuego. Pordecir algo, por puro afán de cortesía,por congraciarse con ella, comentó:

—Quiero felicitarla. Ha estado ustedadmirable con ese "nuevo". —La mujerla miró duramente a los ojos. Habló conlentitud:

—¿Y qué autoridad tiene usted —ledijo— para saber si lo he hecho bien ono?

—Perdón —respondió Aliciahumildemente—. Sólo quise decirle algoagradable.

Sintió de pronto una congoja

irreprimible, y rompió a llorar. Se llevólas manos a la cara. ¡No quería dar elespectáculo de Luis Ortiz, salpicandolágrimas a diestro y siniestro, sin pudoralguno! Mas no pudo acallar su angustiani evitar que su cuerpo fuese sacudidopor el llanto y por el esfuerzo mismo deevitarlo.

"¡Que Dios borre este domingo demi memoria!", pensó. Procurósobreponerse. La enfermera lacontemplaba como dudando si habíallegado la hora de echarla al "Saco" aella también. Alicia lo entendió así y,por evitarlo, salió al exterior, a que lediera el aire y la lluvia le mojase la

cara. Así podría llorar a gusto y nadienotaría sus lágrimas. Apenas cruzó lapuerta de cristales vio al "Hortelano"correr hacia ella. Cosme la agarrófuertemente por los codos.

—¿Qué has hecho, mujer? ¡Hasmatau al jorobau!

Alicia se dobló como ropa puesta asecar que se desprende de la cuerda,arrugóse sobre sí misma y cayó al sueloprivada de sentido.

"I"EL "SACO"

S E DESPERTÓ CON LAGARGANTA SECA y muchased. No se atrevió a abrir los

ojos por temor a ver la habitaciónmoverse como un camarote de barco endía de mar gruesa. Se diría que su camadescendiese lentamente, colgada de unextraño paracaídas. "¿Qué. me hanhecho los médicos?", se preguntó. Quisovariar de postura, mas no pudo. Y no seesforzó más. Volvió a dormirse. Al cabode varias horas se despertó de nuevocon la nítida sensación de que "algo lehabía ocurrido"; "algo terrible" que nopodía precisar. Abrió los párpados."Esta no es mi casa", se dijo, mezclando

incongruentemente recuerdos ysensaciones. "¿Dónde estoy?" "En micasa el dormitorio no tiene techo, y lacama es más ancha". Empezaba aentender que la habían acostado en elcuarto de la cocinera. Pero eso carecíade sentido. Allí no había puertas quetuvieran una ventana abierta en el centrode la hoja y menos aún enrejada. Miróen torno. ¡Estaba en la cárcel! ¿Quéhabía hecho? ¿Por qué la encerraron? Elrecuerdo le vino como un vago zumbidoque comienza a crecer hasta convertirseen un clamor sordo que avanzaimplacable, atronando el espacio, hastaestallarle dentro del cráneo. "¡He

matado a un hombre!" Sus ideas, hastaentonces dispersas y flotantes, encajaronde golpe en la realidad. "¿Qué hashecho, Alice Gould?" "¿Qué has hecho?""¡Has matado a un hombre en elmanicomio!" Fue como una descarga deelectroshock lo que la hizo saltar. Se viode súbito fuera de las sábanas, apoyadaen la pared y golpeándola con los puños."¡Has matado a un hombre! ¡Has matadoal Gnomo!"

La puerta se abrió tras ella. Laenfermera interpretó mal sus gestos ymovimientos. Creyó que era la cabeza yno los puños con la que golpeaba lapared. Sintióse Alicia fuertemente

sujetada, notó la aguja de una jeringuillaperforando su piel y no supo más de sí.La habitación en que despertó era iguala la primera, salvo las paredes, queestaban acolchadas; y la cama, que teníaadosadas grandes muñequeras,tobilleras y cinturones de cuero, que lainmovilizaban.

—Desátenla —ordenó una voz.Los que hablaban eran dos médicos

desconocidos para ella. Uno de ellos,muy pálido, con barba y bigote negros, ygrandes gafas con montura del mismocolor. Y muy joven. El otro era unhombre de más edad, de aspecto pulcroe inteligente. El primero le tomó el

pulso, le miró el fondo de los ojos yapoyó su mano entre el cuello y lamejilla para comprobar —supuso Alicia— si tenía fiebre. Antes de esto le habíapalpado la cabeza con minuciosidad. Sinhablar una palabra, se ausentaron delcuarto.

Ya fuera, oyó la voz de uno de ellos:—Dejen todo abierto y que le

traigan su ropa. Puede entrar y salir siquiere.

Vistióse Alicia, pero no sé aventuróa asomarse al pasillo, donde se oíanvoces apagadas. A una hora indefinidavino a visitarla Montserrat Castell.Entró llevando de la mano su propio

asiento. Su rostro estaba serio ypreocupado. Besó a Alicia y mantuvolargo tiempo la mejilla sobre su mejilla.Tomó una de sus manos y la apretó concalor.

—Fue involuntario —dijo Aliciacon los ojos secos y angustiados—. Hasido un accidente. Yo no hice sinodefenderme. Tú me crees, ¿verdad?Montserrat cerró la puerta y, aun así,habló en voz muy baja:

—El doctor ha prohibido a lospocos, poquísimos que saben loocurrido, que te hablaran nunca deltema. Yo voy a hacerlo hoy por primeray última vez. Pero considero que debes

saber lo que voy a contarte.Afortunadamente tuviste un testigoexcepcional que lo vio todo. Hadeclarado que, el que llamabas "elGnomo", te estuvo siguiendo toda latarde en espera de la ocasión propiciapara atacarte. La oportunidad se lepresentó cuando empezó a llover y todoslos paseantes se retiraron. Él teentretuvo diciendo que deseabaenseñarte algo (un viejo truco en él: ¡noeres la primera!) y cuando leabofeteaste, te derribó. Tu testigo acudióentonces, desde muy lejos, a defenderte.Mas no hizo falta. Te desembarazastepor ti misma de tu atacante y lo lanzaste

al aire. En cuanto te viste libre de él,echaste a correr, temerosa de quevolviese por ti, hacia el edificio central.Pensó tu testigo que "el Gnomo" saldríahuyendo en zigzag "como liebrefogueada" (fueron sus palabras) porqueacostumbraba a dejar atrás los vientosde ese modo cuando le castigaban.Alarmado de no verle actuar como otrasveces, se acercó a él. Estaba muerto.Eso fue lo que declaró el testigo, y sóloante dos médicos y yo. ¡Nadie más en elhospital sabe lo ocurrido! ¡Puedes dargracias a Dios, Alicia, por la suerte deque alguien lo haya presenciado todo, yque no sea un demente o un visionario,

sino un hombre lúcido y sano!—¡Bendito sea ese hombre por

haber contado la verdad tal como fue!—suspiró Alicia visiblemente aliviada.

—No sólo es a él a quien tienes queagradecer haber salido airosa de esteaprieto... sino al director.

—¿Al director? ¿Por qué?—Él te considera sin

responsabilidad por lo ocurrido, y no lepareció justo que te quedaras parasiempre con antecedentes de haber dadomuerte a un hombre... ¡aunque fuese poraccidente! En consecuencia, autorizó aese testigo a que diese otra versión anteel juzgado y él se comprometió a

remitirse a lo que dijera ese únicotestigo.

—¿Qué versión?—Como el jorobado acostumbraba

correr como alocado y sin ton ni son,¡tal como le vimos el día que sededicaba a burlarse de losdemenciados!, el testigo declaró que enuna de esas carreras tropezó y se partióla espina dorsal contra una peña. Sinque interviniese nadie en su muerte.¿Comprendes?

—Dime, Montse, ¿quién es esetestigo?

—Cosme, "el Hortelano".Enrojeció Alicia al oír su nombre

porque era evidente que el viejo Cosmeno había presenciado nada. Fue ellamisma quien le contó lo ocurrido.Convencido Cosme de que no mentía yque todo pasó tal como lo relataba,quiso ahorrarle el disgusto de que nadiela acusara de ejercitarse en el judo, porcapricho o por locura, con losminusválidos y los deformes. Y declaróa los médicos haber visto lo que no vio,y al juzgado... lo que no ocurrió. Seabstuvo muy bien Alicia de llevar suspensamientos a los labios, ni siquieraante Montserrat Castell.

—No quiero quitar importancia a ladesgracia de anteayer, Alicia. Pero con

ser ésta muy grande, hay algo que mepreocupa más: tú misma.

—¡Ya sé dónde vas a parar! ¡Teaseguro, Montse, que yo no me hegolpeado la cabeza!

—La enfermera dice que sí.—La enfermera es una incompetente.

Si me hubiese golpeado, ¿dónde estánmis heridas?

Observó Montserrat la cabeza deAlicia.

—Pálpame. ¡Búscame un rasguño,un morado, la huella de un golpe!

Montserrat lo hizo.—¡También los médicos me

estuvieron observando y no encontraron

nada! Lo que hice fue golpear la paredcon los puños al recordar que yo, AliceGould, había dado muerte a un pobreenfermo, a un débil mental. Esto medesazonaba, me desequilibraba,¿entiendes? Me maldije a mí misma porhaber abusado de mi condición decinturón azul contra un ser inferior y sinreflejos. Porque lo que yo querría esayudar con toda mi alma a estas pobresgentes, ¡como lo haces tú! ¡Y resulta quehe matado a una de ellas!

—No pienses más en eso. No tetortures más. Y ahora, ¿cómo teencuentras?

—No sé lo que me han dado. Todo

lo ocurrido lo veo muy lejano. Me sientodesprovista de sensibilidad. Mipreocupación es intelectual, pero noafectiva, como cuando me desperté laprimera vez.

—Escucha, Alicia. Tengo una gransorpresa para ti. Ardo en deseos dedarte una alegría. Pero ahora, en estesitio —y señaló las paredes enguatadas— resulta imposible.

—Dime, Montse: ¿dónde estamosahora?

—En la Unidad de Recuperación. Yen la única celda de estas característicasque hay en ella.

—¿No toda es así?

—¡No!—¡Qué abochornada me siento de

estar aquí! ¡Qué vergüenza, Dios, quévergüenza!

—No pienses más en ello...—¡De modo que éste es "el Saco"

donde echan a los predemenciados! ¡Esla antesala de "la Casa de las Fieras"!

—No, Alicia, no es así. La mayoríade los que aquí están no padecenenfermedades crónicas, sino crisispasajeras. Es el caso de IgnacioUrquieta y de "la Duquesa", y del falsoinapetente al que robaron las yemas deAvila, y del soñador despierto, y dealgunos más, a los que no conoces.

Abrióse entonces la puerta. Laenfermera, a quien Alicia calificó deincompetente, la informó de que porórdenes del médico podía pasar a sunuevo dormitorio. Recorrieron losbreves metros de pasillo que unía uncuarto con otro. ¡Alineados airosamenteen el suelo, por orden de tamaños,estaban su maleta, su maletín, su saco demano, su bolso y sus objetos de tocador!

—¡Tú lo has conseguido, Montse!¡Estoy segura de que has sido tú! ¡QueDios te lo pague!

—¡Yo no he sido más que lamediadora! Las órdenes partieron deldirector.

El corazón le dio un vuelco.—¿Al fin ha regresado Samuel

Alvar?—¿Cómo me preguntas eso, Alicia?

¡Llevamos un buen rato hablando de él!¿No te he dicho que fue el director quiensugirió al "Hortelano"...? —Alicia no ladejó concluir:

—¡Pensé que te referías al directorsuplente: a Ruipérez!

—No, hija, no. Me refería aldirector titular. Es uno de los médicosque te atendió esta mañana. El otro, elmás viejo, es el doctor Sobrino, jefe deesta unidad.

—¿El joven de las barbas? ¿Ese es

Alvar?—El mismo.—¿Y él es uno de esos pocos que

saben la verdad?—Sí.—Y ¿quién más lo sabe?—Ruipérez y yo.—¿Qué puedo hacer para ver

inmediatamente al director?—No pierdas el sentido de la

medida, Alice Gould. ¿Olvidas queanteayer sufriste un gravísimo accidente,capaz de desequilibrar a una personanormal? ¿Se te ha borrado de lamemoria que te desmayaste? ¿Ya no teacuerdas de que (equivocadamente o no)

te han visto darte de cabezazos contralas paredes? La norma, muy sabia porcierto de nuestro director, es que másvale prevenir que curar. Y aquí has depasarte unos cuantos días muy vigilada yobservada.

—Escúchame, Montserrat. Ahora yapuedo decírtelo. El director es el únicoque sabe, desde antes de ingresar, queyo soy una persona totalmente sana. Queni estoy ni he estado nunca enferma delcoco. Y conoce la verdadera causa porla que vine aquí. ¡Y tú, muy pronto,también lo sabrás!

Volvióse bruscamente hacia un granramo de flores que la ilusión de las

maletas le había impedido, antes deahora, apreciar.

—¿Es él quien me las envía?—No, querida. Soy yo.—Eres un amor.Entresacó Alicia una rosa del ramo y

la extendió a la Castell.—Me vas a hacer dos favores: una,

darle esta rosa al "Hortelano",diciéndole que es de parte de unaadmiradora suya que le aprecia mucho.Otra, preguntarle a Samuel Alvar si hacaído en la cuenta de quién soy yo. ¡Nole digas más! Él ya entenderá lo que lequiero decir.

—¡Tienes ideas de bombero!

Cumpliré el primer encargo. El segundo,no.

Imitó Alicia cómicamente losmorritos de la vieja que no lloraba, peroque lo parecía, y besó con gran cariño ala asistenta, psicóloga y monitoracuando ésta cayó en la cuenta (y cayó enese instante) de lo tarde que era y de lacantidad de cosas que aún le quedabanpor hacer.

—Gracias por todo, Montse.Ésta se volvió desde la puerta.—Si se te pasa el efecto del

calmante que te han dado y vuelves aencontrarte excitada, desasosegada onerviosa, no dejes de decírselo a la

enfermera. ¡Prométemelo!—Prometido.En efecto, estaba excitada, como lo

está un niño ante el regalo de Navidadcon el que siempre ha soñado y que leayuda a olvidar pasadas amarguras.Deshizo con cuidado el equipaje.Ordenó su armario —cosa nada fácil,pues era minúsculo y no cabían en él susefectos personales— y su nerviosismosubió de punto al decidir cómo iba avestirse para dar la gran campanada anteIgnacio Urquieta. Cuando se hubopeinado, maquillado, vestido yarreglado las manos —operacionesencadenadas de no poca duración—

salió al pasillo. Éste era un corredor dedimensiones normales: no como lasgigantescas galerías del edificio central.En uno de sus extremos estaban losbaños y servicios de hombres y mujeres.En el otro, la puerta de salida con elcerrojo echado. Supuso —y no seequivocó— que los huecos a uno y otrolado del pasillo correspondían a losdistintos dormitorios, y más tardecomprobó que los dos abiertos —cercade la entrada— daban a los salones ocuartos de estar. Su primera visita fue alos lavabos, pues necesitabaimperiosamente mirarse al espejo, y ensu cuarto no lo había. Quedó satisfecha

de su inspección, bien que rozó con layema de los dedos los bordes lateralesde sus ojos junto a las sienes: "Tienesque vigilarte, Alice Gould. Estas arrugasson nuevas".

Desanduvo el camino dispuesta ahacer una entrada triunfal en el cuarto deestar. Y cumplió su propósito. Elexpoliado de las yemas de Avila silbólargamente:

—¡Caray, qué señora! —añadiócomo culminación de su silbido.

Los otros hombres no dijeron nada,pero leyó en sus ojos la admiración. Yesto la satisfizo. Ignacio Urquieta noestaba. El muchacho llamado Antonio, al

que vio confundir el pomo de una puertacon el auricular de un teléfono, era elúnico con la cabeza ida, la miradadifusa y gran agitación en susmovimientos. Había dos tristes,infinitamente tristes, pavorosamentetristes; y tres mujeres que leían revistas,de aspecto normal, sin taras físicas, demuy distinta edad. Alicia tardó enreconocer a la de más años: era "laDuquesa de Pitiminí". Vestía un trajegris oscuro, peinaba moño, llevaba lacara lavada, sin pintarrajear. De nohaber sabido que se encontraba en tallugar, jamás la hubiera reconocido. Lamujer levantó la mirada de su lectura y

sonrió a Alicia.—Buenas tardes, señora.Sentóse Alicia a su lado.—Ignoraba que estuviese entre

nosotros.—Ayer —confesó Alicia— me sentí

muy mal. Tuve un desmayo.—Lo siento de veras —comentó la

anciana—. Yo estuve muy enfermatambién días pasados. Es laarteriosclerosis, ¿sabe? No sé lo quepasó. No me acuerdo de nada. Perodicen que estuve muy excitada.

—¡Ahora tiene usted excelenteaspecto —la confortó Alicia.

—¡Ah, me encuentro mucho mejor,

ya lo creo! Sólo que la medicación esmuy fuerte y, a veces, me tiemblan unpoco las manos.

La enfermera intervino:—Alicia, si usted quiere, le puedo

enseñar el piso. Aún no lo conoce.—Con permiso —dijo Alicia a la

falsa duquesa.—¡Vaya, vaya! ¡No se moleste por

mí!Quedó admirada Alicia por su

mejoría y salió al pasillo, donde laenfermera la esperaba.

—Era un pretexto para hablar asolas con usted —le dijo—. Ayercometí un grave error. Estoy desolada.

Le ruego que me disculpe.Calló Alicia, y la buena mujer

prosiguió:—Sabíamos que había sufrido usted

un gran disgusto y que se desmayó acausa de ello. Al verla tan excitada,pensé que... ¡En fin, el director y donSalvador Sobrino me han echado unabuena reprimenda!

—Pálpeme la cabeza. ¡No tengogolpe alguno! ¡Míreme la frente; notengo un arañazo!

—Ya lo sé, ya lo sé... ¿No le digoque estoy desolada?

—Me dijo usted antes: "Ayer cometíun grave error." ¿Cuánto tiempo

entonces llevo aquí? ¿Qué día es hoy?—Ingresó usted el domingo al

anochecer. Hoy es martes.—¡He perdido la noción del tiempo!

En fin, no hablemos más de ello. Suspalabras me han reconfortado, porque nopuedo negar que estaba bastante furiosacon usted. Pero todo está ya olvidado.¿Cómo es su nombre?

—Conrada.—¿Conrada? Hay otra Conrada en

esta casa, ¡pero mucho menos simpática!—Es mi madre.El libro de oro de lo que no debe ser

dicho afloró a su memoria.—¡Vaya! ¡He de reconocer que hoy

no es mi día!—No se apure por lo que ha dicho.

Todos sabemos que mi madre hacenotables esfuerzos, ¡y todos con éxito!,para ocultar su innata bondad.

Sintió de pronto Alicia una vivasimpatía por esta mujer. Su recelo setransformó en afecto en un abrir y cerrarde ojos. ¡Alicia era así!

—¿Me permite que la bese?—No me lo merezco.—¡Sí, se lo merece! —La besó

ruidosamente—. ¡Usted y yo vamos a seramiguísimas!

—Es usted muy buena, señora deAlmenara. Si algún día necesita ayuda,

no deje de acudir a mí. ¿Quiere ustedpasear?

—¿Pasear por dónde?—Por el pasillo.—¡Vamos allá! ¿Puedo hacerle

algunas preguntas?—Puede.—¿Cuál es el verdadero nombre de

la que llaman "Duquesa de..."?—Le diré cuanto sé de ella. Se llama

Charito Pérez. Es soltera. De joven fueinstitutriz de niños. Y de mayor, damade compañía de viejos.

—¿Cuál es su enfermedad?—Psicosis maníaca. Las primaveras

y los veranos son malos para ella. Su

dolencia rebrota cada año por estasfechas. Pero el resto del tiempo esnormal y muy modosa. Y poco amiga dealborotos. Su primera manifestaciónpsicótica la tuvo muy tardíamente: a lossesenta y un años. Y tardó cuatro enreproducirse. La segunda manifestacióntardó dos. Ahora, cada vez, los brotesson más frecuentes. Y el doctor Arellanoteme que, dada su edad, acabedemenciándose totalmente.

—¿Qué significa "psicosismaníaca"?

Conrada Segunda, o Conrada laJoven, como automáticamente la bautizóAlice Gould, respondió preguntando:

—¿Conoce usted a don Luis Ortiz, elhombre que no para de llorar?

—Sí.—Pues padece la misma

enfermedad, sólo que al revés. Mientrasél llora, ella ríe. El se cree hundido enla miseria. Ella, poseedora de grandestesoros. Él, autor de las mayoresvilezas. Ella, de los actos más heroicosy meritorios. La psicosis maníacodepresiva es como un molde y suvaciado. El vaciado es "el depresivo".El molde, el "maníaco" de grandezas.

—¡Sabe usted muchísimo! Dígame,Conrada: ¿la fobia qué es?

Faltó el tiempo para explicarlo, ya

que unos nudillos golpearon la puerta; lajoven acudió a abrir, y quien entró fueIgnacio Urquieta.

Quedó literalmente plantado en elumbral. Se diría "el Hombre de Cera".

—¿Qué hace usted aquí, Alicia?—¿No es tiempo ya, Ignacio, de que

nos tuteemos? ¡He venido a visitarte!—¡Estás sensacional! Bueno,

siempre lo fuiste... quiero decir que...¡pero hoy estás deslumbrante!

—Es muy agradable oír esasexageraciones, ¿verdad, Conrada?

—El señor Urquieta fue siempremuy extremoso. Pero hoy es la primeravez que le escucho hablar con razón —

comentó Conrada Segunda, con ciertaironía.

Y al punto, Alicia entendió que lajoven enfermera había sido galanteadapor Ignacio. ¡Eso no se le escapaba ni asu intuición de mujer ni a su olfato dedetective!

—¿Puedo invitar a esta señora a micuarto —preguntó Ignacio a Conrada—sin que ello atente contra las buenascostumbres de la casa ni escandalice anuestros ilustres huéspedes?¡Necesitamos hablar a solas!

—Como la puerta quedará de par enpar, ni habrá motivo de escándalo —comentó Alicia riendo— ni las buenas

costumbres quedarán alteradas.Conrada, por respuesta, se limitó a

llevar al cuarto de Ignacio la sillavolante qué había utilizado MontserratCastell.

—Te he medio mentido —comentóAlicia al sentarse—. No he venido aquíde visita. Me han echado al "Saco",como a los demás. Lo que sí es cierto esque estoy aquí por tu culpa.

—¿Desde cuándo estás aquí?—Casi tanto como tú. ¡Dos o tres

horas de diferencia!—No he podido verte, porque he

estado drogado hasta hoy por la mañana.—Lo mismo me ha ocurrido a mí. ¡Y

en la habitación enguatada!—¿En la habitación enguatada? —

preguntó Ignacio, alarmado. Se llevó lasmanos a la frente con ademán mitad amitad de rabia y de impotencia.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hashecho? ¡Pareces tan sensible, tanequilibrada... que cuesta creer quepuedas padecer síntomas como los quesufrimos los demás! ¡El mundo esinjusto! ¡La vida es injusta! ¡Dios esinjusto! Cuéntame qué te ha pasado.

—Sufrí un desvanecimiento y...—¡No es bastante un

desvanecimiento para atarte a la camacon cien correas!

—En ello participó, ¡y no poco!, unerror de la enfermera.

—¡Todos decimos que es un errorde la enfermera!

—En este caso es certísimo.Pregúntaselo a ella.

—¿Cuál es tu caso, AliciaAlmenara? ¿Cuál es tu caso?

—Olvidas la última conversaciónque tuvimos.

—¡Claro que la he olvidado! ¡Lo heolvidado todo! Sólo sé lo que ocurriópor referencias de otros.

—Me preguntaste lo mismo queahora. Y te respondí que eres muchomás antiguo que yo en el hospital y

tienes, por tanto, la prioridad paracontarme el tuyo.

—El mío lo sabes de memoria, porser demasiado evidente. Todo el mundolo conoce. Y tú no habrás dejado depreguntarlo. ¡Tengo horror patológico alagua!

—¿Puedes decir esa palabra? Yo noosaba pronunciarla delante de ti.

—Puedo decir "agua" y "nieve" y"lluvia", y "mar" y "océano". Lo que nopuedo es ver, ni oír, ni tocar el agua.Cuando sé que está lloviendo me refugioentre las sábanas de la cama y me tapo,temblando como si fuese de azogue,presa de un terror invencible,

indescriptible e inexplicado.—¿"Inexplicado" has dicho?—Sí, puesto que no se ha averiguado

la causa. Para saber que padezco ante elagua las penas de la condenación, nopreciso que me lo digan los médicos. Loque necesito que me digan es por qué.¿Por qué un hombre que fue campeóninfantil de natación y campeónprovincial, pero campeón, de saltosolímpicos cuando tenía dieciocho años,súbitamente, sin avisos previos, sinantecedente alguno, al cumplir lostreinta se desmayó por primera vez anteun vaso de agua, y cayó como muerto alducharse, y se le llenó el cuerpo de

úlceras al escuchar caer el agua de unexcusado? El día que lo averigüen, y melo digan, estaré curado. ¿Tú sabes entérminos psiquiátricos lo que es lafobia?

—Lo sé por sus efectos, ya que te vi.Y me impresionaron vivamente.

—La fobia es un pretexto que se hainventado el organismo para ocultar unterror verdadero, justificado, pero quela mente se empeña en ignorar. Algo meocurrió alguna vez, algo que yo ignoro,que mis padres no saben, que misamigos desconocen, que está tapado pormi fobia al agua. Esta fobia es unatapadera simulada por mi subconsciente

para que yo no me entere de que hayalgo pavoroso en mi pasado. Tal vezestuve a punto de saber, de aprender ode recordar ese "algo" pavoroso. Y depronto mis defensas me crearon la fobiaal agua para encubrir aquello otro,misterioso, pero verdadero. He leídotodos los libros; he escuchado todas lasexplicaciones. Sé que mi subconscienteme oculta algo. Mas no se lo dice a losmédicos ni me lo dice a mí. ¡Yentretanto soy un ser inútil para todaprofesión, para la vida familiar y para eltrato social!

—Tú eres un hombre limpio yperfectamente aseado. ¿Cómo te lavas?

—Con sifón y con alcohol.—Pero el sifón es agua...—Para mí no lo es. Tiene burbujitas.—¡También las tiene el mar!—¡No intentes buscar una lógica,

Alicia, donde no la hay! Mi fobia norazona. No es razonable. Y no estárazonada.

—¿Cuántos años llevas aquí?—¡Seis!—¿Quién te trata?—Ruipérez.—¿Cómo?, ¿qué hace?, ¿qué te

medica?—¡Cuatro sesiones de psicoanálisis

por semana, tumbado en el mismo diván,

con la misma penumbra, el médicosentado tras de mi, siempre a la mismahora, en la misma posición, durante tresaños!

—¿Tres años dura un psicoanálisis?—preguntó Alicia estupefacta. Yrecordó su ingenuidad al suponer quesus amables charlas con César Arellanosuponían esa terapia.

—¿Para qué aburrirte más, Alicia,con esta historia? ¡El subconsciente nosoltó prenda! Ni más tarde tampoco, enlas sesiones hipnóticas que se hicieroncon el mismo fin: ¡repescar un recuerdoperdido!

—No quiero ofenderte —comentó

Alicia con voz débil—. A nadie le gustaque se minimice una enfermedad propia.Pero yo desearía ardientemente teneruna fobia, ¡la tuya misma!, que borrarade mi memoria un episodio de mi vida.

—¡No sabes lo que dices, Alicia!—La fobia es un mal útil —insistió

ella— puesto que oculta con un pánico yuna angustia injustificados otra angustiay otro pánico verdaderos. Yprobablemente peores.

—No, Alicia, no es así.—¡Yo daría mi salud por olvidar

algo muy concreto!—¡La salud pertenece al presente!

¡Y los recuerdos, al pasado! ¿Cómo

sacrificar el "hoy", ¡que es aúnremediable!, a un tiempo ido, que esirremediable ya! ¡No pienses esedisparate!

El rostro de Alice Gould estabavisiblemente alterado.

—No me encuentro bien. Voy avisitar a la enfermera...

Lejos de hacerlo, se guareció en sucuarto. Fue Ignacio Urquieta quien laavisó.

—¿Qué es esto, Alicia? ¿Qué lepasa ahora? —preguntó Conrada laJoven.

—No quiero cenar con los demás.No podría.

—No tiene más remedio quehacerlo. Lleva dos días sin probarbocado.

—Le aseguro que no puedo. Quieroacostarme. Y olvidar, olvidar, olvidar.

—Vaya desnudándose. Yo misma letraeré la comida a la cama.

Tuvo Conrada que darle de comerllevándole los alimentos a la boca,como a los niños pequeños o a losinapetentes patológicos. Para ocultar uolvidarse de su desasosiego, se deshacíaen lamentaciones por haberpronunciado, en ocasiones remotas,frases despectivas acerca de algúnmédico o algún enfermo. ¡Juraba que

nunca volvería a decir mal de ninguno!¡Todos eran ángeles! Y más que nadieesta Conrada II que le llevabapacientemente la comida a los labios,mientras el pensamiento de Aliciaseguía imaginando con horror laparábola que, sin duda, trazó "elGnomo" en el aire antes de morir. "¡Eresuna vulgar asesina, Alice Gould! Latrampa de fingir una enfermedad que notienes tal vez te salve del juicio, lasentencia y la cárcel. Pero moralmente yante tu conciencia, ¡eres una asesina!"

Ante su creciente alteración,Conrada le propuso inyectarle unsedante —"más suave que el de ayer",

especificó— que le permitiese dormir.

"J"UNA CARTA DE

AMOR

D ESPERTÓSE ALICIA muchomás calmada y cumplió muygustosa las obligaciones que

imponían las normas. En el hospital eraobligatorio bañarse o ducharsediariamente; cosa que agradecía tantopor ella misma cuanto por los demás.Como en la Unidad de Recuperación elnúmero de bañeras y duchas era inferioral de los residentes, iban llamándolospor turno para cumplir esta función. Alser avisada Alicia que le tocaba su vez,tardó unos segundos en enfundarse labata y en meter en sus bolsillos unospuñados de sales de baño, ya que llevarel tarro a la vista se le antojó

pretencioso. Al salir, se topó en elpasillo con uno de los dos tristísimosque, muy a la ligera, había atisbado lavíspera. Fue patético cruzarse con él.No eran dos seres que se enfrentaban.Eran dos mundos. El de una mujeranimosa, dispuesta a superar la crisis (ola melancolía, o la depresión, o como sellamara eso en términos científicos) quesu atroz aventura del "domingo negro" leprodujo, y un ente vencido, acosado,inmerso en las tinieblas pavorosas de ladesesperación y el desconsuelo.Mientras deslizaba la suavidad deljabón sobre su piel, Alicia, muyvulnerable al sufrimiento ajeno, no pudo

dejar de pensar en aquella imagenmisma del dolor. Porque aquelindividuo parecía haber tocado fondo:más abajo de su desesperanza, ya nohabía más. No existían otros estratosmás profundos.

Cuando Alicia salió del baño, elhombre había conseguido alcanzar lameta más anhelada de su vida: elsuicidio. Logró trepar —salvandodificultades inverosímiles— a unventanuco situado encima de la bañera yse lanzó al vacío. Nadie habló de éldurante el almuerzo en comunidad.Todos lo sabían. Ninguno lo comentó,también los manicomios tienen sus

convencionalismos sociales, su noescrita normativa. ¡Era de mal gustohablar de un "accidente" que un día uotro podía ocurrir a cualquiera de losdemás!

"La Duquesa de Pitiminí" —CharitoPérez en sus días apacibles— estabamuy mejorada. Su crisis remitía a ojosvistas. Nada tenía que ver aquellaseñora mayor y bien educada, antiguainstitutriz de niños y viejos, con elesperpento que días pasados organizó latremolina en el comedor. El muchachodel "pomo de la puerta auriculartelefónico" estaba más calmado, bienque su brote no había remitido del todo.

Movía los labios cual si hablara, aunquesin emitir sonidos; reía o sonreía sin tonni son y sus ojos se ablandaban yenternecían ante un recuerdo grato a sumemoria. Pero su mirar no era ya eldifuso de otras veces, y contestabacuando le ofrecían sal o le preguntabansi deseaba más arroz. Alicia entendióque aquel infierno difería del de Dante,en tener una puerta accesible a laesperanza. El tristísimo, superviviente,era en cierto modo el más mimado delos presentes. Le acercaban el pan queél no se atrevía a pedir; le servían aguacuando su vaso estaba vacío; lecolmaban, en fin, de mínimas y discretas

atenciones, que él agradecía con ungesto de cabeza o la sombra de unasonrisa. "Es un recuperable", pensóAlicia. ¿No era ésta la actitud del"Hortelano" muchos años atrás, según lehabían contado no una sino muchasveces? Y allí estaba ese hombre, jovial,cortés con todos, intelectualmente sano yhumanísimo en su conducta: tal comoAlicia sabía mejor que nadie. Eloptimismo de este pensamiento ladesconcertó al advertir su partecontraria. "Cosme está sano, sí. Peroaquí vive desde que le enclaustraron. Yaquí morirá".

—Doña Alicia —dijo la antigua

institutriz—, si usted prefiere, podemostomar el café en el salón.

Advirtió Alicia en la conversaciónde Charito Pérez que todos los síntomasde su locura de días pasados estabanpresentes en su charla. No seconsideraba zarina del Imperio, pero...sí alardeaba de grandes conocimientossociales con gentes de alcurnia; noexhibía chuscamente sus pobres carnesal aplauso admirativo de los dementes,pero mantenía cierta proclividad aaludir a chismes procaces. A saber:quiénes se entendían entre sí y quiénesno en el manicomio y cuántas lesbianashabía, y cuántos pederastas, y cuántas

frígidas y cuántos impotentes.¿Significaba esto que la locura consistíaen la sublimación patológica o en ladescoyuntación exagerada y morbosa deunas tendencias previas que ya estabanlatentes en el individuo cuando erasano? A Alicia le importaba un pepinoque una bordadora de laborterapia seentendiese con uno de los cultivadoresde la huerta, que el doctor Ruipérez —que, según la institutriz, era hijoilegítimo— prolongase más de la cuentasus sesiones de psicoterapia con unaantigua maestra poseída de furor uterino.No obstante, para aquella ancianita llenade frustraciones, éstos eran temas del

máximo interés. Era realmenteparadójico que en unos casos —como enel de la falsa duquesa— la perturbaciónconsistiese en la afloración alconsciente de las tendencias reprimidasen el subconsciente y en otros —comoen el de Ignacio Urquieta— en la tercaobstinación del subconsciente a no deciral consciente su verdad. En ambos casosera un conflicto entre el yo verdadero yel falso yo. El yo verdadero, en el casode los exaltados —como la institutriz—era el reprimido. El yo verdadero en elcaso de los angustiados —como Ignacio— era el oculto. Luego eran versionesdistintas de un mismo cuadro. ¿Acertó

en el test al definir la locura como unconflicto entre el "yo" real y elanhelado? La dificultad para lospsiquiatras estaba en saber cuál era el"real".

En estos berenjenales andaba (puesera perfectamente compatible el vagarde sus meditaciones y un cortésasentimiento de cabeza a cada muestrade chismes eróticos o genealógicos de lainstitutriz), cuando oyóse un gran tumultoen la entrada. Más tarde supo que era suamigo, "el Aquijotado", al que echabanal "Saco", pues había sufrido un rebrotepeligroso de sus delirios y era urgenteaprovechar la cama que dejó vacante el

suicida. El amigo de los espaciosanunciaba el fin inminente del mundo, ytenía inquieta y alborotada a la grey deledificio central.

Quienes no iban nunca porRecuperación eran los oligofrénicos, yAlicia juzgó que estaban clínicamentemejor atendidos los locos —siempreconflictivos— que los tontos, pocoproclives a los conflictos. Recordó a sus"tres niños" con gran ternura, y lasmisteriosas palabras de Rómulo: "Ya séquién eres...".

En los tres días subsiguientes, Aliciano vio al autor de "la novena teoría",pues su agitación no cesaba y acabaron

trasladándolo al cuarto enguatado, delque ella misma fue inquilina. Urquietaera el único de la unidad que almorzabasolo en su dormitorio y que teníapermiso para salir (y aun la orden desalir, porque el tiempo era soleado yseco, y debía aprovecharlo); con lo cualsus oportunidades de charlar con él eranpocas.

Una tarde en que la vigilante andabamuy atareada observando a Antonio elsudamericano, Alicia, sin ser vista, y sinpedir permiso, se deslizó en el cuartoenguatado, en cuya cama, atado de pies ymanos, yacía su amigo "el Astrólogo".Su contemplación le produjo una gran

tristeza. Sergio Zapatero parecía dormir,pero su agitación era terrible.

Todo él era un puro temblor. Aliciase sentó al borde de la cama y leacarició la frente procurando sosegarlo.Al cabo de un tiempo, el amante de losespacios siderales entreabrió los ojos,la contempló lleno de gratitud, rompió allorar y pronunció estas extrañaspalabras:

—¡Oh, señora, yo no soy digno deque vengas a visitarme! Me habíasprohibido hacer la última operaciónaritmética y te he desobedecido. Ya losé todo. Ya sé cuándo ocurrirá lo queme prohibiste averiguar. No soy

merecedor de que me consueles... ¡oh,María, María, Madre de Dios vivo,estrella de mi infancia, pañuelo de lostristes, bendita entre todas las mujeres!

Estremecióse Alicia al escucharestas palabras. Se consideró cometiendoun burdo sacrilegio, pero le parecióatroz desengañarle, y no le habló. Selimitó a acariciarle la frente. SergioZapatero se fue calmando. Susconvulsiones cesaron. Y se quedódormido.

Quien no pudo dormir aquella nochefue Alice Gould.

Los días pasaban sin que acertara —a pesar de sus múltiples avisos— a

comunicarse con el director; sin queSamuel Alvar la llamase —lo que latenía absorta y confundida—; sin que eldoctor César Arellano —al que creía suamigo— la atendiese; sin que RaimundoGarcía del Olmo, su cliente, le enviasela menor comunicación, ni la visitase;sin que ninguna novedad, en fin, viniesea turbar la monotonía de ver cómo lospsicofármacos aplacaban paulatinamentela turbulenta agitación del "comunicantecon su padre"; elevaban la moral del"triste", sosegaban las inclinacionesmaníacas de la institutriz y atemperaban,en ella misma, la obsesión y losremordimientos por la muerte

involuntaria del "Gnomo" de las grandesorejas, la boca de media luna, la narizdescolgada, el aliento fétido y la jorobatorcida. En el hospital el tiempo debíamedirse con un reloj de ritmo distinto alos del resto del mundo. Por Conrada laJoven, Alicia sabía que el doctor Alvarestaba empeñado en grandes obras:suprimir las rejas denigrantes allí dondetodavía subsistían, multiplicar losespacios deportivos y los talleres deterapia, adicionar al sanatorio clínicasde Traumatología, Obstetricia,Odontología, y no sabía cuántas más;que el doctor Ruipérez apenas podíaocuparse de los enfermos porque toda la

administración estaba en sus manos,incluida la admisión de nuevospacientes; que el doctor Arellano estabaausente; y que los demás clínicos nodaban abasto, ya que no era un adagiomás lo de "la primavera la sangrealtera", sino que real y verdaderamentela llegada de los calores multiplicabalos brotes esquizofrénicos, encendía losmaníacos, excitaba las deformacionessexuales y ponía fuego a la pira (muybien aderezada por las malformacionescongénitas) de toda suerte de visiones,obsesiones, alucinaciones y delirios.

Dispuesta a no malgastar su tiempo,Alicia había ultimado un catálogo de

preguntas dirigidas a su cómplice, eldoctor Alvar, al que, precedía uninforme respecto al estado de suinvestigación criminal y al que seguía lapetición del permiso necesario parapoder tomar (con la colaboración deMontserrat Castell, aunque sin que éstaconociera el fin último pretendido) unaserie de iniciativas. Entre éstas una queconsideraba esencial: organizarconcursos de redacción y caligrafíaentre los que supiesen escribir. Laspreguntas, cuya aclaración pedía aldirector eran las fechas de ingreso deseis sospechosos cualificados, y los díasde asueto, o de permiso para salir al

exterior, que hubiesen tenido unatreintena de reclusos en los últimos dosaños. Acongojóse no poco Alicia de nohaber excluido a Ignacio Urquieta ni aSergio Zapatero —cuya demenciaciónprogresaba irreversiblemente— de lanómina de los "posibles". Pero una cosaera la simpatía y otra muy distinta sudeber profesional.

Empezaba ya a pensar que supermanencia en la unidad sería eterna,cuando dos sucesos vinieron a alterar lamonotonía de su encierro. Uno, larecepción de una carta; otro, una visitainesperada.

La carta la encontró junto al umbral

de la puerta de su cuarto (seguramentedeslizada por el intersticio entre la hojay el suelo). Era larguísima, carecía decomas, puntos y comas, puntos simples ypuntos y aparte. No había separaciónentre los vocablos. Su caligrafía eraestrafalaria, amanerada hasta elparoxismo y difícilmente legible; suredacción incoherente y extravagante,con algunos rasgos de ingeniosa lucidez;su texto decía así:

MORAL COLECTIVA ES UNARTICULO QUEENTRESACAMOS DE IDEASPROCERES BIENEN A SER UNSUMANDO DE ESTA SUMA

HÉROE Y SOLITARIO REHUYEHIR A LA TURBAAVASALLADORA DONDE LOACOMPASIONE MAS LA FIGURAA PASTERNAK ESTUDIANTE LANOBIA DE MI COMPADREESPECIE DE ROBACULOS 1 + 1= 1 x 2 = 23 x 2 = 5 - 1 ELRUIDO ES UN ATENTADOCONTRA LA SALUD Y ELPRINCIPIO PARA LA ALEGRÍADE LA POBLACIÓN 1a. 2a. 3a.PSICÓLOGOS PSICÓLOGOGUIA DETECTIVE COLEGABALADRON GREGORIO YMARAÑON 6 + 1 = 6 ANATOMÍA

DEL CRIMEN 8 + 2 = 10 x 19 =19 + 6 - 5 = 25 FUME MEDIOASCO ÁSPERO.

NOBEL X POLBORA =DINAMITA

KARBUROPOLBORA X NOBEL =

DINAMITASOL DO RE MI FA

ALMORROIDES!!!La carta carecía de firma. ¿Qué

quería decir esa majadería? ¿Por qué sela enviaban a ella? ¿Quién la habíaintroducido en su cuarto? ¿Quésignificado podía darse a esos vocablos"anatomía del crimen" entre dos

operaciones aritméticas mal hechas?¿Era un mensaje, un aviso, una amenaza?¿Encerraba una clave? ¿Guardabaalguna semejanza la letra con lasmisivas recibidas por García del Olmo?Su mejoría respondía afirmativamente.En cuanto regresara a Madrid haría unaconfrontación grafológica de ambasescrituras. Estaba considerando estocuando unos nudillos golpearonsuavemente la puerta. Acudió a abrir yno pudo evitar que su epidermis sajonase sonrojase ("¡las epidermis sajonasson así!", se dijo para disculparse) alver ante ella una persona que noesperaba ver, que deseaba ver y cuya

presencia, inexplicablemente, la turbó:el doctor Arellano. Su mirada era gravey severa:

—Acabo de saber que estaba ustedaquí. ¿Cómo se encuentra?

—Ya me encuentro bien, doctor. Nopuedo ofrecerle un asiento porque no lohay.

—¡Conrada! —ordenó autoritario—.¡Tráigame una silla!

Hizo una pausa. Se le notabaviolento y contrariado.

—He estado ausente desde elpasado sábado. Acabo de enterarme delo ocurrido. Ninguna otra persona losabe más que el director, Ruipérez, la

Castell y yo. Pero quiero oírselo a ustedmisma. ¿Cómo fue?

—Doctor... —preguntó Alice Gouldcon voz apenas perceptible—, ¿vieneusted a verme como fiscal, como médicoo como amigo?

—Tiene usted la virtud de saberhacer preguntas incontestables.

—¡La última persona del mundo quequería que se enterase es usted! —protestó Alicia—. Y ya le han ido con elsoplo. ¿Es que acaso lo van divulgandoa los cuatro vientos?

—No, Alicia. Del mismo modo queconsidero una ligereza por parte "deellos" el haber mentido a la autoridad

judicial, no considero lo mismo el hechode decirme a mí, que soy su médicodirecto, la verdad.

No se le escapó a Alicia el matiz dereferirse al director y a su ayudantecomo "ellos", cual si formaran parte deun equipo médico distinto. ¿Habríaalguna enemistad entre César Arellano ySamuel Alvar?

Trajo Conrada la silla; sentóse enella el doctor, y Alicia al borde de lacama.

Arellano se esforzó en mostrarseamable. Debió de recordar, sin duda, losconsejos que los tratados de psiquiatríadan a los médicos de esta especialidad

respecto a la "transferencia" —lo quelos angloparlantes llaman transfer—, demuy difícil traducción, pero que alude alarte tan necesario del médico para sabercaptar la atención, la confianza y lasimpatía del loco. Esta, al menos, fue laaventurada interpretación de AliceGould a sus palabras:

—Está usted muy bella, Alicia. Ycelebro que, al fin, le hayan permitidotener consigo sus pertenencias.

Alice Gould no musitó.—¿Cómo ocurrió esa desgracia?—Tal como la ha relatado "el

Hortelano", que fue el único que lapresenció.

Endurecióse el rostro del médico.—Si usted no ha salido de aquí, y a

los pocos que saben la verdad se les haprohibido que hablen de este tema conusted, ¿cómo sabe lo que declaró "elHortelano"?

—No se preocupa usted, doctor, decómo pudo suicidarse un paciente desdeeste mismo piso, ¿y le preocupa o lesorprende que yo tenga amigos quepuedan tranquilizarme y sosegarme en unasunto tan trascendental? Hay gentes eneste infierno que me aprecian, que sabenque yo no pude atentar voluntariamente(¡ni tan siquiera por negligencia!) contrala vida de un hombre; que entienden la

conmoción que esta desgracia hasupuesto en mi sensibilidad; y que mehan hecho el regalo de consolarme aldarme un poco de información de lo queocurría detrás de estas paredes. ¿Leparece a usted mal que me hayanprestado ese poco de caridad?

—No, Alicia. No me parece mal. Ypor el aprecio y la estimación que leprofeso, agradezco a ese ser incógnito elbien que le ha hecho. ¡No me hable ustedcon esa acritud, Alicia! No me lamerezco. Acabo de enterarme ahora delo que ocurrió y lo primero que he hechoha sido venir a verla, con el deseo decomprobar por mis propios ojos que la

depresión de los primeros días, de laque me han hablado, ha sido vencida yapor su coraje y su equilibrio.

—Sí, doctor. Ya le he dicho que meencuentro mucho mejor. Los primerosdías pedí a Dios que me concediese"una fobia" de esas milagrosas que da aalgunos privilegiados para que olvidensus verdaderos traumas. Y ahora le pidolo contrario. Hay que aceptar la realidadtal cual es. Y yo no fui responsable.Actué en legítima defensa contra unbicho innoble y brutal.

—¡Así me gusta verla, Alicia!¡Animosa y dispuesta a vencer almundo!

—Pues así me ve usted, doctor.—Observo además con gran

satisfacción que esos traumas no afectanpara nada a su belleza.

—Ya me lo dijo usted antes.—Pero simuló no haberlo oído.—Pensé y sigo pensando que sus

palabras se debían a una deformaciónprofesional. El deseo de eso que ustedesllaman "transferencia": ¡el éxito del granclínico con el enfermo mental que le hatocado en turno!

—No es ése nuestro caso, Alicia —respondió secamente Arellano.

Sonó de súbito el pitidocaracterístico, la señal de llamada en el

aparato que los médicos llevan en elbolsillo de la bata, y Alicia fue incapazde reprimir un gesto de decepción.Asomóse el doctor a la puerta:

—Conrada —dijo—, pregunte ustedpor teléfono si la llamada es urgente.Caso de serlo, me avisa. De no serlo, noes necesario que nos interrumpa.

—Gracias por quedarse, doctor. Elcaso es que tengo tres cosas para usted.Sólo tres. Pero importantes. Muyimportantes. ¡Importantísimas! Yquisiera decírselas por orden.

Entró Conrada.—Es urgente, doctor. ¡Otro suicidio!El médico, a grandes zancadas, salió

sin despedirse.—¡Lo milagroso es que no haya más!

—comentó con ira al cerrar la puerta.No tuvo tiempo Alicia de analizar el

verdadero sentido de estas palabras,pues apenas salido el médico seentreabrió la puerta y asomó la cabezade Ignacio.

—¿Puedo pasar?—Tengo silla vacante. Pasa y

siéntate.—Pareces triste.—Sí, lo estoy.—Y yo aburrido. Hay un pequeño

drama aquí dentro: ¡"la Duquesa"mejora por minutos! Y eso es terrible...

Me acaba de explicar toda sugenealogía. Ella no es Pérez a secas, meha dicho. Es Pérez de Guzmán. Y hemostrepado por su árbol genealógicodurante dos horas hasta llegar al sigloXV. Comprenderás que después de esteesfuerzo esté agotado. Dime: ¿por quéestás triste?

—Decepcionada, sería más justodecir. Tenía cosas muy importantes quehablar con el médico y nos haninterrumpido.

—¡Ten cuidado con los médicos! El85 % de las enfermas tienen la tendenciaa enamorarse de ellos. Y algunos seaprovechan de esa circunstancia. ¡Y

hacen bien!—Ni yo soy una enferma ni me gusta

oírte hablar así, "señor Urquieta". ¡No teva!

—¿Por qué?—No sé cómo explicártelo. Es cómo

si con un traje azul te pusieses unacorbata de color café con leche. Tupersonalidad es otra.

—Yo no tengo personalidad alguna,Alicia. La tuve y la perdí. ¡Se la tragó elsubconsciente!

—Vas a acabar enfadándome,Ignacio. ¡Tú tienes una granpersonalidad! Si yo fuera médico...

—Sigue: ¿qué ibas a decir?

—¡Te curaría!—Pues te suplico por caridad que

empieces ahora mismo el tratamiento.¡Sólo por darte gusto sería capaz dedejarme curar!

Unos golpes ya conocidos sonaronen la puerta.

—¡Entre, doctor!—¿Cómo sabes que es el doctor?César Arellano entreabrió la puerta.—Hicieron mal en avisarme.

Ruipérez ya se había hecho cargo delcaso. Era un enfermo que acababa deingresar: un neurótico. No hubo tiemposiquiera para medicarle. ¡Lástima! —Guardó silencio antes de proseguir—:

¿Cómo se encuentra usted, Ignacio?—¡Como un rey! La radio ha

anunciado tiempo soleado y seco. ¿Quémás quiero? ¡Bueno... los dejo! ¡Noconviene interrumpir la "transferencia"entre médico y paciente! Que descanses,Alicia. Hasta mañana, doctor.

—Me decía usted antes —recordóCésar Arellano— que tenía tres cosasmuy importantes para mí. Empecemospor la primera. La escucho.

—Quería darle las gracias por haberseguido mi consejo.

—¿Qué consejo?—Cambiar sus horripilantes lentes

de pinza, con los que parecía una

caricatura de Fresno de los años veinte,por esas excelentes gafas bifocales, quetienen una montura preciosa, quedignifican su rostro y que le hacenparecer hasta guapo.

—Seriamente, Alicia. ¿Esta es laprimera de las cosas importantísimasque tenía que decirme? ¿Cómo serán lasdemás?

—¡No se envanezca, don César! Lastres cosas que quiero decirle van enorden inverso a su importancia: demenor a mayor. La segunda va asorprenderle. He recibido esta carta —añadió, tendiéndosela— y quisierasaber de quién es y qué significa.

El doctor la ojeó, sin poder reprimiruna sonrisa.

—Esta es una carta de amor... ¿Lehalaga?

Alicia replicó:—De haber sabido que iba a ser

galanteada por carta, me hubiera gustadoescoger a mi galán. ¡Su estilo es tanpoco romántico! Pero ¿habla usted enserio? ¿Es una carta de amor?

—No, Alicia, no hablaba en serio. Yademás no está dirigida a usted, sino amí. Su autor es... pero, ¿para qué hablarde él?; se lo voy a presentar.

César Arellano se puso en pie yllamó a Conrada Segunda.

—Procure usted —le dijo— que mebusquen a Pepito Méndez, uno al quellaman "el Albaricoque", y le digan quesuba aquí a verme.

—Ahora mismo, doctor.Repasó de nuevo Alicia la extraña

letra. Cada vez que pensaba más en ello,consideraba que se parecía como unagota de agua a otra a la de las misivasque recibió Raimundo García del Olmo.Lo que no imaginaba era la prontitud yla eficacia del doctor Arellano ensatisfacer su curiosidad.

—¿Qué enfermedad padece?—Esquizofrenia hebefrénica y,

afortunadamente, dependencia

patológica del hospital.—¡Bravo por la claridad! ¿Qué

quiere decir ese insigne galimatías?—Mi insigne galimatías significa

que su mentalidad, sus actos y susefectos son tan estrafalarios,incoherentes y absurdos como suescritura.

—Y ¿por qué dijo que"afortunadamente" padece hospitalismo?¿Qué significa eso?

—Quiere decir que sólo seencuentra a gusto en el hospital. Éldesea fervientemente ir a ver a una tíasuya, que es la única familia que lequeda, y cada vez que se lo permitimos,

vomita. ¡Al "Hortelano" le pasaba lomismo: enfermaba al acercarse a su casay se ponía automáticamente bueno alregresar aquí! Eso es lo que llamamos"fobia de alejamiento" o "dependencianeurótica de un centro hospitalario".Pero este mozo, al que va usted aconocer en seguida, es tan incongruenteque no sueña con otra cosa que ir a sucasa y, apenas la pisa, son tales susvómitos y accesos de fiebre que pide agritos que le traigan aquí, donde sededica a hacer méritos para que, comopremio a su buena conducta, lepermitamos ir a visitar a su tía. Y asísucesivamente.

—¿Y cuáles son los méritos quehace?

—Escribirme centenares de cartas ydepositarlas bajo todas las puertas porlas que pasa: porque yo soy su Dios yestoy en todas partes. Él fue maestro deescuela...

—¡Pobres alumnos! —interrumpióAlice Gould.

—Fue maestro de escuela —prosiguió el doctor— y sabe que losalumnos que hacen bien sus ejercicios osus deberes son merecedores de premio.Estas cartas, en realidad, son "pruebasde exámenes voluntarios" que él hacepara que yo lo premie dejándole ir a ver

a su tía.—Es asombroso...—No haga usted demasiado caso a

esta interpretación que doy a sus cartasrelacionándolas con su antiguo oficio,porque en realidad, los médicos noconocemos el proceso mental delesquizofrénico, que es siempredisparatado, simbólico eincomprensible.

—Doctor —preguntó Alicia con airede preocupación—, ¿querrá ese hombre,"el Albaricoque", explayarse ante usteddelante de mí?

—A usted no la verá...—¿No me verá?

—No. Su atención estará tanprendida en mí, que no la verá.

La puerta se abrió violentamente.Entró un hombre muy rubio, redondito ysonrosado. ¡Quien le puso el apodofrutícola no carecía de ingenio! Su físicocarecía de malformaciones, pero susademanes y gestos eran tan extremososcomo los del "Astrólogo". La miradaque dirigió al médico traslucíaveneración, adoración y una infinitagratitud por el honor de ser llamado.

—¡Doctor, doctor! ¿Qué quiere?—He recibido una carta tuya muy

interesante.—Doctor, doctor, usted es Dios y

también el monte Kilimanjaro, de ÁfricaOccidental. Y yo le quiero mucho,doctor, porque también es mi madre. Ycinco por cinco, quince. Y tres por dos,dieciocho.

—¿Para qué me has escrito?—Para que me deje ir a ver a mi tía.

Se va a morir sin que yo la vea. Se hamuerto ya, y todavía no la he visto,doctor. Y el Pisuerga pasa porSalamanca. Y nunca me han castigado aun rincón. Moctezuma, multiplicado porCortés, igual a Méjico, doctor. Arreatozipitapo. Arreato zipiton.

—Y ¿por qué quieres ir a ver a tutía?

—Porque la odio mucho, doctor. Yporque es hermana de una sobrina queyo tengo, doctor. Y porque está ya muyjoven, doctor. Y porque también es elKilimanjaro, que pasa por Valladolid. Yporque la quiero mucho, doctor. Yporque Dios es un triángulo.

—Esta vez no puedo darte permiso.—Por favor, doctor. Que mi tía libra

los jueves. Y la víbora enciende lasnubes. Y yo soy muy bueno. Y Pétchora,Omega, Niemen, Volga, Vístula y Ural.Y las fauces del conejo patinan lasportadas de los geranios, doctor.¡Déjeme ir a ver a la abuela, doctor, queyo soy muy bueno!

—De acuerdo. Te dejaré ir.—¡Viva la huelga de hormigas

nadadoras, doctor! Fu, fu, fu. Teodorico,Teudiselo y Wamba.

—¿Estás ya contento?—Sí, doctor.—Pues ¡hala! ya puedes marcharte.Se fue moviendo mucho el trasero y

braceando. El médico preguntó:—¿Qué le ha parecido el autor de

las cartas que usted recibe?—Me ha dado mucha pena

conocerle. Mucha. ¿Es homosexual?—Es amanerado, como su escritura,

pero no es pederasta. Carece de huellasde perforación anal.

—¡No le había pedido tantosdetalles, doctor!

Azoróse éste y varió de tema.—Me dijo usted que eran tres las

cosas de las que quería hablarme. Le hecomplacido en las dos primeras, Alicia.¿Cuál es la tercera?

Se frotó las manos nerviosamente.La súplica contenida en su miradarebosaba ansiedad.

—La tercera es tan importante,doctor, que enfermaría si me ladenegara. ¡Necesito, con urgencia, serrecibida por el director! ¡No acabo decomprender cómo no ha sido él quientomase la iniciativa de llamarme!

¡Encarezco a su mediación, doctorArellano, que don Samuel Alvar mereciba mañana!

Dos muestras de la interesante sintaxis ycaligrafía de "el Albaricoque".

Nota: Estos textos son auténticos.Corresponden a un esquizofrénico de lamodalidad hebefrénica y fueronrecogidos por el autor de este libro en elhospital psiquiátrico en que se recluyópara documentarse.

"K"LA CAMISA DE

FUERZA

A PRIMERAS HORAS DELDÍA SIGUIENTE, y a los dosmeses de su ingreso en el

hospital, Alicia fue puesta en libertad:quiérese decir que abandonó elenclaustramiento forzoso en la Unidadde Recuperación, en la que mejorabanlentamente el "tristísimo superviviente",Antonio el Sudamericano y la falsaduquesa. Al "Aquijotado" no logró verlomás: su encierro se prolongaba: su crisisno remitía.

Suplicó Montserrat Castell a laelegante señora de Almenara que no sevistiese con ropas de tanta calidad paraconvivir a diario con el común de los

residentes del edificio central, con loque decidió comprarse otra másadecuada en la primera ocasión en quele dieran permiso para salir. El regresodel doctor Alvar no sólo eraimprescindible para el progreso de suinvestigación sino que mejoraríaconsiderablemente su status personal.Era seguro que, a partir de ahora, ladejarían moverse con libertad pordentro y fuera del hospital. A pesar de larecomendación de Montse, y como notenía más ropa que la suya propia (y lerepugnaba ir vestida desaliñada) sevistió uno de sus trajes sastres —tal vezexcesivamente sofisticado para el

lugar...—. ¡Pero no tenía otros!—¡Qué conjunto tan mono! —le dijo

la institutriz al despedirla.Como tenía perdido el conocimiento

cuando la trasladaron a la unidad, y lasventanas de los cuartos eraninaccesibles para acodarse en ellas,Alicia no supo, ni se preocupó en saber,en qué parte de la propiedad estabaenclavada la residencia. Al salir, ahora,por vez primera sorprendióse de lo lejosque estaba de la mole del edificiocentral y aun de las dependenciasaisladas del bar, la capilla y lasllamadas casitas familiares. Las"familias" que en ellas vivían —familias

de hombres en una acera y de mujeres enla otra— estaban compuestas por gentesmuy recuperadas, que llevaban años sinhaber padecido una crisis y que si no selas devolvía a sus hogares erasencillamente por carecer de hogar y notener parientes próximos o lejanos quequisiesen hacerse cargo de "la loca" odel "loco", aunque estuviesen harto másequilibrados que muchos que andansueltos por las calles o que rigen desdeel gobierno los destinos de las naciones.Aunque su propósito era dirigirse enlínea recta al edificio central, tuvo quedar un pequeño rodeo porque se topó enel camino con una pareja tumbada en el

suelo, que practicaba con singularentusiasmo el noble ejercicio de laprocreación. Consideró que la primeranorma del lugar en que se hallaba, y quemerecía estar escrita en letras de broncejunto a la verja de entrada, debería serésta: "Prohibido asombrarse de cuantose observe más allá de estas murallas".

A pesar de haberse hecho estepropósito ¿cómo no sorprenderse de loque vio, no lejos de ahí, en una especiede aprisco adosado a una granja?Subido a lo alto de una peña había unhombre ancianísimo de colosal estaturay larguísimas barbas que la brisa mecía.Tales barbas era lo único en su cuerpo

que tenía movimiento. Por lo demás, y sino estuviese de pie, se diría estarmuerto. En torno suyo, cerca de uncentenar de hombres y mujeres yacían enel suelo, tumbados boca abajo, losbrazos extendidos hacia el frente, comosi lo adoraran. No entendió quésignificaba este rito y se dispusopreguntarlo al primer "bata blanca" queencontrase. Prosiguió su camino hacialas viviendas familiares. Al llegar lellamó la atención contemplar losparterres, y las flores, y los arbolitosarmoniosamente situados frente a lascasas por iniciativa de los mismosenfermos; y le satisfizo mucho la

pacífica actividad que en su interior sedesarrollaba y que bien podíaadvertirse, pues casi todas las ventanasestaban abiertas. Unos barrían, otrosfregaban platos, o hacían las camas, otendían ropa a secar. Realmente lasiniciativas del joven barbudo directorrepresentaban un colosal avance en elsistema hospitalario, respecto a lasantiguamente llamadas casas de locos.Asomado a una ventana, NorbertoMachimbarrena, el triple homicida,mecánico de la Armada, a quien sehabía dejado de considerar peligroso, lasaludó con gran cortesía. A Alicia leinteresaba mucho este hombre ya viejo,

aunque fuertote y sano, porque era unparanoico, que era el mal que Aliciafingía sufrir. Si no le habían devuelto lalibertad era por creerse espía de laMarina de Guerra, lo que indicaba queno estaba totalmente curado. "¿Y sifuese verdad lo que él dice —pensóAlicia para sí—, del mismo modo quey o creo ser detective y lo soy enrealidad?" Un "bata blanca" salió de unavivienda, cruzóse con Alicia y penetróen otra. Por lo que le oyó decir, dedujoque estaba inspeccionando la limpiezade cada residencia.

De una de ellas salió Cosme, "elHortelano", quien quedó muy

sorprendido de ver a Alicia por aquellaslatitudes.

—¡Bienvenida a nuestro barrio,Almenara!

—¡Que Dios te bendiga,"Hortelano"! ¡Gracias por lo que hashecho por mí!

La tomó "el Hortelano" de un brazoy se alejaron donde no pudieran seroídos. Contóle Cosme que creyó a piejuntillas lo que ella le había contado delataque del "Gnomo", porque él ("conestus los mis ojus que comerán latierra") había visto cómo, en otrasocasiones, atacaba a otras mujeres, entreotras a "la Niña Oscilante", a la que

quiso violar. Al oír esto llevóse Alicialas manos al rostro, horrorizada.

—Llegué a tiempu pa impedirlo; ledi una güeña somanta de palus y le juré,que si lo golbía a jacer, le partiría la sujoroba en dos. El qui haya sío usté o yomesmo el que se l'ha partió no cambia lacosa. De modu y manera que declaré loque no vi, mesmamente que si lo hubieravisto.

Alice Gould quiso confrontar porella misma lo que ya le había contadoMontserrat Castell.

—Dígame, Cosme. Cuando hay unmuerto por accidente, ¿no interviene eljuzgado?

—Sí, interviene, sí. Pero yo les dijelo que todo el mundo sabe. Quiacostumbraba a correr comu liebrefogueada y qu'aquel día tropezó, diosecon un peñascu y se partió la su joroba.Usté, Almenara, no piense más en ello.¡Y cuide su salud! Y hasta más ver, quehoy tengo cita con las zanahorias y noestá bien que me quede de palique conusté mientras ellas me esperan.

Fuese "el Hortelano" y prosiguióAlicia su camino entre las viviendas.

Una cincuentona de buenas carnesbarría el polvo a la entrada de supabellón y, al verla avanzar, dejó demover la escoba y la saludó con gran

simpatía.—Buenos días, señora Alicia.—Buenos días, ¿cómo sabe usted

cómo me llamo?—La vi un día en misa y otro en el

bar. Pregunté que quién era usted, y medijeron su nombre.

—¿Y usted cómo se llama?—Teresiña Carballeira, para

servirla. Pero me llaman "laBordadora". Tiene usted que venir undía por el taller. Ya verá qué cosas máslindas hacemos.

—¡Ya lo creo que iré! ¿Y québordan ustedes?

—¡Uf! Mil cosas: al canutillo, al

tambor, de realce, y también deimaginería. Y nos pagan muy bien.

—Pues no dude que iré a visitarla altaller. ¡Hasta luego, Teresiña!

—¡Hasta más ver, señora Alicia!Siguió caminando sin poder quitarse

de la cabeza que esta Teresiña fue laque mató a hachazos a su madreconfundiéndola con una serpiente. Ymandó al otro mundo a dos servidoresdel manicomio el mismo día queingresó. ¡Los médicos consiguieronsacarla a pulso del pozo en que seencontraba! ¡Arreglaron la oscuramaquinaria de su juicio perturbado!¡Acertaron con la avería, como los

expertos de un taller en un coche que noanda, y consiguen ponerlo en marcha! Elhabilísimo mecánico que manipuló en suinterioridad, y a quien debía la salud,era el doctor Arellano. Mas a quiendebía poder vivir en la actualidad comouna buena ama de casa, y no en unacelda, y trabajar en un taller de artesaníay ganar un salario digno era a SamuelAlvar. Estaba deseando conocer a fondoal director. Lo necesitabaprofesionalmente, pero también leinteresaba desde una perspectivapuramente humana.

Adentróse entre los paseantes quedeambulaban en torno al bar y a los

jardines. ¡Cuánta gente le era aúndesconocida! ¡Sería milagroso que elesquizofrénico de las mil cartas fuese elhombre que buscaba! ¿No seríademasiada casualidad que "elAlbaricoque" y el autor de las misivas aGarcía del Olmo fueran la mismapersona y que la solución de la incógnitaquedara así resuelta por puro azar?

Extrajo un cigarrillo y se acercó a un"autista" o solitario a pedirle fuego.

—¡Déjeme en paz! —respondió éstecon violencia inusitada.

Tardó Alice Gould en reaccionar. Elhombre, encendido en cólera, tiró alsuelo su cigarro.

—¡Atrévase a tocarlo —dijo— y learranco la lengua!

Alejóse Alicia con más celeridad dela acostumbrada y se llevó un gransobresalto al sentirse brutalmenteagarrada por la muñeca. Mas no era elencorajinado solitario, como ella pensó,sino una mujer de extremada corpulenciaquien la sostenía con fuerza. Vestía unabata azul y zapatillas negras. Sus dedoseran de hierro. Más que asirla, laatenazaban. Nada decía la mujer. Nadahacía tampoco, si no era mirarla. ¡Ah,qué pavoroso vacío el de aquellos ojos!Carecían totalmente de expresión. Eranojos mudos. Detrás de ellos estaba la

Nada. Alicia tuvo miedo. El rostro deaquella mole humana era monstruoso,cetrino y feroz. Un bozo lacio y negro seunía en el labio superior a los pelos quele colgaban de la nariz. También lesalían pelos de las orejas; sus cejasestaban unidas, y un vello oscuro ydesigualmente distribuido le cubría lasanchas mejillas. Alicia se propuso noutilizar el judo, salvo en caso de seratacada. Y aun así, de poco le serviríasu habilidad, pues aquella mujerduplicaba su peso. La situación eragrotesca al par que peligrosa. No sabíaAlicia qué hacer. Si hablaba, si semovía, si intentaba desasirse, tal vez

moviera el resorte que aquel oscuroentendimiento necesitaba para atacarla adentelladas. Un "bata blanca" corriópresuroso hacia ellas.

—Manténgase serena, no hable, nopretenda huir —le dijo a Alicia. Yvariando el tono ordenó a la forzada:

—¡Suéltala!Ésta, lejos de obedecer, arrugó el

labio superior uniéndolo a la nariz,enseñó los dientes y emitió un rugidosordo que paralizó el corazón de Alicia.Tres "batas blancas" se acercaroncautelosamente.

—¡Suéltala!Nuevo rugido amenazador, esta vez

más prolongado. Uno de los cuidadores,que estaba tras la fiera, la enlazóvigorosamente por el cuello con todo elantebrazo.

—¡Suelta tu garra o te estrangulo!Aplacóse la presión de su mano, más

no el rugido.—Ahora extiende tus pezuñas.La hembra rugiente extendió los

brazos.Con habilidad y rapidez suma, le

enchufaron una suerte de lona, deinmensas mangas. Fue la primera vezque vio una camisa de fuerza. (Aquelmismo día vería una segunda).

La condujeron hacia su jaula. Al

verla avanzar, a grandes y torpeszancadas, arrastrada por sus captores,Alicia recordó a los esclavos antiguos,apresados en las guerras púnicas yuncidos al carro triunfal de un cesarromano victorioso.

—¡Hala, a dispersarse! —ordenó elprimero de los "batas blancas" al grupode curiosos que se había apelotonadopara presenciar la captura de "la MujerGorila", como supo después que ladenominaban—. Y usted —le dijo aAlicia— venga conmigo.

—No sé si podré sostenerme sobrelas piernas —respondió ésta—. Estoyaterrada. Preferiría sentarme.

No lejos de allí había un gruesocastaño con un banco circular en torno aél. El "bata blanca" condujo a Alicia delbrazo.

—Tómese esta pastilla y siénteseaquí conmigo.

—Prefiero no drogarme. ¿Es ustedenfermero?

—No. Soy médico. Usted esvisitante, ¿no?

—Soy residente; pero por pocotiempo ya.

—¿Es usted residente? ¡Nunca lohubiera imaginado! ¿Ha pasado muchosusto?

—¡Mucho, doctor!

—¿Está segura de que no quiere unapastilla?

—Creo que no voy a necesitarla,¡salvo que vuelva esa mujer a acercarsepor aquí! ¿Quién es? ¿Qué tiene? ¿Esoligofrénica?

—No. Es una demente.—Pero ¿no significa lo mismo?—En absoluto. El oligofrénico

padece una insuficiencia en eldesarrollo de la inteligencia, mientrasque el demente sufre un debilitamientopsíquico profundo, global y progresivo.Esta que acaba usted de conocer está ensu estado terminal, absolutamentedeteriorada. Se nos había escapado. Aún

no sabemos cómo.—¿Usted cree que me quiso atacar?—Es poco probable. Sólo ataca

cuando tiene miedo. ¡Hizo usted muybien en mantenerse en absolutainmovilidad! De lo contrario la hubierausted asustado. Ella no sabía si lo quetenía agarrado era un ser humano o unasartén, o una planta o un animal.

Quedó Alicia empavorecida al oíresto.

—¿Es posible, doctor? ¿Hasta esepunto llega su obnubilación? ¡Es terriblesaber que estas cosas sean así!

—A los veintiún años —comentó eldoctor— tuvo su primer brote. Antes de

eso trabajaba de pianista en un cabaret.He visto fotografías suyas de entonces.¡Era preciosa!

Guardó Alicia silencio. ¡Que aquellaevolución fuera posible la asustaba aúnmás que el haber estado apresada entresus garras!

—Me sorprende, doctor, no haberleconocido antes.

—Soy jefe de la Unidad deDemenciados. Y salgo poco de miunidad.

—¿La Unidad de Demenciados es loque llaman "la Jaula de los Leones"? —El "bata blanca" pareció enfadarse.

—Quien haya inventado esa

denominación es un infame. Los queresiden en mi unidad son seres humanosenfermos: los más profundamenteenfermos del hospital. Los más dignosde lástima. Los más necesitados deayuda y protección.

—Me gusta mucho oírle hablar así,doctor, y lamento haber usado esaexpresión.

Leyó Alicia el nombre del médicobordado en su bata: J. Rosellini.

—¿Es usted italiano?—Nieto de italianos. ¿Se encuentra

ya mejor?—Sí. Creo que sí.El físico del doctor Rosellini era —

al parecer de Alicia— demasiadoperfecto. Su perfil era casi femenino. Supeinado, un tanto antiguo: sólido por lagomina a lo Carlos Gardel o RodolfoValentino. Se le antojó a Alicia (que eragran examinadora de menudencias) quesu excesiva seriedad era forzada. ¿Cómoexpresar con claridad su pensamiento?Se diría que el doctor Rosellini teníacomplejo de guapo, y lamentaba que surostro fuese más el de un niño bonitoque no el de un científico. No lo viosonreír ni una vez.

—Pensé que estaba usted aquí devisita y sigo sorprendido de que seausted una paciente. ¿Quién la atiende?

—El doctor Arellano.—No hay en el hospital mejor

médico ni mejor hombre que él. ¡Notodos son iguales!

—Celebro oírselo decir, doctorRosellini. Yo aprecio mucho a donCésar. Y le considero un gran clínico.

—¿Cómo se llama usted, señora? —preguntó el médico después decomprobar discretamente que llevabaanillo de casada.

—Alicia Gould de Almenara.Leyó Alicia en los ojos del médico

el deseo de preguntarle algo (a quétratamiento estaba sometida, de qué malestaba diagnosticada o cosa semejante),

mas ella se anticipó.—He visto, doctor, una especie de

granja, en que todo el mundo estabatumbado menos un anciano.

—Ya sé a lo que se refiere...—¿Quiénes son? ¿Qué hacen en esa

postura?—Padecen una locura colectiva.—¿Locura colectiva?—Sí. El anciano tiene, o tuvo,

porque muchos murieron, unos treintahijos. Todos los que usted vio tumbadosson hijos, nueras, yernos, nietos ybisnietos suyos y padecen un mismodelirio.

Sonaron en ese instante los

característicos pitidos en el avisadormecánico de su bolsillo.

—Lo siento. Me llaman de launidad. ¡Veremos qué ha pasado con laprófuga! Me hubiera interesado muchoseguir hablando con usted.

Se despidió de Alicia; fuese a buenpaso hacia su pabellón; y ella, muyapesadumbrada por la interrupción,reemprendió el camino hacia el edificiocentral. Le había gustado mucho esemédico. Le agradaría hacer amistad conél. ¿Qué habría querido decir al afirmarque no todos los doctores —ni comomédicos ni como hombres— tenían lacalidad de César Arellano? Por segunda

vez tuvo la intuición de que una guerrasorda se desarrollaba en el hospital almargen del mundo de los enfermos.

No había Alicia conseguido fumar sucigarrillo. Pero se abstuvo de pedirfuego a otro que no fuese un "batablanca".

Le devolvió la calma y la ayudó arestablecer el control sobre sí misma elabrazo que recibió de Rómulo, apenas lavio entrar en la "Sala de losDesamparados".

—¿Dónde has estado tanto tiempo?—Me han dado unas vacaciones.—No es verdad. Yo vi que te ponías

muy malita. Y que te llevaban en brazos.

Y me dio mucha pena.—Pero ahora ya estoy

completamente curada. ¿Te alegrasaberlo?

—¡Mucho! ¡Mira, tócame esta oreja!—le dijo mientras él hacía lo propio conAlicia—. ¿Ves? ¡Tengo un guisantedebajo de la piel, igual que tú!

Era cierto. Ambos tenían una mínimaadiposidad en el pabellón de la oreja,encima del lóbulo.

—Me han dicho, Rómulo, que sabesescribir. ¿Es verdad?

—¡Sí! —respondió con orgullo—,pero lo hago muy despacito.

—Algún día tienes que escribir algo

para que yo lo vea.—¡Te lo voy a escribir ahora! —

dijo jovialmente.Y muy agitado salió corriendo, y a

poco regresó con bolígrafo y papel. Lalengua entre los dientes, toda la atenciónprendida de su labor, escribió conlentitud: "Yo sé quién eres tú..."

Era la segunda vez que le decía esto.¿Qué querría significar?

Tan abstraída estaba Alicia en suconversación con aquel pobremuchacho, cuya edad había quedadocongelada a los seis años, y en elmisterio que aquellas palabrasencerraban, que no vio a Montserrat

Castell cruzar toda la galería para llegarhasta ella, ni las señas que la joven lehacía desde lejos.

—Alicia, el director te llama. Sepuso en pie rápidamente.

—¡Al fin! —murmuró la detectiveapretando los párpados. —Con pasosprecipitados corrió Alice Gould,anhelante, hacia "la frontera"; más depronto la asistenta social la detuvo.

—¿No tendrías tiempo de cambiartede ropa antes de ser recibida? Estásdemasiado bien vestida, Alicia. Aldirector puede molestarle verte así. Nole gustan las diferencias tan marcadasentre sus pacientes.

"¡Increíble comentario el de laCastell!", pensó Alicia para su coleto.Lejos de lo que ella decía, de habersabido que Samuel Alvar estabadispuesto a recibirla, se hubiera puestoel traje con el que llegó al sanatorio yadornado con su broche de oro.

—¡Estoy impaciente por verle!,Montserrat. No quiero hacerle esperar,perdiendo el tiempo en cambiarme.¿Puedo pasar un momento por tudespacho?

Facilitóle Montserrat Castell peine ycepillo; y Alicia se atusó y ordenó lomejor que pudo.

Consideró Alicia que los espejos,

como muchas personas, tienenrespuestas distintas para las mismaspreguntas, según los casos. Al regresar asu casa de Madrid, después de una cortatemporada de playa, advertía conasombro lo tostada que estaba su piel,aunque se hubiera estado viendo a diarioreflejada en los espejos de su viviendaveraniega. Ella era la misma... pero elespejo no. Y era éste quien la hablaba,como si dijera: "Estás muy mejoradadesde la última vez que te vi." Estaasociación de ideas le venía ahora aAlicia, porque en aquel espejito deldespacho de Montserrat Castell se habíavisto reflejada por última vez cuando

aún vestía desaliñada y la llamaban "laRubia", "la nueva" o "la Almenara".

—¡Ya no parezco tan loca! —musitóriendo en voz alta.

Montserrat no movió un músculo delrostro, pero Alicia creyó advertir ciertaconmiseración en su mirada, como sidijera para sus adentros que sólo porfuera se distinguía de los demás. Muyturbada por ese pensamiento, Aliciapenetró en el despacho del director.

Visto de cerca, le pareció un hombreaún más joven que cuando lo atisbo enla habitación acolchada, y medio ebriaaún por los calmantes. Tras la barba y elbigote negros, y las grandes gafas con

montura de pasta del mismo color, secolumbraba el rostro de un hombre queapenas sobrepasaba la treintena. Tal vezfuera ésa la razón por la que se dejababarba: simular más años y dar a sutalante una severidad que, de afeitarse,carecería. Sus modos eran suaves ycontenidos. Hablaba en voz muy baja. Yno sonreía ni para saludar. Sus zapatoseran viejos y usaba calcetinescolorados.

No era sólo Alicia quiencontemplaba a Samuel Alvar. Tambiénel director la contemplaba a ella. No lahabía visto más que una vez, atada a unacama, sudoroso el rostro y el pelo

desordenado sobre la cara. ¿A quévenían esos aires de princesa, eseatuendo de turista de lujo en vacacionesy ese talante de superioridad?

Samuel Alvar tragó saliva y señalófríamente un asiento frente a suescritorio. Apoyó los codos en la mesa yjuntó las yemas de los dedos de ambasmanos, bajo su barbilla, esperando queella le expusiera los motivos de suinsistencia en ser recibida. Pero Aliciano habló.

—¿Tiene usted algún problema? —preguntó el médico, sorprendido ante sumutismo—. Expláyese con todaconfianza. No tenga miedo. ¡Vamos,

anímese!Alicia sonrió con aire de

complicidad.—¿Es eso todo lo que tiene que

decirme, doctor?Éste la miró de hito en hito. Sus

dedos comenzaron a tamborilearimpacientes.

—La he recibido porque usted pidióverme. No la he llamadoespontáneamente. Dígame, pues, lo quedesea.

Volvióse Alicia Gould a un lado yotro de la habitación; comprobó que laspuertas estaban cerradas.

—¡Estamos solos, doctor!

—En efecto, estamos solos —respondió el médico.

—Soy Alice Gould. ¡Alice Gould deAlmenara! ¿No le dice nada mi nombre?

—Sé perfectamente quién es usted—replicó el doctor—. He leído suexpediente y conozco su historial.

—¿Y no recuerda la carta que meescribió antes de ingresar yo en elsanatorio exigiendo determinadascondiciones para mi ingreso?

Los dedos que antes tamborileabanimpacientes se distendieron. Su rostromostró una profunda atención.

—Hábleme de esa carta... —dijo enun susurro de voz.

Visiblemente excitada, Aliciareplicó:

—En esa carta usted condicionabami ingreso en el sanatorio a que nadie,ni médicos ni enfermos, conociera laverdadera razón de mi estancia aquí, y aque me comportara ante todos como unapaciente. Para ello me aconsejaba queleyera un manual titulado Síndromes ymodalidades de la paranoia, del doctorArthur Hill, editado en castellano porEditorial Coloma, y que estudiase todolo relacionado con la modalidad que yodebía simular. ¡Y así lo hice! Y meaprendí muy bien lo del "deliriocrónico, sistematizado, irrebatible a la

argumentación lógica". ¡He seguidotodas sus instrucciones, doctor Alvar!Las ideas delirantes secundarias que hefingido...

—Perdón, señora de Almenara, ¿quéentiende usted por ideas delirantessecundarias?

—Las que derivan de algunosacontecimientos de la vida del enfermoque dejaron una profunda huella en suánimo. Yo no sé si estuve torpe al fingircomo causa desencadenante de misdelirios la ingratitud de un caballo... ¿Elcaballo era bello? Mi marido también.¿El caballo era ingrato? ¡También lo erami marido! ¿El primero me coceó? ¡El

segundo intentó envenenarme! Para unapersona "constitucionalmentepredispuesta" para la enfermedad, penséque fingir eso era un buen comienzo pararedondear una "fábula delirante", cuyofinal era obligado.

—¿El final era obligado?—¡Sí! Es como uno de esos

certámenes que ponen en el colegio a losalumnos de literatura: "¡Inventen ustedesuna historia cuyo final sea la boda de losprotagonistas!"

—¿Y cuál es el final de su "historialdelirante"?

—Que mi marido, una vezfracasados sus intentos de envenenarme

consiguió con malas artes "secuestrarmelegalmente" en un hospital psiquiátrico.

—¿Y por qué era obligado ese final?—¡Porque yo necesitaba encerrarme

en este centro para realizar lainvestigación criminal de que le habló austed el doctor García del Olmo!

—¿Y qué títulos tiene usted pararealizar tal investigación criminal?

—¡Soy detective diplomado! ¿Lo haolvidado usted?

—Perdón, señora de Almenara... Leruego que me disculpe. Había olvidadoese extremo importantísimo. Como en elentretanto he gozado de unas largasvacaciones, he perdido contacto con los

temas que dejé pendientes antes demarcharme. Por ejemplo, tampocorecuerdo con exactitud la clase deinvestigación que debía usted realizaraquí en el sanatorio.

Alicia, cada vez más atónita,comentó:

—No entiendo, doctor, a qué clasede examen me está sometiendo. Sóloestoy segura de que usted sabe todo loque me pregunta. ¿Cómo puede ignorarque el padre del doctor García del Olmofue encontrado muerto hace más de dosaños por su propio hijo, cuando ésteregresaba de un congreso de suespecialidad que se celebraba en París?

Todos los periódicos publicaronnoticias tanto del congreso, en el queGarcía del Olmo presentó variasmociones, como del crimen, cuyavíctima era el padre de una personalidadmuy conocida en España y fuera deella... ¡y amigo personal de usted!

Guardó silencio Alice Gould,esperando que el director del hospitalrompiera su inexpresividad de monjebudista en trance de meditación. Éste selimitó a decir:

—Prosiga.—Ignoro si Raimundo García del

Olmo le dijo a usted toda la verdadacerca de su caso o silenció algunos

extremos. El más delicado es que lapolicía llegó a sospechar de mi cliente.Temían que, conociendo éste losterribles dolores que sufría su padre acausa del cáncer de estómago quepadecía, y a sabiendas de que el mal erairreversible y que le quedaban pocosmeses de vida, hubiera queridoahorrarle más sufrimientos y leadelantara la muerte por piedad. ¡Estono fue así, por supuesto! Pero es lo quela policía llegó a temer. Doctor, ¿lecontó este extremo su amigo García delOlmo?

—Prosiga, señora, prosiga...—Por entonces, comenzó a recibir

las misivas semanales que usted sabe ya.Y me encargó que investigase de dóndeprocedían. No tardé en averiguar, por elexamen grafológico, que el autor era unpsicótico y que estaba recluido aquí, yque el papel en que escribía sus misivasno pertenecía al que se facilita a losenfermos, sino al que usan ustedes en lasoficinas. En realidad, se trataba delmismo papel de cartas que usa usted,salvo que habían recortado a tijera laparte alta de la hoja, suprimiendo elmembrete con el nombre del sanatorio yla dirección. Lo comprobé al ver lacarta que me dirigió ustedimponiéndome sus condiciones para

ingresar aquí.—Prosiga, señora de Almenara.—No continuaré, doctor —dijo

Alice Gould, sin ocultar su enojo—, nidiré una palabra más mientras no meaclare por qué me pregunta cosas queusted sabe tanto o mejor que yo. ¡Tengola desagradable sensación de que se estáusted burlando de mí!.

—Nada más lejos de la realidad,señora de Almenara. ¡No acostumbro aburlarme de los pacientes que estánsometidos a mi cuidado y a miresponsabilidad!

Alicia quedó sin aliento. Fijólargamente los ojos en el médico

intentando calcular hasta cuándo duraríala broma. Pero el rostro de SamuelAlvar era impenetrable.

—Doctor... —alcanzó a decir, casisin voz—, ¡yo no soy una paciente suya!¡Estoy aquí por mi propia voluntad! ¡Soyuna detective profesional!

—Aclaremos bien esto —añadió eldirector del manicomio, poniéndose enpie y comenzando a pasear lentamentepor el cuarto—. Para una reclusiónvoluntaria le hubiese bastado unadeclaración firmada por usted mismaindicando su deseo de ser tratada en esteestablecimiento y un certificado deldoctor Ruipérez, que fue quien la

recibió, señalando que era ustedadmitida. ¡No es eso, señora mía, lo queconsta en su expediente! En su ingresose han seguido los trámites de los casosinvoluntarios: a saber, certificaciónmédica del doctor Donadío, colegiadode Madrid, dejando constancia de laenfermedad, así como de la necesidadde internamiento, y solicitud de suesposo, don Heliodoro Almenara, comopariente más próximo, dirigidadirectamente a mí, como directormédico del establecimiento, para queautorizara su reclusión.

—¡Conozco muy bien todo eso,doctor! ¡La solicitud de mi marido fui yo

misma quien la redactó y le arranqué lafirma sin que él mismo supiese de qué setrataba! ¡Y el informe médico del doctorDonadío está falsificado!

—¿Y la firma del subdelegado deMedicina de Madrid, legalizando la deldoctor Donadío, está falsificadatambién? ¿Y la de su marido haciéndoseresponsable de los gastos que ocasioneusted en el hospital, ya que es usted"enferma de pago", y que estampó en lasoficinas de este centro el día que laacompañó a recluirse... ¿también estáfalsificada?

—¡Mi marido no me acompañó aquíel día de mi ingreso! ¡Fue mi cliente

quien me acompañó: Raimundo Garcíadel Olmo, su amigo de usted! La gransorpresa para mí fue saber que eldirector no estaba, sino un sustitutosuyo... ¡Mi investigación iba a sermucho más ardua sin su ayuda!

—Y... dígame, señora deAlmenara... ¿ha conseguido ustedaveriguar algo sin mi ayuda?

—Sí, doctor Alvar. Estoy segura deque el autor de los escritos delatores eshombre y no mujer; tiene entre cincuentay cincuenta y cinco años; tuvo algún díauna posición social, familiar oeconómica, de cierta brillantez y poseeuna personalidad fuertemente vengativa.

Su inteligencia está más degradada quesu memoria. Vive para rumiar susvenganzas: se regodea con esepensamiento. Es resentido y envidioso.Ya era un malvado antes de enfermar.Posee tendencias agresivas y sádicas. Yno es un inductor, sino el autor directodel crimen. Esto es lo que he averiguadosola, amén de disminuir a poco más demedia docena la lista de sospechosos.¡No es poco, si tenemos en cuenta que elmanicomio alberga a más deochocientos enfermos! Para que estalista quede reducida a uno solo, precisosu colaboración.

Samuel Alvar, que se movía a pasos

cortos, las manos en la espalda, por sudespacho, al llegar a este punto arqueólas cejas interrogante.

—Preciso —continuó Alice Gould— dos datos y un favor. Los datos sonéstos: conocer la fecha de ingreso en elhospital de una pequeña lista deresidentes (ocho o diez a lo sumo), queyo le daré; conocer asimismo si algunode ellos, caso de estar ya ingresado,gozó de un permiso, o se le permitió, ensuma, salir del hospital, no menos dedos días enteros, entre el 10 y el 12 demarzo de hace dos años.

—Esos datos, señora, pertenecen alsecreto de nuestros archivos.

—¡No le pido revolver los archivosde todo el hospital, sino conocer losexpedientes de ocho o diez sospechosos!Si ello supone una pequeñairregularidad administrativa... mayoresson las ya cometidas por nosotros,inducidos por usted.

Las cejas del médico seguíanarqueadas.

—Me ha hablado usted de los datos,no del favor.

—El favor es —prosiguió AliceGould— que me permita ustedpermanecer en el hospital unos días másde lo convenido. Las cejas del doctorAlvar se arquearon aún más.

—¿Cuántos días más?—Unos diez. En caso contrario...—Me pide usted algo

verdaderamente extraño. Pero no quierointerrumpirla. Prosiga. ¿En casocontrario?

—En caso contrario, me temo que nopueda llegar a una conclusión definitiva.Habré fracasado en mi investigación porsu culpa; confesaré a mi marido dóndeestoy y le rogaré que venga a buscarme.

—¡Vamos a ver, vamos a ver,señora de Almenara! ¿Me está usteddiciendo que su marido ignora dónde seencuentra usted?

—Exactamente, doctor: eso es lo

que he dicho.—Pero... ¿no declaró que se

consideraba "legalmente secuestrada" yprecisamente por su marido?

Alice sonrió con ciertaconmiseración. El doctor Alvar, contoda su apariencia de hombre frío,sereno, puntilloso y metódico, parecíahaber olvidado los puntos claves de sucompromiso. Unas largas vacacionesson, a veces, necesarias como lavado decerebro de las personas ocupadas y concargos de responsabilidad... ¡pero nohasta el punto de olvidar pactos tangraves y delicados como los que leataban a ella!

—Procuraré, doctor, refrescarle lamemoria. Cierto que yo me declaro, ennombre de mi cliente, la únicaresponsable, junto con él, de las"anormalidades legales" que hemoscometido para justificar mi presenciaaquí. Pero usted no puede negar que fuequien me sugirió que lo hiciera.

—Mí querida señora...—¡Déjeme concluir! Esa

declaración que le hice al doctorRuipérez, en ausencia de usted, deconsiderarme "legalmente secuestrada"fue una argucia más para fingir unapersonalidad falsa. Mi marido no puedetenerme secuestrada, sencillamente

porque ignora dónde estoy. Ya le hedicho que le hice firmar, como tantasotras veces, multitud de papeles y entreellos el que contenía su solicitud de miinternamiento. Y él lo firmó enbarbecho... Intuyo, doctor, que quiereaveriguar si le he metido a usted en uncompromiso, y le reitero que no.Quienes hemos cometido algunasirregularidades hemos sido Raimundo yyo. Estoy dispuesta a firmarlo yrubricarlo.

—Y... ¿cómo puedo yo saber —preguntó el médico, perdiendo porprimera vez la compostura— si cuandodice la verdad es ahora o entonces?

Alice se enfadó:—¡No sé qué clase de juego es éste,

doctor! ¡Repito una y cien veces quetodo lo que yo declaré entonces es puramentira, para adaptarme a lapersonalidad psicótica que usted meaconsejó y poder ingresar en elmanicomio para realizar miinvestigación criminal, sin que nadieconociera mi verdadera personalidad,con la sola excepción de usted! ¿Quénueva cobardía es ésta?

—Procure usted calmarse, señora.No necesita gritar para que yo la oiga nihe tolerado nunca que mis pacientes megriten.

—Yo le tengo mucho respeto, doctorAlvar... ¡pero no mayor del que debeusted tenerme y demostrarme! ¿De quiénse está burlando: de su amigo García delOlmo, de mi marido o de mí?

—Está usted seriamente enferma,señora, y sería deplorable que...

La indignación de Alice Gould llegóal colmo. ¿Quién se había creído que eraese pobre mequetrefe, esa piltrafa deciencia mal aprendida y peor digerida,para desdecirse hoy de lo que dijo ayer,ante ella, Alice Gould, y con el dañoirreparable que tal actitud podía suponerpara su cliente?

Si malo fue que Alice Gould,

obnubilada por la indignación, pensaraesto... peor fue decirlo perdiendototalmente la compostura.

El director escuchó sin alterarse estaexplosión de cólera. Su voz, calmosa ysuave, contrastó con la de ella,descompuesta y airada.

—En una declaración que hizo ustedal doctor Ruipérez el día de su ingreso,le dijo: "Yo soy muy dócil, y harésiempre lo que se me ordene..." Yo leruego, señora de Almenara, que seaconsecuente con tan buenos propósitos ysea dócil. El no serlo no le servirá denada, y retrasará su curación, puesto queestá usted enferma, ¡lo cual no quiere ni

mucho menos decir que su mal seaincurable! Necesitamos su colaboraciónpara devolverle la salud, porque laalteración pasajera de su equilibriomental...

No pudo el director Samuel Alvarproseguir porque una sonora bofetada lecortó la palabra y el aliento. No seinmutó en sus ademanes, aunque unaligera palidez ensombreció su rostro.

Este tipo de enfermos arrogantes ysoberbios, que se creen nacidos de loscuernos de la Luna, son los máspeligrosos y difíciles de tratar. A sucondición de locos razonadores sumabaesta mujer la altivez típica de la clase

social de la que procedía, acostumbradaa dominar, someter y ser servida. Unsímbolo más de la opresión social de laque no se libran ni las cárceles ni losmanicomios. Fría y astuta —mientras nose la contradiga— era casi un modelo delas cualidades mentales que debe reuniruna envenenadora. Su única duda eradilucidar si el lugar más apropiado paraella era la cárcel o el manicomio.

Situóse el director tras su mesaescritorio y cruzó los brazos sobre elpecho sin interrumpirla.

—¿Cómo se atreve, doctor, a cuidarpobres tontos, cuando es usted más tontoque aquellos a quienes trata? ¡No tengo

por qué tolerar sus bromas! ¿No tieneusted ojos en la cara, ya que carece detoda ciencia, para saber distinguir á losque viven bajo su mismo techo? ¡Ya mesorprendió la facilidad con que pudeengañar a su ayudante al entrar aquí!¡Ahora no me sorprende nada! ¡Talayudante para tal jefe! ¿Se da cuenta,pobre joven sin luces, de que por suculpa García del Olmo puede no sólodar con sus huesos en la cárcel, sinoperder su carrera? ¿Se da cuenta deque...?

Quien no se dio cuenta de que dosenfermeros habían penetrado a susespaldas en el despacho del director fue

Alice Gould. No los advirtió hasta quesintió sus poderosas manos sujetándolafuertemente por los brazos.

—¡Llévensela! —ordenó el director.Ella enmudeció súbitamente, y no

hizo ningún ademán por debatirse. Lasacaron en vilo del despacho y cerraronla puerta que daba a las oficinas. Por laotra, apareció Ruipérez.

—Está todo grabado —dijoescuetamente—. ¡Qué bien hiciste entomar esta precaución!

—¿Grabaste desde el principio?—Desde el momento mismo en que

la invitaste a sentarse. Te confieso queme apena mucho lo ocurrido. Hasta

ahora ha sido una paciente excepcional.Nunca había dado motivos de queja.

Por primera vez Samuel Alvar sealteró. Apretó las mandíbulas y loslabios le temblaron.

—¿No ha dado motivos de quejadices? ¡Creo recordar que ha matado aun hombre y ha abofeteado al director desu hospital! ¿Te parece poco? ¡Nadie,hasta ahora, le había llevado lacontraria! Vivía feliz con sus deliriossin que nadie la contradijese ni ladesdijese. El miércoles de la próximasemana, antes de la junta de médicos,quiero que escuchemos juntos lagrabación de hoy y que la comparemos

con la de la charla que tuvo contigo eldía de su ingreso. Creo que deberíamosmodificar algún punto del diagnóstico.

—¿Cuál es tu idea?—Me la reservo hasta después de

haber oído las cintas.—¿Quieres que esa tarde asista

alguien más a la audición?—Sí. Díselo a César Arellano, que

es quien la conoce mejor.Iban a separarse cuando el director

detuvo a Ruipérez. Su voz sonaba denuevo impersonal y lejana:

—Escucha, Teodoro. Nadie debeenterarse de que esa bruja me haabofeteado. Cuento con tu amistad y tu

discreción. Con "batas blancas" o sinellas, el hospital está lleno de hijos deputa que lo pasarían en grande si seenterasen.

—Descuida, Samuel. Nadie lo sabrápor mí.

Unos nudillos imperiosos golpearonla hoja de la puerta. Sin esperar a que laautorizasen a entrar, penetró en eldespacho Montserrat Castell, con unahoja escrita en la mano. Tenía lágrimasen sus ojos, y se la veía debatirse entresu acostumbrada compostura y la cólera.

—Samuel, ¿tú has ordenado queimpongan a Alice Gould la camisa defuerza?

—No...—Entonces fírmame este papel que

dice: "No está autorizada la camisa defuerza para la señora de Almenara".

—Depende de lo que haya hecho,además de lo que ya hizo. ¿Qué hasucedido?

—¿Ni siquiera a mí vas aconcederme lo que te pido?

Samuel Alvar comentó mientrasfirmaba:

—Si de ti dependiera, convertiríaseste hospital en un crucero de placerpara ancianos y niños en vacaciones.

—¡No lo dudes! —respondióMontserrat con energía. Y tomando el

papel entre sus manos, salió corriendo, ycerró con violencia la puerta deldespacho de su jefe.

"L"EL CEPO

A LICIA NO LLORABA, peroestaba profundamenteabatida. Así lo advirtió

Montserrat Castell apenas penetró, comouna exhalación, en la celda de castigo o"de protección", como se la denominabaen la jerga hospitalaria. Contempló a suamiga con tanta pena como irritaciónhacia los autores de aquella estúpidainiciativa, y entregó a los loqueros lacédula que acababa de firmar eldirector.

—¡No está autorizada la camisa defuerza para la señora de Almenara! —gritó, mientras extendía el papel—.¡Vamos! ¡Desátenla!

Uno de los hombres leyó el escrito,lo arrugó y lo tiró al suelo.

—¿Sabes lo que te digo, guapa?¡Que te vayas a la mierda! Y si hay quedesempaquetarla... ¡hazlo tú! Y lapróxima vez que haya que dominar a unfurioso te ocupas tú de ello; ¡ya verás dequé te sirven tus lecciones de judo!¡Hala! ¡Hasta más ver!

Arrodillóse Montserrat junto aAlicia y comenzó la difícil labor de"desempaquetarla". Estaba bien dicho eleufemismo, porque era un verdaderofardo, varias veces precintado, a lo quequedaba reducido el desgraciado sujetoenvuelto en aquel siniestro envoltorio.

"Ha sido un error", murmuró por tresveces, mientras deshacía la difícil yhabilísima combinación de nudos.Cuando hubo concluido su operación,había lágrimas en los ojos de AliceGould. Y al advertirlo, como si de unmismo manantial se tratara, surgieronotras en los de Montserrat.

—¿Has sufrido mucho? ¿Te hanhecho daño?

Alice no contestó. Las insistentespreguntas de la muchacha, y lasreiteradas protestas de que había sidouna iniciativa estúpida e incontrolada,tampoco obtuvieron respuesta. Aliciaagradecía la solicitud de la catalana,

pero quería estar sola. Ella mismasaldría por sus propios pies de la celdade protección y se dirigiría al jardín.Montserrat (tal vez un pocodecepcionada de que fuese rechazado elconsuelo que había querido brindarlecomo compensación de la humillaciónsufrida) respetó los deseos de la máslúcida de las enfermas, y salió. Estabaen un error al pensar eso. Alicia nohabía sufrido humillación alguna por lacamisa de fuerza o, al menos, estesentimiento pasaba a tan segundotérmino que no merecía anotarse en losarchivos de su sensibilidad. Hubieraaguantado muchas horas más, las manos

cruzadas en el regazo, y las largasmangas que la envolvían atadas a laespalda; y su idea obsesiva no hubieravariado un punto: ¡estaba secuestrada!¡Alguien la retenía involuntariamente enaquel maldito lugar contra toda lógica,contra toda razón, por la fuerza eilegalmente! Sus reiteradasdeclaraciones de que "estaba legalmentesecuestrada" se habían vueltoparadójicamente ciertas. Lo que elladijo como mentira resultaba a la postreser verdad. Las ideas se le amontonabancon tal profusión en la cabeza que seestorbaban unas a otras, impidiéndolarazonar con claridad. Los sentimientos

de cólera; de humillación por haber sidoengañada; de vergüenza de sí misma porhaber colaborado cándidamente a supropio secuestro, se estremezclabanaumentando su confusión. "He derazonar ordenadamente", se decía; peroel mandato dirigido a su conciencia noera obedecido. Abandonó la celda deprotección y se dejó conducir por suspasos allí donde la llevaran. Descendiócon gran lentitud peldaño tras peldaño ytan abstraída estaba que, a veces, dejabauna pierna en el aire, detenida, antes dedar el paso siguiente, como una grulla.

Desde aquel rellano debía verse laapretada humanidad de los locos, pero

carecían de interés para ella. Eranmuebles humanos, siempre los mismos yen el mismo lugar. Tal vez sus ojos seposaran indiferentes en "el Hombre deCera", que se creía estatua de sí mismo,y en "la Niña Oscilante", convertida enun reloj de pared; acaso llorara eldeprimido ante la contemplación de susdesgracias inexistentes, y por ventura, elciego mordería en ese instante con mássaña que nunca la empuñadura de subastón. ¡Tal vez, tal vez...!, pero ella nolos veía, y si los veía, su atención sedespegaba de ellos, que era tanto comono verlos. A quien veía con el recuerdoera a su marido firmando displicente los

papeles que ella le pasaba —recibos depisos arrendados; un poder aprocuradores para entablar un pleito;una postal a unos amigos felicitándolospor su santo y, entremezclado con lospapeles triviales, la solicitud deinternamiento, que ella misma redactó yen la que Heliodoro estampó su firmasin saber lo que firmaba—. ¿Cómorecurrir a él pidiéndole que la sacara deallí, cuando su correspondencia habíasido retenida por la dirección delmanicomio, como ocurrió con la cartadirigida al obispo de la diócesisprotestando contra el capellán? Mas siHeliodoro, alarmado por su tardanza en

regresar, preocupado por laprolongación de su ausencia más allá delo previsto, intentara buscarla, ¿dónde laencontraría? ¿Cómo imaginar que noestaba en Buenos Aires, donde le habíadicho que debía centrarse unainvestigación sobre la falsificación deun testamento, sino encerrada en elmanicomio de un pueblo y sin podersalir ni comunicarse con él?

¿Qué tendría que ver García delOlmo en este juego? ¿Era autor, eracómplice, era el hombre de paja de untercero, o por ventura no tenía nada quever con su secuestro y había sidoengañado como lo fue ella misma? Estas

preguntas se entremezclaban con laactitud de Samuel Alvar, quien podía sersincero y estar engañado; o insincero yengañar, con lo que su complicidad niera descartable ni podía ser aceptada,sin más.

Cruzó Alicia la "Sala de losDesamparados" y pasó al parque, donde—por ser día de visitas— muchospacientes paseaban con sus amigos yfamiliares. La idea de huir, y de cómohuir, la azuzaba intermitentemente comouna abeja cien veces espantada y queotras tantas volviera, tenaz, hacia suobjetivo. No desechaba la idea de lafuga, mas consideró que no era el

momento propicio para planteársela. Nole faltarían ocasiones de pensar en ello.Ni siquiera le preocupaba cómo sacar eldinero que tenía depositado en lasoficinas. Una mínima cantidad seríasuficiente para alejarse de allí ycomunicarse con Heliodoro. Yapensaría en ello. Ahora no. La acuciabanotros problemas. Unos, relacionados conla actitud que debía adoptar cara a losmédicos y a los enfermos. Otro,investigar el motivo por el que habíasido encerrada.

Era evidente que alguien sebeneficiaba con su encierro, o que sehabía beneficiado ya, en cuyo caso la

prolongación de su estancia allí era yainútil, incluso para su secuestrador.

Se fue alejando Alice Gould por elparque en dirección a las murallas, bienque rehuyendo el territorio donde fueatacada por "el Gnomo". Era por dondemenos paseaban los locos. La mayoríabuscaba la zona ajardinada o ladeportiva. Por allí sólo se aventurabanlos "autistas" —enemigos del tratosocial— y los melancólicos. HallóAlicia un reborde en las mismasmurallas que podía servirle de asiento yse aisló del mundo sin otra compañíaque sus meditaciones.

La palabra "motivo" la atormentaba

como un clavo que perforase su mente.Era preciso estructurar ese "motivo":ese beneficio del que alguien —un serincógnito y no imaginado— gozaba alretenerla apartada del mundo. Estebeneficio podría ser positivo (el interéso la venganza) o negativo (evitar queella alcanzase una meta determinada).Analizó la palabra "venganza". Dada suprofesión, es evidente que habíaperjudicado a no pocas personas,chantajistas, estafadores, en su mayorparte. El tema de la venganza no debíaser descartado. Escribiría una lista detodos los casos, anotaría los nombres delos implicados...

Pasó a estudiar la posibilidad deque, al encerrarla, alguien quisieseevitar que alcanzase su objetivo. Y estaidea la cautivó. "¿Y qué objetivo puedeser ése, Alice Gould —comentó en vozalta—, dadas tu dedicación y tuprofesión?" "¡Evitar que descubras undelito que estabas a punto dedesentrañar!" "¿Ves alguna fisura a tudeducción?" "Sí —respondió al punto—: veo una. No es necesario que yoestuviese a punto de descubrir un delito.Basta con que mi verdugo creyera (conrazón o sin ella) que yo iba adescubrirlo." "Vas por el buen camino,Alice, procura no distraerte", añadió,

dándose ánimos. Y en seguidaprosiguió: "Pero esto no es suficiente.La persona que pensase tal cosa teníaque tener medios bastantes paraencerrarte. Luego es necesario queademás de temer de ti la averiguación de'algo' estuviese en sus manos la facultadde encerrarte". "Estas personas no sonmás que tres —se dijo Alice—:Heliodoro, mi marido; Raimundo Garcíadel Olmo, mi cliente... y el director delhospital, Samuel Alvar. Procedamos aun análisis: Heliodoro carece demotivo". Cierto que ella era más ricaque él, pero su marido disponía a suantojo de cuanto necesitaba, y él ganaba

por sí mismo dinero suficiente paramantener un alto nivel de vida. De otraparte, no había colaborado en suencierro. Ella misma le había engañadopara poder encerrarse, porque temía —¡con harta razón!— que se opusiese a tanextravagante medida. ¡Ah, quétemerariamente se había comportado alfingir la historia de los venenos y quéinjusta al pintarlo como un pobre diablo,sin más horizontes que hacer hoyos en elgolf sobre la par y perder, por tonto ypor enviciado, su dinero a las cartas!

Enjugóse Alice Gould una lágrima—que era tanto de ira por su necedad,cuanto de arrepentimiento— y se

dispuso a seguir sistematizando "elhipotético motivo" de su incógnitoverdugo.

García del Olmo fue el segundo,cuya actuación intentó interpretar. Susideas eran terriblemente vagas enrelación con él. Las causas de estehombre para querer encerrarla no lasveía por ninguna parte. El riesgo, paraun hombre de su prestigio, de cometersemejante felonía y ser descubierto, eraun precio demasiado alto para elprovecho (que ella no entendía niimaginaba, ni se acercaba siquiera a unalejana sospecha o intuición) que pudieraobtener con su encierro. No obstante...

no obstante... Estas palabras quedaronenganchadas en su mente, como larepetición de un disco rayado. Noobstante... no obstante... era obligado —¡aunque no entendiese los motivos!—analizar la actuación de su cliente.

Volvió Alice Gould a hablar —bienque musitando— en voz alta. Lospensamientos le fluían más coherentes silos expresaba con sonidos. Y, sobretodo, advertía mejor los fallos de suargumentación, si los "oía" que sisolamente los "pensaba".

"Hay algo incomprensible —se dijo— en la actuación de mi cliente. Eldeseaba que yo ingresase aquí para

realizar, en su favor, una investigacióndeterminada. Más he aquí que yohubiera podido ingresar"voluntariamente". Como mi plaza,según estaba previsto, sería "de pago",el responsable del hospital me hubieraaceptado "en régimen de observación",aunque a los quince días me dijera:"¡Señora, váyase con viento fresco: estáusted más sana que una cereza sinpicotear!" Y he aquí que, a pesar de lasencillez de este procedimiento (con elque yo hubiese podido, con igualfortuna, realizar la investigación que a élinteresaba) prefirió que mi ingreso fuese"involuntario", lo cual suponía una

complicación extraordinaria en lostrámites de admisión: dictamen médico,firma legalizada por una autoridad (todoello falsificado) y "solicitud" maritalpara mi internamiento. ¡No cuadra! ¡Estono , cuadra! ¿Falsificar un documentooficial, pudiendo no hacerlo, paraalcanzar el mismo objetivo? ¿Exponersea que le descubran? ¿Exponerme a mí aque Heliodoro hubiese observado lanaturaleza de lo que firmaba, y, con ello,dar al traste con mi ingreso en elhospital? Aquí hay un fallo. He deanotarlo en mi memoria, aislarlo y, unavez que tenga completo el cuadro de lasituación, volver después a analizarlo.

No te olvides, Alice Gould. De aquí hade partir la investigación".

El sol daba de plano sobre lasmurallas y Alice Gould tuvo calor. Tanabstraída estaba en sus meditaciones,que no recordaba el tiempo que llevabaexpuesta al sol. Unas gotitas de sudor leperlaban la frente. Se las enjugó con eldorso de la mano. Más no se movió deallí. Se sabía cerca de la verdad. Y noquería hacer el menor ademán omovimiento que la distrajera.

La diferencia —se dijo— entre elsistema voluntario de ingreso en unhospital psiquiátrico y el involuntariono estriba sólo en los trámites previos,

sino en las consecuencias posteriores. Yestas consecuencias eran radicalmentedistintas en uno y otro caso.

Cuando el ingreso es voluntario, elasí admitido abandona el manicomio concasi tanta sencillez como entró. Mientrasque si la reclusión es por solicitudfamiliar a causa de un informe médicoque aconseja el internamiento, la salidaya no es tan fácil, del mismo modo queun encarcelado no puede abandonar laprisión cuando le plazca, sino cuando lacondena se haya cumplido.

La conclusión a la que llegó AliceGould era bien triste, pero de unaevidencia cegadora. Si se había seguido

con ella para ingresarla en el manicomioel segundo sistema a pesar de suscomplicaciones..., ¡era precisamentepara que no pudiese salir!

El autor material de este secuestrohabía sido Raimundo García del Olmocon la complicidad del doctor Alvar y laingenua, necia y temeraria colaboraciónde ella misma. Estaba muy lejos desospechar las razones. Pero esto era así.Había sido atrapada en un cepo. ¡Elqueso que utilizaron como señuelo fue lainvestigación criminal de un delitoinexistente! ¡Y ella, la más estúpida delas ratitas de Indias que se cultivan enlos laboratorios!

Se puso bruscamente en pie poseídade cólera contra sí misma. Y se lanzóuna sarta de improperios en inglés,costumbre adquirida desde niña, puesera en este idioma en el que sus padresla regañaban por aturdida. Divisó a lolejos, caminando hacia donde ellaestaba, a un grupo de tres reclusos: "elHortelano", "el Albaricoque" y "el FalsoMutista". Estos dos últimos pertenecíana la lista de los sospechosos que Alicehabía confeccionado con la ingenuapretensión de que el doctor Alvar lainformase de a cuál o a cuáles de ellosse les permitió salir del sanatorio en lasfechas en que fue asesinado el padre de

Raimundo García del Olmo. Se llevóambas manos a la cabeza. ¿No acababade llegar a la conclusión de que taldelito era inexistente? ¡Acabaría porperder el juicio si alguna vez lo tuvo!¡Aquel crimen sucedió en la realidad!¡No era por tanto inexistente! ¡Losperiódicos lo publicaron y comentaron!¡Ella ya estaba en antecedentes de quehabía quedado impune cuando conoció aRaimundo!

Los tres hombres se cruzaron con laAlmenara. "El Hortelano" se llevó undedo a la gorra para saludar a la señoraAlicia; ésta le devolvió el saludo,besándose la mano y soplando en

dirección suya para que el beso lellegase; "el Mutista" cerró los ojos parano verla, y cada uno siguió su camino.

Las ideas de Alice Gould eran cadavez más confusas. A la incógnita delcrimen del viejo García del Olmo sesumaba la de las causas de su propioencierro. Y sobre estos pensamientos, eldeseo acuciante de comunicarse con sumarido y un imperioso afán de fuga.

"LL"EL

DIAGNOSTICODEL DIRECTOR

T AL COMO ESTABAPREVISTO, aquel miércolesse reunieron los doctores

Alvar, Ruipérez y César Arellano en eldespacho del primero. Los tres médicosescucharon, con creciente interés, lacinta en la que estaba grabada laprimera manifestación sobre sí mismaque hizo Alicia Gould de Almenara eldía de su ingreso. Concluida la audición,el doctor Ruipérez se dirigió al directory resumió:

—Los síntomas me parecieron losuficientemente claros y coincidentescon el informe que nos hacía el que fuesu médico particular. De modo que

encomendé la enferma al jefe de losServicios Clínicos para que éste laestudiase y te pasara sus conclusiones atu llegada. Yo le remití una notaresumiéndole las mías: "Paranoia purasin mezcla —al menos apreciable— deotros síndromes".

—¿Estás de acuerdo, César? —preguntó a éste el director.

—En efecto, los hechos fueron así—respondió el doctor Arellano,eludiendo lo más importante de lapregunta.

—No me refiero a los hechos —aclaró el doctor Alvar—, sino aldiagnóstico de Ruipérez.

—Tu ayudante no hizo diagnósticoalguno —precisó el jefe de losServicios Clínicos—, puesto que no laestudió. Tan sólo me remitió un avancede opinión.

—Eso es lo que te preguntaba. Siestás de acuerdo con su opinión de quenos encontramos ante una paranoia purasin mezcla de otros síndromes.

César Arellano humedeció susnuevas gafas con el vaho de su aliento yrespondió evasivo:

—Estoy de acuerdo en que otrossíndromes no hay.

—¿A qué pruebas la has sometido?—Por tratarse de una envenenadora

potencial, el caso de esta mujer meinteresó vivamente desde el primer día.Pero mi interés aumentó al descubrir queme hallaba ante una personalidad dealtos vuelos, distinta y superior al restode los enfermos de este hospital; ydistinta y superior también al común delos sanos. Tras mi segunda sesión conella, tomé estas notas que os voy a leer:"Personalidad superior. Espírituexquisito. Altamente cultivada".

»No sólo advertí que ocultaba algo.Ella misma me lo confesó. Ese "algo"era un secreto que guardabaexclusivamente para ti, director. Casode tratarse de una psicosis delirante,

pensé que en ese secreto estaría la clavede su delirio. Ello no fue óbice para quela sometiera a toda clase de pruebas.

—Hiciste bien. Vengan losresultados.

—Son todos negativos. No tienetrastornos psicomotores. Anda, semueve y gesticula con naturalidad;carece de tics; es una gran gimnasta.Practica el judo. Y, en cuanto a surapidez de reflejos, ahí está, como elmejor ejemplo, su desgraciado incidentecon el jorobado.

»¿Trastornos de lenguaje? Tampocolos tiene. Su dicción es correcta, notartamudea, sabe adecuar las palabras a

sus pensamientos y pronuncia, sinequivocar un sonido, curiosostrabalenguas en varios idiomas.

»Se le han hecho análisis del aparatorespiratorio, digestivo, cardiovascular yurinario. El hormonal y del líquidoencefalorraquídeo los superó con éxito.No hay asomo de sífilis propia oheredada. Hay que descartar cualquiertipo de toxicomanía: odia las medicinas,no toma pastillas para dormir. Lo mismodigo del alcoholismo. Han transcurridomás de dos meses desde que ingresó yno ha tomado alcohol, ni lo ha pedido, nise ha angustiado al no consumirlo.Puedo, por tanto, afirmar con la mayor

seguridad que, de padecer esta señorauna psicosis, ésta no es de origenorgánico.

—¿Se le hizo encefalograma?—Se me olvidaba decírtelo. No hay

falsas respuestas. No hay lesióncerebral. En consecuencia, puse muchoénfasis en el estudio de los tests y en supreparación. Aparte de los tradicionalesde Bidetsimon, Wechsler, Jung yRorschard, introduje por mi cuentaalgunas variaciones.

—¿Por ejemplo?—En el test de las palabras

inductoras de Jung. La lista de talespalabras la hice yo mismo. Buscaba

afanosamente una respuestaesquizofrénica (que en el caso de esaseñora no podría ser más que laparanoide) y no la hallé. Perdóname,Samuel, si me vanaglorio de aquellaantigua iniciativa mía de que los tests searchivasen no por "individuos", comoantes, sino por grupos de enfermedadesdiagnosticadas y confirmadas. Puesbien: he comparado sus respuestas a lasmanchas de Rorschard, tanto como lasestadísticas aportadas por el mismo,cuanto con las de este hospital. Y no hayun solo esquizofrénico en la casa quecoincida con las interpretaciones de laAlmenara. Lo mismo acontece con los

dibujos de un espacio abierto y unocerrado que la psicóloga le ordenóhacer: no son simbólicos ni abstractos,amanerados o extravagantes, sino laexpresión gráfica y un tanto ingenua dedos recuerdos triviales.

»En consecuencia: suencuadramiento psicosociológico es elde una burguesa de clase media elevada,de costumbres sanas, muy inteligente yque siente una profunda aversión por lasmentes cuadradas, los espíritusmezquinos y los obsesos intelectuales.

Samuel Alvar le interrumpió:—Háblame de su conducta.—No ha dado motivo de queja

desde que ingresó.—¡Me parece que exageras, César!

¿Cómo puede decirse que no ha dadomotivo de queja una mujer conantecedentes de envenenadora que a laquinta semana de internamiento ya diomuerte a un hombre?

—¡La muerte del "Gnomo" fue unaccidente! ¡Hubo un testigo en cuyotestimonio siempre has fiado! —protestócon énfasis el doctor Arellano.

—¡Hubo una muerte, César! Eltestimonio del "Hortelano" sólo mesirve para saber que ella, en efecto, fueatacada. Más no se defendió decualquier modo. ¡Se defendió matando!

¿Sigues no considerándola peligrosa?—Sabemos muy bien que fue un

accidente —insistió el interpelado—.De no haber sido por la deformación desu columna vertebral, el hombre que laatacó estaría ahora jugando a los bolos,y no bajo tierra.

—Ella sabía muy bien cuál era lamalformación física de aquelindividuo... ¡y le partió la columna! Esamujer —prosiguió el director— serádócil en tanto en cuanto nadie la humille,la contradiga o la ofenda. Representa unpeligro potencial para los demásenfermos y para sus cuidadores, mayorque el de Teresiña Carballeira el día

que ingresó.—¡Estás exagerando!—¡No estoy exagerando! La

Carballeira padecía un acceso delocura, es decir, una crisis pasajeracapaz de ser reducida. Mientras que laAlmenara es una enferma crónica. Sucrisis, por decirlo de un modoacientífico pero muy claro, espermanente. Ella está buscando alasesino de un anciano llamado Garcíadel Olmo. Cuando crea descubrirlo, lodenunciará. Y, en vista de que eljuzgado no se lo lleva, ejercerá lajusticia por su mano, del mismo modoque otro de los paranoicos de esta casa

mató a tres compañeros suyos de barcopor considerarlos separatistas vascos.

Le sorprendió al doctor Arellano ladureza con que se expresaba SamuelAlvar. No era habitual en él cuando setrataba de diagnosticar a un paciente. Notardó en conocer los motivos de taldureza.

—¡Y no es el único acto deviolencia el que ha cometido "eseespíritu exquisito" que tú hasdescubierto en ella! ¡En este mismodespacho se permitió el capricho deabofetear al director del hospital en queestá internada!

César Arellano no podía dar crédito

a lo que acababa de escuchar.—¿Quieres decirme que Alicia

Almenara te abofeteó?—Lo que estás oyendo.—¿Y cómo no fui informado yo de

eso?—Le rogué a Ruipérez que guardara

la máxima discreción.—¿Conmigo también? —preguntó

indignado—. ¿Qué quieres que te diga,director? ¡Me parece incorrecto que nose me haya dicho una palabra acerca deun suceso tan grave relacionado con esamujer!

Ruipérez intervino en defensa de sujefe:

—En realidad, tal vez me excedí enla petición que me hizo el director.¡Samuel no me pidió que te lo ocultara ati!

—Señores —intervino Alvar contono pacificador—, los problemas quehemos de tratar son largos y hemos deconcluir antes de que empiece la juntade médicos. Si os parece vamos a pasarla cinta de su conversación conmigo.Después de oírla, os daré mi parecer.

—Estoy impaciente por escucharla—exclamó César Arellano, con la vozmás calmada y procurando ocultar ladoble irritación que sentía. ContraAlicia Almenara por la increíble

audacia de haber agredido al director.Contra el director, por habérseloocultado.

—Te aconsejo —le sugirió el doctorRuipérez con tono de chanza mientraspulsaba el conmutador del magnetófono— que te mantengas bien sentadodurante la audición para no caerte deespaldas ante lo que vas a oír.

Fue un buen consejo. César Arellanoquedó profundamente deprimido y triste.Había soñado con dar, algún día, undiagnóstico favorable de esta señora tansingular, y tal esperanza se desvanecía amedida que escuchaba la insólitacolección de disparates ensartados por

Alice Gould en su primera entrevistacon el director. Tampoco estaba deacuerdo con el modus operandi deSamuel Alvar. Su invitación a ser dócilconstituía una provocación. Sus palabras—"está usted muy enferma"—,imprudentísimas y contradictorias.Había conversado con ella cual si fueseuna mujer mentalmente sana. ¿Por quéentonces soltarle a bocajarro que estaba"muy enferma"? Y si realmente loestaba, ¡no era ése el modo de conseguirla necesaria "transferencia" para ganarsu confianza y sumisión! Samuel Alvarera un buen director para llevar el timónde aquella nave de ochocientos penosos

pasajeros. Pero era un mal clínico.Sabía beneficiar con sus iniciativas a lamasa de enfermos, pero no al individuodoliente. Su visión, puesta al serviciodel conjunto, no era capaz de acertar con"la" persona. Le faltaba práctica en eltrato directo de los psicóticos, y, porende, experiencia. "¡Muy mal, muy mal,Samuel Alvar!", se decía Arellano parasus adentros. Más esto no le consolabade la desazón que le producíaconsiderar que aquella alma cautivadorade Alice Gould estaba realmentetrastornada por un mal.

—¿Qué te ha parecido, César? —lepreguntó el director, apenas hubo

pulsado el interruptor del magnetófono.El doctor Arellano se movió incómodoen su asiento.

—A partir de aquí he de trazar undiagnóstico. ¡Y eso no puedeimprovisarse, Samuel!

—No te pido un diagnóstico enregla, sino un avance provisional.

—Sin negar que pueda desdecirmealgún día —respondió lentamente el jefede los Servicios Clínicos—, miimpresión actual es que estamos ante unaparanoia o ante una simulación.

Juntó el director, al oír esto, lasyemas de los dedos de ambas manos —ademán tan característico en él como lo

era en Arellano limpiarse las gafas—, ydijo:

—Considero que las eventualidadesque has aventurado, César, no sonforzosamente incompatibles entre sí. Hemeditado mucho en ello estos últimosdías y he llegado al siguiente resultado:¡Considero que nos encontramos ante uncaso conjunto de paranoia ysimulación!

Calló prudentemente el doctorArellano.

Encendió Alvar un cigarrillo, e,inmediatamente, por distracción, loapagó. Se encontraba más cómodo conlas yemas de ambas manos unidas.

—Voy a exponeros mí impresiónpersonal.

Hizo una pausa, para dar más énfasisa su declaración, inclinó el busto haciadelante.

—Señores —añadió con ciertasolemnidad—, creo que nosencontramos ante el caso singularísimode una auténtica paranoica (que, comotodas, ignora que lo está), que finge unafalsa paranoia puesta al servicio de suverdadero delirio.

Ruipérez lanzó un largo silbidoadmirativo, o bien por adular a su jefe(cosa en él habitual), o bien porquesinceramente veía en esas palabras la

clave del misterio de la extrañapersonalidad de Alicia Almenara.

César Arellano mostró igualperplejidad. Él había dicho: "oparanoia o simulación". Mas he aquíque Samuel Alvar precisaba: "paranoiay simulación".

Animado por la expectaciónproducida en su breve auditorio, SamuelAlvar prosiguió:

—Antes de que surgiera su primerbrote, ella, aun estando sana, poseía yauna personalidad muy predispuesta. Lasupervaloración de su "yo" era algo másque simple presunción, soberbia yvanidad, tan común en las mujeres de su

clase. Se consideraba más inteligente,sensible, culta, espiritual, distinguida,elegante y delicada que cuantos larodeaban. Todo ello, en grados que yarozaban lo patológico, y que lainclinaban a despreciar, minusvalorar alos demás. Su afán de superación lallevó a extremos ciertamente inusualesen una mujer de su ambiente y de suposición. Como, por su sexo, no le eradado presumir de ser más fuerte que losvarones, aprendió judo; y llegó, contenacidad inaudita, a ser, nada menos,que cinturón azul, con lo que, sin duda,se habilitaba para poder vencer a unhombre corpulento. El binomio

"exaltación del propio yo,minusvalorización del ajeno" lo hemoscomprobado nosotros mismos. Voy aponer unos cuantos ejemplos extraídosde manifestaciones suyas:

» 1 . ° ) "Freud es un cretino. Leodio."

»2.°) "Me gustaría ser yo quien lehiciese a Freud un psicoanálisis."

» 3 . ° ) "El capellán es unincompetente": palabras a las que hayque añadir la audacia de dirigírselas porescrito al obispo de la diócesis, a quienno conoce.

»4.°) "¡Este test es para deficientesmentales!", como significado: "No para

mí, que soy un ser superior."» 5 . ° ) "No recuerdo haberle

autorizado a que me tutee", dicho a unaenfermera, cuidadora suya, pretendiendoestablecer con ella una barrera social.

» 6 . ° ) "Es usted ciego, mudo ymajadero. ¡Este es su verdaderodiagnóstico!", palabras escupidas a lacara de un infeliz esquizofrénico, y entrelas que destaco muy particularmente lade "diagnóstico" vocablo que ella seconsidera con autoridad para utilizar.

»7.°) "El doctor Donadío es muypoco inteligente el pobre."

» 8 . ° ) "Schopenhauer es unimbécil."

»9.°) Después de haber llamado"cretino" a Freud e "imbécil" aSchopenhauer, no me acomplejademasiado que haya llamado tonto alpropio director del hospital en que ellaestá recluida. A lo que hay que añadir tuacertada declaración, César, de quetiene fobia a las mentes cuadradas, alos espíritus mezquinos y a los obsesosintelectuales. Y la tuya, Ruipérez, deq u e le parecía mal, incluso lalegislación que regula la admisión delos enfermos.

»Me he detenido hasta ahora en losaspectos negativos. En los quemanifiesta su desprecio desde Freud a

Schopenhauer hasta este modestoservidor de ustedes. Pero no quieropasar por alto los positivos,directamente relacionados con lasupervaloración patológica de su "yo":

»1.°) "Me siento llamada por Diospara ser madre de estos desgraciados."

»2.° ) "Sí yo fuera médico... ¡lecuraría!", palabras dichas a IgnacioUrquieta.

»3.°) "Mi padre no sólo me quería:me admiraba", o algo muy parecido.

» 4 . ° ) "¿Estas flores me las haenviado el director?" ¡Como si yopudiera entretenerme en mandarflorecitas a las pacientes!

»5.°) "¡Cristo era superior a Anasy, no obstante, le crucificaron!" Demodo que al hablar de sí misma no se leocurre otro ejemplo más próximo yapropiado que el del propio Cristo.

»Merece la pena observar que nisiquiera en estas manifestaciones deautoexaltación prescinde delmenosprecio a los otros. Su idea, tanaltruista, de maternidad espiritual tienecomo contrapartida despectiva a "estosdesgraciados". Su afirmación de queella curaría a Urquieta va acompañadade una velada acusación deincompetencia a todos nosotros que nohemos sabido sanarle. Y la figura de

"Cristovíctima" igual a "Aliciavíctima"tiene como contrapartida a dos seresmenores, Anas y Caifas, que lograronllevar al patíbulo al Hijo del Hombre, yque son iguales a otros dos seresinferiores: su marido y su médico, queconsiguieron recluirla. ¿Para qué seguir?

—No podrías seguir, Samuel —comentó César Arellano con veladosarcasmo—. Has reconstruido paso apaso durante setenta días todas susmanifestaciones con nosotros, con losenfermeros y con los enfermos. Hasdebido de tener muchos y muy diversosinformadores. Tu relación escompletísima. Fuera de lo que has

dicho... ¡no hay más!—Prosigo —continuó el director—.

Y con esto entro en la parte másimportante de mi exposición. Tendréisque disculparme si echo mano de unejemplo un tanto burdo. Si una personarecibe un golpe de mediana intensidaden una parte sana de su cuerpo —elantebrazo, pongamos por caso— eldolor que le produce es muy inferior quesi lo recibe en una parte enferma: esemismo brazo que estaba roto por unaccidente anterior, o que padecíaosteomielitis o tuberculosis ósea. En elprimer caso, el daño producido por elgolpe se reduce a una contusión

pasajera. En el segundo, puedeproducirle una invalidez. Este es el casode Alicia Almenara cuando recibe unmazazo —¡un terrible mazazo!— y no encualquier sitio sino en la parte de supersonalidad más "predispuesta": suorgullo patológico, enfermizo.

»Pensad que ella ha intentadoenvenenar a su marido y que ha sidodescubierta. El psiquiatra amigo de lafamilia recomienda su internamiento.¡Estos son hechos probados y no porella precisamente! Ella sabe que va aser hospitalizada. Su soberbiapatológica "le impide ver" la verdad desu fracaso tanto en el envenenamiento

cuanto en no haber sabido eludir susresponsabilidades. ¡Y surge el deliriode interpretación paranoico! Ella noviene aquí como enferma, ni comosubterfugio para escapar de la cárcel,sino voluntariamente y para realizar unamisión altamente meritoria: "combatiruna lacra, la delincuencia; del mismomodo que ustedes los médicos combatenotra lacra, la enfermedad", según le dijoa Ruipérez el día de su ingreso. ¡Ella locree firmemente así! Del mismo modoque cree que falsificó el informe deldoctor Donadío con mi complicidad;que el hombre que la depositó en elmanicomio no es su marido, sino su

cliente, y que yo la iba a ayudar adescubrir a un asesino. Esta, es sufábula: éste su delirio de interpretación.Esta es la verdadera paranoia de AliciaAlmenara. Ahora bien: ¿de qué mediosha de valerse para poder ingresar en unhospital psiquiátrico y realizar sualtruista y sublime misión? Decidefingirse enferma, simular una paranoiapara que la permitamos realizar unainvestigación criminal. Y esta paranoiafalsa y simulada es la contenida en sudeclaración del primer día: la coz delcaballo, el intento de su marido dequerer envenenarla a ella, etc. Todo esoes falso: ella lo sabe y es parte de su

simulación. Nos encontramos, por tanto,ante una envenenadora que ha dadomuerte a un hombre y que me haabofeteado a mí, triplemente peligrosa:por su paranoia auténtica (que elladesconoce), por su paranoia fingida (queella simula) y por su propia inteligencia.

Hizo una pausa, inquieto de quenadie le apoyase ni le replicara.

—¿Qué opinas, César, de lo que hedicho?

—¿Me permites que te hable contoda claridad?

—No sólo te lo permito. Te loruego.

—Pues bien, Samuel. Considero que

tu opinión no se tiene en pie.Estas palabras, dichas por el clínico

más prestigioso del hospital, le alteraronvisiblemente. No obstante, con unadmirable sentido del autodominio,suplicó:

—Te ruego que me digas por qué.Estoy dispuesto a rectificar mi hipótesis,caso de que me convenzas.

César Arellano expuso su criteriocon voz profesional.

—Acabas de decir que ladeclaración de Alice Gould a nuestrocolega Teodoro Ruipérez, el día de suingreso, pertenecía a una simulación de"paranoia". Supongamos que sea cierto.

Pero en ese caso, querido director, nopuedes utilizar sus palabras de aquel día("bella cabeza vacía", refiriéndose a sumarido; "muy poco inteligente el pobre",refiriéndose a su médico particular; "aCristo también le crucificaron", etc.)para avalar su dolencia verdadera. Unade dos: o fingía (como tú dices) odeclaraba su verdadera personalidad. Ytú no tienes derecho, como acabas dehacer, a utilizar los elementos de su"paranoia fingida" para demostrar lasupervaloración de su "yo", en la quebasas su auténtica paranoia. Creo que miargumento no tiene vuelta de hoja.

—En efecto —reconoció Samuel

Alvar con increíble capacidad deencajar golpes—. Tu objeción es buena.¿Tienes alguna otra?

—Sí. Y me temo que ésta seasuperior a la primera. Tú has dicho queel brote paranoico de Alicia Almenarasurgió en ella al saberse cogida: alsaber que iba a ser encerrada en unmanicomio. Quiero hacerte reconsideraresa opinión que juzgo precipitada.Piensa bien que el doctor Donadío ya laconsideraba paranoica de "antes". Demodo que hay que convenir que esemédico era tonto al declarar unaparanoia inexistente (¡en cuyo caso teníarazón Alicia Almenara!) o es un

futurólogo excepcional, ya quediagnosticó una dolencia que acabaríaproduciéndose después.

—Tus argumentos son impecables—reconoció el director con humildad—.Con esto y con todo, recuerda lo que tedigo. Mi anticipo de diagnóstico estámal formulado, de acuerdo. ¡Pero esabruja está loca!

Un silencio glacial acogió laspalabras del director. Ni siquieraRuipérez se atrevió a apoyarle. Suhostilidad hacia esa mujer comenzaba ahacerse sospechosa.

Arellano insistió:—Tú, que conoces bien a ese doctor

Donadío, que le hizo el primerdiagnóstico, dime, ¿es un profesionalcompetente?

—Yo no le conozco de nada —mintió Samuel Alvar, algo alterado.

—Y si no os conocéis..., ¿no teparece inusual la carta que te escribió?

—¡Siempre es inusual la cortesía!—Dime, director: ¿qué historia es

esa de unas misivas, gracias a las cualesesta mujer, que se cree una detective,piensa que podrá descubrir un crimen?

—No acabó de contármelo. Suarrebato de cólera se lo impidió.

—Considero esencial —comentóArellano— conocer entera "su fábula

delirante". Ella la tenía reservada paracuando tú llegases y yo lo ignoro todo alrespecto. ¿Por qué no la haces llamar?

—¿Qué opinas, Teodoro?—Yo no tengo más opinión que lo

que tú mandes —respondió Ruipérez.Y César Arellano consideró que su

joven colega había dicho una granverdad. Iba éste a añadir algo, cuando elavisador electrónico de bolsillo deRuipérez produjo unos sonidoscaracterísticos. Descolgó al instante elteléfono e informó al director:

—Los demás clínicos nos recuerdan"con la mayor cortesía", y con un pocode sorna, que hoy es día de junta y que

llevan una hora esperando.—Diles que ya vamos —dijo

Samuel Alvar poniéndose en pie.Ruipérez bromeó por teléfono:—¡El director me dice que está

indignado con vuestro retraso! Lleva unahora esperando que le aviséis. ¡Ahoravamos para allá!

Samuel Alvar redactó una nota y sela dio a Teodoro Ruipérez, para que laentregase a Montserrat Castell, y éstainformase a la señora de Almenara que,en el curso de la tarde, iba a serrecibida por la junta de médicos.Entretanto, Arellano —mientrascaminaba— exhaló el aire de sus

pulmones sobre sus cristales y loslimpió con más minuciosidad que nunca.No tenía ideas claras todavía, pero eranmuchas —¡muchas!— las cosas que nocuadraban ni en la brillante exposicióndel director ni en la rara personalidadde Alice Gould.

"M"LA JUNTA DE

MÉDICOS

V EINTE AÑOS ANTES deque Alice Gould ingresara enel hospital psiquiátrico,

cuatro chiquillos de una aldea llamadaVillafuente de Calcamar, perdida en lomás abrupto de las montañas leonesas,vagaban entre las frondas de un bosque,cosechando, por encargo de sus padres,hierbas aromáticas y medicinales. Seapodaban "el Currinche", "el Pecas", "elAdobe" y "el Mustafá". Los dos últimoseran hermanos. "El Adobe" contabanueve años y "el Mustafá" habíacumplido doce. Tenían ya repletosvarios sacos con otras tantas variedadescuando "el Currinche", que era el

experto de la expedición —pues sabíadistinguir las hierbas por sus nombres yconocía las propiedades medicinales decada una— comenzó a escarbar junto altronco de una planta y misteriosamentecomentó a sus amigos:

—Mirad ¡ésa es la que llaman laraíz maldita! ¡Si se la mastica se ve aldemonio!

Quedaron los otros espantados decontemplarla por primera vez, ya quetodos la conocían de oídas, y "el Pecas"les propuso probarla para ver si eraverdad o cuento lo que de ella se decía."El Adobe", aunque era el más joven, seopuso a ello y hasta se enfrentó con su

hermano mayor, que aceptó la propuestacon gran entusiasmo. Insistió "el Adobe"en que si lo hacían correría a la aldeapara chivarse y, como viera quecomenzaban a desenterrar la raíz,cumplió su amenaza, y fuese a buen trotehacia el caserío. Lo último que oyó fuela voz del "Currinche", que le gritaba:

—¡No seas maricón y vente pa acá!¡Sabe a regaliz!

Cuando los padres de los chiquillosy otros hombres de la aldea llegaron albosque conducidos por "el Adobe", losencontraron alucinados. Sus palabrasbalbucientes eran incomprensibles; susgritos, destemplados; sus movimientos,

ebrios, y sus miradas, de locos.Cargaron con ellos y se los llevaron a laaldea con intención de pedir al cura queles echara agua bendita y los exorcizase,pues los creían endemoniados. "ElCurrinche" murió antes de que llegasen aVillafuente de Calcamar; "el Mustafá"falleció al atardecer, presa de grandesconvulsiones; y los alaridos de "elPecas" se oyeron hasta la medianoche.Los que velaban a los muertos dejaronde oír sus voces con la últimacampanada del reloj de la parroquia.

La madre de este último explicó alsiguiente día que su marido habíacargado a hombros con el cadáver de "el

Pecas" "pa enterrarle aonde descansansus agüelos". No era cierto. Sólo eraverdad que cargó a hombros con sucuerpo —no con su cadáver— y no paraenterrarle, sino para enjaularle.Amordazado y atado lo condujo dentrode un saco hacia una lejana propiedadque tenía en un lugar apartadísimo y loencerró en un hórreo abandonado. Ni sumujer ni él querían tener consigo a unhijo con el diablo dentro. No estabandispuestos a que en la aldea lesseñalasen con el dedo considerándoloslos padres de Satanás y achacándolescada desgracia que sobreviniese. Enconsecuencia, decidieron ocultarlo y

turnarse marido y mujer para llevarlepan, agua y manzanas (o lo que seterciase) dos veces por semana. ¡Ojaláhubiese muerto con los otros niñosendemoniados! El día de su encierro, "elPecas" cumplía diez años de edad.

Durante varios días y cuando elviento soplaba de poniente (donde estála morada del diablo) se oyeron en lalejanía los alaridos de las almas de losniños condenados aterrorizando alvecindario. Después dejaron de oírsepara siempre.

Veinte años más tarde —cuandoAlice Gould llevaba dos semanasinternada en la unidad de Recuperación

— unos cazadores llegaron a Villafuentede Calcamar para contratar un guía quelos condujese por aquellas espesuraspara matar el urogallo. Llegaron a unacuerdo con un mocetón de veintinueveaños al que apodaban "el Adobe".Estaban los tres, de noche cerrada,esperando el primer claror del alba (quees el momento en que el urogallo setraiciona y denuncia su presencia con sucanto), cuando una fuerte tormentadescargó su furia en el lugar. Hubo queabandonar el puesto, porque en talescircunstancias el urogallo no canta. Lalluvia caía a raudales; el camino forestalen que dejaron el Land Rover quedaba

muy lejos, y no había en varias leguas ala redonda sitio alguno en queguarecerse. A mitad de caminodescubrieron un hórreo abandonado delque ni siquiera "el Adobe" tenía noticia.Propuso el guía cobijarse allí hasta queescampase. Forzaron la pequeña gaterapor donde se vuelca el grano (que estabaclaveteada por fuera) e iban adescolgarse por ella, cuando a la luz delas linternas descubrieron dentro delhórreo a un hombre agazapado,totalmente desnudo, con barbas ymelenas que le llegaban a la cintura, ental estado de desnutrición que semejabaun esqueleto viviente, con uñas en pies y

manos que parecían garras y un gestoindescriptible de terror ante los ruidos,las voces y la luz de la linterna. Anteaquella espantosa visión, prefirieron lalluvia al cobijo; y, tan pronto comollegaron a tierra de cristianos, pusieronen conocimiento del primer puesto de laGuardia Civil lo que habían visto. LaBenemérita rescató al hombre con laayuda de "el Adobe", y denunció el casoal juzgado. El juez, como primeramedida, decretó el procesamiento de lospadres del "Pecas" y el internamiento deéste en el manicomio, donde fueingresado en el Departamento deUrgencias que dirigía el doctor don José

Muescas. Lo trajo la Guardia Civil,envuelto en una manta, el mismo día enque Alice Gould tuvo su desgraciadaentrevista con Samuel Alvar.

La historia que queda relatada (partede la cual pudo desentrañarse por lo que"el Adobe" declaró a la Guardia Civil, yla Guardia Civil al doctor Muescas) fuecontada por éste punto por punto antesus compañeros en la junta de médicos.Estaban presentes el director, SamuelAlvar; el ayudante de Dirección, doctorRuipérez; el jefe de los ServiciosClínicos, César Arellano; el jefe de laUnidad de Demenciados (o "Jaula de losLeones", según el vocabulario de

Alicia), Alberto Rosellini; el jefe de lasUnidades de Recuperación, SalvadorSobrino (a quien se le llamaba "el Nazi"o "el de las S. S.", a causa de lasiniciales de su nombre y apellido), y ladoctora Dolores Bernardos, que era laexperta en el manejo de los aparatospara la tomografía computarizada, laelectroencefalografía y el electroshock.Los médicos no psiquiatras (analistas,anestesistas, etc.) no asistían a la juntade los miércoles.

—¿Cuál es su estado actual? —preguntó César Arellano.

—¡Terrible! —comentó el doctorMuescas—. No sabe hablar; anda a

gatas; come con las manos; huye conpavor si alguien pretende tocarle y,cuando quiere hacer alguna necesidad,se baja los pantalones y defeca en unrincón.

—¡Es un precioso ejemplo de amorpaternal! —comentó con ira la doctoraBernardos—. ¿Qué edad tiene ahora?

—Treinta años.—¿Y dices que lo enjaularon a los

diez?—¡A los diez!Arellano intervino:—¿Está demenciado?—¡Ahí está el problema! —

respondió el doctor Muescas—. Pensé

que lo mejor sería destinarle a la unidadde Alberto Rosellini, pero éste, despuésde estudiarle, se opone a ello. ¡Y tal veztenga razón!

—Me opongo —explicó Rosellini—porque no le considero un demente. Sianda a gatas es porque en el hórreo nocabía de pie; si come con las manos esporque no sabe manejar los cubiertos: onunca le enseñaron, o en veinte años sele olvidó. Si no habla, es porque no loha hecho en los dos últimos tercios de suvida. Pero sus ojos sí hablan: he leídoen ellos el miedo, pero también unpaulatino sosiego a medida que meescuchaba y un infinito anhelo de

protección. En mi unidad, el hombrecarecería de esperanzas. Fuera de miunidad, creo que podría ser recuperable.

—Si te parece, director, me harécargo de él —propuso el doctorSobrino, jefe de las Unidades deRecuperación.

—¿Qué opinas, César? —preguntóel director.

—Opino que ha hecho muy bienRosellini en no aceptarle y que hay queseguir la propuesta del doctor Sobrino—respondió el interpelado—. Megustaría ver a ese hombre.

—En cuanto me haga cargo de él, teavisaré.

—¡A quienes sí me gustaría recibiren mi departamento —dijo el deapellido italiano— es a sus padres! ¡Aesos monstruos los aceptaría con gustoentre mis huéspedes!

—Perdón, perdón —cortó SamuelAlvar—. Discrepo de cuanto se hadicho. En la Unidad de Recuperación,ese hombre se considerará un monstruocomparado con los otros residentes. Encambio, en la de Demenciados se verásuperior a ellos, puesto que su mente noestá deteriorada y le será más fácil saliradelante. ¿Cuáles son tus otros doscasos, Pepe?

José Muescas comentó indignado:

—Nos han "colado" a dos políticos,director, que tienen de locos lo que yode astronauta.

—Si es cierto lo que dices, nopienso consentirlo.

—¡No debes consentirlo —habló ladoctora Bernardos— o al menos has dehacer hasta lo imposible por conseguirque los separen! ¡Juntos son un peligro!Se envalentonan el uno al otro: quierendemostrarse mutuamente cuál es máshombre, ¿comprendes? Lo primero quehicieron fue abofetear a una asistentasocial, que es guipuzcoana, porque noles habló en vascuence.

—¿Son de ETA? —preguntó

asombrado el director.—Sí, ¡y que te cuente Pepe lo que

ocurrió después! —Contó el doctor JoséMuescas que, cuando un enfermerollamado Melitón Deza tomó a uno deellos por un brazo para acompañarle ahacer la primera inspección, éste le dioun rodillazo violentísimo en lostestículos que lo dejó agarrotado dedolor. Cuando el enfermero se repuso,lo tumbó de un puñetazo.

—¿Quién a quién? —preguntósevero Samuel Alvar.

—El enfermero al etarra —respondió José Muescas—. Y entoncesel supuesto enfermo le dijo estas

palabras sibilinas: "Veo que llevasanillo de casado. Probablemente tendráshijos. ¡Cuídalos!" Melitón Dezamordiendo cada palabra le respondió:"Puede que algún cobarde se atreva avengarse en mis hijos. Pero te juro queése... ¡no serás tú!"

—Al enterarte de lo ocurrido —leinterrumpió secamente el director—,¿qué medidas tomaste?

—Destinar al enfermero a otraunidad.

—No es bastante. ¡Ábreleexpediente!

—¿A Melitón Deza?—¡Ábrele expediente he dicho! Es

intolerable que un enfermero pegue a unpaciente y además lo amenace.

—Quiero recordarte que MelitónDeza es de lo mejor que hay en estacasa.

—¡Ábrele expediente!Los médicos se miraron unos a

otros, perplejos. La decisión deldirector no les parecía justa.

Aclaró Samuel Alvar que no eranproblemas políticos los que a elloscompetía dilucidar, sino los puramenteclínicos. Si les habían metido gato porliebre, pedirían la revisión del proceso.Si estaban realmente enfermos losaceptaría en el hospital, pero elevando

una solicitud urgente para que uno deellos fuese trasladado a otro centropsiquiátrico.

Todos los presentes se mostraronconformes con las últimas palabras deldirector, mas no con la apertura delexpediente al enfermero. Las dudassurgieron cuando se discutió dóndedebían ser destinados, en tanto se lessometía a observación. DoloresBernardos insistía en que su arroganciaera peligrosa; su aspecto, provocador ydesafiante; y que no debían convivir enel edificio central con el común de losenfermos, porque serían fuente decontinuos conflictos. El director

decidió, con la aprobación de todos, quemientras hubiese camas libres en laUnidad de Urgencias, permaneciesenallí bajo la vigilancia del doctorMuescas, pero bajo la jurisdicciónclínica de César Arellano, quien seaventuró a pronosticar que en sólo dossesiones declararía si estaban locos ono. A continuación tomó la palabra eldoctor Sobrino.

—No todo han de ser conflictos omalas noticias en el hospital —dijo éstecon ademán satisfecho—. Creo que"hemos sacado del pozo" a una enfermaque parecía irreversible: la muchachitaMaqueira.

—¿La confidente de losextraterrestres?

—A ésa me refiero.—¿Quieres decir que el tratamiento

con insulina la ha mejorado?—¡Quiero decir que el tratamiento la

ha curado!—¿Cuántos brotes tuvo en su

historial?—Sólo uno. ¡Yo la considero

totalmente repuesta! Está en la antesala.Y estoy deseando que ustedescomprueben por sí mismos... si... sihemos acertado o no. ¿Me permiten quevaya a buscarla?

Cuando la joven Maqueira entró en

el despacho encontró frente a ella sieterostros sonrientes. Incluso el deldirector, que no era amigo de esasexpansiones, sonreía también. El doctorSobrino la traía de la mano.

—Siéntate aquí, Maruja. El directorquiere hacerte unas preguntas.

—En realidad —dijo Samuel Alvar— quien va a hacerte las preguntas es eldoctor Arellano. Así estaré más atento atus respuestas.

Volvió la joven Maqueira los ojos,atemorizados e ilusionados al tiempo,hacia el médico del pelo casi blanco.Prefería contestarle a él que no al de labarba negra, tan antipático.

Arellano tardó en decir algo porqueestuvo considerando que las palabras deAlvar "Así estaré más atento a tusrespuestas" constituían una insignetorpeza. Estas eran palabrasintimidadoras y no alentadoras. "Eldirector —se repitió Arellano porenésima vez— no sabe tratar a lospacientes. Tal vez por ser consciente deello, me encarga a mí el interrogatorio".

—Maruja —comenzó CésarArellano—, ¿sabes por qué nos ves atodos tan satisfechos?

La joven Maqueira se encogió dehombros, no sabiendo qué responder.

—Estamos todos contentos por las

buenas noticias que tenemos tuyas. Tehemos hecho muchas perrerías contantas y tantas inyecciones, pero ya ves,al cabo de tres meses nosotros teconsideramos casi curada. Y tú, ¿cómote encuentras?

—Mucho mejor, doctor Arellano.Mucho mejor —respondió, refiriéndoseen exclusiva a su estado físico—. Másde treinta veces creí que iba a morirme.

—Y nosotros también temimos portu salud... ¡sin llegar a esos extremos depesimismo! Por eso estamos ahora tanalegres. Gracias a tus padres, que sedieron cuenta a tiempo de que no estabasbien, hemos cortado de raíz tu infección.

¿Qué te dijeron tus padres al traerteaquí?

—Que había tenido una meningitis yque me quedé muy deprimida por culpade las medicinas.

—¿Te acuerdas perfectamente deeso?

—No me acuerdo de la meningitis,pero sí de que mis padres me dijeronque la había tenido. Y que por esoestaba tan débil y delicada.

—¿Y de qué más te acuerdas?—De todo.—¿Qué es "todo"?—El viaje hasta aquí; la fachada tan

antigua de la Cartuja; el claustro tan

bonito; mi primera conversación conusted y sus palabras: "Se va a hacercargo de ti un gran médico: el doctorSobrino".

—¡Ja, ja, ja! —rió el aludido—.¿Elogios de un colega? ¡Eso esimposible! ¡Ahora sí que estásdelirando, Marujita!

—Sí, me lo dijo. Prometo que me lodijo.

—Fue una gran mentira paraconsolarte —bromeó Arellano—. ¡Es elpeor médico de España!

Rieron todos. Y la joven Maqueira,al ver que iban de chunga, rió también,por primera vez desde que fue internada.

—¿Y qué más recuerdas? —prosiguió don César.

—La gente del comedor me daba unpoco de miedo. En mí mesa había sólouna persona simpática: Ignacio Urquieta,y los dos últimos días una señoraparecida a mi madre, pero mucho peorvestida. Antes de ésta, un señor quelloraba y otro que no hablaba. Despuésme puse a morir, doctor Arellano; y yano recuerdo otra cosa que inyecciones ymás inyecciones y mucho sudor.

—Durante la meningitis en tu casa ydurante tu recaída aquí llegaste a delirary dijiste muchos disparates. ¿Recuerdasalguno de ellos?

—No.—Parecía como si entre sueños

hablaras con extraterrestres.—¿De verdad? ¡Qué vergüenza! La

gente pensaría que yo era tonta.—No tiene ninguna importancia,

puesto que estabas delirando a causa dela fiebre. ¿No recuerdas nada de lo quedelirabas?

—¡Nada! Salvo la convicción deque me iba a morir.

—Eso no era un delirio, Maruja.Estuviste de verdad muy enferma. Dime:¿Qué desearías hacer ahora?

Maruja Maqueira sonrió.—Si se lo digo van a pensar que

estoy mala otra vez.—¡No seas timorata! ¡Vamos! ¡Di lo

que te apetece!—Volver a ver el claustro y copiar

una inscripción en latín y que alguien mela traduzca. Y también que mis padresme traigan los libros de texto. Heperdido los exámenes de junio, pero, alo mejor, en septiembre puedo aprobardos o tres materias.

Samuel Alvar interrumpió:—¿Dónde preferirías estudiarlas?

¿En tu casa de Santander o aquí?—¡En Santander, claro!—Pues las estudiarás en Santander.

Y ahora, al salir, le dices a Montserrat

Castell que tienes órdenes mías de quete enseñé el claustro. ¡Hasta luego,Maruja!

—¡Hasta luego a todos!Se acercó al doctor Sobrino y le dio

un beso.—Gracias —musitó.Al salir Maruja, las siete sonrisas

que la despidieron eran aún más anchasque las que la saludaron al entrar.

—¿Padeció en realidad unameningitis? —preguntó DoloresBernardos.

—No —respondió Salvador Sobrino—. Se lo hicimos creer, de acuerdo consus padres, para justificar sus delirios.

Estos brotaron súbitamente tras unaestúpida sesión de espiritismo en queella creyó haber oído hablar al demonio.Sus compañeros, todos estudiantes debachillerato, la vieron tan miedosa que,para calmarla, le dijeron que acaso nofuera Satán sino la voz de unextraterrestre. Ella se aferró a esta idea.Y durante muchas noches, siempre a lamisma hora, oía una música lejana queera el aviso de que los extraterrestresiban a comunicarse con ella. Einmediatamente le hablaban. Eranmensajes que le transmitían, comomediadora entre dos mundos, para quelos comunicase a los terrícolas. Sus

padres, bien aconsejados, la internaronsin pérdida de tiempo. César Arellanodiagnosticó la paranoia, y yo tuve lasuerte de acertar con el tratamiento.

El cupo de sonreír de Samuel Alvarquedó agotado para tres meses. Sudespilfarro de hoy necesitaba ese tiempomínimo para reponerse. Más eraevidente que existía una corrientecomunitaria de satisfacción cuando elequipo médico lograba sacar a flote aquien yacía en simas inalcanzables. Yentre estas profundidades, donde muyraramente llegaba la sonda del médico,estaba en primer lugar la temibleparanoia. El hospital contaba entre

ochocientos reclusos sólo con tresconsiderados paranoicos puros: MarujaMaqueira, la estudiante; NorbertoMachimbarrena, el bilbaíno suboficialmecánico de la Armada, y Alicia Gouldde Almenara, pendiente esta última deun diagnóstico definitivo. El habersalvado a la primera, gracias a larapidísima intervención de sus padres ya la celeridad del diagnóstico y deltratamiento adecuado, era algo que atodos llenaba de lícito orgullo. El casode Machimbarrena no era el mismo. Suparanoia no debía considerarse comototalmente desaparecida (aunque sí"encapsulada"), ya que seguía

considerando justificada su estancia enel hospital psiquiátrico por pertenecer(lo cual era falso) a los servicios deinformación de la Marina de Guerra.Todos hubieran querido seguircomentando "el caso" de la señoritaMaqueira, del mismo modo que losbuenos jugadores comentan y analizanuna jugada comprometida de ajedrez.Pero Alvar los llamó al orden. El doctorSobrino —recordó el director— teníaotro caso delicado que exponer a lajunta: el de Sergio Zapatero.

—Es muy triste —dijo éste—. Suproceso se va agravando sin que yo leencuentre una salida. Si llevo dos días

sin medicarle es sólo para que ustedespuedan opinar.

La mirada desvaída, sudoroso elrostro, el pelo hirsuto, entró SergioZapatero sostenido por las axilas pordos "batas blancas". Comenzó a hablar,entre gemidos y gestos suplicantes, enuna jerga ininteligible, en la que surgíanaisladas algunas palabras en inglés.

César Arellano entendió al punto loque vagaba en su mente dislocada, y lointerrumpió:

—Todos nosotros hemos estudiadoespañol, señor Zapatero. Puede usted, siprefiere, hablar en su propio idioma.

—Gracias, almirante. En efecto,

prefiero hablar en espa... en espa...¡Bueno, ustedes me entienden! ¿Nodeseaban mi muerte? ¿Qué esperan paramatarme? ¡Me he adelantado a todos! Laexpansión de las... La expansión de las...¡eso: de las gala... galaxias!... se haterminado. Desde la creación se fueronexpan... expandiendo... Fu...¡Fuuuuuuú...! como la metralla de unabomba. Eso es: como la mmmmmetralla.Y ahora los trozos sueltos de esaexplosión se han parado y regresan a sunúcleo que es la espiritual... ¡No, no! laespiración... ¡No no! La Espiral deAndrómeda. Eso es: La Espiral deAndrómeda, que es el núcleo del

Noveno Universo. Los trocitos quellamáis estrellas iniciaron el jueves elcamino de regreso por el mismo agujeroque hicieron en el vacío cuando seexpan... cuando se expan... ¡eso es!...expandieron.

Era penoso verle sufrir. Si losenfermeros lo soltaran caería al suelo.Más si no le soltaban no podía bracear.Se le veía debatirse para poder imitarcon los brazos el movimiento deexpansión y de retroceso de las galaxias,la fusión de los cuerpos celestesmenores con los mayores, el choquehorrísono y espantable de los satélitescon sus planetas, de los planetas con sus

soles, de los soles con sus galaxias y delas galaxias entre sí, hasta fundirse todala materia astral en un solo cuerpo quese iría apretando cada vez más sobre supropio núcleo hasta reducirse al tamañode un balón de fútbol, más tarde de unanuez, después de una canica, de unchícharo, de un grano de mostaza, de unamota de polvo, de un corpúsculomicroscópico de infinita densidad, puescontendría concentrada la totalidad de lamasa de los Nueve Universos. Como nopodía accionar los brazos paraexpresarse, lo hacía con las piernas ytan pronto quedaba en el aire, colgadode los sobacos, como pateaba, o dejaba

los remos flojos en el suelo, como unpelele mal sostenido por los hilos quemovía su manipulador. La angustia deSergio Zapatero era pensar cómopodrían caber en un cuerpo celeste tandiminuto todos los pobladores, de losmundos habitados. Pero lo que másdesazón le causaba, hasta el punto dearrancarle lamentos, era lo incómodosque estarían, así de hacinados, lospobres locos, sobre todo los que nopodían valerse por sí mismos, comoAlicia, "la Niña Péndulo" o "el Hombrede Cera". Prorrumpió en fin en unapatética oración pidiendo al Creadorque les diese la muerte antes del sábado

próximo en que todo eso iba a ocurrir.Él mismo se ofrecía para pasar acuchillo a todos sus compañeros yevitarles así presenciar la hecatombecósmica. "No te preocupes por ellos —le decía a Dios— por... por... porque...todos son equi... equi... ¡eso es!equivocaciones tuyas. Son los ren...renglones torci... torcidos, de cuandoapren... apren... ¡eso es!... aprendiste aescribir. ¡Los pobres locos —continuóahogado por los sollozos— son tus fal...faltas de ortoorto... ortografía!"

Se lo llevaron. Aun con la puertacerrada, seguíanse oyendo sus lamentos.Hubo un largo silencio que rompió

Samuel Alvar:—¿Desde cuándo está así?—Lleva en este estado dieciocho

días... salvo los que le he hecho pasardormido. Al despertar reemprende sudelirio en el punto mismo en que lodejó. Hemos comparado sus ochenta yseis cuadernos: los signos y grafismosde sus páginas son todos rigurosamenteiguales, sin variar una raíz cúbica o lacoma de un decimal. Se consultó con unmatemático si aquello tenía sentido yrespondió que no. Eran operacionesencadenadas en las que números deveinte o más cifras, con otros tantosdecimales, se multiplicaban, dividían,

elevaban a una potencia y se restaban osumaban a la raíz cúbica de otra cifra demúltiples guarismos, todo ello sinconcierto y sin llegar a ningún resultado.

»La totalidad de sus cuadernos,salvo el último, llegaban a la mitad de lapágina 102, donde bruscamente elcálculo quedaba interrumpido.

—¿Y en el último?—En el último, tras la última cifra

se leía: "...igual a... EL JUEVESCOMIENZA LA RECESION DE LASGALAXIAS". ¡Su cálculo habíaterminado!

—¿Qué opinas, César?—No hay duda —dijo éste— de que

nos encontramos ante un caso de unabouffé delirante en un enfermo crónico,y que no ha respondido a lospsicofármacos que se le han aplicado.Creo que procede, ¡y con urgencia!, elelectroshock.

—Creo lo mismo —dijo SalvadorSobrino.

El director ordenó:—Doctora Bernardos: haga usted el

estudio somático de Zapatero, para versi el electroshock es todavía posible.Sólo después tomaremos una decisión.

Se pusieron todos en pie. Rosellinibostezó discretamente.

—¡Un momento, un momento,

señores! —exclamó el director—. ¡Nohemos terminado! ¡Yo también tengo unaenferma que presentar!

César Arellano frunció la frente. Suceño era de disgusto. No de sorpresa. Eldirector prosiguió:

—Ruipérez; hazme el favor deavisar, a quien esté de guardia en laantesala, que le diga a la señora deAlmenara que puede pasar.

"N"ALICE GOULD

CUENTA SUHISTORIA

L A SALA DE JUNTAS estabasituada en el antiguo edificiode la Cartuja: en la que antaño

fue la sala capitular de los primitivosmonjes. Se llegaba a ella por un pasillode piedra increíblemente bajo. "Losfrailes de entonces debían de ser muypequeños", pensó Alice Gould. Tuvoque desandar parte del camino recorridoporque la circulación en dos sentidos nocabía en tan estrecho recinto. Y menoscuando los que venían de frente erantres: dos "batas blancas" y,probablemente, un paralítico al quellevaban en volandas. Cuandoretrocediendo llegó a un ensanchamiento

(en el que había una aspillera por dondelos cartujos podían disparar flechas,caso de ser atacados) se detuvo allí,para dejar paso a los que salían. ¡Quépenosa impresión la suya, al descubrirque el que colgaba, como un muñeco detrapo de los brazos de los enfermeros,era "el Autor de la Teoría de los NueveUniversos"!

—Maestro... —le saludó AliceGould.

Más éste no la vio. Sus ojos sólocolumbraban lo que le dictaba su mente.Y en ésta no cabían más que cuerposastrales chocando entre sí. Losenfermeros miraron a Alicia con

severidad y prosiguieron su camino.Ella reemprendió el suyo.

Desde que Montserrat Castell leenseñó la nota del director, citándola acomparecer en la junta de médicos,decidió vestir su ropa mejor. AvanzóAlice Gould, airosa como un cisne, porel antiguo laberinto. Si alguien losuficientemente perspicaz hubiesesabido leer en sus ojos, y descifrar elmisterio de su sonrisa, habríadescubierto en su rostro muy distintossentimientos y propósitos:

1.°) Necesitaba ganar la confianza ysimpatía de los reunidos.

2.°) Tenía que vengarse de Samuel

Alvar. Lo de ponerle la camisa de fuerza(de la que fue liberada por MontserratCastell) era una injuria que no podíaquedar impune. El mediquito de lasbarbas negras las iba a pasar moradas sipretendía medirse con ella.

Los días transcurridos desde elincidente con el director no fueronbaldíos. Alicia visitó, desde las cocinas,hasta las salas de reunión de lasenfermeras; se hizo presentar a losmédicos no psiquiatras —que habíamuchos— con el pretexto de un dientepicado o una luxación en un tobillo.Inquirió, preguntó, anduvo a la husmaaquí y acullá, por averiguar los motivos

del director para tenerla secuestrada. Y,aunque no halló lo que buscaba, ni llegóa donde pretendía, se enteró de no pocodatos, que no eran simples habladurías,y que bastarían, si llegaba el caso, paraquitarle —como quien dice— elhojaldre al pastel.

De aquí ese aire medio triunfal conel que se acercaba al sancta sanctorumde los psiquiatras. Los médicos queparticipaban en las juntas de losmiércoles —según se informópuntualmente— los conocía a casi todos.A la doctora Bernardos, porque fue laque dirigió las operaciones el día que lehicieron el electroencefalograma; al

doctor Sobrino, por las semanas quepasó en recuperación; a Rosellini, porser quien la liberó del puño de hierro de"la Mujer Gorila" y a "los tresMagníficos" Alvar, Arellano, Ruipérez— estaba harta de verlos. A quien notuvo nunca oportunidad de conocer eraal jefe de los Servicios de Urgencia, delque no sabía ni siquiera el nombre. Conesto, sólo cuatro la habían visto vestidade ella misma: Ruipérez el primer día.Arellano y Sobrino, en la Unidad deRecuperación; Alvar y Rosellini unasola vez. La imagen de Alice Gould quela mayoría guardaba en sus retinas era lainfamante del pantalón hombruno y la

blusa desteñida. Llegó, pasillo adelante,a un amplio vestíbulo al que daban otrosdos pasadizos tan estrechos y bajoscomo el que ella acababa de atravesar.Una inmensa puerta moderna estabainstalada en el hueco del arco antiguo.Un enfermero la cerró el paso.

—Me han dicho que espere hastaque ellos la llamen.

—¿De dónde le conozco yo a usted?—preguntó Alicia al de la "bata blanca".

—Me llamo Terrón. Fui el queenfundó la "camisa" a la mujer barbudaque la había atrapado.

—¿Ya no trabaja usted en "laJaula"?

—Sólo actuamos allí una semana almes. ¡Es muy duro! La junta haprohibido que trabajemos en la "Jaula"más de una semana seguida. La miró conaire de compadrazgo.

—¿Qué? ¿La dan a usted hoy elpasaporte?

—No tengo noticias de que mevayan a dar de alta.

—Al verla así vestida, pensé que seiba ya para su casa. Todos en el hospitalnos preguntamos qué diablos pinta ustedaquí.

—¿Sabe lo que le digo? ¡Tambiénme lo pregunto yo!

Tardaron mucho tiempo en recibirla.

Al cabo de media hora larga, el"chivato" que llevaba el enfermero en elbolsillo de la bata emitió unos pitidos, yel hombre penetró en la sala capitular.No había acabado de cerrar la puertatras sí, cuando volvió a abrirla.

—Puede usted pasar. ¡Suerte!—Gracias, amigo. ¡Hasta luego!En el centro de la inmensa sala,

había una moderna mesa de trabajo queparecía pequeña, sin serlo, dadas lasdimensiones del recinto. En torno a lamesa, los siete psiquiatras de la casa.Oyó Alicia la voz neutra del director:

—Pase usted, señora de Almenara, ysiéntese entre nosotros.

Por el modo en que la miraban,Alicia entendió que el retraso enrecibirla se debía a que su caso fueampliamente explicado —¿por Alvar?,¿por Arellano?— ante la junta dedoctores. El primero presidía desde elcentro; frente a él, Ruipérez. A laderecha del director, su amigo el jefe delos Servicios Clínicos. Los demás nomostraban por sus colocaciones unajerarquía determinada. Avanzólentamente hacia la silla que leindicaban, situada en un extremo de lamesa; dijo un "buenas tardes", rutinariopero cortés, y tomó asiento con lanaturalidad y autoridad de quien va a

presidir un consejo de administración yestá habituado a hacerlo. En efecto: sediría que, desde que ella se sentó, lapresidencia de la mesa había cambiadode sitio. En la mirada del doctorSobrino creyó advertir simpatía; en lade Arellano, preocupación; en las deAlvar y Ruipérez, hostilidad; en la de ladoctora Bernardos, admiración por subuen porte; en la de Rosellini, sorpresa,al comprender que la enferma de la quehabían estado hablando era aquellaseñora a la que apresó una dementeescapada de su unidad; en la del otromédico —que después supo que sellamaba don José Muescas—, una viva

curiosidad. Con mirada serena ytranquila —exenta de aparentepreocupación— observó Alicia aquienes la observaban. La procesión ibapor dentro.

Samuel Alvar explicó:—El jefe de los Servicios Clínicos

le va a hacer algunas preguntas, señorade Almenara. Le ruego que tengapresente que el interrogatorio de losmédicos difiere mucho del que puedahacer un periodista, un policía, un fiscalo un juez. Nosotros no pretendemoscondenar. Sólo queremos salvar.Creemos haber descubierto ciertascontradicciones entre el examen a que la

sometió su médico particular y losmuchos que le han sido hechos aquí;entre sus antecedentes y su conducta;entre sus declaraciones y supersonalidad. Necesitamos su ayudapara poder ayudarla. ¿Podemos contarcon su colaboración?

—Sí, doctor. Deseo ayudarlos a queme ayuden. He cometido la gran torpezade meterme en un laberinto y, sin suayuda, no podré salir.

—Tiene la palabra el doctorArellano.

Nadie podría acusarlo de no irdirectamente al grano. Su primerapregunta iba dirigida al centro de la

diana.—Dígame, Alicia. ¿Cuántas veces

nos ha mentido usted desde que ingresóen el hospital?

—Son incontables, doctor —respondió entre sonriente y compungidaAlice Gould.

—¿Acostumbra usted a mentir porvicio? ¿Es ése un hábito muy arraigadoen usted?

—No, doctor. He acumulado, ensólo tres meses, todas las pequeñas ograndes mentiras que pueden decirse entoda una vida.

—Usted declaró que su marido tratóde envenenarla. ¿Es cierto o no?

—Es cierto que lo declaré; pero noes cierto que tratara de envenenarme.

—¿Puede usted hacer relación de losembustes más importantes que ustedrecuerde habernos dicho?

—Sí, doctor. Mentí al describir unapersonalidad de mi marido totalmentefalsa; mentí al simular un menospreciopor él que estoy muy lejos de sentir;mentí en la estúpida historia del caballoque me coceó. Casi toda mi primeradeclaración al doctor Ruipérez es puroinvento; así como las palabras que dijeo las actitudes que tomé ante terceros yque no tenían otra finalidad quemostrarme ante ellos conforme a mi

declaración del primer día. ¡Ah, ytambién mentí al decir que eralicenciada en Químicas! En realidad soydoctora en Filosofía y Letras. Medoctoré con una tesis titulada Psicologíadel delincuente infantil. Si les interesael tema puedo pedir a Madrid que memanden algunos ejemplares. Lacalificaron cum laude y, resumida y muybien traducida, por cierto, me lapublicó, en París, la Revue de deuxMondes.

La doctora Bernardos parpadeórepetidas veces. ¿Esta recluida mentíacon toda la barba o decía simplementela verdad? No le sería difícil

averiguarlo. Su propia tesis doctoral seasemejaba mucho en el tema a la quedecía esta señora haber escrito.

—¿Qué pretendía usted con susmentiras, Alicia?

—Simular una enfermedad mental.—¿Con qué fin?—Con el fin de que no pusieran

trabas a mi ingreso en el hospital.Samuel Alvar pasó una nota a César

Arellano que decía: "La paranoiafingida ha quedado ya delimitada. Buceabien en la verdadera".

—¿Por qué deseaba usted ingresar,Alicia?

—Para descubrir al asesino del

padre de mi cliente.—¿Qué dolencia o desequilibrio

mental pretendía usted fingir?—La paranoia.—¿Por qué precisamente la paranoia

y no cualquier otra dolencia?Alicia dudó brevemente.—No me niego a responder a esa

pregunta, doctor. Pero preferiría aplazarsu respuesta hasta después de haberdicho otras cosas, primero. Si declaroahora por qué y quién me aconsejó quesimulara esa enfermedad, me resultaríamuy enojoso. Dicho en su lugar quedarámás claro.

—La investigación criminal que

pretendía usted iniciar en este sanatorio,dijo usted antes que era a cargo o porencargo de un cliente. ¿Cliente de qué ode quién?

—De mi Oficina de InvestigaciónPrivada. Soy detective diplomado.

—Antes dijo que su declaración adon Teodoro Ruipérez era toda falsa. Yno obstante esa afirmación que haceusted ahora de ser detective también sela hizo al doctor Ruipérez el día de suingreso.

—Dije que casi toda mi declaraciónera falsa. Mi afirmación de ser detectivepertenece al casi restante: a la parte enque dije la verdad.

—¿Y qué la movió a decir la verdaden ese extremo?

—Pensé que no lo creerían: que loatribuirían a un elemento más de mifábula delirante.

—De modo que unas veces miente yotras dice la verdad... Dígame, Alicia,¿a mí me ha mentido alguna vez?

—Nunca, doctor. A usted nunca lehe mentido. Puedo jurarlo, y usted losabe.

—¿Y por qué a mí no, y al doctorRuipérez sí?

—Al doctor Ruipérez ya he dichoque le mentí porque necesitaba ingresaren el manicomio. A usted no necesitaba

mentirle, porque ya había ingresado.—Me interesaría saber qué la indujo

a hacerse detective.—Es un poco largo, doctor.—No importa. La escucharemos.—Y con mucho interés —precisó el

director con cierta sorna, completandola afirmación de César Arellano.

Samuel Alvar estaba muy satisfechode la marcha del interrogatorio. Lapropia Almenara acababa de confesar—¡tal como él había predicho!— quesus primeras declaraciones pertenecíana una paranoia simulada. Sólo faltabaahora delimitar su paranoia verdadera, ala que pertenecía sin duda el embuste de

declararse Premio Extraordinario delDoctorado. Lo sorprendente es que no sehubiera manifestado todavía PremioNobel o Archipámpano de las Indias.

—Prosiga, señora de Almenara.—¿Puedo fumar?Varias manos se apresuraron a

ofrecerle cigarrillos.—Gracias, prefiero los míos. Sólo

necesito fuego. No me está permitidousar encendedor, ¿saben?

Lo dijo con toda sencillez, comoquien cuenta algo que se da porconocido, pero con la clara intención dedar a entender, a quienes no estuvieronen antecedentes, que el director la

consideraba "enferma peligrosa".—Hace aproximadamente seis años

(y les ruego que tomen nota de cuantosnombres y datos voy a dar) oí comentarcon gran disgusto a una amiga mía, PilarSahagún, directora del colegio de niñasSanta Catalina de Siena, que a algunasde sus alumnas las habían descubiertoportando alucinógenos y que tenía elpropósito de instruirles expedienteescolar y echarlas del centro. Leaconsejé que no lo hiciera, pues de locontrario nunca se descubriría alresponsable de introducir y venderdrogas en el colegio. Por el prestigio dellocal y evitar un escándalo entre los

padres, la directora no quería dar partea la policía. Y entonces yo,comprendiendo sus razones, y porayudar a mi amiga, me ofrecí a hacer unainvestigación. Era necesario para elloque me contrataran como maestra dealgo; y yo, dudando mucho de miscondiciones docentes, sugerí colocarmecomo profesora de gimnasia o de judo.Y como de lo primero ya había unamonitora contratada, fui designada de losegundo.

—¿Sabe usted judo? —preguntóasombrado el doctor Rosellini—. ¡Yotambién! Si quisiera podríamospracticar algún día.

—No se lo aconsejo, doctor —rióAlice Gould—, ¡soy cinturón azul!

Dio una bocanada y prosiguió:—El caso es que la adolescente que

introducía y vendía heroína en el colegiofue a parar al Tribunal de Menores; y elmiserable que la utilizaba comomediadora, a la cárcel. Fue muy duropara mí, porque la joven culpableresultó ser hija de la directora. Este fuemi primer caso. Corrió la voz y comencéa tener peticiones de ayuda, primero deamigas mías, después de gentesdesconocidas que eran víctimas deestafas, o recibían anónimos, o lesdesaparecían metódicamente artículos

de venta de sus tiendas. Siempre erancuestiones en que el perjudicado no seatrevía, por una u otra causa, a acudir ala policía. La doctora Bernardosintervino:

—¿Qué motivo puede haber paraque no se atreva a acudir a la policía eldueño de una tienda cuyos dependientesle roban?

—Los dependientes eran un hijo, uncuñado y dos yernos. ¡Y el dueño,hermano de mi cocinera, que fue quienme pidió el favor de intervenir! Total:que me harté de hacer servicios gratuitosa diestro y siniestro y decidíprofesionalizarme y cobrar honorarios

por mis trabajos. La licencia la obtuvehace tres años e inmediatamente montémi oficina y contraté el personalauxiliar. Esta es la razón por la que mehice detective. ¿He respondidocorrectamente a su pregunta, doctorArellano?

—Ha respondido usted muy bien,Alicia. Ahora querríamos conocer afondo el caso concreto que la indujo aquerer internarse en un sanatorio mental.Y no en cualquiera sino en ésteprecisamente.

—El doctor Alvar lo sabe —selimitó Alicia a responder.

—El doctor Alvar no sabe nada —

afirmó desabridamente el director.—Si no lo sabe, por lo que yo creía,

debe saberlo, al menos, por lo que yo leconté en su despacho cuando tuvo laamabilidad de recibirme.

—Su conversación con nuestrodirector —puntualizó César Arellano—fue muy incompleta y profundamenteincomprensible, Alicia. Usted daba porsupuesto que don Samuel Alvar yaconocía el tema del que usted le hablabay lo cierto es que él, por carecer deantecedentes, no entendió y sigue sinentender lo que usted pretendió decirle.De modo que debe usted contarnos estahistoria como a personas que lo ignoran

todo, incluido, por supuesto, nuestrodirector.

Alicia meditó largamente.—No sé si debo —dijo al fin—. Si

yo hablara... atentaría no sólo contra elhonor sino contra la seguridad de micliente. ¡Estoy atada por un secretoprofesional! ¡Nunca lo he traicionado!

—Tampoco se ha encontrado ustednunca en una situación tan apurada,Alicia.

—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Alicia alarmada.

Arellano se volvió hacia SamuelAlvar, que tenía sentado a su izquierda,y al resto de sus compañeros.

—¿Puedo hablar con toda claridad?Unos cambiaron las piernas de

posición, otros encendieron uncigarrillo, otros retiraron la mirada,pero nadie habló. Se dirigió directa yexclusivamente al director.

—¿Puedo o no puedo?—Toma tus responsabilidades por ti

mismo. Tú eres quien ha pedido tratarlay dirigir este coloquio.

Volvióse hacia Alice Gould.—Bien, Alicia. Voy a hablar con

toda sinceridad. Usted ha entrado aquícomo una paranoica que ha intentado portres veces envenenar a su marido. Suingreso se produjo previa solicitud de

éste bajo la recomendación de unmédico. Y no es igual lo que usted digaa este respecto. Lo cierto es quenosotros la hemos admitido en elhospital bajo el compromiso de intentarsanarla. Entienda esto bien: intentarsanar a una paranoica conantecedentes homicidas. Para intentarsanarla (cosa que no siempre seconsigue) hemos de someterla altratamiento que indica nuestro Ripalda.Una de esas terapias es el choqueinsulínico: llevarla al borde mismo de lamuerte provocándole una hipoglucemiaprogresiva hasta que entre usted encoma. Cuando esté ya a las puertas de la

agonía, la reviviremos suministrándoledosis masivas de glucosa. Y apenas estéusted repuesta repetiremos eltratamiento cuarenta o cincuenta veces...en tres o cuatro meses. Si al final sigueusted considerándose detective ynegándose a reconocer que la verdaderarazón de su ingreso es un trastornomental que la predispuso a envenenar asu marido, probaremos otro tratamiento:haremos pasar por su cerebro unacorriente eléctrica hasta de 130 voltiosque sea capaz de provocar convulsiones,pérdida de conciencia y amnesia.¡Amnesia, Alicia, que es precisamentelo que se pretende: el olvido del delirio!

Para lo que el electroshock eseficacísimo. Si no hemos empezadoantes de ahora esta terapia, es poralbergar ciertas dudas, que había ustedprometido esclarecer ante el director.Aquella buena intención suya quedófallida. Tiene usted ahora la oportunidadde eludir el tratamiento... ¿y prefierequedar callada por escrúpulos hacia sucliente? ¿Puede decirme de qué leservirán a ese caballero los servicios deun detective que ha perdido la memoriay que ignora por tanto qué es lo que haceaquí y lo que ha venido a investigar?Porque ése es el fin que pretenderemos,Alicia: que usted olvide las causas por

las que cree estar aquí (una enfermedadsupuesta) y por las que quiso ustedenvenenar a su marido (una enfermedadverdadera). ¡El tratamiento comenzarámañana!

—Pero, doctor, ¡es absolutamenteverdad que yo estoy aquí para investigarun crimen!

—No nos sirve de nada que usted loafirme. Tiene que explicárnoslo. Ynosotros creerlo. Su negativa a hablar deello comienza a ser sospechosa.

Alicia, muy pálida, parpadeórepetidas veces.

—¿Por qué me mira tan fijamente,doctor Rosellini? ¿Me está usted

hipnotizando?—No, señora. Pero me ha adivinado

el pensamiento. Estaba considerando lofácil que sería arrancarle por hipnosis loque usted se niega a revelarnos de buengrado.

—Señora de Almenara —intervinoel doctor Muescas—, su defensa delsecreto profesional la honra mucho. Yyo la admiro por ello. Pero olvida ustedque nosotros somos médicos y ustednuestra paciente. Y que, por tanto,también estamos obligados hacia ustedpor el secreto profesional. Nada de loque nos pueda contar saldrá de entrenosotros. No olvide las palabras del

director. Estamos aquí para salvarla. Nopara condenarla.

—¿Es cierto que están ustedesobligados a...

—Nos ofendería si lo dudara,Alicia.

Estas palabras fueron dichas porCésar Arellano. Alicia lo miróanhelante. Volvió después el rostrohacia cada uno de ellos.

—Bien, señores. ¡Hablaré, hablaré!(En voz muy baja, pero no tanto

como para que Arellano no lo oyera,Samuel Alvar comentó con Rosellini:¡Qué gran comedianta es!)

El jefe de la Unidad de

Demenciados no replicó. Él había vistoa aquella mujer comportarse con unasangre fría inusual el día en que la mástemible de las reclusas de sudepartamento consiguió escapar de "laJaula" y la atrapó con su mano de hierro.No advertía comedia alguna en susreacciones. Con todo, no dejaba desorprenderle el contraste entre lafrialdad de aquel día en un trance tangrave, y su angustia de hoy, en un asuntoque a Rosellini le parecía menor. Talvez no lo fuera. Sentía viva curiosidadpor escucharla y, en cualquier caso, elcomentario del director le parecióimprocedente.

—Todo empezó —dijo Alice Gouldcon aire evocador— el 29 de febreroúltimo, fecha del cumpleaños de mimarido. ¡Heliodoro es tan original quesólo cumple los bisiestos! Y con estemotivo cada cuatro años damos una granfiesta. Casi siempre somos los mismos,pero nunca faltan caras nuevas. Yaquella noche hubo varias, a quien miesposo tuvo el capricho de invitar enuna reunión de Antiguos Alumnos de sucolegio que se había celebrado laantevíspera. Pido perdón por si todoesto es un poco premioso, pero lesaseguro que no cito detalles superfluos.Durante la reunión, alguno de nuestros

invitados se permitió bromear acerca demis actividades profesionales, y otrosexageraron los éxitos que obtuve en mimodesta carrera de detective.

(Alvar se inclinó hacia Arellano.—Como verás —le dijo—, mi

opinión se confirma punto por punto:"mis éxitos"... etc.)

—Cuando todos se retiraron quedósólo una de las "caras nuevas". Ymientras Heliodoro despedía en lapuerta a los últimos invitados, me dijo:"Me interesaría hablar con usted, Alicia,no como amigo sino como cliente". Le dimi tarjeta "profesional" y le cité a lasonce de la mañana de un lunes. No

quiero engañarlos. Hubiera podidocitarle mucho antes. Pero esasdilaciones... ¡no sé cómo decirlo!..., danprestigio.

—"Prestigio"—repitió como un eco,bien que con voz casi inaudible, eldirector.

La Almenara prosiguió:—Regresó Heliodoro al salón. Y al

ver que no quedaba más que unrezagado, le invitó a cenar. Como en laspresentaciones precipitadas nadie sabequién es quién, sólo entonces me enteréde que ese invitado era una personafamosa. Famosa —precisó Alicia— porsus propios méritos como médico, pues

se trata de un colega de ustedes, y por unhecho desgraciadísimo que le habíaocurrido dos años y medio antes: elasesinato de su padre.

—¿No se estará usted refiriendo aldoctor García del Olmo? —preguntóJosé Muescas.

—Sí, doctor. A él me refiero.—Sé muy bien quién es —murmuró

el jefe de los Servicios de Urgencia—.Es un gastroenterólogo muy conocido.

—En efecto lo es —exclamó AliceGould.

—Exacto. Y el asesinato de su padrecausó no pocos quebraderos a lapolicía.

—Sí, doctor. La investigación de esecrimen ha quedado inconclusa, y eldoctor Raimundo García del Olmo es elcliente por el cual me encuentro aquí.

Hubo —¿cómo negarlo?— unaevidente emoción en los oyentes alescuchar esto. Sólo el director mantuvosu expresión de lama tibetano.

—El padre del doctor García delOlmo —recordó Alicia de Almenara—era ya un anciano octogenario cuando sucadáver fue encontrado por su propiohijo al regresar éste de un viaje a París,donde intervino en un congreso de suespecialidad. El estudio forensedemostró que el crimen se había

producido cuarenta y ocho horas antesde ser hallado el cuerpo: tres díasdespués de salir García del Olmo paraParís y dos antes de su regreso.Aparentemente el crimen carecía dejustificación, pues nada de valor faltabaen la casa y ni puertas ni ventanas fueronforzadas. Era igualmente inexplicable lasaña empleada al asesinarle. Su cabezay su tórax fueron destrozados por uninstrumento difícil de catalogar, como sile hubiesen golpeado repetidamente conun gran saco lleno de arena. Ni celos nivenganzas personales eran explicablesen un hombre de tal edad que llevabauna vida retirada, acogido en casa de su

hijo, y al que no se le conocían nidevaneos seniles ni enemigos. El interéstambién se daba por descartado: suúnico heredero era Raimundo y laposición económica de éste era muchomás sólida que la de su padre. A lolargo de los días los periódicos seocuparon con gran detalle de estesuceso.

»Aquella noche, en mi casa,hablamos largamente de aquel episodioy supuse que el tema del que queríainformarme como cliente estaríarelacionado con el caso, pero como noaludió ante mi marido a la cita que teníaconcertada conmigo, yo tampoco dije

nada.»El lunes de marras, Raimundo se

presentó puntualmente en mi despacho.(Los siete médicos de la junta de los

miércoles estaban materialmentevolcados sobre la mesa para no perderuna sílaba ni un movimiento de loslabios de la relatora.)

—¡Ah, señores, cómo me cuestaviolentar en este punto mi secretoprofesional!

—"Nuestro" secreto profesional...—rectificó el doctor Muescas.

Alicia le sonrió agradecida yprosiguió:

—Las primeras palabras que me

dijo García del Olmo me dejaron tansuspensa como lo estarán ustedescuando yo se las repita. "La policíasospecha de mí": esto fue lo que medijo.

»A continuación me explicó que alcabo de un mes de haber hecho ladenuncia y declarar cuanto sabía fuellamado de nuevo a la comisaría.

—Escucha bien esto, Alice —medijo con gran excitación—. Lo que voy adecirte no se lo he contado a nadie, nisiquiera a Heliodoro, ni a mis másíntimos amigos: las preguntas que mehacían eran degradantes y me hundieronmoralmente. Atentaban contra mi

honorabilidad y mi seriedad y miprestigio. Querían saber todos los pasosque di en París, en los cinco días queestuve fuera; los nombres de laspersonas con quienes me reuní; lassesiones del congreso a las que asistí y alas que dejé de asistir, y a las que lleguécon retraso. Y las mociones quepresenté y las deliberaciones en queintervine y a qué horas y en qué días. Medi cuenta de que pretendían averiguar situve ocasión de viajar de noche de Parísa Madrid, cometer el crimen y regresar aParís para estar presente en la primerasesión de la mañana, a las pocas horasde haber sido cometido el crimen.

Yo le interrumpí:—No entiendo —le dije— qué

motivos podían alegar para acusarte deesa atrocidad.

—La compasión —concretó Garcíadel Olmo—. Mi padre padecía uncáncer de estómago que le producíaterribles dolores. Y suponen que, alcomprender yo que le quedaban muypocos meses de vida, quise ahorrarlepadecimientos tan crueles.

—Esa piedad tuya por tu padre —ledije— no se compagina con la saña queel verdadero asesino empleó contra él.

—Suponen que lo maté con unmétodo más piadoso, una sobredosis de

morfina —me respondió—. Y que sólodespués desfiguré su rostro para fingir elcrimen de un vesánico.

—¡Pero esa sobredosis de morfinahabría dejado alguna huella al realizarla autopsia! —protesté.

—Querida Alice —insistió—, misituación es más grave de lo quepiensas. ¡Había morfina, en efecto, en suorganismo! ¡Mi padre se la inyectabapor sí mismo para calmar sus dolores!

—Y, a pesar del tiempo transcurrido—le pregunté—, ¿siguen sospechandode ti?

—Afortunadamente —dijo— pudeprobar que aquella noche no había

comunicación aérea posible París-Madrid y regreso al punto de partida,entre el final de la función de ópera aque fuimos invitados los congresistas yla primera sesión de la mañana siguienteque yo presidí, y a la que llegué congran puntualidad.

—Bien —comenté—, si desdeentonces no te han vuelto a molestar,todo está resuelto.

—Desgraciadamente no es así.Desde entonces, han ocurrido doshechos muy singulares. Uno: me heenterado de que la policía estáconfirmando por medio de mis colegas,españoles o extranjeros, si los pasos que

yo di fueron exactamente los quedeclaré. ¡Luego la sospecha sigue en piey la investigación continúa! Otro asuntoinexplicable es éste.

Y depositó sobre mi escritorio unashojas de papel. Eran de pequeñoformato y todas ellas tenían recortadas atijera una pequeña franja cual si setratase de hojas de escribir conmembrete, en las que la parte impresahubiese sido suprimida.

Una de las cartas decía:Asesino. Tú le mataste. No yo.En la otra estaba escrito:Me he vengado de ti. No de él.En la última se leía:

Ríete ahora de mí, como te reísteotras veces.

Observé estos escritos con atencióny curiosidad profesionales. Todas lasmisivas estaban rotuladas con bolígrafosde distintos colores: rojo, sepia y verde.Las letras eran grandes y desiguales: lacaligrafía de las capitulares parecía unarabesco u orlas estrafalarias; las líneasestaban torcidas y algunos vocablostachados. Sobre uno de estos manchoneshabía algo que, tal vez, pudiese ser unahuella dactilar.

—Desde hace algo menos de un mes—comentó García del Olmo— recibouna por semana.

—¿Se las has enseñado a la policía?—No.—¿Por qué?—Porque parecería que es una

argucia mía, a la desesperada, para quedejen de sospechar de mí. Sólo cuandoconsiga averiguar quién es el autor deestas cartas que se delatan a sí mismasse las entregaré a la policía. Pero ni unminuto antes. ¿Te imaginas lo quesignifica para un hombre de mi posiciónprofesional verme en entredicho, y quelos periódicos ávidos de escándalospublicaran alguna de estas cartas en quese me llama asesino?

Yo medité un instante.

—No sé si haces bien en ocultar a lapolicía la existencia de esas cartas...

—Alice: atiende bien esto. La nocheen que mi padre fue brutalmenteasesinado no había, como te he dicho,línea aérea directa París-Madrid-París.Pero ¿cómo puedo yo saber si no lahabía París-Copenhague-Roma-Madridy regreso, u otra combinación extraña,pero posible, con Turquía, o El Cairo,que permitiera ir y regresar de París aMadrid en una sola noche? Además...

—Además... ¿qué?Raimundo García del Olmo titubeó:—Un congresista italiano perdió su

pasaporte y lo encontró días más tarde.

Alguien pudo haberlo cogido, viajar conél una noche y regresar...

—Escucha, Raimundo. Todo lo quedices, si eres de verdad inocente, comoestoy segura, carece de sentido. ¿Viajóalguien con ese pasaporte perdido aMadrid? Este es un dato muy fácil desaber. Yo puedo averiguártelo en unabrir y cerrar de ojos. ¡Es demasiadosencillo!

—Eso es lo que quiero. Que me loaverigües y que te encargues de todo micaso. Sobre todo de esto: ¿quién oquiénes, desde dónde y por qué, meescribe o me escriben estas cartas?

—Por de pronto, déjamelas —le

dije—. Quiero hacer un examengrafológico y dactilar de todas ellas. Ysi recibes más, no las manosees, como tehe visto hacer antes. Las tomas conpinzas y las envuelves suavemente, sinfrotarlas, en papel de seda. Y me lasdas. Quizá esta investigación sea másfácil de lo que piensas. Ve haciendomemoria de tu infancia y primerajuventud. Quien te escribe es alguienque, alguna vez, justa o injustamente, sesintió gravemente agraviado por ti. Talvez haga de esto muchos años. Desdeentonces este hombre o esta mujer hasufrido al verte encumbrar y triunfar,mientras que él, que en un momento

dado estuvo a tu mismo nivel social,económico o profesional, se ha idodegradando y tal vez viva ahora unaexistencia miserable. Bucea también entu memoria y en tu conciencia sirecuerdas haber cometido un desafuerocontra alguien a quien tú despreciaras ominimizaras, o considerases, por lasrazones que fueren, inferior a ti. Nodescartes una mujer: una jovendesairada, por ejemplo. Y ahora,querido Raimundo, deja de mirar altecho, que allí no vas a encontrar escritoel nombre de tu enemigo, y vuelve averme pasado mañana a esta mismahora.

Al ver que se ponía en pie leadvertí:

—Excuso decirte que si me impidesque hable con mi marido de tu caso...¡tampoco debes tú decirle que me hasencomendado este asunto!

—¿Cómo se te ocurre que voy a...?—Se me ocurre... —le interrumpí—

porque ser hombre y ser discreto sontérminos incompatibles. ¡Hala, vete; quétengo que empezar a trabajar!

Rió la doctora Bernardos, por laincompatibilidad que veía la señora deAlmenara entre los varones y ladiscreción, y Alice Gould prosiguió consu historia:

—Tal vez los haya aburrido hastaahora, pero les aseguro que lo que voy adecirles a continuación no los aburrirá.El examen grafológico de aquellasextrañas misivas era todo undiagnóstico. Su autor era sin duda algunaun perturbado mental y probablementeun esquizofrénico de la modalidadhebefrénica, cosa que yo entonces nosabía lo que era. Perdón por el inciso.¿Recuerda usted, doctor Arellano, lacarta que apareció en mi dormitorio,cuando estuve en Recuperación y que meenvió uno que llaman "el Albaricoque"?Era una letra muy semejante a lasmisivas que recibió García del Olmo. Y

las capitulares también estaban llenas dedibujitos, rombos y espirales. Bien:prosigo. Advertí que todos los sobresllevaban el matasellos de esta provincia.Me informé y supe (ya que antes loignoraba) que la famosa Cartuja de losmonjes cistercienses albergaba hoy elmás grande de los manicomios deEspaña; que era nacional y noprovincial: es decir que podía albergara enfermos de todo el territorio y nosólo de esta provincia. También supeque era mixto: de hombres y mujeres. Yque era el primero de España en que sehabía inaugurado "el régimen abierto",en que los pacientes no peligrosos

podían salir libremente y pasear fuerade sus murallas y visitar los puebloscercanos e, incluso, pasar temporadas ensus casas. Consideré que siendo el autorde las cartas un esquizofrénico residenteen esta provincia, sería altamenteprobable que estuviese recluido aquí oque lo hubiese estado en otro tiempo, o,en fin, que se tuviese noticias de él. Yme propuse tomar el coche y solicitardel director del sanatorio mental unainformación respecto a la clientela quealbergaba. De aquí que averiguaseprimero el nombre de su director.Cuando expuse a García del Olmo mipropósito, Raimundo lo aprobó.

—¿Cómo podríamos averiguar quiénes el director del manicomio? —mepreguntó.

—Ya lo he averiguado —respondítriunfante—. Es don Samuel Alvar.

—¿Qué dices? ¿Es Samuel Alvardirector de ese manicomio?

—Sí.—¡Samuel es íntimo amigo mío! —

exclamó—. ¡Hace años que no nosvemos, pero nos queremosentrañablemente! Samuel no puedenegarme nada que yo le pida, y mássabiéndome en una situación tan apuraday comprometida.

—Realmente es una suerte que seáis

tan amigos —comenté.—No sé qué debo hacer: si

telefonearle o si ir a verle.—Tal vez las dos cosas —sugerí—.

Pero ¿qué es exactamente lo quepretendes pedirle?

—Que te permita vivir en elmanicomio como si fueses unaenfermera o una estudiante depsiquiatría que quiere hacer prácticaso... o lo que él mismo nos sugiera comomejor solución. ¡Esta misma tarde letelefonearé!

Los auditores de Alice Gouldestaban cada vez más expectantes. Ladoctora Bernardos hubiese querido que

le anticiparan la última página, comoesos lectores que antes de empezar unlibro quieren saber si termina mal obien.

—Tres días más tarde —continuóAlicia dirigiéndose directamente aSamuel Alvar—, Raimundo García delOlmo me dijo que había estado aquí conusted y que le expuso su deseo de queuna detective diplomada pudieserealizar dentro del sanatorio unaexhaustiva investigación entre losreclusos. Añadió que usted no opusoreparo a esto, pero que le sugirió que yoingresara simulando ser una enfermamás, pues mis contactos con los

residentes podrían, de este modo, sermucho más directos y profundos. Así melo explicó Raimundo —insistió Aliciacon énfasis—, apenas regresó de suviaje, y me anunció que pronto recibiríauna carta suya explicándomedetalladamente los trámites que debíanseguirse para mi ingreso.

—¿Y recibió usted esa carta? —preguntó el director.

—Sí, doctor. Ya hablamos de ello elotro día en su despacho.

—¿Recuerda usted cómo empezaba?Alicia frunció los párpados:—Mi distinguida señora: Nuestro

común amigo Raimundo García del

Olmo me ha informado... etc., etc... Acontinuación me sugería que la dolenciaque me sería más fácil simular era laparanoia y me aconsejaba que leyese unmanual titulado Síndromes ymodalidades de la paranoia, del doctorArthur Hill. ¡Ya se lo conté!

—Pero a estos señores, no.Alicia se volvió hacia ellos.—Lo que más me impresionó—les

dijo— no era el contenido de la carta (ala que acompañaba fotocopias de undecreto de 1931, regulando el ingreso enlos manicomios), porque ya me lo habíaanunciado Raimundo. Lo que digo queme llamó la atención era la clase de

papel tela en la que estaba escrita y suformato, porque eran idénticos al de lasmisivas del esquizofrénico. Con unasola diferencia: en la del director habíaun membrete impreso con el nombre,dirección y teléfono del hospital, y enlas del loco, esta parte estaba recortadaa tijera.

—¡Estamos en el buen camino! —exclamé con entusiasmo al comprobaresto.

Y rompí a reír porque a un espíritucurioso y aventurero como el mío, acabódivirtiéndole la colosal insensatez deencerrarse como uno más en una casa delocos.

Hizo Alicia una larga pausa y surostro adquirió gravedad. Se mordió loslabios.

—Ya no me río —añadió, secándoseuna lágrima.

"Ñ"PROSIGUE LAHISTORIA DEALICE GOULD

A PROVECHÓ EL DOCTORROSELLINI la pausa deAlicia para intervenir "en una

cuestión de orden", dijo. Y ésta fue que,dados la hora y el tiempo que llevabanreunidos (y siempre que al director no lepareciese mal), a todos les vendría deperlas tomarse un refresco. AccedióSamuel Alvar, y se le encomendó al"bata blanca" que hacía guardia a laentrada, que trajese hielo, cervezas,whisky, jugos y agua. Llegado elmomento de servir, Alicia pidió el mássencillo de los elementos, y que, a pesarde ser el más puro de cuantos producíala Naturaleza, hubiese hecho morir a

Ignacio Urquieta: agua con un trozo dehielo.

—¿No prefiere un whisky, señora deAlmenara? —le preguntó el doctorRosellini.

Alicia elevó los ojos hacia CésarArellano.

—¿Puedo, doctor?Éste dio su venia, y Alicia consideró

que esta pequeña y mínima concesiónera la primera prueba de libertad que sele daba desde que ingresó al hospital.

—Estamos deseosos de oír el finalde su historia, Alicia —le animóDolores Bernardos.

—Lo que voy a contar es tan terrible

para mí... —prosiguió Alice Gould—,que ignoro si sabré expresarme conclaridad. Yo me sentía lícitamenteorgullosa de haber descubierto que lasmisteriosas misivas que recibió micliente procedían de este hospitalpsiquiátrico; no obstante, me quedéradicalmente asombrada del cheque,anticipo de mis honorarios, que Garcíadel Olmo depositó sobre mi mesa, conel acuerdo de que lo duplicaría siacertaba en mi investigación. Quedéasimismo harto satisfecha de la divisióndel trabajo que nos propusimos realizaren los días sucesivos. Yo me ocuparíade estudiar la enfermedad que había de

fingir, y él, de preparar los trámites parami ingreso; yo, de arrancar a mi maridola solicitud de ser internada, y él, deredactar el informe médico ycumplimentar con nombre supuesto eloficio, o impreso, o como se llame esepapel, en que se aconseja elinternamiento.

—¿Asegura usted —le interrumpióel doctor Sobrino— que falsificaron undocumento público?

Alicia movió afirmativamente lacabeza.

—No sólo eso —interrumpióSamuel Alvar—. La señora de Almenarame dijo que la certificación del

delegado de Sanidad era falsa también.—No se me oculta —continuó Alice

Gould— que se les hará a ustedes muycuesta arriba entender cómo unaspersonas que han vivido siempre dentrode la ley se atrevieron a realizarsemejante falsificación. Les ruego quetengan en cuenta que no lo hacíamos enperjuicio de terceros y que nopretendíamos engañar a nadie, ya quenuestro propósito era entregarpersonalmente a don Samuel Alvartodos estos papeles. Y él conocíasobradamente la verdad. Si aquellosdocumentos eran excesivos lossustituiríamos por los que él nos

aconsejara. En cuanto al impreso queaparece firmado por un tal doctorDonadío, mostré mi asombro de que undocumento tan escueto sirviese parainternar a nadie en un manicomio, a loque Raimundo me respondió que acasofuese una buena medida acompañar eldocumento oficial con una carta privadaen la que el médico particular informaseal director de este sanatorio de ciertaspeculiaridades de la enferma que iba atratar. Excusado es decir que así comoel impreso fue rellenado por el doctorGarcía del Olmo, la carta hablando demi personalidad la redacté yo. Y todoello, por supuesto, con el conocimiento,

cuando no el consejo, del doctor Alvar.El aludido hizo un gesto de hastío.

Cada vez que Alicia le nombraba, todosvolvían el rostro hacia él.

—Espero no necesitar decirles austedes que nada de esto es cierto —comentó.

—¿Qué es lo que no es cierto,doctor? —inquirió Alicia.

—Siga usted, señora de Almenara.—¿Para qué, doctor, si nada de lo

que digo es verdad? —dijo Aliciadulcemente. Y se propuso aprovechar laprimera oportunidad para turbar esamáscara impenetrable del director.

Bebió un sorbo de su vaso y

mantuvo los ojos fijos en el hielo,dispuesta a no proseguir mientras elmédico no se explicase. Tenía laindefinible sensación de contar con lasimpatía de todos los presentes,mientras que el director era diana de laantipatía común. Tal vez Samuel Alvarnotó en el ambiente algo semejante,porque aclaró:

—He querido decir que en suhistoria hay al menos una parte que no escierta, porque yo jamás sugerí que se meescribiese esa carta. ¡Espero queninguno de los presentes pondrá eso enduda!

"Pero ¿cómo? —se dijo Alice Gould

al oír esto—. El director, se ha puesto ala defensiva. Este es el momento deatacar a fondo". Sorbió de nuevo suwhisky.

—Gracias, doctor. Hubiera sido muyviolento para mí ponerle en evidenciaante sus colegas aportando pruebas deque "la otra parte" de mi historia esrigurosamente cierta. Y ya que usted hareiterado que todo era falso, voy aprobar que esa carta la escribí yo.

El silencio era tan grande que nadieosaba ni moverse para romperlo. Losque tenían el vaso en el aireinterrumpieron el movimiento dellevarlo a los labios. Alice Gould

procuró que el tono de su voz no fueseinsolente ni triunfal.

—La carta que usted recibió firmadapor el doctor Donadío es de tamañofolio. No lleva membrete. Tiene fecha21 de marzo, está tecleada a máquina enuna "Baby Olivetti", del modelo exactoal que usa en este hospital la señoritaCastell. Está escrita por ambos lados.En la segunda cara hay un párrafo enterosubrayado. La despedida dice: "Leruego, distinguido colega, me disculpeestas líneas inspiradas en el gran afectoque siento por el matrimonio Almenara,y queda siempre suyo affmo., E.DONADÍO". El párrafo subrayado tiene

especial interés para mí porque lomedité y corregí varias veces antes depasarlo a limpio, ya que quería cubrirmede posibles contradicciones. Salvo erroru omisión, dice así:

»Es condición muy acusada de estaenferma tener respuesta para todo,aunque ello suponga mentir —para loque tiene una rara habilidad— y aunquesus embustes contradigan otros que dijoantes. Y todo ello con tal coherencia ycongruencia que le es fácil confundir agentes poco sagaces e incluso apsiquiatras inexpertos.

»¡Le aseguro, doctor —añadióAlicia con el aire más sincero e inocente

— que esto de los "psiquiatrasinexpertos" no lo decía por usted! Ahorame siento avergonzada de haberloescrito porque puede parecer que... ¡Enfin, le ruego que me perdone! ¡Leprometo que lo de "psiquiatrasinexpertos" no iba con usted!

A pesar del poco espacio de pielque le dejaban libre las barbas, losbigotes y las gruesas gafas, Alvarpalideció visiblemente. La reticencia dela Almenara podía pasar inadvertida alos otros, pero no a él que habíarecibido en sus barbas las caricias de ladama.

—Sana o enferma —exclamó sin

alterar la voz—, es usted una mujerinsufrible.

Seis rostros se volvieronbruscamente hacia él. En los gestos detodos se leía una velada reprobación..

—Gracias, director, por declararme"Sana". Porque estoy segura de que auna enferma no se hubiese usted atrevidoa ofenderla.

Y lo dijo con tal sencillez ydignidad, que más de uno estuvo tentadode aplaudirle.

—Prosiga, Alicia, por favor —lainvitó amablemente César Arellano.

—Cinco días antes de la fechaprevista para mi ingreso cometí el más

grande de mis errores.—¿Usted comete errores? ¡No puedo

creerlo! —exclamó con sorna SamuelAlvar.

—Sí, doctor. Es humano el errar. Yyo soy tan humana como usted.

"¡Nuevo floretazo! —pensó para susadentros César Arellano, y añadió parasí—: ¡Bravo, Alicia! Si no te dejasllevar por la cólera, tendrás ganada lapartida. Por ahora cuentas con cincovotos a favor, uno en contra y unaabstención: la de Ruipérez".

Volvióse Alicia hacia cada uno delos presentes con ademán angustiado.

—Mi terrible error consistió en

decirle a mi marido que tenía que haceren Buenos Aires una investigaciónacerca de un testamento probablementefalsificado. ¡Y hoy me veo privada de suayuda! Él ignora dónde estoy. No puedocomunicarme con él. Ninguna de lascartas que he escrito ha llegado a sudestino. Me horroriza imaginar que élsospeche que le he abandonado. Medesespera pensar que, inquieto por laausencia de noticias mías, me andebuscando por América. Les suplico,señores, que me ayuden, y se pongan encomunicación con Heliodoro.

Interrumpióse Alicia. Las lágrimasresbalaban por su rostro.

La doctora Bernardos la consoló:—Sosiéguese, señora, y dígame su

teléfono de Madrid. Yo misma mepondré en comunicación con su esposo.

—216 13 13.—Quiero recordarle, doctora

Bernardos, que esta enferma ha sidointernada previa solicitud de donHeliodoro Almenara —intervinoseveramente Samuel Alvar.

La doctora hizo caso omiso de loque le decían. Anotó el teléfono yprometió:

—Mañana tendrá usted noticias desu marido.

Don José Muescas, visiblemente

inquieto, inquirió:—Pero ¿no fue él quien la acompañó

hasta aquí?—¡No! —respondió Alicia—. ¡Fue

mi cliente! Ya se lo dije al doctor Alvar,y éste parece querer ocultarlo.Imagínense mi disgusto y mi estupor alenterarme aquel día de que el directorhabía iniciado sus vacaciones lavíspera. No sólo había perdido alcómplice imprescindible para llevar abuen término la investigación, sino que...al no estar aquí el director, laburocracia siguió su curso. Ladocumentación falsificada fue remitidaal gobernador civil de la provincia y al

juez de primera instancia de mi últimaresidencia. La autoridad provincialdispuso mi reconocimiento y fui visitadapor el encargado de estos casos en laprovincia, ante quien fingí una donosacomedia, similar (por no decir idéntica)a la que representé ante el doctorRuipérez. Lo que hasta ese momentosupuso una argucia inocente, setransformó en un grave delito. ¡Me hemetido en un buen lío! Y no sé cómosalir de él. Advierto que estoy siendovíctima de una maniobra que no consigodescifrar. Mi cliente no ha vuelto a darseñales de vida. ¿Vive? ¿Ha muerto? Nolo sé. ¿Está esperando que yo concluya

mi investigación y, entretanto, no quiereintervenir en mis actos, para que no serompa mi secreto? ¿Ha intentadocomunicarse conmigo y se le haimpedido? Lo ignoro. De otra parte, ladisposición del director para conmigoes extrañísima. Necesito que me informesi una decena de enfermos, cuya listatengo hecha, fueron dados de alta o seles autorizó salir del hospital en unafecha concreta. Y me niega estainformación. La actitud del doctor Alvarconmigo, su negativa a cumplir sucompromiso, la inquina que medemuestra, carecen de explicación.

—¿A qué causa atribuye su exaltada

imaginación la actitud del doctor Alvar?—preguntó el propio doctor Alvar.

"La guerra está declarada —pensóAlicia para su coleto—. A este pollo melo voy a merendar".

—Antes de responderle, director,quiero pedirle permiso al doctorArellano para servirme otro whisky. ¡Lovoy a necesitar!

—Sólo dos dedos, Alicia.Tenía miedo César Arellano de que

esta señora que ya había clavado variosalfilerazos en el orgullo del director,cambiara los alfileres por banderillas defuego. La enemistad entre los dos erabien patente. Y caso de producirse un

enfrentamiento dialéctico entre los dos,Alicia era ganadora segura. No acababade entender cómo Samuel Alvar se habíaatrevido a plantearle esa cuestión y contanta insolencia delante de los demásmédicos. Conociendo bien a Alicia,resultaba una temeridad.

Regresó Alice Gould de la mesitaauxiliar en que estaban situadas lasbebidas. José Muescas y la doctoraBernardos comentaban algo en voz baja.Rosellini y el doctor Sobrinocomentaban admirativamente la granfigura que tenía la señora de Almenara.Alicia enarboló un gran vaso de aguapura y se lo enseñó a Arellano.

—Agua de la fuente y hielo sinmezcla de mal alguno, doctor —dijosonriendo.

Quedóse de pie.—Voy a explicarle, director, lo que

mi "exaltada imaginación" opina acercade su actitud hacia mí.

Bebióse el vaso, lo devolvió a lamesa auxiliar y, al fin —después dehaber creado cierta expectación—, tomóasiento y añadió:

—He meditado mucho acerca de suhostilidad, doctor. Después de ladesagradable entrevista que tuvimos ensu despacho, y cuando tuvo usted lagentileza de mandarme poner la camisa

de fuerza...Se oyeron varias voces asombradas

repitiendo lo mismo.—¿La camisa de fuerza?César Arellano se puso

violentamente en pie.—¿Es cierto que a una enferma que

estoy yo tratando, y que aún no ha sidodiagnosticada, se le ha puesto la camisade fuerza, sin consultarme niinformarme?

—Fue un error de los enfermeros —respondió desapacible Samuel Alvar—.Ordené que la librasen en cuanto meenteré.

Un rumor se extendió por la sala

capitular. Alice Gould había conseguidoel clima que buscaba. Con tono amableprosiguió:

—Le suplico, don César, que no seenfade por aquella increíble extorsiónque se cometió conmigo. No guardoningún rencor a don Samuel por ello, yno he recordado este "penoso error"para recriminarle. Quería decir, cuandome interrumpieron, que, como mepusieron la camisa de fuerza (y memantuvieron encerrada, porequivocación, sin duda), tuve muchotiempo para meditar acerca de la extrañaactitud del director hacia mí. ¡Eso es loúnico que quería decir!

Nuevamente se oyeron rumores.Samuel Alvar parpadeó repetidas veces.

"¡Dios, Dios, qué endiabladamentelista es esta mujer!", pensó CésarArellano.

—Es posible, me dije, queRaimundo García del Olmo me hayamentido; que nunca hablase con eldirector de este hospital; que la cartaque me escribió don Samuelrecomendándome la simulación de unaparanoia estuviese falsificada por micliente y que, en consecuencia, eldirector crea, de verdad, que yo fuitratada por el doctor Donadío, y que soyuna envenenadora frustrada. En ese caso

he de meditar acerca de las razones quepudo tener García del Olmo paraengañarme y consumar mi encierro.Actitud peligrosa la suya, porque si estoes así, y Heliodoro se entera (cosa quepuede ocurrir entre hoy y mañana si ladoctora Bernardos me ayuda), su amigoRaimundo irá a dar con los huesos a lacárcel. ¡Pero esos huesos estarán rotosde la paliza que recibirá! Por mucho quepiense en ello no puedo ni aproximarmea los motivos que un profesional,prestigioso e inteligente como él, puedatener para encerrarme.

»Otra posibilidad, me dije, es queSamuel Alvar y García del Olmo estén

confabulados para realizar estesecuestro. Pero deseché en seguida estaidea por la razón apuntada de laausencia de motivos en García delOlmo, y porque el hecho de que nuestrodirector sea profundamente antipático nome autoriza a pensar que sea un canalla.¡Es un hombre desagradable, me dije,pero un canalla no!

A cada epíteto, el impasible directordaba un parpadeo que Alicia fingía noadvenir. Las banderillas de fuego quetemía César Arellano las iba clavandola señora de Almenara con precisiónimplacable. Lo que el jefe de losServicios Clínicos había olvidado era

que, en las suertes taurinas, tras lasbanderillas viene el estoque de matar.

Alicia prosiguió con el tono inocentey trivial de quien lee un libro de cuentosa niños pequeños.

—O García del Olmo me mintió, encuyo caso Alvar es sincero, o me dijosiempre la verdad, en cuyo caso es donSamuel el que miente. "¡Vamos, vamos,Alicia (me recriminé a mí misma) no tecontradigas!" ¿No dijiste antes que eldirector no era un canalla ni unmiserable? De acuerdo, pero, encambio, lo que el director es... lo que eldirector es... ¡Y se me hizo la luz! ¡Locomprendí todo! ¡Encontré un motivo en

Samuel Alvar para retenerme!No era sólo César Arellano quien

estaba aterrado de lo que iría Alicia adecir. A todos les ocurría lo mismo. Ysingularmente a Teodoro Ruipérez, queera amigo personal de Alvar; que entróen el hospital traído de la mano delactual director y que sufría ante lasconstantes humillaciones a que erasometido su jefe. Más éste parecíadispuesto a meterse más y más en laguarida del lobo.

—Estoy deseando saber qué es loque descubrió usted en mí. Pero lesuplico que sea breve.

—Llevo casi tres meses sin

diagnosticar, doctor. Le aseguro queseré menos premiosa al hablar que usteden diagnosticarme. ¡Bien! Prosigo. Yohe aprendido mucho de psiquiatría eltiempo que llevo aquí. Lo cual no es deextrañar teniendo cerca de mí tan buenosmaestros y tan buenos ejemplos. Entrelas cosas que he aprendido es quemuchas neurosis y psicosis se producenen gentes que ya estaban predispuestaspara albergar estas dolencias. Y lo queyo descubrí, doctor Alvar, es que ustedera... ¡un predispuesto! Un predispuesto—repitió— para hacer lo que hizoconmigo. Comencé a analizarle (¡talcomo hacen ustedes para trazar un

diagnóstico!): estudiando supersonalidad y su historial. He deremontarme al tiempo en que el doctorArellano fue designado en asamblea demédicos para cubrir la vacante delanterior director fallecido. En aquelentonces todos se llevaron un grandisgusto cuando éste rechazó el cargodiciendo que ese puesto comportabatales compromisos administrativos quese vería forzado a desatender el tratodirecto con los enfermos, cosa que él nodeseaba porque se debía a ellos. Enconsecuencia, se trataba de elegir otrodirector, dentro de los destinados en elhospital. Y en eso estaban, cuando, con

sorpresa de todos, el Ministerio lesimpuso a un director de fuera.

»El desagrado del cuadro médicoaumentó al conocer el nombre de usted,doctor Alvar, y no sólo por ser másjoven que muchos de los internos...También y sobre todo por ser un"antipsiquiatra". ¡Oh, doctor, le ruegoque no se moleste si empleo estetérmino! Sé que a los de su secta, o sugrupo, o su escuela, no les gusta que seles denomine así, pero todo el mundo lohace y hay hasta libros escritos por"antipsiquiatras" que utilizan ese modode decir. Se les acusa a ustedes de usarprácticas inusuales, de ser utópicos y de

estar fuertemente politizados. Consideréque esta aversión hacia ustedes erainjusta y anticientífica, ¡pero lo cierto esque los "antipsiquiatras" pertenecen casitodos ustedes a un partido tanradicalizado!

»En fin, a nadie interesa lo que yoconsidere. Lo importante es lo queconsiderasen los demás. Y a éstos lesdolió: 1.°, que nombrasen "a dedo" undirector, olvidando la prácticatradicional; 2.°, que el nombrado fuese"de fuera"; 3.°, que se contase en elnúmero de los "antipsiquiatras"; 4.°, queperteneciese al más radicalizado de lospartidos políticos internacionales; 5.°,

que designase subdirector a otro "defuera" y también "antipsiquiatra" y delmismo partido. ¡Oh, don Samuel, leaseguro que yo no tengo nada contra lossuyos! Al revés, algunos hasta me caensimpáticos. Pero, injustamente, tienenmala prensa y provocan recelos. ¡Estoes certísimo, director! "¿Quién va amandar desde ahora en el hospital? ¿LaCiencia o su partido?", se preguntaban.

(La doctora Bernardos, lo mismoque Rosellini, Salvador Sobrino, JoséMuescas y César Arellano no sabíandónde poner los ojos. ¿De dónde habríasacado Alicia esa información? ¡Todocuanto decía era exacto! Y entre los

disgustados del primer día estaban todoslos presentes —salvo Ruipérez— y porlas mismas razones que exponía contanto descaro como verdad AliciaAlmenara.)

—Apenas llegó usted, comenzó avariarlo todo. Fundó los talleres, perono tomó las medidas de precaución paraque no se robaran los utensilios. Y conla varilla extraída de la fabriquita deparaguas, un recluso apuñaló a otro.Estableció las "tarjetas naranjas" parasalir libremente a pasear tapias afuera, ylas fugas se multiplicaron. Suprimióusted las rejas de las ventanas para queel hospital no pareciese una cárcel, y el

número de suicidios crecióespectacularmente. Algunos críticossuyos, doctor Alvar, son particularmenteseveros y opinan que a los suicidas noconviene darles facilidades. ¡Ya veusted qué mala es la gente!

—¿Puede usted concretarse, señorade Almenara, en esa curiosapredisposición que vio en mí?

—Sí, doctor. Ahora iba a tocar esetema, inmediatamente después dedeclarar un elogio que todos hacen deusted: es común su fama de ser unimplacable cumplidor del reglamento. Sihay que castigar, se castiga, aunque lafalta cometida lo haya sido por el más

leal y antiguo de los enfermeros o losfuncionarios; si hay que encerrar seencierra, aunque el enfermo padezcaclaustrofobia. ¿Quién no comete a vecesuna falta? Usted mismo se dejó llevar desu bondad y, para hacer un favor a unamigo, prometió hacer la vista gorda ytolerar ciertas irregularidades para queingresara en el hospital una detective.¡Nadie debía enterarse de esto! Talcomo estaba planeado ¡nadie seenteraría! Mas ¿cómo imaginar que suamigo cometiese tantas torpezas? ¿Cómosospechar que iba a falsificar la firmadel delegado de Medicina, atribuirmetres intentos de envenenamiento y

presentarse aquí para recluirme, estandousted ausente?

»Cuando regresó de su viaje porAlbania, se encontró con ladesagradable sorpresa de que miexpediente había sido ya remitido algobernador de la provincia y al juez deprimera instancia de mi últimaresidencia, tal como lo ordena elartículo 10 del Decreto de 3 de julio de1931.

»Y un hombre con complejo deinferioridad (pues teme tener menosméritos que sus demás compañeros paraejercer el cargo de director); concomplejo de juventud (motivo por el que

se ha dejado barba para parecer así másgrave y con mayor autoridad); concomplejo de antipatía (pues es ustedconsciente de la aversión profesionalque causa a sus demás compañeros); concomplejo de antipsiquiatra (al que se lefugan los reclusos por docenas y se lesuicidan los deprimidos y melancólicosa puñados); con resentimiento político ysocial a causa de sus años en la cárcel;un hombre como usted, digo, al quetodos elogian por la extraordinariaescrupulosidad con que cumple elreglamento, se ve metido en un buen lío:le pueden descubrir ser autor o cómplicede una superchería CONTRA EL

REGLAMENTO, en la que hay de pormedio documentos falsificados yengaños, por conducto oficial, a juecesy gobernadores civiles.

»Por la imprudencia de un amigo seve usted abocado al riesgo de serfulminantemente destituido e incluso deque se le forme un tribunal de honor y sele expulse de la carrera.

»En consecuencia, decide comunicara García del Olmo que su detective seha fugado, o ha muerto, o ha sido dadade alta. Y a cambio de salvar su honor ysu carrera, se sacrifica la libertad deAlice Gould. ¿Es así como han ocurridolas cosas, director?

Samuel Alvar la miró largamente alos ojos y no respondió. Su tez ya noestaba blanca, sino verdosa.

—Gracias, doctor Alvar —dijosuavemente Alice Gould al recordar quequien calla, otorga—. Y ahora, con supermiso, voy a servirme los dos dedosde whisky que me autorizó don César.

"O"LAS OVEJAS

VENGATIVAS

¡QUÉ DIFÍCIL LE FUE a AliceGould conciliar el sueño aquellanoche! Entre los muchos motivos

que, por lo común, alteran el necesariodescanso de los hombres hay dos quedestacan sobre los demás: la depresiónde un gran fracaso y la exaltación de ungran éxito. Para el primero, la naturalezaposee numerosos antídotos: el cerebrocolabora con la voluntad para tender unasutil capa de humo que acaba ocultandoel recuerdo del descalabro sufrido. Ytarde o temprano el sueño llega comouna oportuna medicina. Pero cuando laalteración viene producida por el éxito,ni la voluntad se presta a atender esa

protección ni el entendimiento colaboraa ello. Ambos a una quieren regodearsecon la satisfacción recibida, deseangozar con su recuerdo; se niegan aperder el más mínimo detalle y gustanvolver una y otra vez al motivo de sucontento.

¿Cómo ignorar, cómo no entenderque Alice Gould había tenido una tardegloriosa? ¿Cómo no calibrar, cómo nopercibir un íntimo orgullo al recordarque había dejado fuera de combate a esehombre al que tomó siempre por sualiado y que acabó volviendo grupascontra ella en lo más arduo de labatalla?

Apenas salió de la junta de médicos,y cuando aún la puerta estabaentreabierta, oyó a Rosellini comentaradmirativamente a sus espaldas: "¡Quépersonalidad la de esta mujer!"

En los breves minutos que mediaronentre la versión de Alicia respecto a losmotivos que tenía Alvar para mantenerlasecuestrada, y su salida, la doctoraBernardos se interesó especialmente ensu tesis acerca de Psicología deldelincuente infantil, ya que ella —lacorpulenta, inteligente y bondadosadoctora— había escrito otra muysemejante o, al menos, con no pocospuntos de contacto: Psicopatología del

antisocial. Y quedaron de acuerdo encontrastar sus ideas y sus argumentosalgún día. Cierto que el interés de lamédica no era solamente científico. AAlicia no se le escapaba el verdaderomatiz: Dolores Bernardos queríacomprobar por sí misma si Alicia erarealmente una universitaria distinguida osu afirmación (al desgaire de la charla)de que su tesis había obtenido el cumlaude, no era una jactancia desorbitada.

Con el pretexto de que no eraprudente que cruzase el parque sola y denoche, César Arellano la habíaacompañado al edificio central.

—¡Ha estado usted implacable,

Alicia! ¡Nunca oí una filípica másterrible! ¡Ha hecho usted morder elpolvo al director en todos los frentes!

—¡La camisa de fuerza ha sidovengada! —respondió Alicia con unademán entre cómico y triunfal.

—Es usted terrible. ¡No me gustaríaser su enemigo!

—¡No lo es, doctor! ¿Lo soy yo parausted?

—Bien sabe que no, Alicia.—No olvide esto, don César, me lo

tiene que demostrar.—Comenzaré mi demostración —

dijo éste misteriosamente— invitándolapasado mañana a cenar en el pueblo.

¡Hay un horno de asar, extraordinario!Alicia le apretó el brazo y reclinó la

cabeza en su hombro.—¿No me engaña, doctor? ¿Voy a

poder salir fuera de este infierno?—Siempre que sea conmigo y bajo

una condición. Que no vuelva allamarme "don", ni "doctor".Simplemente César.

Alicia pensaba en esto y se revolvíauna y otra vez entre las sábanas.

La duermevela no es el momentomás propicio para la fijación de lasideas. Se diría que todos los recuerdosdel día hacen cola ante la memoria paradesear a uno las buenas noches y que no

están dispuestos a alejarse sin cumplireste incómodo trámite de cortesía. Estole ocurría también a ella. CésarArellano (que la tuteó aquella noche porprimera vez) la dejó en manos deIgnacio Urquieta, que paseabaplácidamente con la ex confidente de losextraterrestres, a la luz de la luna. Noeran los únicos paseantes. NorbertoMachimbarrena deambulaba en solitariorehuyendo el contacto con cualquier otropaseante, como lo hacían los autistas:cual si tuviera —pensó Alicia— unacita galante. A ella misma hubiesegustado hacer lo mismo para regodearseen sus pensamientos que —¡todo hay que

decirlo, y ella bien lo sabía!— no erandel todo puros. Ya que a la lícitasatisfacción de haberse ganado laconfianza de la junta de médicos (primerpaso necesario para resolver loequívoco de su situación) se unía undelicioso y perverso sentimiento devenganza hacia el hombre que, porcobardía y falsos prejuicios, la habíatraicionado.

Más no pudo cumplir su propósitode caminar a solas. Urquieta y lamuchacha que un día creyese muerta (yde la que corría la voz que estabatotalmente curada) se acercaron aAlicia.

—Ya hemos cenado —dijo Urquieta—; ¿qué te ha pasado a ti?

—¡He armado la gorda! —comentóAlicia—. ¡Mañana habrá guerra civil demédicos en este hospital!

(Lo que ignoraba es que la guerracivil se había producido ya.) Caminaronlentamente los tres hacia el edificiocentral. Súbitamente, dos energúmenos,desnudos de medio cuerpo, salieron alexterior más veloces que si todos losdemonios del averno los persiguiesen.Derribaron al "Hombre Elefante", queestaba solo en el interior de la "Sala delos Desamparados", y tan ciegos ibanque, apenas cruzaron la puerta, tiraron al

suelo a Maruja Maqueira.—¡Cabrones! —gritó Ignacio—.

¿No podéis mirar por dónde vais?Detuviéronse en seco.—Zu ibotarra zara ¿ex? (Tú eres

bilbaíno, ¿no?) —dijo uno.—Soy de Bilbao, ¿qué pasa?—Erderaz perta ex agiter ikasi

dezazur ¡artu! (Para que aprendas a nohablarnos en extranjero... ¡toma!).

Un puñetazo en el estómago hizodoblarse a Ignacio. Un gancho en labarbilla lo derribó.

Pidieron las dos mujeres ayuda agritos; Alicia vio a un hombre de azulque echó a correr tras los dos bárbaros;

Marujita Maqueira estuvo a punto decometer la gran insensatez de echar aguaen el rostro de Ignacio para reanimarlo—cosa que Alicia impidió a tiempo—;llegaron los enfermeros, lleváronse aIgnacio, que no tardó en volver en sí, yAlice Gould acudió en auxilio del"Hombre Elefante". Los propiosenfermeros le habían ayudado aincorporarse y sentarse, pero estaba muyasustado a consecuencia de no entendernada de lo que había ocurrido.

Sorprendióse la Almenara de unosextraños arañazos que tenía en la cara.Los dos individuos que le tiraron alsuelo no se los habían hecho, ni vio por

el suelo ningún instrumento que pudiesehaberle herido al caer.

—¿Quién te ha arañado?—A... a...rañado —respondió él

llevándose lentamente las manos a lacara.

—¿Te has afeitado tú solo?—A... afeitado so... solo.—Es muy extraño. Están prohibidas

las navajas y las maquinillas. Y nopueden hacerse esas heridas con larasuradora eléctrica.

—Rasuradora eléctrica —repitiócomo un eco el hombre gigantesco.

Tras los primeros enfermerosllegaron otros muy irritados. Contaron

que los dos etarras que habían ingresadoaquel mismo día consiguieronamordazar y atar con sus camisas alvigilante de la Unidad de Urgencias yconsiguieron huir.

Cada recuerdo tiene su jerarquíaíntima y personal, muchas veces conindependencia de su importanciaintrínseca. Una vez que vio que Ignaciose reponía, la emoción de este episodiopasó a muy segundo término en losarchivos mentales de Alicia. Apoyadaahora en la almohada, abiertos los ojosy las manos bajo la nuca, su pensamientovolvía una y otra vez a la admiraciónque consiguió despertar en su auditorio

durante la junta de médicos; a la visióndel director acorralado por la fuerzasuperior de sus argumentos y el arte desu dialéctica, y al provecho que habríade sacar de todo ello para laculminación de su misión profesional dedetective. ¡Y —concluido esto—regresar a casa! Más al llegar aquí, suspensamientos se volvían confusos.Todos sabían que ella no era unaenvenenadora frustrada, pero lospapeles sí lo decían; ella sospechabaque el director la había traicionado, maséste negaba tener otro conocimiento delingreso de esta señora que el que decíasu expediente. Había encargado a

Dolores Bernardos que se comunicasecon su marido, pero en el fondo de sussentimientos no deseaba que Heliodoroviniese a liberarla, retirando la solicitudde ingreso. ¿Por qué? Al llegar a estepunto un muro espeso comenzó a alzarseentre Alicie Gould y su capacidad derazonar. "No puedo fijar mis ideas", sedijo. Se recordó de niña jugando al paloensebado. Se trataba de trepar por unposte encerado y recoger un premio quehabía en la copa. Cuando estaba a puntode alcanzarlo, un niño bromista tiró desu falda y la forzó a descender. Por tresveces intentó de nuevo la hazaña ycuando ya rozaba el objeto anhelado, su

estúpido competidor tiraba con fuerzade sus piernas. Ahora le acontecía otrotanto. Un oscuro sentimiento le impedíacruelmente alcanzar la meta de surazonamiento. Lanzaba con lucidez yfuerza su argumento hacia el frente y esteregresaba a ella como la pelota rebotadaen un frontón. Al comprobar la radicalimposibilidad de su empeño, llegó aimaginar que en los vasos que tomó enla junta de médicos habían infiltrado unadroga, un hechizo, un bebedizo cuyaúnica misión era bloquear una parte desu personalidad, taponar una zona de sumemoria, inmovilizar un resorte de supensamiento.

Profundamente desasosegada, saltóde la cama y se acercó a Roberta, laguardiana de noche.

—¿Puedo sentarme con usted?—Está prohibido. ¿Qué le pasa?—Deje que me siente un rato. Tengo

miedo.—Siéntese, pero hable bajo.—¿Puedo fumar?—Está prohibido. Pero fume si

quiere. ¿De qué tiene miedo?—¡Tengo miedo de pensar!—¡Pues no piense! ¡Es así de fácil!

¡Los que piensan, enloquecen! ¡Yo nopienso nunca! Por eso estoy sana.¿Quiere una pastilla para dormir?

—Creo que voy a necesitarla.Fue aquélla una de las noches más

agitadas en la historia del hospital.Estaban ya las reclusas dormidas cuandotodas las luces del pabellón seencendieron súbitamente y seescucharon pasos y voces de hombre —circunstancia radicalmente inusual enaquel pabellón reservado a las hembras— cursando instrucciones. Robertaadvirtió, en voz muy alta, que porórdenes superiores se iba a revisar ellocal. Alicia vio invadida su celda porel doctor Muescas, acompañado de unhombre de paisano y la enfermeraseñorita Artigas. Después de mirar bajo

su cama y revisar el minúsculo armario,donde difícilmente hubiese cabido unhombre de pie, la hicieron pasar a lahabitación común y unirse al resto de lasenfermas que, apiñadas en un rincón —uniformadas con los camisones blancossin lazos ni botones—, formaban, enverdad, un cuadro asaz peregrino.Aunque "la Mujer de los Morritos"protestó que aquello era un atentadocontra los derechos del hombre y aún dela mujer, porque violaba la libertad dedormir, que estaba reconocida en laConstitución; y aunque "la Duquesa dePitiminí" tuvo un acceso de puritanismoalegando que estaba acostumbrada a ser

violada por los hombres que ellaescogiera y no por los que la escogierana ella, lo cierto es que la mayoría de lasinternadas acogieron con más curiosidadque indignación aquellas visitasinesperadas y no hicieron sino reír. Loshombres removieron cada cama,husmearon en los armarios, hicieronabrir los paquetes donde algunasguardaban sus enseres, revisaron lasduchas y los excusados y se fueron pordonde llegaron, no sin dejar muyalterada a toda la grey femenina, queempleó no poco tiempo en comprobar sidurante el cateo alguna fue expoliada.Las más lúcidas del pabellón (Marujita

Maqueira y Alice Gould, ya que laguardiana de noche achacaba su sanidadmental a no pensar en nada) dedujeronque las autoridades policíacas habíantomado cartas en el asunto de la fuga delos racistas de la ETA, a los que sesuponía armados porque se detectó queal menos un cuchillo faltaba de lascocinas. Era imposible que hubiesenhuido del recinto del hospital porque ala hora en que escaparon de la Unidadde Urgencias estaban ya cerradas lasverjas de la tapia exterior. De modo quedebían de encontrarse, o bien en eledificio central, o en las dependenciasagrícolas, o en la Cartuja, o en uno de

los múltiples pasadizos y corredoressubterráneos que poseía el convento aligual que no pocos castillos, palacios yfortificaciones medievales.

Al día siguiente, y en los minutosque preceden al desayuno, no se hablabade otra cosa que de las atrocidadescometidas por los sociópatas de ETA,muy bien aderezadas, por cierto, confantasías más o menos delirantes.

Observó Alicia que "el Elefante"tenía más heridas que la víspera y unaoreja casi desgarrada. Recordó haberoído decir que algunos enfermos seautomutilan. Conrada la Joven le contódías atrás que un loco se había cortado

los testículos con una lima de uñas, sinmás anestesia que su instinto dedestrucción, y pensó que, tal vez, "elHombre Elefante" hiciera lo mismo consu cara. De modo que se lo dijo alprimer "bata blanca" que encontró amano.

Durante el desayuno, MarujitaMaqueira no dejó de hablar. Más que eltema de los etarras escapados lo que aella le interesaba era su declaración desanidad. Y no podía ocultar su emociónante la próxima llegada de sus padres yla fiesta de despedida que le habíanautorizado a dar en el Pabellón deDeportes, al día siguiente.

—Considérese invitado, señorBocanegra —le dijo amablemente al"Falso Mutista".

Éste asintió con la cabeza,cuidándose muy bien de mantenercerrados los ojos, pues en presencia deAlicia no había dejado de fingirse ciegoni un solo día.

—Estoy desolada, señor Bocanegra,de que haya usted perdido la vista —ledijo Alicia con sorna—. No puede ustedhacerse una idea de las reformas que hanhecho en el comedor. La pintura nuevaes mucho más alegre y los tapices y loscuadros y las lámparas que han puesto,son preciosos. ¡Esto parece un palacio

de ensueño!El falso ciego hacía ímprobos

esfuerzos por ver todas aquellasmaravillas con el rabillo del ojo y alcomprobar que eran mentira, su enfadofue tan grande que elevó una petición —¡por escrito, naturalmente!— para que lecambiasen de mesa.

La conversación general giró entorno a la fiesta ya dicha, a la fuga delos militantes de ETA y a la excursiónorganizada —a instancias del director—a un bosque de hayas muy hermoso pordonde correteaban varios riachuelos. Noera justo —decía Samuel Alvar— queunos enfermos gozasen de un hecho tan

excepcional como suponía asistir a unguateque en un manicomio; y otros no.De modo que organizó un almuerzocampestre, al que asistirían todos los noimpedidos que no estuviesen invitadospor la joven estudiante. "Nada dediferencias sociales", añadió.

—El director está más loco quenosotros —comentó Ignacio—. Se levan a ahogar media docena de tontos. Yotra media docena de listos se fugarán.

La mañana había amanecidoespléndida y fueron muchos los que seapuntaron a la excursión. Alicia,después de informarse de queregresarían a tiempo para la recepción

que daban los padres de su compañerade mesa, decidió sumarse a losexcursionistas. Ignacio Urquietatambién, aunque dispuesto a no llegar ala zona de los arroyos. Mas apenasasomó la jeta al exterior, olisqueó elaire, hinchó y contrajo repetidas veceslas aletas nasales y decidió quedarse encasa.

—Soy un barómetro viviente —comentó—. Hay riesgo de chubasco.

Alicia lo sintió porque era muy gratoy ameno conversador y hasta erudito enmúltiples y curiosos saberes.

Agrupáronse junto a la verja deentrada. A Alicia no le sorprendió ver

entre los futuros caminantes a losgemelos Rómulo y Remo, ni a "la Mujerde los Morritos", ni al ciego devoradorde bastones, ni al "TristísimoRecuperado", ni a don Luis Ortiz, ni a laque cantaba sin voz, pero sí le llamó laatención que dejasen ir a la que se auto-castigaba en un rincón, o a "la NiñaOscilante", pues ambas debían serguiadas de la mano. También lesorprendió la presencia del "HombreElefante", porque, aunque andaba solo ysin ayuda, era torpísimo en susmovimientos. Hubiera querido Aliciaayudar a su tocaya "la Joven Péndulo",pero pronto comprendió que ese

privilegio correspondía a su falsohermano, que pegado a ella le hablaba ymimaba. Tomó entonces bajo su cuidadoa Candelas, la auto-castigada, y sepropuso ser su guía para cuandocomenzaran a caminar. NorbertoMachimbarrena, el autor de las tresmuertes, estaba de excelente humor yentretuvo la espera cantando unapreciosa canción en vascuence:

Atoz, atoz, gure gana Jesúsen Ama garbiyá Diren Deunamaitéa (Ven, ven hacia nosotros,Madre de Jesús Inmaculada,Santa María de nuestro amor).

El grupo inicial que estaba apiñadojunto a la gran verja como hato deganado impaciente a la espera de queabran las puertas del aprisco, se vioincrementado por otros de distintaprocedencia a quien Alicia no habíavisto nunca en el edificio central. Intuyóque procedían de distintas unidadesporque también vio llegar, todos juntos,a los que convivieron con ella bajo unmismo techo y aún no estaban del todorecuperados, como Antonio elSudamericano, "el Onírico", "elExpoliado de las Yemas", y "elTristísimo Superviviente". Entre losúltimos incorporados se distinguía una

centena de hombres y mujeres queformaban una suerte de tribu con supatriarca al frente. Aquéllos, según lehabía explicado Rosellini, eran todosdescendientes del más viejo y vivíanapartados en una granja inserta en elmanicomio sin apenas trato con losdemás recluidos. El patriarca era unhombre de colosal estatura, luengasbarbas blancas y una gran prestancia.Irradiaba hechizo y autoridad. Guardabaun gran parecido con el Moisés deMiguel Ángel. Nadie le hablaba ni élhablaba con nadie. Sus adeptos —hombres y mujeres ya maduros— e hijosy yernos y nueras y nietos innumerables

formaban una piña en torno suyo, o bienpara protegerle del contacto con losdemás, o por acogerse a la irradiaciónque de él emanaba.

No pudo Alicia informarse comohubiera querido porque los "batasblancas" andaban atareadísimospidiendo a gritos que no se empujasenunos a otros, recontando a aquellos delos que eran responsables, cursandoinstrucciones respecto al orden demarcha e incluso consultándose entre sí.

Apenas se abrieron las verjas, aquelrebaño demostró ser menos controlablede lo que imaginaba el director. Latendencia de las ovejas y las cabras es ir

unidas y si alguna se alejaocasionalmente, en cuanto lo adviertecorre asustada a reunirse con el rebaño.Pero estas reses humanas eran de otracalaña y su tendencia apuntaba —comolas gotas de mercurio— a ladisgregación. Los "batas blancas"corrían por los flancos y a empellones,gritos, amenazas, consiguieron con hartadificultad que se formara una suerte decolumna y que ésta se dirigiera a dondequerían ellos y no a donde querían loslocos. Los únicos que permanecieronsiempre juntos fueron los hijos delpatriarca.

Fuera del manicomio, los

perturbados lo parecían mucho más queen el interior de las tapias. Se diría quede puertas adentro, sus actitudes no eranmerecedoras de sorprender a nadie porser acordes con su condición. Pero, enplena naturaleza, hasta las piedras y losárboles y los pájaros debían quedarsuspensos ante tan diversos y extrañoscomportamientos.

Candelas, la compañera de Alice,era muy dócil y no producía conflictos.Acostumbrada a estar siempre en unrincón y a obedecer ciegamente aquienes le diesen la mano, estaba atentaa las más ligeras presiones de los dedossobre su piel y sabía, por una rara

intuición, cuándo tales presionessignificaban "izquierda", "derecha","más de prisa", o "más despacio". Perootros eran rebeldes, desobedientes,torpes o iracundos. Instintivamente, losmenos alucinados o los más sanos —como Machimbarrena, la Carballeira,"el Hortelano", la propia Alicia—, olocos rematados, pero pacíficos, cualera el caso de don Luis Ortiz, vigilabana los más conflictivos y echaban unamano a los "batas blancas", a quienes —a pesar de su gran número— se les hacíamuy duro dominar a aquella tropa.

La comprensión más aguda de lasingularidad y rareza de tal manada, la

tuvo Alicia al cruzarse con una parejade guardias civiles. El contraste de losnormales con los perturbados era tangrande como el que resultaría decomparar un erizo con una bola debillar. Acercáronse a los enfermeros queiban en cabeza y se informaron deadonde se dirigían y cuál era la causa deaquella diáspora masiva, pues lo ciertoes que, entre sanos y enfermos, eran másde doscientos, y aquella caravana másparecía fuga que paseo campestre.Despidiéronse los guardias trasinformarse, y al ver Rómulo que elenfermero les estrechaba la mano,estréchósela él también, y creyendo

todos que esta cortesía era obligada conla autoridad —y que de no hacerlopodían ser perseguidos o encarcelados— se formó una fila, de la que nadiequiso salirse, y tuvieron los guardiasque estrechar trescientas manos pues noeran pocos los que se reenganchabandos, tres y hasta cinco veces. Habíaquienes se limitaban a saludarlos, perono faltaban los que iniciaban largaspláticas.

—¿Cómo está usted, señor guardia?—dijo a uno "la Gran Duquesa"—.¡Bienvenidos a mis tierras! ¿Y su señoramadre, sigue bien? Y su esposa,¡siempre tan dulce y cariñosa!, ¿cómo se

encuentra? Sí, señor, sí, Aquí me tienedando un paseíto con los siervos de lagleba.

"El Albaricoque", que hacía cola, ledio un empujón:

—Yo soy muy güeno, doztór civil, yusté es el corregidor de Salamanca ytambién la rosa de Jericó.

Había quien les felicitaba por susascensos, quienes decían: "Yo no fui elque la mató", o "Voy a presidio porculpa de una mala mujer", o secuadraban y les saludaban militarmente,o les daban el pésame por la muerte, taninesperada, de su abuelita.

Siguieron caminando y rebasaron

unos establos hacia los que se dirigía ungran rebaño de ovejas. Alicia no pudomenos de sonreír al verlas, pues le vinoa las mientes la que armó en ocasiónsemejante don Quijote de la Mancha, elmás ilustre de los locos que en el mundohan sido. Si un solo alucinado,confundiendo al rebaño con un poderosoejército enemigo logró tal escabechinacon las pacíficas bestezuelas, ¿qué noharían esos dos centenares deperturbados?

El rebaño estaba compuesto porovejas "caretas", que se distinguen delas "palomas" en que éstas son blancas,mientras que las primeras tienen grandes

manchas negras en torno a los ojos,talmente —de aquí su nombre— como sillevasen antifaces de carnaval.

Algunos reclusos comenzaron aagitarse al contemplarlas en tan grannúmero, levantando tan gran polvareda yescuchando el desconcertado estruendode sus balidos y sus esquilas. Ordenaronlos enfermeros detener la marcha. Y, agritos, suplicaron a los pastores quecambiasen de rumbo, pues lo cierto esque el rebaño se les venía encima y lasreacciones de este otro ganado que ellospastoreaban eran asaz imprevisibles.

Aconteció entonces un suceso que,con ser trivial y rutinario, resultaba

harto peregrino para quienes no lohubiesen contemplado nunca. Soltaronde los establos a los corderitos lechalesy éstos emprendieron una velocísimacarrera en busca de sus madres o, pormejor decir, de sus ubres, ya queestaban hambrientos, porque ésta y nootra era la hora acostumbrada de suyantar. Crecieron de uno y otro lado losbalidos de las crías precipitándosehacia sus madres y los de las ovejasllamando a sus recentales; viéronse loslocos atacados de frente y espalda poraquellas dos corrientes enfurecidas: elde las grandes corderas y el de losdiminutos caloyos; y quedaron en el

centro de tan singular combate nutricio.—¡Las pequeñas se están comiendo

a las grandes! —gritó uno.—¡Pronto acabarán con ellas y

empezarán con nosotros! —gritó otro.Si en la historia del famoso hidalgo

manchego fue él quien diezmó ydispersó al que creía ejército enemigo,aquí fue la hora del desquite para la greylanar. Y si en aquella nunca vistaefemérides fue un solo lunático quiendesbarató el hato ovejil, aquí sevolvieron las tornas y fue la máspacífica y bucólica de las familiasbalantes quien puso en fuga a más dedoscientos orates empavorecidos.

Unos huyeron presas del terror;otros, porque veían huir a los demás;algunos corrían para detenerlos; y nadiesabía a derechas lo que ocurría, salvolos perros y los pastores del rebaño quese cebaron en los pocos valientes que nose dejaron contagiar del pánico general.

A saber:Una generosa y corpulenta majareta

que, al entender el hambre de las crías,se sacó los opulentos pechos fuera delcorpiño, empeñada en dar de mamar alos corderitos; un ilustre mochales —con el cráneo más seco que arenacalcinada—, que se puso a mamar deuna oveja, no sin antes desposeer a

patadas al tierno y legítimo usufructuariode aquellas ubres maternales; tresaficionados a la hípica que quisieroncabalgar a lomo de las corderas; dos"espontáneos taurinos" que se pusieron atorearlas, y el más listo de losalienados, que pretendía tomar las deVilladiego llevándose cuatro caloyosbajo las axilas.

Del mismo modo que las perdicesojeadas en sembrados intentanrefugiarse entre jaras y espesuras, losinquilinos de Nuestra Señora de laFuentecilla procuraron cobijarse en unbosquecillo de robles y castaños que nolejos de allí se divisaba. Ello facilitó a

los cuidadores reagruparlos. Paraconseguirlo, los "batas blancas"rodearon el bosque y fueron cerrando elcírculo, echando hacia el centro a todoscuantos toparan. Encontraron a uno,dedicado al dulce placer de ahorcarse; aotro sesteando sobre las muelles plumasde la almohada esquizofrénica y al restollorando, riendo, bailando,masturbándose, cantando, peleando,haciendo fiestas o comentando (entresobrecogidos y felices de laexperiencia) el ataque de que habíansido víctimas por parte de dos manadasde toros bravos: cada cual a su aire ysegún soplara el viento de su talante

particular. Los recontaron. Faltabanocho. A tres —apaleados y mordidospor los perros— lograron, horas mástarde, rescatarlos de manos de lospastores. De cuatro venáticos nunca másse supo: otro —de gran sentido estético— se había cortado las venas de lasmuñecas con el cristal de sus lentes yobservaba complacido, las manoshundidas en un arroyo, lo bonita que seponía el agua teñida con su sangre.

—Parece vino de la Rioja —decíamaravillado, al tiempo en que loencontraron.

Machimbarrena, "el Hortelano", laCarballeira y Alicia suplicaron a los

enfermeros que emprendieran el regreso,pues el estado de excitación de suscompañeros era en verdad alarmante.Declararon éstos que ellos, más quenadie, necesitaban descansar. Estabanagotados ¡y no sin causa!

Tumbáronse los más sobre la blandahierba de las orillas del arroyo;distribuyóse un discreto condumio —bocadillo de jamón, una naranjada y unatableta de chocolate— y los ánimoscomenzaron a sosegarse.

Advirtió Alicia que, cuando losdemás sesteaban, la tribu del patriarcase alejó discretamente en seguimiento desu caudillo. Éste doblaba en estatura a

toda su descendencia. Alicia consideróa los componentes de aquel clan familiarlos más sanos y discretos de cuantosparticiparon aquel día en la bucólicaterapia impuesta por el director, y al verque se instalaban en torno al hombreimponente que les dio el ser, castigó aCandelas cara al tronco de un árbol, yfuese hacia ellos para curiosear de quéhablaban. El de las grandes barbas —que poseía un bello timbre de voz yexcelente dicción— estaba sentadosobre una peña; los demás, a un nivelmás bajo, le escuchaban con granveneración.

—Así como Cristo tuvo su Juan

Bautista —decía el hombre— yo hetenido mi precursor en Cristo. Él (quefue y es el más grande de los Profetas)anunció Mi llegada y enderezó Micamino. Buscarle a Él es encontrarme aMí. Id y preguntadle quién soy. Os dirá,aun siendo el más grande de los nacidos,que no es merecedor ni de limpiarme elpolvo de las sandalias, aunque es miHijo muy amado en quien tengo puestastodas mis complacencias. Entre Él y Yoengendramos, por la Unión Mística, alEspíritu Santo. Pero no somos Uno yTrino. Esas son herejías de los hombres.Ellos son mis brazos y mis manos. Peromis brazos y mis manos no son Yo; sino

los ejecutores de Mi Voluntad. A Cristono volveréis a verle hasta el último día,pero yo permaneceré para siempre entrevosotros y mi luz brillará desde lo altocomo el Faro que guía al navegante en laoscuridad.

Alicia se estremeció, porque estaspalabras tan graves y solemnes se vieronsubrayadas por un trueno lejano yprolongado. Los seguidores de DiosPadre, al oír una muestra tan evidente desu divinidad, cayeron en éxtasis y leadoraron. Uno de sus hijos creyó estarexperimentando una levitaciónsobrenatural, pero se dio tal golpe en lafrente que a punto estuvo de

descalabrarse. Apenas una lluvia finacomenzó a caer, "el Creador de todaslas Cosas" —de la lluvia entre ellas ylas tormentas— abandonó su pulpitorocoso, cubrióse la cabeza con lafaldilla de su chaqueta y emprendió congran solemnidad el camino de regreso.

Ignacio Urquieta, "el BarómetroPensante", tenía razón. Su fobia habíaintuido la presencia, oculta en elambiente, de su feroz enemiga. Descargóuna tormenta de agua tan inesperadacomo violenta, con granacompañamiento de truenos yrelámpagos; y allí fue el correr, y elbuscar refugio, y el no encontrarlo, y el

apresurarse a regresar al hospital, y elmaldecir la falacia del tiempo queprometía soles para darles lluvia.

Recordó Alicia una excursiónescolar siendo niña que quedó frustradapor idéntico motivo. Mas, siendo igualeslas causas, ¡qué distinto elcomportamiento de estos otros niñosgrandes cual son los locos! El cielo erael mismo, las nubes, truenos y lluviasemejantes, ¡pero los humanos no! Loshabía que corrían despavoridos,pendiente abajo como si animalesferoces los persiguieran; los había quese revolcaban por los charcospalmoteando y riendo; no faltaban los

que adquirían actitudes místicas yproféticas; los que lloraban, los queblasfemaban; los que corrían en círculosin apañarse un punto de su epicentro;los que lo hacían en dirección contrariaa donde querían ir; los que reían, felicesde la mala jugada atmosférica; los quese desnudaron para vestirse de Adán yEva, e hicieron un bártulo con su ropa,minuciosa e ingeniosamente concebido,para que no se mojara; y los queimitaban el gesto del nadador "a larana": unos, por gusto de hacer elpayaso; otros, por creer realmente quese trataba de un naufragio.

Regresó Alicia sobre sus pasos y

volvió a hacerse cargo de la buena deCandelas, quien, a pesar de la lluvia quecaía a raudales, no se apartó del árbol,cara al cual estaba castigada.

El joven Rómulo entregó a "la NiñaPéndulo" en manos de Alicia y puso piesen polvorosa; mas cuando iba a rebasaral "Hombre Elefante", le vio dudar hastaque optó por quedarse prudentementedetrás. No hay duda, pensó Alicia,Rómulo le tenía miedo.

Llevando de la mano a las dosimpedidas mentales, la Almenara rebasóa los que andaban más despacio. Entreotros, al "Hombre Elefante", el de lacara arañada, pues la torpeza de sus

piernas le impedía correr, y a "DiosPadre", porque su Dignidad se lovedaba. Delante de ambos caminabaparsimoniosamente Remo, cual si lalluvia no le estorbase.

Tras una hora larga de camino (en elque Alicia oyó no pocos improperiospor parte de los "batas blancas" contrael responsable de la arriesgadainiciativa de organizar esta excursión)llegó a la verja del manicomio, dondeotros enfermeros, igualmente irritados,hacían recuento de los que regresaban.

—¿Faltan muchos? —preguntóAlicia.

—Más de la mitad —le

respondieron.Los últimos rezagados tardaron

cerca de tres horas en regresar. Y hubomuchos que no regresaron jamás.

"P"LA DETECTIVE

EN ACCIÓN

A NTES DE ASISTIR A LAFIESTA de MarujitaMaqueira, Alicia escribió

dos cartas. Una dirigida a su oficina,encareciendo que le enviasen su licenciade detective y una separata de su tesisdoctoral, y otra a su marido.

Querido mío:Cuando recibas estas líneas ya

te habrás enterado por la doctoraBernardos de mi situación y dellío tan estúpido en que me hemetido. Ven pronto a buscarme.Te quiere,

ALICEReleyó Alicia ocho o diez veces tan

breves líneas, y de súbito, obedeciendoun impulso, la rasgó en trozos tanmenudos como confetis. Quedóenajenada, contemplando las briznas depapel. ¿Por qué rompió la carta aHeliodoro? No encontró respuestaválida. Volvió a escribirla, palabra porpalabra, idéntica a la anterior. Y sinpensarlo más la metió en un sobre y laguardó en su bolso.

A la fiesta en el pabellón dedeportes asistieron NorbertoMachimbarrena (el hoy alegre y ayerasesino de tres compañeros de laArmada), Teresiña Carballeira (que nole aventajaba, mas tampoco se quedaba

a la zaga respecto al número dehomicidios), "el Hortelano", "el FalsoMutista", "el Albaricoque", las dosConradas —madre e hija—, CharitoMéndez, ex "Duquesa de Pitiminí",Ignacio Urquieta (responsable de que enla recepción no hubiese una sola jarrade agua, aunque sí jugos, gaseosas ysangrías); don Luis Ortiz, quien en honora sus anfitriones no lloró, y el hombreque soñaba despierto y que parecíatotalmente restablecido. Por parte de losinvitantes estaban Marujita; sus padres,que eran muy jóvenes y agradables; y unhermano suyo, también estudiante deBachillerato, que estaba literalmente

pasmado ante la conversación del"Albaricoque" y la no conversación deCarolo Bocanegra.

Quedó muy sorprendida Alicia deque los Tres Magníficos no asistieran ala simpática fiesta de despedida, a pesarde estar invitados. Montserrat Castelltampoco apareció por allí. Tan sólo eldoctor Sobrino (médico a cuyo cargoestuvo Marujita Maqueira) se acercó asaludar. Estuvo muy pocos minutos y sele veía más atento a lo que ocurría fueraque dentro del pabellón.

Alicia estuvo el mayor tiempoposible con la señora de Maqueira,madre de Maruja. Extremó su

amabilidad con ella, pues deseaba ganarsu voluntad. Y al final le pidió quecuando saliera del hospital depositaraen un buzón, al pasar por el primerpueblo, las dos cartas que le entregó.

—¿Qué función desempeña usted enel hospital? —preguntó la madre deMaruja, Alicia mintió con toda la barba.

—Soy la doctora Bernardos y mimisión es manejar la tomografíacomputarizada.

—¡Ah!Se extendió Alicia en múltiples

consideraciones acerca de las ventajasde "su" instrumento para trazar undiagnóstico y dijo tales dislates acerca

de su especialidad que hubiera hechosonrojar a una pared encalada.

Apenas se hubo asegurado de quelas cartas serían depositadas, la acucióla necesidad de visitar en susdependencias a la doctora Bernardos yconocer por ella misma la conversaciónmantenida con Heliodoro. Se despidióde la familia Maqueira con gran cariño ysalió al exterior. Gran sorpresa fue lasuya al ver rodeado el pabellón porguardias de uniforme y otros hombres,desconocidos para ella, de paisano.

Le interceptaron el paso.—Sólo puede circularse en

dirección al edificio central —le dijo el

hombre.—¿Yo tampoco? —preguntó

fingiendo gran perplejidad. Y, al punto,improvisó—: ¡Soy la doctoraBernardos!

—Bien. Siga usted. Pero procureseguir las órdenes dadas y ponerse subata blanca, doctora.

—No me parecía correcto llevarlapuesta en una recepción. ¡Ahora mismome la pongo!

"¿Qué habrá pasado?", se preguntóAlicia. El manicomio parecía tomadomanu militan. Llegó al pabellóndeseado. Nueva interrupción. Esta vezno podía preguntar por Dolores

Bernardos de parte de DoloresBernardos, pues la omnipresencia no esdon concedido a los humanos.

—Necesito urgentemente ver a ladoctora.

—¿Qué quiere de ella?—Soy la señora de Maqueira. Mi

hija, que creíamos restablecida, dabahoy una fiesta y...

—Estoy enterado. ¿Ha ocurridoalgo?

—Ha vuelto a tener una recaída.¡Necesito urgentemente hablar con ladoctora!

—Pase usted...Subió Alicia camino del despacho

de la médica. "Yo no soy mentirosa porgusto —se dijo disculpándose— sinoporque ¡me obligan!"

—¿Se ha enterado usted de loocurrido? —le dijo Dolores Bernardosal verla entrar.

—Será muy grave, sin duda... perolo que yo quiero saber es si logró ustedcomunicarse con Heliodoro.

—Su marido, Alicia, está en BuenosAires.

—¿Está en Buenos Aires?¡Buscándome sin duda! ¿Quéexplicación le dieron en casa?

—Me respondió una de esas cintasgrabadas que repetía siempre lo mismo:

"Don Heliodoro Almenara está de viajeen Buenos Aires. Si quiere dejar algunacomunicación, al oír la señal, comiencea dictarla. Puede usted disponer de unminuto".

—Es espantoso lo que me dice,doctora Bernardos. ¿No decía esa cintadónde se aloja en América?

—No.Guardó Alicia silencio. La médica

insistió:—¿Ignora usted lo que ha ocurrido

en el hospital?—¿Qué ha ocurrido?—Un paciente fue asesinado ayer

durante la famosa excursión, otro se

ahogó, dos intentaron suicidarse y seishan desaparecido. Al notar que eranocho los que faltaban, se ha salido en subusca y se ha encontrado a los dosmuertos, ¡víctimas de las ideas genialesdel director! De los otros no hay rastros.¡Probablemente se han fugado o se hanperdido!

Alicia quedó espantada de lo queoía.

—¿Conozco yo a alguno de losmuertos?

—Probablemente ambos eranresidentes del edificio central, ya que elasesinado es un chico que se llamaRómulo. Uno de los fugados su hermano

Remo. El otro, el ahogado, es...—¿Han matado a Rómulo? ¿Han

matado al "Niño Mimético"? ¡No quierooírlo! ¡No quiero oírlo! ¿Quién ha sidoel monstruo que ha hecho eso?

—Es lo que intenta averiguar lapolicía.

—¡Dios maldiga a su asesino! —exclamó Alicia, bañada en lágrimas—.¡Pobre Rómulo, se ha muerto sindecirme su secreto! Yo le quería como aun hijo. ¿Dónde están ahora loscadáveres?

—En la sala de autopsias.Esperando a que llegue el forense.

—¿Podría verlos?

—No, Alicia. Rigurosamenteprohibido.

—Cuando se levante la prohibicióno cuando se haga una capilla ardiente,me gustaría rezar una oración junto alpobre Rómulo.

—De otra parte —informó ladoctora Bernardos— no han aparecidolos dos sociópatas de ETA. Y la policíaquiere averiguar si se mezclaron ayerentre los excursionistas.

—No será fácil averiguarlo.¡Éramos cerca de trescientos!

—Desde que entraron aquí lospolíticos, no han ocurrido sinodesgracias. Incluso los médicos tenemos

órdenes de no movernos hoy de nuestrosdespachos.

—¿Por qué ha dicho usted"sociópatas", doctora? A este tipo demaleantes ¿no se les llama psicópatas?

La médica la observó atentamente.Recordó que en la junta de médicos,Alice Gould había afirmado ser doctoracum laude por una tesis muy parecida ala que ella presentó. Y se dispuso aaprovechar aquellas horas deinactividad forzosa para averiguar hastaqué punto la extraña señora de Almenaramentía en esto o decía verdad.

—En su tesis doctoral sobre ladelincuencia infantil —preguntó Dolores

Bernardos— ¿considera ustedpsicópatas o sociópatas a los niñosdelincuentes? El tema me interesa muchoporque yo he escrito sobre la psicopatíadel delincuente antisocial y creo que lasanomalías de sus conductas están muchomás enraizadas en su infancia de lo quese ha señalado hasta ahora. Estos chicosde ETA que andan por ahí fugados, yque en su primer día de internamientotumbaron a una débil mujer de unpuñetazo, dejaron fuera de combate alenfermero Melitón Deza y noquearon aIgnacio Urquieta ¿son locos? ¿Sonsimples delincuentes? La respuesta no estan sencilla como parece. ¿Cómo fueron

sus infancias? ¿Qué raíces tienen, en susanomalías de adultos, sus traumasinfantiles?

—Mi tesis doctoral —respondióAlice Gould— versaba exclusivamentesobre los gamines colombianos. ¿No haoído usted hablar de ellos? La palabracon la que los denominan es ungalicismo: deriva de "gamín" en francés,y no en su acepción de chicos,muchachuelos, sino de golfilloscallejeros. La mayor parte de ellosdesconocen quiénes fueron sus padres.Son seres abandonados, generalmentefruto de uniones ilegítimas, y por instintose agrupan y forman bandas. En una

sociedad tan culta como la colombianason una lacra endémica. Se los vedormir, de día o de noche, junto a lasgrandes autopistas, o bajo los soportalesde las iglesias o en los porches de loscomercios. Son tan jóvenes (cinco, seis,tal vez ocho años) que la policía seapiada de ellos. Esas bandas,inicialmente, piden limosna a quien se lada. Más tarde exigen dinero a quien nose lo da de buen grado. A los nueve odiez años cometen su primer robo enpandilla. A los catorce, su primer delitode sangre. Son carne de presidio; sonlos futuros grandes bandoleros. Y muypocos los que logran integrarse en la

sociedad y acatar sus normas. Pero yo leaseguro que no son "individuos",enfermos de por sí, sino los frutoslógicos de una sociedad enferma. Noson "antisociales" constitutivamente. Nose han marginado por su propiavoluntad. Es la sociedad quien los hamantenido y los mantiene marginados.Prueba de ello es que cuando personasheroicas o instituciones beneméritasintentan rescatarlos, lo consiguen.

La doctora Bernardos rondaría lossesenta años: tal vez algunos menos.Mediana de estatura, ancho el busto,grandes caderas, no era, a pesar de eso,una mujer obesa sino una mujer fuerte.

Enviudó muy joven (de otro médicopsiquiatra que llegó a ser director delmanicomio de Conjo, en Santiago deCompostela); no tuvo hijos y dedicótoda su vida al ejercicio de su profesión.

Entendió muy bien que Alice Gouldno era una vulgar charlatana; quehablaba de lo que sabía y que entendía ydominaba los temas de los que hablaba.Era una mujer con "hechizo", y, sinduda, una de las pocas con quien podermantener, en el hospital, conversacionesde cierta altura.

—Los "psicópatas" a los que definíen mi tesis doctoral, difieren mucho desus "gamines" —comentó—. Los míos

no proceden de la miseria. Muchospertenecen a clases pudientes o sonhijos de gentes que sin vivir en laopulencia son dueños de pequeñosnegocios (tabernas, librerías, tiendas) oque tienen sueldos dignos, o poseentierras o ganados con los que vivir conmodestia, pero sin aprietos. Nopertenecen a subclases como los gitanosnómadas o subculturas como losquinquis. Siendo niños, si roban no espara comer, sino para destruir lorobado. Si rompen un objeto no esporque les desagrade, sino porqueagrada a otros. Si maltratan a un animalno es por defenderse de él, sino para

verle sufrir. Si huyen de sus casas yabandonan sus familias no es por afán deaventuras, sino por un secreto, indómitoe invencible sentido de la insolidaridadprimero familiar, después social y porúltimo individual. Son incapaces dequerer a nadie. Su capacidad afectiva esnula. Esta es la cantera, la materia primade donde surgen los "grapos", los "etas",las "brigadas rojas" italianas o los"meinhof' alemanes. Se los enclava bajoel común denominador de psicópatas,término demasiado amplio y, por ello,mucho más inadecuado que el desociópatas, que ya empieza a hacerfortuna, y que es el que yo defiendo.

—Dígame, Dolores: ¿No tododelincuente habitual es un sociópata?

—¡De ningún modo! El sociópata esun individuo clínicamente muy biendefinido. ¿Le pongo algunos ejemplos?El delincuente habitual es un hombre queha decidido infringir las leyes paravivir. Comprende la necesidad de lasleyes, no las discute, pero se las salta.No odia a la sociedad, pero seaprovecha de ella. El sociópata infringeigualmente las leyes, pero no por sacarutilidad alguna de su infringimiento (locual, en todo caso, sería una causasecundaria), sino por considerarintolerable la existencia misma de las

normas. Si un delincuente común roba uncuadro o cualquier obra de arte es paravenderla y obtener un beneficio. Elsociópata, una vez robada, la quema, ola abandona una vez destruida. Al revésdel delincuente "normal" el sociópataodia a la sociedad y no se aprovecha deella.

»En un interrogatorio policial eldelincuente común se quedaríarealmente pasmado si le preguntaran porqué había robado las joyas del camarínde la Virgen en una ermita alejada.¿Para qué iba a ser? ¡Para desguazarlasy venderlas y obtener un dinero! ¿Acasoexistía otra respuesta razonable? Pero es

evidente que existen otras respuestas:"porque no me gusta que una estatua demadera lleve joyas", o bien "porquecuando yo era niño y creía esassandeces le pedí un favor a esa virgen yno me lo concedió". O bien "porquepasé por ahí y se me ocurrió demostraral párroco que era tonto". ¡Estashubiesen sido típicas respuestas de unsociópata! El delincuente común padecesentimientos de culpabilidad e incluso elarrepentimiento. El sociópata, encambio, está muy satisfecho de suconducta. Y tiende a airearla y darlepublicidad. Un delincuente común,generalmente, con mejor o peor fortuna,

"planea" sus actos delictivos. Alsociópata se los planean otros, y elrasgo característico de su impulsividadconsiste en convertir inmediatamente enactos sus deseos: lo mismo se trate deuna violación que de disparar contra unpolicía que hace guardia en una esquinao está plácidamente tomando unrefrigerio en un bar.

»Pero el rasgo diferencial de unsociópata respecto a los incursos encualquier otro cuadro clínicopsiquiátrico es el hecho de no padeceralteración alguna es su inteligencia.Resuelven positivamente los tests y elmédico puede apreciar en la entrevista

exploratoria de su mente una maneraadecuada de razonar. ¿Son, por tanto,enfermos, o no lo son? Su peligrosidadqueda fuera de toda duda. Y estánpatológicamente inclinados a lareincidencia. El que ha matado una vez,matará dos. Mas ¿cuál es el medioadecuado de la sociedad paradefenderse de esos enemigos natos yprimarios de todo orden sociopolítico?¿El patíbulo, la cárcel perpetua o elmanicomio?

»Los problemas médico-legales queplantean los sociópatas son harto sutiles.Sus conductas están gravementedeterioradas, pero no a causa de una

deformación previa del sistemaintelectivo, sino por la ausencia decódigos morales o por la sustitución deéstos por otros que se ciñen a sustendencias. Ello los transforma eneternos inadaptados, fanáticos de loabsurdo, que aplican su ley no contra losindividuos, sino contra la sociedad en suconjunto por razones que ellos mismosno saben explicar, ni las leyes combatir,ni los sociólogos entender. ¡Desdeluego, a nosotros los médicos nosmolesta mucho que los jueces nos cuelenen el manicomio delincuentes de estaprocedencia! Es de las pocas cosas enque estoy de acuerdo con algún médico,

cuyo nombre prefiero callar, de estehospital... ¡Por cierto, Alice, estuvousted durísima, pero brillantísimatambién, la otra tarde en su duelo con eldirector! No acabo de entender cómoconsiguió usted llevarle a su propioterreno y dominarle de tal modo. Si notuviera hartos motivos para desconfiarde él, me hubiera llegado a dar pena,como cuando un boxeador esexcesivamente superior a otro y lomasacra sin que el árbitro interrumpa lapelea. ¡Todo cuanto usted dijo de lossuicidios, de las fugas, de la utopía delos métodos de los antipsiquiatras, esasombrosamente cierto! ¿Cómo

consiguió usted informarse tan a fondo?—Mi profesión me obliga a ser muy

observadora —comentó Alicia.Y creyó entrever que Samuel Alvar

no era santo de su devoción. El calorque empleó en felicitarla por suactuación de la víspera, ¿se debíaexclusivamente a la brillantez con quesupo defenderse; a las pruebas yargumentos contundentes para alegar queella era una mujer sana; a la lógicaempleada para dejar bien patentes lasrazones por las que quiso ingresar en elmanicomio... o por el baño dialécticoque había dado a un individuo que no leera grato, ni como hombre ni como

médico, y cuya inquina hacia AliceGould tenía todos los visos de apoyarseen razones poderosas, incomprensibles yno limpias?

En esto estaban cuando sonó elteléfono de la doctora. Escuchóatentamente, respondió con monosílabosy colgó.

—Los "sociópatas" de ETA acabande ser encontrados en los sótanos de laantigua Cartuja... ¡Ambos muertos!

—¿Asesinados?—¡Degollados! La orden de no

movernos de donde estamos subsiste.Ahora los traen al depósito. ¡No lefaltará trabajo al forense! Deme uno de

sus cigarrillos, Alicia. ¿Quiere que leprepare un té?

Al cabo de media hora sonó denuevo el teléfono del despacho yDolores Bernardos lo descolgó.Escuchó unas palabras.

—Espere un momento —dijo.Y separando el auricular del oído,

alzó los ojos hacia Alicia.—Me tiene usted que perdonar,

señora de Almenara, pero debe ustedmarcharse. El forense está ya en eldespacho del director y subirá aquí deun momento a otro. Ya la tendréinformada. Ahora váyase, por favor.

Volvió a acercar el auricular al oído

y a tomar notas de lo que le decían.Alicia se formó rápidamente sucomposición de lugar. El forense —había dicho la doctora Bernardos—"subirá aquí". Luego era en esa mismaplanta donde estaban depositados loscadáveres. Fuese hacia la puerta, junto ala que había una percha de la quecolgaban un impermeable de verano yuna bata blanca. Tomó la bata y salió.Al otro extremo del largo corredor unpolicía montaba guardia. Se enfundó labata y se acercó a pasos decididos haciaél. Entretanto iba pensando para sí: "Unamentira más... ¿qué importa al mundo?"

—Soy la nueva forense —le dijo al

policía—. ¿Es aquí?—Pase usted, doctora.En la sala olía a formol. Los cuatro

cadáveres yacían en camillas deoperaciones. Los de los etarras estabandegollados. El arma empleada debió deser un gran cuchillo, sin duda. El delpequeño Rómulo carecía de heridasaparentes. Un hilillo de sangre ya secale caía del labio sobre el mentón. Sucuerpo estaba menos rígido que el de losracistas. Aquéllos, sin duda, llevabanmás tiempo muertos. Alicia acarició sucara y le besó en la frente. Hizo un granesfuerzo por dominar su emoción.Empezaba a comprender... Empezaba a

sospechar... Tomó la mano del gemeloentre las suyas y observó sus uñas congran atención.

La voz del inspector sonó tras ellacon tono profesional.

—Tiene hundido el tórax yreventado el vientre, con las entrañasfuera. Ahora lo verá usted.

Lo que acababa Alicia de descubrirera de extrema gravedad.

En el ahogado, Alicia reconoció alprimer hombre al que vio dormir sobrela "almohada esquizofrénica".

Le apenó considerar su tristedestino. Pero muy pronto dejó demirarle para volver sus ojos hacia los

otros tres muertos: "Ya sé quiénes sonsus asesinos", murmuró para su coleto.Y en voz alta comentó:

—Voy a buscar mi instrumental.Y, fuertemente impresionada por lo

que había visto y descubierto, salió parano volver.

No se quitó la bata blanca para noverse privada de libertad demovimientos. Dio un gran rodeo por elparque como precaución, ya que noquería en modo alguno cruzarse con elauténtico forense que vendría, comomandaba la lógica, por el camino máscorto desde el despacho del director y,probablemente, acompañado por éste.

Se acercó Alicia a un policía depaisano.

—Buenas tardes, inspector.—Buenas tardes, doctora.—Si no es indiscreción, ¿podría

decirme quién dirige la investigación deestos crímenes?

—El comisario Ruiz de Pablos.Algunas personas van a ser interrogadas.

—¿Sería usted tan amable de hacerlellegar una nota diciendo que sólo esnecesario que tome declaración a unapersona? Me consta que hay alguien enel hospital que tiene la clave de loocurrido.

—¿Respecto a cuál de los tres

crímenes?—Respecto a los tres. Todo lo que

sea retrasar su declaración es perder eltiempo, inspector. Se trata de una mujer.Tome su nombre, por favor. Se llamaAlicia de Almenara.

Despidióse Alice Gould delasombrado policía y penetró en eledificio central por la puerta que daba alos lavabos. Allí colgó la bata y salió ala galería, en el momento justo en quevio al hoy ahogado dormir con la cabezareclinada en una almohada inexistente.Este individuo ya no estaría más allí.Tal vez tuviera en el otro mundo unaalmohada mejor. A la mujer auto

castigada en el rincón le habíancambiado la ropa mojada por otra seca,y seguía donde siempre.

Avanzó por el pasillo. "La NiñaPéndulo", indiferente al drama que lehabía ocurrido al gemelo, se cimbreabacomo un junco agitado por el vientoeterno. Su balanceo era el mismo deotras veces. Con todo, al no estarRómulo a su lado acariciándole lafrente, parecía mucho más desvalida.

"El Hombre Elefante", lejos de ella,pero sin dejar de mirarla, enternecido,estaba sentado donde solía. Nadie seocupó de cambiarle la ropa. Muchos delos allí reunidos habían asistido a la

fatídica excursión, y a unos se acordaronde vestirles y a otros no. ¡Se carecía detiempo para poder ocuparse de todos!¿Cuántos de ellos carecían de memoriao de sentimientos para echar de menosal ahogado, a los fugados y al gemelo?

Ignacio Urquieta no estaba. Dejó deverle en la fiestecita de MarujaMaqueira, cuando alguien le avisó quepreguntaban por él. Se acercó a variosenfermeros y enfermeras quecuchicheaban agrupados en un rincón.

—¿Hay más noticias de lo ocurrido?—preguntó.

—Sí. Algo más lejos de dondeaparecieron los cadáveres de los

"políticos", se han descubierto unostrapos con los que el asesino se lavó lasmanos de sangre y limpió el cuchillo.

—¿Hay agua en los sótanos?—Allí están los antiguos lavaderos

de los frailes.—La calefacción y las calderas de

agua caliente están también allí, ¿no?—En efecto, aquello es inmenso.Alicia no necesitaba conocer este

detalle para estar "segura" de quién erael homicida de los etarras, pero ello leayudaría a argumentar sudescubrimiento.

—¿Alguno de ustedes asistió a laexcursión? Había tanta gente que no los

vi. Yo fui una de las primeras enregresar.

—Fue un verdadero drama recuperara toda su gente, encontrar a losrezagados y emprender el camino devuelta. Y una gran pena que nadie viesecaer al agua al que se ahogó. No habíamás de treinta centímetros deprofundidad, pero como carecía dereflejos y cayó boca abajo, así se quedó.Para mayor desgracia, ya de regreso a labúsqueda de los que faltaban,descubrimos el cuerpo del pobreRómulo. Debieron de matarle con unagran piedra en el pecho, que despuésretiraron de ahí.

—¿Existen sospechosos?—Han detenido a cuatro. Uno de

ellos es Urquieta, su compañero demesa. Parece ser que ayer "lospolíticos" le dieron una paliza. ¡Sentiríaque ese hombre, por vengarse, sehubiera metido en un lío!

—Será puesto en libertad enseguida. Tiene una magnífica coartada—aseguró Alicia. Los "batas blancas" lamiraron asombrados.

—¿Cuál?—Primero he de decírselo a la

policía. Pero les prometo contárselotodo. ¿Quiénes son los demás detenidos?

—Una enfermera a quien esos

bestias abofetearon y un compañeronuestro, Melitón Deza, a quienamenazaron con matar a sus hijos.También detuvieron a Remo, el hermanodel muerto.

Alicia se sintió vivamente interesadaal oír esto.

—Pero ¿no se había fugado?—Eso creímos. Pero regresó sólo

muchas horas después. Y como entreesos dos gemelos pasaban cosas muyraras... los "polis" han pensado que todoes posible.

En eso estaban cuando desde "lafrontera" se oyó gritar:

—¡Almenara! ¡Que pase al despacho

de la Castell!Despidióse Alicia de los

enfermeros. Estaba triste, perosatisfecha. Se consideraba en uno de susdías más lúcidos y estaba dispuesta adar la gran campanada. En los anales delhospital, algún día futuro se escribirá:"Aquí estuvo Alice Gould".

Montserrat la recibió en una actitudun tanto cómica: de pie, las piernas enaspa, los brazos cruzados sobre elpecho, y una mirada que tenía, a partesiguales, todos estos ingredientes:asombro, preocupación, recelo yamistad.

—¿Qué nuevo disparate vas a

cometer, Alice Gould?—Desde que estoy aquí "dentro" no

he cometido ningún disparate —rectificóAlicia sonriendo—. Los que están"fuera" no lo comprendéis todavía.

—¿Es cierto que le has dicho a unpolicía que la única persona del hospitalque sabe todo lo ocurrido eres túmisma?

—Sí. Y es certísimo.—¿Es verdad que te has hecho pasar

por una doctora?—Sí. ¡Y también por la señora de

Maqueira! ¡Y por una forense! ¡Era elúnico modo que tenía para moverme deun lado a otro, descubrir los tres

crímenes y contárselo a la policía!—Alicia, querida, ¿te has vuelto

loca?—Montserrat, querida, si yo

estuviera "loca de antes" hubiera sidomuy inoportuno que perdiera el juicioprecisamente hoy en que voy ademostrar a sanos y enfermos que ni loestoy ni lo he estado nunca.

Montserrat hizo un gesto dedesaliento.

—¡Me moriré sin comprenderte!—Te juro que no te morirás sin

comprenderme... ¡siempre que vivasunos minutos todavía...!

—Escúchame, Alicia. Dentro de

poco vas a hacer una declaraciónvoluntaria ante médicos y policías. ¿Quépretendes con ello?

—¡Dar la gran campanada!—No sé cómo explicártelo, Alicia,

sin ofenderte. Eso que dices es muypoco prudente. Piensa que, a lo mejor,en ese exceso de seguridad tuya radiquela raíz de un mal: de una enfermedad,¿me comprendes?

—¡Montse, Montse! Atiéndeme bien.Si no estoy loca no tienes por quépreocuparte. Y si lo estoy, no tengoremedio. Y en ese caso ¿por qué te vas apreocupar?

—¡Eres incorregible!

—Por cierto, Montse, ¿quién va apasar a máquina mi declaración?

—Yo misma.—Pues escucha bien lo que te digo

—añadió Alicia con gran seriedad—.No aceptes que te dicten ellos lo que yodeclare. Lo que yo diga, lo dicto yo. Noquiero interpretaciones ajenas que mepuedan perjudicar, ¿me entiendes?

Montserrat quedó perpleja al oíresto, porque ella siempre pensó"atemperar" sus declaraciones parafavorecerla. Pero estaba claro queAlicia de Almenara no cedía su derechoa una trascripción textual de suspalabras. Quería actuar a cuerpo

descubierto, sin más acá ni más allá, y abanderas desplegadas.

Sonó el teléfono. La señora deAlmenara debía pasar al despacho deldirector. Montserrat Castell, losantebrazos paralelos y, sobre ellos, sumáquina de escribir, la siguió por elpasillo. Ya no era ella la que guiaba aAlice Gould. Ahora era Alice Gouldquien la guiaba a ella. Como tenía lasmanos ocupadas, Montse no pudosantiguarse antes de entrar en eldespacho de Samuel Alvar. ¡Estabaaterrada!

Al cuarto de trabajo del gran jefe lehabían añadido varias mesas auxiliares,

con sus sillas correspondientes, y eldirector cedió su mesa de trabajo alcomisario Ruiz de Pablos. Éste era unhombre pequeño, calvo, próximo a lossesenta años, de ojos cansados, brazoscortos y manos casi infantiles quemantenía quietas y enlazadas como sirezara apoyado sobre la mesa. Junto aél, también sentado, estaban dospolicías, uno de ellos —el inspectorSoto— con una preciosa cara decaballo; el otro, con cara de moro. Elresto del auditorio estaba compuesto porMontserrat (que se instaló muy cerca dela silla que ofrecieron a Alice Gould) y"los tres Magníficos": Arellano y

Ruipérez, sentados; Samuel Alvar, depie y las manos a la espalda.

—Buenas tardes, señores.—Buenas tardes, señora de

Almenara. Ese es su nombre, ¿verdad?Alicia afirmó con la cabeza.—A través del inspector Morales ha

pedido usted verme con urgencia, ¿no esasí?

—Así es, señor comisario.—Explíqueme por qué.—Porque sé quiénes, cómo y por

qué han cometido los tres crímenes. Ypuedo asegurarles que no es ninguno delos cuatro detenidos.

—¿Ha sido usted testigo de los tres

crímenes? —preguntó con aire aburridoel comisario.

—No, señor Ruiz de Pablos. Deninguno. Tampoco usted ha visto lo queha ocurrido y estoy segura que acabaríadescubriendo lo mismo que yo. Perotardaría más. Sólo he pretendido conesta entrevista no hacerle perder tiempo.Cuando estuve en el depósito decadáveres...

—Eso es imposible —cortó secoSamuel Alvar—. Todas las puertas deacceso estaban vigiladas.

—Querido director —murmuró conhastío Alice Gould—: tiene usted lamala suerte de contradecirme siempre en

las cosas que puedo probar. Mis testigosson: el policía que hacía guardia a lapuerta del pabellón de deportes, a quienle dije que yo era la doctora Bernardosy el cual me vio ir hacia su unidad; elque hacía guardia ante la unidad de ladoctora Bernardos, a quien dije que yoera la señora Maqueira y que mi hija, aquien se consideraba ya curada, acababade sufrir un brote de locura, motivo porel cual necesitaba ver imperiosamente ala doctora Bernardos; la propia doctora,a quien robé su bata blanca que todavíaestará depositada en los lavabos delpabellón central; y, por último, elinspector que hacía guardia ante la sala

de autopsias, a quien dije que yo era lanueva forense: lo que me permitió entraren la sala de autopsias. Todos ellospodrán declarar que lo que digo esverdad.

Iba de nuevo a hablar Samuel Alvarcuando el comisario recordó que era élquien dirigía el interrogatorio.

—¿Qué intención le movió a quererver los cadáveres?

—Descubrir a los asesinos.—¿Y cree usted haberlo conseguido

con sólo echar un vistazo a los muertos?—Sí, señor comisario.—Pues bien, comience usted a dictar

todo lo que vio y lo que dedujo.

Montserrat Castell alzó los dedos alaire sobre las teclas de la máquina deescribir, como una pianista que va ainiciar un recital, y Alicia comenzó adictar:

—Yo, Alicia Gould de Almenara, denacionalidad española, casada, sinhijos, detective diplomado con licencia2 4 6972 guión 76, legalmentesecuestrada en el Hospital Psiquiátricode Nuestra Señora de la Fuentecilla,declaro que al estudiar los cadáveresdepositados en la sala de autopsiascomprobé que dos de ellos habíanmuerto recientemente y otros dos lohabían sido con muchas horas de

anterioridad. Respecto a estos dosúltimos, lo primero que advertí es queIgnacio Urquieta no pudo de ningúnmodo haberlos matado, cosa queconfirmé más tarde con otro detalle.Estaban degollados a cuchillo. ¿Y cómopodía haber conseguido IgnacioUrquieta un cuchillo de las dimensionesque exigían las heridas si no erapenetrando en alguna de las cocinas, quees donde se guardan? Esto es muy difícilpara cualquier otro recluso, pues lascocinas están muy vigiladas aunquereconozco que no es imposible robarloscon astucia y habilidad. Pero en el casode Urquieta es radicalmente imposible:

porque en las cocinas hay agua,fregaderos y grifos que pueden chorrear.Además de esto, el asesino se limpió lasmanos con un trapo mojado en losantiguos lavaderos de los frailes, pordonde mana una fuentecilla de aguacontinua. Ruego a los doctores queexpliquen al señor comisario y al señorinspector por qué esto representa unaimposibilidad que elimina de todasospecha a don Ignacio Urquieta. Lostres médicos quedaron convencidos conel argumento de Alicia.

—Si me permite, comisario —intervino César Arellano—, quisieraaclarar esto. Hacerse con un cuchillo es

muy, muy difícil, pero no imposible. Loque para nosotros los médicos esinaceptable es que el señor Urquieta selavara las manos en agua. Sí ustedes danpor probado que tanto el cuchillo, comolas manos del asesino, fueron lavadascon ese trapo que encontraron cerca dellugar del crimen... entonces me veoforzado a aceptar la declaración de estaseñora y apoyarla. Ese hombre padeceun horror patológico al agua. ¡Desechenustedes a Ignacio Urquieta de la lista desospechosos!

—¿A pesar de haber recibido unapaliza humillante delante de dosmujeres? —intervino uno de los

inspectores.—Fui testigo presencial de esa

paliza —exclamó con calor Alice Gould—. Yo estuve presente cuando losmilitantes de ETA tumbaron de un golpe,o mejor, noquearon a Ignacio. Y comolos enfermeros de guardia se lollevaron, privado de sentido, él no pudover por dónde huían sus agresores. Peroyo sí: ¡iban a reunirse con el que iba aser su asesino!

—¿A qué hora fue eso? —preguntócon tono aburrido el comisario.

—El doctor Arellano puedeayudarme a recordarlo. No habríantranscurrido dos o tres minutos desde

que él me dejó en compañía de laseñorita Maqueira y del señor Urquieta,anteayer, miércoles, día de la juntaordinaria de médicos.

—Eran las diez menos veinte de lanoche —precisó César Arellano.

—Bien —volvió a hablar elcomisario—, ¿por qué dijo usted queiban a reunirse con el que iba a ser suasesino?

—Me he expresado mal. Ellos notenían intención de reunirse con nadie.Pero alguien los detuvo. Alguien quehablaba en vascuence y que prometióayudarlos. Este hombre (muy buenconocedor, por lo que diré después, de

los sótanos) los introdujo en el laberintoque hay allí abajo; asegurándoles queexistía un pasadizo secreto de losantiguos frailes para salir al otro lado delas murallas, cosa perfectamente creíbley hasta probable. Les rogó queesperaran allí, entretanto él iba a buscaruna linterna para guiarlos. ¡Y lo quetrajo fue un cuchillo!

—¿No dijo usted que era altamentedifícil encontrar un cuchillo?

—Con una sola excepción: lospacientes qué viven en viviendasparticulares tienen cocinas montadas contodos sus utensilios. Y hay un enfermoque reúne esas condiciones: vivir en una

de esas viviendas en que hay cocinaspropias, hablar vascuence, y haber sidointernado por haber dado muerte acuchillo, hace más de cuarenta años, atres separatistas vascos. Los doctoresque me escuchan saben que me estoyrefiriendo a Norberto Machimbarrena,maquinista de la Armada, colaboradorvoluntario para arreglar cuantosdesperfectos ocurrieran en las máquinasy calderas instaladas en los sótanos yque decía estar aquí para vigilar si habíaseparatistas vascos. En cuanto supo quehabía dos, decidió eliminarlos. Y encuanto los vio se los escabechólimpiamente, dicho sea con perdón por

la vulgaridad del vocablo. ¿Puedo rogaral doctor Ruipérez que explique a estosseñores policías en qué consiste laenfermedad de NorbertoMachimbarrena?

Hízolo el aludido. Contó la obsesiónde este paranoico por matar a vascosseparatistas. Recordó cómo todoparanoico —el loco razonador— guardasiempre en su memoria su fábuladelirante. Y cómo el tal Machimbarrenaseguía considerándose miembro de losservicios de información de la Marina(cosa que ni era en la actualidad ni lofue nunca antes) con la supuesta misiónde descubrir traidores a España.

—La versión de esta señora he deconfesar que me parece altamenteplausible —concluyó.

Y tras una pausa que empleó enobservar con admiración a la Almenara,añadió:

—Es más. Creo que no hay otraposible.

El comisario respondió secamente;casi con acritud:

—Decidir eso no es asunto suyo,doctor. Lo que quisiera saber es cómo laseñora de Almenara sabe lo que ocurrió"en el interior" del sótano sin haberlovisto.

—Es pura deducción, señor

comisario —dijo Alicia—. Sólo queríallamar su atención respecto a laimposibilidad de que Ignacio Urquietafuera culpable y... sobre mi creencia,que someto a su mejor criterio, de queNorberto Machimbarrena debe serinterrogado. Pero no creo que mideducción de lo que ocurrió en el sótanodifiera mucho de la verdad. Usted locomprobará muy pronto personalmente.En cuanto al tercer crimen...

—Un momento, señora. Antes depasar al tercer crimen quisiera pedir alinspector Soto que se encargarapersonalmente de hablar con la doctoraBernardos; devolverle su bata, caso de

que la haya perdido, y preguntar a lospolicías que hacían guardia en los sitiosque ha dicho la señora de Almenara, siconfirman su declaración. De paso, quetraigan a ese individuo llamadoMachimbarrena, y que espere fuera.

—Perdón —interrumpió Alicia—. AMachimbarrena no conviene que lotraiga la policía, sino un médico.

—Comisario —dijo interviniendoCésar Arellano—: no eche en saco rotolo que ha dicho esta señora. Si ésehombre se considera apresado, nodeclarará nada. Se dejará matar antes deabrir la boca. Pero si cree que quien lellama es el jefe de los servicios de

Información de la Armada, confesará deplano. Y aspirará a una recompensa.

—Caso de que tenga algo queconfesar... —murmuró el comisario.

—Tal vez la persona indicada paratraer hasta aquí a NorbertoMachimbarrena sea la doctoraBernardos —sugirió Ruipérez—. Así elinspector se ahorra una visita.

La pregunta del comisario más queuna cuestión fue una orden:

—¿De acuerdo, Soto?—De acuerdo.Y salió, no sin gran decepción de

Alice Gould, a causa de lo mucho que legustaban los caballos.

—¿En cuanto al tercer crimen? —inquirió el comisario Ruiz de Pablos.

—En cuanto a ese horrible crimen, yya que ustedes no pueden interrogar aljoven Remo, voy a...

—Si podemos o no podemosinterrogar a ese muchacho no es asuntosuyo, señora.

—¡No pueden ustedes interrogar aRemo! —porfió Alicia terca.

—Insisto en que vamos ainterrogarlo —anunció el comisario.

—Y yo insisto en que no; ¡porque eljoven Remo ha muerto! La declaraciónde Alicia produjo auténtica conmoción.Y Montserrat Castell perdió el aliento

cuando le oyó decir:—Tengo dos testigos de que lo que

afirmo es cierto: uno está en este cuarto.¡La señorita Castell no me dejarámentir!

Sonrojóse Montserrat. Por un ladono quería perjudicar a su extraña amigay de otro ¿cómo no contradecirla? ¡Ellaignoraba que Remo hubiese muerto!

—Los dos hermanos —explicóAlicia— eran tan iguales que médicos yenfermos sólo los distinguían por suactitud: bulliciosa e incansable la delagilísimo Rómulo; pacífica y solitaria lade Remo. Pero muy pocas personassabían que, además, tenían otro signo de

diferenciación:Rómulo poseía una pequeña

adiposidad en el pabellón de la orejaderecha del tamaño de un pequeñochícharo (muy parecida por cierto a otraque tengo yo), mientras que Remocarecía de ella.

—¡Es cierto! —murmuró aliviadaMontserrat.

—¿Se pasa usted palpando lasorejas a todos los residentes, en buscade adiposidades semejantes? —preguntóel director. El comisario intervino:

—Le ruego, doctor Alvar, que noolvide lo que le dije antes. Soy yo quienha de preguntar. Dígame, señora de

Almenara, ¿comprobó usted que elcadáver del que todos creían que eraRómulo carecía de ese detalle?

—Sí, comisario. Y como elverdadero Rómulo ha regresado ya, noserá difícil constatar esa diferencia. Yono me paso la vida palpando orejasajenas, como ha sugerido, con lajovialidad que le caracteriza, nuestrocontumaz y simpático director (aunquealgún día me gustaría darle un buen tiróna las suyas), pero quienes sí hacen esto,con todo "nuevo" que ingrese aquí, sondos personas: el propio Rómulo, porrazones misteriosas qué ha prometidodecirme, y Charito Pérez, porque

asegura que ese defecto es señal debastardía.

—No se desvíe del tema principal,señora —dijo Ruiz de Pablos, quecomenzaba a atender las palabras deAlicia con un talante bien distinto al delcomienzo.

—Pues bien, comisario. Desde elmomento mismo en que advertí que elmuerto era Remo sospeché quién era elasesino.

El comisario Ruiz de Pablos, quehabía imaginado que iba a escuchar elrelato fantástico de una logorreica, ibade asombro en asombro. MontserratCastell aprovechaba las pausas para

pedir a Dios que Alicia saliese bienparada de aquella sesión. Ruipérezcomenzaba a dudar de sus primerosjuicios. Y César Arellano tenía tal fe enla astucia, la capacidad de observacióny la inteligencia de Alicia, que estabaseguro de que decía la verdad.

—Para explicar con mayor claridadcómo llegué a la conclusión de quién erael asesino, yo le rogaría, señorcomisario, que autorizara al doctorArellano a buscar en sus archivos el testque me hizo al ingresar aquí.

—Los expedientes son secretos —interrumpió el director. Ruiz de Pablosle miró con severidad:

—¿Incluso para descubrir unasesinato?

Alice Gould rompió a reir.—¡No es la primera vez que oye

usted eso mismo, director! Y laoposición a la autoridad puede llegar aconstituir un delito.

—Ve al archivo, Montserrat —ordenó el director— y trae el expedientede la Almenara.

—Al hacerme el test —continuó ésta— me pidieron entre otras muchas cosasque hiciese un dibujo. Y entonces,aunque torpemente, pues soy maladibujante, reflejé un episodio que mehabía impresionado vivamente aquella

misma mañana. En ese dibujo hay trespersonas: el asesino de Remo, suhermano Rómulo y... "la que es motivodel crimen".

—Ahora lo entiendo todo, comisario—exclamó Arellano sin poder ocultar suadmiración—. Lo que dice esta señoraes de una increíble lucidez. De modo,Alicia —dijo dirigiéndose a ella—, quetú crees que el asesino es...

—¡"El Hombre Elefante"! —exclamó Alicia con energía.

—Ignoraba que os tutearais —comentó muy sorprendido el director.

—¿Lo prohíbe el reglamento? —preguntó, rápida como una saeta, Alice

Gould.Entró Montserrat con el expediente.—¿Puedo tutearla, director? —pidió

permiso Alicia, con harta insolencia.Éste respondió con un gesto de hastío.

—Busca, Montse, por favor, losdibujos de un interior y un exterior queme encargaste. ¡Ése, ése mismo es!

Lo tomó Alicia con sus manos y selo llevó al comisario. Los demásmédicos, así como la Castell, rodearonla mesa.

—¿Ve usted, comisario? ¡Estehombre gordo e inmenso es el asesino!Este chiquillo que ataca y provocainsensatamente, como lo haría un gato

salvaje que se atreviese con unproboscidio, es Rómulo. Y esta niñaarrodillada en el suelo cara a la pared, yque es bellísima, es el gran amor de losdos. La historia es realmenteconmovedora. Rómulo cree que lachiquilla es su hermana y la consideracomo algo suyo: algo de su propiedad.Se sienta junto a ella y durante horas lehabla y le acaricia la cabeza. Esemocionante escucharle inventar cuentospara ella sola y decirle cosas bonitascon tal ternura que estremece a quien leoiga. Pues bien, entretanto, este hombreque yo he dibujado de pie, se pasa lashoras muertas sentado y con los ojos

fijos, llenos de amor, puestos en lamuchacha. Rómulo no se aparta de ellapara guardarla, siempre protegida delgigante. Y el gigante no se acercaporque tiene miedo a Rómulo. No hevisto esta escena una sola vez, ¡la veo adiario! Pero aquel día, el que llamamos"Hombre Elefante" se puso en pie, ycomo es muy torpe, dio un pequeñotropezón que asustó a Rómulo, y éste,creyéndose atacado, se puso en estaposición del dibujo, enseñándole losdientes, dando de rodillas, pequeñossaltos, con una agilidad pasmosa,gruñendo como un leopardo y amagandozarpazos, como si fuese una fierecilla

acosada y furiosa. Lleno de miedo, elgigantón se fue, andando de lado, parano ser atacado por la espalda.

»Fíjense bien en lo que he dicho:"para no ser atacado por la espalda".Porque, en efecto, no pasarían muchosdías sin que Rómulo pasara de losgruñidos a los hechos. Y le saltaba porla espalda, le mordía las orejas, learañaba el rostro y, en cuestión defracciones de segundo, huía después,ágil como una ardilla. Nunca le dabafrente. De frente le tenía miedo.

—Señora —interrumpió elcomisario—, deduzco de lo que estoyoyendo que "el Elefante", como usted le

llama, tenía MOTIVO para matar aRómulo más no a Remo, mientras queusted dijo antes que comprendió quiénera el asesino precisamente alcomprobar que el muerto era Remo y noRómulo.

—Exacto. A Rómulo, que esagilísimo (y el gigante torpísimo), nohubiera podido atraparle jamás.Mientras que a Remo sí, porque éste notenía razón alguna para huir de él. Alregresar de la excursión de esta mañana,Rómulo, alertado, caminaría siempredetrás del gigante. Éste vio de prontojunto a sí a Remo, y confundiéndole consu hermano, lo mató.

—¿Cómo lo mató?—Echándoselo a la espalda como un

fardo. Y después dejándose caer sobreél. Y repitiendo este movimiento cuantasveces fuese preciso hasta aplastarlo consus ciento sesenta kilos: tal como lohubiese hecho un auténtico elefante.

—Señora de Almenara, ¿usted havisto todo lo que está contando?

Alicia no respondió directamente aesta pregunta.

—Señor comisario, en el rostro del"Hombre Elefante" están los arañazos ymordiscos que le propinaba Rómulo pordetrás. En la espalda de la ropa delgigante hay briznas de hierbas al haberse

dejado caer y en sus pantalones sangredel muerto, cuyas entrañas reventaron. Yen las uñas de Rómulo, salvo que hayancometido el error de bañarle ylimpiarle, hay piel ensangrentada de lacara y las orejas del asesino de suhermano.

—No ha contestado usted a mipregunta: ¿usted ha visto todo lo que nosha contado?

—No, señor comisario.—¿La sangre en los pantalones del

gigante la ha visto usted?—No.—¿Las huellas de piel en las uñas de

Rómulo?

—No.Se oyeron unas risitas emitidas por

Samuel Alvar. "Esas risitas te lastendrás que tragar, amigo", pensó AliciaGouid. No fue la única a quienmolestaron. Ruiz de Pablo miró aldirector descaradamente comopensando: "¿De qué se reirá esteimbécil?" Y pronunció unas palabrasescuetas:

—Quiero ver el expediente médicode ese gigante. Y al gigante mismo. Yque hagan pasar aquí al joven Rómulo.

—Montserrat —ordenó el director—, llévate de paso el expediente deAlicia.

—¡No, no no! —dijo Ruiz de Pablos—. El expediente de la señora deAlmenara quiero conservarlo aquí algúntiempo más. Y en cuanto a usted, señora,le ruego que lea lo que ha escrito laseñorita mecanógrafa y si está conforme,lo firme.

Leyólo atentamente Alicia y dictó aMontserrat una coletilla final que dijese:"Leído todo lo anterior y estandoconforme con ello, la detective quesuscribe, lo firma en el lugar de susecuestro, a tantos de tantos de milnovecientos tantos".

¿Qué era más de admirar? ¿La lógicaimplacable, el rigor de los datos, la

capacidad de observación de estaextraña y clarividente mujer? ¿O suaudacia al declararse por dos vecesdetective y secuestrada, a sabiendas deque eran los dos elementos básicos enque los médicos reconocían laexistencia de un delirio?

Los médicos, el comisario, la propiaMontserrat se miraban entre sí,intentando averiguar el juicio que ladeclaración de Alicia Almenara habíaproducido en los demás.

—¿Puedo retirarme, señorcomisario?

—Le ruego, señora, que no.Llamaron al joven Rómulo. Tenía

sangre en las uñas y declaró que sehabía fugado porque tuvo mucho miedoal ver al hombre gordo matar a un niño.Llamaron al "Elefante". Tenía sangre,babosidades y excrementos en el traserode los pantalones. La declaración deNorberto Machimbarrena fue terminante.Creía que hablaba con sus superiores delos servicios de Información de laMarina, y relató los hechos tal comoAlicia los había imaginado. Se leyeronbrevemente los historiales médicos delos dos encartados. ¡Los casos estabanresueltos!

El comisario de la gran calva y lasmanos diminutas se puso en pie para

despedir a Alice Gould. Le agradeciócalurosamente la información prestada y"como profesional de la policía" —fueron sus palabras— la felicitó confervor por su trabajo.

Alicia estaba radiante. El fin de suencierro se acercaba. No habíanecesitado esperar a que le enviaran desu despacho la documentación queacreditaba su profesionalidad, sino quehabía demostrado con hechos sucondición de detective.

—¿Desea usted añadir algo más? —le preguntó Ruiz de Pablos.

—Sí, señor comisario. Quisierarogar al director que se ponga en

comunicación con su gran amigoRaimundo García del Olmo, y lecomunique que ya he descubierto alasesino de su padre. ¡La misión que metrajo al manicomio ha concluido!

"Q"EL HORNO DEASAR DE PEPE

EL TUERTO

L A NOTICIA DE QUE ALICIAhabía descubierto a los dosasesinos corrió como el viento

por todo el manicomio. Charito Pérezfue el más eficaz de los correveidiles,añadiendo de su cuenta los más sabrosospicantes. La enfermera, de la que decíanque fue abofeteada por uno de losetarras, en realidad había sido violadapor los dos y, en consecuencia esperabagemelos, uno de cada violador. MelitónDeza, que recibió un rodillazo "en unsitio muy feo", iba a ser castrado, puesel golpe le produjo una gangrena y habíaquedado inservible para la virilidad.Pronto dejaría de crecerle la barba y le

nacerían pechos de mujer.Las sandeces de la obsesa de los

chismes sexuales eran sólo un reflejo dela conmoción general. "El HombreElefante" fue residenciado en la Unidadde Dementes, para mantenerlo alejadode Rómulo, su verdadero enemigo, yNorberto Machimbarrena trasladado aLeganés en Madrid, pues al manicomiode Bilbao, su tierra natal, no parecíaprudente enviarlo por temor a queacabara con la mitad de los recluidos.

A lo largo de los días que siguieron,Alicia se veía asediada por enfermos yenfermeros que querían saber detallesdel porqué y el como consiguió llegar a

la verdad. Un corrillo permanente decuriosos la rodeaba. Su prestigio erainmenso. Aunque eran muchos losresidentes e incluso empleados que ellano conocía, todos en cambio sabíanquién era ella.

—Mira; esa guapa que va por allí,es la rubia que descubrió a los asesinos—se decían unos a otros.

Algunos se armaban un buen barulloen sus estropeados caletres. Había quienpensaba que el mérito de Alicia erahaber evitado que enterraran vivo aljoven Rómulo, porque todos le creíanmuerto; no faltaban quienes creyesen queera "la Rubia" quien mató a dos hombres

malos que pegaban y maltrataban a losimpedidos y enfermos. Pero dondealcanzó cotas más altas la simpatía yadmiración fue entre los médicos yenfermeros. Aquéllos, por la gallardía ydignidad de Alicia al defenderse contratoda sospecha de perturbación mental.Estos, por haber desviado la acusaciónque pesaba sobre dos compañerossuyos: la enfermera donostiarra yMelitón Deza, que era el máscomprometido.

Fueron días de euforia y lícitasatisfacción para Alicia Almenara. Ladoctora Bernardos le regaló la batablanca que le había sido hurtada y un

ejemplar encuadernado de su tesisdoctoral acerca de los sociópatas; eldoctor Rosellini la obsequió con flores;César Arellano, con la anhelada tarjetanaranja, que le permitía saliracompañada fuera del hospital y unainvitación a cenar mano a mano con élen el vecino pueblo La Fuentecilla;Montserrat Castell con un tomoprimoroso de una edición antigua de LasMoradas, de santa Teresa.

—A ella también la creyeron loca—comentó Montserrat, al entregarle elejemplar.

Quiso Alicia estrenarinmediatamente su tarjeta naranja, y

suplicó a la Castell que la acompañasefuera de las murallas. Sólo una vezhabía cruzado la verja: el día de lafatídica excursión. Pero entonces fue enmanada, como borregos, y ella queríaexperimentar el placer de exhibir supermiso de salida al guardián que un díale negó el paso, y caminar "por la partede fuera", solamente por gozar delregustillo de la libertad.

Aceptó gustosa la alegre, jovial yencantadora Montse, advirtiéndole queel paseo habría de ser forzosamentecorto, pues sólo faltaba una hora para elcierre de las verjas. Y allá se fueronagarradas del brazo, felices y en

compañía.—Es muy curioso lo que voy a

decirte —comentó Alicia mientrascaminaba—. Me faltan pocos días parasalir de aquí... y, ¡qué sensación másextraña!, me dará mucha penamarcharme.

—¿Cuándo consideras que te daránde alta?

—En cuanto se persone aquí micliente. Tú misma me contaste que elcomisario Ruiz de Pablo le telefoneódesde el despacho de Alvar parainformarle de que mi misión habíaconcluido.

—Guárdame el secreto —replicó

Montserrat con cierto aire de misterio—. A mí también me dará pena dejaresta casa, y ya me falta poco: igual que ati.

Miróla sorprendida Alice Gould.—¿Te marchas?—Sí.—¡No puedo creerlo! ¡Montserrat, tú

que eres una institución en esta casa! ¿Yadonde te vas?

—Nunca lo adivinarías.—¿Te vas a casar?—En cierto modo... sí.—¿Que quiere decir "en cierto

modo"? O te casas o no te casas...—Alicia, hace ya tres años que

decidí ingresar en un convento. Si no heprofesado todavía es por la duda que hetenido algún tiempo acerca de la ordenen que debo tomar el velo. Ya lo heresuelto. El próximo invierno ingresaréen las Carmelitas.

—¡Me dejas absolutamente perpleja!¿Estás segura de que tienes vocación?

—Estoy segura de que Dios mellama desde un camino distinto al deantes.

—¡Me quedo muy triste alescucharte! ¿Qué será de esta casa sinti?

—¡Nadie es imprescindible!—¡Tú sí! ¡Tú eres el alma de esta

institución! Escucha, Montse... Si digoalgo inconveniente atribuyelo a que sigoaturdida por la noticia que me has dado.(¡Yo que quería buscarte un novio,joven, apuesto, listo y rico!...) Lo quequería decirte es esto. Desde tu punto devista, ¿no eres más útil a la sociedad, atu prójimo, a los desheredados, a lospobres locos, quedándote aquí queencerrándote en una clausura?

—Ya he sido Marta muchos años.Ahora me toca ser María —respondiósonriendo Montserrat.

—Me gustaría —insistió Alicia—penetrar hasta el fondo en elconocimiento de eso. En el

entendimiento de lo que dices. ¿No esmás santo cuidar leprosos que rezarmaitines? Cuando esos admirablesenfermeros de la "Jaula de los Leones"levantan, lavan, visten, dan de comer enla boca, desnudan y acuestan en la camaa los dementes; cuando éstos se hacenencima sus necesidades, y suscuidadores los limpian y cambian deropa, varias veces al día, ¿no estánhaciendo más méritos que quienes rezantres rosarios o están dos horas deoración ante el Sagrario?

—¡No se trata de una carrera deméritos, Alicia! Voy a ponerte unejemplo. Imagina a "la Niña Oscilante".

De pronto alguien la toma de la mano, yella obedece a ese impulso exterior.Deja entonces de oscilar y cumple lavoluntad de su guía. Se entregatotalmente a su conductor con confianzay obediencia ciegas. Pues, del mismomodo, nuestras almas son pendularescomo la de esa muchacha hasta que llegaun día en que Dios las toma de su manoy las conduce y guía personalmente.¿Quién se atreverá a decir "no quiero irpor allí", "prefiero ir por allá"?

»¡Es imposible resistirse a suvoluntad! Eso es lo que me ha ocurrido amí. Yo soy como "la Niña Oscilante" yDios mi conductor.

Quedó Alicia muy impresionada porlo que acababa de escuchar y no deentender. No se imaginaba al hospitalsin Montserrat Castell. Y le daba nopoca pena que esta joven mujer, tan biendotada y atractiva, se encerrasevoluntariamente y de por vida en unaclausura.

—¡Dios es muy injusto al escoger auna criatura como tú para Él solo!

—Estás desvariando, Alicia. Nosabes lo que dices. ¡Anda, vamos paracasa, antes de que nos cierren las verjas!

Al acercarse vieron al doctorArellano, despidiendo en la puerta a ungrupo de visitantes. La llegada de las

dos mujeres coincidió con la partida deéstos; de modo que emprendieron lostres juntos el camino hacia el edificiocentral.

—¿Estrenando libertad, Alicia?—Ejercitándome en ella, doctor.

Tengo que estar preparada. ¿No teparece?

Una de las cosas que más llamó laatención de Alicia las primeras semanasque vivió en el manicomio fue la enormeascendencia de los médicos sobre lapoblación hospitalizada. Y muyespecialmente de aquellos que tratabandirectamente a los enfermos.

Se les acercó "el Tarugo", que era

una versión del "Gnomo", de tristerecuerdo, aunque sin joroba.

—Doztor, doztor.(Le tocaba con ambas manos. Otra

de las características que observóAlicia es que hay una gran mayoría desobones: como en la India, como entrelos negros. Para hablar, tocan, danpequeños golpes en el pecho o en losbrazos.)

—¡Doztor, doztor, hola, doztor!—Hola, "Tarugo", Dios te guarde.Siguieron caminando. En la Unidad

de Demenciados que dirigía Rosellini,"la mujer Gorila", antigua pianista decabaret, asomada a una ventana miraba

sin ver, o sin saber que veía, hacia unvacío tan infinito como el de su mente.

Los autistas o solitarios se apartabanal paso del médico. Otros corrían haciaél.

—Me he vaciado, doctor. Heperdido todo: el estómago, el hígado,los intestinos. ¡Ya no me queda nadadentro!

—No te preocupes. Mañana te daréuna medicación para que te vuelvan acrecer las entrañas.

—Pero ¡es que también se me handerretido los huesos, doctor!

—¡Eso no tiene importancia! Yo tepondré otros nuevos. ¡Hasta mañana!

"El Albaricoque" se acercómoviendo mucho las caderas.

—Ocho por dos, es igual a quincemás cuatro menos tres, doctor. Y ustedes mi madre y también la catedral deLeón.

—Gracias por tus cumplidos,"Albaricoque". Mañana hablaremos.Ahora tengo mucha prisa. DespidióseMontserrat Castell, y César Arellanopreguntó a Alicia.

—¿No era mañana cuando habíamosconcertado cenar juntos?

—Sí. A las nueve.—¿Y por qué no lo adelantamos a

hoy?

—Me parece una excelente idea.El pueblo La Fuentecilla estaba

situado a seis kilómetros de la antiguaCartuja. En algún tiempo no muy lejanodebió de ser precioso. Había una granplaza porticada con asombrosas yantiquísimas columnas; arcos de piedratras los que nadan escalinatas pinas ymisteriosas; casonas hidalgas con suescudo antañón —memoria de viejos ytal vez desaparecidos linajes—, unasoberbia iglesuca románica, un castilloen ruinas con la torre desmochada (decuando los Reyes Católicos abatieronjunto con las torres la insolencialevantisca de los nobles), y sobrias

mansiones señoriales con gárgolas queimitaban fantásticos tritones, faunos yvestiglos. Pero junto a estas noblespiedras había horrendos y altísimosedificios modernos de ladrillo, tiendasiluminadas con neón, fábricas situadasen el centro del casco urbano y otras milnovedades que los aldeanosconstruyeron con orgullo de"modernizar" el pueblo, sin comprenderque con ello arruinaban la bellezaprimitiva.

—Mira —le dijo Alicia a suacompañante—. ¡Por aquí no ha pasadoSamuel Alvar!

Y le señaló una soberbia cancela de

hierro que enmarcaba un ventanal.—Te advierto —comentó César

Arellano— que no debes ser injusta aljuzgar a los antipsiquiatras. Su crítica delos antiguos sistemas hospitalarios hasido muy constructiva y gracias a ellosse han hecho reformas admirables en losmanicomios. Su fallo consiste en sermás "sociólogos" que "médicos", y enolvidar que para poner en práctica susteorías hay que crear primero unainfraestructura que las haga posibles. Teaseguro que suprimir las rejas paraevitar la sensación de encierro opresivoa los enfermos es una medida excelente.Pero antes de eso hay que construir

ventanas que por su forma o su tamañono quepa por ellos el cuerpo de unhombre. La terapia ocupaciónal y lalaborterapia son útiles ybienintencionadas... pero, ¡ojo!, nopuedes poner un martillo en manos de unhombre con instintos agresivos. El díaque sus teorías sociales se adecuen conlas realidades científicas se habrá dadoun paso definitivo en beneficio delenfermo. No debes juzgardespectivamente a Samuel Alvar.

—¡Odio a ese hombre! —comentóAlicia.

—No necesitas jurármelo... Dime,Alicia, ¿por qué le abofeteaste?

—Fue un impulso irresistible.Caminaban a pie entre las callejas.

Cruzaron bajo una arcada de la quenacían unos peldaños. La calle eraescalonada y, algo más arriba, sedividía en dos ramales en forma dehorquilla que dejaban en el centro, comouna isla, una casona antigua y señorial.

—¡Ah, qué bonito es esto! —exclamó Alicia—. Cuando yo quedelibre me gustaría comprar esa casa, yconvidar a mis antiguos amigos delhospital. ¿Aceptarías, César, que teinvitara a mi casa?

—Y tú, Alicia, ¿aceptarías venir a lamía?

—Claro que sí.—Entonces vendrás a ésta. Porque

ese viejo caserón es de mi propiedad.—¡No me digas! ¿Vives aquí?—Todavía no. Lo estoy arreglando

por dentro.—¡Necesito imperiosamente que me

lo enseñes!—No tengo las llaves conmigo.—Otro día me lo tienes que enseñar.—¿Por qué tanto interés, Alicia?—Porque los hombres no tenéis idea

de arreglar una casa por dentro. Y eseedificio es una joya. Y estoy segura deque si no sigues mis consejos lo vas aarruinar.

César Arellano se detuvo en seco.—Contagiado por tus impulsos, yo

también estoy sintiendo uno:"irresistible" como los tuyos.

—¿Cuál?—¡Abrazarte!—¡Vedado de caza, espacio

acotado, zona rastrillai! —exclamóAlicia fingiendo escandalizarse por laocurrencia.

—¿No me abrazaste tú a mí cuandote entregué la tarjeta naranja? —protestóArellano.

—Pero lo hice mucho másinocentemente de lo que ahora leo en tusojos.

—¿También sabes leer en mis ojos?—En este caso, sí.Detrás de la casona que tanto

gustaba a Alicia había una antiguataberna muy graciosamente decorada.HORNO DE ASAR, PEPE ELTUERTO, rezaba un cartel. A la entradaestaba la barra repleta de una parroquiagritadora y bulliciosa que bebía vasosde tinto y engullía botanas de todasclases. A esa estancia daban dospuertas. Una decía: COMEDORES; laotra, TELEFONOS. Quedó Alicia comoimantada ante la visión del auricular.César Arellano vio la duda en sus ojos.Más ella —no sin gran sorpresa del

médico— desistió de telefonear ypenetró en la segunda puerta. A loscomedores se subía por una escalinatamuy pina. Estaba bien puesto el plural,pues eran tres los que había en laprimera planta y dos en la segunda yúltima: todos muy originales. Los techoseran de vigas de madera; y ladecoración, ristras de ajos, cebollas ypimientos que colgaban de las paredesentre platos de cerámica antigua. Por lossuelos una colección muy pintoresca dealambiques de cobre de las másdiversas formas y tamaños.

—¡Bienvenidos, don César y lacompañía! —dijo un hombre vestido con

un delantal de rayas verdes y blancasque los había seguido por la escalera.

—¡Hola, Pepe, Dios te guarde!Tengo invitada de honor y quiero queluzcas tu buena cocina. ¿Qué nosaconsejas?

—Tengo unos pimientos rellenosque son de los que Dios se llevó deviaje; y unos caracoles a la riojana, quehablan de tú al paladar; y unos cangrejosde río, que son como para relamerse lapartida de nacimiento. Eso, de primero.Y de segundo, lo obligado: corderoasado con salsa de menta, que no lo haymejor en toda Castilla. De postres noando muy glorioso: queso y carne de

membrillo.—¿Qué te apetece, Alicia?—¡Todo! —respondió ésta con

entusiasmo.—Del cordero asado no se puede

prescindir sin ofender al dueño de lacasa —recordó sabiamente el médico—.Y en cuanto al primer plato te sugieroque uno de nosotros pida los caracoles yotro los pimientos, y nos los dividamospor mitades.

Pepe el Tuerto (que no era tuertomás que de apellido) apostrofó:

—Y como regalo de la casa yo lestraigo unos cangrejitos para que vayanhaciendo boca. Y así lo prueban todo.

¿Qué vino quieren?—¡El de la tierra es excelente! —

recordó Arellano.—Pues no hablemos más.Fuese el mesonero para encargar la

comida.—No sabes, César, qué feliz me

siento. Después de cuatro mesesenclaustrada estoy como en el paraíso.

—Y yo me siento feliz de verte feliz.—Dime, César, ¿cuáles son los

trámites legales para salir delmanicomio?

—En tu caso, Alicia, o por solicitudformal de tu marido al director delhospital (que puede ser denegada por

éste caso de considerarte en "estado depeligrosidad") o cuando Samuel Alvarpor si mismo considere que no tienesrazón alguna para seguir internada, encuyo caso serías devuelta a tu marido,aunque éste no te reclamase. De aquíque me parezca una torpeza de tu partecrearte un enemigo ¡precisamente en eldirector!

—¿Y en el supuesto (¡cosa que Diosno quiera!) de que mi marido sufriese ensu viaje por América un accidentemortal y que el director siguieseodiándome y se opusiera a soltarme?

—En ese caso te queda el medio derecurrir a la autoridad gubernativa, que

dispondría lo que ha de hacerse.—Y si Alvar convence en contra

mía a la autoridad gubernativa, ¿no mequeda ya otro recurso?

—No.Alicia sonrió maquiavélicamente.—¡Qué poca imaginación tienes!

¡Claro que me queda otro medio de salirairosa de la empresa! Pero no te lo digoporque eres demasiado inocente.

—Tal vez le ocurra a Alvar lomismo que a mí —bromeó CésarArellano—. Si yo fuese el director no tepondría nunca en libertad. Eso seríatanto como perderte. Y no estoydispuesto a un sacrificio tan grande.

—Eres un amor, César. Déjameseguir meditando en voz alta. Si no parode hablar, sé que corro el riesgoinminente de escuchar una declaracióngalante. ¡Y eso hay que evitarlo!Escucha. Yo estoy segura de que laversión que di la semana pasada de porqué Samuel Alvar quiere ignorar loscompromisos que adquirió con Garcíadel Olmo, es auténtica. ¡No quiere quese sepa que la falsificación de losdocumentos de mi ingreso se hizo deacuerdo con él! Pero estoy empezando aconsiderar que tampoco me convienenada a mí que eso trasciendaoficialmente. Ni a García del Olmo

tampoco. De suerte que... tal vez noconvenga insistir en que aquellosdocumentos están falsificados.

—Explícate mejor...—Si demuestro que los documentos

eran falsos saldré del manicomio para ira la cárcel, lo cual no es una perspectivaque me haga especialmente feliz. Encambio, si mi marido me reclama, o si eldirector me declara sana, saldré delhospital para ir directamente a casa. ¡Apartir de mañana me dedicaré aenamorar al director! ¿Qué te parece miidea?

César extendió sus manos y posó susdedos en la frente y en las sienes de

Alice Gould.—Tus ideas, querida Alicia, están

ahí dentro, bajo tu piel, bajo tu cráneo, yson siempre tan fantásticas einsospechas que quedan fuera de mialcance.

—¿No decías que sabias leer en misojos?

—Sé leer tus sentimientos. Tusdisparates, no. —Alicia se sonrojólevemente.

—Soy consciente de que has leídoen ellos que me gusta tu personalidad,que me agrada tu conversación y que tucompañía me llena de calma y felicidad.¡Pero eso no tiene ningún mérito! Yo

también he leído eso mismo en los tuyos.Alice Gould tomó las manos de

César, las retiró de sus sienes y se lasllevó a los labios. Las mantuvo unosinstantes así, cerrados los ojos,concentrada en sí misma.

—¡Cangrejitos de La Fuentecilla!¡Especialidad de la casa! —gritó Pepeel Tuerto subiendo la escalera.

Cuando se hubo ido el mesonero,Alicia inició un monólogo con susmanos a las que llamó "descaradas eimpulsivas" y a las que amenazó concastigarlas si no la prometían ser másdiscretas en adelante.

—Estás siendo muy injusta con ellas

—protestó César Arellano—. Y me veoprecisado a consolarlas. Las tomó entrelas suyas y ahora fue él quien las besó.Los cangrejos tardaron varios minutosen comenzar a ser engullidos.

"R"OTOÑO

A COMPAÑADA DEGUILLERMO TERRÓN —elenfermero que la salvó de las

garras de "la Mujer Gorila"—, Aliciarecorrió los distintos talleres delaborterapia para decidir en cuál leinteresaría trabajar, para ocupar sushoras libres, en tanto se resolvía susituación.

El primero de los pabellones quevisitó fue el de bordados, en el queactuaba de primera oficiala TeresiñaCarballeira. Era de admirar cómo estamujer distribuía el trabajo y anotabacuidadosamente el material entregado acada una de las extrañísimas obreras.

Este material —le explicó Terrón—debía ser recogido más tarde einventariado, para evitar que ningunaguardase objetos punzantes que enmomentos de crisis o depresionespodían volverse peligrosos.

Algunas bordaban con increíblelentitud e inimitable extravagancia.Elevaban las agujas cual si quisierancoser el espacio. Trazaban una parábolacon la mano y varias espirales en elaire, fijos los ojos en el diminuto acero,y tras aquella pirueta —semejante a lasque dibujara en el cielo un piloto deacrobacia aérea— hundían elinstrumento en el sitio justo. Cada

punzada requería un tiempo extrainverosímil; pero es el caso que, sinrealizar previamente estos arabescosespaciales, no acertaban a perforar latela en el lugar requerido. Dos o tres delas bordadoras no lo eran en sentidoestricto. Les permitían estar allí paraque se entretuviesen haciendo chapuzaso simplemente por tenerlas agrupadascon las demás y, con ello, conseguir unaeconomía de vigilantes. Mezclabanindistintamente los colores másllamativos por el frente o el envés de lostrapos, que perforaban por cualquiersitio, de modo que quedaban másdoblados y engurruñados que papeles en

el cesto de la basura. Mas había otras —la Carballeira entre ellas— que hacíanverdaderos primores en mantelerías,trajes de novia, orlas y encajes.

—¿Esto lo ha hecho usted sola,Teresiña?

—No, señora Alicia. Me ayuda "laGorda".

En efecto, cerca de la Carballeirahabía una de las muchas gordísimas quetipificaban la casa de orates, la cual selimitaba a pasar a la Carballeira loshilos de colores que aquélla le pedía.

—¿No le molesta que la llamen"Gorda"? —preguntó Alicia a GuillermoTerrón, señalando a la corpulenta

campesina.—Lo considera un apelativo

cariñoso —respondió el enfermero—. Yademás ella ignora su obesidad yatribuye que la llamen así a una broma acausa de su extremada delgadez. Seconsidera inapetente y afirma devorartodo cuanto engulle con insaciablevoracidad por puro sentido de ladisciplina.

"La Duquesa de Pitiminí" trabajabaal ganchillo. No lo hacía mal, pero aúncurada o casi curada de su crisis, nopodía prescindir de alguna rareza. Porejemplo: llevaba diez dedalesenfundados en cada uno de sus dedos.

—Las damas deben cuidar susmanos —comentó.

En la fábrica de paraguas trabajabanvarios conocidos de Alicia: Rómulo,Luis Ortiz, Carolo Bocanegra, IgnacioUrquieta y Antonio el Sudamericano.

Los cuatro primeros formabancadena en el orden que se ha citado. Lamisión de Rómulo era tomar una tuercade las muchas que había en una cestasituada a su derecha, introducirla en unavarilla metálica y pasarla a otra cestasituada a su izquierda. Lo hacía conadmirable rapidez y precisión. Elcaballero llorón o violador de su nuera,presionaba con una llave inglesa la

tuerca colocada por Rómulo y le pasabala varilla a Carolo Bocanegra, quien laintroducía en una suerte de mano con losdedos huecos, de modo que cuando elconjunto llegaba a poder de IgnacioUrquieta aquella armazón era como unerizo de larguísimas púas, al que elbilbaíno añadía la vara que haría debastón. (La tela del paraguas no se poníaen el taller del manicomio sino en laauténtica fábrica comercial, que alencargar este trabajo a destajo alhospital psiquiátrico se ahorrabanómina, locales y seguridad social.)

Antonio el Sudamericano trabajabalibre, fuera de la cadena, para no

entorpecer con su ingente torpeza labuena marcha de los demás. Su misiónera la misma que la de Rómulo, pero porcada quince o veinte tuercas que el falsohermano de "la Niña Péndulo" conseguíaintroducir en la varilla, él no acertaba ameter más de una o dos. Era penosocontemplarle. Tomaba con su manoderecha una de las tuercas, la observabacon gran atención como si fuese elprimer objeto similar que veía en suvida, lo alzaba con gran cuidado en elaire, a la altura del sitio donde debíaestar el extremo de la varilla, y sóloentonces caía en la cuenta de que habíaolvidado tomar ésta de entre las muchas

que tenía situadas ante sí. Un gran gestode decepción se dibujaba en su rostropor tal descuido, devolvía con granparsimonia la tuerca a su cestillo,tomaba la varilla con la mano izquierda,comprobaba que estaba totalmentevertical, repetía la maniobra de tomaruna tuerca, sacaba la lengua entre losdientes, contenía el aliento y aflojaba alfin el índice y el pulgar de su manodiestra. De cada diez pruebas, nuevecaía la tuerca al suelo; pero cuando porazar la tuerca conseguía enchufarse en lavarilla correctamente, rompía a reír congrandes carcajadas de júbilo, y miraba auno u otro de sus compañeros pidiendo

un aplauso. O bien exclamaba, radiante:"¡Jo... Si mi viejo me viese hacer esto!"

Los capataces de tales talleres eran"batas blancas" muy seleccionados, puesreunían las tres condiciones de serobreros especializados, maestros de"artes y oficios", y enfermerospsiquiátricos. Alicia decidió que ni leapetecía ensartar tuercas en varillas, niarmar las piezas elementales para unosjuguetuelos sin originalidad ni valor, yque no tenía ya edad para aprender abordar. De todos aquellos oficios elúnico que le satisfaría es... ¡el decapataz! Y convertirse en directora,vigilante y ángel guardián de aquellos

desamparados. Bromeó consigo misma,y se dijo para sus adentros que era unaespecie de "Duquesa de Pitiminí" conmanías de grandeza. ¡Pobres grandezaslas suyas! Lo cierto es que el misterio delas almas enfermas espoleaba sucuriosidad intelectual. Y la desolaciónde aquellas mentes taradas, el deseo deservirlas.

Llegó el otoño con su espléndidocortejo de oros, malvas y rojos. Loschopos que bordeaban los arroyossemejaban soldados de gala presentandoarmas. La libertad de que gozaba Aliciale permitió adquirir gran cantidad delibros (¡todos de estudio!, ¡todos de

medicina!) que la distraían de latardanza de García del Olmo en regresary conocer sus resultados. A veces,Alicia presentaba su tarjeta naranja alvigilante de la puerta y se iba, lomaarriba, sin más compañía que sus librosy no regresaba hasta la caída de la tarde,en que las verjas se cerraban.

Aunque el permiso para salir teníacomo condición el ir acompañada, sehacía con ella una excepción. Todo elmundo sabía que gozaba de un statusespecial. Se le devolvió el encendedor,instrumento que sólo podían manejar losenfermeros; y la ecónoma teníainstrucciones de no poner límites a sus

pedidos de dinero, beneficio que ellausó discretamente, pues no gastó másque en libros; en dos trajes modestospero decorosos y favorecedores para eluso diario, y en sellos de cartasdirigidas a todos los consulados deEspaña en Argentina pidiendo noticiasde Heliodoro Almenara. En su oficinade Madrid, el personal —al no tener elojo del ama encima— había hechomangas y capirotes de la disciplina y delbuen sentido y decidió tomarse lasvacaciones de golpe, sin escalonar lassalidas y regresos, de modo que eldespacho estaba cerrado. Esto, almenos, imaginaba ella, al no haber

recibido contestación a la carta en quepedía le enviasen su carnet de detectivey la separata de su tesis doctoral.

Sus salidas con César Arellanofueron pocas y espaciadas; en parteporque las vacaciones de otros médicosmultiplicaban las ocupaciones de éste y,en parte, porque Alicia consideróprudente no alentar con ilusiones vanasun galanteo que debía mantenerse dentrode unos límites muy marcados yprecisos. Con esto, ella misma se autocastigaba, pues la compañía de Césarera a la vez aliciente y sedante,compensación y estímulo.

El otoño no sólo trajo consigo la

variación cromática de la naturaleza. Sediría que Dios —que no era malpaisajista— se complaciera, cada nuevaestación, en pintar las mismas cosas condistintos colores. También trajo lamelancolía: una mezcla de paz y vagatristeza. Alicia se felicitó de haberencontrado la definición exacta de suestado de ánimo: una tristeza sosegada.

"La Duquesa de Pitiminí" fue dadade alta y marchó a su casa. Otros,apenas conocidos por Alicia, fuerontambién devueltos a sus hogares. Amedida que el otoño atemperaba losardores de la canícula, muchasalteraciones y crisis remitían solas: el

ciclo de la enfermedad pasaba a unanueva estación, se enfriaba, como latemperatura. Mas ¿por qué unos, queeran verdaderos enfermos, resolvían susituación y ella, que estaba sana, no loconseguía? La tardanza de García delOlmo en dejarse ver, después dehabérsele informado que la misiónencomendada a Alice Gould habíaconcluido, era intolerable. Pensaba enesto Alicia con harta dificultad. A vecesimaginaba que un inmenso telón dehierro (como los que se usabanantiguamente en los teatros para evitarque el fuego —caso de haberlo— sepropagase) se interponía entre ella y su

intento de razonar. No era, por supuesto,una alucinación visible, como cuandoTeresiña Carballeira vio una serpientede grandes dimensiones en el lugar queocupaba su madre. Era —contrariamentea esto— una visión imaginaria ointelectual.

El telón se proyectaba ante ellacomo si dijera: "No quiero que tupensamiento pase de aquí." Es terrenoacotado. Vedado de caza. "Zonarastrillai." Y lo cierto es que no podíatraspasarlo.

Comenzó a alarmarse. Su naturalezale vedaba penetrar en determinadaszonas de su mente. Era como una suerte

de amnesia proyectada en parte hacia elpasado; y en parte, paradójicamente,hacia el futuro. No era libre deacercarse a ella. Podía discurrir conentera facilidad y lucidez en los temasmás abstrusos que su imaginación lepresentase. Recordó que, con otraspersonas delante, podía hablar yargumentar brillantemente acerca de lascausas de su internamiento, pero, a solascon ella misma, no podía. Se esforzóvarias veces por intentarlo. Una vez fue,como hemos dicho, el telón de hierro elque se interpuso; otras, una avalancha deagua como la que anegó a los ejércitosdel faraón en el mar Rojo, cuando iba en

persecución de las huestes capitaneadaspor Moisés. Otra, un gran vacío que lasuccionaba como si fuese un aerolitodesprendido y atraído por la gravedadde una gran masa que va a la deriva porel espacio.

Era tal el vértigo que sentía, queprocuraba eludir, con miedo, todo nuevointento de penetrar en aquella zona de supsique que se negaba por tantoardimiento a ser hollada.

Paseaba una tarde Alicia por elparque. Era día de visitas. El sol, delque semanas antes era obligado huir, sebuscaba con gusto. Y bajo el soldeambulaban multitud de personas

acompañadas de sus visitantes. Lasverjas estaban abiertas y unos semovilizaban por dentro y otros por fuerade las tapias. Vio Alicia al ciegomordedor de objetos, acompañado deuna mujer que podría ser su madre y deun mocetón que era, sin duda, suhermano por el gran parecido físico queguardaba con él. Tenían aspecto decampesinos de condición humilde, y eratriste comparar a los dos hermanos, unosano y otro enfermo. El ciego padecía lanecesidad irreprimible de una aparatosamovilidad: alzaba la cabeza, pateaba,encogía los hombros, contraía ydistendía la boca, mordía el bastón.

Padecía (como "el Autor de la Teoría delos Nueve Universos") lo que losmédicos llaman trastornos psicomotores,pero éstos eran más brutales en el ciegoy más grotescos —casi cómicos— en"el Astrólogo", el cual andaba como sibailara un rigodón. El hermano del ciegole sostenía de un brazo, caminaba conpausa, hablaba sosegadamente. ¡Quépatética diferencia la de aquellos dosmozos, que la viejecita que losacompañaba tuvo en su seno!

Ignacio Urquieta paseaba con lasmismas personas del día de suaccidente, y don Luis Ortiz con dosjóvenes —hombre y mujer— y una niña

de unos diez años. Comprendió Alicia alpunto que se trataba de su hijo —el quecreía haber hecho cornudo—; de sunuera —a la que creía haber seducido—; y de su nieta, de la que imaginaba,en su delirio, que era hija suya. Suatuendo era el de una familia deempleados o dueños de un pequeñocomercio. Llevaba don Luis de la manoa la niña, a su izquierda a su hijo y a laizquierda de éste iba la nuera: una mujerde aspecto sano, modoso, no demasiadobonita, y del talante más alejado quecabe al de haber cometido la felonía quele atribuyó su suegro. Éste de vez encuando se volvía hacia ella por detrás

de su hijo, le guiñaba y se llevaba undedo a los labios, exigiendo silencio. Elsecreto "que ellos dos solos sabían" nodebía trascender a nadie. AdvirtióAlicia que, cada vez que esto ocurría, lamujer presionaba el brazo de su maridopara advertirle que no se volviese, y sefingiera el distraído, para no poner a supadre en evidencia. ¡Oh, qué grotesco yqué triste resultaba ver esto! Otrosenfermos impresionaban por supatetismo. Don Luis por lo ridículo desu tragicómica locura. Despidiéronse enla verja junto a la que estaban apiñadosgran número de automóviles. Luis Ortiz,de espaldas a Alicia, se quedó plantado

a la entrada y no se movió de allí hastaque el coche de su familia se perdió devista. Después regresó sobre sus pasosdirigiéndose al edificio central. Eran tangrandes sus sollozos y su desesperaciónque Alicia pensó si no sería convenienteavisar a un "bata blanca".

—Don Luis, ¿quiere usted que leacompañe? —le preguntó Alicia al verletan acongojado.

—¡Soy un miserable! —respondióéste entre gemidos—. ¡Mi hijo es unángel, y tiene por mujer a una arpía, ypor padre al más grande de los bellacos!¡Déjeme solo, señora: usted no mereceque yo la ensucie con mi presencia!

A pesar de sus protestas, Alicia lehubiera acompañado, procurandoconsolarle, de no haber divisado aCésar Arellano en una postura realmenteinsólita: plantado a varios metros de laentrada y con los brazos abiertos enaspa, como un san Andrés crucificado.No tardó en resolverse la incógnita: unmuchacho de unos diecisiete añospenetró corriendo en el parque y seacogió a aquellos brazos que leesperaban con infinito amor. Aliciasabía que César era viudo, pero nadie lehabía hablado de que tuviera un hijo. Yaquel abrazo era inconfundible. Sólo unhijo es merecedor de una recepción así.

Antonio el Sudamericano corría deun grupo a otro, miraba descaradamentea cada hombre a la cara y, al noreconocer al que pretendía, sedesplazaba en busca de nuevos rostros.Sus lágrimas eran conmovedoras y suexpresión angustiada.

—Papá, papá...Pasó junto a Alicia y ésta le detuvo

por un brazo.—Antonio, escucha...—Tú no eres papá —dijo

observándola con la mirada llena deniebla.

—No. Pero soy amiga tuya y tequiero bien. Anda, dame el brazo y

acompáñame a pasear. Yo también estoymuy sola. —Antonio se agarró a ella. Sumano estaba convulsa.

—Papá no está. Papá no ha venido.¿Dónde está papá?

Anduvieron muy poco tiempo juntos.Súbitamente Antonio se escapó de sulado y corrió hacia nuevos hombres quecruzaban el umbral de la entrada.

—Papá, papá...Más ninguno de ellos era el que

buscaba.Alguien asió a Alicia por la muñeca.

Su presión era bien distinta a la de "laMujer Gorila".

—Alicia —dijo César—, quiero

presentarte a mi hijo Carlos. —Ydirigiéndose a él—: Esta es la señora dequien te hablé.

—Hola, Carlos —dijo Aliciaamistosamente.

Éste le besó la mano. Era la primeracortesía de esta suerte que se lebrindaba desde que ingresó.

—Acaba de volver de Inglaterra. Esel cuarto verano que pasa allí. El cursoque viene ingresará en la Universidad.

—Tell me —le dijo Alicia,habiéndole directamente en inglés—where have you been in England?

—In Norwich —respondió elmuchacho. Y en seguida comentó

sorprendido—: Your English is reallybeautiful, Mrs. Almenara.

—Thank you, Charles. You alsospeak it very well. What are you goingto study?

—Medicine. I am trying to be apsychiatrist as my father (Dime: ¿enqué parte de Inglaterra has estado? EnNorwich. ¡Habla usted un preciosoinglés, señora de Almenara!. Gracias,Carlos. Tú también lo hablas muy bien.¿En qué facultad vas a ingresar?. EnMedicina. Me gustada especializarme enpsiquiatría, como mi padre. (N. del a.))

—Es de mala educación hablardelante de mí un idioma que no entiendo

—protestó César Arellano—. He estadoesperando el regreso de Carlos —añadió— para tomar mis vacaciones. Lovamos a pasar en grande.

—¿Dónde iréis? —preguntó Aliciaintentando ocultar su decepción.

—A Almería, a hacer pescasubmarina.

—¿Cuándo?—Ahora.—Voy a sentirme muy desamparada

sin la protección de mi médico.—Alicia, si cuando yo regrese ya no

estás aquí, ¿dónde puedo escribirte?—Montserrat Castell tiene mi

dirección. —César le tendió la mano.

—Adiós, Alicia, hasta muy pronto.¡Y mejor en Madrid que aquí!

—Que lo pases bien, César. Y tú,Carlos, cuídale. Y no le dejes bajar muyhondo bajo el mar. ¡Tu padre ya no tieneedad para esos deportes!

—Claro que tiene. ¡Es un buceadorestupendo!

—¡Que os divirtáis!—Adiós.—Adiós...Si había contenido hasta ahora el

deseo de llorar, no pudo evitar que se lehumedeciesen los ojos al oír decir a suespalda:

—Caramba, papá, ¡qué guapa es!

No quiso Alicia volverse paraverlos marchar. Sólo faltaba que diesende alta a Ignacio Urquieta, que se curasede pronto de su fobia y que se lollevasen en volandas entre ese padre yese hermano atlético con los quepaseaba. "¡No quiero que se cureIgnacio!", gritó para sus adentros.

Rómulo llevaba de la manó a lajoven Alicia. Incluso al andar, ésta sebalanceaba un poco. Los dos niños —que no lo eran salvo en su edad mental— se acercaron a ella.

—Dale un beso a esta señora —dijoRómulo—. Nadie más que yo sabe quiénes. Y yo te lo contaré sólo a ti.

Besó Alicia a su pequeña tocaya, yaque ella no hizo ademán alguno. Y a él,con gran cariño.

—¡A mí también me tienes quecontar tu secreto! —le dijo Alicia.

—Tú ya lo sabes... —respondióRómulo maliciosa y misteriosamente. Y,tirando de la pobre idiota, prosiguió sucamino entre los demás paseantes.

De súbito, Alicia se detuvo ante unaseñora a la que creyó reconocer. Eramás baja que alta; iba muy encorsetadapara paliar los excesos de su busto y suscaderas; vestía bien, aunque conelegancia un poco afectada, como quienlleva puesto el traje de los domingos; su

rostro, de piel muy blanca, ojos azules ypelo negro, era muy grato y dulce. Alver que Alicia la observaba se detuvoella también y le sonrió.

—Nosotras nos conocemos,¿verdad?

—Estoy segura —dijo Alicia— dehabernos visto antes de ahora. Y tratabade recordar dónde y cuándo. Ese brocheque lleva usted puesto también lo hevisto alguna vez.

—Yo me llamo María LuisaFernández.

—¿La detective? ¡Claro! Estuvimosjuntas en una convención internacionalde investigadores privados que se

celebró en Mallorca. Éramos las dosúnicas mujeres españolas de laprofesión.

—Naturalmente —exclamó MaríaLuisa—. ¡Usted es Alice Gould! ¿Vieneusted a visitar a alguien?

—Sí —mintió Alicia—. A una granamiga mía que padece crisis de angustia.¿Y usted?

—A un sobrino de mi marido, perolo tienen encerrado y no he podidoverle. Creíamos que lo suyo erandepresiones pasajeras. Pero nostememos que sea algo más triste.

—¿Pernocta usted en el pueblo estanoche?

—No. Regreso ahora mismo aMadrid.

—¡Lástima! Me hubiera encantadoinvitarla a cenar en una deliciosataberna muy pintoresca que hay en LaFuentecilla.

—¡Otra vez será!Despidiéronse las dos colegas, y

Alicia emprendió el regreso hacia eledificio central.

La partida de César Arellano lahabía entristecido. Se encontrabadesamparada sin su proximidad. Laconmovía la idea de esas vacacionesmano a mano, de padre e hijo, sacandomeros o peces limón en las aguas de

cristal de la Costa Blanca. Se dirigiócabizbaja hacia los ventanales tras losque habría, sin duda, menos gente que enel parque. No se equivocó. La "Sala delos Desamparados" estabaprácticamente vacía, pero no desierta."El Hombre Estatua", la auto castigada,y Antonio el Sudamericano eran susúnicos ocupantes. Los dos primerosguardaban su eterno silencio. El último,muy agitado, lloraba. Sentóse Aliciaalejada de los tres. Súbitamente,Antonio cogióse al pomo de la puerta ehizo ademán de marcar un númerotelefónico.

—¡Hola, viejo! Che, ¿por qué no

venís?... ¡Hola, hola...! ¿No eres tú?... Yentonces, ¿quién sos vos?

Antonio escuchó atentamente: movíalos labios al compás de las palabras queimaginaba oír. De súbito dio un grangrito. Su rostro se fue demudando altiempo que las escuchaba.

—¡¡¡Noooo!!!Crispó la mano que tenía libre y

comenzó a darse grandes puñetazos en elrostro.

—Júrame que no es cierto —continuó llorando—. Júramelo...

Se apartó de lo que creía serteléfono. Paseó la mirada desvaída porla sala y corrió hasta "el Hombre

Estatua", al que se abrazó sollozando:—¡Ha muerto el viejo! ¡Mi viejo ha

muerto de pena porque yo no sabíaestudiar!

Era patético contemplar aquellapareja de hombres. Uno gigantesco,indiferente e inmóvil. El otro abrazado aél, todo convulso y agitado, afligido porun dolor infinito producido por unamuerte imaginaria. Antonio se acusabade la muerte de su padre. Él era el soloculpable; él era su asesino. Habíamatado a su viejo a disgustos porqueaquél quería que su hijo estudiase, y élno podía, no "sabía" estudiar. Suspalabras eran desgarradoras, y su

aflicción tocaba fondo. "El Hombre deCera" ni le escuchaba ni le entendía ni leveía. Lo mismo podría el supuestohuérfano haberse abrazado a un árbol oa un mueble para dar rienda suelta a sudolor. Corrió Alicia en busca de un"bata blanca". Ese muchacho no estabaen condiciones de gozar del "régimenabierto". ¡Debían encerrarlo... y pronto!

El primer hombre de la casa conquien topó fue Samuel Alvar. Alescuchar a Alicia, le respondió conacritud:

—Gracias por avisarme, pero...¡absténgase de decirme lo que debohacer!

Cuando entraron en la "Sala de losDesamparados", Antonio ya no estaba.Le buscaron infructuosamente por todala planta baja. "La frontera" estabacerrada; luego era inútil intentarlocalizarle en las oficinas. De habersalido al parque le hubieran visto. Alvarsubió precipitadamente la escalera de launidad de hombres y Alicia avisó aConrada la Vieja, quien junto conRoberta y ella misma comenzaron ainspeccionar la Unidad de Mujeres. Loencontraron en las duchas de estasúltimas, ahorcado con su propia camisacolgada del surtidor de la lluviaartificial. Se hizo lo indecible por

reanimarle. Alicia oyó decir que inclusosu corazón volvió a latir aunque muypocos segundos. Recordó los versos deJorge Manrique: ...querer el hombrevivir cuando Dios quiere que muera eslocura.

Y los recompuso de esta suerte: Noes cordura querer hacer revivir a aquelque quiere morir.

¡Ah, qué terrible es el sino de lospobres locos, esos "renglones torcidos",esos yerros, esas faltas de ortografía delCreador, como los llamaba "el Autor dela Teoría de los Nueve Universos",ignorante de que él era uno de los mástorcidos de todos los renglones de la

caligrafía divina! ¡A las siete de la tardede aquel mismo día llegó por primeravez a visitar a su hijo, en el hospitalpsiquiátrico, el padre de Antonio elSudamericano!

Alicia quedó afectadísima por nohaber actuado antes. Se culpaba una yotra vez de no haber avisado a tiempo aun "bata blanca", cuando vio el cariz quetomaba la crisis.

Pasó el resto de la tardeensimismada y alicaída. A medida queel sol declinaba, la "Sala de losDesamparados" comenzó a llenarse, yaque, sin sus rayos, hacía frío en elexterior. No podía quitarse de la cabeza

la imagen del joven loco, obsesionadopor su padre, cuya visita anhelaba tanto;al que creía muerto de la pena que leproducía tener un hijo enfermo de lamente; un padre que no le visitaba nuncay que, al fin, lo hizo cuando ya sólopodía posar sus labios en una carne fríay yerta. Era el tercer suicidioconsumado que se producía desde queingresó en el hospital. Y la octavamuerte: ya que había que añadir al"Gnomo", Remo, los dos etarras y elahogado que apoyaba su rostro paradormir en las plumas de una almohadainexistente: ninguno fallecido de muertenatural.

Montserrat Castell la distrajo de susmeditaciones. Estaba muy acalorada.

—Tengo noticias para ti, Alicia.—¿Buenas o malas?—Creo que muy buenas. El director

me manda te advierta que no utilices hoytu tarjeta naranja. De aquí a dos horas,más o menos, llegará al hospital tucliente Raimundo García del Olmo. Lotraerá en su automóvil el doctorMuescas, que es amigo suyo. Laentrevista tendrá lugar en el despacho deSamuel. También asistirá el comisarioRuiz de Pablos.

—¡Dios aprieta pero no ahoga! —exclamó Alice Gould inundado el rostro

de alegría. Con añoranza, añadió:—¡Qué pena que no pueda estar

presente César Arellano!

"S"EL CLIENTE DELA DETECTIVE

E NCERRÓSE ALICIA en sucuarto y se tumbó en la cama.Imposible resulta precisar el

tiempo que estuvo, las manos bajo lanuca, los labios moviéndose cual sihablara y la mirada perdida en el vacío.Tenía los nervios a flor de piel. ¡Al finhabía llegado su gran día! Recordaba laadmiración que advirtió en el rostro delcomisario la noche que descubrió lostres crímenes. Y sus palabras: "Comoprofesional de la investigación criminal,la felicito, señora." ¿Qué no le diría hoy,al resolver de un plumazo, ante los ojosatónitos de todos, la incógnita de lamuerte de Severiano García del Olmo y

su propia incógnita, la de ella, AliceGould, "la fantástica", "la soñadora", "lade la personalidad misteriosa, fascinantee incomprensible" como le dijo un díaRosellini? ¡Ah, Rosellini, el médicoguapo y serio que se había enamoradoperdidamente de ella y no se atrevía adecir con los labios lo que proclamabana gritos sus ojos! ¿Le permitirían asistira la entrevista? "Por Dios, Alicia —sedijo a sí misma—, no debes comportarteduramente con el director nimortificarle. No olvides que ha sido élmismo quien ha avisado a Raimundo quela investigación por la que ingresaste enel manicomio ha concluido".

Tal vez regresara esa misma noche aMadrid, acompañada de su cliente y enel mismo coche en que llegó. Si así era,estaba dispuesta a volver algún día paraabrazar a tanta gente buena —¡heroicamente buena!— como había demurallas para dentro. Pero no lo haríasin comprobar primero que CésarArellano había regresado ya. ¡Porcierto! No debía olvidarse de preguntara éste la dirección de su hijo Carlos enMadrid para invitarle alguna vez aalmorzar en casa. ¡Qué pena, qué penaque no asistiese César a su triunfo dehoy!

Se imaginaba el despacho del

director con los muebles colocados talcomo estaban el día de la investigación.Samuel Alvar haría tamborilear susdedos, yema contra yema, como decostumbre; el doctor Muescas moveríaagitado las piernas y arrugaría la narizcon su tic característico cual si quisiesecon ese gesto colocar los lentes en susitio. Se imaginaba al comisario Ruiz dePablos entrecruzando sus pequeñasmanos como si rezara, y a Raimundo —atento, conmovido y suspenso— alescuchar la verdad de la muerte de supadre. ¡Ah, también le agradaría queasistiese el inspector Soto, el de la bellacabeza de caballo!

"Señora de Almenara —diría elcomisario—, estamos impacientes porescucharla".

(Aquí habré de bajar los párpadosconcentrándome. Mis primeras palabrasserán lentas, como las de quien evocacosas pasadas, y después ganaránvelocidad a medida que engarzo misdeducciones.)

—Hace ya varios meses, cuando fuirecibida por primera vez por donSamuel Alvar en este mismo despacho,tracé verbalmente el retrato robot delcriminal: Un hombre entre cincuenta ycincuenta y cinco años, muy fuerte, congran memoria para las injurias

recibidas, de espíritu envidioso yvengativo, que supiese escribir, quealguna vez gozó de una posicióneconómica o social relativamenteelevada y que hoy vivía una existenciamiserable. ¡Ah, no debo olvidar deciresto: y, por supuesto, perturbadomental!

—¿Por qué de esa edad? —mepreguntará extrañado Raimundo.

—Porque deduje que tenía quetener unos años muy aproximados a lostuyos y haber sido tu amigo en tuinfancias juventud, o compañero declase o algo similar. Y la amistad se fuetrocando en odio a medida que te

encumbrabas y triunfabas, y élfracasaba y se hundía en el fango...

—¿Y por qué dedujo usted eso? —preguntará el comisario.

—Porque, tal como se produjo elcrimen, el móvil no podía ser más queel odio y la venganza. Robo no hubo.Las puertas no fueron forzadas. Esoquiere también decir que era unconocido de la casa, ya que unoctogenario que vive solo no hubiesefranqueado la entrada de noche a unextraño.

—¿Y por qué pensó usted que eraun loco?

—¡Sólo un vesánico puede cebarse

con esa saña en un anciano,aplastándole la cara y el cráneo y eltórax! Los periódicos de aquel tiempopusieron en boca de no recuerdo quéinspector un ejemplo muy gráfico: "Escomo si le hubiesen golpeado con ungran saco lleno de arena". De ahídeduje que el hombre era muy fuerte.Sólo un titán sería capaz de manejar ungran saco de arena como si fuera unmartillo. De modo, me dije, que he dehallar a un coloso, conocido del padrede García del Olmo, de la edad de suhijo, con motivos reales o imaginariospara odiar a este último, ¡y loco!

No es imposible que el comisario

me interrumpa:—Ni nos aclaró usted antes lo de la

edad, ni veo por qué había de odiar alhijo y asesinar al padre.

En ese caso, pienso contestar:—¡Les estoy explicando lo que yo

sospechaba entonces y no lo que séahora! Yo creía que se vengaba en elhijo asesinando a su padre. Tambiénpodía ocurrir que hubiese ido a la casapara matar al hijo, y, al noencontrarle, aprovechar el viaje, comoquien dice, para matar al padre:circunstancia que no haría más queconfirmar la sinrazón de un loco. Hoyya sé que tenía motivos para odiar a

ambos.—Pasemos de las intuiciones a los

hechos, señora de Almenara...—Los hechos son así —diría Alicia

—: don Raimundo García del Olmo,aquí presente, tenía un primo a quientrataba muy poco, pues vivía muy lejos,en Orense, y tenía fama de raro.

—Eso es cierto —corroboraráRaimundo—. Pero ¿cómo puedessaberlo?

—Al quedar huérfano tu primo —proseguiré— (que era hijo de unahermana de tu padre), éste se hizocargo de su sobrino; lo trajo deGalicia a Madrid y lo alojó en vuestra

casa. Hace de esto cuarenta años. Laconvivencia se hizo insoportable. Latensión entre los dos chicos —que nopasabais en aquel entonces de losquince— insufrible. El primo deGalicia no era solamente un raro:¡estaba loco! Al tener la evidencia deello, tu padre solicitó su internamiento,y, no volvió a verle jamás, hasta el díade su muerte, ya que él fue su asesino.

Llegado a este punto todos sepondrían a hablar a un tiempo. JoséMuescas preguntará a Raimundo si loque estoy diciendo es verdad. Ésteconfesará que sí, salvo lo de la muerte,que él ignora. Alvar quería saber si ese

hombre residía hoy en Nuestra Señorade la Fuentecilla. Responderéafirmativamente. ¿En qué unidad? Enla de demenciados. El comisariointentará poner un poco de orden enaquel galimatías. ¿Cómo pude yo sabertodo eso?

—Desde que ingresé aquí parahacer esta investigación —contestaré— pedí al director que me facilitara losexpedientes de algunos recluidos.Necesitaba saber cuáles de elloshabían obtenido permiso para salirfuera del hospital en las fechas en queGarría del Olmo fue asesinado. Sólotuve la oportunidad de ver uno de los

expedientes que me interesaban el díaen que usted, señor comisario, pidióque se lo trajesen a este despacho.Mientras esperábamos a que sepersonara el joven Rómulo, a quienhabía mandado llamar, usted hojeó mipropio expediente —¿lo recuerda?— yyo no perdí la oportunidad de revisarel otro. Comprendí entonces que elpadre de don Raimundo no habíamuerto a golpes de saco de arena, sinode idéntica forma que Remo, el gemelo,saltando su asesino sobre él, ypartiéndole el tórax y reventándole lasentrañas. José Sáez García, a quienaquí todos conocemos por "el Hombre

Elefante", fue internado hace cuarentaaños por solicitud de su tío carnal, donSeveriano García del Olmo. Cuando eldirector inició el régimen "abierto", sele permitió salir del hospital durantetres días, el segundo de los cualescoincide con el asesinato de quien leinternó.

José Muescas, muy nervioso,preguntará a Raimundo:

—¿Hubo, en efecto, esa tensión deque habla la señora de Almenara?

—Sí; la hubo. Lo que no entiendoes cómo lo sabe ella.

—¿Cómo no haberla entre un chicosano y otro loco? Además, si no la

hubiese habido —replicarétriunfalmente—, ¡tu padre no lehubiera mandado internar!

—¿José Sáez está internado aquí?—preguntará Raimundo al director.Éste responderá:

—Sí. ¡Y hace un mes, escaso,asesinó a un muchacho oligofrénico!

—Nos encontramos —concluiré—con un hombre que mata por vengarsecomo hizo con Remo, el gemelo; queodiaba a su tío porque lo internó en unmanicomio; que odiaba a su primo "ellisto" por el hecho de serlo; que, trastreinta y ocho años de internamiento,se le permite salir una sola vez; y que

esa salida coincide con el asesinato desu tío... ¡y que el cadáver de éste fuehallado con idénticas señales que el deuna víctima suya probada: el tóraxaplastado y reventadas las entrañas!¡Si mi deducción no está bien hecha,que venga Dios y lo vea!

—Es usted particularmenteexpresiva, señora —me dirá Ruiz dePablos poniéndose en pie parafelicitarme.

Y entonces ocurrirá algo insólito,inesperado, fantástico: Samuel Alvarme sonreirá por primera vez. Y yodescubriré otro secreto: que si eldirector no sonríe nunca no es sólo por

ser más agrio que un limón sinmadurar, sino para que nadie adviertaque no se lava los dientes.

Rompió a reír Alice Gould ante estaidea. Y aún seguía riendo cuando seoyeron unos pasos enfurecidos. Lacabeza de la mujer que atribuía estarsana "a no pensar jamás", asomó por elventanuco.

—¿Dónde se había metido usted?¡La llevo buscando por toda la casa!

—Amiga Roberta, si haciendo unagran excepción pensara usted algunavez, hubiese intuido que no es raroencontrar a una persona en su propiahabitación. Y puede abstenerse de

darme el recado. Sé muy bien lo quequiere decirme: que el director memanda llamar. Y que una visita meespera en su despacho.

—¿Cómo lo sabe usted?—¡Porque yo sí utilizo, a veces, la

máquina de pensar!Púsose Alicia en pie de un salto y

corrió exhalada hacia el despacho deldirector. Se atusó el pelo con unmovimiento rápido, golpeódiscretamente la puerta con los nudillosy entró.

Estaban presentes Samuel Alvar, elcomisario Ruiz de Pablos, el doctor donJosé Muescas y otro hombre muy serio,

bajito, calvo, rechoncho, de cara vulgary ojos miopes, un tanto abombados,como los de los peces: probablementeun policía. Raimundo García del Olmono estaba.

—Buenas tardes, señor comisario.Buenas tardes, director. Y con una leveinclinación de cabeza saludó a los dosrestantes, que le respondieron del mismomodo.

—El doctor García del Olmo —dijoel director— ha sido tan amable dedesplazarse hasta aquí para escucharcuanto sepa usted acerca de la muerte desu padre.

—Yo también estoy impaciente por

declararle mis sospechas. ¿Dónde estáél? —Hubo en todos un movimiento desorpresa.

—El doctor García del Olmo soy yo—declaró el hombre serio.

Alicia Almenara, endurecido elrostro, los ojos secos, apretados losdientes, le contempló incrédula... Movióla cabeza lenta y repetidamente, como"la Niña Oscilante" su cuerpo.

—¿Le ocurre algo, Alicia? —preguntó don José Muescas. Norespondió.

—¿No tiene nada que decirnos? —interrogó decepcionado Ruiz de Pablos.

—A usted sí, comisario. Desde

ahora declaro formalmente que esteseñor no es el doctor Raimundo Garcíadel Olmo. Y con la misma formalidadsolicito la protección de la policía anteel secuestro de que soy víctima.

Dirigió los ojos con implacabledureza a Samuel Alvar. Si las miradasmataran, el director hubiera caído allímismo fulminado. No pronunció unasola palabra más. Samuel mantuvoimpasible la mirada glacial de AliceGould.

—Puede usted retirarse, señora.Apenas se cerró la puerta, comentó:—Le ruego, querido colega, que nos

disculpe. Ya le avisó mi ayudante que la

enferma no era de fiar. También se loadvertí a usted, comisario. Y no quisoescuchar las razones que objeté para nomolestar a este caballero y obligarle adesplazarse hasta aquí. Un paranoicointeligente es capaz de enredar,confundir, y volver loco a un médicoexcesivamente confiado como CésarArellano. Recuerden el caso deNorberto Machimbarrena. Era unparanoico como esta señora. Ingresóaquí hace cuatro décadas por habercumplido escrupulosamente la orden "demente a mente" que creyó recibir de susjefes de eliminar separatistas vascos. Alo largo de más de 40 años se le ha

creído curado. Y en cuanto ingresaronaquí dos sicópatas de la ETA, noduraron ni veinticuatro horas. Los matóa los dos. Esta señora intentó por tresveces envenenar a su marido.¿Queremos darla por sana porque no sele cae la baba, porque habla variosidiomas y porque viste bien? ¿Es queacaso no existen paranoicos entre losque visten bien y hablan varios idiomas?¿Tienen por ventura los señoronespatente de inmunidad? ¡Soltémosla y loprimero que hará es envenenar a sumarido! Lo hará con la máximaelegancia, sin duda, ¡pero lo hará!

Hizo una larga pausa que nadie osó

interrumpir.—Yo te ruego, Pepe, que empieces a

tratarla inmediatamente, tal comomandan los cánones. Lleva más decuatro meses aquí embaucándonos atodos. Y si hemos de devolvérselaalguna vez a su marido (caso de que esosea posible) hay que devolvérsela sana.En cuanto a usted, comisario, ¡respetenuestra especialización! Esta damasuperferolítica y exquisita es mucho máspeligrosa (tengo mis motivos paradecirlo) que muchos de los que puedausted ver por ahí con cara de alucinadosy la baba entre los labios. Y a usted,amigo García del Olmo, ¿qué puedo

decirle sino disculparme?Aturdida y acongojada salió Alicia

del despacho del director, con laangustia de quien anda a oscura por unlaberinto sin salida. Al verla pasar,junto a sus oficinas, la ecónoma lallamó:

—Señora de Almenara, ¿quiere sertan amable de dedicarme unos minutos?

Como una autómata que obedece alos resortes que manipulan otros, AliceGould penetró en la pequeña habitación.

—El día que ingresó usted en elhospital, su marido depositó una sumaequivalente a sus gastos durante untrimestre y se hizo responsable de

abonar los "extraordinarios" que ustedprodujese. Esa cuenta está ya agotada.Hemos reclamado reiteradas veces a lasseñas que nos dieron y no hemosrecibido respuesta.

—Mi marido está en América.—Hemos consultado con el director

y nos ha dicho que se aplique elreglamento.

—¿Y qué dice el reglamento?—Que ha de trasladarse usted de su

celda individual al dormitorio colectivo,mientras se tramita la documentaciónpara que se la considere acogida aBeneficencia.

—El dinero que llevaba yo encima

el día de mi ingreso, ¿quedará por esobloqueado? Usted sabe que junto a latarjeta naranja recibí la autorización dedisponer de él.

—El reglamento dispone que esedinero le sea devuelto a usted.

—¿Cuánto tengo disponible?La ecónoma consultó sus cuentas y

se lo dijo.—¡No es mucho! —comentó Alicia

—. Déme la mitad.—Está muy pálida, señora de

Almenara.—He sufrido un gran disgusto. Mi

marido había prometido visitarme hoy yno ha venido.

—¡Ningún hombre merece quesuframos por ellos! —sentenció laecónoma mientras le daba el dinero.

Subió Alicia precipitadamente a sucuarto antes de que se lo quitaran.Necesitaba reconsiderar su situación.Tumbóse en la cama y cerró los ojos. Sucapacidad de pensar estaba taponada.Quería perforar el misterio y éste sealzaba ante ella como una pared. Erainsostenible imaginar que el director sehubiese atrevido a presentar a unsimulador ante el propio comisario,Ruiz de Pablos. Don José Muescas dijodelante de ella el día de la junta demédicos que él conocía a García del

Olmo. ¿Eran cómplices de la farsa eldirector y el jefe de la Unidad deUrgencias? Esta suposición tampoco setenía en pie. La única solución viableera tan cruel, que Alicia se debatía parano planteársela. ¿Estaba realmente loca?Era muy triste considerar su propialocura: una locura razonadora. Pero alaceptarlo quedaban resueltos todos losenigmas. Si el doctor García del Olmoera el hombrecito serio y calvo queacababa de ver en el despacho deSamuel Alvar, ¿quién fue el eleganteindividuo que la acompañó desdeMadrid el día de su ingreso? ¿Unenfermero? ¿Un policía? ¿Fue todo una

argucia para traerla engañada? ¡OhDios!

Su mente se detuvo. Así como elfísico del "Hombre de Cera" quedabainmovilizado en la postura en que losdemás lo situaran, la actividadintelectual de Alicia quedó paralizadaen ese pensamiento. El razonar equivalea mover la mente. Pues bien: Alicia norazonaba. Su entendimiento se posó enel punto dicho y allí quedó agazapadocomo una liebre encamada, como unanimal que sabe que en la total quietudestá su mejor defensa para no ser vistopor el cazador o por la fiera al acecho.Y ella necesitaba protegerse en este

nirvana (en este no pensar) para que lainmovilidad de su intelecto le sirviesede añagaza defensiva frente a un animalferoz que la acosaba de cerca: la ideaterrible de aceptar como un hecho ciertosu propia locura.

Unos pasos rápidos sonaron en lasbaldosas y rompieron suensimismamiento. La voz amiga deMontserrat Castell pidió permiso paraentrar.

—¿Estabas dormida? —preguntódisculpándose.

—No.—¿Qué ha pasado?—No lo sé.

—Algo ha pasado y quiero que melo cuentes.

—¡No lo sé, Montserrat, no lo sé...!Empiezo a pensar que os he engañado atodos y a mí misma. De los hechospasados y presentes no sé cuáles sonverdad y cuáles mentira. Mi cabeza escomo un cuarto desordenado en que todoha sido cambiado de sitio. Busco algo yno lo encuentro.

—Me he enfadado con Samuel —explicó Montserrat—. Por culpa tuya hetenido con él una agarrada muydesagradable. Tampoco ha queridocontarme lo que te ha pasado.

—Tienes mucha confianza con el

director. ¿Por qué?—Es muy largo de contar. Cuando

nací, fui amamantada por una campesinaque trabajaba para mi madre en unahacienda muy cerca de Gerona. Esacampesina tenía un hijo, a quien mishermanos mayores, andando el tiempo,le costearon la carrera de medicina. Esees Samuel Alvar. Su madre siguetrabajando para la mía. ¡Pero no es de élde quien quiero hablar, sino de ti!

—Estoy muy deprimida, Montserrat.He dejado de interesarme por mí misma.Estoy aburrida de mí. Es una sensaciónmuy difícil de explicar. Cuéntame tú porqué te has peleado con el director.

—¡Me ha dado orden de que te retirela tarjeta naranja!

Alicia se encogió de hombros.—¡Y de que mañana por la tarde, en

que queda libre una cama, te traslade ala unidad de don José Muescas! —Nuevo encogimiento de hombros.

—Todo me da igual.—¡Te van a comenzar a tratar con

insulina!Ahora sí que un poderoso timbre de

alarma despertó de su abulia a AliceGould. Montserrat vio el terror en susojos.

—¿Es eso cierto? ¿Mañana dices?—Sí, Alicia —respondió llorando la

Castell—. He rogado, he suplicado, hellorado pidiendo que esperara a queregresara César Arellano. ¡No me hahecho caso!

—¡Localiza a don César, Montse!¡Telefonéale!

—No sé dónde está...—Yo sí. Mañana o pasado llegará

con un hijo suyo a un pueblo deAlmería: un pueblo costero. Es todo loque sé.

Montserrat comentó desalentada:—¡Hay miles de pueblos costeros y

de urbanizaciones en Almería!—¡Entonces ayúdame a fugarme!

¡Escóndeme en algún sitio y cuando

vuelva César Arellano regresaré!—¡Alicia, Alicia! Si yo no le llevo

antes de media hora tu tarjeta naranja aSamuel, subirá él mismo a buscarla.

—Toma la tarjeta. No la necesitopara salir de aquí. ¿Tienes coche?

—Sí.—Explícame dónde está. Deja el

portaequipaje abierto y busca unpretexto para anticipar la salida antes deque cierren la puerta de las tapias.

—Mi coche, Alicia, está fuera de lasverjas.

—No me faltarán otros medios.Oyóse la siempre desagradable voz

de Conrada la Vieja:

—¡Castell! ¿Estás ahí?Montserrat asomó su cabeza por el

ventanuco.—Aquí estoy.—El director te llama.Besó Montse a la Almenara y trazó

en su frente una señal de la cruz.—No necesito preguntarte lo que vas

hacer. Sé prudente, Alicia, y astuta. Sino nos vemos más, ¡que Dios te proteja!

Era preciso que su conmocióninterna pasase inadvertida. Su decisiónde fugarse al día siguiente (en cuantoconcluyese el desayuno, para que suausencia tardase en ser notada) no debíacomunicársela a nadie, por muy amigo

que fuese. Se propuso mostrarse alegre ydesenfadada, y actuar con orden yfrialdad.

Bajó de su dormitorio a la "Sala delos Desamparados". Necesitaba utilizara Urquieta para sus planes sin que éstecomprendiese la verdadera razón de suayuda. El cerebro de Alicia era en esteinstante como una computadora llena deesas lucecitas que se apagan al dejar defuncionar. Las suyas estaban todasencendidas.

—En tu busca venía —le dijo aUrquieta al divisarle—. ¿Qué tal tufamilia?

—Mi padre tiene una salud de

hierro. El único insano de la familia soyyo. ¿Querías algo de mí?

—Quería tu compañía, ¿no te parecebastante? He estado pensando que megustaría charlar y pasear con el hombremás guapo y atractivo del hospital. Hemeditado largamente en cuál era elmejor. Y he llegado a la conclusión deque eres tú.

—¿Pretendes coquetear conmigo,Alicia?

—Es exactamente lo que pretendo.—¡Yo soy un tarado!—Déjate de bobadas. Eres un tipo

estupendo. Cuando te cures me gustaríahacer un viaje contigo.

—¿Por las islas del Sur delPacífico? ¿Y verme bañar en el mar?

—No. ¡Por los pueblos de estaprovincia!

—No has dicho ninguna tontería.Hay lugares impresionantes. Por aquípasaba la ruta de Santiago y hay unacolección de ermitas e iglesiasrománicas extraordinarias. ¿No hasvisitado el retablo de Berrugueté de...(¡por cierto es un pueblo que se llamaigual que tú!) Almenara de Campó.

—No lo conozco. ¿Dónde está?—Entre Gordillo y Robregordo.—Desconozco todo de esta zona de

España. Ni siquiera me doy cuenta de

dónde está situado este hospital. Tú queeres topógrafo, ¿por qué no me haces undibujo? Ignacio se acercó a Bocanegra.

—¿Sería usted tan amable quearrancara para mí una hojita de sucuaderno de hule y me prestara unbolígrafo?

Extrajo el mutista el cuaderno de subolsillo; escogió cuidadosamente uno delos bolígrafos de colores y escribió:¡¡¡NO ME SALE DE LAS NARICES!!!

—¿Hay alguien que sea más amableque este pozo de estupidez—preguntó envoz alta Ignacio— y quiera prestarmeuna hoja de papel?

—¡Cual... cual... cualquiera! —

respondió un tartamudo.—¿Me lo puede usted prestar?—Yo no ten... tenggg... tengo. Pero

di... digggg... digo que cual... quiera esmás amm... ammable que ese pozo deest... est... estupppp...

—Estupidez —le ayudó Ignacio aconcluir.

—¡Eso! —confirmó rotundo eltartamudo.

—¿Ve usted, señor Bocanegra, loque consigue al estar siempre callado?¡Nadie le quiere!

Llegó corriendo "el Albaricoque",con su balanceo característico ycomenzó a sacar papeles escritos de

cada bolsillo.—Preferiría alguno en blanco.Aunque algo decepcionado de que se

prefiriera una hoja en blanco a una desus magistrales epístolas, "elAlbaricoque" le facilitó bolígrafo ypapel.

—Aquí está el hospital —comenzóUrquieta a explicar a medida quedibujaba— Y aquí el pueblo deFuentecilla. Y aquí Robregordo.

A cada nuevo pueblo venía unapregunta nueva. ¿Cómo se viaja de aquía aquí? ¿Dónde empalma esta carreteracon la general? ¿Y en este bosque haylobos? ¿Y este río dónde desemboca?

¿Cómo se cruza? ¿Qué autobuses hay?¿Esa aldea tiene teléfono? ¿Cuál es elnorte y cuál el sur?

Al cabo de media hora Alicia teníaun plano perfecto de toda la zona.

—Me lo tienes que dedicar. Eres ungran dibujante.

Ignacio escribió:

A Alicia Almenara, la másfascinante de las locas y la másbonita de las mujeres, a la quedeseo todos los bienes delmundo menos uno: la salud.Porque si ella sanara, meprivaría de la alegría y el gozo

de su presencia.

Alicia palmoteo entusiasmada alleerlo, y le besó en la cara.

—Además de topógrafo y dibujante,eres poeta.

—No debías besarme, Alicia...—¿Te molesta que te demuestre mi

gratitud con un beso fraternal?—¡Ahí está lo malo! Yo no recibo

tus besos tan fraternalmente como tú melos das.

Llegada la hora de cenar, Aliciacomentó que no tenía hambre, pero que amedianoche le entraba un apetitoespantoso. Al día siguiente repitió lo

mismo: no tenía apetito a la hora deldesayuno, pero a media mañana sesentía voraz. Con esto ambas vecesguardó cuidadosamente pan, frutas y untrozo de tortilla.

Concluido el desayuno, Alicia ledijo a Urquieta:

—Aunque te fastidie, ¡toma!Y le besó de nuevo. Pero esta vez

fue un abrazo de despedida.La verja estaba abierta. Y detenida

en la puerta una furgoneta. Vestido depaisano, el enfermero Guillermo Terrónhacía señas al "Albaricoque" de que seapresurara. Vio a éste correr con unhatillo en la mano y comprendiendo de

qué se trataba corrió ella también.—Amigo Terrón, ¿va usted a La

Fuentecilla? ¿Podría usted llevarme?—Con mucho gusto. Voy a

acompañar al "Albaricoque' hasta elautobús. Llegó éste a grandes zancadas.Estaba muy contento y locuaz.

—Terrón multiplicado por furgoneta—dijo— es igual al pueblo. Pueblo másautobús igual a mi tía. Terrón: yo quieroque venga "la Rubia" con nosotros.Terrón: "la Rubia" más besos es igual aUrquieta, Terrón, y multiplicada por eldoztor Arellano igual a amor, Terrón.

—¡Hala, sube para adentro,charlatán! ¿Llevas tu tarjeta naranja?

—Tarjeta elevado a la naranjapotencia también es igual a mi tía,Terrón —dijo mostrándosela.

—¿Y la suya, Alicia?—Aquí la tengo —dijo ésta,

fingiendo que la buscaba en el gransaco, cargado con las sobrasalimenticias. Simuló una grandecepción.

—¡Me la he dejado arriba! —El dela puerta intervino:

—Sin tarjeta no se sale.—Yo quiero que venga "la Rubia",

Terrón. "La Rubia" más mucho amor esigual a "Albaricoque", Terrón.

—Eres muy galante, "Albaricoque".

Yo también te quiero mucho.—Lo siento, señora. No tengo

tiempo de esperarla a que la suba abuscar porque este pájaro —se disculpóel enfermero— perderá el autobús.

—Furgoneta menos "la Rubia", esmuy fea, Terrón —le oyó decir cuandoya el coche se alejaba.

El cerebro electrónico particular deAlice Gould funcionaba con precisión.No necesitó fingir un gran desengañoporque éste era sincero. Quedóseplantada, las manos en jarras,contemplando con "morritoesquizofrénico" cómo el coche sealejaba.

Comenzó a hurgar en su bolso.—Estoy segura de que tenía la

tarjeta —se lamentó.—El reglamento es el reglamento.

Suba a buscarla y no faltará quien laacompañe al pueblo.

—¡Seré estúpida, la tengo aquí!¡Terrón, Terrón, regrese! —gritó.

Bien sabía que Guillermo Terrón nopodía oírla. Pero al gritar se salió fuerade la verja, donde no pudiera ser vistadesde el interior del parque.

El vigilante se aproximó a ella ytendió la mano para recibir la tarjeta. Subrazo sirvió de palanca y el estrictocumplidor del reglamento voló por los

aires. Aturdido, y menos colérico quepasmado, vio cómo Alicia, lejos ya deél, galopaba loma arriba, más ligera queun gamo. Sacudióse el polvo, seincorporó con el cuerpo molido delcostalazo y maldiciendo y cojeando sefue parque adentro para denunciar loocurrido.

En cuanto Alicia dobló la cresta dela lomita, varió radicalmente de sentido.Su intención fue correr inicialmente porel atajo que conduce al pueblo de LaFuentecilla para que la buscasen en esadirección. Pero ella entretanto estaría yalejos y camino de otro pueblo distinto,sin comunicación directa por carretera

ni con el manicomio ni con LaFuentecilla.

Llegó a este pueblo avanzada ya latarde y casi agotada de caminar. Sellamaba Aldehuela de doña Mencía, yno tenía de bonito más que el nombre.Era mísero y sucio; las casas de adobe,las gallinas sueltas por las callespicoteaban el estiércol de las vacas; losniños gateaban en cueros. Era unaamalgama de polvo, mugre, moscas,calor. Muy sofocada, penetró Alicia enla taberna, que estaba vacía y en la queatronaba una radio. El tabernerosesteaba a pesar de aquel ruido infernal.Tuvo Alicia que despertarle. Le explicó

que había sufrido una avería en su cochey que necesitaba hablar por teléfono ybeberse una cerveza. Marcó el númerode su casa en Madrid y, aunque no lecontestaron, tuvo la alegría de no oír lacantinela grabada, de la que le habló ladoctora Bernardos. Dedujo queHeliodoro había regresado y que noestaba en casa. Telefoneó a su oficina.El corazón le dio un brinco de alegría aloír descolgar el aparato al otro lado dela línea. Pero pronto se le heló la sangreal no conocer la voz que le respondía; alconfirmar que no hubo error al marcar elnúmero; y al escuchar que se trataba deuna sociedad de representación de vinos

y que ignoraba quién tenía alquilado ellocal antes, cuando ellos mismos lotomaron en arrendamiento. Colgó yfingió llamar a un taller de reparaciones.Cuando fue a pagar los gastos, la radioatronaba: "Va vestida con pantalonesvaqueros, camisa a cuadros, chaquetacolor crema y zapatos bajos. Es alta,rubia, bien configurada y sumamentepeligrosa". Alicia entregó un billete y noesperó a que el tabernero le trajese elcambio. Había creído entrever en susojos la sospecha de si no seria ella laloca escapada del manicomio de quehablaba la radio. Salió del pueblo abuen paso. Un pinar se divisaba en la

lejanía y se encaminó hacia él. Tenía elsol de frente acercándose al ocaso.Caminaba, por tanto, hacia el oeste.Desplegó, sin dejar de andar, el dibujode Urquieta. Era forzoso que la carreteraentre Orbegozo y Quintanilla cortaraperpendicularmente la trayectoria quellevaba. Cuando se internó entre lospinos, descansó; comió pan y unamanzana; fumó un cigarrillo. En lalejanía se escuchaba el rumor de uncamión. Reemprendió la marcha siemprehacia el oeste. Pidió a Dios que no se lehiciese de noche antes de llegar a lacarretera. El bosque se espesaba cadavez más, pero el sol entre los altos

troncos la orientaba como un guíaamigo. Las distancias marcadas en elplano de Urquieta eran aproximadas; lasdirecciones no forzosamente exactas y laorientación hipotética. El ruido de losmotores de los camiones, en cambio, erauna realidad y se escuchaba cada vezmás cerca. Al fin, vio un claro y unmozo que pastoreaba su rebaño entre losrastrojos del trigo ya segado. Su mastínperseguía a la más díscola y alejada delas ovejas acercándola al común de suscompañeras y el propio pastor leayudaba cortando el paso a la fugitivacon pedradas lanzadas con precisiónimpecable. Más allá, el terreno se

ondulaba en una colina cortadalongitudinalmente por una carretera.Alice Gould vio en la lejanía a unapareja de aldeanos haciendo señas a unautobús de viajeros para que parase. Eldestartalado autobús se detuvo y elhombre y la mujer subieron a él. Perootros dos viajeros descendieron, cuyaidentidad era inconfundible aun a tantadistancia a causa de sus tricornios. Lapresencia de la Guardia Civil la dejóparalizada. Su intención era llegar alcamino y hacer autostop o bien tomar unautobús. Quedóse agazapada, donde nopudiera ser vista, observando elmovimiento de los guardias.

Súbitamente le entró una gran desazón.Al observar que su oficina ya nofuncionaba, a quien debía de habertelefoneado desde Aldehuela de doñaMencía era a su colega María LuisaFernández, exponerle sus perplejidadesy contratar sus servicios. ¿Como no se leocurrió hacer esto? Cuando llegó a lataberna del hombre soñoliento eranhoras de oficina. ¡Oh, qué torpe, quétorpe estuvo al desaprovechar laocasión! La pareja de guardias civiles, apaso cansino, situados cada uno de ellosa una orilla de la carretera caminaban endirección contraria a donde Aliciaquería ir y se alejaban. Era necesario

jugarse el todo por el todo. Salió delbosque a campo abierto y se dirigióhacia el pastor no sin grandes gruñidos yladridos del mastín. "¡Lo que va de ayera hoy! —pensó—. Antes, los pastoresentretenían sus soledades tocando laflauta o la siringa; ahora, los divos másfamosos cantaban para ellos a través desus transistores". Este mozo llevaba unocolgado del hombro y lo tenía a todovolumen, como la radio de la taberna.Creyó Alicia reconocer la voz del muypopular Manolo Escobar.

"Madresita María del Carmen, hoyte canto esta bella cansión..."

La llegada de Alicia estropeó el

bucólico concierto y el muchacho hubode bajar el tono para escuchar a lamujer:

—Dios le guarde, buen hombre. Superro no morderá, ¿no es cierto?

—Según de los segunes —contestóel mozo.

—He dejado mi coche abandonadocon una avería y...

—Viniendo de donde viene mu lejoshabrá sido.

—Sí. Muy lejos. Me han dicho quepor esta carretera paran autobuses. Yque en Robregordo hay taller dereparaciones.

—Autobuses sí pasan, pero ni van a

Robregordo ni en Robregordo hay taller.—En fin, ya veré cómo soluciono mi

problema. ¿Por dónde subo mejor a lacarretera?

—Siga too derecho y no tema, queyo le sujeto el perro.

—Quede usted con Dios, amigo.—Vaya usted con Él.No bien hubo andado tres pasos

cuando sintió un intensísimo dolor en elomóplato izquierdo y cayó de brucescomo fulminada. Lo primero que pensóes que la habían herido con arma defuego. No había sido un tiro, sino unapiedra. No tuvo tiempo de incorporarse.

—¡Si sé mueve, le aplasto la cabeza

con esta peña! Sintió Alice Gould elaliento del mastín junto a su rostro. Ymuy a las claras entendió que laamenaza del pastor iba de veras.

—¡He cazau a la locaaaá! — gritócon voz de truno—. ¡Eh, los civiles,vénganse pa'cá, que la he cazau y biencazau!

Un silbido más potente que unasirena de alarma amenazó sus tímpanos.El dolor de la espalda era insufrible. Latarde oscurecía lentamente. Pero en sucerebro, de súbito, anocheció.

"T"LA "JAULA"

E L DOLOR DE LA PEDRADAen su espalda no era tan grandecomo lo fue su desesperación

al comprender dónde estaba. Sudespertar fue súbito. La sobresaltó ungrito corto y agudo como el de un avenocturna. No era la primera vez que oíasemejante estridencia. Recién ingresada,y estando en compañía del "Astrólogo"de la gran nuez, oyó un grito semejante ados dementes acodados en el alféizar deuna ventana en la "Jaula de los Leones".Abrió Alicia los ojos. Y vio a una viejacompletamente desnuda sentada al bordede su cama, que cada medio minutolanzaba esos breves y alucinantes

bocinazos.La cama que ocupaba Alice Gould

formaba hilera con otras seis. Enfrentehabía otras seis más, ocupadas unas, yotras no. Las greñas de la que gritaba lecaían sobre el rostro; de modo que eraimposible verle la cara. Otras mujeres,todas desnudas, se paseaban entre lascamas. Se estremeció al reconocer enuna de ellas a "la Mujer Gorila". Si éstala atacaba, Alicia no podría defenderse,porque estaba atada por los tobillos, lacintura y las muñecas. Al comprobarloenrojeció de cólera. ¿Quién si no eldirector tenía autoridad para darsemejante orden? Una enana de inmensa

cabeza cruzó entonces por el pasillo,todo el menudo cuerpo empapado enagua. Una enfermera la alcanzó, le echóun toallón encima y la secó. Cuando laenana quedó en libertad, desnuda comoestaba, se tumbó en el suelo, dondequedó fingiéndose la muerta. Dosenfermeras más se llevaron a "la Gorila"y a la que emitía gritos. A lo lejos seescuchaba el rumor de las duchas. Nadienecesitó aclararle que la habíanencerrado en la Unidad de MujeresDementes que dirigía Rosellini, a quientanto disgustaba el apodo común que seusaba para designarla en la jerga delhospital, la "Jaula de los Leones".

—Te voy a desatar. ¿Te portarásbien? —le preguntó a Alicia unaenfermera.

—Siento un gran dolor en laespalda.

—Siéntate en la cama.Obedeció Alicia y la "bata blanca"

la despojó del camisón.—No es más que una magulladura.

No tienes nada roto. Dame la mano.Levántate.

—Puedo hacerlo sola.—Eso lo veremos. Ven por aquí.

Siéntate en el excusado y espérame.Era humillante sentarse así, de cara

a la galería, en unos retretes sin puerta.

Otras mujeres yacían en la mismaposición. La gran nave estaba cortadaperpendicularmente por variosparamentos verticales que no llegaban ala pared frontera. Cada dos paramentosequivalían a una habitación de docecamas situada cada media docena frentea la otra media. Pero eran habitacionesde sólo tres lados, pues faltaba el quecorrespondería al pasillo. Al fondo deéste, los excusados y las duchas. Al otroextremo una puerta incógnita. Todo sehacía a la vista de todos. De la taza,Alicia fue conducida a la ducha. Laenfermera la enjabonó.

—¡Le aseguro que puedo hacerlo

sola!Al comprobar que no mentía, la

"bata blanca" acudió a ayudar a variascompañeras que empujaban a un cuartode tonelada de carne femenina que senegaba a ser duchada. Cuandoconsiguieron reducirla, volvió la buenamujer con un toallón y se dispuso asecar a Alicia.

—Mire qué bien lo hago yo sola,aunque me duele mucho, mucho, laespalda. Enfermera, ¿cómo se llamausted?

—Lola Pardiñas.—Es usted muy bonita. ¿Qué edad

tiene, si no es indiscreción?

—Veintiocho. ¿Y usted cómo sellama?

—Alicia Almenara.—¿Usted es la famosa Alicia

Almenara? ¡No puedo creerlo! ¿Y quiénla ha metido a usted aquí?

—¡Caprichos del director, supongo!—Ahora vuelva a su cuarto, Alicia.

Su cama es la dieciséis B. Quiero verlaandar y vestirse sola. Tome. Esta es suropa. Después miraremos su espalda.

—¿No me da usted más ropa interiorque el sostén?

—No es costumbre.—¿Por qué?—Muy pronto lo sabrá.

Cruzó Alicia ante aquella poblacióndesnuda y deforme. El panorama lerecordó al de un grabado francés querepresentaba las ánimas que penan en elPurgatorio. Lo mismo que la primera vezque bajó a la "Sala de losDesamparados", no se atrevía a mirardirectamente a la cara de lasdemenciadas. Contemplaba el conjunto,más no a los individuos. La ropa que ledieron era idéntica a la que llevaba "laMujer Gorila" el día que la atrapó: unabata azul y unas alpargatas negras.Mientras se vestía, las enfermerasayudaban a hacerlo a las demás. Algunasde las dementes colaboraban alzando un

brazo o extendiendo un pie; otras, eranecesario moverles los miembros paraenfundarles una manga o calzarlas; otras,en fin, se debatían, negándose a servestidas. Poner su ropa a la enana erauna función parecida a la de amortajar aun muerto. Entre las rebeldes secontaban la mujer de los grititos —fácilmente reducible— y "la MujerTonelada", que respondía al dulcenombre de Ofelia. Todo el mundo debíapermanecer junto a sus camas hastanueva orden. De pronto comenzaron losalaridos por el fondo del pasillo. Sediría que las degollaban. Unas chillabanestridentemente como las malas actrices

en las películas de terror. Otras, conlargos quejidos, como un lúgubre viento.Las había que emitían un breve gruñido.Y una de ellas maullaba como un tiernogatito desamparado. Este coro de vocesse repetía día tras día a la hora de lasinyecciones. Y se iba aproximando a lolargo de los cuartos numerados, amedida que las enfermeras, armadas conlas jeringuillas, se iban acercando. Alllegarle el turno a Alicia, ésta tuvo unafeliz intuición.

—El doctor Rosellini —dijo— haprohibido que se me medique. Ojeó laenfermera su cuadernillo deinstrucciones, y comentó:

—En efecto, lo ha prohibido.Y pasó a la siguiente.Para que la dulce Ofelia pudiera ser

inyectada, diez "batas blancas" entre lasmás corpulentas se tumbaron sobre ella.Llegada la hora del desayuno, Aliciacomprobó que la más dócil era "laGorila" y la más conflictiva "laTonelada" del poético nombre. Cadamovimiento, cada acción —ducha,inyección, comida, paseo— era unaalgarada permanente. A Alicia quisierondarle de comer en la boca, y al asegurarella que podía valerse por sí misma, ladejaron hacer por ver si decía la verdad.Con gran alivio comprobaron que sí,

porque el resto de aquella tribuinfrahumana no hacía sino crearproblemas y dificultades sin cuento. Lassufridas "batas blancas" no podíanpermitirse el lujo de un solo instante dedistracción. Había una loca a la que, porerror, dejaron desayunarse sola. Selimitaron a migar el pan en un gran bolde malta con leche y azúcar. Y no seocuparon más de ella. Mas es el casoque el alimento no llegaba nunca a susdientes. En el trayecto que va del tazón asus labios, el cubierto se había vaciadoíntegro sobre su bata. Ni un solo de losviajes de su cuchara llegó a buen puerto.Hubo que lavarla y cambiarla de ropa y

en cuanto se pasó al salón —réplica delde los Desamparados— se orinóencima; con lo cual, por tercera vez enmedia hora, se produjo la incómodaoperación de desvestirla, lavarla yvolverle a vestir una bata limpia.Comprendió Alicia por qué la ropainterior sólo consistía en el sostén. Erauna medida de economía de tiempo y dehigiene, ya que la mayoría de lasdemenciadas se orinaban encimacontinuamente.

Concluido el desayuno se daba aalgunas enfermas un cubo y un mechudo—consistente en un palo con multitud debayetas adheridas— para que limpiaran

los ladrillos del pasillo y losdormitorios. Eran muy pocas las queeran capaces de realizar estosmovimientos elementales; mas había unareclusa llamada Tecla Torroba, queadquirió el hábito de hacerlo. Y desdeque se desayunaba hasta la hora decomer, y desde el almuerzo hasta lacena, no cesaba de fregar unas sesenta osetenta veces lo que ya habían hecho lasotras, con lo que el suelo quedaba tanlamido, relimpio y aseado como un trajede novia. Para que Tecla Torroba dejarade trabajar había que atarla. Alicia, alcervantino modo, la bautizó "la IlustreFregona".

Estaba Alice Gould dedicada a estemenester cuando intuyó que alguien a susespaldas la contemplaba. Volvióse. Erael doctor Rosellini. Nunca le había vistoun rostro tan grave.

—Deje su trabajo, y sígame.La cedió el paso para que entrase en

su despachito, y colgó en el pomo de lapuerta un cartón impreso que decía:PROHIBIDA LA ENTRADA.

Se miraron a los ojos. Rosellinihabló en voz muy baja:

—Soy su amigo, Alicia. Y esperoque no cometa la indiscreción de repetira nadie, ni ahora ni cuando se vea libre,lo que voy a decirle.

—Me tiene usted en ascuas, doctor.—Fíjese bien en la gravedad que

supone para un médico interno de unhospital psiquiátrico lo que estoydispuesto a hacer: organizar su fuga. Elcrimen que se está cometiendo con ustedcarece de paliativos.

Rosellini hablaba casi en un susurro.Su rostro, normalmente sosegado einexpresivo, estaba encendido por lacólera.

—Ahora bien —añadió—, tambiénle anuncio que sólo haré esto en últimoextremo. Primero intentaré por todos losmedios su libertad legal. Sólo le ruegoque tenga usted un poco de paciencia y

esperemos el regreso de César Arellano.La decisión del director de aprovecharla ausencia del médico que la haatendido hasta ahora para iniciar conusted un tratamiento tan grave como elque iba a aplicársele ayer, es moral yclínicamente inadmisible, máximeexistiendo serias dudas de que esté ustedsiendo víctima de una estafa, un chantajeo una venganza.

—¿No ha sospechado usted, doctorRosellini, que el director pretendehacerme enloquecer?

—Sí. Lo he pensado. Pero no loconseguirá. A todos los clientes de estaunidad debe usted mirarlos "desde

fuera". En ningún momento "desdedentro", como si usted fuera uno deellos. Le puedo facilitar libros queexpliquen los casos de cada uno; así losconsiderará científicamente y no comocompañeros suyos. Pídame cuantonecesite para estar entretenida: libros,revistas, comida. Sólo a una cosa menegaré: a que salga usted de mi unidad.Aquí está usted protegida por mí. Yfuera de aquí ¡no respondo de lasperrerías que puedan hacerle!

—Doctor Rosellini, no encuentropalabras para demostrarle mi gratitud.Le haré una lista de los objetos que meserán más útiles. ¡Que Dios le pague

todo el bien que me hace!—Me falta otra cosa por decirle. Yo

voy a fingir que la estoy tratando conunos psicofármacos fortísimos. Tal vezen algún momento, tenga usted querepresentar una pequeña comedia.

Alicia sonrió.—¡Desde que estoy aquí me estoy

especializando en eso!Rosellini se puso en pie y Alicia le

imitó.—Voy a hacer mi recorrido por el

pabellón de hombres y despuésregresaré. Téngame hecha su lista paraentonces.

—Doctor, para eso necesito pluma y

papel.Salieron al exterior y el médico

ordenó a Lola Pardiñas:—¡Dale a esta enferma lo que te

pida!¡Manes del reglamento! El director

tenía rigurosamente prohibida en laUnidad de Demenciados la existencia deobjetos punzantes en poder de losenfermos. Y entre tales objetos secontaban las plumas, lápices ybolígrafos.

—¿Cómo voy a hacerle al doctorRosellini la lista que me ha pedido?

—Dictándomela a mí —respondió labonita enfermera. La lista quedó

compuesta del siguiente modo:1.° Autorización escrita para poder

usar pluma y papel de escribir.2.° Pluma.3.° Papel de escribir.4.° Mi cepillo de pelo.5.° Mis libros de medicina.6.° Mi ropa interior.7.° Autorización para recibir visitas.8.° El parte climatológico diario de

la provincia de Almería.—Estoy un poco sorprendida —

comentó la "bata blanca"—. ¿Quésignifica todo esto? Alicia se abstuvo deresponder por lo derecho.

—La lista es para el doctor

Rosellini. Quédese con ella y se laentrega cuando le vea, por favor.Dígame, Lola, ¿qué debo hacer ahora?¿Adonde tengo que ir?

—Es usted libre de pasear por elpatio interior (donde también se reúnenlos hombres) o de ir a la sala de mujeressolas, desde cuyas ventanas se divisa elparque.

—¿Hace buen día?—No. Hay muchas nubes

tormentosas y hace fresco.Alicia penetró en la gran nave. ¡Era

dantesca! ¡La más normal de lasresidentes era "la Mujer Gorila"! Bajosu apariencia de ferocidad era obediente

y sumisa. Tenía el vicio de agarrarobjetos y contemplarlos ensimismadaporque su mente no acertaba a averiguarqué cosa eran. La dulce Ofelia estabaatada a un sillón por muñecas, tobillos ycintura. Su inmenso volumen dormitaba.Pronto supo que los primeros días huboque reducirla y atarla porque atacabacon saña a todos cuantos tuvieranmovimiento. De suerte que ya habíaadquirido el reflejo condicionado dedesear las ataduras, y en cuanto entrabaen la nave se dirigía a su sillón y ofrecíasus muñecas y tobillos a las "batasblancas" para que la amarraran. Si no lohacían, le entraban sus accesos de furia.

La enana yacía en el suelo cual siestuviese muerta. Una hilera decatatónicas estaban sentadasabsolutamente inmóviles en un banco depiedra que bordeaba la inmensa nave. Ysemejaban un zócalo humano. Una mujerde edad indefinible, levantadas lasfaldas hasta la cintura, se arrancabaparsimoniosamente parásitos del vellodel pubis. Se oían voces amenazantes,pero eran de mujeres que hablabansolas. A pesar de las ventanas abiertas yde la ducha matinal obligatoria, un olorfétido se extendía por doquier. El mayormovimiento de entradas y salidas era elde las enfermeras llevándose a las que

se ensuciaban encima y limpiando elsuelo de los excrementos que sazonabande irracionalidad, animalidad yhediondez el recinto. Una mujer debellas facciones andaba a gatas yhusmeaba como lo haría un perro losdetritos recientes. La que emitíagraznidos lo hacía exactamente cadaveintisiete segundos cronometrados porAlicia. Y eran muchas, muchas, muchaslas que hablaban, gesticulaban, reían olloraban teniendo como interlocutoresúnicos a sus alucinaciones. ¿Qué es loque verían, qué es lo que escucharíandecir a sus fantasmas? ¿Variarían de díaen día, o de hora en hora, o su

alucinación sería invariable y fija comouna pesadilla que durara eternamente?Quiso Alicia trazar un catálogo dediferenciaciones entre la "Sala de losDesamparados" y la "Jaula de losLeones" (o "de las Leonas", ya que seencontraba en la nave de las hembras).Lo primero que le vino a la mente fuemás literario que científico; másmetafórico que selectivo. Lo que veíaante ella era de más alcurnia morbosa.Este palacio estaba reservado a la másalta aristocracia de la locura, a la sangreazul de los perturbados, a los linajudosde las demencias. Procedían de diversasfamilias de males, como los hidalgos de

sus linajes, pero la enana, "la MujerTonelada", "la Gorila", la que andaba agatas, las que reñían con sus sombras,las sucias, las quietas, eran lasinfanzonas, las patricias, la crema detodo el manicomio. ¡Triste y siniestracatalogación de estirpes! Más esto queera certísimo no marcaba unadiferenciación de actitudes, sino degrado. Y pronto dio con una clave quedistinguía a todos los inquilinos de "lajaula" con los del resto del manicomio.Los que andaban libres por el parque,los que convivían en el edificio central,tenían comunicación entre sí. Don LuisOrtiz era una fuente de lágrimas; sus

glándulas lacrimales competían con elrío Amazonas en la producción delíquido, pero hablaba y entendía ypaseaba con otros. "El Falso Mutista" nohablaba con nadie "para que no lerobaran sus pensamientos", pero élestaba atentísimo a lo que hacían odecían los demás. Rómulo padecía unaamnesia lacunar respecto a Remo, sugemelo aplastado, pero sabía cómo semovían, hablaban y se comportaban "losotros", Y ésa era la gran diferencia. Paralos habitantes de "la Jaula", "los otros"no existían. La gran mayoría de losdementes no eran capaces de estaratentos a nada, pero los que sí podían

fijar en algo sus pensamientos, losdirigían hacia entelequias ancladas en supasado o en sus alucinacionesengañosas. Y así, esta mujer insufribleque ahora estaba plantada ante Aliciaacusándola de haberle robado laherencia de un predio agrícola, nohablaba en realidad con ella, sino consus fantasmas, con sus espectros, con susduendes. En la "Sala de losDesamparados", los locos padecían susmales "en compañía". Aquí, todosestaban solos con sus quimeras.

Gran parte de la tarde estuvo AliceGould conspirando con el doctorRosellini. El plan "inicial" —al que

posteriormente Alicia añadió notablesperfeccionamientos— era éste. Sefingiría, hasta el regreso del doctorArellano, que era tratada directamentepor el jefe de la unidad. Entretanto, elabogado que ella escogiera —y al quese le permitiría subrepticiamente laentrada en el despacho de Rosellini—se encargaría de los trámites legalespara la localización de HeliodoroAlmenara a efectos de que éste,acogiéndose al párrafo b) del artículo27 (del tantas veces mencionadoDecreto de 1931), reclamaraformalmente a la enferma sin hacermención de si los trámites para su

ingreso fueron falsificados o no. Demodo paralelo, y por si lo anteriorfallara, se redactaría un documento paraque fuese firmado por todo el cuadroclínico de médicos solicitando deldirector que aplicase el párrafo d) de lamisma disposición: es decir, declarando"la sanidad" de Alice Gould y suconsecuente libertad, por haber cesadolas causas por las que fue internada.Más para hacer esto era inexcusable elregreso de César Arellano: no sólo porla importancia de su firma como jefe delos Servicios Clínicos, sino por suascendiente sobre los demás médicospara convencerles de que estampasen la

suya en el documento de petición. Porúltimo, si en el entretanto Samuel Alvarpretendía cambiar de unidad a AliceGould para tratarla con insulinoterapia oelectroconvulsionantes, el doctorRosellini se comprometía a sacar aAlicia del hospital en el portaequipajesde su automóvil y trasladarla a un lugarseguro, aunque esto —si se descubría—le costara el puesto.

Se extendió después Rosellini, convisible irritación, a lo que denominó "lahistoria de los cuchillos". En la últimajunta de médicos —explicó— y comoconsecuencia del doble homicidio deMachimbarrena, se propuso un sistema

por el cual los utensilios de las cocinasde las "viviendas familiares" quedasenunidos por unos dispositivos a lasparedes, de modo que pudieran serusados, pero no extraídos de las casas.Todos estuvieron de acuerdo menos eldirector, quien consideraba que talmedida era humillante y depresiva paralos enfermos y, por tanto, "antisocial".

Interrumpióle Alicia el relato de estahistoria. Quería precisar "algunosdetalles" al plan expuesto para su"salida legal", cuyas posibilidadesestaba de acuerdo en que debían seragotadas antes de intentar "la segundafuga".

—Una vez hablé de esto mismo conel doctor Arellano —explicó Alicia—.Y llegamos a la conclusión de queaunque mi marido me reclamara, elmédico-director podía oponerse a misalida, caso de considerarme "en estadode peligrosidad". ¡Y éste es el supuestoque nos ocupa, ya que Alvar me hadestinado a la unidad de "lospeligrosos"! Siendo éste su criterio,¿cómo imaginar que se deje convencerpor ustedes para declararme sana?César Arellano me explicó que mequedaba como último recurso apelar a laautoridad gubernativa. A lo que yorepliqué que aún quedaba otro medio

que no era la fuga. César negó quehubiese otra posibilidad. Y yo porfiéque sí.

—Yo tampoco veo otro medio legal—murmuró Rosellini al oír esto. Aliciaextremó la mejor de sus sonrisas.

—Cuando César Arellano insistió enque le explicase de qué otros mediospodía valerme para salir de aquí, mequejé de su falta de imaginación. ¡Losmédicos son ustedes tan inocentes!

Rosellini repitió que no había otrosmedios de salir del hospital que los yadichos, o la fuga. Pero Alicia semantuvo en sus trece afirmando queexistía un modo mucho más eficaz.

—Me gustaría conocerlo —dijoRosellini escéptico. Alice Gould rompióa reír.

—Si mi libertad depende deldirector, y el actual se opone... todoconsiste, amigo Rosellini... ¡en cambiarde director!

El jefe de la Unidad deDemenciados parpadeó repetidas veces.Alice Gould continuó con entusiasmo:

—En lugar de redactar estedocumento, firmado por todo el cuadromédico pidiendo mi exclaustración, loque deben ustedes firmar es una peticióndirigida al ministro de Sanidadsolicitando unánimemente el traslado de

Samuel Alvar. ¡Es así de sencillo!Piense, doctor, en los suicidios, lasfugas, las rejas no sustituidas porventanas apropiadas, los ahogados, losasesinados, la fatídica excursióncampestre, la negativa que acaba decontarme a tomar una medida deprudencia tan elemental como la de loscuchillos..., el hecho mismo demandarme tratar por una enfermedad queno ha sido diagnosticada por nadie...¿No le parecen motivos suficientes parasolicitar por vía reglamentaria ladestitución de ese incompetente?

Rosellini se atusó el pelo con lasmanos y repitió este movimiento varias

veces.—¿No lo comprende, doctor? Si

Samuel Alvar no me suelta, hay quesustituirle por otro director. Pero no porcualquiera... sino por otro director...¡que esté dispuesto a dejarme enlibertad!

—¡Es usted maquiavélica!—La necesidad afina el magín —rió

Alicia—, ¡y es mucho lo que me va enello! ¡La operación "A.A." (AntiAlvar)ha comenzado!

Cuando concluyó su importanteconversación con el médico, Aliciaquiso hablar con la enfermera jefe de launidad. A pesar de haber una auxiliar

por cada cuatro dementes, el trabajo delas "batas blancas" era agotador. Lasadmirables y sufridas mujeres no dabanabasto para lavar y cambiar de ropa alas que en términos psiquiátricosantiguos llamaban "sucias"; paraamarrar a las furiosas; comprobar si laque se quitaba pacientemente parásitosde sus partes pudendas los tenía o no;dar de comer en la boca a las inmóviles,inyectar calmantes a las excitadas, y milfaenas más que eran más terribles de verque fáciles de explicar. Se ofrecióAlicia para ayudarlas en lo que pudiese.Aunque no conocía —¡ello eraimposible!— a todo el personal del

manicomio, lo cierto es que ella eraconocida de todos. Se sabía laascendencia que tenía entre los médicosy se consideraban escandalizadas de queuna mujer como ella hubiese sidoencerrada entre aquellos tristesdesechos de humanidad. Así al menos selo hizo saber la enfermera jefe, IsabelMoreno, mujer corpulenta, cincuentona,con gran experiencia en su oficio ymucho prestigio entre las auxiliares másjóvenes.

—Por las tardes —concluyó—,estamos menos agobiadas. Por lasmañanas, en cambio, nos podría ustedechar una mano ayudándonos en las

duchas.—¡Cuente con que lo haré! Pero me

parece poco. Yo quisiera hacer más.Isabel Moreno la contempló con

gratitud no exenta de sorna.—No sería usted capaz... ¡Hay que

tener mucha experiencia y muchoestómago!

—¡Pruébeme en lo que sea! ¡Yoquiero ser útil!

—La voy a castigar por sutemeridad. Espéreme aquí. Al pocotiempo regresó con un enorme biberón.

—Contiene jugo de verduras y decarne. Vamos a dárselo a una enfermamuy peculiar. Se acercaron a una puerta.

—Sólo le agradeceré que no grite.La habitación estaba a oscuras.

Apenas se abrió la puerta sintióse unhedor, mezcla de establo, pocilga yurinario. Isabel Moreno pulsó elconmutador y la pieza se iluminó. En elsuelo había un bulto humano y en lapared una percha con ropa. El bultocomenzó a agitarse, sentóse adosado a lapared y abrió una inmensa boca. Aliciaemitió un gemido. Aquella mujer carecíade ojos, orejas, pelo y nariz. Su cara,redonda y congestionada, era como unabola desinflada y arrugada. En aquellamasa informe sólo se abría el enormecráter de una boca carente de dientes

pero provista de poderosos labiosgomosos que temblaban ante lainminencia del alimento presentido.Acercóle la enfermera el biberón a loslabios, y éstos presionaron la tetilla degoma, y comenzaron a succionar conavidez. En el centro de la frente, comoun dibujo incompleto, como un tatuajemal hecho, se adivinaba nítido el perfilde un solo ojo que la naturalezacomenzó a formar en el seno materno yrenunció después a concluir su obra. Laleyenda mitológica de los gigantes, hijosde la tierra y el cielo, que poseían unsolo ojo en el centro de la frente, teníaen esta monstruosa mujer un pálido

remedo: una pavorosa caricatura. Eraciega, muda y sorda. Carecía deextremidades. Pero su aparato digestivoy respiratorio eran perfectos y sucorazón latía con la regularidad de unamuchacha joven y sana. La llamaban "laMujer Cíclope". Nadie conocía sunombre, su edad ni su procedencia.Alguien la dejó abandonada de nochedentro de un saco junto a las verjas delhospital.

Alicia se había propuesto no gritar,mas no pudo evitarlo. Rehuyó los ojosde aquel esperpento, para eludir suterrorífica visión, pero lo que entoncesvio era aún peor que lo primero. ¡Lo que

colgaba de aquella percha quevislumbró en la pared no era ropa, eraun ser humano! Estaba enfundada en unasuerte de saco por uno de cuyosextremos emergía la cabeza y por el otrolos pies. Era ciega, pues sus ojosabiertos estaban velados por una masaviscosa, como clara de huevo, movía loslabios al olor del biberón y por sus piesdescalzos se deslizaba, como por loscanales que llegan a las alcantarillas,los desechos de su vientre, que eranrecogidos por una gran palangana,situada a medio metro bajo sus pies.Carecía de toda posible continencia. Ysus detritos manaban por sus piernas,

como una fuente constante, a medida quesu organismo los producía y desechaba.

—¿Qué le ocurre?—Carece de espina dorsal. Va

encorsetada en un chaleco de cuero quelleva a la espalda un gancho paracolgarla de la argolla. Nació aquí hacesetenta años. Es hija de un sifilítico yuna alcohólica, ambos dementes. Si ladejáramos caer se encogería como unacordeón y su cabeza se uniría con suscaderas.

—¿Le ha ocurrido eso alguna ver?—Sí: de niña. Hasta que los

médicos inventaron para ella esavestimenta. Al principio la denominaban

"la Niña Acordeón". Ahora, "la MujerPercha".

—¿Está demenciada?—¡Afortunadamente!—¿Por qué no practican con ella la

eutanasia y la dejan morir?Isabel Moreno no respondió a esto.—En fin, señora de Almenara, ¿qué

prefiere? ¿Dar de comer a "la MujerPercha" o hacerle la limpieza?

Alice Gould sufrió un vahído, temiódesmayarse y huyó de allí.

La noche fue terrible. Antes deacostarse, muchas de las dementesrecibían su acostumbrada ración decalmantes, y el coro de lamentos, gritos,

ayes y alaridos se repetía a cadapinchazo. Según la información, habíaenfermas que, si no eran medicadas,comenzaban a gritar desde que se poníael sol hasta que amanecía; y otras, desdeel alba hasta el anochecer. ¡LaNaturaleza es así de variada! De modoque los calmantes se turnaban, segúncada supuesto, sin excluir (caso de ladulce Ofelia) doble y aun triple ración.Casi todas—salvo las inofensivas—dormían atadas. No se considerabanecesario hacer esto con la enana que secreía muerta, y era, por tanto, pocoalborotadora; ni con la que andaba acuatro patas maullando, pues era gatita

faldera, regalona y cariñosa. Alicia fuetambién absuelta desde esa segundanoche de toda atadura. Pero es el casoque al ir a acostarse, encontró su camaocupada por la muerta, a la que huboque resucitar, y que a medianoche lagatita cariñosa se metió entre sussábanas y empezó a ronronear. Alicia,con la ayuda de la ayudante nocturna, lacogió en brazos y devolvió la felina a susitio, la cual, muy triste de haber sidodesechada por la que creía ser su dueña,a lo largo de nueve horas no dejó demaullar. Entre sus maullidosparticulares, los ronquidos generales,las que hablaban soñando, las que

tardaban en dormirse y las que eranprontas en despertar, la noche fue untormento. En los recuerdos de AliceGould, durante su duermevela, seentremezclaban "la Mujer Percha", "laMujer Cíclope", el aliento del mastínsobre su nuca y los gritos del pastor:"¡He cazau a la loca! ¡Eh, los civiles,vénganse pa'cá, que la he cazau y biencazaü!"

"U"LA

"OPERACIÓNAA"

L A EMOCIÓN QUE PRODUJOentre los médicos y el personaltécnico auxiliar, así como en

no pocos enfermos, la noticia de queAlicia Almenara había sido recluida pororden del director en la "Jaula de losLeones" fue intensísima. Docenas depersonas pidieron permiso paravisitarla. Alicia, muy sagazmente,estableció (de acuerdo con Rosellini) unorden para recibirles que nada tenía quever con la amistad ni con la jerarquía,sino con la táctica necesaria para unamaniobra que ya estaba en marcha: la"operación antiAlvar".

Al primero que recibió fue a Melitón

Deza: el enfermero expedientado porórdenes del director. Este hombre estabaagradecidísimo a la Almenara por haberalejado de él las graves sospechas deser el autor material del asesinato de losetarras. Si alguien se sintió colmado porla admiración y la gratitud hacia quiensupo desentrañar el misterio de estoscrímenes, fue él, como primerimplicado. Alicia tuvo muy en cuenta nosecarse el pelo ni siquiera pasarse unpeine tras la ducha. Con su bata azul sincinturón, sus zapatillas negras y su pelodesangeladamente recogido tras lasorejas, su apariencia de desvalimientoera mucho mayor. No le recibió en el

pasillo, ni en el despacho del jefe de launidad (para lo que estaba autorizada),sino en la nave principal de "la Jaula",junto a la dulce Ofelia, de los ciento ymuchos kilos, amarrada a su silla, laenana que se hacía pasar por muerta, "laMujer Gorila", la vieja que se alzaba lasfaldas, la anciana que graznaba y demássingularidades del recinto. Y esto lohacía para que fuese mayor el contrasteentre su reciente pasado, en que gozabade semilibertad, y su actual situación. Yello provocase las iras contra eldirector.

En ningún momento de laconversación cometió Alicia la

inelegancia de hacerse la víctima. Antesbien, condujo el hilo de la charla haciael "caso escandaloso" de injusticia quese estaba cometiendo en el propio Deza.Demostró la mayor indignación por elhecho de que el expediente abiertocontra él siguiese su curso, y le contó —cosa que Deza ignoraba y que, porsupuesto, era mentira— que cuando eldescubrimiento del asesino de losetarras ya estaba resuelto, el directorsugirió al comisario que tal vez fuese elpropio Melitón quien sopló al oído deMachimbarrena la presencia de los dosseparatistas, y facilitó su fuga para quecayesen en manos del que iba a ser su

verdugo. Enrojeció de cólera elenfermero al oír esto y Alicia sugirió:

—No acabo de entender cómotoleran ustedes estos abusos. ¿No haymedio alguno de cortarlos de raíz?

—Él es el director y yo sólo untécnico auxiliar. ¿Qué puedo hacer?

—Todos los demás médicos tienenun alto concepto de usted. Samuel Alvares el único que le odia. Por cierto,¿conoce la historia de los cuchillos?

Melitón Deza no la conocía y ledevolvió novedad por novedad.Candelas, la mujer auto castigada en elrincón de la "Sala de losDesamparados", estaba embarazada.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Alicia sinceramentesorprendida—. ¡No sale con nadie, nohabla con nadie, no trata a nadie!

—Pero es el director —sugirió elenfermero— quien tres veces porsemana le hace el psicoanálisis... y talvez algo más.

—¿Es cierto —inquirió Alicia conaire inocente— que se está preparandoun escrito pidiendo la destitución o eltraslado de Samuel Alvar? —El "batablanca" la miró muy sorprendido...

—¡No sabía nada! Pero... ¡no seríamala idea!

¡Eso era exactamente lo que Alicia

quería escuchar!La segunda visita fue la de la

enfermera donostiarra, que fueabofeteada por los psicópatas del Nortey que tuvo la delicadeza de obsequiar aAlicia con un ramo de violetas.

—Como usted comprenderá —ledijo Alice Gould en el curso de laplática—, yo no deseaba hacer ningúnmal a Norberto Machimbarrena; quien,de otro lado, por ser loco conocido, noirá a la cárcel y que, a estas horas,seguirá considerándose, en elmanicomio de Leganés, espía de laMarina. Lo que me impulsó a dedicarmea fondo a esa investigación fue salvar a

ustedes, los sospechosos inocentes.—Pero ¿cómo pudo imaginar nadie

que una mujer débil como yo osase,enfrentarme con esos dos energúmenos?

—¡No! Las sospechas que recaíansobre usted no eran las de ser autoramaterial, sino inductora del verdaderoasesino.

—¿Cómo?—Soplándole a Machimbarrena que

estuviese atento porque iba a poner ensus manos a los dos gudaris. ¡Eso almenos es lo que sugirió el director!

—No acabo de entender —comentóla enfermera— si ese hombre es unmalvado, un resentido, un incompetente

o todas esas cosas a la vez. ¡Lo que hahecho con usted no tiene nombre!

—No es la primera vez que medistingue con sus delicadezas. Una vezme mandó poner la camisa de fuerzaporque le llevé la contraria. Y otra meinsultó delante de toda la junta demédicos. La doctora Bernardos se lopodrá contar.

—¡Es increíble!—¿Conoce usted la historia de los

cuchillos?—No.—¿Y la de la maníaca depresiva a la

que trata con psicoanálisis?—No.

Contóle Alicia los dos rumores —uno certísimo y el otro supuesto—,a loque la enfermera replicó:

—¡No imaginaba que llevara tanlejos sus teorías sobre la libertad sexualen el manicomio!

Y explicó a Alicia que habíaprohibido terminantemente a todos loscuidadores, médicos y vigilantes queinterviniesen en el comportamientosexual de los enfermos.

—En cierto modo, yo no discuto suparte de razón —añadió—. Entreochocientos reclusos de ambos sexos,privados de tantas libertades, no seríajusto perseguir determinadas

expansiones naturales como si esto fueseuna escuela mixta de niños.

—Yo sorprendí un día una parejaentre unas jaras —comentó Alicia.

—¡Pero ésos al menos seescondieron! Lo que es inadmisible eslo que yo estoy viendo ahora, sin quenadie esté autorizado a impedirlo. No sevuelva usted, Alicia. ¡Es repugnante!¿Cómo puede tolerarse que se practiqueel onanismo en público?

—No sé qué significa esa palabra —comentó Alicia.

Volvióse y observó a una reclusarealizando, enajenada, el vicio solitario.Nadie se ocupaba de ella, salvo "la

Mujer Felino", a cuatro patas, quemaullaba dulcemente al contemplarla.

—¡Qué asco! —comentó AliceGould—. ¿Y dice que está prohibidointervenir? ¡Debían ustedes añadir esoen el documento!

—¿Qué documento?—¿No ha oído usted hablar del

documento?—¡No!—Parece ser que la totalidad de los

médicos y enfermeros quieren solicitardel Ministerio de Sanidad el trasladodel director. El asunto se lleva con gransecreto. El que creo que sabe algo deesto es su compañero Melitón Deza.

La doctora Bernardos anunció suvisita para las primeras horas de latarde. Traía una caja de bombones paraAlicia, mas no encontró a ésta por partealguna. La buscaron por la nave o salade estar ("la Jaula" propiamente dicha),el despacho del jefe de la Unidad, losdormitorios, los servicios, la cocina, elpatio interior, por el que tambiéndeambulaban los hombres; y no lahallaron. La enfermera jefe, IsabelMoreno, exclamó de pronto: "¡Ya sédónde está!" Y no se equivocó. Laencontraron en el "Escaparate de losMonstruos". El biberón vacío estabaposado en el suelo cerca de "la Mujer

Cíclope". Y Alicia —muy demacrada yhaciendo ímprobos esfuerzos porcontener sus náuseas— lavaba a "laMujer Percha" los detritos queresbalaban desde sus muslos hasta suspies.

—En seguida terminó —respondiócuando la llamaron. Y no se unió a suilustre visitante hasta que concluyó supiadosa labor.

A pesar de haber hurtado su bata aDolores Bernardos con alevosía yengaño, ¿quién iba a decirle a AliceGould que tendría en ella a su másardiente defensora? La buena mujer —que tuteó ese día a Alicia por vez

primera— se mostró implacable contrael director. Samuel Alvar era muy dueñode dudar de la sanidad mental de unapersona recluida en el hospital quedirigía, pero era demasiado evidenteque el lugar adecuado para AliciaAlmenara no era ése, junto a "la MujerGato", "la Onanista", "la IlustreFregona", "la Gorila", "la EnanaMuerta", "la Cíclope" o "la Percha".

—Salvador Sobrino y yo hemos idoa visitar al director —explicó la doctoraBernardos muy acalorada— para elevaruna protesta en regla por la dureza de sucomportamiento contigo. No sé si sabesque los enfermeros andan redactando un

escrito dirigido al ministerio pidiendo ladestitución de Alvar. ¡Creo que nosotroslos médicos debíamos anticiparnos!

—¡No sabía nada! —mintió Alicia,que era la verdadera, aunque anónima,autora de la idea—. Realmente, lasoriginalidades del director, según mecuentan algunos, son excesivas.

Y enumeró la historia de loscuchillos, el expediente a Melitón Deza,la insinuación a la policía de lacomplicidad en los asesinatos por partede la enfermera donostiarra, losextremos vergonzosos a que llegaba suentendimiento de la libertad sexual, lanoticia de que "la Mujer del Rincón", a

quien Alvar hacía psicoanálisis, estabaembarazada, y el recuerdo degradantedel almuerzo campestre.

—¿Y su comportamiento contigo nolo pones en la lista?

—Su comportamiento conmigo esirracional, en efecto, pero me favorecefísica y moralmente. No le guardorencor alguno.

—Eres demasiado buena.—Moralmente me beneficia porque

me permite ejercitar algo que nunca hiceantes o que lo hice en muy pequeñamedida: la caridad. Y físicamenteporque aquí me siento protegida por eldoctor Rosellini. ¿Por qué crees que

intenté fugarme? Yo no huía del hospital.¡Yo me escapé del electroshock!

—Yo hubiera sido la encargada deaplicártelo y me hubiera negado.

—Pero el doctor Muescas..., síestaba dispuesto a tratarme con insulina.¿Cómo respira don José Muescasrespecto a mi caso?

—Tu encierro aquí le ha convencidode que hay que cargarse al director.Además, la pérdida de autoridad deSamuel Alvar se hace penosa. Ayer unrecluso lo sacudió por las solapas. Yesta mañana cuando llegaba en bicicletahasta su despacho...

Alicia la interrumpió

sorprendidísima:—¿El director viene desde el pueblo

hasta aquí en bicicleta?—Sí. Considera que utilizar tan

mesocrático vehículo contribuye ahacerle más popular.

—Cuéntame: ¿qué le ocurrió estamañana?

—Que un grupo de veinte o treintareclusos lo abucheó. Los dirigía elmismo que le zarandeó la víspera.

—¿Quién era ése?—Ignacio Urquieta.—¡Bendito Ignacio! No quisiera que

se metiese en un lío por culpa mía.La conversación con la doctora

Bernardos tuvo lugar en el despacho deRosellini. Aún se encontraba Dolorescon ella cuando recibió la másinesperada de las visitas: Rómulo y "laNiña Oscilante".

Quedóse muy gratamentesorprendida la doctora al comprobar laternura con que se abrazaban aquellostres seres tan distintos.

—¿Por qué te han castigado? —lepreguntó Rómulo colgando los brazos desu cuello.

—No estoy castigada, pero eldirector se ha enfadado un pococonmigo.

Hizo caso omiso "el Niño

Mimético" de la respuesta de Alicia yexclamó con gran entusiasmo:

—¡Ya le he contado a Alicia quiéneres tú!

—¿Y qué es lo que le has dicho?—¡Que eres nuestra mamá!Oírlo Alicia y saltársele las

lágrimas fue todo uno. ¡Oh, Dios!,¿cómo desengañar a esas criaturasabandonadas? Dominando su emoción,Alice Gould preguntó con muchadulzura:

—Dime, Rómulo, ¿cómo lo hasadivinado?

—Porque tienes en la oreja el mismobultito que yo y porque te llamas igual

que mi hermanita.—¿Sólo por eso lo has adivinado?—Y porque tú no estás mala como

los demás. Y has venido aquí para estarcon nosotros. Y también porque te gustaque yo sepa escribir, y porque te quieromucho.

La congoja de Alicia era tanta, queno podía hablar. Se limitó a abrazar a lapareja entrañablemente y a besarlosrepetidas veces para que no advirtiesensus lágrimas. Súbitamente se le paralizóel corazón.

—Doctora Bernardos, observa esto.¡La pequeña está sonriendo!

—Eso no puede ser, Alicia. Son

imaginaciones tuyas.—¡Que no, Dolores; que no son

fantasías! ¡Ponte aquí de frente! ¡Mírala!¡Está sonriendo!

—¡No lo ha hecho nunca desde quenació!

—Yo la he enseñado —dijo Rómulocon acento triunfal—. ¡Conmigo sesonríe muchas veces!

Dolores Bernardos quedó perpleja.En efecto, en los labios de "la NiñaPéndulo" había un rictus distinto. Sobresu bello rostro inexpresivo se dibujabala sombra de una sonrisa.

—¡Vamonos, Alicia! Ya hemossaludado a mamá —exclamó Rómulo de

pronto— y no está castigada, ¿sabes? Esque el director se ha enfadado un pococon ella.

Tomóla de la mano y se la llevó.Las dos mujeres guardaron silencio.

Quedó Alicia profundamenteconmovida. Y Dolores Bernardos sepropuso hacer al día siguiente a la jovenAlicia un nuevo encefalograma. Enefecto, por primera vez en su vida habíavisto a aquella niña sonreír.

—Te ha emocionado mucho la visitade esos dos enfermos. ¡No era paramenos! Pero escucha mi consejo. No teidentifiques nunca con ninguno.Obsérvalos desde "fuera"...

—¡El doctor Rosellini me haaconsejado lo mismo!

—Señal de que necesitabas eseconsejo.

—Antes de que te marches —le dijoAlicia al verla incorporarse— quisierapedirte un gran favor. He escrito estacarta que te ruego leas y depositescertificada en el correo del pueblo, sinque nadie más que tú sepa que la heescrito.

—¿Y por qué tanto misterio?—Te prometo que algún día te lo

explicaré. La carta de Alice Gould decíaasí:

Señora doña María Luisa

Fernández

Mi muy querida prima MaríaLuisa:

Estoy muy sola. Heliodoro, mimarido, no ha venido nunca averme desde que ingresé aquíhace cuatro meses. ¿A quién puedeinteresarle acompañar a unapobre loca? ¡Cuánto agradeceríaque vinieses a visitarme! Teabraza con todo cariño yesperanza.

ALICIA GOULD DEALMENARA

P.D. Cuando vengas nopreguntes por mí, sino por ladoctora Dolores Bernardos.

Su campaña de proselitismo para la"operación antiAlvar" la realizabaAlicia, no sólo con sus visitantes, sinotambién con el personal auxiliar técnicoque trabajaba en la Unidad deDemenciados. La ayuda que prestaba alas enfermeras duchando a las dementes,dando de comer en la boca a sus vecinasde mesa, o alimentando a la mujer del

grande y único ojo desdibujado en lafrente (como un boceto que hubiese sidomedio borrado), lo hacía impulsada porsu deseo de ser útil, pero también —¿cómo negarlo?— para ganarse suconfianza y amistad. Hasta que no hubocumplido una semana de encierro, tantasfueron las visitas que recibió que notuvo tiempo para pasear por el granpatio interior que era común a los locosde ambos sexos.

Aquel día se decidió a hacerlo. Elsuelo era de hierba y los reclusos yreclusas paseaban en círculo como losindios en sus danzas guerreras. Tanhabituados estaban a ello que las huellas

de sus pasos habían abierto un gransurco de tierra sobre el césped. Uno delos que circulaban era "el HombreElefante", allí recluido para alejarle deRómulo: su joven y pequeño enemigo.Ya no quedaban en su cara rastros dearañazos y mordiscos de que antes eravíctima a causa de su enamoramiento dela bella Alicia. Por culpa de su muchatorpeza andaba más despacio que losdemás, y éstos le pasaban una y otra vezsin dejarle nunca lejos, puesto queandaban en redondo. Algunos, como "elProboscidio", caminaban en silencio;otros movían los labios articulandopalabras sin sonido; otros hablaban en

voz alta y hasta gritaban sin que nadieatendiese ni acaso oyese suslamentaciones o sus quejas. Entre laslogorreicas iracundas estaba la mujerpleitista que días atrás acusó a AliceGould de haberle robado un predioagrícola. Ahora lo hacía con susespectros. Era una protesta inacabada,una acusación permanente, unalamentación sin fin.

Entre los muy pocos que nocaminaban en círculo, había uno que lohacía a cuatro patas —igual que "laMujer Gatita"—, pero en línea recta departe a parte del patio. En otro lugarhabía un hombre sentado sobre sus

talones, la cabeza doblada hacia delante,la cara sobre el suelo, y los brazos y lasmanos protegiéndose la cabeza, como sitemiese un bombardeo. Todo su cuerpotemblaba y se le oía gemir:

—¡El sábado... todo ocurrirá elsábado!

Apoyados en la pared, dos "batasblancas" hacían las veces de pastores deese rebaño. Uno de ellos era GuillermoTerrón. Alicia se acercó a él.

—Por su culpa estoy aquí —le dijoAlicia.

—No me avergüencerecordándomelo.

—Si aquel día me hubiese usted

llevado al pueblo junto al"Albaricoque"...

—Pero ¿usted tenía o no tenía latarjeta naranja?

—¡Claro que la tenía! Y después mela quitaron —mintió sin sonrojarseAlicia—. Yo lo único que necesitabaera telefonear desde el pueblo a mimarido. Lo hice desde Aldehuela dedoña Mencía, que por un despiste míojuzgué que estaba mucho más cerca.Cuando ya regresaba hacia el hospital,un pastor que había oído por la radio lanota que cursó el director a la prensa, yque decía que la "loca más peligrosa delmanicomio había huido y que era el

terror de toda la comarca" me dio caza apedradas y me entregó a la GuardiaCivil. Ésta me condujo hasta las verjas,donde ya me esperaba Samuel Alvar.Allí mismo me durmieron con unainyección y cuando me desperté estabaatada y en "la Jaula".

—¡El rigor del tal Alvar hacia ustedes indignante!

—¡Yo creo que está loco! —comentó Alicia.

—¿Sabe usted que ha expedientado aMontserrat Castell, que es su hermanade leche y a cuya familia le debe todo enla vida?

—¡No lo sabía!

—¿Sabe usted que tiene encerradoen Recuperación, sin permiso para salirde la unidad, a Ignacio Urquieta, porhaberle abucheado?

—¡Ahora entiendo por qué no vino avisitarme!

—Ayer me pidieron la firma para...—se interrumpió—. Creo que eso nodebo decírselo a usted.

—No se preocupe, amigo Terrón.Ya me ha llegado el rumor de esedocumento. ¿A quién se le ocurrió laidea?

—Lo ignoro.—¿Y lo firmó usted?—¡Naturalmente!

—Como desagravio por la fechoríaque hizo conmigo está usted obligado ahacerme un favor.

—Usted me manda. Y considérelohecho.

—Enséñeme ese documento. ¿Estábien redactado y argumentado? ¿Es losuficientemente eficaz?

—Yo le haré llegar una copia delborrador.

Alicia ofreció un cigarrillo al "batablanca" y, a cambio, le pidió fuego yaque también le fue retirado el permiso ausar encendedor. No quería hablar másdel tema del documento para que no sele notase excesivamente su gran interés

en conocerlo.—¿Quién es ese que anda a gatas?

¿Cree ser un animal como una dementeque hay en mi "jaula"?

—No. Ese pobre diablo anda asíporque no sabe hacerlo de pie. Ahora leestamos enseñando a andar erguido,durante una hora cada día. Le llaman "elPecas".

Y contó a Alicia, que le escuchóestremecida, la pavorosa historia delniño, del adolescente, del hombre, quecreció y se desarrolló encerrado en unhórreo por unos padres malvados eignorantes que le creían endemoniado.

—¿Y por qué le encerraron

desnudo?—No le encerraron desnudo. Lo que

pasó es que la ropa le fue quedandoinservible a medida que crecía, y comosu alimentación era insuficientísima, sela fue comiendo a lo largo de los años,¡incluidos los zapatos!

—¡Qué terrible historia! Y el queestá ahí doblado murmurando algo queocurrirá el sábado, ¿quién es?

—Sergio Zapatero. Ledenominamos...

—¡"El Autor de la Teoría de losNueve Universos"! ¡Pobre Sergio!¿Puedo intentar hablarle?

—Inténtelo. Le será muy difícil.

Arrodillóse Alicia ante "elAstrólogo", le retiró los brazos con losque protegía su nuca y le ayudó aincorporarse. ¡Qué pavoroso cambio elde su mirada! Ya no era inquieta,patinadora, fugitiva, sino quieta,congelada, detenida en la contemplaciónde un terror definitivo. No la reconoció.Sus labios sólo repetían que el sábadoocurriría todo. Quiso consolarle Alicia,recomendándole que reemprendiera suscálculos, pues estaba segura de quellegaría a una conclusión más optimista.Más él no la entendía ni la atendía. "Elsábado, el sábado..."

Se cuenta que los niños y los locos

dicen siempre la verdad. El sábadosiguiente murió Sergio Zapatero duranteuna crisis de pánico. Alicia veló sucadáver y pidió a Dios que leconcediese millones de cuadernillos dehule para que contabilizase en ellos laduración de la eterna bienaventuranza.

El otoño avanzaba y, a medida quelos árboles perdían sus galas, el frío seenseñoreaba de la región. Sólo enAlmería y Andalucía la Baja persistíanlos calores. Alicia recibió una carta quefirmaban César y Carlos, acompañadade una fotografía en color en que se veíaal primero enfundado en un traje de hulenegro, y cargando a la espalda un arpón

del que colgaba un bicharraco marinotan grande como su pescador. Leresultaba insólito contemplar al severodoctor de la bata blanca y las gafas decarey con aquel atuendo de tritón de losmares.

Una noche, cuando comenzaba aamanecer, Alicia volvió a despertarsecon la desagradable sensación, otrasveces sentida, de que el gran mastín delpastor que la atrapó, resoplaba junto asu nuca. Volvióse. Era "la Mujer Gatita"que la olfateaba.

—¡Vete de aquí! —le gritó.Obedeció el animalejo. Se acercó en

su posición acostumbrada a la cama de

"la Onanista", de la que no fuerechazada, e inmediatamente seintrodujo entre sus sábanas hastadesaparecer bajo ellas. Advirtió Aliciasu movimiento y su colocación por elbulto que formaba bajo la ropa. Tardóen comprender lo que ocurría, masapenas entendió qué clase de ceremoniaera la que se realizaba bajo las sábanas,se levantó sigilosamente y con las dosmanos firmemente cerradas descargó talpuñetazo sobre el bultejo que hubierasido capaz de descoyuntar a un buey,cuánto más a una gatita lesbiana.

Oyóse un maullido de dolor, perocuando la felina demenciada logró

emerger de entre las sábanas, Aliciaestaba ya en la cama, fingiéndosedormida. ¡Y muy feliz de habercontravenido las órdenes de Alvar de nomezclarse en las conductas sexuales delos enfermos!

"V"EL HOMBRE DE

LOS OJOSCOLORADOS

M aría Luisa Fernández fuedurante muchos años unamujer muy conocida en los

círculos políticos por haber sidosecretaria particular primero y jefe de laSecretaría más tarde, de dos ministrosmuy influyentes de la época de Franco(Véase Señor ex ministro, de TorcuatoLúca de Tena (N. del ed.)). Más tarde,al morir sus dos jefes, y tras de haberprobado su extraordinaria sagacidad aldescubrir "la segunda vida" de uno delos más influyentes ministros delRégimen anterior (Véase Señor exministro, de Torcuato Lúca de Tena (N.del ed.)), se profesionalizó en la

investigación privada; se asoció con unpolicía jubilado (el ex comisarioObdulio Limón), tomó a sus servicios ados detectives muy jóvenes yeficientísimos (Pepe Ruiz y AmparoCampomanes) y se hizo famosa por laoriginalidad de sus métodos y laespectacularidad de sus descubrimientos(Véase Carta del más allá, del mismoautor. (N. del ed.)).

Alice Gould estaba segura de que alrecibir una carta suya en la qué ladenominaba "querida prima" —sin serlo— y la acuciaba a venir a verla porque"¿quién podía interesarse en acompañara una pobre loca?", María Luisa

Fernández comprendería, sin necesidadde decírselo expresamente, que algograve le ocurría a su colega, a la quedescubrió por azar en el manicomio deNuestra Señora de la Fuentecilla, el díaen que ésta fingió encontrarse allí paravisitar a una amiga enferma. ComoAlicia de Almenara eraprofesionalmente conocida con elnombre de Alice Gould, se preocupó enla carta de añadir a su apellido desoltera el de casada y de encontrar unpretexto para dar el nombre de sumarido: Heliodoro.

Si María Luisa era tan sagaz comode ella decía la fama, era evidente —

según criterio de Alicia— que esa mujertantearía el terreno antes de emprenderel viaje, aun no conociendo el verdaderomotivo de la investigación que se leencomendaba. Pero que la carta era unademanda de ayuda que olía a cien leguasa estar escrita por un remitente enapuros, ¿qué duda cabía de ello? ¡De noentenderlo de este modo, no sería esadetective tan inteligente como de ella sedecía!

Así pensaba Alicia que su colegainterpretaría su escrito. Y no seequivocó. No habían transcurrido diezdías desde que escribió su S.O.S —díasque invirtió, no ya en corregir sino en

redactar íntegro el escrito de la"operación antiAlvar"— cuando, unamañana, el doctor Rosellini la mandóllamar a su cubil.

—La doctora Bernardos —le dijo elmédico— ha acompañado hasta aquí aeste caballero que desea hablar conusted. Pueden utilizar mi despacho.

Quedóse Alicia no poco sorprendidatanto de la presencia como de lacatadura de esta visita inesperada. Elhombre era albino. Su rostro era casi tanblanco como su pelo y estabaarrugadísimo. Toda su piel estabatroceada en mínimos e infinitos pliegues.Con todo y con eso, tales peculiaridades

no eran nada al lado de sus ojos. Comolos conejos de Indias, este extrañoindividuo tenía el iris colorado. Losbordes de sus párpados eran rosáceos,la córnea acuosa y transparente y elcentro rojo, como dos mínimas cerezashundidas en un aguamanil. Si a eso seañade que las cejas y pestañas eranníveas, habrá que convenir que susemblante era algo más que singular.

—Soy el comisario jubiladoObdulio Limón —le dijo, apenasRosellini los dejó solos.

Su voz no se correspondía enabsoluto con su físico. Alicia hubierapensado que sería aflautada o débil

como un soplo. Muy por el contrario,era cavernosa, profunda y potente, bienque rota por el asma. El hombrerespiraba con notable dificultad.

—Permítame que me reponga —añadió con una voz que parecía salir delas simas del averno—. Al entrar aquíhe visto a varias mujeres desnudas ymojadas que eran perseguidas por otrasvestidas de blanco y armadas contoallones. Una se ha acercado a míandando a gatas para olerme los zapatos.Al desplazarse, ha pasado por encimadel cadáver de una enana. Y otra me hasoltado un graznido en el tímpano que hecreído quedarme sordo. ¿De modo que

éstas son sus compañeras?—Sabe usted mucho más que yo —

respondió Alicia, recelosa—. Porque,aparte su nombre, ignoro quién es ustedy qué desea de mí.

—Soy el socio de su "prima" MaríaLuisa Fernández, y vengo de su parte aponerme a su servicio.

—¿Y por qué no ha venido ella?—Porque es altamente probable que

le sea a usted más útil en Madrid queaquí. Yo estaré en constantecomunicación con ella. ¿Se encuentrausted en apuros?

—La palabra "apuros" me parecemuy tímida, señor Limón. Corro el

riesgo, si ustedes no lo remedian, deverme andando a cuatro patas de aquí apoco como "la Mujer Gata" que le haestado husmeando los pies.

El ex comisario llevaba una colillaapagada en los labios que no se quitabani para hablar ni para contener susfrecuentes ataques de tos. En amboscasos, la colilla quedaba adherida allabio inferior como si estuviese pegadacon cola o formase parte de su extrañaanatomía.

—Usted es "detective", como MaríaLuisa, según tengo entendido. ¿No esasí?

—Así es.

—¿Es usted misma la que se hametido en este lío?

—Me temo que sí.—¡Ustedes las aficionadas son el

carajo, si me permite esa expresión!Rompió a reír escandalosamente. La

risa le produjo tos. La tos más risa. Larisa más tos. Alicia pensó que iba amorir allí mismo, ahogado, sin acabarde enterarse de que, en efecto —¡almenos en su caso!—, las aficionadaseran del carajo.

—No tengo ningún derecho acontradecirle, comisario.

—¡Pues suélteme usted su rollo! Laescucho.

Dos horas largas tardó Alicia enrelatar la historia entremezclada, de lasrazones por las que ingresó en elmanicomio y cuanto le había acontecidodesde entonces, de puertas adentro.

A veces el ex comisario lainterrumpía con preguntas cortas yprecisas. Otras, fueron sus accesos detos los que permitieron a Alicia tomarun respiro. De súbito, don Obdulio semetió la colilla a la boca, la masticóparsimoniosamente y se la tragó. Apenashecho esto, encendió otro cigarrillo alque dejó apagar, y quedó como elprimero colgando de sus labios.

—Mi querida amiga —comentó

apenas hubo concluido de escuchar elrelato—, estoy admirado tanto de suosadía cuanto de su candidez. Pero, endefinitiva, yo sospecho lo mismo queusted.

—Yo no he dicho que sospeche denadie... —protestó Alicia.

—Tampoco lo he dicho yo. Y, noobstante, usted sabe a lo que me refiero:sospechamos lo mismo. —Bajó Alicialos ojos e hizo ademán de cubrirse losoídos.

—Prefiero no oírlo.—De nada le sirve, señora,

vendarse los ojos para negarse acontemplar la evidencia. No lo dude:

usted ha sido expoliada por su marido.Su encierro no ha tenido otra razón deser que darle tiempo para proceder a suexpolio.

—¡Prefiero no saberlo! —repitióAlicia llorando.

—Su compinche, ese falso Garcíadel Olmo, la llevó a usted de la mano demodo que descubriese algo bien fácil deaveriguar: la procedencia de las cartas.

—Pero ¿cómo pudo conseguir elpapel de escribir con membrete deldirector de este hospital y otros deidéntica filigrana para fingir las misivasdel loco?

—¡Es demasiado sencillo! Si yo esta

misma tarde escribo al director diciendoque sufro depresiones y solicito seradmitido, él me contestará diciendo queno hay plazas, que venga a que me haganun primer reconocimiento. Una vez quetenga su respuesta en mi poder, mandaréfotocopiar el membrete y lo reproducirécuantas veces me venga en gana en unpapel, amiga mía, que adquiriré en lalibrería de la esquina . Usted, querida,se ha comportado con una candidezincreíble. Quiso hacerse laengañanecios con su marido haciéndolefirmar en barbecho la solicitud deingreso, y la engañada fue usted, ya queél conocía perfectamente lo que firmaba.

Sentíase Alice Gould tan deprimida,que apenas se escuchaban sus sollozos.Experimentaba un deseo intensísimo deodiar a Heliodoro y no lo conseguía. Lasospecha de ser él quien la encerró,utilizando para ello a un hombre de paja,la había asaltado cien veces, y siemprela rechazó. Al dolor de la decepción seunía el del orgullo herido: el de su doblefracaso como mujer y como detective.

—Pero ¿qué motivo podía tener paraencerrarme? —consiguió decir al fin.

—No le respondo a eso —comentóel hombre albino con voz de oráculo—porque comenzaría a dudar de suinteligencia.

—¿Usted cree que quiso quedarsecon mi dinero?

—¡Naturalmente!—Pero ¡si ni siquiera ha intentado

declararme dispendiosa! Esto se haceprevia solicitud judicial y con citaciónde la encausada. ¡Y yo no he declaradonunca ante un juez!

Esta noticia sorprendió al hombre delos ojos colorados. Por un momentobrillaron como pequeñas bombillas anteun aumento de corriente.

—Estamos casados en régimen deseparación de bienes —insistió Alicia—. ¡Él no ha podido vender mispropiedades!

—¿Qué cuentas corrientes teníausted?

—Tenía y tengo dos. Una, sólo a minombre. Y otra, conjunta de la quepodíamos disponer indistintamentecualquiera de los dos.

—En esa última está la clave detodo.

—¡No, señor Limón! Al tiempo demi encierro no habría en ella más deunas 250,000 pesetas. ¿Cómo Heliodoroiba a arriesgarse a tanto a cambio de tanpoco?

—¿Recuerda usted de memoria losnúmeros de su dear?

—Sí.

—Escríbame una carta a cada Bancoautorizándome a pedir el saldo de esascuentas.

En el propio papel del jefe de laUnidad de Demenciados, y con la plumaestilográfica de Obdulio Limón, Aliciaescribió lo que le pedían. Despuéscortaron a tijera la zona del membretetal como lo había hecho —según la tesisdel albino— el hipotéticoesquizofrénico que escribía al falsoGarcía del Olmo.

—¿De quién era la casa en queustedes vivían?

—La heredé de mi padre.—¿Y su despacho?

—Era alquilado.—¿Cuántos empleados tenía usted en

su oficina?—Tres.—¿Y en su casa?—Una cocinera y una doncella.—Anóteme los nombres y

direcciones de todos ellos. Y cuandoacabe escriba cien veces con buenaletra: "Como todas las aficionadas, soytan cándida como necia".

—¡Es usted muy galante, señorLimón!

—Agradezco el cumplido. Si hayalgo o "algos" que me revientan son lospillos. Pero todavía me queman más la

sangre los que se dejan engañar por losgranujas. Su marido, señora mía, es unbellaco de la peor especie y usted unaparvularia a la que hay que ponerbabero. ¡Y deje de llorar de una vez,muchachita! Ahora me voy a ver aldirector.

—¡No lo haga! ¡Me puede costarmuy caro!

—Antes de media hora sabré si esinocente o es cómplice de esta fechoría.

—¡No lo haga!—Mi querida niña, no olvide que

usted es una aficionada y yo unprofesional con muchas horas de vuelo.¡Hasta más ver! Sea paciente. Tenga

calma. ¡Y no haga más tonterías!Tragóse Obdulio Limón su enésima

colilla; dio unas palmadasconmiserativas a Alice Gould, y fuesepor donde vino.

De toda la conversación con elviejísimo señor de la cara arrugada, laspestañas ebúrneas y los ojitoscolorados, la única satisfacción que lequedó a Alice Gould fue la de haberseoído llamar "niña" y "muchachita".

El antiguo comisario salió de la"Jaula" femenina, cruzó ante lamasculina (en la que vio a los doshombres eternamente acodados en elalféizar esperando la llegada de un

gnomo que había muerto varios mesesatrás, pero que seguía vivo en suspupilas) y se dirigió hacia el edificiocentral, con intención de visitar aldirector.

En el camino encontró a una mujeriracunda que contaba una historiaterrible a dos hombres pacíficos que laatendían sin pestañear y tal vez sinescucharla. Ella era —decía— víctimade la codicia de sus hermanos, quienesla habían encerrado para quedarse conla parte de su herencia. No supo elcomisario Limón qué era más deadmirar: si la voz gritona de ella; laparsimonia y paciencia de ellos, o la

reiteración con que se presentaban casoscomo el de la colérica: hombres ymujeres que se decían enclaustrados, acausa de la avaricia ajena. En unoscasos sería verdad y la loca, sana. Enotros sería igualmente verdad, y la loca,loca. En otros, pura manía persecutoria.¡No sería fácil para los médicos —pensó— conocer a ciencia cierta estosmatices! Porque ellos, los policías,habían de vérselas con individuos que"sabían" si eran delincuentes o no. Y losmédicos con gentes que ignoraban supropia realidad. Meditó un instante."¡Ignorar la propia realidad —pensó—.Eso es la locura!"

Se le acercó uno que le tocó variasveces en los brazos y en el pecho, y leextendió la mano con claro ademán depedir algo al tiempo que decía:

—Amarfo tiromato paramín.Obdulio Limón le ofreció un billete

que el otro rechazó y después uncigarrillo, que es lo que en verdadpedía.

—Arrazufo compulsenda —le dijoel orate con grandes muestras deagradecimiento.

—De nada, amigo —le respondióLimón—. Ha sido un placer...

Y siguió su camino. Llevaba el sociode María Luisa Fernández unas grandes

gafas negras y casi opacas sobre losojos. No las necesitaba, pero se lasponía para evitar que las gentes sevolviesen asombradas hacia él por elcolor de su iris o que los niños leseñalasen con la mano.

Se le acercó, al igual que antes, otrohombre que le sobó, dio pequeñosempujoncitos y extendió la mano. Teníamás aspecto de hombre de lunas que elanterior. Su cráneo parecía más seco ymenos dentro de su acuerdo. Y muchomás pesado. No era dinero lo quequería; tampoco cigarrillos, niestampitas, ni papel de fumar. Y cadavez que él no acertaba con lo que el

mochales deseaba, éste le daba másempujoncitos en los hombros y hasta enel pecho. Por quitárselo de encima,Obdulio Limón se retiró las gafas yparpadeó varias veces apagando yencendiendo sus ojitos colorados.Empavorecido, el alienado echó acorrer y Limón no supo más de susombra.

El director lo recibió con el gestoadusto que solía. Le molestó el motivopor el que le visitaba; le desagradó nover los ojos, a través de las oscurísimasgafas, de su interlocutor; le incomodó suvoz cavernosa, rota, asmática y susfrecuentes ataques de tos; le chocó la

costumbre del ex policía de tragarse lascolillas. Con todo y con esto, al cabo demedia hora habían congeniado muy bienel médico y el policía. Este último era elprimer hombre que no discutía sino queapoyaba y aún alentaba su juiciorespecto a Alicia de Almenara: unamujer insufrible por su altivez;moralmente tarada por un complejo desuperioridad; de sentimientos yformación socialmente despóticos; eltípico modelo de una burguesíadecadente y egoísta, muy capaz deeliminar (por el veneno u otros medios)a quienes estorbaran sus planes.

—Sólo un motivo de duda me queda

—comentó el policía—. En el hospitalhay muchas unidades especiales paracada grado o cada clase de locura.¿Considera usted que su megalomaníapuede curarse en una unidad dedemenciados?

—Es una medida terapéutica —sonrió Alvar—. Creo que le convienever por sus propios ojos lo que son lasmiserias del mundo. En su vida fácil yregalada no podría sospechar que talescasos existieran entre los humanos.

—Alguna miseria sí conoce —comentó Obdulio Limón—. Su marido,aprovechándose de que está loca, la haexpoliado limpiamente.

—No será éste el primer caso ni elúltimo en que los pícaros sanos seaprovechan de los locos paraexpoliarlos —comentó el director—.Los hombres son como lobos quedevoran a los otros lobos, cuando estánheridos o enfermos, aunque sean de sumisma carnada. ¡No me sorprende nadalo que me cuenta usted, señor comisario!

Obdulio Limón trazó para susadentros un diagnóstico deldiagnosticador: "Es un resentidovisceral", le dijo al cuello de su camisa.

Desde el despacho de DoloresBernardos, telefoneó a Madrid y tuvouna corta conversación con María Luisa

Fernández. Al cabo de media hora fueella quien le llamó, facilitándole losdatos que pedía. Si no fueraradicalmente imposible que la palidezmisma pudiese palidecer, sería lícitoafirmar que la color huyó del rostro delantiguo policía.

—No es posible —se dijo una y otravez. Y regresó al Pabellón deDemenciados.

—Señora de Almenara, ¿puede usteddecirme con exactitud qué dinero teníausted en cada una de sus cuentascorrientes?

—En la que estaba a mi nombre, unacantidad ligeramente superior a

2.000.000 de pesetas —respondióAlicia—, puesto que ése fue el importede los honorarios que me dio el bandidoque se hizo pasar por García del Olmo.Pero lo más probable es que el chequefuese falso.

—No era falso —comentó el excomisario—. En el haber de su cuentahay 2.127.000 pesetas.

—Me deja usted muy sorprendida —murmuró Alicia.

—Más lo estoy yo. ¿Y en la cuentaconjunta con su marido, recuerda cuántohabía?

—Ciento cincuenta mil pesetasaproximadamente.

—Pues allí siguen —afirmó elcomisario—. Y como antes la castigué aque escribiera cien veces "Soy tancándida como necia", vengo a relevarlade hacerlo. Y seré yo quien escribahasta mil veces que el necio soy yo.

Rascóse el ex policía varias vecesel cráneo:

—Usted ha sido víctima de unengaño, eso está claro, para haber sidoencerrada aquí. Pero no ha sidoexpoliada. Su dinero sigue donde estaba.Y sus propiedades también.

—¡No entiendo nada! —exclamóAlicia angustiada—. ¿Quiere eso decirque Heliodoro es inocente?

—Tal vez, tal vez, tal vez...—Entonces, ¿quién era el falso

García del Olmo? ¿Quién era? ¿Y porqué me encerró aquí?

—La investigación que usted nosencomienda, señora, es harto máscompleja de lo que yo había imaginado.Esta noche dormiré en el puebloesperando instrucciones de mi jefa, ymañana, probablemente, saldré paraMadrid. Entretanto, si quiere algo deeste viejo arterioesclerótico, podráencontrarme en la pensión Los Conos.

No habían transcurrido dos horascuando Obdulio Limón recibió una cartaentregada por un servidor del hospital.

Decía:Mí estimado señor Limón:Le ruego que abandone toda la

investigación que encomendé a micolega María Luisa Fernández yasí se lo haga saber a ella. Tengala bondad de indicarme a cuántohan ascendido sus gastos y sushonorarios. Le ruego medisculpen por las molestiassufridas y prohíbo formalmenteque vuelva a trabajar en esteasunto.

Con todo respeto le saluda, suaffma.

ALICE GOULD

A media tarde, el doctor Roselliniquiso hablar con Alicia y la descubriósentada en la nave principal de launidad, perdida la mirada en el vacío ycon una expresión de profunda gravedaden su rostro, inusual en ella. Preguntó alas enfermeras que cuánto tiempollevaba así y le respondieron que desdeque se marchó el hombre del peloblanco que la vino a visitar. Durante elalmuerzo —le explicaron— no hablócon nadie ni ayudó a dar de comer,como era su costumbre, a sus vecinos demesa. Apenas concluidos los postres,

volvió a ese mismo puesto en que ahoraestaba. Varias veces la vieron llorar.Sin duda, su visitante le habíacomunicado una noticia que la afectóprofundamente. Rosellini se acercó aella.

—Alicia, venga conmigo.Cuando estuvieron solos, le

preguntó:—¿Qué le ocurre, Alicia?Ella se encogió de hombros y no

respondió.—Está usted triste. ¿Era alguien de

su familia quien la visitó esta mañana?¿Ha tenido malas noticias? ¿Qué lepasa?.

Alicia Almenara se llevó las manosal rostro y comenzó a sollozar con tantaangustia y aflicción que el médico sealarmó. Se la veía debatirse entre sudeseo de dominar la congoja y laimposibilidad de evitarla. Rosellini ladejó llorar. El llanto es una descarga dela emotividad. Cuando ésta llega a unpunto grave de concentración es precisoabrir compuertas al alma. Y el llanto, aveces, es su mejor cauce. Para unespíritu sensible como el de esta mujer,¿cómo no habría de influir en suconciencia la visión de los monstruos,de los desechos de humanidad, que larodeaban? La responsabilidad moral de

Samuel Alvar frente a Alicia Almenara—pensó Rosellini— era gravísima.¿Tendría razón esta señora cuando sepreguntaba si la intención del directorera hacerla enloquecer? Rosellini seequivocaba.

—Escúcheme bien, Alicia. Somosmuchos en esta casa los que no estamosdispuestos a dejarla a usted naufragar.¿Quiere que la informe de cómomarchan las gestiones de la "operaciónantiAlvar"?

—No, doctor. ¡Ya me da todo igual!—¿No anhela salir de esta unidad y

reunirse con los demás residentes?—¡No!

—¿No desea dejar atrás las tapiasdel manicomio?

—Ya no.Estaba sumida en una profunda e

inmotivada tristeza. ¿No debía ser paraella causa de alegría saber queHeliodoro no era parte de su secuestro yque no se había lucrado con suencerramiento?

"Si hubiera sido así —se dijo Alicia— existiría una razón, una motivación ami encierro. Una razón cruel, pero que,al menos, se justificaría a la luz de lasdebilidades humanas y de lasmotivaciones que exige la criminología.Pero si no se ha beneficiado... ¿qué otra

razón puede haber para que yo estéaquí?"

Cada vez que intentaba pensar enello, su pensamiento quedaba obturado.No podía seguir adelante, al igual que uncorredor que para alcanzar una metapretendiera perforar una pared. Y ello laobligaba a mentir cuando le preguntabancosas que no entendía. Y más tarde, acreer, o a creer que creía, que susmentiras eran verdad. Y a pedir aObdulio Limón que cesara en todas susinvestigaciones porque prefería "nosaber" a saber lo que temía.

Una tarde, María Luisa Fernándezvino a visitarla. Alicia la recibió con

extraña frialdad. ¿No se había, tal vez,enterado de las instrucciones, claras yprecisas, que cursó a su colaboradordon Obdulio, el de los ojos de guinda,para que abandonaran estainvestigación?

María Luisa mintió. El pobre señorLimón estaba muy viejo —le dijo—. Sele olvidaban las cosas. Equivocaba loshechos. No le había dicho nunca queAlicia deseaba interrumpir suinvestigación. Y, en consecuencia, ellasiguió investigando. Y susaveriguaciones habían dado su fruto. Losabía todo o casi todo. Y no erannoticias gratas para Alicia.

Contrariamente a lo que exigiríatoda lógica y razón, al oír esto, los ojosde Alice Gould se iluminaron; suabatimiento pareció decrecer y suindiferencia a diluirse.

—¿No son noticias gratas?—¡No, Alicia! ¿Usted posee bienes

en Inglaterra?—Sí. Dos casas que heredé de mi

padre. Antes rentaban algo; ya no. Aveces le propuse a mi marido venderlasy siempre se opuso. Decía (y creo quecon razón) que en estos momentos seríaun disparate desprenderse de un bien enel extranjero.

—Lo cierto es... que ya no puede

usted venderlas, Alicia.—¿Por qué?—Por la misma razón por la que,

desde hace ocho años, ya no le rentabannada.

—Le ruego, María Luisa, que no mehable en jeroglíficos. ¡No entiendo nadade lo que me dice!

—Digo que hace ocho años que sumarido vendió esas casas. ¿No lo sabíausted?

—¡No es posible! —dijo Alicia,sinceramente asombrada—. Esaspropiedades eran exclusivamente mías.Él no tenía derecho a...

—¡Él no tenía derecho a falsificar su

firma, ya me lo imagino! Pero lo...—¿Hace ocho años, dice?—¡Hace ocho años!—¿Y cómo los compradores se

atrevieron a darle el dinero a él, sin serel dueño?

—No se lo dieron a él, sino a usted.Lo ingresaron en la cuenta conjunta... yél lo retiró. ¿No sabía usted nada deesto, Alicia?

Ella la escuchaba con la extrañasensación de que una charla idéntica,con el mismo contenido y la mismapersona, la había tenido ya, en otraocasión lejana, tal vez en otra vida; o enotro mundo.

—¿Ignoraba usted esto, Alicia!?María Luisa escuchó esta extraña

respuesta:—Creo que lo ignoraba. No estoy

segura de ello. Es como si lo hubieseolvidado y ahora, al decírmelo usted,comenzase a recordarlo...

Se llevó las manos al rostro:—¡No sé si lo recordaba o no! Pero

es tan lógico, tan absolutamente lógicoque Heliodoro actuase así, que loabsurdo sería que no lo hubiese hecho.

Sus ojos se iluminaron.—¿Y ahora? ¿Qué ha hecho ahora?

Es él quien me mandó encerrar,¿verdad?

—Parece usted desear, Alicia, quemi respuesta sea afirmativa.

—No se equivoca, María Luisa. ¡Loque deseo es una respuesta congruente!Lo que no puedo sufrir es mantenerme enla ignorancia de por qué estoy aquí. SiHeliodoro me ha estado expoliando todasu vida, habría una lógica respecto a unexpolio mayor, a una felonía monstruosaacorde con su falta de escrúpulos y suabisal amoralidad. Y lo que necesito esentender, conocer los porqués, saber endefinitiva, ¡saberlo!

—A eso he venido, Alicia. A queusted sepa. Una operación idéntica a lade Inglaterra, pero de mucha mayor

envergadura, se ha vuelto a realizar.Entreabrió Alicia los labios.—¿Qué operación? Su socio,

Obdulio, me dijo que mis cuentascorrientes estaban en la misma situaciónen que las dejé. ¡Y eso aumentó miconfusión!

—Así es. Pero, entretanto, hubo uningreso fortísimo a su nombre, en lacuenta conjunta, que él retiró antes detranscurrir las veinticuatro horas. No seha vuelto a saber de él. Pero a laInterpol no le costará trabajolocalizarle.

—Pero ese ingreso de que ustedhabla, podría ser suyo. Una quiniela

premiada, una tarde afortunada alpóquer.

—No, Alicia. Procedía de la firmade abogados californianos Thompsonand Smith y era producto de laliquidación de la herencia de HaroldGould dejada íntegramente a usted, suúnica heredera. Tengo datos suficientes—añadió María Luisa— para unproceso. Sólo necesito que me firmeeste poder a procuradores parainiciarlo.

—¡No lo firmaré! —respondióAlicia.

—¡Tiene usted... no digo el derecho,sino el deber de reclamar lo que es

suyo!Alice Gould habló lentamente. Su

voz apenas se alzaba en algunosmomentos para subrayar y dar másénfasis a sus palabras. Se diría que amedida que hablaba, iba ascendiendopor una escala y escapando de la simaen la que se encontraba. Cada acusacióncontra Heliodoro era un peldaño de esaescalera: cada dicterio un paso hacia suliberación.

—Aunque sea difícil hacermeentender —pronunció Alice Gould conviolencia contenida mientras se rozabalas sienes con las yemas de sus dedos—,voy a intentar explicarme. Mi marido se

ha comportado como un bandidogeneroso. Me ha robado la fortuna de tíoHarold... pero ha respetado en parte laque recibí de mi padre. Del mismomodo que falsificó mi firma para aceptary hacerse cargo de esa herenciainesperada, hubiera podido hacerlo paravender todas mis propiedades. Y no lohizo. Ha sido como un beau geste: unrasgo de generosidad del gángster con elque parece querer decirme: "¡Pobrecitamía, ahí te dejo eso para que no tequedes en la calle mordiéndote loscodos por las esquinas, sin tener dóndete llueva Dios!"

»Mi desquite no ha de ser

perseguirle y acosarle, María Luisa.¡Sería demasiado vulgar! "¡Quédate conel producto de tu expolio, pobre diablomiserable, ya que ése es el único medioque está a tu alcance de hacer fortuna!Siempre viviste a costa mía. ¡Siguehaciéndolo ahora para dejar constanciade tu insondable mediocridad! Ya vesque soy comprensiva con tu mezquinapersona. Si algún día voy de safari serápara cazar leones y no ratas como tú. Nome compensa el gasto ni el esfuerzo. ¡Nomereces mi atención ni paraperseguirte!" Ah, María Luisa, si algunatentación me queda de ocuparme de él esla de escribirle una carta con lo que

acabo de expresar.María Luisa Fernández comentó:—Sólo por entregarle personalmente

esa carta me gustaría localizarle.—Tampoco vale la pena. ¡No

entiende otra literatura que la de lashistorietas!

Escupir frases como ésta noconsolaba a Alice Gould. No obstante,al pronunciarles echaba lastre fuera,como el tripulante de un globo con pesoinútil en la barquilla.

María Luisa Fernández meditó uninstante.

—No se deje usted cegar por eldespecho. Es necesario localizar a ese

hombre. Yo le ayudaré a encontrarlo,para que...

Alicia no la dejó concluir. Nunca lahabía visto María Luisa expresarse contal fuerza interior.

—¿No comprende usted, MaríaLuisa, que lo que deseo con toda mialma es no localizarle? ¿No haentendido todavía que la mayor alegríade mi vida es no saber dónde está ni quéhace; y que siento pavor de que estafelicidad se trunque, si llego a saberlo?¡Quiero ignorarlo todo de él, alejarle demi vida, convencerme de que nunca haexistido! ¿Que el precio de esta benditaliberación es la herencia de tío Harold?

La hubiera cedido a gusto fuese cualfuese su cuantía (que, de paso, prefieroignorar para siempre) a cambio de queese sucio trapo se esfume pronto de mimemoria del mismo modo que¡venturosamente! se ha esfumado ya demi presencia.

María Luisa, buena conocedora delalma humana, sabía que nada acucia mása un vehemente que hablarle convehemencia; y que nada le conturba tantocomo razonar las cosas con ironía ysosiego.

—Habla usted como una persona sinjuicio, Alicia. Cuando usted le concediópoderes con intención de que pudiese

vender una finca en La Mancha, él losutilizó, además, para vender las casas deLondres. ¿Por no ocuparse más de él vaa mantener esos poderes en pie, sinrevocarlos? ¿Va a consentir que él sigasiendo su heredero? ¡Esto es uncontrasentido, Alicia! ¿Que usted quiererenunciar a perseguirle por preferirignorarle? De acuerdo. Respeto eso.Pero canjeemos, al menos, subenevolencia, su renuncia a denunciarle,a cambio de la inmediata separaciónlegal y el divorcio futuro. Usted notendrá que ocuparse de nada. Yo se lodoy todo hecho. Su esfuerzo (firmarestos papeles) no será mayor que el de

quitarse con la uña una cagadita depájaro que le ha caído en el traje.

—¡Nadie ha definido tan bien aHeliodoro como acaba usted de hacerlo!Una cagadita de pájaro. Eso esHeliodoro.

—Firme usted aquí, Alicia. Serácomo cortar las últimas amarras que leunían a él.

Mientras lo hacía, Alicia exclamó:—¡Ah, qué pena, qué pena que no

tengamos a mano media botella dechampaña para brindar!

Sacudióse la cabeza como lo hace unperrillo faldero con todo su cuerpo alsalir del agua. La mutación de sus

sentimientos e incluso de su rostro eracomo el de un panorama en día demuchas nubes, grandes y chicas, en quetodo cuanto se ve se trastrueca y cambiasegún el sol quede cubierto o despejado.

—¿No ha sufrido usted nunca, MaríaLuisa, una pesadilla terrible, que esimposible reconstruir toda entera aldespertar? Quedan vagos retazos en lamemoria y mal sabor de alma, perounirlos todos ¡es imposible! La alegríarenace al entender que todo aquello quese soñó, y que era espantoso, aunque nose sepa bien lo que era, resultó ser sóloun sueño. Ahora tengo la sensación deque, al fin, he despertado. ¡A falta de

champaña para brindar, déjeme que laabrace!

María Luisa Fernández se sentía tancompenetrada con ella, que hacía suyaslas emociones de Alicia. Esta mujer —pensó— tenía un extraño atractivo: unalto poder de seducción. Lo que losingleses dicen it. Y los chilenos, "tinca",y los andaluces, "duende". Y lospolíticos "don de gentes". Era imposibleestar cerca sin declararse solidario conella. ¡Gran majadero debía de ser el talAlmenara, su marido, para canjear oropuro por otro de menos quilates!

Confirmó María Luisa su criteriocontrastándolo con otras personas. La

doctora Bernardos se presentó deimproviso y María Luisa comprobó queella no era la única conquistada poraquella rara personalidad.

—Llego aquí —les dijo— de pasohacia una junta extraordinaria demédicos. El director acaba deconvocarnos. Voy a batirme duro,Alicia, para defenderte.

—¿No estará presente César? —preguntó angustiada Alice Gould.

—César acaba de telefonearmedesde el pueblo para decirme que estabadeshaciendo sus maletas. Le heinformado de lo que ocurría y se dirigehacia acá.

—¿Ha firmado el documento?—Lo ignoro. Rosellini ha ido en su

busca para que la "operación antiAlvar"no le coja de sorpresa. Voy corriendohacia la sala capitular para oponerme aque la junta comience antes de que ellosregresen.

—Dolores, antes de irte, dime ¿nohabría medio de que Montserrat Castellme viniese a visitar?

—Montserrat está suspendida deempleo y sueldo. Desde entonces no havuelto por el hospital.

—¡Es una iniquidad! ¿Y a Urquietano podría verle?

—Le han retirado el permiso para

salir de recuperación. Me voy. No deboperder ni un minuto. Te tendréinformada, Alicia. —La besó con granamistad. Quedaron solas las dosdetectives.

—Veo con gran alegría que cuentausted con poderosos aliados —dijoMaría Luisa.

—Tengo buenos amigos —respondió Alicia con una sonrisa.

—Cuando quede usted en libertad,¿volverá a abrir su despacho? ¡Meaterra la competencia que puede ustedhacerme! ¡Antes de tenerla comocompetidora... prefiero asociarme conusted!

—No, María Luisa. No volveré aabrirlo. Carezco de condiciones. Soycomo el alguacil alguacilado. He ido apor lana y he salido trasquilada. Susocio, el albino, me lo dijo muy claro:"¡Ustedes las aficionadas son uncarajo!". Me llamó necia. ¡Y teníarazón!

—¡No haga usted caso de lo quediga ese viejo cascarrabias! Sólo atacaa las personas que admira.

—Si algún día quedo libre... —comentó misteriosamente Alice Gould—¡he tomado una decisión tan extraña paraentonces, que empiezo a pensar si no lefalta razón al director para considerarme

loca!—¡Tiene usted que contármelo,

Alicia!—Le prometo, María Luisa, que la

tendré informada.La detective en funciones advirtió la

sonrisa maquiavélica de AliciaAlmenara al decir esto. Y quedó nopoco intrigada de cuál sería laextravagante decisión de su nueva ysorprendente amiga. "Ya ha salido delpozo", pensó. Y quedó no pocosatisfecha de haber contribuido a ello.

—Y respecto a Alvar —preguntóAlice Gould—, ¿cuál es su compadrazgocon mi marido? ¿En cuánto le han

pringado para hacerle su compinche eneste crimen?

—Alvar es un hombre honesto,Alicia. ¡No ha participado para nada ensu secuestro!

—Eso no me lo creo yo, MaríaLuisa. Ni tampoco usted.

—Creo firmemente en su inocencia.—¡Vamos, vamos, María Luisa, no

diga eso! He pecado de cándida y deinocente, pero no hasta ese extremo.¡Alvar es cómplice del falso García delOlmo! ¡Él fue quien inspiró el modo quehabía de utilizar para encerrarme yquien está dispuesto a no dejarmeescapar de aquí!

—No, Alicia, está usted en un error.Alice Gould enrojeció de ira.—¿Qué le mueve, entonces, a seguir

declarándome loca?—El mismo sentimiento, querida

Alicia, que le mueve a usted paraempeñarse en considerarle culpable.Usted desea que haya sido cómplice deeste delito porque le odia, y él deseaque esté usted loca por el mismo motivo.Y tan grande es su odio que confunde, aligual que usted, su deseo con sucreencia. Pero es profundamentesincero. La cree loca. A usted, amigamía, le repele visceralmente el tipohumano al que pertenece Alvar; le

considera "cabeza cuadrada", zafio yresentido: un ser inferior porque nohabla idiomas, lleva calcetinescolorados y, tal vez, cometa al escribirfaltas de ortografía. Y, en su trato con él,no ha dejado nunca de refregarle estamanifestación de superioridad. ¡Hay uncierto sentimiento de elitismo, declasismo, Alicia, en esta actitud!

Alicia enrojeció aún más. MaríaLuisa acabaría enfadándola.

—Todo lo que dice es lo máscontrario que cabe a mi manera de ser.También "el Hortelano" es zafio; y si nocomete faltas de ortografía es porque nosabe escribir. Y no obstante lo adoro. ¡Y

es amigo mío!—Le adora usted, porque habla y se

comporta como un hortelano... ¡y eshortelano! Pero no le gustaría verle dedirector de este hospital.

Alice Gould estaba perpleja. Noacababa de entender a cuento de quévenían estas acusaciones contra ella. Y,no poco ofendida, se lo preguntó.

—Vienen a cuento de que usted,Alicia, entienda el porqué del modo deactuar de Alvar contra Alice Gould. Éles un resentido visceral. Eso no tienenada que ver con haber triunfado ofracasado en la vida. Estamos hartos dever políticos que llevan treinta o más

años viviendo a costa del erario,ocupando puestos que otros envidiarían,recibiendo honores sin fin en todos losregímenes e incluso enriqueciéndose. Yson, fueron y serán resentidos."¿Resentidos de qué?", podría unopreguntarse. Alvar es de esta mismacuerda. De pronto surge ante él unamujer que le acompleja; que le recuerdaconmiserativamente que no se dice"Valladoliz", ni "Madriz", ni "Reztor dela Universidá", u otros ejemplaressemejantes, y que, para mayor agravio,es una enferma sometida a sus cuidados:una persona sobre la que él ejerce odebe ejercer autoridad. No es imposible

que inicialmente haya caído bajo el pesode su fascinación sin recibir a cambiootra cosa que sus múltiples y reiteradosdesprecios e incluso agravios. Esto sonmezclas explosivas, Alicia, que seríancosas de poco más o menos si no seañadiera el detonante. Y éste no es otroque el miedo que él siente por usted y elque usted siente por él.

—¿Miedo?—Me he quedado corta, Alicia.

Debería haber dicho pavor mutuo. Ustedle teme, porque de él depende que lamediquen o no como loca, estando sana.Y él la teme, porque ha visto cómo haconseguido poner contra él a todo el

hospital. El mayor e irreversible fracasode usted, Alicia, es que los demásmédicos la considerasen enferma. Y elmayor planchazo profesional para élsería que, unánimemente, los demás laconsiderasen sana. ¡Creo que losmotivos del recelo, de la competenciapersonal, de la tensión y del odio entreAlvar y usted se explican por sí mismossin necesidad de buscar complicidadesdel director en su secuestro! Créame,Alicia, que yo estoy de su parte, y queestoy impaciente por lo que estaráocurriendo ahora en la junta de médicos.

Meditó Alicia en lo que había oído ycomentó sonriendo:

—¡Le voy a echar abajo de unplumazo todas sus teorías sobre mí!

Inclinó María Luisa la cabeza, comolos pájaros que han oído un sonido y seaprestan para escucharlo de nuevo.Alicia continuó:

—Me ha batido usted en todos losfrentes, María Luisa: en la investigaciónde mi propio caso; en mis motivacionespsíquicas contra Alvar (¡pues, en efecto,es un hombre que me repele!) y en lainterpretación de su..., digamos,inocencia. Y a pesar de ello yo no laodio a usted por haberme vencido sinoque la admiro y aprecio profundamente.Y, en cuanto a lo que esté ocurriendo en

la junta de médicos... créame que yotambién estoy hecha un flan. ¡Es mucholo que me va en ello!

"W"DOS ESCUELAS

FRENTE AFRENTE

C ÉSAR ARELLANO, DoloresBernardos y el doctorRosellini coincidieron a la

entrada de la sala capitular.La tensión se advertía en los rostros

de todos. No sólo estaban presentes losmédicos psiquiatras —como en lasjuntas ordinarias de los miércoles—sino los demás especialistas:traumatólogos, cardiólogos, anestesistas,endocrinólogos, analistas y cirujanos deneurología. Muy pocas veces se reuníanjuntos salvo en ocasiones muyespeciales: la onomástica del director(costumbre suprimida por Alvar) o ladespedida de un jubilado. Los había

pálidos como José Muescas, sanguíneoscomo César Arellano o cetrinos como eldirector. Si Alicia —que era granobservadora de minucias— hubieraestado presente, habría advertido la muydiversa reacción que las emocionesproducen en los rostros de los adscritosa tales morfologías. Esto es: que lossanguíneos enrojecen, los cetrinosamarillean y a los pálidos les nacenojeras cuando la tensión emocional subede grado. Otras actitudes, por citar sólolas contrapuestas, eran las de quienesadquieren en estos trances una severainmovilidad —como era el caso de ladoctora Bernardos y de Rosellini— o

mueven, inquietos, los pies, las manos,el rostro; y cambian constantemente depostura cual lo hacía José Muescas, elmás agitado de los presentes. El mástranquilo, como de costumbre, era eldirector. Su agitación interna sólo seadvertía en el tinte verdoso de su piel yen una peculiar vibración de suspárpados. Con esto, su voz sonó neutra,impersonal —con un dejo deaburrimiento— a lo largo de su notablediscurso.

—Señores —les dijo—, no mefaltan amigos en esta casa, como paradesconocer el libelo que circula demano en mano contra mí. Más que su

contenido, lo que me duele es que hayasido redactado por una loca y suscritopor los médicos. Nunca una dementellegó a más ni los doctores a menos. Loshe convocado para rogarles que aceptenustedes una transacción. Ésta es quecambien el documento dirigido al señorministro de Sanidad por otro que voy asometer en seguida a su conocimiento.

(Tragó saliva.)—Otro —añadió completando su

frase— que he redactado y firmado yo,presentando mi dimisión (ya que fuidesignado por el señor ministro) yrogándole que restablezca la antiguacostumbre de que sea la junta de

médicos del hospital la que sugiera(para que el ministro designe) aldirector.

»Sólo alego, en mi petición,cuestiones de salud. Y expreso el deseode colocarme en otro hospitalpsiquiátrico en una provincia en que lastemperaturas sean menos extremas queen ésta, tanto en invierno como enverano.

»He eludido, por tanto, aducir que elcuadro médico de este hospital estácompuesto por gentes que yo consideroretrógradas e inmovilistas. También hesilenciado el profundo tedio que todosustedes me producen.

»El documento, que una granmayoría de médicos y técnicosauxiliares ha suscrito, tal como loredactó su estrafalaria autora, puedeacabar con la carrera de un hombrejoven, de profunda vocación, cómo yo,que, aparte de sus errores personales,recibió el error ajeno de ser designadodirector, tal vez antes de tiempo...

Estoy profundamente convencido deque la escuela psiquiátrica a la quepertenezco tiene razón en susplanteamientos. No puede confundirse,como ustedes hacen, a los enfermos conlos delincuentes. Su encerramientoobedece a otras causas. Y todo cuanto

pueda hacerse para borrar en sus vidastodo signo de opresión, hay que llevarloadelante. Reconozco haber cometidoalgún error en la puesta en práctica deunos métodos sanos. Se nos acusa de sermás sociólogos que científicos. Másjusto sería decir que somos máshumanos. ¿O es que tal vez la sociologíano es una ciencia humanística?

»Estos errores que digo, no son losque me mueven a alejarme de aquí. Memarcho con la cabeza alta porque misaciertos han sido mayores que misyerros. Mi ruego consiste en pedirlesque en reconocimiento de lo anterior, mialejamiento de este hospital sea

voluntario y no forzoso, y que se deba auna dimisión y no a una destitución. Encualquiera de estos casos quedaré librede toda responsabilidad cuando sedeclare cuerda y se le abran las puertasde este hospital a una mujer que yoconsidero enferma, perversa y peligrosa.

Por segunda vez en pocas semanasRuipérez le oyó expresar el mismoconcepto que expuso ante el comisarioGarcía de Pablos:

—¿Queremos darla por sana porqueno se le cae la baba, porque habla tres ocuatro lenguas extranjeras y porque seviste en modistos caros? ¿Es que acasono hay paranoicos entre los clientes de

la Academia Berlitz de idiomas, o delmodisto Balenciaga? ¿Tienen porventura los burgueses patente deinmunidad contra la locura?

»Esto es sólo una anécdota vulgar.Aquí les dejo, señores, copia de micarta de dimisión para que ustedesjuzguen si merece o no ser canjeada porla soflama que escribió contra mí unahomicida.

Un gran murmullo se extendió por lasala capitular. Todo el mundo entendiólas diversas alusiones dirigidas a AliceGould. Pero ¿qué había queridosignificar al tacharla de homicida?

—Con tu permiso, director —

interrumpió César Arellano, haciéndoseportavoz de la perplejidad general.

Nada más escuchar estas palabrasdel jefe de los Servicios Clínicos, losmédicos expresaron un gran alivio. Erapreciso que alguien hablase en nombrede todos, y nadie deseaba hacerlo.Samuel Alvar había mezclado en suexposición reconocimiento de yerrospropios y un intolerable desprecio porlos demás médicos. Había expresadoideas sanas, pero acusando injustamentea los otros de no suscribirlas. ¿Erasincero o se dejaba llevar por el odiohacia una mujer injustamente recluidapara expoliarla (caso que no era nuevo

ni excepcional y que circulaba de bocaen boca desde la visita del ex comisarioObdulio Limón)? ¿Qué había queridosignificar ahora al tacharla de homicida?¿No estaba probado que los intentos deenvenenamiento a su marido figurabanen una recomendación de internamientoque fue falsificada por el mismomaleante que la estafó?

—Con tu permiso, director. Comoyo no he firmado ese documento del quehas hablado, podré expresarme conmayor libertad. Has mezclado en tudiscurso dos asuntos muy desigualmentegraves. No quiero referirme al primero,pues se trata de una decisión personal

tuya: la de pedir tu traslado. Yo lolamento, pero no le doy una importanciadecisiva. Lo que sí es muy grave,gravísimo, es dejar sin esclarecer lapalabra "homicida", refiriéndote, segúnentiendo, a una residente de estehospital. Todos los indicios parecenconfirmar que esa mujer ha sido víctimade una acción criminal. Tu sustitutohabrá de confirmar o rechazar susanidad mental. Al calificarla dehomicida siembras dudas respecto a ellade las que depende nada menos que laprolongación de su enclaustramientodelictivo, o su libertad. Insisto en queesto me parece más trascendente que tu

dimisión. Porque, por fortuna, no faltanen España médicos que puedansustituirte y continuar en esta casa delocos tu brillante gestión. Pero si ella essana y tú colaboras con vagasinsinuaciones a la prolongación de suencierro, ya no se trata de una anécdotavulgar, como dijiste antes, sino de unatentado gravísimo contra la libertad, nomenor que el de condenar, en juicio y asabiendas, a un inocente.

»Has agraviado a todo el cuerpomédico de esta casa al proclamarte máshumano que todos ellos. Esto sí que esanecdótico: porque no ofende quienquiere, sino quien puede. ¿Cuál es esa

humanidad que te atribuyesgraciosamente si colaboras al encierrode una persona que sabes que está sana,sólo porque la odias? ¿En esto consistetu sociología?

»Créeme que lamento mostrarme tanduro contigo, máxime en vísperas de tudespedida. Pero considero que lajusticia pertenece a un rango moralsuperior a la cortesía.

»De ahí que te emplace a quedeclares sin ambages cuál es elhomicidio que atribuyes a una residenteque tú mismo encomendaste a miscuidados y cuyo diagnóstico no ha sidoaún formulado por mí.

Las miradas de Rosellini y DoloresBernardos eran asaz elocuentes. Lastenían fijas en Samuel Alvar, como si ledijeran: "¡Vamos, pobre muchachuelo,decídete!" Teodoro Ruipérez era la vivaimagen de la consternación. ¿Cometeríasu protector el yerro increíble quetemía?

—Esa mujer a quien encubres consospechosa benevolencia —dijolentamente Samuel Alvar— asesinó eneste hospital a un minusválido llamadoCelestino Expósito a quien denominabacon desprecio intolerable "el Gnomo".¡Lo sabes tan bien como yo!

Una veintena de rostros se volvieron

hacia César. Todos tenían conocimientode la muerte del jorobado, pero suversión era muy distinta a la que decíael director.

—Eso es inexacto, Samuel —dijoCésar Arellano mirándole fijamente alos ojos.

Samuel Alvar se puso bruscamenteen pie. Nunca imaginó a este doctorcapaz de mentir en asunto tantrascendente y ante la junta de médicos.Mantuvo sus ojos fijos en él y despuéslos volvió lentamente hacia Ruipérez, suamigo, su protegido y que era el únicode la junta (aparte Arellano y él) quesabía la verdad. Ruipérez bajó los ojos

y se mantuvo en silencio. "¿No entendíael director —pensó— la diferencia queva de un homicidio a un asesinato?Samuel había empleado el verbo"asesinar". Y César había dicho que esoera inexacto. Lo lamento, Samuel —sedijo Ruipérez—. Arellano tiene razón."Lo pensó. Mas no lo argumentó. Ni miródirectamente a los ojos del director.

El jefe de los Servicios Clínicosmidió muy bien sus palabras para nomentir y para no perjudicar a AliceGould. Su rostro enrojeció vivamente,pero sus palabras sonaron calmadas ycontenidas.

—Eso es inexacto —repitió—. Me

atengo a la declaración que hiciste túmismo en el juzgado, cuya copia poseo yque puedo aportar antes de tres minutosa la junta de médicos. Me atengoigualmente a la manifestación, ante eljuez, del único testigo presencial,Cosme "el Hortelano", quien declaróque había visto cómo ese pobre tonto,que acostumbraba a correr alocadamenteen zigzag, sin ton ni son, tropezó en unade sus carreras y se partió su defectuosacolumna vertebral contra una peña. Sihay alguna duda, mandémosle llamar,para que nos confiese lo que declaró.

—¿Nadie tiene algo que añadir? —preguntó Alvar a sabiendas de que

Teodoro Ruipérez entendía que sedirigía sólo a él.

Pero Ruipérez no era hombre al quele gustase intervenir en batallas quesabía perdidas de antemano.

No hubo respuesta por parte denadie. José Muescas hacía lo queindicaba su apellido; y movía, además,agitadamente las piernas bajó la mesa.Los demás clínicos imitaban a DoloresBernardos: sin pedir la compostura,miraban severamente al director. Éste sepuso en pie.

—Lamento, señores, que midespedida sea tan poco cordial. Tal vezcoincidamos alguna vez en otro hospital

psiquiátrico y tengamos mejoresoportunidades de hacernos amigos. Lesdeseo suerte a todos y celebro, comodije antes, no comprometermeprofesionalmente en la puesta enlibertad de una loca.

Con la misma parsimonia con quehabía hablado, Samuel Alvar se dirigió,en un impresionante e incómodosilencio, hacia la puerta de salida de lasala capitular. Ruipérez, su protegido,no lo siguió.

"X"EL

SUBCONSCIENTEY SU SECRETO

T REINTA AÑOS ANTES deque aconteciesen los hechosque quedan relatados, Chemari

e Iñaqui se encontraron junto a la paradadel tranvía que los Padres Jesuítastenían alquilado para el servicio de losalumnos de su colegio. Era un artefactoamarillo y ruidoso que recorría el centrode Bilbao para recoger a la bulliciosagrey escolar. Unos le denominaban "elTrole Madrugador", otros "elCachorro", otros "la SerpienteAmarilla", pues constaba de cincovagones enganchados y era, por tanto,más largo que los dedicados altransporte normal de viajeros.

La mañana era gris y un tímidosirimiri amenazaba convertirse en lluviaformal. Era un veinte de diciembre. Tresdías más tarde se iniciaban, para losescolares, las vacaciones de Navidad.

Los dos chiquillos estudiaban enclases distintas. Iñaqui, el más joven,apenas tenía cinco años. Chemari yahabía cumplido siete. El primero vestíapantalón corto. El otro ya habíaestrenado los bombachos: pintoresca yfelizmente olvidada prenda, con la quelos chicos de aquel tiempo parecían unhíbrido de moro con sus zaragüeyes y dejugador británico de golf con susknickerbocker. En lo demás el atuendo

de ambos era igual, sin olvidar boina,gabardina y la carpeta de libros deestudio colgada a la espalda por mediode tirantes, como la mochila de unexplorador.

Aquél encuentro casual fue fatídicopara los dos. Chemari Goñi pertenecía ala estirpe de lo que los padres defamilia burgueses denominaban "malascompañías" que eran los "niños con losque no se debe salir". Las razones deesta discriminación a tan tierna edad nocarecían de cierto peso: esos niños erande los que decían y enseñaban palabrasfeas, rompían a pedradas los faroles delalumbrado y eludían con frecuencia el ir

a clase, arrastrando a otros compañerosa hacer "novillos". Aquella mañana seconsumó para Iñaqui el bautismo depicardía: fue la primera vez que,incitado por aquel chico "mayor", seavino a no ir al colegio. La tentación erademasiado grande, porque lo que lepropuso Chemari fue pasarse la mañanapatinando en el club Loreto que contabacon pista para patinar al aire libre ypiscina cubierta. Iñaqui, que era unexcelente nadador, no había patinadonunca; Chemari, que imitaba al nadar unmolino enloquecido, era en cambio uncolosal patinador.

La primera dificultad que advirtió

Iñaqui en el nuevo deporte fue colocarselos gruesos patines de ruedas. Estos seunían a los zapatos por medio de unaspresillas movibles que se ajustaban a lasdistintas medidas del calzado; además,varias correas presionaban sobre elempeine y la puntera de los zapatos.Chemari iba mucho mejor preparado queél, pues llevaba botas que no sesoltaban, mientras que, al menormovimiento mal hecho, los zapatos seescapaban de los pies. Al verse alzadosobre aquellas máquinas deslizantes,Iñaqui se consideró muchísimo más alto,pero esta sensación le duró muy poco,ya que a los pocos segundos estaba en el

suelo tras el primer costalazo. Mientrasel más joven caía una y otra vez,imitando reiteradamente la canción deLas segadoras en aquello de "levantarsey volverse a agachar", el mayor hacíafiligranas con los patines de ruedas. Sedeslizaba de frente, de espaldas y decostado; giraba a placer sobre sí mismoy —lo más difícil de todo— sabía frenarde golpe, si se le antojaba. Iñaqui, por elcontrario, cuando al fin consiguiótrasladarse de frente, y se encontró conel problema de no poder detenerse, tuvoque tirarse de espaldas al suelo antes deromperse la crisma contra una pared.

—¡Qué bien lo haces!—comentó

admirativamente, desde tan humillanteposición, al ver las florituras que hacíaChemari.

Éste, halagado, extendió una sillaplegable sobre el suelo, tomó carrerillay la saltó limpiamente. Aplaudióle,admirado, Iñaqui. Y Chemari comentó:

—Yo soy mejor patinador que túnadador.

—Eso no es verdad —replicó elpequeño—. Porque yo soy campeóninfantil de natación y tú no eres campeóninfantil de patines.

—No seas presumido. ¡Tú qué vas aser campeón de natación!

—Sí, lo soy. ¡Y he salido

fotografiado en los periódicos! —protestó Iñaqui, muy enfadado de que sepusiera en duda la mayor proeza de sucortísima vida.

—¿No conoces la piscina cubiertadel club?

—Nunca he visto una piscinacubierta.

—¡Ven a verla!Ayudóle Chemari a levantarse y

dándole la mano, para que no sevolviese a caer, le condujo hasta elborde de aquel rectángulo verde y azulque habría de ser escenario de no pocoséxitos de Iñaqui en años venideros yque, de niño, contemplaba por primera

vez.—¡Toma, para que no seas

presumido! —le dijo el grandullónmientras le empujaba.

Sintió, el pequeño, un vahído; cayóaparatosamente a la piscina, y suprimera, instintiva precaución, fueintentar quitarse los patines. Pasógrandes apuros bajo el agua y al noconseguir lo que pretendía, se quitó loszapatos; con lo que el calzado y supostizo de acero quedaron en el fondo eIñaqui pudo subir a la superficie. Oyólas carcajadas de Chemari, que sedesternillaba de risa ante la pesadísimabroma, y al punto se propuso vengarse

de él. En tierra era difícil porque eramucho más alto y fuerte, pero en elagua... ¡ya vería lo que era bueno! Iñaquiocultó su rabia riéndose él también; hizouna demostración de buen estilo denadador ante el que le llamó presumido,mientras meditaba de qué argucia sevaldría para zambullirle. Al fin,acercándose al borde donde estaba,levantó una mano pidiéndole ayuda parasubir. Tendióle la suya el tal Chemari,tiró Iñaqui fuertemente de ella y cuandocayó le hizo un buen bucito de los quetardan en olvidarse. Cuando leconsideró suficientemente castigado,hizo el recorrido entero para que aquel

cabrito aprendiese lo que era nadarbien. Pero en seguida otra idea le vino alas mientes y ésta era la regañina queiba a recibir en casa cuando le viesenllegar descalzo y con la ropa todamojada. Salió, cubrióse con lagabardina y todo azorado de andar porla calle en calcetines echó a correr haciasu hogar. El otro se había marchado sindespedirse. Llegó a su piso llorando; ymintió a su madre diciendo que, como lesobraba tiempo antes de que pasara "elTrole Madrugador", se había acercadoal puerto donde al pie de una escalerillahabía unos niños que pescaban. Seacercó a ellos y, como la plataforma

tenía mucho musgo, se resbaló y cayó alagua. Esta fue su explicación. Al díasiguiente, Iñaqui fuese al colegio a piepara no correr el riesgo de encontrarsecon Chemari en el tranvía. Fue unaprecaución inútil, pues su cómplice enlos novillos de la víspera tampocoasistió a clase. Ni el siguiente, en que seotorgaron las notas del primer trimestre,ya que se iniciaban las vacaciones deNavidad. Al concluir éstas y regresar alcolegio enteróse Iñaqui de que ChemariGoñi había muerto ahogado. Su cuerpo,con los patines puestos, fue descubiertoen el fondo de la piscina del clubLoreto, cuando unos empleados se

disponían a vaciarla. Quedó espantadoIñaqui al oír esto, pero no lo sintiómucho porque no le quería. Una terribleduda le asaltó, pero la rechazó enseguida. Lo más probable es queChemari hubiese vuelto por el club, parapatinar, todos aquellos días en que nofue al colegio antes de las vacaciones.El niño que entonces llamaban Iñaqui yque no era otro que Ignacio Urquietajamás volvió a pensar en ello hasta eldía en que —treinta años después— seorganizó contra él una paradójicaconspiración de la que fueron autoresvarios locos del Hospital Psiquiátricode Nuestra Señora de la Fuentecilla.

¿Cómo pudo ocurrir eso?Las primeras decisiones de la junta

directiva provisional habían sido sacara Alice Gould de la Unidad deDemenciados y devolverle su tarjetanaranja; anular el expediente contraMelitón Deza; suspender el castigo aMontserrat Castell y dejar en libertad aIgnacio Urquieta. La designación deldirector (o mejor: la propuesta alministro para el nombramiento de undirector) quedó aplazada para lasiguiente semana.

Salvo Montserrat Castell, a la queafectó mucho el castigo que le fueimpuesto, los demás festejaron su

libertad con alborozo. ¿Pero nocelebraban también la dimisión deSamuel Alvar? En esta alegríaMontserrat no participaba. Pormediación del enfermero expedientadolograron filtrarse algunas botellas delicor y no es imposible afirmar que laeuforia de Ignacio Urquieta se debiera aun discreto exceso de libaciones.

Los pacientes del edificio centralsentían lo que en términos un tantoarbitrarios podía denominarse"complejo de diferenciación" con dos desus compañeros: Urquieta y AliceGould. Pero este complejo diferencialno se manifestaba del mismo modo.

Alicia era admirada y Urquieta odiado.Alicia era como una "bata blanca" sinbata. Ayudaba a los impedidos, sonreíaa los imbéciles, consolaba a los tristes ybesaba y abrazaba a los dos falsoshermanos —"el Mimético" y "laOscilante"—, por los que la comunidadde enfermos experimentaba una difusapredilección.

Ignacio, en cambio, era un enfermo,como ellos, al que habían vistorevolcarse por los suelos poseído deterror cuando el agua le trastocaba. Ycon todo, presumía de sano. Su relacióncon los médicos y los otros "batasblancas" era de igual a igual. Se trataba

con los "Magníficos"; conversaba conlos superiores; se paseaba del brazo conlas dos mujeres que eran la crema y natadel manicomio. Eran muchos los quefestejaban la llegada de la lluvia porquesabían que aquel individuo arrogante ybien conformado estaría entretanto bajolas sábanas, acobardado, temblando demiedo o, por ventura, llorando.¿Respondió aquella tarde con unainsolencia a la actitud del "FalsoMutista", al que ya en otra ocasión llamó"pozo de estupidez"? ¿Se quitó dedelante al "Niño Mimético" con unmanotazo al observar que le imitaba?¿Se comportó con euforia, o tal vez

cometió la audacia de reírdescaradamente ante un "triste"?

El caso es que se formó unaconspiración de locos contra aquel locoque fingía no serlo y cuando menos loesperaba lo agarraron entre seis, se lollevaron en volandas del lado de Alicia,y lo condujeron, con intención delanzarle al agua, hacia la piscina. Aliciaavisó a dos "batas blancas", a gritos,pidiendo auxilio, y corrió hacia la zonadeportiva para socorrer a Ignacio. Éste,cerrados los ojos para no ver el agua, sedebatió como pudo en brazos de susgrotescos y crueles sicarios. Pero pudobien poco. Alicia llegó a tiempo de ver

cómo aquellos energúmenos lo lanzabana la piscina. Más que un grito fue unalarido de pánico el que lanzó Urquietaen el aire al caer. Se agitó como lo haríaun individuo lanzado a un lago dehirviente lava antes de perecer. Dosenfermeros se descalzaron y despojaronde sus batas para socorrerle. Alicia sedispuso a imitarles, cuando, de súbito,aquel revoltijo humano que meneaba ypataleaba torpemente se quitó loszapatos, que cayeron al fondo, y se pusoa nadar lenta, rítmica, sosegadamente.Los espectadores, sanos o enfermos,estaban atónitos. Ignacio alcanzó elborde opuesto de la piscina, dobló

ágilmente el cuerpo, se dio impulso conlos pies y, con estilo de gran campeón,recorrió el largo de la alberca, una, dos,hasta tres veces. Ascendió por laescalerilla como embobado. Los "batasblancas" y Alicia acudieron a él.

—Ignacio, ¿te encuentras bien?No respondió. Despojóse de su

camisa empapada, y volvió a lanzarse alagua sin que nadie le empujase nitampoco se lo impidiese. Hizo variosrecorridos más. Salió y se reclinó juntoal borde. Quedóse largamente mirandoel agua. Hizo de su mano un cuenco y sela llevó a los labios.

Al fin volvióse hacia los

enfermeros.—¡Estoy curado! —exclamó con una

extraña voz en la que se advertían porigual el pasmo y el contento.

Armó un gran escándalo en lasduchas. Como la Unidad deRecuperación, en la que vivía, eramixta, no pocas mujeres seescandalizaron ante su invitación a quetodo el mundo acudiera a verleducharse. Suplicaba a unos y a otras quele lanzaran cubos de agua a la cara yfueron tantos los vasos que bebió quepuso a su estómago en trance de criargusarapos. Ruipérez, que era quien letrataba, y Sobrino, que era quien le

albergaba, y Arellano, como presidentede la junta directiva provisional,acudieron a verle, pues corría la voz deque se había demenciado. Se negó avestirse, aunque se lo mandaron losmédicos (porque argüía que deseabaseguir duchándose hasta derretirse). Alfin, accedió a enfundarse un albornoz,aunque no a calzarse, y se encerró conlos tres médicos, en el despacho deldoctor Sobrino, jefe de la Unidad.

—Fue como un fogonazo —explicóIgnacio Urquieta procurando calmar suagitación—. ¡De pronto lo supe todo!Cuando estos pobres tontos me lanzaronal agua vestido, sentí un vahído en el

aire, tan idéntico a otro que experimentésiendo niño, que imaginé que "ahora"era "entonces" y que quien me dio elempujón no era Bocanegra, sino uncompañero de colegio que se llamabaChemari; y que ésta no era la piscina delmanicomio, sino la del club Loreto deBilbao, y que yo no tenía treinta y seisaños, sino cinco...

»Esta sensación me duró muy poco,pero volvió a repetirse cuando comencéa nadar pensando qué añagaza emplearíapara agarrar al "Falso Mutista" y darleuna buena zambullida. No sería difícil,pues llevaba patines puestos. ¡No!, medije; quien llevaba los patines era aquel

niño que me empujó. Y ese pensamientode vengarme lo había sentido ya, loestaba sintiendo igual que entonces, ycomprendí que si lo hacía, Bocanegra novolvería a instalarse en su asientohabitual de la "Sala de losDesamparados", del mismo modo queChemari no volvió a ocupar su sitio enel pupitre del colegio.

»Me imaginé al "Mutista" ahogadoen el fondo de la piscina con el lastre deunos grandes patines en los pies, y estepensamiento me llevó a la vivencia demi compañero muerto. No me dijeronque aquel chico se ahogó con los patinespuestos (¿o sí me lo dijeron y no quise

enterarme?). Goñi: Chemari Goñi. Estoyseguro de que se llamaba así, ¡Delmismo modo que estoy seguro de que fuiyo quien le mató!

Tal como se lo contó Ignacio a losmédicos se lo repitió a Alice Gould anteuna gran jarra de agua que servía demudo testigo a su curación cuando unosdías más tarde almorzaron mano a manoen la taberna de Pepe el Tuerto. Amboshabían recibido el mismo día sudeclaración de sanidad y decidieronfestejarlo juntos.

—¿Comprendes, Alicia? Minaturaleza infantil se defendía del horrorde saber que había dado muerte a un

compañero de colegio. Mi consciente senegaba a aceptar la evidencia. Pero misubconsciente lo sabía.

—Pero ¿cómo es posible —preguntóésta— que vivieses sano hasta cerca delos treinta años, y que, de pronto, a estaedad, la fobia al agua estallase en tunaturaleza como una bomba?

—Supongo —respondió Ignacio—que el secreto que guardaba miinterioridad era como una planta queextiende sus raíces ocultas y que nopuede surgir al exterior porque algo selo impide. De niño me empeñé enolvidar, en no volver a pensar en ello,pero esa planta seguía presionando para

surgir a zona visible. Tal vez, al llegar alos treinta años, estuve a punto dedescubrir la verdad y entonces surgió mifobia como una defensa. Una angustia (ladel agua) sustituía a otra angustia: la desaber que había matado (en el agua) a unsemejante. Mi consciente se habíaacostumbrado a no saberlo, ¡no queríasaberlo!, y se alió con un cómplice, lafobia, para mantener el engaño. ¡No sési mi explicación es muy científica! Sólose me alcanza que, al conocer yo laverdad, la fobia que me protegía se le hahecho ya innecesaria a mi naturaleza.

Habían llegado del sanatorio hastael pueblo conducidos por Terrón y en la

misma furgoneta que debía depositar al"Albaricoque" en el autobús. Lalocuacidad de éste era extremada. Seconsideraba feliz porque iba a ver a sutía, olvidando que caería enfermo alcruzar el umbral de su casa y que no serecuperaría hasta llegar de nuevo almanicomio.

—"La Rubia" es muy bonita, Terrón.Y también es mi tía. Y Urquieta mi tío.Y tú, la Red Nacional de FerrocarrilesEspañoles, Terrón.

Ignacio y Alicia no demostrabantanta euforia. Tenían muchos motivospara considerarse satisfechos, pero sucontento estaba teñido de melancolía. En

el asador de Pepe el Tuerto, ella —porconsolarle de su desazón al saber quehabía matado a un semejante— estuvo apunto de contarle la verdad de lo queaconteció con el jorobado. Pero seabstuvo. Éste era un secreto que debíamorir con ella. Y sólo recordarlo leproducía un íntimo desasosiego.¡Incomprensiblemente su declaración desanidad no la llenaba de júbilo! Una vezalcanzada la meta pretendida, Alicia semostraba como un gladiador que, trasluchar y vencer, no da muestra dealegría, sino que se derrumba, agotadopor el esfuerzo.

—Ahora —le confesó a Ignacio—

habré de aprender a enfrentarme con lasoledad.

Él la contempló un instante, llenó dedudas. Después bajó los ojos hacia elmantel y comenzó a juguetear con loscubiertos, como si su único afán fuesecambiarlos, todos, de sitio.

—Te voy a confesar algo, Alicia,que te va a sorprender mucho. No heavisado a mis padres ni a mi hermano.Ellos no saben todavía nada de micuración.

—¡Me parece muy mal! ¿Por quéquieres ahorrarles esa alegría?

—He pedido a los médicos que memantengan todavía durante un tiempo en

observación. ¿Cómo estar seguro de norecaer?

Escuchó Alicia muy sorprendidaestas palabras.

—Mírame a los ojos, IgnacioUrquieta. No me estás diciendo laverdad. —Ignacio estaba azorado comoun niño grande.

—No es cierto lo de mi temor arecaer. Pero sí es cierto que he pedido alos médicos que me mantengan untiempo más en observación y que,entretanto, no avisen a mi familia.

—Pero ¿por qué has hecho eso?Ignacio Urquieta titubeó y, al fin,

confesó con gesto decidido:

—Porque no quiero perderte, Alicia.Me sería muy difícil vivir lejos de ti.Prefiero la "fobia" a tu separación. Sialguna vez anhelé dejar de ser un taradofue para poder ofrecerte un sitio en mivida. ¡Y que quien te lo ofreciesefuera... un hombre normal! ¡Y ya lo soy!

—¡Ignacio, mi buen Ignacio, olvidasque estoy casada! —replicó Alicia.

—Esperaré lo que sea necesariohasta que consigas tu separación legal ytu anulación o tu divorcio.

Alicia le contempló enternecida.—Escúchame bien, Ignacio. Cuando

supe que eras tú quien había iniciado laprotesta ante Samuel Alvar, por

mantenerme encerrada, me sentíorgullosa de tener tales amigos, yagradecida y llena de entusiasmo.Cuando comprobé con mis propios ojosque estabas curado y me llegaronrumores de que te hacías tirar cubos deagua a la cara, corrí a la Unidad deRecuperación con una damajuanagigantesca para empaparte a gusto.Cuando supe que estabas encerrado conlos médicos, estuve esperando hasta quesalierais y cuando vi la satisfacciónreflejada en los rostros de todos, túmismo pudiste comprobar con quéalegría te abracé. ¡Te juro que ha sido lamayor satisfacción que he recibido

desde que por primera vez crucé losumbrales de aquel infierno! ¡Porque yote quiero bien, Ignacio, pero no con lasuerte de amor que tú me ofreces!

Urquieta bajó los ojos.—¿Piensas reunirte con tu marido?—¡Jamás!—¿No vas a solicitar la separación?—Alguien lo está haciendo ya por

mí.—Vas a encontrarte muy sola,

Alicia. Si me he negado a comunicarnada todavía a mi padre fue parainformarle conjuntamente de las dosnoticias: mi restablecimiento, y midecisión de rehacer mi vida junto a ti.

Esto es lo que te ofrezco, Alicia: ¡querehagamos juntos nuestras vidas!

Alice Gould negó suavemente con lacabeza.

—Tu ademán dice "no". Pero tusojos dicen "sí"... —exclamó Urquietaesperanzado.

—Confundes el amor con el cariño,Ignacio. Tú crees quererme porquehemos vivido juntos una gran aventura yjuntos nos hemos salvado. Y acasoporque soy la única mujer, durantemuchos años, no del todo impotable quehas tenido cerca. ¡Pero ya verás quémuchachas más estupendas encontrarásen Bilbao! Mil veces mejores que yo y

por supuesto más jóvenes. ¡Y qué dehistorias más colosales del manicomiotendrás para contarles! Si me las cuentasa mí no podrías hacer tu gran número,porque yo me las conozco todas. ¡Olvidaesa idea disparatada, Ignacio! Lo que yodeseo es que me invites a tu boda yhacerte un gran regalo. ¡Prométeme queme invitarás!

—Eres adorable, Alicia, hasta parahacerme sufrir.

—No se puede sufrir —protestóriendo Alice Gould— comiendo estosplatos tan exquisitos. ¡Tendremos quefelicitar, al salir, a Pepe el Tuerto! ¡Ybrindemos, Ignacio, yo con vino, tú con

agua, por tu felicidad!Regresaron al hospital; él cabizbajo

y ella —¿cómo negarlo?— no pocosatisfecha al comprobar que aún eracapaz de despertar pasiones entre losjóvenes.

Montserrat Castell les esperaba parafelicitarlos por su liberación. Habíaanunciado formalmente a la juntadirectiva provisional su deseo deretirarse y sólo esperaba, para pedir labaja, que las carmelitas le comunicaranla fecha para tomar el velo. RecordóMontserrat los versos de santa Teresa:

Hermana, porque veléis,

Cristo os ha dado este velo. Yno os va menos que el cielo, Poreso, no os descuidéis.

Estuvieron encerradas muchas horasaquella tarde Alicia y la Castell. Esoslargos mano a mano se repitierondurante varios días. Aún faltabanalgunos trámites legales quecumplimentar para la salida de Alicia, yésta se pasaba más tiempo en la parte deafuera que no en la de dentro de la"aduana". Comer no volvió a hacerlo enel refectorio de locos. Sus monólogoscon Carolo Bocanegra, falso mutista yciego voluntario, eran demasiado

tediosos y Alicia lo hacía o bien en elcomedor de médicos, o en el deenfermeros, o invitando a unos o a otrosa alguno de los muchos y deliciosos"hornos de asar" de los puebloscercanos. Con el de Pepe el Tuerto sólopodía compararse uno que había enAlmenara de Campó, bautizado con elpintoresco nombre de El ÁguilaColorada. El vinillo de la casa eradelicioso —aunque había que beberlocon prudencia, porque engañaba— y ellechón estaba suculento y la tarta denueces con nata y caramelo sabrosísima.Allí se celebró el banquete en honor dela nueva directora del hospital, Dolores

Bernardos. César Arellano, que fue elprimer candidato, no quiso en modoalguno —al igual que otra vez anterior— abandonar el trato directo con losenfermos. Rechazada su candidatura,Dolores Bernardos fue propuesta porunanimidad y su designaciónoficialmente confirmada por el ministro.

Los trámites para la salida deIgnacio Urquieta fueron mucho másrápidos que los de Alicia, por ser suingreso "voluntario" y el de ésta no. Losmédicos en masa y muchos enfermos seconcentraron en la puerta paradespedirle. No ya su padre, hermano ycuñada, sino multitud de primos y

amigos y amigas acudieron a recibirle,portadores de pequeños cubiletes deagua con los que Ignacio se dejóescanciar a placer. Hubo lagrimitas envarios ojos, salvo en los de don LuisOrtiz, el falso violador de su nuera,quien, mientras duró la ceremonia dedespedida, olvidó que era un rufián cuyasola sombra contamina, y se mostróalegre y encantador. Alicia comprobóque entre las muchachas de Bilbao quevinieron a recibir a Ignacio habíaalgunas preciosas, y bromeó con él:

—¿Te escojo yo la mejor, oprefieres hacerlo por ti mismo?

Al fin, le llegó el turno a Alicia. Se

levantó más tarde que nunca, ya que noestaba sujeta al horario de los enfermosy se pasó el resto de la mañana y granparte de la tarde en recorrer, una poruna, todas las unidades para despedirsede sus jefes y del personal auxiliar. Nonecesitó hacer estas visitas paraconfirmar las extraordinarias cualidadeshumanas de aquellas gentes. En todaspartes existen capaces y mediocres,perversos y equilibrados, divos y llanos,rutinarios y aplicados, pero tal vez seala clase médica y sus auxiliares donde elconjunto de sus integrantes sea desuperior calidad y la que exija unavocación mayor. Así se lo dijo a la

doctora Bernardos, aunquereconociendo que el buen sacerdote y lareligiosa sincera, como la Castell,también son llevados de la mano por lavocación. Ante el doctor Roselliniaumentó el cuerpo de "profesionesvocacionales" a la de los marinos. AnteSobrino, a la de los toreros. Y ante donJosé Muescas, a la de los escritores.¡Pero de ahí no bajaba! Era terca ytenaz, como buena británica, y se negó areconocer que pudiera haber, otras"profesiones auténticamentevocacionales" que la de los médicos, loscuras, los marinos, los poetas y losmatadores de toros.

El último de los visitados fue CésarArellano. Alicia habló, habló, habló. Nohubo diálogo posible. Fue sólo unmonólogo. Todas sus impresiones deldía estaban agolpadas en su mente y selas fue declarando al que fue su primerprotector. Confesó que estabaemocionada por la solicitud y lahombría de bien del doctor Rosellini,por la seriedad de Salvador Sobrino,por la humanidad de Dolores Bernardos,por la caridad y la alegría de vivir deMontserrat Castell, por la autoridad yprofesionalidad de Isabel Moreno, lajefa de enfermeras de la Unidad deDemenciados, y por la simpatía y la

belleza de dos "batas blancas": Conradala Joven y Lola Pardiñas. El doctorMuescas no le gustaba demasiado,porque la miraba de un modo en el quese vislumbraban sus dudas respecto a siestaba loca o no lo estaba. Se enternecióal hablar del "Hortelano", de Rómulo,de "la Niña Péndulo", del maestro deescuela conocido por "el Albaricoque",del sudamericano suicidado que buscabaa su padre; de la triste y pintorescalocura de don Luis Ortiz; y de su amigo,"el Autor —ya muerto— de la Teoría delos Nueve Universos".

Hubiera querido Alicia expresarlesu propósito. Aquel que insinuó a la

adorable María Luisa Fernández al decira ésta que había tomado "una extrañadeterminación" para cuando quedase enlibertad. Pero, ante César Arellano, sesintió cobarde. En el hospital sólo habíahablado de ello con Montserrat Castell,a quien le hizo jurar que nunca diríanada a nadie.

Ante el jefe de los ServiciosClínicos se limitó a sugerir unos temas,a plantear algunas dudas deseando quefuese él quien se adelantase a tomardeterminadas iniciativas que para Aliciaeran "clarísimas y elementales", peroque para el médico no debían serlotanto, pues en ningún momento se dio

por enterado.César Arellano la escuchaba sin

intervenir. Alicia estaba en plenadescarga emocional. Y el médicopensaba que eso era bueno para suequilibrio. Los extravertidos, comoAlicia, que echan fuera el lastre de susemociones, tienen menos riesgo deenloquecer que los introvertidos que seguardan para sí las toxinas emotivas conlas que acaban envenenándose por nosaber o no querer eliminarlas.

—Perdóname, César, por expresarmi gratitud hacia los demás y no decirnada de ti. No encuentro las palabrasadecuadas. Era tanta la seguridad que

me inspirabas, que me he sentidosiempre protegida (de lejos o de cerca)por tu autoridad. Algunos me consideranaltiva. Es posible. Pero mi afectividad,te lo juro, es mayor que mi altivez. Y túdespiertas en mí una inmensa gratitud,mas también una gran afectividad.Hubiera querido decirte algo... ¡pero yahas hecho demasiado por mí! ¡Y nohablo más para no echarme a llorar,como el día de nuestra segundaentrevista! Adiós, César. No dejes dellamarme en Madrid si alguna vez vaspor allí.

César Arellano se puso en pie.Tomó ambas manos de la mujer entre las

suyas.—¡Que seas muy feliz, Alice Gould!Se miraron hondamente pretendiendo

cada uno penetrar en los sentimientosdel otro. Alicia se desprendió de susmanos y salió al tiempo que en la batadel médico sonaba insistentemente, consu timbre agudo y metálico, el avisadorde bolsillo.

Montserrat Castell había quedado enacompañarla hasta el pueblo dondehabría de tomar un autobús que laconduciría a Zamora, con intención depernoctar allí. A la mañana siguientealquilaría un coche que la trasladase aMadrid. Montserrat se disculpó:

—Algo grave ocurre en elmanicomio —le dijo—. La directoraacaba de convocar una junta urgente yextraordinaria de médicos. Y hacancelado todos los permisos para salir.Tendrás que dormir una noche más, ¡tuúltima noche, Alicia, en el hospital!

"Y"LA VERDAD DEALICE GOULD

A LGO MUY SERIO, en efecto,tal como supuso MontserratCastell, había acontecido en

el hospital psiquiátrico.María Luisa Fernández, que llegó

precipitadamente de Madrid con elpropósito de ser recibida urgentementepor la directora, se abstuvo de anunciarsu llegada al saber que la señora deAlmenara estaba con ella, y esperó aque Alicia saliera del que fue antiguodespacho de Samuel Alvar para penetraren el mismo.

—Es muy grave lo que he de decirle—se disculpó María Luisa al tiempo queasomaba su cabeza—. ¿Puedo pasar?

—No le oculto, señora deFernández, que estoy muy ocupada y noesperaba su siempre grata visita —dijoDolores, frunciendo la frente ante lasorpresa—. Pase usted, y no se ofenda sile ruego que procure ser breve.

—Lo seré tanto —comentó MaríaLuisa— como usted me lo permita.Porque mucho me temo que será ustedmisma, directora, la que me pida que mequede y me explaye con toda laextensión que el caso merece.

Acentuóse el ceño de DoloresBernardos; y María Luisa, con vozangustiada y desgarrada, añadió:

—¡Todo lo que dice Alice Gould de

sí misma es falso, doctora Bernardos!¡Es una historia urdida en suimaginación! ¡Tan bien urdida, que ellacree firmemente que es verdad! ¡Estágravemente perturbada! ¿Cómo callaresto ante ustedes, los médicos, quepueden curarla o, al menos, paliar losefectos de su locura?

Tan incomprensible resultaba paraDolores Bernardos lo que estabaoyendo, que llegó a pensar que quienhabía perdido el juicio era María Luisa:la mujer que, con ejemplar dedicación,descubrió el expolio de que Alicia fuevíctima, con lo que quedaba aclarado elmisterio de los fraudulentos medios que

se emplearon para internarla. ¿Quénuevas maniobras se planeaban ahoracontra Alice Gould? Irguió el pecho lanueva directora de Nuestra Señora de laFuentecilla como si se aprestara adefenderla, con las manes, si fuesepreciso.

—¿Quiere usted decir que no fueingresada aquí con malicia y con engañopara expoliarla?

—Con malicia, no, doctora. Conengaño, sí. Pero con el engaño piadosoque se emplea con un niño para ocultarleque le llevan a un quirófano para unaoperación de vida o muerte.

Dolores Bernardos se impacientaba.

—¿Fue o no expoliada por sumarido?

—¡Sí!—¿Fue o no encerrada en el

manicomio para poder expoliarla?—¡No!—¡Explíquese mejor!—Fue inicuamente privada de lo que

era suyo aprovechando la circunstanciade que estaba loca, doctora Bernardos.Pero las razones que da Alice Gouldpara creer por qué ingresó aquí, sontodas falsas: ella cree que son verdad,pero son falsas. Cuando ingresó aquí,creía que lo hacía para investigar uncrimen. Creía esto firmemente, así como

en la complicidad del director paraayudarla. Al ver que éste no lo hacía,inventó la historia de que Samuel Alvarla había abandonado por cobardía: portemer haber incurrido en unairregularidad administrativa. ¡Soninvenciones de Alicia, doctoraBernardos! ¡Invenciones gratuitas! Mástarde, cuando la carearon con el doctorGarcía del Olmo, comprendió que nohubo complicidad del director ni en suencierro ni en su deserción de loscompromisos adquiridos con ella, y seinventó a un "falso" García del Olmo,que fue, según su delirio, su verdaderosecuestrador. Pero ni el verdadero ni el

falso García del Olmo han existidojamás en su vida. Son fabricaciones desu mente trastornada. Por último, cuandosupo que Heliodoro, su marido, le habíausurpado la fortuna heredada de HaroldGould, llegó a la conclusión más lógicade todas: aquel individuo (el que ellaconsideraba el falso García del Olmo)era un cómplice de Almenara. Pero noes cierto. El gángster de su cónyugeactuó sin complicidad ni ayuda de nadie.¡Nuestra amiga está loca, doctoraBernardos!

El busto erguido, la mirada severa,apretado el ceño, la doctora Bernardos,directora del Hospital de Nuestra

Señora de la Fuentecilla, intervino condureza.

—Si está loca o no, es un asuntomío. O de la junta de médicos. ¡Vamos adelimitar nuestras funciones, señora deFernández! Usted limítese a contarmelos hechos, que es lo que corresponde asu profesión: averiguar "hechos". Lainterpretación de los mismos...corresponde solamente a nosotros. ¡Noes asunto suyo!

María Luisa no se sintió ofendidapor aquella acritud. Sabía que estabamotivada por el profundo disgusto queacababa de dar a la nueva directora. Ypor la sorpresa, que es mala compañera

de las noticias ingratas. Y por la"variación de mentalidad", también, quesuponía enjuiciar el caso desde unaperspectiva nueva: que es, sin duda, eltrance más duro por el que ha de pasarel intelectual riguroso para reconocer yrectificar un error, sobre todo cuando seha luchado honesta y ardorosamente pordefenderlo.

—Los hechos son así —comenzómodosamente María Luisa. La directorala interrumpió.

—Si había hechos nuevos y distintosde los que todos conocíamos, ¿por quése los ha callado hasta ahora?

—He ido descubriendo las cosas, mi

querida amiga, muy paso a paso. Sólo enlos últimos días he conseguido localizara dos mujeres que fueron sirvientassuyas; y a las tres antiguas secretariasdel despacho de Alice Gould. Lasnecesitaba para husmear algún indiciode dónde puede encontrarse HeliodoroAlmenara. Y lo que aprendí es biendistinto a lo que pretendía: que Aliciaestá loca; que lo que entiende su menteno es lo que ven sus ojos: quetransforma la realidad para adaptarla alservicio de unos hechos deformados quefueron bien distintos a como ella creehaberlos vivido.

Ante el silencio de su interlocutora,

María Luisa prosiguió:—Todo comenzó hace un año. Era

voz pública entre los amigos de esafamilia que Heliodoro no sólo vivía acosta de su mujer, sino que poco a pocose iba quedando con cuanto ella poseía.Alicia no vio ni un céntimo de una fincaque tenía en La Mancha y que Heliodorovendió con autorización de ella; y nollegó a saber, no quiso saber, o si losupo, jamás lo comentó, que los poderespara la venta de aquellas tierras losutilizó su marido para vender dos casasque ella poseía en Inglaterra: en una delas cuales nació su padre. Alicia, comouna madre que perdona todo a un hijo

díscolo y perverso, no tomó otrasmedidas que separar las cuentascorrientes y los dormitorios. Él cometióla injuria de no ocuparlo en solitario, ytransformarlo en un burdel en el queorganizaba verdaderas bacanales, a dospasos del cuarto en que dormía Alicia.

Me han contado las sirvientas que laindiferencia de su señora ante esosultrajes rayaba en lo anormal. Sutemperamento, varió radicalmente. Lasuya no era altivez, ni frialdad, niindiferencia. Antes parecía ignoranciade cuanto ocurría en torno. Una vez fueabordada en el pasillo por una deaquellas fulanas, quien la invitó a pasar

al cuarto de Heliodoro confundiéndolacon otra de su misma calaña. Sedisculpó muy cortés afirmando queestaba muy ocupada. Afirman las chicasque Alicia no entendió lo que leproponían y que a los pocos segundos lohabía olvidado, porque ella, según lassirvientas, de un tiempo a esta parte, noveía ni oía lo que no quería ver ni oír.Una tarde, Alicia tocó el timbre y pidióque le llevaran café a su dormitorio.Ella se lo tomó, mientras ordenabadeterminadas disposiciones para lacasa; y la sirvienta, al concluir de hablarcon ella, retiró la taza vacía. Apenasregresó a sus quehaceres, oyó sonar el

timbre de la habitación de su señora.Acudió; y ella rogó de nuevo que letrajeran un café. Sirvióselo la chica;tomóselo Alicia; y cuando aquéllaregresó a la cocina, el timbre sonaba denuevo.

—¿Qué pasa con el café que hepedido? —preguntó Alicia conseveridad.

Se le habían olvidado los cafésprecedentes, y cuando le recordaron estasuerte de amnesia, negó que le hubieseocurrido. No parecía enferma sinoaltiva, distante, ausente.

Una mañana al ir a llevarle eldesayuno a la hora convenida, observó

la doncella que la señora no se habíaacostado. La encontró en una salita deestar, leyendo un libro, y sin haberseretirado el abrigo que llevaba puesto lavíspera, al llegar a casa.

—Sírvame la cena, por favor —pidió Alicia.

¡Había pasado la noche en vela, sinenterarse!

Una vez en que a ambas les tocabasu salida, al regresar a casa encontrarona don Heliodoro tumbado en el suelo dela cocina retorciéndose de dolor.Avisaron a un médico —inquilino de losAlmenara y que vivía en el pisocontiguo— quien, tras aplicarle los

remedios correspondientes, diagnosticóque había sufrido un envenenamiento poringerir alimentos en malas condiciones.Por ser día de descanso de laservidumbre, la comida había sidocondimentada aquella noche por laseñora. Este episodio se repitió tresveces más, siempre los días de salida dela doncella y de la cocinera. Al oír éstasdecir a don Heliodoro que su mujertrataba de envenenarle, ambas sedespidieron y no volvieron a saber másni de una ni de otro.

—¡De modo que la historia de losvenenos era cierta! —exclamó más quepreguntó Dolores Bernardos.

—¡La historia de los venenos escierta! —corroboró María Luisa.

—¿Cómo sé llamaba el médicovecino de los Almenara?

—El nombre no le serádesconocido: Enrique Donadío.

—¿El que firmó la recomendaciónde internamiento?

—El mismo.Callaron ambas mujeres. Dolores

Bernardos rebuscó unos papeles quehabía en su escritorio. Contempló uno deellos y lo leyó en silencio al par quemovía tristemente la cabeza. Con losojos húmedos se lo extendió a MaríaLuisa Fernández.

—Mire usted —le dijo— lo que hefirmado hace unos días...

La detective lo leyó y fue tal laimpresión sufrida que se le demacró elrostro. ¡Era la declaración de sanidad deAlice Gould! Llevóse las manos a lafrente y presionó con las yemas de losdedos hacia la embocadura del pelocomo si quisiera peinárselo hacia atrás.

—Dígame, María Luisa —preguntóla directora—, ¿consiguió usted hablarcon el doctor Donadío?

—Sí, doctora Bernardos. Hehablado largamente con él. Lareiteración de los tres envenenamientos;la coincidencia de que "los alimentos en

malas condiciones" siempre se sirvieroncuando era Alicia quien preparaba lacomida, hicieron sospechar tanto almédico como a Heliodoro. "Yo creo queestá loca", dijo éste. Se pusieron deacuerdo en que "a causa de las continuasindisposiciones de estómago delmarido", el doctor Donadío los visitasea diario y que, con este pretexto,estudiase y observase a la mujer.

A Alicia le molestaba la asiduidadde su vecino, las preguntas que le hacía,el modo de escudriñar en sus ojos.Hasta que descaradamente le preguntó:

—¿Y por qué no llamáis a Garcíadel Olmo, que es un especialista del

estómago y no de los nervios como tú?El marido intervino:—Enrique es vecino y amigo

nuestro. Y a ese señor no le conocemosmás que de nombre.

—¿Cómo que no le conoces? ¿Québroma es ésta? Fue compañero tuyo decolegio. Y me lo presentaste aquí, el díade tu cumpleaños.

El doctor Donadío cree recordar —continuó María Luisa Fernández— queen aquella recepción, a la que él asistió,Alicia tuvo un largo mano a mano con unamigo común, y que la conversaciónversó sobre las experiencias de ella enel campo de la investigación privada. Y

que, al hilo de la conversación,surgieron algunos casos famosos quenunca fueron resueltos; entre otros, elasesinato de don Severiano García delOlmo, padre de Raimundo, el conocidogastroenterólogo.

Esa fue la primera vez que EnriqueDonadío advirtió en Alicia un claroerror en la narración de un hecho,porque lo cierto es que ni aquel médicoasistió a la recepción ni era compañerode clase de Heliodoro. Su alarma fuemayor cuando la oyó comentar que aqueldía don Raimundo le habíaencomendado la investigación de aquelcrimen impune.

Pasaron unos días. Y una tarde enque Heliodoro no estaba presente,Alicia le dijo:

—Es incomprensible, queridoRaimundo, que el asesinato de tu padrehaya quedado en puro misterio. ¿Por quéno vienes un día por mi despacho y mecuentas cómo fue? ¡Tal vez yo puedaayudarte!

Admiróse el doctor Donadío deoírse llamar por un nombre que no era elsuyo, y le siguió la corriente.

—¿Por qué me recuerdas ahora, depronto, ese asunto?

—He estado releyendo unas revistasantiguas —respondió Alice Gould—.

¡Tal como se produjo el hecho, esecrimen no pudo ser cometido más quepor un loco!

Por el hilo de la conversación notardó Enrique Donadío en entender queAlicia se estaba refiriendo a RaimundoGarcía del Olmo. Dentro de lo absurdode esta situación había un hilo de lógica.Aquel otro médico era un eminenteespecialista del estómago y másadecuado, por tanto, para tratar aHeliodoro, que no él, que era neurólogo.

Al día siguiente, Alicia comentó:—Es terrible, Raimundo, lo que me

contaste ayer en mi despacho. ¡Hay quedeshacer pronto ese equívoco por el que

la policía sospecha de ti! Esas cartas delocos que has recibido debierashaberlas puesto en sus manos. ¡Es tumejor coartada!

La doctora Bernardos interrumpió elrelato de María Luisa.

—Tenía usted razón al imaginar quesería yo misma quien le pidiese que sequedara y me contase toda esa terriblehistoria con los más mínimos detalles.La interrumpo el tiempo justo de aplazarmis compromisos y dictar una nota.

Mientras daba unas instruccionestelefónicas, escribió a grandes rasgos:

QUEDAN CANCELADOS

TODOS LOS PERMISOSPARA SALIR Y APLAZADASHASTA MAÑANA, AUNQUEESTÉN YA FIRMADAS, LASDECLARACIONES DESANIDAD.

Pulsó un timbre y entregó alordenanza la nota con la orden de que sela diese al doctor Ruipérez, y que no sela molestase ni interrumpiese salvo encasos graves y urgentes.

—Por lo que voy entendiendo, la"historia delirante" de Alice Gould seiba desarrollando en su mente día trasdía. Prosiga usted, María Luisa.

—Así es —respondió la detective—. El doctor Donadío no fue nunca aldespacho que tenía Alicia Almenara enla calle de Caldanera. Pero, al visitarlaen su casa, ella aludía cada vez a lareunión que creía firmemente que habíantenido la víspera. Y siempre, porsupuesto, considerando que hablaba conRaimundo García del Olmo. Tal cualusted acaba de decir, su historiadelirante se iba perfeccionando en sumente perturbada, como un tumor quecrece. Una tarde confesó al doctor quehabía descubierto que las cartas delparanoico procedían de este manicomio.Otra, aceptó la sugerencia de realizar su

investigación aquí, cual si fuese unaenferma más. Otra, declaró que, enefecto, tal como había sugerido eldirector del hospital, la enfermedad másidónea que ella debía fingir era laparanoia pura, sin mezcla de otrascomplicaciones, y que, en consecuencia,adquirió varios tratados de psiquiatría yya había comenzado a estudiar, a fondo,los síntomas y modalidades de estaclase de locura... "¡tan interesante yespecial!". Al cabo de poco tiempoafirmó haber recibido la carta (que ya lehabía sido anunciada) del doctor donSamuel Alvar enviándole fotocopias dela legislación que regulaba el ingreso en

los hospitales psiquiátricos. Y, enefecto, la fórmula que más le agradabapara ingresar es "la que usted, donRaimundo, me ha sugerido: la solicitudmarital (que yo estoy dispuesta aarrancarle a Heliodoro sin que él sepalo que firma) y la recomendación deinternamiento firmada por un médico".

—Y... ¿a quién pediremos que firmeese papel? —preguntó el doctorDonadío.

A lo que Alice respondió:—¡Al doctor Donadío! Es inquilino

mío, y además siempre me haconsiderado un poco loca. Si él seniega, falsificaremos su firma. Y si se

entera, me lo perdonará porque es muyamigo. ¡Pero no tiene por qué enterarse!

María Luisa se interrumpióbrevemente.

—Lo que voy a decirle ahora,doctora Bernardos, va a sorprenderlamucho. Don Enrique Donadío sentía ungran aprecio por la señora de Almenara.Había llegado a la conclusión de que erarealmente una paranoica: así me lo hadicho y repetido con insistencia, pero leproducía una profunda pena traerlaforzada, engañada y contra su voluntad.De modo que, de acuerdo siempre conHeliodoro, su marido, decidió seguirlela corriente y aceptó que ella ingresase

a q u í , creyendo que simulaba unaparanoia cuando en realidad se tratabade una paranoia verdadera.

—No me sorprende tanto, comousted cree. Tal vez, en el caso deldoctor Donadío, yo hubiera hecho lomismo.

—No me refería a eso. Lo que sinduda la sorprenderá es saber que eldoctor Donadío estuvo realmente aquí,tal como siempre declaró Alice Gould, yhabló de todo ello con el doctor Alvar,advirtiéndole del caso singularísimo deuna paranoica (que, como todas,ignoraba serlo) y que "deseaba" ingresaren este manicomio simulando una falsa

paranoia. "Por si esto le sirve de ayuda—le comentó Samuel Alvar—, puedeusted decir a esa señora que yo leayudaré a realizar esa investigación queella pretende." ¡Y así se lo repitió anuestra amiga el que ella imaginaba serRaimundo García del Olmo!

La doctora Bernardos movióapesadumbrada la cabeza.

—No me parece irregular eseofrecimiento del antiguo director. Meparece una estupidez, simplemente: frutode su inexperiencia. Los locos sonlocos, pero tontos, no. ¡Así se explica elodio de Alice Gould hacia un hombreque le negó lo que le había prometido!

Escúcheme, María Luisa. La historia deesa señora, a la que todos queremos yadmiramos profundamente, esdemasiado triste y demasiadocomplicada, y ha sido ocasión de tantaspolémicas, disgustos, e inclusovariaciones administrativas... que nodebo ser la única en conocerladirectamente de usted. Yo le suplico quetodo cuanto me ha relatado lo repita antela junta de médicos.

—¡Ah, doctora Bernardos, no quieroperjudicar más a Alice Gould de lo queya he hecho! Si me he atrevido acontarle a usted la verdad, es por habercomprobado hace varias semanas el

afecto que usted sentía por ella. Y asabiendas de que decidirá lo mejor.

—Amiga mía, Alice Gould no sóloha cautivado con su bondad y supersonalidad a usted y a mí. Todos losmédicos de la junta son amigos suyos yharán lo indecible por favorecerla. Lesuplico que no se niegue a lo que lepido.

Dolores Bernardos hizo un brevepreámbulo. Se disculpó ante suscompañeros por haber trasladadoexcepcionalmente a su despacho el lugarhabitual de reunión, a causa de sertambién inusual contar entre ellos conuna persona ajena al cuadro de

psiquiatras del hospital.—Hemos firmado —añadió— ocho

o diez declaraciones de sanidad en losúltimos días. Tal vez haya quereconsiderar alguna. Acerca de la deAlice Gould, que tanta inquietud nos haproducido a todos, doña María LuisaFernández tiene algo que declararnos.Como ustedes saben, ella fue laencargada por Alicia Almenara deaveriguar las muchas causas poco clarasque rodeaban su caso. Y la señora deFernández fue quien descubrió que sumarido, hoy huido de España, falsificóla firma de su mujer y, aprovechándosede su encierro aquí, se alzó con una

herencia que sólo a ella correspondía.Muy inquieto, don José Muescas

preguntó:—¿Hubo complicidad en ello por

parte de nuestro antiguo director?—No, no. ¡En absoluto! —protestó

Dolores Bernardos—. El caso es hartodistinto a lo que nadie podía imaginar.Si es usted tan amable. María Luisa, leruego que explique a estos señores loque ya me ha contado a mí.

Repitió María Luisa punto por puntosus tristes averiguaciones. A todos lesresultaba muy penoso escuchar esterelato. Alice Gould, con un duplicado desu declaración de sanidad en el bolso,

se había presentado a lo largo de esemismo día en cada una de sus unidadespara despedirse de ellos. Todos lahabían abrazado, deseado la mayorfelicidad en su nueva vida, prometidovisitarla y demostrado su amistad.Durante el monólogo de María Luisa seprodujo un hecho entre grotesco yconmovedor. El doctor Rosellini, alentender que Alicia (su protegida, la quequiso salvar de la persecución y el odiodel antiguo director) era en verdad unaenvenenadora y una perturbada, rompióa llorar como un niño. Se disculpó y seausentó de la habitación. Cuandoregresó no volvió a hablar más, ni a

hacer preguntas. Los otros secomportaron con él como si no hubiesenadvertido nada. Otro de los grandessilenciosos fue César Arellano. Laspreguntas, las precisiones, corrieron acargo de José Muescas, TeodoroRuipérez y Salvador Sobrino. DoloresBernardos, cuando intervenía, era paraencauzar la encuesta hacia un finalrazonable.

—¡Hay cosas que no acabo deentender! —insistió José Muescas—. SiHeliodoro Almenara fue víctima por tresveces de otros tantos envenenamientosfrustrados ¿por qué no denunció a sumujer ante el juez? ¡Él hubiera decidido

si el lugar más adecuado para Alicia erala cárcel o el manicomio! Y es más queprobable que le hubiesen declarado tutorde su mujer, lo que supone laadministración de sus bienes, que es loque un pillo como él anhelaba.

—No le hubieran declarado tutor —respondió María Luisa—. No olvidenque ya en una ocasión anterior falsificóla firma de Alice Gould para venderunos bienes que ella poseía enInglaterra. Si esto hubiese salido arelucir, el Tribunal hubiera designado ala enferma un tutor judicial, y Heliodorono hubiese podido alzarse con laherencia de Harold Gould, que es lo que

en verdad pretendía. Prefirió usar elprocedimiento más sencillo: la solicitudde internamiento y el diagnósticoprovisional de Donadío.

—¿Y ese tal Donadío era cómplicede Heliodoro Almenara para larealización de sus planes? —preguntó eldoctor Sobrino.

—No. El doctor Donadío es unhombre de bien, que estudió a Alicia,diagnosticó la paranoia y aconsejó suinmediata reclusión.

—No veo nada clara esa paranoia—declaró el doctor Muescas—. Paramí, Alicia Almenara fue simple yllanamente la víctima de una estafa.

María Luisa accedió:—De acuerdo con su segunda parte,

doctor. ¡También fue víctima de unaestafa!

José Muescas intervino:—¿No es demasiada casualidad que

el expoliador recibiese de pronto comoaliado un brote paranoico en la personaque pretendía estafar?

—Sí, doctor. Y también escasualidad que su mujer recibiese unaherencia cuando estaba a punto de serencerrada. La verdad es ésta: donHeliodoro no encerró a su mujer paraestafarla. Lo que hizo fue estafarlaaprovechando la circunstancia de su

enfermedad y de su encierro.—¿En qué basó el doctor Donadío

su diagnóstico provisional?—¡Entre otras cosas, en que lo

confundió con el doctor García delOlmo, a quien no conocía físicamente,mientras que él era su vecino, inquilinoy amigo personal!

—¿La solicitud de ingreso era, portanto, legal?

—Sí.—¿No había sido falsificada?—No.—¿Se la hizo ella firmar a su marido

mezclada con otros papeles?—Sí.

—¿Y él sabía lo que firmaba?—¡Naturalmente!—¿Samuel Alvar escribió realmente

a Alicia de Almenara cursándoleinstrucciones de lo que debía hacer?

—No.—¿Ella escribió la carta, acerca de

su propia personalidad, que nos contó?—Sí.—¿La historia de las drogas que

descubrió en un colegio es cierta?—Sí.—¿Las cartas de un loco que decía

procedían de este manicomio eranauténticas?

—¡No!

—¿Era en verdad detective?—Sí. Y muy eficiente.—El doctor García del Olmo ¿no le

encomendó, entonces, ningún trabajo?—¡No! ¡Ella no conocía de nada a

ese señor!—¿Estaba realmente asociada con

tres detectives que trabajaban a susórdenes?

—No. Eso fue una jactancia. Teníatres subalternas.

—¿Era doctora cum laude por laFacultad de Filosofía?

—Sí. En esto dijo siempre laverdad.

—Cuando vino para internarse ¿le

comunicó a su marido que se iba aBuenos Aires para realizar unainvestigación?

—Sí.—¿Y él se lo creyó?—No. Él conocía la verdad.—¿Quién fue la persona que la

acompañó hasta el hospital el día de suinternamiento?

—¡El doctor Donadío, que ella, enpleno delirio, confundía con su cliente!

—¿Por qué quiso por ella mismaingresar en el manicomio?

—Un momento —interrumpióTeodoro Ruipérez—. Si la doctoraBernardos me lo permite, a esa pregunta

prefiero responder yo. Samuel Alvarexpuso un día ante mí y ante otro médicoaquí presente, con lucidez y brillantezextraordinarias, una teoría realmenteoriginal: la de las dos paranoias: laauténtica y la simulada. ¡Samuel Alvartenía razón!

—No dudo —replicó con violenciacontenida el doctor Sobrino— que laexpusiese con brillantez y lucidezextraordinarias; pero niego que fueseuna teoría original, puesto que el propiodoctor Donadío se la explicó depalabra, como acabamos de aprender.Luego no fue una teoría ni undiagnóstico. Expuso simplemente lo que

sabía. ¡Y callando, por cierto, que ya losabía!

El doctor Ruipérez no se amilanó.—Estoy respondiendo a la pregunta

de por qué quiso Alicia Almenaraingresar en el manicomio. Samuel Alvarse equivocó en la primera parte de suexposición, al creer que el broteesquizofrénico le nació ante laconmoción de saberse descubierta. Estose lo echó abajo César Arellano alhacerle ver que el doctor Donadío sería,en tal caso, un futurólogo excepcional yaque diagnosticó una paranoia que sólose produciría después. No. Yo creofirmemente que la paranoia existía ya

durante los intentos de envenenamiento.Lo que sí es original en la tesis deAlvar, es esto: al saberse atrapada, alsaberse descubierta, al entender queestaba siendo observada por unneurólogo, vio sobre sí la clara amenazade acabar en un sanatorio mental. No lorazonó con la lógica y la claridad conque lo expongo yo ahora. No lo dedujopor un proceso mental, puesto que todaesta zona de su capacidad intelectivaestaba enferma y en plena virulencia delbrote morboso. Pero lo entendió, comoentiende un perro, sólo con mirar al quese acerca, que va a ser apaleado. Sujuicio no lo sabía; pero su instinto, sí. Y

entonces es cuando nace la"interpretación delirante". Ella va a unmanicomio, en efecto. Pero por otrascausas. ¿No es acaso una detective?Pues ingresará como detective y pararesolver el mayor enigma que desdehacía varios años traía en jaque a lapolicía oficial. Se le olvida que quisoenvenenar a su marido. Tal vez no losupo nunca. Acaso creyó que sólodeseaba su muerte: su eliminación, sudesaparición, no verle más. Sunaturaleza, el conocimiento de su propiaexquisitez, de su refinamiento espiritualy moral, se negó a aceptar la verdaderarazón de su próximo encierro y se

inventó la historia de la investigación deun crimen. Pero no la inventómaliciosamente, como una arguciavoluntaria. Fue su interpretacióndelirante la que la inventó. Ella creíafirmísimamente que era así, del mismomodo que otro paranoico,Machimbarrena, creyó estar aquí comoespía de la Marina, y otra paranoica,Maruja Maqueira, por haber sufrido unameningitis que nunca tuvo. Esta fue lainterpretación de Alvar. ¡Y no retiro lode afirmar que fue tan acertada comooriginal!

—Mi interpretación es muy otra —exclamó el doctor Muescas.

Cruzó y entrecruzó varias veces lospies imitando el movimiento de lasbailarinas cuando ejecutan lo que loscoreógrafos denominan el entrechat yprosiguió, no sin frotarse primeramentela nariz, como si la fregara.

—Alice Gould ha tomadolindamente el pelo a sus criadas,fingiendo la historia de los cafés ypidiendo que le sirviesen la cena a lahora del desayuno. ¡Eso es lo quepienso! Ha engañado donosamente aDonadío haciéndole creer que leconfundía con otro. ¡Eso es lo que creo!Ha urdido juiciosamente, con gransentido de la investigación y siguiendo

un riguroso proceso intelectual, lo queAlvar creía y Ruipérez cree su "historiadelirante", con la sola intención de queel médico que la observaba laconsiderase loca. ¡Eso es lo que opino!Cuando le dice a Donadío que lapersona idónea para firmar su"recomendación de internamiento" eraun médico amigo suyo que se llamabaDonadío, ¡el episodio riza el rizo de loburlesco! Se está chanceando de él,simplemente, y con la gracia, la soltura yel talento que empleó aquí para vapuleara nuestro antiguo director. ¡Eso es lo queafirmo! Y todo ello ¿para qué? La cosaestá clarísima: para eludir un proceso

criminal. Sabía de sobra que en elmanicomio, antes o después, ladeclararíamos sana, que es exactamentelo que hemos hecho y debemosmantener. ¡Allá se las haya con laJusticia! De otra parte, no creo que lehagamos un flaco servicio, porque elgranuja de su marido no se expondrá aperder su botín a cambio de denunciarla.¡Éste es mi criterio!

—¡Y el mío! —se apresuró a decirRosellini.

La doctora Bernardos intervino.—Señora de Fernández, le

agradezco infinito su información. Creoque debería, por el momento, dejarnos

solos. Más tarde nos veremos. Tenemosque deliberar.

María Luisa se puso en pie.—Estoy segura, señores, que harán

ustedes lo mejor.Apenas hubo salido, Dolores

Bernardos se dirigió al doctor Sobrinocon las mismas palabras que solíahacerlo el antiguo director, respecto aArellano.

—¿Qué opinas, Salvador?—Creo que Samuel Alvar tenía

razón —respondió simplemente.El silencio que acogió sus palabras

fue tal, que parecía contradecir la tesisde Alice Gould cuando afirmaba que

éste no existía.—Bien sabe Dios que lamento tener

que decirlo —añadió Salvador Sobrino— porque Samuel Alvar es el granresponsable de la confusión creada. Lasinicuas persecuciones de que la hizovíctima, nos predispuso a todos encontra de él y en favor de ella. Mástarde, el saber que había sido expoliadapor su marido, nos confirmó en nuestroerror, a lo que contribuyó también, nopoco, su encanto personal.

»Con todo y con esto hay quereconocer que la suya es una "rara"personalidad. Como la de una mujer"predispuesta". Su manera de

comportarse con el doctor Donadío, talcomo nos ha sido contada, es la típicade quien sufre un primer brote deliranteen que la enfermedad está haciendoequilibrios sin que se sepa todavía dequé lado va a caer. La explicación, enfin, de Ruipérez, lógica y convincente.Créanme que lamento opinar así.

—¿Y tú, César? —preguntó ladirectora dirigiéndose a Arellano.

Éste enrojeció visiblemente. Todoslos rostros se volvieron hacia él.Dolores Bernardos escuchó conprofundo desaliento su respuesta:

—Yo desearía opinar como PepeMuescas y como Rosellini. Lo desearía

ardientemente, porque esa señora meinfunde un gran respeto y una gransimpatía. Mi admiración por sus grandescualidades es muy honda y sincera. Y...y la considero merecedora de unafelicidad harto mayor de la que le hadeparado el destino.

La voz se le quebró levemente alañadir:

—Se diría que nació y se desarrollódemasiado perfecta y que los hados seempeñaron en rectificar tantaperfección. Desgraciadamente meinclino por el criterio de Ruipérez y eldoctor Sobrino: padece una paranoia.Pero tu opinión, directora, es muy

importante también. Y desearíamosconocerla.

—Mi opinión —habló DoloresBernardos— es que una cosa es eldiagnóstico y otra el pronóstico. Eldiagnóstico de Ignacio Urquieta fue elde sufrir una neurosis de angustia: unaneurosis fóbica. Tu pronóstico, César,es que ese hombre sanaría al conocer lascausas de su fobia. El diagnóstico deCharito Pérez fue el de una psicosismaníaca, y tu pronóstico, César, que sucrisis se atemperaría con la medicaciónadecuada. En ninguno de estos casos, nien tantos otros, te equivocaste. Megustaría conocer tu pronóstico de Alicia

Almenara. Porque de lo que se trata noes de saber si sufrió un brote paranoico,como Maruja Maqueira, sino de si hancesado o no las causas por las que sumarido la mandó encerrar, del mismomodo que cesaron las causas por las quesus padres internaron a la Maqueira.

César Arellano se puso en pie. Diouna vuelta en torno a la silla, meditandolo que iba a decir, y volvió a sentarse.

—Como todos sabéis, la mayorparte de las paranoias y de lasesquizofrenias no son motivadas porcausas secundarias. Nacen porque sí:como los hongos en el bosque o losrenacuajos en las aguas estancadas. Pero

hay un segundo grupo: las que nacen poralguna razón; o bien material (lassomáticas); o bien moral (vivenciastraumatizantes). En los delirios deinterpretación, los pronósticos delsegundo grupo son más favorables quelos del primero. Y esto, en cierto modo,me consuela, ya que es el caso deAlicia. Si el delirio es somático (untumor cerebral, por ejemplo) y éste seextirpa, la enferma mental deja de serlo.Si es una vivencia traumatizante y lascausas morales que perturbaron la mentedesaparecen, la curación no esimposible. Cuando tracé un primerbosquejo de la personalidad de Alice

Gould (a la que considero quedeberíamos denominar siempre así, yaque ella no quiere llamarse más señorade Almenara), escribí que poseía ciertacandidez infantil que la inhabilitabapara defenderse de las maldadesajenas. ¡Yo entonces ignoraba que sumarido era un bellaco que la estabaexpoliando y que ella era tan ingenuacomo para tener una cuenta corrientecomún en la que podía ingresar sudinero, y el otro sacarlo; como quienesposeen dos llaves distintas de un mismocajón! No obstante, detecté estacandidez, que es habitual en gentes de unrango moral tan superior, que son

incapaces de imaginar, ni en teoría, lamaldad en los otros; y menos en los máspróximos.

»El doctor Sobrino ha hablado de surara personalidad. En efecto, laspersonalidades especialmente exquisitasson más vulnerables que las más zafias;del mismo modo que una taza es másfrágil cuanto de mayor calidad sea laporcelana.

»¡Alicia invitada por una prostituta acompartir con ella el lecho deHeliodoro, su marido! ¡Alicia privadade la casa en que nació su padre, en unaoperación en que se le arrancó un poderpara otra venta distinta! ¡Alicia, la

doctorada cum laude en filosofía,conviviendo con un estafador, ignorante,necio y tal vez brutal! Ella, en el test quese le hizo, definió la locura como unconflicto entre el yo real y el anhelado.¿No se estaría definiendo a sí misma?¿La diferencia entre su ideal y surealidad no la hirió tan hondo, tanhondo, que la trastornó?

»Una mujer de ideales menoselevados, menos pura, menos delicadaque Alicia no habría enloquecido:simplemente se habría separado. Delmismo modo afirmo que Alicia no sehubiese perturbado junto a otro hombreque apreciara sus cualidades, que

compartiera su afán de superación, y nomancillara sus sábanas y su hogarllevando a casa prostitutas que lainvitaran a compartir en grupo la camade su marido.

»Quiero decir con esto que Alicia esuno de los raros casos en que laparanoia no ha surgido espontáneamenteen ella; sino que ha sido provocada. Yque, por tanto, es menos difícilmentecurable que las otras. Desaparecida lacausa, desparecerán los efectos. Este esmi primer pronóstico. Desearía ahoraexponer una variante. Imaginemos quesus delirios permanecen. Que ella siguecreyendo de por vida que fue encargada

por el doctor García del Olmo parainvestigar la muerte de su padre en estemanicomio en el que ingresó con unadocumentación falsificada. Pues bien: nisiquiera en ese caso yo recomendaríapara ella los tratamientos al uso. Sipermanece en el manicomio ¿a quiéndaña que ella quiera enseñar aritméticaelemental al pequeño Rómulo, pasear dela mano a la mujer que se consideraauto-castigada para liberarla de sueterno rincón, o dibujar elementosornamentales más modernos (como meha propuesto) para los bordados quedirige Teresiña Carballeira? Y si quedaen libertad, ¿a quién daña o a quién

perjudica que ella crea en lo futuro queun episodio ya pasado fue de distintamanera a la realidad? Otra cosa sería situviera que seguir conviviendo conHeliodoro. Es probable que leenvenenara ¡y esta vez sin errar! Peroeste hombre, que es la causa primera yúnica que la trastornó, está fuera de sualcance, fuera de su vida, fuera de susafectos y, muy pronto, fuera de sumemoria.

»Perdón por haber sido tanpremioso. Termino con esta conclusión:Alice Gould puede ser puesta enlibertad sin peligro para ella ni para losdemás, y regresar a su domicilio (donde

podemos, o no, recomendar que seatratada y observada por un médico).

Dolores Bernardos exclamó congravedad.

—No quiero influir en nadie, aldeclarar que siempre he confiado en lospronósticos de Arellano. Ahora bien,quiero una decisión colegiada. Ydespués de conocer la verdad, tal comonos la ha relatado la señora deFernández, no me basta una mayoría.Requiero la unanimidad. Piensen ustedesque en el duelo entablado entre estainteligente paranoica y el director delhospital, la enferma dejó fuera decombate al médico, hasta el punto de

provocarlo a una dimisión. ¡Y, noobstante, Samuel Alvar tenía razón! Porculpa de este incidente, yo ocupo ahorasu puesto. Espero que todos comprendanque para tomar cualquier decisión exijala unanimidad. ¿Retiramos o noretiramos a Alice Gould la declaraciónde sanidad que ya le hemos dado? Losqué crean que puede marcharselibremente, deben escribir simplementesí. Quienes crean que debemos retenerlaen el hospital, deben escribir NO.

Repartió unas cuartillas y ordenóque se retirasen por orden a una mesaauxiliar apartada; que no firmasen lapapeleta, y que se la devolviesen bien

doblada. El primero que se aprestó acumplir la orden fue Rosellini. Iba ya ahacerlo cuando se oyeron unos pasosprecipitados por el pasillo y la puerta seabrió bruscamente. Alice Gould,llorosos los ojos, se detuvo sorprendida.

—¡Oh, perdón! —exclamó,disculpándose—. Ignoraba queestuviesen ustedes reunidos...

—¿Deseaba usted algo, Alicia? —preguntó, algo incómoda, la doctoraBernardos.

—Sólo decirle que mi tocaya, "laNiña Oscilante", ha vuelto a sonreír. ¡Yesta vez abiertamente, sin que puedacaber ninguna duda. ¡Es emocionante

mirarla!—Ahora no puedo atenderla, Alicia.

Más tarde bajaré.—No deje de ir a verla. ¡Le digo

que es conmovedor! —Se disculpóAlicia brevemente, y salió.

La directora, una vez votado ellamisma y recibidos los papeles, comenzóel singular escrutinio. Desdoblaba yleía:

Sí.Sí.Sí.Sí.No.Sí.

Todos los rostros menos uno sevolvieron severos hacia Ruipérez.Olvidaban que éste no participaba nuncaen batallas que creía perdidas. El votonegativo no era el suyo.

Don José Muescas, muy alterado,exclamó:

—¡No entiendo nada! ¿No hay másque un NO? He debido de equivocarme.Ese NO es mío; pero lo que he queridodecir es que NO le retire el documentoque se le ha entregado ya... ¡y quequede en libertad! ¡Eso es lo que queríadecir!

Fue la primera vez que la junta demédicos declaró, por unanimidad, la

sanidad mental de una residente quetodos, lo confesaran o no, sabían queestaba enferma.

"Z"LA OTRAVERDAD

E L CONDUCTOR DELCOCHE DE ALQUILER lepreguntó varias veces si se

encontraba mal. La miraba por el espejoretrovisor y no podía menos de sentirseconmovido al ver a Alicia llorar. Aveces sus lágrimas resbalaban sobre unrostro sereno, como si ella fuese extrañaa su dolor: cual si Alicia y su penafuesen entidades distintas ydiferenciadas. Otras, la veíaestremecerse con el pañuelo sobre losojos sostenido entre el índice y elpulgar. Procuró distraerla.

—Este año —le dijo— los satéliteshan anunciado que los fríos se van a

anticipar. No me extrañaría que al llegara Adanero tuviésemos nieve.

Hacía mucho frío, en efecto. Lameseta alta era una pura desolación. Enprimavera, la verdura la alegra. Enverano, el amarillo de los cereales quepiden ser segados convierte a la viejaCastilla en modelo para pintores comoZuloaga o Benjamín Palencia, o enpaisajes que exigen para describirlos lapluma de un Azorín: gentes foráneas,cuyas pupilas, por no estaracostumbradas a este gran mar sólido,son más sensibles para descubrir sussecretos ocultos. Mas, en este tiempohíbrido entre el otoño y el invierno, el

paisaje carecía de toda belleza. Laslluvias otoñales no habían sido bastantespara devolverle su primitivo verdor,pero sí lo suficientes para privarle de suexultante amarillo.

La visión de la tierra era siniestra.Gran parte de la España central es comoun cadáver en descomposición al que yase le ven los huesos. Las rocas emergenentre la poca tierra cultivable como laarmadura ósea en un cuerpo cuya carnese ha podrido. La época indecisa de laestación —muy próxima ya al invierno— dejaba a Castilla descolorida. ¿Eraesto realmente así, o era lainterpretación personal, acorde con el

ánimo deprimido de Alice Gould?Pasaban por las tierras cien veces

cruzadas por Teresa de Avila (a quien,por contraste con las suyas, no le gustóel lujuriante cromatismo de Andalucía) ysu pensamiento se deslizaba haciaMontserrat Castell, dispuesta a profesaren uno de los conventos fundados por lasanta. ¿Cómo sería la vida de estamuchacha catalana encerrada en unaclausura de esta tierra fría, dura einhóspita? Pensaba en ella y aflorabansus lágrimas. Montserrat le había dichoque así como "la Niña Oscilante"obedecía ciegamente a los que laconducían tomándola de la mano, ella no

podía resistir a Dios, quien, tomándolade la mano, le había indicado cuál era sucamino. Alicia no entendía bien esto,pero pensaba en ello y sollozaba.

¿Por qué Samuel Alvar era unresentido? ¿Por qué, si consiguió saltarla barrera que va de cultivar la tierracon sus manos a ejercer una carreracientífica y universitaria, odiaba a losque, desde antes, estaban situados en elmismo plano que él alcanzó? Pensaba enello y sus lágrimas afloraban.

Alicia no se había despedido de los"niños". Se sintió incapaz de hacerlo.No hubiera sabido cómo explicarles supartida ¡a ellos que la creían su madre!

Pensaba en Rómulo; recordaba sulobulillo en la oreja: el ingenioso ydemencial motivo por el que creía serhijo suyo, y rompía a llorar. Recordaba,en fin, las palabras del "Autor de laTeoría de los Nueve Universos" que lerelató Dolores Bernardos: "Los locosson una terrible equivocación de laNaturaleza; son las faltas de ortografíade Dios", y, al rememorarlo, lloraba denuevo.

Tenía el ánimo proclive a la tristeza,el talante melancólico y la lágrima fácil.

—¿Se encuentra mal, señora?—No me encuentro bien.—Aquí cerca, en Villacastín, hay un

parador. Puede usted bajarse adescansar, e incluso llamar a un médico.

Desde Villacastín, junto a la iglesiaque diseñó Juan de Herrera, se divisabaya, por su vertiente norte, la Sierra deMadrid. Su contemplación llenó deespanto a Alice Gould. ¿Qué haría elladetrás de aquellas cumbres? Más allá desus crestas cubiertas de pinares, lasladeras se aplanaban; la meseta deCastilla la Alta se hacía manchega; yallí, polucionada, enervante, trepidante,plagada de terroristas y delincuentes,crecía la gran ciudad a la que un reyvestido de negro hizo capital de España.En uno de los infinitos pisos, de uno de

los infinitos edificios, de una de lasinfinitas calles, estaba su casa vacía.¿Se habría llevado Heliodoro tambiénsus muebles, sus cuadros, la colecciónde pipas antiguas que heredó de supadre o el bastidor inglés en el que sumadre bordaba? ¡Prefería no saberlo!¡Prefería morir a enterarse!

Se imaginó deambulando sola porlos grandes salones, escribiendo tarjetaspostales a las viejas amistades;organizando tés de mujeres solas con lassolteronas, las viudas o las esposasabandonadas como ella. Y sintiónáuseas. Palpóse las manos y el rostro:ardían. Tenía mucha fiebre.

—Deténgase, por favor. Meencuentro muy mal. —Bajóse Alicia delcoche y comenzó a pasear por lacarretera, con la cabeza alta para que elintenso frío le diera en el rostro.

—Súbase usted, señora. Voy allevarla a un médico.

—¡Demos la vuelta y volvamos adonde partimos!

—¡Debe usted ver a un médico!—Descuide. Le veré en La

Fuentecilla.Al igual que "el Hortelano", al igual

que "el Albaricoque", al igual que todoscuantos padecían fobia de alejamiento odependencia patológica del hospital —

el misterioso mal yatrógeno (Yatrógeno:del griego Yatros: médico), cuyanaturaleza le explicó César Arellano—,Alice Gould, desde el momento mismoen que cambiaron de dirección, comenzóa sentirse aliviada del peso queatormentaba su alma. Y no volvió anotar náuseas. Y la fiebre se atemperóhasta desaparecer. ¡Ah, qué bella lepareció Castilla, ya de regreso,enmarcada en su sobria grandeza! Al soloblicuo del atardecer, las sombras delos altos chopos se alargaban, como si,ante la proximidad de la noche,quisiesen tumbarse a dormir.

Las rocas que emergían de la tierra

cultivable, y que antes le parecían elesqueleto de un cuerpo endescomposición, le recordaban ahora arestos de una fascinante montaña,aplanada expresamente para quesirviese de hábitat a una gran raza.

—¿Ha dicho usted algo, señora?—No. Es que me estaba riendo sola.—¿Se encuentra usted mejor?—Mucho mejor. ¿Cómo se llama

usted?—Terencio Aguado, para servirla.—Pues mire usted, Terencio. Yo le

tomé en Zamora, adonde llegué enautobús desde La Fuentecilla. Mejorserá que me deje usted en La Fuentecilla

y siga usted sin mí hasta Zamora. Si sele hace muy tarde, puede usted quedarsea dormir en el pueblo. Yo le abonaré lapensión y la cena. Le recomiendo el"horno de asar" de Pepe el Tuerto.

—Así salen mejor las cuentas —comentó filósofo el amigo Terencio.

—¿A qué hora cree usted queestaremos en La Fuentecilla?

—Calcule usted a las siete de latarde, minutos más, minutos menos.

¡Ah, qué paradójica, quécontradictoria sensación de gozo, la dedesandar el camino recorrido! Lo quemandaban los cánones de la lógica eraexperimentar los sentimientos inversos:

alegría al alejarse de donde tanto se hasufrido y pesadumbre al regresar a lafuente del dolor. ¡Lo contrario es unainsigne inconsecuencia! Alice Gouldconsideró que ella era una mujer lógicapara razonar mas no para sentir, y quelas leyes que rigen las emociones nadatienen que ver con la sutileza de lasideas, el orden del pensamiento o elbuen juicio. Lo cierto es que se sentíadichosa; que su malestar habíadesaparecido y que se consideraba confuerzas para enfrentarse con el mundo.

¡Montserrat Castell! ¿Qué iba a serdel manicomio sin Montserrat Castell?Psicólogas capaces para ser encargadas

de realizar los tets las habríaseguramente a cientos en España.Monitoras de gimnasia, a miles.Auxiliares sociales, que aleccionaran alos pobres locos acerca de sus derechos,de sus pensiones de viudedad, vejez oincapacidad, tampoco faltaban. Peroalguien que hiciese todas estas laboresjuntas, y que acompañase a los reciéningresados en sus primeras horas deencierro; que no perdiese nunca lasonrisa de los labios, y que supiesetransferir a los infelices recluidos unagran sensación de alivio, al saberseobjetos de su amor, simpatía ydedicación..., mujeres de ésas, capaces

de sustituir con éxito a Montserrat nohabía más que una. Y esta singularidadtenía nombres y apellidos: Alice Gould.

¿Que Montserrat sentía que Dios lallevaba de la mano para indicarle sucamino? Pues bien, ella, Alicia, exseñora de Almenara, sentía también lamano de Dios indicándole el suyo. Yéste era el de cubrir la vacante de laCastell. Este sentimiento no era nuevoen ella. ¿Acaso no le había declarado aCésar Arellano, desde sus primerasentrevistas, esta inclinación? Suspalabras "A veces pienso que me sientollamada por Dios para ser madre deestos infelices" eran proféticas, o, al

menos, una premonición. Alicia estabaenfurruñada con César Arellano por nohaberle suplicado —a la hora de sugélida despedida— que se quedase parasustituir a Montserrat Castell. Y nopensaba ocultarle el motivo de suenfado.

—No es lo mismo para mí —le diría— mendigar un puesto a tu lado, que elque tú mismo te hubieses anticipado aofrecérmelo. Me haces pasar por lahumillación de pedirte, como un granfavor, que me permitas quedarme. Y hasperdido, ¡gran tonto!, la ocasión derogarme, por favor, que no me marchase.

¡Esto es lo que le diría! No es

imposible que él replicara que quépreparación tenía ella para sustituir a laCastell. A lo que pensaba replicar:

—¿Olvidas que soy licenciada enFilosofía y Letras y doctora cum laudepor una tesis de psicología?

¡Esto es lo que pensaba replicar!Tal vez él insistiera en que para

obtener el título de psicóloga había quepreparar unos cursillos especiales ypresentarse a un concurso. ¡Si se atrevíaa tanto no le dejaría concluir!

—¿En qué mundo vives, César? Loscursillos los tengo archisabidos. ¿Quépensabas que hacíamos mano a manoMontserrat y yo, horas y horas,

encerradas en su despacho? Ellaprimero me aleccionaba y después metomaba la lección. Y en cuanto a lo delconcurso, veo que siguesminusvalorando mi capacidad. ¿NO mecrees con dotes suficientes parallevarme por delante a cualquier otraopositora que aspire a ese puesto?

¡Desde luego si él osara decirleaquello no le dejaría concluir!

No era improbable que CésarArellano, que era un tímido congénito,cometiera la incorrección de darle elsilencio por respuesta. ¿Qué podríahacer Alice Gould en este caso si no erasuplir con un poquillo de audacia la

cortedad de genio de él, y atreverse adecir lo que él no se resolvía aconfesar?

—No son éstas las únicasocupaciones que tendré en LaFuentecilla. La otra tarde cuando meinvitaste a visitar tu nueva casacomprobé los ímprobos esfuerzos quehabías hecho para estropear por dentroel que por fuera es el edificio más noblede la ciudad. Yo me ocuparé de echarabajo todo lo malo que has hecho ydecorar esa maravilla con un poco másde gusto. ¡Nuestro hogar, César, tieneque ser más confortable y mas acogedorque ese cubil para hombres solos, que te

has prefabricado!¿Qué duda cabe que si él se

amilanaba para hablar, ella se liaría lamanta a la cabeza y tiraría por la callede en medio sin reparar en estorbos? ¡Niél ni ella tenían edad para andarse conremilgos!

—Estoy segura que tu hijo Carlosme adorará. Llegarás a sentir celos delcariño que tendrá por mí.

Imitó Alicia la manera de expresarsedel "Albaricoque":

—¡César más Carlos multiplicadopor Alicia, igual a hogar, doctorArellano! Tan abstraída iba que no sedio cuenta de que hablaba en alta voz.

—César, César, César, ¡no me dejesdecirlo todo a mí!

—Ya le expliqué, señora, que no mellamo César, sino Terencio —intervinoel conductor.

—¿He hablado en voz alta?—Lleva usted unas dos horas

haciéndolo.—¿Y me ha oído usted todo?—¡Todo!—¿Y qué ha entendido usted?—¡Nada!—Gracias, Terencio. Es usted un

hombre, discreto,y honrado. ¡Me caeusted muy bien! Y no le he dicho todavíaque le encuentro guapísimo. Y en

Zamora las mujeres deben volverselocas por usted.

—No se me dan mal... —confesó elconductor.

Al cabo de un tiempo preguntó,mirándola descaradamente por elretrovisor:

—Me dijo usted antes que iba a LaFuentecilla, ¿no es cierto?

—Exacto. Eso le dije.—Y... ¿no hay por ahí cerca un

manicomio muy grande?Rió Alicia con tantas ganas que no

sabía cómo hacer para frenar suscarcajadas.

—¿Tanto miedo le da llevar una

loca a bordo?—No mucho. Todas las mujeres lo

son.Lo dijo con la boca chica. En

realidad, no las tenía todas consigo. Aldoblar una loma, Alicia le pidió queparase el coche.

—Desde aquí se divisa un granpanorama, Terencio. Deténgase, porfavor.

Desde el punto mismo en que loatisbo por vez primera, acompañada delfalso García del Olmo, Aliciacontemplaba ahora las tapias inmensas yla complicada arquitectura, mezcla detan diversos estilos, del manicomio de

Nuestra Señora de la Fuentecilla. Por uninstante, se preguntó cuánto habríapagado Heliodoro a aquel eleganterufián para representar su infamecomedia y conseguir encerrarla por supropia voluntad. ¿De quién sería la ideaoriginal de la farsa? ¿Quién tendríaderecho a patentarla? Heliodoro, no, deeso estaba segura. Carecía del ingenionecesario para haberla urdido. Sacudióla cabeza, con un ademán muy suyo,como si un mechón de pelo o unpensamiento le estorbara. ¿Quéimportaba ya eso? Heliodoro leresultaba, afectivamente, más lejano quelos miles de millas físicas que les

separaban. En cambio ahí, al alcance desu vista y muy cerca de su corazón,estaban el pequeño Rómulo, al quequería enseñar un oficio, y "la NiñaPendular", con la que quería llegar acomunicarse de mente a mente y hacerlasonreír, y Teresiña Carballeira, cuyotaller de bordados visitó, y Cosme "elHortelano", al que le unía no sólo lagratitud, sino la comunidad de anhelos,ya que pensaba imitar su ejemplo y dejartodos sus bienes al hospital. Allí estaba"la Mujer Percha", con las llagasproducidas en sus piernas por laincontinencia, que merecía ser cuidada,y don Luis Ortiz, que merecía ser

consolado, y Candelas "la Mujer delRincón", a quien ya era hora de que se lelevantase su eterno castigo. Y unoshombres y unas mujeres heroicos ysufridos cuya profesión era atemperarlos dolores ajenos. "Dios escribederecho con renglones torcidos", pensó.Esa es mi casa y ahí quiero vivir ytrabajar hasta el final. Y si César me lopermite, estudiaré medicina.

Consideró que se estaba dejandollevar demasiado lejos por susensoñaciones (pues llegó a verse, en lofuturo, nada menos que de directora delhospital) y dio orden a Terencio deculminar su trayecto. Cerró los ojos. El

deslizar de los neumáticos sonabadistinto al pasar del piso del asfalto, alde tierra sin asfaltar. Fuera de allí, elsilencio era muy grande. Alicia sóloatendía a estos rumores y al latidogozoso y anhelante de su corazón.

RECORDATORIODE

PERSONAJES

— Un hombre y una mujer ante lasverjas.

— "El Tarugo".— Teodoro Ruipérez, ayudante del

director.— El doctor Enrique Donadío.— Heliodoro Almenara.— Montserrat Castell, la psicóloga,

asistenta social, monitora de gimnasia ycarmelita.

— Conrada la Vieja.— La ecónoma.— "El Hombre de Cera", también

conocido por "el Hombre Estatua" y "laCariátide de Sí Mismo".

— Roberta, la guardiana de noche.

— "El Onírico".— Adela o la autocastigada en el

rincón.— El de la almohada esquizofrénica.— Don Luis Ortiz o "el Violador de

su Nuera" o "el Caballero Llorón".— El ciego, mordedor de bastones.— Ignacio Urquieta, o "el

Topógrafo" o "el Fóbico al Agua".— Celestino Expósito, apodado "el

Gnomo", "el Jorobado" y "el Palpadorde Nalgas Ajenas".

— Marujita Maqueira, la insulínicaconfidente de los extraterrestres.

— Carolo Bocanegra, falso mutista yciego voluntario.

— Rómulo, "el Niño Mimético", elgemelo, el falso hermano.

— Alicia la Joven, o "NiñaPéndulo" o "Niña Oscilante".

— Remo.— "El Hombre Elefante" o José

Sáez y García.— El jefe de los Servicios Clínicos,

doctor César Arellano.— "El Hortelano" que padece fobia

de alejamiento.— Los dos leones rugientes.— Sergio Zapatero, conocido por

"el Astrólogo" y por "el Autor de laTeoría de los Nueve Universos", ytambién "el Quijote" o "el Aquijotado".

— El inventor de su idioma.— Charito Pérez, "Gran Duquesa de

Pitiminí".— El capellán.— Norberto Machimbarrena,

mecánico dé la Armada, "el TripleHomicida", "el Quíntuple Homicida","el Hombre del Traje Azul", el de lacorbata.

— El padre, el hermano y la cuñadade Ignacio Urquieta.

— El doctor don Raimundo Garcíadel Olmo o cliente de Alice Gould.

— El "nuevo": Antonio elSudamericano.

— El doctor Sobrino, jefe de la

Unidad de Recuperación.— Conrada la Joven.— El suicida o uno de los

"tristísimos".— El otro tristísimo.— Pepito Méndez: "el

Albaricoque", o "el Hombre de las CienCartas".

— Teresiña Carballeira, o "laHomicida de su Madre", "la Parricida","la Triple Homicida", "la BordadoraSonriente".

— "El Autista" o "Solitario delCigarrillo".

— "La Mujer Gorila".— El doctor Rosellini, el medio

italiano, el médico guapo, jefe de laUnidad de Demenciados o domador dela "Jaula de los Leones".

— Samuel Alvar, director delmanicomio, antipsiquiatra.

— El hombre que bebía su orina.— El enfermero apellidado Terrón.— La doctora Dolores Bernardos,

especialista en tomografíacomputarizada y terapiaelectroconvulsionante.

— El doctor don José Muescas, jefede la Unidad de Urgencias.

— "El Currinche".— "El Adobe". "El Mustafá". "El

Pecas", o "el Niño del Hórreo".

— Los padres del endemoniado.— Señorita Sahágún, directora de un

colegio en que se venden drogas.— Los dos sociópatas de ETA.— Dos guardias civiles.— El que se ahorca dulcemente.— El que gusta de colorear el agua

del río con su sangre.— "Dios Padre" y sus innumerables

hijos.—La madre de Marujita Maqueira.— El inspector Morales.— El comisario Ruiz de Pablos.— El inspector Soto de la bella cara

de caballo.— El inspector Moro con cara de lo

mismo.— El verdadero forense.— Pepe, "el Tuerto" que no lo es.— María Luisa Fernández, detective

privada.— Carlos Arellano.— La madre y el hermano del

mordedor de bastones.— El guardián de la verja que voló

por los aires.— El tabernero de Aldehuela de

doña Mencía.— El pastor con radio y mastín.— Lola Pardiñas, la bonita

enfermera.— La loca del graznido.

— "La Mujer Tonelada".— "La Enana Muerta".— "La Ilustre Fregona".— "La Pleitista".— "La Onanista".— La demente de los falsos

parásitos.— "La Gatita Lesbiana".— "La Mujer Cíclope".— "La Mujer Percha".— La enfermera donostiarra.— Obdulio Limón, el ex comisario

albino, de los ojos colorados.— El mutista que pide cigarrillos al

anterior.— Chemarí Goñi, el niño que sabe

patinar.— Las bellas muchachas bilbaínas,

amigas de Ignacio.— Un vecino de los Almenara

llamado Donadío.— Terencio "el Zamorano":

conductor de coches de alquiler,— y ALICE GOULD, también

llamada LA ALICIA, LA ALMENARA,LA RUBIA Y LA DETECTIVE.