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Página 1 de 30 UNIDAD DIDÁCTICA II EL ARTE DE LAS PRIMERAS CIVILIZACIONES AGRARIAS Tema 04. Mesopotamia y Persia Las sociedades prehistóricas del Viejo Mundo fueron ganando complejidad hasta desembocar en fórmulas de organización social, económica y política muy evolucionadas, caracterizables en lo sustancial por el hecho de constituirse en sociedades urbanas, aglutinadas en ciudades, algo que es mucho más que el hecho de vivir en unidades de habitación de determinadas características y complejidad. La vanguardia de esta evolución estuvo, como hemos visto, en Egipto; pero también en el Próximo Oriente, donde se dieron una multitud de factores humanos, geográficos, económicos y climáticos para que se desarrollara en Mesopotamia una de las primeras sociedades urbanas. Fue hacia el quinto milenio a. de C. cuando tiene lugar el bullir de las primeras ciudades gracias, entre otras cosas, a que los sumerios, procedentes de las tierras altas del norte, llegaron hasta este territorio con la intención de explotar las amplias posibilidades agrícolas y ganaderas y potenciar su activo comercio exterior que muy pronto alcanzaría las tierras de Siria, Egipto y la India. En este medio la sociedad urbana era un artificio cultural de enorme importancia ya que exigía recursos poderosos para garantizar no sólo la supervivencia sino también el éxito del modelo. La religión y el papel asignado a los dioses fueron un eficacísimo medio de cohesión social, de uniformizacion y coordinación de los impulsos colectivos. Los soberanos adquirirían un férreo poder, que se ejercía en nombre de la divinidad, o se subrayaba por la identificación con la divinidad misma. En sociedades con esas características era imprescindible contar con medios eficaces con que divulgar las ideas esenciales para su organización y mantenimiento, y el arte se mostró como el mejor medio con el que disponer entonces de signos eficaces de transmisión de los mensajes necesarios. Se configuró así un arte complejísimo, que más allá de sus cualidades artísticas o estéticas, tuvo una misión distinta al mero disfrute intelectual. Servía para consolidar normas, transmitir ideas de poder, autoridad o dominio, subrayar roles sociales, desde los de imposición a los de sometimiento; era, en pocas palabras, el motor que permitía el funcionamiento de esta gran máquina que significa la aparición de los primeros grandes estados.

Resumen interesante del arte en mesopotamia

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UNIDAD DIDÁCTICA II EL ARTE DE LAS PRIMERAS CIVILIZACIONES AGRARIAS

Tema 04. Mesopotamia y Persia

Las sociedades prehistóricas del Viejo Mundo fueron ganando complejidad hasta desembocar en

fórmulas de organización social, económica y política muy evolucionadas, caracterizables en lo

sustancial por el hecho de constituirse en sociedades urbanas, aglutinadas en ciudades, algo

que es mucho más que el hecho de vivir en unidades de habitación de determinadas

características y complejidad.

La vanguardia de esta evolución estuvo, como hemos visto, en Egipto; pero también en el

Próximo Oriente, donde se dieron una multitud de factores humanos, geográficos, económicos y

climáticos para que se desarrollara en Mesopotamia una de las primeras sociedades urbanas.

Fue hacia el quinto milenio a. de C. cuando tiene lugar el bullir de las primeras ciudades gracias,

entre otras cosas, a que los sumerios, procedentes de las tierras altas del norte, llegaron hasta

este territorio con la intención de explotar las amplias posibilidades agrícolas y ganaderas y

potenciar su activo comercio exterior que muy pronto alcanzaría las tierras de Siria, Egipto y la

India.

En este medio la sociedad urbana era un artificio cultural de enorme importancia ya que exigía

recursos poderosos para garantizar no sólo la supervivencia sino también el éxito del modelo. La

religión y el papel asignado a los dioses fueron un eficacísimo medio de cohesión social, de

uniformizacion y coordinación de los impulsos colectivos. Los soberanos adquirirían un férreo

poder, que se ejercía en nombre de la divinidad, o se subrayaba por la identificación con la

divinidad misma.

En sociedades con esas características era imprescindible contar con medios eficaces con que

divulgar las ideas esenciales para su organización y mantenimiento, y el arte se mostró como el

mejor medio con el que disponer entonces de signos eficaces de transmisión de los mensajes

necesarios. Se configuró así un arte complejísimo, que más allá de sus cualidades artísticas o

estéticas, tuvo una misión distinta al mero disfrute intelectual. Servía para consolidar normas,

transmitir ideas de poder, autoridad o dominio, subrayar roles sociales, desde los de imposición a

los de sometimiento; era, en pocas palabras, el motor que permitía el funcionamiento de esta

gran máquina que significa la aparición de los primeros grandes estados.

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Con estos condicionantes se asiste en las culturas antiguas del Próximo Oriente a un

espectacular desarrollo de las formas artísticas. Sólo en un medio urbano era necesario un arte

tan complejo, y sólo en un medio urbano era, además, posible, debido a las propias

particularidades de la vida en la ciudad.

El resultado de todo ello es uno de los grandes capítulos de la Historia del Arte, que aúna en sus

manifestaciones un aire común, un estilo que podemos considerar mesopotámico, pero también

incorpora elementos de gran variedad según periodos históricos y países.

04.1 Mesopotamia

■ EL ARTE SUMERIO

A lo largo de un periodo que abarca casi 700 años (3000 – 2340 a. de C.), Mesopotamia no

existió como tal. En su suelo se alzaban numerosas ciudades-estado independientes, bajo

dominación sumeria, que rivalizaban entre sí por alcanzar la hegemonía. El centro de ellas era el

templo, erigido en honor de la divinidad local, pero que constituía el eje de la vida religiosa,

política e incluso económica. La máxima autoridad, ostentada inicialmente por la clase

sacerdotal, pasó a recaer en un gran hombre (lugal o patesi) que instituyó dinastías de carácter

local, sin dejar de aspirar al gobierno de las demás ciudades. Después de varios intentos fue el

lugal de Lagash, Ur-anse o Ur-Nina, quien después de instituir la I dinastía, consiguió mantener

cierta hegemonía sobre las demás ciudades hasta que Lugalzaggizi de Umma, que recibió el

título de rey de los países, conquistó las ciudades de Lagash, Ur, Uruk, Kis y Nippur, las más

importantes de la treintena que se levantaban en suelo mesopotámico.

Esta época de dominación sumeria, rica en manifestaciones artísticas, quedó interrumpida

cuando un funcionario de Accad de ascendencia semita, Sarrukin, se proclamó, tras apenas

lucha, rey de Kis y, con el nombre de Sargón I, invadió el territorio sumerio de la Baja

Mesopotamia. A lo largo de su reinado, que se inició hacia el 2340 a. de C. y que duró cerca de

cincuenta años, Sargón I consiguió dominar desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico y su

reinado supuso un primer intento de unificación política de Mesopotamia en un momento de gran

interdependencia económica entre las diversas ciudades. Esta centralización motivó, aparte de la

creación de un gran aparato burocrático, el nacimiento de una nueva consideración del lugal o

del rey, que se hizo adorar como rey-dios en vida, anteponiendo a su nombre el símbolo divino.

Los sucesores de Sargón I conservaron con dificultad el Imperio Acadio, el cual llegó a su

máximo esplendor en el reinado de Naram-Sim, cuyas hazañas fueron inmortalizadas en la

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famosa estela que lleva su nombre. A su muerte, hasta siete reyes se sucedieron en cortos

periodos caracterizados por luchas dinásticas que facilitaron la invasión de los guti, pueblo

procedente de Irán que arrasó las grandes ciudades del Imperio, como Ur y Uruk. Y aunque

pudieron ser expulsados hacia el 2050 a. de C. después de casi un siglo en el poder, los que

vinieron a ocupar su lugar, los gobernantes de Uruk, fueron casi inmediatamente desbancados

por el rey Ur-Nammu, de la tercera dinastía de Ur con el que habría de llegar a Mesopotamia un

periodo de tranquilidad, que en la Historia del Arte se identifica con el periodo neosumerio. En

particular florecieron las relaciones comerciales, tanto las interiores como las exteriores, lo cual

contribuyó a que el rey pudiese emprender la reconstrucción de los templos destruidos bajo la

dominación anterior.

► La arquitectura sumeria

A los sumerios corresponde, por decirlo de alguna manera, la colocación de la que sería la

primera piedra del arte mesopotámico. Y esta habría de ponerse, en primer lugar, en el ámbito

de la arquitectura religiosa, iniciando así lo que fue el proceso de formación del templo sumerio,

que empezó por ser una modesta construcción cuadrada, como una casa más, pero que

después de varias renovaciones fue adquirieron la prestancia y las características básicas del

templo mesopotámico definitivo. De hecho cualquiera de los templos mesopotámicos se

identificaba por un nombre propio antecedido por el concepto de casa (en sumerio E, y en acadio

Bit). El templo es la casa de la omnipotencia, la casa del fundamento del cielo y de la tierra, o la

casa del toro de la región. En cualquier caso, los templos se levantaban con las aportaciones de

todas las clases y, especialmente, con la intervención financiera de los reyes.

Estos primeros templos eran recintos abiertos a los fieles por diversas entradas, con una

pequeña capilla que era propiamente el lugar sagrado. En uno de los muros, un nicho señalaba

el lugar de la presencia del dios, quizá el de su estatua, y ante ese nicho una mesa, por lo común

construida de adobe, era utilizada para las funciones propias del culto. Así lo vemos, por

ejemplo, en uno de los niveles más antiguos del Templo de Eridu, que muestra ya elementos

constructivos que serán propios de los templos mesopotámicos a lo largo de los siglos.

Este modelo arquitectónico se adecuaba perfectamente, además, al empleo del adobe, el

material arquitectónico asequible en una región arcillosa y privada de buenas maderas y de

canteras de piedra. Simplemente secado y endurecido al sol, el ladrillo de adobe dará carácter a

la arquitectura mesopotámica, que se atenía a las imposiciones materiales de la zona, al tiempo

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que explotaba las cualidades de un material modesto pero de extraordinarias posibilidades,

sobre todo tratado con técnica cada vez mejores, entre ellas la de la cocción a altas

temperaturas.

En la etapa siguiente de la historia del arte sumerio, la que se conoce como de las primeras

dinastías o época dinástica arcaica, aproximadamente entre el 2900 y el 2330 a. de C., la

arquitectura templaria muestra como novedad principal la ruptura con la disposición abierta de

los templos, la tendencia a asilarlos, a hacerlos menos accesibles, hasta convertirlos en ciertos

casos en edificios reciamente fortificados, tal y como se puede documentar en el Templo de

Hafaya, donde el templo queda encerrado en un doble recinto amurallado de forma oval. Parece

como si la sociedad sumeria se hubiera vuelto menos confiada al concluir la época dorada de

Uruk, y el templo, que era además un importante centro de poder político y económico, se

rodeara de toda clase de precauciones.

Algo parecido podemos ver en el Templo Blanco de Uruk, consagrado al dios del cielo Anu. Ya

no se trata del espacio que acoge libremente a los fieles, sino del espacio concebido como punto

de unión con lo divino. El santuario, en sí, es de pequeñas dimensiones en comparación con el

del templo; lo grandioso, en cambio, es la montaña artificial sobre la que se alza y la escalinata

que permite alcanzar la cima. Esta tipología alcanzó la mayor de las resonancias en la historia

mesopotámica, si bien no llegó a convertirse en la construcción imprescindible de cualquier

recinto sagrado hasta finales del III milenio a. de C.

También en esta época de las primeras dinastías, en las que luchan por la hegemonía varias

ciudades principales, como Uruk, Ur, Umma o Lagash, los poderes de éstas y de sus reyes se

hacen más acusados, y tendrán como correlato arquitectónico las grandes murallas de ciudades

y la aparición de los primeros palacios. Unas y otros subrayan la tendencia al encastillamiento

comentada para los templos, y denuncia un periodo de recelos y antagonismos que harán de las

ciudades organismos cada vez más militarizados. Entre las primeras merece la pena destacar

las Murallas de la ciudad de Uruk que se ofrecen como una nueva proyección del esfuerzo

económico y técnico de las ciudades mesopotámicas.

En cuanto a los palacios, compartirán con el templo el carácter de referente principal de lo que

supone la vida en las ciudades. El palacio no era únicamente la casa de los soberanos: era un

micromundo en el que, aparte de la familia real, se apiñaba un sinnúmero de gente bajo las

órdenes de un intendente. Al contrario de los templos, el palacio se extendía en sentido

horizontal. Su estructura reproducía la de la casa de un ciudadano acomodado, a la que se

incorporaron los signos propios del poder como escaleras, pórticos y largos corredores, así como

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las estancias relacionadas con las funciones de gobierno (salas columnadas y dependencias

administrativas). Entre los restos conservados hay que destacar los del Palacio de Mesilim de

Kis, con una organización que distingue dos grandes conjuntos yuxtapuestos: uno de

representación y uso cortesano, y otro para la vida administrativa. Todo en él componía una

soberbia construcción desde la que garantizar la labor de control del monarca, y con la que

transmitir, traducido en una contundente arquitectura, un inequívoco mensaje de poder.

► Las artes figurativas

La creatividad de los sumerios se puso particularmente de relieve en el dominio de las artes

figurativas. Su contenido inicial, fundamentalmente religioso y votivo, fue cediendo

progresivamente terreno a otros objetivos de carácter conmemorativo, histórico y político.

El arte como referente colectivo se relacionaba, entre otras cosas, con el hecho de que buena

parte de las festividades oficiales y populares giraban en torno a celebraciones religiosas

presididas por el culto a la diosa Inanna, una Diosa Madre de la Naturaleza, y al dios Dumuzi,

una encarnación del principio complementario de la fecundidad y del espíritu de la vegetación,

que periódicamente moría y se renovaba cada año para mantenerse eternamente joven. Buena

parte del arte sumerio estará al servicio de la implantación de estas ideas religiosas

vertebradoras de la sociedad en que se desarrollaron. Uno de los ejemplos más característicos

lo encontramos en el Vaso ritual de Uruk, una obra maestra del relieve en piedra,

concretamente en alabastro, que representa la ofrenda a Inanna de los frutos de la tierra y de

otros dones como ilustración de una ceremonia principal en el ciclo de celebraciones anuales.

El relieve va a tener, sin embargo, una expresión magistral en una de las obras más

representativas de la época de las primeras dinastías: la Estela de los buitres, con la que el

príncipe Eannantum de Lagash celebra su victoria sobre la ciudad de Umma. Aunque se

encuentra muy mutilada, la estela atenía una altura de 1,80 metros, tenía forma rectangular con

la parte superior redondeada y estable íntegramente decorada con relieves, no sólo en sus dos

caras sino también en los cantos o bordes de la placa. En todos ellos, o por lo menos en los que

se conservan, muestra un carácter muy narrativo a través de franjas superpuestas en las que se

van desarrollando una serie de escenas de una gran minuciosidad en los detalles y unas

descripciones muy eficaces.

En la escultura de bulto redondo, aunque tiene por lo menos al principio un desarrollo bastante

limitado, no obstante conocemos obras donde se muestra una gran soltura técnica. Este es el

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caso del altorrelieve que representa a Imdugud, el águila leontocéfala que es el atributo de uno

de los dioses sumerios; también podemos destacar la serie de figuras de orantes realizadas en

alabastro halladas en el Palacio de Tell Asmar y que pueden ser representaciones del dios Abu.

Son figuras de corte muy esquemático, geometrizantes, con cuerpo de reloj de arena, manos

unidas y rostros atónitos, que recuperan de alguna manera fórmulas ensayadas en la época

prehistórica.

Otro de los grandes ámbitos de actuación del arte sumerio fueron los sellos signatarios que

destacan por su gran creatividad, capacidad imaginativa y por su enorme variedad y riqueza en

lo que se refiere a los motivos representados, que van desde simples motivos geométricos o

series de animales más o menos estilizados hasta escenas de complejo significado.

► Las artes suntuarias

Los artesanos sumerios dieron prueba inapelable de su maestría en la creación de objetos

suntuarios, de los cuales los más famosos y deslumbrantes se hallaron en las Tumbas Reales de

Ur. Deben ser vistos como auténticos testimonios del poder de los soberanos de estas primeras

dinastías, pero también por la ritualidad que manifiestan. Entre ellos merece destacarse el

Estandarte de Ur, una caja de destino incierto con escenas de guerra equiparables a las de la

Estela de los Buitres, dibujadas mediante taracea de concha y caliza sobre fondo de lapislázuli.

■ EL ARTE ACADIO

Como hemos señalado al principio, en los cuatro últimos siglos del III milenio a. de C., Sumer se

vio sacudida por importantes cambios políticos y sociales. Uno de los episodios más

trascendentales en este sentido fue la imposición del poder semita bajo el liderazgo de Sargón I,

que se hace con el poder de todas las ciudades de Sumer y crea un imperio que se extendió,

como hemos dicho, desde el Golfo Pérsico al Mediterráneo, con centro en la nueva ciudad de

Accad que, por cierto, aún no ha sido encontrada.

Durante el tiempo en el que gobernó Sargón y sus sucesores hasta que su imperio por destruido

por los invasores guti, el arte acadio consiguió dar un impulso creativo a la base artística de las

tradiciones sumerias, constituyendo el legado artístico que sin cambios sustanciales se mantuvo

con la recuperación de la hegemonía sumeria, y la base también de la producción artística

paleobabilónica, a la que se deben ya nuevos ingredientes de interés.

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El ejercicio de poder absoluto que supuso el ascenso al poder de Sargón I y sus sucesores se

tradujo en una abierta instrumentalización del arte, convertido en la principal expresión del poder

político y militar del soberano. Así la proyección religiosa o votiva del arte no sólo se reduce al

intentar el poder civil controlar esta faceta, sino que el soberano suplanta el papel de los dioses y

se convierte también en protagonista de los asuntos tratados por la escultura o de los ambientes

creados por la arquitectura.

El hecho de que las ruinas de la destruida ciudad de Accad aún no hayan sido descubiertas por

los arqueólogos nos sitúa ante un panorama, desde el punto de vista arquitectónico, bastante

parcial que se intenta completar con la información que procede de otros centros dominados o

influidos por los sargónidas. Las construcciones que han podido ser estudiadas en ellos reflejan

los adelantos de la época acadia y la constante idea de la autoridad del rey proyectada a los más

importantes edificios públicos. En este sentido una de las muestras más relevantes de las

creaciones acadias es el Palacio de Naram-Sin en Tell Brak (Siria). Tiene planta casi cuadrada

y ofrece el aspecto de un edificio totalmente planificado, en el que destaca el imponente muro de

cierre exterior que le daría la impresión de un castillo inexpugnable. Presenta una única puerta

de entrada, flanqueada por torres, dando lugar a un modelo que habremos de ver con

posterioridad, y desde ella se da paso al interior, distribuido en varios patios y multitud de

estancias con distintas finalidades.

Más efectiva resulta la comprobación de la nueva dimensión del papel que desempeña el rey en

otras manifestaciones del arte acadio. Entre ellas son extraordinarios los restos de estelas en las

que se viene a confirmar la asunción del papel divino por parte del monarca. Ese concepto se

apoya en parte en el propio material en que están realizadas. La mayoría lo hacen en diorita, una

roca oscura y dura que constituye un auténtico reto para el escultor al exigir un gran dominio

técnico en su realización. Acabada y pulida, la diorita ofrece una superficie de aspecto metálico,

que se presta de forma ideal para soporte de uno de los temas principales de la época, el de la

efigie del monarca más o menos monumental. Además de la diorita, el alabastro, la caliza o la

arenisca serán también soportes pétreos usados a menudo por los escultores acadios. Desde el

punto de vista estilístico se percibe claramente un afán por el naturalismo y la fidelidad a los

detalles anatómicos que intensifica y continúa la mejor tradición sumeria en esta línea.

Una de las obras más importantes en este sentido es la Estela de Naram-Sin conservada en el

Museo del Louvre. La estela supone una de las cumbres del relieve histórico del arte de

Mesopotamia y es signo claro de la madurez política, histórica y artística del periodo en que fue

creada. Presenta un único relieve que cubre por completo una de las caras de la estela realizada

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sobre una gran piedra de vértice apuntado de casi dos metros de altura. El tema, la glorificación

del soberano, que como un dios asciende solemnemente hacia la cúspide de la composición, al

frente de sus tropas y aplastando a sus enemigos, para hacer eterno el recuerdo de su victoria

sobre los lulubitas (los temibles poblados de los montes Zagros).

■ EL ARTE NEOSUMERIO

En la historia de la arquitectura religiosa de este periodo el otro gran episodio fundamental en su

propia configuración habría que situarlo en la época del restablecimiento de autonomía política

de los sumerios con posterioridad al modelo imperial que habían forjado Sargón I y sus

sucesores, dando lugar a lo que en la Historia del Arte conocemos como el periodo neosumerio,

que aunque se atiene a los logros creativos de los acadios, muestra un evidente tono de

recuperación de las propias tendencias sumerias, más explícitas en algunas de sus creaciones.

De hecho es en esta época cuando cuajó su construcción más popular, el edificio religioso por

antonomasia de las antiguas civilizaciones del Próximo Oriente: el zigurat. Las raíces tipológicas

del zigurat se hallan en los templos construidos en la primera época sumeria sobre plataformas o

montañas artificiales, algunas veces con dos terrazas superpuestas. Sin embargo, ahora, el

zigurat se convirtió en la parte fundamental del templo o en templo propiamente dicho quedando

consagrado como un tipo arquitectónico definido en sí mismo, lleno de posibilidades y con una

capacidad de sugestión como muy pocos en toda la historia de la arquitectura. En su larga

historia ha presentado variaciones que se han intentado resumir en tres tipos básicos: el zigurat

rectangular, cuyo acceso está resuelto por medio de escaleras; el zigurat de planta cuadrada, en

el que las rampas de acceso sustituyen a las escaleras, y el denominado zigurat combinado, en

el que se utilizan escaleras para acceder a los pisos inferiores y rampas para los superiores. A

estos tipos que fueron propuestos por el arqueólogo Eckhard Unger, se incorpora un cuarto,

propuesto por André Parrot, constituido por el santuario sobre terraza alta que es considerado

como el antecedente de la definitiva forma del zigurat.

Aunque su construcción tuvo mucho éxito y se hicieron muchos, el más importante y mejor

conservado es el Zigurat de Ur que el rey Urnammu hizo en la capital de su reino y que dedicó a

la diosa lunar Nannar.

Otro de los edificios mejor documentados para comprobar la tendencia, ya anunciada con

anterioridad, de la asunción de la divinización directa del príncipe como rasgo asimilado de la

huella política de los acadios, es el Templo y Palacio de Shusin en Tell Ashmar. Es un edificio

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de planta cuadrada, de recios muros, que consagra una fórmula arquitectónica basada en una

cella más ancha que profunda, antecedida de una antecella como rasgo más característico.

Junto al templo de construiría con posterioridad un palacio que incluye a su vez un templo con la

misma planta que el anterior. La propia estructura del recinto, la pomposidad en lo que se refiere

a su decoración y el hecho en sí de fusiones en una sola obra el palacio y el templo, son indicios

que revelan una concepción del poder del soberano que se eleva al fundirse con la divinidad.

La producción escultórica más notable y característica de esta etapa la constituye el nutrido

grupo de las estatuas de Gudea, gobernador de la ciudad de Lagash. Son esculturas de diorita

negra, el material preferido por los acadios, que representan a gudea de pie o sentado, aunque

siempre en una actitud recogida, con las manos enlazadas, vestido con la toga que deja

descubiertos el hombre y el brazo derechos. Son estatuas muy compactas, tanto por la

disposición como por la representación de una anatomía robusta, maciza y apretada. Más

destacado es el tratamiento de la cabeza, que muestra, cuando se conserva, un rostro

idealizado, redondo, de grandes ojos con párpados gruesos y bien dibujados, y cejas unidas y

estilizadas como dos hojas de palmera; lleva el cráneo desnudo o se toca con una peluca o un

bonete de lana con rizos a modo de una especie de turbante.

Como influencia también de las tradiciones escultóricas acadias surge una concepción muy

particular del retrato neosumerio, en la que se representa al soberano piadoso, orante ante la

divinidad y no al caudillo militar que es más propio, como hemos visto, del arte acadio. En esta

línea se sitúa la Estela del príncipe Urnammu, el gran artífice de la restauración sumeria.

04.2 El arte en Asiria y Babilonia

■ EL ARTE ASIRIO

En la historia del arte mesopotámico, el arte asirio ocupa un lugar destacado por su acusada

personalidad, por la nítida traslación al lenguaje artístico de una forma de ser que estaba basada

en el vigor y la fuerza. Su papel se entendía como un proyecto asumido como mandato divino,

en el que cabían también actitudes de piedad y de respeto al papel de los dioses igualmente

extremas. De hecho resulta significativo que Asur, el nombre del dios principal, diera nombre a la

ciudad básica, al país y al pueblo y, como no, también el arte.

Los asirios forjaron su personalidad y su camino histórico como respuesta a la propia coyuntura

de la época. Así en un periodo y en un territorio de continuos movimientos de pueblos, de

creación y destrucción de estados empeñados en detentar el poder, en el que todos había de

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desempeñar el papel de dominados o dominadores, Asiria decidió jugar con fuerza y preparó su

aparición en escena de forma meticulosa: un formidable ejercito, paradigma en toda la historia de

ferocidad y eficacia, y una extraordinaria capacidad organizativa, económica y científico-técnica

que le otorga también la dimensión de promotores de una de las grandes civilizaciones antiguas.

Sus orígenes hay que buscarlos en la ciudad de Asur, una ciudad de la Alta Mesopotamia a

orillas del Tigris, la cual llegó a ser un núcleo importante durante el imperio acadio. Precisamente

en los acadios tuvieron los asirios el modelo inicial de su perfil cultural e histórico. No extraña,

por tanto, que para recordarlos algunos de sus soberanos adoptaron el nombre de Sargón, en

recuerdo del gran rey acadio.

Habrá que esperar aproximadamente hasta el siglo XIV a. de C. para que Asur se mostrara ya

como una potencia indiscutible dando comienzo a un proceso histórico cuyos hitos principales se

podrían resumir en lo siguiente. A principios del siglo XIII a. de C., el rey Tukultininurta I

conquista Babilonia. Más tarde, el rey Tiglapileser I consiguió llevar el poder asirio hasta el

Mediterráneo, recibiendo el vasallaje de importantes ciudades fenicias de Biblos y Sidón. En el

siglo IX a. de C., por obra de reyes como Asurnasirpal II y Salmanasar III, los asirios controlan un

poderoso imperio extendido por el gran arco de la cultura antigua en Asia Anterior, desde la

costa mediterránea hasta el Golfo Pérsico. En los siglos siguientes este imperio habría de ir

consolidándose y ampliándose, gracias a reyes como Tiuglatpileser III, Sargón II y Asaradón que

llegó a extenderse, con la conquista del Bajo Egipto, hasta Menfis. El hijo de este último,

Asurbanipal, fue el último gran rey asirio, estratega y eficaz conquistador, pero sobre todo un

monarca culto, un verdadero sabio que se alinea con los grandes soberanos estudiosos y

protectores del saber que consolidaron la cultura de su época y se esforzaron por salvar el

legado del pasado. Con él Asiria escriba una última página de particular brillantez civilizadora,

poco antes de que fuera prácticamente borrada del mapa por los medos y los babilonios, cuyos

episodios más importantes serían la destrucción de Asur en el 613 a. de C. y de Kalkh y Nínive,

residencia esta última de los reyes asirios, en el 612 a. de C.

► Los inicios del arte asirio

Con anterioridad a la formación del gran Imperio Asirio en el siglo IX a. de C., el arte asirio

conoce una etapa de configuración de lo que serán sus rasgos propios. En ella el modelo serán

el arte mesopotámico y, en concreto, las fórmulas acadias tal y como demuestra la

representación de los monarcas en las que se prescinde de las escenas piadosas de

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introducción o presentación ante los dioses para ser los protagonistas indiscutidos de toda la

representación. Es por ello que en el arte asirio la guerra como ejercicio y como tema será una

de las señas de identidad más significativas.

Buena parte de las manifestaciones asirias de esta primera gran etapa tuvieron por escenario la

ciudad Asur; pero sus vestigios son muy escasos, y aunque los estudios arqueológicos permiten

hacer algunas propuestas sobre su apariencia urbana o sobre sus principales monumentos, la

verdad es que resultan mucho más conocidas aquellas otras ciudades que fueron elegidas como

residencia y capital de sus dominios reservando para Asur el papel de ciudad fundacional y

sagrada. Como ejemplos de esta tendencia podríamos citar la ciudad de Kartukultininurta y,

sobre todo, Kalakh, al norte de Asur.

► La consolidación del arte asirio

Aunque la ciudad de Kalakh había sido fundada siglos antes por el rey Salmanasar I,

correspondió a Asurnasirpal II el convertirla en la capital de un poderoso imperio que, como

hemos señalado, se extendía ya, a comienzos del siglo IX a. de C. desde el Mediterráneo al

Golfo Pérsico. Para ello procedió a una completa refundación, una obra ingente que tenía su

núcleo principal en una amplia ciudadela donde construyó el Palacio de Kalakh cuya estructura

recuerda las fórmulas aplicadas en los palacios acadios de acuerdo a un sistema en el que se

distingue una zona de ingreso y una zona residencial, cada una de las cuales precedidas de

amplios patios y unidas entre sí por dos estancias principales en una de las cuales se

encontraba el salón del trono. En cualquier caso, lo más importante de este palacio será su

decoración escultórica, en la que el lenguaje artístico asirio se define y distingue con claridad y

firmeza respecto de la tradición mesopotámica heredada. Sus dos grandes logros los

encontramos, en primer lugar, en la decoración de las estancias principales con grandes

conjuntos de relieves y, en segundo lugar, en el gusto por proteger y ornamentar las puertas con

gigantescas esculturas de animales reales o fantásticos. En relación con estos últimos, sabemos

que las dos puertas de entrada al salón del trono estaban guarnecidas con leones androcéfalos y

toros alados igualmente de cabeza humana, grandes esculturas de alabastro, realizadas en

parte en relieve y en parte en bulto redondo. En cuanto a los relieves, se hallaban estos también

decorando las paredes del gran salón del trono a través de placas de alabastro dispuestos en

tres registros horizontales con escenas de guerra y de caza. En ellos el afán narrativo conduce a

representaciones de gran detallismo en las formas y en la idea, en la que se dará cabida incluso

a pormenores anecdóticos, sobre todo en las escenas de guerra donde se hace gala de una gran

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inventiva en la resolución de secuencias complejas, falsas perspectivas, escalas convencionales,

alusiones paisajísticas más o menos esquemáticas, etc. En cualquier caso, en unas y otras, el

protagonista es el rey que destaca siempre por encima de cualquier otro elemento representado.

Por si hubiera alguna duda al respecto de la intención simbólica que tienen estos relieves, el

panel que adorna el fondo del nicho donde se hallaba el trono nos sitúa ante una composición en

la que el soberano aparece representado dos veces a uno y otro lado del Árbol de la Vida, con lo

que se subraya el papel del rey como protector y vivificador del Árbol de la Vida, que crece bajo

la cálida tutela de Asur; es el rey como encarnación de un poder benéfico que pone orden en la

naturaleza y en la conflictiva coexistencia de los hombres y sus diferentes pueblos.

El conjunto de los relieves de Kalakh fija los grandes temas del arte asirio y el estilo en que se

expresará desde entonces: el gusto por el relieve plano, con acento en el dibujo y los

pormenores, su carácter esencialmente documentalista, la aplicación de convenciones de

enorme eficacia a la hora de representar las figuras y la tendencia a un naturalismo expresionista

que caricaturiza la realidad para acentuar la sensación de fuerza. En definitiva la constitución de

un canon escultórico que también tiene su reflejo en la estatuaria de bulto redondo, como vemos

en la estatua de Asurnasirpal II, pero que nunca llegaría a alcanzar las cotas del relieve.

Otra aportación tipológica de los asirios fueron los llamados obeliscos, piedras de sección

cuadrangular con paredes laterales que tienden a la convergencia y que culminan con una

estructura escalonada que recuerda la del zigurat. Todas las superficies son aprovechadas para

incluir inscripciones o relieves que en ocasiones continúa de una cara a otra, con parte de la

figura en un lado, y la otra en la cara siguiente. Uno de los más famosos es el Obelisco Negro

del periodo de Salmanasar III, en el que a lo largo de veinte metros cuadrados de bajorrelieve se

representan escenas de sometimiento y entrega de tributos por las ciudades o los pueblos

vencidos, según las fórmulas narrativas habituales que ya hemos comentado.

► La madurez del arte asirio

A partir del siglo VIII a. de C. se inicia un periodo que en el terreno del arte significa la ratificación

de todos los logros anteriores, con obras que desarrollan los temas y el estilo definidos en la

etapa anterior y con experimentaciones nuevas que profundizan en las metas alcanzadas hasta

ese momento.

En el campo de las creaciones urbanísticas y artísticas uno de los episodios más extraordinarios

fue la construcción de una nueva ciudad, Dur Sharrukín o Jorsabad debida a la ambición

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política del rey Sargón II. El estudio de sus ruinas proporciona en la actualidad un valioso

laboratorio en el que comprobar las pautas artísticas propias del momento en que fue construida,

es decir, al final del periodo de esplendor del arte asirio. Su diseño respondió al deseo de hacer

de ella la expresión más rotunda del poder de Asiria y de su soberano. La ciudad se configura

como un gigantesco castillo de planta cuadra rodeado por una muralla de aproximadamente

ocho kilómetros reforzada con torres muy próximas entre sí. Dentro de las murallas se extendía

una amplia zona de caserío de la que apenas se conoce nada, mientras que en uno de los

extremos se ubicaba la ciudadela principal, separada del resto y elevada de forma artificial para

dar la sensación de superioridad, a la vez que contribuía a su percepción como algo

sobresaliente de la ciudad. Dentro de ella se concentraban el palacio real, con la residencia del

rey y la de la corte, así como los templos principales, de tal manera que el rey y los dioses

compartían, a los ojos de los demás, el mismo espacio sagrado. Por último, para completar la

iconografía de poder con la que se intentaba subrayar el papel del rey como mediador entre la

sociedad y los dioses, muy cerca del palacio, se alzaba el enorme zigurat, la gran torre de los

dioses a la que se ascendía por una rampa helicoidal.

Como complemento de todo este complejo, el programa escultórico y decorativo venía a

subrayar esos valores aparenciales de la arquitectura. Esa decoración incluía elementos

coloristas como los zócalos y frisos de ladrillo vidriado en algunos edificios, y escenas con

representaciones de largas procesiones o ambientaciones de caza y guerra con las que se

intentaban ilustrar los poderes, virtudes y hazañas del soberano. Dentro de este programa lo

más significativo, una vez más, como en el caso del Palacio de Kalakh, lo encontramos en la

entrada al salón del trono donde las puertas estaban flanqueadas por gigantescos lamasus, esos

toros androcéfalos alados que superan los cuatro metros de altura, y junto a ellos, genios alados

y un colosal personaje en altorrelieve de cinco metros que representa al héroe del león. En todos

ellos se ponen de manifiesto las formas propias del arte asirio como son el carácter

expresionista, hierático, monstruoso y casi acartonado de las representaciones.

Los sucesores de Sargón abandonan Jorsabad y trasladan la corte a la ciudad Nínive, convertida

en el nuevo escenario de las enormes empresas constructivas y decorativas de los monarcas

asirios. De hecho es en los palacios de esta ciudad donde se pueden contemplar las creaciones

más impresionantes del relieve asirio en lo que se refiere a representaciones de guerra y de

caza. Aunque en la senda tradicional del relieve plano, aunque tratado ahora con formas más

suaves, naturalistas y con un acentuado gusto por el detalle, lo más importante son los ensayos

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compositivos en los que el afán por narrar es el argumento esencial acudiendo para ello a falsas

perspectivas y a superposiciones llenas de ingenuidad y frescura.

Es precisamente aquí donde se encuentra uno de los conjuntos más brillantes y estimulantes del

arte asirio. Corresponde a la época de Asurbanipal, el último de los grandes reyes asirios. Se

trata de una de esas típicas escenas de cacería que fueron tan frecuentes en esta última época.

Una escena que no destaca por la complejidad de su composición, pues se atiene a la misma

sencillez de otros relieves asirios, sino que sobresale por la plasmación en un lenguaje artístico

de gran empaque que solemniza la fuerza aniquiladora del soberano. La parte más destacada de

estas composiciones la encontramos en el tratamiento de los animales, reflejados con un sabio

naturalismo, y con una monumentalidad y respeto que eran el mejor medio para destacar el

poder de su vencedor. Todo ello es lo que puede observarse, por ejemplo, en la célebre escena

de la Leona herida que se halla en el Museo Británico y que puede considerarse como el mejor

exponente del arte asirio en general.

■ EL ARTE BABILÓNICO

► El periodo paleobabilónico

El restablecimiento del poder sumerio a finales del tercer milenio a. de C., con posterioridad a lo

que había representado el primer intento de dominio imperial de la época sargónida, volverá a

derrumbarse poco antes del año 2000 a. de C. como consecuencia, una vez más, de la reiterada

presión de gentes del exterior. En este panorama serán los nómadas amoritas, semitas del oeste

de Mesopotamia, lo que acabarán imponiendo su dominio en numerosas ciudades como Mari,

Larsa, Isin y la más importante de todas, Babilonia, que llegó a imponerse y a cohesionar bajo su

dominio a todo el país, al que acabó dando nombre durante mucho tiempo.

En el difícil equilibrio político con otros estados de importancia creciente, como Asiria, o Elam, la

cima del poder babilónico en una primera etapa llegó con el rey Hammurabi (1792-1750 a. de

C.), que incluso dominó de forma episódica a los poderosos asirios y a todos sus competidores

de la zona.

El arte de este amplio periodo estuvo condicionado por la cambiante situación política, aunque

sobre la base de la tradición sumeria anterior, ratificada por el impulso creativo de los acadios,

que la asumieron y enriquecieron vigorosamente. Los amoritas, en cambio, no tenían mucho que

aportar como acervo propio a la cultura mesopotámica, pero, además, tuvieron particular interés

por identificarse con ella, por mantener su carácter y, si era posible, por enriquecerla.

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Uno de los testimonios más ejemplares de esta actitud lo encontramos en el conjunto

monumental más interesante de la época: el Palacio de Mari. La ciudad era una importante y

próspera estación caravanera situada en un punto ideal para el comercio entre Mesopotamia y

las ricas ciudades de Siria, abiertas al Mediterráneo y a los contactos con Egipto. El palacio tuvo

fama en su tiempo por la grandiosidad de su arquitectura y por el lujo y la riqueza de su

decoración. La recuperación arqueológica que hizo en él André Parrot con posterioridad a su

descubrimiento en 1933, nos permite hoy comprobarlo directamente y situarlo como una de las

mejores expresiones de una cultura con un fuerte sustrato mesopotámico, enriquecida por

importantes aportaciones de origen sirio y con ingredientes de otros lugares, particularmente de

Egipto.

La Babilonia de Hammurabi es en general mal conocida, pero de su reinado se conserva una de

las obras maestras de todo este periodo, la Estela del Código de Hammurabi (Museo del

Louvre). Aparte de la importancia del Código, un referente principal para el conocimiento del

pensamiento y del derecho de las civilizaciones antiguas, desde el punto de vista del arte

interesa particularmente la escena que sirve de coronación de toda la pieza, en la que el rey se

acerca al dios solar Shamash para recibir la inspiración de las leyes que se desarrollan en el

cuerpo del gran monolito. Es una escena de sencilla resolución plástica, pero también un

verdadero manifiesto de un arte equilibrado que sabe sacar partido a las prácticas del lenguaje

artístico heredado.

► El arte neobabilónico

Tras los tiempos de Hammurabi, Babilonia perdió todo su protagonismo histórico en un juego de

potencias que le fue por mucho tiempo desfavorable, a lo que se unieron algunos episodios

como el saqueo de los hititas hacia 1559 a. de C. o el control de la ciudad por los Kassitas

durante más de cinco siglos. De esta época, sin embargo, conviene señalar que se procedió a la

renovación de algunos aspectos importantes de la cultura babilónica, entre los que destaca la

construcción hacia 1430 a. de C. de un templo dedicado a Inanna en la ciudad de Uruk, en

donde es posible encontrar el precedente de las decoraciones arquitectónicas con ladrillos

vidriados que darán personalidad a importantes construcciones babilónicas y persas.

Acosadas sucesivamente por los elamitas, que acabaron con la dinastía kassita, y los arameos,

las ciudades babilónicas caerían bajo el dominio asirio hasta que los caldeos restablecieron el

poder y el prestigio de Babilonia. Consiguieron acabar con el Imperio Asirio y lograron, con el

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célebre rey Nabucodonosor (604-562 a. de C.) una época de esplendor que fue realmente

efímera pues duró hasta el año 539 a. de C., cuando el rey persa Ciro II se apodera de sus

dominios y hace entrar a Babilonia en una decadencia definitiva.

El testimonio más directo de la grandeza de esta etapa lo proporciona la propia ciudad de

Babilonia. De ella poseemos la semblanza que traza Herodoto a mediados del siglo V a. de C.:

«La ciudad se levanta sobre una ancha llanura y constituye un cuadrado

exacto de ciento veinte estadios en cada dirección… Está rodeada, en

primer lugar, por un foso ancho y profundo lleno de agua, tras el cual se

levanta una muralla que tiene cincuenta codos reales de ancho y

doscientos pie de alto… En el circuito de la muralla hay cien puertas,

todas de bronce, con dinteles bronceados y puertas laterales… La

ciudad está dividida en dos parte pro el río Éufrates que corre por el

centro de ella… La muralla, sobre una y otra ribera, tiene un saliente que

es llevado hasta el río; de este modo, desde las esquinas de la muralla,

se alza, a lo largo de cada ribera del río, una muralla de ladrillos cocidos.

En su mayor parte, las casas son de tres y cuatro pisos; todas las calles

corren en línea recta, no sólo las que son paralelas al río sino también

las calles transversales, que llevan al borde del agua… El centro de

cada división de la ciudad está ocupado por una fortaleza… En una se

levantaba el palacio de los reyes, rodeado por un muro de gran

resistencia y tamaño; en la otra se hallaba el recinto sagrado de Zeus

Bel… en medio del recinto había una torre de sólida mampostería de un

estadio de largo y ancho, sobre la cual se levantaba una segunda torre,

y sobre ella una tercera y así hasta la octava… Se asciende a la cúspide

por el exterior, por un sendero que da vueltas alrededor de todas las

torres... en la torre más alta hay un espacioso templo, en el que… hubo

antaño un gran lecho donde se suponía que el dios copulaba con una

sacerdotisa…»

Babilonia era una inmensa urbe de planta rectangular, dividida transversalmente en dos por el

curso del río Éufrates y rodeada por una doble muralla y foso que llenaban las aguas del mismo

río. Quedaba ordenada en espacios regulares, determinados por largas avenidas rectas según

criterios urbanísticos muy avanzados para la época. Una de ellas, la Vía de las Procesiones, en

la zona principal, se decoraba con muros con leones en relieve realizados en ladrillos vidriados, y

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terminaba al norte en la famosa Puerta de Ishtar. Se trata de una compleja disposición en dos

cuerpos, en función del doble encintado de la muralla, con una monumentalidad realzada por la

hermosa decoración colorista del conjunto a base de ladrillo vidriado policromado con figuras en

relieve. Su deslumbrante aspecto externo quedaba definidlo por el gran vano de entrada

flanqueado por torres cuadrangulares, todo de color azul intenso salpicado por la regular

disposición de las figuras de toros y dragones, atributos del dios Marduk.

La célebre puerta avisaba a la entrada de la ciudad del claro apartamiento de los signos de

poder que tanto gustaron a los asirios, y los monstruos y temas guerreros dejaban paso a una

figuración más amable, en la mejor tradición sumerio y paleobabilónica, que potenciaba la

imagen del soberano como ser piadoso, símbolo de la bondad de los tiempos y agente de la

prosperidad del reino.

Esta misma intención ideológica es la que hay detrás de la decoración del palacio real, situado al

norte de la ciudad, sobresaliendo de la muralla y bien fortificado. Éste se organizaba en torno a

grandes patios, el central de los cuales era el preámbulo a un hermoso y solmene salón del trono

cuyo rasgo más característico era la apariencia externa de su fachada, que repite el tono

colorista de la Puerta de Ishtar repitiendo el emblema mesopotámico de sosiego y prosperidad.

De nuevo, en ladrillo vidriado policromado se representa un friso de leones pasantes, a manera

de zócalo, sobre el que se suceden cuadros enmarcados por cenefas de palmetas, con árboles

de volutas estilizados como columnas que son una versión del conocido Árbol de la Vida.

En cuanto a las estructuras religiosas, los templos más importantes se hallaban en un amplio

sector del centro de la ciudad. El primero era el dedicado al dios supremo Marduk, respetando en

su santuario la disposición sumerio de un templo bajo y un templo superior o zigurat,

posiblemente el más célebre de Mesopotamia, conocido como la Torre de Babel, aunque de él

no quedan apenas restos, y sólo la descripción de Herodoto y otras referencias permiten hacerse

una idea de su aspecto y su tamaño.

Otras descripciones y los restos arqueológicos que han llegado hasta nosotros completan el

cuadro de una ciudad de riquísimos templos, suntuosas avenidas, complejas dotaciones

utilitarias y la excepcionalidad de artificios urbanos tan espectaculares como los famosos

Jardines colgantes, una de las Siete Maravillas del Mundo, que los arqueólogos han querido

reconocer en las ruinas de una construcción en terrazas escalonadas al noroeste del palacio.

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04.3 El arte en las regiones periféricas

■ ANATOLIA: ARTE HITITA Y NEOHITITA

► El Imperio Hitita

Aunque el poder y el esplendor de la civilización sumeria han desdibujado la presencia de otras

culturas periféricas al mundo mesopotámico, la gran península de Anatolia jugó un papel

histórico de gran importancia en la Antigüedad. Esta zona entrará en la Historia, en los inicios del

II milenio a. de C., con la adopción de la escritura cuneiforme de las culturas mesopotámicas,

para atender con mayor eficacia a sus relaciones comerciales con las mismas. En la primera

mitad del II milenio a. de C., una aristocracia extranjera de origen indoeuropeo se asentó en el

extremo occidental asiático, afianzándose progresivamente entre la base asiática existente hasta

alcanzar una total hegemonía.

El apogeo del reino hitita llegaría a partir de mediados del siglo XIV a. de C. con el reinado de

Subiluliuma que fue dueño y señor de toda Anatolia y del norte de Siria, alcanzando su época de

mayor brillantez con el siglo XIII a. de C. gracias a la labor de reyes como Hatusili III, que fue

respetado en su época como la cabeza de una de las grandes potencias de la zona, amigo de

egipcios y asirios, y promotor de una activa política de relaciones comerciales.

A finales de esa centuria, sin embargo, un complejo movimiento de pueblos en todo el Próximo

Oriente y en el Mediterráneo oriental acabó con el reino hitita dejando a su paso un reguero de

ciudades destruidas. No obstante, los rescoldos más o vivos de la Civilización Hitita aún se

mantendrían, hasta los primeros siglos del primer milenio a. de c., en los principados neohititas o

luvioarameos del norte de Siria, que cubren una etapa de gran interés histórico y artístico.

A la medida de su importancia histórica, los desarrollaron una cultura de gran personalidad que

tiene en el arte su más clara expresión, con producciones de sabor propio llenas de atractivo. El

arte hitita, a pesar de su carácter periférico con respecto al mundo mesopotámico, muestra su

influencia directa e indirecta. Pero será igualmente decisiva la impronta de Siria, integrada en sus

propios dominios, y la de Egipto a través suyo. Con todo forjan los hititas un arte de signo propio,

tanto o más importantes por cuanto, además de aportar sus logros a las propias culturas

orientales, jugó un importante papel mediador entre el Próximo Oriente y las culturas

mediterráneas.

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► El arte hitita

La organización de las ciudades hititas nos pone ante un escenario humano y urbano de sabor

más mediterráneo que mesopotámico. En principio, a juzgar por lo que conocemos de la capital

del Imperio Hitita, Hatusa, la ciudad se dispone de forma menos rígida, lo que se hace evidente,

sobre todo, en las zonas principales de representación, en la acrópolis, donde la hermética

arquitectura palaciega de Mesopotamia, con sus patios como elementos aglutinadores, es

sustituida por una relación abierta de edificios más o menos independientes, entre los que se

abren plazas que eran el ambiente elegido para encuentros o reuniones masivas.

Por otro lado, los principales asentamientos hititas son, más que ciudades, verdaderas

fortalezas. La propia Hatusa se protegía con una sólida muralla de doble cortina. En el interior de

la ciudad había muros internos que lo dividían en cuarteles aislables para dar mayor seguridad.

Y en último lugar, la propia acrópolis también contaba con su propio recinto amurallado. Para los

hititas era muy importante la apariencia de estas murallas y, particularmente, las puertas que

cuidaron con mucho esmero. Éstas destacan por la resolución arquitectónica a base de arcos

parabólicos falsos, apeados en grandes bloques de piedra decorados con impresionantes figuras

en relieve. De Hatusa se conservan la Puerta de los Leones con magníficos prótomos de

leones que parece emerger de forma fantasmagórica de la piedra y la Puerta del Rey en la que

se ofrece la obra maestra de los relieves arquitectónicos hititas de época imperial. Al margen del

tema, que es la representación de un dios de inspiración sirio-egipcia, lo que más destaca en el

relieve es la monumentalidad de la figura, sus proporciones y la eficaz combinación de las partes

vistas de perfil y las vistas de frente, en función de una forma basada en modelos muy antiguos

del arte mesopotámico; junto a ello la figura está muy bien modelada, sin olvidar la

representación de detalles anatómicos y en la vestimenta que contribuyen a dar un buen efecto

de conjunto.

Algo parecido podemos encontrar en los restos encontrados en la ciudad de Alaka Hüyük,

donde encontramos uno de los intentos más representativos del gusto hitita por fusionar la

arquitectura y la escultura: se trata de un bloque de puerta decorado con un león que posa la

garra delantera izquierda sobre un ternerillo agachado ante él.

En el país donde se rendía culto a mil dioses, las construcciones de carácter religioso recibían

también un tratamiento monumental. En Hatusa, una vez más, se han encontrado indicios de,

por lo menos, cinco templos. En todos ellos, el recinto sagrado solía estar cerrado por un muro,

construido, como las demás edificaciones en ladrillo y piedra. En dicho recinto se adosaban un

gran número de almacenes y dependencias de servicio que delimitaban un patio central. En este

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patio se alzaba el templo propiamente dicho, en el que se distingue una entrada principal desde

la que se accede a un patio rectangular o cuadrado con un pórtico de pilares en el lado opuesto

a la entrada. Una vez atravesado ese pórtico, se accedía a una serie de vestíbulos que

comunicaban con la capilla del templo. De entre los conservados uno de los más importantes y el

más amplio de todos ellos es el Templo del dios del Tiempo del Cielo.

Más espectacular, sin embargo, como muestra de la arquitectura religiosa hitita es el Santuario

de Yazilikaya, un afloramiento de rocas situado a algo más de un kilómetro de Hatusa, con dos

gargantas de paredes verticales que invitaban a considerarlas la morada apropiada para los

dioses. Aunque su uso con fines religiosos se remonta a las primeras etapas de la historia hitita,

será en el siglo XIII a. de C. cuando recibe una compleja decoración de relieves de significación

religiosa con los que se conforma el acceso a un santuario en el que los espacios naturales de

las gargantas se convierten en espectaculares cellas sagradas. Sobre dichas gargantas se

desarrolla, como hemos dicho, el gran capítulo de la escultura hitita, relacionada estrechamente

con la arquitectura. Y todo ello a través de un conjunto excepcional de atrevidos relieves, en los

que predomina más la silueta contundente de los personajes representados que el interés por el

detalle. Desde el punto de vista temático se podría decir que se distingue entre lo que sería, por

un lado, la representación de un encuentro de las divinidades supremas dispuestas en largos

cortejos de dioses y diosas y, por otro lado, una temática destinada al templo funerario del rey

Tudaliya IV, divinizado a su muerte según la costumbre del país. Su posible significado infernal

conecta con el destino religioso y funerario de este ambiente, y realza la sensación de ritualidad

y misterio que se respira en la totalidad del santuario, uno de los ambientes más sugestivos

creados o habilitados por el hombre con ayuda del arte.

► El arte neohitita

Hundido el reino de los hititas, varios principados florecieron en la región del Tauro y el norte de

Siria entre finales del II milenio y el siglo VIII a. de C., hasta ser por el poder asirio; eran

principados centrados en ciudades importantes, algunas tan florecientes como Karkemish. La

herencia cultural de la época hitita imperial se combinaba con el creciente peso de la influencia

cultural de los asirios. La importancia de la continuidad respecto de la civilización hitita dio lugar

a que fueran considerados en conjunto como reinos neohititas, y que ésa fuera la denominación

que caracteriza su producción artística. Las investigaciones más recientes, sin embargo,

consideran inapropiada esta caracterización de neohititas por su heterogeneidad, por el

distanciamiento respecto de la cultura y el arte hititas, por el hecho del predominio de una lengua

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distinta a la hitita, la luvita, y por el peso indiscutible del componente arameo. Se propone, por

ello, la denominación de principados luvio-arameos, en los que floreció un arte de gran

personalidad, con una indiscutible base en el arte hitita imperial.

En la arquitectura destacó la consagración de un modelo de edificio inalterable en sus elementos

esenciales, que conocemos por el nombre que le atribuyeron los asirios: el bit-hilani. Se trata de

la combinación de un amplio pórtico, sostenido a menudo por pilares con basas esculturadas,

que da paso a una espaciosa estancia a paralela al pórtico y a la fachada, tal y como podemos

ver en algunos de los testimonios que han llegado a nosotros en ciudades como Tell Halaf,

Karkemish o Senzirli.

En cualquier caso la producción artística más notable de los principados neohititas se dio en la

escultura, sea en relieve o en bulto redondo. En ella se distingue una característica evolución

con una primera etapa en la que el estilo hitita tradicional fue la nota dominante, paso, desde

mediados del siglo IX a. de C., a un estilo asirizante, a lo que se añadirían, después, los efectos

de las influencias arameas. Estelas (Estela del príncipe Kilamuwa de Senzirli), ortostatos con

relieves en los que a través de un riquísimo muestrario figurativo, a menudo tosco o

rudimentario, se representan un gran número de animales reales o fantásticos que en muchos

casos guardan cierta relación con los bestiarios característicos del arte mesopotámico (Quimera

del Muro del Heraldo de Karkemish) y esculturas de bulto redondo, entre las que destaca un

tipo iconográfico muy característico que muestra una figura humana situado sobre un amplia

base con leones en relieve sujetos en ocasiones por una especie de genio dominador de las

fieras. Estas últimas (Estatua colosal procedente de Senzirli) se pueden considerar como una

de las más características aportaciones del arte luvio-arameo y un claro antecedente de los

atlantes y cariátides que se pueden ver en la arquitectura del mundo mediterráneo.

Tanto el arte hitita como el neohitita o luvio-arameo habrían de tener una importante proyección

de su peculiar modo de hacer por todo el Mediterráneo en la difusión de la moda orientalizante a

través de los tejidos, la cerámica y la producción plástica, cuyos productos llegarán hasta el

extremo más occidental del Mediterráneo tal y como lo podemos ver en la Tumba de Pozo

Moro, una de las creaciones más singulares del primer arte ibérico cuyo tono orientalizante

supone el reconocimiento de la herencia hitita, lo que aumenta el interés por un arte de

personalidad y trascendencia indiscutible.

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■ EL MEDITERRÁNEO ORIENTAL: ARTE SIRIO Y FENICIO

A diferencia de Mesopotamia, o de Anatolia y Egipto, las tierras que miran hacia el oriente del

Mediterráneo, desde Siria a Jordania, constituyen una zona de gran geográfica y paisajística,

carente en la Antigüedad de unidad étnica o cultural, y particularmente sometida al paso y

establecimiento de pueblos de diferente procedencia, como consecuencia de su gran interés

económico y estratégico.

La historia de los estados de esta zona no es fácil ordenar y sus señas de identidad y sus artes

respectivas presentan muchos problemas de caracterización, entre otras cosas por la

dependencia de culturas más potentes que traducen su frecuente dependencia cultural y política.

En cualquier caso sus aportaciones deben ser objeto de atención aunque sólo sea para señalar

algunas novedades en relación con el entendimiento y comprensión del arte sirio o para

reconocer el papel difusor de los fenicios y su habilidad para deslumbrar al mundo con sus

creaciones hermosas y eclécticas.

► El arte sirio

Buena parte del conocimiento que en el momento actual tenemos en relación con el arte asirio

procede del descubrimiento y posterior estudio de una ciudad, Ebla, al norte de Siria, que llegó

a convertirse en cabeza de un importante imperio comercial.

Desde mediados del III milenio a. de C. muestra una gran pujanza lo que se plasma en un

conjunto urbano que habría de alcanzar una extensión de más de cincuenta hectáreas cuyo

centro era una ciudadela muy bien defendida donde se hallaban los edificios principales, entre

los que se encuentran los restos del palacio real, cuya accesibilidad a través de un ancho pórtico

con cuatro columnas de madera, así como la disposición asimétrica y poco regular de la

construcción suponen la materialización de una fórmula de arquitectura palaciega que poco tiene

que ver con lo que hasta ahora hemos visto en los palacios mesopotámicos.

Hacia los primeros siglos del II milenio a. de C., coincidiendo con la que sería la última época de

esplendor de la ciudad de Ebla, se construye el llamado Gran Templo D, dedicado seguramente

a la diosa Ishtar. Es de planta rectangular con gruesos muros de adobe sobre un zócalo de

piedra, organizado axialmente a partir de un vestíbulo seguramente in antis, una pequeña

antecella y una amplia cella, al fondo de la cual se halla el nicho para la estatua de culto,

ahuecado en el potente muro del fondo. Merece la pena comentar esta disposición por lo que

tiene de parecido con otras estructuras arquitectónicas de la época, como es el megaron

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micénico, considerado precedente directo de la planta clásica de los templos griegos. Es en la

decoración de este templo, formada por relieves y restos de esculturas, donde se puede

distinguir un estilo tosco y de claro sabor mesopotámico aunque no faltan tampoco algunos

elementos que evocan el arte del mundo anatólico.

Pasado el esplendor de Ebla, destacan varias ciudades y principados de Siria por el peso de su

actividad económica, por su hegemonía política y por la importancia de sus manifestaciones

artísticas. Entre ellas surgen los nombres de Alepo, Alalakh y Ugarit.

En Alalakh se han podido excavar los restos del Palacio de Yarimlín, un conjunto palaciego que

por la disposición de sus espacios y por los abundantes detalles constructivos y decorativos que

contiene revela importantes contactos con la cultura minoica de Creta. Aunque fue destruido por

los hititas, poco tiempo después, hacia mediados del siglo XV a. de C., fue reconstruido,

demostrando la recuperación de la ciudad y el mantenimiento de las fórmulas arquitectónicas

consagradas en la primera época. En su interior se encontró, de esta segunda etapa, una

escultura, el Retrato del rey Idrimi de Alalakh considerada como la más notable creación del

momento. Se trata de una obra realizada en caliza blanca, que representa al rey sedente, con un

cuerpo bastante tosco, con falta de proporciones y de formas cerradas en el que destaca

esencialmente la cabeza, muy voluminosa y con un rostro muy vivo y expresivo.

Ugarit fue junto con la anterior otra de las ciudades que conoció una gran prosperidad a lo largo

del segundo milenio a. de C., gracias, en particular, a su carácter de gran centro portuario y sus

contactos con Egipto y Creta, lo que le lleva a alcanzar su apogeo en la segunda mitad del II

milenio a. de C., hasta que fue destruida hacia 1185, posiblemente por los hititas. De ella es muy

notable su conjunto de murallas donde encontramos soluciones técnicas, como es el empleo de

la falsa bóveda, similares a las documentadas entre los hititas, los troyanos y los micénicos.

También se han encontrado los restos de lo que pudo ser el Palacio Real y algunos templos. En

todos ellos se constata una organización espacial muy característica y difundida a lo largo del II

milenio a. de C. entre diversas culturas del Mediterráneo Oriental y Mesopotamia, la presencia

de varias estancias comunicadas entre sí y dispuestas en torno a patios y espacios ajardinados,

así como la insistencia en hacer preceder a las habitaciones principales de vestíbulos de

entrada.

De Ugarit procede también una amplia producción de figuritas de bronce realizadas con un estilo

muy localista, auque con ascendientes mesopotámicos en el caso de las más antiguas, y con

influencias egipcias en las más modernas. Son muy notables, igualmente, las estelas votivas con

relieves (Estela del dios Baal) realizadas en piedra caliza y en las que también son evidentes

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las muestras de ese hibridismo entre lo mesopotámico y lo egipcio que está tan presente en el

arte sirio.

Por lo demás, muchos otros hallazgos de Ugarit y de otras ciudades remiten a una refinada

producción de objetos de lujo, como marfiles decorados, páteras de metales preciosos con

motivos decorativos repujados y grabados, joyas, etc., en los que se manifiesta la calidad

artesanal de la época y la dependencia, como hemos señalado anteriormente, de la tradición

artística mesopotámica y, sobre todo, de Egipto, en una serie de objetos que constituirán el

capítulo más llamativo de las producciones fenicias.

► El arte fenicio

La Tierra o País de Canaán, en el extremo oriental del Mediterráneo ha sido siempre una tierra

de paso, un desfiladero sin claras fronteras en el que en la Antigüedad convergieron las rutas

que enlazaban Egipto con las civilizaciones del Próximo Oriente. Hacia principios del III milenio

a. de C., los fenicios, semitas de procedencia aún ignorada, se asentaron en la costa de Canaán,

habitada entonces por gentes de cultura paleolítica y neolítica, y fundaron numerosos puertos

ciudades como Simyra, Trípoli, Tiro, Sidón, Biblos, etc. que no constituyeron nunca una

verdadera confederación.

La rivalidad entre las propias ciudades, dedicadas primordialmente al comercio marítimo, y la

falta de una eficaz organización política y militar, hizo que con frecuencia fuesen presa de los

pueblos vecinos, mientras que, por otra parte, su privilegiada situación les permitió tener

enriquecedoras relaciones tanto con los pueblos occidentales como con los orientales.

En cualquier caso, la independencia que alcanzaron algunas de estas ciudades hacia finales del

II milenio a. de C. se fue afianzando y pudieron fundar numerosas factorías y colonias por todo el

Mediterráneo para facilitar sus actividades comerciales. Ese comercio fomentó, sin duda, los

intercambios e influencias artísticas y posibilitó la existencia de un floreciente artesanado.

Gracias él se convirtieron en grandes propagadoras de las fórmulas artísticas del Próximo

Oriente. De hecho los fenicios fueron los principales agitadores de una gran oleada orientalizante

que dio un aire homogéneo a las manifestaciones artísticas de todas las culturas mediterráneas

entre los siglos VIII y VII a. de C. y, junto con los griegos, pusieron las bases sobre las que

habían de desarrollarse las grandes culturas europeas de la Antigüedad, en un fenómeno que va

más allá de la dimensión puramente artística.

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Podemos decir, por tanto, que las ciudades y colonias fenicias extendidas por el Mediterráneo

fueron las protagonistas de uno de los fenómenos culturales y artísticos más trascendentales de

la Antigüedad. Su arte muestra en su apariencia más inmediata un explícito eclecticismo, basado

en la fusión de las tradiciones mesopotámicas y sirias fuertemente asentadas en el II milenio a.

de C., y la poderosa influencia de Egipto, que desde entonces afirmará su prestigio, su

capacidad de sugestión, hasta ser la dominante en los siglos de esplendor del I milenio a. de C.

Desde el siglo VI a. de C., el predominio absoluto del arte griego será otra fuente de

enriquecimiento del fenicio, y otra vertiente de su tradicional eclecticismo, y la corriente helénica

se impondrá en las etapas finales de la cultura fenicio-púnica.

El emplazamiento de sus ciudades era una directa consecuencia de su vocación comercial y

marinera. Ahora bien, por su habitual angostura, su vulnerabilidad y la intensa ocupación, muy

poco lo que conocemos de su antigua arquitectura. No obstante, descripciones y testimonios

indirectos demuestran la configuración de apretados caseríos, con casas de varios pisos, para

aprovechar mejor el espacio disponible.

En cuanto a su arquitectura religiosa conocemos algunos testimonios antiguos como el Templo

de los Obeliscos de Biblos, fechado en el II milenio a. de C. y del que sabemos que era un

recinto rectangular dotado de un carácter sagrado con muros de ladrillo y obeliscos formados por

piedras monolíticas sin trabajar. En Chipre, isla que se convertiría pronto en una importante base

fenicia, se han rescatado en la ciudad de Kition las ruinas de varios templos de importancia y,

entre otras cosas, un pequeño modelo de terracota en Idalion que ilustra sobre cómo sería el tipo

de templo más característico de los fenicios: una cella para la imagen o el objeto de culto, con un

acceso flanqueado por columnas de capiteles florales.

En cuanto a las tumbas se desarrolla un modelo basado en estructuras subterráneas, al modo de

las mastabas egipcias, que, en general denotan poco dominio de las técnicas constructivas; todo

lo contrario sucede con los ajuares depositados en ellas, pues es aquí donde el arte fenicio

ejerce una particular fascinación. De hecho fue en el campo de los objetos menudos de lujo

donde los fenicios cultivaron mayores éxitos. Los marfiles tallados destinados a objetos de

tocador, adorno de muebles y otros destinos suntuarios, las joyas de oro, los adornos de pasta

vítrea, los finos productos de bronce esculpidos y grabados, las páteras y vasos de bronce, plata

y oro constituyen una vastísima producción con la que los fenicios inundaron los mercados de

todo el Mediterráneo para satisfacer los deseos de los poderosos de todo el mundo que querían

rodearse de objetos hermosos y de prestigio. Gentes de todas partes ponían sus ojos ante el

mejor repertorio de temas orientalizantes, presididos por un sabor egipcio que dio a la bastante

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cerrada civilización del Nilo una proyección internacional que los egipcios no habrían soñado

jamás.

Lo mismo que en la arquitectura, los fenicios jamás demostraron una habilidad especial en la

escultura. En este caso, la obra de mayor interés es el Sarcófago del rey Ahiram de Biblos. Por

su singularidad, sobre todo teniendo en cuenta la tendencia al aniconismo fenicio por el que

gustaban de venerar a muchos de sus dioses principales bajo la forma de simples betilos, y por

la importancia que en la Historia del Arte se le concede, es una perfecta prueba de las

limitaciones fenicias en este campo. Fechado en el siglo XIII a. de C., es particularmente famoso

por contener una de las más antiguas inscripciones fenicias conocidas. Con 2,84 metros de

longitud, la caja reposa sobre leones echados según la fórmula propia del arte hitita, otros dos

junto con dos figuras humanas realizados en un relieve muy plano forman la decoración de la

tapa del sarcófago. En cuanto a las paredes, de nuevo aparecen relieves muy planos y de no

mucha mejor factura. En ellos se representa una larga procesión de plañideras y oferentes,

recibidos por el rey sentado en un trono flanqueado por esfinges. En estos, sin embargo, las

influencias proceden de Egipto. Mucho tiempo después, en el siglo VI a. de C., los reyes sidonios

usaron sarcófagos egipcios para sí mismos, y dieron la pauta para una de las producciones más

importantes y claramente eclécticas del arte fenicio tardío: sarcófagos de tipo egipcio, con su

tapa de cuerpo de momia, pero esculpidos por artistas griegos, que daban su impronta y su

calidad a los rostros y los demás detalles, tal y como hemos podido ver en los Sarcófagos

antropomorfos del Museo de Cádiz, considerados como dos de estas magníficas creaciones.

■ IRÁN: EL ARTE DEL IMPERIO PERSA

La inmensa región de los Zagros en la que desde muy antiguo se había desarrollado una rica

cultura, habría de cobrar una nueva personalidad por la creciente penetración desde el norte de

gentes indoeuropeas, fundamentalmente medos y persas, que aparecen mencionados entre los

pueblos fronterizos en los anales asirios del siglo IX a. de C. Caracterizables en dos palabras por

ser pastores nómadas, irán imponiendo su personalidad y su dominio absorbiendo la civilización

de sus vecinos de los llanos mesopotámicos.

A finales del siglo VII a. de C., los persas que se habían asentado al sur del Lago de Urmiya

fueron sometidos por Ciaxares, rey de los medos, quien después de destruir Assur, fundó un

imperio, poderoso pero efímero, con capital en Ebactana. Este dominio duró hasta el 553 a. de

C., año en que Ciro II el Grande se proclamó rey de los medos y de los persas, creando así un

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imperio que habría de durar hasta que en el año 331 a. de C., fue destruido por el emperador

Alejandro Magno. Durante todo ese tiempo, los persas fueron los dueños del Próximo Oriente ya

que sus dominios se extendían desde todo Irán hasta India y Turquestán; conquistaron

Mesopotamia y lo que había sido el Imperio Neobabilónico, se adueñaron de Egipto en la época

del rey Cambises II, hijo de Ciro, y alcanzaron su máximo apogeo con Darío I, que fue el que

inventó la aventura del Egeo; para ello controló las ciudades griegas de Asia Menor e intentó

someter las tierras que se abrían al otro lado del Bósforo. Sin embargo, en la Batalla de Maratón

(490 a. de C.) se puso fin a su sueño, y sus sucesores intentaron convertir en realidad ese sueño

con fortuna adversa.

El Imperio Persa fue el Oriente de un mundo occidental que se perfilaba con la madurez de la

Grecia clásica en su papel de protagonista principal de la historia Antigua; Persia fue la gran

antagonista de Grecia, o su referencia a imitar, en choques y encuentros célebres que

terminaron con la conquista y la unificación de Alejandro de Macedonia.

El Imperio Persa, asentado sobre una política absolutita, aunque generosa con los pueblos

sometidos, gobernado desde varias capitales, y seguidor de un permisivo monoteísmo que

reconocía a un solo dios, Ahura-Mazda u Ormuzd, pero a dos espíritus, el del Bien y el del Mal,

en incesante y universal lucha, fue crisol de dos concepciones de vida: la occidental, emanada

del mundo griego y la oriental, arraigada en las tradiciones mesopotámicas, aunque sin desdeñar

la cultura egipcia.

El arte persa fue también heredero de diversas tradiciones, aunque ello no va a suponer un

descenso de su originalidad, que parte de su condición eminentemente áulica. En la civilización

persa, los dioses no tenían casa ni lugares de adoración en la tierra: bastaba un altar para

celebrar las ceremonias rituales, y en estas condiciones lo sacro apenas tuvo influencia sobre la

expresión artística. El arte sólo estaba al servicio del rey, y, en todo caso, de la exaltación de la

monarquía. Es por este motivo, por lo que todos los esfuerzos convergían en el palacio y en las

tumbas reales.

► La arquitectura palaciega

La formación del arte persa de carácter regio obedeció a un proceso relativamente rápido. En

primer lugar Ciro II el Grande construyó el Palacio de Pasargada, siguiendo una original

concepción del palacio, sobre todo comparado con los mesopotámicos: ocupaba una gran

explanada en la que los edificios se disponían como pabellones independientes, que aparte de

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su monumentalidad y de su tamaño, revelaban en la proliferación de columnas y en su

disposición el recuerdo de las grandes tiendas de los jefes nómadas. A pesar de ello, en

Pasargada, ya se evidencian los tres tipos de edificaciones características de la arquitectura

palaciega aqueménida: la puerta monumental de acceso al recinto, la sala de audiencias

hipóstila y la residencia real propiamente dicha. Aparte de esta original concepción

arquitectónica, en los detalles y en la decoración se hizo buen acopio de las fórmulas artísticas

de Mesopotamia y de Egipto, con especial atención a los símbolos más prestigiosos del poder,

puesto ahora al servicio del emperador de los persas. La fauna asiria de todos alados y lamasus

volvía a poblar las puertas para dar a las estancias reales el empaque de lo sobrehumano. La

gran novedad de este palacio la encontramos en los soportes donde se inaugura una fórmula en

relación con los soportes que haría fortuna en la arquitectura persa a la hora de dar

monumentalidad a sus espacio reales, en los que las columnas, por el número y por su tamaño,

tenían una gran importancia; se trata de un capitel que, aparte de otros detalles, se caracteriza

por la terminación en dos prótomos de toro en los que apoyaban directamente las vigas de la

cubierta (capitel tauromorfo).

Las novedades arquitectónicas iniciadas en Pasargada habrían de alcanzar su apogeo y su

sentido verdaderamente monumental en el Palacio de Persépolis, considerado como la máxima

expresión de las fórmulas palaciegas aqueménidas. La ciudad de Persépolis, situada a unos 40

kilómetros al sur de Pasargada, se levanta, dominando una basta llanura, sobre una amplia

terraza, erigida a medias entre la naturaleza y enormes bloques de piedra colocados por el

propio hombre. Una amplísima escalinata daba acceso a la única puerta de la ciudad, construida

por Jerjes, quien le dio el nombre de puerta de todos los hombres. Al visitante le bastante

franquear los toros y los toros alados androcéfalos que, a la manera asiria, custodiaban la

puerta, para hallarse ante una amplia explanada en la que se alzaba el palacio, en este caso con

edificios aglutinados y no dispersos como en Pasargada.

► Las tumbas reales

Fuera de los palacios, apenas resta nada de la arquitectura persa aqueménida; sólo unos pocos

ejemplos de construcciones funerarias que están lejos de alcanzar el esplendor y la

magnificencia de los palacios. La primera de ellas es la Tumba de Ciro II el Grande, un sobrio y

original mausoleo de solemne arquitectura construido en Pasargada. Sobre un alto basamento

escalonado se hallaba la tumba propiamente dicha, en forma de casa cuadrangular con techo a

doble vertiente. Este tipo de edificación funeraria, relacionada con algunas construcciones lidias,

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apenas tuvo eco en la arquitectura aqueménida posterior. Los sucesores de Ciro tallaron sus

tumbas en las rocas de Naksh-i Rustán, en las cercanías de Persépolis, intentando imitar quizá

los hipogeos egipcios, pero reduciendo a lo fundamental el espacio interior, que consta de un

vestíbulo y una cámara funeraria sin ningún tipo de decoración, y enriqueciendo el exterior de la

pared rocosa que adopta forma de cruz de anchos brazos, configurando una fachada rebajada,

con un pórtico tallado en la parte ancha de los brazos en el que destacan monumentales

relieves.

► Las artes figurativas

El relieve parece haber sido la expresión más contundente de la escultura aqueménida, ya que,

salvo en muy raras ocasiones, no fue utilizada la estatuaria, y sólo la animalística, en los

capiteles, revela el gusto por la labor tridimensional exenta. Al igual que en los palacios asirios,

los bajorrelieves fueron concebidos en relación directa con las estructuras. La diferencia, sin

embargo, se encuentra en el lugar elegido para estos relieves para los que casi siempre se

buscan lugares que limitan básicamente la función de las figuraciones a un mero realce

arquitectónico como son los pretiles de las escaleras, las caras frontales de los basamentos de

las terrazas, las jambas, etc. Por otro lado, los relieves persas carecen del carácter narrativo de

los asirios buscando únicamente la exaltación del poder de los soberanos sobre las naciones del

mundo.

Desde el punto de vista estilístico podemos decir que la variedad es la nota dominante, variedad

en el sentido de que no es posible encontrar en ellos una técnica propia, sino más bien la fusión

de diversas tradiciones escultóricas entre las que las influencias asirias, egipcias y griegas serían

lo más característico. Muy característico resulta también el interés por el color. Tanto la

arquitectura como la escultura aqueménida se decantaron por el cromatismo con una clara

intención por la policromía, tal y como se puede rastrear en los palacios de Pasargada y

Persépolis. Pero done el arte del color se expuso con mayor intensidad fue en el Palacio de

Susa. En ellas, la técnica babilónica de ladrillo vidriado fue utilizada en sustitución de los

bajorrelieves en piedra. Una fantástica fauna cubre los muros y, junto a ellos, destacan también

los arqueros de la guardia real, creando interminables desfiles cuyo interés reside más en el

colorido que en la representación misma de los uniformados “inmortales”.

El gusto por la ornamentación antes que por la representación hace que las artes suntuarias

alcancen un gran refinamiento, en especial las relacionadas con el trabajo con metales. El arte

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de los orfebres de Ziwiya (Ritón) y de los broncistas del Luristán se manifiesta claramente en los

tesoros aqueménidas. Las vajillas reales, los torques y los collares de oro, los brazaletes, las

asas de los vasos, las joyas de oro del Tesoro de Oxus e innumerables figurillas votivas de plata

muestran una labor extremadamente delicada que define quizá el verdadero perfil artístico de

una dinastía que intentó crear un arte propio.