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TRANVÍAS Inveterados espectadores recordarán haber asistido alguna vez a funciones de cine silente no acompañadas por música; o bien, haber presenciado cómo la banda de sonidos de una película caía de pronto en el vacío. Es una experiencia más bien aterradora: las sombras aspiran a la vida corpórea y, al propio tiempo, la vida se disuelve en sombras intangibles. Sigfried Kracauer en Teoría del Film (1965) I Marzo es un mes tranquilo. Los exhibicionistas han regresado a practicar su juego a la ciudad. Quedan las parejas solitarias, los habitantes que vuelven los ojos hacia el mar como si ya supieran de antemano el futuro. Además tenés a los viejos, un poco perdidos, ensimismados, recorriendo la playa, desandando un camino. También los aislados pescadores y algunas señoras que imitan

Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

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Es una novela corta cuyo autor es Abel Posadas

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TRANVÍAS

Inveterados espectadores recordarán

haber asistido alguna vez a funciones

de cine silente no acompañadas por

música; o bien, haber presenciado cómo

la banda de sonidos de una película caía

de pronto en el vacío. Es una experiencia

más bien aterradora: las sombras

aspiran a la vida corpórea y, al

propio tiempo, la vida se disuelve en

sombras intangibles.

Sigfried Kracauer en

Teoría del Film (1965)

I

Marzo es un mes tranquilo. Los exhibicionistas han regresado a practicar su

juego a la ciudad. Quedan las parejas solitarias, los habitantes que vuelven los

ojos hacia el mar como si ya supieran de antemano el futuro. Además tenés a

los viejos, un poco perdidos, ensimismados, recorriendo la playa, desandando

un camino. También los aislados pescadores y algunas señoras que imitan

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poses de divas en exilio. No sé si en marzo vive este paisaje; a mí me lo

parece. Al menos, aquella vez fue así.

Alex había estudiado mucho aquel verano. En los primeros días del mes dio

tres materias –le faltaban cinco, es decir, entonces sólo dos-, y al sábado

siguiente me propuso que fuéramos al mar. Las clases en el secundario ya

habían empezado y hubo resistencias en casa. Durante todo el domingo Alex

rodeó a sus enconados oponentes –los viejos- con infinitas atenciones. Me veo

insistiendo en que la semana al aire libre me colmaría de bienaventuranza a tal

punto que, durante el próximo siglo, gripes y resfríos me abandonarían.

Alex y yo habíamos recorrido el tradicional itinerario veraniego. El primer lugar

fue Córdoba -Villa Giardino-. Él tenía diecisiete años. Invadimos la tranquilidad

con su barra de amigos -todos ellos distintos y sin embargo tan unidos que no

podían negar su condición de adolescentes-. Con mis siete años me transformé

en una especie de mascota del grupo.

Sobreprotegido y mimado, un poco estúpido, las salidas con Alex y su gente

lograban hacerme crecer -por dentro, me refiero- y barrían los bochornosos

cuidados que me prodigaban durante el año entero, allá en la ciudad. Yo no

estaba -en apariencia- pendiente de Alex, porque cualquiera del grupo se

ocupaba de mí como él lo hubiera hecho.

Cuando uno es chico no lo sabe; no puede disfrutarlo bastante. No sé si me

entendés esta cuestión de perspectiva. Los árboles, la arena, el gusto del agua

salada, se reciben siempre como si fuera la primera y la última vez: no hay

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repeticiones. Cada mañana se nos brinda única y no interesa si llueve y los

demás putean porque ese es el mundo y te pertenece, cualquiera su estado

meteorológico. Te hablo del mar porque allí íbamos con frecuencia, excepto

aquella disparada a Villa Giardino y otra vez en que Alex y su barra decidieron

hacer una excursión a Mendoza. Pero en el mar residía la vida común de los

veranos; la playa por la que se podía correr hasta explotar de alegría sobre la

arena; las olas invencibles entre las cuales me paseaba subido a los hombros

de algún voluntario. Se me figuraba un gigantesco universo el mar; un sistema

inexplorado que una mente había ideado sólo para mí. Yo, sin embargo, no lo

sabía porque no estaba allí para saberlo. Yo, el que te habla, no existía en

ninguna parte, o me encontraba ya en aquel pibe, aunque el pibe tampoco se

diera por enterado. Vos siempre vas a poder hablar del pibe que fuiste, pero él

no podrá jamás hablar de vos.

Alex tiene que ver con todo esto, porque mi hermano me ayudaba a cruzar el

territorio aquel, contestaba las preguntas que los chicos hacen a los mayores;

esos inverosímiles interrogantes que fatigan a quien los oye y descansan a

quien los formula. Distaba de asemejarse a un poeta, Alex; más bien era un

tipo práctico, consciente de que si una piedra cae y vos no la tiraste -siempre y

cuando no haya una montaña cerca- algún otro lo hizo. Así que no se trata de

imaginar a un muchacho de veinte que lleva a un chico de diez de la mano y le

enseña el por qué y el para qué de las cosas y de la gente. Yo quería saber por

qué la vida era hermosa y él me explicaba por qué era útil.

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Me encariñé con la primera gata que tuvimos no por sus movimientos, su

elegancia -el guiño impensado de sus ojitos oro- sino porque se comía a las

lauchas del sótano. De la misma forma, el mar no había sido creado sólo para

darme placer: era fuente de vida. Eso lo aprendí -grotesca pirueta- de Alex.

Para él, todo lo que brindaba el mundo y lo que vendría -muchas veces

hablaba del futuro- adquiría sentido por el simple hecho de existir. Ingenuo, por

supuesto, pero Alex razonaba así. Poseía esa modesta concepción que me lo

mostraba ni héroe ni cobarde. Para mí, Alex no se igualaba con un dios, sino

más bien con una persona.

Lo comprendía cuando íbamos al mar: por las mañanas, al despertarse, la

mirada azul le cruzaba la cara oscura y se animaban -lentamente- sus

facciones; casi un mecanismo que se ponía en marcha, controlado y seguro.

Jamás supe en qué consistía su secreto para enfrentar cada día la vida que le

tocara en suerte. Sin embargo, algo se adivinaba entre el brillo de sus ojos:

inalterable, fresco, alegre y triste brillo azul de las mañanas de verano.

Frente a él, podía ser yo mismo: no tenía que fingir y mis preguntas resultaban,

quizá, estúpidas o inteligentes; pero se trataba de mis preguntas y nadie me las

había soplado. Y si necesitaba estarme quieto mientras algún velero cruzaba

allá a lo lejos, quieto me estaba, sin pensar que Alex creería en un súbito

ataque de parálisis. No me obligaba a ser de ninguna manera; me dejaba ser

yo. Y no me pedía explicaciones por serlo. Si robaba alguna croqueta, me

obligaba a freír otra para que nadie se viera perjudicado; si me reía de la poca

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habilidad ajena, me lo recordaba cuando cometía mi próxima torpeza. Alex no

sustituía a mi padre: adquiría el preciso contorno de un hermano. Pensá en

esto: si tenés delante un espejo podés hacer la mueca que se te dé la gana

porque el espejo no se va a ir de ahí. En todo caso te irás vos, aburrido de tus

absurdos esperpentos.

Y estábamos durante los veranos aquella gente, Alex, el mar y yo -la mascota-

abandonados al juego del sol o de la sombra, como nos pareciera.

Cuando se vive con alguien a quien vos querés mucho y nada concreto se está

realizando, los otros son interferencias para mí porque soy egoísta. No ocurría

esto -sólo pasó después-, mientras nos dorábamos como lagartos o

renovábamos la piel. O aquel muchacho que fue mi hermano Alex poseía

demasiado para dar, o los que quise más tarde tuvieron poco. Los otros no

acicateaban mi hambre de Alex, a lo mejor porque eran generosos como él.

Para darte un ejemplo: en la ciudad los viejos escorchaban. Ni Alex ni yo

lográbamos ese contacto que te indica que ahí delante tenés una persona.

Hablar sobre afecto no es sentirlo: y esto dice entenderlo todo el mundo; pero,

a mi juicio, pocos lo saben en realidad. Desconfío de los que hablan

constantemente del afecto porque me recuerdan demasiado a mis padres con

sus indicaciones, sus cuidados, su guía. Ellos hacían imposible que Alex y yo

-en los momentos en que él estaba en casa- pudiéramos realmente vernos. La

vida en familia consigue que siempre tengas que dar explicaciones. Esto, al

menos, en mi casa, donde esas dos personas que se dicen mis padres creen

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que uno, cada vez que llora o ríe lo hace por y para ellos.

II

- Galíndez, lo llaman de Pelikán

La mujer de boca prieta ha despachado su información burocráticamente; ha

unido sus dos manos como para un rezo y se dirige ahora al muchacho que

espera del otro lado del mostrador.

- ¿Qué necesita?

- Tarjetas de cumpleaños. ¿Puedo elegir?

La dama de las manos unidas asiente. El muchacho se aproxima hasta una

especie de fichero -colores, figuras, leyendas- y lo hace girar lentamente. La

mirada va más allá de los caleidoscópicos papeles; recorren una estantería con

biblioratos, otra de carpetas; se detiene sobre el teléfono malubicado en medio

de estuches, portafolios, pliegos. Aferrando la caja de plástico negro, la mano

del señor Galíndez.

- Ya avisé que vinieran mañana a cobrar. Total, no es demasiado. Me

gustaría saber cómo trabajan ustedes.

- ¿No encuentra ninguna que le guste?

La señora del aparente rezo ha formulado la pregunta con incierto desdén. No

ha sido impersonal, pero tampoco ha demostrado excesivo interés en el

menosprecio.

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- Y digalé al tipo ese que viene siempre que se atenga a lo que uno le

indica.

- ¡Hay tantas! Me gustan todas.

- Estos de Pelikan me tienen podrido. Mire que le avisé al gordo que

pasara mañana.

El señor Galíndez regresa junto al mostrador y comienza a revisar facturas.

- Flora, fijesé en esto: acá metimos la pata.

La mirada del muchacho sigue viajando por entre las tarjetas y contempla -a

través de los huecos- los ojos azules del hombre. Flora ha tomado un lápiz de

punta fina y marca, tilda o hace crucecitas. El muchacho logra -por fin- dos

figuras con sendas inscripciones y las lleva hacia las manos del señor

Galíndez.

- Lo que pasa es que, como todos los lunes, usted tiene humor de lunes.

El aludido no disimula su aire de sorpresa; entreabre la boca, vuelve a cerrarla

y parpadea mientras recibe las tarjetas. Hay un segundo en que ambos se

miden como estudiándose.

- Oiga, ¿a usted qué le importa la clase de humor que tengo los lunes?

Flora -¿intrigada?- abandona su tarea y mira a uno y a otro.

- Todos los lunes le grita a alguien por teléfono.

- ¿Y usted como lo sabe?

- Vamos, Galíndez, hace ya tiempo que nos conocemos.

- ¿Usted opina lo mismo, Flora?

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La mujer ha vuelto a su gesto anterior de manos unidas, rezo anticipado.

Sonríe. Contesta:

- Yo no opino.

Pareciera que va a seguir hablando; sin embargo, regresa a sus marcas, a sus

tildes, a sus crucecitas.

- Yo no soy el gordo de Pelikan. Ahorre energías, así cuando el cobrador

venga, usted lo despachurra con una lapicera fuente aquí mismo, en

presencia de la señorita notemetás.

El hombre está envolviendo las tarjetas y se encoge de hombros. Luego se

acaricia el cuello. Indica el precio ya con otro tono de voz. El muchacho le paga

y el hombre hace funcionar la caja.

- A lo mejor tiene razón: los lunes debo poner cara de lunes.

- Con humor de lunes.

El teléfono suena: se trata de una llamada para la señorita notemetás, que

utiliza el lápiz de fina punta para hurgarse el pelo. Repite el gesto con suavidad.

El muchacho se acerca al hombre y le susurra.

- Observe a Flora y fijesé en la diferencia: cuando no se trata de una

cuestión de negocios, todo es diferente.

La ex señora del aparente rezo se tolera una carcajada, deja que el lápiz

corretee por la palma abierta de su mano izquierda.

- Se diría que el rey de Persia la invita a una fiesta.

El señor Galíndez mueve los labios hacia un costado primero, luego hacia el

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otro; finalmente, el gesto llega también a la mirada azul. Sentencia:

- No es fácil estar doce horas por día acá adentro, sobre todo cuando el

negocio ni siquiera es tuyo.

El muchacho ha recibido el tuteo físicamente: ha inclinado la cabeza hacia

atrás y por un momento se queda callado. Únicamente el metálico sonido del

receptor se escucha: Flora ha terminado su comunicación y con renovada

agilidad la emprende con las facturas.

- Nada es fácil, Galíndez.

- ¿Para vos tampoco?

- Para nadie.

- Siempre pensé que era más fácil conservar el buen humor si uno tenía

guita.

- Eso lo pensamos todos lo que no la tenemos.

- ¡Miren cómo llueve!

La señorita Flora ha interrumpido su tarea y se dirige a la puerta, la cierra y

permanece inmóvil contemplando la gente que huye, tropieza, desaparece.

Una mujer joven entra solicitando cartulina azul. Es Flora quien la atiende.

Todos hablan sobre la lluvia. Galíndez asegura:

- Es sólo un chaparrón de primavera.

Y la joven retruca:

- Moja de la misma forma que la garúa del invierno.

El muchacho se estanca unos segundo más junto al mostrador, observando la

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cara del hombre. Este se comprueba espiado y pregunta, imperativo:

- ¿Algo más?

- No.

El muchacho da media vuelta, va a salir. Galíndez abandona el cerco del

mostrador y va tras él.

- Se te van a mojar los libros.

- Los alumnos no esperan. Y los secretarios tampoco.

- Te hago un paquete, te doy una bolsa.

- Es tarde. Además, sólo es cruzar la calle.

- No seas porfiado.

El muchacho se niega. Al hacerlo mueve no sólo la cabeza sino también las

manos; más tarde mira al hombre que sigue la carrerita aislada de alguno que

otro peatón desprevenido. Alguien pisa una baldosa que reparte chorros de

agua. La puteada llega hasta el interior. Los cuatro ríen. Galíndez pregunta:

- ¿Cuál es tu nombre?

- Joaquín.

La puerta se abre y el muchacho cruza la calle bajo el chaparrón de primavera.

Lo hace con aire distraído, como si la lluvia no cayera sobre él; como si un

paraguas invisible -o visible sólo para él- protegiera a su persona y a los libros.

III

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- Cerrá los ojos.

- Los cierro.

- Estás en un prado. Hay amapolas, rosas blancas, álamos.

- Supongo que también un poco de alfalfa.

- Suponés bien. Ahora coloquemos un hilo de agua.

- ¿Para qué el agua?

- Siempre el agua: está la sed. En este prado gozás del clima que te

gusta.

- Otoño: siempre es abril, aunque no haya amapolas.

- Aquí las hay. El clima es de abril y los álamos tienen un color especial.

- Ya sé: el verde opaco, levemente amarillo. Me gustaría saber qué hago

en un lugar semejante.

- Cuando te despertás por la mañana ya estás contenta. No se trata de

esa clase de alegría que has conocido hasta el momento. Es una alegría

hecha de pausas, de ritmo. No hay recuerdos. Sólo un presente

luminoso.

- ¿Qué hago con esa alegría, con ese presente?

- Quiero que me entiendas, Susana: no es euforia.

- Ya entendía que no.

- Tampoco esa alegría que nos obliga a comunicarnos con alguien. Es, te

lo repito, pausa y ritmo, falta de recuerdos. Vos has nacido -nacés cada

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mañana, y el mundo es ese.

- ¿Cómo me alimento?

- En este lugar sólo experimentás la sed. Y tenés agua. Tu cuerpo,

Susana, no requiere otro combustible que el del aire templado del otoño.

- Eso ya me resulta más difícil. Vos te olvidás que soy casi gorda por la

bendita puntada en el estómago. Y no es una úlcera.

- Es que en el valle del que te estoy hablando vos sos casi una planta:

sólo agua y aire.

- Me he convertido en un vegetal.

- Pensás, sentís y vas descubriendo día tras día flamantes ángulos,

detalles hasta el momento desconocidos, nuevas texturas. Tu mejor

compañera es una golondrina. No de las que vemos aquí, en los

parques sino una golondrina un poco más libre. Gracias a ella has

concretado una verdadera amistad con los animales del prado. Ellos te

organizan fiestas con bailes y canciones que duran hasta que el sol se

va. No es la música imaginada por la mente y el corazón humanos; fluye

de melodías irrepetibles que tienen una combinatoria semejante a la del

lugar habitado. Vos no sos nada más que otro de los elementos de esa

combinatoria.

- Pero una amapola tiene su compañera, un álamo el suyo, el hilito de

agua marcha hacia alguna parte.

- Vos compartís la mansedumbre cálida de la golondrina.

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- ¿Tampoco hay sexo en todo este asunto?

- De la misma manera en que no hay hambre. Pero existe una voraz

sensualidad, Susana. Vos podés tenderte sobre la alfalfa de la que

hablabas y permitir que el sol te dore como a una de las rosas blancas;

acercar tu mejilla al plumaje tibio de las aves; sonreír ante el

descubrimiento de los nidos; ponerte un poco triste cada vez que el día

se termina.

- Además de todo esto, ¿qué otra cosa haría en esa sucursal de

Disneylandia?

- Susana, nunca estuviste en Disneylandia, eso se ve. Y no hablo de una

película o de un sueño. Vos vivís en el prado, serena. Desnudas vos y el

agua que te recorre justo a mediodía, cuando el calor es generoso y las

rosas se abren por completo.

- Supongo que ahora viene el nombre del producto. ¿Qué colonia

vendés?

- Un día descubrís que algo ha muerto. ¿Qué? Por ejemplo, esa

golondrina, tu compañera. Vos no te has dado cuenta pero conocés el

dolor. Para mí, el dolor es la desesperanza; la desesperanza llega a vos

y te habita.

- ¿No hay nadie a quien decírselo?

- Estabas sola en el prado, no lo olvidés. Y pensabas y sentías. Pero los

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álamos, las amapolas, el hilo de agua, las aves, no. Todos ellos

continúan el camino del otoño idénticos a si mismos, ignorantes de la

muerte de aquella golondrina. No pueden compartir esa desesperanza tuya.

- ¿Acaso ni una rosa blanca ni un brote de álamo caerán? ¿Por un

momento el hilo de agua no se detendrá en su cauce?

- Nada de eso. Todo seguirá corriendo hacia algún lugar. Sin embargo,

luego de la desesperanza todo ha cambiado. Ausente la golondrina, el

contacto con los animales del prado se interrumpe: no más bailes ni

canciones. Un día, al mirarte en el agua, descubrís que tu boca -fragante

y elástica hasta ese entonces- tiene dos comisuras extrañas; y que en tu

frente nacieron las arrugas. Durante el día aún te asombran los

descubrimientos, siempre los hay. Te entretienen. Pero entretener no es

alegrar.

- No sigás, Joaquín.

- Los ojos cerrados, Susana. Apenas un minuto. Cuando el sol se va

comenzás a sentir algo nuevo: te gustaría irte con ese sol, desaparecer

de allí aunque más no fuera por algunas horas, explorar otros lugares.

En una palabra: saber cuál es el recorrido del sol. La noche es ahora

noche para vos, no importa lo clara que pueda revelarse. Olvidaste el

sonido nocturno del valle. Muy temprano, antes de que el sol

reaparezca, salís a caminar y contemplás álamos y flores, agua y

pájaros. Vos sabés que de un momento a otro se repetirá: una rosa

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blanca, otra golondrina aparecerán muertas. Sabés perfectamente que

una vez que el hecho se produjo la reiteración es inevitable. A la

desesperanza le sigue el miedo. Y todos los atardeceres, cuando el sol

parte hacia lugares que quisieras sobrevolar, vos te formulás la misma

pregunta: “¿Cuándo ocurrirá otra vez? ¿Cuándo, otra vez?”. El otoño

persiste; pero es como si se hubiera separado de tu cuerpo. Te pasa por

encima: no lo reconocés ni te mira. Vivís así y aunque jamás se repita

cosa semejante, sentirás la desesperanza en el miedo que noche a

noche despiertan en vos los sonidos nocturnos.

- Tiene que haber alguien para contárselo.

- No, Susana. Estabas sola y te era suficiente el prado. Creías en la

eternidad, tenías esa ilusión y la has perdido. ¿A quién vas a decírselo?

Ahora podés abrir los ojos.

- Ahora no puedo abrirlos.

- Vas a tener que hacerlo o nos llamarán desde abajo; pasaron los

noventa minutos y acá la tarifa va corriendo.

IV

- ¿Dónde vamos a ir este verano?

Son las nueve y cuarto de la noche. Hay tres personas en la mesa; una de ellas

es Joaquín. El reloj de pared, con una sonora campanada, anuncia la eficacia

del tiempo. En su plato han servido fetas de jamón, unas rodajas de tomate,

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hojas de escarola. Contempla, mientras come, la silla vacía al otro lado de la

mesa. Llegan los ruidos de la calle.

- ¿Por qué no van al mar?

Silencio es la repuesta que obtiene su pregunta. Se empeña en la segunda feta

de jamón. No ha dejado de escudriñar la silla opuesta. El sitio que recorre es el

menos iluminado de la habitación: la lámpara de pie alcanza solamente las tres

caras.

- Una vez dije que jamás volvería al mar.

- Ya lo sé mamá. Es que la gente pronuncia muchas veces la palabra

jamás.

- No insistas, Joaquín.

- No insisto, papá. No puedo imaginarme la palabra jamás.

- Tu madre y yo la conocemos muy bien.

Un gato entra y lanza un breve maullido -casi las buenasnoches- ante la

indiferencia general. Joaquín le ha hecho un gesto con la mano izquierda, a

modo de saludo. El animal, blanquiazulado por la luz de la lámpara, gira sobre

si mismo buscándose la cola. Después, con sus grandes ojos, merodea por las

tres caras y decide, con esa ambigua impulsividad de los gatos, encaramarse a

la silla desocupada. La mujer se incorpora y alcanza a golpearlo con una

servilleta. El animal responde con un bufido.

- No ocupés ese lugar.

- No va a mancharlo, mamá.

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- Alcanzame la sal, Ethel. La escarola no tiene gusto a nada.

- ¿Y Córdoba?

- Córdoba tiene gusto a Córdoba.

- ¿A vos también la ironía te llegó con los años?

- Habíamos pensado en Córdoba. Pero tu padre dice que es peligroso.

- Mirá, Joaquín. Queremos ir a descansar. Hay mucho kilombo en esa

provincia ahora. Estamos en América Latina. ¿No lo sabías?

Aposentado en la falda de Joaquín, el gato se deja acariciar mientras ronronea.

El muchacho acerca su cara a la del animal y escucha la canción; sonríe.

Luego intenta ofrecer al huésped ocasional unas migas; elige, finalmente,

cortar un pedacito de jamón que el gato paladea. Interviene la madre.

- Ya le di de comer.

- Esta mañana en el colegio apareció, de pronto, un gato en la clase.

- Me imagino el escándalo que te habrán armado.

- Ahí tenés la sal, Alberto. ¿No dijiste que la escarola no tenía gusto?

- Hubo que llamar al celador, al portero y hasta apareció la secretaria. El

maldito no quería salir del curso por nada del mundo. Bueno, intentaba

salir, pero una de las pibas le impedía cualquier movimiento.

- Tras de que te hacen poco despelote en la clase.

- No hacen despelote, papá. Son inquietos. Y ahora no empieces con eso

de “Cuando yo hacía el secundario…” porque me lo sé de memoria.

- Es que cuando yo hacía el secundario, no entraban gatos a la clase.

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- No, con la edad que tenés debían entrar vacas. Flores era un bañado

en ese entonces, ¿no?

- Siempre igual: tu padre y yo somos dos antiguallas. Ni una opinión

podemos dar.

- Ustedes no pueden opinar y yo no puedo hacer sugerencias.

- ¿Qué sugerencias?

- Que vayan al mar, por ejemplo.

- Mirá, Joaquín. Tu madre te lo dijo con claridad: jamás.

Las manos del muchacho prolongan morosamente la caricia en el lomo del

visitante. Arqueado, el animal no deja de susurrar su melodía, como

agradeciendo el contacto humano. Entrecierra los ojos y se relame los bigotes.

- ¿Acaso te prohibimos que vos fueras al mar? ¿Cuántas veces lo hiciste?

- ¿Es un reproche, papá?

- Es un hecho.

- No te hagas mala sangre, Alberto.

Ethel sale del comedor para reaparecer trayendo una fuente en la que un pollo

exhibe su desnudez final. Troza el ave entre jadeos de habilidad ansiosa y

ofrece la pechuga a Alberto. Ella se sirve un muslo.

- ¿Qué vas a comer, vos?

- Nada. Está bien.

- Otra vez con los sandwiches o las frituras en las pizzerías…

- No, mamá. No tengo hambre. Con una sola comida por día me basta.

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Los ojos de Joaquín regresan a la silla no ocupada, al lugar en penumbras.

Más allá, un espeso cortinado rojizo oculta la ventana. Deja al gato sobre una

banqueta, va hasta el cortinado y lo aparta: en la calle, fragante noche de

primavera. Una pareja aprovecha la sombría complicidad. Cae la mano,

también el cortinado.

En esta habitación, dos personas comen. Los dedos del muchacho se deslizan

por la madera de la silla vacía, violan la penumbra semiespesa del rincón. De

nuevo la eficacia del tiempo: otra sonora campanada comunica las nueve y

media en punto de la noche.

V

- I´m talking about the Simple Past. I´m afraid you have to study the

irregular verbs. What do you think?

Interroga en medio de las sonrisas y bostezos de sus colegas que lo secundan.

Un vaho sofocante impregna el aula. Frente a ellos, un adolescente de mirada

huidiza; las manos delatan los nervios. Es muy larga la pausa y el examinado

no acierta a dar una respuesta.

- Tiremé una ayudita, señor. Piense que estamos en veinticuatro y que ya

es más o menos Nochebuena.

Joaquín suspira; se le acentúan las comisuras en la boca. El alumno entiende

que la invitación no es oportuna.

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- Well, now. As fast as possible. You know or you don´t.

Silencio. Joaquín regresa al texto y continúa marcando errores. Tropieza luego

con el jardín y el crecido yuyal; se han ido las magnolias y la hoja brillante del

árbol es verde solitario, sin la blancura aquella de noviembre.

Uno de los profesores murmura algo al oído de Joaquín.

- Let´s finísh. I`m going to ask you a few questions about your next

holidays.

El adolescente toma aliento y afirma, muy seguro.

- No nos vamos de vacaciones porque mi abuela está enferma.

Se incorpora y sale del aula. Uno de los colegas alcanza a Joaquín el libro de

exámenes que él firma sin mucha convicción y con enorme cansancio. Tiene

todavía delante el permiso de examen del que recién ha preferido huir. Coloca

un 2 (dos) y firma. Los trámites son rápidos; tanto, que nadie se ha dado

cuenta de que el pibe aguarda en la puerta. Cuando Joaquín repara en él ya

los otros dos han soltado los comentarios de rigor. Con paso rápido, el que

hasta hace un segundo esperara en la puerta, se lanza sobre el tribunal e

increpa:

- Acá el único que sabe inglés es Reinaudi, de manera que ustedes son

dos vegetales de adorno, esas palmeras que sólo ocupan espacio.

Joaquín le entrega el permiso de examen y lo toma de un brazo; lo saca del

aula, le habla casi en voz baja. Los otros pasan junto a ellos -libro en mano- y

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se pierden en recovecos que conducen a la secretaría. No hay consuelo para el

aplazado y hasta le molesta la actitud del profesor.

- Esta noche, cuando en su casa haya música y todo el mundo esté

contento, acuerdesé de mí.

Joaquín repite las palabras del recién aplazado.

- Cuando en mi casa haya música y todo el mundo esté contento.

- Por su culpa casi repito el año.

- Pero no lo repetís. Y no me vengás con chantaje afectivo.

El reprobado se marcha y él va hasta la secretaría para comprobar que todo

está en orden. Saludos, congratulaciones, deseos de bienestar, palabras que le

llegan como los veranos de años anteriores. Estrecha las manos y devuelve

cumplidos que finalizan el ritual.

Ya en el jardín, se dedica a contemplar los yuyos y descubre -en medio de

aquella maraña desproporcionada- un rosal silvestre. Flores pequeñas, de

pétalos irregulares. Avanza y arranca una. Color desvaído, sucio blanco. La

ubica en su ojal.

En la vereda de la librería, Galíndez conversa con el aplazado. Al aproximarse

Joaquín, el muchacho se aleja.

- Lo cagaste.

- No sabía nada. ¿Qué vino a decirte?

Se escucha la voz de Flora que detalla estampados.

- No se quejó de vos sino de los otros. Dice que son más bestias que él.

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- Tiene razón. Pero una mesa debe estar compuesta por tres profesores.

Se apoya contra la pared. Galíndez mira la rosa pequeña en el ojal.

- ¿Y eso? ¿Te la pusiste para festejar la hazaña?

- No cargués, Hugo. Pasa que estoy muy cansado. Hace veinte días que

tomo exámenes.

- Una rosa no te va a descansar. Además, te queda la fiesta de la noche y

la comida de mañana. ¡Los parientes sean unidos!

- Cuando en mi casa haya música y todo el mundo esté contento.

- ¿De qué hablás?

- De algo que dijo el pibe ese.

Hugo entra al negocio y Joaquín se queda afuera, recostado contra la pared.

Le cuesta mirarse la rosa en el ojal del saco y, luego de algunos intentos,

desiste. Escucha las voces de algunos clientes y, más apagadas, las de Hugo y

la señorita Flora. Cierra los ojos. Después, ya en el local, pregunta a Hugo;

- ¿A qué hora cierran esta tarde?

- A las cinco o a las seis.

Joaquín pasa a la trastienda y Hugo lo sigue. En el sucucho se hace difícil

respirar. Se deja caer en una silla y oculta la cara entre las manos. Hugo no

habla; se acerca y le quita los libros, los deja caer sobre la mesa. Las manos se

apartan, la cara de Joaquín se ha transformado.

Desde el negocio llega el tintineo de una caja de música: una canción de cuna.

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Alguien se maravilla y la señorita Flora -con cierto orgullo que se adivina en el

tono de su voz- contesta preguntas sobre origen y fabricación del artefacto. El

cascabel prosigue, como si la cuerda fuera interminable. Una canción de cuna.

- Cuando en mi casa haya música y todo el mundo esté contento.

Hugo le habla con sencillez.

- No te me pongás triste, ahora.

Atropelladamente, la mano derecha sobre los libros, Joaquín dice:

- Esta tarde, después de cerrar la librería, ¿por qué no venís a casa?

Nada más que unos minutos. Saludás y te vas a ser feliz a lo de tus

parientes.

- Tengo una idea mejor. ¿Y si después de las doce de la noche nos

encontramos los cuatro? Vos, tu novia, Rita y yo. Ni vos conocés a Rita

ni yo a Susana. Aprovechamos la ocasión y nos presentamos todos.

Él mueve la cabeza negativamente. Los libros han vuelto a su falda. Vuela una

mosca que Hugo espanta.

- Vení a casa. Mis padres quieren conocerte.

Hugo toma un paquete de uno de los estantes y lo entrega a Joaquín.

- No lo desenvuelvas ahora.

Él ni siquiera ha mirado el paquete. Insiste:

- ¿Vas a venir? ¿Vas a venir a casa?

- Está bien. Voy a ir. A eso de las siete.

Ha terminado la canción de cuna.

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Page 24: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

VI

Poco movimiento en el bar. Se trata de un café de barrio y es la mañana.

Junto al libro, una copa de ginebra. Marca algunas líneas: “Una cosa che ha

Candido é che lui beve poco, e mi diceva di no bere perché poi non si capisce

piú il discorso. “Tu debi conservarte la testa. Tu sei uno che studia”. Golpea la

página con la birome, mientras realiza un gesto imperceptible: el mentón

apenas sube y baja.

Luego contempla las puertas del colegio, un taller mecánico, la Librería del

Arte. Dentro del local, Galíndez está haciendo un paquete; habla con un

individuo de panza prominente. El tipo gesticula, Joaquín sigue los movimientos

de aquellas manos -las de Galíndez-, apenas dos lejanas manchas oscuras.

Regresa al libro, quiere proseguir: “mi disse anche stavolta”. Otra vez la misma

línea: “mi disse anche stavolta”; y así, hasta una tentativa final: “mi disse anche

stavolta”. Sacude la cabeza como negando y cierra el libro. Observa la copa de

ginebra y semisonríe; apura el contenido de un solo trago; deposita el pequeño

objeto sobre la mesa con cuidado.

De una carpeta extrae abultada cantidad de hojas. Corren los papeles movidos

por su índice: apellidos de variada etimología, palabras de origen diverso.

Vuelve al negocio y descubre a la señorita Flora que -de espaldas- no se

diferencia mucho de una jovencita: pollera tableada, blusa blanca, mocasines

color crema. Galíndez habla con ella y sale. Las manos de Joaquín caen

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Page 25: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

pesadamente sobre las hojas -es sólo un segundo- y luego la derecha toma la

birome, marca rápidamente crucecitas junto a renglones de oración breve: “He

asked me if his mother can have her medicine in the morning”. Redondel que

encierra a can y palabra escrita por él a un costado: could.

Galíndez ha entrado al bar y se instala sobre uno de los taburetes, junto al

mostrador. Joaquín detiene su mano y la lapicera se aquieta. En el espejo, la

cara de Galíndez es una forma terrosa en la que resaltan dos breves espacios

azules.

Hay una segunda oración: “Kathy told me she had known the truth from the

very beginning”. Con la mano izquierda se cubre la boca y parte de una mejilla;

entrecierra los ojos y casi se un salto se levanta, se llega hasta el mostrador,

pide otra ginebra. Galíndez -sandwich recién empezado- lo mira desde el

espejo.

- ¿Ginebra con este calor?

- Hoy tuve frío.

Se están hablando a través del espejo.

- Me gustaría saber cómo das las clases después.

- Alegre.

El mozo ha llevado la nueva copa de ginebra a la mesa. Joaquín se vuelve y

Galíndez lo sigue; en una de sus manos tiene el sandwich y en otra una

botellita verde. Acomoda las hojas –regresan a la carpeta-, coloca el libro a un

lado –junto a la ventana-. La botellita verde y la copa de ginebra han quedado

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Page 26: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

frente a frente. Silencio. Ya no hay nadie en el bar; incluso el que atiende ha

desparecido. Galíndez mastica y traga con rapidez, pero sin ruido.

- A las once de la mañana siempre tengo un hambre feroz.

Concluído el sandwich va a servirse de la botella verde; falta el vaso. Golpea

las manos y, arrastrando los pies, surge el mozo. Galíndez se acerca a

Joaquín, adelanta el medio cuerpo sobre la mesa.

- ¿Te fijaste cómo se mueve este tipo? Es un rayo.

El aludido alcanza el vaso y Galíndez bebe. Tiene la cara brillante de sudor.

- ¿Vos no te acordás del Rayo Rojo?

- Esa revista es de la prehistoria.

- Ah, claro. El señor es más joven.

Joaquín golpea su copa quizá para averiguar la consistencia del vidrio.

- Pero conozco la revista porque en casa hay una colección completa.

- ¿Tu viejo?

- No, mi hermano. Es apaisada, de tamaño reducido.

- Sí, tiene una forma rara. Bah, tenía.

- Tiene. La revista está en casa.

- Ya no sale más, Joaquín. El Rayo Rojo desapareció.

Galíndez repara en el libro y lo toma entre sus manos. Sonríe. Estalla un

relámpago fugaz en su mirada. Joaquín aguarda unos segundos; contempla a

Galíndez, sus manos, el libro. Es una espera en medio de la cual la copa de

ginebra se ha detenido camino de los labios de Joaquín.

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- Vos por el apellido no sos descendiente de tanos. Pero tu vieja tiene que

serlo.

Galíndez pasa del libro a Joaquín con el mismo relámpago en los ojos.

- Vino de muy chica. Es piamontesa. ¿Cómo te diste cuenta? Si no hice

más que mirar el libro.

- No lo sé. A lo mejor miraste el libro como si ya lo conocieras.

- La mia vécchia parla bellamente la lingua dil Dante, ma io sono un ásino.

¿E tu?

- Il mio cognome, caro Galíndez, é Reinaudi. Ma non puó parlare questa

lingua per la mancanza di vocáboli.

- Ma cóme ti é possibile léggere?

- E un´altra cosa.

- Ma tu sei un insegnante di italiano á la scola ?

- No. D´inglese. E non é scola, é scuola.

- Si la mia vecchia parla sempre di scola…

- Scola e popolare.

- Io sono popolare. E tu?

Galíndez mira el reloj; no el suyo, sino el que está sobre el espejo del bar.

- Non só il tuo nome.

- Hugo.

Galíndez se incorpora y va hacia el mostrador. Paga. A través del espejo suelta

una pregunta.

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Page 28: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

- ¿Vas a tomar más ginebra o querés seguir sobrio?

- No, con dos está bien. ¿Por qué?

Ahora es él quien deja la mesa, apresurado.

- Yo pago, Joaquín. La próxima te toca a vos.

Regresa y ordena sus libros, la carpeta. Salen juntos del bar. El sol ilumina el

rojiazulado del letrero de la Librería del Arte. Se detienen, se observan y

Galíndez averigua.

- ¿Habías visto morir a alguien antes?

- Sí. ¿Y vos?

- También. A mi viejo. Pero nunca a un pibe, nunca a un pibe como si

fuera una gallina degollada.

Cruza la verja una mariposa y serpentea entre las magnolias del jardín, allá, en

el colegio; toca apenas el césped; ya no está.

- Ese día supe algo, Hugo.

- ¿Qué?

- Ver morir a alguien una vez es ya todas las veces.

- No entiendo.

Empieza a caminar y Galíndez permanece inmóvil. A manera de despedida se

escuchan las palabras de Joaquín.

- La próxima vuelta es mía.

VII

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- ¿Cuánto hace?

Juega con el volumen de la música funcional y el vaivén del sonido parece

aumentar la nerviosidad de la muchacha.

- Acabala con eso, ¿querés?

- ¿Cuánto tiempo hace?

Están desnudos. Ella, semiincorporada, observa un cuadro de figuras

japonesas

- Dos meses.

- ¿Y ya tan segura?

Ella deja que su pelo caiga hacia delante, que le cubra la cara. Él, sentado,

busca algo en el bolsillo interior de su saco: los cigarrillos. Ofrece pero hay

rechazo. Enciende uno y lo olvida en el cenicero -un objeto de metal ordinario y

gastado-. Las puertas de un lejano ascensor se abren y cierran. Los dedos

reinciden: el volumen de la música funcional.

- Escuchá estupideces, vos. ¿No se te ocurre otra cosa?

- La música apacigua a las fieras.

- Esa es una de las cosas que me revientan. Siempre con tus lamentos,

tus frasecitas puntillosas, tus hojas para corregir. Y cuando tenés algún

descanso no es para hacer gala del humor, precisamente. ¡Ah no, viejito!

- ¿Vas a ponerte histérica?

El pelo de ella vuelve a la posición natural. Lo arregla un poco; pide, ahora sí,

un cigarrillo y da varias pitadas calmosas antes de hablar.

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- ¿Cuánto hace que nos conocemos?

- Casi tres años.

- En estos tres años, Joaquín, no he hecho otra cosa que llegar hasta vos

con alegría y despedirme en un estado calamitoso.

- Los psiquiatras le dicen laangustiadelaseparación.

- Menefrega lo que digan las serpientes emplumadas.

- ¡Cómo se nota que sos profesora de Educación Física! Le faltás el

respeto a la ciencia, vos.

- No veo cómo podés respetar algo o alguien que no te respeta.

Ella quiere dejar la cama; él la retiene

- ¿No será un entusiasmo pasajero?

- No.

- ¿Te acostaste con él?

- No.

- ¿Te lo propuso ya?

- No, Joaquín, no seas ridículo. Nada es tan simple.

- Ya lo sé, Susana, no me lo vengás a decir a mí.

Ella apaga el cigarrillo y se sienta junto a él, le acaricia el hombro.

- No puedo creer que fabriqués este lío porque conociste a un tipo con

sentido del humor.

- Conocí a alguien que vive y vive porque está vivo.

Joaquín mezquina el cuerpo y la mano de Susana queda desamparada, quieta.

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En voz baja pregunta:

- ¿Y yo no estoy vivo? ¿Soy un papiro?

- Mirá, Joaquín, vos sabés que a mí las fiestas, las salidas con gente, toda

esa milonga no me interesa. A mí me bastan esos largos paseos, las

escapadas al cine, venir acá de vez en cuando. Me gusta compartir con

vos las vacaciones. ¿Cuántos días hemos convivido solos?

- Te contradecís. Si lo pasamos bien, ¿dónde está el problema?

- No me contradigo. De vacaciones uno siempre la pasa bien. Pero, ¿por

qué no probamos vivir juntos en la ciudad?

- Decime: ¿vos encontraste un tipo con gran sentido del humor o querés

casarte?

Joaquín va al baño y orina sin cerrar la puerta. Llega la voz de Susana cuando

él se mira en el espejo y ve unos ojos castaños de forma triangular, una boca

de labios finos, esa nariz aguileña.

- Me parece que las dos cosas. El tipo existe y me gusta. Pero también

me gustás vos. Y mucho. Hasta te quiero y todo. Mirá lo que son las

cosas.

- Tu franqueza es de película realista.

- Mi franqueza no es de ninguna parte. Buena o mala, es mía.

- Tu sinceridad es una trampa.

Susana se arroja sobre la cama con los brazos abiertos. Él se tira a su lado y le

va como descubriendo el perfil. Luego, la cabeza de ella, apoyada en su brazo

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Page 32: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

izquierdo, se yergue sobre Joaquín. Le pone una mano en el pecho. Él no se

mueve.

- Vos te conformarías toda la vida con esto. Yo no.

- Te pasa lo que a cualquiera mujer del Paseo Colón: el tiempo vuela y te

agarró el cagazo.

- Ah, sí, seguro. ¿Por qué? ¿Porque te pido que vivamos juntos? No exijo

una libreta de matrimonio. Además, al Paseo Colón ese del tango no

iban mujeres.

- ¿Un profesor viviendo con concubinato? ¡Horror!

- Pero ¿a quién le interesa?

- ¿Vos te creés que los prejuicios fueron borrados con una goma?

- Yo no me creo nada. Te pregunto lo siguiente: ¿querés que vivamos

juntos, sí o no?

- Es que no podemos, ¿te das cuenta?

Susana deja la cama y empieza a vestirse. Joaquín continúa con la mirada en

el cielorraso. Al terminar de ponerse la pollera -azul, clásica-, ella mueve la

cabeza negativamente.

- Yo no puedo hacer nada si vos tenés miedo. No te culpo por la tristeza;

hace mucho que aprendí que los tristes existen. Y que tienen motivos

para serlo. Pero el miedo, Joaquín, el miedo es insoportable.

Sin cambiar de posición, él interroga:

- ¿Miedo a qué?

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Page 33: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

- Miedo a vivir conmigo.

De pie, sin agacharse, está calzándose. Va a insistir desde el baño.

- Miedo a formar una familia.

Joaquín se ha dado vuelta y, boca abajo, juega con los hilos de una frazada. La

voz de Susana llega nuevamente desde el baño.

- Miedo a salir de tu casa.

Tras las últimas palabras, la puerta se cierra y en la habitación queda Joaquín,

boca abajo, tironeando los hilos de esa frazada.

VIII

- ¿La escuela es o no una comunidad educativa?

La mujer arroja la duda sobre el improvisado auditorio y se abanica usando un

figurín de modas -se diría que más descansada luego del reto-. Un hombre de

bigotes acaudillados se revuelve en la butaca.

- ¿Y se puede saber, señora Fernández Suárez, para qué quiere

averiguarlo?

- Porque en una comunidad educativa, esto no pasa.

Blandiendo la revista, la señora Fernández Suárez manifiesta una abierta e

inobjetable furia. Un señor canoso, de traje cruzado, ratifica el juicio de la

dama. Y agrega:

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- Lo lamentable, debemos reconocerlo, es que este colegio no puede ser

una comunidad educativa.

Se produce una batahola general en la que se mezclan acusaciones diversas,

horas cátedra, salarios, inflación, relaciones alumnos-padres, relaciones

alumnos-profesores y el tema del presupuesto. Luego, ya sosegadas, las

personas allí reunidas parecen querer regresar al eje central; aunque,

momentáneamente, y a juzgar por el silencio, se les ha olvidado. La señora

Fernández Suárez retoma la palabra.

- Coincido con usted, Rapella. Pero, porque esta escuela no sea una

comunidad educativa, ¿los alumnos deben escribir obscenidades en los

baños?

- Esas agresiones, la falta de pudor, el desapego para con los

profesores… ¡Es intolerable!

Quien se indigna es un hombre sentado junto al señor Rapella. El de los

bigotes acaudillados, como emergiendo de una profunda meditación, exclama:

- ¡En diez años los adolescentes han cambiado tanto! Porque no me va a

decir usted, Reinaudi, el más joven de nosotros, que hace diez años

usted y sus compañeros cometían semejante disparate.

Una pelirroja de anteojos oscuros suelta:

- Sonamos, Figari. Ahí le contesta que se drogaban.

A la señora Fernández Suárez el anticipo de la mujer de anteojos oscuros le ha

provocado un secreto malestar, evidente por la forma en que se muerde el

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labio inferior. El señor Rapella no demuestra interés alguno por la salida de la

pelirroja; se dirige a Joaquín:

- ¿No es cierto Reinaudi?

- Bueno, yo no…, claro.

Triunfal repica la voz de Fernández Suárez:

- Ya ven, ya ven. Rapella tiene razón. Han pasado diez años desde que

Reinaudi egresó. Muchos de nosotros lo conocíamos. Y nadie, en ese

entonces, ensuciaba los baños con esas leyendas.

Joaquín es el centro de la reunión. Un flaco -tipo caballero inglés- aventura el

recuerdo.

- Y cuando usted tuvo el problema ese…, mejor dicho, cuando en su casa

hubo aquel accidente desdichado…, usted estaba en quinto año. Y

cómo sería su relación con los profesores que todos, sin excepción,

fuimos a ver a sus padres.

- ¿Pero qué tiene que ver todo esto con el insulto que le escribieron en el

baño a Fernández Suárez?

- Mire, señorita Iribarren: aquí estamos haciendo una comparación, eso es

todo.

La aludida enciende un cigarrillo y se quita los anteojos oscuros.

- Hay comparaciones que no sirven para nada. Esta reunión se planteó

porque usted vino a la sala de profesores sofocada y pidiendo auxilio a

la dirección.

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Page 36: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

El flaco caballero inglés no disimula un bufido.

- Como director me encargué del caso. Traté de investigar, sin resultado.

El culpable no apareció.

- O los culpables.

El flaco caballero inglés cierra los ojos para no mirar a Fernández Suárez.

- O los culpables.

- Porque a mí se me ocurre que eso está organizado por varios.

La pelirroja mira directamente a la lectora de figurines.

- Si usted tuviera menos cursos en el colegio…

- ¿Qué quiere decir? ¿Qué si yo tuviera menos horas de cátedra

encontraríamos más fácilmente a los responsables de la atrocidad?

El director da unos golpecitos sobre el brazo de su butaca.

- Lo que usted quiere decir es que si ella tuviera menos divisiones a su

cargo no tardaríamos tanto.

- Exactamente.

Ahora es Rapella el que interviene.

- A propósito. Cuando en tercer año a mí me escribieron los insultos en el

libro de temas, solicité una reunión.

Iribarren suelta una carcajada.

- Pero en este colegio todo el mundo tiene su colección pornográfica.

Truena Fernández Suárez, revista de modas sobre la falda:

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- Si a usted le hubieran dedicado tan gentilmente como a mí esas

expresiones de afecto, el hecho no le causaría tanta gracia.

- Ya me llegará el turno. No se aflija.

Rapella insiste:

- Decía que cuando…

El director, aburrido, se tira hacia delante y completa la oración.

- … usted vio el contenido de aquel libro de temas, solicitó una reunión.

- Si en aquella oportunidad hubiéramos procedido con energía, esto no

hubiese ocurrido.

Joaquín se levanta y deja la butaca. Observa la calle o, más precisamente, la

Librería del Arte, bastante concurrida. Se adivinan trozos de Hugo -una mano,

un brazo, el pelo- más allá de los compradores. La señorita Flora habla por

teléfono.

- Hace diez años que estoy al frente del colegio. Llegué cuando Reinaudi

terminaba y he notado que estos incidentes van en aumento. También

es verdad que en aquella época ya había jeringas en los baños y no

eran para diabéticos. ¿Usted se acuerda, Reinaudi?

Sin abandonar su puesto de vigía, él responde.

- No, yo… aquel año…

Las manos se apoyan en los vidrios de la ventana, alcanzan el picaporte, abren

de par en par las hojas. Su voz llega como desde la calle.

- Aquel año yo estaba muy… desconectado del curso.

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La señorita Flora acaba de salir con un paquete en sus manos. En la librería,

Hugo discute con una imagen borrosa. Joaquín percibe los gestos un tanto

exagerados y, en especial, un amplio arco que el brazo derecho de Hugo traza

en el vacío.

IX

De la ciudad no recuerdo nada más que los paseos en tranvía. Si a Alex le

ocurría algo –bueno o malo- me invitaba a salir. Y por ahí íbamos;

terminábamos indefectiblemente metidos en algún tranvía atestado o

semivacío, haciéndole jugarretas a la gente para acapararnos el banco que se

desocupaba.

¿Vos te acordás de los tranvías? Ahora me parece mentira que alguna vez

hayan cruzado la ciudad. Pero existieron. El último tranvía se fue un poco antes

que Alex. A lo mejor se fueron juntos.

En la ciudad, Alex y yo vamos en un tranvía que nos lleva a cualquier parte, sin

apuro, con ese lento desplazarse de carro que medio añora los caballos.

Sueño que Alex y yo estamos en un tranvía vacío. El recorrido finaliza en el

puerto. Se trata de un pajarraco silencioso -de manera que no sé cómo puede

convertirse en tranvía-. El hecho es que antes de que se acabe el viaje

-presentidas y brumosas las grúas del puerto- debemos atravesar un banco de

niebla. Al emerger, Alex ha desaparecido y me encuentro solo en el tranvía

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apenas iluminado. Ya es de noche y las lucecitas del puerto titilan, expectantes.

Voy a bajar, cuando descubro que en el asiento que ocupábamos hay otra

persona. Estoy en la puerta de atrás de modo que apenas diviso la espalda, la

cabeza, un sombrero oscuro. Es un hombre. Voy hacia él como si él fuera Alex.

El tranvía arranca -estrépito infernal- y el hombre se quita el sombrero dejando

al descubierto una calva amarillenta y lustrosa. Me detengo, tiro del cordón,

suena la campanilla. Sin embargo, el coche no se para. Sigo viajando con el

desconocido de la calva. La luz es potente y la ciudad reaparece -cotidiana,

explorada-. Desde allí veo a mi madre vestida de luto. Mi padre la sostiene.

Caras conocidas y junto a ellas una figura que me resulta extraña; al observar

mejor me veo tal como era cuando fuimos por vez primera al mar. Porque

aquella criatura soy yo. El pibe del que te hablo tiene puesto un mameluco, una

remera y, entre su cuerpo y el brazo derecho, cobija una pelota. Insisto: cordón

y campanilla. Inútil: el tranvía prosigue y todo se diluye. Me despierto, he

soñado.

Si Alex hubiera sido un héroe o un cobarde me costaría menos olvidarlo y

habría deshabitado mis sueños. Era, sin embargo, una tipo común, y no sé

cómo ni de dónde sacar de mí el recuerdo de Alex, dejarlo que se pudra.

Porque todo era como este asunto de los tranvías. Él no te decía que le pasaba

algo, pero vos te dabas cuenta enseguida. Una pelea con Ernestina o un

examen bien rendido, el encuentro con un amigo inesperado o, simplemente,

esa quieta tristeza que lo alcanzaba en los domingos de invierno.

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Cierta vez -mucho frío-, salimos de casa y tomamos el ocho. Cuando ese

tranvía iba por la zona de Retiro -Juncal, Esmeralda, Piedras- subían

caballeros y damas que se saludaban preguntándose por lejanos parientes;

caballeros y damas que me resultaban curiosos y escucho la risa de Alex, que

se burlaba de aquellos tonos de voz, de la vocalizada nasalidad.

Aquella tarde el ocho dejó la zona de Retiro y se metió en los barrios

-Venezuela, Virrey Ceballos, Constitución- donde la gente que subía y bajaba

era menos distinta que los caballeros y las damas de la zona de Retiro. Nos

detuvimos en un bar de avenida Chiclana -lo veo muy bien al bar-. Sé que era

avenida Chiclana porque ninguna otra en Buenos Aires fue jamás tan ancha

para mí.

Yo bebía un submarino -esas cucharas largas, interminables- y él un café doble

-siempre tomaba lo mismo-. Estaba muy solo aquella tarde, Alex. Yo lo sabía y

él se enteró. Entonces hizo un guiño y los ojos azules me sonrieron, su cara

oscura se llenó de luz y en voz muy baja, como si fuera el más escondido de

los secretos del mundo, me preguntó si el submarino estaba bien caliente.

Aquella era su forma de decirme que me tenía consigo, que él estaba allí y que

existíamos, que vivíamos tan juntos como los árboles pelados de la avenida

Chiclana en aquella tarde de invierno.

Sí, es cierto: en la ciudad lo importante eran los tranvías. Esas -para mí- breves

excursiones que Alex planeaba o llevaba a cabo, sin pensar, cuando algo

-bueno o malo- le ocurría.

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Page 41: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Y así fui creciendo, especialmente durante los veranos, sabedor de que el mar

nos esperaba: a Alex, a su grupo de amigos y a mí. Al empezar su relación con

Ernestina -la única mujer que yo le conocí-, ella se unió a nuestras vacaciones

con una energía que la hizo muy pronto una más en el campamento.

Llega una imagen y es la de Ernestina, con un sombrero de paja en la cabeza y

un vestido amarillo. Se reclina en el hombro de Alex. Él fuma; tiene puesta una

camisa blanca. Anochece y el mar va desapareciendo poco a poco, ahí, a unos

pasos, delante de nosotros.

X

Al abrir la puerta lo primero que oye –aunque tal vez no escuche- es la bocina

hierática del televisor: venden algo. Va hasta el escritorio y acomoda carpetas y

libros. En la cocina saluda al padre. Toma un vaso de leche.

Una rubia de tetas prominentes finge un llanto: cambio de imagen para

introducir a un meloso de labios abultados que simula indignación. Alberto -sin

que él pregunte- explica historia e intérpretes. Joaquín comenta algo de

manera impersonal pero se interrumpe al descubrir que hay fresias nuevas en

una de las macetas del patio. ¿En qué momento han florecido? ¿Ayer? ¿Esta

mañana? El padre niega: no lo sabe. Tediosa prosigue la historia en el

televisor.

Termina de beber la leche, regresa al escritorio. Suena el teléfono: un alumno

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requiere informaciones que él da, cachazudo y atisbando la última luz de la

tarde. Dice, sin darse cuenta, algo -The Child is father of the Man; /And I could

wish my days to be/Bound each to each by natural piety! - que el otro no

entiende. Se rectifica y sigue la improvisada conferencia sobre las diferencias

entre el must y el ought to. Una broma cierra la comunicación.

Paquete en un estante; lo abre y se muestra satisfecho: revistas, folletos,

multitud de colores. Alberto lo interrumpe.

- Avisaron hoy al mediodía que Ernestina tuvo una nena.

Joaquín deja sus manos inmóviles sobre los colores y mira no al padre sino a

un anaquel donde se distinguen tomos encuadernados.

- Tu madre quiere ir a verla.

- ¿Y vos?

- Yo también. ¿Para qué negarlo?

- A mí no tenés por qué negarme nada.

Alberto da unos pasos hacia la ventana. Él despliega automáticamente los

folletos que ocultan un banderín.

- Es que tu madre quiere que también la veas vos.

- No tengo nada que contestar. Y ahora, dejame. Estoy ocupado.

- Me tenés que decir “Sí” o “No”. ¿Es tan difícil?

- No. Y ahora, andate. Sigo ocupado.

El padre desaparece. Joaquín toma los folletos entre sus manos y los rompe.

Decenas de papeles minúsculos –colores perdidos- caen al parquet lustrado,

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Page 43: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

se confunden sobre el marrón claro, se transforman en exangüe duna solitaria.

Golpea crispado un mueble y sale de la habitación, atraviesa la casa y se

detiene ante una puerta de un blanco perfecto. Sigiloso, se pega a la madera.

La mano hace girar el picaporte. Por la abertura, espía.

La madre se ocupa de un pantalón y los dedos mueven la aguja. El costurero

está sobre una cama. En las paredes hay desvaídas figuras que se alejan tras

la claridad ceniza del ocaso: deportistas del ayer, actrices del pasado.

El reloj del comedor da la hora y Ethel levanta su cabeza, descubre a Joaquín.

Invita, con un gesto que espera respuesta.

- Pasá.

El cartel desplegado -letras moradas-: “WHAT MAKES A HEART TICK,

DADDY?”

- No quiero hablar aquí con vos.

- Avisaron hoy al mediodía…

- … que Ernestina tuvo una nena. Ya me lo dijo papá.

- ¿Y no te alegrás?

- No voy a estar hablándote desde la puerta. Salís o terminamos.

- Tengo que arreglar este pantalón.

- ¿Y quién lo va a usar?

Las manos de la madre dejan caer la aguja. Las imágenes se han desvanecido

y no son ni siquiera recuerdos. Las manos descansan, una sobre la otra, en la

tela del pantalón inmóvil.

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- Entrá, Joaquín. Por una vez.

- No era a mí a quien esperabas.

Ha abierto la puerta un poco más y ve el ropero antiguo de enorme espejo, la

cómoda, las mesas de luz.

- ¿No vas a venir con nosotros a ver a Ernestina?

- No tengo nada que decirle. Y ustedes tampoco.

- Ella fue siempre tan buena.

- No digo que no. Nadie discute si ella es buena o mala.

La madre suspira. Ha depositado el pantalón encima de la cama, junto al

costurero.

- Siempre tuve la esperanza de que comprendieras, Joaquín.

- Yo también. Pero ni vos ni papá entendieron.

Con la mano aferrada al picaporte, Joaquín resiste. Su madre forma parte del

mundo de las sombras que han ganado la habitación. La voz llega nítida

cuando murmura:

- Todos entienden menos vos.

Entonces la mano del picaporte golpea la puerta y los sonidos invaden el

silencio y la sombra.

- Nadie entiende. Todos se burlan. En la familia nos creen locos, los

vecinos nos compadecen.

Detrás de Joaquín surge la figura de Alberto que ha llegado para concluir,

terminante y colérico.

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- A su manera tienen que entenderlo. A todos no se les muere un hijo a

los veintiséis años. Un hijo que estaba a punto de casarse, de terminar

sus estudios, de empezar a vivir.

Joaquín ha girado y mira al padre como si el hombre estuviera a una

considerable distancia.

- Pero no empezó porque no pudo hacer nada. Se ahogó una mañana de

verano.

En su hombro, la mano de la madre busca como un refugio. El finaliza:

- Y la hija de Ernestina no es la hija del muerto.

Joaquín aparta al padre de un empellón y casi a la carrera desando el camino

hasta el escritorio; antes de que pueda cerrar la puerta, allí está otra vez

Alberto.

- Tu hermano tenía un nombre: se llama Alejandro y le decíamos Alex.

- Para mí ya ni siquiera tiene un nombre. Para mí no es nada más que un

muerto.

XI

Atraviesa el parque humedecido. Es la mañana y el amarillo leve entre los

pinos marca y guía. No elige los senderos. Los zapatos están mojados de rocío

y un poco de barro oscurece la punta de uno de ellos. Un lugar le trae como un

recuerdo y se detiene; luego avanza: hamaca solitaria. La mece y un chirrido

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Page 46: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

hiere el aire. Despintado trozo de madera que viene y va, va y viene.

Una torcaza que picotea ahí nomás, muy cerca, atisba desconfiada. Enseguida

prosigue su inspección por las gramas.

Él ha reclinado su cabeza sobre un hombro y se deja estar mientras escucha el

chirrido matemático, indiferente. Más tarde se dedica a los eslabones; los va

rozando uno por uno: las hamacas realizan contorsiones casi invisibles. Echa

una última mirada a la primera, la solitaria-inmóvil, y los zapatos aplastan

nuevamente el césped.

Sentado en uno de los bancos de piedra fuma un cigarrillo. El pavimento se

descascara y reaparecen las vías. Como si no hubiera percibido antes el

detalle, busca los pedazos visibles del hierro brillante. Camina y los sigue, ojos

muy abiertos. En algunos tramos las líneas son extensas. Avanza mirando el

asfalto maltrecho. Un viejo apoyado contra la reja de una ventana lo saluda.

Joaquín responde, distraído. Una mujer llega desde alguna parte con una bolsa

en la que se advierten pan, un paquete de yerba, vino. Se detiene y le toca el

brazo.

- ¿Joaquín?

Por la manera en que vuelve la cabeza para mirarla se diría que le cuesta

trabajo ejecutar el movimiento; responde afirmativamente, sin hablar.

- ¿Qué andás haciendo por el antiguo barrio?

Desde la garganta algún sonido aislado quiere transformarse en palabra. La

mujer ha sonreído; ahora espera. Leve desconcierto en el temblor de los labios

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que antes sonrieron.

- Chela.

- ¿Pero no me habías reconocido?

- Sí, Chela, claro.

- ¿Tus viejos están bien?

- Sí.

- No sé por qué siempre me acuerdo del día en que se mudaron.

Chela tiene ojos negros, de mirar seguro y alegre. Esos ojos enfrentan los de

Joaquín -triangulares, castaños- y la boca insinúa pálida sonrisa.

- No sé por qué me acuerdo. A lo mejor es por el escándalo que armó tu

vieja cuando a Alex se le cayó la jaula con los canarios. Se enteró toda

la cuadra.

- ¿Y vos? ¿Cómo estás?

- Tirando. Además, ahora somos personas importantes: el Beto se

compró el auto. ¿Te acordás lo que hinchaba con el bendito auto?

- ¿Y los chicos?

- El mayor termina el secundario. El otro lo empieza. Gastos, gastos,

gastos.

Joaquín ha dejado los ojos negros de Chela para ubicar los suyos en los trozos

brillantes del hierro.

- Chela, ¿notaste que están resucitando las vías?

- No me hablés del asfalto que nos pusieron. Mejor era el empedrado.

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Los dos se fijan en las líneas de viejo marrón que, serpeantes, aparecen y

desaparecen. Él se acaricia una mano con la otra.

- Me gustaban los tranvías.

- ¡Pero si vos no los conociste!

- Vamos, Chela. ¿Cómo no voy a conocer los tranvías?

Joaquín se ha indignado, casi. Los ojos negros de la mujer cambian de

expresión.

- ¿Querés venir a casa a tomar café o unos mates? Tengo rosquitas.

Joaquín extiende un brazo y toca el hombro de ella.

- ¿Son aquellas rosquitas?

- La receta nunca la olvidé. Siempre peleaba con tu vieja porque decía

que te empachabas.

Llega la primera sonrisa de Joaquín que no es amplia pero sí evidente. Los

ojos castaños se iluminan. Con un movimiento toma la bolsa que ella cede.

Caminan a la par. Chela se ha cruzado de brazos y él deja que la bolsa juegue

un poco junto a su pierna.

- O me estoy poniendo vieja o a vos el tiempo te resbala. Parecés mi hijo.

Él cambia la bolsa de mano, ella introduce una llave en la cerradura de una

puerta verde.

- ¿Sabés que siempre envidié un poco a la gente que va del barrio?

- Cambiarse de barrio, Chela, no es cambiar.

Ella ha cerrado la puerta. Alhelíes ordenados. Canteros.

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- Silencio. Duermen. No hagas ruido. Los domingos apolillan hasta

mediodía.

En la cocina desocupa la bolsa, ayudada por Joaquín. Con un pan crocante en

su mano derecha, él mueve la cabeza.

- Debe ser cierto.

- ¿Qué?

- Que te estás poniendo vieja. ¿Cómo se te ocurrió que no había conocido los

tranvías? Yo siempre recuerdo los tranvías.

XII

Joaquín le escucha repetir:

- Todos son iguales.

Deja sus libros en el mostrador.

- Mañana le entrego, mañana le entrego. Para cobrar, siempre tienen

apuro.

Joaquín toma el futuro paquete que Hugo se empeñara en armar y lo arrima

hacia este lado de la madera.

- ¿Qué hacés?

- Sos un inútil. Dejame a mí.

Va a rezongar -es seguro- pero suena el teléfono; lanza una protesta retórica.

Él se concentra en la tarea y obtiene un sólido cuadrado que disfraza bastante

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la informe masa de chirimbolos. La conversación telefónica de Hugo se reduce

a monosílabos y a una carcajada. Joaquín aleja el resultado de la operación y

observa los lápices de colores -estuches con letras doradas-. Hugo termina de

hablar con un escueto chau.

- ¿Qué estás mirando?

- Los lápices de colores.

- Se venden poco. Resultan caros y los marcadores abundan.

- No es igual.

- Ya lo sé. Pero son más baratos.

Hugo repara en el envoltorio y larga una exclamación de alegría.

- ¿Quién te enseñó a hacer paquetes?

- Fijate en esos lápices alemanes.

- ¡Es un paquete para regalo!

- Ah, no. Son brasileños.

- ¿Alguna vez trabajaste como empaquetador?

- Me voy a tomar algo enfrente. Te puedo traer algo. ¿Qué le pasa a

Flora?

- Ese bagayo se pesca una gripe casi en el verano. ¡Cosas de Flora!

El teléfono suena nuevamente y Hugo regresa a los monosílabos, a la

carcajada, al chau que finaliza la comunicación.

- “Mirá”, le digo, “esta noche mejor salimos a dar una vuelta porque

mañana tengo que levantarme temprano. Dejá la comida para otro día”.

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¿Y sabés qué me contesta? “El cumpleaños es hoy”.

- ¿El cumpleaños de quién?

- El mío. Y a esta se le ocurre organizar una comida en su casa. Con lo

pesada que es mi futura suegra.

- ¿Y por qué no en tu casa?

- No, en mi casa no se puede. Mi vieja es muy enferma.

- ¿Qué tiene?

- El corazón. “Il mio cuore non va piú”, dice ella.

Hugo ha puesto su mano sobre el costado izquierdo del pecho. Dos mujeres

entran y se arriman flanqueando a Joaquín.

- ¿Qué te traigo?

- Un porrón y un pebete de jamón crudo. Y decile a Rayo Rojo que no le

mezquine fetas, que ese si puede te pone el olor del jamón entre los

pebetes. ¿Señoras?

Joaquín sale y llega hasta el bar. Toma rápidamente una Coca mientras el

mozo prepara el sandwich, saca el porrón de la heladera. Paga y vuelve a salir

no sin antes lanzarle una mirada al espejo.

Las mujeres, en la librería, se han decidido por sobres de papelitos

multicolores. Él suelta porrón y sandwich en el mostrador. Hugo indica:

- No, no. Pasá y ponelos ahí atrás.

Es una trastienda con una mesa y estantes: café, pocillos, vasos. Joaquín

vierte el contenido del porrón en uno de los vasos. Aparece Hugo.

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- ¿Lo enjuagaste?

- No.

- ¡Pero si está mugriento!

- ¿Y yo qué sabía que ustedes eran roñosos?

- Sos un inútil. Ja. Profesor de inglés. ¡Bah!

Hugo alcanza una porción del sandwich a Joaquín. Lava otro vaso y sirve del

suyo la mitad.

- Comé y tomá. No me digás que no.

Él muerde el sandwich. La cerveza aguarda. Se escuchan pasos en el local.

Hugo dice en voz baja:

- Lo siento, no nos entregan.

Va y repite, con cierta solemnidad en la voz, la misma frase, casi antes de que

el pedido -apenas un murmullo- sea formulado. Regresa.

- Ni morfar te dejan.

- ¿Por qué trabajás acá?

- ¿Y qué querés que haga? ¿Qué sea profesor de inglés? Las oficinas me

revientan y las fábricas también. Son esos lugares donde todo el mundo

te anda controlando.

- Siempre te controlan, Hugo. Acá no te escapás.

- Por lo menos voy a mear cuando me da la gana.

- ¿No hiciste el secundario?

- Abandoné en tercero.

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- Podrías terminarlo.

- Estás loco. ¿De dónde saco el tiempo? Después siempre es tarde. ¿Y

sirve para algo?

Toma el último trago de cerveza y, en silencio, contempla a Joaquín. Él se

aquieta en los ojos azules de la cara oscura. No hay demasiada luz en este

lugar; hace calor y el aire escasea. Hugo le ofrece un cigarrillo. Le pregunta:

- ¿Vas a cambiar?

Él observa los fósforos en las manos de Hugo.

- No entiendo.

- Digo. Fijate en los otros profesores del colegio: son vacas enruladas.

- ¿Y yo qué soy?

- Vos sos un personaje. Eso sí: te falta la historieta.

Joaquín toma el vaso que no había tocado.

- A tu salud, charlatán. En el día de tu cumpleaños.

Hugo agradece con una reverencia y mira el reloj.

- ¿Por qué no terminaste el secundario?

- Mi viejo murió cuando yo tenía quince años. Entonces quedé como

único sostén de madre viuda, la figurita legal. ¿No suena lindo?

Joaquín no responde. Parte con sus libros, con la botella vacía; esquiva el sol

fuerte de noviembre, busca la sombra.

XIII

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Page 54: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Susana viene sin apuro, bajando lentamente las escaleras. Falda azul, buzo

blanco, zapatillas. El sol le da en la cara y el pelo castaño se vuelve rojizo.

Detrás quedan las puertas de un colegio. Árboles ya sin tiempo enmarcan su

figura. En la mano, un durazno.

Joaquín espera sentado en uno de los bancos del parque. Al lado, inmóvil, el

portafolios. Susana llega, toma asiento, muerde el durazno. Hay algunos

solitarios alejados a quienes se adivina entredormidos. Joaquín descansa en el

respaldo de madera. Con ojos muy abiertos mira el cielo, las hojas de los

árboles, sus ramas. Una brisa cálida invade el lugar. Baja los párpados y su

lengua le recorre los labios. Apenas se oyen los sonidos del tránsito.

- Dentro de media hora tengo una exasperante sesión de voley.

- Trabajar en el parque Chacabuco es como tomarse unas largas

vacaciones.

- Je, no me hagás reír. El templo del saber es igual en todas partes.

Susana ha terminado con el durazno y envuelve el carozo en un papelito

mientras lo observa de reojo. Joaquín capta el movimiento y la mira de frente.

Ella interrumpe la solapada vigilancia. Un viejo pasa junto a ellos y se detiene.

Da muestras de hacer algún comentario o pedir una indicación; pero se marcha

sin hablarles.

- A los viejos les quedan los parques, las plazas. Es como si ya estuvieran

del otro lado.

- ¿Me citaste para hablarme del parque Chacabuco y sus bondades?

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Susana se levanta y va hasta el grifo, toma agua, se limpia la boca con la

mano, arroja el papelito con el carozo en el lugar adecuado. Regresa para

quedarse de pie.

- Te extraño mucho, Susana.

Ella patea una piedra más imaginaria que real y la zapatilla de goma se arquea;

lleva sus manos a la cabeza y se quita una vincha. El pelo reverbera, cobrizo.

- Me cambiaste por una cortinita de cretona.

- ¿Te alcanzo el pañuelo? ¿O vos sos de los que lloran sin lágrimas?

Con evidente brusquedad, vuelve a sentarse, cruza los brazos, deja que su

cuerpo se incline levemente. Tiene las manos apretadas sobre la falda. Cerca

de ellos, dos horneros vigilan y picotean.

- El fulano era una invención. Ahora, como en los momentos cumbres,

espero que te arrojes en el pedregullo y me tomés las manos. ¿No ves

teleteatros, vos?

Él sonríe; lleva su brazo al hombro de Susana, la besa en la boca -un beso

largo, nada suave-. El pelo castaño rojizo cae sobre el pecho de Joaquín. El

silencio es casi total. La inmovilidad del parque se impregna de la brisa cálida

de noviembre.

- Quiero saber, y con vos es imposible.

- No tengo la culpa.

Los horneros han avanzado y se asustan ante el movimiento de Joaquín, que

aparta de él la cara de Susana. El sol pega contra las piedritas del sendero.

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Page 56: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Estalla arriba una pelea de gorjeos.

- No sos culpable, es cierto. Pero te movés en el mundo como si los

demás tuviéramos la culpa de tu absoluta inocencia.¿ Pensás seguir

desarrollando tu propósito?

- ¿Cuál de ellos?

- El de convertirte en un solterón.

- No tengo edad para serlo.

- No es cuestión de edad.

- Estamos discutiendo, Susana.

Desde alguna parte llega un grito que los intranquiliza; comprueban que ha sido

lanzado por un pibe que reclama una pelota. El sol empieza a dar en el banco.

Caen algunas hojas.

- Estoy con vos y me deprimo. Algo te pasa. Lo noté cuando llamaste por

teléfono.

Joaquín le toma la cabeza y la pone sobre su pecho, le acaricia el pelo.

- Suponete que un día encontrás a alguien que no conocías; alguien que

se te aparece por vez primera. Ese alguien te sonríe, te hace ver que

estás ahí, te obliga a sentirte, a escucharte. Una sonrisa en la que no

hay palabras. ¿Qué harías?

- Responder con otra sonrisa parecida. Ahora explicame: ¿de qué estás

hablando?

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Vienen campanadas de una iglesia cercana. Un colectivo hiere el espacio. El

viejo indeciso retorna por el sendero y los espía. Se aleja volviendo la cabeza,

como si no quisiera perderlos de vista.

- Frente al colegio hay una librería. Una vez entré ahí y encontré que el

muchacho que atiende -estaba haciendo no recuerdo qué y sólo podía

verle el perfil- giraba su cabeza y me sonreía. No habíamos hablado

antes y nos conocíamos de vista.

- Se trata de un hombre.

- Sí, se llama Hugo.

- Joaquín, eso tiene una justa denominación y cada uno elige.

- No, Susana. No es una broma.

Saca del portafolios un cuaderno y del cuaderno dos fotografías: una en

colores, la otra en blanco y negro. Las entrega a Susana, que las revisa sin

comprender.

- Ese es mi hermano Alex.

En la primera, unos ojos azules cubren una cara oscura; la imagen inmóvil,

ajena, regala una particular expresión de quietud. Susana contempla aquellos

rasgos durante largo tiempo.

- Era hermoso.

- Ese hombre, Hugo, el de la librería, tiene la cara que vos acabás de ver

en las fotos.

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Ella toma el cuaderno y mete dentro las dos fotografías. Sus ojos están en

los de Joaquín. Vuelve a estallar arriba otra pelea de gorjeos, secuela de la

anterior tal vez.

XIV

- Lo que usted no sabe es que Alida Valli tenía para nosotras, las

muchachitas de esa época, un misterio muy grande.

El recorre el patio y se ubica junto a cinco rojos malvones. La señora de la silla-

hamaca sigue con el echarpe -es lana celeste-, y sus manos ejecutan los

sempiternos movimientos de quien teje: esos cortos arabescos del índice, ese

empujar hacia atrás algún inquieto redondel que escapa de la aguja.

Aquí, en el patio, el aire es fresco y tiemblan los malvones. Desde alguna parte

llega un tango -es la radio- que apenas se escucha.

- No vaya a creerse que soy tan vieja como la Valli, por favor. Yo era una

mocosa, una ragazzina per capire meglio, y la Valli era una mujer de

treinta y pico. Recuerdo la primera película que vi de ella: Eugenia

Grandet. Y tuve que escaparme de casa para ir.

Las manos han interrumpido el movimiento y el cuerpo se ha reclinado,

meciéndose. Joaquín se aproxima y le mira los ojos azules. Ella se sorprende y

parpadea.

- Tenía diez años cuando llegué al país, así que lo de Alida Valli … no

sé… ocurrió a los siete u ocho años.

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Termina el vaivén de la silla-hamaca. Sonriendo, la señora murmura:

- “Non dimenticarei piú il primo linguággio, il picolo paese de la tua

infanzia”. ¿Cómo lo dice en inglés?

- You´ll never forget the first language, the little country of your own

childhood. Traducción aproximada, claro.

- No, no. Es para decirlo en italiano. Se paladea mejor.

Él inclina la cabeza y se distrae escuchando el agudo silbido de un canario que

emite -curiosamente- una sola nota. Ni siquiera se da cuenta de que la mujer

deja el patio y regresa a los pocos minutos con pava y mate.

- ¿Toma? Es amargo.

- Si usted me lo ceba…

- Es lo que digo: la gente joven es cómoda. Con Hugo pasa igual.

- Yo puedo cebarlo. Traiga.

Joaquín ha elegido un banquito y en él se sienta, frente a los malvones. Sus

ojos siguen el ritmo de la silla-hamaca. El tango ha concluido y un abejorro

planea entre las flores. Ella ha vuelto con un calentador a alcohol. Los primeros

mates se toman en silencio. La señora, más tarde, pregunta:

- ¿Tiene novia, Joaquín?

- Sí, creo que sí.

- ¿Cómo “creo que sí”? Es sí o es no.

Él ríe -es la primera vez que ríe en este patio- y toma delicadamente la manija

de la pava, se aferra a ella y luego vuelca el agua sobre la yerba apenas

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entrevista. La mujer sacude la cabeza y cierra los ojos.

- En mis tiempos era sí o no; jamás las dos cosas a la vez. ¿Qué les pasa

a ustedes que no saben usar dos palabras tan fáciles? Sí, no. No, sí.

Él deja la pava sobre el calentador y aguarda unos minutos: el chillido indica

que es hora de prestarle atención. Ceba otro mate y lo sorbe despacio.

- Hugo no usó jamás el encendedor que usted le regaló. Lo ha guardado.

No quiere perderlo.

- Señora, ¿Hugo tiene muchos amigos?

- Puede llamarme, Ida.

Joaquín acaba su mate y alcanza el próximo a la señora Ida. Esta es una mujer

que tarda en contestar. Se trata -es casi seguro- de quien está acostumbrada a

largas pausas, de una persona que no huye del silencio.

- Los amigos. Sí, sí, los amigos. Los muchachos del barrio se casaron

todos y usted sabe, Joaquín, que luego del casamiento viene el trabajo

duro, los hijos. Hay poco tiempo para los amigos. Los solteros se van

quedando más y más solos.

La señora Ida intenta incorporarse pero Joaquín la detiene con un gesto. Va

hasta la cocina y vuelca un poco de yerba en un recipiente, la cambia por otra

que saca de un paquete y reacomoda la bombilla. De nuevo al patio.

- Esto que voy a decirle no se lo cuente a nadie, Joaquín. Me siento

culpable.

Él -que se encontraba echándole agua al mate- la mira fijamente, interrumpe

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su tarea, y los dos se quedan como en suspenso. Los ojos azules de la señora

Ida se han empañado un poco y las manos retoman el tejido celeste, articulan

movimientos automáticos.

- Hugo es inteligente, buen hijo, aunque jamás pudo hacer nada contra la

mala suerte. Se casará con Rita y yo me quedaré sola en esta casa. Ya

está decidido.

- ¿Él lo sabe?

- No. Basta con que yo lo sepa. Me llevarían a vivir con ellos, pero no.

Rita es muy buena. Sin embargo, yo me quedaré acá, sola.

Joaquín ha dejado el mate contra la pava caliente, ha unido sus dos manos y

observa el echarpe celeste que llega casi hasta el piso embaldosado del patio.

El aire se ha puesto frío de pronto y los malvones van desapareciendo,

hundidos en la sombra de aquel rincón ahora en penumbras. Los canarios

sueltan el que es quizá el último gorjeo de la tarde.

- Hugo le dice a todo el mundo que no pudo seguir estudiando porque se

cansó. Es mentira. Cuando el padre murió, tuvo que trabajar en dos

lugares al mismo tiempo. Los trámites para la pensión duraron casi tres

años.

Las manos de la señora Ida no se detienen. Los ojos azules miran, distraídos,

la cara de Joaquín.

- Nunca le pregunté si cree en la mentira de su mala voluntad para el

estudio. Pero usted tiene que saberlo, Joaquín.

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- ¿Por qué yo?

Hay silencio en el patio. No más gorjeos, no más flores; ni siquiera el tango

aquel que sonaba lejano hace unos segundos.

- Usted es muy importante para él.

Dejan el patio; entran a la casa. Joaquín traslada el sillón junto a una ventana

desde la que se ve la calle. Luego la pava, el mate, el calentador, el banquito.

- Fijesé, Joaquín: los carteles de venta.

Él descubre los carteles en los frentes de varias casas. Vuelve los ojos hacia la

mujer y se sorprende observado por aquel azul ahora oscuro en la casi noche

de noviembre.

- Villa Luro se muere, Joaquín.

Ahora, en un lugar de la ciudad, alguien acciona un interruptor. Las luces de la

calle se encienden y el verde brillante de los árboles recobra su -por un

momento- desaparecida luminosidad.

- Ahora dejemé probarle el echarpe. Al fin de cuentas, es para usted.

XV

Ethel pregunta desde la cocina:

- ¿Y piensan vivir con el sueldo de profesores?

Joaquín se encoge de hombros, guiña un ojo a Susana. Alberto no aprueba el

gesto. La muchacha aumenta el volumen de su voz; termina yendo a la cocina.

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- No estoy acostumbrada más que a lo justo. Somos seis hermanos.

Él llega para abrir la heladera y servirse agua fría.

- ¡Ah, las familias numerosas! ¿No te hubiera gustado tener seis hijos,

mamá?

Ethel no responde; sigue lavando los platos. Susana toma un repasador y los

seca. La voz de Alberto, en el comedor:

- Nosotros éramos ocho. Y vivíamos felices.

- Excepto uno que se suicidó, dos que murieron de cáncer, otro que es

cornudo y una encantadora tía solterona que yo me sé, cuyo máximo

entretenimiento es envenenar incautos en las fiestas de la parroquia.

Alberto ha entrado con uno de sus índices cómicamente levantado. Ethel lo ha

visto y le lanza una mirada de contención.

- Vamos, papá. Es mejor que Susana lo sepa todo.

La muchacha sonríe y termina de secar los platos.

- Pero si yo no quiero saber nada.

- No seas hipócrita. Los chismes familiares son tu especialidad.

Alberto ha apoyado su espalda contra la puerta y se detiene en Susana que,

esa noche, lleva un recto vestido claro.

- Por lo visto, nadie cree en las familias numerosas.

- Nadie cree en la familia, papá.

Ethel -que acaba de emprenderla con la pileta mientras el chorro de agua

caliente siembra de vapor el rectángulo- medio se burla de la aseveración de

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Joaquín.

- ¿Y entonces para qué se van a casar?

- ¿Quién habló de casorio?

- ¡Qué hermosos platos, señora! ¿Son de porcelana?

Ethel recorre las facciones de la muchacha, el pelo castaño rojizo, y luego el

cuerpo casi perfecto. En la mano brilla transparente el plato blanco.

- Es lo único que nos queda de un juego que nos regalaron hace muchos

años.

Susana coloca el plato a contraluz para certificar la delicadeza del material. En

realidad, escudándose detrás del blanco de la porcelana, mira a Joaquín. El

padre ha destapado una cerveza y la reparte en cuatro vasos altos. Ofrece el

primero a Susana. Ella, mientras prueba la cerveza, da unas vueltas por el

lugar.

- ¿Sabe lo que me gusta de esta casa, señora? La cocina grande. Una

cocina grande es el juego de cartas, alguien que teje, la radio que

funciona sin molestar, un televisor.

- Podés escribir una enciclopedia titulada Sobre las mil variedades de

muerte en vida.

- Puedo escribir otra también: Sobre las mil variedades de vivos que

aparentan muerte.

Ethel vuelve por las facciones de Susana; se detiene en los ojos grises; mueve

los labios como queriendo decir algo; no habla, sin embargo. Entre Alberto y

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Joaquín vacían la botella. De pronto, como si se hubiera decidido, Ethel

propone:

- Hay un reloj antiguo, de pared; un reloj que me asustaba de noche,

cuando chica, y que conseguía despertarme por las mañanas. Te va a

gustar mucho, Susana.

- ¿Para qué vamos a llevarnos cachivaches?

- El reloj es para ella, no para vos. Es un regalo mío.

- No te pongás pesado, nene. ¿O es que estás celoso? El reloj es para

mí.

- Durante muchos años pensé que iba a escuchar sus campanadas toda

la vida. Eso creía. Pero… apareció Alberto.

- Y te compró otro reloj.

Invitada por Ethel, Susana la sigue. Joaquín espía por la estrecha abertura que

ha formado la puerta sin cerrarse por completo. Las dos figuras se alejan en la

penumbra de la casa.

- Ya sé adónde van.

- Tu madre quiere que Susana vea el reloj.

- No, papá. Ya sé adónde van.

Joaquín deja el vaso y se incorpora, va a salir. Alberto cierra la puerta, lo invita

a sentarse. Él obedece.

- No importa que ustedes se casen o no. Ya son grandes. Una libreta más

o menos…

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Él ve las arrugas en la cara del padre, los ojos de mirar cansado, el pelo casi

completamente blanco. Por la ventana abierta penetra un aire fresco que se

instala en la cocina. Los brazos de Joaquín se cruzan en un movimiento que le

envuelve el cuerpo.

Hasta aquí llega el murmullo de la charla que, en algún lugar de la casa,

mantienen las mujeres. No se trata de un diálogo constante: hay grandes

pausas. La cadencia de las voces revela un trabajoso empeño por hilar la

trama de una conversación.

XVI

- Por dos meses te dejan en paz.

- Me dejan sin ventas.

Una interminable caravana de adolescentes abandona el colegio, no con apuro,

sino más bien con agresiva displicencia. Forman corrillos, discuten, rompen

infinidad de hojas y hasta libros vuelan por el aire, destrozados.

Joaquín deja la librería y se aproxima al asesino de un volumen de tapa dura.

La reyerta que se genera está salpicada de palabras que no son, precisamente,

las que se utilizan en clase. Ni Joaquín ni el increpado se muestran dispuestos

a ceder. Él no amenaza: intenta que el otro razones. Por fin, vuelve a la librería.

- Estos nacieron en la época de las balas como único límite. Al fin y al

cabo no tienen la culpa.

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Hugo lo toma de un brazo y lo sacude. Joaquín tiene la cara roja. Se desprende

del brazo de Hugo y continúa allí, sin perder los movimientos de la caravana

interminable.

- ¿Qué es lo que te pone tan mal?

- Que no entiendan que hay quien no puede comprarse libros. ¿Por qué

no los regalan en lugar de romperlos?

- ¿Qué querés hacer? ¿Beneficencia?

Joaquín mira a Hugo con fastidio. No ha habido –y esto lo detalla el azul

límpido- malevolencia en la pregunta; tal vez una necesidad de saber. Afuera

se han formado corrillos de murmuradores; señalan la librería.

- Ahora vienen y me rompen el local.

- Estos no rompen sino libros, Hugo. Son chicos de buenas familias.

Cuatro comidas regulares, idiomas, algún instrumento musical, deportes,

analista y drogas.

Joaquín da la espalda a la calle y mira las estanterías repletas de fichas,

cuadernos, plásticos varios.

- Ya dejaron de señalar para este lado. Hablan entre ellos. ¿De qué?

- De las vacaciones. Se han liberado de la escuela.

Una muchacha flaca entra y se acerca a Joaquín.

- Dice Ferreyra que no quiso ofenderlo.

- Mirá, Teresa. Somos grandes y nos conocemos todos. No me importa

que me ofendan a mí.

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La jovencita se ha quedado parada en una sola pierna –semeja una graza-.

Añade, sacudiendo la cabeza:

- No era un libro de inglés.

Ante el silencio, se aleja tan rápidamente como se acercó. Hugo –manos en los

bolsillos del pantalón- está junto a Joaquín.

- Son así porque eso es lo que les enseñan.

Él lo enfrenta y su voz es agria.

- No me vengás con teorías pedagógicas.

Hugo lo obliga a darse vuelta y a observar, más allá de las verjas de entrada, la

huida de los profesores.

- Ellos son tus compinches. Fijate qué satisfechos. Se suben a sus autos,

parten rumbo a sus casitas y tragan el almuerzo felices de haber

terminado. ¿Por qué no te trompeás con ellos?

Él tuerce la cabeza y entrecierra los ojos, se lleva una mano a la frente y en su

boca apretada es fácil percibir la tensión. Finalmente, y no sin dificultad, suelta

cuatro palabras.

- Son todos una mierda.

Hugo echa su cabeza hacia atrás como si hubiera sido golpeado. Saca el

paquete de cigarrillos, le ofrece uno a Joaquín.

- Ahora te vas a fumar este cigarrillo al bar y me esperás. Flora va a caer

enseguida, la dejo solo y comemos algo.

Él toma el cigarrillo que le ofrecen. Parece más sereno.

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Page 69: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

- ¿Acaso vos no egresaste de la misma escuela?

- ¿Y no estás viendo el resultado, imbécil?

En ese momento alguien entra y quiere saber un precio. Conforme, entra a

comprar. Joaquín se escuda tras la vidriera del negocio, la mirada fija en las

verjas del colegio.

Finalizado el trámite, Hugo se acoda sobre el mostrador y fuma tranquilo, sin

apuro, como paladeando el cigarrillo. Acaba de pasar el último auto: la

profesora pelirroja. Ahora se cierran las puertas y el hombre de guardapolvo

gris se aleja por el jardín hacia el interior, cruza el sendero bajo las magnolias,

desaparece.

- Al bar podés ir vos. No quiero encontrarme con esa caterva de gritones,

más algún colega de esos que se autotitulan comprensivos porque

hablan de política o de sexo.

- Cuando los pibes vienen acá dicen que sos buen profesor.

- ¿Y a mí qué me importa? Ser buen profesor es convencerlos de que lo

que aprenden no es una boludez. ¿Entonces? Misión cumplida. Yo

también tuve buenos maestros.

Hugo pasa a la trastienda. Joaquín permanece –con sus ojos- en el jardín vacío

de allá enfrente, suspendido en una magnolia semimarchita que mezcla su

blanco con el dorado cierto de su próximo fin.

Flora lo interrumpe con un saludo más que alegre, eufórico. Él intenta ponerse

a la altura de aquel timbre de voz y sólo obtiene de su garganta una metálica

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Page 70: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

sonoridad. Reaparece Hugo para dar indicaciones a Flora. Luego toma de un

brazo a Joaquín y lo empuja hacia la vereda.

- No vamos al bar. Caminemos un poco.

Él se deja llevar. Eligen la vereda de la sombra. Van en silencio; Hugo fumando

el durable cigarrillo; Joaquín distinguiendo manchas oscuras en los jardines

apacibles de la siesta.

Al llegar a una esquina se detienen. El sol potente del comienzo de la tarde

logra que el azul se torne más azul en la cara de Hugo. La luminosidad de las

facciones es algo palpable.

- ¿Se te pasó?

A modo de respuesta Joaquín extrae de su bolsillo un objeto curioso: una

estrella de mar. Surge una llamita que el aire caliente del final de noviembre no

consigue extinguir.

XVII

Hará volar un tapón de espumante que rebotará en el techo de la cocina. El

líquido saltará de la botella y, por un momento, cobrará vida un surtidor. Luego,

la copa y el paladeo del vino.

Ethel no dejará de asombrarse ante la cantidad de gestos desplegados. Alberto

hará una broma acerca de Susana. Él beberá una copa y otra más. Una

cubetera completa de refresco para un litro de espumante rosado.

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Page 71: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Música en el comedor: Rossini. Fingirá unos pasos que marquen la algarabía

liviana de La gazza ladra. Alegre marcha de juguete retumbará por las

habitaciones. La orquesta se habrá desbarrancado en un fortissimo que no

podrá cubrir, sin embargo, las campanadas del reloj: serán siete golpes más

poderosos que la gran mascarada de Rossini. Abrirá todas las ventanas contra

las protestas de sus padres y el sol cubrirá las baldosas, el parquet.

Copa en mano, sin dejar las volteretas, Joaquín se arrimará a la puerta de

entrada y allí se quedará. Lentos serán el descender de la flauta y el

ecorespuesta de las cuerdas. Aumentará de volumen el girar aquel y el ritmo

generoso golpeará los cristales de las copas almacenadas en viejos armarios.

Beberá aún más y se dejará caer al suelo, debajo del reloj.

Con el silencio de la obertura -que luego de un espiral se muere- regresará el

tictac, la campanada que evidencie los quince minutos. Ethel llegará hasta él y

él tratará de comprender aquel vestido flamante de la madre -blanco y verde-.

- ¿No puede venir mañana tu amigo?

- Tiene que ser hoy.

Impaciente, la mujer habrá ido a bajar las persianas. Joaquín se lo impedirá

desde el suelo. Rogará primero, ordenará después. El padre hará su aparición

acariciando el cuero de un portafolios marrón.

- Es carísimo, che, carísimo.

También Alberto se habrá puesto un traje nuevo -o que parezca nuevo- y en el

bolsillo superior un pañuelo blanco será el indicio de una moda pretérita.

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Page 72: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

El minutero del reloj avanzará. A las ocho menos cuarto, los padres

-semiocultos por bolsas y paquetes- anunciarán la retirada. Antes de salir,

Alberto dirá, benévolo:

- Vendrá mañana. Hoy es mal día.

Él lanzará una inquieta mirada al reloj que gritará las ocho campanadas

medidas, justas, precisas. Una por una irá bajando las persianas. Casa

invadida, oscuridad. En la cocina estrellará la copa contra los azulejos y los

vidrios volarán en todas direcciones. Deberá esforzarse para llegar al escritorio:

el teléfono. La voz de su padre:

- Acordate que a tu tía no le gustan las tardanzas.

De un puntapié la ficha será desintegrada; y con la ficha, también la voz. En el

silencio de la casa se mezclarán sonidos desparejos y extraños: carcajadas,

lamentos, un coro y el golpe de los corchos que salten en medio de una

algarabía discordante. Un camión repleto hará escuchar los gritos de la calle:

tambores, matracas, general silbatina.

Caminará sin rumbo. Ya junto a la puerta, la fría blancura de la madera

parecerá una muralla. Inútil prevención. Joaquín entrará. A oscuras, tanteará

cada uno de los muebles, sondeará las fotografías adheridas a las paredes,

intentará adivinar sus propias facciones en la gastada luna del ropero. Se

sentará en la cama -apenas un segundo-. El tocadiscos viejo hará llegar un

tango. A toda luz -veladores, araña- recorrerá el camino de los héroes que

señalen una cercana estela cubriendo la pared.

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Page 73: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Tenía aquella casa no sé qué suave encanto

en la belleza humilde el patio colonial...

Su cuerpo girará y las manos se estrellarán contra el vinílico. La bandeja del

tocadiscos seguirá dando vueltas.

Despegará la primera fotografía; luego la segunda. Se habrá ido animando y, a

jirones, se desmoronarán los sempiternos guardianes de aquel mundo

detenido. Paredes desnudas. Destruidos, todos aquellos que alguna vez

fueron. No más sonrisas, adiós guiños. Una claridad opaca en las paredes -los

lugares desde donde las figuras ensayaran sus muecas- quedará como testigo

de las presencias que existieron. Tal vez ni siquiera repare en el cartel

desplegado, único testigo: “WHAT MAKES A HEART TICK, DADDY?”

Irá desgranando lentamente una letra, con la mirada perdida en algún rincón

del cuarto.

Arriba doña Rosa, don Pánfilo ligero

y aquel titiritero de voz aguardentosa

nos daba la función.

Tus ojos extasiaban

a aquellas marionetas,

saltaban y bailaban

prendiendo a su alma inquieta

la cálida emoción

Y volverán los sonidos mezclados del veinticuatro de diciembre pero él ya no

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estará para escucharlos: habrá abandonado la casa.

XVIII

Han debido cambiarse de lugar porque la lluvia moja los alrededores de la

ventana, la mesa en la que estuvieron sentados. Con ellos trasladan la

cerveza, los vasos, el plato de maníes.

Joaquín muestra las fotos a Susana. Ella las mira como si la cara repetida no

estuviera ahí, con los ojos azules que parecieran querer capturarla. La

muchacha bebe su vaso de cerveza. La lluvia cae muy fuerte.

Sacudiéndose, atacada por un escalofrío, murmura:

- Estamos locos, Joaquín.

Él se ha levantado y desde la ventana escudriña la Librería del Arte. De nuevo

en la mesa apoya las manos en la madera -los dedos rozan las fotos- y llega

con la mirada hasta Susana. Lentamente, ella toma las fotos, el bolso -no ha

dejado que sus ojos grises se aparten de los de Joaquín-, concluye el poquito

de cerveza, sale del bar. Es una sombra de color que atraviesa la calle.

Joaquín aguarda, las manos tiesas y extendidas; no cesa de mirar el reloj y,

más precisamente, el minutero que avanza lento en su eterna, sempiterna

vuelta. Un estrépito lo sobresalta: el mozo del andar pachorriento le ha dado el

pase a inútiles botellas vacías. Rítmico andar el de la escoba; espaciados

sonidos los del vidrio.

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Ni una sola vez su cabeza ha girado hacia el exterior; permanece absorto en

los movimientos del bar. Repara en las diversas maneras de aferrarse a una

copa, a una taza, a un vaso. Las manos son todas iguales para él, distintas las

formas que adquieren los dedos.

Varios transeúntes buscan refugio y comentan la testarudez de aquella lluvia

del flamante verano. Susana regresa, el pelo oscurecido por el agua, bajos los

ojos grises y sin ánimo para abrirse paso entre los aglomerados. De un bolsillo

extrae las fotografías y las pone sobre la mesa.

Imperturbable, la mirada azul sigue apresando imágenes, ajena a esta lluvia

que sigue cayendo. Los ojos de la muchacha buscan algún lugar donde

quedarse quietos.

- Eso que vos imaginaste era lindo, Joaquín. No sé si lindo es la palabra.

Es la única que encuentro. Casi una novela o una película.

Parece que su voz va a quebrarse. Pero no. Esta es Susana.

- El hombre de la librería no tiene nada que ver con tu hermano, fuera de

algunas coincidencias: los ojos azules, la piel oscura. Es todo.

Él busca el minutero del reloj, allá encima del espejo.

- Pedí media docena de sobres comunes y me habló del tiempo, los

globos en los charcos. La voz se le fue llenando de tristeza.

Y no quiere decir más. Joaquín continúa en el minutero aquel y, a tientas, saca

las fotos de las manos de Susana. Alex sonríe más allá de esta lluvia, lejos de

la mañana sombría de diciembre.

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Para los implacables juicios de Susana, él tiene su explicación.

- Vos no conociste a Alex.

Ella cierra sus manos y un puño golpea la madera. Nuevamente, otro golpe.

- Encontraste a alguien que le abre las ventanillas atascadas a las viejitas

en los colectivos, igual que Alex. Pero ese hombre de la librería no es

Alex. Ahí están las fotos y allá está él, detrás del mostrador.

- Vos no conociste a Alex.

La muchacha toma el bolso de cuero marrón, ajusta las correas y se lo cuelga

del hombro. Va a irse. La agarra de un brazo y ella se suelta. El pelo oscuro

pegado a la cara, la ropa de colores nada brillantes, el gris de la mirada que no

enfoca a Joaquín, Susana se ha quedado de pie. A los gritos, repite:

- Alex se ahogó en el mar, se murió.

Una, dos, varias veces, sus palabras caen sobre él que -es evidente- no puede

comprender. Por fin, ella atraviesa los corrillos de transeúntes guarecidos y

desaparece.

Cae en la mesa un poco más de luz -momentánea apertura del cielo

encapotado- y brilla la resplandeciente sonrisa de Alex debajo de los ojos

azules.

XIX

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Su vez resuena clara en el aula. Dicta:

- “Years ago I read something in a letter by Chekhov that impressed me. It

was a piece of advice to one of his many correspondents, and it went

something like this: Friend, you don´t have to write about extraordinary

people who accomplish extraordinary and memorable deeds”

Se detiene y observa porque algo ha llamado su atención.

- Who threw that paper?

Un pibe rubio, de ojos parpadeantes, se incorpora.

- Will you please pick it up?

Sigue dando pasos, apoya las manos en un pupitre.

- The text belongs to Raymond Carver and it´s suitable for translation.

Una voz atiplada se hace oír:

- ¿La traducción en la misma hoja?

- Whererever you want but I need it.

Suena un timbre. Dos jovencitas se incorporan, se arreglan el pelo, se

arrodillan sobre los bancos, inician una abierta conferencia.

- Sit.

Protestan:

- Tocó el timbre. Seguimos mañana. We´ve got the right to a break.

- Among many rights.

Un pecoso solicita permiso para ir al baño. Se produce un desbande general y

Joaquín, resignado, se cruza de brazos y deja que se marchen, no sin antes

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Page 78: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

anunciarles:

- Tomorrow You´ll have a very different and more difficult text.

Se ha quedado solo en el aula. Va hacia las ventanas y palpa, a través de

ellas, las magnolias del jardín. Un brillo exacto serpea entre el césped

desproporcionado. Va a salir y es interpelado por una rubia de gruesos

anteojos.

- También con este calor a quién se le ocurre seguir con las clases.

- A mí.

- A mí lo que menos me gusta es el inglés.

- ¿No te gustaría ser profesora de inglés?

- Ni loca.

- Es una lástima, porque ya podrías empezar. Un poco loca estás.

- Usted es un venenoso.

- Poisonous.

Sonríe y empieza a caminar por la galería. Detrás, las palabras de la rubia

continúan.

- Hay astronautas, actores de televisión, boxeadores.

Joaquín contesta sin interrumpir el paso.

- Hay carteros, deshollinadores, matarifes.

La adolescente prosigue el diálogo caminando a su lado.

- ¿Por qué no eligió cualquier otra profesión?

- ¿Te molesta que sea profesor de inglés?

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Page 79: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Han llegado a la secretaría.

- No. Me molesta el inglés. Usted, en cambio…

Frase en suspenso; la chica lo abandona y corre al patio porque sus

compañeros la llaman.

Él entra, ubica la libreta de calificaciones en el respectivo casillero. Golpea una

ventanita y se despide de una mujer oculta tras interminables planillas.

Pórticos, jardines -magnolias, césped, perfecta claridad- verjas y calle. Sus ojos

recorren la vereda de enfrente y se detienen en el letrero de la Librería del

Arte. Del negocio emerge, en este momento, una diminuta figura habitante del

ciclo primario. En una de sus manos, un cargado portafolios; en la otra, dos o

tres hojas que se presentan, desde este lado de la calle, como mapas en

blanco.

Joaquín va a cruzar.

Una serie de estampidos lo inmovilizan. Ulular de sirenas, ventanas que se

abren o cierran, gente que desaparece.

El diminuto habitante del ciclo primario permanece rígido.

Un automóvil frena y detrás otro y detrás otro más.

Los labios de Joaquín tiemblan, entreabiertos.

Alguien uniformado lo empuja. Ráfagas de ametralladora, tiros que son

insultos, insultos que son tiros.

Cae el suelo.

Después, la calma. Se incorpora y busca sus libros desparramados cuando su

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mano -contradictoria mano- arroja un volumen contra la piedra del asfalto.

Corre, lucha con dos policías. Alcanza a ver a la diminuta figura del ciclo

primario caída, la cabeza casi desgajada del breve cuerpo.

Manchas rojas y los ojos de la criatura que desde alguna parte están mirando

hacia la puerta de la Librería del Arte. Allí, Hugo y la señorita Flora, esta última

con una mano fuertemente pegada a la boca.

XX

Alguien preguntará por tal o cual colectivo y él no sabrá qué responder. Lo

dejarán y la duda será reformulada, pero a otro destinatario. Gente con

paquetes y bolsos que irá o vendrá de lugares inesperados. Música, luces, una

criatura que lucirá orgullosa un globo.

Autos que se perderán para que otros lleguen con la misma velocidad, igual

conductor, idéntica familia.

Calles ni siquiera entrevistas conocerán sus pasos.

En un quiosco de cigarrillos escuchará un comentario sobre su persona.

Discusiones, sombras, una criatura que llorará sin consuelo.

Habitaciones iluminadas, los arbolitos, partidores de nueces, caras felices o

distraídamente ensimismadas.

Le será posible observar la superficie de los manteles, aunque no los objetos

esparcidos sobre ella.

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Page 81: Tranvías Se trata de una novela corta escrita por Abel Posadas

Los viejos se beberán el fresco nocturno en las puertas, como aguardando.

Veredas no exploradas y por allí hasta la discusión interrumpida gracias a una

voz que media entre dos gritos. Y el golpeteo de la loza y el distintivo sutil de

los cubiertos.

Una pareja se apartará, cediéndole el paso. Un adolescente exprimirá el botón

de un timbre y le responderán con un insulto.

Música, luces, una criatura que lucirá orgullosa un globo.

Los árboles no serán esta noche -ni siquiera una vez- los habituales centinelas,

sino testigos no invitados a penetrar en los interiores demasiado brillantes.

Un vendedor habrá retrasado su pregón y continuará ofreciendo mercadería.

Discusiones, sombras, una criatura que llorará sin consuelo.

Calles no presentidas.

Gente y autos -que dejarán lugar a otros autos, a otra gente- llegarán para

desaparecer en segundos.

Nadie se mira.

Apoyado contra el paredón de una esquina, escuchará los ruidos de una ciudad

que intente no dormir.

Aturdirán las voces, herirán las bocinas.

Lentamente recorrerá una cortada solitaria, terminará en un parque y se

hundirá en él.

Allí, en medio de la oscuridad, un banco -de madera, antiguo y con respaldo-.

Reclinado, contemplará la iglesia aquella del rosetón multicolor. Arribarán los

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cánticos, el murmullo de rezos. También la fe, nocturna.

Los fieles se agolparán en la vereda. Habrá saludos y deseos que cruzarán el

parque hacia zonas perdidas más allá de su banco.

Un patrullero hará la ronda -nada especial- y, merodeando, se acercará a la

multitud.

Más tarde todo habrá perdido consistencia. La iglesia, antes iluminada, será

una mole sin vida, prolongación del parque.

Surgirán las parejas con su mudez, las manos ágiles, los cuerpos anhelantes

en la noche de verano. La risa ahogada delatará el sabor de una caricia y una

huída el rechazo de algo que pudo ser.

Maniático portador de noctámbulo perro.

Y, por fin, el silencio.

Siseo el de las hojas, allá arriba. Lejanos, los ángulos de luz mostrarán los

lugares vacíos.

Cimbreante agua ofrecerá el chorro bailarín de una fuente.

Tal vez la puerta de un auto se cierre estrepitosa.

Aire dulce el de la noche de verano.

Con los pies sobre el pasto caminará hasta cierta hamaca -hamaca solitaria- y

no se atreverá a tocarla. Inmóviles para las manos -no para la brisa- las

cadenas iniciarán un movimiento pendular. El asentirá. Los contornos del juego

se esfumarán a medida que el aire fantasmal de diciembre paralice el vaivén de

la hamaca.

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No más péndulo, no más madera reseca, no más siseo allá arriba -entre hojas

inalcanzables-.

Girará alrededor de una encapotada calesita. La agujereada lona permitirá

entrever el perfil de un caballito, apenas una cabeza de juguete con sus crines

postizas. Su cara tocará el alambrado y sus manos se aferrarán expectantes,

como apresando el deformado ensueño de pintura barata.

Volverá a su banco; desde allí recobrará, poco a poco, los colores del parque.

Primero, el ceniza entretejido en las copas de los árboles; luego, una leve

pincelada de gris para los juegos; más tarde, el blanco entero de la madrugada

sobre él y el respaldo -antiguo, de madera-.

Zapatos mojados de rocío, piernas enfundadas en pantalones azules, sentirá

que un incontrolable temblor lo sacude. Frío, podrá ser. Rodeará el cuerpo con

sus brazos.

No tardará en salir el sol. El color que hasta el momento él y su banco

acapararan cubrirá súbitamente el parque.

Alguien abrirá enfrente las puertas de la iglesia y, al unísono, los pájaros

-aquellos primeros, los audaces- iniciarán su habitual parloteo.

Para ellos no será una mañana distinta: igual esa canción aunque lo ignoren.

Sin previo aviso estallará el concierto y los gorjeos taparán definitivamente

aquel sisear de hojas que ha perdido su fuerza.

El sol.

Para él, los cantos.

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Muy a su gusto aterrizarán sobre las vías resucitadas los pequeños habitantes

del alba y sólo el frenar de un auto los espantará.

Cuatro personas bajarán como perdidas a la entrada del parque.

Finalmente, una de ellas se adelantará.

Él mirará a las marchitas figuras lejanas -una pareja mayor, una muchacha- y

dejará que su cabeza descanse, reclinada.

Esa otra figura, la que alcance a llegar a Joaquín -un hombre joven, de ojos

azules y piel oscura- se sentará a su lado.

En el silencio y del silencio los pájaros fabriquen, quizá, un reino. Y en él y por

él se alegrarán.

El recién venido pronunciará el nombre del muchacho del parque.

- Joaquín.

Él sonreirá a quien, mediante la palabra, le ha concedido un nombre.

- Soñé, Alex, que surgías del mar. Desafiabas las olas y el agua se

aquietaba.

- No soy Alex. Soy Hugo.

- Una gaviota hacía piruetas a tu alrededor y vos jugabas, sereno, con la

burlona movilidad del ave.

- Soy Hugo, Joaquín.

- Era una espléndida mañana de marzo, cuando la temporada concluía y

yo te esperaba sentado en la playa. Me había dormido. Estaba dormido

pero no lo sabía.

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- Aquellos son tus viejos; esa es Susana y yo soy Hugo.

Cuando sepa del otro, los ojos estarán vacíos de paisaje.

- Este es el barrio viejo, Alex. Además, ya vuelven los tranvías.

El otro lo tomará de los hombros, se le detendrá en la mirada. Suavemente

depositará la cabeza de Joaquín en su pecho.

Las tres figuras allá, junto al auto, querrán avanzar, pero un gesto las detendrá.

La mano del muchacho irá recorriendo las facciones del otro: un nuevo territorio

inexplorado.

- No hay dos personas iguales. Alex y yo no somos idénticos. Yo no

puedo ser Alex.

Los ojos vacíos de paisaje regresarán a la cara del otro.

Un grito subirá hasta cubrir el reino del que vivan los pájaros. Los brazos de

Joaquín se aferrarán al cuerpo tan cercano.

- ¡Ah, Hugo! ¡Hugo! ¿Qué es del hermano que perdí?

XXI

Cenamos aquella noche iluminadas nuestras facciones por la luz del fuego

improvisado. Alex recordó la primera vez que me había visto –deforme,

arrugado- en la cuna. Yo tenía los ojos cerrados o estaba durmiendo y él había

pensado que ese recién nacido no era una persona, sino un animalito

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indefenso y expuesto. De la mano de mi padre me había contemplado largo

rato: era yo, el nuevito.

Acercándose a la cuna había preguntado si aquello se transformaría en un pibe

como él. Hubo risas generales de mis -de nuestros- padres y de alguna visita

ocasional. Agregó que en el camino de regreso -llovía mucho- se había ido

repitiendo que sí, que crecería, que si se lo habían dicho debía de ser cierto.

Antes de acostarme me regaló un encendedor -verdadero adefesio- que en

casa usaron generaciones: una estrella de mar de una de cuyas puntas

emergía la llama no bien se apretaba el dispositivo, en el centro del animalejo.

Harto, se desprendía de él y me lo daba.

Alrededor de las diez de la mañana del día siguiente -bajo un cielo sin nubes y

en medio de un calor inusual para la época-, Alex se hundió en el mar. Su

brazo derecho describió antes -eso sí- un extraño arco. Nada pude hacer para

evitar su muerte. El cuerpo fue devuelto dos días más tarde: apareció en Monte

Hermoso -nosotros estábamos en Pehuen-Có- y no quise ir a certificar

identidades.

He visitado muchas veces playas diferentes pero, para mí, todas se asemejan

a la de Pehuen-Có. Alex se fue y el mar sigue siendo fuente de vida -según

palabras que le pertenecen-. En cambio -ahí tenés-, los tranvías, no. Ellos, con

una fidelidad inesperada, se marcharon con él.

De algún modo, la presencia del mar es la muerte constante de Alex. Y al

propio tiempo es la etapa que vivimos los dos.

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En la ciudad me he sorprendido en una esquina, como entre sueños. Al buscar

qué me ha varado en medio de la gente encuentro que desde alguna parte

viene a mí el rechinar empecinado de un tranvía. Luego, poco a poco, tal como

llegó, el ruido va apagándose.

Por ese ronco grito que despedaza mi garganta sé que Alex estuvo conmigo

aquí, en la ciudad. Por la música desdichada de los armatostes siento que Alex

no ha muerto.

Y no creas que no lo sé: un día ya ni siquiera vendrá a mí la desorganizada

batería de chirridos. Esperaré, como siempre, junto al puesto de un vendedor

de diarios; aunque el semáforo dé paso y el cruce me sea permitido, allí voy a

quedarme. Pero será el silencio; ya no sabré de Alex.

Entonces no hablaré más. Porque ¿cómo pueden los otros escuchar la melodía

que a vos se te ha perdido? ¿Qué es un muerto, después de todo, sino algunas

palabras que surgen, de vez en cuando, desde el centro mismo de tu corazón?

FIN DE TRANVÍAS

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