La casa de las siete mujeres

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Leticia WierzchowskiLeticia Wierzchowski

LA CASA DE LAS SIETE MUJERESLA CASA DE LAS SIETE MUJERES

Esta historia es para ti, Marcelo;todas las historias de amor son para ti...

Y es para João, pues él la escribió conmigodurante las largas tardes en que también

se forjó.

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Aprendieron los caminos delas estrellas, los hábitos delaire y del pájaro, las profecíasde las nubes del Sur y de laluna con un cerco.

Fueron pastores de lahacienda brava, firmes en elcaballo del desierto que habíandomado esa mañana, enlazadores,marcadores, troperos, capataces,hombres de la partida policial,alguna vez matreros; alguno, elescuchado, fue el payador.

Cantaba sin premura, porqueel alba tarda en clarear, y noalzaba la voz. [...]

Ciertamente no fueronaventureros, pero un arreo losllevaba muy lejos y más lejoslas guerras. [...]

No murieron por esa cosaabstracta, la patria, sino porun patrón casual, una ira o porla invitación de un peligro.

Su ceniza está perdida enremotas regiones del Continente,en repúblicas de cuya historianada supieron, en campos de

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batalla, hoy famosos.Hilario Ascasubi los vio

cantando y combatiendo.Vivieron su destino como en

un sueño, sin saber quiénes erano qué eran.

Tal vez lo mismo nos ocurre anosotros.

JORGE LUIS BORGES«Los gauchos», Elogio de la

sombra

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ÍNDICE

PRÓLOGO 8Cuadernos de Manuela 9

PRIMERA PARTE: 1835 16Capítulo 1 17

Cuadernos de Manuela 45Capítulo 2 50

Cuadernos de Manuela 75Capítulo 3 81

Cuadernos de Manuela 97SEGUNDA PARTE: 1836 102Capítulo 4 103

Cuadernos de Manuela 127Capítulo 5 133

Cuadernos de Manuela 148Capítulo 6 156

Cuadernos de Manuela 185Capítulo 7 191

TERCERA PARTE: 1837 202Capítulo 8 203

Cuadernos de Manuela 219Capítulo 9 230

Cuadernos de Manuela 237Capítulo 10 242

Cuadernos de Manuela 269CUARTA PARTE: 1838 280Capítulo 11 281

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Cuadernos de Manuela 296Capítulo 12 303

Cuadernos de Manuela 335Capítulo 13 342

QUINTA PARTE: 1839 347Capítulo 14 348

Cuadernos de Manuela 385Capítulo 15 397

Cuadernos de Manuela 415Capítulo 16 421

SEXTA PARTE: 1840 456Capítulo 17 457

Cuadernos de Manuela 480Capítulo 18 487

Cuadernos de Manuela 516Capítulo 19 529

SEPTIMA PARTE: 1841 543Capítulo 20 544

Cuadernos de Manuela 581Capítulo 21 586

OCTAVA PARTE: 1842 613Capítulo 22 614

Cuadernos de Manuela 623Capítulo 23 628

NOVENA PARTE: 1843 659Cuadernos de Manuela 660

Capítulo 24 666Cuadernos de Manuela 700

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Capítulo 25 707DÉCIMA PARTE: 1844 711Capítulo 26 712

Cuadernos de Manuela 732UNDÉCIMA PARTE: 1845 735Capítulo 27 736

EPÍLOGO 749RESEÑA BIBLIOGRÁFICA 751

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PRÓLOGO

El día 19 de septiembre de 1835 estalla laRevolución Farroupilha en el Continente de SãoPedro do Rio Grande. Los revolucionarios exigenla deposición inmediata del presidente de laprovincia, Fernandes Braga, y una nuevapolítica para el charqui —la cecina— nacional,que venía siendo tasado por el gobierno, almismo tiempo que se reducía la tarifa deimportación del producto.

El ejército farroupilha, o de los«harapientos», liderado por Bento Gonçalves daSilva, expulsa a las tropas legalistas y entraen la ciudad de Porto Alegre el día 21 deseptiembre.

La larga guerra empieza en la pampa.Antes de partir al frente de sus ejércitos,

Bento Gonçalves manda reunir a las mujeres dela familia en una estancia a orillas del ríoCamaquã, la Estância da Barra. Un lugarprotegido, de difícil acceso. Es allí donde lassiete mujeres y los cuatro hijos pequeños deBento Gonçalves deben esperar el desenlace dela Gran Revolución.

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Cuadernos de Manuela

El año de 1835 no prometía traer en suestela luminosa de cometa todos lossortilegios, amores y desgracias quefinalmente nos trajo. Cuando sonó ladecimosegunda campanada del reloj de lasala de nuestra casa, cortando la nochefresca y estrellada como un cuchillo quepenetra en la carne tierna y blanda de unanimalillo indefenso, nada en el mundopareció transformar ni su color ni suesencia, ni los muebles de la casaperdieron sus contornos rígidos y pesados,ni mi padre supo decir más palabras quelas que siempre decía, desde su sitio, ala cabecera de la mesa, mirándonos a todoscon sus profundos ojos negros, que hacíamucho tiempo ya que habían perdido sufuerza, su luz y su existencia de ojos dehombre de la pampa gaucha, que sabíancalcular la sed de la tierra y la lluviaescondida en las nubes. Cuando el relojdejó de sonar, la voz de mi padre se hizooír: «Que Dios bendiga este nuevo año quela vida nos trae, y que en esta casa nofalte salud, alimento o fe.» Todosrespondimos «Amén», levantando bien alto

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nuestras copas, y en ello no hubo nada quepudiese alterar el curso de losacontecimientos que tan tristemente regíannuestros días en aquel tiempo. Mi madre,con su vestido de encaje, el cabellorecogido en la nuca, guapa y correcta comoera siempre, empezó a servir a la familialos manjares de la cena, seguida de cercapor las criadas. Y pocos segundos después,cuando del reloj no se oía más que unsuspiro, un lamento, todo en nuestra casarecobró el antiguo e inquebrantable orden.Risas y ponches. La mesa iluminada por losricos candelabros estaba llena de platosexquisitos y repleta de familiares: misdos hermanas; Antonio, mi hermano mayor;mi padre; mi madre; doña Ana, mi tía,acompañada de su marido y de sus dos hijosbulliciosos y alegres; mi tío, BentoGonçalves; su mujer, Caetana, de lindosojos verdes; la prima Perpetua y mis tresprimos mayores: Bento hijo, Caetano y,frente a mí, mirándome de reojo de vez encuando, con los mismos ojos pequeños yardientes del padre, Joaquim, con quien mehabían prometido de niña. Su proximidad mecausaba un ligero temblor en las manos,temor que yo conseguía disimular concierta elegancia, cogiendo con fuerza lospesados cubiertos de plata que mi madreponía los días de fiesta. Los hijospequeños de mi tío Bento y de su esposa

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estaban dentro, con las negras y las amas;probablemente ya dormían, pues esas cosasde esperar el Año Nuevo no eran para losque todavía llevaban pañales.

Fue exactamente así como recibimos a1835. En el aire, hacía ya algún tiempo,había un ligero rumor de insatisfacción,quejas contra el Regente, reunionesmisteriosas que a veces se celebraban enel despacho de mi padre, en secreto, yotras veces lo arrancaban de nuestra casadurante largas tardes y madrugadas. Sinembargo, como he dicho, en aquella nochetemplada y suave de principios de enero,ni la menor sombra parecía turbar los ojosde ninguno de los congregados alrededor deaquella mesa. Joaquim, que había venido deRio junto con sus hermanos para visitar ala familia, me lanzaba largas miradas,como diciéndome que no olvidase que erasuya, que el tiempo que él había pasado enla capital se había portado bien conmigo.Yo veía en sus retinas negras un brillo desatisfacción: la prima que le pertenecíaera bella, la vida era bella, éramos todosjóvenes, y Rio Grande era una tierra rica,de la que nuestras familias eran susseñoras. Alejados de mí, tío Bento y mipadre, hombretones de voz estruendosa yvasta alma, reían y bebían a placer. Lasmujeres estaban ocupadas en asuntosmenores, sus anhelos, nada insignificantes

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en importancia, pues de esa delicadanaturaleza femenina están hechas lasfamilias y, por consiguiente, la vida.Hablaban de los hijos, del calor delverano, de los partos recientes; tenían unojo puesto en las conversaciones, lasrisas dulces, la alegría; y el otro lotenían clavado en sus hombres, pues todoaquello que les faltase, de comer o debeber, del cuerpo o del alma, ellas se loproporcionaban.

Y así seguía la noche, estrellada ytranquila. La prima Perpetua y mishermanas no se cansaban de hablar debailes, de paseos en coche, de los mozosde Pelotas y de Porto Alegre. Las viandasdieron paso a los postres, el dulce deambrosía brillaba como el oro en surecipiente de cristal; la comilona seguíasu ritmo y su curso, y el ponche se bebíaa sorbos para ahuyentar el calor de lasconversaciones y de los anhelos. El año de1835 estaba entre nosotros como un alma, yel dobladillo de su saya blanca meacariciaba la cara como una brisa; 1835,con sus promesas y con todo el miedo y laangustia de sus días que todavía estabanforjándose en el taller de la vida.Ninguno de los presentes vio siquiera surostro u oyó su voz de misterios, apagadapor el constante ruido de los cubiertos yde las risas. Sólo yo, sentada en mi

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silla, erguida, más silenciosa que decostumbre, únicamente yo, la más joven delas mujeres en torno a aquella mesa, pudevislumbrar algo de lo que nos aguardaba.Frente a mí, Joaquim sonreía, contabaalguna anécdota de Río de Janeiro con suvoz alegre de hombre joven. Bajo la nieblade mis ojos, apenas podía distinguirlo.Veía, eso sí, agarrado al mástil de unnavio, a otro hombre no tan joven, de pelomuy rubio, no negro como el de mi primo, yde dulces ojos. Y veía las olas; el aguasalada me oprimía la garganta, ahogándomede miedo. Y veía sangre, un mar de sangre,y el frío y cortante minuano empezó asoplar sólo para mis oídos. El rostro delnuevo año, pálido y femenino, extendióentonces su mano de largos dedos. Pudeoírlo decir que fuese al porche, a ver elcielo.

—Estás muy seria, Manuela. —La voz de mihermana Rosario alejó de mis oídos elsoplo cruel del viento de invierno.

—No es nada —dije yo, sonriendodébilmente.

Y abandoné la mesa haciendo una discretareverencia, a la que Joaquim respondió conuna amplia sonrisa tan pura que laslágrimas asomaron a mis ojos. Me deslicéhasta el porche, desde donde podíacontemplar la noche serena, el cieloestrellado y limpio que se abría sobre

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todo, campo y casa, derramando sobre elmundo una luz mortecina y lunar. Desdedonde estaba, todavía podía oír el voceríode los de dentro, sus risas alegres, susfrases distendidas y despreocupadas; no sehablaba ni de ganado ni de charqui, pues eranoche de fiesta. «¿Cómo pueden no darsecuenta?», pensé con toda la fuerza de mialma. Y, sin embargo, el campo que teníaante mí, húmedo por el relente y floridoaquí y allá, parecía ser el mismo de todoslos años. Y fue entonces cuando videscender del oriente la estrella que ibadejando una estela de fuego rojo. Y no erael boitatá, esa serpiente flamígera, queviniese a buscar mis asombrados ojos; erasangre, sangre tibia y viva que teñía elcielo de Rio Grande, sangre espesa yjoven, de sueños y de coraje. Un gustoamargo me inundó la boca y tuve miedo demorir allí, de pie en aquel porche,durante los primeros minutos del nuevoaño.

Dentro de la casa, la fiesta proseguíaalegre. Eran quince personas en torno a lamesa y ninguna de ellas vio lo que yo vi.Fue por eso por lo que, desde esa primeranoche, yo ya lo sabía todo. La estrella desangre me reveló ese terrible secreto. Elaño de 1835 abría sus alas, ¡ay denosotros!, ¡ay de Rio Grande! Y yo,predestinada a tanto amor y a tanto

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sufrimiento. Pero la vida tenía susmisterios y sus sorpresas: ninguno de losque estábamos en aquella casa volvería aser el mismo de antes, nunca más sonaríanlas risas tan triviales y tan candidas, nitodas aquellas voces reunidas en la mismasala, nunca más.

«Del mismo sueño que se vivía, tambiénse podía morir.» Se me ocurrió aquellanoche, en un sobresalto, como un pájaronegro que se posa en una ventana, trayendosu inocencia y sus augurios. Muchas otrasveces, en los largos años que siguieron,tuve oportunidad de recordar esa extrañafrase que volví a oír otra vez, algúntiempo más tarde, de la adorada voz de miGiuseppe, y que repetía lo que yo mismahabía dicho ya al ver un atisbo delfuturo... Tal vez fuese exactamenteaquella noche cuando todo comenzó.

MANUELA.

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PRIMERA PARTE:1835

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Capítulo 1

La Estância da Barra era propiedad de doñaAna Joaquina da Silva Santos y de su esposo, elseñor Paulo, quien la noche del 18 deseptiembre se había unido, junto con sus doshijos, Pedro y José, a las tropas del coronelBento Gonçalves da Silva. La Estância da Barraestaba en la ribera del arroyo Grande, en lasmárgenes del Camaquã, a unas catorce leguas dela Estância do Brejo, ésta, propiedad de doñaAntônia, la hermana mayor de Bento y doña Ana.La Estância do Brejo también estaba situada enlas márgenes del río Camaquã y poseía uninmenso naranjal, famoso entre todos los niñosde la familia Silva.

La mañana del día siguiente, 19 deseptiembre, en la Estância da Barra, bajo uncielo muy azul y apacible en el que, aquí yallá, descansaban finísimas nubes de encajeblanco, formando un conjunto tan delicado comoel de una rica mantelería bordada por hábilesdedos y extendida sobre arboledas, ríos,embalses, bueyes y caseríos, había una granactividad. Aquella misma tarde, iban a llegarpara una larga Estância las siete mujeres de lafamilia, cargadas con un voluminoso equipaje,sus negras de confianza, criadas y amas de

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cría, ya que con ellas iban, formando un alegrealboroto, los cuatro hijos pequeños de BentoGonçalves y Caetana, entre los que seencontraba Ana Joaquina, la más pequeñita detodos, que iba a cumplir su primer año poraquellos días y que aún mamaba de la teta de lanegra Xica.

La mañana de aquel día, doña Antônia, quehabía recibido por medio de un mensajero lanoticia de la llegada de sus parientes y quetambién tenía conocimiento de los planes de sumuy amado y estimado hermano, que marchaba paratomar la ciudad de Porto Alegre, se levantó mástemprano que de costumbre y fue hasta laEstância vecina para dar las órdenes oportunasa doña Rosa, la guardesa, y mandar quepreparasen lo necesario de comer y de beber.Probablemente, Ana, Maria Manuela y Caetana,más las cuatro muchachas y los pequeños, quevenían de Pelotas, además de las angustias quecon certeza atormentaban su alma, llegarían acasa muertos de hambre, habida cuenta de quelos jóvenes y los niños tienen siempre muchoapetito, al contrario de la gente ya mayor,como ella misma, a quien le bastaba con un buenplato de sopa y un asado a la hora de la cena.

Doña Antônia contaba, aquel año de 1835, sucuadragésima novena primavera. Era tan sólotres años mayor que su hermano Bento y, comoél, tenía también esa consistencia firme decarnes, los mismos ojos negros, despiertos ydulces, la misma voz afectada, e idéntica

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capacidad de rejuvenecimiento. Era una mujeralta y delgada, de tez lisa todavía y cabellonegro, siempre recogido en el mismo moño contres horquillas; vestía siempre con tonosdiscretos, pero sus prendas eran camperas:nunca le había gustado la ciudad, por lo quehabía vivido siempre en su Estância, con suscaballos, sus frutales y sus pájaros, desde quese quedó viuda de Joaquim Ferreira, el hombre aquien había amado con toda su alma, abogado, yque murió en el acto al caer de la montura, enuna carrera de caballos. Doña Antônia teníaentonces veintisiete años y ningún hijo, y asícontinuó la vida entera. De Pelotas, adonde fuea vivir después de la boda, volvió a laEstância do Brejo y allí se quedó a pasar losaños. De los hijos que no había parido, casi nosentía falta: tenía más de doce sobrinos y coneso le bastaba.

Mientras la pequeña carreta iba recorriendolas millas necesarias bajo el agradable sol deseptiembre, doña Antônia sentía una ciertafelicidad en su pecho: llegaban las doshermanas y la cuñada, y también las sobrinas ylos pequeños, tendría buena compañía duranteuna temporada, o por el tiempo que durase laguerra. Guerra, esa palabra tuvo la fuerzasuficiente para provocarle un largo escalofrío.El hermano empezaba una guerra contra elImperio, contra la tiranía del Imperio, contralos altos precios del charqui y el impuesto de lasal. Bento empezaba una guerra contra un rey, y

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eso la llenaba de angustia y de orgullo. Habíarecibido su carta aquel mismo día, al alba, yla había leído mientras sorbía su mate. Tantola hierba como las palabras del hermano lehabían dejado un gusto amargo y un calor suaveen el cuerpo. Y entonces, mientras mandabaservir el mate para el portador de la nota, ungaucho callado y de largos bigotes que lamiraba con el respeto debido a la hermana de uncoronel, había cogido su pluma y escrito: «QueDios y la Libertad te acompañen, hermano mío.Puedes dejar a Caetana y a las demás a micuidado y a los de Ana. La Estância do Brejo ymis braceros están a tu entera disposición.Tuya, Antônia.» Después de eso, recobró ciertapaz. Bento había nacido para la guerra. Y ella,como las demás, sabía esperar con paciencia.Bento había pasado la mayor parte de su vida enguerras y siempre había regresado de ellas. Noera un hombre hecho para morir, como su pobreJoaquim.

Doña Rosa era una mestiza de edadindefinida, carnes enjutas y sonrisa cordial.Trabajaba para los Gonçalves da Silva desde quehabía empezado a andar, como antes su madre, yallá en aquellas tierras a orillas del Camaquãhabía pasado los últimos treinta años de suvida, amasando pan, removiendo la tina delmembrillo, la tina del dulce de melocotón, odel dulce de calabaza, velando por la casa de

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la Estância, por los jardines, por los animalesdel patio, por los empleados y por los negrosde dentro. Era ella quien se cuidaba de lacocina y de las habitaciones, era ella quienconocía los gustos de doña Ana y de los niños,la manera de cebar el mate para el señor Paulo,los condimentos de las comidas que el señorBento más apreciaba a su llegada, de camino aalguno de aquellos torneos con caballos o paravisitar a la familia de la hermana.

Cuando doña Antônia apareció, todavía muytemprano, con la noticia de la llegada de lafamilia, doña Rosa no se alteró, todo estabadispuesto: todos los cuartos limpios; las cincohabitaciones destinadas a las visitas, consábanas blancas todavía con olor a lavanda; lascortinas descorridas para dejar entrar el solde la primavera en las piezas, que todavíarezumaban la humedad del invierno; las jarrascon agua fresca y limpia reposaban sobre cadacómoda. La habitación de la señora tambiénestaba a su gusto, pues doña Rosa tenía siemprepresente que el dueño de la casa podía apareceren cualquier momento, y doña Ana sentía unagran satisfacción con la llegada de laprimavera a la Estância, con el perfume de losjazmines y de las madreselvas, con el canto delos chotacabras que rasgaba el cielo de lasnoches estrelladas.

—Son trece los que llegan, contando a lastres negras, doña Rosa. Hágales sitio a ellastambién en el cuarto grande del patio junto con

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las demás de la casa. —Antônia pensó si nofaltaría nadie, repasando mentalmente la listaque Bento le había hecho tan gentilmente paraque no la cogiesen desprevenida, y dijo—: Conellos llega también Terêncio, pero no sé si sequeda o vuelve a las tierras de Bento. Ah, yestán los pequeños. Hace falta una habitaciónpara los dos niños de Caetana y otra para lasniñas pequeñas. Creo que la negra Xica se quedacon ellas por la noche, ocúpate también de eso.

Doña Rosa asintió tranquilamente. A unallamada suya, aparecieron Viriata y Beata queestaban en la cocina. Doña Rosa les dio algunasinstrucciones: que arreglasen las habitacionesde los pequeños y pusiesen las dos cunas queestaban en el trastero en otro cuarto para lasniñas de doña Caetana. Y que mandasen a ZéPedra a cortar más leña: las noches todavíaeran muy frías allí y necesitaban calentar todala casa.

Doña Antônia consideró que todo estaba yaresuelto y dijo después:

—Voy al porche de delante. No tardarán enllegar y quiero recibirlas. Manda a alguien queme lleve un mate.

Salió a paso rápido adentrándose en elpasillo de la cocina. Conocía bien aquellacasa, desde muchachita; todo allí era un pocosuyo también. Doña Rosa salió para terminar susquehaceres, no sin antes indicar a Viriata quellevase el mate a la señora. Y mandarle quehiciese más alubias, más arroz, más mandioca.

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También tenían que poner otro asado en elhorno.

Ya pasaba del mediodía cuando la pequeñaprocesión de carretas apareció en la puerta delcercado de la Estância. Era un día claro y sinnubes, y el cielo, de un azul muy puro, parecíaensanchar todavía más el paisaje sin fin.Soplaba una brisa fresca que venía del río.Doña Antônia,desde su silla en el porche,reconoció la figura de Terêncio a caballo, aquien, con certeza, Bento había mandado paraproteger a las mujeres. No es que hubieseagitación en la pampa, pues no se había pasadode un suspiro, un temblor, un tema para lasruedas de mate, para que las chismosasmurmurasen con los ojos desorbitados. De PortoAlegre, aquella mañana del 20 de septiembre, nohabía llegado ninguna noticia, ya fuese buena omala. Pero Terêncio, fuerte e impávido, derostro huraño protegido por el sombrero debarboquejo, espuelas de plata —regalo de Bento—reluciendo al sol de la primavera, veníaguiando el pequeño convoy, y fue él mismo quiensaltó del caballo para abrir la portilla, antesde que uno de los braceros tuviese tiempo dehacerlo.

Doña Antônia se quedó esperando sinlevantarse: todavía tenían un buen trecho hastallegar a la casa, pero ya se sentía feliz devolver a ver a sus hermanas y cuñada, a sus

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sobrinas y sobrinos. De los muchachos, nirastro. Seguramente, debían de haber ido conlos otros a la ciudad; la sangre aventureracorría por sus venas: era imposible que sequedasen en casa mientras estaban ocurriendotantas cosas ante sus barbas todavía tanincipientes. Los hijos de Caetana, los tresmayores, estaban en Río de Janeiro, cerca delImperio. Doña Antônia tenía la certeza de quesi la guerra era algo seguro, Bento, Joaquim yCaetano volverían a Rio Grande.

Vio la primera carreta, conducida por unnegro, subiendo el pequeño camino de tierra; enella iban doña Ana, vestida de azul, muyerguida, y Caetana, con una de las hijas en elregazo... debía de ser Maria Angélica, lamayorcita. Caetana, incluso de lejos, con susnegros cabellos brillando al sol, era una mujermuy bella. Las acompañaba la negra Xica, quellevaba en brazos a Ana Joaquina, un farditorosado, de bracitos cortos y rollizos. Sonrió,saludándoles. La mano enguantada de doña Ana sealzó en el aire, alegre, inquieta. Caetanasaludó con más recato. Doña Antônia la conocíamuy bien; en un momento así, con todaseguridad, debía de estar pensando en Bento, enel valor de Bento, desafiando las espadas, lascarabinas y las dagas, conduciendo a sushombres y sus sueños. Sí, Caetana debía deestar abatida, y encima con las preocupacionescotidianas que dan los hijos. Pero amar a Bentoera convivir con ese sino, y Caetana siempre lo

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había sabido.En la segunda carreta iban Maria Manuela y

su hija Manuela, que había crecido mucho desdeel otoño y ya estaba hecha una moza, lozana ymuy bonita; Milu, la criada de doña Ana, y losdos hijos de Caetana, Leão y Marco Antônio, queya iban señalando con el dedo a un lado y aotro, con esas ganas locas que tienen los niñosde salir corriendo y subirse a los árboles.Doña Antônia pudo ver que Maria Manuelaintentaba calmarlos sin mucho éxito, mientrasla negra Milu reía con su risa de dientes muyblancos, y su oscura cara negra contrastaba conel pañuelo amarillo que le ceñía el peloencrespado. Maria Manuela la reconoció y lasaludó, y doña Antônia levantó el brazo bienalto y devolvió largamente el saludo a suhermana menor.

Al final, iban las demás sobrinas, charlandoajenas a todo. Doña Antônia recordó su propiajuventud al verlas, pajarillos alegres,brincando y riendo en su carreta. Perpétua,Rosário y Mariana, las tres primas, ibanentretenidas conversando desde que habíansalido de Pelotas, mientras un chiquillo negro,impávido, guiaba el par de caballos rumbo a lacasa. Doña Antônia sabía que Manuela, la másjoven, prefería ir con la madre en la otracarreta, sumida en sus silencios. Doña Antôniasentía una gran simpatía por la bonita Manuela,pues ella misma también había sido una joven delargos pensamientos, callada y misteriosa. La

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hija de Bento y Caetana, Perpétua, que habíaheredado el nombre de la abuela materna, estabahecha de otra pasta, como las otras hijas deMaria Manuela que, ajenas a todo, ni siquierahabían saludado a la tía en el porche. Laconversación debía de ser animada y, concerteza, estarían hablando de fiestas y demuchachos. Únicamente Zefina, la criada deCaetana, iba callada al lado de las señoritas,medio acurrucada en un rincón de la carreta,mirándolo todo con ojos ávidos.

A una señal de Terêncio, las tres carretaspararon frente a la gran casa blanca deventanas azules y cortinas de terciopelo gris.Doña Antônia bajó los cinco escalones delporche y fue a recibir a las hermanas y a lacuñada. Dos carretas cargadas de maletas ypaquetes rodearon la casa y fueron hasta laparte trasera. Terêncio las siguió para ordenarque descargasen el equipaje de las señoras.

—Sed bienvenidas —dijo doña Antônia, yabrazó a doña Ana—. Tienes muy buen aspecto —añadió sonriendo—. Espero que tu casa esté a tugusto. Yo misma he venido hoy temprano para darlas órdenes oportunas a doña Rosa. Lashabitaciones están todas listas y, si no se hanretrasado en la cocina, la mesa ya debe deestar puesta.

Doña Ana esbozó una amplia y alegre sonrisa,y sus ojos pequeños y oscuros brillaron desatisfacción. Abrazó con fuerza a su hermanasintiendo el volumen de sus costillas bajo el

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paño claro del vestido.—Te echaba de menos, Antônia. Ni el invierno

más riguroso consigue alejarte de todo esto,¿eh, pilluda?

—Mi alma sólo encuentra sosiego en estatierra, hermana. Ya deberías saberlo.

Doña Ana hizo un gesto de negación con lamano enguantada:

—No pasa nada, doña Antônia. Ahora estamosaquí. Y, quién sabe, tal vez nos quedemosdurante un buen tiempo... —Suspiró y, por uninstante, sus ojos se nublaron, pero enseguidavolvió a sonreír—. Vamos a ver, esto es algoentre Dios y nuestros hombres... Ya habrátiempo de hablar de la guerra, si es que deverdad tenemos una guerra por delante. Ahorahay mucho que hacer. Hay que acomodar a todaesta gente. —Y subiendo los escalones delporche, gritó—: ¡Doña Rosa! ¡Doña Rosa! ¡Yahemos llegado y tenemos a los niñoshambrientos! Doña Rosa, ¿ha puesto un jarróncon jazmines en mi habitación?

La voz enérgica se perdió dentro de la casa.Doña Antônia abrazó a Caetana y le dio labienvenida. Caetana llevaba de la mano a lahija de cinco años.

—¡Estás muy guapa, Maria Angélica! Enseguidaestarás hecha una mujercita, ¿eh? Estos niñoscrecen como espigas... —Doña Antônia acaricióel dorado pelo de la niña, que sonreía—. ¿Y tú,cómo estás, cuñada?

Caetana esbozó una sonrisa dulce y algo

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cansada. Sus ojos verdes destilaban una luz queconfería magia a su rostro.

—Estoy muy bien, Antônia. Y estaré bienhasta que me llegue una carta de Bento... Yasabes, cuando llegan, me pongo a moriranticipando el contenido, y cuando tardan, esel miedo... Pero siempre ha sido así, desde queme casé. Hasta me he acostumbrado ya a todasestas campañas. Esta vez, por lo menos, estamosjuntas, cuñada.

—Serán días agradables —dijo la otra.—Por supuesto, querida Antônia, por

supuesto.Caetana volvió a coger de la mano a su hija

y fue a ver cómo les había ido el viaje a losniños. Se movía entre todos con la ligereza deuna garza, alta y erguida como una reina.Caetana era, sin duda, una de las mujeres másbellas de Rio Grande. En los bailes, ninguna delas jóvenes destacaba más que ella en losvalses llevada por Bento Gonçalves.

Doña Antônia abrazó por último a MariaManuela, que le habló del ameno viaje:

—La carretera ha estado desierta casi todoel tiempo. Parece que Rio Grande está en uncompás de espera... Mi marido se fue con Bentohace dos días... Sólo de pensarlo, meestremezco. Si llega la guerra, lucharánhermanos contra hermanos. —Y se santiguó.

—Quédate tranquila, Maria. Tú los conoces,ellos saben bien lo que hacen. Dejémosles aellos esos asuntos...

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—Tienes razón, hermana... Ahora mismo, loque quiero es comer algo y tomar un zumo frío.Se me ha llenado la garganta de polvo.

Subieron juntas la escalera del porche,donde una criada ya estaba sirviendo algo debeber a las muchachas y a los niños. DoñaAntônia pasó algún tiempo con los hijos deBento, pero ellos enseguida entraron a explorarla casa corriendo precipitadamente. Las cuatrosobrinas fueron entonces a abrazarla. DoñaAntônia dijo a Perpétua que era una muchachamuy bonita, muy parecida a su padre.

—Ya estás en edad casadera, Perpétua.Tenemos que encontrarte un buen marido, niña.

Perpétua enrojeció un poco y respondió queen tiempos de guerra era una tarea ingrataencontrar un pretendiente. Tenía la pielcobriza de la madre, pero los ojos eran los deBento, aunque la mirada fuese más triste, y supelo era de un castaño muy oscuro.

—Todos están uniéndose a mi padre y a losotros, tía. Mientras dure esta guerra,permaneceré soltera, seguro.

No imaginaba ella lo que el futuro reservabaa la provincia, ni tampoco ninguna de lasmujeres lo imaginaba en aquel apacible comienzode primavera en la pampa. Perpétua GarcíaGonçalves da Silva tenía la esperanza de que elverano les trajese ya la paz. La paz y lavictoria. Y las fiestas elegantes donde luciríalos vestidos llegados de Buenos Aires y loszapatos de terciopelo que había mandado traer

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de la Corte. Doña Antônia le tomó la mano:—El tiempo, a veces, transcurre lentamente

en estos parajes, hija mía... Pero tenpaciencia, si tu marido ha de llegar, no serála guerra lo que se lo impida. Todo eso estáescrito. Confía en mí, que yo sé de estosasuntos del destino. Aprendí de la manera másdura: viviendo.

Perpétua sonrió y dio un rápido abrazo a sutía a quien siempre había recordado viuda.Parecía muy remoto que un día doña Antônia, tanrecatada y solitaria, hubiese tenido un hombrea su lado en la cama.

Rosário se acercó, era su turno de abrazar adoña Antônia. Pidió disculpas por el polvo.Estaba deseando tomar un largo baño de aguatibia. Rosário era la más urbanita de todas:cuando la madre fue a decirle que iban a dejarPelotas para pasar un tiempo en la Estância daBarra, se encerró en su cuarto toda una tarde yderramó amargas lágrimas. Quería conocer París,Buenos Aires, Río de Janeiro; anhelaba lasfiestas de la Corte, los bailes y la vidaalegre que debían llevar las damas. Y ahora,mientras los hombres peleaban por Dios sabe quésueños, ella tenía que retirarse al campo, alsilencioso e infinito campo donde todo parecíaeternizarse junto con el canto de losteruterus. Rosário de Paula Ferreira no sentíaamor por los parajes de la pampa, y ahoraestaba allí, con las otras, destinada a unexilio cuyo final desconocía.

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—Antes del almuerzo, si quieres, una de lasnegras te preparará el baño. Ahora dame unabrazo, niña, que hace muchos meses que no teveo. Y tú sabes que el polvo a mí nunca me hadado miedo. —Doña Antônia le rodeó la finacintura con sus brazos robustos a fuerza demontar y sonrió. Rosário era de complexiónfrágil, piel clara, ojos azules, pelo claro ymuy liso. Tenía las manos delicadas de quien noha tocado más que cristal. La imaginó sobre unasilla y sonrió alegremente: Rosário tenía unaire distinguido, eso sí—. Ahora ve a tomar tubaño. —Y empujó a la muchacha hacia dentro dela casa.

Mariana besó a la tía en la cara, y laalegría de la llegada hacía brillar sus ojoscastaños.

—¡Tía, cuánto la he echado de menos! Mesentí muy feliz cuando supe que veníamos aestar con usted.

Y enseguida, en ese mismo alborozo, entró enla casa buscando a Perpétua. Era una muchachade mediana estatura, piel morena y semblantefirme, del que destacaban sus rasgados ojoscastaños de largas pestañas negras. Ojos deindia, decía su madre. Y era alegre como unaniña.

Manuela, la más joven, abrazó a su tía consincero afecto. Estaba un poco despeinada, puesse había quitado el sombrero a mitad del caminopara sentir la brisa en el pelo. Su rostro biendibujado, sus ojos verdes muy claros, todo

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tenía la lozanía de algo nuevo y misterioso. Ysu boca de labios carnosos se abrió en unaamplia sonrisa. Llevaba un vestido amarillo,con el pecho de encaje, que acentuaba suencanto.

—Tía Antônia —dijo tan sólo, y sus tibiasmanos apretaron las huesudas palmas de Antônia.

—Estás hecha una mujer, Manuela. La últimavez que te vi, el verano pasado, todavía erasuna niña.

—El tiempo pasa, tía —respondió Manuela, pordecir algo. Y aspiró el perfume de jazmines queimpregnaba el porche y el jardín—. Qué bienestar aquí.

Doña Antônia sonrió a su sobrina preferida.Y la mandó entrar para que fuese con las demás,se quitase el polvo y se preparase para elalmuerzo; a fin de cuentas, todos estabanhambrientos.

—Incluso yo, niña, que hoy me he levantadoal rayar el día y no he comido casi nada. ¡Noveo la hora de ver las viandas en la mesa!

Miró cómo Manuela entraba en la casa,pisando suavemente el suelo de madera, y seguíapor el pasillo, que ya le era familiar, endirección al cuarto que una negra le habíaindicado. Y sintió un escalofrío recorrer sucuerpo al ver a su sobrina así, deambulando porla casa como un hada, pero lo atribuyó a labrisa de la primavera que, en aquellos parajesde la pampa, todavía era muy fría.

Estaba sola en el porche. Todas las mujeres

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y las criadas estaban ocupadas deshaciendo elequipaje y preparándose para el almuerzo. DoñaAntônia sonrió: la casa estaba llena como envacaciones, y una alegría nueva y bulliciosa loembargaba todo. «¿Cuánto tiempo durará? —nopudo evitar preguntarse—. ¿Cuánto tiempodurará, Dios mío?»

Doña Ana se sentó en la cama y acarició elcolchón de muelles. En el lado izquierdo, podíatocar, más con el alma que con los dedos, lamarca del cuerpo de su Paulo. Se echó uninstante, pero encontró la cama vacía del calory del olor de su marido, un olor fuerte, detabaco con limón. En todo había un aroma alimpio que le dolió en el pecho. Paulo ya noera un muchacho, aunque tuviese la complexiónrobusta de los jinetes, alto, de anchasespaldas, de barba poblada, la voz fuerte y lasmanos encallecidas y firmes de sujetar el lazo.Ya tenía sus buenos cincuenta años, aunqueconservase el pelo negro de su juventud ytodavía abrigase los mismos sueños de quientiene toda la vida por delante. Le gustaban elemperador, la Corte, la rutina tranquilaalternada con las tareas de los invernaderospara el ganado que insistía en dirigir. Peroahora estaba allí, como Bento, desafiando alRegente y a todo lo que éste significaba,empuñando el arma contra todo lo que siemprehabía conocido. En los últimos tiempos, las

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cosas se habían puesto difíciles para losestancieros, y doña Ana veía en los ojos de suesposo una angustia creciente, que se traducíaen gestos secos, noches de insomnio, en las quelo sentía dar vueltas a su lado, en la cama,intentando calmar los pensamientos. La semanaanterior, cuando él le pidió que fuera a sudespacho y le contó que marcharían bajo elmando de Bento para tomar Porto Alegre, doñaAna ya lo sabía, porque desde niña habíaaprendido a captar en los silencios lasrespuestas a sus dudas. Viéndolo fumar sucigarro de hebra, fingiendo una calma que nosentía del todo, con los ojos verdes tomadospor una fiebre misteriosa, doña Ana sólo quisosaber:

—¿Y José y Pedro?El marido mantuvo firme la mirada:—Ya he hablado con ellos. Han dicho que

vienen con nosotros. —Y previendo el miedo enlos ojos de Ana, añadió con voz decidida—: Sonhombres, son riogran-denses, serán dueños deestas tierras, tienen derecho a ir y a lucharpor aquello en lo que creen.

Y ahora doña Ana estaba allí. Sus treshombres, todos los suyos, estaban tal vez enlos alrededores de Porto Alegre, en la Azenha,conspirando, afilando las dagas, limpiando lasbayonetas, comiendo churrasco asado en lashogueras, aspirando aquel olor a tierra, acaballos y a ansiedad que debía de respirarseen todos los campamentos de soldados.

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Doña Ana acarició otra vez el colchón, bajoel blanco cobertor acolchado. Por la ventana,que tenía las cortinas descorridas, entraba unsol dorado, un sol tenue y acogedor. Necesitabaarreglarse para el almuerzo; a fin de cuentas,no había motivo de tristeza, todavía no.Tendrían por delante muchos días de angustia ala espera de noticias, buenas o malas, yentonces, sólo entonces, si ése fuese el caso,la tristeza vendría a estar con ellas. Latristeza serena que era la compañera constantede las mujeres de la pampa. Sí, pues no habíamujer que no hubiese pasado por la espera deuna guerra, que no hubiese rezado una novenapor el marido o encendido una vela por el hijoo por el padre. Su madre había conocido laangustia de la espera y, antes de ella, suabuela y su bisabuela... Todas las mujeres dela Estância habían estado en la misma situacióny, ella, Ana Joaquina da Silva Santos, era ladueña de la casa. Se levantó, abrió el armariode madera oscura y sacó un vestido. Fue altocador, cogió el aguamanil y vertió un poco deagua en la palangana de loza. Se lavórápidamente. Milu, como una sombra, entró en elcuarto con una toalla blanca. Secó a su señoracon movimientos delicados y hábiles, la ayudó acambiarse las enaguas, a ponerse ropa limpia ya recomponerse la trenza. Milu tenía unos dedoslargos y dorados que recorrían la melena dedoña Ana como si fueran alas, como si volasen.Y recogió la trenza en un perfecto moño.

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—Está muy bien, Milu. —Doña Ana obsequió ala criada con una sonrisa—. Avisa en la cocinade que ahora voy.

Milu tenía una voz suave, acorde con sumenudo cuerpo de negrita adolescente. Dijo «Muybien, señora», y salió rápidamente de lahabitación, aunque sin hacer ruido al cerrar lapuerta, algo que doña Ana detestaba.

Eran diez las personas sentadas en torno ala mesa. La dos niñas pequeñas de Caetana ya sehabían tomado la sopa y la leche, y ahoradormían, exhaustas por el viaje, bajo la atentamirada de la negra Xica. El almuerzo tuvo unaire festivo: la carne asada, la gallina ensalsa, las alubias, el arroz, el puré y lamandioca cocinada con mantequilla se repartíanen varias fuentes sobre la mesa cubierta conuna mantelería bordada a mano por doña Perpétuamuchos años atrás.

Sólo se hizo un corto e inquietante silenciocuando, antes de empezar a comer, como eracostumbre en la casa, doña Ana juntó las manosen oración y pidió «por nuestros maridos ehijos, que Dios los guíe con su propia mano, yque vuelvan muy pronto a casa victoriosos». Lasvoces de las mujeres respondieron a coro«Amén»; Leão y Marco Antônio estaban máspreocupados en masticar.

Caetana Joana Francisca Garcia Gonçalves daSilva se esforzó en contener el ligero temblor

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que asaltó su cuerpo, pero fue en vano. Bajólos ojos y en sus retinas bailaba todavía laimagen de su adorado Bento, montado en elalazán negro, con su dolmán, la espada a lacintura y las botas negras picando al caballocon las espuelas de plata. Y aún revivió eladiós, aquella alborada en la que había partidode casa, con Onofre y los demás, para tomar lacapital. Bajo la luz tenue del amanecer,parecían figuras mágicas, doradas por losprimeros matices del día. Y había sido así comohabía guardado el último instante: la espaldaerguida, el caballo al trote; una mancha queiba disminuyendo poco a poco. Se había quedadoen el porche, envuelta en su chal de lana, conel corazón latiendo acelerado, queriendoescapársele por la boca. Dentro de la casa, lahija pequeña lloraba.

Doña Ana, a la cabecera de la mesa, empezó aservirse, un poco de todo, porque nada mejorque un estómago lleno para calmar las ansiasdel alma, y una siesta, eso sí, en su cama,sintiendo entrar por la ventana el perfume dejazmines y la brisa fresca de la pampa. Se diocuenta de que, a su lado, Caetana era la únicacon el plato vacío, vacío como sus ojos verdes,que vagaban perdidos entre una fuente y otra,como si estuviesen contemplando viejosfantasmas.

—¿No tienes hambre, cuñada?La cálida voz arrancó a Caetana de su

ensimismamiento, y sonrió tristemente.

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—Perdona, Ana. Es que no he podido dejar depensar en Bento y en dónde estará a estashoras.

Doña Ana sonrió, tenía todavía los dientesmuy blancos. Extendió el brazo y tocó la manode la cuñada. Sus ojos eran un remanso de paz yde consuelo.

—Quédate tranquila, Caetana. A estas horas,si no me equivoco, Bento y los demás deben deestar disfrutando de un buen churrasco. Yasabes el apetito que tienen los valientes... Secomerían un buey entero.

Las muchachas rieron la gracia de la tía.Doña Antônia, sentada en la cabecera opuesta dela mesa, añadió:

—Si van a tomar Porto Alegre, ya sea estanoche o mañana, seguro que tendrán el estómagolleno. Y si ellos comen, no veo por qué nohemos de hacerlo nosotras. A fin de cuentas, yalo decía mi madre: barriga vacía todo essequía.

Caetana esbozó una sonrisa y se sirviótambién algo de comida en el plato, comida quesólo logró acabarse poco a poco, aunque supiesebien y estuviese muy bien condimentada, porqueBento, su Bento, grande y fuerte como un toro,todavía ocupaba cada palmo de su espíritu. Peroel almuerzo transcurrió agradablemente, y lasmuchachas trataron de hablar de cosas alegres,pues para ellas la temporada que pasarían en laEstância no era sino unas vacaciones, despuésvolverían a Pelotas, a los tés de los domingos

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con las amigas del bordado y a las fiestas. Esoes, a las fiestas que ellas tanto deseaban.

—El color de esta primavera es el amarillo —dijo Rosário—. Es una pena que a mí no me quedebien: tengo la piel y el pelo muy claros.Vestida de amarillo parecería una yema dehuevo.

Y doña Ana rió con ganas, sin apartar losojos castaños de aquella muchachita de ciudad,de finas muñecas y ojos azules como el cieloque brillaba fuera. Pensó que Rosário erafrágil, no había heredado la fuerza de losGonçalves da Silva y, tal vez, sufriría muchoen esa vida de campo. En Rio Grande, los juegosde la Corte eran di-vertimentos de los tiemposde paz, y en la frontera casi nunca había paz,casi nunca... Recordó a su anciana madre y lasmuchas madrugadas en que la había vistopedaleando en la máquina de coser paraahuyentar el miedo de la cama vacía. Nunca lahabía visto llorar, ni en la paz ni en laguerra; no la había visto llorar ni siquieracuando enterró a sus hijos, uno pequeño y elotro ya hecho un mozo, herido de bala en unabatalla que no había dejado ni un nombre pararecordar. Doña Perpétua da Costa Meirelles noentendía de modas, vestía siempre de gris o deazul; el blanco lo usó tan sólo el día de suboda. Murió callada, de vejez, justamente enaquella casa en la que se encontraban, cuandohabía ido a visitar a la hija un verano, hacíatiempo ya.

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Doña Ana observó a Rosário de reojo; habíaen ella algunos rasgos de la abuela, la frentealta, la boca delicada; sin embargo, Rosáriotenía los ojos húmedos, habituados al llanto, ylos de doña Perpétua habían sido siempre unosojos secos, hasta la hora de la muerte.

—La moda no es nada más que un pasatiempo,Rosário —dijo doña Ana sonriendo mientrascruzaba los cubiertos—. El azul, el blanco, elverde, el amarillo y el gris siempre hanexistido y siempre han sido buenos colores parauna mujer bien vestida. —Cuando acabó dehablar, al ver cierto pesar en el rostro de lasobrina, le pareció que la figura de su madrela espiaba desde un rincón del comedor, cercade la cortina, y que le sonreía con aquel mismorictus comedido de toda su vida.

Tomaron el postre en silencio, cansados porel viaje. Sólo Maria Manuela y doña Antôniacharlaron un rato sobre la crudeza del inviernoque acababa de terminar, sobre flores, algo delo que ellas verdaderamente entendían. DoñaAntônia se despidió al acabar el almuerzo:necesitaba volver a la Estância do Brejo paraencargarse de los quehaceres de la casa, de laventa de una punta de ganado.

—Pero mañana vendré a estar con vosotraspara charlar un rato más —dijo ella, y salió enbusca del cochero, que debía de estar de charlacon los braceros de la casa.

Enseguida, las mujeres se retiraron a susaposentos. Manuela y Mariana compartían la

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última habitación del pasillo, con vistas a lahiguera del patio; Perpétua y la prima Rosárioestaban en la pieza situada al lado del pequeñodespacho que también servía de biblioteca. Elseñor Paulo tenía muchos libros en español yfrancés, lenguas de las que tenía un buenconocimiento.

—Leeré un libro en francés —dijo Rosário ala prima, antes de cerrar los ojos, ya encombinación, echada sobre la cama—. Conozco unpoco el idioma, porque tomé algunas clases conla señorita Olivia el año pasado. El resto yalo adivinaré. Es una buena manera de pasar eltiempo aquí...

Perpétua no tuvo tiempo de responder: antesde que Rosário acabase de hablar, ya estabadormida. Tal vez estuviese soñando con un noviode ojos azules; tal vez.

En su cuarto, Caetana miraba al techo envano, no lograba conciliar el sueño, a pesardel cansancio que pesaba en sus miembros. Oyóun ligero arrastrar de pasos en el corredor;seguramente las criadas estaban poniendo enorden otra vez el comedor. En la habitación deal lado, por el silencio que llegaba, las hijasdormían tranquilamente.

Se levantó de la cama después de algunosminutos de desasosiego. Era una alcoba simple:una cama grande de madera oscura; un rosariocolgado en la pared, sobre la cabecera;

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ventanas altas con cortinas de terciopelo azul;un pequeño tocador con las cosas de aseo, elaguamanil de loza blanca y la palangana conflorecitas azules; un espejo de cristal con unprecioso marco de plata deteriorado. Situadoenfrente de la cama, había un pesado armario dedos puertas. En él, Zefina ya había dispuestosus vestidos, chales y sombreros. En el otroextremo del cuarto, cerca de la ventana, habíauna pequeña mesa con un paquete de hojas, plumade metal y tintero.

Caetana retiró la silla y se sentó. Tomó lapluma, la sumergió en el líquido negro deltintero de cristal y se puso a escribir con unapremura enloquecida que hacía irregular susiempre delicada letra.

Amado esposo:Estamos aquí, en la Estância de Ana, tu

hermana, todas las mujeres reunidas paraesta espera, que rezo para que sea breve.Todavía no he tenido noticias tuyas y séque es pronto para ello. Sé también que tepreocupas por mí y por nuestros hijos, yque haces lo posible para que todo nosresulte más llevadero. Pero yo sufro,Bento. Y sufro por ti. A cada instante, esen ti únicamente en quien pienso, en siestás bien, si tendrás éxito, y sivolverás a tu casa y a mis brazos. Sin tino sé vivir y hasta un simple día se mehace cuesta arriba, como un invierno...

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pero espero y rezo.Perdona a esta esposa tan débil que, de

tanto vivir esta angustia, ya ha olvidadocómo soportarla. La espera es un ejercicioduro y lento, querido mío, que sólo losfuertes logran vencer. La venceré por ti.Nunca he ignorado la firmeza de tucarácter, ni la fuerza de tus sueños, ylucho por estar a la altura de tu compañíay de la grandeza de tus actos.

Cuando uno de tus hombres venga aquí, atraer noticias tuyas y de tus tropas, temoestar demasiado temblorosa pararesponderte como es debido, y es por esopor lo que me desahogo en estas líneasansiosas... Debes saber que tus hijosestán bien, y que Leão ha preguntado yamuchas veces por tu paradero; le gustaríaestar contigo, luchar a tu lado. Es unniño que nació con el gusto por lasbatallas; siempre anda con la espada quetallaste para él colgada de la correa delpantalón, así que ya voy preparando mialma para sufrir también por él cuandollegue el momento. Maria Angélica me hadicho que ha soñado contigo esta tarde, ysus ojitos verdes brillaban de contento alrecordar a su padre. La pequeña AnaJoaquina, Marco Antônio y Perpétua temandan su cariño. De los mayores, todavíano he tenido noticia, pero seguro queestán a salvo en la Corte. Y tu hermana

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Antônia nos ha recibido con la dulzura desiempre. Hay algo en su serena fuerza queme recuerda a ti y que me reconforta.

Por todo ello, querido Bento, puedescalmar tu corazón en lo que atañe anosotros, tu familia. Quiero que sepas quepido a la Virgen por ti, fervorosamente, yque en cada gesto mío hay una palabradeoración susurrada. Que la gloria teacompañe, esposo, por donde quiera quepises. Ese deseo no es sólo mío, sino detoda tu familia. Aquí en la Barra, rezamosmucho por ti y por los nuestros.

Que Dios cabalgue a tu lado. Con todo miamor,

Tu CAETANAEstância da Barra, 20 de septiembre de 1835

Dobló el papel con cuidado y lacró la carta.Después, la guardó en un cajoncillo, con elcelo de quien guarda en un cofre una joya demucho valor.

Sin nada más que hacer, volvió a la cama, seacostó, cerró los ojos y rezó para dormiraunque fuese un poquito. Tenía la espaldadolorida del viaje, y sentía ganas de llorar.Fuera empezó a soplar un ligero viento deprimavera. Por la tarde, rezaría en eloratorio: sólo la Virgen podría sosegar sualma.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 21 de septiembre de 1835

Nuestro primer día en la Estânciatranscurrió sin acontecimientosespeciales. Aunque no pude dejar de notarla angustia enredada en los ojos deCaetana como un gato, huidiza como ungato. Es extraño, Caetana es mi tía, puesse casó con mi tío Bento y, sin embargo,incluso habiéndola conocido así, al ladode mi tío, desde que nací, no puedollamarla tía. Hay una dignidad extraña enella, en cada gesto suyo, en cada mirada.Sólo es una mujer, y es tanto... Sussuspiros exhalan una suave fragancia ypuedo imaginar que Bento Gonçalves seenamorase de ella a primera vista, cuandola conoció por casualidad en una tertuliauruguaya, en casa de su padre o de otroestanciero allegado suyo. Mi tío Bentotambién es un hombre que impresiona, confuerza. Cuando pisa el suelo, es como sila madera temblase un poco más de lonormal, pero no por su peso, ni porquepise fuerte; es que tiene en los ojos, enlas carnes, en todo el cuerpo, un poder yuna calma de los que no se puede escapar.

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Mi tío, aun no estando entre nosotras, nosmarca a cada una con la fuerza de susgestos: es por un ideal suyo por lo queestamos aquí, esperando, divididas entreel miedo y la euforia. Caetana, porcierto, con su belleza digna y su espíritua un tiempo tan frágil como fuerte, debede haberse rendido ante esa aura que emanade Bento Gonçalves. Aura de emperador,aunque en este momento él esté luchandocontra uno.

Durante el almuerzo, Caetana apenascomió. Y habló poco; únicamente lo mirabatodo inquieta, y tanto, que me pareció queno veía nada, concentrada seguramente ensus recuerdos. Tuve ganas de sentarme a sulado y de decirle que yo también sé lo queella sabe. Sí, porque ella lo sabe... Nosquedaremos aquí mucho tiempo. Más tiempode lo que cualquiera de nosotras puedaimaginar. Nos quedaremos aquí esperando,esperando, esperando. De la estrella defuego que vi la noche de fin de año, no lehe hablado a nadie, pero tengo su mensajemarcado a hierro en mi alma. Mis hermanas,por cierto, se reirían de mí. Dicen quesoy densa, densa como la niebla que cubreestos campos al amanecer, un manto opacode agua condensada, un manto, tal vez, delágrimas, lágrimas derramadas por lasmujeres de aquí, por Caetana, quién sabe.

Hoy me he despertado incluso antes del

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amanecer y, como imaginaba, allí estaba labruma cubriéndolo todo, una bruma húmeda ygélida, y también un silencio aterrador,un silencio digno de la peor espera. Hapasado mucho tiempo antes de que el primerpájaro cantase y, con su canto, rompiesela barrera de la noche, con sus presagiosy sueños angustiosos. Caetana ha lloradoesta noche, estoy segura. Yo no hellorado: estaremos mucho tiempo juntas enesta casa, unidas en esta espera, y algome dice que mis lágrimas sólo cumplirán suservicio más tarde...

Hoy es el día señalado.Todavía no son las siete, y me pregunto

si Porto Alegre ya habrá amanecidodominada por el ejército de mi tío.Todavía no hemos tenido noticia alguna ytodo allí fuera parece aguardar, hasta lospájaros pían menos en sus ramas, encogidosaún por el frío que nos ha traído lanoche; hasta la higuera parece observarmecon preguntas terribles para las que notengo respuesta. Sé que, a la hora deldesayuno, una nueva preocupación vendrá aunirse a nosotras, tendrá su sitio a lamesa y, tal vez, su taza. Pero nadietendrá el coraje de formular la pregunta,la terrible pregunta, y los segundospasarán por nosotras con sus afiladasláminas de tiempo, sin que nadieinterrumpa el bordado o la lectura aunque

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sea por un momento, un momentoimperceptible. El arte de sufrir esinconsciente... Y es preciso fingir, espreciso. No pensar en mi padre, en sucaballo dorado que tanto me gusta; nopensar en su voz, ni en su grito. ¿Llevarátodavía su espada al cinto? Y mi hermano,Antônio, que vive molestando mi lecturacon su alegría bulliciosa de hombre joven,¿con qué ojos recibirá esta mañana ydónde? ¿Logrará victorias y hazañas quecontar a sus hijos, o cicatrices? Nadie losabe, y los pájaros se obstinan enmantenerse en silencio en sus nidos.

Llaman a la puerta. Mariana, en su cama,está a punto de despertarse. A Marianasiempre le ha gustado que la dejasendormir hasta más tarde. Es la negra Beatacon su voz rara, metálica, que nos llamadesde el pasillo, diciendo que el desayunoya está en la mesa y que nos esperan.Iremos todas, con nuestros vestidos deencajes y nuestras angustias. Pero esnecesario; hay que pisar el suelo con laligereza que se espera de nosotras,mantener una sonrisa primaveral y estarfeliz, principalmente, estar feliz como lamás ingenua de las criaturas... Marianaprotesta un poco, se lava la cara con aguafría, elige un vestido cualquiera; por lamañana no piensa en modas.

Dejo aquí estas líneas, pues a doña Ana

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le gusta vernos a todos reunidos en tornoa la mesa, y no he de hacerme esperar. Unpájaro ha cantado fuera, un canto tibiocomo un aliento o una taza de té.

MANUELA

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Capítulo 2

Las primeras horas de la mañana pasaronlentamente. Un sol, al principio tímido, empezóa dorar los campos. Había hecho mucho frío lanoche anterior, pero en la pampa, incluso enlas madrugadas primaverales, el frío semostraba intenso, y las camas se arropaban convarios cobertores. Por la noche, en las salasfamiliares, se encendía la chimenea. En sucrepitar, las conversaciones se sucedían y elmate pasaba de mano en mano mientras la brasade los cigarros de hebra hacía notar supresencia, exhalando el olor acre del tabaco derollo.

Pero no en aquella casa. En la blanca casade la Estância da Barra, había un número tangrande de mujeres, que la voz de ellas era laque dictaba las formas. Y las mujeres nofumaban, no tomaban mate por la noche. Fuera,alrededor del fuego, mientras la carne se asabagoteando su grasa, dos o tres braceros chupabansus cigarros. Terêncio había pernoctado en lacasa aquella noche; era uno más en torno alfuego, un hombre alto, callado, de ojosdecididos y dedicación canina a BentoGonçalves. Pero al amanecer, cuando el mundotodavía estaba frío y nublado, tomó el camino

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de la Estância do Cristal, donde deberíaesperar órdenes del patrón, mientras velaba porsu ganado y por sus tierras. Con la partida deTerêncio, se había quedado Manuel, capataz dela Estância da Barra, además de sus braceros,el negro Zé Pedra, muy querido por doña Ana, yel resto de los esclavos que cuidaban de latierra y de las cosas de allí.

Era, desde aquel momento, una casa demujeres. La noche anterior, junto al fuego quecrepitaba en la chimenea, había sido, en esosí, una casa igual a las demás; pero apenas sehabló, ni se vio el brillo de los cigarrosencendidos: se bebió un poco de té cuando Beataapareció con la tetera y un plato con pastel demaíz; los rostros, gachos, se ocupaban debordados delicadísimos, y el color que se veía,ajeno al intenso brillo del pino que ardía bajolas llamas, era un vivo color de sedas: elverde, el rojo, el azul que, en las telas,dibujaban flores, arabescos y otras maravillasde fina artesanía. Algunas de las muchachasleían a la luz de un candelabro, moviendo loslabios lentamente, de manera imperceptible,como les habían enseñado sus institutrices enlas lejanas tardes de lecciones.

A hora avanzada, cuando empezó a asaltarlasel sueño, o algo peor rondaba sus espíritus,cuando Caetana apenas podía pasar el hilo deseda por el ojo de la aguja, cuando MariaManuela empezó a pensar en su marido y en suhijo, mientras se oía silbar el viento fuera en

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el campo, doña Ana dejó su sillón y fue haciael piano. Levantó la tapa barnizada de un sologesto, y sus manos blancas y ágiles corrieronpor las teclas, haciendo brotar uno, dos, tresvalses. Las muchachas se alegraron bastante:cerraron los libros y se quedaron pensando enlos bailes. Maria Manuela esbozó una débilsonrisa, a su marido le gustaba aquel vals,daba pasos largos, quería dar vueltas por elsalón, exhibirla ante los demás, mostrar queera un gran bailarín. Caetana también pensó enBento Gonçalves. Bento... que amaba la música,que no se perdía una fiesta, que bailaba con elmismo ímpetu que tenía para guerrear.

—¡Toca una polca, tía! —pidió Perpétua conlos ojos brillantes.

Doña Ana desplegó una gran sonrisa y dionueva vida a los dedos en el teclado. Lasmuchachas reconocieron la música, rieron ydieron unas palmaditas. Rosário se levantó deun salto, dejó que el libro resbalara hasta laalfombra y, haciendo gestos con el brazo,declamó:

Yo planté la siempreviva,siempreviva no nació.Ojala que siempre viva con el mío tu corazón.

Las mujeres aplaudieron a una. Los ojosverdes de Caetana ardían y sus pies, bajo lafalda azulada del vestido, acompañaban el ritmode la melodía. Manuela dejó el bordado con el

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que se aburría y también se levantó pararesponder a la hermana. Se aclaró la voz y, congracia, dijo:

Plantaste la siempreviva,siempreviva no nació.Es porque no quiere vivircon el mío tu corazón.

Y palmas otra vez. Rosário ofreció el brazoa la hermana y las dos siguieron bailando porla sala que la chimenea iluminaba de manerainquieta, como si fuesen una pareja de noviosen un baile. Mariana y Perpétua se unieron aellas. Doña Ana tenía una alegría tan viva enel rostro que parecía haber rejuvenecido. Lasdemás sonreían. Manuela daba vueltas por lasala y su pensamiento volaba: no era a suhermana a quien ella veía: era un hombre quienle ofrecía el brazo, y de él emanaba un calortibio y acogedor, mientras girabanenfervorizadas por la sala llena de invitadas.Ah, y ella se sentía muy hermosa, como unajoya, y feliz, iba a estallar de felicidad allímismo, en medio de todos... Y la música, lamúsica llenaba sus oídos y su corazón.

De repente, doña Ana dejó de tocar.Las muchachas rieron, se dejaron caer

ruidosamente en sus sillones, con los rostrosencendidos. Manuela se quedó atónita. Miró lasala vacía de visitantes, miró a las demásmujeres, a Viriata quieta en un rincón de lasala, con su vestido viejo, retorciéndose los

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dedos negros y encallecidos, emocionada con lamúsica que había oído.

—¿Te has mareado, Manuela?La voz de la madre se hizo oír. Manuela negó

con la cabeza, sonrió, se sentó en su sitio,cogió el bordado del suelo y lo enmendó unpoco, sin ganas.

Doña Ana se levantó de la banqueta delpiano.

—Es tarde —dijo—. Ya es hora de irnos adormir... Mañana será un largo día.

Y, con la sola mención del día siguiente, elrostro de Caetana adquirió otra vez airesmisteriosos, y una sombra nubló el verdeagreste de sus ojos. Ella fue la primera enretirarse, alegando que iba a ver cómo estabansus hijos pequeños.

Y enseguida se recogieron las demás.Y la fría noche se consumió en las

claridades de la aurora.Y ya estaban sentadas a la mesa del

desayuno, con doña Ana a la cabecera, aquellamañana del día 20 de septiembre del año de1835, cuando Zefina entró en la sala corriendoy, olvidándose de toda ceremonia y formas detratar a las señoras, gritó atropelladamente:

—¡Viene un hombre! ¡Y lleva un pañuelocolorao en el sombrero! Seguro que trae lasnoticias que las señás tanto esperaban. ¡Diosdel cielo!

Caetana Joana Francisca García Gonçalves daSilva no tuvo fuerzas para reprender la actitud

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de la esclava. Abandonó la mesa de un salto,lívida como un fantasma. Su pálido rostro seconfundía con el vestido de seda de colormarfil que llevaba. Todas las mujeres sequedaron quietas. Mariana tenía en la boca untrozo de pastel que, durante muchos minutos, seolvidó de masticar. Caetana salió corriendo alporche. Doña Ana la siguió, las demás fuerondetrás y, por último, la temblorosa Zefina, queestaba acunando a Ana Joaquina cuando, al mirarpor la ventana, había visto al hombre galoparhacia la casa. Había puesto a la niña en lacuna y salido corriendo hacia el comedor. AnaJoaquina se había quedado allí acostadita, conlos ojos abiertos, balbuceando algo que el amano llegó a oír.

Caetana bajó la escalera del porchesintiendo que las demás mujeres la seguían. Vioal hombre detenerse y desmontar del caballo,que entregó a un negro y, dando unos pasosrápidos, se paró frente a ella mirándola con elrespeto que le debía por ser una dama y esposade quien era.

—Buenos días, señora Caetana. —La voz delhombre era potente y ceremoniosa.

—Buenos días —respondió Caetana.—Traigo aquí una carta que el coronel Bento

Gonçalves envía a la señora. —Y sacó delbolsillo del chaleco un pequeño papel amarillo,lacrado y con el sello de Bento Gonçalves quetendió a Caetana—. Con permiso, señora.

Caetana le arrancó la carta de las manos. Se

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disculpó enseguida por su ansiedad y el soldadole devolvió una sonrisa de comprensión. ZéPedra apareció por allí. Doña Ana invitó alhombre a tomar un mate y comer algo en lacocina, cosa que él agradeció: había cabalgadodesde el amanecer para estar allí con la cartadel coronel, y aceptaba con mucho gusto lacomida y la bebida que le ofrecían. Tambiénnecesitaba descansar un poco antes de volver aPorto Alegre, donde estaba el resto de lastropas. Zé Pedra, un negro achaparrado con carade pocos amigos, pero que tenía un gran corazóny que había hecho de caballito llevando a lomosa los dos hijos de doña Ana, hizo una señal alsoldado para que lo siguiese hasta la partetrasera de la casa principal.

Caetana corrió al comedor y se sentó en unsillón con la carta en el regazo. Estabatemblando, pero esperó a que las otras seacomodasen a su alrededor, una a una, lascuñadas y las sobrinas, la hija a su lado, y aque la negra Zefina, que tenía a su hombresirviendo a la causa con Netto, se apostasediscretamente cerca de la ventana. Sóloentonces rompió el lacre donde venían lasiniciales del marido. En la sala, no se oía unalma, ni siquiera la brisa mecía las árbolesdel jardín. La voz de Caetana temblóligeramente cuando empezó a leer.

Mi querida Caetana:Te escribo estas breves líneas desde el

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despacho del antiguo presidente de estanuestra provincia, Antônio RodriguesFernandes Braga, que, como prueba de sutotal incapacidad y falta de valor, hahuido de Porto Alegre en un barco, antesincluso de la llegada de nuestras tropas.Hemos entrado en la ciudad esta madrugada,y lo hemos hecho sin pelear mucho y casisin derramamiento de sangre. Por ello, tepido a ti, a mis hermanas y a todas lasdemás, que estéis tranquilas y que tengáisfe en Dios, pues Él está del lado de losjustos y nos guía en esta empresa.

Las cosas, Caetana mía, van por buencamino, pero queda mucho por hacer. RioPardo todavía resiste, pero nuestrastropas pasarán con éxito una prueba más.Esta ciudad de Porto Alegre, hasta elmomento en que te escribo, permanecedesierta y amedrentada, seguro que Braga ylos suyos han estado difundiendo laspeores mentiras sobre nuestras intencionescon respecto a Rio Grande y su pueblo.Pero ten fe, Caetana, que pronto te darémejores noticias.

Te echo mucho en falta, querida esposa.Quisiera estar a tu lado, pero los deberespara con mi tierra me retienen. Da unlargo beso a los niños y otro a las niñas.Y pide a Perpétua que rece por mí también,que sus oraciones son fervorosas. Da unabrazo de mi parte a cada una de mis

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hermanas y diles que todos los de lafamilia están bien y a esta hora descansande la larga noche que hemos tenido.

Con todo mi afecto,BENTO GONÇALVES DA SILVAPorto Alegre, 21 de septiembre de 1835

Cuando Caetana acabó de leer, tenía lágrimasen los ojos. Doña Ana también lloraba de alivioy de emoción. Había pasado una larga noche deinsomnio, pensando en sus hijos y en Paulo,pero ahora ya sabía, tenía la certeza de quetodos estaban bien, que la capital era de ellosy que todo acabaría en paz.

—¡Gracias, buen Dios! —exclamó MariaManuela, que pensaba más en Antônio, que nuncahabía estado en una batalla, que en su esposo,tan hábil con el sable que era una leyenda ensu tierra.

Manuela, Mariana, Rosário y Perpétua seabrazaron con alegría. Perpétua, más queninguna otra, estaba radiante porque su padrehabía hablado de sus oraciones. Sí, rezaría porél y por sus ejércitos con toda la fuerza de sualma. Rosário abrazó a su madre, se sintiófeliz por su tío, por su padre, por su hermano,pero se acercó a doña Ana y, un poco ensecreto, quiso saber:

—Tía, ¿esta carta significa que podemosvolver a casa?

—Esta carta, hija mía, significa quenuestros hombres están vivos, o estaban vivos

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hasta este amanecer. Bento dice que queda muchopor hacer y que Rio Pardo todavía resiste... —Ysuspirando añadió—: Vamos a esperar. ¿No espara eso para lo que estamos hechas, hija mía,para esperar?

Rosário asintió con la cabeza, despacio.Todas volvieron a la mesa y, poco a poco,

fueron retomando el almuerzo en el punto en quelo habían dejado. Un nuevo calor inundaba elpecho de Caetana. Decidió que, cuando acabasede comer, iría a jugar un poco con Leão y MarcoAntônio y a contarles que su padre había ganadouna batalla más y que era un valeroso soldado.

A media mañana, llegó doña Antônia, yCaetana releyó para su cuñada la carta deBento. Doña Antônia oyó las palabras delhermano con rostro impasible. Eran buenasnoticias, sin duda. Habían tomado Porto Alegre.Esbozó una leve sonrisa a la que Caetanacorrespondió con agrado. Después volvió losojos al campo. Un bracero intentaba domar unpotro salvaje; la tierra roja, arañada por laspatas inquietas del animal, se levantaba enviolentas polvaredas. El hombre resistía, sabíaque debía tener más paciencia que el caballo,sabia que el cansancio vencería al animal. DoñaAntônia se quedó contemplando el sutilespectáculo. Algo ardía en su pecho, un malpresagio tal vez. O quizá, quién sabe, fuese lavejez. Sí, se estaba haciendo vieja, y losviejos, todos lo sabían, esperaban siempre lopeor.

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Decidió ahogar aquella angustia.—Caetana —dijo ella—, ten la gentileza de

ordenar a una criada que me traiga un mate, porfavor... He venido cabalgando de la Estância y,no sé, creo que me ha entrado polvo en lospulmones. Estoy medio seca por dentro.

Caetana dobló la carta con todo cuidado y laguardó al abrigo de su regazo. Se levantó yentró en la casa para pedir a Beata que trajeseel mate.

La tarde caía lentamente sobre la pampa: unaluz rosada, brillante, abría sus alas sobre elparalelo 30. Era una luz mágica, que hacía lascosas más bellas y grandes.

Desde la ventana de la pequeña biblioteca,donde había entrado para coger una novelafrancesa que estaba decidida a leer, Rosárioobservaba el atardecer. Ni siquiera suespíritu, tan habituado a las ciudades, a losedificios blancos e imponentes, a las calles,salones y atrios de las iglesias, ni siquierasu alma, que amaba el lujo y las cosasconstruidas por el hombre, podía pasar inmune aaquella luz. Los árboles, las madreselvas quetrepaban por el cuerpo lateral de la casa consus flores violeta, todo parecía adquirir otradimensión bajo el toque misterioso de la luz deponiente. Rosário apoyó la cara en las manos,echó el cuerpo hacia delante, notando cómoemanaba del suelo aquel olor a tierra, de final

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del día, que entraba por la nariz y calmaba losanhelos más secretos de un ser vivo. Por unsegundo, una mínima fracción de tiempo, sintiórabia de sí misma y de aquella súbita paz. Nole gustaba el campo. Pero entonces algo cedióen su interior, alguna cadena se rompió y ellase entregó a aquel simple gozo.

Desde que era una niña, no había disfrutadoasí de un atardecer.

Por el campo cabalgaban los últimosbraceros, remataban las tareas del día. Luego,las primeras estrellas, las más brillantes detodas, aparecieron en el cielo. Los hombresharían fuego, pondrían un buen pedazo de carnea asar y, entonces, uno de ellos, sacaría unaguitarra; tal vez uno de aquellos indios comoViriato, que cuidaba de los caballos de supadre, llevaría una flauta y, con su músicatriste, llenaría la noche de presagios.

Rosário dio la espalda al atardecer,empezaba a recuperar el sentido común; fuera seponía el sol y era sólo eso: un sol quelanguidecía, un día más, algunos hombres conolor a caballo y a sudor que volvían a casa, yella allí, perdida en medio de aquella pampainfinita, bajo aquel cielo inmutable, a laespera de un destino que nunca llegaba. Pensóen su padre y en la promesa que le había hechode llevarla a Europa cuando cumpliese dieciochoaños. Pues bien, ya tenía diecinueve, los habíacumplido hacía poco menos de un mes y su padrele había dicho que debían esperar, que ahora

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estaban sucediendo cosas más urgentes, asuntosserios, tal vez una guerra, y que susobligaciones de riograndense, de gaucho de lapampa, de estanciero y hombre de palabra loobligaban a quedarse y a luchar. Así pues, elpadre había puesto fin a su mayor sueño. Cuandolas cosas se serenasen, podría pensar otra vezen el viaje, en París, en Roma, en los barcoselegantes, en las casas de té y en las modas.La mandó entonces a la Estância de la tía conun beso en la frente y le pidió que se portasebien y que velase por su madre y sus hermanas.

Y miró por la ventana. Ahora un manto rojoardía allí fuera.

—¡Que se ponga ese maldito sol! —gritóRosário con rabia.

Sabía que ninguna de las tías, ni la madre,la oirían. Estaban en el porche, aprovechandolos últimos momentos del día. Hacía poco que elhombre de Bento se había puesto en camino rumboa Porto Alegre, con dos cartas de Caetana en laguayaca, además de las notas que doña Ana y sumadre enviaban a sus respectivos maridos. Y lasmujeres, en ese momento, debían de estarcalladas, pensativas, nostálgicas.

Pensó en las hermanas y en la primaPerpétua; había algo que la hacía diferente delas demás, y era, estaba segura, una ciertafinura. Perpétua era bonita, claro, pero notenía la elegancia de Caetana, ni su porte dereina. ¿Y Manuela? Manuela tenía gracia, peroera callada, pensativa. ¿Qué hombre iba a

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enamorarse de una criatura así, de tan pocaspalabras, extraña? Y todavía era muy joven, consus misteriosos quince años. Mariana tambiéntenía sus encantos —las mujeres de la familiasiempre habían gozado de cierta belleza—, peroera más triste, le gustaba el campo, se sentíafeliz en la Estância, en compañía de las otras.Las tres podrían esperar durante esta guerra, yaun en otra y otra más, pero ¿y ella? Ellaestaba a punto para los salones, bailabaelegantemente, sabía desenvolverse en sociedad.Recordó a un oficial del Imperio, un joven deveinticuatro años con el que había bailadovarias piezas seguidas en una fiesta, enPelotas, hacía poco tiempo. Se llamaba Eduardo.Ah, y cuántas cosas bonitas le había dicho...Que con su porte delicado y sus cabellosdorados, era digna de bailar en los salones delemperador, de quien, por cierto, ganaría todoslos favores. Eduardo Soares de Souza, que asíse llamaba el joven, tenía unos bellos ojosverdes, serenos. Imaginó que debía de estar enel asedio a Porto Alegre, luchando contra losrebeldes, contra su tío Bento, contra su propiopadre y su hermano Antônio. Y entonces sintiórabia, no del oficial tierno y romántico que lehabía dedicado tantas galanterías, sino delpadre, de la barba negra y espesa de BentoGonçalves, sintió rabia del charqui, de la sal,de todas aquellas pequeñeces que ahora lahacían sufrir. Y rezó un avemaria apresuradopor su querido Eduardo. Si Dios quisiese, si

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Nuestra Señora rogase por ella, pronto estaríanbailando en un salón, en un salón elegante yfastuoso, repleto de damas y de gentilescaballeros. Quién sabe si en la Corte, quiénsabe si en la Corte...

La noche empezaba a esparcir sus sombras. Sesentó en el sillón de cuero negro y se quedómirando cómo caía la oscuridad sobre lahabitación, reduciendo los dorados de antes asimples sombras cotidianas; en los estantes,los libros eran ahora pequeños bultos tristonesy sin nombre, apretados en aquel mueble, a laespera de que alguien los salvase de allí.

Pasó sus largos dedos por la tapa delvolumen que tenía en las manos. La escritura delas páginas, que ahora apenas adivinaba a causade la penumbra, le pareció muy bonita. En elpasillo, oyó los ruidos de las negras al pasar.Estaban encendiendo las lámparas, repartiendolos candelabros. Llamaron con delicadeza a lapuerta.

—Entra. —Su voz sonó desprovista depaciencia.

De la calle llegaba un canto lejano. Pensóen los mestizos sin camisa alrededor del fuego.Sintió cierto asco.

—¿Quiere una luz, señá? —Viriata la mirabacon sus pequeños ojos. Negra, apenas se lapodía distinguir: era casi una dentadura blancaque le sonreía.

—¿Y por qué habría de querer estar en laoscuridad, criatura?

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—Adisculpe, señá... —Viriata hizo una desgarbadareverencia y trató de encender las lámparas dequeroseno—. Con permiso —dijo, y saliórápidamente de la sala, recelosa de los fríosojos de aquella muchachita pálida.

La tibia luz calentaba la pieza. Rosário sedecidió a leer un rato. Todavía faltaba un pocopara la cena y tendría que esperar mucho parael sueño. Abrió el libro, y acarició el suavepapel, papel europeo. Empezó a leer con ciertadificultad, adivinando más que entendiendo,saboreando más el sonido misterioso de laspalabras que su sentido.

Fuera empezó a soplar el viento, un vientoque traía olor a flores y a descampado. Por laventana abierta, entró una ráfaga de aire quehizo temblar la llama de las lámparas.

Rosário levantó sus ojos azules.La pared blanca estaba delante de ella, la

librería de caoba al ras de la pared. Un fríogélido invadió a Rosário. Sus manos blancasdescansaban sobre el libro, más blancastodavía, como palomas somnolientas.

Sus ojos azules vieron, apoyado en lalibrería, el bulto inmóvil del joven oficial.Un vendaje ensangrentado le cubría la frente yestaba pálido como las manos de Rosário, comola pared que sujetaba la librería. Estabalívido, pero sonreía. Por la ventana abiertaentraba un olor agreste, el olor de la noche,del sueño. El soldado vestía un uniforme azul ytenía el pecho cubierto de medallas. En

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realidad, Rosário sólo se percataba de elloahora: no era un soldado, era un oficial. Ysonrió. Tenía los ojos verdosos y febriles, yla boca fina, bien dibujada en la estáticasonrisa. Y suspiró. El olor a flores se volviómás fuerte, casi insoportable. De muy lejos,cada vez más apagada, llegaba la música de losbraceros.

Rosário de Paula Ferreira intentó moverse,pero sus manos descansaban sobre el libro,ajenas a cualquier voluntad. Un grito se agarróa su garganta, pero no salió. Los ojos azulesse abrieron a causa del pavor.

—¿Tienes miedo?La voz del hombre que tenía delante parecía

llegar de muy lejos, y era cálida y suave,mansa como una flauta de ésas fabricadas porlos indios. Una flauta dulce.

—¿Tienes miedo, Rosário?No, ella quería decir que no tenía miedo.

Estaba asustada, su cuerpo no la obedecía, elolor a flores la sofocaba, un hombre habíaentrado en el despacho sin que hubiera sidoinvitado, un extraño, un joven extraño, eraverdad, un apuesto oficial de algún ejércitodesconocido que le hablaba en castellano. No,no sentía temor, es lo que quería decir, perosu boca permanecía muda.

El joven oficial parecía moverse; sinembargo, su figura permanecía apoyada en lalibrería. Sus ojos color selva brillaban,brillaban de fiebre. Tenía una herida seria en

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la cabeza. Sería bueno llamar a doña Ana...Doña Ana conocía las hierbas, podría ayudarlo.O a las negras. Sí, las esclavas tenían buenosremedios para esas cosas. Rosário queríadecirle que iría a buscar ayuda. Tenían medios,podían mandar traer un médico de Pelotas. Sivenía al galope, todavía podía llegar demadrugada, cuidar del herido, cambiar elvendaje sucio, ensangrentado, bajar la fiebrede esos rasgados ojos verdes. Tranquilícese,quería decirle, pero no lo hacía. «¿Tienesmiedo?» La pregunta sin respuesta parecíabrincar por toda la sala. «Responde, responde.»Pero Rosário no conseguía responder. Laslágrimas asomaban a sus ojos. Quería llamar asu madre, quería llamar a doña Ana, queríallamar a doña Rosa, que decían que era buenacurandera.

Hizo un esfuerzo descomunal, todas lascélulas de su cuerpo, juntas bajo la sola ordende levantarse. Ahora estaba de pie. El libro sele había resbalado y había caído al suelo decualquier manera, con las páginas abiertas.Pero Rosário ya no pensaba en él. Tenía losojos fijos en el oficial, que todavía sonreía.Atravesó la pequeña sala, estaba temblando.«Voy a llamar a doña Ana», pensó. Estabalívida. Recostado en la librería, el joven laobservaba. El vendaje estaba ahora empapado ensangre. «Tienes miedo...», la voz de él eraahora afirmativa, triste, y resonaba en losoídos de Rosário mientras salía corriendo

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precipitadamente por el pasillo.Casi tiró al suelo a una sirvienta.Llegó a la sala donde se encontraban doña

Ana, Maria Manuela y Perpétua; las demásandaban por la casa. Doña Ana levantó los ojosdel bordado y vio a su sobrina inmóvil en mediode la sala, temblando y con el rostro blancocomo la escarcha. Tenía un brillo extraño ensus ojos azules.

—¿Qué ha pasado, niña? —dijo con los ojosclavados en la sobrina. Las otras tambiénestaban mirando a Rosário.

—¿Estás enferma, hija mía? —Maria Manuelafue a abrazar a su primogénita. Le tocó lafrente: tenía fiebre.

Rosário se separó de su madre, mirófijamente a doña Ana y le dijo:

—Tía, venga conmigo. Hay un joven en eldespacho, está grave. Parece una herida debala.

Las mujeres se alborotaron. Beata, queestaba allí corriendo las cortinas, sesantiguó. ¿Acaso habría empezado ya? ¿Genteherida que llegaba a la casa?

—¿Qué dices, niña? ¿Un hombre herido debala? ¡Vamos ahora mismo! —Doña Ana se levantóy tomó a la sobrina de la mano. Su mirada erade preocupación, pero estaba serena y decidida.¿Acaso estarían luchando cerca de allí?

Fueron en procesión por el corredor.Perpétua se preguntó si el soldado sería joveny guapo. Sintió pena y sintió miedo. Rosário

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intentaba controlar los movimientos, queríasalir corriendo de allí, huir, volver aPelotas. Había olvidado decir a su tía que eljoven hablaba castellano, pero no eraimportante. Estaba herido, herido de gravedad.Debía de estar ardiendo de fiebre, y era muydistinguido.

Doña Ana abrió la puerta del despacho con elcorazón a punto de salírsele por la boca.Recorrió con la vista la pequeña Estância: todoestaba tranquilo, los libros ordenados en laestantería, la silla en su rincón, elescritorio de Paulo con el tintero y el papel.Las cortinas se movían con la brisa del campo.No había nadie allí.

—Aquí no hay nadie —dijo sorprendida.—Pero si lo había, tía. Lo juro.Rosário, con los ojos muy abiertos, tocó la

librería donde el hombre había estado apoyado.Él había estado allí un buen rato, mirándolacon sus verdes ojos. Y sangraba.

—Hija mía, ¿qué es eso? —Maria Manuelaestaba confundida. La hija estaba rara, parecíaenferma—. ¿De verdad había un hombre heridoaquí?

Rosário la miró con ojos enfebrecidos,lacrimosos.

—¡Había un joven aquí! ¡Lo he visto, lojuro! Estaba gravemente herido, con una vendaen la cabeza, pobre... Sangraba mucho... Creoque va a morir —suspiró—. Ha hablado conmigo,tía Ana.

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Doña Ana cogió a su sobrina por los hombros,con delicadeza. Hizo que ella la mirasefijamente a los ojos, a sus ojos negros comolos de Bento Gonçalves, a sus ojos firmes ybondadosos.

—¿Y qué ha dicho, Rosário? Cuéntalo todoexactamente, niña... Si hay un hombre aquí, seaquien sea, tenemos que encontrarlo.

Rosário clavó sus ojos en los de la tía. Elhombre había hablado con ella, tenía la vozdulce y los ojos tristes. Hablaba encastellano.

—¿En castellano? —Doña Ana ya no entendíanada—. ¿Y qué ha dicho, querida?

—Me ha preguntado si tenía miedo... Sóloeso. Me ha preguntado si tenía miedo de él. —Rosário empezó a llorar—. Y yo no tenía, tía...Sólo estaba asustada, de verdad, y no podíamoverme.

Doña Ana intercambió una mirada de extrañezacon la hermana. Maria Manuela abrazó a su hijamientras Perpétua miraba por la ventana:¿habría saltado el hombre afuera? Doña Ana lasllevó a todas a la sala, donde ya entrabanCaetana, Manuela y Mariana. En una casa demujeres, las noticias corrían rápido.

Rosário no cesaba de llorar, decía que noestaba mintiendo, que allí había habido unoficial herido y que era joven. Doña Ana sintiópena de la muchacha. Seguramente estaba algoenferma, pensó. ¿Quién sabe si la angustia lahabía hecho ponerse así? Sí, muchas veces las

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personas deliraban de angustia... Y Rosário noera fuerte, no había heredado la firmeza de losGonçalves da Silva; era frágil, delicada.

Doña Ana fue junto a su sobrina y leacarició el pelo. Su voz sonó muy dulce cuandole dijo:

—Sosiégate, Rosário... Voy a mandar a Manuely a unos hombres a que vayan a echar un vistazopor ahí. Si el muchacho ha huido, no debe deestar lejos. Lo traeremos a casa y le curaremosla herida, ¿de acuerdo? —Rosário asintió con lacabeza lentamente, y su llanto se apagó un poco—. Ahora, hija mía, es mejor que te acuestes...Tu madre te acompañará al cuarto. Después diréa Beata que te lleve una sopa... Nosotras nosocuparemos de todo, ¿te parece bien?

—Estaba gravemente herido... —era todo loque sabía decir.

Maria Manuela le tendió la mano:—Ven, hija. Vamos a echarnos un poquito.Las dos salieron de la sala. Las demás

mujeres rodeaban a doña Ana, y sus miradasestaban llenas de preguntas.

—Manda llamar a Miguel y a Zé Pedra, Beata.Y diles que vengan de inmediato. —La voz dedoña Ana resonó en la sala.

Beata salió corriendo, arrastrando laschancletas de paño.

Cenaron en una muda expectación. Rosáriohabía contado una historia extraña. Si un

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castellano estaba herido por aquellos lares,debía de ser por una pelea de taberna o algoparecido. No estaban en guerra contra el Plata,sino empezando una guerra contra ellosmismos... Pero ¿qué haría un oficial por allí?

—Se ha dormido al instante.Maria Manuela llegó tarde a cenar. Se había

quedado a la cabecera de la hija, velando susueño. Había hecho que se tomase una tila paracalmar los nervios.

—Si encuentran a ese hombre, tenemos queavisar a Bento. Él nos dirá qué hacer. —Caetanadudaba mucho que Manuel volviese con algunanoticia; aquella historia escondía algo.

—Lo que no quiero es ver enfermar a esa niña—dijo doña Ana—. Si el hombre aparece, loatenderemos y después lo enviaremos a PortoAlegre. Pero si Manuel no lo encuentra por ahí,dejadme a mí; contaré una historia paratranquilizar a Rosário y ya no se hablará másdel asunto.

Doña Ana comía sin prisa. En el fondo, sabíabien que ningún castellano andaba por aquellastierras. Tal vez, la muchacha estaba únicamenteasustada por todo, por la perspectiva de unaguerra.

Manuela permanecía en silencio. Pensó en suhermana frente a frente con el oficial. Nodudaba de nada; quién sabe si no habría sidouna pelea por amor, un duelo. Quién sabe si elpobre, al ver las luces de la casa, no habíaido a pedir ayuda. Lo que no entendía era la

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fuga así, antes del auxilio. Podía inclusomorir en el campo, pues las noches todavía eranmuy frías.

Se quedaron allí, sin respuestas. Fueraempezaba a soplar un viento inquieto que hacíasonar los árboles del bosque. Tal vez lloviesedurante la noche.

Después de la cena, cuando Caetana ya sehabía retirado para ver a los niños pequeños,volvieron Manuel y Zé Pedra. Sus botas estabanembarradas; las ropas, húmedas; había empezadoa caer una lluvia fina y helada. Doña Ana fue aencontrarse con ellos en la cocina.

—No hemos visto nada, doña Ana. —Manuel yaestaba preparándose para comer—. Lo hemosrastreado todo, hasta el río. Hemos ido hastala Estância de la señá Antônia y nada. Si esemuchacho ha pasado por estas tierras, entonceses que ha huido como alma que lleva el diablo.

—Está bien, Manuel. Pero no comentéis nadade esto con nadie, ni con los braceros.

Zé Pedra masticaba con avidez las alubiascon arroz. Doña Ana sabía que de su boca nosaldría una palabra, no lo llamaban Pedra porcasualidad: era una tumba para guardarsecretos. Manuel se quitó el sombrero debarboquejo y se sentó a la mesa tras pedirpermiso a la patrona.

—¿La señora cree de verdad que había uncastellano herido por aquí? —preguntó Manuel envoz baja.

Doña Ana sonrió. Estaba envuelta en un chal

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de lana negra y parecía más pequeña y másfrágil de lo que era cuando iba ataviada consus faldas y encajes.

—No creo nada, Manuel... Mi madre siempredecía que en la cabeza de una moza y en unavispero, no se debe remover. —Un olor bueno aleña ardiendo llenaba el ambiente—. Y lajuventud es una época rara de verdad, lo mejores dejar que pase y ya está... Buenas noches —dijo saliendo de la cocina.

—Buenas noches, patrona —respondieron a coroel negro y el capataz.

En su cuarto, Rosário dormía y, en suagitado sueño, los ojos verdes y febriles deloficial la perseguían como mariposas. Sedespertó en medio de la noche, y el silencioaterrador de la madrugada campera la llenó demiedo. Se envolvió con la colcha y, venciendoun pánico ancestral, atravesó el corredor casia oscuras y llamó al cuarto de su madre.

—¿Puedo dormir con usted?Maria Manuela sonrió en la oscuridad. Se

puso a un lado, dejó espacio para su hija y,con la voz pastosa de sueño, le dijo:

—Acuéstate aquí, ángel mío.Y durmieron las dos cogidas de la mano.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 2 de diciembre de 1835

Nadie supo explicar el asunto del talcastellano que había ido a ver a Rosárioaquel día, ni nunca más se volvió a tocarel tema. Recuerdo que, al día siguiente,doña Ana se encerró con ella en eldespacho y allí permanecieron un par dehoras. Rosário dejó el encuentro con losojos enrojecidos por el llanto, pero laseguridad en la voz de doña Ana nostranquilizó a todas.

—Yo también fui jovencita. Eso suelepasar... Cuando vuelvan los hombres,haremos un baile. Para entonces, Rosáriohabrá olvidado toda esta historia.

Y así fue. No se habló más del asunto.Doña Antônia tampoco le dio más vueltas.

Tenía muchas cosas en las que pensar. Sepreocupaba de la gente de carne y hueso.Cuando acabé de narrarle el encuentro quehabía tenido mi hermana, me miró y medijo: «Tú tienes sentido común, Manuela.Olvídalo. Aquí mismo, hay muchosriograndenses que necesitan de nosotras...Y en cuanto a tu hermana, déjalo todo así.Esos disparates se curan con el tiempo.»

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Sin embargo, durante los díassiguientes, Rosário se volvió más calladay esquiva, y así ha sido hasta hoy. Sepasa tardes enteras leyendo encerrada enel despacho del tío, y es como si fuese unrincón sólo suyo, otro país, que ellavisita como por gracia divina. A vecespasa mucho tiempo frente al tocador,peinándose el cabello, trenzándolo,incluso se lava y se perfuma para esosmomentos...

Mi madre, la pobre, anda recelosa, perotiene otras preocupaciones. Parece ser quea Antônio lo hirieron en una escaramuza enla Azenha: un imperial le hizo un cortecon la daga. Mi padre y Bento se dieronprisa en escribirnos, diciendo que habíasido poca cosa, que Antônio estaba bien yya curado. Tan sólo un arañazo en elhombro, dijeron los dos, que le habíasupuesto una noche de fiebre, pero que conunas compresas y paciencia ya habíasanado. A pesar de todo, mi madre no locree, quiere ver al hijo con sus propiosojos. Sueña que Antônio está gravementeherido, incluso que tiene gangrena, y sedespierta entre sollozos, con los ojosenrojecidos. Doña Ana tiene que servirleuna infusión y pasa además mucho tiempopara hacerla desistir de que tome un cochey se vaya a Porto Alegre por esos caminos,detrás de su Antônio.

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Ayer llegó un mensajero con una cartaextensa de Bento Gonçalves. Como sucedesiempre, Caetana la leyó en la sala, envoz alta, para todas nosotras. La cartacontaba que el nuevo presidente de laprovincia, designado por el regente delemperador, había llegado el día anterior aRio Grande, procedente de Río de Janeiro.Oímos con aprensión cómo la voz de Caetanasusurraba su nombre: José de AraújoRibeiro. Hijo de una familia de aquí, unriograndense enfrentado a otrosriograndenses.

Y me quedé pensando si no sería esehombre, ese imperial del sur, quientraería consigo, en su estela, todas lasdesgracias que había presentido. Pero ¿unnombre? ¿Qué es un nombre solo? ¿Una señaldel destino? ¿Acaso nuestros nombrestrazan el futuro que nos toca? ¿AcasoBento Gonçalves da Silva, cuando todavíaera un bebé, al recibir en la pilabautismal el nombre que le fue dado,recibió también la herencia de comandareste pueblo? ¿Será la de Araújo Ribeiro lamano que empuñará la espada de nuestradesgracia?

Bento Gonçalves vendrá a vernos enbreve. Caetana lloró al leer esas líneas.Todas lloramos. Mi madre empezó a pensarsi su hermano traería a Antônio para estarcon ella... No lo sabemos. Pero tío Bento

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vendrá, y eso ya nos alegra. Y con él,noticias; con él, verdades. Aquí, en estacasa, el tiempo pasa lentamente, aunque laprimavera lo haya vestido todo de nuevoscolores, y los campos estén floridos ybellos como un salón engalanado para unbaile. Sólo Rosário, imbuida de su nuevodistanciamiento, pareció no alegrarse conla llegada de Bento Gonçalves; tal vez nisiquiera oyese bien lo que Caetana nosleía.

Me escapé por detrás, mientras lasmujeres permanecían en la sala comentandola carta y sus pormenores. Doña Antôniaestaba con nosotras, pues habían mandado abuscarla a la Estância para que tambiéntuviese noticias: su voz pausada y firmese oía sobre todas las demás, y tomabamedidas para recibir con esplendor a suhermano.

Fuera, en torno al mate, Manuel, ZéPedra y el baquiano que había traído lacarta del coronel intercambiaban algunasfrases mientras sorbían la bombillaguardando cada uno su turno. Aquí no sehabla mucho, la gente de Rio Grande guardacelosamente sus sentimientos. Es unamanera de alegrarse hacia dentro, dicesiempre doña Ana cuando hablo de laseriedad de todos nosotros, pues hasta yotengo ese espíritu controlado, esaspalabras medidas que, a veces, salen de mi

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boca con esfuerzo.Sin embargo, a pesar de los largos

silencios que se hacían al sorber el mate,los hombres parecían muy contentos con lavida, y tenían cierto brillo de orgullo enlos ojos de cejas espesas. Y yo, fingiendoque iba a buscar uno de los cachorrillosde Nega, la perra que había criado la semanaanterior, pude oír de boca del mensajero:

—Porto Alegre es nuestra, te logarantizo. Vi a los imperiales huyendo endesbandada. Pronto, todo Rio Grande seránuestro.

Un calor de júbilo me invadió el cuerpo.Elegí una de las crías al azar —la alegríame nublaba los ojos—, todos estaban en unagran caja llena de trapos con Nega, quedormía exhausta, y lo cogí en brazos. Elanimalito tenía una cara bonita y yoestaba contenta.

—Tú vas a ser mío, perrito. Y te vas allamar Regente.

Regente, ahora, va siempre pegado a mí,pero doña Ana no lo quiere en casa.Detesta ver animales dentro porque diceque sólo traen enfermedades y pulgas. Selo he pedido, y Mariana ha dejado que sequede en nuestro cuarto con tal que nollore. Regente no llora, sabe bien lo que leconviene. Mientras escribo estas líneas,está aquí a mi lado, mirándome con susojitos negros y alegres: es una bolita

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regordeta y lustrosa de pelo corto, espesoy negro; tiene la cabecita blanca, y enella una mancha que baja desde los ojoshasta el hocico. Ha estado conmigo estosdías y da gusto estar a su lado porque nome pide nada, sólo me sigue. Ayer por latarde, tomamos un baño en el arroyo, dondeRegente nadó como si fuera un pez, y despuésdurmió largas horas echado sobre la colchavieja que le sirve de cama.

Mañana, Bento Gonçalves llega a laEstância. Todas las mujeres están muyajetreadas. Doña Ana ha hechopersonalmente el dulce de melocotón quetanto gusta a su hermano. Y las negras noparan, andan de un lado para otrolimpiando la plata, dejando la casa comouna patena, cambiando las mantelerías,aireando las cortinas de terciopelo,fregando con cepillo el suelo de lassalas. Hasta se ha cepillado a loscaballos, y doña Ana ha ofrecido a losbraceros mate y carne para un asado.Estamos casi de fiesta, como si fueseNavidad... Espero que esta noche no se noshaga muy larga.

MANUELA

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Capítulo 3

El día aún no había clareado del todo cuandoun baquiano llegó para avisar a la negra Beatade que el coronel Bento Gonçalves, junto con ungrupo de hombres a caballo, llegaba a laEstância. Con ellos iba Antônio, el hijo deMaria Manuela; llevaba en el brazo uncabestrillo o algo parecido.

—Todavía no han cruzado la portilla —dijo elgaucho rascándose la barba—. Pero hay queavisar a doña Ana: los hombres han llegado parael mate de la mañana.

Beata dio un saltito de contento, sonrióampliamente y se metió corriendo en la casa.

Un sol tímido y dorado disipaba las nubes dela mañana, los pájaros cantaban en los árbolesy el olor a campo que impregnaba las nochestodavía se hacía notar en los albores deaquella mañana de diciembre. El campo ya teníaaires de verano. A lo lejos, pastaba el ganado.El bracero, a caballo, miró con detenimiento asu alrededor —estaba todo en perfecto orden, elseñor Bento aprobaría la marcha de las cosas—,después, dio la vuelta y se dirigió hacia elgranero. Manuel andaba por allí, arreglandounas monturas. Necesitaba avisarlo de lallegada del coronel.

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La casa se había despertado muy temprano.Las esclavas andaban de un lado a otro cargandopalanganas con agua, toallas, pañales. Beatafue dando la noticia a to-dos con los que secruzaba en el pasillo. Llegó a la cocina. ZéPedra se estaba tomando un mate apoyado en elumbral de la puerta.

—Ha llegado el coronel Bento.La voz de Beata era estridente como la de un

loro. El negro, fuerte y de anchas espaldas, nomovió un músculo de la cara. Acabó de sorber elmate bien amargo y masculló en voz baja, comohablaba siempre:

—Pues, entonces, ¿qué haces aquí, negra deldemonio? Ve a avisar a doña Ana ahora mismo, envez de estar dando gritos por ahí.

Beata salió corriendo de la cocina. Todostenían miedo a Zé Pedra. Se comentaba que habíasido capataz de esclavos, allá en Cerro Largo,y que gozaba de la confianza de doña Ana.También se decía que era libre, que habíacomprado su libertad, pero Zé Pedra no hablabade su vida, ni para confirmar, ni paradesmentir rumores.

Beata se fue arrastrando las chancletas porel corredor. Se paró delante de la últimapuerta, se arregló las enaguas y llamósuavemente. Se oyó la voz de doña Ana:

—Entra, Beata. —Conocía los pasos ligeros ylas maneras apresuradas de la negra.

Doña Ana estaba acabando de arreglarse. Milule estaba recogiendo el pelo en lo alto de la

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cabeza, y Beata contempló con agrado el vestidonuevo, adornado con lazos de terciopelo.Carraspeó un poco y, con voz afectada, dijo:

—El coronel Bento ya está aquí. Debe deestar ya detrás desmontando. Ha llegado conunos soldados. El señor Antônio está con él.

—Gracias a Dios —dijo doña Ana sonriendo—.Acaba pronto con eso, Milu. Quiero ir a ver ami hermano.

Bento Gonçalves era un hombre alto, de barbacerrada y negra, y porte señorial. Noaparentaba los cuarenta y seis años que tenía,porque todo en él emanaba energía, hasta susmás pequeños gestos, pero era comedido,reservado, honesto. Por eso era el hombrefuerte de la revolución, un gaucho, nada más.Valiente y sereno. Aquella mañana llevaba undolmán azul, bombacha oscura, sombrero debarboquejo y, atadas a las botas de cueronegro, sus espuelas de plata bien bruñidas, yrelucientes. El pañuelo rojo de seda lo llevabaatado al cuello.

Se bajó del alazán negro, acarició el lomodel animal y saludó con alegría al capataz:

—¿Cómo estás, Manuel? ¿Va todo bien porestas tierras?

—Todo en orden, coronel. La primavera estásiendo buena. Uno de los caballos salvajes tiróde la silla a uno de los braceros la semanapasada, pero el hombre ya está en pie, y ya

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hemos metido en vereda al animal.—Bien —respondió Bento Gonçalves.João Congo, el esclavo de confianza del

coronel, cogió al alazán. Bento sonrió alnegro. Estaba contento de estar en casa y devolver a ver a su Caetana y a sus hijospequeños. Aspiró el aire que olía a jazmines ysintió unas ganas inmensas de tomar un baño enel arroyo, y de pasar toda la tarde en unahamaca mirando las nubes del cielo. Habíaestado dos meses en Porto Alegre, en aquelpalacio tan sobrio y oscuro, repleto deterciopelos y criados de librea. Y ahora estabaallí; tres días de calma y de campo le haríanmucho bien.

Antônio de Paula Ferreira, el hijo mayor deMaria Manuela, tocó en el hombro al tío con lamano izquierda. El brazo derecho lo teníainmovilizado en un cabestrillo lleno de polvo.

—¿Respirando el aire del campo, tío? Hace unbonito día, ¿verdad?

El muchacho sonrió contento. Tenía unoslímpidos ojos verdes y la piel claracontrastaba con el negro de su pelo revuelto.

—¡Qué bien estar en casa, Antônio! Y todavíamás con un cielo así... ¿No entras a apaciguarel corazón de tu madre? Me ha escrito unas diezcartas, o más, pidiéndome que te trajeseconmigo.

Antônio le respondió con una sonrisa.Entregó su montura a Zé Pedra y desapareciócocina adentro, llamando a Maria Manuela con

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voz alegre. A Bento Gonçalves le hizo gracia elsobrino. Ahora el hombro estaba curado, perohabía tenido un aspecto muy feo; menos mal queen Porto Alegre había buenos médicos paraatenderlo. Antônio y una brigada pequeña sehabían cruzado con un grupo de imperialesdispuestos a la batalla. Uno de ellos habíareconocido en el mozo alto y garboso, montadoen el caballo blanco, al sobrino del generalBento, e intentó a toda costa atravesarlo conla lanza. Había sido una escaramuza rápida,pero los imperiales eran más numerosos y lossoldados rebeldes tuvieron bastante trabajo.Horas después, Antônio apareció en el palaciocon el hombro teñido de sangre. La lanza delmaldito había entrado hondo y había hechoestragos. Bento Gonçalves no quería llevar acasa al muchacho sin un brazo o algo parecido.Hubiera sido muy triste.

Otros dos hombres desmontaron. Uno de ellosera un italiano alto, de rasgos delicados, pielblanca y porte distinguido. En realidad, era unconde, un conde huido de Italia, ahorasecretario de gran valor para Bento Gonçalves.Se llamaba Tito Lívio Zambeccari. Tito entregósu montura a un esclavo.

—Mi querido Tito, hoy vamos a comer de lobueno lo mejor. No hay nada como estar en casa.Siéntase a gusto aquí, amigo. —A BentoGonçalves le gustaba aquel italino de modoscorteses y cultura impresionante.

El italiano sonrió.

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—¿Quién no se sentiría a gusto bajo estecielo, coronel? ¿Y ese olor a pan que llega deallá dentro? Parece un sueño.

—No hay nada de sueño en ese olor, se logarantizo, Tito. Espere y verá el festín que mihermana ha mandado preparar. Ella cree que losguerreros comen por diez.

El último en desmontar fue Pedro, el hijomenor de doña Ana. Era un muchacho de veinteaños, de piel morena y ojos oscuros. Hablabapoco y era discreto, pero se había reveladocomo un valeroso soldado. Entregó el caballo aManuel y éste sonrió al joven patrón.

—Sea bienvenido, señor Pedro. Hay ahí unayegua recién domada para que el señor dé unasvueltas.

—Magnífico, Manuel. —Pedro dio un abrazo alcapataz al que conocía desde niño—. Voy adentroa ver a mi madre.

No fue necesario.Doña Ana y Caetana ya asomaban sonrientes

por la puerta.Caetana estaba muy bella con un vestido azul

muy claro que hacía que sus ojos ardiesen debrillo y con el cabello recogido en unalustrosa trenza. Vio a su marido parado enmedio del terreno, diciéndole algo a JoãoCongo. No pudo contener un grito:

—¡Bento!Apenas había dormido aquella noche. Se

despertaba cada poco tiempo sudando, nerviosa,para ver si ya había amanecido, oía el ruido de

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los hombres que estaban llegando, pero siempreera de noche, con sus sonidos y sus silenciosde escarcha, y sus gritos de lechuzasymurciélagos. Se había levantado antes de salirel sol.

Corrió a los brazos del marido. El rostro deBento Gonçalves adquirió una dulzura nueva quebrilló en sus ojos pequeños en cuanto vio a laesposa. La abrazó con fuerza, casiescondiéndola bajo su cuerpo robusto.

—Querida mía... Estás muy hermosa. ¡Más delo que yo recordaba!

Caetana rió contenta y acarició la barba deaquel coronel lleno de sueños.

—¿Y tú estás bien? ¿Te has cuidado como tepedí? ¿Has comido y dormido lo bastante o sólopiensas en batallas?

Bento rió con ganas.—He estado bien lejos de contiendas,

Caetana, sentado detrás de una mesa como sifuese un juez. Aun ahora, vengo hasta aquí paraencontrarme con ese señor Araújo, en este bailede Pelotas. Esta guerra todavía no se ha hechocon batallas, Caetana.

—Así está bien, por el momento —dijo lauruguaya de ojos esmeralda—. Vamos adentro, quela mesa está puesta y llena de manjares. Ah, ytus hijos están locos por verte.

—Vamos con ellos entonces. —Y el coronelempezó a andar con paso firme, llevando delbrazo a Caetana.

En la cocina, abrazó y besó a doña Ana. De

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la sala, llegaban el sonido de las risas y elgriterío de los niños que jugaban a la guerracon Antônio y Pedro corriendo alrededor de lalarga mesa.

Rosário escuchaba con mucha atención lashistorias que contaba el conde. Le encantaba elbrillo que él tenía en los ojos claros, susmaneras elegantes de salón. Tito LívioZambeccari tenía una voz pausada y cálida.Rosario lo imaginó en su castillo, en Italia.Sí, si era conde, debía de tener un castillo.

Todos estaban a la mesa. Maria Manuelacolmaba a Antônio de atenciones, satisfecha dever al hijo con tan buen color. Ya lo habíahecho pasar por un largo baño en la tina, y elvendaje del brazo derecho era otra vez blanco.Le había preparado también un plato abundantecon todo lo que a él más le gustaba comer.

A la cabecera de la mesa, Bento Gonçalvesdecía:

—Pues el hombre llegó a la provincia hacecasi quince días. Y todavía no ha salido de RioGrande. Si no va a Porto Alegre a ocupar supuesto, la cosa se va a poner fea. Estamosquietos, esperando. Pero si Araújo Ribeiro nose digna a reconocernos, habrá una guerra.

Doña Ana intercambió una larga mirada con suhermano, en la que pudo ver cierta angustia,pero su rostro era firme y orgulloso, el rostrode un comandante. Las cosas no estaban en el

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punto que ella imaginaba, ni todo era segurotodavía. Los imperiales resistían almovimiento. ¿Y quién era este Araújo Ribeiro, ydónde estaba viviendo? Formuló estas preguntasen voz alta. Bento Gonçalves sonrió y pensódurante un instante, escogiendo buenas palabraspara su respuesta.

—José de Araújo Ribeiro está viviendo en elbergantín Sete de Setembro, Ana. Ni pisar estesuelo quiere. Pero mañana nos encontraremos...No es por casualidad por lo que voy a ir a lafiesta de Rodrigues Barcelos. Quiero ver lo queAraújo me dice en la cara. Quiero ver cuálesson sus intenciones. Onofre y los otros estánpreparados en sus puestos; estamos bienorganizados. ¡Quiero ver a ese Araújo hacerseel fanfarrón conmigo!

Las mujeres abrieron desmesuradamente losojos. Doña Ana sonrió con la exaltada fuerza desu hermano. «Lo que haya de ser, será», pensó.Pero únicamente dijo:

—Voy a mandar que sirvan el dulce demelocotón.

El conde Tito esbozó una ligera sonrisa desatisfacción.

Y el almuerzo prosiguió en un clima cálido,de reencuentro familiar. Manuela y Marianaadvirtieron nuevas risas en la hermana. Desdeel episodio del castellano, Rosário no se habíamostrado tan contenta. No apartaba sus ojosazules del rostro aristocrático del jovenconde.

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Doña Antônia llegó después de la siesta.Había recibido el día anterior la noticia de lallegada de Bento Gonçalves, pero había pasadobuena parte de la mañana ocupada en asuntos deganado, cerrando una venta, y sólo había podidodejar la Estância do Brejo por la tarde. Habíatomado la carreta. Llevaba consigo un cesto denaranjas frescas para los sobrinos.

Encontró a Bento Gonçalves sentado en elporche con un mate. Bento había pasado unashoras con Caetana, después había tomado unbaño, se había puesto la bombacha, las botas,la camisa blanca bien planchada —qué buenoseran los cuidados femeninos—, y ahora estabaallí, fumándose el cigarro de hebra que JoãoCongo acababa de liar. Hacía poco había vistopasar a una mestiza que trabajaba en la casa,una muchacha de unos quince o dieciséis años,no más, y estaba pensando en lo apetitosa queera la carne joven como aquélla, de moza virgenque olía a savia nueva.

Doña Antônia interrumpió ese devaneo suyo.—¡Qué alegría para la vista, Bento!Se abrazaron con cariño. Bento Gonçalves da

Silva sentía un gran respeto por su hermanamayor, juiciosa, sabia estanciera, que tanto lerecordaba a doña Perpétua con sus decisionesbien meditadas, con su voz tranquila, con lasmismas certezas de una vida entera. Hablaron decosas agradables, hablaron del campo, de

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ganado, de las dificultades que se avecinabancon la guerra. Doña Antônia tomó mate. La tardeempezaba a perder su brillo. Los teruteruscantaban en los árboles. Manuela pasó a lolejos, cabalgando al lado de su hermano.

—Esos dos tienen el mismo temperamento —dijoAntônia.

—Son Gonçalves de los pies a la cabeza. —Bento se quedó mirando cómo los dos jinetesiban disminuyendo de tamaño, dos pequeñasmanchas en el horizonte. El cabello negro deManuela ondeaba al viento como algo vivo. Bentosonrió—. Será una buena esposa para Joaquim.

—Manuela tiene la cabeza en su sitio.—¿Y el corazón? ¿Sabes tú algo? Después de

todo, todas lleváis aquí unos meses. ¿Sabes siella quiere a Joaquim?

Doña Antônia pasó el mate al hermano. Violas manos encallecidas, fuertes, masculinascoger la calabaza con enorme facilidad.

La bombilla desapareció dócilmente entreaquellos dedos.

—Mira, Bento, saber yo no sé nada. Manuelaes de pocas palabras, ya conoces los silenciosde ella. Pero tiene la cabeza en su sitio, comote he dicho. ¿Por qué no habría de querer aJoaquim, un mozo tan apuesto, rico y guapo?Cuando Joaquim acabe sus estudios en lafacultad de medicina, se casarán, quédatetranquilo.

Bento Gonçalves sonrió. Mandó a João Congo abuscar más agua. Después miró a su hermana a

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los ojos, fijamente —era como si se mirase a símismo— y respondió:

—No me hagas caso, Antônia... Aveces tengoestas cosas. Son manías de viejo. Joaquim yManuela harán una buena pareja, sin duda.Cuando se casen, voy a hacer una fiesta comonunca se ha visto.

El negro João Congo llegó con una teterahirviendo. Volvió a llenar la calabaza delpatrón. Antônia examinaba al hombre que tenía asu lado. Estaba inquieto, había algo que lepreocupaba. Ella lo observó, recostado en lasilla, mirando al horizonte rosado delatardecer, pero era como si no lo viese, comosi Bento no estuviese allí, en el sosiego y enla paz de sus campos. Y descubrió entonces loque la inquietaba tanto: en los ojos de Bento,en los ojos negros y ávidos de Bento, un brillode furia ardía como una llama.

El hermano se volvió de repente hacia ella.—Antônia, quiero que lo sepas: si estalla

esta guerra, voy a necesitar tu ayuda.—Puedes contar conmigo, Bento. —La voz de

ella era firme—. Te lo dije el primer día y telo repito ahora.

—Bien.El conde apareció frente a la casa. Venía

sonriendo, con el rostro colorado, satisfecho.Subió los escalones del porche. Bento Gonçalvesle ofreció un mate. Tito Lívio Zambeccari ledio las gracias, pero declinó el ofrecimiento.En realidad, nunca podría acostumbrarse a aquel

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brebaje amargo, con la bombilla que siempre lequemaba los labios. Como italiano que era,prefería un buen vino. Hacía mucho tiempo queno veía su Italia. Miró aquellas llanurasinfinitas, recubiertas de hierba verde, y pensóen la tierra de su padre, tan diferente,escarpada, pero bella, tan bella como sólopueden ser las cosas del pasado. Sintió un nudoen el pecho.

—Acerqúese, Tito. Estamos aquí conversando,aprovechando esta tarde tan bonita.

João Congo acercó una silla para el conde.Tito Lívio le dio las gracias educadamente.Doña Antônia simpatizó con el italiano de ojosclaros; había algo en él que evocaba romances,y sin embargo, parecía frágil, un tanto pálido.La voz maternal preguntó:

—Conde, ¿no quiere mate? Entonces voy amandar que le traigan un zumo de naranja bienfresco. Son naranjas de mis tierras.

—Se lo agradezco mucho, doña Antônia. —Titosonrió tímidamente—. Un zumo me sentaría bien.

Bento hizo un gesto con la mano:—No se sienta cohibido, Tito. Mi hermana es

así, cuida de todos. —Y, cambiando enseguida detono, añadió—: Vamos a organizamos: mañanasaldremos temprano para Pelotas. Iremosnosotros, además de Caetana y Congo. Despuésdel baile, volveremos, recogeremos a Antônio ya Pedro y nos pondremos en camino a PortoAlegre. Ahora es cuando va a animarse la cosa,Tito. Quiero ver de qué pasta está hecho ese

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Araújo.

Rosário se deslizó sigilosamente por elcorredor como una sombra. No se encontró connadie, a excepción de una negrita que barría elporche trasero mientras silbaba cualquier cosa.Pensó en el conde y un calor agradable le subióal rostro. ¿Dónde estaría en ese momento? Hacíatiempo que había pasado la hora de la siesta.¿Estaría montando a caballo para conocer laEstância? Tal vez estuviese charlando con elcoronel Bento. Sí, ellos debían de tener muchosasuntos que tratar. Más tarde, llamaría aAntônio para dar un paseo en carreta y,entonces, sutilmente, le preguntaría quién eraese Tito, ese conde de ojos azules que estabatan lejos de casa, un hombre refinado quehablaba tantas lenguas, perdido por esastierras, haciendo de secretario de un coronel.Sí, tenía mucho que descubrir acerca del conde.Aun así, no podía faltar a su encuentro. Latarde caía, el calor ascendía del suelo, y elsol iba apagándose para dar paso al descansodel pasto y de los animales. Debían de ser másde las seis.

Rosário entró en la biblioteca, cerró lapuerta y echó la llave. A doña Ana no legustaba que se cerrasen con llave lashabitaciones. «Aquí no tenemos secretos queesconder», era lo que decía. Pero doña Anaestaba ocupada con las visitas y la última cosa

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que haría sería buscarla. Rosário corrió lascortinas y la penumbra se apoderó del pequeñoaposento.

Así está bien. A él no le gusta la luz. Laluz le hiere en los ojos.

Rosário se sentó en el sillón, cruzó lasmanos sobre las piernas y esperó. El corazón lelatía con fuerza en el pecho.

«Tengo que calmarme. Ya me ha visitado otrasveces. No hay nada de malo en ello.»

Cerró los ojos un momento y, al abrirlos,allí estaba él, apoyado en la estantería, comolo había visto la primera vez. El vendaje de lafrente estaba rojo. Sus ojos verdes ardían defiebre y de amor. Sonrió dulcemente. Estaba muycansado, ya se lo había dicho muchas otrasveces. Rosário sintió pena, sintió amor, sintiómiedo. No miedo de él, que ya le era tanquerido, sino de que le faltase fuerza para ira verla. Su rostro estaba blanco como el papel,la delicada boca casi sin color.

—¿Estás bien? —La voz de él era como unsoplo en los oídos de Rosário, un soplo cálido.

Ella enrojeció. Respondió bajito: «Sí, estoybien.» Dijo que había estado pensando en él, ensi iría a verla esa tarde. Después de todo,tenían visita. Sabía que a él no le gustabanlos desconocidos. «Lo conozco, Rosário —respondió él—. Nos encontramos en laCisplatina.» Y diciendo esto hizo un gesto dedolor.

Rosário quiso levantarse para tocarlo, pero

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el oficial le hizo una señal. «Está bien...»,le dijo únicamente. Rosário vio que, pormomentos, el vendaje se humedecía de sangre. Enun extraño presentimiento, imaginó la mano deBento Gonçalves empuñando la espada que habíadesgarrado aquella carne, que había tornadopálido y esquivo aquel semblante que ella yaempezaba a amar. Sus ojos estaban repletos delágrimas.

—Steban... —titubeó—. Steban, no te pongasasí... Ellos están fuera. Vamos a olvidarlos,no nos importan.

—¿Lo juras? —El verde de sus ojos seencendió. Rosário pensó si algún día podríaabrazarlo, darle un beso, bailar con él enalgún salón de baile.

—Lo juro, Steban... He pasado toda la tardeesperando para estar contigo. No vamos a dejarque mi tío estropee también esto.

El oficial sonrió. A su rostro volvió unpoco de color. Se dio la vuelta buscando algoen la estantería. Pasó así algunos segundos,hasta que cogió un libro. Abrió por una páginay, con voz susurrante, comenzó a leer unfragmento para Rosário en su español, cálido ypausado. Hablaba de una noche bajo un cieloestrellado. Rosário suspiró y se dejó llevar.Fuera, la noche esparcía sus primeras estrellaspor el cielo de verano.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 5 de diciembre de 1835

Han salido al amanecer. Incluso tantemprano, el calor ya se hacía sentir.João Congo se ha acomodado al lado delcochero y nos ha saludado con su manaza.Caetana miraba por la ventana; se habíapuesto un vestido claro de viaje, pero, enla maleta, llevaba un rico traje defiesta. He oído a mi tío decirle: «Quieroque estés más hermosa que nunca. Para quesepan quiénes somos.»

Perpétua pidió muchas veces a su madreque la dejara acompañarlos al baile;bailaría con el conde, tenía muchas ganasde ir a la fiesta, de bailar valses, debailar la chimarrita, de ver gente y oírmúsica. Bento Gonçalves se enfadó. Lallamó loca y le dijo que no estaban paradiversiones, que tenía una provincia a sucargo. Iba a Pelotas a resolver un asuntopendiente. Perpétua salió corriendo de lasala; creo que lloraba. Eso sucedió ayeral final del día, y la prima no cenó connosotros, ni ha salido hoy al porche paradespedirse de sus padres.

Los grillos están cantando ahí fuera. Ya

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es muy tarde.Mariana todavía no ha venido a la

habitación, debe de estar hablando conPedro y Antônio. Es agradable tener a mihermano con nosotras, aunque sea por pocotiempo. Antônio nos ha contado cosas sobreel conde Zambeccari. Dice que huyó deItalia, donde conspiraba contra el rey.Que se fue a España, a Uruguay, y queahora estaba aquí y era muy fiel a BentoGonçalves. Rosário parecía interesada enel conde: ha hecho preguntas, queríaconocer cuestiones personales. Antônio seha burlado de ella; ha dicho que el condeTito no era un hombre de romances, queprefería las ideas.

Hay otros hombres detrás de todo esto,hombres de aquí, de Rio Grande, cuyossueños se asemejan a los de BentoGonçalves, y otros, además, que sueñan conuna república. El coronel Antônio Netto deSouza, de Bagé; Onofre Pires, primo de mimadre; el mayor José Gomes de VasconcelosJardim; el mayor João Manoel de Lima eSilva; el capitán José Afonso Corte Real;el capitán Lucas de Oliveira; y aún hayotros. Algunos de ellos quieren únicamenteun regente que les preste oídos, otroshablan con fervor de una república y delfin de la esclavitud. Antônio hablaba dela república y sus ojos brillaban, con unbrillo de ojos jóvenes que ansian el

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futuro. Doña Ana le ha pedido que no nosenseñase tonterías. Ha dicho que BentoGonçalves sólo quiere un nuevo presidentepara la provincia que reconozca losderechos de los estancieros y susexigencias. Que eso es lo que está bien.Lo demás son sueños, dice ella. Fantasías.

Antônio no ha replicado, ha bajado losojos con respeto, pero, cuando halevantado la cabeza, todavía tenía enellos ese brillo. Yo lo he percibido comosi fuese un halo, un halo dorado quecircundaba el verde de sus ojos. Tal vezlas demás no lo hayan notado, tal vez. Mimadre, sentada en un sillón, bordaba sumantelería casi con vehemencia; no legustan estos asuntos de guerra y depolítica. Rosário ha vuelto a preguntarsobre la vida personal del conde. Antônio,bromeando ha respondido que no es unalcahuete, y le ha dicho que no fisgue enla vida del conde. Y se ha quedado allíhaciendo sus gracias. Pero yo lo sé, lopresiento, Antônio es republicano, ése essu amor, en el fondo de su alma, es poreso por lo que lucha. Pienso en si BentoGonçalves se da cuenta del inmensomecanismo que puso en marcha cuando marchócon sus tropas sobre Porto Alegre, y encómo va a dominar el coronel a estetordillo enfurecido que ya corcovea por lapampa, en los ojos de mi hermano mayor, en

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los ojos de Pedro y de tantos otrosdispersos por ahí...

De la sala, llegan carcajadas. Y yoestoy aquí, tranquilamente, escribiendoestas líneas. ¿Para quién? ¿Para que yolas lea años más tarde y recuerde estetiempo aquí en la Barra, estos díassilenciosos que pasamos esperando aorillas del Camaquã? No sé por quéescribo, pero algo me impulsa a hacerlo,algo ajeno a mí guía mis dedos, empuja lapluma hacia delante... Estoy imaginandocómo será el baile... Caetana llevaba enla maleta un vestido verde esmeralda, deseda, escotado y con encajes en la falda.Debe de estar bella, más de lo que esposible imaginar. Bento Gonçalves estaráelegante, y serio, y duro, afeitado conesmero, la camisa de seda blanca y elchiripá cogido a la cintura. En esteencuentro se resolverán muchas cosas, oninguna. Mañana, al caer la tarde,sabremos algo. Ellos vuelven mañana:Caetana viene para quedarse con nosotras,tío Bento y el conde vienen a buscar aAntônio y a Pedro, estarán de paso, otrosesperan.

Sí, los hombres siempre se van, a susguerras, a sus luchas, a conquistar nuevastierras, a cavar tumbas y a enterrar a losmuertos. Las mujeres son las que sequedan, las que esperan. Nueve meses, una

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vida entera. Arrastrando los días comomuebles viejos, las mujeres esperan...Como un muro, es así como una mujer de lapampa espera a su hombre. Que ningunatempestad la derribe, que ningún vientopueda doblarla; su hombre necesitará unasombra cuando vuelva a casa, si vuelve acasa... Mi abuela Perpétua decía eso, noslo dijo muchas veces al hablarnos de lasguerras en que había luchado mi abuelo. Essu voz la que ahora resuena en mis oídos.

Y ahí fuera cantan los grillos.Debe de ser muy tarde.MANUELA

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SEGUNDA PARTE:1836

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Capítulo 4

Mi querida Caetana:Sufrí mucho cuando el día 31 de

diciembre nos halló separados, yo tanlejos de ti y de nuestros hijos, lafamilia alejada, brindando por la llegadade este misterioso año de 1836 vete tú asaber con qué preocupaciones en el alma.Pensé en ti, en mis hermanas y en lasniñas, todas juntas en la Estância, yespero que, aun sin nosotros, tomaseis unaopípara cena y brindaseis para que lasuerte nos acompañe en esta jornada. Penséen Joaquim, Bento y Caetano, los tressolos en Río de Janeiro, cuando siemprenos reunimos en torno a una mesa abundantelos hermanos, cuñados y primos la noche defin de año. Sin embargo, querida Caetana,este año de 1836 parece ser diferente entodo a los otros, y no lo reconozco sinuna cierta aflicción.

Aquí en Porto Alegre los acontecimientosse precipitan día a día y a cada momentola posibilidad de paz parece más remota.Por eso, en vez de coger el caballo e ir averte como me gustaría, sólo te envío estacarta, escrita a toda prisa, a la luz del

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candelabro, en esta somnolienta madrugadade enero. Hace muy poco, el conde, siemprecortés y gentil en sus modales ysentimientos, me dio una poesía que copióde su puño y letra para que la enviasejunto con estacarta. Así es, queridaCaetana, como Tito manda recuerdos.

A principios de enero, tras muchascomplicaciones surgidas en las reunionesde la Asamblea, el presidente interino deesta provincia, el diputado MarcianoRibeiro, envió un oficio a Araújo Ribeiroconvocándolo a comparecer ante la AsambleaLegislativa para que tomara posesión de sucargo. Días más tarde nos llegó la noticiade que el tal Araújo Ribeiro había tomadoposesión en Rio Grande, un insulto que nose puede tolerar. Hay más, querida mía,éstas son sólo las primeras cosas quesucedieron este año, pero no son laspeores. Mi tocayo, el infame Bento Manuel,al final ha enseñado las uñas: ha reunidotropas en São Gabriel para luchar ennombre del emperador y dice que sóloobedece las órdenes del presidentenombrado por la Corte.

Estamos todos a la espera de los hechos,que ciertamente están cerca. Ya hemosempezado a tomar medidas y a celebrarreuniones de mando en caso de que laguerra realmente estalle. Hemos decidido,mientras tanto, no adoptar ninguna actitud

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hasta el 15 de febrero, fecha en que, encaso de que Araújo Ribeiro no se retractede sus repugnantes actos, empezaremos unaguerra en nombre de esta provincia y de sumuy honrada gente. Aquí los hombres dicenque la guerra ya tiene fecha segura.Onofre está ansioso de batallas. No puedoeludir el hecho, pero mientras tanto, mitemperamento comedido me hace esperar sinsobresaltos ni vanos anhelos. Dentro de unmes sabremos qué rumbo tomará todo esto.

Querida Caetana, sé que las noticias quete doy inquietarán tu alma. Te pido quetengas paciencia y que reces por estatierra. Tu misión es informar de estoshechos a las otras mujeres de la casa,pero que no se asusten, ni tengan miedo.Los demás están todos bien; no hace muchonos comimos juntos un gran churrasco.

Y otra cosa, trata con Antônia de laventa de una punta de ganado y envía partede ese dinero a los chicos, a Río deJaneiro. En caso de que fuese necesario,quiero que estén preparados para volver aRio Grande.

Te mando mi cariño y mi amor,BENTO GONÇALVES DA SILVAPorto Alegre, 20 de enero de 1836

El final de aquel mes de enero tardó muchotiempo en pasar, transcurrió entre días azulesde calor intenso en los que el cielo se

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mostraba impávido, sin nubes que aportasen algode frescor o la promesa de lluvia. Los primerosdías de febrero llegaron cargados de nubesnegras, bajas, el campo se perdía en neblinasal anochecer y una inquietud todavía mayor seadueñó de las mujeres de la Estância. La cartade Bento Gonçalves sembró en ellas una angustiamuda y creciente. Anhelaron recuperar los díasde sol, cuando todavía podían disfrutar de losbaños en el arroyo, de los paseos en barco condoña Antônia por las márgenes del río Camaquã,del zumo fresco y espumoso que sorbían agrandes tragos cuando volvían de cabalgar conla piel húmeda de sudor.

Con el desapacible tiempo de febrero, uncalor aún más pegajoso se adueñó de todo. Losniños lloraban por los rincones por cualquiercosa. Doña Ana tocaba el piano durante largashoras para espantar los silencios repletos desusurros de los atardeceres sin sol. La negraXica estuvo varios días sin leche, pero alpoco, con los cuidados y los conjuros de doñaAna, su manantial resurgió intacto y lavocecilla llorosa de Ana Joaquina se calmó,ahogada en aquel líquido blanco y espumoso quela deleitaba y tranquilizaba.

Marco Antônio y Leão se escaparon una mañanatempestuosa, porque la noche anterior habíandecidido ir en busca del padre y unirse a suejército antes de la tan nombrada guerra. Noquerían quedarse más tiempo en aquella casa contantas mujeres miedosas, viendo a la madre

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rezar horas y horas a la Virgen pidiéndolevictorias y protección, cuando todo lo que elgeneral Bento —el gran y fuerte guerrero ypadre— necesitaba era más espadas para atacar alos imperiales.

Era todavía muy temprano cuando los dosniños saltaron de la cama y encima de lospijamas se pusieron algo de abrigo. Leão, alser un año mayor, ponía silencio y cuidado pormiedo a que una de las criadas negras quedormía en la habitación de al lado sedespertara con el ruido. Se escabulleron porlos pasillos ensombrecidos y atravesaron lacocina en el momento exacto en que doña Rosasalía de su cuarto, pero no a tiempo desorprender a los dos fugitivos, que llegaron alpatio corriendo y consiguieron esquivar laatención del negro Zé Pedra, que estaba sentadoen un tronco, muy silencioso, esperando que eldía rayase para empezar el trabajo.

Desaparecieron entre la maleza. Llevaban unpequeño morral con los restos de comida de latarde anterior: un trozo de pan sobado y dosnaranjas. Al poco, Marco Antônio empezó a tenerhambre y Leão, desde el poder que le conferíansus once años, proclamó contrariado:

—¡Un buen soldado nunca pide nada! Toma estanaranja.

Al ver al hermano menor chupetear con gustola fruta, pensó que no hacía ningún malsirviéndose él también, y así fue como latormenta los sorprendió: chupeteando naranjas

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agachados en un rincón cualquiera.El agua empezó rápidamente a formar charcos

en el suelo. Los niños avanzaban condificultad, pues llovía mucho, un manto de aguase derramaba del cielo, promesa de tantos díasde nubarrones. Marquito —así era como Bento lollamaba— quiso volver a casa.

—Ya buscaremos al ejército de papá mañana —argumentó, parado en el barrizal, con su pelonegro chorreando lluvia—. Hoy todavía no es díaquince, Leão. Iremos mañana, cuando amaine...

A Leão la petición del hermano le pareciólógica, pero como no podía recordar hacia quélado quedaba la casa y no quería decirle que sehabía perdido, respondió:

—Yo soy el coronel, Marquito. Tú no eres másque un teniente. Yo mando y vamos a seguir.Papá nos está esperando en algún sitio por ahídelante. ¡Vamos! Y se fueron.

Viriata fue a despertar a los dos niñoshacia media mañana, cuando las mujeres yahabían desayunado y estaban en la sala, viendocaer la lluvia. No se extrañó al descubrir lascamas vacías: seguro que habrían ido a otrahabitación a jugar o estarían detrás de la casamolestando a las negras en la cocina. Estuvounos quince minutos buscándolos por todaspartes, en la despensa de las compotas, en lahabitación de las niñas, en el despacho, en elpatio y hasta en el corral. Cuando entró en lasala y se plantó delante de Caetana, estaba tanpálida como si hubiera visto un alma en pena.

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—Los niños han desaparecido —fue lo quedijo, sin dilaciones.

Doña Ana se incorporó de un salto y puso lamano en el hombro de la cuñada.

—¿Cómo que han desaparecido, Viriata? —Lavoz de Caetana temblaba ligeramente.

—Deben de estar por ahí, jugando bajo lalluvia. Esos niños tienen mucha energía... Losé por experiencia, he criado a dos muchachos —intervino doña Ana—. Tranquila, cuñada.Enseguida mando a Zé Pedra a buscarlos por ahífuera. Volverán chorreando como pollos. —Y sefue hacia la cocina.

Zé Pedra y un baquiano salieron en busca delos niños. En días de lluvia podía pasarcualquier cosa: les tocaba hacer de todo, hastade niñeras de chiquillos fugados. Recorrieron acaballo gran parte de la Estância, fueron a laorilla del río, se adentraron un poco en elbosque. En el arroyo, ni señal de los niños. ZéPedra tuvo la idea de ir a hablar con la señoraAntônia: quizá los niños estuvieran por allí.Pero en la Estância do Brejo nadie había vistoa los hijos de Bento Gonçalves, por allí nohabían pasado. Doña Antônia, preocupada, mandópreparar la carreta para ir hasta la casa de lahermana.

Zé Pedra, el baquiano, doña Antônia y elnegrito que conducía la carreta llegaron a laEstância da Barra a la una de la tarde. Lasmujeres habían acabado de comer, arroz concharqui, menos Caetana, que a esas alturas, presa

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del nerviosismo, no podía llevarse el tenedor ala boca. Seguía lloviendo mucho.

—Hemos buscado por todos los rincones, hastapor el bosque, pero los chiquillos no estaban —contó Zé Pedra, empapado por la lluvia y con elsombrero en la mano.

Doña Ana empezó a ponerse nerviosa. Nobastaba con todos los miedos que tenían, losmaridos, los hijos, todos preparándose paraaquella guerra, una guerra contra el Imperio,como para que ahora los niños desaparecieran undía tan terrible. Caetana lloraba en el sofá,consolada por Maria Manuela y Perpétua. Lasotras estaban calladas, con los ojos llenos deangustia. Manuela quería salir a caballo enbusca de los primos.

—Nada de eso —respondió doña Antônia—. Vamosa mandar a Manuel y a los hombres a buscar portodos los rincones. En el Brejo, he ordenado alcapataz que hiciera lo mismo. Ha reunido a unosdiez braceros y ya están buscando a Leão y aMarquito. Nosotras vamos a esperar aquí y amantener la calma. —Llamó a doña Rosa y le dijo—: Haz una manzanilla para todas y tómatetambién una taza. La tarde será larga.

Las horas vespertinas parecían arrastrarse,prolongadas al máximo por la lluvia quetamborileaba en el tejado e iba acumulándose enel porche, formando grandes charcos en eljardín, ahogando las flores que a doña Ana másle gustaban. Las cuatro muchachas leían,cabizbajas, enfrascadas en la lectura de su

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novela como si más allá de las páginas hubieseun abismo oscuro como la brea. Y si noapareciesen los primos, ¿qué pasaría? De vez encuando una de ellas levantaba la vista hacia elexterior. El tiempo parecía cristalizarse, latarde era un sinfín de luz opaca, de un cielogris que se cernía muy bajo, casi tocando lacopa del ombú que había frente a la casa. Lalluvia había ahuyentado los pájaros y unsilencio pegajoso se derramaba sobre todas lascosas.

Maria Manuela, doña Ana y doña Antôniabordaban; Caetana miraba por la ventana; susojos verdes, perdidos en la humedad delexterior, estaban húmedos también. De vez encuando iba a la habitación a ver cómo estabanlas niñas: con la desaparición de los dos hijossu amor por las pequeñas parecía multiplicarse,veía en ellas bellezas nuevas, era como siflorecieran en el transcurso de aquel día paraocuparse de la angustia que la asolaba. Echó demenos a Bento y sintió rabia de la guerra quela había privado de su presencia y su fuerza.Seguro que Bento ya habría encontrado a loshijos.

La tarde, que había pasado tan lentamente,dio aliento al anochecer. La lluvia escampó,pero quedó una bruma espesa que se pegaba atodo y borraba los contornos de las cosas. Laschicas fueron a las habitaciones a asearse ycambiarse de ropa para la cena. Doña Anaintentaba que todo siguiese su ritmo normal.

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«Cuando se pierde la cordura en una casa,nada más en el mundo está bajo control», decíasiempre, y lo repitió cuando mandó a lassobrinas a prepararse para la cena.

Rosário todavía se quedó un rato encerradaen el despacho, eran esos momentos mágicos losque daban razón de ser a sus días, pero aquelanochecer el encuentro con el joven oficial notuvo el mismo sabor de otras veces. Pensaba enlos primos, en la humedad de fuera, pensaba enlas serpientes, en los bichos peligrosos, enlas sombras nocturnas. El uruguayo parecía másdifuminado, era como si la lluvia le hubieserobado la lozanía de los colores, y sus ojosverdes tenían un brillo nebuloso, de cielocubierto. Una risa húmeda le resbalaba por supálido rostro.

—¿Es que te vas a ir, Steban? —dijopreocupada. ¿Se iría hasta desaparecer porcompleto dejándola allí, a merced de aquellosdías interminables?—. ¿No quieres verme más?

—No es nada de esto, querida mía. —Su bocase movió lentamente, como en un sueño—. Lalluvia me deja así —dijo, sabiendo que laangustia reflejada en la bonita cara de lamuchacha se debía a otra razón—. No estéspreocupada. Los hijos del coronel apareceránhoy, yo los vi.

Después le mandó un beso que surcó el airehasta rozar su regazo como si fuera algo vivo.Rosário se quedó quieta, emocionada por aquelgesto, con el frescor del beso que sentía entre

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los encajes del escote. Y Steban fuedesapareciendo lentamente, esfumándose por laestantería, deshaciéndose entre los libros comouna nube que ya ha derramado toda su lluvia.

Por fin, Rosário se quedó sola. Cuando salíadel despacho, con las manos en el pecho, dondetodavía podía sentir la tibieza de aquellacaricia, se cruzó con Mariana, ya vestida ypeinada.

—¿Han aparecido los niños? —preguntó.Mariana puso cara de fastidio.—Todavía no —dijo—. Caetana está llorando en

la habitación, mamá ha ido a hablar con ella.Yo voy a pedir a Beata que le lleve un té conbastante azúcar, a ver si la pobre se calma...

—Tranquila, Mariana. Hoy aparecerán —dijoRosário con una seguridad que asustó a lahermana.

Y después de eso, un poco avergonzada,corrió a la habitación para asearse. Mariana seencogió de hombros: Rosário estaba muy raraúltimamente.

Zé Pedra, Manuel y los otros bracerosvolvieron a la Estância a las ocho sin noticiasde los niños. Doña Ana consideraba si sería unabuena idea enviar a uno de los hombres con unacarta para Bento alertándolo sobre ladesaparición de los hijos.

—Esperaremos hasta las diez —dijo doñaAntônia, decidida—. Si no aparecen mandaremos aZé Pedra con una nota. Mientras tanto,dejaremos a Bento con las preocupaciones que ya

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tiene —y después añadió con voz cálida—: Mishombres aún no han llegado, quién sabe si hanencontrado a los dos chiquillos.

Manuela estaba por allí, mirándolo todo consus vagos ojos verdes. La noche oscura y húmedala ahogaba. El pequeño Regente estaba acurrucadoen su regazo.

—Suelta a ese chucho, niña —le ordenó doñaAna—. Es hora de cenar, y no me gustan losbichos dentro de casa. Además, ése huele amoho.

Manuela no replicó a la tía. Tenía losmismos ojos que Bento Gonçalves, unos ojos alos que no les gustaba ser contrariados.Cenaron en silencio. Caetana se quedó en sucuarto, al cuidado de Zefina. La luz de loscandelabros parecía aún más lúgubre. Doña Anaestaba seria, gruñona, era su modo de disimularla angustia. Regañó a las criadas; la carne lehabía parecido dura, la calabaza demasiadosalada.

—¡Llévate esta calabaza a la cocina, Beata,y tráeme algo que se pueda comer! Si no, tedaré una zurra, ¡que ya estoy hasta lasnarices!

Beata salió corriendo con la fuente. Cuandoestaban acabando de cenar, llegaron Neco y MiroSouza. Venían empapados y con las botas llenasde barro, pero traían a los niños. Miro Souza,el capataz de doña Antônia, llevaba a Marquitoen brazos, desmayado. Leão llegaba cabizbajo,de la mano de Neco, suspirando y llorando

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bajito. Su estreno como coronel había sido unfracaso: el teniente se había caído en un pozoy allí se había quedado, tendido, mientras lalluvia se derramaba sobre todas las cosas.Había intentado salvarlo, pero no tenía cómo:el pozo era muy profundo. Ya estabaanocheciendo, el pan que se habían llevado sehabía deshecho con la lluvia, y Marco Antôniohabía dejado de llorar hacía mucho rato cuandolos dos braceros los encontraron. Leão se pusotan contento que parecía que hubiera ganado laguerra. En cambio, en ese momento, al llegar acasa y previendo el castigo que recibiría,estaba triste. La expedición había fracasado.

Se oyó un alarido. Caetana besaba a sus doshijos, los arrullaba, rezaba dando las gracias.Mandó a Perpétua a que le encendiera dos velasa la Virgen; se lo había prometido. Doña Anaexaminó a los niños. Leão estaba bien, peropasaría una buena gripe, tendría que tomar unasinfusiones y estar unos días en cama.

—Lo único que pasa es que no te siento elpulso, niño, porque estás chorreando como unpollo —le riñó, fusilándolo con la mirada—.¿Qué querías? ¿Matar a tu madre de un disgusto?¿Es que no basta con la guerra que nos ronda?¿Sabes el día tan horrible que hemos pasadoaquí?

—Quería ir con mi padre —respondió Leão conla mirada gacha.

Zefina lo llevó a tomar un baño caliente.Doña Antônia examinó a Marco Antônio. Tenía la

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frente ardiendo y decía cosas incomprensibles.—¿Qué te pasa? ¿Estás delirando? —Las

lágrimas resbalaban por el bello rostro deCaetana—. ¿Se habrá roto algo? ¿Mandamos recadoa Bento?

Doña Antônia palpó al niño como hacía conlas reses, con los ojos cerrados, para notarbien los huesos. Con la voz serena respondió:

—Tiene bastante fiebre. Está empapado delluvia... y creo que se ha roto una o doscostillas. Mañana llamaremos al médico. Hoy leaplicaremos unas compresas para que le baje lafiebre. Y le vendaremos el pecho. De ésta se halibrado, Caetana.

Al día siguiente, un médico de losalrededores visitó al hijo de Bento Gonçalves yle diagnosticó una neumonía y dos costillasrotas. Marco Antônio pasó el resto del veranoconvaleciente. Y cuando la noticia de la guerrallegó, todavía estaba en cama con tos y fiebresaltas. Ya no soñaba con unirse a su padre;ahora tenía miedo de la oscuridad y hasta de lalluvia. Leão había perdido a su único teniente.

Querido Bento,Parece que tus hijos decidieron romper

la monotonía de los días de la Estância;ambos se escaparon de casa una mañanalluviosa de este mes de febrero con elobjetivo de unirse a las tropas en PortoAlegre y no dimos con ellos hasta lanoche. Mandamos registrar la Estância y

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los alrededores, trabajo que los bracerosrealizaron con cariño y dedicación, pero apesar del empeño no los encontraron. Yoestaba desesperada. Estuve en suhabitación y revolví sus ropas, llorandode añoranza y miedo. Llegué a pensar queBento Manuel los había capturado parainsultarte, pero desistí en cuanto me dicuenta de lo fantasiosa que era esaversión.

Sabes muy bien cuánto sufro, todos losdías, cuando pienso en las batallas que teesperan, cuando pienso que has desafiado aun imperio entero... Imagínate cómoestaría mi alma tras la artimaña queurdieron tus hijos. En fin, tengo quedecirte que Marco Antônio ahora convalecede una neumonía y que se ha fracturado doscostillas. Leão sólo pasó una gripe y pormi parte recibió un severo castigo, puesfue el responsable de la funesta aventura.Cuando le reñí, lo único que me dijo fue:«Mala suerte, madre.» Estaba tanconvencido que vi en él tu temple.Seguramente es uno más que sueña conpeleas. Y cada día se parece más a ti;hasta tiene tu misma mirada firme,ardiente, Bento.

Hoy, esposo, es 10 de febrero. Faltancinco días para que finalice el plazo queos habéis fijado y me pregunto si esaguerra no sería de verdad inevitable. Aquí

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en la Estância compartimos todas la mismaespera y la misma angustia. Y hay un climade ansiedad en el aire. Todos los díasenciendo una vela a la Virgen... Algunosbraceros ya dicen a las claras que, si laguerra estalla, se unirán a tus efectivos.Doña Ana ha vendido algo de ganado paraestar preparada en caso de emergencia. Encuanto a mí, ya he enviado a Joaquim eldinero que me dijiste. Él me hizo llegaruna carta diciendo que en la Corte sehabla mucho de la guerra que está a puntode estallar aquí en la provincia, y queBento y Caetano desean regresar en breve.Joaquim te manda su cariño y su respeto, ydesea que Dios Nuestro Señor cabalgue a tulado. Dijo que también te había enviadouna larga misiva, pero como no has dichonada de ella, pienso que a lo mejor se haperdido por esos caminos tortuosos.

Esta carta, querido esposo, que ahoraescribo rápidamente, llegará con Manuel,que está a punto de partir hacia PortoAlegre para realizar varios servicios ycomprar algunas provisiones que nosfaltan. Espero de todo corazón que estaslíneas te encuentren, que estés sano yfuerte y que me envíes una respuesta lomás pronto posible. Como ya sabes, en esteerial son pocas y escasas las noticias quenos llegan. Quédate con Dios. Con todo miafecto,

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Tu CAETANAEstância da Barra, 10 de febrero de 1836

Por fin llegó el día 15 de febrero bajo unsol abrasador que se abatía sin tregua sobretoda la provincia. El plazo estipulado porBento Gonçalves y sus oficiales se habíaagotado. Bento, desde la ventana del palacio,miraba las calles desiertas y ardientes. Susojos tenían un brillo extraño, negro.

José de Araújo Ribeiro no había acudido a lacapital para ser investido por la AsambleaLegislativa, no reconocía al nuevo gobierno. Laguerra había empezado en la pampa. En la ciudadde Porto Alegre, los revolucionariosinvistieron al diputado Américo Cabral comonuevo presidente de São Pedro do Rio Grande.

A las puertas de la ciudad de Porto Alegrese intensificaron las patrullas durante lanoche del día 15 de febrero, y los sitiadoresempezaron a construir trincheras para ladefensa de la ciudad ocupada. No se vio a nadiepor las calles en todo el día, y el calorhediondo y el polvo rojo que se levantaba delsuelo se propagaba por todas partes. Un miedopegajoso se apoderaba de las casas cerradas, deaquellas gentes tranquilas que esperaban lasprimeras descargas de los cañones. Fue unamadrugada de viento y temor. El toque de quedaentró en vigor y muchos habitantes de lacapital decidieron huir y refugiarse con susparientes en el interior, donde se sentirían

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más seguros.El día 16 de febrero el coronel Bento

Gonçalves decidió partir con sus tropas haciael sur de la provincia. Desde allí envió alcapitán Teixeira Nunes con un oficio paraAraújo Ribeiro en el que le exigía abandonarRio Grande de inmediato. Teixeira Nunes semarchó bajo un cielo nublado, cargado y gris.Con él partieron tres soldados más deconfianza. Mientras, en el campamento, asabanun churrasco y el olor de la abundante carne sepropagaba por todas partes.

Pasaron dos días. En el segundo, una lluviafina y suave cayó durante muchas horas.

La mañana del tercer día, cuando Bentoestaba tomando mate, vio al jinete Teixeiraacercarse al galope al campamento. Iba solo.Teixeira Nunes desmontó y fue a hablar con elcoronel. Estaba cansado y sin afeitar. Contóque había visto al señor Araújo Ribeiroacompañado del brigadier Miranda e Brito,comandante de las tropas enviadas por elregente, y que, aunque él era un simplemensajero, había sido hecho prisionero juntocon los otros. Al final, Araújo lo habíaliberado y lo había enviado con un documentopara que se lo entregase en mano a BentoGonçalves, jefe de los revolucionarios.

—Los otros siguen detenidos —terminó decontar Teixeira Nunes; sus ojos negros estabanllenos de rabia—, pero volveré para liberarlos.

El coronel Bento Gonçalves entregó el mate a

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João Congo y recibió el documento de las manostemblorosas del capitán. Abrió el lacre con iray leyó el escrito rápidamente. Mandó reunir asus hombres. Eran cuatrocientos soldadosprovistos de caballos, armas y un cañón. Losacompañaban algunas mujeres y niños que tambiénse acercaron, tímidos, a escuchar la noticia.Bento Gonçalves paseó despacio la mirada porlas caras de aquellos hombres morenos,decididos, ansiosos. Y entonces, tomando unagran bocanada de aire, leyó en voz alta eldocumento que acababa de recibir. Un súbitosilencio se apoderó de la tropa. Araújo Ribeirodeclaraba oficialmente la guerra a los rebeldesque habían tomado la ciudad de Porto Alegre.

—Por esta guerra derramaremos la sangre denuestros hermanos. —La voz de Bento Gonçalvesresonó en el campo y sacudió las alas como unpájaro, alzándose hacia el cielo azul con tantafuerza que parecía entrar por los poros detodos los allí reunidos—. Que Dios nos perdone,pero tendremos que luchar contra esos tiranoscomo si cada uno de nosotros tuviera cuatrocuerpos para defender la patria y cuatro almaspara amarla.

Los hombres gritaron hurras y dispararon alaire. Los pájaros salieron en desbandada. Laslágrimas brillaban en los ojos del capitánTeixeira Nunes.

Bento Gonçalves, Antônio de Souza Netto,João Manuel de Lima e Silva, Onofre Pires daSilveira Canto, Joaquim Pedro, Lucas de

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Oliveira, Corte Real y Vasconcellos Jardimempezaron a organizar las tropas, a buscarfondos y a reclutar soldados para la guerra. DeEstância en Estância, de ciudad en ciudad, loscoroneles, mayores y capitanes del ejércitorevolucionario intentaron aumentar susefectivos. En algunas ciudades consiguieronreunir trescientos, cuatrocientos hombres; enotras, nadie se alistaba. Bento Manuel y otroscomandantes imperiales hacían lo mismo,liberando prisioneros de las cárceles yobligándolos a alistarse, llevándose de lashaciendas, cuyos dueños eran imperiales, a losbraceros más capacitados. La provincia de SãoPedro do Rio Grande se dividió en un abrir ycerrar de ojos, en imperiales yrevolucionarios.

La noticia de la guerra llegó a la Estânciada Barra la noche del 26 de febrero. Lasmujeres habían acabado de cenar y estabanreunidas en el porche disfrutando de la nocheestrellada y fresca cuando Zé Pedra, pidiendopermiso y siempre mirando al suelo, se acercóhasta allí.

—Me adisculpe, doña Ana, pero es que Manuel hallegao ahora mismito de viaje. Está ahí detrásdescargando las compras y me ha mandao decirque tiene noticias.

—Dile que venga, Zé. —La voz de doña Anatemblaba ligeramente—. ¡Rápido!

El negro desapareció sin hacer ruido,confundiéndose con la oscuridad de la noche. En

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el porche reinaba un silencio inquieto y sólose oía el tintinear de las agujas de tejer deMaria Manuela. Caetana tenía a Ana Joaquina enel regazo, la niña empezó a lloriquear. Llamó aXica y le entregó a la hija:

—Llévatela a la habitación —dijo,preocupada.

Manuela, desde su silla, observaba las carasde las tías y de la madre. Sabía lo que iban aoír, siempre lo supo, desde aquella noche...Nunca más había vuelto a ver la estrella defuego en el cielo, pero no había podidoolvidarla. Ni siquiera su rastro, su estela desangre.

Manuel llegó jadeante. Contó que el viajehabía ido bien, que traía todas las provisionesnecesarias y quince kilos más de azúcar quehabía comprado a buen precio cerca de Guaíba. Ala vuelta, sin embargo, había tenido queesquivar unas tropas que marchaban hacia PortoAlegre. Tropas imperiales. Le habían quitado uncaballo. Simplemente se lo confiscaron, dijo.Por el camino también se había encontrado conun piquete de rebeldes.

—Eran unos cincuenta o sesenta. Ibanbuscando hombres para luchar. —Miró a MariaManuela—. El joven Antônio estaba entre ellos.Me dio recuerdos para la señora, para su madre,para sus tías, primas y hermanas. —Las sietemujeres tenían la mirada fija en la figuraachaparrada de Manuel—. También me mandó decirque la guerra ya ha empezado y que es cosa

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seria... Parece que ya han llegado tropas deRío, unos quinientos hombres, y munición. —Yañadió por su cuenta—: Les digo que ahora lacosa se va a poner dura.

Doña Ana se santiguó. Maria Manuela preguntósi su hijo estaba bien.

—Sí, señora —respondió el hombre—. Llevabauniforme, iba muy garboso.

Maria Manuela sonrió orgullosa y despuéssuspiró profundamente.

«¡Qué tonta soy!», pensó.—¿Le entregaste mi carta a Bento? —dijo

Caetana con voz cálida, expectante.—A él en persona no, señora... No estaba en

el palacio cuando pasé por allí. Le di la cartaal conde italiano. Y las otras, la del señorPaulo Santos y la del señor Ferreira, tambiénse las quedó el conde. Me prometió que él selas entregaría a ellos después. No había nadie,todos estaban fuera, en una asamblea o algoasí.

—El conde es un caballero —dijo doña Ana—.Las cartas se quedaron en buenas manos. Yapuedes irte, Manuel. Debes de estar ansioso porver a tu mujer y tus hijos... Vete, hombre, yno te preocupes por el caballo que se llevaron.Todavía tenemos más.

Caetana esperó a que el capatazdesapareciera. Lágrimas tibias empezaron aresbalar por su cara, haciendo que sus ojosverdes se volvieran más ardientes aún. Cogió supañuelo de seda y se las enjugó. Doña Ana

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alargó el brazo hacia ella y la acariciódiscretamente. También tenía los ojos húmedos.

—Todas tenemos ganas de llorar, Caetana, note avergüences.

Caetana sonrió con tristeza.—Es que tengo una cosa aquí, en el pecho...

—Se tocó el seno izquierdo—. Me duele mucho...Quizá sea un presentimiento. Pero estoy bien,todo saldrá bien. Es que estoy un poconerviosa, sólo eso.

Manuela se incorporó y salió corriendo a suhabitación conteniendo los sollozos con toda lafuerza de su alma. Ya en el pasillo, apenaspodía distinguir el camino debido a lasabundantes lágrimas. Entró en el cuarto y setumbó en la cama desatando inmediatamente unllanto convulso. Sabía que ninguna de lasmujeres vendría a buscarla, todavía no.

En el porche, con voz débil, Marianapreguntó a su madre:

—¿Cuánto tiempo durará esta guerra?Maria Manuela se encogió de hombros.—Ni Dios lo sabe, hija mía. Ni Dios...Y, por su parte, doña Ana recordó:—Tenemos que avisar a Antônia, pero hoy no,

que le quitaremos el sueño en vano. Mañanatemprano mandaré a Zé Pedra hasta el Brejo. —Selevantó con dificultad, ella que era tan ágil ymenuda—. Buenas noches, que durmáis con laVirgen. Me voy a mi habitación a escribir unanota a Antônia. —Se paró en la puerta y miró alas demás—. Mañana, con la luz del sol, lo

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veremos todo mejor, os lo garantizo. Buenasnoches.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 23 de abril de 1836

Los días posteriores a la noticia de laguerra estuvieron repletos de rumores ysufrimientos. Estábamos todas acobardadas,oteando el horizonte, como si de éltuviese que llegar el auxilio paranuestros miedos. Pero no llegaba nada, ano ser las lluvias que anunciaban el finaldel verano y un silencio que pesaba ennuestras noches y que doña Ana seesforzaba en romper tocando el pianodurante largas horas.

Nos enteramos de batallas libradas en elpaso de Lajeado entre las tropas de JoãoManoel de Lima e Silva y las de BentoManuel, el traidor y tocayo de mi tío. Lasnoticias también decían que los rebeldeseran mayoría y que habían causado muchasbajas en las tropas imperiales. Locelebramos con un asado y doña Ana mandóque las negras preparasen una gran olla dedulce de guayaba.

Sin embargo, también nos llegaban malasnoticias... por boca de los hombres quepasaban por la Estância de camino aalistarse en el ejército de Bento

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Gonçalves. Las noticias volaban como aquelviento de finales de verano, un veranohúmedo de fuertes lluvias que oscurecíanel cielo durante horas y horas. Nosenteramos de que un marinero rebelde,llamado Tobías da Silva, al no quererrendirse ante los imperiales que lorodeaban, hizo explotar su navio condieciocho tripulantes a bordo, además dequince soldados de caballería, su mujer ysus dos hijos pequeños. Nos contó losucedido un bracero de la Estância doBrejo y, al final, sus ojos se inundaronde lágrimas. Vi a doña Ana llorar delantede nosotras, un lloro contenido ysilencioso que convulsionó sus ojosnegros, y sentí miedo; tuve mucho miedo...

Aquel día, mi madre no apareció paracenar alegando un fuerte dolor de cabeza.Doña Ana mandó que las negras le llevasencomida a la habitación, pero el platovolvió intacto. Sé que mi madre pensaba enAntônio y en papá. ¡Dios quiera quevuelvan con nosotras! A fin de cuentas,¿qué le importaban a ella el precio delcharqui, la esperanza de un gobierno propio eincluso aquella confusa historia de larepública, cuando todo lo que ellaanhelaba era la compañía de su hijo mayory su marido? Pobre madre, siempre tuvo untemperamento muy débil... La larga guerra,que entonces apenas insinuaba sus sombras

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entre nosotras, le malogró el espíritu yla impacientó para el resto de la vida.Pero, en aquel momento, Maria Manuela aúntenía esperanzas. El altar de la Virgenestaba siempre iluminado por las velas quemi madre y Caetana depositaban allí paraaquietar sus miedos sofocantes. Mi madreintentaba ser como sus hermanas, pero nopodía, no tenía las mismas fuerzas...

El hijo de Manuel se marchó a principiosde marzo para unirse a una tropa rebeldeque partía hacia el norte. Todas estuvimosen el porche viéndolo partir en su bayo,erguido y solemne como si tuviese unamisión sagrada que cumplir. Su madrelloraba, en el campo, despidiéndolo con unpañuelo blanco que parecía una palomatorpe. Manuel no dijo nada, se quedócallado viendo a su hijo partir. Si nohubiese sido por lo mucho que apreciaba adoña Ana y por la obligación que tenía develar por nosotras, estoy segura de que sehabría ido con su hijo para hacer probarel acero de su espada a esos malditosimperiales, como él mismo dijo más tarde aLeão que, a sus doce años, estaba ansiosopor reunirse con su padre.

Cuando el hijo de Manuel desapareció porla colina, doña Ana mandó que Rosaescogiese un tarro bien grande de dulce demelocotón y se lo llevase a doña Teresa.

—En estos momentos, un dulce es bueno

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para calmar el alma —me lo que dijo latía.

Una tarde de lluvia, ya a mediados deabril, cuando el aire empezaba a refrescarlentamente y las noches eran ya casifrías, llegó a la Estância un mensajero.Llevaba un pañuelo rojo atado al ala delsombrero. Fue recibido con fiestas yagasajos. Se le sirvió mate y pastel demaíz. Era un hombre de unos treinta ytantos años, ojos de indígena y unacicatriz que le cruzaba la frente,profunda, enrojecida. Traía una carta deBento Gonçalves que entregó a Caetana encuanto pudo. Se mostró tímido entre tantasseñoras distinguidas, pero enseguida,acalorado por el mate y con el estómagolleno, nos contó novedades de Rio Grande.Por él supimos que el teniente coronelCorte Real había sido capturado por BentoManuel y hecho prisionero por la zona deCaverá. Yo ya había oído hablar mucho deese joven, José Afonso de Almeida CorteReal; decían que era guapo, galante y muyinteligente. La noticia de su captura nosentristeció a todas, sobre todo a Mariana,que una vez lo había visto en un baile ynunca se había olvidado de su hermosura.

La carta de mi tío fue más explicativa.Caetana nos la leyó a todos en cuanto semarchó el soldado, que debía regresar consu tropa y que se llevó en la guayaca un

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buen trozo de pastel de maíz. Mi tío noscontó que el teniente coronel Corte Realemprendió una maniobra arriesgada, inclusodesobedeciendo órdenes superiores, y atacólos efectivos de Bento Manuel con sushombres, que eran muchos menos y peorpreparados. Bento Gonçalves intentóperseguir al traidor y liberar a suoficial, pero el facineroso se refugió enla Serra do Caverá emboscándose allí ynegándose a la lucha. Esperaron muchosdías hasta que la intranquilidad de latropa lo hizo desistir del cerco. Lasfuerzas rebeldes estaban en plena lucha,contaba el coronel, con su letra firme yclara, pero pequeñas escaramuzas ydesórdenes desbarataban las maniobras.Algunos soldados de Domingos Crescênciohabían atacado y robado víveres de unaEstância, y se había celebrado un consejode guerra. Los infractores habían sidocuatro y fueron fusilados para dar ejemplodelante de la tropa. «Fue un momento muyduro —escribió mi tío—, pero es necesariomantener una disciplina rígida, de locontrario los hombres se vuelvenincontrolables.» Sin embargo, tambiénobtuvieron importantes victorias. Elcoronel Onofre Pires derrotó a un grupo deimperiales en una batalla victoriosa, hizomás de doscientos prisioneros, y hubo unostreinta y tantos muertos.

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Bento Gonçalves terminaba su misivadiciendo que las echaba de menos yprometiendo que, si todo iba bien,aparecería durante el invierno para pasarunos días buenos en la Estância, en losque descansaría de tantas batallas ycabalgadas, y estaría al lado de suesposa, hijos y demás familiares. Caetanaterminó la lectura con voz emocionada.

Treinta y tantos muertos. Estuvepensando en eso toda la tarde. Muertos denuestra tierra, que sólo están del otrolado, que creen en un sueño o luchan pordinero o por la gloria junto a losimperiales. ¿Podría ser que alguno deellos, siquiera uno solo, fuese unconocido nuestro, alguien que hubieseasistido a nuestras fiestas y estado ennuestra casa tomando mate con mi padre, unamigo de Antônio o pretendiente de una demis hermanas? No hay cómo saberlo... Me damiedo el día en que regresemos a nuestrohogar en Pelotas y nos encontremos con lascasas vacías. Que Dios nos proteja atodos.

Ya estamos a finales de abril. Los días,poco a poco, se hacen más cortos y másdorados, de una belleza cálida, casitriste. O quizá sólo sean mis ojos.

MANUELA

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Capítulo 5

Perpétua estaba recostada en la cama leyendoun libro, pero la lectura no le entraba en lacabeza. De vez en cuando levantaba la miradapara observar a su prima. Últimamente notabamuy rara a Rosário... No porque fuese malacompañía o estuviese de mal humor, sino todo locontrario, incluso parecía más feliz y sonreíamás, tenía muchas cosas de qué hablar, decíaque la guerra acabaría enseguida. Antes, alprincipio, la prima tenía un carácter agriocomo el limón, contaba las horas en la Estânciacomo si fuese la prisionera de un cruelverdugo, como si las demás no estuviesen en lamisma situación, en aquella espera que debíanvivir como si fueran unas vacaciones.

Dejó el libro en el regazo y se puso a mirara Rosário fijamente, sin disimulo. La joven sepeinaba su larga melena dorada, se cepillaba elpelo con mimo y cuidado. Llamaron a la puerta.Era Viriata. La negra entró casi sin hacerruido, miró a Rosário y preguntó:

—¿La señorita quiere que le haga unastrenzas?

Rosário respondió con voz dulce:—Unas trenzas bien finas, por favor. Las

trenzas gruesas no son elegantes.

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Viriata avanzó hasta el tocador, dondeRosário se miraba en el espejo de cristal, y sepuso a trabajar con habilidad. Unos minutos mástarde, Rosário de Paula Fe-rreira estabapeinada. Viriata hizo una rara reverencia y, yadispuesta a salir, preguntó a Perpétua:

—¿La señorita quiere alguna cosa? ¿De beber,de comer?

—No, Viriata, puedes irte... —Cuando lanegra cerró la puerta, no pudo resistirlo ypreguntó—: ¿Es que vas a salir, Rosário? Te haspuesto uno de tus mejores trajes, estás muyelegante, parece que vayas de fiesta...

Rosário miró a la prima con cierto desdén.Sonrió y dijo:

—¿Salir adonde en este descampado? Verás,Perpétua, sólo me estoy arreglando un poco,arreglándome para mí misma... Una chica nopuede descuidar su vanidad, si no está perdida.

Perpétua volvió a coger el libro y, mientraspasaba las páginas sin interés, replicó:

—Tu vanidad está intacta, Rosário. En lossiete meses que llevamos aquí no ha sufrido lomás mínimo.

Rosário se miró una última vez al espejo. Seincorporó, se alisó las enaguas del vestidoazul que llevaba y dijo que iba al despacho abuscar una buena novela para la noche. Saliódespacito andando sigilosamente por el pasillo.

Cuando la prima abandonó la habitación,Perpétua se quedó pensando.

Rosário entró en el despacho. Alguna de las

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esclavas ya había encendido la lámpara. Una luztenue iluminaba la sala y por la ventanatodavía entraba la claridad dorada delatardecer. Rosário corrió un poco las cortinasy se sentó en el sillón de cuero negro, con elque ya había empezado a entablar una especie derelación. Cuando pensaba en Steban, el olor delcuero le venía a la nariz. Steban no tenía olorde persona, ¿qué olor tenían los espectros?Aquella suposición la irritó: Steban era unhombre, nada más y nada menos, un soldadovaliente y guapo. Y lo amaba. Era verdad que seveían en secreto, pero ¿qué podía decir a lastías y a la madre? Y Steban tenía miedo deBento Gonçalves, lo temía con todas susfuerzas. Todavía no le había contado lasrazones de ese pánico, pero ya se lo explicaríatodo. Estaban muy unidos. Cuando papá volviesea buscarlas, entonces sí, llamaría a Stebanpara que lo conociera y pudieran tener unnoviazgo formal.

Cerró los ojos y lo llamó. Estaban tanunidos que la mayoría de las veces nonecesitaba ni hablarle, bastaba con una mirada,una sonrisa. Steban la entendía perfectamente.Con los ojos bien cerrados lo invitó aaparecer. Esperó unos segundos con los párpadosapretados y el corazón en un puño. De fuerallegaba el canturreo de los braceros, frasessueltas que el viento dispersaba sin orden. Lavoz confirmó:

—Estoy aquí.

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Abrió los ojos radiantes de alegría. Frentea ella, Steban esbozó una sonrisa cálida,sensual. Sus ojos todavía ardían de fiebre,pero la herida de la frente ya parecía seca, apesar de que el viejo vendaje estuvieramanchado de sangre en una esquina. Rosáriosintió un espasmo de felicidad.

—¡Te estás curando!—Hay días buenos y días malos... —Rosário no

entendió lo que decía—. Hoy estoy bien. Sólo deverte he mejorado.

—¿Y yo? Con tantos meses en esta Estância sino fuese por ti, ¿qué sería de mí?

Escuchó un ruido procedente del exterior. Uncrujido de hojas secas. Uno de los perrosestaría pasando por allí. Quizá fuese Regente, elperrito de Manuela. Aquel animal siempre estabacerca, furtivo como la dueña. No le importóacercase a la ventana para averiguarlo, estabaencantadísima con su general. Le dio lasensación de que Steban se había cepillado eluniforme.

—Hoy estás muy elegante, Steban...La risa translúcida recorrió la cara del

uruguayo.—Es que estás demasiado bella.Rosário se sonrojó.—He estado pensando —dijo rápidamente, antes

de perder el valor— que cuando venga mi padre avisitarnos, y creo que no tardará, quiero quelo conozcas. Creo que es necesario...

Perpétua se incorporó del todo. La cortina

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estaba prácticamente cerrada, pero la luz de lalámpara que ardía dentro del despacho perfilabacon sutileza el contorno de las cosas. Pudodistinguir a Rosário sentada en el sillón depiel. Escuchó su voz, una voz coqueta, suave,que la prima raramente ponía, aunque ya lahabía oído hablar así una vez con el condeZambeccari. Pero ¿con quién charlaba Rosário?Intentó aguzar la vista y mirar dentro deldespacho. No había nadie. Rosário estaba sola.Notó que se callaba unos segundos, comoesperando una respuesta, y después volvía ahablar. Escuchó el nombre del tío y oyó Steban.¿Steban? ¿Quién sería ese Steban?

Se apoyó en la pared, el corazón le latíafuerte. Una brisa fría llegaba desde el ríoCamaquá. Así se quedó un rato, pensando. ORosário se estaba volviendo loca o guardabaalgún secreto. ¿Debería contar a las otras loque acababa de ver o debería esperarse mástiempo hasta que descubriese algo? Decidiódirigirse al porche rodeando la casa. El cielose oscurecía con rapidez.

Cuando llegó a la sala, Perpétua estabapálida. Doña Ana bordaba. Levantó los ojos paramirar a su sobrina y la encontró rara.

—¿Te pasa algo, niña?Perpétua se llevó un susto. No había visto a

la tía.—¿A mí? Nada, tía Ana... Tengo frío, sólo

eso. Voy adentro a darme un baño y aarreglarme.

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—Corre, ve —dijo doña Ana rematando unahebra de lana—, y no te quedes parada por losrincones con cara de haber visto un fantasma.

Doña Antônia estaba sentada junto al fuego,pero sus manos crispadas en el regazo seguíanfrías, gélidas. Una negra se acercó parapreguntarle si podía mandar que sirvieran lacomida.

—Ahora no tengo hambre, Tita. Cuando tengate avisaré.

A la criada le extrañó. Doña Antônia era unamujer de buen apetito.

La carta le quemaba en el regazo. DoñaAntônia pensó en tirarla al fuego, en negaraquellas noticias, pero era imposible, eraimposible. Bento había sido muy claro: teníaque contar lo sucedido a las otras, debía, lomás pronto posible, tomar un coche y partirrumbo a la Estância vecina. Tenían que saberque los imperiales habían tomado Porto Alegre yera mejor que lo supiesen por él y no por otro,por cualquier bracero o incluso por algúnsoldado imperial que pasara por allí jactándosede ello. Todo el mundo comentaba lo sucedido lamadrugada del 15 de junio. Fue muy fácil paralos imperiales invadir el cuartel casidesierto. Después dieron la alarma. En la fríanoche, uno a uno, los soldados revolucionariosfueron llegando al 8º cuartel, y, uno a uno,los fueron haciendo prisioneros. Antes del

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amanecer, los imperiales ya tenían ciensoldados bajo su yugo. Luego soltaron a lospresos del Presiganga. Porto Alegre se habíaacostado revolucionaria y había amanecidoimperial en medio de unos cuantos tiros. Algoestúpido; un descuido. En aquellos momentos, elmariscal João de Deus Menna Barreto habíaasumido el control de las tropas imperiales enPorto Alegre... La letra del coronel Bentotemblaba en ese punto de la narración. Elhermano le había escrito una carta corta,seguro que tenía muchas cosas en qué pensar,pero fue taxativo: se estaban preparando paratomar la ciudad cualquier día de éstos. Haríantodo lo posible y lo imposible también paravolver a tener el control de la capital y de supuerto. Habían organizado un cerco terrible, enbreve enviaría más noticias, seguro quefavorables. «La guerra está hecha de estaspequeñas batallas, Antônia... Ten fe en quepondré orden en toda esta confusión. Y túquédate con Dios. Transmite mi más profundocariño a mi querida Caetana.» Así terminabaaquella breve carta.

Doña Antônia hizo un esfuerzo, dobló elpapel y lo guardó en el bolsillo del vestido.Después tocó la campanilla. La negra Titaapareció.

—Manda que preparen el coche. Voy a salir.—¿Sin comer, patrona? —Tita parecía

asombrada.—Sin comer, Tita. Ahora ve a avisar, que

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tengo prisa.

Se cubrió con un abrigo.El coche la esperaba enfrente de casa.

Ordenó al chiquillo negro que pusiera rumbo ala Estância de doña Ana. Un sol invernalluchaba para vencer a las nubes que cubrían elcielo. El aire era frío. Soplaba un poco deviento. Doña Antônia acarició la carta queguardaba en el bolsillo.

Por el camino se cruzaron con una carreta ydos carros repletos de equipaje. Un hombre hizouna señal. El carruaje redujo la marcha hastasituarse en paralelo a la carreta. El hombreera un tipo moreno, con bigote, alto, elegante.Muy educado, saludó a doña Antônia. A su lado,una joven con sombrero gris, rostro delicado yun tanto pálido, sonreía.

—Muy buenas tardes, señora. —La voz delhombre era cálida, agradable—. Me llamo InácioJosé de Oliveira Guimaraes y ésta es mi esposa,la señora Teresa. —Ambas mujeres se saludaronlevemente con la cabeza. El hombre prosiguió—:Perdone que interrumpa su viaje, pero ha desaber que siento mucha devoción por su hermano,nuestro coronel Bento Gonçalves. Estoy aquípara acompañar a mi esposa a la hacienda de unpariente, donde quiero que se quede estos díashasta que las cosas se calmen un poco... Comousted ya sabe, una república no se hace sinarmar revuelo.

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Doña Antônia sonrió:—Pues les deseo una buena Estância. Yo vivo

en la Estância do Brejo, no sé si usted losabe, pero si necesitan alguna cosa, estoy a sudisposición. Un amigo de Bento también es amigomío, señor.

—Se lo agradezco mucho, señora Antônia. —Yel hombre sonrió de oreja a oreja. La esposasaludó con la mano enguantada.

La carreta tomó un camino lateral. DoñaAntônia pensó en la chica, desmirriada, pálida.Seguramente no gozaba de muy buena salud. Ojaláque el invierno no le fuese muy penoso. Habíasimpatizado de veras con aquel hombre. ¿Cómohabía dicho que se llamaba? Inácio José deOliveira Guimaraes. Cuando escribiese a Bentole hablaría de él. Al pensar en Bento se acordóde las noticias que tenía que dar.

—Arrea más rápido, José. Tengo mucha prisa.El negrito golpeó con el rebenque el lomo

del caballo. El coche aumentó de nuevo lamarcha. Doña Antônia sentía frío. Nubes oscurasse acumulaban en el cielo. «Va a soplar elminuano», pensó.

Las noticias entristecieron la Estância daBarra. Doña Ana rezó mucho aquel atardecer,encerrada en su habitación; rezó por Paulo,José y Pedro. Si los rebeldes habían perdido elcontrol de Porto Alegre se librarían muchasbatallas, batallas sangrientas y crueles; se

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trataba de un puesto muy importante tanto paralos imperiales como para los revolucionarios,pues, además de la capital, la ciudad de PortoAlegre era un puerto, una salida lacustre delas más necesarias.

Doña Ana pensó en las calles de PortoAlegre, en sus pavimentos empedrados, en lasiglesias blancas, en las casas colonialesportuguesas, en los carruajes que transportabangente de un lado a otro... Echó de menos lospaseos que había dado con su esposo poraquellas calles, las tiendas donde comprabatelas y encajes de bolillos, los criadosvestidos de librea que los atendían, siempreserviciales. ¿Cómo estaría Porto Alegre?¿Habría barricadas por las calles, gentehuyendo por las noches, a escondidas, soldadosheridos por las plazas? No lo sabía, estabaallí, aislada en el campo que tanto amaba peroque ahora, asolado por el invierno, gris,gélido, achicaba su alma. Sintió ganas dellorar... Una única lágrima resbaló por su caraabriendo un surco de humedad en su piel blanca,todavía firme. Sus ojos negros relucieron.

Doña Ana se secó la lágrima rápidamente.Descorrió las cortinas de terciopelo y vio,desde la ventana, el ombú inmóvil bajo aquelcielo encapotado, como un gigante adormecido.«No debo abatirme. La vida sigue, hay que serfirme. Paulo, ven a verme este mes...»

De repente el deseo se hizo realidad y vio aPaulo atravesar la Estância, montado en su

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caballo negro con el dolmán y el sombrero rojo.El olor a tabaco que exhalaba le llegó hasta lanariz mezclado con el aroma de colonia delimón, la preferida de su marido. Un hormigueole recorrió todo el cuerpo. Tuvo una idearepentina. Tocó la campanilla para llamar a laesclava.

Milu apareció un minuto después con su pelocrespo recogido en una trenza firme. Doña Anasonrió, de oreja a oreja, casi feliz.

—Milu, coge seis litros de leche del corraly llévalos a la cocina. Voy a hacer un dulce.

Milu accedió y salió por el pasillo todapresurosa. Doña Ana se levantó, abrió elpostigo de la ventana. Prepararía dulce deleche, el postre preferido de su marido.Escuchó el ulular del viento que nacía fuera,aún leve, acosando sutilmente los árboles.Conocía muy bien aquel ruido sordo. En adelantesoplaría el minuano. El viento de laangustia... Al menos soplaría tres días portodas partes, incesante. Y los rebeldesintentando retomar Porto Alegre...

—Voy a hacer un dulce muy doradito, como aPaulo le gusta.

Doña Ana se rió al ver que hablaba sola. Seacordó de doña Perpétua, ya muy anciana,andando por los pasillos y hablando sola. ¿Meestaré volviendo igual que mi madre?

El día veintisiete de junio de aquel año,

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los rebeldes, al mando de Bento Gonçalves,iniciaron el primer cerco a Porto Alegre. Lastropas del coronel Bento y del mayor JoãoManoel estaban unidas y formaban un total demil quinientos soldados contra una guarniciónde pocos centenares de hombres. Además, losimperiales no tenían ninguna posibilidad deayuda inmediata porque las comunicaciones conRio Grande estaban cortadas y Bento Manuel ysus tropas estaban muy lejos, cerca de lafrontera.

Los rebeldes tenían cuatro embarcacionesarmadas para la guerra, el bergantín BentoGonçalves, el patache Vinte de Setembro, la goletaFarroupilha y el yate Onofre. El bergantín y elpatache estaban en Praia de Belas para abrirfuego desde allí, la goleta Farroupilha y el yateOnofre se apostaban en el norte de la ciudad, enel litoral de Caminho Novo.

En la capital, Menna Barreto inspeccionabala construcción de las trincheras y de losmuros de defensa, casi sin comer ni dormir, ydel foso de cuatro metros de profundidadrepleto de hierros cortantes y maderas afiladasque debía seguir la línea de trincheras. Frentea la plaza de la Alfândega estaban las naves dedefensa de los imperiales. En la ciudad, losalimentos empezaban a escasear debido a laextremada vigilancia de los sitiadores y lospocos víveres disponibles en los almacenesempezaron a venderse hasta un ochenta porciento más caros.

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Al principio de la tarde de aquel 27 dejunio tenso y gris, después de haber charladodurante muchas horas con João Manoel sobre lasacciones que debían emprenderse contra laciudad de Porto Alegre, Bento Gonçalves seretiró a su tienda de campaña y escribió unlargo oficio al mariscal João de Deus MennaBarreto.

Sus manos fuertes sostenían la pluma casicon ansia mientras las palabras brotaban sobreel papel, negras, lustrosas de tinta. Bentoacabó la redacción y leyó el documento.

Habiendo caído esta capital en manos delos facciosos por medio de la más negratraición y constándome que VuestraExcelencia se halla al frente de lasfuerzas que la guarnecen, movidoúnicamente por el deseo de ahorrar laprofusión de sangre y evitar los males quepuedan sobrevenir, y viéndome empujado aretomarla por viva fuerza, le ordeno quehoy mismo, antes de que se ponga el sol,las citadas fuerzas depongan las armas.[...] Entregando las armas ahora evitarálos grandes desastres que amenazan deforma innminente a esta capital, de loscuales hago responsables a Vuecencia y atodos los demás jefes de la reacción, anteel cielo y el mundo.

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Mandó que llamasen al conde para que fuera asu tienda de campaña. Zambeccari apareció conun pesado abrigo oscuro, los ojos azulesbrillantes e inquietos, las manos crispadas porel frío. El coronel Bento Gonçalves le dio lacarta. El conde la leyó cuidadosamente,aprobándola con una señal con la cabeza.

—Ahora, Tito, mande a uno de los hombres aque se la lleve al mariscal.

El conde Zambeccari salió de la tienda consus pasos de bailarín y con la carta en elbolsillo de su dolmán. Empezaba a caer unalluvia fina.

Bento Gonçalves se miró las manosencallecidas y frías. Sentía una opresión en elpecho: atacar Porto Alegre, la ciudad que tantoconocía y amaba, era algo que no deseaba ni delejos. Pensó en la gran cantidad de sus hombresprisioneros en la cárcel del Presiganga y temiópor ellos. En ese momento, Paulo da SilvaSantos entró en la tienda sacudiéndose lalluvia del traje.

—¿Entonces qué, Bento?Los ojos negros de Bento Gonçalves se

posaron en la figura del marido de su hermanaAna. Observó como el pelo de Paulo empezaba aencanecer rápidamente.

—Entonces, amigo mío, de hoy no pasa.Ninguno de los dos hombres dijo nada más.

Del exterior llegaba el barullo del campamento,el relinchar de los caballos, el canturreo

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triste y quejumbroso de algún soldado.Al caer la tarde llegó la respuesta de los

imperiales. Un soldado joven, de pelo claro ycara aniñada, trajo la carta de su general.Bento la cogió con las manos temblorosas. Losimperiales aceptaban la batalla. BentoGonçalves y João Manoel agruparon a las tropasy avisaron: atacarían al alba.

Las tropas rebeldes hostigaron Porto Alegrepor agua y por tierra, pero a pesar de la grandiferencia humana, los imperiales consiguierondefender la ciudad. Desde lo alto de lastrincheras bien guarnecidas, doscientos ochentasoldados del Imperio pudieron batir y poner enretirada a los mil quinientos hombres de BentoGonçalves.

Así empezó el cerco a Porto Alegre. Losrebeldes no habían logrado tomar la ciudadpero, fuera de ella, impedían día tras díacualquier tipo de movimiento o entrada devíveres en un lento y exhaustivo control deltiempo. Bento Gonçalves se pasaba horas y horasmirando la ciudad con sus prismáticos y todo loque veía era la cara de Caetana, su caramorena, agreste, su voz grave, inquieta y dulceque siempre lo sedujo. Al tiempo le costabapasar, giraba sobre sí mismo como un molinogigante mientras la lluvia caía incansablementedel cielo.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 26 de agosto de 1836

En los últimos días de julio llegó unacarta de mi padre. Era la primera vez quenos escribía, antes sólo había mandadoabrazos, cariño y recados por medio de unou otro que venía a parar aquí, a laEstância, como un pájaro perdido de algunabandada.

Su carta, incluso antes de ser leída,fue un bálsamo para mi madre y mishermanas. Hasta Rosário, que estaba cadadía más callada, absorta en un mundo delque nos privaba permanentemente, se sentójunto al fuego para escuchar las palabrasde nuestro padre, y vi que de sus ojosazules brotaban gruesas lágrimas. Sí,Rosário siempre había sabido quererlo más.

No debió de resultarle fácil redactaraquella breve misiva, ya que nunca habíasido un hombre dado a la escritura y a losdesahogos, sin embargo la nostalgia decasi un año debía de pesarle en el alma.Además, tenía novedades que contar sobreel cerco a Porto Alegre y mandaba avisarde un incidente muy grave. La cartanarraba un gran ataque rebelde a la

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ciudad, sucedido el día 19 de julio. Losrebeldes habían sometido a Porto Alegre aun cañoneo intenso que aterrorizó a lapoblación. Escuchamos esas palabras con elcorazón encogido y timorato; la voz de mimadre, al leer ese párrafo, temblóligeramente y subió un poco de tono hastaque recuperó la normalidad con la que ellasolía hablar: una voz baja, cálida, casimelosa. Se trataba del gran asalto rebeldepara el que se habían estado preparandomás de un mes. «Conquistamos con muchoesfuerzo y con la sangre de varios de losnuestros el fuerte de São João, puesto quelo hicimos explotar, ya que allí seguardaba el arsenal de armas del Imperio.Con la explosión, una bola de fuegoanaranjado subió al cielo y casi se hizode día, un día terrible, durante unossegundos.» Entonces fue cuando la carta demi padre refería el mayor contratiempo:«Desgraciadamente, queridas mías, tengoque informaros de que en ese ataqueresultó herido mi muy querido cuñado,nuestro Paulo, que cayó en manos de losimperiales, pero que ahora, gracias a lavalentía de su hijo mayor, José, ha sidorescatado antes de que sufriera mayoresdaños. Ha atendido a Paulo uno de nuestrosmédicos; una bala le perforó el estómago yle salió por el otro lado, y una lanza ledilaceró el muslo derecho. Siento

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informaros de tan grave desgracia, pero esmi deber; Bento me ha pedido que se locomuniquéis a doña Ana y que le digáis quesu esposo está vivo y que mejora poco apoco. Decidle también que lo estántrasladando a la Estância con la urgenciaque permite esta guerra y su estado desalud para que pueda ser tratado por lasmanos hábiles de su esposa.» Así acababala carta de mi padre.

Cuando Maria Manuela paró de leer, conlos ojos inundados de lágrimas, todasbuscamos con la mirada la cara de doñaAna. Estaba sentada en un rincón de lasala, erguida y lívida, con las manoscruzadas en el regazo, y los lagrimones leresbalaban por la cara e iban a parar alencaje que le ceñía el cuello. Corrí y mearrodillé a sus pies apoyando la cabeza ensus rodillas temblorosas.

Los largos dedos de doña Ana penetraronentre las trenzas de mi pelo y meacariciaron. Desde una esquina, el pequeñoRegente lo observaba todo con sus asustadosojos negros. La voz de doña Ana era unmurmullo, pero alcanzó a decir:

—Tranquila, Manuela. Dios está connosotras... —Suspiró, buscando fuerzaspara acabar sus palabras—. Paulo llegaráaquí vivo, hace unos días lo vi entrar porla puerta de la Estância.

Después se levantó con cuidado

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apartándome un poco y, mirándonos a todasa los ojos, como si fuera un aviso mudopara que nos tranquilizásemos, dijo queiba a la cocina a dar órdenes para la cenay que volvería enseguida para tocar unrato el piano. Todas nos quedamos mudas,cabizbajas. Mi madre lloró un rato. Porfin, Caetana se levantó y dijo:

—Voy a mandar a Zé Pedra a que avise adoña Antônia de lo que ha sucedido. —Ysalió de la sala con su paso de reina.

Durante los días siguientes fueronllegando noticias espaciadas. Un disidentedel ejército que pasaba por nuestrastierras contó al capataz que losrevolucionarios habían montado su cuartelgeneral en Viamão, desde dondediscretamente controlaban Porto Alegre. Elhombre, hambriento y agotado, también dijoque la moral de las tropas revolucionariasera baja y que muchos desertaban como éldebido a la noticia de que Bento Manuel,con unos efectivos de tres mil hombres, sepreparaba para marchar sobre la horda deBento Gonçalves. También pidió de comer yde beber, pero Manuel, el capataz, sólo ledio un cuarto de pan porque decía que eraun traidor y un cobarde, que habría hechomejor quedándose y luchando como unhombre.

Manuel contó todo esto a doña Ana y adoña Antônia, y ambas, cabizbajas y

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tristes, se quedaron contemplando lasgotas de lluvia caer, regulares ylastimeras. Estábamos apenadas y, en lasnoches, en nuestra casa ya casi no se oíael piano, en parte porque doña Ana habíadesistido de luchar de modo tan obstinadocontra su propia ansiedad y esperaba a lasclaras la llegada del marido, en parteporque no éramos buen público. Marianaempezó a quejarse del tedio y a echar demenos a Antônio, que debía de estar porViamão con nuestro padre y los demás. Loshijos de Caetana corrían por la casarebosantes de energía, acumulada duranteel mal tiempo de aquel invierno en que nohabían podido salir al campo ni jugar enel patio, y su vocerío inocente penetrabaen nuestros oídos como cuchillos de hojaafilada.

Una madrugada, ya a principios deagosto, me despertó un alarido procedentedel pasillo. Mariana me miró asustada.Siempre temíamos que un soldado imperialviniese a atacarnos, pero aquellas vocesllegaban de la casa. Reconocí a doña Ana ya Milu, también a Zé Pedra con susmonosílabos, y unos gemidos bajos yangustiados.

—¡Ha llegado tío Paulo!Mariana saltó de la cama y ya se iba

hacia el pasillo, pero yo la retuve: eramejor que esperásemos a que acomodaran al

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pobre tío en una cama y la tía estuvieramás tranquila. No sabíamos en qué estadose hallaba, si muy mal o algo recuperado,casi curado. Pero los gemidos que nosllegaban nos indicaban lo contrario, y unhedor a algo descompuesto, podrido,emanaba y entraba por las rendijas de lapuerta. Mariana sintió miedo y me abrazó.Regente también saltó a la cama aprovechandonuestro descuido. Así estuvimos hasta queempezó a clarear; entonces salí de lahabitación y fui a la cocina, pues lasnegras siempre sabían todo lo que pasabaen la casa.

En la cocina, el aroma del café semezclaba con el de las hojas que hervíanen una palangana y con un ligero olor aalcohol. Estaban preparando una infusiónpara aplicársela a tío Paulo y doña Rosaen persona se encargaba de la ebullición.Fue ella la que dijo, con su voz grave ycomedida:

—El patrón está malito. Tiene la piernahinchada y de ella supura un pus casiverde. —Se explicaba con naturalidad, puessiempre había sido una buena curandera yconocedora de hierbas—. La herida de labarriga está cicatrizando, pero lapierna... No sé, tiene muy mal aspecto.

Doña Ana cuidaba del marido en lahabitación y allí se pasó la mañanaentera, mientras las negras iban y venían

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con un trajín de palanganas y ungüentos, yla casa parecía exhalar un olor ahospital; todas estábamos en la sala,esperando alguna noticia. Sólo doñaAntônia, que había llegado muy temprano,entró a la habitación de la hermana conaire de preocupación.

Cuando pude ver al tío me quedéestupefacta. Estaba muy delgado, el pijamaque le habían puesto le sobraba por todaspartes y tenía la cara blanca, el contornode los ojos enrojecido y la mirada sinbrillo. La pierna derecha, hinchada,emanaba muy mal olor y estaba cubierta conun vendaje blanco que no tapaba del todouna herida roja y ardiente que vertía unlíquido purulento. Doña Ana, con lasmangas arremangadas y los ojos secos,aplicaba compresas en la frente delmarido, afanosamente, como si de lostrapos mojados dependiese su vida. DoñaAntônia se limitaba a mirarla, contristeza, y en sus negros y menudos ojospodía entreverse la terrible verdad detodo aquello.

A media tarde llegó un médico que estabapor los alrededores. Entró alborozado alcuarto del enfermo, saludando con muchaafectación a Caetana, con quien se habíacruzado en el pasillo. Estuvo dentro doshoras; salió descompuesto. Cuando llegó ala sala nos miró a todas y posando los

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ojos en doña Antônia, que estaba en unaesquina, dijo en voz baja:

—Sería una buena idea que mandasenllamar a sus hijos, si es posible, y alresto de la familia que deseen que estépresente. El señor Paulo no pasará de estasemana... La pierna se ha gangrenado, elmal se ha extendido, está podrido pordentro. Ni la amputación lo salvaría.Sería un sufrimiento en vano. —Y bajandolos ojos añadió—: Discúlpenme, señoras,pero me han avisado muy tarde, ahora ya notiene remedio.

A doña Antônia le costó mucho levantarsede la silla, estaba pálida y parecía untanto frágil con su sencillo vestido gris.Se envolvió un poco más en el chal azulque llevaba y llamó al doctor:

—Vamos a hablar al despacho.El hombre la siguió de inmediato.

Mariana rompió a llorar.MANUELA

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Capítulo 6

El estado de salud de don Paulo de SilvaSantos se fue agravando día a día. Al principiotodavía se oían sus terribles gemidos y doñaAna andaba aturdida por los pasillos, gritandoa las negras, pidiendo otra palangana de aguacaliente, una nueva infusión de hierbas otoallas limpias. El médico volvió dos vecesmás.

En la última visita, llamó a doña Antônia alporche antes de irse. Era un día claro de airefrío y de un cielo muy azul, salpicado aquí yallá por nubes pálidas. Doña Antônia miró almédico con los ojos secos:

—¿Entonces, doctor Soares?—De esta noche no pasa, doña Antônia. Lo

siento mucho... —dijo con la mirada perdida enla pampa, luego fijó los ojos en aquella señoraalta y espigada, con el pelo recogido en unmoño en lo alto de la cabeza. No sabía quédecir y preguntó—: ¿Sus hijos ya han llegado?

—No. Usted sabe que estos caminos estánllenos de tropas. Mandamos a Zé Pedra en buscade sus hijos, pero aún no ha dado señales devida. —Su voz sonó desconsolada. Doña Antôniacruzó sus brazos fríos alrededor del cuerpo—.Sólo nos queda esperar... y rezar.

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—Lo mejor sería que llegasen hoy—añadió elmédico; se despidió y se marchó en un carruajenegro.

Doña Antônia se dirigió a la cocina y mandóa Rosa que preparase una comida ligera, estabantodas demasiado preocupadas para grandescomilonas. Después fue al despacho y dijo aBeata que llamase a Caetana. La cuñada llegó;vestía un traje marrón que no le restababelleza, aunque fuera sencillo, sin adornos.Llevaba el pelo trenzado en la nuca. Besó adoña Antônia, aquella mañana aún no se habíanvisto. La hermana de Bento no se anduvo conrodeos:

—Paulo morirá hoy, Caetana. Sólo con mirarloya se ve —dijo, y Caetana se santiguó. DoñaAntônia sonrió con cansancio, como quien sonríea un niño, y siguió diciendo en voz baja—:Anoche tuve una larga conversación con Ana.Ella ya lo sabe... No hay más vuelta de hoja.Tenemos que estar preparadas.

—Dios mío... Nunca pensé... nunca pensé queuna tragedia así fuese a sucedernos a nosotrastan pronto, cuñada. Paulo llegó aquí demasiadotarde, la herida ya estaba muy mal, me dicuenta. —Caminó hasta la ventana y miró eljardín—. ¿Bento y los chicos vendrán?

—Algo en mis entrañas me dice que no. Nisiquiera Zé Pedra ha aparecido. Además, nosabemos cómo van las cosas por allí. Por eso tehe llamado, Caetana, para decirte que hemandado avisar al cura. Hoy por la tarde vendrá

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a dar la extremaunción a Paulo. No es justo queun hombre se muera sin consuelo de Dios.

—Voy a avisar a Maria Manuela y a las niñas—asintió Caetana—. A rezar para que los hombreslleguen a tiempo. Tener a sus hijos cerca haríabien a la pobre Ana.

El cura llegó, cumplió con su obligación yse marchó.

Ya era de noche y el bonito día se habíatransformado en una noche cerrada, sinestrellas. Cenaban una sopa, todas sentadas ala gran mesa, quietas, conscientes de quedentro de poco recibirían la noticia. El lugarde doña Ana, la cabecera de la mesa, estabadesocupado. En cualquier momento entraría en lasala para decir que el marido había muerto. Eracosa de poco tiempo, hasta el cura lo habíadicho. Doña Antônia removía con la cuchara elplato humeante, no tenía hambre. Se acordabadel horrible día en que enterraron a suJoaquim. Un dolor agudo le oprimió el pecho.Doña Antônia cerró los ojos, haciendo unesfuerzo por contener las lágrimas.

Cuando las negras estaban recogiendo lamesa, llegó Zé Pedra. Venía solo, sucio ycansado de aquel penoso y frío viaje. DoñaAntônia, sin ambages, lo recibió en la sala,junto con las demás mujeres. Todas escucharon

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atentas lo que el negro les contó con susparcas palabras. No había conseguido llegarhasta las tropas de Bento Gonçalves, ni habíahablado con los chicos. Los revolucionariosestaban en una situación arriesgada, acosadosen Viamão por tierra y por agua. A Zé Pedra sele trababa la lengua al pronunciar el nombre deun inglés que capitaneaba la escuadra de laMarina imperial. Era John Pascoe Greenfell,capitán de mar y guerra, que con sus navioshabía vuelto a abrir las rutas de navegaciónhacia Rio Grande, aliviando a la ciudad dePorto Alegre del cerco impuesto por BentoGonçalves. Además, las tropas de Bento Manuelasediaban a los rebeldes por tierra.

—Ha sido imposible llegar hasta el coronel —dijo Zé Pedra—. No hay un alma que puedaatravesar las tropas del Imperio, doña Antônia.En adelante, les va a caer encima plomo delgordo. No pude dar la noticia a los patrones,me disculpe, pero entregué la carta de laseñora a un soldado. El hombre me prometió quese la daría al coronel Bento Gonçalves.

Doña Antônia bajó la vista un momento. Lasmujeres estaban calladas, tristes, con miedo.Manuela pensaba en aquel nombre que a Zé Pedratanto le había costado repetir: Greenfell. Seimaginó al inglés que capitaneaba los navioscontra su tío y los demás. Sintió que una rabiasorda le crecía en el pecho. Si aquellaNochevieja hubiese comentado las desgracias quevislumbró, ¿alguien le habría hecho caso?

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Zé Pedra pidió permiso y se retiró a lacocina. Estaba muerto de hambre, pues duranteel viaje de vuelta había comido muy poco. DoñaAntônia cogió el ganchillo abandonado en elcesto de paja. Dio el primer punto condificultad. Las dos cuñadas la miraban,esperando. La voz le salió casi mansa, comoella quería, cuando dijo:

—No nos preocupemos por Bento, que él sabebien lo que hace. Enseguida estará por aquí connosotras otra vez. Esta noche, al menos,tenemos cosas más urgentes por las que sufrir.

Rosário empezó a llorar y se abrazó a sumadre. Caetana se levantó de su asiento y dijoque iba a por los niños a la cama. Perpétuadijo que iba a ayudarla, pues era mejor tenerla cabeza ocupada aunque fuera con lastravesuras de los dos hermanos.

Paulo de Silva Santos murió al alba,mientras doña Ana estrechaba su mano yrecordaba la noche de bodas. Se habían casadoen la hacienda de su padre, en Bom Jesús doTriumfo, y habían celebrado una fiestainolvidable. Doña Perpétua se había sentidofeliz como pocas veces en su vida al ver a suhija, completamente vestida de encaje blanco,de la mano del joven terrateniente. Después sehabían ido a vivir a Pelotas, habían arregladola casa de la Estância, y habían sido felices ycompañeros.

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José y Pedro nacieron; ambos se parecían alpadre, los dos eran valientes, fuertes, amantesde los caballos y el campo... Cuando doñaPerpétua estaba a punto de morir, postrada enla cama, llamó a su hija y le dijo:

—Tú no me preocupas, Ana. Sé que Paulocuidará de todo, siempre.

Unos lagrimones tibios resbalaban por lacara de doña Ana. La mano acurrucada entre lassuyas empezaba a perder un poco de calor,inerte, como un pajarillo muerto, inocente,entre sus dedos. Apretó aún más aquella palmacallosa que tantas veces la había consolado...

En ese momento exacto, ¿dónde estarían loshijos? Por la ventana entraba una claridadapagada y doña Ana adivinó que el alba rayaba.José y Pedro debían de estar en el campamentode Viamão, quién sabe si despertándose o yendoa tomar mate, quién sabe si presintiendo que derepente algo había pasado al padre. Lo último.Lo postrero. Doña Ana se levantó y besó lafrente pálida de su marido muerto.

Tenía que avisar a Antônia. Tenía que mandara Zé Pedra a dar la noticia al cura. Tenía queordenar a las negras que preparasen de comer ybeber; incluso en tiempo de guerra alguienpodía venir, un vecino u otro, y en aquellacasa siempre habían estado preparados pararecibir visitas. Tenía que dejar de llorar.

Se secó la cara con un pañuelo de encaje yse atusó el peinado. El pasillo todavía estabaen silencio y a oscuras. Antes de ir a la

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cocina, donde seguro que encontraría a Zé Pedratomando mate, caminó hasta la puerta de lasala. Doña Antônia estaba derrengada en elsofá, con los ojos cerrados; en el regazoreposaba, olvidado, el ganchillo. Había dormidoallí. Doña Ana caminó hasta ella y se sentó asu lado, le tocó la cara con cariño. La hermanaabrió los ojos, sus retinas negras brillaron decansancio y preocupación.

—Ha muerto hace quince minutos —dijo doñaAna conteniendo las lágrimas—, cuando apenasempezaba a rayar el día... Mi querido Paulo hamuerto durmiendo.

Doña Antônia le cogió la mano:—Es mejor así, Ana. Nunca más iba a ser lo

que era antes. Él mismo lo hubiera preferidoasí.

Doña Ana sintió que los ojos le estallabanllenos de lágrimas.

Lo enterraron al atardecer.La guerra había revolucionado la vida de Rio

Grande y en aquella Estância, alejada de casitodo, poco se podía hacer, era casi imposiblemandar noticias a los amigos y vecinos. Manuelrecorrió unas leguas a caballo avisando a quienpudo. Sólo vinieron a dar el pésame dosestancieros de la región y el cura, que teníaque celebrar la misa por el alma del difunto, yal llegar encontraron la Estância da Barra deduelo. Dos negras iban de un lado a otro de la

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sala sirviendo licor de melocotón y pastelescaseros. Casi todas las mujeres iban de luto.Doña Ana no se movió del lado del marido, aquien velaban sobre la mesa de la sala con uncirio a cada lado. El cura rezó por los hombresde Rio Grande y por el fin de la guerra.Caetana lloró mientras sujetaba de la mano aLeão, que lo observaba todo con los ojosabiertos de par en par y llenos de pavor; entodo momento rogaba por su padre. Mariana yManuela se quedaron al lado de la madre,quietas, cabizbajas. Rosário, después de haberpasado muchas horas encerrada en el despacho,aparecía en ese momento en la sala con los ojosirritados. Una rabia sorda hacia todo aquellose traducía en su cara angustiada. ¿Por quétenía que vivir aquella tristeza, aquellos díashorribles de llantos y olor a muerte? ¿Por qué?

Doña Antônia estaba en el porchecontemplando aquella tarde de sol agradable ypensando en su hermano. En aquellos momentostan duros necesitaban a Bento, él siempre teníauna palabra de consuelo, una palabra segura,alentadora. A pesar de ser católica, laspalabras del cura no le servían... Doña Antôniasabía que, en una hora, su cuñado estaríasepultado a la izquierda de la casa, en aquelrincón apartado donde estaba el parterre derosas, bajo la sombra de una higuera. Pensó entodas las veces que había visto a Paulo galoparpor aquellos campos; era un hombre de hierro,alegre y dispuesto a todo. Para algunos, las

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cosas acababan de la manera más cruel.Un carro subía por el camino. Doña Antônia

se incorporó. El carro se detuvo enfrente de lacasa. Doña Antônia reconoció en aquella figuraalta, de pelo negro y bien recortado, al hombreque la había saludado en la carretera. Llegócompungido tendiéndole una mano dura,bronceada.

—Siento mucho que la honra de volver a verlaesté motivada por tan triste acontecimiento,doña Antônia. —Su voz era agradable y bienmodulada—. Voy de camino para unirme a lastropas en Viamão o donde me necesiten. Hacepoco que he dejado a Teresa con un familiar yno podía sino pasar por aquí para ofrecerlesmis condolencias. Todo el mundo apreciaba muchoal señor Paulo.

Doña Antônia estrechó su mano. Inácio Joséde Oliveira Guimaráes le ofreció el brazo, eraun caballero, y así entraron a la sala, dondeya preparaban al difunto para enterrarlo. DoñaAna recibió las condolencias de Inácio. A pesarde tener los ojos hinchados, su semblantemostraba serenidad.

Todos fueron al jardín. Manuel, Zé Pedra,Inácio y uno de los vecinos llevaban el ataúd.Detrás iban las mujeres. Perpétua caminaba apaso ligero, la tristeza por la muerte del tíose mezclaba con una euforia extraña: ¿quién eraaquel hombre? Sintió que su corazón latía másrápido bajo el perillo de encaje negro delvestido. Se santiguó. Debía de ser pecado

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pensar en esas cosas en un momento como ése.Unos metros más adelante, Inácio José deOliveira Guimaráes andaba con paso firme.Perpétua admiró su nuca de piel clara, el pelonegro bien peinado. Era un hombre elegante.

La pequeña comitiva llegó al borde de lasepultura. El cura abrió una Biblia con unavieja encuademación de piel y empezó a leer unpasaje. El sol se ponía por detrás de unacolina. El aire empezaba a refrescarrápidamente. Minutos después, el primer puñadode tierra cayó sobre el féretro del marido dedoña Ana. La tierra que caía en la madera hacíaun ruido seco y sordo.

Querida Ana:Sólo un mes después de haberme llegado

la noticia, tengo la tranquilidadsuficiente para escribirte y decirtecuánto he sufrido por la pérdida de eseinestimable hombre que fue nuestro Paulo.He sentido mucho que esta guerra hayadepositado en tu alma una carga tan pesaday tengo que decirte que tus hijos tambiénhan sufrido mucho. No hay día en que novengan a mí, tristones, y nos quedemostomando mate y recordando las cosas buenassucedidas en el pasado.

Querida hermana, no te digo esto paraque sufras más, sino para que sepas quePaulo está en nuestros corazones. Ahora

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también luchamos por él. Si en una de esasbatallas que libramos me cruzo con elcanalla que lo hirió tan terriblemente, tejuro, Ana, que mi espada no lo dejaráimpune... También te juro que en cuantonos hayamos tranquilizado por estastierras mandaré a tus hijos para que pasenunos días contigo, pues sé que ahora elúnico consuelo es la presencia de José yde Pedro a tu lado.

Ana, aprovecho estas líneas, escritascon prisas en un amanecer lluvioso, paracontaros a ti y a las demás lo que nosestá pasando. Nos hallamos en plenaguerra. Cuando estábamos acuartelados enViamão, a principios de agosto, en lamisma época en que envié a Paulo para quecuidaras de él —quizás haya sido un errorpor mi parte, pues el penoso viaje empeorósu estado—, recibimos la noticia: nuestrastropas estaban sitiadas por tierra y pormar. El capitán Greenfell, un inglés conun solo brazo, que está al servicio delImperio, había puesto sus barcos en el ríoGuaíba, cerrándonos así el paso.

Mientras tanto, Bento Manuel llegaba consus tropas, casi tres mil hombres, uncontingente mucho mayor que el nuestro.Además, la moral de nuestras tropas, trasel nuevo cerco de Porto Alegre, estaba muybaja. No tuvimos otra salida sino huirhacia los barrancos, desde donde

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intentaríamos ganar la campaña al sur delrío Jacuí. Tuvimos que librar una luchaferoz: nuestra única posibilidad eraatravesar las tropas de Bento Manuel, peroconseguimos una victoria que nos alegrómucho. Nuestro primo Onofre, al mando detrescientos hombres, consiguió asustar alos imperiales, que retrocedieron y nospermitieron avanzar. Así pudimos romper elcerco y nos abrimos paso entre carretas ycañones. ¡Fue un momento glorioso, queridahermana! Y tus hijos y sobrinos han sidomuy valientes, Pedro capitaneó a cienhombres de la caballería con mucho éxito.

Debes saber que ahora estoy a mediocamino de Campanha, dentro de una tienda,y sólo consigo entrar en calor gracias almate que Congo me acaba de preparar y alos recuerdos. Este mes de septiembre hasido frío y lluvioso, lo que entorpecemucho nuestros movimientos. Pero, Ana,esta carta tiene otras noticias que dar.Ayer me despertaron con la novedad de queNetto ha proclamado la República en Campodo Seival. Ahora es general, graduaciónque también me ha sido concedida. Quierodecirte, querida hermana, que este hechome preocupa mucho. Según Netto, estamos enun camino sin retorno que nos separará aúnmás del Imperio. Donde estoy, seguido decerca por las tropas de mi tocayo BentoManuel, pensar en la República de poco o

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nada me sirve. Estamos como en una isla,rodeados de imperiales por todas partes.Nos acosan y necesitamos unirnos a losotros. Pero ten fe, Ana, y que la familiatambién se apoye en la fe, pues saldremosde aquí y enseguida iré a veros. Estanoticia de la República Riograndense es unsecreto que no podéis divulgar. Todavíahay mucho tiempo para hacerlo. El quetiene poco tiempo soy yo, pues ahora mismoescucho la voz de Tito que me llama.Onofre quiere hablar conmigo. Termino aquíesta carta, Ana, con todo mi cariño y misentimiento. Adjunto una breve nota paraCaetana, ha sido todo lo que lascircunstancias me han permitido escribir.Quedad con Dios.

BENTO GONÇALVES DA SILVA21 de septiembre de 1836

[...] Nosotros, que formamos la 1ªBrigada del Ejército Liberal, debemos serlos primeros en proclamar, comoproclamamos, la independencia de estaprovincia, que queda desvinculada delresto del Imperio y forma un Estado libree independiente con el título de RepúblicaRiograndense, y cuyo manifiesto a lasnaciones civilizadas se haráconvenientemente.

Campo dos Menezes,

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11 de septiembre de 1836Firmado: ANTÔNIO DE SOUZA NETTOComandante de la Iª Brigada de

Caballería

La voz que leyó el manifiesto dejó un rastrode silencio tras de sí. El silencio duró unoscuantos segudos. Un grito de excitaciónrecorrió la tropa como un soplo. Aquella mañanael sol lucía débil. El general Netto desenvainóla espada y la levantó bien alto, gritando:

—¡Viva la República Riograndense! ¡Viva laindependencia! ¡Viva el Ejército republicano!

De todas las bocas salió un grito único,voraz. La bandera tricolor ondeaba en lo altode un mástil. Una bandada de bienteveos pasógritando por el cielo y se posó en las copas delos árboles de un bosquecillo cercano.

Mientras el general Netto proclamaba laRepública Riograndense, Bento Gonçalves,acosado por las tropas de Bento Manuel,intentaba urdir un plan de fuga. Estabanprácticamente sitiados en Viamão. Los soldadosestaban cansados y hambrientos; los caballos,agotados. Llovía mucho, era la primavera húmedade la pampa. Los ríos bajaban crecidos debido ala lluvia: era difícil desplazarse y casiimposible arrastrar los cañones.

En una pequeña escaramuza, Bento Gonçalvesresultó herido en un hombro. Tenía que ir a

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Campanha, donde podría descansar y cuidarse laherida, pues allí, con aquellas parcascondiciones podría infectarse.

—Acuérdese de su cuñado, general —le dijo elmédico de la tropa.

Bento Gonçalves posó la mirada perdida en elhorizonte gris. Sí, se acordaba muy bien dePaulo. Demasiado bien. Pero tenían queatravesar el Gravataí con las tropas, ya queera el único río con puente por aquelloscaminos que iban a Campanha. Tenían queatravesar el Gravataí y librarse de BentoManuel. Era la única posibilidad.

Fue así como urdieron un plan. Hicieroncorrer la noticia de que marcharían hacia PortoAlegre, y eso fue justamente lo que hicieron.Bento Gonçalves, Onofre Pires, Tito LívioZambeccari y Sebastião do Amaral reunieron lastropas y pusieron rumbo a la capital. BentoManuel Ribeiro recibió la noticia de la marchay puso rumbo a la ciudad con sus hombres. Noquería dejar que los rebeldes se escaparan.

A mitad del camino la mayoría de las tropaspuso rumbo al norte, hacia el río Gravataí.Bento Gonçalves, Onofre Pires y un piquetesiguieron dirección a Porto Alegre paradespistar al enemigo. Las tropas que sedirigían hacia el Gravataí marchabansilenciosamente bajo la luz mortecina de unaluna triste cubierta de nubes. Sabían quemuchos piquetes enemigos estarían apostados porel camino, de casi ocho kilómetros; había que

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marchar con cautela.Cuando estaban a mitad de camino, los

imperiales descubrieron la estratagema. A todogalope, la tropa revolucionaria puso rumbohacia el puente del Gravataí. Bento Manuel lespisaba los talones, disparando, con las lanzaslevantadas. Algunos soldados rodaron,pisoteados por los caballos.

Una nube de polvo intenso subió hacia elcielo nocturno, pero los rebeldes llegaron alpuente. Pasó la tropa, y pasaron también loscatorce cañones. Cubrieron de pólvora elpuente. Un tiro cortó el aire de la noche y elpuente voló por los aires.

Empinando el alazán negro, Bento Gonçalvessonrió. Las llamaradas encarnadas aclarabanmomentáneamente la noche. Había engañado a sutocayo. Bajo la tela del dolmán, el hombro leardía un poco. Bento Gonçalves corrió haciaOnofre.

—¡Esta vez hemos tenido suerte! —gritó.Los dos hombres siguieron al trote uno junto

a otro. Pedro, sonriente, con la cara sucia depolvo, se unió a su tío.

Ahora había que llegar a São Leopoldo. Allídescansarían. Bento se cuidaría el hombro y latropa tendría algo de paz. La luna resplandecíatímidamente en el cielo.

Doña Ana estaba en el porche tomando un pocoel sol. La primavera se anunciaba lentamente en

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la pampa, haciendo florecer los flamboyanes yexhalando en el aire un dulce aroma de frutas.

Desde que José, su hijo mayor, habíallegado, doña Ana había recuperado un poco desu antigua paz. Cuando el hijo subió lasescaleras del porche, con el dolmán puesto y laespada en la cintura, sin afeitar y cansado dellargo viaje, doña Ana, que estaba en la salaintentando leer un libro, se transformó en unacascada. En cuanto puso los ojos en José, laslágrimas empezaron a brotar, incontrolables.Cuando se sobrepuso al llanto, se dejó caer ensus brazos para templarse en aquella tibiezafamiliar. Encontró a José todavía más parecidoa Paulo; la guerra había madurado sus faccionesy una barba rala le ensombrecía la cara. Supresencia le avivó el llanto.

—Calma, madre —fue todo lo que José pudodecir.

Y lloraron los dos ante las miradas apenadasde las otras mujeres.

Doña Ana cuidó de su hijo con las atencionesque no había podido dar a su marido. Fue a lacocina y le preparó una cacerola de membrillo,hizo mermelada de melocotón y amasó con suspropias manos el pan que le sirvió alatardecer. Todas estas tareas devolvieron unpoco de lozanía a su cara, ya tan abatida.Caetana agradeció a la Virgen la mejora de sucuñada.

Y los días fueron pasando. Hacía una semanaque José estaba en la Estância da Barra. Había

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traído noticias de la guerra, contó cómo lastropas habían conseguido abandonar Viamão. Fuedespués de eso cuando decidió ir a la casamaterna. Su hermano, Pedro, se quedó al lado deBento Gonçalves. Sabían que en aquellosmomentos los revolucionarios estabanacuartelados en São Leopoldo. Doña Ana dejó quesu mirada se perdiese en los campos que seextendían hasta donde alcanzaba la vista.Lejos, junto a una colina, vio a un grupo debaquianos. Llegaban de la venta de una carga decharqui. Era una buena señal; necesitaban eldinero para muchas cosas.

José llegó del interior de la casa, sudado,con las mangas arremangadas. Besó a su madre yse sentó en una silla de rejilla.

—He estado cabalgando un poco con Manuela.Me he dado un baño en el arroyo. —La voz setiñó de tristeza—. Me acordé de los viejostiempos, madre, de cuando éramos pequeños yveníamos a pasar aquí el verano.

Doña Ana sonrió sintiendo los ojos húmedos.—¿Sabe qué día es hoy, madre?—¿Qué día, hijo mío?—Veinte de septiembre. Hace un año que

estalló la revolución.Doña Ana miró sus manos caídas sobre el

regazo, lívidas. Hacía un año. Un año entero deansiedades y esperas.

—He aprendido a no sentir el tiempo, hijomío; de lo contrario, acabaría enloqueciendo.

Leão y Marco Antônio pasaron corriendo,

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bajando las escaleras del porche a trompicones.Doña Ana miró a sus sobrinos y sonrió.

—Estos dos chiquillos han doblado laestatura desde que llegamos.

José profirió una sonora carcajada. Tenía lamisma risa que su padre, generosa, alegre ydulce.

Inácio José de Oliveira Guimaráes aparecióen la Estância aquellos días. Para tomar mate ycharlar. Iba de paso, pues había ido a visitara doña Teresa, su esposa, que había estadoconvaleciente de una dolencia pulmonar.

—El invierno ha sido realmente duro —dijodoña Ana al visitante mientras le ofrecíapastel de naranja—. Maria Angélica, la hija deCaetana, ha estado muy afectada de asma debidoa la humedad. Gracias a Dios ya está bien.

Inácio puso cara compungida.—Mi esposa está muy delicada de los

pulmones, estoy muy preocupado.Doña Antônia atajó:—Le ofrezco nuestra ayuda. Si doña Teresa

necesita cualquier cosa, aquí nos tiene a todasnosotras.

Perpétua estaba en su habitación, tumbada enla cama, mirando el techo. Algunas tardespasaban despacio. Rosário entró, apurada:

—¿Sabes quién está aquí? Aquel hombre, eldel entierro del tío. El que estuviste mirandotanto, que yo te vi.

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Perpétua dio un salto en la cama.—¿El señor Inácio?—El mismo, prima. Ha venido de visita y a

traer noticias.—Voy para allá. —Y fue a ataviarse,

arreglarse el pelo, cambiarse los zapatos porun par mejor.

Perpétua apareció en el porche cuando Inácioempezaba a contar las noticias que tenía de losrebeldes. Había estado con Netto, sabía algunascosas de Bento Gonçalves. Hablaron de laRepública. Los ojos oscuros de Ináciobrillaban.

Doña Ana disimuló la sonrisa cuando vio a lasobrina. Había sorprendido algunasconversaciones entre Perpétua y Mariana en lasque había escuchado el nombre del visitante.¿Qué significaba aquel brillo nuevo en los ojosde la serena Perpétua?

—Siéntate aquí, niña. —Doña Ana le indicóuna silla. No pasaba nada; al fin y al cabo, elhombre estaba casado. No era malo que la chicase alegrara un poco, pues las cosas estabantristes en aquella casa.

Los ojos de Inácio José Oliveira Guimaraesse impregnaron de las facciones de la hijamayor de Bento Gonçalves. Una leve inquietud leasaltó el corazón. Ella carraspeó. Las dosmujeres tenían la mirada puesta en él. Josépreguntó:

—¿Cómo le van las cosas a mi tío? Parto estasemana para reunirme con él.

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—Las noticias se atrasan, ya sabe. Peroparece que el maldito Bento Manuel se dirigecon todo su arsenal hacia el coronel. Selibrarán más batallas.

—Ese traidor no ha podido digerir nuestramaniobra en Viamão —dijo José.

—Vamos a ver qué pasa. Mañana parto yotambién, bien temprano.

Doña Ana sugirió que se fueran juntos. Eramás seguro. Los dos hombres lo arreglaron todo.Partirían al amanecer con un baquiano de laEstância do Brejo. Perpétua sintió un levetemblor al imaginarse a Inácio en la guerra, enmedio de la batalla. Doña Antônia llamó a unade las negras y mandó traer más agua para elmate. La tarde caía lentamente poniendo elcielo rosáceo y espléndido.

La carta del coronel Bento Gonçalves daSilva llegó una mañana luminosa deldecimoquinto día de aquel mes de octubre en elbolsillo interior del dolmán de un teniente queapareció herido, maltrecho y muerto de hambre.Tenía una misión, una misión que le habíaencomendado el jefe mayor, Bento; y el tenienteAndré había tenido que desdoblarse en muchospara vencer los caminos y al dolor, y sortearlos diferentes piquetes imperiales que habíaencontrado a su paso. A pesar de todo, inclusoa pesar de la derrota, el teniente André habíaconseguido cumplir su misión.

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Había llegado a pie a la Estância, cojeandode la pierna derecha: se la había alcanzado derefilón una bala imperial. Pedía unos días decobijo y un caballo. Tenía órdenes de unirse aNetto y proseguir la lucha en Campanha.

Doña Ana lo recibió como a un hijo,imaginando que quizás, en otra Estância muylejos de allí, Pedro o José pudiesen estartambién a merced de la gentileza de extraños.Enseguida quiso llamar a doña Rosa para que elama de llaves curase la herida del teniente,pero André se negó. La pierna estaba bien,después aceptaría una cura, un plato de comida,un trago de aguardiente y un baño, pero en esemomento tenía una misión que cumplir. Tenía queesperar a que se leyese la carta, tenía queinformar sobre los combates; había recorridotodas aquellas leguas sólo para eso.

—Las esperaré bajo el ombú —dijo—. Cuandoacaben la lectura, contaré para qué más hevenido aquí.

Caetana sonrió.—Puede quedarse con nosotras —le pidió ella

—. Lo que mi marido nos cuenta seguro que nodebe de ser ningún secreto.

El teniente, lívido, agradeció la gentilezay sacó la carta del bolsillo de su dolmán.Caetana la leyó atropelladamente, saltándosevocales, hasta que su corazón se calmó. Despuésla repitió en voz alta para su familia, en elporche, donde todas se habían reunido aquelatardecer nublado. El teniente se quedó quieto

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en un rincón, aunque el cansancio fuese cruel,y esperó gentilmente a que concluyera lalectura de la carta para dar la terriblenoticia que le producía un nudo en la garganta.El teniente André tenía veintitrés años y erael hijo más pequeño de un terrateniente de laregión, un muchacho educado, de buena familia,cuya apostura se hacía patente incluso bajo eluniforme harapiento y sucio.

La voz ronca de Caetana tembló ligeramenteal pronunciar las primeras frases, después setranquilizó. El teniente apreció la bonita vozde la esposa del coronel.

Mi adorada Caetana,Mientras te escribo esta misiva, fuera

está helando. Un frío terrible se apoderade las paredes de la tienda de campaña yviene a azotarme, penetrando en mi pielcomo una cruenta daga... Siento tener quecontarte el estado en que están las cosas,pero la verdad, querida esposa, es quedespués de tantas luchas y después detanto tiempo con Bento Manuel pisándonoslos talones, estamos casi sin víveres, sinabrigos y sin fe. Me obstino en reanimar alos soldados y, por ahora, sólo nosalimentamos con palabras. Hace ya un añoentero que empezó esta guerra; en el campode batalla el tiempo pasa muy deprisa... Yyo, para ser más feliz, sueño contigo ycon nuestra casa, con un buen fuego

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crepitando en la chimenea y con todosnuestros hijos reunidos.

Sin embargo, a pesar de la mala suertede estos días, los hombres tienen coraje.Incluso Tito, el conde, que padece unadolencia en los pulmones y tiene la saluddelicada, no ha parado un solo día, seolvida de la fiebre, de todo, para estar ami lado y preparar a la tropa para nuestrapartida de São Leopoldo. Aquí hemosconseguido material para construir dosplataformas que nos ayudarían en latravesía del Jacuí, desde dondeseguiríamos hacia Campanha. Estamosrodeados, Caetana, pero tranquilízate puescreo que conseguiremos, una vez más, comoen Viamão, tener éxito en nuestros planes.

Al otro lado del Jacuí está el coronelCrescêncio, y lo mejor sería quepudiésemos unirnos a él, así reforzaríamosel ejército y estaríamos en condiciones debatir a Bento Manuel. Esa travesía, noobstante, ahora se me hace ardua y lenta.Quizá deberíamos avanzar por tierra yluchar cara a cara contra esos malditosimperiales. Tenemos que estudiarlo.

Onofre se siente muy incómodo: es ungigante enjaulado que debe contener su malhumor en todo momento. Al amanecer nosreuniremos todos para tomar la decisiónadecuada.

Por lo demás, querida esposa, somos unos

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soldados que llevan la vida dura de unaguerra, pero estamos sanos, vivos. Losdemás, los sobrinos y mi cuñado, estánbien. Mandan recuerdos, y yo también, parala familia. Pienso en nuestros hijos, enRío de Janeiro, y creo que ya va siendohora de que vuelvan a Rio Grande.Escríbeles, Caetana, y diles que ése es misentimiento.

Ahora pongo fin a esta carta. Debodespacharla esta misma madrugada para quellegue a tus manos cuanto antes.

Con todo mi cariño y mi añoranza,BENTO GONÇALVES DA SILVASão Leopoldo, 29 de septiembre de 1836

Al acabar la lectura, Caetana dobló concuidado el papel y se lo guardó en un bolsillodel vestido, suspirando. Las cosas no iban bieny, aunque Bento intentase tranquilizarla, ellasentía que algo le quemaba en el pecho, unacierta inquietud, un mal presentimiento. El díaanterior casi no había dormido, se pasó lanoche con la mirada puesta en el techo. Sólo secalmó después de pasarse dos horas rezando enel altar de la Virgen, rogando por los hombres,por el éxito y para que la Madre de Diosconcediese un final honroso a aquella guerra.

Doña Ana tenía la mirada perdida. Leresultaba imposible no pensar en Paulo, queahora estaba muy cerca, bajo la higuera, unrecuerdo cálido para su consuelo. Resultaba

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imposible no odiar la guerra. Había intentadoalejar sus pensamientos. Manuela, Mariana,Perpétua y Rosário miraban al tenienteesperando ver qué más sucedería después. DoñaAna preguntó:

—Y tú, hijo mío, ¿qué más noticias tienesque darnos?

Los últimos rayos de sol intentabantraspasar el manto de nubes grises. La tardeacababa lentamente, los teruterus cantaban. Elteniente se cuadró, como si respondiese a lallamada de un superior, después, una mueca desúbita tristeza se esbozó en sus delicadasfacciones. Era un joven de tez clara, ojoscastaños y boca bien perfilada.

La voz le salió temblorosa. Después detantas batallas, de ver tanta muerte y horror,la voz aún le temblaba. Se acordó de lo quehabía visto en Fanfa y sintió que el horror lecongelaba la sangre. Estaba ante la familia deBento Gonçalves y tenía que dar aquellanoticia.

—Señoras —empezó a decir, mirando al suelo—,siento mucho estar aquí y traerles estapreocupación... —Levantó la cara y miró aManuela, tan jovencita y lozana. Después posólos ojos en Caetana y prosiguió—: Sin embargo,el coronel Domingos Crescêncio me ordenó queviniera a comunicárselo a ustedes...

—Pues habla, hijo mío. —La voz de doña Anasonó impaciente y llena de miedo—. Estamos aquípara escucharte.

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El teniente tomó una bocanada de aire ysoltó, de corrido:

—El coronel Bento Gonçalves da Silva fuecapturado y hecho prisionero el día cuatro deoctubre en la isla de Fanfa, mientras intentabaatravesar el río Jacuí con sus tropas paraunirse al coronel Crescêncio. También apresaronjunto a Bento Gonçalves al coronel Onofre y aTito Lívio Zambeccari, y los condujeron alPresiganga. Desde allí, fueron trasladados a Ríode Janeiro, a la fortaleza de Santa Cruz, dondetambién está el capitán Lucas de Oliveira.

Sólo los pajarillos interrumpían elsilencio. El teniente cruzaba y descruzaba lasmanos. En realidad, tenía ganas de llorar. Conla captura de Bento Gonçalves, el sueño de larepública se veía seriamente comprometido.

Delante de él, las siete mujeres no pensabanni en repúblicas ni en sueños, sólo en elhombre que había sido trasladado tan lejos,esposado, humillado, y que ahora tenía undestino tan inseguro. Doña Ana se levantó de lasilla y corrió a abrazar a Caetana, que rompióa llorar. El teniente se sintió aún máscompungido. Manuela pasó el brazo por loshombros de Perpétua; su prima estaba lívida, yal sentir el roce de Manuela se amparó en ella.

—Señoras... —El teniente no sabía bien quéhacer y añadió—: Fue una batalla desigual.Bento Manuel nos rodeó en la isla y, bajo unfuego intenso, ellos se defendieron durantemuchas horas, con mucho valor. Toda una noche.

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Nunca ha de olvidarse... Pero los barcos delinglés Greenfell fueron decisivos. Estabanocultos en el Jacuí, a la espera. No hubo otrasalida, el coronel Bento Gonçalves tuvo queentregarse. Con su gesto ha salvado la vida demuchos hombres.

—¡Ay, hijo mío...! —exclamó doña Ana—. Y suvida, ¿quién la salva?

Mariana y Rosário estaban abrazadas a lamadre. La noche fue derramando sus sombras porel porche y por el campo, los grillos cantaban.Dos negras vinieron a encender las lámparas.

—Señoras, lo siento... —El joven no sabíacómo actuar.

—Tranquilo, hijo mío. —Doña Ana intentabarecomponerse—. Has viajado mucho, estás cansadoy necesitas cuidados. Te agradecemos que hayasvenido hasta aquí a contarnos lo sucedido... —Tocó la campanilla y la negra Beata apareció—.Beata, llévate al muchacho a la cocina. Di aRosa que lo cuide muy bien y prepárale unahabitación, donde puedas, que se va a quedaruna noche o dos.

El teniente André dio las gracias. Estabaexhausto. Detrás de la negra, por el pasillo enpenumbra, aún podía escuchar el lloriqueotriste de la esposa de Bento Gonçalves. Deberíahaberle dicho que el coronel volvería, que noera un hombre hecho para estar prisionero, todoel mundo en Rio Grande lo sabía, pero no tuvovalor. Los ojos de la uruguaya tenían ahora unverde de bosque húmedo. El joven no tuvo valor:

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la voz se apagó en su garganta.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 7 de noviembre de 1836

Aquella misma noche, tras recibir unanota de mi madre, doña Antônia vino avernos. Incluso bajo su máscara de fuerzay serenidad se vislumbraba una profundatristeza penetrante en sus ojos negros.Primero la muerte de tío Paulo y ahora elencarcelamiento de Bento Gonçalves... Lascosas se ponen muy duras para nosotras ydoña Antônia sufre en silencio, como miabuela, de quien nunca oí una quejadurante toda mi vida. Aquí en Rio Grandesufrir es un sino, y nunca se sufre másque en una guerra. Doña Antônia lo sabe;con el paso de los días se va haciendomarmórea, se va endureciendo. La tristezano se muestra, es una especie de desnudez.

Doña Antônia no lloró un solo momentoaquella noche, que tardó mucho tiempo enpasar, porque estuvo tranquilizando aCaetana y pidiéndole que se pusiera bienpor sus hijos, por Bento. Sí, porque Bentovolvería. Estaba absolutamente segura.

—Bento es una persona muy resistente,Caetana —le aseguraba doña Antônia con sutono de voz suave, cálido—. Cuando era

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pequeño se cayó de un caballo y se dislocóun tobillo. Mamá estuvo muy preocupada, lacaída fue muy mala. Después de vendarlo,Bento desapareció... Cuando fuimos abuscarlo estaba otra vez montado en suzaino, feliz de la vida, como si nohubiera pasado nada. Siempre ha sido unacriatura obstinada... —dijo doña Antônia,que sonreía intentando convencerse a símisma—. Se escapará de allí. Nadie retienea la fuerza a Bento Gonçalves da Silva.

Todas nosotras creímos en aquellaspalabras como en una profecía.

Cuando recuperó un poco la calma, unosdías después, Caetana escribió una largacarta a sus hijos. Me quedé pensando enJoaquim, que estaba allí, en Río deJaneiro, ¿cómo recibiría la noticia?¿Podría visitar al padre? Joaquim, esemuchacho de ojos negros y sonrisa alegre,con quien he jugado tantas tardes de lainfancia y que hoy es mi prometido. Letengo un gran cariño. Cariño. Doña Anadice que sentir cariño es un modo de amar.Pero yo todavía no me he olvidado deaquella visión, de aquel hombre en lacubierta del barco, del hombre rubio queme sonreía. Y dicen que me casaré con miprimo cuando esta guerra acabe... Si esque algún día termina. No fue la cara deJoaquim la que me asaltó aquella noche deAño Nuevo. Fue, por el contrario, la cara

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de un extranjero, una cara diferente denuestros rostros riograndenses, de pielmorena, de pelo oscuro y aire español.Aquel hombre era oro puro, un sol ponientebrillaba en sus ojos, doraba sus cabellosde trigo. A veces me pongo a otear elhorizonte, más allá de las colinas, ypienso: ¿vendrá algún día ese hombre demis sueños, veré el rostro que ahora mevisita en pensamientos, o mi destino escasarme de verdad con mi primo Joaquim,tener hijos suyos, dar órdenes a lasnegras cuyas madres también obedecieron alas mujeres más viejas de esta casa, darnietos al coronel Bento Gonçalves, nietosparecidos a los que ya somos nosotros, conesta misma sangre que corre por nuestrasvenas y estas mismas vistas de los camposy amaneceres en el alma? No tengorespuesta que apacigüe mi espíritu. Losdías pasan, iguales entre sí. Se instalael verano en la pampa y nos quedamosesperando que nos traigan la buena nuevatan ansiada, la noticia de la fuga deBento Gonçalves.

João Congo, el negro de mi tío, aparecióen la Estância a mediados de octubre.Caetana le dio dinero e instrucciones paraque tomase un barco hacia la Corte y fuesea visitar a Joaquim, Bento hijo y Caetano.Desde allí podría ocuparse de BentoGonçalves, llevarle de comer todos los

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días. Seguro que la comida de la cárcelera de las peores. João Congo partió aldía siguiente con un fajo de cartas y unasonrisa en su cara negra y afable. Todosse van, sólo nosotras seguimos aquí.

Noviembre ha llegado con un cielo azulsin nubes y un sol cálido que hace brotarflores por todo el campo. Es imposibleimaginar, al contemplar esta bellezaserena, que más allá de estas tierras selibra una guerra tan cruel. Pero lasnoticias nos llegan con el viento, y esverdad que la guerra existe allí fuera.

Los hijos de Caetana crecen, AnaJoaquina ya ha empezado a hablar y corredetrás de Regente por los pasillos, se estáhaciendo una niña muy guapa. Leão, desdeque supo que encarcelaron a su padre, sólosabe jugar a la guerra con su espada demadera. Dice que va a liberar a BentoGonçalves. Caetana y doña Ana lo observantodo con aire aprensivo. Un hombre más quese prepara para la guerra, uno más porquien habrá que esperar, que rezar, aquien llorar.

Y así va pasando el tiempo. Celebré midecimosexto cumpleaños un domingo de sol.Doña Ana mandó que se hicieran pasteles ydulces, y mi madre me regaló unagargantilla de oro que había llevadocuando era joven. He pensado mucho en mipadre y en Antônio, en los cumpleaños

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pasados, cuando mi padre me tomaba enbrazos diciendo que era su niña y quenunca crecería. Mi padre está lejos, haceun año que no lo veo. ¿Me sorprenderécuando lo vea —quién sabe los estragos quela guerra habrá causado en su persona— oserá él quien se asombre al verme crecida,al ver en mí esa serenidad labrada acuchillo, moldeada durante estos días deangustia y espera en los que el silenciosigue siendo el mejor de los consuelos ylos escondites?

Mariana también ha cambiado. Estáencandilada con el teniente André y andatonteando con él, está más feliz, inclusosonriente, alegría que contrasta con latristeza de todos. Desde que lo vio en elporche, aún sucio y cansado por el viaje,una nueva luz iluminó los ojos de mihermana Mariana. Durante días lo siguiócon la mirada, de lejos, sin valor parahablarle, hasta que un día los sorprendícharlando en la huerta. Mariana tenía unafrescura nueva, una frescura quedesentonaba con todas nosotras.

Desde la noticia de la captura de BentoGonçalves, la casa está más silenciosa.Doña Ana ha desistido temporalmente detocar el piano. Para sufrimiento de mihermana, el teniente, al cabo de una

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semana de estar aquí, en la Estância, semarchó otra vez para unirse a las tropasde Netto. Mariana, desolada, se fue hastael arroyo y allí se pasó la tarde enterallorando. Volvió a casa con los ojosirritados, como un cachorrillo sin amo. Aun soldado no se le puede retener lejos dela guerra, no aquí, en Rio Grande... Elmencionado teniente, en cuanto se huborecuperado de la pierna, montó en uncaballo y partió en busca de su nuevocoronel. Con Bento Gonçalves prisionero,Antônio Netto es ahora el cabecilla de larevolución. Dicen que está ganandobatallas en Campanha. ¡Que Dios lo ayude!Desde entonces mi hermana reza por sustropas. El pequeño altar de NuestraSeñora, en el pasillo, nunca ha estado tanrepleto de velas. El olor de la cera sepropaga por todas partes y se mezcla conel aroma del dulce de melocotón que hierveen las cacerolas; es uno más de los oloresde esta casa de mujeres.

MANUELA

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Capítulo 7

Doña Antônia recibió el telegrama y losostuvo entre las manos como algo precioso. Elhombre que había llevado el mensaje acompañó auno de los negros hasta la cocina, donde ledieron de comer y beber.

Doña Antônia estaba sentada en la mecedoratomando el fresco en el porche. La mañana deldía 22 de diciembre se acababa, un sol límpidoy dorado vertía su luz por el campo y, fuera,soplaba una brisa fresca. Del río llegaba,deshecho en frases inconexas, el canturreo delas negras que lavaban la ropa. Doña Antôniarasgó el sobre y leyó. Bento Gonçalves da Silvahabía sido elegido presidente de la RepúblicaRiograndense en Piratini.

Doña Antônia levantó la mirada al campo. Susretinas tenían el color del roble, un castañocasi negro y centelleante donde nada, ningunaemoción, podía escapar. El pelo recogido en unmoño dejaba entrever las primeras canas. Antesde que empezara la guerra no tenía esoscabellos blancos; ahora, cuando se miraba alespejo, era fácil recorrer con los dedosaquellos hilos desteñidos. Podía enumerar laspreocupaciones que los habían originado. Bajóla vista al telegrama y releyó el corto

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mensaje. Bento Gonçalves era presidente de unarepública que no había proclamado. Y estabaprisionero. Estaba lejos, en Río de Janeiro.¿Qué destino era aquel que guiaba a un hombreal frente de todo un rebaño, que lo hacía serun jefe, más importante que todos los demás, ysin embargo deudor de ellos, deudor de cadaoveja, por quienes debía velar, honrarlos yprotegerlos? Pensó en su hermano, encerrado enuna celda, él que tanto amaba la pampa, elviento azotándole la cara, el olor del bosque yel frescor de los campos. Un presidenteencadenado. Bento Gonçalves no era republicano,ella lo sabía muy bien, habían hablado muchosobre ese asunto, ¿cómo se sentiría en esosmomentos con esa responsabilidad, ese honor,esa cuchilla clavada en su carne? ¿Con quéarmas lucharía y contra quién?

—Las cosas van como caballo desbocado.Su voz se desvaneció lentamente y doña

Antônia se dio cuenta de que hablaba sola. Sehabía vuelto irritable. Nunca había habladosola, era el primer síntoma de una vejezcaduca. Echó un último vistazo al jardínflorido y verde, respiró el aire fresco y entróen la casa. Después de comer, entonces sí, iríahasta la Estância de doña Ana a llevar lanoticia, a ella y a las otras. Pero todavía no.Necesitaba pensar en todo aquello, centrarse.

Los acontecimientos se sucedíanfrenéticamente. Doña Antônia había oído rumoresde que Netto se había encontrado con Bento

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Manuel y que ambos habían intentado llegar a unacuerdo sobre la guerra, pero losentendimientos habían fracasado. Y que elpresidente Araújo Ribeiro estaba debilitadoante el Imperio. Las cosas eran cada vez másconfusas. Las diferencias entre los rebeldes ylos partidarios de la regencia aumentaban aojos vista. Doña Antônia pensó en la Navidad,que llegaría en dos o tres días. Esperaba, comolas demás, que Antônio, Pedro, José y Anselmo,el marido de Maria Manuela, aparecieran paralas fiestas. Pensó en Ana: habría una sillavacía en la cena, un vacío que nunca más seremediaría. Sintió una pena terrible por suhermana. Sabía muy bien que un dolor como ésetardaría muchos años en desaparecer. Y cuandodesapareciera quedarían las cicatrices, rojas,doloridas, visibles.

El día 24 de diciembre de 1836, Bento hijo yCaetano llegaron a la Estância da Barra,después de tomar un barco en Río de Janeiro quelos condujo hasta Rio Grande. Desde allí, bajoel sofocante sol de diciembre, cabalgaron paravolver a ver a su madre y a sus hermanos. Bentohabía terminado sus estudios de derecho yCaetano aparcaba temporalmente los planes deentrar en una universidad. Era tiempo de pensaren cosas más apremiantes. Rio Grande ardía enrevueltas: era necesario que todos los hijosacudiesen a socorrerlo. Era necesario, por el

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nombre que llevaban y que honraban. EranGonçalves da Silva, hijos del general Bento, yla guerra los llamaba. Joaquim, el hijo mayor,se quedaría un tiempo más en Río de Janeiropara visitar al padre en la cárcel y ayudarloen lo que fuese posible. João Congo también sehabía quedado con él.

Bento era un muchacho alto y fuerte dediecisiete años, de voz grave y rostro tierno.Tenía los mismos ojos color verde bosque deCaetana, el pelo castaño, crespo, y una alegríaexuberante. Caetano, con quince años, era máscallado, más parecido al padre, pero decomplexión física más delicada. Al ver a lamadre quieta en el porche de la casa, lanostalgia acumulada en aquellos dos años lepesó en el corazón y no pudo contener laslágrimas. Corrió a los brazos de Caetana comoun niño asustado y se quedó estrechándola en unfuerte abrazo hasta que Bento dijo:

—Oye, suelta a nuestra madre, que yo tambiénmerezco un beso suyo.

Caetano fue a abrazar a Perpétua. Bentocogió a su madre por la cintura, le dio unsonoro beso en la cara y le dijo:

—Mire, madre, le juro que en toda la Corteno he visto una mujer más guapa que usted. Selo aseguro.

Doña Ana y doña Antônia sonrieron. Lasprimas vinieron corriendo. ¡Qué bueno era tenera más gente en casa, vivir un poco de alegría,dejar a un lado la guerra y el miedo de todos

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los días! Leão y Marco Antônio querían jugar ala guerra con sus hermanos mayores. Caetano fuea correr con ellos al patio.

Bento rebuscó en una de las maletas y sacódos cartas. La primera la entregó a su madrediciendo que era de Joaquim. El otro sobreestaba lleno de papeles, un poco sucio, perosellado.

—Madre, esta carta es de nuestro padre. Laescribió en la celda, en la fortaleza de SantaCruz. Se la dio a Congo pidiéndole que se laentregara en cuanto llegásemos a casa. —Tendióel brazo y depositó la carta en la palmatrémula de Caetana—. Ya hemos llegado a casa,madre. Ahora puede ir adentro a leer la carta.

Caetana sonrió al hijo y salió corriendohacia la habitación. El frufrú de las enaguasde su vestido azul se quedó flotando en el airecomo el sonido de un suspiro hasta que doña Anadijo:

—Vamos adentro, Bentinho. Vuestro viaje hasido largo, que yo lo sé. Hoy tendremos unacomida de fiesta.

—¿Y una cena navideña? ¿Con dulce decalabaza, dulce de ambrosía y pan de miel?

Doña Ana se rió y tomó a su sobrino por elbrazo:

—Con todo eso, cariño. Con todo eso.

Caetana Joana Francisca García Gonçalves daSilva se tumbó en la cama. Sentía que todo el

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cuerpo le temblaba y era como si estuviera apunto de encontrarse con Bento a escondidas,era como si nunca hubiesen estado a solas yella fuese todavía una niña inocente. Temblabade la misma manera que lo había hecho la nochede bodas, en Cerro Largo, aquella madrugada,veintidós años atrás.

Zefina estaba en la habitación, arreglandoalgunos vestidos. Caetana le dijo que saliera.Quería leer a solas aquella carta. Antes besólevemente el sobre que Quincas le habíaenviado. La carta de su hijo la leería después.Soltó el lacre de cera. La letra de BentoGonçalves apareció ante sus ojos húmedos.

Querida Caetana:Tengo tantas cosas que contar que no sé,

esposa, por dónde debo iniciar estaslíneas. Desde Fanfa, cuando necesito estaren paz, pienso en ti, en tus ojos, en tusmanos, en la fuerza de tus oraciones. Séque rezas por mí, quizá por eso mismo espor lo que resisto, que todavía esperoentre estas paredes de piedra, en estelugar tan lejano de mi Rio Grande, alejadode mis deberes y de mis sueños.

Estoy vivo, Caetana, y ésta es la buenanoticia que tengo para darte. Estoy vivo ysoportando estos días porque sé queenseguida regresaré a tus brazos y a mitierra. Desde la batalla de Fanfa, desdeque tuve que entregarme a mi tocayo, el

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traidor Bento Manuel, mi orgullo ha sidopuesto a prueba, lacerado, forzado susamarras, hasta el límite del agotamientode mi alma. Y tú sabes, Caetana, el hombretan orgulloso que soy. Tuve que entrar enPorto Alegre como un prisionero, esposado,junto con el conde Zambeccari y Onofre,estuve preso en el Presiganga muchos díashasta que me dieron la noticia de quesería trasladado aquí, a la Corte, tanlejos de ti, de mi tierra, y tan cerca delregente.

A bordo del Presiganga me contaron que fuielegido presidente de esta RepúblicaRiograndense y que ahora soy general. Pero¿qué acciones puede emprender un hombrepreso, querida Caetana? ¿Qué clase degeneral soy que permití semejante derrotaen Fanfa y que hoy estoy en esta mazmorra,confinado en una celda solitaria, expuestoa suplicios que no voy a narrar pues noquiero que sufras más de lo que ya debesde hacer?

En cuanto llegué a Río de Janeiro mellevaron, junto con los otros a lafortaleza de Santa Cruz, donde fuimos bientratados y donde vi con placer a nuestromuy estimado conde recuperarse un poco,pues desde hacía tiempo padecía una seriaafección de pulmones. Sin embargo, pasadosunos días, al ver en mí un peligro muchomayor de lo que represento aquí —apartados

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de todo y de todos—, me enviaron a unacelda de Casa Forte: desde esta inmundacelda te escribo, Caetana.

Aquí apenas se sabe cuándo es de día ycuándo de noche. Hay una única y estrechaventana en lo alto de la celda, casitocando al techo, y ni subiéndome aljergón que me sirve de cama puedo ver loque se avista ahí fuera, en el mundo. Sinembargo, durante la madrugada, escucho elruido del mar. De ese mar que me separa deti, Caetana, y que me susurra secretos queintento descifrar en mis nochessolitarias.

He recibido la visita de nuestros hijosy de Congo, que me han traído ropas,tabaco y cosas de comer. Congo me entregótambién tu carta... Pasé un agradable ratoleyendo tus palabras. Casi me olvido dedónde estoy.

Sé que cuando leas esta carta, Bento yCaetano estarán con vosotras en laEstância. Cuida de ellos, esposa. Joaquimtambién volverá a Rio Grande en breve, telo aseguro. Por ahora, me ayuda aquíhaciendo algunos contactos. Y está muybien, es todo un hombre, y se parece a ti.

Da todo mi cariño a mis hermanas y anuestras sobrinas. Y, por favor, da unbeso a nuestros hijos de mí parte.

No te desanimes, Caetana. Estaremosjuntos dentro de poco si Dios quiere y la

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buena suerte me acompaña.Siempre tuyo,BENTO GONÇALVES DA SILVAFortaleza de Santa Cruz, Río de Janeiro2 de diciembre de 1836

Caetana se enjugó las lágrimas de la cara.Tenía un lamento preso en la garganta, punzantecomo una espina. Tocó la campanilla que estabaen la mesita de noche, al lado de la cama.Zefina apareció enseguida y Caetana le dijo quefuese a buscar a doña Ana.

La cuñada acudió rápidamente. Estaba en lasala sirviendo la comida para los dos sobrinosy charlando con ellos para ponerse al día. Yasabía lo que la esposa de Bento quería de ella.Llamó con suavidad a la puerta y oyó aquellavoz ronca:

—Entra.Doña Ana no dijo nada, pero vio la cara

llorosa de Caetana. Se sentó en una cama yesperó hasta que la cuñada le dijo:

—Lee, Ana, por favor.Doña Ana empezó a leer la carta. Del pasillo

llegaba la algarabía de los niños que jugaban acaballerías. Doña Ana leyó las primeraspalabras. Notó la voz de Bento en sus oídos.

A pesar de todo, pasaron unas buenasNavidades.

Sólo Antônio pudo ir a reunirse con ellas,

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los demás estaban por la zona de Piratinienfrascados en la guerra, demasiado ocupadospara emprender un viaje de fiesta. Antôniollegó al anochecer con la barba crecida y unbrillo distinto en los ojos. Hablaba mucho dela República; se había convertido en un hombrede verdad. Había luchado como un hombre, habíavisto cosas crueles que lo perseguían ensueños. Odiaba a los imperiales con toda lavitalidad de un muchacho, pero en casa, al ladode su madre, sus hermanas y sus tías, recuperóla dulzura alegre de siempre, las animó, cantó,incluso bailó una chimarrita con su primaPerpétua. En un momento determinado propuso unbrindis:

—Por el presidente de esta República, elgeneral Bento Gonçalves da Silva —dijo, levantósu copa y el cristal brilló bajo la luz de loscandelabros—, para que enseguida vuelva a estarcon nosotros más fuerte aún que antes.

Las copas tintinearon. Doña Antônia abrazófuerte a su sobrino.

—Que Dios Nuestro Señor te oiga, Antônio —dijo ella con cara seria.

—Pues claro que sí, tía. Se lo aseguro.Bento Gonçalves saldrá enseguida de la cárcel.Estamos trabajando mucho. Con o sin la ayuda deDios, tío Bento será libre.

El resto de la noche fue festivo. Caetanaintentó alegrarse, pero a pesar de la presenciade sus dos hijos no pudo borrar de su memorialas palabras de Bento. A cada momento venía a

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su mente la imagen del marido prisionero en unacelda solitaria, enfermo y harapiento. Le habíaencendido muchas velas a la Virgen, pero laangustia no la abandonó en toda la noche ni enlos días siguientes.

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TERCERA PARTE: 1837

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Capítulo 8

Doña Ana había insistido en que se celebrasela entrada del nuevo año, que se hiciese unabuena cena y que se matase un novillo para elpersonal de la hacienda. Decía que la tristezaera como el polvo: cuando se instalaba en unacasa, nunca más salía. Era necesario cuidar queel alma permaneciese aireada a pesar de todo.Ella misma había llorado por la ausencia de suPaulo mientras se vestía para la fiesta; sinembargo, poco después, se había secado laslágrimas y había salido para estar con lascuñadas y los sobrinos. Después de todo, lavida seguía su curso, como un río. Y erapreciso remar.

El señor Inácio de Oliveira Guimaraes habíaido a expresar sus mejores votos de felicidad ala familia. Llegó pasadas las nueve, muy bienarreglado como iba siempre. En la sala, desdedonde estaba, Rosário vio la cara de su primaPerpétua teñirse de carmín cuando el visitanteapareció por la puerta. Iba con él su esposa,una señora bajita y poco agraciada que sellamaba Teresa. Ni siquiera la presencia de lamujer pudo calmar el nerviosismo de Perpétua.

Todos estaban en la sala, tomando ponche yhablando. Doña Ana tocaba unas modinhas al

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piano. Las negras preparaban la mesa para lacena. Rosário aprovechó el vocerío provocadopor la llegada de las visitas y empezó a andarpor el pasillo casi a oscuras. El despacho olíaa sueños y a cosas guardadas. Abrió la ventanay el perfume de jazmines penetró en lahabitación como si fuese el aliento de lanoche. La luz tenue del candelabro que llevabahacía que los libros perdiesen su forma en losestantes de la librería. Rosário se sentó,arreglándose bien las enaguas del vestidonuevo, y esperó. El olor a jazmines se hacíamás y más fuerte.

—Steban...Él pareció brotar de los estantes de la

librería. Rosário no se asustó; al contrario,sintió una agradable calidez derramarse por supecho cuando vio el brillo de aquellos ojosrasgados y tristes. Steban llevaba un uniformede gala.

—Tuve miedo de que no vinieras a verme. —Lavoz de él era puro cristal. Sonrió mostrandosus blancos dientes, iluminando su hermosorostro, casi siempre tan pálido.

Rosário vio el vendaje nuevo, limpio,alrededor de la frente de Steban. Sintió elimpulso de levantarse, de tocarlo. Hacía muchosmeses que lo deseaba, soñaba con eso. Sedespertaba en medio de la noche con el nombrede él todavía en los labios. Pero sabía que noera posible, todavía no. Y Steban tenía muchomiedo de los hombres de la casa. El general. No

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podía oír el nombre de Bento Gonçalves. En unaocasión, Rosário había visto que, al pronunciarel nombre de Bento Gonçalves por casualidad,las vendas se habían teñido de sangre roja ytibia, y Steban se había desvanecido como elhumo por las rendijas de los estantes.

Rosário contuvo las ansias de abrazarlo.—¿Y los demás? ¿No han venido a la fiesta?—Mi tío está preso, Steban. Y mi padre está

en la guerra. Pero Antônio está aquí. Siquieres, llamo a mi hermano. Así, osconoceréis.

Steban extendió el brazo, como para tocarla,pero la mano fue cayendo lentamente, como unanimal herido.

—No llames a tu hermano, Rosário... No es elmomento.

Rosário sintió que los ojos se le humedecíande lágrimas. Se arregló el vestido, intentandodisimular el nerviosismo. Nunca era el momento.Quería que los demás lo supiesen. Aquelsilencio pesaba en su pecho como el plomo.Respiró hondo y levantó nuevamente el rostro.El joven oficial uruguayo le sonreía. Quéprestancia tenía...

—Hoy estás muy guapo —tuvo el valor dedecir, y sintió que se ruborizaba ligeramente.Si doña Ana o incluso su madre la oyesen...

De la sala llegaba la melodía del piano y unsonido de voces y risas. El olor a jazminesquemaba su garganta. Ya faltaba poco para lamedianoche. Y los ojos de Steban eran limpios

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como el cielo de verano en aquellos parajes.

Antônio partió al día siguiente, alamanecer. Bento hijo quiso acompañar al primo,metió algunas cosas en un fardo, estabadecidido a ir a la guerra y estar al lado delgeneral Netto.

Caetana recibió la noticia cuando estabacuidando de Ana Joaquina. Dejó a la niña en losbrazos de la negra Xica y salió corriendo porel pasillo. Se encontró al hijo ensillando uncaballo bajo el sol todavía caliente de aquelamanecer de enero. Desde la puerta de lacocina, doña Ana lo observaba todo impávida,apenas con un brillo encendido en sus ojososcuros.

—¿Adonde crees que vas? —gritó Caetana, apesar de que casi nunca lo hacía: tenía una vozsuave y modulada.

Zé Pedra, que estaba por allí apilando unostroncos de leña, levantó los ojos y lo entendiótodo al instante. Se fue sigilosamente. Bentosoltó al animal y se volvió hacia su madre:

—Iba a decírselo ahora mismo... —La voz letemblaba un poco—. Me voy con Antônio. Estoydecidido.

Caetana agarró al hijo del brazo. Sus dedosse aflojaron al contacto de aquella carne tansuya. La voz se serenó un poco.

—Bento... Tu padre dijo que esperasesaquí... Cuando vuelva Joaquim, os vais los dos.

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Llegaste hace apenas unos días. Y yo tenecesito.

—Pero madre... Quiero ir. Por Rio Grande,por mi padre.

Los ojos de Caetana ardían conteniendo laslágrimas. Se acercó al hijo. Era muy alto, todoun mocetón. Recordó la primera vez que se loarrimó al pecho, una cosita sonrosada y tierna,indefensa.

—Por Dios, hijo...Bento titubeó. Caetana temblaba. El joven

levantó la vista y vio a la tía quieta junto ala puerta de la cocina, como una estatua.Antônio ya había luchado en muchas batallas,tenía una cicatriz en el brazo, un brillo defuria en los ojos verdes. Pensó en su padre.Bento Gonçalves le había mandado que esperase:«Quédate con tu madre durante un tiempo, hijomío. Cuando yo escape de aquí, lucharás a milado.» Caetana tenía los ojos clavados en él,parecía a punto de caer desfallecida.

—Está bien, madre. —Un gusto a bilis lellenó la boca. Era un cobarde. Tenía miedo.

Caetana, temblando, abrazó al hijo.—Gracias, Bento, gracias... —Le acarició la

cara ya oscurecida por la barba—. Ven, vamos adesayunar juntos. No te pongas triste, hijo, tútodavía lucharás al lado de tu padre.

Doña Ana entró en la cocina. Pasó entre lasnegras sin decir nada. Lloraba bajito, dealivio.

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A finales de enero, llegó a la Estância lanoticia de que el general Bento Gonçalves habíasido trasladado a la fortaleza de Lage, en Ríode Janeiro. Era una prisión más severa, de laque todavía sería más difícil escapar. Pero losrepublicanos hacían planes, urdían estratagemaspara liberar al general farrapo. Era cuestión detiempo.

—Y de paciencia —dijo doña Antônia a sucuñada, al ver los ojos rojos de Caetana, quehabía estado toda la noche llorando—. Bentosaldrá de ésta, tengo fe... Por favor, tú nopierdas la tuya.

Por lo demás, los días se consumían enlentas y calientes horas, bajo aquel cielo azulcobalto, teñido de nubes aquí y allá. Era unverano bonito. Lejos, sin embargo, se sucedíanencarnizadas batallas. Araújo Ribeiro habíadejado el cargo de presidente de la provincia yse había ido de Rio Grande. Para ocupar sulugar, se había nombrado al brigadier Antero deBritto, un hombre de cincuenta años, feroz ydictador, que prometía acabar con la revolucióna cualquier precio. Antero de Britto tenía unenemigo desde hacía mucho tiempo: Bento ManuelRibeiro, y una de sus primeras acciones fuedesautorizarlo a negociar la paz con losrebeldes. Coaccionado, Bento Manuel dispersósus tropas y partió hacia su Estância.

Doña Ana pasaba largas horas en el porche —el bordado perdido entre los pliegues de su

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falda, el dibujo que nunca crecía—, mirandofijamente la pampa. Pensaba en Pedro y José.Hacía mucho que no veía al hijo mayor y ahorasoñaba con él todas las noches, unos sueñosinquietantes en los que José se confundía conel marido muerto, y gemía de dolor en aquellamisma cama en la que había muerto Paulo. DoñaAna despertaba de esos sueños empapada ensudor. Milu acudía enseguida a socorrerla, y laabanicaba mientras se quejaba del calor deaquel verano.

—Calor es el fuego que arde en mis entrañas,Milu —decía siempre doña Ana—. Voy a andar unpoquito.

La negrita no entendía nada, se quedabamirando cómo la patrona se ponía la bata, secalzaba las zapatillas y desaparecía por elpasillo en dirección al altar de NuestraSeñora. Era allí donde doña Ana esperaba quevolviera el sueño. Muchas veces, encontraba aCaetana rezando en mitad de la madrugada yhacía coro a su voz ronca.

Atardecía. Una luz rosada se esparcía sobreel campo, llenando las flores y el follaje decolores mágicos. Un olor fresco salía de latierra. Dos perros ladraban a lo lejos, cercadel arroyo. Bento, Caetano, Leão y MarcoAntônio estaban allí, bañándose y jugando. DoñaAna recordó la mañana en que había visto aBento ensillar el caballo, dispuesto a partirpara la guerra. Aquel día había percibido,sobre la cabeza de su sobrino, una especie de

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luz que la había asustado. No dijo nada anadie, pero sospechó que podía ser un aviso.Bento no se fue, gracias a Dios. Ahora debía deestar sumergiéndose en el agua tibia delarroyo, riendo con los otros, viviendo. Pensóuna vez más en los dos hijos, empuñando lasespadas desde hacía mucho tiempo. ¿Sabríantodavía tomar un baño en el arroyo, quitarse dela cabeza las cosas de la guerra?

—Los acontecimientos se van sucediendo en uncamino sin retorno...

Maria Manuela llegó al porche.—¿Has dicho algo, Ana?Doña Ana se sonrojó ligeramente.—Estaba hablando sola, hermana. Hay cosas

que no tenemos el valor de decir a los demás,sólo a nosotros mismos.

Maria Manuela se sentó en una de las sillasde mimbre. Parecía triste.

—La guerra es la que nos hace hacer todoesto, Ana. Yo también hablo sola, y digo cadacosa, cada cosa...

Doña Ana acarició el hombro de su hermanamenor. Cuando veía a alguien triste, encontrabafuerzas. Sonrió confiada:

—No te preocupes, Maria... Eso pasará. Todopasa en la vida. Vamos a ir hacia delante. Lascosas en Rio Grande volverán a asentarse ynuestros hombres regresarán a casa.

—Dios te oiga. Lo que me gustaría es llevara Rosário de vuelta a la ciudad. Está muycambiada, no parece la misma muchacha de

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antes... Creo que necesita a su padre.—Eso también pasará. Cuando se case, se le

pasará, te lo garantizo. Lo que necesitaRosário ahora es un marido.

Las dos se quedaron calladas. Un teruteruescondido en el ombú empezó a cantar. La luzdel atardecer adquiría, ahora, matices de oropuro.

Doña Ana se levantó lentamente.—Voy a la cocina a preguntar a Rosa cuánto

le falta a la cena. Cuando vuelvan del arroyo,esos chiquillos van a estar muertos de hambre.—Y se fue a paso rápido.

El encuentro de las tropas era una masahumana recubierta de polvo que parecía bailar aun ritmo extraño. Un acto llevaba a otro,acompasado, esperado, cabal. La hoja de unsable se levantó, brilló al sol durante uninstante, bajó, se clavó en la garganta de unimperial. La sangre roja empezó a manar como sifuera agua; el caballo se empinó aterrorizado.El sable, ahora manchado, bajó otra vez, erróel blanco: el republicano lo había esquivadocon el caballo. Un soldado enemigo avanzó,pistola en mano, con la mirada colérica. Labala pasó silbando, parecía haber huido deaquellos ojos negros, penetró en la frente delrepublicano, que se sobresaltó por un instante,como si se hubiese dado cuenta de la trampa enla que se había dejado coger. El hombre cayó

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abatido. Como en un pase de magia, el sableestaba ahora en el cinto del imperial. Doscaballos se acercaron a la carrera, un cañonazoabrió una brecha en medio de la infantería; másadelante, la horda humana retrocedió como lamarea. Saltaron cuerpos de ambos ejércitos,volaron sin gracia alguna, como pájarosborrachos. Todo desapareció por un momento,oculto por el polvo negro, entre el olor acrede la pólvora.

Había un cielo azul viéndolo todo, había uncielo azul y una brisa tibia de primeras horasde la mañana. Había un cielo azul. Pero luego,durante un momento, todo fue negro y sucio ymoribundo, hasta que descendió la polvareda y,otra vez, se alcanzó a ver el movimientorítmico de los cuerpos vivos pisando loscuerpos muertos. Y el cielo permanecíainalterable, el ojo de Dios.

La caballería era como un único cuerpo queavanzaba bajo el grito de Netto, saltaba sobrecuerpos del suelo, pisoteaba sus miembros. Nohabía tiempo para nada, y el ruido del acero alchocar reventaba los tímpanos. Antônio clavó lalanza a un soldado, la sacó con esfuerzo, debíade haber penetrado algún hueso; siguióadelante, intentando comprender aquella escenade horror, intentando librarse del polvo de lacara, intentando atravesar al mayor númeroposible de imperiales. Rugieron los cañones,uno de los tiros abatió a un grupo derepublicanos a caballo. La tropa se dispersó un

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poco, avanzaba gritando. La batalla volvió aempezar. Netto daba órdenes a sus soldados y suvoz se elevaba por encima de todo, como la vozde un sacerdote. Antônio traspasó el vientre deun soldado enemigo. Era joven, rubio, su rostrohizo un gesto de dolor, casi de estupor. Lapistola cayó de su pálida mano y desapareció enel suelo teñido de sangre. De la herida,escapaba una masa viscosa, los intestinossaltaban fuera de la prisión de la carne. Elmuchacho perdió las fuerzas, cayó al suelo ydesapareció entre la polvareda. Antônio siguióadelante. El soldado se parecía a un chiquillode la Estância, tenía un gran parecido. Antôniotenía ahora los ojos llenos de lágrimas, erapor el polvo, por la pólvora. Ya no sentía nadacuando mataba a un enemigo. Era preciso, erapreciso. Su caballo avanzó. Los imperialesretrocedieron y se metieron en un arroyo.

Esa batalla la iban a ganar. Después,alguien le llevaría la noticia a BentoGonçalves, a Río de Janeiro, para hacer un pocomás llevadero su pesar. El tío apreciaría esavictoria. Una victoria extraordinaria. Losimperiales estaban huyendo en masa.

Antônio se acordaba muy bien del primerhombre que mató. No durmió aquella noche,soñando con los ojos sin brillo del soldado.Ahora ya ni sabía cuántos más habían pasado porsu espada. Ni quería saberlo. Quería ganar esabatalla, esa guerra. Quería ver brillar laRepública, quería a su Rio Grande de vuelta.

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Antônio pensó en su padre, en la sierra,lidiando sus batallas. El griterío aumentó. Vioa un hombre sin las piernas, reventado de uncañonazo. Desvió la mirada. No era bueno verese tipo de cosas, se miraban y ya no seolvidaban nunca más. Eran una maldición. Luegovolvían en sueños, cuando menos se esperaba.

La verdad es que sentía añoranza de la casade la Estância, de las largas tardes cabalgandopor los campos. Jamás le había gustado ir almatadero, ni siquiera de niño, por curiosidad.Pero la guerra era la guerra, y un hombre nomuere como un buey: pelea mucho antes de morir.

La danza proseguía. Empezó a llover, unalluvia de gotas pequeñas que no acababa con elcalor. Netto luchaba en medio de una confusiónde hombres y de caballos. José estaba másadelante, cerca del arroyo, empujando a losimperiales hacia el agua. La tierra encarnadade sangre se iba transformando en barro cuandola lluvia arreciaba, se convertía en una pastafétida. Los cuerpos estaban siendo pisoteados,iban desapareciendo en el barro rojo. Antôniose limpió la cara. La lluvia arrastró la sangrede su frente, sólo dejó el fino corte a laaltura de la ceja izquierda, un rasguño, nadamás. «Te casarás, pero antes sanará», habríadicho doña Ana si hubiera estado allí para verla herida. Sin embargo, doña Ana estaba muylejos, con las otras, haciendo su parte,cuidando de las cosas de la vida, rezando porellos. Era necesario que alguien rezase por

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ellos, la mala suerte podía estar rondando porallí... Antônio pensó en el hombre reventado,despedazado por los cañones. Ese recuerdoamargo no cicatrizaría nunca, lo sabía, sesumaría a tantos otros, en el baúl de losrecuerdos de la guerra. Baúl sangriento. Peroera por el bien de Rio Grande, por la libertad.Antônio avanzó a caballo para auxiliar al primoy se metió en la orilla del arroyo. La mañanaiba derramando sus luces por el mundo,ciertamente iba a hacer un calor abrasador.José le sonrió. Tenía el rostro parcialmentecubierto por el barro y una herida en el brazoizquierdo.

Febrero estaba ya acabando cuando doñaAntônia recibió la carta. Hacía mucho queestaba sin noticias de Bento, prisionero enaquel fuerte de Río de Janeiro, y el hombre quehabía llegado montado a caballo, un paisano,insistió en contar lo costoso que había sidodespachar aquella misiva. La carta habíallegado en barco, en el equipaje de undestacado republicano que, a su vez, la habíarecibido de manos de un italiano.

—¿El conde? —preguntó Antônia.El paisano dijo que no. El conde estaba

preso, junto con Onofre Pires y Corte Real, enotro fuerte. El italiano que se había visto conel general se llamaba Giuseppe, y hacía pocotiempo que estaba en Brasil.

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Doña Antônia recibió la carta ansiosa, perono olvidó ser cortés y mandó que las negrassirviesen mate y pastel a la visita. El paisanodio las gracias, pero rechazó el ofrecimiento.Estaba de camino para cumplir una misión, notenía mucho tiempo que perder, y todas aquellascarreteras por delante hasta São Gabriel y elsol del verano derritiendo los sesos de todobicho viviente no era poca cosa. Aceptaba, sinembargo, un pedazo de charqui para comer en elcamino, por la noche.

En cuanto el hombre partió, llevando elcharqui, el arroz y el tabaco de rollo que doñaAntônia le había ofrecido, corrió al cuartopara leer la carta de su hermano. Se encerró,como si cien mil ojos imperiales la estuviesenespiando y, en la cama, se puso al tanto de lasnoticias. La carta era muy breve, escrita enpapel corriente. Bento Gonçalves era comedido ala hora de narrar la dureza de aquella vida enla mazmorra, de la que raramente salía para darunos paseos por la orilla del mar. No hablabade la humedad, de la mala comida, de lasvisitas poco menos que prohibidas, de lasoledad que casi lo había vuelto loco hasta quellegó Pedro Boticario, con quien ahoracompartía su celda y la espera. Hablaba, esosí, de un tal Giuseppe Garibaldi, a quien habíaconocido junto con otro italiano llamadoRossetti. Ambos habían ido a verlo a laprisión, a principios de aquel mes. Una visitade pocos minutos. Al general le estaba

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prácticamente prohibido recibir visitas, eransiempre breves, apenas daba tiempo aintercambiar unas palabras. Pero los italianoshabían sido hábiles al explicar sus propósitos,no habían malgastado un minuto. Ambos queríanunirse a los republicanos en aquella lucha porla libertad.

Hace mucho tiempo, Antônia, te preguntési podía contar contigo en esta empresa, yme dijiste que estabas a mi lado. Tengoplanes para este italiano de nombreGaribaldi, que tanto ha luchado en Italiay el resto de Europa. Fue Tito Zambeccariquien lo hizo llegar hasta mí... Queridahermana, mis sueños son todavía sólosueños, pues estoy en este fuerte lejos demi Rio Grande, pero presiento un nuevorumbo para nuestra causa. Y lo que quieroes saber lo siguiente: ¿todavía puedocontar con tu colaboración y con laEstância?

Doña Antônia leyó el resto de la carta conrapidez. Bento hablaba poco más del talGaribaldi, aunque decía que, en breve, seríacorsario de los republicanos. Pero ¿dóndeentraría su ayuda en todo aquello? Ciertamente,la Estância do Brejo estaba en la desembocaduradel río Camaquã, ¿acaso Bento deseaba que sucorsario italiano fuese a esconderse allí?

Doña Antônia se levantó de la cama y fue a

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mirar por la ventana. Hacía una mañana muybonita, de cielo limpio. Dobló la carta y laguardó en el bolsillo de su vestido. Enviaríasu respuesta a Joaquim y él se la haría llegara su padre de algún modo. Lo que BentoGonçalves necesitaba era su consentimiento.Doña Antônia pensó en su hermano y la añoranzale dolió en el pecho. Quería cuidarlo, hacerque se recuperase de aquella odiosa prisión.Las lágrimas resbalaron por su rostro. Nolloraba nunca, era mejor así; si las otras laviesen, entonces sí, brotarían todas laslágrimas... Una mujer no podía ver llorar aotra sin hacer coro con ella. Pero estaba encasa, sola, no hacía ningún mal. Su hermanopodía contar con ella, con la Estância, con loque fuese necesario.

Doña Antônia se dirigió al escritorio, sacóuna hoja de papel de un cajón, cogió la pluma yse puso a escribir a Bento Gonçalves.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 30 de junio de 1867

Cuando marzo ya finalizaba y el otoñollegaba lentamente a nuestra tierra,empezaron a producirse acontecimientos. Noes necesario decir que cada noticia, cadasuspiro cifrado tardaba muchos, muchísimosdías en llegar a la Estância, habiendotrazado para ello caminos tan tortuososque, muchas veces, desconfiábamos deaquellos secretos, y no sabíamos si elloera motivo para estar triste o para estarfeliz; si allí, en Río de Janeiro, lascosas andaban tal como nos informaban o sitodo discurría al revés, como un ríoencantado, y sólo nosotras, ocho mujeresen la pampa, creíamos que los engranajesestaban empezando nuevamente a moverse.

Doña Antônia se quedó muchas noches connosotras ese comienzo de otoño de 1837,pues si nos llegaban noticias, fuese deboca de un oficial, en cartas escondidasen las guayacas de inimaginables troperos,de mano de todo tipo de criaturas alservicio de los republicanos, era mejorque estuviésemos todas juntas, paracelebrarlas o para lamentarnos de un

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posible revés.Sabíamos que, en Río de Janeiro, un

vizconde estaba tramando, junto con muchosotros, una operación para liberar alpresidente de la República Riograndense dela fortaleza de Lage, y también a OnofrePires, al italiano Zambeccari y a CorteReal, que estaban en la fortaleza de SantaCruz. Irineu Evangelista de Souza,vizconde de Mauá, era el cabecilla de unaintrincada red, según nos explicó doñaAntônia, una red que iba más allá de loslímites de Rio Grande, que se extendía pordiversos estados de Brasil, hasta elnordeste, y que ambicionaba la república.Para ellos, por tanto, ayudar a la causariograndense era fundamental.

Encerradas en aquella casa donde la vidase regía por las horas de comer y derezar, era imposible que comprendiésemoslos intrincados caminos de aquel sueño.Para nosotras, todo se basaba en lasimplicidad de la carne con arroz, de lahora de la siesta, de los baños en elarroyo. ¿Podíamos imaginar, acaso, que enla Corte se tramaban cosas tan misteriosascomo en las novelas que leíamos en laslargas tardes de sopor? No siempre eracapaz de creerlo... Pero la verdad es queJoaquim estaba en Río de Janeiro,intentando, también, liberar a su padre.Lo cierto es que la leyenda sobre mi tío

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había llegado ya muy lejos de nuestrastierras, y yo imaginaba a unos hombresvestidos de negro, reunidos en algún lugarsolitario, alrededor de una mesa a la luzfluctuante de una vela, como piratasnocturnos, planeando paso a paso la manerade arrancar al general de aquel fuerte ymandarlo de vuelta a Rio Grande, dondeestaba su sitio.

Me acuerdo muy bien de que, por aquellosdías, Caetana oscilaba entre el júbilo yel temor: tan pronto la veíamos hermosa,con sus resplandecientes ojos deesmeralda, como la veíamos pálida,despeinada, rezando con las manos tanapretadas sobre el pecho, que parecía queestuviese a punto de despeñarse y seagarrase a un muro invisible. Bento yCaetano andaban por los rincones, como side la concentración de sus almasdependiese el éxito de todo aquello. Perola verdad es que yo veía en los ojos deBento una angustia cruel. Él quería estarcerca de su padre, como lo estaba Joaquim.Aquellos días de forzada paz en laEstância estaban corroyendo su espíritu.Una tarde estuve conversando con él a lasombra del ombú. Bento escuchó mi peticiónde calma: las cosas tomaban su rumbo, y notan rápidamente como deseábamos, yo mismallevaba allí en la Barra dos años. Y eltiempo se me había escapado, como la arena

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entre los dedos, sin que yo apenaspercibiese su totalidad.

—Estos días me están costando el alma.Ya soy un hombre, no está bien que mequede aquí, sin nada que hacer, mientraslos tíos, los primos, los demás hombres deRio Grande pelean por estos campos,mientras mi propio padre está preso, allíen la Corte.

—Ni aunque partas ahora, Bento, seráútil tu ayuda. El viaje a Río de Janeiroes largo, quién sabe si al llegar allí, tupadre ya se habrá ido. Dios lo quiera...Pero tampoco sé muy bien qué decirte, loshombres no están hechos para esperar. Esadisposición de ánimo es femenina, por esoparimos. Nosotras, sí, fuimos hechas paraesperar, siempre.

Pero Bento esperó. Al lado de su madre,ansioso, consumiendo los días, él esperó.

Doña Ana y doña Antônia pasaban largashoras conversando en el porche, llenabanaquella angustia con los preparativos paraun baile. Sí, cuando Bento Gonçalvesvolviese al Sur, habría una fiesta encasa. Era bueno pensar así, y todasnosotras nos unimos a ellas en esaexpectativa, tejiendo una red de hilos muyfinos, combinando colores de vestidos,tejidos, encajes. Un vestido nuevo, defiesta, sólo de soñar con él, ah, quéplácida alegría... Y música, y baile.

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Resucitar los candelabros de plata, lasmantelerías de hilo, las alfombras...Resucitar la alegría, aunque fuese por unasola noche.

Mariana estaba feliz aquellos días. Paraella era como si el tío ya hubiese vueltoa casa. Elegía peinados, pensaba si André,el teniente por quien todavía suspiraba,estaría en la fiesta. Rosário y Perpétuatambién estaban alegres. Dos largos añossin un baile, se quejaban ellas, eramotivo de que una mujer muriese soltera.Una soltera de guerra. Eso pasaba mucho enépocas de guerras; las muchachasenvejecían en casa y, cuando la guerraacababa, no quedaba un hombre sano para elcasamiento.

—Yo, por mí, me busco un pretendiente enese baile —decía Perpétua—. Me prometo yya está. Me caso pronto... Esta guerra notiene fin.

Era una bonita manera de pasar eltiempo. Desviábamos nuestros espíritus dela angustia principal: ¿escaparía Bento dela prisión? Hasta a mi madre le agradó laidea de la fiesta. Hacía mucho que no veíaa su marido. Bailar una media caña con élera casi un sueño.

Hoy, pasados los años, sé que las tíasinventaron la excusa del baile para quenos mantuviésemos alegremente ocupadas ydejásemos que la vida siguiera allá en la

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Corte. Eran sabias, tenían esa sabiduríaque la vida no enseña, pero que está en lasangre de algunas personas, creo que porherencia. Urdían estratagemas, como suhermano general. Ambas dirigían la vida dela familia, del ala femenina de lafamilia, con maniobras dignas de unabatalla. Luchaban contra el horror deaquella guerra con todas sus fuerzas. Díatras día, doña Ana y doña Antônia nosarrancaban de las garras del miedo y deldesencanto, y nos protegían en aquellaurna de paredes encaladas, donde para todohabía un horario y una norma, menos parala desesperanza.

—Cuando una mujer deja de creer, todoestá perdido.

Eso era lo que decía doña Antônia. Y fueeso lo que aprendí durante aquellos diezaños que pasamos juntas, esperando.

Los primeros días de aquel mes de abril,vino a vernos Pedro. Traía una noticia. Lafuga de Bento Gonçalves había sidofrustrada.

Pedro se apeó del zaino y, allí mismodonde estaba, delante del porche, noscontó lo sucedido. Zé Pedra y Manuel, queandaban por allí, también se acercaronpara oírlo. Eramos muchos, pero elsilencio retumbaba, únicamente cortado por

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las incisivas frases de Pedro. Laslágrimas de Caetana y de mi madrecorrieron silenciosas, pero nadie hizo ungesto para consolarlas. Estábamos todosperdidos en un mar de brumas; doña Ana,pálida, ni tuvo tiempo de mostrar alegríapor la llegada del hijo; se quedó allí, ensu mecedora, como traspasada por unaespada invisible. Las facciones de doñaAntônia parecían talladas en piedra y,así, el parecido con su hermano el generalera todavía mayor: en su rostro no se leíaun sentimiento, ni de dolor, ni de miedo,sólo sus negros ojos chispeaban perdidosen el horizonte nublado de la tarde, comodos cuervos buscando alguna cosa.

Pedro contó todo lo que había sucedido.Una noche, un grupo de hombres, Joaquimentre ellos, puso en práctica un plantrazado hacía ya mucho tiempo. En unbarco, atravesaron la bahía de Guanabara,en dirección al fuerte donde estaba BentoGonçalves, el primero a quien debíanliberar. Cuando tuviesen con ellos algeneral, irían hasta la fortaleza de SantaCruz a buscar a Onofre Pires y a losotros. Todo estaba arreglado. Por medio demil subterfugios, los hombres habíanconseguido de antemano una copia de lallave de las celdas, copia que habíanhecho llegar a Bento Gonçalves y a Onofre.La noche y la hora ya habían sido

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acordadas. Bento Gonçalves y PedroBoticario, su compañero de celda, debíanabrir la puerta y huir hacia la playa,desde donde serían rescatados. Sinembargo, el barco pasó mucho tiempoesperándolos, hasta que, estando en elpunto de mira de la Marina, se vioobligado a zarpar. Sólo mucho despuéssupieron lo que había impedido la fuga: lallave falsa no había abierto la puerta dela celda. Bento Gonçalves y Boticario, ensu desesperación, empezaron a limar uno delos barrotes de la ventana hasta que éstecedió abriendo un espacio suficiente paraque Bento Gonçalves se escabullese porahí. Una vez en el patio, había intentadotirar de Pedro Boticario, pero era unhombre muy obeso y se quedó atascado en laventana. Bento rehusó partir solo,abandonándolo a su suerte, y el barco tuvoque continuar con rumbo a la fortaleza deSanta Cruz.

Mi primo hablaba rápidamente, en vozbaja, como el rumor de un riachuelo,mientras íbamos bebiendo sus palabras, nocon ansia, pero sí con angustia. Las cosashabían ido muy mal. Pedro prosiguió:

—En Santa Cruz, la llave funcionó. Loshombres atravesaron la bahía y recogieronal coronel Onofre y a Corte Real. Pareceser que el conde italiano, Zambeccari, nosabía nadar y se quedó allí. —Pedro tomó

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aire—. Quincas ayudó mucho, estuvo inclusoen el barco. Pero ahora viene de camino.Tomó un barco en Río de Janeiro que llegahasta Santa Catarina. El resto del viajelo hará a caballo, con João Congo. Vienedespacio, es mejor así, para no levantarsospechas.

Doña Ana, con una voz casi calcárea,preguntó:

—¿Y los demás, hijo mío? ¿Y Onofre?—Están de camino, madre. Pero no me

pregunte por dónde, que no sabríaresponderle. Hay que tener mucho cuidadoporque esos imperiales están por todaspartes.

Doña Ana se puso en pie con ciertoesfuerzo.

—Zé, llévate el caballo de Pedro y da decomer al pobre animal. —Y le tendió lamano a su hijo. La mano temblaba un poco,pero Pedro no dijo nada—. Ven, niño, ven acomer, que estás tan demacrado, que dapena verte. Que Dios me perdone, pero nopareces hijo mío. Y después ve a tomar unbaño, pero un baño bien largo.

Al entrar, Pedro pasó por mi lado y mehizo una caricia en el pelo. Quisesonreír, pero no pude, la angustia meoprimía el pecho.

La voz de doña Antônia retuvo al primoun instante más:

—Dime, Pedro, ¿sabes lo que ha pasado

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con Bento?Pedro se puso triste y bajó la mirada.—Parece ser que lo van a mandar más

lejos, tía. No sé a ciencia cierta adonde,pero dicen que será a Salvador.

Y dicho esto, entró en la casa. Parecíaque sintiese que la culpa de todo aquelloera suya, como si el hecho de habérnoslocontado le diese algún poder sobre losacontecimientos.

Sentada en su silla, muy pálida, Caetanaempezó a llorar bajito, las lágrimas caíanpor su fino rostro, y Perpétua fue aabrazarla, también llorando.

—Salvador está muy lejos, ay Dios...Salvador está en la otra punta delmundo... —gimió Caetana, y estaba tanguapa en su tristeza de mujer sufridora,que parecía uno de esos personajes de lasnovelas de amor que nos gustaba leer.

Doña Antônia la miró. Pasó un ratopensando en alguna cosa y, después, dijo:

—Tranquilízate, que tu nerviosismo no vaa ayudar a Bento, Caetana. Salvador estábien lejos, pero si rezas con fe, tengo lacerteza de que tus plegarias seránescuchadas. Si se reza con el corazón, nohay distancias que valgan... —Y miró hacianosotras—. Vosotras también. ¿Habéis oído?Aquí, en esta casa, tendremos fe, aunquesea la última cosa que nos quede. Nadie vaa ponerse a lloriquear, vamos a rezar. Lo

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digo y lo repito: nadie retiene a Bentopor mucho tiempo, nadie. Ni ese emperadorde medio pelo. Y hay más, él todavía noestá en Salvador y puede que ni vaya, quehuya antes.

Y la tarde, después de aquello, tardómucho en pasar. Pero el cielo gris pesabasobre nuestras cabezas, denso, un techobajo, amenazador. Eterno.

MANUELA.

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Capítulo 9

A mediados de abril, cuando los días poco apoco se iban haciendo más cortos, llegó Joaquima la Estância, bajo el sol pálido delatardecer. Iba escoltado por João Congo. Habíanrecorrido un largo trayecto, buscando loscaminos desiertos, los descampados, huyendo delas tropas enemigas diseminadas por villas yciudades, aquí y allí, en aquel otoñosilencioso de la pampa.

La madre lo esperaba en el porche, no porquesupiese de su llegada —ningún mensajero habíaido a avisarla—, sino porque había estadosoñando con su hijo la noche anterior, y eseaviso onírico había sido suficiente para queella tuviese la certeza de que su Joaquimvolvía a casa.

Caetana estaba apostada en el primerescalón. Llevaba un vestido blanco, ligero, quele quitaba alguno de sus treinta y cinco años,y que hacía brillar su piel triguera. En cuantoJoaquim se apeó del tordillo, Caetana recorrióla pequeña distancia y se arrojó a los brazosdel hijo. João Congo sonrió discretamentemientras sujetaba las riendas del caballo deljoven patrón.

—Hijo, hijo de Dios... —Caetana pasó los

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dedos por la barba de Joaquim—. Pareces otro...Un hombre.

Joaquim vestía ropas sencillas y llenas depolvo. Las pesadas botas estaban cubiertas debarro seco, rojo. Los mismos ojos encendidos deBento Gonçalves se repetían en aquel rostro dehombre joven y guapo.

—Hay cosas que nos hacen hombres, madre. —Yse lanzó con ganas a aquel abrazo cálido conolor a perfume.

Doña Ana, Maria Manuela, Caetano, Bento ylas muchachas no tardaron en salir y seacercaron sonrientes. Bento corrió hacia suhermano para pedirle noticias de su padre,detalles de la fuga fracasada, de la noche enque asaltaron el fuerte. Joaquim se encogió dehombros, se entristeció.

—¿Qué quieres que te diga, hermano, si todosalió mal para nuestro padre? Fue una nocheinterminable. Pero Onofre y Corte Realconsiguieron huir a nado y llegaron al barco.Al menos, obtuvimos esa victoria... Rio Grandenecesita de todos sus hombres. —Miró a su madrea los ojos y vio en ellos el brillo del miedo—.Por eso he venido —dijo—. En cuanto me recuperede este viaje, voy a ir a buscar a Onofre y alos demás.

Bento esbozó una sonrisa de júbilo:—Voy contigo, Quincas.—Os vais todos, de acuerdo. —Doña Ana tomó

parte en la conversación y abrazó al sobrino—.Os vais todos... Pero eso no será hoy, que

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acabas de llegar y ni nos has dado un abrazo,Quincas. Ahora, vamos todos adentro. Deja queManuel y Congo se hagan cargo del caballo y detus pertenencias. Necesitas un baño... Ydespués, todas queremos saber qué pasa por elmundo. —Hizo un gesto señalando al porche,donde estaban las muchachas—. Tus primas estánaquí, ávidas de noticias y de secretillos.

Joaquim Gonçalves da Silva levantó la vistahacia el porche. Vio a Manuela, alta y esbelta,quieta junto a las demás. El rostro vivaz, lapiel sedosa, los ojos ardientes de la prima leprodujeron una sensación de agradable calidezen el pecho. Joaquim la miró durante unosinstantes, después tomó la mano de Caetana y ledijo a ella y a la tía:

—Entonces, vamos adentro; les doy toda larazón, como siempre. Debo de estar oliendoigual que un perro mojado. Congo y yo no hemoscomido nada consistente desde hace al menos dosdías.

Antes de entrar en la sala, al pasar entrelas muchachas, su mirada recayó sobre Manuela,que sonrió serenamente. También ella, además dela tía, había tenido sueños esa noche: habíasoñado con el mar, con un marinero que venía delejos, que venía hacia ella.

Rosário entró apresurada en el pequeñodespacho que olía a madera y a secretos. Lanoche ya se había instalado en la pampa gaucha,

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con los graznidos de sus lechuzas, sus sombras,con una luna alta y muy clara que extendía sustranslúcidos brazos sobre el jardín y el campo.Sí, había llegado tarde al encuentro. Porprimera vez, había dejado a Steban esperando.

Depositó el candelabro que llevaba sobre elescritorio de caoba, se arregló las enaguas delvestido y se quitó el chal de lana que llevabasobre los hombros. Aquella noche de mayo, hacíafrío fuera, un frío seco, intenso, queanticipaba un invierno duro. Se había retrasadoa causa de Joaquim y de Bento, que acababan departir para encontrarse con las tropas deMariano de Mattos, en la frontera. Sí, losprimos se habían ido a la guerra paradesesperación de Caetana, que ahora debía deestar llorando en su cuarto; dos más de susangre bajo el filo de los sables enemigos yBento todavía preso, ¿qué futuro cabíaaguardar? Rosário sintió pena de la tía, cuyosojos color hierba se habían vuelto opacosdurante los últimos días. En Manuela no seapreció un gran sufrimiento por la partida deJoaquim, no más que en las otras mujeres de lacasa, porque Manuela todavía no amaba al primoque le había sido destinado.

Rosário se sentó en el sillón de cuero quesiempre ocupaba y se quedó esperando. Élvendría, siempre lo hacía. No la dejaría allí,sufriendo, aquella triste noche de despedidas.Pensó en sus primos, camino de la guerra, bajoaquel cielo frío y estrellado, ajeno a todo

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cuanto sucedía allí abajo. Los dos hijos delpresidente de la provincia iban felices. Lareciente victoria en Rio Pardo les había dadonuevas esperanzas. Los farroupilhas habíaninfligido una dura derrota a los legalistas. Seacordó de la voz del señor Inácio, que habíaido pocos días antes a llevar la noticia. Llenode entusiasmo y con un ojo puesto en Perpétua,había dicho: «Los de allí vieron comodesaparecían ocho piezas de artillería, milarmas de infantería y todos los víveres de quedisponían. ¡Aquellos siervos de la esclavitud!¡Aquellos imperiales!» Esas habían sido laspalabras de Inácio, y todos en la casa locelebramos con una copa de licor. La batalla sehabía saldado con trescientos muertos ysetecientos prisioneros imperiales. Y ahora losrepublicanos habían renovado energías y elgeneral Netto tomaba rumbo a la capital con sustropas para un nuevo asedio.

Rosário se frotó las manos frías. Aquellavictoria significaba más tiempo en la Estância,más espera. A veces, deseaba simplemente queperdiesen la guerra, que todo volviese a sercomo era antes y que ella pudiese volver aPelotas. Pero los gauchos eran obstinados y,por causa de eso, ella veía pasar sus mejoresaños en aquel limbo sin fin.

—Steban... —llamó ella, angustiada.Necesitaba verlo. Steban era lo único feliz deaquellos días—. Steban... ¿Dónde estás? Me heretrasado... Mis primos acaban de partir y no

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he podido venir antes.La misma cara pálida y bien formada surgió

de entre las sombras en su uniforme de oficial.El pelo castaño y revuelto asomaba por la vendaensangrentada que le ceñía la frente, alta yhermosa.

—Creía que no vendrías, Rosário. —La voz deél era dulce.

Rosário sonrió con amor, sus ojos azulesardían de alegría. Pensó en el día en que lehablaría a su padre de aquel amor. Seguro queno habría ningún problema, hacía tiempo que laBanda Oriental estaba en paz con Rio Grande.

—Mis primos han partido para la guerra. Losdos hijos de Bento Gonçalves.

Al oír ese nombre, Steban palideció todavíamás. Rosário se disculpó. Sabía que Steban, poralgún motivo muy secreto, temía a su tío. Perohabía tantos secretos en Steban, tantos...

—Se dirigen a la frontera. Losrevolucionarios han ganado una importantebatalla en Rio Pardo, ahora están fuertes. Hanhecho setecientos prisioneros, Steban.

—Como en la Cisplatina... —dijo él—.Hablemos de otros temas, Rosário. He pensadomucho en ti...

Rosário sintió que sus mejillas seencendían. Respondió que también ella, hacíatiempo, estaba así. Ya no podía soportar másaquellos secretos, aquel, misterio, losencuentros fortuitos en el despacho.

—Deja que traiga aquí a mi madre un día de

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éstos, Steban. Quiero que te conozca.El joven esbozó una triste sonrisa.—Todavía no es posible, Rosário...—¿Cuándo, Steban?Una súbita ráfaga de viento hizo que el

postigo golpeara la ventana entreabierta. Lasala se volvió fría y extraña cuando las tresvelas del candelabro se apagaron.

—¡Demonios! —refunfuñó Rosário.No tenía nada allí para encender las velas.Se quedó a oscuras, sintiendo la brisa fría

rozar su cara. Hasta que tuvo miedo, no sabíade qué. No era miedo a la oscuridad, nuncahabía hecho caso a esas tonterías; era un miedomayor, una sensación de peligro. Llamó a Stebanuna vez más y sólo recibió el silencio porrespuesta. Él se había ido sin un adiós.«Mañana hablaré con él, decidió.» Cogió elcandelabro y salió a la penumbra del corredor.Bajo los encajes del vestido, su corazón latíadescompasadamente.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 11 de marzo de 1903

Yo todavía no lo sabía, pero mientrassufríamos aquella derrota que mantuvo a mitío en prisión durante algún tiempo más,un importante engranaje empezaba a moversecomo un sol que venía en dirección a mí.La República Riograndense me traería alúnico hombre que ha habido en mi vida, yese hombre no era Joaquim, que llegó afinales de abril y por quien no pudesentir más que cariño y ciertaindiferencia cuando me miraba a los ojoscon una media sonrisa en los labioshambrientos.

Por mar, de muy lejos, llegaba aquel aquien pertenecería el resto de mis días.Venía de una tierra mágica y sufrida, yllegaba con sueños en el alma, sueños quelo unieron a mi tío y a los otros, y quehicieron que dedicase toda su bravura ysabiduría a la causa de nuestra República.Sí, mientras veía llegar el invierno hastanosotros, con sus noches frías y brumosas,con sus árboles de follaje amarillento,con el viento, siempre el viento, queazotaba nuestras madrugadas de insomnios,

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él enarbolaba su bandera, izaba las velasy se hacía a la mar. Todavía faltaríamucho para que llegase hasta mí, con susojos del color del oro viejo y su sonrisade niño; la vida no siempre ofrece caminosfáciles a esos hombres que nacen con latarea y el sino de cambiar el mundo. Éltodavía tenía mucho camino que recorrer,vencería incluso a la muerte, pero elprimer paso ya estaba dado, la primeraráfaga de viento lo había empujado haciaestos lares y a mis brazos de mujerenamorada.

Amaba a Giuseppe Garibaldi desde muchoantes de conocerlo, la tarde en que llegócon su hablar confuso y sus manerascorteses y alegres. Lo amaba desde que lohabía presentido, al principio de todo,aquella primera noche de 1835, todavía enel porche de mi casa, en un reflejo defuturo que mis ojos habían podido captarpor gracia de algún espíritu bueno. Pero¿qué puedo decir de este hombre? ¿Cómohablar de esa criatura junto a la cualviví los mejores momentos de miexistencia, y por quien, incluso hoy,espero y suspiro a cada instante, cadanoche, en el frescor de cada amanecer, dequien siento el tenue perfume entre lasalmohadas de mi cama, en los viejosvestidos de aquel tiempo, incluso en lastrenzas de mi pelo ya apagado?

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Viví por Giuseppe Garibaldi como muypocas mujeres han vivido por un hombre. Unhombre que nunca fue del todo mío, pero dequien pude comprender la esencia —era uncometa, una estrella cayendo—, era justoque se quedase tan poco a mi lado. Era unser sin paradero, y si no seguí con él,fue porque la vida no quiso. Hoy, pasadostodos estos años, cuando al mirarme alespejo ya no reconozco a la Manuela quefui en aquellos tiempos, hoy, todavía loamo con la misma fuerza y la mismadedicación. No volvió a mí, aun después dehaberse quedado solo y con dos hijos enlos brazos, porque, como un pájaro, sintiósiempre la necesidad de emigrar, de seguirel verano de sus sueños; sin embargo, mellevó consigo en algún rincón de su alma,lo sé.

Pero regresemos a aquellos tiempos en laEstância, cuando la guerra segaba tantasvidas y tanta juventud; contaré lo queempezó a suceder en mayo de 1837. GiuseppeMaria Garibaldi recibió la patente decorso para la Mazzini —llamada a partir deentonces Farroupilha—, firmada por el generalJoão Manuel de Lima e Silva, y que loautorizaba a surcar los mares rumbo alsur, como corsario de la RepúblicaRiograndense. Así pues, el italiano zarpóde la ciudad de Río de Janeiro, con unatripulación de doce hombres. En la sumaca

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Farroupilha llevaban armas y municionesescondidas bajo un cargamento de carneahumada y mandioca.

Empezaba entonces el largo camino quellevaría a Garibaldi hasta la Estância demi tía, doña Antônia. Si pudieseretroceder en el tiempo, volver a esosaños, sufrir todo lo que sufrí, aunquefuese para verlo por un solo instante,como lo vi por primera vez, quieto frentea nuestra casa aquella tarde tibia yplácida de octubre, con el pelo trigueño yrevuelto brillando al sol. Si pudiesehacer que el tiempo volviese sobre suspropios pasos, no lo dudaría... Todavíaoigo el timbre metálico de su voz en misoídos cuando, al verme junto a las demásen el porche —después de todo, era laprimera vez que un extraño venía a estarcon nosotras, y con el aval de BentoGonçalves—, me miró solamente a mí, consus ojos sedientos, y dijo:

—Cómo stai sinhorina? Io me chiamo GiuseppeGaribaldi. E la buona fortuna me ha traídohasta aquí.

Pero eso fue en 1838 y, aquellaprimavera, el general Bento Gonçalves yaestaba libre, Perpétua ya era la prometidade Inácio José, y yo todavía teníadieciocho años, y no los ochenta y tresque acarreo hoy entre mis arrugas, queparecen los pliegues de un vestido de

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fiesta. Eso fue en 1838, cuando todosnosotros aún teníamos sueños.

MANUELA

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Capítulo 10

El bergantín Constanza tardó cinco días enatravesar el mar, desde Río de Janeiro hasta laciudad de Salvador. El intenso calor, en plenomes de agosto, no amedrentó al general BentoGonçalves, a quien trasladaban de la fortalezade Lage al fuerte del Mar, todavía más lejos desu tierra y de sus ejércitos.

Después de la larga travesía en elbergantín, atado, Bento Gonçalves fue conducidopor dos soldados a la barcaza que lo llevaríahasta el fuerte del Mar. Hacía mucho tiempo quela humedad de la celda, en la fortaleza deLage, había penetrado en su carne, y el soldorado y vivo que bañaba la ciudad de Bahía ysu piel al final de aquella mañana le producíauna sensación agradable.

Había recibido noticias del Sur, lasprimeras después de un largo silencio en lacelda de aislamiento. Noticias desconcertantes.Bento Manuel, otra vez al lado de los farrapos,había mandado prender y llevar a Uruguay algobernador Antero de Britto. El italianoGiuseppe Garibaldi, junto con Rossetti y LuigiCarniglia, había recibido su patente de corso yahora estaba al servicio de la causa, rumbo alsur del país. De camino, cerca de Río de

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Janeiro, atacaron la sumaca Lutza, y ahora,aunque el general no estaba del todo seguro,debían de hallarse cerca del puerto deMaldonado, en Uruguay. Y la lucha seguíamientras él estaba allí, atado de manos,mirando al cielo azul de la ciudad de Salvador.Netto continuaba la guerra junto con los demás.Y su amigo, el conde Zambeecari, todavía estabapreso en Santa Cruz, medio enfermo. El condeera de constitución frágil, no era como él que,después de todos aquellos meses en la celda deaislamiento, con el pelo ya largo, el rostromacilento, aún se mantenía en pie, duro comouna roca, un general de farrapos que imponía alos jóvenes oficiales que habían ido a buscarlopara la travesía. Era Bento Gonçalves da Silvae iría a luchar. Pensaba en todo esto mientrasaspiraba el tibio aire, mientras la barcazasurcaba aquel mar de aguas serenas, rumbo alfuerte de São Marcelo, ese monstruo de piedrade donde no se podía huir, y albergó una chispade esperanza. En la celda de aislamiento, sesentía desencantado. Pero ahora, todavía máslejos de su Rio Grande, aun así, había unaoportunidad de volver. Todavía no sabía cuál,pero la descubriría.

El patio de piedra clara reflejaba la luzdel sol como un gran espejo que cegaba. BentoGonçalves entró y los portones se cerraron a suespalda. El comandante del fuerte estaba de pieen medio del patio y dirigió a Bento una miradaosada e inmutable. El presidente de Rio Grande

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estaba frente a él, un hombre de grandesposesiones, un general. Llevaba una ropadescolorida, el pelo demasiado largo y estabasin afeitar. El comandante, al cruzar unamirada con el general, vio, en el fondo deaquellos ojos negros, un brillo de animalenjaulado, un brillo leonino. Sin saber porqué, tuvo un mal presentimiento. Bajó los ojosy mandó que llevasen al prisionero a su celda.

Era la primera carta de Bento Gonçalves queCaetana recibía en los últimos cinco meses. Sela arrancó de las manos al joven oficial quehabía ido a entregarla, como quien arranca a unhijo de las garras de un asesino. Temblaba ytenía los ojos llenos de lágrimas. Doña Anasonrió con pena de su cuñada y ,ansiosa porsaber de su hermano, mandó que Manuel llevaseal soldado a la cocina y que las negras lediesen de beber, siguiendo la costumbre de todabuena casa.

Caetana corrió a su habitación y echó elcerrojo. Necesitaba aquella soledad, recorrercon sus ojos las palabras de Bento sin prisas ysin compañía. Había sido un largo invierno, uninvierno frío, de minuano, de nochesinterminables y repletas de miedos, que ellahabía atesorado con la codicia de un avaro, noporque quisiese, sino porque el tiempo habíainsistido en arrastrarse con una pereza quenunca antes había conocido.

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Se sentó cerca de la ventana, donde un rayode sol iluminaba la alfombra y un rincón delcuarto. Abrió el sobre manchado y apretó lacarta contra su pecho. Después, la letradecidida del esposo apareció ante sus ojos,enérgica y amplia, una letra de hombre.

Bento Gonçalves contaba sus días enSalvador, en el fuerte del Mar. Los horrores,la humedad y la locura que lo habían asediadoen la celda de aislamiento, en Lage, después dela fuga frustrada, habían quedado atrás. Nuncahablaría a la esposa de las noches en que habíadeseado morir, abandonarse simplemente, lejosde todo y de todos los que le eran queridos.Ahora, a pesar de la prisión y de la constantevigilancia, tenía sol y tenía mar. Hacíaejercicio en el patio, estaba recuperando laforma de tiempos pasados. Y le estaba permitidonadar todos los días. Ahora podía mandar yrecibir cartas, estar en contacto con RioGrande, con ella, con su adorada Caetana.También recibía visitas de otros masones, puessu llegada no había pasado desapercibida. Lascosas se estaban enderezando. Pero no podíafallar, temía que aquella carta, habiendo derecorrer tantos caminos, fuese a caer en manosenemigas.

Caetana leyó cada palabra con una sonrisa enlos labios. Se sentía esperanzada. Acabó lacarta y la dobló bien. Abrió el cajoncillo delescritorio, pero desistió, se guardó el pequeñopedazo de papel en el corsé y sonrió. Hacía una

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bonita tarde de primavera en aquel principio deseptiembre, y el sol brillaba en un cielo sinnubes. Caetana Joana Francisca Garcia Gonçalvesda Silva salió al corredor a paso rápido.Encontró a las dos hijas jugando en la sala,dio un beso a cada una y les acarició el pelo.

Doña Ana todavía estaba en el porche,sentada en su mecedora, bordando. Al darsecuenta de la llegada de su cuñada, levantó elrostro, y en sus ojos había un brillo deangustia y de mil preguntas.

Caetana sonrió. El pelo negro que se lesoltaba del moño enmarcaba su faz trigueña.

—He sentido algo dentro de mí, Ana, en elpecho. Él va a escapar de allí, estoy segura. —Y sacando la carta de donde la había guardado,se la tendió para que la leyese también.

Joaquim se sacó las botas ensangrentadas yrepletas de barro. Un frío gélido de la nocheatravesó la entrada de la pequeña tienda yempezó a rondarlo como un gato. Tenía los piesagarrotados, sucios, los calcetines rotos.Pediría a su madre que le mandase calcetinesnuevos, escribiría a Caetana una larga cartacontándole que estaba bien y que Bentinhodemostraba ser un excelente soldado, un soldadodel que su padre se sentiría orgulloso.

Se tiró en el catre, con el cuerpo molido,los ojos todavía repletos de la mortandadreciente, en el campo. Un lodazal de cuerpos y

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de tierra mezclados, la lucha de la tropa, alas órdenes de João Antônio, intentando vencera los legalistas, todo eso se mezclaba en suespíritu con las figuras de los lanceros, consus gritos de guerra, con sus cuerpos fuertes,con el sonido de las lanzas y el grito dePedro, su primo, cuando había sido herido alromper las líneas de defensa enemigas.

Bento había salvado a Pedro al subirlo alcaballo y llevarlo lejos del fragor de labatalla justo cuando había caído al suelo.Ahora, el primo estaba mejor, un corteprofundo, grande, a la altura del musloderecho, pero se pondría bien con algunosremedios, algo de cachaza y un poco de tiempo.Joaquim lo había examinado personalmente: laherida estaba limpia, no había peligro deinfección. Pedro era un hombre fuerte,saludable, enseguida estaría cabalgando comoantes. «Para la próxima batalla, si Diosquiere, ya estará bueno», había dicho el médicode la tropa. Y Pedro había sonreído débilmente,febril y cansado.

Joaquim también tenía que escribir a su tíaAna para contarle lo sucedido y tranquilizarlaen lo referente a la salud de su hijo pequeño.José estaba en Rio Grande, no sabía nada de loque le había sucedido a su hermano. Pero losabría más tarde; cuanto más tiempo pasase,mejores serían las noticias. No era necesariopreocupar a doña Ana tan pronto. Pedro era unhueso duro de roer, estaría curado antes de la

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siguiente batalla.Joaquim se levantó del catre; un dolor por

todo el cuerpo hacía que se sintieraintranquilo. Se puso el poncho. De fuera,llegaba un olor agradable a churrasco. Iría atomarse un mate, a comerse un buen trozo decarne, se sentaría bajo un árbol lejos detodos, del vocerío y de la excitación de lalucha reciente, lejos de los heridos y de lasdos fosas recién cavadas para los muertos.Solo, inmerso en alguna paz, pensaría enManuela. Echaba de menos a su guapa prima yfutura esposa. Cuando la guerra acabase, cuandosu padre estuviese otra vez en Rio Grande, secasarían. Manuela iba ganando en belleza amedida que pasaban los días, era más hermosa,distinguida, con sus ojos verdes y misteriososcomo un bosque cerrado. Él luchaba por laRepública, y por ella, por Manuela. Cuandovenciesen al Imperio, le ofrecería una granEstância, y ambos serían felices como semerecían.

La voz de su hermano lo arrancó de susfantasías. El rostro sonriente se habíaintroducido en la tienda.

—La carne está en su punto, Quincas. Ven ycome un poco. Pedro está bien; por eso no tepreocupes.

—Está bien, Bento.Ambos salieron afuera. Joaquim se cubrió más

con el poncho. Siempre sentía frío después delas batallas. El cielo estaba encapotado, sin

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estrellas. Esa noche llovería.

Doña Antônia se había despertado muchasveces aquella noche oyendo soplar fuera el durominuano. A pesar de las muchas colchas, seguíanotando el frío de forma persistente. Ellasabía muy bien lo que era, esa angustiadisfrazada que le azotaba el cuerpo en lasnoches de invierno. Sin mucho convencimiento,se santiguó, todavía aturdida por el sueño.

Se quedó un poco más en la cama, con lamadrugada empeñada en no pasar y el tiempocongelado por aquel viento infernal. Durante sumatrimonio, en las noches así, se acurrucabajunto a su Joaquim, y sólo de esa manera,enroscada en el calor de su cuerpo, conseguíadormir. Pero de eso ya hacía tiempo. Con elmarido muerto, aquellas noches invernales serepetían.

Doña Antônia se sentó en la cama y buscó lalámpara. La encendió. La habitación adquiriótonos rojizos. El viento hacía temblar elpostigo de la ventana, igual que temblaban lasmanos de doña Antônia cuando se arregló el pelobajo la redecilla. Se levantó, cogió el chal yfue a mirar la noche.

Todavía faltaba mucho para el amanecer. Elminuano barría la pampa con furia, sacudiendolos árboles, arrancando la tierra del suelo.Todo alrededor parecía muerto, destruido por elminuano. Un viento frío, cortante. Dominando en

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lo alto, sin embargo, estaba aquel cielo deestrellas serenas, límpido como una pintura,descansado. Un cielo bonito que llevó el miedoa doña Antônia.

—Mala suerte.Había hablado sola. Ah, cuánto detestaba

hablar sola como una vieja caduca. Peroaquellas palabras se habían quedado agitándoseen su espíritu como un aviso que llegaba delcielo. Y parecía que el viento, al cruzar porentre las ramas de la higuera, repetía sincesar: «Mala suerte, mala suerte...»

Doña Antônia cerró la ventana y se arropóaún más el cuerpo helado con el chal de lana.Se sentó en la mecedora y cogió el ganchillo.Ya no dormiría más, lo sabía bien. Estabacompletamente embargada de una sensacióndesagradable que se le había metido en lasangre. La aguja de metal empezó a encadenarpuntos, inquieta. Doña Antônia canturreó unavieja modinha. Fuera, el viento repetía las dosmalditas palabras; aquella cantilena laamedrentaba. Doña Antônia cantó más alto, comocuando dormía a las hijas de Caetana a la horade la siesta y ninguna de las dos queríaentregarse al sueño. Y el viento ululaba.

—Voy a quedarme aquí a esperar. Hay malasnoticias en camino.

Había hablado sola otra vez. La aguja deganchillo bailaba en su mano como si tuviesevida propia.

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La negrita se extrañó de ver a doña Antôniatan temprano en la cocina, vigilando lapreparación del mate y del café, mirando laconsistencia de la masa del pan que ellaamasaba con sus manos menudas.

—La señora se ha levantado hoy temprano —dijo sonriendo—. El sol todavía no ha salido.

Doña Antônia miró dulcemente a la niña consus ojos castaños:

—El sol no sale hoy, Tita... Detrás de esacerrazón hay un cielo gris, de lluvia. —Supervisó cuanto se hacía en la cocina y mandóque amasasen también un pastel de maíz biengrande. Para los niños de Caetana—. Si vienealguien preguntando por mí, estoy tomando mateen mi cuarto.

Y salió arrastrando las enaguas grises, altay erguida, caminando ligera.

No había pasado media hora cuando uno de losbraceros asomó la cabeza por la puerta de lacocina, no para pedir mate, sino para avisarque un mensajero había llegado con una cartapara doña Antônia, un recado importante. Eracosa urgente: el hombre esperaba en el porche.La chiquilla fue a buscar a la señora alcuarto.

Doña Antônia siguió a la criada llevando elpaso. Mala suerte. El viento aún silbaba en susoídos. Hacía frío en el porche. El mensajeroera un soldado raso de diecisiete o dieciochoaños, de ojos tímidos y cara compungida, que

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había cabalgado día y medio para llevar lacarta lacrada que depositó en las manos pálidasde la hermana del general Bento Gonçalves.

—¿Quién la envía?—Joaquim Gonçalves da Silva.Ella se retiró a su cuarto con la carta

quemándole entre los dedos, no sin antes mandara una de las negras que diese de comer alsoldado, pues el pobre había venido de lejos ysoportado el gélido minuano en la cara.

Estimada tía:Le escribo estas líneas con mucho pesar

para comunicarle que nuestro muy queridotío Anselmo murió anoche, después de unaemboscada, cuando se dirigía con dossoldados más hacia Cima da Serra. Fuevíctima de una barbaridad cometida por unatropilla imperial, crueldad esta que serávengada, pues no descansaremos hastahaberla llevado a cabo.

Escribo para que pueda dar esta tristenoticia a la tía Maria Manuela y a lasprimas. Me duele saber que Manuela ha dederramar lágrimas por su padre, peroconfío en usted y en su sabiduría parahacer más ligera esta grave misión que leconfío. Antônio está con nosotros, bien desalud y dispuesto a vengar al padre.

Cuando tengamos más noticias, espero quebuenas, escribiré otra vez. Le mando miafecto y transmita mi cariño a mi madre y

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a todos los de la casa.Su sobrino,JOAQUIM

El rostro de doña Antônia era una máscarapálida. Dobló la carta y la guardó en el cajóndel escritorio. Fuera, el cielo continuabacubierto, no eran todavía las siete de lamañana. Pensó en Anselmo, y pensó en MariaManuela, tan frágil, pobrecilla. Y pensó en lasmuchachas, y pensó en su hermano, allí enSalvador, sin saber de la barbaridad que habíancometido con el cuñado al que tanto estimaba. Ypensó en Rio Grande. Todo aquello era unatragedia... Mala suerte. Quisiera Dios que elminuano dejase de soplar; hacía ya tres díasque estaba arrasando con todo. Mala suerte,pobre Anselmo. Morir por la espalda no era unamuerte decente para un hombre tan valiente.

Tocó la campanilla. La misma chiquilla queantes estaba amasando pan apareció por lapuerta toda contenta. Notó la palidez en elrostro de la señora y preguntó a doña Antôniaqué deseaba.

—Manda que preparen la carreta. Voy a ver ami hermana... ¿Está hecho ya el pastel de maíz?—dijo de repente.

—Está casi hecho —dijo la negrita.—Pues acaba enseguida ese pastel y

envuélvelo bien. Tengo mucha prisa, Tita.Cuando la puerta se cerró, doña Antônia sacó

la carta del cajón y se la guardó en un

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bolsillo del vestido. Era mejor llevarlaconsigo, como una garantía de que aquello noera solamente una pesadilla que le habíallevado la noche para mortificarla.

La carretera hacía una curva a la derecha,rodeando una discreta elevación del terreno.Allí, en lo alto de una pequeña colina, habíaunos árboles un tanto esmirriados, perosuficientemente buenos para cobijarlos. Además,la noche era casi negra, sin estrellas. Ellossabían muy bien que no faltaba mucho, una hora,dos, no más, para que el bando de imperialespasase por allí, rumbo al campamento, en SãoGabriel. La misma patrulla que había tendido laemboscada a Anselmo da Silva Ferreira. Y ellosbajarían la colina para caer por sorpresa sobreaquellos desgraciados en medio de la carretera.Para matarlos.

Joaquim desmontó. Acarició el lomo delzaino, que resopló al sentir la mano. Andabaquedo, sintiendo el aire frío entrar en suspulmones como un calmante. Vio a Antônio, a sulado, sacando un poco de tabaco de la talega.Incluso en la oscuridad, podía sentir los ojosbrillantes de su primo, de un verde casivegetal, la angustia que desprendían aquellasretinas tan parecidas a las de Manuela. Seacercó y, en voz baja, le dijo:

—No te preocupes, Antônio. Hoy tu padre serávengado. Con mucha sangre, y con honor.

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El primo le apretó el brazo.—Dios lo quiera así, Quincas. Yo no me voy

de aquí mientras quede un canalla de éstos. Niuno solo que pueda contar lo ocurrido. —Miró alcielo—: La niebla está bajando.

—La noche está de nuestra parte —respondióJoaquim, y pensó en su padre, sin saber muybien por qué, en su celda, en algún rincón dela ciudad de Salvador.

Eran cinco: Joaquim, Bento, Antônio, José yPedro. José había viajado durante dos nochespara encontrarse con ellos. Había llegadocansado, barbudo, furioso. Tenían que vengar ala familia, y todos habían abandonadotemporalmente sus tropas para la tarea. No semataba a un soldado de bien por la espalda. Elcoronel Onofre Pires había dado suconsentimiento a José, y ahora su primo estabaallí, encogido sobre el poncho, comiéndose untrozo de galleta dura, con la mirada perdida enla oscuridad del camino. Tal vez estuviesepensando en su padre muerto, pero sus ojosnegros no revelaban nada.

Se quedaron una hora larga esperando,preparados para la emboscada. Del cielo bajabauna humedad tan pesada que más bien parecíalluvia, y la bruma rozaba sus caras como unvelo. Una lechuza ululaba a intervalosregulares de tiempo. Joaquim estaba inquieto.Los imperiales, según les habían informado,eran siete, dos más que ellos. Pero jugaban conla ventaja de la sorpresa y la furia corriendo

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por sus venas.Un trozo de luna pálida salió de su refugio

en las nubes y dejó entrever un tramo delcamino de tierra, todo silencioso como unatumba. Y fue entonces cuando oyeron relinchar aun caballo algunos metros más adelante. Loscinco se pusieron en alerta.

—Vienen por ahí —dijo José cogiendo lacarabina cargada y apostándose entre dosárboles, en lo alto de la elevación dondeestaban.

—Voy a clavar la daga en el pescuezo dealguno.

Joaquim tomó el mando:—Antônio, tú, Pedro y yo bajamos y los

cogemos por detrás para que no huyan. José yBento disparan desde aquí para cubrirnos ydespués bajan también para que acabemos elasunto cuerpo a cuerpo. —Se quedó pensando unmomento y dijo con voz tranquila—: Y tenedcuidado, basta ya de mensajes de muertes en laEstância. Se movieron en silencio.

La pequeña tropa apareció por la curva de lacarretera. Iban hablando tranquilamente. Lasvoces se perdían en la opaca neblina. Joaquimreconoció un acento carioca, una risa, y aalguien que suspiraba por un churrasco. Nuncamás disfrutarían de uno, nunca más, ninguno deaquellos miserables. Los tres iban a caballo.El primero, un oficial, tomó la curva delcamino. Dos soldados aparecieron detrás. Losotros cuatro iban vigilando.

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Joaquim bajó la espada, imitó a un pajarillo—como en los tiempos de juegos en la Estância—,y José reconoció la señal del primo. El primertiro sonó en la noche. Los imperiales sealarmaron asustados. Uno de ellos cayó alsuelo. Un tiro certero de José en medio de lafrente del hombre. El jaleo había comenzado:relinchos, órdenes contradictorias del únicooficial. Joaquim, Antônio y Pedro bajaron lacolina a toda velocidad. Un tiro más derribó aotro infeliz. Ahora eran cinco contra cinco.José y Bento enseguida estarían en el camino.

—¡Una garganta para cada uno! —gritóAntônio, sacando la daga del cinto.

José salió de entre los arbustos, con elsombrero caído a la espalda y la lanza en alto.Era un buen lancero. Entabló una pequeña luchacon un soldado al que traspasó sin dificultad.Más tarde, en el campamento, diría que elsoldado estaba borracho, que olía aaguardiente. Espoleó su caballo y fue a ayudara Joaquim cuando un imperial, con el brazoempapado de sangre, se levantó del suelo y,levantando la pistola, disparó y le dio en elhombro. José sintió la bala como un pinchazo defuego. La lanza cayó al suelo, pero cogió supropia arma y, en un arrebato de ira —algoextraño en él—, miró al desgraciado y ledestrozó la cara, que se convirtió en una masade carne, sangre y huesos.

—Estás herido, primo. —Bento sujetó lasriendas del caballo de José—. Volvamos. Falta

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poco, ellos se ocuparán del resto.La sangre caía por el poncho y mojaba las

manos blancas de José da Silva Santos.Joaquim y Pedro acorralaron a un soldado.

Había un brillo de miedo animal en los ojos delhombre. Pedro desenvainó el sable, bajó delzaino, cogió al hombre del pelo y pasó el filopor la piel blanda de aquel cuello, abriéndolopor en medio. Joaquim vio los ojosaterrorizados congelarse para siempre, los vioen medio de la bruma y sintió que el ansia lequemaba en las entrañas. Recordó una tarde desu infancia, cuando vio su primera pelea degallos.

Antônio degolló también a su oficial, queahora ya no tenía a quién dar órdenes. Era unhombre con barba, regordete, con cara de cerdo.Antônio imaginó al infeliz clavando el sable enla carne de su padre. Había sido aqueldesgraciado quien le había matado. Pensó en supadre, tirado en el camino donde lo encontraronal día siguiente. Agarró la daga con fuerza yla clavó en la garganta del teniente, que yaestaba herido, y sangraba por la cabeza a causadel roce de una bala. Antônio también sangrabaun poco a causa de un fino corte en el párpadoizquierdo. Vio al hombre convulsionarse entrematices de rojo, pues la sangre que bajaba porsus ojos se mezclaba con aquella otra que seescurría hasta el suelo, y dijo:

—Por usted, padre.Después guardó la daga en la vaina y vio que

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la neblina había desaparecido por completo, yque unas pocas estrellas brillaban en el cielofrío y distante.

Volvieron con el sol.Era un sol débil, de mañana de invierno.

José estaba herido, tenía fiebre. Joaquim temíapor la bala que había extraído la nocheanterior. Su primo corría el riesgo de unainfección.

Se encontraron con un piquete farroupilha, yoyeron aliviados la voz de Inácio. De en mediode un grupo, surgió un hombre alto, moreno, delargos bigotes, con el sombrero de barboquejobien calado. Iba de uniforme, parecía másavejentado y menos elegante que cuando vestíasus trajes, pero en su rostro franco lucía lamisma sonrisa.

—¡Vaya! ¿Les encuentro juntos por algo enespecial? —Y fue saludando a los conocidos.Todavía no había visto a José ni a Joaquim. Alos otros los conocía de la Estância da Barra.

Antônio presentó a Joaquim al estanciero devoz agradable y elegante.

—Éste es el señor Inácio de OliveiraGuimaraes, propietario de la Estância do Salso.

Inácio sonrió y extendió su mano de largosdedos:

—Y ahora comisario de policía de Boqueiráo,a sus órdenes. —Se estrecharon la mano—. Pero,díganme, ¿qué hacen en este camino? ¿El general

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Netto o el coronel Onofre andan por estoslugares?

Joaquim contó lo sucedido. La muerte delcuñado de Bento Gonçalves en una emboscada. Elcamino neblinoso, la lucha con la tropilla deimperiales.

—Ahora tenemos un herido. Es mi primo José,hijo de doña Ana.

Inácio pareció afligido. Miró al muchacho enla improvisada camilla y le apretó la manosudada y débil. ¿Adonde iban a llevarlo?

—Soy médico —dijo Joaquim—. Pero aquí, yasabe, no tengo medicamentos, ni aguardiente, ninada. Esa herida va a infectarse. La bala casialcanzó el hueso.

Trajeron una botella de cachaza, que Joaquimderramó sobre el hombro de José. Inácio sealejó un poco, habló con otro oficial, y a suregreso dijo con voz firme:

—Está decidido, José se queda conmigo. Unsoldado y yo lo llevaremos a la Estância. Ledebo ese favor a doña Ana que, durante todoeste tiempo, ha estado mandando hierbas a miesposa, que está enferma de los pulmones. —Resuelto, puso una mano en el hombro de Joaquim—. Esta noche, José estará en una cama. DoñaAna necesita a sus dos hijos, más aún despuésde lo que ha sucedido a su marido.

—Todos nosotros necesitamos a José, señorInácio. El favor que nos hace es grande. Tengoque presentarme ante Netto mañana a más tardary son dos días de viaje.

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—Pues yo llevaré a José a casa. —Y buscó enel bello rostro de Joaquim algún rasgo de lahermana.

Lo prepararon todo en poco tiempo. Inácio deOliveira Guimaraes montó en un tordillo negro,al frente de los dos soldados que portaban laimprovisada camilla de José. Quería ayudar alhijo de doña Ana, y quería, más que cualquierotra cosa, como un sueño, volver a ver aPerpétua.

—Hasta la vista, Joaquim. —Hizo un gesto conlas manos a los otros—. Hasta la vista.

Joaquim vio cómo el grupo tomaba el caminoen sentido contrario. Le había gustado Inácio.Y José pronto estaría en casa.

Inácio José de Oliveira Guimaraes llegó a laEstância da Barra cuando el reloj daba lavigésima tercera campanada. Era una nochelluviosa de primeros de septiembre. DoñaAntônia, presa de una angustia que la carta delsobrino avisando de las represalias habíaaumentado, pernoctaba en la Estância de doñaAna desde hacía unos días. Además, MariaManuela, muy abatida por la pérdida de suesposo, necesitaba consuelo y cuidados. Y doñaAntônia cuidaba diligentemente de su hermanamenor y de las sobrinas.

Las mujeres estaban en la sala bordando a laluz de las lámparas, junto al fuego de lachimenea, cuando oyeron gritos en el porche.

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Era una voz de hombre, conocida. Había pasadojunto al centinela de la entrada a la Estância.Perpétua sintió que un calor recorría su cuerpocuando reconoció la voz de Inácio, que gritaba:

—¡Señora doña Ana, señora doña Ana!Perpétua se levantó de un salto. Las primas,

alertadas, dejaron sus trabajos. Doña Antônialanzó una mirada a la sobrina y dijo:

—Quédate sentada, Perpétua. Deja que Manuelvaya a ver qué sucede. Ya no son horas devisita. Puede ser algo grave.

Leão y Marco Antônio jugaban sobre laalfombra. Caetana llamó a Milu, que estabasentada en un rincón, y ordenó:

—Lleva a los niños a su cuarto. Ya es horade dormir.

Se fueron protestando. Nunca sucedía nada y,cuando sucedía, tenían que ir a acostarse. Sumadre les reprendió. Manuel, el capataz,apareció por el pasillo, sin preámbulos:

—Es el señor Inácio quien está allí fuera. Ytrae con él a José, herido de bala.

—¡Dios del cielo! —gritó doña Ana al tiempoque se levantaba de la mecedora, pálida ytemblando de angustia—. Vamos afuera.

En un rincón, Maria Manuela, vestida deriguroso luto, se enjugaba las lágrimasmientras observaba cómo su hermana corría hastala puerta. Pensaba en su marido muerto y notenía ánimos para mover un dedo.

—Calma, Ana. —Doña Antônia se dirigió a lapuerta, agarró a la hermana del brazo y se

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envolvió en el chal—. Vamos a ver. José esfuerte. —Miró al capataz—. Manuel, coge uncaballo y ve a buscar al doctor. Dile que esurgente.

El capataz asintió y desapareció por lospasillos que llevaban a la cocina.

Media hora más tarde, José estaba en sucama, con doña Ana al lado, que le aplicabacompresas e intentaba hacer que tomase unascucharadas de sopa. Le habían limpiado bien laherida y aguardaban la llegada del médico. Enel despacho, Inácio contó lo que había pasado adoña Antônia.

—¿Los mataron a todos?—Sí, señora. Antônio degolló al teniente que

atacó a su padre. Lo hizo por su honor.Doña Antônia se santiguó.—Hace poco, todavía eran unos niños... —dijo

pensando en voz alta, y sonrió—. Tengo miedo alas represalias. —Y cambió de tono—: Usted sequedará hoy a dormir con nosotros. Hace unanoche horrible.

Un calor invadió el pecho de Inácio, a pesardel poncho mojado, que goteaba sobre laalfombra del despacho.

—Se lo agradezco, doña Antônia. Ha sido unviaje penoso y estoy muy cansado. Mañana iré aver a mi esposa.

Doña Antônia se acordó de la muchacha páliday frágil que había visto en el camino ciertavez.

—Este invierno está siendo duro, señor

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Inácio. ¿Cómo está su esposa? Ana le mandó unashierbas para el pecho hace algunos días.

Una sombra turbó sus ojos castaños.—No se encuentra muy bien. Pero, si Dios

quiere, mejorará con la primavera. Doña Ana hasido muy gentil con Teresa.

Doña Antônia abrió la puerta del despacho.Llamó a una de las negras y mandó que sirviesenal caballero comida abundante en la cocina.

—El estómago lleno ayuda a dormir —dijosonriendo, con los ojos negros y vivos clavadosen el rostro del hombre—. Después podremosconversar mejor, en la sala, con las muchachas.Ahora, vaya a comer algo.

Y ambos salieron al corredor, donde la luztenue de las lámparas dibujaba sombras.

Inácio volvió a la Estância días despuéspara saber cómo se encontraba José. Habíaestado con su esposa y ahora iba a asumir susfunciones de comisario en Boqueirao. Aldesmontar, encontró a Perpétua sentada en elporche, leyendo un libro. Se detuvo un instantea admirar su rostro delicado, su tez clara, suboca carnosa, sus ojos negros clavados en laspáginas que leía. Enseguida, la muchachalevantó la mirada y, al verlo, se ruborizóligeramente. Inácio sintió una alegría nueva aldarse cuenta de que él había sido la causa deaquel rubor. Subió los escalones del porche.

—¿Cómo está la señorita estos días?

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Perpétua dejó el libro a un lado y sonrió.Vestía de color carmín, con el pelo recogido enuna trenza suelta, y un perfume a lirios laenvolvía como un halo. Hacía una tarde bonita.

—Estoy muy bien, señor Inácio. ¿Cómo le vala vida?

Inácio se adelantó y, en un arrebato, besóla pequeña mano blanca. Después respondió:

—La vida va como Dios quiere, señoritaPerpétua... Es una lástima que Dios no cuidemás de Teresa.

Perpétua quiso saber de la esposa e Ináciole contó que Teresa siempre andaba con unasdécimas de fiebre, tosiendo mucho, en cama.Pero con la llegada del sol, si recobraba unpoco las fuerzas, seguro que se pondría bien. Afin de cuentas, era joven.

—Para los jóvenes, todo es posible. —Despuésse acordó del asunto que lo había llevado allí—. ¿Y cómo está José?

—Está mejorando. La fiebre empezó a bajarayer. Doña Ana y doña Antônia no se apartan desu lecho, creo que pronto estará curado y podrávolver.

—Volver a la guerra —terminó Inácio contristeza.

Perpétua pareció sorprendida:—¿A usted no le gusta la guerra? A todos los

hombres les gusta pelear.La simplicidad de la muchacha hizo sonreír a

Inácio. Le gustaba la guerra, por la libertad,por la República, por los derechos de Rio

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Grande. Por eso luchaba, por sus sueños. Peroamaba la vida en la Estância, las tardes desosiego, la casa.

—Es una pena no tener a Teresa esperándomecomo antes. Ahora casi no se levanta de lacama. Cuando volvemos de la guerra, queremoslos brazos de una esposa. —Enseguida corrigió—:Perdóneme. Usted todavía no sabe de esascosas...

Perpétua lo miró fijamente a los ojosdurante un instante, asombrada de su propiaosadía. ¡Si alguna de sus tías la viese!

—¿Llegaré a casarme, señor Inácio? Con estaguerra interminable, a veces creo que no. Mequedaré, entonces, sin saber de esas cosas parasiempre.

Inácio sintió que un calor recorría sucuerpo. Teresa era una piedra fría en su pecho,pobrecilla, siempre entre compresas y fiebres;el rostro anguloso y joven de Perpétua lo hacíaacalorarse. De repente, se vio diciendo:

—La guerra queda lejos. Y usted no es unamoza para quedarse soltera, sería undesperdicio de belleza y de gracia. —Parecióretener las palabras en el pecho, un instante,y después concluyó—: Afortunado el hombre quela despose, señorita Perpétua. Y le garantizoque eso no va a tardar. Los hombres de estaprovincia no son ciegos, ni la guerra podríaconfundirlos hasta ese punto.

Doña Ana apareció en el porche súbitamente.Estaba más alegre, a pesar de que unas

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discretas ojeras marcaban su rostro y de que supelo negro estaba más opaco, sin vida, recogidoen un simple moño. El asunto romántico concluyóen ese momento. Doña Ana esbozó una ampliasonrisa.

—Señor Inácio, Milu me ha dicho que estabaaquí... Quería darle las gracias por lo quehizo por mi hijo. Gracias a Dios, y a usted,José pronto estará bien, y ahora sólo escuestión de reposo.

Inácio tomó la fría mano de doña Ana entrelas suyas.

—Lo hice de corazón, doña Ana. Su hijo es unhombre muy valeroso.

—Ha heredado el coraje de su padre —respondió doña Ana, y miró a lo lejos, haciadonde estaba la tumba de su marido.

Sentada en su silla, Perpétua todavíaintentaba domar los latidos de su corazón.Sentía que, si la tía la miraba, percibiría sunerviosismo. «Un desperdicio de belleza y degracia...» Entonces... ¡La encontraba bella!«Afortunado el hombre que la despose...» La vozde Inácio resonó en sus oídos y ella sonrió dealegría.

—¿Y esa sonrisa, niña? —la interpeló doñaAntônia, que también acababa de llegar alporche.

Perpétua se asustó.—No es nada, tía. Estaba pensando que Jóse

sanará pronto, me he sentido feliz.Doña Ana sonrió a su vez.

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—Todos, hija mía.—Todos nosotros —repitió Inácio mirando a

Perpétua de reojo.Y doña Antônia asintió, sonriendo como el

resto, pero con un brillo diferente en losojos.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 14 de agosto de 1883

El final de aquel invierno de 1837 fuetriste para nuestra familia. Mi madreperdió tanta de su fuerza que, en pocosdías, ya no parecía aquella dama elegante,de ojos ardientes, sino una señora pálida,de frágil consistencia, cuyas ropas negrasde viuda cubrían de dolor cada gesto suyo.Nunca más volví a ver en sus ojos la mismaalegría de antes, así como tampoco volví aver a mi padre, desde la tarde del 18 deseptiembre de 1835, cuando nos despedimosde él en el porche de nuestra casa, aquíen Pelotas.

El tiempo que estuvimos distanciados seocupó de amenizar en mi pecho el dolor desu pérdida. Durante los dos años y medioque ya duraba la guerra, mi padre no habíavuelto todavía para vernos, ocupado en laslides de la revolución. Anselmo da SilvaFerreira ya era para mí, en aquellos díasque antecedieron a su muerte, casi unfantasma de los tiempos pasados en quevivíamos en la ciudad, entre reuniones yfiestas, en una alegría bulliciosa que laguerra acabó por llevarse para siempre.

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Rosário y Mariana también habían sentidosu muerte de un modo anestesiado. Fue unadiós sin velatorio, sin entierro y sinnada, sólo aquella noticia sin más,aquella vacuidad que llenaba ciertosmomentos, cuando pensábamos en él y nosdábamos cuenta de que sus pies ya nopisaban este suelo, y de que sus ojos, quesiempre habían amado los colores de lapampa, ahora debían vislumbrar paisajes deotra vida. Correspondió a Antônio y a losprimos el honor y la desgracia de recogersu cuerpo frío, de enterrarlo en algunacolina cuya floración hubiera escapado alos rigores del invierno, y de vengarlocomo a un hombre de bien y de buenafamilia. Tal vez por eso, cuando volví aver a Antônio, percibí en sus ojos unatisbo de dolor y de rabia que nunca anteshabía estado allí. La venganza no habíasido bastante para aplacar su sufrimiento.También mi hermano quedó marcado parasiempre por la muerte súbita y cruel denuestro padre. Creo que, hasta el final,Antônio llevaría en su alma la imagen delpadre muerto, sangrando en aquellaemboscada, y eso cambió algo en él parasiempre. Pero la guerra nunca deja a laspersonas como las encontró, nunca, yAntônio no escapó a ese destino.

A mediados de septiembre, José serecuperó. Estuvo algún tiempo más con

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nosotros, tiempo que pasaba dando largospaseos por la Estância conversando con sumadre y con los hijos de Caetana, quesentían mucha curiosidad por la guerra.Cuando se encontró mejor, José volvió acabalgar, y salía con el ganado paravenderlo, organizó algunas cosas de lacasa y después partió. La lucha lo llamabaotra vez. Nos despedimos de él en elporche, cada una de nosotras con un nudoen el pecho; doña Ana lloró un poco,sentada en su mecedora, tejiendoansiosamente un chal al que nunca poníafin, como una Penélope de la pampa.

Durante la convalecencia de José. Elseñor Inácio vino a visitarnos muchasveces. A ninguna de nosotras escapaba elmotivo real de aquellas apariciones:estaba enamorado de Perpétua, y eraplenamente correspondido por ella, aunqueese amor no pasase de algún intercambio demiradas, de rubores repentinos en elrostro de la prima, y de unos préstamos delibros que ambos promovían entre sí, máscon la intención de conocer sus gustos quecon el deseo de tener lectura para lashoras desocupadas del día. Doña Antônia oCaetana vigilaban esas veladas, pues elseñor Inácio estaba casado, si bien que encada visita siempre nos daba la mismanoticia triste: la salud de su esposa,Teresa, no dejaba de empeorar.

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Vi a Perpétua sollozar por los pasillosde la casa muchas veces, presa de un amorcuyo éxito conllevaba el sufrimiento deotra persona, y sentía muchosremordimientos, a causa de los cuales nose cansaba de mandar ungüentos y jarabespara la señora Teresa, que se hospedaba enla hacienda de unos parientes, no muylejos de nosotros. Fue Rosário quien ledijo un día:

—No seas boba, no llores por eso. Nohaces nada aparte de recibir las visitasdel señor Inácio y de hablar un poco conél. No seas tan ingenua, prima: en laguerra y en el amor, todo está permitido.Después de todo, no has sido tú quien haenvenenado los pulmones de la señoraTeresa.

Era así como pensaba mi hermana enaquellos días, aunque nunca la hubiesevisto suspirar por ningún hombre, conocidoo no. Sólo una vez encontré entre susbordados una hoja con un nombre mil vecesgarabateado: Steban. No supe nada más, nile pregunté al respecto de aquel nombrecastellano. Rosário andaba, eso sí, medioescondida entre los libros del despacho,encerrada durante tardes enteras, como siella misma estuviese planeando otrasigilosa revolución. Perpétua y Marianatambién se extrañaban de sucomportamiento, y hablé de nuestras

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impresiones a nuestra madre. Sin embargo,Maria Manuela intentaba mitigar su propiodolor, y poco se interesó por el extrañocomportamiento de Rosário.

Los últimos días de septiembre, juntocon la primavera, nos llegó una grannoticia: Bento Gonçalves da Silva habíahuido del fuerte del Mar. La recibimos deboca de Joaquim, que vino hasta laEstância para traer la buena nueva a sumadre. Bento Gonçalves había huido de unamanera prosaica e inusitada: a nado.Conforme nos narró Joaquim, Bentopracticaba todos los días un poco denatación, vigilado siempre por un soldadode la prisión. Cierto día en que en elfuerte la guarnición era menor de loacostumbrado, el general salió a nadar enun paseo sin retorno. Había un barcoanclado a poca distancia del fuerte; BentoGonçalves nadó hasta él y pidió a lospescadores que lo llevasen ante el cónsulPereira Duarte, un aliado de la Revolucióny masón también como el general. La casadel cónsul estaba en Itaparica. Lospescadores obedecieron, con la promesa deque serían muy bien recompensados.

No sé cómo Bento Gonçalves logró burlarla vigilancia de los soldados, ni cómoninguno de los barcos del fuerte loalcanzó, sólo sé que su estrella brilló losuficiente para que la travesía hasta

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Itaparica se realizase con éxito. EnItaparica, el presidente de Rio Grande fueacogido y escondido durante días y días,hasta que la vigilancia y búsqueda de supersona bajasen. En una noche tempestuosa,embarcó en un carguero y partió paratierras del Norte rumbo a Santa Catarina.Por fin estaba libre. Y volvía a RioGrande.

Hubo una fiesta en nuestra casa. DoñaAna mandó matar una oveja, se hicierondulces y golosinas, y bailamos y cantamoshasta tarde. El señor Inácio apareció eincluso bailó la chimarrita con Perpétua,que resplandecía doblemente feliz. TambiénCaetana se vio fortalecida con la noticia.Saber que su marido singlaba ya las aguasrumbo al sur la llenó de brillo y desonrisas. Contaba los días que faltabanpara volver a verlo, se mandó hacer unvestido nuevo, amarillo como el oro, yparecía una novia camino del altar. DoñaAntônia y doña Ana entraron también en unafase de alegría y esperanza: con suhermano de vuelta a Rio Grande, la guerrase decidiría de una vez por todas, ellastenían fe. Entonces, de repente, el altarde Nuestra Señora se vio repleto de velas,esta vez, no de peticiones, sino deagradecimientos por lo acontecido.

Llegado de Bahía, mi tío Bentodesembarcó en Nossa Senhora do Desterro,

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Santa Catarina. De allí, siguió a caballohasta Torres, ya en la frontera de RioGrande, adonde llegó la noche del día 3 denoviembre. Siete días más tarde, llegó aViamão, donde fue recibido con sorpresa ygran fiesta por las tropas republicanas.El día 4 de noviembre, Caetana y los hijosmayores fueron a recibirlo a Piratini.Hubo una gran fiesta en la ciudad, segúnnos contó Caetana mucho después, todavíaexultante por haber vuelto a ver al esposoy encontrarlo muy bien de salud, repuestode los meses de confinamiento. Fue ese díacuando, finalmente, Bento Gonçalves tomóposesión del cargo de presidente de laRepública Riograndense. Días despuésdelegaría en el vicepresidente, Mariano deMattos, y se pondría al frente de lastropas del ejército republicano.

No puedo decir que sintiera envidia detantas fiestas y bailes mientraspermanecía en la Estância da Barra, encompañía de las tías, de las hermanas y demi madre. Además del luto, había pocosmotivos para que nos desplazásemos hastaPiratini, pues las batallas se libraban entodos los caminos y nuestra seguridaddependía de estar en la hacienda. Paséaquellos días bordando un ajuar que nuncallegué a usar, y que todavía hoy estáguardado, amarillento por el tiempo y porlas lágrimas, en un arcén de pino que

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heredé de mi madre. Bordaba como quiencosía los minutos en una tela: poniendocolor a las horas del día, mientrasescogía matices de verde o de azul con losque dar color a mi soledad. Desde siempre,los trabajos manuales habían escondido elhastío y el miedo de las mujeres, y ennuestra casa los rituales sucedían deigual manera.

Yo todavía no lo sabía, y sólo lo supemucho más tarde, pero mi pecho ya sufríala angustia del germen de mi amor porGiuseppe Garibaldi. Mientras BentoGonçalves conquistaba la libertad y loshonores de nuestro pueblo, el marineroitaliano de ojos color miel sufría unlargo exilio en tierras uruguayas. Mesesantes, exactamente el día 28 de mayo deaquel 1837, Garibaldi y sus marinosentraban triunfalmente en el puerto deMaldonado, límite septentrional del Río dela Plata. Llegaban de Río de Janeiro, conla patente de corso de la RepúblicaRiograndense, después de haber atacado lasumaca Luiza, que llevaba veintiséistoneladas de café en sus bodegas.

En Maldonado —según me contó él mismo,con su voz cálida y sus palabrasconstruidas en la algarabía de variosidiomas—, Garibaldi intentó vender el caféconseguido. Sin embargo, puesto que losperseguían, tuvieron que negociar su carga

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con prisas y huir de Maldonado en una fríamadrugada de invierno, protegidos tan sólopor una densa niebla que bajaba del cielo.En aquellas aguas, por poco se fueron apique, ya que la brújula los había llevadohacia los peligrosos arrecifes, yúnicamente no naufragaron gracias a lasuerte y a la pericia de Garibaldi. Unavez pasado el susto, fue cuandodescubrieron que los fusiles, almacenadosen un compartimento junto a la cabina demando, habían alterado la aguja magnética.Y así, la noche siguiente a ese susto,Giuseppe Maria Garibaldi y su tripulacióncontinuaron el viaje rumbo a Rio Grande.

Todavía se encontrarían con muchasadversidades en el camino a la pampagaucha. Mientras él navegaba, yo bordabasábanas y colchas. El día en que fueherido por soldados uruguayos que iban ensu persecución, en aguas de Jesús-Maria,cerca ya de Montevideo, en un descuido, mepinché con la aguja de bordar, y la sangreque brotó de mi carne herida tiñó de rojoel lino de mi labor como debió de teñirsela frente de mi Garibaldi. En esa batalla,una bala procedente de los barcos enemigosalcanzó a Giuseppe Garibaldi entre laoreja y la carótida dejándoloinconsciente. Los demás marineros,comandados por Luigi Carniglia —compañeroinseparable de Giuseppe—, lograron

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resistir la batalla y siguieron entonceshasta Santa Fé. Garibaldi, gravementeherido, agonizaba. A bordo, no habíamédicos ni medicamentos, y fue solamentela buona fortuna la que los salvó. Algunosdías después, encontraron una goleta quetransportaba pasajeros y fueronsocorridos. En un camarote pequeño yoscuro, Giuseppe Garibaldi consumía endelirios sus últimas fuerzas. Lo llevaronentonces a Gualeguay, donde lo operaron yatendieron con sumos cuidados.

Mi Garibaldi era un hombre fuerte y serecuperó en poco tiempo. Allí aprendió acabalgar, cosa que le sería de extremautilidad en estas tierras de Rio Grande.Sin embargo, le habían prohibido dejar laciudad, y la tediosa rutina de su estadode convaleciente enseguida empezó aexasperarlo.

Todo eso sucedió en aquellos últimosmeses de 1837, aunque muchas de esas cosassólo llegaran a mis oídos años después. Enla vastedad de esta pampa, el tiempo esalgo relativo e impalpable: una noche deminuano, por ejemplo, puede durar unaeternidad. Así pensaba mi tía, doñaAntônia, la pariente a la que más hellegado a parecerme con el paso de losaños. Aquellos últimos meses pasaron conla lentitud de las cosas etéreas. Veíamoscómo la naturaleza abandonaba los colores

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muertos del invierno, y se vestíasolemnemente de fiesta, hasta que susflores se marchitaban bajo el azote decalor del verano. Y fue en uno de losúltimos días de aquel mes de diciembrecaluroso y seco cuando nos llegó lanoticia de la muerte de la señora Teresa,esposa de Inácio José de OliveiraGuimaraes.

MANUELA.

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CUARTA PARTE: 1838

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Capítulo 11

El viento del temporal zarandeaba la tiendade campaña, pero dentro, aunque protegido porla lona, el mismo aire denso, húmedo, hacía queBento Gonçalves se sintiese molesto. Molestoporque le recordaba la celda calurosa de Río deJaneiro, donde se coció en su propio sudordurante días sin fin, sin poder siquiera darseun baño. Al menos, ahora estaba en casa. Cuandosaliera al campo vería los árboles de losbosques asolados por el temporal, doblegadospor aquel viento fresco, incansable, que veníade lejos, de Argentina. Le gustaban lastormentas, ver la pampa allanada por el peinede los temporales, los rayos tronando a lolejos, hendiendo el cielo con su luz plateada.

Las nubes negras engullían las últimas lucesde la tarde. El coronel Onofre Pires, grande,alto, desproporcionadamente superior al techobajo de la tienda, estaba sentado en un banco,serio.

—¿Así que han nombrado a Elzeário de Mirandapresidente de la provincia?

Onofre lanzó una mirada escrutadora a Bento.—Ese hombre viene con todo.—Entonces nosotros también iremos con todo a

echarnos encima de él, Onofre. He cargado

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muchos meses de tedio a la espalda.Onofre sonrió vagamente. Bento Gonçalves se

levantó de su banco, pidió permiso y salió alcampo. Fuera, algunos soldados recogían loscaballos y protegían los víveres de la furiadel temporal, y toda esa actividadproporcionaba al campamento una agitación casihogareña. Bento Gonçalves se acordó de lascriadas negras de la Estância recogiendo, atodo correr, la ropa seca del tendedero. Lellegó un aroma a pan recién hecho y sintió unasganas locas de ir a casa, aunque fuese sólo unanoche, para volver a ver a las niñas, a los dosmuchachos y dormir en la cama de Caetana. Teníaque escribir a su mujer para darle noticias delhijo: habían ascendido a teniente al jovenBento, era un buen guerrero. Se parecía a él,había heredado hasta su nombre. Demostrabamucho valor en las batallas; ahora estaba conNetto en el cerco a la capital. Allí sequedaría el tiempo que durase el sitio, quizáno mucho.

Dio unos pasos y sintió el viento húmedorozar su cara, penetrar por su barba como unacaricia. La lluvia empezaba a arreciar, peroera buena, fresca. Del suelo se desprendía eseolor tan agradable a tierra mojada. Un rayoatronó en el cielo, muy cerca. Bento Gonçalvesmiró a los lados, saboreando la pampa a la quedurante tanto tiempo había regresado enpensamientos hasta que perdía sus contornosreales, hasta que se convertía sólo en un

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sueño, en un lugar mítico por el que suspirabaen las largas noches pegajosas de la prisión. Alo lejos, bajo un árbol, Joaquim contemplaba latormenta. Bento Gonçalves se acercó a su hijo.

—Has estudiado mucho, Joaquim, pero ¿acasohas olvidado que un árbol no es un buen lugarpara contemplar una tormenta? —Hablabasonriendo, la lluvia le resbalaba por la caraempapando su pelo negro—. Ven, Quincas, vamos aun lugar mejor, no necesariamente un techo...También me gusta disfrutar de una buena lluvia.

Salieron ambos caminando por el campamento.El suelo ya se llenaba de charcos. La figuraalta y erguida de Joaquim iba al lado delpadre, al mismo paso.

—Padre, ¿va a ir a Porto Alegre para unirsea las tropas de Netto?

—No. Hay mucho que hacer por estas tierras.Bueno, en realidad, sí que tengo planes paraacercarme a casa de Ana en los próximos días.

Joaquim sonrió.—¿Va a ir a visitar a nuestra madre?—Más que eso, hijo. Voy a tratar muy

seriamente con Antônia de un asunto de sumaimportancia del que ya le hablé. Planes, hijomío... Y, después, un general se merece una odos noches el consuelo de su familia.

Joaquim desvió la mirada hacia el campo;recordó a Manuela y sintió una opresión en elpecho. Bento Gonçalves acompañó, en ciertamanera, la mirada perdida de su primogénito.

—No te preocupes, daré recuerdos a Manuela —

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dijo tocando el hombro del hijo—. Cuando estaguerra acabe os casaréis con una gran fiesta.

Joaquim sintió la timidez como una mano ensu garganta. Cambió de tema:

—¿Qué secretos le llevan a la Estância,padre? Si es que puedo saberlos.

—Planes que tenemos para Garibaldi, unitaliano amigo del conde Zambeccari. Sin duda,ese hombre ya debería estar por aquí a estashoras, no sé dónde se habrá metido... Perollegará. Es un hombre de fe. Un hombre de mar.Y nosotros necesitamos un puerto para ganaresta guerra. Necesitamos las aguas interiores.

Joaquim no dijo nada. Un rayo cayó a lolejos, algunos caballos relincharon. La nochese había convertido en un manto de agua espesoy fresco que lo cubría todo.

Cuando acabó su primer mes de luto, Ináciofue a visitar la Estância da Barra. Estaba másdelgado, su rostro era más compacto, pero aunasí seguía siendo un hombre guapo, alto,moreno, fuerte y joven para sus treinta y ochoaños. Tras la muerte de la esposa, era justo ycorrecto que empezase a cortejar a Perpétua, dequien pediría la mano en cuanto fuera posible.Además, en época de guerra, el tiempo perdía susignificado, todo se hacía inestable. Y unviudo, aunque reciente, joven como él, teníaderecho a volver a casarse.

Llevaba unos quesos elaborados en su propia

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hacienda. Se los dio a Milu, que lo recibió enel porche y que enseguida salió «para llamar ala patrona doña Ana». Inácio se sentó en unasilla para disfrutar de la brisa fresca quellegaba del río Camaquã aquel final de verano.Doña Ana no tardó mucho en aparecer por allí,vestida de gris, con el pelo recogido entrenzas, y la misma cara dulce y segura desiempre.

—Le agradezco los quesos, señor Inácio.Inácio le besó la mano. No había de qué.

Aquella familia le gustaba y disfrutaballevándole regalos.

—Cuando Celestiana, la cocinera de casa,prepare un dulce de guayaba también traeré,doña Ana. No hay dulce más sabroso que el deCelestiana.

Doña Ana sonrió, agradecida. Le preguntócómo iban las cosas tras la muerte de laesposa. Inácio bajó los ojos.

—Van como Dios manda. Usted ya sabe, soy unhombre sin hijos y resulta difícil vivir solo.Y ahora que soy comisario en Boqueirao, pues...La guerra distrae la soledad, pero la casavacía es algo demasiado duro.

Doña Ana asintió, con las manos en elregazo. Una negrita trajo una jarra de limonadafresca. Bebieron y charlaron de banalidades.Doña Ana esperó pacientemente a que Inácioabordase el asunto que, a fin de cuentas, lohabía llevado hasta allí. Sabía que elcomisario era un hombre muy ocupado, con muchos

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quehaceres; tenía estancias que atender, no lesobraba el tiempo para visitas como aquélla. Ysabía también —todos en casa lo sabían— lasimpatía que el señor Inácio profesaba por lahija de Bento, Perpétua. Así que decidióallanarle el camino:

—Usted ya sabe que mi hermano ha vuelto aRio Grande. En cuanto pueda, eso nos haescrito, vendrá a la Estância a pasar unosdías. Será cosa de poco tiempo, tres nochescomo máximo, para un general el tiempo es oro yesta guerra... —Suspiró—. Pero, en cualquiercaso, tenemos que organizar un buen churrascopara él, quizás un baile. Y usted será nuestroinvitado.

—Muy honrado, doña Ana. Siento una granadmiración por la hospitalidad de esta casa...—Carraspeó un poco. Se había casado muy prontocon Teresa, eran primos, fue una boda arregladaentre familias, nunca había pasado porsemejante trance... Luego, tras un silenciocomedido añadió—: Doña Ana, tengo que hablarle.Usted sabe que ahora soy viudo y, por tanto,libre para casarme. Debe de saber también, puesnunca he hecho un secreto de ello, que sientouna gran estima por la señorita Perpétua...Sería un gran honor para mí desposarla encuanto sea posible, cuando pase el tiemponecesario de la muerte de la pobre Teresa.

Doña Ana esbozó una sonrisa. Sirvió a Ináciomás limonada. Midió bien sus palabras:

—No dude, señor Inácio, de la estima que le

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tengo. Y tampoco del cariño que mi sobrinasiente por usted. Pero, a pesar de que estacasa sea mía y de que aquí, en esta guerra, yotome las riendas de las cosas, creo que deberíahablar con mi cuñada Caetana. En ausencia deBento es ella quien puede darle permiso. —Cambió de to-no—. Pero, dígame, ¿cuál sería eltiempo justo de ese noviazgo hasta la boda? ¿Unaño de espera por el luto?

Inácio lanzó a doña Ana una mirada inquieta.Esbozó una sonrisa y dijo, mansamente:

—Las guerras traen maleficios y beneficios,doña Ana. Un año, en mi caso, puede ser mucho.Sólo Dios sabe lo que me reserva, pero creo queseis meses es tiempo suficiente para honrar lamemoria de Teresa.

—Imagino que así será —respondió doña Ana—.Da tiempo a preparar el ajuar y arreglarlotodo. Para entonces ya habremos llegado alprincipio de la primavera, que es una épocapreciosa para celebrar una boda. —Se levantó dela silla—. Voy adentro a llamar a Caetana. Estáenseñando a bordar a su hija pequeña. Vuelvo enun minuto.

Inácio se quedó mirando el ombú, a lo lejos.Sentía las palmas de las manos húmedas, como sifuese un niño que viese una bruja por primeravez. Acabó el segundo vaso de limonada y siguióesperando. A lo lejos, desde algún rincón de lacasa, se oían risas de muchachas. Intentóidentificar, en medio de aquellas voces, larisa de Perpétua, cálida, dulce, prometedora.

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Caetana dio su consentimiento al cortejo,estableciendo que el noviazgo lo haríandespués, en cuanto Bento fuese a la Estância.Sería un noviazgo discreto, como lecorrespondía a un viudo. La hija, a su vez,estaba totalmente de acuerdo, quería desposaral señor Inácio. Perpétua aparecería más tarde;se estaba arreglando para verlo.

Llegó muy guapa, con un vestido azul muyclaro que realzaba su melena oscura. A pesar dela guerra, había encontrado un amor, un amorque había aparecido por allí, a las puertas dela Estância, con aquellos agradables ojos deazabache y una voz cálida y fuerte. Perpétuatodavía sintió un ligero remordimiento alacordarse de la criatura tenue y pálida quehabía visto de pasada, una vez, pero enseguidase olvidó y aquella velada en el porche aúnduró un rato, prolongándose en una cena enfamilia, íntima conmemoración de aquel enlace.Inácio José de Oliveira Guimarães y PerpétuaJusta Gonçalves da Silva iban a contraermatrimonio. A la larga mesa del comedor, Inácioy las siete mujeres levantaron sus copas parabrindar.

—Que seáis muy felices —deseó doña Ana,sentada a la cabecera de la mesa.

Fuera los grillos cantaban, y un calor tibioentraba por las ventanas abiertas como una manoque viniese a acariciar su cuerpo. Rosário daba

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vueltas en la cama sin poder conciliar elsueño. Una angustia azotaba su pecho. El calorpenetraba por la tela de su camisón. En la camade al lado, Perpétua dormía plácidamente.Rosário pensó en la suerte que tenía la prima.Iba a casarse. A pesar de la guerra, a pesar detodo, Perpétua ya tenía su parte de felicidad.E Inácio era un viudo con muy buena presencia,alto, elegante. No era sólo un mayoral. Sabíacomportarse en los salones. Era un caballero.Rosário se levantó en silencio. Se puso laszapatillas, encendió el quinqué y salió alpasillo penumbroso. La casa dormía.

En el porche, una ráfaga de brisa frescarevolvió sus cabellos. Se sentó en la mecedoray se quedó allí, pensando en la terrible verdadde su amor.

El cielo estaba repleto de estrellas.Rosário notó que una lágrima le resbalaba porla cara. Se la enjugó con la mano. No lloraríacomo una chiquilla boba, nada de eso. «No voy allorar, Steban me ama. Yo lo amo. Y así hapasado. Cosas como ésta no pasan todos losdías. No estoy loca.»

—No estoy loca... —Su dulce voz resonó en elsilencio de la noche de verano.

—¿Estás hablando sola?Mariana apareció en el porche. Tampoco podía

dormir debido al calor.—Siéntate a mi lado —la invitó Rosário—.

Hace una noche demasiado bonita para lasoledad.

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Mariana sonrió, su melena negra suelta lecaía a ambos lados de la cara enmarcándola.

—¿Estás triste, hermana? Tranquilízate...Las mujeres nos ponemos así con los noviazgos ylas bodas, sobre todo las solteras. —Se rió—.Aunque deberíamos tener la misma suerte quePerpétua. Y no es que yo quiera al señor Ináciocomo marido, es un poco mayor para mí. Pero unamor me vendría al pelo.

—No es tristeza, Mariana. No sé bien lo quesiento, una opresión en el pecho, una angustia.Un miedo.

Mariana miró profundamente a su hermanamayor, rubia, delicada, tan guapa bajo la luzde aquel claro de luna.

—¿Miedo de qué? Aquí estamos a salvo de laguerra. Y ningún imperial, por atrevido quesea, osaría invadir esta Estância, Rosário.

—No es la guerra lo que me asusta. Estaguerra sólo me aburre.

—Entonces ¿qué es?—Es un amor que siento —respondió, y

advirtió que la cara de Mariana adquiría poco apoco un aire de pasmo.

—¿Que estás enamorada? ¿De quién? ¿Dealguien de aquí de casa? ¿De los alrededores? Yyo que nunca he sospechado nada... —Marianaechó el cuerpo hacia atrás en la silla—. ¡Quiénme lo iba a decir!

Rosário tenía la boca seca. Midió bien suspalabras, pensó lo que tenía que contar. Su vozsonó sigilosa.

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—Es una larga historia, Mariana. Sólo te lavoy a contar a ti, pero júrame que lamantendrás en secreto.

Mariana besó sus dedos en cruz.—Lo juro —respondió.Y Rosário empezó a narrar la historia de sus

encuentros con Steban en el silencio misteriosodel despacho, las horas pasadas en largasconfidencias, la pasión que crecía hasta sercasi dolor, el miedo a que la descubrieran, alas miradas de las criadas, al control de doñaAna. Y entonces el porche se fue llenando desecretos, de palabras susurradas, de suspiros,de promesas... Un uruguayo. De ojos verdes. Debelleza etérea. Y Mariana se fue adentrando enun mundo intocable que jamás habría imaginado,un mundo de alas y susurros donde un jovenoficial surgía de entre los libros como unasombra, siempre pálido, siempre sangrando unamuerte eterna, que venía a jurar su amor por lasobrina del mismo general cuya espada le habíaquitado la vida.

Cuando Rosário acabó su historia la hermanatemblaba.

—¿Me estás diciendo que ves un fantasma?Rosário sonrió.—No sólo lo veo: lo amo. Y quiero pasar con

él el resto de mis días.Mariana no podía creer que estuvieran

hablando de algo así. Nunca había oído nadasemejante, ni siquiera lo había leído en unlibro, nunca había oído una leyenda que

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refiriese un amor así.—Pero... si es como me cuentas, hermana, si

un hombre puede venir del más allá atraído porla fuerza de una pasión, es que sus días se hanido hace mucho... Es que ya ha muerto. —Movióla cabeza—. Y eso no es posible, Rosário...Estás confundida, enferma quizá. Cansada deesta Estância.

—Nunca he estado tan bien en toda la vida,Mariana. —Tocó la mano de la hermana, queestaba fría—. Tranquilízate, por favor. Si tedigo que Steban y yo nos encontramos aquímismo, en esta casa, es que es verdad. Algo hapasado, no sé bien el qué, pero es cierto quenuestros mundos se han encontrado —dijo yconcluyó—: Nos amamos.

—Si nuestra madre oyera esto... que amas aun fantasma, hermana, no lo soportaría.

Rosário tomó las manos de Mariana entre lassuyas y le pidió:

—No digas nada aún. Te lo he contado porquemi corazón está a punto de explotar de tantaangustia. Prometo que te llevaré a conocerlo.Entonces verás que no miento, que nos amamos.Que aquí, a orillas del Camaquã, se haproducido un milagro.

Una ráfaga de viento rompió la placidez delporche. Mariana miraba a la hermana casi sinverla. Intentó fisgar en aquellas retinasazules algún atisbo de locura, pero todo lo quepudo hallar fue un brillo de excitación. Elbrillo de los ojos de una mujer enamorada.

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En el otoño de aquel año de 1838, losrebeldes conquistaron la ciudad de Rio Pardo enla mayor batalla librada hasta entonces entrelas fuerzas legalistas y las republicanas. Elregreso de Bento Gonçalves insufló nuevosánimos a las tropas farroupilhas. Más de tres milhombres se reunieron bajo el mando de dosgenerales farrapos. Contra ellos lucharon milsetecientos soldados imperiales que perdieronen la batalla ocho piezas de artillería, milarmas de infantería, además de trescientosmuertos y heridos; por su parte los farroupilhashicieron setecientos prisioneros entre lashordas imperiales.

Fue una de las peores derrotas sufridas porlos imperiales durante toda la RevoluciónFarroupilha. Tan grande fue la repercusión deesta victoria que, debido a ella, el mariscaldel ejército imperial, Sebastião Barreto, hastaentonces comandante militar de la provincia,tuvo que responder ante un consejo de guerra.

Aún invadido por aquella sensación degracia, Bento Gonçalves llegó a la Estância daBarra a mediados de mayo para ver de nuevo aCaetana y a sus hijos. Era un otoño de díasclaros y soleados y, poco a poco, el aire de laprovincia empezaba a refrescarse levemente; lasnoches se hacían más agradables, másacogedoras, y cada vez apetecía más un buenfuego en la chimenea.

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Bento Gonçalves fue recibido con un granchurrasco, en el que se conmemoró el noviazgode Perpétua e Inácio de Oliveira Guimarães. Lacasa estaba de fiesta, llena de flores, repletade sonrisas. Las mujeres se habían engalanadocon vestidos nuevos llegados de Pelotas yrecogido el pelo con cintas. Perpétua llevabaun vestido verde de encaje, estaba guapa ytenía aires de mujer hecha y derecha.

Cuando Bento Gonçalves abrazó a Perpétua,estrechándola entre sus brazos como algodelicado y tibio, sólo pudo decir:

—En la guerra el tiempo no pasa, pero en ti,hija mía, ha obrado milagros. Eres una noviamuy hermosa.

Y Perpétua se ruborizó de placer.Después, Bento Gonçalves se alejó con

Inácio. Ya se conocían de la guerra y de losnegocios. Tenían muchos asuntos que tratar.

Doña Antônia inspeccionaba la preparación delas ensaladas cuando Bento Gonçalves aparecióen la puerta de la cocina y, asomando su carabien afeitada, dijo:

—Sal aquí fuera, Antônia. Deja esos manjaresde lado, necesito hablar contigo.

Doña Antônia salió limpiándose las manos enun delantal blanco. La potente luz del exteriorla cegó un instante.

—¿Es algo urgente? —preguntó sonriendo.Bento la cogió del brazo. Caminaron hasta la

sombra de un melocotonero. Los pajarilloscantaban.

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—Cuando se tiene poco tiempo, Antônia, todoes urgente. Ya sabes que mañana me voy y quierotratar contigo unos asuntos antes de partir aSão Gabriel.

En el aire, una mezcla de música y olor acarne asada daba al día tintes festivos. Elcielo estaba azul, como un cielo hecho deencargo para un día como aquél.

—Vamos a sentarnos —sugirió Antônia.Se acomodaron en un banco de madera.—Se trata del astillero abandonado que

tienes allí, a orillas del Camaquã —dijo Bento—. Hace tiempo que no se usa, ¿no? —DoñaAntônia asintió, callada—. Tengo planes paraél. Muy importantes. Pero necesito tuconsentimiento.

Doña Antônia miró fijamente las retinasnegras del general. Era increíble: Bento teníalos mismos ojos que la madre. Ojos de noche sinluna. Insondables.

—Haz buen uso de ese lugar, Bento. Ya sabesque siempre puedes contar conmigo.

—Eso es lo que hago. Cuando las cosas esténbien atadas, te mandaré una cartaexplicándotelo todo. Voy a necesitar tusservicios y tu valor. Voy a engendrar unsecreto en aquellas tierras, Antônia.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 9 de septiembre de 1883

La historia de Giuseppe Garibaldi estáimpresa en mi piel como las huellas de misdedos. Últimamente, en las noches de frío,cuando camino por esta casa oscura y yadesierta de todos, escuchando el eco demis botines en este suelo de madera tantasveces encerado, pienso en él. Él es quienocupa todos mis pensamientos, como si yono fuese más que un refugio de su memoria,y es con la tibieza de su recuerdo comoentro en calor. Eso es lo que soy: uncofre, una urna de aquellos sueñosperdidos, el sueño de una república y elsueño de un amor que se consumió con eltiempo y en los caminos de esta vida, peroque todavía arde en mí, bajo mi piel ahoraya tan deslucida, con la misma palpitacióninquieta de aquellos años.

Recuerdo muy bien los acontecimientos delos primeros meses de aquel año de 1838,quizás el año más importante de mi vida,cuando puse mis ojos en la figura deGaribaldi y, como un río que se sale de sucauce, sobrepasé mis límites e inundérecovecos que ni siquiera había podido

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imaginar que existieran...Después de convalecer en Gualeguay

durante muchos meses y aburrido ya deaquella vida tranquila que nunca pudohacer suya, Giuseppe Garibaldi huyó amediados de enero. Pero su fuga fuedenunciada y lo detuvieron en lasinmediaciones de la ciudad. Al estar elgeneral Pascual Echague, su protector, enviaje de negocios, a Giuseppe se lo llevóun coronel de nombre Leonardo Millan y fuetorturado durante varias horas, hasta quese desmayó exhausto y lleno de dolor. Afinales de aquel mes, Millan fueseriamente advertido por el gobernador dela provincia, y entonces Garibaldi fuetrasladado a EntreRíos, donde respondió desus actos ante la justicia local.

Pero Garibaldi huyó nuevamente —no habíasurcado tantos mares para estar a merceddel gobierno uruguayo—, y esta vez loconsiguió. Se encontró con su amigoRossettd, que volvía de Rio Grande, dondeya había tenido varios encuentros con loshombres de confianza de mi tío. Entonces,Garibaldi partió junto a Luigi Rossetti aengendrar aquella loca y linda Repúblicade la que tanto había oído hablar. Sí,aquél era un sueño por el que se merecíaluchar hasta la última gota de sangre: lalibertad de una tierra y de un pueblo, lacreación de una nación igualitaria donde

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no hubiese emperador o esclavo. Enresumidas cuentas, siguiendo el instintode su pasión, Garibaldi se dirigía a mitierra. Y llegaría a caballo, pues habíaaprendido a montar y, a lomos de un zainode pelo muy negro, atravesaba la pamparumbo a Rio Grande.

A finales de aquel otoño luminoso y dedías suaves, Giuseppe Garibaldi y su amigoRossetti llegaron a Piratini. En aqueltiempo, la ciudad era un hervidero: era lacapital de la República y allí seorganizaban todas las maniobras de losejércitos. Rebosaba de vida y emociones, yaquella energía sedujo inmediatamente alaventurero italiano de mi alma: Garibaldise llenó de amor por los anhelos de losriograndenses, por su valor y osadía, ypor su República. En Piratini los recibióDomingos José de Almeida, entoncesministro de Finanzas.

—Bento Gonçalves tiene grandes planespara ustedes —fue lo que les dijo aquelhombre bajito, de habla vigorosa ydespabilados ojos castaños.

Dos días más tarde se encontraban en lasmárgenes de São Gonçalo, un brazo de ríoque une la laguna de los Patos con Mirim,en medio de un bullicioso campamento desoldados. Acomodados en una tienda decampaña vieron entrar la figura de BentoGonçalves, alto, fuerte, endurecido por

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las batallas y por la libertad, vestidocon su uniforme impecable. GiuseppeGaribaldi miró profundamente aquellos ojososcuros y respiró aliviado. Estaba encasa, por fin. Ahora volvía a tener unsueño. Mi tío había trazado muchos planespara aquel italiano de ojos color de miely sonrisa fácil. Y fueron esos planes losque lo llevaron hasta mis brazos.

Durante el churrasco de la Estância,Bento Gonçalves tuvo ocasión de reunirsecon doña Antônia y de pedirle un granobsequio: el uso del pequeño astillero queestaba en la Estância do Brejo. DoñaAntônia no se negó a los deseos de suhermano, por quien siempre sería capaz dedarlo todo.

Bento Gonçalves volvió a irse de estacasa, y sólo un mes más tarde nos llegó unmensajero que llevaba en la guayaca unacarta del presidente. Buscaba a la señoraAntônia. La tía estaba con nosotras aquelatardecer de sol dorado y translúcido,cuyo brillo proporcionaba contornos de oroal mundo —aquellos otoños de amarillosilencio interminable se quedarán parasiempre en mi alma—, y cogió la carta delhermano con sus manos pálidas y firmes. Laleyó en voz alta para todas nosotras.Bento Gonçalves enviaría, en los próximosdías, a un grupo de soldados a la Estânciado Brejo. Esos soldados eran, en realidad,

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marineros muy expertos cuya capitaníacorrespondía al italiano GiuseppeGaribaldi, «un hombre muy honrado y digno,un verdadero soldado que debe ser tratadocon toda hidalguía», según escribió BentoGonçalves. Iban con la tarea de construirbarcos para el ejército republicano «y entodo lo que necesiten, de comida, deabrigo, de ayuda, cuento contigo y con losbraceros de la Estância, para que lesenseñéis algunas labores de la tierra,puesto que todos son hombres de mar». Latía hizo una pausa. A todas nos embargó elmismo silencio. Fue Mariana la que sedecidió a preguntar:

—¿Cuántos hombres son?Doña Antônia volvió a mirar la carta

buscando en las líneas escritas con letrafirme el número exacto de nuestrosobresalto.

—Parece que son quince, hija mía. Lamayoría de ellos extranjeros.

Doña Ana soltó el bordado, la montura deoro de sus gafas brillaba en la punta desu fina nariz.

—¡Diablos! ¡Tendremos tema deconversación por este lugar...! —dijo ymiró a Mariana sonriendo—: Tranquilízate,muchacha, que esos hombres son soldados yvienen aquí por la guerra. No quiero queninguna de vosotras se olvide de eso.Además, ellos estarán allí y nosotras

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aquí.Pero en mi corazón ya se manifestaba ese

amor. Sí, y yo veía como en un sueño a unhombre rubio agarrado al mástil de unnavio, de porte espigado, hidalgo, y ojosde poniente. ¿Por fin había llegado a mí?Doña Antônia cortó el hilo de mis sueños.

—Antes de ese italiano, llegará un talJoão Griggs, un americano. Bento lo indicaaquí—dijo y señaló el papel timbrado—. Vaa construir unas embarcaciones para cuandollegue el italiano.

Caetana se acercó a la cuñada queriendover la carta del marido. Allí se quedó unbuen rato, como invadida por una ciertapreocupación. Después dijo:

—Ese tal Griggs debe de llegar estamisma semana, Antônia. Hay que mandar quearreglen el cobertizo, hay que prepararunas camas. Debemos ponernos manos a laobra.

Doña Antônia se guardó la carta en elbolsillo de la falda. En aquel momento, laluz de la tarde resplandecía dando susúltimos suspiros y el brillo suave de laprimera estrella apareció en el cielo.

—Pues vamos allá, cuñada. Hemos de matarun buey enseguida. El hambre de quincehombres no se sacia fácilmente.

Y así fue cómo el suave paso de los díasidénticos acabó para nosotras, pararegocijo de mis hermanas y mío. Hacía

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mucho tiempo que no había hombres en casa.Hacía mucho tiempo que en nuestro porcheno se escuchaban voces masculinas. Y ahoraserían voces de otras tierras, con acentosmisteriosos... Y los dueños de esasvoces... ¿Alguno de ellos nos tocaría elcorazón o alegraría, aunque sólo fuera unpoco, el tedio de nuestros días? Eramosmuchachas prisioneras de la espera, ynuestra calma y nuestra rutina podíanverse zarandeadas como sábanas en untendedero. (Aquella noche, me acuerdobien, de ansiedad, no dormí.)

Marco Antônio, que estaba jugando porallí y que oyó nuestras novedades, saliógritando hacia el fondo de la casa:

—¡Zé Pedra! ¡Zé Pedra! ¡Llegan unossoldados para vivir aquí! ¡Zé Pedra, yotambién voy a ser soldado!

Doña Ana sonrió, benevolente. Después,pensativa, movió su cabeza de melenaoscura.

—Creo que vamos a tener días de ajetreo.Y así empezó todo.MANUELA

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Capítulo 12

El tropero entregó un pesado paquete decolor pardo a doña Rosa, la gobernanta. Caetanale pagó en monedas de oro hablando uncastellano fluido al que el hombre respondiócon alegría. Era de Cerro Largo y había venidoa traer la tela para el vestido de novia dePerpétua. Encaje blanco y satén muy fino quebrillaba como si fuera de perlas. Cintas muygruesas para los arreglos finales, de sedapura.

Doña Rosa, bajita y achaparrada, sosteníacon orgullo el paquete. Era una costurera muybuena, la encargada de hacer el vestido de lajoven Perpétua. Ella, sin embargo, hubierapreferido una costurera de Pelotas, pero con laguerra eso era un trabajo muy complicado, demodo que se decidió enseguida: doña Rosacosería el modelo allí mismo, con todo esmero,para la gran fiesta de principios deseptiembre.

El tropero se guardó el dinero en laguayaca, se despidió con gran efusión y seencaminó a la portilla de la Estância. Las dosmujeres entraron a casa. Era una luminosamañana de junio.

Caetana llamó a su hija:

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—¡Perpétua, ha llegado la tela del vestido!En un momento, las cuatro chicas estaban ya

en la sala. La tez trigueña de Perpétua se tiñóde un rojo suave.

—¡Ay, madre! ¡Déjeme que la vea!Caetana besó a la hija. Maria Manuela

apareció por el pasillo sonriendo. Una de lasraras sonrisas de los últimos tiempos. Una bodaera algo bueno, tendrían un poco de alegría enla casa. ¡Y tantos preparativos! Ella ya habíaencargado las telas para los vestidos de sushijas.

—Rosa, anda a buscar los patrones —dijoCaetana—, y vamos a la sala de costura.

Y las chicas dejaron escapar unas risillasde dicha.

—¡Perpétua va a casarse! ¡Perpétua va acasarse! —Marco Antônio pasó gritando por elpasillo—. ¡Y los soldados de papá vienen a lafiesta!

Maria Manuela fue a bordar al sofá. Todavíatenía tres hijas a las que casar y se habíaquedado sin marido. Menos mal que Manuela yatenía a Joaquim. En cuanto la maldita guerraacabase, se harían novios y se casaríanenseguida. Un compromiso menos. Y, después,Antônio, cuando volviese, la ayudaría a buscarun buen partido para las otras hermanas. Peroen aquellos momentos, Antônio estaba en losalrededores de Porto Alegre, en aquel cercointerminable que los rebeldes habían impuesto ala ciudad. Y Maria Manuela rezaba por él todos

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los días, recurría a sus santas, les hacíapromesas complicadas, ayunaba. Había perdido almarido, pero su hijo querido, él, aunquetuviese que quemar todas las velas de RioGrande, volvería a casa sano y salvo. Cogió laaguja y reanudó la labor donde la había dejadola noche anterior. Era una mantelería para elajuar de Manuela.

John Griggs era un americano muy alto, algoencorvado, de veintisiete años, que vivía enBrasil desde hacía ya algún tiempo y que teníauna mirada tan dulce que a doña Ana le encantóy le ablandó el corazón. Era experto en barcosde vapor y un marinero excepcional. Lorecibieron en el porche para tomar mate almediodía de un sábado nublado y frío, y susmanos y sus largos dedos sostenían el mate conplacer mientras escuchaba a doña Ana contarcosas de la Estância, de la vida del campo. AGriggs, doña Ana le pareció serena y fuerte, eincluso observó que se parecía al presidenteBento Gonçalves, pero cuando apareció doñaAntônia, atareada con los últimos preparativospara recibir al americano, fue cuando encontróel verdadero parecido que estaba buscando. DoñaAntônia tenía la misma mirada firme, fuerte, yla misma postura erguida, recelosa, analítica,del gran general gaucho. Entonces entendió porqué los habían enviado a aquella Estância. DoñaAntônia, si fuese necesario, trabajaría en los

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barcos como un hombre más.Doña Antônia tendió la mano a Griggs:—Bienvenido, señor João —dijo, pronunciando

su nombre en portugués. Griggs esbozó unatierna sonrisa—. Tal como me pidió mi hermano,ya le he conseguido cuatro carpinteros deconfianza. Y también un herrero.

Un mulato alto, de brazos fuertes y bocagrande, apareció al lado de Zé Pedra, elfactótum de doña Ana. El herrero se llamabaAbraão , y era hermano de Zé Pedra.

—Nos va a ser muy necesario, señor Abraão —dijo Griggs, y el mulato sonrió mostrando unahilera de dientes muy blancos—. Hay mucho queforjar.

Doña Antônia se sentó al lado del americano.En la Estância ya estaba todo dispuesto: teníanun cobertizo que serviría de alojamiento juntoal astillero. La cocinera de la casa les haríala comida hasta que llegaran los otros. Y paracualquier cosa sólo tenían que mandar recado.

—Mi capataz tiene orden de atender todas susnecesidades.

—Y Zé Pedra también —indicó doña Ana.John Griggs sonrió satisfecho. De dentro de

la casa, sofocadas por las cortinas, llegabanvoces femeninas. Griggs sintió que una pizca decuriosidad animaba su corazón, pero al poco sedio cuenta de que estaba allí cumpliendo unamisión. Y los ojos de doña Antônia, ¡ay!, eraniguales que los de Bento Gonçalves. Griggs seencorvó un poco más y aceptó otro mate, que

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bebió con gusto para espantar el frío.

Querida Manuela:Hace mucho tiempo que deseo escribirte,

pues la nostalgia que siento de ti vaaumentando día a día, pero sólo ahora,sentado aquí en esta piedra, viendo unapunta de mar que se quiebra con estruendoen la arena, es cuando he tenido el valorsuficiente para comunicarte esa falta queme pesa. Sí, hace ya mucho tiempo que dejéde sentir por ti un afecto de primo. Hoypienso con cariño y amor en nuestra futuraboda y espero que el tiempo que estemosseparados sea breve y que me esperes en laEstância con las demás mientras yo estoyaquí, en este campamento de soldados, enesta lucha por la libertad.

Estoy en la zona de Torres, donde hemoslibrado algunas batallas de las que,gracias a Dios y a la Virgen, he salidoileso y con la salud intacta. Aparte delas batallas, se han producido algunasescaramuzas de poca importancia ypasajeras que sirven más para alejar lasoledad de estos días que para asegurarnuestra República. Y el invierno aquí esmuy húmedo y me oprime el corazón. De modoque, cuando nos vayamos —saldremos deTorres esta semana—, mi corazón encontraráun poco más de aliento, aunque no sea el

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verde de tus ojos.Por eso te escribo, Manuela. Para que

respondas a esta misiva y me digas que mededicas el mismo afecto que yo te dedico yque sientes por tu primo la misma añoranzaque siento yo. Estoy seguro de queentonces seré más feliz y de que lucharécon más ganas. Después, cuando esta guerraacabe, tendremos nuestra vida y nuestraEstância, y los días serán dulces ytiernos para los dos. Por ahora, manda laRepública, pero te pido que me esperes yque reserves para mí, tu pariente quetanto bien te desea, lo mejor de tu afectoy tus pensamientos.

Hoy el mar está verde como tus ojos, deun verde oscuro y lleno de misterio,Manuela, que las nubes que pesan en elcielo no hacen otra cosa sino acentuarlo.Y yo, aquí, bajo un viento frío y húmedoque levanta la arena a mi alrededor, temando todo mi afecto. Por favor, darecuerdos de mi parte a mi madre y a lastías.

Siempre tuyo,JOAQUIMPlaya de Torres, 12 de julio de 1838

El día de la boda de Perpétua amaneciólímpido y fresco. Empezaba el mes deseptiembre. Soplaba una suave brisa que

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zarandeaba las copas de los árboles y esparcíapor los caminos los primeros perfumes deaquella primavera de 1838.

El cura Viriato, confesor de la familia,vino desde Pelotas para oficiar la unión de lahija mayor de Bento Gonçalves da Silva. En laEstância da Barra había un gran ajetreo aquellamañana: negros acabando de colgar las últimasbanderolas por los patios, Milu y Zefina atandoramos de flores silvestres en la cerca demadera blanca que rodeaba el altar bajo elombú. Enfrente de la casa se alineaban largasmesas cubiertas con manteles muy blancos ymuchas sillas de rejilla para acomodar a todoslos invitados. De la parte de atrás de lavivienda llegaba olor a carne asada y se podíaescuchar el barullo de los braceros queayudaban al asador en la tarea de prepararcostillas, filetes y lomos enteros. En lacocina, media docena de criadas acababan lasensaladas y ponían los dulces en los cuencos decristal, mientras doña Rosa decoraba, con lasmismas hábiles manos de cera que habíanconfeccionado el vestido de novia, el granpastel cubierto de merengue y punteado deflores azucaradas.

Ya llegaban los primeros invitados, algunasfamilias de Pelotas que estaban en susEstâncias huyendo de la guerra, los estancierosvecinos con sus esposas e hijos, y los hombresde la República: Antônio Netto, con su uniformeimpecable, sus largos bigotes encerados,

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montado en un alazán blanco; Onofre Pires daSilveira Canto, alto, fuerte como un gigante,se abría paso entre las familias para saludar asu primo Bento; el capitán Lucas de Oliveira,que pudo ausentarse de las reuniones enPiratini, muy garboso, arrancando suspirosvelados a las mozas solteras, saltando de sucaballo, sonriendo, feliz por asistir de nuevoa una buena fiesta, con música, comida ymujeres bonitas. Otros hombres de la Repúblicano habían podido comparecer porque la guerraseguía adelante y en aquellos momentos —con lavictoria en Rio Pardo y los planes para singlarlas aguas interiores—, el gobierno rebelde sesentía fortalecido y se hacía imprescindiblemantener la guardia.

Cerca de allí, John Griggs llenaba hojas yhojas de papel con dibujos de proas, velas yplanos, mientras la madera se iba ensamblando yse forjaba el hierro para sacar del sueño ymaterializar la escuadra de la RepúblicaRiograndense. En eso era en lo que pensabaBento Gonçalves al caminar lentamente entre lagente, balanceando los flecos de sus calzoneslargos cribados a cada paso, con el chiripáatado a la cintura y las botas negras muy bienenlustradas. Sobresalía entre la multitud porsu aspecto serio, sereno, su porte hidalgo. Seacercó a Onofre y Netto.

—Bienvenidos, amigos.—Hace un día magnífico —dijo Onofre—. Parece

escogido a dedo para una fiesta. —Se dieron las

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manos—. ¿Y la novia?—Está dentro, con su madre —respondió Bento

—. Como todas las novias, debe de estarnerviosa. El novio anda por ahí, con susfamiliares. Tú lo conoces, Onofre. Es Inácio deOliveira Guimarães, propietario de la Estânciado Salso; se dedica al charqui.

Onofre Pires hizo memoria y asintió. Sí, loconocía. Era uno de sus hombres. Bento tendióla mano a Netto. Los ojos azules del coronelbrillaban bajo el ala de su sombrero debarboquejo.

—Hoy vamos a celebrar una gran fiesta,amigo. Ya oigo las primeras notas de unacordeón.

A lo lejos se oía el principio de unachimarrita.

—Están preparándolo todo —dijo Bento—.Después de la bendición y del churrasco, vamosa tener buena música por aquí —añadió, y por uninstante observó a las personas que circulaban,las mujeres con sombrillas y claros vestidos defiesta, los hombres con chaquetilla corta ouniforme, y luciendo pañuelos encarnados en elcuello—. Es una pena que falte el conde. ¡Ah,nuestro amigo Zambeccari, todavía encarcelado ytan enfermo! Ojalá estuviese con nosotros eneste día festivo.

—Hay cosas que entristecen el alma —dijoNetto—. Parece ser que, el conde va a serdeportado a Italia.

Los tres hombres guardaron un momento de

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pesaroso silencio. La República necesitaba aZambeccari.

Inácio de Oliveira Guimarães miró a suesposa con ojos ardientes y sonrió. Elsacerdote todavía elevaba sus largas manossobre las cabezas de los novios dándoles laúltima bendición para aquella nueva vida. YPerpétua, con la lozanía de sus veintitrésaños, estaba muy guapa: la larga melena oscurarecogida en lo alto de la cabeza y adornada conflores, con una larga guirnalda que le caía porencima de los hombros hasta el suelo, como unhalo que dejaba penetrar la suave luminosidadde la mañana, el cuello palpitante y trigueñoentreviéndose suavemente por el vestido deencajes.

Perpétua miró a su marido con un brillo defuego en sus ojos negros. Los vivas estallarona su espalda, sintió que una lluvia de arroz lecaía sobre los hombros y se derramaba por elsuelo del pequeño altar, y oyó los primerosacordes de la música. Ya estaba casada. Se iríade la Estância da Barra, viviría en Boqueiráo,compartiría la cama con ese hombre moreno, deojos misteriosos y sonrisa dulce, percibiría suolor salino, viviría con él la vida. Seruborizó ligeramente. Vio los ojos de su padre,negros, profundos, posarse en ella, perdidos enpensamientos inviolables. Vio las lágrimas queresbalaban por la cara tan bella de su madre,

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vio a las tías, con sus vestidos de fiesta, conalegres sonrisas, la mirada beata del cura, quepensaba en cuántos hijos le darían para elrebaño del Señor. Y todo ello le hizo sentir unescalofrío en el alma, un buen sabor de boca,unas ganas de ser mujer en los brazos fuertesde aquel hombre.

—¡Vivan los novios! —gritó Joaquim.—¡Hurra! ¡Vivan los novios! —coreó un eco de

voces.La música empezó a sonar a todo volumen.

Perpétua sintió unos brazos que la empujaban,bocas que besaban su cara y que, entre abrazos,era impelida lejos de Inácio; todos queríandarle la enhorabuena. Fue arrastrada por aquelpequeño torbellino humano, de la mano de susprimas, y lo único que deseaba era que, contoda aquella algarabía, no le estropearan elarreglo del pelo.

Las mesas aún exhibían los restos de la grancomilona mientras las negras, afanadas comomoscas, trataban de recoger los platos con losrestos de carne, las bandejas de ensaladas,mandioca y arroz, e iban arreglando loscuencos, los platos de dulces, los tarros decalabaza confitada, el dulce de melocotón.Niños empapados en sudor correteaban por eljardín, pisando los parterres de flores en unalegre bullicio.

Al fondo, en la pequeña pista de baile

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preparada para la ocasión, las primeras parejasya bailaban el cangrejo: los hombres delante delas mujeres, que daban palmas. El hombre delacordeón hizo una señal, las parejas se unierony salieron bailando. La fiesta estaba en elmomento álgido, un agradable sol doraba loscabellos de las muchachas, brillaba en loscuencos llenos de dulces confitados, almíbaresy cremas. Un agradable aroma a flores, a comiday a día alegre flotaba en el aire. DoñaAntônia, sentada en una silla en el extremo deuna de las mesas, tenía los ojos puestos en unade las parejas que bailaban. Estaba muypensativa.

—¿Qué te pasa, hermana? —Maria Manuela, consu vestido de seda negra, fue a sentarse a sulado.

—No me pasa nada... Miro a la juventud. Esoes lo que hacemos los viejos, ¿no? Contemplarla vida de la juventud.

Maria Manuela acompañó la mirada de suhermana mayor y sonrió, con placer.

—Qué bonita pareja hacen Quincas y Manuela,¿verdad?

—Sí —respondió doña Antônia—. Realmente,belleza no les falta.

Pero su voz tenía un tono extraño que MariaManuela prefirió ignorar, tenía la cabezademasiado llena de cosas en las que pensar. Yse quedó allí, contemplando a la hija y soñandocon aquella boda.

—Seguro que pronto se casarán —dijo al

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tuntún, y le gustó escuchar sus propiaspalabras, que se le antojaron como un buenpresagio.

Joaquim agarraba a Manuela de la cintura eintentaba fijar su mirada en aquel rostro tanbello. Manuela estaba muy guapa con un vestidoazul, el pelo negro recogido en trenzas concintas, los encajes de su escote recortando supiel tierna, clara. Manuela daba vueltas,sentía el frescor en la cara, alegría, pero nose atrevía a mirar a Joaquim, cuya mirada —ellalo sabía— se derramaba como un amor de melaza.¡Su primo era tan guapo! Garboso, alto,elegante; tenía una cara muy bien formada yunos ojos vivos, agudos, los mismos ojos de supadre; la boca rosada y grande. Manuela habíaobservado, por entre los abanicos, las carasque ponían las otras muchachas cuando Quincaspasaba... Además, ¡era el hijo del presidente!¿Qué más se podía pedir? Y, sin embargo,aquellas manos cálidas que le agarraban lacintura, que la hacían girar, no le provocabanmás que cariño, un cariño de primos.

—¿Eres feliz, Manuela? —El semblante deJoaquim resplandecía. Se había dejado creceruna barba muy bien arreglada y recortada,castaña, que enmarcaba su bello rostro.

Manuela sonrió.—Soy feliz. ¡Hacía tanto tiempo que no

celebrábamos una fiesta en casa!Y Joaquim quiso decirle que le hablaba de la

otra felicidad, que le hablaba de aquella

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música, de aquel contacto que lo electrizaba,que le hablaba de aquella proximidad con la queél soñaba desde hacía mucho tiempo. Pero no ledijo nada. Seguro que la prima sentiríavergüenza, cierta timidez.

La música paró y todos aplaudieron. Másgente subía a la tarima. Joaquim vio a suspadres, en una esquina, preparándose para elsiguiente baile. Admiró el amor que seprofesaban. El pelo negro de Caetana, recogidocon unos pasadores de plata, brillaba al soldel atardecer. Entonces sonaron los primerosacordes de una mediacaña. Bentinho se colocó enmedio de la gente con un pañuelo en la mano y,para iniciar el baile, hizo una señal a suprima Mariana, que se acercó. Enseguida se unióotra pareja y luego otra y otra más. En pocosinstantes, Joaquim y Manuela estaban también enel corro. El vestido de Manuela giraba ygiraba, derramando su azul como una bendición.

Rosário se libró como pudo de laconversación de Tinoco Silva Tavares, hijo delpropietario de una Estância de la región quehacía tiempo demostraba sentir cierta simpatíapor la rubia sobrina del general BentoGonçalves. Dijo que iba adentro a tomar un pocode aire, quizás un té, estaba un poco aturdida.

—Es la bebida y la comida —sugirió Tinocosonriendo entre su bigote—. Nos hace perder elcontrol.

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—Creo que sólo es la emoción de ver a miprima casada —remató Rosário con una sonrisafalsa y, después, arremangándose un poco eldobladillo de su falda de encaje, saliódisparada hacia dentro de la casa.

Recorrió los pasillos vacíos y silenciososque contrastaban con el bullicio de la fiestaque se celebraba fuera. Sabía que Xica y Zefinaestaban con las pequeñas en la habitación paraque echaran la siesta y pasó por allí concautela. Les extrañaría que la señorita fueraal despacho en lo mejor del baile.

Rosário entró en la sala fresca y cerró lapuerta. Se sentó en el viejo sillón de la tía,esperando, como siempre esperaba, a que suSteban surgiese de las brumas donde se escondíay se materializase por entre los estantes, yque apareciese en carne y hueso como siempre lohacía, tan guapo y garboso como un príncipe.

Esperó mucho rato. En un determinadomomento, marcando el compás de una chimarritacon la punta del pie, se sorprendió pensando enel elegante capitán Lucas de Oliveira. Lo habíavisto entre la gente, alto, moreno, y habíanotado que él le había lanzado una largamirada. Después lo había perdido de vista.Seguramente estaría bailando con alguna de lasmozas, seguro que ya tenía pareja. La angustiala invadió e hirió su carne como si fuera uncuchillo: era joven y estaba malgastando sutiempo con un fantasma. Pero lo amaba... ¡Ah!¡Era tan guapo y tan garboso y tan real como

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nunca antes le había parecido nadie! Pero¿estaría viviendo una ilusión? ¿Se habríavuelto loca? La noche en que contó a Mariana suaventura con Steban, vio en sus ojos un brillode miedo. Mariana temía que estuviese perdiendola razón. Y quién sabe, quién lo sabíarealmente. Hacía ya tres años que estaban enaquella Estância purgando aquella guerra, yella no estaba hecha para esas esperas. Quizáshabía contraído alguna enfermedad que le minabala salud poco a poco...

—¡Steban! —dijo casi gritando.Era urgente que su amado apareciese ya, que

viniese a verla para que ella comprobase queestaba sana, que amaba como cualquier otra. Queamaba a un hombre que había venido de muy lejospara adorarla, un hombre que había venido de lamisma muerte. Sintió que un escalofrío lesacudía el cuerpo al pensar en la muerte. Derepente, aquel despacho tan familiar, con susvisillos azules, su sillón de piel, su mesa,sus libros y candelabros, de repente, aqueldespacho le pareció un sepulcro. Se incorporó,pálida.

—¿Steban, no vienes? —Su voz parecía ungemido. No, no aparecería. Sabía que BentoGonçalves estaba en la Estância y simplementecon mencionar el nombre del gran generalempezaba a sangrar.

Rosário salió corriendo. Ya no le importabaque una de las criadas la viese, que notase sumirada de pánico, su cara pálida, su miedo.

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Atravesó el pasillo y llegó a la sala. De lacalle llegaba una música alegre. El corazónlatía fuerte en su pecho.

Volvió a la fiesta. Pensaba en ir a hablarcon el capitán Lucas, ofrecerle un dulce, unabebida. Quién sabe, a lo mejor hasta podríanbailar juntos una caña entera. Salió abriéndosepaso entre los invitados. Algunas personas yase retiraban, subían a las carretas deseandofelicidad a los novios. Rosário lo buscó porvarios sitios, ni rastro del capitán. Buscó enla pista de baile y sus ojos lo encontraron.Allí estaba, elegante, bailando con unamuchacha morena. Rosário vio que sonreía, teníauna sonrisa muy blanca, y que le decía algo ala dama; y entonces los ojos se le llenaron delágrimas.

Perpétua y su esposo partieron hacia laEstância do Salso al anochecer. Las arcas conel ajuar y con la ropa de la novia habíansalido antes. Ella se despidió de su madre y desu padre aguantando las lágrimas, emocionada.Caetana se apoyó en Joaquim, estaba temblando.A partir de ese momento su hija mayor era dueñade sí misma. Enseguida le daría nietos, nietosque crecerían junto a sus propias hijas.

—Será feliz, madre.—Seguro que sí, Quincas. Dios lo quiera.Bento Gonçalves se despidió de Perpétua y

deseó buen viaje al novio, charló con él un

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poco y después fue a buscar a doña Antônia.Doña Antônia disfrutaba de la escena en el

porche. Algunos invitados apuraban la fiesta.De la pista de baile llegaba en ese momento elsonido de una milonga un poco triste, y en elcielo ya se veían las primeras estrellas. Unligero olor a comida todavía flotaba en el airefresco.

—Mañana me voy muy temprano, Antônia.—Esta guerra nunca se acaba, Bento.Bento Gonçalves sonrió con franqueza.—Se acabará. Tenemos paciencia y tenemos

valor, derrocaremos al Imperio —dijo apoyándoseen la pared.

Doña Antônia miró a su hermano un rato, ellatenía la osadía de hablarle de cosas que nadiemás se atrevería a mencionar. Era su hermanopequeño, a quien había cuidado, a quien habíadado muchas veces de comer, con el que habíajugado en el arroyo. Habían compartido risas ylágrimas.

—¿Y tú querías derrocar un imperio, Bento?Bento Gonçalves da Silva vio en los ojos de

Antônia el mismo brillo que siempre veía, todaslas mañanas al afeitarse, en su propia cara. Letocó la mano delgada donde un anillo deesmeralda brillaba.

—Yo no quería, Antônia. Tú lo sabes bien...Pero las cosas pasan, cambian, y estoy al mandode esos hombres. —Se mantuvo callado unossegundos y después dijo—: Sobre eso he venido ahablarte. El italiano y los otros ya vienen

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para acá, llegarán en quince días.—Está todo arreglado. El americano Griggs ha

trabajado día y noche, Bento. Y ya te he dichoque lo que es mío es tuyo. Tierra y hombres.Está todo a disposición de la República.

—Sólo quiero tu fe, hermana, y el astillero.Vamos a intentar conquistar las aguasinteriores. El Imperio tiene una gran flota,pero son barcos pesados que no pasan por losbancos de arena de estas lagunas. Vamos aactuar de otro modo. Ya verás, Griggs yGaribaldi van a darnos barcos capaces deatravesar cualquier banco de arena. Y sevolverán las tornas.

Doña Antônia pensó en los barcos enemigos,en los soldados, en las batallas. Sus ojosnegros perdieron la luminosidad. BentoGonçalves sonrió.

—Quédate tranquila, Antônia. Todo esto essecreto de Estado. Sólo nosotros sabemos que elitaliano estará aquí construyendo esos barcos.Nosotros y Dios.

Doña Antônia se santiguó. La milonga dejó desonar casi como un suspiro.

Doña Ana se quedó sentada en la sala hastamuy tarde. Vio a Manuela irse a dormir con airecansado, ajena a las gracias y canturreos delos primos y a las largas miradas, cálidas ydulces, de Joaquim. Vio que Joaquim se ibatambién, pues sin Manuela aquella velada perdía

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toda la gracia. Vio cómo Bento y Caetanodejaban la guitarra que habían estado tocandosin mucho éxito y se iban a la habitación. Vioa doña Antônia tomar la carreta, en plenanoche, a pesar de los insistentes ruegos deBento, y poner rumbo a la Estância do Brejo.Tenía que organizar las cosas y no habíapeligro. Había mandado a Zé Pedra a queacompañase a su hermana, a Zé Pedra y a sucarabina. Zé Pedra parecía un monstruo dedientes blancos absolutamente confundido en laoscuridad de la noche, con una daga ceñida a lacintura. Doña Ana vio a Bento Gonçalves tomar aCaetana de la mano y cómo sus siluetas seperdían en la penumbra del pasillo. Sabía quepasarían una buena noche, una larga noche, decelebración y de despedida.

—Que Dios esté con vosotros —fue lo quedijo.

Aquella madrugada, al menos, Dios estaríacon ellos.

Y doña Ana vio las miradas de Maria Manuelacuando el matrimonio marchó camino de laalcoba. Vio allí, dentro de aquellas retinas,las lágrimas contenidas, la fuerte nostalgia deun marido que ya no volvería. No volvería deaquella guerra, ni de ninguna otra.

—¿Por qué no te acuestas? Son más de lasonce y el día ha sido muy largo. Estás cansada,Maria.

—Ya estaba cansada antes... Creo que estarécansada el resto de mi vida.

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Su voz era triste. Doña Ana le lanzó unamirada dura que disimulaba una cierta pena, unacierta angustia que ambas compartían. Ambaseran viudas de guerra. Doña Ana se mantuvofirme. Dejó el bordado y mirando profundamentea su hermana pequeña dijo:

—No deberías quedarte ahí pensando ensemejantes tonterías. Todavía tienes tres hijasque encaminar en la vida, y tienes a Antônio.Sé que es duro, pero hay otras alegrías... Muypronto una de tus hijas te dará un nieto,piensa en eso.

Maria Manuela suspiró.—Tienes razón... No soy la única que sufre

ese dolor... —Se levantó con delicadeza, casicomo un soplido. Había adelgazado mucho en losúltimos tiempos—. Voy a acostarme... Buenasnoches. Que duermas con Dios, Ana. —Tambiénella se fue a su habitación.

Doña Ana todavía se quedó un rato más en lasala vacía. En el hogar crepitaba un resto deleña. Milu apareció para saber cuándo iba aacostarse. Doña Ana mandó a la criada a dormir.No necesitaba nada. Mientras daba las últimaspuntadas a su bordado pensaba en sus hijos. Nohabían venido, estaban por la zona de Vacaria.Hacía tiempo que no los veía, a ninguno de losdos. Estuvo imaginando si Pedro habría cambiadomucho... Cuando se fue de casa para ir a laguerra todavía parecía un niño, un niño grandey bueno; pero la última vez que estuvo en laEstância, su Pedrito ya ostentaba un brillo

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agudo en sus ojos oscuros, un brillo de daga, yunos gestos inquietos, siempre alerta, muydiferentes de aquella manera doliente de ser,de aquella calma con la que andaba por la casa,siempre riendo, siempre charlando con losbraceros. ¿Y José? Se había repuesto de laherida, gracias a Dios. Pero ¿y su espíritu?¿Sería el mismo de antes, tan parecido alpadre, o ahora tendría ese comportamientoperspicaz, esa ira contenida que había visto enlos ojos de Onofre Pires, o el valor casi cruelque decían que era típico del coronel Netto? ¿Oquizás en su fuero interno empezaba a crecer lamisma angustia que había notado en su hermano?Sí, Bento Gonçalves estaba diferente, ahorapensaba más allá, ahora miraba atrás y quizá searrepintiese de aquella República, o puede queno.

Doña Ana pestañeaba. Guardó el bordado en elcesto. Las últimas chispas morían sin lamentosen el hogar de piedra. Toda la casa estabasumida en un silencio cálido y acogedor. DoñaAna se dirigió a su habitación pensando en susobrina. En aquellos momentos, Perpétuacompartía por primera vez su cama con unhombre. Ahora empezaba otra vida, llena denovedades y obligaciones.

El candil derramaba una luz inquieta por lahabitación. La cama estaba arreglada. Allídentro flotaba un agradable olor a menta. DoñaAna miró el colchón frío, la colcha extendidacon esmero, las almohadas intactas, blancas. Y

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entonces Paulo vino a su pensamiento. Su Paulo,con quien también había compartido, hacíamuchos años, una primera noche de misterios ysecretos. Su Paulo, siempre tranquilo,paciente, que tenía todas las respuestas, aquien le gustaba amontonar las almohadas ydormir con la cabeza alta, que hablaba ensueños. Doña Ana notó que unas lágrimas cálidasle brotaban de los ojos. En su corazón aúnquedaba un resto de Paulo, una parte de él muydistinta a los despojos que ahora yacían bajola higuera. Se tumbó en la cama, metió lacabeza entre las almohadas y rompió a llorar.

En la habitación contigua, Maria Manuelatambién lloraba con un pañuelo metido en laboca, intentando contener los grandes sollozosque nacían del fondo de su corazón. No queríaque oyesen su llanto. No quería que nadiesupiese, ni por asomo, cuánto le pesaba aquellasoledad. La soledad de no tener ya a quienesperar.

Días después, todos los hombres habíanvuelto ya a la guerra. Bento Gonçalves fue elprimero en partir. Después, Joaquim. LuegoBentinho, que también tomó rumbo a Bagé paraunirse a las tropas del general Antônio Netto.En la Estância se quedaron sólo los hijos máspequeños de Bento Gonçalves. Pero, Caetano, condieciséis años, ya ansiaba montar un corcel yadentrarse en la pampa para conocer las

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batallas de las que tanto había oído hablar. Yaera un hombre, fuerte y alto, sabía manejar uncaballo, sabía usar una pistola, en definitiva,quería ir a la revolución. Estaba cansado deestar entre mujeres, entre bordados, de seguira los braceros por el campo, de cuidar de loscaballos, del charqui, de aquella vida de laEstância, siempre con su hermano Leãosiguiéndolo por todas partes.

—Corre a que te dé el aire, chiquillo —exclamó doña Antônia al verlo refunfuñardiciendo que quería ir a la guerra—. Todavíaeres muy joven para esas cosas, Caetano.Además, la guerra es dura, no es un juego deniños.

—Yo ya no soy un niño. Ya me ha crecido labarba, tía.

—Cuando vea que tienes pelos en el pecho,entonces sí, yo misma te mandaré a la guerra.Mientras tanto, quédate aquí y cuida de tumadre, que bastante preocupada está ya portres. Si haces eso, Caetano, ya es mucho.

Caetano amorró la cabeza. Todavía era muytemprano y acababan de despedir a Bentinho.Caetano vio que los hombres salían al campo,miró el cielo azul, sin nubes, grandioso, ydecidió unirse a ellos.

—Me voy con los braceros —dijo—. En estaEstância no pasa absolutamente nada. Es mejorestar con ellos trabajando.

Doña Antônia vio cómo su sobrino salíadisparado. Uno de los hombres llevaba un

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caballo por la correa. Caetano saltó al lomodel zaino con un movimiento perfecto. Elbracero soltó en voz alta un elogio. Caetanoera un buen jinete. Doña Antônia sonrió.

—Esto se va a convertir en un hervidero... —Hablaba sola. Su madre también había habladosola por los pasillos durante muchos años,antes de morir en silencio, valiente, comosiempre supo ser—. ¡Anda ya! —Se enfadó consigomisma.

En ese momento apareció Manuela, que veníade la cocina con el pelo aún mojado después delavárselo.

—¿Con quién hablaba, tía?Doña Antônia miró bien a la muchacha. Estaba

cada día más guapa, más atractiva. Y aquellosojos verdes tan misteriosos...

—Hablaba conmigo misma, hija mía. Son maníasque he heredado.

—¿Y de qué hablaba?—De la vida. Que cambia. Que va a cambiar

por aquí.Manuela sintió curiosidad. Sus retinas de

esmeralda brillaron un instante.—¿Cómo que cambia, tía?—Espera y ya lo verás. Pero no me preguntes

lo que es... Es una comezón que siento en elcorazón, que me avisa, niña.

Quince días más tarde, Giuseppe MariaGaribaldi llegó a la Estância da Barra con dos

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carretas y seis marineros de confianza. En lasjornadas siguientes llegarían más hombres,hombres de diversas nacionalidades, expertos enel mar, conocedores de secretos que ahorainteresaban mucho a los republicanos y quecompletarían la pequeña tripulación de los dosbarcos que iban a construirse a orillas delCamaquã. Pero aquella pequeña tropa tanvariada, formada por el italiano Garibaldi —ahora teniente capitán de la RepúblicaRiograndense—; por su brazo derecho, LuigiCarniglia, con un parche ciñéndole el rostro;por el español Ignacio Bilbao; por losgenoveses Lorenzo y Eduardo Mutru; por elmulato Rafael; por Jean, el gran francés; y porel negro Procópio, ya era algo que causabaasombro en aquel pueblo pampero: nunca se habíavisto por allí una miscelánea tan variada degentes.

Era una bonita tarde de primavera. Pasabande las tres cuando el caballo de GiuseppeGaribaldi cruzó la portilla de la Estância daBarra seguido por sus hombres, y fuerecorriendo el camino que llevaba hasta la casablanca, baja, de ventanas azules, que a lolejos se desparramaba por el césped en lo altode una pequeña elevación. Zé Pedra mostraba elcamino y Regente corría alrededor de ellos,ladrando, como dando la bienvenida a losvisitantes. En el cielo azul sin nubes brillabaun sol dorado, agradable al cuerpo, queproporcionaba una tibieza dulce a las carnes, y

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los pájaros volaban por el cielo, los teruteruscantaban en los bosquecillos lejanos y en elaire flotaba un aroma a flores y a tierra biencuidada.

Garibaldi llevaba en el bolsillo de lacamisa una carta de presentación escrita depuño y letra por Bento Gonçalves. Por el caminose había cruzado con Zé Pedra y éste le habíainformado de que doña Antônia estaba en laEstância vecina, propiedad de una hermana, doñaAna, a una hora de distancia de allí. Así quedecidieron ir hasta la Estância da Barra, puesera necesario que antes charlasen con doñaAntônia y, tras obtener su permiso, ir entoncesal pequeño astillero, donde en cualquiermomento, el americano Griggs acabaría susdibujos y plantillas.

Zé Pedra rodeó la casa mientras Garibaldiesperaba en el porche. Los demás hombresaguardaban a unos treinta metros, silenciosos,deleitándose con aquella tranquilidad campestrey las bellezas de la apacible tarde.

Doña Antônia apareció enseguida, acompañadade doña Ana y de Caetana. Garibaldi reconoció,en los rasgos de la mujer mayor, morena, lafuerza sutil que anteriormente había vistocentellear en las facciones del general BentoGonçalves. Doña Antônia le presentó a suhermana y a su cuñada. Garibaldi hizo una suavereverencia a las dos señoras.

—Piacere —dijo, simplemente, y su voz sonócálida, afable. No dejó de apreciar la belleza

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morena de Caetana, ni de sentirse retribuidocon una dulce sonrisa, inesperada, que doña Anale lanzó.

—Bienvenido —doña Antônia dobló con cuidadola carta que acababa de leer y se la devolvióal italiano—. En mi Estância hay alojamientopara todos sus hombres. La Estância da Barraestá a unas dos horas de distancia de aquíyendo por la orilla del agua, o por el caminoque sale de aquí detrás, del patio. Y allí esdonde ustedes trabajarán —dijo mirando aquellosojos castaños del color de la miel quebrillaban en el rostro del apuesto italiano,galante.

Giuseppe Garibaldi sonrió con una mueca enla que podían apreciarse unos dientes muyblancos y bien alineados; sus mechones de peloeran del color del trigo maduro. Realmente,aquello iba a convertirse en un hervidero. Eraimposible mirar a aquel italiano elegante,garboso, y no pensar en las tres chicas quehabía dentro. Hacía mucho que no había hombrescerca, aparte de los familiares. Y aquellosojos tenían un brillo... Doña Antônia habíavisto el mar pocas veces en su vida, pero sabíaque aquellos ojos profundos contenían el brillode algo marino.

Al poco, Manuela, Rosário y Marianaaparecieron en el porche. Las tres jóvenes sesorprendieron al ver a aquel italiano demaneras hidalgas.

—Éstas son Mariana, Rosário y Manuela, hijas

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de nuestra hermana, Maria Manuela, que ahoraestá dentro, descansando —indicó doña Ana. Elitaliano besó suavemente las tres manos de pielblanca y fina deteniéndose un instante más enla última, de largos dedos. Doña Ana vio queManuela se ruborizaba ligeramente—. En laEstância también están los chicos, los hijos deCaetana y de Bento, pero andan por ahí, dondeel charqui. Y también las niñas pequeñitas y unascuantas criadas negras. —Garibaldi sonrió. Ensu pecho sentía un calor agradable, algo nuevoy vivo, era como si acabase de avistar tierratras muchos meses en el mar—. Esta noche estáinvitado a cenar con nosotras, señor Garibaldi—prosiguió doña Ana—. Mandaré que cocinen losplatos de la tierra, para que los puedadegustar. No sé si ya ha probado un buen dulcede melocotón.

Garibaldi agradeció la gentileza. La comidade la región era muy apetitosa y seguro que esedulce campero, el dulce de melocotón, legustaría mucho. Sin embargo, ahora tenía queseguir: aún debía acomodar a los hombres yarreglar muchos asuntos con John Griggs.

—Signore, hasta la noche —dijo, al final, ehizo una elegante reverencia.

Ninguna de ellas había visto nunca aquellosmodales corteses. Un suspiro contenido recorrióel porche. Zé Pedra montó en su caballodispuesto a acompañar al italiano y a su gentehasta el astillero. Las cinco mujeres sequedaron en el porche, observando la marcha de

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la pequeña comitiva.—Es un hombre muy diferente a los demás —

susurró Caetana cuando partió el italiano.—Eso puede ser bueno o malo —respondió doña

Antônia.

La cena fue alegre y placentera. Loscandelabros de plata emitían una luz inquietaque creaba sombras en las paredes y perfilabalos rostros de las seis mujeres, de Caetano yde Giuseppe Garibaldi, sentado a la mesa en ellugar de honor, reservado para las visitas. Laschicas se habían puesto sus vestidos másbonitos; bebieron vino, no así el italiano,quien lo rechazó porque sólo tomaba agua (doñaAntônia, interiormente, se alegró de aquellaprudencia inesperada).

Hablaron de muchas cosas. Caetana le hablóde la boda de la hija de hacía pocos días, delos bailes, de las canciones. Garibaldi sintiómucha curiosidad por lo que sería un baile enaquellos parajes, confesando que era pocoaficionado a los valses, pues no teníacualidades para bailare.

—Ma credo io que una delle signorine me podráenseñar. —Su voz era cálida y se esparcía comola brisa por la amplia sala.

—A nuestra familia le gusta mucho bailar. Elgeneral Bento Gonçalves es conocido como uno delos mejores bailarines de la región, señorGaribaldi —completó doña Ana, sonriendo—. Aquí

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todas las chicas bailan muy bien. «La que nobaila, de la boda se salga», decía mi madre.

Y una vez más, como un pájaro que huye deuna jaula, la mirada del italiano se posó uninstante en el perfil de Manuela de PaulaFerreira, y su pecho ardió como envuelto poruna manta.

Después del postre, Garibaldi encandiló alas señoras con historias de allende los mares,de tierras italianas y francesas, y conaventuras de guerra. Era un hombre lleno desueños. Luchaba por la libertad. Había huido deEuropa, donde estaba en busca y captura.Hablaba con la mirada perdida, quizá pensandoen su tierra, en las cosas que había dejadoatrás.

—¿No siente nostalgia? —preguntó doña Ana—.¿No se arrepiente de esa distancia que ahora leresulta infranqueable?

Garibaldi sonrió. Sus ojos brillaban como elfuego.

—Se vive y se muere por un sogno, signora doñaAna. Io elegí la libertad. La libertad me llevólejos della mia Italia... Io elegí questo sogno. Y porél puedo vivir y morir, signora doña Ana.

Caetano estaba atento a todo y por unossegundos deseó ser un aventurero de tanto valorcomo aquel italiano que estaba allí.

Giuseppe Garibaldi les habló del amor quesentía por el mar, de sus viajes interminables,de las noches de luna sobre el océano en calma.

—Yo nunca he visto el mar —dijo Manuela en

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un momento dado, dejando olvidado el bordado ensu regazo.

Garibaldi sonrió. En aquella mirada habíaalgo que hizo percibir a Manuela que por fintenía delante al hombre con el que tantasnoches había soñado desde hacía años y que erael mismo, aquel italiano de ojos de miel, queahora le decía con voz cálida, con su acentoextranjero y encantador:

—El mar es como una cuna para el alma de unapersona, signorina...

Las mujeres de la sala empezaron a pensar enel mar, en los misterios de sus olas, en lasplayas remotas que, seguro, nunca verían. YManuela recordó la distante noche en que él sele apareció por primera vez entre la neblina desu intuición, con los cabellos al viento en lacubierta de un barco, y tuvo la certeza de queél ya había puesto rumbo a ella y que aquellaguerra, todo aquello, era sólo para que ambosse encontrasen y viviesen lo que les estabadestinado. Y en ese momento, cogiendo de nuevoel bordado con las manos temblorosas, Manuelase descubrió la más feliz de las criaturas.

Después, doña Ana sirvió licores, y yapasaba de la medianoche cuando Garibaldi montóen su caballo y puso rumbo al astillero.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 4 de septiembre de 1880

Aquella noche no dormí, la pasélentamente, como quien chupetea los gajosde una naranja sorbiendo su zumo conplacer y con cuidado, porque no quería quela noche acabase ni que el sol rompiese ellecho de la madrugada donde la paz delmundo me acercaba aún más a la granverdad: había encontrado el amor.

Sin duda, lo adiviné desde el primerinstante, ese amor no me llegó como lalluvia, sino como un manantial, como unocéano tan igual a lo que Giuseppe noshabía narrado que supe que era verdadero yeterno. Hoy aún lo amo con el mismoempeño, incluso pasado el tiempo, inclusopasadas tantas cosas, aunque ese océano yase haya evaporado y de él sólo me quede susal y algunos retazos de sueños, comofósiles muy antiguos que acaricio concuidado para que no cojan polvo.

Giuseppe Garibaldi. Giuseppe... Repetíaquel nombre muchas veces, en voz baja,mientras Mariana dormía a mi lado, yaquella palabra era tan bonita, y cadaletra que la formaba era tan perfecta que

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lloré repitiendo su nombre... Habíallegado a mí desde tierras tan lejanas yera tan galante, tan elegante en susmodales, en su sonrisa, en sus maneras detratar a una mujer... En aquel momento éltenía veintiséis años y era todo unhombre, digno, valeroso. ¡Ay! ¡Cuántascosas habían visto sus ojos! ¡Qué tierras,qué misterios, qué tesoros y peligroshabría contemplado! Y, sin embargo, paramí, aquellos ojos conservaban aún unbrillo y una luz de sol poniente... Sí,gracias a su mirada me sentí mujer. Yo eraentonces como una concha que descubre ensí misma una perla.

Al día siguiente estuve sin moverme,bordando durante muchas horas. La casaestaba sumida en una alegre agitación quela proximidad de los hombres había hechocrecer. Doña Ana decidió ir a la cocina ypreparar ella misma un dulce de guayabapara Garibaldi. Le había caído muy bien. YMariana y Rosário no paraban decuchichear: ¡El italiano era un príncipe!Y había otros, venidos de muy lejos,españoles y franceses, y seguro que algunotambién era guapo... Suspiraban... y, así,hasta la guerra les sabía más dulce. Lastías hacían punto y charlaban; sólo mimadre seguía sumida en su triste silencio,interrumpido en algún momento por algunapalabra, nada más. Y yo... yo era tan

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feliz... Dueña de una verdad: GiuseppeGaribaldi me amaba como yo lo amaba. Yconstruir barcos, ¡ay!, era una tarea quellevaría tiempo. Al pensar en eso meolvidaba de las guerras y de los planes deBento Gonçalves: conquistar las aguasinteriores e ir en busca de un puertorepublicano. Pero para mí, ¿quésignificado tenía la República en aquelmomento, cuando yo era una joven dedieciocho años con el corazón desbordantedel más puro amor? ¡Ojalá se sucediesenmil y un contratiempos! ¡Ojalá que elhierro tardara en forjarse una eternidad yque la madera estuviese siempre verde!Así, Giuseppe Garibaldi se quedaría entrenosotros todavía mucho más tiempo yentonces me hablaría de su amor... Y, undía, cuando llegase el momento,partiríamos juntos a cualquier otro lugar,a la felicidad. ¡Ay! De Joaquim no habíaen mi pensamiento ni el más remotorecuerdo...

Los días fueron pasando en aquellaprimavera de 1838. Sabíamos, por lo quenos contaba doña Antônia, que en elastillero a orillas del Camaquã se habíainstalado la más febril de lasagitaciones. Garibaldi y John Griggspasaban mucho tiempo entre plantillas,entre dibujos donde el esqueleto de losbarcos se destacaba en tinta negra; de día

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y de noche se veían hombres entrandomadera recogida de los bosques cercanos yen la forja, con su calor infernal, eradonde siempre el hermano de Zé Pedra sederretía trabajando para dar vida a ejes ypoleas, tornillos y otros objetosmisteriosos que conformarían el cuerpo delos ansiados barcos republicanos. Barcosque, se esperaba, cambiarían el rumbo deaquella guerra.

Carpinteros y marineros trabajaban comohormigas, de día y de noche. Casidiariamente, doña Antônia mandaba alastillero cierta cantidad de panes ydulces para regocijo de los hombres, queallí tenían un cocinero para sus comidas.Especialmente para Giuseppe, doña Antôniamandaba pastel de maíz, manjar que élapreciaba mucho. Fue así como supe que miamado ya iba conquistando el duro yreservado corazón de mi tía.

A pesar de todo el ajetreo, algunosatardeceres de cielo rojizo, cuandosoplaba por la pampa aquella brisa queolía a flores de primavera, al final de sutrabajo, Garibaldi venía a vernos y acontarnos novedades. ¡Ah, cómo esperabaaquellas visitas!, siempre con el corazónpendiente de un hilo, siempre ansiosa,celosa de cualquier ruido nuevo, decualquier palabra cálida que me delataseel sonido dichoso de su voz... Esas

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veladas, que con frecuencia se alargabanhasta la hora de cenar, fueron las que nosacercaron. Pasábamos mucho rato charlandosobre diferentes temas, sobre la vida, lapampa, la guerra, el mar y todas las cosasdel mundo. Doña Ana, recelosa de mí, veníade vez en cuando a estar con nosotros, areírse con nosotros, a deleitarse con lashistorias de aquel hombre italiano quesiempre sabía encandilarnos. Caetanatambién se quedaba muchas veces en elporche oyendo a Giuseppe contar aventuras.Mi madre se avergonzaba. Una vez, unanoche, me llamó a su habitación.

—Tú ya estás prometida, hija mía —fue loque me dijo—. Joaquim es como si fuese tunovio. Os casaréis en breve, tu padre lodejó todo arreglado con tu tío, no teolvides... Además, ese italiano, por muybuenas sonrisas que tenga, no está hechopara ti. Es un hombre sin hogar, es unpájaro sin nido. ¡Vete a saber de dóndeviene y adonde va! Es un aventurero.

—Quédese tranquila, madre, que sólosomos amigos. Por aquí hay que matar eltiempo con alguna cosa.

Le mentí. Es cierto que de mis labios seescapó aquella mentira sin que me diesecuenta. Pero ¿qué podía decir a aquellosojos oscuros ahora siempre lacrimosos?¿Que lo amaba y que semejante amor eraincontrolable? ¿Que, de pronto, la pampa,

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el cielo sobre mi cabeza, Rio Grandeentero se quedaban pequeños para calmarsemejante pasión? Joaquim estaba lejos, enla guerra. Y yo estaba allí, atrapada porel magnetismo de Giuseppe... Sí, le habíamentido. Quizás, en la próxima confesión,tuviese que pagar mi pecado, perocualquier precio era justo para aquelamor.

—Ten cuidado, Manuela. La gente habla. —Mi madre me miraba con ojos tristes.

—La gente está en la guerra, madre.Así acabó nuestra corta entrevista. Al

día siguiente, como atraído por lasllamadas de mi alma, Giuseppe vino avernos. Aún era temprano y salimos acabalgar por el campo. Mariana iba connosotros, un poco más atrás. Fuimos hastael arroyo. Era una tarde fresca de finalesde octubre y unas pocas nubes finasseextendían sobre nuestras cabezas como uninmenso mosaico. Mariana fue a recogerunas flores. Y entonces Giuseppe se acercóa mí.

—Manuela... —Su voz... su voz era comola brisa que soplaba en los árboles—.Manuela, tengo que decirle algo... Unsecreto della mia alma.

Estábamos a la orilla del arroyo y elagua corría con su murmullo de pajarillos.Los caballos mataban la sed plácidamente.

—Dígame, por favor...

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Él me miró a la cara de la manera másardiente.

—Estoy enamorado, Manuela. Enamoradodella signorina... Desde la primera vez, desde millegada, il mio pensamiento pertenece a lasignorina... Hay un bosque dentro de sus ojos,Manuela, e... io sonó perdido in questa floresta.

Tomó mis manos entre las suyas, tanfuertes, tan bronceadas por el sol. Fuecomo si todo mi cuerpo se partiese en milpedazos, como si explotase, como sireventase, como revienta una nube cuandollueve... Dejé mis manos entre las suyasun rato, como un pájaro refugiado en sunido. Y sólo cuando vi que Marianaregresaba con la cesta repleta de floresla retiré de aquella tibieza y le dije:

—Yo también sólo pienso en usted, señorGaribaldi. No conozco el mar, señorGaribaldi, pero creo que en sus ojos hayun poco de él.

Volvimos a casa en silencio, donde nosesperaban con la cena. Mariana hablaba debanalidades y hacía gracias, y Giuseppe ledevolvía algunas sonrisas, pero susmiradas estaban puestas en mí como piedraspreciosas incrustadas en un collar. Yaquél fue, entonces, uno de los momentosmás perfectos de mi vida.

MANUELA

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Capítulo 13

Perpétua descubrió que llevaba un hijo ensus entrañas al despertar una mañana, porquetenía un gusto extraño en la boca y en elpensamiento unos resquicios de sueño donde vioa una niña muy pequeñita corriendo entre lasalamedas de la hacienda de Boqueirão con unvestido de encaje rosa.

Inácio estaba preparando el charqui. Alvolver, a mediodía, encontró a su esposasentada en la sala, haciendo punto. Comosiempre, al verla, sus ojos se iluminaron dealegría. La boda le había sentado bien. Estabamás sonrosada, tenía aires de mando, algo de labelleza postrera de la madre se mezclaba conuna calma que había heredado de los Gonçalvesda Silva. Perpétua levantó la vista y sonrió almarido. Dejó el bordado y dijo:

—Tengo una cosa que decirte, Inácio.Él se sentó y le cogió la mano.—¿Es bueno o malo?Perpétua acarició el rostro bien afeitado de

su marido. Entre tantos hombres de largasbarbas, la cara lisa de Inácio era muydeseable. Le gustaba su contacto suave yaquellos besos cálidos. Esbozó una sonrisa.

—Es bueno. —Esperó unos segundos, saboreando

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la noticia—. Voy a tener un hijo.Inácio de Oliveira Guimarães resplandeció:—¿Estás segura, Perpétua? ¿Segura de verdad?

No dejes que me haga ilusiones, ¿eh?—Estoy segura. Estoy tan segura como la

tierra que pisamos. Tenía mis sospechas, perola negra Quirina me hizo un conjuro infalibleque lo ha confirmado todo. A mediados delpróximo invierno tendremos un hijo.

En aquella comida Inácio bebió vino ybrindó. Siempre había querido tener hijos, perola delicada salud de la pobre Teresa nunca lepermitió ver su sueño hecho realidad. Entonces,le pareció que Perpétua estaba más guapa quenunca y vio en sus ojos oscuros, en su rostrode rasgos españoles y en el leve parpadeo desus largas pestañas un brillo nuevo.

Despertó de la siesta con la llegada de unmensajero. Era urgente que fuese a Piratini,donde el ministro Domingos José de Almeida loesperaba para una reunión secreta. Inácio diola noticia a su esposa.

—Bueno. Arregla tus cosas, Perpétua. Estaréunos dos meses fuera. En este Rio Grande haymuchas cosas que hacer aún... Y tú no te vas aquedar aquí, en Boqueirão, embarazada y sola.Mañana bien temprano nos vamos a la Estância daBarra. Te quedarás allí con tu madre.

Llegaron a la Estância al atardecer del díasiguiente. Llovía suavemente y el agua se

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derramaba por el suelo formando pequeñoscharcos.

Caetana Joana Francisca García Gonçalves daSilva estaba en su habitación enseñando unaoración a la pequeña Ana Joaquina cuando Miluvino a avisarla de la llegada de su hija mayor.Caetana salió corriendo al porche con unasonrisa en el semblante. En cuanto puso losojos en la muchacha, que iba del brazo de suesposo (ya vestido con el uniformerepublicano), se avino a decir:

—Estás diferente, niña. —Perpétua seruborizó bruscamente y Caetana lo adivinóenseguida—. ¡Estás esperando un hijo, PerpétuaJusta! ¡Por eso has venido sin avisar! ¡Nisiquiera has mandado recado!

La tímida sonrisa de su hija le confirmó elpresagio. Y la buena nueva se propagó por lashabitaciones de la casa causando un grangriterío. ¡Perpétua estaba esperando su primerretoño! ¡Enseguida volverían a disfrutar delsuave lloriqueo de un bebé caminando por elpasillo y el tendedero se llenaría de nuevo depañales!

El astillero republicano estaba a orillasdel río Camaquã, que desembocaba sus aguas enla laguna de los Patos a través de variosbrazos. Estos bancos de arena eran pocoprofundos, casi imposibles de vencer con barcosde gran calado, pues se quedaban encallados en

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ellos. Pero no los barcos que Griggs yGaribaldi estaban construyendo. Los lanchonesSeival y Farroupilha podrían sortear fácilmenteaquellos bancos de arena, navegar por las aguasde la laguna y volver al astillero sin que nadaentorpeciese semejante empresa. Eran barcospequeños y ligeros que se adentrarían sindificultad entre los juncos que cubrían lasorillas de la laguna de los Patos, y allídesaparecerían de los ojos del mundo rumbo a laseguridad de la Estância do Brejo.

Ése era el plan. Realizar incursiones en lalaguna, atacar los barcos imperiales, atacarlas Estâncias del enemigo, de los caramurus queestaban en la orilla; dominar, en definitiva,las aguas interiores, si no por la fuerza, símediante la inteligencia y la habilidad. LaRepública Riograndense necesitaba ese aliento.Para eso, precisamente, Giuseppe Garibaldientrenaba a sus marineros.

Los últimos días de 1838, el Seival, de docetoneladas, y el Farroupilha, de diecisiete,estuvieron listos. Garibaldi capitaneaba elFarroupilha y John Griggs el Sei-val. A pocas leguasde allí, las aguas de la gran laguna losesperaban. Para conmemorar el hecho, doñaAntônia mandó que se matasen dos bueyes, y sepreparó un churrasco para los marineros. Era elprincipio de una gran victoria, todos estabanseguros. Garibaldi escribió una larga carta algeneral Bento Gonçalves y después delchurrasco, mientras los hombres bebían vino y

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aguardiente de caña, encontró un momento paramontar en su caballo e ir a conversar conManuela. En su bello rostro podía verse unasonrisa de satisfacción por la tarea cumplida.Ya tenía sus barcos.

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QUINTA PARTE: 1839

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Capítulo 14

A inicios de 1839, los lanchones farroupilhasentraron en aguas de la laguna por vez primera.Abriéndose paso entre los juncales, aparecíanlas embarcaciones como por encanto, cruzandoaquel mar de agua dulce. Desde la proa,Giuseppe comandaba a sus marineros. Estabanentrenados para todo. Si se acercaban a unbajío, Giuseppe se llenaba los pulmones de airey gritaba:

—¡Al agua, patos!Los marineros levantaban el barco a hombros

y lo llevaban al otro lado de los bajíos.Griggs y sus hombres hacían lo mismo con elSeival.

En aquellas primeras incursiones, navegarondurante nueve días en busca de una presa, perolas aguas estaban desiertas. Sólo cuando latripulación empezó a cansarse de aquellosrepetidos y tranquilos paseos, toparon, en unacalurosa tarde de verano, con dos sumacas.Navegaban en dirección a Porto Alegre conbandera del Imperio. Bajo el sol dorado queteñía las aguas de la laguna de los Patos, elFarroupilha y el Seival se aproximaron. Garibaldiordenó que Ignacio Bilbao disparase el cañón.

—¡Fuego!

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Un solo tiro fue suficiente para que elcomandante de la sumaca Mineira se entregase. Aunasí, los tripulantes intentaron huir en unbarco, pero fueron capturados cerca de allí porlos hombres de Griggs en una de las margenesdel Camaquã. La otra embarcación, el patacheNovo Acordo, consiguió huir, llevando hasta RioGrande la noticia de que había corsariosfarroupilhas en las aguas de la laguna de losPatos.

El botín fue cuidadosamente aprovechado.Cuerdas, velas y equipamientos se llevaronhasta el astillero para utilizarse en lafabricación de otros lanchones. La cargarestante, quinientos barriles de harina queestaban siendo transportados a Porto Alegre,fue entregada al gobierno, en Piratini, pororden de Garibaldi.

Doña Antônia escuchó atenta el relato delataque a las dos sumacas imperiales. Sí, losplanes de su hermano eran correctos: aquellosmarineros ayudarían a que la Repúblicaconsolidase su posición. Y ella, desde suEstância, asistía a todo con los privilegios deser la dueña y señora de todo aquello.Garibaldi contaba la historia cambiandopalabras, mezclando portugués, italiano yespañol. Doña Antônia, sin embargo, nonecesitaba esforzarse en entender a aquelhombre de ojos limpios: había siempresinceridad en aquellas retinas, algo vivo ylleno de fuerza que la encantaba, y lo hacía

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comprensible y tierno. Mientras GiuseppeGaribaldi sorbía el mate que un chiquillo negrole había llevado, doña Antônia no pudo dejar depensar en Manuela. Sí, la sobrina estabaenamorada del marinero italiano. Bueno, erafácil enamorarse de un hombre como aquél, doñaAntônia lo sabía. Imaginó un corazón dedieciocho años, lleno de vida, palpitando deamor por el corsario.

—Io mandé a l'uomo, al capitán de la sumaca, untal Antônio Bastos, a Piratini. Cosa la signorapensa de eso? ¡Mandé a l'uomo junto con laharina! —Y rió de buena gana, mostrando susblancos dientes—. ¡Junto con la harina!

Doña Antônia, divertida, también rió. Peropensaba en Manuela. Y pensaba en Joaquim.

El ataque a las dos sumacas enfureció a losimperiales y disminuyó la influencia delalmirante Greenfell en el gobierno. Comorespuesta al ataque, el Imperio envió cuatronavios de guerra a la laguna de los Patos. Ylas embarcaciones imperiales navegaban poraquellas aguas, como grandes fantasmas,esperando a los corsarios que nunca aparecían.

Giuseppe Garibaldi se divertía. Se deslizabacon su barco entre los juncales y atacaba lasEstâncias de los caramurus. Llevaban caballos abordo, y eran tan buenos jinetes comomarineros. Cuando volvía de las incursiones enla laguna, Garibaldi iba a visitar a su Manuela

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y le contaba las peripecias del día. Llevabasiempre caballos en su barco, sieteexactamente.

—Io creo en la buona fortuna. Y siete es unnúmero de fortuna.

Manuela adoraba oír a Garibaldi durantehoras y, a veces, cuando doña Ana iba a lacocina a ocuparse de algún asunto, o cuandoalguna de las otras tías se descuidaba,deslizaba su pequeña mano sobre los dedos deGiuseppe, y así permanecían, compartiendo elmismo calor y el mismo escalofrío. Y Giuseppedecía:

—Voy a hablar con vostro tío, Manuela. Io sonoenamorado. Voy a pedir al general BentoGonçalves que consienta en nuestra boda.

Entonces, Manuela bajaba los ojos, no porvergüenza, sino porque aquel amor era tanto,era tan fuerte, que tenía miedo de que se leescapase convertido en lágrimas. Y después,doña Ana volvía de sus asuntos domésticos yGaribaldi seguía contando alguna historia de suItalia.

Así era la vida en los comienzos de aquelaño. Y la dulzura de la proximidad de GiuseppeGaribaldi hacía que Manuela se olvidase de que,fuera, se estaba librando una guerrasangrienta. Para ella sólo existía el amor. Loúnico que temía era que uno de los barcos deguerra imperial pudiese atacar la Farroupilha yherir a su adorado Garibaldi. Pero, para eso,todos los días encendía una vela sobre el

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oratorio de la Virgen y rezaba.—Esa niña está llena de fe —decía doña Ana,

entre sonrisas, cuando veía a la sobrinapersignándose ante la imagen de la santa.

—Está llena, pero de otra cosa —respondíaCaetana, que percibía nítidamente el amor enlos ojos verdes de la sobrina. ¿Cómo una mujerno iba a darse cuenta de aquel amor?—. Sería elmomento de que mi hijo volviese a casa.

—No te preocupes, Caetana. Ese amor no tienefuturo. Garibaldi partirá pronto, no está hechopara el descanso. Cuando la guerra acabe, y siDios Nuestro Señor quiere acabará pronto,Giuseppe Garibaldi partirá... Y se irá solo. Noes hombre de ataduras, oye bien lo que te digo.

Pero la guerra se extendía en el tiempo comouna colcha antigua. Garibaldi continuaba consus salidas a la laguna de los Patos, huyendosiempre por entre los juncales, que los barcosgrandes no podían atravesar. Los «patos» deGaribaldi eran ágiles y siempre conseguíanescapar, portando las dos sumacas en losbrazos. Bento Gonçalves recibía largas cartasen las que el italiano narraba losacontecimientos, y estaba muy contento con elrumbo de las cosas. Las aguas interiores de RioGrande no eran ahora del dominio exclusivo delos imperiales.

El Imperio estaba asustado y tomaba medidas.Greenfell había caído, y se nombró un nuevocomandante para las operaciones navales.Frederico Mariah no lo creyó cuando le contaron

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que corsarios farroupilhas atemorizaban las aguasde la laguna.

Mariana ya lo había visto de lejos algunasveces, y en todas ellas había sentido el mismohormigueo por el cuerpo, la misma angustia queahora le impedía seguir adelante, aun sabiendoque su madre y sus tías desaprobarían sucuriosidad. El astillero no era lugar paramujeres, era lo que doña Antônia no se cansabade repetir.

Espoleó al caballo, iba por el caminodisfrutando del hermoso día. La mañana erafresca, pero, por la tarde, seguro que el calorlos castigaría a todos. Era un verano tórrido.El trote suave del caballo la tranquilizó unpoco: diría a su madre que había ido a pasear,a ver a doña Antônia, que ya hacía días que noaparecía por la Barra, para pedirle una receta.Después de todo, tenía derecho a dar un paseo.Y no iba a aventurarse a ir al astillero,pasaría cerca. Si tenía suerte, podría verlo.

Sabía que se llamaba Ignacio Bilbao. Nosimplemente Inácio, como los de Rio Grande,sino Ignacio, con ese toque suave, esa maneradiferente de pronunciarse. Ignacio Bilbao.Español. Todas estas cosas se las había contadoManuela. Su hermana tenía muchos asuntos conGaribaldi... Andaban siempre por los rincones,con secretos amorosos que Mariana ayudaba aocultar. En agradecimiento a su ayuda, Manuela

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había estado averiguando cosas sobre el hombremoreno, de piel blanca, de pelo oscuro como labrea, alto, muy alto, que a veces acompañaba aGaribaldi cuando iba con algún encargo a laEstância de doña Ana. Sabía que el españoltenía veintiocho años y que navegaba por elmundo desde hacía seis. Pensó en sus manos,fuertes de lidiar con el velamen... ¿Olería amar, como decía Manuela de su Giuseppe?

Siguió el camino de piedras que llevaba acasa de doña Antônia algunos metros, despuésdobló a la derecha, hacia el astillero. Cuandoya se oía el ruido de los golpes sobre el metaly las voces de los hombres en plena faena,desmontó del zaino y lo amarró al tronco de unárbol. El sol de la mañana estaba alto. Si sequedaba un poco por allí, como había calculado,podría almorzar con doña Antônia.

Bajó por el estrecho camino cubierto dehojas que llevaba al Camaquã. El olor dulce delagua le inundó la nariz. Algunos metros másadelante, vio los dos barcos anclados en unaespecie de muelle y a una decena de hombresafanados en la reparación del casco del barcomás grande, el Farroupilha. Y reconoció entreellos, con el agua hasta las rodillas y lospantalones arremangados, a Ignacio Bilbao.Sintió, como siempre, que el corazón seaceleraba en su pecho y esperó. Los hombrestrabajaban satisfechos al mando de Garibaldi.De lejos, llegaba la algarabía de voces y delenguas extrañas. Mariana saboreó el bullicio

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como si se tratase de una canción. Sentada enun tronco, se quedó mirando tímidamente cómotrabajaban los marineros, asustada, como unaniña que hubiese cometido una falta grave. Perono tenía valor para irse. Después de todo,había llegado hasta allí. Y nunca había vistoantes un barco tan grande como el Farroupilha.

Tardó un poco antes de hacer notar supresencia. Un suave murmullo llegó hasta loshombres, pero todos prosiguieron con eltrabajo. Sólo Garibaldi, sonriendo, saltó de lacubierta y fue en dirección a Mariana. Iría asaludar a la señorita. Detrás de él, con losojos chispeantes de ansiedad, iba IgnacioBilbao.

—¿Usted por aquí, signorina Mariana? —La vozde Garibaldi era alegre. Estaba empapado hastala cintura, sin embargo, aun así, hizo un gestogalante y sonrió—. Sea bienvenida. ¿Qué leparece nuestra pequeña flota?

—Impresionante —respondió la joven,sintiendo los ojos del español clavados en surostro.

—Pero no le diga lo que ha visto a nessunoimperial, certo? —dijo sonriendo Garibaldi.

—Descuide, señor Garibaldi. He venido paraalmorzar con mi tía y he sentido curiosidad porlos barcos.

—¿Y le ha gustado lo que ha visto? —intervino Ignacio Bilbao. Tenía unos ojosnegros y rasgados.

Mariana enrojeció ligeramente.

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—Sepa usted que me ha gustado lo que hevisto.

Se hizo un pequeño silencio que Garibaldisupo apreciar muy bien.

—Signorina Mariana, vuelvo con mis barcos.Quédese todo el tiempo que desee, y presentemis respetos a su hermana, per favore.

Garibaldi se alejó por la orilla del río,dando puntapiés a los juncos, dando órdenes alos hombres nuevamente. Ya hablaba la lengua dela tierra como si hubiese vivido allí muchotiempo.

El sol pasaba por entre las copas de losárboles formando mosaicos sobre el follajehúmedo del suelo. Ignacio Bilbao hizo un ademánde seguir al jefe. Antes, sin embargo, sevolvió, miró el bonito rostro de la muchachamorena, de piel suave, y susurró:

—Sería un gran placer que la señoritaviniese más veces a ver los barcos. —Y se alejólentamente, dejando a Mariana arder en supropio fuego.

Querido hermano:Te escribo porque tengo muchas cosas de

las que informarte, cosas de la guerra ycosas de la familia. Sabes muy bien que,desde que el astillero empezó a prestarsus servicios a la República, los díasaquí en la Estância son más agitados yllenos de novedades. No es que ello me

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incomode, pues es bueno que sucedan nuevascosas para mitigar mi vejez, y siempre mesiento muy honrada de estar ayudándote, ati y a todos los riograndenses.

Doña Antônia leyó las líneas que habíaescrito en la hoja blanca y después mojó lapluma en el tintero. Tenía mucho que contar aBento. Necesitaba avisarlo de ciertas cosas queestaban sucediendo por allí, cosas sutiles, muyalejadas de la guerra, de los cañonazos, de lasbatallas. No es que le disgustase el italiano,al contrario, sentía afecto por él, pero era sudeber de tía, su deber de hermana, avisar aBento Gonçalves de que Manuela estaba enamoraday, aún más, de que pretendía comprometerse conGiuseppe.

Tus soldados han hecho muchas capturasen estas aguas, como ya sabes y tealegras, y te digo que son hombres muyvalerosos y entregados a la República, yque no pasa un día sin que yo meenorgullezca de sus hazañas. Además, nocausan ninguna molestia ni en la Estânciani a mí, son gentiles y educados, y el mássolícito de todos es el italiano GiuseppeGaribaldi.

Sí, Garibaldi es un hombre muy honrado ybuena compañía, tanto que visita laEstância de Ana muy a menudo y esrealmente estimado por todos los de la

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casa. Sin embargo, como debes de imaginar,Giuseppe Garibaldi es demasiado estimadopor una de nuestras mozas, y me he sentidoen el deber de alertarte sobre este hecho.Sí, hermano mío, Manuela está muyenamorada del marinero italiano y esplenamente correspondida por él, quesiempre la ha tratado con elegancia yhonradez, y que tiene pensamientos decasarse con ella. Es porque sé que yatienes planes para Manuela y Joaquim porlo que escribo estas líneas. Y tambiénporque imagino que ese italiano es desangre aventurera, y no sé si sería unbuen partido para Manuela. Si no fuese poreso, estaría muy contenta de tenerlo ennuestra familia. Pero me pediste queestuviese atenta a todo y a todos, y poreso ahora te hago llegar esta noticia.

Quedo a la espera de tu respuesta. Ven avisitarnos y a ver tus barcos en acción,Bento. Tu presencia será muy celebrada ybien recibida.

Con todo mi afecto,ANTÔNIAEstância do Brejo, 20 de febrero de 1839

Lacró la carta y mandó llamar a Nettinho.Nettinho era un negro retinto, de ojos

azules. Decían que era hijo del general Antôniode Souza Netto, y por eso lo llamaban así. DoñaAntônia desconfiaba de esa historia. Bagé

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estaba muy lejos de allí para que Netto ándasesembrando crías por sus tierras, aunque fueseun conquistador incorregible y quizá legustasen las negritas jóvenes. En todo caso, eljoven Nettinho tenía astucia de sobra. DoñaAntônia sonrió al verlo entrar en el pequeñodespacho de la casa. Se quedó asombrada, comosiempre, ante aquel extraño azul que ostentabansus ojos.

—¿La señora me ha llamado?Su timbre de voz denotaba que ya se estaba

haciendo un hombre.Doña Antônia le entregó la carta sellada.—Quiero que lleves esta carta al general

Bento. Está por Piratini. Vete hoy mismo y note pares en ninguna Estância por el camino. Ysi te cruzas con algún piquete imperial, quemala carta, ¿me has oído bien? O te la comes. Séque tienes apetito suficiente para eso, niño. —El chiquillo rió y se guardó la carta en elbolsillo de la gastada bombacha. Doña Antôniaprosiguió—: Espera la respuesta y me la traes.Cuando llegues a Piratini, di que llevas unacarta mía. El general te recibirá. Y no teolvides: que nadie ponga sus manos en estepapel.

Bento Gonçalves leyó la carta rápidamente.Después se la guardó en el bolsillo delpantalón. Se quedó pensando unos instantes.Necesitaba, realmente, ir a la Estância, vender

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una punta de ganado y tomar algunas medidas. Laguerra se alargaba, las cosas estaban paradas yél necesitaba mantenerse. Se perdía muchodinero en la guerra. Y ahora aquello. Deberíahabérselo imaginado: era sólo mirar al italianoy ver fuego dentro de aquellos ojos. Y Manuelaera una muchacha joven, llena de vida,encerrada en la Estância esperando el desenlacede aquella guerra loca. Cualquier muchacha sesentiría atraída por el italiano y sushistorias fantásticas. El hombre tenía labia.

Nettinho se quedó mirando al gran general ysintió que aquél era uno de los momentos másimportantes de su vida. Había visto a BentoGonçalves otras veces, pero allí, en aquelgabinete, el general parecía más grande, másalto y más fuerte que cualquier hombre sobre lafaz de la pampa, y a Nettinho se le hizo unnudo en la garganta. Pensó también si Antôniode Souza Netto, el misterioso general quedecían era su padre, andaría por la ciudad.Pero no tuvo valor para preguntárselo a nadie.

—No voy a escribir respuesta alguna —rugióBento Gonçalves. Y el negrito tembló—. Así teahorro el trabajo de custodiar otra cartadurante todo el camino. ¿Te ha sido difícilllegar aquí?

Nettinho negó con su ensortijada cabeza.—No, señor. Viajé de noche, por atajos. Soy

muy negro, me confundo con la noche.Bento Gonçalves rió alto.—Bien, chico. Esta vez hasta puedes viajar

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de día. Di a la señora Antônia que estaré allíla semana que viene.

—¿Sólo eso?—Solamente. Sé que eres lo suficientemente

listo para no contarle esto a nadie. Elparadero de un general es secreto de Estado.

Nettinho salió del edificio central con elpecho lleno de orgullo. Compartía con elpresidente de la República un secreto deEstado. Se estaba volviendo importante.

Bento Gonçalves da Silva llegó a la Estânciada Barra a mediados de marzo. La casa de lassiete mujeres tenía las ventanas abiertasesperándolo y las flores llenaban las macetasdel porche. Abrazó a Caetana y a sus hermanas,después fue a ver a Perpétua, cuyo embarazoempezaba a hacerse notar bajo la tela oscuradel vestido. Comió bien y durmió la siesta enla cama fresca de limpias sábanas, saboreandola agradable calma de la tarde.

Aquel día, aún remató la venta de una puntade ganado y habló de tomar algunas medidas conel capataz.

Después de la cena, estuvo con Antônia.—Mañana voy a ir al astillero. Quiero ver de

cerca cómo van las cosas por allí.—Verás que todo va bien.Se hizo un breve silencio.—También voy a hablar con el italiano. Sobre

Manuela.

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—¿Y con la niña quién habla?—Eso son cosas de mujeres, y vosotras sois

muchas. Tú déjame hablar con el italiano, quecon él me entiendo bien. Después hablas tú conella. ¿Y Maria Manuela qué piensa de todo esto?

—Maria se siente desvalida desde que muriósu marido. No se puede contar con ella, almenos por ahora. —Y miró largamente a suhermano—. Bento, necesito decirte una cosa...Creo que los dos se quieren de verdad. Perotengo miedo del italiano, no ha nacido para lapampa.

—Es un buen soldado, pero es un hombreerrante. Va en pos de aventuras. A pesar de sucoraje, no sirve para Manuela. No te preocupes,Antônia. Tú tienes razón. Será mejor que ellaolvide al marinero.

Estaban sentados en el porche. Era una nochefresca y perfumada. Los calores del día habíandesaparecido. Ahora sólo había un cielo inmensoy estrellado que anunciaba un otoño bonito.

—Mañana tendremos fiesta. Ana y Caetanallevan días organizándolo todo.

—Magnífico, hermana. Estoy deseando bailar.Hay cosas que necesito olvidar. Ayer mismo,supe que mi amigo, el conde Zambeccari, ha sidodeportado a Italia. —Y repitió entre dientes—:Deportado. Y con la salud muy debilitada.

Doña Antônia se entristeció.—Qué cosas...—El conde es un gran hombre, Antônia. Nos va

a hacer falta.

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João Congo, el esclavo personal de BentoGonçalves, apareció por allí, trayendo unatetera humeante y el mate. Doña Antônia sirvióa su hermano, que se quedó pensativo mientrassorbía la infusión.

Bento Gonçalves no pudo hablar con GiuseppeGaribaldi al día siguiente: el italiano habíasalido con sus hombres para un ataque más en lalaguna. Griggs estaba en el astillero: el Seivalnecesitaba una reparación y su tripulaciónestaba trabajando en ello. Bento Gonçalves sequedó largo tiempo conversando con elamericano, viendo planos y el gran bicho demadera y tela anclado en el muelle.

En casa, encerrada en su cuarto, Manuela sedebatía entre la angustia y la esperanza: nosabía si su tío permitiría un compromiso conGiuseppe. Era muy valioso para la República,seguro que Bento Gonçalves lo apreciaba. PeroManuela no tenía respuestas. Perpétua, viendo asu prima con tal desasosiego, le dijo:

—No te angusties. Escoge una ropa bienbonita para la fiesta de hoy, y espera. Elitaliano está enamorado de ti y no parece delos que desisten fácilmente.

Manuela se lanzó en los brazos de la otra,dándole las gracias.

—Has sido muy buena conmigo, Perpétua...¿Entiendes de verdad que no ame a tu hermano?

Perpétua sonrió y acarició los cabellos

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trenzados de Manuela. El embarazo habíasuavizado su rostro todavía más.

—Boba. Sé bien que en los asuntos delcorazón no podemos mandar. Joaquim ha deencontrar una buena moza que lo ame, no tepreocupes. Todo se arreglará.

La cena se sirvió a las cuatro de la tarde:churrasco, mandioca cocida con mantequilla,ensaladas, postres. La casa estaba abierta yadornada con flores. Doña Ana, vestida de negropor todos los lutos de la familia, recibía alos invitados: algunos vecinos y unas cuantasfamilias que habían venido de Camaquã. Losempleados de la hacienda también estaban allí,vestidos con sus mejores ropas y felices con lafiesta. Todos cumplimentaban a Bento Gonçalvesy a Caetana, y no se hablaba de la guerra.

Garibaldi, John Griggs, el italiano LuigiCarniglia y más de media docena de marinerosllegaron alrededor de las cinco, vestidos consus mejores trajes. Doña Ana recibió alitaliano con cariño mientras, de lejos, Manuelase sonrojaba de alegría. Y Mariana también:Ignacio Bilbao había ido al baile, y su camisaroja brillaba entre los demás invitados alaproximarse lentamente hacia ella.

—Señorita... Hoy no se habla de barcos, ¿no?—La voz de él silbaba como un instrumentoafinado—. Hoy se baila.

Mariana vio que su madre la observaba de

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lejos, pero no hizo caso.Rosário llegó tarde al baile, con los ojos

hinchados de llorar. Steban no había aparecido,como sucedía siempre que Bento Gonçalves estabaen la Estância. La belleza rubia y delicada deRosário llamó la atención de unos cuantoshombres allí presentes, y especialmente deFrancois, un francés alto, de pelo trigueño yojos de un verde muy aguado, que llevaba en elmar desde los doce años, y que se había unido ala causa farroupilha como compañero de Garibaldi.Pero los hombres exóticos no despertaban elinterés de Rosário, ni siquiera el francés, quetenía una cicatriz que le cruzaba la cejaderecha. Se sentó en una silla y se puso aobservar, con cierta envidia, la alegría de sushermanas.

Los bailes empezaron después de la cena.Bento Gonçalves y Caetana formaron la primerapareja de la noche, y daban vueltas por elsalón bailando con gusto una polca. Elpresidente era un bailarín consumado, conocidoen todos los bailes. Caetana lo acompañaba congracia.

Enseguida aumentó el número de parejas quegiraban, formaban y deshacían la parejaconforme a la música y la coreografía. Marianase atrevió a bailar con Ignacio Bilbao. Sesorprendió de los galantes modos del español,que tenía una gran desenvoltura para aquellosbailes que, sin duda, no había conocido antes.

Giuseppe Garibaldi no sabía bailar la media

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caña. Mientras un bailarín con un pañuelo rojoen la mano le hacía una señal a su señorita, elitaliano se aproximó sonriendo a Manuela.

—Seguro que voy a desencantarla questa notte...Io no tengo aptitudes para el baile. El únicobalanceo que puedo mantener es el del mar. —Ysus ojos recorrieron los ojos verdes de Manuelade Paula Ferreira.

—Prefiero estar aquí, a su lado, que bailarcon cualquier otro, Giuseppe.

El italiano sonrió. Ambos salieron alporche. La noche caía lentamente, y las últimassombras doradas morían en la pampa. Se sentaronen un balancín, en una esquina, muy cerca eluno del otro, saboreando cada uno el calor quedesprendía el otro, soñando los dos con horasde soledad y de felicidad pura.

Un teruteru cantó en el bosque, luego, otrospájaros le hicieron coro. El aire del final deverano tenía un olor dulce a flores.

—Questo lugar é molto bello. Los pájaros, elcampo, la luz de questo sole... —Giuseppe mirólargamente a la muchacha que tenía a su lado.Su perfil estaba bien delineado; la nariz erapequeña; la boca, rosada como una fruta madura.Sintió que un calor agradable invadía su pecho—. O tal vez sea sólo la vostra presencia,Manuela.

Manuela lo miró. Había un brillo agudo ensus ojos.

—Usted es quien hace que todo esto seaespecial, Giuseppe.

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Giuseppe Garibaldi tomó la pequeña manoblanca entre las suyas. Sintió los ojoshúmedos. De la casa, llegaba ahora el son deuna chimarrita.

—Io te amo, Manuela. Necesitaba decírtelo...Io te amo.

Manuela miró las primeras estrellas quenacían en el cielo todavía grisáceo. «Nunca máshe de olvidar este preciso momento», pensó.Cuando volvió sus ojos otra vez hacia GiuseppeMaria Garibaldi, era ya una mujer que habíaencontrado su camino y su verdad.

—Yo también te amo. Con todo mi corazón ytoda mi alma.

Giuseppe nunca había pensado que encontraríael amor en un lugar tan distante. Apretó aúnmás la delicada mano entre las suyas.

—Io sono pobre, Manuela... Mío, tengo sólo misojos, mi valor y mi voluntad. Pero aun así mequieres, per Dio, hoy hablo con tu tío, el generalBento Gonçalves, y nos prometemos.

Manuela pensó en su tío, y pensó en Joaquim.Sentía el pecho ligero como una nube en uncielo de verano.

—Sí, te quiero, Giuseppe, te quiero mucho.Casarme contigo es lo que más deseo en estemundo.

Bento Gonçalves vio cómo los últimosinvitados subían a sus coches. Estaba sorbiendomate, distraído. Era bien entrada la noche, y

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la luna creciente parecía clavada en medio deun cielo cuajado de estrellas. Desde dondeestaba, medio escondido entre las floridastrepadoras que subían por el pilar del porche,oyó la voz de Garibaldi. El italiano sedespedía de Ana con gracia y cortesía.

Bento se acabó el mate y fue a hablar conGaribaldi.

—Le he buscado durante el baile, pero por lovisto estaba ocupado y no he querido molestar.

Garibaldi esbozó una sonrisa. Caminaba endirección a su caballo. El también queríahablar con el general, un asunto muy serio,personal.

—Muy bien. Espere un momento que voy amandar a Congo a que me ensille un caballo. Leacompañaré hasta el astillero y hablaremos porel camino.

Iban por el camino desierto y silencioso. Devez en cuando, la luz de la luna se filtrabapor entre las ramas. Los demás marineros habíansalido antes porque había mucho que hacer aldía siguiente. Garibaldi se había quedado elúltimo, con la esperanza de pedir a BentoGonçalves la mano de Manuela. Ahora iban ensilencio; los animales trotaban mansamente. FueBento quien rompió el silencio:

—Hoy he estado en el astillero, buscándole.—Io estaba trabajando, general. Hemos atacado

la Estância de un caramuru, a unas dieciocho

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leguas de aquí. Poca cosa... Unos sacos deharina, madera, algunos caballos. Está todoallí, general. Una vez más hemos engañado a losbarcos imperiales.

Bento se encendió un cigarro de hebra.Sujetaba las riendas con una sola mano.

—Ha hecho un buen trabajo, teniente coronelGaribaldi. Pero tengo que decirle una cosa:dentro de poco voy a encargarle una misión demayor importancia que ésta. No hay mucho másque hacer por aquí, y necesitamos sus barcospara algo más relevante.

Garibaldi sintió en el pecho una mezcla deemoción y de angustia. La aventura de una nuevamisión lo llamaba con su voz seductora, peroeso lo alejaría de Manuela. Creyó que era lahora de hablar con Bento Gonçalves, de hablarlede sus sentimientos.

—General, io necesito pedirle una cosa. Comole he dicho, es algo personal.

El camino serpenteaba hacia la orilla delrío. Una bruma suave cubría las aguas. BentoGonçalves miró de reojo al italiano.

—Yo también tengo que pedirle algo, tenientecoronel Garibaldi. Es un asunto delicado,espero que lo comprenda.

La sombra del cobertizo deshabitado queservía de alojamiento a Garibaldi y a sushombres surgió como un fantasma bajo la luz delas estrellas. Garibaldi saltó del caballo,acarició el lomo del animal y se quedó mirandoel rostro impenetrable de Bento Gonçalves da

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Silva, el presidente de la RepúblicaRiograndense, gran terrateniente, el hombreresponsable de todo aquel sueño.

—Voy a hablar primero, amigo Garibaldi.Tiene que entenderme... Es acerca de mi sobrinaManuela. —Se hizo un tenso silencio. Yprosiguió—: Sé que está enamorado de lamuchacha, pero le pido como caballero que no lehaga más la corte. Manuela es la prometida demi hijo Joaquim. Y Joaquim está en la guerra.Es algo acordado hace mucho tiempo. Además, novoy a romper la promesa que hice a mi cuñado yafallecido. Él valoraba mucho este matrimonio.

Garibaldi sintió la garganta seca.—Io amo vostra sobrina, general.La voz de Bento Gonçalves resonaba en la

noche. Tenía un tono duro, decidido.—Los amores vienen y van, amigo Garibaldi.

Un hombre que ya ha recorrido el mundo comousted debe de saberlo muy bien. Sólo el honores lo que cuenta. Y sé que usted es un hombrede honor. Además, como le he dicho, pronto sutiempo y su alma estarán ocupados en una misiónmás importante. De ella, tal vez dependanuestra República.

Garibaldi no dijo nada.El caballo de Bento Gonçalves se

impacientaba. El general se acomodó en lamontura.

—Bien. Es hora de volver. Tengo camino pordelante y estoy muy cansado. Buenas noches,amigo Garibaldi.

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—Buona notte, general Bento Gonçalves.

Abril es un mes bonito en la pampa, cuandollega el otoño con sus luces de ámbar quealargan la silueta de los animales en lospastos y derraman sus colores sobre los camposcomo un velo muy fino. Otoño, con su brisa yafresca, y las noches frías en las que apetecerecogerse junto al fuego del hogar. El otoño enel sur tiene algo mágico, lento, algo que lehace bien al alma. Que le hacía bien al alma deGiuseppe Garibaldi, y que le hacía sentir unavaga nostalgia de su tierra natal.

La mañana de aquel día era limpia. En elcobertizo del charqui donde dormían los sesentahombres de Garibaldi, se empezaba temprano, conlas primeras luces del alba. El cocineropreparaba el abundante desayuno, mientras loshombres le tomaban el pulso a la vida, sevestían, sorbían aquel mate amargo y calienteque era costumbre de la región y que ahuyentabael sueño con tanto brío.

Garibaldi estaba sentado en un banco al ladodel cobertizo y se calzaba las botas cuando ZéPedra, el negro de confianza de doña Ana,apareció por allí gritando.

—¡Señor Garibaldi! Vengo a avisarle que elcoronel Moringue, ese diablo de los imperiales,ha sido visto a poco más de dos leguas de aquí.

Garibaldi se puso en pie de un salto,arrastrando por el suelo los cordones desatados

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de las botas. El coronel Francisco Pedro deAbreu, apodado Moringue por su cabeza descomunaly las orejas de soplillo, que lo hacían parecerun cántaro, era tan feo como excelente en lasartes de la guerra. Su fama le precedía y eratemido por su audacia en las incursiones porsorpresa. Garibaldi miró atónito al negro.

—¿Quién te ha dicho eso, Zé Pedra?—Un baquiano ha ido a avisar a la Barra. Ha

dicho que el Moringue ha desembarcado por aquícerca con unos setenta hombres a caballo y unosochenta a pie. Doña Ana me ha mandado queviniese corriendo a avisarlo. Yo me llevoconmigo a la señora Antônia por si hubiera unataque.

—Bene —respondió Garibaldi—. Voy a tomar lasmedidas necesarias. —Se volvió hacia elcobertizo—. ¡Carniglia, Bilbao, Matru! Venidaquí. Hoy nos sonríe la buona fortuna.¡Tendremos fiesta, amigos míos!

Zé Pedra se quedó mirando al italiano sincomprender.

Eran ciento cincuenta contra sesenta, peroGiuseppe Garibaldi confiaba en sus hombres. Ytenían la ventaja de poder estar bienpreparados. El astillero era de difícil acceso.

Garibaldi reunió a sus hombres frente alcobertizo y les comunicó la noticia. Decidióenviar exploradores en todas direcciones parainformarse de la posición de las tropas deMoringue. Diez hombres montaron a caballo y serepartieron. Los otros cincuenta entraron en el

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cobertizo del charqui.—Cargad todos los rifles —ordenó Giuseppe—.

El Moringue no nos va a coger por sorpresa.Los rastreadores volvieron a media mañana.—No hay rastro de ningún hombre —dijo

Carniglia.Los demás confirmaron la información: habían

escudriñado por todos los rincones y nada. Lacalma reinaba en los alrededores. Era imposibleque el Moringue y su tropa estuviesen cerca.

Garibaldi se quedó pensativo. ¿Sería unafalsa alarma? Sabía que el Moringue era astuto.Pero ¿dónde habría escondido a ciento cincuentahombres? Decidió confiar en la intuición.Siempre había sabido que cuando había unextraño cerca, los animales olfateaban elpeligro, y se mostraban inquietos y seimpacientaban. Dio algunas vueltas por elterreno. La calma reinante era la prueba de quelos imperiales no estaban por allí. Garibaldise tranquilizó. Era mejor almorzar y volverenseguida al trabajo, los lanchones necesitabanreparaciones, y faltaba leña en el cobertizo.Además, estaban construyendo dos nuevos barcosy el trabajo iba atrasado. Los fusiles, una vezcargados, quedaron preparados en el cobertizodel charqui esperando el momento oportuno. Alpoco, el cocinero llamó a los hombresanunciéndoles que la sopa estaba lista, y sereunieron para saciar el hambre de aquellalarga mañana.

Garibaldi empezó a saborear el almuerzo y la

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bonita mañana, pensando en que al caer la tardepodría ir a casa de doña Ana y hablar conManuela. Habían acordado que se prometerían, aescondidas si era preciso, en el momentooportuno. Y los días iban pasando para los dos,lentos, ardientes, consumidos en aquel amor desilencios y de anhelos.

Garibaldi acabó de comer. Imaginó queManuela debía de estar nerviosa con la noticiade que las tropas del Moringue rondaban elastillero. Sí, era necesario ir a hablar conella al final del día.

Los sesenta hombres estaban sentados enpequeños bancos, comiendo en mesasimprovisadas. Al final de la comida, Garibaldiordenó que todos volviesen al trabajo.

—Con esta calma, seguro que el enemigo estámolto distante de aquí. Tutto ha sido una falsaalarma.

Los hombres volvieron a sus obligaciones.Unos treinta marineros tomaron rumbo a laribera del río para encargarse de la reparaciónde los lanchones; otros se dividieron entre laforja y la búsqueda de leña por losalrededores. John Griggs había ido a Piratini aprincipios de semana. En el cobertizo, quedaronsólo Garibaldi y el cocinero, que empezó arecoger las ollas del almuerzo mientras silbabauna milonga.

Garibaldi estaba tomando mate cuando oyó,

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detrás de él, los disparos de los fusiles comosi se tratara del ronquido furioso de untrueno. Se levantó de un salto, a tiempo de versu poncho perforado por una lanza.

—Dio! ¿Qué es esto? —dijo mientras corría aparapetarse en el cobertizo—. Luís, el Moringueestá aquí. Entra y coge los fusiles.

El teniente Francisco Pedro de Abreu estabaallí con sus ciento cincuenta hombres. Eraimposible saber cómo había podido escondersedurante toda la mañana, cómo había apaciguado alos animales de las proximidades. Pero allíestaba él, a doscientos, trescientos metros,dando órdenes con su cara fea y deforme,babeando ira por la boca.

Garibaldi, desde la ventana, vio que lainfantería y la caballería, como surgidas de lanada, embestían al galope contra el cobertizo.No pensó más. Era imposible pensar. Tenía queactuar, hacer cualquier cosa lo más rápidamenteposible. Si Moringue se acercaba más, él,Garibadi, estaría muerto. Eran dos hombrescontra ciento cincuenta, los demás se habíaninternado en la maleza o estaban en el río.¿Cuánto tiempo tardarían en darse cuenta deaquella emboscada?

Los sesenta fusiles cargados estabanapoyados en una pared. Garibaldi cogió elprimero y lo descargó contra el enemigo. Y unsegundo y un tercer fusil escupieron la cargacontra la horda imperial. Garibaldi actuó comoun autómata. Y sin pensar, apretó el gatillo

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con sus firmes dedos. Tiró a un lado el fusildescargado y recibió otro de manos delcocinero. Vio caer a tierra a tres soldados. Lamasa humana era tal, que ningún tiro se perdía,penetraba siempre en la carne mutilando unbrazo o hiriendo el lomo de un caballo. YGiuseppe Garibaldi disparaba con furia. Pensóen Manuela y redobló su ira contra los soldadosenemigos: tres más cayeron sin vida. No queríaal Moringue cerca de la Estância da Barra,cerca de Manuela. No quería a ese desgraciadodel Moringue con vida. Ordenó al cocinero querecargara las armas lo más deprisa posible. Nohabía un segundo que perder. La artilleríaimperial avanzaba con más cuidado: el tiroteoque procedía del cobertizo era intenso. Losojos de Garibaldi estaban fuera de las órbitas,como los ojos de un loco. Pero no podía dejarde disparar, no perdía el ritmo.

El ruido en el bosque era terrible, y lospájaros huían asustados. Los hombres querecogían la madera ya se habían dado cuenta delo que sucedía, y empezaban a dirigirse alastillero. Los marineros que reparaban losbarcos también intentaban volver. Se oía elruido del tiroteo como un retumbar distante.Dos o tres hombres que estaban en un cobertizocercano, trabajando en la construcción de losdos nuevos lanchones, resultaron heridos por elcamino al intentar volver al astillero, pero elpequeño cobertizo permaneció incólume,guardando sus dos tesoros. Una parte de las

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tropas del Moringue estaba en medio del bosque.Los hombres de Garibaldi estaban cercados, nopodían volver. Era necesario huir por loscaminos, esconderse.

Algunos lograron llegar al cobertizo.Garibaldi los recibió con los ojos inyectadosde sangre y la cara ennegrecida por la pólvoray el polvo. Los recién llegados, un total deonce hombres, tomaron las armas, se apostarontras las ventanas, y aprovecharon las grietasde la madera y agujeros en las paredes pararesponder.

Eduardo Matru, Carniglia, Bilbao, el mulatoRafael Nascimento y el negro Procópio sepusieron al lado de Garibaldi, disparando adiscreción. El cocinero recargaba los fusilesdesesperadamente, sudando a chorros y rezandotodas las oraciones que conseguía recordar.Fuera, con los gritos, el estruendo y lostiros, parecía que el mundo se estaba acabando.

Si Moringue se enteraba de que sólo habíatrece hombres en el cobertizo del charqui, todoestaría perdido. Pero los marineros deGaribaldi luchaban con tanto ardor y tirabancon tal maestría que el astuto Moringueimaginaba estar luchando contra una gran tropay no osaba avanzar más.

La humareda negra de los disparos seesparcía por el bosque y sus alrededores, ysubía hasta el cielo, nublando poco a poco elazul de la tarde otoñal. Los caballos seinternaban en la espesura y los perros huían

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hacia la carretera. En la Estância da Barra,tras las ventanas cerradas, las mujeres rezabany encendían velas. Temían por ellas mismas ypor los hombres del astillero. El Moringue eratemido en todo Rio Grande. Pero doña Ana nodejaba que llorasen. Era preciso mantener lacalma, que la vida prosiguiera detrás de lasventanas cerradas, mientras Manuel y Zé Pedra,armados, permanecían atentos ante cualquierposible ataque. Mariana sollozaba bajito en unrincón de la sala con el rosario entre susmanos temblorosas, pensando en Ignacio Bilbao.Doña Ana la reprendió. Había que dar ejemplo alas niñas pequeñas. Había que ser fuerte.Manuela tenía los ojos secos y estaba pálida.Ni siquiera una simple oración escapaba de suslabios apagados. Sus manos adormecidaspermanecían olvidadas sobre el regazo. DoñaAntônia estaba preocupada por su sobrina, perono dejaba el bordado. Era necesario mantener lamente ocupada. Pronto pasaría todo, prontopodrían abrir la casa de nuevo, apagarían lasvelas, se reirían del miedo pasado. Era eso loque ella pedía mientras rezaba. Bordaba yrezaba silenciosamente. En la cocina, lasnegras de la casa, arrodilladas en el fríosuelo, lloraban en silencio.

La batalla en el astillero duró exactamentecinco horas. Garibaldi y sus doce compañerosresistieron valientemente ante los ciento

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cincuenta hombres del Moringue. El tejado delcobertizo presentaba ya agujeros enormes, pordonde los soldados imperiales intentabanentrar, al mismo tiempo que eran liquidados porCarniglia, que de esta manera mató a dos. Unade las paredes laterales era sólo un puñado deleña ardiendo que el cocinero intentaba apagarcon ollas de agua, pero la construcciónresistía bien al ataque imperial. Y en medio detodo esto estaba Garibaldi, dando órdenes,disparando, gritando por la República,destilando odio hacia los imperiales,escupiendo fuego por sus ojos color trigo.

Hacia las tres de la tarde, el negroProcópio, uno de los tiradores más valientes,calculó bien y acertó en el brazo y en el pechodel coronel Moringue. Inmediatamente, la tropaimperial dio la señal de retirada y se internóen el bosque dispersándose.

Liderados por Garibaldi, Eduardo Matru,Carniglia y Procópio persiguieron al enemigoalgunos metros disparándole. La intensidad dela tarde empezó finalmente a ceder, el solamainó, y ellos volvieron al cobertizo delcharqui y comprobaron que el astillero habíaquedado prácticamente destruido. Sin embargo,en el muelle, los lanchones permanecíanintactos, listos para navegar. Y, allí cerca,los otros dos barcos todavía en construcciónestaban a salvo de la furia imperial.

Garibaldi se limpió el sudor de la caracubierta de tizne. Tenía la camisa desgarrada y

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un corte en la mano derecha. Caminaba entre losrestos humeantes del destrozo, entre las ollasvolcadas y cuerpos de imperiales destrozados, ycontaba el número de muertos y heridos. Susojos ahora se habían apaciguado. Habíasobrevivido. Nunca olvidaría esa batalla, delas más encarnizadas que había conocido.Contabilizó diez cadáveres enemigos. RafaelNascimento y Eduardo Matru recogieron el cuerpodel genovés Lorenzo. Tenía un tiro en la frentey sus ojos azules todavía estaban abiertos, conla mirada fija, congelada en un momento depavor. Lorenzo tenía veintiséis años y unanovia en Génova.

Garibaldi bajó los ojos para ver alcompañero muerto.

—Diavolo. Que el Moringue se queme en elinfierno.

Depositaron el cuerpo del genovés sobre uncolchón.

Ignacio Bilbao fue alcanzado en la pierna.Otros cinco hombres también habían resultadoheridos. El más grave de ellos, un bracero delos alrededores, tenía una lanza atravesada enel muslo izquierdo y un tiro en las costillas.Cuando empezó a escupir sangre, dijo Carniglia:

—Ha llegado al pulmón. No se puede hacermucho.

Garibaldi examinó al moribundo.—Vamos a pedir ayuda a doña Ana.—Ya es tarde.El hombre regurgitó sangre. La noche fue

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cayendo mansamente, mientras los pájarosvolvían a sus lugares. Una polvareda negrapermanecía suspendida en el aire. Y un silenciopesado lo cubría todo.

—Procópio —ordenó Garibaldi—, coge uncaballo y ve hasta la Barra. Di que hemosexpulsado a esos indeseables. Y pide ayuda ymedicinas. Hay que intentar hacer algo porquesto uomo.

El negro desapareció por detrás delcobertizo.

El bracero que escupía sangre estaba cadavez más pálido, grisáceo.

Garibaldi reunió a los compañeros frente alcobertizo. Los hombres que se habían internadoen la espesura empezaron a llegar.

—Hoy hemos librado aquí una batalla. Perohemos vencido. Eso prueba que un uomo libero valepor doce sometidos. —Los hombres gritaronhurras y levantaron los brazos al aire. IgnacioBilbao, que se apoyaba en la pierna sana,gritaba y aplaudía. Garibaldi retomó eldiscurso—: Tutto lo que hemos hecho ha sido porla nostra República. Por la RepúblicaRiograndense. Y vosotros habéis sido unosvalientes. ¡Que Dio esté siempre con voi!

Después, llegó el trabajo de recoger lasarmas, los arreos y otros utensilios dejadospor los enemigos en su brusca retirada. Habíaque dar utilidad a todo aquello. Mientrasrecogía un fusil caído en el barro, Garibaldivio que el boscaje que había alrededor estaba

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destrozado. «Lo que ha sucedido aquí ha sidouna pesadilla», constató. Silenciosamente, enun rincón del cobertizo, el bracero herido dejóde escupir sangre y murió con los ojosabiertos, pensando en una lejana tarde en lapampa, cuando pescaba con sus hermanos en laribera del Camaquã.

Procópio llegó a la Estância de doña Ana enplena noche. La casa tenía las ventanascerradas y estaba sumida en el silencio.

Se apeó y llamó a la puerta. En el interiorse oían ruidos y voces apagadas. Tardó un poco,pero Zé Pedra se asomó por una rendija de lapuerta empuñando una pistola.

—¡Eres tú, Procópio! ¡Qué susto! Lasseñoritas tenían miedo de que fuese algúnmaldito imperial.

Cuando Zé Pedra abrió la puerta y entróProcópio, quitándose el sombrero agujereado porlas balas, vio a las mujeres en un rincón de lasala. Al fondo de la casa, un perro ladraba sinparar. Doña Antônia se adelantó:

—¡Cuenta enseguida lo que ha sucedido, porel amor de Dios! Hemos pasado todo el díaangustiadas.

Manuela tenía el corazón en un puño. Caetanacogía la mano a Perpétua y le pedía que secalmase, por el bebé. Procópio carraspeó unpoco y empezó a hablar:

—El teniente coronel Garibaldi está bien y

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me ha mandado decirles que Moringue y sushombres se han batido en retirada hacia mediatarde. Ha sido una lucha intensa. Nos hancogido por sorpresa: trece hombres contraciento cincuenta.

Doña Ana se persignó. En el pasillo,apareció la cabeza de Milu, que había ido aenterarse de la noticia a hurtadillas.

—¿Ha sido duro?—Ha muerto uno de los nuestros, y tenemos

seis heridos más. Un bracero de los alrededoresestá mal herido. Nada más. He venido a pedirmedicinas y ayuda. Allí sólo tenemos agua paralavar las heridas de los soldados.

Había un muerto. A Manuela le temblaban lasrodillas: su Garibaldi estaba bien, gracias aDios y a la Virgen. Enseguida, una ligerasonrisa animó su rostro. Mariana se sentó en unsillón y, con voz débil, quiso saber:

—¿Quién ha muerto, Procópio?—Lorenzo. Un italiano.Mariana sintió que todo el peso de sus

hombros desaparecía. Pero ya no tuvo el valorde preguntar por Ignacio Bilbao. Doña Antônia ydoña Ana llamaron a las negras y mandaron quereuniesen vendas, alcohol, compresas ymedicinas para llevar al astillero. Y algunasbotellas de aguardiente. Maria Manuela, en unrincón de la sala, asistía a todo como siestuviese en medio de una pesadilla. Rosáriofue por té. Pensaba si su Steban habría muertoen una batalla como aquélla.

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—Procópio, voy a mandar a Milu contigo —interrumpió doña Ana—. Ella tiene buena manocon las curas. Y mañana Zé Pedra irá abuscarla.

Procópio asintió.Caetano, que acababa de despertarse con los

gemidos del perro, apareció en la sala y quisoconocer los detalles de la batalla. Los ojos lebrillaban de excitación. Y la monótona voz delnegro Procópio fue contando, a trompicones,algo del infierno vivido en el astillero. Todosen la casa permanecieron muy quietos,escuchando.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 30 de junio de 1839

En los últimos tiempos muchas cosas hansucedido aquí en la Estância. Desde queMoringue vino a atacar el astillero, todasnosotras nos hemos vuelto más miedosas,pues nos descubrimos vulnerables a losataques imperiales. Parece mentira, peronunca antes había pensado en la guerracomo algo palpable, como algo real. Eracomo si viviésemos en una urna de cristal,apartadas del mundo, y nada más. Nisiquiera cuando vi morir a mi tío en sucama, invadido por la gangrena, ni cuandome avisaron de la emboscada que acabó conla vida de mi padre, pensé jamás en laguerra como una cosa de sangre y visceras,como un animal cruel y hambriento.

Las horas de aquel 17 de abril fueronterribles para mí: las pasé contando losinstantes como si fuesen las monedas de unrescate y conteniendo las lágrimas para nomorirme antes de tener alguna noticia deél. Y pensando, a cada momento, que élpodría estar muerto, que tal vez sus ojosno iluminarían más este mundo, que miGiuseppe yacería en el suelo con una lanza

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atravesada en el pecho. Y el silencio quenos impusimos...

Sí, doña Ana y doña Antônia siemprevelando por la casa y por nosotras,incansables y decididas, tanto que niCaetana osó contrariarlas en ningúnmomento, y obedeció siempre sus órdenes ysugerencias. Doña Ana y doña Antônia noshabían prohibido llorar, ni por amor, nipor miedo. Y lo hacían con tal celo que,cuando Mariana dejó escapar unas lágrimas,la mandaron a la cocina a preparar unpastel para el té, que tomamos en la salacerrada, en silencio, como en una misa enla que se rindiera culto a la angustia. Yse nos dio a todas una tarea que cumplir,para que no desandásemos los despeñaderosdel pavor que nos consumía. Yo misma me vibordando en una tela cualquiera de la queno recuerdo ni los colores que ibaponiendo y, a cada puntada, tragaba unalágrima, hasta que mi garganta y mi almase volvieron saladas del llanto acumulado.

Y fue así como pasó aquel terrible día.El sol tardó mucho en ponerse: era como sise riese de nosotras, como si se riese demí, que sólo quería saber algo de miGiuseppe. Cuando llegó la noche, todo sehizo más tenebroso todavía. La oscuridadguarda siempre los peores recelos. Laoscuridad es como un arca repleta de cosasviejas llenas de polvo. No se puede abrir,

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ni olvidar. Y el arca está en medio de lasala, a cada paso se tropieza con ella.

Aquella noche, cenamos sin hambre.Era ya muy tarde cuando llamaron a

nuestra puerta, y entonces mi corazón seaceleró como un caballo desbocado, y nuncahabía sentido tanto miedo en mi vidaporque, en cuanto abriesen aquella puerta,todo estaría irremediablemente perdido oirremediablemente a salvo. Era el negroProcópio. Supimos entonces de la batalla,y que mi Giuseppe estaba vivo y mandabanoticias. Renací con aquellas palabras. Yodié ese día con cada célula de mi cuerpo,tanto que lo recordaré siempre negro yviscoso como un murciélago en mi memoria.Pero, al fin, aunque con miedo de losimperiales que podían estar cerca, pudedormir en paz. Garibaldi estaba vivo,estemundo todavía nos acogía a ambos, y esoera todo lo que me bastaba para ser feliz.

A la mañana siguiente, Zé Pedra encontróun imperial muerto en la entrada de lahacienda. Lo llevó a rastras hasta laparte trasera de la casa. Era un joven delos alrededores al que, en otro tiempo,había visto cabalgando por allí cerca. Nodebía de tener entonces más de diecinueveaños. Lo habían matado de dos tiros. Sucara grisácea y barbuda me dio pena yasco. Después de todo, ¿por qué habíamuerto? Y, de estar vivo, ¿no habría

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matado él a mi Giuseppe sin pensarlosiquiera? ¿Por qué se luchaba y por qué semoría? Nunca lo sabré. Y ningún régimensobre la faz de la tierra podrájustificarme esta guerra. Tal vez... porun sueño. Por la libertad. Es por ella porlo que se lucha. Como Giuseppe Garibaldi.Él tiene ese sueño y lo persigue por elmundo, incluso muy lejos de este RioGrande, en otras tierras todavía másdistantes de su patria, Giuseppe siempreluchó por su sueño.

Y yo siempre he soñado con él.Pero lucho poco, porque no tengo armas.

Días después del ataque de Moringue,Giuseppe vino a nuestra casa. Estaba másdelgado, pero tuvo para mí la mismasonrisa única que siempre me ofrecía, unasonrisa de amor. Teníamos prohibidocasarnos, así me lo había dicho mi madre,así me lo había comunicado doña Ana, concierto dolor en lo más profundo de susoscuros ojos. Bento Gonçalves habíaprohibido nuestra unión. Tal vez porJoaquim, tal vez porque no viese enGaribaldi más que a un forastero sinhogar, un aventurero de los mares, unsoñador. Y Giuseppe es un soñador. No undescendiente de los continentinos, como mitío y toda nuestra familia, no un

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terrateniente, con esclavos y oro einfluencias políticas, sino un hombrecapaz de recorrer el mundo en busca de unsueño. Y fue por eso por lo que lo amé.Desde el primer instante. Y aún antes.

Giuseppe nos contó todo lo que habíasucedido el día de la batalla, y lovalientes que habían sido los hombres delastillero al vencer a un número tansuperior de enemigos apenas con suvalentía y entusiasmo. Estábamos todasreunidas en la sala oyéndolo. Yo temblabade felicidad al verlo una vez más, y vivo,cerca de mí. No nos fue posible quedarnosa solas, pues mis tías y mi madre nosvigilaban celosamente. Pero hubo unmomento, cuando nos dirigíamos a la mesapara el almuerzo, en el que Garibaldi pudoponer una pequeña nota entre mis dedos.

Carina, Manuela del mio cuore,Io todavía te amo, y mucho. No pienses que tu tío

puede borrar ese amor del mio pecho. Quando tuttoquesto pase, llegará el momento oportuno para los dos.Io todavía pienso en hablar con el general una vez más ypedirle permiso para nuestro noviazgo y casamiento. Porel momento, he sido llamado a Porto Alegre, donde losrepublicanos mantienen el asedio. Recibiré una nuovamisión, pero io ritorneró contigo pronto.

Siempre tuyo,GIUSEPPE

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Giuseppe partió a principios de mayo.Fueron días de un vacío cruel para mí.

La prohibición de nuestro noviazgo metrajo algunas enfermedades y una debilidadque asustó a mi madre. Doña Antôniapreparó infusiones y compresas, pero yoinsistía en no mejorar. No era justo queme obligasen a casarme con un primo que noamaba, mientras Giuseppe ardía en deseosde estar conmigo. Doña Antônia me dijo confranqueza que sentía pena de aquel fracasoamoroso, pero que era el único camino, yque algún día agradecería la decisión demi tío y mi madre. Para la tía, sóloexistía lo correcto y lo errado, nada másaparte de eso. Le respondí que ella mismahabía conocido la felicidad muy brevementey que se había olvidado de ella hacíatiempo, por tanto yo la perdonaba, peroque nunca más sería feliz. Y no me casaríacon otro que no fuese mi Giuseppe. DoñaAntônia me miró con los ojos humedecidos yno le dije nada más; se quedó en silencio,aplicándome compresas en la frente parabajarme la fiebre. Mucho después, cuandosalía del cuarto, susurró: «Un día, todoesto pasará, hija. Ya lo verás.»

Sé que no pasará.Estoy hecha para ser de un solo hombre,

y seré suya eternamente. Aunque nunca noscasemos, aunque la guerra o el destino selo lleven lejos de mí, permaneceré

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esperándolo el tiempo que sea necesario,hasta la eternidad.

Mi primo José llegó a finales de mayo,de paso, rumbo a Santa Vitoria. Durmió unpar de días en la Estância y partió otravez. Pero me dejó con el corazóndestrozado. Según él, Garibaldi todavíavolvería a la Estância do Brejo, aunquepor poco tiempo. Supimos por José de losplanes que habían alejado a Giuseppe denosotras, aunque el astillero continuaseen plena actividad, bajo el mando de JohnGriggs. Ahora los republicanos queríanconquistar la ciudad de Laguna, en SantaCatarina. Y Giuseppe Garibaldi y susmarineros seguirían con ellos.

La República Riograndense necesitaba unpuerto. Los imperiales todavía dominabanla desembocadura de Rio Grande, cerrandoasí el acceso al Atlántico. Además,todavía tenían el control de las aguasinteriores. Las maniobras de Garibaldi enla laguna habían dado buenos frutos, peroaquella política de guerrilla lacustre yano era de utilidad para la revolución. Sehacía necesaria una actitud enérgica paraabrir espacio. Y estaba la ciudad deLages, en Santa Catarina, que habíaproclamado la República y ahora queríaincorporarse a los riograndenses. En todo

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eso andaba pensando Bento Gonçalves. Hacíafalta un puerto, y ese puerto era Laguna,puesto que en Rio Grande los imperialesdominaban todo acceso al mar. Ésa sería lamisión de Garibaldi: los barcosnecesitaban, de algún modo, llegar hastaLaguna y garantizar la toma de la ciudad.

Mientras José contaba todo esto, losojos le ardían de euforia. Él también seuniría, llegado el momento, a las tropasque tomarían Laguna. Estaba de caminohacia la frontera para reunirse con lagente de allí. Y quien comandaría toda esaoperación sería un coronel llamado DaviCanabarro. Giuseppe y los hombres delastillero partirían hacia Laguna y,entonces, nuestra vida continuaría siendola misma de antes, triste y paciente, unavida de espera. Y a mí, tan sólo mequedaría rezar por Giuseppe para quevolviese. Rezar y rezar, es todo lo quehago incluso ahora, y Giuseppe ni siquieraha partido con sus barcos.

Hemos sabido que el comandante de laMarina imperial volvía a ser el inglésGreenfell. Y que, a principios de junio,los navios imperiales volvieron a lalaguna, ahora decididos a exterminar a loscorsarios republicanos. Ha nacido en míuna duda: ¿cómo partirá Garibaldi con sus

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barcos? ¿Por dónde irá sin que los naviosenemigos los persigan, sin que haya máslucha y destrucción?

No tengo respuestas. Nadie en nuestracasa tiene respuestas. La guerra ahora seencuentra muy cerca, y nosotras somosmeras espectadoras. Mariana, en laplenitud de su amor por Ignacio Bilbao,desaparece cada atardecer, siempre conalguna disculpa, o con mi ayuda o la deRosário, y va a encontrarse con el españolcerca del bosque. Y allí se juran su amor.Yo pienso en todos los planes que habíahecho para Giuseppe y para mí, y temo queel romance de Mariana tenga el mismodestino que el mío. Hablamos mucho dehuir, pero lo cierto es que no tenemosadonde ir. La pampa está convulsionada porla guerra, y los hombres quieren labatalla como quieren el pan de cada día. Anosotras dos sólo nos queda esperar.

Zé Pedra nos trajo la noticia de lavuelta de Garibaldi, confirmada enseguidapor doña Antônia. Con él vino también DaviCanabarro. Hemos sabido que se celebranreuniones interminables en el astillero,donde John Griggs, Giuseppe Garibaldi,Luigi Carniglia y Davi Canabarro se pasanhoras haciendo planes y trazando el caminopara la expedición a Santa Catarina.

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Mi Giuseppe vino a vernos a principiosde esta semana. En la sala de nuestracasa, tomando mate junto al fuego, noscontó que Canabarro ya había partido paratomar las medidas necesarias. No dijo más,ni osamos preguntarle nada. Me quedé solaallí, como en trance, observando el perfilde aquel hombre que lo es todo para mí, yque ya sentía cómo se alejaba. Ah, memiraba como antes... Con los ojoshambrientos y llenos de admiración. Perohabía algo en su sonrisa, un dolor que erauna especie de adiós. Sí, él va amarcharse, lo sé. Es un soldado de laRepública y luchará por ella mientras lequede una gota de sangre. El amor tieneque esperar por la guerra. Y era eso loque me decían sus ojos de miel cuandoderramaba sobre mí sus lentas miradas.

Giuseppe cenó con nosotras aquellanoche. Fuera, el minuano soplaba con sufuria triste. Giuseppe estaba muyinteresado en aquel viento peligroso quepodría llevar a pique sus barcos, y doñaAna entonces le contó historias antiguassobre el minuano y sus tres días deangustia. Al final de la cena, cuando doñaAna mandó traer a las negras el dulce demelocotón, Giuseppe se acercó a mí ysusurró:

—Io siento molto tu falta, Manuela.Y consiguió entregarme otra vez una nota

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escrita en un papelito azul, que me guardéen uno de los bolsillos de la falda, conel rostro ardiendo.

Era casi medianoche cuando GiuseppeGaribaldi se puso su capote de lana y sepreparó para afrontar la ventosa nochehasta el astillero. Se despidió de mí conla mirada más dulce que un hombre hadedicado a una mujer, y desapareció en lanoche como si nunca hubiese existido, comosi fuese un ángel o un demonio, un sercualquiera del cielo o del infierno, quehubiese venido hasta mí para robarme elalma. Después desapareció como un soplo,como una ola, como una leyenda.

Carina Manuela mia,Pronto partiré para Santa Catarina, donde dobbiamo

fare la República. Voy por amor a la libertad de lospueblos, Manuela. Y solamente per questo. Ma io juroque ritorno por ti, que pensaré en ti cada notte, y quesoñaré con tu rostro en cada sueño. No te pido que meesperes, ma io juro que un día volveré, cuando acabeesta guerra, y que entonces estaremos juntos parasiempre.Quiero que sepas, Manuela mia, que questoamor es verdadero e inmenso como il mare, y que io sonotuyo per sempre.

GIUSEPPE GARIBALDI

Guardé aquella carta al abrigo de mis

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senos durante días, y era como si un pocode mi Giuseppe fuese siempre conmigo.Después, por miedo a perder aquel papeltan precioso, lo puse entre las páginas demi diario, el mejor lugar para nuestroamor, donde lo espero y sueño con él, enestas líneas en que lo recuerdo.

MANUELA

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Capítulo 15

Perpétua contemplaba la tarde gris por laventana cuando sintió un escalofrío recorrer sucuerpo. Un cielo encapotado parecía que iba adesmayarse sobre las colinas. Se cubrió más conel chal de lana. Sus pies, metidos en laszapatillas, estaban ahora hinchados y labarriga abultaba bajo el vestido de tela azul.

Sentía añoranza de su marido. Durante todoel embarazo, Inácio había ido a verla unascinco veces. Se había quedado poco tiempo conella, aunque siempre se había mostrado cariñosoy muy feliz al ver que el hijo crecía en suvientre como madura una fruta en la rama delárbol. Pero la guerra era difícil para todos.En ese momento, Perpétua no podía precisar elparadero de Inácio. Su única posesión era esacriatura inquieta que se movía dentro de ellacomo un pez en un acuario demasiado pequeño.

Su madre estaba bordando allí cerca yenseñaba a Maria Angélica, que ya tenía nueveaños, los primeros puntos. Maria Angélica sepinchaba con la aguja constantemente. SiPerpétua tenía una niña, se repetiría ese mismoritual.

—¿Estás cansada, hija?Caetana había envejecido esos últimos

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tiempos. El tono esmeralda de sus ojos habíaperdido algo de su brillo.

—Estoy bien, madre, pero me duele laespalda.

Se pasó el resto de la tarde sin conseguirtranquilizarse, no podía dormir. Ni siquieraprobó el pastel que Zefina le llevó. Y fuera,el mundo parecía más gris y oscuro.

Antes de la cena, decidió caminar por lacasa. Empezó a andar como un fantasma sinrumbo, de una habitación a otra, cruzándose conlas negras, con las primas que ahora andabancabizbajas, entrando y saliendo de la saladonde el fuego crepitaba en el gran hogar depiedra, arrastrando las zapatillas como decíanque acostumbraba a hacer su abuela, de quienhabía heredado el nombre y algo en su mirada.

Pasadas las nueve, cuando el dolor lainvadió sin previo aviso, como un cuchillo quepenetrara en su carne, Perpétua gritó. Sintióque un río se desbordaba y bajaba por suspiernas, inundando las enaguas de su vestido yformando un charco en el suelo de ladrillo.Doña Ana salió corriendo de la cocina.

—¿Qué ha pasado, niña? —Y al ver a lasobrina lo entendió todo, pero permaneciótranquila. Había traído dos niños al mundo,además de un tercero que murió cuando todavíaera pequeñito. Y agarró las manos de Perpétua—.Cálmate... El dolor pasará rápido. Piensa queva a nacer tu hijo... Voy a llamar a Rosa.

Las negras acudieron junto con Caetana, que

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ayudó a la hija a llegar hasta el cuarto.Mandaron buscar a doña Rosa, que estaba en lacasita de detrás bordando. Doña Rosa entendíade hierbas y de traer criaturas al mundo.Entendía de fogones y de misterios. Doña Rosatenía los ojos castaños, algo apagados, y unadiscreta sonrisa en el rostro.

El cuarto se llenó enseguida de cosas:palanganas con agua hirviendo, paños, sábanas,las tijeras largas y recién esterilizadas quedoña Rosa tenía desde que aprendió a traerinocentes a esta vida. Perpétua gritaba dedolor. Fuera de la alcoba, Mariana, Manuela yRosário, angustiadas, hablaban en susurros.Doña Ana se asomó a la puerta.

—Id a la sala. Este cuchicheo no ayuda ennada.

Perpétua lanzó un grito agudo. Las muchachasabrieron los ojos aterrorizadas.

—Todas las mujeres pasan por esto, es así.Tranquilizaos, que todo va a salir bien.

Y doña Ana cerró la puerta lentamente.

A primera hora de la fría madrugada del díaprimero de julio de 1839, nació Teresa da Silvade Oliveira Guimarães. Después de los trabajosdel parto, después de ver el cuerpecitoperfecto de la niña y de contarle los deditosde los pies y de las manos, Perpétua Justa miróa su madre y susurró:

—Me hubiera gustado tanto que Inácio

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estuviese aquí...Y se sumergió en un sueño exhausto.Caetana, con la nieta en los brazos y los

ojos humedecidos por las lágrimas, sonriódulcemente. La vida seguía su rumbo. Doña Anase bajó las mangas del vestido que se habíaremangado para ayudar a Rosa, y fue acercándosepara ver la carita de la niña.

—Va a tener algo de nuestra familia —dijocon orgullo—. Ha nacido gritando para que laoyese todo el mundo.

Caetana envolvió más a la niña en el chal delana y la apretó contra su pecho. Fueraempezaba a caer una lluvia fina y fría.

Aquella mañana se levantaron muy temprano.En el astillero había una gran agitación. Eldía de partir había llegado finalmente.Garibaldi miró el cielo invernal. Estabapálido, sin nubes. El mes de julio empezaríacon mucho frío. Sería bueno que no llovieseaquel día, pero era mucho más importante que nolloviese después.

Tenía una gran tarea por delante... y lacumpliría molto bene. Había sido idea suya y sabíaque saldría bien. Otros ya habían hecho unatravesía igual a la que había imaginado:antiguos venecianos y Marco Antonio, el romano,habían utilizado el mismo recurso. Y ahorahabía llegado el momento de que él, GiuseppeGaribaldi, hiciese su magia.

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Dio órdenes de que los hombres lo recogierantodo y dejasen en orden el astillero. No queríaque doña Antônia se quedase con más recuerdosde su persona. Porque volvería, sí, volveríacuando hubiese cumplido su misión para buscar aManuela.

—¡Cargad el Farroupilha! ¡Il mare nos espera!Había una gran expectación en el aire.

Ignacio Bilbao y Carniglia llevaban algunosvíveres y cuerdas al barco. Iban cantando. Eldía olía a novedad.

El italiano y Davi Canabarro habían trazadometiculosamente el plan. Garibaldi necesitaballevar sus barcos hasta el mar. Desde elastillero, por la laguna, navegarían hasta elrío Capivari, cuya desembocadura estabacubierta por una espesa maleza. Era un pequeñorío estrecho y poco profundo, pero Garibalditenía sus «patos». La segunda parte del planera la más audaz y difícil, pero los romanos yahabían demostrado que era posible. Por tierra,llevarían los barcos hasta la laguna TomásJosé, en Tramandaí. Y, desde allí, llegarían alocéano y pondrían rumbo a Laguna.

Giuseppe Garibaldi sabía que Greenfell loesperaba cerca, en la laguna de los Patos. Peroya había engañado al inglés muchas veces y lovolvería a hacer de nuevo. Incluso le gustabajugar al ratón y al gato; era un hábil ratón.La travesía por tierra era más osada ynecesitaba calma. Para ello, Davi Canabarro yaestaba en Tramandaí limpiando la región,

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regateando en la compra de caballos y demadera, y organizando a los hombres.

Entraron en las aguas de la laguna bajo elcielo azul y frío del invierno gaucho.Enseguida, los barcos de Greenfell empezaron aperseguirlos, pero los lanchones farroupilbas eranmás ágiles y ligeros. Garibaldi iba en elFarroupilha, y John Griggs comandaba el Seival. Losbarcos pequeños, los nuevos, iban detrás ytenían otras rutas que recorrer.

El frío viento zumbaba en sus oídos.Garibaldi estaba exultante. El agua se abría enabanicos azules, dando paso al inmenso animalque se deslizaba sobre ella. Garibaldi avistópronto la desembocadura del río Capivari con sumisteriosa espesura. El Farroupilha fueorientándose entre la vegetación, como unpájaro que busca su nido. Griggs hizo la mismamaniobra con el Seival. Rápidamente, ambos barcosdesaparecieron entre el ramaje, como si nuncahubiesen pasado por allí, como si nuncahubiesen existido. Garibaldi sonrió satisfecho.Sabía que Greenfell los esperaría al otro lado.Esperarían para siempre. Los lanchonesfarroupilbas no saldrían del Capivari por el agua.

Cuando encontró un buen lugar, Giuseppemandó que camuflasen los mástiles de los barcoscon ramas y hojas, y los hombres se lanzaron ala tarea. Ya estaba anocheciendo.

Los soldados de Davi Canabarro habían

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requisado en secreto doscientos bueyes. Lamadera necesaria se recogió en el bosque y fuetrabajada en las hogueras donde después seasaba la carne. Garibaldi mandó construir dosgrandes carretas de cuatro ruedas cada una,ruedas que medían más de tres metros de alturay cuarenta centímetros de ancho. Canabarro yGaribaldi controlaban el trabajo atentamente.

Una tarde fría y gris, comenzó la tarea decolocar los barcos sobre las carretas.Garibaldi ordenó sumergir la primera en unpequeño arroyo, después de que los hombreshubiesen levantado el primer lanchón hasta laquilla y depositado sobre el doble eje de lacarreta, deslizándolo, en todo momento, sobrelas aguas heladas del río. A pesar del terriblefrío, los marineros realizaron con éxito latarea y, después de muchas horas, cuando lanoche ya caía, el Seival y el Farroupilhadescansaban sobre las dos carretas, preparadospara viajar por la pampa.

Al día siguiente, con la ayuda de muchasparejas de bueyes, las carretas emergieron consu impresionante carga. Los hombres gritaronhurras de alegría, Davi Canabarro miraba todosin demostrar emoción, y Garibaldi pensó en lasonrisa de Manuela si pudiese ver aquel extrañoespectáculo.

Comenzaba así, aquel gélido principio dejulio de 1839, la travesía por tierra de losbarcos republicanos.

Llovió mucho aquellos días. Las carretas se

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atascaban constantemente, pero siempre teníanparejas de bueyes descansados, y la duraenergía de Giuseppe Garibaldi, incansable en sutarea. Fueron ochenta y seis kilómetros detravesía por la pampa cubierta de hierba,encharcada aquí y allá, pero el pequeñoejército continuó firme, y por donde pasaba elpueblo le aplaudía. Nunca se había visto en lapampa cosa igual.

En la Estância da Barra, Manuela se pasabalos días en la ventana, viendo caer del cielola fina lluvia, con los ojos apagados, pocoapetito, siempre con un escalofríorecorriéndole la espalda y aquellas ganas dellorar. Doña Ana le hacía tés, tocaba el piano,intentaba alegrar a la muchacha de todas lasformas posibles. Pero, finalmente, ella tambiéncedió a la tristeza: se había hecho amiga deGiuseppe Garibaldi, ese italiano gracioso quecontaba historias, y a quien ahora echaban enfalta en los días grises del final delinvierno. Maria Manuela encendía velas a laVirgen, agradeciendo que su hija pequeñaestuviese libre de los encantos de aquelcorsario de ojos dorados.

Cuando llegó a la Estância la noticia de lagran empresa de Giuseppe Garibaldi, doña Anadejó escapar una sonrisa disimulada. DoñaAntônia, que estaba visitando a sus hermanasaquel día, permaneció seria, atenta a la

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sobrina, vigilando duramente aquel afecto quecrecía en su pecho cada vez que pensaba en elitaliano.

—Giuseppe Garibaldi es un héroe —comentóMariana, impresionada con la hazaña delcorsario que había llevado sus barcos a travésde los campos.

Maria Manuela miró a su hija con un brillode furia en los ojos cansados.

—Un héroe sirve para poco cuando una guerrase acaba, Mariana. No te olvides de eso. —Y sevolvió hacia Manuela, que revolvía pensativa ensu cesto de costura—. Y tú principalmente,Manuela de Paula Ferreira, acuérdate de lo quehe dicho y no cometas ningún desatino. Nosoportaría un sufrimiento más.

Manuela sostuvo con firmeza la dura miradade la madre. Por un momento, sintió pena deaquella mujer que, hacía poco, le parecía tanbella y dulce, y que ahora sólo era una figuratriste, pálida y sin fuerzas. La pérdida delmarido le había robado una parte de su vida.Manuela bajó los ojos otra vez.

—Giuseppe está demasiado lejos de aquí,madre, para que te haga sentir molesta.

Y su voz sonó lúgubre.

Rosário entró en el cuarto que olía a algodulce, lechoso, que no conseguía precisar. Unaluz tenue atravesó las cortinas ligeramentedescorridas, una luz débil de atardecer

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invernal. En un rincón de la pieza, sobre laancha cama, Perpétua dormía. La hija estaba asu lado, una cosita rosada, un paquetito demantas y lazos, cuya cabecita de pelusa doradaapenas sobresalía entre tanta prenda de abrigo.Teresa movía su carita durante el sueño, emitíasuaves gruñidos, como los de un animalito muypequeño, como los de los cachorrillos que laperra de la casa había parido hacía algunosdías y a los que Rosário iba a ver alcobertizo. Teresa era una guapa niña, y Rosárioquería a la pequeña. Pero sentía tambiénrechazo. Perpétua se había casado, era feliz,amaba a su marido... y ahora tenía a esa niña.Y ella, Rosário, no tenía nada. Hacía muchotiempo que Steban había dejado de ir a verla...Steban, con su gallardía, con su aparienciatranslúcida y su belleza fluida que muchasveces la exasperaba cuando se despertabaempapada en sudor y sentía que él la estabavigilando en la oscuridad, como un gato, comoun fantasma. Pero Steban era un fantasma, erapreciso acostumbrarse a eso.

Rosário empezó a caminar lentamente para nodespertar a la prima y a la niña. En un rincón,cerca de la ventana, estaba el arcón de madera.Sabía que allí encontraría lo que buscaba.Abrió el arcón con cuidado y cogió el paquete,que estaba cuidadosamente envuelto en lino ydesprendía un olor a lavanda.

Rosário tenía el mismo cuerpo que su prima:la misma cintura esbelta, exacta, el mismo

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cuello largo, bien formado, pero su piel eramás clara, se confundía con la tela tornasoladadel vestido, parecía otra seda, más suavetodavía, más frágil aún. La falda caíaperfectamente alrededor de sus caderas, suave ydelicada. Tocó los encajes con cuidado; laperfección del trabajo, de los bordados deperlas, la dejó asombrada. Aquél era un vestidomuy caro. Sabía que la tela había venido delejos, que la había encargado Caetana, yCaetana entendía de moda, era fina y elegante.

Rosário se recogió ella sola el cabelloclaro en un moño alto. Lo hizo sin darse muchamaña, siempre había una negra cerca paraayudarla, pero ahora no quería a nadie. Esemomento era sólo suyo. Se puso en el pelo unaguirnalda de flores. Eran minúsculasflorecillas de seda con el centro bordado depedrería. Se levantó y se puso frente alespejo. Se alejó un poco para verse mejor. Nocreía lo que estaba viendo, estaba muy hermosa.¡Ah, qué guapa estaba! La más bella de lasmujeres, la más suave y perfecta criatura. Noparecía ser de este mundo. Tal vez, vestida asíde ese modo, Steban volvería para buscarla. Erajusto que ella, Rosário, no perteneciese a estatierra dura, gélida, cruel. Se miró con tantaemoción, que de sus ojos brotaron gruesaslágrimas, pero eran lágrimas de felicidad.Ahora lo sabía, tenía la certeza de que Stebanno iba a abandonarla, no a ella, que más bienparecía un ángel.

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Pensando así, con paso elegante, como sientrase en un salón de baile, Rosário salió desu cuarto y siguió andando por el pasillo. Nohabía nadie, pero era como si mil ojos laobservasen, era como si dos mil pares de manosestuviesen aplaudiendo a su paso, y ella esbozóuna sonrisa emocionada. Una sonrisa digna deuna reina. «De una reina», pensó ella.

Querida prima Manuela:Debe de haberte extrañado que haya

pasado tanto tiempo sin que te mandase unacarta, aunque la añoranza me corroyese pordentro. Pero es que he estado yendo de unlado a otro de la pampa, y han sido tantaslas tareas, refriegas y heridos, que hetenido que esperar para escribirte. Ahoraestoy con mi padre en Piratini, donde mequedaré algunos días. Ayer vi a Antônio,tu hermano, y manda recuerdos y cariñopara ti, y también para tu madre y lasprimas.

Pero es de mi afecto de lo que quierohablarte, Manuela. De mi afecto que sólocrece por ti, y que me hace desear elfinal de esta guerra para poder regresar ala Estância y estar junto a ti todo eltiempo. A veces pienso, sin embargo, sieste afecto mío tiene cabida en tu pecho,porque en todos estos meses únicamente hallegado una pequeña nota a mis manos. Nota

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que he guardado en el cinto como un tesoroque me alegra y me protege, Manuela. Perosé que estás lejos, que las comunicacionesson difíciles y que las cartas se pierdenen estos caminos llenos de sorpresasdesagradables. No obstante, deseoardientemente que no me olvides, y que esesilencio sea sólo nostalgia. Y que sientastambién por mí el cariño inmenso que tetengo.

Aprovecho esta carta para mandarnoticias de la guerra a las tías y tambiéna las primas. Como sabes, ahora estamosintentando abrir frentes en SantaCatarina. Debes de haber conocido inclusoal italiano Garibaldi, que tan cerca de laEstância ha estado hospedado paraconstruir los lanchones de la RepúblicaRiograndense. Este italiano, de quientodos elogian el coraje y la habilidad enla navegación, causó una gran sorpresa enla pampa cuando transportó sus barcos portierra, tirados por parejas de bueyes. Séque ya debéis de saberlo todas y que oshabréis alegrado mucho. Sé que a doña Anay a doña Antônia les gustó muchoGaribaldi, así que aprovecho para contarel infortunio que le sucedió a eseitaliano cuando salía con los barcos porla desembocadura del río Tramandaí.

Ese trágico día, los barcos republicanosnaufragaron. Parece ser que un fuerte

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viento del sur azotó el mar y lo hizopeligrosísimo. No sé cómo sucedió todoexactamente, porque las noticias siemprellegan incompletas en un hecho u otro,pero sé seguro que dieciséis hombresmurieron en esa desgracia, entre ellos lositalianos Matru y Carniglia, y tambiéncierto español apellidado Bilbao, de quiense alababa mucho su coraje. El comandanteGaribaldi no pereció en las aguas, parasuerte suya y de nuestras tropas; sinembargo, consiguió rescatar a pocoscompañeros debido al mal tiempo y a laviolencia del mar. El barco más pequeño,comandado por el americano John Griggs, aquien también debéis de conocer, estuvocasi a la deriva, pero consiguió salvarsepor ser más pequeño y ligero, y pudoanclar en una barra de arena llamada delCamacho, donde después lo encontraron sanoy salvo con toda la tripulación.

Por lo demás, Manuela, también está lanoticia de que el tocayo de mi padre,Bento Manuel, se ha separado de las tropasfarroupilhas y se ha ido a vivir a sus tierrasporque dice estar cansado de la guerra ysentirse mal considerado por nuestrogobierno. Debes saber que ese otro Bentoes un traidor que ya nos engañó muchasveces, pero aun así, vi que mi padresentía la pérdida de su persona, pues deél se dice que es un buen comandante.

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Cuenta, por favor, todas estas novedadesa las tías y a mi madre. Manda mi cariño aPerpétua y dile que estoy muy contento porel nacimiento de Teresa, y que pronto, encuanto sea posible, estaré unos días convosotras para acabar con esta añoranza queme atormenta.

Y tú, Manuela, no te olvides de laprofunda estima que te profeso y de que teecho en falta.

Con todo mi afecto,JOAQUIM

Piratini, 20 de julio de 1839

Doña Antônia bajó del coche frente a lacasa. Hacía un frío seco, el cielo estaba muyazul. Soplaba un viento ligero, helado. DoñaAna, de pie en el porche, esperó a que suhermana subiese a toda prisa la pequeñaescalinata.

—Vamos adentro, Antônia. ¡Prepara un mate!La lumbre está preciosa. Este frío me estácorroyendo los huesos.

La sala estaba vacía, sólo se oía elcrepitar del fuego. Las agujas de media de doñaAna estaban sobre una banqueta cerca del hogar.Doña Antônia quiso saber dónde estaban lasdemás.

—Están en sus cuartos. Perpétua y Caetana,con la niña. Las demás, no lo sé. —Doña Anasuspiró lentamente y se sentó en su mecedora—.

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Desde que llegó la carta de Joaquim, todo estámuy triste. Manuela está callada como unatumba, me recuerda a la madre. De Mariana, paraqué hablar; cuando supo del infortunio de esemarinero, lloró durante dos días. Ni lasinfusiones, ni los rezos de Rosa han conseguidocalmarle los nervios. Ahora, apenas sale de sucuarto. Y yo que nunca me di cuenta del amor dela niña...

Doña Antônia asintió pesarosa.—Eso pasará. Era un amor para entretenerse,

Ana. ¿Qué futuro tenía Mariana con ese español?Doña Ana sonrió con tristeza.—Ya sabes cómo es la juventud... Ahora que

el mozo está'muerto, el amor de ella debe deser mayor. Siempre es así.

—La gallina del vecino es más gorda que lamía.

—Sólo queremos lo que no podemos poseer...Doña Antônia sintió un escalofrío en el

pecho. Había sabido de la noticia del naufragiopor Zé Pedra. Había sentido mucha pena por loshombres que habían muerto; de algunos,recordaba incluso su cara. Todos ellos eranvalientes soldados. Se acurrucó en un sillón yse quedó unos instantes mirando el fuego.

—¿Dónde está ese mate? —preguntó finalmentepara disipar la angustia que llevaba en elalma.

La hermana tocó una campanilla. Unachiquilla negra apareció con la tetera y elmate preparado. Doña Ana esperó a que doña

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Antônia cogiese el primer mate y le preguntó:—¿Sabes qué ha sucedido con Rosário?No. Ella no había sabido nada.Doña Ana le contó que habían encontrado a la

sobrina vagando por el bosque, vestida con eltraje de novia de Perpétua. Y que ya era denoche, una noche fría. Rosário estaba moradadel frío, y nombraba a alguien, a un hombre.Ese nombre que ella se obstinaba en repetir.

Doña Antônia se puso muy seria.—Esa muchacha tiene algún problema en la

cabeza. Sería bueno que buscásemos un médicoque entendiera de esas cosas.

—Nosotras llamamos a un médico de Camaquã.Tendrías que ver la tristeza de Maria Manuelacuando vio a la hija de aquella manera. Parecíaque iba a morir en cualquier momento. Y cuandollegó el médico y vio a Rosário, Maria sólodecía «Mi hija no está loca, mi hija no estáloca». Pero al médico le pareció todo muyextraño. Dijo que Rosário había tenido unataque de locura.

—Nuestra familia no tiene esos ataques.—Ni yo recuerdo que haya habido ningún loco,

a menos que me hubiesen escondido el caso.Doña Antônia sirvió y pasó el mate a doña

Ana.—No hay que quitar los ojos de encima a

Rosário. Esta guerra es muy larga... Sabe Dioslo que puede suceder con esta muchacha, medioenferma ya, tanto tiempo en esta Estância. —Ysacó una carta del bolsillo del vestido. La

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abrió y repasó un poco el contenido—. Es deBento, Ana, parece que han tomado Laguna, quefueron recibidos con vítores. Bento está muycontento con el rumbo de las cosas allí enLaguna. Un puerto es lo que más necesitan.

—Quién sabe si así esta guerra acabará. Yoya no sé qué hacer con esas niñas.

—Nosotras no hacemos, Ana, nosotrasesperamos. Y lo que es menester es que semantenga el orden en la casa. Si no, todo sedesmorona, todo se desmorona. No dejes queestén ociosas, desgranando tristezas. Así espeor.

Doña Ana miró taciturna a su hermana mayor yno dijo nada. El fuego crecía en altasllamaradas. Fuera empezaba a hacer viento. Enel porche, Regente, el perro que Manuela habíaadoptado, empezó a gemir. Doña Ana pensó en lashistorias acerca del minuano que había contadoa Garibaldi, y sintió ganas de que el italianoestuviese cerca.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 20 de diciembre de 1880

La carta de Joaquim cayó sobre mi almacomo el peso de una montaña. ¡Ah, laspenas que mi pobre Garibaldi había tenidoque afrontar! Y tantos hombres muertos,hombres con los cuales yo había habladomuchas veces aquí en casa; LuigiCarniglia, siempre tan gentil, a quienGiuseppe profesaba gran afecto, hasta elpunto de llamarlo «hermano»; y Matru, elotro italiano, amigo de Giuseppe desde suinfancia en Niza... E Ignacio Bilbao, porquien Mariana lloró largo tiempo. Sí,Mariana amaba al español, y siemprehablaba de él con los ojos encendidos deemoción. Saber que estaba muerto,sepultado bajo las aguas sin ningunabendición, sin una cruz o una flor sobresus huesos, la dejó en un estadolamentable. Todos sus sueños se habíanahogado junto con Ignacio. Y de él habíaguardado, según me confió en aquel tiempo,el sabor de un único beso.

En aquellos días invernales y oscuros,sólo pensaba en las angustias de miGiuseppe, que debía de sentirse muy solo

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en estas tierras, pues sus mejores amigosy más fieles compañeros habían perecidotodos en el naufragio. Y el Farroupilha, elbarco que él había construido con tantoempeño, del que se enorgullecía como unpadre, era otro de los difuntos engullidospor aquel mar bravio. De los sueños deGiuseppe, había quedado muy poco. Y tantoesfuerzo, la proeza de cruzar esta pampacon los barcos sobre las carretas, todoeso se había perdido... ¿No podía Dioshaber tenido alguna piedad de aquelloshombres que tanto hacían por un sueño? ¿Nopodía haber alguna clemencia en sus actos,o es que estaban siendo castigados por unaguerra que ya ensangrentaba todos losrincones de este Rio Grande? Era imposibleque yo tuviese esas respuestas... Y nisiquiera sobre eso podía conversar con mimadre o con mis tías. Todo lo malo quehabía sucedido moría en nuestras bocas.Era la ley de la casa, y solamente en elsilencio de nuestros cuartos era posiblellorar por un amor muerto, dudar de Dios otener miedo del futuro.

Muchas veces imaginé si Giuseppepensaría en mí en aquella tierra de SantaCatarina, si habría ansiado mis brazos, micariño y mi consuelo en las noches quesiguieron al naufragio. Soñaba con éltodas las noches, con sus ojos de ámbar,con su bello rostro, con su pelo de oro

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puro... Su imagen venía siempre a calentarmis noches gélidas, espantando el miedo dedebajo de mis sábanas, calmando el vientoque silbaba fuera como un muertoinsepulto. Yo vivía, entonces, para pensaren él, llenando páginas y páginas de midiario, cubriendo cuadernos enteros confrases de añoranza y juramentos de un amorque nunca se vería realizado. Yo todavíano lo sabía... Sólo abandonaba mihabitación a las horas de las comidas, ocuando doña Ana me exigía el cumplimientode alguna tarea casera. Me quedaba al ladode la ventana, mirando el campo desnudo ycorroído por el invierno, viendo caer lalluvia de un cielo encapotado y gris,anuncio de malos presagios que siempre mellenaban de pánico. A veces, iba a jugarcon la hija pequeñita de Perpétua, pero laalegría sosegada de mi prima me causabaremordimientos y temía salpicarla con mistristezas. Me quedaba poco en su compañía,y ninguna de sus dulces frases de alientollegó siquiera a amainar la angustia queme corroía.

A principios de septiembre, llegaron másnoticias de Laguna y de los republicanos.Habían entrado en la villa escoltadosalegremente por el pueblo. Las campanasrepicaron en las iglesias. Davi Canabarro,

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Teixeira Nunes y Giuseppe Garibaldi habíansido recibidos como héroes. Habían hechomás de setenta prisioneros, matadodiecisiete soldados y tomado cuatrogoletas de la Marina, catorce veleros,quince cañones y más de cuatrocientascarabinas. Todo el esfuerzo había validola pena: Laguna era ahora republicana, yse iniciaba entonces el gobierno bajo elmando de Canabarro, ascendido a general.

Conmemoramos la buena nueva con una cenacasi alegre, pues en aquel tiempo teníamosdiscretas alegrías. Doña Antônia, Caetanay doña Ana estaban jubilosas: Laguna erafundamental para los planes republicanos,con su puerto de mar y su localizaciónestratégica. Hablaron mucho aquella noche,y vi como el viejo piano de mi tíaresucitaba sus valses, que no se oían enla casa desde el baile en homenaje a BentoGonçalves. Pero mi madre poco o nada dijo,presa de su eterno estado de tristeza.Para ella, la guerra carecía casi deimportancia, a no ser porque Antônioestaba entre sus filas. Por aquelentonces, sufría por Rosário, que andabacabizbaja y llena de secretos, y que,desde la noche en que había sidoencontrada vestida de novia, apenas sesentaba a la mesa con nosotras. Aquellanoche, cenó en nuestra compañía y pude versu rostro abatido, las manchas amoratadas

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que revoloteaban bajo el azul de sus ojos,tan vivos en otros tiempos. No habló de laCorte ni de los antiguos bailes que ellaadoraba. Estaba más delgada y totalmenteausente, sorbiendo la sopa con los ojosfijos en el plato, sonriendo a veces paranadie, o mirando las sillas vacías como siallí viese la sombra de una persona sólosuya, que nuestros ojos no podíanpercibir.

Mariana había mejorado de su estado deluto, pero no veía ninguna gracia enconmemorar una victoria que le habíacomportado semejante pesar; poco comió ynada dijo. Yo estaba feliz por miGiuseppe, al que habían recibido como a unhéroe, como a un salvador de pueblos (dequé habían salvado a aquella gente deLaguna, yo no lo sabría decir), como a unhombre que merecía el afecto de lasmultitudes, el repique de las campanas delas iglesias, los aplausos de las damas enlos balcones. Me hubiera gustado estar conél en aquel momento y compartir con éltamaña gloria.

Ah, yo no sabía entonces que mi Giuseppeestaba a un paso de conocerla, a la otra,a la que lo acompañó y lo siguió, y viviócon él todos los sueños que tejí paranosotros. Se llamaba Anita... Sí, entre lamultitud que lo había aplaudido en Lagunaaquel día victorioso, con certeza, estaba

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ella, mirándolo de lejos, ansiando ya elmomento de hablarle, de ser suya comofinalmente fue.

Pero yo tenía diecinueve años, poca oinsuficiente edad para creer que mi frágilamor era un robusto castillo, que Giuseppese guardaría para mí, para mí que leestaba prohibida, para mí que estabaprometida con el hijo del presidente de laRepública por la cual él luchaba... Ah,qué tonta fui, hoy lo sé. No tonta porcreer que Giuseppe sintiera amor por mí —pues él me amó con toda su alma—, sino porcreer que ese amor encontraría un día susosiego. Nuestro noviazgo secreto, hechode juramentos y de besos, que tan distanteestaba de aquella realidad lagunense...Giuseppe ya no era el mismo entonces. Nimejor, ni peor (tenía ese don que Dios dioa unos pocos, tenía honor), sino tan sóloun hombre lejos de su patria, que habíavisto morir a sus amigos y que aún debíaluchar mucho. Un hombre que vivía, díatras día, por pura necesidad de afrontarla vida así, y que por esa causa tenía unalma grande y un corazón valeroso, muycapaz de vivir profundamente el amor. Y elamor llegaba. Y el amor, otra vez, loperseguía en aquellas tierras lagunenses yél todavía ni lo sospechaba.

MANUELA

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Capítulo 16

La casa había recuperado una cierta paz, yano se veía a Mariana llorando por los rincones,ni a Maria Manuela rezando en el oratoriodurante tardes enteras: hacía tiempo que no seoían noticias del corsario italiano, Rosáriohabía mejorado un poco y, aunque inmersa en unsilencio inexpugnable, ya se sentaba a la mesatodos los días y había vuelto incluso a bordar.

La primavera había sido buena también paralos ejércitos republicanos. Victorias yexpansión, la toma de Laguna, el traslado de lacapital a la ciudad de Caçapava; todocontribuía a levantar el ánimo de lospartidarios de Bento Gonçalves y de susgenerales. Poco antes, Caetana había ido aencontrarse con su esposo en Caçapava, dondehabía asistido a un fastuoso baile y habíavuelto a la Estância impresionada con elprogreso de la ciudad.

Doña Ana no visitaba Caçapava desde hacíamucho tiempo, y se quedó asombrada con lasdescripciones de la cuñada: Caçapava teníahospital, periódico, cuarteles, un gobierno conministros, una iglesia fastuosa y edificioselegantes que probaban que la República podíaser muy rica si los vientos continuaban

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soplando a su favor.No esperaba, por tanto, en aquella mañana

fresca y soleada, que una carta tan deseada —hacía mucho que no recibía noticias de José—fuese a traerle semejante tormento. Y todavíasorbía su mate tranquilamente cuando Zé Pedrale anunció la llegada de un soldado que deseabahablar con la patrona.

Doña Ana recibió al joven republicano en elporche, y sus ojos brillaron cuando reconocióla letra del sobre que éste le entregó. Mandóque diesen comida y bebida al soldado, y que lebuscasen un poncho nuevo (el que llevaba estabahecho jirones), cosa que el joven agradeció conuna sonrisa de alivio y orgullo al mismotiempo.

Doña Ana corrió a su cuarto y abrió el sobreya medio arrugado. Sentía el corazón latirfuerte en su pecho; hacía mucho que José no ibaa verla y ahora, estando en Laguna, eraimposible que no temiese por él. ¿Hasta cuándosoplarían vientos de buena suerte para losrepublicanos de Santa Catarina? Los imperialesno dejarían impune la victoria de losrepublicanos. Allí, los rebeldes estaban lejosdel grueso de sus ejércitos, soportaban solosaquella revuelta, únicamente con el filo de susdagas y la fuerza de su coraje.

Y su hijo estaba en Laguna luchando al ladode la gente de Canabarro... El hijo que separecía tanto a Paulo, el hijo al que ellahabía enseñado a leer, al que había visto

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crecer y convertirse en un hombre hecho yderecho, de barba cerrada y voz grave, al queella amaba tanto, tanto...

Querida madre:Escribo desde mi cuarto aquí en la villa

de Laguna, pues sé que mañana el italianoRossetti despachará correo a Rio Grande, yespero que esta carta llegue a sus manos,madre. Sé que debe de estar pensando en míy en cómo estoy aquí, en esta nuevaRepública, y le digo que esté tranquila encuanto a mi salud, que estoy muy bien, yen cuanto a mis ocupaciones, pues que aquítengo mucho que hacer y estoy con lastropas de nuestro valeroso Teixeira Nunes.

No puedo decir lo mismo, madre, de estanuestra República recién instaurada. Todoaquí parece ir hacia atrás muyrápidamente, y sólo Davi Canabarro —ocupado en cometer excesos y ejercer supoder— parece no darse cuenta de que lascosas están mal encaminadas. Ha sucedidoya de todo. Davi Canabarro busca tan sólolibrarse de los que considera subversivos,sin hacer nada para ser bien visto por elpueblo, que ya ha empezado a despreciarlo.Hay un sacerdote aquí con grandesinfluencias llamado Vilella, y hasta coneste hombre de la Iglesia ha tenidoamargas desavenencias. Mandó prender a másde setenta personas en una villa pequeña

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como es ésta de Laguna. Es un abuso total,madre, y pienso en lo bueno que sería queBento Gonçalves viniese por aquí, con supalabra única y su modo sereno y valientede tomar decisiones. Pero Bento no viene,y el pobre Rossetti ya no consigue eludirel comportamiento despótico de Canabarro.

Para que vea cómo va todo, atienda quehasta incluso el italiano GiuseppeGaribaldi, el honroso soldado a quientanto debemos, cometió su falta, pues seha enamorado y ha tomado para sí una mujerde la villa que era casada, y cuyo maridoestá en la guerra con las tropas enemigas.Nuestro valeroso Garibaldi, que venció elbloqueo imperial aquí en la desembocadurade manera tan ingeniosa como atrevida,llevó en su barco a esa muchacha de nombreAnita y puso rumbo hacia el litoral de SãoPaulo con el propósito de hacer algunascapturas en esas aguas. Esta villa estámuy ofendida con ese amor impúdico,consumado a plena luz del día, y todavíamás con los desmanes de Davi Canabarro, yel pueblo de aquí ya no es el mismo quesalió a la calle para recibirnos, es biendiferente, arisco y esquivo.

Doña Ana dejó de leer la carta para asimilarbien las noticias. Las cosas parecían muyseguras, todo muy bonito. A veces, sin embargo,le parecía que estaban construyendo castillos

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en el aire. En un soplo de brisa, todo sedesmoronaba sin remedio. Pero su hermano no erahombre de construir castillos en el aire, no loera, lo sabía muy bien. Bento debía de estar altanto de las escaramuzas en Laguna, y haríaalguna cosa para contener los delirios de esetal Canabarro. Ya había oído hablar del hombrealgunas veces, un gaucho tosco, pero un soldadovaliente. Seguro que su hermano tenía un planpara calmar las cosas, para domar a Canabarro.

Posó sus ojos otra vez en el papel, pero nocontinuó leyendo. Le vino a la mente la imagende Giuseppe Garibaldi. Se quedó pensando en él,en la sangre caliente del italiano, y pensó ensu sobrina. En la casa, leían todas las cartasen voz alta, durante la cena, era un acuerdoque tenían desde el comienzo de aquella espera.Ella leería la carta de José, pero no antes dellamar a Manuela a su cuarto y de mostrarle loque había sucedido, de ayudarla a entender que,antes incluso de que Garibaldi hubiese tomadocomo compañera a una mujer casada, el amor queellos habían vivido en la Estância ya estabaabocado al fracaso. No quería que Manuela sellevase una desilusión mayor de lo necesario,no era bueno que una mujer odiase en exceso aun hombre. El odio y el amor eran sentimientosdemasiado semejantes. Y el odio en una mujerpodía ser más duradero que una guerra. Sí, erapreciso hablar a solas con Manuela. Y hablarcon cautela, con mucho cuidado.

Doña Ana suspiró. Eran tantas cosas... Hacía

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un bonito día y el mundo parecía muy sereno.Pero no, José, su hijo, se encontraba ahora enun pajar a punto de incendiarse. Y BentoGonçalves estaba en Caçapava. Y volvió a lalectura.

Hay otras cosas que necesito contarle.Pero seré breve porque ya no tengo tiempo.

Ayer, volvió la expedición de Garibaldi.Los barcos estaban destrozados y loshombres muy cansados. A pesar de habersezafado de un enemigo muy superior, pues laexpedición se cruzó con el navio imperialAndorinha, no obtuvieron buenos frutos de lacampaña. Habían apresado dos barcosimperiales, pero los dejaron marchar en suafán de lucha con el Andorinha, por lo quevolvieron a Laguna con las manos vacías.Parece ser que la tal Ana Maria —a quienGaribaldi llama Anita— también volvió, yque luchó mucho, con tanta bravura como unhombre. Ya se habla en las calles de suexcepcional coraje. Pero si usted laviese... Es una muchacha delgada, derostro delicado y gestos corteses,sencilla e incluso bonita. Es imposibleimaginarse a una criatura semejante enmedio de una cruenta batalla.

Numerosas tropas imperiales han puestorumbo hacia aquí, y el pueblo de Imaruí,que queda más al norte de Laguna, ya se hapuesto de su lado. Ayer, tras la llegada

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del italiano, Davi Canabarro los reunió atodos y ordenó que se tomasen cruelesmedidas contra el pueblo de Imaruí paradar ejemplo. Designó a Garibaldi y a sushombres para atacar la villa, y en losojos del italiano vi el pesar por tanterrible mandato, pero no puede desacatarlas órdenes de un superior, así que mañanalos barcos parten para su duro destino.

Por lo demás, madre, estamos viviendo yluchando. No se preocupe de este hijo, quesoy muy capaz de seguir adelante y deluchar en cuantas batallas sea necesariami espada. Y acabo ya esta cartamandándole mi cariño a usted, y a mis tíasy primas.

Su querido hijo,JOSÉVilla de Laguna, 6 de noviembre de 1839

Manuela llamó suavemente a la puerta.—Entra —respondió doña Ana, sentada en la

mecedora cerca de la ventana.Manuela llevaba un sencillo vestido de color

rosa, y su pelo negro intenso recogido en unalarga trenza. Doña Ana admiró la fuerza de subelleza.

—He venido a decirle que tía Antônia hallegado. Va a pasar aquí la noche.

—Bueno —dijo doña Ana sonriendo—. Ahorairemos a ver a Antônia. Pero antes tengo que

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hablar contigo. —Manuela estaba de pie en mediode la habitación—. Siéntate aquí, a mi lado.

Manuela se sentó en la silla de rejilla y sequedó esperando.

—Hoy he recibido una carta, Manuela. —La vozde doña Ana era dulce y serena—. Una carta deJosé. Una carta que habla del italianoGaribaldi. —Los ojos verdes de Manuela ardíande interés. Doña Ana desdobló cuidadosamentelas dos hojas de papel—. No son cosas buenas,Manuela. Pero tampoco son cosas malas. Despuésde leer la carta, entenderás lo que te digo...Son cosas de la vida, Manuela.

Entregó la carta a la sobrina. El rostro deManuela empalideció un poco, y fue perdiendomás y más el color a medida que sus ojosrecorrían la narrativa desgranada en aquellasdos hojas de papel corriente.

Cuando acabó la lectura, tenía los ojosllenos de lágrimas y el labio superior letemblaba, pero Manuela hacía un esfuerzo atrozpara contener el llanto y mantenerse dignafrente a la tía.

Doña Ana sintió una gran pesadumbre en supecho. Qué pena sintió por la muchacha... Peroasí era la vida, ni buena ni mala, tan sólo lavida, como ella misma había dicho hacía poco.

—Eso es mentira. —La voz de Manuela temblabaligeramente—. Es mentira, tía Ana... Yo sé quees mentira.

—¿Para qué iba a mentir tu primo, Manuela?—Es un malentendido, tía. Todas esas

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noticias se van distorsionando de boca en boca,ya lo sabe. Giuseppe me ama. Nos juramos amorel uno al otro. Nos vamos a casar, tía...Cuando esta guerra se acabe, nos vamos a casar.Acordamos eso en secreto. Nadie lo sabe,excepto nosotros dos y usted. Pero no diga nadaa nadie, tía, por favor. Él sólo debe de haberayudado a esa mujer. Tal vez ella quería salirde Laguna, huir. Giuseppe debió de sentir penay la ayudó, tía. Pero él me ama.

Doña Ana tomó la mano de su sobrina entrelas suyas.

—No te alteres... Necesitas estar tranquila,Manuela, por eso te he llamado aquí, paracontarte todas estas cosas. No quiero que Mariate haga sufrir más... Es un secreto entrenosotras, ¿de acuerdo? Voy a leerles la carta alas demás, pero me saltaré esta parte. Sólo túy yo sabremos del asunto. Será mejor para todoel mundo. No pienses en Giuseppe, al menos porahora. Ya suceden demasiadas cosas en estavida, hija.

—Giuseppe no ama a esa tal Anita, lo sé. Vien sus ojos cuánto me amaba. Es un hombre dehonor, tía. No haría eso conmigo, no lo haría.

Una gruesa lágrima resbaló por la cara deManuela. Parecía perdida como una niña quehubiese encontrado roto su juguete preferido.

—Sí, Manuela, Giuseppe tiene honor, pero esun corsario, un aventurero. Él te amó, pero suamor es inestable como su paradero. Y eso no loconvierte en una mala persona, Manuela,

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piénsalo bien; él es diferente de nosotros,sólo eso. No le quieras mal, por favor. A saberqué ocurrió entre esa moza y él... —Acarició lamelena negra de la muchacha—. Él nunca habríavuelto, Manuela. No es un hombre que pise dosveces la misma tierra. Y tú ibas a quedarteesperándolo para siempre... Es por eso por loque te he mostrado esta carta. Tu primo hacontado todo lo que sabía y no ha mentido,hija. Pero ha sido mejor así. Ahora puedesolvidar a Giuseppe y seguir adelante. No loodies, pero tampoco lo ames. Tienes por delanteuna vida llena de cosas bonitas para vivir...tienes a Joaquim, Manuela.

Manuela miró a doña Ana con los ojos vacíos.—Siempre voy a amar a Giuseppe. —Abrazó a su

tía y se puso de pie, muy erguida—. Gracias pormostrarme esa carta, tía. Se lo agradezco desdelo más profundo de mi corazón.

—Olvídalo todo, Manuela. Es el consejo quete doy.

—Imposible, tía.Pidió permiso y salió de la habitación.

El anochecer derramó su brillo, tornandorojo el cielo sin nubes. Las hermanas de BentoGonçalves se hallaban reunidas en la ampliasala. Mariana y Perpétua estaban en un rincón:una con la hija en los brazos y la otra leyendodistraídamente una novela. Y Caetana, en vozbaja, enseñaba a hacer ojales a su hija

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pequeña, en un pequeño trapo de lino blanco.Las ventanas estaban abiertas al campo, y elolor a flores y a hierba lo impregnaba todo. Alo lejos, se oía una canción castellana, unamilonga triste y llena de nostalgia.

Faltaba poco para la cena. Doña Antôniaexaminaba los papeles de la venta de una puntade ganado. Estaba seria. La guerra ibaempobreciéndolos lentamente, las cosas ya noeran como antes. Ahora trabajaban para mantenerlas tierras, no sobraba casi nada y, a veces,incluso faltaba. Pero siempre se encontraba unasolución.

Doña Ana estaba acabando un bordado. Llevabaen el bolsillo la carta de José, que leería alas demás antes de cenar. Estaba triste, yaquella canción, allí fuera, no ayudaba.Manuela se había ido a su cuarto y ya no habíasalido de allí. Había mandado decir que teníadolor de cabeza. Doña Ana no tuvo coraje de ira molestar a su sobrina, pero sabía muy bienque no era la cabeza lo que le dolía, sino elcorazón. Maria le había mandado un té a lahija, pero la bandeja había vuelto intacta.Ahora, bordaba frente a ella, parecíatranquila. Prestaba poca atención a la vida yandaba muy angustiada con Rosário. Ni le pasabapor la cabeza el sufrimiento de su hija, pensódoña Ana.

—La cosa está fea —dejó escapar doña Antôniamientras recogía el papeleo de la Estância.

Mariana, Perpétua y Caetana la miraron en

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silencio. No había nada que decir. La pequeñaTeresa empezó a lloriquear en los brazos de sumadre. Doña Antônia, como siempre, searrepintió de haber hablado demasiado.

—¿Dónde está Manuela? —preguntó.—Está en su cuarto con dolor de cabeza —

respondió Mariana—. Hoy no quiere cenar.—Debe de ser gripe —murmuró Maria Manuela—.

Después le llevaré un té con limón bien fuerte.Ayer por la noche refrescó bastante y debió decoger frío.

Doña Ana se quedó mirando a su hermanamenor. Maria Manuela se estaba distanciando delmundo poco a poco. Era eso. La vida erademasiado dura para ella. Desde pequeña, lavida siempre le había pesado en exceso.

Manuela se soltó el pelo, que cayó por sushombros en negras cascadas hasta la altura dela cintura. Eran hilos sedosos, brillantes yelásticos, que se anillaban en bucles pesados ybien hechos. Siempre había tenido un cabellobonito, desde pequeña. Su madre contaba quehabía nacido con mucho pelo y que enseguidapudo adornarle la melena.

Miró la imagen que el espejo le devolvía. Elrostro delgado, claro, bien formado. Los ojosverdes, ahora hinchados y enrojecidos por elllanto, habían sido siempre la debilidad de supadre. «Esa niña tiene esmeraldas en vez depupilas», decía él siempre. «Tienes una selva

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dentro de los ojos», había exclamado Garibaldicierta vez. Manuela sintió las lágrimascalientes resbalando por su cara. En el espejo,parecía una extraña. Una extraña que lloraba.Una extraña con ojos de esmeralda. Pensar en suGiuseppe y no llorar era imposible.

Por las cortinas entreabiertas entraba laúltima claridad del día. El cuarto enteroparecía inmerso en una luz de ensueño, rosada yvivida. Manuela se miró en el espejo alto decristal. La luz le imprimía un aspectomortecino. Era como un fantasma. Se tocó elpelo, deslizó la mano hasta el pecho y allí ladejó reposar, intentando tranquilizar sucorazón afligido para que no explotase de dolorbajo el petillo del vestido.

En una esquina del tocador, estaba el diarioque venía escribiendo desde su llegada a laEstância. Era su mejor cuaderno, el más feliz,el cuaderno en que hablaba de Giuseppe. Locogió, lo hojeó casi con ira y lo lanzó lejos.Sonrió. Era tan tonta y burra como cualquierotra muchacha. Tan tonta como Rosário, queamaba a un hombre que no existía. Y se habíaconsiderado siempre diferente, más lista, másterrenal que las otras, que siempre estabansoñando. Sin embargo, también cometió su error:amó a un Giuseppe diferente, a un príncipe, aun héroe, a un hombre bueno, delicado yromántico que la había cortejado y le habíaprometido cosas hermosas para un futuro queahora estaba muerto.

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Abrió el segundo de los tres cajoncillos deltocador. Revolvió entre los peines, pasadores yhorquillas, y cogió del fondo la tijera negra,pesada. Era una tijera vieja que habíapertenecido a su abuela paterna. Acarició lahoja afilada y oscura. Pasó la tijera por surostro con cuidado, sintiendo la frialdad delmetal.

Ya no quería vivir más si era para estarlejos de él. ¿Para qué? Aguantar una lentasucesión de días iguales, fingirse interesadapor la guerra, por las victorias, por la sangrederramada, por aquella república... Ver otrosveranos, sudar otras tantas tardes hasta quellegase un invierno, y otro, y otro más, hastaque el minuano estallase en sus tímpanos, lecorroyese el alma, hasta que envejeciese en unamecedora viendo la pampa, como un fósil.

La tijera le pesaba entre los dedos.La tijera esperaba una decisión.Pero ¿y si moría antes de tiempo? ¿Y si

Giuseppe volvía arrepentido, explicando quetodo aquello no había pasado de una simpleaventura? ¿Y si Giuseppe regresaba, con su vozcálida, con su olor a mar, diciendo cosasbellas y dulces? Carina. Carina mia. Giuseppe podíavolver en cualquier momento. La guerra eraimprevisible. Manuela no quería decepcionarlo.¿Y si él sólo encontraba la sepultura de ella?Él, un hombre tan valiente, que habíaatravesado el mundo, surcado los mares yluchado contra todos los hombres.

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La tijera era negra como las palabras queJosé había escrito en aquella carta. Anita,Anita, Anita. José decía que Anita teníacoraje. No quería ser una Manuela sin coraje.La mujer que siguiese a Giuseppe Garibaldi porlos caminos de esta vida había de tener coraje.

—No. Yo no soy cobarde.La voz resonó en el cuarto vacío. Fuera, la

noche había caído sobre la pampa y apenas unhaz de luz entraba por las ventanas. Alguienhabía encendido una lámpara cerca o, tal vez,fuesen las estrellas. En un rincón de lahabitación, los ojos de Regente brillaban decuriosidad. El perro gimió, sentía su tristezacomo una presencia.

Ella no veía su reflejo en el espejo, asíera mejor. Apretó bien la tijera con la manoderecha y, en un gesto ágil, se enrolló el peloen la izquierda. La tijera cortó los cabellossin apenas ningún esfuerzo. Era como siestuviese partiendo por la mitad el cuerpo deun animal. Sintió los mechones que sederramaban por el suelo, libres, muertos,perdidos. Tiró la tijera sobre la cama. Elcorazón le latía con fuerza, pero no teníamiedo.

—Soy valiente como Anita. La falta de corajeno es lo que va a decidir nuestra vida

Se llevó las manos al cuello y sintió unescalofrío en la piel desnuda. Manuelaexperimentó una libertad extraña, masculina,casi animal.

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Alguien llamó a la puerta.Manuela, en la oscuridad, vaciló un

instante, pero era preciso tener coraje.—Adelante.La puerta se abrió y la luz de un candelabro

se adentró en la habitación. Doña Antôniaapareció en el cuarto, acostumbrando los ojos ala oscuridad.

—¿Te encuentras mejor?Había cierta desconfianza en su voz. Levantó

el candelabro de cinco velas y vio a su sobrinafrente al tocador, tranquila, plácida, con elpelo esparcido por el suelo en una masa difusa.Vio su cuello largo, muy blanco, y sus ojossecos y duros.

Doña Antônia cerró la puerta y echó elcerrojo.

—Por Dios, hija, ¿qué has hecho?Doña Antônia era una mujer dura, curtida por

la vida. Sabía que era preciso ser fuerte, pueslos débiles se quedaban por el camino, pero alarrodillarse en el suelo para juntar loscabellos de Manuela, algo se desató en suinterior, se abrió una compuerta, y empezó allorar.

—¿Qué has hecho?Con delicadeza, cogió el pelo entre sus

manos, como quien carga el frágil cuerpo de unniño muerto.

—Giuseppe ha encontrado a otra mujer, tía.

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La voz de Manuela temblaba, se deslizaba porel aire, se esparcía por el suelo. Giuseppe lahabía llevado en su barco, iban a vivir unsueño de libertad. Y la mujer era valiente, lohabía dejado todo por él.

—¿Quién te ha dicho todas esas cosas?Había sido José. O mejor, había sido doña

Ana. Doña Ana le había enseñado la carta y ellamisma lo había leído todo. Era verdad. Lamuchacha se llamaba Anita y peleaba como unhombre. Ella no, se había quedado esperando,como las demás. Y Giuseppe no quería una mujercomo las demás, quería una mujer especial.

Manuela, ahora, lloraba a lágrima viva. Sinsu melena, parecía una niña. Doña Antôniaempezó a hacer una trenza con los largosmechones sueltos. Sus ágiles manos trabajabancon destreza.

—No ha sido culpa tuya, Manuela —ibadiciendo mientras trabajaba—. Garibaldi es unaventurero, un hombre sin ataduras. Cuando sefue a Laguna, fue para no volver más, hija mía.

—No... Él iba a volver, me lo habíaprometido. —Y abrió un cajón del tocador y sacóde allí una cajita repleta de cartas—. Él me loescribió en estas cartas, tía, muchas veces. Meamaba... Tal vez todavía me ame.

—Tal vez, Manuela. —Doña Antônia pensó en laconversación que había tenido con Bento—. Talvez no. Garibaldi es como un pájaro, le gustala libertad y lucha por lo que desea.

—Esa Anita está casada.

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Doña Antônia colocó la trenza sobre eltocador. Sonrió tristemente. Las velasderramaban una luz pálida e inquieta.

—Bento le pidió que se fuese, que teolvidase, hija mía, porque Joaquim te ama, yporque vosotros no estáis hechos el uno para elotro. Yo estaba enterada de todo y me mostré deacuerdo con él.

—Entonces, fue eso...—No, no fue eso, hija mía. Giuseppe no dijo

nada, no luchó por ti, y él es un luchador.Las lágrimas resbalaban por el rostro de

Manuela. Doña Antônia contuvo la tristeza en supecho, con fuerza.

—Él puede volver un día y luchar por mí.—Hay que esperar y ver qué pasa, hija.

Esperar el tiempo adecuado —dijo mientras cogíala trenza—. ¿Por qué has hecho esto?

—Porque no he tenido el coraje de matarme.—Tienes mucha vida por delante para cometer

una locura así, Manuela. Ten fuerza. Yo confíoen ti, nosotras nos parecemos. —Y suspiró—.¿Qué vamos a decir a las otras?

Manuela se encogió de hombros.—Dígales la verdad, tía.—Ellas no lo entenderían, Manuela. Parecería

algo muy feo y no necesitamos más problemas enesta casa.

—No me importa. Todo lo que deseaba ya lo heperdido. No me importan ni mi madre ni losdemás.

—Tu madre está confusa por causa de Rosário.

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Vamos a dejar que esto quede entre nosotras yvamos a esperar.

—¿Esperar para qué?Doña Antônia miró a su sobrina a los ojos.—Es preciso ser valiente para esperar con

dignidad, Manuela. Y tú eres valiente, lo sé.Doña Antônia cogió un puñado de horquillas y

fue prendiendo el cabello de Manuela a laaltura de la nuca, arreglando los mechones.Después cogió la trenza y, con dos pasadores,la sujetó en la cabeza de la sobrina como unaplique, disimulando el trabajo hecho con lashorquillas. Cuando era joven, había tenidomucha maña para los peinados. Manuela sonriócon tristeza.

—Está casi tan bien como antes, tía.Doña Antônia le acarició la cara.—Lo que yo quiero que quede tan bien como

antes es ese corazón, no lo descuides. Encuanto al pelo, voy a ayudarte a recogerlo comoes debido. Con el tiempo te resultará fácil. —Ysuspiró—. Ése va a ser nuestro secreto,Manuela. Y ahora vamos a cenar, antes de quelas demás sospechen.

Madre:Después de las últimas noticias que te

mandé, sucedieron muchas cosas en SantaCatarina. Como estoy seguro de que mi tío,el general Bento, está enormemente ocupadocon esta guerra, y supongo que usted no ha

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tenido noticia de lo que sucedió enLaguna, le escribo estas líneas. Madre,cuando lea esta carta, no se preocupe pormí, que soy decidido, como usted dice, yme libro de lo que haga falta.

Pues bien, el día 15 de noviembre, lasuerte cambió en la villa de Laguna. Elalmirante Mariah, comandante de laescuadra imperial, colocó veintidós naviosen la desembocadura, cosa que asustó muchoa los nuestros, aunque confiábamos en queel arenal era insalvable para lasembarcaciones de peso y en que estábamosmuy bien armados en el fuerte que protegíala entrada de la bahía. Las gentes deLaguna, al ver que el combate erainminente, huyeron. El pánico y las luchasconvirtieron las calles en un caos.

Fueron pocos los lagunenses que sequedaron con nosotros, y por más que seintentase, y Garibaldi y Teixeira lointentaron, era imposible organizar unadefensa terrestre. A pesar de lasdificultades, montamos una línea de fuegocon ciento cincuenta de nuestros mejorestiradores, y seis cañones protegían laentrada, ya que Garibaldi había dispuestonuestros seis barcos en semicírculo paraatacar cualquier navio que entrase en labarra de arena de Laguna.

Pasaba del mediodía cuando supimos lanoticia: los barcos de Mariah estaban

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forzando la entrada de la barra. Eraaterrador. Por causa de las mareas, laflota imperial consiguió alcanzar el canaly entonces comenzó la batalla. Nuestraartillería respondió con todo lo quetenía, intentando llevar a pique a losbarcos enemigos. El intercambio de fuegofue terrible, pues estábamos muy cercaunos de otros, y por todos lados se veíanbarcos incendiados y cuerpos mutilados ygritos. La superioridad de las fuerzasimperiales enseguida se puso demanifiesto, a pesar de los esfuerzos deGaribaldi, que lideraba a sus marineroscon toda la gallardía que jamás he vistoen un hombre sobre la faz de la tierra.

El fin del mundo no tendría imágenes tancrueles, madre. Un cañonazo partió en dosal americano que usted conoció, JohnGriggs, y por todas partes se veía muertey sangre, y de mis ojos, tan acostumbradosya a las miserias de esta guerra, aúnbrotaron algunas lágrimas, y fue de penapor tantos sacrificios. La mujer que ahoravive con Garibaldi, Anita, luchó como unhombre, transportando gente y salvando alos heridos en un pequeño barco. Y laveíamos en medio del fuego cruzado yendode un lado a otro, intacta y valiente.

La batalla destruyó los barcos denuestra República, y lo que quedó de ellosconoció el fuego, pues Garibaldi los

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incendió antes de partir para que nocayesen en las manos sediciosas de losenemigos. De los nuestros, murieronsesenta y nueve hombres que pudiéramoscontar. La tarde de ese terrible día, laescuadra de Mariah todavía estaba ancladaen el puerto de Laguna, mientras nuestrastropas abandonaban la villa y tomabanrumbo a Torres, desde donde le escriboesta carta. Davi Canabarro siguió connosotros, y yo estoy en el destacamentodel coronel Teixeira Nunes, y partiré conellos en breve para Lages. GiuseppeGaribaldi, Anita, Rossetti y lo que haquedado de sus hombres vendrán connosotros.

Madre, no necesito decirle lo triste quefue ver nuestros esfuerzos frustrados deesta manera, ver esa matanza y perder asoldados tan valientes. Pero igualmente ledigo que los nuestros también cometieronmuchas barbaridades, a lo que contribuyóla furia de ese general Canabarro, que ami entender es malo como la peste.Canabarro mandó matar al padre Villela apuñaladas, ordenó además que le arrancasenlos ojos por traidor y dejó su cadáver enmedio de la calle, al alcance de losimperiales, como un presente por laderrota que nos habían infligido. Tambiéncometió otras atrocidades, pero no meatrevo a contarlas aquí. Todo esto me hace

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sufrir mucho, más todavía que el hambre yla crudeza de esta aventura que no acaba.Por suerte, no me hirieron en estasbatallas, y eso al menos me hace estartranquilo. El camino que nos queda porrecorrer es muy largo para los hombresheridos y, si yo lo estuviese, tal vezusted recibiría noticias aún más tristes.Pero sus oraciones me han protegido,madre.

Imagino que Bento Gonçalves desaprobaráenérgicamente todas estas cosas, madre.Pero usted guarde esta carta consigo y nose la muestre a nadie, pues estosdesahogos míos son solamente para susoídos.

Y tenga fe en que pronto estaré conusted otra vez. Antes de eso, intentotener coraje para seguir con el coronelJoaquim Teixeira Nunes rumbo a la sierra,pues hay cosas todavía por resolver enSanta Catarina. Además, no deseo seguircon Canabarro hasta Torres, que es eldestino que él ha escogido.

Su hijo,JOSÉCamacho, 26 de noviembre de 1839

La mesa estaba vestida con una manteleríablanca de encajes que sólo se ponía en días defiesta. Los candelabros de plata habían vuelto

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a sus lugares sobre las consolas, las mesitas,en el centro de la gran mesa de comer, yesparcían su luz tenue y dorada por la sala.Aquella noche del 24 de diciembre, hacía uncalor agradable. Las ventanas estaban abiertaspara recibir la brisa que llegaba del campo, lasala estaba toda adornada con flores, cosa enla que doña Ana había insistido: aunque fueseuna Navidad triste, de soledad, era Navidad yla casa tenía que estar bien engalanada,bonita.

Las niñas jugaban en un rincón de la sala.Maria Angélica, alta para sus nueve años,cantaba para que Ana Joaquina bailase (decíanque Ana Joaquina había heredado de sus padressus dotes de bailarina), y, desde su cunita conpuntillas, la pequeña Teresa parecía examinarlotodo, silenciosa. Perpétua vigilaba a la hija ypensaba en el marido: Inácio había prometidovolver para Navidad, pero en la última cartaque había recibido de él, le decía que estabaen Cima da Serra. Sabía que se luchaba porallí, que José, el italiano Garibaldi e inclusosu marido estaban luchando al mando del coronelTeixeira. Sintió un nudo en el pecho y sesantiguó. Que Jesús velase por Inácio, que lediese, al menos, una Navidad de paz, un poco desosiego y buena comida. Ella tenía mucho quedarle. En su pecho se acumulaba tanto amor queincluso ardía, un amor guardado desde hacíameses, amor de mujer joven, enamorada, quecontaba los minutos de aquella espera

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interminable. Pero ella nada podía hacer. Miróa las demás. Doña Ana indicaba a las negras ladisposición de los manjares. Habían trabajadodurante días para servir los dulces másapetitosos, las carnes asadas, el ponche, losmelocotones en almíbar. Doña Ana insistía enaquella cena. Perpétua suspiró. Después detodo, la tía tenía razón. Era mejor ser fuerte,vivir el día, que rendirse como Maria Manuela yRosário, que estaba cada día más callada,ausente. ¿No estaban todas sanas? ¿Teresa noera una niñita saludable y hermosa? Y sushermanos y primos, aun estando en la guerra,¿no tenían valor para mantener la fe? Entonces,también era tarea de ellas aceptar el devenirde los acontecimientos. Vivir, de algún modo.

Doña Antônia entró en la sala portando unabandeja de bizcochitos de yema y almíbar.Manuela iba detrás. Últimamente, se las veíamuy unidas. Manuela ayudó a su tía a colocarlos dulces en la mesa. Llevaba un vestidoclaro, sencillo, y el pelo recogido en un moñoa la altura de la nuca. Manuela habíaadelgazado un poco en los últimos tiempos, perohasta la suave palidez de su piel la hacíaparecer más bonita y delicada.

—La mesa está puesta —dijo doña Antônia consatisfacción, mirando la luz del candelabroiluminar el almíbar ámbar en la compotera decristal—. Parece una cena hecha por nuestramadre.

Doña Ana entró en la sala.

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—Tu memoria ha llegado lejos, Antônia —dijosonriendo, pero enseguida cambió de tono—. Novamos a caer en la tristeza. Hay que alegraresta casa. Hoy es noche de fiesta. —Fue hastael piano—. Voy a tocar algo bonito.

Leão leía un viejo periódico con Regente asus pies. Ahora ya no jugaba a la guerra, seestaba haciendo un hombre, con los cambios devoz y los primeros pelos de la barbaoscureciéndole la cara. A sus quince años,quería ir a la guerra como los demás. Quería ira la guerra junto con Caetano, que sólo pensabaen eso y que se había decidido a partir aprimeros de año.

—Pero ¿qué hora es ya, tía Ana? ¿Ya esNavidad?

—Falta poco para las once, Leão. Enseguidaserá Navidad. Y tengo un regalo para cada unode vosotros. Poca cosa, pero aun así es unregalo.

—Hace tiempo que no recibo ningún regalo.Sólo por eso hay que celebrarlo —dijo Manuelaen un simulacro de alegría.

Caetana llegó de la cocina diciendo que lacarne estaba casi lista, en su punto. Enseguidaservirían la comida.

—Tenía la esperanza de que Bento vendría —dijo ella—. Pero ya ha pasado la hora, y nada.

—Él vendrá —aseguró doña Antônia—. Si nohoy, otro día. Ser presidente acarrea muchoscompromisos. Pero ser padre es importante paraél. Seguro que viene para Año Nuevo, para estar

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contigo y con sus hijos.Caetana sonrió con tristeza. Ver a su marido

era casi un sueño, sobre todo estando las cosastan confusas en la sierra y con la pérdida deLaguna.

Oyeron ruido fuera. Los perros ladraron.Caetano, que estaba en el porche, entrócorriendo y anunció que dos caballeros acababande cruzar la portilla y subían hacia la casa.Uno de ellos era su padre. Lo había reconocidoincluso de lejos, incluso en la oscuridad de lanoche. Poco después, la alta figura de BentoGonçalves da Silva ocupó por un instante elvano de la puerta. Se hizo un gran silencio,todos estaban sorprendidos. Leão, al ver a supadre, lanzó el periódico por los aires. MarcoAntônio, que llegaba a la sala en ese momento,se asustó ante la visión repentina del padre.Era un muchachito tranquilo y contrario a lasguerras.

—¡Hurra! ¡Nuestro padre ha venido! —gritóLeão, y corrió a abrazar la figura barbuda queentraba en la sala con uniforme rojo y azul.

Bento Gonçalves soltó una carcajada.—La esperanza es lo último que se pierde.

¿No es lo que se dice? Además, Cristo no nacióhasta medianoche y, por lo que sé, todavía noha pasado. —Entró en la sala y el aire pareciódesaparecer como absorbido por sus pulmones.Estaba más delgado, sucio del polvo, pero habíaen él una fuerza que se extendía por el suelo,por los sofás, por las esquinas de los muebles,

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y hacía asomar una sonrisa en los rostros delas mujeres—. Ven aquí, Caetana. Ven a darme unabrazo. Ya estoy muy viejo para pasar solotanto tiempo.

Caetana se lanzó a los brazos del marido.Respiró el olor a hombre mezclado con polvo yrelente de la noche.

—He rezado mucho, Bento. Pedí a Dios quevinieses. Se lo he pedido tanto...

Los hijos contemplaban la escenaenternecidos.

—Y he venido. Sentía añoranza como uncachorrillo abandonado. Y también queríaconocer a mi nieta.

Perpétua cogió a la niña en brazos y lallevó ante Bento Gonçalves.

—Esta es Teresa, padre. —La niña pareciósonreír, como si reconociese alguna cosa enaquel hombre de barba y de ojos profundos—. Esuna pena que Inácio no esté aquí para compartireste momento con nosotros.

Bento acarició la cabecita de la nieta.—Inácio no ha podido venir, Perpétua. Está

sirviendo a nuestra causa como buen soldado quees. Pero he traído a otro conmigo. A Joaquim.

Un rubor encendido asomó a las mejillas deManuela, que estaba sentada en un rincón de lasala. Se llevó sus delgadas manos a la nucapara arreglarse bien el moño, tal como doñaAntônia le había enseñado. Buscó los ojos de latía, que la miraba con total serenidad.Compartían un secreto. No quería herir a su

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primo, no quería importunar a la familia. Perohubiera preferido que Bento Gonçalves hubiesetraído a otro acompañante. Todavía se sentíamuy afectada por todo lo que había sucedido.

Joaquim entró en la sala, disculpándose porllevar las botas llenas de barro, abrazó a sumadre con cariño y besó a sus hermanas. Comouna brisa de primavera, derramó su gracia entretodos, tomó en brazos a la pequeña Teresa, ycogió un pastelillo de la bandeja de plata. Laguerra lo había vuelto enjuto de carnes, teníala piel curtida por el sol y una pequeñacicatriz le había marcado sutilmente la frente.

Tiró el dolmán en un rincón de la sala ymiró a su prima. Aquella mirada, lenta, serena,llena de alegría por el reencuentro, era suprueba de amor. Manuela le correspondió con unatímida sonrisa, y sintió una rabia sordacorroerla por dentro: ¿por qué no podía amar aese primo guapo y joven que ella conocía tanbien, y debía sufrir toda esa pena? ¿Por quétenía que latir ese corazón rebelde en supecho?

Los demás rodeaban a Bento, querían sabernoticias de las batallas, de José, Antônio,Bentinho y Pedro. Joaquim se acercó.

—Estás muy hermosa, Manuela. Más de lo querecordaba.

Ella esbozó una cálida sonrisa y contuvo laslágrimas que le asomaban a los ojos. Lascontuvo con fuerza, como quien doma un animalsalvaje que corcovea en los pastos. Era muy

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gentil por parte de su primo decir eso. Nisiquiera llevaba el vestido nuevo, ya que noesperaban tener compañía para la cena.

Joaquim bebió la voz de ella con la sed demuchos meses de separación. Los vestidos noembellecían a nadie, respondió él. Además, erapreciso que una muchacha tuviese bellezapropia, como ella.

Manuela agradeció el elogio. Invitó al primoa tomar algo, un vaso de ponche, un vino, hastaun mate si le apetecía. Intentaba pareceralegre, feliz de volver a verlo. Joaquim sequedó un rato hablando con su prima, pero, apesar de la aparente tranquilidad que ellademostraba, no dejó de percibir una vagatristeza en aquellos ojos verdes, un vacío decosas perdidas, de sueños despedazados. Unasoledad de pozo sin fondo.

Amanecía.Manuela había dormido poco y mal, pero por

fin había conseguido entregarse a un sueño sinsueños, brumoso e inquieto. Cuando la primerapiedrecita golpeó el cristal de su ventana,abrió los ojos asustada. Las piedrecitas sesucedieron y, entre una y otra, oyó susurrar sunombre.

Se levantó de la cama y se envolvió en unfino chal. Iba a abrir la ventana cuando seacordó del pelo. Lo llevaba suelto, corto.Sobre el tocador, la trenza de negros cabellos

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esperaba. Acercó la cara al postigo.—¿Quién es? —preguntó bajito.—Soy yo, Joaquim. Necesito hablar contigo.El corazón le dio un vuelco en el pecho.

¿Qué podía decir? Fuera, el primo volvía allamarla. Una claridad rosada y fresca seesparcía en el aire.

—Sólo un minuto, Joaquim. Tengo quearreglarme.

Se sujetó la trenza con prisas y se lavó lacara. En su cama, Mariana dormía profundamente,tenía el sueño pesado. Manuela salió del cuartode puntillas con las zapatillas en las manos.

En el exterior, el aire fresco del amanecerle arrancó los restos de sueño. Joaquim yallevaba el uniforme puesto, se había afeitado yestaba sentado en un escalón del porche. Susojos estaban llenos de promesas. Encontró a suprimo muy guapo, de una belleza perfecta,intachable. Giuseppe inundó su pensamiento,arrebatador como un vendaval.

Joaquim sonrió al verla.—Necesito hablarte urgentemente. Perdona si

te he despertado, pero vamos a partir muytemprano.

—¿Adonde vas?—A Caçapava. Caetano viene con nosotros.Manuela se sentó a su lado en el escalón del

porche. Se sentía como una niña cometiendo unatravesura, como cuando, de pequeña, iba a robardulces a la cocina y después salía huyendohacia el cobertizo. Ahora tenía las manos

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vacías y un gusto amargo en la boca.—Uno más que se va.—Manuela... —Joaquim sujetó sus manos y ella

se dejó hacer—. Manuela, quería decirte unacosa antes de partir. Quería pedirte algo...Sólo así me iré en paz. —Reunió valor ycontinuó—: Tú sabes cuánto te quiero.

Manuela se miró los pies. La piel blanca desus tobillos. La puntilla que remataba elcamisón de algodón. Y miró al suelo, a latierra húmeda, a un macizo de flores que habíamás allá.

Finalmente respondió:—No deberías haberme llamado, Joaquim.—¿Por qué?—No merezco tu aprecio. Por eso.Él apretó todavía más las blancas palmas

entre las suyas. Manuela sintió que éltemblaba.

—Yo no te aprecio, Manuela, yo te quiero. Yel amor es muy distinto del aprecio. El amorperdona. Y entiende. —Suspiró profundamente—.Lo sé todo Manuela.

Se miraron a los ojos.—¿Quién te lo ha contado?—Mi padre, doña Ana, mi madre. Esas cosas,

siempre acaban sabiéndose, no es necesariopreguntar a nadie.

—Yo amo a Giuseppe.Joaquim pareció sentir dolor.—No digas eso, Manuela. Te encandilaste con

el italiano, algo pasajero. Lo entiendo... La

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guerra tiene esas cosas. Yo también meencandilé con otras muchachas de la pampa. Yhasta de la Corte. Pero amar no. Amar, sólo teamo a ti.

Ella lo miró. La angustia barrió el verde desus ojos.

—Sé lo que es el amor, Joaquim. Lo tengoaquí en mi pecho, como un puñal. Un puñalclavado para siempre.

Él sonrió con tristeza.—El amor no es herida, Manuela. No es

necesario que lo sea... Mira, voy a volver a laguerra, esta lucha todavía tardará en acabar.Quédate aquí olvidando, curando ese dolor. Yovolveré, lo juro, y entonces nos casaremos. Séque vas a amarme. Lo sé desde que era un niño.He soñado con ello muchas veces. Viviremos enuna Estância y criaremos a nuestros hijos. Paraentonces, la guerra ya habrá acabado, y seremosfelices. Ni te acordarás de ese italiano.

Manuela se puso en pie.—No digas eso. —La voz de ella sonó tensa—.

No digas eso más. Tú no puedes juzgar missentimientos. —Se tocó levemente el pecho—. Yolos siento aquí. Aquí me duelen. No te hepedido amor, ni desdén.

Joaquim pareció confuso.—Perdóname, Manuela. No quería herirte. —Se

puso en pie también. Cogió a su prima de loshombros y vio sus ojos verdes humedecidos porlas lágrimas. Y sintió unas ganas enormes debesarla allí mismo, en aquel momento, él de

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uniforme y ella en camisón—. Perdóname... Séque estás sufriendo, y te propongo que dejemospasar un tiempo. Después, cuando llegue elmomento, hablaremos.

Ella dio un paso atrás.—Lo siento mucho, Joaquim. Nunca más habrá

motivos para hablar. No sobre este tipo de amordel que me estás hablando. Si es para vivir deesa manera, no me casaré ni contigo ni connadie. Me quedaré esperando a Giuseppe.

De repente, Joaquim pareció exhausto.—El italiano no va a volver, Manuela.—Lo veremos.Ella dio media vuelta y entró en la casa.

Parecía pequeña y frágil comparada con la granconstrucción blanca.

—¡Manuela!Manuela se detuvo un instante en lo alto del

porche.—¿Sí?Él estaba quieto al pie de la escalera

sujetando el dolmán. Sus ojos brillabantristemente.

—Yo te quiero. Voy a esperar el tiempo quesea necesario... No has de decir nada. Teesperaré.

Manuela entró y desapareció, engullida porla casa. Joaquim miró la suave pampa, doradapor el sol que estaba naciendo. Tenía ganas dellorar. Pero ¿un hombre de verdad lloraba?Esperaría todo ese tiempo. Por ellos. Empezó aandar en dirección al cobertizo. El dolmán le

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pesaba sobre el brazo como si fuese de madera.La cara del italiano, que él había visto derefilón una única vez, surgió ante sus ojos,sonriente. Curiosamente, no le tenía rabia. Elitaliano no era culpable de todo aquello. Letenía rabia a la vida, a aquel engranajeinvisible que algunos llamaban destino.

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SEXTA PARTE: 1840

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Capítulo 17

Doña Antônia sirvió el mate y se lo dio aInácio. Acababa de apearse del caballo ymientras una de las negras preparaba el agua,él dijo que estaba a punto de partir. Habíavenido a verla porque iba de paso y no queríadesaparecer así, sin más, sin haberle hecho unavisita. El tiempo que había pasado en laEstância da Barra había sido muy corto, apenashabía tenido ocasión para matar la nostalgia desu esposa y su hija.

Como todos los que volvían de la guerra,Inácio también estaba más delgado, con elrostro huesudo y los ojos encajados en lasórbitas cavadas en los pómulos de la cara. Perosu sonrisa era la misma, luminosa. Hacía dosdías que había llegado y ya tenía que irse. Elcaballo lo esperaba más allá, pastandotranquilamente bajo la sombra de una higuera,ya cargado con sus bártulos, una cacerola parael camino, el poncho, una buena manta y unlibro.

—Me voy a Caçapava, doña Antônia. Pero noquería marcharme así, sin saludarla. En estosdos días apenas he podido descansar y disfrutarde la niña... La pobrecita va a crecer estosprimeros tiempos lejos de su padre.

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El atardecer de verano se iba consumiendocomo una vela en un altar. A lo lejos podíaoírse el murmullo del río. La Estância do Brejoestaba silenciosa y en calma. Algunos peonesregresaban del trabajo.

Doña Antônia respiró hondo el aire que olíaa madreselva.

—Desde que se desmontó el astillero, aquíhay una paz que hay que verlo para creerlo —dijo ella—. Una paz medio triste.

—Pues disfrútela, doña Antônia, que por ahífuera las cosas están difíciles. Sólo me voymás tranquilo porque sé que Perpétua y la niñase quedan con ustedes.

Doña Antônia bajó los ojos.—Esta guerra no se acaba, Inácio.—Está más encarnizada que nunca. De donde

vengo, de la zona de São Francisco de Cima daSerra y de Vacaria, todo está saliendo mal,doña Antônia. Sería justo que todo acabarabien. Nuestros soldados tienen gran valor, perohemos perdido muchos hombres —indicó, y dejóque su mirada se perdiera por la pampa—. Tal ycomo van las cosas, aún pasará mucho tiempo yperderemos muchas más vidas, quizá sin ningúnprovecho.

—¿Cuántos hombres cayeron en esa batalla?Inácio bajó la mirada.—En Currábanos, cerca del río Marombas,

caímos en una emboscada preparada por losimperiales. En una hora perdimos cuatrocientasalmas. El coronel Teixeira Nunes fue valiente,

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es un hombre excepcional; aun así, lacaballería se vio rodeada por las tropas deMelo Manso. Fue una matanza sin parangón.

Doña Antônia empalideció. Cruzó sus largasmanos, finas, en el regazo como para sujetaraquella angustia. Cuatrocientos hombres.Cuatrocientos padres, hijos, jóvenes delContinente.

—¡Qué horror! —susurró, y después pareciórecordar—: ¿Lo sabe Ana? Me parece que Joséestaba en la tropa del coronel Teixeira. Y elitaliano, Giuseppe, también.

—José estaba allí. Resultó herido, nadagrave. No se preocupe, doña Antônia. He contadoa doña Ana lo de su hijo y también le he dichoque estaba repuesto cuando vine hacia aquí,incluso ya cabalgaba. La guerra endurece lascarnes, una simple herida de lanza no arruinala vida de un soldado. Y el italiano es muyvaliente. Es un hombre... La chica que vive conél, Anita, ésa sí que tuvo mala suerte: lahicieron prisionera.

—¿Prisionera? ¿Ha muerto?Inácio se encogió de hombros.—Sé poco de esa mujer. Cuando vine hacia

aquí, la chica todavía no había aparecido. A lomejor se ha convertido en fulana de lossoldados. Nada más verla se ve que es muyvaliente. Creo que los imperiales, al saberquién era, deben de haberle dado un trato másjusto.

Guardaron un rato de silencio. Los primeros

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grillos ya cantaban en la noche. Doña Antôniale ofreció otro mate, pero Inácio lo rechazó.

—Tengo que irme ya, me queda mucho caminopor delante, doña Antônia, y quiero aprovecharla noche.

Se levantó. Era un hombre alto. Doña Antôniaparecía muy pequeña a su lado, tan pequeña quellegó a preguntarse si la edad ya le estabaencogiendo los huesos.

—Vaya con Dios, hijo mío. Y descuide, quecuidaremos de su esposa y su hija.

Inácio sonrió.—Por eso me voy tranquilo, doña Antônia. —Y

se encajó el sombrero de barboquejo en lacabeza—. Adiós.

Se dirigió hacia donde estaba su zainonegro. Las primeras estrellas brillaban en elcielo. El caballo relinchó, ansioso.

Doña Antônia permaneció de pie, en elporche, viéndolo montar en el animal y partiral trote, lentamente, hasta desaparecer por lapampa, como un fantasma. Y allí se quedótomando un último mate y pensando en el destinode aquella muchacha, Anita. ¡Que Diosprotegiera a la pobrecilla!

La noche ahogaba como un abrazo muyapretado. Por las ventanas abiertas entraba unsilencio repleto de rocío. La habitación estabacasi a oscuras, sólo una lámpara derramaba sudébil luz sobre la cama donde Rosário dormía.

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Desde hacía un tiempo, a Rosário le daba miedola oscuridad. Ahora más, pues dormía sola: lacama de Perpétua estaba vacía desde la boda,ocupaba otra habitación al final del pasillo,junto con su hija.

Rosário había tenido pesadillas.Se movía bajo la colcha, inquieta. Su pelo

liso, dorado como el oro pálido, estabarevuelto sobre la almohada.

Un hombre cabalgaba hacia ella, atravesabala pampa en un caballo blanco. Rosário sonreía.Sabía quién era ese caballero. Ella searreglaba el vestido de encaje y sujetaba confuerza un ramo de flores que había recogidopara regalarle. Una risa nítida iluminaba sucara. El caballo blanco avanzaba, subía ybajaba por una colina. El sol era cálido. A lolejos, ella lo sabía, se libraba una guerra,pero no allí, no en aquel campo florido dondeel único movimiento que se apreciaba era ladanza de aquel caballo delgado y de su jinete.

Se estaba acercando. Rosário no se cansabade admirar su porte hidalgo, la belleza morenade sus cabellos que el viento agitaba, laelegancia de su uniforme. No era un uniformerepublicano.

Steban se detuvo. Sus ojos brillaban deeuforia por la cabalgata, brillaban por ella.Saltó del caballo. Estaba de pie delante deella, apuesto, sonriendo con su boca carnosa yla frente sin cicatrices, sin vendas.

—¡Estás curado, Steban!

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Ella se lanzó a sus brazos y sintió el calorde su pecho y un aroma a hombre. Sobre ellosbrillaba un sol agradable. Las flores cayeronal suelo, habría que recogerlas otra vez, peroa Rosário no le importaba. Steban estabacurado. No había sangre en su ropa, ni palidezen su cara, ni cicatrices, ni vendas.

Rosário sonreía. Nunca había sido tan felizcomo en este instante. Cogió la cara de Stebancon ambas manos, acarició su pelo revuelto. Porun momento, él la retribuyó con una sonrisa,hermoso como un príncipe. Y entonces sus ojosderramaron lágrimas de sangre y su rostroadquirió la palidez translúcida de la luna.

—No estoy curado, Rosário. Estoy muerto.Muerto, muerto... Aquí me ves, muerto. —Su vozresonó por la pampa atravesando aquel bonitodía de sol—. Muerto y frío y descarnado. Estoymuerto y no tengo sepultura, no tengo anadie... Quédate cerca de mí.

Y entonces sus ojos se salieron de lasórbitas y todo su bello rostro adquirió unaspecto cavernoso, un olor a carroña se elevópor los aires y enseguida se transformó en unmontón de huesos decrépitos que Rosário sostuvoentre las manos.

Rosário gritó.Gritó. Gritó.Abrió los ojos, se sentó en la cama. Estaba

empapada en sudor. Por la ventana todavíaentraba el mismo silencio. Una lámparailuminaba la habitación vacía. La voz de

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Rosário agonizaba en el interior de sugarganta, se encaminaba hacia sus entrañas, seahogaba en un pavor mudo. Maria Manuela y doñaAna entraron en la habitación, ambas encamisón, descalzas, asustadas. Maria Manuela sesentó al lado de su hija, le cogió las manosfrías, húmedas.

—¿Qué ha ocurrido, Rosário? Has tenido unapesadilla, hija mía. Ahora tranquilízate, ya hapasado.

La voz le salió trémula, como un susurro:—No ha sido un sueño, mamá. Él está muerto.

Muerto. Steban está muerto. Como esta guerra,como nosotras.

Doña Ana se enjugó los ojos húmedos.—Voy a mandar a Milu que prepare una

manzanilla para las tres —dijo—. Bien cargada.

En el desayuno no se comentó lo ocurrido,pero doña Ana y Maria Manuela se pasaron granparte de la mañana conversando, a puertacerrada, en el despacho. Habían tomado unadecisión. Rosário estaba enferma, unaenfermedad grave, traicionera.

—Esta guerra puede durar aún mucho más,Maria. Lo mejor será que hagamos algo porRosário, pronto. Después puede ser tarde.

Doña Ana estaba sentada en la silla quehabía sido de su marido; sus ojos negros,serios, expresaban convencimiento. No setrataba de un asunto fácil de resolver, pero

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tenían que tomar una determinación. Rosárioempeoraba a ojos vistas.

Maria Manuela se secó las lágrimas con unpañuelo blanco. Últimamente había envejecido,su rostro antes lozano había adquirido unaspecto deslucido, la piel alrededor de losojos y la boca se había llenado de arrugas.Maria apoyó sus manos temblorosas en el regazo.

—Llevamos cinco años aquí —dijo moviendo lacabeza con tristeza—. Es demasiado tiempo parala chica, está sufriendo mucho. Además, lamuerte de su padre...

—Todas estamos sufriendo. Mariana y Manuelatambién han perdido a su padre, a Anselmo...Pero tenemos que ser fuertes. Si la guerra esdura para nosotras, imagínate para nuestroshombres, Maria. Han pasado muchas cosas. Tú yyo nos hemos quedado viudas, pero aquí estamos,viendo fantasmas, hablando con los muertos,adelgazando con las pesadillas... —Suspiró—.Hay que hacer algo, hermana, y rápido.

Maria Manuela asintió con tristeza. Selevantó y fue hasta la ventana. Fuera, un cielogris y encapotado se extendía sobre la pampa.

—Hoy va a llover —dijo y miró a su alrededor—. Era aquí, en este despacho, donde Rosárioveía al fantasma, ¿verdad, hermana? —Doña Anadijo que sí—. Está bien, voy a escribir aAntônio para consultárselo. Tras la muerte desu padre se ha convertido en el hombre de lafamilia. Vamos a esperar su respuesta. Voy aescribirle a Caçapava.

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—Como quieras.

Manuela leía sentada en el porche. Desde laconversación con Joaquim se había quitado unpeso de encima. No se casaría con su primo paraagradar a su familia, no echaría su vida aperder por una promesa, por un sueño que ellanunca había soñado. Esperaría a Giuseppe porqueno tenía otro camino.

Era de esas mujeres con un solo destino ynada más.

Hojeó el libro distraídamente. Todavía nohabía comunicado a doña Antônia su decisión. Seimaginó la cara de su tía, impenetrable, yaquel brillo en su mirada, de aprobación y depena.

—¡Manuela!Levantó la vista. Marco Antônio llegaba

corriendo. Era un muchacho alto, muy delgado,moreno como su madre.

—¿Qué pasa, Marquito?Se paró, jadeante.—Ven, ven conmigo, Manuela. ¡He descubierto

algo horrible! ¡Una cosa horrible cerca delcobertizo!

Manuela dejó el libro y se fue con su primo.Rodearon la casa y siguieron por un camino quellevaba al cobertizo donde se preparaba elcharqui de la Estância. Caminaban a paso rápido yansioso. Pasaron cerca de unos braceros y de lanegra Zefina, que se dirigía al río cargada con

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una palangana llena de ropa para lavar cantandouna antigua romanza.

Llegaron.El fuerte hedor del lugar les inundó la

nariz.—¿Dónde?—Detrás del cobertizo —respondió Marco

Antônio cogiendo la mano de su prima.Dieron la vuelta pisando suavemente la

hierba. Regente yacía sobre un montón de tablas,con la garganta cortada de un único tajo. Susojillos negros, totalmente abiertos por elsusto, miraban aquel cielo grisáceo de finalesde verano. Era un cachorro pequeño, de pelajeralo y suave.

—¡Válgame Dios! —gritó Manuela y empezó allorar. Había cuidado de aquel perro desdepequeño, le había dado leche y cariño, y en suhabitación siempre había una manta vieja que leservía de cama. ¿Cuántas noches se habíadespertado con Regente mirándola en laoscuridad? Se arrodilló. Las lágrimas lebrotaban de los ojos—. ¿Quién ha sido capaz deuna crueldad semejante? Regente nunca ha hechodaño a nadie...

Marco Antônio se acomodó al lado de suprima. Una mosca se posó en el hocico de Regentey se quedó allí, parada.

—Hay mucha maldad en este mundo, Manuela...Puede incluso que haya sido un bracero oalguien de fuera. Seguro que ha sido estanoche. Pero no llores más, ya no tiene remedio.

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No llores.—Pobrecito. Ya me extrañaba a mí que hoy por

la mañana no viniera a la habitación. Siemprevenía, siempre.

—Voy a llamar a Zé Pedra para que recoja aRegente... Vamos a cavarle una tumba, ¿quieres?

Manuela asintió.—De acuerdo, pero no se lo cuentes a las

niñas, se van a poner muy tristes... A MariaAngélica le encantaba el animalito.

—Podemos contarles que se ha escapado.Regente siempre fue un perro muy travieso. Vamosa decirles que se ha ido por la pampa.

Marco Antônio salió corriendo hacia la casa.Manuela se quedó allí, llorando. Realmente,había mucha maldad en el mundo. Allí, enaquella Estância, también... ¿Quién habríahecho eso con el perro, quién?

Caetano lo observaba todo con los ojosllenos de curiosidad. La ciudad hervía como unasustancia viva, inquieta y voraz. Hombres queandaban por las calles con sus uniformes,entraban en edificios elegantes, tomaban mate.Carretas que iban de un lado a otro. Negrosdescalzos, pero con el dolmán de la República,que se agrupaban en las esquinas, hablaban dela guerra, y que enseguida seguirían hacia susdestinos. En una bodega se vendía aguardiente ycosas de comer. Estaba llena de soldados.

Joaquim se abría paso entre la gente;

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Caetano lo seguía. Había notado que su hermano,desde su vuelta de la Estância, estabacabizbajo, hablaba poco, sólo de los asuntos dela guerra con su padre, nada más. BentoGonçalves parecía respetar los silencios de suhijo mayor. Habían hecho aquel largo viajeprácticamente callados. Joaquim, con la miradaperdida en el horizonte, contemplaba el campo ylas estrellas. Caetano, en cambio, buscabaconversación, quería saber cosas de lasbatallas. Estaba ansioso por aquella guerra,por ver a Bentinho, por matar a su primercaramuru, a su primer imperial, por aportar sugranito de arena a la República, por hacer quesu padre se sintiera orgulloso de él.

—Adelante, Caetano. Nuestro padre nos esperaen el Palacio del Gobierno. —Joaquim tiró delbrazo de su hermano—. Ya tendrás tiempo deverlo todo más tarde. Ahora, vámonos.

En una esquina un grupo de mujeres malvestidas se reía mirando a los soldados,bromeaban, mostraban unas sonrisas desdentadas.

—¿Quiénes son?—Son las fulanas que acompañan a las tropas.Caetano fue siguiendo a su hermano. Entraron

en un edificio, pasaron por delante deguardias, de criados uniformados. Allí habíamucha abundancia. Caetano pensó en los negrosque había visto en la calle.

Bento Gonçalves despachaba con dosministros. Levantó la cara con el bigoteencerado en cuanto advirtió la llegada de sus

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dos hijos. Sacó una carta lacrada de un cajón yse la entregó a Joaquim.

—Busca un mensajero con buenas piernas. Estoes urgente. Teixeira, Garibaldi y las tropasestán en Lages. Ya sabes que perdieron en unadesgraciada batalla contra Melo Manso. Hanmuerto más de cuatrocientos soldados y elloshan llegado a Lages destrozados, bajo lalluvia, sin caballos y hambrientos. La malasuerte se cebó con toda la tropa. —BentoGonçalves hizo una pausa. Sentía una granpresión en el pecho y un dolor profundo en laespalda. Respiró hondo, esperó a que pasara eldolor y prosiguió—: Ahora están allí esperandorefuerzos. Esta carta es para decirles que noesperen, que no habrá refuerzos. Tienen queabandonar la sierra lo más rápido posible yponer rumbo hacia el río Taquari. El coronelJoaquim Pedro está allí con dos mil hombres,que se unan a él y esperen en esa zona.

Joaquim se guardó la carta en el bolsillodel dolmán.

—¿Y después?—Después vosotros dos os vais hasta Porto

Alegre y os reunís allí con el general Netto.Hay que suspender el cerco. Lo necesitamos.Dile que mañana yo mismo iré a Viamão parareunirme con mis hombres. Quiero que Nettollegue a Viamão lo antes posible. Tenemos quetrazar un plan de ataque, un plan fundamentalpara la guerra.

Caetano escuchó con atención las palabras de

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su padre. Se imaginó todos los ejércitos juntosy sintió un hormigueo en la cara, una emociónnueva, cálida y buena. Empezó a soñar conTaquari.

Los dos jóvenes salieron de la sala. Uno delos ministros todavía esperaba, callado, en unrincón. Bento Gonçalves volvió a mirar losdocumentos que había encima de la mesa. Denuevo sintió aquel dolor en el pecho. Habíaempezado a sentirlo hacía unos meses, lento,discreto. Con la llegada del verano habíaremitido, pero las lluvias de otoño lo habíanreavivado otra vez. Ya no era un hombre joven,la guerra lo había hecho envejecer. Habíaenvejecido su carne, había envejecido su alma.Hizo cuentas mentalmente: tenía cincuenta años.Tenía por delante un invierno más.

—¿Se encuentra bien, presidente? —El hombrelo miró con una cierta extrañeza.

Bento Gonçalves se recostó en la silla.—Tanto como cualquier persona que acaba de

dar la noticia de la muerte de cuatrocientossoldados en una batalla —dijo deglutiendo suspalabras con tristeza—. Pero saldremosadelante. Si esta maniobra funciona, serádecisiva para la República. Y la Repúblicanecesita más que nunca una victoria. Estáempezando a agonizar.

Por las ventanas entraba, sofocado por lascortinas, el bullicio de la vida en elexterior.

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Maria Manuela se encerró en su habitación yencendió la lámpara de la mesita de noche. Elsol se desdibujaba entre las nubes, a lo lejos,en las colinas. Maria Manuela ya no disfrutabadel sol ni de la lluvia; hacía tiempo que sucorazón se había vuelto gris, neblinoso comouna fría tarde de invierno.

Miró bien la carta antes de quitar el lacre.Era una carta de su hijo. Sabía perfectamentede lo que se trataba, y tenía miedo de leerla.Temía tanto el acuerdo como el desacuerdo deAntônio. La carta que tenía en las manos ledaba miedo porque después de leerla tendría quetomar una determinación. Y todo lo que ellaquería era no pensar en nada nunca más.

Suspiró hondo, abrió el sobre. La letra deAntônio era irregular y presurosa. Leyó lasprimeras palabras y era como si la voz de suhijo le susurrase al oído. Sus ojos se llenaronsúbitamente de lágrimas.

Estimada madre:He recibido su carta esta mañana y he

buscado un momento para responderle, puesla gravedad de ese asunto me ha afectadomucho. Estoy acuartelado en Viamão, juntoal resto de las tropas de Bento Gonçalves,y hacia aquí se dirigen también los demásgenerales y caudillos de la República,puesto que mañana muy temprano se reuniránpara planear los nuevos movimientos de las

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tropas. Se librarán grandes batallas. Yo,madre, parto junto al tío, pero todavía nopuedo decirle adonde, pues se trata de unasunto muy secreto y sólo puedoadelantarle que preparamos una granofensiva.

Han pasado muchas cosas, madre, y entreotras le cuento que un coronel imperial denombre Loureiro avanzó sobre Caçapava,pocas horas después de que elvicepresidente Mariano de Mattosabandonase la ciudad a toda prisa, ya queiba a ser atacada, llevándose losdocumentos de la República en una carreta,y se dirige también hacia aquí. Desde esedía, Viamão ha vuelto a ser nuestracapital.

A pesar de todas esas maniobraspolíticas y bélicas, la vida sigue sucurso fuera de aquí. Cuánto me asombransus palabras, madre, en las que me diceque Rosário está enferma, enferma de unadolencia misteriosa que le ha atacado lasideas y los nervios. Hace demasiado tiempoque no voy a visitarles y el últimorecuerdo que tengo de mi hermana es muybueno. Estaba tan guapa y tan saludableque todo lo que me cuenta me dejaprofundamente triste y asustado. Pero,madre, usted misma me dice que Rosário havisto un fantasma uruguayo o el alma de undescarnado cualquiera y que ella jura amar

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a esa aparición y dice que hasta quierecasarse. También me dice que se despiertacada madrugada con pesadillas y que hablapoco, que ha adelgazado y que llora mucho.¡Qué triste es ver los estragos que estaguerra causa en el cuerpo y el alma denuestra gente! Yo creo, madre, en lo másprofundo de mi corazón, que es la guerrala que envenena los pensamientos deRosário y que el reposo en un lugaradecuado, las oraciones y la paz le daránuna nueva frescura. Sólo así, cuando estasbatallas acaben, mi hermana podrá vivirfeliz otra vez.

Por todo eso, madre, y por estar yomismo implicado en las decisiones queantes correspondían a mi padre, le digoque su idea es muy acertada. También se lahe comentado a Bento Gonçalves y el tío laha considerado justa. Lo mejor será queRosário vaya a vivir a un sitio alejado dela revolución y cerca de Dios NuestroSeñor, un lugar donde su alma puedarespirar en paz y recuperar el juicio,donde sus ojos no vean fantasmas, ni susueño se vea asaltado por pesadillas ymiedos. Si usted ya tiene en mente unconvento digno de cuidarla como se merece,le pido incluso que lo haga sin tardanza.

Por lo demás, madre, reciba mi cariñolleno de nostalgia y de recuerdos para mishermanas, especialmente a Rosário.

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Su ANTÔNIOViamão , 23 de marzo de 1840

El mes de abril había empezado con lluvias,después de un marzo soleado y cálido. En laEstância da Barra las mujeres esperabanansiosas el éxito de las maniobrasrepublicanas. Sabían, por mediación de algunosinformadores y por las cartas que recibían, queBento Gonçalves y otros jefes preparaban unagran batalla que reuniría a todo sucontingente. Por lo demás, imaginaban lo queestaba por llegar. Tenían miedo, rezaban.Siempre era así: la misma angustia de lanoticia incompleta y el miedo, el miedosiempre, de que llegase un emisario en mitad dela noche. El miedo a la derrota y a la muerte.Y aquella espera que ya duraba cinco años.

Caetana siempre andaba con un rosario en lasmanos, encendía velas para la Virgen, rezabacon sus cuñadas. Si hubiese una victoria, silas maniobras imaginadas por Bento Gonçalvesfuesen fructíferas, quizá la guerra tocaseentonces a su fin. Quería creer en eso. En elregreso de la paz. En el reencuentro con sushijos, con su marido. Los últimos días habíansido tristes con la preparación del viaje deRosário, sus escasas maletas, los llantos deMaria Manuela que no se resignaba a ver a suhija mayor en aquel estado. El fin de la guerrasería una bendición para todas, para el

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Continente, que ya no soportaba absorber mássangre, albergar a tantos muertos bajo susuelo.

Caetana encendió una vela y se santiguó.Desde el fondo del pasillo llegaba el lloriqueopueril de su nieta. Caetana sonrió con cariño.Estaba arrodillada cuando doña Antônia entró:

—Perdona, no sabía que estabas rezandoahora, a media mañana.

Caetana sonrió:—La gracia que pido se merece todas las

oraciones, cuñada. Y este oratorio es mi sitio,como lo es la guerra para Bento.

Doña Antônia la tocó en el hombro. Tenía lamano caliente.

—El sitio de Bento debería estar aquí, cercade nosotras. —Suspiró y recordó lo que habíaido a decir—: La madre superiora ya ha llegado.Ha venido a buscar a Rosário.

Caetana se levantó y juntas se dirigieron ala sala. Por las ventanas entraba la claridadsin brillo de aquel día lluvioso y un airefresco casi cortante, invernal. Maria Manuela ydoña Ana estaban sentadas delante de la hermanaLúcia y hablaban en voz baja. Maria Manuelatenía la cara congestionada. Tenía miedo de quesu hija, lejos de sus cuidados, empeorasetodavía más. La madre superiora desplegó unasonrisa amigable y plácida.

—Su hija estará bien con nosotras. En lacasa de Dios, Maria Manuela, las almas sólohallan la paz.

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Doña Ana asintió. Beata entró en la salallevando una bandeja con té. La monja aceptóuna taza y dio un pequeño sorbo.

—En cuanto la guerra acabe, madre, en cuantopodamos regresar a Pelotas, mandaré buscar aRosário.

—Puede quedarse con nosotras el tiempo quesea necesario —dijo la madre superiora—. Lasvisitas son semanales, pero les aconsejo que alprincipio esté con nosotras sin recibirvisitas. Necesita sosiego y soledad. Dios laprotegerá.

Maria Manuela asintió.Caetana y doña Antônia tomaron asiento en un

sofá.—¿Cómo están las cosas en Camaquã tras la

llegada de los imperiales? —preguntó doñaAntônia—. ¿El convento está en los alrededores,no?

—Dios no es imperial ni republicano, doñaAntônia, sino que cuida de todos sus hijos. Delas cosas que suceden en la villa de Camaquãpoco sabemos, pero en nuestra casa la pazpersevera. Quédese tranquila, señora, no haylugar mejor para su sobrina.

—Es una chica muy delicada.—Sabremos cuidar de Rosário —aseguró la

monja.Maria Manuela se levantó.—Rosário está ahí dentro, con sus hermanas y

Perpétua. Voy a buscarla, que usted ya debe deir con retraso.

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—Es un viaje muy largo, hija mía. Y estascarreteras no son de nadie.

Maria Manuela desapareció en el interior dela casa. Volvió unos minutos más tarde con losojos irritados. Traía a Rosário de la mano.

Rosário llevaba un vestido oscuro y un chalque le ceñía los hombros. Su melena, muy rubia,cayéndole por la espalda, le daba un aire defragilidad y dulzura. Miró fijamente a la madresuperiora con sus grandes y húmedos ojosazules.

—Madre...La monja se levantó y abrazó suavemente a la

chica. Rosário sintió su olor a jabón eincienso.

—No tengas miedo de venir conmigo, hija mía.Dios te está esperando y te reconfortará.

Rosário miró a su madre y sonriótímidamente.

—No tengo miedo, pero ¿Steban sabrá dóndeencontrarme? El convento está muy lejos deaquí.

La monja bajó la mirada. Maria Manuela sesecó una lágrima. Doña Ana se acercó a susobrina y la cogió suavemente por los hombros.

—Venga, niña. No te preocupes por nada.Steban te encontrará, estoy segura.

Rosário sonrió agradecida. Manuela apareciócon la maleta de su hermana.

—Deja la maleta en el porche, Manuela. ZéPedra acomodará todas las cosas en la carreta —dijo doña Antônia.

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La madre superiora se despidió de las treshermanas de Bento Gonçalves. Por últimoestrechó levemente las manos de Caetana.

—Ten fe, hija. Esta guerra se acabaráenseguida.

Caetana sonrió.Fueron al porche. Caía una lluvia fina. El

campo húmedo parecía triste. Rosário echó unúltimo vistazo a la casa. Sintió una opresiónen el pecho, y un alivio, una bocanada desatisfacción.

—Hace cinco años que estoy aquí... —dijo envoz baja—. Y parece que llegué ayer.

Maria Manuela la abrazó con fuerzaconteniendo las lágrimas. Perpétua y Marianatambién salieron al porche para despedirse. Fuetodo muy rápido. La madre superiora cogió lamano pálida de Rosário y la condujo hasta lacarreta, donde un indio charrúa la esperaba,acomodado en el asiento del conductor.

—Vamos, hija mía. Tenemos mucho camino pordelante.

Rosário subió al vehículo y la monja sesentó a su lado. El indio charrúa hizo unchasquido con la lengua y la pareja de caballosempezó a trotar lentamente. Rosário todavíalanzó una última y discreta mirada a la ventanade uno de los lados del caserón. La ventana deldespacho. Creyó ver la silueta de Stebanescondido detrás de los visillos de encaje.Suspiró aliviada. «Ya sabe adonde voy.»

Maria Manuela se quedó llorando apostada en

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el porche, amparada en el abrazo de doña Ana. Yla lluvia siguió cayendo, doliente, del cielo.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 4 de junio de 1900

Rosário partió de la Estância aquellamañana de otoño, pero, en realidad, eracomo si ya se hubiese ido hacía muchotiempo, desde que se había sumergido en sutúnel de silencios, desde que habíaencontrado aquel amor de otro mundo. Erami hermana y, sin embargo, supe muy pocode ella, bien poco. Habíamos crecidojuntas, jugado con las mismas muñecas y,tantas veces, soñado sueños de amoridénticos. Pero habíamos sido talladas dediferentes materias y nos fue imposiblesalvar esa diferencia. Bajo el techo de lamisma casa, durante aquella guerra,nuestras vidas se distanciaron hasta laencrucijada final: ella partió rumbo alsilencio que debía recomponer el frágilequilibrio de su alma, yo permanecí en laEstância, a merced de aquellos días deincertídumbre, viviendo del mismo amor ysufriendo idénticas angustias hasta el finde la revolución.

Nunca más la vi.Todavía hoy la recuerdo con su vestido

de viaje, la melena suelta, mirándonos con

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sus ojos azules oscurecidos por el adiós.Todavía hoy recuerdo el movimiento de sufalda cuando subió a la carreta que lallevaría fuera de casa, y la calma huecacon la que se resignó a aquel destino, unacalma solamente digna de un espírituperdido en un laberinto de miedos.

Rosário murió en el convento el últimoaño de la revolución. No pude ir avisitarla, tampoco comparecí a suentierro. Mi madre estuvo con ella unascuantas veces y siempre volvía con losojos empañados, silenciosa y triste.Estaba convencida de que su hija habíatomado un camino sin retorno y de que cadadía se hacía más inalcanzable y etérea.

Para las mujeres de la pampa nada es másincomprensible que lo que no se puedetocar o medir y todo lo que es volátilasusta y desorienta. La enfermedad de mihermana, por tanto, fue el último castigoque mi madre pudo soportar. Aquel gusanoinvisible, casi mágico, envenenaba a suhija mayor, diligentemente, más y más, díatras día.

Doña Antônia dijo que Rosário habíaenloquecido de soledad, que algunasmujeres, incluso las riograndenses, notenían ánimos para la espera y que losaños las corroían hasta que la eternidadponía fin a su dolor. También dijo quehabía sido necesario sacarla de casa, pues

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la locura, como la gripe, era contagiosa.Quizá doña Antônia no esperase la muertede su sobrina, quizás imaginase que ladistancia y las novenas del convento ladevolverían a la vida normal, no sé...

No hablamos nunca más de Rosário y,después de la guerra, vi pocas veces a latía. Se encerró en la Estância do Brejo yallí se quedó. De ella heredé aquellamirada profunda que aprendí a imitar afuerza de sobrevivir también yo a misfantasmas, de ella heredé aquellaserenidad calculadora cuando todos estabanal borde de la desesperación, serenidad ala que me agarré muchas veces cuandoestuve a punto de ahogarme en mi propiadesilusión, como un náufrago en un marrevuelto que sólo tiene una tabla en laque apoyar su fe.

De Rosário, mi hermana mayor, pocoquedó. Recuerdo que siempre fue muy guapa,de una belleza cremosa y dorada, casifrágil, y que anhelaba vivir en la Corte.La pobre Rosário falleció con la Repúblicaque ella misma tantas veces reprobó.

¡Pero esos recuerdos, ay, se adelantan atantas cosas...! Cuando Rosário nos dejó,rumbo al convento, aquel abril de 1840, laguerra aún estaba en la mitad.

Mi pelo empezaba a crecer lentamenteotra vez, como crecían en mi corazón lanostalgia de Giuseppe y la esperanza de

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que me enviase una carta, cualquier señal,un gesto que aportase brillo a mis días.Anita, la mujer que él había elegido paracompartir la guerra y su vida en elContinente, después de haber sidocapturada por los imperiales consiguióhuir y se reencontró con él. CuandoManuel, el capataz, que había vuelto de unviaje reciente a Viamão , acabó de narraresa hazaña, mi alma se llenó desentimientos contradictorios. Yo habíadeseado que muriese, había deseadoescuchar la narración de su muerte condetalles escabrosos para poder dar mi amory mi consuelo a Giuseppe; y él entonceshabría vuelto a mí, arrepentido de laaventura, con la seguridad de queestábamos realmente unidos por el amor ypor el destino. Pero Anita aún no se habíaencontrado con la muerte —encuentro que notardaría en producirse, y que para mí fueun cargo de conciencia—, sino que estabade vuelta en los brazos de Giuseppe yembarazada.

Esta noticia me hirió como una lanza yme fui corriendo a mi habitación. Poco másme interesaba de aquella desgraciadaguerra... Cogí mis cuadernos de recuerdosy rompí muchas páginas de mi diario. Ya notenía más pelo que cortarme, sólo estasmuñecas finas, de sangre y savia, que decasi nada valían y que no osé profanar...

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La semilla de Giuseppe se perpétuaba enotro vientre. Y yo, ¿qué tenía suyo? Unpuñado de escritos y media docena decuadernos repletos de sueños ydivagaciones en los que su nombre semultiplicaba en líneas y páginas...Recuerdo que era una tarde de otoño,soleada, a pesar de mi dolor, y recuerdoque fui hasta la cocina, donde las negrastrabajaban bajo la supervisión de Rosa.Delante de los fogones arranqué páginas ypáginas de un cuaderno y las vi arder bajolas llamas con los ojos inundados delágrimas.

—Quémate, desgraciado —fue lo que dije.¿A quién se refiere una muchacha loca deamor cuando habla así? ¿A Giuseppe o alamor que me enfermaba, que me encadenaba aél? ¿Al pasado, con sus esperanzas,errores y desilusiones?

Mariana acudió al oír los gritos deasombro de Rosa. Mariana, que hacía pocohabía visto cómo recluían en un convento aRosário, me cogió entonces de los brazos,con cariño, y con una voz suave me pidióque le diese los cuadernos, que losapartase del fuego.

—Un día querrás leerlos, Manuela. Estoscuadernos son tu vida en esta Estância.

—Nunca más.—Entonces, dámelos a mí, por favor.Y se llevó mis cuadernos. Después volvió

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a la cocina. Yo estaba de pie al lado delfuego sin saber qué hacer. Miré fijamentea mi hermana:

—Giuseppe va a tener un hijo.Ella sonrió con tristeza. Me cogió la

mano.—Vamos adentro. Un día, cuando tú

quieras y esta pena se te haya pasado, tedevolveré los cuadernos. Deja que Giuseppetenga a su hijo.

La pena resecó mi corazón, pero, alfinal, se serenó sin alborozos. Un tiempodespués empecé a escribir de nuevo porqueya no podía soportar los días sin vertermis pensamientos sobre el papel, y lassilenciosas tardes en la Estância mepedían la compañía de las palabras.

Cuando la guerra acabó, Mariana meentregó una caja de madera. Dentro estabanmis viejos cuadernos. Leyéndolos ha sidocomo he llegado hasta aquí. Después detodo aquello, ha pasado mucho tiempo,murió mucha gente, murieron casi todos...Me quedé yo, como un fantasma, para narraruna historia de héroes, muerte y amor enuna tierra que siempre vivió de héroes,muerte y amor. En una tierra de silenciosdonde el brillo de las dagas centelleabaen las noches de hogueras. Donde lasmujeres tejían sus telas como quien tejesu propia vida.

¡Ay! Pero para llegar hasta aquí pasó

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mucho tiempo, demasiado... Duranteaquellos días, mi pelo todavía crecía. Enaquel tiempo aún teníamos muchos sueños.

MANUELA

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Capítulo 18

Habían salido de Viamão el día 22 de abril ymarchado durante dos días enteros, sin comer nibeber. Bento Gonçalves lideraba a más de dosmil hombres bajo una fina lluvia. Canabarro,Lucas de Oliveira y Corte Real marchaban juntoa él. Había cuatro batallones de infantería,artillería, caballería y una compañía demarineros comandados por Giuseppe Garibaldi.Por donde pasaban sólo veían tierrasabandonadas, Estâncias saqueadas y desilusión.Los hombres iban cabizbajos, desfallecidos porel hambre, pensando en aquella batalla quedebería ser la decisiva. Sería el mayorencuentro de tropas de toda la historia de RioGrande do Sul.

Cruzaron el río Caí una noche sin estrellas.No encontraron muchas dificultades por parte delas tropas imperiales, sólo un pequeñodestacamento que rápidamente fue dispersado.Acamparon en la colina Fortaleza. BentoGonçalves mandó a un mensajero para que avisasea Netto de que habían cruzado el Caí. Elmomento de la unión de las tropas se acercaba.

Se encontraron el último día de aquel mes deabril. Netto atravesó el Caí con dos milquinientos soldados. De todas partes llegaban

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refuerzos: hombres a caballo, la lanza enristre, el pañuelo rojo al cuello, y hombres apie, descalzos, con los ponchos hechos jirones,pero con las mismas ganas de luchar junto a susgenerales. Las dagas brillaban a la luz de lashogueras. Hubo risas y abrazos de reencuentros.Hubo fiesta, habían conducido bueyes para matarel hambre del ejército. Mientras, en la tiendade Bento Gonçalves, se reunían todos los jefesfarroupilhas. Lucas de Oliveira, Corte Real, JoãoAntônio, Netto, Teixeira, Canabarro, Crescendo,todos estaban allí.

La llanura amaneció atestada bajo un tímidosol que intentaba disipar el frío de lamadrugada otoñal. Eran seis mil hombresreunidos, los ojos se perdían en lacontemplación de todo aquel ejército. Unaenergía latente flotaba en el aire, sobre lascabezas de todos, como un gran pájaro con lasalas abiertas.

Bento Gonçalves se levantó con la aurora.Había dormido mal, sus pulmones estabandébiles, pero se despertó con una raradisposición. Era un día especial para laRepública. Cuando se estaba poniendo las botas,João Congo entró en la tienda con el mate.

—Congo, di a Joaquim que reúna a todos losjefes aquí.

João Congo salió rápidamente.Al poco estaban todos allí. Garibaldi fue el

último en llegar. Pidió disculpas, Anita habíapasado una mala noche.

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—La guerra no es lugar para una mujer apunto de dar a luz —dijo Bento Gonçalves sin elmás mínimo atisbo de emoción.

Garibaldi sostuvo su mirada. Sólo se habíanmirado así una vez, hacía tiempo, en elastillero. Garibaldi se acordó de Manuela.Ahora el general gaucho ya no tenía poderalguno sobre su vida.

—Anita prefiere estar al mio lado, general, aestar en cualquier otra parte de questo RioGrande.

Bento Gonçalves desplegó una sonrisa decomprensión. El italiano tenía fuego en lamirada.

—Sabemos que Anita es una mujer valiente,capitán. Ahora vamos a lo que importa —dijoBento recorriendo con los ojos a todos los allíreunidos—. Los imperiales están cerca del ríoTaquari, a pocas leguas de nuestro campamento.Hemos conseguido agruparnos delante de susnarices, pero ya saben dónde estamos. —Hizo unapausa—. Pero eso no sirve de nada, porque vamosa atacarlos mañana, al amanecer.

—Manuel Jorge tiene el doble de infanteríaque nosotros y una artillería muy fuerte —dijoCorte Real.

—Tienes razón, pero nosotros atacaremosantes y estamos mejor posicionados. Vamos aganar esta guerra de una vez por todas.

Caetano anduvo unos metros y se acomodó

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debajo de un árbol. La noche se infiltraba enel campamento, lentamente. La luz ámbar delotoño iba extinguiéndose, emitiendo sus últimosreflejos sobre la tela desteñida de lastiendas. Los hombres se desplazaban a su propioritmo, cadencioso, con el rostro curtido por elsol y la intemperie, con las manos encallecidasy una barba de muchos días, a caballo. Indios,mestizos, castellanos, riograndenses y negros,todos formando un único cuerpo, un cuerpo vivoy palpitante, lleno de rabia acumulada, como unanimal al acecho que espera el momento deatacar.

Las primeras hogueras empezaban aencenderse. Caetano sintió el frío bajar delcielo y se encogió un poco más bajo su ponchode lana. Sus ojos estaban empapados de todoaquello. Quería hartarse de aquella escena,bañarse en la energía que sentía vibrar bajo lahierba, que subía por las patas de loscaballos, que exhalaba de las hogueras como unaespecie de luz misteriosa.

—Es la guerra... y también tiene su brillo.La voz de Joaquim surgió de la nada. Su

hermano estaba de pie más o menos a un metrocon una extraña sonrisa en su apuestosemblante.

—Hay mucha grandeza en todo esto, Quincas,algo que nunca había visto antes.

Siento un hormigueo por el cuerpo. Unaexcitación.

—Mañana, después de la batalla, no existirá

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toda esta belleza. Será un feo enfrentamiento.La guerra es dura... —dijo y miró alrededor delcampamento. Un olor a carne asada lo asaltó derepente y descubrió que estaba hambriento—.Nuestro padre quiere hablar contigo, está allí,en su tienda, con Bentinho.

—De acuerdo.Caetano fue a la tienda de Bento Gonçalves.Joaquim miró al suelo. Al día siguiente, el

brillo de los ojos de Caetano se empañaría conlas primeras nubes. Era imposible pasar inmuneante el horror de la guerra. Y Caetano sólotenía dieciocho años, pero en la pampa a esaedad se era un hombre hecho y derecho.

Joaquim oyó los tambores que venían delcampamento. Eran los Lanceros Negrospreparándose para el combate del día siguiente.Seguro que Netto estaría entre ellos. Se quedópensando cómo un único hombre podría tenertantas facetas como el general Antônio de SouzaNetto. Algunas personas nacían con un donespecial, ésa era la verdad, con una fuerza quearrastraba multitudes tras de sí. Como Netto,como su padre.

A las ocho y doce minutos del día 3 de mayode 1840 empezó la batalla. Los imperialeshabían decidido alejarse disimuladamenteprotegidos por el río Taquari; ya había pasadola mitad de la caballería cuando BentoGonçalves atacó al frente de las tropas con un

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brillo seco en sus ojos negros, como unaestrella. Netto capitaneaba el ala derecha yCanabarro la izquierda.

El clarín retumbó en el cielo y la masahumana avanzó con un único paso. Empezó elcombate. Los caballos imperiales, en el agua,se empujaban, se alborotaban. Retrocedieron.Las tropas republicanas avanzaron, se rompió laformación, los flancos quedaron desprotegidos.Caetano, montado en su zaino negro, recibióórdenes de su padre: tenía que quedarse pegadoa Bentinho, tenía que seguirlo como fuera.Bentinho atacaba, arremetió con su lanza enristre y clavó la hoja en el costado de uninfante imperial. Caetano también levantó sulanza. Estaba a la orilla del río. Allí eradifícil dominar el caballo, el suelo arenosoresbalaba, dificultaba los movimientos. Unsoldado imperial galopó en su dirección. Gritó.Caetano gritó también, gritó por la República,avanzó como pudo. Las lanzas chocaron, un ruidode metales rechinó. Las miradas se cruzaronllenas de una determinación semejante al odio.Caetano sintió la bilis en su boca. La lanzaimperial ejecutó una danza en el aire. Elhierro era frío, duro y cruel cuando penetró ensu cuerpo. Un velo nebuloso bajó de susretinas. La cara de su madre, bordando en elporche de la Estância de doña Ana, fue loúltimo que recordó cuando cayó.

Las tropas imperiales empezaron a retirarse.El terreno ya no favorecía el avance

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republicano, pero no había otra salida. O todoo nada. Los hombres querían luchar, ya no eraposible dar marcha atrás a todo el engranaje enmovimiento. Giuseppe Garibaldi estaba al frentede sus soldados. Quería atacar. Netto queríaatacar. Había que arriesgarse. Bento Gonçalvesordenó la retirada. Los republicanos recogían asus heridos, los imperiales realizaban la mismamaniobra. Los dos inmensos ejércitos estabanfrente a frente sin enfrentarse.

Caetano no murió. Estaba en el campamento.Abrió los ojos y vio a Joaquim, con su miradadulce, sus manos hábiles.

La herida era profunda y la fiebre resecabasu boca.

—Te pondrás bien, hermano, pero una lanza teha atravesado las costillas. La herida es muyprofunda; sin embargo, por suerte no te hatocado el pulmón. —Caetano intentó hablar—.¡Calla, no te muevas! Cuando te pongas bien selo agradeces a Bentinho. Él te recogió del río.

Joaquim se levantó y se lavó las manos en uncubo. Salió afuera. Los hombres estabanreunidos en consejo. El comandante de lastropas imperiales, Manuel Jorge, quería evitarla batalla y cruzar el río Taquari con todossus hombres. Y Greenfell, con sus barcos, daríacobertura a la retirada de sus tropas.

—La cuestión es impedirles el movimiento.Vamos a mandar un destacamento para vigilarlos,

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no hay que quitarles la vista de encima. Mañanaatacaremos.

La noche cayó otra vez sobre la pampa. Unaoscuridad fría cubrió el campamento. A loshombres les faltaba agua y comida. Se oía elsonido triste de una guitarra que lamentabaaquella espera. En su pequeña tienda, Caetanoardía de fiebre.

Al amanecer un mensajero les llevó lanoticia: el ejército imperial habíadesaparecido durante la noche. Siete milhombres se habían esfumado como en un sueño.Como una pesadilla. Bento Gonçalves tiró lejosel mate.

—¡Malditos! ¡No os escaparéis!La segunda brigada de infantería inició el

ataque, pero la superioridad numérica de losimperiales los obligó a retroceder. La Marinaimperial disparó con cañones. La artilleríarepublicana y los hombres de Giuseppe tambiénatacaron. El combate fue encarnizado yterrible. Los cuerpos se desplomaban en elsuelo, en el agua. En la parte más densa, dondehabía bosque, retumbaban los gritos y lostiros. Los árboles eran arrasados por el avancefurioso de las tropas. Las aguas del Taquariarrastraron los cuerpos de los soldadosmuertos, y un tono rojizo de sangre tiñó elrío.

El fuego cerrado continuó; pero, aun así,los imperiales lograron forzar el paso delTaquari y avanzar. Los republicanos lucharon

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con garra, con el alma, pero fue imposiblecontener el paso de los imperiales. Y al final,el día se desvaneció.

Al amanecer contaron los muertos. Más dequinientos. Bento Gonçalves tenía la caracontraída, respiraba con dificultad, no sabíaseguro si de ira o si era la nueva sorpresa queel cuerpo le iba anunciando. Sabía que no habíadormido en toda la noche, que lo había apostadotodo a un fracaso, que hacía un momento susmanos habían temblado hasta el punto de nopoder sujetar el mate, que no había habidovictoria, que los imperiales también habíantenido muertos y heridos. Pero eso no era unconsuelo. A lo lejos, Netto se liaba uncigarrillo. Tenía la boca contraída,agarrotada. Deberían haber vencido. Deberíanhaberlo hecho. Estaba escrito en algún sitio,pero ¿dónde?

Dos días después, las tropas recogieron elcampamento. Había que regresar, regresar conlas manos vacías. Retomar el cerco a PortoAlegre. Regresar a Viamão.

Giuseppe Garibaldi ayudaba a Anita a subir ala carreta. Estaba cansado y flaco, con hambre.La parte de su escasa ración se la había dado asu mujer, que tenía que comer mejor. El partose acercaba. Garibaldi pensaba en la batalla.Sentía algo ambiguo hacia Bento Gonçalves... Nosabía definir ese sentimiento. Bento Gonçalves

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era un gran general, un hombre íntegro y justo,pero no tenía suerte.

—Es necesaria la fortuna para ganar unaguerra.

—¿Has dicho algo?La voz de Anita parecía dulce y cansada.—Niente. Scusa, estaba pensando en voz alta. —Se

quedó unos segundos en silencio—. Espera un po'.Voy a resolver un asunto.

Garibaldi se alejó de la carreta. Tenía unacarta en el bolsillo del pantalón. La cartaquemaba su piel como una brasa. Aún se acordabade sus ojos, de sus ojos de bosque. Pero habíaencontrado a Anita. Y la vida no vuelve atrás.

Joaquim estaba ayudando a Caetano a subirseal caballo. La fiebre ya había pasado, perotodavía estaba pálido y flaco. El viaje hastaViamão iba a ser duro. Giuseppe Garibaldi seacercó.

—Scusa, io podría hablar con usted?Joaquim miró al italiano. Iba mal vestido,

estaba cansado, flaco. Él tampoco estaba enbuena forma, tenía el poncho hecho jirones yestaba manchado de sangre. Joaquim sonrió.

—¿Le ocurre algo a su mujer? ¿Ya ha llegadoel momento?

—No, Anita está bene. Io quiero pedirle unacosa. —Sacó la carta del bolsillo. El nombre deManuela estaba escrito con letras grandes en elsobre pardo—. Io sé que usted la ama. Por eso lepido questa gentileza. Es una carta de addio paraManuela... Io le debo questo.

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—Comprendo.Garibaldi entregó la carta a Joaquim.—Io amé a Manuela... Pero adesso la vida me

trajo otra mujer. Una que me puede acompañarpor questo mondo. Ma io la amé. Adesso, le deseo quesea feliz con Manuela. La ragazza merece unhombre bueno.

—¿Y usted quiere decirme que ese hombrebueno soy yo?

Garibaldi posó su mirada sobre el jovenoficial. Una fuerza emanaba del italiano, quedesplegó una sutil sonrisa.

—Questo es usted quien lo sabe. Io sólo lepido el favor de que le envíe esta carta juntocon las que va a enviar a su casa.

Joaquim dobló la carta y la guardó en elbolsillo de su dolmán. Se volvió a Caetano y lepreguntó si quería una manta, un mate.Garibaldi tenía los ojos húmedos, pero no erael viento frío lo que le hacía llorar. Sedirigió hacia donde estaba Anita. Un peso másceñía su corazón en aquella mañana nublada ytriste del regreso.

Los caballos avanzaban por el camino,lentamente. Eran pocos. La mayoría de loshombres iban a pie, acurrucados bajo susponchos para protegerse del viento frío. Elinvierno llegó sin avisar, gélido, pero elcielo era un manto de estrellas. La Cruz del

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Sur brillaba sobre la cabeza de Joaquim,brillaba como una joya sobre terciopelo negro.

Llevaba la carta guardada en el bolsillo deldolmán, junto con otra, que pretendía enviar asu madre en cuanto llegasen a Viamão. En lacarta de la madre hablaba de Caetano, que habíaresultado herido pero que estaba bien, quehabía mejorado, que la fiebre ya estababajando. Cuando llegasen a la ciudad, dondehabía más medios y podría tener una cama consábanas limpias, estaba seguro de que Caetanose pondría bien. Estaría preparado para unanueva batalla. Y otra más, y otra. La guerraparecía no acabar nunca. Habían conseguido muypoco, la República estaba otra vez en uncallejón sin salida, sin puerto, sin horizonte.

Joaquim acariciaba el bulto de su bolsillo.Se había olvidado de la República y de susderrotas. Manuela era lo más importante. Yaquella carta que el italiano le habíaentregado... Maldito. La sinceridad delitaliano lo irritó. Pensó muchas veces en tirarla carta. Manuela estaría esperando siempre unapalabra, una explicación, un consuelo y sólotendría silencio. Quizá fuera lo mejor. Elitaliano no volvería y Manuela acabaríaolvidándose de todo aquello. Lo odió por teneraquella valentía que lo empujaba a enviar lacarta a su prima. Era un adiós, lo sabía. Pero¿qué palabras habría escrito Garibaldi, quéesperanzas habría sembrado en aquellas páginas,qué promesas le habría hecho a Manuela? El amor

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podía ser como un vendaval en el alma de unamujer; quizás un puñado de palabras escritas enuna hoja de papel no fuese suficiente paradisuadir a la férrea Manuela de esperar alitaliano, de esperarlo para siempre, como unaPenélope que espera a su Ulises.

Giuseppe Garibaldi le había dado aquellacarta porque lo conocía. Todos los médicos dela tropa eran conocidos por su nombre. Salvabanpocas vidas debido a la penuria, a la falta demedicinas, a la lluvia y al frío, pero eranpersonas respetadas. Garibaldi había confiadoen él al entregarle aquel sobre. Y Joaquimharía justicia a la confianza depositada,aunque una parte de él sentía vergüenza por noser tan honesto, por ser incluso tan inocente.Cualquier otra persona, en su lugar, tiraría lacarta en el primer barranco o quemaría el sobresin pensárselo dos veces, menos él.

Él no.Fue siguiendo a la tropa. El caballo iba al

trote, poco a poco, por el camino iluminado porla luna. Los hombres avanzaban en silencio,hambrientos. Joaquim pensó en la mujer que ibadetrás, en la carreta, con un hijo en susentrañas. Enviaría la carta. Garibaldi iba aser padre. Y, un día, cuando llegase elmomento, cuando la revolución acabase, él secasaría con Manuela y todo volvería a ser comoantes, como había soñado cuando era unchiquillo.

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Doña Antônia se colocó mejor el chal delana. Un frío subía por sus piernas, nacía enla planta de sus pies, a pesar de los botines ylos calcetines, e iba avanzando por todo sucuerpo y concentrándose en su pecho, haciendoque le doliera la espalda cada vez queintentaba llenar de aire los pulmones. Miróhacia fuera y vio el viento barriendo el campo,sacudiendo las hojas del mango, espantando alos chuchos que correteaban por el patio. Lasnegras trabajaban en la cocina: un olor a sopaflotaba en el aire, como un consuelo. DoñaAntônia atravesó el pasillo vacío sintiendoaquel dolor en el pecho, aquella angustia queera más que una molestia, era un malestar, unaviso. El viento zumbaba.

La mecedora chirrió bajo su cuerpo cuando sesentó y se tapó las piernas con una colcha delana. Hacía días que se sentía como una vieja.Echó cuentas. Iba a cumplir cincuenta y cuatroaños. Su madre había muerto cerca de lossetenta, callada, como ella misma moriría algúndía, quizás una tarde primaveral donde el cieloazul brillase en la pampa. ¡Que Dios la librasede morir un día de ventisca, cuando todas lascosas del mundo parecen emitir una cantinelatriste, cuando las hojas vuelan por el campocomo fantasmas sin rumbo! La verdad es que sehabía despertado con el corazón encogido, yaquel viento... Había soñado con su hermano. Unsueño desagradable, teñido de sangre, oscuridad

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y angustia. Sintió que la fiebre le lamía elcuerpo como un perro misterioso y un escalofríole recorrió el cuerpo, le erizó el pelo de lanuca, le heló el corazón. No quería quedarsesola en la Estância, con las negras, losbraceros, aquel viento maldito y aquellossueños que atenazaban sus noches.

Tocó la campanilla.Una mulata menuda entró en la sala.—Manda llamar a Nettinho —dijo doña Antônia,

que se asombró de la debilidad de su voz—.Quiero ir a casa de doña Ana. Estoy enferma.

—¿Quiere una medicina? ¿Le preparo un téfuerte?

—No, niña. Sólo quiero la carreta preparadaenseguida y una manta, estoy congelada pordentro.

Zé Pedra abrió la cancilla al reconocer lacarreta. Nettinho saludó, enrollado en suponcho. El cielo gris se derramaba por doquiery parecía morirse en el río Camaquã,pesadamente, como si quisiese ahogarse en susaguas. La carreta subió el pequeño camino. Unperro la siguió ladrando, aullando.

La puerta se abrió y la cara de doña Rosaapareció por una rendija. La casa blanca era unbloque sólido en mitad del campo raso, unrefugio. Doña Ana apareció en el porcheenvuelta en una pesada manta, con el pelosuelto y vestida con ropa casera de lana.

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Nettinho ayudó a su patrona a bajar de lacarreta.

—¿Qué te trae por aquí, hermana? Creía quehoy no vendrías con este frío —dijo y observóla cara pálida de doña Antônia—. ¿Ha pasadoalgo?

Doña Antônia desplegó una sonrisa cansada.—Estoy enferma, con fiebre. Debe de ser una

gripe muy fuerte, tengo un malestar en elpecho. —Suspiró—. ¡Y este viento diabólico! Meentra por los oídos como un lamento... No hequerido quedarme sola en la Estância.

—Has hecho bien. —Doña Ana cogió a suhermana mayor del brazo—. Hemos comido hacepoco. Voy a mandar que preparen algo para ti.

Dentro de la casa, el fuego ardía en elhogar. Doña Antônia se sentó en un sillón,movió sus pies helados, se puso la manta sobreel cuerpo.

—Te encuentro abatida, Antônia.—He pasado una noche de perros. He soñado

con Bento, una pesadilla. No puedo quitármelode la cabeza.

Doña Ana se sentó al lado de su hermana.—La guerra no va bien, Antônia. Joaquim

mandó una carta, Pedro también. Rio Pardo hasido un fracaso.

—Se está alargando demasiado. Mi ganado seha reducido a la mitad. Si esta guerra duramucho más no sé qué va a pasar. —Tosió. Eldolor del pecho la azotó como un látigo—. Perohoy no quiero hablar de eso, que estoy más con

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un pie allí que aquí.—¡Dios nos libre, Antônia!Doña Rosa entró en la sala con una bandeja.—Le he traído un caldo de gallina, doña

Antônia. Está muy calentito. Le sentará bien.Doña Antônia dio las gracias. El fuego

crepitaba en el hogar y exhalaba un agradablearoma a pino. Doña Antônia recordó la cara quehabía visto en sueños. Cadavérica, pálida,barbuda. La cara de su hermano, de su hermanocansado, triste, sufrido, derrotado, la cara desu hermano presidente. Extravió la mirada en elfuego. Intentó tranquilizar su alma. Un día,Bento volvería a casa y lo empezarían todo denuevo, desde el punto exacto donde habíandejado de vivir.

Manuela guardó la carta en el corpiño de suvestido. Se envolvió en el chal otra vez y nodijo una palabra. Caetana, que le había dado elsobre que había llegado junto con lacorrespondencia de la casa, tampoco le preguntónada. Todavía tenía una carta para entregar aPerpétua, una carta de Inácio. Caetana salió dela habitación con su paso firme, erguida yelegante como si anduviese por una sala debaile, y dejó a Manuela con sus fantasmas.

Manuela fue a su cuarto, que estaba vacío.Agradeció que Mariana hubiese ido hasta laEstância do Brejo a buscar algunas pertenenciasde doña Antônia con Zé Pedra. Necesitaba estar

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sola. La carta era como una brasa en sus manos.La dejó encima de la cama y se quedó mirándolaun rato, con el corazón latiéndole fuerte y unnudo en la boca del estómago. Aquel trozo depapel podría cambiar su vida.

—¡Dios mío, Dios mío!Él le había escrito. Después de tanto

tiempo... Más de un año. Un largo año en quehabía esperado una palabra, cualquier noticia.Un largo año en el que había contado minutos,días y meses, y que se había arrastrado con elpeso de un siglo entero. Y ahora aquella carta,con sus misterios y esperanzas, con sussecretos y verdades, venida vete a saber de quécampo de batalla, de qué pueblo, de qué puntode aquel Continente sin fin. Levantó la vistay, sin querer, se miró en el espejo deltocador. Se asombró de su propia palidez y delbrillo angustioso que emitían sus retinas. Supelo crecía rápido, ya le llegaba a la alturade los hombros, pero seguía poniéndose unatrenza postiza. Nunca nadie había sospechadonada. Sólo doña Antônia y Mariana, con quiencompartía la habitación, sabían que lo habíahecho por amor. Y por Giuseppe haría mucho más.

Abrió el sobre manchado y sucio. Con losdedos temblorosos sacó la hoja blanca, a salvodel viaje, de las manos de los mensajeros, delbarro, de la sangre y el sudor. Las letrasgrandes de Giuseppe surgieron. Sus ojos sellenaron de lágrimas.

Cuando empezó a leer era como si la voz

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cálida y melodiosa de Garibaldi le estuviesesusurrando al oído. Era como el ruido de lasolas que nunca había visto, pero que imaginabaparecido a la risa de Giuseppe.

Carina Manuela:Hace molto tempo que deseo escribirte,

pero questa guerra ha sido dura y difficile, ydebido a questo, el tiempo pasa sin que tediga las palabras que necesito decirte,Manuela. Siempre recuerdo con muchanostalgia ese lugar querido y a ti, queembelleciste mis días como ninguna otradama lo ha sabido hacer. A tu lado, io fuifelice, y compartí un amor puro quetranquilizó mucho mi alma. Pero la vida,las exigencias superiores y el destino mellevaron lejos de ti. La vida, Manuela, nosiempre nos da lo que deseamos, pero nosda otras y nuevas cosas con las queaprendemos a vivir. Questo sucedió conmigo.Y hoy me siento contento, aunque recuerdeaquellos días con una sonrisa llena denostalgia.

Mas io me fui.Y, lejos de esa Estância que te alberga

y te cobija, he conocido cosas y personas.Y he conocido a Anita, que hoy es micompañera y amorosa esposa. Anita, queatraviesa conmigo las batallas y lossufrimientos y que lo ha dejado tutto paraestar al mio lado.

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No te digo esto sin dolor en il miocorazón, Manuela, porque sono un enamoradotuyo para siempre, pero la vida me hatraído una compañera más capaz deseguirme, una que nunca ha conocido lariqueza y la paz de la propiedad y quepuede ir conmigo por questo mondo sin echarde menos ningún rincón. Sé que tú medijiste que seguirías al mio lado per sempre, ysé que decías la veritá. Pero la vida es moltodiversa y no deseé verte infelice al mio lado, entierras distantes de este Continente,pasando por privaciones y trabajos dondetu madre y tus compañeras no estuviesen.La vida al mio lado es molto difficile, Manuela.Soy un hombre en busca y captura en Europay aquí, in questa terra, tampoco tengo nada míoa no ser el valor y el sueño de ver laRepública fuerte, el sueño de ver lalibertad de la gente.

Así pues, he tomado la decisión que mecorrespondía. La vita nos brinda un igual acada uno de nosotros, Manuela, e io encontréil mio. Piensa, per favore, que así es mejor pernoi.

Has de encontrar un hombre que te agradey que sea un igual en tu mundo, un hombreque te entienda y te haga felice, que te déconsuelo y amor. Io sono un hombre diverso, sinhogar. Y non podría hacerte felice comomereces ser. Adesso, te dejo aquí mi afecto,que será tuyo per sempre, Manuela. Y espero

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que un día la vita nos acerque un' altra vez.Y quédate con il mio amore per sempre, pues per

sempre io pensaré en ti como algo bello ydelicado que alegró la mia vita. De un' altromodo, seré sempre tuyo.

Con cariño,GIUSEPPE GARIBALDIViamão , 25 de abril de 1840

Manuela dejó caer la carta. La hoja se posósuavemente en el suelo de madera como unapaloma muerta. Un grito ronco brotó de su pechocomo si le hubiesen abierto una llaga. Manuelase tumbó en la cama y empezó a llorar.

El viento sacudía el mundo en el exteriorcon una insistencia de alma en pena. Empezaba aoscurecer. Las primeras sombras surgieron en lahabitación. Manuela estaba tumbada con los ojoscerrados. Las lágrimas le resbalabansilenciosamente por la cara. Recordó la primeravez que lo vio, de pie frente a la casa,cubierto de polvo por el viaje, el pelo rubioal sol, el brillo que le nació en sus ojoscuando él la miró. Recordó la última vez,cuando él partió con los barcos por el Camaquã,para después llevarlos por tierra hasta el ríoTramandaí. Nunca le había parecido tan guapocomo aquella última vez, con la sonrisa repletade sueños de quien va a ganar grandes batallas.Y él le había prometido que volvería...

Las lágrimas salían directas del corazón,

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eran trozos de su alma que se deshacían sobrela colcha de colores que cubría la cama.Sollozaba fuerte. Deseó con todas sus fuerzasque anocheciese rápidamente y que no amaneciesenunca más, nunca más. Que todo el Continente deSão Pedro do Rio Grande se convirtiese en unaúnica e inmensa oscuridad, en la nada, queengullese para siempre todo aquello, a todosellos, como si jamás hubiese existido nadasobre aquella pampa.

Rosário se levantó junto con las demás. Enla capilla, iluminada por las palmatorias,había un silencio de lugar sagrado. Era unacapilla austera, con bancos de madera rústica,las paredes casi desnudas, con pinturassencillas que representaban el Martirio. En elaltar, un Cristo de ojos tristes, preso en unacruz, derramaba lágrimas de sangre. Las monjasempezaron a salir lentamente, una detrás deotra, todas cabizbajas, humildes en su paz,plenas de recogimiento al caer aquella tardefría y nublada de invierno. Rosário esperó aque las novicias empezasen a retirarse y luegolas siguió. Las vísperas todavía resonaban ensus oídos como una cantinela triste.

Caminó por el pasillo hasta su habitación.Era un cuarto sencillo, con una cama de madera,un pequeño armario y un crucifijo clavado en lapared. Se sentó en la cama. Se soltó la melenadorada, recogida en una trenza muy bien hecha.

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En el convento estaba prohibido llevar el pelosuelto. A Dios parecía no gustarle el másmínimo atisbo de vanidad, eso dijo la madresuperiora.

—Steban... —llamó en voz baja—. Steban, yahe vuelto —repitió sonriendo.

Él la había seguido por los caminos de lapampa hasta el convento. Allí parecía másfeliz, menos pálido y enfermo, entre aquellasparedes gruesas de silencio que olían aincienso, pureza y protección.

Rosário cogió una pequeña Biblia que estabaen la almohada, abrió una página, leyó unfragmento. Esperaba. Steban no siempre aparecíainmediatamente. A veces pasaban horas hasta quesu silueta esbelta, su sonrisa maliciosa y surostro galante aparecían en la penumbra de lapequeña habitación. Pero la madre superiora lehabía enseñado a tener calma. Era necesariotener calma, cultivar el silencio, la paz delespíritu, la serenidad. Debía ser tranquila yserena como la misma pampa.

Rosário se acordó de las muchas horas deangustia que había vivido en la Estância, delos minutos sufridos que se colaban lentamente,fatalmente, por las rendijas del suelo demadera. Las pesadillas y el miedo. Allí, en elconvento, sentía una paz tan grande que inclusohasta podía ser feliz. Y Steban había ido conella. En aquellos pasillos inhóspitos ambos seamaban sin prisa y sin peligro. Por primera vezen muchos años podía sentirse lejos de aquella

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guerra y de todo lo que representaba. Nuncahabía contado a su madre nada sobre Steban,sobre cómo la había encontrado una noche detormenta, allí, en aquella habitaciónminúscula, después de haber recorrido colinas ydescampados detrás de ella. Su madre,seguramente, no habría permitido aquel amorlleno de misterios. Era verdad que Dios notoleraba más misterios que los suyos. Y Stebanle había pedido que guardara el secreto.

Rosário oyó un ruido distante. Casi elladrido de lamento de un perro a lo lejos. Lahabitación estaba inmersa en la cálidaoscuridad de las primeras horas de la noche.Rosário encendió la lámpara. Enseguida lallamarían para cenar, para las oraciones.Siempre había oraciones. Era una buena forma devivir, sin esperar nada, sin nada que desear,sólo aquellos días iguales, compartidos entreoraciones, apartados del mundo exterior y laguerra. Otra vez el ladrido de lamento. Rosáriose levantó con la lámpara en la mano y fuehasta la estrecha ventana que daba a la huertadel convento. Una figura estaba de pie en mitadde aquella noche lúgubre y de ventisca. Parecíaflotar con el viento.

—¡Steban!Rosário se envolvió con su chal negro y se

recogió el pelo. Tenía muy poco tiempo paraestar con Steban. Era casi la hora de cenar yla madre superiora no toleraba los retrasos. ADios le gustaba que todo se celebrase a la hora

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exacta, decía la hermana, siempre.

Doña Ana se subió las mangas del vestido yse anudó el delantal a la cintura. Podía oírcómo cortaban la leña. Un calor agradableinundaba toda la cocina. Empezó a remover lacacerola con fuerza.

—Has cortado la guayaba a trozos muygrandes, Milu. Así, tardará más en cocerse.

Milu se disculpó y fue a separar los botesde cristal. A doña Ana le gustaba quedarse allado de los fogones. Cuando estaba preocupadapor algo, mover y remover la cacerola era manode santo. Expulsar los pensamientos de sucabeza, no darles vueltas. Todo lo que leimportaba era el color del dulce, el punto decocción, el sabor. El placer de verlo dorarse yadquirir el color y la consistencia adecuada.La mano ejecutaba un movimiento siempre igual,ni removiendo muy rápido ni demasiado lento.Como su madre le había enseñado cuando todavíaera una niña de calcetines cortos.

Sabía que Antônia adoraba la guayaba, que legustaba comerse el dulce con pan caliente,masticarlo despacio y saborearlo bien. Apartede la guayaba, doña Antônia no tenía muchaspredilecciones. Moderadamente siempre habíacomido de todo, muy poco, nunca había dicho quealgo no le gustase. Ana quería complacer aAntônia. Su hermana mayor tenía fiebre desdehacía días, tenía los pulmones débiles. Habían

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mandado llamar al médico, pero estaba lejos, enla guerra. Entonces, Rosa se puso a cuidarlacon ungüentos e infusiones; Rosa tenía buenamano para esos asuntos de hierbas y plantas,pero la verdad es que doña Antônia no mejoraba,estaba delgada y pálida. Doña Ana había ido aver a su hermana a la habitación hacía un ratoy ronroneaba, pronunciaba en voz baja el nombrede Bento Gonçalves.

Doña Ana se enrolló un paño en la mano. Elvapor que subía de la cacerola empezaba aquemarle ligeramente la piel. Removió confuerza el fondo de la olla. Los dos hermanoshabían tenido siempre una especie de simbiosis,de unión misteriosa, como si los uniese un hiloinvisible. Bento explicaba a Antônia sus miedos—¿acaso Bento tenía miedos que se atreviese adeclarar?—, le contaba sus planes, lasmaniobras de aquella guerra. Siempre los habíavisto por los rincones de la casa, desde queeran pequeños, ayudándose el uno al otro,haciéndose confidencias. Ahora Antônia estabaenferma y llamaba a Bento en sueños. Estabapreocupada por él. ¿Le habría pasado algo a suhermano general? ¿Algo que todavía nadiesupiese? ¿Una emboscada? Doña Ana se secó conun pañuelo el sudor que resbalaba por sufrente. El dulce de guayaba empezaba a adquirirun color rojizo, como la buena madera, un colorde tierra viva, un color cálido, bonito yuniforme.

—Milu, pon los botes en la pila. Me gusta

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guardar el dulce cuando todavía está caliente.Voy a separar también una parte para hacerpasta de dulce de guayaba.

La negra colocó los botes diligentemente unoal lado del otro.

Doña Ana pensó en enviar un poco de dulcehasta Viamão para sus hijos, para sus sobrinosy para Bento. Necesitaba imperiosamente queManuel fuese hasta allí para tratar con Bentode una venta de ganado y comprar unos víveresque en la Estância eran difíciles de conseguir.La guerra lo complicaba todo. Pensó enescribirle una nota contando que doña Antôniaestaba en cama enferma de los pulmones. Despuéscambió de idea. No era bueno preocupar a Bentocon cosas así, seguro que ya estaba más quepreocupado con otros asuntos y problemas.Además, a Antônia no le gustaría. Antônia eramuy reservada en todo, hasta en las cuestionesde salud. Doña Ana mandaría el dulce y nadamás. Un bote bien lleno, el más grande detodos.

Bento Gonçalves leyó el mensaje queGaribaldi le había enviado desde Mostardas,donde trabajaba en la construcción de dosnuevas embarcaciones. Los barcos no estaríanlistos a tiempo para utilizarse en São José doNorte. Pero la República ya no podía esperarmás. Tendrían que atacar la ciudad sin losbarcos, no había otra solución.

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Estaba cansado.Cansado de la guerra, de aquella batalla sin

fin, de ver tanta sangre, tantos muertos,tantos sueños desperdiciados. El río Taquarihabía sido demasiado duro para susposibilidades. Necesitaban aquella victoria yhabían perdido. Y, sin embargo, podrían haberganado, podrían haber derrotado al ejércitoimperial aunque estuviese más armado, aunquefuese mayor, porque tenían energía y valor.Aquellos hombres luchaban hasta el fin,luchaban al escuchar su voz, la voz de Netto,cuando veían el estandarte de la Repúblicaapuntando hacia el cielo de aquel Rio Grandeque amaban como devotos. Nada de eso valía. Loshombres morían con su valor y su creencia, ytodo lo que hacían era seguir adelante, porencima de los cadáveres, hacia la siguientebatalla de la revolución. Y habría otrosconsejos, otros planes, otros muertos. Gritosde dolor y desesperación, de fiebre, de carnequemada, lacerada, podrida. Y otro silencio deretirada bajo el frío o la lluvia, y aquellahambre cruel, aquella ansia de comida, de calory paz.

Enseguida llegarían los demás. Netto, Lucas,Canabarro, Teixeira, Onofre. Enseguida lasvoces se alterarían en discordias, en planesdiferentes y voluntades tan distantes como lanoche y el día, y él debería calmar los ánimos,silenciar las controversias, serenar el tumultode aquellos gigantes heridos, heridos como él.

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¡Y pensar en los que quedaron atrás! En JoãoManuel y en Corte Real, que había muerto hacíados semanas. La peor de las muertes. La muertelejos del campo de batalla, de los cañonazos dela lucha. Murió en una misión, rodeado deimperiales, dentro de una choza de madera conun tiro en medio de la frente. Afonso CorteReal tenía treinta años. Bento había pensado encasarlo con Rosário algún día. Ambos jóvenes,bellos, ardientes. Pero eso había sido antes dela guerra. Ahora Rosário se había vuelto loca yCorte Real estaba muerto. Y él, Bento Gonçalvesda Silva, estaba allí, en aquella sala,sintiendo el pinchazo de la fiebre en su frentecomo una aguja fina y cruel, sintiendo un doloren la espalda que lo acompañaba desde hacía untiempo, como un presagio, y mirando sus manostrémulas y envejecidas, retorcidas de tantoempuñar la espada. Mientras, todo sedesmoronaba a su alrededor y Caetana envejecíaen la Estância, mientras sus hijas crecían ysus hijos sangraban en la guerra y el mundo seiba desdibujando lentamente, como una acuarelabajo la lluvia.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 14 de abril de 1900

Mil caballeros marcharon durante ochodías bajo la lluvia. El frío de aquellatierra les penetraba en la piel comochuzos de hielo, el viento les pegaba alcuerpo sus harapos empapados. Casi todosiban descalzos, pisaban la tierra gélidaque engullía sus dedos como la boca ávidade un muerto. El frío que se les metía porlas plantas de los pies no significabanada. Aquellos hombres tenían muchafuerza. Hay un destello de valor quebrilla en el pecho de muy pocas criaturasde este mundo. ¿Qué ánimo los movía? ¿Porqué sueño murieron tantos en aquellamaniobra y en otras de la guerra? ¿Quéadmiración extraña mantenía viva la llamaen sus ojos cansados, empapados de lluvia,en su carne hambrienta, enflaquecida ymutilada?

En aquellos hombres había algo especial.Algo sobrehumano, celeste, animal. Algo

más allá de las fronteras de la carne.Venía del suelo, como una energía viva quelos alimentaba a cada paso, que insuflabaen sus cuerpos la fuerza para seguir

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adelante contra todas las tormentas, apesar del más riguroso de los inviernos,olvidándose de todas las derrotas.

Los farroupilhas.Hace muchos años que ese sueño

pereció... De los grandes héroes quecondujeron aquella guerra quedan hoysepulturas y huesos y, de otros muchos, noqueda absolutamente nada. Los quefallecieron en medio de la batalla, losmuertos a espada, a daga y de frío. Losgenerales engullidos por la noche, por lostiros en la oscuridad. Algunos poseían unsuelo propio, oraciones y homenajespostumos a los que, seguramente, tuvieronque renunciar. Pero todos partieron.Incluso mi Giuseppe, tan lejos, se cansóde esperarme y se fue. De aquella épocasólo quedo yo, con estos recuerdos, coneste horror y todos esos muertos y estalluvia que fustiga mi rostro como sitambién yo hubiese estado allí.

En São José do Norte.Mil caballeros marcharon ocho días bajo

la lluvia. El mes de julio derramaba sufuria invernal sobre la pampa. El aguacaía del cielo como una vara, doblando elala de los sombreros y mucho más que eso,doblegando hombros, almas y esperanzas,penetrando profundamente en aquelloscuerpos que avanzaban en silencio deoración. No se podía gastar energía, había

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mucho camino por delante. Barro, viento yfrío. Y el hambre que se enroscaba en sustripas como un gato viejo y ocioso. Peroel hambre no podía reclamarse. Todos losque iban allí sabían las dificultades queencontrarían por el camino. Tenían que serinvulnerables. Al final de aquel universohúmedo, cruel y atroz estaba la gloria.Estaba el mar. En São José do Norte. Ytodo lo que necesitaban era el mar, unpuerto. Por eso seguían adelante.Silenciosos como viejos fantasmas, sinrecordar a los hombres que habían muertopor el camino, de frío y hambre, o quesólo desistieron para siempre de esa luchay esta pampa. Murieron amoratados, gélidosy mojados. No tuvieron sepultura. El suelode barro que escupía los cuerpos y losdevolvía a la luz opaca de ese mundoacuoso no los al-bergó. Sólo se quedaronatrás. Están en la memoria de suscompañeros, pero no recibieron su adiós.No se podía desperdiciar la energía.

Los dos cañones se encallabanconstantemente. Los hombres los empujabancon una organización muda y exacta, eranlas únicas bocas de fuego que tenían paraatacar la ciudad. Y seguían adelante. Porpoco tiempo. Enseguida los cañones volvíana encallarse en el barro. De nuevo unamasa humana a su alrededor en una luchasin tregua contra el mundo acuoso y

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mineral. La lluvia escondía el más allácomo un manto de sueño. Los caballosempujaban, los hombres gritaban, laenergía se consumía, era un bien preciado,y los cañones permanecían inertes en ellodazal. Aquel hombre alto, fuerte, degrandes silencios y palabras medidas quefue mi tío Bento Gonçalves da Silva dio laúnica orden posible: enterrar los cañones.Atacarían São José do Norte sin las dosbocas de fuego. Los hombres obedecieron ysiguieron adelante por los charcos. ElContinente de São Pedro do Rio Grande eraen esos momentos un inmenso charco pordonde avanzaba el ejército. Avanzaba endirección a un sueño, mil hombres que yano existen y que ni siquiera volverán aexistir algún día. Hechos de otra materia.De una madera extinguida. Mil hombres delayer. Y de la gloria. Y del valor.

Aparecieron las primeras dunas. El mundoempezó a tener olor salino. A lo lejos, enalguna parte, estaba el mar. GiuseppeGaribaldi no pudo contener la sonrisa (meimagino su cara, en la que la alegría seanunciaba como un sol), llegaría por fin asu elemento, vería las olas, la furia deéstas en el mar revuelto por los vientosdel invierno, vería su cuna y supasaporte: el mar.

La playa desierta parecía congelada enel tiempo debido al aire frío. El mar era

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una masa grisácea y furiosa que rugía y sedeshacía en la arena oscura, y crecía ydisminuía y volvía a crecer a su ritmo,encantando y atormentando a la mayoría deaquellos hombres. Eran hombres de tierrafirme. La pampa era su mar. Aquellacantidad de agua misteriosa era cruel parasus ojos de colinas y vastos horizontes detierra. Pero Giuseppe sonreía y su sonrisase perdía en la noche que bajaba delcielo.

São José do Norte brillaba sutilmente, alo lejos. Era una guarnición biendefendida que estaba a la espera, como unapresa o, quién sabe, como un cazadorexperto. Bento Gonçalves capitaneaba elavance. El ejército seguía por la playadesierta. La ciudad, a lo lejos, vibrabaen la noche invernal. Casi quinientascasas donde se comía delante de un fuego.Y mil estómagos bajo aquella lluvia, sincomida, con cuarenta kilómetros recorridosal día.

Del lado opuesto, entre la laguna y elmar, estaba Rio Grande llena deimperiales, con sus barcos bien equipados,sus cañones, con sus hombres bienalimentados y descansados. El ejércitofarroupilha no tenía cañones, estabaempapado, exhausto, hambriento. Necesitabacontar con la sorpresa del ataque. Con elmar revuelto que impediría la ayuda

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procedente de Rio Grande. El ejércitofarroupilha necesitaba contar con la centellaque ardía en cada uno de los novecientosnoventa y siete hombres (tres murieron defrío por el camino) que allí, parados enaquella playa, vigilaban las murallas deSão José do Norte.

São José do Norte estaba provista de unalínea de trincheras a lo largo de la quese disponían pequeños fuertes denominadosbaterías. Bento Gonçalves da Silva yAntônio Netto reunieron a los hombres a lolargo de la playa. La muralla que protegíala ciudad tenía tres metros de altura yhabía que escalarla. Los soldadossujetaban sus dagas con la boca e ibantrepando por la muralla en absolutosilencio, mezclados con la noche, con elfrío de la noche, con la arena. Unosayudaban a otros, una escalera humana;dos, tres, veinte farroupilhas saltaron alinterior del gran patio. Eran como gatos,como espectros. Un centinela fuedegollado. Murió en silencio, sin saberqué le había pasado. Entre las bateríasdos y tres, otros centinelas fueronatrapados en la oscuridad. Las dagascumplían su ardua tarea. La sangre, en elsuelo de piedras, se confundía con lanegra madrugada salina.

Se abrieron los portones.Me imagino a Giuseppe, alto y fuerte,

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quizás harapiento, después de la largajornada, con su daga entre los dientes,empujando los portones por donde lacaballería republicana avanzaría. Como unanimal de rapiña, con aquella energía quele entraba por los pulmones y que loalimentaba de mar. «Ésta será una granvictoria», pensaría él. Un regalo paraAnita y para su hijo que estaba a punto denacer. Quince gargantas degolladas, todoaquel silencio de peligros y una salida almar.

Bento Gonçalves arremetió con sucaballería. Se dirigió a la plaza de laiglesia. Garibaldi y sus hombresconquistaron la segunda batería. Losfarroupilhas empezaron a abrir fuego sobre elcuartel de los soldados del segundobatallón. La lluvia volvió a caer con eldoble de fuerza, encrespando las olas yhaciendo resbalar las patas de loscaballos que avanzaban por la ciudad.

La caballería tomó las calles sacudiendosus lanzas, gritando palabras que sellevaba el viento. Crescéncio, Teixeira,Netto y Bento Gonçalves eran comobaluartes, el viento no los doblegaba, lalluvia no los alcanzaba, míticos centaurosde la pampa. Las luces de las casas seapagaban y los hombres hambrientos,cansados, congelados, reventaban laspuertas. Sólo querían comida. Un trozo de

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pan, un cuenco de vino, un pedazo decarne. No querían usar la violencia, peroeran como apariciones harapientas yespantadizas. La ciudad de São José doNorte se llenó de pavor. Más allá de lasmurallas, en el mar, los navios imperialesesperaban.

En la tercera batería, ya completamentetomada, alguien atizaba fuego en unahoguera. Fuera, la lluvia caía del cielo.Bento Gonçalves entró. El agua lechorreaba por la ropa, había deshecho supelo y su bigote, pero seguía pareciendoun gigante, tranquilo y decidido, y susojos ardían con la misma llama deconvicción.

—El comandante Soares de Paiva y susimperiales están en una casa de la ciudad,todos reunidos. Allí resisten. Esnecesario que se rindan.

Uno de los hombres salió otra vez a lanoche lluviosa. Su estómago vacíoreclamaba comida, sus pies estabancongelados dentro de unas botasdestrozadas. Fue a hablar con elcomandante de las tropas imperiales. SãoJosé do Norte había sido tomada. Graciasal temporal o a pesar de él. Gracias alvalor de aquellos mil hombres.

Soares de Paiva estaba gravementeherido, pero no se rendía. El valorhabitaba en ambos bandos de la guerra. El

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hombre volvió por el mismo camino. Elviento barría las calles desiertas. Habíacadáveres en las esquinas. El mar bramaba,lamiendo con ansia las paredes de la granmuralla ya tomada por los republicanos.

Y entonces el mundo se vio envuelto enun único y terrible rugido. Lenguas defuego se levantaron hacia el cieloprovocando la lluvia, el viento y losrayos. El tercer fuerte explotó como unabomba gigantesca. Allí estaban lasmuniciones imperiales, allí ardía elinfierno. Se oyeron gritos. Soldadosfarroupilhas resultaron destrozados por laexplosión, otros se arrastraban bajo lalluvia con los cuerpos mutilados yquemados. La noche, de repente, se iluminóde llamas y horror. Con esa imprevistamaniobra, los hombres del Imperioconsiguieron causar grandes estragos enlas huestes farroupilhas.

Los jefes republicanos contemplabanadmirados aquella terrible hoguera. Habíaasombro e incredulidad en aquellosrostros. Entonces, los imperiales vieronque era el momento de reaccionar. De labatería número cuatro, la artilleríaempezó a disparar. Algunos cuerpos sedesplomaron por las calles empedradas, porlos charcos, silenciosamente. Eranecesario olvidar el fortín y reaccionar.Olvidarse de los muertos, de los

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mutilados, del olor a carne chamuscada.Y entonces la lluvia empezó a ceder.

Hubo un momento de miedo entre losrepublicanos. Si la lluvia amainaba, losnavios del Imperio que estaban en RioGrande podrían llegar al puerto y retomarla ciudad. La batalla sería sangrienta einútil y, después, llegaría la derrota.

Bento Gonçalves mandó a GiuseppeGaribaldi a que reorganizase la defensa delas murallas. Había que estar preparadopara el desembarque enemigo.

Eran las dos y media de la madrugada.Del mar revuelto empezaron a llegar losrefuerzos imperiales. Rio Grande decidióvencer la lluvia y el viento. Losfarroupilhas disparaban desde las murallas,pero los imperiales avanzaban bajo elfuego cerrado. La lucha volvió a empezaren el fuerte, en las calles empedradas, enlo alto de las murallas.

Hombre contra hombre. Dagas y lanzas.Algunos imperiales se atrincheraron en loscuarteles. Y la noche siguió su camino deviolencia y sinrazón.

El día amaneció a un ritmo muy lento,casi temeroso, y una luz opaca y tristevenció a las nubes negras que cubrían elcielo. Todavía llovía. Las tropas llegadasde Rio Grande empezaron a desembarcar enmasa, llegaron al canal que llevaba alpuerto de la ciudad. Los republicanos

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luchaban en las murallas intentandoimpedir el acceso enemigo. Y la luz deldía descubría aquellos rostros insomnes,fatigados, sucios y hambrientos. Labatalla duró siete horas. Ya no habíamucho que hacer. Habían perdido a más dedoscientos soldados, estaban exhaustos porel viaje y la batalla, mientras que losimperiales descargaban centenares dehombres en la playa. Era imposibledetenerlos mucho más tiempo.

Alguien dijo que la única salida eraquemar la ciudad. Matar a los soldadosacuartelados. Destruir la ciudad yasegurar su posesión. Bento Gonçalvesengulló el silencio del amanecer húmedocomo si fuera un trago de salud. Su pechoardía, su cara se convulsionaba, la tosinsistía en provocarlo con su persistenciacruel. Reunió a sus hombres. Tenían unrígido código de honor. Ni por la guerra,ni por la República, se mataría ainocentes y civiles. Destruir tantascasas, una ciudad entera. Incluso habiendoviajado muchos días bajo la lluvia y elfrío, incluso habiendo visto a sus hombresmorir de hambre, volar en la explosión delfortín, caer en aquel mar de aguascenicientas. No había hecho una revoluciónpara llegar a ese punto.

A las órdenes del gran general, losrepublicanos organizaron su retirada.

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Había cosas que determinados hombres eranincapaces de hacer. Mi tío había iniciadouna guerra por la libertad y por losderechos de los estancieros. Habíaaceptado luchar contra un emperador alque, en realidad, nunca había odiado.Había hecho muchas cosas que nunca habíaosado imaginar, pero no mataría civiles.Aunque perdiese aquella ciudad, aquellabatalla, la República entera.

El descontento se palpaba en el aire, seescurría como las gotas de lluvia quecaían del cielo, pero los hombres seorganizaron para partir. Algunos no seconformaban con desistir, pero recorreríanel camino de vuelta. Más hambrientos, máscansados. Cargando con heridos yprisioneros. Y un dolor en el corazón.

Ya no había un puerto para la RepúblicaRiograndense.

El día exhibía sus luces pálidasmientras el ejército se batía en retiradacon sus heridos. Los imperiales todavíalos perseguían, pero ellos avanzaban porlas dunas, pisaban la arena endurecida porla lluvia, respondían al fuego y marchabanpor el mismo camino de la ida. La lluviano dejó de molestarles, mojaba sus carasapenadas, dificultaba aún más la retirada.Bento Gonçalves iba en su caballo. Estaba

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herido y un hilo de sangre se derramaba desu frente altiva diluyéndose bajo lalluvia. Su rostro era como una máscara depiedra. Era imposible percibir la fiebreque le removía las entrañas.

Quizá fuera la última gran derrotarepublicana y su último gran asalto.Durante muchos años todavía se siguióhablando de aquella noche fatídica,catastrófica, donde la victoria setransformó en derrota en un instante,donde un hombre hizo una elección y pagópor ella con sus sueños.

Más de doscientos heridos agonizarondurante muchos días bajo la lluvia y elfrío de aquel mes de julio indescriptible:la mayoría de ellos murieron. Los queregresaron a Viamão y São Simão llevabanen los ojos una amarga y eterna desilusióny, en las carnes, las marcas de muchasheridas y la debilidad del hambre.

MANUELA

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Capítulo 19

Doña Antônia tomaba la sopa que MariaManuela le iba dando a cucharadas. No teníahambre, pero su hermana había insistido. Sinembargo, sabía que su debilidad necesitaba elcalor de aquel caldo; entonces cerró los ojos yrecordó el tiempo en que su cuerpo tuvoapetito, muchos años antes, cuando era unamuchacha y la vida no era más que un caminosoleado por recorrer. Acabó comiéndose el platoy Maria Manuela se sintió muy satisfecha.Además, era cierto que había sentido uncalorcillo agradable en el estómago, unatibieza que le había dado cierto placer.

—¿Quieres algo más?—No, Maria, muchas gracias. —Su voz todavía

titubeaba.Maria Manuela sonrió.—Entonces, voy a dejar que duermas un poco.

—Y salió de la habitación.Doña Antônia se recostó en la almohada.

Podía entrever que fuera lucía un sol débil, unsol que secaba la tierra tras el inviernolluvioso. Llegó a pensar que quizá fuese suúltimo invierno. La neumonía había azotado sucuerpo, había apagado la claridad de su menteágil y todo lo que podía recordar de aquellos

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últimos meses eran imágenes opacas y perdidasde horas inquietas en que la fiebre la hacíadecir tonterías y donde veía las caras de susfamiliares y sus muertos con la misma nitidez.En uno de esos momentos, Bento Gonçalves se leapareció a la cabecera de la cama, pero tanpálido y tan escaso de carnes, con la miradatan triste y tan huidizo, que no supo reconoceren él a un ser vivo y llegó a pensar que era undifunto. Aquel día se despertó dando gritos yni la insistencia de Ana —que le aseguraba queBento estaba vivo, que era verdad que habíaperdido una batalla, pero que estaba muy biende salud y que había mandado una carta aCaetana— llegó a calmar sus miedos.

Desde el inicio del invierno hasta aquelmomento habían sucedido muchas cosas y ahora yaflorecía la primavera en la Estância y se podíaadornar la casa con jarrones de jazmines. Quienle daba las noticias de la guerra era Ana, quese sentaba durante horas a la cabecera de lacama y, mientras bordaba o tejíainfatigablemente, le iba contando las novedadesde las que tenía conocimiento. Así, doñaAntônia se enteró de que el Imperio habíaamnistiado a Bento Manuel, el tocayo de suhermano, el traidor de Rio Grande, que ahoraestaba en su Estância, en Alegrete, seguro quemuy contento, tomando mate y calculando lasganancias que había obtenido con sus pillajes,mientras Bento Gonçalves todavía intentabalevantar el fantasma de la República

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Riograndense quizá pagando con sus últimasfuerzas.

Fue su hermana también quien le habló delnacimiento del hijo de Giuseppe Garibaldi, enseptiembre, un niño de nombre Menotti, queAnita había dado a luz en la ciudad de São Josédas Mostardas. Ana dijo que el niño habíanacido con una cicatriz en la frente, quizáfruto de una caída que la madre había sufridoen una de las muchas batallas en las que habíaparticipado. Doña Antônia pensó en Manuela, enel peso que aquella noticia significaría paraella. Su sobrina sufría en silencio, fiel alcódigo de las mujeres de la pampa: allí no sederramaban lágrimas en vano, no se arañaban elrostro, allí se ganaba la vida día tras día,con dignidad, con fe en el trabajo. Manuelanunca más mostró ningún gesto de desvarío, comocuando se cortó el pelo a la altura de la nucay parecía un niño demasiado crecidito, nuncamás. Doña Antônia nunca más la había oídopronunciar el nombre del italiano aunquesupiese, con una seguridad tan inquebrantableque la fiebre no pudo disuadir, lo mucho quetodavía amaba su sobrina a Garibaldi.

—¿Manuela ya lo sabe?Doña Ana asintió.—Yo misma se lo he contado y no ha derramado

una sola lágrima.Doña Antônia se recostó entre las almohadas

y suspiró. Era bueno que Manuela llorase en suhabitación durante unas horas. La tristeza,

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bien administrada, era un bálsamo. Pero teníamiedo de que Manuela se endureciese por dentrodemasiado pronto, como ella misma. Fuerza ydureza eran cosas muy diversas.

—Manuela ha sufrido mucho. Tiene que serfeliz muy pronto, si no se deshabituará a laalegría.

Doña Ana dejó el bordado en el regazo.—Todas nosotras sufrimos mucho, Antônia.

Manuela lo olvidará todo. Es una chica guapa,se casará, tendrá hijos y un buen marido.

—Quizá no se case nunca. Es losuficientemente cabezota como para amar alitaliano toda la vida.

Dijo eso y cerró los ojos. La noche entrabapor la ventana como una exhalación fresca ysilenciosa. Doña Antônia se imaginó que, enalgún lugar, no muy lejos de allí, farroupilhas ycaramurus se estaban matando mutuamente. Sintióun olor a sangre en el aire y un olor de cerade velas y nostalgias muy antiguas. ¿Volvería asentir algún día el aroma del campo, libre detristezas y de horror, y sólo lleno de viento,caminos y horizontes, aquel aroma que legustaba retener en los pulmones hasta el últimoinstante?

Perpétua recogió a su hija del suelo, limpiósus manitas rechonchas, besó su carita redonda,de piel pecosa y ojitos oscuros. Teresa lesonrió y su sonrisa formó dos hoyuelos en su

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bonita cara.—Ahora vas a bañarte, hija mía. Llevas la

ropa muy sucia.Entregó la niña a Xica. La negra tomó a

Teresa en los brazos y fue al cuarto de bañocanturreando en voz baja.

Perpétua se sentó en la cama de matrimonio.Su hija se iba pareciendo cada vez más aInácio, aunque tuviese sus mismos ojos yaquella piel trigueña, herencia de la familiade su madre. Se llevó la mano a su vientreliso. Si cerraba los ojos un instante, si seconcentraba totalmente, le era posible sentirel soplo de vida que ya se había instalado ensu carne. La simiente. Aquel soplo era muy leveaún, pero la nueva ligereza de su cuerpo, lalanguidez de sus gestos, el sueño que sentía ahoras intempestivas, las faltas, todo eso ledecía que sí, que llevaba dentro otro hijo deInácio.

Su marido había estado en la Estância hacíacosa de dos meses, a finales del invierno,justo después de que su padre hubiese regresadoa Viamão y de que el general Netto hubieseretomado el cerco a Porto Alegre. Inácio habíallegado débil, cansado de la lucha, del viajeque había emprendido a São José do Norte juntocon los demás. Había llegado desilusionado conla derrota, pero aun así, tras unos días dedescanso, pudo tener a Perpétua entre susbrazos y fue el amante tierno y dulce que ellasiempre había adorado. En un par de días

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revivieron la boda y sus placeres. Ni su madreni sus tías los molestaron en sus largasveladas en la habitación, mientras las últimaslluvias del invierno aguaban el mundo exterior.Después, Inácio se marchó a São Gabriel.Perpétua conservó su olor y su sabor durantemuchos días, como un recuerdo vago, pero alfinal todo se perdió en la sucesión del tiempoen la Estância y la vida volvió a llenarse debordados, libros, de Teresa y de espera.

Pero ahora tenía de él ese otro hijo. CuandoInácio regresase, le daría la gran noticia. O alo mejor le escribiría una carta contándolecosas de la niña. Aún no se había decidido.

Salió de la habitación. Del fondo, de lacocina, llegaba el olor del pastel de maíz queestaba en el horno. Sintió hambre, un hambreurgente y nueva. Sí, el hijo que llevaba en suvientre ya tenía sus propios deseos. Encontró asu madre en la salita de lectura. La luz delsol entraba a raudales por las ventanasabiertas. Caetana hojeaba un libro, sinprestarle mucha atención. Perpétua se diocuenta, por su cara de preocupación, que sumadre estaba pensando en la guerra, en algo queafligía su corazón.

Caetana notó la llegada de Perpétua.—Siéntate aquí, hija. Vamos a hablar un

poco.Caetana Joana Francisca Garcia da Silva

había envejecido aquellos años. Su negra melenahabía perdido el brillo de antaño, aunque

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estuviera peinada con la misma elegancia, y sehabían formado algunas arrugas alrededor de suboca bien perfilada. En toda su figura había uncansancio nuevo, un cansancio hecho desilencios y oraciones susurradas, y su risahabía perdido algo de su magia de cascada;ahora se reía suavemente, casi avergonzada delas pequeñas alegrías.

Perpétua se sentó y cogió las manos deCaetana. Estaban un poco frías, eran unas manosde largos dedos y uñas muy bien formadas.

—No se preocupe, madre, que tengo una buenanoticia... ¿Se acuerda de la última vez queInácio estuvo aquí?

—Hace dos meses, a finales de agosto. Metrajo una carta de tu padre.

Perpétua sonrió.—Pues cuando se fue, Inácio me dejó

esperando un hijo. Hace días que no me viene laregla, pero sólo hoy, al despertarme con mareosy deseos de comer naranjas, me he convencido.

Caetana abrazó a su hija. Tenía los ojoshúmedos.

—La vida sigue, Perpétua. Traes la vida entu vientre... —Besó a su hija mayor en lafrente—. ¡Dios mío, estoy muy contenta!

—Yo también, madre. Yo también. Será buenopara todas nosotras. Y para Teresa, que tendráun hermanito.

Ambas se quedaron con las manos dadas. Eracomo si viesen, por los pasillos de la casa,aquella nueva criatura corriendo, rebosando

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alegría y esperanza. Una nueva vida. Muchagente moría en la guerra, pero la vida seguíasu curso. Caetana puso la mano en la barriga desu hija.

—Aquí está el futuro, hija. El futuro detodos nosotros.

Perpétua sintió un nudo en la garganta.—Inácio se pondrá muy contento.—Y tú tendrás un motivo más para esperar,

Perpétua... Durante el embarazo, los díastienen un aliciente nuevo y no importa que seanlargos. Además, aunque aquí estemos esperandotodos estos años, al menos para ti han sidobuenos. Tienes un marido, tienes a Teresa yahora tendrás un nuevo hijo.

Perpétua recostó la cabeza en el hombro desu madre. Un calor agradable y bueno laconfortó. Era verdad. A pesar de la guerra erauna mujer feliz.

—Voy a encender una vela en agradecimiento ala Virgen —dijo.

Caetana le acarició la melena abundante ynegra. En silencio rezó su propia oración.Aquella criatura era como una bendición deDios. Un aviso de que las cosas mejorarían. Deque Bento y sus hijos volverían pronto a casa.

Giuseppe Garibaldi entró en una pequeña casade madera y sus pasos dejaron un rastro de aguaen el suelo. Había una sala minúscula con unamesa, dos sillas y un quinqué. Atravesó la sala

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y se adentró en la pequeña y silenciosahabitación. Anita estaba sentada en la cama conMenotti en los brazos. Fuera, en el campo, caíauna suave llovizna de verano que entristecía elfinal de la tarde y que levantaba del suelo unagradable olor a tierra.

Giuseppe Garibaldi se sentó al borde de lacama. Su ropa estaba echa jirones y sucia; susbotas, cubiertas por una capa de barro. Dejó unpaquete a los pies de la mujer.

Anita notó la humedad en aquellos ojos demiel que siempre lucían con una alegría llenade exuberancia y estrechó con más fuerza a suhijo en los brazos.

—¿Qué ha pasado, Giuseppe?Dos lágrimas resbalaban por el rostro del

italiano mezclándose con su barba dorada y malarreglada.

—Aquí está la ropa para il nostro Menotti.—Pero ¿qué te ha pasado durante el viaje? ¿Y

esas lágrimas?Giuseppe desvió los ojos hacia la pequeña

ventana y contempló la lluvia unos instantes.—Me he encontrado con tropas imperiales por

el camino, pero no ha sucedido niente... Me desviépor un sendero, tomé un altro camino, Anita. Heconseguido comprar tutto lo que necesitábamos.

La mujer acarició sus espesos cabellosenroscando los dedos entre sus rizos claros,polvorientos. Al ver la tristeza de su hombrese le encogió el corazón.

—¿Por qué lloras?

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Giuseppe levantó la vista. En sus retinashabía un dolor inexplicable.

—Han matado a Luigi Rossetti.Anita se llenó de sorpresa. Aquel italiano

serio y comedido siempre le había caído bien.Giuseppe decía que Rossetti había abandonado elseminario, que casi se hizo cura.

—No me lo creo...—Es verdad. Il mio amigo Rossetti ha muerto...

En Viamão. La ciudad fue atacada por elMoringue. Rossetti estaba al mando de ladefensa. El general Bento Gonçalves y los demásya se habían ido. Luigi fue herido, per Dio, noquiso rendirse. El Moringue lo mató en el acto.—Se quedó callado un instante. Anita dejó aMenotti en la cuna y volvió al lado de sumarido—. Luigi ha sido el hombre más valienteque io he conocido in questa vita, Anita. La Italiadebería sentirse orgullosa de él per sempre.

—¿Cuándo ha pasado?—Hace cinco días.Menotti sollozaba en la cuna. Era un niño de

piel clara y ojos azules, un poco enclenque.Anita fue hasta la cuna a tranquilizar a suhijo.

—¿Y ahora, Giuseppe?—Para mí, questa república ha perdido el

brillo. Carniglia murió ahogado, Rossetti de untiro en la cabeza. Sólo io sono vivo. Ya es horade que nos vayamos a un' altra vita, lejos di questapampa. Adesso, no hay niente que io pueda hacer poraquí, ahora tutto es una cuestión de política...

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Io ya he hecho tutto lo que podía, Anita.Anita cogió sus manos grandes, encallecidas,

de piel clara, entre las suyas. Temblaban comodos palomas asustadas. Se las llevó a loslabios y besó las palmas que se sabía dememoria. Aspiró el olor de aquel hombre quetanto amaba. Nunca había visto ese sufrimientoen los ojos vivaces de Giuseppe, nunca habíavisto aquella angustia en sus labios crispados,de sonrisa amplia y palabras bulliciosas.

Ambos se quedaron allí, al lado de la cama,hasta que fuera anocheció, hasta que el mundose convirtió en una mancha oscura y silenciosa.La lluvia fina siguió cayendo, suavemente. Elaire estaba impregnado de una tristeza húmeda ypegajosa que se pegaba a la piel. Giuseppehabía perdido a su gran amigo. No existíanpalabras suficientes para poder expresar sudolor. Y no había más lágrimas. GiuseppeGaribaldi nunca supo llorar.

A finales de noviembre de 1840, el Imperionombró al diputado Alvarez Machado nuevopresidente de la Provincia del Continente deSão Pedro do Rio Grande. Y el general JoãoPaulo dos Santos Barreto recibió el cargo decomandante de armas del Ejército imperial.

Encargado de negociar la paz en laprovincia, Alvarez Machado escribió al generalBento Gonçalves para «llamar al gobierno de lapatria, y por los medios más flexibles

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posibles, a los brasileños disidentes». ElImperio ofrecía la paz con algunas condiciones:todos los involucrados en el movimiento seríanamnistiados; los funcionarios públicospermanecerían en sus antiguos cargos; losesclavos no obtendrían la libertad, sino queserían comprados por el Ejército imperial.

Bento Gonçalves se reunió con los demásjefes políticos de la República. La mayoría delos caudillos gauchos consideraron infames laspropuestas del emperador. La ruptura de lapromesa de libertad a los esclavos fue unaprovocación para el general Antônio Netto yotros abolicionistas como Teixeira Nunes yLucas de Oliveira. Los ánimos se exaltaron, lasvoces se alteraron. No se llegó a ningúnacuerdo sobre las propuestas del Imperio.

Cuando los hombres salieron de su despacho,ya al caer la noche y después de exacerbadasdiscusiones políticas, Bento Gonçalves tomó supluma y escribió una larga misiva a AlvarezMachado.

Su Excelencia recordará que le dije quedeseaba de corazón la paz y que, por esomismo, quería que fuese sólida y duradera;que para ser sólida y duradera eramenester que conviniese en ello lavoluntad general de mis conciudadanos; quede lo contrario yo no sería capaz deentrar en arreglo alguno, porque midefección y la de aquellos que me seguían,

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si no hubiera consenso general,disminuiría la fuerza numérica, pero noacabaría con la lucha, pues algunos jefesde prestigio querrían tenazmentecontinuarla; y entonces, la consecuencianatural de este mal paso sería convertirmeyo mismo en la víctima del odio y deldesprecio de ambos partidos, con poca oninguna utilidad para nuestra patria,porque la guerra se prolongaría comoantes.

Todo cuanto acabo de responder nace delcorazón; no deseo ganar tiempo, porqueestoy firmemente decidido a hacer la pazbajo las condiciones que verbalmente leindiqué en nuestras anterioresconversaciones. No pido nada que seadeshonroso o indigno para el tronoimperial. Sólo pedimos el pago de nuestradeuda pública, la libertad de los esclavosque están a nuestro servicio y la promesade que no serán reclutados para estar enprimera línea ni obligados a servir en laGuardia Nacional, sino en los puestos queahora ostentan, como oficiales de nuestroejército. He aquí las principalesconcesiones que debo exigirle, y que sonjustas y razonables.

Bento Gonçalves acabó de escribir la carta yla selló. Mandó llamar a un mensajero. Teníaque llevarla urgentemente a las manos del

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representante del emperador.La respuesta de Alvarez Machado no tardó.

Llegó al día siguiente. Bento Gonçalves leyó lacarta sin demostrar expresión alguna. Elsilencio recorría la sala como el éter que seevapora mientras el general farroupilha se tragabalas palabras de su opositor. Sentado en unasilla, erguido, con sus ojos negros turbios desentimientos, bajo el bochornoso calor delinicio de la tarde, Bento Gonçalves depositó lacarta sobre la mesa.

El emperador de Brasil, que nuncaaceptará condiciones de nación alguna, pormás rica y poderosa que sea, mucho menoslas recibirá de una parte de sus subditosdesviados del camino de la ley.

Estas últimas palabras se quedaron latiendomuchas horas en su cabeza. No habría paz.Todavía morirían muchos, todavía se derramaríamás sangre, aunque el pueblo ya estuvieracansado de tantas batallas. Bento Gonçalves daSilva sintió el cansancio como algo palpable.En su espalda exhausta pesaba un mundo, unmundo ensangrentado y hostil. La fiebre leacometió otra vez, grácil como una serpiente,esquiva, devastadora. Y echó de menos su casa,el abrazo cálido de Caetana, las largas ysilenciosas tardes de invierno de la Estância.

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SEPTIMA PARTE: 1841

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Capítulo 20

Mariana escuchó el silencio de la casa. Eranlas dos de la tarde de un enero abrasador.Fuera, el sol inclemente castigaba la pampa yhacía que los animales buscasen una sombra;dentro, la temperatura era agradable y había unsuave murmullo de sueño.

Todos estaban recogidos en sus cuartos.Manuela, tendida en la cama, dormía en ropainterior, cuya blancura casi se mezclaba con lapalidez tibia de su propia piel. Mariana selevantó sin hacer ruido —ya había aprendido elarte de moverse como una sombra—, se pusorápidamente el vestido y se calzó los botines.Tranquilamente, salió del cuarto.

No había nadie en el pasillo. Mariana sabíaque doña Rosa no dormía la siesta, que estaríaocupada en algo en la cocina, bordando,preparando el pastel de la tarde. Doña Rosasiempre estaba trajinando, con gestos ágiles ypocas palabras. Mariana pasó lejos de la cocinay de los ojos atentos de la gobernanta. Cruzóla sala. Los bordados esperaban en sus cestos,los jarrones de flores dormitaban, había entodo una especie de expectación, la expectaciónde que el calor disminuyese y la vida tomara surumbo otra vez.

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Fuera, el aire sofocante la envolvía, lehumedecía la piel. Le importaba bien poco.Rodeó la casa y fue por la sombra, cuando lahabía, y siguió hasta el cobertizo del charqui.Sabía que los braceros también estaríandescansando, aquí y allí, a la sombra de algúnárbol, detrás de la casa, en el cobertizo delos animales, en el corral. No era hora detrabajo en esa pampa asolada por el verano.Había una sola persona en el cobertizo delcharqui, y esa persona era João.

Mariana había conocido a João hacía poco másde un mes. João no estaba en la guerra, no eracaramuru ni farrapo, era un bracero de la Estânciay un buen guitarrista. Lo había llevado Manuel.Y doña Ana necesitaba brazos para el trabajo,pues muchos hombres se habían alistado yestaban luchando con los republicanos, muriendopor todas aquellas colinas. João teníaveintitrés años y era muy joven para morir. Erabuen domador de caballos y buen conversador, yel personal de la Estância le había cogidocariño. Por las noches, cantaba junto al fuego.Era un hombre guapo, alto, de ojos castaños ypelo negro. Había algo de indio en sus ojosrasgados y sonreía como un gato. Esa sonrisahabía sido lo primero que había visto Mariana.Lo segundo, el tacto cálido de sus rudos dedos.Sí, João la abrazó enseguida, en cuanto secruzaron una tarde cerca del arroyo, cuandoMariana había ido a llevar a Ana Joaquina, lahija pequeña de Caetana, a bañarse allí. Ana

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Joaquina se quedó jugando, tranquilita,mientras João y Mariana se abrazaron y setocaron y se besaron y vencieron esa fronteramisteriosa y escarpada. La niña no preguntó porel pelo desgreñado de la prima, ni por el ruboren su rostro, ni reparó en los botones malabrochados de su vestido un poco sucio detierra.

Después de aquella tarde, se habían visto amenudo. En el arroyo, en el cobertizo delcharqui, en el bosque. Mariana había pasado aencontrar en los días un nuevo atractivo y, enla soledad de aquella Estância, el terrenoperfecto para ver florecer su amor. Planeabansus encuentros con la minuciosidad de lapasión, huían de los demás, mentían, hacían quelos minutos robados al día les rindiesen con unansia semejante a la adoración. Marianaadquirió una frescura diferente, estabarebosante de alegría, pero no habló de esosamores con nadie, ni con su hermana, ni con suprima.

La puerta del cobertizo chirrió ligeramentecuando ella entró. Los brazos de João surgieronde las sombras y rodearon su cintura. El solpenetraba por las rendijas dibujando arabescosen el suelo. Ella sonreía mientras aquellasmanos hambrientas subían por su cuerpo, por sucuello, por su cara, y dibujaban su boca, ydeshacían las trenzas de su pelo negro. Besossalados y urgentes.

—Ah, Mariana, no consigo hacer nada... No

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hago más que pensar en ti, Mariana mía.La voz de él era un dulce susurro. Hacía

calor. Él sonrió con su sonrisa de gato, supiel morena del sol, y los ojos brillando conese ardor de hombre joven, de animal en celo.Mariana lamió el cuello húmedo y sintió elsabor del hombre con quien soñaba todas lasnoches, por quien esperaba, suspiraba y ardía.Fuera, ya no existía nada, ni la guerra, ni lacasa, ni las tías, ni su madre, ni las negras.No existía nada, y ella haría lo que deseabahacer, lo que su cuerpo trémulo estabapidiendo. Seguiría ese instinto que le nacía delas entrañas, que nunca estuvo en ningún librode oraciones ni en la boca de una mujerrespetable, pero que vibraba, pedía, ordenaba.La vida corría por sus venas como un ríocaudaloso que buscase el mar.

Se tumbaron en el suelo. Había un cobertorviejo extendido y se acomodaron en él. Lasmanos de João eran hábiles con los pequeñosbotones del vestido claro. La piel blanca yperfumada de ella iba surgiendo como un pétalo,suave como el pétalo de una flor muy hermosa, yJoão se perdía en aquel camino blanco, casimístico. Él estaba hecho de aristas, como ellaestaba hecha de suavidad. Ambos se buscaban, sedescubrían y se sumergían en aquel océano demanos y sensaciones. Fuera, bajo el sol delverano, el mundo dormía.

En su fresca cama, bajo la sábana perfumadacon lavanda, Maria Manuela dormía plácidamente.

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Había rezado antes de la siesta, pidiendo porsus hijas, por Antônio, por el fin de la guerraque ya duraba demasiados años. Ahora dormía.Tal vez no soñaba y estaba en un limbo lechosoy cálido y acogedor.

En el cobertizo del charqui, bajo el cuerpo deJoão, Mariana soltó su primer grito de mujer.Cerró los ojos, desaguó en el mar y se quedó enpaz.

Las cartas llegaban en días impredecibles,dependiendo del tiempo y la suerte del ejércitorepublicano. Llegaban por medio de soldados,estafetas, o gente amiga que coincidía conalgunos de los hombres de la familia, y quedespués recorrían leguas con los sobres bienguardados en las guayacas. Las cartas para laEstância da Barra contenían tanto cosaspersonales y crónicas de lo cotidiano, comoplanes y secretos de guerra, así que erapreciso llevarlas con gran reserva para que nocayesen en poder de ningún caramuru.

La carta de Joaquim llegó de manos de unchiquillo negro de la Estância de doña Antônia,que se había cruzado con un oficial de laRepública en una taberna del camino. Todos enlos alrededores sabían que Nettinho pertenecíaa la casa de la hermana del presidente. Por esole habían dado la carta, y allí estaba él, todoorgulloso, aquella mañana azul de verano, parahablar con la señorita Manuela.

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Doña Antônia, que hacía meses que no volvíaa la casa, quiso ver al chiquillo, le preguntócómo iban las cosas por la Estância, cómoestaban los de la cocina, los braceros. Guardóella misma la carta y se la entregó a Manuelaaquella tarde, cuando la sobrina fue a llevarlesu merienda.

—Joaquim tiene paciencia, hija mía —dijodoña Antônia al tenderle el arrugado sobre—.Deberías tener eso en consideración. Lapaciencia es algo raro en un hombre.

Manuela sonrió y no dijo nada. Sirvió a latía con cariño y elogió su mejoría. Se quedóallí algún tiempo, leyendo los periódicos quehabían llegado de la ciudad, hablando debanalidades, del calor de ese verano y de losanimales de la Estância.

Sólo por la noche, antes de acostarse, abrióel sobre.

Querida Manuela:Te escribo esta carta recién llegado a

São Gabriel, donde hemos acabado despuésde la penosa marcha por esta región de laCampanha, pasando penurias que no meatrevo a contarte en estas líneas. Hacecerca de un mes, levantamos el cerco dePorto Alegre porque era insuficiente,pues, a pesar de todos nuestros esfuerzos,la ciudad estaba siendo abastecida por víalacustre. El cerco ha durado cuatro años,e imagino que ya ha llegado a su verdadero

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final.Durante los últimos tiempos cambiaron

muchas cosas para la República, y sedecidió que deberíamos salir de Viamãorumbo a Cruz Alta, pues es en la Campanhadonde estamos más fuertes y tenemos másefectivos. La capital también ha sidotransferida aquí, a São Gabriel, adondellegué ayer en compañía de mi padre y dealgunas tropas. Para llegar a la Campanha,tuvimos que atravesar la sierra y cruzarla columna imperial de Labatut. Porsuerte, pudimos escapar de esa pelea que,con toda seguridad, nos habría sido muydesfavorable debido a las condiciones denuestra artillería y caballería. Llovióbuena parte del camino durante esatravesía de nueve días. Lucas de Oliveirafue delante con sus tropas, seguido deCanabarro con el grueso de nuestroshombres, y después nosotros y el generalNetto. Por el camino, debido a lasdificultades y al temor de que Labatutatacase, muchos soldados desertaron, perofinalmente llegamos el 27 de enero a laciudad de Cruz Alta, donde fue posiblealimentar a los soldados y fabricaralgunos uniformes, visto que los antiguosestaban en un estado lamentable y quealgunos hombres iban desnudos de cinturapara arriba. También pudimos ocuparnos dela caballada y engrosarla un poco.

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Desde Cruz Alta, la mayoría de lastropas siguió hasta Santa Maria, y yoacompañé a mi padre y a sus efectivos aesta villa de São Gabriel, desde donde teescribo. Debes entender que llevamos unavida muy difícil y agitada, la Repúblicase enfrenta con problemas financieros ymorales, las tropas están desengañadas, laguerra está durando demasiado, y el puebloya no soporta tanto sufrimiento. Yo, comomédico, me paso los días cuidando heridosque casi nunca logran sobrevivir, puesnuestras medicinas son escasas y nos faltade todo, y eso me hace sufrir mucho. Elgeneral Bento Gonçalves ya no es aquelhombre enérgico y sereno, sino un soldadocansado, herido por el tiempo y por lasprivaciones, debilitado por los males depulmón y por repetidos fracasos ypresiones de todas partes. Pienso encuánto podrá soportar todavía en nombre dela causa y de las gentes de Rio Grande,pues sé que es sólo por ellas por lo quecontinúa en la lucha. Mañana, mi padrevolverá a asumir la presidencia de estaRepública, que ahora ejerce elvicepresidente, José Mariano de Matos.Rezo para que tenga fuerzas suficientespara esta tarea, pues, a veces, lapolítica puede ser más extenuante y cruelque la batalla.

En cuanto a mí, Manuela, voy cumpliendo

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con lo que de mí esperan, ayudando a mipadre y luchando en esta guerra. Y laúnica cosa que me anima es pensar en ti.Sé que el mismo tiempo que a mí me abate,hace que tú te recuperes, y ése es miconsuelo. Todos estos meses que no noshemos visto, desde aquella mañana tantriste en que juraste amor eterno aGaribaldi, deben de haber aplacado en tualma ese sentimiento. Rezo por ello, paraque hayas visto sanar tu malheridocorazón, y encuentres en él el espaciopara querer bien a este que te adorafielmente.

Queda en paz y piensa con cariño ennuestro futuro.

Tuyo,JOAQUIM

São Gabriel, 13 de marzo de 1841

Manuela se acostó pensando en las palabrasde su primo. ¿De qué habían valido todosaquellos años? El Continente estabaempobrecido, muchos de los suyos habían muerto,otros perecían en la miseria, y la guerrapermanecía como una nube de tempestad sobre lascabezas de todos.

Y estaba Giuseppe. No había tenido másnoticias de él. ¿Seguiría aún en Rio Grande? Yestaba Joaquim. Esa dulzura y esa atención. Labelleza cálida y otoñal que poco podía con sucorazón agreste. La carta no le había llegado

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al alma, ni había hecho que le temblasen lasmanos, ni que brotasen lágrimas en sus ojos. Noera el vendaval que había conocido conGiuseppe. Y ella seguiría la senda de aquellosaños, estaba segura, tan sola como entonces,porque después de haber probado el sabormundano del viento, no podía contentarse con labrisa o la calma.

Doña Antônia volvió a su casa al acabar elmes de marzo. Encontró la Estância un poco másempobrecida de lo que la había dejado. Lastropas de la República habían confiscadoalgunas cabezas de ganado y una parte de lacaballada. Pero le gustó pasear entre losnaranjos en flor. Habría mucha fruta eninvierno, y ella siempre había consideradoaquello como un buen presagio para su vidapersonal. Le gustaba poner junto al fuego laspieles de naranja para que se quemaran, legustaba ese olor cítrico y limpio que seesparcía por la casa, el olor de su infancia.

Durante la convalecencia, paseó muchas vecespor el naranjal. Era allí donde pensaba, entresus árboles. Ya no tenía grandes esperanzas conrespecto a aquella guerra. Eran cinco años desufrimiento. Había ganado muy poco con todoaquello, pero sabía que por un sueño searriesgaba mucho y no le importaba pagar elprecio. Sin embargo ahora, andando por sustierras, sola, cansada y débil a causa de la

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enfermedad, descubría una nueva verdad: habíansufrido en vano. La economía de la Estância noandaba bien, todo Rio Grande estaba empobrecidoy, en las casas de la gente, era raro ver unjoven, pues los muchachos habían partido parala guerra. Y muchos ni siquiera volvían.

—La pelea es para los jóvenes —divagó—. Pero¿y la muerte?

Ahora hablaba sola más que antes. Como sumadre. Pero decía verdades. No sentía ningúnplacer en la vejez agitada de una guerra. Ya noera joven... Ni Bento. Cada vez, se preocupabamás por Bento, soñaba con él. Sueños ambiguos,difíciles, tristes y opacos. Sabía que todosesos años le habían pesado más que a nadie. Losmuertos no habían podido sentir aquel tiempo,estaban más allá de él; sólo los vivos, los quepeleaban en las colinas, que cabalgaban bajo lalluvia, que cargaban con la bandera y la agoníade la República, ésos sí eran creadores deaquel sueño frustrado.

Había recibido carta de Bento. La habíaleído junto con las demás, la noche anterior,antes de volver a la Estância do Brejo. Elhermano había vertido amargas palabras sobre elpapel. Deseaba la paz, más que nunca, puesaquella guerra no podía ganarse. Estabandebilitados, pobres y cansados. Bento estabacansado. Pero la paz no llegaba a alcanzarse.Los acuerdos morían siempre en conflictos acausa de las cláusulas e ideas y detalles enlos que no se podía ceder por una cuestión de

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honor o por la palabra empeñada, o incluso pororgullo. Todos los negros del ejércitoesperaban la libertad. Merecían la libertad,habían peleado y muerto por ella. Pero lalibertad no llegaba.

Doña Antônia puso rumbo a la casa. Elhorizonte comenzaba a teñirse de rojo sobre lascolinas, a lo lejos. La cara de su hermano, talcomo la había visto en un sueño, se apropiabade su mente. Estaba delgado, pálido, con labarba canosa y la piel marchita. BentoGonçalves, un esclavo de todo aquello. Pensó envolver a la casa e ir directa al despacho aescribir a Bento. Decirle que abandonase laguerra, que se fuese a Uruguay, donde teníatierras, que volviese con Caetana y le cediesesu cargo a otro más joven, sediento devictorias y de vicisitudes. Pero doña Antôniano le escribiría esa carta. Bento la quemaríacomo una vil ofensa. Y habían aprendidosiempre, de su padre y de su madre, con todaslas historias que habían oído desde pequeños,que el honor consistía en llegar hasta elfinal.

Entró en la cocina. Una de las negras estabaamasando pan sobre la mesa de madera gastada,marcada por los cuchillos.

—Necesito un mate bien caliente.La negra esbozó una débil sonrisa. Las manos

blancas de harina contrastaban con su pieloscura. Se limpió en el delantal y fue acalentar agua.

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Fuera, la tarde moría con una belleza queencogía el corazón. Doña Antônia intentóimaginar desde qué ventana, desde qué colina,campo, lugar solitario o tienda, BentoGonçalves estaría contemplando aquella terribley fantástica puesta de sol del color de lasangre.

Maria Manuela se despidió de doña Ana con unabrazo. Llevaba un vestido oscuro de viaje, elpelo recogido en un moño alto. Iba a visitar aRosário. Después de tantos meses, iba a visitara su hija. La madre superiora había escritoautorizando la primera visita de la familia.Mariana la acompañaba. Estaba un pocodisgustada por tener que dejar la Estânciadurante tres días, pero se había despedido deJoão aquella madrugada y el sabor de sus besostodavía endulzaba su boca.

Doña Ana recomendó que fuesen por loscaminos más anchos, que tuviesen cuidado yvolviesen enseguida. Manuel las llevaría hastalos alrededores de Caçapava, donde estaba elconvento. Manuel conocía los caminos y loscódigos de aquella pampa convulsionada por laguerra. Subieron a la carreta. Hacía un díabonito. Había llovido durante la noche, elcamino estaría menos polvoriento. Sedespidieron con la mano. Manuel arreó a los doscaballos y la carreta empezó a moverse. MariaManuela rezó una breve oración. No sabía bien

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por qué.El viaje fue tranquilo. Por el camino, se

cruzaron con un piquete imperial, pero no losmolestaron y pudieron seguir adelante. El otoñoempezaba a dar muestras de su llegada,esparciendo flores por el campo, refrescando elaire. Mariana se animó con el paisaje que sedescubría ante sus ojos. Hacía años que noabandonaba los alrededores de la Estância, comomáximo, había ido a visitar a doña Antônia.Empezó a gustarle el viaje. Maria Manuela ibainquieta pensando en Rosário.

—¿Cómo estará ella?—¿Quién? —preguntó Maria Manuela.—Mi hermana. ¿Se sentirá sola?—Espero que se sienta en paz. La soledad es

algo que todas sentimos. Yo me siento sola. Anase siente sola. Caetana se siente sola. —Miró alos ojos de su hija—: ¿Tú también te sientessola?

Mariana pensó en decir que no. Se habíasentido muy sola durante aquella guerra. Unvacío en el alma, en todo su ser. Pero ahorano. Ahora tenía a João.

—Sí, madre —mintió. Era mejor así—. Pero heaprendido a manejarla.

—Eres joven, hija. En la juventud, seaprende a lidiar con todo. Por eso tengo fe.Rosário estará bien, ya no tendrá aquellosdelirios.

Continuaron por el camino hasta casi elanochecer.

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El convento era un edificio oscuro,encerrado entre altos muros, rodeado de unjardín de flores, con una huerta grande alfondo y, a lo lejos, un bosque donde lospájaros iban a esconderse. La superiora lasrecibió en la puerta con un solemne apretón demanos y pocas palabras. Nada más entrar en elconvento, Mariana pareció sentir frío. Habíaallí una tristeza encrudecida por los silenciosy el incienso. Pensó en la alegría de suhermana, que había adorado siempre las fiestasy los bailes. Sintió pena. Podía fenecer allícomo una rosa en una helada. La superiora y lamonja iban delante recorriendo los pasillosllenos de sombras, hablando de Dios. Algunasnovicias se cruzaron con ellas, cabizbajas,rozando apenas el suelo con los pies. Cualquierruido parecía ser una especie de pecado.

—Éste es el cuarto de Rosário —dijo lasuperiora—. Está en la capilla, pero vieneahora. Entren y esperen un instante.

Una brisa agradable penetraba por laventana. Era una pieza austera, sin adornos.Mariana miró al Cristo que colgaba de la pared,sus ojos reflejaban sufrimiento. La superiorase retiró diciendo que iba a buscar a Rosário.

—Qué triste es esto —dijo Mariana.La madre la miró con extrañeza.—Es que ya está anocheciendo. Pero me parece

un buen lugar. Aquí hay paz. La guerra está muylejos de estas paredes.

—La guerra y la vida, madre. El tiempo no

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pasa por aquí.Maria Manuela se sentó en la única silla del

cuarto y se quitó el sombrero de viaje.—El tiempo sólo trae disgustos, algún día

aprenderás eso, hija mía. Es bueno vivirapartada de él.

Ambas se quedaron en silencio. Mariana pensóen cuánto había cambiado su madre en losúltimos años, sobre todo desde la muerte de supadre.

Rosário llegó enseguida. Llevaba un vestidooscuro, el pelo recogido, parecía mucho mayorde lo que era. Los ojos le brillaron de alegríacuando vio a sus parientes, pero ahora teníanun azul apagado y débil. Maria Manuela abrazó ala hija y lloró.

—¿Estás bien? —preguntó mirando su carahermosa y bien formada—. Sí que lo estás, se veenseguida. Dios tiene buen cuidado de ti.

—Estoy bien —respondió Rosário—. Rezo mucho.—La oración es un bálsamo —dijo la madre,

seria.Mariana abrazó y besó a su hermana. Le notó

las manos frías, pero no dijo nada. Se quedaronallí las tres hasta que la superiora invitó aMaria Manuela a ver el cuarto que les habíapreparado para alojarlas. Las dos mujeresmayores salieron al pasillo.

Mariana se sentó en la cama y llamó aRosário a su lado.

—¿Estás bien? Quiero saber la verdad.—Es preciso estarlo, Mariana. Aquí estoy en

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paz.—Pero ¿no te sientes sola?Rosário sonrió.—No. Tengo a Steban. —Acercó su rostro al de

la hermana y susurró—: Él vino conmigo. Nosvemos todas las noches... Vamos a casarnos.

Mariana notó los ojos humedecidos por laslágrimas y abrazó a Rosário, que sonreía defelicidad.

—Qué bueno sería que volvieses a casa,Rosário. Te echamos en falta. Podríamos pasear,ir en carreta, cantar... Tía Ana tocaría elpiano, haríamos un baile, ¿quién sabe? —Acarició su pelo dorado—. Si se lo pidieses anuestra madre y no hablases de Steban, ella tellevaría de vuelta.

—Pero yo no quiero volver, Mariana. A Stebanno le gusta la Estância. Tiene miedo de tíoBento... Desde Uruguay, tiene miedo del tío.Aquí estamos mejor.

Mariana tomó las manos de su hermana entrelas suyas. Sintió una opresión en el pecho yunas ganas locas de volver corriendo a casa ycobijarse en el abrazo cálido de João.

El mes de mayo había traído las lluvias.Desde el amanecer hasta la noche, el cielopermanecía cargado y denso, cubierto de nubesoscuras y tristes. Por las noches, llovíaconstantemente.

Bento Gonçalves y sus hijos estaban

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instalados en una casa baja, con un patio dondedormía una higuera muy grande. Las ventanas delas habitaciones daban a poniente, la sala eraamplia y estaba prácticamente desprovista demuebles. João Congo y una muchachita negracuidaban de todo. Los días estaban repletos dereuniones y planes y tentativas de proporcionarun desahogo a los ejércitos, de acabar conaquel callejón sin salida de las tropas en laCampanha. Necesitaban una gran victoria, aunquefuese para poder negociar con el Imperio unacuerdo más justo de paz.

En los atardeceres nublados y húmedos, Bentotomaba su mate frente al fuego. Últimamente,tosía mucho. Joaquim se preocupaba, pero éldecía que no era nada. No le hablaba de lasfiebres intermitentes, ni de las noches llenasde sofocantes pesadillas. Joaquim observaba asu padre con cierta angustia. Temía, más que ala tos, a esa mirada triste que se perdía en elhorizonte durante largo rato, a esos ojosapagados, sin sombra de la energía de otrostiempos.

Bento Gonçalves removió las brasas de lalumbre. João Congo asomó la cabeza por lapuerta.

—Tiene una visita —dijo el negro.—¿Quién es?—El italiano Garibaldi.Bento Gonçalves se acabó el mate. El

italiano había ido para charlar con él. Bentoimaginaba muy bien sobre qué. Miró el crepitar

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del fuego en el hogar y se acordó de cuandoGaribaldi había querido comprometerse conManuela. Había sido un acierto decirle que no.Y, sin embargo, aun ahora, ¿cómo podía acusaral italiano de una actitud insensata? Él mismo,atado a aquella guerra con toda la fuerza de suser, ¿qué no daría por un poco de paz?

—Dile que pase, Congo. Y calienta más agua.Giuseppe Garibaldi podía ser inmenso y

delgado al mismo tiempo. Había una fuerzainherente a sus gestos, su cara, el brillointenso de sus ojos de ámbar. Bento Gonçalvesestrechó con fuerza la mano encallecida. Loinvitó a sentarse junto al fuego. Hacía fríofuera. Examinó al italiano y encontró signos decansancio también en él. Estaba más delgado yun tanto abatido. Tal vez ya no era el león deantaño, del principio. Bento recordó latravesía con los barcos por la pampa. Aquél eraun hombre único. Sin embargo, había algo en élque lo incomodaba, aquel aire de pájaro.

—He venido a decirle una cosa, señorpresidente. —Garibaldi hablaba bajo ypausadamente—. Algo irremediable.

—Dígala entonces, señor Garibaldi.—Io quiero irme de Rio Grande. —Se hizo un

silencio. Bento Gonçalves llenó nuevamente elmate e hizo el gesto de pasárselo al italiano,que lo rechazó—. Io quiero ir a Montevideo,cominciare una nuova vita, con Anita y con il mio figlio.—Esperó algún comentario del hombre moreno yserio, del más grande general de aquel

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Continente. Nada.Bento Gonçalves parecía esperar el resto de

su confesión, de su petición, de su renuncia,de su deserción. Fuese lo que fuese aquello,Bento Gonçalves esperaba. Entonces, prosiguió:

—Io estoy aquí desde hace tres años. He hechotutto por questa República. Ahora el tiempo é finito.La República Riograndense ya no me necesita,señor presidente.

Bento Gonçalves atizó el fuego del hogar.Fuera, la noche caía lentamente con lasprimeras gotas de lluvia que repiqueteabansobre el tejado. Se recostó en la silla. Lasllamas del fuego teñían la cara del italiano decolores cambiantes.

—Tiene todo el derecho a irse y seguir suvida. Ya ha hecho mucho por Rio Grande.

—Desde que Rossetti murió... —La voz delitaliano se quebró.

—Rossetti fue un gran hombre, un hombresabio. Y valiente.

La sala estaba embebida de aquella luzinconstante. Garibaldi se levantó. Parecía másabatido que a la llegada.

—Necesito darle una vida al mio figlio, señorpresidente.

—Todos nosotros necesitamos una vida, señorGaribaldi. —Se levantó también y le tendió lamano—. Puede partir en paz. Le estaremossiempre agradecidos. Ha hecho mucho por nuestraRepública.

El italiano asintió con enorme tristeza. Era

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duro dejar aquel sueño. Se despidió. Comunicóque saldría para Montevideo en una semana.Tenía intención de vivir allí algún tiempo.Bento Gonçalves lo acompañó hasta la puerta.

—La República Riograndense está en deuda conusted, señor Garibaldi. Le pido que vuelva averme dentro de dos días. Tenemos algo quedarle. Ciertamente, es menos de lo que merece,pero es todo lo que podemos ofrecerle.

Giuseppe Garibaldi salió a encontrarse conla fina lluvia. El caballo lo esperaba atadobajo la higuera. Bento Gonçalves volvió aentrar en la casa y se sentó nuevamente frenteal fuego. Le dolía el cuerpo. Ya no era elmismo hombre que había huido a nado del fuertede São Marcelo. Muchas cosas habían cambiado,cosas que iban más allá del cuerpo cansado afuerza de pelear, cosas más profundas, cosasque vivían en su alma. La noche invernalderramaba un desaliento silencioso por lapampa. Bento Gonçalves dejó que la mirada seperdiera en las llamas inquietas de la lumbre.

Las seiscientas cabezas de ganado formabanun único cuerpo lleno de fuerza y energía bajoel sol manso del invierno. Dos baquianosseguirían con él hasta la frontera, dondecomenzaría una vida nueva. Era una mañanalimpia de mayo. El aire estaba impregnado de lalluvia nocturna.

Garibaldi, a caballo, pasó revista a las

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reses. Se había despedido hacía poco de BentoGonçalves, que le había deseado un buen viaje ysuerte. Bento Gonçalves era un hombre sinsuerte. Al dejarlo, Giuseppe se habíaencomendado a sus propios dioses, pidiéndolesuna buena travesía y una llegada pacífica aUruguay. Vendería algunas cabezas por el caminoy comerciaría con el resto del rebaño enMontevideo. Y entonces, Anita tendría una casa,Menotti tendría una cuna y él tendría su paz.

Los soldados se despidieron de élemocionados. Habían luchado juntos, sufridojuntos, pasado hambre juntos. Garibaldi eraamado y respetado. No aquel respeto frío, casicruel, que se desprendía de los ojos delpresidente; otro tipo de sentimiento, nacido dela hermandad, lo unía a aquellos hombres.

Un baquiano se aproximó a él.—Está todo arreglado, Garibaldi.—Bene. Vamos a partir.Empezaron a mover el ganado. Garibaldi

cabalgó hasta donde estaba la carreta en la queiban a viajar Anita y su hijo. Anita le sonrióy, como siempre, aquella sonrisa dulce, segura,lo llenó de calma.

—¿Nos vamos, Anita?—Vamonos —respondió ella con su hijo en

brazos. Él salió al galope. Un grupo deoficiales contemplaba la escena. Uno de ellosle hizo un gesto con la mano. Era TeixeiraNunes. Nunca olvidaría a Teixeira Nunes y a suslanceros negros. Se dirigió hasta ellos.

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Teixeira se atusaba los largos bigotes. Unasonrisa se insinuaba en su rostro moreno. A sulado estaba Joaquim.

—Buena suerte, Garibaldi.—Adio, capitán Teixeira.Las miradas de los dos hombres se cruzaron

durante un instante. Garibaldi se acordó deCuritibanos y sonrió pensando en todo aquelhorror. Antes de dar media vuelta y salir algalope, miró a Joaquim. El hijo mayor de BentoGonçalves lo miraba serenamente. Era un hombreguapo, garboso, de rostro franco. Tal vez,estuviese un poco pálido, demasiado delgado.Giuseppe se acercó más. Se acordó entonces dela bella mujer castellana que vivía en casa dedoña Ana. Joaquim tenía algo de la belleza dela madre.

—Cuida de Manuela... —pidió.Joaquim pareció sorprendido por un instante.

Después asintió.Giuseppe Garibaldi sonrió con tristeza.

Espoleó al caballo y salió a campo traviesa.Dejaba atrás aquella pampa misteriosa, con suviento de invierno y sus veranos sofocantes,aquella pampa de hombres valientes y de sueñosde libertad. Dejaba atrás algunos años de suvida, a sus mejores amigos y un amor tandelicado que no habría tenido futuro.

Respiró hondo. El aire frío entró en suspulmones como un bálsamo. Ya no miró atrás. Losbaquianos iban gritando, conduciendo el ganado.Giuseppe Garibaldi sonrió satisfecho. Botaba su

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barco al mar una vez más.—Adio, Rio Grande, adio.Nunca olvidaría el Continente.

Un rayo de luz muy pálida le alcanzó en losojos. En el sueño, abría una ventana. La luzfue invadiendo el sueño, aumentando, la ventanase transformó en puerta, en hoguera. Abrió losojos asustada. Sintió el calor de él enroscadoen su cuerpo, el brazo fuerte rodeando sucintura. La manta de vellón los envolvía a losdos como un abrazo.

Mariana vio que, fuera, estaba amaneciendo.Una luz sin brillo bajaba de un cielo muyclaro. Por las rendijas de la madera, la luzentraba en el cobertizo. ¿Qué hora sería? Eldía empezaba muy temprano en la Estância, ytemió ser vista allí, en aquella manta,enroscada en los brazos de João, en camisón,despeinada y pecadora. Su madre la mandaría alconvento, a aquel lugar lúgubre, silencioso ymuerto.

—¡Ay, Dios mío! —Dio un salto. A su lado,João abrió los ojos confundido—. ¡João, ya esde día! Tengo que volver a mi habitación.

Él sonrió al verla tan bonita, con su pelonegro suelto cayéndole por la espalda, con elrostro enrojecido. Se habían encontrado allí,en mitad de la madrugada. Ella había llegadoenvuelta en el chal, con un grueso poncho sobreel camisón blanco y delicado. Al tocar su cara,

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había sentido el frío y la humedad del relente.Lo había embargado un gran deseo de calentarla.Habían pasado el resto de la noche bajo lamanta, más felices que en el cielo.

—Te vas a congelar con esa ropa tan fina —dijo él sonriendo—. Deberías ponerte algo.

Mariana obedeció.João también se vistió. Se colocó el poncho

sobre el torso desnudo escondiendo su bienformada musculatura. Sus ojos negros seclavaron en ella. Y sonrió, con una sonrisafelina y sensual.

—Me voy, João. Después hablaremos. Mi madredebe de estar levantándose, y Manuela también.

—Deberías contárselo todo a ella. Es tuhermana... Un día u otro lo descubrirá.Prácticamente no duermes en esa habitación.

Mariana lo besó. La boca húmeda de salivatenía gusto a fruta, a algo silvestre. Le dolíatener que volver a la casa, desayunar con lastías, rezar, bordar, hojear un libro durantehoras, mientras no hacía más que pensar en él,en los momentos que habían compartido, en losdeliciosos pecados cometidos.

—Todavía no, João. —Se cubrió con el chai—.Mi madre está muy rara. Si se entera de lonuestro, si lo sospecha, me encerrará en unconvento hasta que esta maldita guerra acabe.Tú no eres exactamente el marido que ellaimagina para mí... Necesitamos tiempo paracontárselo a ella. Cuando esté más tranquila,más serena. No quiero ir a un convento. He ido

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a visitar a Rosário, está consumiéndose poco apoco. Y tú ya lo sabes, no me gustan ni lasoraciones ni las letanías.

—A ti te gusto yo... mis caricias.Él le acarició el pelo. La amaba. Desde el

primer momento en que llegó a la Estância, dela mano de Manuel, supo que allí, en aquellatierra, había algo esperándolo. Lo supo como enun sueño. La primera noche, sacó la guitarra ytocó una canción de amor. Se quedó horas bajolas estrellas, mirando la pampa en silencio ypensando en el amor. Nunca había amado antes.Había conocido a fulanas, a una muchacha muyhermosa, a una castellana, pero habían sidoalgo pasajero. Nunca había visto la sombra delamor verdadero. Al día siguiente, temprano, secruzó con Mariana en el arroyo. Ya no olvidaríanunca el ardor que le había atravesado elpecho, la carne, el alma entera. Desde aqueldía, ansiaba estar con ella cada minuto.

Mariana salió. Él la miró desde la pequeñaventana del cobertizo. Mariana estaríaenseguida en su cuarto de muchacha rica, conlas negras que le servían, y la madrelamentándose por esto o aquello. A él, JoãoGutiérrez, le tocaba trabajar. Pasar el díaentero trajinando, lidiando, trabajando en laEstância, domando potros. Sabía cuál era susitio. Pero se había enamorado de aquellamuchacha rica y viviría aquel amor, allí o encualquier otro lugar. Sabía que doña Ana, queera buena y gentil con todos los braceros, si

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se enteraba de esos encuentros, lo echaría dela Estância. Probablemente, mandaría que lemetiesen una bala en la frente para silenciarla historia. Y después volverían a las misas, alos bordados. Lo sabía. Mariana era la sobrinadel general Bento Gonçalves da Silva, el hombremás importante del Continente. Y él... él noera nada. Hijo de una india charrúa y de unuruguayo cualquiera, criado en aquella pampa,yendo de un lado a otro, sin techo ni familia.Era bueno con los caballos, conocía aquel suelocomo la palma de su mano, pero no eraestanciero, ni hidalgo, ni nada que le pudiesevaler.

Acabó de vestirse rápidamente. Un perroempezó a gemir a lo lejos. Fuera, el aire fríoacabó de despertarlo. Se dirigió al cobertizo.Tomaría mate con los demás y luego iría a ver alos caballos. Pensaba en Mariana, en su pielblanca, en la luz de sus ojos negros de largaspestañas. La quería. Si quisiesen separarlos,haría cualquier cosa. Una locura. Mariana erasu mujer. Dios había decidido aquello y élcreía en Dios.

Hacía dos días que Pedro había cumplidoveintiséis años. La madre contaba que habíanacido una fría noche del mes de junio, laprimera noche de junio, y que había lloradohasta ponerse morado. Después había conocido elpecho tibio y lleno, y se había calmado

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enseguida y adormecido. A pesar de haber sidosiempre un niño tranquilo, aquella rabieta, laprimera de su vida, había sido un aviso. Pedroera sereno por fuera, pero no había que fiarsede esa calma; dentro, vivía en él una furiainquieta y sutil.

Fue cabalgando al frente de la columna. Ibaa encontrarse con Netto y sus hombres, queestaban acampados al sur del río Jacuí. Hacíauna mañana clara y muy fría. El minuano habíasoplado durante tres días y ahora la pampaestaba serena, apaciguada. Pedro sintió que elhambre le estaba corroyendo las tripas conaquella ansia discreta de siempre. Pensó en lossuculentos platos que doña Ana servía en casa,y sintió añoranza de la Estância, de Pelotas,de las comidas interminables regadas con buenvino. No había sido nunca un glotón, peroahora, en aquel camino, mientras avanzaba,sufría por no haberse comido todos losmanjares, todos los churrascos, los dulces demelocotón, que había visto servir en su vida.El hambre era como un bicho cruel e insistente.El hambre era como una mosca.

Llevaba consigo doscientos soldados. Nettolo esperaba con novecientos hombres. Juntos,bajo las órdenes de Netto, iban a atacar a JoãoPaulo, el general imperial. La Campanha eraterritorio farroupilha, allí se sentían seguros.Tal vez Canabarro se uniría a ellos. Pedro nolo sabía, él sólo sabía que había sido asignadopara aquella operación. Teixeira y sus lanceros

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también se dirigían al encuentro con Netto.Pedro y sus hombres siguieron su camino. Lascolinas se extendían con todo su verdor,silenciosas y suaves. Las colinas eran como elpecho de una mujer: tibio bajo el sol invernal,bonito y fresco. Una nana. Pedro aspiró elaire. Iba a unirse a Netto. Tenía veintiséisaños. Cuando nació, lloró mucho; su madre, doñaAna Joaquina da Silva Santos, siempre lehablaba de ese momento.

Doña Ana cogió la vela entre las palmas delas manos como quien sujeta una espada que leva a salvar la vida. Cerró los ojos y rezó.Tenía intimidad con la Virgen. Todos los días,tres veces, se arrodillaba en el oratorio consu vela en la mano, hacía siempre las mismaspeticiones, ponía el mismo fervor en susantiguas palabras. La Virgen ya la conocíadesde hacía tiempo. La había visto llorar lamuerte de Paulo, la había amparado cuando loenterraron y la había ayudado a dormir laprimera noche de su viudez. La Virgencomprendía las tribulaciones de aquellarevolución, los sufrimientos femeninos, laangustia cosida con el hilo de bordar, el cruelsino de aquella espera.

Doña Ana colocó la vela en el oratorio. Lallama se elevaba por momentos, altanera einquieta. «Hay una corriente de aire por aquí»,pensó. Buscó alguna ventana abierta, todo

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estaba bien cerrado. Hacía frío fuera y lasnegras tenían órdenes de mantener la casacaliente, pues los niños se resfriaban confacilidad durante esos inviernos húmedos de lapampa. La llama de la vela continuaba subiendoy bajando. ¿Estaría oyéndola la Virgen?¿Tendría algo que decirle? ¿Sería eso? Pero lavela no estaba segura, bien afianzada. Parecíaque iba a apagarse en cualquier momento, acaerse del altar y disgustar a la Virgen con sucomportamiento de vela inquieta. Doña Ana laaguantaba. Tal vez debía derretir más cera,asentarla mejor, más hacia la esquina, cerca dela santa.

—Voy a colocar bien esto, Virgencita. DoñaAna sujetó la vela encendida con la manoizquierda y, con la derecha, se santiguó otravez. Una puerta se cerró de golpe en algúnlugar de la casa. Se oyó un grito de mujer.Doña Ana se asustó, la vela se le cayó de lasmanos y se estrelló contra la alfombra. DoñaAna no lo podía creer. En dos segundos, antesus ojos, la alfombra había empezado a arder, ycomenzaba a formarse un agujero en la trama delana. Las llamas se elevaban por momentos en unrojo más intenso. Ahora, era doña Ana quiengritaba. Gritó desesperadamente y se tapó lacara. Temblaba. No quería ver lo que habíadentro de aquellas llamas.

Zefina y Caetana acudieron. Doña Ana estabaarrodillada en el suelo, con la alfombraardiendo a sus pies y exhalando un fuerte olor

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a humo y a lana chamuscada.—¡Válgame Dios!Zefina llevó una escoba y golpeó la alfombra

media docena de veces con ella hasta que cesóel fuego. Quedó un olor acre en el aire. DoñaAna lloraba bajito. La Virgen parecía mirarlacon cierta pena; en sus ojos estáticos seadvertía un brillo apagado de tinte antiguo.Caetana se arrodilló al lado de su cuñada.

—¿Qué te ha pasado?Doña Ana abrió los ojos horrorizada.—Ha sido un susto. He oído el grito y

entonces...Caetana le acariciaba su rígida espalda.—¿El grito? No ha sido nada, Ana. Milu, que

ha tirado una olla de charqui al suelo, en lacocina. Ya sabes que Milu es muy asustadiza.

Doña Ana miró a Caetana a los ojos. Estabapálida.

—Al caer la vela, lo he visto. Lo he vistomuy bien, como si estuviese delante de mí,Caetana.

—¿Qué has visto?—A Pedro. —Las lágrimas resbalaban por su

cara—. Con una lanza atravesándole el cuerpo.Caetana tomó las manos de su cuñada entre

las suyas. Estaban húmedas. No sabía quédecirle. Zefina recogía la alfombra quemada y,en sus ojos, brillaba la llama del miedo. DoñaAna empezó a llorar bajito, como si fuese unaniña asustada cogida en alguna terrible falta.

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Cuando la noticia llegó a la Estância daBarra, doña Antônia también estaba allí. Habíaido a ver a su hermana, muy abatida y nerviosadespués del susto, de la premonición. DoñaAntônia no creía en muchas cosas. Para ella, lavida era una sucesión de acontecimientosprevisibles y mundanos, y bastaba mantener lacalma y el orden para que la mayoría de lascosas volviesen a su sitio. Pero tenía miedo delas noches ventosas y creía en laspremoniciones de una madre.

Doña Antônia, junto a la cama de doña Ana,le leía una novela cualquiera, sólo para llenarel tiempo y distraerla de aquel miedo, cuandooyeron el galope de un animal cerca de la casa.La voz de Zé Pedra saludó al jinete, quehablaba en voz baja. Doña Antônia oyó al negroresponder solícito:

—Espere usted. Voy a buscar a una de laspatronas.

Doña Antônia se levantó rápidamente. Losojos asustados de doña Ana estaban clavados enella.

—Tú quédate aquí, que ahora vuelvo —dijo.En la sala, al calor del fuego, el hombre

contó su historia. Doña Antônia oyó cadapalabra como una puñalada en propia carne. Algomás lejos, cerca de la puerta, Caetana llorabaen silencio. Pedro había caído muerto cerca delJacuí, en un encuentro con un destacamentoimperial. Habían llevado el cuerpo ante el

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general Netto, que le había dado dignasepultura. El hombre acabó de narrar losucedido, estaba triste y afligido. No legustaba ser mensajero de muerte alguna, no eracosa de buen augurio. Terminó de hablar yentregó un paquete a doña Antônia.

—Son sus cosas —dijo.Doña Antônia apretó el paquete en su pecho.

Sus ojos estaban secos.—¿Cómo murió?El hombre agachó la cabeza. Era su

obligación informar a la familia. El generalAntônio Netto había dado órdenes expresas.

—Atravesado por una lanza.

Manuela entró en el cuarto. Hacía poco quele habían dado la noticia de la muerte de suprimo. No lloraba, todo lo que sentía era unvacío dentro del alma, una sensación de estarviviendo en un mundo aparte, como sumergida enun acuario adonde todo llegase apagado ydeforme, donde la falta de nitidez fuese casiun consuelo que mitigase el dolor. Vio a doñaAna llorando, desgreñada, abrazada a su madre.No tuvo valor para mirar a su tía a los ojos.

Mariana dormía. Todavía no era la hora decenar. Últimamente dormía demasiado. Manuelasabía el motivo de esa somnolencia. Ya habíavisto, en sus propios ojos, ese brillo, esaluminiscencia de alegría mal disimulada. Yahabía sorprendido a Mariana sonriendo ante

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misteriosos recuerdos, recuerdos que ellaacariciaba como quien abre un baúl lleno decosas valiosas y se pone a admirar su tesoro.Manuela sabía que aquello era amor. Había vistoa João siguiendo, con sus ojos de indio, lospasos de Mariana, bebiendo sus repentinasapariciones. Pero Manuela nunca había dichonada. Nunca contaría a su hermana las vecesque, despierta en mitad de la madrugada a causade sus sueños con Giuseppe, con el corazónsaliéndosele del pecho, había buscado elconsuelo en la presencia de Mariana y habíaencontrado solamente su cama vacía.

—Mariana —dijo en voz baja.La luz del candelabro aumentaba la sombra de

las cosas. Mariana abrió los ojos. Miró conextrañeza a la hermana y se sentó en la cama.

—¿Ha pasado algo? —En su voz había ciertatensión.

Ahora siempre tenía miedo. Miedo de quedescubrieran su amor, miedo de que la hubiesenvisto, cualquier noche, recorrer el camino quela llevaba hasta João.

—Sí, algo horrible. —Manuela se sentó a sulado, en la cama, y le dijo con suavidad—: Hanmatado a Pedro. Cerca del Jacuí.

—Ay, Dios mío... —Mariana sintió que se lesaltaban las lágrimas. Siempre había jugado conPedro, desde pequeñita. Les gustaba escaparsehasta el naranjal de la tía Antônia y quedarseallí hasta hartarse de chupar naranjas.Después, juntos, se quejaban de dolor de

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barriga, y se tomaban una infusión de ajenjohaciendo muecas y partiéndose de risa—. Ay,Dios mío... ¿Cuándo ha sido?

—Creo que fue ayer. El general Netto mandóque nos avisaran, parece ser que estaban juntoso algo parecido. Tía Ana está destrozada, dapena verla.

Mariana saltó de la cama y anduvo por elcuarto. Fuera, la noche era oscura, sinestrellas. Su cuerpo palpitaba de dolor y deangustia. Era como si estuviese repentinamenteenferma de algo incurable... Aquella guerraestaba yendo demasiado lejos, ¿por qué? Era unapesadilla que no acababa nunca. Tenía miedo deque un día, João, también se marchase a laguerra. Más tarde o más temprano todos se iban.Su hermana estaba sentada en la cama, mirandoal infinito. Ya no le quedaban más lágrimas quederramar. Pero ella aún tenía, un manantialdentro de su pecho. Sin embargo, no iba aderramarlas todas. Iba a tomar un baño,mandaría que una negra llenase la bañera, lefrotase la espalda y le sacase de la pielaquella sangre invisible, aquel olor a muerte.Iba a cenar cualquier cosa, acostarse en lacama y esperar una nueva madrugada. Queríasentirse viva otra vez.

Aquella noche, doña Ana se levantó de lacama y fue hasta el pasillo. Tenía los ojoshinchados de llorar. Lo que más impresionaba

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era el temblor de sus manos. Era como sihubiese envejecido muchos años en las últimashoras. Doña Antônia dormía en su cuarto, allado de su cama, para atenderla en lo quehiciese falta, pero no se dio cuenta de susalida. Doña Ana sabía moverse como unfantasma.

La casa estaba a oscuras. Caminó hasta eloratorio. Dos velas ardían frente a la Virgen.Una rabia sorda crecía en su pecho. Queríaalimentar aquella rabia, quería que la rabia laconsumiese entera, que se la llevase de aquellavida, de aquel dolor irremediable, de aquellapesadilla en la que le habían robado a su niño,a su Pedrinho.

Doña Ana tocó la imagen y sintió el frío dela porcelana en la punta de los dedos.

—Señora, tú has sido madre, no deberíashaberme hecho esto. No es justo... —Laslágrimas resbalaban por su cara. Hablaba bajito—. Tú también perdiste un hijo.

Sin pensárselo, agarró la imagen y la tiróal suelo. La pieza de porcelana se rompió enmil pedazos. Doña Ana se quedó mirandoaterrorizada. Un trozo le había hecho un corteen el pie, del que empezaba a salir un hilillode sangre. Doña Antônia apareció por elpasillo, envuelta en su chal, sin expresión enel rostro.

—No debería haberme hecho esto —gimió doñaAna mirando a su hermana—. Pedro había cumplidoveintiséis años. Había hecho un poncho para él.

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No tuve tiempo de mandárselo. Debía de tenerfrío, pobrecillo...

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 14 de mayo de 1848

La muerte de Pedro marcó el invierno de1841. Doña Ana pasó muchos días sin salirde la cama, postrada por el pesar. Sólomejoró con la llegada de José, aprincipios del mes de julio. José llegóescuálido y con barba, cojeando un poco dela pierna derecha, y lleno de silencioscontemplativos. Entró en la casa, encontróa su madre en la cama, cayó a sus pies yempezó a llorar como un niño. Viendoflaquear a su hijo mayor, algo resucitó endoña Ana, una fuerza antigua volvió aencender la llama de su instinto maternal.Puso la cabeza de José en su regazo y,buscando las fuerzas que pensaba yaextinguidas, le estuvo susurrando secretosdurante mucho tiempo, a veces sonriendo, aveces llorando con él, pero siempreexhortándolo a seguir la vida. Después, selevantó de la cama por primera vez enmuchos días, mandó que le preparasen unbaño, y fue ella misma a la cocina a haceruna buena comida para su primogénito quevolvía de la guerra.

Pero doña Ana ya no volvió a ser la

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misma. Sus momentos de fuerza fueronalternándose con días de profunda tristezay las arrugas de su rostro se acentuabancomo en un soplo, y toda ella asumía unaspecto derrotado, con la espaldaencorvada, las manos temblorosas y la pielamarilla como las hojas de un antiguocuaderno. La verdad es que envejecíamospor dentro y por fuera saboreando, cadauna de nosotras, sus dolores, tristezas yvacíos. Rio Grande envejecía. Ya no seveían muchachos cabalgando por loscaminos, ya no había fandangos, nichurrascos, ni fiestas, ni ferias. Sebautizaba a los niños con mucha discrecióny, cuando alguien se casaba, era bajo lasombra del miedo a que la viudez viniese asegar aquel amor; la verdad es que ya nose vivía como antes.

Pero, a pesar de toda esa tristeza, elengranaje de las cosas continuaba girando.A veces, éramos casi felices, felices conpequeñas alegrías, con minúsculas ysutiles emociones... Y, en rarasocasiones, había una gran felicidad.Intentábamos disfrutar de ella como de unexquisito manjar, estirándolo hasta ellímite de lo posible, dilatándola hastaque se evaporase como un perfume. Así fuecuando nació la segunda hija de Perpétua afinales de julio. Inácio estaba entoncescon nosotras. Y aquel nacimiento nos

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renovaba, purgaba la casa de la muerte dePedro.

Perpétua Inácia de Oliveira Guimaraesvino al mundo un tímido amanecer deinvierno, pesando cuatro kilos, y llorandode tal manera, que todas pensamos lomismo: la niña había heredado la fuerza delos Gonçalves da Silva. Recibió el mismonombre de la madre y de la bisabuela,porque así lo había deseado mi prima desdesiempre. Inácio tomó a su hijita en brazosen cuanto la partera lo permitió, y habíaen su rostro de padre tanta luz, que eracomo si la vida todavía tuviese unaposibilidad, y todo aquello pudiese al finterminar para todos nosotros. Como sipudiésemos retroceder en el tiempo, borrartodas las pérdidas y quedarnos únicamentecon las alegrías, como la de la llegada dela pequeña Perpétua.

Sin embargo, aquel invierno todavía mereservaba algunas sorpresas. Cierta tarde,cuando me encontraba junto al fuegohaciendo punto, Inácio se sentó a mi ladoy empezó una conversación. La esposa y lahija dormían en la habitación, tejiendojuntas el fino encaje de aquellos primerosdías de existencia en común, el resto delas mujeres de la casa estaba en lacocina, donde últimamente se quedabanfrecuentemente, al calor de la cocina deleña, como si esperasen la llegada de sus

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hombres en cualquier momento, para cenar,con la mesa puesta. Yo apreciaba a Inácio,un hombre sereno y gentil, culto. A veces,hablábamos de libros que habíamos leído,hablábamos de la guerra y de losderroteros que iba tomando. Aquella tarde,él llevaba consigo una novela. Se sentó enuna silla a mi lado, hojeó las páginas delvolumen de tapas oscuras y, finalmente, medijo:

—Tengo algo que decirle, Manuela. Apesar de todo, creo que es justo que losepa.

Levanté la vista de la labor.—¿Ha sucedido algo?—Giuseppe Garibaldi se ha ido de aquí.Ah, aquel dolor todavía sabía herirme

como la primera vez, como una daga bienafilada que penetraba en mi carne hastaatravesarme el alma. Sentí que el fuegoinvadía mi rostro, me acosaba con suhambre de depredador. No es que meavergonzase de aquel amor (¿quién podríaavergonzarse del verdadero amor?), pero laagudeza de aquel abandono sin adiós medesconcertaba. No es que esperase otracosa de Giuseppe: había partidoexactamente como había llegado a mí, sinaviso ni razones. Era un hombre de mareas,y solamente así debía ser entendido.

Inácio observaba las llamas del hogar,gentilmente, sin querer participar de mi

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tristeza y de mi confusión.—¿Que se ha ido Giuseppe? ¿Adonde?—Partió en mayo, Manuela. Con su mujer y

su hijo pequeño. A Uruguay. Abandonó larevolución. —Suspiró—. No lo condeno. Hahecho mucho por Rio Grande. Y las cosashan cambiado. Ya no luchamos por ideales,sino sólo por una paz honrosa. Y elitaliano tenía ideales.

Giuseppe había partido. Seguía el viajede su vida. Mi sueño, finalmente, moríatambién. Giuseppe ya no pisaba el suelo deRio Grande, había regresado al mundo,había levantado el vuelo. Había dejado deser mío para siempre. Había traspasado loslímites. Se había alzado por encima deellos. Aún había un mundo enteroesperándolo, aunque, en aquellos tiempos,ninguno de nosotros pudiese saberlo.

Y el silencio de las tardes de aquelinvierno de adioses nunca más me abandonó.

Manuela

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Capítulo 21

El frío de la noche azotó su cuerpo cuandodescorrió la cortina y miró la oscuridad deagosto. La lluvia caía lenta y acompasadamentedel cielo. El convento estaba silencioso,sumergido en aquella hora muerta, antes de losmaitines. Rosário lo buscó con sus ojos yaentrenados. Desde la ventana, apenas podíadivisarse la pequeña cerca que delimitaba lahuerta. Forzó los ojos. A lo lejos, la cruz demadera del cementerio brillaba parcamente. Eraun brillo perlado. Steban estaba allí, tenía lacerteza. La urgencia de verlo la invadió con laviolencia de siempre. A Steban le gustaban laslápidas sencillas de las religiosas con susinscripciones en latín, con las imágenes de sussantos, con su pobreza austera. Rosário no sepreocupó ni de la lluvia ni del frío de lanoche invernal. Steban era todo lo que leimportaba. Como aquella vez, en la Estância,cuando se despertó en mitad de la madrugadasabiendo que él la esperaba cerca del corral.Corrió para estar con él, y Regente, el perro deManuela, la siguió con ojos sorprendidos.Regente ladró mucho al ver a Steban, gimiódurante toda la noche. Y Steban sintió tantatristeza con la incomprensión del animal ante

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su frágil existencia de criatura ya muerta, sincarne, sin cuerpo, que se puso a llorar.Rosário se acordaba bien de la rabia que habíasentido. Le gustaba el perro, había jugado conél muchas veces; pero por Steban, paravengarlo, tomó una pequeña daga que llevaba enel bolsillo de la capa y lo degolló. Nuncahabía hecho cosa semejante en su vida y,sorprendentemente, actuó de modo preciso, uncorte perfecto, la mano firme. El can murió ensilencio. Después de que todo acabase, con elpobre Regente estirado en el suelo, volvió asentir pena. Tal vez, semejante acto no hubiesesido necesario. Pero Steban había sonreído.Steban se lo había agradecido. Steban apreciabael arte de la degollación. Y ella setranquilizó.

Dejó atrás los recuerdos, se puso la capa delana y se calzó los botines. Saliósigilosamente, como si fuese ella misma elfantasma que había fuera, de tan semejantes queeran ambos. Recorrió los caminos estrechos,pasó por la capilla, por las salas de trabajo,y entró en la cocina, amplia, silenciosa, quetodavía olía a sopa. Quitó la tranca de hierroy se adentró en la noche. La lluvia era fría ysabía a cosas antiguas. Sus pies chapoteaban enla tierra encharcada, mientras ella seguía,rodeando los bancales de la huerta, hastallegar al pequeño cementerio. La cruz de maderaya no brillaba, era sólo madera casi negra,rústica, clavada en el suelo, elevándose hacia

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el cielo. Pero Steban estaba allí, sonriendo,con su uniforme impecable, con la vendaalrededor de la frente y su eterna herida queahora casi ya no sangraba.

—Steban...Él avanzó un paso.Rosário vio su hermoso rostro, los ojos

ardientes de fiebre, tal vez de amor.—Abrázame, Rosário.Se acercó a él y sintió aquel tacto frío,

mágico y gelatinoso. La lluvia continuabacayendo.

—Steban, ¿cuándo estaremos juntos de verdad?¿Cuándo nos casaremos? No soporto más estaespera. Al llegar aquí, al convento, creí queencontraría algo de paz, pero no... Sóloencuentro paz a tu lado.

Él sonrió. Era una sonrisa opaca. Se alejóun poco. Ahora su frente sangraba otra vez.

—Hay tiempo. La hora llegará, Rosário.Y fue desvaneciéndose entre las gotas de

lluvia, hasta qué desapareció completamente.Rosário se quedó sola en la noche, mientras elfrío penetraba por las fibras de su capa delana y alcanzaba su carne.

La primavera llegó a mediados de septiembre,con las primeras flores. Las noches erantodavía frías, pero, durante el día, el solcomenzaba a hacer agradables los paseos por laEstância. Manuela y Mariana salían a cabalgar

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durante horas, disfrutaban de aquel azul tanclaro del cielo pampeano, de aquellas campiñasextensas, planas y verdes, que despertaban delinvierno con una belleza renovada. La guerraproseguía. Un piquete imperial había estado muycerca de allí, pero había respetado las tierrasdel general republicano, de modo que habíacontinuado hacia la Campanha sin causartrastornos en la Estância, ni requisar animalesu hombres. En la Estância da Barra, losbaquianos estaban armados y listos para lalucha, en el caso de que algún imperial odesertor apareciese por allí dispuesto a causarproblemas. Por eso, las mujeres se sentíanseguras. Por eso, Mariana y Manuela jamásabandonaban los límites de la propiedad sin iracompañadas. Habían oído muchas historias demujeres deshonradas por soldados, por grupos deellos, que acababan locas o en algún convento,inservibles para la vida.

Antônio llegó a casa un atardecer rojo yfresco. Montaba un caballo negro, llevaba unponcho gastado y el pelo le llegaba casi a loshombros. Una pequeña cicatriz le marcaba lacara a la altura de la ceja izquierda. Estabamás delgado y taciturno, ansiaba dormir unosdías en una cama blanda con sábanas limpias ycomer en una mesa llena de manjares. Hacíamuchos meses que estaba en la Campanha con lastropas de Canabarro. Hacía muchos meses quedormía en una minúscula tienda de campaña, conla humedad metida en los huesos, comiendo

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charqui del campamento y viviendo bajo la lluviadel invierno.

Encontró a las mujeres en la sala. El fuegodel hogar ya estaba encendido y, en la casa,había un silencio de hastío, un silencio de nosaber de qué hablar. Caetana y Perpétuabordaban, doña Ana leía un libro y MariaManuela miraba al fuego con las manos cruzadasen el regazo; tal vez pensaba en su hijo. DoñaAntônia había vuelto a la Estância do Brejo.

—Buenas tardes —dijo él pisando la sala consus botas gastadas.

Las mujeres se sobresaltaron al oír aquellavoz masculina así, sin previo aviso. Antônio sehabía encontrado con Manuel, que le habíaabierto la portilla. Los perros no habíanladrado, lo habían reconocido por el olor.Maria Manuela desplegó una sonrisa que hacíatiempo que no mostraba.

—¡Hijo mío! —Y se lanzó a los brazos deAntônio—. ¡Gracias a Dios!

Él besó el rostro cansado de su madre, quehabía perdido la frescura que recordaba quetenía. Estaba más ajada, con el pelo canosoaquí y allí. Maria Manuela también notó loscambios del hijo. La cicatriz, la nueva durezade sus ojos verdes, el pelo sucio y largo, elrostro delgado. Ninguno de los dos dijo nada.Antônio sabía lo que el sufrimiento podíaenvejecer a una mujer y Maria Manuela agradecíaver a su hijo vivo, poder recostarse en supecho y sentir su calor.

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—He viajado durante cinco días —dijo él—.Hay imperiales por todo el camino. Quierencercarnos en la Campanha, pero no loconseguirán. He venido con dos caballos, uno deellos murió aquí cerca.

Doña Ana quiso saber cómo estaban las cosas.Antônio se sentó cerca del fuego, se quitó elponcho y pensó durante un momento.

—La República se ha enfrentado con muchosproblemas, tía: falta de dinero en lasrecaudaciones, desavenencias políticas... —Lasmujeres escuchaban con atención—. Estamosfuertes sólo en la Campanha, porque allí loscaballos están descansados, conocemos elterreno, somos invulnerables. Pero eso nogarantiza una república. Las cosas estándifíciles... Y el pueblo está cansado de estalucha.

—Nadie soporta tantos muertos, Antônio. —Doña Ana pensaba en Pedro. Su voz se apagó derepente—. ¿De qué nos sirve todo esto?

—Las cosas no son fáciles, tía. Se estánformando facciones. Por un lado, los grandeshacendados con intereses propios; por otro, loshombres con ideales republicanos muyarraigados. Un callejón sin salida. Y mientras,la guerra prosigue. Y el emperador nos atacacon más y más fuerza.

—¿Cómo va a acabar todo esto?Maria Manuela agarró la mano de su hijo,

encallecida, de uñas sucias. Necesitaba un buenbaño, bien caliente. Ella le frotaría la

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espalda, le cortaría el pelo.Antônio sonrió.—Esto acabará más tarde o más temprano,

madre. Pero, tal vez, no como habíamos soñado.—Suspiró—. No sé, ya veremos más adelante.Ahora, todo lo que quiero es un baño, ropalimpia y un plato de comida.

Maria Manuela se fue con el hijo. Doña Anapermaneció en la sala. Pedro ya no volveríanunca a casa, ni de la guerra ni del trabajo.Nunca más le daría de comer, ni un capricho, undulce, un mate. A Pedro le gustaba tomarse unvaso de leche antes de irse a dormir. Decía quela leche atraía al sueño. Nunca más se tomaríaun vaso de leche antes de dormir. Nunca más...Doña Ana suspiró profundamente.

Caetana dejó el bordado y se sentó al ladode su cuñada. Con dulzura, le dijo:

—No deberías martirizarte con los recuerdos,Ana.

El cuerpo de él era caliente, y vigoroso, ybien formado. El torso moreno, iluminado por ladébil luz del candil, crecía ante sus ojos, ibay venía, muy cerca, hasta que el sudor de ambosse mezclase, hasta que las pieles se tocasen ycompartiesen el calor; después se alejaríalentamente en esa danza sensual e inquietante.El cuerpo de João entre sus piernas. Dentro deella.

Ella gimió. El cobertor le rozaba la

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espalda, la excitaba. João, al oído, con su vozronca, le susurraba palabras inconexas. Joãocapturaba su boca para besarla, aspiraba elolor de su piel, le decía que la amaba.

—Más que a nada, Mariana... Más que a nada.Entonces, ella cerró los ojos y se entregó.

Fue como una explosión. Todo su cuerpo se unióen un instante, átomo con átomo, célula concélula, se alzó y reventó en mil fragmentos deluz. En ese momento, era de puro algodón.

João estaba encima de ella, mirándolafijamente a los ojos. Ella se veía en susretinas como en un espejo. Él descansó en supecho, entre sus senos, donde le gustaba estar,donde vivía el perfume de ella, como él decía.

El alba apenas empezaba a revelar susprimeros matices. Todavía era casi de noche,una hora indefinida y mágica, y el mundo, allífuera, era puro silencio.

—Hoy ha llegado mi hermano —dijo en vozbaja.

João se deslizó y se puso a un lado.—Lo he visto.Mariana le acarició el pelo negro y liso, el

rostro anguloso. Pasó suavemente sus dedos poraquella cara lampiña. Era tan guapo...

—He pensado en hablar con él, João. Hablarlede nosotros.

João rió. No era una risa de alegría, sinode incredulidad. Una risa corta, tal veztriste. Las muchachas ricas no conocían elmundo. Él sí conocía el mundo. Antônio tenía el

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alma puesta en la guerra. Una guerra en la quelos negros serían liberados. Una repúblicaigualitaria. Pero Antônio no querría ver a suhermana casada con un indio, un paleto. En estavida, existían barreras infranqueables.

—Perderás el tiempo, Mariana.—Pero Antônio puede resolverlo todo, hablar

con mi madre... Arreglar nuestra boda.—¿Y qué le vas a decir? ¿Que hace tiempo que

nos acostamos juntos? ¿Que me quieres? ¿Creesque eso será suficiente? Dijiste que, porahora, no contarías nada a nadie. Que teníasmiedo... —Le besó la frente alta y biendibujada—. Pues respeta ese miedo, Mariana. Atu hermano no le va a gustar saber nada denosotros.

Ella sintió que se le humedecían los ojos.Estaba cansada de escaparse por la noche, devivir un amor secreto. Últimamente, tenía miedode morir durmiendo, lejos de João. Tenía miedode todo.

—Pero ¿qué vamos a hacer, João? ¿Hastacuándo vamos a estar así?

—Pensaré en algo, Mariana. Te lo prometo.Las cosas llegarán a buen término, por Dios.Pero hay que tener calma.

Se echaron sobre el cobertor. Fuera, lasprimeras luces del alba iluminaban el mundo. Ungallo cantó a lo lejos.

Mariana sintió la angustia en su pecho comoun presagio.

—Tengo miedo, João.

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Él la abrazó.—No hay nada que temer, amor mío... Todo va

a salir bien.

Caetana Joana Francisca Garcia Gonçalves daSilva se miró en el espejo de cristal. Lo queveía allí era la imagen de una mujer cansada.Tenía cuarenta y dos años y todavía erahermosa. Pero la soledad empezaba a hacerestragos en aquel rostro que, en otros tiempos,había cautivado a tantos hombres. En sujuventud, había sido la mujer más bella deCerro Largo. Los pretendientes la cortejaban,se disputaban una mirada suya durante la misa,un baile, por más corto que fuese. Sí, muchoshombres se habían enamorado de ella. Y, un día,cuando tenía quince años, conoció a BentoGonçalves da Silva. Bento era un joven moreno,lleno de energía y de sueños. Él y su padrenegociaban con ganado. Se conocieron en unafiesta y bailaron juntos. Caetana ya no fuenunca la misma después de ese encuentro. Secasaron enseguida, con una gran fiesta. Ellatodavía recordaba la textura del satén de suvestido de novia.

Las arrugas empezaban a castigar la piel querodeaba sus ojos verdes, arrugas finas, largas.Sus labios todavía eran carnosos, aunque ya notuviesen la frescura de otros tiempos. Apenassonreía ya. Sentía terriblemente la ausencia deBento, la falta de su presencia serena y

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fuerte, de su calor de hombre calentando lassábanas y su cuerpo. Había sufrido mucho con sumarido, cosas de las que ningún matrimoniolargo escapaba; pero siempre había sabido hacerla vista gorda a las siestas de Bento en loscuartos traseros, a las sonrisas de las criadasjóvenes que se cuidaban de la ropa, que seruborizaban al verlo entrar en la cocina. Habíaestado por encima de todo eso porque lo amaba.Más que a nada. Y sabía que era amada. BentoGonçalves era un hombre como otro cualquiera,sujeto a las mismas tentaciones de la carne,esclavo de los instintos, capaz de equivocarse.Después de las escapadas con las criadas,volvía a la habitación y sabía ser todavía máscariñoso; mostrarle, finalmente, cuánto laquería. Caetana cogió la carta que estaba sobreel tocador; la había leído infinitas vecesdesde que Zé Pedra se la había entregado por lamañana, diciéndole que un estafeta la habíadejado de madrugada. El papel tenía el timbrede la República, y la letra de Bento quellenaba las hojas, antes enérgica y decidida,parecía ahora un poco trémula; pero aun así erauna letra grande, masculina. Abrió nuevamentela carta y empezó a releerla.

Mi querida Caetana:Te escribo sabiendo que leerás estas

líneas con añoranza, y este solopensamiento me llena de felicidad. Hacealgunos días, dejé Alegrete y tomé rumbo a

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Bagé, donde muchas decisionesdesagradables y problemas pendientesaguardaban una solución que,desgraciadamente, dependen de mí. LaRepública se está enfrentando con muchasdificultades financieras, a tal punto quese hace necesario otro decreto para elcobro de impuestos. Todo ello me disgustaenormemente, pues el pueblo ya no soportatantas privaciones, y una acción de estetipo es todo lo que nuestra oposiciónansia para calumniarnos todavía más.Siento decir que estas calumnias de lasque te hablo caerán todas sobre mipersona, sobre este esposo tuyo ya muycansado de luchas y disputas, y que estáaquí como presidente de esta República. Tepido por ello que reces por mí, pues ya mefaltan fuerzas para tan penosa tarea, y loque yo más desearía sería dejar este cargoque tantos sinsabores y ningunasatisfacción comporta. Si no fuese por elamor a la patria y a la libertad, teconfieso que ya me habría ido, Caetana.Pero tengo una promesa que cumplir que meretiene aquí, aun estando agotado y con lasalud fuertemente debilitada. Sin embargo,no quiero que te preocupes todavía más pormí, pues Joaquim está siempre a mi lado,dándome su apoyo de hijo y ofreciéndomesus cuidados como médico, de modo que voycuidándome y poniéndome muchas compresas

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para el dolor que tengo en el pecho y queme produce tos y fiebre. Bento y Caetanotambién están conmigo y gozan de buenasalud, en cuanto a eso puedes quedartetranquila.

Querida esposa, exceptuando esas quejas,tengo que contarte que, en breve,fundaremos una ciudad: la primera ciudadrepublicana, que será edificada cerca dela frontera con Uruguay, en un lugarconocido hoy como Capão do Tigre. Queremosuna ciudad hermosa y bien delineada, concalles y plazas que hagan justicia anuestra causa, e incluso ya tiene nombre:se llamará Uruguayana.

Caetana terminó la carta con lágrimas en losojos. Bento preguntaba además por las nietas yquería tener noticias de los negocios y deTerêncio, el capataz, que cuidaba de laEstância do Cristal. La guerra había consumidouna buena parte del patrimonio, pero todavíaquedaba mucho que administrar, y Terêncio eraquien se ocupaba de la venta del ganado y delcharqui. Bento Gonçalves había trabajado muchopara reunir sus bienes. Cuántas veces no habríavisto Caetana desaparecer a su marido enpenosos inviernos, viajando durante mesesenteros por negocios. Cuántas guerras ypeleas... Y ahora, ahora que empezaba aencontrarse débil y enfermo, ni siquiera podíadisfrutar de sus comodidades.

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Se enjugó las lágrimas que resbalaban por sucara. Últimamente, lloraba mucho. Pensaba amenudo en Bento, presentía que la energía de sumarido se eclipsaba día a día, se desvanecía enaquella guerra interminable. Por lo menos,Quincas cuidaba de su padre, le administrabamedicamentos y le daba afecto.

Caetana guardó la carta en una caja demadera tallada junto con las demás cartas quehabía recibido de Bento durante aquella guerra.Se levantó y se atusó el pelo. Iba a ver aPerpétua y a las niñas. Iba a mandar quepreparasen la sopa de las hijas y a buscar aMarco Antônio, el muy escurridizo debía deestar con los braceros, como siempre. No podíadedicar todo su tiempo a aquella tristeza. Undía, cuando acabase la guerra, Bento volveríacon la familia, y era tarea suya, de Caetana,mantener las cosas en perfecto orden. En ciertomodo, era una especie de general sin galones nitropas que afrontaba docenas de pequeñas luchastodos los días.

—Noviembre es una época bonita por aquí.Caminaban por el bosque de la mano. El sol

de primavera resplandecía en la pampa. Lospájaros cantaban. Se sentaron a la sombra de unárbol. Mariana se recostó en aquel pecho queolía a cítricos, pasó los dedos por la camisade tejido tosco, subió hasta el rostro morenode piel muy lisa, y recorrió la boca amplia,

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carnosa.João sonrió.—Hoy estás muy tranquila, Mariana.—Me está pasando algo...Él la miró. Estaba muy bonita con su vestido

claro de encajes, con el pelo recogido en unatrenza adornada con una cinta blanca. Sus ojosalmendrados tenían un brillo saludable, unafrescura luminosa y dulce. Le cogió laspequeñas manos pálidas de finos dedos. Unanillo de oro le adornaba el anular derecho.

—¿Estás triste?Ella bajó la mirada. Entre la hierba, vio

una hormiga avanzando en su minúsculo trayecto.Pasó un instante observando el pequeño insecto.Su cabeza era un hervidero de cosas.

—Tengo miedo, João.—¿Miedo? Pero ¿de qué?Ella contuvo la respiración. De repente,

todo había desaparecido alrededor de ellos: losárboles, las flores, el sol amarillo y vividoque se derramaba por todas partes. Sólo quedabael sentimiento... y aquella certeza. Siempre lohabía imaginado, había fantaseado con ese día,con el día en que se descubriese así, con latextura que tendrían las cosas, con el placerde sonreír, de respirar, sencillamente, devivir. Y ahora tenía miedo. Era un miedo finoque le recorría la piel como una exhalación.Había infringido la más importante de todas lasreglas y sería castigada por ello, estabasegura.

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João esperaba una respuesta. Las palabras leresecaban la boca.

—¿De qué tienes miedo, Mariana? —insistióél.

—Miedo de lo que está pasando. —Y entonces,las palabras salieron llenas de zumo, maduras,apremiantes como la respiración y el hambre—.Estoy embarazada, João.

Él no dijo nada, ni sonrió. La súbitasorpresa encendió una luz en sus ojos negros ylo hizo parecer todavía más guapo. Con voztranquila, preguntó:

—¿Estás segura?—Lo estoy. —Se llevó la mano al vientre—. Ya

puedo sentir este pequeño ser que crece dentrode mí. Lo siento como un soplo, João.

—¿Y tu madre? ¿Qué va a decir ella? ¿Ya selo has contado?

Bajó los ojos. Ésa era la peor parte.—Todavía no. No sé cómo hacerlo... Mi madre

no va a aceptarlo, João.Él le tocó el vientre como quien demarca un

terreno. Era una mano caliente e imperativa.—Este hijo también es mío. Tu madre no puede

hacer nada contra eso. Vamos a casarnos,Mariana. Si tú quieres...

Ella lo besó. Quería, claro que quería. Eratodo lo que quería. Casarse con él, encualquier lugar, con cualquier bendición. Yentonces criarían juntos a ese hijo.

La sonrisa de él fue de completasatisfacción. Nunca había acariciado un sueño

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tan dulce. Una mujer y un hijo, un ranchopequeño, algunas cabezas de ganado, la guitarrapor la noche, bajo la luz de las estrellas. Sifuese un niño, le gustaría llamarlo Matias. Sumadre le había dicho que ése era el nombre desu padre. Matias había quedado para él como elnombre de algo mágico y misterioso. Acarició denuevo el vientre de Mariana, miró hacia elcielo azul y noviembre le pareció todavía másbonito y exuberante.

—Entonces, está bien, Mariana. Vamos acasarnos.

—Yo hablaré con mi madre... cuando sea elmomento.

—La barriga va a crecer, Mariana.Ella, mirándolo, se excusó.—Se lo diré antes de Navidad, te lo prometo.Se levantaron en silencio. Mariana tenía que

volver, ya era casi la hora de almorzar y doñaAna no perdonaba retrasos en la mesa. Siguieroncaminando por el sendero que llevaba hasta lagran casa blanca. Mariana sentía un hambrenueva acosando sus tripas y sonrió. Entonces,era así como empezaba todo... João imaginó a unniño moreno corriendo por el campo, tendría unasonrisa bonita y los ojos negros como los deellos. Matias. Matias Ferreira Gutiérrez.Cuando creciese, le hablaría de la abuelaindia, de la anaconda, de la Cruz del Sur, delas grandes guerras en la frontera. Cuandocreciese, se bañarían juntos en el arroyo en undía tan bonito como aquél.

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Eran las ocho de la mañana cuando MariaManuela da Silva Ferreira cruzó la cocina dondelas negras estaban pelando la mandioca para elalmuerzo y amasaban pan. Tomó un cesto. Iba acoger melocotones para un dulce, un dulce queen otros tiempos hacía para su marido. Aquellamañana se había levantado con un relativo buenhumor. En una semana, volvería al convento paraver a Rosário. Esperaba encontrar a la hijatodavía más calmada que en su última visita.Rezaba todos los días, no sólo por Rosário,sino también por los otros hijos. Para Antônio,pedía salud y protección en la lucha. Sabía queAntônio era un hombre sensato, que tenía buenaestrella. Cuando la guerra acabase, volveríasano a casa. Ella también rezaba por las hijas.Durante todos aquellos años, la vida en laEstância, la convivencia diaria y estrecha, noera una tarea nada fácil. La soledad se metíapor las rendijas de las cosas, traspasaba elpecho. Y ese miedo que nunca desaparecía. Miedoa las noticias, a la muerte inminente, a losataques de los caramurus. Por eso, Maria Manuelarezaba por sus hijas. Rosário había sucumbido aaquel pánico; pero las otras estaban a salvo.Al principio, había temido por Manuela. Labenjamina había ido a enamorarse del naveganteitaliano. Una desgracia. Pero ahora estaba todoarreglado: Garibaldi había salido de Rio Grandecon mujer e hijo. Con certeza, nunca más

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pondría los pies en la provincia. Y Manuelaparecía haberlo olvidado. Cuando acabase laguerra, se casaría con Joaquim. Mariana eratranquila, tal vez, la más sensata de las treshijas. Había tenido unos amores de sueño, habíallegado a cartearse con el marinero español quemurió en el ataque a Laguna, pero después sehabía calmado por completo.

Maria Manuela atravesó el patio de piedras.Beata lavaba la ropa de los niños en una pila,mientras canturreaba con su voz melodiosa.Maria Manuela sonrió. El sol brillaba en elcielo de verano, soplaba una brisa agradable.El melocotonero mostraba las primeras frutasmaduras. Maria Manuela arrancó un melocotóngrande, rosado y tierno, y su olor era bueno yfresco. Fue escogiendo los mejores hasta llenarel cestillo de paja. Después volvió por elmismo camino.

Vio que la ventana de la habitación de lashijas estaba abierta. Era la última de la largaestela de ventanas azules que daban al patio.Iría a darles los buenos días. Ninguna de lasdos se había presentado a desayunar. Ahora selevantaban más tarde, se quedaban hablandohasta altas horas de la noche. Que durmiesen unpoco más, había tan poco que hacer por allí...

Maria Manuela apartó ligeramente la cortinay se asomó. Al principio, no vio a nadie allí.La ropa blanca de Manuela, se esparcíadesordenada sobre la cama. El tocador, repletode cepillos y otros utensilios, también estaba

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revuelto: la hija se habría arreglado y ahoradebía de estar en la mesa. Maria Manuelatampoco vio a Mariana. Iba a volver, a llevarlos melocotones a la cocina, a pedir a una delas negras que los pelase y cortase encuadraditos cuando oyó un ruido. Se volvió paramirar dentro del cuarto. Al pie de la cama deMariana había una palangana. Oyó algo parecidoa una arcada, después la náusea, la vozfemenina, ronca y castigada. La voz de Mariana.

Dejó caer el cesto al suelo. Metió el cuerpopor la ventana cuanto pudo y fue entoncescuando la vio arrastrándose por detrás de lacama, todavía en camisón, pálida y desgreñada.La vio agarrarse a la palangana y echar fueraun chorro de bilis. La vio gemir y limpiarse lacara en el borde del blanco camisón. Se acordóperfectamente de la sensación que ahoraindisponía a la hija. El corazón le dio unvuelco. Se acordó porque, en sus cuatrogestaciones, se había despertado siempre así,mareada, con vómitos, destrozada por un tenedorinvisible que le revolvía las tripas sinninguna misericordia. Se puso pálida como lamuerte.

Salió corriendo, rodeó la casa, cruzó lacocina sin mirar a las negras, atravesó elcorredor y se paró en la puerta del cuarto deMariana. Le había echado el cerrojo. Llamó una,dos, tres veces. Golpeó con premura. Cadasegundo aumentaba todavía más su certeza. «Pero¿cómo?», pensaba. «¿Y con quién?» Nunca había

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visto nada, ningún indicio, ninguna señal. Sóloa Mariana, con su sonrisa tranquila, suslecturas y sus bordados, los paseos a caballo.Llamó una vez más. De dentro del cuarto, llególa voz débil de la hija. Maria Manuela le dijo:

—Abre, Mariana. Soy yo.Oyó el ruido metálico de la palangana al ser

arrastrada. Instantes después, apareció Marianaen un resquicio de la puerta. Estaba pálida.

—No he pasado bien la noche —dijo.Maria Manuela la miró, buscando la certeza

en su rostro, en sus ojos oscuros, en laesbelta figura bajo el amplio camisón. Le tocóla frente, estaba fría. Fue hasta la cama. Lagarganta le quemaba de angustia.

—¿Estabas vomitando?—Debí de comer algo en la cena, no sé...Maria Manuela miró a la hija a los ojos y

vio en ellos, en aquellas retinas, encogidacomo un animalillo, la sombra del miedo.

—No me mientas. —La voz sonó ronca,impaciente. Mariana empalideció todavía más—.Ponte de pie. Levántate ese camisón, quiero veruna cosa.

Mariana obedeció. Sus blancos pies pisandola alfombra parecían dos ángeles tristes. MariaManuela levantó el camisón de la hija hasta laaltura de los senos.

—¿Te ha aumentado la cintura? —Su voz sonabajadeante. Le pasó los dedos como buscando ellatido, la presencia de aquella vida todavíainvisible y minúscula—. Te ha aumentado la

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cintura, Mariana. —Se irguió. Su rostro parecíade piedra—. Déjame ver tu pecho.

—¡Madre!—¡Vamos, Mariana! No estoy aquí para juegos.Mariana se subió el camisón hasta el cuello.

Maria Manuela la examinó con cuidado,sopesando, observando aquí y allá en busca delos indicios que necesitaba. Por fin, mandó asu hija que se bajase la ropa.

—¿Desde cuándo no te viene la regla?Mariana temblaba. El estómago le daba

vueltas. Se dejó caer en la cama.—Está todo bien, madre. Ya te lo he dicho,

me he levantado mareada.Maria Manuela caminaba por la habitación.—Debería haberme imaginado algo, debería...

¡Tú, tan tranquila y ponderada, precisamentetú! Y que tenga que sufrir una madre estasituación, ¡Dios mío! ¿Todavía más de lo que yasufrí con tu padre y con tus hermanas? ¿Nopensaste en nada, ni en mí? ¿No pensaste en lasconsecuencias de tu indecencia cuando teacostaste con uno cualquiera por ahí, Mariana?¿Y ahora, ahora qué? —Se paró en medio delcuarto. Sus ojos despedían el brillo húmedo delas lágrimas—. Dime. ¿Con quién te acostaste?¿Quién es el padre de esa criatura?

Mariana se sentó en la cama. Su voz sonódecidida y clara:

—El hombre a quien amo.Maria Manuela se sintió poseída por un

vendaval. Ni siquiera se dio cuenta del impulso

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que la lanzó hacia delante, con la manolevantada, el rostro endurecido, hasta que elbofetón chasqueó en la cara de la hija y resonóy permaneció palpitando entre ellas como algovivo, como un bicho.

Mariana soltó un grito.—¡Vaga! ¡Infeliz! ¡Desgraciada!Maria Manuela gritaba alto.Mariana se acurrucó en un rincón. Le ardía

la cara, el pecho, y el vientre, caliente devida, le latía. Nunca había visto a su madre enese estado de locura. Se le había soltado elpelo del moño y tenía el rostro desencajado yrígido. Movía las manos como dos pájarosenloquecidos.

—¡Dime el nombre de ese desgraciado,Mariana!

Ella respiró hondo.—No es un desgraciado. Es el hombre que amo,

el padre de mi hijo. —Miró a los ojos deManuela—. Es João Gutierrez.

Doña Ana, Caetana, Perpétua y Manuelaaparecieron por la puerta de la habitación enel preciso momento en que Manuela avanzabanuevamente hacia la hija.

—¡Por Dios, Maria! —Caetana agarró a lacuñada, que se quedó jadeando entre sus brazos,con los ojos fuera de las órbitas, con lágrimasde odio corriéndole por el pálido rostro.

Mariana rompió a llorar.

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Bento Gonçalves da Silva miró a sus treshijos sentados al otro lado de la mesa, en laque se esparcían bandejas vacías. La chiquillanegra que cuidaba de la casa pidió permiso yempezó a recoger la mesa. El plato de Bentovolvió a la cocina casi lleno.

—Padre, no ha comido nada.Bento Gonçalves sacó un cigarro de hebra ya

liado de la guayaca, miró a Caetano con ojoscansados y afables, encendió el cigarro y,después de la primera bocanada, dijo:

—Si tuvieses que lidiar con las presiones alas que me enfrento, hijo mío, me gustaría versi tu apetito sería el mismo de hoy.

La negra llevó el mate. Joaquim puso agua ypasó el mate a su padre. Hacía un bonito día enAlegrete, un día de verano con un cielo casisin nubes y una brisa mansa que lamía las hojasde los árboles en el patio. A pesar del calor,Bento Gonçalves da Silva llevaba un poncholigero. Últimamente, sentía mucho frío, un fríopersistente que se le metía en los huesos y lerobaba el sueño durante las madrugadas.

—¿Ha pasado alguna cosa más, padre? —Joaquimestaba preocupado. Bento adelgazaba, teníaaccesos de tos. La noche anterior le habíaaplicado unas compresas calientes de hierbas y,ese día, su padre se había levantado másanimado.

Bento Gonçalves midió bien las palabras:—Domingos de Almeida ha dejado el cargo.

Necesitamos otro ministro de Hacienda.

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—Pero ¿justo ahora, con tantos asuntospendientes? —Bento hijo dio un puñetazo en lamesa.

—Justo ahora, Bento. Y hay más. Harecomendado a Vicente da Fontoura para ocuparsu lugar.

—¿Vicente, el delegado de Rio Pardo? Pero austed no le gusta. A casi nadie le gusta esehombre. Es un hombre peligroso.

—Lo sé. Vicente es una víbora. —Suspiró—.Estoy muy cansado de todo esto. He pensado quevoy a ir unos días a la Estância, a pasar allíla Navidad y a descansar un poco. —Su mirada seperdió por un momento en el techo de la sala.Tal vez, pensara en Navidades pasadas, sinaquel frío rondándolo, con los hijospequeñitos, todos reunidos, y Caetana joven ylozana, con sus ojos del color de la floresta—.Voy a ver a Caetana y a conocer a la hijapequeña de Perpétua, a mi nietecita. Esta épocaes muy tranquila. —Miró a Caetano—. Tú vienesconmigo, hijo. Vosotros dos os quedaréis aquíatendiendo las cosas. Ante cualquier novedad,mandáis a alguien para que me aviseinmediatamente.

Bento y Joaquim asintieron.Bento Gonçalves se quedó mirando el mate

vacío entre las manos. Vicente da Fontoura ibaa ser un problema más, pero ahora no teníafuerzas para pensar en eso. Quería unos días depaz, el tibio regazo de Caetana, quería unatarde de siesta y una noche de música, mirando

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a las mujeres con sus bordados en la sagradacalma de una casa familiar. Hacía demasiadotiempo que ya no era él, que era sólo unhombre, con deseos y pequeños sueños, comocualquier otra criatura.

El zaino fue subiendo por el camino que yaconocía. El sol se ponía con apostura, superioren su espectáculo, escondiéndose entre lascolinas a lo lejos y derramando su luz ámbarsobre todas las cosas, sobre la casa blanca ybaja, sobre el campo silencioso, sobre losárboles y las flores que rodeaban el porche. Unperro fue a recibirlo ladrando. Él se dirigióal galope hasta la casa, el perro iba detrás.

Sentada en el porche, como si lo esperase,estaba Caetana, con su vestido blanco, el pelorecogido en la nuca, la piel trigueña. En suregazo tenía a una niña envuelta en unasmantas. Al verla, Bento Gonçalves sintió en elpecho una añoranza que hacía tiempo no sentía.Todavía amaba a aquella mujer, a pesar de losaños, a pesar de aquella fiebre que lo consumíacomo si fuera leña.

—¡Caetana!Ella levantó los ojos sorprendida. No había

prestado atención al jinete que llegaba,pensando que sería Manuel o cualquiera de losbraceros. Cuando reconoció a su marido, elcorazón se aceleró en su pecho.

—¡Bento!Él descabalgó. A pesar de la nueva delgadez

y del cansancio que reflejaba su cara, había

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alegría en sus ojos negros.—¿Esa es mi nieta?Caetana se apresuró a llevar a la pequeña

ante él.—Es tu nieta, Bento. Se llama Perpétua, como

nuestra hija.—Como mi madre —añadió él.Y ambos permanecieron compartiendo la misma

sonrisa y aquel lento, dulce, dorado minuto depaz. El perro se tumbó en un escalón del porchey cerró los ojos perezosamente. El sol terminóde ocultarse entre las colinas, a lo lejos,cerrando, al fin, aquel día 20 de diciembre delaño de 1841.

Bento Gonçalves rodeó los hombros de suesposa con sus brazos, y juntos entraron en lacasa silenciosa y fresca.

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OCTAVA PARTE: 1842

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Capítulo 22

Los primeros días de enero, Bento Gonçalvesda Silva marchó de regreso a Alegrete. Teníaque estar en la ciudad con urgencia, tenía uncompromiso marcado. Vicente da Fontoura iba atomar posesión del cargo de ministro. Bento semarchó sin saber que Mariana estaba embarazada,decisión tomada conjuntamente entre doña Ana yMaria Manuela, que no querían perturbar más asu hermano —ya tan preocupado— con asuntos deeste tipo.

Cuando el tío presidente atravesó laportilla y se adentró en la pampa, empezó elsuplicio de Mariana da Silva Ferreira.Encerrada en su habitación sin ver a nadie,pasó los primeros días de aquel año llorando sudesdicha. Zefina le llevaba la comida y lasnoticias del exterior le llegaban todas porboca de Manuela. Mariana no pudo ver más aJoão. Golpeaba la puerta, desesperada, pidiendoque la dejasen salir, pero las negras, pororden de Maria Manuela, hacían oídos sordoscuando pasaban por el pasillo. Ni sus gritos,que durante dos tardes inundaron la casaretumbando por los rincones y confundiendo alos niños, ablandaron el corazón de MariaManuela.

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Mariana se pasó días enteros llorando,comiendo poco y teniendo pesadillas. Imaginó suvida sin João y sintió miedo por el futuro delhijo que llevaba en sus entrañas. ¿La enviaríanlejos, a un convento, o peor aún, a un conventode clausura? ¿Qué sería de su hijo? Habíancerrado desde fuera las ventanas de lahabitación. Sólo Manuela venía a verla, puestodavía dormían juntas, e intentaba aplacar susmiedos. La ira de su madre no podría mantenerlaasí mucho más tiempo, hasta las tías estabandescontentas con todo aquello, decía Manuela.Había que esperar e intentar no enfadar más ala madre, que seguro que enseguida se llenaríade arrepentimiento.

Pero Maria Manuela parecía irreductible.Había descubierto en sí misma una durezainflexible, su corazón quebrantado por tantasdesgracias no podía apiadarse de su hija.Mariana le había acarreado el infortunio y lavergüenza. Era viuda y tenía que enfrentarsecon aquel horror, tomar decisiones que anteshubieran correspondido a Anselmo y decidir unfuturo para el bastardo que nacía en el vientrede Mariana. Maria Manuela, sumida en aquellosfunestos pensamientos, se pasaba los díasbordando en un sillón casi sin hablar con sushermanas, se acostaba muy temprano y sedespertaba al alba, aumentando su dolor y sucruz sin saber exactamente qué hacer con suhija encerrada en la habitación. Escribir aAntônio no le serviría de nada; su hijo estaba

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en la guerra y no podría volver a casa tanpronto. Y tampoco podía enmendar aquel error,borrarlo y devolver a Mariana su pureza y sufuturo destrozado. Así pensaba ella aquellatarde, sentada con el bordado en el regazo, conel semblante serio, duro, sin la belleza deantaño.

Doña Ana, a su lado, hilaba y deshilaba lalana, sin prestar atención alguna a aqueltrabajo manual. La situación en la casa erainsostenible. Hacía más de una semana que susobrina estaba encerrada en la habitación y yaempezaba a temer por su salud. Todavía teníamuy presente en su mente la imagen de Rosáriotrastornada, llorando de amor por un fantasma.

—Hay que tomar una decisión —dijo doña Anarompiendo un silencio que ya duraba demasiadotiempo—. João Gutierrez todavía está por aquí.He dicho a Zé Pedra que lo mande a trabajarlejos, a arreglar las cercas del lado norte,pero aún está en la Estância.

Maria Manuela se encogió de hombros.—Si por mí fuera, le dispararía un tiro

entre ceja y ceja —dijo y se santiguó—. QueDios me perdone por mis malas palabras, pero esun desgraciado. Merecería la muerte.

Doña Ana suspiró.—¡Basta ya de sangre en esta tierra! Matar a

ese infeliz no solucionaría el problema.Mañana, Manuel le dirá que se vaya, ya estádecidido. Si tiene un ápice de sentido común,nunca más pisará esta Estância.

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Caetana bordaba en un rincón de lahabitación. Sentía pena por su sobrina, penapor aquel amor que se marchitaba así. Es verdadque aquél no había sido un buen comienzo, peroen una época de tantos sufrimientos y pérdidas,cualquier amor merecía respeto y ayuda. Habíanperdido a tanta gente en la familia que lojusto sería aceptar con los brazos abiertos alniño que Mariana gestaba. Para Caetana, aquelencierro era un gran pecado que quizá todavíaacarrease una desgracia mayor... y decidióhablar con doña Antônia, que aunque era dura,tan recta y escrupulosa como Bento, quizápudiese ablandar con su influencia el cruelcastigo. La chica no podía pasarse los nuevemeses de gestación encerrada en una habitación.Necesitaba que le diera el sol, tomar airepuro, tener alguna alegría, en poco tiempotraería un niño al mundo.

—¿Y Mariana qué? —se atrevió a preguntarCaetana.

Maria Manuela la miró casi con dolor. Lahija de Caetana estaba felizmente casada y poreso ella tenía aquella calma, aquellamansedumbre.

—Mariana se quedará en la habitación —dijo—.Estamos en guerra, es verdad, pero no por esohemos de perder la vergüenza en esta familia.¡Una joven soltera y embarazada! Si Anselmoestuviese vivo la mandaría a un convento declausura, estoy segura —dijo, cogió casi conrabia el tejido que tenía en una cesta y dio el

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primer punto—. Cuando ese niño nazca se lo daréa alguien para que lo críe, bien lejos de aquí.Hay mucha gente que ha perdido a sus hijos enesta guerra. Alguna persona querrá a eseretoño.

Doña Ana sintió que sus ojos se humedecían,su voz sonó grave:

—Yo he perdido un hijo en esta guerra, MariaManuela. Ten cuidado con lo que dices. Ese bebéserá tu nieto, lo quieras o no. Tendrá nuestrasangre, recuérdalo.

—Nunca le pondré la vista encima, Ana. Lojuro.

Doña Ana salió de la habitación, sabíacuando tenía que callarse. El tiempo seencargaría de ablandar aquel corazón herido. Lomejor sería hablar con Manuel y ordenarle quehiciera las cuentas con João Gutierrez y quevisitase las Estâncias vecinas e inventasealgún pretexto para que ningún estanciero locontratase. No era una buena idea que João sequedase cerca del Camaquã.

Cuando atravesó el pasillo rumbo a lacocina, oyó el lloriqueo lastimero y triste deMariana. Un hilo de dolor se enroscó en supecho como un gato viejo. Le dieron ganas devisitar a la muchacha, de consolarla, de darleuna pequeña esperanza. Las mujeres se sentíanmuy frágiles durante los primeros meses deembarazo. «¿Qué puedo hacer? No es mi hija.»Sus zapatillas resonaban en el limpio suelo.Recordó el rostro moreno y aindiado de João

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Gutierrez. Qué curioso, cuando lo vio porprimera vez advirtió que era un chicodiferente, lleno de vida, casi como un potro.En sus retinas negras había un brillo agudo.Debería haberle prestado más atención a aquelpensamiento. Si fuese una joven de veinte añosencerrada en una Estância durante tanto tiempo,quién sabe si ella misma se hubiera resistido aaquellos ojos rasgados y aquella sonrisa dedientes blancos.

Manuela se guardó la carta entre los senos.Si su madre lo supiese, seguro que le daría unapaliza. Últimamente, su madre se mostrabaintratable. En casa no hablaba con nadie, nisiquiera preguntaba por Mariana, por su salud,por el bebé. Le llevaría la carta de cualquiermanera. Sabía perfectamente lo que era amar. ¡YMariana amaba, ay, cómo amaba!

El sol abrasaba el campo. El cielo era de unazul límpido e intenso. Manuela se fue hacia elfondo de la casa. Nadie en la cocina lepreguntó adonde iba, todo el mundo estabaapenado por el castigo de Mariana. Doña Rosaestaba rezando una novena por la chica, unanovena a santa Rita. Arrodillada de espaldas ala puerta, la gobernanta ni siquiera advirtióque Manuela pasaba.

Manuela cruzó el patio, rodeó la casa y sefue hacia el alojamiento de los braceros,detrás del cobertizo del charqui. El calor

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humedecía su piel. El sol era una bolaincandescente en lo alto del cielo. Lascigarras cantaban. Pensó en su hermana,encerrada en aquella habitación. Sintió un nudoen la garganta. Si tuviese en su vientre unhijo de Giuseppe haría lo que fuera. PeroGiuseppe estaba lejos, en Montevideo. Y yatenía un hijo. Su oportunidad se perdió en elpolvo de aquellos años, pero no la oportunidadde Mariana. Por eso le llevaba una carta aJoão, una carta en la que Mariana le contaba elcastigo, la prisión, y le hablaba de amor.Cuando la guerra acabase estarían juntos.Partirían lejos, criarían a su hijo en algúnrancho y serían felices. Por mucho que su madredificultara el amor que se profesaban, nopodría evitarlo. Nadie en este mundo teníafuerza suficiente para evitar un amor destinadoa vivir. Y ese amor ya vivía en el refugio delvientre de Mariana.

Manuela llamó a la puerta. Dentro de lacasucha, los ruidos cesaron. Un instantedespués, apareció el rostro moreno y bello deJoão.

—Hola —dijo secamente—. Por poco no meencuentra. Estoy a punto de irme.

¿En aquellos ojos negros había indignación?¿Había dolor?

Manuela sonrió con tristeza.—Tengo que entrar, João. Si me ven aquí...La dejó pasar. Manuela entró en aquel

cuartucho fresco, casi sin muebles. Encima de

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la cama, una bolsa de viaje y una guitarraesperaban un destino. Manuela le entregó lacarta de su hermana.

—Mariana la escribió ayer por la noche —dijo—. Ya está al corriente de que te vas.

Los ojos oblicuos de João Gutierrezadquirieron un brillo húmedo.

—¿Cómo está mi Mariana?—Triste, pero bien. Vete tranquilo, tendrá

al niño.—Mi hijo.—Tu hijo —repitió ella—. Yo te avisaré

cuando nazca. —Miró a su alrededor, avergonzadapor aquella intimidad—. Esta guerra acabarátarde o temprano y entonces estaréis juntos.

—Muy bien. ¿Cuidará de ella por mí?Manuela asintió.—¿Adonde vas?—Voy a alistarme. Si esta guerra tiene que

acabar, que sea pronto. Entonces, cuando estopase, volveré a buscar a Mariana.

El silencio que se hizo fue como un lastrepara ellos.

—Cuando quieras enviar noticias, haz que melleguen a mí —dijo, despidiéndose. JoãoGutierrez hizo un gesto afirmativo con lacabeza—. Adiós. Buena suerte, João.

—Gracias.Los dientes blancos de João aparecieron

entre una media sonrisa.Manuela salió otra vez al calor del campo.

La puerta se cerró silenciosamente a sus

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espaldas. João Gutierrez se iba a la guerra,Mariana tendría aquel hijo a escondidas. Peroal menos, para ellos, todavía había algunaposibilidad de futuro.

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Cuadernos de Manuela

Estância da Barra, 15 de marzo de 1842

El verano se arrastra lentamente. Losdías son como hilos que se enmarañan a unritmo parsimonioso y cansado, somnoliento.Hace un calor seco y duro que asola elganado y destruye el suelo. Aquí, en casa,el verano se ha transformado en una épocade silencios y tristezas, estoy deseandola llegada del otoño. Quiero ver las hojassecas por el suelo. Quiero el vientohúmedo, las nubes densas y la lluvia queha de lavarlo todo. Quiero que todo lo quees gris abandone mi alma, se instale en elcielo y se derrame sobre el campo...

Es imposible no contagiarse de laangustia que se arrastra por los rinconesde la casa. Mariana todavía está encerradaen la habitación, la pobre, aunque yaestemos bien entrados en marzo. Mi madreaún no ha apagado la llama de susrencores. ¡Quién nos iba a decir que sualma era un foso tan profundo...! Sinembargo, a pesar de esa acción tan vil, deesa falta de amor o de valor para amar,una novedad que mi madre nos ha enseñado,la barriga de Mariana ha empezado a

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crecer. Sus antiguos vestidos ya no lesirven, los últimos botones ya no entranpor el ojal. La criatura que lleva en suvientre, a salvo de este calor y estaapatía, vive y palpita, quiere nacer.Caetana y Perpétua han remendado viejosvestidos ensanchándoles la cintura paraque Mariana tenga algo que ponerse durantelos meses de gestación. Mi madre las hasorprendido varias veces en esosquehaceres, pero nunca ha dicho nicuestionado nada. Lo único que prohibe esque su hija salga de la habitación y nodemuestra ganas de verla. Doña Ana haordenado que pongan en la habitación unabañera y todas las tardes Zefina ayuda aMariana en su aseo. Yo le llevo libros,bordados y todo lo que quiera para ocuparsus horas de enclaustramiento. Y doña Rosase encarga de las comidas, en las que poneun esmero de madre preparándole manjares,dulces y panes que agraden al paladar deMariana.

Es, sin duda, un episodio triste. Quizásuno de los más tristes de los que hemosvivido aquí en esta Estância durante esteaño. Hemos sufrido muertes. Hemos sufridodesamores. Yo misma he perdido a Giuseppe,el único hombre de mi vida, estoy segura.Hemos sufrido la locura de Rosário, cuyavida se ha truncado en el esplendor de sumejor momento, y que ahora se malgasta en

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un convento, ni más lejos de sus desatinosni más cerca de Dios que cuando estabaaquí, entre nosotras. Pero de todo lo queha pasado, lo que más me duele es el amorde Mariana, porque es correspondido eintenso. Porque es hacedor de una nuevavida. Estamos faltas de vida y la que nosllega ha encontrado pocos brazos abiertos,caras largas y silencios profundos. Notenemos alegría para recibirla y quizás eldestino nos castigue por ello. Somos comocojos que reniegan de sus nuevas piernas yque prefieren andar con las viejas ygastadas muletas. Así ha sido lo que noshan enseñado desde que el mundo es mundo,y la mayoría de nosotros valora más lahonra que la vida.

João Gutierrez se ha ido a la guerra aluchar con los republicanos. Quizá sulanza pueda reducir el tiempo de lasbatallas. Sin embargo, lo que sí es seguroes que será uno más padeciendo sed, calory frío, a merced de los caprichos de estapampa. Tendrá que luchar con la muertetodos los días, casi siempre jugando endesventaja. Mariana reza por él mientrasespera un hijo, pero en sus ojos veo lasombra de la angustia. El filo de unaespada enemiga debe de ser más cruel quela ira de nuestra madre, en caso de queasí lo decida el destino. João Gutierrezquizá no pise nunca más este suelo, a lo

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mejor su hijo será huérfano, quizá nuncamás tengamos noticias suyas, ni venga unmensajero a avisarnos de su muerte paraque Mariana tenga ese último consuelo, esemomento cabal donde las lágrimas son elúnico modo de despedirse.

Qué pensamientos tan funestos... Y ahífuera luce un sol de oro que brilla en elcampo iluminando la pampa. Estoy llena dedolor. Y todavía sueño todas las nochescon Giuseppe. Aún deseo que vuelva a lapampa, si no hoy, algún día. Que aunqueese día esté muy lejano me encuentre convida, aunque sea con un soplo de vida, yjuro que lo seguiré en la peor de lassuertes, hacia el paraíso o hacia lodesconocido. Tendré esa fuerza. Lucharépor mi amor.

A veces, al ver a Mariana con su vientreinflado y orgulloso, lamento que Giuseppeno hiciera un hijo en mi carne. De él sólofui novia, una novia eterna. Nuestro amorno pasó de eso y, sin embargo, teníamostanto mar para nosotros... Me hubieragustado tener un hijo suyo, aunque tambiénme hubieran obligado al castigo y lasoledad de una habitación. Hubiera sido unbajo precio por tenerlo eternamentemarcado en mis días. Mi carne y la suyaunidas en otro cuerpo... Es sólo un sueño.

Se lo cuento a Mariana para que seconsuele. Cuando su hijo nazca nunca más

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estará sola en esta vida. Pero a mí, ¿quéme queda en adelante, aparte de estasoledad de tantos años? Quizás el consuelode una bonita casa de habitaciones vacías,el calor de un abrazo ocasional, la llamade un recuerdo lleno de nostalgia y nadamás. Todo eso es muy poco para llenar unavida. Todo eso es como este sol que brillaahí fuera a la espera de un invierno más.Todo eso es tan pasajero que duele.

MANUELA

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Capítulo 23

João Gutierrez se acercó al barranco, sentíaen el estómago la angustia de la primeramuerte. Miró la daga teñida de sangre. Unimperial yacía en el suelo, degollado conpericia, con sus ojos castaño claro mirando alcielo con un asombro estático y pasmado. Elasombro de quien ha visto la cara de la muerte.

A lo lejos sonaba una trompeta. El barullodel tropel lo invadió todo. A una señal, lacaballería farroupilha avanzó en dirección alenemigo. El choque de los dos ejércitos levantóuna nube de polvo, gritos y relinchos. Joãoquería un caballo, era un excelente jinete,pero estaba en infantería. Los animalesescaseaban. João saltó al otro lado delbarranco. La batalla se libraba con furia. Elcuerpo a cuerpo formó una extraña coreografíapor el campo, donde el sol emitía sus primerasluces.

João Gutierrez corría, propinaba golpes,gritaba. Tenía los ojos llenos de polvo. Era suprimera batalla. Se habían encontrado conaquella división imperial cerca de São Vicente.La batalla era dura. Los imperiales losaventajaban en número y tenían un cañón. Joãotenía una daga, unas boleadoras y rabia dentro

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del alma que tenía que desbravar, pues era comoun río en época de crecidas. Había matado a suprimer hombre. Al avanzar en medio del campo debatalla, pisando cuerpos, pensó una vez más enaquella garganta sesgada, en la sangrederramada, roja y viva embebida por la tierra.Un escalofrío le recorrió el cuerpo, unescalofrío ardiente, semejante a un vaso deaguardiente de caña cuando llega al estómagovacío. Sintió un sabor amargo en la boca,sintió una fuerza extraña en el cuerpo. Habíaquitado una vida, la vida de un imperial que enaquellos momentos yacía tumbado en el suelopolvoriento. También había creado una vida quelatía en el vientre de Mariana. Sintió una granalegría, en su boca asustada la saliva le sabíaa vino. Había cambiado destinos y todavíaseguía siendo el mismo João de antes, pero másvigoroso, un semidiós. En sus manos morenas, ensu alma de indio y cantante había un extrañopoder.

Un imperial avanzaba hacia él a caballo conla daga en ristre. João Gutierrez movió elcuerpo y esquivó la hoja afilada. Acontinuación se puso la daga en la boca y lanzólas boleadoras al aire, haciéndolas girar porencima de su cabeza. Sabía manejar lasboleadoras desde que era pequeño. En uninstante, las bolas de hierro volaron por losaires como pájaros furiosos en dirección alimperial. El hombre cayó del caballo. JoãoGutierrez cogió la daga y se la clavó en el

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cuello con un único y certero golpe. La hoja seadentró en la carne. El imperial emitió unjadeo agónico, abrió los ojos de par en par yla boca, sin pronunciar palabra. En aquellosmomentos el mundo era un único silencio, nadaimportaba sino aquella daga y aquella muerte.

João Gutierrez saltó encima del caballo.Dejaría de ir a pie. A partir de ese momentomiraría la batalla y los rostros enemigos desdearriba. Tenía ganas de gritar el nombre deMariana. Por ella estaba allí, por ella mataba,corría, peleaba. Degollaría a cientos deimperiales. No por la República, sino porMariana. Ganaría una medalla, por Mariana. Ycuando todo acabara, limpiaría su daga de todorastro de sangre, lavaría su alma de toda lasangre y volvería a la mujer que lo esperaba.

Una violenta explosión lo arrancó de suspensamientos. El enemigo empezó a lanzarcañonazos. Una bala cayó cerca de éldestrozando hombres, llenando el aire depólvora. Los soldados corrían horrorizados.João Gutierrez atizó su caballo y saliógalopando por el campo. El sol ya lo iluminabatodo poniendo al descubierto, sin piedad, aquelpaisaje de horror y muerte. Los ojos aindiadosde João Gutierrez parecían más negros quenunca.

—Todo esto lo hago por ti, Mariana —gritó alviento que olía a pólvora y sangre—. ¡Todo porti!

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Doña Antônia bajó del coche y subió alporche. Desde que había padecido la neumoníaestaba más seca de carnes y sus ojos oscuros ydecididos sobresalían de su fino rostro. Sonrióligeramente a Manuela, que estaba leyendosentada bajo el toldo.

—Hola, Manuela. ¿Dónde está tu madre?Estaba seria, como de costumbre. Doña

Antônia no solía sonreír. Manuela cerró ellibro y sonrió a su tía preferida. Su madreestaba en su habitación sin hacer nada, quizárezando.

—Ya sabe, tía, que mi madre está cada vezmás callada, por lo de Mariana.

Doña Antônia se sentó en una silla. Por uninstante perdió la mirada en aquel atardecerque se consumía lentamente.

—Tu madre está muy confundida, Manuela. Hanpasado demasiadas cosas y desde pequeña siempreha sido muy frágil. La más frágil de todasnosotras —dijo y suspiró—. Pero no hay nada queexplique lo que está haciendo con Mariana. ¡Esachica está encerrada en su habitación desdehace casi tres meses!

—Mi madre nunca más ha hablado con ella.—Ya lo sé. Por eso he venido aquí. Hay que

poner fin a esa crueldad. —Se golpeó lasrodillas y su voz adquirió otro tono—. Ve allamar a Maria Manuela. Dile que he venido averla. —Se levantó—. Voy a esperarla en eldespacho.

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Maria Manuela reconoció en la expresiónfacial de su hermana mayor el recuerdo vividode su fallecida madre. Pero su madre no lamiraría con aquellos ojos fríos y negros, tansecos. No. Su madre siempre había protegido asu hija menor. Para doña Perpétua, MariaManuela necesitaba atenciones especiales,cuidados excesivos. No había nacido con lamisma naturaleza de sus otros hijos. Su papillasiempre había sido la más dulce; sus tareas,las más suaves. Así había sido criada y, cuandose casó, Anselmo siguió protegiéndola delmundo.

—¿Has mandado llamarme?—Sí.—¿Ha pasado algo?Doña Antônia la miró con gravedad. Con los

mismos ojos que Bento. La misma ansia porenmendar, la misma responsabilidad sobre todo,sobre todos.

—Claro que ha pasado, lo sabes muy bien. Hapasado que tu hija está embarazada de unbracero. Ha pasado que está encerrada en unahabitación desde hace tres meses como si fueraun animal.

Maria Manuela se dejó caer en una silla.—Yo no quería que eso pasase. —Sus manos

temblaban levemente.—Las cosas no pasan como queremos, Maria. La

vida es así, ya va siendo hora de que te descuenta. Hay que cuidar de esa chica. —La miró alos ojos—. ¿No querrás que le pase lo mismo que

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a Rosário, no?Maria Manuela se sorprendió:—A Rosário no le pasa nada. Sólo tiene una

perturbación pasajera. Cuando volvamos a casa,cuando la guerra acabe, se pondrá bien.

—Rosário nunca más se pondrá bien... Tú losabes. Lo que tiene será para siempre.

—¿Qué es lo que tiene? —titubeó.—Rosário está loca.Las lágrimas empezaron a resbalar suavemente

por el rostro de Maria Manuela. Doña Antôniatambién sintió que el llanto la rondaba, perose mantuvo firme, sin lágrimas. Sabía que erael pilar de aquella gente. Sabía que Bento,donde quiera que estuviese, esperaba eso deella. No había tenido hijos, pero tenía a sushermanas, sus sobrinas, su cuñada y los niños.Tenía que cuidar de ellos.

—No digas eso, por favor, Antônia.Doña Antônia entristeció súbitamente.—Estoy siendo sincera. Rosário está perdida

para esta vida, pero Mariana no. Ella tienefuturo. Es verdad que no tiene el futuro quehubiésemos elegido para ella, pero tiene el queella escogió. —Hizo una pausa—. Mariana va atener un hijo. Necesita cuidados.

—No puedo hacer nada, lo juro. No tengofuerzas. He rezado, mucho, pero no tengofuerzas.

Doña Antônia suavizó la voz:—Tú no tienes que cuidar de ella. Yo me

ocuparé. Me voy a llevar a Mariana a la

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Estância do Brejo.

Bento Gonçalves saboreó con cuidado lanoticia. Era como aliento en aquel desierto deintrigas y problemas. Frente a él, Lucas deOliveira desplegó una amplia sonrisa. En SãoPaulo y en Minas Gerais habían estallado otrasrevoluciones. El Imperio se debilitabavisiblemente y aquella situación sólo podíaconfabularse con la República Riograndense.

—Es un buen momento —dijo Lucas—. Tenemosque aprovecharlo. São Paulo y Minas Geraispueden ser nuestros aliados. Formaremos unafederación, Bento.

Lucas de Oliveira todavía era un hombreguapo. La guerra había afectado ligeramente susfacciones, pero en sus ojos seguía latenteaquel brillo orgulloso.

—Vamos a convocar un congreso —dijo BentoGonçalves y se recostó en la silla—. Vamos avotar nuestra Constitución. He decidido unacosa: voy a tomar el timón del gobierno y pasarel mando de las tropas a Netto. Ha llegado elmomento de poner orden en la República.

—Hay que avisar a Netto, está en lafrontera.

—Mandaré a Bento, mi hijo, a que lo avisesin tardanza.

Lucas de Oliveira sonrió, satisfecho. Lascosas tomaban un buen rumbo y ya no quedabatiempo.

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Bento Gonçalves miró al otro, la alegría queexhibían sus ojos era excesiva. ¿O es que,quizás, él ya no tenía fuerzas? Se sentíacansado otra vez, enfermo y viejo.

—Ten cuidado, Lucas. Es cierto que esas dosrevoluciones nos favorecen, pero tenemosproblemas mayores, problemas internos. Estamosdivididos, Lucas. Y es imposible dividir ysumar a la vez. Tenemos que actuar conmoderación.

Se volvió hacia la ventana. Fuera, la mañanagris derramaba su luz apagada sobre la ciudad.Hacía un frío húmedo. Algunos soldados cruzabanla calle alborotados. Un carro cargado devíveres pasó haciendo ruido. Un perro empezó aladrar. ¿En todo aquello faltaba brillo o eransus ojos los que ya no sabían verlo? Suspiróhondo. Lucas de Oliveira pidió permiso y saliódel despacho. Bento Gonçalves cogió una pluma.Tenía que escribir un manifiesto. Puso lafecha: 13 de junio de 1842. La mano parecíacansada y somnolienta. Tema manchas oscuras enel dorso, él sabía perfectamente que eranmanchas de vejez. Lo mejor sería entregar elmando de las tropas a Netto.

Joaquim se acercaba lentamente a lahacienda. Podía sentir el aire gélidoaguijonearle la piel, traspasarle conpersistencia la lana del poncho congelando susbrazos. Los calcetines y las botas no abrigaban

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sus pies. Hacía un frío cruel. Y amanecía. Laniebla proporcionaba un aspecto irreal alpaisaje silencioso. Joaquim atizó su zaino,pero el caballo mantenía su trote lento,también envuelto en aquella mística bruma, casicomo si flotase por encima del camino desierto.

Tenía la cabeza llena de pensamientos, deplanes. Y de dudas. Un remolino depreocupaciones se anudaba ante sus ojos. Veríaa Manuela, después de tanto tiempo, vería aManuela. Sus ojos verdes, acuosos, su bellorostro, claro, sobrio, misteriosamente sutil.El último encuentro había sido doloroso.Todavía recordaba su mirada, aquella miradaamorosa, llena de un amor que no era para él.¿Su prima seguiría pensando en el italiano o supartida habría enfriado su pasión? Por lo pocoque conocía de lo más íntimo de lossentimientos de Manuela, podía adivinar que seobstinaba en amar a Garibaldi. Sí, seobstinaba. Pero Garibaldi ya estaba casado ytenía un hijo. Vete a saber por dónde andabadesde que partió rumbo a Montevideo con lascabezas de ganado que se le entregaron. Joaquimmetió la mano bajo el poncho buscando elbolsillo del dolmán. Notó el peso y el volumendel broche. Había heredado aquella joya de suabuela materna. Las pequeñas piedras deesmeralda tenían el mismo color que los ojos deManuela. Cuando su abuela materna le dio elbroche le dijo en su español grave: «Es para tumujer.» Cuando encontrase una. Hacía muchos

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años, desde la adolescencia, que tenía aquellajoya guardada. Incluso con la negación deManuela, con su insistencia, no había podidoolvidarla. En cada batalla, cada noche fría,estrellada, lluviosa u oscura, había pensado enella. Al cuidar a los heridos, al escuchar a supadre hablar de las dudas, de los planes de laRepública, en cada palabra, suspiro o mirada,había algo de la nostalgia que sentía porManuela. Se había decidido a hacer un últimointento. Y entonces su padre le pidió que fuesehasta el Camaquã, muy cerca de la Estância daBarra, muy cerca de los ojos verdes de Manuela.

El caballo pareció reconocer el camino. Labruma luchaba contra los primeros rayos de unsol tenue. Joaquim oyó los murmullos del ríoCamaquã. Se acordó de los baños con sushermanos. ¡Hacía tanto tiempo! Ahora ya novivía, sólo sufría la sangre, aquella angustia,las batallas, la enfermedad de su padre, laespera del sí de Manuela. A lo lejos divisó laportilla de la Estância. Un súbito calor seadueñó de su cuerpo. Seguro que sus tías y sumadre ya estarían sentadas tomando eldesayuno... Enseguida, muy pronto, vería lacara de su prima, su rostro fresco, todavíasoñado de Manuela, y el brillo muy verde, puro,húmedo de rocío nocturno, de aquellos ojos conlos que soñaba en sus noches de campaña.

Doña Antônia entró con una bandeja. La sala

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se iluminaba con la luz inquieta que venía delhogar, una lámpara ardía encima de la mesa.Mariana estaba sentada al lado de la lumbre conuna manta sobre las piernas. Su rostro morenomostraba unas facciones más delicadas yrellenas. Toda ella tenía el aspecto lánguidodel final de un embarazo y su barrigaprominente sobresalía bajo el vestido oscuro.Doña Antônia se acercó a ella poco a poco.

Su sobrina tenía los ojos cerrados. Quizásestuviera durmiendo, pero doña Antônia imaginóque no, que simplemente se escondía del mundoen un lugar sólo suyo donde podía pensar enJoão Gutierrez con calma y libertad. Cerrar losojos era como cerrar una puerta. Ella mismahabía buscado muchas veces ese refugio cuandoquería recordar a su marido muerto sin dejarentrever la inmensa tristeza que todavía lahabitaba, incluso después de tantos años.

—Mariana —susurró, y la muchacha abrió losojos lentamente—. Te he traído una sopa. Sopade verduras. Hace mucho que no comes nada ytienes que alimentarte. Ese bebé necesitacomida, hija mía.

Mariana sonrió. Irguió el cuerpo paraacomodarse mejor en el sillón.

—Está siendo muy buena conmigo, tía.Doña Antônia sintió que los ojos se le

humedecían. Acomodó la bandeja en el regazo desu sobrina. Después se sentó a su lado y esperóa que comiese. El silencio de la sala, donde elfuego crepitaba, era reconfortante. Desde ahí

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podían escuchar el viento invernal azotandofuera.

Mariana acabó de comer.—Sé que estás sufriendo mucho, Mariana. —La

voz de doña Antônia era suave—. Tu madre no teha ayudado, y traer un hijo al mundo es unatarea dura. Yo nunca he tenido hijos, pero losé perfectamente.

—Este hijo mío sufrirá todavía más despuésde nacer, tía. Sufrirá más que yo. Será un hijosin padre. ¿Quién lo querrá, tía?

Doña Antônia cogió la bandeja y la puso enel suelo. Estrechó la mano de su sobrina, lamano tibia e hinchada de su sobrina.

—No digas eso, hija mía. Ese hijo tienepadre. Quizá no el padre que tu madre hubieradeseado o que yo misma hubiera querido, perotiene un padre. Se llama João Gutierrez y es unsoldado de la República.

Mariana perdió la mirada en el fuego.—A lo mejor João ya está muerto...—¿Lo sientes así? ¿En estos meses, en algún

momento, has notado ese aviso? ¿Como si tucorazón dejase de latir un rato, como si tusangre se helase en las venas, lo has sentido,Mariana?

Mariana miró fijamente a su tía. En aquellosojos oscuros había una dulzura nueva. Nuncahabía visto a doña Antônia así, tan maternal,cálida, acogedora.

—No, no lo he sentido.—Entonces, está vivo, Mariana, créeme. —Doña

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Antônia cerró los ojos un instante—. El malditodía en que Joaquim se cayó de aquel caballo, yolo sentí. Fue como si el minuano soplase dentrode mí... Cuando el capataz vino a avisarme delo sucedido, yo ya lo sabía. —Volvió la carahacia el fuego.

Mariana apretó las manos de aquella mujermayor.

—Tengo miedo, tía.—¿De qué, hija mía?—De morir en el parto. De que mi hijo se

quede solo en este mundo. Mi madre, seguro, nolo querrá.

—No vas a morir en el parto, Mariana. Estátetranquila. Si pasara algo, yo cuidaré de tuhijo y mandaré que busquen a João por todo RioGrande, te lo juro. Hablaré con Bento yencontrará al padre de tu hijo donde quiera queesté —dijo acariciando el cabello negro yabundante de su sobrina—. Pero no va a pasarnada de eso, hija mía. Vas a tener a ese niño,João volverá cuando la guerra acabe. Cree en loque te digo.

—Es un niño —susurró Mariana.—¿Qué?—El hijo que estoy esperando, tía, es un

niño. He soñado con él.Doña Antônia sonrió.—En ese caso, ¿ya has elegido el nombre?—Matias. Se llamará Matias.—Es un nombre bonito.Mariana cerró los ojos. Doña Antônia acomodó

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mejor la manta sobre el cuerpo de su sobrina.Cada día estaba más hinchada y lenta. Faltabapoco para el parto de su sobrina, estabaconvencida. Habría que poner a Rosa sobreaviso. Matias nacería en cualquier momento, alo mejor esa misma semana.

Manuela esperó el día entero a que Joaquimviniese a hablar con ella. Esperó angustiada.Durante el último año había pensado muchasveces en la boda con su primo. Y siempre lainvadía el mismo sentimiento de apatía, como siestuviese semimuerta, como un fantasma sin almapor debajo de la piel. Eso era lo que sentíacuando se veía como la esposa de Joaquim.Algunas veces había llorado. Su amor porGiuseppe era como una enfermedad letal. Notenía cura o paliativo. Estaba decidida: diríaa su primo el último no. Sabía que él habíavenido a verla, había visto en sus ojos aquelardor aún intacto. Y aquel amor nocorrespondido le daba pena, le daba mucha pena.Si pudiese, de buen grado se arrancaría delalma la pasión que sentía por Giuseppe, pero nopodía. Era una especie de sino. Un destino. Lavida de cada persona estaba escrita, como laspáginas de un cuaderno, como las páginas deldiario que ella misma escribía todas lasnoches. No se casaría nunca. A no ser queGiuseppe volviese. Porque lo esperaría, cadaminuto, cada día, todos los años, hasta que la

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vejez le hiciese perder el juicio y lossentimientos. Tenía poco que decir a Joaquim,sólo que lo sentía mucho. Lo sentía por losdos. Seguro que Joaquim encontraría a otrapersona, pero ella no. Ella seguiría sola,esperando para siempre.

El sol invernal templaba suavemente eljardín aquel atardecer de cielo azul. Manuelaatravesó el patio en dirección al huerto. Iba abuscar unas naranjas. Joaquim debería de estarcon los caballos o charlando con su madre. Nose quedaría mucho tiempo en la Estância, pueshabía dicho que Bento Gonçalves lo esperaba enAlegrete. Manuela caminaba deprisa. Vio a ZéPedra a lo lejos limpiando la maleza. Saludó aaquel negro alto y de hombros anchos. Él sonrióy unos dientes blancos brillaron en su oscurorostro.

Las naranjas olían muy bien, olían ainfancia. Manuela fue llenando el cesto depaja. Su madre quería hacer un dulce. Como pormilagro, su madre había mostrado ciertas ganasde hacer algo. Últimamente se pasaba los díasencerrada en la habitación, durmiendo yrezando. Pero desde que Mariana se había ido ala Estância do Brejo con doña Antônia, el humorde Maria Manuela había mejorado. Su hijaembarazada era como una espina clavada en supiel. Manuela pensó en su hermana. Ahora,gracias a Dios, recibía cuidados. Perpétuahabía echado las cuentas y dijo que el parto deMariana estaba muy cerca. Tenía que ir a verla,

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ver si quería alguna cosa... No tenía noticiasde João, pero pediría a Joaquim que lo buscaray le dijera que su hijo estaba a punto denacer.

—¿En qué piensas?La voz de Joaquim surgió de entre los

árboles. El apareció un segundo después,sonriendo. Llevaba un uniforme limpio y bienplanchado.

—Estaba pensando en Mariana y JoãoGutierrez.

—Todo eso ha sido una sorpresa enorme paramí.

—La vida está llena de sorpresas, Joaquim.—Y no todas son buenas, ¿no te parece?Manuela arrancó una naranja más del árbol.—Sí, tienes razón. Pero tengo que decirte

que Mariana no es del todo infeliz. Va a tenerun hijo y João Gutierrez puede regresar.

—Es verdad. He oído decir que se unió a loshombres de Netto —dijo Joaquim y empezó a cogernaranjas también—. Y Netto es un gran guerrero.Quien está con él está muy bien.

—¿Podrías avisarle de que el hijo de Marianaestá a punto de nacer?

Joaquim pestañeó.—No sé, Manuela, pero intentaré hacer lo

posible. Debe de estar en algún lugar cerca dela frontera, trataré de averiguarlo.

—Ya está bien —dijo Manuela señalando elcesto medio lleno de frutas.

Joaquim cogió el cesto. Caminaron lado a

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lado. Un agradable aroma flotaba en el ambientefrío.

—Manuela... —La voz de Joaquim era suave—.Manuela, he venido a preguntarte por última vezsi has pensado en mí, en mi petición de boda.Te prometo que después de hoy nunca más volveréa mencionar el tema —dijo, e introdujo la manoen su dolmán—. Te he traído esto. —El brochecentelleó—. Era de mi abuela, de la madre de mimadre. Me lo dio para que se lo regalase a miesposa. Aún no eres mi esposa, Manuela, y no sési lo serás, pero quédatelo. Si no es para ti,no será para nadie más en esta vida.

Manuela cogió el broche.—Es muy bonito, Joaquim, pero no puedo

aceptarlo.Joaquim caminaba a su lado llevando el peso

de las naranjas. Se detuvo un instante.—¿Eso es una respuesta, Manuela?—Sí. Lo siento... Lo he pensado mucho, te lo

prometo.La cara de Joaquim perdió todo su brillo.—De acuerdo. Como has dicho antes, la vida

está llena de sorpresas, aunque esto no sea unasorpresa para mí, Manuela. Ya sabía que no ibasa cambiar de decisión. Incluso así, quédate conel broche, hace juego con tus ojos.

Joaquim pidió permiso y se marchó andando agrandes pasos rumbo a la cocina. Manuela ibadetrás. El broche de esmeraldas le quemaba lasmanos.

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Doña Ana entró en la sala con un sobre en lamano derecha. Perpétua arrullaba a su hijapequeña en un rincón de la sala. Caetana tejíaun par de calcetines para Bento, Joaquim lehabía contado que estaba débil de los pulmones.Quería mandarle aquellos calcetines por mediode su hijo, que partiría al día siguiente.

—Hay una carta para ti, Perpétua. La hatraído uno de los hombres.

Había cierto temor en la voz de Doña Ana.Temían tanto como esperaban aquellostelegramas. La vida y la muerte veníanestampadas en aquellas líneas. Perpétua parecióasustarse un instante, entregó su hija a Xica yle ordenó que la llevase a la cuna. Fue a cogerla carta que la tía le tendía, las manos letemblaban un poco. Doña Ana sintió pena.

—Tranquila, si fuese algo serio la habríatraído un soldado.

Caetana paró de tejer unos minutos y esperóa que su hija abriese el telegrama.

Perpétua leyó aquellas parcas líneas de pie,en medio de la sala, con ambas mujeresmirándola fijamente a la cara.

—Inácio ha sido elegido diputado para laAsamblea Constituyente de la República —dijosonriendo.

—¿Para cuándo? —preguntó doña Ana—. ¿Cuándose celebra esa asamblea?

—En diciembre, tía. En la ciudad deAlegrete. Se votará la Constitución de la

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República.Doña Ana se sentó en su mecedora.—Es estupendo, pero me pregunto para qué

sirven las leyes mientras esta provincia semata por estas colinas.

Caetana bajó la mirada y reanudó su trabajo.No entendía de leyes. Todo lo que le importabaen esos momentos era lo que tejía, la seguridadde que con ello Bento no pasaría frío, de queella misma no recibiría un telegrama semejantea ése, el telegrama nefasto que temía desde elprincipio de aquella revolución.

—Ellos saben muy bien lo que hacen, tía —dijo Perpétua, y se guardó el telegrama en elbolsillo del vestido—. Vamos a esperar, a verqué pasa.

—¿Es que hemos hecho algo más en esta vida?—dijo doña Ana retomando también su bordado.

Desde que Pedro había muerto, tan lejos deella, como en un sueño, ya no creía en todoaquello. Lo único que deseaba era la paz, eraque José estuviera en la Estância cuidando delganado y de la venta del charqui. Todo lo quedeseaba era un pasado que nunca más volvería.Deseaba a sus tres hombres en casa. De algunamanera, todavía tenía a Paulo enterrado bajo lahiguera, pero Pedro, su Pedrinho, estabaperdido para siempre bajo algún pedazo de suelode la provincia, sin una vela o un ramo deflores.

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Mariana se despertó con un peso extraño enlas caderas. Un cansancio agudo la postró en lacama casi toda la mañana. Bajo las sábanas,pensaba en João. La barriga, ya muy prominentey dilatada, era como una colina. Se imaginó albebé que estaba dentro esperando salir. Queríaque se pareciera al padre, que tuviera susmismos ojos rasgados. Quería tenerlo en susbrazos, sentir su peso y su olor, el sabor desu piel, el tacto de su pelo. Siempre habíadeseado a ese hijo, incluso cuando su madre laencerró en la habitación, sola, sin contactocon el mundo exterior. Aun así acunó a aquelhijo con el mejor de sus sueños. Estaba muycerca de su llegada.

Doña Antônia apareció sobre las once. Mirófijamente a su sobrina, le preguntó si teníadolores, si tenía hambre. Ella respondió quesólo se sentía cansada. Doña Antônia sonrió ydijo que volvería más tarde. Al salir de lahabitación mandó que llamaran a Nettinho. Ledijo que fuera a la Estância da Barra a buscara doña Rosa. Era urgente.

—El bebé de Mariana nacerá hoy.El muchacho negro salió pitando por la

mañana nebulosa.

Empezaron los dolores. Iban y venían. Nuncahabía visto el mar, pero recordaba ladescripción que el italiano Garibaldi habíahecho de él una vez. Aquel leve dolor era como

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la marea. Venía en forma de olas, peroaumentaba cada vez más. Un dolor caliente.Sintió cómo aquel dolor abría paso a su hijo,que sus huesos se dislocaban, que una fuerzainterna lo empujaba todo hacia abajo. No podíamantener las piernas cerradas. No podía pensar.Apenas podía recordar la cara de João. La carade João flotando en aquel mar de dolor y lasganas de ver a su hijo. Unas ganas locas detomarlo, liberarlo de aquel nido de carne.Sudaba mucho. El sudor le resbalaba por la caraen gruesas gotas. Doña Antônia, muy callada yserena, le secaba la cara con una toalla. Ledecía cosas bonitas. Que iba a tener un hijosaludable, que faltaba poco, muy poco.

—Lo peor ya ha pasado, Mariana.Lo peor habían sido aquellos meses de

enclaustramiento. Doña Rosa entró en lahabitación con una pila de toallas y un cubo deagua. Detrás de ella iba una negra que llevabaunas pesadas tijeras. Mariana quería preguntaralgo, pero el dolor le acometió otra vez conmás fuerza, dilacerando.

—Respira hondo —dijo doña Rosa—, no pares derespirar.

Mariana obedeció. Se llenaba los pulmones ysoltaba el aire. Luchaba contra el dolor,bailaba con él, se daban las manos. Doña Rosale decía que no debía evitar el dolor, que eldolor le traería a su hijo. Y la tía le repetíaque faltaba poco. Que faltaba muy poco. Lamuchacha negra que estaba parada en una esquina

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tenía los ojos abiertos de par en par,aterrorizada.

El tiempo pasó y se congeló. Todo parecíaperenne. La luz que entraba por la ventana sesolidificó a su alrededor, la voz de la tíarepetía siempre la misma interminable palabra.Y aquel dolor. Mucho más fuerte. Sintió que elmundo se abría, que sus piernas estaban lejos,completamente abiertas al túnel por el quebrota la vida. Doña Rosa se inclinó sobre ellasonriendo. El dolor de la vida.

Mariana hacía fuerza. Empujaba como siquisiese volverse del revés. La voz de la tíala instigaba a seguir. La muchacha negra huyó aun rincón. Mariana no sabía que gritaba, quellamaba a João. No sabía nada, era un caminoque tenía que recorrer y nada más, nada más. Uncamino. La luz se derramaba sobre ella como unhalo dorado.

Un lloriqueo nuevo llegó a la habitación. Elcorazón de Mariana explotó con una emociónmayor que el mundo.

—¡Haz fuerza una vez más, niña!Y entonces todo se desgarró, todo se abrió.

Entre sus piernas estaba aquel ser húmedo, rojoy latente gritando de asombro y miedo. DoñaAntônia lloraba. Mariana lloraba, el bebélloraba. La criada negra se acercó con cautelay cogió las tijeras. Con un movimiento ágil,doña Rosa cortó el cordón umbilical. Tomó a lacriatura en los brazos y la puso en el pecho deMariana.

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—Es un niño, hija mía. —La voz de doñaAntônia estaba embargada por la emoción.

—Un niño —repitió Mariana emocionada—. Sellamará Matias.

Doña Rosa hizo fuerza sobre su vientre.—Ahora sólo falta expulsar la placenta —

dijo.En los brazos de su madre, Matias dejó de

llorar.

La noche en el campamento era gélida, apenasiluminada por la luz de las estrellas y por unau otra hoguera. Las tiendas de campaña sedesparramaban por un descampado, unas tiendashechas jirones, como animales heridos yencogidos de frío. La mayor parte de loshombres no tenía tienda y dormía bajo susponchos, enrollados en sus viejos ponchos delana desgastada, cerca del fuego, debajo de loscarros. El cansancio ahuyentaba sus sueños. Unalechuza ululaba a lo lejos. Los que no teníansueño daban caladas a sus cigarros de hebra,charlaban en voz baja, ahorrando calor, unos allado de otros.

João Gutierrez dormía cerca de una hoguera.La guitarra, pegada a su cuerpo, era como unamujer amorosa. Hacía poco que había tocado unamilonga pensando en Mariana y esperó a que leentrara el sueño. Y el sueño vino. Hacía tiempoque João Gutierrez no soñaba. Desde que habíaentrado en la guerra sólo soñaba con

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decapitaciones, sangre y cañonazos; luego dejóde soñar. Las noches eran cortas y demasiadoexhaustas para permitirse el lujo de los sueñosque reclaman sábanas limpias. El sueño de laguerra era negro, silencioso y difícil. Elsueño de la guerra estaba vacío.

Pero ese día João Gutierrez soñó. Soñó queestaba en una habitación blanca que olía ahierbabuena y a cosas femeninas. Pisaba concuidado el suelo blando como la espuma; unasparedes muy altas no le dejaban ver el techo.Caminaba con una sonrisa en los labios, era muyfeliz. Iba tanteando por aquella habitación denubes, estrecha y alargada como un pasillo,pisaba suavemente, hundiendo los pies en lamasa gelatinosa que cubría el suelo. En elfondo de la habitación había una cuna e,inclinada sobre ella, la silueta de una mujer.João avanzó más rápido. En el aire flotaba unamelodía muy antigua, quizá de otro tiempo, unacanción arcaica que su madre le había cantadomuchas veces. João llegó a la cuna. La mujerlevantó la cabeza y lo miró, era Mariana. En lacuna, envuelto en una vieja manta que su madretejió una vez, estaba el niño.

João Gutierrez abrió los ojos al frío de lanoche. Dos soldados charlaban allí cerca, susvoces parsimoniosas se perdían en el aire.Había tenido un bonito sueño. No se acordabaexactamente de lo que había soñado, pero en sualma había un atisbo de alegría, una sensaciónjubilosa que no podía venir de aquella pampa

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recorrida por el frío viento del invierno, deaquella cama improvisada con viejas mantashúmedas de rocío. João Gutierrez intentó a lafuerza recordar el sueño, buscó en lo másrecóndito de su memoria una imagen, un sonido,cualquier cosa, y entonces vio la cara de unniño en la cuna. Era un niño moreno, de pielaceitunada. Su hijo. Estaba seguro. Su cabeza,embargada por la tristeza, intentaba contar laslunas desde que Mariana le había dado lanoticia. Estaba seguro: había llegado elmomento de que su hijo naciera. Allí, en laEstância, en algún cómodo lugar de aquella casablanca y achatada, había nacido su hijo. Habíanacido de Mariana aquella misma noche. Nuncahabía soñado tan vividamente en toda su vida.Sí, su hijo había nacido. Intentó recordar quédía era. Era de madrugada, enseguidaamanecería. Otro día de invierno, un inviernoque había abierto sus brazos nebulosos pararecibir a su hijo. Era 28 de julio y Matiashabía venido al mundo. João Gutierrez notó queuna lágrima le resbalaba por la cara. En mitadde aquel campamento farroupilha, João lloraba.Lloraba de felicidad por primera vez en toda suvida.

Rosário estaba sentada en el patio, tomandoel sol de la primavera. En el jardín delconvento crecían algunas flores después dellargo invierno pampero. Las novicias estaban

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allí, bordando, preparando ropa para loshuérfanos, cosiendo. Aprovechaban aquel bonitosábado antes de que llegase la hora de lasvísperas. A la madre superiora le gustaba quetomasen el sol, que disfrutasen de lassinecuras de Dios. Al otro lado de los altosmuros, la guerra continuaba, pero allí, enaquel jardín, todo era paz y consuelo.

Las novicias hablaban poco con Rosário. Suslargos y misteriosos silencios molestaban a lasdemás, su belleza las hería. La belleza deRosário se había hecho más etérea con aquelenclaustramiento; su piel, más translúcida ylisa; el azul de sus ojos, más suave,celestial. Toda ella era una figura mística,casi una aparición que parecía desvanecerse acada paso, a cada sonrisa. Era como si otroamanecer no pudiese sorprenderla, como si cadanoche trajese el fin de su imagen cristalina.Las demás chicas, cerca de ella, eran toscas ytristes, demasiado terrenales. Rosário casi nonecesitaba rezar para estar cerca de Dios. Eracomo una de las imágenes de la capilla. Lamadre superiora se sentía molesta por eso.Tanta belleza sólo podía ser pecado. Le habíaprohibido que llevara el pelo suelto y losvestidos claros que había traído de casa, peroeso parecía hacerla todavía más bella y frágil.Las novicias comentaban que Rosário, la sobrinadel general presidente, estaba loca. Que amabaa un fantasma. Se habían pasado muchas nochesespiándola por los pasillos, intentando

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sorprender con sus propios ojos la figura delbello fantasma uruguayo que había hechizado elalma de Rosário de Paula Ferreira. Nunca loconsiguieron. Una de ellas creyó haberlo vistouna noche, cerca del pequeño cementerio. Un hazde luz descubrió por breves instantes la imagende un joven soldado, pero enseguida todo sedesvaneció quedando únicamente la noche y elviento frío. La novicia, asustada, corrió devuelta a su celda para olvidar con el sueñoaquella terrible imagen.

Rosário arrancaba los pétalos de unaminúscula flor que había cogido entre la hierbaalmohadillada. Su madre había venido avisitarla hacía pocos días y hablaron un rato,le contó cosas de Manuela, de la tía, de lamuerte de Pedro. No le explicó nada de Mariana.Su madre se marchó con la mirada triste y unpeso en el alma que ella pudo reconocer. Poreso no la avisó, porque ya lo sabía. Stebananunció que, por fin, iban a casarse. Rosáriosabía muy bien lo que eso significaba, peroestaba preparada. Amaba a Steban más que atodo, más que a su madre, que a sus hermanas,que a la casa de Pelotas que hacía tanto que noveía. Amaba a Steban mucho más que a su hermanoAntônio. Y quería librarse de aquellos muros,de las horas muertas de oración, del eternorepicar de las campanas, del sabor de lashostias y del olor a incienso. Sabía que allado de Steban iba a salir al mundo, no a esemundo de árboles, colinas y sangre, sino a otro

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mucho más grande y más bonito, donde sólohabría paz y aquel amor inmenso que los unía.Un mundo sólo de ellos, donde ambos viviríanpara siempre.

El barón de Caxias asumió las funciones depresidente de la provincia y comandante delEjército imperial el día 9 de noviembre de 1842en Porto Alegre. Tenía un plan bien articuladopara vencer a las fuerzas rebeldes. Mientrasque los efectivos farroupilhas eran de tres milquinientos hombres, él contaba con un ejércitode más de once mil quinientos soldados; perolos soldados farroupilhas eran todos decaballería, mientras que el Ejército imperialapenas sí tenía dos mil quinientos soldados dea caballo. Además, en la Campanha, losrevolucionarios dominaban todo el territorio yposeían manadas de caballos. En eso se basabael plan del barón de Caxias: en conseguircaballos para vencer a los revolucionarios ensu propio espacio.

En Porto Alegre reunió a sus hombres y lesexpuso su proyecto de guerra. Irían hasta laCampanha con las tropas articuladas en unaúnica columna precedida de una fuerza devanguardia. De ella destacaría las divisionesque fuesen necesarias, las cuales siempreoperarían de acuerdo con la columna principal yno reclutarían más hombres en lugares donde losrebeldes habían dejado de actuar. Mandaría

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barcos de Porto Alegre hacia la línea de SãoGonçalo, donde comandaba el coronel SilvaTavares, el 3er batallón de fusileros y el 5ºde caballería de la Guardia Nacional. Él mismose dirigiría con sus hombres hacia allí. De SãoGonçalo saldrían todos juntos hacia SãoLourenço y desde allí hacia la Campanha paraatacar al enemigo. Así esperaba engañar a losrevolucionarios al mando del general Netto, queimaginarían una unión con el ejército enPiratini. En la Campanha darían batalla campala los farroupilhas y esperaba aplastar larevolución.

Tras dos sesiones preparatorias, realizadasel 29 y 30 de noviembre, la AsambleaConstituyente farroupilha fue solemnementeconstituida el día 1 de diciembre de 1842. Lanoche anterior, la ciudad de Alegrete se habíailuminado como para una fiesta.

Bento Gonçalves da Silva entró en el salóncon pasos decididos. Había pasado una madrugadaangustiosa y difícil. Respiraba mal y teníafiebre. Joaquim, que estaba en la Asamblea comosuplente de un diputado, le había aplicado unascompresas una vez más. Sin embargo, comosiempre, después de esas largas noches devigilia, se levantó de la cama con el mismoaspecto controlado y se dirigió a prestar todala atención debida a sus quehaceres. Enaquellos momentos estaba allí, delante de los

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veintidós diputados electos. Sabía que el salónplenario estaba dividido en dos corrientes, unacapitaneada por Domingos José de Almeida y otrapor Antônio Vicente da Fontoura. Respiró hondoy empezó su discurso.

—Señores, aunque no puedo anunciaros elsolemne reconocimiento de nuestra independenciapolítica, gozo al menos de la satisfacción depoder garantizaros que no sólo las repúblicasvecinas, sino gran parte de los brasileños,simpatizan con nuestra causa. Me resulta muydoloroso manifestaros que el gobierno imperialnutre todavía la pertinaz pretensión dereducirnos por la fuerza; sin embargo, miprofundo pesar disminuye con el grato recuerdode que la tiranía provocadora ejercida por élen las otras provincias ha despertado el bríoinnato de los brasileños, que ya han hechoresonar el grito de resistencia en algunospuntos del Imperio. Así es como su poder sedebilita y se acerca el día en que, eliminadala realeza de la tierra de Santa Cruz, nosreuniremos para estrechar los lazos federalescon la magnánima nación brasileña, a cuyo senonos llaman la naturaleza y nuestros máselevados intereses. Sin embargo, debeninspirarnos más confianza, deben convencernosde que al fin triunfarán nuestros principiospolíticos, el valor y la constancia de nuestroscompatriotas, la resolución en que se ha desustentar a toda costa la independencia delpaís. Bajo tan lisonjeros auspicios empiezan

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vuestros trabajos; cesa desde este momento elpoder ilimitado con el que fui investido porlas actas de mi nombramiento; así pues,cumpliendo las condiciones con las que fuielegido, lo deposito en vuestras manos.

La Asamblea celebró algunas sesiones,siempre en un clima de discordia ydesconfianza, legislando únicamente sobre lamanera en que debían promulgarse las leyes y lasuspensión de las garantías individuales. BentoGonçalves sospechaba de un plan secreto paraasesinarlo; los diputados de la oposición noaceptaban la suspensión de las garantías, losánimos se exacerbaban cada vez más.

En la tercera reunión, los diputadosoponentes se retiraron. Los días siguientes nohubo quorum para la votación de ningún proyectode ley. Durante aquellos días dimitieron tresministros: Fontoura, Padre Chagas y Pedroso.Bento Gonçalves da Silva empezó a padecer conmás intensidad los síntomas de su enfermedad.Ya no dormía ni comía bien. La casa alquiladaen Alegrete suponía una carga y se unía alclima difícil que se había instaurado en laAsamblea. Bento Gonçalves se sentía presionadopor todas partes, acosado, furioso. OnofrePires, su primo, lideraba la oposición. Joaquimobservaba el estado de nervios de su padre sinpoder hacer nada. Y el calor de diciembre losofocaba todo, gentes y cosas, discordias ytrapacerías.

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NOVENA PARTE: 1843

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 12 de enero de 1860

Aquella guerra tuvo muchos y largosveranos. Unos fueron buenos y románticos,como el que pasé en compañía de miGiuseppe, y otros no tan felices, peroigualmente dulces, hechos de un tiempovolátil, aislado del mundo exterior, untiempo sólo nuestro, de las mujeres quevivían en aquella casa y en lasinmediaciones, y que tejían sus laborescomo quien teje su propia vida, sinabsurdas ansiedades ni vanas esperanzas.

Sin embargo, el inicio del año 1843 fueangustioso. A principios de aquel mes deenero, Manuel, el capataz, irrumpió en lasala al final de la tarde muy alarmado.Llegó con la noticia de que el barón deCaxias con su ejército y su inmensa manadade caballos venía rumbo al Camaquã. Nadieconocía sus intenciones, ni nosimaginábamos que tramaba un plan paraengañar a los rebeldes cruzando el río yavanzar por la orilla derecha de la lagunade los Patos, donde ya no podría seralcanzado por las tropas farroupilhas.Sabíamos que el general Netto le seguía la

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pista, pero no allí, por nuestra zona, pordonde el general ni siquiera había pasadoni mandado recado de su presencia.

La voz profunda y lenta de Manuel fuesoltando aquellas palabras y el miedocreció entre nosotras como una sombra.Doña Ana quiso saber si era posiblehacerse una idea del tamaño de la tropaimperial que se acercaba, a lo que Manuelrespondió:

—Parece ser que son casi dos milhombres. Unos baquianos vieron a la tropacruzando el banco de arena del SãoGonçalo.

Mi madre empezó a llorar. Perpétuacorrió a su habitación para reunirse consus hijas, como si las dos niñas solas yacorriesen algún peligro, como si unsoldado imperial estuviese desenvainandola espada justo en medio de nuestra sala.Y Leão, mi primo, que hacía mucho deseabaentrar en la guerra, saltó de su sillaprometiendo que nos protegería de laamenaza, que reclutaría a los braceros yque cuidaría de la Estância.

¡Dos mil hombres se acercaban! Conrabia, con ira, con ganas de ganar y dederrotar a la República y a suspartidarios. Y nosotras estábamos allí,protegidas solamente por un adolescentelleno de valor, treinta braceros y unaltar tomado por las velas.

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—El barón no será capaz de invadir estaEstância. Eso no es de caballeros —dijodoña Ana, pensativa.

Caetana miró a su cuñada con los ojosabiertos, su voz grave y cálida preguntó:

—¿Desde cuándo esta guerra es cosa decaballeros?

Hacía mucho que esas galanterías sehabían perdido entre decapitaciones ymasacres sin fin. Caetana opinaba quecorríamos peligro. Si el barón invadiesela Estância poco o nada quedaría. Y lavenganza sería grande. Eramos la familiadel presidente. Seguramente no nosmataría, pero sufriríamos molestias detodo tipo sujetas al humor de dos milhombres dispuestos a todo.

Doña Ana decidió que cerraríamos la casadurante los días siguientes. Los braceroshicieron guardia, turnándose día y noche.Lo mismo hizo doña Antônia, que hospedabaa Mariana y al pequeño Matias en suEstância. Así pasamos aquellos díasangustiadas... Hablábamos en voz baja,comíamos poco. Cualquier ruido nosalarmaba hasta los pliegues del alma, ylas negras, asustadizas, no paraban derezar. Nos acostábamos temprano, rezandopara que la noche pasase rápidamente. Laoscuridad siempre llegaba habitada por elmiedo.

Cuando el barón de Caxias hizo su

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travesía aquellos días soleados de eneroescuchamos el rumor lejano de sus tropas ysu manada de caballos, un rumor como deanimal, como si un inmenso bicho seavecinase rodeando a su presa con calma yprudencia. Aquel largo día no hicimosnada, sólo esperar. La noche llegó yfinalmente se transformó en alborada.Pasamos la madrugada juntas, sentadas enla sala, nosotras, las niñas, los chicos ylas negras, esperando la sentencia que eldestino nos tenía escrito. Pero el barónde Caxias cruzó el río Camaquã con sushombres sin molestarnos. Tenía otrosplanes. Se dirigía hacia los campos dedoña Rita para unirse a otras tropas yponer rumbo a la Campanha. A la mañanasiguiente, doña Ana ordenó reabrir lacasa. De aquel peligro ya estábamos asalvo, pero que a nadie se le ocurrieseandar a solas por el campo, ni fuese alarroyo, pues siempre podría haber algúnsoldado imperial perdido por el camino ylo mejor era prevenirnos contra todo.

Noches de vigilia como la que he narradome marcaron la vida... Mi juventudpalpitaba de miedo y ansiedad. Yo meimaginaba un batallón de soldadosinvadiendo nuestra casa, con sus apetitosde todo tipo, sus dagas afiladas, susganas de vengar aquella revolución que lessuponía tantos sacrificios. En esas

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esperas, los minutos transcurrían conlentitud, eran densos, obstinados eimprecisos. Así se envejecía. Cuando serestablecía la calma, todas nosotrasestábamos más ajadas, éramos más sufrídas,más frágiles. Así se aprendía. Se aprendíaque las mujeres de la pampa teníamos esesino, el de sufrir y temer, pero siemprecon valor, tomando té al lado del fuegomientras soldados enemigos rondaban lacasa. Sin alterar nunca la voz, sinexpresar nunca con palabras nuestrosmiedos o angustias: así era cómo seenloquecía. No queríamos acabar comoRosário.

Cuando el peligro pasó fui a conocer alhijo de Mariana. Un niño sonrosado ymoreno, con los mismos ojos de su padre,como mi hermana tanto deseaba.

Mariana estaba bien, tranquila, atendidaen todos sus deseos por doña Antônia, a laque nunca había visto tan dulce, sin sumáscara de seriedad, tocada por un amormaternal, por la dulzura y la fragilidadde aquel niño que había decidido proteger.Doña Antônia estaba feliz. Ya tenía aalguien a quien amar sin restricciones,cuidaba de Mariana, decía que Joãovolvería para conocer a su hijo, estabasegura de ello. Años después, cuando

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murió, dejó su Estância a Matias. Elsobrino nieto, de quien su abuela habíarenegado, fue el último gran amor de suvida. Mariana, João Gutierrez y el niño sefueron a vivir a la Estância do Brejo yallí tuvieron una existencia pacífica yfeliz.

MANUELA

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Capítulo 24

La tropa avanzaba por la noche, sin prisas.A la cabeza, con el sombrero encajado hasta lamitad de su ancha frente, el general Nettocabalgaba pensativo. Reformulaba planes.

João Gutierrez empezó a reconocer elterreno, el camino, los campos que tenía antesus ojos. Era como si ya oliese el perfume deMariana, como si pudiese recorrer su pieltierna, como si aquel suelo que pisaba fuertele perteneciese. Estaban muy cerca de laEstância. Cruzarían el río al amanecer. Joãopensó que podría apartarse un poco de la tropa.Dejaría una carta a Manuela, volvería antes decompletar la travesía. Ya había escrito lanota. No estaba seguro de si su Mariana todavíaestaba en la Estância da Barra, pero, siestuviese por allí, haría lo imposible porverla y por ver a su hijo. El hijo que él sabíaque ya había nacido.

Galopó hasta el teniente Soares y le contósus planes. Sería algo rápido, un asuntopersonal. Estaría de vuelta sin tardanza. Elteniente lo escuchó atusándose el bigote,después asintió, pero que no tardase, porque latropa no lo esperaría. Si faltase, seríaconsiderado un desertor.

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El teniente Soares había observado a JoãoGutierrez en la batalla, furioso, degollandoimperiales. Se lo dijo con una leve sonrisa,sabía que João nunca desertaría. Tenía asuntosque resolver. Y una rabia de la que deshacerse.Una rabia que ahora no se dejaba ver en elbrillo negro de sus ojos de gato.

João atizó su caballo y desapareció en unacurva del camino. El corazón le latía fuerte enel pecho. Respiró hondo aquel aire cálido deverano y una vez más notó el perfume silvestrede Mariana.

Rio Pardo, 5 de febrero de 1843

Al ministro de la guerra, consejero JoséClemente Pereira:

Su Excelencia ha de saber que crucé elrío São Gonçalo por el paso de la Barracon una columna ligera de mil ochocientoshombres, de los cuales mil eran deinfantería y ochocientos de caballería,con el fin de conducir cinco mil caballosque pude reunir en el paraje de Touros.Esta maniobra, que todos los prácticos dela provincia consideraban arriesgada, sellevó a cabo sin que el enemigo ladescubriese hasta que la columna ya habíaatravesado el río Camaquã, donde hubierapodido ser atacada con cierta ventaja,pues a partir de ese momento la marcha

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estaba cubierta a la izquierda por lasierra de Herval y a la derecha por lalaguna de los Patos.

Eludimos al enemigo haciéndole creer queíbamos a atravesar el río São Gonçalo enCanudos y seguir en dirección a Piratinipara reunimos con el ejército, queaparentó moverse en ese sentido, y porello requisó todas las manadas de caballosque había en ese lado y Antônio Netto meesperó en aquellas inmediaciones,quedándose Davi Canabarro como observadordel grueso del ejército.

Nuestra columna llegó a los campos dedoña Rita, fronterizos con Porto Alegre,el 22 de enero y, reuniéndose allí con loscuerpos de caballería de la GuardiaNacional de los tenientes coroneles JucaOuribe y Rodrigo, y con el 12º batallón defusileros, marchó hacia São Lourencodejando en la capital sólo al 1er batallónde cazadores, que después acampó en RioGrande.

En Porto Alegre, además del batallón dereserva, dejé un batallón de cazadores, elgrueso del cuerpo de artillería a caballo,el cuerpo policial de la provincia detrescientos caballeros divididos enpatrullas para recorrer los distritos deSanto Antônio da Patrulha, Taquari, SantoAmaro, Cápela de Viamão y Belém.

En São José do Norte hay un destacamento

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de cien infantes y otro de caballería delcuerpo policial que llega hasta Mostardas.El objetivo principal de estas fuerzas esperseguir a los desertores, tanto denuestro ejército como de las tropasrebeldes, que en gran número infestan losbosques de esos distritos cometiendo todaclase de fechorías, e impedir cualquierreunión que los rebeldes intenten celebrarpor la zona.

El plan de operaciones que proyectoseguir poco variará del que ya lecomuniqué a S.E. justo después de millegada a esta provincia, y consiste enacercarse a la frontera con el ejército, eintentar un golpe violento sobre el gruesode los rebeldes, de acuerdo con lospartidarios de Bento Manuel, que haprometido ayudarnos en cuanto yo llegue almunicipio de Alegrete.

BARÓN DE CAXIAS

Bento Gonçalves declaró expresamente queconsideraba a Paulino da Fontoura,vicepresidente de la República, un traidor. Elclima de aversión persistente que se habíainstaurado en Alegrete no era más que ladesconfianza que flotaba en el aire ya tansaturado de intrigas, y Bento Gonçalves teníapruebas.

A principios de febrero, tras varias

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sesiones agitadas, la Asamblea Constituyente sedisolvió. La mayoría de los diputados,descontentos con la situación, no compareció alas sesiones.

La noche del 13 de febrero, cuando BentoGoncalves se preparaba para dormir, llamaron ala puerta de la casa que había alquilado.Joaquim salió a abrir. Un correligionarioestaba de pie en el porche, nervioso.

—Han disparado a Paulino —dijo el hombre—.Dos tiros a quemarropa. Paulino está con un pieen el otro barrio.

Joaquim fue hasta la habitación de su padrey le dio la noticia. En la alcoba, parcamenteiluminada por la luz de una lámpara, BentoGonçalves se quedó inmóvil, sentado en la cama,con el semblante muy pensativo, cansado.Paulino da Fontoura murió días después. De laspocas personas que asistieron al funeral,Onofre Pires estaba entre ellas. En lashabitaciones de su casa, Bento Gonçalvesrecibió la noticia del entierro y siguiómostrándose pensativo, sus ojos negrosinexpresivos. Pensaba en su primo. Habían sidomuy amigos desde pequeños. Y aquello tenía queacabar así: estaban en lados opuestos, erancasi enemigos.

João Gutierrez sabía perfectamente cuál erala ventana de la habitación de las doshermanas, había estado allí muchas veces

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esperando a Mariana en las tórridas madrugadasdel inicio de su amor. Rodeó la casa sin hacerruido, como una sombra entre tantas de lanoche. Una luz tenue salía del interior de lahabitación. Llamó muy suavemente. Un instantedespués se abrió el postigo y apareció la carade Manuela. La chica no se asustó al verloallí, a pesar del tiempo transcurrido, en plenamadrugada, con un uniforme republicano casihecho harapos.

—¿Y Mariana? —Su voz reflejaba ansiedad.Manuela se asomó más en la ventana y dijo en

voz baja:—Está en casa de mi tía Antônia.João se sorprendió:—¿Qué ha pasado?—João, tu hijo ha nacido. Es un niño. Se

llama Matias y ya tiene siete meses, está muycrecido. Mariana está viviendo allí —dijo y viocomo los ojos aindiados de João brillaban deemoción. Rápidamente añadió—: Puedes ir a laEstância do Brejo, estoy segura de que mi tíate recibirá.

João Gutierrez se lo agradeció con unasonrisa y desapareció en la noche. Tenía queser muy rápido, ir a la Estância, ver a Marianay a su hijo, después bordear el río Camaquãhasta la altura en que sabía que Netto haríacruzar a la tropa. Se montó en el caballo ysalió galopando.

Abrió la portilla sin dificultad. Seencontró con un baquiano de guardia, pero el

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sueño profundo del hombre lo dejó entrarlibremente sin tener que dar explicaciones.Cabalgó hasta el final de la casa silenciosa.Allí no conocía nada. Examinó la casa hasta quedescubrió una puerta que parecía ser la de lacocina. Probó el cerrojo, estaba abierto.

Entró en una pieza cálida que todavía olía adulce de calabaza y sopa. En un rincón, un granfogón de leña derramaba su calor. Acostumbró suvista a la cocina y fue buscando un camino sinsaber bien adonde ir.

—Has tardado.La voz de doña Antônia resonó en la

oscuridad, una voz cálida, baja, segura.João Gutierrez se asustó como si tuviera

delante a un enemigo con la espada en mano. Sequedó quieto, firme. Doña Antônia caminó hastael fogón, donde todavía brillaban algunasbrasas y encendió una vela. João vio quesonreía.

—Perdone que haya entrado así —dijo él—,pero no tengo tiempo. He venido con las tropasdel general Netto.

—He soñado que venías... Me levanté paraesperarte —dijo y sonrió levemente—. Aún tengoviejos presentimientos. Mariana está en suhabitación con el niño. Ven, está deseandoverte.

João Gutierrez siguió a la mujer por elpasillo a oscuras. Pararon delante de unapuerta. Doña Antônia se volvió hacia él:

—Mariana está aquí. —Giró el picaporte con

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cuidado y antes de abrir la puerta mirófijamente a João—. En otros tiempos yo hubieradesaprobado todo esto, pero sé lo que es sufrirpor amor. Además, esta guerra ha cambiadomuchas de las cosas en las que creía... Misobrina te ama, espero que ese sentimiento searecíproco.

—Siempre he amado a Mariana. Desde laprimera vez que la vi. Yo no la he abandonado,doña Antônia, usted lo sabe. Me expulsaron. Ycuando esta maldita guerra acabe, volveré abuscar a Mariana y a mi hijo.

—Entonces, quédate tranquilo, cuidaré deellos para cuando vuelvas —dijo y abrió lapuerta.

Una lámpara iluminaba la habitación. Joãovio a Mariana tumbada en la cama, con el cuerpoparcialmente cubierto por unas sábanas blancasy su melena negra desparramada. Fue alcanzadopor la misma onda cálida que siempre lo habíaabsorbido. Se dejó llevar por aquellasensación, como atontado, lento, realizado.Andaba despacio, como si pisase algodones, conlos ojos húmedos de una nostalgia tan alentadaque lo había mantenido vivo muchas veces,librándolo del filo de la navaja enemiga.

Se acercó a la cama. Como si presintiese supresencia, Mariana abrió los ojos. Muy negros,relucientes.

—¡João! —dijo, moderando la voz al recordarque su hijo dormía—. No puedo creerlo...

—Pero es verdad. No estás soñando. —Se sentó

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en la cama y la abrazó. Sintió su dulce perfumey su voz se perdió entre su pelo sedoso—. Hevenido a veros, a conocer a mi hijo. Tu hermanaManuela me dijo que es un niño muy hermoso.

Mariana lo miró bien a los ojos. Llorabasuavemente. Durante todo aquel tiempo, durantela gestación, todo, hasta la nostalgia, lahabían vuelto más guapa.

—Es precioso, sí, se parece a su padre. Sellama Matias —dijo señalando un rincón de lahabitación donde estaba la cuna cubierta poruna mosquitera blanca, como un pequeño barcoanclado en su puerto—. Ve a verlo, João.

Su corazón se agitaba de alegría bajo suviejo uniforme. João se acercó a la cuna yretiró la malla de la mosquitera con la manotemblorosa, como si descubriese un tesoro. Lacara del niño se le apareció entera, dulce,serena. Respiraba tranquilamente, con laboquita abierta, rosada, las manitas unidas,tiernas, perfectas. De repente, João Gutierrezse dio cuenta de que el mundo se resumía enaquel pequeño ser delicado y cálido, envueltoen telas bordadas, cuyos sueños a vecesprovocaban sonrisas en su rostro angelical.

—Mariana, qué guapo es.—Se parece a ti. Tiene tus mismos ojos,

João.Mariana se abrazó a él y durante largos

instantes se quedaron contemplando al niñodormir. João se inclinó y le besó la frente concuidado.

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—No quiero despertarlo, todavía no. Despuéstendremos todo el tiempo del mundo, pero hoytengo que regresar a la guerra. He venido conel general Netto, vamos a cruzar el Camaquãdetrás de los hombres del barón de Caxias.Tengo que hacer la travesía con el resto de latropa.

Volvieron a la cama de Mariana.—He tenido mucho miedo de no volver a verte

nunca más, João. Tuve miedo de que te murierasen una batalla.

João la besó en la boca sintiendo aquelsabor, probando aquellos labios cálidos.

—Tenías que saber que volvería, te lo dije.En esta guerra no me moriré. He ido a pelearpor ti. Cuando todo acabe volveré para estarjuntos, para siempre. Como una familia.

—Mi madre ya no me habla, ni siquiera haquerido conocer al niño.

Sus ojos felinos se turbaron por un momento.—Olvídate de tu madre. Doña Antônia cuidará

de vosotros hasta que todo acabe. Me lo haprometido... Ahora tengo que irme, Mariana,pero te juro que volveré pronto. —Miró hacia lacuna—. Nuestro hijo es muy hermoso. Cuida biende él y espérame, ¿de acuerdo?

Mariana lo vio cruzar el umbral de la puertay perderse en la oscuridad del pasillosilencioso. Se quedó mucho tiempo sentada en lacama, pensando. Era como si todo hubiese pasadoen un sueño, un bonito sueño. João habíasurgido de la nada y hacia la nada se fue otra

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vez. Pero le había prometido que viviría, queningún soldado enemigo traspasaría su cuerpocon una lanza, que estarían los tres juntoscuando la revolución finalmente acabase. Habíahablado con tía Antônia y conocido a Matias, aldulce Matias. Mariana suspiró de una felicidadcansada.

Ya amanecía cuando sus ojos se cerraron y sevolvió a dormir.

Fuera caía una lluvia suave, persistente,que había empezado al amanecer y que duró todoel día. El atardecer tenía ese aire de húmedatristeza. Un manto nebuloso cubría el campo, lohacía todo impreciso. Maria Manuela, de pie enla puerta de la cocina, espiaba silenciosa comoun fantasma. En casa se habían acostumbrado asus silencios, al silencio de su nieto y suhija, nadie más le preguntaba nada, y niCaetana ni doña Ana la volvieron a invitar avisitarlos a la Estância do Brejo.

Maria Manuela cerró la puerta. Atravesó lacocina y siguió por el pasillo rumbo aloratorio. Sus pies caminaban solos. Todos losdías, a esa misma hora, rezaba y encendía unavela a la Virgen. Todos los días. Pero aqueldía la tristeza le pesaba más, era como unalosa. Debía de ser la lluvia, el inicio delotoño, las nubes grises que cubrían la pampa yque aceleraban la llegada de la noche.

Abrió el cajón donde se guardaban las velas

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para la oración. Eligió una grande. Otrasvelas, ya gastadas, ardían para la Virgen.Velas de sus cuñadas. Siempre había algo quepedir en aquella guerra. Los mismos anhelosrepetidos diariamente. Una vela para cada vida,para cada amor. Maria Manuela ya no rezaba porMariana, por eso acababa sus oraciones unminuto antes, había reducido sus rezos, perosiempre salía con los ojos húmedos por laspalabras que no pronunciaba.

Encendió la vela con la llama de otra. Lamecha se movió un poco hasta mostrar su propiallama, alargada y alta, una llama bonita. MariaManuela disfrutaba mirando la llama, con losmatices que el fuego emitía. En el fuego hayalgo hipnótico, quizá sea por eso por lo que alos niños les encanta. Sí, a los niños lesgusta el fuego. Se acordó de que una vezMariana se había quemado jugando cerca delhogar. Su manita chamuscada, sus ojos llenos delágrimas y miedo, las compresas, la vigilia demuchas noches. Mariana, una niñita morena, detrenzas largas y piernas rollizas. La cicatrizde la quemadura fue creciendo, creciendo,creciendo hasta desaparecer como por milagrojunto con aquella infancia que se perdió en losnuevos rasgos de muchacha joven.

Miró la llama fijamente. Hacía tiempo que norecordaba a Mariana de pequeña. Pensar en ellale dolía. Y aquella maldita lluvia fuera,cayendo sobre todas las cosas, parecía eterna.

Maria Manuela inclinó la vela dejando que la

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cera derretida gotease sobre el aparador.Después fijó la vela allí. La Virgen, serena,miraba a la nada, a la lluvia que caía. Lallama creció una vez más. Mariana, pequeñita,metiendo su manita en las llamas del hogar.Mariana llorando en su regazo, llamándola mamá.

Levantó el brazo. La mano que salía de lamanga de encajes era blanca y delgada, con unasuñas largas, una mano triste como un pájaromuerto y seco. Una gruesa alianza brillaba enel dedo anular, solitaria. La mano se movía porel aire, flotaba sin ganas ni miedo hasta quese situó encima de la llama, con la palmaabierta, entregándose al fuego, ardiendo,ardiendo, ardiendo. Los dedos se crisparon dedolor. Y una sonrisa triste, torcida, aparecióen su rostro envejecido por la soledad y laangustia.

Soltó un grito.Doña Ana apareció de dentro de su habitación

con el pelo húmedo porque acababa de bañarse.—¡Maria!Maria Manuela sacó la mano de la llama. Un

ligero olor a carne quemada flotaba en el aire.La palma entumecida, roja, empezó a formarampollas. Maria Manuela miró a su hermana conunos ojos sin expresión.

—No sé por qué lo he hecho.Doña Ana examinó la palma herida.—Estás sufriendo, Maria. Te estás

castigando.La ayudó a levantarse. Zefina apareció,

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venía de la cocina, y lo miró todo con ojosaterrados.

—¿Castigándome por qué? Ha sido la lluvia,está lloviendo desde muy temprano, es un díamuy triste. He sentido algo malo en el pecho.

Doña Ana abrazó a la hermana.—No sabes perdonar, Maria, por eso sufres.

Pero la vida nos enseña, a veces duele más, aveces menos... Vamos a la cocina, doña Rosatiene un ungüento para las quemaduras.

Bento Gonçalves cabalgaba a la cabeza de unatropa de mil soldados. Era una mañana de abrilluminosa y agradable, pero incluso así, lamolestia persistía y le dificultaba larespiración causándole dolores de cabeza. Lafiebre le subía de noche y, al despertar,estaba empapado en su propio sudor, con lassábanas mojadas y un sabor a miedo en la boca.Estaba más delgado, pero su apariencia seguíasiendo la misma, garbosa y fuerte, un pococastigada por las madrugadas insomnes ydifíciles.

Se dirigían hacia Cangussú. Las tropas deCaxias se extendieron rápidamente por laCampanha, había que organizarse, pensar enalguna estrategia para retomar el terreno. Porprecaución, había mandado la manada de caballosa la zona de Jaguarao; allí estaría másprotegida. Desde la disolución de la Asambleaen Alegrete se sentía cansado por las

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desavenencias, las discusiones con su primoOnofre, una parte vital de sus fuerzas se habíadesvanecido; sabía que era imposiblerecuperarlas, ya no se sentía con ánimo nicreía en ello. Pensaba en Caetana, en laslargas tardes silenciosas, en un trozo depastel de maíz, en un churrasco de domingo, enlos pequeños placeres que estaban tan lejos desu vida y que en aquellos momentos apreciabatanto. Cabalgaba. El otoño embellecía la pampa.Su cabeza hervía. Quería un poco de paz, sindudas ni planes, sin pensamientos, pero eraimposible. Mil hombres marchaban con él, iban aunirse a Netto, João Antônio y Canabarro. Ibana perseguir al traidor que había osadoregresar. Bento hijo cabalgaba a su lado.

—¿En qué piensa, padre?El general miró al joven y sonrió. Alrededor

de su boca se habían formado arrugas.—Estoy pensando en la vida, hijo.—La vida tiene su gracia.Bento Gonçalves da Silva extravió la mirada

por el campo.—Tienes razón, pero hay un humor en ella que

se me escapa. Ahora Bento Manuel ha vuelto a laguerra otra vez. Una vez más. Está al mando dela 2ª división imperial. La primera está a lasórdenes de Caxias.

—¿Por eso vamos a unir nuestras tropas?—Sí. Nos echaremos encima de ese perro. Nos

echaremos encima con todo. Esta es unacontienda muy antigua, hijo mío. Quién sabe si

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ya está llegando a su fin. Va detrás de uncoronel nuestro, de Guedes. He dado orden aGuedes de que lo entretenga hasta quelleguemos. Están cerca de Ponche Verde. Vamos aver, vamos a ver.

Espoleó su caballo y se alejó. La tosempezaba a acecharlo de nuevo y no quería toserdelante de su hijo. No quería dar muestras desu debilidad. No quería mostrar aquel cansancioque no hacía más que aumentar. Se iba aencontrar con Bento Manuel. ¡Ojalá la suerte leayudase al menos esta vez! Tenía muchas cuentasque arreglar con su tocayo, demasiadas para unaúnica existencia.

Manuela llamó a la puerta suavemente. La vozgrave de Caetana la invitó a entrar. Manuelaabrió la puerta y vio la alcoba iluminada porunas palmatorias, su tía sentada en una sillaal lado de la mesa con un papel y una pluma enla mano. Las hojas estaban en blanco, sólo elnombre de Bento Gonçalves encabezaba una de laspáginas. Caetana sonrió.

—Quiero escribir a Bento, pero no puedo. Nose me ocurre nada. Sólo tristeza, un dolor enel alma...

—Eso es la nostalgia, tía.—Es más, Manuela. Es soledad.Manuela se acercó. El rostro de Caetana,

bajo la luz inquieta de las velas, seguíasiendo muy bello, misterioso. Sus grandes ojos

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verdes, su boca carnosa y la piel trigueña queiba perdiendo su frescor.

Manuela cogió una silla.—Quiero hablar con usted. Es sobre Joaquim.Caetana sonrió con tristeza. Joaquim se

había ido sufriendo. Amaba a Manuela desdepequeño, amaba a aquella prima con la que lohabían prometido. La amaba con un amorencargado por la conveniencia, pero era puro,espontáneo y mucho. Se había ido herido, con laseguridad de que Manuela nunca sería suya.

—Puedes hablar, Manuela, aunque ya sé lo queme vas a decir.

Manuela bajó los ojos.—Me hubiera encantado amar a Joaquim, tía,

me hubiera gustado mucho. Antes de amar aGiuseppe ya lo sabía, me faltaba algo. ConGiuseppe conocí el amor verdadero, un amor quedurará el resto de mi vida.

—Está bien, Manuela. Sé perfectamente lo quees el amor, lo que es sufrir por amor. Recuerdaque estoy casada con Bento... No es fácil estarcasada con el general Bento Gonçalves.

Manuela dejó en la mesa un pequeño estuchede terciopelo.

—Joaquim me dio esto. No puedo aceptarlo. Megustaría que usted se lo devolviera, más tarde,cuando llegue el momento.

Caetana abrió el estuche. Reconoció elbroche.

—Se lo devolveré, Manuela, pero tengo quedecirte una cosa: siento lástima por ti.

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Soledad, Manuela. La soledad es un destino muytriste...

Manuela se levantó lentamente. Besó aCaetana en la cara y olió su perfume de rosas.No había nada más que decir. Salió de lahabitación silenciosa y cerró la puerta sinhacer el menor ruido. Caetana volvió aconcentrarse en sus hojas en blanco. La plumaen su mano estaba seca.

Bento Manuel Ribeiro cruzaba con sus tropasel pantano de Ponche Verde. Con él iban dosbatallones de infantería y tres cuerpos decaballería, un total de mil cuatrocientossoldados. Iba detrás del coronel Guedes. Nosospechaba que, al otro lado, en una colinarecorrida por el viento frío de aquel principiode invierno, las tropas farroupilhas lo esperaban.Bento Gonçalves, Canabarro, Netto, João Antônioy el mismo Guedes —su presa— lo estabanesperando. Dos mil quinientos hombres loesperaban. Tenían sed de victoria, sed de susangre.

La tropa imperial llegó a lo alto de lacolina. El cielo de mayo era límpido. Por elcampo bajaba el frío, la mañana se habíainiciado con sus luces opacas, el sol apenasdespuntaba, queriendo caldear aquel mundosilencioso e infinito, aquel mar verde quealcanzaba hasta donde llegaba la vista.

Cuando Bento Manuel llegó a lo alto de la

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elevación, se dio cuenta de que estaba rodeado.Los rebeldes le habían tendido una emboscada.Delante tenía a la infantería y a la caballeríade Canabarro, y en la retaguardia a los demás,mil quinientos hombres. Bento Gonçalves estabaentre ellos, quizá con una sonrisa en su rostroextenuado. Bento Manuel se preparó para labatalla: dispuso en el centro dos batallonesrodeados por los carros y los pertrechos, enlos flancos se desplegaba la caballería; lainfantería empezó a disparar.

Bento Gonçalves da Silva dio la señal y losrebeldes atacaron con energía. Delante ibanunos pocos soldados de infantería, la mayoríade ellos negros. La caballería, mucho másnumerosa que la imperial, arremetió contra lalínea enemiga haciendo un esfuerzo imperiosopor desmembrar el ala derecha de las tropas deBento Manuel. La batalla se endureció. Enaquella mañana aún incipiente, los gritosllegaron al cielo y el polvo nubló la vista. Elruido de los metales que entrechocaban resonabaen los oídos de Bento Gonçalves, le dolía lacabeza, pero en el ambiente se respirabaemoción, estaba seguro de que aniquilaría a suenemigo, al hombre que había osado reírse deél, traicionarlo no una, sino varias veces.Bento Gonçalves comandaba la caballería. Su vozse perdía en aquel mundo de sangre, violencia ycoraje.

Al fondo, el pantano de Ponche Verderesonaba. Bento Manuel luchaba con furia. Lo

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habían pillado por sorpresa, pero no iba aperder la batalla. No perdería ante BentoGonçalves. Las tropas rebeldes habían forzado asu formación; sin embargo, ésta se resistía,rígida y decidida. Unos hombres caían, peroeran sustituidos por otros. La sangre brotabapor todas partes. Demasiada sangre para unamañana tan tierna.

La batalla hacía más de una hora y media queduraba, inflexible, nerviosa, violenta.

Las cargas se sucedían. La furia aumentabaen los rostros de los hombres. Bento Gonçalvesya no sentía la tos, ni el peso de su cabeza,ni el cansancio; todo en él eran deseos dematar, de clavar su espada en los huesos deBento Manuel, no sin antes humillarlo,humillarlo por última vez.

Los rebeldes abrieron una brecha en laformación imperial acercándose a Bento Manuel,que se vio obligado a retroceder un poco.Estaba entre dos fuegos, había perdido elcontrol de la batalla. Algo había pasado: losrepublicanos tenían fuerza. En algún lugar delinmenso torbellino de sonidos oyó la voz deBento Gonçalves, la voz de un general queanimaba a su ejército. Sintió un sabor acre enla boca. Los rebeldes estaban cada vez máscerca.

Un soldado a caballo avanzó en mitad de labatalla. Sacó su arma y sucedió lo inesperado:disparó dos tiros en el pecho de Bento Manuel.Las balas le alcanzaron en el lado izquierdo

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del pecho, empapando su uniforme de sangre. Ungran estupor asoló al ejército imperial. BentoManuel abrió los ojos de par en par. ¡Cómopodía haber pasado eso! El ruido infernal deaquella confusión iba disminuyendo cada vez másy más hasta casi desaparecer por completocuando cayó al suelo.

Al principio de la tarde, las tropasimperiales retrocedieron hacia el pantano dePonche Verde sin que el ejército republicanopudiera evitar la maniobra. Bento Manuel estabaherido, inconsciente. Dejaron atrás pertrechosy caballos, y los republicanos se apoderaron deellos. El suelo estaba teñido de sangre. Empezóa soplar un viento que esparcía por el aire elolor vivido de la muerte.

Bento Gonçalves da Silva entró al galope enel campamento. Algunos negros cavabansepulturas para enterrar a los muertos.

—¿Cuántos son? —preguntó Bento Gonçalvesmirando el montón de cadáveres.

—Sesenta y cinco muertos, general. Treintason soldados enemigos.

Bento Gonçalves desvió los ojos un momento.Sintió que un escalofrío le recorría la piel dela espalda.

—Enterradlos a todos.Salió galopando para visitar a los heridos

que Joaquim atendía. Había más de cien hombrespostrados y un cierto olor a yodo y a sangre en

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el ambiente. Joaquim andaba de un lado a otro,con la ropa arrugada, la cara aún sucia desudor y salpicada de barro y sangre. Algunossoldados gemían. Bento Gonçalves, montado en sucaballo, se preguntaba dónde estaría BentoManuel a esas horas, si entre los muertos o losheridos. Era pronto para saberlo. Se alejó dela enfermería, su corazón estaba angustiado. Nohabía podido acabar con el enemigo. Una vezmás. Mala suerte. Un día, el italiano Garibaldile dijo que los buenos soldados estaban hechosde coraje, razón y suerte. Él no tenía suerte.No en esa guerra. No con Bento Manuel.

A lo lejos estaba Netto fumándose uncigarrillo de hebra. Bento Gonçalves se dirigióhacia él. De nuevo sintió aquel dolor en elpecho, su cabeza latía. La noche empezaba ainvadir el mundo. Y con ella, las fiebres quemartirizaban su cuerpo. Netto notó y reconocióel brillo húmedo en sus ojos negros, pero no ledijo ni preguntó nada. El negro João Congoapareció con el mate. El silencio de la nocherecién nacida dominaba ya toda la colina.

Bento Manuel Ribeiro se incorporó en la camade campaña con dificultad. Una ancha vendateñida de sangre cubría su pecho. Sentíadolores terribles. A su lado había un oficialsubalterno. Bento Manuel intentó hablar y suvoz salió límpida, aunque un poco más débil.Ordenó al ayudante que cogiera papel y pluma,

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quería dictarle una carta.Mientras el oficial iba en busca del

material, él se sentó en la cama conteniendo ungrito de dolor. No había perdido aquellabatalla. Aunque los republicanos se hubieranquedado con parte de su carga y sus caballos,él no había perdido la batalla. Les habíandejado treinta y cinco bajas y el doble deheridos. Contaría lo sucedido al barón, pero asu manera. Le dolía el pecho, escupió en elsuelo. ¡Maldito Bento Gonçalves, maldito!

El oficial volvió y Bento Manuel empezó adictar la carta.

Ilmo. Sr. barón de Caxias:Hoy se ha librado una batalla semejante

a la que hubo en el Passo do Rosário en elaño 1827, cargando por tierra contra lasfuerzas de Bento Gonçalves, Netto, Davi. Yme dirijo a Su Excelencia para decirle queme hice amo y señor del campo de batalla yque todo cuanto podría contar a VuestraExcelencia lo hará su oficial subalternoque ha servido aquí como mayor dedivisión, Pedro Meireles, quien, además deconducirse con honor y decidido arrojo, hahecho el sacrificio de desplazarse hastasu ejército entre los mayores peligros.

Toda la fuerza que entró en combate secondujo más allá de la comprensión humana,y a mí, que fui quien menos hizo, medispararon dos balas en el costado

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izquierdo.Dios guarde a Su Excelencia.BENTO MANUEL RIBEIROCuartel General, Estância do Pedruca,a 26 de mayo de 1843

Doña Antônia tomó al niño en brazos y entróen la casa. El viento frío empezaba a soplar,cargando de nubes densas el cielo invernal. Elniño lloriqueó un poco, le gustaba estar fuera,pasear con la «abuela» por los caminos de laEstância y ver los caballos y las gallinas.Doña Antônia llamó a una de las negras y ledijo que fuera a calentar el biberón de Matias.El niño empezó a gatear por la sala, sobre lasalfombras, entreteniéndose con los juguetesesparcidos por el suelo.

Mariana entró en la sala.—Tía, habéis tardado.Doña Antônia sonrió. En aquellos ojos

brillaba una luz nueva.—Ya sabes que si no hiciera este viento

habríamos paseado todavía más. Matias quería ira los establos, le gustan mucho los caballos,Mariana. —Se sentó en una silla y cogió subordado olvidado—. Como a tu tío Bento... Desdeque era pequeño, Bento adoraba los caballos.

—Voy a mandar que enciendan la chimenea.—Sí, hay que hacerlo enseguida, el viento

que viene es de minuano. Tendremos mucho frío.Mariana se sentó al lado de su tía mientras

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contemplaba los juegos de su hijo.—Tía... Hace tiempo, casi seis meses, que no

tengo noticias de João. —Sus ojos se nublaron—.Ayer soñé con él, fue un sueño triste. Medesperté llorando.

—Tienes que tranquilizarte, niña. El padrede tu hijo está muy bien. Lo sé. —Se recostó enla silla y suspiró—. Enseguida volverá,Mariana. Esta guerra ya no llegará muy lejos.

—¿Cómo lo sabe, tía? Hace ya casi ocho añosque vivimos con ella. Cuando todo empezó, teníadieciocho años. Tengo casi veinticinco. A vecescreo que esta guerra no se acabará nunca, lodigo en serio.

Doña Antônia sacó un sobre del bolsillo desu falda gris.

—He recibido carta de tu tío Bento. Dice queva a renunciar al cargo de presidente. Es muytriste, Mariana, pero creo que las cosas seacercan al final. Un final doloroso. Seguro queBento no ha luchado ocho años para acabar así.

—La guerra es dolorosa para todos, tía.—Lo sé, niña, pero conozco a Bento y no

resistirá esta derrota. Ha perdido mucho,Mariana, más que todas nosotras.

Sentado en la alfombra de la sala, Matiasempezó a llorar.

—Este niño tiene hambre —dijo Mariana—. Voyadentro a buscar su biberón.

Doña Antônia se quedó mirando el sobrearrugado en su regazo. Tenía el corazónencogido. Después miró a su sobrino nieto y un

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brillo alegre tiñó de nuevo su mirada. Allíestaba el futuro, en los ojos oblicuos deMatias.

Fuera caía una lluvia densa, densa y fría.El mes de agosto era lluvioso y gris. Auncubierto con su poncho de lana, Bento Gonçalvessentía un frío intenso. Encima de la mesaestaba la carta. No era larga. Antes deescribirla la había pensado mil veces, ningunapalabra le parecía adecuada, nada podíaexpresar lo que le rondaba en el alma. Bento yJoaquim entraron en el despacho. Estabanserios, tristes. Bento atizó el fuego de lachimenea.

—Está hecho —dijo Bento Gonçalves y su vozsonó grave—. Ya podéis mandar esta carta a losotros, ahora la presidencia es de Gomes Jardim.

—¿Y Netto, padre?Bento Gonçalves miró la lluvia que se

derramaba fuera, anegando el campo, borrandolos contornos de todo, sumergiendo la Estânciaen un mundo húmedo, silencioso y dolorido.

—Netto también va a renunciar. Creo que eljefe del Ejército será Canabarro. De algunamanera, han ganado ellos. Onofre y los demás.

—Todo está cambiando —dijo Joaquim.Bento Gonçalves sonrió con tristeza. Estaba

viejo, delgado y pálido. Joaquim conocía losuficientemente bien a su padre para saber queaquella nueva palidez no se debía a la

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enfermedad —que seguía persiguiéndolo—, sino ala derrota, a la tristeza de todo lo que estabapasando. Bento Gonçalves no era un hombre derenuncias. Aquello sólo sucedía porque lascosas habían llegado a un nivel insoportablepara él. Joaquim vio a su padre empujar lacarta al otro extremo del escritorio, como sila temiese.

—Todo cambia siempre, Joaquim. Las cosasenvejecen, como yo. Los sueños envejecen ycaducan. Como ahora, hijo mío.

Un trueno retumbó en la colina. BentoGongalves se encogió instintivamente en suponcho. Se sentía inquieto como un animalacosado. Y aquella lluvia prolongada le dolíaen el alma.

Leão entró en la sala caldeada por el hogar.Doña Ana bordaba en un rincón, absorta en suspensamientos, con las piernas tapadas con unamanta de lana y el pelo ya encanecido en lassienes. En el sillón situado al lado opuesto dela lumbre estaba Caetana. Leão miró a su madredesde lo alto de su metro setenta y seis dealtura. Era un joven espigado, parecido alpadre. De sus juegos de guerra de la infanciale había quedado una pasión por las batallas deverdad, y de los muchos años pasados en laEstância con las mujeres, una hombría quedestacaba en cualquier gesto, en la másinsignificante de sus miradas.

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Ocho años. Ocho largos años creciendo entreencajes y tejidos, entre miedos y angustiasfemeninas. En ese largo tiempo había visto a supadre ocho, diez veces como máximo, y siempreen momentos robados a los asuntos importantes,a la venta de ganado de la Estância, a lasdecisiones y secretos de aquella guerra sinfin.

Su padre era un general, el hombre másimportante de la República. Eso era lo quesabía de Bento Gonçalves da Silva, y tambiénque tenía unos ojos negros iguales que lossuyos, unos ojos profundos y llenos desilencio.

Se quitó el pesado poncho que había usado enel campo: venía de estar con los braceros y loscaballos. Fuera, la noche caía, era un mantooscuro y sin estrellas, que anunciaba un fríointenso. Se puso al lado de su madre. Caetanaleía una extensa novela de páginas amarillentasescrita en español.

—Madre, tengo que hablar con usted.Caetana levantó la vista del libro. Vio a su

hijo hecho un hombre, alto, distante,solitario. Se sorprendió, como tantas veces lehabía ocurrido, del aspecto varonil de Leão.Durante aquella guerra, el tiempo parecíahaberse congelado; ella siempre pensaba en Leãocomo en el niño de piernas delgadas que un díase escapó con su hermano menor en busca debatallas desconocidas.

—Sí, ¿ha pasado algo?

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—Ha pasado que estoy decidido, madre. Mipadre ha abandonado la presidencia y ahora va aluchar. Quiero acompañarlo antes de que seademasiado tarde. Quiero ser un soldado a sulado.

Caetana desvió la mirada hacia el fuego. Unhijo más que se hacía hombre. Se iría a pelear.Haría su bautismo de sangre por aquellascolinas, preocupándola, haciendo que tuvieraque rezar más a la Virgen. Otro hijo por el quesufrir. No bastaba con los tres que habíanpartido. Pero Leão ya era también un hombre.Cumpliría dieciocho años en noviembre. No podíaretenerlo por más tiempo en la Estância.

—Si ya lo has decidido, hijo, yo no puedohacer nada. Espera al menos que llegue tucumpleaños, es un favor que te pido.

—Está bien, madre. Me iré al día siguientede mi aniversario.

Salió de la sala cabizbajo. Todavía lefaltaban tres meses. Y ese tiempo le parecíauna eternidad.

Doña Ana vio a su sobrino desaparecer por elpasillo. Sonrió a su cuñada, una sonrisa leve.Sabía muy bien lo que Caetana sentía en aquelmomento.

—Tranquila, Caetana. Hay un tiempo para todoen esta vida. No se puede evitar, y el tiempode Leão ha llegado. Él siempre ha querido ir ala guerra. No como mi Pedro, pobrecito, quenunca me habló de guerras y acabó muriendo enuna...

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Caetana contuvo las lágrimas.—Tienes razón, Ana. Algunas personas nacen

para la guerra. Los peces no mueren ahogados...Quizá sea como su padre.

—Bento cuidará de él. Ha cuidado mucho delos otros, Caetana. Tienes que creer en eso.

Caetana suspiró.—Creeré, Ana. Voy a creerlo.

Estaban acampados en las inmediaciones dePiratini cuando la tropa de Xico Pedro, elMoringue, llegó. Era un amanecer de primavera,con el cielo azul muy limpio y una brisa queolía a flores. No era una mañana de guerras,sino una de guitarra y milongas, una bonitamañana para no hacer nada, para tumbarse a laorilla de un arroyo y pensar en Mariana y suhijo.

João Gutierrez se lavaba la cara en el aguatodavía fría de la noche cuando un soldado seacercó a la orilla del riachuelo y lo avisó:

—El Moringue está cerca. El general Netto hamandado reunir a la tropa.

João Gutierrez vio su milonga deshacerse enel agua transparente e ir desapareciendo entrelos pedruscos. Corrió de vuelta al campamento.Se puso su uniforme, las botas, guardó la dagaen la cintura, cogió la lanza y las boleadoras.El cielo seguía siendo azul como en un día deferia o de festividad. Una linda mañana que nohabía sido hecha para el sufrimiento.

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«Moringue es feo como el demonio.» Su mentefebril sólo pensaba en eso. En la cara deformede Moringue, en sus ojos de fuego y sus grandesorejas. Quizá fuera su lanza la que le atravesóla carne, quizá cualquier otra, menos notable,pero mortal, tan mortal como cualquier otrofilo.

Su carne sesgada palpitaba, derramaba sangresobre un colchón inmundo. Abrió los ojos uninstante. Estaba al relente, junto a los demás.Los gemidos se propagaban por el aire y elcielo azul de la mañana se había vuelto rojizo,cubierto de nubes, un cielo de atardecer tantriste y tan profundo como su alma.

La fiebre le resecaba la boca. Quería pensaren Mariana, pero sólo le venía a la mente lacara del Moringue, como un fantasma que no lodejaba entregarse a su dolor, que queríallevárselo por la senda de aquella fealdadmítica. Y lo único que João deseaba era dormirun instante, soñar con Mariana, con una milongamelancólica que acunase su sueño exhausto.

Sólo veía bultos. Uno de ellos se leaproximó, muy cerca de su cara. João sintió sualiento y pudo ver su semblante cansado. Luchócontra todas las sombras que le rondaban paraemerger de aquella niebla. La voz que salió desu boca era grave y titubeante:

—¿Ha acabado la batalla?El hombre sonrió suavemente. Sostenía un

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cuchillo cuya hoja estaba manchada de sangre,agarró su brazo derecho y lo examinó conatención.

—Sí, la batalla ha terminado. —Apareció otrobulto con una botella de aguardiente de caña yunos pedazos de tela—. Te va a doler un poco,João.

Él no entendía nada. ¿Le iba a doler el qué?¿El cielo rojo que se abatía sobre su cabeza?

—¿Qué dice?El doctor sintió lástima. João Gutierrez

siempre había sido un buen soldado, valiente,intrépido. Un gran guitarrista. Dejaríasilenciosas las noches del campamento.

—La operación te va a doler, João. Hasrecibido tres cuchilladas en la mano derecha.Vamos a tener que amputarla. —Cogió elaguardiente de caña y le metió el cuello de labotella por la garganta, a propósito, para noescuchar la respuesta—. Bebe, bebe mucho. Teayudará.

Después el mundo se partió en dos y vino laoscuridad de un sueño muy profundo que duró undía y medio. Se despertó con dolores en unacama sucia, pero esta vez bajo techo. Por laventana de la tienda pudo ver un cielo azullimpio, el mismo cielo de la mañana de sudesgracia.

El brazo derecho se acababa abruptamente,envuelto en gasas húmedas de sangre. Su brazose había quedado triste y frágil sin elconsuelo de una mano. Como una silla de montar

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sin riendas. Grotesco.João Gutierrez pensó en su guitarra, muda

para siempre. Algún día se la regalaría a suhijo, si es que el niño amase la música. Pensóen Mariana, en el tacto suave de su piel, en elperfil de sus labios que tanto le gustabarecorrer suavemente, con la punta de los dedoshaciéndole cosquillas. Pensaba en todo eso y ensu hijo, al que sólo había visto una vez. En elhijo que nunca había tomado en brazos aún.Entonces, empezó a llorar.

Steban estaba quieto a los pies de su cama,vestido con uniforme de gala. Guapo, guapo comoen el mejor de sus sueños.

Rosário sintió vergüenza de su camisón delino, de su melena desgreñada. También queríaestar bien vestida para la fiesta, pero sustrajes se habían quedado en Pelotas, en la casavacía desde hacía muchos años. En una guerra secelebraban pocos bailes y en el conventotampoco se bailaba.

—¡Me has asustado! No sabía que ibas avenir.

Steban sonrió en la oscuridad.El eterno vendaje alrededor de su frente

estaba blanco y seco. Se notaba que se habíaacicalado con esmero para encontrarse con ellaaquella madrugada de primavera. Rosário sesentía orgullosa. Ninguna de las novicias teníaun amor como el de Steban. Además, él la quería

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mucho. Lo decían sus ojos, sus ojos verdes einyectados de sangre.

Steban se acercó más y más a la camacaldeada por el calor de Rosário. Ella sintióun estremecimiento de emoción. Los dos solos enaquella habitación, la cama deshecha, elsilencio religioso de la noche. ¡Todo era tanromántico!

Él se inclinó sobre ella, suavemente. Noolía a nada. Quizás a brisa. Su boca carnosa lesusurraba al oído un secreto sin palabras.Rosário sonrió. Hacía mucho tiempo que soñabacon aquel momento.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 25 de junio de 1890

La renuncia de mi tío marcó el principiodel fin de muchas cosas. Como la punta deun largo hilo en un laberinto, aquel gestonos guiaba a todos por el penoso trayectoque tendríamos que recorrer en adelante.En cierto modo, para nosotras fue como elestertor de la revolución, de larevolución como la habíamos soñado —o comonos habían enseñado a soñar—, nunca más lagloria, nunca más la euforia de larenovación que ni siquiera podíamoscomprender, pero que aun así nos alegraba.Nosotras, que en todo momento contábamoscon la ayuda de esclavas, que paraponernos un corsé o recogernos el pelonecesitábamos aquellas manos negras,vibramos de alegría con la ambiciónrepublicana de abolir la esclavitud. Y, alfinal, hasta ese disparatado sueño seeclipsó; no habría libertad para losnegros, no habría independencia, ni unfuturo de grandes ciudades de hombresliberados de la tiranía de un emperadoromnipotente. Los caudillos gauchos vieronsu orgullo herido de muerte. En aquellos

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momentos, que todo acabase sólo eracuestión de tiempo, no como en un sueñolleno de júbilo, sino como en una granpesadilla que nos alucinaba por las nochesy que al despuntar el día dejaba un rastrode sudor y miedo en nuestro cuerpoagotado.

Qué gracioso... Se había luchado porconquistas que muchos no deseaban eincluso así —quizá, por eso mismo, todavíamás— aquella derrota dolía tanto. Mi tío,Bento Gonçalves da Silva, por ejemplo,nunca vivió sin esclavos y siempre quisoal emperador. Los últimos años de su vidalos pasó en aquella guerra que no habíaplaneado y en la que fue elegido «jefe».En cierta manera, en el momento de larenuncia, Bento Gonçalves da Silva volvíaal principio de todo, pero como un paria,como un hombre en busca y captura, unacriatura sublevada, descontenta, cansada yenferma. Un perdedor.

Sí, sabíamos que la larga guerra lehabía malogrado la salud, sabíamos quetenía fiebres, que padecía una afecciónpulmonar, que pasaba largas nochesinsomne. Pero imaginábamos que todo seríapasajero, que con el fin de la guerra, quesin duda estaba próximo, mi tíorecuperaría la salud. Que Bento Gonçalvestenía algo de inmortal era una opiniónunánime en la familia, por tanto no lo

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imaginábamos a merced de ningunaenfermedad, grave o pasajera. Mi tíosobreviviría a todo, incluso a aquelladerrota. Vana ilusión. Poco después delverano de 1843 descubrimos que estábamosequivocadas también en eso. BentoGonçalves da Silva no era perenne, no eraun dios y no poseía el más mínimo asomo dedivinidad; era como nosotras, mortal,sufridor, vivía de ilusiones.

Bento Gonçalves murió como cualquierotra criatura de este mundo. Un día dejóde respirar y su corazón dejó de latir.Creo que la pleuresía fue sólo unadisculpa que utilizó para explicar su fin.Murió de disgusto por todo aquello, por loque había visto y defendido y por lo queno había podido conseguir. Su muerteestuvo teñida de fracaso y debió dellevarse ese dolor eterno a la tumba. Fueun gigante. Y su caída final tuvo laproporción de la gran altura que ostentóen vida.

Sin embargo, la inminencia del fin de larevolución no fue, para todas nosotras, unmal presagio. Aunque llegase mancilladopor la derrota. Doña Ana ya no soportabamás la guerra. No quería estar más tiempoapartada de José, su hijo, el único que lehabía quedado de su antigua familia. Loquería en casa, a su lado, tomando otravez el pulso de los negocios, de la manada

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de bueyes, de las cosas de la Estância,que iban de mal en peor tras tantos añosrevueltos, cuando imperiales yrepublicanos confiscaban caballos ybueyes, y la venta de charqui era difícil ymal pagada. Doña Ana lloró por su hermano,por la derrota personal de aquel hombre alque siempre supo admirar y adorar, peroenseguida sus ojos adquirieron un nuevobrillo: si la guerra estaba llegando a sufin, quizá José volviese entero, sano y nomutilado, enfermo o muerto, como su maridoy su hijo menor.

Mariana también deseaba el fin de laguerra. Ese día, João Gutierrez tomaría elcamino de vuelta. Mariana, ya bieninstalada en casa de doña Antônia, habíadejado de pensar en nuestra madre, ennuestra casa de Pelotas, en la vida debailes que había llevado anteriormente.Con el fin de la guerra no regresó a laciudad, sino que se quedó en la Estânciado Brejo, con su marido, su hijo y tíaAntônia, que le había dicho que cuandoJoão volviese podría administrar lapropiedad, pues ella ya estaba cansada yanciana para ocuparse de los asuntos delcharqui y los caballos. Necesitaba un hombreque manejase los negocios. Y quería que susobrina y Matias viviesen con ella. Lalarga guerra la había vuelto sentimental.No sobrevivió más a la soledad de las

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habitaciones vacías, a las noches deminuano. Matias le aportó un nuevo amorpor las cosas de la vida.

En cuanto a mí, en aquella época, ya noanhelaba nada más. El futuro era un espejoempañado en el que ya no quería mirarme.Estar en la Estância o en Pelotas, todo mereservaba la misma soledad. Sufría por elfinal tan negro que se nos presentaba:diez años de batallas y sangretranscurridos en vano, pero la verdad eraque yo había dejado de interesarme por larevolución el mismo día en que GiuseppeGaribaldi cruzó la frontera hacia Uruguay.

Después de que naciera su hijo, Marianame envió los cuadernos que un día salvó demi ira. No todos a la vez, sino uno a uno,eligiéndolos según la fecha en que loshabía escrito. El último llegó pocos díasantes de la firma del tratado de paz quepuso fin a la revolución. Yo los leía comosi no hubiesen salido de mis manos, comosi fueran líneas escritas por otra mujer,una mujer que creía en el amor, en elfuturo. Y no por mí, una joven sinhorizonte, llena de una nostalgia quenunca se aplacaría.

A pesar de todo, la revolución fue unaépoca feliz de mi vida. Lo que vinodespués, poca o ninguna importancia tuvo.Largos años estériles, transcurridos en lacontemplación de las alegrías ajenas,

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mientras la belleza que un día tuve se ibadesvaneciendo, transformándose enaflicción, flaccidez y arrugas. Envejecíesperando a Giuseppe. Y él nunca vino. Sinembargo, jamás perdí la esperanza. Jamásdudé de mi amor, de mi adoración. Nítidos,todos sus recuerdos en mi alma, el tonoexacto de sus ojos de miel, el oro de suscabellos, su voz aterciopelada y alegre,el calor de sus abrazos, la picardía desus besos.

Hoy soy anciana, lo suficientementeanciana para contar la RevoluciónFarroupilha a quien no la vivió y pocosabe de aquella época. Hoy estoy hecha derecuerdos. La gente me señala por lacalle, soy como una leyenda, algo entregrotesco y misterioso: la «novia» deGaribaldi. O casi. Soy la novia que no sehizo realidad.

Aún no me he muerto. La vida me hareservado una gran parte de sus favores.Tiempo que he pasado esperando aGaribaldi. He vivido lo suficiente paraenterarme de su fallecimiento hace ochoaños. Y lo más impresionante de todo esque la noticia no me dolió. Me fuidespidiendo de él día tras día durantecuarenta y tres años, desde la última vezque lo vi hasta el día de su muerte.Ahora, que ya ha abandonado su cuerpo,sólo ahora, sé dónde está y qué mares

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surca. Pronto me reuniré con él. Mientrastanto espero...

Hoy pienso mucho en Bento Gonçalves ynoto, ligeramente, el sabor amargo quedebió de sentir mi tío, el sabor de ladesilusión de quien no ha conseguidocumplir su tarea, su sino. El sabor dequien busca la muerte como últimaoportunidad para ser feliz.

MANUELA

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Capítulo 25

De lejos, atravesando la colina bajo elardiente sol de diciembre, João Gutierrezparecía un soldado más que hubiera abandonadola pelea. Se acercaba despacio, dividido entrela nostalgia y el miedo. Iba silbando unaantigua milonga que antes le gustaba tocar enla guitarra. Conocía el camino, lo habíarecorrido muchas veces durante los últimostiempos. Había medido las palabras y losgestos, preparado una sonrisa perfecta, el tonode voz adecuado, pero nunca pudo dominar aquelmiedo en su corazón. Vio la cancela enfrente.Aceleró el trote. Bajo la camisa, su pechoansioso también aceleró el ritmo.

Un bracero lo reconoció y le permitió laentrada. Cuando aquel hombre de rasgosaindiados, Gutierrez, regresase, tenía quedejarlo entrar en Brejo. Era de la familia. Elhombre le abrió la cancela saludándolo con unamplio gesto. No advirtió que a aquelcaballero, erguido y delgado, de rostro liso yojos muy negros, le faltara nada. JoãoGutierrez se apeó. Una negra y un niñoobservaban su llegada. La negra lo reconociópor la exhaustiva descripción que le habíahecho Mariana. Matias preguntó:

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—¿Quién es, Tita?La muchacha negra no supo qué decir al

chiquillo.—Una visita —dijo y se calló.João Gutierrez sintió un nudo en la boca del

estomago. Su hijo no lo había reconocido. Joãotenía el brazo derecho oculto detrás delcuerpo, como quien protege una sorpresa de lasmiradas curiosas.

—Llama a la señorita Mariana. —La voz lesalió firme, a pesar de todo.

La muchacha negra se levantó de un salto.—Sí, señor. La señorita está dentro —dijo y

miró al niño—. Ven conmigo, Matias.—No, Tita.Matias estaba sentado en el suelo del

porche. Los soldaditos esparcidos a sualrededor habían dejado de interesarle. Enaquel hombre que tenía delante habíamagnetismo. Le dieron ganas de reír, decontarle que la abuela Antônia le habíacomprado un caballo sólo para él, pero sabíaque no debía hablar con extraños. Su madresiempre se lo decía.

Sus miradas se cruzaron. Entre ellos estabaMatias. Mariana ordenó a la negra que llevaraal niño adentro y ambos desaparecieron por elinterior sombreado de la casa.

—Quiero abrazarte, João.Él sonrió. La sonrisa tantas veces ensayada

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le salió diferente, más amplia, emocionada.—Yo también, Mariana mía.Ella se lanzó a sus brazos. Sintió su olor y

besó la piel de aquel rostro que tantas veceshabía recorrido con la imaginación durantemadrugadas sin fin. João la besó. Tenía elmismo sabor de rocío. Tenerla en sus brazos eraalgo delicado y tenue, era como alcanzar elcielo.

—¡Te he esperado tanto! ¿Has vuelto parasiempre? ¿Has dejado la guerra o has venidosólo a vernos, de paso?

—He venido para quedarme, Mariana mía.Su voz parecía teñida de secretos, de un

sentimiento sutil, una debilidad, una entregaque ella nunca había notado antes. Sus ojosoblicuos estaban húmedos, sus largas pestañasnegras, parpadeaban.

—¿Ha pasado algo, João?Se alejó un poco para contemplarlo, como en

busca de una herida, de algún fallo en sufigura bien formada.

João levantó despacio el brazo derecho. Elpuño de la camisa, desabotonado, se balanceabaen el aire. Mariana abrió los ojos de par enpar.

—Fue la gente del Moringue —explicó contristeza, mostrando su brazo mutilado. Despuésmasticó el silencio, el suyo y el de ella—.¿Todavía me quieres, Mariana? ¿Quieres a unhombre sin una mano, pero con el alma intacta?

Mariana lo abrazó. No lloraría. João no se

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lo merecía. Y estaba vivo. Vivo y suyo parasiempre. La guerra se había acabado para ellosy João había vuelto. ¿De qué valía una mano, dequé servían cinco dedos cuando había muchas máscosas en juego?

—Claro que te quiero, amor mío. Estás vivo,gracias a Dios. Gracias a Dios. He rezado portu regreso todos los días, João.

Le cogió el brazo y le besó la carne cosida,aún enrojecida, la piel llena de marcas dondeantes había una mano que tocaba la guitarra enlas noches cálidas de verano. Claro que loquería, como antes. Todavía más.

—Pensé en no volver, Mariana. Pensé enmarcharme a Uruguay, pero necesitaba saber quetú me querías incluso así, siendo un tullido.

Mariana sonrió. El dolor en sus ojos sedesvaneció. Ahora brillaban incólumes, como elcielo azul de la mañana de verano.

—Ven, João. Vamos adentro. Finalmenteconocerás a tu hijo. Lo sabe todo de ti. Entodo este tiempo le he contado nuestra historia—dijo y besó su cara morena—. Matias se va aponer muy contento. Su padre ha vuelto de laguerra, por fin.

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DÉCIMA PARTE: 1844

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Capítulo 26

Várzea de Santana,24 de febrero de 1844Querida Caetana:Te escribo para decirte que mi salud ha

mejorado. Con el verano y el tiempo seco,mis pulmones han sido más dóciles ypacientes conmigo, lo que me ha permitidovolver a ponerme al frente de mis hombres,después del penoso invierno que padecí.Debes saber que ahora estamos acampadosjunto con otros generales y que hacíamuchos días que no parábamos, puesrecorríamos la Campanha de sol a sol,durmiendo ora aquí, ora allá, para evitarque los hombres de Caxias pudiesenrodearnos en una madrugada aciaga.

El año que acaba de pasar fue muydifícil para la República y para nuestrosejércitos. Libramos infinidad de pequeñasbatallas, la mayoría de ellas con saldonegativo para nuestras tropas. Todo estoya se lo debes de haber oído a Caetano,que te visitó hace poco. Pero te repitoestas tristezas para que sepas que todavíatengo fuerzas para pelear con el enemigo yque, mientras Dios me mantenga con ellas,

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estaré aquí, al frente de mi ejército,peleando por esas colinas. Ya no soypresidente de la República, pero sítodavía —y siempre— un soldado incansable.

Aquí, en el campamento, la situación esdesfavorable. Ya no somos los mismoshombres, estamos divididos. No reconozco aLucas, ni a Onofre, mi primo, que andacalumniándome abiertamente. Tengo quehacer algo al respecto. Pensaré qué lospróximos días. Y tú tendrás más noticiasmías.

Con todo mi afecto,BENTO GONÇALVES DA SILVA

Un calor seco lo invadía todo. Si afinaba eloído, podía oír el murmullo del río al fondo.El campamento estaba silencioso. Era ya muytarde. Los insectos volaban en la nocheestrellada y fresca, las cigarras cantaban, loscorupanes también parecían dormir mansamente alsereno.

Bento Gonçalves da Silva se levantó deltaburete donde estaba sentado y salió a caminarentre las tiendas de campaña. La angustia loconsumía por entero. Vio, a lo lejos, la sombrade Congo mirándolo. Le hizo un gesto indicandoque no necesitaba nada y el negro desapareciódentro de la tienda. En realidad, había algoque necesitaba con urgencia: hablar con Onofre.Había crecido con su primo, cabalgado con él,se habían bañado juntos en el arroyo, había

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luchado en Uruguay, habían confabulado juntos yjuntos habían iniciado aquella revuelta. Ahoraeran enemigos.

Caminaba por el suelo reseco. Un caballoresopló a lo lejos. Su orgullo no podía admitirla actitud de Onofre Pires. Ya había sidodemasiado escarnecido. Necesitaba poner fin aaquello a cualquier precio, por eso le habíaescrito aquella carta. Había querido abrir unproceso contra el coronel Onofre, pero habíasido imposible debido a su condición dediputado. Por tanto, necesitaba saber delpropio Onofre si era verdad lo que andabandiciendo por ahí: que había mancillado su honorvarias veces, que lo había llamado ladrón.Pasaba de la medianoche. Onofre ya debía dehaber leído su carta. A lo lejos, en otrocampamento, tal vez estuviese escribiendo unarespuesta.

Bento Gonçalves aspiró el aire de la noche.La tos se insinuó sutilmente, como un perroviejo que busca el calor del hogar. Él larechazó con cuidado. Quería olvidar laenfermedad. Quería olvidarse de Onofre. Miró alcielo salpicado de estrellas, intentandodescubrir lo que le reservaría el díasiguiente.

El soldado entregó la carta y saludómilitarmente, y después desapareció, engullidopor la claridad atroz que irradiaba del cielo

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de verano. Bento Gonçalves entró en la tienda,abrió la carta y la leyó de pie.

Ciudadano Bento Gonçalves da SilvaApreciado señor:Ladrón de la fortuna, ladrón de la vida,

ladrón del honor y ladrón de la libertades el ingente clamor que contra ustedlevanta la nación riograndense, al cualsabe que me uno, no por el odio del que esmerecedor, lo cual lamento, sino por losdocumentos justificativos que conservo. Nodebe, señor general, poner en duda laconversación que tuve al respecto y de lacual le informo con tanta prontitud a esecorreo tan suyo...

Deje de preocuparse por haber agotadolos medios legales en desagravio por laafrenta al honor, como dice; mi posiciónno es obstáculo para que se decida por lomás conveniente, para lo que siempre meencontrará.

Queda así contestada su carta de ayer.Su admirador,ONOFRE PIRES DA SILVEIRA CANTOCampo, 27 de febrero de 1844

Doña Antônia recibió la noticia del dueloentre Bento Gonçalves y Onofre Pires una tardecalurosa y húmeda de principios de marzo. Lacarta, escrita por Joaquim, con trazo firme,

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urgente, pedía también que fuese a la Estânciada Barra a dar la noticia a Caetana. DoñaAntônia recordó escenas de la infancia, a suhermano y a su primo cabalgando por los campos,subiéndose a los árboles en busca de frutasmaduras, conquistando a las negras jóvenes dela cocina, bajo la mirada disimulada de doñaPerpétua, que fingía no darse cuenta de nada...Y ahora aquello. Era el principio de algo, deuna cosa impalpable y cruel, impregnada demaldad y de horror. Era un mal presagio. Sintióque un escalofrío le recorría el cuerpo como siuna lengua fría, inmensa, le lamiese la espalday los brazos. Dobló la carta y la guardó en elcajón del escritorio.

A la mañana siguiente, se dirigió a la casade la hermana con el telegrama de Joaquim bienguardado en el bolsillo del vestido.

Cuatro días después, llegó otra carta.Onofre había muerto. La cuchillada en el brazose había infectado y gangrenado después. Ésehabía sido el final del gigante de bigotes:Onofre Pires da Silveira Canto. De pequeños, ély Bento jugaban en la orilla del arroyo.Después, habían hecho aquella revolución.

Con el telegrama en el regazo y los ojoshumedecidos por la tristeza, tal vez porOnofre, tal vez por Bento, doña Antônia intentóimaginar los caminos que habían llevado a losdos primos hasta aquel extremo, hasta el fin.

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Pero su alma vagó durante mucho tiempo, hastaque empezó a caer la tarde y el cielo se tornóanaranjado, y no llegó a ninguna conclusión.Sólo sentía esa tristeza pesada y dura ymordaz.

Anochecía cuando Mariana entró en la gransala desierta. Doña Antônia estaba sentada enla mecedora, con la mirada perdida en la nada.

—¿Tía?Doña Antônia se volvió hacia su sobrina. Era

una máscara sin sentimientos.—Onofre ha muerto.Mariana bajó los ojos entristecida.—Onofre ha muerto —repitió doña Antônia, y

su voz se perdió en los estertores del día.

Maria Manuela llamó a Zé Pedra y le pidióque le preparase el coche. Iba a dar un paseo.

—Llama a alguien para que me lleve.—¿Adónde va la señora?—Voy a visitar a mi hermana.Zé Pedra asintió. Sabía muy bien, como todos

en la Estância, que Maria Manuela no pisaba laEstância do Brejo desde hacía mucho tiempo,desde que su hija se había mudado allí.

El coche fue avanzando por la carretera,bajo el tibio sol del comienzo del otoño. MariaManuela no prestaba atención al bonito día, alcielo de un azul intenso, sin nubes, que seperdía en las colinas como un manto bienextendido. Hacía mucho tiempo que planeaba

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aquello. Tal vez no bajase del carro, sóloquería ver de lejos al niño. Iba a cumplir dosaños en invierno, lo sabía muy bien. Cuando élnació, encerrada en su cuarto, rezó unaoración... por su hija, por el niño, por suorgullo inmenso y frívolo.

La brisa soplaba en su rostro.Lo único que no quería era ver al baquiano,

al tal Gutierrez. Ése había sido castigado. Lehabían arrancado la mano a falta de algo mejor.Cuando Ana le contó lo sucedido, ella sonriódisimuladamente. Imaginó aquella herida comouna obra divina. No era la guerra, era Dios.Nunca pensó que su marido hubiese muerto en lalucha. Si hubiese sido así, ¿qué cruelsentencia cumpliría Anselmo? Nunca lo pensó.

Vio la casa a lo lejos. Ya habían cruzado lacancela. El campo verde se extendía más allá delo que podía alcanzar con la vista. Sintió enel aire el olor del río.

Ahí también había vivido Garibaldi, en esesuelo. Ahí también había amado a una de sushijas. La vida daba muchas vueltas, y ahora eraMariana quien vivía ahí su amor. Pero ellacontinuaba sufriendo.

—Para más allá. Debajo de aquel corupán. Enadelante, iré caminando. No tardaré.

El negrito obedeció.Maria Manuela bajó del coche. La casa iba

ganando presencia ante sus ojos. Un bracerocabalgaba a lo lejos. Dos chiquillos negrosarreglaban una cerca. Las ventanas de la casa

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eran azules, de un tono muy claro, como elcielo. Ahora ya veía el porche, la puerta quedaba a la sala. Imaginó que Antônia estaríadentro, leyendo o en el despacho, ocupándose delos negocios de la Estância.

Sentado en la escalera del porche, estaba elniño. Vio que tenía el pelo muy oscuro y lapiel blanca. Arrancaba briznas de hierba delsuelo, despacito, como si obedeciese a algúnritual. Maria Manuela sintió un nudo en lagarganta; a treinta metros de ella estaba sunieto, carne de su carne. Tenía algo deAntônio, la forma de la cara, los gestos lentosy tranquilos. Pero tenía mucho de su padre.João Gutierrez se reflejaba en el rostro delniño, y sintió un principio de rabia al ver asu familia mezclada con el baquiano; sinembargo, la rabia pasó enseguida. Ese algo tanbueno que ella sentía latir en su pecho eraamor.

Avanzó un poco más, nerviosa, enredándosecon las enaguas. No había nadie cerca. Matiaslevantó los ojos y vio a la mujer frente a él.Sonrió.

—Buenos días.La voz de Maria Manuela sonó temblorosa. El

niño respondió algo. Ella agradeció aquellaspalabritas suaves. Matias tenía una carabonita, delicada. Los mismos ojos rasgados delpadre, ojos de gato.

—¿Está tu madre en casa?El niño dejó caer al suelo un puñado de

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hierba.—Allí dentro —respondió.—¿Podrías llamarla?—Claro.Matias se levantó. Maria Manuela pudo ver lo

alto y espigado que era. Él subió las escalerasy se fue corriendo, cruzó el porche y se metióen la casa. Su voz resonaba llamando a Mariana.

Maria Manuela veía el mundo a través dellimo de sus lágrimas. Su hija saldría en pocossegundos. Matias era un niño guapo, muy dulce.Sintió ganas de abrazarlo, de sentir su calor,la tibieza de sus besos. Tuvo ganas de llamarlonieto.

Oyó la voz de Mariana, que llegaba de algúnrincón de la casa. Mariana, que había lloradopidiendo perdón. Mariana, encerrada en sucuarto durante tantos meses por orden suya.Mariana, que se fue sin decir adiós, con unmanto de lana cubriéndole la prominentebarriga.

Ella salió corriendo por el campo, endirección al coche, donde el negrito laesperaba. Fue tropezando con las malvas, sinaliento, desesperada. Mariana salió al porche.

—Aquí no hay nadie, Matias.El niño se encogió de hombros.—Sí que había, madre. Lo juro. Era una

mujer.

Bento hijo llegó el día 20 de abril, ayudado

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por dos hombres. Iba cojeando, con el brazo encabestrillo y una sonrisa gastada en su delgadacara. Acudieron todas las mujeres de la casa,con Caetana llorando, besando al hijo,queriendo saber si estaba bien, si tenía fiebrey cómo le habían herido.

Doña Ana recibió a los soldados y escuchó surelato. Bentinho había sido alcanzado en elataque de Cerro da Palma. Una cuchillada en elbrazo y una bala en la pierna izquierda. Lohabía salvado su hermano pequeño, Leão. Ahoraestaba bien, no corría riesgo de infección. Elgeneral le había mandado que fuese a descansara casa. Las cosas, en los campamentosfarroupilhas, estaban muy alteradas. Era mejor queBento se recuperase en la Estância, al cuidadode su madre. Doña Ana dio las gracias a los dossoldados y después mandó a Zefina que losllevase a la cocina, donde tendrían buenacomida y bebida fresca.

Caetana acostó al hijo en la cama de limpiassábanas.

— Leão me salvó la vida, madre. Es muyvaliente. Merece el nombre que tiene. Alparecer, lo ascenderán.

—De pequeñito, Leão ya soñaba con la guerra.—Ella recordó al joven austero, tan parecido asu esposo—. Y tu padre, ¿cómo está?

—Mi padre está muy mal desde la muerte deOnofre, madre. Aquello le pesó mucho. Fue unajuste de cuentas. Onofre había tachado anuestro padre de ladrón.

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—Todo esto es muy doloroso, hijo mío.Caetana se acordaba bien de Onofre. Era la

madrina de uno de sus hijos. Habían pasadomuchos domingos juntos, en churrascadas yfiestas familiares. Pensó en Bento. Aquellamuerte era un fardo muy pesado para el marido.

—Mi padre no quería matar a Onofre, madre.Tendría que haberle visto los ojos el día delentierro. Él no fue, claro. Pero se quedó en sutienda, callado todo el día. En ese silencioque usted ya conoce. —Bento se acomodó mejor enla cama. Una criada entró con una bandeja en laque había un humeante plato de sopa. Bentoesperó a que ella saliese—. La guerra va mal,madre. Prácticamente, andamos por la Campanhasin descanso. Estamos acorralados. Hace algunosdías, el Moringue entró en Bagé y capturó aDomingos de Almeida. Mi padre lo apreciabamucho, se quedó muy abatido. También apresarona Mariano de Mattos.

Caetana empezó a dar la sopa a su hijo.Fuera, caía la tarde mansamente. Empezaba asoplar una brisa fría, otoñal. Caetana estabamelancólica. Quería a su marido de vuelta, encasa, a su cuidado, antes de que fuesedemasiado tarde para él, demasiado tarde paraambos.

En mayo, Inácio de Oliveira Guimaraes fue abuscar a Perpétua y a sus dos hijas. Iríantodos a Boqueirão. Inácio volvía a la Estância

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do Salso para ocuparse del ganado y de lacaballada. Ya no había necesidad de ningún jefede policía en una república errante. Losfarroupilhas habían ido perdiendo terreno y casino tenían ciudades bajo su control.

Perpétua lo esperó sentada en la sala, conun vestido nuevo y las dos niñas a sus pies.Había recibido el telegrama dos días antes. Lasmaletas, ya listas, esperaban en fila en elporche. Se sentía algo nerviosa. Desde la boda,podía contar con los dedos los días que habíapasado con Inácio. En cierto modo, se habíaacostumbrado a aquella vida colectiva yfemenina. Pero amaba a su marido y, en su alma,estaba vivo el escalofrío que la presencia deInácio le causaba.

Caetana lloró un poco encerrada en sucuarto. La tarde anterior, Bentinho habíavuelto a la lucha. Ahora, se iba Perpétua y conella sólo se quedaban Marco Antônio, MariaAngélica y Ana Joaquina. Tenía miedo de queMarco Antônio quisiese unirse a tropasfarroupilhas. Ya tenía diecisiete años y, podríaensillar un caballo y conquistar la pampa comolos otros. Las niñas no. Maria Angélica era yauna moza. Apenas se acordaba de la vidaanterior a la guerra. Ana Joaquina habíacrecido oyendo hablar de la revolución y teníamiedo de su padre, casi un extraño para ella.

Inácio llegó al mediodía a buscar a suesposa. Almorzaron todos juntos a la gran mesadel comedor. Perpétua comió poco, sentía un

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nudo en el pecho, una mezcla de excitación y deangustia. Caetana parecía envejecida, sus ojosverdes reflejaban un brillo cansado.

Partieron a media tarde, bajo el tibio solde mayo. Las niñas, risueñas, saludaban desdela carreta. Caetana se apoyó en doña Ana parano desmayarse. Estaba débil. Aquella noche tuvouna fiebre inexplicable.

Bento Gonçalves iba montado en su caballonegro, elegante, erguido, con un uniforme nuevoy bien cepillado, y su cara mostraba unaexpresión de orgullo. Había apenas una pizca deangustia en el brillo de sus ojos oscuros, peroera poca cosa, solamente los más íntimos podíandarse cuenta. Joaquim notó el malestar delpadre. Cabalgaba a su lado sin decir nada. Elbarón de Caxias los esperaba. Después de nueveaños de carnicería y de sueños frustrados, ibana negociar la paz. Joaquim sabía que la paz ibaa ser difícil, que su padre tenía seriasdivergencias con Canabarro, con Vicente, conLucas. Pero, aun así, Bento Gonçalves cabalgabarumbo al encuentro. Lo habían elegido paranegociar. Tal vez sería su última tarea paracon aquella república agonizante.

El tenue sol de agosto se escondía entre lasnubes. Soplaba un viento frío. La Estância queel barón había elegido para el encuentroquedaba en las inmediaciones de Santa Maria.Con ellos, iban cuatro jinetes más, un pequeño

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séquito silencioso y austero.El barón de Caxias tenía cuarenta años, los

ojos grises y una voz bien modulada. Recibió aBento Gonçalves con un apretón de manos en elporche de la casa. Bento Gonçalves, con unasonrisa calculada y los ojos encendidos,estrechó con fuerza la mano del barón.

En el despacho, los dos hombres empezaron aconversar. Bento Gonçalves propuso formar unaconfederación, diciendo que Rivera tambiénestaba dispuesto a federar el Estado Orientalcon el Imperio, así como Madaríaga el EstadoCorrentino. El barón se recostó en su silla y,atusándose el bigote, respondió que lafederación era imposible. No estaba autorizadopor el Imperio a tratar de tal asunto. Si BentoGonçalves conseguía que los rebeldes depusieranlas armas, sometiéndose al emperador, podríagarantizar que todos fuesen amnistiados. BentoGonçalves habló de la deuda interna y externade la República. También quería que a todos lossoldados se les reconociese el puesto alcanzadodurante la revolución.

Pasaron dos horas en largas negociacionesque no llevaron a nada. Joaquim se dio cuentadel nerviosismo disimulado en los gestoscontenidos del padre.

Al caer la tarde, el barón finalizó elencuentro diciendo que no podía comprometersecon la deuda rebelde, pero que llevaría ese yotros asuntos ante Su Majestad el Emperador.Mientras, el ejécito rebelde podía pasar la

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frontera y esperar allí la decisión de SuMajestad.

Bento Gonçalves se retiró, alegando quellevaría ante Canabarro un resumen delencuentro. Cuando montó nuevamente en sucaballo negro, el sol ya había desaparecido pordetrás de las últimas colinas, y el viento fríoque anunciaba la noche empezó a soplar en lapampa. Bento Gonçalves da Silva pasó tosiendobuena parte del camino, callado, ensimismado,escondido bajo el velo de su enfermedad.

Los jefes revolucionarios no llegaron a unconsenso. Anhelaban la paz. La República ya notenía más ciudades ni ejércitos. Sin embargo,el grupo comandado por Vicente, Lucas yCanabarro puso obstáculos para la negociación.No querían que el general Bento Gonçalves sellevase los laureles por el acuerdo de paz.

Caetano se apeó del zaino frente a la casade Tião da Silva. Había ido a llevar el mensajede su padre a Netto. Tião da Silva era compadredel general, pues había bautizado a su hijapequeña. Un chiquillo negro salió a recibirlo,diciendo que el patrón y el general Nettoestaban cerca del cobertizo del charqui.

—Señor, puede esperar en la sala. El patrónvolverá enseguida.

Caetano entró en la soleada sala con grandes

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ventanas que daban al campo. Era una habitaciónluminosa, con un piano y libros; una salafemenina. Del corredor, llegaban voces. Lacarta de su padre le quemaba en el bolsillo deldolmán.

Las voces del corredor se hicieron másnítidas. Una muchacha rubia, alta, de peloliso, entró en la sala acompañada de una negra.Caetano se puso en pie. Era un joven elegante,de cuerpo bien formado, piel trigueña y ojosnegros como los de Bento. La muchacha se asustóante la inesperada presencia de aquel hombre enmedio de su sala.

—Buenos días, señorita —dijo Caetano.Se fijó en los ojos azules de ella, ojos de

un azul primaveral.—Buenos días —contestó la muchacha.—Soy hijo del general Bento Gonçalves. He

venido en busca del general Antônio Netto. Meinformaron de que estaba aquí, en casa delseñor Tião da Silva.

—Es verdad. El general ha venido a hablarcon mi padre —dijo la muchacha. Su voz tenía untimbre aterciopelado—. Soy Clara, la hija delseñor Tião.

Caetano sintió que los ojos le ardían. Supadre lo había mandado hasta allí para entregaruna carta. Era una carta de suma importancia.Era casi un adiós. La revolución agonizaba. Supadre agonizaba. Entonces, ¿por qué sentíaaquel júbilo, aquel gusto a fruta en la boca,aquella alegría repentina y atroz?

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Clara Soares da Silva sonrió. Tenía unosdientes perfectos y blancos, bien alineados enuna boca de labios carnosos, rosados. Invitó aCaetano a sentarse nuevamente. Una de lascriadas le traería un mate. Caetano aceptó. Porlas ventanas entraba la claridad aguda del día.Los jóvenes no dijeron nada. Únicamente, sequedaron sentados uno frente a otro, masticandoaquel silencio repleto de emociones. Derepente, no importaba nada más, sólo aquellaagradable proximidad, aquellas miradas largas,hambrientas, disfrazadas de otra cosa. Derepente, los dos ya lo sabían. Era algo que sesabía, que ardía en el pecho, que palpitaba.

Ilustrísimo Señor barón de CaxiasCampo, 13 de octubre de 1844Apreciado señor:Por la presente, le devuelvo el

salvoconducto que se me ofreció paraconferenciar con S.E., porque a pesar demi empeño y el de mis amigos de llevar aefecto una conciliación que ponga fin alos males que afligen a este bello país,no podría hacer uso del mismo en lostérminos en que está redactado, ya que nosatisface plenamente mis deseos.

Ambiciono ardientemente el fin de laguerra civil, sin embargo jamás medesviaré de los principios que ya lemanifesté a S.E. verbalmente, y que sólo

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si no fuesen compartidos por parte de miscompañeros, se neutralizarían misesfuerzos, aunque tengo datos suficientespara creer que sí son adoptados. Yo, conel permiso de mis amigos, me atrevo aafirmar a S.E. que, si todavía, comoespero que así sea, está convencido de losdeseos que me manifestó y de la resoluciónde conceder las ventajas que destaqué parasalvar la dignidad de Rio Grande do Sul,la paz entre nosotros será sellada, apesar de la mala voluntad de algún queotro exaltado.

Espero que S.E. se digne mandar unarespuesta categórica con el portador paraulteriores pasos que debo dar. Si, comoespero, fuese afirmativa, muy prontoestará con S.E. una persona debidamentehabilitada para regular las bases de laconciliación. Crea S.E. que no hay uninstante que perder, en vista de laactitud altiva del tirano Rosas, de quienserá presa el Continente si sus hijoscontinúan despedazándose, destruyendo lospocos elementos que quedan para disputarleel paso al déspota audaz que nos amenazacon aguerridas huestes. Esta consideraciónque pesa sobre mí debe convencer a S.E. dela urgente necesidad de llevar a efecto loque propongo, con lo que hará un serviciode gran trascendencia al país que lo vionacer, desviándolo de los males que le

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acarrea lo prolongado de esta lucha, ysobre todo imponiendo respeto al ferozenemigo que nos amenaza, para lo que, apesar de estar viejo y cansado, prestarégustoso mis débiles servicios a la paz demis hermanos brasileños.

Su antiguo camarada, amigo y servidor,BENTO GONÇALVES DA SILVA

Acabó de redactar la carta. Sentía un grancansancio físico, como si todas sus fuerzas sehubiesen agotado en aquel último y cabalesfuerzo. Ahora todo había acabado.

Joaquim estaba a su lado, con el rostrosombrío y los ojos teñidos por una especie dedolor.

—¿Y ahora qué, padre?—Ahora, hay que recomenzar la vida, Joaquim.

—Suspiró—. Juntar los trozos.Joaquim pensó en tocar la mano de su padre,

una mano marcada, encallecida, envejecida. Perono lo hizo.

—Ya he mandado avisar a mi madre. Congo hasalido hace poco.

—¿Y Terêncio? ¿Lo han avisado de que voy allegar mañana a la Estância?

—Leão ha mandado un mensajero. Estarán todosesperándole, padre. Todos en la Estância doCristal.

Bento Gonçalves se levantó y fue hasta lapuerta de la tienda. El sol de primaverainundaba el campamento. Era un campamento

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pobre, con pocas tiendas y caballos flacos.—Mala suerte que todo acabe como ha acabado.

Pero ya no se podía hacer nada, Joaquim. Noconfío en casi nadie. Sólo en vosotros, enNetto, en Teixeira. Es imposible continuar así.

Joaquim se puso a su lado.—Olvídelo, padre.—Casi diez años, hijo mío. Los suficientes

para no poder olvidar. —Volvió a la mesa yselló la carta—. Manda a un estafeta queentregue esto al barón.

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Cuadernos de Manuela

Pelotas, 30 de agosto de 1890

La madrugada del día 14 de noviembre de1844, el Moringue y sus hombres cayeronsobre el campamento de Canabarro, dondelos soldados dormían completamentedesprevenidos. Hubo pánico y una fugaprecipitada: los hombres huían a pie o acaballo, de uniforme o desnudos. El Cuerpode Lanceros Negros a las órdenes del bravocoronel Teixeira Nunes no huyó. Alcontrario, lidiaron su última y gloriosabatalla como si estuvieran iluminados poralgún dios. Pelearon en la oscuridad, conlas lanzas bailando bajo la luz de la lunaque revestía la pampa de plata. Lucharoncomo héroes, por una libertad que apenasllegaron a rozar... La mayoría de ellosmurió allí mismo, aquella noche. Murieronbañados por la luz de la luna. TeixeiraNunes murió días después, atravesado poruna lanza imperial en un encuentrosorpresa con las tropas enemigas.

La batalla de Porongos fue la últimagran tragedia de aquella guerra. Norecuerdo si lloré por aquella noticia.Entonces, ya había como un aletargamiento

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en mi alma, pues las tristezas quehabíamos pasado eran muchas. Pero recuerdoque Zefina, la criada de doña Ana, sesentó en el patio y estuvo castigándose ygritando durante un día entero. Tenía unhermano luchando con el coronel Teixeira.Un hermano joven, de diecinueve años, quepeleaba por su libertad. Murió enPorongos. No recibió ni un puñado detierra sobre la cabeza. Porongos fue elúltimo suspiro. Después, sólo quedaballegar a un acuerdo con el Imperio, untratado que trajese a Rio Grande el mínimohonor. Estábamos, entonces, bañados ensangre.

En la Estância reinaba la más absolutatristeza. La guerra se perdía de maneracruel. Qué largos años. Las hijas deCaetana habían llegado pequeñitas y MariaAngélica salía de allí hecha una moza,tenía entonces mi edad al comienzo de larevolución. Tras haber recibido la cartaque João Congo le había llevado a mediadosde octubre, Caetana se preparaba parapartir con los hijos. Bento Gonçalves laesperaba en el Cristal. Perpétua ya sehabía marchado. Mi madre y yo todavía nosquedaríamos algunos meses, ya que a mimadre le daba miedo el viaje hastaPelotas, pues la paz, a pesar de todo, noestaba sellada, y los caminos delContinente estaban llenos de desertores

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hambrientos y andrajosos.La casa de mi tía se iba vaciando poco a

poco, llenándose de sombras y desilencios. Marcada para siempre por todosaquellos años, la gran casa se entristecíaen su nueva soledad, envejecía. Atrásquedaban las largas horas de espera, losbailes con los republicanos, el miedo enlas largas noches de invierno. Atrásquedaban mis tardes con Giuseppe, elcasamiento de la prima Perpétua, los bañosen el arroyo, la música de doña Ana alpiano... Todo lo bueno y todo lo maloquedaba atrás. Las voces, los olores, losrecuerdos, todo se iba perdiendo en ellimbo del tiempo que pasaba. Habíamosvivido la Historia, y su gusto era amargoal final.

MANUELA

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UNDÉCIMA PARTE: 1845

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Capítulo 27

Caetana se ató la cinta del sombreroalrededor del cuello. Se miró una última vez alespejo. Se había mirado en aquel espejo decristal todos los días durante los últimosnueve años. Había envejecido sobre aquellasuperficie.

Volvió la cara. Echó un vistazo general a lahabitación. Por la ventana abierta entraba elcálido sol de verano. La ancha cama descansabaen mitad del cuarto, con su colcha amarilla ysus almohadas de plumas. ¿Cuántas noches habíadormido ahí? ¿Cuántas lágrimas había derramadosobre aquellas almohadas tras leer las cartasde Bento, las pocas noticias que había recibidode la prisión, en Salvador, y las demás cartas,las últimas, cuando la guerra ya se perdía yBento empezaba a padecer la enfermedad y adesgastarse, amargarse, cuántas lágrimas?

Cogió una pequeña maleta que había encima dela cama. Zefina se había llevado las otras a lacarreta donde Congo estaba acomodando laspertenencias de la familia. Entonces, llamaronsuavemente a la puerta.

—Entra.Era Marco Antônio.—Ya está todo arreglado, madre. ¿Nos vamos?

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Caetana miró a su hijo por el espejo. Estabahecho un hombre. Diecinueve años; se parecía aella. Se acordó de la vez que se escapó conLeão y de la fiebre que lo postró en cama muchotiempo. En aquel momento, la guerra no habíahecho más que empezar. Suspiró. Su hijo estabade pie debajo del marco de la puerta, mirándolacon sus ojosverdes.

—Vamos, Marco Antônio —dijo y observó lahabitación por última vez—. Adiós.

Salió rápidamente cogida del brazo de suhijo.

En la sala, doña Ana, Maria Manuela, doñaAntônia y Manuela la esperaban. De pie una allado de la otra, sonreían. En los ojos de doñaAna había lágrimas. Fue la primera enabrazarla.

—Cuídate, cuñada. —Le besó la cara—. Di aBento que enseguida iré a verlo. Que tengasbuen viaje.

Maria Manuela se despidió con pocaspalabras. Cuando definitivamente acabase laguerra volvería a Pelotas con Manuela ymandaría buscar a Rosário al convento.

—Ve con Dios, Caetana. Rezaré por ti.—Gracias, Maria.Doña Antônia le entregó un sobre azul. Para

Bento. Y una hoja doblada en cuatro.—Es un dibujo, Caetana. Se lo ha hecho

Matias.Al escuchar el nombre de su nieto, Maria

Manuela tuvo un espasmo.

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Manuela besó a su tía y la abrazó.—Adiós, Manuela.—Adiós, tía. ¿Cuándo volveremos a vernos?Caetana la miró fijamente con sus grandes

ojos verdes inundados de luz.—Hay tiempo, Manuela. La vida continúa a

partir de hoy.Salió al porche. Marco Antônio y sus dos

hijas la esperaban. João Congo y Zefina estabande pie al lado de los dos coches; detrás, unchiquillo negro, menudo, cuidaba de la carretacargada con el equipaje.

Caetana aspiró el aire que olía a jazmín.Eran poco más de las ocho de la mañana y elaire todavía estaba lleno de frescura. El cieloera azul. Subió al coche ayudada por Congo. Searregló mejor el sombrero de paja. Desde elporche, sus familiares la observaban, solemnes.Sintió que algo cambiaba en el mundo, como sifuera un reloj que hubiera estado paradodurante mucho tiempo y empezara a funcionar denuevo. La vida seguía, como le había dicho aManuela.

Saludó una vez más a sus cuñadas. Su mano sebalanceó en el aire como un pájaro liberado desu jaula. Ana Joaquina, de nueve años, con unvestido rosa pálido y el pelo recogido en dostrenzas, le sonrió.

—¿Nos vamos a casa, madre?—Sí, Ana.Ana Joaquina no se acordaba de la Estância

do Cristal, donde había nacido. Cuando estalló

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la guerra apenas tenía un año.—¿Papá nos estará esperando?—Sí, hija. Papá nos estará esperando.—¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros esta

vez, madre?Caetana acarició la mano de la niña.—Para siempre, hija. Esta vez será para

siempre.João Congo arreó los caballos. El coche

empezó a moverse lentamente.

Rosário se despertó empapada en sudor. En laoscuridad viscosa de la habitación oyó su voz.

—¿Steban?Se levantó rápidamente. El camisón, pegado

al cuerpo, entorpecía sus movimientos. Buscóuna vela, la encendió. La pequeña llama emitíauna luz anaranjada e inquieta. Difícilmentepodía verse algo, pero ella lo vio.

Estaba de pie junto a la puerta, vestido conun uniforme de gala. Su bello rostro, el pelobien recortado. Le sonrió. Llevaba una espada ala cintura y ya no tenía la venda en la frente.En su piel blanca ya no había señal alguna dela herida que siempre había mostrado. Habíacicatrizado.

Rosário supo que aquello significaba algo.La herida por fin estaba curada. Y él allí, enmedio de aquella madrugada cálida.

—El tiempo es mi lugar. El tiempo es tulugar, Rosário.

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Su voz sabía un poco a clavo, era una vozdelicada y dulce, volátil.

Steban abrió la puerta. El silencio delpasillo penetró en la habitación. Entonces,ella lo entendió. Entendió todo lo que siemprela había preocupado y consumido. Steban letendió la mano, serena y suave, con un tactoaterciopelado. En ese momento, su vida cobrabasentido; más allá de aquellas paredes, deaquellos muros de piedra, había mucho más. Ellasola no significaba nada, ni su piel, ni susangre, ni su melena rubia, ni sus pies finos yblancos al pisar las baldosas del suelo. Todoera poco. Ellos, juntos, eran mucho más que elmundo. Por eso nada había tenido sentido hastaese momento. Una infancia rica, las muñecas deporcelana, el regazo de su padre, los jóvenesenamorados, los libros, las sedas, nada habíatenido sentido. Ni siquiera la guerra. Sólo erasilencio. Y había sido en el silencio donde lohabía encontrado por primera vez, cuando unarendija del mundo se había abierto para ellos.Y siempre había sido tan poco, tan poco...Ahora sería para siempre. Ahora todo teníasentido.

De la mano, cruzaron el pasillo, bajaron lasescaleras, recorrieron la cocina amplia yhúmeda, y salieron al jardín del convento. Lospies de Rosário pisaban la hierba, se hundíanen la blanda tierra donde, a la mañanasiguiente, las novicias sembrarían rosas.Caminaron hasta cerca del muro.

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Steban la miró fijamente. Sus ojos verdesardían. El cielo estaba plagado de estrellas.Soplaba una agradable brisa con olor a flores.

Rosário sabía bien lo que debía hacer.Despacito, se desabotonó uno de los botones delcamisón. La tela resbaló por su piel y cayó alsuelo. También se quitó la ropa interior.Desnuda, la brisa la hizo temblar de placer.Steban sonrió. La besó suavemente en la frente,un beso cálido.

Steban sacó la espada de la cintura. Era unaespada pesada, con mango de plata. Se laentregó a Rosário.

Rosário sintió su piel ardiente. Teníafiebre, una excitación agradable, como sihubiese bebido vino, muchos vasos de vino. Miróal cielo y vio la Cruz del Sur como una joyasobre el terciopelo negro de la noche. Aspiróaire una última vez. Clavó sus pies en latierra. La espada pesaba bastante. La levantócon las dos manos, a la altura del pecho.Steban sonreía a su lado. Faltaba poco, faltabamuy poco para estar juntos para siempre.

—Rosário...Su voz fue como un impulso.El metal entró en su carne sin dificultad.

No sabía que tenía tanta fuerza. Abrió los ojosde par en par por el dolor. Vio una vez más laCruz del Sur que lucía sobre su cabeza. Lascinco estrellas explotaron de luz. Rosário sedesmoronó sobre la tierra húmeda.

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La madre superiora llegó a la Estância alcaer la tarde. La sorpresa de su presencia eraen sí misma un mal presagio. Milu fue a llamara Maria Manuela, que descansaba en suhabitación. Apareció en la sala despeinada ydescalza. Había tenido una pesadilla.

—¡Madre!La monja estaba pálida e inquieta. Sostenía

un rosario entre sus manos huesudas, de dedoslargos.

—Ha ocurrido una tragedia, Maria Manuela —dijo, a la vez que las lágrimas le brotaban desus ojos castaños—. Algo terrible, diabólico...

Doña Ana entró en la sala en ese momento.Milu la había avisado de la llegada de la madresuperiora. Doña Ana se dio cuenta de que habíapasado algo. Encontró a las dos mujeres de pie,una enfrente de la otra. La monja sostenía unrosario de cuentas blancas, lloraba, sin valorpara hablar.

—Vamos, madre, siéntese —dijo doña Anaempujando suavemente a la monja hacia unsillón. Después arrastró una silla para MariaManuela—. Tú también, Maria.

Maria Manuela no tenía fuerzas para formularla última pregunta. Sus ojos no tenían brillo,su cuerpo temblaba. Fue doña Ana la que habló:

—¿Le ha pasado algo a Rosário?—Sí —dijo y se santiguó—. Rosário ha muerto.

Se ha matado. Ayer por la noche... Una de lasmonjas la ha encontrado hoy muy temprano,

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cuando amanecía. Estaba tendida en el suelo,cerca del jardín, desnuda... Con una espadaclavada en el pecho. Una espada antigua. No sécómo ha aparecido... Saben que en el conventono guardamos armas.

Maria Manuela se tapó la cara con las manospara sofocar su llanto. La voz de la superiorase iba haciendo distante y difusa. Doña Ana seapoyó en la pared para no caerse. Siempre habíatemido por Rosário, tenía un presentimiento.Pero ¿aquello?

—Madre, ¿cómo ha sido? ¿Está segura de queRosário se ha suicidado? ¿No entró nadie alconvento? Usted ya sabe que estos caminos estánllenos de desertores.

La monja negó con la cabeza.—No, doña Ana... Se lo aseguro. El convento

está cerrado con candado. Nadie entra ni salede allí si no es por la puerta principal. Y losmuros son altos, tienen más de cuatro metros...Además, ninguna de las novicias ha visto nioído nada. Rosário no gritó. Y la espada... Laespada es antigua, no se forjan espadas comoésa hoy en día... Mandé llamar al padre Vado,que entiende de armas, y ha dicho que la espadano es de aquí, que quizá sea uruguaya. Es muyantigua, ya se lo dije...

—¿Y Rosário?Maria Manuela se descubrió la cara. Tenía

los ojos enrojecidos.—He venido inmediatamente. Rosário está en

su celda, con una novicia. —Bajó el tono de voz

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—. Tiene que ir a buscarla... No podemosenterrarla allí, usted lo sabe; los suicidas...

Maria Manuela empezó a gritar. Doña Anaacudió a sujetarla. La madre superiora teníalos ojos muy abiertos, de susto y pavor.Manuela apareció en la sala, seguida por Milu.

—Manuela, llévate a tu madre a suhabitación, enseguida voy yo —le pidió doñaAna.

Manuela obedeció sin preguntar. Doña Ana sevolvió hacia la monja otra vez.

—Madre, no puede hacernos eso. La chicanecesita un entierro cristiano. Recuerde,madre, que Rosário es sobrina del general BentoGonçalves.

—Dios no hace distinciones, doña Ana, peroya he hablado con el padre Vado. Ha sido todomuy discreto, doña Ana. Nadie sabe conseguridad lo que ha pasado. Yo he dicho que lachica ha muerto de un síncope. En estosasuntos, el silencio es muy importante... Lehemos tapado el corte con un camisón. El padreVado la enterrará, pero no en el convento; enel convento, no.

—¿Dónde?—Aquí cerca, en Camaquã. En un pequeño

cementerio.Doña Ana suspiró.—Está bien. Voy a decir a Zé Pedra que vaya

a preparar la carreta. Maria Manuela y yoiremos a buscar el cuerpo de Rosário.

Doña Ana desapareció por el pasillo. La

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madre superiora caminó hasta la ventana. Fuera,el atardecer era divino.

Aquel 25 de febrero de 1845 hacía sol. En loalto de una colina abrasada, los jefes de larevolución se habían encontrado. El pequeñocampamento estaba silencioso, lleno de unaextraña pompa. El presidente de la República,José Gomes de Vasconcelos Jardim, enfermo, nohabía podido comparecer; Lucas de Oliveira, suministro, lo representaba. El general BentoGonçalves da Silva tampoco había ido, habíamandado una carta en la que alegaba unaenfermedad y daba su voto. Su opinión era laque adoptase la mayoría «de sus hermanos dearmas, siempre que esté entre los límites de lojusto y honesto, e incluso cuando esos sagradosasuntos dejen de tratarse, ni por eso serécapaz de oponerme a ella, habiendo otros mediosen semejante caso para dejar ilesas mi honra yconciencia. Es indispensable que se haga lapaz», había escrito.

Eran más de setenta oficiales. Los términosde la propuesta de paz —doce en total— seleyeron. Se procedió a la votación.Silenciosamente, los oficiales que eranfavorables a la paz fueron alzando sus manos alcielo. Manos encallecidas, limpias,desanimadas. El tratado de paz fue aprobado porunanimidad.

El general Canabarro mandó que se escribiese

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el acta de la reunión. El cielo azul de veranose nublaba lentamente, no soplaba nada deviento. Un silencio profundo recorría la pampadesolada.

Maria Manuela miraba por la ventana delcoche. Llevaba el pelo recogido en un moño, ysus ojos resaltaban en su enflaquecido rostro.En la ciudad había cierto alboroto. Pelotas,como el resto de Rio Grande, estaba contentacon la paz. Maria Manuela había oído decir queel barón de Caxias había sido ovacionado en lacapital, donde lo habían recibido con grandesfestejos. Manuela iba sentada a su lado,silenciosa y erguida. Observaba la ciudad conojos desinteresados. Maria Manuela tocó su manoy esbozó una media sonrisa, triste, que deberíahaber sido conmemorativa. Alrededor de suslabios había unas finas arrugas. Volvían acasa, por fin. Sabía que Antônio las estabaesperando. Antônio, su hijo predilecto. Sí,sólo en esos momentos se atrevió a asumirlo,después de haber sufrido tanto. Siempre habíaquerido más a Antônio, siempre, desde que erapequeño. Por él era por quien su corazón seestremecía. Tras la muerte de Anselmo, habíaempezado a adorar a Antônio todavía más. De lastres hijas sólo le había quedado una. Rosáriohabía muerto, una muerte cruel, vergonzosa,incluso indecente. Mariana se había quedado enla Estância con doña Antônia, su hijo y el

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baquiano. No se habían vuelto a hablar nuncamás. Dudaba que se volvieran a ver. A vecespensaba en el niño, quién sabe si algún día...

—Estamos llegando, hija. Mira allí, nuestracasa.

Manuela vio la casa blanca en la esquina.Tenía una buhardilla. Antes de la guerra legustaba subir y sentarse allí arriba, sola,para leer sus novelas. Ahora las paredesestaban desgastadas, una de las venecianasreventada, se balanceaba como un ahorcado apunto de caer al suelo. La casa de su infanciatambién mostraba las miserias que la revoluciónle había impuesto.

El coche paró enfrente de la casa. La pesadapuerta se abrió y Antônio apareció en la acera,sonriendo. Llevaba barba. Iba vestido con trajede civil y estaba más delgado y flaco. El calorsereno de aquel cuerpo la tranquilizó como sifuera un bálsamo. Ella cerró los ojos yagradeció a Dios que siguiese vivo.

João Gutierrez ensilló el caballo petizo(había adquirido destreza con la única mano quetenía). El caballo tenía el pelo castaño ysuave. La crin era más clara, espesa. Apreciósu textura, el calor del cuerpo del animal. Eraun petizo muy manso. Matias observaba la escenaencantado. Sus ojillos negros, brillantes, sesaciaban con la imagen del caballo que su padrele había traído.

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João Gutierrez se agachó para llegar a laaltura de su hijo.

—Cuando crezcas montaremos juntos, hijo.Cabalgaremos por toda esta pampa.

Mariana tomó al niño en brazos y lo acomodóen la silla. Matias se rió alto, feliz. Desdeel lomo del caballo el mundo tenía otroaspecto.

—Este niño será baquiano —dijo Mariana.—Como su padre.—Sí, João. Como su padre.Los dos sonrieron.Matias buscó la casa, a lo lejos, y vio la

figura de la abuela Antônia sentada en sumecedora. Sabía que ella lo estaba mirando,contenta de verlo con aquel petizo. La saludó yvio su mano flaca, blanca, levantarsedevolviendo el saludo. En el porche, doñaAntônia sonreía con los ojos llenos delágrimas. El sol de marzo se deslizabalentamente por el cielo. Al fondo, en elhorizonte, una ligera capa de nubes grisesprometía lluvia para el día siguiente.

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EPÍLOGO

En 1846, en la ciudad de Bagé, nació elprimer hijo de Caetano y Clara Soares da Silva.El niño recibió el nombre del abuelo general.

Joaquim se casó en 1857, cansado de esperara Manuela. Falleció con más de noventa años.

Bento Gonçalves da Silva murió dos añosdespués de acabar la guerra, víctima depleuresía, en julio de 1847, confinado en laEstância do Cristal.

Manuela de Paula Ferreira murió soltera, enPelotas, en 1904, a los ochenta y cuatro años.Fue conocida eternamente como «la novia deGaribaldi».

* * ** * *

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Esta historia nunca habría existidode no ser por la distancia...

Gracias a Tabajara Ruas por el tesoro que me mostró.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

LETICIA WIERZCHOWSKI

Nació en Porto Alegre en 1972.Descendiente de polacos, abandonó lacarrera de arquitectura paradedicarse a las letras. Pero antesde publicar su primer libro,desempeñó otras actividades: fuepropietaria de una tienda de confección ytrabajó en el gabinete de obras públicas de suPaís.

Su primera novela O anjo e o resto de nós, fuepublicada en 1998 y contaba la saga de lafamilia Flores en el interior de Rio Grande doSul a comienzos del siglo XX. Otra escritora,Martha Medeiros, sugirió la lectura de esteprimer romance a un amigo publicista, MarceloPires, al que le gustó tanto el libro que envióun e-mail a la autora; ambos pasaron acomunicarse regularmente a través de la red yun año después (septiembre de 1999) Leticia yMarcelo se casaron.

Pero su obra más famosa es sin duda A casa dassete mulheres, adaptada a la televisión como unaminiserie por Rede Globo fue emitida, con granéxito, en 2003. Instada por sus editores aescribir una continuación de esta novela,

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rehusó al principio en favor de otros proyectosliterarios pero acabó cediendo a las presionesy lanzó su obra Um farol no pampa.

Su última obra (la décima), Uma ponte paraTerebin, fue publicada en 2006, y narra lahistoria de su abuelo polaco. Al mismo tiempo,trabaja con Tabajara Ruas, en el guióncinematográfico de O Continente, basado en laobra de Érico Verissimo..

LA CASA DE LAS SIETE MUJERES

El 19 de septiembre de 1835 estalla laRevolución Farroupilha en el Continente de SãoPedro do Rio Grande. Los revolucionarios,liderados por Bento Gonçalvez da Silva, exigenla deposición inmediata del presidente de laprovincia y, nuevas medidas comerciales yeconómicas: ha empezado la guerra. Antes departir al frente, Gonçalvez da Silva reúne alas mujeres de la familia para que esperen eldesenlace de la Revolución en un lugarprotegido.

Wierzchowski narra la intensa relación quese establece entre las siete mujeres a cargo dela hacienda familiar. Describe su vida diaria,sus estados anímicos durante la contienda y,más allá de las tensiones provocadas por ladiferencia de edad, carácter y deseosindividuales, ahonda en la camaradería quesurge entre ellas.

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© Leticia Wierzchowski, 2002Título original A casa das sete mulheres

Traducción: M. Carmen Férriz y Rosa MartínezAlfaro

© Ediciones B, S A, 20051ª edición junio 2005

Ilustración de cubierta © Alejandro ColucciDiseño de colección Ignacio Ballesteros

ISBN 84-666-2316-7Depósito legal B 22 651-2005

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