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Réne Guénon
La Crisisdel mundomoderno
(1927)
RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
TABLA DE MATERIAS
Pág.
Prefacio ................................................................ 3
I. La edad sombría .................................................. 9
II. La oposición de Oriente y Occidente.................... 22
III. Conocimiento y acción......................................... 33
IV. Ciencia sagrada y ciencia profana......................... 42
V. El individualismo.................................................. 55
VI. El caos social........................................................ 68
VII. Una civilización material...................................... 79
VIII. La invasión occidental.......................................... 93
IX. Algunas conclusiones........................................... 102
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
PREFACIO
Cuando hace algunos años hemos escrito Oriente y Occidente, pensábamos haber
dado, sobre las cuestiones que constituían el objeto de ese libro, todas las
indicaciones útiles, para el momento al menos. Desde entonces, los acontecimientos
han ido precipitándose con una velocidad siempre creciente, y, sin hacernos
cambiar, por lo demás, una sola palabra de lo que decíamos entonces, hacen
oportunas algunas precisiones complementarias y nos llevan a desarrollar puntos de
vista sobre los cuales no habíamos creído necesario insistir primero. Estas
precisiones se imponen tanto más cuanto que hemos visto afirmarse de nuevo, en
estos últimos tiempos, y bajo una forma bastante agresiva, algunas de las
confusiones que ya nos hemos dedicado a disipar precisamente; aunque
absteniéndonos cuidadosamente de mezclarnos en ninguna polémica, hemos juzgado
bueno volver a poner las cosas en su punto una vez más. En este orden, hay
consideraciones, incluso elementales, que parecen tan extrañas a la inmensa
mayoría de nuestros contemporáneos, que, para hacérselas comprender, es menester
no dejar de volver de nuevo a ellas en muchas ocasiones, presentándolas bajo sus
diferentes aspectos, y explicando más completamente, a medida que las
circunstancias lo permiten, lo que puede dar lugar a dificultades que no era siempre
posible prever desde el primer momento.
El título mismo del presente volumen requiere algunas explicaciones que debemos
proporcionar ante todo, a fin de que se sepa bien cómo lo entendemos y de que no
haya a este respecto ningún equívoco. Que se pueda hablar de una crisis del mundo
moderno, tomando esta palabra de «crisis» en su acepción más ordinaria, es una
cosa que muchos ya no ponen en duda, y, a este respecto al menos, se ha producido
un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, algunas
ilusiones comienzan a disiparse, y, por nuestra parte, no podemos más que
felicitarnos por ello, ya que en eso, a pesar de todo, hay un síntoma bastante
favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad
contemporánea, algo que aparece como un débil vislumbre en medio del caos
actual. Es así como la creencia en un «progreso» indefinido, que hasta hace poco se
tenía todavía por una suerte de dogma intangible e indiscutible, ya no se admite tan
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generalmente; algunos entrevén más o menos vagamente, más o menos
confusamente, que la civilización occidental, en lugar de continuar siempre
desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de detención, o
incluso zozobrar enteramente en algún cataclismo. Quizás esos no ven claramente
dónde está el peligro, y los miedos quiméricos o pueriles que manifiestan a veces,
prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en su espíritu; pero en
fin, ya es algo que se den cuenta de que hay un peligro, incluso si le sienten más de
lo que le comprenden verdaderamente, y que lleguen a concebir que esta civilización
de la que los modernos están tan infatuados no ocupa un sitio privilegiado en la
historia del mundo, que puede tener la suerte que tantas otras que ya han
desaparecido en épocas más o menos lejanas, y de las cuales algunas no han dejado
tras de ellas más que rastros ínfimos, vestigios apenas perceptibles o difícilmente
reconocibles.
Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se
entiende por eso más habitualmente, es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros
términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un
cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o
por la fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta
acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos
nos mismos, pero a una parte solo, ya que, para nos, y colocándonos en un punto de
vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para
el mundo un periodo de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace,
y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de
cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían
sido aún tan visibles como lo son ahora. Es también por eso por lo que los
acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos
alusión primero; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no
indefinidamente; e incluso, sin poder asignar un límite preciso, se tiene la impresión
de que eso ya no puede durar mucho tiempo.
Pero, en la palabra misma «crisis», hay contenidas otras significaciones, que la
hacen todavía más apta para expresar lo que acabamos de decir: en efecto, su
etimología, que se pierde de vista frecuentemente en el uso corriente, pero a la que
conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un
término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología,
decimos, la hace parcialmente sinónimo de «juicio» y de «discriminación». La fase
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que puede llamarse verdaderamente «crítica», en no importa qué orden de cosas, es
aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable,
aquella donde interviene una decisión en un sentido o en el otro; por consiguiente,
es entonces cuando es posible aportar un juicio sobre los resultados adquiridos,
sopesar los «pros» y los «contras», operando una suerte de clasificación entre esos
resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la
balanza definitivamente. Bien entendido, no tenemos en modo alguno la pretensión
de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que sería por lo
demás prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta y puesto que quizás
no es siquiera posible decir exactamente cuándo y cómo lo estará, tanto más cuanto
que es siempre preferible abstenerse de algunas previsiones que no podrían
apoyarse sobre razones claramente inteligibles para todos, y cuanto que, por
consiguiente, correrían el riesgo de ser muy mal interpretadas y de aumentar la
confusión en lugar de remediarla. Así pues, todo lo que podemos proponernos, es
contribuir, hasta un cierto punto y tanto como nos lo permitan los medios de que
disponemos, a dar a aquellos que son capaces de ello la consciencia de algunos de
los resultados que parecen bien establecidos desde ahora, y a preparar así, aunque
no sea más que de una manera muy parcial y bastante indirecta, los elementos que
deberán servir después al futuro «juicio», a partir del que se abrirá un nuevo
periodo de la historia de la humanidad terrestre.
Algunas de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en el
espíritu de algunos, la idea de lo que se llama el «Juicio Final», y, a decir verdad,
no será sin razón; ya sea que se entienda por lo demás literal o simbólicamente, o de
las dos maneras a la vez, pues no se excluyen de ningún modo en realidad, eso
importa poco aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente
sobre este punto. En todo caso, esta puesta en la balanza de los «pros» y los
«contras», esta discriminación de los resultados positivos y negativos, de la que
hablábamos hace un momento, puede hacer pensar ciertamente en la repartición de
los «elegidos» y de los «condenados» en dos grupos inmutablemente fijos en
adelante; incluso si no hay en eso más que una analogía, es menester reconocer que
es al menos una analogía válida y bien fundada, en conformidad con la naturaleza
misma de las cosas; y esto hace llamada todavía a algunas explicaciones.
Ciertamente, no es por azar que tantos espíritus están hoy día obsesionados por
la idea del «fin del mundo»; uno puede deplorar que así sea a algunos respectos, ya
que las extravagancias a las que da lugar esta idea mal comprendida, las
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divagaciones «mesiánicas» que son su consecuencia en diversos medios, todas esas
manifestaciones salidas del desequilibrio mental de nuestra época, no hacen más
que agravar aún este mismo desequilibrio en proporciones que no son desdeñables
en absoluto; pero, en fin, por eso no es menos cierto que en eso hay un hecho que no
podemos dispensarnos de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se
constatan cosas de este género, es ciertamente la que consiste en descartarlas pura y
simplemente sin más examen, en tratarlas como errores o delirios sin importancia;
sin embargo, pensamos que, incluso si son en efecto errores, vale más, al mismo
tiempo que se denuncian como tales, buscar las razones que los han provocado y la
parte de verdad más o menos deformada que puede encontrarse contenida en ellos a
pesar de todo, ya que, puesto que el error no tiene en suma más que un modo de
existencia puramente negativo, el error absoluto no puede encontrarse en ninguna
parte y no es más que una palabra vacía de sentido. Si se consideran las cosas de
esta manera, uno se apercibe sin esfuerzo de que esta preocupación del «fin del
mundo» se relaciona estrechamente con el estado de malestar general en el cual
vivimos al presente: el presentimiento obscuro de algo que está efectivamente a
punto de acabar, agitándose sin control en algunas imaginaciones, produce en ellas
naturalmente representaciones desordenadas, y lo más frecuentemente groseramente
materializadas, que, a su vez, se traducen exteriormente en las extravagancias a las
que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es una excusa en favor de éstas;
o al menos si se puede excusar a aquellos que caen involuntariamente en el error,
porque están predispuestos a ello por un estado mental del que no son responsables,
eso no podría ser nunca una razón para excusar el error mismo. Por lo demás, en lo
que nos concierne, ciertamente no se nos podrá reprochar una indulgencia excesiva
al respecto de las manifestaciones «pseudoreligiosas» del mundo contemporáneo,
como tampoco al respecto de todos los errores modernos en general; sabemos
incluso que algunos estarían más bien tentados de hacernos el reproche contrario, y
lo que decimos aquí quizás les hará comprender mejor cómo consideramos estas
cosas, esforzándonos en colocarnos siempre en el único punto de vista que nos
importa, el de la verdad imparcial y desinteresada.
Eso no es todo: una explicación simplemente «psicológica» de la idea del «fin del
mundo» y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no podría
pasar a nuestros ojos como plenamente suficiente; quedarse ahí, sería dejarse
influenciar por una de esas ilusiones modernas contra las que nos elevamos
precisamente en toda ocasión. Algunos, decíamos, sienten confusamente el fin
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inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden definir exactamente; es
menester admitir que en eso tienen una percepción muy real, aunque vaga y sujeta a
falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que
sea ese fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante visible, y ya
que una multitud de signos inequívocos y fáciles de constatar conducen todos de una
manera concordante a la misma conclusión. Sin duda, ese fin no es el «fin del
mundo», en el sentido total en el que algunos quieren entenderlo, pero es al menos
el fin de un mundo; y, si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su
forma actual, es comprehensible que aquellos que están habituados a no ver nada
fuera de ella, a considerarla como la «civilización» sin epíteto, crean fácilmente que
todo acabará con ella, y que, si ella llega a desaparecer, eso será verdaderamente el
«fin del mundo».
Así pues, para reducir las cosas a sus justas proporciones, diremos que parece
efectivamente que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de
una época o de un ciclo histórico que, por lo demás, puede estar en correspondencia
con un ciclo cósmico, según lo que enseñan a este respecto todas las doctrinas
tradicionales. Ha habido ya en el pasado muchos acontecimientos de este género, y
sin duda habrá todavía otros en el porvenir; acontecimientos de importancia
desigual, por lo demás, según que terminen periodos más o menos extensos y que
conciernan, ya sea a todo el conjunto de la humanidad terrestre, ya sea solamente a
una o a otra de sus porciones, una raza o un pueblo determinado. En el estado
presente del mundo, hay que suponer que el cambio que ha de intervenir tendrá un
alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no
entendemos buscar definir, afectará más o menos a la tierra toda entera. En todo
caso, las leyes que rigen tales acontecimientos son aplicables analógicamente a
todos los grados; así, lo que se dice del «fin del mundo», en un sentido tan completo
como sea posible concebirlo, y que, ordinariamente, no se refiere más que al mundo
terrestre, es verdad también, guardadas todas las proporciones, cuando se trata
simplemente del fin de un mundo cualquiera en un sentido mucho más restringido.
Estas observaciones preliminares ayudarán enormemente a comprender las
consideraciones que van a seguir; ya hemos tenido la ocasión, en otras obras, de
hacer alusión con bastante frecuencia a las «leyes cíclicas»; por lo demás, quizás
sería difícil hacer de esas leyes una exposición completa bajo una forma fácilmente
accesible a los espíritus occidentales, pero al menos es necesario tener algunos
datos sobre este tema si uno quiere hacerse una idea verdadera de lo que es la época
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
actual y de lo que representa exactamente en el conjunto de la historia del mundo.
Por eso es por lo que comenzaremos por mostrar que las características de esta
época son realmente las que las doctrinas tradicionales han indicado en todo tiempo
para el periodo cíclico al que ella corresponde; y eso será mostrar también que lo
que es anomalía y desorden desde un cierto punto de vista es, no obstante, un
elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes
que rigen el desarrollo de toda manifestación. Por lo demás, lo decimos desde
ahora, en eso no hay una razón para contentarse con sufrir pasivamente el desorden
y la obscuridad que parecen triunfar momentáneamente, ya que, si ello fuera así, no
tendríamos más que guardar silencio; antes al contrario, ello es una razón para
trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta «edad sombría» cuyo
fin más o menos próximo, cuando no del todo inminente, permiten entrever ya
muchos indicios. Eso está también en el orden, ya que el equilibrio es el resultado de
la acción simultánea de dos tendencias opuestas; si la una o la otra pudiera dejar de
actuar enteramente, el equilibrio ya no se recuperaría nunca y el mundo mismo se
desvanecería; pero esta suposición es irrealizable, ya que los dos términos de una
oposición no tienen sentido sino el uno por el otro, y, cualesquiera que sean las
apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y
transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.
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CAPÍTULO I
La edad sombría
La doctrina hindú enseña que la duración de un ciclo humano, al cual da el
nombre de Manvantara, se divide en cuatro edades, que marcan otras tantas fases de
un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial; son esos mismos periodos
que las tradiciones de la antigüedad occidental, por su lado, designaban como las
edades de oro, de plata, de bronce y de hierro. Al presente estamos en la cuarta edad,
el Kali-Yuga o «edad sombría», y estamos en él, se dice, desde hace ya más de seis
mil años, es decir, desde una época muy anterior a todas las que son conocidas por la
historia «clásica». Desde entonces, las verdades que antaño eran accesibles a todos
los hombres han devenido cada vez más ocultas y difíciles de alcanzar; aquellos que
las poseen son cada vez menos numerosos, y, si el tesoro de la sabiduría «no
humana», anterior a todas las edades, no puede perderse nunca, sin embargo se rodea
de velos cada vez más impenetrables, que le disimulan a las miradas y bajo los
cuales es extremadamente difícil descubrirle. Por eso es por lo que por todas partes,
bajo símbolos diversos, se habla de algo que se ha perdido, al menos en apariencia y
en relación al mundo exterior, y que deben reencontrar aquellos que aspiran al
verdadero conocimiento; pero se dice también que lo que está oculto así devendrá
visible al final de este ciclo, que será al mismo tiempo, en virtud de la continuidad
que liga todas las cosas entre sí, el comienzo de un ciclo nuevo.
Pero, se preguntará sin duda, ¿por qué el desarrollo cíclico debe cumplirse así en
un sentido descendente, que va de lo superior a lo inferior, lo que, como se observará
sin esfuerzo, es la negación misma de la idea de «progreso» tal como la entienden los
modernos? Es porque el desarrollo de toda manifestación implica necesariamente un
alejamiento cada vez mayor del principio del cual procede; partiendo del punto más
alto, tiende forzosamente hacia el más bajo, y, como los cuerpos pesados, tiende
hacia él con una velocidad sin cesar creciente, hasta que encuentra finalmente un
punto de detención. Esta caída podría caracterizarse como una materialización
progresiva, ya que la expresión del principio es pura espiritualidad; decimos la
expresión, y no el principio mismo, pues éste no puede ser designado por ninguno de
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los términos que parecen indicar una oposición cualquiera, ya que está más allá de
todas las oposiciones. Por lo demás, palabras como «espíritu» y «materia», que
tomamos aquí para más comodidad al lenguaje occidental, apenas tienen para nos
más que un valor simbólico; en todo caso, no pueden convenir verdaderamente a
aquello de lo que se trata más que a condición de descartar las interpretaciones
especiales que les da la filosofía moderna, de la cual filosofía, el «espiritualismo» y
el «materialismo» no son, a nuestros ojos, más que dos formas complementarias que
se implican la una a la otra y que son igualmente desdeñables para quien quiere
elevarse por encima de esos puntos de vista contingentes. Pero por lo demás no es de
metafísica pura de lo que nos proponemos tratar aquí, y es por eso por lo que, sin
perder de vista jamás los principios esenciales, podemos, tomando las precauciones
indispensables para evitar todo equívoco, permitirnos el uso de términos que, aunque
inadecuados, parezcan susceptibles de hacer las cosas más fácilmente
comprehensibles, en la medida en que eso puede hacerse sin desnaturalizarlas.
Lo que acabamos de decir del desarrollo de la manifestación presenta una visión
que, aunque es exacta en el conjunto, no obstante está muy simplificada y
esquematizada, puesto que puede hacer pensar que este desarrollo se efectúa en línea
recta, según un sentido único y sin oscilación de ningún tipo; la realidad es mucho
más compleja. En efecto, hay lugar a considerar en todas las cosas, como lo
indicábamos ya precedentemente, dos tendencias opuestas, una descendente y la otra
ascendente, o si uno quiere servirse de otro modo de representación, una centrífuga y
la otra centrípeta; y del predominio de una o de la otra proceden dos fases
complementarias de la manifestación, una de alejamiento del principio, la otra de
retorno hacia el principio, que frecuentemente se comparan simbólicamente a los
movimientos del corazón o a las dos fases de la respiración. Aunque estas dos fases
se describan ordinariamente como sucesivas, es menester concebir que, en realidad,
las dos tendencias a las que corresponden actúan siempre simultáneamente, aunque
en proporciones diversas; y ocurre a veces, en algunos momentos críticos donde la
tendencia descendente parece a punto de predominar definitivamente en la marcha
general del mundo, que una acción especial interviene para reforzar la tendencia
contraria, y de esta manera restablecer un cierto equilibrio al menos relativo, tal
como pueden conllevarle las condiciones del momento, y de operar así un
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enderezamiento parcial, por el que el movimiento de caída puede parecer detenido o
neutralizado temporariamente1.
Es fácil comprender que estos datos tradicionales, a los que debemos ceñirnos
para esbozar una apercepción muy resumida, hacen posibles concepciones muy
diferentes de todos los ensayos de «filosofía de la historia» a los que se libran los
modernos, y mucho más vastos y profundos. Pero, por el momento, no pensamos
remontar a los orígenes del ciclo presente, ni tampoco más simplemente a los
comienzos del Kali-Yuga; nuestras intenciones no se refieren, de una manera directa
al menos, más que a un dominio mucho más limitado, a las últimas fases de ese
mismo Kali-Yuga. En efecto, en el interior de cada uno de los grandes periodos de
los que hemos hablado, se pueden distinguir también diferentes fases secundarias,
que constituyen otras tantas subdivisiones suyas; y, puesto que cada parte es en cierto
modo análoga al todo, estas subdivisiones reproducen por así decir, en una escala
más reducida, la marcha general del gran ciclo en el que se integran; pero, ahí
también, una investigación completa de las modalidades de aplicación de esta ley a
los diversos casos particulares nos llevaría mucho más allá del cuadro que nos hemos
trazado para este estudio. Para terminar estas consideraciones preliminares,
mencionaremos solamente algunas de la últimas épocas particularmente críticas que
ha atravesado la humanidad, aquellas que entran en el periodo que se tiene
costumbre de llamar «histórico», porque es efectivamente el único que sea
verdaderamente accesible a la historia ordinaria o «profana»; y eso nos conducirá de
modo natural a lo que debe constituir el objeto propio de nuestro estudio, puesto que
la última de esas épocas críticas no es otra que la que constituye lo que se llaman los
tiempos modernos.
Hay un hecho bastante extraño, que nadie parece haber observado nunca como
merece serlo: es que el periodo propiamente «histórico», en el sentido que acabamos
de indicar, se remonta exactamente al siglo VI antes de la era cristiana, como si
hubiera ahí, en el tiempo, una barrera que no es posible traspasar con la ayuda de los
medios de investigación de que disponen los investigadores ordinarios. A partir de
esa época, en efecto, se posee por todas partes una cronología bastante precisa y bien
establecida; para todo lo que es anterior, por el contrario, nadie obtiene en general
más que una aproximación muy vaga, y las fechas propuestas para los mismos
1 Esto se refiere a la función de «conservación divina», que, en la tradición hindú, es
representada por Vishnu, y más particularmente a la doctrina de los Avatâras o «descensos» del
principio divino al mundo manifestado, que, naturalmente, no podemos pensar desarrollar aquí.
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acontecimientos varían frecuentemente en varios siglos. Incluso para los países
donde no se tienen más que simples vestigios dispersos, como Egipto por ejemplo,
eso es muy llamativo; y lo que es quizás más sorprendente todavía, es que, en un
caso excepcional y privilegiado como el de China, que posee, para épocas mucho
más remotas, anales fechados por medio de observaciones astronómicas que no
deberían dejar lugar a ninguna duda, los modernos por eso no califican menos de
«legendarias» a aquellas épocas, como si hubiera ahí un dominio donde no se
reconoce el derecho a ninguna certeza y donde se prohiben a sí mismos obtenerlas.
Así pues, la antigüedad llamada «clásica» no es, a decir verdad, más que una
antigüedad completamente relativa, e incluso mucho más próxima de los tiempos
modernos que la verdadera antigüedad, puesto que no se remonta siquiera a la mitad
del Kali-Yuga, cuya duración, según la doctrina hindú, no es ella misma más que la
décima parte de la del Manvantara; ¡Y por esto se podrá juzgar suficientemente
hasta qué punto los modernos tienen razón para estar tan orgullosos de la extensión
de sus conocimientos históricos! Todo eso, responderían sin duda para justificarse,
no son más que periodos «legendarios», y es por eso por lo que estiman no tener que
tenerlos en cuenta; pero esta respuesta no es precisamente más que la confesión de su
ignorancia, y de una incomprehensión que es lo único que puede explicar su desdén
de la tradición; en efecto, el espíritu específicamente moderno, no es, como lo
mostraremos más adelante, nada más que el espíritu antitradicional.
En el siglo VI antes de la era cristiana, cualquiera que haya sido su causa, se
produjeron cambios considerables en casi todos los pueblos; por lo demás, estos
cambios presentaron caracteres diferentes según los países. En algunos casos, fue
una readaptación de la tradición a otras condiciones que las que habían existido
anteriormente, readaptación que se cumplió en un sentido rigurosamente ortodoxo;
esto es lo que tuvo lugar concretamente en China, donde la doctrina, constituida
primitivamente en un conjunto único, fue dividida entonces en dos partes claramente
distintas: el Taoísmo, reservado a una élite, y que comprendía la metafísica pura y
las ciencias tradicionales de orden propiamente especulativo, y el Confucionismo,
común a todos sin distinción, y que tenía por dominio las aplicaciones prácticas y
principalmente sociales. En los Persas, parece que haya habido igualmente una
readaptación del Mazdeísmo, ya que esta época fue la del último Zoroastro1. En la 1 Es menester destacar que el nombre de Zoroastro no designa en realidad a un personaje
particular, sino una función, a la vez profética y legisladora; hubo varios Zoroastros, que vivieron en
épocas muy diferente; y es verosímil incluso que esta función debió tener un carácter colectivo, del
mismo modo que la de Vyâsa en la India, y del mismo modo también que, en Egipto, lo que se
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India, se vio nacer entonces el Budismo, que, cualquiera que haya sido por lo demás
su carácter original1, debía desembocar, al contrario, al menos en algunas de sus
ramas, en una rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que llegó hasta la
negación de toda autoridad, hasta una verdadera anarquía, en el sentido etimológico
de «ausencia de principio», en el orden intelectual y en el orden social. Lo que es
bastante curioso, es que, en la India, no se encuentra ningún monumento que
remonte más allá de esta época, y los orientalistas, que quieren hacer comenzar todo
con el Budismo cuya importancia exageran singularmente, han intentado sacar
partido de esta constatación en favor de su tesis; no obstante, la explicación del
hecho es bien simple: es que todas las construcciones anteriores eran en madera, de
suerte que han desaparecido naturalmente sin dejar rastro2; pero lo que es verdad, es
que un tal cambio en el modo de construcción corresponde necesariamente a una
modificación profunda de las condiciones generales de existencia del pueblo donde
se ha producido.
Acercándonos al Occidente, vemos que, en los judíos, la misma época fue la de la
cautividad de Babilonia; y lo que es quizás uno de los hechos más sorprendentes que
se tengan que constatar, es que un corto periodo de setenta años fue suficiente para
hacerles perder hasta su escritura, puesto que después debieron reconstituir los
Libros sagrados con caracteres diferentes de aquellos que habían estado en uso hasta
entonces. Se podrían citar todavía muchos otros acontecimientos que se refieren casi
a la misma fecha: notaremos solamente que fue para Roma el comienzo del periodo
propiamente «histórico», que sucedió a la época «legendaria» de los reyes, y que se
atribuyó a Thoth o a Hermes representa la obra de toda la casta sacerdotal.1 En realidad, la cuestión del Budismo está lejos de ser tan simple como podría dar a pensar esta
breve apercepción; y es interesante notar que, si los Hindúes, bajo el punto de vista de su propia
tradición, han condenado siempre a los Budistas, muchos de entre ellos por eso no profesan menos
un gran respeto por el Buddha mismo, respeto que en algunos llega incluso hasta ver en él el noveno
Avatâra, mientras que otros identifican a éste con Cristo. Por otra parte, en lo que concierne al
Budismo tal como se conoce hoy, es menester tener buen cuidado de distinguir entre sus dos formas
del Mahâyâna y del Hînayâna, o del «Vehículo Mayor» y del «Vehículo Menor»; de una manera
general, se puede decir que el Budismo fuera de la India difiere notablemente de su forma original
india, que comenzó a perder terreno rápidamente después de la muerte de Ashoka y desapareció
completamente algunos siglos más tarde.2 Este caso no es particular a la India y se encuentra también en Occidente; es exactamente por la
misma razón por lo que no se encuentra ningún vestigio de las ciudades celtas, cuya existencia no
obstante es incontestable, puesto que está atestiguada por testimonios contemporáneos; y, ahí
igualmente, los historiadores modernos han aprovechado esta ausencia de monumentos para
describir a los Celtas como salvajes que vivían en los bosques.
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sabe también, aunque de una manera un poco vaga, que hubo entonces importantes
movimientos en los pueblos célticos; pero, sin insistir más en ello, llegaremos a lo
que concierne a Grecia. Allí igualmente, el siglo VI a.C. fue el punto de partida de la
civilización llamada «clásica», la única a la que los modernos reconocen el carácter
«histórico», y todo lo que precede es lo bastante mal conocido como para ser tratado
de «legendario», aunque los descubrimientos arqueológicos recientes ya no permiten
dudar de que, al menos, hubo allí una civilización muy real; y nos tenemos algunas
razones para pensar que aquella primera civilización helénica fue mucho más
interesante intelectualmente que la que la siguió, y que sus relaciones no dejan de
ofrecer alguna analogía con las que existen entre la Europa de la edad media y la
Europa moderna. No obstante, conviene destacar que la escisión no fue tan radical
como en este último caso, ya que hubo, al menos parcialmente, una readaptación
efectuada en el orden tradicional, principalmente en el dominio de los «misterios»; y
con esto es menester relacionar el Pitagorismo, que fue sobre todo, bajo una forma
nueva, una restauración del Orfismo anterior, y cuyos lazos evidentes con el culto
délfico del Apolo hiperbóreo permiten considerar incluso una filiación continua y
regular con una de las tradiciones más antiguas de la humanidad. Pero, por otra
parte, pronto se vio aparecer algo de lo que todavía no se había tenido ningún
ejemplo y que, a continuación, debía ejercer una influencia nefasta sobre todo el
mundo occidental: queremos hablar de ese modo especial de pensamiento que tomó
y guardó el nombre de «filosofía»; y este punto es bastante importante como para
que nos detengamos en él algunos instantes.
La palabra «filosofía», en sí misma, puede tomarse ciertamente en un sentido muy
legítimo, que fue sin duda su sentido primitivo, sobre todo si es verdad que, como se
pretende, es Pitágoras quien lo empleó primero: etimológicamente, no significa nada
más que «amor de la sabiduría»; así pues, designa primero una disposición previa
requerida para llegar a la sabiduría, y puede designar también, por una extensión
completamente natural, la indagación que, naciendo de esta disposición misma, debe
conducir al conocimiento. Por consiguiente, no es más que un estadio preliminar y
preparatorio, un encaminamiento hacia la sabiduría, un grado que corresponde a un
estado inferior a esta1; la desviación que se ha producido después ha consistido en
tomar este grado transitorio por la meta misma, en pretender substituir la sabiduría
por la «filosofía», lo que implica el olvido o el desconocimiento de la verdadera
1 La relación es aquí casi la misma que la que existe, en la doctrina taoísta, entre el estado del
«hombre dotado» y el del «hombre transcendente».
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naturaleza de ésta última. Es así como tomó nacimiento lo que podemos llamar la
filosofía «profana», es decir, una pretendida sabiduría puramente humana, y por
tanto de orden simplemente racional, que toma el lugar de la verdadera sabiduría
tradicional, supraracional y «no humana». No obstante, subsistió todavía algo de ésta
a través de toda la antigüedad; lo que lo prueba, es primero la persistencia de los
«misterios», cuyo carácter esencialmente «iniciático» no podría ser contestado, y es
también el hecho de que la enseñanza de los filósofos mismos tenía a la vez, lo más
frecuentemente, un lado «exotérico» y un lado «esotérico», pudiendo éste último
permitir el vinculamiento a un punto de vista superior, que, por lo demás, se
manifiesta de una manera muy clara, aunque quizás incompleta bajo ciertos aspectos,
algunos siglos más tarde, en los Alejandrinos. Para que la filosofía «profana» se
constituyera definitivamente como tal, era menester que permaneciera solo el
«exoterismo» y que se llegara hasta la negación pura y simple de todo «esoterismo»;
es en esto precisamente en lo que debía desembocar, en los modernos, el movimiento
comenzado por los Griegos; las tendencias que ya se habían afirmado en aquéllos
debían llevarse entonces hasta sus consecuencias más extremas, y la importancia
excesiva que habían acordado al pensamiento racional iba a acentuarse también para
llegar al «racionalismo», actitud especialmente moderna que ya no consiste
simplemente en ignorar, sino en negar expresamente todo lo que es de orden
supraracional; pero no anticipamos más, ya que tendremos que volver de nuevo
sobre esas consecuencias y ver su desarrollo en una parte de nuestra exposición.
En lo que acaba de decirse, hay que retener una cosa particularmente desde el
punto de vista que nos ocupa: es que conviene buscar en la antigüedad «clásica»
algunos de los orígenes del mundo moderno; así pues, éste no carece enteramente de
razón cuando se recomienda a la civilización grecolatina y se pretende su
continuador. No obstante, es menester decir que no se trata más que de una
continuación lejana y un poco infiel, ya que, a pesar de todo, en aquella antigüedad,
había muchas cosas, en el orden intelectual y espiritual, cuyo equivalente no se
podría encontrar entre los modernos; en todo caso, en el oscurecimiento progresivo
del verdadero conocimiento, se trata de dos grados bastante diferentes. Por lo demás,
se podría concebir que la decadencia de la civilización antigua haya conducido, de
una manera gradual y sin solución de continuidad, a un estado más o menos
semejante al que vemos hoy día; pero, de hecho, la cosa no fue así, y, en el intervalo,
hubo, para el Occidente, otra época crítica que fue al mismo tiempo una de esas
épocas de enderezamiento a las que hacíamos alusión más atrás.
15
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
Esta época es la del comienzo y de la expansión del Cristianismo, que coincide,
por una parte, con la dispersión del pueblo judío, y, por otra parte, con la última fase
de la civilización grecolatina; y podemos pasar más rápidamente sobre estos
acontecimientos, a pesar de su importancia, porque generalmente son más conocidos
que aquellos de los que hemos hablado hasta aquí, y porque su sincronismo ha sido
más destacado, incluso por los historiadores de miras más superficiales. También se
han señalado bastante frecuentemente algunos rasgos comunes a la decadencia
antigua y a la época actual; y, sin querer llevar demasiado lejos el paralelismo, se
debe reconocer que hay en efecto algunas semejanzas bastante llamativas. La
filosofía puramente «profana» había ganado terreno: la aparición del escepticismo
por un lado, el éxito del «moralismo» estoico y epicúreo por el otro, muestran
suficientemente hasta qué punto se había rebajado la intelectualidad. Al mismo
tiempo, las antiguas doctrinas sagradas, que casi nadie comprendía ya, habían
degenerado, por el hecho de esta incomprehensión, en «paganismo» en el verdadero
sentido de esta palabra, es decir, que ya no eran más que «supersticiones», cosas que,
habiendo perdido su significación profunda, se sobreviven a sí mismas únicamente
por manifestaciones completamente exteriores. Hubo intentos de reacción contra esta
decadencia: el helenismo mismo intentó revivificarse con la ayuda de elementos
tomados a las doctrinas orientales con las que podía encontrarse en contacto; pero
eso ya no era suficiente, la civilización grecolatina debía acabar, y el enderezamiento
debía venir de otra parte y operarse bajo una forma diferente. Fue el Cristianismo el
que cumplió esta transformación; y, anotémoslo de pasada, la comparación que se
puede establecer bajo algunas relaciones entre aquel tiempo y el nuestro es quizás
uno de los elementos determinantes del «mesianismo» desordenado que sale a la luz
actualmente. Después del periodo turbulento de las invasiones bárbaras, necesario
para acabar la destrucción del antiguo estado de cosas, se restauró un orden normal
para una duración de algunos siglos; fue la edad media, tan desconocida por los
modernos que son incapaces de comprender su intelectualidad, y para quienes esta
época parece ciertamente mucho más extraña y lejana que la antigüedad «clásica».
Para nos, la verdadera edad media se extiende desde el reinado de Carlomagno
hasta el comienzo del siglo XIV; en esta última fecha comienza una nueva
decadencia que, a través de etapas diversas, irá acentuándose hasta nosotros. Es ahí
donde está el verdadero punto de partida de la crisis moderna: es el comienzo de la
desagregación de la «Cristiandad», a la que se identificaba esencialmente la
civilización occidental de la edad media; es, al mismo tiempo, el fin del régimen
16
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
feudal, bastante estrechamente solidario de aquella misma «Cristiandad», el origen
de la constitución de las «nacionalidades». Así pues, es menester hacer remontar la
época moderna cerca de dos siglos antes de lo que se hace ordinariamente; el
Renacimiento y la Reforma son sobre todo resultantes, y no se han hecho posibles
más que por la decadencia previa; pero, bien lejos de ser un enderezamiento,
marcaron una caída mucho más profunda, porque consumaron la ruptura definitiva
con el espíritu tradicional, uno en el dominio de las ciencias y de las artes, y la otra
en el dominio religioso mismo, que era no obstante aquél donde una tal ruptura
hubiera podido parecer más difícilmente concebible.
Lo que se llama el Renacimiento fue en realidad, como ya lo hemos dicho en
otras ocasiones, la muerte de muchas cosas; bajo pretexto de volver de nuevo a la
civilización grecorromana, no se tomó de aquélla más que lo que había tenido de
más exterior, porque únicamente eso había podido expresarse claramente en textos
escritos; y esta restitución incompleta no podía tener por lo demás más que un
carácter muy artificial, puesto que se trataba de formas que, desde hacía siglos,
habían dejado de vivir de su vida verdadera. En cuanto a las ciencias tradicionales de
la edad media, después de haber tenido todavía algunas últimas manifestaciones
hacia esta época, desaparecieron tan totalmente como las de las civilizaciones
remotas que fueron aniquiladas antaño por algún cataclismo; y, esta vez, nada debía
venir a reemplazarlas. En adelante no hubo más que la filosofía y la ciencia
«profanas», es decir, la negación de la verdadera intelectualidad, la limitación del
conocimiento al orden más inferior, el estudio empírico y analítico de hechos que no
son vinculados a ningún principio, la dispersión en una multitud indefinida de
detalles insignificantes, la acumulación de hipótesis sin fundamento, que se
destruyen incesantemente las unas a las otras, y de miras fragmentarias que no
pueden conducir a nada, salvo a esas aplicaciones prácticas que constituyen la única
superioridad efectiva de la civilización moderna; superioridad poco envidiable por lo
demás, y que, al desarrollarse hasta asfixiar a toda otra preocupación, ha dado a esta
civilización el carácter puramente material que hace de ella una verdadera
monstruosidad.
Lo que es completamente extraordinario es la rapidez con la que la civilización de
la edad media cayó en el más completo olvido; los hombres del siglo XVII ya no
tenían la menor noción de ella, y los monumentos suyos que subsistían ya no
representaban nada a sus ojos, ni en el orden intelectual, ni en el orden estético; por
esto se puede juzgar cuánto se había cambiado la mentalidad en el intervalo. No
17
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
emprenderemos buscar aquí los factores, ciertamente muy complejos, que
concurrieron a ese cambio, tan radical que parece difícil admitir que haya podido
operarse espontáneamente y sin la intervención de una voluntad directriz cuya
naturaleza exacta permanece forzosamente bastante enigmática; a este respecto, hay
circunstancias muy extrañas, como la vulgarización, en un momento determinado, y
presentándolas como descubrimientos nuevos, de cosas que eran conocidas en
realidad desde hacía mucho tiempo, pero cuyo conocimiento, en razón de algunos
inconvenientes que corrían el riesgo de rebasar sus ventajas, no había sido difundido
hasta entonces en el dominio público1. Es muy inverosímil también que la leyenda
que hizo de la edad media una época de «tinieblas», de ignorancia y de barbarie,
haya tomado nacimiento y se haya acreditado por sí sola, y que la verdadera
falsificación de la historia a la que los modernos se han librado haya sido
emprendida sin ninguna idea preconcebida; pero no iremos más adelante en el
examen de esta cuestión, ya que, de cualquier manera que se haya llevado a cabo este
trabajo, por el momento, es la constatación del resultado la que, en suma, nos
importa más.
Hay una palabra que recibió todos los honores en el Renacimiento, y que resumía
de antemano todo el programa de la civilización moderna: esta palabra es la de
«humanismo». Se trataba en efecto de reducirlo todo a proporciones puramente
humanas, de hacer abstracción de todo principio de orden superior, y, se podría decir
simbólicamente, de apartarse del cielo bajo pretexto de conquistar la tierra; los
Griegos, cuyo ejemplo se pretendía seguir, jamás habían llegado tan lejos en este
sentido, ni siquiera en el tiempo de su mayor decadencia intelectual, y al menos las
preocupaciones utilitarias jamás habían pasado en ellos al primer plano, así como eso
debía producirse pronto en los modernos. El «humanismo», era ya una primera
forma de lo que ha devenido el «laicismo» contemporáneo; y, al querer reducirlo
todo a la medida del hombre, tomado como un fin en sí mismo, se ha terminado por
descender, de etapa en etapa, al nivel de lo más inferior que hay en éste, y por no
buscar apenas más que la satisfacción de las necesidades inherentes al lado material
de su naturaleza, búsqueda bien ilusoria, por lo demás, ya que crea siempre más
necesidades artificiales de las que puede satisfacer.
1 No citaremos más que dos ejemplos, entre los hechos de este género que debían tener las más
graves consecuencias: la pretendida invención de la imprenta, que los chinos conocían
anteriormente a la era cristiana, y el descubrimiento «oficial» de América, con la que habían
existido comunicaciones mucho más seguidas de lo que se piensa durante la edad media.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
¿Llegará el mundo moderno hasta el fondo de esta pendiente fatal, o bien, como
ha ocurrido en la decadencia del mundo grecolatino, se producirá, esta vez también,
un nuevo enderezamiento antes de que haya alcanzado el fondo del abismo a donde
es arrastrado? Parece que ya no sea apenas posible una detención a mitad de camino,
y que, según todas las indicaciones proporcionadas por las doctrinas tradicionales,
hayamos entrado verdaderamente en la fase final del Kali-Yuga, en el periodo más
sombrío de esta «edad sombría», en ese estado de disolución del que no es posible
salir más que por un cataclismo, porque ya no es un simple enderezamiento el que
entonces es necesario, sino una renovación total. El desorden y la confusión reinan
en todos los dominios; han sido llevados hasta un punto que rebasa con mucho todo
lo que se había visto precedentemente, y, partiendo del Occidente, amenazan ahora
con invadir el mundo todo entero; sabemos bien que su triunfo no puede ser nunca
más que aparente y pasajero, pero, en un tal grado, parece ser el signo de la más
grave de todas las crisis que la humanidad haya atravesado en el curso de su ciclo
actual. ¿No hemos llegado a esa época temible anunciada por los Libros sagrados de
la India, «donde las castas estarán mezcladas, donde la familia ya no existirá»? Basta
mirar alrededor de sí para convencerse de que este estado es realmente el del mundo
actual, y para constatar por todas partes esa decadencia profunda que el Evangelio
llama «la abominación de la desolación». Es menester no disimular la gravedad de la
situación; conviene considerarla tal como es, sin ningún «optimismo», pero también
sin ningún «pesimismo», puesto que como lo decíamos precedentemente, el fin del
antiguo mundo será también el comienzo de un mundo nuevo.
Ahora, se plantea una cuestión: ¿cuál es la razón de ser de un periodo como éste
en el que vivimos? En efecto, por anormales que sean las condiciones presentes
consideradas en sí mismas, no obstante deben entrar en el orden general de las cosas,
en ese orden que, según una fórmula extremo oriental, está hecho de la suma de
todos los desórdenes; esta época, por penosa y turbulenta que sea, debe tener
también, como todas las demás, su lugar marcado en el conjunto del desarrollo
humano, y por lo demás, el hecho mismo de que estaba prevista por las doctrinas
tradicionales es a este respecto una indicación suficiente. Lo que hemos dicho de la
marcha general de un ciclo de manifestación, que va en el sentido de una
materialización progresiva, da inmediatamente la explicación de un tal estado, y
muestra bien que lo que es anormal y desordenado bajo un cierto punto de vista
particular no es sin embargo más que la consecuencia de una ley que se refiere a un
punto de vista superior o más extenso. Agregaremos, sin insistir en ello, que, como
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
todo cambio de estado, el paso de un ciclo a otro no puede cumplirse más que en la
obscuridad; en eso hay también una ley muy importante y cuyas aplicaciones son
múltiples, pero, por eso mismo, una exposición algo detallada de ella nos llevaría
demasiado lejos1.
No es eso todo: la época moderna debe corresponder necesariamente al desarrollo
de algunas de las posibilidades que, desde el origen, estaban incluidas en la
potencialidad del ciclo actual; y, por inferior que sea el rango ocupado por estas
posibilidades en la jerarquía del conjunto, por eso no debían menos, tanto como las
demás, ser llamadas a la manifestación según el orden que les está asignado. Bajo
esta relación, lo que, según la tradición, caracteriza a la última fase del ciclo, es, se
podría decir, la explotación de todo lo que ha sido desdeñado o rechazado en el curso
de las fases precedentes; y, efectivamente, es eso lo que podemos constatar en la
civilización moderna, que no vive en cierto modo más que de aquello que las
civilizaciones anteriores no habían querido. ¡Para darse cuenta de ello, no hay más
que ver como los representantes de esas mismas civilizaciones que se han mantenido
hasta aquí en el mundo oriental, aprecian las ciencias occidentales y sus aplicaciones
industriales! No obstante, estos conocimientos inferiores, tan vanos a los ojos de
quien posee un conocimiento de otro orden, debían ser «realizados», y no podían
serlo más que en un estadio donde la verdadera intelectualidad hubiera desaparecido;
estas investigaciones de un alcance exclusivamente práctico, en el sentido más
estrecho de este término, debían llevarse a cabo, pero no podían serlo más que en el
extremo opuesto de la espiritualidad primordial, por hombres inmersos en la materia
hasta el punto de no concebir nada más allá, y que devienen tanto más esclavos de
esta materia cuanto más quisieran servirse de ella, lo que les conduce a una agitación
siempre creciente, sin regla y sin meta, a la dispersión en la pura multiplicidad, hasta
la disolución final.
Tal es, esbozada en sus grandes rasgos y reducida a lo esencial, la verdadera
explicación del mundo moderno; pero, declarémoslo muy claramente, esta
explicación no podría tomarse de ninguna manera como una justificación. Una
desgracia inevitable, por eso no es menos una desgracia; e, incluso si del mal debe
salir un bien, eso no quita al mal su carácter; por lo demás, entiéndase bien, no
1 Esta ley estaba representada, en los misterios de Eleusis, por el simbolismo del grano de trigo;
los alquimistas la figuraban por la «putrefacción» y por el color negro que marca el comienzo de la
«Gran Obra»; lo que los místicos cristianos llaman la «noche obscura del alma» no es más que su
aplicación al desarrollo espiritual del ser que se eleva a estados superiores; y sería fácil señalar
todavía muchas otras concordancias.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
empleamos aquí estos términos de «bien» y de «mal» más que para hacernos
comprender mejor, y fuera de toda intención específicamente «moral». Los
desórdenes parciales no pueden no ser, porque son elementos necesarios del orden
total; pero, a pesar de eso, una época de desorden es, en sí misma, algo comparable a
una monstruosidad, que, aunque es la consecuencia de algunas leyes naturales, por
eso no es menos una desviación y una suerte de error, o a un cataclismo, que, aunque
resulta del curso normal de las cosas, es del mismo modo, si se considera
aisladamente, un trastorno y una anomalía. La civilización moderna, como todas las
cosas, tiene forzosamente su razón de ser, y, si es verdaderamente la que termina un
ciclo, se puede decir que ella es lo que debe ser, que viene en su tiempo y en su
lugar; pero por eso no deberá ser juzgada menos según la palabra evangélica muy
frecuentemente mal comprendida: «¡Es menester que haya escándalo; pero ay de
aquél por quien el escándalo llega!».
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
CAPÍTULO II
La oposición de Oriente y de Occidente
Uno de los caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se
observa en él entre Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión
de una manera más especial, es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar
algunos de sus aspectos y disipar algunos malentendidos. La verdad es que hubo
siempre civilizaciones diversas y múltiples, cada una de las cuales se ha desarrollado
de una manera que le era propia y en un sentido conforme a las aptitudes de tal
pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere decir oposición, y puede haber una
suerte de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes, desde que todas
reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los cuales ellas representan
solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas. Tal es el caso de
todas las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no
hay entre ellas ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no
son más que exteriores y superficiales. Por el contrario, una civilización que no
reconoce ningún principio superior, que no está fundada en realidad más que sobre
una negación de los principios, está, por eso mismo, desprovista de todo medio de
entendimiento con las demás, ya que este entendimiento, para ser verdaderamente
profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es decir, precisamente
por aquello que falta a esta civilización anormal y desviada. Así pues, en el estado
presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han
permanecido fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y,
por el otro, una civilización propiamente antitradicional, que es la civilización
occidental moderna.
No obstante, algunos han llegado hasta contestar que la división misma de la
humanidad en Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para
la época actual, eso no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe
una civilización occidental, común a Europa y a América, es ese un hecho sobre el
que todo el mundo debe estar de acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el juicio
que se haga sobre el valor de esta civilización. Para Oriente, las cosas son menos
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
simples, porque, efectivamente, no existe una, sino varias civilizaciones orientales;
pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que caracterizan lo que hemos
llamado una civilización tradicional, y que éstos mismos rasgos no se encuentren en
la civilización occidental, para que la distinción e incluso la oposición de Oriente y
de Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y el
carácter tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las
cuales, a fin de fijar mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos
adoptado precedentemente, y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera
entrar en el detalle, no obstante es exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas:
el extremo oriente, representado esencialmente por la civilización china; el oriente
medio, representado por la civilización hindú; el oriente próximo, representado por
la civilización islámica. Conviene agregar que esta última, bajo muchas relaciones,
debería considerarse más bien como intermediaria entre Oriente y Occidente, y que
incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a lo que fue la civilización
occidental de la edad media; pero, si se considera en relación al Occidente moderno,
debe reconocerse que se opone a él al mismo título que las civilizaciones
propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de vista.
Es en esto en lo que es esencial insistir: la oposición de Oriente y de Occidente no
tenía ninguna razón de ser cuando en Occidente había también civilizaciones
tradicionales; así pues, no tiene sentido más que cuando se trata especialmente del
Occidente moderno, ya que esta oposición es mucho más la de dos espíritus que la de
dos entidades geográficas más o menos claramente definidas. En algunas épocas, de
las que la más próxima a nosotros es la edad media, el espíritu occidental se parecía
mucho, por sus lados más importantes, a lo que es todavía hoy el espíritu oriental,
mucho más que a lo que este espíritu occidental ha devenido en los tiempos
modernos; la civilización occidental era entonces comparable a las civilizaciones
orientales, al mismo título que éstas lo son entre ellas. Así pues, en el curso de los
últimos siglos, se ha producido un cambio considerable, mucho más grave que todas
las desviaciones que habían podido manifestarse anteriormente en épocas de
decadencia, puesto que llega incluso hasta una verdadera inversión en la dirección
dada a la actividad humana; y es en el mundo occidental exclusivamente donde ha
tenido nacimiento este cambio. Por consiguiente, cuando decimos espíritu
occidental, refiriéndonos a lo que existe en el presente, lo que es menester entender
por eso no es otra cosa que el espíritu moderno; y, como el otro espíritu no se ha
mantenido más que en Oriente, podemos, siempre en relación a las condiciones
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
actuales, llamarle espíritu oriental. Estos dos términos, en suma, no expresan nada
más que una situación de hecho; y, si aparece muy claramente que uno de los dos
espíritus presentes es efectivamente occidental, porque su aparición pertenece a la
historia reciente, nos no entendemos prejuzgar nada en cuanto a la proveniencia del
otro, que fue antaño común a Oriente y a Occidente, y cuyo origen, a decir verdad,
debe confundirse con el de la humanidad misma, puesto que ese es el espíritu que se
podría calificar de normal, aunque solo sea porque ha inspirado a todas las
civilizaciones que conocemos más o menos completamente, a excepción de una sola,
que es la civilización occidental moderna.
Algunos, que sin duda no se habían tomado el trabajo de leer nuestros libros, han
creído deber reprocharnos haber dicho que todas las doctrinas tradicionales tenían un
origen oriental, que la antigüedad occidental misma, en todas las épocas, había
recibido siempre sus tradiciones de Oriente; nos no hemos escrito nunca nada
semejante, ni nada que pueda sugerir incluso una tal opinión, por la simple razón de
que sabemos muy bien que eso es falso. En efecto, son precisamente los datos
tradicionales los que se oponen claramente a una aserción de este género: se
encuentra por todas partes la afirmación formal de que la tradición primordial del
ciclo actual ha venido de las regiones hiperbóreas; hubo después varias corrientes
secundarias, que corresponden a periodos diversos, y de las cuales una de las más
importantes, al menos entre aquellas cuyos vestigios son todavía discernibles, fue
incontestablemente del Occidente hacia Oriente. Pero todo eso se refiere a épocas
muy lejanas, de las que se llaman comúnmente «prehistóricas», y no es eso lo que
tenemos en vista; lo que decimos, es primero que, desde hace mucho tiempo ya, el
depósito de la tradición primordial ha sido transferido a Oriente, y que es allí donde
se encuentran ahora las formas doctrinales que han salido de ella más directamente; y
después que, en el estado actual de las cosas, el verdadero espíritu tradicional, con
todo lo que implica, ya no tiene representantes auténticos más que en Oriente.
Para completar esta puesta a punto, debemos explicarnos también, al menos
brevemente, sobre algunas ideas de restauración de una «tradición occidental» que
han visto la luz en diversos medios contemporáneos; el único interés que presentan,
en el fondo, es mostrar que algunos espíritus no están satisfechos de la negación
moderna, que sienten la necesidad de otra cosa que lo que les ofrece nuestra época,
que entrevén la posibilidad de un retorno a la tradición, bajo una forma o bajo otra,
como el único medio de salir de la crisis actual. Desafortunadamente, el
«tradicionalismo» no es lo mismo que el verdadero espíritu tradicional; puede no ser,
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
y frecuentemente no es de hecho, más que una simple tendencia, una aspiración más
o menos vaga, que no supone ningún conocimiento real; y, en el desorden mental de
nuestro tiempo, esta aspiración provoca sobre todo, es menester decirlo,
concepciones fantasiosas y quiméricas, desprovistas de todo fundamento serio. Al no
encontrar ninguna tradición auténtica sobre la que uno pueda apoyarse, se llega hasta
imaginar pseudotradiciones que no han existido nunca, y que carecen de principio en
la misma medida que aquello a lo que se querría substituir; todo el desorden
moderno se refleja en esas construcciones, y, cualesquiera que puedan ser las
intenciones de sus autores, el único resultado que obtienen es aportar una
contribución nueva al desequilibrio general. En este género de cosas, mencionaremos
de memoria la pretendida «tradición occidental» fabricada por algunos ocultistas con
la ayuda de los elementos más disparatados, y destinada sobre todo a hacer
competencia a una «tradición oriental» no menos imaginaria, la de los teosofistas;
hemos hablado suficientemente de estas cosas en otra parte, y preferimos dedicarnos
a continuación al examen de algunas otras teorías que pueden parecer más dignas de
atención, porque en ellas se encuentra al menos el deseo de hacer llamada a
tradiciones que han tenido una existencia efectiva.
Hacíamos alusión hace un momento a la corriente tradicional venida de las
regiones occidentales; los relatos de los antiguos, relativos a la Atlántida, indican su
origen; después de la desaparición de este continente, que es el último de los grandes
cataclismos ocurridos en el pasado, no parece dudoso que restos de su tradición
hayan sido transportados a regiones diversas, donde se han mezclado a otras
tradiciones preexistentes, principalmente a ramas de la tradición hiperbórea; y es
muy posible que las doctrinas de los celtas, en particular, hayan sido producto de esta
fusión. Estamos muy lejos de contestar estas cosas; pero que se piense bien en esto:
la forma propiamente «atlantiana» ha desaparecido hace ya millares de años, con la
civilización a la que pertenecía, y cuya destrucción no puede haberse producido más
que a consecuencia de una desviación que era quizás comparable, bajo algunos
aspectos, a la que constatamos hoy día, aunque con una notable diferencia teniendo
en cuenta que la humanidad no había entrado todavía entonces en el Kali-Yuga; es
así como esta tradición no correspondía más que a un periodo secundario de nuestro
ciclo, y como sería un gran error pretender identificarla a la tradición primordial de
la que han salido todas las demás, y que es la única que permanece desde el
comienzo hasta el fin. Estaría fuera de propósito exponer aquí todos los datos que
justifican estas afirmaciones; no retendremos de ellos más que la conclusión, que es
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
la imposibilidad de hacer revivir al presente una tradición «atlantiana», o incluso de
vincularse a ella más o menos directamente; por lo demás, hay mucha fantasía en las
tentativas de esta suerte. Por eso no es menos verdad que puede ser interesante
buscar el origen de los elementos que se encuentran en las tradiciones posteriores,
provisto que se haga con todas las precauciones necesarias para guardarse de algunas
ilusiones; pero estas investigaciones no pueden desembocar en ningún caso en la
resurrección de una tradición que no estaría adaptada a ninguna de las condiciones
actuales de nuestro mundo.
Hay otros que quieren vincularse al «celtismo», y, porque hacen llamada así a
algo que está menos alejado de nosotros, puede parecer que lo que proponen sea
menos irrealizable; no obstante, ¿dónde encontrarían hoy día el «celtismo» en el
estado puro, y dotado todavía de una vitalidad suficiente como para que sea posible
tomar ahí un punto de apoyo? En efecto, no hablamos de reconstituciones
arqueológicas o simplemente «literarias», como se han visto algunas; se trata de algo
diferente. Que elementos célticos muy reconocibles y todavía utilizables hayan
llegado hasta nosotros por diversos intermediarios, eso es verdad; pero estos
elementos están muy lejos de representar la integralidad de una tradición, y, cosa
sorprendente, ésta, en los países mismos donde vivió antaño, se ignora ahora más
completamente aún que las de muchas civilizaciones que fueron siempre extranjeras
a esos mismos países; ¿no hay algo ahí que debería hacer reflexionar, al menos a
aquellos que no están enteramente dominados por una idea preconcebida? Diremos
más: en todos los casos como ese, donde se trata de los vestigios dejados por
civilizaciones desaparecidas, no es posible comprenderlos verdaderamente sino por
comparación con lo que hay de similar en las civilizaciones tradicionales que están
todavía vivas; y otro tanto se puede decir para la edad media misma, donde se
encuentran tantas cosas cuya significación está perdida para los occidentales
modernos. Esta toma de contacto con las tradiciones cuyo espíritu subsiste todavía es
el único medio de revivificar aquello que todavía es susceptible de serlo; y, como ya
lo hemos indicado muy frecuentemente, éste es uno de los mayores servicios que
Oriente pueda prestar a Occidente. No negamos la supervivencia de un cierto
«espíritu céltico», que todavía puede manifestarse bajo formas diversas, como lo ha
hecho ya en diferentes épocas; pero cuando se llega a asegurarnos que existen
todavía centros espirituales que conservan integralmente la tradición druídica,
esperamos que se nos proporcione la prueba de ello, y, hasta nueva orden, eso nos
parece muy dudoso, cuando no enteramente inverosímil.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
La verdad es que, en la edad media, los elementos célticos subsistentes han sido
asimilados por el Cristianismo; la leyenda del «Santo Grial», con todo lo que se
relaciona con ella, es, a este respecto, un ejemplo particularmente probatorio y
significativo. Por lo demás, pensamos que una tradición occidental, si llegara a
reconstituirse, tomaría forzosamente una forma exterior religiosa, en el sentido más
estricto de esta palabra, y que esta forma no podría ser más que cristiana, ya que, por
una parte, las demás formas posibles son desde hace mucho tiempo extrañas a la
mentalidad occidental, y, por otra, es únicamente en el Cristianismo, decimos más
precisamente aún en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente, los restos
del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que
no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso, porque carece
de base; es muy evidente que uno no puede apoyarse más que sobre lo que existe de
una manera efectiva, y que, allí donde falta la continuidad, no puede haber más que
reconstituciones artificiales y que no podrían ser viables; si se objeta que el
Cristianismo mismo, en nuestra época, ya no se comprende apenas verdaderamente y
en su sentido profundo, responderemos que al menos ha guardado, en su forma
misma, todo lo que es necesario para proporcionar la base de que se trata. La
tentativa menos quimérica, la única incluso que no choca con imposibilidades
inmediatas, sería pues aquella que apuntara a restaurar algo comparable a lo que
existió en la edad media, con las diferencias requeridas por la modificación de las
circunstancias; y, para todo lo que está enteramente perdido en Occidente,
convendría hacer llamada a las tradiciones que se han conservado integralmente,
como lo indicábamos hace un momento, y cumplir después un trabajo de adaptación
que solo podría ser la obra de una élite intelectual fuertemente constituida. Todo eso,
lo hemos dicho ya; pero es bueno insistir aún en ello, porque actualmente tienen libre
curso muchos delirios inconsistentes, y también porque es menester comprender bien
que, si las tradiciones orientales, en sus formas propias, pueden ciertamente ser
asimiladas por una élite que, por definición, en cierto modo, debe estar más allá de
todas las formas, jamás podrán serlo sin duda, a menos de transformaciones
imprevistas, por la generalidad de los occidentales, para quienes no han sido hechas.
Si una élite occidental llega a formarse, el conocimiento verdadero de las doctrinas
orientales, por la razón que acabamos de indicar, le será indispensable para
desempeñar su función; pero aquellos que no tendrán más que recoger el beneficio
de su trabajo, y que serán el mayor número podrán muy bien no tener ninguna
consciencia de estas cosas, y la influencia que recibirán de ellas, por así decir sin
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sospecharlo y en todo caso por medios que se les escaparán enteramente, no será por
eso menos real ni menos eficaz. Nos no hemos dicho nunca cosa; pero hemos creído
deber repetirlo aquí tan claramente como es posible, porque, si debemos esperar no
ser siempre enteramente comprendido por todos, aspiramos al menos a que no se nos
atribuyan intenciones que no son de ninguna manera las nuestras.
Pero dejemos ahora de lado todas las anticipaciones, puesto que es el presente
estado de cosas el que debe ocuparnos sobre todo, y volvamos todavía un instante
sobre las ideas de restauración de una «tradición occidental», tales como podemos
observarlas alrededor de nosotros. Una sola precisión bastaría para mostrar que estas
ideas no están «en el orden», si es permisible expresarse así: es que casi siempre se
conciben en un espíritu de hostilidad más o menos confesada frente al Oriente. Esos
mismos que querrían apoyarse sobre el Cristianismo, es menester decirlo, están a
veces animados por este espíritu; parecen buscar ante todo descubrir oposiciones
que, en realidad, son perfectamente inexistentes; ¡es así como hemos oído emitir esta
opinión absurda, de que, si las mismas cosas se encuentran a la vez en el
Cristianismo y en las doctrinas orientales, expresadas por una parte y por otra bajo
una forma casi idéntica, no tienen sin embargo la misma significación en los dos
casos, y que tienen incluso una significación contraria! Aquellos que emiten
semejantes afirmaciones prueban con ello que, cualesquiera que sean sus
pretensiones, no han ido muy lejos en la comprehensión de las doctrinas
tradicionales, puesto que no han entrevisto la identidad fundamental que se disimula
bajo todas las diferencias de formas exteriores, y puesto que, allí mismo donde esta
identidad deviene completamente patente, aún se obstinan en desconocerla. Esos
también, no consideran el Cristianismo mismo más que de una manera
completamente exterior, que no podría responder a la noción de una verdadera
doctrina tradicional, que ofrece en todos los órdenes una síntesis completa; es que les
falta el principio, en lo cual están afectados, mucho más de lo que pueden pensar,
por ese espíritu moderno contra el que no obstante querrían reaccionar; y, cuando les
ocurre que emplean la palabra «tradición», no la toman ciertamente en el mismo
sentido que nos.
En la confusión mental que caracteriza a nuestra época, se llega a aplicar
indistintamente esta misma palabra «tradición» a toda suerte de cosas,
frecuentemente muy insignificantes, como simples costumbres sin ningún alcance y
a veces de origen completamente reciente; hemos señalado en otra parte un abuso del
mismo género en lo que concierne a la palabra «religión». Es menester no fiarse de
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estas desviaciones del lenguaje, que traducen una suerte de degeneración de las ideas
correspondientes; y no porque alguien se titule de «tradicionalista» es seguro que
sepa, siquiera imperfectamente, lo que es la tradición en el verdadero sentido de esta
palabra. Por nuestra parte, nos negamos absolutamente a dar este nombre a todo lo
que es de orden puramente humano; no es inoportuno declararlo expresamente
cuando uno se encuentra a cada instante, por ejemplo, una expresión como la de
«filosofía tradicional». Una filosofía, incluso si es verdaderamente todo lo que puede
ser, no tiene ningún derecho a ese título, porque está toda entera en el orden racional,
incluso si no niega lo que la rebasa, y porque no es más que una construcción
edificada por individuos humanos, sin revelación o inspiración de ningún tipo, o,
para resumir todo eso en una sola palabra, porque es algo esencialmente «profano».
Por lo demás, a pesar de todas las ilusiones en las que algunos parecen complacerse,
no es ciertamente una ciencia completamente «libresca» la que puede bastar para
enderezar la mentalidad de una raza y de una época; y es menester para eso otra cosa
que una especulación filosófica, que, incluso en el caso más favorable, está
condenada, por su naturaleza misma, a permanecer completamente exterior y mucho
más verbal que real. Para restaurar la tradición perdida, para revivificarla
verdaderamente, es menester el contacto del espíritu tradicional vivo, y, ya lo hemos
dicho, es únicamente en Oriente donde este espíritu está todavía plenamente vivo; no
es menos verdad que eso mismo supone ante todo, en Occidente, una aspiración
hacia un retorno a este espíritu tradicional, aunque no puede ser apenas más que una
simple aspiración. Por lo demás, los pocos movimientos de reacción «antimoderna»,
muy incompleta en nuestra opinión, que se han producido hasta aquí, no pueden más
que confirmarnos en esta convicción, ya que todo eso, que es sin duda excelente en
su parte negativa y crítica, está muy alejado no obstante de una restauración de la
verdadera intelectualidad y no se desarrolla más que en los límites de un horizonte
mental bastante restringido. Sin embargo, ya es algo, en el sentido de que es el
indicio de un estado de espíritu del que se habría tenido mucho trabajo en encontrar
el menor rastro hace muy pocos años; si todos los occidentales ya no son unánimes
en su contento con el desarrollo exclusivamente material de la civilización moderna,
eso es quizás un signo de que, para ellos, toda esperanza de salvación no está todavía
enteramente perdida.
Sea como sea, si se supone que Occidente, de una manera cualquiera, vuelve de
nuevo a la tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta
y dejaría de existir, puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la
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desviación occidental, y puesto que no es en realidad más que la oposición del
espíritu tradicional y del espíritu antitradicional. Así, contrariamente a lo que
suponen aquellos a los que hacíamos alusión hace un instante, el retorno a la
tradición tendría, entre sus primeros resultados, hacer inmediatamente posible un
entendimiento con Oriente, como ese entendimiento es posible entre todas las
civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre esas
civilizaciones solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único
terreno sobre el que este entendimiento puede operarse válidamente. El verdadero
espíritu tradicional, de cualquier forma que se revista, es por todas partes y siempre
el mismo en el fondo; las formas diversas, que están especialmente adaptadas a tales
o a cuales condiciones mentales, a tales o a cuales circunstancias de tiempo y de
lugar, no son más que expresiones de una única y misma verdad; pero es menester
poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para descubrir esta unidad bajo
su aparente multiplicidad. Por lo demás, es en este orden intelectual donde residen
los principios de los que todo el resto depende normalmente a título de
consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos
principios donde es menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un
entendimiento verdaderamente profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde
que se comprenden realmente, el acuerdo se hace por sí mismo. En efecto, es
menester destacar que el conocimiento de los principios, que es el conocimiento por
excelencia, el conocimiento metafísico en el verdadero sentido de esta palabra, es
universal como los principios mismos, y por tanto enteramente libre de todas las
contingencias individuales, que intervienen por el contrario necesariamente desde
que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente intelectual es el
único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación entre mentalidades
diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que
desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se
encuentre igualmente realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de
lo que depende todo directa o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido
en un dominio particular, al margen de los principios, será siempre eminentemente
inestable y precario, y mucho más semejante a una combinación diplomática que a
un verdadero entendimiento. Por eso es por lo que este entendimiento, insistimos aún
en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y esto debe
entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es
decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de
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aplicaciones observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe
entre ellos; y esta obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite,
dando a esta palabra su acepción más verdadera y más completa: es de una élite
intelectual de lo que queremos hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría
haber otras, puesto que todas las distinciones sociales exteriores carecen de
importancia desde el punto de vista donde nos colocamos.
Éstas pocas consideraciones pueden hacer comprender ya todo lo que le falta a la
civilización occidental moderna, no solo en cuanto a la posibilidad de un
acercamiento efectivo a las civilizaciones orientales, sino también en sí misma, para
ser una civilización normal y completa; por lo demás, la verdad sea dicha, las dos
cuestiones están tan estrechamente ligadas que no constituyen más que una, y
acabamos de dar precisamente las razones por las que ello es así. Ahora tendremos
que mostrar más completamente en qué consiste el espíritu antitradicional, que es
propiamente el espíritu moderno, y cuáles son las consecuencias que lleva en sí
mismo, consecuencias que vemos desarrollarse con una lógica despiadada en los
acontecimientos actuales; pero, antes de llegar ahí, se impone todavía una última
reflexión. Ser resueltamente «antimoderno», no es ser «antioccidental», si se puede
emplear esta palabra, puesto que, al contrario, es hacer el único esfuerzo que sea
válido para intentar salvar a Occidente de su propio desorden; y, por otra parte,
ningún Oriental fiel a su propia tradición puede considerar las cosas de diferente
modo a cómo lo hacemos nos mismo; ciertamente, hay muchos menos adversarios
del Occidente como tal, lo que por lo demás apenas tendría sentido, que del
Occidente en tanto se identifica a la civilización moderna. Algunos hablan hoy día de
la «defensa de Occidente», lo que es verdaderamente singular, cuando, como lo
veremos más adelante, es Occidente el que amenaza con sumergirlo todo y con
arrastrar a la humanidad entera en el torbellino de su actividad desordenada;
singular, decimos, y completamente injustificado, si entienden, como así parece a
pesar de algunas restricciones, que esta defensa debe dirigirse contra Oriente, ya que
el verdadero Oriente no piensa ni en atacar ni en dominar nada, y no pide más que su
independencia y su tranquilidad, lo que, se convendrá en ello, es bastante legítimo.
No obstante, la verdad es que Occidente tiene en efecto gran necesidad de ser
defendido, pero únicamente contra sí mismo, contra sus propias tendencias que, si se
llevan al extremo, le conducirán inevitablemente a la ruina y a la destrucción; así
pues, es más bien «reforma de Occidente» lo que sería menester decir, y esta
reforma, si fuera lo que debe ser, es decir, una verdadera restauración tradicional,
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tendría como consecuencia completamente natural un acercamiento a Oriente. Por
nuestra parte, no pedimos más que contribuir, en la medida de nuestros medios, a la
vez a esta reforma y a este acercamiento, si no obstante hay tiempo todavía, y si
puede obtenerse un tal resultado antes de la catástrofe final hacia la que la
civilización marcha a grandes pasos; pero, incluso si fuera ya demasiado tarde para
evitar esta catástrofe, el trabajo cumplido en esta intención no sería inútil, ya que, en
todo caso, serviría para preparar, por lejanamente que esto sea, esa «discriminación»
de la que hablábamos al comienzo, y para asegurar así la conservación de los
elementos que deberán escapar al naufragio del mundo actual para devenir los
gérmenes del mundo futuro.
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CAPÍTULO III
Conocimiento y acción
Consideremos ahora, de una manera más particular, uno de los principales
aspectos de la oposición que existe actualmente entre el espíritu oriental y el espíritu
occidental, y que, más generalmente, es la del espíritu tradicional y del espíritu
antitradicional, así como lo hemos explicado. Desde un cierto punto de vista, que,
por lo demás, es uno de los más fundamentales, esta oposición aparece como la de la
contemplación y de la acción, o, para hablar más exactamente, como la que recae
sobre los lugares respectivos que conviene atribuir a uno y al otro de estos dos
términos. En su relación, éstos pueden considerarse de varias maneras diferentes:
¿son verdaderamente dos contrarios como parece pensarse lo más frecuentemente, o
no serían más bien dos complementarios, o no habría todavía entre ellos, en realidad,
no una relación de coordinación, sino de subordinación? Tales son los diferentes
aspectos de la cuestión, y estos aspectos se refieren a otros tantos puntos de vista, por
lo demás de importancia muy desigual, pero de los que cada uno puede justificarse
bajo algunos aspectos y corresponde a un cierto orden de realidad.
Primero, el punto de vista más superficial, el más exterior de todos, es el que
consiste en oponer pura y simplemente la una a la otra, la contemplación y la acción,
como dos contrarios en el sentido propio de esta palabra. La oposición, en efecto,
existe en las apariencias, eso es incontestable; y, no obstante, si fuera absolutamente
irreductible, habría una incompatibilidad completa entre contemplación y acción,
que así jamás podrían encontrarse reunidas. Ahora bien, de hecho, ello no es así; no
hay, al menos en los casos normales, pueblo, y ni siquiera quizás individuo, que
pueda ser exclusivamente contemplativo o exclusivamente activo. Lo que es verdad,
es que hay ahí dos tendencias de las cuales una o la otra domina casi necesariamente,
de tal suerte que el desarrollo de una parece efectuarse en detrimento de la otra, por
la simple razón de que la actividad humana, entendida en su sentido más general, no
puede ejercerse igualmente y a la vez en todos los dominios y en todas las
direcciones. Eso es lo que da la apariencia de una oposición: pero debe haber una
conciliación posible entre estos contrarios o supuestos tales; y, por lo demás, se
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podría decir otro tanto para todos los contrarios, que dejan de ser tales desde que,
para considerarlos, uno se eleva por encima de un cierto nivel, aquel donde su
oposición tiene toda su realidad. Quien dice oposición o contraste dice, por eso
mismo, desarmonía o desequilibrio, es decir, algo que, ya lo hemos indicado
suficientemente, no puede existir más que desde un punto de vista relativo, particular
y limitado.
Por consiguiente, al considerar la contemplación y la acción como
complementarios, uno se coloca en un punto de vista ya más profundo y más
verdadero que el precedente, dado que la oposición se encuentra ahí conciliada y
resuelta, puesto que estos dos términos se equilibran en cierto modo el uno por el
otro. Se trataría entonces, parece, de dos elementos igualmente necesarios, que se
completan y se apoyan mutuamente, y que constituyen la doble actividad, interior y
exterior, de un solo y mismo ser, ya sea que cada hombre se tome en particular o ya
sea que la humanidad se considere colectivamente. Esta concepción es ciertamente
más armoniosa y más satisfactoria que la primera; no obstante, si uno se atuviera
exclusivamente a ella, se estaría tentado, en virtud de la correlación así establecida, a
colocar sobre el mismo plano la contemplación y la acción, de suerte que no habría
más que esforzarse en mantener tanto como fuera posible el equilibrio igual entre
ellas, sin plantearse jamás la cuestión de una superioridad cualquiera de una en
relación a la otra; y lo que muestra bien que un tal punto de vista es todavía
insuficiente, es que esta cuestión de la superioridad se plantea por el contrario
efectivamente y se ha planteado siempre, cualquiera que sea el sentido en el que se
haya querido resolverla.
Por lo demás, la cuestión que importa a este respecto, no es la de una
predominancia de hecho, que es, sobre todo, asunto de temperamento o de raza, sino
la de lo que se podría llamar una predominancia de derecho; y las dos cosas no están
ligadas más que hasta un cierto punto. Sin duda, el reconocimiento de la superioridad
de una de las dos tendencias incitará a desarrollarla lo más posible, con preferencia a
la otra; pero, en la aplicación, por eso no es menos verdad que el lugar que tendrán la
contemplación y la acción en el conjunto de la vida de un hombre o de un pueblo
resultará siempre en gran parte de la naturaleza propia de éste, ya que en eso es
menester tener en cuenta las posibilidades particulares de cada uno. Es manifiesto
que la aptitud para la contemplación esta más extendida y más generalmente
desarrollada entre los orientales; probablemente no hay ningún país donde lo esté
tanto como en la India, y es por eso por lo que ésta puede ser considerada como
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representando por excelencia lo que hemos llamado el espíritu oriental. Por el
contrario, es incontestable que, de una manera general, la aptitud para la acción, o la
tendencia que resulta de esta aptitud, es la que predomina en los pueblos
occidentales, en lo que concierne a la gran mayoría de los individuos, y que, incluso
si esta tendencia no estuviera exagerada y desviada como lo está al presente,
subsistiría no obstante, de suerte que la contemplación jamás podría ser ahí más que
la ocupación de una élite mucho más restringida; por eso es por lo que se dice de
buena gana en la India que, si Occidente volviera de nuevo a un estado normal y
poseyera una organización social regular, se encontrarían en él sin duda muchos
kshatriyas, pero pocos brâhmanes1. No obstante, si la élite estuviera constituida
efectivamente y si su supremacía fuera reconocida, eso bastaría para que todo entre
en el orden, ya que el poder espiritual no se basa de ninguna manera sobre el
número, cuya ley es la de la materia; y por lo demás, obsérvese bien que, en la
antigüedad y sobre todo en la edad media, la disposición natural a la acción,
existente en los occidentales, no les impedía sin embargo reconocer la superioridad
de la contemplación, es decir, de la inteligencia pura; ¿por qué es de otro modo en la
época moderna? ¿Es por qué los occidentales, al desarrollar en exceso sus facultades
de acción, han llegado a perder su intelectualidad, y, para consolarse de ello, han
inventado teorías que ponen a la acción por encima de todo y llegan incluso, como el
«pragmatismo», hasta negar que exista nada válido fuera de ella, o bien es al
contrario esta manera de ver la que, habiendo prevalecido primero, ha conducido a la
atrofia intelectual que constatamos hoy día? En las dos hipótesis, y también en el
caso bastante probable donde la verdad se encontraría en una combinación de la una
y de la otra, los resultados son exactamente los mismos; al punto donde han llegado
las cosas, es tiempo de reaccionar, y es aquí, lo repetimos una vez más, donde
Oriente puede venir en ayuda de Occidente, si éste así lo quiere, no para imponerle
concepciones que le son extranjeras, como algunos parecen temerlo, sino más bien
para ayudarle a reencontrar su propia tradición cuyo sentido ha perdido.
Se podría decir que la antítesis de Oriente y de Occidente, en el estado de cosas
presente, consiste en que Oriente mantiene la superioridad de la contemplación sobre
la acción, mientras que el Occidente moderno afirma al contrario la superioridad de
la acción sobre la contemplación. Aquí, ya no se trata ya, como cuando se hablaba 1 En efecto, la contemplación y la acción son respectivamente las funciones propias de las dos
primeras castas, la de los brâhmanes y la de los kshatriyas; sus relaciones son también al mismo
tiempo las de la autoridad espiritual y del poder temporal; pero no nos proponemos considerar
especialmente aquí este lado de la cuestión, que merecería ser tratado aparte.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
simplemente de oposición o de complementarismo, y por tanto de una relación de
coordinación entre los dos términos presentes, ya no se trata, decimos, de puntos de
vista de los que cada uno puede tener su razón de ser y ser aceptado al menos como
la expresión de una cierta verdad relativa; pero, puesto que una relación de
subordinación es irreversible por su naturaleza misma, las dos concepciones son
realmente contradictorias, y por tanto exclusivas una de la otra, de suerte que,
forzosamente, desde que se admite que hay efectivamente subordinación, una es
verdadera y la otra falsa. Antes de ir al fondo mismo de la cuestión, destacamos
todavía esto: mientras que el espíritu que se ha mantenido en Oriente es
verdaderamente el de todos los tiempos, así como lo decíamos más atrás, el otro
espíritu no ha aparecido más que en una época muy reciente, lo que, al margen de
toda otra consideración, ya puede hacer pensar que es algo anormal. Esta impresión
es confirmada por la exageración misma donde, siguiendo la tendencia que le es
propia, cae el espíritu occidental moderno, que, no contento con proclamar en toda
ocasión la superioridad de la acción, ha llegado a hacer de ella su preocupación
exclusiva y a negar todo valor a la contemplación, cuya verdadera naturaleza, por lo
demás, ignora o desconoce enteramente. Por el contrario, las doctrinas orientales,
aunque afirman tan claramente como es posible la superioridad e incluso la
transcendencia de la contemplación en relación a la acción, por eso no acuerdan
menos a ésta su lugar legítimo y reconocen de buena gana su importancia en el orden
de las contingencias humanas1.
Las doctrinas orientales, y también las antiguas doctrinas occidentales, son
unánimes al afirmar que la contemplación es superior a la acción, como lo inmutable
es superior al cambio2. Puesto que la acción no es más que una modificación
transitoria y momentánea del ser, no podría tener en sí misma su principio y su razón
suficiente; si no se vincula a un principio que está más allá de su dominio
contingente, no es más que una pura ilusión; y este principio del que saca toda la
1 Aquellos que duden de esta importancia muy real, aunque relativa, que las doctrinas
tradicionales de Oriente y concretamente la de la India, acuerdan a la acción, no tendrían, para
convencerse de ello, más que remitirse a la Bhagavad-Gîta, que, por lo demás, es menester no
olvidarlo si se quiere comprender bien su sentido, es un libro especialmente destinado al uso de los
kshatriyas.2 Es en virtud de la relación establecida así por lo que se dice que el Brâhman es el tipo de los
seres estables, y que el Kshatriya es el tipo de los seres móviles o cambiantes; así, todos los seres de
este mundo, según su naturaleza, están principalmente en relación con uno o con el otro, ya que hay
una perfecta correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
realidad de la que es susceptible, y su existencia y su posibilidad misma, no puede
encontrarse más que en la contemplación o, si se prefiere, en el conocimiento, ya
que, en el fondo, estos dos términos son sinónimos o al menos coincidentes, puesto
que el conocimiento mismo y la operación por la que se le alcanza no pueden ser
separados de ninguna manera1. Del mismo modo, el cambio, en su acepción más
general, es ininteligible y contradictorio, es decir, imposible, sin un principio del que
procede y que, por eso mismo de que es su principio, no puede estarle sometido, y
por tanto es forzosamente inmutable; y es por eso por lo que, en la antigüedad
occidental, Aristóteles había afirmado la necesidad del «motor inmóvil» de todas las
cosas. Este papel de «motor inmóvil» lo juega precisamente el conocimiento en
relación a la acción; es evidente que ésta pertenece toda entera al mundo del cambio,
del «devenir»; únicamente el conocimiento permite salir de ese mundo y de las
limitaciones que le son inherentes, y, cuando alcanza lo inmutable, lo que es el caso
de conocimiento principial o metafísico que es el conocimiento por excelencia, él
mismo posee la inmutabilidad, ya que todo conocimiento verdadero es esencialmente
identificación con su objeto. Es eso justamente lo que ignoran los occidentales
modernos, que, en hecho de conocimientos, no consideran más que un conocimiento
racional y discursivo, y por tanto indirecto e imperfecto, lo que se podría llamar un
conocimiento por reflejo, y que incluso, cada vez más, no aprecian este
conocimiento inferior sino en la medida en que puede servir inmediatamente a fines
prácticos; comprometidos en la acción hasta el punto de negar todo lo que la rebasa,
no se aperciben de que esta acción misma degenera así, por falta de principio, en una
agitación tan vana como estéril.
Ese es, en efecto, el carácter más visible de la época moderna: necesidad de
agitación incesante, de cambio continuo, de velocidad que crece sin cesar como la
velocidad con la que se desenvuelven los acontecimientos mismos. Es la dispersión
en la multiplicidad, y en una multiplicidad que ya no está unificada por la
consciencia de ningún principio superior; es, en la vida corriente tanto como en las
concepciones científicas, el análisis llevado al extremo, la división indefinida, una
verdadera desagregación de la actividad humana en todos los órdenes donde todavía
puede ejercerse; y de ahí la inaptitud para la síntesis, la imposibilidad de toda
concentración, tan llamativa a los ojos de los orientales. Son las consecuencias
1 En efecto, como consecuencia del carácter esencialmente momentáneo de la acción, es
menester notar que, en el dominio de ésta, los resultados están siempre separados de aquello que los
produce, mientras que el conocimiento, por el contrario, lleva su fruto en sí mismo.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
naturales e inevitables de una materialización cada vez más acentuada, ya que la
materia es esencialmente multiplicidad y división, y es por eso por lo que, lo
decimos de pasada, todo lo que procede de ella no puede engendrar más que luchas y
conflictos de todo tipo, tanto entre los pueblos como entre los individuos. Cuanto
más se hunde uno en la materia, tanto más se acentúan y se amplifican los elementos
de división; inversamente, cuanto más se eleva uno hacia la espiritualidad pura, tanto
más se acerca a la unidad, que no puede realizarse plenamente más que por la
consciencia de los principios universales.
Lo que es más extraño, es que el movimiento y el cambio se buscan
verdaderamente por sí mismos, y no con miras a una meta cualquiera, a la cual
podrían conducir; y este hecho resulta directamente de la absorción de todas las
facultades humanas por la acción exterior, cuyo carácter momentáneo señalábamos
hace un momento. Es también la dispersión considerada bajo un aspecto diferente, y
en un estadio más acentuado: es, se podría decir, como una tendencia a la
instantaneidad, que tiene como límite un estado de puro desequilibrio, que, si se
pudiera alcanzar, coincidiría con la disolución final de este mundo; y es también uno
de los signos más claros del último periodo del Kali-Yuga.
Bajo esta relación también, la misma cosa se produce en el orden científico: es la
investigación por la investigación, mucho más todavía que por los resultados
parciales y fragmentarios en los que desemboca; es la sucesión cada vez más rápida
de teorías y de hipótesis sin fundamento, que, apenas edificadas, se vienen abajo para
ser reemplazadas por otras que durarán menos todavía, verdadero caos en medio del
cual sería vano buscar algunos elementos definitivamente adquiridos, si no es una
monstruosa acumulación de hechos y de detalles que no pueden probar ni significar
nada. Aquí hablamos, bien entendido, de lo que concierne al punto de vista
especulativo, en la medida en que subsiste todavía; en lo que concierne a las
aplicaciones prácticas, hay al contrario resultados incontestables, y eso se comprende
sin esfuerzo, puesto que estas aplicaciones se refieren inmediatamente al dominio
material, y puesto que este dominio es precisamente el único donde el hombre
moderno pueda jactarse de una superioridad real. Así pues, es menester esperar que
los descubrimientos o más bien las invenciones mecánicas e industriales vayan aún
desarrollándose y multiplicándose, cada vez más rápido ellas también, hasta el fin de
la edad actual; ¿y quién sabe si, con los peligros de destrucción que llevan en sí
mismas, no serán uno de los principales agentes de la última catástrofe, si las cosas
llegan a un punto tal que ésta no pueda ser evitada?
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
En todo caso, de una manera muy general se siente la impresión de que ya no hay,
en el estado actual, ninguna estabilidad; pero, mientras que algunos sienten el peligro
e intentan reaccionar, la mayor parte de nuestros contemporáneos se complacen en
este desorden donde ven como una imagen exteriorizada de su propia mentalidad. En
efecto, hay una exacta correspondencia entre un mundo donde todo parece estar en
puro «devenir», donde ya no hay ningún lugar para lo inmutable y lo permanente, y
el estado de espíritu de los hombres que hacen consistir toda realidad en este mismo
«devenir», lo que implica la negación del verdadero conocimiento, así como también
la del objeto mismo de este conocimiento, queremos decir de los principios
transcendentes y universales. Se puede incluso ir más lejos: es la negación de todo
conocimiento real, en cualquier orden que sea, incluso en el orden relativo, puesto
que, como lo indicábamos más atrás, lo relativo es ininteligible e imposible sin lo
absoluto, lo contingente sin lo necesario, el cambio sin lo inmutable, la multiplicidad
sin la unidad; el «relativismo» encierra una contradicción en sí mismo, y, cuando se
quiere reducir todo al cambio, se debería llegar lógicamente a negar la existencia
misma del cambio; en el fondo, los argumentos famosos de Zenón de Elea no tenían
otro sentido. En efecto, es menester decir que las teorías del género de aquellas de
que se trata no son exclusivamente propias a los tiempos modernos, ya que es
menester no exagerar; se pueden encontrar algunos ejemplos de ello en la filosofía
griega, y el caso de Heráclito, con su «flujo universal», es el más conocido a este
respecto; es lo que llevó a los Eléatas a combatir tanto estas concepciones, como las
de los atomistas, por una suerte de reducción a lo absurdo. En la India misma, se ha
encontrado algo comparable, pero, bien entendido, bajo otro punto de vista que el de
la filosofía; algunas escuelas búdicas, en efecto, presentaron también el mismo
carácter, ya que una de sus tesis principales era la de la «disolubilidad de todas las
cosas»1. Únicamente, estas teorías eran entonces solo excepciones, y tales rebeliones
contra el espíritu tradicional, como las que han podido producirse durante todo el
curso del Kali-Yuga, no habían tenido en suma más que un alcance bastante limitado;
1 Poco tiempo después de su origen, el Budismo en la India devino asociado a una de las
principales manifestaciones de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad de los brâhmanes, y,
como es fácil de comprender según las indicaciones que preceden, existe, de una manera general, un
lazo muy directo entre la negación de todo principio inmutable y la de la autoridad espiritual, entre
la reducción de toda realidad al «devenir» y la afirmación de la supremacía del poder temporal,
cuyo dominio propio es el mundo de la acción; y se podría constatar que la aparición de doctrinas
«naturalistas» o antimetafísicas se produce siempre cuando el elemento que representa el poder
temporal toma, en una civilización, la predominancia sobre el que representa la autoridad espiritual.
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lo que es nuevo, es la generalización de semejantes concepciones, tal como la
constatamos en el Occidente contemporáneo.
Es menester notar también que las «filosofías del devenir», bajo la influencia de
la idea muy reciente del «progreso», han tomado entre los modernos una forma
especial, que las teorías del mismo género no habían tenido nunca entre los antiguos:
esta forma, susceptible por lo demás de variedades múltiples, es lo que, de una
manera general, se puede designar por el nombre de «evolucionismo». No
volveremos de nuevo sobre lo que ya hemos dicho en otra parte sobre este tema; solo
recordaremos que toda concepción que no admite nada más que el «devenir» es
necesariamente, por eso mismo, una concepción «naturalista», que implica como tal
una negación formal de todo lo que está más allá de la naturaleza, es decir, del
dominio metafísico, que es el dominio de los principios inmutables y eternos.
Señalaremos también, a propósito de estas teorías antimetafísicas que la idea
bergsoniana de la «duración pura» corresponde exactamente a esta dispersión en la
instantaneidad de la que hablábamos más atrás; la pretendida intuición que se modela
sobre el flujo incesante de las cosas sensibles, lejos de poder ser el medio de un
verdadero conocimiento, representa en realidad la disolución de todo conocimiento
posible.
Esto nos conduce a repetir una vez más, ya que ese es un punto completamente
esencial y sobre el que es indispensable no dejar subsistir ningún equívoco, que la
intuición intelectual, única por la cual se obtiene el verdadero conocimiento
metafísico, no tiene absolutamente nada en común con esa otra intuición de la que
hablan algunos filósofos contemporáneos: ésta es del orden sensible, es propiamente
infraracional, mientras que la otra, que es la inteligencia pura, es al contrario
supraracional. Pero los modernos, que no conocen nada superior a la razón en el
orden de la inteligencia, no conciben siquiera lo que puede ser la intuición
intelectual, mientras que las doctrinas de la antigüedad y de la edad media, incluso
cuando no tenían más que un carácter simplemente filosófico y, por consiguiente, no
podían hacer llamada efectivamente a esta intuición, por eso no reconocían menos
expresamente su existencia y su supremacía sobre todas las demás facultades. Es por
eso por lo que no hubo «racionalismo» antes de Descartes; eso es también una cosa
específicamente moderna, y que, por lo demás, es estrechamente solidaria del
«individualismo», puesto que no es nada más que la negación de toda facultad de
orden supraindividual. En tanto que los occidentales se obstinen en desconocer o en
negar la intuición intelectual, no podrán tener ninguna tradición en el verdadero
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sentido de esta palabra, y no podrán entenderse tampoco con los auténticos
representantes de las civilizaciones orientales, en las que todo está como suspendido
de esta intuición, inmutable e infalible en sí misma, y único punto de partida de todo
desarrollo conforme a las normas tradicionales.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
CAPÍTULO IV
Ciencia sagrada y ciencia profana
Acabamos de decir que, en las civilizaciones que poseen el carácter tradicional, la
intuición intelectual está en el principio de todo; en otros términos, es la pura
doctrina metafísica la que constituye lo esencial, y todo lo demás se vincula a ella a
título de consecuencias o de aplicaciones a los diversos órdenes de realidades
contingentes. Ello es así concretamente para las instituciones sociales; y, por otra
parte, la misma cosa es verdadera también en lo que concierne a las ciencias, es
decir, a los conocimientos que se refieren al dominio de lo relativo, y que, en tales
civilizaciones, no pueden considerarse más que como simples dependencias y en
cierto modo como prolongamientos o reflejos del conocimiento absoluto y principial.
Así, la verdadera jerarquía se observa por todas partes y siempre: lo relativo no se
tiene como inexistente, lo que sería absurdo; se toma en consideración en la medida
en que merece serlo, pero se pone en su sitio justo, que no puede ser más que un sitio
secundario y subordinado; y, en lo relativo mismo, hay grados muy diversos, según
se trate de cosas más o menos alejadas del dominio de los principios.
Así pues, en lo que concierne a las ciencias, hay dos concepciones radicalmente
diferentes e incluso incompatibles entre sí, que podemos llamar la concepción
tradicional y la concepción moderna; hemos tenido frecuentemente la ocasión de
hacer alusión a aquellas «ciencias tradicionales» que existieron en la antigüedad y en
la edad media, y que existen todavía en Oriente, pero cuya idea misma es totalmente
extraña a los occidentales de nuestros días. Es menester agregar que cada civilización
ha tenido «ciencias tradicionales» de un tipo particular, que le pertenecían en
propiedad, puesto que, aquí, ya no estamos en el orden de los principios universales,
orden al que se refiere únicamente la metafísica pura, sino en el orden de las
adaptaciones, donde, por eso mismo de que se trata de un dominio contingente, debe
tenerse en cuenta el conjunto de las condiciones, mentales y otras, que son las de tal
pueblo determinado, y diríamos incluso las de tal periodo de la existencia de ese
pueblo, puesto que hemos visto más atrás que hay épocas en las que las
«readaptaciones» devienen necesarias. Estas «readaptaciones» no son más que
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
cambios de forma, que no tocan en nada a la esencia misma de la tradición; en lo que
concierne a la doctrina metafísica, únicamente la expresión puede ser modificada, de
una manera que es bastante comparable a la traducción de una lengua a otra;
cualesquiera que sean las formas de las que se envuelve para expresarse en la medida
en la que eso es posible, no hay absolutamente más que una metafísica, como no hay
más que una verdad. Pero, cuando se pasa a las aplicaciones, el caso es naturalmente
diferente: con las ciencias, tanto como con las instituciones sociales, estamos en el
mundo de la forma y de la multiplicidad; por eso es por lo que se puede decir que
formas diferentes constituyen verdaderamente ciencias diferentes, incluso si, al
menos parcialmente, tienen el mismo objeto. Los lógicos tienen el hábito de
considerar una ciencia como enteramente definida por su objeto, lo que es inexacto
por exceso de simplificación; el punto de vista desde el que se considera este objeto
debe entrar también en la definición de la ciencia. Hay una multitud indefinida de
ciencias posibles; puede ocurrir que varias ciencias estudien las mismas cosas, pero
bajo aspectos tan diferentes, y, por consiguiente, con métodos y con intenciones tan
diferentes también, que por eso no son menos ciencias realmente distintas. En
particular, este caso puede presentarse para las «ciencias tradicionales» de
civilizaciones diversas, que, aunque comparables entre sí, no obstante no son
siempre asimilables las unas a las otras, y, frecuentemente, solo abusivamente
podrían designarse por los mismos nombres. No hay que decir que la diferencia es
todavía mucho más considerable si, en lugar de establecer una comparación entre
«ciencias tradicionales», que al menos tienen todas el mismo carácter fundamental,
se quiere comparar estas ciencias, de una manera general, a las ciencias tales como
las conciben los modernos; a primera vista, puede parecer a veces que el objeto sea
el mismo por una parte y por otra, y, sin embargo, el conocimiento que los dos tipos
de ciencias dan respectivamente de ese objeto es tan diferente, que, después de un
examen más amplio, se vacila en afirmar todavía su identidad, ni siquiera bajo un
cierto aspecto solo.
No serán inútiles algunos ejemplos para hacer comprender mejor aquello de que
se trata; y, primero, tomaremos un ejemplo de un alcance muy extenso, el de la
«física» tal como es comprendida por los antiguos y por los modernos; por lo demás,
en este caso no hay ninguna necesidad de salir del mundo occidental para ver la
diferencia profunda que separa las dos concepciones. El término de «física», en su
acepción primera y etimológica, no significa otra cosa que «ciencia de la
naturaleza», sin restricción alguna; así pues, es la ciencia que concierne a las leyes
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más generales del «devenir», ya que «naturaleza» y «devenir» son en el fondo
sinónimos, y es en efecto así como la entendían los Griegos, y concretamente
Aristóteles; si existen ciencias más particulares que se refieren al mismo orden, son
entonces «especificaciones» de la física para tal o cual dominio más estrechamente
determinado. Así pues, ya hay algo bastante significativo en la desviación que los
modernos han hecho sufrir a esta palabra «física» al emplearla para designar
exclusivamente una ciencia particular entre otras ciencias que, todas por igual, son
ciencias de la naturaleza; este hecho se relaciona con la fragmentación que ya hemos
señalado como uno de los caracteres de la ciencia moderna, con esa
«especialización» engendrada por el espíritu de análisis, y que se lleva hasta el punto
de hacer verdaderamente inconcebible, para aquellos que sufren su influencia, una
ciencia que se dedique a la naturaleza considerada en su conjunto. No es que no se
hayan destacado frecuentemente algunos de los inconvenientes de esta
«especialización», y sobre todo la estrechez de miras que es su consecuencia
inevitable; pero parece que aquellos mismos que se daban cuenta de ello más
claramente se hayan resignado no obstante a considerarla como un mal necesario, en
razón de la acumulación de los conocimientos de detalle que ningún hombre podría
abarcar de un solo vistazo; de ello se deduce que no han comprendido, por una parte,
que esos conocimientos de detalle son insignificantes en sí mismos y no valen que se
les sacrifique un conocimiento sintético que, incluso limitándose todavía a lo
relativo, es de un orden mucho más elevado, y, por otra, que la imposibilidad en que
uno se encuentra de unificar su multiplicidad viene solamente de que uno se ha
prohibido vincularlos a un principio superior, de que uno se ha obstinado en
proceder por abajo y desde el exterior, mientras que habría sido menester hacer todo
lo contrario para tener una ciencia que poseyera un valor especulativo real.
Si se quiere comparar la física antigua, no a lo que los modernos designan con la
misma palabra, sino al conjunto de las ciencias de la naturaleza tales como están
constituidas actualmente, ya que eso es lo que deberá corresponderle en realidad, hay
pues lugar a observar, como primera diferencia, la división en múltiples
«especialidades» que son por así decir extrañas las unas a las otras. Sin embargo, ese
no es más que el lado más exterior de la cuestión, y sería menester no pensar que,
reuniendo todas esas ciencias especiales, se obtendría un equivalente de la antigua
física. La verdad es que el punto de vista es completamente diferente, y es aquí
donde vemos aparecer la diferencia esencial entre las dos concepciones de que
hablábamos hace un momento: la concepción tradicional, decíamos, vincula todas las
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ciencias a los principios como otras tantas aplicaciones particulares, y es este
vinculamiento lo que no admite la concepción moderna. Para Aristóteles, la física no
era más que «segunda» en relación a la metafísica, es decir, que era dependiente de
ella, que no era en el fondo más que una aplicación, al dominio de la naturaleza, de
los principios superiores a la naturaleza, principios que se reflejan en sus leyes; y se
puede decir otro tanto de la «cosmología» de la edad media. La concepción moderna,
al contrario, pretende hacer las ciencias independientes, negando todo lo que las
rebasa, o al menos declarándolo «incognoscible» y rehusándose a tenerlo en cuenta,
lo que equivale también a negarlo prácticamente; esta negación existía de hecho
mucho tiempo antes de que se haya pensado en erigirla en teoría sistemática bajo
nombres tales como los de «positivismo» y de «agnosticismo», ya que se puede decir
que ella está verdaderamente en el punto de partida de toda la ciencia moderna.
Únicamente, apenas ha sido en el siglo XIX cuando se ha visto a hombres hacerse
glorias de su ignorancia, ya que proclamarse «agnóstico» no es otra cosa que eso, y
pretender prohibir a todos el conocimiento de lo que ellos mismos ignoraban; y eso
marcaba una etapa más en la decadencia intelectual de Occidente.
Al querer separar radicalmente las ciencias de todo principio superior bajo
pretexto de asegurar su independencia, la concepción moderna les quita toda
significación profunda e incluso todo interés verdadero desde el punto de vista del
conocimiento: esta concepción no puede desembocar más que en un callejón sin
salida, puesto que las encierra en un dominio irremediablemente limitado1. Por lo
demás, el desarrollo que se efectúa en el interior de ese dominio no es una
profundización como algunos se lo imaginan; permanece al contrario completamente
superficial, y no consiste más que en esa dispersión en el detalle que ya hemos
señalado, en un análisis tan estéril como penoso, y que puede proseguirse
indefinidamente sin que se avance un solo paso en la vía del verdadero
conocimiento. Tampoco es por sí misma, es menester decirlo, por lo que los
occidentales, en general, cultivan la ciencia así entendida: lo que tienen sobre todo
en vista, no es un conocimiento, aunque sea inferior; son las aplicaciones prácticas,
y, para convencerse de que ello es así, no hay más que ver con que facilidad la
1 Se podrá destacar que se ha producido algo análogo en el orden social, donde los modernos han
pretendido separar lo temporal de lo espiritual; no se trata de contestar que en eso haya dos cosas
distintas, puesto que se refieren efectivamente a dominios diferentes, así como ocurre en el caso de
la metafísica y de las ciencias; pero, por un error inherente al espíritu analítico, se olvida que
distinción no quiere decir separación; con eso, el poder temporal pierde su legitimidad, y, en el
orden intelectual, podría decirse la misma cosa en lo que concierne a las ciencias.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
mayor parte de nuestros contemporáneos confunden ciencia e industria, y cuan
numerosos son aquellos para quienes el ingeniero representa el tipo mismo del sabio;
pero esto se refiere a otra cuestión, que tendremos que tratar más completamente a
continuación.
La ciencia, al constituirse a la manera moderna, no ha perdido solo en
profundidad, sino también, se podría decir, en solidez, ya que el vinculamiento a los
principios la hacía participar de la inmutabilidad de éstos en toda la medida en la que
lo permitía su objeto mismo, mientras que, encerrada exclusivamente en el mundo
del cambio, ya no encuentra ahí nada de estable, ningún punto fijo donde pueda
apoyarse; al no partir ya de ninguna certeza absoluta, se ve reducida a probabilidades
y a aproximaciones, o a construcciones puramente hipotéticas que no son más que la
obra de la fantasía individual. Así pues, incluso si ocurre accidentalmente que la
ciencia moderna desemboca, por una vía muy desviada, en algunos resultados que
parecen concordar con algunos datos de las antiguas «ciencias tradicionales», se
cometería un gran error si se viera en ello una confirmación de la que estos datos no
tienen ninguna necesidad; y sería perder el tiempo querer conciliar puntos de vista
totalmente diferentes, o establecer una concordancia con teorías hipotéticas que,
quizás, se encontrarán enteramente desacreditadas en pocos años1. En efecto, para la
ciencia actual, las cosas de que se trata no pueden pertenecer más que al dominio de
las hipótesis, mientras que, para las «ciencias tradicionales», eran algo muy diferente
y se presentaban como consecuencias indudables de verdades conocidas
intuitivamente, y por tanto infaliblemente, en el orden metafísico2. Por lo demás, es
una singular ilusión, propia del «experimentalismo» moderno, creer que una teoría
puede ser probada por los hechos, mientras que, en realidad, los mismos hechos
pueden explicarse siempre igualmente por varias teorías diferentes, y mientras que
algunos de los promotores del método experimental, como Claude Bernard, han
reconocido ellos mismos que no podían interpretarlos más que con la ayuda de
«ideas preconcebidas», sin las cuales esos hechos permanecerían «hechos brutos»,
desprovistos de toda significación y de todo valor científico.
1 Desde el punto de vista religioso, la misma observación vale al respecto de una cierta
«apologética» que pretende ponerse de acuerdo con los resultados de la ciencia moderna, trabajo
perfectamente ilusorio y siempre por rehacer, que presenta por otra parte el grave peligro de parecer
solidarizar la religión con concepciones cambiantes y efímeras, de las que debe permanecer
totalmente independiente.2 Sería fácil dar aquí ejemplos; citaremos solo, como uno de los más llamativos, la diferencia de
carácter de las concepciones concernientes al éter en la cosmología hindú y en la física moderna.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
Puesto que hemos venido a hablar de «experimentalismo», debemos aprovechar
de ello para responder a una cuestión que puede plantearse sobre este tema, y que es
ésta: ¿por qué las ciencias propiamente experimentales han recibido, en la
civilización moderna, un desarrollo que no han tenido nunca en otras civilizaciones?
Es porque estas ciencias son las del mundo sensible, las de la materia, y es también
porque son las que dan lugar a las aplicaciones prácticas más inmediatas; su
desarrollo, que se acompaña de lo que llamaríamos de buena gana la «superstición
del hecho», corresponde pues perfectamente a las tendencias específicamente
modernas, mientras que, por el contrario, las épocas precedentes no habían podido
encontrar en eso motivos de interés suficiente como para dedicarse a ello así hasta el
punto de desdeñar los conocimientos de orden superior. Es menester comprender
bien que, en nuestro pensamiento, no se trata de declarar ilegítimo en sí mismo un
conocimiento cualquiera, incluso inferior; lo que es ilegítimo, es solo el abuso que se
produce cuando cosas de este género absorben toda la actividad humana, así como lo
vemos actualmente. Se podría concebir incluso que, en una civilización normal,
algunas ciencias constituidas por un método experimental sean, tanto como las otras,
vinculadas a los principios y provistas así de un valor especulativo real; de hecho, si
este caso no parece haberse presentado, es porque la atención ha sido dirigida de
preferencia por un lado diferente, y también porque, incluso cuando se trataba de
estudiar el mundo sensible en la medida en que podía parecer interesante hacerlo, los
datos tradicionales permitían emprender más favorablemente este estudio por otros
métodos y bajo un punto de vista diferente.
Decíamos más atrás que uno de los caracteres de la época actual, es la explotación
de todo lo que había sido desdeñado hasta aquí por tener una importancia demasiado
secundaria para que los hombres le consagraran su actividad, y que, sin embargo,
debía ser desarrollado también antes del fin de este ciclo, puesto que estas cosas
tenían su lugar entre las posibilidades que estaban llamadas a manifestarse en él; en
particular, este caso es precisamente el de las ciencias experimentales que han visto
la luz en estos últimos siglos. Hay incluso algunas ciencias modernas que
representan verdaderamente, en el sentido más literal, «residuos» de ciencias
antiguas, hoy día incomprendidas: es la parte más inferior de estas últimas la que,
aislándose y desvinculándose de todo el resto en un periodo de decadencia, se ha
materializado groseramente, y después ha servido como punto de partida para un
desarrollo completamente diferente, en un sentido conforme a las tendencias
modernas, de manera de desembocar en la constitución de ciencias que ya no tienen
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
realmente nada en común con aquellas que las han precedido. Es así como, por
ejemplo, es falso decir, como se hace habitualmente, que la astrología y la alquimia
han devenido respectivamente la astronomía y la química modernas, aunque en esta
opinión haya una cierta parte de verdad bajo el punto de vista simplemente histórico,
parte de verdad que es exactamente la que acabamos de indicar: si las últimas de
estas ciencias proceden en efecto de las primeras en un cierto sentido, no es por
«evolución» o «progreso» como se pretende, sino, al contrario, por degeneración; y
esto requiere todavía algunas explicaciones.
Es menester destacar, primeramente, que la atribución de significaciones distintas
a los términos de «astrología» y de «astronomía» es relativamente reciente; en los
Griegos, estas dos palabras se empleaban indiferentemente para designar todo el
conjunto de aquello a lo que la una y la otra se aplican ahora. Así pues, a primera
vista, parece que, en este caso, se trata también de una de esas divisiones por
«especialización» que se han establecido entre lo que, primitivamente, no eran sino
partes de una ciencia única; pero lo que hay de particular aquí, es que, mientras una
de esas partes, la que representaba el lado más material de la ciencia en cuestión,
tomaba un desarrollo independiente, la otra parte, por el contrario, desaparecía
enteramente. Eso es tan cierto que hoy día ya nadie sabe lo que podía ser la
astrología antigua, y que aquellos mismos que han intentado reconstituirla no han
llegado más que a verdaderas falsificaciones, ya sea queriendo hacer de ella el
equivalente de una ciencia experimental moderna, con intervención de las
estadísticas y del cálculo de las probabilidades, lo que procede de un punto de vista
que no podía ser de ninguna manera el de la antigüedad o el de la edad media, o ya
sea aplicándose exclusivamente a restaurar un «arte adivinatorio» que apenas fue
más que una desviación de la astrología en vías de desaparición, y donde, todo lo
más, se podría ver una aplicación muy inferior y bastante poco digna de
consideración, así como todavía es posible constatarlo en las civilizaciones
orientales.
El caso de la química es quizás aún más claro y más característico; y, en lo que
concierne a la ignorancia de los modernos al respecto de la alquimia, es al menos tan
grande como en lo que concierne a la astrología. La verdadera alquimia era
esencialmente una ciencia de orden cosmológico, y, al mismo tiempo, era aplicable
también al orden humano, en virtud de la analogía del «macrocosmo» y del
«microcosmo»; además, estaba constituida expresamente en vista de permitir una
transposición al dominio puramente espiritual, que confería a sus enseñanzas un
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
valor simbólico y una significación superior, y que hacía de ella uno de los tipos más
completos de las «ciencias tradicionales». Lo que ha dado nacimiento a la química
moderna, no es esta alquimia con la que no tiene en suma ninguna relación, sino una
deformación suya, una desviación en el sentido más riguroso de la palabra,
desviación a la que dio lugar, quizás desde la edad media, la incomprehensión de
algunos, que, incapaces de penetrar el verdadero sentido de los símbolos, tomaron
todo al pie de la letra y, creyendo que no se trataba en todo eso más que de
operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos
desordenada. Son esos, a quienes los alquimistas calificaban irónicamente de
«sopladores» y de «quemadores de carbón», quienes fueron los verdaderos
precursores de los químicos actuales; y es así como la ciencia moderna se edifica con
la ayuda de los restos de las ciencias antiguas, con los materiales rechazados por
éstas y abandonados a los ignorante y a los «profanos». Agregamos todavía que los
supuestos renovadores de la alquimia, como se encuentran algunos entre nuestros
contemporáneos, no hacen por su parte más que prolongar esta misma desviación, y
que sus investigaciones están tan alejadas de la alquimia tradicional como las de los
astrólogos a los que hacíamos alusión hace un momento lo están de la antigua
astrología; y es por eso por lo que tenemos el derecho de afirmar que las «ciencias
tradicionales» de Occidente están verdaderamente perdidas para los modernos.
Nos limitaremos a estos pocos ejemplos; no obstante, sería fácil dar todavía otros,
tomados en órdenes algo diferentes, y que muestran por todas partes la misma
degeneración. Así, se podría hacer ver que la psicología, tal como se entiende hoy, es
decir, el estudio de los fenómenos mentales como tales, es un producto natural del
empirismo anglosajón y del espíritu del siglo XVIII, y que el punto de vista al que
corresponde era tan desdeñable para los antiguos que, si les ocurría a veces
considerarle incidentalmente, en todo caso no habrían pensado nunca en hacer de él
una ciencia especial; todo lo que puede haber de válido en todo eso se encontraba,
para ellos, transformado y asimilado en puntos de vista superiores. En un dominio
diferente, se podría mostrar también que las matemáticas modernas no representan
por así decir más que la corteza de la matemática pitagórica, su lado puramente
«exotérico»; la idea antigua de los números ha devenido incluso absolutamente
ininteligible para los modernos, porque, ahí también, la parte superior de la ciencia,
la que le daba, con el carácter tradicional, un valor propiamente intelectual, ha
desaparecido totalmente; y este caso es bastante comparable al de la astrología. Pero
no podemos pasar revista a todas las ciencias una tras otra, lo que sería más bien
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
fastidioso; pensamos haber dicho bastante como para hacer comprender la naturaleza
del cambio al que las ciencias modernas deben su origen, y que es todo lo contrario
de un «progreso», que es una verdadera regresión de la inteligencia; y ahora vamos a
volver a consideraciones de orden general sobre el papel respectivo de las «ciencias
tradicionales» y de las ciencias modernas, sobre la diferencia profunda que existe
entre el verdadero destino de unas y de otras.
Según la concepción tradicional, una ciencia cualquiera tiene menos su interés en
sí misma que en el hecho de que es como un prolongamiento o una rama secundaria
de la doctrina, cuya parte esencial está constituida, como lo hemos dicho, por la
metafísica pura1. En efecto, si toda ciencia es ciertamente legítima, provisto que no
ocupe sino el lugar que le conviene realmente en razón de su naturaleza propia, no
obstante es fácil de comprender que, para quienquiera que posee un conocimiento de
orden superior, los conocimientos inferiores pierden forzosamente mucho de su
interés, y que incluso no guardan ese interés sino en función, si puede decirse, del
conocimiento principial, es decir, en la medida en que, por una parte, reflejan este
conocimiento en tal o cual dominio contingente, y en que, por otra, son susceptibles
de conducir hacia este mismo conocimiento principial, que, en el caso que
consideramos, no puede perderse nunca de vista ni ser sacrificado a consideraciones
más o menos accidentales. Se trata de dos papeles complementarios que pertenecen
en propiedad a las «ciencias tradicionales»: por un lado, como aplicaciones de la
doctrina, permiten ligar entre sí todos los órdenes de realidad, integrarlos en la
unidad de la síntesis total; por otro, para algunos al menos, y en conformidad con las
aptitudes de éstos, son una preparación a un conocimiento más alto, una suerte de
encaminamiento hacia este último, y, en su repartición jerárquica según los grados de
existencia a los cuales se refieren, constituyen entonces como otros tantos escalones
con cuya ayuda es posible elevarse hasta la intelectualidad pura2. Es muy evidente
que las ciencias modernas no pueden desempeñar, a ningún grado, ni uno ni otro de
estos dos papeles; por eso es por lo que no son y no pueden ser más que «ciencia
1 Es lo que expresa, por ejemplo, una denominación como la de upavêda, aplicada en la India a
algunas «ciencias tradicionales» y que indica su subordinación en relación al Vêda, es decir, al
conocimiento sagrado por excelencia.2 En nuestro estudio sobre El Esoterismo de Dante, hemos indicado el simbolismo de la escala,
cuyos escalones, según diversas tradiciones, corresponden a algunas ciencias al mismo tiempo que a
estados del ser, lo que implica necesariamente que estas ciencias, en lugar de ser consideradas de
una manera completamente «profana» como en los modernos, daban lugar a una transposición que
les confería un alcance verdaderamente «iniciático».
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
profana», mientras que las «ciencias tradicionales», por su vinculamiento a los
principios metafísicos, están incorporadas de una manera efectiva a la «ciencia
sagrada».
Por lo demás, la coexistencia de los dos papeles que acabamos de indicar no
implica ni contradicción ni círculo vicioso, contrariamente a lo que podrían pensar
aquellos que no consideran las cosas más que superficialmente; y ese es todavía un
punto sobre el que nos es menester insistir un poco. Se podría decir que en eso hay
dos puntos de vista, uno descendente y el otro ascendente, de los cuales el primero
corresponde a un desarrollo del conocimiento partiendo de los principios para ir a
aplicaciones cada vez más alejadas de éstos, y el segundo a una adquisición gradual
de este mismo conocimiento que procede desde lo inferior a lo superior, o también,
si se prefiere, desde lo exterior a lo interior. Así pues, la cuestión no es saber si las
ciencias deben ser constituidas desde abajo hacia arriba o desde arriba hacia abajo;
si, para que sean posibles, es menester tomar como punto de partida el conocimiento
de los principios o, al contrario, el del mundo sensible; esta cuestión, que puede
plantearse desde el punto de vista de la filosofía «profana», y que parece haber sido
planteada de hecho en ese dominio, más o menos explícitamente, por la antigüedad
griega, esta cuestión, decimos, no existe para la «ciencia sagrada», que no puede
partir más que de los principios universales; y lo que le quita aquí toda razón de ser,
es el papel primero de la intuición intelectual, que es el más inmediato de todos los
conocimientos, así como también el más elevado, y que es absolutamente
independiente del ejercicio de toda facultad de orden sensible o incluso racional. Las
ciencias no pueden ser constituidas válidamente, en tanto que «ciencias sagradas»,
más que por aquellos que, ante todo, poseen plenamente el conocimiento principial,
y que, por eso, son los únicos calificados para realizar, conformemente a la ortodoxia
tradicional más rigurosa, todas las adaptaciones requeridas por las circunstancias de
tiempo y de lugar. Únicamente cuando las ciencias están constituidas así, su
enseñanza puede seguir un orden inverso: en cierto modo son como «ilustraciones»
de la doctrina pura, que pueden hacerla más fácilmente accesible a algunos espíritus;
y, por eso mismo de que conciernen al mundo de la multiplicidad, la diversidad casi
indefinida de sus puntos de vista puede convenir a la diversidad no menor de las
aptitudes individuales de esos espíritus, cuyo horizonte está todavía limitado a ese
mismo mundo de la multiplicidad; las vías posibles para alcanzar el conocimiento
pueden ser extremadamente diferentes en el grado más bajo, y después van
unificándose cada vez más a medida que se llega a estadios más elevados. Ninguno
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
de estos grados preparatorios es de una necesidad absoluta, puesto que no son sino
medios contingentes y sin común medida con la meta a alcanzar; puede ser incluso
que algunos, entre aquellos en quienes domina la tendencia contemplativa, se eleven
a la verdadera intuición intelectual de un solo golpe y sin la ayuda de tales medios1,
pero ese no es sino un caso más bien excepcional, y, lo más habitualmente, hay lo
que se puede llamar una necesidad de conveniencia para proceder en el sentido
ascendente. Se puede igualmente, para hacer comprender esto, servirse de la imagen
tradicional de la «rueda cósmica»: la circunferencia no existe en realidad sino por el
centro; pero los seres que están sobre la circunferencia deben partir forzosamente de
ésta, o más precisamente del punto de ésta donde están colocados, y seguir el radio
para desembocar en el centro. Por lo demás, en virtud de la correspondencia que
existe entre todos los órdenes de realidad, las verdades de un orden inferior pueden
considerarse como un símbolo de las de los ordenes superiores, y, por consiguiente,
servir de «soporte» para llegar analógicamente al conocimiento de estas últimas2; eso
es lo que confiere a toda ciencia un sentido superior o «analógico», más profundo
que el que posee por sí misma, y lo que puede darle el carácter de una verdadera
«ciencia sagrada».
Toda ciencia, decimos, puede revestir este carácter, cualquiera que sea su objeto,
a condición únicamente de que esté constituida y de que se considere según el
espíritu tradicional; en eso solo, hay lugar a tener en cuenta los grados de
importancia de estas ciencias, según el rango jerárquico de las realidades diversas a
las que se refieren; pero, a un grado o a otro, su carácter y su función son
esencialmente las mismas en la concepción tradicional. Lo que es verdad aquí de
toda ciencia lo es igualmente de todo arte, en tanto que éste puede tener un valor
propiamente simbólico que le hace apto para proporcionar «soportes» para la
meditación, y también en tanto que sus reglas, como las leyes cuyo conocimiento es
el objeto de las ciencias, son reflejos y aplicaciones de los principios fundamentales;
así pues, en toda civilización normal, hay también «artes tradicionales», que no son
menos desconocidas por los occidentales modernos que las «ciencias tradicionales»3.
La verdad es que no existe en realidad un «dominio profano», que se opondría de
1 Por eso es por lo que, según la doctrina hindú, los brâhmanes deben tener su espíritu
constantemente dirigido hacia el conocimiento supremo, mientras que los kshatriyas deben aplicarse
más bien al estudio sucesivo de las diversas etapas por las que se llega a él gradualmente.2 Es el papel que juega, por ejemplo, el simbolismo astronómico tan frecuentemente empleado
en las diferentes doctrinas tradicionales; y lo que decimos aquí puede hacer entrever la verdadera
naturaleza de una ciencia tal como la astrología antigua.
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una cierta manera al «dominio sagrado»; existe solo un «punto de vista profano»,
que no es propiamente nada más que el punto de vista de la ignorancia1. Por eso es
por lo que la «ciencia profana», la de los modernos, puede ser considerada, a justo
título, así como ya lo hemos dicho en otra parte, como un «saber ignorante»: saber
de orden inferior, que se queda todo entero en el nivel de la realidad más baja, y
saber ignorante de todo lo que le rebasa, ignorante de todo fin superior a sí mismo,
como de todo principio que podría asegurarle un lugar legítimo, por humilde que
sea, entre los diversos órdenes del conocimiento integral; encerrada
irremediablemente en el dominio relativo y limitado donde ha querido proclamarse
independiente, y habiendo cerrado así ella misma toda comunicación con la verdad
transcendente y con el conocimiento supremo, no es más que una ciencia vana e
ilusoria, que, a decir verdad, no viene de nada y no conduce a nada.
Esta exposición permitirá comprender todo lo que falta al mundo moderno bajo la
relación de la ciencia, y cómo esta misma ciencia de la que está tan orgulloso no
representa más que una simple desviación y como un desecho de la ciencia
verdadera, que, para nos, se identifica enteramente a lo que hemos llamado la
«ciencia sagrada» o la «ciencia tradicional». La ciencia moderna, al proceder de una
limitación arbitraria del conocimiento a un cierto orden particular, y que es el más
inferior de todos, el de la realidad material o sensible, ha perdido, por el hecho de
esta limitación y de las consecuencias que entraña inmediatamente, todo valor
intelectual, al menos si se da a la intelectualidad la plenitud de su verdadero sentido,
si uno se niega a compartir el error «racionalista», es decir, a asimilar la inteligencia
pura a la razón, o, lo que equivale a lo mismo, a negar la intuición intelectual. Lo
que hay en el fondo de este error, como en el de una gran parte de los demás errores
modernos, lo que hay en la raíz misma de toda la desviación de la ciencia tal como
acabamos de explicarla, es lo que se puede llamar el «individualismo», que no es
más que uno con el espíritu antitradicional mismo, y cuyas manifestaciones
múltiples, en todos los dominios, constituyen uno de los factores más importantes del
3 El arte de los constructores de la edad media puede ser mencionado como un ejemplo
particularmente destacable de estas «artes tradicionales», cuya práctica, por lo demás, implicaba el
conocimiento real de las ciencias correspondientes.1 Para convencerse de ello, basta observar hechos como éste: una de las ciencias «sagradas», la
cosmogonía, que tiene su lugar como tal en todos los Libros inspirados, comprendida la Biblia
hebraica, ha devenido para los modernos, el objeto de las hipótesis más puramente «profanas»; el
dominio de la ciencia es efectivamente el mismo en los dos casos, pero el punto de vista es
totalmente diferente.
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desorden de nuestra época; es este «individualismo» lo que debemos examinar ahora
más de cerca.
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CAPÍTULO V
El individualismo
Lo que entendemos por «individualismo», es la negación de todo principio
superior a la individualidad, y, por consiguiente, la reducción de la civilización, en
todos los dominios, únicamente a los elementos puramente humanos; así pues, en el
fondo, es la misma cosa que lo que, en la época del Renacimiento, se ha designado
bajo el nombre de «humanismo», como lo hemos dicho más atrás, y es también lo
que caracteriza propiamente a lo que llamábamos hace un momento el «punto de
vista profano». Todo eso, en suma, no es más que una sola y misma cosa bajo
designaciones diversas; y hemos dicho también que este espíritu «profano» se
confunde con el espíritu antitradicional, en el cual se resumen todas las tendencias
específicamente modernas. Sin duda, no es que este espíritu sea enteramente nuevo;
ha habido ya, en otras épocas, manifestaciones suyas más o menos acentuadas, pero
siempre limitadas y aberrantes, y que no se habían extendido nunca a todo el
conjunto de una civilización como lo han hecho en Occidente en el curso de estos
últimos siglos. Lo que no se había visto nunca hasta aquí, es una civilización
edificada toda entera sobre algo puramente negativo, sobre lo que se podría llamar
una ausencia de principio; es eso, precisamente, lo que da al mundo moderno su
carácter anormal, lo que hace de él una suerte de monstruosidad explicable
solamente si se considera como correspondiendo al fin de un periodo cíclico, según
lo que hemos explicado primeramente. Así pues, es efectivamente el individualismo,
tal como acabamos de definirle, el que es la causa determinante de la decadencia
actual de Occidente, por eso mismo de que es en cierto modo el motor del desarrollo
exclusivo de las posibilidades más inferiores de la humanidad, de aquellas cuya
expansión no exige la intervención de ningún elemento suprahumano, y que incluso
no pueden desplegarse completamente más que en la ausencia de un tal elemento,
porque están en el extremo opuesto de toda espiritualidad y de toda intelectualidad
verdadera.
El individualismo implica primeramente la negación de la intuición intelectual, en
tanto que ésta es esencialmente una facultad supraindividual, y del orden de
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
conocimiento que es el dominio propio de esta intuición, es decir, de la metafísica
entendida en su verdadero sentido. Por eso es por lo que todo lo que los filósofos
modernos designan bajo este mismo nombre de metafísica, cuando admiten algo que
ellos llaman así, no tiene absolutamente nada de común con la metafísica verdadera:
no son más que construcciones racionales o hipótesis imaginativas, y por
consiguiente concepciones completamente individuales, y cuya mayor parte, por lo
demás, se refiere simplemente al dominio «físico», es decir, a la naturaleza. Incluso
si se encuentra dentro de eso alguna cuestión que podría ser vinculada efectivamente
al orden metafísico, la manera en la que es considerada y tratada la reduce todavía a
no ser sino «pseudometafísica», y hace imposible toda solución real y válida; parece
incluso que, para los filósofos, se trata siempre de plantear «problemas», aunque
sean artificiales e ilusorios, mucho más que de resolverlos, lo que es uno de los
aspectos de la necesidad desordenada de la investigación por la investigación, es
decir, de la agitación más vana, tanto en orden mental como en el orden corporal. Se
trata también, para esos mismos filósofos, de dar su nombre a un «sistema», es decir,
a un conjunto de teorías estrictamente limitado y delimitado, y que sea efectivamente
de ellos, que no sea nada más que su obra propia; de ahí el deseo de ser original a
toda costa, incluso si la verdad debe ser sacrificada a esa originalidad: para el
renombre de un filósofo, vale más inventar un error nuevo que repetir una verdad
que ya ha sido expresada por otros. Esta forma del individualismo, a la que se deben
tantos «sistemas» contradictorios entre ellos, cuando no lo son en sí mismos, se
encuentra también en los «sabios» y en los artistas modernos; pero es quizás en los
filósofos donde se puede ver más claramente la anarquía intelectual que es su
consecuencia inevitable.
En una civilización tradicional, es casi inconcebible que un hombre pretenda
reivindicar la propiedad de una idea, y, en todo caso, si lo hace, se quita por eso
mismo todo crédito y toda autoridad, ya que la reduce así a no ser más que una
suerte de fantasía sin ningún alcance real: si una idea es verdadera, pertenece
igualmente a todos aquellos que son capaces de comprenderla; si es falsa, no hay
porque vanagloriarse de haberla inventado. Una idea verdadera no puede ser
«nueva», ya que la verdad no es un producto del espíritu humano, existe
independientemente de nosotros, y nosotros solo tenemos que conocerla; fuera de
este conocimiento no puede haber más que el error; pero, en el fondo, ¿se preocupan
los modernos de la verdad, y saben siquiera lo que ella es? Ahí también, las palabras
han perdido su sentido, puesto que algunos, como los «pragmatistas»
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
contemporáneos, llegan hasta dar abusivamente este nombre de «verdad» a lo que es
simplemente la utilidad práctica, es decir, a algo que es enteramente extraño al orden
intelectual; como conclusión lógica de la desviación moderna, se trata de la negación
misma de la verdad, así como de la inteligencia de la que la verdad es el objeto
propio. Pero no anticipamos más, y, sobre este punto, hacemos observar solamente
que el género de individualismo que acabamos de tratar es la fuente de las ilusiones
concernientes al papel de los «grandes hombres», o supuestos tales; el «genio»,
entendido en el sentido «profano», es muy poca cosa en realidad, y no podría suplir
de ninguna manera la falta de verdadero conocimiento.
Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos
los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la
primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por
encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior
de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo
que constituye el «racionalismo», cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo
demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón
misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a
medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener
todavía un cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo
mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es
todo: el individualismo entraña inevitablemente el «naturalismo», puesto que todo lo
que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del
individuo como tal; por lo demás, «naturalismo» o negación de la metafísica, no son
más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya
no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en
edificar una «pseudometafísica» cualquiera, otros reconocían más francamente esta
imposibilidad; de ahí el «relativismo» bajo todas sus formas, ya sea el «criticismo»
de Kant o el «positivismo» de Augusto Comte; y, puesto que la razón misma es
completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio
igualmente relativo, es evidentemente cierto que el «relativismo» es la única
conclusión lógica del «racionalismo». Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a
destruirse a sí mismo: «Naturaleza» y «devenir», como lo hemos indicado más atrás,
son en realidad sinónimos; así pues, un «naturalismo» consecuente consigo mismo
no puede ser más que una de esas «filosofías del devenir» de las que ya hemos
hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el «evolucionismo»; pero es
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el «racionalismo», al
reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que
cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida
complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma
del «evolucionismo» que es el «intuicionismo» bergsoniano, que, bien entendido, no
es menos individualista y antimetafísico que el «racionalismo», y que, si critica
justamente a éste, cae todavía más bajo al hacer llamada a una facultad propiamente
infraracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o
menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy
significativo, es que aquí ya no se habla más de la «verdad», sino únicamente de la
«realidad», reducida exclusivamente al orden sensible solo, y concebida como algo
esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida
verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en
tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no
quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del
conocimiento, la substitución de la «verdad» por la «utilidad»; fue el
«pragmatismo», al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no
estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el «racionalismo», estamos
verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al «subconsciente» que marca la
inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la
marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía
«profana» librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio
horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía
producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como que respetaba lo que ignoraba
y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido,
su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y es de
eso de donde procede toda la filosofía moderna.
Pero basta ya de filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva,
cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno; desde el punto de
vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una
forma tan claramente definida como es posible, las tendencias de tal o cual
momento, más bien que crearlas verdaderamente; y, si se puede decir que las dirige
hasta un cierto punto, eso no es sino secundariamente y a destiempo. Así, es cierto
que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes; pero la influencia que éste
ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
limitado únicamente a los filósofos, no habría sido posible si sus concepciones no
hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la
generalidad de sus contemporáneos; el espíritu moderno se ha reencontrado en el
cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo
que la que había tenido hasta entonces. Por lo demás, no importa en cuál dominio, un
movimiento tan visible como lo ha sido el cartesianismo bajo la relación filosófica es
siempre una resultante más bien que un verdadero punto de partida; no es algo
espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso; si un hombre como
Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, si se puede
decir que la encarna en cierto modo bajo un cierto punto de vista, no es sin embargo
el único ni el primer responsable, y sería menester remontar mucho más lejos para
encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la
Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes
manifestaciones del espíritu moderno, acabaron la ruptura con la tradición mucho
más de lo que la provocaron; para nos, el comienzo de esta ruptura data del siglo
XIV, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es
menester hacer comenzar los tiempos modernos.
Sobre esta ruptura con la tradición es donde debemos insistir todavía, puesto que
es de ella de donde ha nacido el mundo moderno, cuyos caracteres propios podrían
resumirse todos en uno solo, la oposición al espíritu tradicional; y la negación de la
tradición, es también el individualismo. Por lo demás, esto está en perfecto acuerdo
con lo que precede, puesto que, como lo hemos explicado, es la intuición intelectual
y la doctrina metafísica pura las que están al principio de toda civilización
tradicional; desde que se niega el principio, se niegan también todas sus
consecuencias, al menos implícitamente, y así todo el conjunto de lo que merece
verdaderamente el nombre de tradición se encuentra destruido por eso mismo.
Hemos visto ya lo que se ha producido a este respecto en lo que concierne a las
ciencias; así pues, no volveremos de nuevo sobre ello, y consideraremos otro lado de
la cuestión, donde las manifestaciones del espíritu antitradicional son quizás todavía
más inmediatamente visibles, porque aquí se trata de cambios que han afectado
directamente a la masa occidental misma. En efecto, las «ciencias tradicionales» de
la edad media estaban reservadas a una élite más o menos restringida, y algunas de
entre ellas eran incluso el patrimonio exclusivo de escuelas muy cerradas, que
constituían un «esoterismo» en el sentido más estricto de la palabra; pero, por otra
parte, había también, en la tradición, algo que era común a todos indistintamente, y
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
es de esta parte exterior de la que queremos hablar ahora. La tradición occidental era
entonces, exteriormente una tradición de forma específicamente religiosa,
representada por el Catolicismo; así pues, es en el dominio religioso donde vamos a
tener que considerar la rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que, cuando
ha tomado una forma definida, se ha llamado el Protestantismo; y es fácil darse
cuenta de que es en efecto una manifestación del individualismo, hasta tal punto de
que se podría decir que no es nada más que el individualismo mismo considerado en
su aplicación a la religión. Lo que constituye el Protestantismo, como lo que
constituye el mundo moderno, no es más que una negación, esa negación del
principio que es la esencia misma del individualismo; y en eso se puede ver también
uno de los ejemplos más llamativos del estado de anarquía y de disolución que es su
consecuencia.
Quien dice individualismo dice necesariamente negación a admitir una autoridad
superior al individuo, así como una facultad de conocimiento superior a la razón
individual; las dos cosas son inseparables la una de la otra. Por consiguiente, el
espíritu moderno debía rechazar toda autoridad espiritual en el verdadero sentido de
la palabra, que tiene su fuente en el orden suprahumano, y toda organización
tradicional, que se basa esencialmente sobre una tal autoridad, cualquiera que sea por
lo demás la forma que revista, que difiere naturalmente según las civilizaciones. Eso
es lo que ocurrió en efecto: a la autoridad de la organización calificada para
interpretar legítimamente la tradición religiosa de Occidente, el Protestantismo
pretendió substituirla por lo que llamó el «libre examen», es decir, la interpretación
dejada al arbitrio de cada uno, incluso de los ignorantes y de los incompetentes, y
fundada únicamente sobre el ejercicio de la razón humana. Era pues, en el dominio
religioso, el análogo de lo que iba a ser el «racionalismo» en filosofía; era la puerta
abierta a todas las discusiones, a todas las divergencias, a todas las desviaciones; y el
resultado fue lo que debía ser: la dispersión en una multitud siempre creciente de
sectas, cada una de las cuales no representa más que la opinión particular de algunos
individuos. Como era imposible, en estas condiciones, entenderse sobre la doctrina,
está paso rápidamente al segundo plano, y fue el lado secundario de la religión,
queremos decir la moral, la que tomó el primer lugar: de ahí esa degeneración en
«moralismo» que es tan sensible en el Protestantismo actual. En eso se ha producido
un fenómeno paralelo al que hemos señalado en la filosofía; la disolución doctrinal,
la desaparición de los elementos intelectuales de la religión, entrañaba esta
consecuencia inevitable: partiendo del «racionalismo», se debía caer en el
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
«sentimentalismo», y es en los países anglosajones donde se podrían encontrar los
ejemplos más llamativos de ello. Aquello de lo que se trata entonces, ya no es
religión, ni siquiera disminuida y deformada, sino simplemente «religiosidad», es
decir, de vagas aspiraciones sentimentales que no se justifican por ningún
conocimiento real; y a este último estadio corresponden teorías como la de la
«experiencia religiosa» de William James, que llega hasta ver en el «subconsciente»
el medio de entrar, para el hombre, en comunicación con lo divino. Aquí, los últimos
productos de la decadencia religiosa se funden con los de la decadencia filosófica: la
«experiencia religiosa» se incorpora al «pragmatismo», en nombre del cual se
preconiza la idea de un Dios limitado como más «ventajosa» que la del Dios infinito
porque así se pueden sentir por él sentimientos comparables a los que se sienten al
respecto de un hombre superior; y, al mismo tiempo, por la llamada al
«subconsciente», se llegan a juntar el espiritismo y todas las «pseudoreligiones»
características de nuestra época, que hemos estudiado en otras obras. Por otro lado,
la moral protestante, al eliminar cada vez más toda base doctrinal, acaba por
degenerar en lo que se llama la «moral laica», que cuenta entre sus partidarios con
los representantes de todas las variedades del «Protestantismo liberal», así como con
los adversarios declarados de toda idea religiosa; en el fondo, en los unos y en los
otros, son las mismas tendencias las que predominan, y la única diferencia es que no
todos van tan lejos en el desarrollo lógico de todo lo que se encuentra implicado en
ellas.
En efecto, puesto que la religión es propiamente una forma de la tradición, el
espíritu antitradicional no puede ser más que antireligioso; comienza por
desnaturalizar la religión, y, cuando puede, acaba por suprimirla enteramente. El
Protestantismo es ilógico porque, aunque se esfuerza en «humanizar» la religión, a
pesar de todo deja subsistir todavía, al menos en teoría, un elemento suprahumano,
que es la revelación; no se atreve a llevar la negación hasta el fondo, pero, al librar
esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones
puramente humanas, pronto la reduce de hecho a no ser nada; y, cuando se ven
gentes que, aunque persisten en llamarse «cristianos», no admiten ya siquiera la
divinidad de Cristo, está permitido pensar que esos, sin sospecharlo quizás, están
mucho más cerca de la negación completa que del verdadero Cristianismo. Por lo
demás, semejantes contradicciones no deben sorprender demasiado, ya que, en todos
los dominios, son uno de los síntomas de nuestra época de desorden y de confusión,
del mismo modo que la división incesante del Protestantismo no es más que una de
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
las numerosas manifestaciones de esa dispersión en la multiplicidad que, como lo
hemos dicho, se encuentra por todas partes en la vida y en la ciencia modernas. Por
otra parte, es natural que el Protestantismo, con el espíritu de negación que le anima,
haya dado nacimiento a esa «crítica» disolvente que, en las manos de los pretendidos
«historiadores de las religiones», ha devenido un arma de combate contra toda
religión, y que así, aunque pretende no reconocer otra autoridad que la de los Libros
sagrados, haya contribuido en una amplia medida a la destrucción de esta misma
autoridad, es decir, del mínimo de tradición que conservaba todavía; la rebelión
contra el espíritu tradicional, una vez comenzada, no podía detenerse a medio
camino.
Aquí se podría hacer una objeción: ¿no habría sido posible que, aunque separado
de la organización católica, el Protestantismo, por eso mismo de que admitía no
obstante los Libros sagrados, guardara la doctrina tradicional que está contenida en
ellos? Es la introducción del «libre examen» la que se opone absolutamente a una tal
hipótesis, puesto que permite todas las fantasías individuales; la conservación de la
doctrina supone una enseñanza tradicional organizada, por la que se mantiene la
interpretación ortodoxa, y de hecho, esta enseñanza, en el mundo occidental, se
identificaba al Catolicismo. Sin duda, puede haber, en otras civilizaciones,
organizaciones de formas muy diferentes de esa para desempeñar la función
correspondiente; pero, de lo que se trata aquí, es de la civilización occidental, con
sus condiciones particulares. Así pues, no puede hacerse valer que, por ejemplo, en
la India no existe ninguna institución comparable al Papado; el caso es
completamente diferente, primero porque no es el caso de una tradición de forma
religiosa en el sentido occidental de esta palabra, de suerte que los medios por los
que se conserva y se transmite no pueden ser los mismos, y después porque, siendo
el espíritu hindú enteramente diferente del espíritu europeo, la tradición puede tener
por sí misma, en el primer caso, un poder que no podría tener en el segundo sin el
apoyo de una organización mucho más estrictamente definida en su constitución
exterior. Ya hemos dicho que la tradición occidental, desde el Cristianismo, debía
estar revestida necesariamente de una forma religiosa; llevaría mucho tiempo
explicar aquí todas las razones de ello, que no pueden ser plenamente comprendidas
sin hacer llamada a algunas consideraciones bastante complejas; pero se trata de un
estado de hecho que uno no puede negarse a tener en cuenta1, y, desde entonces, es
1 Por lo demás, este estado debe mantenerse, según la palabra evangélica, hasta la «consumación
del siglo», es decir, hasta el fin del ciclo actual.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
menester admitir también todas las consecuencias que resultan de él en lo que
concierne a la organización apropiada para una forma tradicional semejante.
Por otra parte, como lo indicábamos también más atrás, es muy cierto que es en el
Catolicismo únicamente donde se ha mantenido lo que subsiste todavía, a pesar de
todo, de espíritu tradicional en Occidente; ¿quiere decir esto que, ahí al menos, se
puede hablar de una conservación integral de la tradición al abrigo de todo atentado
del espíritu moderno? Desafortunadamente, no parece que ello sea así; o, para hablar
más exactamente, si el depósito de la tradición ha permanecido intacto, lo que es ya
mucho, es bastante dudoso que su sentido profundo sea comprendido todavía
efectivamente, siquiera por un élite poco numerosa, cuya existencia se manifestaría
sin duda por una acción o más bien por una influencia que, de hecho, no constatamos
en ninguna parte. Así pues, se trata más verosímilmente de lo que llamaríamos de
buena gana una conservación en el estado latente, que permite siempre, a los que
sean capaces de ello, recuperar el sentido de la tradición, aún cuando este sentido no
fuera actualmente consciente para nadie; y hay también, dispersos acá y allá en el
mundo occidental, fuera del dominio religioso, muchos signos o símbolos que
provienen de antiguas doctrinas tradicionales, y que se conservan sin comprenderlos.
En semejantes casos, es necesario un contacto con el espíritu tradicional plenamente
vivo para despertar lo que está así sumergido en una suerte de sueño, para restaurar
la comprehensión perdida; y, lo repetimos todavía una vez más, es en eso sobre todo
donde Occidente tendrá necesidad de la ayuda de Oriente si quiere volver de nuevo a
la consciencia de su propia tradición.
Lo que acabamos de decir se refiere propiamente a las posibilidades que el
Catolicismo, por su principio, lleva en sí mismo de una manera constante e
inalterable; por consiguiente, la influencia del espíritu moderno se limita aquí
forzosamente a impedir, durante un periodo más o menos largo, que algunas cosas se
comprendan efectivamente. Por el contrario, si, al hablar del estado presente del
Catolicismo, se quisiera entender con ello la manera en que es considerado por la
gran mayoría de sus adherentes mismos, se estaría bien obligado a constatar una
acción más positiva del espíritu moderno, si es que esta expresión puede emplearse
para algo que, en realidad, es esencialmente negativo. Lo que tenemos en vista a este
respecto, no son solo movimientos bastante claramente definidos, como ese al que se
ha dado precisamente el nombre de «modernismo», y que no fue nada más que una
tentativa, afortunadamente desmantelada, de infiltración del espíritu protestante en el
interior de la Iglesia católica misma; es sobre todo un estado de espíritu mucho más
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
general, más difuso y más difícilmente aprehensible, y por tanto más peligroso
todavía, tanto más peligroso incluso cuanto que frecuentemente es completamente
inconsciente en aquellos que son afectados por él: uno puede creerse sinceramente
religioso y no serlo de ninguna manera en el fondo, uno puede incluso decirse
«tradicionalista» sin tener la menor noción del verdadero espíritu tradicional, y eso
es también uno de los síntomas del desorden mental de nuestra época. El estado de
espíritu al que hacemos alusión es, primeramente, el que consiste, si puede decirse,
en «minimizar» la religión, en hacer de ella algo que se pone aparte, a lo cual uno se
contenta con asignar un lugar bien delimitado y tan estrecho como sea posible, algo
que no tiene ninguna influencia real sobre el resto de la existencia, que está aislada
de ella por una suerte de tabique estanco; ¿hay, hoy día, muchos católicos que
tengan, en su vida corriente, maneras de pensar y de actuar sensiblemente diferentes
de las de sus contemporáneos «irreligiosos»? Es también la ignorancia casi completa
desde el punto de vista doctrinal, la indiferencia misma al respecto de todo lo que se
refiere a la doctrina; la religión, para muchos, es simplemente un asunto de
«práctica», de hábito, por no decir de rutina, y si uno se abstiene cuidadosamente de
buscar comprender nada en ella, se llega a pensar incluso que es inútil comprender, o
quizás que no hay nada que comprender; por lo demás, si se comprendiera realmente
la religión, ¿se le podría hacer un lugar tan mediocre entre sus preocupaciones? Así
pues, de hecho, la doctrina se encuentra olvidada o reducida a casi nada, lo que se
aproxima singularmente a la concepción protestante, porque es un efecto de las
mismas tendencias modernas, opuestas a toda intelectualidad; y lo que es más
deplorable, es que la enseñanza que se da generalmente, en lugar de reaccionar
contra este estado de espíritu, le favorece al contrario, puesto que se adapta a él muy
bien: se habla siempre de moral, no se habla casi nunca de doctrina, bajo pretexto de
que no sería comprendida; la religión, ahora, ya no es más que «moralismo», o al
menos parece que ya nadie quiera ver lo que ella es realmente, y que es algo
completamente diferente. Si se llega no obstante a hablar todavía algunas veces de la
doctrina, muy frecuentemente no es más que para rebajarla discutiendo con
adversarios sobre su propio terreno «profano», lo que conduce inevitablemente a
hacerles las concesiones más injustificadas; es así, concretamente, como uno se cree
obligado a tener en cuenta, en una medida más o menos amplia, algunos pretendidos
resultados de la «crítica» moderna, mientras que nada sería más fácil que mostrar,
colocándose en un punto de vista diferente, toda su inanidad; en estas condiciones,
¿qué puede quedar efectivamente del verdadero espíritu tradicional?
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
Esta disgresión, a donde hemos sido llevados por el examen de las
manifestaciones del individualismo en el dominio religioso, no nos parece inútil, ya
que muestra que el mal, a este respecto, es todavía más grave y más extenso de lo
que se podría creer a primera vista; y por otra parte, no nos aleja apenas de la
cuestión que estamos considerando, y a la que nuestra última precisión se vincula
incluso directamente, ya que es también el individualismo el que introduce por todas
partes el espíritu de discusión. Es muy difícil hacer comprender a nuestros
contemporáneos que hay cosas que, por su naturaleza misma, no pueden discutirse;
el hombre moderno, en lugar de buscar elevarse a la verdad, pretende hacerla
descender a su nivel; y es por eso sin duda por lo que hay tantos que, cuando se les
habla de «ciencias tradicionales» o incluso de metafísica pura, se imaginan que no se
trata más que de «ciencia profana» y de «filosofía». En el dominio de las opiniones
individuales, siempre se puede discutir, porque no se rebasa el orden racional, y
porque al no hacer llamada a ningún principio superior, se llega fácilmente a
encontrar argumentos más o menos válidos para sostener el «pro» y el «contra»; en
muchos casos, se puede incluso proseguir la discusión indefinidamente sin llegar a
ninguna solución, y es así como casi toda la filosofía moderna no está hecha más que
de equívocos y de cuestiones mal planteadas. Muy lejos de esclarecer las cuestiones
como se supone de ordinario, la discusión, lo más frecuentemente, no hace apenas
más que desplazarlas, cuando no obscurecerlas más; y el resultado más habitual es
que cada uno, al esforzarse en convencer a su adversario, se ata más que nunca a su
propia opinión y se encierra en ella de una manera todavía más exclusiva que antes.
En todo eso, en el fondo, no se trata de llegar al conocimiento de la verdad, sino de
tener razón a pesar de todo, o al menos de persuadirse de que uno la tiene, si no se
puede persuadir de ello a los demás, lo que, por otra parte, se lamentará tanto más
cuanto que a eso se mezcla siempre esa necesidad de «proselitismo» que es también
uno de los elementos más característicos del espíritu occidental. A veces, el
individualismo, en el sentido más ordinario y más bajo del término, se manifiesta de
una manera más patente todavía: ¿no se ve así a cada instante gentes que quieren
juzgar la obra de un hombre según lo que saben de su vida privada, como si pudiera
haber entre estas dos cosas una relación cualquiera? De la misma tendencia, junto
con la manía del detalle, derivan también, notémoslo de pasada, el interés que se
dedica a las menores particularidades de la existencia de los «grandes hombres», y la
ilusión con que algunos explican todo lo que han hecho por una suerte de análisis
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
«psicofisiológico»; todo eso es bien significativo para quien quiere darse cuenta de
lo que es verdaderamente la mentalidad contemporánea.
Pero volvamos todavía un instante sobre la introducción de los hábitos de
discusión en los dominios donde no tienen nada que hacer, y decimos claramente
esto: la actitud «apologética» es, en sí misma, una actitud extremadamente débil,
porque es puramente «defensiva», en el sentido jurídico de esta palabra; no es en
vano por lo que se designa por un término derivado de «apología», que tiene como
significación propia el alegato de un abogado, y que, en una lengua tal como el
inglés, ha llegado hasta tomar corrientemente la acepción de «excusa»; así pues, la
importancia preponderante acordada a la «apologética» es la marca incontestable de
un retroceso del espíritu religioso. Esta debilidad se acentúa todavía cuando la
«apologética» degenera, como lo decíamos hace un momento, en discusiones
completamente «profanas» tanto por el método como por el punto de vista, donde la
religión se pone sobre el mismo plano que las teorías filosóficas y científicas, o
pseudocientíficas, más contingentes y más hipotéticas, y donde, para parecer
«conciliador», se llega hasta admitir en una cierta medida concepciones que no se
han inventado más que para arruinar a toda religión; aquellos que actúan así
proporcionan ellos mismos la prueba de que son perfectamente inconscientes del
verdadero carácter de la doctrina cuyos representantes más o menos autorizados se
creen. Aquellos que están calificados para hablar en el nombre de una doctrina
tradicional no tienen por qué discutir con los «profanos» ni tampoco hacer
«polémica»; no tienen más que exponer la doctrina tal cual es, para aquellos que
pueden comprenderla, y, al mismo tiempo, denunciar el error por todas partes donde
se encuentra, hacerle aparecer como tal proyectando sobre él la luz del verdadero
conocimiento; así pues, su papel no es entablar una lucha y comprometer en ella la
doctrina, sino aportar el juicio que tienen el derecho de aportar si poseen
efectivamente los principios que deben inspirarles infaliblemente. El dominio de la
lucha, es el de la acción, es decir, el dominio individual y temporal; el «motor
inmóvil» produce y dirige el movimiento sin estar implicado en él; el conocimiento
ilustra la acción sin participar en sus vicisitudes; lo espiritual guía lo temporal sin
mezclarse en ello; y así cada cosa permanece en su orden, en el rango que le
pertenece en la jerarquía universal; pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede
encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el
lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna
autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
temporal; los «profanos» se permiten discutir de las cosas sagradas, contestar su
carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la
ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la
verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el
cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al
universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. «Ay de
vosotros, guías ciegos», se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas
partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a
tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
CAPÍTULO VI
El caos social
En este estudio, no entendemos dedicarnos especialmente al punto de vista social,
que no nos interesa sino muy secundariamente, porque no representa más que una
aplicación bastante lejana de los principios fundamentales, y porque, por
consiguiente, no es en ese dominio donde, en todo estado de causa, podría comenzar
un enderezamiento del mundo moderno. En efecto, si este enderezamiento se
emprendiera así al revés, es decir, partiendo de las consecuencias en lugar de partir
de los principios, carecería forzosamente de base seria y sería completamente
ilusorio; nada estable podría resultar nunca de él, y habrá que recomenzar todo
incesantemente, porque se habría descuidado entenderse ante todo sobre las verdades
esenciales. Por eso es por lo que no nos es posible acordar a las contingencias
políticas, ni siquiera dando a esta palabra su sentido más amplio, otro valor que el de
simples signos exteriores de la mentalidad de una época; pero, bajo esta relación
misma, no podemos tampoco pasar enteramente bajo silencio las manifestaciones del
desorden moderno en el dominio social propiamente dicho.
Como lo indicábamos hace un momento, nadie, en el estado presente del mundo
occidental, se encuentra ya en el lugar que le conviene normalmente en razón de su
naturaleza propia; es lo que se expresa al decir que las castas ya no existen, ya que la
casta, entendida en su verdadero sentido tradicional, no es otra cosa que la naturaleza
individual misma, con todo el conjunto de las aptitudes especiales que conlleva y que
predisponen a cada hombre al cumplimiento de tal o de cual función determinada.
Desde que el acceso a funciones cualesquiera ya no está sometido a ninguna regla
legítima, de ello resulta inevitablemente que cada uno se encontrará llevado a hacer
no importa qué, y frecuentemente aquello para lo cual es el menos calificado; el
papel que desempeñará en la sociedad estará determinado, no por el azar, que no
existe en realidad1, sino por lo que puede dar la ilusión del azar, es decir, por el
enredo de toda suerte de circunstancias accidentales; lo que menos intervendrá en 1 Lo que los hombres llaman el azar es simplemente su ignorancia de las causas; si, diciendo que
algo ocurre por azar, se pretendiera querer decir que no hay causa, eso sería una suposición
contradictoria en sí misma.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
eso, será precisamente el único factor que debería contar en parecido caso, queremos
decir las diferencias de naturaleza que existen entre los hombres. La causa de todo
este desorden, es la negación de estas diferencias mismas, negación que entraña la de
toda jerarquía social; y esta negación, primero quizás apenas consciente y más
práctica que teórica, ya que la confusión de las castas ha precedido a su supresión
completa, o, en otros términos, se ha menospreciado la naturaleza de los individuos
antes de llegar a no tenerla ya en cuenta, esta negación, decimos, ha sido después
erigida por los modernos en pseudoprincipio bajo el nombre de «igualdad». Sería
muy fácil mostrar que la igualdad no puede existir en ninguna parte, por la simple
razón de que no podría haber dos seres que sean a la vez realmente distintos y
enteramente semejantes entre sí bajo todos los aspectos; y sería no menos fácil hacer
resaltar todas las consecuencias absurdas que se desprenden de esta idea quimérica,
en el nombre de la cual se pretende imponer por todas partes una uniformidad
completa, por ejemplo distribuyendo a todos una enseñanza idéntica, como si todos
fueran igualmente aptos para comprender las mismas cosas, y como si, para hacerles
comprender, los mismos métodos convinieran a todos indistintamente. Por lo demás,
uno puede preguntarse si no se trata más bien de «aprender» que de «comprender»
verdaderamente, es decir, si la memoria no ha substituido a la inteligencia en la
concepción completamente verbal y «libresca» de la enseñanza actual, donde no se
apunta más que a la acumulación de nociones rudimentarias y heteróclitas, y donde
la cualidad es enteramente sacrificada a la cantidad, así como eso se produce por
todas partes en el mundo moderno por razones que explicaremos más completamente
después: es siempre la dispersión en la multiplicidad. A este propósito, habría
muchas cosas que decir sobre los desmanes de la «instrucción obligatoria»; pero éste
no es el lugar para insistir sobre esto, y, para no salirnos del cuadro que nos hemos
trazado, debemos contentarnos con señalar de pasada esta consecuencia especial de
las teorías «igualitarias», como uno de esos elementos del desorden que hoy día son
demasiado numerosos como para que se pueda siquiera tener la pretensión de
enumerarlos todos sin omitir ninguno.
Naturalmente, cuando nos encontramos en presencia de una idea como la de
«igualdad», o como la de «progreso», o como los demás «dogmas laicos» que casi
todos nuestros contemporáneos aceptan ciegamente, y cuya mayor parte han
comenzado a formularse claramente en el curso del siglo XVIII, no nos es posible
admitir que tales ideas hayan tomado nacimiento espontáneamente. Son en suma
verdaderas «sugestiones», en el sentido más estricto de esta palabra, que no podían
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
producir su efecto más que en un medio ya preparado para recibirlas; no han creado
el estado de espíritu que caracteriza a la época moderna, pero han contribuido
ampliamente a mantenerle y a desarrollarle hasta un punto que sin duda no habría
alcanzado sin ellas. Si estas sugestiones llegaran a desvanecerse, la mentalidad
general estaría muy cerca de cambiar de orientación; por eso es por lo que son tan
cuidadosamente mantenidas por todos aquellos que tienen algún interés en mantener
el desorden, cuando no en agravarle todavía, y es también por eso por lo que, en un
tiempo donde se pretende someter todo a la discusión, estas sugestiones son las
únicas cosas que nadie se permite discutir jamás. Por lo demás, es muy difícil
determinar exactamente el grado de sinceridad de aquellos que se hacen los
propagadores de semejantes ideas, saber en qué medida algunos hombres llegan a
enamorarse de sus propias mentiras y a sugestionarse ellos mismos al sugestionar a
los demás; e incluso, en una propaganda de este género, aquellos que desempeñan un
papel de engañados son frecuentemente los mejores instrumentos, porque le aportan
una convicción que a los otros les habría dado algún trabajo simular, y que es
fácilmente contagiosa; pero, detrás de todo eso, y al menos en el origen, es menester
una acción mucho más consciente, una dirección que no puede venir más que de
hombres que saben perfectamente a lo que atenerse sobre las ideas que lanzan así a la
circulación. Hemos hablado de «ideas», pero es solo muy impropiamente como esta
palabra puede aplicarse aquí, ya que es muy evidente que no se trata de ninguna
manera de ideas puras, y ni siquiera de algo que pertenece de cerca o de lejos al
orden intelectual; son, si se quiere, ideas falsas, pero sería mejor llamarlas
«pseudoideas», destinadas principalmente a provocar reacciones sentimentales, lo
que es en efecto el medio más eficaz y el más cómodo para actuar sobre las masas. A
este respecto, la palabra tiene una importancia mayor que la noción que pretende
representar, y la mayor parte de los «ídolos» modernos no son verdaderamente más
que palabras, ya que aquí se produce ese singular fenómeno conocido bajo el nombre
de «verbalismo», donde la sonoridad de las palabras basta para dar la ilusión del
pensamiento; la influencia que los oradores ejercen sobre las muchedumbres es
particularmente característica bajo este aspecto, y no hay necesidad de estudiarla
muy de cerca para darse cuenta de que se trata efectivamente de un procedimiento de
sugestión completamente comparable a los de los hipnotizadores.
Pero, sin extendernos más sobre estas consideraciones, volvamos de nuevo a las
consecuencias que entraña la negación de toda verdadera jerarquía, y notemos que,
en el presente estado de cosas, no solo ningún hombre desempeña ya su función
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
propia más que excepcionalmente y como por accidente, mientras que el caso
contrario es el que debería ser la excepción normalmente, sino que ocurre también
que el mismo hombre sea llamado a ejercer sucesivamente funciones completamente
diferentes, como si pudiera cambiar de aptitudes a voluntad. Eso puede parecer
paradójico en una época de «especialización» a ultranza, y sin embargo ello es
efectivamente así, sobre todo en el orden político; si la competencia de los
«especialistas» es frecuentemente muy ilusoria, y en todo caso limitada a un dominio
muy estrecho, la creencia en esta competencia es no obstante un hecho, y uno se
puede preguntar cómo es posible que esta creencia no juegue ya ningún papel cuando
se trata de la carrera de los hombres políticos, donde la incompetencia más completa
es raramente un obstáculo. Sin embargo, si se reflexiona en ello, uno se apercibe
fácilmente de que en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse, y de que no
es en suma más que un resultado muy natural de la concepción «democrática», en
virtud de la cual el poder viene de abajo y se apoya esencialmente sobre la mayoría,
lo que tiene necesariamente como corolario la exclusión de toda verdadera
competencia, porque la competencia es siempre una superioridad al menos relativa y
no puede ser más que el patrimonio de una minoría.
Aquí, no serán inútiles algunas explicaciones para hacer sobresalir, por una parte,
los sofismas que se ocultan bajo la idea «democrática», y, por otra, los lazos que atan
esta misma idea a todo el conjunto de la mentalidad moderna; por lo demás, es casi
superfluo, dado el punto de vista donde nos colocamos, hacer destacar que estas
observaciones serán formuladas al margen de todas las cuestiones de partidos y de
todas las querellas políticas, a las que no entendemos mezclarnos ni de cerca ni de
lejos. Consideramos las cosas de una manera absolutamente desinteresada, como
podríamos hacerlo para no importa cuál otro objeto de estudio, y buscando
solamente darnos cuenta tan claramente como sea posible de lo que hay en el fondo
de todo eso, lo que, por lo demás, es la condición necesaria y suficiente para que se
disipen todas las ilusiones que nuestros contemporáneos se hacen sobre este punto.
En eso también, se trata verdaderamente de «sugestión», como lo decíamos hace un
momento para ideas un poco diferentes, pero sin embargo conexas, y, desde que se
sabe que no es más que una sugestión, desde que se comprende como actúa, ya no
puede ejercerse más; contra cosas de este género, un examen algo profundo y
puramente «objetivo», como se dice hoy día en la jerga especial que se ha tomado a
los filósofos alemanes, se encuentra que es mucho más eficaz que todas las
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
declamaciones sentimentales y todas las polémicas de partido, que no prueban nada y
que no son más que la expresión de simples preferencias individuales.
El argumento más decisivo contra la «democracia» se resume en pocas palabras:
lo superior no puede emanar de lo inferior, porque lo «más» no puede salir de lo
«menos»; eso es de un rigor matemático absoluto, contra el cual no podría prevalecer
nada. Importa destacar que es precisamente el mismo argumento el que, aplicado en
un orden diferente, vale también contra el «materialismo»; no hay nada de fortuito
en esta concordancia, y las dos cosas son mucho más estrechamente solidarias de lo
que podría parecer a primera vista. Es muy evidente que el pueblo no puede conferir
un poder que él mismo no posee; el poder verdadero no puede venir más que de lo
alto, y es por lo que, lo decimos de pasada, no puede ser legitimado sino por la
sanción de algo superior al orden social, es decir, de una autoridad espiritual; si la
cosa es de un modo diferente, entonces no es más que una falsificación de poder, un
estado de hecho que es injustificable por falta de principio, y donde no puede haber
más que desorden y confusión. Esta inversión de toda jerarquía comienza desde que
el poder temporal quiere hacerse independiente de la autoridad espiritual, y después
subordinársela pretendiendo hacerla servir a fines políticos; en eso hay una primera
usurpación que abre la vía a todas las demás, y así se podría mostrar que, por
ejemplo, la realeza francesa, desde el siglo XIV, ha trabajado inconscientemente en
preparar la Revolución que debía derrocarla; quizás tendremos algún día la ocasión
de desarrollar como lo merecería este punto de vista que, por el momento, no
podemos más que indicar de una manera muy sumaria.
Si se define la «democracia» como el gobierno del pueblo por sí mismo, en eso
hay una verdadera imposibilidad, una cosa que no puede tener siquiera una simple
existencia de hecho, tanto en nuestra época como en cualquier otra; es menester no
dejarse engañar por las palabras, y es contradictorio admitir que los mismos hombres
puedan ser a la vez gobernantes y gobernados, porque, para emplear el lenguaje
aristotélico, un mismo ser no puede estar «en acto» y «en potencia» al mismo tiempo
y bajo la misma relación. En eso hay una relación que supone necesariamente la
presencia de dos términos: no podría haber gobernados si no hubiera gobernantes,
aunque sean ilegítimos y sin otro derecho al poder que el que se han atribuido ellos
mismos; pero la gran habilidad de los dirigentes, en el mundo moderno, es hacer
creer al pueblo que se gobierna a sí mismo; y el pueblo se deja persuadir de ello
tanto más voluntariamente cuanto más halagado se siente por eso y cuanto más
incapaz es de reflexionar lo bastante para ver lo imposible que es eso. Es para crear
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
esta ilusión por lo que se ha inventado el «sufragio universal». Es la opinión de la
mayoría lo que se supone que hace la ley; pero aquello de lo que nadie se da cuenta,
es de que la opinión es algo que se puede dirigir y modificar muy fácilmente; con la
ayuda de sugestiones apropiadas, siempre se pueden provocar en ella corrientes que
vayan en tal o cual sentido determinado; no sabemos tampoco quien ha hablado de
«fabricar la opinión», y esta expresión es completamente justa, aunque sea menester
decir, por lo demás, que no son siempre los dirigentes aparentes quienes tienen en
realidad a su disposición los medios necesarios para obtener este resultado. Esta
última precisión da sin duda la razón por la cual la incompetencia de los políticos
más «visibles» parece no tener más que una importancia muy relativa; pero, como
aquí no se trata de desmontar los engranajes de lo que se podría llamar la «máquina
de gobernar», nos limitaremos a señalar que esta incompetencia misma ofrece la
ventaja de mantener la ilusión de la que acabamos de hablar: en efecto, es solo en
estas condiciones como los políticos en cuestión pueden aparecer como la emanación
de la mayoría, puesto que son así a su imagen, ya que la mayoría, sobre no importa
cuál tema que se la llame a dar su opinión, está siempre constituida por los
incompetentes, cuyo número es incomparablemente más grande que el de los
hombres que son capaces de pronunciarse en perfecto conocimiento de causa.
Esto nos lleva inmediatamente a decir en qué es esencialmente errónea la idea de
que la mayoría debe hacer la ley, ya que, incluso, si esta idea, por la fuerza de las
cosas, es sobre todo teórica y no puede corresponder a una realidad efectiva, queda
que explicar no obstante cómo ha podido implantarse en el espíritu moderno, y
cuáles son las tendencias de éste a las que corresponde y que satisface al menos en
apariencia. El defecto más visible, es ese mismo que indicábamos hace un instante:
la opinión de la mayoría no puede ser más que la expresión de incompetencia, ya sea
que ésta resulte de la falta de inteligencia o de la ignorancia pura y simple; se
podrían hacer intervenir a este propósito algunas observaciones de «psicología
colectiva», y recordar concretamente ese hecho bastante conocido de que, en una
muchedumbre, el conjunto de las reacciones mentales que se producen entre los
individuos que lo componen desemboca en la formación de una suerte de resultante
que está, no ya al nivel de la media, sino al de los elementos más inferiores. Habría
lugar también a hacer destacar, por otra parte, cómo algunos filósofos modernos han
querido transportar al orden intelectual la teoría «democrática» que hace prevalecer
la opinión de la mayoría, haciendo de lo que ellos llaman el «consentimiento
universal» un pretendido «criterio de la verdad»: suponiendo incluso que haya
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
efectivamente una cuestión sobre la que todos los hombres estén de acuerdo, este
acuerdo no probaría nada por sí mismo; pero, además, si esta unanimidad existiera
realmente, lo que es tanto más dudoso cuanto que siempre hay muchos hombres que
no tienen ninguna opinión sobre una cuestión cualquiera y que ni siquiera se la han
planteado jamás, sería en todo caso imposible constatarla de hecho, de suerte que lo
que se invoca en favor de una opinión y como signo de su verdad se reduce a no ser
más que el consentimiento del mayor número, y todavía limitándose a un medio
forzosamente muy limitado en el espacio y en el tiempo. En este dominio, aparece
más claramente todavía que la teoría carece de base, porque es más fácil substraerla
de la influencia del sentimiento, que, por el contrario, entra en juego casi
inevitablemente cuando se trata del dominio político; y es esta influencia la que es
uno de los principales obstáculos a la comprehensión de algunas cosas, incluso en
aquellos que tendrían una capacidad intelectual ampliamente suficiente para llegar
sin esfuerzo a esta comprehensión; las impulsiones emotivas impiden la reflexión, y
es una de las más vulgares habilidades de la política la que consiste en sacar partido
de esta incompatibilidad.
Pero vayamos más al fondo de la cuestión: ¿qué es exactamente esta ley del
mayor número que invocan los gobiernos modernos y de la que pretenden sacar su
única justificación? Es simplemente la ley de la materia y de la fuerza bruta, la ley
misma en virtud de la cual una masa arrastrada por su peso aplasta todo lo que se
encuentra a su paso; es en eso donde se encuentra precisamente el punto de unión
entre la concepción «democrática» y el «materialismo», y es eso también lo que hace
que esta misma concepción esté tan estrechamente ligada a la mentalidad actual. Es
la inversión completa del orden normal, puesto que es la proclamación de la
supremacía de la multiplicidad como tal, supremacía que, de hecho, no existe más
que en el mundo material1; por el contrario, en el mundo espiritual, y más
simplemente todavía en el orden universal, es la unidad lo que está en la cima de la
jerarquía, ya que es ella la que es el principio del que sale toda multiplicidad2; pero,
cuando el principio es negado o perdido de vista, ya no queda más que la
multiplicidad pura, que se identifica a la materia misma. Por otra parte, la alusión
que acabamos de hacer a la pesantez implica algo más que una simple comparación,
ya que la pesantez representa efectivamente, en el dominio de las fuerzas físicas en el
1 Basta leer a Santo Tomás de Aquino para ver que «numerus stat ex parte materiae».2 De un orden de realidad al otro, la analogía, aquí como en todos los casos similares, se aplica
estrictamente en sentido inverso.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
sentido más ordinario de esta palabra, la tendencia descendente y compresiva, que
entraña para el ser una limitación cada vez más estrecha, y que va al mismo tiempo
en el sentido de la multiplicidad, figurada aquí por una densidad cada vez mayor1; y
esta tendencia es esa misma que marca la dirección según la cual se ha desarrollado
la actividad humana desde el comienzo de la época moderna. Además, hay lugar a
destacar que la materia, por su poder de división y de limitación a la vez, es lo que la
doctrina escolástica llama el «principio de individuación», y esto pone en relación
las consideraciones que exponemos ahora con lo que hemos dicho precedentemente
sobre el tema del individualismo; esta misma tendencia que acabamos de tratar es
también, se podría decir, la tendencia «individualizante», esa según la cual se efectúa
lo que la tradición judeocristiana designa como «caída» de los seres que se han
separado de la unidad original2. La multiplicidad, considerada fuera de su principio,
y que así ya no puede ser reducida a la unidad, es, en el orden social, la colectividad
concebida simplemente como la suma aritmética de los individuos que la componen,
y que no es en efecto más que eso desde que no se vincula a ningún principio
superior a los individuos; y la ley de la colectividad, bajo esta relación, es
efectivamente esa ley del mayor número sobre la cual se funda la idea
«democrática».
Aquí, es menester detenernos un instante para disipar una confusión posible: al
hablar del individualismo moderno, hemos considerado casi exclusivamente sus
manifestaciones en el orden intelectual; se podría creer que, en lo que concierne al
orden social, el caso es completamente diferente. En efecto, si se tomara esta palabra
de «individualismo» en su acepción más estrecha, se podrá estar tentado a oponer la
colectividad al individuo, y a pensar que hechos tales como el papel cada vez más
invasor del Estado y la complejidad creciente de las instituciones sociales son la
marca de una tendencia contraria al individualismo. En realidad, no hay nada de eso,
1 Esta tendencia es la que la doctrina hindú llama tamas, y que ella asimila a la ignorancia y a la
obscuridad: se observará que, según lo que decíamos hace un momento sobre la aplicación de la
analogía, la comprensión o condensación de que se trata está en el opuesto de la concentración
considerada en el orden espiritual o intelectual, de suerte que, por singular que eso pueda parecer a
primera vista, ella es en realidad correlativa de la división y de la dispersión en la multiplicidad.
Ocurre lo mismo con la uniformidad realizada por abajo, en el nivel más inferior, según la
concepción «igualitaria», y que está en el extremo opuesto de la unidad superior y principial.2 Por eso es por lo que Dante coloca la morada simbólica de Lucifer en el centro de la tierra, es
decir, en el punto donde convergen de todas partes las fuerzas de la pesantez; desde este punto de
vista, es la inversa del centro de la atracción espiritual o «celeste», que es simbolizado por el sol en
la mayor parte de las doctrinas tradicionales.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
ya que la colectividad, al no ser otra cosa que la suma de los individuos, no puede ser
opuesta a éstos, como tampoco lo puede ser el Estado mismo concebido a la manera
moderna, es decir, como simple representación de la masa, donde no se refleja
ningún principio superior; ahora bien, es precisamente en la negación de todo
principio supraindividual en lo que consiste verdaderamente el individualismo tal
como lo hemos definido. Por consiguiente, si en el dominio social hay conflictos
entre diversas tendencias que pertenecen todas igualmente al espíritu moderno, esos
conflictos no son entre el individualismo y alguna otra cosa, sino simplemente entre
las variedades múltiples de las que el individualismo mismo es susceptible; y es fácil
darse cuenta de que, en la ausencia de todo principio capaz de unificar realmente la
multiplicidad, tales conflictos deben ser más numerosos y más graves en nuestra
época de lo que lo han sido jamás, ya que quien dice individualismo dice
necesariamente división; y esta división, con el estado caótico que engendra, es la
consecuencia fatal de una civilización completamente material, puesto que es la
materia misma la que es propiamente la raíz de la división y la multiplicidad.
Dicho esto, nos es menester todavía insistir sobre una consecuencia inmediata de
la idea «democrática», que es la negación de la élite entendida en su única acepción
legítima; no es en vano que «democracia» se opone a «aristocracia», puesto que esta
última palabra designa precisamente, al menos cuando se toma en su sentido
etimológico, el poder de la élite. Ésta, por definición en cierto modo, no puede ser
más que el pequeño número, y su poder, su autoridad más bien, que no viene más
que de su superioridad intelectual, no tiene nada de común con la fuerza numérica
sobre la que reposa la «democracia», cuyo carácter esencial es sacrificar la minoría a
la mayoría, y también, por eso mismo, como lo decíamos más atrás, la cualidad a la
cantidad, y por consiguiente la élite a la masa. Así, el papel director de una
verdadera élite y su existencia misma, ya que desempeña forzosamente este papel
desde que existe, son radicalmente incompatibles con la «democracia», que está
íntimamente ligada a la concepción «igualitaria», es decir, a la negación de toda
jerarquía: el fondo mismo de la idea «democrática», es que un individuo cualquiera
vale lo que cualquier otro, porque son numéricamente iguales, y aunque jamás
puedan serlo más que numéricamente. Una élite verdadera, ya lo hemos dicho, no
puede ser más que intelectual; por eso es por lo que la «democracia» no puede
instaurarse más que allí donde la pura intelectualidad ya no existe, lo que es
efectivamente el caso del mundo moderno. Solamente, como la igualdad es
imposible de hecho, y como no se puede suprimir prácticamente toda diferencia
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
entre los hombres, a pesar de todos los esfuerzos de nivelación, se llega, por un
curioso ilogismo, a inventar falsas élites, por lo demás múltiples, que pretenden
substituir a la única élite real; y esas falsas élites se basan sobre la consideración de
superioridades cualesquiera, eminentemente relativas y contingentes, y siempre de
orden puramente material. Uno puede apercibirse de ello fácilmente observando que
la distinción social que más cuenta, en el presente estado de cosas, es la que se funda
sobre la fortuna, es decir, sobre una superioridad completamente exterior y de orden
exclusivamente cuantitativo, la única en suma que sea conciliable con la
«democracia», porque procede del mismo punto de vista. Por lo demás, agregaremos
que aquellos mismos que se colocan actualmente como adversarios de este estado de
cosas, al no hacer intervenir tampoco ningún principio de orden superior, son
incapaces de remediar eficazmente un tal desorden, si no corren incluso el riesgo de
aumentarle más al ir siempre más lejos en el mismo sentido; la lucha es solo entre
dos variedades de la «democracia», que acentúan más o menos la tendencia
«igualitaria», como ocurre, así como lo hemos dicho, entre variedades del
individualismo, lo que, por lo demás, equivale exactamente a lo mismo.
Estas pocas reflexiones nos parecen suficientes para caracterizar el estado social
del mundo contemporáneo, y para mostrar al mismo tiempo que, en este dominio
tanto como en todos los demás, no puede haber más que un solo medio de salir del
caos: la restauración de la intelectualidad y, por consiguiente, la reconstitución de
una élite, que, actualmente, debe considerarse como inexistente en Occidente, ya que
no se puede dar este nombre a algunos elementos aislados y sin cohesión, que no
representan en cierto modo más que posibilidades no desarrolladas. En efecto, estos
elementos no tienen en general más que tendencias o aspiraciones, que les llevan sin
duda a reaccionar contra el espíritu moderno, pero sin que su influencia pueda
ejercerse de una manera efectiva; lo que les falta, es el verdadero conocimiento, son
los datos tradicionales que no se improvisan, y a los cuales una inteligencia librada a
sí misma, sobre todo en circunstancias tan desfavorables a todos los respectos, no
puede suplir sino muy imperfectamente y en una medida muy débil. Así pues, no hay
más que esfuerzos dispersos y que frecuentemente se extravían, a falta de principios
y de dirección doctrinal: se podría decir que el mundo moderno se defiende por su
propia dispersión, a la que sus adversarios mismos no llegan a sustraerse. Ello será
así mientras éstos se queden sobre el terreno «profano», donde el espíritu moderno
tiene una ventaja evidente, puesto que es ese su dominio propio y exclusivo; y, por lo
demás, si se quedan ahí, es porque este espíritu tiene todavía sobre ellos, a pesar de
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
todo, una fortísima presa. Por eso es por lo que tantas gentes, animadas no obstante
de una buena voluntad incontestable, son incapaces de comprender que es menester
necesariamente comenzar por los principios, y se obstinan en malgastar sus fuerzas
en tal o cual dominio relativo, social u otro, donde en estas condiciones, no puede
llevarse a cabo nada real ni duradero. La élite verdadera, al contrario, no tendría que
intervenir directamente en esos dominios ni mezclarse con la acción exterior;
dirigiría todo por una influencia inasequible al vulgo, y tanto más profunda cuanto
menos aparente fuera. Si se piensa en el poder de las sugestiones de las que
hablábamos más atrás, y que sin embargo no suponen ninguna intelectualidad
verdadera, se puede sospechar lo que sería, con mayor razón, el poder de una
influencia como esa, ejerciéndose de una manera todavía más oculta en razón de su
naturaleza misma, y tomando su fuente en la intelectualidad pura, poder que, por lo
demás, en lugar de ser disminuido por la división inherente a la multiplicidad y por
la debilidad que conlleva todo lo que es mentira o ilusión, sería al contrario
intensificado por la concentración en la unidad principial y se identificaría a la fuerza
misma de la verdad.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
CAPÍTULO VII
Una civilización material
De todo lo que precede, nos parece que resulta claramente ya que los orientales
tienen plenamente razón cuando reprochan a la civilización occidental moderna no
ser más que una civilización completamente material: efectivamente, es en este
sentido como se ha desarrollado exclusivamente, y, desde cualquier punto de vista
que se la considere, uno se encuentra siempre en presencia de las consecuencias más
o menos directas de esta materialización. No obstante, todavía nos es menester
completar lo que hemos dicho bajo este aspecto, y primeramente explicarnos sobre
los diferentes sentidos en los que puede tomarse una palabra como «materialismo»,
ya que, si la empleamos para caracterizar al mundo contemporáneo, algunos, que no
se creen de ninguna manera «materialistas» aunque tienen la pretensión de ser muy
«modernos», no dejarán de protestar y de persuadirse de que se trata de una
verdadera calumnia; así pues, se impone una puesta a punto para descartar de
antemano todos los equívocos que podrían producirse sobre este tema.
Es bastante significativo que la palabra «materialismo» misma no data más que
del siglo XVIII; fue inventada por el filósofo Berkeley, que se sirvió de ella para
designar toda teoría que admite la existencia real de la materia; apenas hay necesidad
de decir que no es de eso de lo que se trata aquí, donde esta existencia no está de
ninguna manera en causa. Un poco más tarde, la misma palabra tomó un sentido más
restringido, el que ha guardado desde entonces: caracterizó a una concepción según
la cual no existe nada más que la materia y lo que procede de ella; y hay lugar a
notar la novedad de una tal concepción, el hecho de que ella es esencialmente un
producto del espíritu moderno, y de que, por consiguiente, corresponde al menos a
una parte de las tendencias que son propias de éste1. Pero es sobre todo en una
acepción diferente, mucho más amplia y no obstante muy clara, como entendemos
1 Anteriormente al siglo XVIII, hubo teorías «mecanicistas», desde el atomismo griego a la física
cartesiana; pero es menester no confundir «mecanicismo» y «materialismo», a pesar de algunas
afinidades que han podido crear una suerte de solidaridad de hecho entre uno y otro desde la
aparición del «materialismo» propiamente dicho.
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hablar aquí de «materialismo»: lo que esta palabra representa entonces, es todo un
estado de espíritu, del que la concepción que acabamos de definir no es más que una
manifestación entre muchas otras, y que es, en sí mismo, independiente de toda
teoría filosófica. Este estado de espíritu, es el que consiste en dar más o menos
conscientemente la preponderancia a las cosas del orden material y a las
preocupaciones que se refieren a él, ya sea que estas preocupaciones guarden todavía
una cierta apariencia especulativa o que sean puramente prácticas; y nadie puede
contestar seriamente que efectivamente esa es la mentalidad de la inmensa mayoría
de nuestros contemporáneos.
Toda la ciencia «profana» que se ha desarrollado en el curso de los últimos siglos
no es más que el estudio del mundo sensible; esta ciencia se ha encerrado en él
exclusivamente, y sus métodos no son aplicables más que a este dominio solo; ahora
bien, solo a estos métodos se les proclama «científicos» a exclusión de todo otro, lo
que equivale a negar toda ciencia que no se refiere a las cosas materiales. Entre
aquellos que piensan así, e incluso entre aquellos que se han consagrado
especialmente a las ciencias de que se trata, hay muchos, no obstante, que se
negarían a declararse «materialistas» y a adherirse a la teoría filosófica que lleva este
nombre; hay incluso quienes hacen expresamente una profesión de fe religiosa cuya
sinceridad no es dudosa; pero su actitud «científica» no difiere sensiblemente de la
de los materialistas confesos. Se ha discutido frecuentemente, desde el punto de vista
religioso, la cuestión de saber si la ciencia moderna debía ser denunciada como atea
o como materialista, y, lo más frecuentemente, se ha planteado muy mal; es muy
cierto que esta ciencia no hace expresamente profesión de ateísmo o de materialismo,
que se limita a ignorar de hecho algunas cosas sin preocuparse a su respecto por una
negación formal como lo hacen tales o cuales filósofos; así pues, en lo que la
concierne, no se puede hablar de un materialismo de hecho, de lo que llamaríamos
de buena gana un materialismo práctico; pero debido a eso precisamente el mal es
quizás más grave, porque es más profundo y más extenso. Una actitud filosófica
puede ser algo muy superficial, incluso en los filósofos «profesionales»; además, hay
espíritus que retrocederían ante la negación, pero que se acomodan a una completa
indiferencia; y ésta es lo más temible que hay, ya que, para negar una cosa, es
menester pensar en ella todavía, por poco que sea, mientras que aquí se llega a no
pensar ya en ella de ninguna manera. Cuando se ve a una ciencia exclusivamente
material presentarse como la única ciencia posible, cuando los hombres están
habituados a admitir como una verdad indiscutible que no puede haber ningún
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conocimiento válido fuera de ésta, cuando toda la educación que se les da tiende a
inculcarles la superstición de esta ciencia, lo que es propiamente el «cientificismo»,
¿cómo podrían estos hombres no ser prácticamente materialistas, es decir, no tener
todas sus preocupaciones vueltas del lado de la materia?
Para los modernos, no parece existir nada fuera de lo que puede verse y tocarse, o
al menos, incluso si admiten teóricamente que puede existir algo más, se apresuran a
declararlo, no solo desconocido, sino «incognoscible», lo que les dispensa de
ocuparse de ello. Si hay no obstante quienes buscan hacerse alguna idea de «otro
mundo», como para eso no hacen llamada más que a la imaginación, se le
representan sobre el modelo del mundo terrestre y transportan allí todas las
condiciones de existencia que son propias de éste, comprendidas el espacio y el
tiempo, y hasta una suerte de «corporeidad» incluso; hemos mostrado en otra parte,
en las concepciones espiritistas, ejemplos particularmente llamativos de este género
de representaciones groseramente materializadas, pero, si hay en eso un caso
extremo, donde este carácter está exagerado hasta la caricatura, sería un error creer
que el espiritismo y las sectas que le están más o menos emparentadas tienen el
monopolio de esta suerte de cosas. Por lo demás, de una manera más general, la
intervención de la imaginación en los dominios donde no puede dar nada, y que
normalmente deberían estarle prohibidos, es un hecho que muestra muy claramente
la incapacidad de los occidentales modernos para elevarse por encima de lo sensible;
muchos no saben hacer ninguna diferencia entre «concebir» e «imaginar», y algunos
filósofos, tales como Kant, llegan hasta declarar «inconcebible» o «impensable» todo
lo que no es susceptible de representación. Así pues, lo más frecuentemente, todo lo
que se llama «espiritualismo» o «idealismo» no es más que una suerte de
materialismo traspuesto; eso no es verdad únicamente de lo que hemos designado
bajo el nombre de «neoespiritualismo», sino también del espiritualismo filosófico
mismo, que se considera no obstante como lo opuesto del materialismo. A decir
verdad, espiritualismo y materialismo, entendidos en el sentido filosófico, no pueden
comprenderse el uno sin el otro: son simplemente las dos mitades del dualismo
cartesiano, cuya separación radical ha sido transformada en una suerte de
antagonismo; y, desde entonces, toda la filosofía oscila entre estos dos términos sin
poder rebasarlos. El espiritualismo, a pesar de su nombre, no tiene nada de común
con la espiritualidad; su debate con el materialismo no puede sino dejar
perfectamente indiferentes a aquellos que se colocan en un punto de vista superior, y
que ven que, en el fondo, estos contrarios están muy cerca de ser simples
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equivalentes, cuya pretendida oposición, sobre muchos puntos, se reduce a una
vulgar disputa de palabras.
Los modernos, en general, no conciben otra ciencia que la de las cosas que se
miden, se cuentan y se pesan, es decir, una vez más, la de las cosas materiales, ya
que es únicamente a éstas a las que se les puede aplicar el punto de vista cuantitativo;
y la pretensión de reducir la cualidad a la cantidad es muy característica de la ciencia
moderna. En este sentido, se ha llegado a creer que no hay ciencia propiamente dicha
allí donde no es posible introducir la medida, y que no hay otras leyes científicas
sino las que expresan relaciones cuantitativas; el «mecanicismo» de Descartes ha
marcado el comienzo de esta tendencia, que no ha hecho más que acentuarse desde
entonces, a pesar del fracaso de la física cartesiana, ya que no está ligada a una teoría
determinada, sino a una concepción general del conocimiento científico. Hoy día se
quiere aplicar la medida hasta en el dominio psicológico, que, no obstante, se le
escapa por su naturaleza misma; se acaba por no comprender ya que la posibilidad de
la medida no reposa más que sobre una propiedad inherente a la materia, propiedad
que es su divisibilidad indefinida, a menos que se piense que esta propiedad se
extiende a todo lo que existe, lo que equivale a materializar todas las cosas. Es la
materia, ya lo hemos dicho, la que es principio de división y de multiplicidad pura;
el predominio atribuido al punto de vista de la cantidad, y que, como lo hemos
mostrado precedentemente, se encuentra hasta en el dominio social, es pues
materialismo en el sentido que indicábamos más atrás, aunque no esté
necesariamente ligado al materialismo filosófico, al que, por lo demás, ha precedido
en el desarrollo de las tendencias del espíritu moderno. No insistiremos sobre lo que
hay de ilegítimo en querer reducir la cualidad a la cantidad, ni sobre lo que tienen de
insuficiente todas las tentativas de explicación que se vinculan más o menos al tipo
«mecanicista»; no es eso lo que nos proponemos, y notaremos solamente, a este
respecto, que, incluso en el orden sensible, una ciencia de este género tiene muy
poca relación con la realidad cuya parte más considerable se le escapa
necesariamente.
A propósito de «realidad», somos llevados a mencionar otro hecho, que corre
riesgo de pasar desapercibido para muchos, pero que es muy digno de precisión
como signo del estado de espíritu de que hablábamos: es que este nombre, en el uso
corriente, está reservado exclusivamente a la realidad sensible únicamente. Como el
lenguaje es la expresión de la mentalidad de un pueblo y de una época, es menester
concluir de eso que, para aquellos que hablan así, todo lo que no cae bajo los
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sentidos es «irreal», es decir, ilusorio o incluso completamente inexistente; puede
que no tengan claramente consciencia de ello, pero esta convicción negativa por eso
no está menos en el fondo de ellos mismos y, si afirman lo contrario, se puede estar
seguro de que, aunque no se den cuenta de ello, esta afirmación no responde en ellos
más que a algo mucho más exterior, si no es puramente verbal. Si alguien está
tentado de creer que exageramos, no tendrá más que tratar de ver por ejemplo a qué
se reducen las pretendidas convicciones religiosas de muchas gentes: algunas
nociones aprendidas de memoria, de una manera completamente escolar y maquinal,
que no se han asimilado de ninguna manera, en las cuales nunca han reflexionado lo
más mínimo, pero que guardan en su memoria y que repiten cuando llega la ocasión
porque forman parte de un cierto formalismo, de una actitud convencional que es
todo lo que pueden comprender bajo el nombre de religión. Hemos hablado ya más
atrás de esta «minimización» de la religión, uno de cuyos últimos grados lo
representa el «verbalismo» en cuestión; ella es la que explica que muchos supuestos
«creyentes», en hecho de materialismo práctico, no le cedan en nada a los
«increyentes»; volveremos de nuevo sobre esto, pero, antes, nos es menester acabar
con las consideraciones que conciernen al carácter materialista de la ciencia
moderna, ya que esa es una cuestión que requiere ser considerada bajo diferentes
aspectos.
Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las
ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que,
incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que
una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero
que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al
constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina
y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más
todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran
público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque,
ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el
«pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último
grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen
de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el
materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el
vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es
inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el
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horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico
inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el
único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para
él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual
permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto
sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el
«moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la
materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que
consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple
instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo
humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo
que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al
respecto de la verdad.
En estas condiciones, la industria ya no es solo una aplicación de la ciencia,
aplicación de la que, en sí misma, ésta debería ser totalmente independiente; deviene
como su razón de ser y su justificación, de suerte que, aquí también, las relaciones
normales se encuentran invertidas. Aquello a lo que el mundo moderno ha aplicado
todas sus fuerzas, incluso cuando ha pretendido hacer ciencia a su manera, no es en
realidad nada más que el desarrollo de la industria y del «maquinismo»; y, al querer
dominar así a la materia y plegarla a su uso, los hombres no han logrado más que
hacerse sus esclavos, como lo decíamos al comienzo: no solo han limitado sus
ambiciones intelectuales, si es todavía permisible servirse de esta palabra en parecido
caso, a inventar y a construir máquinas, sino que han acabado por devenir
verdaderamente máquinas ellos mismos. En efecto, la «especialización», tan alabada
por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», no se ha impuesto
solo a los sabios, sino también a los técnicos e incluso a los obreros, y, para estos
últimos, todo trabajo inteligente se ha hecho por eso mismo imposible; muy
diferentes de los artesanos de antaño, ya no son más que los servidores de las
máquinas, hacen por así decir cuerpo con ellas; deben repetir sin cesar, de una
manera mecánica, algunos movimientos determinados, siempre los mismos, y
siempre cumplidos de la misma manera, a fin de evitar la menor pérdida de tiempo;
así lo quieren al menos los métodos americanos que se consideran como los
representantes del más alto grado de «progreso». En efecto, se trata únicamente de
producir lo más posible; la cualidad preocupa poco, es la cantidad lo único que
importa; volvemos de nuevo una vez más a la misma constatación que ya hemos
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
hecho en otros dominios: la civilización moderna es verdaderamente lo que se puede
llamar una civilización cuantitativa, lo que solo es otra manera de decir que es una
civilización material.
Si uno quiere convencerse todavía más de esta verdad, no tiene más que ver el
papel inmenso que desempeñan hoy día, tanto en la existencia de los pueblos como
en la de los individuos, los elementos de orden económico: industria, comercio,
finanzas, parece que no cuenta nada más que eso, lo que concuerda con el hecho ya
señalado de que la única distinción social que haya subsistido es la que se funda
sobre la riqueza material. Parece que el poder financiero domina toda política, que la
concurrencia comercial ejerce una influencia preponderante sobre las relaciones
entre los pueblos; quizás no hay en eso más que una apariencia, y estas cosas son
aquí menos causas verdaderas que simples medios de acción; pero la elección de
tales medios indica bien el carácter de la época a la que convienen. Por lo demás,
nuestros contemporáneos están persuadidos de que las circunstancias económicas son
casi los únicos factores de los acontecimientos históricos, y se imaginan incluso que
ello ha sido siempre así; en este sentido, se ha llegado hasta inventar una teoría que
quiere explicarlo todo por eso exclusivamente, y que ha recibido la denominación
significativa de «materialismo histórico». En eso se puede ver el efecto de una de
esas sugestiones a las que hacíamos alusión más atrás, sugestiones que actúan tanto
mejor cuanto que corresponden a las tendencias de la mentalidad general; y el efecto
de esta sugestión es que los medios económicos acaban por determinar realmente
casi todo lo que se produce en el dominio social. Sin duda, la masa siempre ha sido
conducida de una manera o de otra, y se podría decir que su papel histórico consiste
sobre todo en dejarse conducir, porque no representa más que un elemento pasivo,
una «materia» en el sentido aristotélico; pero, para conducirla, hoy día basta con
disponer de medios puramente materiales, esta vez en el sentido ordinario de la
palabra, lo que muestra bien el grado de abatimiento de nuestra época; y, al mismo
tiempo, se hace creer a esta masa que no está conducida, que actúa espontáneamente
y que se gobierna a sí misma, y el hecho de que lo crea permite entrever hasta dónde
puede llegar su ininteligencia.
Ya que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para
señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en imaginarse que
las relaciones establecidas sobre el terreno de los intercambios comerciales pueden
servir para un acercamiento y para un entendimiento entre los pueblos, mientras que,
en realidad, tienen exactamente el efecto contrario. La materia, ya lo hemos dicho
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
muchas veces, es esencialmente multiplicidad y división, y por tanto fuente de luchas
y de conflictos; así, ya sea que se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio
económico no es y no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses.
En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni tampoco con la
ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar un terreno de entendimiento
con Oriente; si los orientales llegan a aceptar esta industria como una necesidad
penosa y por lo demás transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no
será nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión occidental y
salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien que ello no puede ser de
otro modo: los orientales que se resignan a considerar una concurrencia económica
frente a Occidente, a pesar de la repugnancia que sienten hacia este género de
actividad, no puede hacerlo más que con una única intención, la de desembarazarse
de una dominación extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre
el poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la violencia
llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son ciertamente los orientales
quienes habrán buscado la lucha sobre este terreno.
Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y de
Occidente, es fácil constatar que una de las más notables consecuencias del
desarrollo industrial es el perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el
aumento de su poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería
bastar para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del «progreso»
moderno; pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su ingenuidad
parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan enormemente de moda,
ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es extraño que se hable tanto del fin
de las guerras en una época donde hacen más estragos de los que nunca han hecho,
no solo a causa de la multiplicación de los medios de destrucción, sino también
porque, en lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos
únicamente de soldados de oficio, arrojan los unos contra los otros a todos los
individuos indistintamente, comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar
una semejante función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión
moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar en ello, que
se haya llegado a considerar como completamente natural una «leva en masa» o una
«movilización general», que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse
a todos los espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un
efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al carácter
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cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento masas enormes de
combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo» encuentra su campo en eso, así
como en instituciones como las de la «instrucción obligatoria» y del «sufragio
universal». Agregamos también que estas guerras generalizadas no se han hecho
posibles más que por otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución
de las «nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por una
parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior de la «Cristiandad»
de la edad media; y, sin entretenernos en consideraciones que nos llevarán
demasiado lejos, señalamos también, como circunstancia agravante, el
desconocimiento de una autoridad espiritual, única que puede ejercer normalmente
un arbitraje eficaz, porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los
conflictos de orden político. La negación de la autoridad espiritual, es también
materialismo práctico; y aquellos mismos que pretenden reconocer una tal autoridad
en principio le niegan de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el
dominio social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique estanco
entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su existencia; ya sea que se trate
de la vida pública o de la vida privada, es efectivamente el mismo estado de espíritu
el que se afirma en los dos casos.
Admitiendo que el desarrollo material tenga algunas ventajas, por lo demás desde
un punto de vista muy relativo, cuando se consideran consecuencias como las que
acabamos de señalar, uno puede preguntarse si esas ventajas no son rebasadas en
mucho por los inconvenientes. Ya no hablamos siquiera de todo lo que ha sido
sacrificado a este desarrollo exclusivo, y que valía incomparablemente más; no
hablamos de los conocimientos superiores olvidados, de la intelectualidad destruida,
de la espiritualidad desaparecida; tomamos simplemente la civilización moderna en
sí misma, y decimos que, si se pusieran en paralelo las ventajas y los inconvenientes
de lo que ella ha producido, el resultado correría mucho riesgo de ser muy negativo.
Las invenciones que van multiplicándose actualmente con una rapidez siempre
creciente son tanto más peligrosas cuanto que ponen en juego fuerzas cuya verdadera
naturaleza es enteramente desconocida por aquellos mismos que las utilizan; y esta
ignorancia es la mejor prueba de la nulidad de la ciencia moderna bajo la relación del
valor explicativo, y por consiguiente en tanto que conocimiento, incluso limitado al
dominio físico únicamente; al mismo tiempo, el hecho de que las aplicaciones
prácticas no son impedidas de ninguna manera por eso, muestra que esta ciencia está
efectivamente orientada únicamente en un sentido interesado, que es la industria, la
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cual es la única meta real de todas sus investigaciones. Como el peligro de las
invenciones, incluso de aquellas que no están destinadas expresamente a desempeñar
un papel funesto para la humanidad, y que por eso no causan menos catástrofes, sin
hablar de las perturbaciones insospechadas que provocan en el ambiente terrestre,
como este peligro, decimos, no hará sin duda más que aumentar aún en proporciones
difíciles de determinar, es permisible pensar, sin demasiada inverosimilitud, así
como ya lo indicábamos precedentemente, que es quizás por ahí por donde el mundo
moderno llegará a destruirse a sí mismo, si es incapaz de detenerse en esta vía
mientras aún haya tiempo de ello.
Pero, en lo que concierne a las invenciones modernas, no basta hacer las reservas
que se imponen en razón de su lado peligroso, y es menester ir más lejos: los
pretendidos «beneficios» de lo que se ha convenido llamar el «progreso», y que, en
efecto, se podría consentir designarlo así si se pusiera cuidado de especificar bien
que no se trata más que de un progreso completamente material, esos «beneficios»
tan alabados, ¿no son en gran parte ilusorios? Los hombres de nuestra época
pretenden con eso aumentar su «bienestar»; por nuestra parte, pensamos que la meta
que se proponen así, incluso si fuera alcanzada realmente, no vale que se consagren a
ella tantos esfuerzos; pero, además, nos parece muy contestable que sea alcanzada.
Primeramente, sería menester tener en cuenta el hecho de que todos los hombres no
tienen los mismos gustos ni las mismas necesidades, que hay quienes a pesar de todo
querrían escapar a la agitación moderna, a la locura de la velocidad, y que no pueden
hacerlo; ¿se osará sostener que, para esos, sea un «beneficio» imponerles lo que es
más contrario a su naturaleza? Se dirá que estos hombres son poco numerosos hoy
día, y se creerá estar autorizado por eso a tenerlos como cantidad desdeñable; ahí,
como en el dominio político, la mayoría se arroga el derecho de aplastar a las
minorías, que, a sus ojos, no tienen evidentemente ninguna razón para existir, puesto
que esa existencia misma va contra la manía «igualitaria» de la uniformidad. Pero, si
se considera el conjunto de la humanidad en lugar de limitarse al mundo occidental,
la cuestión cambia de aspecto: ¿no va a devenir así la mayoría de hace un momento
una minoría? Así pues, ya no es el mismo argumento el que se hace valer en este
caso, y, por una extraña contradicción, es en el nombre de su «superioridad» como
esos «igualitarios» quieren imponer su civilización al resto del mundo, y como
llegan a transportar la perturbación a gentes que no les pedían nada; y, como esa
«superioridad» no existe más que desde el punto de vista material, es completamente
natural que se imponga por los medios más brutales. Por lo demás, que nadie se
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equivoque al respecto: si el gran público admite de buena fe estos pretextos de
«civilización», hay algunos para quienes eso no es más que una simple hipocresía
«moralista», una máscara del espíritu de conquista y de los intereses económicos;
¡Pero qué época más singular es ésta donde tantos hombres se dejan persuadir de que
se hace la felicidad de un pueblo sometiéndole a servidumbre, arrebatándole lo que
tiene de más precioso, es decir, su propia civilización, obligándole a adoptar
costumbres e instituciones que están hechas para otra raza, y forzando a los trabajos
más penosos para hacerle adquirir cosas que le son de la más perfecta inutilidad!
Pues así es: el Occidente moderno no puede tolerar que haya hombres que prefieran
trabajar menos y que se contenten con poco para vivir; como sólo cuenta la cantidad,
y como lo que no cae bajo los sentidos se tiene por inexistente, se admite que aquel
que no se agita y que no produce materialmente no puede ser más que un
«perezoso»; sin hablar siquiera a este respecto de las apreciaciones manifestadas
corrientemente sobre los pueblos orientales, no hay más que ver cómo se juzgan las
órdenes contemplativas, y eso hasta en algunos medios supuestamente religiosos. En
un mundo tal, ya no hay ningún lugar para la inteligencia ni para todo lo que es
puramente interior, ya que éstas son cosas que no se ven ni se tocan, que no se
cuentan ni se pesan; ya no hay lugar más que para la acción exterior bajo todas sus
formas, comprendidas las más desprovistas de toda significación. Así pues, no hay
que sorprenderse de que la manía anglosajona del «deporte» gane terreno cada día: el
ideal de ese mundo es el «animal humano» que ha desarrollado al máximo su fuerza
muscular; sus héroes son los atletas, aunque sean brutos; son esos los que suscitan el
entusiasmo popular, es por sus hazañas por lo que la muchedumbre se apasiona; un
mundo donde se ven tales cosas ha caído verdaderamente muy bajo y parece muy
cerca de su fin.
No obstante, coloquémonos por un instante en el punto de vista de los que ponen
su ideal en el «bienestar» material, y que, a este título, se regocijan con todas las
mejoras aportadas a la existencia por el «progreso» moderno; ¿están bien seguros de
no estar engañados? ¿es verdad que los hombres son más felices hoy día que antaño,
porque disponen de medios de comunicación más rápidos o de otras cosas de este
género, porque tienen una vida agitada y más complicada? Nos parece que es todo lo
contrario: el desequilibrio no puede ser la condición de una verdadera felicidad; por
lo demás, cuantas más necesidades tiene un hombre, más riesgo corre de que le falte
algo, y por consiguiente de ser desdichado; la civilización moderna apunta a
multiplicar las necesidades artificiales, y como ya lo decíamos más atrás, creará
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siempre más necesidades de las que podrá satisfacer, ya que, una vez que uno se ha
comprometido en esa vía, es muy difícil detenerse, y ya no hay siquiera ninguna
razón para detenerse en un punto determinado. Los hombres no podían sentir ningún
sufrimiento de estar privados de cosas que no existían y en las cuales jamás habían
pensado; ahora, al contrario, sufren forzosamente si esas cosas les faltan, puesto que
se han habituado a considerarlas como necesarias, y porque, de hecho, han devenido
para ellos verdaderamente necesarias. Se esfuerzan así, por todos los medios, en
adquirir lo que puede procurarles todas las satisfacciones materiales, las únicas que
son capaces de apreciar: no se trata más que de «ganar dinero», porque es eso lo que
permite obtener cosas, y cuanto más se tiene, más se quiere tener todavía, porque se
descubren sin cesar necesidades nuevas; y esta pasión deviene la única meta de toda
su vida. De ahí la concurrencia feroz que algunos «evolucionistas» han elevado a la
dignidad de ley científica bajo el nombre de «lucha por la vida», y cuya
consecuencia lógica es que los más fuertes, en el sentido más estrechamente material
de esta palabra, son los únicos que tienen derecho a la existencia. De ahí también la
envidia e incluso el odio de que son objeto quienes poseen la riqueza por parte de
aquellos que están desprovistos de ella; ¿cómo podrían, hombres a quienes se ha
predicado teorías «igualitarias», no rebelarse al constatar alrededor de ellos la
desigualdad bajo la forma que debe serles más sensible, porque es la del orden más
grosero? Si la civilización moderna debía hundirse algún día bajo el empuje de los
apetitos desordenados que ha hecho nacer en la masa, sería menester estar muy ciego
para no ver en ello el justo castigo de su vicio fundamental, o, para hablar sin
ninguna fraseología moral, el «contragolpe» de su propia acción en el dominio
mismo donde ella se ha ejercido. En el Evangelio se dice: «El que hiere a espada
perecerá por la espada»; el que desencadena las fuerzas brutales de la materia
perecerá aplastado por esas mismas fuerzas, de las cuales ya no es dueño cuando las
ha puesto imprudentemente en movimiento, y a las cuales no puede jactarse de
retener indefinidamente en su marcha fatal; fuerzas de la naturaleza o masas
humanas, o las unas y las otras todas juntas, poco importa, son siempre las leyes de
la materia las que entran en juego y las que quiebran inexorablemente a aquel que ha
creído poder dominarlas sin elevarse él mismo por encima de la materia. Y el
Evangelio dice también: «Toda casa dividida contra sí misma sucumbirá»; esta
palabra también se aplica exactamente al mundo moderno, con su civilización
material, que, por su naturaleza misma, no puede más que suscitar por todas partes la
lucha y la división. Es muy fácil sacar la conclusión, y no hay necesidad de hacer
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llamada a otras consideraciones para poder predecir a este mundo, sin temor a
equivocarse, un fin trágico, a menos que un cambio radical, que llegue hasta un
verdadero cambio de sentido, sobrevenga en breve plazo.
Sabemos bien que, al hablar del materialismo de la civilización moderna como
acabamos de hacerlo, algunos nos reprocharán haber descuidado ciertos elementos
que parecen constituir al menos una atenuación a este materialismo; y en efecto, si
no los hubiera, es muy probable que esta civilización habría ya perecido
lamentablemente. Así pues, no contestamos en modo alguno la existencia de tales
elementos, pero también es menester no ilusionarse sobre este punto: por una parte,
no vamos a hacer entrar ahí todo lo que, en el dominio filosófico, se presenta bajo
etiquetas como las de «espiritualismo» y de «idealismo», como tampoco todo lo que,
en las tendencias contemporáneas, no es más que «moralismo» y «sentimentalismo»;
ya nos hemos explicado suficientemente sobre todo eso y recordaremos simplemente
que, para nos, son puntos de vista tan completamente «profanos» como el del
materialismo teórico o práctico, y que se alejan de él mucho menos en realidad que
en apariencia; por otra parte, si todavía hay restos de espiritualidad verdadera, es a
pesar del espíritu moderno y contra él como han subsistido hasta aquí. Estos restos
de espiritualidad, para todo lo que es propiamente occidental, es únicamente en el
orden religioso donde es posible encontrarlos; pero ya hemos dicho cuan disminuida
está la religión hoy día, cuan estrecha y mediocre es la concepción que se hacen de
ella sus mismos fieles, y hasta qué punto se ha eliminado de ella la intelectualidad,
que no forma más que uno con la verdadera espiritualidad; en estas condiciones, si
quedan todavía algunas posibilidades, apenas es más que en el estado latente, y, en el
presente, su papel efectivo se reduce a bien poco. Por eso es menester admirar no
menos la vitalidad de una tradición religiosa que, incluso reabsorbida así en una
suerte de virtualidad, persiste a pesar de todos los esfuerzos que se han intentado
desde hace varios siglos para asfixiarla y aniquilarla; y, si se supiera reflexionar, se
vería que hay en esta resistencia algo que implica un poder «no humano»; pero,
todavía una vez más, esta tradición no pertenece al mundo moderno, no es uno de
sus elementos constitutivos, es lo contrario mismo de sus tendencias y de sus
aspiraciones. Eso, es menester decirlo francamente, y no buscar vanas
conciliaciones: entre el espíritu religioso, en el verdadero sentido de esta palabra, y
el espíritu moderno, no puede haber más que antagonismo; todo compromiso no
puede más que debilitar al primero y aprovechar al segundo, cuya hostilidad no será
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por eso desarmada, ya que no puede querer más que la destrucción completa de todo
lo que, en la humanidad, refleja una realidad superior a la humanidad.
Se dice que el Occidente moderno es cristiano, pero eso es un error: el espíritu
moderno es anticristiano, porque es esencialmente antireligioso; y es antireligioso
porque, más generalmente todavía, es antitradicional; eso es lo que constituye su
carácter propio, lo que le hace ser lo que es. Ciertamente, algo del Cristianismo ha
pasado hasta la civilización anticristiana de nuestra época, cuyos representantes más
«avanzados», como dicen en su lenguaje especial, no pueden evitar haber sufrido y
sufrir todavía, involuntaria y quizás inconscientemente, una cierta influencia
cristiana, al menos indirecta; y ello es así porque una ruptura con el pasado, por
radical que sea, no puede ser nunca absolutamente completa y tal que suprima toda
continuidad. Iremos más lejos incluso, y diremos que todo lo que puede haber de
válido en el mundo moderno le ha venido del Cristianismo, o al menos a través del
Cristianismo, que ha aportado con él toda la herencia de las tradiciones anteriores,
que la ha conservado viva tanto como lo ha permitido el estado de Occidente, y que
siempre lleva en sí mismo sus posibilidades latentes; ¿pero quién tiene hoy día,
incluso entre aquellos que se afirman cristianos, la consciencia efectiva de esas
posibilidades? ¿Dónde están, incluso en el Catolicismo, los hombres que conocen el
sentido profundo de la doctrina que profesan exteriormente, que no se contentan con
«creer» de una manera más o menos superficial, y más por el sentimiento que por la
inteligencia, sino que «saben» realmente la verdad de la tradición religiosa que
consideran como suya? Querríamos tener la prueba de que existen al menos algunos,
ya que estaría en eso, para Occidente, la mayor y quizás la única esperanza de
salvación; pero debemos confesar que, hasta ahora, todavía no los hemos encontrado;
¿es menester suponer que, como algunos sabios de Oriente, se mantienen ocultos en
algún reducto casi inaccesible, o es menester renunciar definitivamente a esta última
esperanza? Occidente ha sido cristiano en la edad media, pero ya no lo es; si se dice
que todavía puede volver a serlo, nadie desea más que nos que ello sea así, y que eso
ocurra un día más próximo de lo que haría pensar todo lo que vemos alrededor
nuestro; pero que nadie se engañe al respecto: ese día, el mundo moderno habrá
desaparecido.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
CAPÍTULO VIII
La invasión occidental
El desorden moderno, lo hemos dicho, ha tenido nacimiento en Occidente, y,
hasta estos últimos años, había permanecido siempre estrictamente localizado; pero
ahora se ha producido un hecho cuya gravedad no debe ser disimulada: es que el
desorden se extiende por todas partes y parece ganar hasta el Oriente. Ciertamente la
invasión occidental no es una cosa reciente, pero hasta ahora se limitaba a una
dominación más o menos brutal ejercida sobre los demás pueblos, y cuyos efectos
estaban limitados al dominio político y económico; a pesar de todos los esfuerzos de
una propaganda que reviste formas múltiples, el espíritu oriental era impenetrable a
todas las desviaciones, y las antiguas civilizaciones tradicionales subsistían intactas.
Hoy día, al contrario, hay orientales que se han «occidentalizado» más o menos
completamente, que han abandonado su tradición para adoptar todas las aberraciones
del espíritu moderno, y estos elementos desviados, gracias a la enseñanza de las
Universidades europeas y americanas, devienen en su propio país una causa de
perturbación y de agitación. Por lo demás, no conviene exagerar su importancia, por
el momento al menos: en Occidente, uno se imagina de buena gana que esas
individualidades ruidosas, pero poco numerosas, representan al Oriente actual,
mientras que, en realidad, su acción no es ni muy extensa ni muy profunda; esta
ilusión se explica fácilmente, ya que aquí nadie conoce a los verdaderos orientales,
que por lo demás no buscan en modo alguno hacerse conocer, y ya que son los
«modernistas», si se puede llamarlos así, los únicos que se muestran hacia afuera,
que hablan, que escriben y se agitan de todas las maneras. Por eso no es menos
verdad que este movimiento antitradicional puede ganar terreno, y es menester
considerar todas las eventualidades, incluso las más desfavorables; el espíritu se
repliega ya en cierto modo sobre sí mismo, los centros donde se conserva
integralmente devienen cada vez más cerrados y difícilmente accesibles; y esta
generalización del desorden corresponde bien a lo que debe producirse en la fase
final del Kali-Yuga.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
Digámoslo muy claramente: puesto que el espíritu moderno es algo puramente
occidental, aquellos que están afectados por él, incluso si son orientales de
nacimiento, deben ser considerados, bajo el aspecto de la mentalidad, como
occidentales, ya que toda idea oriental les es enteramente extraña, y su ignorancia al
respecto de las doctrinas tradicionales es la única excusa de su hostilidad. Lo que
puede parecer bastante singular e incluso contradictorio, es que esos mismos
hombres, que se hacen los auxiliares del «occidentalismo» desde el punto de vista
intelectual, o más exactamente contra toda verdadera intelectualidad, aparecen a
veces como sus adversarios en el dominio político; y sin embargo, en el fondo, en
eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse. Son ellos quienes se esfuerzan en
instituir en Oriente «nacionalidades» diversas, y todo «nacionalismo» es
necesariamente opuesto al espíritu tradicional; si quieren combatir la dominación
extranjera, es por los mismos métodos del Occidente, de la misma manera que los
diversos pueblos occidentales luchan entre ellos; y quizás es eso lo que constituye su
razón de ser. En efecto, si las cosas han llegado a tal punto que el empleo de
semejantes métodos haya devenido inevitable, su puesta en obra no puede ser más
que el hecho de elementos que hayan roto todo vínculo con la tradición; así pues,
puede ser que estos elementos sean utilizados de esta manera transitoriamente, y
después eliminados como los occidentales mismos. Por lo demás, sería bastante
lógico que las ideas que éstos han extendido se vuelvan contra ellos, ya que no
pueden ser sino factores de división y de ruina; es por eso por lo que la civilización
moderna perecerá de una manera o de otra; importa poco que sea por efecto de las
disensiones entre los occidentales, disensiones entre naciones o entre clases sociales,
o, como algunos lo pretenden, por los ataques de los orientales «occidentalizados», o
también a consecuencia de un cataclismo provocado por los «progresos de la
ciencia»; en todos los casos, el mundo occidental no corre peligros más que por su
propia falta y por lo que sale de sí mismo.
La única cuestión que se plantea es ésta: ¿no tendrá que sufrir Oriente, debido al
espíritu moderno, más que una crisis pasajera y superficial, o bien Occidente
arrastrará en su caída a la humanidad toda entera? Actualmente sería difícil aportar
una respuesta basada sobre constataciones indudables; los dos espíritus opuestos
existen ahora en Oriente, y la fuerza espiritual, inherente a la tradición y desconocida
por sus adversarios, puede triunfar sobre la fuerza material cuando ésta haya
desempeñado su papel, y hacerla desvanecerse como la luz disipa las tinieblas;
diremos incluso que triunfará sobre ella más pronto o más tarde, pero puede que,
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
antes de llegar a eso, haya un periodo de oscurecimiento completo. El espíritu
tradicional no puede morir, porque, en su esencia, es superior a la muerte y al
cambio; pero puede retirarse enteramente del mundo exterior, y entonces será
verdaderamente el «fin de un mundo». Según todo lo que hemos dicho, la
realización de esta eventualidad en un porvenir relativamente poco lejano no tendría
nada de inverosímil; y, en la confusión que, salida de Occidente, gana al presente a
Oriente, podríamos ver el «comienzo del fin», el signo precursor del momento en
que, según la tradición hindú, la doctrina sagrada debe ser encerrada toda entera en
una concha, para salir intacta de ella en el alba del mundo nuevo.
Pero, todavía una vez más, dejemos ahí las anticipaciones, para no considerar más
que los acontecimiento actuales: lo que es incontestable, es que Occidente lo invade
todo; su acción se ha ejercido primero en el dominio material, el que estaba
inmediatamente a su alcance, ya sea por la conquista violenta, o ya sea por el
comercio y el acaparamiento de los recursos de todos los pueblos; pero ahora las
cosas van todavía más lejos. Los occidentales, animados siempre por esa necesidad
de proselitismo que les es tan particular, han llegado a hacer penetrar en los demás,
en una cierta medida, su espíritu antitradicional y materialista; y, mientras que la
primera forma de invasión no alcanzaba en suma más que a los cuerpos, ésta
envenena las inteligencias y mata la espiritualidad; por lo demás, una ha preparado a
la otra y la ha hecho posible, de suerte que, en definitiva, no es más que por la fuerza
bruta como Occidente ha llegado a imponerse por todas partes, y no podía ser de otro
modo, ya que es en eso donde reside la única superioridad real de su civilización, tan
inferior desde cualquier otro punto de vista. La invasión occidental, es la invasión
del materialismo bajo todas sus formas, y no puede ser más que eso; todos los
disfraces más o menos hipócritas, todos los pretextos «moralistas», todas las
declamaciones «humanitarias», todas las habilidades de una propaganda que en cada
ocasión sabe mostrarse insinuante para alcanzar mejor su cometido de destrucción,
no pueden nada contra esta verdad, que no podría ser contestada más que por los
ingenuos o por aquellos que tienen un interés cualquiera en esta obra verdaderamente
«satánica», en el sentido más riguroso de la palabra1.
1 Satán en hebreo, es el «adversario», es decir, el que invierte todas las cosas y las toma en cierto
modo al revés; es el espíritu de negación y de subversión, que se identifica a la tendencia
descendente o «inferiorizante», «infernal» en el sentido etimológico, la misma que siguen los seres
en este proceso de materialización según el que se efectúa todo el desarrollo de la civilización
moderna.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
Cosa extraordinaria, este momento en que Occidente lo invade todo es el que
algunos escogen para denunciar, como un peligro que les llena de espanto, una
pretendida penetración de ideas orientales en este mismo Occidente; ¿qué es esta
nueva aberración? A pesar de nuestro deseo de atenernos a consideraciones de orden
general, no podemos dispensarnos de decir aquí al menos algunas palabras del libro
Defensa del Occidente publicado recientemente por M. Henri Massis, y que es una
de las manifestaciones más características de este estado de espíritu. Este libro está
lleno de confusiones e incluso de contradicciones, y muestra una vez más cuan poco
capacitados están la mayoría de aquellos que querrían reaccionar contra el desorden
moderno para hacerlo de una manera verdaderamente eficaz, ya que ni siquiera
saben muy bien lo que tienen que combatir. El autor niega a veces haber querido
atacar al verdadero Oriente y, si se hubiera atenido efectivamente a una crítica de las
fantasías «pseudo-orientales», es decir, de esas teorías puramente occidentales que se
difunden bajo etiquetas engañosas, y que no son más que uno de los numerosos
productos del desequilibrio actual, no hubiéramos podido más que aprobarle
plenamente, tanto más cuanto que nos mismo hemos señalado, mucho antes que él,
el peligro real de esa suerte de cosas, así como su inanidad desde el punto de vista
intelectual. Pero, desafortunadamente, siente después la necesidad de atribuir a
Oriente concepciones que apenas valen más que esas; para hacerlo, se apoya sobre
citas tomadas a algunos orientalistas más o menos «oficiales», donde las doctrinas
orientales están, así como ocurre ordinariamente, deformadas hasta la caricatura;
¿qué diría el autor si alguien usara el mismo procedimiento al respecto del
Cristianismo y pretendiera juzgarle según los trabajos de los «hipercríticos»
universitarios? Eso es exactamente lo que él hace en lo que concierne a las doctrinas
de la India y de la China, con la circunstancia agravante de que los occidentales cuyo
testimonio invoca no tienen el menor conocimiento directo de esas doctrinas,
mientras que aquellos de sus colegas que se ocupan del Cristianismo deben conocerle
al menos en una cierta medida, incluso si su hostilidad contra todo lo que es religioso
les impide comprenderle verdaderamente. Por lo demás, debemos decir en esta
ocasión que a veces hemos tenido mucho trabajo en hacerles admitir a algunos
orientales que las exposiciones de tal o cual orientalista procedían de una
incomprehensión pura y simple, y no de una determinación consciente y voluntaria,
de tal modo se siente en ellos esa misma hostilidad que es inherente al espíritu
antitradicional; y, por nuestra parte, preguntaríamos de buena gana a M. Massis si
cree muy hábil atacar a la tradición en los demás cuando uno querría restaurarla en
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
su propio país. Hablamos de habilidad, porque, en el fondo, toda la discusión está
planteada por él sobre un terreno político; para nos, que nos colocamos en un punto
de vista muy diferente, el de la intelectualidad pura, la única cuestión que se plantea
es una cuestión de verdad; pero este punto de vista es sin duda muy elevado y muy
sereno como para que los polemistas puedan encontrar en él su satisfacción, y
dudamos incluso que, en tanto que polemistas, la preocupación por la verdad pueda
tener un gran lugar en sus preocupaciones1.
M. Massis la emprende contra lo que llama «propagandistas orientales»,
expresión que encierra en sí misma una contradicción, puesto que el espíritu de
propaganda, ya lo hemos dicho muy frecuentemente, es algo completamente
occidental; y eso solo ya indica claramente que ahí hay algo equivocado. De hecho,
entre los propagandistas señalados, podemos distinguir dos grupos, el primero de los
cuales está constituido por puros occidentales; sería verdaderamente cómico, si no
fuera el signo de la más deplorable ignorancia de las cosas de Oriente, ver que se
hace figurar a Alemanes y a Rusos entre los representantes del espíritu oriental; el
autor hace a su respecto observaciones de las que algunas son muy justas, pero, ¿por
qué no los muestra claramente como lo que son en realidad? A este primer grupo
agregamos también los «teosofistas» anglosajones y todos los inventores de otras
sectas del mismo género, cuya terminología oriental no es más que una máscara
destinada a imponerse a los ingenuos y a las gentes mal informadas, y que no recubre
más que algunas ideas tan extrañas a Oriente como queridas al Occidente moderno;
por lo demás, esos son más peligrosos que los simples filósofos, en razón de sus
pretensiones a un «esoterismo» que no poseen tampoco, pero que simulan
fraudulentamente para atraer hacia ellos a los espíritus que buscan otra cosa que
especulaciones «profanas» y que, en medio del caos presente, no saben donde
dirigirse; por nuestra parte, nos extrañamos un poco de que M. Massis no diga casi
nada al respecto. En cuanto al segundo grupo, encontramos en él algunos de esos
orientales occidentalizados de los que hemos hablado hace un momento, y que, dado
que son tan ignorantes como los precedentes de las verdaderas ideas orientales,
1 Sabemos que M. Massis no ignora nuestras obras, pero se abstiene cuidadosamente de hacer la
menor alusión a ellas, porque irían contra su tesis; el procedimiento carece al menos de franqueza.
Por lo demás, pensamos no tener sino que felicitarnos por ese silencio, que nos evita ver mezclar en
polémicas desagradables cosas que, por su naturaleza, deben permanecer por encima de toda
discusión; siempre hay algo penoso en el espectáculo de la incomprehensión «profana», aunque la
verdad de la «doctrina sagrada», en sí misma, esté ciertamente muy alta como para sufrir sus
atentados.
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
serían muy incapaces de extenderlas en Occidente, suponiendo que tuviesen la
intención de ello; por lo demás, la meta que se proponen realmente es
completamente contraría a eso, puesto que es destruir esas mismas ideas en Oriente,
y presentar al mismo tiempo a los occidentales su Oriente modernizado, acomodado
a las teorías que se les han enseñado en Europa o en América; verdaderos agentes de
la más nefasta de todas las propagandas occidentales, de la que ataca directamente a
la inteligencia, es para el Oriente para el que son un peligro, y no para el Occidente
del cual no son más que el reflejo. En lo que concierne a los verdaderos orientales,
M. Massis no menciona ni uno solo, y le hubiera costado mucho trabajo hacerlo, ya
que ciertamente no conoce a ninguno; la imposibilidad en que se encontraba para
citar el nombre de un solo oriental que no estuviera occidentalizado hubiera debido
darle que reflexionar y hacerle comprender que los «propagandistas orientales» son
perfectamente inexistentes.
Por lo demás, aunque eso nos obligue a hablar de nos, lo que entra poco en
nuestros hábitos, debemos declarar formalmente esto: a nuestro conocimiento, no
hay nadie que haya expuesto en Occidente ideas orientales auténticas, salvo nos
mismo; y lo hemos hecho siempre exactamente como lo habría hecho todo oriental
que se hubiera encontrado llevado a ello por las circunstancias, es decir, sin la menor
intención de «propaganda» o de vulgarización, y únicamente para aquellos que son
capaces de comprender las doctrinas tales cuales son, sin que haya lugar a
desnaturalizarlas bajo pretexto de ponerlas a su alcance; y agregaremos que, a pesar
de la decadencia de la intelectualidad occidental, aquellos que comprenden son
todavía menos raros de lo que habríamos supuesto, aunque no son evidentemente
más que una pequeña minoría. Una tal empresa no es ciertamente del género de las
que M. Massis imagina, no nos atrevemos a decir por las necesidades de su causa,
aunque el carácter político de su libro pueda autorizar una tal expresión; para ser tan
benévolo como es posible, decimos que las imagina porque su espíritu está turbado
por el miedo que hace nacer en él el presentimiento de una ruina más o menos
próxima de la civilización occidental, y lamentamos que no haya sabido ver
claramente dónde se encuentran las verdaderas causas susceptibles de traer esta
ruina, aunque le ocurre a veces hacer prueba de una justa severidad al respecto de
algunos aspectos del mundo moderno. Es eso mismo lo que provoca la continua
fluctuación de su tesis: por una parte, no sabe exactamente cuáles son los adversarios
que debería combatir, y, por otra, su «tradicionalismo» le deja muy ignorante de
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
todo lo que es la esencia misma de la tradición, que confunde visiblemente con una
suerte de «conservadurismo» político-religioso del orden más exterior.
Decimos que el espíritu de M. Massis está turbado por el miedo; la mejor prueba
de ello es quizás la actitud extraordinaria, e incluso completamente inconcebible que
presta a sus supuestos «propagandistas orientales»: ¡éstos estarían animados de un
odio feroz al respecto de Occidente, y es para perjudicar a éste por lo que se
esforzarían en comunicarle sus propias doctrinas, es decir, en hacerle don de lo que
ellos mismos tienen de más precioso, de lo que constituye en cierto modo la
substancia misma de su espíritu! Ante todo lo que hay de contradictorio en una tal
hipótesis, uno no puede impedirse sentir una verdadera estupefacción: toda la tesis
penosamente levantada se desmorona instantáneamente, y parece que el autor ni
siquiera se haya apercibido de ello, ya que no queremos suponer que haya sido
consciente de una parecida inverosimilitud y que haya contado simplemente con la
poca clarividencia de sus lectores para hacérsela aceptar. No hay necesidad de
reflexionar muy largamente ni muy profundamente para darse cuenta de que, si hay
gentes que odian tan enormemente a Occidente, la primera cosa que deben hacer es
guardar celosamente sus doctrinas para ellos y que todos sus esfuerzos deben tender
a impedir el acceso a ellas a los occidentales; por lo demás, ese es un reproche que se
ha dirigido a veces a los orientales, con más apariencia de razón. No obstante, la
verdad es bastante diferente: los representantes auténticos de las doctrinas
tradicionales no sienten odio por nadie, y su reserva no tiene más que una sola causa:
es que juzgan perfectamente inútil exponer algunas verdades a aquellos que son
incapaces de comprenderlas; pero nunca se han negado a hacer partícipes de ellas a
aquellos que poseen, cualquiera que sea su origen, las «calificaciones» requeridas;
¿es falta suya si, entre estos últimos, hay muy pocos occidentales? Y, por otro lado,
si la masa oriental acaba por ser verdaderamente hostil a los occidentales, después de
haberlos considerado durante mucho tiempo con indiferencia, ¿quién es el
responsable de ello? ¿Será pues esta élite que, completamente entregada a la
contemplación, se queda resueltamente al margen de la agitación exterior, o, no son
más bien los occidentales mismos, quienes han hecho todo lo que era menester para
hacer su presencia odiosa e intolerable? Basta que la cuestión se plantee así como
debe serlo, para que cualquiera sea capaz de responderla inmediatamente; y,
admitiendo que los orientales, que han hecho prueba hasta aquí de una increíble
paciencia, quieran finalmente ser los dueños en su casa, ¿quién podría pensar
sinceramente en censurarles por ello? Es cierto que, cuando algunas pasiones se
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mezclan a ellas, las mismas cosas pueden, según las circunstancias, encontrarse
apreciadas de maneras muy diversas, e incluso completamente contrarias: así, cuando
la resistencia a una invasión extranjera es el hecho de un pueblo occidental, se le
llama «patriotismo» y es digna de todos los elogios; cuando es el hecho de un pueblo
oriental, se le llama «fanatismo» o «xenofobia» y no merece más que el odio o el
desprecio. Por lo demás, ¿no es en el nombre del «Derecho», de la «Libertad», de la
«Justicia» y de la «Civilización» como los Europeos pretenden imponer por todas
partes su dominación, e impedir a todo hombre vivir y pensar de un modo diferente a
como ellos mismos viven y piensan? Se convendrá que el «moralismo» es
verdaderamente una cosa admirable, a menos de que se prefiera concluir
simplemente, como nos mismo, que, salvo excepciones tanto más honorables cuanto
más raras, en Occidente apenas hay más que dos tipos de gentes, bastante poco
interesantes tanto la una como la otra: los ingenuos que se dejan atrapar en esas
grandes palabras y que creen en su «misión civilizadora», inconscientes como están
de la barbarie materialista en la que están hundidos, y los hábiles que explotan este
estado de espíritu para la satisfacción de sus instintos de violencia y de codicia. En
todo caso, lo que hay de cierto, es que los orientales no amenazan a nadie y no
piensan tampoco invadir el Occidente de una manera o de otra; por el momento,
tienen bastante que hacer con defenderse contra la opresión europea, que corre el
riesgo de alcanzarles hasta en su espíritu; y es al menos curioso ver a los agresores
presentarse como víctimas.
Esta puesta a punto era necesaria, ya que hay algunas cosas que deben ser dichas;
pero nos reprocharíamos insistir más en ello, puesto que la tesis de los «defensores
de Occidente» es verdaderamente muy frágil e inconsistente. Por lo demás, si nos
hemos apartado un instante de la reserva que observamos habitualmente en lo que
concierne a las individualidades para citar a M. Henri Massis, es sobre todo porque
éste representa en la circunstancia una cierta parte de la mentalidad contemporánea,
la cual nos era menester tener en cuenta también en este estudio sobre el estado del
mundo moderno. ¿Cómo se opondría verdadera y eficazmente, este
«tradicionalismo» de orden inferior, estrechamente limitado e incomprehensivo,
quizás incluso bastante artificial, a un espíritu con el que comparte tantos prejuicios?
Por una y otra parte, es poco más o menos la misma ignorancia de los verdaderos
principios; es la misma determinación de negar todo lo que rebasa un cierto
horizonte; es la misma inaptitud para comprender la existencia de civilizaciones
diferentes, la misma superstición del «clasicismo» grecolatino. Esta reacción
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insuficiente no tiene interés para nos sino porque marca una cierta insatisfacción del
estado presente en algunos de nuestros contemporáneos; por lo demás, de esta misma
insatisfacción, hay otras manifestaciones que serían susceptibles de ir más lejos si
estuvieran bien dirigidas; pero, por el momento, todo eso es muy caótico, y todavía
es muy difícil decir lo que saldrá de ahí. No obstante, algunas previsiones a este
respecto no serán quizás enteramente inútiles; y, como se ligan estrechamente al
destino del mundo actual, podrán servir al mismo tiempo de conclusiones al presente
estudio, en la medida en que es permisible sacar conclusiones sin dar a la ignorancia
«profana» la ocasión de ataques muy fáciles, al desarrollar imprudentemente
consideraciones que sería imposible justificar por los medios ordinarios. No somos
de los que piensan que puede decirse todo indiferentemente, al menos cuando se sale
de la doctrina pura para ir a sus aplicaciones; entonces hay algunas reservas que se
imponen, y cuestiones de oportunidad que deben plantearse inevitablemente; pero
estas reservas legítimas, e incluso indispensables, no tienen nada de común con
algunos temores pueriles que no son más que el efecto de una ignorancia comparable
a la de un hombre que, según la expresión proverbial hindú, «toma una cuerda por
una serpiente». Se quiera o no, lo que debe decirse se dirá a medida que las
circunstancias lo exijan; ni los esfuerzos interesados de unos, ni la hostilidad
inconsciente de otros, podrán impedir que ello sea así, como tampoco, por otro lado,
la impaciencia de aquellos que, arrastrados por la prisa febril del mundo moderno,
querrían saberlo todo de un solo golpe, podrá hacer que ciertas cosas sean conocidas
en el exterior más pronto de lo que conviene; pero éstos últimos podrán consolarse al
menos pensando que la marcha acelerada de los acontecimientos les dará sin duda
una pronta satisfacción; ¡Que no tengan que lamentar entonces estar
insuficientemente preparados para recibir un conocimiento que buscan muy
frecuentemente con más entusiasmo que verdadero discernimiento!
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CAPÍTULO IX
Algunas conclusiones
Hemos querido mostrar aquí sobre todo cómo la aplicación de los datos
tradicionales permite resolver las cuestiones que se plantean actualmente de la
manera más inmediata, explicar el estado presente de la humanidad terrestre, y al
mismo tiempo juzgar según la verdad, y no según reglas convencionales o
preferencias sentimentales, todo lo que constituye propiamente la civilización
moderna. Por lo demás, no hemos tenido la pretensión de agotar el tema, de tratarle
en todos sus detalles, ni de desarrollar completamente todos sus aspectos sin
descuidar ninguno; por otra parte, los principios de los que nos inspiramos
constantemente nos obligan a presentar vistas esencialmente sintéticas, y no
analíticas como las del saber «profano»; pero estas vistas, precisamente porque son
sintéticas, van mucho más lejos en el sentido de una verdadera explicación que un
análisis cualquiera, que, en realidad, no tiene apenas más que un simple valor
descriptivo. En todo caso, pensamos haber dicho bastante como para permitir, a
aquellos que son capaces de comprender, sacar por sí mismos, de lo que hemos
expuesto, al menos una parte de las consecuencias que están contenidas
implícitamente en ello; y deben estar bien persuadidos de que este trabajo les será
mucho más provechoso que una lectura que no dejará ningún lugar a la reflexión y a
la meditación, para las que, antes al contrario, hemos querido proporcionar un punto
de partida apropiado, un apoyo suficiente para elevarse por encima de la vana
multitud de las opiniones individuales.
Nos queda decir algunas palabras de lo que podríamos llamar el alcance práctico
de semejante estudio; este alcance, podríamos descuidarle o desinteresarnos de él si
nos hubiéramos quedado en la doctrina metafísica pura, en relación a la cual toda
aplicación no es más que contingente y accidental; pero, aquí, es precisamente de las
aplicaciones de lo que se trata. Por lo demás, al margen de todo punto de vista
práctico, éstas tienen una doble razón de ser: son las consecuencias legítimas de los
principios, el desarrollo normal de una doctrina que, al ser una y universal, debe
abarcar todos los órdenes de realidad sin excepción; y, al mismo tiempo, son
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RENÉ GUÉNON, LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO
también, para algunos al menos, un medio preparatorio para elevarse a un
conocimiento superior, así como lo hemos explicado a propósito de la «ciencia
sagrada». Pero, además, cuando se está en el dominio de las aplicaciones, no está
prohibido considerarlas también en sí mismas y en su valor propio, provisto que uno
no sea llevado nunca por eso a perder de vista su vinculamiento a los principios; este
peligro es muy real, puesto que es de eso de donde resulta la degeneración que ha
dado nacimiento a la «ciencia profana», pero no existe para aquellos que saben que
todo deriva y depende enteramente de la pura intelectualidad, y que lo que no
procede de ella conscientemente no puede ser más que ilusorio. Como ya lo hemos
repetido muy frecuentemente, todo debe comenzar por el conocimiento; y lo que
parece estar más alejado del orden práctico se encuentra no obstante que es lo más
eficaz en ese orden mismo, ya que es eso sin lo cual, tanto ahí como por cualquier
otra parte, es imposible cumplir nada que sea realmente válido, que sea otra cosa que
una agitación vana y superficial. Es por eso por lo que, para volver de nuevo más
especialmente a la cuestión que nos ocupa al presente, podemos decir que, si todos
los hombres comprendieran lo que es verdaderamente el mundo moderno, éste
dejaría de existir inmediatamente, ya que su existencia, como la de la ignorancia y de
todo lo que es limitación, es puramente negativa: no es más que por la negación de la
verdad tradicional y suprahumana. Este cambio se produciría así sin ninguna
catástrofe, lo que parece casi imposible para toda otra vía; ¿carecemos pues de razón
si afirmamos que un tal conocimiento es susceptible de consecuencias prácticas
verdaderamente incalculables? Pero, por otro lado, desafortunadamente parece difícil
admitir que todos lleguen a este conocimiento, del que la mayor parte de los hombres
están ciertamente más lejos de lo que hayan estado nunca; es cierto que eso no es en
modo alguno necesario, ya que basta una élite poco numerosa, pero constituida lo
bastante fuertemente como para dar una dirección a la masa, que obedecería a sus
sugestiones sin tener siquiera la menor idea de su existencia ni de sus medios de
acción; ¿es todavía posible la constitución efectiva de esta élite en Occidente?
No tenemos la intención de volver de nuevo sobre todo lo que ya hemos tenido la
ocasión de exponer en otra parte en lo que concierne al papel de la élite intelectual
en las diferentes circunstancias que pueden considerarse como posibles para un
porvenir más o menos inminente. Nos limitaremos pues a decir esto: cualquiera que
sea la manera en que se cumpla el cambio que constituye lo que se puede llamar el
paso de un mundo a otro, ya sea que se trate por lo demás de ciclos más o menos
extensos, este cambio, incluso si tiene las apariencias de una brusca ruptura, no
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implicará nunca una discontinuidad absoluta, ya que hay un encadenamiento causal
que liga todos los ciclos entre sí. La élite de la que hablamos, si llegara a formarse
mientras hay tiempo todavía, podría preparar el cambio de tal manera que se
produzca en las condiciones más favorables, y que la perturbación que le
acompañará inevitablemente se reduzca en cierto modo al mínimo; pero, incluso si
ello no es así, tendrá siempre otra tarea, más importante todavía, la de contribuir a la
conservación de lo que debe sobrevivir al mundo presente y servir a la edificación
del mundo futuro. Es evidente que no se debe esperar a que el descenso esté acabado
para preparar el reascenso, desde que se sabe que este reascenso tendrá lugar
necesariamente, incluso si no puede evitarse que el descenso desemboque antes en
algún cataclismo; y así, en todos los casos, el trabajo efectuado no estará perdido: no
puede estarlo en cuanto a los beneficios que la élite sacará de él para sí misma, pero
no lo estará tampoco en cuanto a sus resultados ulteriores para el conjunto de la
humanidad.
Ahora, he aquí como conviene considerar las cosas: la élite existe todavía en las
civilizaciones orientales, y, admitiendo que se reduzca allí cada vez más ante la
invasión moderna, subsistirá no obstante hasta el final, porque es necesario que ello
sea así para guardar el depósito de la tradición que no podría perecer, y para asegurar
la transmisión de todo lo que debe ser conservado. En Occidente, por el contrario, la
élite ya no existe actualmente; así pues, uno puede preguntarse si ella volverá a
formarse ahí antes del fin de nuestra época, es decir, si el mundo occidental, a pesar
de su desviación, tendrá parte en esta conservación y en esta transmisión: si eso no es
así, la consecuencia de ello será que su civilización deberá perecer toda entera,
porque ya no habrá en ella ningún elemento utilizable para el porvenir, debido a que
todo rastro del espíritu tradicional habrá desaparecido de su seno. Planteada así, la
cuestión no puede tener más que una importancia muy secundaria en cuanto al
resultado final; pero por eso no presenta menos un cierto interés desde un punto de
vista relativo, que debemos tomar en consideración desde que consentimos en tener
en cuenta las condiciones particulares del periodo en el que vivimos. En principio,
uno podría contentarse con hacer destacar que este mundo occidental es, a pesar de
todo, una parte del conjunto del que parece haberse desgajado desde el comienzo de
los tiempos modernos, y que, en la última integración del ciclo, todas las partes
deben encontrarse de una cierta manera; pero eso no implica forzosamente una
restauración previa de la tradición occidental, ya que ésta puede estar conservada
solo en el estado de posibilidad permanente en su fuente misma, fuera de la forma
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especial que ha revestido en tal momento determinado. Por lo demás, no decimos
esto más que a título de indicación, ya que, para comprenderlo plenamente, sería
menester hacer intervenir la consideración de las relaciones de la tradición
primordial y de las tradiciones subordinadas, lo que no podemos pensar hacer aquí.
Éste sería el caso más desfavorable para el mundo occidental tomado en sí mismo, y
su estado actual puede hacer temer que este caso sea el que se realice efectivamente;
sin embargo, hemos dicho que hay algunos signos que permiten pensar que toda
esperanza de una solución mejor todavía no está perdida definitivamente.
Existe ahora, en Occidente, un número de hombres mayor del que se cree que
comienzan a tomar consciencia de lo que le falta a su civilización; si se reducen en
eso a aspiraciones imprecisas y a investigaciones muy frecuentemente estériles, si les
ocurre incluso extraviarse completamente, es porque carecen de datos reales a los
que nada puede suplir, y porque no hay ninguna organización que pueda
proporcionarles la dirección doctrinal necesaria. No hablamos en eso, bien
entendido, de aquellos que han podido encontrar esta dirección en las tradiciones
orientales, y que, intelectualmente, están así fuera del mundo occidental; esos, que
por lo demás no pueden representar más que un caso de excepción, no podrían en
modo alguno ser parte integrante de una élite occidental; ellos son en realidad un
prolongamiento de las élites orientales, que podría devenir un eslabón de unión entre
éstas y la élite occidental el día en que ésta última hubiera llegado a constituirse;
pero, por definición en cierto modo, ella no puede ser constituida más que por una
iniciativa propiamente occidental, y es ahí donde reside toda la dificultad. Esta
iniciativa no es posible más que de dos maneras: o bien el Occidente encontrará los
medios para ello en sí mismo, por un retorno directo a su propia tradición, retorno
que sería como un despertar espontaneo de posibilidades latentes; o bien algunos
elementos occidentales cumplirán este trabajo de restauración con la ayuda de un
cierto conocimiento de las doctrinas orientales, conocimiento que no obstante no
podrá ser absolutamente inmediato para ellos, puesto que deben permanecer
occidentales, pero que podrá ser obtenido por una suerte de influencia de segundo
grado, que se ejerza a través de intermediarios tales como esos a los que hacíamos
alusión hace un momento. La primera de las dos hipótesis es muy poco verosímil, ya
que implica la existencia, en Occidente, de un punto al menos donde el espíritu
tradicional se habría conservado integralmente, y hemos dicho que, a pesar de
algunas afirmaciones, esta existencia nos parece extremadamente dudosa; así pues,
es la segunda hipótesis la que conviene examinar más de cerca.
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En este caso, habría ventaja, aunque eso no sea de una necesidad absoluta, en que
la élite en formación pudiera tomar un punto de apoyo en una organización
occidental que tenga ya una existencia efectiva; ahora bien, parece que, en
Occidente, ya no hay más que una sola organización que posee un carácter
tradicional, y que conserva una doctrina susceptible de proporcionar al trabajo de
que se trata una base apropiada: es la Iglesia católica. Bastaría restituir a su doctrina,
sin cambiar nada en la forma religiosa bajo la que se presenta al exterior, el sentido
profundo que tiene realmente en sí misma, pero del que sus representantes actuales
ya no parecen tener consciencia, como tampoco la tienen de su unidad esencial con
las demás formas tradicionales; por lo demás, las dos cosas son inseparables. Sería la
realización del Catolicismo en el verdadero sentido de la palabra, que,
etimológicamente, expresa la idea de «universalidad», lo que olvidan demasiado a
menudo aquellos que querrían hacer de ella la denominación exclusiva de una forma
especial y puramente occidental, sin ningún lazo efectivo con las demás tradiciones;
y se puede decir que, en el estado presente de las cosas, el Catolicismo no tiene más
que una existencia virtual, puesto que en él no encontramos realmente la consciencia
de la universalidad; pero por eso no es menos verdad que la existencia de una
organización que lleva un tal nombre es la indicación de una base posible para una
restauración del espíritu tradicional en su acepción completa, y eso tanto más cuanto
que, en la edad media, ya sirvió de soporte a este espíritu en el mundo occidental.
Así pues, en suma, no se trataría más que de una reconstitución de aquello que ha
existido antes de la desviación moderna, con las adaptaciones necesarias a las
condiciones de una época diferente; y, si algunos se sorprenden o protestan contra
una idea semejante, es porque, sin saberlo y quizás contra su voluntad, ellos mismos
están imbuidos del espíritu moderno hasta el punto de haber perdido completamente
el sentido de una tradición de la que no guardan más que la corteza. Importaría saber
si el formalismo de la «letra», que es también una de las variedades del
«materialismo» tal como lo hemos entendido más atrás, ha asfixiado definitivamente
la espiritualidad, o si ésta no está más que obscurecida pasajeramente y puede
despertarse todavía en el seno mismo de la organización existente; pero es solo la
sucesión de los acontecimientos la que permitirá darse cuenta de ello.
Por lo demás, puede ser que estos acontecimientos mismos impongan pronto o
tarde, a los dirigentes de la Iglesia católica, como una necesidad ineludible, aquello
cuya importancia desde el punto de vista de la intelectualidad pura no comprenderían
directamente; ciertamente, sería deplorable que, para hacerles reflexionar, fueran
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necesarias algunas circunstancias tan contingentes como las que dependen del
dominio político, considerado al margen de todo principio superior; pero es menester
admitir que la ocasión de un desarrollo de posibilidades latentes debe serle
proporcionada a cada uno por los medios que están más inmediatamente al alcance
de su comprehensión actual. Por eso es por lo que diremos esto: ante la agravación
de un desorden que se generaliza cada vez más, hay lugar a hacer llamada a la unión
de todas las fuerzas espirituales que ejercen todavía una acción en el mundo exterior,
tanto en Occidente como en Oriente; y, por el lado occidental, no vemos otras que la
Iglesia católica. Si ésta pudiera entrar en contacto con los representantes de las
tradiciones orientales, no tendríamos más que felicitarnos por este primer resultado,
que podría ser precisamente el punto de partida de lo que tenemos en vista, ya que no
se tardaría sin duda en apercibirse de que un entendimiento simplemente exterior y
«diplomático» sería ilusorio y no podría tener las consecuencias queridas, de suerte
que sería menester llegar efectivamente a aquello por lo que se hubiera debido
comenzar normalmente, es decir, a considerar el acuerdo sobre los principios,
acuerdo cuya condición necesaria y suficiente sería que los representantes de
Occidente vuelvan a ser de nuevo conscientes de estos principios, como lo son
siempre los de Oriente. El verdadero entendimiento, lo repetimos todavía una vez
más, no puede cumplirse más que por arriba y desde lo interior, por consiguiente en
el dominio que se puede llamar indiferentemente intelectual o espiritual, ya que, para
nos, en el fondo, estas dos palabras tienen exactamente la misma significación;
después, y partiendo de ahí, el entendimiento se establecería también forzosamente
en todos los demás dominios, del mismo modo que, cuando se ha sentado un
principio, ya no hay más que deducir, o más bien «explicitar», todas las
consecuencias que se encuentran implícitas en él. Para eso no puede haber más que
un solo obstáculo: es el proselitismo occidental, que no puede admitir que a veces se
deben tener «aliados» que no son de ninguna manera «súbditos»; o, para hablar más
exactamente, es la falta de comprehensión de la que el proselitismo no es más que
uno de los efectos; ¿será superado este obstáculo? Si no lo fuera, la élite, para
constituirse, ya no tendría que contar más que con el esfuerzo de los que estarían
calificados por su capacidad intelectual, fuera de todo medio definido, y también,
bien entendido, con el apoyo de Oriente; su trabajo se haría más difícil y su acción
no podría ejercerse más que a más largo plazo, puesto que ella misma tendría que
crear todos los instrumentos, en lugar de encontrarlos preparados como en el otro
caso; pero no pensamos de ninguna manera que estas dificultades, por grandes que
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puedan ser, sean de una naturaleza que impida lo que se debe cumplir de una manera
o de otra.
Así pues, estimamos oportuno declarar también esto: hay desde ahora, en el
mundo occidental, indicios ciertos de un movimiento que permanece todavía
impreciso, pero que puede y debe incluso desembocar normalmente en la
reconstitución de una élite intelectual, a menos de que sobrevenga un cataclismo
demasiado rápidamente que no le permita desarrollarse hasta el final. Apenas hay
necesidad de decir que la Iglesia tendría todo el interés, en cuanto a su papel futuro,
en encabezar en cierto modo un tal movimiento, más bien que dejarle cumplirse sin
ella y ser obligada a seguirle tardíamente para mantener una influencia que
amenazaría escapársele; no es necesario colocarse en un punto de vista muy elevado
y difícilmente accesible para comprender que, en suma, es ella la que tendría las
mayores ventajas que sacar de una actitud que, por lo demás, muy lejos de exigir de
su parte el menor compromiso en el orden doctrinal, tendría al contrario por
resultado desembarazarla de toda infiltración del espíritu moderno, y por la cual,
además, no se modificaría nada exteriormente. Sería un poco paradójico ver al
Catolicismo integral realizarse sin el concurso de la Iglesia católica, que, entonces, se
encontraría quizás en la singular obligación de aceptar ser defendida, contra asaltos
más terribles de los que jamás haya sufrido, por hombres a quienes sus dirigentes, o
al menos aquellos a quienes deja hablar en su nombre, habrían buscado
desconsiderar primero, arrojando sobre ellos la sospecha peor fundada; y, por nuestra
parte lamentaríamos que ello fuera así; pero, si no se quiere que las cosas lleguen a
ese punto, es tiempo, para aquellos a quienes su situación confiere las más graves
responsabilidades, de actuar con plena consciencia de causa y de no permitir más que
algunas tentativas que pueden tener consecuencias de la más alta importancia corran
el riesgo de encontrarse detenidas por la incomprehensión o la malevolencia de
algunas individualidades más o menos subalternas, lo que ya se ha visto, y lo que
muestra todavía una vez más hasta qué punto reina el desorden por todas partes hoy.
Prevemos que no se sabrá agradecer estas advertencias, que damos con toda
independencia y de una manera enteramente desinteresada; nos importa poco, y por
eso no continuaremos menos, cuando sea menester, y bajo la forma que juzguemos
que conviene mejor a las circunstancias, diciendo lo que debe ser dicho. Lo que
decimos al presente no es más que el resumen de las conclusiones a las que hemos
sido llevados por algunas «experiencias» completamente recientes, emprendidas, eso
no hay que decirlo, sobre un terreno puramente intelectual; por el momento al
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menos, no tenemos por qué entrar a este propósito en detalles que, por lo demás,
serían poco interesantes en sí mismos; pero podemos afirmar que, en lo que precede,
no hay una sola palabra que no hayamos escrito sin haberla reflexionado
maduramente. Que se sepa bien que sería perfectamente inútil buscar oponer a eso
argucias filosóficas que queremos ignorar; hablamos seriamente de cosas serias, no
tenemos tiempo para perder en discusiones verbales que no tienen para nos ningún
interés, y entendemos permanecer enteramente ajeno a toda polémica, a toda querella
de escuela o de partido, del mismo modo que nos negamos absolutamente a dejarnos
aplicar una etiqueta occidental cualquiera, ya que no hay ninguna que nos convenga;
que eso agrade o desagrade a algunos, es así, y nada podría hacernos cambiar de
actitud a este respecto.
Ahora debemos hacer oír también una advertencia a aquellos que, por su aptitud
para una comprehensión superior, si no por el grado de conocimiento que han
alcanzado efectivamente, parecen destinados a devenir elementos de la élite posible.
No es dudoso que el espíritu moderno, que es verdaderamente «diabólico» en todos
los sentidos de esta palabra, se esfuerza por todos los medios en impedir que estos
elementos, hoy día aislados y dispersos, lleguen a adquirir la cohesión necesaria para
ejercer una acción real sobre la mentalidad general; así pues, a aquellos que ya han
tomado consciencia más o menos completamente de la meta hacia la cual deben
tender sus esfuerzos, les incumbe no dejarse desviar por las dificultades, cualesquiera
que sean, que se levanten ante ellos. Para aquellos que todavía no han llegado al
punto a partir del cual una dirección infalible ya no permite apartarse de la vía, las
desviaciones más graves son siempre de temer; así pues, es necesaria la mayor
prudencia, y diríamos incluso de buena gana que debe ser llevada hasta la
desconfianza, ya que el «adversario», que hasta ese punto no está definitivamente
vencido, sabe tomar las formas más diversas y a veces las más inesperadas. Ocurre
que aquellos que creen haber escapado al «materialismo» moderno son retomados
por cosas que, aunque parecen oponerse a él, son en realidad del mismo orden; y,
dado el talante de los occidentales, conviene, a este respecto, ponerlos más
particularmente en guardia contra el atractivo que pueden ejercer sobre ellos los
«fenómenos» más o menos extraordinarios; es de ahí de donde provienen en gran
parte todos los errores «neoespiritualistas», y es de prever que este peligro se
agravará todavía, ya que las fuerzas obscuras que mantienen el desorden actual
encuentran en eso uno de sus medios de acción más poderosos. Es probable incluso
que no estemos ya muy lejos de la época a la que se refiere esta predicción
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evangélica que ya hemos recordado en otra parte: «Se elevarán falsos Cristos y falsos
profetas, que harán grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera
posible, a los elegidos mismos». Como la palabra lo indica, los «elegidos» son
aquellos que forman parte de la «élite» entendida en la plenitud de su verdadero
sentido, y por lo demás, digámoslo en esta ocasión, es por eso por lo que nos
quedamos con este término de «élite» a pesar del abuso que se hace de él en el
mundo «profano»; esos, por virtud de la «realización» interior a la que han llegado,
no pueden ser seducidos, pero no es lo mismo para aquellos que, al no tener todavía
en ellos más que posibilidades de conocimiento, no son propiamente más que
«llamados»; y es por eso por lo que el Evangelio dice que hay «muchos llamados,
pero pocos elegidos». Entramos en un tiempo donde devendrá particularmente difícil
«distinguir la cizaña del buen grano», efectuar realmente lo que los teólogos llaman
el «discernimiento de los espíritus», en razón de las manifestaciones desordenadas
que no harán más que intensificarse y multiplicarse, y también en razón de la falta de
verdadero conocimiento en aquellos cuya función normal debería ser guiar a los
demás, y que hoy día no son muy frecuentemente más que «guías ciegos». Se verá
entonces, si, en parecidas circunstancias, las sutilezas dialécticas son de alguna
utilidad, y si es una «filosofía», aunque sea la mejor posible, la que bastará para
detener el desencadenamiento de las «potencias infernales»; esa es también una
ilusión contra la que algunos tienen que defenderse, ya que hay muchas gentes, que,
al ignorar lo que es la intelectualidad pura, se imaginan que un conocimiento
simplemente filosófico, que, incluso en el caso más favorable, es apenas una sombra
del verdadero conocimiento, es capaz de remediarlo todo y de operar el
enderezamiento de la mentalidad contemporánea, como hay otros también que creen
encontrar en la ciencia moderna misma un medio de elevarse a verdades superiores,
mientras que esta ciencia no se funda precisamente sino sobre la negación de esas
verdades. Todas esas ilusiones son otras tantas causas de extravío; muchos esfuerzos
se dispensan por eso en pura pérdida, y es así como muchos de aquellos que querrían
reaccionar sinceramente contra el espíritu moderno son reducidos a la impotencia,
porque, al no haber sabido encontrar los principios esenciales sin los que toda acción
es absolutamente vana, se han dejado arrastrar a atolladeros de los que ya no les es
posible salir.
Aquellos que llegarán a vencer todos esos obstáculos y a triunfar sobre la
hostilidad de un medio opuesto a toda espiritualidad, serán sin duda poco numerosos;
pero, todavía una vez más, no es el número lo que importa, ya que aquí estamos en
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un dominio cuyas leyes son muy diferentes de las de la materia. Así pues, no hay
lugar a desesperar; y, aunque no hubiera ninguna esperanza de desembocar en un
resultado sensible antes de que el mundo moderno zozobre en alguna catástrofe, eso
no sería todavía una razón válida para no emprender una obra cuyo alcance real se
extiende mucho más allá de la época actual. Aquellos que estarían tentados a ceder al
desánimo deben pensar que nada de lo que se cumple en este orden puede perderse
nunca, que el desorden, el error y la obscuridad no pueden arrebatarlo más que en
apariencia y de una manera completamente momentánea, que todos los
desequilibrios parciales y transitorios deben concurrir necesariamente al gran
equilibrio total, y que nada podría prevalecer finalmente contra el poder de la
verdad; su divisa debe ser la que habían adoptado antaño algunas organizaciones
iniciáticas del Occidente: Vincit omnia Veritas.
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