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Aulagnier, Piera (1977). La violencia de la Interprertacion. Ed. Amorrortu

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La violencia de la interpretación Del pictograma al enunciado -

Piera Castoriadis-Aulagnier

Amorrortu editores

La violencia de la interpretación

De Piera Aulagnier en esta biblioteca

El aprendiz de historiador y el maestro-brujo Del discurso identificante al discurso delirante

La violencia de la interpretación Del pictograma al enunciado

Piera Castoriadis-Aulagnier

Ainorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky La violence de l'interprétation. Du pictogramme a l'énoncé, Piera Cas­toriadis-Aulagnier © Presses Universitaires de France, 1975 Traducción: Víctor Fischman

Primera edición en castellano, 1977; primera reimpresión, 1988; se­gunda reimpresión, 1991; tercera reimpresión, 1993; cuarta reimpre­sión, 1997; quinta reimpresión, 2001; sexta reimpresión, 2004; séptima reimpresión, 2007

©Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7º piso C1057 AAS Buenos Aires Amorrortu editores España S.L., C/San Andrés, 28 - 28004 Madrid

www.amorrortueditores.com

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modi­ficada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, inclu­yendo fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de alma­cenamiento y recuperación de información, no autorizada por los edi­tores, viola derechos reservados.

Queda hecho el depósito que previene la ley nº 11. 723

Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 978-950-518-445-3 ISBN 84-610-4045-7, París, edición original

Castoriadis-Aulagnier, Piera La violencia de la interpretación: del pictograma al enunciado.

1ª ed., 7ª reimp. - Buenos Aires: Amorrortu, 2007. 328 p. ; 23x12 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis /

dirigida por Jorge Colapinto y David Maldavsky)

Traducción de: Víctor Fischman

ISBN 978-950-518-445-3

l. Psicoanálisis. I. Fischman, Víctor, trad. II. Título CDD 150.195

Impreso el} los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro­vincia de Buenos Aires, en enero de 2007.

Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.

Dedico esta obra a Corneille y Claude.

Indice general

11 Palabras preliminares

21 Primera parte. Del pictograma al enunciado

23 1. La actividad de representación, sus objetos y su meta

40 2. El proceso originario y el pictograma

72 3. La representación fantaseada del proceso prima­rio: imagen de cosa e imagen de palabra

72 L Imagen de cosa y fantaseo del cuerpo 89 IL La entrada en escena de la imagen de palabra y

las modificaciones que ella impone a la actividad de lo primario

112 4. El espacio al que .el Y o puede advenir 158 El contrato narcisista 167 El Yo y la conjugación del futuro: acerca del pro­

yecto identificatorio y de la escisión del Yo 176 Anexo. Lo que entendemos con los conceptos ele

simbólico y de imaginario

187 Segunda parte. La interpretación de la vio­lencia y el pensamiento delirante primario

189 5. Acerca de la esquizofrenia: potencialidad psilÓ­tica y pensamiento delirante primario

202 El espacio al que la esquizofrenia puede advenir

248 6. Acerca de la paranoia: escena primaria y teoría delirante primaria

303 7. A modo de conclusión: las tres pruebas que el pen­samiento delirante remodela

314 Notas

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Palabras preliminares

¿Por qué este replanteo del modelo metapsicológico? La respuesta se relaciona en forma directa con el objetivo que nuestra construcción se ha propuesto: encontrar una vía de acceso al análisis de la relación del psicótico con el dis­curso que permita a la experiencia analítica desarrollar una acción más cercana a la ambición de su proyecto. Al avan­zar por el camino que nos llevaba hacia esta meta hemos visto, en forma a menudo inesperada, que algunos interro­gantes que considerábamos resueltos volvían a plantearse en toda su oscuridad, que algunas referencias conceptuales a las que habíamos considerado irrefutables perdían su apa­rente claridad. La psicosis nos obligaba a repensar la psique y nuestros modelos -lo cual no ha de sorprender a nadie-. De ese modo, aquello que en nuestro proyecto inicial debía ser sólo una introducción, que explicitase los conceptos a los que recurre este trabajo, ha ocupado gran parte del libro: nos vimos obligados a diferir la consecución de nuestro objetivo. Na obstante, esa postergación ha sido y continúa siendo lo suficientemente cercana a nuestra reflexión como para que debamos considerarla la tela de fondo sobre la cual se tejió el conjunto de nuestras proposiciones. Su olvido dificultaría la comprensión de la perspectiva escogida, el eventual valor de nuestras hipótesis y del modelo propuesto. Es evidente que el propósito de una investigación modifica la forma de realizarla, el método que ella privilegia, el tipo de preguntas que se plantea. A pesar de que en esta etapa de nuestro tra­bajo no hemos podido profundizar nuestra reflexión sobre la psicosis en la medida que esperábamos, de todos modos constituye, en su totalidad, un cuestionamiento a ella referi­do o, para ser más precisos, una manera de. cuestionar a la psique, que espera encontrar el camino que le permita abor­dar su problema de un modo diferente. Estamos lejos de haber saldado la deuda que hemos contraí­do desde hace mucho tiempo con el discurso psicótico. A

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este discurso, con tanta frecuencia escuchado, con tanta fre­cuencia incomprendido, debemos el haber perdido definiti­vamente toda ilusión acerca de la presencia de un modelo cuya aplicación ya no tropezaría con «anomalías»; a cambio de ello, lo único que podemos ofrecer es Ja esperanza de que nuestra construcción permita una escucha más sensible y más atenta de su mensaje. Frente a este discurso, hemos ex­perimentado a menudo la impresión de que lo recibíamos como una interpretación silvestre dirigida al analista acerca de la no evidencia de lo evidente. Esta prueba, no siempre fácil de soportar, es la única que autoriza al ar.alista a hablar de una aventura, la del psicótico, que por lo general no ha vivido subjetivamente. En efecto, en un punto nodal el psi­cótico y nosotros nos encontramos en una relación de estricta reciprocidad: la ausencia de una presuposición compartida determina que para él nuestro discurso sea tan discutible, cuestionable y carente de todo poder de certeza corno el su­yo para nuestra escucha. Dos discursos se encuentran y cada uno se revela ante el otro como el lugar en el que surge una respuesta cuyo fundamento no garantiza ninguna tercera instancia, lugar en el que todo enunciado puede ser replan­teado radicalmente, en el que ninguna evidencia tiene ya la certeza de ser tal para la otra psique. Para que el encuen­tro con el psicótico pueda ser positivo para él y no una pura violencia ejercida en nombre de un «saber sup.uesto», bien resguardado en la mente de uno de los interlocutores, se re­quiere estar dispuesto a reconocer que, en su referencia a la evidencia, ambos discursos se encuentran en una estricta re­lación de analogía. La psicosis cuestiona el patrimonio co­mún de certeza, depósito precioso que se sedimentó en una primera fase de nuestra vida psíquica, en relación con el cual comprendemos repentinamente que constituye la con­dición necesaria para que nuestras preguntas tengan sentido ante nuestra propia escucha· y no nos proyecten al vértigo del vacío. Frente a la psicosis, hemos descubierto no solo y simplemente que el modelo- de Freud no respondía a una parte de estas preguntas, sino (lo que es más decisivo para nuestro enfoque) que la aplicación. de este modelo a la res pue-sta que tal discurso suscitaba en nosotros mismos dejaba fuera de circuito a una parte de nu'!stra propia vivencia. Con razón o sin ella, ne nos consideramos psicóticos: por lo tanto, la! «anomalías» gue encontrábamos en el analisis de nuestra respuesta ya no podían justificarse por un tipo de resistencia, de defensa, de fijación, que serían específicos de

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la psicosis: era necesario reconocer que a partir del momen­to en el que privilegiábamos una forma particular de inte­rrogación, el modelo presentaba anomalías, cualquiera que fuese el funcionamiento de la psique al que se lo aplicase. Nuestra «tranquilidad teórica» perdía toda solidez: se ma­nifestaba la escisión que hasta el momento la había afianza­do y que puede résumirse mediante la siguiente fórmula: 1) La presencia de un modelo teórico que permite compren­de·r el discurso psicótico. 2) La atribución de su eventual ineficacia a la negativa de entender contrapuesta por este mismo discurso. Sería erróneo sonreír ante lo que puede parecer, así formula­do, una ingenuidad. Si hay ingenuidad, está muy difundida, lo que sería sorprendente en personas poco ingenuas por na­turaleza. Hemos presentado el término «escisión»: pensa­mos que se trata, efectivamente, de una especie de escisión. Su manifestación consiste en que el analista adherirá al mis­mo tiempo a dos proposiciones contradictorias: 1} En el campo de la experiencia freudiana, no puede existir un co­nocimiento del fenómeno psíquico sin que corresponda es­perar de él que posibi'ite -lo que no quiere decir que asegure- una acción sobre el fenómeno. 2) Existe un cono­cimiento del fenómeno psicótico cuya acción es inoperante en el campo de la experiencia. Debemos preguntarnos a qué riesgo responde esta escisión: ¿Qué es lo que no &e debe ver? Antes de proseguir, señale­mos que no pretendemos que todo síntoma neurótico sea susceptible de desaparecer una vez que el sujeto acepta la experiencia analítica. En primer lugar, porque, cualquiera .que sea la afirmación a la que se aplican, los adverbios «siempre» y «nunca» deberían ser desterrados de nuestra disciplina, salvo en contadas excepciones; en segundo lugarJ porque esa pretensión equivaldría a atribuir un poder má­gico a la experimentación, a. pretender la existencia de un saber absoluto que finalmente se posee. Pero, por el contra-· río, podemos afirmar que en el registro de la neurosis el mo­delo es capaz, en muchos casos, de explicar las causas del fracaso o la negativa que contrapone el sujeto. Adem:ás, la experiencia parece confirmar que en algunos casos el ana­lista y el analizado, confrontados con la irreductibilidad de un tipo de resistencia, pueden comprender lo qut:: está en discusión. Aunque- esta comprensión sea insuficiente para superarla, es poco habitual que la experiencia concluya de­jando intacto el statu quo inicial. El modelo freudiano pue-

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de reivindicar con justicia que ha abarcado el campo total del conocimiento de los fenómenos neuróticos: el hecho de que sufr.a fracasos en su aplicación no constituye una ano­malía sino una posibilidad que la misma teoría y el mismo modelo explican. _ No ocurre lo mismo con la psicosis, siempre que sea cierto -y es difícil negarlo- que en este caso el orden de valores se invierte : por un análisis exitoso, ¿cuántos son abandona­dos en el camino?, ¿cuántos han confrontado al analista con la ineficacia de sus esfuerzos? No consideramos satisfactorio recurrir al concepto de trasferencia para imputar el .fracaso a la imposibilidad de que ella se dé en el psicótico. Esta «imposibilidad» debería, en primer lugar, ponernos frente a la necesidad de redefinir el concepto: sería posible, así, com­prender mejor por qué la trasferencia, tal como la muestra la relación neurotica, exige no solo la catexia libi<linal de una imagen proyectada sobre el analista, en lo que el psicó­tico se destaca, sino también que se trasfiere a la situación experimental una demanda realizada ·al saber del Otro, de­manda cuya fuente se halla en un encuentro inaugural suje­.to-discurso. También el psicótico efectuará esa «trasferen­cia», y, paradójicamente, he ahí la causa fundamental de lo que hace fracasar el proyecto analítico. En efecto, trasferi­rá a la situación analítica lo que continúa repitiendo de su relación con el discurso del Otro, y por ende .con nuestro discurso. Tanto si se la considera como consecuencia de una no progresión o de una regresión (ello poco importa aquí), esta relación no enfrenta al analista con ninguna trasparen­cia del inconsciente, ni con una simple repetición de lo que sería el funcionamiento normal de una primera fase de la actividad psíquica: es este un mito falso y pertinaz. Las ela­boradones psíquicas que se proponen a nuestra escucha son sumamente complejas, pero el punto de partida de estas producciones es diferente que en el caso del neurótico, 1 res­ponden a otras exigencias, apuntan a una meta distinta. La relación Yo UeJ-discurso, o sujeta-saber, en la acepción que nosotros le damos a este último término, tiene un funda­mento idéntico en todo sujeto mientras nos situamos fuera del campo de la psicosis: permite una definición que juzga­mos verdadera, pero ello mismo implica que solo lo es a partir de determinado nivel de elaboración de la psique y con la. cbndición de que en el trascurso de esta etapa el su­jeto haya logrado superar ciertos escollos. A partir de este «nivel» funciona el Y o del analista que ejerce y piensa su

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función: existe así un antes que nos obliga a intentar resol­ver la paradoja que consiste en pensar, basándonos en nues­tra relación con el saber, lo que sólo sería pensable si se mo­dificase esta relación. Dicho paso es necesario si pretende­mos reconstruir el modelo de una etapa preexistente en la que, por definición, no era pensable la relación Y o-discurso, al no haberse constituido la instancia Yo y no haber adqui­rido la psique el manejo del lenguaje. Dos soluciones, entonces, son posibles:

1. No modificar en absoluto el modelo que da cuenta de esta relación, no interrogar su antes, y analizar lo que inter­viene en aquellos a los que el modelo no puede aplicarse sin modificaciones, gracias al planteo de una serie de diferen­cias. La relación del psicótico con el discurso será definida entonces mediante una serie de carencias [en moins] en rela­ción con un modelo que define, supuestamente, lo que de­bería ser la relación sujeto-saber. Sin embargo, aunque en última instancia esta definición por la carencia puede ex­plicar una parte de la problemática psicótica, nada dice acerca del suplemento [en-plus] del cual da testimonio la creación psicótica. Puede explicar determinados fenómenos de «regresión», pero es muda en lo referente al prodigioso trabajo de reinterpretación que efectúa la psicosis. Agregue­mos que, al proceder de ese modo, se olvida la anomalía esencial con la que tropieza, en nuestra opinión, la aplica­ción del modelo: dejar sin respuesta una parte de los fenó­menos que el discurso psicótico suscita en la psique del que no se considera como tal, el analista. 2. La otra solución es la que hemos elegido: reconocer que lo que el modelo deja de ]ado en lo concerniente a nuestra propia respuesta exige que se reconsideren las diferentes cons­trucciones que explican la constitución del Y o y la función del discurso, que se logre entrever cuál era ese impensable «antes» que todos hemos compartido. En tal caso, es necesa­rio saber apoyarse en lo que experimenta nuestro pensamien­to cuando se lo obliga a enfrentarse con un discurso que no deja ningún lugar ·a la duda, que contrapone la certeza del delirio a la lógica de nuestra razón, y le sugiere que existió un tiempo lejano en el que también él había encontrado un discurso que se imponía como dueño exclusivo de lo verda­dero. Discurso al servicio de una violencia tan radical como necesaria para tener acceso al patrimonio compartido que es el lenguaje.

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Nuestra construcción no pretende ser un nuevo modelo de la psique: su ambición es volver a dar acceso a una parte de lo que había sido dejado de lado; sus riesgos, así, son también grandes. No solo no posee nada definitivo, lo que sería incompatible con nuestra propia concepción del saber, cualquiera que este sea, sino que privilegia voluntariamente -conociendo los inconvenientes que implica todo privile­gio-- lo que en el proceso psíquico se relaciona con la pro­blemática del saber, o sea lo que atañe especialmente a la relación del Yo con el registro de la significación. Nuestra concepción de esta relación se vio modificada en forma notable a partir de lo que percibimos en nuestra re­flexión como factor específico de nuestra vivencia subjetiva frente al discurso psicótico. Independientemente del sentido manifiesto de sus enuncia­dos, experimentamos este discurso como una «palabra-cosa­acción» --que se nos perdone por el momento la escasa cla­ridad de un trinomio que será dilucidado luego-- que, a1 irrumpir en nuestro espacio psíquico, nos inducía, a menudo a posteriori, a «re-pensar» un modelo de respuesta perimido y generalmente reducido al silencio. De ello deriva nuestra hipótesis acerca de este modo de re­presentar que será definido mediante el concepto de lo «ori­ginario»: testigo de la perennidad de una actividad de re­presentación que utiliza un pictograma que ignqra la «ima­gen de palabra» y posee como material exclusivo la «imagen de cosa corporal». El discurso psicótico nos induce a postu­lar una forma de actividad psíquica precluida [forclose] de lo conocible, en forma definitiva y para todo sujeto, y, sin embargo, siempre en acción, «fondo representativo» que per­siste paralelamente a otros dos tipos de producción psíquica: la que caracteriza al proceso primario y la que caracteriza al proceso secundario. Aunque lo originario define una forma de actividad común a todo sujeto, debemos señalar que la eficacia del concepto sólo puede ser comprendida si se está dispuesto a ponerlo a prueba en la práctica del análisis en el registro de la psicosis. Lo mismo ocurre en lo que concierne al lugar que asigna­mos al cue:o.·po y a la organización sensorial que proporcionan los modelos somáticos que el proceso originario repite en sus representaciones. -Aunque }a parte consagrada directamente a la psicosis se vio reducida, de todos modos e,; probable que este trabajo inte­rese en escasa medida al lector que no esté preocupado acti-

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va y constantemente por el enigma que ella plantea. Nos permitimos añadir que pensamos que ese desinterés es in­compatible con nuestra función. Lc:i. insistencia puesta en fo que constituyó la motivación esencial de nuestro esfuerzo no se debe a que pretendamos consolarnos por haber renunciado parcialmente a ella: se debe a que, si no se percibe en fili­grana, en cada página:, la presencia de un mismo interro­gante que nos acosa, sería difícil comprender el porqué de] escaso lugar que asi~namos en este trabajo a lo que perte­necería al orden de una intuición de lo inefable, y lo que debemos al aporte de una experiencia clínica que modeló e induj-0 nuestras formulaciones. Aunque no pretendemos ofrecer al lector un croquis o una guía para seguir un tra­yecto que está lejos de presentar la continuidad y la claridad deseables, de todos modos hemos estimado útil señalar desde el comienzo los postulados en los que se basará nuestra cons­trucción. Estos postulados se refieren a nuestra concepción del cuerpo, de los órganos-funciones sensoriales, de la infor­mación y de la metabolización que la psique les impone; tampoco definen un problema sino una «opción preliminar» que permite, si el lector acepta provisoriamente su hipótesis, una lectura de este libro que pueda justificar y provocar su interés.

l. El_ cuerpo. Junto al cuerpo biológico de la ciencia y a las definiciones analíticas del cuerpo erógeno, se impuso a nues­tra observación otra imagen: la de un conjunto de funcio­nes sensoriales que son también, a su vez, vehículo de una información continua que ..no puede faltar, no solo porque ella es una condición para la supervivencia somática, sino también porque constituye la condición necesaria para una actividad psíquica que exige que sean libidinalmente catec­tizados tanto el informado como el infonnante. M'ostrare­mos Ja identidad entre la actividad sensorial y la erogeniza­ción de las zonas, sedes de su órgano. Ello permite una con­cepción diferente del objeto parcial, una mejor comprensión de la angustia de mutilación como equivalente de la angl.\s-tia de castración en el psicótico. · El origen de la relación psique-cuerpo se encuentra en 16 que la primera toma del modelo de actividad del segun<;lo; a su vez, este modelo será metabolizado en un material ·to­talmente heterogéneo, que formará el marco constante de un argumento originario que se repite indefinidamente. Esta repetición de una puesta en escena inmutable define el

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funcionamiento y la producción de lo que denominamos lo originario. La psicosis se caracteriza por la fuerza de atracción ejercida por lo originario, atracción a la que se contrapone el «Sup~e­mento» representado por la creación de una interpretación «delirante» que hace «decibles» los efectos de esta violencia.

2. La situación de encuentro. Lo que caracteriza al ser vi­viente es su situación de encuentro continuo con el medio físico-psíquico que lo rodea. Este encuentro será la fuente de tres producciones cuyos lugares de inscripción y los proce­sos que los producen delimitan tres «espacios-funciones»: a) lo originario y la producción pictográfica; b) lo primario y la representación escénica (la fantasía) ; e) lo secundario y la representación ideica, es decir, la puesta en escena como obra del Yo. Desde el primer momento de su existencia, el sujeto se halla frente a una serie de encuentros: una de las características de estos será anticiparse siempre a sus posibilidades de res­puesta o de previsión. Este estado de encuentro da lugar a tres tipos de producción que metabolizan de acuerdo con su propio postulado 2 la información obtenida. Todo acto, toda experiencia, toda vivencia, da lugar, conjuntamente, a un pictograma, a una puesta en escena, a una «puesta en sen­tido» [mise en-sens].3 Del pictograma, el sujeto n<? puede po­seer ningún conocimiento directo, pero el analista puede e~­trever algunos de sus efectos e intentar construir un modelo conocible para el Y o; por el contrario, la obra de la puesta en escena propia de lo primario, de la que es testimonio la producción fantaseada, tiene el poder de infiltrarse en el campo de lo secundario, aunque este último se encuentra dominado por un trabajo de «puesta en sentido» originado en la instancia llama:da Y o. El ·análisis de esta instancia se centrará alrededor de los tres postulados siguientes:

l. La exigencia de interpretación como fuerza que organiza el campo del discurso. 2. La función de objeto parcial que cumplen en un primer momento el objeto-voz y el «pensar», en cuanto última fun­ción parcial y última prenda de una relación madre-hijo que precede ai la diso!ución del complejo de Edipo. 3. La imposibilidad de analizar la función del Yo s~n conside­rar el campo sociocultural en el que está inmerso el sujeto.

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El «Contrato narc1s1sta» designará lo que constituye el fun­damento de toda posible relación sujeto-sociedad, individuo. conjunto, discurso singular-referente cultural. En la parte que introducirá la problemática psicótica, el conjunto de estas hipótesis pemitirá mostrar cómo y por qué es a la actividad del Yo a la que se le debe ese suplemento al que llamaremos: el pensamiento delirante primario. Concluiremos estas palabras preliminares señalando que un largo trayecto nos separa del tiempo de concluir: la realidad es cambiante, la historia de la relación del analista con la teoría es, como toda historia, un proceso dinámico cuyas grandes iíncas pasadas es posible trazar, del que es posible entrever algunos aspectos del presente pero predecir muy poco acerca de su futuro. En lo que se refiere a la problemática psicótica, estamos convencidos de que está aún lejano el momento en el que la razón podrá pretender proporcionar un análisis exhaustivo acerca de ella. ¿Lo logrará alguna vez? ¿O se debe pensar, acaso, que la locura conservará oculto un núcleo «fuera de razón», que ella nos señala nuestros límites y que este nú­c!eo de opacidad constituye la garantía de nuestra~ perte­nencia al campo de lo «razonable»? La teoría psicoánalítica ha proporcionado d:.tos preciosos en este carnpo; la extrañe­za radical del alienado ha sido sustituida por la inquietante extrañezaª de algo familiar, sucesivamente demasiado cerca­no y demasiado lejano: la diferencia es importante y atesti­gua el camino recorrido. Pero en este ámbito, más aún que en otros, se debe estar al acecho de las anomalías con las que con tanta facilidad tropieza nuestro modelo y que se tiende a desconocer: negar la existencia de la locura para re­ducirla (ya que efectivamente se trata de una reducción) a un modo de ser similar a otros es prácticamente equiva­lente a denunciar, por el contrario, su presencia, aunque re­duciéndola en este caso al efecto de una «tara» exclusiva (diabólica, socio'ógica, orgánica o genética, según los de­

signios de la moda} . Certeza y saber se distinguen en nombre de la <<cuestionabili­dad» de sus enunciados respectivos: la primera rechaza esta puesta a prueba, el segundo la acepta, aunque lo haga a pesar suyo. Debemos esperar qtie el cuestionamiento de, por y sobre el psicóanálisis pueda continuar.

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Primera parte. Del pictograma al enunciado

1. La actividad de representación, sus objetos y su meta

«Originariamente, la simple existencia de una representación constituía una garantía .de la realidad de lo representado». S. Freud, La negación.

l. Consideraciones generales

Este libro se propone poner a prueba un modelo del aparato psíquico que privilegia el análisis de una de sus tareas espe­cíficas: la actividad de representación. Este modelo no escapa al inconveniente que se observa en toda ocasión en la que se privilegia un aspecto de la acti­vidad psíquica: omitir otros aspectos igualmente importan­tes. Se puede lamentar el precio pagado y aceptarlo com­probando que, salvo raras excepciones (entre las que se cuenta Freud) , es difícil evitarlo. Queda por demostrar qué se puede esperar del enfoque elegido y qué puede aportar este tanto al proceso como a su aplicación en el campo clínico. Dedicaremos este primer capítulo a consideraciones genera­les referentes a la actividad psíquica, para mostrar los faci:­tores que en cada sistema, pese a la especificidad de su mo­do de operar, obedecen a leyes comunes al conjunto del fun­cionamiento psíquico. Por actividad de representación entendemos el equivalente psíquico del trabajo de metabolización característico de la actividad orgánica. Este último puede definirse como la fun­ción mediante la cual se rechaza un elemento heterogéneo respecto de la estructura celular o, inversamente, se lo tras­forma en un material que se convierte en homogéneo a él. Esta definición puede aplicarse en su totalidad al trabajo·. que oper·a la psique, con la reserva de que, en este caso, el «elemento» absorbido y metabolizado no es un cuerpo físico. sino un elemento de informaci6n .• Si consideramos la actividad de repre§l!ntación como la tarea

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común a los procesos psíquicos, se dírá que su meta es meta­bolizar un elemento de naturaleza heterogénea convirtiéndo­lo en un elemento homogéneo a la estructura de cada siste­ma. Así definido, el término «elemento» engloba aquí a dos conjuntos de objetos: aquellos cuyo aporte es necesario para el funcionamiento del sistema y aquellos cuya presencia. se impone a este último, el cual se encuentra ante la imposi­bilidad de ignorar la acción .de aquel que se manifiesta er. su propio campo. Antes de proseguir, y adelantándonos al análisis que pro­pondremos luego, debemos hacer una aclaración terminoló­gica. Nuestro modelo defiende la hipótesis de que la activi­dad psíquica está constituida por el conjunto de tres modos de funcionamiento, o por tres procesos de rnetabolización: el proceso originario, el proceso primario, el proceso secun­dario. Las representaciones originadas en su actividad serán, respectivamente, la representación pictográfica o pictograma, la representación fantaseada o fantasía, la representación ideica o enunciado. Las instancias originadas en la reflexión de esta actividad sobre sí misma serán designadas como el re­presentante, el fantaseante o el que pone en escena, el enun­dante o el Yo Ue].b Por último, designaremos como espacio originario, espacio primario y espacio secundario a los luga­res hipotéticos que, se supone, constituyen el lugar en el que se desarrollan estas actividades y que contienen las produc­ciones que les debemos. A .los calificativos dé consciente y de inconsciente les volveremos a otorgar el sentido que con­servan en una parte de la obra de Freud: el de una «cuali­dad» 4 que determina que una producción psíquica sea si­tuable en lo que puede ser conocido por d. Yo o, inversa­mente, sea excluida de ese campo. Los tres proces0s que pos­tulamos no están presentes desde un primer momento en la actividad psíquica; se suceden temporalmente y su puesta en marcha es provocada por la necesidad que se le impone a la psique de conocer una propiedad del objeto exterior a ella, propiedad que el proceso anterior estaba obligado a \gnorar. Esta sucesión temporal no es mensurable. Todo in­duce a creer que el intervalo que separa el comienzo del proceso originario del comienzo del proceso primario es extremadamente breve; de igual modo, veremos que la ac­tividad del proceso secundario es sumamente precoz. La ins­tauración de un nuevo proceso nunca implica el silencia­mierito del anterior: en espacios diferentes, que poseen re­laciones no hom6logas entre sí, prosigue la actividad que

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los caracteriza. La información que la existenCia de lo «ex­terior a la psique» impone a esta última seguirá metaboli­zada en tres representaciones homogéneas con la estructtJra de cada proceso. Entre los elementos heterogéneos que cada sistema podrá metabolizar se debe otorgar una importancia similar a aquellos originados en el exterior del espacio psí­quico y a aquellos que son endógenos a la psique, -.aunque heterogéneos en relación can uno de los tres sistemas. Los «objetos» psíquicos producidos por lo originario son tan he­terogéneos respectó de la estructura de lo secundario como la estructura de los objetos del mundo físico que el Yo en~ cuentra y de los que nunca conocerá riada más que la re­presentación que forja acerca de ellos. Entre el tratamiento impuesto por los tres procesos a los objetos que perténecen a la realidad física y el que imponen a los objetos pertene­cientes a la realidad psíquica existe una homología: de am­bos, y para cada sistema, solo puede existir una representa­ción que ha metabolizado al objeto originado en esos espa­cios, trasformándolo en un objeto cuya estructura se ha con­vertido en idéntica a la del representante. La acepción que le damos al término «estructura» depen~ de de l·a otorgada al oh jeto al que la aplicamos: la Repre­sentación. Toda representación confronta con una doble «puesta en forma»: puesta en forma de la relación que se impone a los elementos constitutivos del objeto representado -en este caso, también, la metáfora del trabajo celular de metabolización da perfecta cuenta de nuestra concepción­y puesta en forma de la re!;:i.ción entre el representante y e) representado. Esta última es el corolario de la precedente: en efecto, cada sistema debe representar al objeto de modo tal que su «estructura molecular» se convierta en idéntica a la del representante. Esta identidad estructural está garanti­zada por la inmutabilidad del esquema relacional caracterís­tico de cada sistema, y c:u primer resultado es que toda re­presentación, indisociablemente, es representación del objeto y representa..ción de la instancia que lo representa, y toda reptesentáción en la que la instancia se reconoce representa­ción de su modo de percibir al objeto. Si desplazamos a la esfera del proceso secundario, y del Yo, que es su instancia, lo que acabamos de decir, podemos plantear una analogía entre actividad de representacíón y actividad cognitiva. El objetivo del trabajo del Yo es forjar una imagen de la realidad del mundo que lo rodea, y de cu.., ya existencia está informado, que sea coherente con su pro-

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pia estructura. Para el Yo, conocer el mundo equivale a re­presentárselo de tal modo que la relación que liga los ele­mentos que ocupan su escena le sea inteligible: en este caso, inteligible quiere decir que el Yo puede insertarlos en un esquema relacional acorde con el propio. En la _parte que le será consagrada, demostraremos por qué, según nosotros, el Yo no es más que el saber del Yo sobre el Yo: si acepta­mos por el momento esta definición, se deduce que la es­tructura relacional que el Yo impone a los elementos de la realidad es la copia de la que la lógica del discurso impone a los enunciados que lo constituyen. Esta relación de la que el Yo ha comenzado por apropiar~ constituye la condición previa necesaria para que le sea accesible el esquema de su propia estructura. Por ello, en un texto acerca del concepto de realidad, decíamos que, para el sujeto, esta última no es más que el conjunto de las definiciones que acerca de ella proporciona el discurso cultural. La representación del mundo, obra -del Y o, es, así, representación de la relación que existe entre los elementos que ocupan su espacio y, al mismo tiempo, de la relación que existe entre el Yo y estos mismos elementos. Mientras nos mantenemos en el registro del Y o, es fácil mostrar que esta puesta en relación no apun­ta a la adquisición de ningún conocimiento del objeto en sí, tal como lo supone la ilusión del Yo, sino a poder establecer entre los elementos un orden de causalidad que haga inte­ligibles para el Yo la existencia del mundo y la relación que hay entre estos elementos. De esa manera, la actividad de representación se convierte para el Yo en sinónimo de una actividad de interpretación: la forma de acuerdo con la cual el objeto es representado por su nominación devela la inter­pretación que se formula el Yo acerca de lo que es causa de la existencia del objeto y de su función. Por ello, dire­mos· que lo que caracteriza a la estructura del -Y o es el he­cho de imponer a los elementos presentes en sus represen­taciones -tanto si se trata de una representación de sí mis­mo como del mundo-- un esquema relacional que está en consonancia con el orden. de causalidad que impone la lógi­ca del discurso. El propósito de este rodeo en relación con una instancia era esdarecer lo que definimos como el postulado estruetural, o _relacional, o causal, que particulariza a cáda siste¡na: pos­tulado que da testimonio de la ley según la cual. funciona la psique y a la que no escapa ningún sistema. Si se pretende- expresar lo que por naturaleza no pertenece

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a ese registro, ese postulado puede plantearse por medio de tres formulaciones, de acuerdo con el proceso que hemos considerado:

l. Todo existente es autoengendrado por la actividad del sistema que lo representa; este es el postulado del autoen­gendramiento cuyo funcionamiento caracteriza al proceso originario. 2. Todo existente es un efecto del poder omnímodo del de­seo del Otro; este es el postulado característico del funcio­namiento de lo primario. 3. Todo existente tiene una causa inteligible que el discurso 5

podrá conocer; este es el postulado de acuerdo con el cual funciona lo secundario.

A la diferencia de las formulaciones se le contrapone su in­mutabilidad para un sistema dado, de lo que se deduce que la ley característica del conjunto de la actividad de repre­sentación nos indica, al mismo tiempo, su propósito: impo­ner a los elementos en los que se apoya cada sistema para sus representaciones un esquema relacional que confirme, en cada caso, el postulado estructural característico de la ac­tividad del sistema. Podemos añadir que los elementos que no fuesen aptos para sufrir esta metabolización no pueden tener un representante en el espacio psíquico y, por lo tanto, carecen de existencia para la psique. El enfoque freudiano nos proporciona una prueba de lo que planteamos: si bien el ello o el inconsciente, tal como Freud los define, existían antes de su descubrimiento, de todas formas podemos afir­mar que antes de Freud no tenían existencia objetiva para el Yo. También, que solo pudieron lograrla a partir del mo­mento en que el mismo Yo fue capaz de construir repre­sentaciones ideicas que acomodasen a su propia estructura -es decir, los volviesen inteligib1es para la lógica del dis­curso-- esos «objetos» psíquicos que le. eran esencialmente heterogéneos. Tanto si se trata de lo originario, de lo primario o de lo se­cundario, podemos dar una misma definición del objetivo característico de la actividad de representación: metabolizar un material heterogéneo de tal modo que pueda ocupar un lugar en una representación que, en última instancia, es solo la representación del propio postulado. No podemos ir más allá mientras nos mantengamos en el registro de una ley ge­neral.

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A continuad6n, nos ocuparemos de la relación que existe entre el postulado y lo que hemos designado corno el elemen­to que informa~ la psique acerca de la propiedad del obje­to. Podremos reflexionar así sobre la relación que existe en­tre la actividad de representación y la economía libidinal, teniendo en cuenta, una vez más, solo aquello que puede ser generalizable al conjunto de los sistemas. Hablar de infor­mación supone un riesgo que se debe denunciar de inme­diato: el de olvidar que para la psique no puede existir in­formación alguna que pueda ser separada de lo que llama­remos una «información libidinal». Considerarnos que todo acto de representación es coextenso con un acto de catecti­zación, y que todo acto de catectización se origina en la ten­dencia característica de la psique de preservar o reencon­trar una experiencia de placer. Al introducir este término, en mayor medida quizá que C-.J.alquier otró; nos vemos frente a la irreductible advertencia de Freud acerca de «.la obliga­ción que enfrentarnos de retraducir todas nuestras deduc­ciones en el lengua je mismo de nuestras percepciones:, des­venta ja de la que nos es imposible liberarnos».6 Se lo acepte o no, el término «p1acer», de fodos modos, está referido siempre en filigrana a una experiencia del Yo, a partir de la cual la teoría supone que una misma experiencia estaría presente en toda ocasión en la que una instancia, que no es el Yo, logre realizar el objetivo al que apunta su activi­dad. Si aplicarnos esta definición a la actividad de repre­sentación, en una primera aproximación podríamos llegar a la conclusión de que el placer define la cualidad del afec­to presente en un sistema psíquico en toda ocasión en la que este último ha podido realizar su meta. Pero la actividad de representación no puede alcanzar su meta, solo puede llegar a una representación que confirme el postulado característi-:­co del sistema al que corresponde. ¿Se debe afirmar, enton­ces, que toda «puesta en representación» implica una ex­periencia de placer? Responderemos afirmativamente, aña­diendo que, de no ser así, estaría ausente la primera condi­ción necesaria para que haya vida, es decir, la catectiza­ción de la act:vidad de representación. Es este, podríamos decir, el placer mínimo necesario para que existan una ac­tividad de representación y representantes psíquicos del mun­do, incluso del propio mundo psíquico. :Placer mínimo indispensable para que haya vida: esa defi­nición' prueba la omnipotencia del placer en la economía psí­quica, pero no debe llevar a dejar de lado el problema que

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plantea la dualidad pulsional, la experiencia de displacer y la paradoja que representa para la lógica del Yo el tener que postular la presencia de un displacer que, pese a ser tal, podrí-a ser objeto de deseo: 7 el Yo no puede menos que rechazar la contradicción presente en un enunciado que p_retendiese que el placer puede originarse en una experien­cia de displacer. Contradicción que la teoría resolverá pos­tulando la presencia de dos propósitos contradictorios que escinden al propio deseo. Dualidad presente desde un pri­mer momento en la energfa en acción en el espacio psíquico y que es responsable de lo que definimos corno el deseo de un no deseo: deseo de no tener que desear, tal es .el otro objeto característico de todo deseo. Ello dará lugar a que la actividad psíquica, ~ partir de lo originario, forje dos re­presentaciones antinómicas de la relación entre el represen­tante y el representado, acorde, cada una de ellas, con la realización de un propósito del deseo. En una, la realización del deseo implicará un estado de reunificación entre el repre­sentante y el objeto representado, y justamente esta unión es la que se presentará como causa del placer experimenta­do. En la segunda, el propósito del deseo será la desapa­rición de todo objeto que pueda suscitarlo, lo que determi­na que toda representación del objeto se presente como cau­sa del displacer del representante. Esta dualidad inherente ·a los propósitos del deseo puede ilus­trarse recurriendo a los dos conceptos que el discurso Harria amor y odio. El primero (amor o Eros) definirá al movi­miento que lleva a la psique a unirse al objeto; el segundo, al movimiento que la Peva a rechazarlo, a destruirlo. Dire­mos entonces que el placer y el displacer se refieren, en este texto, a las dos representaciones del afecto que pueden pro­ducirse en el espacio psíquico: el placer designa el afe_cto presente en toda ocasión en que la repre~entación da forma a una relación de placer entre los elementos de lo represen­tado y, por ello mismo, representa una relación de placer entre el representante y la representación; el displacer de­signará el estado presente en tod,a ocasión en que la repre­sentación da forma a una relación de rechazo entre estos mis­mos elementos, y, así, a una relación equivalente entre el re­presentante y la representación. Estas -definiciones aforísticas serán retomadas y discutidas cuando analicemos lo que determinan respecto del funoio­namiento de cada sistema. El propósito de este circunloquio sobre el placer era permitirnos explicitar la relación que

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postulamos entre la puesta en actividad de un sistema y lo que hemos designado como elemento que informa a este último de una propied<1,d del objeto. En nuestra opinión, existe una relación entre los modos sucesivos de la actividad psíquica y la evolución del sistema perceptual: esta relación es consecuencia de la condición· propia de toda vida. Vivir es experimentar en forma continua lo que se origina en una situación qe encuentro: consideramos que la psique está su­mergida desde un primer momento en un espacio que le es heterogéneo, cuyos efectos padece en forma continua e in­mediata. Podemos plantear, incluso, que es a través de la representación de estos efectos que la psique puede forjar una primera representación de sí misma y que es ese el he­cho originario que pone en marcha a la actividad psíquica. El análisis de lo que entendemos como estado de encuentro nos permitirá explicitar la acepción que le otorgamos a los dos conceptos presentes en nuestro título: la violencia y la interpretación.

2. El estadó de encuentro y el concepto de violencia

La psique y el mundo se encuentran y nacen uno con otro, uno a través del otro; son el resultado de un ~stado de en­cuentro al que hemos calificado como coextenso con el es­tado de existente. La inevitable violencia que el discurso teórico impone al objeto psique del que pretende dar cuenta se origina en la necesidad de disociar los efectos de este en­cuentro, que aquel puede analizar sólo en forma sucesiva y, en el mejor de los casos, en un movimiento de vaivén entre los espacios en los que surgen tales efectos. Reconocer este «remodelamiento» del ser y del objeto que la teoría exige no lo elimina: la concordancia exhaustiva entre el discurso ana­lítico. y el objeto psique es una ilusión a la que debemos re­nunciar. Decir que el encuentro inaugural ubica frente a frente a la psique y al mundo no explica la realidad de la situación vivida por la actividad psíquica en su origen. Si mediante el término «mundo» designamos el conjunto del espacio exte­rior .a' la psique, diremos que ella encuentra este espacio, en un primer momento, bajo la forma <le los dos frag­mentos particularísimos representados por su propio espacio

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corporal y por el -espacio psíquico de los que lo rodean y, en forma más privilegiada, por el espacio psíquico materno. La primera representación que la psique se forja de sí misma como actividad representante se realizará a través de la puesta en relación de los efectos originados en su_ doble en­cuentro con el cuerpo y con las producciones de la psique materna. Si nos limitamos a este estadio, diremos que la única propiedad característica de estos dos espacios de la que el pro~eso originario quiere y puede estar informado con­cierne a la cualidad placer y displacer del afecto presente en este encuentro. En relación con el análisis del pictogra­ma, veremos cuáles son las consecuencias de este hecho. El comienzo de la actividad del proceso primario y del pro­ceso secundario partirá de la necesidad que enfrentará la actividad psíquica de reconocer otros dos caracteres particu­lares del objeto cuya presencia es necesaria para su placer: el carácter de extraterritorialidad, lo que equivale a recono­cer la existencia de un espacio separado del propio, infor­mación que solo podrá ser metabolizada por la actividad del proceso primario; y la propiedad de significar, o de signi­ficación, que posee ese mismo objeto, lo que implica recono­cer que la relación entre los elementos que ocupan el espacio exterior está definida por la relación entre las significaciones que el discurso proporciona acerca de estos mismos elemen­tos. Esta información no metabolizable por el proceso pri­mario, exigirá la puesta en marcha del proceso secundario, gracias a la cual podrá operarse una «puesta en sentido» del mundo que respetará un esquema relacional idéntico al esquema que constituye la estructura del representante, que en este último caso no es otro que el Y o. El encuentro se opera, así, entre la actividad psíquica y los e'.ernentos por ella metabolizables que la informan acerca de las «cualidades» del objeto que es causa de afecto. En lo re­ferente a lo originario, se comprueba que esta cualidad se re­duce a la representabilidad propia de determinados objetos. A partir de lo que hemos dicho, es evidente que, cualquiera que sea el sistema considerado, el término «representabili­dad» designa la posibilidad de determinados objetos de si­tuarse en el esquema relacional característico del postulado del sistema: la especificidad del esquema característico del sistema va a decidir cuáles son los objetos que la psique puede conocer. Esta definición aclara la interacción presente entre lo que metafóricamente se podría designar como poder de las objetos y los límites de la autonomía de la actividad de

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T"epresentación. El poder de que dispone la psique (más que de poder, deberíamos hablar aquí de las condiciones inhe­rentes a su funcionamiento) concierne al remodelamiento que impone a todo existente al insertarlo en un esquema re­lacional pree!'ltablecido. Pero, en forma contrapuest·a, para que la activ~rl.-id psíquica sea posible, se requiere que pueda apropiarse de (o incorporar, si se prefiere este término) un material exógeno. Ese material no es, sin embargo, una ma­teria amorfa: tiene que ver con las informaciones emitidas por los objetos soportes de catexia, objetos cuya existencia, y, por lo tanto, la irreductibilidad de determinadas propieda­des, la actividad psíquica deberá reconocer. Por ello, la ex­periencia del encuentro (y, agregaremos, de todo encuentro) confronta a la actividad psíquica con un exceso de informa­ción que ignorará hasta el momento en que ese exceso la obligue a reconocer que lo que queda fuera de la represen­tación característica del sistema retorna a la psique bajo la forma de un desmentido concerniente a su representación de su relación con el mundo. Un ejemplo de este desmentido lo constituye la experiencia que puede realizar la psique del inf ans en el momento en que alucina la presencia del pecho: se forja así una representación de la unión boca-pezón y puede, repentinamente, vivir la experiencia de un estado de privación. Pero lo que se comprueba en esta fase inaugural de la actividad psíquica sigue siendo verdadero para la to­talidad de sus experiencias. Concluiremos este capítulo con algunas consideraciones generales acerca del estado de en­cuentro.

Si nos propusiésemos definir el fatum del hombre mediante un único carácter, nos referiríamos al efecto de anticipa­ción, entendiendo con ello que lo que caracteri~ a su des­tino es el hecho de confrontarlo con una experiencia, un dis­curso, una realidad que se anticipan, por lo general, a sus posibilidades de respuesta, y en todos los casos, a lo que pue­de saber y prever acerca de las razones, el sentido, las conse­cuencias de las experiencias con las que se ve enfrentado en forma continua. Cuanto más retrocedemos en su historia, mayores caracteres de exceso presenta esta anticipación: ex­ceso de sentido, exceso de excitación, exceso de frustración, pero también exceso de gratificación o exceso de protección:

· lo que se le pide excede siempre los límites de su respuesta, def mismo modo en que lo que se le ofrece presentará siem­pre una carencia respecto de lo que espera, que apunta a lo

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ilimitado y a lo atemporal. Podemos añadir que uno de los rasgos más constantes y frustrantes en la demanda que se le dirige es perfilar en su horizonte la espera de una respuesta que no puede proporcionar, con el riesgo de que toda res­puesta sea percibida entonces como inevitablemente decep­cionante para aquel a quien se la proporciona, y de que to­da demanda de su parte sea recibida como prueba de una frustración que ella desea imponer. Las palabras y los actos maternos se anticipan siempre a lo que el niño puede cono­cer de ellos, si, como lo hemos escrito hace ya mucho tiem,­po, 8 la oferta precede a la demanda, si el pecho es dado an~ tes de que la boca sepa que lo espera; este desfasa je, por otra parte, es aún más evidente y más total en el registro del sentido. La palabra materna derrama un flujo portador y creador de sentido que se anticipa en mucho a la capacidad del inf ans de reconocer su significación y de retomarla por cuenta propia. La madre se presenta como un «Y o hablante» o un «Yo hablo» que ubica al infans en situación de desti­natario de un discurso, mientms que él carece de la posibi­lidad de apropiarse de la significación del enunciado y que «:lo oído» será metabolizado inevitablemente en un material homogéneo con respecto a la estructura pictográfica. Pero, si es cierto que todo encuentro confronta al sujeto con una e"1periencia que se anticipa a sus posibilidades de respl,lesta en el instante en que la vive, la forma más absoluta de tal anticipación se manifestará en el momento inaugural en que la actividad psíquica del infans se ve confrontada con las producciones psíquicas de la psique materna y deberá for­mar una representación de sí misma a partir de los efe,:tos de este encuentro, cuya frecuencia constituye una exigencia vital. Cuando hablamos de las producciones psíquicas de la madre, nos referimos en forma precisa ·a los enunciados me­diante los cuales habla del niño y le habla al niño. De ese modo, el discurso materno es el agente y el responsable del efecto de anticipación impuesto a aquel de quien se es­pera una respuesta que no puede proporcionar; este discur­so también ilustra en forma ejemplar lo que entendemos por vio:encia primaria. Mientras nos limitamos a nuestro sistema cultural, la madre posee el privilegio de ser para el inf ans el enuncíante y el mediador privilegiado de un «discurso ambiental», del que le trasmite, bajo una forma predigerida y premodelada por su propia psique, las conminaciones, las prohibiciones, y mediante el cual le indica los límites de lo posible y de lo lí-

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cito. Por ello, en este texto la denominaremos la portavoz, término que designa adecuadamente lo que constituye el fundamento de su relación con el niño. A través del discur­w que dirige a y sobre el infans, se forja una representación ideica de este último, con la que identifica desde un comienzo al «ser» del infans definitivamente precluido de su conoci­miento. El orden que gobíerna los enunciados de la voz ma­terna no tiene nada de aleatorio y se limita a dar testimonio de la sujeción del Yo que habla a tres condiciones previa!11: el sistema de parentesco, la estructura lingüística, las conse­cuencias que tienen sobre el discurso los afectos que inter­vienen en la otra escena. Trinomio que es causa de la primera violencia, radical y necesaria, que la psique del infans vivirá en el momento de su encuentro con la voz materna. Esta violencia constituye el resultado y el testimonio viviente, }' sobre el ser viviente, del carácter específico de este encuen­tro: la diferencia que existe entre las estructuras conforme a las cuales los dos espacios organizan su representación del mundo. El fenómeno de la violencia, tal como lo entende­mos aquí,, remite, en primer lugar, a la diferencia que separa a un espacio psíquico, el de la madre, en que la acción de la represión ya se ha producido, de la organización psíquica propia del inf ans. La madre, al menos en principio, es un sujeto en el que ya se ha operado la represión e implau­tado la instancia llamada Yo; el discurso que ella dirige al infans lleva la doble marca responsable de lá violencia que él va a operar. Esta violencia refuerza a su vez, en quien ]a sufre, una división preexistente cuyo origen reside en la bi­polaridad originaria que escinde los dos objetivos contradic­torios característicos del deseo. Pero la sobrecarga semántica que pesa sobre el concepto de violencia exige que definamos nuestra acepción del término: nos proponemos separar, por un lado, una violencia prima­ria, que designa lo que en el campo psíquico se impone desde el exterior a expensas de una primera violación de un espacio y de una actividad que obedece a leyes heterogéneas al Yo; por el otro, una violencia secundaria, que se abre ca­mino apoyándose en su predecesora, de la que representa un exceso por lo general perjudicial y nunca necesario para el funcionamiento del Y o, pése a la proliferación y a la di­fusión que demuestra. En el primer caso, encaramos una acción necesaria de la que el Yo del otro es el agente, tributo que la actividad psíquica paga para preparar el acceso a un modo de orgamzación

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que se realizará a expensas del placer y en beneficio de la constitución futura de la instancia llamada Yo. En el segun­do caso, por el contrario, la violencia se ejerce contra el Yo,9

tanto si se trata de un conflicto entre diferentes «Yoes» co­mo de un conflicto entre un Y o y el diktat de un discurso social cuya única meta es oponerse a- todo cambio en los modelos por él instituidos. Es en esta área conflictiva donde se planteará el problema del poder, del complemento de jus­tificación que solicita siempre al saber, y de las eventuales consecuencias en el plano de la identificación. Volveremos a ocuparnos del tema cuando analicemos al Yo. Pero es im­portante señalar que, si esta violencia secundaria es tan am­plia como persuasiva, hasta el punto de ser desconocida por sus propias víctimas, ello se debe a que logra apropiarse abusivamente de los calificativos de necesaria y de natu­ral, los mismos que el sujeto reconoce .a posteriori como ca­racterísticos de la violencia primaria en la cual se originó su Yo. Por consiguiente, hablaremos de ellas al definir en nuestro trabajo lo que designa la categoría de lo necesario o de la necesidad: ,~1 conjunto de las condiciones (factores o situa­ciones) indispensables para que la vida psíquica y física puedan alcanzar y preservar un umbral de autonomía por debajo del cual solo puede persistir a expensas de un estado de dependencia absoluta. Por ejemplo, en el campo de la vida física es evidente que el sujeto afectado por una para­plejía sólo puede vivir si otro acepta aáti!lfacer sus necesida­des fisiológicas: ello determinará, entre otras cosas, que se pierda toda · autonomía en el campo de la alimentación y que se establezca una dependencia absoluta entre la necesi­dad del sujeto y otro sujeto que acepte procurarle el alimen­to, propordonárselo, decidir acerca de la cantidad y de la calidad adecuadas al estado del «enfermo». En el campo fí­sico, los ejemplos abundan. ¿Pero qué ocurre en el campo psíquico? Y, sobre todo, ¿qué se puede entender por vida psíquica? Si se designa con ese término toda forma de ac­tividad psíquica, lo único que ella exige son dos condiciones: la supervivencia del cuerpo y, para ello, la persistencia de una catexia libidinal que resista a una victoria definitiva de la pulsión de muerte. Cuando estas dos condiciones se cum­plen, se encuentra garantizada la presencia- de una actividad psíquica, cualesquiera que sean su modo de funcionamien­to y sus producciones. Por ello no hablamos de vida psíqui­ca en sentido general, sino de la forma que adquiere a par-

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tir de determinado umbral uue no existe desde un primer momento. Una vez que alc~nza este umbral, podrá. con­solidarse la adquisisión de una cierta autonomía de la acti­vidad de pensar y de la conducta, cuya culminación coinci­dirá con la declinación del complejo de Edipo y con la represión, fuera del espacio del Yo, de una serie de enun­ciados que formarán la represión secundaria. Diremos así que en el registro del Yo existe un umbral por debajo del cual este último está imposibilitado de adquirir, en el regis­tro de la significación, el grado de autonomía indispensable para que pueda apropiarse de una actividad de pensar que permita entre los sujetos una relación basada en un patri­monio lingüístico y en un saber acerca de la significación, en relación con los que se reconocen derechos iguales; de no ser así, se impondrán siempre la voluntad y la palabra de un tercero, sujeto o institución, que se convertirá en el único juez de los derechos, necesidades, demandas e, implí­citamente, del deseo del sujeto. Expropiación de un derecho de existir que va a manifestarse en forma ·abierta en la vi­vencia psicótica, pero que puede estar presente sin que por ello adopte, ante los eventuales observadores, la forma de una psicosis manifiesta. En este caso, la expropiación expe­rimentada por el Yo será igualmente grave; sólo tiene la ilusión de funcionar de modo normal mientras en el afuera existe realmente un otro real que le sirve como prótesis y anclaje. Un ejemplo lo constituye el estado pasional, cual­quiera que sea el objeto de la pasión: la desaparición o privación del objeto provoca la de la «normalidad:» del Yo, y el mismo fenómeno puede aparecer en determinadas for­mas de dependencia ideológica. Si volvemos ahora al concepto de violencia, diremos que designamos como violencia primaria a la acción mediante la cual se le impone a la psique de otro una elección, un pen­samiento o una acción motivados en el deseo del que lo im­pone, pero que se apoyan en un objeto que corresponde pa­ra e·l otro a la categoría de lo necesario. Al ligar el registro del deseo del uno al de la necesidad· deJ otro, el propósito de la violencia se asegura de su victoría: al instrumentar el deseo sobre el objeto de una necesidad, la violencia primaria alcanza su objetivo, que es convertir a la realización del c:leseo del que la ejerce en el objeto demandado por el que la sufre. Aparece la imbricación que ella determina entre estos tres registros fundamentales que son lo necesario, el dese-0 y la demanda. Esta imbricación )e

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posibilita a la violencia primana impedir que se la de­vele como tal, al presentarse bajo la apariencia de lo de­mandado y de lo esperado. Se debe añadir que, por lo ge­neral, permite a los dos partenaires desconocer sus caracte­res constitutivos. La violencia primaria q'}e ejerce el efecto de anticipación del discurso n1aterno_ se manifiesta esencial­mente a través de esta oferta de significación, cuyo resultado es hacerle emitir una respuesta que ella formula en lugar del infans. Esta pre-respuesta constituye la ílustración pa­radigmática de la definición del concepto de violencia pri­maria, en medida tanto mayor cuanto que la conducta ma­terna responderá a lo que el analista definirá como <<nor· mal»: o sea, la conducta que favorece al máximo un f un· cionamiento del Yo cercano al modelo que de él propon~ la teoría psicoanalítica. Lo que acabamos de decir respecto de la acción y el discur­so materno nos hizo pasar insensiblemente del estado de en­cuentro, concebido como una experiencia coextensa con la vida misma, al momento en que se origina esta experiencia al producirse un encuentro original entre dos espacios psí­quicos. Dijimos que lo que los distingue es el desfasaje to­tal entre el jnfans que se representa su estado de necesidad o de satisfacción y la madre, que responde a los efectos de estas representaciones interpretándolas de acuerdo con una significación anticipada que solo en forma progresiva será inteligible para el inf ans y que exigirá la puesta en marcha de los otros dos procesos de metaboli:.:ación. El efecto anticipatorio de la respuesta materna está presente desde un primer momento, y el efecto anticipatorio de su pa­labra y del sentido que ella vehiculiza (y del cual el niño deberá apropiarse) no hará más que continuarla. Con ante­rioridad a todo análisis de lo que se juega en los dos espacios contrapuestos, debernos recordar que la separación entre los factores propios del representante y los que pertenecen al enunciante (la rnadte) es una necesidad derivada de la ex­posición y que en realidad la interacción es constante. De no ser así, se corre el riesgo, sea de cáer en una biologiza­ción del desarro1lo psíquico o, a la inversa, de optar por una teoría de la cadena significante que olvide el papel de1 cuerpo y de los modelos somáticos que él proporciona. La entrada en acción de la psique requiere como condición que al trabajo de la psique del infans se le añada la función de prótesis de la psique de J.a madre, prótesis que consideramos comparable a la del pecho, en cuanto extensión del cue1po

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propio, debido a que se trata de un objeto cuya unión con la boca es una necesidad vital, pero también porque ese obje­to dispensa un placer erógeno, necesidad vital para el fun­cionamiento psíquico. Al considerar el primer encuentro boca-pecho -aun. sa­biendo que no coincide con la incorporación del recién na­cido al mundo, ya que es posterior a un. prÍmer grito cuya representación concomitante constituye para nosotros un enig­ma- como el punto de partida de nuestra construcción teó­rica, lo consideramos también como la experiencia origina­ria de un triple descubrimiento: para la psique del infans, la de una experiencia de placer; para el cuerpo, la de una experiencia de satisfacción, y para la madre ... en este caso no puede postularse nada universal, solo podemos plantear que la primera experiencia de lactancia será al mismo tiem­po para ella el descubrimiento de una experiencia física ---a nivel del pecho, sensación de un placer, de un sufrimiento o de una aparente neutralidad sensorial- y el primer aper­cibimiento posterior al embarazo de un don necesario para la vida del infans. Lo que siente en ese encuentro dependerá del placer vivido al tener al niño, del temor frente a él, de su displacer en ser madre, de su forma de concebir su rol, etc. Pero en todos los casos en los que el pecho es ofrecido, se imponen dos observaciones:

1. Cualquiera que sea la ambivalencia presénte, el acto es testimonio de un deseo de vida para el otro y, a minima, de una prohibición referente al riesgo de su eventual muerte. '2. En la mayor parte de los casos, el ofrecimiento del pecho se acompañará, en su forma y su temporalidad, con las formas culturales que instituyen la conducta de lactancia. Esta última, así, depende: a) del deseo materno en relación con el infans; b) de lo que se manifiesta de ese deseo en el sentimiento del Yo de la madre frente al recién nacido,10 y e) de lo que el discurso cultural propone como modelo ade­cuado de la función materna.

Esta enumeración sería suficiente para demostrar la coro· plejidad, la sobredeterminación y la heterogeneidad de las fuerzas en juego, desde el primer encuentro que el proceso originario tendrá como función representar: en el momento en ,qli.e la boca encuentra el pecho, encuentra y traga un primer sorbo del mundo. Afecto, sentido, cultura, están co~ presentes y son responsables del gusto de estas primeras mo-

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léculas de leche que toma el in/ ans: el aporte alimenticio se acompaña siempre con la absorción de un alimento psíqui­co que la madre interpretará como absorción de una oferta de sentido. Se asiste a la pasmosa metamorfosis que le hará vivir la actividad de lo originario. Concluyen aquí nuestras consideraciones generales acerca de la representación y el estado de encuentro. Confirman, una vez más, lo que hemos señalado en dos oportunidades en estas primeras páginas, sobre la arbitrariedad de toda separación entre los espacios psíquicos del infans y de la ma­dre, en los que un mismo oh jeto, una misma experiencia de encuentro, se inscribirá recurriendo a dos escrituras y a dos esquemas relacionales heterogéneos. En cada etapa, ob­servamos que la reflexión analítica choca con el mismo esco­llo: tener que separar lo inseparable. Se trata de una exi­gencia metodológica que el discurso impone, pero debemos recordar constantemente su presencia y advertir el precio que exige pagar en el momento en que cortemos arbitraria­mente el cordón umbilical que une a las dos psiques en pre­sencia para ocuparnos del inf ans y de la primera obra de su psique: la representación pictográfica.

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2. El proceso originario y el pictograma

1. El postulado del autoengendramiento

Hemos dicho que lo que caracteriza a cada proceso de me­tabolización, determinado por el encuentro entre el espacio psíquico y el espacio exterior a la psique, se define por la especificidad del modelo relacional impuesto a los elementos de lo representado. Por otra parte, este modelo es el calco del esquema estructural del propio representante. En la fase que analizamos, el conjunto de las producciones de la actividad psíquica se adecuará al postulado del autoengen­dramien to. En nuestro análisis, separamos lo que se rela-

. dona con la economía placer-displacer, característica de este postulado, y lo que se relaciona con la particularidad de lo representado que él engendra: el pictograma. Hemos dicho que, en principio, el encuentro original se pro­duce en el mismo momento del nacimiento, pero que nos permitimos desplazar ese momento para situarlo en el de un.a primera e inaugural experiencia de placer: el encuen­tro entre boca y pecho. Cuando hablamos de momento ori­ginario, o de encuentro originario, nos referimos a ese punto de partida. Este desfasa.je hacia lo posterior será compensa­do por un trámite inverso cuando aludamos al Yo, instancia que el discurso del otro anticipa con mayor elocuencia. Si nos mantenemos en el campo del inf mu, podemos aislar una serie de factores responsables de la organización de la actividad psíquica en la fase considerada:

1. La presencia de un cuerpo cuya propiedad es preservar por autorregulación su estado de equilibrio energético. Toda ruptura de este estado se manifestará mediante una expe­riencia inconocible, una x que, en el a posteriori del lengua­je, se- designa como sufrimiento. Toda aparición de esta ex­

. perie:qcia suscita, cuando es posible, una reacción que apunt0. a eliminar su causa. Esta reacción, que se origina eu la homeostasis del sistema, escapa a todo conocimiento por

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parte de la psique. Sin embargo, esta última es informada acerca de un posible estado de sufrimiento del cuerpo, ante el cual responde mediante la única acción a su alcance: la alucinación de una modificación en la situación de encuen­tro, que niegue su estado de falta; vereIDOS luego que esta falta se relaciona de un, modo muy particular con lo que, en principio, constituye su equivalente fisiológico, el esta­do de necesidad. Se observa desde ya el principal escándalo del funciona­miento psíquico: su primer respuesta «natural» es descono-. cer la necesidad, desconocer el cuePpo y «conocer sola­mente el «estado» que la psique desea reencontrar. La con­ducta de llamada aparece solo frente al fracaso del poder omnímodo del pictograma. Escándalo que revela la presen­cia original de un rechazo de la vida en beneficio de la bús­queda de un estado de quietud y de un. estado de no deseo, que constituyen el propósito ignorado, aunque siempre ope­rante del deseo. Se debe reconocer que la presencia origina­ria de Tánatos es más escandalosa para el Yo que la de Eros: lo ya presente [déja-la] del odio es más perturbador que lo siempre presente [toujours-la] del amor.

2. Un. poder de excitabilidad al que se debe «la representa­ción en la psique de los estímulos originados en e"l cuerpo y que alcanzan al espíritu, exigencia de trabajo requerido al aparato psíquico como consecuencia de su ligazón con lo corporal». Esta definición qlle proporciona Freud de la pul­sión se aplica en todos sus aspectos .a la que proponemos para la actividad pictográfica. El trabajo requerido al apa­rato psíquico consistirá en metabo~izar un elemento de infor­mación, proveniente de un espacio que le es heterogéneo, en un material homogéneo a su estructura, para permitir a la psique represen,tarse lo que ella quiere reencontrar de su propia experiencia.

3. Un afecto ligado a esta representación, siendo la repre­sentación de un afecto y el afecto de la representación indi­sociables para y en el registro de lo originario.

4. Desde un, primer momento, la doble presencia de un vínculo y de una heterogeneidad entre la x de la experien­cia corporal y el afecto psíquico, que se manifiesta en y por su representación pictográfica. Efectivamente, el afecto es coextenso con la representación, y la representación puede

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conformarse o no a la realidad de la experiencia corporal. Si imaginamos una representación de la unidad boca-pecho que acompaña a la experiencia del amamantamiento, se ob­serva una conformidad entre afecto y experiencia del cuer­po. Si, a la inversa, imaginamos la representación alucinato­ria de una unión boca-pecho que impone momentáneamen­te un silencio psíquico al estado real de la necesidad, se ob­servará una contradicción objetiva entre afecto y experien­cia corporal, contradicción que es totalmente ignorada por la psique y que a lo sumo existe solo para el observador.

5. La exigencia constante de la psique: en su campo no puede aparecer nada que no haya sido metabolizado previa­mente en una representación pictográfica. La representabi­lidad pictográfica del fenómeno constituye una condición necesaria para su existencia psíquica: esta ley es tan uni­versal e irreductible como la que decide las condiciones de audibilidad o de visibilidad de un objeto. Las ondas sonoras y las ondas luminosas exceden de lejos el espectro propio de la sensibilidad de los órganos humanos, pero fuera de este espectro no existen para el hombre. Del mismo modo, lo originario sólo puede «conocer» los fenómenos que respon­den a las condiciones de representabilidad; los restantes ca­recen de existencia para él.

Las condiciones de representabilidad que deben poseer los objetos para proporcionar un material susceptible de ser utilizado por lo originario pueden reconstruirse solamente a partir de una fase posterior, en la que solo se observan al­gunos retoños. Esta reconstrucción nos permite considerar probable que deben responder a las propiedades particula­res que describiremos a continuación.

2. Las condiciones necesarias para la representabilidad del encuentro

La actividad del proceso originario es coextensa con una ex­periencia responsable del desencadenamiento de la actividad de una o varias funciones del cuerpo, originada en la exci­tación de las superficies sensoriales correspondientes. Esta actividad y esta excitación exigen el encuentro entre un órgano sensorial y un objeto exterior que posea un poder

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de estimulación frente a él. En sus «puestas en forma» el proceso originario retoma este modelo sensorial. La repre­sentación pictográfica de este encuentro exhibe la parti­cularidad de ignorar la dualidad que la compone. Lo repre­sentado se presenta ante la psique como presentación de eHa misma; el agente representante considera a la represen­tación como obra de su trabajo autónomo, contempla en ella al engendramiento de su propia imagen. La represen­tación, así, es una «puesta en presentación» de la psique pa ... ra la psique, autoencuentro entre una actividad originaria y un «producto», también originario, que se da como presen­tación del acto de representar para el agente de la repre­sentación. Esta sobresignificación y sobredeterminación de lo representado constituye su rasgo esencial. La primera condición de la representabilidad del encuentro nos remite, pues, al cuerpo y, más precisamente, a la activi­dad sensorial que lo caracteriza. Al referirnos a lo que la psique toma prestado del modelo sensorial, analizaremos en forma más detallada esta primera condición: podremos ex­plicitar así la estructura particular del pictograma. Antes, sin embargo, veamos en qué condiciones la representación del encuentro puede ser una fuente de placer y en cuáles otras, de displacer. En este punto encontramos una segunda ley general de la actividad psíquica: la meta a la que apun­ta nunca es gratuita, el gasto de trabajo que implica debe asegurarse una «prima de placer» ; de no ser así, la no ca­tectización de la actividad de representación pondría fin a la actividad vital misma. Por lo general, la psique previene este peligro gracias a la presencia de lo que hemos llamado el «placer mínimo», consecuencia de toda puesta en rela­ción, conforme al postulado, de los elementos de informa­ción que se abren camino en el espacio psíquico y del esta­do de quietud consecuente para la actividad de representa­ción: ello mientras lo representado se ofrece como un sopor­te que atrae y fija en beneficio propio la energía de que dis­pone ese proceso. Es evidente que si este «placer mínimo» fuese el único en juego, su sola meta podría ser la perenni­dad de una representación inaugural que se convertiría en soporte, primero y último, de la totalidad de la energía psí­qui~a. Propósito imposible de realizar pero que testimonia, en nuestra opinión, la complicidad que existe desde un pri­mer momento entre principio de placer y pulsión de muerte. Para que esta complicidad no se imponga con excesiva ce­leridad a la meta de Eros, es necesario que a este placer

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rmmmo se le añada la búsqueda y Ja espera de una «prima de placer», equivalente psíquico de un «placer de órgano», prima que, a partir del momento en que se la experimenta, se convierte en meta de la actividad psíquica. Si bien es cierto que en lo representado del pictograma no puede exis­tir una diferencia entre la representaciá'n que acompaña al amamantamiento y la representación de esta experiencia en ausencia del pecho, postulamos que la psique percibe muy precozmente un suplemento de placer cuando ·a la repre­sentación la acompaña una experiencia de satisfacción real: a condición, sin embargo, de que esta satisfacción pueda proporcionar placer y no se reduzca a calmar la necesi­dad.11 Veremos a qué condiciones debe responder para que ello sea posib!e, pero señalemos desde ya que la condición esencial es que esta experiencia pueda representarse como aportando placer a las dos entidades de lo que definiremos como «el objeto-zona complementario». Así, la prima de placer, como meta de la actividad de representación, se en­cuentra relacionada cori la posibilidad de una representación y de una experiencia que puedan poner respectivamente en escena y en presencia la unión de dos placeres, el del re­presentan te y el del objeto que él r_epresenta y que encuen­tra en el trascurso de la experiencia (de la representación de la necesidad) . Si analizamos ahora las condiciones- relativas al aJ'ecto de disp!acer, diremos que este afecto está presente en toda oportunidad en la que el estado de fijación es imposible y en que la actividad psíquica debe volv~r a forjar una. repre:.. sentación. Podemos recurrir a la metáfora energética y decir que el trabajo requerido para el surgimiento de una nueva representacíón determina un estado de tensión, responsable de lo qu~ llamaremos el «displacer mínimo», simétrico de lo que herims designado placer mínimo. Más esencial para comprender el funcionamiento psíquico es la relación que existe entre el afecto de displacer y la re­presentación que está indisociablemente ligada a él. Esta re­lación nos obligará a abordar el problema que plantea la pulsión de muerte y a recurrir al concepto con el que alu­dimos a un odio radical, tan originario como su contrario. No es posible comprender la representación del afecto de displacer sin postular la presencia originaria de la antino­mia tjpica de los dos propósitos del deseo: deseo de ca­tectizar al objeto metabolizándolo en la representación de una parte del propio cuerpo y, gracias a elle>, deseo de. ca ..

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tectizar al propio incorporante, y deseo de autoaniquilación que convierta a la representación de la instancia represen­tante en autopresentación de la instancia que engendra el displacer. En tt;:>da oportunidad en la que la persistencia de la necesidad obligue a la actividad psíquica a estar infor­mada acerca de ella y a representar, en y mediante el picto­grama, lo que constituiría la causa del displacer, se impon­drá una representación que respete, evidentemente, el pos­tulado . de lo originario pero que pruebe su sumisión a los propósitos de Tánatos: en este caso, la instancia que se es­peculariza en lo representado se contempla como fuente que engendra su propio sufrimiento, y lo que ella intenta anular y destruir es esta imagen de sí misma. El corolario y el si­nónimo del displacer es un deseo de autodestrucción, pri­mera manifestación de una pulsión de muerte que conside­ra a la activiqad de representación, en cuanto forma origi­nal de la vida psíquica, como la tendencia opuesta a su propio deseo de retorno al «antes» de toda representación. Esta hipótesis nos facilita la comprensión de lo que separa a los dos conceptos llamados por Freud principio de Nirvana y pulsión de muerte. Al primero es posible concebirlo como la actualización de un principio de placer que tiende a la quietud y a la persistencia inmutable de una primera re­presentacíón, que se ofrece a la psique como prueba de su omnipotencia de autoengendramiento del estado de placer y como testigo de su poder de crear el objeto conforme a su meta y definitivamente presente; en lo que se refiere a la pulsión de muerte, se la debe considerar como una tendencia igualmente arcaica e insistente. Todo ocurre como si el «te­ner que representar», como corolario del «tener que desear», perturbase un dormir [sommeil] anterior, un antes ininteli­gib~e para nuestro pensamiento y en cuyo trascurso todo era silencio. Observamos la manifestación de un odio radical, presente desde un primer momento, contra una actividad de representación cuyo inicio presupone, a causa de su «li­gazón con lo corporal», la percepción de un estado de nece­s:dad que ella tiene como función anular. En toda oportuni­dad en que la actividad psíquica se acompañe con una ex­citación que la informe acerca de un estado de necesidad, su meta será metabolizarla y representarla mediante su ne­gación: se explica así su ambivalencia frente a su propia producción. El estado de placer que ella induce recubre la percepción de u:na experiencia de la cual huye: el amor a la representación es el revés, pero también el corolario, del

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odio a la necesidad en cuanto testigo de la existencia de un espacio corporal autónomo. Todo surgimiento del deseo de representar se origina en el deseo de precluir la posible irrup­ción de la necesidad y de lo que ella testimonia: de ese mo­do, y paradójicamente, el deseo mismo puede descubrirse co­mo deseante de un estado que lo haría inútil y sin objeto. El deseo de no tener que desear es un objetivo inherente al propio deseo. Deseo de no deseo: esta fórmula, que utiliza­mos a menudo, expresa nuestra concepción de la pulsión de muerte.12 Al ser parte constitutiva de los objetivos del de­seo, el odio contra todo objeto que manifieste la presencia del deseo corre el riesgo de imponerse en toda ocasión en que lo represeptado ya no logre ignorar la necesidad y, por eso mismo, en toda ocasión en la que corre el riesgo de acompañarse con una experiencia de displacer. En este caso, la psique considerará el resultado de su propio trabajo co­mo demostración y prueba de la existencia de su otro lugm, el espacio corporal, que inevitablemente odiará y querrá de&­truir toda vez que este se revele sometido a un poder que ella no domina. Extraño destino el del cuerpo, y pleno de consecuencias: en efecto, el cuerpo, al mismo tiempo que es el sustrato necesa­rio para la vida psíquica, el abastecedor de los modelos so­máticos a los que recurre la representación, obedece a leyes heterogéneas a la de la psique. Estas, sin embargo, deberán imponer su exigencia y obtener una satisfacción real: de ese modo, el cuerpo aparecerá en un primer momento ante la instancia psíquica como prueba Irreductible de la presencia de otro lugar y, de ese modo; como objeto privilegiado de un deseo de destrucción. Pero l;ambién es cierto que, si la vida prosigue, el cuerpo, como conjunto de órganos y de funciones sensoriales gracias a los cuales la psique descubre su poder -de ver, de oír, de gust:ar, de tocar- se convierte en fuente y lugar de un placer erógeno, que permite que algunos de sus fragmentos sean catectizados de inmediato por la libido narcisista al servicio de Eros. Veremos que este autodescubrimiento del poder de sus fun­ciones sensoriales se presentará en el pictograma a través del modelo del tomar en sí un objeto autoengendrado. Lo que hemos dicho hasta el momento permite establecer un primer esquema de los elementos que organizan la situa­ción original del encuentro boca-pecho cuando se privilegia exclusivamente lo que ocurre en el infans. Hemos encontrado en forma sucesiva: a) una experiencia

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del cuerpo, a la que hemos designado como el x inconoci­ble, que acompaña a una actividad de representación que da lugar al pictograma; b) un afecto que está indisoluble­mente ligado ·a esa experiencia, y que puede ser tanto de pla­cer cuanto de displacer; e) la presencia original de una am­bivalencia radical del deseo frente a su propia producción, que podrá ser tanto soporte de la tendencia a fijarse en ella como soporte de su deseo de destruirla, por ser prueba de la existencia de otro lugar que escapa a su poder, pero también de otro lugar que lo obliga a proseguir su trabajo de repre­sentación, que le impide preservar un estado de fijación; d) por último, la ambivalencia de toda catexia que concierne al cuerpo. Abastecedor de un modelo que el pictograma re~ toma por cuenta propia, aparecerá, sucesivamente, como conjunto de zonas erogenizadas (y, en consecuencia, espa­cio catectizado por la libido narcisista) y como «Otro lugar» detestado en toda ocasión en la que denuncie los límites del poder de la psique y desmienta, convirtiéndola en leyenda, la alucinaci6n de la inexistencia de lo exterior a ella. Concluida esta primera presentación de los factores que or­ganizan la actividad y la economía del proceso originario, examinatemos a continuación, desde otro ángulo, la relación psique-cuerpo; con ese fin, explicitaremos a qué nos referi­mos al hablar de lo que se «toma prestado» del modelo corporal.

3. El «Préstamo» tomado del modelo sensorial por la actividad de lo originario

Partimos de la hipótesis de que el fundamento de la vida del organismo consiste en una oscilación continua entre dos for­mas elementales de actividad, a las que designamos como el «tomar en sí» [prendre-en-soi] y el «rechazar fuera de sí» [rejeter hors-soi], actividades que se acompañan con un tra­bajo de metabolización de lo «tomado», que lo trasforma en un material del cuerpo propio: los residuos de esta ope-ración, por su parte, son expulsados del cuerpo. . Respiración y alimentación constituyen un ejemplo simple y claro de ello. Mutatis mutandis, este doble mecanismo pue­de extrapolarse al conjunto de los sistemas sensoriales cuya función implica analógicamente la «torna en sí» de la infor­mación, fuente de excitación y fuente de placer, y el intento

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de «rechazar fu era de sí» esta misma información cuando se convierte en fuente de displacer. Se debe tener en cuenta una primera diferencia: en esta etapa de la vida, es posi­ble vomitar la leche, no así taparse la nariz o cerrarse la cavidad auditiva. Además, toda información sensorial tiene el poder de exceder el umbral de tolerancia y trasformarse en fuente. de dolor.13 Al utilizar el término «información». que hemos introducido desde las primeras páginas, nos pro~ ponemos privilegiar el papel desempeñado por las funciones sensoriales. Al hablar de información no pretendemos en­cerrarnos en una nueva forma de organicismo inspirada en la cibernética; muy por el contrario, intentamos destacar un conjunto de funciones cuya tarea es informar a la psique y al mundo de su mutua interdependencia en un registro muy particular y muy «psíquico», si se me permite la expre­sión: el del placer y de su relación con el discurso. Tan pronto como se accede al lenguaje, la vista, el oído, el gusto y el tacto se encuentran bajo la égida de un enunciado que decidirá acerca del mensaje afectivo que el informado y la voz informante esperan y reciben uno de otro. La ins­trumentación del mensaje sobre el objeto sensible determi­nará que lo que decida acerca de la relación de la expe­riencia sensorial y el objeto sensible con el placer y con el displacer, con lo lícito y lo prohibido, será lo enunciado por el mensaje. Podemos añadir que las exper;.iencias recientes de desaferenciación sensorial parecen probar que, paralela­mente a los objetos de necesidad que son el alimento, el aire, el aporte calórico, durante la fase de vigilia es necesario un aporte de información sensorial continuo; de no recibirlo, la psique enfrenta dificultades para poder funcionar sin verse obligada a alucinar la información de la que carece. En términos psicoanalíticos, el «tomar en sí» y el «rechazar fuera de sí» pueden traducirse desde un primer momento en otro binomio: la catectización y la descatectización de aque­llo de lo que se es informado y del objeto de excitación res­ponsable de esta información. Importa señalar que, en esta fase, la representación pictográfica de los conceptos de «to­mar» y de «rechazar» es la única representación posible de toda experiencia sensorial: lo percibido por la vista, el oído, el gusto lo será por la psique como una fuente de placer au­toengendrado por ella, que forma parte por excelencia de lo que f<es tornado» en el interior de sí misma, o, de lo con­trario, como una fuente de sufrimiento que se debe rechazar: en tal caso, este rechazo implica que la psique se automutila

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de aquello que, en su propia representación, pone en escena al órgano y a la zona, fuente y sede de la excitación. Al hablar de este doble modelo del tomar en sí y del recha­zar tuera de sí abordamos la descripción de la representa­ción que la psique se da de su experiencia de placer o de displacer. En efecto, los términos de modelo sensorial o cor­poral y de préstamo se refieren a los materiales presentes en la representación pictográfica, mediant~ la cual la psique se autoinforma de un estado afectivo que le concierne exclusi­vamente a ella. En este registro, sería inútil plantear un or­den de primacía entre el afecto y su representación, así co­mo entre la experiencia y la información que recibe la psi­que acerca de e1 la: del mismo modo, no tendría sentido ·considerar a la representación como la fuente de un afecto que su surgimiento desencadenaría, o ver en el afecto un es­tado preexistente que la actividad de representación pondría en escena. Se debe postular la coalescencia de una repre­sentación del afecto que es inseparable del afecto de la re­presentación que la acompaña. Es tan dificil separarlos como separar la mirada de lo visto: ver constituye el encuentro de un órgano sensorial con un fenómeno que se caracteriza por su visibilidad: toda jerarquización temporal es imposi­ble. Si tuviésemos que hablar del Yo, se aceptaría fácilmen­te la incongruencia de pretender decidir si un sentimiento de alegría, de despecho, de envidia, precede o no a su nomi~ nación por parte del Yo: no existe sentimiento separable de la posibilidad de expresarlo mediante un enunciado. La ex­presión, interior o comunicada, explícita o implícita, del sen­timiento, es correlativa del estado que manifiesta y que sim­plemente no existiría para el Yo sin esta posibilidad de nom­brarlo. Si se acepta desigriar como sentimiento a los afectos presentes y que se manifiestan en la esfera del Yo -formu­lación que se convierte en equivalente de la representación para el afecto-, se comprenderá mejor la indisociabilidad de los términos de este segundo binomio. Se plantea aquí el problema de la relación que existe entre el término «préstamo» [emprunt] que proponemos y el de apuntalamiento [étayage] utilizado por Freud: su semejanza es evidente, pero se distinguen en un aspecto. En la acepción que le otorga Freud, el apuntalamiento se relaciona en ma­yor medida con una «astucia de la psique» 14 que aprove­charía el camino que abre la percepción de la necesidad, o el estado de ne<'.esidad, parn permitir a la pulsión que la informe de sus exigencias vitales, con el propósito, escribe

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Freud:, «de obligar al sistema nervioso a elaborar activida­des más interdependientes y más complejas, capaces de pro­ducir modificaciones en el mundo exterior con el fin de sa­tisfacer la fuente de las estimulaciones endógenas».15

La heterogeneídad, planteada desde un primer momento por Freud, entre necesidad y pulsión constituye un con­cepto capital de la teoría psicoanalítica, pero dicha hetero­geneidad no impide que entre estas dos entidades exista una relación que ya no pertenece al orden del apuntalamiento, sino al de. una dependencia efeétiva y persistente en el re­gistro de lo representado. En las figuraciones escénicas for­jadas por lo primario, en las que aparecerá el lugar prepon­derante que ocupa la imagen del cuerpo, observaremos esta persistencia. Nuestra hipótesis acerca de lo originario como creación que se repite indefinidamente a lo largo de la exis­tencia implica una enigmática interacción entre lo que lla­mamos el «fondo representativo» sobre el que funciona todo sujeto y una actividad orgánica cuyos efectos en el campo psíquico sólo podemos percibir en momentos singulares y privilegiados o (en una forma disfrazada) en la vivencia psicótica. Habiendo definido el término «préstamo», podemos abordar el análisis de lo representado: vale decir, lo que suponemos que vería una hipotética e imposible mirada si pudiese con­templar la representación pictográfica. H;ablar de mirada hipotética e imposible basta para recordar que nos limitamos a reconstruir lo que nos parece probable, a partir del cono­cimiento que puede tener el analista de las vivencias de su­jetos que ya han superado hace mucho tiempo el momento en que solo estaba presente el proceso originario.

4. Pictograma y especularización

En la parte reservada al Yo ver~mos el concepto de estadio del espejo tal como lo define Jacque~ Lacan. Sin embargo, mucho antes de ese estadio, en realidad desde el origen de la actividad psíquica, se comprueba la presencia y la preg­nancia de un f en6meno de especulari~ción: toda creación de la actividad psíquica se presenta ante la psique como re­flejo, representación de sí misma, fuerza que engendra esa imagen de cosa en la que se refleja; reflejo que contempla como creación propia, «imagen» que es simultáneamente

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para la psique presentación del agente productor y de la actividad que produce. Si se acepta que en esta fase el mun­do -lo «exterior a la psique»- no existe fuera de la re­presentación pictográfica que lo originario forja acerca de él, se deduce que la psique encuentra al mundo como un fragmento de superficie especular, en la que ella mira su propio reflejo. De lo «exterior a sí» solamente conoce en un principio lo que puede presentarse como imag~n de sí, y el sí-mismo se presenta ante sí mismo como y por la actividad y el poder que han engendrado el fragmento de lo «exterior a sí» que constituye la especularización.16 Término que, en la acepción que le damos, se asemeja en gran medida al de complementariedad: si en la problemática que está en jue· go aquí se considera só1o lo que pertenece al campo de la actividad de representación, se comprueba que representante y representación del mundo son complementarios entre sí, siendo cada uno de ellos condición de existencia para el otro. Este trabajo de reflexión continua es la pulsación misma de la vida psíquica, su modo y su forma de ser, exigencia tan imperiosa como la exigencia de respirar para la superviven­cia del organismo. El modelo de representación de esta complementariedad es­pecular entre el espacio psíquico y el espacio del mundo está constituido por lo que toma la psique de la experiencia sen­sible. Lo pulsional se apoya en el «vector sensorial»; la per­cepción de la necesidad se abre camino hacia la psique gra"" cías a una representación que pone en escena a la ausencia de un objeto sensible, fuente de placer para el órgano corres­pondiente. Hemos escogido como punto de partida de nues­tra construcción la experiencia inaugural de 'l.lna vivencia de placer debido a la función que acordamos a la actividad sensorial, fuente original de un placer (del gusto, del oído, de la vista, del olfato, del tacto) que constituye condición necesaria y causa de la catectización de una actividad cor­poral cuyo poder descubre la psique. Experiencia· de un pla-: cer que ella obtiene y que constituye la condición previa necesaria para la catectización de la actividad de represen­tación y de la imagen que en ella se origina. Se debe señalar con claridad la imbricación sincrónica de estos diferentes momentos, que se unen para formar una experiencia global e indisqciable: a) percepción sensible de un ruido, de un gusto, de un tacto, de un olor, de algo visto, fuente de placer, que coincide temporalmente con la experiencia de la satis­facción de la nece5idad alimenticia y ]a excitación efectiva

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de la zona oral; pero que coincide también con la satisfac­ción de una expectativa de la organización sensible, por enig­máticas que nos parezcan la presencia de esta necesidad ele­mental de información de los sentidos y el placer originado en su puesta en actividad; b) descubrimiento de un poder «ver, oír, oler, tocar, gustar» que será metabolizado por la psique en la representación de sü poder de autoengendrar el objeto y el estado de placer; e) representación de esta dualidad «zona sensorial-objeto causante de la excitación» mediante una imagen que los pone en escena como una en­tidad única e indisociable; a esta entidad la llamamos «la imagen de la zona corporal» o, preferiblemente, «la imagen del objeto-zona complementario». Esta imagen es el picto­grama,· en cuanto puesta en forma de un esquema relacional en que el representante se refleja como totalidad idéntica al mundo. Lo que la actividad psíquica contempla y catectiza en el pictograma es el reflejo de sí misma que le asegura que, entre el espacio psíquico y el espacio de lo exterior a la psique, existe una relación de identidad y de especularización recíprocas. Volveremos a ocuparnos en forma más detallada, en rel~­ción con la voz, del concepto de zona erógena; pero debe­rnos señalar desde ya que, ·a partir de la experiencia de pla­cer, todo placer de una zona es al mismo tiempo, y debe serlo, placer global del conjunto de las zonas. La experiencia de amamantamiento se acompaña con una ·serie de percep­ciones que afectan a Jos diferentes órganos sensoriales: el placer, desde su primera aparición, se anticipará paradójica­mente a esta experiencia de una totalidad indecible de la. vivencia que, en un a post.eriori lejano, será designada comú goce. Cuando examinemos el comienzo de la acción de lo primario, veremos que tal reflexión se produce en la primera fase de esta actividad: el primer reconocimiento de lo ex­terior a sí es tributario de una primera relación de identi­dad en Ja que una «alteridad» es, al mismo tiempo, recono­cida y negada. Reconocida como pl,lede ser'o el sosia del que acepto saber que él no es yo; negada puesto que se remplaza la realidad de la diferencia mediante la ilusión de la «mis­midad» entre lo que aparece «en otro lugar» reconocido co­mo tal y la f.orma como la psique se piensa y. representa. A partir de estas comprobaciones, podemos definir del si­guie:q.te modo lo que caracteriza a la representación picto­gráfica: la puesta en forma de una percepción mediante la que se presentan, en lo originario y para lo originario, los

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afectos que allí se localizan en forma sucesiva, actividad inaugural de la psique pam la que toda representación es siempre autorreferente y nunca puede ser dicha, ya que no puede responder a ninguna de las leyes a las que debe obe­decer lo «decible», por elemental que sea. Esta especulari­zación sí-mismo mundo demuestra la ambigüedad de la acepción que se le da habítualmente al concepto de narci­sismo primario. Si el representante es el mundo, y a la in­versa, esta reflexión «loca» del mundo por parte del repre­sentante determina que este último se presente ante sí mismo como reflejo del «todo» o corno reflejo de la «nada»: Eros y Tánatos firman con su nombre dos autorrepresentaciones que subsumen en la totalidad de lo existente. Por lo tanto, junto a una presentación narcisista de un sí-mismo mundo, se debe plantear la presentación (¿narcisista?) de un sí­mismo nada: evidentemente, es posible calificar corno nar­cisista la reducción del mundo a una «nada» que refiere, de hecho, a un estado de la psique; en tal caso, sin embargo, se derrnmba la idea de una etapa original y paradisíaca en la que lo único que percibía la psique en el mundo era una to­talidad plena que se ofrecía como prueba de su omnipoten­ciá sobre el placer.

5. Pictograma y placer erógeno

La importancia de la totalidad sincrónica de la excitación de las zonas es fundamental: condición previa necesaria pa­ra la integración del cµerpo como unidad futura, pero, tam­bién, causa de una fragmentación de esta «unidad» que da origen a una angustia de despedazamiento; por otra parte, la desintegración de la imagen del cuerpo que ella implica es fácil de comprender. Además, esta sincronía de los µlace­res erógenos es coextens-a con una primera experiencia de amamantamiento que reúne una boca y un pecho y se acom­paña con un primer acto de ingestión de alimento que, en el registro del cuerpo, hace desaparecer su estado de nece­sidad. El importantísimo lugar que ocupa el concepto de oralidad o de fase oral en la teoría analítica se origina, sin duda, en el hecho de que remite a esta experiencia inaugu­ral de placer, que hace coincidir: a) la satisfacción de la necesidad; b) la ingestión de un objeto incorporado; e) el encuentro, por parte de la organización sensorial, de objetos, fuente de excitación y causa de placer.

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En este estadio, el pecho debe ser considerado un fragmen­to del mundo que presenta la particularidad de ser, simul­táneamente, audible, visible, táctil, olfativo, alimenticio y, así, dispensador de la totalidad de los placeres. Por su pre­sencia, este fragmento desencadena la actividad del sistema sensorial y de la parte del sistema muscular necesaria para el acto de succión: de ese modo, la psique establecerá una identidad entre lo que realmente es efecto de una actividad muscular que ingiere un elemento exterior y, al hacerlo, sa­tisface una necesidad, y lo que se origina en la excitación sensorial que, a su vez, podríamos decir, «ingiere» el placer que experimenta en el momento de su excitación. Por ello mismo, la boca se convertirá en representante, pictográfico y metonímico, de las actividades del conjunto de las zonas, representante que autocrea por ingestión la totalidad de los atributos de un objeto (el pecho) que, a su vez, será repre­sentado como fuente global y única de los placeres senso­riales. Zona y objeto primordiales que solo existen uno a través del otro, indisolubilidad correlativa de su representa­ción y de su postulado, exactamente a igual título que en la experiencia de la audición son indisociables la actividad del órgano sensorial y la onda sonora, fuente de excitación. Este «objeto-zona complementario» es la representación pri­mordial mediante la cual la psique pone en escena toda ex­periencia de encuentro entre ella y el m\lndo. Ella es la protorrepresentación de lo que se observará como fuente de la actividad fantaseada de lo primario, es decir, la fantasía originaria de una escena primaria. Lo que la actividad ori­ginaria percibe del medio (psíquico) en el que está inmersa, lo que intuye en lo tocante a los afectos de los que son res­ponsables las sombras que lo rodean, se presentará para ella y será por e1la representado mediante la única forma a su alcance: la imagen de un espacio exterior que, como solo puede ser el reflejo de sí misma, se convierte en el equiva­lente de un espacio en el que existe entre los objetos una mis­ma relación de complementariedad y de interpenetración recíproca. La presentación pictográfica, que lo primario trasformará en una escena primaria, metaboliza a la pareja parental en Ja representación de dos partes que únicamente pueden exis­tir, bajo una forma indisociada: incorporación o rechazo de la una por parte de la otra, sin que pueda existir preceden­cia temporal alguna. Hasta ahora hemos hablado del objeto-zona complementario

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.:omo coextenso con una experiencia de placer. Pero tam­bién se observa la presencia de los fenómenos de displacer y de sufrimiento. Hemos visto antes cuál era la hipótesis que adoptarnos en lo atinente a la representación que acom­paña al afecto de displacer: lo que acabamos de decir acerca del pictograma clarifica nuestra posicion. La complementa­riedad zona-objeto y su corolario, es decir, la ilusión de que toda zona autoengend:ra el objeto adecuado a ella, determi­na que el displacer originado en la ausencia del objeto o en su inadecuación, por exceso o por defecto, se presentará co­mo ausencia, exceso o defecto de la zona misma. En este estadio, «el objeto malo» es indisociable de una «zona mala», el «pecho malo», de la «boca mala» y, más en general, lo malo corno totalización de los objetos, de lo malo como to­talización de las zonas y, ·así, como totalización del represen­tante. Pero como en el registro pictográfico su indisolubili­dad sigue siendo total, ello dará lugar a la puesta en escena de una- imposible separación, de un desgarramiento violente> y recíproco, que se perpetúa entre zona y objeto: una boca aue intenta arrancar el pecho, un pecho que intenta arran­carse de la boca. El pictograma representará una misma uni­dad «objeto-zona» como lugar de un doble deseo de destruc­ción, lugar en que se desarrolla un conflicto mortal e inter­minable. La primera ilustración del «rechazar fuera de sí» es la de la puesta en escena de un rechazo mutuo entre zona y objeto, o sea, entre la instancia representante y lo repre­sentado, consecuencia de la refracción especular caracterís­tica de ese estadio. El resultado será que el rechazo del ob­jeto, su descatectización, implicarán un mismo rechazo y descatectización de la zona complementaria. En lo origina­rio, el deseo de destruir el objeto se acompañará siempre con el deseo de aniquilar una zona eró~na y sensorial, al igual que la actividad que se produce en ella; en esta etapa, el objeto visto sólo puede ser rechazado si se renuncia a la zona visual y a la actividad que la caracteriza. En esta mu­tilación de una zona-función fuente de placer se observa el prototipo arcaico de la castración que lo primario tendrá que remodelar. En lo originario, todo órgano de placer pue­de convertirse ~n algo de lo que es posible mutilarse para anular el displact;r con respecto al cual aquel, súbitamente, se muestra causante. En el curso de la evolución psíquica, la fantasía de castración dará su forma última y definitiva a una angustia que el sujeto no hace más que reencontrar: ]a que lo domina .al observar cómo se manifiesta en sus fron-

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teras esta fuerza destructiva, siempre dispuesta a aniquilar todo lo que lo enfrenta a una experiencia de displacer.1 7

En nuestra opinión, la plena importancia del siguiente pa­saje de Freud sólo puede apreciarse en este marco:

«El Y o [ moi] odia, detesta, persigue con sus propósitos des­tructivos a todos los objetos ·que se convierten en una fuente de impresión desagradable, tanto t>i constituyen para él una renuncia a la satisfacción sexual como a la satisfacción de la necesidad de conservación. Podemos afirmar que el verda­dero prototipo de la relación de odio no emana de la vida sexual sino de las luchas del Yo por mantenerse y afirmarse. Pese a que el amor y el odio se nos aparecen como contra­rios plenamente tangibles, su relación no es simple. No han surgido de la escisión de algo primitivamente común sino que tienen orígenes diferentes, y cada uno ha sufrido una evolución particular antes de constituirse como contrarios bajo la influencia de· la relación entre placer y displacer ... Desde el punto de vista de la relación con el objeto, el odio es anterior al amor, emana del rechazo inicial, por parte del Yo narcisista, del mundo exterior, determinante de la excitación» ( Freud, Les pu~sions et l-eur destin) (las bastar­dillas son nuestras) .

De acuerdo con nuestra concepción, el odio no es ni anterior ni posterior al amor: ambos términos designan el afecto y la meta, característicos de dos representaciones inaugurales, una vez que el discurso pretende dar cuenta de ellos. El pri­mero se origina en el propósito globalizador, unificador y centrífugo de Eros que, por la indisociabilidad zona-objeto, da forma a la imagen de un mundo en el que todo objéto tiende y confluye hacia sú complemento, se une con él para reencontrar una totalidad perfecta. El segundo nace en el área de Tánatos, su fin será la aniquilación del deseo y de su búsqueda, su tendencia será odiar radicalmente a todo aquello que, al presentarse como complemento necesari<? de la satisfacción, demuestre la dependencia de la zona en re­lación con el objeto, y recordará así que la psique podría descubrirse en estado de falta, verse obligada a desear lo que no está presente, presentarse ante sí misma como carente de poder frente al placer, como capacidad de sufrimiento y de espera. La fuente inaugural del· Qdio está constituida por es­ta presentación de ella misma. La puesta en es~ena del des­garramiento y del rechazo entre zana y objeto es también

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la representación de la relación de odio entre Tánatos y Eros, a partir del momento en que este último ya no logra apresar al primero en la trampa de una fijación entre la libido y el objeto que cree la ilusión de un retorno a un silencio y a un statu quo eternos. Estas dos representaciones inaugurales de las dos experien- -cías afectivas, que ocurren en forma sucesiva en la psique, constituyen la infraestructura responsable de lo que se re­producirá en la escena imaginaria a lo largo de toda la vida: esta re-producción de un representado siempre idéntico a sí mismo es responsable de lo que hemos designado como «fon­do representativo» que acompaña a las ·vivencias y experien­cias del Yo.

6. La reproducción de lo mismo

De ese modo, el término «originario» define una forma de actividad y un modo de producción que son los únicos pre­sentes en una fase inaugural de la vida. La relación que existe entre la energía en acción y su producción tiende al mantenimiento de un estado estático. Este objetivo puede realizarse de dos maneras :

l. Mediante la fijación de la energía a un soporte (lo re­presentado) que ella catectiza; en este caso, existe una atrac­ción entre la actividad representante y la imagen represen­tada cuya presencia o retorno deseará la psique a partir de ese momento. Esa tendencia hacia la representación, ese de­seo de presencia, es lo que llamamos Eros. Se observa de qué modo lo sexual podrá suceder a lo erógeno, de lo cual siempre será inseparable. 2. Mediante el intento de anular toda raz6n de búsqueda y de espera, gracias al retorno a un silencio primero, a un antes del deseo, momento en el que se ignoraba estar «con­denado a desean>. En ello se origina el odio que acompaña a la primera experiencia de no placer que revela la existen­cia de «otro lugar» y la dependencia psíquica frente a él. Esta tendencia regresiva hacia un antes imposible es lo que llamamos Tánatos. Lo deseado no es la muerte, tal como la concibe el discurso, sino ese antes impensable para el dis­curso: antes de la vida, antes del deseo, antes de un placer pagado siempre por un momento en que el displacer es, o

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sería, posible, y también antes de un «tener que representar» sinónimo de un «tener que existir».

Existe así una antinomia entre los dos caminos de .que dis­pone la energía psíquica para alcanzar su .meta. El conflicto

- está presente desde un primer momento, ya que en toda oportunidad en la que surja el estado de deseo -lo que exige como condición previa la vivencia de un estado de falta, 18 siquiera momentáneo-- se producirá, al mismo tiem­po, una búsqueda del objeto esperado y un rechazo de toda actividad de búsqueda, deseo de presencia y odio ante un en­cuentro; y esto constituye una prueba indirecta de la exis­tencia de la necesidad y de la falta. Por lo tanto, Eros puede imponerse sólo si la espera del placer no se prolonga, ya que su astucia consiste en ofrecer ·a Tánatos por la vía del objeto 1a ilusión de que ha alcanzado su meta: el silencio del deseo, el estado de quietud, el reposo de la actividad de represen­tación. En el registro económico, lo originario queda ha jo el domi­nio de esta fuerza ciega que tiende a preservar un estado de quietud y que, abandonada a sí misma, solo podría oscilar entre una fijación perpetua al primer soporte encontrado y la imposible aniquilación de sí misma. En esta óptica, po­dríamos decir que la muerte es la última ilusión que el hom­bre encuentra en su camino, que al desear.morir espera «lo­camente» alcanzar un antes del deseo, olvidando que ese antes implica la anulación de toda posibilidad de goce. Se observa la tenacidad de un odio cuyo objeto es «en verdad» el deseo, odio que logra convertir a la muerte en la astucia mediante la que Eros podrá creer que ha encon,trado un pos­trer objeto finalmente adecuado a su espera, mientras que, en realidad, lo que es esperado «en otro lugar» es la aniqui­lación definitiva de todo deseo y de toda razón de tener que desear. Hemos dicho que en la escena psíquica nada puede aparecer salvo en y a través de esta representación: a ello se debe la importancia atribuida a lo que se figura sobre la escena, al_ «préstamo» tomado c}el modelo sensorial y al concepto de - · pictograma consecuente. El pictograma no es sino la prime­Fa representación que se da acerca de sí misma la actividad psíquica a través de su «puesta en forma» ·del objeto-zona cofuplementario y del esquema relacional que ella impone a estas dos entidades. Placer y displacer dependerán de las relaciones respectivamente puestas en escena entre el objeto

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y la zona. El estado de atracción recíproca, de imantación de la una por la otra, será la representación coextensa con toda vivencia de placer: el estado de rechazo, de agresión de la una por parte de la otra, la coextensa con toda vivencia de displacer. Cualquiera que sea la diversidad de las experiencias de pla­cer o de displacer del infans, cualesquiera que sean la zona y el objeto en juego, y cualquiera que sea la causa ( endóge­na o exógena) , la experiencia misma, la experiencia en sí, podríamos decir, será metabolizada: sea en una representa­ción ·en la que el acto de incorporar, de reunirse indisocia­blemente con su complemento es correlativo del estado de placer, sea en una representación en la que el acto de recha­zar, de desgarrar, es correlativo del estado de displacer. En otras palabras, la psique contempla en la representación su propia forma de actividad (incorporar o rechazar) ; en el primer caso, cate-ctiZa esta forma productora y el producto consecuente, en el segundo considera a la representación de ·su actividad y de su producto como la causa odiada de su sufrimiento. En nuestra opinión, este esquema relacional, primera metabolización de la relación psique-mundo y de la relación de la psique con sus producciones sigue operando siempre: la acción del hombre, la sucesión de sus experien­cias, se traducirán en la escena de lo originario mediante este «flujo representativo» en que la relación de la psique con lo que ella produce, con lo que experimenta, se expresa y se manifiesta mediante un pictograma; y, en él, la relación del representante con lo representado expresa, sea su coales­cencia, su catectización recíproca, sea su odio, su rechazo, su tentativa de destrucción mutua. Esta representación es tributaria del préstamo tomado de la imagen de una cosa y de una función del cuerpo. Es a través de esta misma re­presentación que el proceso originario metabolizará las pro­ducciones psíquicas tanto de lo primario como de lo secun­dario, en todos los casos en los que estas producciones tienen que ver con la puesta en escena y la puesta en sentido de un afecto. Alegría y dolor, como sentimientos del Yo, serán metamorfoseados a través de este proceso en jeroglíficos cor­porales. Toda representación de una zona erógena y de su función se convierte en metonimia de la totalidad del espa­cio y de la actividad del cuerpo y, por ello, del espado y de la actividad psíquica. Toda producción de este espacio será metabolizada por lo originario y representada como efecto de su poder de engendramiento dd objeto de placer, o como

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efecto de su poder de engendrar el objeto que se debe des­truir. Lo que interviene en los otros dos espacios que per­tenecen a una misma psique es la imagen de la reunificación de las dos entidades que constituyen el objeto complementa­do, fuente de un placer continuo, o la imagen de un objeto en el que las dos entidades que lo componen se desgarran y dividen. Se trata de la repetición inmutable de una repre­sentación que solo puede recurrir a estos signos. El placer o el displacer experimentado por el Y o y la relación del Yo con el «pensamiento», concebido como su producción, me­diante la cual él conoce su experiencia y la remodela nom­brándola, se representará en la escena de lo originario me­diante un pictograma que ilustre en forma acorde con_ su postulado la relación de lo pensante con lo pensado, del Yo con la idea producida. La heterogeneidad radical que sepa­ra a la representación ideica del Yo ·del representante pic­tográfico de este mismo Yo comporta un desfasaje entre la intensidad de los afectos coextensos con la representación pictográfica de la relación Yo-pensamiento y los sentimien­tos que existen entre el Yo y las representaciones acordes con su postulado. En el segundo caso, hay la posibilidad de una graduación, de una relativización, de la coexi&tencia de sentimientos diversos, pero lo originario, por su parte, se en­cuentra siempre dominado por la ley del «todo o nada» del amor o del odio. Ello implica el riesgo de u.na interrupción repentina y desestructurante en el espacio del Yo, por bien defendido que esté (y lo está) de un afecto imposible de dominar, que tanto podrá precipitar al sujeto al abismo de la fusión como al del asesinato (de sí mismo o del Otro) . Esta posibilidad justifica la importancia que atribuimos a nuestra hipótesis para la comprensión de determinados fe­nómenos clínicos característicos de la psicosis 19 y que vol­veremos a encontrar en la parte que le será consagrada. Podemos señalar que un rasgo específico de la psicosis es permitir la reactualización, entre el espacio originario y el espacio de lo «exterior a sí», de un estado de especulariza­ción. Posibilidad que, inc11.1so en la psicosis, aparece solo en los momentos dramáticos que el observador designa como acting out o impulso. Como tal, el pictograma carece de Ju­gar en la representación fantaseada que, por su parte, entra­ña la presencia de un tercer polo representado por una mi-

. rada ,exterior a la escena y, sobre todo, carece de un lugar en el registro de lo decible. En contraposición; la escena de· la realidad puede prestarse

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a su proyección en todos los casos en los que el Y o puede percibir en ella una imagen de sí mismo cercana a su propia representación pictográfica. En este caso, el Yo, lejos de en­contrar en el exterior referencias identificatorias que conso­liden su poder de precluir toda producción de lo originario, contempla estupefacto una imagen de sí mismo que no pue­de reconocer, pero que entra en resonancia con la represen­tación pictográfica del Yo, en y por lo originario. Dos reflejos idénticos remiten uno al otro; cualquiera que sea el· lado hacia el que se vuelva el Yo, choca con un mismo incono­cible, que es tal por ser indecible, y que surge en las dos fronteras de su espacio psíquico. La relación Yo-originario y Y o-mundo ya no es diferencia ble. Ello dará lugar a que auien percibe sea colocado fuera de funcionamiento, a la ~nulación momentánea de toda distancia que separa al que mira de lo mirado, al f ading del Y o y de estos residuos, que lo representan en la psicosis. Se observará, entonces, no un «eso habla», sino un «eso reacciona» o un «eso actúa»: en el espacio de lo real se proyectará el odio radical o el deseo de fusión que caracterizan al pictograma. Se comprueba el resurgimiento de la indiferenciación_ primera entre el propio cuerpp y el cuerpo del otro, por el hecho de que tanto uno como otro se convierten en el espacio que se debe destrui1 o con el cual hay que fusionarse. Evidentemente, el pictogra­ma no es en absoluto privativo de la psicosis: empero, per­mite comprender por qué esta última conserva la posibilidad ae actuar un impensado que es también, para los otros su­jetos, un impensable. Antes de concluir este capítulo acerca de lo originario con un resumen de las características que hemos planteado res­pecto de él, y para justificar la importancia que atribuimos a la representación que este proceso se da sobre el Yo y de sus producciones, haremos un paréhtesis. En él, daremos una primera indicación acerca de lo ·que entendemos por actividad de pensar y por representación ideica, dos formu­laciones s~nónim·as, en nuestra concepción, del propio Y o y cuyo análisis se encontrará en el capítulo cuarto.

7. A propósito de la actividad de pensar

A partir de un momento dado, que caracteriza el pasaje del estado de in/ ans al de niño, la psique adquirirá conjuntamen-

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te los primeros rudimentos del lenguaje y una nueva «fun­ción»: el1o dará lugar a la constitución de un tercer lugar psíquico en el que todo existente deberá adquirir el status de «pensable», necesario para que adquiera el de decible. Este pensamiento-decible puede definirse mediante el térmi­no de inteligible: se instaura así una «función de intelec­ción» cuyo producto será el flujo ideico que acompañará al conjunto de la actividad, desde la más elemental hasta la más elaborada, de la gue el Yo puede ser agente. Toda fuen­te de excitación, toda información, solo logra tener acceso al registro del Yo si puede dar lugar a la representación de una «idea». Debemos añadir que toda actividad del Yo se traducirá entonces en un «flujo pensante», implícito o ex­plícito. Se observa una verdadera «traducción simultánea» en «idea» de toda forma de vivencia del Y o que tenga la cualidad de lo consciente. Esta traducción representa un fondo latente, habitualmente silencioso pero que, por lo ge­neral, el Yo puede hacer presente mediante un acto de re­flexión sobre su propia actividad. Lo «decible», entonces, constituye la cualidad característica de las producciones del Yo. Si considerambs ahora, no ya al Yo sino a esta fase secundaria constituida por lo primario, diremos que en ella tiene lugar lo «pensable»; que se obser­van representaciones ideicas; que, después de una primera fase, imagen de palabra e imagen de cosa se han unido, pero también que las conexiones que unen entre sí estos pensa­mientos-ideas dan nacimiento a un «lenguaje» cuya lógica difiere de la que impondrá, por etapas, el discurso que cons­tituye al Yo. En un primer momento, el surgimiento de la «función de intelección» corno nueva forma de actividad se añadirá a las funciones parciales preexistentes. Ella se presenta ante la psique corno una nueva «zona-función» erógena cuyo objeto apropiado y cuya fuente de placer sería la «idea». Es esta una condición necesaria para que el proceso primario catec­tice esta «zona pensante» y su forma de actividad. Tal como lo mostraremos de manera más explkita en relación con el placer de oír, corno condición previa necesaria para un de­seo de aprehender [ entendre], un «placer de pensar» debe preceder a un «querer» o un «desear pensar». Podernos de­cir que la actividad de pensar, condición de existencia del Y ()l, se constituye como el equivalente de una función y de ~n placer «parcial» que se impondrán a la catectización de lo primario por la erogenización que este placer induce.

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Si volvemos ahora al Y o, una vez concluida la definición de los límites que resguardan su propio To pos, comproba­mos que toda experiencia, todo acto, implica la copresencia de una «idea» que permita pensarlo y, por ende, nombrarlo. Para el Y o, lo que no puede tener una representación ideica no tendrá existencia, lo que no quiere decir que no pueda sufrir sus efectos. Por ello, toda actividad del Yo comporta una producción ideica, una autoinformación, especie de co­mentario de la vivencia en juego y objetivo de la actividad de pensar, función de lo secundario. Lo que se desarrolla en este registro se acompaña con lo que llamamos los sentimien­tos del Y o, es decir, el afecto en su forma consciente. Pero lo que caracteriza al sistema psíquico es el hecho de que nunca renuncia a sus modos de representación: no hace falta demostrar la participación de lo primario en la aoti­vidad del Y o. Nuestra hipótesis acerca del pictograma postula su copre­sencia, en un lugar precluido al Yo y a su entendimiento, en el caso de todo pensamiento, de toda vivencia, de toda producción ~eivi?dicadas por el Yo como :u ~~ra y su «bien». EHo determmara que todo acto de catectlzac10n operado por el 'Yo y, por consiguiente, el conjunto de las relaciones pre­sentes entre el Yo y su objeto -tanto si se trata de otro Yo como de los «objetos-bienes» que el Yo posee o codicia­darán lugar a una triple inscripción en el espacio psíquico: 1) En el registro del Yo observaremos la inscripción del enunciado de un sentimiento, enunciado mediante el cual el Yo conoce y trasmite su conocimiento acerca de su relación con los «emblemas-objetos» por él catectizados y que tam­bién cump!en una función de referencias identificatorias. 2) En el registro de lo primario, los anhelos del Yo y sus sentimientos se traducirán en una fantasía que pondrá en escena lo «ya presente» de la reunificación operada o de un despG jo padecido. 3) En el registro de lo origin~rio, se ten­drá un pictograma en el cual (y tal es su especificidad) el propio Yo se presenta como zona complementaria, y el ob­jeto catectizado -idea o imagen- interviene como «lugar­teniente» del objeto c;omplementario. Este pictograma es la representación que forja lo originario de los sentimientos que unen al Yo con sus objetos. Esta hipótesis implica que la idea, es decir, el enunciado del sen­timiento, fuente de placer o de sufrimiento, se representará mediante el objeto indisociablemente unido a esta zona com­plementaria que representa pal'0. lo originario la actividad

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del Yo: su relación se presentará mediante la puesta en es­cena de un acto de devoración, de atracción mutua o, inver­samente, de un acto de rechazo, de repulsa, de odio. Tal hipótesis se origina en nuestra forma de entender el discur­so psicótico: más allá del sentido manifiesto, lo que nos lla­mó la atención desde hace ya mucho tiempo, en particular en el discurso esquizofrénico, es la relación del enunciante con el acto mismo de la enunciación y la respuesta que ella suscita en quien recibe «el objeto enunciado». Se produce una especie de reificación del flujo discursivo, o de su re­tención, que hace pensar, inevitablemente, en una boca que derrama un flujo ·alimenticio que invade al Otro para ali­mentarlo o sofocarlo, en una boca que retiene un fragmento de alimento-excremento que lo envenena. La relación del sujeto con «lo que es pensado» se asemeja, al parecer, a una relación arcaica con lo ingerido o lo vomitado. Parcialmente, «la actividad de pensar» vuelve a convertirse en el equiva­lente de la actividad de una «zona-función parcial» que, corno toda zona parcial, puede ser sucesivamente percibida como fuente de un placer permitido, como zona que el otro puede mutilar al sujeto o como zona cuya actividad está prohibida por el veredicto del deseo del Otro.

8. El concepto de originario: conclusiones

Hemos señalado desde un comienzo que analizar la actividad psíquica hipostasiando un espacio psíquico aislado del medio que lo rodea y sin lazos con este' último era una ficción im­posible de evitar, cuya única ventaja consiste en privilegiar el análisis de los caracteres específicos de «lo originario en sí». La especificidad de la actividad de lo originario reside en su rnetabolización de todas las experiencias, fuente de afecto, en un pictograma cuya estructura hemos definido. La única condición necesaria para esta rnetabolización es que el fenómeno responsable de la experiencia responda a los caracteres de la representabilidad. Podemos plantear entonces una primera separación entre dos tipos de «existentes», tanto si su fuente es el cuerpo co­

JUO si es el mundo: 1) El primero abarca lo que el sujeto no conocerá nunca; en este caso el término «sujeto» de­signa ra totalidad de las instancias presentes en el espacio psíquico. 2) El segundo comprende dos subconjuntos: el

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subconjunto de lo representable y el subconjunto de lo in­teligible. En lo referente al primer tipo, su única forma de existencia para el hombre es la que se origina en el saber mítico o cien­tífico; este afirma que lo visible está lejos de incluir a lo existente, que lo que podemos conocer del mundo es parcial y sobre todo en el campo de la ciencia, que subjetivamente no es posible saber nada, ni percibir nada de una parte de las actividades fundamentales de nuestro organismo: en ese sentido, la genética nos propone una serie de fórmulas fas­cinantes. Estas plantean una idea tan extraña, tan irrepresen­table y, en cierto sentido, tan no pensable de nuestro cuer­po como pueden serlo las fórmulas físicas que estudian las ondas luminosas respecto de la percepción que tiene el su­jeto de la luz. A la inversa, el segundo registro comprende lo existente que se ·abre un camino en el espacio psíquico: a) los fenómenos representables (las producciones de lo originario) ; b) los fe­nómenos figurables y pensables (las producciones de lo pri­mario y de lo secundario) . La relación que existe entre ambos es diferente: en efecto, si bien todo pensable tiene un representante en el espacio de lo representable, inversamente, las representaciones origi­narias son precluidas del espacio que comprende lo primario­secundario. Volvamos al registro de lo representable y recordemos la hipótesis de la que hemos partido: la información sensorial que debemos a las propiedades de estimuláción que poseen una serie de objetos, de los cuales, en un primer momento, el cuerpo materno es el proveedor privilegiado, determina el comienzo de la actividad de los órganos de los sentidos. En el plano de uno de los sentidos, por lo menos el del gusto, esta actividad corresponde temporalmente a la experiencia de la satisfacción de la necesidad y a la ingestión del aporte alimenticio. Creemos que lo que se origina en este primer en­cuentro no depende de la yuxtaposición fortuita entre el placer del gusto y la satisfacción de la necesidad alimenticia, si no que en el registro de la ~ensibilidad existe, efectiva­mente, una «espera» del objeto que tiene un poder de ex­citabilidad y una «necesidad» de información que explica que la actividad de las diferentes zonas sensibles posea la propiedad de acompañarse con lo que designamos como pla­cer erógeno. Así, existe una equivalencia entr.e la excitabili­dad y la erogeneidad de las zonas: se deduce de ello que lo

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catectizado por la libido y que se convierte en fuente de pla­cer para la psique es la actividad originada en su excitación en el momento del encuentro con sus objetos (lo visto, lo oído, lo gustado). Esta catectización de la actividad senso­rial constituye la condición misma de existencia de una vida psíquica, ya que es condición necesaria para la catectización de la actividad de representación. En efecto, toda informa­ción sensible solo es tal en la medida en que dispone de una representación en el espacio psíquico: «excitación, ero­genización, representación», forman un trinomio indisoeia­ble; designan las tres cualidades que un objeto debe necesa­riamente poseer para que pueda existir ante la psique. En nuestra opinión, es indudable que la catectización de la actividad de representación constituye una condición nece­saria para la vida: este es el único camino a través del cual las funciones del cuerpo pueden ser erogenizadas, y lo que de ello resulta, convertirse para la psique en objeto de pla­cer cuya presencia alucina. La identidad de percepción com­porta la identidad del afecto que acompaña a la represen­tación alucinada de la experiencia. La alucinación del pe­cho se apoya en un movimiento de succión de los labios que reproduce la actividad característica de la zona oral en el momento de ingestión de la leche. El pulgar, por su parte, reproduce a nivel táctil la excitación característica del pe­zón. En. relación con ello, se comprende la importancia de lo que hemos planteado acerca de la totalización caracte­rística del placer erógeno. A partir de una puesta en fun­ción «real» de los movimientos de la zona oral, y del placer concomitante, la representación reproduce la alucinación de la presencia del conjunto de los atributos; fuente de excita­ción, de los que está provisto el pecho. Serán alucinadas la visibilidad, la audibilidad, la tactilidad del objeto ausente·; son alucinadas así la actividad del conjunto de las zonas erógenas y la presenda del conjunto de los objetos que se adecuan a ella. El pictograma es la representación que la psique se da de sí misma como actividad representante; ella se re-presenta como fuente que engendra el placer eró geno de las partes corporales, contempla su propia imagen y su propio poder en lo que engendra, es decir, en lo visto, en lo oído, en lo percibido que se presenta como autoengendrado por su actividad. Si se designa como afecto al placer o al displacer originados en la experiencia de la psique en el momento de su encuentro con el mundo, incluyendo el frag­mento del mundo representado por su propio espacio cor-

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poral, se deduce, como ya hemos visto, que la cualidad del afecto dependerá de la relación positiva o negativa que une en el pictograma al representante con lo representado. Con­denado a representar lo experimentado (y este experimenta­do que le es impuesto comprende también la vivencia de la necesidad y del sufrimiento), al serle imposible, en función de su propia estructura, representarse a la vivencia sino co­mo creación propia, el afecto es lo que se manifiesta en ]a representación ora a través de la atracción, ora a través de la repulsión que liga representante y representado. Los dos elementos indisociables, que constituyen el objeto-zona com­plementario puesto en relación por el pictograma, actúan como «lugartenientes» del agente representante y de lo que este engendra; su relación, de atracción o de rechazo, es aquello mediante lo cual la representación pone en escena al afecto experimentado por el representante. La imagen de Ja cosa corporal, tal como la forja el pictograma, es, pues, aquello gracias a lo cual lo originario se representa lo que para él es representable de su encuentro con el mundo: de este espacio infinito aparece en su escena solamente lo que puede convertirse en reflejo del espacio corporal, de su mo­do de funcionamiento y ·del esquema estructural del repre­sentante. Se origina en ello una consecuencia fundamental para nuestra comprensión del funcionamiento psíquico: la representación mediante lo originario de lo que resulta de la actividad del Y o obedece a la misma ley, está sometida a la misma metabolización.

El Y o recurrirá al tipo de defensa particuiar que se designa como delirio para afrontar el riesgo que le hace correr su representaci6n pictográfica mediante el proceso originario: volveremos a ocuparnos de esto en la parte final del libro. Antes de abordar las etapas que nos separan de ello, resumi­remos este capítulo enumerando las implicaciones teóricas:

l. El espacio y la actividad de lo originario son, para noso­tros, diferentes del inconsciente y de los procesos primarios. La propiedad de esta ·actividad es metabolizar toda vivencia afectiva presente en la psique en un pictograma que es, in­di~ociablemente, representación del afecto y afecto de la representación. 2. Lo único que esta actividad puede tener como «repre­sentado» es lo que hemos definido con el término de obje-

1 to-zona complementario.

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3. Esta «puesta en forma» es representación del afecto que une el objeto con la zona, pero este afecto, asimismo es representación de la relación que une al representant~ con las experiencias que le impone la existencia de lo ajeno a él (su propio cuerpo y el mundo) . 4. Como vivencia de lo originario, el afecto es representa. do por una acción del cuerpo y, más precisamente, por la acción de atracción o de rechazo recíproco de la zona y del objeto, acción que refleja la relación de atracción o de re­chazo entre representante y representado. 5. Esta ingestión o esta atracción y este rechazo son la ilus­tración pictográfica de los dos sentimientos fundamentales que el discurso llama amor y odio; se deduce de ello que todo movimiento positivo del representante hacia el mundo se ilustra con un deseo de ingestión, y todo movimiento ne­gativo, con un rechazo y un deseo de aniquilación. 6. La puesta en forma del pictograma se apoya en el mode­lo del funcionamiento sensorial: por ello, toda experiencia de placer reproduce la unión órgano sensible-fenómeno per- · cibido, y toda experiencia de displacer implica el deseo de automutilación del órgano y de destrucción de los objetos de excitación correspondientes. 7. De este préstamo tomado de las funciones del cuerpo se deduce que en lo originario lo único que puede representar­se del mundo es lo que puede darse como reflejo especular del espacio corporal. De hecho, la especuiarización sí-mis­mo /mundo es especularización psique-cuerpo, designando aquí como «cuerpo» el lugar de la serie de experiencias que dependen del encuentro sujeto-existente, experiencias que la psique se representa como efecto de su poder de engendrar los objetos fuente de excitación y de engendr·ar lo que es causa de placer o de displacer. 8. Esta metabolización que opera la actividad de represen­tación persiste durante toda la existencia. La actividad in­telectual y «la idea» que ella produce se acompañan en la escena originaria con una misma representación: el Yo se presenta para y es representado por lo originario como una dunción pensante» que se ubica junto a otras funciones par­ciales, «la idea» como objeto acorde a ella y por ella produ­cido. En otras palabras, el espacio y las producciones de la psique qµe no son lo originario .se representan para esto últi-

. mo como los equivalentes de un objeto-zona complementa­rio; éuya actividad puede causar placer o displacer. 9. Es esto lo que designamos como «fondo representativo»

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precluido al poder de conocimiento del Y o. Pero, fuera del campo de la psicopatología, los efectos se manifestarán sobre el Yo mediante esos sentimientos indefinibles que el lenguaje traduce con metáforas que han perdido su sentido profun­do a causa del hábito: «no querer estar en su pellejo», «es­tar en forma», «estar a disgusto», «cargar al mundo sobre. }as espaldas», «sentir el cuerpo hecho pedazos», y muchas otras. 10. En el campo de la psicosis, este fondo representativ<:> puede durante algunos momentos ocupar el principal lugar de la e>cena: no porque el pictograma, como tal invada la escena de lo consciente, sino porque, en cierto modo, la tarea dd proceso secundario que a su manera prosigue su lucha e intenta defenderse contra esta fractura se invertirá. Ya no se trata de una puesta en sentido del mundo y de los sentimientos que se pretende conformes a los encuentros en los que estos surgen, sino de la tentativa desesperada por converti1 en decibles y provistas <Je sentido a vivencias cuyo origen reside en una representac;íón en la que el mundo es solo el u:flejo de un cuerpo que se autodevora, se automutila. se autorrechaza. 11. Fuera del registro de la psicosis, existen momentos de fading d•::l Y o a los que, según la filosofía que se profese, se calificará como lúcidos o de enceguecimiento, en los que va­cila la construcción, obra del Yo, que da sentido al mundo y lo confo::ma según un principio de inteligibilidad. El Yo descubre que es imposible decidir acerca de la conformidad o no entre el mundo y la idea que lo hace conocible. En todos los casos en los que la idea del mundo corre el riesgo de vacilar, en forma imprevista e incontrolable, el funcio­namiento psíquico corre el riesgo de disponer solamente de t,1na imagen del mundo cercana a lo originario. Si la mirada descatectizase la escena exterior para volcarse en forma ex­clusiva h l.cia la escena originaria, solamente podría contem­plar allí, estupefacta, las imágenes de la cosa corporal, la fuerza que engendra una imagen del mundo convert\da en reflejo a,e un espacio corporal, desgarrado por aféctos que en todo 1nomento y totalmente son amor u odio, acción fu­siona! o acción destructiva. 12. Rara vez estos momentos están ausentes de la vivencia del psicótico: se manifiestan a través de lo que el discurso llama act:ing out, la estupefacción, determinadas formas ca­tastróficas de la angustia. Demasiado a menudo se olvida que estos términos, a los que se prefiere,considerar como pa-

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cognómicos de la psicosis, se manifiestan f ugitivamente en nuestra propia existencia. Lo que cambia en el no psicótico es la posibilidad que conservá él Y o de retomar la posesión de su espacio y de su modo de funcionamiento, de olvidar esos momentos de prueba y de dominarlos, pero sólo a posteriorí, tratándolos como «cuerpos extraños», «síntomas pasajeros» cuya causa imputará a tal o cual acontecimiento exterior. 13. En definitiva, lo originario, según nosotros, es el «depó­sito» pictográfico en el que siguen actuando, en un estado de fijación permanente, las representaciones a través de las cuales, en última instancia, -se representa y se actualiza inde­finidamente el conflicto irreductible que enfrenta a Eros y Tánatos, el combate que disputa el deseo de fusión y el deseo de aniql1ilación, el amor y el odio, la actividad de represen­tación como deseo de un placer de ser y como odio por te­ner que desear. El pictograma es una representación en la cual, al unir a las dos entidades complementarias, la acción da testimonio en forma sucesiva acerca de quién ha ganado momentáneamente la partida, Eros o Tánatos. Mientras la vivencia subjetiva está protegida del sufrimiento y de la fal­ta, entre representante y representado, psique y cuerpo, psi­que y mundo, podrá mantenerse una relación de fusión, de atracción mutua: en toda ocasión en la que cuerpo y mun­do se revelen como causa de sufrimiento se producirá una relación de odio, el retorno del deseo de aniquilar aquello de lo que da testimonio lo representado, ·de reencontrar un «antes» en el que nada perturbaba el silencio del deseo y el silencio del mundo.

Dc::bentos analizar ahora los efectos de la estructura origina­ria, tal como los hemos definido, reubicándolos en la situa­ción «.real» de su aparición y de su funcionamiento: nos re­ferimos al encuentro en el -cual a lo originario le responde lo «secundario» que gobierna a la conducta de la madre, en­cuentro cuyo primer efecto será el comienzo de la acción del proceso primario. Si ·bien es posible afirmar que la represen­tación pictográfica constituye una prueba de la metaboliza­ción total operada por la psique en relación con la imagen

·del mundo de la que el «Yo» de los otros da fe, aparece jun­to a ella la violencia igualmente radical que le impone a la psique el discurso del Otro y las demandas del, portavoz que só1o puede responder a las necesidades del inf ans con la pre­tensión de «saber» algo de lo que, en realidad, no tiene co­nocimiento alguno. En nombre de este «Saber», los afectos

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de la representación y las exigencias consecuentes no podrán recibir respuestas que no se acompañen con un abuso de poder por parte del que responde, abuso tan absoluto como necesario. A partir de ese momento, el «objeto-saber» se en­cuentra en el origen de la problemática identificatoria y se convierte en el «bien» cuya apropiación se impondrá al in­fans. El modo en que se produzca esta apropiación decidirá el lugar y la función que ocupará en la psique la instancia llamada Yo.

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3. La reprc:sent!lció_n fantaseada del proceso pr1mar10: imagen de cosa e imagen de palabra

l. Imagen de cosa y fantaseo del cuerpo

En lo esencial, nuestra concepción del proceso primario y dt> su representación fantaseada de la relación psique-mundo sigue siendo fiel a lo expuesto por Freud. Por ello, nos li­mitaremos a analizar los factores que distinguen radicalmen­te sus producciones psíquicas de_ las que caracterizan a lo originario, insistiendo en particular en los tres conceptos que este proceso obliga a tornar en consideración: la imagen de cosa, el masoquismo primario, la imagen de palabra. La posibilidad que tiene lo primario de recurrir en sus pues­tas en escena a la imagen de palabra no es inmediata; apa­recerá solo en una segunda fase y originará las produccio­nes mixtas que intervienen en lo que definiremos con el término «primario-secundario»: el examen de esto último será expuesto en la segunda parte del pre!iente capítulo. La entrada en funciones de lo primario es la consecuencia del reconocimiento que se impone a la psique de la presen­cia de otro cuerpo y, por ende, de otro espacio separado del propio. Este reconocimiento no es compatible con el pos­tulado del autoengendramiento característico de lo origina­rio, autoengendramiento en el que no hay posibilidad al­guna de representación de la separación entre lo engendran­te y lo engendrado. Lo que podrá representarse mediante la puesta en escena de una relación que una a lo separado es el reconocimiento de la separación entre dos espacios cor­porales, y por lo tanto de dos espacios psíquicos, reconoci­miento impuesto por la experiencia de la ausencia y del re­torno. Esta representación es, al mismo tiempo, reconoci­miento y negación de la separación: lo que caracteriza a la producción fantaseada es una puesta en escena en la que efectivamente existe una representación de dos espacios, pe­ro, estos <los espacios están sometídos al poder omnímodo del deseo de uno solo. En otr3.-5 palabras; aunque la psique se ve confrontada con

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la obligación de reconocer que el pecho es un objeto sepa­rado del cuerpo propio, y que no se trata de un objeto cuya posesión esté asegurada, de todos modos se ve inducida, inevitablemente, a negarse a considerar como efecto de su propio deseo a una separación que ella no puede eliminar. Sobre todo debido a que, de ser así, debería llegar a la con­clusión de que existe la posibilidad de un deseo carente de poder, algo inaceptable para lo primario. A esta d?ble nece­sidad de salvaguardar el postulado del poder ommmodo del deseo y de apropiarse de una primera información acerca de la separación de los espacios psíquicos y corporales le responde el surgimiento de una representaci6n del Otro, agente y garante del poder omnímodo del deseo, y la repre­sentación del propio espacio corporal como separado, como consecuencia de ese deseo: el placer o el displacer que este «espacio» puede experimentar se presentará a su vez como el efecto del deseo del Otro de una reunificación entre los dos espacios separados o, a la inversa, como el efecto de su deseo de rechazo. Encontramos allí la infraestructur·a del esquema relacional que se volverá a observar en toda re­presentación fantaseada y, también, en toda representación del propio fantaseante. Antes de abordar la estructura de la fantasía, deseamos esclarecer la acepción que damos a la expresión «imagen de cosa» en el proceso primario. Subsumimos bajo este término el material presente en las representaciones que forja lo primario acerca del fantaseante y del Otro, en una fase que precede a la entrada en escena de la imagen de palabra. Cualquiera que sea la «:cosa» que lo primario metabolizará en la imagen que forja de ella, se producirá siempre una puesta en relación de los elemen­tos presentes en la fantasía que será el calco de la relación que une a las partes y las funciones erógenas de su propio cuerpo y, al mismo tiempo, de la relación que un.e estas mismas partes y funciones con el cuerpo del Otro. Podría­mos decir que en esta fase de la actividad de lo primario existe una coincidencia entre la imagen que representa. al espacio del mundo y a los elementos que la ocupan y la que representa al espacio del cuerpo y a las partes que lo com­ponen. Coincidencia que no debe confundirse con lo que hemos designado como la especularización propia de lo ori­ginario: en efecto, si se supone que la relación que existe entre los elementos del mundo coincide con el esquema re­lacional según el cual se construyó la imagen d~l cuerpo, a lo que metafóricamente podríamos llamar la imagen «del

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cuerpo del mundo» se le reconoce, a la inversa, el poder de un deseo contrapuesto al del «habitante» de la imagen del cuerpo. Pero cualquiera que sea la «cosa» que lo primario se represente mediante la imagen, esta imagen será tam­bién aquello mediante lo cual se presenta una parte eróge­na del cuerpo: cualquiera que sea la relación que une a las imágenes entre sí, ella será también representación de la relación que une a las partes erógenas del cuerpo. En con­secuencia, .en todo fantaseo se manifestará siempre, explí­citamente o como telón de fondo, la representación fanta­seada del propio espacio corporal, percibido como un con­junto de zonas erógenas. Se supondrá, así, que el placer o el displacer que ellas experimentan y que tienen el poder de ofrecer o de imponer dependetá de Ja presencia o ausencia del cuerpo de un otro provisto· del mismo poder. Si toda fantasía es realizaci(m de un deseo, podemos añadir que todo fantaseo apunta a la obtención de un placer erógeno y que toda fantasía nos remite en último análisis a las representa­ciones sucesivas que forja lo primario acerca de lo que pue­de ser causa de un placer sexual.

1. La representación fantaseada y el inconsciente

En nuestra concepción, el pictograma es a la fantasía lo que lo originario es a lo inconsciente: fantasía e inconsciente se originan en la obra conjunta del postulado constitutivo de lo primario y de un primer juicio, impuesto por el principio de realidad, acerca de la presencia de un. espacio -exterior y separado. Esta primera participación del principio de reali­dad en el trabajo de la psique es responsable de la hetero­geneidad entre producción pictográfica y producción fanta­seada. Entre estas dos entidades y estos dos modos ,de activi­dad podemos situar, como una especie de producción lími­te, la «escena primaria» que representa el núcleo de toda or­ganización fantaseada y que aporta un testimonio de lo que llamaremos el engrama pictográfico. Lo primario construye la esce~a primaria utilizando un ar­gumento que toma de lo originario y que remodela para que pueda inscribirse en él una primera relación causal entre lo que experimenta el que mira la escena y lo que aparece en ella. E~ .. ecoHocimiento del cuerpo de la madre como en-

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tidad autónoma inducirá a la psique a admitir la existencia, en la escena exterior, de una pareja que ya no es represen­tada como el equivalente del objeto complementario. Se produce una sepa;ac~ón .de los elen:entos que el pictograma presentaba como md1soc1ables. El vmcu!o que une a la ma­dre con ese tercero; presente en el espacio más familiar del infans, no es ya la fusión, sino un acto que puede unir lo que por naturaleza está separado, o rechazar todo posible acer­camiento. El inf ans percibe este «acto» co_mo manifestación de amor o de odio. Pero, debido a que para él, en esta fase, todo amor se representa a través de la unión con una parte del cuerpo y todo odio por su rechazo,. con anterioridad a to­da posible comprensión del coito existe un modelo de una parte de cuerpo que penetra en otro cuerpo y se unifica coh él, o el modelo de un cuerpo que rechaza una parte cuya destrucción anhela. A través de ese modelo se ponen en es­cena «naturalmente» todas las respuestas que forja el niño frente a los interrogantes del deseo, de su propio origen, de la relación existente entre su espacio corporal y el espacio del Otro. A este modelo lo designamos como engrama picto­gráfico, entendiendo con ello que aquello que lo originario utiliza del modelo somático del incorporar y del rechazar fuera de sí proporcionará a lo primario un. material que este metabolizará para que pueda representar la relación exis­tente entre él y el cuerpo materno, entre el padre y la madre, entre él y la pareja paterna. Estas representaciones sucesi­vas lo remitirán siempre, sea a la imagen de una penetra­ción que prueba una posible reunificación deseada, seá a la de un objeto expulsado po:r la violencia de un cuerpo que lo rechaza. Este doble modelo constituye la prefiguración del acto sexual concebido como acto de deseo y de amor o como acto de rechazo. Como acto de amor, permite la ca­tectización de dos soportes, cuyo encuentro da testimonio de la existencia de un mundo «amante» que se unifica y es uni­ficador: el sujeto contempla en este «exterior» el antes que le ha dado origen. Se comprende, el riesgo que corre la es­tructuración psíquica ante la imposibilidad de representarse esta escena como acto de amor y el poder hacerlo sólo co­mo re:>1'zación de un deseo de rechazo mutuo. Veremos, en relación con la psicosis, las posibles consecuencias de esta aprehensión. Una única escena representa en forma conjunta el origen del sujeto, del deseo y del placer debido a que, al presentar­se corno causa del amor o del odio, pero en ambos casos,

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corno causa del afecto experimentado, ubica al fantaseante en la posición de aquel a quien se le ofrece un placer de ver de oír, de ser, o de aquel que es rechazado por lo visto, 1~ oído, lo existente; rechazo que le hará imposible experimen. tar placer en el momento de la contemplación de la escena. La primera percepción de un mundo «separado» exige el re. conocimiento de que existen afectos que transitan por el exterior, que el afecto del mundo no es siempre idéntico al afecto del fantaseante; pero la puesta en escena de ese mun. do presupone la rnetabolización de un modelo que, también en este caso, se apoya en un modelo corporal. Sin embargo, esta rnetabolización conferirá a la fantasía un carácter no acorde con el postulado de lo originario.

:L. El postulado de lo primario y el principio económico que de él resulta

El postulado de lo primario tiene dos consecuencias esen. ciales: 1) Proporcionar una interpretación escénica de un mundo en el que todo acontecimiento y todo existente en­cuentra su causa en la intención proyectada sobre el deseo del Otro. 2) Considerar al displacer, experiencia inevitable, como lo que prueba la realización del deseo del Otro; el dis­placer puede convertirse en fuente de placer, pues, al expe­rimentarlo, se tiene la certeza de adecuarse a lo que el Otro desea. Esta interpretación. proyectada sobre el deseo del Otro constituye el fundamento del masoquismo primario. Cual­quiera que sea el precio que puede pagar la psique por esta interpretación, es ella la que le permite metabolizar un deseo de autoaniquilamiento: este conduciría inevitablemente al aniquilamiento del fantaseante, en un deseo de displacer que exige, para realizarse, que el fantaseante pueda preservarse a fin de experimentarlo. Por interpretación escénica se debe entender, en primer lu­gar, la puesta en escena de la intención supuesta del pecho. Una vez reconocida la existencia de este objeto primordial, ya no será posible concebir su presencia o su ausencia como un efecto del azar, concepto radicalmente ajeno a la psique y que, en todos los casos, es o bien un puro concepto teórico o una racionalización secundaria. Por y en la fantasía, la presencia y la ausencia serán interpretadas como consecuen. cia·de la intención del pecho de ofrecer placer o de imponer

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displacer, hasta que la sustituya la intención del deseo de la madre. Esta interpretación, como todo lo que pertenece a Jo primario, cualquiera que sea su grado de elaboración, exige que l_o experimentado pueda enc:or;it:ar su causa en la intencionahdad de un deseo planteado imc1almente como de­seo del Otro frente al sujeto. La meta acorde con el deseo de la psique será siempre y exclusivamente el estado de placer, es deseo de placer. Para ella, la falta de placer es el efecto de un deseo, y solamente puede imaginar este deseo corno el de un Otro cuyo objeto sería su no placer. La imagen del fantaseante y del mundo ··que especifica a lo primario deter­minará que lo puesto en escena sea siempre una relación entre estos dos deseos o, para ser más precisos, entre las dos posiciones complementarias de todo deseo: todo lo que da testimonio de la existencia de lo exterior a sí será interpre­tado como manifestación del deseo del Otro, y lo experimen­tado por el fantaseante, como efecto de la respuesta que este deseo espera o impone. La organización de la construcción fantaseada determina que el fantaseante ignore que es él quien la pone en escena, que su constructum se origina en la proyección sobre el Otro de un deseo que a él concierne. Este desconocimiento -que es, al mismo tiempo, reconocimiento de la existencia del repre­sentante del Otro-- es responsable de una característica es­pecífica y constitutiva de la organización fantaseada: la exigencia que tiene el fantaseante de plantear, en el argu­mento cuyo desarrollo contempla, dos objetos y, en el exte­rior de la escena, un tercero representado por la mirada que la contempla. Si todo fantaseo es también, siempre, repre­sentación de la relación que une el espacio del propio cuer­po con el espacio del cuerpo del representante del Otro, se comprende por qué se requiere que en el argumento dos objetos sean los representantes metonímicos de estos dos es­pacios. La necesidad de plantear en el exterior de la escena una mirada que supuestamente experimenta placer o displa­cer es consecuencia del postulado de acuerdo con el cual funciona lo primario, que exige que entre l·a experiencia de placer o de displacer y el poder omnímodo del deseo del Otro se deba plantear siempre una relación causal. Al afir­mar que la entrada en funciones de lo primario implica el reconocimiento de la presencia de un pecho separ-ado del propio cuerpo, hemos dejado de lado el que le sigue de in­med~ato: el reconocimiento de un «otro lugar aparte del pe-cho» [ailleurs .. du-sein] catectizado por el primer represen-

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tante del Otro en la escena de lo real, «Otro lugar» a través del cual se le preanuncia a la psique la existencia del padre y el reconocimiento de la pareja paterna. Antes de ser ocu­pado por los atributos que demuestran la existencia del pa­dre, ese «otro lugar» es aquello mediante lo cual la psique se presenta la existencia de un objeto o lugar enigmático que le permitiría al Otro realizar un deseo que ya no de­bería recurrir al que contempla la escena. Se instaura así la infraestructura de los tres elementos de toda organización fantaseada: una mirada que experimenta un afecto de pla­cer o de displacer cuya causa se imputa a la relación puesta en escena entre el representante del Otro y este «otro lu­gar». 2º Esta estructura es la que permitirá los fenómenos de inversión, de sustitución, de cambio de meta, que definen al juego pulsional. Podemos añadir que el modo de relación fantaseada que existe entre los dos objetos de la escena que la mirada contempla dependerá del predominio de una u otra pulsión parcial, lo que podrá apreciarse por la forma que adoptará la acción que une a los dos objetos. Pero mientrl¡ls nos man.tenemos en la fantasía inconsciente, la imagen del objeto será siempre el «lugarteniente» de una cosa corporal, de una parte erógena de un cuerpo. Cuando estudiemos la psicosis, retomaremos el análisis de la representación fantaseada concebida como representación de la relación del fantaseante con el des\;O y el placer. Antes de examinar qué implica para la actividad de lo pri­mario la entrada en escena de la imagen de palabra, mostra­remos de qué modo, desde la primera fase de su actividad. lo primario instaura los prototipos de lo secundarío, sin lo5 cuales la psique no podría tener acceso a lo que se conver­tirá en la tercera representación de su relación con el mun­do. Estos prototipos conciernen a la realidad, al Y o, a la castración y al Edipo.

3. Los prototipos de lo secundario

Como realidad del Otro se debe entender, en primer lugar, la realidad de la diferencia que existe entre el deseo de lama­dre y el del inf ans.21 Se trata del primer tope que encuentra ~l•principio de placer, de lejos el más duro y el más difícil de soslayar que deberá enfrentar. Lo primario no puede re­nunciar a la comprobación de que este deseo del Otro le

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concierne: si bien la psique logra erogenizar induso el es­tado de necesidad, trasformar la «nada» en el alimento del an:oréxico, no podría existir, por el contrario, un mundo en el que deseo y nada -coincidíeran. Para tener acceso a lo ori­ginario, todo fenómeno debe ser representable mediante un pictograma; para ello, se requiere que la zona-función, lu­gar de la percepción sea erogenizable. A partir de ese mo­mento, se comprueba que es como fuente de placer que el objeto puede tener acceso al espacio psíquico. El campo de lo primario obedece ·a la misma ley: el fantaseo de la expe­riencia debe acompañarse con su catectización, nunca se fan­tasea gratuitamente. Mediante esta actividad se busca la representación de un estado de placer cuya fuente se en­cuentra en una primera experiencia, con la diferencia de qm .. la fantasia remodela un fragmento del mundo reconocido como exterior, aunque adecuado al propósito del deseo. La actividad primaria parte' de la comprobación de la existen­cia de fragmentos del mundo que son conocibles por estar ocupados por objetos catectizados; sin embargo, para ser catectizados, estos objetos, al igual que el espacio que ocu­pan, exigen que la causa de su existencia y de su orden se ilustre en términos de deseo. La existencia del deseo del Otro es a la psique lo que el concepto de Dios al sistema teo­lógico: punto nodal y postulado a partir del cual puede ins'." taurarse el conjunto del sistema, tanto fantaseado como me­tafísico. La certeza de Ja existencia y del poder de ese deseo constituye una necesidad lógica para la actividad fantaseada, el úruco camino que le permite plantear la existencia de Otro y, más tarde, de los otros y, de ese modo, la existencia de una realidad. Podrá elaborarse así una reciprocidad en­tre dos deseos que le permitan a la psique reconocerse a su vez como fuente de una actividad deseante y no ya como efecto pasivo de la respuesta. Así (y esta es la otra cara del acceso a la realidad de la diferencia del deseo del Otro), la psique se verá confrontada con las categorías que fundan el orden humano: la prohibición, la culpabilidad, la envidia, el deseo de dominio. La dialedización del deseo exige que el deseo del uno -de trasgredir, de tener, de destruir, de re­parar- encuentre como aliado o enemigo a otro deseo, y no ya a una «realidad física» que,_ como tal, no puede tener status psíquico en ninguno de los tres procesos. Si el biberón no fu ese ofrecido o rechazado por una mano, es posible que la anorexia no existiera, pero acaso tampoco existiera ei ser humano.

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A. El prototipo identificatorio

En nuestra opinión, aplicar el término «identificación» al proceso primario es fuente de confusión: sólo se Jo debería utilizar en el registro del Yo, instancia constituida por el len­guaje y por el sistema de interpretación del mundo que este impone. Decir, como hace Freud, que la incorporación cons­tituye su prototipo exige añadir que este prototipo tiene el mismo parentesco con el Yo que el que puede existir -entre dos clases de vertebrados. Aunque se observa una misma es­tructura neurofisiológica, las diferencias características de cada una de ellas conducirán a modas heterogéneos de ser y de existencia. Lo primario comprende el conjunto de lo!) prototipos en los que se apoya la función del lenguaje para operar el trabajo de metabolización que los conformará a las leyes del proceso secundario y a las de la «puesta en sen­tido» bajo la égida del discurso. Como precursor del Yo, el prototipo identificatorio designa la representación del fantaseante tal como resulta de la re­flexión d~ la actividad de lo primario sobre sí misma, re­flexión ql,l.e da lugar a lo que llamamos el sujeto del incons­ciente. El conjunto de las puestas en escena presentes en este campo gravitará alrededor de dicha posición reflexiva. El sujeto del inconsciente es la autopresentación en y me­diante la cual el fantaseante se reconoce como respuesta y efecto de la interpretación que la actividad primaria forja del deseo del Otro, lo que equivale a decir que el precursor y el «lugar~eniente» del Yo, en esta fase de la actividad psí­quica, se constituye como imagen de la respuesta que se da al deseo proyectado sobre la madre, es puesta en escena de una relación. De ese modo, el sujeto del inconsciente no se identifica ni con un objeto ni con un atributo de intencio­nalidad, sino con una respuesta: es por ello que siempre remite a la puesta en escena de una relación y, en primer lugar, a la relación fantaseada que existe entre el deseo de la madre y el placer del niño. La representación de esta rela­ción implica la acción psjquica que se. define con el término «introyección». Introyección que presupone, por parte de la psique, la percepción en la escena exterior de la presenda de un «signo» interpretado corno prueba de la presencia del Otro y como manifestación de su deseo de dar o de negar el placer. Esta interpretación es, al mismo tiempo, proyección en un dfragmento del exterior de un Otro deseante y acusado de recepción o i'ntrayeccián en la escena psíquica de una rna-

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nifestación referente al deseo que se le imputa y al que se responde. Es la relación entre estos dos deseos la que es pro­yectada-introyectada, ya que si el sujeto del inconsciente surge en el lugar mismo en el que se escribe la huella de la respuesta, de ese mismo lugar parte también, hacia el Otro, su respuesta a la respuesta._ Esta primera dialectización simétrica que la psique forja de la relación «placer del sujeto-deseo del Otro» explica par qué toda representación del deseo implica la introyección de la respuesta que se supone que dará el Otro: respuesta a través de la cual retorna a la psique su proyección sobre el Otro de la relación presente entre el fantaseante y los ocupantes del espacio exterior. Gracias a un ejemplo podremos ilustrar estas formulaciones quizás oscuras, lo que nos permitirá también bosquejar el mecanismo de proyección-introyección que funda toda dia­léctica pulsional.

1. Imaginemos que un estado de insatisfacción sea resulta­do de una cierta forma de ofrecer el pecho, o, también, que este estado, de origen endopsíquico, no pueda calmac;e me­diante el ofrecimiento del pecho. El acto de ofrecer será per­cibido e interpretado entonces como «signo» del deseo del pecho y, así, del espacio exterior, de no ofre-cer placer. Un deseo de no placer es proyectado sobre el pecho. 2. El displacer experimentado se representará a partir de ese momento como la respuesta inducida por este deseo de displacer del Otro: lo primario interpretará que la experien­cia es un efecto del acto de agresión que fantasea como in­tención del Otro. 3. Así, es como objeto agredido que se contempla en la re­presentación que pone en escena (lo que hemos llamado la representación del fantaseante corno respuesta al deseo del Otro). 4. A partir de esta posición, experimentará entonces frente al objeto agresor un mismo deseo de agresión (su respuesta a la respuesta). 5. Pero, al actuar de ese modo, sólo podrá fantasear, como respuesta a su deseo de agresión, a su propia vivencia; la agresión sobre el Otro le devuelve como reflejo su propia respuesta ante la agresión, es decir, una nueva agresión. 6. Ello determina que el argumento representado implique el conjunto de las posiciones que agresor y agredido pueden ocupar en una dialéctica regida por una pulsión agresiva.

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Si imaginamos ahora el punto de partida opuesto, o sea, la percepción de un signo interpretado como intención de ofrecer placer, observaremos las mismas secuencias, que es posible resumir del siguiente modo:

L El acto de ofrecer será interpretado como signo del deseo del pecho de «dar placer». 2. El placer consecuente será representado como causa de este deseo: el afecto experimentado se representará como efecto del deseo del Otro. 3. El fantaseante, entonces, contempla en su presentación el efecto de un deseo de placer que lo convierte en aquel cuyo placer se desea. 4. A partir de esteJugar, le devolverá al Otro un mismo de­seo de ser fu ente de su placer. 5; De ese modo, lo que pone en escena como respuesta será ta recuperación de la respuesta propia: ser fuente de placer.

Estas consideraciones facilitan la comprensión acerca de quién y qué función representan el prototipo del Yo: no una unidad cualquiera, sino una serie de argumentos en los qµe se ponen en escena las relaciones que la psique experi­menta en su encuentro con los objetos que catectl~a, rela­ciones niediante las que ella se figura las situaciones, fuente, para ella, de placer o de displacer. Es a la. organización de estas figuraciones relacionales que debemos la instauración del primer modelo de acuerdo con el cual se estructurará secundariamente la problemática edípica stricto sensu. Se debe añadir que, aunque ya en esta fase de la actividad pri­maria se observa al precursor del Y o, de todos modos la entrada en escena de la imagen de palabra será lo que le proporcionará los atributos que le permitirán a su sucesor responder a las exigencias del funcionamiento de lo secun­da .... io, y hacer suyo el proyecto ideutificatorio que define es­pecíficamente a la estructura del Yo.

B. El prototipo del Edipo

Hemos dicho que todo fantaseo implica una escena de tres elem1mtos: la mirada que contempla un argumento en el que están presentes dos objetos. Las relaciones observa­dor-visto y la relación presente entre los dos objetos del ar-

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gumento son complementarias. A partir del momento en que el niño plantea al deseo de la madre como diferente del propio, tendrá que figurar para ese deseo un objeto que no es exclusivamente él mismo. Mºientras puede considerarse objeto exclusivo del deseo materno y mientras conserva la certeza de que lo desea como único objeto de su placer, ella sigue deseando exactamente lo que él desea. A esta identi­dad deberá renunciar tan pronto como tenga la intuición de la posibilidad de un deseo del Otro referido a «otro lugar» que lo desaloje de esa posición de objeto exclusivo del placer. Desde ese momento, la triangulación de la fantasía muestra que en ella se le asigna un sitio a ese «otro lugar» ocupado por una x que designa al objeto enigmático del deseo de la madre. Por confusa que sea esa primera indicación para el niño, de todos modos, y frente a su mirada, plantea una escena en la que la acción pulsional fantaseada existente en­txe los dos objetos determina que, al par que uno de ellos seguirá siendo el representante del deseo imputado a la madre, el otro (el objeto x) se convertirá en el representante de un atributo paterno. Como atributo paterno se debe en­tender, en primer lugar, todo objeto corporal que pueda re­lacionarse con el cuerpo erogenizado de la madre, objeto que ya no es fantaseado como un apéndice propio de este mismo cuerpo, sino como un objeto que viene «de otro lu­gar» para completar ese cuerpo, agredirlo, darle algo o des­pojarlo de un pedazo. A esta figuración escénica le añadirá su cualidad «edípica» lo que se juega, de hecho, en la escena exterior y que la psique infantil comienza a percibir. Cerca de la madre se encuentra generalmente ese otro sujeto al que ella está uni­da por una relación privilegiada (cualquiera que esta sea), responsab1e por lo general de que se quiebre la exclusividad de la relación madre-niño; ese sujeto que tiene algo que de­cir, y a menudo lo dice gritando, acerca de los llantos me­diante los que este último manifiesta su negativa a quedarse solo; ese sujeto que puede ofrecerle, aunque con menor fre­cuencia, un placer corporal, acariciarlo, hacer resonar en sus orejas una serie fonemática que la tonalidad trasforma en equivalente de una canción de cuna, que ya no es propiedad exclusiva de la voz materna. Así, el placer del cuerpo del niño aprende a descubrir un­otro-sin-pecho, pero que, sin embargo, puede revelarse para el conjunto de sus zonas-funciones erógenas como fuente de placer, convertirse en una presencia que se desea, aunque

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a menudo sea la presencia que perturba.22 La entrada del padre en la escena psíquica obedece a la condición univer­sal que regula este acceso para todo objeto: ser fuente de una experiencia de placer que lo convierte en un objeto de catectización por parte de la psique. El objeto responsable del displacer remite siempre a una primera experiencia de placer que él dispensó y que niega o prohíbe. Pero también se deben tener en cuenta las relaciones que unen entre sí a estos dos ocupantes de la escena exterior y, en primer lu­gar, a las consecuencias de su propia represión del Edipo. Se comprobará entonces que el precursor del Edipo en lo pri­mario no es sino aquello que, del Edipo parental, se abre camino en esta misma actividad. Este «deseo de hijo» de la madre, en un pasado lejano, era, en primer lugar, «deseo de tener un hijo de su propia madre» y, si todo se desarro­lló «normalmente» su infancia habrá sido marcada por el «deseo de un hijo del padre», luego por un «deseo de hijo» cuyo padre imaginario, no siendo ya el propio, seguía sien­do sin embargo un hombre futuro que tendría sus cualida­des y que sería su sucesor legal. En cuanto al padre, su «de­seo de hijo» se formuló inicialmente como «dar-recibir un hijo a y de la madre» antes de que lo remplazase el térmi­no «mujer». Así pues, el hijo de la pareja es, efectivamente, sucesor de un «niño» cuyo deseo se origina en la trasmisión de un «ya-presente-desde-siempre» de la configuración que estructura al deseo edípico, estructura qué da prueba de la historización del deseo en el orden humano. A partir del momento en que la actividad primaria instaura un sistema que permite que su espacio psíquico comunique con el es­pacio psíquico materno, la mirada contempla una escena en la que todo acontecimiento afectivo lleva la marca del Edipo: podemos añadir que esta marca se manifestará a través de aquello que debe ser conservado en lo reprimido. La conducta del padre y la de la madre derivan de lo que ya no puede manifestarse del deseo edípico, de lo que no debe manifestarse y que, como consecuencia de ello, se ex­presa y se manifiesta mediante los sentimientos que se lla­man ternura, cariño, la búsqueda del «bien» de y para el niño. Se debe subrayar que las formas lícitas del amor, al igual que las prohibiciones que encuentra el niño, son efecto directo del Edipo parental, representan lo que la pareja se

. permjte, en el registro de los sentimientos, para preservar su represión, dejando al mismo tiempo una vía expedita a to­do aquello que, de su narcisis1rio, de su amor, de su agresi-

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vidad frente al niño, puede y debe instrumentarse bajo una forma permitida y autorizada por la cultura. Si el hijo «real» es el sucesor historizado del «hijo» de un deseo originario 2a

los sentimientos que se experimentan en relación con él sdn también, los sucesores históricos de los «afectos» tal como s~ los experimentó en su momento. Al verse confrontado con la obra del proceso secundario de los otros y, en primer lu­gar, con su discurso, el proceso primario sufrirá una serie de modificaciones que determinan que en su propio espacio surjan los prototipos de lo secundario, mientras su meta exige que resista a la acción de este último. Antes de este cambio decisivo a través del cual irrumpirá en lo primario la imagen de palabra, se observa un último prototipo refe­rente a la castración.

C. El prototipo de- la castración

La forma primera que asumirá lo qúe en todo sujeto persis­tirá como angustia de castración, cuya sombra nunca se bo­rrará cualquiera que sea la fase psíquica considerada, será la angustía de una mutilación. Lo secundario deberá cumplir la tarea de lograr que esta angustia deje de representarse (salvo en momentos particulares, siempre posibles) como miedo a la mutilación de una parte del cuerpo, y que se trasforme en el temor de ser privado de un «bien» -lo ama­do, la realización del proyecto identificatorio, el hijo, la sa­lud, la belleza, el placer sexual- cuya ausencia obstaculiza la posibilidad de goce. En otras palabras, después del Edipo podrá resurgir siempre el temor de perder repentinamente el objeto del goce, pero este miedo -como renuncia al goce que anticipa un riesgo que se prefiere autoimponerse en lugar de tropezar con él, a modo de un traumatismo inespe­rado frente al cual se carecería de defensa- ya no es vivido como una mutilación mortífera ni como un despedazamiento del propio cuerpo. Es posible decir que, a través de su renun­cia al goce, el neurótico se autoriza a vivir como un cuerpo unificado; lo que sacrifica es su sexo como instrumento y lugar de placer, para conservar una imagen corporal no des­pedazada. Logra así proteger una forma unificada de la imagen de su espacio corporal, condición necesaria para que pueda preservar, de su propio espacio psíquico, la imagen de una superficie de la cual la psique de otro no ha arran­cado y tomado un fragmento.

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Mientras nos mantenemos en lo primario, la psique paga un pesado tributo por su dependencia de una figuración que utiliza las imágenes de la cosa corporal para representar su relación con el placer erógeno y con el deseo del Otro. La consecuencia de este tributo es que, mientras el afecto ex­perimentado por la psique sólo puede representarse mediante -la puesta en escena de imágenes de zonas erógenas, del cuer­po materno o del propio cuerpo, o sea, por una relación que une representantes del espacio corporal, todo aconteci­miento que se produzca en el mundo será identificado por el que mira con un accidente que le ocurre a su cuerpo o al del Otro. Poco importa que se trate del propio cuerpo o del cuerpo materno, ya que la contemplación de la agre­sión del cuerpo materno o, a la inversa, de su plenitud, ubica al que mira en una posición de mutilado o de unificado, con­secuencia del deseo imputado a los actores del argumento. En relación ·con lo originario, hemos dicho que el representante sólo puede aniquilar lo visto, fuente de displacer, mutilán­dose de la función de la mirada y de su órgano. En la acti­vidad primaria, la psique no puede actuar o sufrir un acon­tecimiento sin representarlo como causa de deseo, corno ac­ción que apunta al placer de su propio espacio corporal. La psique enfrentará así dos tipos de experiencia:

a. Las que poseen un efecto integrador sobFe ]as diferentes zonas parciales. Cualquiera que sea la zona-objeto privile­giada por la figuración, toda experiencia de placer lo es solo gracias a la irradiación totalizadora del placer experimenta­do. 1vf etafóricamente, diremos que la mirada ve igualmente un sonido, un gusto, algo tocado, un olor. No puede existir al mismo tiempo placer de ver y displacer del gusto o de lo oído: para que haya placer, se requiere que no pueda aparecer en otra zona una falta de placer vivida como tal. Por eso, toda zona erógena es representación metonímica de la totalidad de las zonas, y su actividad es metonimia de la función global del poder-percibir del cuerpo y, por ello, metáfora del poder de la psique que figurará al fantasean te y al mundo como dos totalidades que ignoran la falta. b. A la inversa y por las mismas causas, toda experiencia de displacer será despedazante. En este caso, la zona-función y el objeto representarán lo que la mirada encuentra como un. rechazante-rechazado. Lo «visto» se trasforma en objeto de una «actividad de ver» que ya no es prueba de un poder que la psique; reconoce como propio, sino prueba de la exi-

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gencia de tener que ver que impone un observador que no es ella. La actividad de la mirada persiste, pero se convierte en una función en poder del Otro: el que mira se descubre como semejante a un ciego al que se le habría injertado un «ojo» cuyo funcionamiento quedaría ligado al nervio óptico de un cerebro ajeno y a lo que este decide ver o no.24

Por ello, el displacer implicará la fantasía de ser mutilado de Ja autonomía de una función del cuerpo propio, mutilación que afecta a aquello que en el mundo podía ser fuente del placer de ver. Esta mutilación amputa al espacio psíquico del sujeto de su poder sobre una función que cae bajo el do­minio de un «cuerpo extraño», que le demuestra a la psique el deseo de expropiación y de captación que el Otro ex­perimenta frente a ella. El hecho de utilizar el mismo término, «mutilación», para lo que ocurre en lo originario y en lo primario puede pres­tarse a confusión. Ahora bien, entre estos dos fenómenos existe una diferencia esencial: mientras pern1anecemos en lo originario, la psique solo puede rechazar lo percibido-visto, oído, tocado, si se automutila de la zona-función lugar de la percepción. En el funcionamiento de lo primario, el rechazo de lo perci­bido se ·acompaña con la amputación, no de la zona-función, sino de su autonomía. La actividad de «ver» persiste, pero el que mira carece de toda forma de elección sobre su acti­vidad. Mientras este modo de funcionamiento persiste, la prohibición que afecta al objeto fuente de placer se acom­pañará con la de la actividad que le está ligada: por ello, lo que se juega efectivamente en la escena materna tendrá un peso decisivo en la preponderancia de una posición inte­gradora de la imagen corporal o de una posición mutiladora. Se debe insistir en la especificidad y dramaticidad que po­see la actividad fantaseada mientras la imagen de cosa es la única representación posible. Por ello, se excluye de la es­cena psíquica todo acceso a una protosimbolización necesa­ria para separar la totalidad de una función de un momento de esta función, para diferenciar la actividad de la mirada, o de todo órgano-zona erógena en general, como actividad continua, de una experiencia actual y puntual, para mante­ner la continuidad de la catexia de un modo diferente al de una serie de fragmentos separados. Si se acepta. que ya en esta fase existe una primera posibili­dad de ligazón y que es lícito postular que no se produce un

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-01v1do total de las expeneuc1as sucesivas, que el estado de displacer conserva un vago eco de la posibilidad de su con­trario y a la inversa, esta «memoria» primaria se ejerce a mínima. Si, a diferencia de lo originario, ella es capaz de unir Jos fragmentos escénicos, los cuadros que se suceden, su modo de funcionar hace pensar en un sujeto que pegara en un álbum las fotos sucesivas que le sacase una máquÍna y que supiera que todas las fotos tienen como agente a la misma máquina, que le pertenecen, pero que, sin embargo, sería incapaz de leer en e 1las la historia de su temporalidad o de prever a partir de ellas lo que ocurrirá en el futuro. La importancia de la mutilación como prototipo de la cas­tración confirma que lo primario es, efectivamente, creador de prototipos que lo secundario hereda y trasforma, sin tener nunca la certeza de que no regresará a su forma inicial. Molde de la configuración edípica y precursor de la fanta­sía de castración, lo primario es ya instauración de una ló­gica del deseo, que se relaciona con la actividad secundaria , de la psique materna y que preanuncia a la psique el acceso al tipo de representación que deberá hacer suyo. La imagen de cosa es la condición previa necesaria para que la imagen de palabra pueda incluirse: lo primario escénico sigue a lo pictográfico y prepara lo decible que lo sucederá. Constituye un puente de pasaje entre un antes que el sujeto nunca co­nocerá y que conserv-ará su «mismidad» y. su cierre, y un después que se constituirá al apoyarse en él y que se separará al reprimir ese primer material que ha sido parte esencial de su propia carne. Por ello, las producciones originadas en la actividad del pro­ceso primario comprenden dos conjuntos no homogéneos:

1. El que acabamos de analizar bajo el término de primario.­escénico y cuyo material está representado por las imágenes de cosa, en la acepción que hemos otorgado a esta expresión al vincularla con el cuerpo. 2. El que veremos a continuación, en el que irrumpe en es­cena la imagen de palabra, que, al unirse con la imagen de cosa, dará lugar a estas producciones mestizas que muestran que lo primario se impondrá la tarea de adecuár a su pos­tulado lo que «por naturaleza» le es heterogéneo: el sistema de significación que le impone el discurso. Este segundo con- -

. junto, se car~cteriza por la cualidad de lo decible, o sea, de lo consciente. Estas producciones son las que formarán parte de la represión secundaria, vale decir, de la represión fuera

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del espacio de lo consciente de las puestas en escena que ha­bían formado parte de ella.

El análisis de este segundo conjunto nos obliga a abandonar definitivamente la ficción implícita en el análisis de la psi­que y de sus producciones sin plantearnos, al mismo tiempo, el papel desempeñado por el portavoz y por el discurso de los que responden a la demanda infantil que, como contra­partida, le exigirán al niño que se adecue a una imagen de él que ocupaha la 1..:una mucho antes de que lo hiciese su cuerpo. La imagen de palabra no es creación ex nihilo, si­no que se origina en ese primer portavoz que posee un «pecho-leche-que habla». Del mismo modo, la acción repre­sora sería enigmática si su origen no residiese en la palabra de un representante del Otro, ya marcado por una represión efectuada: trasmisión indefinida de su.jeto a sujeto de un «tener que reprimir» al que ningún ser hablante, neurótico o psicótico, escapa totalmente.

II. La entrada en escena de la imagen de palabra y las modificaciones que ella impone a la actividad de lo primario

1. El sistema de significaciones primarias

« ... la diferencia real entre una representación inconsciente y una represf"~tación preconsciente (idea) consistiría en el hecho de qu• 1a primera se vincula con materiales que no son conocidos, mientras que esta (la preconsciente) estaria asociada a una representación verbal. Primer intento de caracterizar al inconsciente y al preconsciente de un modo distinto al de las relaciones que mantienen con la conciencia. La pregunta: "¿Cómo algo se hace consciente?'' puede ser remplazada con provecho por la siguiente: "¿Cómo algo se hace pre consciente?,,. Respuesta: gracias a la asociación con las representaciones verbales correspondientes. »Estas representaciones verbales son huellas mnémicas: en el pasado fueron percepciones y, al igual que todas las hue­llas mnémicas, pueden volver a ser conscientes. Antes de que abordemos el análisis de su naturaleza, se impone una hi-

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pótesis a nuestro p_ensamiento: solo puede hacerse conscien­te lo que ya existió en el estado de percepción consciente; y, fuera de los sentimientos, todo aquello que, originado en el interior, pretende hacerse consciente, debe intentar tras­formarse en una percepción exterior, trasformación que solo es posible a través de las huellas mnémicas».25

¿Exige la inscripción psíquica de la imagen de palabra el pasaje al proceso secundario o se observa ya su huella en el funcionamiento del proceso primario? La respuesta exige que nos pongamos de acuerdo acerca de la función que atri­buimos a la imagen de palabra. Si hacemos coincidir apro­piación de la imagen de palabra y acceso a la lógica del dis­curso, lo que supone una forma bastante elaborada del len­guaje para que se imponga, según la expresión de Cassirer, como «totalidad autónoma carente de toda arbitrariedad», la entrada en escena de la imagen de palabra deberá coin­cidir con la plena elaboración de la instancia que instituye el proceso secundario: el Yo. Si, por el contrario, se admite la existencia de una fase precoz, de una etapa de transición entre el estado de infans y el de niño, en cuyo trascurso se opera la unión imagen de cosa-imagen de palabra y se im­pone un nuevo tipo de información a la actividad psíquica, mientras conserva todo su poder el postulado que define la lógica de la fantasía, se dirá (y tal es nuestra opinión) que algunas producciones psíquicas, aunque estén ya representa­das por una doble inscripción, pueden seguir al servicio de la confirmación de este postulado. La hipótesis que sostenemos puede formularse en los siguien­-tes términos: la representación de una idea exige que la psique haya adquirido la posibilidad de unir a la represen­.tación de cosa la representación de palabra que ella debe a la percepción acústica, una vez que esta últinia pudo con­vertirse en percepción de una significación: la voz del Otro es la fuente emisora de tal significación. El añadido de lo :que ha sido oído a la imagen de cosa da lugar a un sistema ·de significaciones primarias que se diferencia del sistema ca-racterístico de las significaciones secundarias por el hecho "<le que, en el prim~ro, la representación de su relación con el mundo· que forja este sistema de significación sigue orga­nizada de un modo tendiente a demostrar la omnipotencia del deseo del Otro. Esta demostración es la única que puede aportar al fantaseante la certeza de la verdad de su repre­sentación, mientras que en el segundo sistema la prueba de

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verdad se convierte en una exigencia que solo puede ser proporcionada por el discurso cultural, al que definiremos como discurso del conjunto.26

En su obra sobre las formas simbólicas, dohde se define la función de igual nombre, Cassirer escribe:

«El hombre encuentra al lenguaje como una totalidad que posee en sí misma su propia esencia, sus propias relaciones ajenas a toda arbitrariedad individual».

Afirmación inobjetable, pero que solo puede ser enunciada por un sujeto capaz de utilizar la totalidad del sistema lin­güístico para reflexionar acerca del lenguaje. Se impone otra definición, que alude al momento original de este encuentro:

«El infans encuentra al lenguaje como una serie de fragmen­tos sonoros, atributos de un pecho al que él otorga un poder de palabra; el primer aporte de sentido que se debe a estos fragmentos se encuentra bajo la égida absoluta y abitraria de la economía psíquica del infans».

El intervalo temporal que separa a estos dos momentos coin­cide con el tiempo que necesita la psique para pasar de la significación primaria a una actividad ideica, obra del Yo, que tiene en cue.nta las sigl).ificaciones secundarias y el sis­tema interpretativo que ellas organizan. Debernos ocuparnos nuevamente aquí del papel que cumple lo que lo originario torna de la organización sensorial y tarn­bié. del «préstamo» que atribuimos a las zonas-funciones erógenas: referencia necesaria para comprender la primera forma que presenta lo oído en lo originario. El pictograma testimonia la presencia de una capacidad de oír: la actividad vital manifiesta desde un primer momento un poder de ex­citación de la zona auditiva; puros sonidos carentes de sen­tido serán fuente de placer o qe displacer, aunque solo en función del momento de su aparición, que puede coincidir con un estado de placer o de displacer y, evidentemente, a condición de que su intensidad no supere cierto umbral, tras­pasado el cual la excitación se torna fuente de dolor. Mientras nos mantenemos en lo originario, la zona auditiva se rige por el mismo modo de funcionamiento psíquico que toda otra zona erógena. Si, como lo hemos planteado, existe una necesidad de información sensorial cuyo concomitante psíquico es el deseo de volver a encontrar el placer ligado

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a la excitación de las zonas correspondientes, se debe admi­tir la presencia de un placer de oír, que en esta fase no tiene relación alguna con la cualidad significativa de los ruidos emitidos por el medio y que se relaciona solamente con la cualidad sensorial de lo audible. A partir de esta hipótesis, habría sido conveniente estudiar las experiencias de desafe­renciación sensorial auditiva. Hemos visto, sin embargo, que la presencia exclusiva de lo originario en la escena psíquica solo puede prolongarse durante un período extremadamente breve, más relacionado con el concepto de momento que con el de fase. Desde los comienzos de la actividad de lo primario, el ruido, y, añadiríamos, todo ruido, se convierte para este proceso en sinónimo de un elemento que lo informa acerca de la pre­sencia o ausencia del primer objeto que lo primario estima acorde a la espera de la zona-función auditiva: la voz ma­terna como atributo sonoro del pecho, voz cuya presencia se convertirá para el fantaseante en signo del deseo materno, tanto si la zona auditiva experimenta placer como si no lo experimenta. Veremos luego cuáles son las posibles consecuencias de la presencia de una voz que, con excesiva asiduidad, es fuente de displacer. Se debe insistir, ante todo, en la primera fun­ción que atribuirá lo primario al conjunto de las percepcio­nes acústicas: metabolizarlas en una serie. sonora que dé testimonio de la presencia o ausencia del objeto-pecho y del deseo de placer o de displacer que este pecho, representante metonímico de la madre, experimentaría respecto del fanta­seante. Del mismo modo en que el pecho es el represef}tante metonímico de la madre y de todos los objetos dispensado­res de placer, todo placer parcial es, a su vez, representante metonímico del placer del sujeto en cuanto objeto del deseo materno. Que el deseo de la madre espere el placer de tal o cual zona erógena significa, para el fantaseante, que lo que ella desea es su placer global. Por esto, hemos dicho que la presencia o ausencia del pecho será concebida -por lo pri­mario como intención del objeto de ofrecer o de negar el placer. Se debe añadir que es probable que en esta fase no se pueda distinguir la presencia de un pecho, fuente de dis­placer, y la ausencia del pecho, fuente de placer. Corolario de ello será que la presencia de una voz fuente de displacer

. o la ~usencia de toda voz, es decir, el silencio, que se mani­fiesta también a través de una vivencia de displacer, ya no serán diferenciables. Y una posible consecuencia secundaria

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seria convertir todo si:encio en equivalente de una palabra destructiva y, Por lo mismo, intolerable.27

La significación primera y primaria de un deseo de displacer imputado al pecho, en cuanto representante metonímico del mundo, asimila este mundo a un espacio vacío porque se niega a ser catectizado por el sujeto, negativa que se ma-_ nifiesta mediante la desaparición de su escena del único so­porte que puede atraer la libido hacia él, es decir, el objeto del placer. La intención proyectada sobre el pecho de prohibir que el estado de placer sea posible equivale a la proyección sobre este pecho-mundo, ocupante global .del espacio exterior, de una negativa de placer para la psique, que equivale para ella a una negativa que concierne a su existencia. En este caso, la psique encuentra la negativa del mundo, se ve confron­tada con un retiro de lo existente en su totalidad. Se com­prende la intensidad dramática de una experiencia seme­jan te, cuyo eco se manifiesta en la impresión de fin del mundo que se observa con tanta frecuencia en los comienzos de la psicosis. A la inversa, la presencia de un pecho-mundo fuente de placer se significa a través del encuentro con un «pleno» que concierne por igual a todas las zonas sensoria­les, incluida la que nuestro análisis privilegia en este párrafo: la zona auditiva. Sería ilusorio establecer una jerarquía de valor o un orden temPoral entre lo visto y lo oído. Si bien es cierto que el primer material de lo primario es la imagen de cosa, debemos añadir que la representación fantaseada consecuente es figuración de un estado de la psique que acompaña a toda excitación sensorial erógena. La imagen de cosa y la imagen de palabra podrán soldarse solo porque la oreja comienza por «ven> lo oído, y el resultado será que el sujeto sólo podrá ver en tanto pueda «pensarse» como vidente.28 El registro de lo oído y de la voz requiere una atención tan particular debido al sitio prePonderante que ocuparán en la organización del sistema semántico que cons­tituye al Yo. Esta instancia se caracterizará porque todo lo visto, lo percibido, lo vivenciado, se traducirá mediante un sentimiento, condición necesaria para que la percepción exis­ta ante esta instancia; por otra parte, la tonalidad de este sentimiento dependerá, no de la objetividad de lo percibido, sino de la significación proyectada sobre, e interpretada co­mo, la causa de su aparición o de su desaparición. El hecho de que el lenguaje sea recibido en primer lugar como una se!'ie sonora no debe hacer olvidar que, para la voz que habla,

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esta serie es, al mismo tiempo, mensaje, expres1on, imputa­ción de un sentimiento y de un deseo, y que el dueño de esta voz olvida que para el in/ ans los efectos de la voz pertene­cen a un orden totalmente diferente. ,El representante del Otro act4a de un modo que se pretente conforme a su pa­labra obra de lo secundario, operando así la anticipación que proyecta sobre el niño el a priori de un entendimiento cuya condición previa indispensable ella constituye. En lo que atañe a la voz, se produce, en primer lugar, la emisión de mensajes altamente significativos, de expresiones que trasforman la respuesta a la necesidad en respuesta a los sentimientos que la madre experimenta y a los que ajusta su respuesta; en lo que atañe al que escucha, la percepción de elementos sonoros que el proceso primario metabolizará en sigpos que lo informarán acerca del deseo del pecho en relaci6n con él. Estos -signos primarios son el núcleo a partir del cual se elaborará y se organizará el lengua je como siste­ma de significación. Esta organización exigirá una serie de modificaciones qne alterarán el carácter primario del objeto­-voz en cuanto atributo sonoro del pecho, confiriéndole su carácter último, en que se le solicítará a la voz que dé cuenta del derecho de hacerse oír y de tener que someter lo oído y el enunciado a una prueba de verdad. Este lento trayecto, que va de la percepción de una sonoridad a la apropiaci6n del campo semántico, puede dividirse en tres fases, cada una de las cuales proporciona a lo oído y al acto de enunciación funciones específicas que se adtl'Cuarán a las metas caracte­risticas de los tres procc::sos de la actividad psíquica: el placer de oír, el deseo de ·aprehender, la exigencia de significación, objetivo de la demanda del Yo.

2. El placer de oír

Característico del funcionamiento de lo ongmario, este pla­cer, que lo primario modificará uniéndolo al deseo de «Oír» Ja presencia del pecho y del Otro, constituye la condición necesaria para la catectización de la actividad de la escucha a través de este proceso. A su vez, este deseo de oír es el an­tecedente indispensable para que surja un deseo de aprehen­der ,lo que enuncia la voz: este deseo de aprehender implica la· actividad de lo primario-secundario. Mientras se conside­ra el proceso originario, todo sonido se presenta, en y a tra-

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vés del pictograma, como el producto de un «tímpano-pe­cho sonoro» que representa, en el registro de la función auditiva, las dos entidades indisociadas del objeto-zona com­plementario. Se origina así una misma respuesta frente a lo que se oye y que es fuente de un afecto de displacer: tender a la automutilación de la zona-órgano correspondiente. Ello explica, en nuestra opinión, el origen de algunos fenómenos de sordera psíquica que se observan en el autismo infantil y en la catatonía: última defensa que el sujeto contrapone a la voz, con la esperanza de convencerla de su sordera y de que podría así, finalmente, callar. En relación con el signo fonético, Humboldt escribe:

«El signo fonética representa la materia de todo proceso de formación del lenguaje. En efecto, por un lado el sonido es hablado, y como tal es sonido producido y formado por no­sotros, pero, por el otro, como sonido recibido se convierte en parte de la realidad sensible que nos rodea».

Esta definición subraya el carácter perenne de esta doble cara del signo fonético, objeto que, en mayor medida que cualquier otro, se presenta al sujeto como una parte de sí que vuelve a él desde el exterior. Y ello es confirmado por la experiencia, por todos conocida, de la sorpresa al com­probar que hablamos sin que se encuentre presente ningún interlocutor, experiencia a la que se considerará, aunque sea en broma, como signo de una «locura» de índole muy par­ticular: en efecto, sabemos, en nuestro fuero interno, que nadie escapa a ella. Y, sin embargo, la palabra pronunciada estando solo inquieta quizá porque constituye una prueba de la escisión que desgarra nuestra falsa unidad y revela re­pentinamente una separación entre el que habla y el que es­cucha, entre el que emite el consejo, la queja, la exhortación, el comentario del acto, y aquel al que se dirige. Si aplicamos la definición de Humboldt a ese primer momento, su verdad parece evidente: todo sonido emitido, tanto si lo pronuncia el infans como si proviene del exterior, se presenta ante su oído como una producción que el mundo le devuelve, testigo anticipado del placer o del sufrimiento que acompañarán a su permanencia en una escena en la que el discurso es amo. Su propio grito o su propio balbuceo vuelven a irrumpir en su cavidad auditiva como' sonido de odio o de amor del que un pecho-tímpano indivisible sería el emisor. El ,placer de oír es una primera catectización del lengua je cuya única

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condición es la audibilidad de lo percibido, catectización de una única cualidad del signo lingüístico que deja de lado su esencia. Sin embargo, queda el antecedente, único que puede abrirse camino a una segunda forma de percepción de lo Oído, que trasformará al puro sonido en un signo que funda el sistema de l~s significaciones primarias, que organi~ zan las producciones del proceso de igual nombre a partir del momento en que este último tiene en cuenta a la imagen de palabra.

3. Del deseo de oír al deseo de aprehender

La entrada en juego de un deseo de aprehender, en mayor medida que cualquier otro fenómeno psíquico,. señala Ja modificación radical que implica lo primario y la adquisi­ción en la que reposa. En el registro que privilegiamos, esta modificación se manifiesta a través de su posibilidad de trasformar el placer originado en la pura excitación de la actividad de una zona-función por el objeto-voz en un pla­cer ligado a un signo que la voz del Otro ofrece. Signo que se refiere al deseo del Otro y que, a partir de ese momento, es responsable de la leyenda del argumento que la fantasía figura. Esta trasformación de la causa del placer presu­pone el reconocimiento de un pecho como objeto separado. Ya hemos visto que este reconocimiento es necesario para que la organización fantaseada instaure los dos polos de una dialéctica deseo-placer que la mirada, en el exterior de la escena, contempla con alegría o angustia. Dicha dialéctica presupone también el privilegio acordado a aquello que en la fantasía se presenta como puesta en escena de un sentido proyectado sobre el deseo del Otro. Este sentido es el que debe adecuar el afecto experimentado a la lógica del que pone en escena.29 Estas puestas en escena de un sentido re­lacionado con el deseo constituyen lo que designamos como registro de las significaciones primarias, bajo las cuales fun­ciona la lógica de la fantasía. Desde ese momento, la presen­cia de la voz será catectizada o rechazada en función de lo que lo primario le hace decir acerca del deseo del Otro res­pecto del fantaseante. Si-tomamos como punto de referencia

. la presencia de un sonido emitido en el exterior y percibido por· c;;ste proceso, diremos que el placer o displacer conse­cuentes dependen de la función de signo que le atribuye lo

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prímano: lo que lo primario ve y oye es un signo mediante el cual el Otro le comunica la intención de su propio deseo y el displacer, o el placer, a que darán lugar en el fantasean­te. En este registro, el signo remite a la causa que el fanta­seante proyecta sobre la ca.usa de su aparición, de su desa­parición o de su particularidad: remite al sentido que e1 fantaseante imputa al deseo del Otro. Designamos como significación primaria o sistema de signi­ficaciones primarias a la actividad gracias a la cual lo pri­mario organizará las imágenes de palabras presentes en sus puestas en escena para que demuestren la irreductibilidad de un mismo postulado; «El deseo del Otro es la causa de Jo que es puesto en escena y la causa del afecto consecuente en la mirada que contempla la escena». El sistema de signi­ticaciones primarias designa la forma según la cual lo pri­mario se apodera de las imágenes de palabras y las somete a una puesta en relación que asegura que lo que significan nunca contradirá el postulado que funda su «lenguaje». En este mismo «lenguaje» el displacer puede seguir producien­do sentido por ser el objeto al que apunta el deseo del Otro. Que el Otro desee el displacer del sujeto no le plantea nin­gún problema a la lógica de la fantasía. De ese modo, la pa­radoja que lo primario logra anular es la de no poder igno­rar la posibilidad de una vivencia de displacer soportada y preservar la certidumbre de que la causa de toda vivencia de displacer es un deseo. Ya hemos analizado las consecuen­cias de esta solución propia de lo primario. Volvemos ·a ocuparnos de ello en relación con la voz debido a que la hazaña económica que logra lo primario al trasfor­mar al displacer en lo que puede ser meta de un deseo exi­girá, a cambio, la irrupción de una relación perseguido-per­seguidor, en la cual se observa la formulación más pura de la dialéctica displacer del uno-deseo del otro. La clínica de­muestra que el objeto-voz puede desempeñar, con mayor fre­cuencia que otros, el papel del objeto perseguidor:· es difícil no interrogarse acerca de las causas que le conceden este extraño privilegio, incluso antes de retomar el análisis de esta relación en la parte consagrada a la psicosis.

4. Acerca del objeto persecutorio

La clínica confirma la frecuencia con la que este objeto aparece bajo la forma sonora: las voces, la compulsión a

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pensar y a oír lo pensado, la amenaza percibida en determi­nada escucha, constituyen un conjunto de fenómenos pato. lógicos característicos de la psicosis y señalan su relación privilegiada con lo auditivo. Independientemente de la entidad nosográfica responsable de la forma que la particularizará, la relación perseguido­perseguidor nunca está ausente de la vivencia psicótica: lo que demuestra efectivamente que esta relación conserva un muy intenso poder de reactivación. Este poder plantea un interrogante: debemos preguntarnos si el papel privilegiado que puede desempeñar la voz como objeto persecutorio no remite a la facilidad con que, en e.se caso, la respuesta ma­terna (es decir, la realidad del silencio «oído») había con­firmado la puesta en escena que formulaba para sí el fa.n­taseante acerca del deseo materno de privarlo de todo ob­jeto de placer. Confirmación que remplaza el trabajo de mo­dificación que esta respuesta hubiese debido ejercer. Cua­lesquiera que sean las causas que lo motivan, el silencio ma­terno .es una experiencia que todo niño vive repetitivamente, experiencia que será fantaseada como la negativa materna de ofrecer el objeto sonoro fuente de placer; a menudo, ade­más, la madre considera que no debe justificar esta experien­cia y la impone sin saber que lo hace. Pero si en ciertos ca­sos la experiencia del silencio puede cumplir esa acción pa­tógena, ello se debe, ante todo, a las características particu­lares del objeto-voz. Se comprenderá mejot la acción de es­tos caracteres si tenemos presente que el rasgo específico del objeto persecutorio es prohibir toda huida por parte del per­seguido, exigir su presencia constante, desearlo por tratarse del único objeto que puede realizar el deseo de persecución que se le imputa. Ahora bien, si examinamos la función auditiva, comproba­mos la .ausencia en este registro de todo sistema de cierre comparable al cierre de los párpados, de los labios, o al ale, jamiento táctil que permite el movimiento muscular. La ca­v~dad auditiva no puede impedir la irrupción de las ondas sonoras; se trata de un orificio abierto, en el cual, en estado de vigilia, el exterior penetra en forma continua. Sin subes­timar la función que se debe atribuir al trabajo de la inter­pretación en el delirio, este carácter particular de la onda sonora y de su receptáculo explica la gran frecuencia con que• se observa que una primera escucha constituye el mo­mento desencadenante de la entrada en el. delirio. Pero, in­dudablemente, esta descripción de las características espe-

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cíficas de la audición y de su objeto no basta para com­prender la asiduidad con que el objeto-voz puede convertir­se en encarnación del objeto persecutorio. El responsable de ello es un factor mucho más importante. Hemos dicho que la voz de la madre, percibida como manifestación del deseo que se le imputa, decidirá acerca del afecto que puede acompañar a toda percepción. Si sobre esta voz se proyecta una intención amenazadora, todo placer parcial se trasforma en su contrario. El placer de ver no puede acompañarse con la tonalidad amenazadora presente o proyectada sobre la voz. Ahora bien: lo que c-aracteriza a esta voz es el hecho de po­der irrumpir al mismo tiempo que se experimenta el placer de ver, de tocar, de tragar: irrumpir y reforzar el placer o, a la inversa, hacerlo imposible. A partir de ese momento, la escucha del niño estará a la espera de este objeto sonoro que, en relación con otros placeres parciales, asumiría una posi­ción jerárquica. La ausencia de la voz del Otro implica una amenaza en el momento de la realización de toda experien­cia de placer, que no puede experimentarse cuando se acom­paña con un estado de temor. Ello determinará que toda espera de placer parcial se acompañe también con la espera del objeto de placer de la zona auditiva, espera de una voz cuya presencia garantice que no hay por qué temer que irrumpa bajo una forma que impedirá el placer presente en otra zona y lo trasforme en displacer. Por estas causas, la voz puede convertirse en el objeto cuya presencia no puede fal­tar, en el objeto de un placer que debe acompañar a los otros, -añadirse a ellos y quizá, también, el primer objeto par­cial del cual puede afirmarse que se lo espera no por el pla­cer que ofrece a una zona erógena sino en función de su poder sobre los placeres: este le permitirá ocupar un lugar particular entre los objetos parciales, y será posible compro­bar sus efectos cuando el sujeto deba catectizar, no ya a la voz, sino a las palabras que emite como primeros rudimentos de un saber sobre el lenguaje, necesario en toda búsqueda del saber a secas. La psicosis nos muestra las condiciones bajo las cuales pue­den reactivarse estas propiedades de la voz como «objeto del que n.o es posible huir» y como «objeto que no puede faltar»; el objeto persecutorio es también el objeto para el cual el complemento (el perseguido) es una presencia cons­tantemente necesaria, objeto que cuenta . con el poder de prohibirle todo momento y todo movimiento de retirada, que puede irrumpir en cada instante sin que su aparición

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sea previsible. (Piénsese en Schreber cuando habla de los rayos de Dios.) Vemos que la problemática perseguido-per~ seguidor, que solo puede elaborarse después del reconoci. miento de un «exterior a sí» en el que se desplaza el Otro, determina que la acción persecutoria se manifieste ante el sujeto como la prohibición de separarse de ese exterior a sí, de poner distancia entre él y el otro. Es por esa razón que lo originario ignora al perseguidor, que sólo puede ser uná construcción de lo primario. «Amar al objeto malo», tal es el veredicto ignorado que se impone el perseguido.30

La finalidad de este esbozo de la relación que podrá mante­ner el sujeto con el objeto persecutorio era esclarecer la po­sible relación de la actividad primaria con el objeto voz. Ob­jeto que tampoco podrá faltar a partír del momento en que se le atribuye la función de hacerse signo de la intención proyectada inicialmente sobre ,e} pecho, luego sobre la madre en su función de portavoz. Que este signo pueda ser fuente de un afecto de displacer concuerda con la lógica de lo primario, pero, en el lenguaje de lo primario, el hecho de que lo que aparece en lo «exterior a la psique» pueda no ser signo de un deseo es un enunciado informulable: como con­secuencia de ello carecerá para él de existencia todo Jo que en este espacio no puede ser modelado de tal forma que confirme su postulado.

5. Los signos y el lenguaje de lo primario

Esta serie de signos que informan a lo primario acerca de la intención del deseo del Otro constituye el sistema prima­rio de significaciones que dan sentido a las construccio­nes que realiza. Con lo primario comienza a abrirse camino lo 'JUe seguirá constituyendo lo específico y esencial del Jen­guaje: ser dador y creador de sentido. Al pecho primordial percibido como continente del conjunto de los objetos que son fuente de excitación erógena se le añadirá un último atri­buto, que, al agregarse a sus predecesores, los ubica en una relación de equivalencia: este último atributo es su poder de «hacer» sentido, de engendrar los signos que la psique recibe como mensaje de un deseo que, a partir de ese mo­mento, decidirá cuál será el afecto de la respuesta a la exci­tacilm, cualquiera que esta sea. Solo si se convierte en men­sa je de amor del Otro, lo oído podrá ser fuente de placer: el

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oír precede al aprehender, pero el deseo de aprehender-com­prender al signo decide de ahí en más el efecto de lo oído. Como origen de la catectización del lenguaje encontramos el deseo de volver a hallar la presencia de un signo refe­rente al deseo del Otro. Catexia que preanuncia la del signo lingüístico, lenguaje ptjmario de caracteres muy precisos. Si designamos como significante primario, en forma abusiva, a las series fonemáticas escuchadas y que no constituyen aún frases, diremos que lo que caracteriza a estos significantes primarios es el hecho de connotar en todos los casos y exclu­sivamente solo dos «significados»: 1) El primero engloba un conjunto de representaciones dé· quien percibe, que son equivalentes: lo designan como el objeto deseado, aquel cu­ya experiencia de placer es la meta del deseo del Otro. 2) El segundo engloba al conjunto contrario: las representaciones mediante las cuales la experiencia de placer se presenta co­mo meta a la que apunta el deseo del Otro. Esto implica una primera, aunque ambigua, diferencia entre la voz corno objeto libidinal y la significación de lo que ella epuncia y que puede connotar dos significados contra­dictorios. Un primer fragmento del campo semántico se abre camino en la psique gracias a estas significaciones primarias a las que el analista debe su propio descubrimiento del sen­tido del que da testimonio toda fantasía. El Yo puede perci­bir, aunque lo haga para calificarla como a-sensata, la inte .. ligibilidad de la imagen, de un sueño, de una fantasía, de un ensueño, debido a que puede descubrir en ellos la pre­sencia de una razón que, por más que no es la suya, obede­ce de todos modos a cierta lógica. El puede negar esa lógica, considerarla como efecto de un cuerpo extraño (el síntoma) , desconocerla; en todos los casos, sabe que, al hacerlo, se defiende contra la inquietante extrañeza que provoca todo fenómeno que se encuentra demasiado cerca del ser y es a la vez demasiado diferente del conocimiento que se posee de él: ser y conocimiento aluden aquí al propio Yo. Para todo analista, es evidente que Jo primario es una crea­ción de sentido. Más importante es subrayar lo que se ori­ginará en la copresencia de un lengua je en e1 que se encuen­tran presentes significaciones primarias que dan lugar a pro­ducciones psíquicas acordes con la lógica de la fantasía y, ,paralelamente, a produccioñes psíquicas que tienen en cuen­ta las significaciones secundarias, lo que implica un con0-cimiento por parte del sujeto de lo que el signo lingüístico significa para los otros.

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6. Los signos y el discurso de los otros

P.ara que sea posible una distinción entre el signo primario y el signo lingüístico, se requiere que la psique perciba que signos diferentes, y no ya dos signos contradictorios, son emitidos por un mismo enunciante. Esta posibilidad de que una misma voz sea fuente de mensajes diferentes induce a la psique a apoderarse de un determinado saber acerca de la significación no arbitraria del enunciado; ello determina que el signo lingüístico se convierta en el instrumento que podrá ser utilizado por una demanda que, más allá del obje­to esperado, busca en el sí, en el no, en el quizá, la razón de la respuesta proporcionada. Lo que satisface a la demanda ya no es exclusivamente el objeto, o el sí o el no, sino lo que le revela la significación que ella atribuye a la respuesta. Los objetos demandados se convierten en los instrumentos gra­cias a los cuales se manifiesta un deseo que se reconoce como propio o como del Otro: el sí mismo y el Otro ya no son metonimias de los objetos demandados sino que designan al agente que desea, demanda, rechaza, espera, niega, los ob­jetos: la separación entre el registro de la demanda y el re­gistro del deseo sólo encontrará su forma acabada en y a través de lo secundario, pero vemos ya que infiltra el campo de lo primario. Ello tendrá dos consecuencias esenciales:

l. La variedad y la sustitución de los objetos de demanda sobre los que se instrumentará el deseo; lo que implica la posibilidad de que objetos que son parte del cuerpo --el pe­cho, la boca, la mirada, la escucha-, al perder su función privilegiada de soportes exclusivos del deseo, conserven sin embargo para la psique su carácter de existentes y, más par­ticularmente, en lo que concierne al propio cuerpo, sigan siendo existentes cuya actividad es posible preservar. Si se acepta que no habría vida alguna si de un modo u otro, pa­ra una instancia u otra, no estuviese presente un placer de vivir manifestado a través de la catexia de las funciones vita­les, a partir del momento en que la actividad de comer, u otra actividad, deja de ser en forma exclusiva la función necesaria para la ingestión de un signo causa de placer, pu~de existir un intervalo entre el funcionamiento alimen­ticio y la función erógena de la boca -que se manifestará en el contacto de los labios, en la palabra o en alguna otra

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accion-. Corresponde señalar que este intervalo nunca per­mite una deserogenización total de la función alimenticia, que en ciertos casos puede volver a presentar la intensidad de su erogenización primera. Sin embargo, permite que la boca preserve su existencia psíquica como parte del cuerpo propio, y que la búsqueda de un signo, o su rechazo, pueda instrumentarse en un abanico compuesto por toda una serie de otras actividades y de otros objetos soportes de la deman­da infantil. De ese modo, el sujeto se protege del riesgo de tener que renunciar a toda función de ingestión y pone a su alcance una serie de objetos sustitutivos que le permiten preservar determinados placeres esenciales para la vida, tras­firiendo e instrumentando sobre otros soportes su demanda de un p!acer, cuya eventual ausencia ya no coincide obligatoria­mente con la necesidad de rechazar el alimento.31 Otro he­cho igualmente importante es que estos objetos sustitutos permiten una organización más elaborada y estratificada del argumento fantaseado. La organización fantaseada instaura­rá las referencias que le permitirán al fantaseante cohabitar con pulsiones diferentes, no estar fijado ya a un represen­tante exclusivo, ubicar los jalones de una primera localiza­ci6n en la sucesión de sus experiencias, embrión necesario para el acceso del sujeto a la temporalidad, a una historia y a la problemática identificatoria característica del Yo. 2. En el registro de la escucha se manifestará también una diferenciación fundamental. Mientras el signo primario re­mitía a una serie sonora que solo poseía dos significaciones, se añadirá secundariamente la intuición .de que para la que los pronuncia estos signos no son equivalentes, que a través de ella y para ella están vinculados con un sentido que de­pende del tipo de palabras efectivamente pronunciadas. Apa­rece así, precediendo al conocimiento de la significación li­teral del enunciado, un conocimiento relacionado con la posibilidad de enunciados mú1tiples y no idénticos. Este mo­mento de transición señala el pasaje del signo primario al signo lingüístico, y es también momento límite entre una primera forma de la actividad psíquica regida por el postu­lado primario y una forma de actividad que preanuncia a ]a posterior. En la relación con el lenguaje, este momento de transición se diferencia por el hecho de que, como mensaje emitido por el que anuncia, el enunciado puede ser recono­cido como diferente de la significación que le atribuía el sig­no primario, mientras que, independientemente de lo que se comprende de su contenido manifiesto, se le sigue solicitan-

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do al enunciado que atestigüe la verdad del deseo del enun­ciante, que revele el mensaje·de lo no dicho.

Podemos resumir del siguiente modo estas dos etapas suce­sivas recorridas por la actividad psíquica en su acceso al lenguaje:

a. La primera es, a su vez, resultado de una sene de dife­rencias previamente aceptadas:

Sí mismo-exterior a sí. Boca-pecho. Placer del uno-deseo del Otro.

,

Cualquiera que sea el sentido manifiesto de la serie sonora, se la percibe como signo de un deseo del pecho y, entonces, de un deseo del Otro de ofrecer placer, o como signo de su intención persecutoria. Se produce, de esta manera, una percepción de significantes que refieren a solo dos referen­tes posibles.

b. En la segunda etapa, se le reconoce al signo la posibili­dad de significar diferentes cosas para el enunciante, y de sig­nificarlas en función del material particular del enunciado.

La consecuencia será una primera compr,ensión del enun­ciado: sin embargo, la importancia de los fragmentos del sentido manifiesto percibido o la totalidad de la frase com­prendida es menor que la del interrogante que se le plantea al que escucha respecto de la intención del enunciante. Con anterioridad a Ja formulación de un: «¿Qué dice ella?», o de un «¿Qué significación comporta lo que dice?», surge un:

· «¿Por qué habla ella?», «¿Qué quiere decir la oferta de su palabra o la negativa a pronunciarla?». Sin embargo, la catexia líbidinal permanece separada de la búsqueda de significaeión, y conserva la prioridad. Diga lo que diga, la voz será percibida siempre como deseo de placer o como intención persecutoria; el sentido libidinal ha obte­nido primacía sobre la significación lingüística, pero, de to­dos modos, le abre camino: lo hace al inducir a la psique a admitir que esta significación existe, que forma parte del patrimonio del portavoz, y que no deja de relacionarse con la qferta o la negativa presente en su respuesta. A partir de este momento, en que la psique reconoce las significaciones que los otros otorgan a los enunciados, se

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constituirán producciones psíquicas que merecen el califica­tivo con el que Freud designaba a la fantasía. Estas producciones «mixtas» son pensamientos conscientes enunciables y enunciados por el niño que, en un plano dado, respetan y toman en consideración la significación literal de lo aprehendido y de lo dicho, y que, en un segundo plano

. ' muestran ora que lo dicho logra no ser contradictorio con la lógica del postulado primario, ora, en el caso inverso, que el niño al mismo tiempo da fe a otro enunciado, también consciente, que confirma este postulado, enunciado que el observador considera contradictorio con el primero. Y el niño ignora dicha contradicción sin por ello reprimir ningu­no de los dos enunciados. Durante una fase de su existencia, al parecer, el niño se ve frente a la exigencia de apropiarse de un saber acerca del lenguaje y de conocer así la significación del discurso ma­terno, mientras que rechaza estas mismas significaciones en todos los casos en los que contradicen una interpretación que sigue identificando lo que es causa del mundo con la omnipotencia del deseo. Durante un período más o menos prolongado, el niño solu­cionará en forma original esta exigencia contradictoria: es­cindirá la significación y el sentido imputado a lo dicho de modo tal que será capaz de proporcionar una respuesta acorde con la significación de la demanda, al par que otor­gará a su respuesta, aparentemente pragmática, un sentido que solo él conoce. Ello le permite adecuar su respuesta al principio del placer y lograr que no sea contradictoria con el principio de realidad, encontrado inicialmente como una exigencia de los otros. Se verá entonces que el niño, que actúa conforme a las de­mandas paternas y a sus conminaciones, dará a sus actos un sentido que podríamos designar mágico, y que no es más que el resultado de pensamientos acordes con el postu­lado de lo primario. A ese precio, podrá aceptar, por ejem­plo, que se le niegue la posibilidad de jugar con sus excre­mentos y que se le obligue a hacer sus necesidades a horas fijas: la negativa será trasformada en prueba del deseo del Otro de reglamentar su poder de excretar o, a la inversa, la bacinilla se convertirá en un recipiente mágico que tras­forma las heces en oro. Lo contrario también es cierto: el enunciado que expresa el amor de la madre puede ser per­fectamente escuchado e interpretado en nombre de un senti­do que lo convierte en testigo de su deseo de captación.

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Paralelamente a las significaciones manifiestas que el ntno escucha y que utiliza, se desarrolla otra secuencia que él conoce y que redobla al primer· discurso. La designación de la cosa está escindida: a la designación que le atribuye el discurso se le añade el sobrenombre (en el sentido jerárqui­co, sentimos la tentación de decir) que le otorga el discurso infantil y que la convierte en su cosa, es decir, en un objeto provisto de un poder maléfico o benéfico responsable de su respuesta afectiva frente a ella. Debemos insistir en la coM presencia de esta doble designación : su sobrenombre de la cosa y su nombre para los otros no se anulan, escinden de un nuevo modo al objeto que, en forma sucesiva y simultá­nea, puede ser el uno y el otro. Las dos designaciones se dis­tanciarán recién en un segundo momento, en el que se ins­cribirán en espacios separados; previamente, la escisión ope­ra en el interior de lo mismo: misma cosa, mismo espacio, misma conciencia. Ello dará lugar a otra escisión que con­cierne al enunciante que habla y actúa un doble 9.iscurso y una doble acción: doble discurso, ya que en el momento en que acepta llamar padre y madre a sus progenitores y tiene acceso, así, a la significación de estos términos, sigue llamando madre a aquella a la que le dice abiertamente que quiere ser su marido; doble acción, puesto que, al mismo tiempo, puede quizás aceptar beber agua en lugar de leche y decirse que este agua súrgió del pecho materno. Esta doble presencia de una significación secundaria y pri­maria que coexisten a cielo abierto durante una fase de la vida infantil es un fenómeno que exige atención. Da testimo­nio de otra dualidad: principio de placer y principio de realidad, cuyos efectos atraviesan de parte a parte todas las producciones psíquicas más allá de lo originario y señalan que lo secundario, efectivamente, coexiste en un primer momen­to con lo primario y pacta con su lógica. Adecuar el discurso que habla la realidad a la lógica de lo primario es el primer objetivo del proceso secundario. Re­conoce el poder autónomo del discurso, no puede negar que es portador de significaciones, pero intentará interpretar el conjunto del sistema que ellas constituyen según una lógica contradictoria con este mismo sistema. Lo primario presu­pone el reconncimiento de un exterior cuya presencia y se- -paración no pueden ser anulados; lo secundario, el recono­cimi~nto de un discurso portador de significaciones no ar­bitrarias, que lo informa acerca de cuál será el nuevo postu­lado lógico que se verá obligado a tomar en cuenta. En uno

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y otro caso la actividad psíquica pondrá esta información al servicio del propósito que precedía su entrada en escena. El cambio de meta solo podrá producirse a partir del mo­mento en que la nueva meta pueda garantizar que ofrece una mejor forma de placer. Otra forma pero igual resultado: garantizar un~ «p~ma» ?e placer. El proceso primario designa al modelo de acuerdo con el cual funcionará la actividad psíquica ·a partir del momento en el que se impone el reconocimiento de una primera dife­rencia entre dos espacios y dos deseos: primera acción de un juicio de realidad que en esta etapa concierne solamente a Ja separación que puede aparecer entre dos soportes de­seantes, aquel en el que se reconoce el fantaseante y aquel mediante el cual se presenta el deseo del Otro. Esta primera percepción de la posibilidad de una dualidad abre el camino a un trabajo de la actividad psíquica cuyos momentos fecundos coinciden con la asunción de una serie de diferencias que, según el orden temporal, es posible enu­merar del siguiente modo: 1) la diferencia entre dos espa­cios psíquicos; 2) la diferencia entre los d.os representantes de la pareja parental; 3) la diferencia deseo-demanda; 4) la diferencia de los sexos, y, finalmente, 5) la diferencia entre significación primaria y. secundaria. En cada caso, la diferencia reconocida implica que la psique reorganiza el lugar a partir del cual ella se presenta como agente de este reconocimiento; consecuentemente, implicará la reorganización de la representación que forja acerca de su relación con el mundo. Es posible ilustrar así la dualidad principio de placer y principio de realidad, al considerar su relación con el con­cepto de diferencia, diciendo que el principio de realidad está intrínsecamente unido a la categoría de la diferencia mientras que el principio de placer tiende a ignorarla. El primero exige que todo elemento pueda diferenciarse, ser situado en relación con el antes y el después, con lo mismo y la alteridad, con la unidad y el conjunto. A la inversa, el principio de placer organiza un campo en que la diferencia tiende a anularse, el después a presentarse como el retorno del antes, la alteridad como identidad, el todo como ampli­ficación de unidad. Sin embargo, corresponde señalar un hecho que, en nuestra opinión, tiene mayor importancia: en efecto, si el reconocimiento de un «exterior a sí» precede, corno lo hemos afirmado, el comienzo de la actividad de lo secundario, se deduce de ello que el principio de placer y el

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princ1p10 de realidad se encuentran presentes desde un pri­mer momento en lo primario. Lo secundario deberá poner el principio de realidad al servicio de un placer que la ins­tancia que este principio constituirá -el Y o-- sentirá .f'h

toda oportunidad en que su construcción sea acorde con un postulado distinto de aquel que funda la lógica de la fan­tasía. Lo experimentado impone a lo primario el reconoci­miento del «otro lugar»: decíamos por ello que ya supone un juicio de realidad~ y la acción del principio de placer consistirá en adecuar este «otro lugar» a la representación del mundo forjada por lo primario: podría ignorar así lo que determinó la necesidad de su entrada en funciones. El fantaseo propio de lo primario opera a partir de una de­negación, pero la razón de ser de esta última es la existencia de la admisión fugitiva y previa de algo sabido, visto, apre­hendido, que se remodela. Como fundamento del proceso primario, observamos el trabajo de los dos mecanismos f un­damentales del funcionamiento psíquico: la denegación y la escisión. Denegación de la autonomía irreductible de lo «exterior a sí», escisión entre lo que la experiencia preanun­cia y revela y lo que la figuración representa, deniega y se oculta. Estos dos mecanismos, que operan desde que entra en fun­ciones el proceso primario, no desmienten sino que, por el contrario, confirman el mestizaje que les impone la toma en consideración de la imagen de palabra. Desde su entrada en escena, en consecuencia, se debería hablar de un proceso primario-secundario, designando de esa manera al conjunto de representaciones ideicas, o de pensamientos, que poseen la cualidad de lo decible y de lo consciente, al mismo tiempo que pueden seguir sometidas a una lógica en la que prima el postulado de lo primario. · Entre primario y secundario se debe postular la posibilidad de una transacción signada, en una primera etapa, por una instancia en raz de comprender una significación conforme a la lógica del discurso y de responder a un sentido que otorga un poder total al deseo; sería posible considerar que se trata de una. «enfermedad infantil» del Yo, de la que este cura.rá. Y es cierto, en efecto, que ese mismo Yo deberá, no impedir que la representación de este «sentido» se opere, lo que no está en su poder, sino lograr reprimir esta representación cual}do ponga . en peligro la coherencia de su proyecto. De todos modos, r:uando se presta atención a lo que, una vez concluida la infancia, dice el Yo, se comprende y_u~ este úiti-

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roo siga pagando tributo a una representación del mundo que persiste como objeto de una nostalgia que lo lleva, pe­riódicamente, ª soñar que podría reapropiarse de ella, ade­cuarla a su proyecto ... y conducirlo a la misma derrota. La imagen de palabra y el mestizaje que ella impone a estas producciones de lo primario para las que hemos propuesto el calificativo de primario-secundario nos han llevado a ha­blar del Y o, cuyas fúnciones y estructura analizaremos. Lo dicho acerca de esta fase de la actividad psíquica, en cu­yo trascurso asistimos a una coexistencia transitoria de dos representaciones de la relación sujeto-mundo, que secunda­riamente deberán separarse, explica por qué esta separación necesaria nunca es absoluta. No solo la representación pri­maria de la idea puede irrumpir siempre en el espacio del Yo, sino que también el Yo se encuentra bajo el doble do­minio del principio de realidad y del principio de placer: las significaciones primarias de las que el Yo nada quiere saber no dependen de su p.ertenencia al registro de lo pri­mario, ª2 sino del hecho de que conciernan a un «saber», una ilusión o un anhelo que darían lugar, en el Yo, a un senti­miento de displacer porque implicarían un riesgo para sus referencias identificatorias. La particularidad del Y o será poder diferir el pJacer espe­rado e, igualmente, poder huir de su propia tensión y aten. ción soñando con la satisfacción que anhela. Este poder de ensueño es una necesidad de su f uncionamien­to, una exigencia de su estructura, los momentos de tregua durante los cuales suspende la acción, tanto si se trata de un hacer como de un pensar, para soñar la inutilidad de la acción, para volver a dar lugar fugitivamente a la ilusión de una oferta que precedería a toda demanda, de una reali. zación que precedería a todo deseo. Aun en el trascurso de la actividad teórica más catectizada y rigurosa, el teórico puede, y quizá necesita, levantar los ojos e imaginar: el teorema demostrado, el Premio Nobel ofrecido, un viaje a Marte, el retorno del amado. La acción esencial de la represión, obra del Yo, es permitir que estos momentos de coexistencia en la misma instancia de los dos principios sean solo «momentos-enclaves»: reservas de ilusiones gracias a las cuales el Yo vuelve a encontrar sus fu entes y sus precursores familiares, se sumerje de nuevo en su propia infancia, olvida su aceptación de una poster­gación que siempre implica una diferencia entre lo anhela­do y lo obtenido.

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Decir que ya en lo primario se abre camino el princ1p10 de realidad, presente desde que se produce un reconocimiento de lo «exterior a sí», confirma la precocidad del papel ele prótesis que desempeña la psique materna y su discurso que se anticipa al Yo, impone a la psique una interpretación del mundo que implica una violencia para él y permite, así, la organización de un espacio al que el Yo pueda advenir.

Concluye aquí nuestra exposición del funcionamiento del proceso primario. Nuestro objetivo se limitaba a señalar los movimientos de este comienzo de partida que se juega entre la psique y los elementos que le proporciona el discurso del portavoz, partida que prosigue durante toda la vida, y no concluye ni siquiera con el jaque mate que impone la muer­te al discurso del sujeto singular. Su sucesor se verá con­frontado desde un primer momento con la memoria de un discurso del que los otros guardan recuerdo, discurso que imponen al recién llegado bajo la forma de un destino ge­nealógico ya preformado por ellos. El sujeto tendrá algo que decir en relación con este destino, pero aunque expresara entonces ei rechazo categórico de aceptarlo, mostraría aun que su historia, tal como el sujeto la construye, permanece ligada a la respuesta que da a la prehistoria que es solo el reinicio de la historia de los predecesores. Entre el comienzo y el final de la partida,, de todos modos, el juego es siempre agitado e imprevisible: la idea-pensa­miento, la puesta en escena figurada, el pictograma, coexis­tirán en forma simultánea. La continua experiencia corre­lativa a este encuentro entre el sujeto y el mundo se tradu­ce en forma igualmente continua a través de estas tres pro­ducciones. Ninguna de ellas abandona nunca su tendencia y su esperanza dé eliminar toda e-9ncurrencia, de lograr una satisfacción que solo podría ser total si fuese la única pre­sente, y si pudiese hacer callar las exigencias de los otros procesos e instancias psíquicos. Es por ello que el pensamiento, la figuración primaria y el pictograma conservan en forma más o menos abierta una relación conflictiva. Lo que obliga a privilegiar la idea-pen­samiento depende de la relación específica que une la activi­dad de lo secundario con el conocimiento y, también, de la paradoja propia de esta relación. Cuando Lacan afirma que e\ ~ujeto que habla es antes que nada un sujeto hablado, enuncia una verdad indiscutible, pero, en nuestra opinión, esta . afirmación esclarece solo un aspecto del fenómeno.

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En efecto, el descubrimiento de esta condición del hombre ¿no es realizado acaso por un sujeto hablante que logra de~ finir mediante el lenguaje lo que el lenguaje debía en parte ocultar? Al proponer el término «pictograma», ¿no inten­tamos acaso pensarlo y decirlo mediante una hipótesis y una construcción que son obra del Yo? A nuestro parecer, -el origen de la confusión reside en la dificultad del sujeto (in­cluido el teórico) de aceptar que l.o que se encuentra dentro del poder de su conocimiento, y, por ende, del discurso no se acompaña ipso facto de un poder de modificación que la ilusión del Y o querría trasformar . en un poder de pura y simple anulación. Modificar la realidad -psíquica o del mundo- forma par­te, justificadamente, del proyecto del Yo, pero a condición de que se recuerde qué quiere decir modificar. La modificación no destruye lo anterior. Modificar el gra­nero para convertirlo en . biblioteca o el palacio para con­vertirlo en hotel no es destruirlos: es respetar las caracterís­ticas del granero o del palacio pero cambiarlas para hacerlos más aprovechables o habitables. Debemos comprender tanto la necesidad de una modificación que permita que el mundo y el espacio psíquico propios se conviertan en habitables pa­ra el Yo, como los límites que su obra de modificación inevitablemente encuentra. Estas modificaciones que debe­mos al trabajo de «puesta en sentido» del Yo son tanto más esenciales cuanto que esta instancia puede distan~íarse de sus precursoras y la actividad secundaria reducir las pro­ducciones de lo primario que se abren camino entre las propias. · Reducción, sin embargo, no quiere decir anulación: se com­prueba la persistencia de la actividad de lo primario en lo secundario, y la imposibilidad de que estos dos procesos evi­ten un efecto de interacción. Lo que se modificará es el lu­gar cada vez más reducido que otorgará lo secundario a una representación del mundo acorde con un postulado hetero­géneo respecto del propio, sin que pueda nunca excluirla en forma definitiva.

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4. El espacio al que el Y o puede advenir

l. La organización del espacio al que el Y o debe advenir

Todo sujeto nace en un «espacio hablante»: por ello, antes de abordar la estructura del Yo como instancia constituida

···"'----···- -eor el discurso, analizaremos lascondiciones necesarias para que ese espacio le ofrezca al Y o un «hábitat» conforme a sus exigencias. El estado infantil d~terrnina que entre esta psique singular y el «ambiente psíquico» intervenga como eslabón interme­dio un «microambiente» --el medio familiar o el que lo sustituye- que, en un primer momento, será percibido y catectizado por el niño corno metonimia del todo. Ese mi­núsculo fragmento del campo social se convierte para él en ·equivalente y reflejo de una totalidad cuyos caracteres di­ferenciales descubrirá recién al cabo de una serie de elabo­raciones sucesivas. Debemos definir entonces los parámetros característicos de este microambiente, la organización de las fuerzas libidinales que recorren su campo y, más particular­mente, la acción, para y sobre la psique del in/ ans-niño, de los dos organizadores esenciales del espacio familiar: el discurso y el deseo de la pareja paterna. En forma sucesiva, el análisis de ese medio psíquico privile­giado por la psique del in/ ans y que marcará su destino aludirá a estos factores: 1) el portavoz y su acción represora, efecto y meta de la anticipación característica del discurso materno; 2) la ambigüedad de la relación de la madre con el «saber-poder-pensar» del niño; 3) el redoblamiento de la violencia, que impone aquello que, parafraseando a Schre­ber, llamamos «lenguaje fundamental», es decir, la serie de enunciados «performativos» que designarán a las vivencias y que, por ese solo hecho, trasformarán el afecto en senti­mieqto; 4) aquello que, desde el discurso de la pareja, retor­na· sobre la escena psíquica del niño para constituir los pri­meros rudimentos del Yo; estos «objetos» exteríores y ya

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catectizados por la libido son los que, a posteriori, dan naci­miento al Yo al designarlo como el que los codicia, los posee, los rechaza, los desea; 5) el deseo del padre (del niño, por ese niño).

2. El portavoz ~

Este término define la función reservada al discurso de Ja madre en la estructuración de la psique: portavoz en el sen­tido literal del téi;'mino, puesto que desde su llegada al mun­do el infans, a través de su voz, es llevado por un discurso que, en forma s;ucesiva, comenta, predice, acuna al conjun­to de sus manifestaciones; portavoz también, en el sentido de delegado, de representante de un orden exterior cuyas leyes y exigencias ese discurso enuncia. Ya hemos dicho lo suficiente del objeto-voz y de la función que debe la voz a su carga libidinal: podremos interrogar aquí, entonces, al discurso efectivo de la madre, como portador de significa­ción, y volver a ocuparnos de una formulación planteada y dejada en suspenso: el papel de prótesis de la psique de la madre. En una primera fase de la vid.a, la voz materna es fa que comunica entre sí dos espacios psíquicos. Sin duda, es po­sible referirse a la prematuración característica de nuestra especie, lo que no hace más .que confirÍnar que el niño no viviría si, desde un primer momento, los dos principios del funcionamiento psíquico no actuasen en el ambiente en que debe vivir para adecuarlo a las exigencias de la psique. El anf.i lisis ha demostrado que la necesidad de la presencia de un Otro no es en absoluto reductible a las func1on~­le~~ar. Viyir exige, sin slJJda2 la satisfac­ció~er1e ele necesidades de las que el injans nQ...P!!e­de ocupa_!;:se en forma autónoma; pero, ~e exige una respue,-;ta a 1as «~cesidades» de la~ue. De no serasí, y pese al estado de prematuración que o caracteri­za, ~uede, per.fu_ctamente, decidir rechazar la vid~. Tanto si se trata de lo originario como de lo primario, en su principio de funcionam1énto no hay prematuraci6n a~u-~Lo que sorprende es que sU-producción esté, desde l!_n

primer momento, acabada: en el registro de la representa­ción pictográfica y en el de la puesta en escena fantaseada, este infans, que necesitará años para constituir la función

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característica de lo secundario, muestra la perfección y la elaboración sin fallas de construcciones que luego se repeti­rán fielmente. Pero la experiencia analítica demuestra que el funciona­miento de estos dos procesos exige la presencia de un mate­rial modelado por: una tercera forma de la actividad psí­quica, el proceso secundario, que, por su parte, actúa en un espacio heterogéneo. Los materiales de la representabilidad del pictograma, de lo escénico de la figuración, están cons. tituidos por objetos modelados por el trabajo de la psique materna. Es posible afirmar que representante y «director de escena» metabolizan los objetos de experiencia y de en­cuentro en productos radicalmente heterogéneos a la «reali­dad» del objeto; sin embargo, se debe añadir que, para que estos mismos objetos ejerciten su poder de representabilidad y de figurabilidad, se requiere que hayan sido marcados, de un modo u otro, por la actividad de la psique materna. Esta les otorga un índice libidinal y, de ese modo, una jerarquía de objeto psíquico, conforme a lo que llamamos las <<nece­sidades» de la psique. Podemos decir así, que paradójica­mente, el objeto, que se ofrece como único material acorde con el traba jo del proceso originario y del proceso primario, tiene que haber sufrido un primer avatar que debe a los procesos secundarios de la madre. Paradójicamente, puesto que lo que caracteriza a lo originario y ·a lo primario, en su primera fase, será el hecho de ignorar o incluso de borrar el efecto de este trabajo para lograr que lo representado y lo figurado se adecuen a las exigencias de sus postulados res­pectivos, mientras que la huella que la madre deja sobre el objeto constituye una condición previa necesaria para estas dos metabolizaciones. Se reconocerá aquí el aporte de la teoría de Lacan: en efec­to, podríamos decir que el objeto es metabolizable por la actividad psíquica del inf ans solo si, y en la medida en que, el discurso de la madre le ha otorgado un sentido del que su nominación es testimonio. En ese sentido «ingerido» con el objeto, Lacan verá la introyección originaria de un signi­ficante, la inscripción de un rasgo unario. Y es cierto que lo que el inf ans ingiere es también, siempre, una palabra o un significante. Pero po coincidímos con él en lo atinen­te al destino de esta incorporación: lo originario ignora al

· significante, aunque este último constituye el atributo nece­sario para que el objeto se preste a la metabolización radi­cal a que lo somete este proceso. Estas consideraciones con-

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ducen a un problema central rel·acionado con el trabajo de la represión. Si es cierto, como lo postulamos, que lo que el infans meta­boliza en una pura representación de su rela,ción con el mundo es un objeto que inicialmente habitó -para utilizar un término de Bion- en el área de la psique materna, se deduce que se trata de un fragmento del mundo, conforme a la interpretación que la represión le impone al trabajo de la psique materna, remodelado para. tornarlo homogéneo a la organización de lo originario y de lo primario. Ello impli­ca que lo que será metabolizado en una representación a la que la represión no ha alcanzado aún es la representación de un objeto modelado por el trabajo de la represión. Es posible decir, pues, que la psique «toma en sí» un objeto marcado por el principio de realidad y lo metaboliza en un objeto modelado exclusivamente por el principio de placer, pero que en esta operación se manifiesta una diferencia (p. ej., la que separa la satisfacción alucinada de la satisfac­ción real) , un resto (el que induce a la psique a reconocer la presencia de un otro lugar-mismo lugar l[ailleurs-meme-]), que se inscribirá en su espacio a través de un signo. Este no dará testimonio de una realidad físico-objetiva determinada, sino de la interpretación del mundo y de sus objetos carac­terística de la madre, por ambiguo o confuso que sea este testimonio. Lo ~um~Q...$e_Qt_!.~St~r.i~~.E()J:." ~!)1~-~hq 9~ confrontar desde erDrigen a la actividad psíquica con «Otro lugar» que se pre-· S'éntará bajo ta-rt>rfü.a qüeTé. iiñ¡:fo.ne el discurso que lo habla; este -di&cttrso prueba así la acción que cumple la represión. El'"ifuj'er6-débé---I éñcóntrar su lugar en una realidad definida por enunciados que, mientras nos mantenemos fuera de la psicosis, respetan la barrera de la represión y ayudan a su consolidación. Es cierto que lo originario ignora el princi­pio de realidad, que el proceso primario tiende a someter­lo al objetivo del placer; pero también se comprueba que los que tienen acceso al campo de la psique son objetos mo­delados previamente por este pr.incipio, que, de este modo, interviene desde una fase extremadamente precoz de lo pri­mario. Decir que al alucinar el pecho la psique le impone una metamorfosis radical es evidente: también es cierto, aunque distinto, que lo que es metamorfoseado es lo que el pecho r:epresenta para la madre. En este segundo caso, la metamorfosis afecta a una representación que es obra del principio de realidad, principio que, al contraponer su pro-

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pia resistencia a las producciones de lo primario, le abrirá camino a algunos de sus precursores. Por fragmentarios y desorganizados que sean, de todos modos estos equilibrarán la omnipotencia exclusiva y autónoma que lo primario en vano reivindica. La función de _prótesis de la psique materna permite que la psique encuentre una realidad ya modelada por su acti­vidad y que, gracias a ello, será representable: la psique remplaza lo carente de sentido de un real, que no podría te­ner status alguno en la psique, mediante una realidad que es humana por estar catectizada por la libido materna. Solo gracias a est~ trabajo previo, tal realidad es remodelable por lo originario y lo primario. Lo que lo primario o, mutatis mutandis, la psicosis remodefa no es lo real, si por real entendemos lo inconocible de la cosa en sí: remodela la realidad tal como la define el discurso, es decir, la realidad de y pata. -el discurso del Otro, . que es la única que puede prestarse al trabajo de la psique, cualquiera que sea su prin­cipio directivo. En el momento del encuentro inf ans-madre nos vemos con­frontados, pues, con una dinámica extremadamente pecu­liar: a) La madre ofrece un material psíquico que es estruc­turan te sólo por haber sido ya remodelado por su propia psique, lo que implica que ofrece un material que respeta las exigencias de la represión. b) El in/ans recibe este «ali­mento» psíquico y lo reconstruye tal como era en su forma arcaica para aquella que, en su moniento, lo había recibido del Otro. Se cómprueba la generalidad de una oscilación entre la ofer­ta de un ya-reprimido tmsformado en un todavía-no-repri­mido pero que, a su vez, sólo puede volver a convertirse en lo que la represión hará de él porque, de ese modo, reen. contrará una forma que ya fue suya. El efecto de prótesis se manifiesta, en el espacio psíquico del infans, a través de la irrupción de un material marcado por el principio de realidad y por el discurso (lo que pára noso­tros es equivalente), que impóne muy pronto a aquel que no dispone del poder de _apropiarse de ese principio la intui­ción de su- existencia. La psique del in.fans remodelará ese material, pero sin poder impedir que irrumpan en su propio espacio restos que escapan a su poder y que forman los pre­curspres necesarios para la actividad de lo secundario. Re­tróactivamente, serán estos retoños del principio de realidad, testig.os de la presencia, de la· alteridad y del discurso del

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representante del Otro, los que constituirán una instancia y delimitarán su topos en la psique. Sin embargo, evidente­men te no es posible considerar a ese material originado en el discurso de la madre como puro y exclusivo efecto de lo secundario, libre de todas las huellas de su propio pasado. Examinaremos la acción de estas huellas, su efecto sobre ese demandante de objetos que es el infans. Con ese propósi­to, consideraremos qué significa ser madre para ·aquella que acepta la función de tal.

3. La violencia de la anticipación (la sombra hablada)

Volveremos a ocuparnos de nuestro concepto de violencia primaria, tal como lo ejerce un discurso que se anticipa a todo posible entendimiento, violencia que es, empero, nece­saria para permitir el acceso del sujeto al orden de lo huma­no. Precediendo en mucho al nacimiento del sujeto, hay un discurso preexistente que le concierne: especie de sombra hablada, y supuesta por la madre hablante, tan pronto co­mo el infans se encuentre presente, e'la se proyectará sobre su cuerpo y ocupará el lugar de aquPl al que se dirige el discurso del portavoz. Analizaremos, en forma sucesiva, las relaciones que existen entre: a) el portavoz y el cuerpo del infans, como objeto del saber de la madre, y b) el portavoz y la acción de re­presión. Este análisis permitirá esclarecer la problemática identifi­catoria, cuyo eje es la trasmisión sujeto a sujeto de algo re­primido, indispensable para las exigencias estructurales del Y o. Las. desviaciones que puede sufrir este proceso son las que explican lo que distingue a la psicosis de la no psicosis y señalan la función que desempeña una referencia tercera. Es posible afirmar que esta última remite al padre, pero si y en cuanto él mismo se considera, y es considerado, como el primer representante de los otros, vale decir, el garante de la existencia <le un orden cultural constitutivo del discur­so y de lo social; él no debe pretender ser el legislador omni­potente de este orden, sino aquello a lo que se somete como sujeto. En un primer momento, el discurso materno se dirige a una sombra hablante proyectada sobre el cuerpo del in/ ans; ella

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le de.manda a este cuerpo c,uidado, mimado, alimentado, que confirme su identidad con la sombra. Es de ella que se es­pera una respuesta, que no suele estar ausente ya que se la preformuló en su lugar. Con la esperanza de no caer en un optimismo exagerado, el término madre se referirá a conti­nuación a un sujeto en el que suponemos presentes los si­guientes caracteres: a) una represión exitosa de su propia sexualidad infantil; b) un sentimiento de amor hacia el ni­ño; e) su acuerdo esencial con lo que el discurso cultural del medio al que pertenece dice acerca de la función ma­terna; d) la presencia junto a ella de un padre del niño, por quien tiene sentimientos fundamentalmente positivos~ Ese perfil se refiere a la conducta consciente o manifiesta de la madre; veremos que es posible trazar un perfil gene­ralizable de las motivaciones inconscientes de la que desig­namos como madre «normal»: aquella cuya conducta y mo­tivaciones incop.scientes no comportan elementos que po­drían ejercer una acción específica y determinante en la eventual evolución psicótica del niño. En efecto, considera­mos imposible referirnos al rol patógeno que puede desem­peñar la relación de la madre con el niño sin reflexionar previamente acerca de la vivencia de esta relación fuera del campo de la patología, sin profundizar en lo posible el aná­lisis de la función materna tal como debería ejercerse, cua­lesquiera que sean, por otra parte, los. mecanismos de pro­yección que el niño le imponga. Sin este· análisis previo, se cae en un defecto sumamente frecuente en el discurso psi­coanalítico, y en especial en el psicoanálisis de niños. Es una tautología recordar que todo objeto especialmente catectizado es a la vez aquel cuya pérdida posible efectiviza los senti­mientos de angustia del sujeto, aquel al que, sin saber1o, no se le perdonará que haga correr ese riesgo y, por consiguiente, aquel cuya .muerte es posible desear inconscientemente para castigarlo (o castigarse) por el exceso de amor que suscita. En todos los casos, el análisis del deseo inconsciente de la madre por el niño mostrará la coexistencia de un deseo de muerte y de un sentimiento de culpa, la inevitable ambiva­lencia que suscita ese objeto, que ocupa en esta escena el lugar de un objeto perdido; ese retorno se acompaña con el retorno de los sentimientos experimentados en relación con ese primer objeto cuyo lugar ocupa. No solo carece de sen­tid9 considerar a este hecho universal como la causa de la p'sicosis, de la enfermedad o de la muerte del niño, sino que, también se trata de una opción cuyas consecuencias, presen-

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tes en la interpretación del analista, pueden ser sumamente nocivas~ Al actuar de ese modo, se relaciona un aconteci­miento que realmente se ha producido -enfermedad,. muer­te psicosis- con una causa cuya única especificidad es su g~neralidad. A la inversa, existe, efectivamente, un medio fámiliar patógeno: sin embargo, ¿cómo sería posible saber algo acerca de él si no lo referimos a una estructura y a un medio que suponemos que no lo son? ¿Cómo no ver que ia generalización desmiente lo que pretende afirmar? Por ello, nuestro examen del rol materno y de sus efectos deja momentáneamente de lado aquello que, en este rol, es consecuencia de un escollo con el que tropezó la psique ma­terna, el resultado de una falla en su propia estructuración psíquica.

La presencia de lo que designamos como la sombra hablada constituye una constante de la conducta materna. Sombra llevada sobre el cuerpo del infans por su propio discurso, se convierte en la sombra parlante de un soliloquio a dos voces sostenido por la madre. El primer punto de anclaje (que puede dramáticamente convertirse en el primer punto de ~ura) cwtre esta sombra y el cuerpo está representado por el sexo. Sin duda, la madre pOdrá hablar en femenino a la sombra de un cuerpo provisto de pene, y a la inversa, pero, en tal caso, no ignora que existe una antinomia entre el sexo de la sombra y el sexo del cuerpo; puede ocurrir que ello le revele la antinomia que existe entre la sombra y el cuerpo en su totalidad. La ambigüedad de la catexia de la madre en relación con el cuerpo del niño señala esa escisión del niño operada por la madre: nunca el objeto-cuerpo será tan cercano, tan dependiente, hasta tal punto objeto de cui­dados, de atenciones, de interés, mientras que, en realidad, constituye un simple apoyo y soporte de la sombra que se impone como el amado o aquel «a quien amar». En el ho­rizonte del objeto amado se encuentra siempre el equiva­lente de esta sombra presente en el discurso materno pero los distingue una diferencia de muy importantes consecuen­cias: aunque en la relación amorosa, tal como se supone que puede instal);{"arse entre sujetos, la sombra representa la persistencia de la· ideali±:ación que el Y o proyecta sobre . ol objeto, lo que él querría que sea o que llegase ·a ser, de todos modos no anula aquello que a partir del objeto puede im­ponerse como contradicción. Por ello, entre el objeto y la sombra persiste la ~sibilidad de la difereñeía.Elreconoci-. -~----... - ~~·~---·---------------~---- .. ---·-·

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miento de ~!-ª--~ibilidad determina lo que el Y o _vive co­~o duda:_s~_!!:i_~ieí-i.i~~-~agres10n e, in"':~rsamente~oíno pla­cer, alegría, cert~a en los·m.o~~ en los que se -asegura dé la concordancia presente entre la sombra y el objeto. Por el contrario, en la primera fase de la vida, al no dis­poner aun del uso de la palabra, es imposible contraponer los propios enunciados identificatorios a los que se proyectan sobre uno: ello permite, así, que la sombra se mantenga du­rante cierto tiempo ·al resguardo de toda contradicción ma­nifiesta por parte de su soporte (el in fans) . Sin embargo, la posibilidad de contradicción persiste, y quien puede mani­festarla es el cuerpo: el sexo, en ptimer lugar, como hemos señalado, y también todo -aquello que en el cuerpo- puede aparecer bajo el signo de una falta, de una carencia: falta de sueño, de crecimiento, de movimiento, de fonación y, en un momento relativamente precoz, falta de «saber pensar». Toda falla en su funcionamiento y en el modelo que la ma­dre privilegia puede ser recibida como cuestionamiento, re­chazo, de su conformidad con la sombra; en ei·caso límite, se presenta el rechazo inaceptable, la muerte, que privaría a la sombra de su soporte carnal. De ese modo, lá madre -asigna a las funciones corporales un valor de mensaje, vere­dicto de lo verdadero o de lo falso del discurso mediante el cual ella le habla al infans; en todos los casos, su autonomía puede ser experimentada corno negación de la verdad de un discurso que se· pretende justificado por el saber materno acerca del cuerpo del niño, de sus necesidades, de su expec­tativa. Es menester ocuparse de ese saber acerca del cuerpo. Se lo observa, en forma conjunta, en las defensas maternas contra el retorno de lo reprimido propio, en la inducción en el in/ ans de la catexia narcisista de sus actividades funcionales, en el conflicto dependencia-autonomía que, aunque se lo ignore, se encuentra latente en una primera fase de esta re­lación. Constituye, además, el instrumento privilegiado de la violencia primaria, y demuestra lo que determina su ine­vitabilidad: la posibilidad de que la categoría de la necesi­dad sea trasladada desde un primer momento, por la voz que le responde, al registro de la demanda libidinal y que ocupe, de ese modo, un sitio en el ámbito de una dialéctica del deseo.

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4. J}l efecto de la represión y su trasmfsión._

El discurso -de y por la sombra es el que permite a la madre ignorar el ingrediente sexual inherente a su amor por el ni­ño; así, ese discurso intenta impedir el retorno de lo que debe permanecer en lo reprimido, lo que da lugar al atributo funcional unido a todo aquello que en el contacto corporal participa de un placer cuya causa debe ser ignorada: se acu­na al niño porque así se logra hacerlo dormir, y dormir es bueno; se lo lava porque es higiénico o porque la ley lo prescribe; se lo alimenta de acuerdo con un modelo instituí-

. do de buena salud, etc. Desgraciadamente, ello no impide la presencia de fallas: la caricia se da por añadidura, el se­xo puede ser tocado con placer, el beso perderse en la boca. De todos modos, en el discurso materno- todo aquello que habla el lenguaje de la libido y del amor es dedicado a la sombra. Se es tierno, severo, se recompensa o se castiga en nombre de lo que, según se supone, la s0II1bra expresa me­diante el cuerpo; se va incluso más lejos, puesto que se le imputa a la sombra un deseo, que ella ignora, referente a su devenir; de ese modo, el conjunto del programa educati­vo es considerado corno algo que se hace por «SU» bien, al que se presume acorde con lo que será el deseo futuro del pequeño. Lo que llamamos sombra está constituido, pues, por una se­rie de enunciados testigos del anhelo materno referente al niño; conducen a una imagen identificatoria que se anticipa a lo que enunciará la voz de ese cuerpo, por el momento ausente. Para el Y o de la madre, esta sombra, este fragmen­to de su propio discurso, representa lo que, en otra escena, el cuerpo del niño representa para su deseo inconsciente: lo que del objeto imposible y prohibido de ese deseo puede tras­formarse en del 1ble y lícito. Por ello, se comprueba que está al servicio de la instancia represora. El Y o de la madre cons­truye y catectiza ese fra ento- de discurso para_~tta¿__g_':!_e la hb1 o se esv1e del niño actua y retorne acia el de otro ~~preserva a la madre del retorno de un an e o que, en su momento, fue pefeetame-rifé-cons­ci§J'-que luego fue reprimido: tener un hi10 del padre; tras él,sm embargo, y precediendolo, se encuentra un deseo más antiguo cuyo retocno sería mucho más grave: tener un hijo de la madre. ~ra_~~lo que el Yo pudo reel~2~r.ar, reinter retar a partir del seguncfo-anne1o--reprimid0, log~~n­- o así la preclus1on e primero: e -este y de-

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muestra su reelaboración. La madre comienza por dirigirse a ese discurso, forjado por ella misma, que reasegura al Yo en lo atinente al fundamento y la no prohibición de sus ca­texias ; el niño es quien en la escena de lo real da testi. monio de la victoria del Yo sobre lo reprimido, pero tam­bién, y en ello radica la paradoja de la situación, el que per­manece más cerca del objeto de un deseo inconsciente, cuyo retorno convertiría al niño en objeto de una apropiación que le está prohibida al Yo. El conjunto del discurso de la sombra puede situarse bajo la rúbrica de los anhelos [sou­haits]: para el inf ans se anhela un ser, un tener, un devenir; es evidente que este anhelo representa aquello a lo que se ha tenido que renunciar, lo que se ha perdido o lo que se ha olvida~o habe.r anhelado. S,ueño de una recuEer~ción nar­cisista, pero~()_ lí9i~o, quizás el fragmento de sueño per­mitido para iluminar la monotonía de lo cotidiano. Es lícito anhelar que el hijo llegue a ser un sabio notable o que la hija se case con un príncipe, tanto más lícito cuanto que ese futuro conserva el atributo de una cierta posibilidad, sin que por ello se lo perciba como lo posible de la locura. También es lícito que el analista lea en el anhelo la reactivación de una esperanza narcisista y que considere el brillo que se le otorga al objeto como la luz gue el donante espera recibir para sí: la sobrestimación del objeto valoriza a su poseedor de donde procede la función de objeto fálico que nuestro discurso otorga a menudo al niño. No obstante, nos parece ambiguo hablar de una equivalencia pene-niño. La expresión pierde. todo sentido si se pretende hacer participar a todo objeto, codiciado por la mujer, de un brillo fálico y decir, en reM lación con todo objeto codiciado por el hombre, que lo que él demanda al objeto es el atributo fálico con el que podrá dotar a su pene; nada dirá, tampoco, acerca de la relación privilegiada que une a la pareja paterna y, en particular, a la madre con el niño, que representa una prenda muy par­ticular en la relación de la pareja. Si, por el contrario, se pretende aislar al objeto niño como soporte de una catexia privilegiada, se debe admitir entonces que él es, al mismo tiempo, aquello que retorna en la escena de lo real presen­.tando el mínimo de distancia con el objeto del deseo incons­ciente y aquello que, en relación con ese mismo objeto, está provisto de la mayor fuerza represora. En la escena del pro­c.eSb secundario, el anhelo que se expresa en los enunciados del discurso mediante los cuales el Yo materno da un senti­do a su relación identificatoria y libidinal con el niño ocupa

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un lugar determinado: gracias a este anhelo, ese lugar es defendido contra la irrupción del deseo inconsciente y se contrapone a su retorno. Por ello, el inf ans, sq:porte de ese a~o, desempeña el papel de una instancia represora en relación con el deseo inconsciente de la madre o, para ser más precisos, se convierte en un apoyo al servicio de sus defensas. El niño pasa .<.l. ser el dique. que protege ~-J~-dre del ret~re_p_~!rl'!Js!-p __ por __ est'."!:?___l.(.)_9.l!.C __ .el.~ Ju~ a·1a··pa-raa6jica y peligrosa situación eñla: que él se encuen-tfa: al parque OCUfi~CelTugar"más-cef_(iatj2=~1-05jeto .. del-de·­seoiñconsc1ente, se le-éf~!:lªa~<.iue ºº~~~.uHce· su.retomo-:-· La ilusión de la rearización futura del anhelo.sepreseñta-an-te la madre como contrapartida de la realización imposible del deseo inconsciente. La sombra se convierte en una ilu-sión que le permite creer que existe una equivalencia entre la satisfacción del anhelo del Yo y la satisfacción del deseo inconsciente; esta ilusión imanta en su campo la energía li­bidinal y la somete en beneficio de los propósitos del Yo; de ese modo, lo reprimido es alejado y situado en el exterior del Yo. El deseo edípico retorna bajo una forma invertida: que -l este niño pueda, a su vez, convertirse en padre o madre, que ¡ pueda desear tener un hijo. __; Vemos, así, como el enunciado edípico «tener un hijo del ---~ padre» se trasforma en un enunciado que se proyecta sobre el niño mediante la siguiente fórmula: «que llegue a ser pa-dre o madre de un hijo». ___;

5. Conjugación y sintaxis de un deseo

Por el momento, dejaremos en suspenso el rol del portavoz para esclarecer un aspecto de la problemática-dialéctica ca­racterística de la represión, considerada como represión se­cundaria. Analizar las posiciones que serán sucesivamente adoptadas por la proposición «deseo de un hijo», en una se­rie sintáctica que coincide con la evolución d_e las posiciones protoidentificatorias e identificatorias del que «pone en es­cena» y del que «pone en sentido», mostrará cómo se elabo­ra una dialéctica del ser y del tener y cómo se organiza el pasaje de una leyenda escrita por lo primario a los enuncia­dos forjados por lo secundario. No tomaremos como punto de partida lo originario sino el enunciado mediante el cual puede traducirse el propósito

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que opera en la figuración de lo primario: ser el objeto <lel deseo de la madre (del deseo del Otro) . Ateniéndose a la problemática materna, este enunciado señala en el trascurso de la evolución psíquica la siguiente secuencia de trasfor­maciones:

ser el objeto del deseo de la madre-+ -+tener un hijo de la madr~ ~tomar al objeto del deseo de la madr~ ~ser el objeto deseado por el padre~ ~tener un hijo del padre~ ~dar un hijo a un padr~ (y a partir del momento en que se es madre) ~anhelar que su propio hijo se convierta en padre (o ma­dre) (que sea realizado por él un mismo «deseo de hijo»).

Circulan tres términos de parentesco: hijo, padre, madre. Cuatro verbos son representados por <los pares: ser-tomar; tener-dar.

El análisis sintáctico de estas formulaciones demuestra la persistencia <ld mismo complemento directo de los verbos t~ner y ser: el hijo, mientras el complemento indirecto cam­bia. Esta moaificación es provocada por la conformidad que la sintaxis debe preservar con el orden de parentesco de una cultura dada. En lo que se refiere al sujeto que desea -ser, tener, tomar, dar- nos remite, evidentemente, al mismo; sin embargo, en el último enunciado el que anhela proyec­tará sobre otro un ansia que formula en su nombre. El ob­jeto «un hijo» persiste como prenda de un deseo concernien­te al ser y al tener, al tomar y al dar, y ese mismo objeto se convierte en soporte del anhelo que se formula en relación con el hijo que efectivamente se ha tenido. La realización de este anhelo es diferida para un momento futuro: se anhela un niño para el que acaba de nacer. Es posible preguntarse si la primera función de este anhelo no es demostrar que un primer anhelo, «tener un hijo de la madre», que se trasformará en «<lesear un hijo del padre» en el trascurso del pasaje a la dialéctica edípica, quedó sin satisfacer y ha sido trasmitido a otro agente. Se lo com­prueba con mayor claridad si la fórmula «se anhela un hij<(» es trasformada en «se anhela para el hijo un deseo de hijo». Se le garantiza al hijo real su diferencia en relación con un mítico «un hijo» --el que la madre no podía dar

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y el padre negó-, pero él her~~a desde un P,rimer momentr> un anhelo supuestamente relacionado tamb1en con un hijo. ¿Pero qué hijo? Mostraremos que este hijo, introducido por la anticipación del discurso materno, condensa sus represen­tantes sucesivos y, por ello, subsume la forma última que de­be adoptar y las formas primarias, o induso originarias, que presentó en el pasado. El anhelo ubica al niño real en una posición que señala una doble analogía; aquella que formula el anhelo le imputa su mismo anhelo de tener un hijo, pero, al mismo tiempo, an­hela tener un hijo con aquel a quien no es posible dárselo y de quien está prohibido esperarlo. Así, en el registro de lo prohibido el niño ocupa una posición análoga a la ocupada p<>r los primeros destinatarios del deseo de la madre: sus propios padre y madre. La repetición de esta, prohibición --que permanece implíci­ta e ignorada-· ~ separa a aquel en relación con el cual «se anhela» de aquellos de los que «sería posible esperar» el don de lo anhelado. El anhelo es formulado por un sujeto que ha -sufrido el impacto de la represión, se dirige a un cuerpo cuyo poder erógeno que, de hecho, posee para los dos par-­tenaires no se reconoce y también a un cuerpo que, en la realidad, no puede dar o tener un hijo. Esta imposibilidad ayuda a desconocer el pasado que el anhelo exorciza, para compatibilizarse con el propósito que defiende el Yo en su proyecto actual (el proyecto materno) . Mediante la intro­ducción de este anhelo se expresa un enunciado que orga­niza, con ~u sola formulaci6n, al conjunto de los enuncia­dos del discurso materno, hablando «de acuerdo con la ley:i· su amor por el niño: un mismo anhelo trasmite al niño la mismidad de lo prohibido. El anhelo introduce «un hijo» como objeto de deseo pero, de ese modo, la madre se ·asegura y proclama que el niño existente, su hijo, no es la realización del anhelo pasado. Al desearle un hijo, ella lo separa del hijo que ella habia anhe·­lado; le da (y, en primer lugar, se da) la prueba de la no trasgresión del incesto. Del mismo modo, al nombrarle por anticipación lo que solo en un momento posterior será obje­to de su deseo -tei1er un hijo--, ella se designa como la que se negará a darlo y aquella a la que estará prohibido pedír­selo.34 El niño hereda así un anhélo que prueba que él mismo no es la realización del que se ha esperado. Este anhelo lo destrona del título de objeto edípico, incluso antes de que descubra su propio anhelo en ese sentido; el anhelo materni:;

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preanuncia que está prohibido ocupar un lugar que debe permanecer vacante en la escena de lo real. Antes de desear un niño, encuentra la prohibición de ocupar el lugar de un primer objeto deseado que lo identificaría con un primer «niño-objeto mítico» cuya aparición en la escena de lo real se estima imposible. A través de la voz de la sombra hablada la madre se enuncia, y enuncia al niño, las prohibiciones que inicialmente proyectó allí; de ese modo, le significa una prohibición que se anticipa a su propio deseo. Se establece así una relación de reciprocidad funcional, al convertirse el infans y la madre, uno para otro, en agentes al servicio de la represión. La evolución temporal de los enunciados que expresen las prohibiciones posteriores lo confirmarán: en general, no está prohibido que el bebé vea a la madre des­nuda, pero lo estará en el momento en que el niño pueda descubrir que le -causa placer (el «le» remite aquí a los dos partenaires) , descubrirlo, decirlo, decírselo a ella, co:r:i el riesgo de que la voz del niño se convierta en lo que devela la perennidad de un deseo reprimido. Se observa que las pro­hibiciones maternas recubren exactamente el campo de lo propio reprimido e inducen lo reprimido del otro como re­petición del primero. El anhelo que exprese el deseo y la prohibición define un objeto accesible a la catectización del Yo y defiende su superficie contra una intrusión proveniente de la otra escena, intrusión que podría invertir en beneffrio propio el sentido del vector que toma la libido al servicio de los propósitos del Y o. Se constituye así aquello que, al repetir las prohibiciones, repite el anhelo y repite la historia de la especie psíquica; la sombra, heredera de Ja historia edípica de la madre y de su represión, induce por anticipación lo reprimido del niño; gradas a ella el inf ans «habla» a la madre como si la repre­sión ya se hubiese producido. Esta primera etapa muestra la trasmisión de una instancia represora que precede a lo que se deberá reprimir del mismo modo en que la prohibi­ción precede al enunciado mediante el cual el niño expre­sará su deseo de tener un hijo con la madre. Se trasmite así, de sujeto en sujeto, una repetición de la prohibición, nece­saria para la preservación de la heterogeneidad de las dos escenas en presencia y para constituir la barrera que ri;or­ganizará el espacio psíquico del niño .

. Los i;f ectos de esta trasmisión se manifiestan mediante las modificaciones sintácticas que muestran el modo en que un mismo enunciado inaugural es retomado y remodelado, en

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un momento final, que ua su forma definitiva al edificio lingüístico: tan pronto como la psique puede apropiarse de un primer y rudimentario conocimiento acerca de las signi­fí<;aciones de las cuales es portador el discurso del Otro este lo conmina a aprender sus tiempos y sus modos de con­jugación. Hasta el momento, nuestro análisis del anhelo fundamental representado por «un deseo de hijo» se ha referido a las formulaciones que proporcionan acerca de él lo primario )' lo secundario. Es posible remontarse algo más y desenmas­carar su precursor en lo originario. Para ello, se debe modi­ficar su fórmula y escribir: «Se desea un. estado de placer». Este estado, esperado por el deseo, es el representante del ir fans para la psique del infans: lo que se desea es un estado de placer que se realice, el retorno de un «ente», fuente y lugar de placer. Si, como lo hemos planteado en relación con el objeto com­plementario, se admite que en una primera fase es imposible separar en el binomjo zona-objeto complementario al agente y al objeto del placer, puesto que cada entidad es indisocia­ble de su complemento, se debe admitir también que en esta fase no es posible diferenciar aún estos dos enunciados:

«ser el deseado de su deseo» «tener el objeto que el deseo codicia»

Se deduce que una única y misma fórmula «que se sea el objeto de su deseo» va a expresar lo que se quiere ser y lo que se quiere tenu. El primer objeto que se desea tener concierne a un estado de placer (es decir, lo que el in/ans desea ser): al convertirse en poseedor de este objeto, se ob­tiene el reaseguro de ser tal como se desea, de reencontrar lo que se era en el trascurso del estado de placer. Y esto puede expresarse así: «que se pueda tener lo que se fue»; si el deseo del ser apunta a hacer de sí el deseado del deseo, y si lo que el tener codicia es el ser poseedor de lo deseado, se comprende que el tener comienza por apuntar a sí mismo como deseado de su deseo. El discurso choca aquí con un indecible «tenerse» [s'avoir] (no se trata de un juego de palabras, sino de la prueba del cafácter informulable del pictograma) , que determina que el niño sea el objeto de una imposible coincidencia del ser y del tener. En una fase originaria, anterior a la organización escénica,

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que será fruto de lo primario y que será la única que per. mitirá que deseante y objeto deseado se figuren en soportes diferentes, el término «un hijo», ausente en el enunciado constituye implícitamente un soporte del deseo y remite ai propio representante. Este último se encuentra en la posición indecible que lo convierte en el «representado»_ del tener que él ambiciona ser. En el registro de lo originario, ser y tener confirman la relación de especularidad que, en nuestra opi. nión, caracteriza a esta fase. El término «Un hijo», lo no dicho de un primer deseo de tener, se origina Cil lo informulable de un «tenerse» que se­ría el único que podría permitir que la posición de deseado (de sí y luego de la madre) se acompañase con la certeza de un poder omnímodo en relación con el deseo; tener y ser participan de un mismo anhelo imposible. Si, como dice Freud, «tener un hijo de la madre» es la forma primera de un deseo de hijo, ello se debe a que este deseo es, a su vez, la traslación inaugural en el registro de lo primario de lo que concernía a lo originario. El «un hijo» en juego aquí está muy cercano a un sí-mismo del que sería posible reapropiar­se en su calidad de deseado autoengendrado: se lograría así no ser desposeído nunca de lo que se desea tener. Que uno «se quiera sí-mismo», que se autoposea: la estrecha relación de estas fórmulas con la que habla de un deseo que se desea es evidente. Lo que obligará al sujeto a superar la locura de una deman­da semejante es la necesidad de reconocer que no es posible tener lo que se es, pero, a la inversa, es posible demandar y tener objetos sustitutivos, los cuales se convertirán en los signos que demuestran que se es para la madre lo que ella querría tener: el objeto de su deseo. El atributo esencial de los primeros objetos, soportes de las puestas en escena fantaseadas bajo la égida de lo primario, es asegurar al que demanda y al que fantasea que son lo que la madre desea tener: un hijo cuyo placer sería lo que anhela su deseo.

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Si volvemos al enunciado materno, podemos decir que «an­helar un hijo por tener» constituye, sin duda, un enunciado apoyado en un deseo, y que este deseo le certifica al inf ans que no es el simple resultado de un accidente biológico. Se añadirá que el deseo, del que constituye la actualización ig­

. nolada, debe persistir, y preservar al mismo tiempo el in-tervalo que separa al «deseo de hijo» del «deseo de y por

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este hijo». Se manifiesta así una escisión entre «tener un hi­jo», propósito de un deseo irreductible, y el hijo que, una vez que se encuentra presente, no puede pretender ya se­guir siendo el objeto de un deseo de tener (un hijo) reali­zado. Aparecen la persistencia del deseo «tener un hijo» y la imposibilidad de ser, precisamente porque se lo es, el hijo que aún no ha nacido. El reconocimiento de esta escisión por parte del niño presupone que la madre haya efectuado un reconocimiento semejante en relación con el niño, con­dición que le permite a este último recorrer el camino que lo conducirá al deseo de «un hijo» como objeto del anhelo edípico: que el padre dé este hijo por nacer que no se ha podido ser, pero que sería posible tener. Esta fórmula de­muestra que el sujeto ha tenido acceso al registro que sepa­ra ser y tener. Pero, mientras permanecemos en el período anterior a la disolución del Edipo, esta separación no basta para diferenciar a aquel a quien se demanda, y aquel a quien se le reconoce un poder atinente al tener, de aquel a quien se le atribuye un poder de designación atinente al lugar de identificación que su deseo indica. Sin duda algu­na, el hijo demandado al padre o a la madre da testimonio de la renuncia a un imposible «tenerse», pero muestra que el hijo sigue esperando ocupar, en el sistema de parentesco, el lugar reservado al progenitor de sexo opuesto. Veremos más adelante cómo podrá el niño remplazar al padre y a lama­dre con otro sujete de quien en el futuro podrá esperar tener un hijo, apropiándose así de un anhelo diferido. Concluiremos diciendo que el anhelo «tener un hijo» es he­redero de un pasado que convierte al enunciado en la for­mulación del deseo humano, pero que, paradójicamente es­te anhelo, tal como lo pronuncia la madre y tal como se lo imputa al niño es lo que le posibilita a ella situarse como donante prohibida.35 La clínica nos muestra lo que ocurre cuando este anhelo está ausente, cuando no se anticipa en relación con el niño la posibilidad de ese futuro. Es a través de ese anhelo que la madre lo instituye corno heredero de un saber acerca de la d\ferencia que separa al objeto que actualiza un deseo del objeto que le permite al deseo persis­tir. Objeto proyectado siempre en el futuro, en el tiempo mí­tico de un encuentro definitivo entre el deseo y su meta. En el preciso momento en que ella le niega ser el objeto de su deseo, lo convierte en sucesor de un deseo que persiste y circu­la, y a través del cual se le impondrá al sujeto una conjuga­ción del tener y del ser que permita que lo indecible se haga

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decible, y que el enunciado que habla al cuerpo y el cuerpo hablante no se encuentren en una posición de heterogenei­dad absoluta. Concluiremos estas consideraciones acerca de la trasmisión . de la represión mediante un último señalamiento; nuestra teoría nos advierte, justificadamente, contra toda tentativa de generalización abusiva. Pese a ello, el analista considera posible recurrir a interpretaciones que pueden ser aplicadas a una serie de experiencias fundamentales que trascienden toda singularidad. Es lo que ocurre en lo tocan te a la repre­sión, la erogeneidad de las zonas,..funciones, el «mito» pulsio­nal. Pero cabe dar un. paso más: en realidad, la teoría plan­tea un modelo de la evolución normal de la psique que tiene como referencia la similitud del camino que debe seguir el sujeto, desde su nacimiento hasta la disolución del complejo de Edipo. Es cierto que, en el campo de lo consciente, de la .acción, de la reflexión, del placer, y, más en general, en el campo del Yo, nada nos permite privilegiar tal o cual op­ción, tal o cual discurso; se debe renunciar, entonces, a un Yo «modelo» y a un «modelo del Yo», establecidos de una vez para siempre. Sin embargo, poseernos y recurrimos a un saber acerca de lo que sólo puede aparecer en el Yo como signo de una fal1a, al ser testimonio de la irrupción, en su campo, de lo que hubiese debido permanecer fuera de él. En otras palabras, para el analista la función represora es un invariante trascultural y se ·adjudica el derecho de consi­derar lo que se debe reprimir, porque debe permanecer ex­cluido del espacio del Yo, como un carácter generalizable y específico para una cultura dada. Es evidente que, al hablar aquí de represión, no nos referimos a la represión originaria; sobre esta hemos señalado en diferentes ocasiones que no le cabe lugar alguno en el registro de lo consciente; espera­mos, también,. que nadie confundirá a la represión, como factor necesario a la estructura del Y o, con la facilidad con la que los otros pueden someterla a su meta, imponerle un exceso que el Yo, justificadamente y sin saberlo, sufrirá co­mo un abuso de poder cuyas consecuencias le imponen un elevado precio. Estas reflexiones acerca de Ja represión facilitarán la com­prensión del riesgo de exceso en que puede incurrir el por­tavoz.

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6. La violencia de la interpretación: el riesgo de exceso

El efecto preformador e inductor sobre lo que se deberá re­primir e~ la. consecu~ncia esencial de la acción ~nticipato­ria constitutiva del discurso de la madre y del discurso en general. Esta anticipación ofrece al sujeto un don sin el cual no podría convertirse en sujeto: desde un primer momento, trasforma en significación -de amor~ de deseo, de agresión_, de rechazo-- accesible y compartida por el conjunto lo in­decible y lo impensable característicos de lo originario. Esta metabolización operada, en primer lugar, por la madre, en relación con las vivencias del inf ans se instrumenta y se jus­tifica, ante ella, por el saber que se atribuye en relación con las necesidades de ese cuerpo y de esa psique. En un punto no se equivoca: para la estructura psíquica es necesario que se opere esta trasformación radical que permite que la res­puesta que el inf ans recibe preanuncie la denominación y el reconocimiento de lo que serán luego sus objetos de deman­da. Esta demanda solo buscará el objeto de la necesidad porque puede convertirse en el signo forjado y reconocido por el deseo humano: sucesor legítimo, entonces, aunque sea al precio de una heterogeneidad radical de lo que la psique demandaba en un primer momento. En ambos casos-, l-0 demandado concierne a lo que la psique espera y busca para lograr que un estado de placer sea alcanzado, y que su deseo encuentre su objeto en la respuesta del Otro~ Esta violencia operada por la interpretación de la madre en rela­ción con el conjunto de las manifestaciones vivenciales del inf ans es, pues, indispensable: constituye la ilustración pa­rad:~mática de la definición que hemos propuesto de la violencia primaria. Su agente es, efectivamente, un deseo heterogéneo: el de la madre que desea poder ser el ofrecimiento continuo, ne­cesario para la vida del inf ans, y poder ser reconocida por él como la única imagen dispensad.ora de amor. Como instru­mento, recurre a aquello que, para el inf ans, y por un doble motivo, es imprescindible y no puede fa1tar si se pretende que haya supervivencia tanto corporal como psíquica. _ De ese modo, lo que la madre desea se convierte en lo que demanda y espera la psique del inf ans: ambos ignoran la violencia operada por una respuesta que preforma definiti­vamente lo que será demandado, al igual que el modo y la

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forma que asumirá la demanda a partir de ese momento. Si nos mantuviésemos en esta fase, no haríamos más que com­probar un invariante que depende de las leyes de la estruc­tura psíquica. A su lado, sin embargo, aparece otro factor igualmente importante para el destino del sujeto: el riesgo de exceso, riesgo que, por supuesto, no siempre se actualiza, pero cuya tentación está siempre presente en la psique ma­terna. En la actualización de la violencia que opera el dis­curso materno se infiltra, inevitablemente, un deseo que, en la mayor parte de los casos, permanece ignorado y negado. Se lo puede formular así: deseo de preservar el statu quo de esta primera relación o, si se prefiere, deseó de preservar aquello que durante una fase de la existencia (y sólo durante una fase) es legítimo y necesario. Lo que es deseado es la no modificación de lo actual, pero, si la madre no logra renunciar a él, este deseo basta para cambiar radicalmente el sentido y el alcance de lo que era lícit9, así como la formulación específica que asume («que nada cambie») facilita, para la madre y para los otros, el desconocimiento del abuso de violencia que intentará impo­nerse a través de ella. ¡Cuántas madres «que siempre se han sacrificado por el bien del hijo» serán consideradas por los demás como madres modelos, mientras el devenir del niño señalará, sin que logre hacerse oír, el abuso de poder que 1o afectó! La tentación de este abuso es constante, lo cual se­ñala la importancia de comprender lo que la madre no querría perder, aunque acepte renunciar a ello, y el peligro que representa esta tentación ante el exceso. Si nos limitamos a analizar la superficie del fenómeno, lo que ella no querría perder se discierne con facilidad: un lugar que nadie puede acordar, el de un sujeto que da la vida, que posee los objetos de la necesidad y dispensa todo aquello que, según se supone, constituye para el otro una fuente de pla­cer, de tranquilidad, de alegría. Hemos dicho que, en un primer momento, la madre busca, y encuentra, la respuesta que confirma su derecho a reivindicar este triple poder pa­ra su papel en el buen funcionamiento de las actividades del cuerpo. Pero, muy rápidamente, aparecerá una nueva actividad que, por su parte (no debe olvidárselo), también era esperada desde siempre y preanunciada por ei discurso materno: la actividad de pensar .

. La «buena» o «bella inteligencia», mens sana in corpore sano/ se convierte en el último fruto esperado de este cuerpo cuidado, alimentado, acunado, educado, con la esperanza,

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podríamos decir, de que ofrezca a la actividad de pensar el sop<>rte óptimo. No querernos afirmar con ello que la salud 0 la belleza pierden todo valor: solo pueden conservarlo sin embargo, si (y en la medida en que) la madre tiene 1-.:. certeza de que la «capacidad de pensar» del niño responde, como mínimo, a la norma y, de ser posible, la supera. La primera consecuencia será que se espera al poder de inte­lección como el que confirmará a la madre el éxito o fraca­so de su función materna. El conjunto de los objetos-fun­ciones parciales, que han servido como prenda en la relación pregenital madre-hijo, encontrarán su jerarquia definitiva en la significación que les proveerá este poder que decide, a posteriori, un sentido retroactivo que les concierne. La se­gunda consecuencia será que el tiempo que precede a las manifestaciones de la actividad de pensar nunca es vivido en forma neutr·a: no solo una. cantidad de signos variados serán interpretados de antemano por la :madre como prueba de que él piensa, sino que las primeras manifestaciones efec­tivas de esta actividad, el aprendizaje de las primeras pala­bras, el pragmatismo de las primeras respuestas, serán ace­chados como garantía de la evitación del riesgo fundamen­tal: que él, o que ella, hubiese podido no saber pensar. Si nos limitásemos a este análisis, no haríamos más que com­prender con mayor precisión una de las formas privilegiadas que puede asumir la ansiedad materna y la sobrecatexia que puede afectar al saber-pensar; pero omitiríamos así un he­cho esencial: la madre sabe, por experiencia propia, que el pensamiento es, por excelencia, el instrumento de lo que puede ser disfrazado, de lo oculto, de lo secreto, el lugar de un posible engaño que no es posible descubrir (ni tampoco pronunciarse sobre él). No es posible ocultar la negativa a comer o dormir, no es posible ocultar que se ha defecado, pero quizá sería posible ocultar que se finge amar, comprender o, a la inversa, que se finge no comprender o no desear lo prohibido. Contraria­mente a las acti\·idades del cuerpo, la actividad de pensar no solo representa una última función cuya valorización supe­rará a la de sus antecesoras, sino que es la primera cuyas producciones pueden ser ignoradas por la madre y, también, la actividad gracias a la cual el niño puede descubrir sus mentiras, comprender lo que ella no querría que se sepa. Vemos como se instaura así una extraña lucha en la que, por parte de la madre, se intentará saber qué piensa el otro, enseñarle a pensar el «bien», o un «bien pensar», por ella

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definido, mientras que, en lo tocante al niño, aparece el pri­mer instrumento de una autonomía y de un rechazo que no ponen directamente en peligro su supervivencia. A menos que se lo pague con la propia vida, no es posible negarse durante mucho tiempo a comer, defecar, orinar, dor­mir: pero es posible intentar preservar un espacio solitario y autónomo en el que se puede pensar lo que ella no sabe 0

no querría que se piense. Debe recordarse q_ue, al comienzo de este análisis del rol materno, hemos considerado que era posible definir lo que sería la conducta normal, designando así una conducta que, en caso de ser lo único en juego; no induciría en el niño reacciones psicóticas (lo cual no quiere decir que, con ellol el niño estaría a resguardo) . En esta conducta hemos privilegiado las constantes más sus­ceptibles de trasformarse en inductoras de una respuesta psi­cótica, infantil o no: lo que las caracterizaría sería el hecho de ser las más aptas para que, a través de una simple acen­tuación de la función, se manifieste un exceso de violencia por parte del deseo de la madre y de los otros, exceso que la psique del niño tendrá dificultades para evitar o superar. Se comprueba cuán frágil es el intervaló que, en esta fase, separa lo necesario del abuso, lo estructurante de lo deses­tructurante. El ahálisis de la relación de la madre con la actividad de pensar del niño permite ejemplificar los caracteres singula­res de esta relación. Permite, en efecto, poner de manifiesto el propósito del exceso, cualesquiera que sean el momento en que aparezca y la forma que asuma. A partir del momen­to en que se produce (momento que, por lo general precede al «poder pensar» del· niñQ) ese propósito, en todos los casos, es lograr que la· actividad de pensar, presente o futura, con­cuerde con un molde preestablecido e impuesto por la ma­dre: esta actividad en la que el secreto debe ser posible ten­drá que convertirse en una actividad sometida a un po­der-saber materno: en sus producciones, solo ser'án legitima­dos los pensamientos que el saber materno declare lícitos.:;6

En los casos, felizmente mayoritarios, en los que la madre no ha sido cu:lpable de exceso alguno, se comprueba que el co­mienzo de la actividad de pensar suscita en ella tres res­puestas constantes:

l. 'Esta última expresión de una nl)eva actividad, cuya adqui­sición el niño demuestra, es continuación de funcion.es cor­porales a las que la madre había otorgado desde un pri-

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mer momento una significación que les permitía pasar del registro funcional al · reg~_stro libidinal; por ello, es posible decir que la zona pensante y su objeto, el pensamiento, ocu­pan en un primer momento, para ambas psiques, una posición aná~oga a la que caracteriza a las otras zonas-objetos par­ciales. 2. La analogía es defectuosa en un aspecto: se impone una jerarquía que atribuye a esta última función el poder de cris­talizar el conjunto de las respuestas que la madre esperaba del cuerpo, como testigo de la justificación y de la ~ficacia de su función materna. Así, el pensamiento del niño se con­vierte en la vía regia que le indica a la madre la respuesta, rechazo o aceptación del niño a lo que ella espera. 3. La madre percibe a esta actividad como coextensa con un riesgo. Mucho antes de que se manifieste bajo su forma ca­nónica, la madre la espera y, al mismo tiempo, le teme. Lo que espe.ra es la prueba por excelencia del valor de su fun­ción; ·lo que teme es verse enfrentada por primera vez ante una pregunta del niño a la que no podría responder: «¿Qué piensa verdaderamente él?». Pregunta que r~ra vez ella se plantea en forma explícita, pero que mina el terreno en el cual ella habí<,t acompañado y posibilitado sus primeros pa­sos. Tan pronto como él piensa, ella sabe, aunque lo olvide, que se ha perdido la trasparencia de la comunicación, el sa­ber acerca de la necesidad y el placer del cuerpo. Que tras­parencia y saber son pura ilusión es el veredicto del analis­ta. En general, y en un primer momento, la madre cree en ello; y es necesario que, parcialmente al menos, la ilusión haya existido y le haya dado crédito.

Estas tres respuestas están siempre presentes; tan pronto con10 una sola respuesta supera su duración legítima o peca por exceso, en relación con las otras dos, se pasa del deseo lícito y necesario al deseo de no cambio que le dará el poder de privar al niño de todo derecho autónomo de ser, prohi­biéndole el derecho a .un pensamientb autónomo. En efecto, el justo rol de estas respuestas es posible sólo si ellas respetan un mismo invariante referente a su destino: renunciar a tener un lugar en el devenir de la relación ma­dre-hijo, aceptar favorecer la variabilidad de la relación, renunciar a una función, que en su momento fue. necesaria, en beneficio del cambio y del movimiento de la relación fu­tura. Futuro que cambiará radicalmente lo que está en jue­go en una partida que exigirá la participación de otros par-

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tcnafres, que la apuesta circule y que, si en el fu tu ro se pro.. duce un retorno a un partenaire privilegiado, ya no sea el que había desempeñado ese rol en el pasado ni otro que re. tome un rol exclusivo equivalente. Este invariante que debería respetar el destino de la relación puede ser rechazado por el niño, por la madre o por ambos. Et rechazo por parte de la. madre se origina siempre en la tenacidad con la que una de las tres respuestas, o las tres, se nieg·a a modificarse. La persistencia de· su presencia da lugar a lo que se podría designar como el «invariante» de las estructuras familiares más aptas para determinar un modo de vida al que se calificará como psicosis. Debemos señalar, además, que en este caso el término de invariante ~~ un abuso lingüístico: en efecto, no es posible hablar de una re­lación idéntica. Lo que no varía es la negativa de la madre a aceptar un cambio en su modo de relaci6n con el niño, la negativa a aceptar que sus enunciados puedan ser cuestio­pados y cuestionables, la imposibilidad de considerar al cam­pio de otro modo que no sea como destrucción del presente y de todo futuro: p<>r parte del niño, a esta exigencia mater­na le responderá Ja imposibilidad de hacer coincidir o, al f:nenos, cpncordar, lo que el discurso materno dice efectiva­jnente f que puede variar) con el referente que él pretende designar y encontr4!lr en la realidad tanto si esta se refiere a la realidad del mundo como ·a la realidad psíquica del niño. En este tipo particular de estructura familiar se observa siem­pre la presencia de una contradicción que se da entre el discurso efectivamente pronunciado por la madre y lo que él pretende connotar, por un lado y, por el otro, lo que la realí­dad de 1,as vivencias familiares le impone al niño como re­conocimiento de una verdad imposible -imposible, ya que reconocerlo convertiría a la totalidad del discurso materno en algo falso-. En la última parte de nuestro trabajo retomaremos el aná­lisis de los efectos y de las causas de esta contradicción.

7. El redoblamiento de la violencia: el lenguaje fundamental

Reinos visto que las fuerzas que organizan este espacio psí­quico exterior al que el Y o deberá advenir determinan que el medio familiar represente un lug,ar de transición necesa-

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rio. Es por ello que nuestro análisis atribuye gran importan­cia a los dos pilares que lo sostienen: la pareja parental y su discurso. Mas allá de sus fronteras, sin embargo, se ob­serva la acción de un tercer factor al que el infans, la pare­ja y los otros también se encuentran sometidos: la q1;le se debe al efecto del discurso. Al examinar la función. del dis­curso materno y de su anticipaciórt, hemos privilegiado aque­llo que, del deseo materno, de sus prohibiciones, en una pa­labra, de su problemática personal, puede instrumentarse a través de su voz y de este camino. Hemos separado lo que corresponde al orden de una violencia necesaria de lo qu<­se origina en un exceso cuyos efectos, negativos para el Y c._ se expresarán en la psicopatología del que los sufre. Esta a1> ción estructuralmente necesaria de la violencia primaria op1~­rará en dos momentos sucesivos, escansión temporal que re· cuerda la que Freud planteaba en relación con la problem:~­tica de la castración. Sabemos que Freud distingue, en este caso, dos factores y dos momentos: aquel en que la madre profiere la ·amenaza de castigo y designa al padre o a un sustituto como el agente de su eventual realización, y aquel en que esta amenaza se hace efectiva y operante para el niño confrontado con Ja visión del sexo diferente. Personalmente, en lo que se refie­re a la castración, consideraIDos que este esquema deberla. ser reexaminado, aunque creemos indudable que en él la relación «oido-vistO» desempeña un rol esencial. Lo hemos evocado debido a que en el registro de la vivencia primaria nos vemos, efectivamente, ante una acción en dos tiempos, el segundo de los cuales otorga su forma final a la ejercida por la anticipación de un discurso que le habla al infan.~ mucho antes de que este último hable al lenguaje. Este re­doblamiento culminará la acción del discurso en el campü que aquí nos importa: permitir e inducir el pasaje del afecto al sentimiento. Esta acción, por su parte, es también una. exigencia estructural ligada a la prematuración lingüística. específica del hombre. La apropiación por parte del niño de un primer saber acerca del lenguaje marca un viraje deci­sivo en la relación del sujeto con el mundo, redobla un pri­iner encuentro boca-pecho, deseo de sí-deseo del Otro, a.l ubicar en este caso frente a frente a la vivencia afectiva y a la de-signación de- la que será necesario apropiarse para ade­cuarla a la realización de la demanda. A partir de ese mo­mento, esta última se convierte en el apoyo fundamental, in. cluso si es engañoso, al que deberá someterse el deseo en

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m búsqueda del objeto. Al anticipar lo que estaba en juego, ·~.;.• hem<:>s mostrado lo que separa, en lo que se refiere al niño, :J el efecto de significación del efecto- de sentido y la originali­dad de la primera respuesta que él forja. Analizaremos a continuación lo que en ese momento habíamos callado: la acción del discurso, independientemente, en este caso, de las modificaciones que siempre opera en él el deseo de los que lo hablan. Decir que existe un «ya presente» del discurso de cuyo ori­gen nada puede saberse implica, como corolario, la presencia de los límites que definen el espacio en cuyo interior el Y o encontrará sus enunciados identíficatorios. Límites infran­queables que contienen el conjunto de las posiciones identi­ficatorias que puede ocupar el Yo en una cultura dada, in­cluso las posiciones del sujeto llamado psicótico. Este ca­rácter infranqueable es el que condiciona la posibilidad de la psicosis. Es por ello que forma parte de los fenómenos que definen lo humano:- la locura manifiesta la forma ex­trema del único rechazo accesible para el Yo. Encerrado en un lugar que, no más que cualquier otro, el Yo no puede trasgredir, le queda el poder de rechazar el orden de rela­ción que rige al conjunto de los enunciados para los otros; no puede situarse fuera del espacio, puede negarse a reco­rrerlo de acuerdo con un trayecto definido, puede ignorar las direcciones prohibidas y preferir perderse en caminos sin salida: nada menos, pero tampoco nada más.

El lenguaje fundamental (los límites impuestos a los enunciados identificatorios)

Creemos -nos asiste el derecho a hacerlo-- que la totali­dad del discurso tiene una función identificante. Sin em­bargo, si estudiamos su modo de acción, en este conjunto se aíslan dos subconjuntos que desempeñan un papel funda­mental en el registro identificatorio: 1) El primero com­prende los términos que designan al afecto que,_,a través de este acto de enunciación, se trasforma en sentimiento. 2) El segundo comprende los términos que designan a los elemen­tos del sistema de parentesco para una cultura dada. Tam­bién en este caso, la enunciación de un único término com­porta implícitamente al orden total del sistema y designa la posición relacional que liga al término designado con el con­junto de los otros elementos.

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Estos dos subconjuntos designan lo que llamamos el lengua­je fundamental, que Sc?~eber descri~"; como la le~gua ar­caica que habla la voz d1vma; la elecc1on de esta designación no constituye solo un homenaje a la intuición de Schreber sino también un modo de subrayar aquello mediante l~ cual se ejerce el poder esencial del lenguaje como acto iden­tificante. En esta parte, nos ocuparemos solamente del primer subcon­junto, y ello por tres causas: a) Temporalmente, lo conside­rarnos primero. b) La consecuencia esencial de su apro­piación pür parte del sujeto se manifiesta a través de un efecto a posteri.ori, al que se deben las primeras referencias identificatorias del Yo. c) El análisis del subconjunto que se refiere al sistema de parentesco debe ser incluido en el del registro simbólico del cual es indisociable.37

En esta infraestructura del campo lingüístico, separamos lo que se refiere a la designación del afecto de lo que se refie­re a la designación de los elementos del sistema de. parentesco, mas no debe olvidarse que su suma es necesaria para que se cumpla la acción identificatoria característica de lo que lla­mamos lenguaje fundamental.

La designación áel afecto y el a posteriori identificante

El lenguaje, y no la voz materna, impone al sujeto una se­rie de términos que son los únicos que permiten hablar el afecto sentido, comunicarlo y, a ese precip, obtener del Otro una respuesta conforme a lo que será, en adelante, lo de­mandado, no ya simplemente lo manifestado. Amor, odio, envidia, alegría, sufrimiento, goce; ¿quién pue­de pretender afirmar la presencia de una identidad entre las vivencias de los que dicen estar dominados por tales afec­tos? Nadie, salvo una ley, preexistente al conjunto de los sujetos que liga estos significantes a un significado que se supone designa a ese afecto. Se distingue así un sector lin­güístico en el que un mismo signo remite a referentes cuya equivalencia nada garantiza, lo cual redobla la viólencia que el «tener que hablar» impone a la psique. Cuando Schre­ber describe la lengua fundamental como un alemán arcai­co y poderoso, caracterizado por su riqueza de eufemismos, y, cuando, para ilustrarlo, elige el siguiente ejempl0: «recom­pensa queriendo decir castigo, veneno alimento, jugo vene­no, profano sagrado»,38 es lícito pensar que resuena en sus

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oídos el recuerdo confuso de una primera serie de signifi. caciones mediante las cu~es se lo había obligado a definir lo vivido mediante su contrario: lo que Schreber descubre como una particularidad del lenguaje de Dios es la «inepcia» de un término que designa mediante su contrario lo que pretende designar. _ La riqueza de los eufemismos lo remite a la malignidad de µna voz divina que .traiciona, según cree él, el orden de la significación. Lo que ella llama alimento es el veneno, la satisfacción de la necesidad se realiza a través de la destruc­ción del cuerpo: más allá se perfila la violencia que obliga a llamar amor, recompensa y alegría a lo que acompaña la representación de un cuerpo propio despedazado por el de­seo de destrucción de Aquella que da el alimento. Es en el registro de la nominaci6ri de los afectos que un Dios, que, «por naturaleza, sólo tiene un conocimiento del cuerpo-ca­dáver», ejerce un abuso intolerable; la consecuencia es el derrumbe de la función de significación. Las experiencias más corrientes nos demuestran que, para todo sujeto, en el registro de los afectos la expresión y la significación son el suelo movedizo sobre el que avanza acechante y ansioso el acto que sería signo y prueba de la verdad del enunciado.39

En ese sector, flota siemp,re sobre el signo lingüístico la som­bra de la duda. El sujeto se acomoda fácilmente al hecho de saber que nada le garantiiza que lo que su mirada define co­mo «rojo» o «verde» sea idéntico a lo que percibe la mirada de otro; está dispuesto a designar como mesa, vaso, perro, a los objetos así llamados. Por el contrario, ha aprendido a expensas de sí mismo que el «yo amo» que pronuncia o que se le ofrece no puede garantizarle la confiabilidad y la iden­tidad de un afecto del que, por otra parte, nada puede de· cir si se niega a recurrir a esos mismos términos. Ello deter­mina su búsqueda de signos que prueben la verdad del enun­ciado libidinal. ¿Pero a qué lo remiten esos signos, una vez encontrados? ¿A qué certeza? Objetivamente, solo pueden referirlo a lo que representan en función de su problemática afectiva, de su cultura, de su modo de ser, para quien es su agente. En último análisis, el único soporte de la prueba es la con­fianza, la credibilidad que el sujeto acuerda al enunciado en nombre de criterios subjetiVos, y nunca objetivos; no conoce, por otra parte, la historia que lo ha inducido a pri­vilegiarlos. Por ello, el sujeto oscila entre los momentos de certeza y los mamen tos de duda, y llega a una transacdón con

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es.e sector de lenguaje~ transacción que protege, en la me­dida de lo posible, la economía de sus catexias, en el campo de los afectos y en el de la significación. Abramos aquí un paréntesis para subrayar .uno de los ras­gos particulares del goce: experiencia privilegiada en la que la prueba de verdad del enunciado constituiría una garan­tía para una certeza del cuerpo, apariencia engañosa de una coincidencia ilusoria que constituye una de las razones de la extraña relación del sujeto con el enigma que le plantea el goce del otro sexo. Valorizado como prueba del deseo del que espera ser el objeto y el donante (lo que determina que con gran frecuencia los sujetos imaginen que los del otro sexo son superiores o más logrados), constituye el enigma cuya presencia se puede olvidar durante el acto de goce. Querer saber lo que experimenta el otro-de-mí-diferente que utiliza un mismo término para designar lo que no puede ser lo mismo: alteridad que me priva de la certeza de una prueba que el cuerpo por si solo hubiese podido proporci~­nar, y que da nuevo impulso -a la búsqueda de lo que podría certificar la conformidad entre el enunciado lingüístico y el afecto del que habla. Gozar sigue siendo posible debido a que, en el momento en que el goce se realiza, el sujeto ol­vida la pregunta que sólo se planteará a posteriori. Durante Ja fugitiva unión de dos cuerpos (expresión que se debe en­tender en el sentido propio de una parte de un cuerpo que colma una abertura del otro), el sujeto puede permitirse no diferenciar lo que ocurre en uno y otro. Lo que mediante m propio órgano sexual el hombre experimenta en su cuer­po y lo que el cuerpo del partenaire siente gracias a ese mis­mo órgano pueden presentarse bajo la forma de lo idéntico durante el tiempo de un goce que, efectivamente, elimina el espacio que separa dos cuerpos. Solo en un momento pos­~erior la pregunta resurgirá con su carga de duda e inquie­tud. Los perjuicios ocasionables, más allá de un umbral dado, se explican por ser la consecuencia de una experiencia olvidada pero cuya cica tri~ nunca desaparece (experiencia que, en algunos casos, puede conducir al sujeto al borde de la locura). Es responsable de esta cicatriz la conexión impuesta por la lengua fundamental entre el significante y el significado, la voz y el enunciado, la designación del sentimiento y el afee,. to que él nombra. A partir del momento en que el sujeto acepta conjugar, aunque solo sea en presente, el verbo amar, aborda una tierra extraña que únicamente lo aceptará si

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olvida de una manera radical su suelo original. Lejos de reducirse a la designación de un afecto, el sentimiento es su interpretación en el sentido más vigoroso del término, que liga una vivencia inconocible en sí a una causa que se su­pone acorde con lo que se vivencia. Ahora bien, hemos visto que lo que se vivencia es, también, lo que ha sido inicialmen­te interpretado por el discurso del Otro y de los otros, por el recurso a lo que podría aparecer como una serie de falsos silogismos que refieren a una misma cosa todo lo que se ma­nifiesta bajo apariencias similares. La afirmación: «Todas las personas vestidas de negro están de luto» puede pravo.. car risa, pero, ¿qué la distingue de las siguientes: «Toda necesidad satisfecha es fuente de placer», «Todo grito es un llamado dirigido a la que está ausente», «Todo movimiento es un signo de inteligencia dirigido a la madre»? En cierto sentido, todas ellas son igualmente abusivas y forzadas; en otro, sin embargo, lejos de ser reductibles a un falso silogis­mo, representan el precio que se paga al don y a la creación de sentido característicos del lenguaje. El deseo de una con­formidad entre el afecto y el sentimiento implica la creen­cia ilusoria de que existiría la posibilidad de conocer algo que se encuentra doblemente fuera del lenguaje. En efecto, se trataría no solo de conocer lo que pertenece a lo exterior al lenguaje, sino también de poseer un saber que podría no formar parte de lo decible: es evidente (y hemos insistido en la importancia de este hecho) que existe una in­terpretación del mundo y una inscripción de lo experimen­tado que preceden e ignoran a la imagen de palabra; sin em­bargo, ello no impide que el Yo -o el analista, en toda oportunidad en la que se confronta con su propio mundo psíquico- descubra que, para él, conocimiento y posibili­dad de decir coinciden; que renunciar a decir lo que se ex­perimenta significa renunciar a vivirlo como una aventura que concierne al Yo y no como un accidente que sufre como un cuerpo extranjero, incomprensible al no poder ser dicho. La trasformación del afecto en sentimiento es el resultado de este acto de lenguaje que impone un corte radical entre el registro pictográfico y el registro de la puesta en sentido: este corte es, en sí, independiente de la voz y de las voces a las que el sujeto debe el aporte lingüístico. Si consideramzy,;; la voz como el representante metonímico del sujeto, diremos que la carga libidinal que ella añade a la entidad lenguaje es· n'ecesaria para devenir sujeto; pero también que, inde­pendientemente de esta acción y de esta sobrecarga, en este

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espacio en el que adviem.. el Y o aparece el rol, igualmente fundamental, de la acción identificante del discurso. Se tra­ta. de una acción autónoma ejercida por la institución lin­güí~tic3; y a l~ _que ningún sujeto escapa. Su a~tonomía es aún mas manifiesta en los casos en los que el discurso ma­terno prestmta los caracteres que inducen una respuesta psi­c6tica. Para hacerse inteligible ante la psique del infans, la palabra materna encuentra inevitablemente los límites de su poder en la necesidad de hablar el amor de este último, $U placer, su obediencia; su maldad. Por ello. cuanto mayor es el poder y el saber que ella reivindica en relación con este otro, mayor es su obligación. de lograr que todo pu~da ser dicho. Y cuanto más trasforma en «decible» la totalidad de lo que afirma percibir (salvo que ella misma sea deliran­te), mayor es la trampa que la captura, la del intervalo que aparecerá entre la significación que su discurso pretende vehiculizar y la significación que. los otros locutores pueden devolverle en relación con ellá.. Cuanto mayor es la ambi­ción .que tiene un discurso de presentarse sin fallas, sin am­bigüedades y sin interrogaciones, y corno una construcción perfecta, mayor es la nitidez con que aparece lo que llama­remos la autonomía de la lógica característica del sistema lingüístico. En este caso, la significación ya no puede invo­car la riqueza metafórica, jugar con lo carente de sentido, el humor -es decir, el conjunto de procedimientos que con­vierten a la comunicación en el lugar en que la interpreta­ción y la interrogación son posibles-. Esta posibilidad es sacrificada por la ambición materna de adquirir el .tipo de certeza que pretende el discurso científico: el triángulo, por ejemplo, puede hacer pensar en el complejo de Edipo, pero en la demostración del teorema esta asociación es trivial tan­to para, el que demuestr-a como para el que lo escucha. Pa­radójicamente, el poder autónomo y autonomizado del len­guaje interviene en tanto mayor medida cuanto mayor es la pretensión del que enuncia de poseer la totalidad de los enunciados que se refieren al campo de significación de lo que quiere enunciar. Fuera del discurso matemático, en el sentido estricto del término, que puede permitirse crear sus propios postulados, el discurso debe obedecer a postulados frente a los cual~s el sujeto carece de poder; como conse­cuencia de ello, carece de la posibilidad de lograr que los otros reconozcan una conclusión contradictoria, o la que se origina en la concatenación de los enunciados sucesivamente pronunciados. En todos los casos en los que el discurso se

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opone a que los otros puedan relativizar lo oído, a que pue­dan aceptarlo y pensar, al mismo tiempo, que tal o cual enunciado tiene doble sentido y, ·sin anular al conjunto pueda ser comprendido en forma diferente por ellos, en t~ dos los casos, así, en que el discurso pretende ese tipo de objetividad exhaustiva, se ve en la obligadón de demostrar una conformidad absoluta entre el objeto del que habla y lo que él enuncia en relación con ese mismo objeto. Es evidente que esta conformidad es insostenible en el regis­tro de los afectos, registro en el que la escucha de los locuto.. res se ve modificada siempre por su problemática singular. Vemos asi el papel particular que desempeñarán en el len. guaje identificatorio los términos del lenguaje afectivo:

1. La nominación impone un estatuto a lo vivenciado. Este estatuto trasforma radicalmente la relación del sujeto con aquello, impone una significación preestablecida en relación con la cual el sujeto carece de poder. 2. Simultáneamente, este estatuto y esta significación a los que hemos aludido van a ligar un significante compartido por el conjunto de los sujetos que hablan la misma lengua a signi. fícados que, a partir de ese momento, solo tienen como refe­rente a otros significantes (el significante «amante» sólo podrá designar su referente a través de otros significantes, tales como descante, esperanza de felicidad del otro, estado de espera, etc.; en este ámbito el término lingüístico remite a otro término, este último ·a otro, y así sucesivamente). 3. Esta sumisión del referente al significante del signo lin,. güístico tiene dos consecuencias: por un lado, preserva la ilusión de la existencia de una identidad entre los referentes; por el otro, introduce inevitablemente el riesgo de una rup­tura, de un conflicto, entre el enunciante y la significación del signo lingüístico. En efecto, si en esta remisión de tér­mino a término el sujeto só]o encuentra una serie de térmi­nos que le revelan la antinomia existente entre su referente y el de los otros o, lo que es lo mismo, le muestran que los otros se niegan a reconocer que él les significa algo diferen­te de lo que ellos alegan oír, el sujeto considerará al conjun­to de los signos lingüísticos solo como lugar de la mentira, y el lenguaje fundamental asumirá la significación que tenía para Schreber.

Lo 'que caracteriza al discurso es el corte que impone entre lo representado y el enunciado .. Las palabras definirán lo

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que: no era «decible» y perrnitirán el surgimiento de un enun­ciante. La entrada en escena de la comprensión y de la apropiación del lenguaje obliga al sujeto a tomar en consi­deración un modelo que trasfiere a este registro y, por ]o tanto, al del proceso secundario, una causa del afecto que en su calidad de afecto sería inconocible para el Y o. Para­fraseando a Freud, podríamos decir que al acceder al len­guaje, y pese a él, el sujeto se hace teórico y que, frente a lo inconocible de su experiencia, el lenguaje enuncia:

cEn este punto ocurre algo que el "Yo" es totalmente inca­paz de conceptualizar pero que, si perteneciese al orden del lenguaje, podría expresarse de tal o cual otro modo».4º

A este precio, lo inconocible adquiere sentido y se convierte en «decible»: las palabras definirán lo que mueve al sujeto y de lo que nada podría saber si no fuera por este desplaza,.. miento en ~l registro de lo decible; es cierto que este despla­zamiento es el propio S'Ujeto en cuanto Yo. Lo que queda fuera del saber es que el sufrimiento es repetición, que este otro que yo amo y que no se encuentra presente recuerda un objeto perdido responsable de una primera herida, que este duelo es lo ·que se renueva en cada oportunidad. Lo que el lenguaje define como amor permite construir su mo­delo coherente, «razonable», que separa al otro actual del pecho antiguo, que oculta su consanguinidad y que deter­mina que la confesión de que necesitamos su presencia como la tierra al agua sea considerada como ~na metáfora paéti­ca que nada revela acerca de la primera relación de necesi­dad absoluta que ligaba una boca a un pecho. Debemos aña­dir que no solo se utiliza una metáfora, sino que se produce una reelaboración. de la relación sujeto-objeto: lo necesario y lo absóluto ya no son los inevitables atributos de un único objeto. Puede operarse, así, la reorganización de la econo­mía de las catexias que exige el proceso secundario. Esta reorganiz?"ión implica la entrada en la escena psíquica de los enunciados identificatorios propios del enunciado lingüís­tico que nombra al afecto: el signo lingüístico identificará al afecto con lo que el discurso cultural define como tal : amar remite a lo que el· término amor designa y a una ima­gen del amante, de quien el discurso se convierte en el único referente posible. Lo cual conduce al sujeto a aceptar, como pruebas de la verdad del enunciado, las que instaura el dis­curso cultural: amar a su madre es ser bueno, obediente,

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fuerte, bello, o todo aquello que sostengan los modelos cul. turales. La verdad del amor deberá aprobarse así a través de la iden. tidad del sujeto con la imagen del amante que vehiculiza la cultura: 41 se establecerá un vínculo entre el concepto (amar) y las formas culturales que prueban la verdad del afecto que asume ei nombre de sentimiento. El pasaje de la representación del afecto a la nominación del sentimiento implica el abandono de una representación mediante la inia. gen de la cosa corporal en beneficio de una imagen que se refiere al amante. Al pronunciar un «te a~o» se demuestra aceptar que esta afirmación, de la que eI Yo se pretende agente, solo puede encontrar su confi,rmación en el modelo que propone el discurso. En cierto sen~ido, existe una subor. dinación de la acción del verbo al dÍscurso que la define: podríamos decir, también, que en este registro la conducta está subordinada a lo que el discurso le designa como moti­vaciones, meta; límites. El rechazo de esta pertenencia será llamado alienación: y es indudable que la ruptura de estas relaciones impuestas por la cultura entre lo vivenciado y su significación supone rechazarla, regresar de o dirigirse a «otro lugar», que suscita una «inquietante extrañeza» en quien contempla al forastero. Lo que hemos dicho del lenguaje fundamental al referirnos a la nominación del afecto permite mostrar en qué aspecto y por qué su acción iderttificante se encuentra en el ori­gen del Yo.

8. El a postedori de la nominación del afecto

La reladón particular que une referente y significante del sigti.o lingüístico -en el registro que privilegiamos determina que el primero sólo pueda definirse mediante otros signifi­cantes que jntentañ delimitar mejor la cosa y que no encuen­tran más que la cosa hablada: esta relaci6n da lugar, a pos­teriori, al surgimiento del Yo. Para comprender este prQce­so, se debe recordar que en este caso Ja nominación no con­cierne a un objeto percibido en forma neutra: concierne, por el contrario, a un objeto que previa y particularmente ha sido catectizado, que es ya soporte cargado libidinalmen­te. Tan pronto concierne al afecto, la nominación es ipso facto nominación del objeto y de la relación que lo liga al

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sujeto: nomb~ar al otro con el té_rrnino «amado» supone designar al sujeto que nombra mediante el de amante. Este sirnple ejemplo puede extrapolarse al conjunto de las nomi­naciones. que definen la ~elación del niño con los otros por él catect1zados. En el registro del afecto el acto de enuncia­ción designa una relación, y esta relación es la que se designa 111ediante un único término. La precatectización del objeto no tiene como agente al Yo, sino a una actividad psíquica que le preexiste; ahora bien, la nominación no concierne a este primer modo de relación sino al que existe entre un objeto y un Yo que se reconoce en lo nombrado: el acto de enunciación de un sentimiento es así, al mismo tienipo, enun­ciación de una autodenominación del Y o. Lo que hemos dicho acerca de la relación significante-signi­ficado 42 en este registro se manifestará en el campo iden­tificatorio a través de una operación que determina que to­do significante designe implícitamente, en su calidad de re­ferente privilegiado, una denominación identificante y cons­tituyente del Yo. En efecto, la constitución del Yo sigue pa­so a paso la sucesión de las denominaciones mediante las que el Otro nombra su relación afectiva con el sujeto, de­nominaciones que, en forma sucesiva, el sujeto esperará, inducirá o rechazará. El espacio al que el Yo debe advenir -que es también el único espacio al que puede advenir­muestra que su organización está bajo la égida de una serie de signos lingüísticos -los propios del afecto y los propios del sistema de parentesco-- que, al nombrar una cosa o un elemento, definen la relación que existe entre el objeto al cual se nombra y aquel que se apropia de esta nominación y la enuncia. El Yo, entonces, surge en y a través del a pos­teriori de la nominación del objeto catectizado: el descu­brimiento del nombre del objeto y de la nominación del vínculo que lo une al sujeto da nacimiento y sentido a una instancia que se autodefine como deseo, envidia, amor, odio, espera ... de ese objeto. El Yo no es más que el saber que el Y o puede tener acerca del Y o: si nuestra fórmula es exacta, ella implica, también, que el Yo está formado por el conjunto de los enunciados que hacen «decible» la relación de la psique con los objetos del mundo por ella catectizados y que asumen valor de referencias identificatorias, de em­blemas reconocibles por los otros Yo que rodean al sujeto. Volveremos a ocuparnos más adelante de este aspecto de la problemática del Y o; por el momento, solo pretendíamos esclarecer el papel que cumple en el espacio exterior al Yo

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e1 acto de lenguaje en cuanto operación identificante q11e posee el extraño poder de crear algo nombrado que no }JQ.. dría existir para el Yo fuera de esta designaci6n.

9. El deseo del padre (de niño, por este niño)

Antes de ocuparnos del deseo del padre y de su relación con lo cultural, debemos recordar aquello que, en el funciona. miento psíquico, e inversamente, es trascultuml. El «destino anatómico» se acompaña con un «destino psíquico» cuya primera manifestación se le impone al niño tan pronto debe reconocer {lo cual le ocurre a todo niño) que en su primera cclación . con la madre él había ignorado la irreductibilidad df!l Jos :siguientes elementos: 1) El cuerpo del hombre posee un órgano que la mujer no tiene. 2) Este 6rgano la hace go­zar y es necesario para la procreación. 3) El inf ans descubre que el primer objeto catectizado por la totalidad de la libi­do no le responde del mismo modo, que la madre desea otra cosa que él no puede darle, que su placer sexual tiene otro soporte. 4) La madre respeta, teme o venera el discur­so de otro u otros. El déseo del niño y su demanda no le bastan para obtener la respuesta que él espera, lo que da lugar a su búsqueda (y tarnbién aquí se trata de algo uni­versal) para intentar saber qué desea ella o qué le dicta la ley. En nuestra cultura esta búsqueda lo conduce hacia el padre y su deseo. Al encontrar el deseo del padre, el niño encuentra también el último factor que permite que el espacio exterior a la psi­que se organice de modo tal que el funcionamiento del Yo sea posible o, a la inversa, que lo obstaculice. Sorprende comprobar la ambigüedad del lugar que le otorga la teoría psicoanalítica al agente de este deseo. Referente de la ley, poseedor de las llaves que dan acceso a lo simbólico, donan­te del nombre: ya en Fréud, aunque no utiliza el término, y en medida aún mayor en la teoría de Lacan, el nombre

· del padre ocupará un lugar central. Su p:reclusión designará

[

la causa del destino psicótico; su aus(f~c;Ta, -~r dicho: su··iiOI'econoc1m1ento ~r parte _<!~l d1.sc::..l1t:~~!!1~.!:no, sera

;~~=ª:n~~~~a~~fü}ii9ª~~~ii~~~·~~~iii~·~!.!~z:! . ül1Jtn-st5 más allá del que esta misma teoría nos invita a dar.

Un significante privilegiado, el falo, el único que, según

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Lacan, sólo puede remitir a sí mismo, es ubicado corno, cen­tro necesario para que la gravitación de la cadena signifi­cante siga una órbita acorde con la ley y no caiga en un movimiento desordenado que provocaría el caos del mundo y el caos del lenguaje. Sin embargo, páraleJ.amente al rol asignado a este nombre, se observa fa escasa importancia concedida al análisis de su deseo, cuya acción parece redu­cirse a la r~puesta que le da la madre a través de su reco­nocimiento o su rechazo. A lo sumo, y junto a la madre dj esquizofrénico, se insistirá en el análisis de la pareja paren­tal y de su· relación; en lo que se refiere a la acc;ión del de­seo del padre sobre el niño, se observa un extraño silencio. Ello supone olvidar que, a menos que se comparta la ilusión infantil acerca de la omnipotencia de la madre, la exclusión del padre implica por parte suya una voluntad de exclusión, qUeeíeventual deseo de castración de la madre en relación con él es tanto más eficaz cuanto que encuentra en el par­tenaire un deseo de desempeñar ese rol de víctima. A ello se añade lo que la clínica nos señala: la impartancia de la problemática del padre, de su violencia, de su actitud mater­nal y, en general, de la conducta y del discurso mediante los cuale& se manifiesta; en la escena de lo :real, su deseo por el niño. En el análisis sintáctico que hemos planteado dijimos que tan­to el: niño como la niiia eredan un deseo <le tener hijos tras­mjtido por el anhelo m'atétno:. e. eseo e gue, a SU. vez, lle­guen a ser padre o madre. Es cierto, entonces, que el deseo 0e híjo por parte aerpaare está íntimamente ligado a anhelos que se relacionaban con la esfera materna y la era de su po­der. Cuando se trata de un niño, la anticipación característi­ca de su discurso le trasmitirá un anhelo identificatorio -lle­gar a ser padre- que se vincula a unatunción que ella no posee y que solo puede referir a la de su propio padre, En ese sentido, su discurso habla de una función que pasa de padre en padre: su anhelo reúne dos posiciones y· dos funciones, la ocupada por su prppio padre y la que podrá ocupar el infans como padre futuro. Entre estos dos eslabones se sitúa el padre real del niño, hacia el cual este último dirigirá su mirada para intentar saber lo que significa el término padre y cuál es e) sentido del concepto «función paterna». De ese modo, la significación «función paterna» será enmar­cada por tres referentes: a) la interpretación que la madre se ha hecho acerca de la función de su propio padre; b) la función que el niño asigna a su padre y la que la madre atri-

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huye a este último; e) lo que la madre desea trasmitir acerca de esta fun~ión y lo que pretende prohibir acerca de ella. Se deduce de ello que el anhelo materno, que el niño hereda condensa dos relaciones libidinales: la que la madre había es~ tablecido con la imagen paterna y la que vive con aquel a quien, efectivamente, le dio un hijo. Que -el niño llegue a ser padre puede referirse tanto a la esperanza de que se repita )a función del padre de ella como a la esperanza de que el niño retome por cuenta propia la función del padre de él. En realidad, existe una interacción entre estos dos anhelos. Es poco frecuente que una relación negativa con el padre permita una relación positiva con el hombre. Pero, puesto que hablamos aquí del padre, formularemos en relación con él ]a misma hipótesis optimista que hemos formulado en relación con la madre: un sujeto que ha comprendido este anhelo, que lo ha retomado por cuenta propia y que ha deseado rea. !izarlo, con una ll\Ujer que acepta reconocer su función para su deseo y para su niño.

i situamos esta pareja en nuestra cultura,43 comprobamos ue, si de acuerdo con la expre&ión de Lacan la madre es el rimer representante del Otro en la escena de lo real, el pa. re, en esta misma escena, es el primer representante de los tros o del discurso de los otros (del discurso del conjunto).

Nuestra cultura propone un modelo de la función materna, una ley que .decide en qué condiciones el hombre puede o no dar su nombre, las reglas y prestaciones que exige el sistema de parentesco; este conjunto de prescripciones instaura un modelo de la relación de la pareja parental y de su relación con el niño, en el que el P.adre hereda un poder de jurisdic­ción, ejemplificado .p..Qr._~dio romano, queeñu:napri­mera fase llegaba incluso a conferirleun derecho de vida y de muerte. Es cierto que ese poder ha perdido gran parte de sus atributos: sin embargo, ha preservado su función en el registro de la ~e, con todo lo que ello implica. En la estructura familiar de nuestra cultura, el pa-" dre representa al que permite á la madre designar, en rela­ción con el niño y en la escena de lo real, un referente que garantice que su discurso. sus exigencias, sus prohibicio­nes no son arbitrarias, y se justifican por su adecuación a un discurso cultural que le delega el derech~ y el deber de trasmitirlos. La referencia al padre es la más apta para tes­timoniar ante el niño que se trata, efectivamente, de una de­legación y no de un poder abusivo y autárquico: en efecto, también en este caso observamos el rasgo específico del fun-

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cionarníento psíquico que determina que el conocimiento, 0 d reconocimiento, sea precedido por una precatectización de lo que luego se rec. .. mocerá:. Por otra parte, el acceso del niño a la categoría del concepto muestra la utilidad de un eslabón intermedio que le ofrece una primera encarnación .:Iel símbolo, a partir del cual y secundariamente podrá se­parar al concepto de, su prim:r soporte en la escena de lo real. Aquel que podra convertirse en padre reconoce en un primer momento al representante de esta función en aquel a quien el discurso de la madre le designa como tal, pero también ( olvidarlo sería un grave error) en el discurso ef ec­tivo pronunciado por la voz p~na. En el encuentro con el padre es posible diferenciar¿~omentos y dos experien­cias: 1) el encuentro con la voz del padre (si nos i:¡ituamos del lado del hiñó) y el acceso a la paternidad (si nos ref e­rimos al padre) ; 2) el deseo del padre, eñtendi~:ndo por ello tanto el deseo del niño por el padre ·como el del padre por el niño.

10. El encuentro con el padre

Y.a nos hemos ocupado de este encuentro al analizar el pa­sa je de la pareja originaria a la pareja parental. Recorde­mos que lo que aparece inicialmente ante la mirada del infans y se ofrece a su libido es el «Ütro sin pecho» que puede ser fuente de un placer y, en general, fuente de afecto. En contraposición al encuentro con la madre, lo que cons­tituye el rasgo específico y diferencial del encuentro con el padre reside en que p.o se p,roduce en el registro de la ne­cesidad; es por ello, sin duda, que el paqre es el que abre la prn;lera brecha en la colusión original que hacía indiso­ciables la satisfacción de la necesidad del -cuerpo y la satis­facción de la «necesidad» libidinal. Esta br~cha inducirá a la psique del infans a reconocer que~ aunque deseada por la madre, esta presencia es totalmente ajena ·al campo de la necesidad. 44

Ese «no conocido» deseado por la madre, si nos situamos en el momento sumamente precoz de la vida psíquica en que la mirada del infans lo descubre, es planteado inicialmente, respecto de la madre, en una posición inversa a la que asu­mirá en una fase ulterior. Hemos dicho que es a él a quien se referirá la madre para demostr·ar la legalidad de sus mo­delos; por el contrario, durante esta primera fase el infans

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busca y encuentra las razones de la existencia del padre en el ámbito de la madre. Ese «otro lugar» deseado por la ma. dre es el que representa el padre en la escena, y es ese deseo el que le confiere su poder, en una segunda fase, por el con. trario, el padre ocupa el lugar de quien tiene derecho a de. cretar lo que el hijo puede ofrecer a l_a madre como placer y lo que le está prohibido proponer debido a que él desea a la madre y se presenta como el agente de su goce y de su legitimidad. Por esta doble razón, el padre será visto simul­táneamente por el niño como el objeto a seducir y como el objeto del odio.

El objeto a seducir. Esperar convertirse en el deseado del pa­dre es esperar desempeñar el mismo rol que la madre en el registro de su deseo: al decretar una igualdad entre el niño y la madre como objetos igualmente codiciados por su deseo, la mirada del padre permitiría que este atributo común se trasforme en una prueba de identidad entre estos dos sujetos. Lo que el padre desea en mí es lo deseable de mi madre: cabe formular así lo que determina que el deseo del niño sea seducir al padre. Desear al padre, seducirlo, ser seducido por él, puede ana­lizarse, entonces, como la suma de las siguientes formulacio­nes: 1) plantearse como el equivalente de lo que él desea en la madre, o sea, ser reconocido como idéntico a lo «.de· seable» que, de ese modo, ella demuestra que posee; 2) conservar a la madre para sí al ofrecerse al padre como un equivalente de placer; 3) pagar con el precio de la seduc­ción inducida y sufrida el derecho a seguir siendo parte activa de los objetos maternos; en esta fase, ser como la mu­jer del padre no supone perder el pene -sentido que sur­girá recién en la fase fálica-, sino situarse en el lugar de lo que es deseado en la madre y que, así, ella posee a igual título que el cuerpo del niño; 4) el precursor del deseo de femineidad en el hombre reside en el deseo de poder iden­tificar pene y deseabilidad de la mujer. Repite así en un primer momento el anhelo del niño tal como había sido formulado: ser aquel que se cerciora de la imposible castra­ción del primer Representante del Otro.

El objeto del odio. Esta fase del encuentro es sucedida por la n~cesidad de reconocer la diferencia de los sexos, el ca­rácter no absoluto del poder materno y, a la inversa, el poder que ejerce una potencia (la paterna) que asume, en princi-

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pio, la forma de una voz prohibidora y de una voz a la que la propia madre parece obedecer. La principal consecuencia de ello será que el que encarna esta voz dará sentido en la escena de lo real -al permitir encontrar su causa en lo «exterior a sí»- al odio sin objeto y lo indecible de un deseo de no deseo cuyos efectos invaden repetitivamente el campo psíquico. Es él quien comienza por hacer soportable el descubrimiento del engaño materno, antes de que este último se imponga corno verdad ineluctable. Si ella no me desea, cuando todo inducía a creer que así era, si ella dice que no encuentra en mí el objeto de su deseo, es porque obedece a un orden, el del padre, que quizás ella no hace más que soportar. Esta primera racionalización de una decepción, cuyas huellas nunca desaparecerán, permite un estado de complicidad transitoria entre la madre y el niño, y trasferir al exterior de su pareja el veredicto de una ley que aparece, inicialmente, corno inicua. 45 Además, el deseo de muerte trasformado en deseo de asesinato encuentra en el padre tanto un sustituto como un reaseguro: en efecto, el anhelo de que muera es contrabalanceado por la imagen de una fuerza muy superior a la del niño, superioridad que justifica en parte el anhelo ante sus propios ojos y le asegura que existen pocas posibi­lidades de que se realice. De todos modos, lejos de reducirse -como se suele afirmar, a menudo con la complicidad de los analistas-· al descubrimiento de lo sexual allí donde solo se veía inocencia, el descubrimiento del psicoanálisis es tanto más intolerable cuanto que afirma que el sujeto co­mienza por desear matar al progenitor, que es un parricida en · potencia. Para todo humano, esta imagen encierra algo intolerable y su presencia se hace soportable a posteriori solo por la dimensión lúdicra con la que púdicamente se la sigue revistiendo, AJ «voy a matarte» del niño le responde un «voy a comerte» del adulto que reduce a un juego el pri­mer enunciado y oculta así la significación no metafórica que vehiculiza. En la interpretación corriente que se formula acerca de la culpabilidad inconsciente, llama la atención la importancia que se ~oncede al deseo incestuoso y al temor de retor$ÍÓn, en contraposición al escaso lugar otorgado al deseo de muerte del padre. Todo ocurre como si este deseo no fuese más que la consecuencia lógica, el maleficio secun­dario del deseo de poseer a la madre: pero no es así en ab­soluto. En realidad, se observa en este caso, una vez más, el redoblamiento de una operación psíquica de la que solo

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se observa el segundo momento. Es evidente que en la fase edípica el niñito considera al padre como un rival cuya muer­te desea para que le deje un lugar libre junto a la madre; sin embargo, esto es sólo la forma secundaria que asume un de­seo de muerte que lo ha precedido. Antes de ocupar el lugar del rival edípico, el padre se ha presentado ante la psique como encarnación en lo «exterior a sí» de la causa de su impotencia para preservar sin falla, y, en forma autónoma un estado de placer: de ese modo, ha permitido que la pul~ sión de muerte se deje apresar en la trampa de una razón del displacer experimentado que sería exterior al director de escena, razón responsable de un orden del mundo que resiste a las órdenes de la psique. En la escena de lo real aparece el que se impone, al mismo tiempo, como el primer repre­sentante de los otros y como el primer representante de una ley que determina que el displacer sea una experiencia a la que no es posible escapar. Si no se tiene presente ese período. anterior al anhelo edípico, marcado por un deseo de asesi­nato, no es posible entender la especificidad de la problemá­tica del deseo del padre por el niño. Se comprenderán mejor los efectos de su presencia, de su ausencia y <le su especifi­cidad si se tiene presente el contexto que caracteriza a la paternidad:

1. La incertidumbre para el padre de su rol procreador. La duda es siempre posib1e; la certeza de paternidad no puede referirse a la relación carnal de la madre. 2. La paternidad está directamente ligada a una designación que, en nombre de la ley, rotula a aquel o aquellos que pue­den ser llamados padres. Ello explica que en algunas cultu­ras el rol procreador del padre puede no ser reconocido, ya que en ellas el hombre se convierte en el puro intermedia­rio entre la mujer y el espíritu que la fecunda. 3. En el niño, el padre encuentra la prueba de que su propia madre le ha trasmitido un anhelo referente a su función y las leyes de su trasmisión. Se deduce de ello que el niño cons­tituye para el padre un signo y una prueba de la función fálica de su propio pene. 4. Al darle el hijo, su mujer le muestra el deseo que tiene de trasmitir una función que pasa de padre en padre. Al aceptar este don, el hombre puede considerar, finalmente, que ~u deuda frente a su propio padre ha sido pagada, deu­da· cuya carga recae ahora sobre su hijo. Como eco de la voz materna y gracias a su presencia, resuena el discurso de

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los padres, serie de enunciados que, al trasmitirse, asegura ta permanencia de la ley que rige el sistema de parentesco.

En nuestra cultura, el sujeto real, que ha sido para el hijo el representante de los antecesores, ha sido también, en el momento de la constitución del complejo de. Edipo, el ob­jeto de un deseo de asesinato secundario. El recuerdo de este anhelo puede estar presente o ser reencontrado si ha sido re­primido, carácter que lo distingue de su pre<lecesor.46 Se de­duce de ello que, al convertirse en padre, el sujeto corre el riesgo de entrever en el hijo lo que entrevió Laios: el que deseará su muerte. En la relación padre-hijo, la muerte es­tará doblemente presente: el padre del padre, en efecto, es aquel que en una época lejana se ha querido matar, y el hijo propio, aquel que deseará la muerte de uno. Este doble de­seo de muerte sólo puede ser reprimido gracias a la conexión que se establece entre muerte y sucesión y entre trasmisión de la ley y aceptación de la muerte. Será necesario que el deseo de muerte, reprimido en el padre, sea remplazado por el anhelo consciente de· que su hijo llegue a ser, no aquel que lo arranque de su lugar, sino aquel a quien se le da (en el sentido más profundo del término) el derecho a ejercer una misma función en un tiempo futuro. Lo que ofrece el padre a través de la mediación de su nombre, de su ley, de su auto­ridad, de su rol de referente, es un derecho de herencia sobre estos dones para que se los legue a otro hijo. De ese modo, enuncia la .. aceptación de su propia muerte. Mientras el pa­dre ocupa su lugar, entre el sujeto y la muerte hay un padre que, a través de su muerte, pagará su tributo a la vida: des­pués de su muerte, es el propio sujeto quien deberá pagar con su muerte el derecho a la vida de los demás. En la re­lación del padre con la hija las cosas serán diferentes: ella corre menos peligro de suscitar en el padre el anhelo de odio reprimido. Por otra parte, a su muerte no es ella la que ocupará su lugar sino, eventualmente, su hijo. La relación del padre con la hija comporta una menor rivalidad directa. Lo demuestra la posibilidad que ella tiene de anular la vi­gilancia de la censura. En algunos casos, el presentimiento del padre de que el anhelo de la niña, contrariamente al del varón, será seducirlo y no matarlo, parece favorecer en él el deseo de ser seducido, deseo que, visto el desfasa.je de edad, le parece «Í.nocente». Ello determina una especie de eroti­zación, más o menos larvada, de la relación, con el peligro de que lo latente pueda convertirse en manifiesto. Se expli-

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ca. así la mayor frecuenci':1' ~e: ince!'>to en el caso d~ _esta pa­re Ja que en el de la const1tmda por la madre y el hijo, origi­nado en la irrupción en lo consciente de un deseo que con­vierte a la niña en la que permite, bajo forma invertida realizar el anhelo incestuoso. Al no haber podido despoja; al padre de la madre, despojará a los hombres de su hija.47 Si volvemos a Ja relación padre-hijo, diremos que sólo el hijo le puede garantizar que la ley y la función paternas tienen un sentido. La relación de carne es en sí misma sentido: en todas las especies de mamíferos se tiene la certeza de la persistencia de una función materna inmutable. No ocurre lo mismo con la función paterna: de su dependencia del hecho cultural se deduce que esta solo puede preservar su función de eje en el registro del sistema de parentesco si tiene la seguridad de que ha de contin1.1ar. Se ve eminentemente cuestionada si el hijo se niega a aceptar dicho legado: el padre responde a esta amenaza proyectando sobre el hijo una especie de cas­tración positivizada. El niño es aquel a quien se le demues­tra que aceptar la castración es tener acceso al lugar en el cual, al convertirse en el referente de la ley sobre el incesto, se descubre que nunca estuvo en juego la posibilidad de cas­trarlo, que sus temores eran imaginarios. Pero el acceso a ese lugar exige que el sujeto se descubra mortal: reconocer el valor de lo que se debe trasmitir supone el conocimiento de que solo se existe temporariamente, de que solo se es el ocupante transitorio de un lugar que otro había ocupado y que otro ocupará después de uno. Para concluir, diremos que:

l. El deseo del padre c-atectiza al niño, no como un equi­valente fálico (como se podría decir en relación con la mu­jer, pese a lo somero de esta afirmación), sino como signo de que su propio padre no lo ha ni castrado ni odiado. De allí deriva la importancia de la prueba que le proporciona el hijo acerca de la función fálica de su pene. 2. A este precio el padre reconocerá que morirá, no a cau­sa del odio del hijo ni para ser castigado por su odio hacia su padre, sino a causa de que, al aceptar reconocerse como sucesor y reconocer un sucesor, acepta legar en algún mo­mento su función a este último. Se deduce que el deseo del padre apunta al niño como una voz, un nombre, un después: ve en él al que le confirma que la muerte es la consecuencia de .u11a ley universal y no el precio con el que paga su propio deseo de muerte en relación con su padre.

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La experiencia cotidiana nos revela que para el padre eis rnayor la dificultad en aceptar el rechazo del hijo a compar­tir sus propios valores que el de la hija; ello demuestra ese modo de catectización del hijo por parte del padre real a que hemos aludido. Una confirmación similar nos la proporciona la violencia de la decepción que pueden suscitar en él las debilidades se­xuales, éticas, orgánicas del hijo y la agresividad que puede experimentar frente al cuestionamiento de su autoridad, que es, siempre, cuestionamiento de su función y de su deseo de que el hijo sea el garante de una tradición. Estas observaciones ilustran la dificultad y la ambigüedad que aparecen tan pronto como se pretende separar lo que es soporte de la estructura psíquica y lo que es función de las particularidades de un sistema social dado. Se dirá, con razón, que toda sociedad privilegia lo que fa­vorece un statu quo de estos modelos, statu quo defendido, en primer lugar, por aquellos a quienes estos modelos privi­legian. Pero se debe comprender que ninguna sociedad lo lograría si no pudiese utilizar la violencia que ejerce para hacer aparecer como ilusoriamente acorde con exigencias d"! la estructura psíquica lo que, en realidad, está al servicio de sus objetivos conservadores (y del mayor o menor éxito de esta violencia dependerá su estabilidad) .

Si intentamos formular a grandes rasgos lo que diferencia el deseo de la madre del deseo del padre por el hijo, podemos distinguir las siguientes características:

l. El deseo del padre apunta al hijo como sucesor de su función, lo proyecta más rápidamente a su lugar de fu tu ro sujeto. Desde un primer momento, privilegia en el hijo e] poder paterno y el poder de filiación futura. 2. El narcisismo proyectado por el padre sobre el hijo se apoyará, en mayor medida que el de la madre, en valores culturales. 3. El pasaje del niño al estado de adulto será experimentado en menor medida como una separación o una pérdida por el padre que por la madre. A menudo, incluso, lo que se ob­serva es lo opuesto. A través del hijo, lo que el padre catec­tiza es el sujeto futuro que, al ocupar un lugar análogo al suyo en el registro de la función, le ofrece un reaseguro en lo referente a su función paterna y a su rol de trasmisor de la ley. Pero se observan también los riesgos de una relación se-

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rnejante y la rivalidad que suscita. Es por ello que el acceso a la paternidad puede coincidir, en el plano clínico, con fe­nómenos equivalentes a los que caracterizan a la psicosis puerperal.

Hemos indicado anteriormente los caminos a través de los cuales la psique se defiende contra estos riesgos, es decir contra los efectos del retorno de lo reprimido; riesgos que' en el momento de la asunción por parte del hombre de I~ función paterha, provoca su enfrentamiento con el incons­ciente del niño. Tanto en el caso de la madre como en el del padre se obser. va la misma necesidad de mantener fuera del campo de lo consciente lo que la amnesia infantil había borrado. Concluye aquí nuestro análisis de las fuerzas que operan en la organización del microcampo familiar que constituye el espacio al que el Yo debe advenir. Veremos, en relación con la . psicosis, los perjuicios que puede ocasionar el deseo del padre cuando no ha podido solucionar sus problemas con sus propios progenitores; veremos también que su poder in­ductor sobre la ec!osión de una respuesta psicótica nada tiene que envidiar al que puede ejercer el deseo materno.

El contrato narcisista 48

Se debe tomar en consideración un último factor que, por su parte, es responsable de lo que se juega en la escena extra­familiar. Aunque sus efectos impregnan totalmente el campo de la experiencia analítica y actúan con igual fuerza sobre ambos partenaires en presencia,49 su análisis es más difícil que el de los factores observados hasta el momento. A su presencia se debe lo q'ue designaremos con la expresión con­trato narcisista. El modo de acción característico del lenguaje fundamental nos ha obligado a realizar una primer;:t incursi6n más allá del espacio familiar. Muy poco podría decirse acerca· del efecto de la palabra materna y paterna si no Sf; tuvks.e en cuenta la ley a la que están sometidas y que el discurso im­pone. ~trato- narclSlsta nos confronta con un. último f;actor que interviene en el modo de catectizaci6n del hijo por parte de la pareja. Nuestro planteo debe ser considerado como un simple bosquejo a partir de algunas hipótesis acer-

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ca de la función metapsicológica que cumple el registro so­ciocultural. Designamos así al conjunto de instituciones cuyo funcionamiento presenta un mismo rasgo característico: lo acompaña un discurso sobre la institución que afirma su jus­tificación y su necesidad. Este discurso designa para nosotros al discurso ideológicg. Es eVídente queal hablar de ipstitu­eión y de ideología recurrimos a conceptos que desbordan en mucho nuestra disciplina, si es que en algún momento tuvieron algún lugar en ella. Por eso, queremos señalar que, si nos permitimos tratar sin las precauciones que merecen ciertos conceptos y modificar su acepción en un sentido par­ticular, no por ello dejamos de reconocer su complejidad y su extraterritorialidad. Lo hacemos en vista de un objetivo muy preciso. En efecto, queremos mostrar que:

1. La relación que mantiene la. ~areja parental con el nmo \leva.siempre la huella de la re ación de la pareja con el medio 'social que la rodea (de acuerdo con la problemática particular ere la pareja, la palabra «medio» remite a la so­ciedad en sentido amplio o al subgrupo cuyos ideales la pa­reja comparte). 2. ~l. ?iscurso social proyecta _!Obre ~l intans la misma anti­cipac10n que la que caracteriza al discurso parental: mucho antes de que el nuevo sujeto haya nacido, el grupo habrá precatectizado el lugar que se supondrá que ocupará, con la esperanza de que él trasmita idénticamente el modelo so­cioculturaJ. 3. El sujeto, a su vez, busca y debe encontrar, en ese clis­e~ referencias que le permitan proyectarse hacia un fu­turo, para qile su alejamiento del primer soporte constitui­do por la pareja paterna no se traduzca en la pérdida de to­do soporte identificatorio. 4. El conflicto que quizás exista entFe la pareja y su medio puede confirmar ante la psique infantil la identidad entre lo que trascurre en la escena exterior: y su ~entación fantasead~ de una !!Ítuación de rechazo, de exd~n, de agresión, de omnipotenC1a: La realidad de la opresión social s00re la ·pareja, o de laposic~ón dominante que la pareja ejerce en ella, desempeñará, un papel en el modo en que el niño elaborará sus enunciados identificatorios. No es total­mentecasual que la ~tia ae las fam1has de gran parte de quienes luego serán psicóticos r~con tanta frecuencia un mismo drama social y económic.Q.: dicha realidad, que rÓ~odo paréntesis, cumple un papel en el destino de es-

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tos mnos que, en un segundo momento, la sociedad remite a diferentes instituciones para que reparen los perjuicios de los que ella es in<lttdablemente responsable.

Ef discurso del conjunto

Representaremos metonímicamente al grupo social -desig­nando con este término a un conjunto de sujetos que hablan la misma lengua, regidos por las mismas instituciones y cuando ello ocurre, por una misma religión- como el con~ junto de las .voces presentes. Este conjunto puede pronunciar un número indeterminado de enunciados: entre ellos, ten­drá un lugar particular la serie que define la realidad del mundo, la razón de ser del grupo, el origen de sus modelos. Esta serie comprende así al conjunto de los enunciados cu­yo objeto es el propio grupo, conjunto más o menos com­plejo y flexible, que posee siempre como infraestructura in­mutable para una cultura dada una serie mínima a la que llamamos los enunciados del fundamento. Esta fórmula pue­de escribirse también como el fundamento de los enuncia­dos, incluyendo la una, inevitablemente:, a la otra. Según los tipos de cultura, esta serie estará constituida por enunciados míticos, sagrados o científicos. Cuales·quiera que sean sus di­ferencias, estor"enunciados comparten una misma exigen­cia: su función de fundamento es una condición absoluta para que se preserve una concordancia entre c~po social y ca~tico, que permita una interacción indispensable al funcionamiento de ambos.50 Pero para que estos enuncia­dos ejerzan tal función se requiere que puedan ser recibidos como palabras de certeza~ de no ser así, serán dejados de lado y remplazados por una nueva serie; de todos modos, la funció11 nunca quedará sin titular. Tanto el discurso sagrado como el ideológico (profano) es­tán obligados a plantear estos puntos de certeza que pueden diferenciarse por su forma, pero que comc1dirán en su papel de fundamento del campo ~ocioling!,!ís-tico. Añadamos que, cualquiera que sea el grupo qüe aefiende, propone o impo­ne un modelo social, este modelo concord_ará siempre con las ideáles de quienes lo defienden. Al carecer de otro tér­mino,- designaremos aquí com• 1 «,ideología» al discurso ba­sadq en y por los ideales del enunciante, para recordar que el, sujeto, necesariamente, es parte activa en una cierta too­ría acerca de los fundamentos de lo social: él confronta la

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realidad del mundo tal corno le aparece con la imagen ideal que propici~ su teoría. Y esto deter.minará que todo subgru­po en conflicto con el i;nod_el~ ~ornmante se constituya alre­dedor del modelo propio; ms1st1mos en este punto debido a que tendrá repercusión directa en el efecto anticipatorio del discurso de los otros sobre el in/ ans. En estas reflexiones sobre el campo social, hemos decidido ilustrar las funciones .del discurso del mito, de la ciencia y de lo sagrado tomando corno ejemplo a este último y conside­rando solamente las escasas características que pueden ex­trapolarse a los otros dos. Una primera característica de este discurso reside en que comporta siempre enunciados referidos al origen @~elo, origen que implica a:sn-;ez una definición de lo que debería s~ obietiv2.._hacia <;l cual ~e el modelo. E~ ~_s{J':l ~/ origen lantea im hc1tamente el model~_(!el objetly_o_que se p~a, lo que d~~~1:ia que· Tooo -cambiO-e;;.-eí ººjetivo buscado e~n cambio del-pflJ!iero. · · - · Du,rante una fase muy proIOrigada de nuestra cultura, se postuló como enunciante originario del modelo a una voz divina, voz, en un sentido, exterior al grupo que constituye su fundamento: el antes del grupo, lejos de remitir a la hor­da, remite a lo sagrado. A partir del momento en que des­apareció la creencia en un fundador mítico, surgió lo que Leroy-Gourhan designa como «el mito del hombre mono». La diferencia es apreciable, pero, también en este caso, se observan dos rasgos comunes: 1) preservar una certeza acer-ca del origen; 2) la idealización de un saber científico que ._/ permitiría prever el curso posible de la evolución y actuar sobre él. 51

Los enunciados del fundamento bajo la égida de lo sagrado muestran patentemente lo que el discurso de la ciencia pre­serva al mismo tiempo que oculta. Los caracteres comunes a este· segundo discurso se manifiestan en el registro de lo sa.. grado a través de los siguientes datos:

1. Se considera que la voz originaria enuncia lo eternamen­te verdadero. Gracias a este postulado se constitúye un sector de certeza absolu!a en el registro del discurso. ---2. Ella le asegura al Yo la existencia de una serie de enun­ciados, los presentes en el texto sagrado, que certifican una identidad entre el Yo enunciante y el Yo que garantiza la verdád · de este discurso. 3. Ella permite al Yo apropiarse de un fragmento de discur-

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so cuya verdad es independiente de la ratificación o rectifi. cación que le aporta el otro interlocutor singular. Cuando el Yo repite el discurso sagrado, se concede el derecho de reivindicar a priori el reconocimiento por parte del grupo de su verdad y de excluir al contradictor que rechaza una certeza compartida por el conjunto.

Hemos subrayado que en la función desempeñada por el discurso de lo sagrado aislábamos solo las escasas caracterís­ticas que observamos en todo discurso fundador de una cul­tura, cualquiera que sea la referencia teórica escogida. Es­tas características instituyen lo que designamos como con­trato narcisista.

El contrato narcisista

Consideremos un grupo «X»: su existencia implica que la mayor parte de los sujetos, salvo durante períodos muy bre­ves de su historia, aceptan como verda'deros un di_scurso que ~a lo bien fundaaoae las leyes ~:f!_S':1_ funciona-m1ent_~Ldefipe ___ el objetivo ~u~!ldo y_]~ impone. Poaemos considerar estas leyes como lá.--tela que subtiende la representación que los sujetos se dan acerca del conjunto ideal: se deduce que la relación del sujeto con el conjunto depende de su catectización de los enunciados del fundamen­to. Al adherir al campo social, el sujeto se apropia de una serie de enunciados que su voz repite; esta repetición le aporta la certeza de la existencia de un discurso en el que la verdad acerca del pasado está garantizada, con el corola­rio de la creencia en la posible verdad acerca de las previ­siones sobre el futuro. La catectización de este modelo futuro constituye una con­dición necesaria para el funcionamiento social: hemos dicho que se encuentra en relación directa con el modelo del ori­gen. Toda descatectización del primero repercutirá en el se­gundo; ahora bien, si_ el sujeto pierde toda certeza acerca del origen, Eierde, por eUQ_J]llsmo.._ e punto d~_apoyo~el en~J}5Íante __ ~~-o~l~ad~ a ~!!C?!>ntra1:___pa~~...9ue ~L.discurso

~ se ofrezca como 3ar con la sig'.!;!iente caracfeñsiica_;_la d~

~ ~~rg~~{;~~~~·/!;1~ª~~iiniir~fü~ d~f=~in1~~!~~~~ .~ \roees.52 Al convert~rse --enaprOplación lícita del sujeto, el discurso de lo sagrado catectiza al sujeto como sujeto del

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grupo: el _em~n~iado de los fundan:e_r:tos vuelve a~ sujeto co­JllO enuncrn.do fundador de su pos1c1on en el conjunto. Esta designación debe ser separada del registro identificatorio en sentido estricto: 53 eUa es coextensa con él, sigue una vía paralela, pero no se confunde. Permite un discernimiento que e.E_~'!ladrará a la probleñiafica identificatoria, y que esta última no quede totalmente apresada en la trampa de la re­lación imaginaria. Esta designación define en el sujeto lo que trasciende la singularidad característica de la relación en­tre dos locutores: ella privilegia los atributos compartidos par el conjunto, indicando, en cada voz, los enunciados que cada una tiene derecho ·a repetir y afirmar como verda­deros, y en relación con los cuales reivindica un derecho legítimo de herenci~. Si consideramos al conjunto real re­presentado por el conjunto de las voces existentes, diremos que sólo puede preservarse mientras la mayor parte de los sujetos catectizan un mismo conjunto ideal, vale decir, un conjunto en que el sujeto puede proyectarse en el lugar de un sujeto ideal. El sujeto ideal no es idéntico al yo ideal o al ideal del yo: refiere al ~to del grupo¡ o sea, a la idea ( térmmo mas legítimo, en este caso, que el de imagen) de él mismo que el sujeto demanda al grupo, como concepto, concepto que lo designa como un elemento que pertenece a un todo que reconoce en él una parte homogénea. A modo de contrapartida, el grupo espera que la voz del sujeto retome por cuenta propia lo que enunciaba una voz que se ha apagado, que remplace un elemento muerto y ase­gure la inmutabilidad del conjunto. s~ instaura así un pacto de intercambio: el grupo garantiza !a trasferencia sübre"i::l ñu~vo miembro del rec_!!_Il_OCimiento que tenía el de~parecido; el nuevo miembro se compromete -a través de la voz de los otros, que cumplen el papel de padrinos sociales- a repe­tir el mismo fragmento de discurso. En términos más econó­micos, diremos que el sujeto ve. en el con.unto al so orte ofrecido a una parte de-sülíbíOO-narcIS1sta; por e o, hace de-il1 voz el elemento gue se añade arOOro que, en_y_p~ra ef conjunto, comenta el origen de la pieza y __ ~!lu~ia_el oh: j~!Q._a.1 que_apunta. A cambio de eiw--a-~u o reconoce que sólo puede existir gracias a lo que a voz repite valoriza,_ de ese modo, la función que él le solic1 a; ~ras orma la repeti­ción en creación continua de lo que es, y sólo puede persis­tir a ese precio. El contrato narcisista" se instaura gracias a la precatectización por parte del conjunto del infans como

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voz futura que ocupará el lugar que se le designa: por anti. cipación, provee a este último del rol de sujeto del grupo que proyecta sobre él. La existencia del conjunto presupone que la mayor parte de sus elementos consideran que si fue. sen íntegramente respetadas las exigencias pal"a su funciona. miento, permitirían alcanzar el conjunto ideal. La creencia en este ideal se acompañará con la esperanza en la perma. nencia y en la perennidad del conjunto. Sin lograrlo nunca por completo, el sujeto podrá establecer entonces una iden. tidad entre posibilidad de perennidad del conjunto y deseo de perennidad del individuo; medido en relación con el tiempo .cJel hombre, lo primero se presenta como realizable. Por éllo en la catectización del modelo ideal se nota la presenci; primitiva de un deseo de inmortalidad ante el cual esta ca. tectización se ofrece como sustituto. Observamos que. inde. pendientemente de la función que puede cumplir lo que Freud llama el líder del grupo y el yo ideal, para la existen. cía del conjunto es condición necesaria la presencia de un model.o id~l que atraiga hacia sí una parte de la libido narcisista de los sujetos. El 'contrato narcisista tiene como signatarios al niño y aL

xrupo. La catectizacíón del niño por parte del grupo anti­cipa la del grupo por parte del niño. En efecto, hemos visto que, desde su llegada al mundo, el grupo catectiza al infans como voz futura a la qu~solicitará que repita.!9s enunciados de una voz muerta y que garantice así la permanencia cua­litativa y cuantitativa de un cuerpo que se autorregenerará en forma continua. En cuanto al niño, y como contrapartida de su catectización del grupo y de sus modelos, demandará que se le asegure el derecho a ocupar un lugar independien­te del exclusivo veredicto parental, que se le ofrezca un mo­delo ideal que los otros no pueden rechazar sin rechazar al mismo tiempo las ley~l conjunto, que se le permita con­servar la ilusión de una j}ersrstencia atemporal proyectada sobre el conjunto y, en primer lugar, en un proyecto del

\ conjunto ,que, según se supone, sus sucesores retomarán y J_preservaran.

l; El discur~o del conjun.to le ·ofrece al su.jeto ~1!ª ce:rt«;z~ acer­i ca del origen, necesaria para que la d1mens1on histonca sea

retroactivamente proy~ctabl~ .sobre su pasado, ·cuya referen--cia no permitirá ya que el saber materno o paterno sea su

'\:,.. garante exhaustivo y suficiente. El acceso a una historicidad ~· ..::n factor esertcial en el proceso iden.tificatorio. es )!1-.dis­~1' ~!e para que el Yo alcance el umbral de autonol!lia..e~~--

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gido por su funcionamiento. Lo que el conjunto ofrece así al sujeto singular inducirá al sujeto a trasferir una parte de la «apuesta» narcisista, catectizada en su juego identificato­rio, sobre este conjunto que le promete una «prima» futura. El sujeto puede representarse así este tiempo venidero, en que sabe que ya no tendrá cabida, corno continuación de sí mismo- y de su obra, gracias a la ilusión de que una nueva voz volverá a dar vida a la mismidad de su propio discurso, que de esta manera podría escapar al irreversible veredicto del tiempo. La definición dada del contrato narcisista implica su uni­versalidad; pevo, si bien es cierto que todo sujeto es efecti­vamente cosignatario, la parte de la libido narcisista que se catectiza en él varía de uno a otro sujeto, de una a otra pareja y entre los dos elementos de la pareja. La calidad y la intensidad de la catectización presente en el contrato que une a la pareja parental con el conjunto, al igual que la particularidad de las referencias y emblemas que privilegiará en ese registro, intervendrán de dos modos diferentes en el espacio al que el Y o del niño debe advenir:

l. Los emblemas y los roles valorizados por la pareja, que logra así el acuerdo y, a menudo, la complicidad de los otros sujetos del conjunto, pueden permitir a los padres y al niño disfrazar un deseo que, de ese modo, logra el complemento de justificación que les dará un lugar en el registro del bien, de lo lícito, de la ética. 2. EPos imponen al Yo del niño su primer conocimiento de la relación que mantienen los dos elementos de la pareja con el campo social y de la relación de los otros frente a la posición ocupada por la pareja.

Mientras nos ma,ntenemos dentro de ciertos límites, las va­riaciones de la relación pareja-medio desempeñarán un pa­pel secundario en el destino del sujeto, que en un segundo momento podrá establecer con. estos modelos una relación autónoma, directamente marcada por su propia evolución psíquica, sus particularidades y la singularidad de las defen­sas puestas en juego. No ocurre lo mismo cuando estos lí­mites no son respetados, sea porque la pareja rechaza las cláusulas t;lsenciales del contrato, sea porque el conjunto im­pone un contrato viciado· de antemano, al negarse a reco­nocer en la pareja elementos del conjunto a carta cabal. Tanto si la responsabilidad le incumbe a la pareja como si

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le incumbe al conjunto, la ruptura del contrato puede tener consecuencias directas sobre el destin,o psíquico del niño. En este caso, se comprobarán dos tipos de situación:

l. Aquella en la que, por parte de la madre, del padre o de ambos, existe una negativa total a comprometerse en este contrato; descatectización que por sí sola marca una grave falla en su estructura psíquica y revela un núcleo psicótico más o menos compensado. En estos últimos años, son muchos los que han insistido acerca del carácter cerrado de determi­nadas familias de psicóticos, microcosmos que al guardar a su loco preservan un equilibrio inestable que, mal que bien, sólo se mantiene mientras se puede evitar todo enfren­tamiento directo con el discurso de los otrps, gracias al si­lenciamien to de lo que se habla en el exterÍor. El riesgo que corre en tal caso el sujeto es verse imposibilitado de encon­trar fuera de la familia un soporte que le allane el camino hacia la obtención, de la parte de autonomía necesaria para las funciones del Yo. Esto no es causa de la psicosis, pero sí, sin duda, un factor inductor, a menudo presente en la fa­milia del esquizofrénico. 2. Igualmente importante, pero más difícil de delimitar, es la situación originada en una ruptura de contrato de la que el conjunto -y, por ende, la realidad social- es el primer responsable. Rechazamos las diversas concepciones socioge~ néticas de la psicosis, pero creernos en el papel esencial que desempeña lo que llamamos realidad histórica. En esta rea­lidad damos tanto peso a los acontecimientos que pueden afectar al cuerpo, a los que efectivamente se produjeron en la vida de la pareja durante la infancia del sujeto, al discur­so proferido en direcci6n al niño, como a la posición de ex-. cluido, de explotado, de víctima que la sociedad ha impuesto eventualmente a la pareja o al niño.

En la última parte de esta obra veremos que, en toda oca­sión en que la realidad histórica de la vida infantil se po­tencia con una construcción, fftntaseada de su percepción del mundo, su colusión puede determinar la imposibilidad de sustituir a la fantasía mediante una «puesta en sentido» que la relativice. En cierto nú e o de anamnesis de psicóticos llama la atención el r doblamir.!nto impuesto por la realidad soyial: se observa que e rec azo, la mutilación, el odio, la enajenación, situaciones todas a las que nos remite la pro­blemática psicótica, son actuadas y no solo fantaseadas en

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la relación del conjunto con la pareja. Consecuentemente, en el momento en que el Yo descubre lo exterior a la familia, en el momento en que su mirada busca allí un signo que le dé derecho de ciudadanía entre sus semejantes, encuentra un veredicto que le niega ese derecho, que apenas le propo­ne un contrato inaceptable: en efecto, su respeto implica­ría que en la realidad de su devenir renuncie a ser otra cosa que un engranaje sin valor al servicio de una máquina, que no oculta su decisión de explotarlo o excluirlo. Este veredic­to redobla aquello que se había percibido, en la relación del Yo con la pareja, como rechazo de toda autonomía, como prohibición de toda veleidad de contradecir lo dicho: es evi­d~nte que estos dos veredictos no son idénticos. Plantear una identidad entre represión social y represión en el sentido psicoanalítico, entre explotación económica y apropiación por parte de la madre del pensamiento del niño, no tiene ningún sentido; inversamente, sin embargo, y debido a que el niño comienza por proyectar sobre la esc.ena social el pattern de su problemática en relación con los ocupantes del espacio familiar, puede observar la inscripción sobre esta escen.a del redoblamiento de una misma dialéctica, en la que, de ese modo, se encuentra doblemente apresado. Estas consideraciones acerca de la función y omnipresencia del contrato narcisista ponen punto final a nuestro análisis del espacio al que el Y o debe advenir: hemos mostrado las condiciones que debe cumplir para que el Yo pueda habi­tarlo y las que pueden hacerlo incompatible con esta fun­ción. Antes de abordar la consecuencia más dramática de esta incompatibilidad (la, psicosis), y a fin de comprender qué expropiación entraña en relación con el Yo, conside­raremos una función que especifica a esta instancia, una vez que ha logrado advenir: posibilitar una conjugación del tiempo futuro compatible con la de un tiempo pasado.

El Y o y la conjugación del futuro: acerca del proyecto identificatorio y de la escisión del Y o

Definimos como proyecto identificatorio la autoconstrucción continua del Yo por el Yo, necesaria para que esta instan­cia pueda proyectarse en un movimiento temporal, proyec-

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ción de la que depende Ia propia existencia del Yo. Acceso a Ja temporalidad y acceso a una historización de lo experi­mentado van de la mano: la entrada en. escena del Yo es al mismo tiempo, entrada en escena de un tiempo historiza~ do. Hemos indicado los factores responsables de la organiza­ción del espacio al que el Y o puede advenir; la psicosis nos permitirá apreciar las consecuencias dramáticas de su au­sencia o de su desviación. Lo que hemos dicho al respecto y lo que añadiremos, con referencia a la psicosis, define nuestra concepción de la identificación 54 y marca el punto en que se detuvo nuestra reflexión: simplemente, subraya­remos ~n carácte: propio de~éX o ~vem?o»;'farácter cuya ~1:!.ss~ia caracteriza a la ps1cos1s. a ps1cos1s no anula al Y o -sería más exacto decir que es su obra-, pero sí mues­tra las reducciones y expropiaciones que el Yo paga en ese caso por su supervivencia; la manifesta ·' ás evidente de ello es la relación de o con una temporalidad caracteriza­da por el derrumbe de un tlem o uturo en eneficio de una mismidad e o experimentado que anc ará al Yo a una jma­gen de sí a la que podríamos calificar como fenecida [tré­passée] más que como pasada [passée ].

f El Y o no es nada más que el saber del Yo sobre el Y o. A ¡ esta definición que hemos dado anteriormente podemos aña-

dir aquí el siguiente corolario: el saber del Yo sobre el Y o 1 tiene como condición y corno meta asegurar al Y o un saber

{ sobre el Yo futuro y sobre el futuro del Yo. El «Yo adveni­do» designa por definicibñ un ,.Yo su¡? u esto capaz de asu­mi!'." Ja P!ueba de la castración. Es por ello que esta Ímag-en de un-Yo futuro se caracteriza.por la renuncia a los atribu-tos de la ~:r..a. Solo puede representar aquello que el Yo esfJera dévenir: esta ~no puede faltar a ningún su­jeto e, incluso, debe po(;ler designar su objeto en una imagen identificatoria valorizada por el sujeto y por el conjunto, o por el subconjunto, cuyos modelos él privilegia. La posibili­dad del Yo de catectizar emblemas identificatorios que de­penden del dis_curso del conjunto y no ya del discurso de un único otro és coextensa con la modificación de la pro­blemática identificatoria y de la economía Iibidinal después de la declinación del complejo de Edipo. A partir de este rnomento, nuevas referencias modelarán la imagen a la que el Y o espera adecuarse. Esta imagen se constituye en dos tiempos. El1a surge a partir del momento en que el niño

· puede enunciar un: cuando sea grande, :vo . .. , primera for­mulación de un proyecto que manifiesta el acceso del niño

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a la conjugación de un tiempo futuro. Mientras nos mantene­rnos en el período que precede a la prueba de la castración y a la disolución del complejo de Edipo, los puntos suspensi­vos remitirán a fórmulas que podemos resumir así: a) ... rne casaré con mamá; b) ... poseeré todos los objetos que existen. En la fase posterior, el enunciado será completado por un ... seré esto (médico, abogado, padre, jubilado) . Cualquie­ra que sea el término, que nunca es indiferente, lo importan­te es que deberá designar un predicado posible y, sobre todo y ante todo, un predicado acorde con el sistema de parentes­co al que pertenece el sujeto. Esta concordancia prueba el acceso al registro de lo simbó­lico y a una problemática identificatoria adecuada a él. Las formulaciones de la primera fase demuestran la ambi­güedad de la relaci6n del niño con el tiempo futuro: tiem­po en el que la madre volvería a ser aquella de la que se ha creído ser el objeto privilegiado, tiempo en el que se podría poseer finalmente el conjunto de los objetos codiciados por ella y por su propio Yo, y ser su amo absoluto. El tiempo que separa el aquí y ahora de un fu tu ro es identificado con el tiempo que sería necesario para el retorno de un pasado perdido. El Y o se abre a un primer acceso al futuro debido a que puede proyectar en él el encuentro con un estado y un. ser pasado. Sin embargo, ello presupone que ha podido reconocer y aceptar una diferencia entre lo que es y lo que querría ser, aceptación que solo será posible si este encuentro con un saber acerca de la diferencia entre des entes que le conciernen se acompaña con la oferta de un derecho a es­perar un futuro que podría concordar con el deseo identifi­catorio. Si este futuro es ilusorio, lo que es indudable, e) discurso de los otros debe ofrecer en contra oSición la se u­rí~~d-ñouusq;:t~ de un erecho e mirada y de un derecho cTé _p_~Jabra sobr~ __ un devemr que el Yo reivmdica como P!'..º.Ri?; solo a ese precio la psique podrá valorizar lo que «por naturaleza» tiende a huir: el cambio. Tanto-si 8e trata de los objetos soportes de la demanda li­bidinal, de las referencias identificatorias o del modo de catectización, la posibilidad de considerar al cambio como instrumento de una prima de placer futura es condición ne­cesaria para el ser del Y o. Esta instancia debe poder res­ponder cada vez que se plantea el interrogante acerca de quién es Y o ;55 interrogante que nunca desaparecerá, que acompaña al hombre a lo largo de toda su vida y que no

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puede tropezar, salvo en momentos aislados, con la ausencia de respuesta sin que el Yo se disuelva en la angustia. El proyecto es construcción de una imagen ideal que el Yo se propone a sí mismo, imagen que en un espejo futuro podría aparecer como reflejo del que mira. Esta imagen o este ideal se relaciona sobre todo con lo dicho: ·sucede a la imagen del estadio del espejo pero, también, es aquello en lo que el reflejo se convierte una vez que debe responder a las exigen. cias de lo «decible» y de la «puesta en sentido». Lo que el Yo desea llegar a ser se relaciona íntimamente con los obje. tos que espera tener, y estos objetos, a su vez, obtienen su brillo a partir del enunciado identificatorio que ellos remi­ten a quien los posee. Mientras nos mantenemos en la fase que precede a la diso. lución del complejo de Edipo, el ideal dependería de la idea­lización de que gozaron los objetos primeros: la demanda i<lentificatoria apunta a una imagen futura acorde con lo que estos objetos podrán supuestamente seguir esperando del sujeto. El Y o espera llegar a ser aquel que podrá res­ponder nuevamente al deseo materno: renunciará a tal o cual satisfacción pulsional gracias a' :m creencia en un futuro que lo indemnizará ampliamente ·o, a la inversa, ofrecerá a Ja madre este ideal, conforme a su discurso, a cambio de una gratificación obtenida en el presente. Se observa hasta qué punto en esta fase el ideal participa del narcisismo in­fantil y de un principio de placer que él más bien preserva que contradice. Pero llegará un momento en que se impon­drá un tiempo para comprender: la prohibición de gozar de la madre se refiere tanto al pasado como al presente y al futuro. Es menester renunciar a la creencia de haber sido, de se o de poder llegar a ser el objeto de su deseo; la coinci­dencia entre el Otro y la madre deberá finalmente disolver­se: la voz materna ya no tiene ni el derecho ni el poder de responder a los interrogantes: «¿Quién soy?» y «¿Qué de­be llegar a ser el Yo?», con una respuesta provista de certe­za y que excluya la posibilidad de la duda o la contradic­ción. El Yo responderá a estos dos interrogantes, que deben pese a todo ser respondidos, en su propio nombre y mediante la autoconstrucción continua de una imagen ideal que él reivindica como su bien inalienable y que le garantiza que el futuro no se revelará ni corno efecto del puro azar, ni co­mo torjado por el deseo exclusivo de otro Yo. Sin embargo, para que la catectización del futuro se preser­ve, es preciso que el sujeto pueda llegar a un cierto acuerdo

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con la paradoja característica de las exigencias identificato­rias remodeladas por la disolu~ión del complejo de Edipo. El futuro no puede coincidir con la imagen que el sujeto se forja acerca de él en su presente; esta falta de coincidencia, que el sujeto experimenta cotidianamente, debe remplazar, de todos modos, la certeza perdida, la esperanza de una coin­cidencia futura posible, para que la catectización de un devenir del que el Yo no puede sustraerse conserve todo su vigor. Para ser, el Yo debe apoyarse en este anhelo, pero una vez alcanzado ese tiempo futuro deberá convertirse en fuente de un nuevo proyecto, en una remisión que sólo con­cluirá con la muerte. Entre el Yo y su proyecto debe persis­tir un intervalo: lo que el Yo piensa ser debe presentar al­guna carencia, siempre presente, en relación con lo que an­hela llegar a ser. E~tre el Yo f~tturo y el Yo actual d~be per­sistir .. una diferencia~ Üna x que x:_epres!!nte_JQ __ ~_tl!:J?.ega añad1r~que ambos coincidan. Estax debe faltar sie~epresentaiá asunCi-ón de la prueba de castración eñ el registro identificatorio y recuerda lo que esta prueba deja intacto: la esperanza narcisista de un autoencuentro, permanentemente diferido, entre el Yo y su ideal que per­mitiría el cese de toda bús9.ueda identifi~-ª· Es enton­ces un compromiso que el-Yo firma COncl tiempo: renuncia a convertir el futuro en el lugar al que el pasado podría retornar, acepta esa comprobación, pero preserva la espe­ranza de que algún día ese futuro pueda volver a darle la posesión de un pasado tal como lo sueña. Preservar este compromiso es la hazaña del Yo advenido: el espacio que él habita será organizado de tal modo que refuerce su estabilidad. Hemos analizado ya los factores que permiten esta organización al referirnos al discurso parental; están presentes cuando los que los sostienen, habiendo podi­do asumir la prueba de la castración y reprimir su deseo edípico, le han posibilitado al niño esta asunción y esta re­presión. Pero para ello se requiere que la angustia de cas­tración, a la que nadie puede escapar, no supere cierto um­bral. Lo que Freud designa con este término no es nada más que la angustia que domina al sujeto a partir del mo­mento en que descubre que el Yo sólo puede existir apoyán­dose en los bienes que cate<:tiza y que, en parte, depende de la imagen que le devuelve la mirada del Otro, que la sa­tisfacción de su deseo implica que el deseo del Otro acepte seguir siendo deseándolo, mientras que, al mismo tiempo, descubre que nada le garantiza la permanencia del deseo ni

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de la vida del Otro, ni la permanencia de su saber acere· de la identificación y de su creencia en su ideología. En u; período que precede a esta prueba, el Y o pudo creer en la inmutabilídad de la fijación de la libido sobre los objetos marcados por las armas del Otro, creer, también, que Ja puesta en sentido que se le imponía ofrecía una garantía de certeza y que la referencia al discursó de los otros no podía menos que confirmar a posteriori la puesta en sentido que él había aceptado. Esta serie de certezas se derrumba cuando el sujeto descubre que la madre no considera su placer como lo que sería la res­puesta a su deseo, que los objetos que gozaban del brillo que les otorgaba su pertenencia al campo materno le habían usurpado. La confrontación del niño con el discurso del pa­dre, y, en general, con el discurso del conjunto, en la que una instancia qué no es el padre puede desempeñar el papel de mediador, le' re'vela que lo que él pensaba acerca de su relación con la m'lidre y acerca de la relación de la madre con él era ficticio. Se encuentra así en la posieión de un usurpador que ignoraba, no solo que ocupaba un lugar al que no tenía derecho, sino, lo que es más ,grave, que él era el único que lo consideraba propio. El disc.urso parental, y, a través de sus voces, el de los otros, lo ubicaba en otro lugar, en ese lugar en el que aún no estaba. La castración puede definirse como el descubrimiento en el registro identificato­rio de que nunca se ha ocupado el lugar considerado como propio y de que, por el contrario, se suponía que uno ocupa­ba un lugar en el que no se podía aún ser. La angustia surge al descubrir el riesgo que implica· saber que uno no se eri". cuentra, ante la mirada de los demás, en el lugar que cree ocupar, y que sería posible ignorar cuál es el lugar desde el que se le habla o en qué lugar lo sitúa quien le habla. Será preciso reconocer,· entonces, que las referencias que le aseguran al Y o su saber. identificatorio pueden chocar siem­pre con una ausencia, un duelo, una negativa, una mentira, que obliguen al sujeto al doloroso cuestionamiento de sus objetos, de sus referencias, de su ideología. Por ello, la cas­tración es una prueba en la que se puede entrar pero de la cual, en cierto sentido, no se sale; es posible negarse a en­trar, es posible realizar un retorno desesperado hacia el pasa­do, pero es ilusorio pensar en la posibilida..d de superar1a por completo. Lo que sí cabe es asumlr la prueba de tal moqo que •le preserve al Yo algunos puntos fijos en los que apoyar­se ante el surgimiento de un conflicto identificatorio. '

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Creer en la posibilidad de un mundo en que el hombre po­dría evitar la angustia ligada a SU' dependencia del deseo del Otro, o el precio que paga ante un deseo de omnipotencia y un de~eo de muerte q?e libran siempre un combate s<?rdo, es un mito o una creencia que nada comprende de la psique. Si la angustia de identificación o la angustia de castración (los dos términos significan exactamente lo mismo) cristali­za para el hombre primordialmente, al menos en gran parte de las culturas, en el temor de ser privado del órgano sexual, y para la mujer en el temor de que el hombre, al descubrir­la privada de pene, decrete como carente de valor lo que ella ofrece a su deseo, ello se debe a que ser líómbre o mujer es el primer descubrimiento que realiza el Y o en el campo de sus referencias identificatorias. Esta primera división de los sujetos del mundo le notifica que «ser» se a,.compaña siempre con una disyunción, que hay un destino que determina que nunca se conocerá lo que es el goce del otro sexo, que el propio autoerotismo depende de la introyección de una ima­gen del objeto que da cuerpo a una fantasía. Tal el origen de un saber cuya consumación conducirá al sujeto, en el mejor de los casos, a renunciar a la realización de un deseo reconocido como imposible y a preservar la esperanza de que, en algún momento, el deseo podría llegar a ser sin obje­to. La angustia de castración es el tributo que todo sujeto paga a esta instancia que se llama el Yo y sin la cual aquel no podría ser sujeto de su discurso. Castración e identificación son las dos caras de una misma ~nidad. ·u-na. «vez adveníclo el }'.o, la angustia resurgirá en toaá o~ortunidad en la que las referencias identificatorias puedan vacilar. Ninguna cultura protege al sujeto contra el peligro de esta vacilación, del mismo modo en que ningu­na estructura lo preserva de la experiencia de la angustia. Por el contrario, cabe afirmar que en la estructura familiar, al igual que en la estructura social, existen formas particu­larmente ansiógenas y, por ello mismo, particularmente ap­tas para inducir en el sujeto reacciones psicóticas o conduc­tas que, en forma más o menos camuflada, se aproximan a ellas. El acceso al royecto identificatorio, tal como lo hemos definido, demuestra ue e sujeto ha po l o su erar la rue­ba fun amenta que o obhga a renunciar a con.unto de ob­j,etos Q_ue, en una primera ase e su v1 a, h~ representa '? los so · ortes con Úntos de su libido de ob · eto su libido narcisista, o Jetos que le han permiti o plantearse como ser y jesÍgnar a los objetos codiciados por su tener. Es induda-

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ble que en algunas culturas la angustia de castración puede manifestarse mediante un enunciado diferente, que el objeto cuya pérdida se teme puede no concernir en forma directa al órgano sexual; de todos modos, en última instancia ello remite a una fantasía de castración, es decir, al terror que domina al sujeto al recordar heridas y duelos cuya huella es imborrable. Su placer no ha sido lo que permitía el goce del primer representante del Otro; el goce está a merced de un imposible saber sobre el deseo y el goce del otro sexo; no es posible lograr aprehensión alguna del propio cuerpo. Lo que el Yo «es» sólo puede ser conocido a través de la me­diación de lo que piensa saber y, en primer lugar, de lo que piensa tener como autoconocimiento; el tener que concierne a su saber se revela el lugar por excelencia de una certeza imposible. Aceptar renunciar a esta certeza y preservar la catectización del Y o y de su devenir es la tarea que incumbe al proyecto, y la presencia de este último implica que el Yo ha podido recorrer el conjunto de las fases que van desde su entrada en la escena psíquica hasta la disolución del com­pléjo de Edipo. La necesidad de preservar este proyecto origina lo que defi­nimos mediante el concepto de Y o inconsciente, efecto del poder represor ejercido por el proyecto, a expensas de los enunciados en los que el Yo se reconoció sucesivamente y que reprime fuera de su campo, en toda oportunidad en la que ponen en peligro la coherencia del proyecto identifica­torio que el Yo catectiza. En su totalidad, el Yo comprende el conjunto de las posiciones y enunciados identificatorios en los que se ha reconocido en forma sucesiva. Estos enun­ciados podrán ser mantenidos o rechazados; preservar una parte de su catexia o ser apenas el recuerdo catectizado de un momento de su existencia. De ese modo, el efecto del proyecto es tanto ofrecer al Yo la imagen futura hacia la que se proyecta como preservar el recuerdo de Jos enuncia­dos pasados, que no son nada más que la historia a través de la cual se construye como relato. En contraposición, aque­llo que de esos enunciados será rechazado fu era del espacio del Yo coincide con lo que del propio Yo de·be ser excluido para que esta instancia pueda funcionar conforme a su proyecto. Podemos decir que el Yo está constituido por una historia, representada por el conjunto de los enunciados identifica­torios de Jos que guarda recu~rdo, por los enunciados que manifiestan en su presente su relación con el proyecto identi-

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ficatorio y, finalmente,. por el conjunto de los enunciados en relación con los cuales ejerce su acción represora para que se mantengan fuera de su campo, fuera de su memoria, fuera de su saber. Permanece inconsciente para el Yo, y es ell(;) lo qut representa al Yo inconséiente, la acción represora qué ejerce y que conduce a reprimir una parte de su historia; es decir, los enunciados que han llegado a ser contradictorios con un relato que reconstruye constantemente y todo enun­ciado que exigiría una posición libidinal que él rechaza o que declara prohibida. La escisión se opera entre el Yo, como saber identificatorio inteligible y susceptible <le ser dicho mediante enunciados acordes con las leyes del discurso y del sistema de parentesco, y una parte del conjunto de Jos enunciados que representan momentos de la historia libidi­nal del Yo: esta parte, que pertenece a este segundo conjun­to, es la que mediante la acción represora del Yo constituye el inconsciente del Yo. Si el Yo coincide con su saber sobre el Yo, el Yo inconsciente representa el efecto y la consecuen­cia de la acción ejercida por este saber, representa una con­dici6n necesaria para la existencia de este último. Compren­de la mayor parte de los enunciados identificatorios pasados, los únicos que podrían hacerle conocer quién ha sido el Yo, cuáles han sido sus deseos, cuáles los objetos cuyo duelo ha debido realizar.

La función que hemos atribuido al proyecto como vía de ac­ceso a la categoría del futuro tiene como corolario la acción que él ejerce para constituir un tiempo pasado compatible con la catectizadón de un. devenir. Por ello pudimos decir que la entrada en escena del Y o es coextensa con la entra­da en escena de la categoría del tiempo y de la historia. A sn vez, estas dos categorías solo pueden llegar a ser parte integrante del funcionamiento del Y o gracias a un proyecto que les dé un estatuto en el campo psíquico. Uno de los efectos de la prueba de castración se manifiesta en la asunción por parte del sujeto de un saber sobre su propia muerte, pero debemos añadir que una condición pre­via indispensable para esta asunción es la apropiación de un proyecto identificatorio que es, inevitablemente, un proyec­to temporal. Proyecto en el que sigue presente el sueño de una mañana siempre diferido, que permitiría a-Ja postre que el deseo encontrase el objeto de su búsqueda, que el Yo pudiera anular la carencia que lo separa del ideal con el ·que sueña.

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E1 proyecto mues~~ª los · límit~s que el Y o impone a este sueño, pero tamb1en los que el sigue rechazando, una vez que ha podido superar las pruebas que jalonan un recorri. do que va desde el momento en que él ha surgido en la es. cena psíquica hasta el momento representado por la diso. lución del complejo de Edipo.

En forma explícita, y, en medida aún mayor, quizás implí. cita, los conceptos de imaginario y de simbólico han ocupa. do un lugar central en nuestra conceptualización del proce. so identificatorio y de sus mecanismos. A ello se debe la inclusión del siguiente anexo.

Anexo. Lo que entendemos con los conceptos de simbólico y de imaginario · ·

A Lacan le debemos la importancia que han llegado a tener en !a teoría analítica los conceptos de simbólico y de imagi­nario; también le debemos un cuestionamiento del psicoaná­lisis y una teoría acerca de la identificación de la cual Ja muestra ha tomado lo esencial. Sin embargo, a menos que reduzcamos el «préstamo» teórico al simple eco del pensa­miento de otro, no puede existir préstamo alguno que no se acompañe con una interpretación subjetiva de lo que se to­rna prestado. Estamos convencidos de que pensar el pensa­miento de otro -único modo de rendirle homenaje y de reconocer su valor- da lugar a un trabajo que nunca re­produce algo idéntico. De poco serviría, entonces, que remi­tamos al lector a los Escritos de Lacan para comprender lo que definirnos mediante los conceptos de imaginario y de simbólico. En este caso particular se añade otra dificultad, ligada a los propios conceptos: su largo pasado en el discurso filo­s6fico, su sobrecarga semántica, las significaciones que ya le han dado otros autores y que no es posible ignorar, deter~ minan que, al recurrir a ellos, el analista corra el riesgo de introducir conceptos pertenecientes a otras disciplinas y a Jos que la historia de las ideas los ha asociado desde siem­pre. El autor analista puede oscilar entre la tentación de hacer tabla rasa del pasado y la de proceder a una amalga­ma que sea fuente de confusión: en ambos casos, el lec­tor .tendrá muchas dificultades para juzgar, al no poder com­prender Jo que los términos designan en el texto que se le

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ofrece. Consideramos que este peligro está presente en mu­chos escritos de inspiración lacaniana, en forma aún más evidente cuando se ocupan del concepto de simbólico: cues­ta determinar, en ese caso, si se refieren a la función carac­terística de todo lenguaje, a los signos escritos, al lenguaje matemático o a la dimensión metafórica_ que debe tener el signo. Al leerlos, tenemos a menudo la impresión de que el término «Simbólico», como sustantivo o como adjetivo, defi­niría en forma conjunta la función del lenguaje, una pro­piedad particular del signo y, específicamente, una enigmá­tica relación con el significante fálico, el nombre del padre como organizador del sistema de parentesco, el acceso a una ley, y muchas otras cosas ... ; según qué se necesita demos­trar se privilegia, así, una u otra significación. La utilización de estos conceptos plantea, pues, un problema real, pero no debe caerse en su empleo abusivo a inodo de ganzúa que, finalmente, abre solo las puertas ya abiertas o, a la inversa, cierra con doble vuelta toda cerradura que se atreva a resistir a la llave analítica. Por ello, con la esperan­za de reducir este peligro, hemos creído necesario explicitar de qué manera aplicamos estos dos conceptos al registro de la identificación.

El concepto de simbólico

«Tal es, entonces, el objetivo esencial del conocimiento: li­gar lo particular a una ley y un orden que tengan la forma de la universalidad. Se produce así, en forma mucho más precisa, la obra a la que hemos designado como ''la integra­ción hacia un todo". »Es posible que esta tendencia a la integración hacia un todo se manifieste con máxima claridad en la función de los sis­temas simbólicos científicos. La fórmula química abstracta que sirve para designar un cuerpo determinado no contiene ya nada de lo que la observación directa y la percepción sensible revelan acerca de .ese cuerpo; por el contrario, ella ubica al cuerpo particular en .una red de relaciones extre­madamente ricas y finamente articuladas que son totalmen­te ignoradas por la percepción. Esta fórmula ya no designa al cuerpo en función de lo que es desde el-punto de vista sensible y de la forma en que se presenta, sino que se refie­re a él como a un conjunto de.reacciones posibles, de relacio­nes causales y de relaciones posibles, regidas por leyes univer-

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sales. La fórmula de la constitución quumc:l une la totali. dad de estas asociaciones regulares con la expresión de la singularidad que caracteriza, entonces, a esta expresión en forma totalmente nueva».56

Lo que caracteriza a la función simbólica, al signo lingüístico y· al lenguaje, pues, si se aceptan estas definiciones, es el hecho de crear una configuración relacional simbólica que engendra una formalización de lo real que permite pasar de lo individual a valores universales. A la singularidad de los elementos se le contrapone la universalidad de las relaciQ.. nes que los unen: al designarlos, el lenguaje crea el sen. tido que estas relaciones engendran, y este poder se ma. nifiesta a través de aquello que, a partir de ese momen. to, será enunciado como ley de la relación presente entre los elementos. Si en el pasaje citado entendemos como cuerpo, no ya al cuerpo químico sino al cuerpo habitado por el enunciante, podemos decir que existe un sector del lenguaje cuyos térmi­nos no designan ya ·al cuerpo en función «de lo que es y de la forma en que se presenta», sino que lo aprehenden, en efecto, como «un conjunto de reacciones posibles, de rela­ciones causales y de relaciones posibles, regidas por leyes universales». Esta aprehensión, que designa al individuo como soporte de una función simbólica, es la que efectúa el término de paren­tesco que dicta y engendra la ley relacional presente entre la totalidad de los términos del sistema. De ese modo, si la función simbólica de los signos es una propiedad inherente a su conjunto, si el objetivo de esta función es, siempre, pa­sar de lo singular a' lo universal, se observa en el campo del discurso un fragmento compuesto por una serie particular de signos cuya función se manifiesta en forma directa y pri­vilegiada por la nomit.ación que define el lugar y la función del sujeto en su red familiar. Los términos padre, hijo, ma­dre, antepasado, designan una función que so1o tiene sentido por la relación que plantea entre un término y el conjunto de los términos del sistema de parentesco. Esta función es in­dependiente del sujeto singular que la encarna durante el breve. período de su existencia. A la movilidad de los ocu­pan tes se le contraponen la fijeza y la identidad del concep­to de la función que el símbolo define. Cuando utilizamos el término de simbólico o de función simbólica, en el regis­tro identificatorio, 57 es a este sector del campo lingüístico

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al que nos referimos. Pensamos que la clínica nos permite re9 lizar esta división: ella nos demuestra que este subcon­junto ~s el que, efe~~vamente, p~ede obstaculizar ,el acceso del sujeto a la func1on del lenguaje y, lo que es mas impor­tante, que este sector lingüístico tiene un poder de autono-111ización que explica por qué, en la gran mayoría de los casos, el psicótico sigue siendo capaz de hablar, a menudo de manejar correctamente el símbolo matemático, mientras que es incapaz de saber .a qué lo remite el concepto de fun­ción paterna, materna o ancestral. Se opera una escisión entre la posibilidad que puede man­tener el sujeto de reconocerse en el término que lo designa como este hijo de esta madre, de este padre, o como hermano de este otro, y su imposibilidad de apropiarse del símbolo, es decir, de la función como concepto, apropiación que exi­giría que reconozca la perennidad de una ley de trasmisión que trasciende a todo ocupante temporario y particular. Pa­ra el psicótico, es imposible separar el soporte empírico del elemento de un concepto, que debe referirse a una clase; la que define a la función paterna, independientemente del pa­dre singular, no es ya la clase de los padres o de los hijos, sino que, a la inversa, ese elemento singular será identifica­do con la categoría de la clase. Lo universal se anula en la singularidad y lo accidental de un elemento: el concepto pierde toda significación universalizable y, por ende, toda posibilidad de simbolización. Se convierte en prisionero de la cosa corporal que lo encarna. Aunque el psicótico sabe que existen padres, no puede concebir la función de la clase y el concepto de paternidad sino como la simple extensión de la relación existente entre él y este padre, o entre él y esta ausencia. Y a no tiene el poder de representarse al con­junto de los elementos del sistema corno una estructura autó­noma y de considerar a la estructura de parentesco como una ley a la que están sometidos el conjunto de los sujetos. Esta répresentación implica, para el sujeto, a partir de la posi­ción que ocupa en la red, la capacidad de poner en relación al conjunto de los elementos actuales, pasados y futuros, tan­to si dispone como sí no dispone de un conocimiento empí­rico. El conocimiento efectivo que ha podido existir en rela­ción con un abuelo, un tío o, incluso, la propia madre debe convertirse en un accidente independiente del hecho de que, a partir de la posición que el término hijo le impone, el Yo cuenta con el poder de reconstruir una red relacional en la que cada -lugar es definido por el término que designa la

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relación de parentesco característica del sistema. El psicótico no puede afirmarse como «función» filial, no puede superar una función que lo caracteriza como el hijo de esa pareja. La consecuencia de ello es que la significación «hijo» o «hi­ja» queda prisionera del reconocimiento o del no reconoci­miento que sólo puede esperar del Otro identificado con un -referente real; lo que da lugar al conflicto que puede con-traponerlo al discurso del Otro, en el cual lo que está en juego es la muerte, conflicto este que se justifica por su de­pendencia absoluta en relación con una significación some. tida al arbitrio del que lo reconoce o del que lo anula ne­gando este reconocimiento. En nuestra opinión, el término «preclusión» tal como lo plan­teó Lacan, en cuanto patognómico del registro de la proble­mática psicótica, designa, no la preclusión de la función simbólica del lenguaje en general, sino la imposibilidad del Yo de separar los enunciados que solo refieren a la imagen especular, con todo lo de precario y aleatorio y con el riesgo de borramiento que ello implica respecto de un nombre que podría rotularlo como poseedor de un derecho a una fun­ción de parentesco ajena a toda arbitrariedad. No puede apropiarse de una función simb6lica que habría heredado, que habría tenido el derecho y el deber de trasmitir a su su­cesor. Se le precluye así al psicótico toda posibilidad de pos­tularse como representante de una clase, como garante de una función y como garante de una trasmisión de la cual sería el efecto y llegaría a ser el agente. La función simbó­lica del sistema de parentesco debe encuadrar el espacio de lo imaginario, trazando los límites que este último no debe trasgredir: será excluido todo enunciado contradictorio con la coherencia y el orden del sistema de parentesco, coexten­so, simultáneamente, con el sistema lingüístico que define una cultura. En el campo psicoanalítico, la función simbólica debería de­signar tres funciones características del signo lingüístico pe!'­tenecientes al sistema de parentesco: 1) ligar cada término a una ley y un sistema relacional, universal para una cultura dada; 2) enunciar una designación que se opone, en cuanto significación universal, a la singularidad necesaria de las re­ferencias identificatorias e imaginarias del Y o, singularidad sin la. cual el individuo no podría diferenciarse de un con­juntp, especie, clase de parentesco, clase sexual, en la que se vería sólo como un elemento intercambiable con cualquier otro; 3) permitir al Y o encontrar lugar entre un antes y un

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después en los que pueda reconocerse: los que lo han prece­dido, tanto si lo sabe como si no lo sabe, ocupaban una po­sición similar en el sistema, y los que lo seguirán retomarán un mismo lugar y ejercerán una misma función. Entre estos dos límites se despliega el campo imaginario, en cuya escena se désarrollará la identificación en sentido estricto.

Lo imaginario

La relación del Yo con la imagen, en la que se reconoce y aliena, se origina en el momento definido por Lacan como e) estadio del espejo. Encuentro decisivo entre el que mira y su reflejo, pero encuentro que solamente puede adquirir sen­tido si se tiene en cuenta «ese movimiento de la mirada que se descubre en el espejo que lo lleva hacia la mirada de l·a madre, a la búsqueda de la confirmación de la belleza de la imagen, antes de volver al espejo y a su reflejo imaginario» (Lacan, Seminario, 1'961-1962). La experiencia especular abarca tres momentos: 1) el surgimiento en el espejo de una imagen que la psique reconoce corno propia; 2) el desvío de la mirada hacia la mirada de la madre, en la que es leído un enunciado que dice que esta imagen es el objeto de su placer, que ella es la imagen de lo amado, de lo bueno, de lo bello ... ; 3) el retorno de la mirada a la imagen presen­te en el espejo, que, a partir de ese momento, estará consti­tuida por la unión entre la imagen y la leyenda que le con­cierne> tal como la ha percibido en la mirada materna. Esta unión es la que instaura el registro imaginario y desig­na el momento en que entra en escena lo que preanuncia al Yo: momento en que se opera una suma entre la imagen especular y el enunciado identificatorio que el Otro, en un primer momento, pronuncia sobre ella. Lo que el niño encuentra no es la simple objetivación de sí mismo como imagen, sinó la designación que le devuelve la mirada del Otro indicándole «quién es» el que el Otro ama, designa y reconoce. Lo que el sujeto descubre en el espejo es la imagen de cosa de la que hablaba el discurso de aquella y de aquellos que le hablan, discurso que comienza por iden­tificar al sujeto con el enunciado identificatorio del que ese mismo discurso es el agente. Hemos visto que, en un segundo momento, esos enunciados deberán convertirse en propiedad del Yo: la diversidad, la sucesión, la multiplicidad que los caracteriza, exigirán que siga catectizado y accesible para

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el sujeto lo que se constituyó en la fase del espejo como una referencia especular que se convertirá en un punto de an­claje. La identificación imaginaria presupone la posibilidad de que el sujeto pueda nombrarse mediante un enunciado identifi. catorio referible a su imagen, designándose así la imagen de sí mismo que lo acompaña a lo largo de su existencia. La re. lación que mantendrá todo sujeto con la imagen del espejo da testimonio de la dimensión conflictiva que impregna to­tahnente el campo de la identificación. En primer lugar, porque el sujeto le demanda a la imagen algo que e'la no puede darle: ser para él mismo una referen. cia autónoma e independiente de la manera en que es visto por la mirada de los otros. Esta independencia le permitiría contraponer el juicio propio acerca de su reflejo al carácter insostenible que podría presentar la imagen que se le de­vuelve de él mismo. La experiencia le demostrará que la imagen es incapaz de obligar al otro a verla tal como él la piensa, y tal como querría que se la vea. Se debe añadir que el sujeto nunca puede contentarse con que el espejo Je diga, como en los cuentos de hadas, que él es el más bello, ya que es ante la mirada del otro que quiere ocupar ese lugar, y carece de toda control sobre esa mirada. La omni. presencia de ese conflicto revela la ambigüedad del vínculo que, en el registro identificatorio, une lo visto de la imagen con el enunciado que decide acerca de lo que se debe ver en ella: la imagen ofrece un punto de ·anclaje a los enuncia­dos identificatorios; su presencia es indispensable para que el enunciado se presente como leyenda que singulariza la imagen de un Yo que, a ese precio, puede recofiocer al enunciado como lo que expresa lo que él desea, lo que de­manda, lo qite es. Empero, una vez operada esa adición, el Y o, hegeliano sin saberlo, se ve confrontado con una doble imagen: 1) la que su mirada ve en el espejo; 2) la que le aparece en la retina de los otros. Toda antinomia entre ellas da lugar a un conflicto identifi­catorio cuyos resultados pueden determinar la destrucción del uno o del otro, y conducir·~ la mutilación del propio Yo. En efecto, el Yo sólo puede funcionar si ~s capaz de garan­tizar conjuntamente la estabilidad de las dos referencias tonstituidas por su reconocimiento y el reconocimiento de ~l Amismo por parte de la mirada de los otros. Este conflicto, que forma parte de una experiencia siempre repetida para el Yo, dará lugar a u:na reorganización de la problemática

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identificatoria que desplazará su e.entro de gravedad del so­perte especular hacia lo que hemos designado como saber identificatorio o discurso que el Yo puede mantener acerca del Yo. No volveremos a referirnos a ello, salvo para recor­dar que, a partir de ese momento, la verdad de los enuncia­dos qúe se refieren al Yo y lo definen ya no está en poder exclusivo del discurso de otro sino que es esperada del dis­curso del conjunto, el único que dispondrá del poder de decidir en qué condiciones el saber del Y o sobre el Yo puede afirmarse conforme a una prueba de verdad reconocida por los otros, aunque sea refutada por algún otro singular. A este mismo discurso se le debe la valorización de una serie de valores-emblemas, jerarquizados en nombre de una bolsa de valores imaginarios, aunque bajo la égida de un campo sociocultural. El término «imaginario» significa, en este ca­so, que la definición referente a la realidad de la cosa nom­brada deja lugar a la función de valor identificatorio que ella va a desempeñar. Podemos definir los conceptos de fuer­za física, erudición, riqueza, fidelidad: de todos modos, lo que representa ante la mirada de los otros un sujeto fuerte, erudito, rico, fiel, participará siempre del valor imaginario que el discurso cultural le atribuye a estos términos. El va­lor y la función identificatoria de estos emblemas requieren el consenso del conjunto o del subc;:onjunto al que pertenece el sujeto. La valorización del subconjunto por parte del su­jeto solamente despoja, en este caso, al emblema de su valor de referencia identificatoria. El hecho de que este consenso opere totalmente en el registro imaginario no impide que represente la única posibilidad ofrecida al sujeto para sopor­tar su no reconocimiento por parte de un semejante, aunque esté particularmente catectizado, sin verse obligado por ello a destruirlo o a aceptar ser destruido.

Diremos que el registro de lo imaginario define el conjunto de los enunciados que poseen la funcióp de emblemas identi­ficatorios y la imagen especular que debe servirles como pun­to de anclaje. Estos emblemas se presentan ante el Yo como idénticos a sus «posesiones» [avoirs], definidas, a su vez, por el mensaje que, a partir de ellas, vuelve al sujeto para decirle «quién» es él. Ser igual a la imagen que admira la mirada de ~ós otros o ser igual a l:"' imagen que admira la. mirada de aque­llos que el Yo admira son las dos formulac10nes que adopta el anhelo narcisista en el campo de la identificación.

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Aunque lo especular nunca pierde sus derechos, aunque si­gue siendo un punto de anclaje necesario, se comprueba tatn­bién que la imagen solo puede mantener su brillo mientras el sujeto la crea conforme a los enunciados que garantizan que ella posee los valores que él pretende poseer, y mientras el sujeto piensa que estos valores son vistos y reconocidas como tales por la mirada de los otros. U na vez instaurada la organización del campo identifica to­rio, a lo largo de toda la existencia del sujeto se observará una doble localización:

l. En el registro de las catexias amorosas persistirá la exi­gencia de un reconocimiento -4!er el amante o ser el ama­do-- que ubica frente a frente a ambos Yoes; el hecho de que el conjunto de los otros reconozca que el Yo se compor­ta como un sujeto amante tiene poco peso frente a la afir­mación «No es cierto que me amas» contrapuesta por el amado. En este registro, el reconocimiento, para los dos partenaires, cae bajo la égida de un enunciado singular que puede coincidir o no con aquel en que el sujeto reconoce su verdad. Sin embargo, ni siquiera en ese caso está totalmen­te excluido el recurso a los demás; si el sujeto se encuentra en peligro, podrá recurrir a ellos para probarse, pese a todo, lo bien fundado de su elección o de su rechazo. 2. Por el contrario, en el campo de las catexias narcisistas, el Y o tiene que vérselas con referencias que deben ser com­partidas y valorizadas por el discurso del conjunto; ello da lugar a la búsqueda de una garantía, para y por parte del Yo, de que discurso y verdad puedan c<>incidir.

Es posible que se aprecie ahora con mayor precisión a qué nos referíamos al hab1ar del encuadramiento de lo imagina­rio originado en la función y la designación simbólicas. El conjunto de los enunciados identificatorios designa quién es Yo y los objetos que él posee, que'fheña llegar a ser y que anhela tener; la tarea que les incumbe es salvaguardar el poder --de sustitución, de invención de otras referencias y de nuevos emblemas, de cambio-- de estos enunciados y, también, dar lugar a la parte de sueño necesaria para el funcionamiento del Yo. Otro problema es que el hombre se deje apresar en la trampa de las creaciones de su propio imaginario. Sin embargo, esta capacidad de invención, ra-

. yana 'siempre en la desmesura, encuentra y debe encontrar puntos de detención que demuestren al sujeto que soñar lo

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írnposible no significa hacerlo posible, ni tornar irnpooible la existencia del Yo. Estos puntos de tope no son producto ni del sujeto singular ni del registro imaginario: el sujeto los halla en un dis,curso que le garantiza la existencia de una serie de enunciados no arbitrarios e independientes de toda psique singular. Es a ellos a quienes recurrirá para definir lo que espera ser o tener, pero para designar la relación que liga al que espera con los primeros destinatarios de sus de­mandas fundamentales. Tanto si la respuesta proporcionada por estos interlocutores arcaicos ha sido afirmativa como si ha sido negativa, la designación simbólica afirma que su efecto es nulo sobre los derechos que el sujeto puede reivin­dicar como miembro de una clase, como eslabón necesario para la trasmisión de un sistema de parentesco y de un sis­tema lingüístico de los que él depende, del mismo modo en que estos sistemas dependen de la trasmisión que cada nue­vo sujeto, a su vez, realiza.

Esperamos haber logrado aclarar al lector qué designan en ~ste trabajo los términos imaginario y simbólico. Esperamos, también, haber podido justificar nuestra opción.

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Segunda parte. La interpretación de la violencia y el pensamiento delirante primario

j. Acerca de la esquizofrenia.: P.ºt~ncialida~ ps~cótica y pensamiento (lehrante pr1mar10

11.La realidad desbordante a causa de un hecho supernume­rf!l"Í0».58 Gombrowicz, Cosmos.

Esquizofrenia, paranoia, pensamiento delirante primario: consideraciones generales

Cualesquiera que sean las críticas que se puedan formula1 ante esta entomología de los seres y del pensamiento que rios propone el saber psiquiátrico, el analista sigue utilizando los mismos rótulos, aunque para ello trasforme la significa­ción anterior. ¿Fuerza del hábito u homenaje al don de observación de sus predecesores? Ambas cosas, sin duda. Pero esta referencia plantea problemas múltiples: podemos preguntarnos, incluso, si no oculta una ambigüedad en la relación del psicoanálisis con la psicosis. Dejaremos el inte­rrogante sin respuesta y diremos que las formas que reviste, ante la mirada del observador, el discurso psicótico nunca son efecto del azar y que no pueden comprenderse a través del simple análisis del modo de defensa que privilegian. Ellas dan testimonio del momento en que el trabajo psíquico halló un escollo que lo obligó a dejar la ruta común y ha­cen entrever la índo1e singular del mismo. Pero, la tedría psicoanalítica se acuerda el derecho de hablar de la psicosis o de la estructura psicótica y de postular, mas allá de la di­versidad de las formas, la presencia de una serie mínima de rasgos, trasfondo común de los diversos cuadros clínicos. Los elementos que cada autor aísla en esta serie, la interpreta­ción que propone de ellos, definen a su vez las diversas cons­trucciones psicoanalíticas que dan cuenta del fenómeno psi­cótico. La homogeneidad que a menudo reivindican estas opciones es ilusoria, aunque casi todos los autores recurren a los mismos conceptos claves de fijación, regresión, pérdida de la realidad, preclusión, para citar solo los principales. Más aún que en el campo de la neurosis, llama la atención

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en el de la psicosis la facilidad con que se operan amalga. mas en las que se encuentran mezclados conceptos freudia­nos, kleinianos, lacanianos y, más recientemente, pertene­cientes a Bateson, Bion, o a la antipsiquiatría, esa otra amal. gama. Sin embargo, la mayor parte de esos autores coinci­dirán en que en nuestra disciplina. no es posible apropiarse de un concepto y, sobre todo, de un concepto clave, sin acep. tar las consecuencias y condiciones previas que dependen de la teoría que lo ha forjado, de la que no es posible aislarlo. No defendemos ningún dogmatismo ni ninguna ortodoxia exclusivista, pero el confusionismo tan frecuente en el dis­curso analítico, tan pronto como se aplica a la psicosis, cons­tituye un obl!ltáculo que se debe denunciar: el hábito de Ar­lequín oculta mal, en tal caso, remiendos apresurados y agu­jeros que nos ponen frente a aquello que, en el hecho psi­cótico, ha resistido en mayor medida a todos nuestros mo­delos interpretativos. Otro desliz en las teorías sobre la o las psicosis parece inevi­tablemente abrirse camino: poner entre paréntesis los pro­blemas que plantea la psicosis en beneficio de un problema más abordable y que, desde ese momentc;>, se identificará con la causa, lo cual permitirá declarar secundarios a· aquel!os para los qué no hay respuesta. Dos ejemplos característicos de esta tendencia reduccionista los constituyen la forrna en que se utilizan el concepto kleiniano d~ identificación pro­yectiva y el concepto lacaniano de preclusión del nombre del padre. Consideramos que, sin saberlo, estos sesgos retoman por cuenta propia una misma posición de rechazo concer­niente a la especificidad de un mensaje que perturba e in­quieta. Al igual que el del infierno, los caminos de la teoría están empedrados de buenas intenciones: no bastan para ocultar la falta de respeto que implica una cierta pretensión de saber en relación con aquel al que se le impone una in­terpretación que no hace más que repetir, de otro modo, la violencia y el abuso de poder de los discursos que lo han precedido. Tenemos la impresión de que muy a menudo, en la actualidad, la psicosis sirve intereses que nada tienen que ver con ella; al hablar en nombre del loco, con demasiada frecuencia no se hac~ sino negarle una vez más todo derecho a hacerse oír. Se utiliza una palabra que se le imputa para demostrar los fundamentos de un saber~ de una ideología, de un. combate que interé~a: a quien no está loco o pretende np estarlo. La apología de la locura, la apología del deber de no terapia y de no curación son las formas modernas de un

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rechazo y de una exclusión que ni siquiera se tiene ya el coraje de reconocer, lo que hace que esas formas sean tan opresivas y nefastas como sus predecesoras, si no más. El ~rdaje de la locura exige que se acepte avanzar en ese IL1gar en que se juega un drama que el observador,' salvo excepciones, no pag-a ni con su dolor ni con su razón, y tam­bién reconocer que no podemos esperar demasiado de nues­tras retaguardias teóricas. Esta última comprobación es una advertencia dirigida a los lectores: nuestras reflexiones so­bre la psicosis no escapan al peligro de presentar la construc­ción teórica que constituye su ·basamento, y sin la cual no habrían podido formularse, como más acabada de lo que está en realidad. Antes de abordar esta construcción, defi:aiendo nuestra acep­ción del concepto de «pe~samiento delirante», se requieren dos aclaraciones. La primera concierne a la significación que se le debe atribuir a la expresión «condición necesaria», que surgirá en muchas ocasiones en nuestro texto; la segunda, el lugar que ocupa en este trabajo y, en general, en los. textos analíticos, el ejemplo clínico.

1. Hablar de «condiciones necesarias» no es equivalente a ha­blar de condiciones suficientes. Podemos definir las primeras y demostrar que se las enc_uentra con gran frecuencia, pero no tenemos el poder de declararlas suficientes. Si fuese po­sible pasar de un calificativo a otr9, dispondríamos de un modelo que daría acabada cuenta de la causalidad psicótica; y ello no ocurre. En este intervalo que separa a lo hecesario de. lo suficiente se sitúa, no solo lo que escapa a nuestro saber, sino también lo que convierte a la psicosis en un destino en el que el sujeto tie11e un rol propio y que no es un accidente sufrido en forma pasiva. En nuestras palabras preliminares escribíamos que la psicosis nunca puede ser reducida a una carencia referida a la justa medida de lo «normal»; si existe la carencia,_ existe, en una medida por lo menos equivalente, lo diferente y lo suplementa.rio. Este suplemento es suficien­te para denunciar las diversas teorías que, en nombre del deseo de la madre, de la opresión social, del double bind, pretenden reducir la psicosis y, más precisamente, 1a esqui­zofrenia, a la respuesta pasiva forjada y preformada por el deseo, el discurso, la locura de los otros. La presencia de estos factores no basta para crear ipso facto la locura del njño, pero sí para instaurar lás condiciones que la hacen posible.

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'l. En Jo que se refiere al papel que desempeña generalrnen. te el ejemplo clínico en los textos analíticos, se ímpone una primera evidencia: toda historia de caso y todo fragmento de historia es elegido siempre por el autor en función de que permite demostrar q~e una hipótesis teórica está bien fun. <lamentada o no lo está. Sabemos todos que existen ejem. plos privilegiados y otros que se prestan mucho menos a esta función demostrativa; podemos preguntarnos, entonces, has­ta qué punto una extrapolación sigue siendo lícita.

En lo que se refiere a los ejemplos a los que recurriremos la razón de la elección es evidente: su «ejemplaridad» resi~ de en lo que demuestran -acerca de la función caractcrísti!:a de los elementos de realidad a partir de los cuales el discursó psicótico construyó la interpretación que se llama delirio. En las historias en los que estos elementos están aparente­mente ausentes, mientras que en el sujeto se observan inter­pretaciones idénticas, nos concedemos el derecho de deducir, no que se han producido y que su recuerdo habría desapa­recido, sino que vivencias efectivas de estos sujetos !os han inducido a interpretar su realidad histórica como si tales ele­mentos hubiesen sido evidentes. Al final de este libro mos­traremos el papel que cumple en un paranoico el odio mani­fiesto respecto de la pareja paterna. Ese ejemplo no nos autoriza a extraer la conclusión de que en toda pareja en Ja que el niño presenta rasgos paranoicos el discurso mani­fiesto, de ser conocido, mostraría un odio semejante; pensa­mos, sin embargo, que es legítima la hipótesis de que el niño, en todos los casos, ha percibido algo en esta relación que le permite desenmascarar ese elemento ~ hipostasiar su presencia. En otras palabras, la psicosis nunca es reductible a la proyección de una fantasía sobre una realidad neutra; en ese sentido, ella se distingue de la neurosis. Evidentemen­te, esa proyección fantaseada existe, pero el papel que puede desempeñar en la eclosión de una psicosis se origina en el potenciamiento que en tales casos tiene lugar entre la puesta en escena fantaseada y lo que aparece en la escena de Ja realidad. Así, el caso ejemplar no hace más que mostrar en forma cristalizada lo que, muy probablemente, se jugó en los otros. Cuando M. R. nos relata que su padre prohibió que aprendiese la lengua hablada por su madre, cuando nos ex­plica que desde siempre oyó a su padre condenar y despre­ciar 1 a la raza de su madre, mientras esta última se negaba a aprender la lengua del padre, sabemos perfectamente que,

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en la perspectiva del teórico, encontramos allí una situación privilegiada ;59 pero, por el contrario, cuando comprobamos que el discurso, no ya de M. R., sino de los diferentes para­noicos que hemos podido escuchar, demuestra la necesidad que tuvo el sujeto de reconocerse como fruto del odio, de plantear una identidt;d entre, estado ~e p:ireja y est?-do de odio, y crear, a partir de alh, una historia, la propia, que conservara algún sentido, llegamos a la siguiente conclusión, que consideramos no excesiva: la historia de M. R. ejem­plifica una situación que, en forma más parcial y velada, ha estado presente en el conjunto de las historias vividas. Podemos añadir que, dentro de los límites de nuestra expe­riencia hasta el presente, dicha hipótesis se ha revelado co­mo justificada. Sin duda, nuestra sensibilización ante este tipo de pensamiento ha desempeñado un cierto papel; es de esperar que n() nos haya conducido también a alucinar lo inexistente.

El· pensamiento delirante primario

Designamos con los términos de esquizofrenia y de paranoia: los dos modos de represe·ntación que, en determinadas con­diciones, forja el Yo acerca de su relación con el mundo; el denominador común de estas construcciones es fundarse en un enunciado de los orígenes que remplaza al compartido por el conjunto de los otros sujetos. Definimos como idea delirante todo enunciado que prueba que el Y o relaciona la presencia de una <<cosa» (cualquiera que esta sea) con un orden causal que contradice la lógica de acuerdo con la cual funciona el discurso del conjunto; por ello mismo, esa relación es ininteligible para dicho dis-· curso. Por tal motivo aplicamos el calificativo de delirante al enun­ciado de los orígenes en torno del cual se elabora la lógica del discurso esquizofrénico y paranoico; en la acepción de­finida y en un primer enfoque de la problemática esquizo­frénica, que se ocupa solo de los caracteres que considera­mos generalizables, es esta la razón, también, que nos per­mite hablar indif eren temen te de construcción psicótica o de construcción delirante para calificar la respuesta µroporcio­nada por el sujeto a una organización particular del espacio al que habría debido advenir el Yo. El análisis de los factores responsables de este tipo de orga-

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nización, que impone al Y o elaborar una construcción que recurre a un orden causal «delirante», nos enfrentará con dos discursos, el del portavoz y el del padre, que han presentado fallas en su tarea. Estas fallas pueden ser superadas por el sujeto sin que se vea obligado a recurrir a un orden de cau. salidad que no se halle acorde con el de los demás: es por ello que lo necesario no es lo suficiente. En todos los otros casos, se comprobará la presencia de un enunciado acerca del origen que es ajeno a nuestro modo de pensar: a esto lo llamamos pensamie.nto delirante primario. Consecuencia del encuentro entre el Yo y una organización específica del espacio exterior a la psique y del discurso que en ella cir­cula, se convierte a su vez en una condición previa necesa­ria para la eventual elaboración de las formas manifiestas de la esquizofrenia y de la paranoia. La presencia de esta condición previa es para nosotros sin& nimo de lo que definiremos como concepto de potencialidad psicótica.60 No una posibilidad latente que sería común a tódo sujetG>,- sino una organización de la psique que puede no dar lugar a síntomas manifiestos pero que muestra, en todos fos casos en los que es posible analizarla, la presencia de un pensamiento delirante primario enquistado y no re­primido. Este quiste puede hacer estallar su membrana para derramar su contenido en el espacio psíquico: cuando ello ocurre, se pasa de lo potencial a lo manifiesto. Se observa, así, que el pensamiento delirante primario o la potencialidad psicótica ocupan una posición intermedia en­tre dos órdenes de causalidad; antes de analizar las condi­ciones a las que responden, intentaremos, pues, aclarar lo que designamos con estas expresiones. Definimos como pensamiento delirante primario la interpre­tación que se da el Y o acerca de lo que es causa de los orí­genes. Origen del sujeto, del mundo, del placer, del displa­cer: el conjunto de los problemas que plantea la presencia ele estos cuatro factores fundamentales encontrará una única e id~ntica respuesta gracias a un enunciado cuya función será indicar una causa que dé sentido a su existencia. Mer­ced a esta creación, el Yo se preserva un acceso al campo de la significación creando sentido allí donde, por las razo­nes que analizaremos, el discurso del Otro lo ha confronta­do con un enunciado con escaso o ningún sen ti do. A partir de este pensamiento, podrá instaurarse un sistema de signi­ficaciones acorde con él, producirse una forma particular de escisión que se manifiesta a través de lo que designamos

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corno enquistamiento de tal pensamiento; este le permite al sujeto funcionar de acuerdo con una aparente y frágil normalidad. Es posible, también, 'que este pensamiento ne. dé lugar a sistematización alguna, sino que actúe como un~ interpretación única y exhaustiva que marque a toda expe­riencia cargada de afecto y, por ende, significativa: todo lo que escape al poder de esta interpretación única será des­catectizado e ignorado por el sujeto y por su discurso. El primer caso encuentra su forma acabada en el sistema pa-

. ranoico, el segundo constituye la potencialidad psicótica, el tercero caracteriza a la vivencia esquizofrénica. Esta siste­matización, al igual que esta extrapolación, pueden realizar­se desde la instauración del pensamierito delirante primario: nos veremos entonces frente a las formas infantiles de la esquizofrenia y de la paranoia. También pueden producirse en un momento posterior, y como consecuencia del fracaso de la transacción que hasta el momento protegía a la poten­cialidad psicótica. Un lugar ;;i.parte debe ser atribuido a] autismo infantil precoz, en el que lo que no ha podido ela­borarse es el propio pensamiento delirante primario. Esta primera elaboración del concepto de pensamiento delirante primario sería suficiente para mostrar la importancia que atribuimos a la función del Yo en la psicosis: le jos de ser e] gran ausente, es el artesano de una reorganización de la re­lación que deberá mantener con los otros dos procesos co­presentes en su propio espacio psíquico y con el discurso deJ representante del Otro y del representante de los otros. En los dos discursos que interrogamos, y como punto de partida del fenómeno psicótico, situamos la creación original de una significación que tapa un agujero del discurso del Otro. No se produce, como se ha llegado a pensar, una sustitución en la que una significación remplaza a otra que no se acepta, por ser frustrante o contraria al principio de placer; lo que se produce, por el contrario, es la creación de una nueva sig­nificación que no podría formularse si se respetase la lógica y el orden causal característico del discurso de los demás. Se nos ocurre un ejemplo paradójico: el de un matemático que, al mismo tiempo que afirma .que su teoría se adecua a 1as reglas del sistema matemático, afirma que dos más dos son cinco. Imaginemos entonces un sujeto al que se obligaría a saber contar de acuerdo con las reglas del-sistema y, al mis­mo tiempo, a aceptar este postulado contradictorio. La úni­ca respuesta posible para el sujeto, en tal caso, sería inventar un nuevo teorema que demuestre que, en algunos casos, .cua-

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tro y cinco son sinónimos: deberá crear una demostración inexistente para hacer aparecer como verosímil el postula<lo planteado. Lo mismo le ocurre al que llamamos psicótico· para poder hablar el lenguaje de los demás (y en general l~ logra) debe inventar, en primer término, una interpretación que adecue a la razón una significación que le ha sido i.rn. puesta y que no puede soslayar sin poner en peligro, al .mis­mo tiempo, el fundamento de sus enunciados. Luego, será él quien decida si ha de reconstruir la totalidad del sistema matemático, si intentará ·articular esta demostración con otras que se le oponen, si descubrirá la existencia de un ele. mento acerca del cual será imposible decidir o si renunciará al sistema en beneficio de una demostración que sea única y exhaustiva. El pensamiento delirante se impone la tarea de demostrar la verdad de un postulado del discurso del portavoz noto. riamente falso. Implícita o explícitamente, ese postulado se refiere al origen del sujeto y al origen de su historia: las primeras cosas «oídas» referentes a este doble origen se Je han revelado al sujeto como contradictorias con sus viven­cias afectivas y efectivas. Se manifiesta una antinomia entre el comentario y lo comentado. Aceptar el comentario, reto­marlo por cuenta propia, implicaría adueñarse de una his­toria sin sujeto y de un discurso que le negaría toda verdad a la experiencia sensible. Rechazarlo implicaría quedar fren­te a frente con una experiencia inefable, algo innombrable. Para evitar estos dos impases, evitación que está lejos de ser segura, el Yo dispone de la posibilidad de interpretar el co­mentario. Puede esperar así hacer coincidir, de un modo más o menos defectuoso o forzado, el desarrollo de su historia con un primer párrafo escrito por el pensamiento delirante primario. Construcción de un Y o. que pretende preservar su relación con el discurso pero que, al hacerlo inventa, como el apren­diz de brujo de la historia, una fórmula mágica que conserva indefiniqamente su poder de autonomizarse y de ímponer]e una derrota radic·al. Considera~ que el pensamiento primario es un resultado del encuentro del sujeto con un enunciado del discurso implica dos corolarios: ·

1. Situar en esta fase en la que el ínfans se convierte en niño, al .aéceder al registro de la significación, el momento en que puede constituirse él pensamiento delirante primario.

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2. Acordar un papel privilegiado a las particularidades pre­sentes en el discurso que el niño encuentra en la escena de ¡0 real. La textura de este discurso es la que ofrece las con­diciones necesarias para que este espacio se convierta en el Jugar al cual advendrá el pensamiento delirante primario.

El problema del origen

Comprender las consecuencias de la falta de un enundado referente al origen en la textura de este discurso, o de la presencia de un enunciado que remite al niño a una signi­ficación que ·su Yo no puede asumir, obliga a considerar en forma distinta el papel que se debe atribuir a la teoría se­xual infantil, y en primer lugar, a lo que l ecubre y condensa la pregunta, aparentemente tan simple, que plantea todo ni­ño: «¿Cómo nacen los niños?». Freud nos marcó el camino al relacionar esta pregunta con la que le plantea al niño la sexualidad de la pareja parental, el enigma de su placer y de lo que podría ser causa de su deseo. Si seguimos ese camino, comprobamos que en el mo­mento en que este interrogante se manifiesta, la respuesta que se espera atañe a interrogaciones precedentes: más pre­cisamente, el interrogante que le p 1antea al Yo la presencia en su campo de los efectos de producciones físicas cuyo agen­te no es él y con las que sólo puede cohabitar si las rela­ciona con una c2usa conocida. A este precio, y vimos ya por qué el1o es una exigencia para el funcionamiento del Yo, se establecerá una equivalencia entre el conocimiento de la cau­sa supuesta y el reconocimiento de un efecto y de un afecto de los cuales sería el agente. Simplificando, podernos decir que a partir del momento en que el Yo puede enunciar: «Siento p'acer o displacer porque ... », convierte al placer o al displacer en algo que dependería del conocimiento que posee sobre su causa y lo trasforma, de ese modo, en un efecto que correspondería a su jurisdicción. En una primera aproximación, diríamos que la pregunta «¿Cómo nacen los niños?» equivale a «¿Cómo nace el Yo?» y que este último espera que la respuesta proporcione el tex­to del primer párrafo de la historia en la que debe poder re­conocerse: en efecto, solo ella puede dar algún sentido a la sucesión de todas las posiciones identificatorias que puede ocupar. Ahora bien, tanto si se trata de una historia singular o de

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la historia de los sujetos, ambas comparten una misma exi_. gencia: no pueden permitirse confesar que nada conocen e.cerca de su origen. El primer párrafo no puede presentarse como una serie de líneas en blanco: si así fu ese, el con junto de los otros estaría expuesto al riesgo de que, en algún mo. mento, al inscribirse allí, alguna palabra los declare totalmen­te falsos. Por ello, en el registro de la historia de los sucesos es posible afirmar que l·a función de todo mito -que es, siempre, mito de un origen- es garantizar la existencia de ese primer párrafo. En el registro de la historia de un sujeto, ese primer párra­fo tampoco puede quedar en blanco: lo que singulariza a su textura es el hecho de que, en ese caso, solo puede escribir­se gracias a elementos tomados de los discursos de los otros, únicos que pueden pretender saber y recordar lo que se su­pone que el autor ha vivido en esa época lejana en la que se escribía un «yo he nacido ... ». Nada puede saber el Yo acerca de ese primer momento necesario para que se escriba la historia, ni tampoco puede privarse de la seguridad de que el discurso del Otro y de los otros puede proporcionarle un cierto saber acerca de él. De este modo, la tarea del discurso del portavoz es ofrecerle al niño un primer enunciado referente ·a ese origen de la his­toria : ello bastaría para demostrar el peligro que le hace correr al Yo una falta de respuesta a este interrogante, o una respuesta inaceptable. Pero para el Yo es igualmente determinante el poder de ex­trapolación que él proporcionará a esta respuesta. La pre­gunta demuestra la relación que existe entre la interroga­ción que se plantea el Yo acerca de la significación de su propia existencia y su intuición de que, de ese modo, interro­ga al deseo y al placer de la pareja; ello se debe, sin duda, a que, a través de esta misma pregunta, el Yo interroga la causa originaria de la experiencia de placer y de displacer. Si lo que experimenta no pudiese tener sentido, es el mismo Yo el que perdería toda posibilidad de dar sentido a su pro­pia existencia. «¿Cómo nacen los niños? ¿Cómo nace el Yo? - ¿Cómo nace el placer? - ¿Cómo nace el displacer?». Cuatro for­mulaciones de un único interrogante que busca una respues­ta que plantee una relación entre nacimiento-niño-placer­deseo. «Én el origen de la vida se encuentra el deseo de la pareja parental al que el nacimiento del niño causa placer». Cual-

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quiera que sea la for:nuI~ció;i explicita de la respuesta oída, es preciso que rermta intnnsecamente a esta concatena­ción, no solo porque ella es la única que aporta una signi­nificación acorde con la lógica del Y o, sino porque esa res­puesta a la causa de su origen será proyectada retroactiva­mente por el niño sobre la causa originaria de toda experien­cia de placer y de toda experiencia de displacer. El Yo relacionará la causa de placer, de todo placer, con el placer que le procura a la pareja el hecho de que él existe; puesto que la lógica del Y o deberá obedecer al principio de no contradicción,. la causa del displacer podrá separarse de ella y contradecir al postulado del proceso primario que sos­tiene que todo lo que existe es un. efecto del poder omní­modo del deseo del Otro. Esta separación le permitirá al Yo lograr que el displacer sea compatible con su creencia en el amor que se experimenta por él, aceptando que el displacer ya no sea únicamente una experiencia decidida por el deseo del Otro, sino lo que puede imponerse a pesar y en contra de ese deseo, y tener como causa la realidad del cuerpo, la existencia de los otros, un error, un no saber. Se.observa de qué modo el enunciado con el que el portavoz cree responder al interrogante acerca del nacimiento será metabolizado ·por el niño en una significación a partir de la cual elabora su propia teorización sobre la causa de todo lo que se refiere al origen: de sí mismo, del placer, del dis­placer, del mundo. La significación que da sentido a la existencia del Y o es la única que, al mismo tiempo, puede darle sentido a las expe­riencias que él vive. La contrapartida será que toda signifi­cación que prive de sentido a la causa del placer o del dis­placer determinará que también carezca de sentido todo lo que podría ser causa del Yo. Debemos hacer una última observación sobre el papel que asumen. en esta problemática los índices que proporciona la realidad acerca de la conformidad que se supone que existe entre el enunciado portador de una significación y la viven­cia al que esta Se refiere. Afirmar al niño que en el origen de su existencia se encuentran el deseo de la pareja y el placer que para esta constituye su nacimiento es una proposición de la que el Y o sólo puede apropiarse a condición de que el placer ocupe un lugar en la relación hijo-pareja. Placer en el momento de su encuentro mutuo, placer manifestado por el portavoz que enuncia esta proposición, placer que se es­pera que sienta aquel a quien ella se dirige.

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Tan pronto como en la organización psíquica encuentra lu­gar el postulado característico de la lógica de lo secundario toda experiencia de placer del Y o exige que exista una cier~ ta concordancia entre el sentimiento que lo expresa y la vivencia que el sentimiento designa. En lo que atañe a la experiencia de displacer, a fin de que no sea desestructurante para el Yo se requiere, ante todo que el portavoz reconozca que esta vivencia ha estado efecti~ vamente presente en la vivencia del niño, y, en segundo lu­gar, que le proporcione una significación que no sea contra­dictoria con la lógica del discurso. Ello implica la necesidad de que esta causa sea diferente de la que le corresponde al placer. Por ello, si de algún modo la respuesta que se proporciona al sujeto acerca de su origen lo indujese a considerar que su existencia ha sido causa de displacer para el portavoz y la pareja, en tal caso corre el riesgo de plantear como causa del displacer el deseo del Otro de imponérselo, retomando así por su cuenta la interpretación fantaseada, y de interpretar el placer como efecto de un error,. del no saber, de una falta cometida: se opera así una inversión entre las dos causas que hubiesen debido ser atribuidas respectivamente al placer y al displacer. De no ser por esta inversión, la «pu~sta en sentido» de estas dos experiencias chocaría con la paradoja de tener que atribuir dos efectos antinómicos a una única causa: tanto en un caso como en el otro, el placer y el dis­placer pueden perder todo sentido, y no poder ser ya «ha­blados». Esta digresión relacionada con la pregunta acerca del origen muestra por qué, si el Yo no encuentra en el discurso un «pensamiento» del que pueda apropiarse como postulado inicial para su propia teorización de los orígenes, se ve obli­gado a crearlo: de no ser así, deberá renunciar a preservar un espacio psíquico en el que su funcionamiento sea posible. En toda oportunidad en la que este «pensamiento» ya no pueda ser pensado,61 estarán presentes las condiciones res­ponsables del acting out, en la acepción que le hemos dado a este término. Volveremos a referirnos a ello debido a que, después de haber definido la meta a la que apunta el pen­samiento delirante primario, consideramos lógico recordar contra qué peligro defiende al Yo. Para que no se produzca el retorno a una situación en la gue> «eso actuaría», se requiere que el Yo pueda seguir pen­sando lo que él hace o padece. Mientras algún pensamiento

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le permita autodefinirse y preservar aunque solo sea un fragmento irrisorio del saber del Yo acerca del Yo, podrá reservarse un espacio compatible con su modo de funciona­miento: si llegase a carecer de pensamiento, él mismo desa­parecería. Se requiere que el Yo tenga a su disposición un signo que le indique una causa inteligible acerca de sus sen­timientos, susceptible de ser formulada, aunque solo él com­prenda esa inteligibilidad. Si sobre aquello que aparece en la escena de lo real ya no pudiese proyectarse una interpretación, «lugarteniente» de significación, el yo quedaría imposibilitado de conocer su vi­vencia, de designar aquello que siente, de proyectar hacia el exterior una causa conocible. A partir de ese momento, al no poder recibir sentido alguno, las cosas que aparecen en el espacio de lo real volverán a ser puras cosas innombrables. En toda ocasión en la que la realidad carece de un enuncia­do que pueda hablarla, ese silencio comporta, durante su duración, el silencio de toda fuente que pueda emitir un enunciado acerca del Yo: será imposible toda representación de una relación Yo-mundo. Lo primario tropezará con una dificultad análoga: hemos visto que ella también implica que lo que interviene como signo de la existencia de un es­pacio exterior ocupado por las cosas confirme el postulado que sostiene que todo lo que aparece es prueba del saber om­nímodo de un deseo. Solo lo originario, gracias a ese silencio, encuentra al mundo bajo su forma habitual: un continente de cosas adecuadas para reflejar el pictograma. El resulta­do será la anulación del intervalo que separa normalmente la representación pictográfica de la fantaseada y de la ideica. El mundo ya no tiene otra representaci6n que la que lo con­vierte en reflejo del pictograma: a partir de ese momento sobre ese reflejo se proyectará el afecto que ya no puede ser ligado a otras representa.dones, las cuales habrían permitido modificar su meta y relativizar su intensidad. Observamos así la gravedad del riesgo contra el que se pro­tege el Yo a través de la instauración de un pensamiento delirante primario. Emprenderemos ahora el análisis de los factores responsables de una organización del espacio exte­rior a la psique que puede hacer necesaria la creación de este pensamiento. Entre estos factores, se deben distinguir los que actúan en forma manifiesta sobre la realidad que el infans y el n~ño encuentran en toda oportunidad en que se ven frente a la conducta y el discurso maternos, de aquellos otros que son los responsables de estas mismas expresiones

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y que dependen, a su vez, de la organización singular del Y o paren tal. En ~ste capítulo acerca de la esquizofrenia privilegiaremos la función del portavoz.

El espacio al que la esquizofrenia puede advenir

Debemos reiterar una precisión para evitar los reproches que hemos hecho a ciertas concepciones psicoanalíticas de la psicosis. En nuestro proyecto inicial, e incluso cuando escribíamos estos dos capítulos, pensábamos que tendrían una continuación. Dado el momento en el que ejerce su función, era lógico empezar por interrogar el discurso del portav<>z para apreciar sus consecuencias sobre la psique del niño. El discurso y el deseo del padre, las causas que facilitaron la respuesta psicótica en lugar de ofrecer al niño un roporte que lo ayudase a relativizar las fallas del portavoz, desempe­ñan un papel igualmente determinante en la organización del espacio psíquico que encuentra el infans; su análisis es el único que puede permitir comprender la acción que ejer­ce la realidad psíquica de los otros sobre el niño y los ries­gos que puede hacerle correr. Este capitulo se ocupa sólo del primer aspecto del problema, que dejaremos en suspen­so, con la esperanza de retomarlo luego. En primer lugar consideraremos aquello que en la conduc­ta y el discurso materno forma parte de la realidad «mani­fiesta» tal como ella se revela ante el in/ ans a través de esa conducta y en ese discurso. Ambas se singularizarán por la presencia, reconocida por la madre, de un no deseo de un deseo o de un no deseo de un placer, referido, ya sea a «un niño», ya sea a este niño. En el primer caso, se dirá abierta­mente que no se deseaba ningún hijo, en el segundo, que el acto procreador que dio nacimiento ·a este niño no ha sido fuente de placer, del mismo modo en que ningún placer acom­pañó al embarazo, vivido a menudo como una prueba peno­sa, somáticamente mal soportada. Una vez nacido el niño, la madre podrá afirmar un deseo de vida en relación con él, pero por lo general ese deseo se formulará bajo la forma in­versa del temor de su muerte. Como consecuencia de ello, este' rhiedo justifica e imposibilita el «placer de tenerlo», que es remplazado por el «displacer de correr siempre e1 riesgo de perderlo».62 Tanto en el primer caso como en el se-

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gundo, se comprueba, tan pronto como se presta atención a lo que se nos dice, que tanto el rechazo como la particula­ridad de la catexia responden a una misma causa: la au­sencia de un «deseo de hijo>> que habría sido trasmitido por su propia madre y que sería posib~e trasmitir al hijo. En el próximo párrafo nos ocuparemos de las causas y efectos de esta no trasmisión; señalaremos por el momento su primera consecuencia manifiesta: la imposibilidad de la madre de catectizar positivamente el acto procreador, el momento del nacimiento, y todo aquello que demostraría que al dar la vida se engendra un ser «nuevo», algo «nuevo» que no t>s el retorno de un «niño» que ya había sido, ni de un momen­to temporal que sólo se repetiría. En esas mujeres puede existir lo que llamamos un «deseo de maternidad» que es la negación de un «deseo de hijo». Deseo de maternidad a tra­vés del cual se expresa el deseo de revivir, en posición in­vertida, una relación primaria con la madre, deseo que ex­cluirá del registro de las catexias maternas todo lo que con­cierne al momento de origen del niño, momento que demos­traría que, al abandonar su cuerpo, el niño ha «abandonado» también el pasado materno, que en la sucesión temporal re­presenta un punto de partida a partir del cual se organizará un nuevo tiempo, y cuya dirección ningún sujeto dispone del poder de invertir. Vemos la mutilación ejercida desde un primer momento por la madre en relación con todo aquello que en el niño constituye un signo, una referencia a la sin­gularidad de su cuerpo, de su tiempo, de su destino. Con anterioridad a toda representación de la escena primaria fantaseada por la psique infantil, la «escena de la concep­ción>> -entendiendo por ello la situación real vivida por la madre- se ve marcada por el rechazo de su significación esencial: no puede ser catectizada como un acto de creación s!no, a lo sumo, como un acto que repetiría un momento vi­vido en un pasado lejano por su propia madre, acto del cual se espera que haga posible regresar al momento en que se produjo. · El primer factor es el que puede inducir el destino esquizo­frénico: aquel cuyo nacimiento hubiese debido testimoniar normalmente la realización de un anhelo no encuentra nin­gún deseo que le concierna como ser singular. El sujeto nace en un medio psíquico en el que su deseo, que muy precoz­mente se constituye como deseo de ser deseado, no puede hallar respuesta satisfactoria: porque ningún niño ha si­do deseado o, si lo ha sido, el deseo materno se niega a

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catectizar aquello que en este mño habla de su origen y prueba que es origen de una nueva vida. Aunque el infans no tenga acceso inmediato a la comprensión de esta probie.. mática, de todas formas sufre sus efectos, que se manifesta. rán en el modo y la forma de las respuestas que le da suma­dre, en un principio a través de su conducta y, luego, de su discurso. Desde los primeros encuentros una fisura, una dis. cordancia, un exceso o una falta testimonian acerca del con­flicto que la llegada del infans reactivó y reactualiza. Por ello, en el momento <le su encuentro con lo exterior a la psique predominará toda representación relacionada con el rechazo, con la nada, con el odio: el pictograma del recha­~o es universal, es la representación que forja lo originario acerca de todo aquello que puede ser fuente de una expe­n~ncia de displacer. En un medio en que el encuentro con el niño es vivido efectivamente como causa de displacer, para quien lo encuentra en forma repetitiva y necesaria serán mucho mayores las posibilidades de que sea inducida la re­presentación del rechazo, de la agresión, del desgarramien­to, en toda oportunidad en la que efectivamente el displa. cer <lel Otro influye sobre lo que se juega en el encuentro. La satisfacción de la necesidad y la experiencia de la lac­tancia harán desaparecer la necesidad, pero manifestarán también la privación de un placer libidinal que la madre no puede o no quiere dar. Se observarán las mismas consecuen­cias en los casos en los que la madre reconoce no haber deseado al niño y en los casos en los que aparentemente ese deseo existe, mientras que, en realidad, lo que se desea es el retorno de aquel al que hemos llamado hijo mítico de un deseo primario. Lo que ella desea sigue siendo «el hijo de la madre», ella espera el retorno de sí misma en cuanto fuen­te del placer materno. En este caso, el niño sólo puede se­guir siendo objeto de su deseo si puede mantenerlo en esa posición insostenible en la que él representa .al que vuelve a dar cuerpo a una posición fantaseada que le concierna a ella; de este modo, ella puede identificarlo con una imagen reen­contrada de sí misma que le permite vivir en forma inverti­da una relación incestuosa y arcaica que dirige a su propia madre. El rechazo por parte de la madre del deseo del pa­dre, o su imposibilidad de desear ese deseo y el placer que podría ofrecerle en el acto sexual como acto de engendra­miento, tiene poco que ver, en nuestra opinión, con el «fa­lici~o» que se le suele imputar a este tipo de mujeres: ella no expropia al padre, sino, directamente, al niño. Mucho

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antes de concernir al deseo y al placer sexuales que el mno pO<iría reivindicar en nombre propio, esa «castración» apun­ta a despojar al in/ ans de todo lo que pueda designarlo co­mo un ser singular, como placer y deseo cuyo objeto podría pretender ser diferente del que está presente en el pasado materno. Por la misma causa, no solo ese discurso nunca podrá designar al deseo de la pareja como causa originaria del niño, sino que, rná;s radical y dramáticamente, el discur­so materno se negará a reconocer la existencia de un mo­mento en que llegó al mundo algo original. Lo que determi­nará que le provoque displacer todo lo que en la existencia del in/ ans asume la forma de lo imprevisto, de una demanda cuya respuesta no se conoce de a.ntemano, y también todo lo que podría recordar la participación del padre y, así, del deseo de un tercero que se opone a -la repetición de una rela­ción con su propia ma<lre.~3 Ese «no deseo de un deseo» que se manifiesta a través del rechazo de obtener placer alguno en todo lo que atestigua la singularidad del niño se expresa­rá en el registro del Y o: aunque el Yo materno ignora lo que se juega en su subconsciente, ese mismo Yo sabe y enun­cia que el acto procreador, o bien no estaba sostenido por el deseo o bien se negaba a reconocer en el padre un deseo de hijo legítimo que se tendría derecho de satisfacer. Esta «conciencia» se manifestará en una conducta de captación del hijo y de negación del tercero, y en un discurso que no puede proporcionar al sujeto un enunciado acerca del ori­gen, que relacionaría su nacimiento con el deseo de la pa­reja. En el primer párrafo de la historia que el portavoz re­lata, y en la reali-dad de lo aprehendido que la escucha del niño percibirá, el ª''ontecimiento «nacimiento» será desig­nado abiertamente corno la fuente de una situación conflic­tiva, corno el fracaso del deseo de la 1nadre de no serlo, como un accidente biológico que se soporta o, en todo caso, como un acontecimiento en el que el deseo del padre no ha podido desempeñar un papel valorizante. A menudo, a este primer factor que caracteriza la realidad que encuentra el infans se le añaden, en una fase precoz de la vida, por un extraño azar que rara vez lo es realmente, experiencias que se inscriben en las vivencias corporales del niño y que refuerzan en este último la percepción de la hos­tilidad y de la amenaza del medio: tanto el espacio corporal como el espacio psíquico materno serán igualmente respon­sables de una experiencia de displacer que dificultará en alto grado la catectización autónoma del propio cuerpo. Por

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f'llo atribuimos gran importancia a todo aquello que se ma .. nifiesta mediante una lesión del cuerpo y suscita un estado de sufrimiento orgánico, que la psique experimentará como la acentuación, en algunos casos insoportable, del afecto de displacer preexistente o concomitante, afecto cuyo respon .. sable era la respuesta materna. ~

En lo que definiremos como experiencias de la realidad his­tórica responsables de un efecto de redoblamiento que las trasforma en «traumas psíquicos», el sufrimiento del cuer .. po desempeña' un papel determinante. El impide que el fo .. fans pueda parcialmente defenderse contra la prueba que le impone la realidad del medio a través de una sobrecatecti .. zación del placer y del funcionamiento de las zonas senso­riales. Fracasa entonces el intento de precluir lo «exterior a sí» y sus mensajes gracias a esa sobrecatectización, tentati­va que permitiría retardar el momento en el que inevitable­mente se abrirán camino en el espacio psíquico. El placer de oír puede intentar diferir el momento en que será nece­sario aprehender; pero para que haya placer se requerirá,

. de todas formas, que existan sonoridades, que la excitación del in/ ans no sea, en cada oportunidad en que se produce, una fuente de sufrimiento y que el nervio auditivo pueda funcionar sin obstáculo. Sin embargo, si exceptuamos los ca­sos de sufrimiento somático excepcionalmente graves, un~ malformación o una mutilación de las funciones corporales, se debe insistir en el papel de lo que el niño aprehenderá, a posteriori, que fa madre afirma en lo referente a la signi­ficación de esas experiencias. Si la experiencia, por su parte, redobla el aspecto de disp1acer preexistente y originado en una falla del deseo materno, esa experiencia solo llega a ser traumática, en el sentido que daremos a este término, en.,el momento en que se le añade lo aprehendido a través de lo cual se expresa la explicación causal que la madre intenta imponer a esta vivencia -que, muy a menudo, precede tem­poralmente al comentario que proporciona la madre· sobre ella-. Esto demuestra que el efecto de la experiencia de­pende, salvo excepciones, del contexto situacional en el que surge: según los rasgos propios de tal situación, el fantaseo de lo experimentado será reforzado y fijado, podríam0s de­cir, o por el contrario, anulado gracias a una «puesta en sentido» que reelabora y remodela a la propia vivencia. N tinca se observará ningún rasgo específico de la psicosis ~ el campo de la puesta en escena fantaseada, sino en las consecuencias de su encuentro con fa «puesta en sentido»

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que prete:nde acordarle el discurso ma.terno. En este discur­so, la psique ya no encuentra enunciados a partir de los cuales podría acordar valor y fe al testimonio de su propia experiencia y al recuerdo que puede conservar de ella y, al mismo tiempo, proporcionar a sus vivencias un nuevo ~n­tído que permita decir el displacer y dominarlo. Al final del capítulo volveremos a anali2ar el efecto de redoblamien­to que produce la realidad histórica. Este primer bosquejo de la relación madre-hijo permite plantear que el pensa­miento delirante primario remodela la realidad de algo apre­hendido referente a experiencias que le han sido efectiva­mente impuestas al sujeto y que conciernen: 1) al encuentro con una madre que manifiesta y expresa que la causa del origen del sujeto no es ni el deseo .de la pareja que le ha dado vida, ni un placer de «crear algo nuevo» que ella po­dría reconocer y valorizar; 2) al encuentro con experiencias corporales, fuente de sufrimiento, que confirman que el que ha nacido en el dolor sólo puede encontrar al mundo con dolor; 3) al encuentro con algo aprehendido en el discurso materno que, o bien se niega a reconocer que el displacer forma parte de la vivencia del sujeto, o bien impone un comentario acerca de él que priva de sentido a esa experien­cia y a todo sufrimiento eventual. El pensamiento delirante primario deberá forjar una inter­pretación que remodele la vivencia coextensa con estos tres encuentros. Remodelamiento de tres pruebas cuya responsa­bilidad incumbe, no a una ananké universal, sino, por el con­trario, a la singularidad del deseo y del discurso con los que ha sido confrontada la psique. Al «~construir>> un frag­mento del discurso materno, el pensamient0 delirante, y por ende el Yo, intenta reparar el abuso de poder del que ha sido responsable este mismo discurso. Después de haber designado aquello que en la conducta de la madre en relación con el infans manifiesta la falta de un «deseo de hijo», nos ocuparemos del registro de lo latente para intentar comprender las razones de esa «falta» y sus consecuencias sobre la actividad de pensamiento del niño. Examinaremos sucesivamente: 1) el fracaso de la represión en el discurso materno; 2) el exceso de violencia que ella origina; 3) la prohibición de pensar; 4) el pasaje del pensa­miento delirante primario a la teoría delirante primaria acer­ca del origen; 5) el referente que ese pensamiento debe en­contrar en Ja escena de lo real para que la potencialidad psi­cótica no culmine en el plano de lo manifiesto.

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l. El fracaso de la represión en el discurso materno

En ese caso no ha podido ser reprimida por el Y o de la rna. dre una significac~ón pr~maria de su relación con su propia madre, lo que ha 1mpedi,do el acceso al concepto de funcion materna y a su poder de simbolización. En la parte que se ocupa <le la función simbólica correspondiente a los térmi­nos del sistema de parentesco hemos demostrado que ella debe afrontar la tarea de separar al ocupante titular de una función del concepto que debe trasmitir esta función. La significación «ser madre» se debe diferenciar de lo que ha podido ser la relación con la madre singular que se ha te­nido; el acceso al concepto permite obstaculizar la repetición de la mismidad de la experiencia vivida. La causa e,sencial del pensamiento delirante primario és la presencia de un discurso, pronunciado por la voz materna, que aparentemente utiliza conceptos acordes con el discurso del conjunto mientras que, en realidad, carece del «concepto que se refiere a ella misma». La significacion «función ma­terna» la remite exclusivamente a la significación primaria que esta función habría asumido para ella: madre nutri­cia, frustrante, castradora, ausente, la imagen que había forjado para sí en relación con el deseo de su madre frente a ella ha asumido un valor universal. Universal y no deli­rante. Se debe recordar que, generalmente, en los casos de que nos ocupamos, la madre del esquizofrénico no delira en el sentido clínico sino que ha podido llegar a una cierta solución de compromiso ent:re el discurso de los otros y un discurso, el propio, en el que~ sin embargo, un enunciado se­ñala un fracaso de la acción represora. Aunque la función se ve reducida a un único atributo -alimentar, educar, cui­dar al hijo, dejarlo--, ese atributo sigue formando parte-aún del conjunto de los atributos que los demás le otorgan al concepto. Como consecuencia de ello, la definición que ella defiende parecerá caricaturesca, exagerada, parcial, pero pue.­de seguir teniendo sentido ante el discurso de los demás. Lo que estos no comprenden, o comprenden mal, es que esta parcialidad ha anulado el concepto para conservar solo un fragmento que tiene muy poco que ver con la totalidad pri­mera. Malentendido cuya causa reside, posiblemente, en el hecfüo de que ese avatar del concepto es un riesgo que toda madre ha afrontado. Pero la situación será totalmente dife-

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rente para aquel ·a quien, como hijo o hija del «atributo» se Je solicitará que se defina a su vez a través de una relación con ese mismo y único atributo. E'..sta reducción. de la significación del concepto que, en rea­lidad, es su negación puede imposibilitar al niño el encuen­tro de un lugar en un sistema de parentesco que le dé acceso a lo simbólico. El poder de atiborrar, frustrar, rechazar, al igual que cualquier otro poder, remitirá siempre a un «po­der ser» y a un «poder hacer» exclusivos de la madre; este poder na<la dice acerca de lo que en esa función solo puede operar gracias a la participación de los otros y, en primer lugar, del padre. Todo ocurre como si en esos casos pudiese existir en la madre un «deseo de maternidad», en tanto que no ha podido trasmitirse en forma adecuada el «deseo de hijo». Deseo de maternidad cuya realización permitiría re­vivir en posición inversa la relación vivida con su propia ma­dre y demostrarse el fundamento correcto de la significación que ella le había impuesto a la función materna. Significa­ción que había organizado de modo a ella conforme las re­ferencias identifioatorias del Yo de la que, a su vez, puede llegar a ser madre. Se comprende que. este deseo de materni­dad no puede dar lugar al deseo del padre y al placer que ella experimentaría al convertirse para este último en la que permite realizarlo; en efecto, lo que intenta reencontrar es el placer que, supuestamente, su propio nacimiento otorgó a su propia madre y solo a ella. El placer que la madre puede experimentar gracias a la realización de este deseo de maternidad,64 muy particular, no puede. ser ligado a un placer que el padre podría proporcionar: sí ello ocurriese, se requeriría que la madre pudiese reelaborar su propia posi­ción identificatoria en sus relaciones con su propio padre. La participación del padre en la procreación es reconocida ; lo que se niega es que haya podido ser motivada por un de­seo y que lo que ha dado nacimiento al hijo sea un deseo compartido. Negativa que nos es demostrada por la frecuen­cia con que se observa una sustitución en los términos refe­rentes a la relación madre-hijo; sacrificarse por el hijo no implica nada más que renunciar al. placer en favor de aquel a quien dio origen el sacrificio, amarlo implicaría el recono­cimiento de un don puro que causa placer y la presencia de un intercambio y no de un «potlatch» en el que la única al­ternativa para ambos participantes es dar su vida para poner fin al desafío.e Cuando se reciben los primeros enunciados identificatorios y cuando la voz materna goza aún de ese

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poder de verdad que le otorga su catectización libidinal por parte del niño, el Yo de este último recibe la conminación de apoderarse de un enunciado que lo defina de tal modo que confirme el enunciado mediante el que la madre se de~ fine como tal. Ahora bien, en su búsqueda de significación el Y<» es incitado por una meta muy precisa: encontrar una respuesta que pueda conferir sentido a lo que se encontraba en el origen de su entmda en ese lugar que tiene la obliga­ción de habitar. En relación con el interrogante acerca de los orígenes, hemos visto que para que el Y o pueda formular el enunciado fun­damental que le permita una «puesta en sentido» de su con­cepción del mundo, y de su relación con el mundo, se requie_ re que encuentre una respuesta que pueda nombrar y ca­tectizar en lo que se ·refiere a la causa de la existencia del propio Yo. Ahora bien, ante el interrogante acerca de su origen que plantea el Yo, el enunciado materno responde mediante una racionalización que oculta en forma deficien­te el hecho de que carece de respuesta, por la simple causa de que para ella el Y o del niño no es un Yo. A este último no se le reconoce el derecho a un sistema de significación que no sería la simple repetición en eco del sistema mater­no. Una de las consecuencias más desastrosas será que cuan­do se trate de utilim.r el sistema de significaciones a fin d<: traducir la vivencia del afecto en términos de sentimiento, para que el Yo pueda conocerlo y, así, parcialmente, domi­narlo, estos niños dispondrán solamente del comentario qw: proporciona la madre acerca de una vivencia que ella in. terpreta de acuerdo con su problemática o que, por lo ge· neral, declarará inexistente. La única alternativa que le que-­da al niño es, ora aceptar ese veredicto que lo despoja de to­do derecho a reivindicar la verdad de la vivencia, ora ne­garlo y verse confrontado con el terror de una puesta en es­cena de la vivencia que recurre al odio, al rechazo, a la muer­te. Ante su pregunta acerca del origen, la primera respuesta es, por lo general, un comentario acerca del acto de la pre­gunta: «Está prohibido preguntar». En contraposición, e'I obligatorio aceptar una respuesta que precede a la pregun · ta y que espera invalidarla al imponerle de antemano una significación engañosa. D~do que la madre no delira, sólo puede recurrir a pensamientos que hablarían la verdad de su ~leseo liberándolos del sistema de significaciones compar­tido por el discurso del conjunto. Se ve así ante la obliga­ción de llenar un vacío en su propio discurso acerca de la

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razón de ser y del ser del nmo, recurriendo a significacio­nes tomadas del discurso de los derná,s~ Pero ella sabe que se trata de un préstamo forzado y abusivo; intenta entonces olvidar ese saber, y hacerlo olvidar, a través de una serie de racionalizaciones que justifiquen el veredicto de culpabili­dad que pronuncia frente a toda d.emanda de la voz infan­til, y el veredicto de verdad absoluta que ella exige para todo enunciado proveniente de ella. En el discurso materno, la experiencia del embarazo y el encuentro con el inf ans han provocado lo que, metafórica­roente, podría designarse como «psicosis puerperal» en el sector del sistema de parentesco. Mientras no tuvo hijos, la madre pudo ignorar que carecía de los enunciados que po­dían dar sentido al concepto de función materna: en pre­sencia del niño, le incumbiría la tarea de actuar como in­termediaria entre la función que ella encarna y el concepto al que ella debería remitir y del que carece. De ese modo, lo que ella encarna sólo puede referirse a la cosa encarnada; el circuito se cierra sobre sí mismo en un círculo vicioso y, en algunos casos, mortal. En el trascurso del embarazo y de Ja realización de un <leseo de hijo, la madre experimenta las consecuencias de una omisión en el discurso de su propia madre: lo no dicho o lo no aprehendido (que es tal porque ella no puede aprehenderlo) acerca de la trasmisión de un deseo de hijo que habría convertido a la madre en aquella a través de la cual se trasmite un derecho al deseo, pero también en ·aquella de la cual está prohibido esperar el obje­to. Esa no trasmisión podrá conducir al silenciamíento de todo deseo de maternidad: se manifestará entonces una ne­gativa a tener un hijo, que, sin duda, constituye para est~s· mujeres la solución más económica para su propio equili­brio identificatorio. Si esta solución fracasa, si el deseo de maternidad se impone, la madre se ve enfrentada con la si­guiente paradoja: no puede reconocer lo que es causa de ese deseo -o sea, que es a «una madre» a quien quiere ofre­cer placer-, pero tampoco puede reconoce!· que el niño se­ría la realización de lo que, efectivamente, carece de lugar en su problemática : un deseo de hijo. Recurrirá entonces a una racionalización que excluye al deseo como causa de la existencia de los hijos: se es madre en nombre del deber, del sacrificio, de la ética, de la religión, porque los hombres imponen esta prueba por ·azar. . . El niño se ve frente a un discurso en el que no existe ningún enunciado que dé sen­tido a su presencia, que podría ligarlo a un deseo de la pare-

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ja, y a una conducta en la que los signos del deseo que se manifiestan -alimentarlo, cuidarlo, protegerlo-- ya no se dirigen a su Y o y niegan a este último todo derecho a algu. na autonomía exigiéndole que deje lugar a un resucitado. Allí donde debería constituirse el proyecto, allí doncte la idea del futuro debería permitirle al Yo moverse en una tem. poralidad organizada, el retorno de lo mismo detiene el tiempo en beneficio de la repetición de lo idéntico, invierte su orden puesto que aquel que adviene y debe advenir des­cubre que es precedido por un pasado [passé] y por un fe. necido {tré passe1 que le imponen el lugar y el tiempo a los que deberá retornar. La sombra hablada no anticipa al sujeto, lo proyecta re­gresivamente a ese lugar que el portavoz había ocupado en una época pasada. Esa inversión del efecto anticipatorio del discurso materno priva de todo sentido a la respuesta dada a loa pregunta acer­ca del origen. En efecto, para la madre el nacimiento no es origen del sujeto, momento inaugural en el que surge una nueva vida cuyo destino queda abierto, sino, al contra. río, repetición de un momento y de una vivencia que ya se han producido. Se comprende entonces por qué uno de los msgos característicos de la vivencia esquizofrénica será el no acceso de la temporalidad, la imposibilidad de medir y de contar un «tiempo» en el que falta la referencia necesaria para fijar el punto de partida a partir del cual podría ins­taurarse una sucesión ordenada.

2. El exceso de violencia: la apropiación por parte de la madre de la actividad de pensamiento del niño

De buen grado propondríamos que el título de la Segunda parte de este libro, «La interpretación de la violencia», fue­se una definición aplicable a todo discurso delirante: la in­terpretación que el sujeto formula y se formula en relación con el exceso de violencia del que ha sido responsable el dis­curso del portavoz y, por lo general, el discurso de la pareja. Al retomar por cuenta propia la tarea del pensamiento de­lirante primario, el discurso delirante intenta dar sentido a una• violencia cometida por el portavoz a expensas de un Yo que .carecía de los medios de defensa adecuados. Se debe

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añadir que, s1 no pudiese ser reinventado un sentido, el Yo encontraría un único deseo: el de someter a la misma vio­lencia a] agente del discurso, ya que implicaría que él asu­me odiar a aquel y a aquella que le han dado nacimiento. Pero odiar a esa pareja cuando es aún la representante ex­clusiva de los demás y del mundo implicaría que el mismo odio :repercutiría en la totalidad de lo «exterior a sí»: como efecto de lo que se manifiesta en la escena psíquica, a partir de este lugar, el Y o no podría menos que descubrirse como odiable, odiado y odiante. Situación insostenible que las pulsiones de muerte explotarían muy pronto, sin duda, en beneficio propio. Interpretar la violencia, ligarla a una causa que salvaguarde a la madre como soporte libidinal necesario, tal es la hazaña que logra el pensamiento delirante pri­mario. No volveremos a referirnos a lo que ya hemos dicho acerca de la actividad de pensamiento, pero intentaremos explicitar mejor el peligro que ella representa para la ma­dre de aquel que podrá convertirse en esquizofrénico; lo que acabamos de resumir en lo atinente a la problemática de sus referencias identificatorias nos facilitará la tarea. Mien­tras el niño no habla, la madre puede preservar la ilusión de que existe una concordancia entre lo que ella piensa y lo que cree que él piensa; del mismo modo en que afirma sa­ber lo que su cuerpo espera y demanda, ilusión necesaria en una primera parte de la existencia, puede pretender co­nocer lo que su «cerebro» piensa y, sobre todo, lo que él espera y demanda como «saber». Por otra parte, está dis­puesta a ofrecerle y a imponer1e un «saber» acerca del lenguaje, necesario para que adquiera la palabra, aunque a condición de poder imponerle al mismo tiempo que sólo aprehenda lo que su lenguaje pretende significar. La madre espera que el acceso del niño al orden del discurso le demuestre que, en su propio discurso, no hay falta alguna. Vemos invertirse así, una vez más, el proceso normal: la apropiación por parte del niño de las conminaciones explí­citas y, sobre todo, implícitas, presentes en el discurso ma­terno, debería reforzar la barrera de represión de la madre para preservar a su Y o del retorno de lo reprimido referente a una representación primaria del objeto del deseo, mientras que, en ese tipo de relación, se espera del niño la demostra­ción de que lo no reprimido no tenía por qué haberlo sido, y es legítimo demandarle que dé forma a una imagen perdi­da de sí mismo, repetir una relación libidinal bajo el domi­nio de lo primario y a la que la situación vuelve a otorgar

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plenitud o vigor. Se pide así que él piense lo que ella piensa ya que si llegase a considerar a su Yo como agente autónom~ con derecho a pensar, le demostraría a ella que el pasado no puede retornar, que el deseo de lo mismo es irrealizable e impensable, que su digcurso carece de un concepto. Para evitar ese riesgo, la madre dispone de diferentes caminos. El primero consiste en privilegiar las otras funciones par­ciales, en sobrenatectizar al cuerpo como conjunto de fun­ciones, cuerpo que come, que excreta, que duerme, que ve, que aprehende ... de acuerdo con up modeló del buen fun­cionamiento que ella buscará y encontrará en lo que dicen la medicina, la higiene, la religión o la ciencia acerca del cuerpo y sus funciones. La particularidad del modelo cor­poral propuesto al yo será el aspecto fragmentario de las funciones cuya actividad se supervisa·:· el «comer», para to­mar un ejemplo entre otros, no remite a ningún futuro de crecimjento, sino que decide lo que se debe comer ahora, aunqu~ luego se modifique el menú de acuerdo con un pro­grama que impone el menú de los dos años, de los tres ~ñas, de los cinco años, etc. El niño corre el riesgo de responder a esa preocupación por el funcionamiento correcto con una sobrecatectización simi­lar de su cuerpo como máquina. Catectizará así la actividad «en SÍ» de los diferentes aparatos, sin oatectizar un proyecto que los trascendería y que modificaría su meta. El placer de ver, de aprehender, de excretar, de comer, se originarán en la erotización de la actividad y no ya en la meta que ella se propone. Cuerpo en pedazos antes de ser un cuerpo despedazado, cada pedazo puede ser. fuente de placer a condición de que él acepte no preguntarse para qué sirve la acción: la respuesta solo puede ser proporcionada por un proyecto integrador que difiera la meta y que catec­tice la espera. Una consecuencia frecuente de ello será la presencia de preocupaciones hipocondríacas tanto en el ni­ño como en la madre: si en algún momento un fragmento no funciona, desaparece todo placer. En estas condiciones, el placer pulsional perderá poco a póco la función integra­dora o irradiante que lo caracterizaba en el momento de su aparición. Cuanto más percibe el niño que la madre le de­manda y espera, como única fuente posible de placer, un «buen» comer, dorinir, ver-: .. , más clara es su percepción de• que ella solo puede aceptar como rechazo intolerable que una función de su cuerpo falle, y menores son sus po­sibilidades de proponerle un «saber-ver» en el momento en

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el que ella esperaba un «saber-co~er», o un «saber-e~cretar» en lugar de un «Saber-aprehender». La madre acecha con tanta ansiedad las manifestaciones del cuerpo, con el temor de que aparezca alH una prueba del n.o valor de lo que ella pretende saber debido a que, efectivamente, no puede per­mitirse, sin serios riesgos, aceptar que su «saber acerca de las necesidades del cuerpo» pueda presentar alguna falla, que algo inesperado pueda ocurrir, que en ese cuerpo se mani­fiesta algo que demostraría la diferencia que lo separa de todo cuerpo y de todo saber pasado. Si ello ocurriese, se ve­ría obligada a llegar a la conc;lusión. de que el encuentro se juega entre ella y un Yo viviente que descubrirá lo que en sí mismo escapa a la repetición, a lo ya sabido y a lo ya vivido. Por ello, lo que teme por encima de todo es, sin duda, lo inesperado, y tal es la caus~a por la que no puede soportar que en la respuesta que acecha se manifieste alguna modifi­cación. De nada sirve al niño -amargo y grave descubri­miento-- mostrarle que él sabe sonreír· en el momento en que ella espera que le muestre que sabe comer o dormir. Todo lo inesperado es peligroso: la relación demanda-respuesta asume la forma, no ya de un discurso, sino de un código rígido; la oferta será reglarpentada de tal modo que reduzca al máximo el riesgo de que aparezca una demanda imprevis­ta. En estas condiciones, el niño también reglamentará, a su manera, su relación con la imagen corporal: si se aprieta un botón, y el botón funciona, el resultado deberá ser siem­pre el mismo; si este último cambia, ello s~ debe a c¡.ue el botón ha sido dañado y, junto con él, la máquina. Esto de­termina en tales niños esa especie de no-historia, esa obe­diencia que lleva a la madre a decir que el niño era el mo­delo perfecto de lo que se debe ser, cuadro que alterna con otro en el que se expresa la negativa dramática a convertir al \:uerpo en la copia de un modelo no catectízado y no elegi­do. Esa negativa se manifestará a través de la anorexia, los trastornos del sueño, la frecuencia de las enfermedades en la primerísima infancia. Es en ese modo de relación donde va a nacer la actividad de pensar, y esta relación preexistente es la que debe hacer ínteligible a la instancia pensante. Si exceptuamos los dos ca­sos extremos representados, de un lado, por el autismo in­fantil, y, del otro, por la posibilidad del Yo de, recurrir a un discurso sustitutivo que le permita estructurarse de tal mo­do que pueda conservar su relación con el proyecto (y es en este último caso cuando asume su pleno valor lo que el dis-

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curso paterno puede ofret:er .... negar) , el Y o podrá llegar a una solución de compromiso entre los ucases del discurso m:aterno y una actividad de pensar que posibilite «pensa­mientos» del Y o sobre el Yo. Solución cuya precariedad se comprende si consideramos el abrumado pasado del que hereda la actividad de pensar: sucesora de las funciones parciales, retoma eñ un primer momento por cuenta propia un papel similar de prenda en la relación madre-hijo; sin embargo, desde el comienzo de sus funciones será aquello en lo que la madre cristalizaría el conjunto de sus demandas y de lo que espem como respuesta: que esta nueva actividad le demuestre Jos fundamentos de su «saber» acerca de lo que el niño «pensará». Forma disfrazada que asumen una prohibi­ción de pensar y la inducción a una compulsión a pensar so. lamente lo que ya ha sidopensado por ella. Es este el exceso de violencia intolerable ·cometido por el discurso materno exceso contra el cual el Yo, si pretende seguir existiendo, s~ defenderá «delirando», es decir, proyectando a otro lugar, y sobre otro soporte, la causa supuesta de la prohibición o de la compulsión. En efecto, la madre solo puede preservar su control sobre la actividad pensante del niño y sobre los pen­samientos por ella producidos si reduce esta actividad, al igual que sus precedentes, al equivalente de una función sin proyecto. Sin embargo, lo que es posible, en parte, para las otras funciones del cuerpo no lo es para el pensar: la actividad de pensar exige la presencia de un proyecto. La erotización de esta actividad puede ser «en sí» fuente de pla­cer, pero únicamente si este placer es sólo un momento, una tregua, una recreación -y una re-creación transitoria de los pensamientos- en una actividad que dispone de la certeza de reencontrar cierta unidad y continuidad. En caso contra­rio, ya no existe un «pensar» en sentido propio, sino «pensa­mientos» que serán definidos por el propio sujeto como ~oo, comentario, compulsión, y todos los términos mediante los cualés. el psicótico nos dice lo que •«ocurre» en su mente .. Se debe señalar que este enunciado implica que el Yo es toda­vía capáz de pensar, desde otro lugar, lo que se piensa en él. Escisión del espacio y de la instancia, gracias a la cual el sujeto puede volver a dar sentido a los «pensamientos», que podrán ser comprendidos porque ~e en ellos la prueba de la persecución, del .riesgo o del enigma que le imponen el ¡:leseo y la intención de un Otro. Observamos que, incluso en las formas manifiestas de la psi­cosis, un último bastión puede ser defendido: reencontrar

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una significación referente a «lo que es pensado» que pueda hacerlo inteligible, aunque sea afirmando, como lo hace Scbreber, que es el deseo de Dios el que exige que se piense sálo lo no inteligible. Pero el cuadro aquí bosquejado ya no responde a la potencialidad psicótica: nos muestra los efec­tos de la victoria en el espacio psíquico del pensamiento de­lirante primario y qué precio paga el Y o para preservar un último bastión y los escasos centímetros cuadrados necesarios para que dos pies puedan apoyarse en un suelo. Si volvemos al momento en que puede constituirse el pensa­miento delirante primario, diremos que la conminación, con­tradictoria e irrealizable, a la que responde iµiplicaría que el niño pueda apropiarse de un «poder hablar» que no se acompañaría con un «poder pensar» y con un derecho de autonomía sobre el pensar. En el análisis del lenguaje fundamental, hemos visto que redoblaba, y daba así su forma definitiva, a la violencia, ne­cesari,a para la estructura del Yo, que ejerce el discurso. El objetivo de esta necesidad es remplazar el efecto mediante un sentimiento «decible» y conocible por el Yo: el papel estructuran te de esta sustitµción sólo puede oper·ar si el ;y o halla, en la designación de sus vivencias, lo que vuelve a él bajo la forma de un enunciado identificatorio, fuente de pla­cer. La primera condición para que ese placer aparezca se­rá que ese enunciado sea efectivamente lo que le permitirá al Yo aprehenderse como existente autónomo, como acción, deseo, proyecto. Se requiere así que el enunciado pueda ser rechazado en beneficio de otro, que pueda ser cuestionado: lo que retornaría solamente en la forma repetida de lo obli­gatorio no podría ofrecer al Yo ese atributo fundamental re­presentado por la posibilidad de la elección. Elección par­cialmente ilusoria, ya que, en realidad, el abanico de los enundados está preestablecido por el propio lenguaje fun­damental y por su ley; pero, pese a todo, elección, ya que el Y o debe disponer el poder de privilegiar algunos, de resistir a otros, de sustituir uno por otro. Para que esa elección se realice debe acordarse desde un primer momento un. mínimo de autonomía de pensar al Yo; la posibilidad de pensar se­cretamente será en un comienzo el testimonio de esta auto­nomía. Tal «pensar secreto» es él que le permite descubrir que esa nueva actividad, pagada a un alto precio por las renuncias y duelos que exige, ofrece a cambio, y por vez primera, una forma de actividad y de placer solitarios que no recaen bajo el peso ·de la prohibición sino que, por e\

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contrario, son valorizados por la que los autoriza. Ese placet se ve reforzado por el inesperado descubrimiento de que pese al escaso poder real de la autonomía corporal en e~ estadio, pese al estado de dependencia que aún persiste en lo referente a la satisfacción de las necesidades, pese a la exi. gencia vital de recibir amor, en el registro del pensar, la Ma. dre puede estar a merced de uno del mismo modo en que uno está a mérced de ella. Para la psique, el descub'rirniento de que el poder de adivinar lo que se piensa, que se atribuía a la mirada parental, es ilusorio, constituye un paso tan fun.. ilamental como el descubrimiento de la diferencia de los sexos. Pero para que este descubrimiento pueda realizarse no debe tropezar con el temor a un castigo que amputaría .a uno de la función culpable. Este castigo es el que la acti. tud y el discurso de la madre permiten entrever y, en ese caso, c01no ·es lógico, ella no recurre a un tercero como agen­te de dicha castración, más precoz e igualmente traumácica · . ' ella enuncia en todas sus letras que, en caso de trasgresión, uno se verá privado de su palabra, se convertirá en el objeto rechazado y confinado al silencio total. Exceso de violencia tanto más activo cuanto que ella pro­fiere una amenaza que periódicamente se realiza: aunque nunca se ha cortado el pene fuente de placer, se ha manifes. tado una negativa a permitir que hable, a oír esa voz infan­til. Esa amenaza no remite al niño a ninguna ley compartida por el conjunto, a ninguna prueba común y estructurante: por el contrario, se exige que finja no reconocer el abuso como taL que también en este caso se redobla con la opera­ción mediante la cual el objetivo de la violencja se convierte en aquello que demanda, desea y espera el que la padece. Violencia que cuenta con todas las posibilidades de impo­nerse, ya que para ex:istir se requiere como condición que ese primer representante del Otro y del mundo muestre su interés hacia uno, que dé señales de amor; de nada le ser­viría al Y o, salvo para apresurar su muerte, rechazar la vio~ lencia para encontrarse frente a un vacío sin deseo y sin pa­labras. Estos caracteres prueban la desmesura del exceso de violencia que ejerce el deseo materno a través de su apro­piación de la actividad de pensar del niño. Es cierto que, si fracasase, si el Yo infantil lograse ganar su partida, ella no podría menos que comprobar que es una «madre» no acor­de cqn el «concepto» que vehiculiza el discurso al respecto: vería al Yo del niño, de su hijo, alejarse de ella para buscar en otro lugar posibles sustitutos. En toda oportunidad en

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que, a pesar suyo, el niño logra pensar el concepto «función :i:naterna», descubre, de ese modo, que la madre no conoce su significación y, por lo tanto, no le queda otra alternativa que alejarse pa:a en:ontrar en ot:o ~i~i<;> la~ med.~ciones ne­cesarias. No es irrealizable, pero s1 d1hc1l; s1 el n1no lo logra, habrá evitado la potencialidad psicótica, las condiciones ne­cesarias se habrán revelado insuficientes. En caso contrario, el Yo deberá poder crear para sobrevivir el pensamiento de­lirante primario. Desgraciadamente, es posible que esta crea­ción no pueda realizarse; ello dará lugar a una descatectiza­ción de la función y de la instancia pensante, a la búsqueda de un silencio del Yo, del mundo, de los otros, al estallido en pedazos de los pensamientos que se abren camino en el es­pacio psíquico, pero que se depositan allí como los fragmen­tos de un rompecabezas que no se puede ni se quiere recons­truir: se trata, entonces, del autismo del niño pequeño. No nos ocuparemos aquí de él puesto que, como es evidente, ya no se trata entonces de potencialidad esquizofrénica sino de su manifestación más exacerbada.

3. El saber prohibido y las teorías delirantes sobre el origen

El propósito irrealizable del discurso materno implicaría po­der escindir lo que no puede serlo, vale decir, los dos cons­tituyentes del lenguaje fundamental: 1) Aparentemente, ella piensa y enuncia los términos que refieren a la nominación sentimientos que ella exige que el que los escucha haga su­yos. 2) Le prohíbe encontrar en otro lugar lo que su discur­so no puede ofrecerle: la significación de un término del sistema de parentesco que se adecue a la función simbólica que le incumbe. 6 5

Prohibición que ella ignora pero que, por el contrario, y sin que lo sepa, se expresará abiertamente en la prohibición que afecta a toda interrogación del niño acerca del origen de su vida, la razón de determinadas experiencias que ha vivido, y en el «secreto» a menudo presente en sus historias. Secreto celosa y vergonzosamente ocultado al niño, que se refiere, por lo general, a un suicidio, a-una mentira sobre el padre real, a una enfermedad «vergonzosa» casi siempre mental, un aborto, etc. En todos los casos, ese secreto que la madre pretende ocultar tiene que ver con la razón que ella se da

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acerca de los problemas encontrados por el nmo, o los. pro. blemas con que tropezaría si conociese ese secreto; es decir problemas que ella puede reconocer presentes en sus propia~ re'aciones familiares. El niño padece trastornos porque el padre estaba loco, podría suicidarse porque su propia madre lo hizo, podría creer que no lo ama porque tuvo que abor. tar: el «secreto» ocupa el lugar de lo que ella plantea corno causa originaria de los problemas que le crea su relación madre-hijo. Pero vemos también de qué modo, al racionali­zar los motivos por los que esta causa no puede ser dicha al rúño, ella podrá excluir toda interrogación del niño acer. ca del origen y justificar su necesidad de callarse o de men. tir. Ahora bien, lo que ocurre en estos casos es comparable a la asociación libre en el trascurso del proceso analítico: si el sujeto quiere mantener en secreto una idea, un recuerdo, una fantasía, se verá llevado a dejar de lado, progresivamen­te, todas las asociaciones que puedan referirse a ello; de ex­clusión en exclusión, se ve obligado así a callar la totalidad de lo «decible», o a reducirlo al relato vacío de los pequeños hechos de la vida cotidiana, y en ciertos casos, ni siquiera eso. La angustia materna da lugar a un proceso similar: consi­dera a todo porqué pronunciado por el niño como riesgo de un «porqué del porqué» que podría conducir a una última pregunta que no quiere escuchar, ya que no puede respon­derla. Paradójicamente, sin embargo, la adquisici6n de un saber sobre el lenguaje, condición de existencia para el Yo, consti­tuye habitualmente para la madre una exigencia que ella impone, lo que confronta al niño con una situación contra­dictoria:

1. Apropiarse de ese saber, aceptar el orden de la significa­ción propia del discurso, trasformar lo representable en algo nombrable e inteligible, y tene,r acceso así a una realidad conforme a la definición que el discurso da sobre ella. 2. Carecer de lo que funda (y es lo único que puede hacer­lo) la realidad y el lenguaje, no poseer el enunciado de los fundamentos, o el fundamento de los enunciados, necesario para que su propio relato histórico le concierna, carecer del punto de partida indispensable que representa el enunciado acerca de su origen. Imagínese, por ejemplo, un sujeto obli­gado a reconocerse en un espado orientado en el que le es­tarí~' prohibido recurrir a alguno de los cuatro puntos car­dinales.

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La potencialidad psicótica es el resultado de una prueba análoga: se le ha exigido al sujeto que organice -y que encuentre allí su orden- el espacio, el tiempo, el linaje, re­curriendo a los puntos cardinales de los otros, mientras que él ha perdido el norte, si es que alguna vez lo tuvo. La ausen­cia de una respuesta acerca del enunciado del origen mina desde el interior el origen de los enunciados, los hace repo­sar en arenas movedizas que pueden devorar en cualquier momento lo que sobre ellas se construye. El pensamiento delirante primario es la creación por parte del Yo de este enunciado faltan te: es a partir de ella que se instaurará una «teoría infantil acerca del origen» cuya fun­ción y analogía funcional con el papel que desempeña en la neurosis la novela familiar mostraremos a continuación.

4. La historia de la señora B. y la teoría delirante primaria acerca del origen

Gracias a la presencia del pensamiento delirante primario, concebido como un enunciado que tapa un agujero del dis­curso, podrá elaborarse una teoría acerca del origen a la que cabe llamar «la teoría delirante primaria».

La señot'a B. acude a vernos con la esperanza de ser libera­da de una compulsión fóbica que comenzó hace dos años: en toda ocasión. en la que se encuentra en la calle, teme ser obligada a desvestirse y mostrarse desnuda. Aparentemente, este síntoma no se acompaña con ninguna manifestación de orden psicótico. Mujer de 32 años, casada y madre de dos hijos, nos dice que hasta dos años an.tes todo se había de­sarrollado normalmente: un día, mientras esperaba su tur­no en el pedicuro para que le sacase un callo que le impedía caminar si no era apoyándose en el brazo de su marido o en el homb;~o de uno de sus hijos, surgió bruscamente la idea angustirn a de que podría desnudarse. Enloquecida, vuelve a su casa; en el lapso de seis meses, la fobia se instaura obli­gándola a abandonar su trabajo y a negarse a salir si no la acompaña su marido, uno de sus hijos o algún miembro de su familia. So~o la presencia de esas personas hace desapa­recer su fobia. En las entrevistas previas, nada nos llama particularmente la atención, salvo una relación bastante pro­blemática con el marido, aunque afirma no tener preocu­paciones en su vida conyugal y, también, el hecho de que,

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en relación con su hijo de catorce años, nos expresa su in­tenso anhelo de que llegue a ser «un apasionado de la inves­tigación y de la soledad». Ella y su marido son pequeños comerciantes aparentemente contentos de su suerte y que comparten los objetivos y preocupaciones de todo el mundo. ¿Por qué espera que su hijo llegue a ser un «solitario»? Para «que no se interese en demasía en otra cosa». En el trascurso de estas entrevistas, nos enteramos de que tiene una hermana mayor, yue su padre murió mientras piloteaba un avión de turismo cuando ella tenía cinco o seis años, lo que determinó que no «haya habido ni cadáver ni entierro», que a los seis años tuvo un accidente que casi le cuesta la vida, cuando su madre, «por distracción», le dio una caja con remedios en lugar de la que contenía sus caramelos. De su madre dirá que era una mujer autoritaria, que gritaba siem­pre y que tenía violentos desbordes de ternura «que me da­ban tanto miedo como sus gritos». Nos relata todo esto con tranquilidad, ~n general con buen humor; en cuanto a su fobia, «no entiende nada, pero eso no puede seguir así». Su relación con el marido n0s hace pensar que buscó en ma­yor medida una buena imagen materna que una imagen viril, pero en el curso de las entrevistas no tenemos en nin­gún momento la impresión de estar en el registro de la psi­cosis. Sin embarg-o, desde Jas primeras semanas de su análisis Ja escuchamos con sorpresa decirnos lo que piensa de la mujer y de la procreación: 1) En la procreación, el esperma del hombre no desempeña papel alguno, salvo el de excitar el «aparato procreador» que solo la mujer posee. 2) En to­dos los casos en los que se produce una relación sexual, la mujer, cual un insecto devorador, se ve obligada a incorpo­rar vaginalmente una parte de la sustancia masculina que se deposita en su aparato: es por ello que los hombres mueren más jóvenes y pierden sus cabellos. Nos harán falta algunas sesiones para comprender que este no es el recuerdo que conserva de una teoría sexual infantil, ni la formulación de una fantasía, sino que cree firmemente que la verdad es esa. Núcleo delirante consciente y, sin embargo, escindido de la totalidad del discurso, que funciona normalmente cuando habla de otra cosa. Debemos señalar, sin embargo, que las implicaciones de esta «teorización» aparecen con nitidez en ·el disaurso manifiesto que sostiene ante los demás: así, cuan­do dice que espera que su hijo no se interese demasiado pronto en las chicas; cuando idealiza y valoriza a los hom-

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bres que, como los sacerdotes, los navegantes, los explorado­res, viven solos y se apasionan por <<ideas» y no por mujeres; cuando confiesa que el «sexo» no le interesa y está muy contenta de que a su marido no le atraiga demasiado, o cuando nos dice que en toda oportunidad en la que ha te­nido relaciones sexuales se siente «inflada y culpable», se comprende claramente, una vez que hemos conocido su teorización, la significación singular con que está, en reali­dad, cargada. Pero esta serie de enunciados, tal como ella los expresa, son perfectamente comprensibles para los demás y para el conjunto: a Jo sumo, se dirá de ella que es mojigata y que sus preferencias por los navegantes y los sacerdotes son algo extrañas. No obstante, como a nadie se le ocurre pre­guntar a una mujer casada y madre si sabe de qué manera nacen los niños y, por otra parte, como, según sus palabras, tan pronto se habla de esas cosas a su. alrededor «o me voy o no escucho», puede actuar sin dificultad aparente en su relación con el discurso de los otros y con los otros. Sin duda, no es frecuente observar que la potencialidad psi­cótica nos ofrezca un ejemplo tan típico de la presencia en­quistada de una teoría delirante primaria. Sin embargo, es raro que en el ·análisis no aparezca algo sumamente parecido en toda ocasión en la que existe esta potencialidad. Reproducimos a continuación otro ejemplo, mucho más pun­tual y más velado: en el curso de una sesión en la que M. C. nos hablaba de un recuerdo infantil en que aparecía su abuela, se desarrolló el siguiente diálogo:

-¿Era la madre de su padre o de su madre? -¿Qué me preguntó? -Si era su abuela paterna o materna. -Nunca pensé que mi padr-..! pudiese tener una madre. -Sí ... -(Con voz irritada y firme.) Sí, es un pensamiento que nunca tuve, es un pensamiento absurdo. -¿Por qué? -Porque nunca pude pensarlo.

Se observa de inmediato la diferencia radical que separa un «nunca pensé en eso», negación que confirma que se trata­ba de aquello en lo que «eso pensaba», y el «nunca he po­dido pensarlo» que da testimonio de un enunciado efectiva­mente faltante acerca del origen del padre, «afirmación» que preanunciaba la presencia de un pensamiento delirante

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primario mediante el cual el sujeto «ponía en sentido» un agujero del relato familiar. Con mayor frecuencia, el pensamiento delirante primario asume una forma más difícil de desenmascarar y, sobre todo de separar de lo que Freud llamaba con razón «las rarezas; que se pueden observar en todo el mundo. Se trata, enton­ces, de una certeza que contradice en forma evidente el con­junto del sistema lógico según el cual funciona el sujeto, cer­teza que concierne, sea al funcionamiento del cuerpo, sea a una ley física, sea a un acontecimiento inscrito en la his­toria genealógica del sujeto. Lo que caracteriza a este tipo de falsa~: creencias no es la convicción inquebrantable que suscitan, ni el aspecto paradójico en relación con el saber del sujeto acerca de las leyes fisiológicas, físicas o temporales, sino que, tan pronto como se presta la debida atención, se comprende que esta convicción cuestiona radicalmente el origen del cuerpo, el origen del mundo y el orden tem poraJ que funda el orden genealógico. Lo demuestra la experien­cia que todo analista puede realizar: si intenta, a partir de esta convicción, aparentemente «puntual», considerar las im­plicaciones lógicas originadas en ella, comprobará que lle. van a una representación de la realidad absolutamente he­terogénea al modelo que proporciona el discurso acerca de la relación sujeto-mundo. La «rareza», en este caso, sus­tituye al orden causal, al que recurre el conjunto para de­signar al origen de sí y del mundo, una interpretación que relaciona el origen con una causa que es incompatible con los modelos de acuerdo con los cuales funciona el conjunto. Considerarnos que este rasgo es el que marca la presencia de un pensamiento delirante primario. Volveremos ahora a ocuparnos del discurso de la señora B. para intentar aislar algunos enunciados y determinar qué ausencia de enunciados remplaza su teorización.

El discurso de la madre de la señora B.

Aun después de tres años de análisis, nos es difícil decidir si la madre de nuestra paciente no hacía más que compartir una serie de supersticiones frecuentes en la región de Bre­taña, donde había pasado su infancia y su adolescencia, o si tenía convicciones más cercanas al delirio. Ella creía con to­ta·l

1convicción en los poderes de adivinación de una vieja

campesina que había vuelto a encontrar en la ciudad y que

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toda la familia llamaba «Lamadre» [Lamerel. (Solo en el trascurso del análisis la señora B. comprenderá que se trata­ba de su apellido y no de «la madre» [la mere].) Concurría a la casa de esa persona dos veces por mes para hacerse ti­rar las cartas, y elogiaba su poder de curación, al que con­sideraba superior al de los médicos. De su propia madre decía que tenía el poder de hablar a los muertos; en lo re­ferente a su padre, nunca hablaba de él, hasta tal punto que la señora B. confesará que nunca se había interrogado acerca de este personaje ausente del discurso. Esta joven campesina irá a la ciudad y se casará con el hijo del notario: marido al que siempre calificará de «cabeza loca», repro­chándole que «corriera tras las mujeres». Cuando muere, su nombre desaparece de su discurso, salvo en una extraña amenaza dirigida a la hija: «Vas a ser como el padre». «¿Cómo?», se preguntaba la niñita, y «¿Qué quiere decir "el padre"?». Nada se le dirá de su muerte; todo lo que escu­chará, en conversaciones sorprendidas entre la madre y otros, es un relato «de explosión» (de avión) que para ella significa una «explosión del padré».

Los secretos de la madre

La señora B. vivió toda su vida con su hermana, que le lleva ocho años y que siempre le pareció una persona rara, sin que pudiese explicar mejor ese sentimiento: raro su mo­do de hablar a su padre, rara la relación que tenía la ma­dre con ella, raro que esta misma madre le prohibiese abra­zar al padre, raro, por último, el dinero del que parecía dis­poner. Mucho más tarde, y por boca de su marido, se ente­rará de que esa hermana era, en realidad, hija natural de la madre, «que era una mujer de la vida», aparentemente con la complicidad silenciosa de la madre, y que se decía de ella que era «algo loca». En cuanto al padre de su madre, llegará a saber en el curso de su análisis, después de mucha insistencia, que se suicidó, probablemente durante un episodio melancólico, después de haber intentado matar a su mujer y a su hija abriendo la llave del gas. De este padre, la madre hablará entonces con odio y temor: es el «loco», pero también el «asesino», doble­mente malo y doblemente peligroso. A partir de esta con­resión la señora B. se enterará de las circunstancias en que su madre conoció al que luego sería ~u marido: habiendo

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llegado a la ciudad para trabajar con su hija natural, había sido c~:mtratada por el notario pa~a ocuparse ~e su ~ijo, que padec1a de «Una enfennedad nerviosa»; se caso con el con la convicción de que era sexualmente impotente y de que nun-ca sería más «que una especie de niño loco, que no sabtia hacer nada». Para gran sorpresa y despecho suyos, se revela-rá como una persona sumamente diferente, y nunca le per­donará «haberla engañado». El secreto que defiende la madre de la señora B. concierne al padre de la primera hija, cuyo nombre nunca será reve­lado, y a la locura de su propio padre: implícitamente, se comprende que a través de esta locura se formula su pre­gunta acerca del deseo que casi convirtió a ese padre en el causante de dos muertes, «locura» que aparece, al mismo tiempo, como la única justificación posible de ese deseo de asesinato, pero que, como contrapartida, impide plantear en el origen un deseo materno que se pueda asumir; se trataría, en efecto, del deseo de un loco y de un deseo de la «locura». Podemos preguntarnos si la «locura» no estaba presente tam­bién en el padre de la hija mayor; en relación con este tema no disponemos de ningún elemento. Pero lo que se observa como eje de su problemática es, efectivamente, la fascina­ción que ejerce en ella la «locura»: hija de un «loco», se casará con otro «loco», en relación con el cual tenemos Ja fundada impresión de que lo empuja a un accidente-suicidio que repite el destino del padre. Madre de una primera hija sin padre, esta mujer rígida oculta su falta, pero no sabe oponerse a la prostitución de esa hija, de quien dirá que «siempre estuvo loca».66 Asesina en potencia de· la segunda hija, argumentará sin ningún fundamento que los remedios eran inofensivos, que el lavaje de estómago fue innecesario y que los médicos habían dramatizado deliberadamente; que «lamere» habría arreglado todo «sin historias». Tan pronto como puede comprender, la señora B. «apre­hende»: a) un silencio total acerca de la existencia de un padre, el de su madre, que ella interpreta justificadamente como el deseo de la madre de que se niegue su existencia, de que se finja que nada se debe a este progenitor, de que no ha habido padre; b) un discurso cargado de odio en relación con el que es su padre, el «cabeza loca» a quien se incita -a salir para luego reprocharle haberlo hecho; e) un silencio

· «raro'» acerca .de la hermana, tan bien vestida, y en la que la madre parece acechar siempre los «signos» de una miste­riosa singularidad, hermana a la que se le prohíbe abrazar

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a aquel a quien, sin embargo, llama papá, como si la madre temiese alguna trasgresión o alguna «locura» posible en su relación; d) la presencia de «lamere», la anciana que adi­vina y cura milagrosamente, que desafía el saber de los hom­bres de ciencia; e) finalmente, en los pocos días pasados en el hospital luego de su intoxicación, recuerda haber ~orpren­dido al padre retando a la madre al hablarle de «persecucio­nes» [poursuites], que ella comprende como «consecuencia» [suite]: «ella seguirá enferma». Cuando regrese a su ca~a, la madre le reprochará «haberse enfermado a propósito», «ha­ber exagerado». Por parte de la voz paterna, «aprehenderá»: a) gritos vio­lentos en el trascurso de las escenas conyugales; b) el repro­che a la madre de que «se embarazó a propósito para obli­garlo a casarse»; e) «que ella habría preferido que siguiera loco», que lo único que quería era su apellido; d) la reivin­dicación de su libertad y la crítica sobre «lo que dejas ha­cer a tu hija>> (la expresión impide saber de qué hija se tra­ta) ; e) el reproche de haberlo explotado, de sacarle dinero; f) por último, ese lamento profundo: «estar obligado a te­ner chicos o meterse una bala en la cabeza: es lo mismo>>. Vernos que, al igual que los de la madre, el conjunto de es­tos enunciados no permite ser pensado corno realización de un deseo; además, la pareja formula dos enunciados igual­mente inasumibles en relación con el «deseo» responsable de la existencia del sujeto: se reprochan mutuamente ha­berlo impuesto al partenaire, dicen abiertamente que lo que se deseaba no era un hijo sino un apellido, dinero, poder. Se comprende que, en este contexto, cuando la niñita pre­gunta: «¿Por qué papá es un cabeza loca?», «¿Por qué mi hermana no puede abrazarlo?», «¿Por qué la madre le dice siempre que si su padre no la hubiera engañado. ella (la se­ñora B.) nunca habría existido?», «¿Por qué ella va a lle­gar a ser como los padres?», no puede encontrar respuesta para estos interrogantes. Está prohibido preguntar, o bien se responde con aforismos sorprendentes: «A las mujeres que tienen cabeza eso tendría que cortársela~», «A los hom­bres eso siempre los asusta», «A las chicas eso las come des. de adentro», frases textuales que se presentan bajo la forma de enigmas insolubles: ¿qué es lo que debería cortar las ca­bezas, qué es «eso» que asusta, qué es lo que come desde adentro? El pensamiento delirante que resuelve el problema desempe­ña el papel que en, las neurosis cumple la novela familiar,

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aunque por otras causas. La diferencia esencial reside en que, contrariamente a la novela familiar, el pensamiento delirante no tiene en cuenta al sistema cultural y al sistema de parentesco (soñar que se es hijo de otro o hijo adoptivo se adecua al sistema de parentesco de la cultura), no se hace ningún esfuerzo «para que estas fantasías parezcan verosímiles» y, sobre todo, este pensamiento nunca sufre la restricción particular que tiene como condición previa el hecho de que el niño haya comprendido que «Pater est in­certus», mientras que la madre es certissima ... La novela familiar se limita entonces a encumbrar al padre, «sin cues­ti.Gnar el hecho ya irrevocable de que el niño desciende de la madre».67

En otro plano, lo que separa este pensamiento de una teoría i;ex-ual infantil es su no represión: aunque, corno esta última, toma su modelo de algo aprehendido y de algo visto frag­mentarios, de los modelos de funciones corporales con los que identificará a la función de procreación, no se aband0-na, en este caso, la primera teorización.

Si consideramos ahora la teoría delirante sobre el origen <le la señora B., ·vemos de qué modo, a partir de un postulado fundamental: «La mujer es la única procreadora, el hom"J:>re aquel que es comido pedazo a pedazo», se instaura un siste­ma explicativo que dice por qué «nacer» es una experiencia desagradable, puesto que exige que la mujer, a pesar suyo, tome pedazo del padre, ley de la naturaleza de la que no puede escapar; por qué el hombre, a fuerza de ser devorado, cotre el riesgo de explotar cual globo inflado, lo que, a su vez, explica que no se tenga ganas de hablar de él. Pero se observa también cómo este pensamiento remodela un «saber entrevisto» acerca del peligro <le muerte al que se ha estado expuesto, y cómo reconstruye a su manera una trascenden­cia posible de la «función materna». El riesgo de muerte a que la señora B. ha estado expuesta, y que ha hecho que el médico acusara a la madre, solo pue­de ser, evidentemente, un error; confesión aceptable. mien­tras que no lo sería aquella que atribuyese a la madre un deseo de muerte que habría .de convertirla en su asesina. «Lamere», provista de un poder de adivinación, asegura que la verdad de Jo que la madre singular afirma acerca del ori- -gen está g3.rantizada por otro discurso, frágil sustituto del ·papel' que hubiese debido cumplir el discurso del conjunto para el niño y, ante todo, para el propio discurso parental.

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No pretendernos que todo pensamiento delirante primario dé lugar a una teorización similar, pero pensarnos que en todos los casos en los que aparece en una situación en que es posible analizarlo, se observará la presencia de:

1. Un enunciado que, por causas diferentes 3. las de la nove­la familiar, intenta reconstruir el origen de la historia del su­jeto (en el caso presente, el objetivo de esta tentativa es de­mostrar la verdad del postulado implícito del discurso ma­terno y, así, garantizar que este discurso no carece de signi­ficación y que en él puede tener lugar una verdad) . 2. A partir de este enunciado sobre el origen, se formulará una teorización que intentará otorgar al concepto «función materna» una significación que, a su manera, lo trasciende, al ligarlo al representante de una omnipotencia, general­mente de igual linaje, la madre, la bruja, el hada, que le ofrece al sujeto la apariencia de un ordenamiento en la sucesión de las generaciones y, por consiguiente, en la tem­poralidad. 3. El pasaje de lo representable a lo decible, del afecto al sentimiento, podrá efectuarse salvo en lo que concierne a los afectos experimentados en el curso de toda experiencia de la que es responsable la falla presente en el discurso ma­terno. En toda oportunidad en la que el Yo se ve confronta­do con un vivencia que se relaciona con esta causa, no po­drá hanar ningún enunciado inteligible en el discurso del portavoz, por la sencilla razón de que el portavoz se encuen­tra incapacitado para reconocer que la no trasmisión de un «deseo de hijo» es la que ha originado efectivamente a estas experiencias; para ignorarlo, lo mejor es negar que estas experiencias hayan existido o existan. Y esto determina que todo lo que se refiere al origen del sujeto, del deseo, del pla­cer, del displacer es eliminado de un discurso que no puede hablar del origen: no puede hacerlo pues el sujeto que habla no puede responder sobre el origen de su propia fun­ción. La teoría delirante acerca del origen se constituye al­rededor de un enunciado que vuelve a dar una respuesta a esta pregunta, remplaza mediante un dicho por ella creado lo indecible del discurso materno.

Antes de abordar el análisis de lo que consideramos necesario para que la potencialidad psicótica siga siendo tal, se plan­tea un interrogante: a partir de lo que acabamos de decir sobre la problemática de la persona que inducirá en el niño

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el surgimiento del pensamiento delirante primario, ¿debe. mos llegar a la conclusión de que, ya en su caso, estamos frente al pensamiento delirante primario? Es difícil respon. der en forma inequívoca. Por lo que hemos podido comprender en el discurso de 10s que nos hablaban de su historia, tenemos la impresión de que, en gran número de casos, la respuesta debe ser afir­mativa. En otros, por el contrario, estas mujeres han podido contraponer aparentemente a esta no trasmisión de un «de­seo de hijo» por parte de su madre una defensa bien adap. tada, que les permitió recurrir a referencias identificatorias relativamente estables. Defensa que consistió en privilegiar actividades basadas en un modo relacional de tipo madre-hi­jo, sin que ·por ello hayan llegado a ser madres: pensamos por ejemplo, en la diversidad· de las diferentes vocacione~ con objetivo humanitario, o en la sobrecatectización de ac­tividades intelectuales, gracias a lo cual es posible ignorar todo deseo de maternidad. Pero esta reorganización de la economía libidinal solo puede mantenerse mientras dichas mujeres estén protegidas de una maternidad efectiva: cuan­do esta se produzca, se verán ante la problemática que aca­bamos de describir. En tales circunstancias, no les quedará otra alternativa que hacer todo lo posible por evitar que el discurso del niño les revele lo insostenible de la posición en la que ellas se sitúan en todos los casos en los que se dirigen a él como madres. Esta hipótesis nos parece confirmada por lo que hemos, no reconstruido a partir del discurso de sus hijos, sino oído, en el tratamiento de mujeres de las que sa­bíamos que algunos de sus hijos, o su único hijo, presentaban trastornos de tipo esquizofrénico.

5. El factor necesario para que la potencialidad psicótica siga siendo tal

Hemos dicho que esta potencialidad es el resultado del en­quistamiento de una teorización sobre el origen no reprimi­da, que mientras sigue siendo quiste puede permitir que junto a ella en forma paralela y contradictoria, se desarro­lle un discurso que (excepción hecha del enunciado sobre los brígenes) aparentemente, y solo aparentemente, concuer­da con d discurso de los otros. Mal o bien, y a este precio, el Yo puede hablar un discurso no acorde con sus propios

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fundamentos y hacer coexistir conceptualizaciones contra­dictorias del ser, del deseo, del mundo. Si se le presta la debida atención al discurso de la señora B., observamos la presencia simultánea de una certeza acerca de su teoría sobre el origen y la presencia de significaciones aparentemente compartidas por el conjunto. Logra así «ha­bitar» un discurso en el cual lo que expresa acerca de los «sentimientos» que ligan su Yo al medio concuerda con el discurso de los otros; al mismo tiempo, la causa que formula para sí --que no es ignorada aunque sí prudentemente ca­llada, como si fuese obvia- es altamente singular. Para que esta escisión entre significación explícita y causa implí­cita sea posible, la primera condición será que la realidad del medio, y en primer lugar la realidad familiar, esté orga­nizada de tal modo que sostenga esta contradicción. El con­texto familiar de la señora B. lo permite, puesto que él nos muestra:

l. Un marido que acepta y desea no tener, por así decirlo, vida sexual, que trata como chiquilinadas lo que le ha dicho esporádicaniente su esposa acerca de sus propias teorías. 2. Una madre (ya volveremos a referirnos a este punto) que a través de su escucha le confirma silenciosamente que ella tiene razón: «Hacer el amor es ·asqueroso», «Vigila a tu hijo, no sea que llegue a ser corno el padre», «Los hombres son algo frágil, se vuelven locos muy fácil» (llama la aten­ción, en la madre de la señora B., el término que utiliza para designar a los maridos: «el padre» [le pere ], que lleva de inmediato a pensar en la que llamaba «Larnere», como si para ella se hubiese constituido la imagen de una pareja mítica representada por «Lamere», que adivina, cura y tie­ne poderes sobrenaturales, y «el padre», asiento de la locu­ra y del mal). Cuando la señora B., que ve con suma fre­cuencia a su madre, habla con ella, tiene la acertada convic­ción de que esta comprende perfectamente lo que quiere significar y le da la razón; más aún, bajo la forma aforísti­ca que lo caracteriza, el discurso de la madre retoma por su cuenta una serie de afirmaciones, ya escuchadas, y que confirman la interpretación que en su momento había for­mulado la niña en relación con los pensamientos y conmi­naciones matefnas hacia ella: «No amar a los hombres», «No trasmitir al hijo un deseo de hijo», «Definir al padre como un objeto frágil y peligroso». Persiste así, en la esce­na de lo real, una voz que encarna al representante del Otro,

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que garantiza que la teoría sobre el origen es verdadera y por consiguiente el discurso del sujeto es el lugar en que la verdad es posible, que la coexistencia de postulados antinó micos en el mismo discurso es una paI'adoja «normal». 3. Dos niñas que, durante todos esos años, aceptaron jugar a un extraño juego de preguntas y respuestas. Poco ligadas a su padre. muy cercanas a su madre, inventaron un lengua. je, juego sin duda, pero no se trata de un juego indiferen. te: «Cuando hablamos entre nosotras en "nuestralengua" [ notralangue] (extraña reinvención de un metalenguaje crea­do por ellas), una palabra quiere decir también otra, hay que adivinar la respuesta»; añadiremos que la «notralangue» permite que toda respuesta sea interpretada a gusto del que escucha, así como también que toda demanda pueda de. mandar todo o nada. 4. Una vida social que, bajo una aparente normalidad, es extremadamente pobre en lo referente a las ideas que circu­lan; comerciantes. con sus clientes o proveedores solo hablan de precios, créditos, calidad de los alimentos, etc. 5. Hasta ese momento, la ausencia en la realidad vital de la señora B. de pruebas particularmente graves.

(No es nuestra intención analizar aquí las causas desencade­nantes de la fobia; sin embargo, destacaremos un punto: se manifiesta pocos días después de que la señora B. descubre, al hacer la cama de su hijo, manchas de esperma. Aconteci­miento que pone en peligro su modo de relación con alguien a quien sigue tratando com.o un niñito del que es posible ignorar que tiene un sexo y que, algún día, podría llegar a utilizarlo.) En el contexto así descrito, tr~s elementos merecen una aten­ción particular: a) el papel de la voz y de la escucha ma­terna; b) la complicidad del medio familiar en relación con los «pensamientos raros» de la señora B.; e) la ausencia de acontecimientos traumáticos, duelos, que resonarían como el retorno de un ya-vivido. Organización de una realidad cotidiana que explica por qué se observa a veces, en estos casos, un rasgo análogo al que se presenta en la perversión: mientras que el perverso tiene la certeza de saber todo sobre el deseo y el goce del parte­naire, estos sujetos están convencidos de que los otros conocen

·esta, teoría sobre el origen, que «piensan» pensamientos si­milares y que, por razones difíciles de definir, defienden teorías que saben erróneas. Creencia frágil y preservada por

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la prudencia que demuestran estos sujetos para lograr no oír y no hablar de «ciertas cosas». Sin embargo, para que se preserve esta convicción, son indispensables dos condiciones fundamentales: 1) La presencia, en la escena de lo real, de por lo menos una voz y una escucha que, en toda ocasión en la que se manifieste el riesgo de que su discurso sea radi­calmente cuestionado, les proporcionen la seguridad de que vehiculizan una verdad comunicable a esta voz y a esta es­cucha. 2) La no repetición frecuente de situaciones en que la frustración, el sufrimiento, el duelo, alcanzarían un umbral soportable para la mayoría pero no para estos sujetos, en los que se acompañan con el retorno del afecto caracterís­tico de sus primeras experiencias. Examinaremos por separado estas dos condiciones; la segun­da nos permitirá explicitar la función que otorgamos a Ja «realidad histórica».

La voz y la escucha encarnadas

El rasgo específico de la vivencia temporal de la psicosis es la «mismidad» de un ya-vivido-desde siempre, que el sujeto reencuentra y repite siempre que se ha1la frente a una si­tuación que denominamos «traumática» -calificativo que no depende de la objetividad de la situación, sino de lo que ella reactiva, como respuesta, en estos sujetos-. En el registro de sus catexias significativas, el sujeto repite lo mismo: misma demanda, misma respuesta, misma an­gustia, misma idealización del objeto~ Es por ello que todo objeto privilegiado por su libido suscita de modo directo, inverso, reflexivo, la misma forma de catexia presente entre el sujeto y los primeros soportes libidinales encontrados en la escena exterior. Ello determina que, en el espacio del mundo, o bien solo existen objetos afectivamente «neutros», indiferentes y, en cierto sentido, indiferenciados, que no plantean ni problemas ni interrogantes, o bien solo puede aparecer el mismo, cualquiera qu_e sea la forma bajo la cual se disfraza. Esta situación se reproduce inmodificada en el encuentro del Yo con el discurso; en un caso, solo se es­cuchan (en el sentido casi mecánico del término) discursos «indiferentes» que aluden a la cotidianidad anodina y res- _ pecto de los cuales no se plantea la posibilidad de una conno­tación secundaria; si se escucha decir que «la vida está cara», que «tal ha muerto», que «hay que ir a la escuela», que

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«llueve:», esas afirmaciones seraa tomadas al pie de la letra como una comprobación descriptiva de algo visible que na~ da ocultaría, de una realidad e~ la que no hay nada implí. cito; en otro caso, a la inversa, "el qúe habla, independiente. mente de lo que dice, es la reencarnación de una voz prime. ra y el sujeto vuelv€ a experimentar la situación de encuen. tro que había existido entre el oyente y el port_avoz. De ese modo, todo enunciado se convierte en sentido enigmático soporte de significaciones que impiden toda duda, toda prue~ ba de verdad, toda referencia al discurso de los otros; se niega la posibilidad de que el enunciado pueda mentir, ne. gación que despoja al sujeto de todo derecho a reivindicar verdad alguna para su palabra cuando no es una fiel repe. tición de la de su madre. Por ello, será necesario proveer a priori a la voz enunciante de un poder de certeza: la voz debe decir la verdad, aunque se exprese bajo la forma de enigmas, postulado necesario a fin de que las significaciones que el niño había hecho suyas para que «un poder hablar» fuese preservado puedan reivin­dicar 'f3. su vez un atributo de verdad. En estos sujetos, nunca pudo efectuarse, salvo en forma aparente, la separación in­dispensable entre la voz y la significaci6n del enunciado: la voz que enuncia se mantiene como soporte de una jdeali­zación extrema, conserva el atributo de un «poder-saber omnímodo» y se plantea como la única dispensadora posible de una garantía de verdad exigida por el Y o. La significa­ción de los enunciados solo se asegura su verdad y desempe­ña su papel identificante gracias a la catectización libidinal de la voz que las pronuncia: no pueden ser referidos a un fundamento de los enunciados compartidos por el conjunto. El primer punto indispensable para recurrir a esta referen­cia habría implicado tomar cierta distancia en relación con lo primero que se ha oído, emprender una «búsqueda solita­ria» de un saber sobre sí, pensar solitariamente lo no pensa­do por el Otro y, finalmente, acordarse el derecho de en­contrar en el campo exterior a la familia un discurso que permita contradecir, sin perder, por ello, todo derecho a decir. Obligado a crear los fundamentos teóricos de un discurso singular, gracias a una teoría igualmente singular, el sujeto ya no puede esperar soporte alguno del discurso del conjun­to. •Para que la . potencialidad psicótica no conduzca al de­lirio manifiesto, se requiere que el discurso y el Y o encuen­tren un punto de anclaje posible en la voz de un Otro y no

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ya de los otros, que esta cumpla la función que, para los .0 tros, desempeña el texto. Esta sujeción es la falla, que se oeulta detrás de la forma y la formalización aparentemente no discordante del discurso: un Yo que sólo puede hacer «como si» dispusiese de referencias identificatorias autóno­mas e interiorizadas, «corno si» no fuese dependiente de la voz de un Otro, único que puede asegurarle que el discurso que lo instituye es portador de verdad. Para desempeñar ese papel se privilegia, por lo general, la voz de un ser vi­viente, debido a que se requiere que un único y mismo so­Porte sea, al mismo tiempo, el punto que atrae hacia lo «exterior a sí» la libido narcisista (lo que evita que ella in­vierta el sentido de su vector y que se instaure un circuito cerrado) , y la fuente que le asegura al Y o sus enunciados identificatorios. Mediante esta reapropiación de una parte del narcisismo proyectado sobre la voz idealizada, el Y o po­drá preservar ese mínimo de autocatectización indispensable para su existencia. Podemos añadir que, si la voz debe ser de preferencia una voz, o sea, manifestada por un ser vivien­te, ello se debe, también, a que su papel de referencia iden­tificatoria exclusiva exige que coexista durante todo el tiem­po del discurso· y que pueda confirmarle al sujeto que dice la verdad en toda ocasión en la que otro discurso, el de los otros, podría mostrar que no es así. El su jeto no puede aco­modarse, o sólo puede hacerlo mal, a una demostración he­cha de una vez para siempre; se requiere que pueda ser re­encontrada en toda oportunidad en la que un veredicto de falsedad amenaza a su discurso. Vemos así cuál es la trampa que tiene preso al sujeto: el portavoz ha sido efectivamente responsable de una falta insostenible en la textura del dis­curso; el niño ha veladb, tapado, esa falta construyendo una interpretación que, al inventar una causa con sentido para explicar la presencia de ese «agujero», ha llenado el vacío. A su vez, esta interpretación sólo puede pretender tener un poder de significación, y. por ende un poder de comunica­ción, si busca y-encuentra en el mismo portavoz, o en un sus­tituto, la respuesta que le demuestre que la significación es comprensible, si tiene la certeza de que este acusa recibo. Su discurso es lo que es a causa del portavoz; como conse-

. cuenda de ello. ese portavoz será el único que disponga del poder de acordar una prueba de verdad a lo que enuncia. El discurso y el Yo permanecen dependientes de la presen­cia en lo «exterior a la psique» de una instancia que juzga que no pudo ser interiorizada y autonomizada. Se debe re-

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cordar también que «pensamiento y teoría delirante p · r1-maria» tienen un objetivo muy preciso; dar sentido a una significación vehiculizada por el discurso materno que ca­rece de él, hacer razonables conminaciones ininteligibles responder a los enigmas de un discurso en el que el eni~ recubre, no un. saber oculto y que se debe adivinar, sino una falta ignorada para la que es necesario inventar y crear una interpretación. La teorización delirante permite que esa «falta» nunca lle­ve al sujeto a descubrir que la causa de su construcción teó­rica se encuentra en ese no deseo de un «deseo de hijo» presente en la madre, consecuencia, a su vez, de una falla eti el registro simbólico. Gracias a ello, como lo demuestra la señora B., será posible convencerse de que la «explosión» del padre se debió a una ley de la naturaleza de la que nadie es responsable, que si una sonda ha sido violentamente introdu­cida en el propio esófago, si se estuvo a punto de morir, es a causa de que se ha cometido un error: formulaciones mu­cho más aceptables que las que demostrarían que la madre quiere la muerte de uno, que el odio materno provocó la ex-plosión del padre. · Se observa aquí con claridad la relación sobredeterminada que estas «teorizaciones» y estas «significaciones» mantienen con el deseo del portavoz: 1) Son inducidas por la intuición de una verdad sobre el deseo del Otro, 1a madre, perfecta­mente entrevista. 2) Trasforman lo que ha sido «entrevisto» de tal modo que resulte aceptable para la psique del niño; «No es ella quien ha querido matarme, soy Yo quien me equivoqué de caja». 3) Se adecuan a lo que la madre exige que el niño piense: «El hombre es malo por naturaleza», y «Eso explota», «Nacer es una falta porque se origina en el devoramiento de un pedazo del padre», «Ser como los padres es la locura o estallar y salir volando». Pero esta «teorización» solo es capaz de asumir su función si puede pretender ser verdadera: ese atributo de verdad no puede encontrarlo más que en la confirmación que implí­citamente le aseguran Ja escucha y el discurso de aquella de la que el Y o sigue dependiendo. En lo que concierne a «los otros», esta teorización no solo contradice a la de ellos, sino que el confunto la recibirá inevitablemente como un cu~stio­namiento radical de Jos fundamentos de su discurso, la prue­

. ba de. la no evidencia de lo evidente, la palabra «loca» que perturba todo orden, que amenaza una definición de la reali·· dad y de la verdad que, supuestamente, habían sido definí-

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tivamente aceptadas por todo «semvjante». En consecuen­cia, el conjunto de los otros refutaiá con violencia ese dis­curso, le negará toda posibilidad de compromiso, le impon­drá silencio negándose a escucharlo o haciendo lo necesario para que el enunciante sea excluido de los lugares de escu­cha. Frente a esta amenaza, la potencialidad psicótica per­rnite que se evite contradecir ese discurso hablando verda­deramente a un único Otro, en cuya respuesta, y sin contra­dicción patente, el sujeto puede proyectar las verdades dicta­das en su momento por el portavoz. La primera condición para que la potencialidad siga siendo tal es la segura presen­cia, en la escena del mundo, de un Otro -·-tanto el primero que se mantuvo en vi.da corno un sustituto que posee atri­butos favorables a esa trasferencia- que muestre cierta complicidad y proximidad con los pensamientos y teorías del sujeto. Marido, esposa, amigo, jefe, hijo: se requiere que en la escena de lo real por lo menos un sujeto acepte reto­mar por cuenta propia la función y los atributos del porta­voz, que proporcione al Y o el punto de anclaje y de catecti­zación indispensable para que siga existiendo un «afuera» y para que el Y o encuentre allí una imagen aceptable. La primera condición que ha dado nacimiento a la pütenciali­dad psicótica se convierte en la condición necesaria para que no supere ese estadio, para que el Y o aparezca «como si» narla lo diferenciase en relación con los otros Yoes.

No es nuestra intención hablar aquí de las particularidades que propone e impone el psicoanálisis de un sujeto en el que está presente la potencialidad psicótica y también sus formas manifiestas: sin embargo, lo que acabamos de de­cir muestr-a a qué lugar será proyectado en esos casos, desde un primer momento, el analista. A partir del momento en que se instaura la relación analítica, es él quien, en la esce­na de lo real, deberá asumir la función de la voz única que le garantice al sujeto la verdad de su enunciado acerca del origen. Función que, en cierto plano, no es diferente de aquella a la que nos proyecta, en todos los casos, la relación trasferencia!; aquí, sin embargo, nos convierte en aquel que deberá garantizar la verdad de un «pensamiento delirante», mientras que lo único que le podemos garantizar al sujeto es que este pensamiento tiene un sentido, pero un sentido que únicamente podemos descubrir si recurrimos a un orden de causalidad heterogéneo al suyo. La dificultad que plan­tea la relación analítica a los dos partenaires se origina en la

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relación ambigua del analista con el pensamiento delirante de su interlocutor: en efecto, reivindica un sentido para ese pe11samiento, pero no puede compartir el orden causal in­vocado. Posición difícil y que presenta el alto riesgo de con­ducir, sea a una ruptura de la relación, sea a un exceso de violencia, cometido en este caso por el analista, que intenta­rá obligar al otro a compartir una verdad que no es la suya y que no se espera que haya podido reconocer como suya. Ó sea que la única opción que se le deja al psicótico es optar entre dos formas posibles de alienación. Hemos dicho que para que la potencialidad psicótica siga siendo tal serán necesarias dos condiciones: la presencia en la escena de lo real de otra voz que garantice la verdad del enunciado del sujeto y la no repetición de situaciones de­masiado semejantes a las responsables de las primeras ex­periencias. Veamos esta segunda condición.

6. La realidad histórica y el efecto de redoblamiento

Esta segunda condición nos coloca frente a un concepto que, en nuestra opinión, ocupa un lugar preponderante en la problemática humana y, en particular, en l:a problemática psicótica: la realidad histórica concebida como el conjun­to de acontecimientos realmente producidos en la infancia del sujeto y que, por las razones ya analizadas, han ejercido una acción específica en el destino de la psique; la razón esencial de ello reside en que, si en la escena de la realidad, una vez que esta ha sido reconocida corno espacio exterior y separado, surge con excesiva intensidad o en forma dema­siado repetida un acontecimiento que pone en acto una puesta en escena fantaseada, se producirá un potencia.mien­to entre ambas y no podrán producirse ni la represión ni la reelaboración de la fantasía cuya realidad confirma la le­yenda. Hemos seña1ado que esta realidad que actúa y se agi­ta en la escena de lo «exterior a sí» sólo asume su valor pa­tógeno gracias a la particularidad del comentario que pro­porciona sobre ella el discurso del Otro, o de la ausencia de todo comentario que pueda relativizar sus efectos. Si nos limitarnos a la potencialidad esquizofrénica, comprobamos que un acontecimiento o una serie de acontecimientos inscri­tos en la realidad tienen un papel inductor en su constitu-

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ción, mient~as que la po~ibilidad de que la potencialidad siga siendo tal sigue depem:hendo de la manera en que se orga­niza a lo largo de la existencia esta misma realidad. Para explicitar nuestro planteo, dejaremos momentáneamen­te de lado la potencialidad para ocuparnos de la forma de psicosis más desarrollada: la psicosis de la primera infancia, tanto si se manifiesta bajo la forma del autismo como de l~ debilidad profunda. En relación con el contrato narcisista, hemos recordado la frecuencia con la que se observa en los niños autistas, o rotu­lados como débiles, un mismo drama real: abandono, cam­bio continuo de nodriza, padres abiertamente rechazantes, intervención de la ley que los priva de sus derechos, catás­trofe somática, etc. Pero se debe evitar un error: el de ex­trapolar a estos casos el complemento de justificación gra­cias al cual se pretende demostrar que la mayoría de la po­blación de los asilos psiquiátricos pertenece a la clase desfa­vorecida, 68 debido a que los ricos guardan a sus locos o los mandan a clínicas de lujo. La locura infantil no es el atri­buto de un subproletariado ni un efecto directo de la per­tenencia a esta clase, pero el hecho de pertenecer a ella fa­vorece, efectivamente, el potenciamiento al que nos hemos referido. A propósito del contrato narcisista, ya señalamos que, si la mirada del niño, al fijarse en el espacio exterior a la familia, percibe en la relación de los otros con la pareja paterna la repetición de la que él fantaseaba entre él y la pareja, se producirá un redoblamiento, en la escena de la realidad, de un enunciado identificatorio antecedente, con el riesgo de una fijación a ese mismo y doble enunciado. Cuando, al leer la historia de estos niños, nos enteramos de que el padre ha sido encarcelado, internado o es desconoci­do; que la madre tuvo diez o doce hijos (ya no lo recuerda); que el abandono forma parte de lo cotidiano y, en algunos casos, de lo necesario; que un niño que había tenido que­maduras de tercer grado fue dejado sin atención en un rin­cón de una habitaci6n oscura y descubierto por azar por una asistente social; que una malformación del esófago determi­nó que entre los seis y los diez ·años una niña concurriese todos los días al hospital para introducirle una sonda, y que estos eran los únicos momentos en los que la madre, enfermera, se ocupaba de ella con cierta ternura; que a tal otro niño, después de una serie de operaciones, se le amputó una pierna, tras lo cual se lo envió a «rehabilita­ción» sin ir nunca a verlo; cuando estos hechos ya no son

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excepciones sino. que. parecen acontecimientos comunes, nos vemos llevados mev1tablemente a interrogarnos acerca de su papel eventual.69

Junto a estos hech0s «excesivos», la clínica nos ofrece otra serie que nos da la indudable impresión de que representa también una especie de «experiencia fecunda» de distinta naturaleza:

a. La señora D. fue amamantada hasta la edad de veinte meses; conserva un recuerdo particular de su destete. Como se neg·aba a comer «cosas sólidas», un día la madre decidió obligarla a desear rechazar la leche. En un momento en que pedía con insistencia da leche», la apretó contra sí, sacó debajo de su vestido una pera que había puesto pre­viamente allí y regó violentamente el rostro de la niña con un líquido negrusco y amargo. Aterrorizada, esta comenzó a proferir alaridos y, en efecto, rechazó en adelante el pecho; desgraciadamente, contra las expectativas de la madre, se negó también a comer y casi pierde la vida. b. La señora R. es la tercera hija de una mujer de carácter probablemente paranoico, que había decidido que sus hijos debían adquirir los hábitos higiénicos ·antes de los doce me­ses. Lo había logrado con los dos primeros, pero no con ella. Tenía dieciocho meses cuando su madre, al descubrir que, una vez más, se había hecho encima, perdió todo control y, furiosa, tomó los excrementos, los frotó contra su cara y la encerró durante dos días en el sótano. c. La infancia de M. L. estará marcada por una serie de muertes sucesivas. Entre sus doce meses y sus cinco años, perdió sucesivamente a un hermano, un tío, una herma­na y, fina1mente, al padre. Todo ello en el contexto particu­lar de la persecución real sufrida por su familia judía, que vivía en Francia durante la ocupación alemana.

De nada serviría multiplicar los ejemplos; sería ilusorio creer que se ha llegado a una solución al afirmar que el aconteci­miento es suficiente para explicar las consecuencias psíquicas o, a la inversa, que el acontecimiento es sólo una justifica­ción secundaria y que, de todos modos, la puesta en escena que estos niños han hecho para sí acerca del destete, de la educación de esfínteres, de la muerte, son condiciones sufi­cientes y las únicas responsables: pero, ¿de qué? De los' tres ejemplos citados, tomados de tres historias clíni­cas, el primero nunca llegó a ser una psicosis franca, pero

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desde el comienzo se manifestaron la fragilidad extrema de las referencias del Y o, fenómenos de despersonalización in­quietantes, una tendencia a la anorexia que alternaba con momentos de gran depresión y, por último, la ausencia de t0-da vida sexual hasta los treinta años, momento en que co­mienza el análisis. En el segundo caso, -aparecieron en forma repetida episodios delirantes con temas persecutorios en los que el envenena­miento ocupaba un lugar central. Los precedió, a los die­ciséis años, una agorafobia que obligó a la muchacha a aban­donar sus estudios, y más tarde una fobia homicida frente a una hija natural que esta joven mujer hizo adoptar cuan­do tenía dos años. En cuanto a M. L., presenta lo que se designa como trastor­nos del carácter, lo cual significa en realidad que no se sabe bien qué decir al respecto. No se trata simplemente de un neurótico; se observan elementos que hacen pensar, en for­ma sucesiva, en la paranoia sensitiva, en rasgos hipocondría­cos, en tendencias perversas. Por el contrario, en los tres casos los «síntomas» mostraban una relación directa, en sus manifestaciones, con el aconte­cim ·ento cuyo argumento, en sentido positivo o negativo, retomaban. 70

Antes de proseguir resumiremos el lugar que, según creemos, atribuye Freud, en. el desencadenamiento del delirio, a lo que define corno la realidad material, expresión que recubre nuéstro concepto de realidad histórica. No nos ocuparemos aquí en absoluto de lo que Freud entiende por realidad o por principio de realidad: ero implicaría reflexionar acerca de la totalidad de una obra que no sería lo que es si Freud hubiese redefinido lo que se debe entender cuando el hombre habla de realidad. Por el contrario, J--zay algo que permite un breve resumen que, pese a las simplificaciones, no trai­ciona el espíritu del autor, y es la relación que plantea Freud entre la frustración impuesta a la tendencia pulsional por la prueba de realidad que impone la ananké y la negativa que «el ello» (entendido aquí en la acepción que le da Freud) puede contraponer a la frustración y a la prueba. En ese sen­tido, dos textos son sumamente esclarecedores: «Neurosis y psicosis» y «La pérdida ,fe realidad en la neurosis y la psico­sis», escritos ambos en 1924, es decir, diez años después del caso Schreber. Comenzaremos por citar textualmente tres pasajes:

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«Normalmente, el mundo exterior ejerce su dominio sobre el yo de dos maneras: 1) a través de las percepciones ac. tuales, siempre susceptibles de estar presentes; 2) a través del capital mnémico de las percepciones- interiores que como "mundo interior" forma una posesión y una parte constitu­tiva del yo. Ahora bien, en la amencia no solo se rechaza la admisión de nuevas percepciones, sino que al propio mun­do interior, que hasta el momento representaba en calidad de copia del mundo exterior, a este último, se le retira su sig­nificación ( catexia) . El yo se crea autocrátícamente un nue­vo mundo, exterior e interior a la vez. Das hechos son indu­dables: ese nuevo mundo es construido de acuerdo con los deseos del ello, y el motivo de esta ruptur~ con el mundo ex­terior reside en que la realidad se negó al deseo de un modo grave, que resultó intolerable». «La etiología común para el estallido de una psiconeurosis o de una psicosis sigue siendo siempre la frustración, el in­cumplimiento de alguno de esos deseos infantiles eternamen­te indomables que arraigan tan profundamente en las deter­minaciones filogenéticas de nuestra organización. En defini­tiva, esta frustración se origina siempre en el exterior>>. « ... en la psicosis también correspondería distinguir dos mo­mentos: el primero aísla al yo de la realidad; el segundo, por el contrario, intenta reparar los daños y reconstituir a ex­pensas del ello la relación con la realidad. Efectivamente, se observa algo ·análogo en el caso de la psicosis: también aquí existen dos momentos, el segundo de los cuales tiene el carácter de reparación, pero entonces la analogía da lugar a una semejanza de mucho mayor alcance entre los procesos. El segundo momento de la psicosis también intenta compen­sar la pérdida .de la realidad, pero no lo hace al precio de una restricción del ello, tal como ocurría, en el caso de la neurosis, a expensas de la relación real. La psicosis adopta una vía más autocrática, crea una nueva realidad con la cual, a diferencia de aquella que abandona, no choca. Así, en la neurosis y en la psicosis el segundo momento corresponde a las mismas tendencias, sirve a la sed de poder del ello que no se deja domar por la realidad. Neurosis y psicosis son, pues, expresiones de la rebelión dél ello contra el mundo exterior, de su displacer, o. si se quiere, de su incapacidad .Para adaptarse a la necesidad re(]Jl de la ananké. Neurosis y psicos1s se distinguen, así, en medida mucho mayor por la primera reacción que las introduce que por la tentativa de reparación posterior». 71

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Por breves que sean, estas citas muestran que Freud prop0-ne, en el origen de esta tentativa de reconstrucción y de «cu­ración» que incumbe al delirio, una prueba originada en la realidad; en este caso, el término «realidad» debe entenderse como equivalente de principio de realidad, contrapuesto a una tendencia del ello: la fuerza de esta se impone y se nie­ga a aceptar el veredicto de prohibición o de imposibilidad; la única alternativa que le queda entonces al yo [moz] es obedecer esa conminación, descatectizar esos fragmentos de realidad para remplazarlos mediante una construcción deli­rante acorde con las tendencias del ello y que aporta la ilusión de una realización posible. Aunque no lo dice en forma explícita, existen múltiples ele­mentos que inducen a creer que cuando Freud define a la frustración como la «etiología común» para el estallido de una psiconeurosis y de una psicosis, considera que esta frus­traci6n es el resultado normal de una ananké normal y nor­malizante. Lo que la hace intolerable es el hecho de exigir el «incumplimiento de alguno de esos deseos infantiles eter­namente indomables». En efecto, se tiene la impresión, con­firmada por otra parte por otros textos, de que, como «esos deseos» son universa1es, lo que los ha hecho particularmente intensos e imposibilitado su represión y su sublimación es «algo» propio de la constitución del sujeto. Es indudable que, aunque nada podemos decir acerca de él, ese «algo», constitucional o no, existe. A eso se debe que las condiciones necesarias no sean suficientes. Pero esta incógnita no ha de escamotear el papel efectivo de una realidad soportada, pa­pel que, por otra parte, nunca basta para asegurar la exis­tencia de una respuesta psicótica, aunque tiene una respon­sabilidad incuestionable en su eventual aparición. Si volve­mos a los textos de Freud citados, observarnos que nada se dice en ellos acerca de una realidad que implicaría un ex­ceso de frustración. Por otra parte, ya en el caso Schreber, los ·abortos de su mujer, a los que Freud atribuía un papel, e1an indudablemente acontecimientos penosos, pero no supe­raban las pruebas que todo hombre puede verse obligado a enfrentar. Y podernos aprovechar la referencia a Schreber para con­firmar el escaso lugar que ocupa en el análisis freudiano de la psicosis la idea de una complicidad de la realidad que nin­guna «ananké» justifica. Los escritos del padre de Schreber eran conocidos por Freud y, en todo caso, perfectamente conocibles. Sorprendentemente, Freud sólo hablará de ellos

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para señalar que la aureola de que gozaba ese padre entre sus contemporáneos había facilitado, sin duda, la proyección de un poder divino sobre su persona. Ahora bien, cuando examinamos los escritos del padre (y el libro que acaba de ser traducido -al francés merece una lectura atenta),72 surge la realidad insostenible que el discurso paterno sometió a la escucha del joven Schreber, y comprobamos cómo, bajo la égida de un sadismo suficientemente elaborado para no aparecer como tal, pero no lo suficiente para evitar que se manifieste de ese modo, quería controlar el cuerpo del niño d.,spojado de todo movimiento autónomo, programado com~ podría estarlo cualquier computadora. U na despo~esión to­tal del pensar, del actuar, del decir, del hacer, es exigida por el poder paterno, que debe

«suprimir al niño, alejar de él todo aquello de lo que no debe apropiarse, guiarlo con perseverancia hacia todo aque­llo a lo que debe habituarse [ ... ] la condición más necesaria para alcanzar esta meta [la fuerza de voluntad moral] es la obediencia incondicional del hijo [ ... ] el niño debe aprender en forma progresiva a considerar que, aunque tiene la posibilidad física de querer actuar de otro modo, se educa con total independencia hasta llegar a la imposibilidad mo­ral de quererlo. [ ... ] Lo que se busca, en primer lugar, es anular toda rebelión [se trata de niños de dos años], hasta que se haya reconquistado una sumisión total, recurriendo, incluso, a castigos corporales».78

Cuando leemos las obras de este padre y nos enteramos de la repercusión que tuvieron en Alemania (lo que hace poco probable que Freud las haya ignorado), se debe reconocer sin duda alguna que en Freud la omisión no es un olvido; simplemente, no toma en consideración algo que él cree poco significativo para la constitución de una psicosis. No le interesa en absoluto la frustración «en exceso», lo cual en nada desmerece los descubrimientos fundamentales que proporciona su análisis del relato de Schreber, ni tampoco lo que señala en los textos citados acerca del conflicto yo­realidad en la psicosis. En lo que nos apartamos de Freud es en lo referente a la importancia atribuida a lo que apa­rece efectivamente en la realidad del eventual psicótico y a la conexión que dicho surgimiento va a establecer entre aqueilo que se inscribe en esta escena y aquello que había sido puesto en escena por el proceso primario. U na vez más,

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nuestro propósito será cuestionar esta conexión, a la que nos hemos referido anteriormente. Retomando de otro modo el camino propuesto por Freud, diremos que lo que se encuentra en el origen de la respuesta esquizofrénica y de su construcción delirante i;esponde a tres condiciones: 1) El sujeto es frustrado «intolerablemente» por una significación. 2) El deseo indomado e indomable, que se niega a ser acallado, concierne también a la exigencia de interpretación y la necesidad identificatoria constitutiva del Yo. 3) El pensamiento delirante primario intenta ope­rar la reconstrucción de un fragmento faltante en el discurso del Otro que, entonces, reaparecerá ilusoriamente conforme a las demandas identificatorias del Yo. Si esta falta de sentido y este rechazo de significación no fuesen rellenados por el pensamiento delirante primario, la psicosis sería cualquier cosa, menos potencial. El ambiente psíquico, tal como en esos casos lo percibe y lo encuentra el niño, ese espacio en el que lo originario con­templa su reflejo, confrontan al infans y a lo originario con una realidad que se «resiste» a reflejar un estado de fusión, una identidad .sí mismo-mundo como realización de una reunificación. 74

El pictograma del tomar-en-sí, de una unión unificadora y totalizadora, será desmentido por el displacer, el rechazo, la negativa y, a mínima, la ambivalencia que muestra la madre en sus encuentros con el cuerpo del infans. A su vez, en su búsqueda de una puesta en forma de una escena primaria y de un sentido acerca del origen del deseo, lo primario ya no encuentra en lo visto, lo oído, lo percibido, fragmentos que le permitan fantasear una pareja primaria, ligada por un deseo mutuo de unión, de integración, por un placer compartido y que se desea hacer compartir. Lo secundario choca con la ausencia de una significación que hubiese podido reintroducir, en y a través de lo apre­hendido, el placer ausente de lo visto. En esa realidad corporal se inscribirá una primera falta ya presente en la realidad psíquica de aquella que el infans en­cuentra al llegar al mundo. Esa inscripción podrá trasformar en experiencia de dolor e 1 acto de introducir (aire o leche) , de excretar, de ver, o cualquier otra función de un cuerpo que debería poder representarse como un espacio que expe­rimenta placer. A esta «realidad» de la vivencia corporal se le añadirá la realidad de algo aprehendido que le «habla» y se dirige al

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que habita ese cuerpo. Realidad de una falta en el portavoz realidad de una inscripción en el cuerpo, realidad de alg¿ aprehendido en la voz parental: al redoblar a la precedente las tres se superpondrán e inscribirán en letras indelebles u¿ único y mismo veredicto, que confirma «desde el interior» la puesta en escena de una relación psique-mundo en la que reina el deseo de un displacer. A este veredicto le responderá el pensamiento delirante primario, que intentará remodelar lo aprehendido y, así, a quien lo ha percibido. Pero una vez construido y devuelto al remitente ese <<pensa­mi.:;nto», se requiere aún que pueda preservarse el equilibrio obtenido a ese precio. La primera condición para que la potencialidad psicótica siga siendo tal concierne a una presencia, en la escena, de la realidad; la segunda exige que las experiencias que la reali­dad sigue imponiendo a todo sujeto, durante el lapso de su existencia, al asemejarse en exceso a las vividas en el mo­mento de la constitución del pensamiento delirante primario, no lleguen a revelar que el remodelamiento operado por es­te pensamiento era solamente un engaño. En caso contrario, retomará su brillo insostenible la verdad entrevista: nadie desea ni el placer ni la verdad de uno. Si bien es cierto que toda fantasía de deseo choca con una rea­lidad que la resiste, en este caso la resistencia muestra un exceso cuyo responsable no es ninguna ananké sino, en pri­mer lugar, una «falta» ~n el discurso del representante del Otro: falta de deseo por el niño, falta de deseo por el placer de engendrar, falta de una significación que determinaría que su encuentro fuera fuente de un placer trasmisible y «decible». Demasiado cercanos y demasiado le jan os, demandando en exceso y no lo bastante, el cuerpo de la madre y su discurso son claudicantes: lo excesivo confronta al otro con la im­posibilidad de satisfacer la demanda; lo insuficiente, con la falta de valor de toda respuesta. La psique corre el riesgo de responder a este estado de insatisfacción repetitivo me­diante un cierre sobre sí misma, mediante la pérdida de to­da catexia en relación con sus instrumentos de respuesta --el apuntalamiento sensorial-, mediante la descatectización de todo placer cuando se lo espera desde lo «exterior a sí» . ...Se

. comprenden. entonces, las causas que determinan la gran frecuéncia de los «silencias funcionales» que redobian el círculo vicioso. Deserotizar el placer de tragar, de excretar, de ver y, más globalmente, el placer de existir se expresará

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y se actuará mediante un trastorno de las funciones corres­pondientes. Sin embargo, como el cuerpo existe «en sí», se producirán un sufrimiento del cuerpo, la experiencia del hospital y, en respuesta, la exageración de la ansiedad, del rechazo, de la decepción materna y, como consecuencia, la exacerbación. del sentimiento de angustia en el infans, todo ello en un circuito que no puede tener fin. Si nada de esto aparece, a menudo nos enteraremos a través de la anamne­sis, relatada por el sujeto o por sus alJegados, que su equi-: valente se manifestó bajo la forma inversa: la calma de un mar en el que no sopla ningún viento vivificante, la pruden­cia y el buen funcionamiento que ocultan la renuncia a to­da intencionalidad de la que se sería agente activo, el silenc\o (o la respuesta en eco) que revela la pérdida de todo placér de oír y de todó deseo de aprehender. Equivalente igual­mente desastroso, que puede pasar inadvertido ante los de­más, y que dejará una profunda cicatriz: la experiencia de una vivencia vacía, de un espacio sin relieve, de un tiem­po en el que se repite la mismidad de los instantes que se añaden unos a otros y que pueden remplazarse uno a otro. Hemos dicho que la actividad de pensar debe ten,er la posi­bilidad de rernodelar esa situación para hacerla decible e in­teligible; solamente a ese precio podrá ser evitado el autis­mo infantil: lo cual da lugar al pensamiento delirante pri­mario, que podrá enquistarse y formar la potencialidad psi­cótica, o bien dar lugar, sin solución de continuidad, a una esquizofrenia o a una paranoia infantil.

Concluye aquí lo que nos habíamos propuesto decir acerca del pensamiento delirante primario y la potencialidad psi­cótica en el registro de la esquizofrenia. El lugar acordado a la interpretación que forja el Yo acerca del exceso de vio­lencia sufrida, hazaña que le permite además «a la razón» lo que tenía como meta excluirlo de ese registro, se justifica si se acepta nuestra hipótesis que hace de este «pensamiento» el e je a partir del cual podrá elaborarse el discurso deliran­te y la construcción esquizofrénica.75

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6. Acerca de la paranoia: escena primaria y teoría delirante primaria

En el horizonte de la potencialidad paranoica se sitúa el deli­rio tal como se ·manifiesta ante la mirada y la escucha de los otros. Estas consideraciones acerca de la paranoia, con las cuales concluiremos el presente libro, nos permitirán pro­longar nuestra reflexión acerca del papel de la realidad histórica y de su acción en la «puesta en sentido» que privi­legiará la teoría delirante primaria. No se trata de proponer una teoría de la paranoia, sino de mostrar de qué modo un «odio percibido» marca el destino de estos sujetos y se con­vierte en el eje alrededor del cual se elabora su teoría sobre el origen. Odio que, como una hechicera, se inclina sobre su cuna desde ·su llegada al mundo: el resto de su existencia será solo una lucha con armas desiguales contra ese maleficio que los persigue en forma inexorable. En este capítulo nos limitaremos a aislar los caracteres par­ticulares de la organización familiar que encuentra el sujeto y el discurso que escucha: esta organización es la que con­vierte al espacio al que adviene el Y o en el espacio al que podrá advenir la paranoia. No iremos más allá: la paranoia y la esquizofrenia, al igual que la psicosis en su totalidad, no ofrecen ningún ata jo al enfoque teórico: en estos caros, el «resumen», cuando no se revela imposible, se reduce a la repetición mon6tona de algunos slogans teóricos conocidos por todos. Al pasar a lo manifiesto de la psicosis se tropie:m con un in­terrogan te similar: ¿qué trasformó las condiciones necesarias en condiciones suficientes para que la potencialidad psicótica se actualice en sonido y furia, aunque se trate del sonido y furia de un silencio que puede ser aún más terrible? ¿El ex­ceso de una de estas condiciones en sí misma excesiva? ¿El momento temporal en que se produjo? No disponemos de respuestas satisfactorias para estos interrogantes. Lo qye he­mos, dicho acerca de la imprescindible presencia de un refe­rente en la escena de lo real y acerca de lo que ocurre si el sujeto se ve desposeído de él constituye, en nuestra opinión,

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ana explicación acerca de la «causa desencadenante», pero de ninguna manera esa explicación es exhaustiva. Renuncia­mos a responder, esperando que lo que nos enseña el discurso psicótico permita algún día saber algo más.

l. La fantasía de escena primaria y las teorías sexuales infantiles

Volveremos a ocuparnos por un momento de estos «pensa­mientos sexuales primarios» o «teorías sexuales infantiles» que todo sujeto ha compartido. «Pensamientos» gracias a los cuales el Y o del niño se da una primera respuesta acerca del lugar en el que se originó su cuerpo, acerca del deseo de ese «lugar» en relación con ese mismo cuerpo, acerca del placer o del displacer que pudo experimentar ese cuerpo del Otro cuando dio origen al de él, y acerca de las razones que dan cuenta de esa vivencia. Toda teoría sexual infantil es una teoría sobre el nacimiento, que, al responder al interro­gante acerca del origen del cuerpo, responde de hecho al interrogante de los orígenes construyendo lo que ya hemos denominado «causa originaria». No había sido esclarecida la relación de esta puesta en sentido de los orígenes con la puesta en escena de estos mismos orígenes; puesta en escena, o fantasía, en la que la relación presente entre los elementos que ocupan la escena figura, en el sentido literal del término, lo que el «pensamiento sexual infantil» debe hacer decible. Escena primaria y pensamiento sexual infantil son las dos producciones a través de las cuales el proceso primario y el secundario responden a un interrogante acerca del origen que no puede ni ser acallado ni quedar intacto. Los renio­delamientos que sufre esta fantasía en el trascurso de la evo­lución psíquica son concomitantes de las modificaciones su­cesivas que podrá aportar o no el Yo a su teoría infantil so­bre su origen y sobre los orígenes. Durante un tiempo, lo escénico y lo decible siguen un curso paralelo: las represen­taciones escénicas del origen muestran de qué modo lo que es puesto en escena se remodelará hasta llegar a ser apto para una figuración, en la que pueda producirse lo que lla­maremos «la teoría infantil sobre el Edipo». El remodelamiento de la fantasía nunca superará este esta­dio, pero nada garantiza que pueda alcanzarlo. Es evidente que esta representación seguirá respetando la doble exigen-

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cia impuesta por el proceso primario: ser acorde con su pos­tulado, unir a las imágenes de palabras imágenes de cosas de tal modo que todo representado sea también represen~ tación de la imagen que la psique se forja acerca del propio cuerpo. Hemos hablado de remodelamiento: quizá debería­mos haber hablado de figuraciones sucesivas. En efecto, la posibilidad de que la psique dé forma a una figuración del deseo adecuada para representar la problemática edípica nunca anula las figuraciones precedentes: a partir de ese momento, sin embargo, podrán quedar en la sombra y per­mitir que ocupe el primer lugar en la escena la figuración más adecua.sfa a lo que experimenta efectivamente en lo actual el sujeto fantaseante. · La fantasía «edípica» presupone una· teoría «edípica»: nin­guna está presente desde un primer momento; son conse­cuencia de la elaboración que le imponen a la psique los ele­mentos que la informan acerca de las «cualidades» caracte~ rísticas de los objetos, cualidades que deberá tomar en cuenta en su representación del deseo de quienes se desplazan en la escena de lo «exterior a sí» y de la relación que la une a ellos. Esta interacción entre escénico y decible, entre fantasía de es­cena primaria y .teoría sexual infantil, es la manifestación de una ley más fundamental: el acceso a la imagen unificada del cuerpo se acompaña con el acceso a una imagen unificada del lenguaje. Ley que se puede explicitar en mayor medida si analizamos la relación que existe entre la imagen del cuer­po y el discurso que habla el cuerpo. Se comprueba enton­ces que la catectizaciQn por la psique de la designación que le otorga el discurso de una parte y de una función del cuer­po es un factor decisivo en el lugar que se atribuirá a esta Farte y a esta función en .. Ja imagen del cuerpo: median te tal imagen, por lo demás, la psique se representa el espacio ha­bitado por el Yo y también al Yo que lo habita. Lo que acabamos de decir tiene que ver con universales del funcio­namiento psíquico: nos hemos referido extensamente a ello en la Primera parte de la obra. Antes de abordar la figura­ción que impondrá la paranoia a su representación de la es­cena primaria, nos parece importan.te señalar por qué esta fantasía responde, en todo sujeto, a un discurso sobre el cuerpo enunciado por el portavoz, y Iá función que cumple en este discurso la presencia o ausencia de placer.

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El cuerpo hablado y el place-r de la que lo habla

Hemos insistido en diversas oportunidades en la tarea que le incumbe al lenguaje: permitir al Yo conocer J~s fuer~as que operan en su espacio. Ese conocimiento se convierte en objeto de su búsqueda solo si le brinda al Yo una «prima>> de placer: poder «pensar» el término «placer», querer «pen­sarlo», implica que esta l!\Cción sea en sí misma fuente de placer. «Hablar sin placer» se ·acompaña, en el hic et nunc de lo dicho, con un «pensar sin placer» que contradice la verdad de lo «dicho» en toda oportunidad en que esto últi­mo pretende «hablar» un placer del Y o. Si esta contradicción es constante o demasiado frecuente, el discurso se convierte. en el lugar en que ningún enunciado sobre el placer puede pretender un atributo de verdad; de ese modo, corre el alto riesgo de· convertirse en el lugar en que ya no se espera ver­dad a 1guna. En relación con el lenguaje fundamental, ya he­mos visto la consecuencia que ello puede acarrear. Desearíamos delimitar aquí con mayor precisión la acción del portavoz cuando designa al niño su cuerpo, sus funcio­nes, sus producciones, y las consecuencias de esta nominación sobre la puesta en escena de una fantasía que, por definición, es puesta en escena de la relación del sujeto con el deseo y con er placer. Entre las nominaciones que el portavoz debe hacer conocer, las que se refieren a las fun,ciones y a las zonas que son fuen­te de un placer erógeno gozarán de una catectización privi­-Iegiada: la nominación de las zonas erógenas y la apropia­ción de esta nominación comportan y deben comportar una palabra «erógena», palabra que solo puede ser tal si es fuen­te y promesa de placer. Sea que el portavoz designe a las partes del cuerpo y a las «partes» mediante neologismos, pe­rífrasis o su nombre canónico, la voz que nombra, inevitable­mente, testimonia al que. la escucha del placer, displacer o indiferencia que experimenta al «hablar» de esas funciones, esos órganos, esas partes. Al mismo tiempo que la designa­ción, el niño recibe un mensaje sobre la emoción que lo nombrado y su función «causan» a la madre. Poco impt?rta que se designe al sexo del niñito como el «pito», el «bichito» o el «pene», aunque ]a elección del térrpino suele ser signi­ficativa; lo esencial es que la voz pueda testimoniar que ex­perimenta placer al reconocer su existencia y al hacerla co­nocer al niñ<;>. Lo que la zona sexual ejemplifica también vale, en forma más velada, para el conjunto de los enuncia-

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aos que hablan las partes-funciones del cuerpó. El placer que debería manifestar la nominación enunciada por el por­tavoz cumple un papel esencial en el efecto irradiante y to­talizan.te que hemos observado en e.l análisis del placer pul­sional y cuya importancia señalamos. Pero para que este efecto se produzca, se requiere que sea preservada la con­vicción de que el placer materno concierne al conjunto de las funciones parciales y de su producción, incluyendo la fun­ción pensante. De no ser de este modo, sería preciso ver sin pensar que se ve, negando que se oye o que se toca: desa­parecería así, muy pronto, el placer de ver, que se acompa­ñaría con el temor de ser descubierto al escuchar y al pen­sar.16 A ello se le añade otra exigencia: a la integración de los placeres erógenos .necesaria para la instauración de una imagen unificada del cuerpo se le suma la apropiación por parte del niño de la serie de los enunciados que nombran a las diferentes partes y funciones de su cuerpo. Hemos dicho desde un principio, aunque la psique lo descubra solo por etapas, que esta serie debe ofrecer una significación uni­ficadora, un sentido que integre lo parcial bajo la égida de un todo, que anticipe la presencia de un proyecto del Yo en el niño. El acceso a u.na imagen unificada del cuerpo se logra, pues, a través de lo que el niño escucha •en el discurso materno que habla su cuerpo. La consecuencia de esta unificación de la imagen del cuerpo es la posibilidad de integrar los placeres parciales para ponerlos al servicio de esa meta «uni­ficada» que se designa como goce. Goce de un cuerpo uni­ficado que deberá remplazar al placer de una zona erógena; promesa de un placer diferido que permite, a posteriori, dar un nuevo sentido a las pruebas vividas, a la espera aceptada, al displacer más frecuente que el placer; experiencia futura de una posibilidad del cuerpo y de un poder del Y o que de­ben seguir siendo los lugares en los que el goce es posible. Solo a este precio el discurso puede, a su vez, plantearse co­mo un lugar en que es posible la verdad: las renuncias que el portavoz y la ley del padre han exigido, las promesas que han hecho, los proyectos que han inducido, solo pueden ser aceptables mientras se le ofrezca al Y o, aunque sea de un modo puntual y fugitivo, la prueba de que no mentían, de que el placer diferido que prometían no era una ilusión .mediante la cual se lo engañaba. Por ·ello, si en el «cuerpo hablado» llega a faltar una palabra que nombre una función y una zona erógena e, igualmente,

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sí esta palabra existe pero se niega a reconocer que ella es para el niño, )' para el portavoz, fuente de placer, esta fun­ci6n y este placer pueden llegar a faltar en el cuerpo a se­cas. Nombrar el brazo, por supuesto, implica concebir un miembro que continúa al hombro y que se prolonga median­te una mano, pero también saber que esta es sede de la pren­sión y que la significación esencial de la prensibilidact (sig­nificación que abre camino a todo lo que se descubrirá y que se situará en la categoría del tomar, del hacer, del dejar caer o del gesto del adiós) está presente en el descubrimiento primero del poder de la mano de tocar un pecho, de tomar la mano del Otro, de acariciar un rostro y de «conocer» que estas acdones son fuente de placer para el cuerpo del Otro. A fin de que exista una. imagen del cuerpo estructurante y estructurada, se requiere que el portavoz, que nombra lo que el poder sensorial descubre, acompañe a esta nomina­ción con un signo que dé cuenta del placer que siente al re­conocer lo que producen las funciones parciales del niño. Al designar al cuerpo y proporcionar al niño un conocimiento acerca de él, el placer materno es una condición necesaria para que el niño conciba a su cuerpo como un espacio uni­ficado y para que, en un segundo momento, los placeres par­ciales puedan reducirse a preliminares que estén al servicio del goce. Aunque el goce sexual es una experiencia que el niño no co­noce, se requiere, de todos modos, que el placer que puede mostrar la madre en su relación con el padre señale que es de otra «calidad~, que no puede reducirse al placer de ver, de escuchar, de decir, que entraña un suplemento enigmú.­tico, pero del cual se asegura que será conocido en el futuro. Para que esta promesa sea escuchada, pal'a que el niño se apropie de ella como meta futura de su propia búsqueda de placer, se requiere que pueda aparecer ante él como la ex­periencia de un cuerpo y no como la experiencia de una zona de ese cuerpo. Hasta el momento hemos insistido en la representación fantaseada que el sujeto se da de sí mismo y de su relación con el placer, a través de su presentaciCin de la imagen del cuerpo: es evidente que la posibilidad de representar una imagen unificada del cuerpo propio y una representación integradora de los placeres parciales consti­tuye una condición necesaria para que la psique puea.a_re­presentarse una imagen unificada del cuerpo del Otro y una imagen integradora de lo que puede ser para su cuerpo fuente de goce.

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La fantasía de escen?- primar~a en la psicosis muestra lo que ocurre cuando el sujeto no tiene acceso a esta imagen uni­ficada y cuando toda fantasía de placer solamente puede po.. ner en escena cuerpos fragmentados, con el riesgo consecuen­te de convertir al «deseo de fragmentación» en la causa oin­nipotente del deseo que puede experimentar el Otro. La fantasía de escena primaria no hace más que ejemplificar los caracteres que compartirán, en el registro de la psicosis todos los fantaseos de un deseo cuyo objeto es el cuerpo; partes de cuerpo que se buscan y se rechazan mutuamente tal es el estadio en el que se han detenido tanto el remode~ !amiento de la escena como la elaboración de los enuncia­dos que hablan los placeres del cuerpo. Antes de analizar las causas de esta detención, veremos las condiciones nece­sarias para que se elaboren las sucesivas figuraciones de la fant~ía.

2. Las condiciones necesarias para la reelaboración fantaseada

Hemos mostrado que el pasaje de la pareja complementaria a la pareja primaria es coextenso con el reconocimiento por parte de la psique de algo «exterior a sí», al que no escapa ningún sujeto una vez superado el estadio de infans. «Exte­rior a sí» que implica el reconocimiento del cuerpo de la madre, separado del propio, poseedor de un «pecho» que, en un primer momento, es el representante de todo objeto de placer. Esta primera figuración de lo «exterior a SÍ» se presentará en forma idéntica en todo sujeto; por ello, no es exacto decir que el esquizofrénico no reconoce la separa­ción entre su cuerpo y el cuerpo materno. El esquizofrénico sabe la existencia de algo «exterior. a sí»; lo que ya no puede «saber» concierne a la autonomía de un «sí-mismo». Para él, las siguientes afirmaciones cuentan con el atributd de lo indudable: existe un deseo heterogéneo que anula su propio deseo, Otro decide con soberanía total acerca del orden del mundo y de las leyes de acuerdo con las cuales debería fun­cionar su propia psique. Lo que no puede plantear, en nin­gún lugar o tiempo imaginable, es un sí-mismo que podría seguir siendo aunque se mostrase diferente de la forma y de

·la pabbra que se le impone. Sólo puede percibirse como una marioneta cuyos hilos son manejados por otro, o como un «suplemento», un «excedente de carne» que acepta ofrecerse

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a otro cuerpo, convertirse en la prueba de que la tierra ma­dre posee colonias, que en estas tierras extrañas su ley, su lengua, sus instituciones son las únicas reconocidas. En su fantaseo.., es evidente que el esquizofrénico puede también proyectarse en el lugar de ese Otro: es él, entonces, quien a5ume el lugar de la tierra madre y el Otro el de las colonias; sin embargo, tanto en el primer caso corno en el segundo, la tierra madre y las colonias no son la miSina cosa. La fantasía de fusión, o la que se designa como tal, es aquello me­diante lo cual se expresa el deseo de una caída de las fron­teras, el deseo de una tierra universal que ya no permitiría distinguir al Estado colonizador del Estado colonizado; em­pero, esta fantasía es un <<momento de sueño» que el esqui­zofrénico, como cualquier otro, puede permitirse. Si se bus­ca definir, no ya el sueño del esquizofrénico (no se obser­varán en él diferencias sensibles en relación con el nuestro) , sino la fantasía que pone en escena ante su mirada al mundo tal como se le aparece, lejos de encontrar un mundo fusio­na!, lo que surge es la imagen dividida por una lucha san­grienta, tanto más desesperada y desesperante cuanto que se conoce desde siempre y para siempre quién será el ven­cedor. Al igual que todo sujeto, el esquizofrénico ha encontrado lo «exterior a sí» bajo la égida del deseo del Otro. También para él el primer ocupante de ese «exterior a sÍ» ha sido el pecho,. momento de coincidencia entre el espacio del mundo y el espacio materno, que proyecta sobre el deseo de este ocupante el poder de engendrar el todo que lo originario pictografiaba mediante un autoengendramiento. A partir de ese momento se proyecta en el exterior del di­rector de escena una pantalla sobre la que se desarrollan las imágenes de una película que le a.parecen conformes a lo que se juega en la escena de lo real: él no sabe que son solo el resultado del ángulo de proyección que él mismo ha esco­gido. En la presentación de la ficha técnica, el que mira descubre en primer lugar una única estrella, una prima don­na -imago de la mujer primaria-, junto a la cual se des­plazan figurantes cuyo nombre no conoce y cuya única f un­ción parece ser la de prestarse a lo que la estrella pretende imponer, hacer, decir, rechazar.

La primera escena representa así en todo sujeto la relación que la imago materna mantiene con los objetos de su placer: en este caso, al término «objetQ» debe dársele su sentido

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corriente de cosa, de fragmento inanimado, de instrumento al servicio del que lo utiliza. Esta relación entre la madre y todo lo que aparece como fuente o instrumento de placer (el pecho, su propia boca para el pecho, la presencia de otro sin pecho, lo diferente de ella) será figurada mediante ur:a fantasía en la que se le atribuye exclusivamente al deseo materno el poder de incor­porar o de rechazar todo objeto presente en el espacio. Es necesario recordar que en 1a psique debería existir normal­mente una oscilación entre dos figuraciones: aquella en que la relación entre la madre y el objeto, y luego entre la madre y el padre, atestigua un placer compartido por las dos enti­dades que se hallan frP.nte a frente, y aquella en que la re­lación pone en escena el deseo de rechazo de la madre y el «displacen> consecuente para el «rechazado». Lo que es cierto para este primer fantaseo del poder omní­modo del deseo de la madre también lo es para la represen­tación de la escena primaria una vez que se ha reconocido la presencia del padre : a fin de que exista una doble repre­sentación de la relación de la pareja, y de que ella opere en dos direcciones igualmente necesarias, se requiere que la relación que existe entre esta pareja sea, no solo percibida, sino percibida como una acción que puede causarles placer, aunque en otros momentos sea fuente de displacer. Solo a ese precio quien contempla la escena puede reconocer, al mismo tiempo, que existe una pareja unida por una rela­ción privilegiada y que lo visto puede convertirse para él en fuente de placer. Si bien es cierto que Ja relación de rechazo que él puede fantasear entre los dos elementos de ]a pareja es una proyección de su propio displacer al reconocer que existe una pareja, y de su deseo de que uno rechace al otro, también es cierto que si lo que aparece en la escena de lo real se acompaña siempre de un signo que demuestra que provoca displacer en los actores, es muy difícil que la mira­da que contempla esa relación pueda considerar lo visto co­mo fuente de placer. El poder proyectivo no es ilimitado; el exceso de realidad, el exceso de desmentido, al igual que la permanencia de un mismo y único signo, se abren camino en lo primario y dejan su huella allí. El que mira comienza por fantasearse corno efecto de una causa proyectada sobre el deseo del Otro, prototipo de las figuraciones que forja el proceso primario acerca de lo que da origen a su placer o a su displacer y, por consiguiente, de lo que es causa origi­naria y origen de él mismo.

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Este primer fantaseo, que es un universal de la estructura psíquica, sufrirá un primer remodelamiento cuando la mi­rada perciba al que ocupa el «Otro lugar» que se distingue en relación con el espacio materno. Hemos visto que los atri­butos paternos surgen en ese otro lugar y a partir de ese otro lugar: en un primer momento, y por lo general durante una fase breve, concebirá a esos «atributos» como «figurantes» cuya única función es permitir a la estrella desempeñar su rol, representar escenas que eligió exclusivamente por cuenta propia. Aunque el padre aparece desde un primer momento como prueba de la existencia de «Otro lugar» en relación con la madre, ese otro lugar queda bajo la dependencia del deseo de la madre. La brevedad de la duración normal de esta fase depende de los signos de dependencia que podrá manifestar o no el deseo materno. Su espera de una presen­cia que no es la del niño, su placer al escuchar o mirar el rostro de un tercero, su tristeza ante una ausencia aunque aún esté presente, todos estos signos de un placer y de un displacer que ya no conciernen al sujeto y en relación con los cmi.les este es impotente, determinan que la mirada del sujeto se desplace, busque el lugar de esa causa heterogénea y desconocida y descubra que «el Otro sin pecho», a quien se le deben ya experiencias de placer y de displacer, es par­te activa y tiene cierto poder en relación con la madre. Se requiere, también en este caso, insistir en la comprobación siguiente: para que esta causa tercera sea aceptable y acep­tada, es menester que su descubrimiento sea, sucesivamente, fuente de placer y de displacer, y no solamente de displacer. El displacer inevitable que procura la existencia de· un ter­cero, deseante y deseado por la madre, de un tercero que le ofrece un placer del que se está excluido, debe ser compen­sado por el placer de una mirada que, al contemplar su en­cuentro, su copresencia y su catectización recíprocas, con­temple una situación en la que reina el placer, en la que unirse causa placer. Podrá operarse así una traslación sobre la causa del origen: si la vivencia del placer materno exige la del placer pa­terno, si lo que cada uno desea es su placer, el sujeto po­drá representarse como efecto de ese dob1e deseo y de la rea­lización del placer parental. Doble origen que, al mediar y relativizar el poder omnímodo imputado al deseo del Otro, permitirá que la fantasía de la escena primaria pueda remo­delarse para convertirse en aquello a través de lo cual, y gracias a lo cual, se figurará una relación sujeto-deseo for-

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jada por ta problemática edípica, por el conocimiento de la la diferencia de los sexos y por la primacía acordada a la zona genital en la jerarquía del placer. De ese modo, al ocupar el primer lugar de la escena, este último modelo des­plaz:i.rá a los anteriores; ello se verá facilitado por su proxi­midad temporal, aunque también textual, con un proceso secundario que reconoce en él algo familiar que puede acep­tar sin asumir riesgos excesivos. Este resumen de las figura­ciones sucesivas de la fa1ltasía de la escena primaria muestra qué condiciones exigen aquellas:

l. En primer lugar, el director de escena debe poder tener a su disposición desde un primer momento una doble repre­sentación de lo que vivencia: es necesario que lo <<:extérior a sí» pueda figurarse como un espacio cuyo encuentro per­mite displacer y placer. 2. Poder figurarse que la que comienza por ocupar la tota­lidad de la escena permite que esta contemplación sea fuen­te de placer, que se demuestre que ella desea que «t!sto» cause placer. 3. El encuentro con otro lugar, cuyos presuntos atributos serán testimonio de la existencia de un padre y de un deseo no sometidos al poder de jurisdicción materno. 4. Contemplar al padre como al que desea el placer de la madre y el que lo causa, y al placer materno como al que se origina en ese deseo que ella desea. 5. Poder figurar la relación de la pareja como un encuen­tro que puede causarle placer, figuración que será respon­sable del placer experimentado por aquel que ignora que es él quien ha puesto en escena.

La representación que se daba la psique de su propio origen se remodelará a partir de esta figuración de la pareja como fuente y lugar de placer: un doble deseo y un placer com­partido proporcionan una nueva representación. Se comprueba que la condición para el pasaje de una figura­ción a otra es que la nueva permita la representación de un placer, experimentado por los que ocupan la escena, que pueda ser para el fantaseante causa de un placer que com­parte. Condición necesaria para que el displacer originado en el encuentro con la separación, lo «exterior a sí», la he­terogeneidad de los deseos -displacer inevitable, ya que im­plica; en todos los casos, la renuncia a una primera figuración y a 1m primer modelo de la relación entre el sí-mismo y el

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Illundo-- no conduzca a una ruptura entre la mirada y lo visto, entr-e la actividad de fantaseo y lo que a partir de la realidad se impone, inevitablemente, como prueba de una discrepancia con la fantasía. Cuando esta condición deja de ser respetada, se observará la persistencia de una fantasía de la escena primaria y de un fantaseo de la realización del deseo, que revelará la fun­ción atribuida por la psique a ese «otro lugar» diferente del espacio materno. La construcción que efectúa el esquizofré­nico demuestra que los atributos que le prueban la existen­cia de ese «otro lugar» no superaron la función de «figuran­tes»: la prima donna sigue ocupando el proscenio, dictando los roles. Toda relación de deseo será puesta en escena co­mo una relación entre el agente del rechazo absoluto, o agen­te de la devoración, de la incorporación, y los fragmentos de cuerpo, los fragmentos de cosas, los instrumentos que atrae hacia él o que rechaza sobre la base exclusiva de su placer. En un caso como en el otro, la mirada espectadora asiste a una acción violenta que ignora lo que el «fragmento» po­dría o no desear: le queda la opción de identifioarse con el agente o con la víctima de la violencia, pero entre ambos se mantendrá una relación de no reciprocidad, la presencia de un no deseo y de un displacer para uno de los dos. En el caso del paranoico ocurre algo diferente.

3. La escena «aprehendida» y su puesta en escena en la paranoia 77

A medias en broma, a medias en serio, hemos dicho a menu­do que la «madre del esquizofrénico» era la única entidad clínica creada por el psicoanálisis cuya exactitud este pue­de probar. Es cierto que desde que se las encuentra, estas madres confirman en su gran mayoría el cuadro que hemos descrito. La situación se modifica cuando se trata de la ma­dre del paranoico: no porque no pueda decirse nada gene­ralizable, sino porque lo que llama la atención desde un primer momento, por lo menos según nuestra experiencia, es el sentimiento de m~lestar que da lugar a un cuadro ca­racterizado por su ambigüedad. Creemos que este sentimien­to es sumamente cercano al que. experimenta el propio ni­ño; en ese discurso que relata su relación con el niño, rela­ción a menudo dificil y que pretende atestiguar el coraje que

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ha mostrado la madre, los sacrificios soportados, todo debe­ría suscitar la comprensión y la simpatía: sin embargo ... «algo» suena a hueco y provoca el sentimiento de irritación que se siente frente a una mentira que no se logra situar aunque se esté seguro de su presencia. De ese modo, ha; que avanzar con gran prudencia cuando re intenta pasar de lo dicho a lo que podría recubrir, y cuando se intentan encontrar rasgos precisos y compartidos por esas madres. A la inversa, a esa imprecisión se le contrapone un estilo de relación entre la pareja que parece repetirse fielmente y, en lo referente a los padres, la presencia muy frecuent~ de ras­gos específicos, incluso ya paranoicos. Por ello, es más fá­cil y está más justificado referirse a las particularidades de una problemática característica de la pareja que privilegiar una problemática puramente materna. Tanto si se trataba de sujetos que hem0s analizado como de sujetos con los que tuvimos simples entrevistas en un medio hospitalario, hemos comprobado una sorprendente semejanza en los elementos de su historia concerniente a la vivencia parental. Antes de abordar esta historia, consideramos útil señalar cuáles eran los interrogantes referentes a la problemática delirante cuya respuesta esperábamos encontrar al comienzo de nuestra investigación. Ante el delirio paranoico, nos habían llamado la atención tres rasgos específicos:

1. La necesidad de no de iar lugar en el sistema a la menor apertura, a la más ínfima posibilidad de una duda en el interlocutor. Consideramos que esta irrecusabilidad de la lógica característica del sistema paranoico, una vez plantea­do el postulado delirante, constituye la prueba de que el su jeto no puede tolerar la menor falla en su sistema; y tiene sus motivos para ello: esa falla abriría paso a una avalan­cha que arrastraría todo a un precipicio sin fondo. 2. El lugar acordado en su. teorización del mundo al con­cepto de «odio», concepto nodal a cuyo alrededor estos su­jetos harán gravitar todos sus sentimientos, reacciones y ac­ciones. Aquí, una vez más, tenemos la impresión de una necesidad absoluta, de un cemento sin el cual la construc­ción se derrumbaría como un castillo de naipes. 3. La posibilidad de preservar un lugar, en su discurso y en su fantaseo de 1a escena primaria, a dos representantes de la pareja, aunque a condición de que entre los do~ pue­da ser uue<1ta en escena una relación conflictiva, )' a menudo una relación de odio. Muy pronto vimos que esta relación

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no era reductible a una simple proyección, sino que era una respuesta, sin <luda ampliada, a algo aprehendido y a algo visto que determinaron que la escena exterior fu ese apta pa­ra la fantasía de rechazo y no para una fantasía de un deseo de reunificación.

No es un descuorimiento señalar que el paranoico mantiene una relación privilegiada con el odio; todo delirio de inter­pretación, en el registro de la paranoia, muestra el lugar atribuido al odio de los otros: el objeto persecutorio no puede dejar un momento de respiro ni permitir tomar dis­tancia, debido a que sólo existe mientras ejerce contra uno su deseo de persecución que, en casi todos los casos, es vi­vido por estos sujetos como un deseo de destrucción. Seña­lemos también que en el paranoico la razón de la persecu­ción asume un sentido muy particular: se lo persigue por­que se le envidia un bien que posee (bien material, sexual, ideológico) y se pretende eliminarlo porque representa, por ello mismo, un peligro real para los propósitos de los otros, que le imputan un poder nefasto para ellos. El paranoico puede reivindicar ese poder, convertirlo en estandarte y es­tar dispuesto a sacrificarse por él. Se observará entonces la idea de sacrificio: sin embargo,. ese sacrificio no apunta a la felicidad sino a un orden y a una ley que serán impuestos, no ofrecidos. «Odio del odio», escribía Green refiriéndose a la relación del paranoico con sus objetos.78 Pero, ante todo y sobre to­do, necesidad del o<lio y, más aún, necesidad de lograr que el odio s.ea inteligible, razonable· y sensato. Tan pronto prestamos mayor atención a lo que se nos dijo acerca de la pareja parental, la clínica nos dio una primera respuesta al interrogante que nos planteaba la presencia constante de estas tres características: el primer resultado de esta atención fue hacernos recordar otros relatos, más lejanos en el tiempo, y a comprobar el parentesco existente entre esas historias. Ese parentesco puede caracterizarse por la intensidad y la erotización del conflicto, y por la expresión manifiesta de una animosidad capaz de llegar hasta el odio, que, en cierto número de casos, se extendía a las dos naciones a las que pertenecían los packes. Sería fastidioso presentar estos rela­tos en su totalidad; resumiremos, por lo tanto, dos de ellos, que nos parecen esclarecedores, aunque se refieren a situa­ciones extremas.

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4. Los relatos escuchados

l. La señorita A. es hija de una francesa y de un «boche».ª Nada sabe de ese padre, desaparecido de su horizonte cuan­do tenía tres años: nada, salvo que lleva su apellido, ale­mán, que su madre la obligó durante mucho tiempo a pro­nunciar a la francesa, alegando que era vergonzoso tener esa nacionalidad y que ella no quería que se supiera que había estado casada con un «boche». En sus recuerdos, sin embargo, ha quedado fijada una escena: seis meses después de la separación (tenía entonces aproximadamente cua­tro años) , el padre acude a buscarla a la escuela; va con él, dándole la mano, cuando aparece la madre, que la toma de la otra mano e intenta atraerla hacia sí. Es tironeada así entre esas dos manos, que no están dispuestas a soltar su presa, dominada por el pánico y temiendo realmente que «me desgarren en dos pedazos, que mi cuerpo se rompa y que cada uno de ellos se lleve un pedazo». No se pronuncia una palabra; en el silencio se manifiestan dos fuerzas anta­gónicas que no están dispuestas a ceder, afrontando el ries­go, que aparentemente no tienen en cuenta, de destruir el objeto que está en juego. Pero es el padre el que la soltará, y la madre se irá con ella reprochándole agriamente haberle dado la mano a; «boche», haber desobedecido su orden de escapar tan pronto como lo viese. Las pocas veces en las que escuchará hablar del padre será con un odio manifies­to, expresado por el anhe1

0 de que muera y nunca retorne. Anhelo que se cumplirá, ya que nunca volverá a saber nada de él. Sólo resurge en sus fases delirantes, en- las que se con­vierte en la causa de la persecución que se ejerce contra ella para castigarla por los crímenes cometidos por el padre o, en otras ocasiones, porque se teme que ella participe de un po­der secreto del padre, quien, según los casos, será depositario del tesoro de Hitler, jefe de una poderosa banda o eminen­cia gris de las potencias árabes. Este es el único relato en que el odio de la pareja se manifiesta sin contrapartida y conduce muy pronto a una ruptura. En los otros casos, el conflicto y la agresividad persisten en una relación sumamen­te catectizada por ambos partenaires, que solo se interrum­pe con la muerte de uno o de ambos o con un divorcio que se produce después de muchQs años de vida en común. 2. En' la historia parental de la señorita C. no hay ningún conflicto ideológico, todo se juega «en familia». Desde los

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primeros meses de su matrimonio, la madre descubre los «vicios» de su marido: especulador inveterado, que ya ha tenido dificultades con la justicia, ella tiene la seguridad de que terminará por arruinar a la. familia; por otra parte, esto se producirá, efectivamente, gracias a una complicidad indudable y no consciente de su parte. En el trascurso de su primer embarazo, él le aconseja hacerse análisis médicos y le confiesa que sigue un tratamiento por sífilis. A partir de ese· momento, ella teme que el . niño «nazca viciado». Desde su primera infancia, la señorita C. asiste a escenas violentas y estereotipadas, en las que la madre le reprocha al padre arruinarlas, amenazándolo con hacer intervenir a la justicia; el padre, a su vez, le exige que le dé todo el dine­ro disponible y vende a escondidas todo lo que puede encon­trar en la casa. Antes de que se divorcien pasan veinte años; cuando el padre se va, J.a madre reacciona con una depre­sión muy intensa, que exigirá una hospitalización.

Si hiciésemos la cuenta del total de los análisis y entrevistas que hemos realizado con sujetos que responden a nuestra de­finición de la paranoia, la cifra sería modesta; nuestra ten­tativa de extrapolar un resultado debe ser recibida, pues, con precauciones. Sin embargo, la breve duración de toda existencia y la relativa discreción que muestran los para­noicos en relación con el psicoanálisis -acompañada, por lo general, con una discreció¡i aún mayor de los analistas en relación con ellos- nos permiten proponer a la reflexión de otros analistas las siguientes consideraciones. Creemos que la más fundada clínicamente concierne al nú­cleo común que se observa en la organización de las situa­ciones familiares de estos sujetos, especie de <<fragmentos» de una realidad histórica compartida, a _los que les corres­ponde el recurso a una misma teoría delirante sobre el ori­gen. Nuestros planteos se centrarán en el análisis de estos «fragmentos» y de esta «teoría» que nos parecen comunes.

5. El «retrato de familia»: la idealización fracasada y la referencia al perseguidor

A P.artir de los recuerdos que conservan de su infancia estos sujetos se presenta una imagen particular tanto del discurso materno como del paterno. En lo que concierne a la madre,

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lo que se nos relata recuerda en gran medida el retrato de una mujer alcohólica; se .distingue, sin embargo, por una combatividad más activa en relación con el partenaire. Por otra parte, unas y otras son portaestandartes de una ética for.jada con las armas del deber, del trabajo, de la abnega­ción. Madre a menudo «perfecta», deja, en efecto, escaso margen a una posible crítica por parte del hijo: no por ve­darla con violencia, sino debido a que se las arregla para que, en el plano de la conducta, el niño, que tiene la intui­ción de que algo falla, o de que es falso o ambiguo, no pue­da descubrirlo y decirse que su intuición es fundada. Ello da lugar a la.desconfianza silenciosa y a menudo, en un primer momento, culpabilizada, en la que él se ve su­¡nergidQ; la desconfianza paranoica, definida como una es­pecie de rasgo de carácter, se origina en esta presencia en la escena del mundo de una imagen materna que no se logra declarar conforme a l~ verdad que ella pretende, ni tatnp<l­co demostrar su falsedad mediante argumentos justificados. Contrariamente a la madre del esquizofrénico, no se com­prueba en relación con el niño una misma actitud derecha­zo ni una misma apropiación violenta de la autonomía del sujeto: todo se desenvuelve en un claroscuro que fatiga a la mirada, todo ocurre en un espacio algodonado que inhibe los ruidos. En circunstancias en las que, en el caso del es­quizofrénico, era posible encontrar la amenaza, se observa aquí la advertencia: advertencia «razonable», pronunciada en un tono que se pretende respetuoso de aquel -a quien se dirige, y que alega que nada es impuesto sino, por el contra­rio, explicado; en suma, el niño encuentra en la voz mater­na una supuesta justa medida que demuestra (y, de ese mo­do, acusa) la desmesura de la voz paterna. Pantalla que pre­tende ser protectora .contra el exceso de esta última y que, en realidad, refuerza ante la escucha infantil los temores, el terror, que puede suscitar la voz del padre: ¡grande y cons­tante debe ser el peligro si permanentemente se le advierte contra él! Ahora bien, el que escucha estas «advertenciasl!>, fuentes de angustia, tiene sin duda la intuición de que repercuten en los temores que siente y en las reacciones que estos temores provocan: pero, ¿cómo podría· demostrar esta verdad cuan­do, efectivamente, «eso grita» por un lado y «eso protege» . por el otro? Queda la solución de desconfiar por igual del grito y de la protección. Lo que el discurso materno dice, cuando «habla», de la que lo enuncia y de lo que ella siente

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puede subsumirse en la imagen de la mujer respetuosa del deber, que padece estoicamente las pruebas que se le infli­gen, que solo se enoja cuando hay que defender a los ino­centes, que a su vez podrían convertirse en víctimas, y en primer lugar a sus hijos, y que, cual Casandra, siempre ha sabido que eso terminaría mal. El paranoico está dispuesto a aceptar que la madre lo ha amado; sin embargo, cuando habla de las razones de este amor, únicamente puede alegar la referencia a los temas maternos: el deber, la ética, el «bien». Señalemos también que, por lo general, niños o ni­ñas, antes de que estallasen el delirio y su sistematización, terminaron por aliarse con la madre para defender sus dere­chos y preservarla de posibles exacciones, pero también ellos actuaron por deber, porque hay que defender a la justicia y las víctimas. Existe así un reconocimiento de una relación de ·amor entre ellos y, al mismo tiempo y en sordina, una negación: en efecto, la fórmula «amor por deber» es una contradictio in terminis. Otra expresión que se encuentra en algunos casos es la de mujer ejemplar: ella ha sido la mujer ejemplar que, frente a las fallas en la ética y la práctica paternas, ha asumido la carga de hacer marchar a la familia, de ganar el sustento y de recurrir, cuando ya estaba en el límite de sus fuerzas, a la ley de los jueces, de la policía o de los psiquiatras. Ejer­cicio de un poder que intenta siempre fundarse en el dere­cho, probar que se lo ha ejercido a pesar suyo, a causa de una realidad cada vez más insoportable. En una palabra: por deber y sin placer. Lo que da lugar a lo que decíamos anterionnente: nada se presenta bajo la forma de un abuso de poder distinguible como tal (lo que, por el contrario, ocurre a menudo en el caso del padre) : todo juicio de este tipo parecerá inevitab'emente abusivo, injusto, culpable. Pero a ese discurso mesurado se le contrapone la desmesura de las acusaciones y de las reivindicaciones formuladas con­tra el padre: bajo el aparente sentido común de una adver­tencia se enuncia, en realidad, a través de la voz materna, la amenaza de que su voz es portadora: que «nunca tu deseo pueda concordar con el deseo del padre, sino ... ». La im. precisión de la advertencia refuerza inevitablemente el te­mor de un peligro que acecha. El exceso de mesura que se contrapone a esta desmesura explica el sentimiento de des­confianza que experimenta el niño, desconfianza cuya única causa evidente lo conduciría a designar al padre, mientras que siente que esa búsqueda debería orientarse hacia la

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madre. Este es un rasgo característico del discuno materno en su cara manifiesta. Otro rasgo característico de este dís­cu.CSC• es que, por lo general, en él falta un término: el goce como placer experimentado en el encuentro entre los dos in­tegrantes de la pareja y entre sus dos deseos. Veremos que esta ausencia es necesaria para que en la ma­dre y en la pareja pueda preservarse «el deseo malo"7, deseo que no puede ser, por consiguiente, fuente de goce, pese a lo cual debe estar presente. En la relación de la madre con el padre y en las «relaciones» entre ellos, en lo que se dice sobre la maternidad, sobre la relación con el niño, pero también con la propia infancia de la madre --elemento importante para que el sujeto pue­da escribir su propia historia-, nada es referido a un efecto ·de placer queremitiría sólo a un deseo de placer. Cuando se habla del placer de haber tenido padres, o de haber llegado a ser padre, se trata de un placer que se pretende hijo y pa­dre del deber cumplido o por cumplir. Todo lo que cae bajo este concepto debe adaptarse a una legislación de la que está ausente la idea de un goce originado en el placer, y en la que solrunente se «goza» por obligación. Podríamos decir que lo único que está en juego aquí es un deber que se con,­vierte en placer por el solo hecho de que sería autoimpues­to; no, en absoluto, la sublimación o la entrada en escena de la ley del padre, tanto si se trata del propio padre como del padre del niño: en este caso, el deber es autoimpuesto, autoenunciado, autoejercido. El placer consecuente, único que puede ser valorizado por la madre, encuentra su razón de ser en el «exceso» del que uno se muestra capaz en lo que soporta y en lo que enfrenta. Sería arriesgado hablar de una primacía de la pulsión masoquista o de la presencia en la madre de· un rasgo paranoico. Este «exceso» es necesario para que se preserve un «estado de conflicto justificado» con el deseo del padre; solo él puede asegurar que las cuentas nunca serán totalmente saldadas, ya que siempre se podrá· argüir un retraso en el pago. El término «goce» está ausen­te, y solo analizaremos aquí aquello que en la historia in­fantil de la madre permitiría dar cuenta de él, debido a que el sentido esencial, del que este concepto es portador, es el de una vivencia recíproca que anula toda contabilidad, to­_do suplemento o toda carencia entre lo que se experimenta y lo. que se hace experimentar. Esta' ausencia en el discurso del portavoz determina una trasmisión incorrecta del «de­seo de hijo», que presupone, corno el análisis nos ha mostra-

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do, la participac·ión por :•gua1 ut 10s dos deseos de los que ha surgido el niño . .Esta trasmisión incorrecta no es equiva­lente a la no trasmisión presente en la madre del esquizo­frénico. En el origen del niño, la madre puede reconocer su deseo de creación y el deseo del padre, pero a condición de que este último se presente como aquello contra lo cual debe­rán combatir la madre y el hijo. Es por la misma causa que en su «deseo de hijo» un placer ético debe remplazar al placer a secas: de no ser así, debería reconocer que el deseo del padre puede dar placer, lo que es incompatible con la situación de «conflicto permanente» necesaria pan\ los dos integrantes de la pareja. La consecuencia de esta problema­tica será que el discurso del portavoz carecerá del término necesario para que en el niño la adquisición del lenguaje y la adquisición de la imagen del cuerpo conduzcan a dos es­pacios unificados. El «deseo de hijo», a su vez, choca con una paradoja: en efecto, se acompaña con la orden explíci­ta de prohibirse realizar el deseo del padre; es, pues, para­dójico, ya que se trataría de asumir o de trasmitir la función paterna y, al mismo tiempo, considerar que el deseo que la subtiende está prohibido. Esta paradoja puede ilustrarse me­diante las dos fórmulas copresentes en la enunciadón del deseo por parte de la madre: «que el niño herede un deseo de hijo», «que el niño demuestre a los padres que su deseo de hijo es inaceptable». En estos casos comprobamos que el deseo del padre es in­terpelado, el nombre del padre pronunciado, y que está presente y es reconocido el poder que se supone que él ejer­ce (y aparentemente así es). Pero interpelación, reconoci­miento y nominación designan al padre como el agente de un deseo nefasto, de un deseo peligroso cuya realización suscitaría inevitablemente «el mal». (Personalmente, pen­samos que es probable que la madre trasfiera sobre el padre una imago parental reducida a la dimensión de un simple «otro» con el cual el conflicto es posible, lo que explica tam­bién que el conflicto no pueda cesar. Si cesase, demostraría. en caso de derrota, que la imago poseía realmente el poder que se le imputaba, que el terror se justificaba, o bien, en caso de victoria, que el otro nada tiene que ver con una imagen que solo su proyección le imputaba. En este último caso, el objeto que se había creído reencontrar es vuelto a perder, el duelo se repite y puede surgir la depresión.) Se probárá que el padre tiene un deseo y se exigirá que lo tenga, pero a condición de que aporte la prueba, de que

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justifique la convicción materna de que ese «deseo» es ne­fasto, y de que garantice que esta prueba nunca estará au­sente; que la madre encontrará siempre un deseo al que combatir, un deseo al que oponerse, un deseo que se tiene derecho a calificar como ilícito. En su relación con el hom­bre, lo que persiste parece repetir su resentimiento ante un deseo cuyo primer destinatario fue uno de los padres: no se le ha perdonado ni el haberlo negado ni el haberlo oca­sionado. Sí nos referimos ahora a la realidad histórica de lo que el niño «:aprehende», se comprueba que la madre sabe y dice que no puede desear la realización del deseo del padre; las justificaciones que ella se da acerca de eso y la «realidad paterna» que «escoge» permiten que esta formulación ten­ga lugar en lo secundario sin desmantelar su orden lógico. Este veredicto formulado por la madre en relación con el deseo del padre no puede ser ocultado al niño, quien en­frenta un discurso que expresa el sufrimiento, las reivindi­caciones y la amenaza y el derecho de réplica que suscita el deseo del padre. Suspenderemos ahora este retrato de la madre para ocuparnos de su partenaire.

En lo referente al padre

Llama la atención la frecuencia con que se observan los si­guientes rasgos: 1) En relación con el deseo de la mujer, un mismo veredicto que la declara «mala» y «peligrosa» para el niño. 2) El ejercicio de un poder que se instrumenta para trasformarlo en un abuso manifiesto, que a menudo asume una forma violenta. 3) Al mismo tiempo, o en una fase que el niño descubre más tarde, los signos de una de­cadencia social o la aparición de rasgos de carácter cuyo aspecto patol6gico es totalmente obvio para el niño. 4) La reivindicación de un «saber» que lo convertiría en deposita­rio ~rrefutado e irrefutable de un sistema edm;:ativo que se impone por la violencia y por el bien del niño. 5) Por último, en cierto número de casos, un rasgo que hemos observado a menudo en el padre del esquizofrénico, rasgo que definire­mos como un «deseo de procreación», que realizarán fanta­seadamente planteando una equivalencia entre «alimentar» y «tllimentar el espíritu». En ·el lugar del pecho, que nunca pudo 'dar, el padre se postulará como el único dispensador del «saber»; a través de ese «don», intentará crear una re-

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iac.ión de dependencia absoluta que, en lo referente a sus eventuales consecuencias, nada tiene que envidiar a la que la madre ha podido e:;tablecer con el bebé. Refiriéndose al caso Schreber, Lacan señalaba ya el papel cómplice que desempeña una realidad que confirma que esos padres pueden imponer reglas y reglamentaciones rígidas, pero que son incapaces de situarse como agentes de una ley de la que, ante todo, hubiesen debido reconocerse como su­jetos. «Tanto si se cuenta, en realidad, entre los que hacen las leyes como si se sitúa como pilar de la fe, como parangón de la integridad y de la devoción, como virtuoso, servidor de una obra de salvación de algún objeto o de alguna falta de objeto, de la nación o de la natalidad, de la seguridad o de la salubridad, de la ayuda o de la igualdad, [ ... ] ideales to­dos que no hacen más que ofrecerle infinitas ocasiones para ubicarse en postura de carencia, de insuficiencia, de fraude incluso, o sea, en resumen, de excluir al nombre del padre de su posición en el significante» (las bastardillas son nues­tras) . Quién se sorprendería hoy al comprobar que ese «rec­tificador de cuerpos» [redresseur de corps] que era el padre de Schreber, ese «deshacedor de entuertos» [redresseur de tort] que ejercía su violencia en nombre de una ética que ocul­taba la pu'sión sádica, haya podido aparecer ante el hi­jo como la encarnación de una verdadera fuerza, frente a la cual toda resistencia habría sido vana e irrisoria. Espectáculo destructivo que debía conducir inevitablemente a una de las siguientes conclusiones : o toda Ley es mala, o la Ley ejercida por el padre no es más que una serie de abusos de poder, ilegítimos e imperdonables, la prueba de que Dios es malo, de que nada justifica legalmente las renuncias que a uno se le imponen y a las que no puede oponerse, que lo único que cabe esperar es que llegará el día en que Dios, efectivamente, se relacionará sólo con cadáveres, que se verá así despojado de las víctimas que busca para satisfacer sus propios objetivos. Los escritos del padre de Schreber ejem­plifican en forma caricaturesca algunos rasgos a menudo presentes en el padre del paranoico: para el niño que la padece y que asiste a sus excesos, es indiferente que la fuer­za ilegal se ejerza en nombre de una ética, de una ley, del alcoholismo, de la psicopatología, de la violencia que aplica sobre él la sociedad. Para concluir este apartado, diremos que lo que caracteriza al discurso a través del cual cada progenitor t:habla» de su relación con el partenaire es la presencia de sentimientos

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en los que el conflicto se expresa constantemente y, a me­nudo, también el odio. No porque pensemos que la relación se fundamente solo en ello:· lo que importa es el exceso que caracteriza a este discurso, y la infatigable repetición de los mismos temas, afirmados con igual violencia.

6. Lo que el niño «aprehende» y la «teoría delirante sobre el origen»

En uno de sus artículos, Freud escribe:

«La excitación sexual -se produce como efecto marginal en toda una serie de procesos internos tan pronto como la in­tensidad de este proceso supera ciertos límites cuantitativos. Más aún, es posible que en el organismo nada importante ocurra sin que contribuya de algún modo a la excitación de la pulsión sexual. En virtud de ello, la excitación del do­lor y del displacer también debería tener esa consecuencia. Esta coexcitación libidinal, en el trascurso de la tensión del dolor y del displacer, sería un mecanismo fisiológico infan­til que más tarde se agota».79

Mutatis. mutandis, esta hipótesis puede extrapolarse a la in­terpretación escénica que forja la psique acerca de todo acontecimiento presente en· Ia escena exterior y que, para ella, es fuente de una emoción intensa: sea porque es testi­monio de una experiencia vivida por los actores en esa mis­ma tonalidad afectiva, sea porque el intérprete proyecta di­cha interpretación sobre los signos percibidos. Ello determi­na que, para el «director de escena», en un primer momen­to de la actividad psíquioo., toda representación de un es· pacio ex.terfor cargado «de sonido y de furia»., tanto si se trata del sonido del duelo, del conflicto, del dolor, del odio o del amor, se presenta como un equivalente de una escena prima.ria stricto sensu :, la visión del coito parental, que de hecho da lugar a una intensa emoción, no será diferenciada de o.lf'.a visión si implica una misma reacción emotiva. F~n las situaciones aquí relatadas, se observan tres factores par­tieulares: 1) La pareja erotiza efectivamente el enfrenta­miento .conflictivo, lo vive con gran intensidad afectiva, lo que muestra que es en primer lugar, para ellos mismos, el sústituto de una relación sexual. 2) La intensidad de lo que

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se juega en ese encuentro es semejante a su frecuencia. 3) La exclusión del que mira asume un sentido diferente: su mirada no es excluida; lo es, en cambio, todo apercibimien­to de la emoción que lo visto y lo aprehendido podrían pro­vocar en él. A menudo se tiene la impresión de que su mi­rada y su escucha son apreciados por los actores: el testigo es bienvenido; se acepta con facilidad que sea sólo un niño, sabiendo que basta con esperar para que el niño se convier­ta en testigo digno de fe al que cada uno le demostrará el fundamento o la supremacía de sus gritos, de sus amenazas, de sus exigencias, sin que por ello se le pida en momento alguno su opinión. La erotización por parte. del niño de lo aprehendido en la escena en la que se expresa y actualiza el conflicto es indu­cida y reforzada por la sexualización que le ha suministra­do previamente la pareja y por el placer en «mostrarla» de que da cuenta la exhibición que la acompaña. Se impone una última reflexión: aunque el conocimiento del término «goce», en su sentido canónico, está ausente del «saber» del niño, no ocurre lo mismo en el caso del «odio»; nunca su conocimientó interior de este será tan profundo y evidente corno en la primera fase de su existencia. Ello dará lugar a su tendencia natural a amplificar, hasta esta dimen­sión, todo lo que más tarde podrá relativizar y trasformar en cólera, enojo, rencor. En la escena exterior, cuanto mayor es la cantidad de manifestaciones de odio que aparecen, ma­yores serán sus equivalencias y su identidad con esta viven­cia que él conoce, y más difíciles de cuestionar. Esta situación remite al niño un mensaje que él deberá adecuar a las exigencias de la inteligibilidad y de la «puesta en sentido». La creación de una significación, compatible con lo aprehendido y con la exigencia identificatoria del Yo, será la tarea de la que se ocupa el «pensamiento delirante primario» y la «teoría delirante infantil sobre el origen»; de ese modo, conflicto y deseo, estado de pareja y estado de odio serán sinónimos, y el conflicto de los deseos será plan­teado corno causa de los orígenes y de su propio origen. A diferencia del esquizofrénico, el paranoico puede plantear así como origen propio dos deseos, darles lugar en su figura­ción de la escena primaria. Este «primer pensamiento.» so­bre el origen le permite esoapar al peligro de poder repre­sentarse únicamente como fragmento colonizado por el deseo del Otro Absoluto, pero confronta a la actividad psíquica con una elaboración que, irremediablemente, marcará y des-

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viará el trayecto que huhiese. debido recorrer. Engendrado por el conflicto, efecto del odio, resultado de la realización de dos deseos, uno de los cuales debe ser siempre el que se combate, el sujeto corre el riesgo de «descubrirse» como ob­jetivo contradictorio, como espacio desgarrado por dos de­seos antinómicos. A partir del momento en que conflicto y deseo se trasforman en sinónimos, «ser <leseante» y «ser en estado conflictivo», desear el deseo y desear el conflicto, y, más sucintamente, «sentir el deseo, sentir el conflicto, sentir el odio» también se convierten en tales. Si el origen de la existencia del sí mismo y del mundo, nunca separables, re­mite al estado de odio, solo será pC\sible preservarse como ser viviente, y preservar al mundo como existente, mientras persista algo que «odiar» y alguien que lo «odia» a uno. Es esta la lógica que funda la relación paranoica con el mundo una vez que el delirio se instala, vale decir, una vez que se derrumban las defensas que pudo construir el sujeto.

El sistema defensivo

A partir de lo que nos dicen estos sujetos sobre su infancia y adolescencia, se tiene la impresión de que intentaron enfren­tar las pruebas impuestas por la realidad del discurso pa­rental mediante la elección de uno de los padres, con el que se aliaron en contra del otro, al que considerarán único responsable de los perjuicias que les dejan cicatrices inde1e­bles. Después de una primera fase de la que no queda re-­cuerdo alguno, en los casos que hemas seguido la elección se volcó sobre el padre. Superada la fase oral, en cuyo tras­curso la madre tuvo el predominio absoluto, como en todo sujeto, aparentemente el niño buscó en el padre un aliado poderoso que le permitiera tomar una cierta distancia c:~n relación con el portavoz y esperar que el llamado al deseo del padre no caería, inevitablemente, en el vacío o en t•I abismo del mal. Momento de idealización de la imagen pa­terna, momento de resistencia contrapuesto a la madre. pero, sobre todo, y en primer lugar, tentativa de proyectar en es­tos dos soportes exteriores (particularmente adecuados en este caso para desempeñar ese papel) la escisión y el co11-flicto que desgarran su propio espacio psíquico. Si lo «bue­no» y )o «malo» se enfrentan en el exterior, es posible venw como una «unidad», aliarse con una de las «mitades» de la pareja para combatir a su lado y pensar que se experimenta

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«un» sentimiento hacia el uno y «un» sentimiento hacia el otro: que entre sentimiento y conflicto la coincidencia no es inevitable. Ese momento de idealización de la imagen paterna es inducido, indudablemente, por el temor del re­torno a una relación de fascinación, petrifkadora y petrifi­cada, con el representante del Otro; experiencia ya vivida que ha enseñado que, inevitablemente, conduce a una re­nuncia al ser. Pero también interviene aquí la atracción que sobre el Yo infantil ejerce a menudo la demostración de la fuerza, del poder, de la autoridad, demostraciones sumamen­te cercanas a su propia fantasía de omnipotencia y a las formas que él le da en el juego, el ensueño y las historias que se relata a sí mismo. En este caso, sin embargo, esta idea­lización no puede evitar una maniobra de seducción. No es posible «desear impunemente»: si se desea lo que uno de los dos desea, se desafía y se combate el deseo del Otro. Ahora bien, ese «Otro» sigue estando provisto de los emble­mas del poder; en lo que se refiere al aliado escogido,. no es mucho más tranquilizador. Será necesario, entonces, pro­barle constantemente la fidelidad, la sumisión, ofrecerse tam­bién como aliado de su placer y no solo de su derecho. Es por ello que en estos sujetos la idealización, por un lado, pre­serva la meta que siempre tiene -conservar un mismo obje­to soporte de catexia-, pero, por el otro, conserva inmodi­ficada el componente libidinal: no se produce una inhibi­ción de la meta sexual, lo idealizado es también lo erotizado, el aliado, aquel al que se espera seducir sexualmente. La tentación homosexual, cercana siempre a la vivencia para­noica, se origina en ello; se comprende mejor, entonces, la intensidad de la angustia que reactiva y la necesidad del desmentido feroz que le contrapone el sujeto. En ese primer momento de la historia infantil, se observa, entonces:

1. La «puesta en forma» de una «teoría delirante primaria sobre el origen» que otorga al odio y al conflicto el papel que, en otros casos, desempeñan el deseo y el amor. 2. La autopercepción conflictual de uno mismo en toda oportunidad en la que uno se percibe como deseante. Entre el sí-mismo y el mundo, el sí-mismo y la pareja, los dos deseos de la pareja, se repite la misma relación. La erotiza­ción de los signos del conflicto los trasforma en equivalentes de una escena primaria y ·de una puesta en escena de los orígenes, en las que el deseo del engendrante y el deseo del

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engendrado son, al mismo tiempo, «deseo de combatir un deseo», y en las que el placer exige el enfrentamiento y la violencia. 3. La elaboración de una primera defensa, eficaz contra el retorno a una posición esquizofrénica pero que, con igual eficacia, impedirá al Yo el acceso a un orden estructurante, a un funcionamiento acorde con el discurso del conjunto. La idealización de la irnago paterna, la alianza realizada para que el conflicto intrapsíquico pueda proyectarse al ex­terior, y para qué· las dos mitades de la pareja se conviertan en soportes en los que sea posible proyectar su descuartiza­miento, su escisión y su «ruptura» [cassure],8º son los medios a que se apela para fijar un mecanismo proyectivo que permitiría «verse» como un espacio unificado, plantear una diferencia entre deseo y conflicto, amor y odio. Imagen que solo ilusariamente puede ser unificada: los diferentes peda­zos del espacio y de la imagen del cuerpo no ofrecen un frente unido mientras se pueda pretender que libran un mismo combate, que hacen propia una misma causa. Si se produce una derrota, se los verá dislocarse y abandonar la partida en orden disperso.

Ahora bien, por lo general este tercer tiempo tropezará con un cruel fracaso; ante la mirada más madura del niño, el padre le revela la ilegalidad de su fuerza, lo que muestran sus gritos en relación con lo que le falta, los signos irrefuta­bles de una ruindad que no se le perdona o de una patología que ofende. La violencia y la fuerza manifiestan la miseria, la irrisión, el fracaso que recubren. La rigidez del legislador revela los abusos que comete en nombre de una ley que trai­ciona, las ideologías y las grandes ideas son desmentidas con crudeza por el «pobre tipo»: en efecto, es así como aparece ante áquellos de los que pretende ser el defensor. Esa visión decepcionante es intolerable: el que mira se ve dominado por el «horror de la ruindad», que es la forma en la que se expresa, en este caso, el horror de la castración. Con la· pér­dida del soporte de su idealización y de su posibilidad cle idealizar una de las dos imágenes, de ser aliado de ella y de encontrar en .el ámbito faµiiliar u~ lugar y una voi en los que Ja verdad :y la ley estarían presentes y serían verifica'7 bles, desaparece la posibilidad de preservar en la escena ex­terior 1}0 que había proyectado en ella. De ese modo, se co­rre el riesgo de que lo que estalla .en pedazos en esta escena obligue al qtie mira a aprehenderse como lugar de conflicto,

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lugar del odio, lugar en el que es imposible decidir qué es la verdad y qué no lo es. Ello determinará, por lo general, un cambio de rumbo: se intentará preservar la idealización del padre, aunque en «negativo»: vuelve a convertirse en lo que afirmaba acerca de· él el discurso materno, el lugar de un deseo malo pero que, sin embargo, perdió gran parte del brillo con que se lo había adornado, deseo contra el cual se combate aliándose a la víctima. Ese cambio de rumbo idealizará al «sufrhniento» materno y, así, el «ama» se cofü vi~rte en la «pobre mujer» que hay que proteger. Solución frágil, ya que la alianza se realiza en beneficio de los «per­dedores»; en cuanto al «verdugo» que se acusa y se comba­te, no es posible olvidar por completo que es, también, al­guien del que se ha descubierto que es portador de los signos del abuso y de la mentira, alguien que, a veces, es acusado por la ley de los de111ás. --Esta solución por lo general se revela precaria; cuando lo­gra mantenerse, se manifestará, habitualmente, lo que lla­mamos «carácter paranoico», expresión sumaria que utili­zamos por carecer de otra mejor. Designa al conjunto de rasgos signados por una cierta rigidez, la convicción de sus derechos y de su saber, es decir el «conjunto pantalla» en que lo más rígido es la apariencia y que permite entrever; eµ la retaguardia, el abismo en que pueden caer en cual­quier momento estos sujetos. Cuando el paso [pas] se tras­forma en traspié [faux pas] se constituirá la sistematización del pensamiento delirante primario: el tnundo llegará a ser tal como lo remodela el delirio paranoico, para que lo ca­rente de sentido de la situación a la que lo proyectó su na­cimiento vuelva a adquirir sentido. El delirio per{Ilite volver a dar acceso al campo de la signi­ficaci6n a esta imagen del mundo de la que es responsabk la organización de la realidad familiar que encuentra el su­jeto: para ello, remodela lo aprehendido y lo vi~to siguiendo una lógica sin fallas, acordé con el postulado sobre el origen creado por el· pensamiento delirante.

7. Las tesis de/ endidas en el proceso al perseguidor

Concluiremos estas c;onsideraciones acerca de la problemá­tica paranoica insistiendo en las particularidades de la re­lación con el perseguidor tal como se manifiesta en ella; de-

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jaremos de lado aquello que, por el contrario, forma parte de los rasgos siempre presentes en esta relación. No hablare­mos entonces del rol que desempeña la idealización, ni del vínculo erogenizado que une entre sí al, perseguido y al per­seguidor; estos son invariantes que estiin presentes en toda relación psicótica c-0n el último y único objeto que el sujeto ha logrado preservar del naufragio en el que se hundieron sus restantes bienes. &n contraposición .a la esquizofrenia, lo que llama la aten­ción. en la paranoia es lo que llamaremos la exigencia de comunicación. La :certeza que ofrece todo delirio sólo ad­quiere valor, en este .caso, al ser puesta al servicio del dere­cho y del deber específicos que se átribuye el sujeto: hacerla compartir e imponerla a los demás. Nunca se ha aceptado perder esa realidad que, según la expresión de Freud, se «re­modela»: nunca se ha consumado realmente el «retiro de catexia». El mundo ha ·seguido existiendo, y es porque se requiere que persista como mundo viviente que se lo debe conformar a un orden, a una ley, a un conocimiento que los otros han olvidado o traicionado. Lo mismo ocurre en lo referente a los «otros»; también en este caso, el combate que libran, al igual .que las exacciones a las que ellos lo so­meten a uno, constituyen la prueba irrefutable de un reco­nocimiento recíproco de uno por parte de los otros y de los otros por parte de uno. El sistema lógico que subtiende la relación persecutoria retoma por su cuenta el postulado sobre el origen que él trasforma en dogma: para que haya un exis­tente y para que haya un mundo se requiere que entre los dos el conflicto. no pueda agotarse, que persista en estado de actividad continua, gracias a lo cual coinciden la oferta del odio y la oferta de la vida. En la escena del mundo es proyectado el modelo de la escena primaria : ellas se confir­man mutuamente la verdad de su mensaje y nos revelan cuáles son los últimos bastiones que protege el delirio: un saber sobre la dualidad de la pareja que ha remplazado la categoría de la diferencia mediante lá categoría de lo anti­nómico, lo que es también una forma de no caer en el caos dé. lo indiferenciado y de ofrecer la posibilidad de preservar la catexia de lo «exterior a sí». Esta proximidad entre la interpretación del orden del mun­do que defiende el Y o y la puesta en escena de la pareja pa­rental mediante la actividad de lo primario, la lógica irre­futable' del sistema delirante a partir de su postulado inicial, la certeza del sujeto de hablar «según la ley»: todos estos

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datos vuelven a plantearnos el problema de la relación que existe entre el rol que se le imputa al perseguidor y el rol que hubiese debido desempeñar la función paterna. ¿Quién es el perseguidor para el paranoico? Sumariamente, podemos discriminar dos casos: 1) Aquel (el más peligroso por sus consecuencias) en que el perseguidor es conocido, representado por un sujeto definido que puede formar parte, a menudo, del medio familiar. 2) Aquel en que está repre­sentado por una «clase» -los judíos, los capitalistas, los masones, los jueces, los desposeídos-, extrapolación que in­tenta mediar, con éxito, un conflicto directo que puede con­vertirse siempre en una lucha ·a muerte. A la «clase» se la combate; esperar destruirla en su totalidad es una tarea cuya imposibilidad se reconoce: en lugar del asesinato, los escritos, las reivindicaciones, los procesos, per­miten saciar una justa de sed de venganza. Otra venta ja: al proyectar al perseguidor al orden de la clase se proyecta también al orden de una clase al perseguido; de ese modo, es posible encontrar «aliados» en ambos campos. Se repite así la posición ocupada en su momento por el niño. La función de los aliados es doble y cumple un importante papel: 1) En lo que atañe al sujeto, le permitirá negar el lugar de excluido en que los otros, de hecho, lo encierran, y preservar la convicción de participar en un «conjunto», es­pecie de «mayoría silenciosa» {¡y cuánto!) forjada por su imaginación, mayoría de la que se convierte en encarnizado defensor. 2) En lo que atañe al perseguidor, los aliados cumplirán un papel de intermediarios, al permitir al sujeto disminuir en una medida aún :rr.ayor el riesgo de un enfren­tamiento con el énemigo. Mediadores que actíian bajo el dominio del poder de un «jefe» ausente o desconocido, y no son, así, directamente responsables de las desgracias que le ocurren; a menudo son víctimas de lo que se los obliga a hacer y dan siempre testimonio de las buenas razone·s para odiar al dueño de todo ese poder, tan nefasto corno des­mesurado. Se recurre a todo lo que evite un enfrentamiento directo: la clase permite que sea protegido del odio un objeto cono­cido y cercano, los aliados permiten que ese sustituto, por su parte. permanezca alejado e inconocible y, de todos modos, <<Íntuible», lo que disminuye aún más las probabilidades de develar el engaño. Engaño cuya urgencia e importancia se comprenden cuando se aprecia lo que puede ocurrir si fra­casa: la pulsión homicida actualizada sobre sí mismo o so-

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bre los representantes del Otro. Esa evitación preserva tam­bién la posibilidad del sujeto de conservar una catectización de la escena exterior, a la que no quiere renunciar. A dife­rencia del esquizofrénico, el paranoico no se refugia en el autismo; existe porque, y mientras, los otros existen, pero no existe ni para, ni por, ni con, sino contrá.

La razón de la persecuciórt

También en este caso se suele observar la presencia de si­militudes. Si se lo detecta, si se lo odia, es a causa de un «bien» que sólo él posee, bien privilegiado que puede per­tenecer a diferentes dominios pero que, por lo general, con­cierne a un «saber», fuente de un «poder» que se tiene de­recho a ejercer por estar fundado en el orden de la verdad. Agreguemos que en el registro del saber, al igual que, a me­nudo, en el conjunto del discurso, esta justificación reposa en un «fragmento» de verdad: ella designa una cualidad que el sujeto posee realmente, y que él se limita a idealizar en forma megalomaníaca. En gran cantidad de casos llama la atención la frecuencia con que esta «razón» es parte actí­va del campo social y comparte sus ideologías: la función de esa «razón» es también probar que, lejos de estar exclui­do de este campo y lejos de excluirse de él, es el objeto del «interés» constante de uno, del mismo modo en que uno lo es de él, sin tregua y sin riesgo de olvido: lo social y el sujeto remiten uno a otro. Pero, asimismo, consideramos que esa referencia a la clase, a los aliados, a un saber que se posee acerca de la ley, el orden, la justicia, como el dogma que el sujeto hace suyo, son consecuencia de un carácter específico y que, en mayor medida que cualquier otro, muestra lo que separa a esta problemática de la del esquizofrénico: la posición de here­dero que defiende el paranoico.

El heredero legítimo

El paranoico no pretende ser fundador de la verdad del sa­ber que reivindica. Por lo común, su discurso se refiere a un ·dog~A., una secta religiosa, una ideología, un discurso social, una verdad científica de la que no pretende ser el creador, pero en relación con las cuales se postula como el único in-

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térprete fiel y hered8ro legítimo. Se tiene la impresión de que, en su relación con el discurso, como lugar en que }a verdad debe ser posible y no arbitraria, el paranoico logra preservar un lugar para un enunciado sobre los fundamen­tos garantizados por una voz diferente a la suya propia. Sin embargo, úna vez planteada esta tercera instancia, todos los intermediarios que podría encontrar y gracias a los cuales debería reconocer la universalidad de la ley y de sus aplica­ciones se convierten para él en «los otros», a los que acusa de no haber comprendido o de haber traicionado el pensa­miento del fundador: así, es necesario desmistificarlos o combatirlos: la fantasía de autoengendramiento es rempla­zada por una «fantasía» de filiación particular, puesto que él apunta a la exclusividad de los derechos de herencia. Compromiso mediante el cual, en cierto modo, se le preserva un lugar a la función que el sujeto no ha podido acordar al enunciado de los fundamentos, lugar que sólo puede ocupar un referente particular que permite escapar al cierre de una autorreferencia exclusiva. Pero, como contrapartida, ese com­promiso exige que las tablas de la ley se trasmitan a un pro­fetá único, que solo se encuentren infieles que se niegan a recibir el mensaje verídico. Esta es una de las causas que determinan que el autodidacta sea tan frecuente entre los paranoicos: entre el «saber» y su trabajo de apropiación, entre el texto y él mismo, como úni­co heredero legítimo cuyos derechos son fundados y proba­dos por una ley, el sujeto no puede aceptar que haya ni in­termediario ni partición. De este modo, el paranoico sigue pudiendo y sabiendo contar hasta tres: él, el referente, los otros. Trinomio que retoma una triangulación presente en la escena primaria, que evita el retorno a una relación dual, pero que revela el defecto de la priinera triangulación y la fragilidad de sus cimientos.

A partir del punto en que nos encontramos, y a la espera de poder ir más lejos, digamos que el rasgo más decisivo en la problemática paranoica concierne a su relación con el padre. A partir del conjunto de sus relatos, se impone la idea de que, efectivamente, existió una primera fase en la que hubo cierta coincidencia entre el padre real y el padre idealizado, en positivo o en negativo; el niño ha dotado a un padre real con los atributos de la omnipotencia, y de una omnipotencia cuya confirmación se manifestaba en una violencia real ex­plícita o intervenía, en. forma más velada, mediante la im-

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que su propio padre siempre había tenido vergüenza de ella, que por eso nunca la mencionaba, que era una especie de «tara» -los términos son de M. R.- de la que todos se sentían culpables como si se tratase «de un mal vergon­zoso». Aparte de M. R., por lo que sabernos, nadie en la familia gusta del juego; en su relato, por otra parte, nos lla­man la atención los «rasgos» que M. R. parece tomar de los diferentes miembros de su familia, en una tentativa siempre abortada de encontrar, finalmente, una referencia identifi­catoria unificante y estructurante. En ese primer croquis que M. R. nos proporciona acerca de los personajes de su drama familiar, nos interesa particular­mente la repetición por parte de M. R., su padre y su ~huelo, de la extraña relación con la mujer. Todo ocurre como si el padre y el abuelo nunca hubiesen perdonado el rechazo que les manifestó la familia de la joven noble, familia que será, para ellos, el clan de los enemigos, y como si, a la in­versa, se hubiesen situado como los únicos herederos legíti­mos de un título al que, en verdad, no tienen derecho algu­no. M. R. nos dirá que hasta los últimos años había firmado R. de ... , añadiendo a su patronímico el de la bisabuela. Ahora bien, el padre y el abuelo se casaron con mujeres malgaches y vivieron en la «vergüenza» : vergüenza de la mujer que juega, vergüenza de la mujer analfabeta, vergüen­za de la mujer de piel negra. Esa vergüenza, aliada a la fi_ liación imaginaria que borra a la madre real en beneficio de la bisabuela legendaria, se presenta tal cual en el propio M. R. En la admiración que siente por su padre ocupa un lugar importante la función que asignaba el discurso pater­nal al nombre de la bisabuela: «Eres un ... : no lo olvides. Debes mostrarte digno de ese nombr~». Ese «nombre», que ningún hombre de esta familia ha llevado (justificadamente, por cierto), desempeña el papel de un derecho y de un «bien» del que se los habría despojado, pérdida injustificada e imperdonable que, al mismo tiempo, legitimiza todo aque­llo que, en la conducta del linaje masculino, podría ser cri­ticable -y de hecho criticado-- por el medio social. Ese «nombre» excluye también a los hombres del conjunto racial al que los dos últimos pertenecen y, lo que es más importan­te, instaura en el orden de la filiación un sistema totalmen­te arbitrario, que hace descender a los hombres de las tres últimas •generaciones directamente de una «primera ma­dre» 85 (la bisabuela) y excluye a las dos «madres reales», de las que se tiene vergüenza.

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Cuando M. R. se casa con una joven francesa, cuando da nacimiento a hijos mestizos en los que se presentan las dos razas en forma manifiesta, parece querer repetir, a su m2-nera, la elección del bisabuelo. Pero, de ese modo, M. R. se ve confrontado con la realización de un «anhelo» que, se­gún descubre, es insostenible. La mujer que ocupa el lu­gar de la primera madre de la leyenda familiar, al reinsertar en el circuito a una «madre blanca», revela a M. R. lo contradictorio e inasurnible de su posición identificatoria y de su relación con la mujer: 1) «Blanca», al igual que la otra, se le aparece provista de las insignias que él siempre deseó poseer, pero, de ese modo, le demuestra también que no es suficiente con que exista una «madre blanca» para que él no sea ya «negro» ante los otros. 2) «Mujer», como la madre y la abuela, pertenece a la raza de las cosas degra­dadas, de los objetos por los que se siente vergüenza; en su condición de «blanca», el menor conflicto que surge entre ellos la convierte en la aliada del clan enemigo, de los que lo han rechazado. 86 3) Además, lo hará padre, y padre de dos hijos mestizos. M. R. nos dirá que al mirar a sus hijos los sentía y se sentía «raro». En efecto, ¿cómo podría reivin­dicar lo que en ellos es «negro», color que desde siempre rechazó, y cómo podría no ver en el lado «blanco» los signos de la raza a la que pertenecen los que rechazaron al bisabue­lo y a los descendientes? Las diferentes escisiones que M. R. había instaurado entre la bisabuela buena y víctima y la familia de esta rechazante y detestable, entre el padre al que se admira y la madre que avergüenza, entre el padre que se combate y la madre que se defiende, son quebrantados por este «mestizaje» viviente que aparece en la escena de lo real, producto de su carne y de la de su mujer, y que puede obli-, garlo a reconocer que nunca lo blanco y lo negro estuvieron totalmente separados, sino que estuvieron totalmente con­Í undidos en un mismo espacio, en un mismo cuerpo, en un mismo sujeto. M. R. no puede enfrentar tal reconocimiento: responderá a esta confrontación, que zapa el terreno sobre el que había construido sus defensas, mediante la sistema ti­zación de la interpretación delirante. Podrá entonces volver a dividir al mundo en «blanco» y «negro»: todo lo que es «negro» -que comprenderá al conjunto de los que consi­dera, por lo general justificadamente, corno ex¡)lotados in­clependie:i;itemente de su color- será situado dentro del cam­po de las víctimas que deben ser vengadas.

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3. El viraje

a. La realidad mutiladora

«A partir de esta época, yo sabía que estaba enfermo, que no tenía por qué odiar a la gente o a la sociedad, que era yo. En ese momento comencé a tomar conciencia de que era en mí que algo no funcionaba. Le diré: tengo la impre­sión de que soy como un salvaje que no digiere, no com­prende, no ha asimilado algunos problemas, y empiezo a tener miedo. Tengo la impresión de que este miedo; esta a.ngustia que me domina, es de allí que viene, es este miedo el que intento analizar como si fuese un salvaje que comien­za a temer que el sol se le venga encima. Cuento con alguien para ayudarme a comprender, para decirme lo que es nor­mal y lo que no lo es, porque para mí este miedo es más fuerte que yo, corno mis angustias, no puedo controlarla, cuando las tengo ya no puedo hacer nada, tomo remedios, me hacen sentir liviano, pero eso no dura. No me atrevo a pensar en el día siguiente, y al no pensar en el día siguiente intento escapar a la angustia; no puedo prever, es esto lo terrible en mí, si pienso en el día de mañana tengo miedo de pensar demasiado lejos y vienen el miedo y Ja angustia».

b. El castigo merecido

Ese momento a partir del cual M. R. «sabe que está enfermo y que no tiene por qué odiar a la gente o a la sociedad» sur­ge en un contexto sumamente particular: poco tiempo des­pués de su salida del hospital, M. R., en lo que parece ha­ber sido un rapto de angustia, tiene un intento de suicidio arrojándose contra un camión que pasaba por un camino en el que él estaba tratando de que lo levantara algún vehícu­lo. Aparentemente, no recibe ninguna herida y puede volver tranquilamente a París; allí empieza a sufrir dolores de ca­beza agudos, vértigos, pide ser hospitalizado y entra en el servicio de neurología de un hospital general:

«Durante siete días, me hacen exámenes, punción lumbar, radiografías y me dicen: no tiene nada. Y o ve'ta siempre objetos. que se desplazaban a mi derecha y sufría horrible-­mente, era quizá lo que la gente llama un muy mal enfer-

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mo; en todo caso, eso es lo que la gente me decía; yo sufría, gritaba de dolor, ellos no comprendían, decían que yo no tenía nada y que era una comedia. Un día hice tanto ruido que un profesor vino a verme, dijo que me hiciese una ar­teriografía y me operó ese mismo día. Me quedé tres meses en el hospital, tenía grandes cicatrices y una hemiplejía del lado izquierdo que de5apareció luego. Me-sentía condenado y me decía que no era capaz de matarme. Tenía la impre­sión de que para mí existían solo los desgraciados, los enfer­mos, los presos. Creí también que sería definitivamente un disminuido, alguien que no volvería a tener su cerebro como antes, que podía quedar paralizado, y pensaba también en los tres meses que había sufrido, que se habían burlado de mí, que no me habían creído, diciendo que yo hacía todo eso a propósito para recibir una indemnización o porque me gustaba molestar a la gente. Incluso después de la operación, durante los meses que pasé en el hospital, no tenía un centa­vo y los médicos me curaron bien, pero me trataron sin ama­bilidad. Cuando yo les preguntaba si mi enfermedad iba a tener secuelas, no me respondían o me decían: ya verá. Es en ese momento cuando empecé a acostumbrarme al olor de la suciedad, de la pobreza, yo mismo me había convertido, cómo decirlo, en podredumbre; me rebe'o al pensarlo pero soportaba eso, me parecía natural, que era lo que me co­rrespondía. A partir de esta época, yo sabía que estaba en­fermo ... ». (Viene luego el fragmento que hemos relatado anteriormente.)

D~ ese modo, es a partir del momento en que M. R. es so­rr etido efectivamente a una trepanación, en que se despierta con hemiplejía, en que se ve rodeado por la hostilidad o, al menos, por la indiferencia despectiva de un medio hospita­lario que calificó como comedia a sufrimientoss absolutamen­te reales, es en ese momento cuando, repentinamente, toma conciencia de que algo no funciona en él y de que no tiene por qué adjudicárselo a la gente o a la sociedad. Veremos

. más adelante que esta «crítica» de las ideas delirantes es ab­solutamente ambigua. Lo que desearíamos destacar aquí es la respuesta muy singular de M. R. cuando en la escena de lo real encuentra efectivamente la negligencia, la malevolen­cia y la injusticia, Cuando la realidad se asemeja, .tanto co­mo es posib'e, a la interpretación delirante a priori de M. R., cuando el cuchillo del cirujano penetra efectivamente en su cavidad craneana sometiéndolo al riesgo de mutilar su pen-

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samiento, M. R. decide que hasta entonces na «delirado» -aunque no es ese el término que utiliza-, que la gente no lo odia y que es él quien está enfermo. En una forma inespe­rada, y que nos parece sumamente específica de este caso, se apropiará del discurso del agresor, representado por el cuerpo médico, se ubicará como un objeto a examinar, un objeto «enfermo mentalmente» (son sus propios términos) y renegará de sus certezas pasadas.

c. El goce masoquista: el segundo matrimonio y el obje­to degradado

Esa inversión, a muy breve plazo, será seguida por la entra­da en escena de pulsiones masoquistas intensas que alternan eón impulsos agresivos y fantasías sádicas también violentas. E_n este contexto se sitúa su segundo matrimonio, que, una vez más y en forma caricaturesca, retoma por cuenta pro.. pia, no ya la elección del bisabuelo, sino la elección del abue­lo y del padre. En efecto, se casará con una joven retardada profunda, incapaz de leer y escribir, definitivamente «anal­fabeta». Hija de un padre alcohólico que intentó empujarla a la prostitución y que en el curso de una pelea la hirió en un ojo, lo que obligó a extirpárselo, ella se encuentra así, a los veinte años, tuerta, con urta herida en el rostro e inter­nada en un hospital psiquiátrico: allí la conoce M. R. y decide casarse con ella. La primera mujer, a la que había podido ver como copia y heredera de la abuela, es de esta manera sucedida por el «objeto· degradado», vergüenza de la sociedad, en la que «el cerebro está oscuro», expresión con la que describe los momentos de ausencia y de llanto inmotivado que dominan a menudo a su mujer. Sin embar­go, ese segundo matrimonio tiene una acción más bien po­sitiva para M. R.: él dirá que gracias a su mujer ha podido, durante dos años, reencontrar un lugar y tener por primera vez en muchos años un domicilio fijo. La relación que man­tiene con ella recuerda en cierto modo algunos rasgos de la relación del padre con su propia mujer. Por un lado se postu­la como su protector, lo que, efectivamente, en cierto senti­do es: el que tiene el saber y gracias a quien ella puede vivir fuera de un hospital psiquiátrico. Por otr<;> lado, trata a me­nudo a i!ste «objeto a proteger» como a un objeto en el sen­tido más literal del término: capaz dp. montar en cólera en forma irracional cuando ella se muestra incapaz de hacer la

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suma más simple, puede tener actitudes violentas, aunque se arrepienta inmediatamente después. Durante los dos o tres años posteriores a su matrimonio, y que coinciden con su «torna de conciencia», M. R. logra preservar un equilibrio precario, que descansa en la relación que mantiene con su mujer y con su médico: la primera parece tener la función de asegurarle su superioridad, su saber, el correcto fundamento de su rol de protector de los débiles; el segundo, que es también catectizado positivamen­te, parece protegerlo contra los «perseguidores», permitién­dole valorizar su «conciencia», y por ende su «saber», acer­ca de sus trastornos y dominar así, en parte, una agresividad que corre el riesgo de traducirse en actos.

4. El presente: el fantaseo sadomasoquista

Cuando encontramos a M. R., ese momento de calma se encuentra sin duda en peligro. Pese a que sigue casado con su mujer, se encuentra desde hace varios meses sin trabajo, vive en forma relativamente marginal y muestra los signos de un profundo desamparo. A lo largo de las seis entrevistas nos han llamado la atención los elementos de la historia fa­miliar, tal como los hemos relatado, salvo en lo que se refiere a tres hechos:

l. La contradicción notoria que existía entre una crítica de las «ideas delirantes» que M. R. «exhibía en forma cons­tante y un deseo evidente de convencernos de ellas y tam­bién de convencerse a sí mismo y la actividad constante de estas mismas ideas. frente a las cuales, en realidad, no podía tomar la menor distancia. 2. El pasaje brusco e imprevisible, en el curso de una misma entrevista, de momentos en los cuales, con la mayor calma y lucidez, nos relataba su historia, intentaba comprender y descubrir qué elementos perturbadores podía tener la conduc­ta de los personajes familiares, y momentos durante los cua­les M. R. se veía visiblemente dominado por su fantasía en el hic et nunc de la sesión, se levantaba, pasaba del tiempo imperfecto al presente y revivía ante nosotros, con similar intensidad, el episodio del que nos hablaba y que se había producido algunas horas o dias antes. 3. U na oscilación continua, en sus vivencias fantaseadas conscientes, entre una posición m·asoquista en la que ~xpe-

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dmentaba visible goce imaginándose reducido a ser un ex­cren1ento, hundido en la tierra, maltratado, y un argumento sádico en el que, con un placer igualmente intenso, ponía en escena las torturas que podía hacer sufrir a tal o cual de sus «perseguidores», al igual que a cualquier transeúnte que hubiese_ podido tener la mala idea de empujarlo sin querer. Movimiento de vaivén continuo, en que el ensueño sádico provocaba de inmediato y como reparación el ensueño ma­soquista y este, a su vez, culminaba en la repetición del pri­mer argumento, ya que, de no ser así nos dice (con razón) , «el final de mi ensueño sólo podría ser mi propía muerte, solo me quedaría matarme, perderme verdaderamente bajo la tierra, desaparecer». En M. R. está siempre presente el te­mor al suicidio y al homicidio: causa de una angustia cons­tan te, no puede defenderse contra las fantasías que invadeli su espacio psíquico sino llegando, en cada caso, hasta el lí·· rnite extremo del desarrollo escénico, deteniéndose al borde del abismo y recurriendo precipitadamente al argumento inverso. Mediante la fantasía masoquista «se castiga por ha .. her podido pensar cosas semejantes», mediante el fantaseo sádico intenta evitar su propia destrucción.

«He pensado en lo que le dije la última vez: durante años, después de .mi internación, consideraba a la psiquiatN:a como algo arbitrario, de lo que tenía mucho miedo, ahora ya no tengo miedo, estoy enfermo, lo reconozco e intento compren­derlo. Me interrogo acerca de mi educación, de mi padre, y comienzo a ver cosas; cuando veo que estoy enfermo pienso que hay algo bloqueado en algún lugar en mi forma de pen­sar, es decir que no logro reflexionar en forma lógica, en forma persistente; pienso que una persona enferma es una persona que tiene una confusión, por eso me causa placer venir a hablar con usted, porque en esos momentos en que estoy aquí todas esas ideas, esas fantasías agresivas, esas fan­tasías de suciedad y de muerte se alejan. Pero no entiendo, ayer por ejemplo, ese tipo [en ese momento M. R., sin darse cuenta, cambia de posición en la silla, se sienta en el borde, en actitud de alguien dispuesto a arrojarse, su mirada se aleja de la nuestra para fijarse en un punto de la pared que se encuentra frente a él, donde parece desarrollarse una escena a la: que observa, totalmente dominado por el terror y ante la, cual reacciona], ese tipo del subte me empuja, entonces yo voy a abordar a esa persona para vengarme, voy a mutilarla, pienso cómo voy a hacer, los ojos sin duda, la

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mutilación después de la mutilación. me doy cuenta enton­ces de mi locura, y es eí terror: ¿qué es esa idea que me pasa por la cabeza? Aquí me siento un monstruo y es enton­ces el deseo de destruirme a mí mismo para escapar a todas esas fantasías que me asustan, imagino esas cosas, esas ideas que se presentan en mi cabeza, y después tengo miedo de eso; y luego cuando me quedo sentado así, es en ese momen­to cuando tengo miedo, por ejemplo, usted ve, guardo ren­cor a una persona, cuando yo había perdido un lugar, vol­vía y empezaba a pegarle a mi perro, a darle puntapiés, luego quería romper algo, por otra parte rompí. cosas, y luego me digo: ¿pero qué es? Y allí el problema esencial, tengo un freno sobre mí y luego a veces ya no lo tengo y después, usted sabe, es la angustia después de eso, cuando me doy cuenta de lo que he hecho . . . entonces pienso en cómo podría destruirme, pienso también en la mierda, en mí que limpiaba los baños en las cárceles y toda esa sucie­dad, todas esas cosas asquerosas casi me causan placer, qui­siera tomar . . . hacer un agujero en la tierra, entrar aden­tro, entrar en cosas muy sucias, todo esto es asqueroso, pienso en la ruindad, huelo los excrementos humanos, es algo terri­ble, y luego, están los otros, esa impresión de que me odian y luego me digo que no es cierto, que soy yo el que está en­fermo, pero no puedo dejar de pensar en lo que podría ha­cerles ... ». (Y aquí se reinicia el fantaseo de una escena sá­dica de la que puede ser víctima uno de sus ex colegas, su mujer, o alguien apenas conocido.)

Al final de la sexta entrevista, estábamos convencidos de que M. R. seguiría concurriendo a ellas, pero a despecho de nues­tras previsiones nos telefoneará con suma amabilidad para excusarse por no poder venir a la próxima cita, nos pedirá que fijemos otra y desaparecerá de nuestro horizonte. De M. R. sólo sabemos, pues, lo que fue dicho en el trascurso de seis encuentros: muy poco. Esta es una de las razones que nos llevaron a cerrar este libro con su relato: narrar en su totalidad cualquiera de los casos que hemos analizado habría exigido que superásemos en mucho los límites que nos habíamos fijado. Pero nuestra elección fue dictada fundamentalmente por otras dos causas: 1) La historia de M. R. parece mostrarnos la ampliación de una «foto familiar» que ya habíamos ob­servado en otras relatos, aunque en forma menos neta y más corroída por el tiempo. 2) La pregunta que nos planteó y

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nos plantea lo que llamamos «viraje», en el cual toma «conciencia» (y los extractos citados muestran la ambigüe­dad de esa toma de conciencia) de su enfermedad, debili­tando lo que había sido su sistema de defensa. La viru­lencia de las «ideas delirantes» y de los impulsos en ellas originados no disminuye en absoluto. M. R. las caracteriza como fuerzas que lo destruyen y contra las cuales se defiende, cuando puede, recurriendo al lenguaje de los médicos, que hace suyo. Podemos añadir que, en nuestra opinión, M~ R. no se encuentra en modo alguno protegido contra el retorno de un episodio delirante neto que lo conducirá a replantear, intacto, su sistema interpretativo. La breve duración de nuestro encuentro hacía abusiva toda teorización exhaustiva de esta historia: tanto en el caso de M. R. como en el de cualquier otro sujeto, considerar que en el lapso de algunas entrevistas es posible conocer la psi­que ajena es una ilusión y un abuso de saber (y, por ende, un falso saber) . Sin embargo, consideramos que este fragmen­to de historia confirma lo que puede ocurrir cuando el su­jeto, al desc.ubrir la escena de Jo «exterior a sí», se ve en­frentado a un espectáculo en el que reinan el sonido y la furia del conflicto y del odio. La primera mirada que M. R. fija en la escena del mundo le hace descubrir un espacio en el que se enfrentan dos colores, dos razas, dos lenguas, dos clases: la pareja que le ha dado origen se presenta ante él como la encarnación ejemplar y manifiesta de este enfren­tamiento. Podemos añadir que, en este caso, el conflicto pa­rental está redoblado por un conflicto «ambiental»: lo «ex­terior a sí» y el campo social le proporcionan a M. R. una misma demostración de la universalidad y de la «naturali­dad» del estado de conflicto. La voz del portavoz habla una lengua que el niño se ve obli­gado a olvidar cuando se Je solicita que adquiera el lengua­je: las mucamas se encargarán de hablarle en francés, el padre Jo exigirá. Placer de oír y placer de aprehender (en el sentido de comprender) deberán ser escindidos: es posi­ble oír la voz materna, no es posible aprehenderla sin tener que enfrentar la ira paterna. En lo referente a la voz del padre, ella trasmite e impone un «sistema de parentesco» forjado por su propia teoría «delirante» acerca de la filia­ción: padre y abuelo que excluyen a la pareja real en bene­ficio de ~una pareja fundadora constituida por el francés cu­yo nombre llevan y por la joven noble cuyo patronímico reivindican.

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«Herederos legítimos» de un título del que afirman haber sido despojados, cuando, en realidad, no tenían derecho al-

- guno sobre él, tanto el padre y el abuelo de M. R. como este último utilizarán esta «herencia» como la armadura gracias a la cual pueden combatir a sus «no semejantes». Ya se trate de los miembros de su propia raza, de los que pretenden diferenciarse por completo, o de los que pertenecen a la fa­milia de la bisabuela, y por lo tanto a un clan que los ha excluido desde siempre de su seno, M. R. hereda un sistema de parentesco reordenado, en forma arbitraria, por el deseo paterno y por sus propias fallas. Sistema del que se apodera hasta un punto tal que durante años firmará con un nombre que no le pertenece e intentará presentarse ante los otros como el hijo directo de esa «primera madre», a pesar de que el color de su piel denuncia la locura del sistema. Escuchamos demasiado poco a M. R. como para poder defi­nir su aporte singular, presente sin duda, en la construcción de «la idea delirante primaria»: pensamos que en su caso ella se fijó en una «idea» trasmitida ·por un linaje paterno que desde hace dos generaciones forjó en forma autocrática su propio sistema de filiación. El personaje materno ha que­dado demasiado a la sombra como para que podamos plan­tear algo acerca de su problemática. Por nuestra parte, pon­dremos punto final a nuestras reflexiones sobre este relato formulando un interrogante que no sabemos cómo respon­der: ¿qué ocurrió en el momento en que M. R. sufrió el trauma craneano, la trepanación, la hemiplejía, la actitud despectiva y hostil del medio hospitalario, el estado de mi­seria real, económica y moral en el que se encontraba ... , momento en el que, en la escena de lo real, un bisturí «mu­tiló» el cerebro y la voz de los médicos trató efectivamente a M. R. como a un objeto degradado, un «disminuido», pa­ra utilizar un término de él al que se cura por piedad y al que no se le reconoce derecho alguno? Esa similitud entre una representación fantaseada del mundo perseguidor y la realidad de lo que surge en esa escena debería haber favo­recido, si nuestras hipótesis son correctas, los riesgos de acting out y reforzado el sistema delirante: y es cierto que, poco tiempo después, M. R. tendrá un intento de suicidio con barbitúricos, al que seguirá, algo más tarde, la elección de su segunda mujer. De todas formas, según las palabras de M. R., este viraje le proporcionará sobre todo lo que él de­signa como su toma de conciencia. ¿Identificación con el len­guaje de un agresor al que, en cierto sentido, le debe la

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vida? Por brutales que hayan sido el bisturí y la mano que lo empuñaba, la operación le permitió a M. R. sobrevivir a las secuelas de su accidente. Lo que nos parece más enig­mático es la relación entre esta toma de conciencia y la irrupción del fantaseo masoquista que, según M. R., hasta ese momento no existía. Personalmente, consideraríamos esta irrupción como el efecto de una perturbación en el sistema y en las ideas delirantes elaboradas por M. R. Mientras el paranoico puede designar en la escena de lo real al objeto persecutorio, al enemigo que debe combatir, puede reagru­por los fragmentos de su cuerpo, y otorgarles una especie de unidad ficticia, aunque operativa, al ponerlos al servicio de una lucha común, de un combate compartido por el con­junto de los pedazos; pero si por una razón u otra esa de­signación ya no es posible, si el perseguidor desaparece, el sujeto queda despojado de esa superficie exterior en la qué podía proyectar su propia escisión, su propio desgarramiento, su propia antinomia, y sólo puede «verse>> como el espacio en cuyo interior reinan el conflicto y el odio. En tal caso, dos soluciones, y solo dos, parecen posibles: 1) Actuar en sí y sobre sí ese conflicto y ese odio, lo que conducirá a la tentativa de §µiddio . .(tentativa que M. R .... repetirá en t¡;es ocasiones) . 2) Lograr· erotizar el deseo del odio, del que es conjuntamente objeto y sujeto, y en tal caso el goce masoquista es la última protección que Eros puede contra­poner a los oh jetivos de Tánatos. En los años que precedieron a la trepanaci6n quirúrgica, ]os psiquiatras habían represent,ado ante M. R. a .perseguidores sumamente activós y a los que odiaba ferozmente. ¿Por qué el cirujano no pudo retomar ese mismo rol? ¿Sería tal vez que la realidad de la agresión quirúrgica habría determinado un asesinato real? ¿E¡.. hecho de que el acto quirúrgico, pese a. tod(), le haya dadcf vida creó aoaso un parecido excesivo entre la imagen del cirujano y la de un padre totalmente idealfaado una vez más, lo que habría ·exigido abandonar todo derecho a odiarlo? ¿O bien (hipótesis más probable) ese momento se acompañó eón otros acontecimientos, que no hemos llegado a conocer y que han sido la verdadera causa de una cierta frustración en las relaciones de M. R. con sus perseguidores? Sólo podemos dejar abiertos estos interro­gantes. Sin embargo, ellos permiten clarificar la ambigüe~ dad de la «toma 'de conciencia» que reivindica M. R. y clarificar' también lo que, en su discurso, podría correspon­der aparentemente, en una escucha superficial, a lo que Ja

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psiquiatría designa como «.crítica del delirio». En realidad, no se produce ni una toma de conciencia ni, en un sentido ver­dadero, crítica alguna: M. R. se apodera de un «saber» que sigue al servicio de sus puestas en escena, tanto masoquistas como sádicas. Para nosotros, que lo escuchábamos, era evidente que cuan­do M:. R. hablaba de sí mismo como de un «enfermo», de un «disminuido», gozaba al poder identificarse con esos obje­tos degradados y efectivamente rechazados que contempló en los asilos psiquiátricos y en las cárceles. Durante mucho tiempo., ese «saber de los otros», y, en particular, ese «saber de los blancos» desempeñó el papel de un bien que él afir­maba poseer y al que consideraba la causa de la envidia y el odio que suscitaba' a su alrededor. Ese «saben> era también lo que poseía el padre y, en mayor medida aún, lo que el padre le impuso como un bien ·que debía conquistar contra la madre y sus semejantes. Es el mismo «objeto-saber» que

· M. R. encuentra en el lenguaje médico, el mismo «saber» del que se apodera, aunque, en este caso, poniéndolo al ser~' vicio del placer masoquista que le procuran los términos que debe a ese lenguaje y que le permiten· autodesignarse como un «disminuido», un objeto que se debe rechazar y destruir. Pero ese «saben~ es también lo que preserva la obtenci6n de un placer al servicio de la pulsión sádica. Al decretar que no es él quien «odia», sino «otro -enfermo»

. que está dentro suyo, al mismo tiempo que goza por su pues­ta en escena de la mutilación impuesta al otro, M. R. se asegura la posesión de un «saber» acerca de la causa del odio; implícitamente, designa como causa de este a «la edu­cación contradictoria» y a la contradicción que enfrenta a los «educadores». Su «enfermedad» se debe a los otro1>, en lo que no se equivoca; por lo tanto, puede considerarse «no responsable» de un «odiar» del que declara responsable a los «educadores».81 Como hemos dicho, pensamos que esta es una fase tra11$i­toria de la vivencia patológica de M. R.; lo hemos encon­trado durante esta fase, y por lo tanto solo podemos ha­blar de ella. Más allá del caso de M. R., esto nos muestra los riesgos que corre el paranoico si se cuestiona el sistema delirante, la función _:¿e pantalla protectora que cumple la pulsión sá­dica, última barrera que el sujeto puede oponer a una re­presentación de sí mismo que le devolvería la imagen de un espacio que ha sido efectivamente desgarrado por el odio

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de los otros, de un «objeto» que la pareja trató como prenda de una partida que jugaban frente a frente. El peligro de en­contrarse como objeto de su propio odio es tanto más fuerte cuanto que despierta como eco, y encuentra como aliada, una posición originaria que los primeros encuentros con lo «:exterior a sí» reforzaron peligrosamente: por ello, siempre está presente el riesgo del pasa je al acto del suicidio. Es contra este peligro que el paranoico, en mayor medida que el esquizofrénico, logra preservarse recurriendo a un perse­guidor que pueda desviar sobre él un deseo de muerte del cual, de hecho, resulta así objeto privilegiado. Crear una interpretación sensata de la violencia padecida: tal es la tarea que emprende el Yo al «delirar». La proble­mática paranoica muestra de qué modo~ al hacer coincidir deseo y odio, la psique lo~a la hazaña de dar sentido a una escena actuada por una pareja que ha engendrado al sujeto, pero •a la que él le debe también el haber encontrado, en lo «exterior a sí», un discurso que carece de sentido al carecer de lo único que puede asegurar su lógica y su función: un enunciado acerca de los fundamentos que hable del deseo y de la legitimidad del placer que se tiene derecho a esperar.

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7. A modo de conclusión: las tres Eruebas que el pensamiento aelirante remodela 88

En nuestras palabras preliminares escribíamos que el dis­curso psicótico enfrenta a los otros con la no evidencia <;Je lo evidente: rara vez se le ha perdonado esto. También en­frenta con la categoría del poder: poder del discurso, poder de la realidad, poder de la psique, poder de la violencia del campo social. El primero se manifiesta mediante el abuso que muestra a menudo, abuso que, como pretende estar al servicio de un saber superior, logra despojar a aquellos contra los que ac­túa de toda posibilidad de reconocer la violencia sufrida y trasformar en un sentimiento de culpabilidad su derecho de defensa más legítimo. Poder de una realidad en la que el Yo sigue buscando Ja verificación por excel~ncia de sus enunciados y de la que nunca puede conocer otra cosa que el discurso que la habla. Realidad que él cree que puede objetivar, poner delante su­yo, convertir en objeto neutro de su reflexión, mientras que lo que le viene de ella es una representación de su propia relación con el objeto y con los objetos del mundo:, una pre­sentación de sí mismo que lo obligará a reverificar sus propias referencias identificatorias y le impondrá una búsqueda que no puede tener fin. Y, por último, poder de la psique de defenderse contra un deseo de muerte que lleva en su seno y contra un deseo de muerte presente en los otros y del que se protegen ofre­ciéndole un «semejante» como objeto. La psicosis nos presenta las formas extremas de estos tres poderes, al igual que de la lucha que pueden sostener. En esta Segunda parte de la obra hemos privilegiado lo que se relaciona con el trabajo del Yo, con su creación y con su modo de respuesta. Concluiremos mostrando que la respues­ta psicótica y el delirio, mediante el cual el Yo defiende su posibilidad de existir, son la culminación de tres condiciones que sólo son operantes a causa de su repetición en el mo-1nento de los tres encuentros que inauguran las tres formas

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mediante las cuales los procesos psíquicos representan su re­lación con el mundo.

1. El encuentro entre lo originario :v la organización de lo «exterior a sí»

La primera condición implica que lo originario y sus pi'Cto­gramas encuentren una realidad exterior que no se preste --o solo se preste en escasa medida- a reflejar un estado de fusión, de totalización, de unión. Es posible, teóricamen­te indeterminable, que la «constitución>> de la psique pre­sente «por naturaleza» una mayor o menor sensibilización a la ·ausencia del objeto, a la frustración inevitable, a la es­pera. Es más importante subrayar que, cuando la edad del niño o el discurso materno le permiten una reconstrucción histórica relativamente detallada del primer año (no~ refe­rimos, por supuesto, a niños o sujet0s que presentan mani­festaciones psicóticas), se escuchan, en la mayor parte de los casos, dos tipos de relatos: a) la historia vacía: lo que se destaca en ese caso es el silencio, la no-historia de una máquina corporal que, en efecto, parece haber funcionado como una máquina perfecta pero deshabitada; b) la historia somática: enfermedades, trastornos alimenticios, insomnios, toxicosis, convulsiones, etc. Pensamos que, en estos casos, el vacío de las manifestaciones expresivas, al igual que la plt:!­nitud del lenguaje corporal, atestiguan una ruptura en la. oscilación de las representaciones pictográficas y el predo­minio del pictograma del rechazo y del deseo de autoaniqui­lación coextenso con él. Primer momento, primera experiencia, primer efecto del en­cuentro con la realidad exterior: J:lo bastan para constituir el núcleo esquizofrénico o paranoico,· pero desempeñan un papel inductor si los hechos posterfores no pueden curar esa primera herida. Es evidente que ningún sujeto recuerda es­tas experiencias «originarias» que no pueden inscribirse en la psique mediante la imagen de palabra, que solo son «de­cibles» mediante la reconstrucción teórica que realiza el ana­lista acerca de ellas, cualesquiera que sean los conceptos a los que recurra. Como tal, le que se juega en lo originario no puede tener lugar en la escena de lo priqiario y, por ello mismo? no puede ser recordado; por el contrario, lo que <;e construirá en esta escena llevará su marca. Lo primario es

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aquello mediante lo cual la psique pone en escena un «exte­rior a sí», espacio en el que proyectará la causa de los afec­tos que invaden su campo, lo que permitirá que secundaria­mente sean «decibles». Cuanto mayor es el dominio de Tánatos sobre Jos afectos, más metabolizará lo primario, para sus puestas en escena, los materiales que, en el exterior, se ofrecen como signos de agresión, de odio, de rechazo. Comprobación que esclarece lo que ocurre en el segundo momento de la instauración de la potencialidad psicótica.

2. El encuentro entre lo primario y los signos de la realidad

El reconocimiento por parte de ia psique de la existencia de lo «exterior a sí» es condición y causa de lo primario: como hemos dicho, ningún sujeto, salvo que muera precozmente, escapa a este reconocimiento. En un primer momento, la única existencia psíquica de ese «exterior a sí» será la repre­sentación fantaseada que forja la psique acerca de él. Por autocrática que sea, esa representación presupone la intro­yección de estos elementos de información que provienen del exteric>r, y que dan origen a una percepción conjunta de lo «percibido» y del «espacio» del mundo ocupado por esa percepción. Sin duda, la fantasía rechaza el principio de realidad, tiene una relación mucho más ambigua con el prin­cipio de existencia: desde el comienzo su meta (la alucinación del pecho lo ejemplifica) es recrear un fragmento del ex­terior tal como sería si concordase con el deseo de lo prima­rio. La fantasía no niega la existencia de lo «exterior a sí», niega Ja existencia de algo exterior al deseo; su sueño no es que el mundo se aniquile, sino que sea idéntico a la imagen que forja acerca de él. Lo primario sueña con encontrarse en el lugar de un dios-deseo que crearla un mundo a imagen suya, un mundo soñado, sin duda, pero mundo al fin. Esta relación entre lo primario y el mundo justifica la im­portancia que atribuimos a los acontecimientos y experien­cias que el mundo puede imponer al «director de escena». El papel de lo que Freud designaba como la ananké será hacer admitir a todo hombre que entre el mundo y su pues­t'!- en escena del mu11do (es decir, sus construcciones fanta­seadas) la identidad es imposible, veredicto impuesto por la

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«dura realidad». Pero este ver.edicto es igualmente verdade­ro, o debería serlo, para las puestas en escena coextensas con la angustia del rechazo, del pánico del odio, del deseo de muerte: también en este caso un desmentido es necesario y debería ser «normalmente» encontrado. Debemos añadir que la falta de concordancia entre la representación y el mundo no quiere decir que no puedan existir momentos de coincidencia .entre la leyenda de la escena, fuente de placer, y las percepciones que impone lo real: lo que es necesario para la evolución de la psique, lo que ella debe ser capaz de asumir puede ser subsumido bajo el concepto de lo diferen­te: diferencia entre estados y momentos de placer y de dis­placer, diferencia entre la alucinación y la satisfacción real, diferencia entre el sueño de un placer continuo y un tiempo escandido por la diversidad de las experiencias sucesivas. En otras palabras, lo que la psique puede esperar de las expe­riencias que le impone la realidad y de los efectos consecuen­tes para ella es que pueden existir momentos de concordan­cia entre el placer que la escena figura y el placer que la realidad le ofrece. Esta concordancia es la que permitirá se­parar el placer ofrecido por el objeto del placer originado en la alucinación, el deseo que el representante del Otro efectivamente ofrece del deseo que se le imputa en nombre de Ja proyección, la presencia de un signo acorde con la in­tención del agente de la de un signo creado por uno, para sustituir una ausencia demasiado prolongada o definitiva. En los casos de 1os que nos ocupamos, la realidad del deseo materno se manifiesta efectivamente mediante la ausencia o la escasez de los momentos de concordancia entre la puesta en escena, fuente de placer, y el placer que se espera de su presencia y de sus dones. La realidad histórica encontrada desde que comienza a funcionar lo primario carece de Jos signos de un deseo positivo y no conflictivo; lo demuestran: l) en primer lugar, todo lo referente a la educación, al aprendizaje, que, con referencia a la etiología, deberíamos designar aquí como amaestramiento [dressage]; 2) en segun­do lugar, lo que se puede designar como «clima ambiental», tanto si es lugar de «escenas», lugar del silencio o lugar de los duelos; 3) en tercer lugar, lo que concierne a lo «exte­rior a la familia», sea porque el núcleo familiar-permanece cerrado sobre sí, se .niega a reconocer la existencia y f un­ción del discurso del conjunto, sea porque este discurso, que periódicamente exigirá que se obedezcan sus reglas y no su ley, sólo da lugar a tensión, a agresión, a decepción.

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Como tal, este contexto forma parte de lo que designamos como la realidad psíquica que encuentra la psique infantil· confiarnos en que quede claro que no pertenece exclusiva~ mente a la rúbrica del deseo inconsciente (de la madre, del sujeto, del padre) . Esta realidad revela aquello que en este deseo es manifiesto (en el sentido que otorga la teoría a tal calificativo, en contraposición a latente, cuando ella se ocu­pa del discurso) y se manifiesta mediante signos, -actuados y hablados. En Ja conducta de la madre y del entorno, en su manera de ofrecer y de exigir, en lo que ella da y deman­da, el niño reconoce, con razón, los signos de un no-deseo y del conflicto. Tanto si él proyecta en todo ello su fantasía como si intenta negarlo mediante la fantasía contraria no basta para precluir de su espacio psíquico lo que terminará por imponerse como justa percepción de la ausencia real, no de lo que se desea sino de algo que se espera y que es, para la psique un derecho y una necesidad. De tal modo, esas experiencias por todos compartidas que son el destete, el control de los esfínteres, la ausencia, la eventual enfermedad o duelo revestirán formas que las trasforman en las expe­riencias traumáticas de una historia; traumáticas, no a causa de la proyección del sujeto, sino de la significación que asu­men de hecho en el discurso y para la psique materna. Lo que los ejemplos citados demuestran pueden parecer ca­sos límites o algo excepcional, pero no es así. Es exactamen­te igual que la madre rocíe con su leche el rostro del niño corno que le dé el pecho a toda prisa, arrancándole brutal­mente el pezón. En ambos casos, son manifiestos los signos de su displacer; la realidad confirma la puesta en escena del rechazo, desmiente la puesta en escena de un estado de pla­cer que el niño representaba, y se representaba, como res­puesta acorde con el deseo mat~rno. La obra del proceso primario es la metabolización que trasforma las percepciones que el exterior ofrece e impone como signo intenciones de lo «exterior a sí» para con el que percibe: en aquel que puede llegar a ser psicótico, «las representaciones y los jui­cios» 89 esperados de la realidad han revelado en forma re­petitiva cuáles eran las fuerzas en juego en lo «exterior a la psique»: el no-deseo, el conflicto, la angustia, el secreto, la falta. El destete demostró que él era efectivamente, para la madre, la decisión que ejemplificaba, a posteriori, la pro­hibición planteada desde el origen sobre todo placer que el niño habría podido reconocer como tal y que no sería re­ductible a la necesidad ni recibido pasivamente como un

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placer que solamente ella dispensaría. El aprendizaje de los hábitos higiénicos no es impuesto en nombre de una ética compartida: «hacerse encima» ffa.ire sur soi] y «hacerlo todo por sí mismo» [tout /aire du soi] son para ella intolerables, porque toda manifestación de un placer autónomo suscita un eco que ella no puede aprehender. Estas «representacio­nes y juicios» son percibidos; el «director de escena» podrá trasformarlos, intentar precluirlos de su entendimiento; des­graciadamente, encuentran en. lo primario a su mayor alia­do; la significación y la manifestación de la acción materna confirmarán la leyenda de una fantasía que, de todos mo­dos, habría tenido un Jugar, pero junto a otra, de sentido contrario, en la que el destete equivaldría a una mutilación de un placer oral, la limpieza, a una negativa a recibir el don excremencial, el duelo, a una venganza, la ausencia, a un deseo de no ver al sujeto, de negar su existencia. Llegamos así a la tercera condición ne!:esaria para que se constituya una psicosis, lo que demuestra la resistencia con qúe la psique se defiende de este riesgo.

3. El encuentro entre el Yo y el discurso identificante

)"a no recordamos a qué sabio de la Antigüedad se le atri-. huye haber dicho a los dioses agradecidos que lo invitaban a formular un deseo: «Nunca me hagan padecer todo ]o que un hombre es capaz de soportar». El destino psicótico nos confronta con la desmesura de la angustia, del terror, del sufrimiento que el sujeto puede so­portar. Que sea capaz de cohabitar en ·un mundo en que reina la persecución, en que acecha la mutilación, en que por lo general la palabra del Otro es amenazante y se le niega a la propia todo poder de significación: todo ello no ha dejado de sorprendernos cada vez que escuchamos y mi­ramos vivir a los «locos». Pero igualmente sorprendente es la resistencia que contrapone la psique a ese destino. El en .. cuentro entre lo originario y un mundo acorde con el picto­grama de la nada, el encuentro entre la puesta en ~scena de lo originario y un mundo en que faltan los signos del deseo que se tendría derecho a esperar, no es suficiente para crear la, falla. Se requiere que esté presente una tercera condicion: el encuentro con Ja realidad dél discurso, lo que se

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debe designar como la realidad histórica de lo aprehendido aprehendido que concierne a la significación que el <liscurs¿ del portavoz pretende imponer a la causa de los afectos ex­perimentados, afectos que solo podrían perder algo de su dramática intensidad si se le ofreciesen a la psique signos ~sensatos» con los cuales ligarlos: ello permitiría relativizar su efecto, reconociendo que, si el deseo <le placer no es omni­potente, tampoco lo es el deseo de muerte. No basta desear para que el pecho surja, pero tampoco basta representarse que ha sido definitivamente perdido para que: no se re-pre­sente y ofrezca nuevamente placer y amor. Solo ~i este se­gundo enunciado es demostrado por la prueba de realidad, el primero podrá ser aceptado sin correr el riesgo de que el duelo consecuente exceda las posibilidades de respuesta del Yo. La tercera condición se constituye en el momento del encuentro entre un «poder de aprehender» y los enunciados del portavoz: este poder de aprehender y de apropiarse de una parte de los mensajes es uno <le los fundamentos del pro­ceso que instituye al Yo. Tercer momento que confirma lo que escribe Freud sobre la evolución de las fases libidinales: la antecedente prepara la siguiente, que llevará la huella de lo que se jugó en ella, de la victoria o la derrota que marcó su fin. Del mismo modo, lo originario precede a lo primario, al trabajo cuyo camino abre y cuyo destino comparte. Pero, como hemos visto, el proceso secundario y el Y o tienen una relación de creación recíproca con el discurso: el Yo se ca­tectiza gracias a aquello que, en el discurso aprehendido y catectizado, retorna sobre la escena psíquica para ofrecerle sus enunciados identificantes. Estos enunciados no pueden ser autocreados por la instancia a la que deben inicialmente dar nacimiento; el primer tiempo no es remplazable: implica la apropiación por parte de la psique ~ enunciados impuestos y formulados por un discurso, cuyo portavoz debe ser él me­diador. Pero se requiere que estos enunciados, que contra­dicen la puesta en escena, confirmen el derecho a recono­cerse en una imagen narcisizante y valorizada. En los casos aquí analizados, la escucha del niño es confron­tada con una puesta en escena de su cuerpo, de sus funcio­nes, de sus experiencias y del mundo que desmiente a lo primario, que impone una serie de duelos dolorosos, sin nin­guna contrapartida que no sea negativa. La imagen identi­ficatoria, que los enunciados imponen, no ofrece ni una ima­gen de cuerpo unificado y unificante, ni una imagen de lo «pensante:» que valorice, como «bien propio», esa nueva

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función que se está obligado a ejercer, ni una imagen del mundo en la que el deseo y el placer tengan derecho de ciu­dadanía sin otro requisito y sin tener que naturalizarse op­tando por una lengua extranjera. El Yo naciente se ve con­frontado con una triple negación y una triple violencia:

1. Se le niega todo derecho a reconocerse como agente de una función pensante autónoma, a sentir placer creando «pensa­mientos» que podría reivindicar como producción propia y c.atectizar narcisísticamente. 2. Se le niega todo derecho a pretender como verdaderos los sentimientos experimentados, a decir que está triste cuando se le afirma que debe estar contento o a la inversa. 3. Se le impone un relato histórico que carece de todo fun­damento, en el sentido que hemos dado al fundamento de los enunciados, y que oculta esa falta rernplazándola me­diante un enunciado falso. En su formulación manifiesta, ese sustituto devela el deseo materno que prohíbe que el su­jeto encuentre en el deseo de la pareja a su significación original. Prohibición que, para hacerse respetar, impondrá al sujeto un postulado sobre los fundamentos (incluyendo los fundamentos del discurso) carente de sentido y contra­dictorio con el conjunto de los enunciados que se le solicita que repita, y también con los enunciados del conjunto.

Cuando la madre de la señora B. borra el nombre de su propio padre, cuando, por el contrario, da múltiples detalles al referirse al relato de «la mere» curandera provista de do­nes sobrenaturales, y cuando se contenta con decir sin más explicaciones a la hija mayor, en presencia de la menor, que «no debe abrazar al padre», confronta efectivamente a la niña con un discurso paradójico. ¿Por qué junto al nombre de «la mere», evocado con tanta frecuencia, no aparece el del padre? ¿Por qué no se lo debe abrazar cuando, al mo tiempo, se enseña que amar a los padres es un deber? Cuando le afirma a la niñita, al regresar esta del hospitaL que lo que «tragó» no era peligroso, y le niega el derechG a que le reconozcan una verdad acerca del sufrimiento que experimentó, del mismo modo en que le prohibirá luego «recordar» esta experiencia e intentará convencerla de qm~ en realidad, <mo había ocurrido casi nada»,-la obliga a de~· mentir 4na verdad que la niña percibió perfectamente. Cualesquiera que sean las singularidades, en la historia di: estos niños se observará siempre el efecto dramático de un

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encuentro en que, aparentemente, se le impone al Yo la apropiación de un saber -sobre el lenguaje, sobre él mis­mo, sobre el mundo--, mientras que, en realidad, en toda oportunidad en la que pretende mostrar el resultado de esa adquisición choca con una prohibición, con una negación del valor del producto, con una «contraverdad» que des~ miente la significación que él había entrevisto y construido. «Está prohibido pensar, es obligatorio pensar "lo pensado por el otro"». Es esta una conminación insostenible e impo­sible, tan imposibl~ como una orden que exigiera taparse herméticamente los oídos y oír, o amordazarse y hablar. La condición previa y necesaria para pensar lo «pensado por el otro» es que se pueda pensar: precisamente, lo que -:la ma­dre teme por encima de todo es esta posibilidad. Ese tercer momento redobla, amplifica, la prueba impuesta por los dos primeros :

l. Lós pictogramas encontraron un mundo que se resistía a reflejar uno de los dos. 2. Lo primario, a su vez, buscó vanamente en lo «exterior a sí» signos que le permitiesen encontrar en el lugar del Otro la causa de un estado de placer que pudiese ser ligada a su deseo y, también, los signos que podrían desmentir sus fantasías de rechazo, ayudarlo a reconocer que el mundo y el cuerpo del otro son también lugares en los que el placer es posible, en los que el deseo puede realizarse. 3. Last but not least, el Yo, por su parte, encuentra en el espacio al que debe advenir, en los enunciados que deben instituirlo y que van a constituirlo, la orden de tener que ser, mientras que cada vez que él llega a ser, en cada ima­gen de sí mismo que tiende a catectizar, choca con la pro­hibición de ser esa forma, esa imagen, ese momento, tan pronto se presentan corno su elección.

El campo de lo secundario o el espacio del Y o está mí nado; ante cada paso que da, o bien salta por el aire el fragmento de suelo sobre el que, un momento antes, había apoyado sus pies, o bien salta el espacio en el que iba a apoyarlos un momento después. Se avanza, con una serie de saltitos al azar, sobre un camino reducido a pobres fragmentos, camino en el que lo anterior está ocupado por agujeros y lo poste­rior puede estarlo; espacio que es sólo un rompecabezas de pedazos dispersos y no puede ofrecer ruta alguna, ni siquiera indicar cuál sería la meta una vez que se lo ha recorrido.

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El Y o comprende muy pronto que no puede habitar ese es­pacio a menos que cambie algo en él; comprende también -muy pronto que más vale fingir que no ve los agujeros si no quiere detenerse inmovilizado por los riesgos de la catástrofe; además, que está prohibido esperar encontrar en ese lugar una meta que se le podría ofrecer a la libigo, para que renuncie a privilegiar las puestas en escena a expensas de la «puesta en sentido». A fin de evitar verse obligado a abandonar ,la ruta y que se reproduzca esa especularización originario-mun~ do que signa sus momentos de aniquilación, recurrirá a tres operaciones (término que debe entenderse en el sentido de operación estratégica, de operación quirúrgica y de opera­ción matemática) : 1 ) crear el «pensamiento delirante pri­mario», es decir, inventar su en1mciado sobre los fundamen­tos; 2) intentar, gracias a ello, que lo secundario sea apto para lo primario; 3) utilizar una parte de su energía en un trabajo de autoexclusión, desautorizando lo que se conÍesÓ, desconociendo lo que conoció, negando lo que él «sabe» ser y lo que. sabe sobre su ser. Hemos dicho, al comienzo, que no habría psicosis si no hu­biera Y o y si esta instancia no encontrase su precursor, su «materia», en el discurso «ambiental». Como dice Freu<l, es, efectivamente, entre el yo [ mot] y el mundo exterior donde estalla el conflicto en la psicosis, pero no a causa del «exce­so de influencia del ello», sino a causa de una impotencia en el discurso del Otro y a. un exceso en su deseo de apro­piarse de lo que le «falta», haciendo suyos el espacio psí­quico y el trabajo de pensar. del propio niño. El Yo se ve frente a una realidad histórica en la que, en forma repetiti­va, encuentra una serie de enunciados a él referidos que contradicen las percepciones que le impone la realidad y an­te los cuales no es ni ciego ni sordo. Discurso en el que la lengua fundamental carece de una significación que habría sido necesaria para instaurar el sistema de parentesco; la consecuencia será prohibir, en el registro de la «designación de los sentimientos», que se designe «precisamente» toda vivencia cuya causa remitiría a la significación faltante. Frente a esta exigencia, que impone un discurso efectiva­mente pronunc!ado y aprehendido, el Yo responderá crean­do un sentido allí donde no existí~, gracias a su construc­ción del pensamiento delirante primario; a las contradiccio­nes,. las «contraverdades», las omisiones del discurso, las in­terpreta· éomo lo manifiesto de un sentido latente que él autocrea. Sentido que remplaza lo «indecible» de su pro-

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pio origen y, por ende, de los orígenes en general. Si el de­seo de filiación constituye una ejemplificación esclarecedora de eso, en la psicosis se observa un «pensamiento delirante» sobre la filiación que forma parte de su núcleo. A partir de este «pensamiento», lo dicho y lo contradicho, Illaterno o pa­terno, volverán a tener sentido: se llegará así al autocon­vencirniento de que la contradicción, la omisión y la nega­dón se deben a que lo dicho no debe ser referido al postula­do que funda la lógica del discurso de los otros, sino al pos­tulado que sólo uno, junto con otro, conoce. El Y o no puede habitar un espacio cuya organización ha­ría, y le haría, ininteligible su propio deseo de vida: por tal motivo remodelará aquello de lo que no puede negar ni la existencia ni las consecuencias, para determinar que lo «vis­to», que haría carecer de sentido a toda habitación de ese espacio, se adecue a una lógica tomada de lo primario. El ve los agujeros en el suelo, escucha la mina que estalla, siente las heridas que originan las esquirlas al caer, pero niega toda relación de causalidad entre lo que ocurre en la escena de lo real y el no-deseo y la /alta presentes en la ma­dre. Afirmará entonces que un deseo que le concierne sigue siendo causa de lo que experimenta: el deseo del persegui­dor, el deseo de Dios o su propio deseo de minar, de esta­llido, de sufrimiento. De ese modo, preserva la posibilidad de conservar su cate:xia para la madre, de creer en los pos­tulados de su discurso y se preserva del peligro de no dispo­ner ya de un lugar en que pueda existir, un lugar en que sea posible una palabra.

«Evidentemente, el proceso se rem1cta, pero siempre es po­sible lograr una nueva absolución aparente: se debe enton­ces reagrupar a todas las fuerzas propias: nunca hay que rendirse».9º El psicótico, más desengañado que J. K. (el personaje de El proceso), no sentiría ninguna «incredulidad» frente a esa afirmación: sabe desde hace mucho tiempo qlle, en el proceso que él discurso del Otro inicia contra él y en el que su delirio inicia contra los discursos de los otros, toda abso­lución, cuando se produce, es aparente. También descubre a veces que los oropeles con los . que se revistert los represen­tantes de la ley no son, a menudo, más que «frágiles apa­riencias»: es esta, quizás, una de las razones que lo llevan a no rendirse y a declarar cerrado el proceso.

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Notas

Palabras preliminares

Este término designa aquí también el funcionamiento psíquico del analista.

2 Veremos en el capítulo 1 qué entendemos por postulado. 3 Esta última implica la intervención del proceso secundario. a La obra de Freud titulada en alemán Das Unheimliche ha si­

do .traducida al francés con el titulo L'inquiétante étrangeté (La inquietante extrañeza) y al español con el de Lo siniestro. L)V'. del T.]

Capítulo 1

b En lo sucesivo, «Yo» designará siempre al Je o enunciante; to­da referencia al M oi como instancia del sujeto se aclarará ex­plícitamente. [N. del T.]

4 En esta perspectiva, los calificativos de consciente y de decible son sinónimos.

!i Término que debe comprenderse aquí como sinónimo de saber. 6 S. Freud, Compendi<J del psicoanálisis [Los títulos de las obras

de Freud q>rresponden a la edición de Obras completas, Madrid, Biblioteca 'Nueva, 3 vols., aunque damos nuestra propia versión de los textos. (N. del T.)]

7 Digamos de inmediato que esta paradoja es la que funda la lógica de lo primario.

3 P. Castoriadis-Aulagnier~ «Demande et identification», L'lncons­cient, n 9 7, julio-setiembre de 1968.

9 La frecuencia de esta relación que contrapone al sujeto y a los otros es la que explica por qué la locura, como discurso que responde a la violencia de estos otros, debe comprenderse a su vez como la interpretación de la violencia (véase la Segunda parte de esta obra) .

tO Con el término «sentimiento» designamos al afecto consciente, es decir, a una experiencia afectiva que el Yo conoce y cuyo enunciádo puede forro u lar.

Capítulo 2

1 l Esta· ptima de placer no implica que se haya reconocido pre­viamente al pecho como objeto separado del cuerpo propio, · aunque lo preanuncia. Presupone, por el contrario, que el ob-

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jeto representado como autoengendrado sea representado tam­bién como objeto que experimenta placer.

12 Cabe preguntarse si las consideraciones «filosóficas» de Freud acerca de la pulsión de muerte, o nuestra hipótesis de un mo­vimiento hacia el antes del deseo o de un deseo de no deseo, no son, acaso, fantasías. Pero, ¿cuál podría ser el origen de estas fantasías que se hacen inteligibles -para y a través del Yo, si no la existencia de una fuerza que el sujeto sólo puede ha­cer inteligible designándola como pulsión de muerte? Por otra parte, es natural que el Yo no pueda aceptar la existencia de un deseo de muerte que se contrapone al sentimiento de escán­dalo que experimenta frente a ella. Pero cuan el.o este mismo Y o acepta el riesgo de conocer lo que no ~s él, está obligado a ver lo inaceptable y a reconocer el im­pacto de un deseo que le es heterogéneo y que domesticará trasformándolo en un concepto teórico. Logra así la «prima» de poder decirse que, aun si no lo sabe, morirá porque tal es su deseo: ¿última e ilusoria victoria del Yo? Quizá, pero tenemos la impresión de que esta victoria es efectivamente vivida como tal en otro espacio. ¿Y de dónde podría surgir esta «.impresión» ajena al Y o y cuya presencia antes de Freud, sin embargo, nos muestra la historia, sino de un trasfondo de la psique que espera y pretende que ya no haya razón alguna que lo obligue a pro­seguir su trabajo de búsqueda? Si la «pulsión de muerte» es una «fantasía» de Freud, es, como toda fantasía, rea\ización de un deseo inconsciente que ella se limita a «poner en sentido» para darle acceso al campo del Y o.

13 En relación con el proceso primario, ver·emos por qué esta im­posibilidad de precluir la información concerniente a la audición conferirá una jerarquía particular a la voz.

14 En realidad, seria necesario hablar de una astucia de lo que Freud llamó en un primer momento pulsiones de conservación.

15 S. Freud, Los instinlos y sus destinos. 16 Cuando hablamos de «sí-mismo» nos referimos únicamente a la

instancia representante. 17 Seguimos siendo fíele~ a una posición que hemos adoptado hace

ya mucho 1;iempo: la angustia de muerte precede a la angustia de castración, que constituye su reelaboración.

18 Esta falta se refiere por igual a los objetos requeddos para las necesidades del cuerpo y a las «necesidades» de la psique, obje­tos que lo «exterior» a sí de pe poder proporcionar.

19 Más precisamente al acting out tal como nosotros lo definiremos.

Capítulo 3

20 Al releer este texto, nos ha parecido conveniente presentar un examen más detallado de la organización fantaseada y de sus representaciones sucesivas en el último capítulo, consagrado a la paranoia y a su fantaseo de la escena primaria. Rogamos al lector que lo consulte.

21 Cuando la diferencia entre estos dos deseos desaparece o se reduce en exceso, imposibilita el juego pulsional: en ese caso, puede desaparecer de la escena fantaseada el tercer pelo cons-

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tituido por la mirada. Al coincidir, el que mira y lo mirado fijan al deseante en una posición inmutable, con la consecuen­cia de reducir peligrosamente la capacidad de reconocer el in­tervalo que separa la escena fantaseada y la escena de la reali­dad. La reducción de este intervalo constituye el núcleo del fe­nómeno psicótico; su efecto más grave será que la escena de la· realidad pueda presentatse de tal modo que le permita al pic­tograma reencontrar el estado de especularización originario. ~ i ello ocurre, se producirá lo que hemos descrito anteriormente como la «re-acción» responsable del acting out.

22 La precocidad de la entrada en escena del «deseo del padre» señala el error de muchas teorizaciones acerca de la psicosis, en particular de la esquizofrenia, en las que d único lugar que se le concede a este deseo es el de su «preclusión» por parte de la madre o su ausencia; dicho planteo, sin embargo, es des­mentido en forma regular por la experiencia clínica. En el destino psicótico del sujeto, el deseo del padre cumple un pa­pel sumamente importante: al privilegiar abusivamente el «de­seo o el no deseo» de la madre hacia el padre y omitir las consecuencias del deseo del padre por el niño, las formas y la rneta que persigue, los teóricos, sin saberlo, se hacen cómplices de un efecto que consideran como causa. La frecuencia de los rasgos paranoicos en el padre del «esquizofrénico», al igual que la frecuencia de una actitud paranutricia, merecen reflexión. Lo mismo ocurre en los casos en los que el padre es el agente del ejercicio de un poder que hará coincidir toda forma de poder con un abuso de poder, .sin que sea posible impugnación algu­na. Volveremos a oc;uparnos de este problema en relación con la paranoia.

23 En la página 123 retomamos y elaboramos el análisis de esta trasmisión de un «deseo de hijo» y del papel que representa en la represión.

24 Lo que decimos acerca de la tnirada vale también, evidente­mente, para toda otra función-zona erógena.

25 El Yo y el Ello. 26 Cf. en el capítulo siguiente la sección «El contrato narcisista»,

pág. 158 y sigs. 27 Consecuencia que el psicoanálisis de la psicosis nunca permite

olvidar. 28 Ver, oír, pensar lo aprehendido: tan pronto como la imagen

de palabra se convierte en un material metabolizable por parte del proceso primario, toda jerarquización se hace imposible.

29 Y también tomarlo homogéneo a su estructura. 30 Este análisis de la relación del perseguidor señala que en el

fundamento de su estructura se observa la otra cara de todo fenómeno de persecución: el fenómenq de idealización. El po­der del objeto persecutorio siempre se idealiza en muy alto g.rado. Ahora bien: este segundo fenómeno es también obra de lo primario. Persecución-idealización, este binomio designa las dos acciones psíquicas, complementarias y antinómicas, que pue­de sufrir el objeto catectizado en el registro de lo primario. VolveIJIOS a encontrar este binotnio en toda ocasión en la que se analiza la relación del psicótico con su cuerpo, con el otro. con el mundo.

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'l Esta protección puede fracasar: su logro, f'n eff'_cto, implica que también el Otro -la madre- acepte ese juego sustitutivo. Si. a la inversa, la actividad y el funcion.amienti;> oral del niño conservan para eUa un valor privilegiado y no remplazable, el niño no podrá menos que mantener la catectización exclusiva de esta función o renunciar a toda demanda.

32 A lo largo de su existencia, el Yo sigue dando fe a creencias acordes con los objetivos de lo primario, pero, de todos modos, y fuera del campo de la psicopatología, se requiere que estas creencias no sean contradictorias con el proyecto identificato­rio del Yo.

Ca.Jlftulo 4

33 En nuestra introducción, hemos señalado el movimiento de os­cilación que impone a toda investigación psicoanalítica la ne­cesidad de analizar, sucesivamente, lo que ocurre en_- dos es­pacios psíquicos en el momento de un primer encuentro, de un mismo descubrimiento inaugural. Vaivén que no puede evi­tar ciertas reiteraciones y repeticiones, puesto que el análisis tropieza con el mismo fenómeno. U na vez desplazado el ángulo de visión, se descubre tanto la heterogeneidad de las formali­zaciones de la experiencia como la semejanza de determinados er~ctos y, en primer lugar y siempre, la interacción continua que se produce en forma similar entre ambos partenaires. La repetición inevitable de ciertos temas confirma el escollo con que tropieza en este campo la reflexión teórica. Al revelar la ficción de la separación se pone de manifiesto la imposibilidad de concebir al espacio psíquico, cualquiera que sea la fase con­siderada, de un modo que no sea el de lugar de comunicación, <le ósmosis continua con el espacio exterior que lo rodea.

34 El anhelo «que él o ella llegue a ser padre o madre» supone implícitamente el derecho futuro de la elección de un otro que permitirá la realización del anhelo. Esta distancia temporal es la que permite que la madre olvide lo que impliéa ese anhelo: el fin de su rol de objeto privilegiado, el fin de la relación en la que aparecía ante el niño corno la única dispensadora de placer, depositaria Cle todas las demandas posibles. Este olvido abre camino a lo que ella deberá saber y aceptar en relación con la autonomía futura del niño frente a ella, con su aleja­miento inevitable y. en filigrana, con su propia muerte.

35 Podríamos decir, también, que ella ocupa el lugar de alguien que da deseo, don esencial para la estructura psíquica, pe.ro que se niega a ser donante del objeto, negativa igualmente .ne­cesaria.

36 En la parte referente a la psicosis veremos que este abuso de poder es el primer resp~:msable de la constitución de un delirio.

37 Cf. en ese sentido el Anexo al final de este capítulo. 38 Cf. Schreber, Recuerdos de 7nÍ en/ ermedad nerviosa. 39 En cierto sentido. podemos decir que-; cualquiera que sea su

forma. el objetivo de todo delirio es proporcionar la prueba que se designa o que se alucina en el espacio de lo «exterior a sfo. La certeza delirante es el precio que paga el sujeto por la

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tmposibilidad de encontrar en el di.:curso de los demás los pun­tos de certeza que le permiten a ia duda disponer de los limites necesarios para que el discurso ejerza su función.

40 S. Freud, Compendio del Psicoanálisis. 41 Estas imágenes devueltas por la enunciación del sentimiento

expresado fundan el proceso identificatorio: el a posteriori de la.. nominación del afecto es la operación identificante que ins­tituye al Y o.

42 En realidad, y tanto en lo referente a este párrafo como al conjunto de nuestro trabajo, sería más exacto hablar de la re­lación que existe entre el signo lingüístico y su referente ... j pero hay hábitos de pensamiento de los que es dificil liberarse!

43 Podemos imaginar perfectamente un sistema en el que este re­presen tan te no es el padre; pero, cualquiera que sea (el tío, un anb:~pasado, el sacerdote, una clase o una casta, y también la clase de las madres) , su rol es siempre necesario. El discurso materno deberá encontrar ese punto d·e referencia y luego acep­tar ser la voz que enuncia al infans la existencia de esta refe­rencia. La función materna exige apoyarse en un modelo y que ese modelo sea invoc::1.do ante el niño como razón, ley, funda­mento de su acción. El soporte que, según las diferentes cul­turas, sostiene ese rol de representante del discurso de los otros no es indiferente para el destino psíquico del sujeto, como no lo es la mayor o menor valorización del modelo por parte del grupo. Es por eUo que existen culturas o momentos de una cultura que agravarán o reducirán el riesgo psicótico.

44 Lo que prefigura la paradoja del goce: experiencia corporal que, sin embargo, excluye en forma radical todo aquello que correspondería al orden de una racionalidad biológica.

45 Esta complicidad desempeña un papel importante en la pro­blemática del perverso. Cf. P. Castoriadis-Aulagnier, «La struc­tut'e perverse:i>, L'lnconscient, n" 2, 1967.

46 Entendemos al padre como objeto de un odio que puede, gra­cias a él, designar en lo «exterior a la psique» su causa.

47 En tales casos, es frecuente que el padre reivindique la «natu­ralidad» de lo que ha ocurrrido, sin saber que, al acostarse con su hija, es a la madre a quien muestra su victoria. En los casos clínicos que hemos podido seguir, hemos observado siempre una complicidad por parte de la mujer, en cierto modo como si su hija siguiese formando parte de los objetos que la madre está dispuesta a prestar, al tener la certeza que, de ese modo, podrá incrementar su poder sobre el padre (ayudada a tal fin por el descrédito y la sanción legal posible).

48 En lo referente a la difícil relación entre la psique y lo social, y a los problemas que plantea su análisis, cf. C. Castoriadis, L'institution imaginaire de la société, París, Editions du Seuil, 1975, esp. el capítulo 6.

49 El analista y el analizando. 50 Veremos en el capitulo 6 por qué estos enunciados del funda­

mento-son necesarios para el manejo del lenguaje por parte del sujeto, para quien toda respuesta concerniente al origen --del mundo,. del lenguaje, de la ley- es entendida como una res­puesta acerca de su propio origen.

51 En este registro, la ambición científica nada tiene que envidiar

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a las Ilusiones de la ambición de lo sagrado: ambas comparten la misma desmesura. Conjunto de las voces o texto escrito cuyo rol de referente es necesario para que el niño se libere de su dependencia respecto del primer referente encarnado por la voz materna. Este último coincide con el registro de lo imaginario ; véase el Anexo. En relación con este problema no hacemos sino resumir un texto de hace ya algunos años y al que no tenemos gran cosa que añadir. Cf. P. Castoriadis-Aulagnier, «Demande et identifi­cation», L' lnconscient, n" 8. Este problema se singulariza por el hecho de que nada puede decirse acerca de «quién» es Yo sin recurrir a lo que Yo pien­sa llegar a ser. Sin esta proyección en un futuro, el Yo nada podría enunciar acerca de un tiempo actual, como tal inasible. Añadamos que la referencia al pasado es también indispensable. La obra de Ernst Cassirer La philosophie des formes symbo­liques (París, Editions de Minuit, 1972) nos ha aportado mu­cho; pero lo dicho no elimina la distancia que separa el modo de plantear y resolver un problema de acuerdo con los pará metros que exige la reflexión filosófica, y el modo y los paráme­tros que exige la reflexión analítica. El pasaje citado apare­ce en el vol. III dd libro de Cassirer, titulado «La phenoméno­logie de la connaisance». Y con más generalidad aún, cuando lo empleamos en el crunpo psicoanalítico.

Capítulo 5

58 Las bastardillas son del autor. 59 Al final del capítulo 6 figura el informe detallado de M. R.

acerca de su historia. 60. Aquí, una vez más, la expresión «potencialidad psicótica;<;> desig­

na lo que con mayor rigor habría que llamar, según los casos, «potencialidad esquizofrénica» o «potencialidad paranoica».

61 Momentos de un silencio «mortal» para el Y o, que pueden pro­ducirse tanto en la vivencia de la potencialidad psicótica como en sus formas manifiestas.

62 Expresión que se e~cuentra tal cual en las estructuras simple­mente neuróticas; pero en este caso asume un sentido muy di­ferente, que la relacionan con una problemática edípica.

63 Veremos que el «deseo de hijo» en el padre puede presentar las mismas anomalías, por razones semejantes. Pensamos que no es indiferente que aparezca en uno u otro, o en ambos. La fun­ción de la madre y el efecto anticipatorio de su discurso inter­vienen en una fase más precoz de la vida psíquica, su rol en la satisfacción de la necesidad corporal y libidinal la proveen de los atributos de un poder casi absoluto, que la convierte en el primer representante del Otro, que es, también, el primer repre­sentante del mundo. Esto determina que las consecuencias de lo que en su conducta se opone a una elaboración estructuran­te de la psique del inf ans sean más precoces y difíciles de com­pensar. Por dio, un cierto tipo de patología materna refuer>-.e

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los riesgos de una respuesta esquizofrénica, un cierto tipo de patologia paterna, los de una respuesta paranoica; es claro que n@ se trata de -una regla y, menos aún, de una ley. Las conse­cuencias de esta diferencia serán retomadas en el análisis de la representación dt la escena primaria en el esquizofrénico y en el paranoico.

64 Éste «deseo de maternidad» es la negación de un «deseo de en­gendrar», considerado como el poder de dar origen a una vida y a un ser nuevo: lo deseado concierne a,l registro del retorno y de lo mismo. Podríamos decir también que, en este caso, la identidad y la trasmisión de una función simbólica han sido remplazadas por un «deber di;. identidad» en los representantes sucesivos de esta" función.

0 El potlatch es una costumbre de ciertos indígenas norteameri­canos por la cual, en el curso de una ceremonia pública, el an­fitrión hacía un don o dilapidaba parte de su fortuna ante un huésped, que debía considerar esta acción como un desafio y procurar igualarla para no caer en el desprestigio. [N. del T.]

65 Es evidente, a partir de lo que hemos dicho sobre la función del sistema de parentesco, que este último puede funcionar so­lamente si el conjunto de los términos está presente.

66 Cuando tenía 15 años, esta niña estuvo durante seis meses en un hospital «misterioso»~ donde nadie fue a visitarla, salvo la madre, que «lloraba mucho». Tenemos la impresión de que se trataba de un hospital psiquíátríco, lo que explica la culpabili­dad que parece sentir la madre frente a esa primera hija.

67 «La novela familiar del neurótico~, en Obras inéditas de los añ.os 1905 a 1937.

68 Aconsejamos la lectura de un libro sumamente instructivo en relaCión con este tema, algunas de cuyas conclusiones son irre­futables: A. B. Hollingshead y F. C. Redlich, Social class and mental illness, Nueva York, John Wiley and Sons, 1958.

69 En estos éasos,,sería poco útil creer que se ha comprendido to­do al afirmar ,que hubo «falta de acceso a lo simbólico» o «pre­clusión del nombre del padre», o, también, que el acontecimiento «no es $Ímholizable»: fórmulas muy poco convincentes cuando se las trasforma en una especie de comodín teórico.

70 Se puede leer; en relación con esto, la extraña historia de Marv Bell~ en G .. Sereny, M.eurtriere a onze ans, París, Noel-Gonthier, 1974.

71 Las bastardillas son nuestras. 72 Morton-Schatzman, L'esprit assassiné, traduc. al francés por J.

Esnault-Vaillant, París, Stock, 1974. Lamentamos que la tra­ductora no hay.a considerado útil leer las Memorias de Schreber hijo, lo que le habría permitido titular correctamente la traduc­ción francesa como «El asesinato de alma» [Le meurtre d'ame].

73 lbid., págs. 50-51. 74 Se habrá observado que utilizamos a menudo en forma indis­

tinta los términos de real y de realidad, aunque nos inclinamos por el segundo. Si tuviésemos que establecer una diferencia. diríamos que la- realidad es lo real «humanizado» y lo único de lo que pueden hablar tanto el lego como el teórico, y que lo ~» es la «materia» totalmente inconocible que se ofrece y se impone a la metabolización de los tres procesos. Según la

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expresión de Lacan, lo que resiste a esta metabolización, su re­siduo, es lo que permite que la psique encuentre al mundo bajo la -forma de lo vivo, es decir, de lo que debe ser permanentemen­te re-presentado, re-puesto en escena, re-interpretado. Sería interesante retomar el problema que plantea la existencia de treguas espontáneas en la vivencia esquizofrénica, alternando con episodios delirantes, teniendo en cuenta para ello lo que hemos dicho acerca del papel que cumple en la esquizofrenia «potencial» la presencia, en la escena de lo real, de un Otro que encarna una instancia no interiorizada. Ese papel prueba la de.pendencía consecuente para d Yo y el precio que paga por el no-pasaje a una psicosis manifiesta, pero también muestra el poder que tiene ese mismo Yo de reencontrar una voz a la cual pedirle que asuma ese papel, o, al menos·, que actúe «corno 11i». para no imponerle un re·conocimiento del que sigue siendo ca­paz: reconocer que hay un error, que no existe identidad alguna entre los postulados de los dos discursos, que el diálogo entraña una sordera recíproca en lo esencial.

Capítulo 6

76 Véase lo que hemos escrito acerca del objeto persecutorio. 77 El trabajo de G. Rosolato, «Scene primitive et paranoia» (en

Essais sur le .rymbolique, París, Gallimard, 1969) , conserva aún plena actualidad y originalidad. Cf. también en relación con este mismo tema el texto de M. Enriquez publicado en el n" 14 de la revista Topique, París, mayo de 1974.

78 El concepto de psicosis blanca de Jean-Luc Donnet y André Green define una organización psíquica, algunos de cuyos carac­teres están presente& en lo que hemos llamado potencialidad esquizofrénica. Su en;foque y sus conclusiones difieren de los nuestros. La importancia qµe atribuyen a lo «pensado» y a la función pensante, al aporte de Bion, al análisis palabra por pa­labra de la textura del discurso conducen a una conceptualiza­ción diferente de la problemática psicótica, que merece que se le preste gran atención. Cf. J .-L. Donnet y A. Green, L' enfant de 'ª' París, Editions de Minuit, 1973.

d Término despectivo para designar a los alemanes. [N. del T.] 79 «El problema: económico del masoquismo,,, en Ensayos sobre la

vida sexual y la teoría de las neurosis. 80 Térmil').o que tomamos de uno de nuestros analizados. 81 liemos examinado anteriormente este discurso, hemos visto que

no puede menos que prohibir al niño toda autonomía en el re­gistro del deseo; desde un primer momento y desde la entrada en escena del Yo, se le designa un deseo que debe rechazar y combatir. Ese veredicto acerca de lo que «no debe desear» tiene como contrapartida un veredicto id·entificatorio inacepta­ble sobre «lo que no debe ser»: en efecto, para hacerlo suyo debería negarse ·a aprehender aquello que, al mismo tiempo, se le designa como deseo que ha intervenido en su origen. De todos modos, la· madre reconoce que el deseo paterno «malo» estuvo presente. Se comprende la tentativa del niño de buscar en el padre a aquel que podria volver a dar derecho de pala-

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bra a su deseo. Es cierto que, de ese modo, lo que debe recha­zar es el deseo del portavoz. También es cierto que el niño no puede escapar a esa trampa, ya que los dos discursos parentales, le han impuesto una misma necesidad: valorizar un estado de conflicto para dar sentido a su discurso.

82 Este relato no es una historia de caso: no desempeñamos ningún rol analítico y nos contentamos con escuchar a M. R. La repro­ducción casi textual de una parte de ese discurso, tomada de la primera entrevista, permitirá al lector reflexionar con un co­nocimiento apenas inferior al nuestro acerca de lo que muestra el relato, las hipótesis que genera y lo que confirma o desmiente en relación con lo dicho en las páginas precedentes.

83 A continuación reproducimos palabra por palabra el comienzo de la primera entrevista. Los fragmentos que aparecen en bastar­dillas indican que el discurso adoptó en ese lugar un tono en­fático. Durante todas estas entrevistas M. R. pasaba continua­mente del tiempo imperfecto al presente y viceversa.

84 Somos nosotros quienes hablamos de su raza: M. R. habla de «los que no son franceses» y tenemos la impresión de que él se considera francés, de raza y no de nacionalidad. Por otra parte, ignoramos si ha optado o no por esta nacionalidad.

85 Creemos que M. R. heredó una «teoría delirante sobre el origen» ya presente en el padre, teoría que él retomó por su cuenta y remodeló.

86 Es interesante señalar que en la familia se tiene «vergüenza» por la piel negra, pero también se odia a la «piel blanca» que se convierte en el representante metonímico de la familia noble que los despojó de un derecho imaginario y que, efectivamente, se negó siempre a recibir al bisabuelo.

87 Aunque el tratamiento recibido por M. R. fue relativamente superficial, nos hemos preguntado por el efecto de la quimiote­rapia, no sobre la desaparición de una vivencia persecutoria --que, como ya hemos visto, nunca desapareció--, sino sobre una especie de «disolución» del perseguidor. Al escucharlo. a menudo tuvimos la impresión de que fue precisamente al verse sin el soporte privilegiado que encarnaba a ese rol que M. R. se vio d.espojado del eje que podía sostener al sistema interpre­tativo: el precio que pagó por ello fue el sentimiento de desam­paro que lo invadía periódicamente. Creemos que ese es el origen del riesgo de suicidio que acompaña al desmantelamiento del sistema paranoico, si no intenta.m~s. ofrecer antes al sujeto otros soportes identificatorios.

Capítulo 7

88 Estas conclusiones privilegian el remodelamiento que proviene de la potencialidad esquizofrénica; si le damos primacía es porque consideramos que, en la escena de nuestro mundo ac­tual, es más frecuente de lo que podría suponerse.

89 Expresión que utiliza Freud en el artículo citado. 90 ,F. Kafka, Le proces, en Oeuvres completes, trad. al francés por

Alexaddre Vialatte, s. d .• vol. II, pág. 164.

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Bibliot~ca de psicoanálisis

Mauricio Abadi, El psicoanálisis y la otra realidad Nicolas Abraham y Maria Torok, La corteza y el núcleo Aída Aisenson Kogan, El yo y el sí-mismo Alcira Mariam Alizade, Clínica con la muerte Alcira Mariam Alizade, La sensualidad femenina Nadine Amar, Gérard Bayle e Isaac Salem, Formación en psicodrama

analítico E. James Anthony y Therese Benedek, comps., Parentalidad Didier Anzieu y colaboradores, Las envolturas psíquicas Paul-Laurent Assoun, Lacan Piera Aulagnier, El aprendiz de historiador y el maestro-brujo Claude Balier, Psicoanálisis de los comportamientos sexuales violentos.

Una patología del inacabamiento Willy Baranger y colaboradores, Aportaciones al concepto de objeto en

psicoanálisis Silvia Bleíchmar, Clínica psicoanalítica y neogénesis Silvia Bleichmar, En los orígenes del sujeto psíquico. Del mito a la his­

toria Silvia Bleichmar, La fundación de lo inconciente. Destinos de pulsión,

destinos del sujeto Peter Blos, La transición adolescente Peter Blos, Los comienzos de la adolescencia Christopher Bollas, Fuerzas de destino. Psicoanálisis e idioma humano Christopher Bollas, La sombra del objeto. Psicoanálisis de lo sabido no

pensado Gérard Bonnet, La trasferencia en la clínica psicoanalítica Mikkel Borch-Jacobsen, Lacan. El Amo absoluto César y Sára Botella, La figurabilidad psíquica Denise Braunschweig y Michel Fain, La noche, el día. Ensayo psicoana-

lítico sobre el funcionamiento mental Bernard Brusset, El desarrollo libidinal Patrick Casement, Aprender del paciente Piera Castoriadis-Aulagnier, La violencia de la interpretación. Del pic­

tograma al enunciado Janine Chasseguet-Smirgel, El ideal del yo. Ensayo psicoanalítico sobre

la «enfermedad de idealidad» Roland Chemama (bajo la dirección de), Diccionario del psicoanálisis Roland Chemama y Bernard Vandermersch (bajo la dirección de), Dic­

cionario del psicoanálisis

Madeleine Dauis y Dauid Wallbridge, Límite y espacio. Introducción a la obra de D. W. Winnicott

Robert Desoille, El caso María Clotilde. Psicoterapia del ensueño diÍi-gido

Robert Desoille, Lecciones sobre ensueño dirigido en psicoterapia Catherine Desprats-Péquignot, La psicopatología de la vida sexual Joel Dar, Estructuras clínicas y psicoanálisis R. Dorey y colaboradores, El inconciente y la ciencia Alberto Eiguer, El parentesco fantasmático. Trasferencia y contratras­

ferencia en terapia familiar psicoanalítica Alberto Eiguer, André Carel, Francine André-Fustier, Frani;;oise Auber­

tel, Albert Ciccone y René Kaés, Lo generacional. Abordaje en terapia familiar psicoanalítica

Anthony Elliott, Sujetos a nuestro propio y múltiple ser. Teoría social, psicoanálisis y posmodernidad

R. Horacio Etchegoyen, Los fundamentos de la técnica psicoanalítica Nicole Fabre, El triángulo roto. Psicoterapia de niños por ensueño di­

rigido Jean-Baptiste Fages, Para comprender a Lacan Haydée Faimberg, El telescopaje de generaciones. A la escucha de los

lazos narcisistas entre generaciones Paul Federn, La psicología del yo y las psicosis Pierre Fédida, Crisis y contra-trasferencia Silvia l. Fendrik, Psicoanálisis para niños. Ficción de sus orígenes Sándor Ferenczi, Sin simpatía no hay curación. El diario clínico de 1932 Alain Fine y Jacqueline Schaeffer (bajo la dirección de), Interrogaciones

psicosomáticas Sigmund Freud, Cartas a Wilhelm Fliel3 (1887-1904). Nueva edición

completa John E. Gedo y Arnold Goldberg, Modelos de la mente André Green, De locuras privadas André Green, El lenguaje en el psicoanálisis André Green, El tiempo fragmentado André Green, El trabajo de lo negativo André Green, Ideas directrices para un psicoanálisis contemporáneo.

Desconocimiento y reconocimiento del inconsciente André Green, La causalidad psíquica. Entre naturaleza y cultura André Green, La diacronía en psicoanálisis André Green, La nueva clínica psicoanalítica y la teoría de Freud. As-

pectos fundamentales de la locura privada André Green, Las cadenas de Eros. Actualidad de lo sexual André Green, Narcisismo de vida, narcisismo de muerte André Green, Jean Laplanche y otros, La pulsión de muerte Harry Guntrip, El sel{ en la teoría y la terapia psicoanalíticas Philippe Gutton, El bebé del psicoanalista. Perspectivas clínicas Roberto Hararí, ¿Cómo se llama James Joyce? A partir de «El Sintho-

ma», de Lacan Roberto Harari, El Seminario «La angustia», de Lacan: una intro­

ducción Roberto H/irari, Las disipaciones de lo inconciente René-R. Held, Problemas actuales de la cura psicoanalítica

R. D. Hinshelwood, Diccionario del pensamiento kleiniano Jacques Hochmann, Hacia una psiquiatría comunitaria Edith Jacobson, Depresión. Estudios comparativos de condiciones nor­

males, neuróticas y psicóticas Philippe Julien, Psicosis, perversión, neurosis. La lectura de Jacques La­

can René Kaes, El grupo y el &.ujeto del grupo. Elementos para una teoría

psicoanalítica del grupo René Kaes, La palabra y el vínculo. Procesos asociativos en los grupos René Kaes, Las teorías psicoanalíticas del grupo René Kaes, Haydée Faimberg, Micheline Enriquez y Jean-José Baranes,

Trasmisión de la vida psíquica entre generaciones René Kaes, André Missenard, Olivier Nicolle, Morris Benchimol, Anne­

Marie Blanchard, Michelle Claquin y Joseph Villier, El psicodrama psicoanalítico de grupo

Heinz Kohut, Análisis del self. El tratamiento psicoanalítico de los tras­tornos narcisistas de la personalidad

Bernardo Kononovich, Psicodrama comunitario con psicóticos Léon Kreisler, Michel Fain y Michel Soulé, El niño y su cuerpo. Estudios

sobre la clínica psicosomática de la infancia Ronald D. Laing, Herbert Phillipson y A. Russell Lee, Percepción inter-

personal Jean Laplanche, El extravío biologizante de la sexualidad en Freud Jean Laplanche, Entre seducción e inspiración: el hombre Jean Laplanche, La prioridad del otro en psicoanálisis Jean Laplanche, Nuevos fundamentos para el psicoanálisis. La seduc­

ción originaria Jean Laplanche, Problemáticas, vol. 1: La angustia; vol. 2: Castración.

Simbolizaciones; vol. 3: La sublimación; vol. 4: El inconciente y el ello; vol. 5: La cubeta. Trascendencia de la transferencia

Jean Laplanche, Vida y muerte en psicoanálisis Serge Lebovici, El lactante, su madre y el psicoanalista. Las interac­

ciones precoces Serge Leclaire, Escritos para el psicoanálisis, vol. 1: Moradas de otra

parte; vol. 2: Diabluras Serge Leclaire, Matan a un niño. Ensayo sobre el narcisismo primario y

la pulsión de muerte Michel H. Ledoux, Introducción a la obra de Fram;oise Dolto Claude Le Guen, El Edipo originario Claude Le Guen, La represión Jean Lemaire, Terapias de pareja Eugénie Lemoine-Luccioni, La partición de las mujeres Sylvie Le Poulichet, La obra del tiempo en psicoanálisis Sylvie Le Poulichet, Toxicomanías y psicoanálisis. Las narcosis del

deseo David Liberman y colaboradores, Semiótica y psicoanálisis de niños Alfred Lorenzer, Bases para una teoría de la socialización Alfred Lorenzer, Crítica del concepto psicoanalítico de símbolo Alfred Lorenzer, El lenguaje destruido y la reconstrucción psicoanalítica Alfred Lorenzer, Sobre el objeto del psicoanálisis: lenguaje e interacción

Henry W. Maier, Tres teorías sobre el desarrollo del niño: Erikson, Pia-get y Sears .

David Maldavsky, Casos atípicos. Cuerpos marcados por delirios y números David Maldavsky, El complejo de Edipo positivo: constitución y trasfor­

maciones David Maldavsky, Estructuras narcisistas. Constitución y trasforma­

ciones David Maldavsky, Pesadillas en vigilia. Sobre neurosis tóxicas y trau­

máticas David Maldavsky, Teoría y clínica de los procesos tóxicos. Adicciones,

afecciones psicosomáticas, epilepsias Pierre Male, Alice Doumic-Girard y otros, Psicoterapia de la primera in­

fancia Ricardo Malfé, Fantásmata. El vector imaginario de procesos e institu-

ciones sociales Octave Mannoni, La otra escena. Claves de lo imaginario Pierre Marty, La psicosomática del adulto Norberto Carlos Marueco, Cura analítica y transferencia. De la repre-

sión a la desmentida Gérard Mendel, Sociopsicoanálisis, 2 vols. George A. Miller, Lenguaje y comunicación Roger Mises, El niño deficiente mental André Missenard y colaboradores, Lo negativo. Figuras y modalidades Arnold H. Modell, El psicoanálisis en un contexto nuevo Michel de M'Uzan, La boca del inconciente. Ensayos sobre la interpre­

tación Juan David Nasio, Los ojos de Laura. El concepto de objeto a en la teo­

ría de J. Lacan Juan David Nasio, Topologería. Introducción a la topología de Jacques

La can Juan David Nasio, comp., El silencio en psicoanálisis Herman Nunberg, Principios del psicoanálisis. Su aplicación a las neu-

rosis Pacho O'Donnell, Teoría y técnica de la psicoterapia grupal Gisela Pankow, El hombre y su psicosis Marion Péruchon y Annette Thomé-Renault, Vejez y pulsión de muerte Jean Piaget, Paul Ricoeur, René Zazzo y otros, Debates sobre psicología,

filosofia y marxismo Gérard Pommier, El amor al revés. Ensayo sobre la transferencia en

psicoanálisis Gérard Pommier, El orden sexual Gérard Pommier, Louis de la Nada. La melancolía de Althusser Jean-Michel Quinodoz, La soledad domesticada Susana E. Quiroga, comp., Adolescencia: de la metapsicología a la clí­

nica Ginette Raimbault, Pediatría y psicoanálisis Benno Rosenberg, El yo y su angustia. Entre pulsión de vida y pulsión de

muerte René Rdussillon, Paradojas y situaciones fronterizas del psicoanálisis !sea Salzberger-Wittenberg, La relación asistencial. Aportes del psico­

análisis kleiniano

Sami-Ali, El cuerpo, el espacio y el tiempo Sami-Ali, El espacio imaginario Sami-Ali, El sueño y el afecto. Una teoría de lo somático Sami-Ali, Lo visual y lo táctil. Ensayo sobre la psicosis y la alergia Irwin G. Sarason, comp., Ciencia y teoría en psicoanálisis Thomas J. Scheff, El rol de enfermo mental María E. Sirlin, Una experiencia terapéutica. Historia de un grupo de

niños de 5 años Jorge H. Stitzman, Conversaciones con R. Horacio Etchegoyen Marta Tenorio de Calatroni, comp., Pierre Marty y la psicosomática Serge Tisseron, Maria Torok, Nicholas Rand, Claude Nachin, Pascal

Hachet y Jean Claude Rouchy, El psiquismo ante la prueba de las ge­neraciones. Clínica del fantasma

Frances Tustin, Barreras autistas en pacientes neuróticos Frances Tustin, El cascarón protector en niños y adultos Denis Vasse, El ombligo y la voz. Psicoanálisis de dos niños Earl G. Witenberg, comp., Exploraciones interpersonales en psicoaná­

lisis Roberto Yañez Cortés, Contribución a una epistemología del psicoaná­

lisis

Obras en preparación

André Green, Jugar con Winnicott Sylvie Le Poulichet, comp., Las adicciones