1885

El tio Silas de Sheridan Le Fanu

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En El tío Silas se hace patente lamaestría en la gradación del horrorque le convirtió en el más famosonarrador de ghost stories de laliteratura victoriana, género en elque destacaría a principios de estesiglo su mejor discípulo, M. R.James. Le Fanu conduce al lectordesde el tono nostálgico con queinicia la narración de los recuerdosinfantiles de una dama —su casasolitaria, su padre severo yreservado, y sus criados— a unpavoroso callejón sin salida en elque acecha el más horribleasesinato.

Joseph Sheridan Le Fanu

El tío SilasEl ojo sin párpado - 20

ePub r1.0GONZALEZ 27.06.15

Título original: Uncle SilasJoseph Sheridan Le Fanu, 1864Traducción: Pablo Sorozábal SerranoPortada: Variación sobre Eye (1946), deM. C. Escher

Editor digital: GONZALEZePub base r1.2

A LA MUY HONORABLECONDESADE GIFFORD EN SEÑAL DERESPETO, SIMPATÍAY ADMIRACIÓN DEDICA ESTAHISTORIA

EL AUTOR

N O T A P R E L I M I N AR

EL autor de la presente narración,en persona, se aventura a dirigir a suslectores unas brevísimas palabras deíndole principalmente explicativa. Enesta Historia de Bartram-Haugh serepite, con una ligera variante, unadestacada situación contenida en unrelato corto, de unas quince páginas,escrito por él y que, hace mucho,apareció en una publicación periódicabajo el título Pasaje de la historia

secreta de una condesa irlandesa, yluego, todavía anónimamente, en unpequeño volumen con un título alterado.Es harto improbable que ninguno de suslectores se haya topado con semejantefruslería, y más aún que la recuerde. Sinembargo, y por medio de estaexplicación, el autor se ha aventurado aanticipar la mera posibilidad de que talcosa hubiera sucedido, a fin de no sertachado de plagiario, lo que siempreconstituye una falta de respeto hacia ellector.

¿Le serán también permitidas unaspalabras de protesta contra la promiscuaaplicación del término «tremendismo» aesa vasta escuela de obras de ficción

que no transgrede ninguno de loscánones de construcción y moralidadque a sí mismo se impusiera el granautor de las Novelas de Waverly alproducir tan inaproximable obra? Cabesuponer que nadie calificaría de«tremendistas» las novelas de sir WalterScott, y, sin embargo, en tan prodigiosaserie no hay una sola historia donde lamuerte, el crimen y, de una u otra forma,el misterio no tengan cabida.

Pasando por alto esas grandesnovelas que son Ivanhoe, Viejamortandad y Kenilworth, con susterribles tramas de crímenes yderramamientos de sangre, construidascon tan magnífica maestría en el arte de

mantener cautivo el ánifrio en la intrigay el horror, elija el lector, de dichaserie, dos de esas excepcionalesnovelas, cuya deliberada pretensión esla de trazar un cuadro de las costumbresy escenas de la vida cotidianacontemporánea, y, rememorando —en Elanticuario— la visión del aposentocubierto de tapices, el duelo, elhorrendo secreto y la muerte de Espelth,el pescador ahogado, y, sobre todo, latremenda situación en que se halla elgrupo rodeado por la marea bajo losacantilados; y —en El pozo de SanRonan— el prolongado misterio, lasospecha de insania y la catástrofe delsuicidio, que determine si un epíteto

cuya aplicación a la estructura decualquiera de las narraciones de sirWalter Scott, incluso la mássobrecogedora de ellas, sería unaprofanación, es justo que se aplique ahistorias que, si bien ilimitadamenteinferiores en su factura, no obstanteobservan las mismas limitaciones deaccidente y tienen las mismas mirasmorales.

El autor confía en que la prensa, acuyo magisterio crítico y generosoaliento tanto le deben él y otroshumildes trabajadores del arte, insistiráen circunscribir dicho denigrantetérmino a aquel peculiar tipo de obrasde ficción que originariamente pretendía

señalar, y, de acuerdo con susposibilidades, impedirá que en elmencionado término se incluya lalegítima escuela de la novela trágicainglesa, la cual ha sido ennoblecida y, enbuena medida, fundada, por el genio desir Walter Scott.

C A P Í T U L O I

AUSTIN RUTHYN, DEKNOWL, Y SU HIJA

ERA invierno, esto es, en torno a lasegunda semana de noviembre, ygrandes ráfagas de viento hacíantrepidar las ventanas, ululando, mientrasel trueno retumbaba entre nuestros altosárboles y chimeneas cubiertas dehiedra… Una noche muy oscura y unalumbre muy animosa, grata mezcla debuen carbón redondo y crepitante leña

seca, que ardía en el interior de ungenuino hogar antiguo, en un aposentovetusto y sombrío. Negros frisos demadera de ébano, en pequeños paneles,relumbraban hasta el techo; sobre lamesa de tomar el té, un alegre haz debujías de cera; colgando de las paredes,muchos retratos antiguos, algunoshorrendos y desvaídos, otros bonitos yotros llenos de gracia y encanto. Sihacemos salvedad de los retratos, dedimensiones largas o cortas, eran pocoslos cuadros que había. Pienso que, enconjunto, el aposento se podría habertomado por nuestro salón de recibir. Suaspecto no era el de una sala de estar,según la noción que modernamente

tenemos de la misma. Era, además, unaestancia alargada y espaciosísima, sibien de configuración irregular.

Sentada a la mesa de tomar el té,sumida en sus ensoñaciones, había unamuchacha de poco más de diecisieteaños y que, pienso, parecía aún másjoven; delgada y bastante alta, con unaabundante cabellera dorada, ojos de ungris oscuro y un semblante hartosensible y melancólico. Esa muchachaera yo.

La única otra persona en el aposento—única persona allegada a mí en lacasa— era mi padre, el señor Ruthyn, deKnowl, a quien así llamaban en sucondado, no obstante poseer otras

muchas propiedades; de muy ranciolinaje, su familia —de espíritu orgullosoy desafiante, creyéndose de condiciónmás elevada y sangre más pura que losdos tercios de la nobleza en cuyas filas,según se decía, había sido invitada aingresar— a menudo había rehusado unbaronetage[1] e incluso, rumoreábase, unvizcondado. Vago y escaso era miconocimiento de toda aquella leyendafamiliar; tan sólo sabía aquello que sepuede colegir de las pláticas de viejascriadas al amor de la lumbre en elcuarto de los niños.

Tengo la certidumbre de que mipadre me amaba, y sé que yo le amaba aél. El seguro instinto infantil me hizo

captar su ternura, si bien ésta jamás fueexpresada de manera convencional. Y esque mi padre era toda una rareza depersona. Había sufrido un tempranodesengaño en el Parlamento, dondeambicionaba el éxito. Pese a ser unhombre de talento, fracasó allí donde aotros, muy inferiores a él, las cosas lesiban sumamente bien. Luego marchó alextranjero y se hizo un expertocoleccionista, participando a su regresoen instituciones literarias y científicas,así como en la fundación y rectorado deobras de beneficencia. Se cansó, sinembargo, de este mímico gobierno y sededicó a la vida campestre, aunque no ala de un deportista, sino más bien a la de

un estudioso, permaneciendo, según lasocasiones, en una u otra de sus fincas yllevando una existencia retirada.

Se casó más bien tardíamente, y subella y joven esposa murió, dejándome amí, única descendencia de ambos, a sucuidado. Esta pérdida, según me dijeron,le transformó…, le hizo aún más raro ytaciturno y motivó que, salvo hacia mí,su temperamento se tornara más severo.Había, asimismo, no sé qué deshonra entorno a su hermano menor —mi tío Silas—, que él resintió amargamente.

Helo aquí ahora paseando de arribaabajo por este espacioso y antiguoaposento, el cual, al extenderse al fondomás allá de un ángulo, era en aquella

zona muy oscuro. Tenía mi padre elhábito de pasearse así, de arriba abajo,sin hablar…, ejercicio que solíarecordarme al del padre deChateaubriand en el gran salón delChâteau de Combourg. En dicho fondode la estancia mi padre desaparecía casien la penumbra para, más tarde, alregresar sobre sus pasos, emergerdurante unos minutos, como un retratocon un fondo sombrío, y a continuacióndifuminarse una vez más en el silenciohasta perderse de vista.

Tal monotonía y silencio habríanresultado aterradores para alguienmenos acostumbrado que yo a ellos. Lacosa, sin embargo, producía su efecto.

He llegado a estar con mi padre un díaentero sin que me hablara. Aunque leamaba mucho, mucho era también elreverente temor que me infundía.

Mientras mi padre medía el suelocon sus pasos, mis pensamientos estabanpuestos en los sucesos del mes anterior.Eran tan pocas las cosas que sucedían enKnowl fuera de la rutina habitual, que elmás baladí de los acontecimientosbastaba para que la gente se pusiera ahacer cábalas y conjeturas en aquelapacible hogar. La vida de mi padretranscurría en un retiro digno demención; apenas abandonaba losterrenos de Knowl, salvo si salía a darun paseo a caballo, y jamás, creo, llegó

a darse el caso de que visitante algunose quedara entre nosotros más de un parde veces al año.

Ni tan siquiera había ese blandotrajín religioso que en ocasiones acosaal hombre rico y moral en su retiro. Mipadre había abandonado la Iglesiaanglicana en favor de no sé qué sectaextraña, cuyo nombre no recuerdo, parafinalmente convertirse, según medijeron, al swedenborgismo, cuestiónesta sobre la que, sin embargo, él no sepreocupó de molestar mi atención, desuerte que el vetusto carruaje trasladabaa mi institutriz, cuando la tuve, a laseñora Rusk, vieja ama de llaves, y a mímisma todos los sábados a la iglesia

parroquial, mientras mi padre, «unanube sin agua zarandeada a los cuatrovientos y un astro errante al que le estáreservada la negrura de la tiniebla»[2], aojos del probo párroco, quien al verlemeneaba la cabeza, manteníacorrespondencia con el «ministro» de suIglesia y se mostraba provocadoramentesatisfecho de su propia fertilidad eiluminación; la señora Rusk, por suparte, que era una beata de cuerpoentero, decía de mi padre que éste creíaver visiones y hablar con los ángeles,como el resto de toda esa «basura».

Que yo sepa, la tal señora no sebasaba en nada mejor que la analogía yla conjetura para inculpar a mi padre de

pretensiones sobrenaturales; pero, entodos aquellos puntos que no afectaban asu ortodoxia, sentía cariño por su señory era una leal ama de llaves.

Una mañana la encontrésupervisando los preparativos pararecibir a un visitante, en la sala de caza,así llamada por los tapices que cubríanlas paredes y que representaban escenasà la Wouvermans, de cetrería ymontería, con perros, halcones, damas,galanes y pajes, en medio de los cualesla señora Rusk, con su vestido negro deseda, revolvía en los cajones, recontabala ropa de cama e impartía órdenes.

—¿Quién viene, señora Rusk?Me contestó que no sabía más que su

nombre, el señor Bryerly, y que mi papálo esperaba para la cena e iba aquedarse unos días.

—Imagino que es una de esascriaturas, querida, pues precisamente lehe mencionado el nombre al doctor Clay(el párroco) y dice que entre los de lasecta de Swedenborg hay un tal doctorBryerly…, así que se tratará del mismo,supongo.

En mis nebulosas nociones acerca deestos sectarios se mezclaban la sospechade nigromancia y la horripilantefrancmasonería, lo cual me inspirabaalgo parecido al temeroso respeto y a laaversión.

El señor Bryerly llegó con tiempo

suficiente para vestirse sin agobios antesde la cena. Era un hombre alto, flaco,vestido enteramente de un negrodesgarbado, con un blanco cuello alto ycon lo que, o bien era una peluca negra,o bien negros cabellos dispuestos enimitación de tal; llevaba lentes, su tezera oscura y el rostro, de rasgosafilados, pequeño. Entró en el salónfrotándose las grandes manos y, trasdirigir hacia mí, a quien evidentementeno consideraba sino una simple niña,una breve y enérgica inclinación decabeza, se sentó frente a la lumbre,cruzó las piernas y cogió una revista.

Semejante trato era mortificante, ytodavía recuerdo muy bien mi

resentimiento, que a él le pasótotalmente desapercibido.

Su estancia entre nosotros no seprolongó mucho; nadie adivinó el objetode su visita y no dejó en nosotros unapredisposición favorable. Parecíadesasosegado, como suelen estar loshombres de costumbres ajetreadas en lascasas de campo, y salía a dar paseosandando o en coche, leía en la bibliotecay escribía media docena de cartas.

Su dormitorio y cuarto de aseo sehallaban en el lateral de la galería, justoenfrente de los de mi padre, los cualestenían una especie de antesala en suitedonde estaban algunos de sus librosteológicos.

Al día siguiente de la llegada delseñor Bryerly me disponía yo acomprobar si la jarrita y el vaso de aguade mi padre habían sido debidamentecolocados en la mesa de su antesala y,en la duda sobre si él estuviera allí,llamé con los nudillos a la puerta.

Supongo que ambos tendríandemasiado reconcentrada su atención enotros asuntos como para oírme, pero, alno recibir respuesta alguna, entré en lahabitación. Mi padre estaba sentado ensu butaca; se había quitado la chaqueta yel chaleco y el señor Bryerly estaba a sulado, más bien frente a él, de rodillassobre un taburete, con su negro peluquínrozando casi el canoso cabello de mi

padre. Sobre la mesa aledaña había ungrueso volumen abierto, supongo queperteneciente a sus sagradas escrituras.La estirada y negra figura del señorBryerly se alzó del taburete yrápidamente escondió algo bajo lapechera de su chaqueta.

Mi padre también se puso en pie,con el semblante más pálido, pienso,que jamás le había visto yo hastaentonces, y, señalando, adusto, con eldedo hacia la puerta, dijo: «Vete».

El señor Bryerly me hizo volversobre mis pasos empujándomesuavemente con sus manos puestas enmis hombros, mientras sus oscurasfacciones me lanzaban una sonrisa cuya

expresión me resultó absolutamenteininteligible.

Me recobré al instante y me retirésin decir palabra. Lo último quevislumbré, ya en la puerta, fue la alta yesbelta figura vestida de negro y laoscura y significativa sonrisa que meperseguía. A continuación la puerta fuecerrada con llave y ambosswedenborgianos quedaron entregados asus misterios.

Recuerdo muy bien la suerte deconmoción y desagrado que sentí, en lacerteza de que los había sorprendido enalgún, quizá, degradante encantamiento;esto es lo que sospechaba del tal señorBryerly, de su negra chaqueta

desgarbada y su blanco cuello alto, yuna especie de miedo se apoderó de mí,antojándoseme que estaba ejerciendosobre mi padre algún tipo de dominio, locual me infundió gran alarma.

Imaginé toda clase de peligros en laenigmática sonrisa del delgaducho sumosacerdote. La imagen de mi padre comoyo lo había visto, puede queconfesándose con aquel hombre vestidode negro que yo ignoraba lo que era, merondaba con las enojosas incertidumbresde una mente muy poco instruida en loque se refiere a los límites de lomaravilloso.

No se lo mencioné a nadie.Experimenté, sin embargo, un inmenso

alivio cuando, a la mañana siguiente, elsiniestro visitante se marchó, y éste es elhecho que ocupaba ahora mi mente.

Alguien dijo que el doctor Johnsonse parecía a un fantasma al que hay quehablar antes de que él lo haga. Pero mipadre, por mucho que en cualquier otracosa pudiera tener el aspecto de unfantasma, en este punto concreto no lotenía, pues nadie en la casa —y yomisma muy rara vez— se atrevía adirigirle la palabra antes de que él lahubiera dirigido primero. Hasta que nocomencé a frecuentar un poco lacompañía de amistades y parientes notuve la más mínima noción de cuánsingular era semejante regla, que en

parte alguna hallé en vigor.Cuando, pensativa, me reclinaba

sobre mi butaca, se me aparecía estefantasma de mi padre, el cual volvía y seesfumaba con solemne regularidad.Tenía un aspecto peculiar: fornido,rechoncho, con un rostro ancho y muysevero; llevaba una chaqueta holgada,de terciopelo negro, y un chaleco. Sufigura era, sin embargo, más bien la deun hombre entrado en años que la de unviejo —pese a que por aquel entonceshabía cumplido ya los setenta— perofirme y sin traza alguna de debilidad.

Recuerdo el sobresalto que me llevécuando, ajena a toda sospecha de que élse hallara cerca de mí, alcé los ojos y

vi, a menos de un metro de distancia,aquel semblante anchuroso y serio queme miraba fijamente.

Tras haberle visto siguió mirándomedurante uno o dos segundos y, acontinuación, cogiendo en una de susnudosas manos uno de los pesadoscandelabros, mediante una seña meindicó que le siguiera, cosa que hice ensilencio y sin saber qué pensar.

Me condujo a través de una sala enla que había luces encendidas ypenetramos en un vestíbulo al pie de lasescaleras traseras, hasta introducirnosen su biblioteca.

La biblioteca es una estanciaalargada y angosta, con dos ventanas

altas y estrechas al fondo, actualmentevestidas con cortinas oscuras.Penumbrosa estaba, con una sola vela; ymi padre se detuvo cerca de la puerta, acuya izquierda se alzaba en aquel tiempoun anticuado chibalete o bargueño deroble tallado, ante el cual se detuvo.

Su actitud era extraña, estaba comoausente y, al hablar, se dirigía, pienso,más a sí mismo que al resto del mundo.

—Ella no comprenderá —musitó,mirándome inquisitivamente—. No, nocomprenderá, ¿verdad que no?

Luego hubo una pausa durante lacual sacó del bolsillo de la pechera unpequeño manojo de llaves, quizá mediadocena, y se puso a contemplar una de

ellas con el ceño fruncido, haciéndolaoscilar un poco ante sus ojos cada dospor tres, entre el pulgar y un dedo,mientras deliberaba.

Le conocía demasiado bien, esodesde luego, como para decir nada.

—Se asustan con facilidad… ¡Asíes, ay! Mejor será que lo haga de otromodo.

Y, deteniéndose, se puso a mirarmela cara como si mirara un cuadro.

—Sí, se asustan…, mejor que lohaga de otro modo… de otra manera…sí, y así ella no sospechará… nosospechará.

A continuación se quedó mirandofijamente la llave, para luego clavar sus

ojos en mí. De pronto se levantó y dijobruscamente: «Mira, hija». Y al cabo deunos segundos: «Recuerda esta llave».

Tenía una forma extraña, distinta delas demás.

—Sí, señor —siempre le llamaba«señor».

—La llave abre esto —dijo, y diounos enérgicos golpecitos sobre lapuerta del bargueño—. Durante el díaestá siempre aquí —y al terminar dedecir estas palabras volvió a dejarlacaer en el interior de su bolsillo—.¿Ves?…

Y de noche está debajo de mialmohada… ¿me oyes?

—Sí, señor.

—¿Verdad que no olvidarás estebargueño… roble… junto a la puerta…a tu izquierda… verdad que no loolvidarás?

—No, señor.—Lástima que seas una chica, y tan

joven… ¡una muchachita, ay, y tanjoven… sin sensatez alguna… alocada!Me has dicho que lo recordarás,¿verdad?

—Sí, señor.—Te conviene recordarlo.Y, volviéndose hacia mí, se me

quedó mirando como quien ha tomadouna repentina determinación. Creo quepor un instante decidió decirme muchomás, pero si así fue de nuevo cambió de

opinión y, tras otra pausa, dijo conlentitud y gravedad:

—No le contarás a nadie lo que te hedicho, so pena de incurrir en mi enojo.

—¡Oh, no, señor!—¡Así me gusta!—Salvo —prosiguió— bajo una

sola circunstancia, a saber: la de que yome hallara ausente y el señor Bryerly…ya recuerdas, ese caballero delgado conlentes y peluca negra que el mes pasadoestuvo tres días aquí, viniera ypreguntase por la llave, ya entiendes, enmi ausencia.

—Sí, señor.Y, dándome un beso en la frente,

dijo:

—Volvamos.Cosa que hicimos en silencio,

mientras fuera, como un canto fúnebretocado en un gran órgano, la tormentaacompañaba nuestros leves pasos.

C A P Í T U L O I I

TÍO SILAS

CUANDO llegamos al salón mesenté de nuevo en mi butaca y mi padrereanudó su lento y pausado paseo dearriba abajo en la amplia estancia.Quizá fuera el mugido del viento lo quealteraba el talante habitual de suspensamientos, pero, sea cual fuere lacausa, el hecho es que mi padre estabaaquella noche insólitamente hablador.

Tras un intervalo de cerca de media

hora volvió a aproximarse a mí y sesentó en un sillón de alto respaldo juntoal fuego, casi enfrente de mí, y duranteun rato se me quedó mirando fijamente,como era su costumbre antes decomenzar a hablar. Finalmente dijo:

—Esto no puede ser…, necesitasuna institutriz.

En este tipo de casos yo me limitabaa dejar el libro o la labor de costura,según lo que fuese, y a disponerme aescucharle sin hablar.

—Tu francés es francamente bueno,y tu italiano, pero no has dado alemán.Puede que en música estés muy bien, yoeso no soy capaz de juzgarlo, pero endibujo podrías estar mejor… sí… sí.

Tengo entendido que hay institutricessumamente expertas en el «acabado delas damas», tal dicen de ellas; sonpersonas que toman sobre sí tareasmayores de las que se hubiera encargadoprofesor alguno en mis tiempos, y lohacen muy bien. Una de esas institutricespuede prepararte y, luego, el inviernoque viene, visitarás Francia e Italia,donde puedes perfeccionarte tanto comote plazca.

—Gracias, señor.—Lo harás. Han pasado ya casi seis

meses desde que te dejó la señoritaEllerton…, demasiado tiempo sin unaprofesora.

Tras esto hubo un intervalo de

silencio.—El señor Bryerly te preguntará por

esa llave, y por cuál cerradura abre; túse lo mostrarás a él y a nadie más.

—Pero —dije yo, pues me infundíaun gran terror el desobedecer en nada,por insignificante que fuera el asunto—entonces es que usted va a estar ausente,señor…, ¿y cómo podré yo encontrar lallave?

Súbitamente me sonrió; era unasonrisa luminosa pero invernal, que raravez se daba en él; una sonrisa muy fugazy llena de cariño, aunque misteriosa.

—Así es, hija; me alegra el ver queeres tan lista; la llave la encontrarás, hetomado mis disposiciones al respecto, y

sabrás exactamente dónde ir a mirar. Yahas observado la vida solitaria quellevo. Quizá imaginas que no tengo ni unsolo amigo, y casi aciertas en ello…casi, pero no del todo. Tengo un amigomuy de verdad, uno, alguien a quien enuna ocasión no supe comprender comoes debido, pero que ahora estimo mucho.

Me pregunté para mis adentros sipodría tratarse del tío Silas.

—Un día de éstos, pronto, esteamigo me vendrá a visitar. No estoytotalmente seguro de cuándo lo hará. Novoy a decirte su nombre, no tardarás enenterarte y no quiero que se hable delasunto. Tengo que hacer un pequeñoviaje con él. No sentirás miedo por el

hecho de quedarte sola una temporada,¿verdad?

—¿Lo ha prometido usted, señor? —contesté con otra pregunta, sintiendo quemi curiosidad y mi ansiedad vencían mireverente temor. Mi padre tomó miinterrogatorio con muy buen humor.

—¡Bueno, tanto como prometer, esono, hija! Pero estoy condicionado; nopuedo negárselo. Debo emprender laexcursión con él tan pronto como vengaa visitarme. No tengo otra opción, peroen conjunto es algo que más bien meapetece… Recuérdalo, te digo que esalgo que voy a hacer bastante a gusto.

Y volvió a sonreír con una sonrisaque significaba lo mismo que la anterior,

a un tiempo severa y triste. El sentidoexacto de estas frases se me quedógrabado en la mente, de modo queincluso a estas alturas tengo absolutacerteza acerca de las mismas.

Alguien que desconociera porcompleto el brusco y extraño modo dehablar que tenía mi padre, se habríaimaginado que acaso tuviera la cabezaun poco trastornada, pero a mí talsospecha no llegó a inquietarme por unsolo instante. Estaba completamentesegura de que hablaba de una personareal, la cual estaba próxima a llegar, yque su viaje era algo de importanciatrascendental; además, cuando elvisitante del que habló llegó

efectivamente y mi padre se marchó conél a hacer aquella misteriosa excursión,yo entendí perfectamente su lenguaje ysus razones para decir tanto y, sinembargo, tan poco.

No tiene por qué suponerse que todomi tiempo se repartiera entre el tipo deconferencias y el aislamiento de los queacabo de ofrecer una muestra; y por muysingulares e incluso tremendos que aveces fuesen mis téte-a-tétes con mipadre, me había acostumbrado tanto asus extraños modales y tenía unaconfianza tan ilimitada en su afecto pormí, que jamás me deprimían o turbabandel modo que cabría suponer. Con lavieja y querida señora Rusk solía yo

tener muchísimas y diferentes charlas,así como conversaciones muyagradables con Mary Quince, mi ya algoantigua doncella; por añadidura a todoesto, de vez en cuando me iba de visitadurante aproximadamente una semana acasa de alguno de nuestros vecinos delos alrededores, y, de forma ocasional,alguien nos visitaba en Knowl, si biendebo reconocer que esto sucedía muyraramente.

Se había producido una pequeñapausa en las revelaciones de mi padre, ymi imaginación se disparó en pos dedescubrimientos. ¿Quién, volví a pensar,podría ser ese visitante que iba a venir,armado con la prerrogativa de hacer que

mi sedentario padre abandonaseinmediatamente sus bienes hogareños —sus libros y su hija—, a los que seaferraba, y emprendiera toda unaaventura de caballero andante? ¿Quién,pensé, sino el tío Silas, ese misteriosopariente al que jamás había visto, el cualera —tal y como oscuramente me habíandado a entender en tiempos pasados—indeciblemente desdichado oindeciblemente depravado, al que raravez había oído a mi padre mencionar y,caso de hacerlo, apresuradamente y depasada, amén de con una expresióndolorida y pensativa? Sólo en unaocasión mi padre dijo una cosa de la quepude colegir la opinión que tenía acerca

de él, y fue tan mínima y enigmática quemuy bien podría yo haber atribuido alpersonaje poco menos que los rasgosque se me antojaran.

Sucedió así. Un día —tendría younos catorce años— estaba la señoraRusk en la sala de roble ocupada enquitar una mancha del tapizado de unasilla mientras yo contemplaba elproceso con infantil interés. Habíaestado encorvada mientras trabajaba y,en un momento dado, echó hacia atrás lacabeza pues tenía el cuello fatigado;estando en esta postura fijó sus ojos enun retrato que colgaba frente a ella.

Era un retrato de cuerpo entero querepresentaba a un joven de singular

galanura, moreno, esbelto, elegante,ataviado de un modo enteramenteobsoleto, aunque pienso que tal atuendose veía aún a principios de este siglo:calzones de cuero blanco y botas altas,chaleco de ante y levita color chocolate;y el cabello largo y cepillado haciaatrás.

Había en sus facciones una notableelegancia y delicadeza, y también uncarácter resuelto y capaz que excluía alretratado de la categoría de loslechuguinos o petimetres. Cuando lagente lo contemplaba por primera vez, amenudo oí exclamar: «¡Qué hombre tanprodigiosamente guapo!», y acontinuación: «¡Qué rostro tan

inteligente!». A su lado, en pie, había ungalgo italiano, y al fondo varias esbeltascolumnas y algunos ricos cortinajes.Pero si bien los accesorios ornamentalesderivaban hacia el lujo y, como ya hedicho, la belleza de aquel hombre eradelicada, en su rostro fino y ovaladohabía fuerza masculina, así como fuegoen los ojos, unos ojos grandes ysombríos, muy peculiares, que redimíanel semblante de cualquier sospecha deafeminamiento.

—¿No es ése el tío Silas? —dije.—Así es, cariño —respondió la

señora Rusk mientras contemplaba ensilencio el retrato con su resuelta carita.

—Debe de ser un hombre muy

guapo, señora Rusk. ¿No cree usted? —continué.

—Lo era, cariño; sí, pero hacecuarenta años que fue pintado eseretrato, la fecha está ahí en una esquina,en la sombra que sale de su pie, ycuarenta años, eso te lo digo yo, hacenque la mayoría de nosotros cambiemos—y la señora Rusk se echó a reír con uncínico buen humor.

Hubo una pequeña pausa de silenciomientras ambas seguíamoscontemplando a aquel hombre guapo consus botas altas. Finalmente dije:

—¿Y por qué, señora Rusk, papáestá siempre triste por el tío Silas?

—¿Qué es eso, hija? —se oyó decir,

muy cercana, a la voz de mi padre. Medi la vuelta, sobresaltada, y me ruboricéy vacilé, dando un paso atrás paraapartarme de él.

—No pasa nada, querida. No hasdicho nada malo —dijo él con suavidadal observar mi alarma—. Decías que yosiempre estoy triste por el tío Silas.Bueno, no sé de dónde lo has sacado,pero si lo estuviera, te diré que no seríaextraño. Tu tío es un hombre de grantalento, grandes faltas y grandes errores.Su talento no le ha servido de nada; desus faltas hace mucho que se arrepintió;y en cuanto a sus errores, pienso que sepercata de ellos menos que yo, pero sonprofundos. ¿Ha dicho alguna cosa más,

señora? —preguntó bruscamente a laseñora Rusk.

—Nada, señor —contestó con unaleve y rígida genuflexión la señora Rusk,quien temía y reverenciaba a mi padre.

—Y no hace ninguna falta, hija —prosiguió mi padre dirigiéndose a mí—,que pienses más en él de momento.Quítate de la cabeza al tío Silas. Quizáun día lo conozcas… sí, muy bien… ycomprendas el daño que le han hechoalgunos malvados.

Acto seguido mi padre se retiró,pero al llegar a la puerta dijo,haciéndole una seña:

—Hágame el favor, señora Rusk.Tengo que decirle una cosa.

Y la mujer salió al trote tras él,camino de la biblioteca.

Pienso que entonces mi padreimpartió alguna orden al ama de llaves yque ésta se la transmitió a Mary Quince,pues a partir de aquel momento jamáspude conseguir que ninguna de ellashablara conmigo del tío Silas. A mí medejaban hablar, pero ellas mantenían unreservado mutismo. Parecían, además,azoradas cuando yo les trataba desonsacar información y a veces laseñora Rusk mostraba enojo y seenfadaba.

Esto picó mi curiosidad y en torno alesbelto retrato con sus calzones de cueroy botas altas se congregaron

multicolores círculos de misteriomientras las hermosas faccionesparecían sonreír a mi frustradacuriosidad de forma provocadoramentesignificativa.

¿Por qué será que esta forma deambición, la curiosidad, que entró en latentación de nuestro primer padre, es tanespecialmente difícil de resistir? Elconocimiento es poder, y el poder, seadel género que sea, constituye el secretodeseo de toda alma humana; he aquí,aparte el sentido de la exploración, elindefinible interés de una historia; y heaquí, sobre todo, algo prohibido queestimula el contumaz apetito.

C A P Í T U L O I I I

UNA CARA NUEVA

UNA noche me hallaba yo sentadajunto a la gran ventana del salón —creoque fue unas dos semanas después deaquella conversación en la que, segúndetallé en su momento, mi padre habíaexpresado su parecer y me había hechoel misterioso encargo relacionado con elbargueño de roble de su biblioteca—,perdida en melancólicas ensoñacionesnocturnas y presa de admiración por la

escena bajo el claro de luna. Era yo laúnica ocupante de la estancia, y lasluces cercanas al fuego, en su extremomás alejado, apenas alcanzaban ailuminar el ventanal junto al que estabami asiento.

La hiedra podada caía suavementedesde las ventanas hasta tocar laanchurosa explanada sobre la que sealzaban, formando bosquecillos odiseminados en solitario, algunos de losmás nobles árboles de Inglaterra, loscuales, gráciles y erguidos bajo lablanca escarcha de los rayos lunares,arrojaban sus sombras inmóviles sobrela hierba, mientras al fondo, coronandolas ondulaciones de la lejanía, surgía la

masa de aquellos otros árboles entre losque yacía la solitaria tumba dondedescansaban los restos de mi queridamadre.

El aire estaba en calma. Argénteosvapores se hallaban en suspensión sobreel lejano horizonte y el hielo de lasestrellas parpadeabaesplendorosamente. Todo el mundoconoce el efecto de una escenasemejante sobre una mente ya de por síentristecida. Fantasías y lamentos flotanbrumosamente en el sueño y la escenanos afecta con una extraña mezcla dememoria y anticipación, como una deesas dulces y viejas cantinelas que seescuchan a lo lejos. Mientras mis ojos

reposaban sobre aquellos para mífunerarios pero gloriosos árboles queformaban el trasfondo del cuadro, mispensamientos acudían a las misteriosasconfidencias de mi padre y a la imagendel visitante que iba a venir; por suparte, la idea del ignorado viaje meentristecía.

Para mí, y como consecuencia deuna impresión muy temprana, en todo loconcerniente a la religión de mi padrehabía un no sé qué de extraterreno yespectral.

Aún no había cumplido yo mis nueveaños cuando mi querida mamá murió, yrecuerdo que dos días antes del inviernovino a Knowl, donde ella murió, un

hombrecillo delgado, de grandes ojosnegros y un semblante muy grave ysombrío.

Estuvo encerrado durante muchotiempo con mi querido padre, el cual sehallaba profundamente afligido, y laseñora Rusk solía decir: «Es bastanteraro verle rezar con ese pequeñoespantapájaros de Londres, teniendo albuen señor Clay en el pueblo, listo paravenir; ¡no le arriendo yo las gananciasque le proporcione ese oscuromequetrefe!».

No sé por qué razón, pero el hechoes que al día siguiente al entierro memandaron a dar un paseo con aquelhombrecillo oscuro; mi institutriz estaba

enferma, lo recuerdo bien, en la casareinaba la confusión y hasta me atreveríaa decir que las criadas, en la medida enque pudieron, aprovecharon la situaciónpara tomarse un respiro.

Recuerdo haber sentido una especiede temor reverencial ante aquel oscurohombrecillo, pero no me daba miedopuesto que, aunque triste, era dulce en eltrato y parecía bondadoso. Me llevó aljardín —solíamos llamarlo el jardínholandés—, con su balaustrada y susestatuas distribuidas a lo largo delfrontal extremo sobre una alfombra deflores de esplendente colorido. Bajamosla ancha escalinata con sus peldaños depiedra de Caen, entramos en el jardín y

caminamos hasta un punto de labalaustrada desde el cual la base erademasiado alta como para que yopudiera ver lo que había por encima;pero, tomándome de la mano, elhombrecillo dijo: «Mira por ahí, hija.Bueno, no puedes, pero yo sí que puedover lo que hay más allá… ¿Quieres quete diga lo que es? Son muchas las cosasque veo. Veo una cabaña con un tejadode gran inclinación que semeja de orobajo el sol; hay a su alrededor altosárboles que arrojan su suave sombra yarbustos florecidos, no sé decir cuáles,sólo que sus colores son hermosos y quetrepan por los muros y las ventanas, yque dos niños están jugando entre los

troncos de los árboles, y que nosotroshemos venido aquí pero que dentro deunos minutos estaremos bajo esosárboles conversando con esos niños.Para mí, sin embargo, esto no es másque una imagen en mi cerebro, y para tino es sino una historia contada por mí,en la cual tú crees. Vamos, querida,pongámonos en marcha».

Y descendimos por los peldaños dellado derecho y juntos caminamos a lolargo del sendero de hierba entre altos ypulcros muros de plantas de hojaperenne. El sendero se hallaba sumidoen una profunda sombra, pues el solrozaba casi el horizonte; pero de prontogiramos a la izquierda y he aquí que el

sol nos inundó entre los muchos objetosque él había descrito.

—¿Es ésta vuestra casa, amiguitos?—preguntó a los niños, que eran unosmuchachitos lindos y sonrosados, loscuales asintieron; mi acompañante seapoyó con una mano abierta contra eltronco de uno de los árboles y, con unagrave sonrisa, me hizo una seña con lacabeza y dijo—: Ya ves, y oyes y sientespor ti misma que tanto la visión como lahistoria eran completamente verdaderas;pero vamos, querida, que aún nos quedaun trecho por andar.

Y, volviendo a nuestro silencio,emprendimos una larga caminata através del bosque, el mismo que ahora

estoy contemplando a lo lejos. De vez encuando el hombrecillo me hacíasentarme a descansar mientras él, por suparte, me contaba alguna historieta conacentos meditabundos y solemnes,historieta que, incluso en mi menteinfantil, suscitaba la extraña sospecha deun significado espiritual, sí, perodiferente a lo que la buena de la señoraRusk solía explicarme de las parábolas,y, de algún modo, chocante en su mismavaguedad.

Así entretenida, aunque de forma unpoco terrible, acompañé al oscuro ymisterioso «mequetrefe» a través de losclaros del bosque. Ya en las profundassombras de la foresta nos encontramos,

para mí de forma totalmente inesperada,con el templo gris de cuatrofrontispicios y pilares y un pedestalinclinado cuyos peldaños estabancubiertos de liquen, el solitario sepulcroen el que la mañana anterior había vistodepositar a mi pobre mamá. Al verlo,los manantiales de mi dolor se abrieronde nuevo, rompiendo a lloraramargamente mientras repetía: «¡Oh,mamá, mamá, mamaíta!». Así continuéllorando y llamando enloquecida aaquella que no podía ya oírme niresponderme. A unos diez pasos de latumba había un banco de piedra.

—Siéntate a mi lado, hija —dijomuy bondadosa y dulcemente aquel

hombre de grave aspecto y ojos negros—. Y ahora dime, ¿qué ves allí? —yseñaló horizontalmente con su bastónhacia el centro de la estructura queteníamos enfrente.

—Oh, eso… ése es el sitio dondeestá mi pobre mamá, ¿no?

—Así es, un muro de piedra conpilares, demasiado alto para que tú o yoveamos lo que hay detrás. Pero…

Llegado este momento mencionó unnombre que, pienso, debió de ser el deSwedenborg, por lo que más adelanteme enteré acerca de sus dogmas yrevelaciones; lo único que sé es que mesonó como el nombre de un mago en uncuento de hadas; me imaginé que vivía

en el bosque que nos rodeaba y empecéa sentirme asustada cuando prosiguió:

—Sin embargo, Swedenborg sí ve loque hay detrás del templo, y a través deél, y me ha dicho todo cuanto nosinteresa saber. Swedenborg dice que tumamá no está ahí.

—¡Se la han llevado! —exclamésobresaltada. Y, mientras de mis ojosmanaban las lágrimas a torrentes,contemplaba el edificio al que sentíamiedo de acercarme no obstante elpataleo que, en mi zozobra, habíaemprendido—. ¿Es que se la hanllevado? ¿Dónde está? ¿Adónde se lahan llevado?

Inconscientemente estaba haciendo

yo casi la misma pregunta con la queMary, aquella maravillosa mañana grisjunto al sepulcro vacío, interrogó a lafigura que estaba en pie a su lado.

—Tu mamá está viva, sólo quedemasiado lejos para que nos vea o nossiga; Swedenborg, sin embargo, estandoaquí, puede verla y oírla y me dice todolo que él ve, al igual que yo, en eljardín, te hablé de los niños y de lacabaña y de los árboles y flores que nopodías ver pero en los que creíascuando yo te hablaba de ellos. Ahorapuedo decirte lo mismo que te dijeentonces; y de igual modo que tú y yo,espero, estamos caminando hacia elmismo lugar, del mismo modo que lo

hicimos hacia los árboles y la cabaña,tengo la certeza de que con tus propiosojos verás cuán verdadera es ladescripción que te hago.

Estaba muy asustada, pues temía quecuando hubiera terminado su narracióncontinuáramos caminando a través delbosque hasta penetrar en aquel lugar deprodigios y sombras donde los muertoseran visibles.

Apoyó uno de sus codos sobre larodilla, sujetó su frente con la mano, lacual cubría de sombra sus ojosentornados y, en esta actitud, medescribió un hermoso paisaje, radiantede luz maravillosa, en donde, llena dealegría, mi madre recorría un etéreo

sendero que ascendía entre montañas defantástica altitud y riscos que se fundíancon el aire en medio de un coloridocelestial, poblados de seres humanostransfigurados en esa misma imagen,belleza y esplendor. Y cuando huboconcluido su relato se levantó, tomó mimano y, sonriendo dulcemente hacia mipálido y desconcertado semblante, dijolas mismas palabras que habíapronunciado antes:

—Vamos, cariño, pongámonos enmarcha.

—¡Oh, no, no, ahora no! —dije,resistiéndome asustadísima.

—Quiero decir que volvamos acasa, querida. No podemos ir al lugar

que te he descrito. Sólo podemosalcanzarlo a través de la puerta de lamuerte, hacia la que todos caminamos,jóvenes y viejos, con paso seguro.

—¿Y dónde está la puerta de lamuerte? —pregunté como en un susurro,apretando su mano con fuerza y lanzandomiradas subrepticias mientrascaminábamos juntos. El hombrecillosonrió tristemente y dijo:

—Cuando, tarde o temprano, llegueel momento, al igual que a Agar lefueron abiertos los ojos en el desierto yvio el manantial, así cada uno denosotros verá la puerta abierta antenosotros y entrará en ella y se sentirárefrescado[3].

Durante mucho tiempo después deeste paseo estuve muy nerviosa; tantomás cuanto que la señora Rusk acogiómi informe de un modo terrible, con unrictus severo en los labios, manos y ojosalzados y una agria reconvención: «¡Mepregunto cómo es posible que tú, MaryQuince, hayas permitido que la niña sevaya de paseo al bosque con ese hijo dela tiniebla! ¡Hay que dar gracias al cielode que no le mostrara al diablo o que lavolviera loca de miedo en ese lugarsolitario!».

El hecho es que de esosswedenborgianos[4] no sé más de lo quelas muy imprecisas peroratas de labondadosa señora Rusk me enseñaron.

Dos o tres de ellos se cruzaron conmigoen el curso de los primeros años de mivida, como figuras de linterna mágica,centro de mis muy circunscritasobservaciones. Fuera de todo esto nohabía, ni hay, otra cosa que oscuridad.En una ocasión intenté leer uno de suslibros acerca del estado futuro… elcielo y el infierno; pero tras uno o dosdías me puse tan nerviosa que lo dejé.Me basta saber que su fundador vio, oimaginó que veía, visiones portentosas,las cuales, lejos de reemplazar,confirmaban e interpretaban el lenguajede la Biblia; y puesto que mi queridopapá aceptó sus ideas, me hace felizpensar que éstas no entraban en conflicto

con la suprema autoridad de lasSagradas Escrituras.

En estos momentos, con la caraapoyada en la mano contemplaba aquelsolemne bosque, blanco y sombrío bajola luz de la luna, donde, mucho tiempodespués de aquel paseo en compañía delvisionario, se me antojaba que era ellugar donde la puerta de la muerte y elpaís de los espíritus, ocultos tan sólopor un extraño hechizo, se hallabansituados; y supongo también que estastempranas asociaciones infundieron amis ensueños en torno a la próximallegada del visitante de mi padre un tonode mayor tristeza y exacerbación.

C A P Í T U L O I V

MADAME LA ROUGIERRE

DE pronto, sobre la hierba enfrentede mí, vi a una extraña figura: una mujermuy alta ataviada con un vestido depliegues grises, casi blancos bajo laluna, que me hacía una genuflexión desaludo extraordinariamente profunda yde un modo harto fantástico.

Poco menos que horrorizada, mequedé mirando aquellas faccionesgrandes y hundidas, que para mí eran

desconocidas y que me sonreían deforma muy desagradable. Desde elinstante en que ella tuvo claro que yo lahabía visto, la mujer de gris empezó acacarear y parlotear con estridencia —tras la ventana me era imposible oír conprecisión qué era lo que decía— y agesticular de manera peregrina con suslargas manos y brazos.

Cuando se acercó a la ventana echéa correr hacia la chimenea y me puse atocar la campanilla frenéticamente;puesto que aún la veía allí, y temiendoque irrumpiera en la habitación, salí porla puerta a toda prisa, asustadísima, yme topé con Branston, el mayordomo, enla antesala.

—¡Hay una mujer tras la ventana! —exclamé sin aliento—. Por favor, échela.

Si hubiese dicho que había unhombre, supongo que el gordinflón deBranston habría reunido y lanzado sobreel lugar a todo un destacamento decriados. Pero al tratarse de lo que setrataba, hizo una grave reverenciamientras murmuraba:

—Así se hará, señorita.Y, con aire de autoridad, se acercó a

la ventana.Pienso que tampoco él se llevó

ninguna grata impresión al entrarle porlos ojos la figura de nuestra visitante,pues se paró en seco unos pasos antes dellegar a la ventana y preguntó en un tono

bastante hosco:—¡Eh, mujer!, ¿qué está haciendo

ahí?La respuesta a este requerimiento,

que llevó un cierto tiempo, me resultóinaudible. Pero Branston replicó:

—No me di cuenta, señora; no oínada; si hace el favor de dar la vueltapor ahí, verá usted los escalones de lapuerta de entrada; hablaré con el señor yharé lo que él disponga.

La figura dijo algo y señaló con eldedo.

—Sí, eso es; la puerta no tienepérdida.

Y el señor Branston volvió sobre suspasos a lo largo del salón y se detuvo

ante mí con sus mocasines de doblete,haciéndome una grave reverencia y sinque hubiera el más leve matizinterrogativo en su voz al anunciar:

—Si la señorita me lo permite, lamujer ha dicho que es la institutriz.

—¡La institutriz! ¿Qué institutriz?Branston tenía demasiados buenos

modales como para sonreír, y dijoreflexivamente:

—¿Quizá lo más conveniente es quese lo pregunte yo al señor?

A lo cual asentí y, acto seguido, losmocasines sin tacón del mayordomo sepusieron a dar zancadas en dirección ala biblioteca.

Yo, por mi parte, me quedé en pie y

sin respiración en la antesala. Todamuchacha de mi edad sabe todo cuantoentraña semejante acaecimiento. Al cabode uno o dos minutos oí también que laseñora Rusk salía, supongo, del estudio.Andaba a pasos rápidos y refunfuñandopara sí, mala costumbre que se permitíacada vez que se sentía muy fastidiada.Con gusto habría intercambiado unaspalabras con ella, pero me imaginé queestaría enojada y la conversación nohabría sido satisfactoria. Sin embargono pasó por donde yo estaba, sino que selimitó a atravesar el recibidor con supaso rápido y enérgico.

¿Realmente había llegado lainstitutriz? Aquella aparición que tan

desagradablemente me habíaimpresionado, ¿era la que iba a hacersecargo de mí…, la que se sentaría a solasconmigo y me rondaría perpetuamentecon sus siniestras miradas y suestridente parloteo?

Estaba en un tris de ir al encuentrode Mary Quince para enterarme concerteza de algo, cuando oí los pasos demi padre que se acercaban desde labiblioteca, de modo que entré de nuevoen el salón silenciosamente, aunque conel corazón amedrentado y palpitante.

Cuando mi padre entró, me dio,como era habitual en él, unas suavespalmaditas en la cabeza acompañadasde una suerte de sonrisa, y a

continuación comenzó su acostumbradopaseo de arriba abajo por la sala. Sentíavivas ansias de preguntarle acerca de lacuestión que justo en aquel instante teníaacaparada mi mente de forma tandesagradable, pero el reverencial temorque me inspiraba me lo prohibió.

Al cabo de un rato se paró delantede la ventana, cuya cortina había yodescorrido, así como abierto en parte elpostigo, y se puso a contemplar, acasomientras hacía sus propias asociaciones,el panorama anteriormente contempladopor mí.

Hasta que no hubo transcurrido casiuna hora, mi padre —brusca ylacónicamente, como era su costumbre

— no me informó de la llegada demadame de la Rougierre, perfectamentecualificada y con excelentesrecomendaciones, para hacerse cargo demí como institutriz. Se me encogió elcorazón en un seguro presagio de losmales que se avecinaban. Desde yadesconfiaba de aquella mujer, la cual meresultaba antipática y me infundía temor.

Su talante, y el miedo a un posibleabuso de autoridad, me inspiraban másque aprensión. Aquel fantasma depronunciadas facciones que me sonreíabobaliconamente y me saludaba demodo tan peregrino a la luz de la luna,nunca, desde entonces, dejó de influirpeculiar y desagradablemente en mis

nervios.—Bueno, mi querida señorita Maud,

confío en que su nueva institutriz leresulte simpática, cosa que a mí no meresulta, al menos por el momento —meespetó la señora Rusk, la cual me estabaesperando en mi habitación—. Las odio,a estas francesas; no tienen naturalidad,a mi modo de ver. Le he servido la cenaen mi cuarto, y come como una loba,¡vaya si lo hace!, esa bestia huesuda.Ojalá la hubiera visto en la cama, comoyo la he visto. La he instalado en elcuarto contiguo al del reloj de pared…así, supongo, oirá dar las horastempranito. ¡Jamás se vio un aspectocomo el suyo! Esa nariz grande y larga y

esos pómulos hundidos y… ¡uf! esaboca… ¡Me sentí casi como CaperucitaRoja, ya lo creo que sí, señorita!

En este momento, la buena de MaryQuince —cuyo fuerte no era la sátira yque disfrutaba con las de la señora Rusk— soltó una carcajada.

—Deshaz la cama, Mary. Lafrancesa es muy simpática, ya lo creoque lo es, en estos momentos lo es…como todo recién llegado; pero no harecibido muchos cumplidos por miparte, señorita… desde luego que no, meparece a mí. Me pregunto por qué no hayhonradas chicas inglesas que respondana los caballeros cuando piden unainstitutriz, en vez de esas extranjeras

boquiabiertas, enredonas y de malaralea. Que Dios me perdone, pero meparece que todas son iguales.

A la mañana siguiente trabéconocimiento con madame de laRougierre. Era alta, masculina, quizá unpoco cadavérica y vestida de seda colormorado, con un bonete de encaje; elcabello lo llevaba en grandes mechonesnegros, demasiado gruesos y demasiadonegros, tal vez, para que encajaran deforma natural con su piel blanqueada yterrosa, sus mandíbulas hundidas y lasfinas pero siniestras arrugas quesurcaban su frente y sus párpados. Mesaludó, me hizo una inclinación decabeza y, acto seguido, se puso a

escrutarme en silencio con una miradaastuta y penetrante, mientras mededicaba una sonrisa adusta.

—¿Y cómo se llama… cuál es elnombre de mademoiselle? —dijo la altaextranjera.

—Maud, madame.—¡Maud… qué bonito nombre! Eh

bien! Estoy segurísima de que miquerida Maud será una chica muy buena,¿verdad? Y estoy segura de que te voy aquerer mucho. Veamos, Maud, cariño,¿qué es lo que has estado aprendiendo?¿Música, francés, alemán? ¿Eh?

—Sí, un poco; y acababa de empezara utilizar los globos terráqueos cuandomi institutriz se marchó.

Mientras decía esto señalé con lacabeza hacia los globos, los cualesestaban junto a ella.

—¡Oh, sí, los globos terráqueos! —y, con su enorme mano, hizo girar uno deellos—. Ye vous expliquerai tout cela àfond.

Según comprobé, madame de laRougierre estaba siempre dispuesta aexplicarlo todo a fond, pero de algúnmodo sus «explanaciones», como ellalas llamaba, no eran muy inteligibles, ycuando le instaba a que me diese unaaclaración, sus nervios se despertaban,así que, al cabo de un rato, preferíaaceptar sus exposiciones tal comovenían.

Madame estaba hecha a inusitadagran escala, circunstancia que convertíaalgunos de sus rasgos en aún mássorprendentes y, en conjunto, habidacuenta de sus extraños modales, lahacían más horrible a los ojos de unaniña, digamos, como lo era yo. Solíaquedarse mirándome a veces durantemucho rato, con esa sonrisa peculiar queya he mencionado, y con el pulgar sobreel labio, como la sacerdotisa eleusinadel ánfora.

Además, en ocasiones acostumbrabaa permanecer sentada por espacio detoda una hora con los ojos puestos en elfuego o mirando a través de la ventana, atodas luces sin ver nada, y con una

expresión extraña, fija, algo así como detriunfo —muy cercana a una sonrisa—,dibujada en su astuto semblante.

En modo alguno era unagouvernante agradable para una chicanerviosa y de mi edad. A veces le dabanaccesos de una especie de hilaridad, queme asustaba aún más que sus humoresmás adustos, y que describiré en lo quesigue.

C A P Í T U L O V

RUIDOS Y VISIONES

NO hay una sola casa antigua enInglaterra en la cual los sirvientes ygente joven que la habitan no acaricienalgunas tradiciones de índole fantasmal.Knowl tiene sus sombras, sus ruidos ysus crónicas maravillosas. RaquelRuthyn, una beldad de la época de lareina Ana que murió de aflicción por elapuesto coronel Norbrooke, el cual fuemuerto en los Países Bajos, se pasea de

noche por la casa envuelta en sedastersas y crujientes. No se la ve, sólo sela oye. El taconeo de sus altos zapatos,los arrastrantes susurros de susbrocados, sus suspiros cuando sedetiene en las galerías junto a laspuertas de los dormitorios; y a veces, ennoches de tormenta, sus sollozos.

Está también el paje de hacha, unhombre descarnado, de tez oscura y pelonegro, vestido de cebellina, sosteniendoen la mano un hacha o antorcha, la cual,por lo común, arde sólo en rescoldo conuna brasa de rojo profundo mientrashace su ronda. La biblioteca es una delas estancias que inspecciona. Adiferencia de «doña Raquel», como las

doncellas la llamaban, a él solamente sele ve, jamás se le oye. Sus pasos soninsonoros, cual sombras sobre el suelo yla alfombra. La cárdena fosforescenciade su antorcha en rescoldo iluminaimperfectamente su figura y su rostro, y,excepto cuando se halla muy perturbado,su hacha nunca se inflama. En talesocasiones, sin embargo, en el transcursode su ronda, de vez en cuando se pone avoltearla alrededor de su cabeza, demodo que el hacha rompe a arder conuna lúgubre llama. Esto es un temibleaugurio y siempre presagia algunaespantosa crisis o calamidad. Noobstante, ello sucede tan sólo una o dosveces en un siglo.

No sé si madame había oído hablarde alguno de estos fenómenos, pero serefirió a algo que a mí y a Mary Quincenos asustó mucho. Nos preguntó quién sepaseaba por el corredor al que daba sudormitorio, haciendo susurrar suvestido, descendiendo por las escalerasy exhalando, aquí y allá, largos suspiros.Por dos veces, dijo, se había apostado aoscuras en su puerta para escuchar talessonidos y, en una ocasión, inquirió envoz alta para saber quién era. No huborespuesta, pero evidentemente lapersona dio la vuelta y se precipitóhacia ella a una velocidad poco natural,lo que le hizo meterse de un salto en lahabitación y cerrar la puerta.

Cuando tales historias se cuentan porvez primera excitan intensamente losnervios de los jóvenes y los ignorantes.Pero el efecto especial, según hecomprobado, pronto se desvanece y lahistoria simplemente ocupa su lugarjunto con lo demás. Así ocurrió con lanarración de madame.

Aproximadamente una semanadespués de que la historia fuese narrada,yo tuve una experiencia similar. MaryQuince bajó las escaleras en busca deuna lamparilla de noche, dejándome enla cama con una vela ardiendo en lahabitación, y como me encontrabafatigada, me dormí antes de quevolviera. Al despertarme la vela se

había consumido. Pero oí un ruido depasos que se acercaban blandamente.Me levanté de un salto —en un completoolvido del fantasma, pensando sólo enMary Quince— y abrí la puerta a laespera de ver la luz de su vela. Porcontra, la oscuridad era total y, cerca demí, oí el caer de un pie descalzo sobreel entarimado de roble. Era como sialguien hubiera dado un tropezón. Dije:«Mary», pero no recibí respuesta, tansólo un susurro de ropas y un alentar alotro lado del corredor, los cuales seperdieron en dirección a la escalera dearriba. Paralizada por el terror, penetréde nuevo en mi habitación y cerré degolpe la puerta. El ruido despertó a

Mary Quince, quien hacía ya media horaque había vuelto y se había metido en lacama.

Unos quince días después de esto,Mary Quince, una solterona muy veraz,me informó de que a eso de las cuatro dela mañana, habiéndose levantado aencajar la ventana, que estabatrepidando, vio una luz que brillaba enla ventana de la biblioteca. Podía jurarque era una luz intensa, que se colaba através de las rendijas de los postigos yque, a no dudarlo, se movía como lohacía la antorcha del «paje de hacha»cuando, iracundo, la zarandeabaalrededor de su cabeza.

Pienso que justo en aquellos

momentos estos peregrinos sucesoscontribuyeron a ponerme nerviosa y apreparar el camino para el extraño tipode ascendencia que, por obra y gracia demi sentido de lo misterioso ysobrenatural, aquella repulsiva francesaestaba estableciendo gradualmente, y alparecer sin esfuerzo, sobre mí.

Algunos puntos oscuros de sucarácter emergieron rápidamente de labruma prismática con que lo habíaenvuelto.

Me pareció acertada la observaciónde la señora Rusk acerca de laafabilidad de los recién llegados; puesen cuanto madame empezó a perder talcarácter, su buen humor menguó muy

perceptiblemente y comenzó a mostrardestellos de otra índole de genio, ungenio sombrío y peligroso.

Ello no obstante, madameacostumbraba a tener siempre a su ladola Biblia abierta, con estrictaobservancia asistía a los serviciosreligiosos de la mañana y de la tarde, ya mi padre le pedía, con gran humildad,que le prestara alguna traducción de loslibros de Swedenborg, a los cuales teníaen mucho.

Cuando salíamos a dar nuestropaseo, si el tiempo era malo la caminata,por lo general, discurría de arriba abajopor la ancha terraza frente a lasventanas. Hosco y maligno era a veces

el aspecto que solía ofrecer madame, loque no quitaba para que de pronto sepusiera a darme acariciantes palmaditasen el hombro y a sonreírme con unabenignidad grotesca, preguntándometiernamente: «¿Estás fatigada, machèreh?» o: «¿Tienes frío, mi queridaMaud?».

Al principio estas bruscastransiciones me desconcertaban, enocasiones me asustaban a medias, pueshallaba en ellas un regusto a demencia.La casualidad, sin embargo, quisosuministrarme la clave y averigüé quesemejantes accesos de ostentoso afectosobrevenían sin falta cada vez que elsemblante de mi padre se hacía visible a

través de las ventanas de la biblioteca.No sabía yo bien qué idea hacerme

de esta mujer, la cual me infundía untemor en el que se daba un ramalazo depavor supersticioso. Detestabaquedarme a solas con ella en el cuartode estudio tras la caída de la tarde. Aveces solía permanecer sentada porespacio de media hora seguida, con lascomisuras de su ancha boca retraídashacia abajo y el ceño fruncido, mirandoel fuego. Si veía que yo la miraba,cambiaba su actitud al instante, fingíauna especie de languidez y reclinaba lacabeza sobre su mano, y finalmenteechaba mano de la Biblia. A mí, sinembargo, se me antojaba que no leía,

sino que continuaba rumiando susoscuras reflexiones, pues observaba quea menudo el libro permanecía abiertobajo sus ojos durante media hora, o más,sin que jamás volviera la hoja.

Me habría alegrado tener lacertidumbre de que rezaba cuandoestaba de rodillas o leía cuando aquellibro se hallaba delante de ella; habríatenido la sensación de que era máscuerda y humana. Pero el hecho es queaquellas demostraciones de piedadexterna infundían la sospecha de unhondo contraste con realidades quecontribuían a asustarme; sin embargo,ello no era más que una sospecha, nopodía sentirme segura.

Nuestro párroco y su auxiliar, conlos que madame se mostraba muy gentil,así como muy solícita y preocupada enlo concerniente a mis oraciones ycatecismo, tenían una elevada opiniónde ella. En lugares públicos su afectohacia mí era siempre ostentoso.

De igual manera, se las ingeniabapara mantener conferencias con mipadre. Ideaba siempre alguna excusapara consultarle acerca de mis lecturas yconfiarle, según me enteré, lossufrimientos que le acarreaba micontumacia y mi carácter. El hecho esque yo me mostraba absolutamentemansa y sumisa. Pienso, sin embargo,que ella deseaba reducirme a un estado

de la más abyecta servidumbre. Susdesignios se centraban en el dominio yla subversión de todo el hogar, designiosdignos, como ahora creo, del espíritu demaldad que a veces se me antojaba veren ella.

Un día mi padre me hizo una señapara que entrara en el estudio, y me dijo:

—No deberías causar tantapesadumbre a la pobre madame. Es unade las pocas personas que se interesanpor ti. ¿Por qué habría de quejarse tan amenudo de tu mal humor y tudesobediencia? ¿Por qué habría deverse forzada a pedirme permiso paracastigarte? No tengas miedo, que no voya concedérselo. Pero en una persona tan

bondadosa, eso es algo muysignificativo. No puedo ordenarte quesientas afecto, pero sí me está permitidoexigir respeto y obediencia…, e insistoen que hagas a madame objeto deambos.

—Pero, señor —dije, encorajinadapor la torpe injusticia de la acusación—,siempre he hecho lo que ella me decíaque hiciese, y nunca he dicho a madameuna palabra irrespetuosa.

—Hija, no creo que tú seas el mejorjuez en esta cuestión. Vete, y corrígete.

Y, con una mirada de enojo, meseñaló el camino de la puerta. Micorazón se inflamó con un sentimientode agravio y, al llegar a la altura de la

puerta, me volví para decir una palabramás, pero no pude y lo único que hicefue romper a llorar.

—Vamos, no llores, pequeñaMaud… simplemente hagamos las cosasmejor en el futuro. Vamos… vamos…vamos, ya está bien.

Y, besándome en la frente, me hizosalir con suavidad y cerró la puerta.

Ya en el cuarto de estudio cobréánimos y reconvine a madame con ciertoardor.

—¡Pero qué niña tan mala! —exclamó madame, quejumbrosa ygazmoña—. Lee en voz alta esos tres…sí, esos tres capítulos de la Biblia, miquerida Maud.

Nada había que vinieseespecialmente a cuento en aquelloscapítulos en concreto, y cuando los hubeterminado ella me dijo en un tono triste:

—Y ahora, querida, te aprenderás dememoria esta hermosa plegaria por lahumildad del arte.

Era una plegaria muy larga y, en unestado de profunda irritación, llevé acabo la tarea.

La señora Rusk la odiaba. Decía querobaba vino y aguardiente cada vez quese le ofrecía la ocasión…, que siemprele estaba pidiendo tales estimulantes sopretexto de dolores de estómago. Puedeque en esto hubiera una exageración,pero yo sabía que era cierto que, en

distintas ocasiones, me había enviado ala señora Rusk con el recado y pretextomencionados, y la señora Rusk,finalmente, acudía al borde de su camasólo con unas píldoras y una ampolla demostaza, lo que a partir de entonces hizoque madame la odiara irrevocablemente.

Yo sentía que todo aquello se hacíapara torturarme. Pero un día es, para unaniña, un largo espacio de tiempo, y losniños perdonan pronto. Jamás dejé deexperimentar una sensación de miedocada vez que oía a madame que teníaque ir a ver a monsieur Ruthyn en labiblioteca, y pienso que uno de losingredientes del aborrecimiento que lahonrada señora Rusk abrigaba hacia ella

se basaba en un sentimiento de celosante su creciente influencia.

C A P Í T U L O V I

UN PASEO POR ELBOSQUE

DOS pequeños juegos escénicos enlos que sorprendí a madame confirmaronmi desagradable sospecha. Un día enque todo se hallaba en silencio y ellapensaba que yo había salido, desde unrincón del corredor, la vi con la orejapegada al ojo de la cerradura delestudio de papá, como solíamos llamaral gabinete contiguo a su dormitorio. Sus

ojos estaban vueltos hacia las escaleras,único lugar del que ella recelaba unasorpresa. Su ancha boca estaba abierta yla ansiedad hacía que sus ojos se lesaltaran de las órbitas. Devoraba todocuanto estaba sucediendo allí. Con unaespecie de repugnancia y horror di unospasos atrás hasta quedar en la sombra.Madame se había transformado en ungran reptil boquiabierto. Me sentí prontaa arrojarle algún objeto, pero una suertede temor me hizo retroceder de nuevo endirección a mi cuarto. La indignación,sin embargo, volvió a mí rápidamente yregresé a paso vivo. Cuando hubealcanzado de nuevo el ángulo delcorredor, madame, supongo, me había

oído ya, pues había bajado la mitad delas escaleras.

—Ah, mi querida niña, cuánto mealegro de encontrarte, y además vestidaya para salir. Daremos un agradablepaseo.

En ese instante se abrió la puerta delestudio de mi padre y la señora Rusk,con su oscuro y enérgico semblante muyarrebolado, salió presa de granexcitación.

—Madame, el señor dice que lepuedo dar la botella de aguardiente, y yocontentísima de deshacerme de ella,vaya si lo estoy.

Madame, con una sonrisa falsa,insultante y llena de un intangible odio,

hizo una breve reverencia.—¡Si tiene usted que beber, mejor

que lo haga de su propio aguardiente! —exclamó la señora Rusk—. Puede venirahora a la bodega, o el mayordomo lacogerá.

Y la señora Rusk, a pasitos rápidos,emprendió el camino hacia la escaleratrasera.

En esta ocasión no se había tratadode una vulgar escaramuza, sino de unabatalla campal.

Madame había hecho de AnneWixted, una de las doncellas, unaespecie de compinche al que mimaba yadhería económicamente a sus interesespersuadiéndome a mí para que le

regalara algunos vestidos viejos y otrascosas. ¡Anne era tan angelical!

Pero la señora Rusk, que no lequitaba los ojos de encima, sorprendió aAnne con una botella de aguardientebajo el delantal, subiendo furtivamentelas escaleras. Anne, presa del pánico,declaró la verdad. Madame le habíaencargado que la comprara en la ciudady se la llevase a su dormitorio. Anteesto, la señora Rusk se hizo cargo de labotella y, con Anne a su lado,compareció precipitadamente ante «elseñor», el cual escuchó y mandó llamara madame. Madame estuvo fría y franca,sin cortarse al hablar. El aguardiente noera más que medicinal. Sacó un

documento en forma de nota. El doctorfulano de tal presentaba sus respetos amadame de la Rougierre y le prescribíauna cucharada de aguardiente y unasgotas de láudano cada vez que levolviera el dolor de estómago.

La botella duraría un año entero,quizá dos. Madame reclamaba sumedicina.

El hombre tiene en más alta estima ala mujer de lo que ésta se tiene a símisma. Tal vez en sus relaciones con loshombres, las mujeres son, por logeneral, más dignas de confianza…Acaso la estimación que la mujer hacede sí sea más justa, mientras que la otrasea una ilusión establecida. No lo sé;

pero así está ordenado.La señora Rusk fue llamada de

nuevo y yo presencié, como de ello hedejado constancia, el comportamiento demadame durante la entrevista.

Fue una gran batalla… una granvictoria. Madame estaba con el ánimopor las nubes. El aire era dulce…, elpaisaje delicioso… yo era buenísima…¡Todo era tan hermoso! ¿Por dóndeiremos? ¡Por aquí!

Había resuelto, irritadísima comoestaba ante la traición de la que habíasido testigo, hablar con madame lomenos posible, pero en los jóvenes talesdecisiones no son muy duraderas, ycuando alcanzamos las lindes del

bosque estábamos ya hablando mucho,como de costumbre.

—No deseo entrar en el bosque,madame.

—¿Y por qué?—Porque la pobre mamá está

enterrada ahí.—¿Está ahí la cripta? —preguntó

madame con ávida curiosidad.Yo asentí.—Pues a fe mía que es un curioso

motivo; ¡dices que no quieres acercarteporque tu pobre mamá está enterradaahí! Y bien, hija ¿qué diría el buenmonsieur Ruthyn si oyera semejantecosa? Estoy segura de que no eres tanmala, y además yo estoy contigo. Allons!

Vamos allá…, aunque sea sólo untrecho.

Y cedí, aunque a regañadientes.Había un sendero crecido de hierba,

que alcanzamos sin dificultad, el cualconducía hasta el sombrío edificio, demodo que pronto llegamos frente a él.

Madame de la Rougierre parecíabastante curiosa. Se sentó en un pequeñobanco que había enfrente, adoptando lamás lánguida de sus poses… su cabezareclinada sobre las puntas de los dedos.

—¡Qué gran tristeza…, quésolemnidad! —murmuró madame—.¡Qué noble tumba! Qué triste, mi queridaniña, tiene que ser para ti esta visitaaquí, acordándote de tu dulce mamá. Ahí

hay una nueva inscripción… ¿no esnueva?

Y, en efecto, tal lo parecía.—Estoy fatigada… Tal vez quieras

leérmela en voz alta, despacio ysolemnemente, ¿verdad, querida Maud?

Mientras me acercaba, soy incapazde decir por qué pero el caso es quemiré de pronto por encima de mi hombroy me sobresalté al ver que madame meestaba haciendo una mueca desencajaday soez, de burla. Fingió que le daba unataque de tos, pero de nada le sirvió,pues se dio cuenta de que la habíasorprendido, y se echó a reírsonoramente.

—Ven aquí, mi querida niña. Estaba

reflexionando sobre lo tonto que es todoesto… la tumba… el epitafio. Piensoque no me gustaría tener uno…, no, nadade epitafios. En un principio losconsideramos el oráculo de los muertos,pero luego no vemos en ellos más que lainsensatez de los vivos. De ahí midesprecio. ¿Crees que tu casa de Knowl,ésa de ahí abajo, está, como sueledecirse, rondada por fantasmas,querida?

—¿Por qué? —dije yo,sonrojándome y volviendo a palidecer.Madame me había hecho sentiratemorizada y confusa ante lo súbito detodo aquello.

—Porque Anne Wixted dice que hay

un fantasma. ¡Qué oscuro es este lugar!Así que son muchos los miembros de lafamilia Ruthyn que están enterradosaquí… ¿no es así? ¡Qué altos yfrondosos son los árboles que nosrodean! Y no hay nadie cerca.

Y madame hizo girar sus ojos de unmodo horrible, como si esperara veralgo ultraterrenal, siendo ella, de hecho,la que tal semejaba.

—Vámonos, madame —dije, cadavez más asustada y sintiendo que si, porazar, diera por un instante vía libre alpánico que se estaba acumulando entorno mío, de inmediato perdería todocontrol sobre mí misma—. ¡Por favor,madame, marchémonos!… Estoy

asustada.—No, al contrario, siéntate aquí a

mi lado. Pensarás que es muy extraño,machère…, un goût bizarre,vraiment…, pero me gusta mucho estarcerca de los muertos… en un lugarsolitario como éste. Los muertos no medan miedo, ni los fantasmas. ¿Has vistoalguna vez un fantasma, querida?

—Por favor, madame, hable de otracosa.

—¡Pero qué tontita! Pero no, tú notienes miedo. Yo he visto fantasmas, sí,yo misma. Anoche, por ejemplo, vi uno;tenía forma de mono y estaba sentado enun rincón con sus brazos alrededor delas rodillas; su cara era la de un viejo

muy malo, tenía la cara de un viejo, ysus blancos ojos eran grandísimos.

—¡Marchémonos, madame! Estáusted tratando de asustarme —dije conesa rabia infantil que acompaña almiedo.

Madame se rió con una risa fea, ydijo:

—Eh bien! ¡Tontaina!… Si deverdad estás asustada, no te contaré elresto; cambiemos de tema.

—¡Sí, sí, por favor!—¡Qué hombre tan bueno es tu

padre!—Mucho…, el más bondadoso de

los seres. No sé por qué, madame, meinspira tanto miedo, de manera que

nunca sería capaz de decirle lo muchoque le quiero.

Aunque resulte extraño decirlo, estacharla confidencial con madame noentrañaba confianza alguna; se hallabamotivada por el miedo… eradeprecatoria. Traté a madame como sifuese capaz de humana compasión, en laesperanza de que la misma pudiera, dealgún modo, generarse.

—¿No estuvo con él hace unosmeses un doctor que vino de Londres?Creo que le llaman Dr. Bryerly.

—Sí, un tal doctor Bryerly, que sequedó unos días. ¿Y si empezáramos aandar de vuelta a casa, madame? ¡Se lopido por favor!

—Inmediatamente, hija; y tu padre,¿sufre mucho?

—No… no creo.—¿Cuál es entonces su enfermedad?—¡Enfermedad! No tiene ninguna

enfermedad. ¿Es que ha oído usted algosobre su salud, madame? —dije, presade zozobra.

—Oh, no, ma foi… no he oído nada;pero si vino un doctor, no sería porquese encontrara perfectamente bien.

—Pero es que ese doctor lo es enteología, según creo. Sé que es unswedenborgiano; y papá se encuentra tanbien que no ha podido venir en calidadde médico.

—Me alegro de saberlo, ma chère;

sin embargo ya sabes que tu padre es unhombre muy mayor para tener una niñatan jovencita como tú. Sí, es viejo, ya locreo que lo es, y con lo incierta que esla vida. ¿Ha hecho testamento, querida?Cualquiera que sea tan rico como él, yespecialmente si es tan viejo, deberíahaber hecho testamento.

—No hay prisa, madame; tiempohabrá cuando su salud empiece a fallar.

—¿Pero realmente no ha redactadosu testamento?

—La verdad es que no lo sé,madame.

—¡Pero qué sinvergoncilla! Lo quepasa es que no me lo quieres decir…Aunque no eres tan tonta como te finges.

No, no, tú lo sabes todo. Vamos, dímelotodo…, es por tu bien, ¿sabes? ¿Qué eslo que dice el testamento? Y ¿cuándo loredactó?

—Pero, madame, de veras que no sénada. Ni siquiera puedo decir si lo hay ono. Hablemos de otra cosa.

—Pero, hija, el hacer testamento nova a matar a monsieur Ruthyn; no vendráa yacer aquí ni un día antes por esemotivo; en cambio, si no hacetestamento, puedes perder gran parte dela propiedad. ¿No sería una lástima?

—De veras que no sé nada sobre sutestamento. Si lo ha hecho, papá nuncame ha hablado de ello. Sé que mequiere… y eso es suficiente.

—¡Ah, tú no eres tan bobita…, tú losabes todo, eso desde luego! Vamos,dímelo. Eres una pequeña obstinada. Sino lo haces, te romperé el dedomeñique. Dímelo todo.

—No sé nada del testamento depapá. No sabe usted el daño que me estáhaciendo, madame. Hablemos de otracosa.

—Sí sabes, y tienes que decírmelo,petite dure-tête, o te romperé elmeñique.

Dichas estas palabras, agarró eldedo y, riendo malévolamente, de prontolo torció hacia atrás. Lancé un chillido.Ella continuó riendo.

—¿Vas a decírmelo?

—¡Sí, sí! ¡Suélteme! —grité.Ella, sin embargo, no me soltó

inmediatamente sino que prosiguió conla tortura y la risa discordante. Por fin,empero, dejó mi dedo en libertad.

—De modo que la niña va a serbuena y va a contárselo todo a sucariñosa gouvernante. ¿Por qué estásllorando, idiotita?

—Me ha hecho usted mucho daño…,me ha roto el dedo —sollocé.

—Frótatelo y sóplale y dale un beso,tontita. ¡Qué niña tan enrevesada! Novolveré a jugar contigo… nunca.Volvamos a casa.

Durante todo el trayecto, madame seencerró en un arisco silencio. No

contestaba a mis preguntas y adoptó unaactitud de estar muy por encima de mí yde sentirse ofendida.

Esto, sin embargo, no duró mucho ypronto reasumió sus acostumbradosmodales e incluso volvió sobre el temadel testamento, aunque no de forma tandirecta, y con más habilidad.

¿Por qué los pensamientos de estaespantosa mujer habrían de ir a pararcontinuamente al testamento de mipadre? ¿Qué podría importarle a ella?

C A P Í T U L O V I I

CHURCH SCARSDALE

PIENSO que todas las mujeres denuestro hogar, excepto la señora Rusk,que estaba en abierta contienda con ellay sólo tenía cabida para las emocionesvehementes, se hallaban más o menosasustadas por esta malaventuradaextranjera.

La señora Rusk, cuando se confiabaa mí en mi habitación, solía decir:

—¿De dónde viene? ¿Es francesa, es

suiza o es del Canadá? Me acuerdo deuna de ésas, cuando yo era jovencita.¡Menuda pájara que era! ¿Y con quiénvivía? ¿Dónde estaba la familia que lequedara? Ninguno de nosotros sabe nadade ella, menos que un niño; excepto,claro, el señor…, y espero yo que sehaya informado. Está siempre metida entejemanejes secretos con Anne Wixted.A ésa le voy a decir yo que se meta ensus asuntos, si no le importa.Eternamente parloteando ycuchicheando. Y no es de sus propiosasuntos de lo que habla. Madame de laRougepot[5] la llamo yo. Esa sabepintarse hasta los noventa y nueve…, yalo creo que sabe, la vieja zorra. Le pido

perdón, señorita, pero eso es lo quees… una diablesa, y no me equivoco. Lacalé en cuanto la vi robarle al señor suginebra, esa que le mandó a él el doctor,y llenar la garrafa con agua… la viejaasquerosa; pero aún se pondrá más enevidencia, vaya si se pondrá; y todas lasdoncellas le tienen miedo. Piensan queno está en sus cabales… una bruja o unfantasma…, y a mí que no me extrañaríanada. Catherine Jones se la encontródurmiendo en la cama la mañanadespués que se puso de morros conusted, ¿sabe usted, señorita?, vestida depies a cabeza, vaya usted a saber lo queeso significa; y pienso que a usted la haamedrentado, señorita, y que la tiene a

usted tan nerviosa como se puede tener aquien sea.

Y así continuaba.Era verdad. Yo estaba nerviosa, y

cada vez más; y pienso que aquellacínica mujer se percataba de ello y seproponía, con satisfacción, hacerlo.Sentía un miedo permanente a que seescondiera en mi cuarto y, de noche,surgiera para asustarme. Empezó amezclarse también a veces en missueños… y siempre de un modopavoroso, lo cual, por supuesto,alimentaba esa especie de ambiguoterror que me infundía durante las horasde vigilia.

Una noche soñé que me conducía a

la biblioteca mientras cuchicheaba, muydeprisa y sin parar, algo que yo no podíaentender, sosteniendo en su otra manouna vela por encima de su cabeza.Caminábamos de puntillas, comocriminales a altas horas de la noche, ynos detuvimos ante aquel viejo bargueñode roble que mi padre, de tan extrañasmaneras, me había señalado. Tenía lasensación de que andábamos en algúnnegocio de contrabando. En la puertahabía una llave, que al girarla me hizosentir un horror culpable, mientrasmadame seguía cuchicheandoininteligiblemente en mi oído. Di, enefecto, un giro a la llave; la puerta seabrió lentamente y, en el interior, estaba

mi padre, su rostro blanco y malignomirando el mío de cerca, con ojos queechaban fuego. Con voz terribleexclamó: «¡Muerte!». Se apagó la velade madame y, en ese mismo instante,dando un alarido, me desperté en laoscuridad… creyéndome aún en labiblioteca; y media hora más tardetodavía me encontraba en un estado dehisterismo.

Cualquier pequeño incidente entorno a madame proporcionaba tema deansiosa discusión entre las criadas.Todas ellas, de forma más o menosvelada, la odiaban y la temían. Seimaginaban que estaba consiguiendoimponerse «al señor», y que entonces

echaría a la señora Rusk —quizáusurparía su puesto— y así las barreríaa todas ellas. Tengo para mí que nuestrapequeña y honrada ama de llaves no lasdesalentaba en tales sospechas.

Recuerdo que por aquel entonces sepresentó en Knowl un buhonero, unhombre extraño y de aspecto agitanado.Catherine Jones y yo estábamos en elpatio cuando llegó y depositó su fardosobre la baja balaustrada junto a lapuerta.

Llevaba toda clase de mercancías:cintas, algodones, sedas, medias,encajes e incluso alguna bisutería depacotilla; y justo en el momento en quecomenzó a desplegarlas —asunto de

interés en una tranquila casa de campo—, madame hizo su aparición en ellugar. El buhonero le dedicó una sonrisade reconocimiento y expresó suesperanza de que madmasel seencontrase bien, añadiendo que «nopodía imaginarse verla por allí».

Madmasel le dio las gracias. «Sí,muy bien», y, por vez primera, tenía elaspecto de sentirse decididamente«desconcertada».

—¡Qué cosas tan bonitas! —dijo—.Catherine, corre y díselo a la señoraRusk. Le he oído decir que necesitatijeras, y también encaje.

Catherine se marchó, no sin anteslanzarle una prolongada mirada; y

madame dijo:—Y tú, mi querida niña, ¿serás tan

amable de traerme mi monedero, que melo he olvidado en la mesa de mihabitación? Y te aconsejo que traigastambién el tuyo.

Catherine volvió con la señora Rusk.He aquí un hombre que podía contarlesalgo acerca de la vieja francesa, ¡porfin! Ambas mujeres se pusieron a perdertiempo astutamente mirando lasmercancías, hasta que madame hubohecho sus compras y se marchóconmigo. Pero una vez llegada la tanansiada oportunidad, el buhonero semostró completamente impenetrable.«Se olvidó de todo; no creía haber visto

nunca a aquella señora con anterioridad.A una francesa la llamaba madmasel encualquier parte del mundo, pues ése erael nombre de todas ellas. Jamás la habíavisto antes, a ésa en particular, segúnpodía recordar. Siempre le gustaba“verlas”, porque “hace que las jóvenescompren”».

Tal reserva y olvido resultaban muyprovocadores, de modo que ni la señoraRusk ni Catherine Jones se gastaron unpenique con él; era un tipo estúpido, opeor que estúpido.

Desde luego madame le habíasobornado. Pero, al igual que elasesinato, la verdad acabará un día porsalir a la luz. Tom Williams, el mozo de

cuadra, le había visto —cuando ellaestaba a solas con él y fingía mirar lasmercancías con la cara poco menos quesepultada entre las sedas y los pañosgaleses de hilo y algodón— hablar decorrido y tan rápido como podía ydeslizarle dinero —suponía Tom— en lacaja debajo de un corte de tela.

Mientras tanto, yo y madamecaminábamos por los anchos senderosde ovejas cubiertos de turba que hayentre Knowl y Church Scarsdale. Desdenuestra visita al mausoleo del bosque,madame no me había molestado tantocomo antes. Se había mostrado, dehecho, más pensativa que de costumbre,muy poco locuaz y, además, me

importunaba apenas en lo tocante alfrancés y otras habilidades. Dar unpaseo formaba parte de nuestra rutinacotidiana. En aquella ocasión yo llevabaen la mano un cestillo con unosbocadillos, que nos iban a servir dealmuerzo cuando alcanzásemos el belloparaje, a un par de millas de distancia,hacia el que nos encaminábamos.

Habíamos iniciado la marcha unpoco tarde; madame se fatigó más de lohabitual y se sentó a descansar en unportillo antes de que hubiésemosrecorrido la mitad del camino; una vezallí se puso a canturrear, con unavocalización lúgubre y nasal, unacuriosa y antigua balada de Bretaña que

hablaba de una dama con cabeza decerdo:

Ni cerdo ni doncella era esta dama,No era así, pues, su molde un molde

humano;Ni de los vivos era ni de los

muertos.Mano y pie siniestros, tibios al

tactoEran; los diestros, como de un

cadáverLa carne, fríos; y solía cantarTonadas como una campana, ding-

dong,Que a muerto toca; miedo teníanleLos cerdos, y con altivos y huraños

Ojos la miraban; y las mujeres,Apartándose de ella, la temían.Pasarse un año y un día sin dormirPodía; y podía también un mes,Y más, dormir como un cadáver

duerme.De qué esta dama se nutría, nadieLo sabía… si de carne o bellotas.Dicen algunos que está por el cerdoPoseída que el mar de GennesaretCruzara a nado, un cuerpo mestizoY un alma de demonio; otros dicenQue del Judío Errante la esposa es,Que por el cerdo la ley quebrantaraY que su puerco rostro es un

estigmaDe que si lo de ahora es su

vergüenza,Lo que ha de venir luego es su

castigo.

Y así seguía, en un gangosocanturreo. Cuanto más empeñada estabayo en que continuáramos nuestra marcha,más inclinada estaba ella a remolonear.Yo no mostraba, así pues, señal algunade impaciencia, y la veía consultar elreloj en el transcurso de su fea cantinelay lanzar miradas de soslayo, cual siestuviera esperando algo, en dirección anuestro punto de destino.

Una vez que hubo quedadosatisfecha de cantar, madame se levantóy prosiguió la caminata en silencio. La

vi lanzar una o dos miradas, como antes,hacia la aldea de Trillsworth, que sealzaba al frente, algo a nuestraizquierda, y cuyos humos se hallaban ensuspensión, como una neblina, sobre lacresta de la colina. Pienso que meobservó hacerlo, pues preguntó:

—¿Qué humo es aquél?—Es Trillsworth, madame; que tiene

una estación de ferrocarril.—¡Oh, le chemin de fer, tan cerca!

No me lo imaginaba. ¿Adónde va?Se lo dije, y de nuevo se hizo el

silencio.Church Scarsdale es un paraje muy

bello y extraño. El sendero de ovejas, ensu leve ondular, de pronto se hunde en

una ancha vaguada en cuyo regazo, juntoa un claro y sinuoso riachuelo, de entrelas hierbas se alzan las ruinas de unapequeña abadía con unos solemnesárboles esparcidos a su alrededor, enlos cuales colgaban deshabitados nidosde cuervos, ya que los pájaros se habíanido a forrajear lejos de sus perchas.Hasta el ganado había abandonado ellugar. Era la soledad misma.

Madame respiró muy hondo ysonrió.

—Bajemos, bajemos, hija…bajemos al camposanto.

Mientras descendíamos por la laderaque ocluía el mundo circundante, y elparaje se hacía cada vez más triste y

solitario, parecía que a madame se lealegraba el ánimo.

—Mira cuántas lápidas… uno, doscentenares. ¿No amas a los muertos,hija? Te enseñaré a amarlos. Hoy vas averme morir aquí, por espacio de mediahora, y estar entre ellos. Eso es lo queyo amo.

Para entonces habíamos llegado ya aorillas del arroyo y el bajo muro delcamposanto, con un portillo, al que seaccedía mediante un par de losas, através de la corriente, justo al otro lado.

—¡Vamos ya! —exclamó madamealzando el rostro como para inhalar elaire—. Ya estamos cerca de ellos.Pronto te gustarán como a mí me gustan.

Vas a ver a cinco de ellos. Ah, ça ira, çaira, ça ira! ¡Vamos, date prisa! Soymadame la Morgue… la señoraCasadelosmuertos. Te presentaré a misamigos, monsieur Cadavre y monsieurSquelette. ¡Vamos, vamos, pequeñamortal, vamos a jugar! ¡Uaaah!

Y de su enorme boca salió unespantoso alarido, tirando hacia atrás desu peluca y su bonete para mostrar unacabeza grande y calva. Se reía y, enverdad, parecía estar completamenteloca.

—No, madame, no quiero ir conusted —dije, soltando mi mano de lasuya con un violento esfuerzo yretirándome uno o dos pasos.

—¡No entrar en el camposanto! Mafoi… qué mauvais goût! Pero fíjate, lasombra ya nos alcanza. El sol se pondrápronto… ¿dónde vas a quedarte, hija?No tardaré mucho.

—Me quedaré aquí —dije, algoenfadada. Pues estaba tan enfadadacomo nerviosa y a través de mi miedocorría la indignación por aquellasextravagancias suyas que imitaban de tandesagradable modo la demencia y cuyopropósito, bien lo sabía yo, era el deasustarme.

Remangándose el vestido cruzó asaltitos por las losas con sus piernaslargas y flacuchas, como una bruja quese dirige a la reunión de Walpurgis.

Saltó de una zancada el portillo y la vicontorsionarse y la oí cantar algunas desus cantinelas de mal agüero mientrashacía solemnes cabriolas, en medio desonrientes muecas, entre las tumbas y laslápidas, en dirección a las ruinas.

C A P Í T U L O V I I I

EL FUMADOR

TRES años más tarde —de un modoque ella probablemente poco seesperaba y que entonces le traía másbien sin cuidado—, llegué a saber loque realmente había sucedido allí. Meenteré incluso de frases y miradas —pues la historia fue relatada por alguienque la había oído contar—, y, por lotanto, me aventuro a narrar lo que enaquel momento yo no vi ni sospeché.

Mientras, arrebolada y nerviosa,permanecía sentada en una piedra planaa orillas del riachuelo, madame mirópor encima de su hombro y, dándosecuenta de que no estaba al alcance de mivista, aminoró el paso y se dirigióbruscamente hacia las ruinas que sealzaban a su izquierda. Era la primeravez que las visitaba y simplemente sepuso a explorarlas; mas he aquí que, conun aire perfectamente astuto y práctico,al dar la vuelta a la esquina del edificiovio, sentado en el borde de la losa deuna sepultura, a un joven más bien gordoy ataviado de manera harto chillona, congrandes patillas blondas, un sombreroredondo de fieltro, verde levita de

faldones abiertos y botones dorados, ychaleco y pantalones de un diseño máscerca de lo chocante que de laelegancia. Se hallaba fumando en unacorta pipa y, sin retirarla de sus labiosni ponerse en pie, con su bastanteagraciado semblante de tez oscuralevantado, hizo una seña a madame,contemplándola con la expresión hoscae impúdica que le era habitual.

—¡Ah, Diddle[6] estás ahí! Y con unexcelente aspecto. Yo también estoyaquí, sólita, pero mi amiga estáesperando fuera del camposanto, junto alriachuelo, pues es preciso que no sepaque te conozco…, por eso he venidosola.

—Te has retrasado un cuarto dehora, muchacha, y por ti me he perdidoun combate esta mañana —dijo aquelhombre jovial, escupiendo al suelo—. Yno quisiera que me llamases Diddle. Silo haces, yo a ti te llamaré Granny[7].

—Eh bien! Dud[8], entonces. Lachica es muy agradable… lo que a ti tegusta. Talle delgado, dientes blancos,ojos muy bonitos… negros…, lo quesueles decir que es mejor…, y unospiececitos y tobillos muy lindos.

Madame sonrió con malicia.Dud siguió fumando.—Continúa —dijo Dud, haciendo un

gesto imperioso con la cabeza.—La estoy enseñando a cantar y a

tocar el piano… ¡tiene una voz tanpreciosa!

De nuevo hubo una pausa.—Bueno, eso no es que me guste

demasiado. Detesto a las mujeres dandochillidos que hablan de hadas y flores.¡Que la ahorquen! En Curl’s Divan hayun espantapájaros que canta. ¡Quémaullidos en pleno escenario! Con gustole pegaba un par de tiros.

Llegado ese momento, la pipa deDud se había apagado y podíapermitirse conversar.

—Tú la ves y tú decides. Baja pordonde va el río y pasa junto a ella.

—No digo que no, pero no quierocerrar ningún trato a ciegas, ya sabes.

Suponte que después de todo no megustara.

Madame profirió una exclamacióndespectiva en patois.

—¡Muy bien! Otro habrá que no seatan difícil de contentar… pronto teenterarás.

—¿Quieres decir que hay alguienque anda tras ella? —dijo el joven,clavando unos ojos taimados e inquietosen el rostro de la dama francesa.

—Lo que exactamente quiero decires… lo que quiero decir —replicó ladama, haciendo una burlona pausa en lainterrupción que acabo de señalar.

—Vamos, vieja, deja a un lado tusmalditas chanzas si quieres que me

quede aquí escuchándote. ¿Es que nopuedes soltarlo de una vez? ¿Hay algúntipo que la esté rondando? ¿Lo hay?

—Eh bien!, supongo que alguno hay.—¡Vaya! De modo que tú supones y

yo supongo y todos podemos suponer,digo yo; pero eso no hace que una cosasea lo que antes no era; y tú vas y medices que a la chica la tienen encerraditaallá y la tendrán hasta que termines deeducarla… ¡Pues bonita cosa! —y elhombre se echó a reír un tantoperezosamente, apoyando contra suslabios la marfileña empuñadura de subastón y contemplando a madame conojos despectivos.

Madame se rió, pero su aspecto era

harto peligroso.—No es más que una broma, ¿sabes,

vieja? Tú has estado embromándome…¿por qué no iba a hacerlo yo? Lo que noveo es por qué no puede esperar unpoco, ni porqué toda esa maldita prisa.Yo no tengo prisa alguna. De momentono me apetece tener colgada a la espaldauna esposa. No hay nadie que se caseantes de haber tenido su poco de juergay haber corrido mundo, ¿verdad que no?¿Por qué diablos habría yo de llevarlaen coche a las ferias, a la iglesia, o a lacongregación —porque dicen que escuáquera—, con un niño de teta en cadarodilla, sólo para dar satisfacción a losque estarán muertos y podridos cuando

yo acabo de empezar?—¡Ah, qué encantador eres! Siempre

el mismo… siempre tan sensible. Puesbien, yo y mi amiga nos volvemos acasa, y tú vete a ver a Maggie Hawkes.Adiós, Dud. Adiós.

—¡Calla esa boca, tonta! —dijo eljoven caballero con la misma sonrisaforzada que hubiera afeado su semblantesi un caballo le hubiese hecho unextraño—. ¿Quién ha dicho que no vayaa ver a la chica? De sobra sabes que aeso es a lo que he venido, ¿no? Y,pensándolo bien, ¿por qué no habría dedecir lo que sea? La indecisión no es lomío. Si la chica me gusta, no me lo voy apensar mucho. Pero entérate bien, seré

yo quien juzgue por mí mismo. ¿Es ellaquien viene?

—No, ha sido un ruido lejano.Madame echó una ojeada a la vuelta

de la esquina. Nadie se acercaba.—Bueno, pues vete por ese lado y

no hagas otra cosa que mirarla, ya sabes.Es tan tontita y tan nerviosa…

—¿Así es como hay que tratarla? —dijo Dud, golpeando la pipa sobre unalápida para sacarle las cenizas y, actoseguido, metiéndose el utensilio turco enel bolsillo—. Adiós entonces, muchacha—y le estrechó la mano—, y una cosa:tú no aparezcas hasta que yo hayapasado, porque no se me da bien eso deactuar como en el teatro, y si me

llamaras «señor» o te pusieras en plandigno y distante, ya sabes lo que quierodecir, seguro que me reiría, o casi, y loecharía todo a perder. Lo dichoentonces: adiós. Y si quieres volver averme, procura ser puntual.

La costumbre le hizo volver lamirada en busca de sus perros, pero nolos había traído. Había venidodiscretamente en ferrocarril, viajando enun vagón de tercera, para provecho de lacompañía Jack Briderly, y obteniendo unmontón de informes confidenciales apropósito de la carrera de obstáculosque iba a celebrarse la semana siguiente.

Y se marchó a buen paso, cortandocon su bastón los cabezales de las zarzas

a medida que caminaba; por su parte,madame se adelantó al espacio abiertoque había entre las tumbas, donde, dehaberme puesto yo en pie, habría podidoverla contemplar las ruinas con laabsorta mirada de un artista.

Al cabo de un rato oí ruido depisadas por el sendero, y el caballero dela verde levita, chupando su bastónmientras me miraba con una suerte deofensiva familiaridad, pasó junto a mí,titubeando un poco al hacerlo.

Me alegré cuando dobló la esquinade la cercana hondonada y desapareció.Me levanté inmediatamente y cobréconfianza al ver a madame, a unadistancia de no muchos metros,

contemplando las ruinas y,aparentemente, vuelta a sus cabales. Enaquellos instantes, los últimos rayos delsol rozaban los altozanos, y yo estabadeseosa de que emprendiésemos elcamino de regreso a casa. Dudaba sillamar o no a madame, puesto que la talseñora abrigaba un cierto espíritu deoposición, y el descubrir un pequeñodeseo, fuere cual fuere, e impedir sucumplimiento, por lo general era, siestaba a su alcance, una y la mismacosa.

En aquel instante regresó elcaballero de la verde levita y se meacercó con una especie de lento yaltanero contoneo.

—Oiga, señorita. Cerca de aquí seme ha caído un guante. ¿Tal vez lo havisto?

—No señor —dije yo, retrocediendoun poco y mirándole, me atrevo a decir,con ojos tan asustados como ofendidos.

—Creo que se me ha caído justo asus pies, señorita.

—No, señor —repetí.Comenzaba a sentirme muy

incómoda.—No se asuste, señorita, sólo es una

broma. No voy a ponerme a buscarlo.Llamé en voz alta, «¡madame,

madame!», y él dio un silbido entre susdedos y gritó: «¡Madame, madame!», yañadió:

—O está sorda como una tapia o looirá. Preséntele mis respetos, y dígaleque dije que es usted una belleza,señorita —y se marchó a grandeszancadas tras echarse a reír y lanzarmeuna mirada lujuriosa.

La excursión no había sido lo que sedice muy placentera. Madame engullónuestros bocadillos mientras, cada dospor tres, me hacía grandes elogios de losmismos. Pero mi excitación había sidodemasiado grande como para que mequedase apetito alguno, de modo quecuando llegué a casa me hallaba muycansada.

—Así que mañana viene una señora,¿no? —dijo madame, que lo sabía todo

—. ¿Cómo se llama? Lo he olvidado.—Lady Knollys —respondí.—Lady Knollys…, qué nombre tan

extraño. Es jovencísima, ¿verdad?—Creo que ha cumplido ya los

cincuenta.—Helas! Entonces es muy vieja. ¿Es

rica?—No lo sé. Tiene una casa en

Derbyshire.—Derbyshire…, ése es uno de

vuestros condados ingleses, ¿no?—Así es, madame —contesté,

riendo—. Se lo he dicho a usted dosveces ya, desde que vino.

Y me puse a repetir, como unacotorra, los nombres de las principales

ciudades y ríos catalogados en migeografía.

—¡Bah, claro que sí, hija! Y ésaseñora, ¿es pariente tuya?

—Es prima hermana de papá.—Me la presentarás, ¿verdad? ¡Me

gustaría tanto!Madame había caído en la

costumbre inglesa de mostrarpredilección por los títulos nobiliarios,como harían los extranjeros si los títulosentrañaran la especie de poderío quegeneralmente entrañan entre nosotros.

—Por supuesto, madame.—¿No te olvidarás?—Oh, no.En el transcurso de la tarde, madame

me recordó dos veces mi promesa.Estaba interesadísima en ello. Pero éstees un mundo de desengaños, gripe yreumatismo; y a la mañana siguientemadame se hallaba postrada en cama eindiferente a todo cuanto no fuese lafranela y los polvos de James.

Madame estaba desolée; pero nopodía levantar la cabeza. Únicamentemurmuró una pregunta:

—Querida, ¿cuánto tiempo va aquedarse lady Knollys?

—Creo que sólo unos pocos días.—Helas! ¡Qué mala suerte! Quizá

mañana me encuentre mejor. ¡Uah, mioído! ¡El láudano, querida niña!

Y así terminó, por aquella vez,

nuestra conversación, y madame hundióla cabeza en su viejo chal de cachemirrojo.

C A P Í T U L O I X

MÓNICA NOLLYS

LADY Knollys llegó puntualmente.Venía acompañada por su sobrino, elcapitán Oakley.

Llegaron poco antes del almuerzo,con el tiempo justo para instalarse ensus habitaciones y vestirse. Pero MaryQuince amenizó mi aseo con elocuentesdescripciones del joven capitán, al quehabía visto en el corredor, camino de sucuarto, con el criado, y me contó cómo

se había detenido para dejarla pasar y«qué sonrisa tan bonita tenía».

Yo entonces era muy joven, como sesabe, e incluso más aniñada de lo propiopara mi edad; sin embargo, aquellacharla de Mary Quince me interesó,debo confesarlo, considerablemente.Mientras fingía, me temo, una hipócritaindiferencia por la narración de Mary,me iba trazando toda suerte de retratosde este heroico soldado, y no se meescapa que estaba muy nerviosa ypreocupadísima por mi atuendo para lavelada. Cuando bajé al salón ladyKnollys ya estaba allí, conversandoanimadamente con mi padre en elmomento en que yo entré; no era, en

realidad, una mujer vieja, sino de esaedad que a los que son muy jóvenes seles antoja avanzada. Revelaba energía,brillantez, descaro, y se hallaba ataviadacon un bonito vestido de satén rojooscuro, con profusión de encaje; sobresus sedosos cabellos canos llevaba algoque destacaba por su riqueza, no sécómo denominarlo, no era un bonete,sino una especie de adorno ligero ysencillo, pero no obstante majestuoso.

Más bien alta, en modo algunocorpulenta, tenía, en conjunto, una buenay firme estampa, con un algo de bondaden la mirada. Se levantó, exactamentecomo lo haría una persona joven, y,viniendo a mi encuentro con paso rápido

y sonriéndome, exclamó, besándome enambas mejillas:

—¡Mi joven primita! ¿Sabes quiénsoy? Tu prima Mónica… MónicaKnollys… que está contentísima deverte, querida, pese a que no habíapuesto sus ojos en ti desde que eras tanpequeñita como ese abrecartas. Pero venaquí junto a la lámpara, que tengo quemirarte. ¿A quién se parece? Déjamever. Creo que a tu pobrecita madre,querida; pero has sacado la nariz deAylmer… sí…, no una mala nariz, porcierto; y los ojos… ¡pero que muybonitos, ya lo creo que sí! Sin duda levienen de su pobre madre…, no separecen en nada a los tuyos, Austin.

Mi padre le dirigió una mirada lomás cercano a risueña que yo le habíavisto desde hacía mucho tiempo, unamirada astuta, cínica, pero tambiénbondadosa, y dijo:

—Pues tanto mejor, ¿eh, Mónica?—No soy yo quien debiera

decirlo…, pero tú sabes, Austin, quesiempre fuiste una fea criatura. ¡Quéindignación y contrariedad muestra lamuchachita! No debes, leal mujercita,enojarte con tu prima Mónica porqueésta diga la verdad. Papá era y será feomientras viva. Vamos, Austin, querido,díselo… ¿es que no es así?

—¡Cómo! ¡Declarar en mi contra!Eso no lo contempla la ley inglesa.

—Puede que no. Pero si la niña noquiere dar crédito a sus ojos, ¿cómohabrá de dármelo a mí? Qué manos tanlargas y bonitas tiene esta niña… sí, muylindas…, y los pies también. ¿Cuántosaños ha cumplido?

—¿Cuántos años tienes, hija? —dijomi padre, trasladándome la pregunta.

Lady Knollys volvió de nuevo sobremis ojos.

—Son de un gris auténtico…grandes, profundos, dulces… muypeculiares. Sí, querida, muy bonitos…,¡y las pestañas tan largas y de unacoloración tan luminosa! Querida, vas asalir en el Libro de la Belleza cuandoempieces a alternar, y todos los poetas

se pondrán a escribir versos hasta a lapunta de tu nariz…, ¡una narizpreciosísima, por cierto!

Debo mencionar aquí elsorprendente cambio que se obró en elánimo de mi padre mientras escuchaba yconversaba con su rara, dicharachera yvieja prima Mónica. Reflejado porantiguos recuerdos, se había adueñadode él un fulgor que provenía de algo que,ciertamente, no era alegría, pero que seasemejaba al gusto por la alegría. Suaire sombrío e inflexible habíadesaparecido, y se advertía un evidenteplacer ante las incesantes salidas —queél alentaba— de su bulliciosa visitante.

El deshielo y la viveza evidentes

que acompañaban incluso a tan fugazresplandor de trato social, ponían aldescubierto, pienso, cuán morbosasdebían de haber sido las tendencias desu habitual soledad. Yo, para él, norepresentaba una compañía… Era másinfantil que la mayoría de las chicas demi edad y estaba adiestrada en elconocimiento de todos sus caprichos ymaneras de ser, a fin de no interrumpirnunca su silencio o a que jamás unainesperada pregunta u observación míasobligara a sus pensamientos a salirse desu monótono y penoso cauce.

Grande fue la sorpresa que meprovocó el buen humor con el que mipadre se sometía a la mordaz charla de

su prima; tanto es así que, en aquellosinstantes, incluso los negros frisos demadera y las pinturas que cubrían lasparedes, así como la curiosa ymalformada estancia, parecían habertrocado su severo y pavoroso carácterpor otro en el que había un no sé quémaravillosamente más grato para mí,pese a lo desagradable de las críticaspersonales a las que aquella dama sinpelos en la lengua se le había antojadosometerme.

En aquel preciso momento se unió anosotros el capitán Oakley. Aquelhombre constituía, de hecho, mi primeravisión de ese imponente y lejano granmundo, acerca de cuyos esplendores

algo había leído ya en el evangelio, entres volúmenes, de la bibliotecacirculante.

Guapo, elegante, de rasgos casifemeninos y cabellos suaves, onduladosy negros, con patillas y bigote, era nimás ni menos que todo un caballero,como jamás lo había contemplado, oincluso imaginado, en Knowl…, unhéroe de otra especie, proveniente de laregión de los semidioses. No percibí lafrialdad de sus ojos ni el cruelfruncimiento de sus voluptuososlabios…, tan sólo tuve una sospecha,aunque suficiente para señalar al hombrelicencioso, que saborea muerte sobremuerte[9].

Pero yo era joven y aún no tenía elterrible conocimiento del bien y el malque viene con los años; ¡y él era tanguapísimo y su conversación tan nuevapara mí y tan enormemente más llena deencanto que las educadas pláticas de lasaburridísimas familias del condado conlas que, en alguna que otra ocasión,había yo pasado una semana seguida!

Se mencionó de pasada que supermiso de ausencia terminaba dentro dedos días. Una liliputiense punzada dedecepción siguió a este anuncio. Yalamentaba perderle. Tanta es la prontitudcon la que nos apropiamos de aquelloque nos agrada.

Yo era tímida, pero no desmañada.

Me sentía halagada por la atención deeste divertido, quizá bastante fascinante,joven mundano; y estaba claro que él sedirigía a mí solícitamente, paraentretenerme y agradarme. Me figuroque aquel su hacer descender laconversación a mi humilde nivel yprovocarme el interés y la risa apropósito de gentes de las que yo jamáshabía oído hablar antes, suponían paraél un esfuerzo mayor del que yo entoncesimaginaba.

Entre tanto, la prima Knollysconversaba con papá. Era justo el tipode conversación que convenía a unhombre a quien sus hábitos le habíanhecho tan silencioso, pues la retozona

parlanchinería de la prima le dejabapoco que decir. Incluso en un hogar tantaciturno como lo era el nuestro,resultaba, de hecho, totalmenteimposible que la conversación decayerajamás estando ella entre nosotros.

La prima Knollys y yo nosmarchamos a la sala de estar, dejando alos caballeros —me temo que hartoincompatibles entre sí— que seentretuviesen mutuamente un rato.

—Ven aquí, querida, y siéntate a milado —dijo lady Knollys, dejándosecaer de golpe en una poltrona— y dimequé tal os lleváis tú y papá. Lo recuerdocomo un hombre, en tiempos, lo que sedice animado, y bastante divertido… sí,

de veras…, pero ahora ya ves loaburrido que es…, y todo por encerrarsey alimentar sus manías y antojos. ¿Esosdibujos los has hecho tú, querida?

—Sí. Me temo que son muy malos;pero me parece que en el bargueño delsalón hay otros mejores.

—No son malos, eso en modoalguno, querida; y además tocas elpiano, seguro que sí.

—Sí… quiero decir, un poco…bastante bien, espero.

—Me lo figuro. Luego tengo queescucharte. ¿Y qué hace tu papá paradivertirse? Pareces desconcertada,querida. Bueno, me figuro que la palabradiversión no es frecuente en esta casa.

Pero es preciso que no te conviertas enuna monja o, peor aún, en una puritana.¿Qué es él? ¿Uno de los de la QuintaMonarquía[10] o algo así?… Lo heolvidado; dime el nombre, querida.

—Papá es swedenborgiano, creo.—¡Sí, sí…! Se me había olvidado

ese horrible nombre…swendenborgiano. No sé exactamente loque piensan, pero todo el mundo sabeque son una especie de paganos, queridamía. Supongo que no estará haciendo deti uno de ellos, ¿verdad?

—Voy a la iglesia todos losdomingos.

—Bien, menos mal; swedenborgianoes un nombre tan feo, y además lo más

probable es que todos ellos secondenen, querida, y eso es algo aconsiderar seriamente. La verdad es queme habría gustado que el pobre Austinhubiese dado con alguna otra cosa; pormi parte, preferiría no tener ningunareligión y gozar de la vida mientras seestá en ella, que elegir una que va afastidiarme aquí y mandarme al diablodespués. Pero es que a algunas gentes,querida, les gusta ser desdichadas y,como el pobre Austin, procuran darseese gusto tanto en el otro mundo como enéste. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué seria se ha puestoesta mujercita! Pensarás que soy muymalvada, ¿no? Bien sabes que eso es loque estás pensando; y es muy probable

que tengas razón. ¿Quién te hace la ropa,querida? ¡Vas vestida de un modo que espara reírse!

—Creo que fue la señora Rusk quienencargó este vestido. Mary Quince y yolo planeamos. Pensaba que era muybonito. A todas nos gusta mucho.

Me figuro que el vestido tenía algode muy estrafalario, probablemente deabsurdo, al menos juzgado con loscánones de la moda, y que la vieja primaMónica Knollys, en cuya mirada estabasiempre presente la moda londinense, sequedó claramente sorprendida por él,como si se hubiese tratado de algunaenormidad en contra de la anatomía,pues el hecho es que rompió a reír de

buena gana, hasta el punto de que, trascesar la risa, aún había lágrimas en susmejillas. Estoy segura de que mi aspectode asombro y dignidad mientras duró suhilaridad, contribuyó a reavivar sualborozo una y otra vez cuando ya ésteestaba remitiendo.

—Vamos, no tienes por qué enojartecon la vieja prima Mónica —exclamó,poniéndose en pie de un salto, dándomeun pequeño abrazo y estampando uncariñoso beso en mi frente y un jovialcachetito en mi mejilla—. Recuerdasiempre que tu prima Mónica es unavieja tonta, deslenguada y pérfida, que tetiene cariño, así que no te ofendas nuncapor sus bobadas. Un conciliábulo de

tres…, todas vosotras puestas a ello…la señora Rusk, dijiste, y Mary Quince, ytu sabio yo, las Parcas; y Austin, comoMacbeth, entró y dijo: «¿Qué estáishaciendo?». Y vosotras, a coro,respondisteis: «¡Una cosa u otra, que notiene nombre!»[11]. Pero ahora en serio,querida, en Austin, en tu papá, quierodecir, es absolutamente imperdonable elentregarte a los antojos de esas viejaslocas… ¿a que son viejas?… para que tevistan y atavíen. Si saben lo que sehacen, la cosa es ni más ni menos quediabólica. ¡Le voy a correr… ya lo creoque sí, querida! Sabes muy bien que eresuna heredera, y no deberías presentartecomo un payaso.

—Papá tiene la intención deenviarme a Londres con madame y MaryQuince, y venir él también conmigo, siel doctor Bryerly dice que puede hacerel viaje, y entonces me compraránvestidos y todo lo demás.

—Bueno, eso está mejor. ¿Y quiénes ese doctor Bryerly? ¿Está enfermo tupapá?

—¿Enfermo? Oh, no, él siempre estáigual. No le parecerá a usted que estáenfermo… que tenga aspecto, quierodecir, de estar enfermo, ¿verdad? —pregunté con ansiedad y susto.

—No, querida, su aspecto esexcelente para su edad, pero ¿por quéestá aquí el doctor ese como se llame?

¿Es un médico, un clérigo o unveterinario? ¿Y por qué se le pide supermiso?

—La verdad es… que nocomprendo.

—¿Es uno de esos… cómo losllaman… swendenborgianos?

—Creo que sí.—¡Oh, ya entiendo! ¡Ja, ja, ja! ¡Así

que el pobre Austin tiene que pedirpermiso para irse a la ciudad! ¡Vaya siirá, tanto si a su doctor le gusta como sino, pues, querida, de eso de enviarteallá a cargo de tu francesa, ni hablar!¿Cómo se llama?

—Madame de la Rougierre.

C A P Í T U L O X

LADY KNOLLYS RETIRAUNA COLCHA

LADY Knollys prosiguió susindagaciones.

—¿Y por qué madame no te hace losvestidos, querida? Apuesto una guinea aque esa mujer es costurera. ¿No secomprometió a hacerte la ropa?

—La verdad es que… no lo sé; másbien pienso que no. Es mi institutriz…,una institutriz de perfeccionamiento,

según dice la señora Rusk.—¿Perfeccionamiento? ¡Una gaita!

¡Así que la señora es demasiadoimportante como para cortar tus vestidosy ayudar a coserlos! ¿Y qué es lo quehace? Me atrevo a decir que para loúnico que sirve es para no enseñarteotra cosa que diabluras, aunque no esque te haya enseñado muchas quedigamos… al menos hasta ahora. Quieroverla, querida; ¿dónde está? ¡Ea, vamosa visitar a madame! ¡Me gustaría tantohablar con ella un poquito!

—Pero es que está mala —contesté.Había estado todo el tiempo al borde deromper a llorar de rabia, pensando en mivestido, el cual debía de ser muy

absurdo para suscitar una risa tan naturalpor parte de mi experimentada pariente,y mi único deseo era el de escondermeantes de que regresara aquel apuestocapitán.

—¿Mala? ¿De veras? ¿Qué es lo quele pasa?

—Un resfriado… febril y reumático,según dice.

—Oh, un resfriado; ¿está levantada oestá en la cama?

—Está en su habitación, pero noguarda cama.

—Me gustaría muchísimo verla,querida. No es por mera curiosidad, telo aseguro. Lo cierto es que lacuriosidad no tiene absolutamente nada

que ver en esto. Una institutriz puede seruna persona muy útil o inútil; perotambién puede ser la inquilina másperniciosa que sea dado imaginar. Puedeenseñarte un mal acento, y peoresmodales, y Dios sabe qué, además.Querida, manda al ama de llaves adecirle que voy a verla.

—Quizá sea mejor que vaya yomisma —dije, temiendo un encontronazoentre la señora Rusk y la agria francesa.

—Muy bien, querida.Y me marché corriendo, sin lamentar

para nada el escapar de algún modoantes de que regresara el capitán Oakley.

Mientras recorría el pasillo ibapensando si mi vestido podría ser tan

enormemente ridículo como mi viejaprima creía, y tratando, en vano, derecordar alguna prueba de un juiciosimilarmente despreciativo por parte deaquel hermoso y gárrulo dandy. Pero nopude…, de hecho fue más bien alcontrario. No obstante, me encontrabaaún incómoda y enfebrecida…, lasmuchachas de la misma edad que yotenía entonces podrán fácilmenteimaginarse lo desdichadas que, ensemejantes circunstancias, les haría unrecelo de esa clase.

La habitación de madame quedabamuy lejos. En el pasillo hallé a la señoraRusk trajinando con la doncella.

—¿Cómo está madame? —pregunté.

—Estupendamente, creo yo —contestó el ama de llaves secamente—.Que yo sepa, no le pasa nada. Hoy hacomido por dos. Ojalá pudiera yoestarme sentadita en mi cuarto sin hacernada.

Cuando entré en la habitación,madame estaba sentada, o más bienreclinada, en un sillón bajo, junto alfuego, como era su costumbre, con lospies extendidos, cerca de las rejas, y unpequeño servicio de té a su lado. Metióapresuradamente un libro entre suvestido y la butaca y me recibió en unestado de languidez que, de no habersido por las reconfortantesaseveraciones de la señora Rusk, me

habría asustado.—Espero que se encuentre usted

mejor, madame —dije, acercándome.—Mejor de lo que merezco, mi

querida niña, suficientemente bien. Todoel mundo es buenísimo y me obsequiacon cualquier cosita, como a un pájaro;aquí hay café…, la señora Rusk, pobremujer, e intento tomar un poquito, paracomplacerla.

—¿Y su resfriado, está mejor?Madame denegó con la cabeza

lánguidamente, el codo descansandosobre la butaca y la frente sostenida porlas puntas de tres de sus dedos; actoseguido exhaló un suspirito mientrasmiraba hacia abajo de soslayo, en un

interesante abatimiento.—Je sens des lassitudes en todos

los miembros… pero estoy muy feliz,pues aunque sufro me siento consolada yagradecida des bontés, ma chère, quevous avez tous pour moi —y, con estaspalabras, me dirigió una lánguidamirada de gratitud que fue a caer en elsuelo.

—Lady Knollys tiene grandesdeseos de verla a usted, sólo unosminutos, si pudiera recibirla.

—Vous savez, les malades nuncareciben visitas —replicó con unaespecie de acidez sobresaltada y unamomentánea energía—. Además nopuedo conversar; je sens de temps en

temps des douleurs de tête… de cabezay de oído, en el oído derecho, parfoisme pongo a morir, sí, a morir, y ahorame ha vuelto.

Y, dando un respingo, lanzó ungemido con los ojos cerrados y la manoapretando el órgano afectado.

Simple como era, instintivamentesentí que madame estaba fingiendo. Suactuación era exagerada, sustransiciones demasiado bruscas y,además, olvidó que yo sabía lo bien queella hablaba inglés y tenía que darmecuenta de que con aquel bonito mosaicode expresiones extranjeras lo que hacíaera aumentar el interés de sudesvalimiento. En consecuencia, y con

una especie de coraje que a veces meayudaba, dije:

—Oh, madame, ¿de veras no creeusted que podría ver a lady Knollys unosminutos sin que ello sea muchamolestia?

—¡Niña cruel! Sabes que tengo undolor en el oído que en este momento meestá haciendo sufrir horriblemente, y mepreguntas si no querré conversar conextraños. No pensaba yo que fueses tandespiadada, Maud; pero es imposible,tienes que darte cuenta… por completoimposible. Sabes muy bien que yo jamásrehúso tomarme una molestia cuandoestoy en condiciones, jamás.

Y madame derramó algunas

lágrimas, las cuales venían siemprecuando se las llamaba, y, con la manopuesta en el oído, dijo con un hilo devoz:

—Ten la bondad de decirle a tuamiga cómo me ves, cómo estoysufriendo, y déjame, Maud, porquequiero estar acostada un ratito, pues eldolor no me permitirá estarlo muchomás.

Y así, con unas palabras de consueloque malamente podían ser rechazadas,aunque me figuro que traicionaban misospecha de que sus sufrimientosestaban siendo exagerados más de lacuenta, regresé a la sala de estar.

—El capitán Oakley ha estado aquí,

querida, e imaginando, supongo, que noshabías abandonado para el resto de lavelada, se ha ido a la sala de billares,creo —dijo lady Knollys cuando entré.

Esto explicaba, así pues, los ruidossordos y golpes de bolas que había oídoal pasar junto a la puerta.

—Le he estado diciendo a Maud queva vestida de una forma detestable.

—¡Muy precavido por tu parte,Mónica! —dijo mi padre.

—Sí. Y realmente, Austin, estáclarísimo que deberías casarte;necesitas a alguien que salga con estachica y que se ocupe de ella; ¿y quién vaa hacerlo? Es una dejada… ¿no te dascuenta? ¡Qué ignominia! Y además es

una pena tan grande, porque es unacriatura preciosísima, y una mujerinteligente podría hacer de ella unamuchacha encantadora.

Mi padre se tomaba las salidas de laprima Mónica con el más prodigiosobuen humor. Mónica había sido siempre,me figuro, una persona privilegiada, ymi padre, a quien todos nosotrostemíamos, recibía sus joviales ataquescomo me imagino que los ceñudosFront-de-Boeufs de antaño aceptabanlos humores y personalidades de susbufones.

—¿He de aceptar esto como unaproposición? —le dijo mi padre a sulenguaraz prima.

—Sí, puedes hacerlo, pero no unaproposición mía, Austin… yo no valgo.¿Te acuerdas de la pequeña KittyWeadon, con la que yo quería que tecasaras hace veintiocho años, o más,con ciento veinte mil libras? Pues bien,¿sabes?, sigue teniendo tanto, y laverdad es que es la más amable de lascriaturas, y aunque en aquel tiempo tú nola quisieras, desde entonces va ya por susegundo marido, para que te enteres.

—Me alegro de no haber sido elprimero —dijo mi padre.

—Bueno, la gente lo que dice es quesu fortuna es absolutamente inmensa. Suúltimo marido, el comerciante ruso, selo ha dejado todo. Vive en la más

completa soledad y está en el mejor delos círculos.

—Siempre fuiste una casamentera,Mónica —dijo mi padre, deteniéndose yponiéndole cariñosamente una manosobre las suyas—. Pero no servirá denada. No, no, Mónica; hemos de cuidarde la pequeña Maud de algún otro modo.

Me sentí aliviada. Nosotras, lasmujeres, tenemos un miedo instintivo alas segundas nupcias, y pensamos que nohay viudo que esté por encima o pordebajo de ese peligro; y recuerdo quecada vez que mi padre, cosa que dehecho ocurría muy poco a menudo, semarchaba de visita a la ciudad o acualquier otro sitio, la señora Rusk solía

decir:—No me extrañaría nada, y tú,

cariño, tampoco deberías extrañarte si tupadre trajera con él a una joven esposa.

Mi padre, así pues, dedicando aMónica una mirada bondadosa, y a míotra muy tierna, se fue en silencio a labiblioteca, como con frecuencia hacía aesas horas.

No pude evitar el albergarresentimiento hacia mi prima Knollyspor su oficiosa recomendación dematrimonio. Una madrastra era la cosaque yo más temía. La buena de la señoraRusk, así como Mary Quince, cada una asu manera, solían, mediante anécdotasocasionales y frecuentes reflexiones,

aumentar mis terrores ante semejanteintrusión. Supongo que no deseaban unarevolución en Knowl, con todas susconsecuencias, y que no veían dañoalguno en excitar mi vigilancia.

Pero era imposible estar enojadamucho tiempo con la prima Mónica.

—Tu padre es rarísimo, ¿sabes,querida? —dijo—. Yo no le hagocaso… nunca se lo hice. Y tú tampocodebes hacérselo. Chiflado, querida, estáchiflado… ¡decididamente chiflado!

Y se dio unos golpecitos en uno delos lados de la frente, con una miradatan socarrona y cómica que, pienso, mehabría echado a reír si el sentimiento nohubiera sido tan horriblemente

irreverente.—Y bien cariño, ¿qué tal está tu

amiga la costurera?—Madame sufre tantísimo del dolor

de oído, que dice que le va a serimposible tener el honor…

—¡Honor…! ¡Una gaita! Quiero verqué aspecto tiene esa mujer. ¿Dolor deoído, dices? ¡Pobrecilla! Pues bien,querida, me parece que yo puedo curarlaen cinco minutos. Yo también lo tengo,de vez en cuando. Ven a mi cuarto ycogeremos los frascos.

A continuación Mónica encendió suvela en el zaguán y, con paso ligero yágil, subió las escaleras, seguida por mí;y una vez hallados los remedios nos

acercamos juntas al cuarto de madame.Se me ocurre que, cuando aún nos

encontrábamos al otro extremo delcorredor, madame oyó o adivinó que nosaproximábamos, pues su puerta se cerrósúbitamente y hubo un tejemaneje en elpicaporte. Pero el pestillo estabaestropeado.

Lady Knollys llamó con los nudillosy dijo:

—Por favor, deseamos entrar y verlaa usted. Tengo unos remedios que estoysegura han de hacerle bien.

No hubo respuesta, así que Mónicaabrió la puerta y ambas entramos.Madame se había envuelto en la colchaazul y estaba acostada sobre la cama,

con la cabeza sepultada en la alhomaday liada con la sobrecama.

—¿Quizá está dormida? —dijo ladyKnollys, arrimándose a un lado de lacama e inclinándose sobre madame.

Madame yacía quieta como un ratón.La prima Mónica depositó sus dosfrascos encima de la mesa y,cerniéndose de nuevo sobre el lecho,empezó a levantar muy suavemente consus dedos la colcha que cubría el rostrode madame, quien emitió un mugidosoñoliento y, agarrándose aún más a lacolcha que la envolvía, la apretó conmás fuerza contra su cara.

—Madame, somos nosotras, Maud ylady Knollys. Hemos venido para

aliviarle el oído. Le ruego que me lodeje ver. No puede estar dormida, estásujetando la ropa fortísimo. Vamos, porfavor, permítame que lo vea.

C A P Í T U L O X I

LADY KNOLLYS VE LASFACCIONES

QUIZÁ si madame hubiesemurmurado: «Estoy bien… por favor,déjenme morir», habría escapado a unasituación embarazosa. Pero al haberadoptado el papel de quien duerme depuro agotamiento, era imposible, porcoherencia, el que hablara en aquelmomento y tampoco podía mantenersujeta a la fuerza la colcha alrededor de

su cara. Así pues, su presencia de ánimole abandonó, y la prima Mónica retiró lasobrecama. Apenas hubo contemplado elperfil de la paciente, cuando su jovialsemblante se frunció y ensombreció conuna hosca curiosidad y sorpresa, enmodo alguno placenteras; se quedóerecta junto al lecho, con la bocafirmemente cerrada y las comisuras delos labios caídas, en una especie derechazo y perturbación, los ojos puestosen la paciente.

—Así que ésta es madame de laRougierre —exclamó lady Knollys alcabo de un buen rato, con un imponentedesdén—. Pienso que jamás había vistoa nadie más escandalizado.

Madame se incorporó, muyarrebolada, lo que nada tenía de extraño,puesto que con tantas apreturas habíapermanecido envuelta en la colcha. Nodirigió del todo su mirada hacia ladyKnollys, sino más bien se puso a mirardirectamente enfrente de ella, algo haciaabajo, y con los ojos muy encendidos.

Me sentía muy asustada y llena deasombro, casi en un tris de romper allorar.

—Bien, mademoiselle, al parecer seha casado usted desde la última vez quetuve el honor de verla. No reconocí amademoiselle bajo su nuevo nombre.

—Sí… estoy casada, lady Knollys;creía que todos cuantos me conocen se

habrían enterado de ello. Casada muyrespetablemente, para una persona de miestamento. Pronto no necesitaré yallevar la vida de una institutriz. No haynada malo en ello, espero.

—Espero que no —dijo ladyKnollys secamente, algo pálida y con losojos llenos de una suerte de oscuroasombro, todavía clavados en la frente yel semblante arrebolados de lainstitutriz, la cual tenía la vista baja yfija en el vacío, con una expresión deenojo y desconcierto.

—Supongo que se lo habráexplicado usted todo satisfactoriamenteal señor Ruthyn, en cuya casa laencuentro —dijo la prima Mónica.

—Sí, por supuesto…, todo cuanto éldemande… de hecho no hay nada queexplicar. Estoy pronta a responder acualquier pregunta. Que me pregunte.

—Muy bien, mademoiselle.—Madame, si no le importa.—Me olvidaba… madame… sí.

Informaré de todo al señor Ruthyn.Madame le dirigió una mirada aguda

y maligna, risueñamente recelosa ycargada de clandestino desprecio.

—En lo que a mí respecta, nadatengo que ocultar. Siempre he cumplidocon mi deber. ¡Bonita escenaabsolutamente por nada…! ¡Quéencantadores remedios para una personaenferma! Ma foi! ¡Qué agradecidísima

estoy por tan amables atenciones!—Por lo que puedo ver,

mademoiselle… que diga, madame… nose halla usted muy necesitada deremedio alguno. Ni su oído ni su cabezaparecen molestarle en este momento. Mefiguro que tales dolores pueden darse yapor despachados.

Lady Knollys hablaba ahora enfrancés.

—La señora ha distraído mi atenciónpor unos instantes, pero eso no impideque sufra horriblemente. Desde luego yono soy más que una pobre institutriz, y aesta gente tal vez no debería dolerlenunca nada… o al menos no deberíamostrar que le duele. Nos está permitido

morir, pero no estar enfermos.—Vamos, Maud, querida, dejemos a

la inválida entregada al reposo y lanaturaleza. No creo que necesite micloroformo y mi opio en este momento.

—La señora es, en sí misma, unmédico que ahuyenta muchas cosas yafecta poderosamente al oído. Sinembargo desearía dormir, y tan sólopodré hacerlo en silencio, si a la señorano le importa.

—Vamos, querida mía —dijo ladyKnollys, una vez más sin mirar haciaaquel semblante ceñudo, sonriente ymoreno que descansaba sobre la cama—; dejemos a tu institutriz a suconcforto.

—El cuarto huele a aguardiente portodas partes, querida… ¿es que bebe?—dijo lady Knollys algo bruscamente,cuando cerró la puerta.

Estoy segura de que mi aspectodenotaba el asombro que sentía antesemejante imputación, que a mí entoncesme parecía completamente increíble.

—¡Ay, mi pequeña, qué tonta es! —dijo la prima Mónica, sonriéndome ydándome un besito en la mejilla—. Unadama borracha es algo con lo que tufilosofía nunca ha soñado. Bueno,vivimos para aprender. Vámonos atomar el té a mi habitación…, pues loscaballeros, me figuro, se habránretirado.

Asentí, por supuesto, y tomamos elté muy agradablemente junto al fuego desu dormitorio.

—¿Cuánto tiempo hace que tienes aesa mujer? —me preguntó de pronto,tras haber permanecido reflexionando unrato, para tratarse de ella, larguísimo.

—Vino a principios de febrero…hace casi diez meses… ¿no es así?

—¿Y quién la envió?—En realidad no lo sé; papá me

cuenta tan pocas cosas…, fue él quien loarregló todo, creo.

La prima Mónica emitió un sonidode aquiescencia, con los labioscerrados, y asintió con la cabeza,frunciendo el entrecejo mientras clavaba

los ojos en las rejas.—¡Es muy extraño! —dijo—.

¿Cómo puede ser la gente tan tonta? —aquí hubo una pequeña pausa—. ¿Y quéclase de persona es ella…? ¿Te resultasimpática?

—Sí, mucho… bueno, bastante. ¿Nose lo dirá a nadie? Más bien me asusta.Estoy segura de que lo hace sin querer,pero el caso es que me da mucho miedo.

—¡Supongo que no te pegará! —dijola prima Mónica, con un incipientefrenesí en su rostro que me hizo amarla.

—¡Oh, no!—¡Ni que te maltrata de ninguna

manera!—No.

—¿Me das tu palabra de honor,Maud?

—Mi palabra de honor que no.—Sabes muy bien que no he de

contarle a nadie lo que me digas, y quelo único que quiero es saberlo, parapoder terminar con ello, mi pobreprimita.

—Muchas gracias, prima Mónica;pero la verdad es que no me maltrata.

—¿Y tampoco te amenaza, hija?—Pues no… no, tampoco me

amenaza.—¿Por qué diantre te asusta

entonces, hija?—Bueno, realmente…, me da

vergüenza decírselo…, se va a reír de

mí…, yo no sé si quiere asustarme. Peroes que en ella hay algo, ¿sabe?fantasmal, ¿verdad que sí?

—¡Fantasmal…! ¿Tú crees? Bueno,lo cierto es que no lo sé, pero sospechoque lo que sí hay es algo diabólico…quiero decir que tiene pinta de ser unabribona… ¿verdad que sí? Ademáspienso que no ha tenido de verasresfriado alguno, y que tampoco le duelenada, sino que ha estado fingiendo laenfermedad para mantenerse apartada.

Me di clara cuenta de que elcondenatario epíteto de la prima Mónicase refería a algún conocimientoretrospectivo que a mí no me lo iba arevelar.

—¿Conocía a madame de antes? —dije—. ¿Quién es?

—Me ha asegurado que es madamede la Rougierre, y supongo que así sellama a sí misma en francés —mecontestó lady Knollys riendo, aunqueincómoda, según me pareció.

—¡Oh, querida prima Mónica, anda,dígamelo! ¿Es… es muy malvada? ¡Estanto el miedo que me da!

—¿Y cómo quieres que lo sepa,querida Maud? Pero me acuerdo de sucara y no puedo decir que me agrademucho, créeme. Mañana por la mañanapienso hablarle a tu padre acerca deella, así que no me hagas más preguntassobre ella, querida, pues la verdad es

que no tengo mucho más que decir que ati te importara oír. El hecho es que nopienso decir ni una palabra más sobreella, y ya está.

Y la prima Mónica se echó a reír yme dio un cachetito en la mejilla, yluego un beso.

—Bueno, dígame sólo esto…—No, no voy a decirte ni esto ni

nada más… ni una sola palabra, curiosamujercita. Lo cierto es que tengo pocoque decir, y voy a decírselo a tu padre, yél, de eso estoy segura, hará lo que seajusto hacer; de modo que no mepreguntes más. Hablemos de algo másagradable.

Había algo indescriptiblemente

subyugador, tal me parecía a mí, en laprima Mónica. Vieja como era, y sinembargo se me antojaba muy juvenil,comparada con aquellas lerdas yvulgares señoritas a las que habíaconocido en mis escasas visitas a lasmansiones del condado. Llegado estemomento se me había esfumado porcompleto la timidez, y mi trato con ellaera de gran intimidad.

—Sabe muchísimo sobre ella, primaMónica, pero no quiere decírmelo.

—Nada me gustaría más, si me vieraen libertad de hacerlo, briboncilla; pero¿sabes?, después de todo, en realidad nodigo si en el fondo sé o no algo sobreella, o qué clase de conocimiento es el

que tengo. Ahora dime qué es lo quequieres decir con eso de fantasmal, ytodo eso.

Le relaté, así pues, mis experiencias,a las cuales, lejos de reírse de mí,prestó oídos con una muy especialseriedad.

—¿Escribe y recibe muchas cartas?La había visto escribir cartas, y

suponía, aunque tan sólo podía recordaruna o dos, que las recibíaproporcionalmente.

—¿Eres tú Mary Quince? —preguntó mi prima.

Mary estaba poniendo en orden lascortinas de las ventanas, y se volvió,haciendo una afirmativa reverencia

hacia ella.—Estás al servicio de la señorita

Ruthyn, mi primita, ¿no es así?—Sí, señora —dijo Mary con sus

mejores modales.—¿Duerme alguien en su habitación?—Sí, señora. Yo, con el permiso de

la señora.—¿Y nadie más?—No, con el permiso de la señora.—¿Ni siquiera la institutriz, a

veces?—No, señora.—¿Estás segura de que nunca,

querida? —dijo lady Knollys,transfiriéndome a mí la pregunta.

—¡Oh, no, nunca! —contesté.

La prima Mónica se sumergió en unagrave meditación —incluso, tal se meantojó, llena de ansiedad— mientrascontemplaba la parrilla del hogar; actoseguido revolvió el té con la cucharillay tomó un sorbo, sus ojos aún fijos en elmismo punto de nuestra alegre lumbre.

—Me gusta tu cara, Mary Quince;estoy segura de que eres una buenacriatura —dijo, volviéndose de prontohacia ella con un semblante satisfecho—. Estoy muy contenta de que la tengas,querida. ¡Me pregunto si Austin se habráido ya a la cama!

—No creo. Estoy segura de que estáen la biblioteca o en su gabineteprivado…, papá lee o reza con

frecuencia a solas por la noche, y… y nole gusta que le interrumpan.

—No, no, desde luego que no…,vale perfectamente mañana por lamañana.

Lady Knollys, tal me pareció, estabasumida en profundas meditaciones.

—Así que te dan miedo los duendes,querida mía —dijo por último, con unaespecie de sonrisa mortecina,volviéndose hacia mí—; bueno, si fuerayo, sabría lo que hay que hacer… tanpronto como yo y la buena de MaryQuince, aquí presente, nos hubiéramos,metido en el dormitorio para pasar lanoche: lo que yo haría es avivar el fuegohasta hacer una buena llama, y echar el

cerrojo a la puerta… ¿has oído, MaryQuince? Echar el cerrojo y mantener lavela encendida toda la noche. Tendrásque tener con ella mucha atención, MaryQuince, pues no… no me parece a míque sea muy fuerte, y es preciso que nose ponga nerviosa; así que idos a lacama prontito, y no la dejes sola…¿entendido? y… y acuérdate de echar elcerrojo, Mary Quince, si lo hacesmandaré un caja de Navidad a mi primay no me olvidaré de ti. ¡Buenas noches!

Y, haciendo una graciosa reverencia,Mary se marchó de la habitación a pasorápido.

C A P Í T U L O X I I

UNA CURIOSACONVERSACIÓN

NOS tomamos otra taza de té y,durante un rato, permanecimos ensilencio.

—No hablemos más de fantasmas.Eres una mujercita supersticiosa,¿sabes?, y es preciso que no te asustes.

Y mi prima Mónica enmudeció denuevo y, echando una vivaz ojeadaalrededor de la habitación, como una

dama en busca de un tema deconversación, sus ojos se detuvieron enun pequeño retrato oval, grácil, decolorido luminoso, al estilo francés, querepresentaba a un guapo muchachito conabundantes cabellos dorados, ojosgrandes y dulces, rasgos delicados y unaexpresión tímida y peculiar.

—Es extraño; creo recordar habervisto hace muchísimo tiempo esepequeño esbozo, tan bonito. Pienso quefue cuando yo era una niña, pero laforma de vestir, y de llevar el cabello,es mucho más antigua de lo que nuncavi. Ahora tengo cuarenta y nueve años.¡Oh, sí, querida! ¡Ha pasado un buenrato desde que nací! ¡Qué chico tan

extraño y guapo! Un pequeño personajelo que se dice misterioso. Me preguntosi será completamente sincero. ¡Quépelo tan abundante y dorado! Está hechocon gran habilidad… un artista francés,me figuro… ¿y quién es el muchachito?

—Nunca lo he oído decir. Alguienque vivió hace cien años, me imagino.¡Pero abajo hay un cuadro sobre el queestoy deseando preguntarle!

—¡Oh! —murmuró lady Knollys,mientras seguía contemplando el dibujocon ojos soñadores.

—Es un retrato de cuerpo entero deltío Silas…, quiero preguntarle sobre él.

Al mencionar su nombre, mi primame lanzó una mirada tan brusca y

extraña que casi equivalía a unsobresalto.

—¿Tu tío Silas, querida? Escuriosísimo, pero justo estaba pensandoen él —y dejó escapar una risita—.Preguntándome si ese muchachito podríaser él.

Y la activa prima Mónica, con unavela en la mano, saltó sobre una silla yse puso a escudriñar el borde del esbozoen busca de un nombre o una fecha.

—Quizá esté en el reverso —dijo.Lo descolgó, así pues, y, en efecto,

no en el reverso del dibujo, pero sí en elmarco, que era igual de bueno, con letraitaliana, redonda, escrito con pluma ytinta, y apenas distinguible a causa de la

decoloración de la madera,descubrimos:

«Silas Aylmer Ruthyn, Aetate viii.15 mayo, 1779».

—Es extrañísimo que nadie me hayadicho quién era, o que yo no meacordase. Pienso que si me lo hubierandicho alguna vez, lo habría recordado.Pero sí tengo memoria de este cuadro,estoy casi segura. ¡Qué singular la carade ese niño!

Y mi prima se cernió sobre él conuna vela a cada lado y utilizando lamano como pantalla, como si enaquellas hermosas facciones, a medioformar, buscara descifrar un enigma.

Supongo que aquellas facciones

infantiles burlaron el empeño de miprima; su secreto era insondable, puestras un buen rato levantó la cabeza,todavía contemplando el retrato, ysuspiró.

—Un rostro singularísimo —musitó,como quien está mirando el interior deun ataúd—. Será mejor que lo volvamosa colocar, ¿no?

Y el bello óvalo, con el cabellodorado y los grandes ojos, aquellaesfinge impenetrable y pálida, de nuevose alzó hasta su clavo, mientras elfuneste y apuesto muchachito parecíaderramar una mirada oracular sobrenuestras conjeturas.

—Así es el rostro del retrato

grande… muy singular… más, creo yo,que ése… y más hermoso también. Estees un niño enfermizo, me parece a mí; encambio el de cuerpo entero es tanvaronil, aunque muy esbelto y tambiénmuy guapo. Pienso siempre que es unhéroe y un misterio, y nadie quieredecirme nada sobre él, y lo único quepuedo hacer es soñar y formularmepreguntas.

—Mi querida Maud, no eres la únicaa la que él ha hecho soñar y formularsepreguntas. No sé qué pensar de él. Paratu padre es una especie de ídolo,¿sabes?, y sin embargo no creo que leayude mucho. Sus facultades eransingulares, lo mismo que sus infortunios;

por lo demás, querida mía, no es ni unhéroe ni un prodigio. Que yo sepa, sonmuy poquitos los hombres sublimes queandan por el mundo.

—Tiene que decirme todo lo quesepa sobre él, prima Mónica. ¡No seniegue!

—Pero ¿por qué habrías de quereroírlo? No es nada realmente grato decontar.

—¡Justo por eso quiero saberlo! Sitodo fuese agradable, sería unavulgaridad total. Me gusta escucharavenaras, peligros y desgracias; y, sobretodo, amo el misterio. Sabe que papá nome lo dirá nunca, y yo no me atrevo apreguntarle, no porque él no sea siempre

bondadoso conmigo, sino porque, dealgún modo, me da miedo; y ni la señoraRusk ni Mary Quince quieren decirmenada tampoco, aunque sospecho queestán enteradísimas.

—No veo bien alguno en contártelo,querida, y tampoco veo, a decir verdad,ningún gran daño en hacerlo.

—No… eso es una gran verdad… nohay ningún daño.

Y no puede haberlo, porque algúndía tengo que saberlo, y mejor que seaahora y de sus labios y no, quizá, de losde algún extraño y de un modo menosfavorable.

—En verdad que eres una mujercitainteligente y que tampoco se puede decir

que tengas poco seso.Así las cosas, nos servimos otra taza

de té y fuimos tomándonoslo a sorbosmuy a gusto al amor de la lumbremientras lady Knollys seguía hablando ysu animado semblante servía de ayuda ala extraña historia.

—Después de todo, no es gran cosa.¿Sabes si tu tío Silas vive?

—¡Oh, sí; en Derbyshire!—¡Ya veo, por tanto, que sabes algo

de él, astuta chiquilla! Pero no importa.Sabes que tu padre es un hombre muyrico. Silas, sin embargo, era el hermanomenor y tenía poco más que un millar delibras al año. Si no se hubiese dado aljuego y si no hubiese querido casarse,

esa cantidad habría sido suficiente…,muchísimo más de lo que con frecuenciatienen los hijos menores de los duques;pero Silas era… bueno, un mauvaissujet…, ya sabes lo que es eso. Noquiero hablar mal de él… no quierodecir más de lo que realmente sé…,pero le gustaban los placeres, supongo,como a otros jóvenes, y jugaba y perdíasiempre, y durante mucho tiempo tupadre pagó grandes sumas por él. Creoque era, realmente, un joven de lo másdespilfarrador y depravado; y meimagino que él mismo no lo niegaabsolutamente, pues dicen que, sipudiera, cambiaría el pasado.

Me puse a contemplar al pensativo

muchachito en el marco ovalado —deocho años de edad—, quien, al cabo deunas pocas primaveras, iba a ser «unjoven de lo más despilfarrador ydepravado», y que en la actualidad eraun viejo doliente y proscrito, y memaravillaba de cuán parva simientebrota la cicuta o el alhelí, y cuánmicroscópicos son los comienzos delreino de Dios o el misterio de lainiquidad en el corazón de un serhumano.

—Austin… tu papá… fue muy buenocon él… mucho; pero querida, ya sabesque es toda una rareza de hombre… ¡loes!, aunque nadie te lo haya dichoantes… y no le perdonó nunca que

contrajera matrimonio. Supongo que tupadre sabía más que yo acerca deaquella mujer…, yo entonces erajoven…, pero el caso es que hubodiversos informes, ninguno de ellosagradable, y no se le hacían visitas, demanera que durante algún tiempo huboun completo extrañamiento entre tupadre y tu tío Silas; lo que resultabastante raro es que dicho extrañamientose arreglara precisamente con ocasiónde algo que, según decía alguna gente,tendría que haberlos separado porcompleto. ¿Oíste decir alguna vez unacosa…, una cosa muy digna de tener encuenta… acerca de tu tío?

—No, nunca. Jamás me lo quisieron

decir, aunque tengo la certeza de que losaben. Por favor, continúe.

—Bien, Maud, ya que he empezadola historia, la terminaré, aunque acasohabría sido mejor que no lo hiciera. Fuealgo, en verdad, para dejarle a uno deuna pieza… de una pieza; el hecho esque insistían en considerarle sospechosode haber cometido un asesinato.

Por un rato me quedé mirando a miprima, y luego al muchachito, tanrefinado, tan guapo, tan funeste, dentrode su marco ovalado.

—Sí, querida —dijo mi prima,mientras sus ojos seguían a los míos—;¿quién hubiera supuesto que Silas podíaincurrir jamás en una sospecha tan

horrible?—¡Qué desgraciados! ¡Desde luego

que el tío Silas… por supuesto que esinocente! —dije finalmente.

—Por supuesto, querida mía —dijola prima Mónica con una mirada extraña—; pero ya sabes que hay cosas que casies tan malo el haberlas hecho como elincurrir en la sospecha de que las hashecho, y los hidalgos rurales eligieronsospechar de él. No le tenían simpatía,¿entiendes? Eran contrarios a sustendencias políticas, y él resentía eltrato que daban a su esposa…, aunqueen realidad creo, pobre Silas, que ella aél no le importaba un pepino…, y él lesincordiaba cada vez que podía. Tu papá,

¿sabes?, está muy orgulloso de sufamilia… jamás tuvo la más mínimasospecha de tu tío.

—¡Claro que no! —exclamé convehemencia.

—Justamente, Maud Ruthyn —dijola prima Mónica con una sonrisa triste yun gesto de asentimiento con la cabeza—. Y, como puedes suponer, tu papáestaba muy enfadado.

—¡Claro que lo estaría! —exclamé.—Querida mía, no tienes ni idea de

lo enfadado que estaba. A su apoderadole dio instrucciones para que iniciaraacciones legales a mansalva, contra todoaquel que hubiese pronunciado unapalabra atentatoria contra el carácter de

tu tío. Pero los abogados se opusieron, yentonces tu tío intentó presentar batallahasta el final, pero nadie se la aceptó.Le dieron de lado. Tu padre se fue a veral ministro. Quería que le hicierandelegado del gobierno en su condado, oalgo así. Tu papá, ¿sabes?, tenía grandesinfluencias en el gobierno. Además desu influencia en el condado, en aquelentonces tenía dos distritos[12]. Pero alministro le entró miedo, pues los ánimosestaban muy caldeados. Le ofrecieronalgo en las colonias, pero tu padre noquiso ni oír hablar de ello…, semejantecosa habría equivalido a un destierro,¿entiendes? Para arreglar la cuestiónestaban dispuestos a hacer a tu padre

Par del Reino, pero rehusó aceptarlo yrompió con el partido. Excepto en estesentido (que, entiéndeme, estabarelacionado con la reputación de lafamilia), y tomando en cuenta su granriqueza, no creo que haya hecho muchopor Silas. Sin embargo, y para decir laverdad, antes de su matrimonio fue muyliberal con él. La vieja señora Aylmerdice que en aquel momento tu padre sejuró a sí mismo que tu tío jamásrecibiría más de quinientas libras alaño, que es lo que, según creo, le sigueasignando, y le permite vivir en la casa.Pero dicen que en un estado de caos yabandono.

—Usted vive en el mismo

condado… ¿le ha visto últimamente,prima Mónica?

—No, no muy recientemente —dijola prima Mónica, y comenzó a tararearuna cancioncilla, con aire abstraído.

C A P Í T U L O X I I I

ANTES Y DESPUÉS DELDESAYUNO

A la mañana siguiente, temprano,me planté ante mi retrato favorito, el decuerpo entero, con la levita colorchocolate y las botas altas. No obstantelo escasas que habían sido las notas quemi prima Mónica había proporcionadoacerca de aquella oscura y excéntricabiografía, lo eran todo para mí. Un almahabía penetrado en aquella forma

encantada. La verdad había pasado delargo con su antorcha, y una luz tristebrilló por un instante en aquel rostroenigmático.

Allí estaba el roué —el duelista— y,con todas sus faltas, ¡el héroe también!En aquellos sus ojos grandes y oscurosse escondía, acechante, el profundo yencendido entusiasmo de su malhadadapasión. En sus finos pero exquisitoslabios, yo colegía el arrojo del paladíndispuesto a «presentar batalla hasta elfinal», aunque con una sola mano, contratodos los magnates de su condado y,mediante la ordalía del combate, purgarel honor de los Ruthyn. En aquelladelicada y semisarcástica tracería de los

ollares, yo percibía el desafíointelectual que había aisladopolíticamente a Silas Ruthyn,oponiéndolo a la oligarquía rural de sucondado, cuyo desquite había sido unahorrible calumnia. También en su frentey sus labios descubría yo la pacienciade un frío desdén. Ahora podía verle talcual era: el pródigo, el héroe y el mártir.Me quedé contemplándole condoncellesco interés y admiración. Habíaen mí indignación, piedad y esperanza.Algún día podría suceder que, pese a noser yo sino una muchacha, contribuyera,de palabra u obra, a la vindicación deaquel gallardo y romántico pródigo, quetanto había sufrido. Era un destello de la

inspiración de Juana de Arco, común,me figuro, a muchas chicas. Pocoimaginaba yo entonces cuán profunda yextrañamente se vería un día implicadoel destino de mi tío en el mío propio.

Me interrumpió la voz del capitánOakley desde la ventana. Estabaapoyado en el alféizar mirando,sonriente, hacia el interior —la mañanaera soleada y la ventana estaba abierta—, con su gorra levantada en una mano.

—Buenos días, señorita Ruthyn.¡Qué hermosura la de este viejo lugar!Es ni más ni menos que el decorado parauna fábula. ¡Qué arboledas! Y además lacasa, realmente bellísima. Me gustanmucho estas casas blanquinegras…

prodigiosas en su antigüedad. Por cierto,anoche nos trató usted muy mal… ya locreo que sí; a fe mía que estuvo pero quemuy mal eso de marcharse a tomar el técon lady Knollys, según ella me hadicho. La verdad es que… no quisieradecirle lo enfurecido que me sentí, enespecial si se considera el poco tiempoque me queda.

Yo era tímida, pero no una señoritarural dada a poner sonrisitasbobaliconas. Sabía que era unaheredera; sabía que era alguien. Nohabía en mí la más mínima brizna deengreimiento, pero pienso que dichoconocimiento contribuía a darme uncierto sentido de seguridad y presencia

de ánimo que podrían confundirse condignidad o simpleza. Estoy segura deque le lancé una mirada interrogativa ylibre de todo temor, pues él contestó amis pensamientos.

—Le aseguro a usted muy de veras,señorita Ruthyn, que lo he dichocompletamente en serio; no tiene ustedidea de lo mucho que la eché de menos.

Hubo una breve pausa y, como unatonta, pienso, bajé los ojos y meruboricé.

—Mi… mi idea era marcharme hoy;tengo la desgracia de que mi permisoacaba de expirar…, es una mala suertetremenda; pero no sé si mi tía Knollyspermitirá que me vaya.

—¿Yo? ¡Por supuesto, mi queridoCharlie, que no deseo en absoluto que temarches! —exclamó una voz vivaracha,la de lady Knollys, asomada a unaabierta ventana contigua—. ¿Qué es loque ha podido meterte esa idea en lacabeza?

Y la cabeza de mi prima se metiódentro y la ventana se cerró.

—¡Es tan rara, la pobre tía Knollys!—murmuró el joven, nadadesconcertado, y se echó a reír—.Nunca sé qué es lo que quiere, o cómocomplacerla; pero tiene un carácterexcelente; y cuando va a la ciudad apasar la temporada, cosa que no hacesiempre, ¿sabe usted?, su casa es

realmente muy alegre…, no puede ustedimaginárselo.

Aquí se vio de nuevo interrumpido,pues la puerta se abrió y entró ladyKnollys:

—Además ya sabes, Charles —continuó mi prima—, que no debesolvidarte de visitar Snodhurst;escribiste, ya lo sabes, y sólo te quedanesta noche y mañana. No piensas en otracosa que en el monte; te oí hablarle alguardabosques; creo que es ese hombremoreno con grandes patillas ypolainas… ¿no es así, Maud? Lo sientomuchísimo, ¿sabes?, pero lo cierto esque tengo que estropearte tu partida decaza, Charlie, pues te están esperando en

Snodhurst; ¿y no crees que esta ventanaes demasiado para la señorita Ruthyn?Maud, querida mía, el aire es muycortante; ciérrala, Charles. Y tú lo mejorque puedes hacer es decirles que temanden un cabriolé desde el pueblodespués del almuerzo. Vamos, querida—me dijo a mí—. ¿No ha sido eso lacampanilla del almuerzo? ¿Por qué tupapá no pone un gong?… ¡Es tan difícildistinguir una campanilla de otra!

Vi al capitán Oakley remolonear unpoco en busca de una última mirada,pero no se la dirigí y salí con ladyKnollys sonriendo y preguntándome porqué las viejas damas son tanuniformemente desagradables.

Ya en el zaguán, con una extraña ybondadosa mirada, mi prima dijo:

—Nada de permitirle que te haga elamor, querida mía. Charles Oakley notiene una guinea, y una heredera leresultaría muy conveniente. Por supuestoque no le faltan ojos en la cara. Charleses cualquier cosa menos tonto, y yo,desde luego, no lamentaría el verle biencasado, pues no siendo así no creo quellegue muy lejos; pero hay grados, y susideas a veces son muy impertinentes.

Era yo fervorosa lectora deAlbumes, Souvenirs, Keepsakes y todaesa riada de sabiduría para regalonavideño que anualmente anegabaInglaterra, con sus bonitas cubiertas y

grabados, así como del diluvio decharlatanerías elegantes que constituíanla leche —no exenta de agua— de la queen aquel entonces se nutrían los bebésde la literatura. Mi genio medraba abase de esto. Tenía yo un pequeñoálbum, enriquecido con numerosasgamas de pensamientos y reflexionesoriginales, anotados por mí en unlenguaje idóneo. Últimamente, al pasarestas desvaídas hojas de rimas y prosas,fui a dar con la siguiente sabia reflexión,fechada aquel día y con mi nombre alfinal:

«¿Es que no hay en el corazónfemenino unos inerradicables celos que,si dominan las pasiones de los jóvenes,

también rigen los consejos de laspersonas mayores? ¿Es que éstas noenvidian a la juventud los sentimientos(aunque Dios sabe cuán ensombrecidospor la aflicción) que ellas ya no puedeninspirar, quizá incluso experimentar; yacaso la juventud, a su vez, no suspirapor esa envidia que posee el poder defrustrar?

Maud Aylmer Ruthyn».—No me ha estado haciendo el amor

—dije con bastante acrimonia—, yademás no me parece en absolutoimpertinente y en realidad no meimporta lo más mínimo si se va o sequeda.

La prima Mónica me miró a la cara

con su vieja sonrisa retozona y se rió.—Querida Maud, algún día

entenderás mejor a esos dandieslondinenses; están muy bien, pero lesgusta el dinero…, no para guardarlo, porsupuesto…, lo que no quita para que lesguste y conozcan su valor.

Durante el desayuno, mi padre ledijo al capitán Oakley dónde podría irde caza, o si prefería ir a Dilsford, asólo media hora a caballo, allí podría,aquella misma mañana, hallar monterosy perros a su elección.

El capitán me dirigió una sonrisasocarrona y miró a su tía. Se produjouna pausa de incertidumbre. Miesperanza era que no se notase mi

interés…, pero todo fue inútil. La primaMónica se mostró inexorable.

—¡Cacería, cetrería, pesca… unagaita! Sabes muy bien, querido Charlie,que ni hablar de todo eso. Charlie se vaesta tarde a Snodhurst, y sin cometertoda una grosería, en la que además yome vería envuelta, lo cierto es que nopuede irse de caza…, ¡sabes muy bienque no puedes, Charlie!; así que… loque tiene que hacer es irse allá ycumplir su compromiso.

Papá, así pues, se mostró deacuerdo, no sin decir cortésmente que lolamentaba y expresar su esperanza deque en otra ocasión pudiera ser.

—Oh, eso déjamelo a mí. Cuando

quieras que venga, no tienes más queescribirme a mí una nota, y te lo enviaré,o te lo traeré, si me lo permites. Siempresé dónde encontrarle, ¿no es verdad,Charlie?, y ambos estaremos felicísimosde venir.

La influencia de la tía Mónica sobresu sobrino era especial, pues ella, devez en cuando, le daba suculentas«gratificaciones», y él, además, se habíahecho muy gratas ilusiones respecto a sutestamento. Sentí un considerable enojoante su sometimiento a esa especie detutela, desconociendo por completo susmotivaciones; también me desagradabamucho la tiranía de mi prima Mónica.

Tan pronto como el capitán se hubo

marchado de la habitación, ladyKnollys, sin importarle mi presencia, ledijo animadamente a mi papá:

—Jamás permitas que ese jovenvuelva a tu casa. Esta mañana leencontré aquí discurseándole a lapequeña Maud; y lo cierto es que andapor el mundo sin un céntimo… ¡quépasmosa impudicia! Pero bien sabes quetales cosas, por absurdas que sean,suceden.

—Vamos a ver, Maud, ¿qué clase decumplidos te ha hecho? —dijo mi padre.

Me hallaba enojada, y, por tanto,hablé con valentía:

—Sus cumplidos no iban dirigidos amí, sino exclusivamente a la casa —dije

con sequedad.—Naturalmente, como tenía que

ser… a la casa; es de la casa de la queestá enamorado —dijo la prima Knollys.

En la tierra del viudo y su heredero,Se asentó Cupido, el buen arquero.

—Pues no acabo de entender —dijomi padre astutamente.

—¡Basta, Austin! Olvidas queCharlie es mi sobrino.

—Efectivamente —dijo mi padre.—De ahí que el viudo, en este caso,

literalmente no pueda tener otro interés ala vista que uno: el tuyo propio y el de

Maud. Le quiero bien, pero no se meteráa mi primita y sus expectativas en suvacío bolsillo…, ¡eso ni hablar! Y heaquí otra razón, Austin, por la quedeberías casarte…; tú para estas cosasno tienes vista alguna, mientras que unamujer inteligente las vería a la primera yevitaría males.

—Así es —asintió mi padre, entremelancólico y divertido—. Maud, tienesque intentar ser una mujer inteligente.

—Lo será a su debido tiempo, peroese tiempo aún no ha llegado; y mira loque te digo, Austin Ruthyn: si no miras atu alrededor y desposas a alguien, esposible que alguien te despose a ti.

—Siempre fuiste un oráculo,

Mónica; pero heme aquí perdido en unaperplejidad total —dijo mi padre.

—Sí; tiburones que navegan a tualrededor, con ojos alertas y grandesgargantas; y tú has llegado precisamentea esa edad en que los hombres sondevorados vivos como Jonás.

—Gracias por el paralelismo, peroya sabes que aquélla no fue una uniónfeliz, ni siquiera para el pez, y que a lospocos días se produjo la separación; conesto no quiero decir que me confío aello, pero no hay nadie capaz dearrojarme en las fauces del monstruo, yno tengo intención alguna dezambullirme en las mismas… Mónica,aquí no hay ningún monstruo.

—No estoy yo tan segura de eso.—Pero yo sí lo estoy —dijo mi

padre, algo secamente—. Olvidas loviejo que soy y el largo tiempo quellevo viviendo solo… y olvidas tambiéna la pequeña Maud —y sonrió y alisómis cabellos mientras, creo, exhalaba unsuspiro.

—Nadie es nunca demasiado viejopara hacer una tontería —comenzó ladyKnollys.

—Ni para decirla, Mónica. Esto hadurado ya demasiado. ¿No te das cuentade que la pequeña Maud es lo bastantetonta como para asustarse de tusbromas?

Tal me sucedía, pero no podía

entender cómo él lo había adivinado.—Y bien o mal, cuerda o locamente,

el hecho es que jamás me casaré; así quequítate eso de la cabeza.

Esto iba dirigido más bien a mí,pienso, que a lady Knollys, quien mededicó una sonrisita retozona, y dijo:

—Seguro, Maud; quizá tengas razón;una madrastra es un riesgo, y yo deberíahaberte preguntado primero lo quepensabas sobre el particular; pero pormi honor —prosiguió alegre perobondadosamente, observando que misojos, ignoro a causa de qué sentimiento,se llenaban de lágrimas—, que nuncamás volveré a aconsejar a tu papá que secase, a menos que tú me digas primero

que lo deseas.Mucho era esto, viniendo de lady

Knollys, a quien gustaba dar consejos asus amigos y manejar sus asuntos.

—Tengo un gran respeto por elinstinto. Creo, Austin, que es másverdadero que la razón, y el tuyo y el deMaud están en mi contra, aunque yo séque la razón está de mi lado.

La respuesta de mi padre fue unagélida sonrisa, y la prima Mónica mebesó y dijo:

—Hace tantísimo tiempo que vivosin rendir cuentas a nadie, salvo a mímisma, que a veces se me olvida laexistencia de cosas tales como el miedoy los celos. ¿Vas a ver a tu institutriz,

Maud?

C A P Í T U L O X I V

PALABRAS DE ENFADO

TAL como dijo lady Knollys, iba aver a mi institutriz; y, en efecto, fui. Laindefinible sensación de peligro que meoprimía cada vez que contemplaba aaquella mujer se había ahondado desdelo sucedido la última noche, siendodesalojada de la región del instinto o losvagos sentimientos por obra de losextraños aunque leves indicios dereconocimiento y aborrecimiento que, en

aquella ocasión, había observado enlady Knollys.

El tono en que la prima Mónica mehabía preguntado «¿vas a ver a tuinstitutriz?» y la curiosa mirada, seria yllena de ansiedad, que acompañó a lapregunta, me turbaron; había, además, ensu tono un no sé qué de raro y frío, comosi un recuerdo la hubiera helado depronto. Sus acentos permanecían en mioído y la dura, meditabunda expresiónde sus ojos continuaba fija ante los míosmientras subía en silencio las anchas yoscuras escaleras que conducían a lahabitación de madame de la Rougierre.

Madame no había bajado al cuarto-escuela, como se denominaba el

escenario de mis estudios. Habíadecidido tener una recaída y, enconsecuencia, aquella mañana no habíahecho su aparición en el piso de abajo.El corredor que llevaba a su habitaciónestaba oscuro y solitario, y a medida queme aproximaba me sentía cada vez másnerviosa; me detuve frente a la puerta,decidiéndome a llamar con los nudillos.

Pero la puerta se abrió de repente y,como una figura de linterna mágica quese presenta de golpe, muy cerca de misojos apareció el gran rostro embozado,con su aborrecible mueca sonriente, demadame de la Rougierre.

—¿Qué significa esto, mi queridaniña? —inquirió con ojos de aviesa

malevolencia y una sonrisa hueca que entodo momento me desconcertó aún másque lo súbito de su aparición—. ¿Porqué te has acercado tan callandito? Noduermo, ya ves, pero quizá temías tenerla desgracia de despertarme, así queviniste… ¿no es así?… para escuchar yasomarte a la habitación sin hacer ruido;querías saber cómo estaba. Vous étesbien aimable d’avoir pensé a moi.¡Bah! —exclamó de pronto en unestallido de ironía—. ¿Por qué no iba apoder venir la propia lady Knollys aescuchar por el ojo de la cerradura, paradar su informe? Fi donc! ¿Qué hay queocultar? Nada. Entra, por favor. ¡Seantodos bienvenidos! —y abrió la puerta

de par en par, me dio la espalda y, conuna exclamación que no entendí, semetió en su cuarto a grandes zancadas.

—No he venido, madame, con lamenor intención de fisgar oentrometerme…, ¡no pensará semejantecosa…, no puede pensarlo…, suspalabras no pueden significar queinsinúa usted algo tan insultante!

Estaba muy enfadada y mistemblores se habían desvanecido ya porcompleto.

—No, no en lo que a ti se refiere,querida niña; estaba pensando en miladyKnollys, que es mi enemiga sin causa.Todo el mundo tiene enemigos; esto loaprenderás tan pronto como te hagas un

poco mayor. Y ella es enemiga mía, sincausa. Vamos, Maud, di la verdad… ¿noha sido milady Knollys quien te hamandado aquí callandito, callandito,silenciosamente, a mi puerta?… ¿Verdadque sí, briboncilla?

Madame se había vuelto de nuevohacia mí y ambas estábamos de pie enmitad de la habitación.

Rechacé, indignada, la acusación, yella, escudriñándome por un momentocon sus ojos astutos y extrañamenteformados, dijo:

—Eres una chica buena, hablas sintapujos…, eso me gusta, y me alegro deoírlo; pero, mi querida Maud, esamujer…

—Lady Knollys es la prima de papá—la interrumpí con cierta gravedad.

—No tienes idea de lo mucho queme odia. Son ya varias las veces que haintentado hacerme daño, y es capaz deutilizar a la persona más inocente paraque la ayude en su malicia… de formainconsciente, ¿sabes, querida?

Llegado este instante madamerompió a llorar un poco, en silencio. Yoya había descubierto que era capaz dederramar lágrimas cada vez que se loproponía. He oído hablar de talespersonas, pero nunca he encontrado otra,ni antes ni después.

Madame se mostró inhabitualmentefranca…, nadie sabía elegir mejor que

ella el momento conveniente para lasinceridad. Supongo que en aquellosinstantes llegó a la conclusión de quelady Knollys sin duda contaría, antes demarcharse de Knowl, todo cuanto sabíaen relación con ella; de suerte que lasreservas de madame, cualesquiera quefuesen, iban disolviéndose, y ella se ibahaciendo cada vez más infantil yconfiada.

—Et comment va monsieur votrepére aujourd’hui?

—Muy bien —le contesté, dándolelas gracias.

—¿Y cuánto tiempo se supone queva a durar la visita de lady Knollys?

—No sabría decirlo con exactitud,

pero unos cuantos días.—Eh bien!, mi querida niña, esta

mañana me encuentro mejor y hemos devolver a nuestras clases. Je veuxm’habiller, ma chère Maud; espérameen el cuarto-escuela.

Dicho esto, madame, quien, aunqueperezosa, podía hacer un esfuerzo y eracapaz de darse súbitamente prisa, secolocó delante de su mesa de tocador yse puso a echar ojeadas a su descoloridoy huesudo semblante en el espejo.

—¡Qué horror! ¡Qué pálida estoy!Quel ennui! ¡Qué fastidio! ¡Cómo me hedebilitado en dos o tres días!

Y lanzó varias miradasquejumbrosas y desvalidas al espejo.

Pero de pronto, al mirar por encima delmarco del mismo, sobre el balcón quehabía debajo, su ceño se frunció unpoco, en un gesto duro e inquisitivo. Fuesólo una rápida mirada, y acto seguidose sentó lánguidamente en su sillón a finde prepararse, supongo, para su aseo.

Mi curiosidad se hallaba losuficientemente excitada como parapreguntar:

—Pero ¿por qué, madame, se figurausted que lady Knollys le tieneantipatía?

—No es que me lo figure, miquerida Maud. ¡Ah, no! Mais c’est touteune histoire… demasiado aburrida paracontarla ahora… Puede que algún día…

y cuando seas un poco mayor aprenderásque los odios más violentos confrecuencia son los sin causa. Pero, miquerida niña, se nos están pasando lashoras y yo tengo que vestirme. Vite, vite!Corre al cuarto-escuela, que yo irédespués.

Madame estaba ocupada con suarreglo y sus misterios, y era palpablesu necesidad de reparaciones, de modoque yo me marché a mis estudios. Lahabitación a la que llamábamos cuarto-escuela estaba, en parte, situada debajodel dormitorio de madame, y tenía lasmismas vistas; así pues, recordando laojeada que mi institutriz había lanzadodesde su ventana, me asomé yo a la mía

y vi a la prima Mónica paseando dearriba abajo por la terraza con pasovivaracho. Bien, ello era suficiente paraexplicar el gesto de madame. Micuriosidad había aumentadograndemente, y decidí que, cuandonuestras clases hubieran terminado, mereuniría con ella y haría un nuevo intentode descubrir el misterio.

Mientras me hallaba sentada frente amis libros, se me antojó oír unmovimiento detrás de la puerta.Sospeché que era madame escuchando.Aguardé un rato, a la espera de verabrirse la puerta; pero madame no entró,así que la abrí yo de repente; sinembargo ella no estaba, ni en el umbral

ni en el pasillo. Oí, no obstante, unsusurro y, en la escalera, por encima dela barandilla, vi los pliegues de suvestido de seda mientras bajaba.

Va en busca de una entrevista conlady Knollys, pensé. Tiene la intenciónde propiciarse a esa peligrosa dama; yesto me hizo divertirme durante ocho odiez minutos siguiendo con ojos atentosla rápida marcha y la cara de la primaMónica cada vez que daba media vueltapor el desfiladero de la terraza. Peronadie fue a reunirse con ella.

«Seguro que lo que está haciendo eshablar con papá», fue mi siguiente y másprobable conjetura. Al albergar haciamadame la más profunda de las

desconfianzas, lógicamente me sentía engrado sumo celosa de las entrevistasconfidenciales en las que el engaño y lamalicia pudieran montar una comediaplausible y sin respuesta.

«¡Sí, bajaré corriendo a ver a papá!¡Es preciso que esa horrible mujer no lediga mentiras a mis espaldas!».

Una vez ante la puerta del estudiollamé con los nudillos e inmediatamenteentré. Mi padre se hallaba sentado cercade la ventana, con un libro abiertodelante de él, y madame estaba de pie alotro lado de la mesa, con sus astutosojos bañados en lágrimas y el pañueloapretado contra su boca. Por unmomento sus ojos me lanzaron una

fulgurante mirada subrepticia; aquellaceñuda dama-granadero estabasollozando… desolée, de hecho, y suactitud era de un abatimiento y unatimidez exquisitas. No obstante estabaleyendo atenta y hábilmente el rostro demi padre, el cual, con aire reflexivo, lacabeza apoyada en la mano y unaexpresión no de enfado pero sí bastantedisplicente y enojada, no la miraba aella, sino más bien hacia arriba, hacia eltecho.

—Debería haberme enterado de estoantes, madame —estaba diciendo mipadre cuando yo entré—. Ello nohubiera cambiado las cosas… ni en lomás mínimo; téngalo en cuenta. Pero éste

es el tipo de asunto del que yo tenía quehaber sido enterado, y su omisión no hasido estrictamente correcta.

Madame, en un tono de voz chillón yquejumbroso, inició su verborreicaréplica, pero se detuvo ante unmovimiento de cabeza de mi padre, elcual me preguntó si quería algo.

—Sólo… sólo que estaba esperandoa madame en el cuarto-escuela y nosabía dónde estaba.

—Bien, ya ves que está aquí, ydentro de unos minutos irá a reunirsecontigo arriba.

Me volví de nuevo, así pues,contrariada, llena de enojo y picada decuriosidad, y me senté en la silla con el

semblante nublado, sin pensar gran cosaen las lecciones.

Cuando entró madame no alcé lacabeza ni los ojos.

—¡Leyendo! Eres una niña buena —dijo mientras se acercaba con pasorápido y fírme.

—No —respondí acremente—; nosoy buena, y tampoco una niña; no estoyleyendo, he estado pensando.

—Tres bien! —dijo ella, con unasonrisa insufrible—. Pensar también esbueno; pero tienes aspecto de sentirtedesdichada… mucho, pobre niña.Procura no ponerte celosa porque aveces madame hable con tu papá; nodebes hacerlo, tontita. Es sólo por tu

bien, mi querida Maud; además yo nopuse objeción alguna a que te quedaras.

—¡Usted, madame! —dije conaltivez. Estaba muy enfadada y lo dejabatraslucir a través de mi dignidad, paraevidente satisfacción de madame.

—No… fue tu papá, el señor Ruthyn,quien quiso hablar a solas; a mí no meimporta; había algo que quería decirle.A mí no me importa quién lo sepa, peroel señor Ruthyn es diferente.

No hice ningún comentario.—Vamos, pequeña Maud, no estés

tan enfadada; es mucho mejor que tú yyo seamos amigas. ¿Por qué íbamos areñir?… ¡Qué tontería! ¿Imaginas queiba yo a hacerme cargo de la educación

de una jovencita a menos que pudierahablar con sus padres?… ¡Qué locura!Sin embargo, mi pobre Maud, megustaría ser amiga tuya, si lopermitieras… tú y yo juntas…, ¿quédices a esto?

—Es la mutua simpatía lo que llevaa las personas a hacer amistad, madame,y la simpatía viene de por sí, no porningún trato; y siento simpatía hacia todoaquel que es bueno conmigo.

—Lo mismo que yo. ¡Eres tanparecida a mí en tantas cosas, miquerida Maud! ¿Te encuentras bien deltodo hoy? Tienes aspecto de cansada,me parece; también yo lo estoy, muycansada. Creo que dejaremos la clase

para mañana. ¿Eh? Y nos iremos a jugara la grace en el jardín.

Estaba claro que madame se hallabaen un estado de exultación. Su audienciahabía sido, evidentemente, satisfactoria,y, al igual que otras personas, cuando lascosas marchaban bien su ánimo seencendía en un sulfúreo buen humor, nomuy genuino ni agradable, aunque noobstante mejor que otros de sushumores.

Me alegré cuando nuestracalistenia[13] hubo terminado y madamese retiró a su apartamento, lo que mepermitió mantener una agradable charlacon la prima Mónica.

Las mujeres solemos perseverar una

vez excitada nuestra curiosidad, peroMónica frustró la mía jocosamente y,además, pienso, con un malévolo placeral frustrarla. Sin embargo, cuandoentrábamos a fin de vestirnos para lacena, me dijo con mucha seriedad:

—Maud, lamento el haberte dejadover que esa señora institutriz meproduce alguna impresión desagradable.Algún día estaré en libertad deexplicarlo todo, y, de hecho, serásuficiente el decírselo a tu padre, aquien no me ha sido posible encontrar entodo el día; pero lo cierto es que acasoestemos dando demasiada importanciaal asunto, y no puedo decir que sepanada concluyente en contra de

madame… en… en realidad no sé nadaen absoluto, salvo que hay razones, y…tú no debes hacer más preguntas… no,no debes.

Aquella noche, mientras estaba yotocando la obertura de La Cenerentolapara entretener a mi prima, desde lamesa de tomar el té, a la que ella y mipadre estaban sentados, se alzó unafogosa y harto enojada arenga de labiosde lady Knollys; aparté la vista de lapartitura y la dirigí hacia los quehablaban; la obertura se desvaneció enel silencio con un breve balbuceodubitativo, y me puse a escuchar.

Su conversación había comenzado alamparo de la música que yo estaba

haciendo, pero ahora ellos estabandemasiado absortos en su charla comopara percibir su extinción. La primerafrase que oí se adueñó de mi atención;mi padre había cerrado el libro queestaba leyendo entre uno de sus dedos, yestaba recostado en el respaldo de subutaca, como acostumbraba a hacercuando estaba enfadado; tenía elsemblante algo arrebolado y yo meconocía aquella mirada fija, fiera yvidriosa, que expresaba orgullo,sorpresa y rabia.

—Sí, lady Knollys, hay animosidad;conozco el espíritu en el que estáshablando… y no te honra —dijo mipadre.

—Y yo conozco el espíritu en el quetú estás hablando, el espíritu de lalocura —replicó la prima Mónica con lamisma seriedad—. No puedocomprender cómo es posible que estéstan fuera de tus cabales, Austin. ¿Qué eslo que te ha pervertido? ¿Estás ciego?

—Eso lo estás tú, Mónica; lo que teciega son tus propios desnaturalizadosprejuicios… ¡sí, desnaturalizados! ¿Quées todo esto?… ¡Nada! Si obrase comotú dices, sería un cobarde y un traidor.Veo, ¡ya lo creo que lo veo!, que todoesto es real. No soy un Quijote quedesenvaine la espada contra ilusiones.

—Aquí no es posible el titubeo.¿Cómo puedes…? ¿Alguna vez haces

uso de tu raciocinio? Me pregunto cómopuedes respirar. Siento como si elMaligno estuviera en esta casa.

La única respuesta de mi padre fueun momentáneo y severo fruncimiento deceño, mientras la miraba fijamente.

—No hace falta que, para mantener araya al espíritu del mal, la gente claveen las paredes herraduras o pongaamuletos en el dintel de la puerta —prosiguió lady Knollys, cuyo semblante,a su manera, estaba igual de pálido yenojado—, pero tú abres tu puerta en laoscuridad e invocas peligrosdesconocidos. ¿Cómo puedes mirar aesa niña que es…? ¡Ha dejado de tocar!—dijo la prima Knollys, callándose

bruscamente.Mi padre, murmurando algo para sus

adentros, se levantó y me lanzó unamirada encendida mientras, dandomuestras de sumo desagrado, se dirigíahacia la puerta. La prima Mónica, unpoco ruborizada ahora, me miró tambiénen silencio, mordisqueando la punta desu fina cruz de oro, en la duda de cuántohabría yo oído.

Mi padre abrió de pronto la puertaque acababa de cerrar tras de sí y,asomándose, dijo en un tono más calmo:

—Quizá, Mónica, no te importevenir un momento a mi estudio; estoyseguro de que en ti no hay sinosentimientos bondadosos hacia mí y la

pequeña Maud, y te agradezco tu buenavoluntad; pero es preciso que otrascosas las veas de modo más razonable, ypienso que lo harás.

La prima Mónica se levantó ensilencio y le siguió, tan sólo alzando losojos y las manos mientras lo hacía. Y yome quedé sola, sumida en cavilaciones ycon más curiosidad que nunca.

C A P Í T U L O X V

UNA ADVERTENCIA

INMÓVIL en mi asiento, no hacíaotra cosa que escuchar y preguntar quéestaba sucediendo; debería habersabido, sin embargo, que desde elestudio de mi padre hasta donde yoestaba no podía llegarme sonido alguno.Pasaron cinco minutos y ni mi padre niMónica volvían. Diez, quince. Meacerqué a la lumbre, me acomodé en ungran sillón y me puse a contemplar los

rescoldos, pero, a diferencia de lo quesuele hacer la gente en las fábulas, sinver el decorado y las dramatis personaede mi vida pasada y mis futuros avataresen su cambiante fulgor, sino castillosfantásticos y grutas iluminadas porsangrientos y áureos resplandores, quesugerían un ensueño de países de hadas,salamandras, crepúsculos y palacios deígneos reyes, todo lo cual, en parteconfigurando mi fantasía y en parteconfigurado por ella, arrebataba missemicerrados ojos y mis aletargadossentidos hacia el país de los sueños.Empecé, así pues, a dar cabezadas ydormitar, hasta sumergirme en unaprofunda somnolencia, de la que me

despertó la voz de la prima Mónica. Alabrir los ojos no vi otra cosa que elrostro de lady Knollys mirandofijamente el mío y ensanchándose en unarisa bondadosa al observar la vacía ydeslustrada fijeza de mis pupilas comorespuesta a su larga mirada.

—Vamos, querida Maud, ya es tardey hace una hora que deberías estar en lacama.

Me levanté y, tan pronto comocomencé a oír y a ver con claridad, mellamó la atención el hecho de que laprima Mónica estaba más seria yapagada de lo que yo la había visto.

—Vamos, encendamos nuestrasvelas y marchémonos juntas.

Subimos cogidas de la mano, yosoñolienta, ella callada; no hablamosuna sola palabra hasta que llegamos a mihabitación. Mary Quince estabaesperando, y el té preparado.

—Dile que venga dentro de unosminutos; quiero decirte una cosa —dijolady Knollys.

La criada, así pues, se retiró.Los ojos de lady Knollys la

siguieron hasta que hubo cerrado lapuerta tras de sí.

—Me voy mañana por la mañana.—¡Tan pronto!—Sí, querida; no sería ya capaz de

quedarme; de hecho debería habermemarchado esta noche, pero es ya

demasiado tarde, así que me iré por lamañana.

—Lo siento mucho… muchísimo —exclamé sinceramente desilusionada, ylas paredes parecieron entenebrecerse ami alrededor y la monotonía de la viejarutina asomó aún más terrible en elhorizonte.

—Yo también lo siento, queridaMaud.

—Pero ¿no puede quedarse un pocomás? ¿Es que no quiere?

—No, Maud; estoy muy molesta conAustin…, enojadísima con tu padre; enuna palabra, no puedo concebir nada tanabsolutamente descabellado, peligroso ydemencial que su conducta, ahora que

tiene los ojos abiertos por completo, yantes de irme tengo que decirte una cosay esa cosa no es otra que la siguiente:tienes que dejar de ser una simple niña,tienes que intentar ser una mujer, Maud;y no te asustes ni te pongas tonta, sinoescucha lo que te voy a decir. Esamujer… ¿cómo dice llamarse…Rougierre?… tengo razones para creerque es… de hecho bajo ciertascircunstancias ha de ser tu enemiga; laencontrarás muy reservona, osada y faltade escrúpulos, me atrevo a decir, y pormuy en guardia que estés, nunca loestarás lo bastante. ¿Me entiendes,Maud?

—Sí, la entiendo —dije, jadeante y

con mis ojos, llenos de un aterrorizadointerés, fijos en ella como si fuera unfantasma que se aparece para hacer unaadvertencia.

—Fíjate bien: tienes que sujetar lalengua, controlar tu conducta y dominarincluso los gestos de tu semblante. Esdifícil practicar la reserva, pero debeshacerlo… debes callar y estar vigilante.En apariencia trata de ser la de siempre;no entres en disputas; si por casualidadte enteras de algún asunto relacionadocon tu padre, no le digas nada a ella;manténte siempre en guardia con ella, yno le quites el ojo de encima allí dondeesté. Obsérvalo todo y no revelesnada… ¿me entiendes?

—Sí —musité de nuevo.—Tienes a tu alrededor sirvientes

buenos y honrados, y, gracias a Dios, aella no le tienen simpatía. Pero espreciso que a ellos no les repitas ni unapalabra de lo que te estoy diciendoahora. Los criados tienen afición a dejarcaer insinuaciones y a que las cosas, deese modo, acaben por saberse; y en susdisputas con ella te comprometerían…¿me entiendes?

—La entiendo —suspiré mientrasclavaba en ella una mirada dedesolación.

—Y… además, Maud, no le dejesentrometerse en tu comida.

La prima Mónica hizo un pequeño

movimiento afirmativo con la cabeza yapartó la vista de mí.

Lo único que pude hacer esquedármela mirando y, en voz baja,emitir una exclamación de terror.

—No te asustes tanto; no tienes queser tonta; lo único que quiero es ponerteen guardia. Tengo mis sospechas, peropuede que esté completamenteequivocada; tu padre piensa que soyimbécil; quizá lo sea… y quizá no;acaso acabe por pensar como yo. Peroes preciso que no le digas nada sobre elparticular; es un hombre extraño, quenunca actuó ni actuará con sensatezcuando sus pasiones y sus prejuiciosandan por medio.

—¿Ha cometido madame algún grancrimen alguna vez? —pregunté,sintiendo que estaba a punto dedesmayarme.

—No, querida Maud, en ningúnmomento he dicho semejante cosa; noestés tan asustada: lo único que he dichoes que, a partir de algo que sé, me heformado una mala opinión de ella; y unapersona sin principios es capaz, bajo latentación, de muchas cosas. Pero pormuy malvada que sea, tú puedesdesafiarla simplemente mediante laasunción de que lo es, amén de actuarcon precaución; ella es astuta y egoísta,y no hará cosa alguna a la desesperada.Pero yo no le daría ninguna oportunidad.

—¡Cielo santo! ¡Prima Mónica, nome abandone!

—Querida mía, no puedo quedarme;tu papá y yo… nos hemos peleado. Séque yo tengo razón y él no, y que prontoacabará por darse cuenta de ello si se ledeja a su aire, y entonces todo searreglará. Pero en estos precisosmomentos me entiende mal, y no noshemos tratado con cortesía mutuamente.Quedarme es algo que no podríapasárseme por la cabeza, y él no tedejaría venir conmigo una temporadita,cosa que a mí me gustaría. Pero elasunto no durará, y te aseguro, miquerida Maud, que siento una enormetranquilidad en lo que a ti respecta,

ahora que estás perfectamente enguardia. En lo que se refiere a esapersona, tú actúa como si fuera capaz decualquier perfidia, sin mostrardesconfianza o antipatía en tucomportamiento, y ella quedaráimpotente; y cada vez que quieras saberde mí, escríbeme, y si de veras puedoservirte de algo, no me importará venir.Una mujercita prudente, eso es lo quetienes que ser; haz como te he dicho yconfía en que todo irá bien, y yo notardaré en idear el modo de que selargue esa asquerosa criatura.

Salvo un beso y unas pocas palabrasapresuradas al despedirse por lamañana, así como una nota de adiós para

papá, escrita a lápiz, nada más se supode la prima Mónica durante algúntiempo.

Knowl se volvió de nuevotenebroso…, más tenebroso que nunca.Mi padre, siempre benévolo conmigo,ahora —quizá por efecto del contrastecon el brusco retorno, durante laestancia de lady Knollys, a algosemejante al trato mundano— semostraba más callado, triste y aisladoque antes. En cuanto a madame de laRougierre, al principio no observé nadade particular. Sólo pido a quien esto lee,si por azar es una chica muy joven ybastante nerviosa, que se haga idea demis temores e imaginaciones, así como

de la suerte de desdicha que me afligía.Ni yo misma puedo recordar ya suintensidad. Pero su sombra se cerníasobre mí perpetuamente… la de lazozobra y la alarma. Con ella meacostaba de noche y con ella melevantaba por la mañana. Una sombraque teñía y perturbaba mis sueños y quehacía terrible mi vida cotidiana. Ahorame pregunto cómo pude salir con vidade esa ordalía. El tormento era secreto eincesante, y mantenía mi mente enininterrumpida actividad.

Durante algunas semanas todo siguióen Knowl, externamente, de acuerdo conla rutina habitual. Madame, en lo que serefiere a su desagradable manera de

comportarse, me atormentaba menos queantes, recordándome constantemente«nuestro pequeño voto de amistad, ¿teacuerdas, querida Maud?», y no pocasveces, de pie a mi lado, se ponía a mirara través de la ventana rodeándome eltalle con su huesudo brazo y midesganada mano cogida por la suya; y deesta guisa sonreía y hablaba afectuosa eincluso juguetonamente, pues enocasiones adoptaba aires de chiquilla,sonreía con sus grandes dientescariados, empezaba a bromear yparlotear acerca de los «muchachos» yse daba a relatarme historias fanfarronasa propósito de sus amantes, todo lo cualme resultaba espantoso.

Perpetuamente traía a colación,también, el encantador paseo quehabíamos dado juntas hasta ChurchScarsdale, y proponía la repetición deaquella deliciosa excursión, cosa que,de ello cabe tener certeza plena, yoevitaba, ya que el recuerdo de aquellavisita no era, para mí, en absolutoagradable.

Un día, mientras me vestía para salira dar un paseo, entró en mi habitación labuena de la señora Rusk, el ama dellaves.

—Señorita Maud, cariño, ¿no va aser demasiado lejos para usted? De aquía Church Scarsdale hay un buen trecho, yno tiene usted muy buen aspecto.

—¿Church Scarsdale? —repetí—.Yo no voy a Church Scarsdale; ¿quién hadicho que iba a ir yo a ChurchScarsdale? No hay nada que medisgustara tanto como eso.

—¡Yo nunca, eso desde luego! —exclamó ella—. Ha sido la viejamadame quien me lo ha dicho cuandobajó a buscar fruta y bocadillos; me hadicho que estaba usted deseando ir aChurch Scarsdale…

—Eso es completamente falso —lainterrumpí—. Sabe que lo detesto.

—¿De veras? —dijo la señora Ruskcon calma—; ¿y no le dijo usted nadaacerca de un cesto? ¡Será mentirosa! ¿Yqué es lo que persigue con esto… qué

será… qué estará tramando?—No sé decirlo, pero yo no voy.—No, claro que no, cariño, usted no

va. Pero puede usted estar segura de queen su cabezota hay algún plan. TomFowkes dice que ha estado dos o tresveces tomando el té en casa del granjeroGray… ¿a ver si es que está pensandoen casarse con él?

Y la señora Rusk se sentó y se echóa reír de buena gana, poniendo fin a surisa con un graznido de escarnio.

—¡Pensar en un hombre joven comoése, que su mujer, pobrecilla, no hace unaño que murió…! ¿Quizá ella tienedinero?

—No lo sé… ni me importa… Tal

vez entendió usted mal a madame,señora Rusk. Voy a bajar. Y a salir.

Madame tenía un cesto en la mano.Lo llevaba tranquilamente junto a suholgada falda, asido por un extremo, yno hizo ninguna alusión a lospreparativos ni a la dirección en que seproponía que camináramos, y, charlandocandorosa y afectuosamente, emprendióla marcha a mi lado.

De este modo llegamos hasta elportillo del sendero de ovejas, momentoen el que yo me detuve.

—Y bien, madame, ¿no hemosllegado ya bastante lejos en estadirección?… ¿Qué le parece si vamos aver el palomar en el parque?

—¡Qué tontería, mi querida Maud!Tú no puedes caminar tanto.

—Bueno, entonces volvamos a casa.—¿Y por qué no por ahí? No hemos

caminado lo suficiente, y al señorRuthyn no le agradará el que no hagasejercicio como es debido. Sigamosandando por el sendero, y nospararemos cuando te apetezca.

—¿Adónde quiere usted ir, madame?—A ningún sitio en particular…

¡vamos allá, no seas tonta, Maud!—Este camino lleva a Church

Scarsdale.—¡Sí, así es! ¡Qué lugar tan

delicioso! Pero no hace falta querecorramos todo el camino hasta allá.

—Hoy preferiría no salir de loslinderos de la finca, madame.

—¡Vamos, Maud!, es menester queno seas tonta… ¿qué pretendemademoiselle? —dijo la fornida damadirigiéndose a mí agriamente, en tanto surabia hacía que la tez se le cubriera demanchas amarillas y verdosas.

—No me apetece cruzar el portillo,gracias, madame. Me quedaré de estelado.

—¡Harás lo que yo te diga! —exclamó.

—Suélteme el brazo, madame, meestá haciendo daño —grité.

Me había agarrado por el brazo muyfirmemente con su mano grande y

huesuda, y parecía dispuesta aarrastrarme de viva fuerza.

—¡Suélteme! —repetí chillando,pues el dolor aumentaba.

—Là! —exclamó ella, con unasonrisa de rabia y una risita, soltándomey, al mismo tiempo, empujándome haciaatrás, de suerte que tuve una caídabastante peligrosa.

Me levanté, muy lastimada yenfadadísima, no obstante el miedo queme inspiraba.

—Preguntaré a papá si es que deboser maltratada.

—¿Qué he hecho yo? —exclamómadame a la vez que sus huecasmandíbulas prorrumpían en una risa

torva—. Hice cuanto pude para ayudartea saltar… ¿Cómo impedir que tú teecharas hacia atrás y cayeras si es loque querías? Esto es lo que pasa cuandoustedes, petites mademoiselles, seportan mal y se hacen daño; siempretratan de echarle la culpa a los demás.Di lo que quieras… ¿te crees que meimporta?

—Muy bien, madame.—¿Vienes?—No.Me miró fijamente a la cara, de

modo muy perverso. Yo la contemplabacon ojos deslumbrados…, supongo quecomo lo hace la avecilla que, de noche,mira al búho que, a su vez, clava unos

ojos llameantes en su presa. No me movíni hacia delante ni hacia atrás. Me limitéa fijar mi vista en ella, del modo másdesvalido.

—¡Qué simpática alumna eres…,qué encantadora personita! ¡Tan bieneducada, tan obediente, tan amable!Seguiré andando hacia Church Scarsdale—continuó, dejando a un ladosúbitamente el convencionalismo de suironía y dirigiéndose a mí con acentosferoces—. ¡Quédate atrás si te atreves!¡Yo te digo que me acompañes!… ¿Meoyes?

Decidida más que nunca a noseguirla, permanecí donde estaba,observándola mientras se marchaba,

enfurecida, zarandeando el cesto comosi se imaginase que con él medescabezaba.

Pronto, no obstante, amainó sucólera y, mirando por encima de suhombro y viéndome aún al otro lado delportillo, se detuvo y me hizo una hoscaseña con la mano para que la siguiera.Viéndome, sin embargo, decidida amantener mi postura, miró, como unabestia enfurecida, de un lado para otro,sacudió la cabeza y, por un momento,pareció indecisa en cuanto a qué hacerconmigo.

Estampó un pie contra el suelo yvolvió a hacerme señas furiosamente.Yo me mantenía firme. Estaba muy

asustada y no podía hacerme idea de laviolencia a la que ella pudiera recurriren su exasperación. Se encaminó haciamí con el semblante enardecido y unrabioso meneo de cabeza; mi corazónvaciló y, en un estado de extremaexcitación, me puse a esperar la crisis.Llegó hasta muy cerca —sólo el portillonos separaba— y se paró en seco,lanzando fuego por los ojos ysonriéndome con una mueca, como la deun granadero francés que ha calado labayoneta pero que duda si embestir o no.

C A P Í T U L O X V I

APARECE EL DOCTORBRYERLY

¿QUÉ había hecho yo para suscitartan indomeñable furia? A menudohabíamos tenido pequeñas diferenciassemejantes, pero ella se habíacontentado con mostrarse sarcástica,gastarme bromas y ser impertinente.

—De ahora en adelante tú serás, asípues, la institutriz, y yo la niña a tusórdenes… ¿No?… Tú serás quien

señale adonde hemos de ir. Tres bien!Ya veremos. Monsier Ruthyn serápuesto al corriente de todo. A mí no meimporta…, nada en absoluto…; yo alcontrario, encantada. Que decida él. Sihe de responsabilizarme de la conductay la salud de mademoiselle su hija, esmenester que tenga autoridad paraindicarle lo que debe hacer… Esmenester que alguien obedezca, bien seaella, bien sea yo lo único que preguntoes quién va a mandar en el futuro…voila tout!

Ya estaba asustada, pero firme en mivoluntad… Me figuro que mi semblanteexpresaba hosquedad y desasosiego. Seacomo fuere, ella parecía pensar que

mediante zalamerías podría salirse conla suya, y en efecto, intentó engatusarmey halagarme, me dio palmaditas en loscarrillos y predijo que yo sería «unabuena chica», que «no atormentaría a lapobre madame» y que en el porvenirharía «lo que ella me dijera».

Puso su ancha y húmeda muecasonriente, pasó su mano por la mía, mepropinó cachetitos en las mejillas y, enun exceso de su paroxismo conciliatorio,quiso besarme, pero yo reculé y ella,con una risita, se limitó a comentar:

—¡Qué criatura tan tonta!… Peroahora vas a ser amable.

—¿Por qué, madame —pregunté depronto, alzando la cabeza y mirándola

directamente a la cara—, desea ustedque vayamos a Church Scarsdaleprecisamente hoy?

Ella respondió a la fijeza de mimirada entornando los ojos y frunciendoel entrecejo desagradablemente.

—¿Que por qué?… No te entiendo;no tiene por qué ser hoy… ¡qué tontería!¿Que por qué me gusta ChurchScarsdale? Pues porque es un sitio muybonito. ¡Eso es todo! ¡Qué tontita!¿Acaso crees que voy a matarte yenterrarte en el cementerio?

Y se echó a reír con una risa que,por cierto, no habría estado mal en unvampiro.

—Vamos, queridísima Maud, no

serás tan boba como para decir: «Si medices de ir por este lado, iré por aquelotro, y si me dices de ir por aquél, irépor éste»… ¡tú eres una chicarazonable!… Pues bien, ¡vayamos!…allons done!… ¡será un paseo tanagradable!… ¿No vienes?

Pero yo permanecí inamovible. Nopor obstinación, y tampoco porcapricho, sino por el profundo temor queme dominaba. En aquel instante teníamiedo, sí… miedo. ¿Miedo de qué?Pues bien: de ir aquel día a ChurchScarsdale con madame de la Rougierre.Eso era todo. Y creo que la corazonadano se equivocaba.

Madame dirigió una amarga mirada

hacia Church Scarsdale y se mordió loslabios. Se dio cuenta de que tenía querenunciar. Sus sosas facciones seentenebrecieron. El ceño algofruncido…, una expresióndespreciativa…, los anchos labioscomprimidos en una falsa sonrisa y unasombra plomiza abigarrándolo todo. Talera el semblante de la dama que sólouno o dos minutos antes había estadosonriendo y murmurando de modo tanafable por encima del portillo, en sumanera blarney[14] de hablar, como losirlandeses llaman a esa clase dezalamerías.

Era imposible interpretarequivocadamente la maligna decepción

que contraía y distorsionaba susfacciones. El alma se me cayó a los piesy un tremendo miedo se apoderó de mí.¿Había pretendido envenenarme? ¿Quéhabía en el cesto? Me quedé mirando suespantoso rostro. Por un instante mesentí absolutamente frenética. Se adueñóde mí un sentimiento de rabia hacia mipadre, hacia mi prima Mónica, porabandonarme a esta horrible bribona, y,retorciéndome las manosdesvalidamente, exclamé:

—¡Oh, qué vergüenza… quévergüenza!

El semblante de la institutriz serelajó. Pienso que ella, a su vez, estabaasustada por mi extrema agitación.

Podría haber ejercido una influenciadesfavorable en mi padre.

—Vamos, Maud, ya es hora de quecontroles tus humores. Si no te gusta, noiremos a Church Scarsdale… Yo sólo teinvito. ¡Vamos! Se hará lo que túquieras. ¿Adónde vamos, entonces?¿Aquí al palomar? Eso es lo que dijiste.Tout bien! Te concedo cuanto deseas, nolo olvides. ¡Vamos allá!

Nos encaminamos, así pues, hacia elpalomar a través de los árboles delbosque; yo sin hablar, como hicieran losniños con su siniestro conductor por elbosque, en un absoluto mutismo y llenade miedo; ella callada también,meditando y, a veces, lanzándome una

aguda mirada de soslayo a fin decalibrar mis progresos hacia laecuanimidad. Los suyos fueron rápidos,pues madame era una filósofa y seacomodaba a las circunstancias conceleridad. No llevábamos ni un cuartode hora caminando y todo rastro delobreguez había abandonado ya susemblante, al cual retornó suacostumbrado brillo, y madame comenzóa cantar con malévola hilaridad mientrasproseguíamos la caminata, dando, dehecho, la impresión de que se acercabaa uno de sus pizpiretos y chocarrerosestados de ánimo, en los cuales, sinembargo, su jolgorio era solitario. Labroma, fuere cual fuere, se la guardaba

para sí. Al aproximarnos a la ruinosatorre de ladrillo —antaño un palomar—,a madame le dio la vena retozona y sepuso a voltear el cesto y a dar cabriolasal son de su propio canto.

Se dejó caer de golpe,juguetonamente, y fue a sentarse a lasombra del quebrado muro y la hiedraque lo cubría, y abrió el cesto,invitándome a participar de las viandas,cosa que decliné. He de hacerle justicia,sin embargo, en lo que se refiere a lasospecha de envenenamiento, pues siveneno había, ella dio buena cuenta delmismo engullendo todo cuanto conteníael cesto.

No debe suponer el lector que la

jocosa conducta de madame indicabaque yo había sido perdonada. Nada deeso. Durante el camino de regreso no medirigió ni una sílaba más. Y cuandollegamos a la terraza, dijo:

—Si haces el favor, Maud, quédatedos o tres minutos en el jardín holandésmientras yo hablo con el señor Ruthynen el estudio.

Esto lo dijo con la cabeza levantaday una insufrible sonrisa; con más altivezaún, pero con gran seriedad, yo di lavuelta sin discutir y bajé los escalonesque conducen al lindo jardincillo queella me había indicado.

Me quedé sorprendida, ycontentísima, de ver a mi padre allí.

Corrí hacia él y empecé a exclamar:«¡Oh, papá!», callando bruscamente yañadiendo sólo: «¿Puedo hablarleahora?».

Me dirigió una sonrisa bondadosa ygrave.

—Bien, Maud, dime lo que quieras.—Señor, únicamente es esto: le

ruego que nuestros paseos, los míos conmadame, no traspasen los linderos de lafinca.

—¿Y por qué?—Porque… porque tengo miedo de

ir con ella.—¡Miedo! —repitió él, mirándome

con severidad—. ¿Has recibidoúltimamente alguna carta de lady

Knollys?—No, papá, desde hace dos meses o

más.Hubo una pausa.—¿Y por qué tienes miedo, Maud?—Un día me llevó a Church

Scarsdale; ya conoce usted ese lugarsolitario, señor; y me asustó tanto quetuve miedo de entrar con ella en elcamposanto. Ella sí entró, sin embargo,dejándome sola al otro lado delriachuelo, y un hombre descarado quepasaba por allí se paró a hablarme yparecía propenso a reírse de mí, y measustó muchísimo, y no se marchó hastaque a madame le dio por volver.

—¿Qué clase de hombre… joven o

viejo?—Joven; tenía aspecto de ser hijo de

un granjero, pero era muy descarado yallí se quedó hablándome quisiera yo ono; y a madame aquello le traía sincuidado y se rió de mí por estarasustada; la verdad es que me encuentromuy incómoda con ella.

Mi padre me dirigió otra inquisitivamirada y, acto seguido, bajó la vistasombríamente y se puso a meditar.

—Dices que te sientes incómoda yasustada. ¿A qué obedece esto? ¿Cuál esla causa de tales sentimientos?

—No lo sé, señor; a ella le gustaasustarme; le tengo miedo… Creo quetodas le tenemos miedo. Quiero decir

las criadas tanto como yo.Mi padre meneó la cabeza

desdeñosamente dos o tres veces ymurmuró:

—¡Una partida de estúpidas!—Y se puso enfadadísima conmigo

hoy, porque yo no quería ir de nuevo conella a Church Scarsdale. Le tengomuchísimo miedo. Yo… —y, del modomás impremeditado, rompí a llorar.

—¡Vamos, vamos, pequeña Maud,no debes llorar! Madame está aquíexclusivamente por tu bien. Pero sitienes miedo, aunque sea tontamente, coneso basta. Sea como tú dices: de ahoraen adelante tus paseos serán dentro de lafinca; así se lo diré a ella.

Le di las gracias muy en serio, enmedio de mis lágrimas.

—Ahora bien, Maud, ten cuidadocon tus prejuicios; las mujeres soninjustas y violentas en sus juicios. Tufamilia, en alguno de sus miembros, hasufrido de semejante injusticia. Cumpleque nosotros tengamos cuidado de nopracticarla.

Aquella tarde, en el salón, mi padre,con su acostumbrada brusquedad, dijo:

—En cuanto a mi marcha, Maud,esta mañana he recibido una carta deLondres y creo que habré de irme antesde lo que en un principio suponía, asíque por un breve espacio de tiempohemos de arreglárnoslas sin estar juntos.

No te alarmes. No estarás a cargo demadame de la Rougierre, sino alcuidado de una pariente; pero aun así lapequeña Maud echará de menos a suviejo padre, creo.

El tono de su voz era muy tierno, lomismo que sus miradas; me estabasonriendo mientras me miraba, y en susojos asomaban las lágrimas. Semejanteenternecimiento era nuevo para mí. Sentíun extraño escalofrío de sorpresa,placer y amor, y, poniéndome en pie deun salto, le eché los brazos alrededordel cuello y lloré en silencio. Tambiénél, creo, derramó lágrimas.

—Dijo usted que iba a venir unvisitante; alguien con el que se propone

usted marcharse. ¡Le quiere usted másque a mí!

—No, cariño, no; pero le temo; ylamento abandonarte, pequeña Maud.

—¡No será por mucho tiempo! —imploré.

—No, cariño —respondióexhalando un suspiro.

Casi estuve tentada de interrogarlecon más detalle sobre el asunto, pero élpareció adivinar lo que pasaba por mimente, pues me dijo:

—No hablemos más de ello;únicamente, Maud, no olvides lo que tedije acerca del bargueño de roble, cuyallave está aquí —y la sacó como habíahecho anteriormente—; ya recuerdas lo

que tienes que hacer en caso de que eldoctor Bryerly viniera mientras yo estoyausente.

—Sí, señor.Sus modales habían cambiado, y yo

había vuelto a mis habitualesformalidades.

De hecho, el doctor Bryerly llegó aKnowl tan sólo unos días más tarde, deforma totalmente inesperada salvo,supongo, para mi padre. Sólo iba aquedarse una noche.

Se encerró en dos ocasiones con mipadre en el pequeño estudio del piso dearriba. Mi padre me parecióinusitadamente melancólico inclusotratándose de él, y la señora Rusk,

arremetiendo contra «toda esa basura»,como siempre llamaba a losswedenborgianos, me dijo que leestaban trastornando y que no duraríamucho si ese desgarbado y larguiruchofantasmón vestido de negro continuabamerodeando y entrando y saliendo de suhabitación como un gato amaestrado.

Aquella noche la pasé despierta,preguntándome cuál sería el misterioque unía a mi padre y al doctor Bryerly.Había algo más de lo que pudieranexplicar las convicciones de su extrañareligión. Algo había que provocaba enmi padre una profunda zozobra. Puedeno ser razonable, pero así es. Todapersona cuya presencia, pese a que nada

sepamos acerca de la causa de talefecto, resulta palpablemente penosapara alguien a quien amamos, se noshace odiosa, razón por la que comencé aaborrecer al doctor Bryerly.

Era una mañana gris y oscura, y enun tenebroso pasadizo del corredor,cerca de las escaleras, fui a dar de llenocon el desgarbado doctor, vestido con susatinado traje negro.

Pienso que si mi mente se hubierahallado menos excitada en torno alobjeto de su visita, o si no me hubierainspirado tantísima antipatía, no habríatenido el valor de dirigirme a él como lohice. Había algo taimado, pensé, en susemblante oscuro y enjuto; y su aspecto

era tan bajo, tan parecido al de unartesano escocés endomingado, que depronto sentí una punzada de indignaciónante la idea de que un gran caballerocomo mi padre hubiera sufrido bajo suinfluencia, de modo que repentinamenteme detuve y, en vez de pasar por su ladocon un mero saludo, como él seesperaba, dije:

—¿Puedo hacerle una pregunta,doctor Bryerly?

—Por supuesto.—¿Es usted el amigo al que mi

padre espera?—No entiendo bien.—Quiero decir el amigo con el que

va a hacer una expedición a cierta

distancia, creo, y durante un breveespacio de tiempo.

—No —dijo el doctor, moviendo lacabeza negativamente.

—¿Y quién es?—Lo cierto es que no tengo la menor

idea, señorita.—¿No? Pues mi padre dijo que

usted lo sabía —repliqué.El doctor parecía sinceramente

desconcertado.—¿Va a estar mucho tiempo fuera?

Le ruego que me lo diga.El doctor me miró a la cara con ojos

inquisitivos y ensombrecidos, comoalguien que lee a medias lo que el otroquiere decir, y al cabo dijo algo

vivamente, aunque sin aspereza:—Bueno, yo estoy seguro de no

saberlo, señorita; no, la verdad es quedebe de estar usted equivocada; no haynada que yo sepa.

Hubo una pequeña pausa, al cabo dela cual añadió:

—No, nunca me mencionó a unamigo.

Me figuré que mi pregunta le pusoincómodo y que quería ocultar laverdad. Quizá tenía yo razón en parte.

—¡Se lo ruego, doctor Bryerly,dígame quién es el amigo y adonde va air mi padre!

—Le aseguro —dijo con una extrañasuerte de impaciencia— que no lo sé;

todo esto carece de sentido.Y se dio la vuelta para continuar su

camino, con muestras, pienso, de enojo ydesconcierto.

Una terrible sospecha cruzó mimente como un relámpago.

—Doctor, una cosa más —dije,creo, de forma bastante alocada—.¿Piensa usted…, cree que su mente estáafectada?

—¿Loco? —dijo él, mirándome conuna súbita y áspera inquisitividad que seiluminó hasta convertirse en una sonrisa—. ¡Bah, bah! ¡Dios no lo quiera! ¡Nohay un hombre más cuerdo en Inglaterra!

Acto seguido se marchó, con unpequeño movimiento de cabeza y, según

creo, y no obstante sus protestas dedesconocimiento, llevándose consigo elsecreto. El doctor Bryerly abandonó lacasa por la tarde.

C A P Í T U L O X V I I

UNA AVENTURA

TRAS nuestra disputa, madameestuvo muchos días sin apenas hablarme.En cuanto a las clases, no me molestómucho con ellas. Era evidente, además,que mi padre había hablado con ella, yaque después de aquel día jamás mepropuso que prolongáramos nuestrospaseos más allá de los linderos deKnowl.

Knowl, sin embargo, era un terreno

de proporciones muy considerables, y auna andarina mucho mejor que yo lehabría sido posible cansarse sin, dehecho, llegar a traspasar sus límites. Enocasiones, así pues, nos dábamos largascaminatas.

Tras varias semanas de enfado,durante las cuales estuvo días seguidoscasi sin hablarme y parecía perdida enoscuras y perversas abstracciones,madame, una vez más y de forma untanto repentina, recuperó su buen ánimoy se hizo afabilísima. Sus alegrías y suamistad no me infundían confianza, y enmi mente presagiaban la inminencia dediabluras y felonías. Los días ibanacortándose ante la proximidad del

período invernal. El borde rojo del solhabía ya rozado el horizonte cuandomadame y yo, alcanzadas por susúltimos rayos en el campo de conejos,apresurábamos ya el paso de vuelta acasa.

Una angosta carretera atraviesa estedesolado paraje del parque, al que daacceso un distante portón. Al descenderpor este poco frecuentado camino, mesorprendió ver allí parado un carruaje.Un postillón flaco y de aire astuto, conesa nariz petulante y respingona que elcaricaturista Woodward solía atribuir alos caballeros de Tewkesbury, estabainclinado sobre sus caballos y, cuandopasé, se me quedó mirando con dureza.

Una dama que estaba sentada en elinterior del coche se asomó, tocada conun bonete fuera de moda, y nos obsequiótambién con una mirada. Sus mejillaseran muy sonrosadas y blancas, el pelomuy negro y brillante, y los ojoschispeantes. Parecía gorda, atrevida ybastante enfadada, y, con sus descaradasmaneras, nos examinó con curiosidadmientras pasábamos.

Entendí mal la situación. Sucedió yauna vez que alguien cuyo propósito eravisitar Knowl había entrado en el lugarpor la carretera del parque y se habíaperdido durante varias horas buscandoen vano la casa.

—Madame, pregúntele si desean ir a

la casa; me figuro que se han extraviado—musité.

—Eh bien!, ya volverán a encontrarel camino. No me complace el dirigirmea los postillones; allons!

Yo, sin embargo, al pasar pregunté alhombre:

—¿Desean llegar a la casa?En aquel momento estaba junto a las

cabezas de las caballerías, enganchandolos arreos.

—No —dijo en tono desabrido,sonriendo extrañamente a las anteojeras;pero, haciendo acopio de cortesía,añadió—: No, gracias, señorita; esto eseso que llaman una merienda campestre;pronto nos pondremos en camino.

Entonces se puso a sonreírle a unapequeña hebilla que estabamanipulando.

—¡Vámonos… qué absurdo! —susurró madame ásperamente en mi oídoy, cogiéndome del brazo, se me llevó arastras, de modo que ambas atravesamosel pequeño portillo hasta el otro lado.

Nuestro camino discurría a travésdel campo de conejos, el cual seextiende en ondulantes promontorios.Para entonces el sol se había puesto ya,y azules sombras se cernían a nuestroalrededor, cada vez más frías, en unespléndido contraste con el pulido cielodel crepúsculo.

Al descender por estas lomas vimos

a tres hombres algo por delante denosotras, no lejos del sendero queseguíamos. Dos de ellos estabanfumando de pie y conversando aintervalos: el uno alto y esbelto, con unaalta cachimba un poco desgastada por unlado, y un gabán blanco abotonado hastala barbilla; el otro más gordo y deestatura más baja, envuelto en unapelliza de color oscuro. Tales caballerosse hallaban más bien de cara a nosotrascuando alcanzamos el filo de la loma,pero al percatarse de nuestraproximidad se volvieron de espaldas.Mientras lo hacían, recuerdo muy bienque cada uno de ellos abatió de prontosu cigarro con la simultaneidad que da

un ejercicio de adiestramiento. Eltercero daba consistencia al carácter demerienda campestre del grupo, puesprocedía a llenar de nuevo una canasta.Al acercarnos a él se puso súbitamenteen pie; era una persona de aspectodeplorable, la frente estrecha, el mentóncuadrado y una nariz ancha y quebrada.Calzaba borceguíes y era un pococargado de espaldas, muy anchas, lacabeza la tenía rapada y los pequeñosojos hundidos. Nada más verlecontemplé en él la viva imagen de lossalteadores de caminos y majadores que,con cierto escepticismo, tantas veceshabía yo visto en Punch. Estaba de pie,cernido sobre su canasta, y por un

instante nos lanzó una mirada ceñuda ypenetrante; luego, con la punta del pie,alzó una pequeña gorra de pieles queyacía en el suelo, hasta hacerla llegar asu mano; se la caló hasta las harto bajascejas y, en el preciso momento en quenosotras pasábamos a su lado, gritó asus compañeros:

—¡Eh, jefe! ¿Cómo va eso?—Todo va bien —dijo el hombre

alto con el abrigo blanco, el cual, alresponder, sacudió el brazo de sucompañero más bajo, pienso que conenfado.

El mencionado compañero deestatura más baja se volvió. Tenía unabufanda suelta alrededor del cuello y la

barbilla. Me dio la impresión de que eratímido e indeciso, y el hombre alto lepropinó un codazo que le hizotambalearse y, tal se me antojó, provocósu enfado, pues pareció pronunciar una odos palabras refunfuñantes.

Sin embargo, el caballero con elsobretodo blanco estaba en piejustamente por donde nosotraspasábamos, se quitó el sombrero en unsaludo burlesco, colocó su mano sobreel pecho y, acto seguido, empezó aavanzar con una sonrisa insolente y airede borracho jocoso.

—Justo a tiempo, señoras; cincominutos más, y no habríamos estadoaquí. Gracias, señora Mouser, por el

honor del encuentro, y especialmentepor el placer de trabar conocimiento conla señorita… ¿es su sobrina, señora?¿Quizá su hija? ¿Tal vez su nieta? ¡PorJúpiter! ¿Lo es? ¡Oye, tú, más despacio,deja de empaquetar!

Esto iba dirigido al tipo pocoagraciado, el de la nariz quebrada.

—Tráenos un par de vasos y unabotella de curaçao; ¿qué es lo que te damiedo, querida? Este que aquí ves eslord Lollipop, todo un seductor, aunqueno es capaz de matar una mosca… ¿Eh,Lolly? ¿No es guapo, señorita? Y yo soysir Simon Sugarstick…, nombre que meviene del viejo sir Simon, señora; ¡ybien alto y erguido que soy, señorita, y

esbelto…!, ¿verdad? Y dulcísimo,cariñito mío, ya lo verás cuando meconozcas, igualito que un pirulí; ¿verdadque sí, eh, Lolly, muchacho?

—Yo soy la señorita Ruthyn,dígaselo, madame —dije, estampando elpie contra el suelo, y muy asustada.

—Cállate, Maud. Si te enfadas nosharán daño; déjame hablar a mí —susurró la institutriz.

A todo esto, ellos se estabanacercando desde diferentes puntos. Echéuna mirada hacia atrás y vi al hombre deaspecto rufianesco a uno o dos metros,con el brazo levantado y un dedo erecto,telegrafiando, cabría decir, a loscaballeros de enfrente.

—Cállate, Maud —cuchicheómadame, lanzando un terrible juramentoque prefiero no reproducir—. Estánborrachos; no pongas cara de miedo.

Yo, sin embargo, tenía miedo…estaba aterrorizada. El círculo se habíaestrechado tanto que podían poner susmanos sobre mis hombros.

—Caballeros, les ruego que medigan qué es lo que quieren. ¿Tendrán labondad de permitirnos seguir nuestrocamino?

Llegado este momento observé, porvez primera, y al hacerlo sentí una suertede conmoción, que el más bajo de losdos hombres, el que nos impedíaavanzar, era la misma persona que me

había abordado de forma tan ofensiva enChurch Scarsdale. Tiré del brazo demadame y susurré:

—Corramos.—Estáte callada, querida Maud —

fue su única respuesta.—Voy a decirte una cosa —dijo el

hombre alto, el cual había vuelto acolocarse el sombrero de copa de formamás airosa que antes, ladeado sobre lacabeza—. Te hemos cogido, buenapieza, y te soltaremos pero bajo ciertascondiciones. No tienes por quéasustarte, señorita. Por mi honor y mialma que no pretendo nada malo,¿verdad que no, Lollipop? Yo le llamolord Lollipop, pero sólo es en broma; su

nombre es Smith. Bueno, Lolly, votoporque dejemos en libertad a lasprisioneras una vez que las hayamospresentado a la señora Smith, que estáen el coche y lleva al señor Smith, aquípresente, derecho como una vela, esto telo prometo. Como ves, las condicionesson buenas para ti, ¿eh? Y nostomaremos una copa de curaçao y nosdespediremos como amigos. ¿No es unbuen trato? ¡Vamos allá!

—Sí, Maud, tenemos que ir… ¿quéimporta? —cuchicheó madame en tonovehemente.

—No debe ir —dije, instintivamenteaterrorizada.

—Tú irás con la señora, jovencita,

¿verdad que sí? —dijo el señor Smith,como sus compañeros le llamaban.

Madame me tenía sujeta por elbrazo, pero yo me solté de un tirón ehice ademán de echar a correr; sinembargo, el hombre alto me rodeó consus brazos y me sujetó con firmeza,fingiendo que jugaba; su tenaza, noobstante, era tan fuerte como parahacerme mucho daño. Hallándome yapresa del más absoluto terror, y trasdebatirme infructuosamente, momento enel que oí decir a madame: «Maud,idiota, ¿vienes o no conmigo? ¡Mira loque estás haciendo!», comencé a gritar,alarido tras alarido, que el hombre tratóde sofocar lanzando a su vez sonoros

bramidos y grandes carcajadas, asícomo colocando de viva fuerza supañuelo contra mi boca, mientrasmadame continuaba vociferando en mioído sus exhortaciones de que «mecallara».

—¡Que la levanto, oye! —dijo unavoz bronca a mis espaldas.

Pero en aquel instante, fuera de mípor el terror, oí nitidamente otras vocesque gritaban. Los hombres que merodeaban callaron de súbito y todosmiraron hacia el lugar de dondeprovenía el sonido ya cercano, y yo mepuse a chillar con redobladas energías.El rufián que estaba detrás de míestampó su manaza sobre mi boca.

—Es el guardabosque —exclamómadame—. ¡Dos guardabosques…estamos salvadas… gracias a Dios! —ycomenzó a llamar a Dykes por sunombre.

Sólo recuerdo que me sentí enlibertad…, di unos cuantos pasos a todocorrer…, vi la cara de Dykes, blanca defuria…, me agarré a su brazo, con el queestaba alzando su escopeta a posición detiro, y le dije:

—¡No dispare… si lo hace, nosasesinarán!

Madame, chillando de buena gana,echó a correr en ese mismo momento.

—¡Corre al portón y échale latranca…, estaré contigo en un momento!

—le gritó Dykes al otro guardabosque,el cual partió de inmediato a cumplir sumisión, pues los tres rufianes sehallaban ya en plena retirada hacia elcarruaje.

Aturdida… frenética… al borde deldesmayo…, el terror seguíaenseñoreándose de mí.

—Eh, madame Rogers… ¿y si selleva a la señorita?… Tengo que correra echarle una mano a Bill.

—¡No, no lo haga! —gritó madame—. Estoy en un tris de desmayarme ypuede que cerca haya más maleantes.

Pero en ese instante oímos undisparo y, mascullando algo para sí yagarrando la escopeta, Dykes salió a

todo correr hacia donde había sonado eltiro.

Entre numerosas exhortaciones a laceleridad y exclamaciones de alarma,madame me arrastró a toda prisa haciala casa, a la que finalmente llegamos sinmayores aventuras.

Mi padre salió a nuestro encuentroen el recibidor. Al oír de labios demadame lo que había sucedido, se pusoabsolutamente furioso y partió deinmediato, junto con algunos criados, enla esperanza de interceptar a la partidade malhechores en el portón del parque.

He aquí una nueva zozobra, pues mipadre tardó en regresar poco menos detres horas y yo no podía hacerme idea de

lo que acaso estuviera sucediendodurante su ausencia. Mi alarma aumentógrandemente por la llegada, en el ínterin,del pobre Bill, el guardabosquesubalterno, el cual estaba muymaltrecho.

Viendo que Bill estaba resuelto ainterceptar su retirada, los tres hombresse habían abalanzado sobre él y lehabían arrebatado la escopeta, que sedisparó en medio de la rebatiña, y lehabían propinado una salvaje paliza.Menciono estos pormenores porque losmismos convencieron a todo el mundode que en el ánimo de aquellosmalhechores había alguna determinaciónespecialmente feroz, y que la reyerta no

fue mera jarana, sino el resultado de unplan preconcebido.

Mi padre no logró darles alcance.Les siguió el rastro hasta la estación deLugton, donde ellos habían tomado eltren, y nadie supo decirle en quédirección se había ido el carruaje y loscaballos de posta.

Madame estaba, o fingía estarlo,destrozada por lo ocurrido. Cuando mipadre nos interrogó detalladamente, losrecuerdos de ella diferían muysustancialmente de los míos en lo querespecta a muchos pormenoresrelacionados con el personnel de lacuadrilla de malhechores. Se mostróobstinada y tajante, y pese a que el

guardabosque corroboró la descripciónque hice de ellos, mi padre, no obstante,se quedó desconcertado. Tal vez nolamentó el que se le impusiera algunaduda, pues aunque en un principio estabadispuesto a recorrer casi cualquierdistancia a fin de detectar a aquellaspersonas, tras reflexionar se sintiócomplacido de que no hubiera pruebassusceptibles de llevarles ante untribunal, ya que la publicidad y lasmolestias derivadas de ello habríanresultado inconcebiblemente penosaspara mí.

Madame se encontraba en un extrañoestado…, mostraba un humortempestuoso, hablaba incesantemente…,

cada dos por tres se la veía anegada enllantos y perpetuamente de hinojosdando al cielo gracias a torrentes pornuestra conjunta liberación de las manosde aquellos truhanes. No obstantenuestro compartido peligro y susacciones de gracias en mi nombre, locierto es que cuando estábamos juntas ya solas prorrumpía siempre enexpresiones de ira y vilipendio.

—¡Qué estúpida eres! ¡Quédesobediente y obstinada! Si hubierashecho lo que te dije, no nos habríaocurrido nada; aquellas personasestaban borrachas, y no hay nada tanpeligroso como pelearse con borrachos;yo te habría puesto completamente a

salvo…, la señora tenía un aspecto tanagradable y tranquilo…, y con ellahabríamos estado seguras… no habríapasado absolutamente nada; pero encambio tú te pusiste a chillar y aempujar, y ellos, claro, se enfurecierony, como es natural, de ahí se derivó todala impertinencia y la violencia; y esepobre Bill… con la paliza y el peligropara su vida, todo lo has causadoexclusivamente tú.

Y hablaba con una virulencia másreal de la que generalmente se muestraen este tipo de reconvenciones.

—¡Mala bestia! —exclamó laseñora Rusk estando ella, yo y MaryQuince juntas en mi cuarto—. Pese a

todos sus lloros y sus rezos, ya quisierayo saber tanto como acaso ella sepasobre esos sinvergüenzas. En este lugarjamás ha habido tipos como ésos, pormás que me esfuerce en recordar, hastaque ella vino a Knowl. ¡Vieja brujahuesuda y calva y cabezona, con sussonrisitas falsas por aquí y sus llantospor allá y su nariz metida en todaspartes! ¡Francesa hipócrita!

Mary Quince hizo una observación ala que la señora Rusk, creo, replicó,pero yo no oí a ninguna de las dos. Noobstante, tanto si las palabras del amade llaves eran fruto de la reflexión comosi no lo eran, lo que dijo me afectó deforma extraña. Por un instante, y a través

de la más diminuta rendija, tuve unatisbo del Pandemonium[15]. Algunaspeculiaridades de la conducta demadame, así como sus consejos durantela aventura, ¿acaso no quedabanparcialmente explicados por lasugerencia? La propuesta excursión aChurch Scarsdale ¿podía tener algúnpropósito de ese mismo tipo? ¿Qué seproponía? ¿Cómo es que madame estabainteresada en ello? ¿Era posible unatraición y una hipocresía taninconmensurables? No podía hallarexplicación ni dar totalmente crédito ala amorfa sospecha que, con aquellassus ligeras y duras palabras, el ama dellaves había introducido en mi mente de

modo subrepticio y tan horrible.Una vez que la señora Rusk se hubo

retirado, me desperté de mis lúgubresabstracciones con algo parecido a ungemido y un estremecimiento, en mediode una espantosa sensación de peligro.

—¡Oh, Mary Quince! —exclamé—.¿Piensas que en realidad ella lo sabía?

—¿Quién, señorita Maud?—¿Piensas que madame conocía a

aquella horrible gente? ¡Oh… no, no locrees…, dime que ella no los conocía!Me estoy volviendo loca, Mary Quince,el miedo me está quitando la vida.

—Vamos, señorita Maud, querida…,no se ponga tan nerviosa…, ¿por quéhabría ella de…? ¡No, no hay nada de

eso! La señora Rusk, Dios la bendiga,no sabe lo que se dice.

Pero yo estaba realmente asustada.Me hallaba en un horrible estado deincertidumbre en cuanto a lacomplicidad de madame de la Rougierrecon la cuadrilla que nos había asaltadoen el campo de conejos y que luegohabía propinado tan bestial paliza anuestro pobre guardabosque. ¿Cómopodría deshacerme alguna vez deaquella horrible mujer? ¿Por cuántotiempo aún habría ella de gozar de suscontinuas oportunidades de asustarme yhacerme daño?

—¡Me odia… me odia, MaryQuince! Y no parará jamás hasta que me

haya hecho algún espantoso daño. ¿Nohabrá nadie que me socorra? ¿Nadie quese lleve a esa mujer de aquí? ¡Oh, papá,papá, papá! ¡Lo lamentarás cuando seademasiado tarde!

Lloraba retorciéndome las manos,presa de enloquecida agitación, mientrasla buena de Mary Quince se esforzabaen vano por calmarme y darme consuelo.

C A P Í T U L O X V I I I

VISITANTE NOCTURNO

LAS espantosas advertencias delady Knollys también me rondaban. ¿Nohabía escapatoria de la horrorosacompañera que me habían asignado loshados? Una y otra vez tomaba ladecisión de hablar a mi padre parainstarle a que la despidiera. En otrascosas era indulgente conmigo, mas, sinembargo, en esto me acogía de formaseca y severa; estaba claro que me

imaginaba bajo la influencia de miprima Mónica, y también que teníarazones secretas para persistir en unproceder opuesto. Justo entonces recibíuna alegre y extraña carta de ladyKnollys, desde no sé qué casa de campoen Shropshire. Ni una palabra sobre elcapitán Oakley. Di una rápida ojeada asus páginas en busca de aquel nombreencantador. Enrabietada, arrojé el papelsobre la mesa. Para mis adentros penséque aquello estaba mal y era impropiode una mujer.

Al cabo de un rato, sin embargo, leíla carta y me pareció muy bondadosa.Lady Knollys había recibido una nota depapá, el cual había «tenido el descaro

de perdonarla a ella por suimpertinencia (la de él)». Pero noobstante este agravio, ella, en atención amí, tenía la intención de perdonarle y, encuanto dispusiera de una semana sincompromisos, aceptar la invitación queél le había hecho para ir a Knowl, desdedonde mi prima estaba resuelta allevarme enseguida con ella a Londres.Lugar en el que, pese a ser yodemasiado joven para ser presentada enla corte y alternar, sin embargo podría—además de tener los mejoresprofesores, amén de una buena excusapara desembarazarme de Medusa— veruna gran cantidad de cosas que medivertirían y sorprenderían.

—¿Grandes noticias, supongo, delady Knollys? —dijo madame, quesiempre sabía quién recibía en la casacartas por correo y, por intuición, quiénlas enviaba.

—Dos cartas… tú y tu papá. LadyKnollys se encuentra perfectamente,supongo.

—Muy bien, gracias, madame.Algunas otras preguntas que madame

dejó caer por si lograba pescar algo, nocorrieron mejor suerte. Y, como decostumbre cada vez que se veíacontrariada aunque fuese en una minucia,se tornó ceñuda y maligna.

Aquella noche, estando solos mipadre y yo, de pronto él cerró el libro

que había estado leyendo y me dijo:—Hoy he tenido noticias de Mónica

Knollys. La pobre Monnie siempre mecayó bien, y aunque no es ninguna bruja,y a veces es muy mal pensada, sinembargo de cuando en cuando dicealguna cosa digna de ser tomada enconsideración. ¿Alguna vez te hahablado, Maud, del momento en quehabrás de ser dueña de ti misma?

—No —contesté, algodesconcertada y mirando directamente asu recio y bondadoso rostro.

—Bueno, pensé que podría… es unacharlatana, eso ya lo sabes… siempre lofue, y esa clase de personas dicen todocuanto se les pasa por la cabeza. Es un

tema que me interesa y que más de unavez, Maud, me ha dejado perplejo.

Suspiró.—Ven conmigo al estudio, pequeña

Maud.Y, llevando él una vela, atravesamos

el zaguán y emprendimos juntos lamarcha a lo largo del pasadizo, que porla noche tenía siempre un aspecto unpoco terrorífico, con sus oscuros frisosde madera, en absoluto alegrados por laluz que, en escorzo, llegaba delvestíbulo, la cual se perdía en el recodo;pasadizo que nos alejaba de las zonasfrecuentadas de la casa hacia aquelladesdichada y solitaria estancia acercade la cual las tradiciones del cuarto de

los niños y las de los criados tantaspavorosas historias tenían que contar.

Creo que mi padre se proponíahacerme alguna revelación al llegar adicha estancia, pero si así era, cambióde opinión o, al menos, aplazó suintención.

Se paró delante del bargueño apropósito de cuya llave me diera tanestricto encargo, y pienso que iba aexplicarse más a fondo de lo que lohabía hecho. Pero en vez de hacerlosiguió hasta una mesa donde se hallabacolocado su sécretaire, siemprecelosamente cerrado con llave, y, trasencender las velas que había a su lado,me lanzó una mirada y me dijo:

—Tienes que esperar un poco,Maud; he de decirte algo. Toma estavela y entretente con un libro mientrastanto.

Estaba acostumbrada a obedecer ensilencio. Elegí un volumen de grabadosy me acomodé en mi rinconcitopredilecto, donde con frecuencia habíapasado media hora haciendo lo mismo.Se trataba de una profunda rinconerajunto a la chimenea, situada al lado deun escritorio grande y antiguo. Hastadicha rinconera arrastré una butaca y,provista de la vela y el libro, me instalécómodamente en el estrecho habitáculo.A cada ratito alzaba la vista y veía a mipadre, con aire de ansiedad, según me

pareció, ora escribiendo, ora sumido ensus cavilaciones.

Transcurrió el tiempo…, más delque mi padre tenía intención quetranscurriera, y él seguía absorto en supupitre. Poco a poco me fue entrandosueño y, al empezar a dar cabezadas, ellibro y la estancia se me borraron y entorno a mí comenzaron a acumularsepequeñas ensoñaciones placenteras, loque hizo que acabara por hundirme en unprofundo letargo.

Debió de durar mucho, pues aldespertarme la vela se había consumido;mi padre, olvidándose por completo demí, se había ido, y la estancia estabaoscura y desierta. Tenía frío y me sentía

algo agarrotada, y por espacio dealgunos segundos no supe dónde estaba.

Supongo que lo que me habíadespertado era un ruido que ahora, antemi indecible espanto, oía claramenteaproximarse. Se percibía un susurro yuna respiración. Oí un crujido de latabla del entarimado que siempre crujíaal pisar sobre ella en el corredor.Contuve la respiración, me puse aescuchar y me acurruqué en el rinconcitomás hondo de mi pequeño habitáculo.

Súbito e hiriente penetró elresplandor de una luz por el resquiciode la casi cerrada puerta del estudio,proyectando su brillo angularmente en eltecho como una L invertida. Hubo un

intervalo, a cuyo término alguien llamósuavemente con los nudillos a la puerta,la cual, tras otro intervalo, fue empujadacon lentitud hasta que quedó abierta. Yoesperaba, creo, ver la temida figura delpaje del hacha, pero apenas meaterroricé menos al ver la de madame dela Rougierre. Iba ataviada con unvestido de una especie de seda gris, queella llamaba su «seda china»…, justo elque había llevado puesto durante el día.No creo, de hecho, que se hubieracambiado. Iba descalza. En ningún otroaspecto mostraba su atuendo deficienciaalguna. Su ancha boca estaba torvamentecerrada y, al entrar en la estancia, sepuso a escudriñarla con un ceño pálido

y fruncido, sosteniendo la vela porencima de su cabeza, a la altura máximade su brazo extendido.

Situada como me hallaba en unahonda rinconera y en una butaca queapenas sobresalía del nivel del suelo,escapé a su vista, pese a que duranteunos segundos me pareció, mientrascontemplaba aquel espectro, quenuestros ojos llegaban realmente aencontrarse.

Yo permanecía sentada sin respirarni parpadear, mirando fijamente aquellaformidable imagen que, con su alzadobrazo, las hirientes luces y las durassombras proyectadas sobre suscontraídas facciones, se asemejaba a una

hechicera a la espera de ver los efectosde un encantamiento.

Era evidente que escuchaba consuma atención. De forma inconsciente seestaba mordiendo el labio inferior entrelos dientes y recuerdo muy bien elaspecto cadavérico y estúpido que ledaba aquella contorsión. Mi terror deque pudiera descubrirme se hizoauténticamente agónico. Lanzó unamirada subrepticia de una a otra esquinade la estancia y se puso a escuchar juntoa la puerta con el cuello torcido.

Acto seguido se acercó al sécretairede mi padre. Para mi gran alivio, medaba la espalda. Se inclinó sobre él conla vela muy cerca; la vi probar una llave

—no podía ser otra cosa— y la oísoplar por las guardas para limpiarlas.

Luego, vela en mano, se fue denuevo a la puerta a escuchar y, acontinuación, dando largos pasos depuntillas, regresó al sécretaire de papá,el cual fue abierto en otro momento ymadame se puso a desplegarcautelosamente los papeles quecontenía.

Hizo dos o tres pausas a fin dedeslizarse hasta la puerta y escuchar denuevo atentamente, con la cabezacercana al suelo, y después volvía ycontinuaba su búsqueda, echandorápidas ojeadas a algunos papeles, unotras otro, de forma tolerablemente

metódica, y leyendo algunos de elloscon todo detenimiento.

En tanto proseguía esta felonía, yome sentía paralizada por el miedo deque ella pudiera, accidentalmente, lanzaruna mirada a su alrededor y sus ojosdieran conmigo; pues a saber qué nosería capaz de hacer antes que verdescubierto su crimen.

En ocasiones leía por dos veces unpapel, otras emitía un cuchicheo no mássonoro que el tictac de un reloj, y otrassoltaba una breve risita apenasperceptible, todo lo cual ponía demanifiesto el interés con el que decuando en cuando leía una carta o unmemorándum.

Esto se prolongó, pienso, porespacio de una media hora, pero enaquellos momentos me pareció untiempo interminable. De repente levantóla cabeza y se puso a escuchar por uninstante, recolocó los papeleshabilidosamente, cerró el sécretaire sinhacer ruido, salvo por un tenue «clic» dela cerradura, apagó la vela y se deslizófurtivamente fuera del salón, dejandotras ella —cerniéndose nebuloso en laoscuridad— aquel rostro maligno ybrujeril sobre el que la luz de la velaacababa de brillar.

¿Por qué permanecí inmóvil y ensilencio mientras se estaba perpetrandoaquella afrenta? Si, en lugar de ser una

chica muy nerviosa, preocupada por elindefinible terror que aquella perversamujer me provocaba, hubiese poseídovalor y presencia de ánimo, me figuroque habría dado la alarma y me habríaescapado de la estancia sin el menorriesgo. Pero el hecho es que era tanincapaz de hacer el menor movimientocomo lo es el pajarillo que, acurrucadobajo la hiedra, contempla al búho blanconavegar por los aires, acercándosele yalejándosele, en su crucero predatorio.

No sólo durante su presencia, sinoincluso al cabo demás de una hora,seguía yo acurrucada en mi escondrijo,temerosa de hacer el más levemovimiento, no fuera que madame se

hallase al acecho en las proximidades oregresara y me sorprendiese.

No cabe asombrarse de que, trassemejante noche, a la mañana siguienteme sintiera enferma y febril. Para mihorror, madame de la Rougierre vino averme a la cama. En su semblante no eralegible ni el más mínimo rastro deconciencia culpable por lo sucedido porla noche. No mostraba huella alguna desu prolongada vigilia, y su atuendo eraejemplar.

Viéndola sentada allí a mi lado,llena de solícito y afectuoso interés,viéndola alisar la colcha con su manogrande y criminal, pude comprenderperfectamente el horroroso estado de

ánimo con el que el marido engañado deLas Mil y Una Noches encuentra alfantasma de su esposa tras sudescubrimiento nocturno.

Pese a estar enferma, me levanté yencontré a mi padre en la habitacióncontigua a su dormitorio. Estoy segurade que, al ver el aspecto que yo tenía, sedio cuenta de que algo insólito habíasucedido. Cerré la puerta y avancé hastasituarme al lado de su silla.

—¡Papá, si supieras lo que tengoque decirte!

Olvidé llamarle «señor».—Un secreto. Pero usted no dirá

quién se lo ha revelado, ¿verdad?¿Quiere bajar conmigo al estudio?

Mi padre me miró con dureza, selevantó y, dándome un beso en la frente,dijo:

—No tengas miedo, Maud; meaventuro a decir que no es más que unailusión; sea como fuere, hija mía,tendremos cuidado de que no te alcanceningún peligro. Vamos, hija.

Y, cogiéndome de la mano, me llevóal estudio. Cuando se cerró la puerta yllegamos hasta el fondo del salón, juntoa la ventana, dije, si bien en voz baja ysujetando fuertemente el brazo de mipadre:

—¡Señor, no sabe usted qué personatan espantosa tenemos viviendo connosotros… quiero decir madame de la

Rougierre! Si viene no la deje pasar;adivinaría lo que le estoy diciendo y, deun modo u otro, estoy segura de que memataría.

—¡Bah, bah, hija! Es preciso quesepas que todo eso son tonterías —dijo,pálido y severo.

—¡Oh, no, papá! Estoyhorriblemente asustada, y lady Knollystambién piensa así.

—¡Ja! Me lo figuro; un tonto haceciento. Todos sabemos lo que piensaMónica.

—Pero es que yo lo he visto, papá.Anoche robó su llave y abrió susécretaire y leyó sus papeles.

—¿Que robó mi llave? —dijo mi

padre, clavando en mí unos ojosperplejos, al tiempo que sacaba la llavedel bolsillo—. ¿Que la robó? ¡Pues yaves: aquí está!

—Abrió su sécretaire y estuvomuchísimo rato leyendo los papeles.Ábralo ahora y vea si no han sidomanipulados.

Esta vez se me quedó mirando ensilencio, con aire desconcertado, peroabrió el sécretaire y levantó los papelesdando muestras de curiosidad y recelo.Mientras lo hacía profirió algunas deesas interjecciones inarticuladas quesuelen pronunciarse con los labioscerrados y que no siempre soninteligibles; pero no hizo ningún

comentario.Acto seguido me colocó en una silla

junto a él y, sentándose él también, medijo que hiciera memoria y le contasecon precisión todo cuanto había visto,cosa que hice mientras él escuchaba conprofunda atención.

—¿Se llevó algún papel? —mepreguntó mi padre mientras se ponía abuscar un poco, supongo que a fin dehallar alguna cosa que imaginabapudiera haber sido robada.

—No, no la vi llevarse nada.—Bien, eres una buena chica, Maud.

Actúa con discreción. No digas nada anadie…, ni siquiera a tu prima Mónica.

Tales indicaciones, si hubieran

provenido de alguna otra persona, nohabrían tenido mucho peso, pero mipadre las pronunció con una mirada tanseria y con un énfasis tan grande que lashacían irresistibles e impresionantes, demodo que al marcharse mis labiosestaban sellados.

—Siéntate, Maud, ahí. No has sidomuy feliz con madame de la Rougierre yha llegado la hora de que seas aliviada.El presente acontecimiento lo hadecidido.

Hizo sonar la campanilla.—Diga a madame de la Rougierre

que le pido el honor de verla aquí unosminutos.

Cuando mi padre la mandaba llamar

lo hacía siempre de forma igual deceremoniosa. Al cabo de unos minutosse oyeron unos golpecitos en la puerta,haciendo su aparición en el umbral,sonriente y reverenciosa, aquella mismafigura que la noche anterior meaterrorizara cual si fuese el espíritu delmal.

Mi padre se puso en pie. Madame,atendiendo el requerimiento de mipadre, tomó asiento frente a él en unabutaca. Su semblante, como decostumbre cuando se hallaba enpresencia de mi padre, era todoafabilidad. Mi padre fue en seguida algrano.

—Madame de la Rougierre, debo

pedirle que me dé la llave que en estosmomentos obra en su poder, la que abremi sécretaire.

Y, al terminar de hablar, súbitamentegolpeó el mueble con la funda de oro desu lápiz.

Madame, que se había esperado algomuy diferente, se puso de inmediato tanenormemente pálida, y su frente se tiñóde una coloración tan oscura y purpúrea,que, sobre todo tras haber intentado envano por dos veces responder con susblancos labios, supuse que iba adesplomarse víctima de un ataque.

Madame no miraba a mi padre a lacara; sus ojos estaban fijos en un puntomás bajo y la boca y las mejillas las

tenía chupadas para adentro, con unaextraña distorsión en uno de los lados.

De pronto se puso en pie y, clavandosu mirada en el rostro de mi padre, logródecir, tras aclararse por dos veces lagarganta:

—No puedo comprender, monsieurRuthyn, a menos que su intención seainsultarme.

—Eso no ha de valerle de nada,madame; es preciso que me dé la llavefalsa. Yo a usted le doy la oportunidadde entregármela tranquilamente aquí yahora.

—Pero ¿quién se atreve a decir queposeo semejante cosa? —preguntómadame, quien, habiéndose repuesto de

su momentánea parálisis, ahora semostraba tan furiosa y lenguaraz como amenudo la había visto antes.

—Usted sabe, madame, que puedecreer lo que le digo, y le digo queanoche fue vista entrar en este salón y,con una llave, abrir este sécretaire yleer mis cartas y papeles que el mismocontiene. A menos que me déinmediatamente dicha llave y cualquierotra llave falsa que obre en su poder…,en cuyo caso me contentaré condespedirla sumariamente…, miactuación será distinta. Usted sabe quesoy magistrado, y, por tanto, haré queusted, su equipaje y su habitación delpiso de arriba sean registrados sin

dilación, y presentaré contra usted unademanda criminal. La cosa está clara;usted la agrava al negarla; tiene ustedque darme esa llave al instante, si haceel favor, de lo contrario tocaré estacampanilla y verá que lo que digo va enserio.

Hubo una pequeña pausa. Mi padrese levantó y alargó la mano hacia elcordón de la campanilla. Madame sedeslizó alrededor de la mesa,extendiendo su mano para detener la demi padre.

—Haré lo que sea, monsieurRuthyn… lo que usted desee.

Y, con estas palabras, madame de laRougierre se derrumbó. Se puso a

sollozar, a llorar, a balbucearpenosamente toda suerte de retahilasincomprensibles de ruegos ylamentaciones; pudorosa,penitentemente, presa de una zozobrasumamente interesante, sacó de su pechola llave que tenía atada con una cuerda.Mi padre se conmovió escasamente anteaquella quejumbrosa tempestad. Cogióla llave con frialdad y la probó en elsécretaire, cuya puerta cerraba y abríasin problemas, pese a que las guardaseran complicadas. Meneó la cabeza yclavó sus ojos en el rostro de madame.

—Le ruego me diga quién hizo estallave. Es nueva y está hechaexpresamente para encajar en esta

cerradura.Pero madame no iba a decir nada

más de lo que expresamente habíaentrado en el trato, de modo que selimitó a sumirse una vez más en elconsabido paroxismo de aflicción,autorreproches, paliativos y súplicas.

—Bien —dijo mi padre—, leprometí que se iría tras la entrega de lallave. Es suficiente. Cumplo mi palabra.Tiene usted hora y media para hacer suspreparativos, a cuyo término estaráusted dispuesta para la marcha. Leenviaré su dinero a través de la señoraRusk; y si busca usted algún otroempleo, será mejor que no me pidainformes. Y ahora tenga la bondad de

dejarme.Madame parecía sumida en una

extraña perplejidad. Se irguió, enjugósus lágrimas con fiereza, hizo unaprofunda reverencia y comenzó a andarmajestuosamente hacia la puerta, antesde llegar a la cual se detuvo, se diomedia vuelta, lanzó a mi padre unamirada aguda y pálida y, mientras lohacía, se mordió el labio conmalignidad. La misma repulsivapantomima se repitió junto a la puerta,mientras permanecía un momento con lamano en el picaporte. Pero de nuevocambió de compostura y, sorbiéndose lanariz y poniendo un gesto de desdén, queelevó casi a una sonrisa de desprecio,

hizo otra profunda reverencia, sacudióla cabeza con altanería y, tras cerrar lapuerta de manera harto violenta,desapareció.

C A P Í T U L O X I X

«AU REVOIR»

A la señora Rusk le gustabaasegurarme que madame no me teníasimpatía «ni por asomo». De formainstintiva yo sabía que no albergabahacia mí buena voluntad, si bien creorealmente que su deseo era hacermepensar justo lo contrario. En cualquiercaso, yo no tenía la menor gana devolver a ver a madame antes de sumarcha, especialmente desde que, en el

estudio, me lanzara una momentáneamirada que se me antojó cargada desentimientos muy peregrinos.

El lector, por tanto, puede tener lacerteza de que en mí no había deseoalguno de una despedida formal, demodo que cogí mi sombrero y la capa ysalí de la casa sin decir nada a nadie.

Me di un paseo solitario e incluso,pese a lo avanzado de la estación, bienprotegido por el follaje; el senderodiscurría tortuoso entre añosos troncosde árboles, cuyas nudosas raíces seentreveraban en el suelo. No obstante lacercanía de la casa, reinaba una soledadselvática, atravesada por las sombras ydestellos de un arroyuelo; por la tierra

se esparcían las fresas salvajes y otrasplantas boscosas, y las dulces notas ytrinos de los pajarillos alegraban laoscura fronda.

Llevaba ya una hora entera inmersaen esta pintoresca soledad, cuandodesde lejos llegó a mis oídos el chirridode las ruedas de un carruaje,anunciándome que madame de laRougierre había emprendido viaje;exhalé un gran suspiro y, a través de lasramas, me puse a contemplar el cielolimpio y azul.

Pero las cosas y el tiempoconcuerdan extrañamente. Justo en esemomento la voz de madame sonó muycerca de mi oído, y su mano grande y

huesuda se posó sobre mi hombro. En uninstante estuvimos cara a cara…Retrocedí y el miedo me dejómomentáneamente sin habla.

Cuando somos muy jóvenes no nospercatamos de los frenos que actúansobre la malignidad, ni sabemos cuánefectivamente nos protege el miedocuando falta la conciencia moral.Completamente sola en aquel lugarsolitario, descubierta y alcanzada por elhorrible instinto de mi enemiga, ¿qué nopodría estar a punto de sucederme enaquel momento?

—Asustada como de costumbre,Maud —dijo con calma. Y, dedicándomeuna sonrisa siniestra mientras me

miraba, añadió—: Y piensas que conmotivo, sin duda. ¿Qué has hecho paraagraviar a la pobre madame? Bueno,creo que lo sé, chiquilla, que hedescubierto lo lista que es mi pequeña ydulce Maud. ¿Eh, no es así? Petitecarogne… ¡Ah, ja, ja!

Me hallaba demasiado confundidacomo para responder.

—Ya ves, mi querida niña —dijosacudiendo el dedo levantado hacia mícon una horrible picardía—, que no haspodido ocultar a la pobre madame loque has hecho. Por muy de inocente quete las des, yo veo perfectamente tumaldad…, sí, pequeña diablease.

»Por lo que yo he hecho, no tengo

nada que reprocharme. Si pudieraexplicarlo, tu papá diría que habíaobrado bien, y tú me darías las graciasde rodillas; pero aún no puedoexplicarlo.

Hablaba, por así decirlo, a pequeñospárrafos, con una momentánea pausaentre cada uno de ellos, para permitirque su significado imprimiera su huella.

—Si optara por explicarlo, tu papáme imploraría que me quedase. Perono…, yo no querría…, no obstante tualegre casa, tus encantadores sirvientes,el divertido trato con tu papá y tuafectuoso y sincero corazón, mi pequeñay dulce maraude.

»Primero me iré a Londres, donde

tengo, ¡vaya si los tengo!, muy buenosamigos, y luego me iré al extranjero poralgún tiempo; pero puedes estar segura,cariño mío, que allí donde el azar quieraque esté, te recordaré… ¡Ah, ja, ja! ¡Sí!¡Ya lo creo que te recordaré!

»Y aunque no siempre estaré cerca,sin embargo lo sabré todo acerca de mipequeña y encantadora Maud; no sabráscómo, pero el hecho es que lo sabrétodo. Y ten la seguridad, queridísimaniña, de que algún día estaré encondiciones de darte pruebas sensiblesde mi gratitud y afecto…, ya meentiendes.

»El coche está esperando en elportillo del tejo, y debo proseguir la

marcha. No esperabas verme… aquí;quizá en otro momento aparezca demodo igualmente repentino. Es un granplacer para ambas esta oportunidad dedecirnos adieu. ¡Adiós, pequeña mía,queridísima Maud! Jamás dejaré depensar en ti, así como en el modo derecompensar la amabilidad que hasmostrado hacia la pobre madame.

Mi mano colgaba de un costado, ymadame tomó no mi mano, sino mi dedopulgar, lo estrechó, envuelto en la anchapalma de su mano, y, mientras lomantenía en ella, se me quedó mirandocomo si meditase sobre el modo dehacer alguna diablura. Al cabo, dijobruscamente:

—Te acordarás siempre de madame.Eso creo. Y además yo haré que teacuerdes. Por el momento, adiós, yespero que seas tan feliz como temereces.

Por un instante aquella cara ancha ysiniestra me miró con su latente sonrisade desprecio, para a continuación, conun violento movimiento de cabeza y unaespasmódica sacudida de miaprisionado pulgar, darse media vueltay, remangándose el vestido y mostrandosus grandes y huesudos tobillos,marcharse a rápidas zancadas sobre lasretorcidas raíces hasta perderse en laperspectiva de los árboles. No desperté,por así decirlo, hasta que hubo

desaparecido por completo en la lejanía.Los acontecimientos de este tipo no

alteraban a mi padre, pero en cambiotodas las demás caras de Knowl sealegraron de que madame hubiera sidodespedida. Recobré energías y volví aestar de buen ánimo. La luz del sol erafeliz, las flores inocentes, los cantos ylos trinos de los pájaros recuperaron sualegría; toda la naturaleza, en fin, volvíaa ser deliciosa y placentera.

Tras la primera y jubilosa sensaciónde alivio, de vez en cuando la nebulosasombra de madame de la Rougierre seinterponía ante la luz del sol, y elrecuerdo de sus amenazas retornaba conuna inesperada punzada de miedo.

—¡Habráse visto qué descaro! —exclamó la señora Rusk—. Pero no seatormente usted dándole vueltas a lacabeza, señorita. Los de esa ralea sontodos iguales. Jamás se vio a un bribónal que se le haya pillado en algo, que nohaga toda clase de amenazas a laspersonas honradas cuando se marcha;ahí tiene usted a Martin, elguardabosque, y a Jervis el mozo decuadra… Bien que me acuerdo de susjuramentos. Juraron lo que les dio lagana cuando se iban, pero ¿quién havuelto a oír hablar de ellos desdeentonces? Esa gentuza siempre amenazade esa manera…, siempre lo hacen, peronunca pasa nada…, si ella pudiera, claro

que haría algo, pero la cosa es que nopuede, lo único que puede hacer esmorderse las uñas y maldecirnos…, esoes lo único… ¡ja, ja, ja!

Tal era mi consuelo. Pero, noobstante, de vez en cuando la perversasonrisa de madame se cruzaba ante misojos como una muda amenaza, se mehundía el ánimo y un hado, envuelto ennegras vestiduras y cuyo rostro me eraimposible ver, me cogía de la mano y mellevaba consigo, en espíritu,silenciosamente, en una pavorosaexploración de la que acababadespertándome con un sobresalto, ymadame, por algún tiempo, habíadesaparecido.

Madame, sin embargo, había ideadobien su pequeña despedida. Se propusodejar flotando sobre mí el aura de suhechizo, y ello turbaba mis sueños.

No obstante me sentíaindescriptiblemente aliviada. Escribí,animadísima, una carta a la primaMónica; y me preguntaba qué planes sehabría formado mi padre en lo que a mírespecta y si nos quedaríamos en casa oiríamos a Londres o al extranjero. En loque a esto último se refiere —el arreglomás agradable en varios sentidos—, yo,sin embargo, abrigaba un oculto horror.Me rondaba el secreto convencimientode que si marchábamos al extranjero nosencontraríamos a madame, lo cual, para

mí, era como encontrar a mi genio delmal.

Más de una vez he dicho que mipadre era un hombre extraño; y el lector,a estas alturas, habrá visto que en élhabía muchas cosas nada fáciles deentender. Con frecuencia me pregunto si,caso de haber sido él más franco, no mehabría parecido menos extraño de lo quesuponía, o más extraño aún. Las cosasque a mí me conmovían profundamente,a él no parecían afectarle en absoluto.La marcha de madame, en lascircunstancias que la habían rodeado, sepresentaba a mi mente infantil como unacontecimiento de suma importancia.Nadie en la casa, salvo su amo, era

indiferente a lo sucedido. Mi padrejamás volvió a hacer ninguna alusión amadame de la Rougierre, pero, estuvieraello relacionado o no —que yo eso nosabría decirlo— con su puesta enevidencia y su expulsión, lo cierto esque el espíritu de mi padre parecía servíctima de alguna nueva angustia otribulación.

—He estado pensando mucho en ti,Maud. Estoy lleno de zozobra. Hacíaaños que no me encontraba tan turbado.¿Por qué Mónica Knollys no tendrá unpoco más de mollera?

Tal fue la frase oracular quepronunció tras detenerme en el zaguán; yacto seguido, diciendo «ya veremos», se

marchó de modo tan brusco como habíaaparecido.

¿Percibió algún peligro para mí enel carácter vengativo de madame?

Uno o dos días más tarde,encontrándome yo en el jardín holandés,le vi en los peldaños de la terraza. Mehizo una seña y vino a mi encuentrocuando yo me acercaba a él.

—Debes sentirte muy sola, Maud;eso no es bueno. He escrito a Mónica:su consejo es competente en materia dedetalles; puede que venga a visitarnosbrevemente.

Me puse muy contenta al oírlo.—Tu interés en justificar su carácter

es mayor del que, a mi edad, puedo tener

yo.—¿El carácter de quién, señor? —

me aventuré a preguntar durante la pausaque siguió.

Sus hábitos de soledad y mutismohabían hecho adquirir a mi padre unamuletilla consistente en dar por sentadoque el contexto de sus pensamientos eralegible para los demás, olvidando queno había llegado a expresarlos.

—¿De quién?… De tu tío Silas. Porley de vida habrá de sobrevivirme.Entonces representará el nombre de lafamilia. ¿Harías algún sacrificio paralimpiar ese nombre, Maud?

Mi respuesta fue breve, pero creoque mi semblante puso de manifiesto mi

entusiasmo.Mi padre me dedicó una sonrisa de

aprobación como la que podríamosimaginar encendiéndose en las reciasfacciones de un pálido y viejoRembrandt.

—Puedo decirte, Maud, que si mivida lo hubiese podido hacer, no deberíahaberse deshecho… ubi lapsus, quidfeci. Pero casi me había decidido amodificar mi plan, y encomendarlo todoal tiempo… edax rerum… para que loilumine o lo consuma. Pero pienso que ala pequeña Maud le gustaría contribuir ala restitución del nombre de su familia.Puede que ello te cueste algo…, ¿estásdispuesta a comprarlo al precio de un

sacrificio? ¿Hay… no estoy hablando defortuna, que eso no entra en estacuestión… hay, digo, algún otrosacrificio honroso del que quisierasevadirte para disipar el oprobio bajo elcual, de lo contrario, habrá de seguirlanguideciendo nuestro antiquísimo yhonorable nombre?

—¡Oh, ninguno…, de veras queninguno, señor…, estoy encantada!

De nuevo vi la sonrisarembrandtiana.

—Bien, Maud, tengo la certeza deque no hay ningún riesgo; pero tú has desuponer que sí lo hay. ¿Sigues estandodispuesta a aceptarlo?

Asentí una vez más.

—Eres digna de nuestra sangre,Maud Ruthyn. Pronto sobrevendrá, y nodurará mucho. Pero es preciso que nopermitas que gente como MónicaKnollys te amedrente.

No sabía a qué atenerme.—Si les dejas que se apoderen de ti

con sus insensateces, mejor fuera que teechases atrás a tiempo…, esa gentepuede convertir la ordalía en algo tanterrible como el mismísimo infierno.¿Eres animosa…, tienes temple?

Pensé que, por una causa así, tendríatemple para lo que fuera.

—Bien, Maud, de aquí a unos meses,e incluso puede que antes, tendrá queproducirse un cambio. Esta mañana he

recibido una carta de Londres que me daesa certidumbre. Entonces habré dedejarte por algún tiempo; durante miausencia sé fiel a los deberes quesurgirán. A quien mucho se le da, muchose le pedirá[16]. Has de prometerme queno mencionarás esta conversación aMónica Knollys. Si eres una chicaparlanchína y no puedes confiar en timisma, dilo, y no le pediremos quevenga. Tampoco le instes a que hablesobre el tío Silas…, tengo motivos paraello. ¿Te haces perfecto cargo de miscondiciones?

—Sí, señor.—Tu tío Silas —dijo, poniéndose de

pronto a hablar en voz alta y en un tono

tan fiero que, proviniendo de un hombretan viejo como él, sonaba casi a algoterrible— arrastra una intolerablecalumnia. No mantengo correspondenciacon él; no me inspira simpatía; jamás mela inspiró. Se ha vuelto religioso en susideas, y eso está bien; pero hay cosas enlas que ni siquiera la religión deberíahacerle a un hombre mostraraquiescencia; y, por lo que he podidoenterarme, él, la personaprimordialmente afectada, la causa, sibien causa inocente, de esta grancalamidad, la soporta con una tranquilaapatía, una apatía equivocada yfácilmente susceptible de inducir a errora los demás, una apatía, en fin, que

ningún Ruthyn, bajo circunstanciaalguna, debería mostrar. Le dije lo quetenía que hacer y me ofrecí a abrir mibolsa a tal fin; pero él no quiso, y no lohizo; la verdad es que nunca siguió misconsejos, sólo los suyos propios y, a laderiva, ha ido a parar a un sucio y tristebajío. No es por él, ¿por qué habría yode hacerlo?, por quien me he afanado yesforzado por hacer desaparecer elvergonzoso desdoro bajo el que su malasuerte nos ha arrojado a nosotros. Eso aél poco le importa, según creo…, él esmanso, más manso que yo. Mira menospor sus hijos de lo que yo miro por ti,Maud; se halla egoístamente sumido enel porvenir…, un pobre visionario. Yo

no soy así. Creo un deber cuidar de losdemás, aparte de cuidar de uno mismo.El carácter y la influencia de una antiguafamilia constituye una herencia muyparticular…, sagrada pero destructible;¡y ay de aquel que, o bien la destruye, obien tolera que perezca!

Este fue el discurso más largo quejamás había oído pronunciar a mi padre,ni habría de oírle en lo sucesivo.Discurso que, bruscamente, reanudó así:

—Sí, Maud, tú y yo…, tú y yodejaremos una prueba escrita que, si esleída con espíritu de justicia,convencerá al mundo.

Miró a su alrededor, pero estábamossolos. El jardín casi siempre estaba

solitario, siendo pocos los visitantes quejamás se aproximaban a la casa desdeaquel lado.

—Creo que llevo demasiado ratohablando; todos somos niños hasta elfinal. Déjame, Maud. Pienso que teconozco mejor de lo que te conocía, yestoy contento de ti. Vete, hija… Yo mequedo aquí.

Si aquella entrevista le había hechoadquirir nuevas ideas acerca de mí, yotambién las había adquirido acerca deél. Hasta entonces no tenía yo idea de lamucha pasión que aún ardía dentro deaquel viejo esqueleto, ni de lo lleno deenergía y fuego que podía mostrarseaquel rostro por lo general tan adusto y

ceniciento. Cuando le dejé sentado en lasilla rústica junto a los escalones,todavía eran perceptibles en susfacciones las huellas de aquellatormenta. Su reconcentrado semblante,el fulgor de sus ojos, su expresiónextrañamente enfebrecida y el hoscorictus de sus labios apretados mostrabanaún esa zozobra que, de algún modo,cuando se da en la grisura de la edadprovecta, conmociona y alarma a losjóvenes.

C A P Í T U L O X X

AUSTIN RUTHYNEMPRENDE SU VIAJE

EL reverendo William Fairfield, elalgo calvoso cura auxiliar del doctorClay, un hombre apacible y delgado conuna nariz alta y fina, el cual me estabapreparando para la confirmación, vinoal día siguiente; y cuando huboterminado nuestra conferenciacatequística y fue anunciada la hora delrefrigerio previo al almuerzo, mi padre

lo mandó llamar a su estudio, dondepermaneció hasta que la campanilla hizosonar su convocatoria.

—Su papá y yo hemos tenido unaconversación muy interesante…, deveras muy interesante, señorita Ruthyn—dijo mi reverendo vis-à-vis, tanpronto como su cuerpo se sintióentonado, sonriente y lustroso, mientrasse recostaba sobre el respaldo de subutaca, con la mano en la mesa y undedo rodeando suavemente el tallo de sucopa de vino—. Creo que nunca hatenido usted el privilegio de ver a su tío,el señor Silas Ruthyn, de Bartram-Haugh, ¿no es así?

—No… nunca; lleva una vida tan

retirada…, tan enormemente retirada.—¡Oh, claro, claro que no! Sólo

quería señalar un parecido…, quierodecir, por supuesto, un parecidofamiliar…, únicamente esa clase deparecido…, usted ya me entiende…,entre él y el perfil de lady Margaret enel salón…, ¿o no es lady Margaret?…,ese que tuvo usted la bondad demostrarme el último miércoles. Desdeluego hay un parecido. Pienso queestaría usted de acuerdo conmigo situviera el gusto de ver a su tío.

—¿Es que usted lo conoce? Yonunca lo he visto.

—¡Oh, sí!…; tengo la satisfacciónde decir que lo conozco muy bien. Tengo

ese privilegio. Durante tres años fui curaen Feltram, y tuve el honor de ser unvisitante bastante asiduo de Bartram-Haugh a lo largo de aquel, puededecirse, prolongado período; y piensoque jamás he tenido el privilegio y ladicha, si así se me permite decirlo, degozar del conocimiento y el trato de untan experimentado cristiano como miadmirable amigo, que así me estápermitido llamarle, el señor Ruthyn deBartram-Haugh. Le aseguro que locontemplo bajo una luz de santidad; no,por supuesto, en el sentido papista de lapalabra «santo», sino, usted ya meentiende, en el que nuestra Iglesiapermite…, un hombre edificado en la fe,

lleno de fe… fe y gracia…,absolutamente ejemplar; y más de unavez me he atrevido a deplorar, señoritaRuthyn, que la Providencia, en susinescrutables designios, le hubieraalejado tanto de su hermano, surespetado padre de usted. Sin duda, suinfluencia y oportunidades, podemosaventurarnos a esperar, habrían sido,cuando menos, una bendición; y acasoademás nosotros…, mi apreciadopárroco y yo…, podríamos haberle vistomás por la iglesia de lo que, lamentoprofundamente tener que decirlo, lehemos visto.

Meneó un poco la cabeza mientrasme sonreía con una triste complacencia

a través de sus lentes azules de acero, yluego sorbía un poco de su meditativojerez.

—¿Ha frecuentado mucho a mi tío?—Así es, señorita Ruthyn…, puedo

decir que muchísimo…, principalmenteen su propia casa. Su salud está muyquebrantada… una salud malísima…; hasido un hombre triste y afligido, comosin duda sabe usted. Pero lasaflicciones, mi querida señorita Ruthyn,como, según recordará, tanacertadamente observara el doctor Clayel pasado domingo, aunque pájaros demal agüero, espiritualmente, sinembargo, se asemejan a los cuervos queabastecieron al profeta[17]; y cuando

visitan al creyente, vienen cargados dealimento para el alma.

»Su tío tiene, diría yo, considerablesproblemas pecuniarios —prosiguió elcura, quien antes era un buen hombreque un hombre bien educado—. Para élfue difícil… de hecho le fueimposible…, suscribirse habitualmentea nuestra pequeña caja de caridad y… ya nuestros fines, pero yo solía decirle, ytal era mi sincera forma de sentir, queresultaba más satisfactorio verserechazado por él, que auxiliado porotros…, ¡tales eran sus sentimientos y sucapacidad de expresión!

—¿Ha querido mi papá que mehable usted de mi tío? —pregunté, pues

de pronto se me pasó por la cabeza unpensamiento; acto seguido, sin embargo,me sentí medio avergonzada de mipregunta.

Se quedó sorprendido.—No, señorita Ruthyn, por supuesto

que no. ¡Oh, no, por favor! Ha sido unasimple conversación entre el señorRuthyn y yo. Nunca, ni en lo másmínimo, señorita Ruthyn, me sugirió élque yo planteara ese tema, ni de hechoningún otro, en mi entrevista con usted.

—No sabía yo, hasta ahora, que eltío Silas fuese tan religioso.

El cura elevó una tranquila sonrisa,no exactamente hacia el techo pero síligeramente hacia lo alto, meneando la

cabeza, al bajar los ojos, apiadado pormi previa ignorancia.

—No digo yo que no haya algunospequeños puntos, en materia doctrinal,que acaso nosotros pudiéramos desearfuesen en él distintos de como son. Perolos mismos, ¿sabe usted?, son de índoleespeculativa, y en todo lo esencial él esortodoxo…, no en el viciado sentidomoderno de la palabra, lejos, de ello…sino excepcionalmente ortodoxo, de unmodo estricto. ¡Ojalá hubiera entrenosotros más gente con su mismoespíritu! ¡Y ello, ay, señorita Ruthyn,incluso en las más altas instancias de lapropia Iglesia!

El reverendo William Fairfield, pese

a luchar con su mano derecha contra losdisidentes[18], con la izquierda sehallaba fervorosamente comprometidocon los tratadistas[19]. Estoy segura deque era un buen hombre, y me figuro quedoctrinalmente sano, si bien pienso que,por naturaleza, no muy inteligente. Estaconversación con él me proporcionóideas nuevas acerca de mi tío Silas.Todo casaba con lo que mi padre habíadicho. Tales principios, así como suedad cada vez más avanzada,necesariamente habrían de apaciguar laturbulencia de su resistencia a lainjusticia y enseñarle a someterse a sudestino.

Cabría imaginar que alguien tan

joven como yo, nacida en el seno de tanvasta opulencia y viviendo una vida tanabsolutamente recluida, estaría exentade zozobras.

Se ha visto ya, sin embargo, cuánatribulada se vio mi vida por lainquietud y el miedo mientras madamede la Rougierre residió en la casa, yahora, en mi mente, quedaba una vaga yhorrible anticipación de la prueba quemi padre, sin definirla, me habíaanunciado.

Una «ordalía», la llamó él, que iba arequerir no sólo buen ánimo, sinotambién temple, y que posiblemente,caso de faltarme valentía, pudieraconvertirse en algo espantoso e incluso

intolerable. ¿Qué podría ser? Y ¿de quénaturaleza? Algo no destinado a vindicarla buena fama de aquel manso y sumisoviejo —quien, a lo que parecía, habíadejado de preocuparse por sus pasadosagravios y sólo miraba hacia el porvenir—, sino la reputación de nuestra antiguafamilia.

A veces me arrenpentí de mitemeridad al haber aceptado dichaordalía. Desconfiaba de mi valentía.¿No haría mejor en echarme atráscuando aún estaba a tiempo? Pero sentíavergüenza e incluso me resultaba difícilpensarlo. ¿Cómo me presentaría ante mipadre? ¿Acaso no era algo importante,algo que yo había aceptado libremente,

algo con lo que me hallabacomprometida en conciencia? Quizá élhabía dado ya pasos comprometedores.¿Tenía yo, además, la seguridad de que,incluso si volviera a ser libre, no meconsagraría una vez más a la prueba,fuese ésta la que fuere? El lector se darácuenta de que en mí había más espírituque arrojo. Pienso que poseía losatributos mentales del arrojo, pero enaquel entonces no era sino unamuchachita histérica y, en la medida quelo era, ni más ni menos que una cobarde.

No era extraño que desconfiase demí misma; tampoco el que mi voluntadse alzara contra mi timidez. Aquello erauna lucha: una orgullosa e indómita

resolución en contra de la cobardíaconstitutiva.

Aquellos a los que alguna vez les fuearrojado sobre sus espaldas un fardomás pesado del que sus fuerzas parecíanforjadas para sobrellevar —los débiles,los ambiciosos, los intrépidos yvoluntariosamente dados alautosacrificio, amén de los de templetitubeante—, comprenderán la índole deangustia que a veces soportaba.

Pero de nuevo me sentía aliviada yse me antojaba que estaba, por fuerza,exagerando los riesgos que la venideracrisis pudiera depararme; y sentíatambién la certidumbre, al menos, deque si mi padre creía que dicha crisis

iba a ir acompañada de verdaderopeligro, jamás habría deseado vermeenvuelta en él. Pero el silencio al queme había comprometido eraterrorífico…, tanto más cuanto que elpeligro era tan amorfo y oculto.

Pronto habría de entenderlo todo…Pronto, así mismo, habría de saberlotodo acerca del inminente viaje de mipadre, adonde iba, en compañía de quévisitante y por qué me lo había ocultadocon tan horrible misterio.

Aquel día llegó una carta jovial ybondadosa de lady Knollys. Iba a venira Knowl dentro de dos o tres días. Penséque mi padre estaría contento, pero mepareció apático y melancólico.

—No siempre se siente uno a la parcon Mónica. Pero para ti sí… sí, graciasa Dios. Ojalá pudiera quedarse un mes odos, tal quisiera yo, Maud; paraentonces puede que tenga quemarcharme y, siempre que ella no seponga a hablar de cosas indebidas,estaría contento, muy contento, Maud, dedejarla contigo durante una semana máso menos.

Pensé que aquel día había algo queinquietaba secretamente a mi padre. Susemblante mostraba aquel extraño yfebril arrebol que le había notadocuando se excitó durante nuestraconversación en el jardín a propósitodel tío Silas. Tal vez hubiera algo

doloroso, acaso terrible, en lascircunstancias del viaje que estaba apunto de emprender, y de todo corazóndeseé que la intriga y la zozobrahubiesen tocado a su fin, y que élestuviera ya de regreso en casa.

Aquella noche mi padre me dio lasbuenas noches temprano y se fue al pisode arriba. Hacía ya un rato que estaba yoen la cama cuando oí sonar sucampanilla. Esto no era habitual. Pocodespués oí a su criado, Ridley, hablandocon la señora Rusk en el corredor. Nopodía equivocarme respecto a susvoces. No sabía por qué me habíasobresaltado y, excitada, me habíaincorporado para escuchar apoyada

sobre los codos. Sin embargo hablabantranquilamente, como personas que estándando o recibiendo alguna orden deíndole habitual, no con las prisas de unasituación de emergencia.

Luego oí al criado dar las buenasnoches a la señora Rusk y encaminarsecorredor abajo en dirección a lasescaleras, así que llegué a la conclusiónde que ya no se le necesitaba y, por lotanto, todo debía de estar en orden. Mevolví a acostar, así pues, aunquesintiendo palpitaciones y con unaominosa sensación expectante,escuchando e imaginándome ruido depisadas.

Estaba a punto de dormirme cuando

de nuevo oí la campanilla; y al cabo deunos minutos los enérgicos pasos de laseñora Rusk a lo largo del corredor; mepuse a escuchar atentamente y oí, o meimaginé que oía, su voz y la de mi padreen el curso de un diálogo. Todo esto eramuy insólito y, una vez más, con elcorazón batiente, me incorporé sobre elcodo en la almohada.

La señora Rusk, después de unminuto aproximadamente, pasó por elcorredor y, deteniéndose en mi puerta,comenzó a abrirla despacio. Mesobresalté y desafié al visitante con un:

—¿Quién está ahí?—Soy yo, señorita. ¡Cielo santo!

¿Todavía está usted despierta?

—¿Se ha puesto malo papá?—¿Malo? ¡No, ni un poquito,

gracias a Dios! Es sólo que un libritonegro yo lo tomé por su breviario deusted y lo traje aquí; ¡ah, ahí está,seguro! Y su papá lo necesita. Ahoratengo que bajar al estudio y buscar éste,«C, 15»; pero ya no puedo leer elnombre, no hay manera, y me dio reparopreguntarle a él otra vez; si usted tuvierala bondad de leérmelo, señorita…,sospecho que estoy perdiendo vista.

Leí el título; la señora Rusk eratolerablemente experta en el arte deencontrar libros, puesto que a menudo lehabían sido encomendados talesmenesteres con anterioridad. Así pues,

se marchó.Supongo que aquel volumen en

concreto era difícil de hallar, pues debíade hacer ya mucho que se había ido y, dehecho, yo me había adormilado, cuandoen un preciso instante me despertó elfragor de un horrendo desplome y unpenetrante alarido de la señora Rusk.Los alaridos, cada vez másenloquecidos y horripilantes, sesucedían unos a otros. Por mi parte, gritéa Mary Quince, que estaba durmiendo enla habitación conmigo:

—¡Mary! ¿Oyes? ¿Qué es eso? ¡Esalgo espantoso!

El ruido del desplome fue tantremendo que incluso el sólido suelo de

mi habitación tembló bajo su efecto. Mepareció como si algún hombrecorpulento hubiese irrumpido a travésde la parte alta de la ventana, haciéndolaestallar, y, en su caída, hubiera sacudidola casa entera. De pronto me encontré amí misma de pie junto a la puerta,gritando: «¡Socorro! ¡Socorro!¡Asesinos! ¡Asesinos!», con MaryQuince a mi lado, medio enloquecida deterror.

No podía imaginarme lo que estabasucediendo. Estaba claro que se tratabade algo sumamente horrible, pues losalaridos de la señora Rusk noamainaban en su sucesivo clamoreo,aunque sonaban amortiguados, como si

una puerta se hubiese cerrado tras ella; ya todo esto la campanilla del cuarto demi padre repicaba demencialmente.

—¡Están intentando asesinarle! —grité, y corrí por la galería hasta supuerta, seguida por Mary Quince, lablancura de cuyo rostro jamás olvidaré,aunque sus súplicas tan sólo sonaban enmis oídos a ruidos desprovistos designificado.

—¡Venid! ¡Socorro! ¡Socorro!¡Socorro! —gritaba, tratando de forzarla puerta.

—¡Empuje! ¡Empuje! ¡En nombre deDios! ¡Está atravesado contra la puerta!¡Y no puedo moverlo!

Barrené cuanto pude contra la

puerta, pero infructuosamente. Oímospasos acercándose. Dando grandesvoces, los criados venían corriendohacia el lugar:

—¡No pasa nada! ¡Esperen un poco!¡Ya estamos aquí! —y cosas por elestilo.

Al llegar ellos nos retiramos. Noestábamos en condiciones de que nospusieran la vista encima. Sin embargo,nos pusimos a escuchar desde mi puertaabierta.

Acto seguido se oyó un sordo fragorde violencia y empujones contra lapuerta. La voz de la señora Ruskdisminuyó en intensidad hastaconvertirse en un quejido lloroso; los

hombres hablaban todos a un tiempo, ysupongo que la puerta se abrió, pues derepente oí algunas de las voces dentrode la habitación; entonces sobrevino unextraño apaciguamiento, un hablar entono muy bajo, ni siquiera tanto comoeso.

—¿Qué es esto, Mary? ¿Qué puedeser? —exclamé, sin saber qué horrorimaginar. Y entonces, con un cubrecamasobre mis hombros, di, horrorizada, unasvoces implorantes en demanda deconocer lo que había sucedido.

Mas no oí sino las atenuadas yansiosas voces de los hombres,ocupados en alguna absorbente tarea, ylos mortecinos sonidos de un pesado

cuerpo al ser trasladado.La señora Rusk vino hacia nosotras

con aspecto de medio loca, y, pálidacomo un espectro y poniéndome lasmanos en los hombros, dijo:

—Y ahora, señorita Maud, querida,tiene usted que volver a su habitaciónotra vez; éste no es lugar para usted; yalo verá todo, tiempo hay para eso…, yalo verá. Y ahora sea buena, vamos, séaloy métase en su cuarto.

¿Qué fue aquel horrible estruendo?¿Quién había entrado en la habitación demi padre? Era el visitante al que durantetanto tiempo habíamos estadoesperando, aquel con el que iba aemprender el viaje ignorado, dejándome

a mí sola. El intruso era… ¡la muerte!

C A P Í T U L O X X I

LLEGAN ALGUNASPERSONAS

MI padre había muerto…, de formatan súbita como si hubiera sidoasesinado. Hacía ya mucho que el Dr.Bryerly le había descubierto uno de esosterribles aneurismas situados cerca delcorazón y que no muestran signosexternos de ceder en un momento. Mipadre sabía lo que tenía que suceder yque era imposible diferirlo por mucho

tiempo. Tenía miedo de decirme quepronto iba a morir. Tan sólo aludió aello en la alegoría de su viaje, y en esetriste enigma dejó algunas palabras deauténtico consuelo, las cuales jamás mehan abandonado desde entonces. Bajo suadusto modo de ser se ocultaba unamaravillosa ternura. No podía creermeque de veras estuviese muerto. Muchaspersonas, en la violenta agitación desemejante sacudida, durante uno o dosminutos han experimentado ese mismoescepticismo. Insistí en que se avisarainmediatamente al médico, que vivía enel pueblo.

—Está bien, señorita Maud, cariño,le mandaré llamar para complacerla,

pero es completamente inútil. Si le vierausted, se convencería. Mary Quince,baja corriendo y dile a Thomas que laseñorita Maud quiere que vayaenseguida al pueblo a buscar al Dr.Elweys.

Cada minuto de espera me parecióuna hora. No sé lo que dije, peroimaginaba que si aún no estaba muerto,perdería la vida a causa del retraso.Supongo que hablaba alocadamente,pues la señora Rusk dijo:

—Mi querida niña, debería ustedentrar y verle, desde luego que sí,señorita Maud. Hace ya una hora queestá muerto sin remedio. Sesorprendería de ver toda la sangre que

ha salido de su cuerpo, ya lo creo que sesorprendería…, la cama está empapada.

—¡Por favor, señora Rusk, no siga!—¿Quiere entrar ahora a verle?—¡Oh, no, no, no!—Bien, no lo haga entonces,

querida, si no lo desea; no haynecesidad. ¿No querría usted acostarse,señorita Maud? Mary Quince, atiéndelatú, yo tengo que entrar en la habitaciónunos minutos.

Enloquecida, comencé a pasearmede arriba abajo por la estancia. La nocheera fresca, pero yo no lo sentía. Tan sóloera capaz de lamentarme: «¡Oh, MaryQuince! ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Quévoy a hacer?».

Cuando llegó el médico poco debíade faltar, según me pareció, para quedespuntara el alba. Me había vestido.No me atrevía a entrar en la habitacióndonde yacía mi bienamado padre.

Al salir de mi cuarto al corredor enespera de la llegada del Dr. Elweys, vi aéste, que avanzaba a paso rápido con suabrigo abotonado hasta la barbilla, elsombrero en la mano y su calva cabezareluciente, a la zaga del criado. Sentíque me invadía un frío helador, cada vezmás gélido, y mi corazón, dando unsúbito brinco, me pareció que sedetenía.

La doncella estaba de pie junto a lapuerta y oí cómo el doctor, en ese tono

bajo, perentorio y misterioso que losmédicos cultivan, le preguntaba:

—¿Aquí dentro?Y, tras hacer una breve inclinación

de cabeza, le vi entrar.—¿No le gustaría ver al doctor,

señorita Maud? —preguntó MaryQuince.

La pregunta me alteró un poco.—Sí, creo que debo verle. Gracias,

Mary.Y así lo hice, al cabo de unos

minutos. Estuvo muy respetuoso, muytriste y, en su semblante y modales,parecido a un sepulturero; pero tambiénestuvo muy explícito. Me enteré de quemi querido papá «ha muerto,

evidentemente, a causa de la ruptura dealguna arteria cardíaca»; de que laenfermedad, sin duda, hacía mucho queestaba «arraigada, y es de carácterincurable»; y de que en estos casos«resulta consolador el hecho de que elfallecimiento, que se produce de formainstantánea, no puede acarrearsufrimiento». Estas observaciones, yalgunas otras más, eran todo cuanto teníaque ofrecer, y, tras cobrar sus honorariosde manos de la señora Rusk, se esfumóen medio de una respetuosa melancolía.

Volví a mi cuarto, hundiéndome, depronto, en un paroxismo de desolación;hasta transcurrida una hora, o más, nocomencé a tranquilizarme.

Por la señora Rusk me enteré de queaquella noche mi padre se había sentidomuy bien, de hecho mejor que decostumbre, y que cuando ella habíaregresado del estudio con el libro que lehabía pedido, él estaba anotando, comosolía, algunos pasajes que ilustraban eltexto con el que se hallaba ocupado.Diciéndole a ella que no se marchara,cogió el libro y se subió en una sillapara bajar otro de un estante, momentoen el que cayó sin vida al suelo, con elterrible estruendo que había llegado amis oídos. Cayó atravesado ante lapuerta, motivo por el que resultabadifícil abrirla. La señora Rusk se vio sinenergías para forzarla, no siendo

extraño, por tanto, que se hubierahundido en el terror. Creo que yo habríaperdido casi la razón.

Todo el mundo conoce el aspectoreservado y la atmósfera taciturna de lacasa, una de cuyas estancias estabaocupada por aquel misterioso huésped.

No sé cómo han podido quedar atrásaquellos espantosos días y aún másespantosas noches. El recuerdo esrepulsivo. Detesto pensar en ellos.Pronto me envolví en el convencionalatuendo de luto, con sus pesadosdobletes de crespón. Lady Knollys llegóy estuvo bondadosísima, haciéndosecargo de la ordenación de todosaquellos pormenores que a mí me

resultaban tan indeciblemente horribles.Escribió cartas por mí, además, y seportó, realmente, de un modo amable yútil en grado sumo, aparte de que sucompañía me confortaba de maneraindescriptible. Era una mujer rara, perosu excentricidad se veía atemperada porun fuerte sentido común; desde entonceshe pensado no pocas veces conadmiración y gratitud en el tacto con elque supo llevar mi aflicción.

Es imposible habérselas con unagran aflicción como si ésta estuviesebajo el control de nuestra voluntad. Setrata de un fenómeno terrible, cuyasleyes es preciso que estudiemos, y acuyas condiciones hemos de someternos

si queremos mitigarla. La prima Mónicame habló mucho de mi padre, cosa quele resultaba fácil, puesto que susprimeros recuerdos estaban llenos de él.

Una de las más terriblesdislocaciones de nuestros hábitosmentales en lo que respecta a losmuertos consiste en que nuestro futuroterrenal se ve hurtado de ellos,hallándonos abocados exclusivamente ala retrospección. Quedan eliminados detodo hondo mirar hacia delante y, apartir de ese momento, todo plan,imaginación y esperanza son unaperspectiva muda y vacía. En el pasado,sin embargo, son todo cuanto siemprefueron. Permítaseme aconsejar a todos

aquellos que deseen confortar a quieneshayan sufrido una pérdida reciente, queles hablen del muerto sin cortapisas ytodo lo que puedan. Así, de esta manera,aquellos a los que aflige el dueloentrarán en esa conversación coninterés, hablarán de sus propiosrecuerdos del difunto y escucharán losde quien les habla, incluso si dichosrecuerdos se tornan a veces placenterosy, en ocasiones, hasta risibles. Tal mesucedió a mí. Hurté a la calamidad algode su horrible y sobrenatural aspereza;ello evitó esa monotonía del objeto quees para la mente lo que es para el ojo, yaprestó la aptitud hacia esas ilusionesmesméricas que trastornan su sentido.

La prima Mónica me animóprodigiosamente, de eso estoy segura.Cada día que pasa la quiero más y más,cuando pienso en todas las molestiasque se tomó, en su solicitud y su bondad.

No se me había olvidado la promesaque hiciera a mi querido papá acerca dela llave respecto a la cual tantísimo afánhabía demostrado. Fue hallada en elbolsillo que él quiso yo retuviese en lamemoria, donde la tenía siempreguardada salvo cuando, a la hora dedormir, la colocaba debajo de laalmohada.

—Así pues, querida, a aquellamalvada se la halló abriendo lacerradura del sécretaire de tu pobre

papá. ¡Lo que me extraña es que no lacastigase…, ya sabes que eso es robo!

—Bueno, lady Knollys, como ustedsabe, se ha marchado, así que yo ya nome preocupo por ella…, quiero decirque ya no tengo por qué tenerle miedo.

—No, querida. ¡Pero tienes quetutearme…! ¿Te importa? Soy tu prima yhas de tutearme, a menos que quierashacerme enfadar. ¡No, por supuesto queya no tienes por qué temerla! Y porsupuesto que se ha marchado. Pero yosoy vieja, ¿sabes?, y no soy tan tierna decorazón como tú. Confieso que mehabría puesto contentísima de enterarmede que a esa vieja bruja malvada lahabían metido en la cárcel y condenado

a trabajos forzados… ¡Ya lo creo que sí!¿Y qué es lo que supones que andababuscando? ¿Qué se proponía robar?Pienso que puedo adivinarlo… ¿Quécrees tú?

—Querría leer los papeles; quizállevarse billetes de banco…, no estoysegura —respondí.

—Pues a mí lo que me parece másprobable es que quisiera hacerse con eltestamento de tu pobre papá… ¡Ésa esmi idea!

»No hay nada sorprendente en talsuposición, querida —prosiguió—. ¿Nohas leído sobre ese curioso juiciocelebrado en York el otro día? Nada esmás valioso de robar que un testamento,

cuando en él se legan grandespropiedades. Mira, tendrías que haberledado muchísimo dinero para que te lodevolviera. ¿Y si bajas, querida? Irécontigo y abriremos el bargueño delestudio.

—Creo que no puedo, pues prometídarle la llave al Dr. Bryerly, siendo laintención que sólo él lo abriese.

La prima Mónica emitió uninarticulado «¡hum!» de sorpresa odesaprobación.

—¿Se le ha avisado por carta?—No, no sé su dirección.—¡Qué no sabes su dirección! Pues

es curioso —dijo mi prima, algoquisquillosamente.

Ni yo ni ninguna de las personas queen aquel momento vivían en la casapodíamos suministrar al respecto la másleve conjetura. Incluso hubo una disputarespecto al tren que había tomado…, sien dirección norte o sur, pues pasabanpor la estación con un intervalo de cincominutos. Si el Dr. Bryerly hubiese sidoun espíritu del mal, evocado mediante unsecreto encantamiento, no podría haberhabido una oscuridad mayor respecto alproceso inmediato de su acercamiento.

—Y ¿cuánto tiempo te proponesesperar, querida? No importa; encualquier caso es lícito que abras elsècretaire; puedes encontrar papeles quete orienten…, puedes encontrar la

dirección del Dr. Bryerly… ¡Dios sabelo que puedes encontrar!

Asentí y, así pues, bajamos yabrimos el sècretaire. ¡Qué espantosaresulta la profanación…! ¡Todaintimidad abrogada…! ¡Escandalosacompensación por el silencio de lamuerte!

A partir de este momento todo esevidencia circunstancial…, todo sonconjeturas… salvo la litera scripta, ycada cuaderno de notas, cada trocito depapel —escudriñados, puestos aldesnudo bajo la luz del día—, han decontribuir en lo que puedan a esaevidencia.

En la parte alta del sècretaire había

dos mensajes sellados, el uno para laprima Mónica y el otro para mí. El míoera una breve despedida, tierna yamorosa, nada más que eso, la cualabrió de nuevo las fontanas de miaflicción y me hizo pasarme largo ratollorando y sollozando amargamente.

El otro era para «lady Knollys». Novi cómo lo recibió, pues estaba yaabsorta en el mío. Pero al cabo de untatito se me acercó y me besó a sumanera juvenil y bondadosa. Alcontemplar mis paroxismos de aflicciónse le solían llenar los ojos de lágrimas.Luego se ponía a decir: «Recuerdo queél decía…», repitiéndolo —algo orajuicioso, ora retozón, pero en cualquier

caso consolador—, así como lascircunstancias en las que se lo habíaescuchado decir, a lo que seguían losrecuerdos suscitados por aquéllas; así escomo, en parte gracias a él y en partegracias a la prima Mónica, me veíahurtada a la desesperación y laslamentaciones.

Junto a dichos mensajes había unsobre grande con la inscripción:«Disposiciones que deben ser cumplidasde inmediato tras mi muerte». Una de lasmismas rezaba: «Publíquese el sucesoinmediatamente en los principalesperiódicos del condado y de Londres».Tal paso ya había sido dado. Nohallamos constancia escrita de la

dirección del Dr. Bryerly.Registramos por doquier, salvo en el

bargueño, pues, conforme a lasdisposiciones de mi padre, estabadispuesta a no permitir que, bajopretexto alguno, lo abriera ninguna otramano que la del Dr. Bryerly. Fue, sinembargo, imposible encontrar en partealguna un testamento u otro documentoque se le pareciera. No me cupo yaninguna duda, por tanto, respecto a queel testamento se hallaba depositado en elbargueño.

Durante la rebusca entre los papelesde mi querido padre encontramos dosfajos de cartas primorosamente atadas yrotuladas…, cartas de mi tío Silas.

Mi prima Mónica hizo descender sumirada sobre dichos papeles,acompañándola de una sonrisa extraña;¿era una sonrisa satírica, o se trataba deuna de esas sonrisas indescriptibles conlas que a veces se sale al encuentro deun misterio que cubre un largo períodode años?

Eran unas cartas extrañas. Si habíaen ellas pasajes quejumbrosos e inclusoabyectos, también los había, y largos,llenos de viriles y nobilísimossentimientos, así como bravatas ydivagaciones en torno a la religión. Aquíy allá una carta se transformabagradualmente en una plegaria queterminaba con una doxología y sin

ninguna firma; y algunas de ellasexpresaban puntos de vista taninsensatos y confusos acerca de lareligión que, imagino, jamás pudohabérselos expuesto abiertamente albueno del señor Fairfleld, y que seaproximaban más a las visionesswedenborgianas que a ninguna de lasenseñanzas de la Iglesia anglicana.

Las leí con un solemne interés, peromi prima Mónica no se conmovió deigual modo. Las leyó con la mismasonrisa —leve, serenamente desdeñosa,pensé— con la que en un principiodepositara en ellas su mirada. Era elsemblante de quien se divierte enrastrear la actuación de un personaje al

que comprende muy bien.—¿Es muy religioso el tío Silas? —

dije, no acabándome de gustar lasmiradas de lady Knollys.

—Mucho —dijo ella, sin levantar lavista ni deponer su vieja sonrisa amargamientras ojeaba un pasaje en una de lascartas.

—¿Crees que no lo es, primaMónica? —dije yo.

Levantó la cabeza y me miródirectamente a la cara.

—¿Por qué lo dices, Maud?—Porque sonríes con incredulidad,

me parece, al leer sus cartas.—¿De veras? —dijo—. No estaba

pensando…, ha sido puro accidente. El

hecho es, Maud, que tu pobre papá seequivocó completamente conmigo. En loque a él atañe, yo no tenía prejuicioalguno… ninguna teoría. Nunca supe quépensar de él. No creo que Silas sea unproducto de la naturaleza, sino un hijode la Esfinge, y jamás pudeentenderle…, eso es todo.

—Yo también he sentido asísiempre, pero eso era porque fuiabandonada a la especulación, porquefui abocada a espigar conjeturas de aquíy de allá, de su retrato o de donde fuera.Salvo por lo que tú me dijiste, jamás oímás de unas pocas frases; al pobre papáno le gustaba que le preguntara acercade él, y pienso que ordenó a la

servidumbre que guardara silencio.—Pues una prohibición bastante

parecida me impone a mí esta notita…,no es lo mismo, pero sí algo parecido; yno entiendo lo que significa.

Y se me quedó mirandoinquisitivamente.

—No debes alarmarte a propósitode tu tío Silas, pues tu miedo tedescalificaría para un importanteservicio a tu familia cuya realizaciónhas tomado sobre ti, y cuya naturalezapronto entenderé y, pese a que escompletamente pasivo, se convertiría enmuy triste si se permitiera que unosmiedos ilusorios se colaran en tumente.

Estaba mirando la carta, escrita depuño y letra del pobre papá, que habíahallado dirigida a ella en el sécretaire, yrecalcó las palabras que, supongo,estaba citando de la misma.

—¿Tienes idea, querida Maud, dequé servicio puede ser ése? —inquiriócon grave e inquieta curiosidad en susemblante.

—Ninguna, prima Mónica; pero hemeditado mucho sobre mi aceptación derealizarlo, o mi sumisión al mismo, sealo que sea; y mantendré la promesa quehice voluntariamente, aunque sé locobarde que soy y a menudo desconfíode mi valentía.

—Bueno, yo no voy a asustarte.

—¿Y cómo ibas a poder hacerlo?¿Por qué habría yo de asustarme? ¿Esque hay algo espantoso que haya de serrevelado? ¡Por favor, dímelo…! ¡Tienesque decírmelo!

—No, cariño, no es eso lo que quisedecir…, no es eso lo que quiero decir;…podría, si quisiera; no sé exactamentelo que quise decir. Pero tu pobre papá leconocía mejor que yo…, de hecho yo nole conocía en absoluto…, esto es: nuncale entendí…, cosa que tu papá, segúnveo, tuvo grandes oportunidades dehacer.

Y, tras una pequeña pausa, añadió:—Así que no sabes lo que se espera

de ti que hagas o padezcas.

—¡Oh, prima Mónica, sé quepiensas que cometió aquel asesinato! —exclamé, levantándome bruscamente, nosé por qué, y sintiendo que me poníamortalmente pálida.

—No pienso nada semejante, tontita;no debes decir cosas tan horribles,Maud —dijo, levantándose también conun semblante pálido y airado a untiempo—. ¿Salimos a dar un paseíto?Vamos, echa la llave a esos papeles,cariño, y vístete; y si el tal Dr. Bryerlyno aparece por aquí mañana, tienes quemandar venir al párroco, el buen doctorClay, y decirle que busque eltestamento…, en él puede haberdisposiciones respecto a muchas cosas,

¿sabes?; y, mi querida Maud, no debesolvidar que Silas es mi primo tantocomo tu tío. Vamos, cariño, ponte elsombrero.

Y nos fuimos juntas a dar unpequeño paseo solitario.

C A P Í T U L O X X I I

ALGUIEN EN LA SALA CONEL ATAÚD

CUANDO volvimos había llegadoun caballero «joven». Al pasar junto a laventana le vimos en el recibidor. Fue unsimple atisbo, pero uno de esos quebastan para hacer una fotografía quepodemos estudiar después con calma. Lorecuerdo en este momento —un hombrede treinta y seis años—, ataviado con untraje gris de viaje, no excesivamente

bien cortado; rubio, gordo de cara ydesmañado; su aspecto era, además,soso y astuto a un tiempo, nadasemejante al de un caballero.

Branston vino a nuestro encuentro,anunció la llegada y me entregó lascredenciales del forastero. Mi prima yyo nos detuvimos en el pasillo paraleerlas.

—Esta es de tu tío Silas —dijo ladyKnollys, tocando una de las cartas con lapunta de un dedo.

—¿Hay que servir el almuerzo,señorita?

—Por supuesto.Y Branston se marchó.—Léela conmigo, prima Mónica —

dije. Era, en verdad una cartacuriosísima. Decía así:

«¿Cómo podré agradecer a mibienamada sobrina el acordarse de suanciano y desdichado pariente en estosmomentos de angustia?».

Tras la muerte de mi padre, yo habíaescrito una nota con unas, me figuro,palabras incoherentes, que le envié conel primer correo.

«Es, sin embargo, en la hora delduelo y la aflicción cuando másvaloramos los lazos que están rotos yanhelamos la compasión de nuestrosallegados».

Aquí había un pequeño dístico enversos franceses, del que sólo pude leer

ciel y l’amour.

«Nuestro tranquilo hogar seve ensombrecido con un nuevopesar. ¡Cuán inescrutables sonlos designios de la Providencia!Yo, aunque unos años más joven(¡y cuánto más achacoso,destrozadas mis fuerzas físicas yanímicas, no siendo ya sino unamera carga, estandocompletamente de trop!), veo, noobstante, perdonada mi vida eneste mi triste lugar en un mundodonde ya no puedo ser útil,donde tan sólo tengo unaocupación —la plegaria—, y una

esperanza —la tumba—; ¡y encambio él, de tan robustaapariencia, el centro de tantobien, alguien a quien tú tantonecesitabas y que tan necesario,ay, era para mí… desaparece! Élse ha ido a su descanso… ¿Quénos queda a nosotros sinoinclinar la cabeza y murmurar:“Cúmplase Su voluntad”?Escribo estas líneas con manotemblorosa y mis viejos ojosarrasados por las lágrimas.Jamás pensé que unacontecimiento terrenal pudieraconmoverme tan profundamente.Hace mucho que me mantengo

apartado del mundo. En tiemposllevé una vida de placeres…, ¡deperversión, ay de mí!, comoahora la llevo de austeridad;pero, como nunca fui rico, hastami peor enemigo habrá deconceder que jamás fuiavaricioso. Mis pecados, por loque doy gracias al Señor, hansido de índole más reducible, yhan sucumbido a la disciplinaque el cielo ha suministrado.Tiempo ha que estoy muerto parael mundo y sus intereses, asícomo para sus placeres. Para lospocos años que me queden devida no pido sino quietud —una

dispensa de las zozobras yalborotos que acompañan a lasluchas y cuidados, liberaciónpara la cual tengo puesta miconfianza en el Dador de todoBien—, a sabiendas, a untiempo, de que, bajo Sudirección, pase lo que pase serálo mejor. Feliz seré, sobrinaqueridísima, si en tu en gradosumo interesante y, en algunosaspectos, desdichada situación,puedo serte de alguna utilidad.Mi actual asesor religioso, dequien me he aventurado asolicitar consejo a propósito deti, afirma que debería enviar a

alguien a fin de que merepresente en la triste ceremoniade la lectura del testamento quemi bienamado y ahorabienaventurado hermano sinduda habrá dejado, y la idea deque la experiencia y losconocimientos profesionales delcaballero a quien heseleccionado puedan serte útiles,me decide a ponerle a tudisposición. Es el socio menorde la firma Archer & Sleigh, quelleva los pequeños negocios quede cuando en cuando pueda yotener; ¿puedo rogarte que le deshospitalidad por una breve

estancia en Knowl? Me cuesta unesfuerzo el referirme, aunque seade pasada, a estos pequeñosasuntos de negocios…, esfuerzopenoso, pero necesario. ¡Ay, mipobre hermano! El cáliz deamargura está ya lleno. Pocos ymalos han de ser los días devejez que me quedan, peromientras duren, permanecerésiempre para mi bienamadasobrina eso que toda su riqueza yesplendor no pueden comprar…un amoroso y leal pariente yamigo,

Silas Ruthyn».

—¡Qué carta tan amable! —dije, conlágrimas en los ojos.

—Sí —contestó lady Knollyssecamente.

—¿Es que realmente no te loparece?

—¡Amable, muy amable! ¡Oh, sí! —respondió en el mismo tono—. Y quizáun poquito astuta.

—¡Astuta! ¿Por qué?—Bueno, tú ya sabes que soy una

vieja solterona quisquillosa, y ni quedecir tiene que de vez en cuando araño yveo en la oscuridad[20]. Me figuro queSilas siente pena, pero no creo que andevestido con arpillera y acostándosesobre cenizas. Tiene motivo para

sentirse apenado e inquieto, y desdeluego pienso que estará ambas cosas;pero mira: siente una gran compasiónpor ti y también por él, y ademásnecesita dinero y tú, su bienamadasobrina, tienes muchísimo… En conjuntoes una carta llena de afecto y prudencia,pero ha enviado a su apoderado aquípara que tome nota del testamento, ytienes que alojar al caballero y darle decomer; y Silas, muy precavidamente, teinvita a que confíes tus dificultades ytribulaciones a su procurador. Es unacarta muy amable, pero no imprudente.

—Pero, prima Mónica, ¿no creesque en un momento como éstedifícilmente sería lógico que el tío Silas

se forjase unos planes tan mezquinos,aunque en otros momentos fuera capazde actuar de modo tan bajo? ¿No esjuzgarle duramente? Y además tú que loconoces tan poco.

Y bien, ¿no era esto tenerprejuicios? Me figuro que así era, enparte. Y que también lo era mivehemente predisposición favorable ami tío. Me temo que las mujeres somosfacciosas; siempre tomamos partido,pues la naturaleza nos ha formado máspara abogados que para jueces; por otrolado pienso que tal función, si bienmenos majestuosa, es más amable.

Me hallaba sentada junto a laventana del salón, a la caída de la tarde,

esperando que entrara mi prima Mónica.Aquel atardecer me sentía febril y

asustada. Me imagino que ello se debíaa una cuestión de simpatía con eltiempo. El sol se había puestotormentosamente. Pese a que el aireestaba en calma, el cielo ofrecía unaspecto fiero y tempestuoso. Losnubarrones, deslizándose en actitud devuelo, reflejaban en mi ánimo su propiay sagrada configuración. Mi aflicción seentenebreció con un feroz presagio depeligro, apoderándose de mí lasensación de lo sobrenatural. Era latarde más triste y horrible que habíahabido desde la muerte de mi bienamadopadre.

Todo tipo de miedos amorfos merodearon en silencio. Por primera vezme asaltaron recelos horrendos sobre laforma de la fe. ¿Quiénes eran estosswedenborgianos que —nadie sabíacómo— se le habían arrimado ymantenido tan sujeto hasta el final de suvida? ¿Quién era este bilioso,empelucado doctor Bryerly de negrosojos, que a ninguno nos acababa degustar y al que todos temíamos, el cualparecía surgir de la tierra y venía y seiba nadie sabía de dónde y adónde, yque, tal como me imaginaba, ejercíasobre mi padre una misteriosaautoridad? ¿Era todo bueno y verdadero,o una herejía brujeril? ¡Oh, mi

bienamado padre! ¿Marchaba todo bienen tu vida?

Cuando entró lady Knollys, me hallóen un mar de lágrimas, paseándomecomo loca de arriba abajo por lahabitación. Me besó en silencio, se pusoa pasear conmigo e hizo cuanto pudo porconsolarme.

—Creo, prima Mónica, que megustaría verle una vez más. ¿Subimos?

—A menos que realmente lo deseesmucho, pienso, querida, que mejorharías no proponiéndotelo. Es más gratorecordarlos como fueron; se produce uncambio, ¿sabes, cariño?, y rara vezresulta confortadora su contemplación.

—Pero es que lo deseo muchísimo.

¿No vas a acompañarme?La persuadí, así pues, y nos

encaminamos hacia el piso de arribacogidas de la mano a la luz del cada vezmás sombrío crepúsculo. Nos detuvimosal final del oscuro corredor y,sintiéndome asustada, llamé a la señoraRusk.

—Dile que nos deje entrar, primaMónica —susurré.

—La señorita desea verle, ¿verdad,lady Knollys? —preguntó la señoraRusk en un tono apagado y lanzándomeuna mirada misteriosa, mientrasintroducía sin ruido la llave en lacerradura.

—¿Estás completamente segura,

Maud, cariño?—Sí, sí.Pero cuando la señora Rusk entró

con la vela en la mano, cuyo resplandorse confundía, lúgubre, con el crepúsculoagonizante, poniendo al descubierto ungran ataúd negro sostenido sobrecaballetes, al pie del cual tomóposición, contemplando su interior conojos graves, de nuevo me sentítotalmente acobardada y reculé unospasos.

—No, señora Rusk, no quiere verlo;y me alegra mucho que así sea —añadiómi prima, dirigiéndose a mí—. Vamos,señora Rusk, salga usted. Sí, cariño —prosiguió, de nuevo dirigiéndose a mí

—, es mucho mejor para ti.Y a toda prisa me hizo salir y me

arrastró con ella escaleras abajo. Sinembargo, los horribles perfiles de aquelenorme ataúd se me quedaron fijos en lamente proporcionándome un nuevo yterrible sentido de la muerte.

No tenía ya deseo alguno de verle.Incluso la habitación me hizo sentirhorror, y más tarde, por espacio de másde una hora, sentí una suerte dedesesperación y terror ante la idea de lamuerte como nunca antes o despuésllegué a experimentar.

La prima Mónica había hecho quepusieran su cama en mi cuarto,trasladándose Mary Quince a la contigua

salita del tocador. Por vez primera hizoen mí acto de presencia el supersticiosoterror que sigue a la muerte de forma noinmediata. Me rondaba la idea de ver ami padre entrar en la habitación, o abrirla puerta y echar una ojeada al interior.Después de que lady Knollys y yo noshubimos metido en la cama, me fueimposible conciliar el sueño. Fueraululaba el viento lastimeramente, y latotalidad de los ruiditos, trepidaciones ygolpeteos que desde dentro lerespondían, me sobresaltabanconstantemente, simulando ruido depisadas, de puertas que se abrían, dellamadas con los nudillos y cosas por elestilo, las cuales, tan pronto como caía

en el letargo, me despabilaban con elcorazón palpitante.

Al cabo de un rato amainó el viento,se amortiguaron aquellos ruidosambiguos y, fatigada, me sumergí en unsueño apacible. Me despertó un ruido enel corredor, que no pude definir. Habíatranscurrido un tiempo considerable,pues el viento se hallaba ahoracompletamente apaciguado. Muyasustada, me incorporé en la cama,conteniendo la respiración y escuchandono sabía qué.

Oí unos pasos moviéndosesubrepticiamente a lo largo del corredor.Llamé en voz baja a mi prima Mónica yambas oímos cómo alguien entraba

furtivamente por la puerta de lahabitación —que estaba sin cerrar conllave— donde yacía mi padre, y lavolvía a cerrar.

—¿Qué puede ser? ¡Cielo santo,prima Mónica! ¿Lo oyes?

—Sí, querida, y son las dos.En Knowl todo el mundo se acostaba

a las once. Sabíamos muy bien que laseñora Rusk era bastante nerviosa y queni por todo el oro del mundo habríaentrado, sola y a semejantes horas, en lahabitación. Llamamos a Mary Quince.Las tres nos pusimos a escuchar, pero nooímos ningún otro ruido. Hago constaraquí estas cosas debido a la terribleimpresión que me causaron en aquel

momento.Las tres, apretadas como una piña,

acabamos por salir a echar una ojeada alcorredor. A través de cada una de lasventanas en perspectiva, penetraba unaazulada lámina de claro de luna; pero lapuerta en la que se centraba nuestraatención estaba en la sombra, ypensamos que podríamos distinguir elresplandor de una vela a través del ojode la cerradura. Mientras, susurrantes,debatíamos en común sobre estacuestión, la puerta se abrió, surgió lamortecina luz de una bujía, sobre elvano se proyectó, desde dentro, lasombra de una figura y, acto seguido, elmisterioso doctor Bryerly —anguloso,

desgarbado, ataviado con el traje depaño negro que le sentaba poco mejorque un ataúd— salió de la habitación,vela en mano; murmurando, supongo,una plegaria —sonaba como unadespedida—, dio un paso cauteloso quele situó en el suelo del corredor,procediendo a dejar al muerto encerradocon llave; a continuación, tras ponerse aescuchar unos instantes, la saturnalfigura, que, por efecto de la velacolocada a nivel más bajo, arrojabasobre el techo y el lateral de la pareduna sombra gigantesca y distorsionada,se marchó a grandes zancadas por eloscuro y largo pasadizo, alejándose denosotras.

Tan sólo me cabe hablar por mímisma, pero honradamente puedo decirque me sentí tan aterrorizada como siacabara de ver a un hechiceromarchándose a hurtadillas tras larealización de sus impíos tejemanejes.Pienso que la prima Mónica se viotambién afectada del mismo modo, puescuando entramos en nuestro cuarto diouna vuelta a la llave en la cerradura. Nocreo que ninguna de nosotras creyera enaquel momento que habíamos visto aldoctor Bryerly en carne y hueso, pese alo cual, de lo primero que hablamos porla mañana fue de la llegada del doctorBryerly. La mente es un órgano distintopor la noche y por la mañana.

C A P Í T U L O X X I I I

HABLO CON EL DOCTORBRYERLY

EL doctor Bryerly había llegado, dehecho, a las doce y media de la noche.Desde nuestro remoto emplazamiento enla vieja casa de Knowl escasamentepudieron ser oídas sus voces dellamada, y cuando el criado, soñolientoy a medio vestir, abrió la puerta, seencontró con el larguirucho doctor enpie sobre los escalones, ataviado con su

traje negro y lustroso, su portmanteaudescansando en los peldaños y elvehículo que le había traídodesapareciendo entre las sombras de losañosos árboles.

Entró en la casa con un semblantemás adusto y severo que de costumbre.

—¿Se me esperaba? Soy el doctorBryerly. ¿No se me esperaba? Bien,llame a la persona, sea quien sea, queesté a cargo del cuerpo. Debo ver elcadáver inmediatamente.

Y el doctor se sentó en el salón deatrás, con una vela solitaria, la señoraRusk fue convocada y, refunfuñandomucho y de malísimo talante, se vistió ybajó; a medida que se iba aproximando

al visitante, su mal humor se amainó,transformándose en una especie demiedo.

—¿Cómo está usted, señora? Tristevisita esta, ¿hay alguien velando en lahabitación donde yacen los restos de sudifunto amo?

—No.—Tanto mejor; es una costumbre

estúpida. ¿Querrá, por favor, llevarme ala habitación? He de rezar dondeyace…, ¡él ya no es él! Y haga el favortambién de mostrarme mi dormitorio yasí no hará falta que nadie se quedelevantado, ya encontraré el camino.

Acompañada por el hombre, quellevaba él mismo su maleta, la señora

Rusk le indicó cuál era su cuarto, peroél se limitó a echar una ojeada dentro y,a continuación, se puso a mirarrápidamente a su alrededor para hacersecon «el rumbo» hacia la puerta.

—Gracias… sí. Y ahoraprocedamos. ¿Aquí, por aquí? Vamos aver. Primero a la derecha y luego a laizquierda… sí. Hace varios días quemurió. ¿Está ya en el ataúd?

—Sí, señor; desde ayer por la tarde.La señora Rusk se sentía cada vez

más atemorizada por aquella figuraescuálida, enfundada en su lustroso pañonegro, cuyos ojos relumbraban con unasuerte de horrible astucia y cuyosmorenos dedos le antecedían a tientas,

como si señalaran el camino poradivinación.

—Pero la tapa, por supuesto, noestará colocada; supongo que no le hanencerrado en el ataúd.

—No, señor.—Así está bien. Mientras rezo tengo

que mirarle la cara. Él está en su lugar, yyo aquí en la tierra. Él está en elespíritu, y yo en la carne. El terrenoneutral está allí. De este modo lasvibraciones son transportadas y la luz dela tierra y del cielo es reflejada haciaatrás y hacia delante… apaugasma[21]

un motor prodigioso pero impotente, laescala de Jacob[22], y contemplad a losángeles de Dios ascendiendo y

descendiendo por ella. Gracias, mequedo con la llave. Misterios paraaquellos que quieren vivir eternamenteen casas de arcilla, ningún misterio paralos que se hallan prontos a utilizar susojos y leer lo que está revelado. Estavela, por favor, es la más larga; no… nohacen falta dos, gracias, sólo ésta, parallevarla en la mano. Y recuérdelo: tododepende de la voluntad del espíritu.¿Por qué tiene usted ese aspecto deasustada? ¿Dónde está su fe? ¿Acasoignora que los espíritus nos rodean entodo momento? ¿Por qué habría deasustarle el estar cerca del cadáver? Elespíritu lo es todo; la carne noproporciona ningún provecho.

—Sí, señor —dijo la señora Rusk,haciéndole una gran reverencia en elumbral.

Estaba aterrorizada por sufantasmagórico discurso, el cual, segúnse le antojaba a la señora Rusk, amedida que se aproximaban al cadáver,iba haciéndose cada vez más verboso yenérgico.

—Recuerde, así pues, que cuando seimagina a solas y envuelta por laoscuridad, de hecho se halla usted en elcentro de un escenario tan amplio comoel estrellado suelo del cielo, con unpúblico que nadie puede contar y que laestá contemplando bajo un inmenso focode luz. Por eso, y aunque su cuerpo se

encuentre en soledad y sus sentidosmortales en tinieblas, recuerde que ha decaminar como si estuviese bajo la luz,rodeada por una nube de testigos. Así hade caminar; y cuando llegue la hora desalir, libre, del tabernáculo de la carne,aunque ésta tenga aún sus relaciones ysus derechos —y, al llegar a este punto,mientras sostenía la solitaria vela enalto al pie de la puerta, el doctorBryerly señaló con la cabeza hacia elataúd, cuya enorme forma negra sedistinguía débilmente de las sombras alfondo—, se servirá jubilosa; y, estandovestida con su casa celestial, no seráhallada desnuda. Por el contrario, aaquel que ama la corrupción, le será

dada con creces. Piense en estas cosas.Buenas noches.

Y el swedenborgiano doctor semetió en la habitación, llevándoseconsigo la vela, y cerró la puerta ante lasombría naturaleza muerta que allí yacíay ante su propio semblante severo yatezado, dejando a la señora Rusk aoscuras y a solas, presa de una suerte depánico, abocada a encontrar el caminode su cuarto como mejor pudiera.

Por la mañana temprano, la señoraRusk vino a mi habitación a decirme queel doctor Bryerly estaba en el vestíbuloy rogaba se le hiciese saber si no teníayo un mensaje para él. Estaba ya vestiday, por lo tanto, aunque me resultaba

horrible ver a un extraño en el estado deánimo en que en aquel momento meencontraba, cogí la llave del bargueño y,guardándola en mi mano, seguí a laseñora Rusk escaleras abajo.

La señora Rusk abrió la puerta delvestíbulo, se asomó al interior y, con unapequeña reverencia, dijo:

—Con su permiso, señor: aquí estála señorita Ruthyn.

La «señorita» era alta y delgada, yestaba muy pálida y ataviada con unvestido negro. Al entrar oí el rocecrujiente de un periódico y el ruido depasos que se acercaban.

Nos encontramos cara a cara en lasproximidades de la puerta y, sin

pronunciar palabra, le hice una profundareverencia.

Él, sin que yo hiciera la más leveindicación al respecto, cogió mi manoen la suya escuálida y la estrechó de unmodo amable pero familiar,escudriñando mi semblante, mientrasmantenía mi mano cogida, con unaespecie de aguda curiosidad. Sudesgarbado y lustroso traje negro, sudesmañada presencia y sus faccionesafiladas, oscuras y vulpinas tenían,como dije anteriormente, la vulgaridadde un artesano de Glasgowendomingado. Instantáneamente hice unmovimiento para retirar mi mano, peroél la tenía sujeta con firmeza.

Si bien su atezado rostro mostrabauna especie de torva familiaridad, habíaen él asimismo decisión, sagacidad y,sobre todo, gentileza —un leve fulgorque iluminaba el conjunto magistral yhonesto— fulgor que, unido a ciertapalidez que, tal se me antojó,traicionaba una emoción contenida,indicaba compasión e invitaba a laconfidencia.

—Espero, señorita, que se encuentreusted bien. He venido comoconsecuencia de una solemne promesaque hace más de un año me arrancó sufallecido padre, el señor Ruthyn, deKnowl, a quien he tenido en cálidaestima y con quien, además, estoy unido

por lazos espirituales. ¿Ha supuestopara usted un duro golpe, señorita?

—Ciertamente, señor.—Tengo el grado de doctor, soy…

doctor en medicina, señorita. Como sanLucas, predicador y médico. En tiemposestuve en activo, pero así es mejor.Cuando falla un estribo, el Señor proveeotro. El río de la vida es oscuro yturbulento; a menudo me pregunto cómotantos de nosotros lo atravesamos sinahogarnos. La mejor manera consiste enno mirar demasiado lejos haciadelante… Tan sólo de uno a otropeldaño; así, aunque acaso te mojes lospies, Él no permitiría que te ahogues…,en mi caso no lo ha permitido.

Y el doctor Bryerly levantó lacabeza y la meneó enérgicamente.

—Usted ha nacido para las riquezasde este mundo, en cierto modo una granbendición, aunque también una granprueba de responsabilidad, señorita, yde confianza encomendada; pero noimagine que por ello ha de verse exentade tribulaciones: no en mayor medidaque el pobre Emmanuel Bryerly. ¡Cualse elevan las centellas, señorita Ruthyn![23] Su mullido coche puede volcar en lacarretera como yo puedo tropezar y caeren el camino. Hay zozobras que novienen de las deudas y privaciones.¿Quién puede decir cuánto durará lasalud o cuándo sobrevendrá un

accidente cerebral, qué mortificacionesno le acaecerán a usted en suencumbrada esfera, qué ignotosenemigos no le asaltarán en su camino oqué calumnias no salpicarán su nombre?… ¡Ja, ja!… Es un prodigiosoequilibrio…, un portentoso designio dela Providencia… ¡Ja, ja!

Y, sacudiendo la cabeza, se echó areír, pienso que con cierto sarcasmo,cual si no lamentase que mi dinero fueraincapaz de servir para comprar miinmunidad contra la maldición general.

—Mas lo que el dinero no logra, laplegaria… tenga esto presente, señoritaRuthyn. Todos podemos rezar, y aunquenuestro camino esté sembrado de

abrojos, celadas y piedrasincandescentes, no por ello hemos desentir miedo. El Señor nos encomendaráa Sus ángeles[24], y éstos nos tomarán ensus manos y nos elevarán, pues Él oye yve por doquier, y Sus ángeles soninnumerables.

Llegado a este punto, el tono de suvoz se hizo quedo y solemne, y detuvosu discurso. Sin embargo, y sin darsecuenta, había abierto en mi mente unnuevo venero de pensamientos, lo queme indujo a preguntarle:

—Y mi querido papá, ¿no tuvo otroconsejero médico?

El doctor Bryerly me lanzó una duramirada y enrojeció un poco bajo su

oscura tez. Su pericia médica era quizáel punto de su vanagloria humana, y mefiguro que en el tono de mi voz había uncierto menosprecio.

—Y si no tuvo otro, las cosaspodrían haber ido peor. He tenido enmis manos muchos casos desesperados,señorita Ruthyn. No puedo culparme deningún fracaso debido a la ignorancia.En el caso del señor Ruthyn, midiagnóstico se ha visto verificado por eldesenlace. Pero no fui yo solo; leexaminó sir Clayton Barrow, quiencoincidió con mi punto de vista: le heenviado una nota a Londres. Pero esto,perdóneme, no viene al caso. El finadoseñor Ruthyn me dijo que de manos de

usted recibiría una llave que abre elbargueño donde tenía depositado sutestamento… ¡ah, gracias!…, en suestudio. Mi opinión es que, habidacuenta de que el mismo puede contenermuchas directrices en lo concerniente alentierro, lo mejor sería que se leyerainmediatamente. ¿Hay en lasinmediaciones algún caballero…, unpariente u hombre de negocios…, aquien quisiera usted mandar llamar?

—No, ninguno, gracias; tengoconfianza en usted, señor.

Pienso que hablé y le miré confranqueza, pues sonrió bondadosamente,si bien con los labios cerrados.

—Puede usted estar segura, señorita

Ruthyn, de que su confianza no quedarádefraudada.

Hubo un largo silencio.—Pero es usted muy joven y es

preciso que tenga usted a su lado aalguien que vele por sus intereses, quetenga alguna experiencia en cuestionesde negocios. Veamos. ¿No está a manoel párroco, el doctor Clay? ¿En elpueblo…? Muy bien; y también debevenir el señor Danvers, el administradorde la finca. Y mande llamar aGrimston…, como ve conozco todos losnombres…, el procurador, pues aunqueno ha tenido parte en este testamento,durante muchos años ha sido abogadodel señor Ruthyn, y hemos de tenerle

presente, ya que, como supongo sabeusted, pese a ser un testamento breve, esmuy extraño. Yo le sermoneé en contra,pero ya sabe usted que cuando él tomabauna decisión, era inflexible. Se lo leyó austed, ¿verdad?

—No, señor.—Oh, pero le dijo todo cuanto le

atañe a usted y a su tío, el señor SilasRuthyn, de Bartram-Haugh, ¿no es así?

—No, señor, no lo hizo.—Pues ojalá lo hubiera hecho.Y, al pronunciar estas palabras, el

semblante del doctor Bryerly seensombreció.

—¿Es el señor Silas Ruthyn unhombre religioso?

—¡Oh, muchísimo! —le dije.—¿Le ha tratado usted mucho?—No, jamás le he visto —contesté.—Hum… Esto cada vez es más

raro… Pero es un buen hombre, ¿no?—Ya lo creo que lo es, señor…

buenísimo, y muy religioso.Mientras estuve hablando el doctor

Bryerly me miraba con fijeza a la cara,con ojos penetrantes y ávidos; luegobajó la vista y se estuvo un rato leyendoel dibujo de la alfombra, como si fueseuna mala noticia; por último levantó denuevo los ojos y, clavándolos con receloen mi semblante, dijo:

—Estuvo muy próximo a unirse anosotros… Estuvo a punto. Empezó a

mantener correspondencia con HenryVoerst, uno de nuestros hombres de másvalía. Nos llaman swedenborgianos, yasabe usted; pero me figuro que eso,actualmente, no ha de ir mucho máslejos. Supongo, señorita Ruthyn, que launa será una buena hora, y estoy segurode que, teniendo en cuenta lascircunstancias, los caballeros pondrántodo su empeño en no faltar.

—Sí, doctor Bryerly, lasnotificaciones serán enviadas, y estoysegura de que mi prima, lady Knollys,querrá asistir conmigo a la lectura deltestamento… No habrá ningúninconveniente en que lo haga, ¿verdad?

—Ninguno en absoluto. No puedo

tener plena seguridad respecto a quienesse unan a mí como albaceas. Casilamento no haber rehusado, pero esdemasiado tarde para arrepentirse. Hayuna cosa en la que debe usted creer,señorita Ruthyn: en la elaboración de lasdisposiciones testamentarias jamás fuiconsultado…, aunque manifesté midisconformidad con la única, y muyinsólita, que el testamento contiene,cuando me enteré de ella. Me esforcédenodadamente por anularla, pero envano. Hubo otra contra la que protesté,pues me asistía el derecho a protestar,con mejores resultados. En ningún otrorespecto debe nada el testamento a misconsejos o disuasiones. Le ruego que

crea lo que le estoy diciendo, y tambiénque soy amigo suyo. Es mi deber, ya locreo que lo es.

Estas últimas palabras las pronunciómirando de nuevo al suelo, como, porasí decirlo, en un soliloquio. Y, trasdarle las gracias, me retiré.

Al llegar al recibidor lamenté nohaberle pedido que especificaraclaramente cuáles eran las disposicionestestamentarias que, al parecer, afectabanmuy de cerca a mis relaciones con el tíoSilas, y por un instante pensé en volver ysolicitar una explicación. Perorecapacité, ocurriéndoseme que nofaltaba mucho para la una y, por lo tanto,al menos él reflexionaría. Subí, así pues,

al piso de arriba al cuarto-escuela, queactualmente utilizábamos como sala deestar, y allí encontré esperándome a miprima Mónica.

—¿Estás bien, querida? —preguntólady Knollys, viniendo a mi encuentro ydándome un beso.

—Sí, muy bien, prima Mónica.—¡Déjate de tonterías, Maud! Estás

tan blanca como ese pañuelo…, ¿quépasa? ¿Estás mala…, estás asustada? Sí,estás temblando…, estás aterrorizada.

—Creo que tengo miedo. En eltestamento del pobre papá hay algoconcerniente al tío Silas… y a mí. Nosé…, el doctor Bryerly dice, y él mismoparece muy incómodo y asustado…, que

yo… que yo… ¡Oh, prima Mónica!,¿verdad que no me dejarás sola?

Y le eché los brazos al cuello,apretándola mucho. Ambas nos besamosmientras yo lloraba como una niñaatemorizada… Y en efecto, por lo que serefiere a experiencia del mundo, eso eslo que yo era: no más que una niñaatemorizada.

C A P Í T U L O X X I V

APERTURA DELTESTAMENTO

QUIZÁ era irracional y enfermizo elterror con el que anticipaba que el relojdiera la una y se desvelara ladesconocida misión a la que me habíacomprometido. Pero, francamente, lodudo; como en el caso de otros muchoscaracteres débiles, he tenido siempreuna tendencia a actuar de formaimpetuosa y, a continuación,

reprocharme unas consecuencias que talvez, en realidad, había contribuidoescasa o nulamente a que se produjesen.

Lo que instintivamente me atemorizófue el semblante del doctor Bryerly y sumanera de aludir a una disposición enconcreto del testamento de mi padre.Durante una pesadilla he visto rostrosque me rondaban con un horrorindescriptible, y sin embargo no podríadecir en qué radicaba la fascinación. Ylo mismo sucedía con el suyo…, en sumirar lívido y lúgubre acechaba unagüero, una amenaza.

—No debes estar tan asustada,cariño —dijo la prima Mónica—. Esuna tontería, realmente lo es; no te

pueden cortar la cabeza, ¿sabes? Laverdad es que en nada esencial puedencausarte perjuicio alguno. Si implicaseel riesgo de algo de dinero, no teimportaría; pero los hombres son unascriaturas tan extrañas…, miden todosacrificio por el rasero monetario. Siestuvieses condenada a perderquinientas libras, el doctor Bryerlytendría justo el semblante que describes,y sin embargo ello no te mataría.

Como compañera, lady Knollysinspiraba confianza, pero yo no podíatomarme del todo en serio susconsuelos, pues sentía que carecía demucha confianza en sí misma.

En el cuarto-escuela había, sobre la

repisa de la chimenea, un pequeño relojfrancés que consultaba casi al minuto.Ya tan sólo faltaban diez minutos para launa.

—¿Bajamos al salón, querida? —dijo la prima Knollys, quien, al igualque yo, se estaba poniendo inquieta.

Bajamos, así pues, y al llegar a lacabecera de la escalinata ambas nosdetuvimos de consuno ante el ventanalque da a la alameda. El señor Danverscabalgaba al paso montado en su caballogris, bajo la enramada en dirección a lacasa, y esperamos a que descabalgarafrente a la puerta. Pero se quedó allíremoloneando, pues el calesín del buenpárroco, conducido por el cura, se

estaba aproximando a un trote elegante yeclesiástico.

El doctor Clay se apeó y estrechó lamano del señor Danvers; y, trasintercambiar unas palabras, el cura semarchó con el coche, no sin antes lanzarhacia las ventanas esa mirada que tanpoca gente es capaz de reprimir.

Yo contemplaba al párroco y alseñor Danvers —que remoloneabansobre los escalones— como pudierahacerlo un paciente ante unos cirujanosque se están reuniendo para practicaralguna operación desconocida. Ellostambién miraron hacia la ventana aldisponerse a entrar en la casa, y yoreculé. La prima Mónica miró su reloj.

—Faltan sólo cuatro minutos. ¿Nosvamos al salón?

Tras esperar un momento a fin dedejar que los caballeros pasaran caminodel estudio, bajamos, en efecto, y oí alpárroco referirse al peligroso estado enque se hallaba el puente de Grindleston,preguntándome cómo podía pensar ensemejantes cosas en estos momentos deaflicción. Todo lo concerniente aaquellos minutos de incertidumbrepermanece vivo en mi memoria.Recuerdo cómo aminoraron el pasohasta detenerse en la esquina delcorredor de roble que lleva al estudio, ycómo el párroco dio unas palmaditassobre la cabeza de mármol y alisó los

inflexibles cabellos de William Pitt,mientras, de labios del señor Danvers,escuchaba pormenores acerca delretrato; y luego, una vez que hubieronreanudado la marcha, recuerdo unestentóreo sonar de nariz quesúbitamente atribuí entonces, y aúnatribuyo, al párroco.

Llevábamos apenas cinco minutos enel salón cuando entró Branston paradecir que los caballeros que yo habíamencionado se hallaban todos reunidosen el estudio.

—Vamos, querida —dijo la primaMónica.

Y, cogida de su brazo, llegué a lapuerta del estudio y entré, seguida por

ella. Los caballeros pusieron fin a sucharla y, los que estaban sentados, selevantaron; el párroco se adelantósolemnemente y me saludó en voz bajacon gran amabilidad. En su saludo nohabía emotividad alguna, pues aunquemi padre jamás reñía con nadie, noobstante le separaba una inmensadistancia de todos sus vecinos, y no creoque viviera allí ni un solo ser humanoque, a lo sumo, conociera de él, acaso,más de uno o dos rasgos de su carácter.

Habida cuenta de la existencia tanabsolutamente retraída que llevaba, mipadre era, como recuerdan aún muchaspersonas, prodigiosamente popular en sucondado. Era sociable en todo menos en

verse con la gente y alternar ensociedad. Poseía magníficos terrenos decaza, con los que se mostrabaextremadamente liberal. En Dollertonguardaba una jauría de sabuesos con losque toda su comarca del condado cazabaa lo largo de la temporada.

Jamás rechazó petición algunadirigida a su bolsillo que tuviera losmás leves visos de razonabilidad. Sesuscribía a toda caja recaudatoria —social, de caridad, deportiva, agrícola,fuere lo que fuere—, siempre queestuvieran interesadas en ella las genteshonradas de su condado, y en todomomento con mano principesca; y pese aque se encerraba, nadie podía decir que

era innaccesible, pues diariamentededicaba horas a contestar cartas,respuestas a las que su talonario decheques contribuía ampliamente. Muchotiempo atrás le había tocado el turno deactuar como administrador general delcondado, de modo que la encomiendahabía finiquitado antes de que su rarezay timidez le hubieran hecho retirarse porcompleto. Rehusó aceptar el cargo decomendador de su condado y declinótodo puesto de distinción personalrelacionado con el mismo. Era capaz deescribir una carta a un tiempo cabal yafable cuando le venía en gana, y susapariciones en reuniones públicas, cenasy cosas por el estilo, se realizaban de

ese modo epistolar y, cuando sepresentaba la ocasión, medianteespléndidas contribuciones de subolsillo.

Si mi padre se hubiese mostradomenos propicio en las relacionesdeportivas de sus vastas posesiones, omenos espléndido en el manejo de sufortuna, o incluso si no hubiera llegado aponer de manifiesto su fuerza intelectualque caracterizaba siempre sus cartas entorno a asuntos públicos, me figuro quesus rarezas le habrían condenado alridículo y, posiblemente, a lamalquerencia. Todos y cada uno de losprincipales caballeros de su condadocuya opinión era valiosa me han dicho,

sin embargo, que era un hombre denotables aptitudes, y que su fracaso en lavida pública se debió a susexcentricidades, y en modo alguno a quecareciese de esas peculiares cualidadesmentales que convierten a los hombresen temidos y útiles en el Parlamento.

Me habría resultado imposible nodejar constancia testimonial de las altascualidades mentales y la bondad de mibienamado padre, el cual podría haberpasado por un misántropo o un necio.Fue un hombre de carácter generoso yrecio intelecto, pero entregado a lasrarezas de una timidez que fue creciendocon los años y la complacencia, hastaque sus desengaños y aflicciones le

convirtieron en inflexible.Incluso en el saludo cordial y

ceremonioso del párroco había algo enlo que, curiosamente, se reflejaban lossentimientos encontrados —a los que noera ajeno el temor— con los que susvecinos habían contemplado a miquerido padre.

Tras haber hecho los honores —estoy segura de que con un semblantelastimeramente pálido—, tuve tiempo demirar tranquilamente al único personaje,entre los allí reunidos, que no meresultaba tolerablemente familiar, y queno era otro que el socio menor de lafirma Archer & Sleigh, el cualrepresentaba a mi tío Silas: un hombre

gordo y macilento de treinta y seis años,con semblante avieso y pérfido. Siempreme ha parecido que la mala fe setrasluce de forma más repulsiva en unacara gorda y pálida que en cualquierotra.

El doctor Bryerly, situado de piejunto a la ventana, estaba hablando envoz baja a nuestro apoderado, el señorGrimston.

Oí al bueno del doctor Clay decirleal señor Danvers:

—¿No es ése el doctor Bryerly…,ese señor con la…, supongo que es unapeluca…, con la peluca negra?… Ese deahí junto a la ventana, el que estáhablando con Abel Grimston.

—Sí, es él.—Un tipo raro…, uno de esos

swedenborgianos, ¿no es así? —prosiguió el párroco.

—Eso me han dicho.—Sí —dijo el párroco con calma y,

cruzando una sobre otra sus piernas conpolainas, se puso a girar los pulgarescon las manos entrelazadas sin quitar lavista de encima, vigilándolo bajo suviejo y ortodoxo entrecejo con severainquisitividad, al monstruoso sectario.Se me ocurrió que estaba meditando unabatalla teológica.

Pero el doctor Bryerly y el señorGrimston, todavía conversando,comenzaron a apartarse lentamente de la

ventana, y aquél, en su hosco y peculiartono de voz, dijo:

—Discúlpeme, señorita Ruthyn; talvez tendría la amabilidad de señalarnoscuál de los bargueños de esta habitaciónes el que su fallecido y llorado padreindicó como aquel al que pertenece estallave.

Señalé el bargueño de roble.—Muy bien, señorita, muy bien —

dijo el doctor Bryerly, mientrasintentaba chapuceramente introducir lallave en la cerradura.

La prima Mónica no pudo reprimirsede musitar:

—¡Cielos, pero qué bruto!El socio menor, con sus regordetas

manos en los bolsillos, metió sumofletuda cara por encima del hombrodel señor Grimston y lanzó una miraditaescudriñante cuando se abrió la puerta.

La búsqueda no duró mucho. Unbonito sobre blanco, primorosamenteatado con cinta carmesí y sellado congrandes sellos colorados, ostentaba estainscripción de puño y letra de miquerido padre: «Testamento de Austin R.Ruthyn, de Knowl», y a continuación, encaracteres menores, la fecha; y en unaesquina esta nota: «Este testamento, ainstancias mías, ha sido redactado porGaunt, Hogg & Hatchett, procuradores,Great Woburn Street, Londres, A.R.R.»

—Por favor, caballeros, permítanme

que eche una ojeada a ese endoso —medio cuchicheó la desagradablepersona que representaba a mi tío Silas.

—No es un endoso. Ahí lo tiene…mírelo: es un memorándum en un sobre—dijo Abel Grimston con aspereza.

—Gracias… está bien… correcto —respondió, procediendo a tomar nota deello a lápiz en un cuaderno con presillaque sacó del bolsillo de su chaqueta.

La cinta fue cuidadosamente cortaday el sobre abierto sin rasgar lainscripción, del cual salió el testamento,ante cuya visión sentí que mi corazón sedilataba, subía en rápido vuelo hasta mislabios y, a continuación, por así decirlo,caía colapsado, a su sitio.

—Por favor, señor Grimston,¿quiere usted proceder a la lectura? —dijo el doctor Bryerly, que llevaba lasriendas del proceso—; me sentaré a sulado y, mientras avanzamos, tendrá ustedla amabilidad de ayudarnos a entenderlos tecnicismos y echarnos una manocuando haga falta.

—Es un testamento breve —dijo elseñor Grimston, pasando las hojas—,muy breve, si bien se mira. Aquí hay uncodicilo.

—Eso no lo vi —dijo el doctorBryerly.

—Fechado hace sólo un mes.—¡Oh! —dijo el doctor Bryerly,

calándose los lentes.

El embajador del tío Silas, queestaba sentado detrás, había insinuadosu cara entre la del doctor Bryerly y ladel lector del testamento.

En el preciso instante en que AbelGrimston se había aclarado la gargantapara empezar, intervino el delegado:

—En nombre del hermanosobreviviente del testante, pido permisopara solicitar una copia de esteinstrumento. Ello ahorrará muchosproblemas, si aquí la señorita querepresenta al testante no tiene nada queobjetar.

—Cuando el testamento haya sidohecho público podrá usted quedarse concuantas copias quiera —dijo el señor

Grimston.—Ya lo sé; pero suponiendo que

todo esté en orden, ¿dónde está laobjeción?

—Pues está justo en que se procedade forma irregular —replicó el señorGrimston.

—Al parecer usted no tiene ningunaobjeción contra el proceder desatento.

—Puede usted hacer lo que le hedicho —replicó el señor Grimston.

—Gracias por nada —masculló elseñor Sleigh.

Y la lectura del testamento prosiguiómientras él tomaba prolijas notas de sucontenido en el voluminoso cuaderno.

«Yo, Austin Aylmer Ruthyn Ruthyn,

estando, gracias a Dios, en plenitud demis facultades mentales y perfectarememoración (…)»; y aquí venía unamanda de todos su bienes raíces,muebles, privilegios, arriendos, enseres,dinero, derechos, intereses,restituciones, poderes, vajilla, cuadros yfincas y posesiones cualesquiera, acuatro personas: lord Ilbury, el señorPenrose Creswell, de Creswell, sirWilliam Aylmer, baronet, y HansEmmanuel Bryerly, doctor en medicina,para tener y poseer.

Al oír esto, mi prima Mónicaexclamó: «¿Eh?», y el doctor Bryerly laatajó:

—Cuatro fideicomisarios, señora.

Apenas si nos llevamos otra cosa quemolestias…, ya lo verá. Continúe.

Luego resultó que todo este variadoesplendor me era legado en depósito,sujeto a una manda de 15000 libras parasu único hermano, Silas Aylmer Ruthyn,y 3500 libras para cada uno de los doshijos del susodicho hermano; y a fin deque en razón de su óbito, el del testante,no pudiera surgir duda alguna respecto ala continuidad del convenio dearrendamiento bajo el que su hermanodisfrutaba su actual vivienda y granja, lelegaba el usufructo de la mansión y lastierras de Bartram-Haugh, en el condadode Derbyshire, así como de las tierrasde tal y cual, adyacentes, en el mismo

condado, bajo pago de una renta de 5chelines al año y sujetas a las mismascondiciones respecto a deterioro que lasexpresadas en el susodichoarrendamiento.

—Permítanme una pregunta, ya que,según me parece a mí, ustedes han vistoel testamento con anterioridad: ¿todaslas donaciones a mi cliente, que es suúnico hermano, son las contenidas enesas cláusulas? —inquirió el señorSleigh.

—No hay nada más, a menos quehaya algo en el codicilo —respondió eldoctor Bryerly.

Pero en el codicilo no se lemencionaba.

El señor Sleigh se echó hacia atrásen su silla y, con la punta del lápiz entrelos dientes, puso una sonrisa desdeñosa.Espero que su decepción fuese sólo porsu cliente. El señor Danvers, segúnmanifestó luego, se imaginaba que elapoderado de mi tío probablementecifraba sus ilusiones en legados quepudieran entrañar litigios o, en cualquiercaso, una procura; pero el legadoresultaba muy poco ganancioso. El señorDanvers comentó también que aquelhombre era un profesional de ínfimacategoría, asombrándose de que mi tíohubiese encomendado su representacióna semejante persona.

Hasta ahí, el testamento no contenía

nada de lo que ni el más parcial de misamigos hubiese podido quejarse. Elcodicilo, asimismo, tan sóloespecificaba legados a los sirvientes, yuna suma de 1000 libras, junto con unascariñosas palabras, a Mónica, ladyKnollys, y además una suma de 3000libras al doctor Bryerly, dejandoconstancia de que el beneficiario lehabía inducido a eliminar del borradordel testamento un legado a su favor porimporte de dicha suma, pero que, enconsideración de todas las molestiasderivadas para él como depositario, lehacía ese legado a través del codicilo; ycon estas disposiciones quedabacompletado en permanencia el legado de

sus propiedades.Pero quedaba aún la disposición a la

que él y el doctor Bryerly habíanaludido oscuramente, la cual era,ciertamente, extraña. En virtud de lamisma se designaba a mi tío Silas comomi único tutor, con plena patria potestadsobre mí hasta que cumpliese la edad deveintiún años, debiendo residir, en tantono hubiese llegado ese momento, bajo sututela en Bartram-Haugh. La cláusulamandaba, además, a los depositariosproceder al pago de una suma de 2000libras anuales a mi tío mientras durasela tutela, a fin de sufragar los gastos demi adecuada manutención, educación yotros.

El lector tiene ya un perfil suficientedel testamento de mi padre. Lo únicoque lamenté amargamente en este arreglofue la ruptura…, la congoja queacompaña la desaparición del hogar. Porotra parte, la idea resultaba, en ciertosentido, no poco agradable. Hasta dondealcanzaba mi memoria, yo siempre habíaacariciado la misma misteriosacuriosidad hacia mi tío y el mismoanhelo de verle, y en ello estaba a puntode verme complacida. Además estabami prima Millicent, aproximadamente demi misma edad. Mi existencia había sidotan solitaria, que no había adquiridoninguno de esos hábitos artificiales queconforman un carácter de dama

distinguida…, una segunda naturaleza,no siempre muy amable. Mi prima habíallevado, al igual que yo, una vidasolitaria. ¡Qué paseos y lecturas nopodríamos emprender juntas! ¡Quéconfidencias e ilusiones no nosharíamos! Y además estaba la nuevacomarca y una casa magnífica y antigua,así como el sentido de lo interesante yaventurero que, en nuestros añosjuveniles, acompaña siempre al cambio.

Había cuatro cartas, todas iguales,con grandes sellos rojos, dirigidasrespectivamente a cada uno de losfideicomisarios nombrados en eltestamento. Había también una dirigida aSilas Aylmer Ruthyn, caballero, señorío

de Bartram-Haugh, que el señor Sleighse ofreció a entregar. Pero el doctorBryerly pensó que el correo era el canalmás adecuado. El representante del tíoSilas se puso a criticar en voz baja aldoctor Bryerly.

Volví los ojos hacia la prima Mónica—¡me sentía tan indeciblementealiviada!—, ilusionada con ver en susemblante una expresión similar a lamía, pero me llevé una sorpresa alcomprobar que estaba lívida y tenía airede enojo. Me la quedé mirando, sinsaber qué pensar. ¿Podía haberledecepcionado el testamento en lo que asu persona se refiere? Semejantes dudas,pese a que andando el tiempo nos

imaginamos que tan sólo son propias dela madurez y la experiencia, a veces, dehecho, cruzan la mente de los jóvenes.Pero la idea era un agravio hacia ladyKnollys, la cual no esperaba ninecesitaba nada, pues era rica, generosa,franca, y no tenía hijos. Lo que measustó fue el inesperado carácter de susemblante, y por un momento laconmoción evocó correspondientesimágenes morales.

Poniéndose en pie de pronto, ladyKnollys levantó la cabeza a fin de mirarpor encima del hombro al señor Sleigh,y, mordiéndose su pálido labio,carraspeó y dijo:

—Doctor Bryerly, le ruego que me

diga si la lectura ha concluido.—¿Concluido? Desde luego. Sí, no

hay nada más —contestó él con unaafirmativa inclinación de cabeza, yprosiguió su charla con el señorDanvers y Abel Grimston.

—¿Y a quién —dijo lady Knollys nosin esfuerzo— pertenecerán laspropiedades en caso…, en caso de quemi joven prima, aquí presente, fallecieraantes de la mayoría de edad?

—¿Eh? Y bien… ¿No recaeríansobre el heredero legal de parentescoinmediato? —dijo el doctor Bryerly,volviéndose hacia Abel Grimston.

—Eso por supuesto —dijo elabogado, con aire pensativo.

—¿Y quién es? —prosiguió miprima.

—Pues bien, su tío, el señor SilasRuthyn. A un tiempo es heredero legal ypariente inmediato —añadió AbelGrimston.

—Gracias —dijo lady Knollys.El doctor Clay se adelantó, con su

cuello alto y su chaqueta sencilla, y,haciendo ante mí una profundainclinación y tomando mis manosgraciosamente entre las suyas blandas yarrugadas, dijo:

—Permítame decirle, mi queridaseñorita Ruthyn, cuánto me alegro de ladisposición especial señalada en eltestamento a cuya lectura acabamos de

asistir, al tiempo que le expreso misentimiento por el hecho de que hayamosde perderla a usted de entre losmiembros de nuestro pequeño rebaño, sibien confío en que tan sólo por unabreve, muy breve temporada. Mi curaauxiliar, William Fairfield, residiódurante algunos años, desempeñando esemismo cargo espiritual, en la vecindadde su, así he de decirlo, admirable tío,con cuyo trato se vio favorecido…, ¿seme permitirá decir más bien bendecido?…, en ocasiones. Un verdadero cristianoy hombre de Iglesia…, todo un caballerocristiano. ¿Qué más puedo decir? ¡Unaelección sumamente afortunada!

Llegado a este punto, me hizo una

gran reverencia y me estrechó la manocon los ojos casi cerrados.

—La señora Clay tendrá el honor devenir a visitarla a fin de presentarle susrespetos antes de que se marche deKnowl para su temporal estancia en otroambiente.

Y, con otra profunda inclinación decabeza —pues de pronto me habíaconvertido en un gran personaje—, soltómi mano cautelosa y delicadamente, cualsi estuviera depositando una curiosa tazade porcelana. Yo le dediqué también unaprofunda reverencia, sin saber qué decir,así como a todos los allí reunidos, que asu vez inclinaron sus cabezas. Pero laprima Mónica susurró vivamente:

«¡Vámonos!», y, cogiéndome de la manocon la suya muy fría y algo húmeda, mesacó de la habitación.

C A P Í T U L O X X V

NOTICIAS DEL TÍO SILAS

SIN decir palabra, la prima Mónicame acompañó al cuarto-estudio y, trasentrar, cerró la puerta, no conbrusquedad pero sí con decisión, aunquesin ruido.

—Bueno, querida —dijo, con elmismo semblante pálido y excitado—, elarreglo es sin duda sensato y caritativo.Jamás lo habría creído posible, de nohaberlo oído con mis propios oídos.

—¿Lo de que me vaya a Bartram-Haugh?

—Sí, eso exactamente, bajo la tutelade Silas Ruthyn, para pasar dos… ¡tres!de los más importantes años de tueducación y tu vida bajo ese techo. ¿Eraeso, querida, lo que tenías en la mentecuando estabas tan alarmada respecto alo que se te iba a pedir que hicieras, oque padecieras?

—No, no era eso en absoluto. Notenía la menor idea de lo que pudieraser. Me asustaba el que fuera algo serio—contesté.

—Pero, mi querida Maud, ¿es que tupobre padre no te habló de ello como side hecho fuese algo serio? —dijo ella

—. ¡Y serio es, eso te lo digo yo, algomuy serio; y pienso que habría queimpedirlo, y desde luego yo voy aimpedirlo si puedo!

Me quedé totalmente desconcertadapor la intensidad de la protesta de ladyKnollys. La miré, esperando unaexplicación de lo que quería decir contodo aquello, pero ella guardó silenciomientras contemplaba con fijeza lasjoyas de los dedos de su mano derecha,con los que estaba marcando un staccatoen tiempo de marcha sobre la mesa, muypálida, con ojos fulgurantes y, a todasluces, sumida en profundas reflexiones.Empecé a pensar que era verdad lo deque tenía prejuicios contra mi tío Silas.

—No es muy rico —comencé.—¿Quién? —dijo lady Knollys.—El tío Silas —respondí.—No, claro que no; está endeudado

—contestó.—Pero entonces, ¿por qué el doctor

Clay ha hecho tan grandes elogios de él?—proseguí.

—No me hables del doctor Clay.Pienso que ese hombre es el ganso másgrande al que jamás he oído hablar. Esaclase de hombres acaba con mipaciencia —replicó.

Traté de recordar qué tonteríaconcreta había dicho el doctor Clay, yno lo conseguí, a menos que suditirambo de mi tío Silas hubiera que

clasificarlo dentro de ese tipo dedeclamación.

—Danvers es un hombre muy cabal,y un buen contable, me figuro; pero obien es una persona muy profunda, o unimbécil…; me inclino a creer que unimbécil. En cuanto a vuestro apoderado,supongo que conoce su oficio, comotambién su propio interés, y no me cabeduda de que lo consultará. Empiezo apensar que, de todos ellos, el más listo,y fiable, es ese vulgar visionario conpeluca negra. Me fijé en cómo te miraba,Maud, y me ha gustado su cara, aunquees abominablemente fea y vulgar, yastuta también; pero creo que es unhombre justo, y me figuro que de

sentimientos limpios…; estoy segura deque sí.

Mi desconcierto me impedíaadivinar cuál era el meollo de lascríticas que estaba haciendo mi prima.

—Voy a hablar con el doctorBryerly; estoy convencida de quecomparte mi punto de vista, y la verdades que hemos de pensar qué es lo mejorque se debe hacer.

—Prima Mónica, ¿hay algo que noaparezca en el testamento? —pregunté,pues me estaba entrando un grandesasosiego—. Me gustaría que me lodijeras. ¿A qué punto de vista terefieres?

—A ninguno en particular; el de que

un parque vetusto y desolado, y la casade un viejo descuidado, el cual es muypobre y ha sido perdidamente estúpido,no es el sitio adecuado para ti,especialmente a tu edad. La cosa clamaal cielo, y desde luego voy a hablar conel doctor Bryerly. ¿Puedo tocar lacampanilla, querida?

—Por supuesto —y yo misma latoqué.

—¿Cuándo se marcha de Knowl?No sabía decirlo. Pero llamamos a

la señora Rusk, quien nos pudo informarque había anunciado su intención detomar el tren nocturno en Drackleton,hacia cuya estación saldría de Knowl alas seis y media.

—¿Puede Rusk darle o mandarle unmensaje mío, querida? —me preguntólady Knollys—. Entonces hágale saber,por favor, que le pido tenga laamabilidad de concederme unos pocosminutos, lo justo para decirle una cosaantes de que se vaya.

—¡Qué buena eres, prima! —dije,poniendo mis dos manos sobre sushombros y mirándola seriamente a lacara—. Estás inquieta por mí, más de loque dices. ¿No vas a decirme por qué?En realidad soy mucho más desdichadaen la ignorancia que si se entendiera lacausa.

—¿Pero es que no te la he dicho,querida? Los dos o tres años de tu vida

que han de formarte estás destinada apasarlos en una soledad total y, de elloestoy segura, en una total desatención.Tú no puedes estimar las desventajas desemejante arreglo. Está lleno de ellas.¿Cómo se le ha podido pasar por lacabeza una cosa así al pobre Austin?Aunque no debería decir esto, puestengo la certeza de que lo entiendo. Peroes inconcebible que, fuere cual fuere supropósito, haya incluido esadisposición. Jamás llegó a mis oídosnada tan estúpido y abominable, pero, sipuedo, he de impedirlo.

En ese momento la señora Ruskanunció que el doctor Bryerly vería alady Knollys cuando quisiera, antes de

su marcha.—Entonces ahora mismo —dijo

aquella enérgica dama. Y se puso en piey, delante del espejo, dio ese toqueapresurado y general a su atuendo queconstituye un deber irrenunciable paratoda mujer, con independencia de bajoqué circunstancias y ante qué clase decriatura va a hacer su aparición. Unmomento después, al inicio de laescalera, la oí indicarle a Branston quehiciera saber al doctor Bryerly que loesperaba en el salón.

Una vez que se hubo ido, empecé ahacerme preguntas y a especular. ¿Porqué habría de armar tanto alboroto laprima Mónica a propósito de algo que,

después de todo, no era sino un arreglonatural? Mi tío, fuese lo que fuese enotros tiempos, ahora era un buenhombre, un hombre religioso, quizá unpoco severo… Y esta idea hizo que mihorizonte se ensombreciera.

¡Un disciplinario cruel! ¿Acaso nohabía yo leído acerca de semejantescaracteres?… ¡Cerradura y llave, pan yagua, y soledad! Pasarme las nochesenteras encerrada en un apartado cuartode una casa enorme, fantasmal y vetusta,con la persona más próxima en la otraala del edificio. ¡Qué años de horror enuna sola noche como ésa! ¿Acaso noexplicaría esto las dudas de mi padre,así como la aparentemente

desproporcionada oposición por partede mi prima Mónica? Cuando una ideaterrorífica se presenta en la mente deuna persona joven, traspasa y ocupa porentero el campo visual, sin tomar enconsideración probabilidades ni razón.

Mi tío era ahora un terrible viejoordenancista, con largas leccionesbíblicas, conferencias, páginas decatecismo, sermones que había queaprender de memoria y un espantosocatálogo de castigos por holgazanería ypor lo que a él pudiera parecerleimpiedad. Iba a marcharme, así pues, aun reformatorio horroroso y aislado,donde, por vez primera en mi vida,habría de verme sujeta a una disciplina

rigurosa y acaso bárbara.Todo esto no era sino fruto de la

fantasía, pero se apoderó de mí porcompleto. En mi soledad, me hinqué dehinojos y recé por mi liberación… Pedíen mis plegarias que la prima Mónicapersuadiera al doctor Bryerly, y ambosen mi nombre al Tribunal de Menores oal Alguacil Mayor o a quienquiera quefuera el que tenía que liberarme. Cuandoregresó mi prima me encontró sumida enla zozobra.

—¡Pero bueno, tontita! ¿Quéocurrencias se han posesionado de tiahora? —exclamó.

Y al salir a la luz mis nuevosterrores se echó a reír un poco para

darme confianza, diciendo acontinuación:

—Mi querida niña, tu tío Silas jamáste hará cumplir tus deberes para con elprójimo; durante todo el tiempo queestés bajo su techo disfrutarás de ocio ylibertad harto suficientes, e incluso enexceso, me temo. Es de la negligencia,querida mía, y no de la disciplina, de loque tengo miedo.

—Pienso, querida prima Mónica,que tienes miedo de algo más que de lanegligencia —dije, si bien aliviada.

—Claro que me da miedo algo másque la negligencia —replicó deinmediato—, pero confío en que mistemores resulten ilusorios y que puedan

ser evitados. Pero pensemos en otracosa, al menos por unas horas. Esedoctor Bryerly me es bastante simpático.No he podido hacerle decir lo que yoquería. No creo que sea escocés, pero esmuy cauteloso y, de esto estoy seguraaunque él no llegó a decirlo, creo queopina sobre el asunto exactamente comoyo. Dice que esos gentiles señoresnombrados codepositarios no se tomaránninguna molestia y se lo dejarán todo aél, y creo que tiene razón. Así que nodebemos reñir con él, Maud, ni llamarlecosas feas, aunque desde luego esintolerablemente feo y vulgar, y a vecesroza la impertinencia…, supongo que sinsaberlo o, de hecho, sin que le importe

mucho.Teníamos muchas cosas en las que

pensar, y hablamos sin parar. Huboestallidos e interrupciones a causa de mipesadumbre, y también palabras deconsuelo por parte de mi bondadosaprima. Desde entonces me he vistosermoneada tan a menudo por habermedejado hundir en el dolor, que measombro de la paciencia que mi primatuvo durante esa fastidiosa visita. Luegohubo alguna que otra lectura de ese libroque, en los días terribles de aflicción,siempre deja sentir sus derechos. Acontinuación nos dimos un paseo por eljardín de los tejos, aquel pequeñorecinto cuadrangular, primoroso y

claustral…, el más solemne, triste yanticuado de los jardines.

—Y ahora, querida mía, la verdad esque he de dejarte durante dos o treshoras. Son muchísimas las cartas quetengo que escribir; mi gente debe deestar pensando ya que me he muerto.

Así que, hasta la hora del té, tuvepor compañera a la pobre Mary Quince,con sus simplonas efusiones parloteantesy sus largos accesos de vacío silencio.Una compañía así suele, sin embargo,ser el mejor consuelo que puede hallarseen los habituales estados depesadumbre: alguien capaz deaprenderse de memoria las viejas yamistosas habladurías acerca de los

muertos y conversar sobre sus manerasde ser, su aspecto y sus gustos, sin granrefinamiento psicológico, pero con unasencilla admiración y simpatía incapazde medirlos con el rasero de la censura,sino siempre con el de la fe y el amor.

En los momentos de sosiego yfelicidad no resulta fácil rememorar lassensaciones de un agudo dolor yapasado. Gracias a que Dios así lo hadispuesto misericordiosamente, nada esmás difícil de recordar que el dolor.Recuerdo una o dos grandes angustias deaquel tiempo, las cuales permanecenpara testificar del resto y paraconvencerme de cuán terrible fueaquella época, aunque ya no pueda

verla.Al día siguiente fue el entierro, esa

aterradora necesidad. El ser amadoabandona el hogar sacadosubrepticiamente del mismo, sin ofrecerresistencia, por cuchicheantes familiaresenlutados, sin una palabra de adiós, paraya nunca más ensombrecer el vano deaquellas puertas, para yacer, de aquí enadelante, fuera, lejos y desamparado enlos soñolientos ardores estivales, en losdías de nieve y noches de tormenta, sinluz ni calor, sin una voz cercana. ¡Oh,muerte, reina del terror! Ante tupresencia el cuerpo tiembla y el espíritudesfallece. Vano es que, tapándonos losojos con las manos, gritemos nuestra

reclamación; la horrible imagen no seráexcluida. Justo hemos pronunciado lapalabra hace mil ochocientos años, yprofesado nuestra fe. Y, a través de larota bóveda, el fulgor de la Estrella deBelén.

Me alegré, dentro de una especie deagonía, cuando el entierro huboterminado. Mientras todavía estaba porefectuarse, se cernía aún algo de lacatástrofe. Ahora ya todo había quedadoatrás.

¡La casa estaba tan extrañamentevacía! ¡Sin dueño… sin amo! Yo con miextraña libertad momentánea,desposeída de aquel amorirreemplazable, nunca del todo

apreciado hasta que se pierde. Lamayoría de las personas hanexperimentado, bajo talescircunstancias, el desaliento quesubyace en la tristeza.

El aposento del pobre expulsado dela vida se ve ahora desmantelado. Hansido quitadas las camas y cortinas, y elmobiliario desplazado; las alfombrassuprimidas, las ventanas abiertas y laspuertas cerradas. El dormitorio y laantesala a partir de entoncespermanecieron deshabitados durantemuchos días. Cada uno de aquellosescandalosos cambios me golpeabacomo un reproche.

Aquel día vi llorar a la prima

Mónica por primera vez, creo, desde sullegada a Knowl, lo que me hizo amarlaaún más, y sentirme consolada. Mislágrimas se han detenido con frecuenciaante la visión de otra persona llorando,y nunca pude explicarme por qué. Perocreo que es mucha la gente queexperimenta esta misma y extrañareacción.

El entierro se llevó a cabo, enobediencia a sus breves peroperentorias indicaciones, en la másestricta intimidad y sin dispendios.Hubo, sin embargo, comitiva, y losaparceros de la finca de Knowlacompañaron el furgón fúnebre hasta elmausoleo, que por tal nombre se le

llama, en el parque, donde mi padre fuedepositado junto a mi querida madre. Ycon ello, el repulsivo ceremonial deaquel día aciago llegó a su fin. Laaflicción continuaba, pero hubo undescanso de la fatiga de tantas zozobras,y sobrevino una calma relativa.

Reinaba en aquel momento esetiempo equinoccial que entona elimpetuoso canto fúnebre del otoño,heraldo del invierno. Amo —siempre lahe amado— esa música grandiosa eindefinible, amenazadora yquejumbrosa, con su extraño espíritu delibertad y desolación.

Hallándonos en el salón de Knowl,los oídos puestos en el fragor de la

tempestad, con el correo de la noche mellegó una voluminosa carta provista deun sello grande y negro y unos ribetes deun luto prodigiosamente profundo, comoel crespón de una viuda. No reconocí laletra, pero, al abrir la fúnebre misiva,resultó ser de mi tío Silas, y sucontenido era éste:

«QUERIDÍSIMA SOBRINA:Esta carta te llegará,probablemente, el día señaladopara que los restos mortales demi bienamado hermano Austin, yquerido padre tuyo, seaninhumados. Luctuosa ceremoniade cuya triste participación me

veo excluido por la edad, ladistancia y la quebrantada salud.Confío en que en estas horas dedesolación no sea mal recibidoel recuerdo de que un sustituto—imperfecto, indigno, pero alque anima el más afectuoso celo— de ese honroso progenitor alque acabas de perder, ha sidodesignado en la persona de tutío, esto es, en mí, por sutestamento. Tengo entendido queestuviste presente durante sulectura, pero pienso que uninmediato inicio de nuestrasnuevas y más afectuosasrelaciones ha de redundar en

nuestra mutua satisfacción, acuyo efecto habrán de serconsultadas mi conciencia y tuseguridad, así como —confío—tu comodidad. Permanecerás,querida sobrina, en Knowl hastaque se hayan llevado a cabo unossencillos arreglos destinados a turecepción en esta casa. Entoncesdecidiré los pormenores de tubreve viaje hasta nosotros, elcual se realizará de la maneramás cómoda y fácil para ti quesea posible. Elevo humildemente mis preces porque estaaflicción nos santifique a todos yporque hallemos apoyo,

consuelo y orientación ennuestros nuevos deberes. Nohace falta que te recuerde que enestos momentos estoy, respecto ati, in loco parentis, lo cualsignifica en el lugar del padre, yno olvidarás que debes quedarteen Knowl hasta que recibasnuevas noticias mías.

Con el cariño de tu tío ytutor.

Silas Ruthyn».

P.D. —Te ruego quepresentes mis respetos a ladyKnollys, quien, según tengoentendido, se encuentra en

Knowl. Quisiera observar queuna dama que, tengo motivospara temer, abriga sentimientosinamistosos hacia tu tío, noconstituye la compañía másdeseable para su pupila. Perobajo expresa condición de queyo no sea tema de vuestraconversación —distinción queno conduciría a que te formarasde mí un juicio justo yrespetuoso—, no interpongo miautoridad para que a vuestrarelación sea puesto inmediatofin».

Al leer esta postdata mi mejilla

cosquilleó como si hubiera recibido unabofetada. El tío Silas era aún un extraño.La amenaza de autoridad era nueva yrepentina, y, con una punzadamortificante, sentí el alcance de lasituación en que el testamento de miquerido padre me había colocado.

Sin decir palabra entregué la carta ami prima, quien la leyó con una especiede sonrisa, hasta que, supongo, llegó a lapostdata, momento en el que susemblante, en el que mis ojos estabanclavados, cambió y, con las mejillasarreboladas, golpeó sobre la mesa quetenía delante con la mano en la quesostenía la carta, y exclamó:

—¡Habráse visto! ¡Pero qué

impertinencia! ¡Menudo anciano este!Hubo una pausa, durante la cual lady

Knollys, con el ceño fruncido,permaneció con la cabeza levantada,resoplando un poco.

—No tenía la intención de hablar deél, pero ahora lo haré. Diré lo que se meantoje y me quedaré aquí mientras tú melo permitas, Maud. Y es preciso que nole tengas ni una pizca de miedo. ¡Que anuestra relación sea puesto «uninmediato fin»! ¡Ojalá estuviera aquí!¡Me iba a oír!

Y la prima Mónica se bebió de untrago la taza entera de té y, ya más a suaire, dijo:

—¡Ya estoy mejor! —y respiró

hondo y se rió un poco con una risadesafiante y zumbona—. ¡Ojalá lotuviéramos aquí, Maud, para que ledijéramos unas cuantas cositas queopinamos! ¡Y ello antes de que esemiserable testamento sea publicado!

—Casi me alegro de que hayaescrito esa postdata, pues aunque piensoque en esa cuestión no tiene autoridadninguna mientras yo esté bajo mi propiotecho —dije, improvisando una opiniónlegal—, y, por lo tanto, no le obedeceré,de algún modo me ha abierto los ojos ami situación real.

Suspiré, creo, con gran desolación,pues lady Knollys se acercó a mí y mebesó muy tierna y afectuosamente.

—Lo cierto, Maud, es que parececomo si tuviera un sentido sobrenaturaly oyera, a través del aire, cosas dichas amás de cincuenta millas de páramos ymontañas. Recordarás que, justo en elmomento en que seguramente estaría élescribiendo ayer esa mismísimapostdata, yo te estaba instando a quevinieras a mi casa y te quedarasconmigo, y planeando predisponer aldoctor Bryerly en tu favor. Y eso es loque voy a hacer, Maud; vas a venirteconmigo…, como mi invitada. Estaríaencantadísima; y lo cierto es que si Silasestá desacreditado, la culpa es suya, yno veo por qué haya de incumbirte a tilibrar su batalla. No puede vivir mucho

tiempo. La sospecha, sea la que sea, semorirá con él… ¿Qué otra cosa podíanuestro querido y pobre Austin probarcon su testamento sino lo que todo elmundo sabía de antemano…, su propia yfirme creencia en que Silas erainocente? ¡Qué tormenta tan horrorosa!La habitación retiembla. ¿No te gustaese sonido? ¡Es lo que solían llamar«aullar de lobos» en el viejo órgano deDorminster!

C A P Í T U L O X X V I

LA HISTORIA DEL TÍOSILAS

Y así era, como los aullidos defantasmagóricos sabuesos y cazadores yel atronar de sus corceles en el aire…,una música furibunda, grandiosa ysobrenatural, que en mi fantasíaproporcionaba un acompañamientoadecuado a la conversación acerca deaquella enigmática persona, mi tíoSilas… mártir… ángel… demonio…

con quien mi destino me había ligadoahora de forma tan extraña, y a quienhabía comenzado a temer.

—El viento sopla de ese lado —dije, señalando con la mano y la mirada,pese a que los postigos se hallabancerrados y las cortinas corridas—. Estatarde vi cómo todos los árboles sedoblaban por esa parte, donde está elgran bosque solitario en el que yacenenterrados mis queridos padres. ¡Oh,qué horrible es pensar en ellos unanoche como ésta! ¡Una cripta… húmeda,oscura y solitaria… bajo la tormenta!

La prima Mónica lanzó una miradaanhelante en la misma dirección y,exhalando un breve suspiro, dijo:

—Pensamos demasiado en lospobres despojos y demasiado poco en elespíritu que vive por siempre. Estoysegura de que son felices —y volvió asuspirar—. Ojalá me atreva a tener tanfirmes esperanzas en lo que a míconcierne. Sí, Maud, es triste. Somos tanmaterialistas que no podemos evitarsentir de esa manera. Olvidamos lobueno que es para nosotros el quenuestros actuales cuerpos no duren parasiempre. Están construidos para untiempo y un lugar de tribulación… Noson, eso está claro, sino meras máquinastemporales que se desgastan yconstantemente muestran sus fallos y suruina… ¡y con qué tremenda capacidad

para el dolor! El cuerpo yace solitario, yasí es como debe ser, pues ello obedeceevidentemente a la voluntad de su buenCreador; sólo el tabernáculo, no lapersona, es el que es sobrevestido trasla muerte «con una casa que viene delcielo», dice san Pablo[25]. Por eso,Maud, cariño, aunque la idea nosatormente una y otra vez, es una ideahuera; el pobre cuerpo mortal no es másque la fría ruina de una morada que elloshan abandonado antes que nosotros. Asíque, según dices, este ventarrón quesopla contra nosotros viene de esebosque de ahí. Si es así, Maud, entoncesde donde viene es de Bartram-Haughtambién, por encima de los árboles y las

chimeneas de aquella vieja casa y esemisterioso anciano que no puede estarmás en lo cierto al decir que no le tengosimpatía; le imagino como un viejohechicero en su castillo, lanzando al airesus espíritus familiares con el encargode que le busquen y traigan noticias denuestras ocupaciones aquí.

Alcé la cabeza y me puse a escucharla tormenta, que a veces parecíaperderse a lo lejos, y a veces se henchíaa nuestro alrededor esparciendo susestruendos por lo alto. Y mispensamientos volaban hacia Bartram-Haugh y el tío Silas a través de latiniebla y la soledad.

—Esta carta —dije finalmente— me

hace sentir de modo diferente. Piensoque el tío Silas es un viejo severo… ¿noes así?

—Ahora hace veinte años desde quelo vi por última vez —contestó ladyKnollys—. No me apetecía hacerlevisitas.

—¿Eso fue antes del horrible sucesoacaecido en Bartram-Haugh?

—Antes…, sí, querida. En aquelentonces no era un libertino reformado,sino sólo arruinado. Austin fue muybueno con él. El señor Danvers dice quees absolutamente inexplicable cómoSilas pudo dilapidar, sin beneficiarse enlo más mínimo, las inmensas sumas quede cuando en cuando recibía de su

hermano. Pero es que, cariño mío, tu tíojugaba, y tratar de ayudar a un hombreque juega, y que tiene mala suerte, y hayalgunos hombres que la tienenhabitualmente, es como tratar de llenaruna vasija sin fondo. Creo, por cierto,que mi prometedor sobrino, CharlesOakley, juega. Pues Silas, de la maneramás injustificable, se metía en todo tipode especulaciones, y tu pobre padretenía que pagarlo todo. Silas perdiósumas asombrosas en aquel banco quearruinó a tantos caballeros rurales; elpobre sir Harry Shackleton, deYorkshire, tuvo que vender la mitad desus tierras. Pero tu buen padre siguióayudándole… de aquella manera, quiero

decir, extravagante y que en realidad eraabsolutamente inútil, hasta que se casó.

—¿Hace mucho que murió mi tía?—Doce o quince años… más, en

realidad… murió antes que tu pobremamá. Era muy desgraciada, y estoysegura de que habría dado su manoderecha por no haberse casado conSilas.

—¿Te era simpática?—No, querida, era una mujer tosca y

vulgar.—¡Tosca y vulgar la esposa del tío

Silas! —repetí, sorprendidísima, ya queel tío Silas era un hombre de mundo, ungalán de su época, el cual lo lógico esque se casara con una mujer de buena

cuna y además acaudalada, sobre esteparticular no me cabía ninguna duda, yen este sentido me expresé.

—Sí, querida, eso era lo lógico, y elpobre Austin estaba muy impacienteporque así lo hiciera, a cuyo fin lehabría ayudado con una generosaasignación, me figuro. Pero a Silas ledio por casarse con la hija de unposadero de Denbigh.

—¡Qué absolutamente increíble! —exclamé.

—En absoluto increíble, querida…,semejante cosa está mucho más a laorden del día de lo que te imaginas.

—¡Cómo!… Un hombre de mundo, yrefinado, casarse con una persona…

—¡Una tabernera!… Ni más nimenos que eso —dijo lady Knollys—.Creo que podría contar hasta mediadocena de hombres de mundo que, queyo sepa, se han arruinado justo de esemismo modo.

—Bueno, en cualquier caso hay queadmitir que en esto el tío Silas demostróser muy poco mundano.

—Nada mundano, pero sí muyvicioso —replicó la prima Mónica, conuna risita desconsiderada—. Ella eramuy hermosa, curiosamente hermosapara una persona de su condición. Separecía mucho a aquella lady Hamiltonque fue la hechicera de Nelson…,elegantemente hermosa, pero

perfectamente plebeya y estúpida. Creo,para hacer justicia a tu tío, que lo únicoque él pretendía era seducirla, pero ellaera astuta, lo suficiente como parainsistir en casarse. Los hombres quejamás se han negado a sí mismos ni unsolo capricho, cueste lo que cueste, nose verán obstaculizados ni siquiera porsemejante condición, si el penchant eslo bastante violento.

No entendí ni la mitad de estamuestra de psicología mundana, que alady Knollys parecía causarle hilaridad.

—Cierto que el pobre Silas luchóhonradamente contra las consecuencias,pues pasada la luna de miel intentódeclarar nulo el matrimonio. Pero el

cura galés y el papá posadero fuerondemasiado fuertes para él, y la jovenseñora se las arregló para mantener a supugnaz galán dentro del respetabledogal… ¡y una buena presa la queresultó ser!

—He oído decir que la pobrecillamurió con el corazón destrozado.

—En cualquier caso murió unos diezaños después de casarse, pero lo ciertoes que no puedo decir nada acerca de sucorazón. Desde luego creo que sufriómalos tratos suficientes para morirse,pero, que yo sepa, su sensibilidad no erasuficiente para morirse de eso, de nohaber sido porque bebía. Me han dichoque las galesas beben a menudo. Había

entre ellos celos, eso por supuesto, yunas broncas brutales, y todo tipo dehorribles historias. Durante un año o dosvisité Bartram-Haugh, pese a que nadiequería hacerlo. Pero cuando empezó esetipo de cosas, como es natural dejé de ir,eso no tenía vuelta de hoja. Pienso queel pobre Austin jamás supo lo mala queera la situación. Y luego vino ese odiosoasunto a propósito del desdichado señorCharke. El tal señor Charke…, ¿sabes?…, se suicidio en Bartram.

—Nunca lo oí decir —dije, y ambashicimos una pausa, y mi prima se puso acontemplar la lumbre con semblantegrave, y la tormenta rugía y ululaba hastahacer que la vieja casa temblara de

nuevo.—Pero el tío Silas no pudo evitarlo

—dije finalmente.—No, no pudo evitarlo —asintió

desagradablemente.—Y el tío Silas incurrió en… —me

detuve, presa de una especie de miedo.—Tu tío Silas incurrió en la

sospecha de haber sido él quien lomatara, según algunas personas —completó la frase.

Aquí hubo otra larga pausa, durantela cual fuera de la casa la tempestadmugía y clamaba como ruge una multitudal pie de la ventana, exigiendo unavíctima. Se apoderó de mí una sensaciónintolerable y nauseabunda.

—Pero tú no sospechaste de él,¿verdad, prima Knollys? —dije,temblando mucho.

—No —dijo con gran aspereza—.Ya te lo dije antes. Claro que no.

Se hizo otro silencio.—Ojalá, prima Mónica —dije,

arrimándome a ella—, no hubieras dichoeso de que el tío Silas era un hechiceroy mandaba a sus espíritus por los aires aescuchar. Pero estoy muy contenta deque nunca sospecharas de él.

Insinué mi gélida mano entre lassuyas y la miré a la cara, no sé con quéexpresión. Ella me miró a su vez conojos severos y altivos, según mepareció.

—¡Naturalmente que jamás sospechéde él! ¡Y no vuelvas nunca a hacermeesa pregunta, Maud Ruthyn!

¿Era orgullo familiar, o qué eraaquel fulgor que tan fieramente hacíallamear sus ojos al pronunciar aquellaspalabras? Yo estaba asustada…, mesentía herida… y rompí a llorar.

—Pero ¿por qué lloras, cariño mío?No tenía la intención de enfadarme. ¿Mehe enfadado? —dijo este momentáneofantasma de una lady Knollys adusta,que en un abrir y cerrar de ojos setransmutó de nuevo en una prima Mónicaagradable, con sus brazos alrededor demi cuello.

—No, no, claro que no…, sólo que

pensé que te había enojado; creo quepensar en el tío Silas me pone nerviosa,y no puedo evitar el estar pensando en élcontinuamente.

—A mí me pasa lo mismo, aunquelas dos podríamos hallar fácilmente algomejor en lo que pensar. ¿Y si lointentamos? —dijo lady Knollys.

—Pero primero he de saber algomás acerca del tal señor Charke y cuálesfueron las circunstancias queposibilitaron a los enemigos del tíoSilas fundamentar esa malvada calumniaa propósito de su muerte, que a nadie hahecho bien alguno y que a algunaspersonas tantas calamidades ha traído.Por ejemplo al tío Silas, puede decirse

que arruinado por su culpa, y todossabemos hasta qué punto oscureció lavida de mi querido padre.

—A la gente le gusta hablar, queridamía. Tu tío Silas se había perjudicado así mismo antes de eso, en opinión de lasgentes de su condado. Era una ovejanegra, eso es un hecho. Corrían historiasmuy malas acerca de él, y la gente se lascreía. Desde luego su matrimonio fueuna desventaja, ¿sabes?, así como lasdeplorables escenas que sedesarrollaban en su desacreditadohogar…; todo esto predisponía a lagente a pensar mal de él.

—¿Cuánto tiempo hace que pasó?—Oh, de eso hace mucho, creo que

antes de que tú nacieras —contestó.—Y la injusticia pervive todavía…,

¿aún no la han olvidado? —dije yo, puessemejante tiempo transcurrido meparecía lo bastante largo como para quetodo cuanto por su naturaleza esperecedero fuese relegado al olvido.

Lady Knollys sonrió.—Sé buena, prima, y cuéntame toda

la historia según la recuerdes. ¿Quiénera el señor Charke?

—El señor Charke, querida mía, eraun caballero «de hipódromo»… así escomo les llaman, según creo; uno deesos londinenses sin cuna ni crianza,cuyos vicios y cuyo dinero constituyenel único fuero que les permite alternar

con los jóvenes dandies aficionados alos sabuesos y los caballos y todas esascosas. Tal pandilla le conocía muy bien,pero por supuesto nadie más. Asistió alas carreras de Matlock y tu tío le invitóa Bartram-Haugh; y el tipo aquel, judíoo gentil, fuese lo que fuese, se imaginóque eso de visitar Bartram-Haughconstituía un honor más grande del queacaso constituía realmente.

—Para el tipo de persona que estásdescribiendo, pienso que el hecho de serinvitado a estar en la casa de un hombredel linaje del tío Ruthyn ciertamenteconstituía un honor bastante insólito.

—Bien, puede que así fuese, puesaunque le conocían mucho del

hipódromo y le invitaban a sus cenas entabernas, lo que nunca hacían, eso porsupuesto que no, era invitarle a casasdonde hubiera damas. Pero la esposa deSilas no gozaba de mucha consideraciónen Bartram-Haugh. De hecho, se la veíamuy poco, pues todas las tardes seemborrachaba en su dormitorio, pobremujer.

—¡Qué desdichada!—No me parece a mí que a Silas le

preocupara mucho, pues bebía ginebra,según decían, y el gasto no era muygrande; en realidad pienso que, una cosapor otra, en el fondo a él le alegraba queella bebiera, pues esto la apartaba de ély había probabilidades de que acabara

matándola. Por aquellos tiempos, tupadre, a quien aquel matrimonio le teníaabsolutamente asqueado, había cortadolos suministros, ¿sabes?, y Silas vivía enuna gran pobreza, tan hambriento comoun gavilán cuando, según decían, cayóen picado sobre este rico jugadorlondinense, proponiéndose hacerse consu dinero. Lo que te estoy contando es loque dijeron después. Las carrerasduraron se me ha olvidado cuántotiempo, y el señor Charke se quedó enBartram-Haugh todo ese tiempo y unosdías más. Se tenía la idea de que elpobre Austin solía pagar todas lasdeudas de juego de Silas, así que elmiserable del tal señor Charke apostó

fuerte con tu tío en las carreras, yademás jugaban a lo grande en Bartram.Él y Silas solían jugar por las nochespartidas de cartas. Todos estospormenores, como ya te he dicho,salieron a la luz después, pues hubo unainvestigación, ¿sabes?, y luego Silashizo pública lo que él llamaba su«declaración», lo que dio lugar a la máspenosa de las correspondencias en losperiódicos, amén de abundante.

—¿Y por qué se mató el señorCharke? —pregunté.

—Bueno, primero te contaré aquellosobre lo que todos están de acuerdo. Lasegunda noche después de las carreras,tu tío y el señor Charke estuvieron

levantados hasta eso de las dos o lastres de la mañana, en el recibidor, asolas totalmente. El criado del señorCharke estaba en una taberna deFeltram, conocida por Stag’s Head, y,por lo tanto, le fue imposible arrojar luzsobre lo que ocurrió aquella noche enBartram-Haugh; pero a las seis de lamañana estaba allí, tempranito, a lapuerta de su amo, tal como éste se lomandara. El señor Charke, según sucostumbre, había cerrado la puerta pordentro, y la llave estaba en la cerradura,lo que posteriormente resultó algo demucha importancia. Al llamar con losnudillos se encontró con que no podíadespertar a su amo, pues, según se

reveló tras forzar la puerta, su amo yacíamuerto a un lado de la cama, no en uncharco, sino en todo un lago de sangre,según la descripción que hicieron,degollado.

—¡Qué horrible! —exclamé.—En efecto. Tu tío Silas fue

avisado, la impresión que se llevó fue,por supuesto, enorme, e hizo lo que, a mientender, era lo mejor que cabía hacer.Dejó todo, en la medida de lo posible,como lo había encontrado, einmediatamente envió a su criadopersonal a buscar al forense, y, como tutío era juez de paz, tomó declaración alcriado del señor Charke cuando todo loacaecido estaba aún fresco en su

memoria.—¿Acaso podía procederse de

modo más recto, justo y sabio? —pregunté.

—No, por supuesto que no —respondió lady Knollys, pienso que concierta sequedad.

C A P Í T U L O X X V I I

MÁS EN TORNO ALSUICIDIO DE TOM

CHARKE

LA investigación, así pues, se llevóa cabo, y el señor Manwaring, de WailForest, fue el único miembro del juradoque, durante la pesquisa, parecía abrigarla idea de que el señor Charke no habíamuerto por su propia mano.

—¿Y cómo pudo imaginar una cosaasí? —exclamé indignada.

—Bueno, el resultado, como verás,fue suficiente para justificar el quedijeran, como así lo hicieron, que muriópor su propia mano. Se halló que laventana estaba cerrada por dentro con untornillo, habiéndolo estado cuando ladoncella había arreglado la habitación alas nueve; nadie podía haber entrado poresa ventana. Estaba, además, en el tercerpiso, y las habitaciones son de techoalto, de modo que estaba a mucha alturadel suelo y no había ninguna escalera demano tan larga como para llegar hastaallí. La casa está construida formandocuadrilátero con un estrecho patiointerior, al que daba el cuarto del señorCharke. Sólo una puerta conduce a ese

patio, y la misma no mostraba señalalguna de haber sido abierta desde hacíaaños. Estaba cerrada por dentro conllave, y ésta en la cerradura, de maneraque nadie podía tampoco haber entradopor allí, pues, ¿comprendes?, resultabaimposible abrir la cerradura desdefuera.

—¿Y cómo pretendieron poner entela de juicio una cuestión tan clara? —pregunté.

—Cayó, no obstante, sobre el asuntouna especie de niebla que a aquellos aquienes les daba por decir cosasdesagradables les proporcionó laoportunidad de insinuar sospechas,aunque ellos mismos no eran capaces de

descubrir la clave del misterio. Enprimer lugar, al parecer el señor Charkese había ido a la cama muy borracho y,mientras se acostaba, se le había oídocantar y armar alboroto…, estado deánimo que no es en el que la gente sequita la vida. Además, aunque se hallósu propia navaja de afeitar en medio detoda aquella espantosa sangría, cerca desu mano derecha (resulta horrible tenerque oír todo esto), en los dedos de laizquierda presentaba un corte quellegaba hasta el hueso. Además, no seencontró por ninguna parte el cuadernode apuntes donde anotaba sus apuestas,lo cual, ¿entiendes?, era muy extraño.Sus llaves las llevaba enganchadas a una

cadena. Lucía gran cantidad de oro ypiezas de bisutería. Lo vi, desgraciadode él, en la pista de carreras. Habíandescabalgado de sus caballos y él y tutío estaban paseando por la pista.

—¿Tenía el aspecto de un caballero?—quise saber, como me figuro quehabrían querido otras damiselas.

—Tenía el aspecto de un judío,querida mía. Llevaba puesto un horrendoabrigo marrón con esclavina deterciopelo, el pelo lo tenía negro yrizado, y le caía sobre el cuello delabrigo, llevaba grandes patillas, era muyalto de hombros y fumaba un cigarro,cuyo humo lo echaba a bocanadasdirectamente al aire. Me quedé

escandalizada al ver a Silas ensemejante compañía.

—¿Descubrieron algo sus llaves? —pregunté.

—Al abrir su escritorio de viaje yuna cajita laqueada que había dentro, seencontró muchísimo menos dinero delque se esperaba…, de hecho, muy poco.Tu tío dijo que había ganado algo lanoche anterior jugando a las cartas, yque Charke, estando borracho, se lequejó de que había tenido grandespérdidas que contrapesaban susganancias en las carreras, de las cuales,además, sólo le habían pagado unapequeña parte. En cuanto a su cuaderno,al parecer había pequeñas anotaciones

de apuestas al dorso de unas cartas, y sedijo que a veces no hacía otra clase derecordatorio de sus apuestas, aunqueesto fue impugnado, y en dichasanotaciones no había ni una que serefiriera a Silas. Pero además se omitíatoda alusión a sus transacciones conotros dos renombrados caballeros, asíque la cosa no era una excepción.

—No, claro que no; eso quedabaperfectamente explicado —dije.

—Entonces se planteó la pregunta —continuó mi prima— de qué motivopodría haber tenido el señor Charkepara quitarse la vida.

—¿Pero es que eso no es algo muydifícil de averiguar en muchos casos? —

la atajé.—Se dijo que en Londres tenía

misteriosos problemas, a los que solíaaludir. Algunos dijeron que realmente seencontraba en un aprieto, y otros que nohabía nada de eso y que cuando serefería a ello lo hacía sólo en broma.Durante la pesquisa no hubo ningunasospecha de que tu tío se hallaraimplicado, salvo por unas preguntas delseñor Manwaring.

—¿Qué preguntas fueron ésas? —pregunté.

—La verdad es que no me acuerdo,pero ofendieron enormemente a tu tío, yse produjo una pequeña escena en lasala. Al parecer, el señor Manwaring

pensaba que, de algún modo, alguienhabía entrado en la habitación. Por lapuerta no podía ser, ni bajando por lachimenea, pues en el cañón de la mismaencontraron una barra de hierroatravesada de parte a parte en lamanipostería, próxima a la cúspide. Laventana daba a un patio no mayor queuna sala de baile. Bajaron a examinarlo,pero aunque la tierra estaba húmeda, nopudieron descubrir la menor huella depisadas. Hasta donde llegaron susaveriguaciones, resultó que el señorCharke se había encerradoherméticamente en su habitación y, actoseguido, se había rebanado el cuello consu propia navaja de afeitar.

—Sí —dije—, pues todo, esto es, laventana y la puerta, estaba cerrradodesde dentro, y no había señales de quese hubiera intentado penetrar al interior.

—Exactamente; y unos meses mástarde, cuando el escándalo estabahaciendo más ruido que nunca y fueronregistradas las paredes y, a instancias detu tío, quitados los frisos de madera, sepuso en evidencia que no existía ningúnacceso disimulado a la habitación.

—Así pues, la respuesta a todasaquellas calumnias fue simplemente queel crimen era imposible —dije—. ¡Quéhorrible el mero hecho de que semejantecalumnia requiriese una respuesta!

—Incluso entonces fue un asunto

desagradable, aunque no puedo decirque nadie supusiera culpable a Silas;pero comprenderás que todo ellomenoscababa su buen nombre: el talseñor Charke era un huéspeddeshonroso, lo sucedido era horrendo, yademás una publicidad sensacionalistapuso de relieve los escándalos deBartram-Haugh. Pero al poco, y derepente, todo se volvió muchísimo peor.

Mi prima hizo una pausa pararememorar con exactitud.

—Se produjeron murmuracionesmuy desagradables entre las gentesrelacionadas con el deporte en Londres.

El tal Charke había escrito doscartas. Sí… dos. Dos meses más tarde

fueron publicadas por su malvadodestinatario, el cual quería extorsionardinero. En un principio dichas genteshablaron mucho de esas cartas en laciudad, pero en cuanto se publicaronprodujeron sensación en el país, asícomo toda una tempestad de comentariosperiodísticos. La primera no tuvograndes consecuencias, pero la segundaera muy chocante, embarazosa e inclusoalarmante.

—¿Qué era, prima Mónica? —inquirí en un susurro.

—Sólo te lo puedo decir a grandesrasgos, puesto que hace tanto tiempo quelas leí; pero los dos estaban escritas enla misma clase de jerga, y tenían partes

tan difíciles de entender como uncombate de boxeo. Espero que nuncaleas esas cosas.

Satisfice su repentina alarmaeducativa, y lady Knollys prosiguió:

—Me temo que apenas me oyes, conestos rugidos del viento. Bien, escucha.La carta decía a las claras que el señorCharke había hecho una visita muyprovechosa a Bartram-Haugh, ymencionaba, en cifras exactas, en cuántoestimaba el IOU[26] de tu tío Silas,puesto que no podía pagarle. No sédecir a cuánto ascendía la suma, loúnico que recuerdo es que eraabsolutamente terrorífica. Cuando la leíme quedé sin aliento.

—¿El tío Silas la había perdido? —pregunté.

—Sí, y la debía; y le había dadoesos papeles que llaman IOU,prometiendo pagarle; papeles que, porsupuesto, el señor Charke había puestobajo llave con su dinero; y lainsinuación consistió en que Silas lehabía eliminado con el fin de verse librede la deuda, y que además le habíaquitado una buena cantidad de dinero.No recuerdo sino estos extremos, quefueron precisamente los que causaronsensación —continuó lady Knollys trasuna breve pausa—, la carta estabaescrita la tarde del último día de vida deaquel desgraciado, de modo que tu tío

Silas no había tenido mucho tiempo pararecuperar su dinero jugando a las cartas;y sostuvo empecinadamente que nodebía ni una guinea al señor Charke. Lacarta mencionaba una enorme cantidadcomo efectivamente adeudada por Silas,y advertía a su destinatario, un agente,que no hablara de aquello, ya que Silassólo podía pagar si le sacaba el dinero asu riquísimo hermano, quien querríaadministrarlo; y decía muy a las clarasque había mantenido muy en secreto elasunto a instancias de Silas. Era unacarta, ¿sabes?, muy embarazosa, tantomás cuanto que estaba escrita con unaeuforia brutal, y no en el estado deánimo de quien está pensándose el

marcharse de este mundo. No puedesimaginarte la sensación que produjo lapublicación de estas cartas. En un abriry cerrar de ojos se desencadenó latormenta, y desde luego Silas se enfrentócon ella valientemente… sí, con grancoraje y talento. ¡Qué pena que noiniciara pronto en su vida una carreraambiciosa! Bueno, de nada sirvelamentarse. Sugirió que las cartas eranfalsificadas. Alegó que Charke tenía lacostumbre de fanfarronear y decirenormes falsedades a propósito de susoperaciones tahurescas, especialmenteen sus cartas. Recordó a todo el mundocuán a menudo la gente finge hallarse enuna euforia animal en el mismísimo

momento en que está pensandosuicidarse. Aludió, de un modo varonil ygrácil, a los miembros de su familia y sucarácter. Adoptó un tono de severaamenaza contra sus adversarios einsistió en que lo que osaban insinuarcontra él era materialmente imposible.

Pregunté bajo qué forma aparecíaesta vindicación.

—Era una carta, impresa como unpanfleto; todo el mundo admiró sutalento, ingenio y fuerza, y además fueescrita con una rapidez enorme.

—¿Tenía el estilo de sus cartas? —pregunte inocentemente.

Mi prima se echó a reír.—¡No, claro que no, querida! Desde

que se reconoció a sí mismo un carácterreligioso, no ha escrito más que la másinsípida y sosa de las chácharas. Tupobre padre solía enviarme sus cartaspara que yo las leyera, y a veces lleguéa pensar realmente que Silas estabaperdiendo facultades; pero creo que sólotrataba de escribir de acuerdo con supropio personaje.

—Supongo que el sentir generalestaría a su favor —dije.

—A mí me parece que no lo estaba,en ninguna parte, pero en su propiocondado desde luego estabaunánimemente en su contra. De nadasirve preguntar por qué, pero así era, ypienso que, con sus solas fuerzas y sin

ayuda, más fácil le habría sido levantarde cuajo el Peak que modificar lasconvicciones de los caballeros deDerbyshire. Todos estaban contra él. Porsupuesto que había causas quepredisponían en su contra. Tu tío publicóun ataque muy duro contra ellos,describiéndose a sí mismo como víctimade una conspiración política, ymanifestó, lo recuerdo, que desde elmismo instante de aquella terriblecatástrofe acaecida en su casa, habíaabjurado de las carreras de caballos yde toda ocupación o diversiónrelacionada con ellas. La gente sonriócon sarcasmo y dijo que como si seponía a esperar que le dieran una

patada.—¿Hubo pleitos a propósito de todo

esto? —pregunté.—Todo el mundo esperaba que los

hubiera, pues por ambas partes sepublicaron cosas durísimas, y pienso,además, que la gente que peor pensabade él tenía puestas sus ilusiones en queaún surgirían pruebas que convirtieran aSilas en convicto del crimen que se lesantojaba imputarle; y he aquí que hantranscurrido los años y muchas de laspersonas que recordaban la tragedia deBartram-Haugh y desempeñaron el papelmás fuerte de la denuncia y elostracismo subsiguiente han muerto sinque se haya arrojado luz alguna sobre

aquel suceso, y tu tío Silas sigue siendoun marginado. Al principio él seenfureció muchísimo, hasta el punto deque le habría gustado retar a duelo alcondado entero, hombre por hombre,caso de que ellos hubiesen aceptado eldesafío. Pero desde aquel entonces hacambiado sus costumbres por completo,y, como él dice, sus aspiraciones.

—Se ha hecho un hombre religioso.—La única ocupación que le queda.

Debe dinero; es pobre; está aislado y,según él, enfermo; y además se ha vueltoreligioso. Tu pobre padre, que era muydecidido e inflexible, jamás le ayudómás allá del límite que, tras lamésalliance de Silas, había prescrito.

Quería introducirlo en el Parlamento, acuyo fin habría corrido con los gastos yle habría concedido una asignación;pero o bien Silas se había vueltoperezoso, o bien entendía su situaciónmejor que el pobre Austin, si no es quedesconfiaba de sus propias fuerzas,aunque quizá su salud era realmenteprecaria, pero el caso es que adujoescrúpulos religiosos. Tu pobre papácreía posible la autoafirmación, en laque un hombre agraviado tiene derechoa confiar, pero había permanecidomucho tiempo apartado del mundo, y lateoría no sirve. Nada hay más difícil quelograr la readmisión de alguien a quienen un momento preciso se le dio de lado.

Creo que Silas tenía razón. La cosa nome parece que fuese factible. ¡Pero quétarde es ya, querida niña! —exclamó depronto lady Knollys, mirando el relojLouis Quatorze encima de la repisa dela chimenea.

Faltaba poco para la una. Latormenta había amainado ligeramente, yla idea que tenía del tío Silas estabamenos marcada por la zozobra, y máspor la confianza, que la que tenía unahora antes aquella noche.

—¿Y qué idea tienes de él? —pregunté.

Lady Knollys se puso a tamborilearcon la punta de los dedos sobre la mesa,mientras contemplaba el fuego.

—No entiendo de metafísica,querida mía, ni de brujería. A vecescreo en lo sobrenatural, y a veces no.Silas Ruthyn está solo, y no puedodefinirlo porque no lo comprendo. Quizáa veces vienen al mundo, bajo laenvoltura de la carne humana, almas queno son humanas. Silas me desconcertócasi siempre, no sólo en lo tocante aaquel horrible acontecimiento, sino a lolargo de toda su vida, en los primeros yen los últimos tiempos. En vano hetratado de comprenderle. Eso sí: huboun tiempo en su vida que fueespantosamente malvado, excéntrico, dehecho, en su personalidad, calavera,frívolo, dado al secreto y peligroso.

Pienso que hubo un tiempo en que pudohaber conseguido del pobre Austin loque quisiera, o casi; pero su ascendenciasobre él se esfumó con su matrimonio, ynunca la recobró. No, no lo entiendo.Siempre me dejó perpleja, como unrostro cambiante, a veces risueño perosiempre siniestro, en un mal sueño.

C A P Í T U L O X X V I I I

SOY PERSUADIDA

¡POR fin había oído la historia dela misteriosa deshonra del tío Silas!Durante un rato permanecimos sentadasen silencio, y yo, con la mirada fija en elvacío, le hice recorrer la ciudad de laimaginación en un carro triunfal,coronado de laurel, ensortijado yenvuelto en una túnica, gritando tras él:«¡Inocente! ¡Inocente! ¡Mártir ycoronado!». Todas las virtudes y

honestidades, razón y conciencia, bajomiríadas de formas —hilera sobre hilerade rostros humanos—, desde aceras,ventanas y tejados abarrotados por lamuchedumbre, se unían en vítores dejúbilo y los pregoneros hacían resonarsus clarines y los tambores redoblaban ygrandes órganos y coros, atravesandolos abiertos portones de las catedrales,atronaban con sus himnos de alabanza yacción de gracias, y las campanasrepicaban y los cañones disparabansalvas y el aire temblaba con aquellarugiente armonía; y Silas Ruthyn, elretrato de cuerpo entero, se alzaba enpie sobre el bruñido carro con unsemblante orgulloso, triste y

ensombrecido, que no se regocijaba conlos celebrantes, y detrás de él elesclavo, flaco como un espectro, con elsemblante blanco y cuchicheándole algoal oído con una sonrisa desdeñosa:mientras yo y toda la ciudad seguíamosgritando «¡Inocente! ¡Inocente! ¡Mártir ycoronado!». Y con esto concluía elensueño, del que no quedaban sino elrostro severo y pensativo de ladyKnollys, bañado en una pálida luz desarcasmo, y la tempestad fuera de lacasa, con sus estruendos y desoladaslamentaciones.

La prima Mónica había sido muybuena al quedarse conmigo tanto tiempo.Debió de ser indeciblemente tedioso

para ella. Y ahora empezaba ya a hablarde cosas que tenía que hacer en su casa,siendo evidente que se preparaba parauna inmediata huida. Y el alma se mecayó a los pies.

Sé que en aquel entonces no habríapodido definir mis sentimientos yzozobras. No estoy segura de queincluso ahora pudiera hacerlo. Todorecelo a propósito del tío Silas era, enmi mente, una puesta en tela de juicio delos fundamentos de mi fe, y, en sí misma,una impiedad. Mas, sin embargo, notengo la certidumbre de que en el fondode mis tribulaciones no hubiera quizáalguno de esos recelos, débiles eintermitentes.

No me encontraba muy bien. LadyKnollys había salido a dar un paseo. Nose cansaba fácilmente y a veces susexcursiones eran largas. El sol se estabaponiendo cuando Mary Quince me trajouna carta que acababa de llegar con elcorreo. Mi corazón se puso a palpitarviolentamente. Tenía miedo de romper elancho sello negro. Era del tío Silas.Hice un repaso mental de todos losdesagradables mandatos que podíacontener, en un intento de prepararmepara el golpe. Finalmente abrí la carta.Me daba instrucciones para que meaprestase a emprender el viaje aBartram-Haugh. Decía que podía llevarconmigo dos criadas, si así lo deseaba,

y que su próxima carta me daría detallesacerca de la ruta que debía seguir y deldía de mi marcha a Derbyshire; decíaademás que debería tomar lasdisposiciones convenientes en lo queconcierne a Knowl durante mi ausencia,pero que él difícilmente era la personaadecuada para ser consultada a eserespecto. Luego rogaba a Dios que lecapacitase para cumplir a plenasatisfacción de su conciencia con laconfianza en él depositada y que yoentrara en mis nuevas relaciones con unespíritu de oración.

Miré alrededor por la habitación,que tan familiar me era desde hacíamucho tiempo, y con la que ahora, ante

la idea de la partida y el cambio, tanencariñada me sentía. La vieja casa…¡Querido, querido Knowl!… ¿Cómo ibaa poder abandonarte, a ti y a tusentrañables recuerdos, voces y miradasamables, y cambiarte por una tierraextraña?

Exhalando un hondo suspiro cogí lacarta del tío Silas y bajé por lasescaleras al salón. Desde la ventana delvestíbulo, donde me rezagué unosmomentos, me puse a contemplar laarboleda, que tan familiar me era. El solse había puesto. La luz era yacrepuscular y los blancos vapores de lanoche que se avecinaba empezaban ya acubrir de una veladura el adelgazado y

amarillo follaje. Todo estabamelancólico. Todos aquellos queenvidiaban a la joven heredera de unafortuna principesca, ¡qué pocosospechaban el peso que oprimía sucorazón, o que, refrenando el miedo a lamuerte, de buena gana, en aquelmomento, habría dicho adiós a su vida!

Lady Knollys todavía no habíavuelto y la oscuridad iba cayendorápidamente; por el occidente había uncúmulo de negros nubarrones, entrecuyos resquicios se reflejaba aún unpálido lustre metálico.

El salón estaba ya muy oscuro, peroalguna que otra hilacha de dicho fríoresplandor fue a caer sobre una negra

figura apoyada en el marco de la ventanajunto a las cortinas, que de lo contrariono hubiera podido ser vista.

Avanzó bruscamente, con un crujidode zapatos; era el doctor Bryerly.

Me sobresalté, sorprendida de nosaber cómo había llegado hasta allí. Mequedé en pie, mirándole con fijeza en lapenumbra y, me temo, bastante azorada.

—¿Cómo está usted, señoritaRuthyn? —dijo, alargándome la manolarga, dura y parda como la de unamomia, e inclinándose un poco a fin deacercarse algo más, pues no era fácil verbajo aquella luz imperfecta—. Me figuroque está usted sorprendida de verme poraquí de nuevo tan pronto.

—No sabía que hubiese ustedllegado. Me alegro de verle, doctorBryerly. Espero que no haya sucedidonada desagradable.

—No, señorita, nada desagradable.El testamento ha sido depositado y a sudebido tiempo obtendremos suvalidación; pero tenía algo en la mente yhe venido a hacerle dos o tres preguntasa las que le convendría contestar trashabérselo meditado bien. ¿Todavía estáaquí la señorita Knollys?

—Sí, pero aún no ha regresado de supaseo.

—Me alegro de que esté aquí. Creoque su punto de vista es sensato, yademás las mujeres se entienden mejor

entre sí. En cuanto a mí, está claro quemi deber es exponerle a usted las cosastal como yo las veo y ponerme a sudisposición para conseguir, si así lodeseara usted, un arreglo diferente. Elotro día dijo usted que no conoce a sutío, ¿no es así?

—No, nunca lo he visto.—¿Comprende usted la intención de

su fallecido padre al convertirla enpupila de su tío?

—Supongo que deseaba mostrar laalta opinión que le merecía la capacidadde mi tío para semejante cargo deconfianza.

—Eso es muy cierto; pero en estecaso la naturaleza de ese cargo es

extraordinaria.—No comprendo.—Bueno, si muere usted antes de

alcanzar la edad de veintiún años,pasarán a él todas las propiedades, ¿seda usted cuenta?, y entre tanto tiene lacustodia de su persona; ha de vivir usteden su casa, bajo su tutela y autoridad.Pienso que se percata usted ya de cómoes este asunto, el cual, cuando su padreme leyó el testamento, no me gustó, y asílo manifesté. ¿Le gusta a usted?

La duda me hizo callar, nohallándome segura de haberle entendidodel todo.

—Y cuanto más pienso en ello,menos me gusta, señorita —dijo el

doctor Bryerly en un tono tranquilo ysevero.

—¡Dios misericordioso! DoctorBryerly, no supondrá usted que iba aestar menos segura en casa de mi tío quebajo la tutela del Tribunal de Menores,¿verdad? —exclamé, mirándole a lacara.

—Pero es que colocar a su tío ensemejante situación no es justo, ¿no seda usted cuenta, señorita? —replicó,tras titubear un poco.

—Pero supongamos que él no opinaasí. Si así pensara, podría rehusar, ¿no?

—Bien, eso es cierto…, pero norehusará. He aquí una carta suya —y eldoctor Bryerly la sacó del bolsillo—,

mediante la cual anuncia oficialmenteque tiene la intención de aceptar elencargo; sin embargo creo que se ledebería decir que su aceptación es, bajotoda circunstancia, indelicada. Ya sabeusted, señorita, que en tiempos su tío fueobjeto de desagradables habladurías.

—Se refiere usted… —comencé adecir.

—Me refiero a la muerte del señorCharke en Bartram-Haugh.

—Sí, estoy enterada —dije. Eldoctor Bryerly hablaba con unapabullante aplomb.

—Nosotros suponemos,naturalmente, que tales habladurías soninjustas, pero hay muchas otras personas

que piensan de modo harto diferente.—Pero, doctor Bryerly, mi padre

posiblemente le convirtió en mi tutor poresa misma razón.

—Respecto a eso no cabe dudaalguna, señorita; lo hizo para purgarlede aquel escándalo.

—Y una vez cumplido honrosamentedicho cargo de confianza, ¿no cree ustedque semejante honroso cumplimientolograría acallar a sus calumniadores?

—Si todo va bien, podría contribuirun poco, pero muchísimo menos de loque usted se imagina. Supongamos, sinembargo, que sucediera una cosa,señorita: que usted muriese siendomenor de edad. Todos somos mortales, y

quedan por delante tres años y variosmeses. ¿Qué pasaría entonces? ¿No seda cuenta? Imagínese lo que diría lagente.

—Supongo que sabe usted que mi tíoes hombre religioso —dije.

—¿Y qué, señorita? —preguntó denuevo.

—Mi tío es… ha sufridointensamente —proseguí—. Hace muchoque lleva una vida retirada y es muyreligioso. Pregúntele al cura, el señorFairfield, si lo duda.

—Yo eso no lo discuto, señorita; melimito a suponer lo que podría pasar…un accidente, digamos un ataque deviruela, de difteria, algo que es muy

corriente. Tres años y tres meses sonmucho tiempo, ¿sabe usted? Usted semarcha a Bartram-Haugh pensando quede aquí a muchos años le aguardanmultitud de bienes, pero su Creador,¿sabe usted?, puede decir: «Necia, éstees el día en que tu alma ha sidollamada»[27]. Abandona usted el mundoy, dígame, por favor: ¿qué piensa de sutío, el señor Silas Ruthyn, a quien va aparar la totalidad de la herencia, alguienque durante mucho tiempo ha sidodenostado como si fuese un ratero, opeor, en su propio condado, según tengoentendido?

—Usted, doctor Bryerly, es unhombre religioso, de acuerdo con sus

creencias, ¿no es así? —dije.El swedenborgiano sonrió.—Y bien, sabiendo que él también

lo es, y habiendo experimentado usted lafuerza de la religión, ¿no cree usted queél es merecedor de toda confianza? ¿Nole parece bien que tenga estaoportunidad de demostrar tanto supropio carácter como la confianza quemi querido papá depositó en él, y quenosotros lo que deberíamos hacer esdejar en manos de Dios todas lasconsecuencias y contingencias?

—Por las trazas, lo que la voluntadde Dios ha querido hasta ahora —dijo eldoctor Bryerly, no pude ver con quéexpresión de su semblante, pero tenía la

vista baja y con su bastón estabadibujando pequeños diagramas sobre laalfombra y hablaba en un tono muy bajo— es que su tío padezca dichashabladurías. Al contrapesar losdesignios de la Providencia hemos dehacer uso de nuestra razón deconcienzuda diligencia en cuanto a losmedios y, si hallamos que éstos sonsusceptibles de provocar daños tantocomo bienes, no tenemos derecho algunoa esperar que una interferencia especialconvierta nuestro experimento en unaordalía. Pienso que debería ustedmeditarlo bien… Estoy seguro de quehay razones en contra de ello. Si decideusted que preferiría ser colocada bajo la

tutela de, digamos, lady Knollys, meesforzaré en lo posible para llevarlo aefecto.

—Eso es algo que no podría hacersesin el consentimiento de mi tío, ¿no esasí? —dije.

—Así es, pero no desespero deconseguirlo… bajo condiciones porsupuesto —observó.

—No entiendo bien —dije.—Me refiero, por ejemplo, a que se

le permitiera conservar la dotedestinada a su manutención, ¿eh?

—Mucho me equivoco respecto a mitío —dije— si tal dote tuviera para élalgún valor, en comparación con elvalor moral de la situación. Si se viese

privado de ésta, estoy segura de querehusaría aquélla.

—En todo caso podríamos probarle—dijo el doctor Bryerly, en cuyasoscuras y nervosas facciones, aun bajoaquella luz imperfecta, creí descubriruna sonrisa.

—Quizá —dije— doy la impresiónde ser muy tonta al suponerle motivadopor consideraciones que no seansórdidas, pero es un pariente cercano yno puedo evitarlo, señor.

—Es un asunto muy grave, señoritaRuthyn —replicó—. Usted es muy joveny en estos momentos es incapaz de darsecuenta, como lo será más adelante. Diceusted que su tío es muy religioso y todo

eso, pero su casa no es un lugaradecuado para usted. Es un lugarsolitario…, su dueño es un marginado yentre sus paredes se han sucedidoescenas de toda suerte de escándalos,así como un gran crimen; lady Knollyspiensa, además, que su estancia en esacasa constituirá para usted un perjuicioque no le abandonará durante el resto desu vida.

—Eso es lo que pienso, Maud —dijo lady Knollys, que acababa de entrarinadvertidamente en el salón—. ¿Cómoestá usted, doctor Bryerly?… Un graveperjuicio. No tienes idea de hasta quépunto esa casa está condenada. La gentela evita y hasta el nombre mismo de sus

moradores es objeto de un tabú.—¡Qué monstruoso…! ¡Qué

crueldad! —exclamé.—Desagradabilísimo, querida mía,

pero perfectamente natural. Debesrecordar que, con total independencia dela historia del señor Charke, la casa fueobjeto de murmuraciones y que la gentedel condado había contado con tu tíoSilas mucho antes de que ni pudierasoñarse con esa aventura; y en cuanto alo de que sea su hermano quien tecoloque bajo su tutela, una persona que,como tu padre, llevado por un fuertesentimiento familiar, desde un principioadoptó una visión absolutamenteunilateral del asunto, eso tienes que

quitártelo de la cabeza. Excepto yo, si tutío me lo permite, y el clérigo, nadiemás en todo el país te hará una visita enBartram-Haugh. Puede que sientanpiedad de ti y consideren que el asuntoentero no es sino el ápice de la locura yla crueldad, pero no irán de visita aBartram-Haugh, ni trabaránconocimiento con Silas ni tendrán nadaque ver con su hogar.

—En cualquier caso se percataránde cuál era la opinión de mi queridopapá.

—Ya la conocen —contestó miprima— y no ha tenido, ni tenía por quétenerlo, el más mínimo peso en ellos.Por allá hay gente que se cree ni más ni

menos grande que los Ruthyn, o demayor grandeza; y esa idea de tu pobrepadre, la de salirse con la suya pormedio de una demostración, no fue sinoel sueño de alguien que había olvidadolo que es el mundo y, en cambio, habíaaprendido, desde su prolongado retiro, aexagerarse a sí mismo. Sé que estabaempezando a dudar y que si le hubierasido deparado un año más de vida, esadisposición testamentaria habría sidoeliminada.

El doctor Bryerly movió la cabezaafirmativamente, y dijo:

—Y si tuviera ahora la facultad dedictar una disposición como ésa, ¿loharía? Se mire por donde se mire es un

error perjudicial para usted, su hija; y sisucediese que usted muriera durante suestancia bajo tutela de su, tío, ello daríalastimosamente al traste con el propósitodel testador, y levantaría tal tormenta desospechas y pesquisas, que despertaría aInglaterra entera y haría que el viejoescándalo se esparciera de nuevo porlos cuatro vientos.

—No me cabe la menor duda de queel doctor Bryerly lo arreglará todo. Enrealidad no creo que resulte difícil hacerque Silas se avenga, y si no consientesque trate de lograrlo, acuérdate de loque te digo, Maud: habrás dearrepentirte toda tu vida.

He aquí dos personas que

contemplaban el problema desde puntosde vista totalmente distintos; ambasperfectamente desinteresadas; ambas, asu manera, creo que inteligentes eincluso sabias; y ambas honorables,instándome en contra y de un modo quealarmaba mi imaginaciónindefiniblemente, al tiempo que hacíafuncionar mi raciocinio. Miré a la una yal otro…, hubo un silencio. Paraentonces habían traído ya las velas ypodíamos vernos.

—Estoy esperando su decisión,señorita Ruthyn —dijo el albacea—,para ir a ver a su tío. Si el beneficio deéste constituía el principal propósito deeste arreglo, él será el mejor juez para

dictaminar si dicho arreglo es, o no, elque mejor sirve a sus intereses; y, así locreo, verá claramente que no lo es, yresponderá en concordancia.

—No puedo contestar en estemomento…, tienen que permitirmereflexionar…, haré lo que pueda. Mesiento muy agradecida, querida primaMónica, eres muy buena, y ustedtambién, doctor Bryerly.

Al decir esto, el doctor Bryerly teníalos ojos puestos en su cuaderno de notasy ni siquiera respondió a mi gratitud conun leve movimiento de cabeza.

—Pasado mañana he de estar enLondres. Bartram-Haugh dista de aquícasi sesenta millas, y de ellas sólo

veinte por ferrocarril, según veo.Cuarenta millas de coche de posta através de esas montañas de Derbyshireson un trabajo lento; pero si me diceusted: ¡inténtelo!, veré a su tío mañanapor la mañana.

—¡Tienes que decir que sí, Maud,cariño, tienes que decirlo!

—Pero ¿cómo puedo decidirlo en unmomento? ¡Oh, querida prima Mónica,me siento enloquecer!

—Pero es que no eres tú quiennecesita decidir; la decisión lecorresponde tomarla a él. ¡Vamos! Él esmás competente que tú. Lo que tú tienesque hacer es decir que sí.

De nuevo fijé mis ojos en ella, y

acto seguido en el doctor Bryerly. Rodeéa mi prima con mis brazos y,apretándola estrechamente, exclamé:

—¡Oh, prima Mónica, querida primaMónica, aconséjame! ¡Soy una criaturadesdichada! ¡Tienes que aconsejarme!

Hasta aquel momento no supe loapocada que era. Cuando mi prima mecontestó me di cuenta, de algún modo,por el tono de su voz, que estabasonriendo:

—¡Pero si ya te he aconsejado,querida! Te lo aconsejo —y actoseguido añadió impetuosamente—: Teruego e imploro que, si realmentepiensas que te quiero, sigas mi consejo.Tu deber es dejar que tu tío Silas, a

quien crees más competente que tú,decida tras hablar largo y tendido con eldoctor Bryerly, el cual sabe más que tú oyo acerca de las opiniones y propósitosde tu pobre padre al proveer esadisposición.

—¿He de decir que sí? —exclaméestrechándola contra mí y besándoladésvalidamente—. ¡Oh, dímelo, dimeque diga sí!

—Sí, por supuesto, sí. Mi prima estáde acuerdo con su amable propuesta.

—¿Debo entenderlo así? —preguntóél.

—Muy bien… sí, doctor Bryerly —contesté.

—Ha tomado usted una decisión

sabia y buena —dijo vivamente, comoalguien que se ha quitado unapreocupación de encima.

—Se me olvidó decirle, doctorBryerly…, lo cual ha sido una grangrosería…, que tiene usted que quedarseaquí esta noche.

—¡No puede, querida! —me atajólady Knollys—. El camino es largo.

—Pero se quedará a cenar, ¿verdad,doctor Bryerly?

—No, no puede. Usted sabe que nopuede, señor —dijo mi primaperentoriamente—. No le atosigues,querida mía, con cumplidos que nopuede aceptar. Se despedirá de nosotrasen este mismo instante. Adiós, doctor

Bryerly. Ha de escribir usted deinmediato; no espere hasta llegar a laciudad. Dile adiós, Maud. Le diré unacosa en el recibidor.

Y de este modo le echó literalmentedel salón con muchas prisas, dejándomeen un estado de desconcierto yconfusión, incapaz de revisar midecisión… insatisfecha pero, noobstante, incapaz de revocarla.

Allí me quedé, de pie donde mehabían dejado, mirándoles marchar,supongo, como una boba.

Al cabo de unos minutos volvió ladyKnollys. De haber tenido el ánimo unpoco más frío, era lo bastante inteligentecomo para darme cuenta de que mi

prima había despachado de viaje alpobre doctor Bryerly, obligándole aencontrar alojamiento en su caminohacia Bartram, con el fin de alejarloinmediatamente de mi presencia y, deese modo, hacer que mi decisión —si esque era mía— fuese irrevocable.

—Te aplaudo, querida mía —dijo laprima Knollys, abrazándome a su vezcon fuerza—. Eres una niña sensata yhas hecho exactamente lo que debíashacer.

—Eso espero —balbuceé.—¿Qué esperas? ¡Una gaita!

¡Niñerías! La cosa no tiene vuelta dehoja.

En ese momento entró Branston a

decir que la cena estaba servida.

C A P Í T U L O X X I X

DE CÓMO LE FUE ALEMBAJADOR

SEGÚN pude ver claramentecuando, sentadas ya a la mesa paracenar, nos iluminaron aquellas luces másintensas, la propia lady Knollys erapresa de gran excitación; se sentíaaliviada y contenta, durante la cena semostró gárrula y me contó todos susprimeros recuerdos de mi querido papá,la mayoría de los cuales ya se los había

oído relatar otras muchas veces, aunquepara mí siempre eran pocas.

Mi mente, sin embargo,vagabundeaba en ocasiones —de hechocon frecuencia— hacia aquellaentrevista tan inesperada, tansúbitamente decisiva y, posiblemente,tan trascendental; y, con acongojadaincertidumbre, constantemente se mepresentaba la interrogante de si habíahecho bien.

Me figuro que mi prima entendíamejor mi carácter, quizá, tras todas mishonestas autopesquisas, pues inclusoahora me lo sigo figurando. Indecisa,volviendo del revés súbitamente mispropias resoluciones, impetuosa en mis

actos como ella me conocía, estoysegura de que temía que revocase miencargo al doctor Bryerly y que pensóen la contraorden que acaso enviara agalope en pos de él.

De ahí el que, bondadosa criaturaque era, se esforzase por tener ocupadami mente y, cuando se agotaba un tema,encontraba otro, hallándose siemprepreparada para parar el golpe cada vezque yo dirigía una reflexión o unapregunta tendentes a reabrir la cuestiónque ella tanto se había afanado porcerrar.

Aquella noche me hallaba sumida enla zozobra. Había comenzado areprenderme a mí misma. No podía

conciliar el sueño y, finalmente, mesenté en la cama y me eché a llorar.Lamentaba mi debilidad por haber dadomi asentimiento al consejo del doctorBryerly y mi prima. ¿Acaso no estabarompiendo mi compromiso con miquerido papá? ¿Acaso no estabaconsintiendo que mi tío Silas se vierainducido a contestar mi deslealtad conuna perfidia correspondiente?

Lady Knollys había obradosagazmente al despachar al doctorBryerly con tanta premura, pues si sehubiera quedado en Knowl, con todaseguridad que a la mañana siguiente, albajar de mi dormitorio, habría revocadomi encargo.

Aquel día hallé en el estudio cuatropapeles que acrecentaron mi zozobra.Estaban escritos de puño y letra de miquerido papá y tenían un endoso querezaba así: «Copia de mi carta dirigidaa (…)», uno de los albaceas nombradosen el testamento. He aquí, pues, elcontenido de aquellas cuatro cartasselladas que habían aguijoneado micuriosidad y la de lady Knollys elagitado día en que se procedía a lalectura del testamento.

Contenía estas palabras:«Nombro a mi oprimido y

desdichado hermano, Silas Ruthyn,residente en mi casa de Bartram-Haugh,tutor de la persona de mi bienamada

hija, a fin de convencer al mundo, si esposible, y si no lo es, al menos darsatisfacción a todas las futurasgeneraciones de nuestra familia de quesu hermano, quien mejor le conocía,tenía implícita confianza en él, y de queél se la merecía. Una calumnia cobardey descabellada, originada en la maliciapolítica y que jamás se habría vistoaventada entre cuchicheos de no habersido Silas pobre e imprudente, el mejormodo de acallarla es mediante estaordalía de purificación. Si mi hija muereantes de alcanzar la mayoría de edad,todo cuanto poseo va a parar a manos deSilas; mientras, le encomiendo la tutelade mi hija, a sabiendas de que estará tan

segura bajo sus cuidados como bajo losmíos propios. Confío en su recuerdo denuestra vieja amistad para que haga estopúblico allí donde se presente laoportunidad, y para que diga tambiénaquello que su sentido de la justicia leautorice».

Las demás cartas estaban escritas eneste mismo espíritu. Tras leerlas, elalma se me cayó a los pies. Me eché atemblar de miedo. ¿Qué había hecho yo?Había osado frustrar la sabia y noblevindicación de nuestro deshonradonombre que mi padre había ideado.Como una cobarde, me había echadoatrás de mi fácil participación en latarea; y ¡Dios misericordioso! había

sido desleal con el muerto.Con estas cartas en la mano, blanca

de miedo, volé como una sombra alsalón, donde estaba la prima Mónica, yle dije que las leyera. En su semblantevi que mi aspecto le provocaba granalarma, pero se limitó a leer las cartasapresuradamente y en silencio,exclamando acto seguido:

—¿Esto es todo, mi querida niña? Laverdad es que me imaginé que habíasencontrado un segundo testamento y quelo habías perdido todo. ¡Pero bueno,queridísima Maud, todo eso ya losabíamos! Comprendíamos muy bien lasmotivaciones del pobre Austin. ¿Por quéte alteras tan fácilmente?

—¡Oh, prima Mónica, es que creoque mi padre tiene razón! Ahora todoparece absolutamente razonable; y yo…¡qué crimen!… ¡Hay que pararlo!

—Escucha a la razón, mi queridaMaud. Hace ya dos horas por lo menosque el doctor Bryerly se ha entrevistadocon tu tío en Bartram. ¡No puedespararlo! Y, si pudieras, ¿por qué diantrehabrías de hacerlo? ¿Es que no te pareceque había que consultar a tu tío? —dijo.

—Pero es que él ya lo ha decidido.Tengo su carta en la que lo da todo porsentado; y el doctor Bryerly… ¡Oh,prima Mónica… ha ido allí a tentarle!

—¡Bobadas, niña! El doctor Bryerlyes un hombre bueno y justo, según creo,

y además no tiene motivo algunoimaginable para pervertir ni suconciencia ni su juicio. No ha ido atentarle…, ¡niñerías!…, sino a poner loshechos sobre el tapete e invitarle a quelos considere; y óyeme bien: tomando encuenta lo atolondradamente que confrecuencia son asumidos tales deberes,así como el largo tiempo que Silas se hapasado viviendo en una perezosasoledad, apartado del mundo ydesacostumbrado a discutir cosa alguna,estimo muy recto y honroso el que sesometa a su consideración una visiónclara e imparcial del asunto con todassus concomitancias, antes de que incurraindolentemente en lo que acaso se revele

como el peor de los peligros en que sehaya visto envuelto jamás.

Tales fueron los argumentos de ladyKnollys, expuestos con femenina energíay, debo confesarlo, con esa buena dosisde repetitividad que a veces heobservado en las personas de mi propiosexo cuando hacen uso de la lógica. Miprima me desconcertó sin satisfacerme.

—No sé por qué fui a esa habitación—dije, muy asustada—; o por qué medirigí a ese bargueño o cómo es queestos papeles, que jamás habíamos vistoantes, fueron lo primero que hoy mellamó la atención.

—¿Qué quieres decir, querida? —dijo lady Knollys.

—Quiero decir que…, que piensoque fui llevada hasta allí y que en ellohay una llamada de mi padre, tan claracomo si viniera su mano y lo escribieseen la pared.

Casi acabé chillando la conclusiónde esta enloquecida confesión.

—Estás nerviosa, cariño mío; te hanextenuado las malas noches que haspasado. Salgamos fuera, el aire te harábien; y te aseguro que muy pronto habrásde darte cuenta de que tenemos razón, yque te alegrarás muchísimo de haberobrado como lo has hecho.

Pero aunque mi vehemencia delprincipio se había calmado, no me dabapor satisfecha. Aquella noche, durante

mis oraciones, mi conciencia mereprendió, y cuando me metí en la camami nerviosismo retornó cuadruplicado.Toda persona dada al nerviosismo y a laexcitabilidad ha sufrido, en una u otraocasión, a causa de la aparición, tanpronto como se cierran los ojos, desemblantes lívidos y horrendos, loscuales se presentan bajo toda variedadde contorsiones, unos tras otros. Aquellanoche me turbó el rostro de mi queridopadre…, a veces blanco y nítido comoel marfil, a veces, extrañamentetransparente, como el cristal, a vecescolgando por entero en cadavéricasarrugas, y siempre con la misma y nadanatural expresión de furia diabólica.

Sólo podía escapar a esta pavorosavisión sentándome en la cama yclavando los ojos en la luz. Al cabo delrato, extenuada, me dormí de golpe y, enun sueño, oí con claridad la voz de mipapá diciéndome desde el otro lado delos cortinajes del lecho:

—Maud, vamos a llegar tarde aBartram-Haugh.

Me desperté horrorizada. Lasparedes parecían resonar aún con lallamada, y quien la había pronunciadoestaba, según yo imaginaba, de pie alotro lado de la cortina.

Pasé una noche espantosa. Por lamañana, con un aspecto semejante al deun fantasma, acudí, en camisón, junto al

lecho de lady Knollys.—Me ha sido hecha una advertencia

—dije—. ¡Oh, prima Mónica, papá haestado conmigo y me ha ordenado ir aBartram-Haugh, y así he de hacerlo!

Mi prima se me quedó mirando a lacara. Se sentía incómoda e intentódespachar la cuestión con unas risitas,pero me consta que le preocupaba elextraño estado al que la agitación y laansiedad me habían reducido.

—Estás dando por sentadasdemasiadas cosas, Maud —dijo—; lomás probable es que Silas Ruthyn no désu consentimiento e insista en que vayasa Bartram-Haugh.

—¡Dios lo quiera! —exclamé—.

Pero si no lo hace así, me da igual, yoiré. Podrá echarme, pero yo iré paratratar de expiar esa deslealtad mía que,me temo, es tan horriblemente perversa.

Teníamos por delante varias horasde espera hasta la llegada del correo.Tanto para ella como para mí, la demoraentrañaba incertidumbre, para mí casimortalmente angustiosa. Por último,cuando menos lo esperábamos, Branstonentró en la habitación con la bolsa decorrespondencia. Había una gruesa cartacon matasellos de Feltram, dirigida alady Knollys, y su remitente era eldoctor Bryerly. La leimos juntas. Estabafechada el día anterior, y decía losiguiente:

«Respetada señora, en el díade hoy he visto al señor SilasRuthyn en Bartram-Haugh, elcual rechaza perentoriamente ybajo cualquier condición elinhibirse de la tutela o consentirque la señorita Ruthyn resida encualquier otro lugar que no seabajo su propio e inmediatocuidado. Habida cuenta de quesu rechazo lo fundamenta,primero, en una dificultad deconciencia moral, a cuyopropósito declara no tenerderecho alguno, por miedo acontingencias personales, aabdicar de una tarea que de

modo tan solemne le fueraimpuesta y tan naturalmentetransmitida a él como únicohermano del finado; y segundo,en el efecto que, en loconcerniente a su actuacióncomo albacea, semejanteretirada tendría sobre su propiocarácter, lo que equivaldría auna autocondena pública; yhabida cuenta asimismo de queha rehusado discutir conmigotales posturas y me ha sido detodo punto imposible hacerleentrar en razones, pareciéndome,así pues, que su decisión estabafirmemente tomada, al cabo de

un breve rato me he despedidode él. Ha hecho mención de quelos preparativos para recibir asu sobrina están siendoultimados y que dentro de unosdías mandará a buscarla; soy,por ello, de la opinión de que mideber es ir a Knowl parasocorrer a la señorita Ruthyn concualquier consejo que le hagafalta antes de su marcha, asícomo para despedir a loscriados, hacer inventarios ytomar disposiciones en loconcerniente al cuidado de lacasa y la finca durante la minoríade edad de la señorita.

Con mis respetos, señora,

Hans E. Bryerly».

Me resulta imposible describir elsemblante hundido y enojado que pusomi prima. Se sorbió la nariz una o dosveces y luego, con bastante amargura yen un tono apagado, dijo:

—Bueno… estarás ya satisfecha,espero.

—¡No, no, no! Sabes muy bien queno. Querida prima Mónica, mi únicaamiga, tengo el corazón abrumado por latristeza, pero la conciencia tranquila; nopuedes imaginar el sacrificio que ellosupone para mí; soy la más desdichada

de las criaturas. Tengo un presentimientoindescriptible. Estoy asustada. Pero túno me abandonarás, ¿verdad, primaMónica?

—No, cariño, nunca —dijotristemente.

—Y vendrás a verme tan a menudocomo te sea posible, ¿verdad?

—Sí, querida, es decir, si Silas medeja, y estoy segura de que me dejará —añadió apresuradamente al ver, supongo,el temor que asomaba a mi semblante—.Puedes estar segura de que haré todo loque pueda, y además quizá él te dejevenir a mi casa de vez en cuando ahacerme una pequeña visita. Ya sabesque estoy tan sólo a seis millas de

distancia…, poco más de media hora deviaje en coche, y aunque odio Bartram ydetesto a Silas… ¡sí, detesto a Silas! —repitió en respuesta a mi mirada desorpresa—, iré de visita a Bartram…vamos, si él me lo permite; porque, ¿tedas cuenta?, hace un cuarto de siglo queno he pisado esa casa; y pese a quejamás he entendido a Silas, me imaginoque no perdona ningún pecado, ya seapor omisión o por comisión.

Me pregunté qué viejo rencor seríael que llevaba a mi prima a juzgarsiempre con tanta dureza al tío Silas…Me era imposible suponer que lo hicieseen justicia. La verdad es queúltimamente había visto a mi héroe

tratado de forma tan irrespetuosa que,como sucede con los ídolos, habíaperdido un poco de su sacralidad. Sinembargo, aún cultivaba mi confianza ensu divinidad como un artículo de fe ydespachaba la intrusión de la duda conun exorcismo, como si fuera el Malignoquien me indujese a dudar. Pero erainjusta con lady Knollys al sospechar enella pique, malicia o cualquier otra cosaque no fuera esa tendencia a adoptaropiniones firmes, que algunas personasatribuyen a mi sexo.

Así pues, el pequeño proyecto deestar bajo la tutela de la prima Mónica,el cual, de haber sido deseo de mi pobrepapá, tan enormemente feliz me habría

hecho, se había derrumbado para norenacer jamás. Me consolé, no obstante,con su promesa de reiniciar susrelaciones con Bartram-Haugh, y ambasnos resignamos.

Recuerdo que a la mañana siguiente,mientras, muy tarde ya, estábamostomando el desayuno, lady Knollys, queleía una carta, de pronto lanzó unaexclamación y una risita; durante unosminutos siguió leyendo con redobladointerés y, a continuación, con otra risita,levantó la vista y colocó su mano, en laque sostenía la carta abierta, al lado dela taza de té.

—¿A que no adivinas acerca dequién he estado leyendo? —dijo, con la

cabeza muy derecha y una sonrisasocarrona.

Sentí que me ruborizaba… mejillas,frente, incluso hasta la punta de losdedos. Anticipaba el nombre que iba aoír. Mi prima parecía muy divertida.¿Era posible que el capitán Oakleyestuviese casado?

—La verdad es que no tengo lamenor idea —respondí con esa especiede indiferencia exagerada que nostraiciona.

—No, ya veo que no la tienes, esoestá clarísimo; pero no te puedesimaginar lo bien que te ruborizas —contestó jocosamente.

—Me da igual, de veras —repliqué

con un poquitín de dignidad, al tiempoque me ruborizaba más y más a fondo.

—¿No quieres adivinarlo? —preguntó.

—Soy incapaz.—Y bien, ¿te lo digo?—Como quieras.—Bien, pues lo haré…, esto es, te

leeré una página de la carta, que lo dicetodo. ¿Conoces a Georgina Fanshaw? —preguntó.

—¿Lady Georgina? No.—Bueno, no importa; ahora está en

París y esta carta es de ella, y dice…déjame ver dónde… «¿Qué crees quepasó ayer?… ¡Toda una aparición!…Escucha: mi hermano Craven insistió

mucho ayer en que le acompañara a latienda Le Bas, en esa callecita extrañacerca del Grève; es una tiendamaravillosa de cosas raras. Se me haolvidado el nombre que le dan por aquí.Cuando entramos estaba casi desierta, yhabía tantísimas cosas curiosas portodas partes que, mirándolas, duranteuno o dos minutos no me fijé en unamujer alta, con un vestido de seda negray un abrigo de terciopelo negro, ademásde un sombrerito muy lindo, a la últimamoda parisina. Por cierto que tequedarás encantada con lo último que selleva…, hace tan sólo tres semanas quelo han sacado, y es indescriptiblementeelegante, o por lo menos eso es lo que

yo pienso. Estoy segura de que lotendrán ya en Molnitz, así que nonecesito decirte nada más. Y ya queestoy con el tema de la ropa, heconseguido tu encaje, y creo que serásmuy ingrata si no te deja fascinada».Bueno, no hace falta que te lea todasestas cosas…, aquí está el resto —yleyó—. «Pero te preguntarás por mimisteriosa dame con su sombrero a laúltima y su abrigo de terciopelo; estabasentada en una silla al pie del mostrador,no comprando sino, evidentemente,vendiendo una cierta cantidad depiedras y alhajas que llevaba en unacaja de cartón, y el hombre las cogía unaa una, supongo que para valorarlas.

Estaba yo a punto de ver una crucecitade perlas que era una monada, que teníapor lo menos media docena de perlasauténticas, y había empezado acodiciarlas para mi colección, cuando ladama me echó una mirada por encimadel hombro, y me conoció, nosconocíamos, de hecho, ¿sabes quién era?Bueno…, no lo adivinarías ni en unasemana, y no puedo esperar tanto, asíque te lo diré enseguida…, era esahorrible y vieja mademoiselleBlassemare a la que me señalaste enElverston, y cuya cara no se me haborrado de la memoria desde entonces,ni la mía, a lo que parece, de la de ella,pues se dio la vuelta rápidamente y

cuando quise volver a verla se habíabajado ya el velo». ¿No me dijiste,Maud, que habías perdido tu cruz deperlas mientras estuvo aquella horriblemadame de la Rougierre?

—Sí, pero…—Ya sé lo que ibas a decir, que qué

tiene que ver con madame deBlassemare… Pues que son la mismapersona.

—Ya caigo —contesté con esaoscura sensación de peligro y desalientocon la que se oye de pronto hablar de unenemigo al que desde hacía algúntiempo se había perdido de vista.

—Pienso escribir a Georgie ydecirle que compre esa cruz. Apuesto mi

vida a que es la tuya —dijo ladyKnollys con firmeza.

De hecho, la servidumbre noocultaba su opinión acerca de madamede la Rougierre, imputándoleabiertamente una larga lista de hurtos.Incluso Anne Wixted, que había gozadode sus favores mientras la institutrizestuvo aquí, aludió en privado a que lehabía canjeado a un buhonero gitano unapieza de encaje que me pertenecía, y quehabía echado en falta, por unos guantesfranceses y popelina irlandesa.

—Y como sea la tuya, y seguro quelo es, haré que la persiga la policía.

—Pero no has de hacermecomparecer ante los tribunales —dije

yo, medio divertida y medio alarmada.—No hace falta, querida mía; Mary

Quince y la señora Rusk puedenprobarlo perfectamente.

—¿Y por qué te es tan antipática? —pregunté.

La prima Mónica se recostó en labutaca y, levantando la vista, se puso abuscar la razón escudriñando la cornisade esquina a esquina, y al final,divertida de sí misma, lanzó una risita.

—Bueno, en realidad no es fácil dedefinir, y acaso no sea caritativo deltodo; lo que sé es que la odio, y sé quetú, hipocritilla, la odias tanto como yo—y las dos nos echamos a reír un poco.

—Pero tienes que contarme todo lo

que sepas de su historia.—¿Su historia? —repitió como un

eco—. En el fondo no sé prácticamentenada sobre ella; sólo que solía verla aveces en ese sitio que mencionaGeorgina y que se decían algunas cosasdesagradables acerca de ella; claro quepuede ser mentira, ya sabes. Lo peor quesé acerca de ella es el trato que te dio, yel hecho de que robara el sècretaire —(la prima Mónica decía siempre que lohabía «robado»)— y a mi parecer eso esbastante para que la ahorquen. ¿Qué teparece si nos damos un paseo?

Nos fuimos juntas, así pues, y yoreanudé la conversación a propósito demadame, pero no pude sonsacarle nada

más… Quizá no había mucho más queoír.

C A P Í T U L O X X X

EN CAMINO

TODO en Knowl daba señales de laruptura que estaba a punto deproducirse. Llegó el doctor Bryerly, deacuerdo con su promesa. Se pasó todo eltiempo en un torbellino de ajetreo. Elseñor Danvers y él mantuvieronconsultas acerca de la administración dela propiedad. Se acordó que fueranalquilados los terrenos y los jardines,pero no la casa, de la que cuidaría la

señora Rusk. El guardabosquepermanecería en el cargo, así comoalgunos criados no domésticos, pero losdemás se marcharían, excepto MaryQuince, que me acompañaría a Bartram-Haugh a mi servicio como doncella.

—No te deshagas de Mary Quince—dijo lady Knollys perentoriamente—.Querrán que no la tengas contigo, perotú no lo consientas.

Mi prima insistió machaconamentesobre este punto, sobre el que volvíamedia docenas de veces al día.

—Mira, te dirán que no reúnecondiciones para ser doncella de unadama, y desde luego que no las reúne,aunque valiente cosa lo que eso importa

en semejante erial como es Bartram-Haugh; pero Mary te tiene apego y eshonrada y digna de confianza, y estascualidades son valiosas en todas partes,especialmente en la soledad. Nopermitas que en su lugar te pongan a unajoven y perversa sombrerera francesa.

En ocasiones decía cosas que meponían los nervios de punta y medejaban una vaga sensación de peligro,como por ejemplo:

—Sé que te tiene lealtad y que esbuena chica, pero ¿es lo bastante lista?

O, con aire de zozobra:—Espero que Mary Quince no se

asuste fácilmente.O, de pronto:

—¿Mary Quince sabe escribir, encaso de que estuvieras enferma?

O,—¿Es capaz de tomar un recado con

exactitud?O,—¿Es persona resuelta y con

recursos y sangre fría en caso deemergencia?

No es que tales preguntas sesucedieran en una retahíla como la queaquí expongo, sino que lo hacían alargos intervalos y eran seguidasrápidamente por charlas de tipocorriente; pero por lo general se leescapaban a mi compañera trasmomentos de silencio y sombría

reflexión; y pese a que no podíasonsacarle nada más preciso que estaspreguntas, las mismas, sin embargo, seme antojaban señalar hacia algúnposible peligro contemplado en laslúgubres rumias de mi bondadosa prima.

Otro de los temas que en buenamedida tenían ocupada la mente de miprima era, obviamente, el hurto de micruz de perlas. Tomó nota de ladescripción facilitada por la memoria,respectivamente, de Mary Quince, laseñora Rusk y yo misma. Me habíaimaginado que su pequeña visión de lapolicía obedecía tan sólo a un impulsomomentáneo, pero realmente, a juzgarpor el metódico interrogatorio al que

nos sometió a nosotras, cabría pensarque se lo había tomado completamenteen serio.

Tras enterarse de que mi marcha deKnowl iba a producirse muy pronto, miprima decidió no dejarme hasta el día demi viaje a Bartram-Haugh, y a medidaque pasaban los días y se acercaba lahora de la despedida, se volvía cada vezmás tierna y cariñosa. Aquel intervalofue para mí un tiempo enfebrecido ytriste.

Aunque estaba en la casa, veíamospoquísimo al doctor Bryerly, salvodurante una hora más o menos, paratomar el té. Desayunaba muy temprano yalmorzaba a solas a horas inciertas,

según se lo permitían sus quehaceres.A la segunda tarde tras la llegada del

doctor Bryerly, la prima Mónicaaprovechó para introducir el tema de lavisita que aquél había hecho a Bartram-Haugh.

—Le vio usted, claro —dijo ladyKnollys.

—Sí, me vio; no se encontraba bien.Cuando supo quién era yo, me pidió quepasara a su habitación, donde estabasentado en zapatillas y con una bata deseda.

—Hablaron del asuntoprincipalmente —dijo la prima Mónicacon laconismo.

—La cosa se despachó en muy pocas

palabras, pues se hallaba totalmentedecidido, y su rechazo lo basó enrazones difíciles de rebatir. Pero,difíciles o no, mire usted, lo que hizo fuedar a entender que no quería oír hablarmás del asunto… así que éste quedóconcluido.

—Bien; ¿y qué clase de religióntiene ahora? —preguntó mi primairreverentemente.

—Mantuvimos alguna que otraconversación interesante sobre elparticular. Se inclina mucho hacia lo quenosotros llamamos la doctrina de loscorrespondientes. Ha ahondado bastanteen la lectura de los escritos deSwedenborg y parecía ansioso por

discutir algunos de sus puntos conalguien que se confiesa su secuaz. Adecir verdad, no me esperaba hallarletan enterado y profundamente interesadoen el tema.

—¿Se mostró enfadado cuando se lepropuso que se inhibiese de la tutela?

—En absoluto. Al contrario, dijoque ésa misma había sido su primeraintención. Sus años, sus costumbres y, enparte, lo inadecuado de la situación, lomuy alejado que Bartram-Haugh seencontraba de los buenos profesores, ytodas esas cosas le habían hecho tomarconciencia y decidirse casi en contra dela aceptación del cargo. Pero luegovinieron los puntos de vista que expuse

en mi carta, los cuales predominaron enél; y nada podría hacerlos tambalear,dijo, ni inducirle a reconsiderar lacuestión en su propia mente.

Durante todo el tiempo que el doctorBryerly estuvo narrando su entrevistacon el cabeza de familia en Bartram-Haugh, mi prima comentaba el relatocon una variada serie de «¡pss!» ysonrisitas sarcásticas que, me parecía amí, mostraban más fastidio quemenosprecio.

Me alegré de oír todo lo relatadopor el doctor Bryerly. Me dio unaespecie de confianza y me hizoexperimentar una momentánea reacción.Después de todo, ¿podía Bartram-Haugh

ser más solitario de lo que para mí lohabía sido Knowl? ¿No tenía yoasegurada la compañía de mi primaMillicent, que era aproximadamente demi edad? ¿No había bastantesposibilidades de que mi estancia enDerbyshire se convirtiera, para el restode mi vida, en un recuerdo feliz aunquemuy sosegado? ¿Qué tiempo o qué lugarhabría de ser feliz si nos entregábamos aimaginaciones lúgubres?

Finalmente me llegó la convocatoriade mi tío Silas. Las horas en Knowlestaban contadas.

La tarde anterior a mi marcha meplanté ante el retrato de cuerpo entero demi tío Silas y lo estuve estudiando

cuidadosamente por última vez, durantemuchos minutos, con profundo interés;pero, no obstante, con resultados másvagos que nunca.

Con un hermano tan generoso y tanrico, siempre dispuesto a ayudarle asalir adelante; con su talento, con suesbelta y vistosa belleza, cuya sombrase cernía sobre aquel lienzo… ¿Qué nopodría haber sido capaz de realizaraquel hombre? ¿A quién no habríapodido cautivar? Y sin embargo, ¿quiény qué era? Un viejo pobre al que todosesquivaban, el cual ocupaba una casasolitaria y una finca que no lepertenecían, que había hecho unmatrimonio degradante y al que

quedaban unos pocos años de vidasolitaria y bajo sospecha para, al final—siendo ello lo mejor que pudieratocarle en suerte—, caer en un rápidoolvido.

Me quedé contemplando el cuadro afin de fijarlo bien y vívidamente en mimemoria. Acaso rastreara algunos de susperfiles y matices en el originalviviente, que iba a ver al día siguientepor primera vez en mi vida.

Y llegó la mañana…, mi último díaen Knowl por mucho tiempo…, un díade despedidas, novedades y pesares. Ala puerta estaba el coche de viaje y loscaballos de posta. El coche de la primaMónica acababa de llevarla a la

estación de ferrocarril. Nos habíamosabrazado llorando y todavía tenía antemis ojos su bondadoso semblante y suspalabras de consuelo y promesa en misoídos. En el aire se sentía aún el fríomatutino y la escarcha relucía todavía enlos cristales de las ventanas. Habíamosdesayunado rápidamente, consistiendomi colación tan sólo en una taza de té.¡Qué extraño era el aspecto de la casa!Deshabitada, con las alfombrasquitadas, la mayoría de las puertascerradas con llave y la ausencia detodos los sirvientes, salvo la señoraRusk y Branston. La puerta del salónestaba abierta y una mujer se hallabafregando el desnudo suelo. Estaba

echando mis últimas miradas —¿quiénsabe por cuánto tiempo?— a la viejacasa, y me demoré. El equipaje estabaya cargado en su totalidad. La hicemeterse a Mary Quince en el cocheprimero, pues toda dilación erapreciosa; pero finalmente llegó elmomento. Abracé y besé a la señoraRusk en el recibidor.

—Que Dios la bendiga, señoritaMaud, cariño. No debe ponersenerviosa; tenga en cuenta que el tiempopasará pronto…, en un abrir y cerrar deojos; y volverá usted, ¿quién sabe?, conun caballero joven y estupendo…, tangrande como el duque de Wellington,que será su marido; y yo cuidaré de todo

lo mejor que pueda, de los pájaros y losperros, hasta que regrese; además iré averla, a usted y a Mary, si me lo permite,a Derbyshire —y cosas por el estilo.

Subí al coche, me despedí deBranston, que cerró la portezuela, y besélas manos de la señora Rusk, quesonreía y se secaba los ojos y me hacíauna reverencia en los escalones de lapuerta de entrada. Los perros, quehabían empezado a seguir alegremente elcarruaje, fueron llamados por Branston yconducidos dentro de la casa, anhelantesy sin saber a qué atenerse, mirandohacia atrás con las orejas erguidas de unmodo peregrino y el rabo entre laspiernas. Mi corazón les agradeció su

cariño y me sentí como una extraña ymuy desolada.

La mañana era clara y esplendorosa.Se había decidido que no valía la penatomarse la molestia de trasladarse delcoche al ferrocarril por sólo veinticincomillas, de modo que el viaje entero, desesenta millas, se haría por la carreterade postas…, la manera más agradablede viajar, si la mente se hallaradesocupada. A través de la ventanilladel tren pueden contemplarse muy bienlos perfiles más grandiosos y distantesdel paisaje, pero lo que nos interesa einstruye son los primeros planos, comouna placentera historia demurmuraciones; y eso es precisamente lo

que disfrutábamos antaño desde laventanilla del coche de posta. Era másque viajar como un pelotón deavanzadilla. Todo pasaba en procesiónsilenciosa y vivida, todo dentro de supropio escenario: un poco de cadacondición de vida…, lujo y miseria…,alegría y desánimo; toda suerte deatuendos, libreas, harapos, cintas yadornos de sombrerería; caras rollizas,arrugadas, amables, malvadas; el interésy la sugestión no tenían fin. Las doradasgavillas de cereales…, los viejoshuertos sombríos bajo la arboleda y lascalles principales de antiguas ciudades.Pocos sueños eran tan esplendentes,pocos libros tan placenteros.

Bordeamos el sombrío bosque —siempre me parecía oscuro—, donde sealza el mausoleo en el que yacían ahoramis queridos padres. Fijé la mirada ensus umbrosas masas, no con unsentimiento reblandecido, sino con unapeculiar sensación de dolor, y cuando lohubimos dejado atrás por completo mesentí contenta.

No había derramado ni una solalágrima durante toda la mañana. Labuena de Mary Quince lloró alabandonar Knowl; los ojos de ladyKnollys no estaban secos cuando mebesó, me bendijo y me prometió unapronta visita; y el oscuro, delgado yenérgico rostro del guardabosque estaba

trémulo, y sus mejillas húmedas,mientras el coche me alejaba de allí. Sinembargo yo, cuya aflicción era la másamarga, no derramé lágrima alguna enningún momento. Me limité a posar lamirada de uno a otro objeto familiar,pálida, excitada, sin comprender deltodo mi marcha y asombrada ante mipropia compostura.

Pero cuando llegamos al viejopuente, con sus altas mimbreras junto alestribo, y me volví a mirar el pobreKnowl —¡los lugares que amamos y nosabandonan se nos aparecen tan mágicosy tristes en la nitidez de la lejanía, yaquélla era la más hermosa vista quefuera dado imaginar de una vieja casa

con aleros, ondulantes prados y noblesarboledas que reposaban en solemnesgrupos!—, mis ojos se llenaron deaquella visión que se alejaba y, por fin,las lágrimas llegaron y así estuve,llorando en silencio, hasta muchodespués de que el hermoso cuadro sehubiera perdido de vista tras las tierrasaltas en las que ya nos adentrábamos.

Me sentí aliviada y, cuando hubimosrealizado nuestro primer cambio decaballos y penetrado en una comarcaque me era desconocida, el nuevopaisaje y la sensación de avancesurtieron sus acostumbrados efectos enuna joven viajera que había vivido unaexistencia particularmente recluida, de

modo que, en conjunto, comencé aexperimentar una excitación no del tododesagradable.

Mary Quince y yo, con el optimismodel viajero inexperto, nos pusimos ya aespecular sobre nuestra proximidad aBartram-Haugh, lo que nos hizollevarnos una penosa decepción cuandoel inclasificable cochero —másparecido a un mozo de establo que a uncriado, el cual iba sentado en la partetrasera al cuidado del equipaje yencarnaba los especiales desvelos de mitutor— nos hizo saber, faltando pocopara la una, que todavía nos quedabancuarenta millas por delante,considerable parte de las cuales era a

través de las altas montañas aDerbyshire, antes de llegar a Bartram-Haugh.

El hecho era que habíamos viajado aun paso más acorde con la comodidadde los caballos que con nuestraimpaciencia; y hallando, en la pequeña yencantadora venta donde habíamoshecho alto, que debíamos esperar hastaque arreglaran uno o dos clavos sueltosen la pezuña de uno de los caballos denuestro relevo, deliberamos y, puestoque ambas teníamos hambre, acordamosengañar el rato con un tempranoalmuerzo, del cual disfrutamos, muycomunicativas, en un extraño saloncitocon una ventana ojival que, con un

pequeño jardín delante, dominaba unprecioso paisaje.

Para entonces, la buena de MaryQuince, al igual que yo, había secado yasus lágrimas, y ambas estábamosenormemente interesadas —yo, ademásun poco nerviosa— por nuestra llegaday recibimiento en Bartram. Ni que decirtiene que perdimos algún tiempo enaquel agradable saloncito antes devernos en camino de nuevo.

La parte más lenta de nuestro viajela constituía el largo ascenso por lacarretera de montaña, la cual se elevabaen zigzag, como los marineros avanzanhaciendo virajes ante un viento de proa.He olvidado el nombre del lindo grupito

de casas —no llegaba a ser una aldea—sepultadas entre los árboles, dondeconseguimos nuestros cuatro caballos ydos postillones, pues la tarea era ardua.Tan sólo puedo designarlo como el lugardonde Mary Quince y yo tomamos el témuy confortablemente y compramos unpoco de pan de jengibre, muy curioso decontemplar, pero absolutamenteincomible.

La mayor parte del ascenso, yafaltando poco para la cima de lamontaña, se realizó al paso, y en algunospuntos especialmente empinadoshubimos de apearnos y caminar. Peropara mí aquello fue delicioso. Nuncahasta entonces había subido a una

montaña, y los helechos y los brezos, elaire puro y revuelto y, sobre todo, elmagnífico panorama de la rica comarcaque íbamos dejando atrás esplendorosaahora y cubierta por una bruma teñidacon los tintes del crepúsculo, que seextendía en suaves ondulaciones muypor debajo de nosotras, me fascinaban.

Acabábamos de alcanzar la cumbrecuando el sol se puso. Las tierras bajasal otro lado yacían en una fría sombragris, y le dije al hombre que iba sentadoen la trasera que me indicara lo mejorque pudiese el emplazamiento deBartram-Haugh. Mas para entonces labruma se estaba acumulando pordoquier. El membranoso disco de la

luna, que habría de alumbrarnos ennuestro camino tan pronto como elcrepúsculo se diluyera en la noche, secernía en las etéreas alturas. Traté dever la negra masa boscosa que elhombre describía, pero fue en vano, ypara adquirir una clara idea del lugar yde su dueño no me quedaba sinoaguardar la visión más próxima que unao dos horas más de viaje meproporcionarían.

Nos pusimos a descenderrápidamente por la ladera de lamontaña. El paisaje era más agreste yatrevido de lo que yo estabaacostumbrada a ver. La carreterabordeaba un gran páramo cubierto de

brezo. Comenzó a brillar la argéntea luzde la luna y pasamos junto a uncampamento gitano con fogatas ycalderos colgados sobre ellas. Era elprimero que veía. Dos o tres tiendasbajas, un par de viejucas, auténticasbrujas, detrás de las cuales nos seguíacon la mirada una graciosa muchachita,y, delante, perezosos y en pie, hombrescon sombreros de formas raras,llamativos chalecos, pañuelos debrillante colorido anudados al cuello ypolainas en las piernas. Todos ellosexhibían un furioso despliegue dechillones colores, y, al fondo, un grupode alisos protegía con su sombra lastiendas, las fogatas y las figuras.

Abrí una ventanilla delantera delcoche y dije a los postillones que sedetuvieran. El palafrenero de atrás seacercó a la ventanilla.

—Ésos de ahí, ¿no son gitanos? —pregunté.

—Sí que lo son, señorita, ya lo creoque sí —contestó mirando de refilón conesa extraña sonrisa, medio desdeñosa,medio supersticiosa, con la que desdeentonces he observado a menudo a loscampesinos de Derbyshire ojear aaquellos rapaces e inquietantes vecinos.

C A P Í T U L O X X X I

BARTRAM-HAUGH

DE pronto una muchacha alta yespigada, de pelo negro, ojos negros y,según me pareció, inexpresivahermosura, surgió, sonriente, en laventanilla mostrando sus bellas hilerasde dientes nacarados y, con su peculiaracento, en el que había un cierto dejeextranjero, me propuso, haciéndomemuchas reverencias, echarle labuenaventura a la señora.

Jamás había yo visto hasta entoncesesta tribu salvaje de la raza humana…,hijos del misterio y la libertad. ¡Quévagabundería y qué belleza en aquellafigura ante mis ojos! Miré la choza deaquellas gentes, pensé en la noche, memaravillé de su independencia y sentí miinferioridad. No pude resistirme. Lamuchacha me presentó su fina manooriental.

—Sí, escucharé mi buenaventura —dije instintivamente, devolviéndole lasonrisa a la sibila.

—Dame algo de dinero, MaryQuince. No, eso no —dije, rechazandola tacaña moneda de seis peniques quealargaba, pues había oído decir que las

revelaciones de esta misteriosa cofradíaeran proporcionalmente halagüeñas a laamabilidad de sus clientes, y estabadecidida a acercarme a Bartram provistade buenos augurios—. Esa moneda decinco chelines —insistí; y la honradaMary Quince, a regañadientes, me laentregó.

Entre reverencias y «gracias»,sonriendo aún, aquella belleza felinacogió la moneda y se la guardó como si,habiéndola robado, la escondiera, y,todavía sonriente, se puso a escudriñarla palma de mi mano; para mi sorpresa,me dijo que había alguien que megustaba mucho…, ¡casi temí quepronunciara el nombre del capitán

Oakley! Me dijo también que ese alguiense haría riquísimo y que me casaría conél; y que en el porvenir y durante nopoco espacio de tiempo, me trasladaríade un lado a otro. Que tenía algunosenemigos, los cuales se hallarían aveces tan próximos a mí que estarían enla misma habitación conmigo pero noserían capaces de hacerme daño. Quevería sangre derramada, aunque no seríala mía, y que al final sería muy feliz yme vería rodeada de esplendor, como laheroína de un cuento de hadas.

Esta extraña y joven charlatana, ¿vioacaso en mi semblante algún signo deamedrentamiento al hablar de misenemigos, y dio por sentado que yo era

una cobarde de cuya debilidad pudieraaprovecharse? Muy probablemente. Seacomo fuere, de algún lugar de su vestidola muchacha se desprendió un largoalfiler de bronce con un agallón redondopor cabeza y, sosteniendo la punta entresus dedos y haciendo exhibición de sutesoro ante mis ojos, me dijo que me erapreciso obtener un alfiler encantadocomo aquél y que a ella se lo había dadosu madre, y acto seguido se adentró,locuaz, en la narración de una historiaacerca de todos los poderes mágicosque le habían sido conferidos,diciéndome que no podía deshacerse deél, pero que su virtud consistía en quehabía que clavarlo en la manta y,

mientras estuviera allí, ni rata, ni gato niculebra —y aquí venían dos términosmás del catálogo, pertenecientes,supongo, al dialecto gitano y cuyosignificado, según explicó y hasta dondepude yo entender, era, el del primero, unespíritu maligno, y el del segundo «undegollador»— podrían acercarse nihacer daño.

Me dio a entender que me erapreciso hacerme con un talismán comoaquél a tuertas o a derechas. Ella notenía otro y nadie de su gente en elcampamento había tenido nunca unoigual. ¡Me avergüenza confesar que lepagué una libra por aquel alfiler debronce! La adquisición era, en parte,

indicativa de mi temperamento, el cualjamás podía dejar pasarirrevocablemente una oportunidad sinluchar, temiendo siempre que «¡algúndía me reprocharé el haberla dejado!»,y, en parte también, un testimonio de laszozobras de aquella época de mi vida.En cualquier caso, mío era el alfiler ysuya la libra, y me atrevo a decir que, delas dos, la más satisfecha era yo.

Allí se quedó, al borde de lacarretera, sonriendo y haciendoreverencias, la primera hechicera queme había encontrado, mientras yocontemplaba aquel cuadro que se ibaalejando, con sus zonas iluminadas porlas fogatas, sus grupos en la sombra y

carromatos tirados por burros, blancosesqueletos bajo el claro de luna, amedida que proseguíamos la marcharápidamente en nuestro coche.

Los gitanos, supongo, se lanzaríanentre sí miradas de sorna y se echarían areír a carcajadas al enterarse de micompra, mientras, sentados alrededor dela fogata, cenaban sus robadas gallinasy, con razón, se sentían orgullosos depertenecer a una raza superior.

Mary Quince, escandalizada por miprodigalidad, insinuó una reconvención.

—Me ha llegado al alma, señorita,¡vaya si me ha llegado! ¡Menuda pandatodos ellos, viejos y jóvenes, ladrones yvagabundos por igual! ¡Y con tanta gente

por ahí que no tiene un mendrugo quellevarse a la boca!

—Calla, Mary, no importa. A todo elmundo le dicen la buenaventura algunavez en su vida, y sin pagar no puedeslograr que sea buena. Creo, Mary, queya debemos de estar cerca de Bartram.

La carretera discurría ahora por unaempinada colina, paralela a la cual, a laotra orilla de un río sinuoso, se elevabanlos umbríos riscos de lascorrespondientes tierras altas, cubiertasde bosques que ofrecían un aspectoborroso bajo las profundas sombras, entanto la luna rielaba caprichosamentesobre la corriente en la hondonada.

—Parece un hermoso país —dije a

Mary Quince, que estaba masticando unbocadillo en el rincón y que, al sentirseasí convocada a dar su opinión, seajustó el bonete e hizo una inspeccióndesde su ventanilla, la cual, sinembargo, no dominaba otra vista que laladera de la colina, cubierta de brezo,que estábamos atravesando.

—Supongo que lo es, señorita; peroes muy montañoso, ¿no?

Y, tras decir esto, la buena de Maryse recostó de nuevo y siguiómordisqueando su bocadillo.

Estábamos descendiendo ya a muybuen paso. Sabía que nos acercábamos.Me erguí cuanto pude en el coche paramirar por encima de las cabezas de los

postillones. Estaba ansiosa, perotambién asustada, llena de zozobra amedida que se aproximaba la crisis dela llegada y el encuentro. Por fin, apartir del instante en que el estrechovalle por el que corríamos dio un súbitoquiebro, se hizo visible una largaextensión de tierras comparativamentellanas, debajo de nosotras, salpicada,hasta donde me era posible distinguir, demasas boscosas irregularmenteesparcidas.

Continuamos nuestro descenso, yentonces percibí un cambio. El granmuro de un parque, cubierto de hierba,por encima del cual descollaban árbolesimponentes; pero aún proseguimos

nuestro camino a un paso largo que casiparecía galope, viéndonos, a uno de loslados, flanqueadas por el viejo murogris del parque, y al otro, por un hartopastoril seto de fresnos, distribuidos deforma irregular.

Finalmente los postillonescomenzaron a tirar de las bridas y, la luzde la luna cayendo de plano sobre ellos,al tomar un suave recodo nosadentramos en un amplio semicírculoformado por una recesión de los murosdel parque y nos detuvimos ante unaverja de hierro, grandiosa y fantástica, yun par de altos machones acanalados, depiedra blanca, totalmente crecidos dehierba y cubiertos de hiedra, con

grandes cornisas coronadas de escudosy soportes, los blasones de los Ruthynlavados por las lluvias de Derbyshire alo largo de muchas generaciones deRuthyns, casi pulidos ya y con unaspecto blanqueado y fantasmal, cualcentinelas gigantes, cada uno de ellosapretando la mano de su camarada a finde cerrarnos el paso al castilloencantado…, y la florida tracería de laverja de hierro con el aspecto depliegues de blancas túnicas colgandohasta el suelo desde sus brazosextendidos.

Uno de los postillones se apeó,abrió la gran verja empujándola ypenetramos, entre filas sombrías de

magníficos árboles, por una de esasanchurosas y rectas alamedas cuyaamplitud se corresponde con la fachadade la casa. Esta última estaba construidacon piedra blanca, parecida a la deCaen, que algunas zonas de Derbyshireproducen en tanta abundancia.

Esto era, así pues, Bartram, y aquíestaba el tío Silas. Al acercarme mesentía casi sin aliento. La relucienteluna, lanzando su brillo de lleno sobre lablanca fachada de la vieja casa,revelaba no sólo el recargado estilo desu decoración, sus acanalados pilares yel portal, sus ricas y floridas molduras yel remate embalaustrado, sino tambiénlas manchas y el musgo que se extendían

por la fachada. Dos árboles gigantescos,finalmente derribados comoconsecuencia de la reciente tormenta,yacían por tierra con las raíces al aire ysu amarillo follaje temblando aún en lasramas que ya jamás habrían de volver aflorecer, donde habían caído, a laderecha del patio, el cual, lo mismo quela alameda, estaba tachonado de hierbay matojos de cizaña.

Todo esto daba a Bartram undesdichado carácter de desolación ydecadencia, que contrastaba de modocasi pavoroso con la grandiosidad desus proporciones y la riqueza de suarquitectura.

En un ventanal de la segunda fila

había un resplandor rojizo, y me parecióver a alguien asomarse fugazmente ydesaparecer; en ese mismo instante seoyeron unos furiosos ladridos, y unoscuantos perros irrumpieron saltando enel patio por una puerta lateral a mediocerrar; y, en mitad de su estrépito, lasrecias voces del hombre en el asientotrasero, que había saltado al suelo paraahuyentarlos, y el restallar de los látigosde los postillones con los que atizaban alos perros, llegamos ante la señorialescalinata de aquella melancólicamansión.

En el preciso momento en quenuestro asistente tenía la mano puesta enla aldaba de la puerta, ésta se abrió y, a

la no muy brillante luz de una bujía,vimos tres figuras: un viejecitozarrapastroso y muy encorvado, con unachalina blanca y ropas negras queparecían venirle demasiado anchas,como si hubiesen sido confeccionadaspara otra persona, se apoyaba con unamano contra la puerta; una figurafemenina, entrada en carnes pero muylinda, con unas sayas insólitamentecortas, piernas regordetas y bonitostobillos, y calzando botas, estaba en elcentro; y, tras ella, una criadadesaliñada, como una vieja fregona.

No era, ciertamente, muyesplendorosa la bienvenida que nostributaban los moradores de la casa.

Nuestro asistente, que seguíagritándoles, de modo alternativo, alviejo de la puerta y a los perros, se pusoa bajar deliberadamente del coche losbaúles en medio de la barahúndamientras el viejo hablaba y señalaba conun dedo tieso y trémulo, aunque no pudeoír lo que decía.

¡Sería posible…! ¿Acaso aquelhombre de tan mísero aspecto sería eltío Silas?

La idea me dejó anonadada, perocasi inmediatamente me di cuenta de quesu estatura era demasiado baja,sintiéndome aliviada y agradecida. Eldedicar las primeras atenciones a losbaúles y cajas, dejando a las viajeras

encerradas todavía en el carruaje, delque en aquellos momentos seencontraban harto fatigadas, constituía,ciertamente, un extraño modo deproceder. Sin embargo no lamenté lademora, pues hallándome nerviosa acausa de las primeras impresiones ydeseosa de diferir la mía, permanecíarecostada tímidamente en el asiento,lanzando, sin ser vista, alguna que otraojeada hacia el cuadro —la vela y elclaro de luna— que se ofrecía ante misojos.

—¿Quiere decirme, sí o no, si miprima está en el coche? —chilló lajoven entrada en carnes al tiempo queestampaba una de sus recias botas

negras contra el suelo, en unmomentáneo silencio.

Sí, claro que estaba yo allí.—¿Por qué demonios no la deja

salir, eh, estúpido? ¡Vamos, Giblets,corre, que nunca haces nada sin que teempujen, y ábrele la portezuela a laprima Maud! ¡Bienvenida a Bartram!

Este saludo fue gritado en un tonopasmosamente alto, y repetido antes deque me diera tiempo de bajar laventanilla y decir «gracias».

—Me habría gustado abrírtela yomisma, —¡eh, perro, sé bueno, no irás amorderle a mi prima!— (el paréntesisiba dirigido a un enorme mastín que searrimó a ella, ya totalmente apaciguado),

pero no me atreví a bajar los escalonesporque el gobernador dice que no debohacerlo.

Llegado este momento, la venerablepersona que respondía al nombre deGiblets había abierto ya la portezueladel coche, y nuestro asistente de viaje, omozo de equipajes —tenía más bien elaspecto de este último funcionario—había desplegado la escalerilla delcarruaje, y, más trémula aún de lo que endías sucesivos me sintiera al serpresentada a mi soberano, descendí paraofrecerme a las salutaciones y lainspección de la deslenguada señoritaque aguardaba en lo alto de la escalinatapara recibirme.

Me dio la bienvenida con un abrazoy un sonoro «besote», como llamó a susalutación, en cada mejilla, tirando demí hacia el interior de la casa. Eraevidente que se alegraba de verme.

—Seguro que estarás cansadita; ¿yquién es esa vieja? —me preguntóansiosamente en un teatral cuchicheo aloído que me lo dejó insensible durantecinco minutos—. ¡Oh, oh, la doncella!¡Pues menudo vejestorio de doncella…ja, ja! ¡Hay que ver lo majestuosa queestá con su vestido de seda negra, sucapa y su crespón, y yo con mi sarga ymi viejísimo coburgo[28] para losdomingos! ¡Es una vergüenza, quédiantre! Pero estarás cansada, ¡vaya si

lo estarás! Se las trae el caminito deKnowl hasta aquí, según dicen. Meconozco un tramo, sólo hasta El Gato yel Violín, cerca de la carretera deLunnon. Vamos arriba, ¿quieres? ¿Tegustaría entrar primero a ver algobernador? Mi padre, ¿sabes?, está unpoco tonto, sí que lo está en estosmomentos.

Averigüé que la frase significabasólo que se encontraba indispuestofísicamente.

—El viernes le dio un dolor,neuralgia…, algo así lo llama él, reúmaes lo que tiene el viejo Giblets; y está ensu habitación; o quizá prefieras irprimero a tu dormitorio, porque eso de

viajar ensucia, según dicen.Sí, prefería arreglarme primero.

Mary Quince permanecía de pie a misespaldas, y mientras mi locuaz parienteseguía hablando, cada una de nosotrastuvo oportunidad y tiempo sobradospara observar el aspecto de la otra; y nomostró escrúpulo alguno en dejarmepercibir que no desaprovechaba laocasión, pues se me quedó mirandofijamente a la cara, escudriñando,evidentemente, rasgo por rasgo, y palpócon todo detenimiento, entre el índice yel pulgar, la tela de mi capa y manoseómi cadena y mis alhajas y, cogiéndomela mano como si fuera un guante, se pusoa estudiar mis sortijas.

Me resulta imposible, desde luego,decir con exactitud qué impresión pudehaberle hecho. Pero en mi prima Millyyo vi a una muchacha que parecía másjoven de lo que era, llenita pero con untalle esbelto, con el pelo rubio, másrubio que el mío, y ojos muy azules,bastante redondos; en conjunto muyagraciada. Tenía unos andares algopetulantes y raros, meneaba la cabezacon una sacudida y su semblantetraslucía insolencia e imperiosidad,pero también resultaba bondadoso yhonrado. Hablaba en tono más bien alto,con una voz bien timbrada y, cuando seterciaba, una risa sonora.

Si yo estaba rezagada respecto a la

moda, ¿qué habría dicho de ella la primaMónica? Iba ataviada, como ha quedadodicho, con un vestido negro de sarga dealgodón, como muestra de su duelo; perola falda era casi tan corta como la de lasestampas de las fregonas bávaras.Llevaba medias de algodón blancas y unpar de botas negras de cuero, conbotones de cuero y, para tratarse de unadama, suelas prodigiosamente gruesas,las cuales me recordaban las de losbraceros que tan a menudo habíaadmirado en Punch. Debo añadir quelas manos con las que se ayudaba en suescrutinio de mi vestido, aunque bonitas,estaban francamente tostadas por el sol.

—¿Y cómo se llama? —me

preguntó, señalando con la cabeza haciaMary Quince, quien la contemplaba conojos desorbitados por el espanto, comopudiera hacerlo una solterona de tierraadentro al contemplar por vez primerauna ballena.

Mary hizo una reverencia y yocontesté.

—Mary Quince —repitió mi prima—. Eres bienvenida, Quince. ¿Cómo lallamaré? Tengo un nombre para cada unode ellos. El viejo Giles, ése de ahí, esGiblets[29]. Al principio no le gustó,pero bien prontito que contesta ahora; yésa, la vieja Lucy Wyat —dijo,indicando de nuevo con la cabeza—, esLucía de L’Amour.

Una lectura ligeramente errónea deLammermoor, pues mi prima a vecescometía errores y no estaba muy versadaen ópera italiana.

—Ya sabes que es una obra deteatro; yo la llamo L’Amour paraabreviar.

Se echó a reír de buena gana, y yo nopude evitar el unirme a su hilaridad.Haciéndome un guiño, llamó en voz alta:«¡L’Amour!». A lo que la viejuca,tocada con un gorro alto que le hacíaparecerse a Madre Hubbard, respondiócon una reverencia y un «sí, señorita».

—¿Están ya arriba todos los baúlesy cajas?

Lo estaban.

—Bien, ahora iremos; ¿y qué tellamaré a ti, Quince? Déjame que lopiense.

—Lo que a la señorita le plazca —contestó Mary con dignidad, haciendouna seca reverencia.

—¡Bueno! Estás tan ronca como unarana, Quince. Por el momento tellamaremos Quinzy. No está mal.Vámonos, Quinzy.

Y mi prima Milly me cogió delbrazo y me arrastró hacia delante; peromientras subíamos me soltó y se echóhacia atrás para inspeccionar mi atuendodesde un nuevo punto de vista.

—¡Eh, prima! —exclamó, dando unapalmada a mi vestido—. ¿Para qué

quieres tanto engorro con ese polisón?¡Chica, vas a dejártelo detrás al primerarbusto que saltes!

Mi pasmo fue considerable, y apunto estuve también de echarme a reír,pues en su regordete semblante habíauna especie de importancia, así como unalgo indescriptiblemente grotesco en elcorte de sus prendas de vestir, queaumentaban la sensación de extranjeríaen su manera de hablar hasta extremosque me resulta absolutamente imposibledescribir.

¡Qué palaciega amplitud la de lasescaleras por las que estábamossubiendo, con sus prodigiosasbalaustradas de roble y cada enorme

pilar en el rellano coronado por unescudo y soportes heráldicos tallados,mientras las paredes se hallabanrecubiertas por floridos frisos de roble!No pude, sin embargo, formarme unaidea de la casa, pues en el gobiernodoméstico del tío Silas no entraba laprovisión de luz para el recibidor y loscorredores, de modo que dependíamosdel resplandor de una sola vela; yahabría, empero, suficientesexploraciones de este tipo a la luz deldía.

Avanzamos, así pues, hacia micuarto a lo largo de un oscuroentarimado de roble, y tuve laoportunidad de admirar a mi placer las

señoriales proporciones del edificio.Dos grandes ventanas, con cortinasoscuras y deslustradas, eran comoventana y media de las de Knowl, y esoque Knowl, en su estilo, era unamagnífica casa. Los marcos de laspuertas, así como los de las ventanas,estaban ricamente tallados; la chimeneatenía el mismo estilo masivo, y la repisasobresalía con una ingente cantidad deriquísimas molduras. En conjunto mequedé sorprendida. Jamás habíadormido en un cuarto tan noble.

Debo confesar que el mobiliario nose hallaba en absoluto a la par con laspretensiones arquitectónicas de laestancia. Una cama francesa, una

alfombra de menos de tres metroscuadrados, una mesita, dos sillas, untocador… y ni un solo armario ni unasola cómoda. Los muebles, pintados deblanco y tirando a pequeños, seadaptaban particularmente mal a laescala y al estilo de aquel aposento,sólo uno de cuyos extremos se hallabaamueblado, y ello escasamente, dejandoel resto de la habitación en la desnudezde una majestuosa desolación.

Mi prima Milly se marchó corriendoa informar al «gobernador», comollamaba al tío Silas, de cómo iban lascosas.

—¡Y bien, señorita Maud, la verdades que no me habría esperado nunca ver

semejante cosa! —exclamó la honradaMary Quince—. ¿Ha visto usted algunavez una señorita igual? ¡Tiene el mismoaire de familia que pueda tener yo!¡Cielo santo! ¿Y cómo va vestida?¡Vaya, vaya, vaya!

Y Mary, sacudiendo la cabeza condesolación, dio un chasquido con lalengua entre los dientes, y yo no pudeevitar echarme a reír.

—¡Y estos mueblecitos de nada!¡Vamos, que…! —y volvió a chasquearcon la lengua.

Pero la prima Milly volvió a lospocos minutos y, con una especie debárbara curiosidad, ayudó a deshacer elequipaje y a guardar los tesoros, sobre

los cuales se aventuró a hacer toda unavariada serie de comentariosadmirativos, en los bargueños que, comoalacenas, ocupaban los recesos de lasparedes, con grandes puertas de roble ylas llaves en ellos.

Mientras procedía a arreglarmeapresuradamente, mi prima meentretenía con algún que otro comentariode índole más estrictamente personal.

—Tienes el pelo un poquitín másoscuro que el mío…, pero no por eso esmás bonito… ¿verdad? Dicen que el míoes del color apropiado. No sé…, ¿qué teparece a ti?

De buena gana concedí que teníarazón en ello.

—Ojalá mis manos fuesen tanblancas como las tuyas, eso sí… en esome ganas; pero eso se consigue conguantes y nada más, y yo nunca hepodido soportarlos. Pero me parece quelo intentaré…, ¡las tienes muy blancas,ya lo creo que sí! Me pregunto quién esmás bonita, si tú o yo. No lo sé, de verasque no… ¿Qué piensas tú?

Ante semejante desafío no pude pormenos de soltar una carcajada; mi primase ruborizó un poco y, por primera vez,y por un momento, dio una levesensación de timidez.

—Bueno, tú eres media pulgada máslarga que yo, me parece… ¿no es así?

Yo era toda una pulgada más alta, así

que no tuve dificultad alguna en dar poradmitido lo que se me proponía.

—¡Pero eres guapa! ¿Verdad que sí,Quinzy? Sólo que la falda te llega casihasta los talones… ya lo creo que sí.

Y pasó de mirar la mía a mirar lasuya y, a fin de ayudarse a estableceruna distancia comparativa, dio unapatadita en el aire y levantó el talón desu bota de gañán.

—Quizá la mía es un poquitíndemasiado corta —sugirió—. ¿Quiénanda por ahí? ¡Oh, eres tú! —exclamó alver aparecer en la puerta a MadreHubbard—. Pasa, L’Amour…, ya sabesque tú eres siempre bienvenida.

Había venido a hacernos saber que

el tío Silas se sentiría feliz de verme encuanto estuviese preparada y que miprima Millicent me conduciría hasta lahabitación donde él me esperaba.

En un abrir y cerrar de ojos sedesvanecieron todas las sensacionescómicas despertadas por lasexcentricidades de mi singular prima, yme sentí atenazada por el temor. Estabaa punto de contemplar en carne y hueso—marchito, quebrantado, envejecido,pero no obstante el mismo— a aquel serque había constituido la visión y elproblema de tantos años de mi cortavida.

C A P Í T U L O X X X I I

EL TÍO SILAS

PENSÉ que también mi extrañaprima se sentía atenazada por unaespecie de temor, aunque en diferentegrado que yo, pues su rostro seensombreció y se mantuvo en silenciomientras, la una al lado de la otra,caminábamos por el corredor,acompañadas por la viejuca portadorade la vela que nos iluminó hasta lapuerta de aquella estancia que bien

puedo llamar la sala de audiencias deltío Silas.

Al aproximarnos, Milly me susurró:—Procura no hacer ruido; el

gobernador tiene el oído tan fino comoel de una comadreja, y nada le molestamás que el ruido.

Ella misma marchaba de puntillas,dando tumbos. Nos detuvimos ante unapuerta aledaña a la cabecera de la granescalinata, y L’Amour llamótímidamente con sus reumáticosnudillos.

Desde dentro una voz clara ypenetrante nos invitó a entrar. La viejaabrió la puerta y, un instante después, mehallaba en presencia del tío Silas.

Al fondo de una hermosa salarecubierta de frisos de madera, cercadel hogar, en el que ardía un fuego bajo,junto a una mesita sobre la que sealzaban cuatro candelabros de plata consendas velas de cera, estaba sentado unviejo de singular aspecto.

Los oscuros frisos a su espalda, asícomo la vastedad de la habitación, encuyas zonas más remotas la luz que caíacon intensidad sobre su rostro y sufigura se perdía sin apenas producirefecto alguno, lo exhibían con la fuerza yel extraño relieve de un retrato holandésde espléndida factura. Durante un ratono me fijé en nada, salvo en él.

Un rostro como de mármol, con una

imponente mirada monumental y, paratratarse de un viejo, unos ojos extraños yde singular viveza, cuya singularidadllamaba cada vez más mi atención amedida que lo contemplaba, pues suscejas las tenía aún negras, pese a que sucabello descendía desde sus sienes, casihasta los hombros, en largos mechonesde la más pura plata, y suaves como laseda.

Se levantó, alto y delgado, un pococargado de hombros, vestidoenteramente de negro, con una holgadacasaca de terciopelo negro, más tirandoa una bata que a una levita, de sueltasmangas que dejaban ver la niveablancura de su camisa a cierta altura del

brazo, y un par de gemelos, en aquelentonces ya por completo fuera de moda,cuyos diamantes lanzaban un brilloaristocrático.

Sé que por medio de la palabra nopuedo hacer llegar una idea de estaaparición, diríase que dibujada enblanco y negro, venerable, exangüe, defogosa mirada, con su singular aire depoderío y una expresión tandesconcertante… ¿de irrisión, deangustia, de paciencia?

Los indómitos ojos de este extrañoviejo no se apartaron de mí mientras selevantaba; un rictus habitual, que bajociertas luces adoptaba el carácter de unceño fruncido, no se relajó en tanto se

aproximaba a mí con una sonrisa en susfinos labios. Dijo algo con su voz clara,suave pero fría, cuyo significado nopude captar por hallarme demasiadoinmersa en la zozobra, y tomó mis manosentre las suyas con una gracia cortesanaperteneciente a otra época, y,afectuosamente y mientras me hacíamuchas preguntas que yo sólo a mediasentendía, me condujo hasta una sillacercana a la suya.

—No hace falta que te presentes ami hija; ella me ha ahorrado ya esamortificación. La encontrarás, creo, debuen carácter y afectuosa; au reste, metemo que una muy rústica Miranda, ymás idónea para la compañía de Calibán

que para la de un achacoso Próspero.¿No es así, Millicent?

El viejo hizo una sarcástica pausa,en espera de respuesta, con sus ojosseveramente fijos en mi extraña prima,la cual se ruborizó y me echó una miradaincómoda, en busca de una pista.

—No sé quiénes podrán ser… ni eluno ni el otro.

—Muy bien, querida —replicó mitío con una leve y burlona inclinación decabeza—. Ya ves, mi querida Maud, quéshakespeariana tienes por prima. Esevidente, sin embargo, que ha trabadoconocimiento con algunos de nuestrosdramaturgos: ha estudiado el papel de laseñorita Hoyden a la perfección.

No era, desde luego, unapeculiaridad razonable de mi tío elresentir, con una buena dosis de retozonaacrimonia, la carencia de educación demi pobre prima, de la cual, si él no eraresponsable, ciertamente tampoco lo eraella.

—Ahí la tienes, pobrecilla, productode la combinación de todas lasdesventajas de una falta de educaciónrefinada, refinada compañía y, me temo,de refinados gustos por naturaleza; perouna estancia en una buena residenciaconventual francesa hará milagros, cosaque espero arreglar a su debido tiempo.Mientras tanto nos gastamos bromasacerca de nuestras desgracias, y nos

amamos, en ello confío, cordialmente.Con una gélida sonrisa alargó su

delgada y blanca mano hacia Milly, lacual dio un respingo y se la cogió conexpresión de susto; y mi tío, sosteniendode forma harto descuidada, según mepareció, la mano de su hija, repitió: «Sí,confío en ello, muy cordialmente», y,acto seguido, volviéndose de nuevohacia mí, la puso sobre el brazo de subutaca y la soltó como pudiera hacerloalguien que arroja por la ventanilla deun carruaje algo que ya no necesita.

Tras hacer esta apología de la pobreMilly, quien evidentemente se hallabasumida en el desconcierto, mi tío, paraalivio de mi prima y mío propio, pasó a

hablar de otros temas, expresando devez en cuando sus temores de que meencontrase fatigada, así como su solícitointerés por que tomase algo de cena ouna taza de té; pero tales solicitudesparecían, de algún modo, escapársele dela memoria casi tan pronto como laspronunciaba, manteniendo laconversación, que pronto degeneró en unpormenorizado y para mí dolorosointerrogatorio a propósito de laenfermedad de mi querido padre y sussíntomas, sobre los que no pude darninguna información, y de suscostumbres, sobre las que sí pude.

Quizá se imaginaba que pudieraexistir alguna predisposición familiar

hacia la enfermedad orgánica de la quemurió su hermano, y sus preguntas ibandirigidas más bien a la prolongación desu propia vida que a un mejorentendimiento de la muerte de miquerido padre.

¡Qué pocas eran las cosas que lequedaban a este viejo susceptibles dehacerle deseable la vida, y sin embargocon cuánto ahínco, según llegué a sabermás tarde, perseveraba en ella! ¿Acasotodos nosotros no hemos conocidopersonas para las cuales la vida no es yaque fuese indeseable, sino que eradecididamente dolorosa —un simplerosario de tormentos corporales—, y noobstante se aferraban a ella con

desesperada y lastimosa tenacidad? Lascriaturas, viejas o jóvenes, todas soniguales.

Ved cómo un niño soñolientoprocura diferir su inevitable ida a lacama. Los ojos de la criaturitaparpadean, miran con fijeza, siendonecesario un constante zarandeo paraimpedir que, entre cabezada y cabezada,caiga en el letargo que la naturalezaanhela. Sus despertares le resultandolorosos; está extenuado, se muestraquisquilloso y estúpido, y sin embargoimplora una prórroga, desdeña el reposoy jura que no tiene sueño incluso en elmomento en que su madre lo toma en susbrazos y se lo lleva, sumido en un dulce

sopor, al cuarto de los niños. Así ocurrecon nosotros, niños viejos, hijos de latierra y del gran sueño de la muerte, y lanaturaleza, nuestra bondadosa madre.Igual que a regañadientes nos separamosde la consciencia, pues ¡es taninteresante el cuadro incluso hasta elfinal! Infinitamente más vale el pájaro enmano, aun enfermo y desplumado, quelos cien volando en toda la brillantez desu lozanía. Nos incorporamos,estúpidos, entre bostezos y parpadeos,la escena entera pasando ante nosotros,y las historias y la música perdiéndoseen un susurro de aguas y vientos lejanos.Aún no ha llegado el momento; noestamos fatigados; nos encontramos bien

para una hora más, y así, protestandocontra el lecho, vacilamos y caemos enel letargo sin sueños que la naturalezaasigna a la fatiga y el hartazgo.

A continuación hizo un pequeñoelogio de su hermano, lleno decumplidos y, en cierto modo, deverdadera elocuencia. Mi tío poseía enalto grado esa facultad tan escasamentecultivada, pienso, por la actualgeneración, que es la de expresarse conperfecta precisión y fluidez. Habíatambién en su conversación una buenadosis de citas ligeramente ilustrativas,salpicadas de flores francesas, lo que ledaba un carácter a un tiempo elegante yartificial. Todo era fácil, ligero y agudo,

y, al ser por entero nuevo para mí,ejercía sobre mí una prodigiosafascinación.

Luego me dijo que Bartram era eltemplo de la libertad, que la salud detoda una vida se basaba en unos años dejuventud, aire y ejercicio, y que, si no laeducación, los logros sí, al menos,serían producto de la salud. Por ello, ymientras permaneciera en Bartram,dispondría de mi tiempo a mi placer, ycuanto más a saco entrara en el jardín ymás gitaneara en el bosque, tanto mejor.

Acto seguido me informó delmiserable inválido que era y de cómolos médicos se injerían en sus frugalesgustos. No se atrevía a tocar un vaso de

cerveza y una chuleta de cordero… sualmuerzo ideal. Le hacían beber vinosligeros, que él detestaba, y vivir de esasabominaciones artificiales, el gusto porlas cuales se desvanece con la juventud.

En la mesa lateral, dentro de sucubilete de plata, había una cuellilargabotella de vino del Rin, y a su lado unafina copa rosada, hacia las que mi tío,con aire malhumorado, alargó unosdedos temblorosos.

Pero a menos que se encontrasemejor muy pronto, tomaría en suspropias manos su caso y probaría ladieta hacia la que apuntaba lanaturaleza.

Agitó sus dedos hacia sus armarios

de libros y me dijo que éstos estabanpor entero a mi disposición durante miestancia. Pero tal promesa terminó, deboconfesarlo, de forma decepcionante. Porúltimo, observando que debía de estarcansada, se levantó, me besó con unaternura solemne y colocó su mano sobrelo que, según me di cuenta, era unagruesa Biblia con dos anchosmarcadores de seda roja y doradaplegados en su interior: el uno, me cupoconjeturar, para indicar el lugar delAntiguo Testamento, y el otro para el delNuevo. Estaba sobre la mesita quesostenía las velas de cera, junto con unfrasco de eau de cologne bellamentetallado, su estuche de lapicero, de oro y

pedrería, y su reloj repujado, cadena ysellos. No había, ciertamente, indiciosde pobreza en la habitación del tío Silas,quien me dijo en tono imponente:

—Recuerda este libro; en éldepositó tu padre su confianza, en élhalló su recompensa y tan sólo en élalienta mi esperanza; consúltalo día ynoche, mi bien amada sobrina, como unoráculo de vida.

A continuación puso su fina manosobre mi cabeza, me bendijo y, actoseguido, me dio un beso en la frente.

—¡No…! —exclamó la vigorosavoz de mi prima Milly. Se me habíaolvidado por completo su presencia, y lamiré con un pequeño sobresalto. Estaba

sentada en una silla muy alta yanticuada; era evidente que había estadodurmiendo; sus redondos ojospestañeaban y nos contemplaban convidriosa fijeza, y sus blancas piernas ybotas de gañán bamboleaban en el aire.

—¿Tienes algo que comentar acercade Noé? —le preguntó su padre con unacortés inclinación y un irónico interés.

—No… e —repitió con la mismaembotada inflexión de voz—; ¿no heroncado, verdad?

El viejo sonrió y, vuelto hacia mí, seencogió levemente de hombros… Erauna sonrisa asqueada.

—Buenos noches, mi querida Maud—y, volviéndose hacia su hija, con una

suavidad curiosamente severa, dijo—:¿No harías mejor en despertarte, queridamía, y ver si a tu prima le gustaría cenaralgo?

Y con esto nos acompañó hasta lapuerta, al otro lado de la cualencontramos a L’ Amour esperándonoscon la bujía.

—Le tengo un miedo espantoso algobernador, ya lo creo que sí. ¿Estuveroncando ese rato?

—No, querida; al menos yo no lo oí—dije, incapaz de reprimir una sonrisa.

—Pues si no lo hice, estuve en untris de hacerlo —dijo ella, con airemeditabundo.

Hallamos a la pobre Mary Quince

dando una cabezada junto al fuego; peropronto tomamos el té y otras cosasbuenas, de las que Milly hizo loshonores con un apetito prodigioso.

—Lo del roncar me hizo tenerremordimientos —dijo Milly, quienllegado este instante había recobrado yasu propio ser—. Cuando me pilladurmiendo una siestecita, rara es la vezque no me da un metido en la cabeza conel estuche del lapicero… ¡Y vaya siduele, chica!

Cuando comparaba esta asombrosaespecie de joven dama con el viejo,refinado y elocuente caballero al queacababa de dejar, casi me volvíaescéptica respecto a la posibilidad de

que fuera su hija.Andando el tiempo acabaría por

enterarme, sin embargo, de lo poco quemi prima había conocido no diré ya eltrato, sino tan siquiera la presencia de supadre. Y también de que entre suscompañeras domésticas no habíaninguna con las más mínimaspretensiones de educación; de quecorreteaba por la finca sin ton ni son; deque jamás, excepto en la iglesia, llegó aver a nadie del rango social al que ellapertenecía por nacimiento; y de que lopoco que sabía leer y escribir lo habíaaprendido, a ratos perdidos, de unapersona a la que le importaban uncomino sus modales y su decoro, y

acaso disfrutaba con su caráctergrotesco; y de que nadie, entre quienesse hallaban dispuestos a tomarse unamínima molestia por ella, eracompetente para hacerla una brizna másrefinada de lo que yo la conocí. Así lascosas, no había ya motivo para sentirextrañeza. No sabemos lo poco que esheredable y lo mucho que es simpleadiestramiento, hasta que no noshallamos ante un espectáculo como elque ofrecía mi pobre prima Milly.

Cuando me acosté en la cama y pasérevista a la jornada, me pareció un mesentero de prodigios. El tío Silas no seapartaba de mi mente; su voz, tancristalina para un viejo como él…, tan

sobrenaturalmente suave; la dulzura ygentileza de sus modales; su aspectorisueño, doliente, espectral. Ya no erauna sombra, ahora le había visto encarne y hueso. Pero, después de todo,¿era más que una sombra para mí? Alcerrar los ojos seguía viéndolo ante mí,el luto nigromántico, de una palidezcenicienta que yo contemplaba conmiedo y pena, un rostro tandeslumbrantemente pálido, y aquellosojos hundidos, fieros y terribles. Aveces parecía como si se abriese lacortina y hubiese visto a un fantasma.

Le había visto, pero seguía siendo unenigma y un portento. El semblante vivono explicaba el pasado, como tampoco

el retrato presagiaba el futuro. Era aúnun misterio y una visión. Pensando enestas cosas me dormí.

Mary Quince, que dormía en la saladel tocador, cuya puerta estaba próximaa mi cama y permanecía abierta pararesguardarme de los fantasmas, mellamó para que me levantara, y en cuantosupe dónde estaba salté de la cama y mepuse a mirar con ansia por la ventana,desde la cual se veía la alameda y elpatio. Nos hallábamos, sin embargo, amuchas ventanas de distancia de la quedaba sobre la puerta de entrada a lacasa, e inmediatamente debajo denosotras yacían los dos gigantescostilos, postrados y con las raíces al aire,

que la noche anterior observara al llegaren el coche.

A la luz brillante de la mañana vicon más claridad los signos de desidia,de ruina incluso, que me habían llamadola atención al llegar. El patio estabacubierto de matojos de hierba rara vez,de año en año, aplastada por las ruedasde un carruaje o las pisadas de unosvisitantes. Este melancólico verdor sehacía más denso en las áreas másalejadas del centro, y bajo las ventanasy orillando los muros hacia el ladoizquierdo, y se veía reforzado por ungrueso soto de espinosas zarzas. Laalameda estaba crecida de hierba porentero salvo en su mismísimo centro,

donde un estrecho carril señalaba aún elsendero. La hermosa balaustrada delpatio, con sus molduras talladas, sehallaba descolorida por los líquenes y,en dos sitios, desportillada y rota; y elaire de ruina se veía acrecentado por losárboles caídos, entre cuyas ramas yhojas amarillas brincaban los pajarillos.

Antes de que mi aseo hubieseconcluido, mi prima Milly entró comouna tromba. Ibamos a desayunar solas,«y tanto mejor», me dijo. A veces elgobernador le ordenaba que desayunasecon él, y «jamás dejaba de burlarse deella» hasta que le llegaba su periódico,y en ocasiones «le decía tales cosas, quela hacían llorar», y entonces él «se metía

aún más con ella» y acababa echándolade la habitación; pero, dijera él lo quedijera, ella era un montón más simpáticaque él. «¿No era ella más simpática?¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí?». Sobreeste punto se mostró tan insistente yperentoria que me vi obligada acontestar mediante una protesta contra eltener que conceder la palma de laelegancia al padre o a la hija, así comoa declarar que a mí ella me resultabasimpatiquísima, cosa que atestigüé conun beso.

—Sé muy bien quién de los dos teparece más simpático, y no meequivoco, sólo que le tienes miedo; yanoche no tenía por qué haberse metido

conmigo delante de ti. Ya sabía yo queiba a hacerlo, aunque no pude entenderledel todo; pero ¿verdad que se portócomo un ruin cochino? ¿Verdad que sí?

La pregunta era aún másembarazosa, así que volví a darle unbeso y le dije que en ausencia de mi tíono debía nunca hacerme decir nada queno pudiera decir en su presencia.

Ante esta mi perorata, se me quedómirando con fijeza durante un rato, y acontinuación me regaló con una de suscordiales carcajadas, tras lo cualpareció sentirse más feliz y,gradualmente, se le fue pasando el malhumor hacia su padre.

—A veces, cuando viene de visita el

cura, me manda llamar arriba…, porquees más religioso que seis, vaya si loes…, y se ponen a leer la Biblia y arezar… ¡uf! ¿te crees que no? Tútambién tendrás que hacerlo, chica,igualito que yo… ¡Y mira que no loaborrezco! ¡Oh, no…!

Desayunamos en una salita, casi ungabinete, lejos del gran salón, el cual, atodas luces, se hallaba en desuso. Nadapodía ser más acogedor que nuestroequipaje, ni más desharrapado que elmobiliario de aquella pequeña estancia.Pero no obstante, de algún modo, megustaba. Era un cambio total; pero aveces, al principio, se experimenta uncierto gusto por «vivir mal».

C A P Í T U L O X X X I I I

EL BOSQUE DEL MOLINODE VIENTO

NO tuve tiempo de explorar aquellavieja y noble casa como mi curiosidadme urgía a hacerlo, pues Milly estabatan alborotada en su empeño de que nosfuésemos a la «cañada de las moras»,que apenas vi más de lo queestrictamente cabía ver en el escenariorecorrido desde y hacia mi habitación.

Mi querido padre había impedido

que la casa, de hecho, se convirtiera enuna ruina, mediante el mantenimiento yla reparación del tejado, las ventanas, lamampostería y la carpintería. Pero sinque se llegue a indicios de verdaderaruina, hay, sin embargo, muchasmanifestaciones de pobreza y desidiaque impresionan con una sensación dedesolación. Estaba claro que ni siquierauna décima parte de aquella enormecasa se hallaba habitada; largoscorredores y galerías se extendían hastaperderse en el polvo y el silencio,siendo atravesados por otros cuyososcuros arcos me inspiraban, desdelejos, una especie de horrible tristeza.Evidentemente se trataba de una de esas

estructuras en las que fácilmente cabríaperderse, y, con un terror placentero, merecordaba la deliciosa y vieja abadíacircundada por sombríos bosques quesale en la novela de la señora Radcliffe,entre cuyas silenciosas escaleras,tenebrosos pasadizos y largas hileras deseñoriales pero desiertos aposentos, lafamilia La Mote obtuvo lúgubre refugio.

Mi prima Milly y yo, sin embargo,estábamos empeñadas en dar un paseo alaire libre, así que Milly, a través dediversos pasadizos, me condujo hastauna puerta que nos hizo salir a unaterraza cubierta de hierbajos, desde laque, por una amplia escalinata,descendimos a la explanada de abajo y

continuamos caminando por la hierbacorta, bajo los nobles árboles, Milly deun humor buenísimo, hablando sin parar,con su falda corta, botas de gañán ysombrero raído por la intemperie. Enuna de sus desenguantadas manosllevaba un bastón. Su conversación eracompletamente nueva para mí y seasemejaba mucho a lo que pudiera yoimaginar que fuesen los recuerdosvacacionales de un niño en edad escolar.Además, el lenguaje en el que seexpresaba era, a veces, tan foráneo, queme veía impulsada a soltar unacarcajada…, demostración que a ella,evidentemente, le disgustaba.

Su charla versaba sobre los grandes

saltos que había dado…, sobre cómohabía rociado a los chicos con bolas denieve en invierno… y cómo le habíaadelantado patinando, dos veces el largode su bastón, a «Briddles el vaquero».

Con este tipo de conversación, yotras similares, me entretenía mi prima.

La finca estaba deliciosamenteagrestre y descuidada. Pero ahora nosadentramos por un vasto parque conhondonadas y altozanos de hermosavariedad, por cuyas laderas y llanadasse esparcían espléndidas arboledas,densas y añosas. Entre éstasdesembocamos por fin en una pintorescavaguada; las peñas grises asomaban porentre los helechos y flores silvestres, y

las gradas de blando césped en suslaterales se veían oscurecidas por lassombras de los abedules de argénteostroncos, los bermejos espinos y losrobles, bajo los cuales, en los vaporesnocturnos, el Erl-King[30] y su hija acasose deslizaran cabalgando sus aéreoscorceles.

En el regazo de esta grata cañadahabía las zarzamoras más estupendas,pienso, que jamás he visto, y que dabanun fruto fabuloso; arrancando éste, ymientras charlábamos, proseguimosnuestro camino agradablemente.

Al principio mi mente se hallabaocupada por los absurdos de Milly, a losque mis descripciones no son capaces

de hacer justicia, por la sencilla razónde que la lejanía del tiempo ha hechoque muchos de sus detalles se hayanborrado de mi memoria. Pero suscomportamientos y su charla eran taninenarrablemente grotescos, que una yotra vez me entraba una tiritera a fuer dereprimirme las ganas de reír.

Sin embargo, bajo aquel espectáculoburlesco subyacía un significado penosoe incluso melancólico.

Aquella criatura no más educada queuna vaquerilla poseía, según fuidescubriendo gradualmente, unasmagníficas aptitudes naturales…, unavoz muy dulce y un oídoprodigiosamente fino, amén de un talento

para el dibujo que ensombrecía porcompleto el mío. Era realmenteasombroso.

A lo largo de toda su vida, la pobreMilly no había leído ni tres libros, ydetestaba pensar en ellos. Uno de éstos,sobre el que mi prima, por mandato delgobernador, acostumbraba a lanzarbostezos y suspiros y tenerfatigosamente ante los ojos durante unahora todos los domingos, era un gruesovolumen de sermones pertenecientes a laprimitiva escuela de Jorge III; y no esposible imaginar recopilación másárida. No creo que leyese nada más.Milly era, ello no obstante, diez vecesmás inteligente que la mitad de las

señoritas versadas en la bibliotecacirculante con las que es dadoencontrarse. Aparte de todo esto, a míme aguardaba una larga estancia enBartram-Haugh, y Milly me habíahablado, cosa que yo ya había oídomencionar antes, de la perenne soledadque allí reinaba, y me sentíaridículamente temerosa de asimilar eldescabellado dialecto de mi prima yconvertirme finalmente en algo parecidoa ella. Me decidí, así pues, a hacer porella cuanto estuviera en mi mano…,enseñarle todo cuanto yo supiese, si esque me lo permitía, y, poco a poco, siera posible, introducir algunos cambioscivilizadores en su lenguaje y —como lo

denominan en los pensionados— en suporte.

Pero ahora debo proseguir con elpaseo que nos diéramos en aquel nuestroprimer día por lo que llamaban BartramChase. Es imposible seguir comiendomoras indefinidamente, así que al cabode un rato reanudamos nuestra caminataa lo largo de la bonita vaguada, la cualse ensanchaba gradualmente hastaconvertirse en un valle boscoso, a unnivel más bajo y circundado poraltozanos irregulares que en algunospuntos, por así decirlo, retrocedían enimitación de bahías y ensenadas, y enotros sobresalían para formar colladosque terminaban en arboledas.

Precisamente allí donde el hocinoque habíamos estado atravesando seensanchaba hasta desembocar en esteextenso pero boscoso valle, el mismoestaba cruzado por una valla alta ytupida que, si bien daba muestras deruina, era aún muy resistente.

En la valla había un portón demadera, toscamente construido, perofuerte, y por el lado hacia el que nosaproximábamos estaba una muchachareclinada, de pie, contra el poste y unode sus brazos descansando en lo alto delportón.

La muchacha no era ni alta ni baja,aunque sí más alta de lo que parecía a lolejos; su cintura no era delgada; el pelo

lo tenía tan negro como el hollín, y lafrente ancha, perpendicular pero baja;tenía un par de magníficos ojos, oscurosy lustrosos, y párese de contar susrasgos agraciados…, a menos que se mepermita contar entre los mismos susdientes, que eran muy blancos yregulares. Su cara era más bien corta ymorena como la de una gitana, amén deobservadora y hosca. No se movió,limitándose a ojearnos con indiferencia,a medida que nos acercábamos, desdedebajo de sus sombrías pestañas. Unafigura en absoluto carente depintoresquismo, con una parduzca sayade droguete rojo y una andrajosachaqueta de paño color verde botella,

con las mangas cortas, que mostrabansus brazos morenos hasta los codos.

—Ésa es la hija de Pegtop[31] —dijoMilly.

—¿Quién es Pegtop? —pregunté.—Es el molinero… mira, allá está

—y mi prima señaló hacia un elementomuy bonito del paisaje, un molino quecoronaba la cúspide de un altozanoelevándose bruscamente por encima delnivel de los árboles, como una isla en elcentro del valle.

—Hoy no marcha el molino, ¿eh,guapa? —vociferó Milly.

—No, guapa, no marcha —replicó lamuchacha, ceñuda y sin moverse.

—¿Y qué ha pasado con el portillo?

—inquirió Milly, estupefacta—. ¡Estáarrancado de la valla!

—Así parece —contestó la ninfa delos bosques vestida de rojas sayas,dedicando a mi prima una muecasonriente y perezosa, que dejó aldescubierto sus magníficos dientes.

—¿Quién ha hecho eso? —preguntóMilly.

—Ni tú ni yo, chica —dijo lamuchacha.

—¡El que lo ha hecho es el viejoPegtop, tu padre! —exclamó Milly, cadavez más furiosa.

—¿Y qué si fue él? —replicó.—Y el portón cerrado.—Eso es, el portón cerrado —

repitió la muchacha hoscamente, con unadesafiante mirada de soslayo haciaMilly.

—¿Y dónde está Pegtop?—Al otro lado, en alguna parte;

¿cómo voy a saber dónde está? —replicó.

—¿Quién tiene la llave?—Aquí está, chica —respondió,

golpeando con la mano en un bolsillo.—¿Y cómo te atreves a tenernos

aquí? ¡Ábrelo enseguida, pelandusca! —gritó Milly, dando una patada al suelo.

Su respuesta fue una hosca sonrisa.—¡Abre el portón ahora mismo! —

vociferó Milly.—Pues no lo abro porque no me da

la gana.Me esperaba, ante un desafío tan

directo, que Milly se pusiera frenética,pero, en lugar de ello, dio muestras dedesconcierto y curiosidad…, lainesperada audacia de la muchacha lehabía dejado perpleja.

—Eres idiota, tardo en saltar lavalla tanto como en mirarte a ti, pero nolo haré. ¿Qué bicho te ha picado?Óyeme bien, o abres el portón o te loharé abrir.

—Anda, déjala en paz, querida —supliqué, temerosa de un mutuo asalto—. Tal vez le hayan ordenado que no loabra. ¿Es así, buena muchacha?

—No eres la más boba de las dos,

ya lo creo que no —observó en tono deencomio—. Diste en el clavo, chica.

—¿Y quién te lo ha mandado? —exclamó Milly.

—Padre.—El viejo Pegtop. ¡La cosa tiene

gracia…! ¡Nuestro sirviente nodejándonos pasar a nuestros propiosterrenos!

—¡De sirviente tuyo nada!—¿Qué quieres decir con eso,

chica?—Es el molinero del viejo Silas, y

eso ¿qué tiene que ver contigo?Con estas palabras, la muchacha dio

un brinco sobre la aldaba del candado ysaltó fácilmente por encima del portón.

—¿No puedes tú hacer eso, prima?—me susurró Milly, con un codazo deimpaciencia—. ¡Quisiera que lointentases!

—No, querida…, vámonos, Milly —y comencé a retirarme.

—¡Mira lo que te digo, chica, va aser para ti un mal día de trabajo cuandose lo diga al gobernador! —dijo Milly,dirigiéndose a la muchacha, la cualestaba de pie al otro lado, sobre untronco caído, mirándonos con hoscacompostura.

—Voy a pasar, mal que te pese —exclamó Milly.

—¡Mientes! —contestó.—¿Y por qué no, pelandusca? —

preguntó mi prima, quien se mostrómenos enfurecida de lo que yo meesperaba ante la afrenta.

Durante todo este tiempo yo no hacíaotra cosa que instar, en vano, a Millypara que nos marcháramos.

—La chica esa no es ningún gatosalvaje como tú… ése es el porqué —dijo la recia portera.

—Si paso, te voy a dar una —dijoMilly.

—Y yo a ti otra —contestó,sacudiendo la cabeza perversamente.

—Vámonos, Milly. Si no vienes, mevoy yo —dije.

—Pero es que no debemos dejarnosvencer —susurró mi prima con

vehemencia, cogiéndome del brazo—.¡Vas a saltar la valla y a ver lo que lehago!

—No pienso saltar.—Entonces echaré la puerta abajo, y

pasarás —exclamó Milly, poniéndose adar patadas con sus pesadas botas contrala fuerte empalizada.

—¡Marramiáu! ¡Marramiáu!¡Marramiáu! —gritó la muchacha de lassayas rojas, con una sonrisa desdeñosa.

—¿Sabes tú quién es esta dama? —chilló Milly de pronto.

—Es más guapa que tú —respondióla «Guapa».

—Es mi prima Maud…, la señoritaRuthyn de Knowl…, y es mucho más

rica que la Reina, y el gobernador la vaa cuidar y va a hacer que el viejo Pegtopte haga entrar en razón.

La muchacha me echó una ojeada dehosca indiferencia, algo inquisitiva,según me pareció.

—¡Vaya que no lo va a hacer! —leamenazó Milly.

—¡Vamos, tienes que venir! —dije,tirando de ella.

—¿Y si entramos? —exclamó Milly,intentándolo por última vez.

—No vas a entrar ni esto —contestóella con aspereza, pellizcando el índicecontra el pulgar y midiendo unadistancia infinitesimal, gesto queterminó con un retador chasquido de los

dedos y una sonrisa que mostró susmagníficos dientes.

—Me están entrando ganas depegarte una pedrada —gritó Milly.

—¡Vete por ahí! Y yo te la tiraré a ti.Andate con cuidado.

Y la «Guapa» cogió un guijarroredondo del tamaño de una bola decricket.

Me resultó difícil llevarme de allí aMilly sin que se produjera unintercambio de proyectiles, y muycontrariada por mi falta de celo yagilidad.

—Bueno, vámonos, prima, conozcoun camino fácil junto al río, cuando noviene crecido —contestó Milly—. Es

una bruta…, ¿verdad que sí?Mientras retrocedíamos vi a la

muchacha encaminándose lentamentehacia la vetusta cabaña de tejado depaja, la cual mostraba su alero a un ladode una pequeña y escarpada eminencia,bajo las ramas extendidas de losárboles; y, en tanto seguía su camino, lamuchacha bamboleaba y enroscabaalrededor de su dedo aquella llave porla que la batalla había estado en un trisde librarse.

El nivel del río era losuficientemente bajo como para que nosresultara fácil bordear el final de laempalizada que corría en susproximidades, y, por tanto, proseguimos

nuestro camino, Milly recobró suecuanimidad y nuestro paseo se hizo denuevo muy agradable.

Nuestro sendero discurría a lo largode la orilla del río, y, a medida queavanzábamos, los matorrales se vieronsustituidos por árboles más grandes, loscuales se hacían cada vez másnumerosos, altos y próximos entre sí,hasta que finalmente el paraje seconvirtió en un profundo y solemnebosque, y un súbito quiebro en el ríopuso al descubierto las hermosas ruinasde un viejo puente empinado, a uno decuyos extremos se veían los restos deuna casamata de paso.

—¡Oh, Milly, querida! —exclamé—.

¡Qué bonito dibujo se podría hacer deesto! ¡Me gustaría tanto hacer un esbozo!

—Ya lo creo que sí. ¡Pues vamos,hazlo! Aquí hay una piedra pura y planapara sentarse, que pareces muy cansada.¡Anda, hazlo, y yo me sentaré a tu lado!

—Sí, Milly, estoy un poco cansada yvoy a sentarme; pero habremos deesperar a otro día para hacer el dibujo,pues no tenemos lápiz ni papel. Pero esdemasiado bonito para que se pierda,así que mañana vendremos otra vez.

—¡Al cuerno mañana! ¡Lo harás hoy,que me maten si no lo haces! ¡Me mueropor verte hacer un cuadro, y voy abuscar tus acertijos de tu cajón, puestienes que hacerlo!

C A P Í T U L O X X X I V

ZAMIEL

VANAS fueron mis protestas. Miprima juró que cruzando sobre laspasaderas de piedra que había allí cercapodría llegar a la casa por un atajo y, enun cuarto de hora, estar de vuelta conmis lápices y cuadernos de láminas. Lasperegrinas medias blancas y gañanescasbotazas de Milly salieron, así pues, deestampida correteando y dando brincospor encima de las irregulares y

precarias pasaderas, sobre las que yo nome atrevía a seguirla; me resigné, portanto, a volver a la piedra tan «pura yplana» en la que me había sentado,disfrutando de la grandiosa soledadselvática, el oscuro trasfondo del parajey el pasadizo gris del puente, tan alto yesbelto, sobre cuyas ruinas brillaba unrayo de sol, y los gigantescos árbolesdel bosque que dormitaban en torno,abriéndose aquí y allá en sombríasperspectivas y, por el lado frontal,rompiendo filas para formar solemnesgrupos aislados. Era el decorado de unensueño novelesco.

Habría sido el lugar adecuado paraleer un volumen de folclore alemán,

pues las cada vez más oscurecidascolumnatas y silenciosos resquicios delbosque parecían rondados por las vocesy las sombras de aquellos encantadoreselfos y trasgos.

Me hallaba gozando de la soledad yde mis fantasías entre las bajas ramas dela foresta cuando, a mi derecha, oí uncrujido y vi una figura ancha yachaparrada vestida con una casacamilitar harapienta y llena de manchas,calzones holgados y una pata de palocon la que caminaba a trancas ybarrancas. El hombre avanzaba conesfuerzo. Su rostro era recio, arrugado ycurtido hasta alcanzar la pátina del robleviejo; sus ojos eran negros, redondos

como cuentas y fieros, y unas greñas depelo fuliginoso se escapaban por debajode su vapuleado sombrero de fieltro casihasta los hombros. Tal repulsiva personavenía hacia mí renqueante y dandobandazos, blandiendo de vez en cuandoen el aire su bastón con malevolencia yzarandeando bruscamente su cabellera,como un toro bravo que se apresta aembestir.

Me puse en pie maquinalmente, conuna sensación de miedo y sorpresa, casicreyendo vislumbrar en aquel viejosoldado pata de palo al demonio delbosque que rondaba a Der Freischütz[32].

Se me acercó gritando:—¡Eh, tú! ¿Cómo has llegado hasta

aquí? ¿Me oyes?Se me arrimó jadeante y, en sus

prisas, arrastrando a veces con enojo supata de palo, la cual se hundía decuando en cuando más de lo convenienteen el césped. Este esfuerzo contribuía amalhumorarle, y cuando se paró ante mícon su cetrino semblante tiznado dehumo y polvo, los ollares de su narizchata y colgante se ensancharon,trémulos, por efecto de sus jadeos, comolas agallas de un pez. Difícil habría sidoimaginar un rostro más enfadado y feo.

—Venís cuando queréis, ¿no? Yhacéis lo que os da la gana, ¿verdad?Pero vamos a ver: ¿tú quién eres? ¿Meoyes? ¡Qué quién eres, digo! ¿Y qué

diablos estás buscando por estosbosques? ¡Vamos, muévete!

Si su bocaza y sus grandes dientesmanchados de tabaco, su ceño fruncido yel tono estridente de su vozarronaresultaban intimidatorios, también eranenormemente irritantes. De inmediatosentí que mi espíritu despertaba yrecobraba el ánimo.

—Soy la señorita Ruthyn, de Knowl,y el señor Silas Ruthyn, su amo, es mitío.

—¡Ajá! —exclamó con algo más desuavidad—, pues si Silas es tu tío, túserás la que ha venido a vivir con él yque llegó anoche… ¿eh?

No le respondí, pero creo que mi

semblante expresaba a un tiempo enfadoy desdén.

—¿Y qué haces sola por aquí?¿Milly no está contigo, ni nadie? PeroMaud o no Maud, yo no le dejo ni almismísimo diablo poner el pie dentro dela empalizada sin que Silas me dijeraque lo permitía. Puedes ir y decirle aSilas estas palabras de Dickon Hawkes,que yo las mantendré…, y es más, se lodiré yo mismo… ¡vaya si lo haré!; lediré que de nada sirve el que meesfuerce y bregue por estos andurrialesdía y noche y noche y día, vigilando queno se metan cazadores furtivos yladrones y gitanos y afanadores de todotipo, si no se guardan las reglas y la

gente hace lo que le da la gana. ¡Malditasea, muchacha, que has tenido suerte queno te pegara un ladrillazo nada másverte!

—Me quejaré a mi tío —contesté.—Hazlo, pero mira que no vayas a

verte tú en un aprieto, muchacha; nopuedes decir que te echara los perrosencima, ni que te llamara nada malo, nique te tirara una pedrada… ¿verdad?¿Estamos? ¿Dónde está la quejaentonces?

Me limité a responder, bastantefuriosa:

—Tenga la bondad de marcharse.—Bueno, a eso no tengo nada que

objetar, fíjate. Yo te creo lo que dices…

que eres Maud Ruthyn…, puede que loseas y puede que no. Yo eso no lo sé,pero te creo y lo único que quiero saberes si Meg te abrió el portón.

No le respondí, y, para mi granalivio, vi a Milly que venía dandozancadas y saltitos sobre las desigualespasaderas.

—Hola, Pegtop. ¿Qué andasbuscando ahora? —exclamó alacercarse.

—Este hombre ha sido enormementeimpertinente. ¿Lo conoces, Milly? —dije.

—¡Vaya si no! Es Pegtop Dickon. Elviejo Hawkes, el que nunca se lavó. Voya decirte una cosa, muchacho: que ya

veremos lo que el gobernador opina detodo esto… Hablará contigo.

—Yo no he hecho ni dicho nada…nada más que lo que debía…, ésta es larealidad, y ella no puede negarlo; no harecibido de mí ni una palabra dura; y amí no me importa ni la punta de esecardo lo que diga nadie…, ¡me tiene sincuidado! Pero a ti, Milly, voy a decirteuna cosa: ya he parado en seco algunasde tus jugarretas, y seguiré haciéndolo.No vas a continuar tirándole piedras alganado.

—Tú cuentas tus cuentos… a mícomo si tal cosa —grito Milly—. Ojaláhubiera estado yo aquí cuando regañastea mi prima. Si Winny estuviera aquí te

cogería por la pata de palo y te tiraríade espaldas.

—¡Buena va a ser ésa si se parece ati! —replicó el viejo con una ferozsonrisa de desprecio.

—Déjalo estar, y márchate —vociferó Milly—, que si no aún puedeque llame a Winny para que te parta lapata de palo.

—¡Ajá! ¡Así que ésas tenemos! Esmuy maja, ¿verdad que lo es? —respondió sardónicamente.

—¿No te gustó, verdad, la últimaPascua, cuando Winny te la rompió deuna patada?

—Fue un caballo que me dio una coz—gruñó, lanzándome una mirada.

—¡De eso nada…! Quien lo hizo fueWinny…, y éste se tuvo que pasaracostado una semana mientras elcarpintero le hacía una nueva —y Millyse echó a reír de buena gana.

—Te equivocas si crees que voy aseguir perdiendo el tiempo con tustonterías; pero ten ojo, pues hablaré conSilas.

Y, al marcharse, se llevó la mano asu arrugado sombrero y me dijo conhosca deferencia:

—Buenas tardes, señorita Ruthyn…,y tenga la bondad de recordar que miintención no era ofenderla.

Y, dicho esto, se fue con pasofanfarrón, renqueando y dando tumbos

por el césped, perdiéndose pronto en elbosque.

—Bien está que se haya asustado unpoquito…, creo que jamás le he vistotan enfadado; está loco de remate.

—Quizá en el fondo no es conscientede lo grosero que es —sugerí.

—Le odio. Estábamos el doble decontentos con el pobre Tom Driver…,nunca se metía con nadie y siempreestaba borracho; lo llamábamosGinebravieja. En cambio este bruto…yo es que le odio…, creo que es deWigan, y siempre te está aguando lafiesta…, y a Meg la zurra…, Meg es la«Guapa», ¿sabes?, y para mí que si nofuera por él, no sería ni la mitad de

mala. Escúchale silbar.Oí unos silbidos entre los árboles,

algo lejos.—¡No estará llamando a los perros!

Súbete aquí, haz lo que te digo.Y trepamos por el oblicuo tronco de

un gran nogal y forzamos los ojos haciael lugar donde esperábamos el ataque dela perversa jauría de Pegtop.

Pero era una falsa alarma.—Bueno, después de todo no le creo

capaz de hacer semejante cosa…difícilmente lo haría; ¡pero bruto sí quees, eso desde luego!

—Y esa chica morena que no nosquiso dejar pasar, es su hija, ¿verdad?

—Sí, ésa es Meg… la «Guapa», la

bauticé yo, cuando a él le llamaba el«Bestia»; pero ahora le llamo Pegtop, yella todavía es la «Guapa», y así escomo están las cosas. Vamos, siéntate yhaz el dibujo —añadió tan pronto comohubimos desmontado de nuestra posiciónde resguardo.

—Me temo que no estoy muy envena. Creo que no sería capaz de trazaruna sola línea recta. Me tiembla lamano.

—Ojalá puedas, Maud —dijo Millycon una mirada tan anhelante y cargadade súplica que, teniendo en cuenta laexcursión que había hecho para ir abuscar mis lápices, no podía soportardesilusionarla.

—Bien, Milly, lo intentaremos, perosi fallamos, no podemos evitarlo.Siéntate a mi lado e intentaré decirte porqué empiezo por una parte y no por otra,y verás cómo hago los árboles y el río,y… sí, ese lápiz, es duro y viene bienpara los trazos finos; pero tenemos queempezar por el principio y aprender acopiar dibujos, antes de intentarlo convistas de verdad como ésta. Si túquieres, Milly, estoy decidida aenseñarte todo cuanto sé, que, despuésde todo, no es mucho, y nos divertiremoshaciendo bocetos de los mismospaisajes y comparándolos luego.

Y así, absolutamente encantada ydeseosa de comenzar su curso de

instrucción, Milly se sentó a mi ladoextasiada y me abrazó y besó con tantavehemencia que a punto estuvimos desalir despedidas de la piedra en la queestábamos sentadas y rodar por el suelo.Sus aspavientos de satisfacción y subuen carácter me ayudaron a reponerme,y, riéndonos de buena gana, inicié mitarea.

—¡Cielos! ¿Quién es ése? —exclamé de pronto cuando, al alzar lavista del cuaderno de láminas,vislumbré la figura de un hombredelgado, vestido con el desaliñadoatuendo matutino de un caballero,cruzando el ruinoso puente en nuestradirección y caminando con considerable

cautela sobre el precario suelo delpretil, único lugar que ofrecía un pasoenterizo.

¡Aquél era un día de apariciones!Milly lo reconoció al instante. Elcaballero era el señor Carysbroke.Había alquilado La Granja sólo por unaño. Vivía completamente solo y eramuy bueno con los pobres, y era ademásel único caballero, desde hacíatantísimo tiempo, que iba de visita aBartram y, cosa extraña, a ningún otrositio. Pero le hacía falta permiso paraatravesar las fincas, y, tras obtenerlo,repitió sus visitas, en parte, sin duda,inducido a ello por el hecho de queBartram no podía vanagloriarse de su

hospitalidad y, en consecuencia, no secorría riesgo alguno de encontrarse allácon la gente del condado.

Con un grueso bastón en la mano yuna corta chaqueta de caza, amén de unsombrero de fieltro en mucho mejorestado que el de Zamiel, el caballerosurgió de los matorrales que ocultabanel puente, a paso rápido pero tranquilo.

—Irá a ver al viejo Snoddles,imagino —dijo Milly, con aire un pocoasustado y curioso; pues Milly, huelgadecirlo, era una palurda, y ello le hacíaquedarse pasmada ante la buena crianzade aquel caballero, si bien ella poseía labravura de un león y habría combatido alos filisteos con la quijada de un asno,

fueren cuales fueren sus probabilidadesde vencer.

—Igual no nos ve —musitó Milly entono esperanzado.

Pero nos vio y, quitándose elsombrero, se detuvo con una sonrisajovial que dejó al descubierto unosdientes muy blancos.

—Delicioso día, señorita Ruthyn.Al oírle levanté la cabeza de pronto,

apropiándome el apelativo, por la fuerzade la costumbre; fue ello tan patente, queél se quitó el sombrero en respetuosogesto dirigido a mí, y acto seguido dijo aMilly:

—El señor Ruthyn se encuentraperfectamente, espero, aunque no es

necesario que lo pregunte, puesto queusted parece tan feliz. ¿Tendrá la bondadde decirle que dentro de uno o dos díasconfío en tener el libro que mencioné yque cuando llegue se lo enviaré o se lollevaré inmediatamente?

En aquel momento Milly y yoestábamos ya de pie, pero ella no hacíaotra cosa que mirarle fijamente, con unnudo en la lengua, sus mejillas hartoruborizadas y sus ojos muy redondos. Afin de facilitar el diálogo, supongo, elcaballero dijo de nuevo:

—Está perfectamente, espero.Milly seguía sin responder, y yo,

provocada, aunque un poco tímida,contesté:

—Mi tío, el señor Ruthyn, seencuentra muy bien, gracias —y me sentíruborizar mientras hablaba.

—Le ruego que me perdone, pero¿puedo tomarme una gran libertad? ¿Esusted la señorita Ruthyn, de Knowl?¿Pensará usted que soy muyimpertinente, y me temo que sí lopensará, si me atrevo a presentarme? Mellamo Carysbroke, y tuve el honor deconocer al pobre señor Ruthyn cuandoyo no era más que un muchachito; desdeentonces se portó muy bien conmigo; yespero que me perdonará usted lalibertad que, me temo, me he tomado.Creo que mi amiga la señorita Knollyses también pariente de usted; ¡qué

persona tan encantadora!—¡Oh, desde luego que sí! ¡Un

verdadero amor! —dije, ruborizándomepor mi declaración de afecto.

El caballero, sin embargo, sonrióamablemente, como si ello me hicierasimpática a sus ojos, y dijo:

—No me atrevo yo a decir otrotanto, piense lo que piense, perofrancamente lo entiendo, eso sí. Es unamujer que conserva su juventud de unmodo prodigioso, y su humor y su buencarácter son completamente juveniles.¡Qué deliciosa vista ha elegido usted! —prosiguió, cambiando repentinamente detema—. Muchas veces me he detenidoyo aquí para contemplar esa exquisitez

de viejo puente. ¿Lo ha observadousted?…, usted es una artista, ya loveo… Hay un no sé qué muy curioso enesos tintes grises, con esas extrañasmanchas a través, de un rojo desvaído, oamarillo, ¿verdad?

—Sí que lo he observado;precisamente estaba comentando lapeculiar belleza de su colorido…, ¿noes así, Milly?

Milly se me quedó mirandofijamente y pronunció un alarmado «sí»con el aspecto de alguien al que le pillanrobando.

—Sí, y además el fondo es tanespecial —prosiguió el caballero—.Antes de la tormenta estaba mejor, pero

continúa estando muy bien.A esto siguió una pausa, y a

continuación, algo bruscamente:—¿Conoce la comarca?—No, en absoluto… es decir, sólo

lo que vi durante el viaje hasta aquí,pero me ha interesado mucho.

—Cuando la conozca mejor sesentirá encantada…, ¡el lugar adecuadopara una artista! Yo soy un desdichadogarrapateador y suelo llevar conmigoeste cuadernito en el bolsillo —y se rióen tono de hacerse perdonar, mientrassacaba un fino cuaderno de pesca, puestal parecía—. Son simplementememorándos, como puede usted ver. Soytan andariego, y a veces, cuando menos

me lo espero, me topo con rincones tanbonitos para hacer un boceto, que,sencillamente, intento tomar un apunte;pero en realidad más que apuntes sonescritura; mi hermana dice que es unacifra que sólo yo entiendo. No obstantetrataré de explicarle sólo dos deellos…, pues de veras que debería ustedir a ver esos sitios. ¡Oh, no, eso no! —rió, al pasarse la hoja accidentalmentepor efecto del viento—, eso es El Gato yel Violín, una curiosa tabernita donde undía me dieron una cerveza buenísima.

En este momento Milly dio algunas,e incómodas, muestras de hallarse apunto de hablar, pero, al no saber quépodía sobrevenir, me apresuré a hacer

comentarios acerca de los pequeñosbocetos, llenos de espíritu, sobre losque él intentaba atraer mi atención.

—Sólo le estoy mostrando loslugares a los que es fácil llegar…, losque están a un paso, ya sea a caballo oen coche.

Y procedió a volver la hoja yenseñarme dos o tres más de los que mehabía propuesto antes, y luego otro más;a continuación un pequeño boceto, todauna joyita encantadora, a decir verdad,de la casa de la prima Mónica, con susaleros preciosos; y cada uno de lostemas iba acompañado de su pequeñacrítica, o de su comentario narrativo, ode su aventura.

Estaba a punto de volverse a meteren el bolsillo este cuadernito de apuntesmientras continuaba charlando conmigo,cuando, de pronto, se acordó de la pobreMilly, que estaba mirando con el ceñoharto fruncido, pero que súbitamente seanimó sobremanera cuando él le entregóel cuaderno a la vez que le decía unaspalabras que ella, a todas luces,entendió mal, pues le hizo una de susextrañas reverencias y en un tris estuvo,según me pareció, de metérselo en suenorme bolsillo y aceptarlo como unregalo.

—Mira los dibujos, Milly, y luegodevuélvelo —le susurré.

A petición suya, permití al caballero

que contemplara mi inconcluso bocetodel puente, y, mientras él se hallabamidiendo distancias y proporciones aojo, Milly me susurró bastante enfadada:

—¿Y por qué he de devolvérselo?—Porque lo necesita y tan sólo te lo

ha prestado —susurré yo a mi vez.—¡Prestado, y después que a ti!

¡Qué me maten si miro una sola hoja! —replicó, con mucha inquina—. Tómalochica, dáselo tú misma…, yo no lo hago—y, dejándolo caer en mis manos,retrocedió unos pasos, enojada.

—Mi prima se lo agradece mucho—dije, devolviéndole el cuaderno ysonriendo en nombre de ella; él lo cogiósonriendo también y dijo:

—Creo, señorita Ruthyn, que dehaber sabido lo bien que usted dibuja,habría dudado antes de enseñarle mispobres garrapateos. Pero no son losmejores míos, ¿sabe usted?; ladyKnollys le dirá que puedo hacerlorealmente mejor… muchísimo mejor,creo yo.

Acto seguido, y presentando denuevo sus excusas por lo que él llamabasu impertinencia, se despidió, y yo mequedé con una sensación muy placentera,sintiéndome muy halagada.

Aquel hombre no podía tener más deveintinueve o treinta años, pensé, y eraguapo, eso desde luego…, esto es: teníaojos y dientes bonitos, así como la tez

morena…, y en su figura y su porte habíaalgo de distinguido y grácil; y enconjunto estaba la indescriptibleatracción de la inteligencia; y meimaginé —aunque esto, desde luego, eraun secreto— que desde el instantemismo en que me dirigió la palabra sesintió interesado por mí. No voy a servanidosa. Era un interés serio, perointerés al fin, pues, mientras pasaba lashojas de sus apuntes, pude ver cómo élestudiaba mis facciones, creyéndose queyo no veía otra cosa. Fue tambiénhalagador su vivo interés por que miopinión de sus dibujos fuese buena, asícomo su relacionarme con lady Knollys.Carysbroke… ¿había oído a mi padre

mencionar alguna vez ese nombre? Meresultaba imposible recordarlo. Pero locierto es que él acostumbraba a estar tancallado, que el hecho de no oírselo noera ningún gran argumento en contra.

C A P Í T U L O X X X V

VISITAMOS UN CUARTOEN EL SEGUNDO PISO

EL señor Carysbroke entretuvo mifantasía lo suficiente como paraimpedirme observar el mutismo deMilly hasta que emprendimos nuestroregreso a casa.

—La Granja debe de ser una casabonita si ese pequeño apunte le era fiel;¿está lejos de aquí?

—Estará a dos millas.

—¿Estás enfadada, Milly? —pregunté, pues tanto su tono de voz comosu semblante indicaban que lo estaba, ymucho.

—Sí, estoy enfadada. ¿Y por qué noiba a estarlo, chica?

—¿Qué ha sucedido?—¡Pues anda que…! Mira, el tipo

ese, el Carysbroke, se fijó en mí tantocomo en un perro, y se pasó todo eltiempo hablándote a ti de sus pinturas,de sus caminatas y de su gente. ¡Puesvaya! ¡Un cerdo tiene mejores modalesque él!

—Pero Milly, querida, olvidas queintentó hablar contigo y que tú no lecontestaste —le rebatí.

—¿Y no es eso justo lo que estoydiciendo?… ¡No sé hablar como lasdemás personas… las damas, quierodecir! Todo el mundo se ríe de mí; voyvestida como un adefesio… sí, ya locreo que sí. ¡Es una vergüenza! Elpasado domingo vi a Polly Shives…, ¡ymira que es una dama, por mi vida quelo es!…, riéndose de mí en la iglesia.Tentada estuve de decirle cuatro cosas.Pero sé que soy un adefesio. Es unavergüenza, vaya si lo es. ¿Por qué tengoyo que ser tan rara? ¡Es una vergüenza!No quiero ser así, y tampoco es culpamía.

Y la pobre Milly prorrumpió en unmar de lágrimas, y dio una pataleta y se

tapó la cara con su corta saya, quelevantó hasta sus ojos. Nunca hastaentonces había contemplado una imagentan estrafalaria de la aflicción.

—Además no entendí ni patata de loque dijo —lloriqueó la pobre Milly através de su bermejo algodón, dando unapataleta—. Y en cambio tú lo cogistepalabra por palabra. ¿Por qué soy yoasí? ¡Es una vergüenza… una vergüenza!¡Oh, oh, oh, es una vergüenza!

—Pero, mi querida Milly, estábamoshablando de dibujo, algo que tú todavíano has aprendido, pero queaprenderás…, yo te enseñaré, y entoncesentenderás todo lo que se diga sobreello.

—Y todo el mundo se ríe de mí…,incluso tú; aunque lo intentas, Maud, aveces a duras penas consiguesreprimirte la risa. No te culpo, pues séque soy rara; pero es que no lo puedoremediar ¡y es una vergüenza!

—Bueno, mi querida Milly,escúchame; si me dejas, te aseguro quete enseñaré la música y el dibujo que yosé. Has vivido muy sola y, como túmisma dices, las damas tienen un modode hablar que es distinto al de la demásgente.

—Sí, ya lo creo que lo tienen, y loscaballeros también…, como elgobernador, y ese Carysbroke; es ungalimatías preciosísimo… ¡maldita sea!

… Vamos, que ni el diablo en persona loentiende… Y entre vosotros yo no soymás que una pobre tonta. ¡Poco me faltapara tirarme al río! ¡Es una vergüenza,lo es… sabes muy bien que lo es… unavergüenza!

—Pero te enseñaré también esegalimatías si así lo deseas, Milly; sabrástodo cuanto yo sé; y me las arreglarépara que te hagan unos vestidos mejorconfeccionados.

Al decir esto se puso a mirarme a lacara con mucha tristeza, pero tambiéncon mucha atención, hinchados susojuelos y su nariz, y las mejillasempapadas.

—Creo que si fueran un poco más

largos…, el tuyo es más largo —y lafrase se vio interrumpida por un sollozo.

—Vamos, Milly, no debes llorar; siasí lo decides, puedes ser igual quecualquier otra dama… y lo serás; y serásmuy admirada, te lo digo yo, con sóloque te tomes la molestia de desaprendertodos tus modales y tus modos de hablarextraños, y que te vistas como la demásgente; yo me cuidaré de ello si me dejas;pienso que eres muy lista, Milly, y meconsta que eres muy bonita.

Las llorosas facciones de la pobreMilly se ensancharon, a su propio pesar,en una sonrisa, pero bajó la vista y negócon la cabeza.

—No, no, Maud, me temo que no lo

seré.La verdad es que tuve la impresión

de haberme propuesto un trabajo deHércules.

Sin embargo Milly era realmente unacriatura dotada de inteligencia, eracapaz de una rápida visión y, cuandodominaba su torpe dialecto, podía hacermuy gratas descripciones; con tal de quesoportara la sujeción y poseyese lanecesaria laboriosidad, yo nodesesperaba y, al menos, estabadecidida a desempeñar mi papel.

¡Pobre Milly! Se mostróauténticamente agradecida y entró en elproyecto de su educación con gran celoy con una extraña mezcla de humildad e

insubordinación.Milly estaba a favor de atacar de

nuevo las posiciones de la «Guapa»cuando ésta regresara, y de forzar elpaso por este lado, pero yo insistí enseguir por la ruta a lo largo de la cualhabíamos llegado, de modo quealcanzamos la empalizada por el río ynos vimos obsequiadas con una risueñay desafiante mueca por parte de la«Guapa», la cual se hallaba hablandopor encima del portón con un jovendelgado, vestido de pana y tocado conun estrafalario gorro de piel de conejo,quien, al vernos, se hizo timoratamente aun lado contiguo al que nosotras nosencontrábamos, mientras, con la barbilla

apoyada en un brazo, descansaba sobreel travesaño más alto del portón.

De hecho, tras nuestro encuentro deaquel día, la señorita «Guapa» habíaadoptado la costumbre de poner unaexpresión de desdeñoso escarnio, o cosaparecida, cada vez que pasábamos porallí.

Creo que Milly se habría enzarzadode nuevo con ella, de no haber sidoporque le recordé su empeño y ejercí minueva autoridad.

—Mira ahí a ese cuco de Pegtop,está subiendo por el camino del molino.Ahora finge que no nos ve, pero nos estáviendo y tiene miedo de que hablemoscon el gobernador porque piensa que

contigo no le dejará salirse con la suya.Le odio, al Pegtop ese: hace un año nome dejó montarme en las vacas ycabalgar.

Pensé que Pegtop habría hecho algopeor. Estaba claro que aquí se imponíauna reforma total, y me sentía contentade ver que la pobre Milly parecíaconsciente de ello y que su decisión deasimilarse a otras personas de su rangono obedecía a un mero espasmo demortificación o celos, sino a unadeterminación muy genuina y llena deempeño.

Apenas había llegado a ver todavíani la mitad de esta vieja casa deBartram. En un principio tenía, de

hecho, una idea muy imperfecta de suextensión. A lo largo de uno de loslabios del gran corredor había una seriede habitaciones con los postigos, por logeneral, cerrados, así como sus puertas.Cuando entrábamos en ellas la viejaL’Amour se enfadaba, aunque nopudiésemos ver nada; y Milly teníamiedo de abrir las ventanas… no porquefuésemos a enterarnos de ningún secretode Barba Azul, sino simplemente porquesabía que el tío Silas había impartidoórdenes en el sentido de que todopermaneciese tal como estaba. Aquelespíritu bullicioso y zascandil sentía entan alto grado un temeroso respeto haciasu padre, que, habida cuenta de los

gentiles modales y la aparente calma deéste, resultaba sobremanerasorprendente.

Había en la casa —lo que desdeluego no existía en Knowl y nunca heobservado en otras, aunque es posibleque se encuentre en casas antiguas—unas muy altas escotillas, aquí y allá, através de las cuales sólo podíamosatisbar si dábamos un gran salto en elaire. Se hallaban situadas a lo largo delos grandes corredores y galerías, yalgunas de ellas estaban tapadas y bajollave, para interceptarnos el paso einterrumpir nuestras exploraciones.

Milly, sin embargo, conocía unaextraña escalerita trasera, muy empinada

y oscura, que llegaba hasta el piso dearriba, de modo que ella y yo subimos ynos dimos un largo paseo a través de lashabitaciones, de techos mucho más bajosy terminación más tosca que losseñoriales aposentos que habíamosdejado abajo. Dichas habitacionestenían vistas a los hermosos aunquedescuidados terrenos de la finca; pero alatravesar un corredor de prontopenetramos en una estancia que daba aun pequeño y lúgubre cuadriláteroformado por los muros interiores delgran edificio y, desde luego, diseñadopor el arquitecto con la exclusiva mirade proporcionar la luz y el airenecesarios a algunas partes de la

estructura.Froté el cristal de la ventana con mi

pañuelo y miré hacia fuera. El tejadocircundante era alto y empinado. Losmuros parecían manchados y oscuros,las ventanas estaban forradas de polvo ysuciedad y sus marcos de piedrarecubiertos, a trozos, de musgo, hierba yzuzón. La casa se abría a esteensombrecido patio por medio de unaentrada porticada, la cual, sin embargo,estaba mugrienta y llena de polvo; y loshúmedos hierbajos que recubrían elcuadrángulo se inclinaban sobre elportal, impertérritos. Estaba claro queraramente era hollado por pisadashumanas, y la visión de aquel área ciega

y siniestra me produjo un extraño pavory abatimiento.

—Este es el segundo piso… y ahíestá el patio cerrado —soliloquié, porasí decirlo.

—¿De qué tienes miedo, Maud?Tienes el aspecto de haber visto unfantasma —exclamó Milly, quien seacercó a la ventana y atisbó por encimade mi hombro.

—De pronto, Milly, me harecordado aquel horroroso asunto.

—¿Qué asunto, Maud?… ¿En quédemonios estás pensando? —inquirióMilly, bastante divertida.

—Fue en una de estashabitaciones… puede que en esta

misma… sí, seguro que fue en ésta…,pues, fíjate, los frisos de madera estánarrancados de la pared…, donde sesuicidó el tal señor Charke aquel.

Lancé una triste y atenta miradaalrededor de la penumbrosa estancia, encuyos rincones estaban ya acumulándoselas sombras de la noche.

—¿Charke? ¿Y qué pasa con elCharke ese? ¿Quién es? —preguntóMilly.

—¡Por fuerza habrás oído hablar deél! —dije.

—No, que yo sepa —respondió—.Así que se mató…; ¿y cómo lo hizo? ¿Seahorcó, eh, o se levantó la tapa de lossesos?

—Se degolló en una de estashabitaciones…, en esta en la queestamos, seguro…, pues tu papá mandóarrancar los frisos de madera de lasparedes para cerciorarse de que nohubiera una segunda puerta por la quehubiera podido entrar el asesino; y yaves que las paredes están sin frisos ytienen marcas de la madera que quitaron—contesté.

—¡Es algo espantoso! No meexplico cómo tienen agallas paradegollarse. De hacer una cosa así, másme gustaría a mí ponerme una pistola enla cabeza y disparar, como lo hizo aqueljoven caballero en la Hondonada delMuerto, según dicen. En cambio los

tipos que se degüellan deben tenermuchas agallas, porque, me parece a mí,es una buena rebanada.

—¡Cállate, cállate, querida Milly!¿Y si nos vamos? —dije, pues la tardese estaba convirtiendo rápidamente ennoche.

—¡Qué me maten si esto no essangre, esto que hay aquí! ¿No ves estenubarrón extendido por todo el suelo, nolo ves?

Milly estaba agachada sobre lamancha y trazaba en el aire con un dedoel contorno de aquel, acaso, imaginariomapa.

—No, Milly, no podrías verlo, elsuelo es demasiado oscuro y todo está

en sombras. Deben de serimaginaciones, y además, después detodo, quizá no sea ésta la habitación.

—Bueno, creo que… estoy segurade que lo es. Mira…

—Volveremos por la mañana, y sitienes razón podremos verlo mejor.Vámonos —dije, cada vez más asustada.

Y, cuando nos estábamos poniendoen pie para marcharnos, el alto gorroblanco y las lívidas facciones de lavieja L’Amour surgieron en el vano dela puerta.

—¡Dios! ¿Qué te trae por aquí? —exclamó Milly, casi tan sobresaltadacomo yo por la intrusión.

—¿Qué es lo que la trae a usted

aquí, señorita? —bisbiseó L’Amour através de sus encías.

—Estábamos mirando dónde sedegolló Charke —contestó Milly.

—¡Al diablo Charke! —dijo laanciana, con una extraña mezcla dedesprecio y furia—. Esta no es suhabitación; y salgan de aquí, por favor.Al amo no le va a gustar nada cuando seentere de que está usted arrastrando a laseñorita Maud de una habitación a otra yde arriba abajo por toda la casa.

Parloteaba en un tono harto severo,pero al pasar yo a su lado me hizo unaprofunda reverencia y, tras lanzar unaaguda mirada a toda la estancia,acompañándola de un movimiento

afirmativo con la cabeza, la vieja encajósonoramente la puerta y la cerró conllave.

—¿Quién ha hablado de Charke?…Un atajo de mentiras, eso lo garantizo.Supongo que lo que quieres es asustaraquí a la señorita Maud con fantasmas yzarandajas por el estilo.

Al nombrarme me hizo otra tullidareverencia.

—En eso te cuelas, fue ella quien mehabló a mí del asunto, y mucho.¡Fantasmas! No les doy yo valor; si lohiciera, sabría quién iba a asustarme —rió Milly.

La vieja se guardó la llave en elbolsillo mientras su boca arrugada se

henchía y se hundía con una torvadesazón.

—Una chiquilla inofensiva, y muybuena, pero locuela… locuela, porque leda la gana serlo.

Esto me lo susurró L’Amour en eloído, durante el silencio que se hizo acontinuación, meneando la cabezaenérgicamente hacia Milly por encimade la barandilla; luego me hizo otrareverencia, al marcharnos, y seencaminó hacia la habitación del tíoSilas arrastrando los pies.

—El gobernador está rarillo estatarde —dijo Milly, sentadas ya las dospara tomar el té—. ¿Tú nunca le hasvisto rarillo, verdad?

—Debes decir con mayor claridadlo que quieres significar con eso, Milly.No querrás decir que está enfermo,espero.

—Bueno, yo no sé lo que es, pero elcaso es que a veces se pone rarísimo…,casi se diría que está muerto durante doso tres días con sus noches. Se quedasentado y está todo el rato como unavieja desmayada… ¡Es espantoso!

—¿Está insensible cuando entra enese estado? —pregunté, alarmadísima.

—No lo sé, pero nunca tieneimportancia. Creo que eso no le matará;la que lo sabe todo sobre eso es la viejaL’Amour. Cuando él está así yo apenasentro en su habitación, sólo si me llama;

y a veces él se despierta y se le antojallamarme para esto o lo otro. Un díamandó llamar a Pegtop, que estaba alláen el molino, y vino y el gobernador nohizo más que quedarse mirándole uno odos minutos, y le dijo que se marcharade la habitación. Cuando le da una deesas soñeras se pone casi como un niño.

Siempre supe cuándo el tío Silasestaba «rarillo», por las prohibicionesde la vieja L’Amour, la cual bisbiseabay farfullaba sobre la barandilla cuandonosotras subíamos, para decirnos que nohiciéramos ruido al pasar junto a lapuerta del amo; y por los ruidos de lasmisteriosas idas y venidas en torno a suhabitación.

Le veía muy poco. A veces se leantojaba que desayunáramos con él,capricho que le duraba quizá unasemana; después, el orden de nuestraexistencia volvía a su vieja rutina.

No he de olvidar dos bondadosascartas de lady Knollys, a quien algunosquehaceres retenían lejos, mostrándoseencantada de saber que me agradaba mitranquila existencia, y prometiéndomesolicitar, en persona, permiso del tíoSilas para visitarme.

Para las Navidades estaría enElverston, que tan sólo estaba a seismillas de Bartram-Haugh, de modo queme entró la comezón de una anhelada ygrata espera.

Me dijo también que en su invitaciónincluiría a la pobre Milly; ante mis ojosse alzó una visión del capitán Oakley,con sus ojos, de tan bello mirar,posados, en el colmo del asombro,sobre la pobre Milly, por la que habíacomenzado a sentirme responsable.

C A P Í T U L O X X X V I

UNA LLEGADA A ALTASHORAS DE LA NOCHE

A veces me han preguntado por quéllevo una pequeña sortija de turquesaque, para un no avisado observador,parece carecer de todo valor y, enconjunto, es una compañera indigna delas joyas que, a su lado, brillaninsultantemente. Se trata de un recuerdodel que me convertí en poseedora poraquel entonces.

—Y bien, chica, ¿qué nombre tepondré yo a ti? —exclamó Milly unamañana, entrando como una tromba enmi habitación, en un estado de alarmantehilaridad.

—El mío propio, Milly.—No, tienes que tener un mote,

como todos los demás.—Ni se te ocurra, Milly.—Ya lo creo que sí. ¡Te llamaré

«señora Bulla»!—No harás semejante cosa.—Pero es que tienes que tener un

nombre.—Me niego a cualquier nombre.—Pues te voy a poner uno, chica.—Y yo no lo aceptaré.

—Pero no puedes impedirme que tebautice.

—Puedo negarme a contestar.—Yo haré que contestes —dijo

Milly, poniéndose muy colorada.Quizá hubo algo provocador en el

tono de mi voz, pues lo cierto es que mesentía muy disgustada ante aquellarecaída en el barbarismo por parte deMilly.

—No, no podrás —repliqué concalma.

—¿Qué no? ¡Y te pondré otro eldoble de feo!

Sonreí, me temo, desdeñosamente.—Y pienso que eres una descarada y

una guarra y una boba —estalló,

arrebolándose hasta adquirir un tonoescarlata.

Volví a sonreír de ese modo tan pococristiano.

—Y nada más mirarte te daría unabofetada.

Dicho lo cual, Milly dio un granpalmetazo contra su vestido y, furiosa,se acercó a mí. Pensé, realmente, queestaba ofreciendo la ordalía de uncombate singular.

Yo, sin embargo, le hice unaparalizante reverencia y, con inmensadignidad, salí majestuosamente de lahabitación y me marché al estudio deltío Silas, donde se daba el caso quehabíamos de desayunar aquella mañana

y otras varias subsiguientes.Durante la colación mantuvimos la

más augusta de las reservas, hasta elpunto de que ni siquiera, creo, llegamosa intercambiar una mirada.

Aquel día no dimos ningún paseo.Ya por la tarde, estaba yo sentada a

solas, cuando Milly entró en el cuarto.Tenía los ojos enrojecidos y parecíamuy enfurruñada.

—Dame la mano, prima —dijo, altiempo que me la cogía por la muñeca y,de pronto, se administró con ella unbofetón contra su mofletuda mejilla, elcual resonó en toda la habitación e hizoque mis dedos sintieran un cosquilleo. Y,antes de que yo me recobrase de mi

sorpresa, desapareció.La llamé, pero no obtuve respuesta;

la perseguí, pero ella también corría yacabé perdiéndole el rastro en unaencrucijada de galerías.

No la vi a la hora del té, ni antes deir a la cama; después, sin embargo, deque me durmiera fui despertada porMilly, hecha un mar de lágrimas.

—Prima Maud, ¿me vas a perdonar?No volverás ya a tenerme simpatía,¿verdad? Bien sé que no… soy tanbruta… detesto serlo… ¡es unavergüenza! Mira, este pastel de Banburyes para ti, mandé al pueblo por él, y unamelcocha… ¿verdad que te lo comerás?Y esto es una sortijita…, no es tan

bonita como las tuyas, pero la llevarás,tal vez, lo harás por mí, por la pobreMilly, antes de que se portara tan malcontigo; pero si no lo haces, no temolestaré más, creo que me tiraré al ríoy me ahogaré y me quitaré de en medio yno volverás a ver a la perversa Millynunca más.

Y sin aguardar ni un instante,dejándome medio despierta comoestaba, y con la sensación de estarsoñando, Milly se marchó corriendo dela habitación, los pies desnudos y unasaya sobre sus hombros.

Había dejado su vela junto a micama, y sus pequeñas ofrendas sobre lacolcha, a mi lado. Si yo hubiese estado

una brizna menos aterrorizada por losduendes de lo que estaba, habría corridoen pos de ella. Pero sentía miedo. Mepuse en pie, descalza, al lado de lacama, y besé la pobre sortijita y me lapuse en el dedo, donde ha permanecidodesde entonces, y permanecerá porsiempre. Y cuando, deseosa de quellegara la mañana, me acosté, la imagende su semblante pálido, implorante ycompungido, me acompañó durantehoras; y me arrepentí amargamente demis modales fríos y provocadores, y mejuzgué, me atrevo a decir que conjusticia, mil veces más digna dereproche que Milly.

En vano la busqué antes del

desayuno. Durante el almuerzo, sinembargo, nos encontramos, pero enpresencia del tío Silas, quien, aunquecallado y apático, imponía mucho.Sentadas a una mesadesproporcionadamente grande, bajo lafría y extraña mirada de mi tutor,hablamos sólo lo inevitable, y ello envoz baja, pues, cada vez que Millyelevaba el tono de la suya, el tío Silasdaba un respingo, se llevabarápidamente sus finos y blancos dedos aloído y ponía una expresión de dolor,como si éste le hubiera atravesado elcerebro, para finalmente encogerse dehombros y lanzar una mirada lastimeraal vacío. Como cabe suponer, cuando el

tío Silas no estaba en vena locuaz —y lalocuacidad no era en él cosa frecuente—, muy poco era lo que se hablaba ensu presencia.

Cuando, desde el otro extremo de lamesa, Milly vio su sortija en mi dedo,respiró hondo y dijo: «¡Oh!», y, con laboca y los ojos redondos, dio laimpresión de sentirse encantada; hizo unpequeño movimiento, como si estuvieraa punto de dar un brinco, pero el rostrode la pobrecilla sufrió un espasmo, y semordió un labio; y, mirándome conimplorante fijeza, sus ojos se llenaronrápidamente de lágrimas, las cuales sedespeñaron rodando por suscompungidos mofletes.

Tengo la certidumbre de que mesentía yo más contrita que ella.Recuerdo que yo lloraba y sonreía yestaba deseando besarla. Supongo queambas éramos muy absurdas, pero estábien que las pequeñas cosas puedanremover los afectos de forma tanprofunda en una época de la vida en querara vez nos salen al encuentro grandestribulaciones.

Cuando, pasado el rato, se presentóla oportunidad, jamás se vio un abrazo,propio del cuadrilátero de combate,como el que la pobre Milly me otorgó,zarandeándome de un lado para otro,hundiendo su cara en mi vestido ybalbuceando:

—¡Estaba tan sola hasta quellegaste, y has sido tan buena conmigo, yyo en cambio un demonio! Nunca tepondré otro nombre que no sea Maud…,mi queridísima Maud.

—Tienes que ponérmelo, Milly…«doña Bulla». Seré «doña Bulla», o loque tú quieras. Tienes que hacerlo.

Balbuceaba igual que Milly y laapretaba contra mí con todas misfuerzas; la verdad es que me preguntocómo no perdimos el equilibrio.

Y así es como Milly y yo noshicimos más amigas que nunca.

Entre tanto avanzaba el invierno, losdías eran más cortos y las noches máslargas, de modo que mi prima y yo

sosteníamos prolongados chismorreos alamor de la lumbre en Bartram-Haugh.Me hallaba asustada por la frecuenciade los extraños colapsos a los queestaba sujeto el tío Silas. Al principiono les presté mucha atención, pues,como era natural, di en hablar de ellosdel mismo modo en que lo hacía Milly.

Un día, mientras se hallaba en unode sus estados «rarillos», me mandóllamar y, al verle, me asusté de formainenarrable.

Envuelto en una bata blanca, yacíaacurrucado en un gran sillón. De nohaber estado acompañada por L’Amour,que se conocía todas las gradaciones ysíntomas de aquellas extrañas

afecciones, habría pensado que estabamuerto.

La vieja me hizo guiños y señas conla cabeza, con lívida expresión, ysusurró:

—No haga ningún ruido, señorita,hasta que él hable; enseguidita volveráen sí.

Salvo por el hecho de que no habíaindicios de convulsiones, su semblanteera el de un epiléptico paralizado en unade sus contorsiones.

Tenía el ceño y la sonrisabobalicona propios del idiotismo, y unafranja del blanco del ojo se hallabatambién al descubierto.

Repentinamente, con una especie de

gélido escalofrío, el tío Silas abriómucho los ojos, apretó los labios y sepuso a parpadear y a mirarme fijamentecon una especie de imbécilincertidumbre que, poco a poco,desembocó en una débil sonrisa.

—¡Ah, la chica… la hija de Austin!Bien, querida, apenas puedo…, mañanahablaré… o al otro…, es una…neuralgia o algo parecido…, torture…,díselo a ella.

Y, haciéndose un ovillo, volvió arecostarse en su gran sillón con lamisma actitud de inexpresabledesvalimiento, y, gradualmente, su rostroadoptó de nuevo su anterior impronta.

—Váyase, señorita; ha cambiado de

idea; puede que ya no esté encondiciones de hablarle durante todo eldía —dijo la anciana, una vez más en unsusurro.

Con gran sigilo salimos, así pues, dela habitación, yo, por mi parte,conmocionada de modo indecible. Mitío parecía, en verdad, hallarseagonizando, y así se lo dije, en mizozobra, a la viejuca, quien, echando enel olvido la ceremoniosidad con la quehabitualmente me trataba, soltó una risitade mofa.

—¿Muriéndose? Bueno, igualito quesan Pablo…, hace muchísimo que semuere todos los días[33].

La miré con un escalofrío de horror.

Supongo que a ella le traía sin cuidadoel tipo de sentimientos que suscitara,pues continuó mascullandosarcásticamente para sus adentros. Meparé y vencí la repugnancia que meinspiraba el volverle a hablar, pues mesentía realmente asustadísima.

—¿Cree usted que está en peligro?¿Y si avisamos a un médico? —musité.

—Dios la bendiga, señorita, pero eldoctor está al corriente de todo.

El semblante de la anciana seiluminó con ese brillo escarnecedor quetanto choca ver en las facciones de losdébiles y los viejos.

—¡Pero se trata de un ataque! Deparálisis o de alguna otra cosa

horrible… Por fuerza ha de serarriesgado el dejar al azar o a lanaturaleza el que supere estos terriblesataques.

—No hay miedo de que le pasenada, no son ataques. De vez en cuandose pone un poquito tonto. Le vieneocurriendo desde hace una docena deaños, o más, y el doctor lo sabe todo —contestó la vieja con porfía—. Y simovemos el asunto se pondrá furiosocomo un loco, ya lo verá.

Aquella noche hablé de la cuestióncon Mary Quince.

—No se sabe lo que se traen,señorita, pero yo creo que su tío tomademasiado láudano —dijo Mary.

Este es el momento en que todavíaignoro la naturaleza de aquellos accesosperiódicos. Desde entonces he oído alos médicos referirse a ellos, pero jamásobtuve constancia de que su explicaciónestuviera en un uso excesivo del opio.Doy por cierto, sin embargo, que mi tíoutilizaba esa droga en cantidadesasombrosas. De hecho, él solía quejarsede que sus neuralgias le imponían estatriste necesidad.

Tras acostarme, la imagen del tíoSilas, tal como le había visto aquel día,llenó de zozobra y terror miimaginación. Desde mi llegada aBartram-Haugh, yo había dormido muybien, cosa nada de extrañar, puesto que

buena parte del día la pasaba al airelibre y haciendo ejercicio. Aquellanoche, sin embargo, me sentí nerviosa ydesvelada, y eran ya más de las doscuando creí oír ruido de caballos yruedas de carruaje en la alameda.

Mary Quince estaba a mi lado y, portanto, no tuve miedo de levantarme yatisbar desde la ventana. Mi corazón sepuso a latir con fuerza cuando viacercarse al patio una silla de postas,una de cuyas ventanillas fue bajadamientras el postillón frenaba duranteunos segundos.

Como consecuencia de alguna ordenrecibida, el postillón prosiguió su ruta alpaso, según me pareció, hasta llegar a la

puerta de entrada, en cuyos escalonesuna figura aguardaba su llegada. Creoque se trataba de la vieja L’Amour, perono pude sentirme segura de ello. En loalto de la balaustrada, junto a la puerta,había una linterna. Las luces de la sillade postas estaban encendidas, pues lanoche era bastante oscura.

El mozo de postas sacó del interiordel coche una bolsa y un saco de viaje,según pude distinguir, así como una cajade la baca del vehículo, y todo ello fueintroducido en el recibidor.

A fin de poder vislumbrar el puntode desembarque me veía obligada apegar la mejilla contra el cristal de laventana, que mi aliento empañaba y

emborronaba de nuevo casi con lamisma rapidez con la que yo lo limpiabafrotando, cosa que contribuía aoscurecer mi visión. Vi, sin embargo,una figura de alta estatura, envuelta enuna capa, apearse y entrar sin tardanzaen la casa, pero me fue imposiblediscernir si era hombre o mujer.

Mi corazón palpitaba deprisa. Deinmediato llegué a una conclusión. Mitío estaba peor… estaba, de hecho, en laagonía, y aquella figura era la delmédico, llamado ya demasiado tarde ala cabecera del lecho.

Me puse a escuchar la subida deldoctor y su entrada en la habitación demi tío, cosa que, en el silencio de la

noche, pensé que podría oír fácilmente,pero a mis oídos no llegó sonido alguno.Permanecí así, a la escucha, por espaciode cinco minutos de reloj, pero sinresultado. Volví a la ventana, mas elcoche y los caballos habíandesaparecido.

Tuve la fuerte tentación de despertara Mary Quince para deliberar con ella ypersuadirla de que saliera a hacer unreconocimiento. Lo cierto es que yo mehallaba convencida de que mi tío estabaen las últimas, y me moría por conocerla opinión del doctor. Pero, después detodo, despertar a aquel alma bendita desu sueño reparador habría sido unacrueldad, de modo que, al comenzar a

sentir mucho frío, volví a la cama,donde seguí escuchando y haciendoconjeturas hasta quedarme dormida.

Por la mañana, y como era habitual,Milly entró en la habitación antes de queme hubiera vestido.

—¿Cómo está el tío Silas? —pregunté con ansiedad.

—La vieja L’Amour dice que aúnestá rarillo; pero no está tan apagadocomo ayer —contestó.

—¿No avisaron al médico? —inquirí.

—¿Le avisaron? Pues es extraño,ella no me ha dicho ni una palabra —respondió mi prima.

—Sólo estoy preguntando —dije.

—No sé si vino o no —replicóMilly—; pero ¿qué es lo que te hacepensarlo?

—Anoche, entre las dos y las tres,aquí llegó un coche.

—¿Y quién te lo ha dicho?Milly, de pronto, pareció muy

interesada.—Lo vi yo, Milly; y alguien se apeó

de él, me imagino que el doctor, y entróen la casa.

—¡Quita allá! ¿Quién iba a avisarle?No era él, te lo digo yo. ¿Qué aspectotenía? —dijo Milly.

—Lo único que alcancé a ver conclaridad es que él, o ella, era de elevadaestatura y llevaba capa —respondí.

—Entonces no era él, y tampoco elotro en el que estaba yo pensando; meparece que es Cormorán, ¡qué me matensi no! —exclamó Milly, con airemeditabundo, al tiempo que daba sobrela mesa un golpecito con los nudillos.

En ese mismo instante se oyó llamara la puerta.

—¡Adelante! —dije.Y, haciendo una reverencia, la vieja

L’ Amour entró en la habitación.—Venía a decirle a la señorita

Quince que su desayuno está preparado—dijo la anciana.

—¿Quién vino en el coche de posta,L’Amour? —preguntó Milly.

—¿Qué coche? —farfulló la vieja

bruja con acrimonia.—El coche que vino anoche,

pasadas las dos —dijo Milly.—¡Eso es mentira, una mentira

cochina! —gritó la viejuca—. Desdeque la señorita Maud vino de Knowl noha llegado a esta puerta otro coche.

Me puse a mirar fijamente a aquellavieja criada, capaz de utilizar semejantelenguaje.

—Sí, vino un coche, y en él veníaCormorán, eso es lo que pienso —dijoMilly, que estaba acostumbrada a lasinsolencias de L’Amour.

—¡Eso es otra mentira, tan cochinacomo la de antes! —dijo la viejuca, entanto su rostro demacrado y marchito se

teñía por entero de un tono anaranjado.—Le ruego que no utilice ese

lenguaje en mi habitación —repliquémuy enfadada—. Yo vi el coche a lapuerta; el hecho de que falte usted a laverdad importa poco, pero suimpertinencia aquí es algo que no piensotolerar. Caso de repetirse, puede estarsegura de que me quejaré a mi tío.

Mientras yo hablaba, la anciana searreboló aún más y, dibujando con susapretados labios algo que equivalía auna mueca malvada, se me quedómirando con ojos legañosos yencendidos. Resistió, sin embargo, elimpulso de su enojo y se limitó a decir,tras soltar una risita despreciativa:

—No es mi intención ofender,señorita; es una manera de hablar quetenemos por aquí en Derbyshire. Noquería ofender, señorita, y espero que nose haya ofendido.

Y, dicho esto, hizo una reverencia.—Olvidaba decirle a usted, señorita

Milly, que el amo quiere verlainmediatamente.

Milly, así pues, se retiró en silencioy a toda prisa, seguida por L’Amour.

C A P Í T U L O X X X V II

SURGE EL DOCTORBRYERLY

CUANDO Milly se reunió conmigo ala hora del desayuno, tenía los ojosenrojecidos e hinchados. Todavía sesorbía la nariz en medio de esos brevessollozos espasmódicos que, aun cuandono haya otros signos, revelan un recientey violento acceso de llanto. Se sentó sindecir palabra.

—¿Se encuentra peor, Milly? —pregunté, llena de ansiedad.

—No, a él no le pasa nada malo;está muy bien —dijo Milly conferocidad.

—¿Qué ocurre entonces, queridaMilly?

—¡Esa bruja venenosa! Va y le diceal gobernador que yo dije que eraCormorán el que había venido anoche enla silla de posta.

—¿Y quién es ese Cormorán? —pregunté.

—Pues ahí está la cosa, que túquieres saberlo, y a mí me gustaríadecírtelo… pero no me atrevo, porque silo hago él me mandará a una escuela

francesa…, ¡malditas sean, malditassean todas!

—¿Y por qué habría de importarle altío Silas? —dije, considerablementesorprendida.

—Están diciendo mentiras.—¿Quiénes? —dije yo.—L’Amour… ésa es. En cuanto se

quejó de mí, el gobernador le preguntó,bastante enfadado, si había venidoalguien anoche, o una silla de posta, yella se puso a jurar que no había venidonadie. ¿Estás completamente segura,Maud, de que de veras viste algo, o esque a lo mejor fue todo un sueño?

—No fue ningún sueño, Milly; tancierto como que estás tú aquí vi

exactamente lo que te he dicho —repliqué.

—Pues el gobernador no se lo va acreer; y se ha puesto hecho una furiaconmigo y a amenazarme con que me vaa mandar a Francia. ¡Ojalá se hundieraen el mar! ¡Odio a Francia… la odio…como al demonio! ¿No la odias tú?Siempre me están amenazando conFrancia si me atrevo a decir una palabramás sobre el coche o… o sobrecualquiera.

Me entró verdadera curiosidad porCormorán, pero Milly no queríahablarme de él, y tampoco, en realidad,sabía ella más que yo respecto a lallegada de la noche anterior.

Un día me llevé una sorpresa al veren las escaleras al doctor Bryerly.Estaba yo en un oscuro corredor cuandoél atravesó el recibidor en dirección a lapuerta de mi tío, con el sombrero puestoy algunos papeles en la mano.

No me vio, y, una vez que huboentrado en la habitación de mi tío Silas,bajé y me encontré a Milly esperándomeen el recibidor.

—Resulta que está aquí el doctorBryerly —dije.

—¿Es ese tipo delgado, con ojospenetrantes y una levita negra, quereluce, y que ha subido ahora mismo? —preguntó Milly.

—Sí. Ha entrado en el cuarto de tu

papá —dije yo.—A lo mejor fue el que vino la otra

noche. Puede que esté en la casaresidiendo, aunque rara vez le vemos,porque esta casa es un cuartel…, vaya silo es.

Por un momento tuve esa mismaidea, pero enseguida la deseché. Lafigura que yo había visto no era eldoctor Bryerly, de eso estabasegurísima.

Así pues, y sin que esta apariciónhubiese arrojado ninguna nueva luz,seguimos nuestro camino e hicimosnuestro pequeño apunte del puente enruinas. Hallamos el portón cerradocomo la vez anterior, y como Milly no

pudo convencerme para que trepara porél, nos fuimos por la empalizada aorillas del río.

Estábamos dibujando, cuando vimosla cara morena, las fuliginosas greñas yla zarrapastrosa casaca roja de Zamiel,quien, desde el bosque, metido entre lostroncos, nos contemplaba con ceñomaligno, en pie e inmóvil, como unafigura monumental en uno de loscruceros de una catedral. Cuandovolvimos a mirar se había marchado ya.

Pese a que, para encontrarnos en laestación invernal, el día era espléndidoy tibio, vestidas como estábamos nos eraimposible ya continuar durante más decinco o diez minutos con una ocupación

tan quieta como la de dibujar. Alregresar, y mientras pasábamos junto auna arboleda, oímos un súbito estallidode voces, en agrio altercado; y, bajos losárboles, vimos al salvaje del viejoZamiel pegar a su hija dos golpazos conel bastón, uno de ellos en plena cabeza.La «Guapa» echó a correr, tan sólo unpoco, mientras el atezado y viejodemonio de los bosques renqueabavigorosamente tras ella, blandiendo subastón y lanzando juramentos.

Se me puso a hervir la sangre. Mesentí tan escandalizada que por unmomento no pude articular palabra, peroacto seguido grité:

—¡So bruto! ¿Cómo se atreve a

pegar a la pobre chica?La «Guapa» había corrido tan sólo

unos cuantos pasos, y se volvió,presentándonos cara a él y a nosotras,lanzando fuego por los ojos, con elsemblante pálido y trémulo en susesfuerzos por no romper a llorar. Dospequeños regueros de sangre discurríanpor su sien.

—Mira, padre, mira esto —dijo conuna extraña sonrisa temblorosa,levantando la mano manchada de sangre.

Tal vez Zamiel se sintieraavergonzado, y por ello mismo tanto másenfurecido, pues rugió otro juramento ycomenzó de nuevo a dar alcance a lamuchacha, volteando su bastón en el

aire. Nuestras voces, sin embargo, ledetuvieron.

—Mi tío será enterado de subrutalidad. ¡Pobre chica!

—Pégale, Meg, si lo hace otra vez; yesta noche tira al río su pata de palomientras duerme.

—A ti te haría lo mismo —dijo, ysoltó un juramento—. ¿Te gustaría que leganara a su padre, eh? ¡Ándate concuidado!

Y sacudió la cabeza agitando en elaire su bastón y mirando a Milly con elentrecejo fruncido.

—Estáte quieta, Milly —susurré,pues Milly se estaba preparando para labatalla; y de nuevo me dirigí al hombre,

asegurándole que al llegar a casa lecontaría a mi tío cómo había tratado a lapobre muchacha.

—Ya puede agradecértelo, le estásdando coba por abrirte el portón —gruñó.

—Eso es mentira; fuimos por elarroyo —gritó Milly.

Consideré impropio discutir elasunto con él, y, mostrándoseenfadadísimo y, según pensé, algodesconcertado, se quitó de nuestra vistarenqueando y dando bandazos. Mientrasse marchaba me limité a repetir mipromesa de informar a mi tío, a lo cualvociferó por encima de su hombro:

—Silas no te hará caso —al tiempo

que hacía chasquear sus encallecidoscorazón y pulgar.

La chica se quedó donde estaba,limpiándose la sangre con la palma de lamano y contemplándola antes defrotársela contra el delantal.

—¡Pobrecilla, no llores! —dije—.Le hablaré de ti a mi tío.

Pero no estaba llorando. Alzó lacabeza y se nos quedó mirando algoinquisitivamente y con hosco desprecio,según me pareció.

—Mira, estas manzanas son parati…, ¿las quieres?

Habíamos traído en nuestro cestillodos o tres de esas espléndidas manzanaspor las que Bartram tenía fama.

Dudé en acercarme a ella, ya queestos Hawkes, la «Guapa» y Pegtop,eran tan salvajes, así que dejé rodarsuavemente las manzanas por tierrahasta los pies de la muchacha.

La «Guapa» seguía con sus tercosojos clavados en nosotras, con la mismaexpresión, y al acercarse a sus pies lasmanzanas, se puso a darles patadas,malhumorada. A continuación,secándose la sien y la frente con sudelantal, se volvió de espaldas y, sinpronunciar palabra, se marchócaminando lentamente.

—¡Pobre criatura! Me temo que lavida que lleva es muy dura. ¡Qué gentesestas, tan extrañas y repulsivas!

Cuando llegamos a casa la viejaL’Amour me estaba esperando al pie dela gran escalera y, con una reverencia yde manera muy respetuosa, me informóde que el amo se sentiría feliz de verme.

¿Me llamaría para hablar de mideclaración respecto a la llegada deaquel misterioso coche? No obstante ladulzura de sus modales, había en el tíoSilas un algo indefinible que inspirabamiedo; pocas cosas me habríanresultado menos agradables que elencontrarme con su miradarepresentando el personaje de uncriminal.

Otra incertidumbre era, además, elestado en el que le hallaría, y la idea de

contemplarle de nuevo en lascondiciones que le había visto la últimavez, me producía verdadero horror.

Entré en la habitación, así pues,temblando un poco, pero enseguida mesentí aliviada. El tío Silas seencontraba, por las trazas, en el mismoestado de salud y, hasta donde alcanzabami memoria, ataviado con exactamenteel mismo atuendo, bonito aunque algodesaliñado, que le había visto laprimera vez.

El doctor Bryerly —¡qué acusado yvulgar contraste, y, sin embargo, quéconfianza la que me proporcionó!— sehallaba sentado a la mesa junto a él,atando unos papeles. Al acercarme, sus

ojos, según me pareció, me miraronansiosos y escrutadores, y pienso quehasta que no le hube saludado no seacordó, de pronto, de que no me habíavisto todavía en Bartram, de modo quese puso en pie y procedió a saludarme asu manera un tanto brusca y familiar,vulgar y no cordial, pero honesta eindefiniblemente bondadosa.

Mi tío se levantó, aquel retratoextraño, venerable y pálido, envuelto ensu rembrandtiano terciopelo negro yholgado. ¡Qué dulce, qué benévolo, quéespiritual e inescrutable!

—No necesito decir cómo está. Esaslilas y esas rosas, doctor Bryerly, por símismas expresan sus hermosas

alabanzas al aire de Bartram. Casilamento que el coche de mi sobrina estétan próximo a llegar. Espero que noacorte sus paseos a pie. Me hace bien elmirarla, de veras que sí. Es el fulgor delas flores en invierno, y la fragancia deunos campos bendecidos por el Señor.

—El aire campestre, señoritaRuthyn, es una buena cocina para lasviandas campestres. Me gusta ver comerde buena gana a las jóvenes. Desde laúltima vez que la vi ha comido ustedvarias libras de vaca y cordero —dijoel doctor Bryerly.

Y, dicha esta astuta parrafada, sepuso a escrutar mi semblante de formaharto embarazosa.

—En su calidad de discípulo deEsculapio[34] aprobará usted, doctorBryerly, mi sistema: primero la salud,después los conocimientos. Elcontinente es el mejor terreno para lainstrucción elegante, y más adelantehemos de ver un poco de mundo, Maud;en cuanto a mí, y si me fuera concedidasalud, los escenarios donde pasaratantos días de juventud, felices aunquetambién descamados y alocados, seríanpara mí una delicia indecible, si bienmelancólica, e incluso creo que volveríaa estas pintorescas soledades con másfruición. Ya recordarás los delicadosversos del viejo Chaulieu:

Déserte, aimable solitude,Séjour du calme et de la paix,Asile oú n’entrerent jamaisLe tumulte et l’inquiétude.

»No puedo decir que la inquietud yla aflicción no hayan penetrado a vecesen estas selváticas espesuras, pero,gracias al cielo, los tumultos delmundo… ¡jamás!

En el severo semblante del doctorBryerly había, según me pareció, unladino escepticismo; y apenas sinaguardar el expresivo «¡jamás!», dijo:

—Olvidaba preguntarle, ¿quién es subanquero?

—Oh, Barlet & Hall, calle Lombard

—respondió mi tío, seca ylacónicamente.

El doctor Bryerly lo anotó, y surostro puso una expresión que, llena deuna taimada determinación, parecíadecir: «Conmigo no te las vas a dar deanacoreta».

Por un instante sentí posarse sobremí los fieros y penetrantes ojos de mitío, cargados de recelo, como paracerciorarse de si yo percibía el espíritude aquella casi interrupción del doctorBryerly; y, poco menos que al mismotiempo, embutiendo sus papeles en losespaciosos bolsillos de su levita, eldoctor Bryerly se levantó y se despidió.

Cuando se hubo marchado se me

ocurrió que aquél era un buen momentopara presentar mi queja a propósito deDickon Hawkes. Titubeé, pues el tíoSilas se había levantado, pero comencé:

—Tío, ¿puedo hacer mención de unsuceso… que he presenciado?

—Claro que sí, hija —contestó,lanzándome una mirada cortante. Seimaginó, pienso, que la conversación ibaa derivar hacia el coche fantasma.

Le hice, así pues, una descripción dela escena que tan fuerte impresión noscausara a Milly y a mí aproximadamenteuna hora atrás, en el Bosque del Molinode Viento.

—Son gentes zafias, has de dartecuenta, hija; sus ideas no son las

nuestras; tienen que imponer correctivosa su prole, y ello de un modo y en ungrado que a nosotros nos pareceríangraves. El entremeterse enmalentendidos estrictamente domésticoslo juzgo un mal empeño, y preferiría nohacerlo.

—Pero le pegó violentamente en lacabeza, tío, con un pesado bastón, y lachica sangró en abundancia.

—¿Sí? —dijo mi tío secamente.—Y gracias a que Milly y yo le

disuadimos diciéndole que se locontaríamos a usted, pues a no ser poreso le habría vuelto a pegar; de veraspienso que si continúa tratándola contanta violencia y crueldad puede dañarla

gravemente o quizá matarla.—¡Qué te crees, niñita romántica! A

las gentes de esa categoría social lestrae absolutamente sin cuidado unacabeza rota —contestó el tío Silas de lamisma manera.

—¿Pero acaso no es una horriblebrutalidad, tío?

—Por supuesto que es brutalidad,pero has de recordar que son unosbrutos, y eso les va —dijo.

Me desilusioné. Había imaginadoque el dulce carácter del tío Silas habríareculado ante semejante atropello conhorror e indignación; y en lugar de ello,helo aquí convertido en apologista deDickon Hawkes, aquel malvado rufián.

—Además es siempre muyimpertinente con Milly y conmigo —continué.

—¿Impertinente contigo?… Eso yaes otra cosa. Me ocuparé del asunto.¿Nada más, mi querida niña?

—No, no ha ocurrido nada más.—Hawkes es un criado útil, y

aunque su aspecto no es muy atractivo ysu lenguaje y modales son zafios, es unpadre sumamente bondadoso y unhombre honestísimo…, un hombreprofundamente moral, si bien severo…un diamante en bruto, sin embargo, queno tiene la más mínima idea de lo queson los refinamientos de la buenasociedad. Me atrevo a decir que

Hawkes cree honradamente haber sidoexcepcionalmente cortés contigo, demodo que hemos de ser tolerantes.

Y el tío Silas acarició mis cabelloscon su fina y envejecida mano y me dioun beso en la frente.

—Sí, hemos de ser tolerantes, hemosde ser buenos. ¿Qué dice el Libro? «Nojuzgues, si no quieres ser juzgado». Tuquerido padre obró según esa máxima…tan noble y tremenda…, y yo meesfuerzo por obrar igual. ¡Ay, pobreAustin, longo intervallo, que haquedado atrás, muy atrás! ¡Te me hanllevado… ejemplo y socorro míos… tehas ido a tu descanso, y yo sigo bajo elpeso de mi fardo, marchando aún por

gélidos senderos alpinos, bajo lapavorosa noche!

O nuit, nuit douloureuse!O toi, tardive aurore!Viens-tu? vas-tu venir?es-tu bien loin encore?

Y, repitiendo estos versos deChenier, con los ojos alzados y unamano levantada, así como unaindescriptible expresión de pesar yfatiga, se hundió rígidamente en subutaca y, durante un rato, permaneciómudo y con los ojos cerrados. Porúltimo, aplicando apresuradamente a los

mismos su pañuelo perfumado, ylanzándome una mirada muy bondadosa,dijo:

—¿Se te ofrece algo más, queridaniña?

—Nada, tío, muchas gracias; sólouna cosa, en lo tocante a ese Hawkes;me figuro que su intención no es ser tandescortés como de hecho lo es, pero elcaso es que me infunde auténtico miedoy que convierte en muy desagradablesnuestros paseos en esa dirección.

—Lo entiendo muy bien, queridamía. Me ocuparé del asunto; debes tenerpresente que no ha de tolerarse nada queofenda a mi bienamada sobrina y pupiladurante su estancia en Bartram…, nada

que su viejo pariente, Silas Ruthyn,pueda remediar.

Y así, con una tierna sonrisa y elencargo de cerrar la puerta«perfectamente, pero sin hacer ruido»,me despidió.

El doctor Bryerly no había dormidoen Bartram, sino en la pequeña fonda deFeltram, y marchaba directamente aLondres, según me enteré luego.

—Tu feo doctor se ha ido en uncabriolé —dijo Milly cuando nosencontramos en las escaleras, ellasubiendo y yo bajando.

Sin embargo, al llegar a la pequeñaestancia que constituía nuestra sala deestar, descubrí que mi prima estaba

equivocada, puesto que el doctorBryerly, con el sombrero y un par deguantes de lana puestos, así como unviejo sobretodo gris tipo Oxford, elcual, abotonado hasta la barbilla,mostraba bien a las claras la larguiruchafigura de su dueño, había depositadosobre la mesa su bolsa de cuero negro y,junto a la ventana, estaba leyendo unpequeño volumen que yo había tomadoprestado de la biblioteca de mi tío.

Se trataba del relato queSwedenborg hacía del otro mundo, elcielo y el infierno.

Al entrar yo, él lo cerró, dejandoentre sus páginas uno de sus dedos, y,olvidándose de quitarse el sombrero,

dio uno o dos pasos hacia mí con suspesadas y crujientes botas. Lanzando unarápida mirada en dirección a la puerta,dijo:

—Me alegra verla un momento asolas… me alegra mucho.

Su semblante, por el contrario,parecía lleno de una gran ansiedad.

C A P Í T U L O X X X V II I

ALGUIEN SE VA AMEDIANOCHE

—ME marcho enseguida…, sóloquería —y aquí el doctor Bryerly lanzóotra mirada hacia la puerta— saber sirealmente se encuentra usted a gusto enesta casa.

—Así es —contesté sin dilación.—¿Sólo tiene usted la compañía de

su prima? —prosiguió, echando una

ojeada a la mesa, que estaba puesta.—Sí; pero Milly y yo nos sentimos

muy felices juntas.—Eso es muy simpático; pero según

tengo entendido no hay profesores, ¿seda cuenta?…, de dibujo, de canto ytodas esas cosas habituales en las damasjóvenes. Ni de esa clase… ni de otraninguna… ¿o sí los hay?

—No, mi tío piensa que lo mejor esque viva rodeada de salud, como éldice.

—Ya. Y el coche y los caballos nohan llegado. ¿Cuándo se los espera?

—La verdad es que no lo sé, y leaseguro que no me importa gran cosa.Corretear por ahí me parece muy

divertido.—¿Va a la iglesia andando?—Sí. El coche del tío Silas está a

falta de una rueda nueva, según me dijo.—Bien, pero es que una señorita de

su rango, ¿se da usted cuenta?, no escostumbre que no disponga de un coche.¿Tiene usted caballos en los que montar?

Negué con la cabeza.—Usted sabe que su tío recibe una

asignación muy liberal por sumanutención y educación.

Recordaba algo acerca de eso en eltestamento, y Mary Quince se pasabatodo el tiempo refunfuñando que mi tío«no se gastaba ni una libra a la semanaen nuestra manutención».

No contesté nada y bajé la vista.Otra miradita hacia la puerta por

parte de los penetrantes y negros ojosdel doctor Bryerly.

—¿Su tío es bondadoso con usted?—Sí que lo es…, sumamente dulce y

afectuoso.—¿Por qué no le hace a usted

compañía? ¿Alguna vez almuerza conusted, o toma el té, o le daconversación? ¿Lo ve usted mucho?

—Es un desdichado inválido…, sushorarios y su régimen son peculiares. Laverdad es que me gustaría mucho queconsiderase usted su caso; según creo, amenudo, y por espacio de largo tiempo,se queda insensible, y en ocasiones su

mente muestra un extraño estado dedebilidad.

—Me lo figuro…, se extenuó en susaños mozos; además he visto en subotella un preparado de opio… tomademasiado.

—¿Qué le induce a pensar así,doctor Bryerly?

—Se hace con agua. Más allá decierto límite el espíritu no tolera su uso.No tiene usted idea de lo que puedentragar esos tipos. Lea el Comedor deopio. He conocido dos casos en los quela cantidad sobrepasaba la de DeQuincey[35]. Ajá, veo que esto es nuevopara usted —y se echó a reír en silenciode mi simplicidad.

—¿Y de qué cree usted que sequeja? —pregunté.

—Bah, no tengo ni idea; peroprobablemente, de una manera o de otra,se ha pasado los días de su vidasometiendo a tensión sus nervios y sucerebro. Esta clase de hombres, los queno persiguen otra cosa que el placer, porlo común quedan extenuados y pagan unalto precio por sus pecados. Así pues,es bueno y afectuoso, pero la entrega austed a su prima y a los criados. Suservidumbre ¿es bien educada yservicial?

—Bueno, no es mucho lo que puedodecir a su favor; hay un hombre que sellama Hawkes, y su hija, que son muy

groseros y a veces hasta ofensivos;dicen que tienen órdenes de mi tío paraimpedirnos entrar en algunas partes dela finca, pero no lo creo, pues el tíoSilas en ningún momento ha hechoalusión a semejante cosa cuando hoy lepresenté mi queja contra ellos.

—¿Por qué lado de la finca quedaese lugar? —preguntó el doctor Bryerlybruscamente.

Le describí su situación lo mejor quepude.

—¿Podemos verlo desde aquí? —preguntó, atisbando a través de laventana.

—Oh, no.Dicho esto, el doctor Bryerly hizo

una anotación en su cuaderno, y yo dije:—Pero la verdad es que estoy

segura de que eso es una historia que seha inventado Dickon, que es un tipo muyinsolente y antipático.

—¿Y qué tal es esa vieja sirvientaque entraba y salía de su habitación?

—Ah, ésa es L’Amour —respondí,harto indirectamente, amén de olvidarque estaba utilizando el mote de Milly.

—¿Son buenos sus modales? —preguntó.

No, lo cierto es que no lo eran; erauna mujer sumamente desagradable, conuna vena de maldad. Me parecía haberlaoído lanzar juramentos.

—El lote, por las trazas, no es un

dechado de simpatía —dijo el Dr.Bryerly—; mas donde hay uno, habrámás. Mire, acababa de leer este pasaje—y abrió el pequeño volumen en el sitiodonde su dedo lo marcaba y me leyóunas frases, cuyo significado recuerdomuy bien aunque, por supuesto, no asílas palabras.

Era esa horrible parte del libro quepretende describir la situación de loscondenados; decía queindependientemente de las causasmateriales que en ese estado llevan aimponer una comunidad de morada y unaislamiento de los espíritus superiores,existen simpatías, aptitudes ynecesidades que, por sí mismas,

inducirían también a ese depravadogregarismo y aislamiento.

—¿Y qué tal el resto de los criados?¿Son mejores? —prosiguió.

A los demás los veíamos poco onada, salvo al viejo Giblets, elmayordomo, quien deambulaba por ahícomo un pequeño autómata de huesossecos, metiendo la nariz aquí y allá ycuchicheando para sus adentros,sonriente, mientras ponía el mantel, sindar, fuera de todo lo dicho, muestras deser en absoluto consciente de laexistencia de un mundo externo.

—Esta habitación no está puestacomo la del señor Ruthyn; ¿ha dicho sutío algo acerca de amueblar y adecentar

un poco las cosas? ¡No! Pues debo decirque muy bien podría haberlo hecho, meparece a mí.

Aquí se hizo un breve silencio, y eldoctor Bryerly, con su habitual miradasimultánea hacia la puerta, con sumaclaridad y en un tono de voz quedo ycauteloso, dijo:

—¿Ha vuelto usted a reflexionarsobre aquel asunto, quiero decir, loreferente a hacer que su tío renuncie a latutela? Yo no daría importancia a suprimer rechazo. Usted podría hacer quea él le valiese la pena, a menos que…,esto es…, a menos que sea un hombreverdaderamente irrazonable; soy delparecer de que debería usted atender a

sus propios intereses, señorita Ruthyn,al hacer lo sugerido y, a ser posible,salir de este lugar.

—Pero eso es algo que ni se me hapasado por la cabeza; soy mucho másfeliz aquí de lo que me había esperado,y siento mucho cariño por mi primaMilly.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquíexactamente?

Se lo dije. De dos a tres meses.—¿Ha visto usted ya a su otro

primo… el joven caballero?—No.—Hum. ¿No está usted muy sola? —

inquirió.—Nadie viene a visitarnos; pero eso

es algo para lo que ya estaba preparada,como usted bien sabe.

El doctor Bryerly se puso aescudriñar, con displicente atención, lasarrugas de una de sus anchas botas,mientras con la suela daba levesgolpecitos sobre el entarimado.

—Sí, éste es un lugar muy solitario,y sus moradores nada recomendables.En otro sitio se hallaría usted más agusto…, por ejemplo con lady Knollys,¿eh?

—Por supuesto que sí. Pero aquíestoy muy bien, la verdad es que eltiempo transcurre muy agradablemente, ymi tío es amabilísimo. Me bastamencionar cualquier cosa que me

moleste para que él se ocupe deremediarla: no deja de insistir sobreello, para que no lo olvide.

—No, no es el lugar adecuado parausted —dijo el doctor Bryerly—. En loque a su tío se refiere —prosiguió,observando mi expresión de sorpresa—por supuesto que todo está en orden,pero es un hombre desvalido,completamente, ¿se da usted cuenta? Encualquier caso, piense en ello. Tenga midirección, «Hans Emmanuel Bryerly, Dr.Med., 17 King Street, Covent Garden,Londres», procure no perderla —ydicho esto, arrancó una hoja de sucuaderno de notas—. Mi cabriolé meestá esperando a la puerta. Tiene

usted…, tiene —dijo, mirando su reloj— que reflexionar sobre elloseriamente; y no deje que nadie vea estepapelito, ¿comprende? Lo más seguro esque lo pierda usted por cualquier parte,así que lo mejor será que grabe usted midirección en la puerta de su armario, pordentro, ¿entiende?; pero no ponga minombre, de él se acordará, sino sólo elresto de las señas; y el papel quémelo.¿Está con usted Quince?

—Sí —contesté, contenta de teneralgo satisfactorio que decir.

—Bien. No deje que se marche;mala señal, si ellos lo desearan. Procureno consentirlo; no tiene más que haceruna ligera alusión, y aquí me tendrá

enseguida. Y en cuanto a cualquier cartaque pueda recibir de lady Knollys,quien, como sabe, gusta de expresarsecon mucha franqueza, lo mejor es quelas queme sin contemplaciones. Meestoy demorando demasiado; recuerdelo que le he dicho: grabe mis señas conun alfiler y queme el papelito. Y de todoesto ni una palabra a nadie. Adiós…, oh,me llevaba su libro.

Y así, presa de gran agitación, trasestrechar levemente mi mano y recogersu paraguas, su bolsa y su cajita dehojalata, el doctor Bryerly salió a todaprisa de la habitación y al cabo de unminuto oí el ruido de su vehículo alalejarse.

Suspiré y lo seguí con la mirada,sintiendo que se reavivaban en mí lasinquietudes que había experimentado enrelación con mi estancia en Bartram-Haugh.

Mi feo y vulgar, pero fiel amigo,estaba desapareciendo más allá de losgigantescos tilos que ocultaban Bartramde los ojos del mundo exterior. Elcabriolé, con la maleta del doctor en labaca, acabó por esfumarse, y yo exhaléun suspiro de ansiedad. La sombra delos abovedados árboles se hizo másdensa, y yo me sentí desvalida yabandonada. Mis ojos, al posarse sobrela hoja arrancada que sostenía entre misdedos, se encontraron con la dirección

del Dr. Bryerly.La deslicé en mi pecho y subí al piso

de arriba sigilosamente, temblando deque la vieja no me llamara de nuevo alllegar a la cabecera de las escaleras,para que fuese al cuarto del tío Silas,donde, bajo su mirada, a buen seguro,imaginé, me traicionaría a mí misma.

Sin embargo me deslicé sin servista, entré en mi habitación y cerré lapuerta. Con el oído atento mientrastrabajaba, utilizando la punta de mistijeras grabé las señas del doctorBryerly, según éste me habíaaconsejado. Acto seguido, sumida en unauténtico terror de que ni tan siquieraalguien llamara con los nudillos a la

puerta durante la operación, con unacerilla reduje a cenizas el acusadorpapelito.

En aquel momento, y por vezprimera, experimenté la desagradablesensación de tener que guardar unsecreto. Me figuro que en mi caso eldolor de esta solitaria obligación eradesproporcionadamente agudo, puestoque yo era muy abierta y muy nerviosa.Siempre estaba en un tris de traicionarloàpropos de bottes… y siemprereprochándome mi doblez, así como enconstante terror de que la buena de MaryQuince se acercase al armario o lasimpática Milly hiciera alguna de susocasionales inspecciones de las

maravillas de mi guardarropa. Habríadado cualquier cosa por plantarme antemi diminuta inscripción y, señalándolacon el dedo, haber dicho: «Ésta es ladirección del Dr. Bryerly en Londres. Lahe grabado con la punta de mis tijeras,tomando toda posible precaución paraque nadie —incluidas vosotras, mibuenas amigas— me sorprendiera.Desde entonces vengo guardando estesecreto y he temblado cada vez quevuestros francos y bondadosos rostrosmiraban dentro del armario. ¡Pero seacabó… ya, por fin, lo sabéis todo!¿Podréis perdonarme alguna vez miengaño?».

Pero no podía aún decidirme a

revelarlo, ni a borrar la inscripción, locual constituía mi idea alternativa. Laverdad es que, en mi talante habitual, hesido siempre la criatura más vacilante eindecisa que jamás ha existido. Tan sólouna gran excitación, o la pasión, soncapaces de hacer de mí un ser decidido.Bajo la inspiración de cualquiera deellas me transformo, sin embargo, y amenudo me torno resuelta y valiente.

—Creo que alguien se marchó deaquí anoche, señorita —dijo MaryQuince una mañana, acompañando suspalabras con un misterioso movimientoafirmativo de su cabeza—. Eran las dos,y yo lo estaba pasando mal por el dolorde muelas y bajé por una pizca de

pimienta roja… dejando aquí la velaencendida, no fuera a ser que usted sedespertara. Cuando subía, al cruzar elrecibidor al fondo de la galería larga…¿qué oí sino el piafar de unos caballos yunas voces de unos que se estabandiciendo unas palabritas en voz baja? Yme asomé a la ventana y vi, ¡vaya si losvi!, dos caballos uncidos a un coche, y aun tipo que subía a la baca una caja; y dedentro sacaron una bolsa, y me parece amí que la que estaba en la entrada de lacasa hablando con el cochero era lavieja Wyat, esa que la señorita Millyllama L’Amour.

—¿Y quién se metió en el coche? —pregunté.

—Bueno, señorita, yo me estuveesperando todo lo que pude, pero medolía cosa mala y además me entró unfrío horrible, así que al final lo dejé yme volví a la cama, porque no sabía yocuánto se esperarían ellos. Pero mire,señorita, que esto hay que guardarlo ensecreto, como lo del coche que vio ustedla semana pasada. Yo esto de los tapujosy los secretos lo odio; fíjese en la viejaWyat, que va contando trolas, ¡vaya silas cuenta!, y más le valiera andarse concuidadito, viendo que ya le queda pocode vida, con lo vieja que es; ¡la cosa estremenda, una vieja así y decir tantosembustes!

Milly mostró la misma curiosidad

que yo, pero no pudo arrojar ninguna luzsobre el asunto. Ambas estuvimos deacuerdo, sin embargo, en que quien sehabía marchado probablemente era lamisma persona cuya llegada había yopresenciado accidentalmente. Esta vezel coche se había detenido ante la puertalateral, doblando por la esquinaizquierda de la casa, y, a no dudarlo, sehabía ido por la carretera de atrás.

El presente movimiento nocturnohabía sido revelado por otro azar.Resultaba irritante, sin embargo, el queMary Quince no hubiese tenido ladecisión de esperar la aparición delviajero. Todas convinimos, no obstante,en que habíamos de guardar estricto

silencio y que ni siquiera a Wyat —másme valdría seguir llamándola L’Amour— debía Mary Quince hacer la menoralusión respecto a lo que había visto.Sospecho, empero, que el pique de lacuriosidad acabaría por imponerse y quedifícilmente Mary se atendría a estaabnegada determinación.

Pero los radiantes soles invernales ycielos escarchados, las largas noches yel firmamento bajo el fulgor de lasestrellas, al amor de la hogareña lumbreen nuestros cómodos aposentos…chismes, historias, breves lecturas devez en cuando, animosas caminatas porlos siempre hermosos parajes deBartram-Haugh, y, sobre todo, el

ininterrumpido tenor de nuestra vida, lacual había caído en una serena rutinaajena a la idea de peligro o malaventura,gradualmente aquietaron los escrúpulosy recelos que mi entrevista con el Dr.Bryerly tan poderosamente habíaresucitado.

Para mi indecible contento, mi primaMónica había regresado a su casa decampo, y una activa diplomacia, a travésdel correo, estaba negociando lareapertura de relaciones amistosas entrelas cortes de Elverston y Bartram.

Finalmente, un buen día, con elsemblante risueño, envuelta en su capa ycon el bonete puesto, y las mejillastodavía encendidas por los cortantes

aires de los cerros de Derbyshire, halléde pronto ante mí a mi prima Mónica, depie, en nuestra sala de estar. Nuestroencuentro fue el de dos compañeras decolegio separadas durante muchotiempo. A mis ojos, la prima Mónica fuesiempre una chiquilla.

¡Qué abrazo! ¡Qué lluvia de besos yexclamaciones, preguntas y caricias! Porfin conseguí hacer que se sentara y,riendo, dijo:

—No tienes ni idea del ejercicio deabnegación que he tenido que hacer paravenir de visita. Yo, que detesto escribir,he escrito a Silas cinco cartas ¡y no creohaber dicho ni una sola impertinencia enninguna de ellas! ¡Qué portentosa

criaturita es tu mayordomo! No sabíaqué pensar de él en las escaleras. ¿Es unstruldburg[36], o un hada, o sólo unfantasma? ¿Dónde diantre lo encontró tutío? Seguro que vino el día de Todos losSantos, en respuesta a unencantamiento…, no será tu futuromarido, espero…, y que una de estasnoches se esfumará tristemente por lachimenea convertido en un humito gris.Es la criaturita más venerable que hevisto en mi vida. Me recosté en elasiento del coche y creí que me iba amorir de risa. Ha ido al piso de arriba apreparar a tu tío para mi visita; estoyrealmente muy contenta de que lo hayahecho, pues, tras él, tengo la certidumbre

de que pareceré tan joven comoHebe[37]. Pero ¿quién es ésta? ¿Quiéneres tú, querida mía?

Estas palabras iban dirigidas a lapobre Milly, que estaba de pie en unaesquina de la chimenea, mirandofijamente, con sus ojos redondos y susmofletes, asustada y llena de asombros,a aquella extraña dama.

—¡Pero qué estúpida soy! —exclamé—. Milly, querida, ésta es tuprima, lady Knollys.

—Así que tú eres Millicent. Puesbien, querida, estoy contentísima deverte.

Y la prima Mónica de inmediato sepuso otra vez en pie, con la mano de

Milly apretada cordialmente entre lassuyas, dándole después un beso en cadamejilla y unas palmaditas en la cabeza.

Debo decir que Milly ofrecía unafigura mucho más presentable que laprimera vez que me encontré con ella.Sus vestidos eran, por lo menos,veinticinco centímetros más largos. Deahí el que, si bien muy rústica, encualquier caso no resultaba tanbárbaramente grotesca.

C A P Í T U L O X X X I X

EL ENCUENTRO ENTRE LAPRIMA MÓNICA Y EL TÍO

SILAS

LA prima Mónica, con sus manossobre los hombros de Milly, mostraba unsemblante divertido y bondadoso.

—Tú, curiosa criatura, y yo —dijo— tenemos que ser muy buenas amigas.Es cosa generalmente admitida que soyla vieja más insolente de Derbyshire…,incorregiblemente privilegiada; y jamás

nadie se ha ofendido conmigo, así queconstantemente digo las cosas másescandalosas.

—Yo también soy un poquito así, ypienso… —dijo Milly, haciendo unesfuerzo y poniéndose muy colorada;perdió el hilo de lo que estaba diciendoy se mostró incapaz de concluir elsentimiento que había comenzado aperfilar.

—¿Piensas? Pues bien, sigue miconsejo, querida, y no aguardes nunca apensar; habla primero, y luego piensa,eso es lo que yo hago, aunque lo ciertoes que no puedo decir que piense nunca.Es un hábito muy cobarde. NuestraMaud, con su sangre fría, a veces

piensa, pero es tal su fracaso siempre,que la perdono. Me pregunto cuándovolverá vuestro pequeño mayordomopreadánico. Habla la lengua de lospictos y los antiguos britanos, me figuro,y tu padre necesita tiempo paratraducirle. El caso es, Milly, querida,que tengo mucho apetito, así que noesperaré a que venga vuestromayordomo, el cual, supongo, me traeríauno de los bollos que cociera al horno elrey Alfredo y cerveza danesa en unacalavera, así que te pido a ti un poco deese pan con mantequilla que tan buenaspecto tiene.

Enseguida le fue servido, de acuerdocon sus deseos, mas ello en modo alguno

impidió que lady Knollys siguieraexpresándose.

—Chicas, ¿pensáis que de aquí a unao dos horas podríais estar listas paraveniros conmigo si Silas da su permiso?¡Me gustaría tanto llevaros a las dosconmigo a Elverston!

—¡Qué delicia! ¡Eres un amor! —exclamé, abrazándola y besándola—. Yoestaría lista en cinco minutos; ¿qué dicestú, Milly?

El guardarropa de la pobre Millyera, me temo, más portátil que bonito, y,con un susto horrible dibujado en elsemblante, me susurró al oído:

—Mi mejor saya está en lalavandería, así que pongamos… una

semana, Maud.—¿Qué dice? —preguntó lady

Knollys.—Teme no poder estar lista —

contesté abatida.—Muchos de mis trapos se están

lavando —espetó la pobre Milly,mirando a lady Knollys a la cara.

—¡En nombre del cielo! ¿Qué quieredecir con eso mi prima? —preguntó ladyKnollys.

—Sus cosas todavía no han vueltode la lavandería —repliqué; y en esemismo instante entró nuestro portentosomayordomo para anunciar que su amo sehallaba preparado para recibir a ladyKnollys cuando ella estuviese dispuesta

a concederle tal favor, y que presentabasus excusas por el hecho de que suestado de salud le obligara a hacer quese tomase la molestia de subir a suhabitación.

Acto seguido, la prima Mónicaestaba, así pues, en el vano de la puerta,diciéndonos por encima del hombro:«¡Vamos, chicas!».

—Por favor, todavía no; usted sola,señora; mi amo solicita de las señoritasque se hallen preparadas, puesto que lasmandará llamar sin tardanza.

Empecé a admirar al pobre Gibletscomo la ruina de un criadotolerablemente respetable.

—Muy bien; quizá sea mejor que

primero nos demos un beso y nosreconciliemos en privado —dijo laprima Knollys riendo; y se marchóguiada por la momia.

Después escuché, de labios de lapropia lady Knollys, el relato de su tête-à-tête.

—Cuando le vi, querida —dijo—apenas podía dar crédito a mis ojos. ¡Unpelo tan blanco… una cara tan blanca…,unos ojos tan de loco… y una sonrisa tanmuerta! La última vez que le había vistotenía el pelo oscuro, iba vestido comoun inglés moderno y la verdad es queconservaba el parecido con el retrato decuerpo entero que hay en Knowl, del quetú te enamoraste, ¿sabes? Pero ¡por Dios

y todos los santos! ¡Qué espectro! Me hepreguntado si será la nigromancia o eldelírium trémens lo que le ha reducido aesto. Y él, con esa odiosa sonrisa queme ha hecho imaginarme a mí mismamedio loca, dijo: «Observas un cambio,¿verdad, Mónica?». ¡Qué voz tan dulce,suave e insufrible tiene! Alguien mehabló una vez del sonido de una flautade cristal que a algunas gentes que loescuchaban les hacía volversehistéricas, y todo el tiempo me he estadoacordando de eso. Su voz tuvo siempreun algo muy peculiar. «Claro queobservo un cambio, Silas», dijefinalmente; «y sin duda tú también enmí… un gran cambio». Y él dijo: «Ha

transcurrido tiempo suficiente para queobrara un cambio mayor del queobservo en ti desde la última vez que mehonraste con tu visita». Creo que sacabaa relucir sus viejos sarcasmos,queriendo decir que yo era la mismaimpertinente y descarada que recordabade antaño, incorregida por el tiempo; yeso es lo que soy y no debe esperarcumplidos de la vieja Mónica Knollys.«Ha pasado mucho tiempo, Silas, perosabes bien que eso no es culpa mía»,dije. «Culpa tuya no es, querida…, sinode tu instinto. Todos somos criaturasimitativas: los grandes me condenaron alostracismo, y los pequeños lessiguieron. Somos muy parecidos a los

pavos, tanto es el buen sentido y tanta lagenerosidad que tenemos. La Fortunatuvo el capricho de herir mi cabeza, y lapollada entera cayó sobre mí picando ygorgoteando, y tú entre ellos, queridaMónica. No fue culpa tuya, fue sólo tuinstinto, de modo que te perdono sinreservas; pero no es de extrañar que losque pican estén mejor que los picados.Tú estás robusta, y yo, como estoy».«Vamos, Silas, que no he venido aquípara reñir. Mira que si reñimos ya nopodremos reconciliarnos nunca…,somos demasiado viejos, así queolvidemos todo cuanto podamos eintentemos perdonarnos algo, y si nopodemos ni lo uno ni lo otro, en

cualquier caso que haya una tregua entrenosotros mientras esté aquí». «Misagravios personales puedo perdonarlospor entero, y así lo hago, Dios lo sabe,de corazón, pero hay cosas que nodeberían ser perdonadas. El asunto fuela perdición de mis hijos. Tal vez yo,por la misericordia de la Providencia,pueda quedar rehabilitado aún ante elmundo, y tan pronto como llegue esemomento, recordaré y actuaré; pero paramis hijos —ya verás a esa desdichadachiquilla, mi hija— todo ha llegadodemasiado tarde… la educación, lasociedad…, para mis hijos ha sido laperdición». «No ha sido obra mía, perosé lo que quieres decir», dije.

«Amenazas con litigios cuando tengasmedios, pero olvidas que Austin, aldarte en usufructo la casa y la finca, lohizo bajo promesa de no confutar jamásmi derecho a Elverston. Así que ésta esmi respuesta, si eso es lo quepretendes». «Pretendo lo que pretendo»,replicó él, con su vieja sonrisa. «Lo quepretendes, entonces», dije yo, «es quepor el placer de molestarme con litigiosestás dispuesto a perder el derecho a latenencia de esta casa y esta finca».«Supón que pretendiera precisamenteeso: ¿por qué habría de perder elderecho a nada? En virtud deltestamento, mi bienamado hermano meha otorgado de forma vitalicia el

derecho al usufructo de Bartram-Haugh,y a esta dádiva no añadió ningunaabsurda condición del tipo que tú tefiguras». Silas estaba de uno de esosviejos y malévolos humores suyos, yproclive a amenazarme. Suvindicatividad aventajaba a su astucia,pero él sabe tan bien como yo que nuncalogrará confutar el derecho de mi pobrey querido Harry Knollys, y sus amenazasno me han alarmado lo más mínimo, yasí se lo he dicho, con la misma frialdadcon que te estoy hablando ahora.«Bueno, Mónica», dijo él, «te he pesadoen la balanza, y no te he halladomenesterosa. Por un instante haprevalecido en mí el anciano: el pensar

en mis hijos, en la crueldad de antaño yen la actual aflicción y vergüenza, me haexasperado y hecho enloquecer. Pero hasido tan sólo por un instante…, elgalvánico espasmo de un cadáver. Jamáspecho alguno estuvo más muerto que elmío para las pasiones y ambiciones delmundo; éstas no son para blancosmechones como éstos ni para un hombreque, una semana al mes, yace a laspuertas de la muerte. ¿Nos damos lamano? He aquí la mía…, firmo unatregua, y olvido y perdono todo». Ignorolo que ha pretendido con esta escena. Notengo idea de si estaba haciendo unacomedia o es que perdió la cabeza o porqué y cómo ha sucedido, pero, cariño,

me siento contenta de que, cosaimpropia de mí, me haya mantenido encalma y no me haya visto forzada a unatrifulca.

Cuando nos tocó el turno y fuimosllamadas a su presencia, el tío Silasestaba más o menos como siempre, perola encendida tez de la prima Mónica y elfulgor de su mirada mostraban a lasclaras que algo irritante y desagradablehabía ocurrido.

El tío Silas, de acuerdo con susentir, glosó los efectos del aire y lalibertad de Bartram, todo cuanto élpodía ofrecer, y me instó a que dijera lomucho que me gustaban. A continuaciónllamó a su lado a Milly, la besó

tiernamente, le dedicó una triste sonrisay, volviéndose hacia la prima Mónica,dijo:

—Esta es mi hija Milly… ¡Oh!, ya teha sido presentada abajo, ¿no? Sin dudahabrá despertado tu interés. Como ya ledije a su prima Maud, aunque yo no soyaún un sir Tunbelly Clumsy, Milly sí quees toda una señorita Hoyden[38]. ¿Verdadque sí, mi pobre Milly? Debes tudistinción, querida mía, al cerco que,desde el día de tu nacimiento, interceptóel paso de toda civilización a Bartram.Debes mucha gratitud, Milly, a todosaquellos que, natural o no naturalmente,pusieron su grano de arena en esa obrainvisible pero impenetrable. En cuanto a

tus logros personales, más singularesque mundanos, tu deuda de gratitud hasde dirigirla, en parte, a tu prima, ladyKnollys. ¿Verdad, Mónica? Dale lasgracias, Milly.

—¿Es ésta tu tregua, Silas? —dijolady Knollys, con tranquila aspereza—.Pienso, Silas Ruthyn, que quieresprovocarme para que hable delante deestas criaturas de un modo que todoshabríamos de lamentar.

—Imagínate entonces cuáles seríantus sentimientos si te hubiera hallado alborde de un camino, vapuleada por unossalteadores, y te hubiese puesto el pie enel cuello y escupido a la cara. Pero…basta. ¿Por qué he dicho esto?

Simplemente a fin de subrayar miperdón. Mirad, chicas, lady Knollys yyo, primos mucho ha distanciados,olvidan y perdonan el pasado y juntansus manos sobre sus enterradosagravios.

—Bien, sea; pero dejémonos deironías y pullas encubiertas.

Y, con estas palabras, ambosjuntaron sus manos; y el tío Silas, trashaber soltado la de ella, la acarició y ledio unas palmaditas, acompañando sugesto todo el tiempo con una risa géliday muy tenue.

—Me gustaría muchísimo, queridaMónica —dijo, una vez concluidaaquella especie de escena muda—,

poder decirte que te quedaras a pasar lanoche, pero es el caso que no tengoninguna cama que ofrecerte, e incluso, sila tuviera, me temo que mi ruegodifícilmente te persuadiría.

Acto seguido vino la invitación quelady Knollys nos hacía a Milly y a mí.Mi tío se sentía muy agradecido y sepuso a meditar sobre la cuestión, muysonriente. Pienso que se quedódesconcertado; entre sonrisa y sonrisa,sus fieros ojos escrutaron el francorostro de la prima Mónica una o dosveces, recelosos.

Existía una dificultad —unadificultad indefinida— para dejarnos iraquel día; pero en una ocasión futura…,

pronto… muy pronto…, él estaríaencantadísimo.

Bien, al menos por aquella vez, asíllegó a su fin aquel pequeño proyecto; yla prima Mónica estaba demasiado bieneducada como para insistir más allá decierto límite.

—Milly, querida, ¿querrás ponerteel sombrero y enseñarme el terrenoalrededor de la casa? ¿Le das permiso,Silas? Me gustaría renovar misconocimientos.

—Lo verás tristemente descuidado,Monnie. La finca de recreo de unhombre pobre debe confiar en lanaturaleza y encomendarse a ella encuanto al efecto que cause. Ahora bien,

cuando hay árboles magníficos yaltozanos, peñas y hondonadas enabundancia, a veces ganamos enpintoresquismo lo que perdemos enexuberancia por culpa del descuido.

A continuación, tras decir queatravesaría la finca por un sendero alencuentro de su coche, el cual la estaríaesperando en un punto hasta el quenosotras la acompañaríamos y desde elque emprendería el regreso a casa, laprima Mónica se despidió del tío Silas,ceremonia en el transcurso de la cual —aunque, según me pareció, sin muchoentusiasmo por ninguna de las dos partes— ambos se dieron un beso.

—Bueno, chicas —dijo la prima

Knollys cuando estábamos ya en plenacaminata por la hierba—, ¿qué decísvosotras? ¿Os dejará venir conmigo, sí ono? Yo no sé que decir, pero pienso,querida (esto iba dirigido a Milly) quedebería permitirte ver un poco más demundo del que se muestra en lasarboledas y arbustos de Bartram, loscuales, eso sí, son muy bonitos, comotambién tú lo eres, pero muy agrestes ymuy poco vistos. ¿Dónde está tuhermano, Milly? ¿No es él mayor quetú?

—No sé dónde está, y es poco másde seis años mayor que yo.

Luego, mientras Milly estabahaciendo aspavientos para asustar a unas

garzas que había a orillas del río y hacerque echaran a volar, la prima Mónica medijo confidencialmente:

—Me han dicho que se haescapado…, ¡ojalá me lo pudiera creer!…, y se ha alistado en un regimiento quemarcha a la India, acaso lo mejor quepodía pasarle. ¿Le has visto por aquíantes de su juicioso autodestierro?

—No.—Bien, supongo que no te has

perdido nada. El doctor Bryerly diceque, por cuanto ha podido llegar a saber,es un joven muy malo. Y ahora dime,querida, ¿Silas es bueno contigo?

—Sí, siempre es cariñoso, justocomo le has visto hoy; pero le vemos

más bien poco… muy poco, de hecho.—Y ¿qué tal tu vida en la casa y sus

moradores? —preguntó.—Mi vida, muy bien; en cuanto a la

gente, no está mal. Hay una vieja quenos es antipática, la vieja Wyat, porquees atravesada y misteriosa y dicementiras; pero no creo que le faltehonradez…, eso dice Mary Quince…, yeso ya es algo, ¿no?; y hay una familia,padre e hija, de nombre Hawkes, quevive en el Bosque del Molino de Viento,y que son unos perfectos salvajes,aunque mi tío dice que no pretendenserlo; pero son una gente muy zafia ydesagradable; y salvo a éstos, vemosmuy poco a los criados y a otras gentes.

Pero eso sí: ha habido una visitamisteriosa, alguien vino a altas horas dela noche y se quedó varios días, aunqueni Milly ni yo le vimos nunca, y MaryQuince vio un coche en la puerta laterala las dos de la madrugada.

La prima Mónica se sintió taninteresada por esto, que se detuvo y sequedó mirándome, con su mano en mibrazo, haciéndome preguntas yescuchando, perdida, a lo que parecía,en lúgubres conjeturas.

—No es agradable, ¿sabes?—No, no es agradable —dijo lady

Knollys en tono muy sombrío.En aquel preciso instante Milly se

unió a nosotras, gritándonos que

mirásemos volar las garzas, cosa que laprima Mónica hizo, sonriendo a Millyentre movimientos afirmativos decabeza, como muestra de gratitud, y, alreanudar la marcha, se hundió de nuevoen el silencio y las reflexiones.

—¿Sabéis una cosa? Pues que tenéisque veniros conmigo, vosotras dos,chicas —dijo bruscamente—. ¡Y loharéis! Yo me encargo de arreglarlo.

Cuando volvió el silencio y Millyechó de nuevo a correr a comprobar sila vieja trucha gris podía verse aún enlas tranquilas aguas bajo el puente, laprima Mónica me dijo en voz baja ymirándome con dureza:

—No has visto nada que te asuste,

¿verdad, Maud? ¡No pongas esa cara dealarma, querida! —añadió soltando unarisita que, sin embargo, no era muyalegre—. No quiero decir que te asusteen ningún sentido horrible, de hecho noera asustar lo que quería decir. Queríadecir…, no sé expresarlo conprecisión…, algo que te moleste o tehaga sentir incómoda… ¿Lo has visto?

—No, no puedo decir que lo hayavisto, excepto la habitación dondeencontraron muerto al señor Charke.

—¡Oh, así que la has visto!… Megustaría muchísimo verla también. ¿Noestará cerca de ella tu habitación?

—Oh, no, está en el piso de abajo ymirando a la parte delantera. El doctor

Bryerly me habló un poco, y parecía queen su mente había más de lo que sedecidió a decirme, de manera quedurante algún tiempo después de haberlevisto, la verdad es que sí me quedé,como tú dices, asustada; pero salvo poresto, lo cierto es que no he tenido ningúnmotivo. ¿Qué estabas pensando cuandome lo has preguntado?

—Bueno, Maud, es que como a ti teasustan los fantasmas, los bandidos, y teasusta todo, quería saber si estabas agusto y cuál es actualmente tu fantasmaparticular…, eso ha sido todo, te loaseguro; y estoy al corriente —prosiguió, trocando súbitamente suactitud y tono ligeros por otros de

acuciante súplica— de lo que dijo eldoctor Bryerly, y te imploro, Maud, quereflexiones seriamente sobre ello y quecuando vengas a verme lo hagas con laintención de quedarte en Elverston.

—Pero ¿es esto justo, primaMónica? Tú y el doctor Bryerly mehabláis del mismo modo terrorífico, y teaseguro que no sabes lo nerviosa queestoy a veces. Sin embargo, ni él ni túdecís lo que pensáis. Vamos, Mónica,querida prima, ¿no vas a decírmelo?

—Mira, cariño, es que… ¡es un sitiotan solitario! El lugar es extraño, y tu tíomuy raro. No me gusta el lugar y no megusta tu tío. Lo he intentado, pero nopuedo y creo que jamás podré. Es

posible que tu tío sea…, ¿qué eraaquello que el bueno del curita deKnowl, ese tontorrón, solía llamarle?…,ah, eso es: «un cristiano muy avanzado».Espero que lo sea, pero tan sólo con quesea lo que acostumbraba a ser, suabsoluto retiro de todo trato socialelimina el único freno, excepto el miedopersonal…, y él nunca tuvo mucho deeso…, susceptible de actuar sobre unhombre muy malvado. Y debes cobrarconciencia, mi querida Maud, de lafortuna que tú representas, y de lainmensa confianza que supone.

De pronto la prima Mónica se paróen seco y se me quedó mirando, como sihubiera ido demasiado lejos.

—Pero eso sí, puede que Silas seaactualmente muy bueno, pese a que ensus años mozos fue un disoluto y unegoísta. La verdad es que no sé quépensar de él. Ahora bien, tengo lacertidumbre de que cuando hayasreflexionado sobre el asunto, temostrarás de acuerdo conmigo y con eldoctor Bryerly en que no debespermanecer aquí.

Vano fue mi intento de inducir a miprima a expresarse de forma másexplícita.

—Espero veros en Elverston dentrode muy pocos días. Avergonzaré a Silaspara que os deje venir. No me gusta surenuncia.

—Pero ¿no crees que él esconsciente de que a Milly le haría faltaun pequeño vestuario antes de su visita?

—No sé qué decir. Confío en queeso sea todo, pero, sea como fuere, haréque os permita venir, y ademásinmediatamente.

Cuando mi prima se marchó serepitieron en mí aquellas indefinidassensaciones de duda que me torturarondurante algún tiempo tras miconversación con el doctor Bryerly. Sinembargo había sido sincera al decir queme hallaba lo suficientemente contentacon mi modo de vida aquí, pues enKnowl me había adiestrado en el hábitode una soledad casi tan profunda.

C A P Í T U L O X L

EN EL CUAL CONOZCO AOTRO PRIMO

EN aquel tiempo micorrespondencia no era muy abundante.Más o menos cada quince días, una cartade la honrada señora Rusk, en un inglésperegrino y de estrafalaria ortografía,me comunicaba qué tal estaban losperros y los poneys, algún que otrochismorreo del pueblo, una crítica delúltimo sermón del doctor Clay o del

cura y algunas severas observacionesacerca, por lo común, de los Disidentes,con cariñosos recuerdos para MaryQuince y los mejores deseos para mí. Aveces una carta, siempre bienvenida, dela jovial prima Mónica, y, en estaocasión, para variar, un ejemplarmanuscrito de versos galantes, sin firma,muy adoradores…, muy al estilo queentonces se me antojara byroniano y queahora, debo confesarlo, se me antojaharto insulso. ¿Podía dudar de quiénprovenían?

Aproximadamente un mes despuésde mi llegada había recibido otroejemplar de versos del mismo puño yletra, en quejumbroso estilo baladesco,

de corte militar, en los que el redactordecía que si, en vida, su único objetoera agradarme, al morir yo sería suúltimo pensamiento, amén de algunasimpiedades poéticas más, a cambio delas cuales tan sólo pedía que cuando seextinguiera el fragor de la batalla,derramase yo «una lágrima» al ver yacerel roble donde había caído. Sobre tallúgubre juego de palabras[39] no podía,por supuesto, caber equivocaciónalguna. Todo señalaba inequívocamentehacia el capitán Oakley. Me sentí tanemocionada que me fue imposibleguardar por más tiempo mi secreto, demodo que, hallándome aquel día depaseo con Milly, confié el pequeño

romance a aquella poco sofisticadaoyente bajo los castaños. Los versosestaban impregnados de una tan amorosaaflicción, y sin embargo exhalaban unatan heroica fragancia de sangre ypólvora, que Milly y yo nos mostramosde acuerdo en que su redactor debía deestar a punto de emprender unasangrienta campaña.

No era fácil acceder al The Times oal Morning Post del tío Silas, loscuales, según nos imaginábamos,explicarían aquellas horribles alusiones;pero Milly se acordó de un sargento dela milicia, residente en Feltram, queconocía el destino y acuartelamiento detodos y cada uno de los regimientos en

activo; de modo que, indirectamente,gracias a dicha autoridad y para miinfinito alivio, nos enteramos de que alregimiento del capitán Oakley lequedaban todavía dos años depermanencia en Inglaterra.

Una tarde fui convocada por la viejaL’Amour a la habitación de mi tío Silas.Recuerdo muy bien el aspecto que tenía,recostado en su sillón, la almohada, elalbo fulgor de sus extraños ojos y sudébil y doliente sonrisa.

—Me perdonarás que no me levante,querida Maud, pero esta tarde me sientohorriblemente mal.

Expresé mi respetuosa condolencia.—Sí, estoy como para que me tengan

compasión, pero la compasión no sirvede nada, querida —murmuró, de malhumor—. Te he mandado llamar paraque conozcas a tu primo, mi hijo.¿Dónde estás, Dudley?

Al oír estas palabras, una figurasentada en un sofá bajo, al otro lado delfuego, cuya presencia no había advertidohasta ese momento, se levantó con ciertalentitud, como alguien entumecido trasuna jornada de caza, y, con un asombroque me hizo perder el aliento, mis ojosse clavaron en él, el joven al que habíaencontrado en Church Scarsdale el díade mi desagradable excursión conmadame, y que, de ello estabaconvencida, era también uno de aquellos

rufianes que tan indeciblemente meaterrorizaron en el campo de conejos deKnowl.

Supongo que tenía el aspecto deestar muy asustada. Si hubiese estadocontemplando un fantasma no me habríasentido mucho más espantada eincrédula.

Cuando fui capaz de volver los ojoshacia mi tío, éste no estaba mirándome,sino que, con el fulgor de esa sonrisacon la que un padre observa a un hijocuya juventud y galanura le inspiranadmiración, su blanco semblante estabavuelto hacia el joven en el que yo nocontemplaba sino la imagen deasociaciones odiosas y tremendas.

—Venga usted acá, señor —dijo mitío—, no debemos ser tan modosos. Estaes tu prima Maud… ¿qué dices?

—¿Qué tal, señorita? —dijo, conuna sonrisa rastrera.

—¡Señorita! ¡Vamos, vamos! Nadade «señorita» —dijo mi tío—. Ella esMaud y tú Dudley, ¿o es que meequivoco? Si no habremos de decirteque llames a Milly «madame». Meaventuro a pensar que Maud no rehusaráque le des la mano. ¡Vamos, caballerete,hable usted por sí mismo!

—¿Cómo estás, Maud? —dijo,haciendo un esfuerzo. Y, acercándose amí, me alargó su mano—. Es ustedbienvenida a Bartram-Haugh, señorita.

—Bese usted a su prima, señor.¿Dónde está su galantería? ¡Por mihonor que reniego de ti! —exclamó mitío, con más energía de la que habíadado muestras antes.

Con un torpe esfuerzo y una risueñamueca que, a un tiempo, era rastrera eimpúdica, agarró mi mano y adelantó sucara. La inminencia del saludo me diofuerzas para retroceder uno o dos pasos,y él titubeó.

Mi tío se echó a reír conimpaciencia.

—Bueno, bueno…, con eso basta,supongo. En mis tiempos, los primoshermanos no se saludaban comoextraños, pero quizá nosotros estábamos

equivocados; los norteamericanos nosestán enseñando a ser modosos, y losviejos modales ingleses nos resultandemasiado groseros.

—Yo…, yo le he visto antes…,quiero decir… —y, al llegar aquí medetuve.

Mi tío, con ojos fulgurantes y unaespecie de inquisitividad en el ceñofruncido, se volvió a mirarme.

—¡Vaya! ¡Esto sí que es unanovedad! Nunca me lo dijiste. ¿Dóndeos habéis visto, eh, Dudley?

—No la he visto en mi vida, que yosepa —dijo el joven.

—¿No? Bien, ¿querrás, entonces,ilustrarnos sobre el particular, Maud? —

dijo el tío Silas fríamente.—Yo he visto antes a este joven —

balbucí.—¿Se refiere usted a mí, señorita?

—preguntó sin inmutarse.—En efecto…, a usted. Desde luego

que lo he visto, tío —contesté.—¿Y dónde fue, querida? Me figuro

que en Knowl no. Mi pobre y bienamadoAustin no era mucho lo que nosimportunaba a mí y a los míos con suhospitalidad.

No era aquello adoptar un tonoagradable al hablar de su fallecidohermano y benefactor, pero en aquelmomento me hallaba yo demasiadoabsorta en una sola cuestión para

reparar en ello.—A mi… —me resultaba imposible

decir «mi primo»— lo vi, tío… a suhijo… a este caballero… lo vi creo queen Church Scarsdale, y después, juntocon otras personas, en el campo deconejos de Knowl, la noche queapalearon a nuestro guardabosque.

—Bien, Dudley, ¿qué denes quedecir a eso? —preguntó el tío Silas.

—No he estado nunca en esoslugares, pobre de mí. Ni siquiera sédónde están; y jamás hasta este momentohabía puestos los ojos en esta señorita,en toda mi vida, tan cierto como queespero salvarme —dijo con taninalterado semblante y aire de

seguridad, que empecé a pensar si nohabría sido yo víctima, de unaequivocación como las que provocanesos extraños parecidos que, como sesabe, desde el banquillo de los testigosinducen a una plena identificación y, conposterioridad, queda probado que setrataba de un error total.

—Pareces, Maud, tan… tanincómoda ante la idea de haberle vistoantes, que difícilmente puedoasombrarme ante la vehemencia de sudesmentido. Está claro que hubo algunacosa desagradable, pero ya ves que enlo que a él respecta se trata de una totalequivocación. Mi hijo ha sido siempreun muchacho veraz…, y puedes confiar

implícitamente en lo que diga. ¿Noestuviste en esos lugares?

—¡Ojalá me hubiera estadopermitido…! —inició la frase elcándido joven, con mayor vehemencia.

—Bueno, bueno… con eso basta; tuhonor y tu palabra de caballero, pues,aunque pobre, eres un caballero,satisfarán plenamente a tu prima Maud.¿Estoy en lo cierto, querida mía? Comocaballero, puedo asegurarte que jamás lehe conocido decir una cosa por otra.

Y el señor Dudley comenzó, no aproferir juramentos pero sí a jurar en sudebida forma que jamás me había vistoantes, como tampoco los lugares que yohabía nombrado: «Desde que me destetó

mi…».—Bueno, basta… Ahora, si no

queréis daros un beso, daos la manocomo buenos primos —le interrumpiómi tío.

Y, sintiéndome muy incómoda, lealargué mi mano para que la estrechara.

—Querrás cenar algo, Dudley, asíque Maud y yo te excusaremos si teretiras. Buenas noches, querido hijo —y,sonriéndole, le hizo un gesto de adióscon la mano al irse de la habitación—.Pienso que es un muchacho tan excelentecomo el que más, y que a cualquierpadre inglés podría llenar de orgullotenerlo por hijo…, es un chico sincero,bueno y amable, y además todo un

Apolo. ¿Te has fijado en lo bienproporcionado que está y en lasexquisitas facciones que tiene? Comoves, es rústico y tosco, pero uno o dosaños en la milicia…, tengo la promesade un puesto para él… es demasiadomayor para la infantería…, le formarány pulirán. Lo único que le hace falta sonmodales, y afirmo que en cuanto hayatenido algún adiestramiento de ese tipo,será, de ello estoy convencido, unmuchacho tan estupendo como el quemás en Inglaterra.

Yo escuchaba con infinito asombro.En aquel horrible palurdo, yo no eracapaz de descubrir sino cosasdesagradables, y un ejemplo como

aquél, de ciega parcialidad paterna,difícilmente me resultaba digno decrédito.

Bajé la vista, temiendo otraapelación directa a mi opinión, y el tíoSilas supongo que atribuyó mi abatidamirada al pudor doncellesco, pues seabstuvo de forzar el mío con un nuevointerrogatorio.

La frialdad y resolución con queDudley Ruthyn desmintiera el habermevisto jamás, a mí y los lugares que yohabía nombrado, hicieron que setambalease grandemente mi propiaconfianza en haberle identificado. Nopodía tener plena certeza de que lapersona que había visto en Church

Scarsdale fuese la misma que vieradespués en Knowl. Y ahora, en estacircunstancia particular, tras eltranscurso de un tiempo aún más largo,¿podía estar perfectamente segura deque mi memoria, engañada por algunospuntos casuales de semejanza, no mehabía hecho ser víctima de una ilusión,agraviando a mi primo Dudley Ruthyn?

Supongo que mi tío había esperadode mí alguna muestra de aquiescenciacon su esplendoroso juicio estimativoacerca de su cachorro, y que se sintiózaherido por mi silencio, pues al cabode un breve intervalo dijo:

—En mis tiempos vi algo de mundoy, sin la menor sospecha de parcialidad,

puedo decir que Dudley tiene madera deperfecto caballero inglés. No es que yoesté ciego, por supuesto…, se hacenecesario proveer un adiestramiento;uno o dos años de buenos modelos,autocrítica activa y buena sociedad. Melimito a decir que tiene madera.

Se hizo una nueva pausa de silencio.—Y ahora, hija, háblame de esos

recuerdos de Church… ¿Qué?—Church Scarsdale —repliqué.—Eso es, gracias… Church

Scarsdale y Knowl. ¿De qué se trata?Le narré, así pues, mis historias lo

mejor que pude.—Bueno, querida Maud,

difícilmente cabe decir que la aventura

de Church Scarsdale sea tan pavorosacomo me esperaba —dijo el tío Silasdejando escapar una fría risita—; y noveo por qué, caso de haber sido él suprotagonista, tendría que rehuir elreconocerlo. Sé que yo no lo haría. Y laverdad es que no puedo decir que tumerienda campestre en los terrenos deKnowl me haya asustado mucho más.Una señora que aguarda en un coche ydos o tres jóvenes achispados. Lapresencia de la dama me parece unagarantía de que no había malasintenciones; pero el champán es el almade la alegre travesura, y una trifulca conlos guardabosques, su consecuencianatural. Una vez, hace cuarenta años,

siendo, como era yo, un impetuoso yjoven macho cabrío, tuve uno de lospeores altercados en que me vieraenvuelto jamás.

Y el tío Silas echó un poco de eaude cologne en una esquina de su pañueloy se tocó las sienes con ella.

—De haber estado allí mi hijo, teaseguro, porque le conozco, que lo diríaenseguida. Me figuro que incluso haríaalarde de ello. Nunca le he conocido unamentira. Cuando tú le conozcas un poco,dirás lo mismo.

Con estas palabras, el tío Silas sereclinó, exhausto, en el respaldo ylánguidamente echó sobre las palmas desus manos un poco de su eau de cologne

predilecta, hizo un gesto de despedidacon la cabeza y, en un susurro, me diolas buenas noches.

—Dudley ha venido —cuchicheóMilly, cogiéndoseme del brazo al entraryo en el recibidor—. Pero me trae sincuidado: nunca me da nada; y algobernador le saca dinero, todo el quequiere, y en cambio yo ni seis peniques.¡Es una vergüenza!

No existía, así pues, mucho amorentre el único hijo y la única hija de larama más joven de los Ruthyn.

Sentí curiosidad por enterarme detodo cuanto Milly pudiera contarmeacerca de este nuevo inquilino deBartram-Haugh, y Milly se mostró

comunicativa aun sin tener gran cosa querelatar. Lo que oí de sus labios tendía aconfirmarme en mis propias ydesagradables impresiones acerca de él.Milly le tenía miedo. Dudley era «unmal sujeto en una riña», de eso me dabaella fe. Era el único «que ella supiera,que había tenido agallas para plantarlecara al gobernador». Pero «también letenía miedo».

Sus visitas a Bartram-Haugh, segúnme enteré, las hacía a su antojo, y lapresente, para mi alivio, probablementeno se prolongaría más allá de una o dossemanas. Era «todo un currutaco»;siempre «andaba correteando por ahí,sobre todo por Liverpool y Birmingham,

y a veces hasta por el mismísimoLondres». En tiempos «anduvo arrimadoa la “Guapa”», según pensaba elgobernador, el cual tenía un miedoespantoso a que se casara con ella; perotodo aquello no eran más quehabladurías y bobadas, porque la«Guapa» no le admitía bromas nihalagos, ya que a ella quien le gustabaera Tom Brice; y Milly pensaba que«ella no le importaba un higo». Solía iral molino de viento a «fumarse una pipacon Pegtop», y era miembro del FeltramClub, cuyo lugar de reunión era ElPenacho de Plumas. Era, según Millyhabía oído decir, «una escopeta deprimera»; y «tuvo un juicio por cazar en

vedado, pero no se pudo probar», y elgobernador había dicho que «todo erapor la ojeriza que le tenían…, porquenos odian por ser de mejor sangre queellos». Y que «salvo los hacendados ytodos esos advenedizos, todo el mundoquiere a Dudley porque es muy guapo ymuy alegre, aunque en casa se enfade unpoco». Y que «el gobernador dice quemal que les pese a todos ésos, un díallegará al Parlamento».

A la mañana siguiente, cuando nosfaltaba poco para terminar nuestrodesayuno, Dudley dio unos golpecitos enla ventana con la punta de su pipa debarro —«chibuquí» la llamaba Milly—,una pipa tan larga y curvada como la que

Joe Willet lleva entre sus labios en esasilustraciones tan encantadoras de«Barnaby Rudge», que todos conocemosmuy bien, y, quitándose su sombrero defieltro en un saludo burlesco que,supongo, habría hecho las delicias delos asiduos de El Penacho de Plumas,dejó caer su sombrero, le dio unpuntapié y lo recogió con una agilidad yuna gravedad, al volvérselo a poner, tanindeciblemente humorísticas, que Millyse echó a reír al tiempo que exclamaba:

—¡Habráse visto!Era extraño, pero mi fe en mi

identificación del primer momento seavivaba, repulsivamente, cada vez que,al cabo de un intervalo de tiempo, veía a

Dudley de forma inesperada.Me di cuenta de que aquella cómica

escena muda tenía el propósito deproducir en mí una impresión adecuada.Yo la recibí, sin embargo, con unaseriedad asesina, de modo que, trasdirigir a Milly una o dos palabras,Dudley se marchó haraganeando, no sinantes romper su pipa a trocitos, con loscuales se puso a hacer equilibrios sobrela nariz y la barbilla, desde donde, conuna sacudida, los introdujo en la bocacon tal precisión que, junto con suexcelente pantomima de comérselos,suscitó en grado sumo la hilaridad y laadmiración de Milly.

C A P Í T U L O X L I

A PRIMO DUDLEY

PARA mi gran satisfacción, tansimpática persona no volvió a apareceren todo aquel día. Pero al siguiente,Milly me dijo que mi tío le habíaregañado por la falta de atención quenos estaba dedicando.

—Le ha puesto en solfa, y él no hadicho esta boca es mía, sólo le mirabacon aire de malas pulgas; y yoasustadísima, casi sin atreverme a

levantar la vista; y los dos han dichomuchas cosas y yo me he quedado enayunas; el gobernador me ha mandadosalir de la habitación, y yo tan contentade marcharme; así que allí se hanquedado entendiéndoselas entre ellos.

Milly no pudo arrojar luz algunasobre las aventuras de Church Scarsdaley Knowl, de modo que aún hube dequedar en la duda, la cual a vecesoscilaba hacia uno u otro lado. Sinembargo, y en conjunto, no me podíasacudir de encima los recelos queconstantemente volvían a mí yapuntaban, con terquedad, hacia Dudleycomo protagonista de aquellas odiosasescenas.

Lo curioso, no obstante, es que ahorame sentía mucho menos segura delasunto de lo que lo hiciera cuando lo vipor primera vez. Había comenzado adesconfiar de mi memoria y a sospecharde mi imaginación; una cosa había, sinembargo, que era imposible poner entela de juicio, y es que entre la personatan desagradablemente unida a mirecuerdo de aquellas escenas y DudleyRuthyn existía un chocante parecido, sibien, posiblemente, de índole tan sólogeneral.

Sin duda Milly tenía razón en cuantoal meollo del requerimiento formuladopor el tío Silas, pues a partir deentonces Dudley comenzó a dejarse ver

más a menudo.Era tímido, era descarado, era zafio,

era engreído: en conjunto, el másintolerable de los patanes. Aunque aveces se ponía colorado y tartamudeaba,y ni por un instante se mostraba cómodoen mi presencia, en sus modales había,sin embargo, para mi indescriptiblefastidio, una autocomplacencia, asícomo una suerte de triunfalismo en sumaliciosa forma de sonreír, que meindicaban muy a las claras lo satisfechoque se sentía en cuanto a la naturaleza dela impresión que me estabaproduciendo.

El mundo entero habría dado yo pordecirle cuán odioso me parecía. Pero

probablemente no me habría creído. Talvez se imaginaba que las «damas»adoptaban falsos aires de indiferencia yrepulsión para encubrir sus verdaderossentimientos. Siempre que podíaevitarlo jamás le hablaba ni le miraba, ycuando era inevitable, lo hacía del modomás breve que me era posible. Noobstante, y para hacerle justicia, hay quedecir que no parecía gustarle nuestracompañía y, desde luego, cuando estabaen ella no daba nunca muestras dehallarse del todo a gusto.

Me resulta difícil escribir con todaimparcialidad incluso del aspectopersonal de Dudley Ruthyn; pero,haciendo un esfuerzo, confieso que sus

facciones eran agraciadas y su tipofísico no estaba mal, aunque tirandoligeramente a la gordura. El pelo y laspatillas los tenía rubios, la tez sonrosaday unos ojos azules que estaban bastantebien. Hasta ahí, mi tío tenía razón; dehaberse portado como un perfectocaballero, a juicio de algunos críticospodría, realmente, haber pasado por unhombre guapo.

Pero en su porte y su semblantehabía aquella odiosa mezcla demauvaise honte y desfachatez, zafiedad,socarronería y una consciencia noclaramente de su propia grosería, perosí de su propia bajeza, que convertía suapostura en una fealdad más intolerable

que la propiamente física; además, unacorrespondiente vulgaridad, queimpregnaba su manera de vestir, susmodales y hasta sus andares, echaba aperder cualquier buena cualidad que sufigura poseyese. Si se toma en cuentatodo esto, unido a los ominosos recelosque constantemente me asaltaban ysobresaltaban de nuevo, se comprenderála mezcla de sentimientos de ira yrepugnancia con los que recibía laadmiración con la que él me favorecía.

Gradualmente se fue volviendomenos cohibido en mi presencia, si bienlo cierto es que su crecientedesenvoltura y confianza no hizomejorar sus modales.

Nos hallábamos Milly y yoalmorzando cuando Dudley entró, dio unsalto y media vuelta en el aire y se sentóen el aparador, desde donde, con unarisueña y socarrona mueca, al tiempoque hacía golpearse entre sí los talones,se puso a mirarnos con ojos maliciosos.

—¿Tomarás algo, Dudley? —preguntó Milly.

—No, chica; pero me estaré aquímirándoos y a lo mejor me tomo untraguito para haceros compañía.

Y, dicho esto, sacó del bolsillo unfrasco de viaje y, cogiendo un vasogrande y una garrafa, se sirvió uncompuesto de aguardiente fuerte y agua,refrescándose de vez en cuando con el

brebaje mientras hablaba.—El cura está arriba con el

gobernador —dijo, con una sonrisaforzada—. Yo quería decirle una cosita,pero me figuro que de aquí a una hora, omás, difícilmente podré entrar; estánrezando y metidos en disquisicionesbíblicas, como de costumbre, ¡ja, ja! Lacosa no va a durar ya mucho, según lavieja Wyat, ahora que el tío Austin se hamuerto; ya están de más los rezos ytodos esos ajetreos, ya no sirven denada.

—¡Quita allá! ¡Vergüenza debieradarte, pecador! —rió Milly—. Hacecinco años que no ha pisado una iglesia,dice, y la única vez, para encontrarse

con una chica. ¿Verdad que es unpecador, eh, Maud?

Dudley, con su sonriente mueca enlos labios, me lanzó una lánguida ymaliciosa mirada mientrasmordisqueaba el borde de su sombrerode fieltro, que tenía sujeto con las manossobre el pecho.

Dudley Ruthyn probablementepensaba que en la impiedad queprofesaba había una especie de viril ydesesperada fascinación.

—Tu risa, Milly, me dejaasombrada. ¿Cómo puedes reírte? —dije yo.

—¿Es que quieres que me eche allorar? —respondió Milly.

—De lo que estoy segura es de queno quiero que te rías —repliqué.

—Yo lo que sé es que quisiera quealguien llorase por mí, y bien me sé yoquién —dijo Dudley, de un modo que éldaba por extremadamente simpático, yse me quedó mirando como si pensaraque debía sentirme halagada por sudeseo de hacerme llorar.

Yo, sin embargo, en vez de llorar merecosté en mi silla y comencé a volvertranquilamente las páginas de lospoemas de Walter Scott, que en aquelentonces Milly y yo solíamos leer porlas tardes.

El tono en el que aquel odioso jovenhabló de su padre, su grosera mención

del mío, así como la bajeza de su alardede irreligiosidad, me lo hicieron másrepulsivo que nunca.

—Los curas esos son más lentos quelos coches de posta… un horror delentos. Supongo que tendré que esperarun buen rato. A estas horas tendría yoque estar a tres millas, o más, de aquí…¡Maldita sea!

Estaba mirando la polaina de lapierna que mantenía en alto mientrashablaba, como si calculase la distancia ala que el miembro le habría llevado ya aestas horas.

—¿Por qué la gente no se pondrácon sus Biblias y sus rezos losdomingos, y sanseacabó? Oye, Milly,

¿quieres ver si el gobernador haterminado ya con el cura? Anda. Me estáhaciendo perder el día entero.

Milly, acostumbrada a obedecer a suhermano, se puso en marcha de un salto,y, al pasar a mi lado, me susurró, con unguiño:

—¡Dinero!Y salió de la habitación. Dudley se

puso a silbar una cancioncilla y amenear los pies como un péndulo,mientras seguía a su hermana con unamirada de soslayo.

—Mire, señorita, es muy duro esode que a un muchacho con espíritu se letenga a dos velas. No veo un chelín si noes él quien lo suelta, y ni hablar del

peluquín hasta que no sepa para qué.—Quizá mi tío piense que debería

usted ganar por sí mismo algunoschelines —dije.

—Me gustaría a mí saber cómo untipo gana dinero hoy día. Me imaginoque no querrá que un caballero lleve unatienda. Pero ahora voy a hacerme con unbuen puñado, y no precisamente graciasa él. Los albaceas, ¿sabe?, me debencantidad de dinero. Tipos muy honrados,pero lentos… ¡los condenados! a la horade apoquinar.

Me abstuve de hacer comentarioalguno a esta elegante alusión a losalbaceas testamentarios de mi padre.

—Pero mira lo que te digo, Maud,

cuando cobre la pasta, me sé yo muyrequetebién a quién le voy a hacer unregalito, ya lo creo que sí, chica.

La odiosa criatura pronunció estaspalabras con un deje arrastrado y unalasciva mirada de soslayo que, supongo,a él le parecía absolutamenteirresistible.

Soy una de esas desdichadaspersonas que, cuanto mayor es su deseode mostrarse impasibles, tanto más seruborizan, y en esta ocasión, para miinenarrable enojo, sentí que el rubor,con su acostumbrada contumacia, subíaa mis mejillas y hacía que hasta la frentese me encendiera.

Vi que él se daba cuenta de este

indicio, en grado sumo desconcertante,de un sentimiento cuya sola idea meresultaba tan detestable que, enfurecidaa la par contra mí misma y contra él, nosabía cómo mostrar mi desprecio y miindignación.

Interpretando equivocadamente lacausa de mi alteración, el señor DudleyRuthyn emitió una risita melosa, de unainsufrible melosidad.

—Y algo tengo yo que llevarme acambio, chica. «Honrarás a tu padre»,ya sabes. No querrás que desobedezcaal gobernador… No, seguro que noquieres, ¿verdad?

Le lancé una mirada con la queesperaba poner coto a su impertinencia,

pero me ruboricé de modo aún másirritante y violento que nunca.

—Al condado le volvería laespalda, eso es lo que yo haría —exclamó con condescendienteentusiasmo—. Eres guapísima, Maud, síque lo eres. No sé qué me pasó la otranoche cuando el gobernador me dijo quete besara; pero ¡maldita sea!, ahora nome lo vas a negar, y voy a besarte apesar de tus rubores.

Saltó de su elevado asiento en elaparador y se me acercó contoneándose,con una odiosa mueca sonriente y losbrazos extendidos. Me puse rápidamenteen pie, por completo fuera de mí a causade la ira.

—¡Maldita sea! ¡Cualquiera diríaque me va a dar de puñetazos! —se rióentre dientes, divertido—. Ven aquí,Maud. ¿No vas a ponerte de malaspulgas, verdad? Después de todo, no esmás que nuestro deber. El gobernadornos pidió que nos besáramos, ¿no?

—¡Quieto! ¡Quieto, señor! ¡Retíreseo llamaré a los criados!

Y, sin más, me puse a llamar a Millya gritos.

—¡Esto es lo que ocurre siemprecon este ganado! No sabéis nunca lo quequeréis —dijo, malhumorado—.¡Menudo escándalo que estás armando!¡Y todo por querer jugar un poquitín!¡Nadie te está haciendo daño! ¿Verdad

que no? ¡Yo no, al menos, eso desdeluego!

Y, con una risita rabiosa, se diomedia vuelta y se marchó de lahabitación.

Pienso que me asistía un perfectoderecho a resistirme con toda lavehemencia de que fuera capaz contraaquel intento de dar por sentada unaintimidad que, no obstante la opinióncontraria de mi tío, me parecía cosasemejante a un ultraje.

Milly me encontró sola… noasustada, pero sí enfadadísima. Habíadecidido quejarme a mi tío, pero el curatodavía estaba con él y, cuando semarchó, yo ya estaba más serena. Me

había vuelto el temeroso respeto a mitío. Me imaginé que consideraría todo elasunto como una mera y juguetonacomedia galante. Así pues, y con lacómoda convicción de que mi primo sehabía llevado una lección y se lopensaría dos veces antes de repetir suimpertinencia, decidí, con la aprobaciónde Milly, dejar las cosas como estaban.

Dudley, para mi tranquilidad, estabaofendido conmigo y apenas se dejó ver,y, cuando lo hizo, se mostró enfurruñadoy silencioso. Me puse a anticiparplacenteramente su marcha, que, enopinión de Milly, se produciría pronto.

Mi tío tenía la Biblia y susconsuelos, pero para aquel viejo roué,

no obstante su conversión —para aquelrefinado hombre de mundo—, no podíaresultar agradable ver a su hijo crecercomo un marginado, un TonyLumpkin[40], pues, pensara lo quepensara acerca de sus cualidadesnaturales, por fuerza había de tenerconciencia de que no era otra cosa queun palurdo.

Estoy tratando de recordar lasimpresiones que en aquel tiempo meproducía el carácter de mi tío. Suimagen se alza en medio de una caóticagrisura: cabeza de plata, pies de barro.Todavía le conocía poco.

Comencé a percatarme de que mi tíoera eso que Mary Quince solía llamar

«una persona horriblemente rara»…,algo egoísta e impaciente, supongo. DeLiverpool solían mandarle cajas detortugas de mar. Bebía, por motivos desalud, clarete y vino del Rin, y comíabecadas y otras saludables exquisiteces,por los mismos motivos; y eraquisquilloso y enojadizo en cuanto a lamanera de guisarlas y en lo que serefiere al aroma y claridad de su café.

Su conversación era fácil, culta y,con un barniz sentimental, fría; pero através de esta charla artificial, con susrimas francesas, frases chispeantes yfluida elocuencia, a intervalos brillabasúbitamente, como una furiosa ráfaga deluz, algún lúgubre pensamiento

religioso. Jamás pude tener enteramenteclaro si dichos pensamientos eran puraafectación o si, por el contrario, erangenuinos, como intermitentes punzadasde dolor.

El fulgor de sus grandes ojos eramuy peculiar. No me es posiblecompararlo a nada, salvo al intensobrillo del claro de luna sobre un bruñidometal. Pero esto no puedo expresarlo.Era un brillo blanco y repentino… casifatuo. Siempre que lo veía, pensaba enlos versos de Moore:

Oh vosotros, los muertos, a los queconocemos por la luz que nos dais desdevuestros gélidos, resplandecientesojos… ¡Diríase que alentáis!

En ninguna otra mirada he vistojamás, ni por asomo, el mismo funestoresplandor. Sus ataques —aquelrevoloteo suyo entre la vida y la muerte,entre la cordura y la insania—constituían asimismo un dudoso existir,como el fuego que brota en unaciénaga… ¡Horrible espectáculo!

Me sentía perpleja hasta en miintento de comprender sus sentimientospor sus hijos. A veces me parecía queestaba dispuesto a dar su vida por ellos,mientras que en otras ocasiones lesdirigía miradas y palabras casi de odio.Hablaba como si tuviera siemprepresente la idea de la muerte, y, sinembargo, su interés por la vida era

terrible, aunque en apariencia dormitarapara olvidar las heces de su pasadaexistencia a la vista de un ataúd.

¡Oh, tío Silas, antaño tremendafigura que arde siempre en la memoriabajo los mismos espantablesresplandores! ¡El hierático y blancorostro del desprecio y la angustia! Escomo si la Dama de Endor[41] mehubiera llevado a aquella estancia y mehubiese mostrado un espectro.

Aún no se había marchado Dudleyde Bartram-Haugh, cuando me llegó unabreve nota de lady Knollys, la cualdecía:

«Queridísima Maud: por estemismo correo he enviado a Silasuna carta en la que le suplico mehaga el préstamo de vuestrapresencia, la tuya y la de miprima Milly. No veo qué motivopueda tener tu tío para rechazaresta súplica, así que confío enveros a las dos en Elverstonmañana, donde os quedaréis porlo menos una semana. Apenastengo a nadie que presentaros.Unas cuantas visitas me han dadoun chasco; pero en otra ocasióntendremos la casa más alegre.Dile a Milly —junto con todo micariño— que si no viene contigo

no se lo perdonaré.Con todo el cariño de tu

prima,

Mónica Knollys».

Tanto Milly como yo nos temíamosque el tío Silas se negara a dar suconsentimiento, si bien nos resultabaimposible adivinar razón alguna de pesopara semejante negativa, habiendo, porel contrario, muchas a favor de que elpadre de Milly mejorase lasoportunidades que ésta tenía de ver aalguna persona de su propio sexo porencima de la categoría de domésticas.

A eso de las doce mi tío nos mandó

llamar, dándonos la gran alegría deanunciarnos su consentimiento ydesearnos una excursión muy feliz.

C A P Í T U L O X L I I

ELVERSTON

ASÍ pues, al día siguiente Milly yyo atravesábamos en coche la CalleMayor de Feltram, con sus gabletes yaleros. A la puerta de El Penacho dePlumas vimos a mi benévolo primofumando con un hombre que parecía unmozo de cuadras. Al pasar por delantede ellos yo me eché hacia atrás y Millysacó la cabeza por la ventanilla.

—Que me maten —dijo riendo— si

no tenía el pulgar en la nariz y elmeñique hecho un ovillo, como suelehacer con la vieja Wyat…, L’ Amour, yasabes; y seguro que estaba diciendo algodivertido, pues Jim Jolliter se estabariendo, con la pipa en la mano.

—Ojalá no le hubiera visto, Milly.Siento como si fuera de mal agüero.Siempre parece enfadado, y me figuroque nos ha deseado alguna desgracia —dije.

—No, no, tú no conoces a Dudley; siestuviera enfadado no diría nadadivertido; no, no está ofendido, sólo dementirijilla.

El paraje por el que estábamospasando era muy bonito. La carretera

nos llevaba a través de un estrecho yboscoso hocino. ¡Qué bocetos de raícesretorcidas y peñascos cubiertos dehiedra! Solitario, un arroyuelo dejabaoír su murmullo en la cañada. ¡PobreMilly! A su extraño modo, resultaba unabuena compañía. A veces se me haocurrido que el gozo del paisaje no estanto una aptitud como una adquisición.¡Es tan exquisito en las personas cultas,y en las incultas brilla tan extrañamentepor su ausencia! Pero sin duda en Millyconstituía algo innato y sincero, de modoque era capaz de entender misembelesos y corresponderlos.

A continuación nuestro coche sepuso a rodar por uno de esos hermosos

páramos de Derbyshire, paradesembocar en una amplia cañadaboscosa, desde donde nuestros ojos seposaron por primera vez sobre losbonitos aleros de la casa de la primaMónica, embellecida por eseindescriptible aire de refugio ycomodidad propio de una antiguamansión residencial inglesa, rodeada deañosos árboles y con ese algo, en suaspecto, de primorosos tiempospretéritos y fiestas de antaño, un algoque, triste pero afablemente, dice:«Entrad, os doy la bienvenida. Durantedoscientos años, o más, he sido el hogarde esta antigua y bienamada familia,cuyas generaciones he visto en la cuna y

en el ataúd, y cuyas alegrías y tristezas,y cuya hospitalidad, recuerdo. Todos susamigos, al igual que vosotros, fueronbien acogidos; y vosotros, al igual queellos, gozaréis aquí de las cálidasilusiones que engañan la triste condiciónde ser mortal; y, como ellos, vosotros osmarcharéis y otros os sucederán hastaque al final también yo me rendiré a laley general de la decrepitud, ydesapareceré».

Llegado este momento, la pobreMilly se había puesto muy nerviosa,estado que ella describió con tanestrafalaria fraseología que, bien a mipesar —dado que yo solía adoptar unaimpresionante seriedad cuando le

aleccionaba sobre su modo de hablar—,me hizo estallar en carcajadas.

Debo mencionar, sin embargo, queen ciertos importantes extremos Milly sehabía reformado de modo muy esencial.Su atuendo, aunque no muy a la moda, noera ya absurdo. Y yo la había instruidopara que hablase y riese sin alzar la voz.Para todo lo demás, mi confianza estabapuesta en la indulgencia, la cual, pienso,más honesta y fácilmente es obtenida porlas personas de buena cuna que por lasde baja condición.

Cuando llegamos, la prima Mónicaestaba ausente, pero nos encontramoscon que había preparado una habitacióncon dos camas para mí y para Milly, lo

que nos puso muy contentas; en cuanto ala buena de Mary Quince, fue colocadaen un cuarto-tocador contiguo.

Acabábamos de iniciar nuestro aseo,cuando nuestra prima entró,animadísima, como de costumbre, adarnos la bienvenida y muchos, muchosbesos. La verdad es que se mostrabaencantada, pues había imaginado algunaestratagema o evasiva para impedirnuestra visita; y, de acuerdo con suhabitual modo de ser, se puso a hablarlea la pobre Milly del tío Silas con lamisma franqueza con que solía hablarmea mí de mi querido padre.

—Creí que no os dejaría venir sinque antes hubiera una batalla, y ya

sabéis que si le hubiese dado porponerse terco no habría sido fácilsacaros de ese recinto encantado, queeso es lo que parece, con ese viejo yhorrible hechicero en medio. Me refieroa Silas, tu papá, querida mía. Con elcorazón en la mano: ¿es que no separece mucho a Michael Scott?

—No le he visto nunca —contestó lapobre Milly—. Al menos, que yo sepa—añadió, dándose cuenta de queMónica y yo nos sonreíamos—. Pero loque sí creo es que se parece un poquitína Michael Dobbs, el que vende loshurones, ¿tal vez te refieres a él?

—Pero bueno, tú me dijiste, Maud,que Milly y tú estabais leyendo los

poemas de Walter Scott. Bueno, noimporta. Michael Scott, querida mía, eraun hechicero muerto, con el peloblanquísimo, plateado, quien desdehacía muchísimos años estaba en sutumba, aunque le quedaba vidasuficiente para fruncir el entrecejo cadavez que le quitaban su libro; loencontrarás en la Balada del últimotrovador; igualito que tu papá, queridamía. Por cierto que mi gente me ha dichoque esta semana han visto a tu hermanopor Feltram, bebiendo y fumando.¿Cuánto tiempo va a quedarse en lacasa? Supongo que no mucho, ¿eh? ¡Y note habrá estado haciendo el amor!, ¿eh,Maud, querida? Bueno, ya veo que sí,

por supuesto. Y à propos de hacer elamor, espero que esa criatura sindecoro, Charles Oakley, no te habrámolestado con notas o versitos.

—¡Ya lo creo que sí! —la atajó laseñorita Milly, lo cual me resultó hartofastidioso, ya que no veía yo ningunarazón especial para depositar sus versosen las manos de la prima Mónica.Confesé, así pues, los dos pequeñosejemplares de versos, puntualizando, sinembargo, que ignoraba de quiénprocedían.

—Pero vamos a ver, querida Maud,¿es que no te he dicho ya más decincuenta veces que con ése no tienesnada que hablar? He averiguado,

querida, que juega y que está muyendeudado. Y he jurado no volver apagar por él. He sido muy tonta, notienes ni idea; ya ves que hablo contramí misma; ¡sería un alivio tan grande siencontrara una esposa que lomantuviese! Según me han dicho estámuy zalamero con una solterona rica…,la hermana de un fabricante de botonesde Manchester.

Este dardo estaba bien lanzado.—Pero no te asustes: tú eres más

rica y más joven, y sin duda tendrás tuoportunidad primero, querida; ymientras tanto me atrevo a decir que losversitos esos están haciendo un serviciodoble, como los billet-doux de Falstaff,

ya sabes.Me reí, pero la fabricante de botones

me producía una secreta turbación; y nosé lo que habría dado por que el capitánOakley se encontrase en la casa y asípudiera yo tratarle con el refinadodesdén que sus merecimientos y midignidad exigían.

La prima Mónica se ocupó de loconcerniente al atuendo de Milly yresultó una doncella muy útil, charlandosin parar y a su manera mientras leayudaba, hasta que, finalmente, dio aMilly un toquecito con el dedo bajo labarbilla y dijo, muy complacida:

—Creo que lo he logrado, señoritaMilly; mírese en el espejo. Realmente es

una criatura preciosa.Y Milly se ruborizó y se miró con

tímida complacencia, lo que la hizoparecer aún más bonita.

La verdad es que Milly era muyguapa. Ahora que sus vestidos eran de lalargura habitual, parecía mucho másalta. Era, eso sí, un poco llenita, perohermosa, con bellos ojos azules yabundante cabello.

—Cuanto más te rías, mejor, Milly,porque tienes unos dientes muybonitos… mucho; si fueras mi hija, o situ padre se convirtiera en presidente delcolegio de hechiceros y te entregara amí, me atrevo a decir que te colocaríadivinamente; y aun siendo las cosas

como son, hemos de intentarlo, queridamía.

Acto seguido bajamos al salón, en elque hicimos nuestra entrada conducidaspor la prima Mónica, que nos llevaba acada una de una mano.

En aquel momento las cortinasestaban echadas y el salón dependía delagradable resplandor de la lumbre y dela exigua iluminación provisionalprevia, habitualmente, a la cena.

—He aquí a mis dos primas —comenzó lady Knollys—, ésta es laseñorita Ruthyn, de Knowl, a la que metomo la libertad de llamar Maud; y éstaes la señorita Millicent Ruthyn, la hijade Silas, ya saben, a quien me aventuro

a llamar Milly; ambas son muy guapas,como verán cuando tengamos un pocomás de luz, y ellas lo saben muy bien.

Y, mientras Mónica hablaba, unadama de mirada franca, porte exquisito yconsiderable belleza, no tan alta comoyo pero con un semblante muy acogedor,se levantó, dejando a un lado el libro deestampas que estaba mirando y,sonriente, nos cogió de la mano.

Distaba de ser joven, según miestimación de la juventud en aquelentonces —habría cumplido ya lostreinta, supongo—, y tenía un aire muytranquilo, amable y simpático. Estabaclaro que nunca había sido una meradama del gran mundo, pero poseía el

aplomo y el lustre de la mejor sociedad,y pareció interesarse amablemente tantopor Milly como por mí; la prima Mónicaa veces la llamaba Mary, y otras Polly.Por el momento era todo cuanto sabía deella.

El tiempo, así pues, transcurrió muyagradablemente, hasta que sonó lacampanilla que anunciaba la hora devestirse, y nos marchamosapresuradamente a nuestra habitación.

—¿He dicho algo que esté muy mal?—preguntó la pobre Milly, colocándosejusto enfrente de mí, tan pronto como secerró la puerta.

—Nada, Milly; lo estás haciendoadmirablemente.

—Tengo aspecto de ser unagrandísima estúpida, ¿verdad? —inquirió Milly.

—Estás preciosa, Milly, y no tienesel más mínimo aspecto de ser unaestúpida.

—Me fijo en todo. Pienso queacabaré aprendiendo, pero al principiola cosa es un poco difícil; esas personashablan de modo muy diferente a como yoestaba acostumbrada…, en esto teníastoda la razón.

Cuando regresamos al salón nosencontramos con que la reunión estabaya formada y todo el mundo se hallabaconversando, como era evidente, enmedio de una gran animación.

El médico del pueblo, cuyo nombreno recuerdo —un hombre pequeño, depelo cano y penetrantes ojos grises,nariz pronunciada y del color de lasmoras, cuya conflagración se extendíahasta sus recias mejillas, rozándole elmentón y la frente—, estaba charlando,sin duda placenteramente, con Mary,como la prima Mónica llamaba a suinvitada.

Milly me susurró por encima de mihombro:

—El señor Carysbroke.Y así era, en efecto: aquel caballero

que conversaba con lady Knollys, elcodo apoyado sobre la repisa de lachimenea, era el mismo al que

conocimos en el Bosque del Molino deViento. Al instante nos reconoció y vinohacia nosotras con su sonrisa atenta einteligente.

—Justo en este momento estabatratando de describir a lady Knollys eseparaje encantador que es el Bosque delMolino de Viento, en el cual tuve lasuerte de conocerla, señorita Ruthyn. Nisiquiera en este hermoso condadoconozco nada más bonito.

Y a continuación hizo, por asídecirlo, un boceto con unas pocas yleves pero ardorosas palabras.

—¡Qué paraje tan dulce! —dijo laprima Mónica—. Nótese, sin embargo,que Maud jamás me ha llevado por allá.

Imagino que lo reserva para susaventuras románticas; y en cuanto a ti,Ilbury, eres muy benévolo y todas esascosas, pero no estoy del todo segura deque hubieras atravesado aquel estrechoparapeto sobre un río para visitar a unavieja enferma, de no haber sido porqueel azar quiso que vieras a dos preciosasdemoiselles al otro lado.

—¡Qué malvado discurso! O biendebo renunciar a mi naturaleza propensaa la desinteresada benevolencia, tanjustamente admirada, o bien desautorizaruna motivación que tan infinito créditootorga a mi buen gusto —exclamó elseñor Carysbroke—. Pienso que unapersona caritativa habría dicho que un

filántropo, en ejercicio de su virtuosapero peligrosa vocación,inesperadamente se vio recompensadopor la visión de unos ángeles.

—Y con esos ángeles se puso amalgastar el tiempo que debería habersido dedicado a la buena MadreHubbard[42], en pleno ataque delumbago, y regresó sin haber llegado aver a esa afligida cristiana, paraasombrar a su digna hermana con susbalbuceos poéticos acerca de las ninfasdel bosque y otras impiedades paganaspor el estilo —replicó lady Knollys.

—Bueno, sé justa —respondió él,riendo—. ¿Acaso no acudí al otro día yvi a la paciente?

—Sí, al día siguiente fuiste por lamisma ruta… en pos de las dríades, metemo… y fuiste recompensado con elespectáculo de Madre Hubbard.

—¿Nadie saldrá en auxilio de unhombre humanitario en apuros? —exclamó el señor Carysbroke en tonosuplicante.

—Creo firmemente —dijo la damaque hasta ese instante conocía tan sólopor el nombre de Mary— que lo dichopor Mónica es perfectamente cierto,palabra por palabra.

—Y, siendo así, ¿acaso no me hallotanto más necesitado de ayuda? Laverdad es simplemente el género máspeligroso de difamación que hay; pienso

que estoy siendo perseguido del modomás cruel.

En aquel instante fue anunciada lacena, y un manso y atildado hombrecillo,clérigo de profesión, con las mejillastersas y sonrosadas y el pelo peinadocon la raya en medio, a quien todavía nohabía visto, surgió de las sombras.

El hombrecillo fue asignado a Milly,el señor Carysbroke a mí, y no sé cómoel resto de las damas se dividieron entresí al médico.

Aquella cena, la primera enElverston, la recuerdo como una veladamuy agradable. Todo el mundohablaba…, era imposible que laconversación languideciese allí donde

lady Knollys se hallaba presente; y elseñor Carysbroke estuvo muy gentil ydivertido. Al otro lado de la mesa,según observé encantada, el sonrosadocurita no cesaba de perorar, con modestasoltura y en voz baja, a Milly, la cualseguía mis instrucciones a rajatabla, desuerte que, al hablar, lo hacía en voz tanbaja que, desde enfrente, apenas sipodía yo oír una sola palabra de lo queestaba diciendo.

Aquella noche, mientras Milly y yocharlábamos en nuestro cuarto al amorde la lumbre, la prima Mónica vino avisitarnos, y yo le dije:

—Justo en este momento le estabadiciendo a Milly la impresión que ha

causado. Ese guapo curita…, il en estépris…, es evidente que se ha prendadode ella. Me figuro que el domingo queviene su sermón versará sobre algunosde los dichos del rey Salomón acercadel irresistible poderío de las mujeres.

—Sí —dijo lady Knollys—, o quizásobre ese sensato texto: «Aquel queencuentra una esposa, encuentra algobueno, y es favorecido», etc.[43] Seacomo fuere, si me lo permites, Milly, tediré que aquella que encuentra unmarido como el curita, encuentra algotolerablemente bueno. Es una criaturitaejemplar, hijo segundo de sir HarryBiddlepen, con una pequeña rentapropia e independiente, además de sus

ingresos eclesiásticos de noventa librasal año; no creo yo, la verdad, que puedahallarse en sitio alguno otro mariditomás inofensivo y dócil que éste; porcierto, señorita Maud, que usted tambiénparecía interesadísima.

Me reí y me puse colorada, supongo.Y la prima Mónica, cambiandobruscamente de tema, según sucostumbre, dijo, a su manera franca ypeculiar:

—Y, ¿cómo ha estado Silas?… noenfadado, espero, ni muy estrafalario.Ha corrido el rumor de que tu hermanoDudley se había ido a la India comosoldado, o a algún otro lugar; pero noeran más que habladurías, pues ha hecho

su aparición como de costumbre. ¿Quépiensa hacer consigo mismo? Ahoratiene algún dinero… el del testamentode tu pobre padre, Maud. Sin duda suspropósitos no serán los de pasarse lavida holgazaneando y fumando entrecazadores furtivos, púgiles y gentes depeor ralea. Debería irse a Australia,como Thomas Swain, del que se diceque está haciendo una fortuna…, unfortunón…, y que piensa regresar a casa.Esto es lo que debería hacer tu hermanoDudley, si es que tiene mollera oespíritu; pero supongo que no lo hará…,hace demasiado tiempo que estáabandonado a la ociosidad y las malascompañías…, y de aquí a uno o dos

años no le quedará ni un chelín. Mepregunto si sabe que su padre haenviado una nota o algo así al doctorBryerly, indicándole que le pague ¡aDudley! seiscientas libras del pobreAustin, y diciendo que él ha pagadodeudas del joven y que conserva lospagarés por esa suma. Dentro de un añoese muchacho no tendrá ni una guinea, sise queda aquí. Daría cincuenta libraspor que estuviera en el país de VanDiemen[44]…, y no es que a mí meimporte el cachorro, Milly, más de loque tú me importas; pero es que, deveras, no veo que aquí en Inglaterratenga nada honrado que hacer.

Milly, mientras lady Knollys seguía

perorando, permanecía boquiabierta,sumida en la más absoluta perplejidad.

—Es preciso que cuando vuelvas aBartram no digas nada de todo esto, ¿tedas cuenta, Milly?, pues Silas teimpediría que estuvieras de nuevoconmigo, si pensara que hablo con tantafranqueza; pero no puedo remediarlo:así que has de prometerme que serásmás discreta que yo.

»Y me han dicho que están a puntode serle planteadas toda suerte dereclamaciones, ahora que, según sepiensa, tiene algún dinero; y, tal y comole han contado al doctor Bryerly, estátalando robles y vendiendo la corteza,en ese Bosque del Molino de Viento, y

que tiene allí hornos para hacer carbónvegetal y que ha cogido a, un tipo deLancashire que entiende de eso… Hawk,o algo parecido.

—¡Eso es, Hawkes… DickonHawkes! Ese es Pegtop, ¿sabes, Maud?—dijo Milly.

—Bueno, me lo figuro; pero es untipo de muy mal carácter, dice el doctorBryerly, quien ha escrito al señorDanvers poniéndole al corriente delasunto… porque eso es lo que llamandevastación, el talar árboles y vender lamadera y la corteza de los robles, yquemar los sauces y otros árboles parahacer carbón vegetal. Todo esto esdevastación, y el Dr. Bryerly está a

punto de poner coto a todo ello. ¿Hahecho que te traigan tu coche, Maud, ytus caballos? —preguntó de pronto laprima Mónica.

—Todavía no han llegado, peroDudley dice que llegarán dentro de unassemanas sin falta…

La prima Mónica lanzo una risita ymeneó la cabeza.

—Sí, Maud, el coche y los caballosestarán siempre a punto de llegar dentrode unas semanas, hasta el fin de lostiempos; y mientras tanto la vieja silla ycaballos de posta harán su buen servicio—dijo, volviendo a reír otro poco.

—Por eso es por lo que el portillode la cerca está arrancado, supongo; y la

«Guapa»… Meg Hawkes, quierodecir…, está puesta allí para impedirnosque pasemos, pues a menudo vi salirhumo más allá del molino de viento —comentó Milly.

La prima Mónica escuchó coninterés, asintiendo en silencio con lacabeza.

Yo estaba escandalizadísima. Meparecía absolutamente increíble. Piensoque lady Knollys leyó en mi semblantemi asombro y mi exaltada estimación dela atrocidad de aquel proceder, puesdijo:

—Sabes bien que no podemoscondenar del todo a Silas hasta nohaberle escuchado lo que tenga que

decir. Puede haberlo hecho porignorancia; o puede incluso que tengaderecho.

—Muy cierto. Puede que tengaderecho a talar árboles en Bartram-Haugh. Sea como fuere, estoy segura deque él cree tenerlo —repetí como uneco.

El hecho era que no queríaconfesarme a mí misma una sospecha apropósito del tío Silas. A ese respecto,cualquier falsedad abría bajo mis piesun abismo al que no me atrevía a mirar.

—Y ahora, queridas niñas, buenasnoches. Debéis de estar cansadas.Desayunamos a las nueve y cuarto…, nodemasiado temprano para vosotras, lo

sé.Y, dicho esto, nos dio un beso,

sonriente, y se marchó.Tras su marcha, y durante un buen

rato, tuve la mente tandesagradablemente ocupada con lastruhanerías que, según se había dicho,eran practicadas entre la densa espesuradel Bosque del Molino de Viento, quede inmediato no caí en la cuenta de quehabía dejado de preguntarle pormenoressobre sus huéspedes.

—¿Quién será esa Mary? —preguntóMilly.

—La prima Mónica dice que estácomprometida para casarse, y me pareceque al doctor le oí llamarla lady Mary;

mi intención era preguntarle a Mónicamuchas cosas sobre ella, pero eso quenos ha dicho acerca de la tala de árbolesy todo lo demás, me lo ha quitado de lacabeza. Mañana, sin embargo,tendremos tiempo de sobra para hacerlepreguntas. Lo que sí sé es que me resultamuy simpática.

—Pues yo lo que creo —dijo Milly— es que con quien se va a casar es conel señor Carysbroke.

—¿Eso piensas? —dije yo,acordándome de que después del téCarysbroke había estado más de uncuarto de hora sentando al lado de ella,conversando de forma íntima y en vozbaja—; ¿tienes algún motivo concreto

para pensarlo? —pregunté.—Bueno, la oí llamarle a él una o

dos veces «querido», y tutearle, igualque lady Knollys, quien, me parece, lellama Ilbury…, y además a él le vi darlea ella un besito cuando ella subía al pisode arriba.

Me reí.—Bueno, Milly —dije—, yo misma

observé algo, pensé, parecido arelaciones íntimas, pero si realmente leshas visto darse un beso en las escaleras,la cuestión queda completamentezanjada.

—Sí, chica.—No debes decir «chica».—Bueno, pues «Maud», entonces.

Los vi de reojo, vuelta de espaldas,cuando ellos no se pensaban que yoestuviera espiando. Los vi como te estoyviendo a ti ahora.

De nuevo me reí, pero sentí unaextraña punzada de dolor…, entre lamortificación y la pesadumbre; sinembargo sonreí muy alegrementemientras me miraba en el espejo,desvistiéndome para acostarme.

—¡Maud… Maud… voluble Maud!… ¡De modo que el capitán Oakley yaestá desplazado, y el señorCarysbroke… oh, humillación…,comprometido! —me dije, sin dejar desonreír, pero fastidiadísima. Y, temerosade haber escuchado a este impostor con

interés demasiado aparente, me puse acantar los versos de una cancioncillaalegre e intenté pensar en el capitánOakley, el cual, de algún modo, se habíaconvertido en un ser bastante tonto.

C A P Í T U L O X L I I I

NOVEDADES A LAENTRADA EN BARTRAM

GRACIAS a nuestras madrugadorascostumbres de Bartram, Milly y yofuimos las primeras en bajar a lamañana siguiente, y en cuanto aparecióla prima Mónica, la atacamos.

—Así que lady Mary es la novia delseñor Carysbroke —dije muysagazmente—. Pues la verdad, piensoque has sido muy mala al tratar de

implicarme ayer en un flirteo con él.—¿Y quién te ha dicho a ti eso? —

preguntó lady Knollys con una risitabienhumorada.

—Milly y yo lo hemos descubierto.Tan sencillo como que estamos aquí —respondí.

—Pero tú no flirteaste con el señorCarysbroke, Maud. ¿O es que sí lohiciste? —preguntó.

—No, por supuesto que no, pero sino lo hice no fue gracias a ti, malvada,sino a mi discreción. Y ahora quesabemos tu secreto, tienes que contarnostodo lo que sepas sobre ella y sobre él.En primer lugar, ¿cuál es su nombre…,lady Mary qué? —inquirí.

—¡Quién iba a pensar que fueseistan astutas! ¡Dos señoritas rurales…,dos monjitas de los claustros deBartram! Bien, supongo que habré deresponder. Resulta vano tratar deocultaros nada. Pero ¿cómo diantre lohabéis averiguado?

—Te lo diremos enseguida, peroprimero has de decirnos quién es ella —insistí.

—Lo haré, desde luego, pero sinapremios. Es lady Mary Carysbroke —dijo lady Knollys.

—Pariente del señor Carysbroke —aseveré.

—Sí, pariente. Pero ¿quién te hadicho a ti que él era el señor

Carysbroke? —preguntó la primaMónica.

—Me lo dijo Milly cuando lo vimosen el Bosque del Molino de Viento.

—Y ¿quién te lo dijo a ti, Milly?—Fue L’Amour —contestó Milly,

con sus azules ojos muy abiertos.—¿Qué quiere decir esta niña con

eso de «L’Amour»? No querrás decir«amor» —exclamó lady Knollys,perpleja a su vez.

—Me refiero a la vieja Wyat; ellafue quien me lo dijo, y el gobernador.

—No debes decir eso —la atajé.—¿Quieres decir tu padre? —

sugirió lady Knollys.—Pues sí; mi padre se lo dijo a ella,

y así fue como lo supe.—¿Qué se traía Carysbroke? —

exclamó lady Knollys, riendo, por asídecirlo, en un soliloquio—. Recuerdoahora que no llegué a mencionar sunombre. Él os reconocio a vosotras, yvosotras a él al entrar ayer en el salón.Pero ahora tenéis que decirme cómohabéis descubierto que lady Mary y élvan a casarse.

Milly, así pues, volvió a declararsus pruebas, y lady Knollys se echó areír de buenísima gana y dijo:

—¡Van a quedarse de una pieza!Pero les está bien merecido. Y noolvidéis que yo no he dicho lo queacabo de decir.

—¡Oh, te absolvemos!—¿Sabéis una cosa? Pues que en mi

vida había visto un par de chicas, si biense mira, tan solapadas y peligrosascomo vosotras —exclamó lady Knollys—. No hay nada como conspirar envuestra presencia. ¡Buenos días, esperoque hayan dormido bien!

Estas palabras iban dirigidas a ladama y el caballero, quienes justo enaquel momento entraban en el salónprocedentes del invernadero.

—Difícil será que esta nochedurmáis igual de bien, cuando os hayáisenterado de los ojos que os persiguen.He aquí a dos muy lindos detectives quehan descubierto vuestro secreto y,

exclusivamente a causa de vuestraimprudencia y de su propia sagacidad,se ha averiguado que sois una parejacomprometida para casarse y a punto deratificar vuestros votos ante el altar deHimeneo. Os aseguro que no he sido yoquien lo ha revelado, sino vosotrosmismos quienes os habéis traicionado.Si andáis charlando por los sofás demodo tan confidencial ysubrepticiamente os tuteáis y, de hecho,os besáis al pie de las escalerasmientras las está subiendo un sagazdetective que en apariencia os estádando la espalda, no os queda sinoapencar con las consecuencias y salirprematuramente a la luz pública como el

héroe y la heroína de la próximagacetilla del Morning Post.

Milly y yo estábamos horriblementeazoradas, pero la prima Mónica sehallaba decidida a situarnos a todos enlos términos menos formales posibles, ycreo que había empezado a hacerlo delmodo adecuado.

—Y ahora, chicas, voy a hacer uncontradescubrimiento que, me temo,entra un poco en conflicto con elvuestro. Aquí el señor Carysbroke eslord Ilbury, hermano de la aquí presentelady Mary; y la culpa es por entero míaal no haber hecho los honores mejor;pero ya veis qué sagaces casamenterasson estas criaturas.

—No pueden imaginarse lo halagadoque me siento de haber sido objeto deuna teoría, aunque esté equivocada, porparte de la señorita Ruthyn.

Luego, una vez que se nos hubopasado nuestro pequeño sofoco, Milly yyo, al igual que los demás, nos pusimosmuy alegres y llegamos a intimarmuchísimo más aquella mañana.

Pienso que, en conjunto, aquellosdías fueron los más agradables y felicesde mi vida. En la casa una compañíaalegre, inteligente y amable; y por elcondado excursiones deliciosas…, aveces a caballo y otras en coche…,hasta lugares alejados y de gran belleza.Por las tardes se alternaban la música,

la lectura y la animada conversación. Devez en cuando llegaba un visitante parapasar uno o dos días, y constantementese dejaba caer por allí algún vecino delpueblo o sus dependencias. De éstos norecuerdo sino a la vieja señoritaWintletop, la más amena de lassolteronas rústicas, con sus lindosencajes y grueso satén, y su cararedondita y cordial —una mujer guapa,imagino, en otros tiempos, aunque ahoraencanecida, pero amable—, la cualcontaba unas viejas historias deliciosasdel condado en la época de sus padres ysus abuelos, y se conocía el linaje decada una de las familias que lohabitaban y era capaz de enumerar todos

los duelos y fugas de parejas; y darnosretazos ilustrativos de antiguos sueltoselectorales aparecidos en la prensa ofrases de epitafios, y decir dóndeexactamente los salteadores de caminoshabían cometido sus robos en los viejostiempos, y cómo habían salido paradoslos delincuentes tras el juicio; y, sobretodo, dónde y de qué modo se habíandejado ver los duendes y elfos delcondado, desde el mozo de postafantasma, que cada tres nochesatravesaba el Páramo de Windale por laantigua carretera, hasta el viejo ygordinflón espectro, vestido deterciopelo color de mora, que, a la luzde la luna, mostraba su enorme cara, su

muleta y sus rizos desde la ventanaojival del antiguo palacio de justiciademolido en 1803.

Es imposible hacerse idea de lasgratas veladas que pasamos en esacompañía, de cuán rápidamente mejoró,entre aquellas personas, mi buena primaMilly. Recuerdo muy bien la tensaincertidumbre con la que ella y yoestuvimos esperando la respuesta deBartram-Haugh a la solicitud que hicieranuestra cariñosa prima Mónica, en elsentido de que se viera prolongadonuestro permiso de ausencia.

La respuesta llegó, con una nota deltío Silas, la cual era curiosa y, por eso,hela aquí reproducida:

«Mi querida lady Knollys: atu amable respondoafirmativamente (esto es, por unasemana, no por dos) con todo micorazón. Me alegra enterarme deque mis estorninas charlan tanplacenteramente. De todosmodos su estribillo no puede serel de Sterne. Pueden salir, y asílo hacen, y seguirán haciéndolotanto como les plazca. No soyningún carcelero y no encierro anadie salvo a mí mismo. Siemprehe pensado que los jóvenestienen demasiada poca libertad.Mi principio ha sido hacer deellos, desde el comienzo, unos

hombrecitos y mujercitas libres.En lo moral, y en lo intelectualmás de lo que toleramos, es laautoeducación lo que, enconjunto, perdura; y la misma noempieza sino allí donde terminala represión. Tal es mi teoría. Mipráctica es coherente. Que sequeden una semana más, como túdices. Los caballos estarán enElverston el martes 7. Hasta suregreso estaré más triste ysolitario que de costumbre, demodo que, te lo ruegoegoístamente, no prolongues suausencia. Te sonreirásrecordando lo poco que mi salud

me permite verlas inclusocuando están en casa, pero, comoChaulieu dice tan bellamente…,estúpido de mí, se me hanolvidado las palabras, pero elsentido es éste: “Aunque ocultaspor una selvática e impenetrablemuralla de hojas (el autor sehalla persiguiendo a sus ninfaspredilectas por los pasadizos yvericuetos de un rústicolaberinto), sin embargo vuestrascanciones, vuestras charlas yvuestras risas, débiles y remotas,inspiran mi fantasía; y, a travésde mis oídos, veo vuestrasinvisibles sonrisas, vuestros

rubores, vuestros mechones alviento y vuestros marfileñospies; y así, aunque triste, soyfeliz y, aunque solo, encompañía”… Tal es mi caso.

»Tan sólo una petición ytermino. Te ruego que lesrecuerdes una promesa que mehicieron. El Libro de la Vida…,el manantial de la vida… de élhay que abrevar día y noche, sopena de que expire la vidaespiritual de esas dosmuchachas.

»Bien, que el cielo tebendiga y te guarde, mi queridaprima; te suplico transmitas el

testimonio de mi cariño a misbienamadas sobrina e hija, y túcuenta con el sempiterno afectode

Silas Ruthyn».

La prima Mónica, con una sonrisaretozona, dijo:

—Ya veis lo que tenéis, chicas: aChaulieu y a los evangelistas; al coplerofrancés en sus pasadizos y a Silas en elvalle de la sombra de la muerte; perfectalibertad y perentorias órdenes deregresar en una semana… Cada cosailustra la otra. ¡Pobre Silas! No meparece a mí que ahora, en su vejez, le

siente bien su religiosidad.A mí la carta me gustó bastante.

Mantenía una dura lucha por pensar biende él, y la prima Mónica lo sabía; enrealidad, creo que si yo no hubieseestado por medio, Mónica habría sido, amenudo, menos severa con él.

Uno o dos días más tarde,hallándonos todos muy a gusto, sentadosen torno a la mesa del desayuno mientrasel sol lucía sobre el paisaje invernal, depronto la prima Mónica exclamó:

—Se me olvidaba deciros queCharles Oakley ha escrito para decir quellega el miércoles. En realidad no meapetece que venga. ¡Pobre Charlie! Mepregunto cómo consiguen esos

certificados médicos. Sé que no leaqueja indisposición alguna, y muchomejor haría quedándose con suregimiento.

¡El miércoles!… Qué extraño. Justoal día siguiente de mi marcha. Traté deaparentar una perfecta despreocupación.Lady Knollys se había dirigido más alady Mary y a Milly que a mí, y nadie enparticular me estaba mirando. Noobstante, con mi habitual contumacia,sentí que me ruborizaba con unosardores que acaso me sentaran muy bien,pero tan intolerablemente fastidiososque, de buena gana, me habría levantadoy marchado del salón, de no haber sidoporque ello habría puesto las cosas

infinitamente peor. Con gusto me hubieradado de bofetadas. Casi habría podidotirarme por la ventana.

Noté que lord Ilbury se daba cuentade ello. Vi los ojos de lady Maryposados gravemente en mis acusicas…mentirosas mejillas, puesto que enrealidad había comenzado a tener unaopinión mucho menos celestial delcapitán Oakley. Estaba enfadada con laprima Mónica, quien, a sabiendas de miruborosa flaqueza, tan inopinadamentehabía hecho mención de su sobrino,viéndome yo amarrada a la silla por laetiqueta, de cara a la ventana y con, porlo menos, dos pares de ojos enfrente,sumamente desconcertantes. Estaba

enfadada conmigo misma —enfadada engeneral—, rehusé con bastante sequedadun poco más de té y estuve lacónica conlord Ilbury, todo lo cual, por supuesto,era muy enojoso y estúpido; más tarde,desde la ventana de mi dormitorio, vi ala prima Mónica y a lady Mary entre lasflores bajo la ventana del salón,hablando, como instintivamente sabía,de aquel pequeño incidente. Me pusedelante del espejo.

—¡Odiosa, estúpida, perjura caramía! —susurré, furiosa, al tiempo quepateaba el suelo y me propinaba unadolorosa bofetada en la mejilla—. Nopuedo bajar… estoy que voy a llorar…,ganas me entran de volver a Bartram

hoy… ¡Siempre estoy ruborizándome!¡Ojalá ese descarado del capitán Oakleyestuviera en el fondo del mar!

Tal vez estuviera pensando más enlord Ilbury de lo que me daba cuenta; yestoy segura de que si el capitán Oakleyhubiera llegado aquel mismo día, lehabría tratado con la más injustificablede las groserías.

No obstante aquel infortunado rubor,el resto de nuestra visita transcurrió muyfelizmente para mí. Nadie que no lo hayaexperimentado puede hacerse idea delgrado de intimidad que puede alcanzaren poco tiempo un grupo pequeño, comolo era aquel nuestro, en una casa decampo.

Por supuesto que a una joven damaen sus cabales es absolutamenteimposible que nadie del sexo opuesto leimporte un pepino hasta, por lo menos,tener la certidumbre de gustarle más queel mundo entero; pero, sin embargo, nopodía negarme a mí misma el que mehallaba considerablemente ansiosa porsaber acerca de lord Ilbury más de loque de hecho sabía.

Sobre la mesita de mármol del salónhabía un Libro de los Pares, en sureluciente uniforme escarlata y oro,voluminoso y tentador. Tuve muchasoportunidades de consultarlo, peronunca reuní el coraje preciso parahacerlo.

A una persona inexperta, la consultale habría llevado varios minutos,durante los cuales, ¡qué espantoso riesgode sorpresa y detección! Un día en quetodo estaba silencioso, me aventuré y, dehecho, con el corazón palpitante, lleguéincluso a encontrar las letras «II»,cuando oí pasos fuera de la puerta, queestaba un poco abierta, y oí a ladyKnollys, por fortuna detenida en laentrada, decir algunas frases al otrolado, con la mano aún en el picaporte.Cerré el libro como la esposa de BarbaAzul pudiera cerrar la cámara de loshorrores al escuchar los pasos de sumarido, y corrí sigilosamente a la partemás remota de la estancia, donde me

encontró la prima Knollys en un extrañoestado de agitación.

Sobre cualquier otro tema no habríadudado en interrogar a la prima Mónica,pero sobre éste, de algún modo, estabamuda. Tenía desconfianza de mí misma ytemía mi odiosa costumbre desonrojarme, siendo consciente de queofrecería el aspecto de una horribleculpabilidad y de que me pondría tandesasosegada y rara que,razonablemente, Mónica sacaría laconclusión de que me había prendadoperdidamente de él.

Tras la lección recibida y elestrecho margen por el que habíaescapado al sorprendimiento in

fraganti, se puede tener la seguridad deque jamás volví a confiarme a lavecindad de aquel gordo y cruel Librode los Pares que poseía el secreto, perono quería desvelarlo sincomprometerme.

En este atormentador estado deoscuridad y conjeturas, de buena ganame habría marchado, de no haber sidoporque la prima Mónica, de modototalmente espontáneo, me alivió.

La noche anterior a nuestra marchavino a sentarse con nosotras en nuestrahabitación, para tener unas hablillas dedespedida.

—¿Y qué piensas de Ilbury? —preguntó.

—Me parece inteligente y culto, ytambién divertido; pero a veces me da laimpresión de estar muy melancólico,esto es, sólo durante unos minutos, yluego, me figuro que haciendo unesfuerzo, se une de nuevo a nuestraconversación.

—Sí. ¡Pobre Ilbury! No hace más decinco meses que perdió a su hermano yhasta ahora no ha empezado a recobrarel ánimo un poco. Se querían mucho; lagente pensaba que iba a acceder a lasucesión del título, porque Ilbury esdifficile, es… un filósofo, o un SanKevin; la verdad es que han empezado atratarle como a un prematuro solterón.

—¡Qué encantadora es su hermana,

lady Mary! Me ha hecho prometerle quele escribiré —dije, supongo que parademostrar…, así de hipócritas somos…,a la prima Knollys que no tenía ningúninterés especial en oír hablar más de él.

—Sí, y con una gran devoción porél. Ilbury vino y se quedó en La Granja,para cambiar de ambiente, y desoledad…, lo peor que podía hacer unhombre sumido en la aflicción…, uncapricho morboso, como él mismo estáempezando a darse cuenta; pues estácontentísimo de estar aquí y confiesaque desde que vino se encuentra muchomejor. Sus cartas van remitidas aún anombre del señor Carysbroke, puespensó que si se conociera su rango, la

gente del condado no habría parado dehacerle visitas y, en consecuencia,pronto se habría visto envuelto en unatediosa ronda de cenas y, al final,tendría que haberse marchado a otrolugar. Tú le viste en Bartram antes deque viniera Maud, ¿no es así, Milly?

En efecto, Milly lo había vistocuando fue a visitar a su padre.

—Pensó que, tras la aceptación dellegado, y residiendo tan cerca,difícilmente podía dejar de visitar aSilas, el cual le impresionó grandementey suscitó su interés. Tiene mejor opiniónde él…, no te enfadarás, ¿verdad,Milly?…, que ciertas gentes de mala feque podría yo nombrar; y dice que la

tala de árboles al final se quedará en unmero desliz. Pero estos deslices no lessuceden a los hombres inteligentes enotras cosas, y algunos se las arreglanpara cometerlos siempre en beneficiopropio. Pero bueno, hablemos de otrascosas. Sospecho que tú y Millyprobablemente veréis a Ilbury enBartram, pues pienso que a él le gustaríamucho.

¿Lo decía por mí solamente, o porlas dos?

Nuestra agradable visita llegó a sufin. El buen curita había sido empujadopor nuestra astuta y peligrosa primaMónica a hacerse el encontradizo conMilly. Era hombre de laudable

formalidad, y sus flirteos avanzaban porel terreno de la teología, donde,felizmente, se habían concentrado lasescasas lecturas de Milly. El rasgo másdestacado de su empeño consistía en uncomedido y serio interés por laortodoxia de la pobre y guapa Milly, yyo me divertía con las referencias queésta, cuando de noche nos retirábamos anuestro cuarto, me hacía respecto a lascuestiones sobre las que habíapolemizado con él, así como con susanhelantes informes acerca de lasconferencias en voz baja mantenidas conél en una apartada otomana, donde éldaba palmaditas y acariciaba su piernacruzada mientras sonreía con ternura y

meneaba, preocupado, la cabeza ante lacuestionable doctrina de Milly. Ladevoción y la admiración que Millysentía por su instructor iban en aumentode día en día; entre nosotros eraconocido por el «confesor» de Milly.

El día de nuestra marcha almorzócon nosotras y, en un hábil aparte, que enun lego habría resultado astuto, leregaló, al amparo de su sagrada misión,un librito con una encuadernaciónmedieval y valiosísima, y cuyocontenido trataba, de forma que élaprobaba, de algunos de los puntos enque las opiniones de Milly no eransatisfactorias; y, sobre las guardas,Milly halló esta pequeña inscripción:

«Regalo de un serio bienintencionado ala señorita Millicent Ruthyn, 1.° dediciembre de 1844». A esto seguía untexto, primorosamente caligrafiado.Salvo por un sonrojo, amén de laacostumbrada sonrisa, y por los ojosbajados en el momento de dárselo, laentrega del regalo fue realizada con todaunción.

Antes de que nos acomodáramos ennuestros asientos del coche, el tempranosol de diciembre, con sus tonoscarmesíes, se había ocultado tras lascolinas.

Lord Ilbury se asomó al interior delcoche, apoyando el codo en laventanilla, y me dijo:

—De veras que no sé lo que vamosa hacer, señorita Ruthyn; nos vamos asentir muy solos. Por lo que a mirespecta, creo que me iré corriendo a LaGranja.

Estas palabras me parecieron pocomenos que la perfección de laelocuencia humana.

Su mano aún se mantenía en laventanilla, y el reverendo SpriggeBiddlepen estaba en los escalones de laentrada, con una sonrisa entristecida yalgo bobalicona; cuando restalló ellátigo, los caballos se pusieron enmarcha con un confuso arrebato de suspatas, y henos aquí rodando por laalameda y dejando a nuestras espaldas

la casa y la anfitriona más agradablesdel mundo, adentrándonos a un troteligero en la oscuridad, camino deBartram-Haugh.

Ambas permanecíamos hartosilenciosas. Milly tenía su libro en elregazo; de vez en cuando la veía hacerun intento de leer la inscripción de supequeño y «serio bienintencionado»,pero no había suficiente luz.

Reinaba la oscuridad cuandollegamos al gran portón de Bartram-Haugh. Oí cómo el viejo Crowl, elportero, advertía al postillón que nohiciera otros ruidos que los inevitablesen la puerta de entrada a la casa, y ellopor la extraña y sobrecogedora razón de

que creía a mi tío «muerto ya».Grandemente sobrecogidas y

asustadas, mandamos parar el coche einterrogamos al viejo y trémulo portero.

Al parecer, el tío Silas había estado«rarillo» todo el día de ayer, y «estamañana no hubo modo de despertarle», y«el médico había estado dos veces, yahora se encontraba en la casa».

—¿Está mejor? —pregunté,temblando.

—No que yo sepa, señorita; hacedos horas estaba a la merced del Señor;quién sabe si en este momento no estaráen el cielo.

—¡Siga, vaya deprisa! —dije alcochero—. No te asustes, Milly; Dios

querrá que todo lo encontremos bien.Al cabo de un ratito, en el transcurso

del cual se me hundió el ánimo y di porperdido al tío Silas, el hombrecilloentrado en años que servía como criadoabrió la puerta y bajó los escalones,renqueante, para acercarse al coche.

El tío Silas había estado durantehoras a las puertas de la muerte; lainterrogante de si iba o no a vivir habíahecho temblar la balanza; pero en estosmomentos el doctor decía que «podríasalir adelante».

—¿Dónde está el doctor?—En la habitación del amo; le

sangró hace tres horas.Pienso que Milly no estaba tan

asustada como yo. Mi corazón palpitabay, temblorosa como me hallaba, apenaspodía subir por las escaleras.

C A P Í T U L O X L I V

SURGE UN AMIGO

EN lo alto de la gran escalera mealegré de ver la acogedora cara de MaryQuince, quien, vela en mano, nos saludócon muchas reverencias y una expresión,aunque sonriente, muy demacrada ypálida.

—Sean bienvenidas, señoritas, yespero que estén ustedes bien.

—Lo estamos. ¿Y tú, Mary, estásbien? Pero dinos enseguida cómo se

encuentra el tío Silas.—Esta mañana creimos que había

fallecido, pero ahora está bastante bien;el doctor dice que como en un trance. Lamayor parte del día estuve ayudando a lavieja Wyat, y estuve presente cuando eldoctor le sangró, y al final llegó ahablar; pero por fuerza ha de estardebilísimo, le sacó mucha sangre delbrazo, señorita, yo estuve sosteniendo lapalangana.

—Pero ¿está mejor? ¿Decididamentemejor? —pregunté.

—Bueno, el doctor dice que lo está;habló un poco, y el doctor dice que si sevuelve a quedar dormido y empieza aroncar como lo hizo antes, tenemos que

quitarle el vendaje y dejarle que sangrehasta que vuelva a su ser, lo cual nosparece a mí y a Wyat que es casi lomismo que decir que se le mate sin más,pues no creo yo que le quede ni una gotamás, y usted ha de decir lo mismo,señorita, si tiene usted a bien mirar lapalangana.

He aquí una invitación que no meapetecía aceptar. Pensé que iba adesmayarme. Me senté en los escalonesy sorbí un poco de agua, con la cualMary me roció ligeramente la cara,recobrando fuerzas.

Sin duda Milly se sintió másafectada que yo por el peligro que corríasu padre, pues era cariñosa y el hábito y

la relación le habían hecho amarle pesea que él no era afectuoso con ella. Yo,sin embargo, estaba más nerviosa yalterada, y mis sentimientos meestimulaban, tanto como abrumaban, másfácilmente. En cuanto fui capaz detenerme en pie, y con la mente fija en unsolo pensamiento, dije:

—Tenemos que verle, Milly.¡Vamos!

Entré en la sala de estar. Una vela desebo, escorada como la torre de Pisa,con una mecha larga y mortecina,colocada en una mugrienta palmatoria,profanaba la mesa del quisquillosoinválido. No era mucho mejor la luz quela oscuridad, así que atravesé a paso

rápido la estancia, aún bajo la obsesiónde ver a mi tío.

La puerta de su dormitorio, contiguaa la chimenea, se hallaba entreabierta, yme asomé a mirar.

La vieja Wyat, blanco fantasma conalto bonete, estaba en la sombra, enzapatillas, enredando con no sé quéjunto a un extremo del lecho. El médico,un hombrecillo grueso, calvo y panzudo,con un voluminoso montón de apósitos,se encontraba de pie, dando la espalda ala chimenea, que se correspondía con lade la otra habitación, y contemplaba a supaciente a través de las cortinas de lacama, con una especie de indiferentepomposidad.

El cabezal del enorme lecho decuatro postes descansaba contra la paredopuesta, y el pie encaraba la chimenea,pero las cortinas a uno de los lados, elúnico que me era dado ver desde dondeyo me hallaba, estaban corridas.

El doctor me reconoció y,creyéndome, supongo, personaconsecuente, apartó las manos, que teníadetrás, permitiendo que los faldones desu levita cayeran hacia delante y, conrapidez y gravedad, me dedicó unaprofunda inclinación, llena deprosopopeya, y, acto seguido, optandopor el más concreto procedimiento detrabar conocimiento conmigo, avanzó y,haciéndome otra reverencia, se presentó,

en un murmullo de voz, como el doctorJolks. Con una nueva inclinación meinvitó a retroceder al estudio de mi tío ya la espantable luz de la vela de la viejaWyat.

El doctor Jolks era afable ypomposo. Me puse a añorar un médicomenos cachazudo, que me hubiera puestoal corriente en la mitad de tiempo.

—Coma, señorita, coma. SeñoritaRuthyn, estoy en condiciones de decirleque su tío ha permanecido en un estadomuy crítico; en grado sumo. Coma deltipo más contumaz. Habría sufrido uncolapso, por fuerza habría fallecido, dehecho, caso de no haber recurrido a unremedio, sumamente extremo, el de

practicarle una abundante sangría, lacual ha tenido precisamente el resultadoque deseábamos. Una constituciónportentosa…, una prodigiosaconstitución…, maravillosa fibranerviosa; la pena, la inmensa pena, esque su tío no juegue limpio consigomismo. Sus hábitos son, ¿se da ustedcuenta?, completamente destructivos, sise me permite decirlo. Hacemos lo quepodemos…, todos hacemos cuanto estáen nuestra mano, pero si el paciente noquiere cooperar, no cabe esperar unfinal satisfactorio.

Y Jolks acompañó estas palabrascon un horrible encogimiento dehombros.

—¿Hay algo que pueda hacerse?¿Cree usted que un cambio de aires…?¡Qué enfermedad tan espantosa! —exclamé.

El médico bajó los ojos, sonriómisteriosamente y meneó la cabeza conaires de sepulturero.

—Bueno, el caso es que difícilmentepodemos llamar a esto una«enfermedad», señorita Ruthyn. Yo loconsidero un envenenamiento… Su tíoha ingerido, usted ya me entiende —prosiguió, observando mi expresión desobresalto—, una sobredosis de opio;como usted sabe, toma opiohabitualmente; lo toma en láudano, lotoma en agua y, lo que supone el peligro

mayor, lo toma en sólido, en pastillas.He conocido a gente que lo tomamoderadamente. He conocido a genteque lo toma en exceso, pero todos elloseran escrupulosos en cuanto a la medida,y ésta es exactamente la cuestión que hetratado de hacer que se grabe en elánimo de su tío. El hábito, por supuesto,está establecido, como ustedcomprenderá, y ya no hay manera deerradicarlo; pero es que su tío no tienemedida…, se guía por el ojo y por lassensaciones, lo cual, huelga que se lodiga a usted, señorita Ruthyn, es guiarsepor el azar; y el opio, como sin dudasabe usted, es ni más ni menos que unveneno; un veneno, sin duda, que el

hábito permitirá tomar, digamos, enconsiderables proporciones sin que lasconsecuencias sean fatales, ¡pero venenoal fin! Y el administrar de ese modo unveneno, no hace falta que se lo diga, esjugar con la muerte. Su tío ha sidoamenazado en este sentido, y durantealgún tiempo cambia su azaroso modode administrarlo, pero vuelve a lasandadas; puede que se salve, desdeluego esto es posible, pero cualquier díapuede ingerir una sobredosis. No creoque la presente crisis tengaconsecuencias graves. Estoy muycontento, independientemente del honorde haberla conocido a usted, señoritaRuthyn, por el hecho de que usted y su

prima hayan regresado, pues, noobstante su celo, me temo que loscriados no están sobrados deinteligencia; en el caso de unarecurrencia de los síntomas, lo cual, sinembargo, no es probable, le ruego quepermita informarle de su naturaleza y lamanera mejor y más exacta de tratarlos.

Sobre este particular, así pues, eldoctor nos impartió una pequeña ypomposa conferencia, y rogó que o bienMilly, o bien yo, nos quedáramos en lahabitación con el paciente hasta suregreso a las dos o las tres de lamañana; una reaparición del coma«sería una cosa verdaderamente mala».

Y, por supuesto, Milly y yo hicimos

lo que se nos había indicado. Nossentamos junto al fuego, apenas sinatrevernos a emitir un susurro. El tíoSilas, respecto al cual empezaba arondarme una nueva y espantosasospecha, yacía mudo e inmóvil, cual sirealmente estuviera muerto.

¿Había intentado envenenarse?Si consideraba su situación tan

desesperada como lady Knollys ladescribía, ¿resultaba improbable,después de todo, semejante cosa? En sureligión, según me habían dicho, habíamezcladas extrañas y locas teorías.

De vez en cuando, a intervalos deuna hora, se producía un signo de vida—un gemido que provenía de aquella

alta figura encamada y envuelta en lasábana—, un gemido y un borboteo delabios. ¿Era una plegaria?… ¿Qué era?¿Quién podía adivinar los pensamientosque pasaban por el interior de aquellafrente cubierta por un paño blanco?

Le había echado una ojeada: teníapuesto un paño blanco mojado en agua yvinagre alrededor de la frente; susgrandes ojos estaban cerrados, lo mismoque sus labios de mármol; su figuraestirada, fina y larga, vestida con unabata blanca, parecía la de un cadáveramortajado en el lecho; su flaco brazovendado yacía fuera de la sábana quecubría su cuerpo.

Ante esta horrenda imagen de la

muerte manteníamos nuestra vigilia,hasta que a la pobre Milly empezó aentrarle tanto sueño que la vieja Wyatpropuso reemplazarla y velar conmigo.

Escasa como era mi simpatía haciaaquella viejuca con su gorro alto, ella,en cualquier caso, podía permanecerdespierta, cosa que Milly era ya incapazde hacer. A la una de la mañana, asípues, comenzó el nuevo arreglo.

—¿Está en casa el señor DudleyRuthyn? —susurré a la vieja Wyat.

—Ayer por la noche se fue aCloperton, señorita, a ver un pugilatoque iba a celebrarse esta mañana.

—¿Se le ha mandado llamar?—¿A él? No.

—¿Y por qué no?—No habría dejado el combate por

esto, eso pienso yo —y la anciana pusouna mueca sonriente.

—¿Cuándo va a volver?—Cuando necesite dinero.Nos callamos, y de nuevo pensé en

el suicidio y en aquel desdichado viejo,quien en aquel preciso instantecuchicheó una o dos frases para sí,exhalando un suspiro.

Durante la siguiente hora estuvo muysilencioso, y la vieja Wyat me informóde que tenía que bajar a buscar velas.Las nuestras estaban ya consumidashasta el tubo del candelero.

—En la habitación de al lado hay

una vela —sugerí, pues detestaba la ideade que se me dejara a solas con elpaciente.

—¡Quite allá, señorita! Yo en supresencia no me atrevo a poner más queuna vela de cera —murmuró la ancianacon desprecio.

—Pienso yo que si atizáramos elfuego y pusiésemos un poco más decarbón, tendríamos muchísima más luz.

—Él lo que quiere son velas —dijola señora Wyat tercamente.

Y, mascullando para sus adentros, sefue de la habitación con paso vacilante.En el cuarto contiguo la oí coger la velay marcharse, así como cerrar tras de síla puerta del pasillo.

Heme aquí sola, salvo por aquelsobrenatural compañero hacia el quesentía un miedo inenarrable, a las dos dela mañana, en el enorme y viejo caserónde Bartram.

Aticé el fuego. Estaba bajo y lasllamas no quisieron prender. Me levantéy, con la mano en la repisa de lachimenea, me esforcé por pensar encosas que me levantaran el ánimo. Peroera luchar en vano…, contra viento ymarea; y me vi, así pues, arrastradahacia regiones espectrales.

El tío Silas permanecía en perfectainmovilidad. Me resultaba insoportablepensar en el número de habitaciones ypasadizos tenebrosos que en aquel

momento me separaban de los otrosmoradores vivos de la mansión, y mepuse a aguardar la llegada de la viejaWyat con falsa compostura.

Encima de la repisa de la chimeneahabía un espejo. En otra ocasión, ellome habría ayudado a entretener misinstantes de soledad, pero entonces noquise aventurarme ni tan siquiera a echaruna mirada. Sobre la campana de lachimenea se hallaba una Biblia, y,apoyando su tapa trasera contra elespejo, comencé a leerla concentrandomi mente y mi atención cuanto pude.Absorta, pues, en la operación de irpasando las hojas, me encontré con doso tres papeles de extraño aspecto, los

cuales, doblados, habían sido colocadosdentro. Uno de ellos era un amplioimpreso, con nombres y fechas escritosen los espacios en blanco, y era deltamaño de, aproximadamente,veinticinco centímetros de cinta muyancha. Los demás eran simplespapelitos, con el nombre «DudleyRuthyn» al pie de los mismos, escrito apluma en la vulgar letra redondita de miprimo. Mientras los plegaba y volvía adejar donde estaban, no sé, realmente,qué me hizo imaginar que algo se movíadetrás de mí, puesto que me hallaba deespaldas a la cama. No recuerdo haberoído el más mínimo ruido, pero,instintivamente, miré al espejo y mis

ojos se quedaron al instante atónitos antelo que vieron.

La figura del tío Silas se levantó y,vestida con una larga bata matinal decolor blanco, se deslizó por el borde dela cama y, dando dos o tres pasosrápidos y silenciosos, se plantó detrásde mí con un ceño cadavérico y unasonrisa boba. Preternaturalmente alto yflaco, por un momento casi me tocó, enpie a mi lado, con el paño blanco sujetopor un imperdible alrededor de sufrente, el brazo vendado colgando,rígido, a un costado, y, cerniéndose porencima de mi hombro, con su larga yfina mano me arrebató la Biblia ysusurró sobre mi cabeza: «La serpiente

la engañó, y ella comió»[45]; y, tras unamomentánea pausa, se deslizósilenciosamente hasta la ventana másalejada y se puso, diríase, a contemplarel panorama de medianoche.

Hacía frío, pero él no parecíanotarlo. Con el mismo ceño y sonrisainflexibles se pasó varios minutosmirando a través de la ventana, y alcabo, exhalando un gran suspiro, sesentó al borde de la cama, el rostroinamoviblemente vuelto hacia mí, con lamisma expresión dolorosa.

Cuando la vieja Wyat regresó, mepareció que había transcurrido unahora… ¡Jamás a amante alguno le fuedeparada dicha tan grande ante la visión

de su amada, como la que yo sentí alcontemplar a aquella decrépita viejuca!

Téngase la seguridad de que noprolongué por más tiempo mi vigilia.Era evidente que ya no había riesgo deque mi tío recayese en el letargo.Cuando llegué a mi habitación sufrí unacceso de llanto histérico, con la buenade Mary Quince a mi lado.

En cuanto cerraba los ojos sepresentaba ante mí el rostro del tío Silastal y como lo había visto reflejado en elespejo. Una vez más me veía envueltapor los sortilegios de Bartram.

A la mañana siguiente, el doctor dijoque mi tío estaba fuera de peligro,aunque muy débil. Milly y yo le vimos, y

luego, durante nuestro paseo a primerahora de la tarde, volvimos a verlecaminando bajo los árboles en direcciónal Bosque del Molino de Viento.

—¿Van a ver a esa pobre muchacha?—dijo, tras saludarnos, señalando conel bastón extendido hacia allá—. Hawk,o Hawkes, creo que se llama.

—La «Guapa» está mala, Maud —exclamó Milly.

—Hawkes. Está en la lista de midispensario. Sí —dijo el doctor,mirando su cuaderno de notas—.Hawkes.

—¿Y qué es lo que le aqueja?—Fiebres reumáticas.—¿No infecciosas?

—En absoluto… no más, digamos,señorita Ruthyn, que una pierna rota —rió el médico, obsequiosamente.

Tan pronto como el doctor se huboido, Milly y yo convinimos en seguirhasta la cabaña de los Hawkes ypreguntar más detalladamente cómoestaba. A decir verdad, me temo que lohicimos más por dar a nuestro paseo unpropósito y un punto de destino, que porningún muy caritativo interés quepudiéramos sentir hacia la paciente.

Caminando por los desniveles deaquellas altas lomas salpicadas dearboledas, llegamos a la cabaña, con susaleros y su pequeño corral descuidado.Sólo había una sirvienta, una anciana

reumática, la cual, tras poner la oreja enactitud de escucha —lo que nos indujo apreguntar en tonos cada vez más altoscómo estaba Meg—, nos informó, agrandes voces, de que hacía mucho quehabía perdido el oído y eraperfectamente sorda. Y, deferente,añadió:

—Cuando venga el hombre, él lesdirá lo que quieran.

A través de una puertecita al fondode la habitación donde nosotrasestábamos, pudimos vislumbrar partedel cuarto en el que estaba la paciente yoír sus quejidos y la voz del doctor.

—Le veremos cuando salga, Milly.Esperemos aquí.

Nos pusimos, así pues, a esperarleen el vano de la puerta. Los lamentos dedolor habían despertado mi compasión yprovocado nuestro interés por laenferma.

—Que me maten si no está aquíPegtop —dijo Milly.

Y la casaca roja, ajada por laintemperie, la cetrina y antipática cara yfuliginosas greñas del viejo Hawkes sehicieron visibles mientras renqueabacon su pata de palo tratando deafirmarse con su bastón. Nos saludótocando hoscamente con la mano susombrero, pero no parecía que nuestrapresencia allí le gustara ni a medias,pues nos lanzó una mirada desabrida y

se rascó la cabeza bajo su sombrero defieltro.

—Me temo que su hija está muyenferma —dije.

—Sí… y me va a costar un montón,como su madre —dijo Pegtop.

—Espero que la habitación seaconfortable. Pobrecilla.

—Sí que lo es; ella estará cómoda,lo garantizo…, más que yo. Todo es paraMeg y nada para Dickon.

—¿Cuándo se puso enferma? —pregunté.

—El día que se herró a la yegua…el sábado. Hablé con los del hospicio,pero ésos no le dan nada…, loscondenados…, y yo, ¿cómo me las voy a

arreglar? Con Silas siempre ha sidoduro, y ahora mucho más, estando lachica con esos dolores. Yo esto no loaguanto mucho más. ¡Patrañas! Si sigueasí, lo que haré es cortar, ni más nimenos. ¡Y a ver qué dicen a eso los delhospicio!

—El doctor presta sus servicios pornada —dije.

—¡Y tampoco hace nada elcondenado! ¡Ja, ja, ja! No más que esavieja sorda, que me cuesta dieciochopeniques a la semana, y no vale nimedio…, no más que Meg, que se estáaprovechando todo lo que puede de losdolores esos. Todos me estánengañando, y se creen que no me doy

cuenta… ¡Pues eso vamos a verlo, oiga!Durante todo este tiempo estuvo

cortando en hebras un trozo de tabacosobre el alféizar de la ventana.

—Un hombre que trabaja es lomismo que un caballo; si no se le cuida,no puede trabajar…, no está en él.

Y, con estas palabras, tras haberllenado la pipa de tabaco, propinó unharto malévolo aguijonazo con la puntade su bastón a la sorda dama, la cualestaba vuelta de espaldas parloteando, yle hizo una seña reclamando fuego.

—No está en él, no puedes conseguirque trabaje, como tampoco conseguiríassacarle humo a esto —y levantó la pipaun poco en alto, con el pulgar en la

cazoleta— sin tabaco ni fuego. No es losuyo.

—Quizá yo pueda serle de algunautilidad.

—Puede —replicó.En ese momento recibió de la vieja

doncella sorda un rollete de papelmarrón ardiendo y, dándose un toque enel sombrero con la mano, se retirómientras encendía la pipa, lanzandopequeños penachos de humo blanco,como el saludo de un barco que zarpa.

¡No le importaba, así pues, enterarsede cómo estaba su hija, y había venidoaquí tan sólo a encender su pipa!

En aquel preciso instante apareció elmédico.

—Hemos estado esperando parasaber cómo está hoy su pobre paciente—dije.

—Muy enferma, ésa es la verdad, ycompletamente desatendida, me temo. Siestuviera en condiciones…, y no loestá…, creo que habría que trasladarlaal hospital inmediatamente.

—Esa pobre vieja estácompletamente sorda…, ¡y el hombre estan hosco y egoísta! ¿Podría ustedrecomendar una enfermera que sequedase aquí hasta que se ponga mejor?Yo la pagaré con gusto, así comocualquier cosa que crea ustedconveniente para la pobrecilla.

La cuestión quedó arreglada al

instante. El doctor estuvo amable, comola mayoría de los hombres de suprofesión, y se encargó de enviar desdeFeltram a una enfermera con unoscuantos alivios para la paciente; llamó,además, a Dickon al portillo del corral ysupongo que le puso al corriente de loacordado, mientras Milly y yo nosacercábamos a la puerta de la pobremuchacha y preguntábamos:

—¿Podemos pasar?No hubo respuesta, de modo que,

ateniéndonos a la interpretaciónconvencional del silencio, entramos. Susemblante mostraba lo mal que estaba.Le arreglamos la ropa de la cama,oscurecimos la habitación e hicimos por

ella cuanto pudimos, tomando nota,además, de lo que más falta le hacíapara su comodidad. No respondió apregunta alguna. No nos dio las gracias.Casi habría imaginado que no se habíadado cuenta de nuestra presencia, a noser porque observé cómo sus ojososcuros y hundidos se alzaban una o dosveces hacia mi rostro con una lúgubremirada de asombro y pesquisa.

La muchacha se encontraba muy male íbamos todos los días a verla. A vecescontestaba a nuestras preguntas, y aveces no. Parecía pensativa,observadora y hosca, y, como a laspersonas les gusta que les den lasgracias, en ocasiones me preguntaba por

qué continuábamos sembrando en malatierra. Milly mostraba una especialimpaciencia ante aquel trato, yprotestaba y, finalmente, rehusóacompañarme al dormitorio de la pobre«Guapa».

—Mira, Meg, pienso que deberíasdarle las gracias a la señorita Milly —ledije un día, hallándome junto a su cama,cuando ya ella estaba recuperándose conel firme empuje de la juventud.

—No se las daré —dijo la «Guapa»tercamente.

—Muy bien, Meg; yo sólo queríapedírtelo, porque pienso que deberíashacerlo.

Mientras yo hablaba, ella tomó entre

sus dedos tan sólo la punta de los míos,que, hallándome yo en pie, colgabanpróximos a la colcha, y los metió debajoy, antes de que pudiera darme cuenta,metiendo la cabeza entre las sábanas, depronto asió con fuerza mi mano entre lassuyas, se la llevó a los labios y la besóapasionadamente una y otra vez,sollozando. Sentí sus lágrimas en mipiel.

Traté de retirar la mano, pero ella latenía sujeta y la atraía hacia sírabiosamente mientras seguía llorando ybesándola.

—Meg, pobrecita mía, ¿deseas deciralgo? —pregunté.

—Nada, señorita —susurró entre

tenues sollozos, sin dejar de besar mimano y de llorar. Pero de pronto dijo—:No le doy las gracias a Milly porque esa usted a quien se las doy; no ha sidoella, a ella ni se le pasó por lacabeza…, no, no, ha sido usted,señorita. Anoche me puse a gritar en laoscuridad pensando en las manzanas,cuando las aparté de mí de una patada,el día que padre me atizó en la cabezacon el bastón; usted fue muy buena, y yomuy mala. Quisiera que me pegara,señorita; usted es más buena para mí quepadre o madre…, más buena para míque yo; y quisiera morir por usted,señorita, porque no soy digna de mirarlaa la cara.

Me quedé sorprendida y me eché allorar. De buena gana habría abrazado ala pobre Meg.

No conocía su historia. Nunca hellegado a saberla desde entonces. En mipresencia solía hablar de sí misma conla más absoluta autohumillación. No erapor ningún sentimiento religioso…, erauna forma de expresar su amor y suadoración por mí…, tanto más extrañacuanto que, por naturaleza, era muyorgullosa. Habría soportado de mícualquier cosa salvo la más mínimasospecha de que no albergara hacia míuna devoción total, o de que, de lamanera más insignificante, pudieraagraviarme o engañarme.

Ya no soy joven. He tenido mispesares, y con ellos todo cuanto lariqueza, virtualmente ilimitada, puededisponer; y cuando miro hacia atrás,unas pocas luces, resplandecientes ypuras, tiemblan a lo largo del oscuro ríode mi vida…, oscuro salvo por ellas; ytales luminarias no las enciende elesplendor de una espléndida fortuna,sino dos o tres de los recuerdos mássimples y amables, como los que puedaenumerar la existencia más pobre yhogareña, y al lado de los cuales, en lahora sosegada de la memoria, palideceny desaparecen todos los triunfosartificiales, pues tales recuerdos jamásse ven apagados por el tiempo o la

distancia, al estar fundamentados en losafectos y, por tanto, ser celestiales.

C A P Í T U L O X L V

CAPÍTULO LLENO DEAMANTES

UNO de aquellos días tuvimos lagrata y totalmente inesperada visita delord Ilbury, el cual había venido apresentar sus respetos a mi tío,entendiendo que éste se habíarecuperado ya lo suficiente para recibirvisitas.

—Creo que lo primero que haré essubir a verle, si quiere recibirme, y

luego bajo a transmitirles el larguísimomensaje de mi hermana a usted y a laseñorita Millicent; pero lo mejor es queprimero cumpla mi misión…, ¿no lesparece?…, y vuelvo en unos minutos.

Y, mientras hablaba, nuestro trémuloy anciano mayordomo volvió para decirque el tío Silas estaría encantado deverle. Lord Ilbury, así pues, se marchó.No es posible hacerse idea delagradable aspecto que ofrecía nuestraacogedora sala de estar, con el abrigo yel bastón de lord Ilbury en ella…garantía de su regreso.

—¿Crees tú, Milly, que va a hablarde los árboles, ya sabes, esos a los quese refirió la prima Knollys? Espero que

no.—Eso espero yo también —dijo

Milly—. Ojalá se hubiera quedadoprimero un poco con nosotras, pues si lehabla de eso, seguro que mi padre lepone de patitas en la puerta y ya no leveremos más.

—Exacto, querida Milly; y hay quever lo agradable y simpático que es.

—Y tú le caes de maravilla, ya locreo.

—Pienso que las dos le caemosigual de bien, Milly; en Elverston te diomucha conversación y además solíapedirte a menudo que cantaras esas dospreciosas baladas de Lancashire —dije—. Pero claro, tú estabas junto a la

ventana, metida en tus controversias yejercicios de religión con ese pilar de laIglesia que es el reverendo SpriggsBiddlepen…

—Menos guasa, Maud. No tuve másremedio que contestarle cuando se pusoa armarme líos con mi testamento y micatecismo… Más bien le detesto, paraque te enteres, y a la prima Knollys…¡Sois más tontos! Cosita que dices, y alord Ilbury se le cae la baba… ¡Y bienque tú lo sabes, tunanta!

—Yo no sé nada; la tunanta eres tú,que no dices lo que piensas; además locierto es que me trae sin cuidado a quiénle caigo o le dejo de caer bien, salvo amis parientes. Si lo quieres, te regalo a

lord Ilbury.Tal era el sesgo que había tomado

nuestra charla, cuando lord Ilbury volvióa entrar en la sala, un poco antes de loque nos esperábamos.

Milly, que, recuérdese, tan sólo sehallaba en proceso de reforma y aún lequedaban residuos de vaquerilla deDerbyshire, me dio un clandestinopellizquito en el brazo justo en elinstante en que él hacía su aparición.

—Acaba de rechazar un regalo demi prima —dijo la odiosa Milly, comorespuesta a la interrogante mirada delord Ilbury— porque sabía que ella nopodría prescindir de él.

Todo esto tuvo el objeto de hacer

que me sonrojara con uno de aquellosapabullantes rubores míos. La gente medecía que me sentaban muy bien; así loespero, pues la desgracia era frecuente,y creo que la naturaleza me debía esacompensación.

—Ello les coloca a ustedes dos bajola más favorecedora de las luces —dijolord Ilbury, con toda inocencia—. No sérealmente qué admirar más… si lagenerosidad del ofrecimiento o la delrechazo.

—Bueno, en ello ha habido bondad.¡Si usted supiera! Casi estoy tentada dedecírselo —dijo Milly.

La contuve lanzándole una mirada deauténtico enojo, y dije:

—Quizá usted no lo haya observado,pero lo cierto es que aquí mi prima, parauna persona sensata, dice másinsensateces que veinte jovencitasjuntas.

—¡El poderío de veinte jovencitas!Es un inmenso cumplido. Siento elmayor de los respetos por la insensatez,ya que tanto es lo que le debo; de veraspienso que si la insensatez fuesedesterrada, la tierra se haríainsoportable.

—Gracias, lord Ilbury —dijo Milly,quien, durante nuestra larga visita aElverston, había adquirido gran aplomoen su compañía—. Y le advierto,señorita Maud, que si se pone usted

insolente, aceptaré su regalo, y a ver quédice usted entonces.

—No lo sé, la verdad; lo único quesé es que ahora quisiera preguntar a lordIlbury cómo ha encontrado a mi tío;desde su enfermedad, ni yo ni Milly lehemos vuelto a ver.

—Mucho más débil, me parece; peroacaso esté recuperando fuerzas. Noobstante, como lo que me traía aquí noera del todo agradable, he juzgado mejorposponerlo; si a ustedes les parececorrecto, escribiré al doctor Bryerlypara pedirle que aplace la discusión poralgún tiempo.

Asentí al instante, y le di las gracias;de hecho, de haber prevalecido mi modo

de ver las cosas, jamás se habríamencionado el asunto, ya que me hacíasentir rapaz y dura de corazón; pero lordIlbury explicó que los legatarios estabanobligados en virtud de las provisionesdel testamento, y que en realidad yo noestaba facultada para exonerarles dedicha obligación. Puse mis esperanzasen que también el tío Silas lo entendiera.

—El caso es que ahora —dijo lordIlbury— mi hermana y yo hemos vueltoa La Granja, que está más cerca deElverston, de modo que ya somosauténticos vecinos; Mary desea que ladyKnollys fije una fecha, puesto que nosdebe una visita, ¿sabe?…, y al mismotiempo que ella tiene que venir usted;

será muy agradable, exactamente lasmismas personas reunidas en un nuevoescenario; y no hemos explorado ni lamitad de los alrededores; además trajeconmigo esos grabados españoles de losque le hablé, y los misales venecianos, ytodo lo demás. Creo que recuerdo congran exactitud las cosas por las queusted tenía mayor interés, y todas estánallí; así que ha de prometerme usted, deveras, usted y la señorita Millicent, quevendrán. Ah, lo olvidaba…, como sabe,se quejó usted de que no estaba bienprovista de libros; pues bien, Mary hapensado que acaso le permita compartirlos suyos con usted… se trata de librosnuevos, ¿sabe?…, y cuando haya leído

los de usted, ambas puedenintercambiárselos.

¿Cuándo es una jovencita por enterofranca en lo concerniente a susinclinaciones? No creo que yo fuese mástramposa que otras, pero nunca teníacertidumbre respecto a las mías. Ciertoque esta duplicidad y reserva rara vezengañan. Algunas personas de nuestrosexo nos vemos forzadas a la hipocresíaa causa de la agudeza y vigilancia quetodos ejercen en este campo depesquisas; mas si somos ladinas,también tenemos ojo de lince y somosmagníficas detectives, sumamenteingeniosas a la hora de juntar losfragmentos y ensambladuras de un caso

acumulativo; y en los negocios del amory las inclinaciones poseemos un terribleinstinto exploratorio, de suerte que, lamayoría de las veces, cuando somosdescubiertas no sólo se averigua queestamos enamoradas, sino que ademássomos unas bribonas.

Lady Mary era amabilísima, pero¿se había tomado motu propio todaaquella molestia? En aquella, para míbienvenida, caja de libros que llegó tansólo media hora más tarde, ¿acaso nohabía, en el fondo, una influencia máspoderosa? La biblioteca circulante deaquellos tiempos no tenía aún laepidémica y ubicua influencia que hallegado a adquirir, y había muchos

lugares que quedaban fuera de sualcance.

Una cosa por otra, aquella tardeBartram se había revestido de unabelleza peculiar…, un suave fulgor bajoel que hasta los pilares del portón y lacarretilla era interesantes. Pero al díasiguiente sobrevino un pequeñonubarrón: apareció Dudley.

—Puedes estar segura de quenecesita dinero —dijo Milly—. Estamañana mi padre y él han tenido unaspalabras.

Dudley se sentó a la mesa mientrasalmorzábamos y, en el lacónico dialectoque le caracterizaba, se puso adespotricar contra todo, lo que no le

impidió comer muchísimo. Con Millyestuvo hosco y cortante, pero en cambiohacia mí se mostró suave yquejumbroso, amén de proclive a lasconfidencias cuando Milly se hubomarchado al recibidor.

—¿Pues no dice el gobernador queno tiene ni un penique? No sé yo, que mematen si lo sé, cómo se las arregla unviejo así para despilfarrar el dinero aesa velocidad desde su dormitorio. Nose creerá, supongo, que yo puedo irtirando sin pasta; y él sabe que losfideicomisarios no me darán ni unochavo hasta que obtengan lo que ellosllaman una «opinión»…, ¡loscondenados! Bryerly dice que se teme

que todo tenga que hacerse según lasescrituras. Pues bien que me van afastidiar como lo hagan; y el gobernadorestá al corriente de todo y no quieredarme ni una maldita perra gorda…, yyo con cuentas que pagar y conabogados…, que Dios confunda…,escribiendo cartas. Algo de esto sabe elgobernador, ya lo creo que lo sabe, ybien que podía tener consideraciónhacia un pedazo de su misma carne y sumisma sangre, vamos, digo yo. Peronunca hace nada por nadie, como no seapor sí mismo. ¡La próxima vez quetome…, venderé sus libros y sus joyas!Así es como le voy a corresponder.

Este amable joven, con el ceño

amenazador, los codos sobre la mesa ylos dedos entre sus grandes patillas, trasterminar su homilía —allí donde losclérigos suelen hacerlo impartiendo subendición— se puso a balbucear cosasharto diferentes.

—Tú dime, Maud —dijo Dudleypatéticamente, recostándose de prontoen su butaca, con su belleza y susdesdichas conscientes reflejadas en susemblante—, si no es muy dura la cosa.

Pensé que la exhortación iba aadoptar la forma de una petición dedinero, pero no fue así.

—Nunca he conocido a una chicaguapa de veras…, de primera quierodecir…, que no acabara por ser

cariñosa, y yo soy un tipo que no puedearreglárselas sin cariño…, y de ahí elque diga si no es muy dura la cosa.Vamos, dilo tú… ¿Es que no es dura, eh,Maud?

Yo ignoraba qué es lo queexactamente quería decir aquello de«cosa muy dura», pero dije:

—Supongo que es muydesagradable.

Y, con esta concesión, y sin quereroír nada más por el estilo, me levanté,con la intención de marcharme.

—Ni más ni menos. Sabía que diríaseso, Maud. Tú eres una chicacariñosa…, vaya si lo eres…, lo llevasescrito en tu preciosa cara. Me gustas

terriblemente, ya lo creo que sí… no hayuna chica más guapa que tú en todoLiverpool y hasta en el mismísimoLondres…, ¡en ningún sitio!

Me había cogido una mano y,tratando de ponerme un brazo alrededorde la cintura, intentó aquel saludo delque por tan poco lograra yo escapar eldía que le conocí.

—¡Estése quieto, señor! —exclamé,llena de indignación, al tiempo que melibraba de su cogedura.

—No lo tomes a mal, chica; no esnada malo, Maud; no debes ser tantímida…, somos primos, ¿sabes?…, yno iba a querer hacerte daño, Maud,antes me cortaría la cabeza. ¡Jamás de

los jamases!No esperé a oír el resto de sus

tiernas protestas, sino que, sin darmuestras de lo nerviosa que estaba, salíde la habitación en silencio, toda unaretirada en orden, tanto más meritoriacuanto que le oía vocear a mis espaldasen tono persuasivo:

—Vuelve, Maud. ¿De qué tienesmiedo, chica? Te digo que vuelvas…,ahora mismo; vamos, sé buena chica.

Mientras Milly y yo estábamosdando nuestro paseo aquel día, endirección al Bosque del Molino deViento, al que, tal vez comoconsecuencia de alguna orden secreta,teníamos ahora libre acceso, vimos a la

«Guapa», por vez primera desde suenfermedad, en el pequeño corral,echando grano a las aves.

—¿Cómo te encuentras hoy, Meg?Me alegra mucho verte de nuevo capazde andar por ahí; espero que no seademasiado pronto.

Estábamos de pie, junto al portillode travesaños de la pequeña cerca, ymuy próximas a Meg, la cual, sinembargo, no quiso alzar la cabeza, sinoque, sin dejar de esparcir granos ymondas de patata entre los pollos y lasgallinas, dijo en tono bajo:

—¿No se le ve por ahí a mi padre?Miren un poco alrededor y díganme si leven.

Pero la parduzca casaca roja deDickon no se veía por ninguna parte.

Meg, así pues, levantó la vista,pálida y delgada, con sus ojos desiempre, serios y observadores, y dijocon calma:

—No es que no esté contenta deverla, pero si mi padre me viera hablarcon usted amistosamente, ahora queestoy sana y que ya no tiene que venir acasa, se pondría a vigilarme a todashoras y a creerse que yo contabahistorias, y a lo mejor pretendería que lamolestara pidiéndole dinero, señoritaMaud; y no es aquí donde se lo gastaría,sino en las tabernas de Feltram, eso eslo que haría, y no necesitamos nada que

sea bueno para nosotros. Pero así escomo sería, y él me estaría riñendo yzurrando siempre; así que no sepreocupe por mí, señorita Maud, y ojaláalgún día pueda yo hacerle a usted algúnbien.

Al cabo de unos días de estapequeña entrevista con Meg, mientrasMilly y yo caminábamos a paso rápido—pues era un día sin nubes y muy frío—por las cuestas del camino de ovejas,Dudley Ruthyn nos dio alcance. No fueuna sorpresa agradable. El fastidio, sinembargo, se vio al menos mitigado porel hecho de que nosotras íbamos a pie yél conducía un carrito por la pista quelleva al páramo, con sus perros y su

escopeta. Por un momento puso sucaballo al paso y, tras hacerme a mí unsaludo indiferente con la cabeza,quitándose la pipa de la boca, dijo:

—El gobernador te está llamando,Milly; me ha dicho que si te veía temandara rápido a casa; creo yo que te vaa dar algo de dinero y mejor que se locojas mientras esté de humor, chica, quesi no igual te pasas sin él mucho tiempo.

Y, dichas estas palabras, con unempeño aparente en irse a cazar, hizootro saludo con la cabeza y, la pipa denuevo en la boca, siguió a un trote vivopor la ladera del cerro, y desapareció.

Convine con Milly, así pues, que mequedaría aguardando su regreso mientras

ella se iba a casa, y que vendría areunirse conmigo donde yo estaba. Millypartió, muy animada, y yo me puse adeambular con indiferencia, en busca dealgún sitio cómodo para sentarme, puesestaba algo cansada.

No hacía ni cinco minutos que sehabía marchado, cuando oí pasos que seaproximaban y, volviéndome a mirar, viel carrito muy cerca, el caballoramoneando la hierba baja y a DudleyRuthyn a unos pasos de mí.

—Mira, Maud, he estado pensandopor qué estás tan molesta conmigo, y seme ha ocurrido venir a preguntarte quéte he hecho yo para que te pongas tanenfadada; no hay ningún pecado en eso,

creo yo…, o ¿es que lo hay?—No estoy enfadada. No dije que lo

estuviera. Espero que esto baste —dije,sobresaltada.

No obstante mi discurso, lo cierto esque estaba enfadadísima, pues sentíinstintivamente que aquel despachar aMilly a casa no era más que un truco, yyo la víctima de aquella burdaestratagema.

—Bueno, si no estás enfadada, tantomejor, Maud. Lo único que quiero saberes por qué me tienes miedo. En mi vidahe pegado a un hombre, y menos aún hehecho daño a una chica; además, Maud,me gustas demasiado para hacerte daño.Chica, que me maten si no eres mi

prima, y los primos, ¿sabes?, estánsiempre juntos y queriéndose, y nadiedice nada en contra.

—No tengo nada que explicar…, nohay nada que explicar. Me hecomportado amistosamente —dijeapresuradamente.

—¡Amistosamente! ¡Menudoembuste! ¿Cómo te puede parecer eso,Maud, cuando casi ni me quieres dar lamano? Ya está bien de hacerle jurar auno, casi llorar. ¿Por qué te gustaagraviar a un pobre diablo? Vamos,¿verdad que no vas a portarte como unagatita enfadada, Maud? ¡Con lo que a míme gustas! Eres la chica más guapa deDerbyshire; no hay nada que no hiciera

yo por ti.Declaración que Dudley apoyó

mediante un juramento.—Entonces tenga la amabilidad de

montarse otra vez en el carro ymarcharse —repliqué, irritadísima.

—¡Y dale! No sabes hablar concortesía. Otro se dispararía y a lo mejorte besaba por despecho; pero yo no soyde ésos, yo siempre he estado por losmimos y el cariño, pero tú no me dejas.¿Adónde vas a parar, Maud?

—Creo que lo he dicho con todaclaridad, señor: quiero estar sola. Loúnico que dice usted son tonterías, y yahe oído bastantes. De una vez por todas,le ruego, señor, que tenga la amabilidad

de marcharse.—Bueno, mira, Maud, haré lo que

quieras…, que me maten si no lohago…, con tal de que seas cariñosaconmigo, como cumple entre primos.¿Qué he hecho yo para molestarte? Si tecrees que hay alguna chica que me gustamás que tú…, a lo mejor en Elverston tehan dicho algo…, pues todo sonmentiras y estupideces. No es que no lesguste yo a muchas chicas, ya lo creo queles gusto, aunque soy un tipo sincero quedice lo que piensa.

—No me parece a mí que sea ustedtan franco como se describe a sí mismo,señor, pues acaba de poner en prácticaun truco miserable para lograr que tenga

lugar esta desagradable entrevista.—Supongamos que quité de en

medio a esa tonta de Milly para hablaraquí contigo un poquito… ¿Y qué? ¿Quétiene de malo? ¡Maldita sea, chica, nodebes ser tan dura! ¿No te he dicho queharé lo que quieras?

—Pero no lo está usted haciendo.—¿Te refieres a que me vaya de

aquí? Está bien, me iré. ¡Ya está! Inútil,por supuesto, pedirte que nos besemos yseamos amigos, antes de que me vaya,como cumple en unos primos. Bueno,bueno, no te sulfures, chica, que no te loestoy pidiendo; pero mira lo que te digo:me gustas una barbaridad y a lo mejor enotra ocasión te encuentro de mejor

humor. Adiós, Maud; acabaré haciendoque me tengas cariño.

Y, dicho esto, se dirigió, para mialivio, a su carrito y su pipa, y salió sintardanza, ya de veras, camino delpáramo.

C A P Í T U L O X L V I

LOS RIVALES

TODO el tiempo que Dudley meestuvo persiguiendo con su odiosacompañía yo había continuado andandoa paso rápido hacia la casa, de modoque casi había llegado ya a la mismacuando Milly salió a mi encuentro conuna nota en la mano, la cual habíallegado para mí con el correo.

—Más versos, Milly. Sea quien sea,es un poeta muy perseverante.

Rompí el sello; pero esta vez eraprosa. Y las primeras palabras: ¡capitánOakley!

Confieso que cuando mis ojos seposaron sobre aquellas poco habitualespalabras, sentí una extraña sensación.Tal vez se tratara de una declaración. Nome detuve en especulaciones, sinembargo, y pasé a leer aquellas frasesescritas del mismo puño y letra quecopiara los versos con los que me habíavisto favorecida en dos ocasiones.

«El capitán Oakley envía, por lapresente, sus saludos a la señoritaRuthyn, confiando en que sabráexcusarle por su atrevimiento alpreguntarle si, durante su breve

permanencia en Feltram, le seríapermitido presentarle sus respetos enBartram-Haugh. Se encuentra haciendouna breve visita a su tía y no concibehallarse tan cerca sin, al menos, intentarla renovación de un conocimiento quejamás ha cesado de acariciar en elrecuerdo. Si la señorita Ruthyn tuvierala bondad de favorecerle con unarespuesta, por breve que ésta sea, a estapregunta, el capitán Oakley se aventura asolicitar, con la mayor consideración,que su decisión le sea enviada al HallHotel de Feltram».

—Bueno, de cualquier modo es untipo al que le gustan los rodeos. ¿Es queno podía venir y verte si eso es lo que

quiere? Estos poetas le sacan gusto aescribir parrafadas, ¿a que sí?

Y con esta reflexión, Milly cogió lanota y se la volvió a leer de cabo a rabo.

—Pero eso sí, es la mar de bieneducado, ¿verdad, Maud? —dijo Milly,que se había estudiado la nota con sumaatención y la aceptaba como modelo decomposición.

Pienso que yo, por naturaleza, debíade ser una muchacha bastante sagaz,pues, teniendo en cuenta el poco mundoque había visto —ninguno, de hecho—,no sin frecuencia me asombro de lassabias conclusiones a las que llegué.

Caso de dar respuesta a aquel guapoy astuto payaso de acuerdo con su

desatino, ¿en qué posición meencontraría yo? Sin duda, mi respuestadaría lugar a una contestación, y ésta meobligaría a escribir una nueva nota, loque a su vez constituiría una invitación aotra por su parte; y, fuere cual fuere elgrado en que las suyas incrementaran suardor, lo que es seguro es que nomenguaría. ¿Consistía en esto suimpertinente plan, con su exhibición derespeto y ceremonia: en arrastrarme auna correspondencia clandestina? Pese aser una chica inexperta, sentí un inmensoenojo ante la idea de convertirme envíctima de sus engaños, e imaginandoque acaso había más de lo que tal vezhubiera en darle una mera respuesta,

dije:—Una cosa así puede muy bien

convenir a las fabricantes de botones,pero a las damas no les gusta. ¿Quépensaría tu papá si llegase a averiguarque le había estado escribiendo, yviéndole, sin su permiso? Si queríaverme, podría haber… (en realidad nosabía con exactitud qué podría haberhecho)…, podría haber hecho su visita alady Knollys en otro momento; sea comofuere, no tiene derecho a colocarme enuna situación embarazosa, y estoy segurade que la prima Knollys diría lo mismo;considero su nota tan ruin comoimpertinente.

La toma de decisiones no constituía,

en mí, un proceso intelectual. Cuandoestaba completamente serena, era el másindeciso de los mortales, pero en cuantomis sentimientos se hallaban excitados,era impulsiva y osada.

—Entregaré la nota al tío Silas —dije, avivando el paso hacia casa—; élsabrá lo que hay que hacer.

Pero Milly, quien, me imagino, noveía objeción alguna al pequeñoromance que el joven militar meproponía, me dijo que no había podidover a su padre, pues se encontrabaenfermo y no hablaba con nadie.

—¿No estarás armando un bochinchepor nada? Me apuesto una guinea a quesi no hubieras puesto nunca los ojos en

lord Ilbury le habrías dicho que vinieray le habrías visto, y tan contenta.

—No digas bobadas, Milly. Jamásme has visto comportarmeengañosamente. Mira, lord Ilbury tienetanto que ver en esto como el hombre dela luna.

Estaba indignadísima. No dije aMilly ni una palabra más. Lasdimensiones de la casa eran tan grandes,que de la puerta del recibidor a lahabitación del tío Silas había un trecho arecorrer más largo del que cupierasuponer. Sin embargo no me serené entodo el proyecto y no me paré areconsiderar la cuestión hasta que nohube llegado al pasillo y visto la agria y

celosa cara y el alto gorro de la viejaWyat, sintiendo la influencia de aquellavecindad. Se me antojó que tras todaaquella deferente fraseología del capitánOakley había una fría consciencia deque iba a salirse con la suya, cosa queme irritó sobremanera. No, no habíalugar para la duda. Llamé suavemente ala puerta con los nudillos.

—¿Qué se le ofrece, señorita? —gruñó la quejicosa anciana, con susmarchitos dedos en el picaporte.

—¿Puedo ver a mi tío un momento?—Está cansado, y no ha dicho ni una

palabra en todo el día.—Pero no estará enfermo, ¿verdad?—Ha pasado una noche malísima —

dijo la viejuca, lanzándome una súbitamirada echando fuego por los ojos,como si fuese yo la responsable.

—Oh, no sabía nada. Lo lamentomucho.

—Aquí no se entera más que la viejaWyat. Ahí tiene a Milly, que tampocopregunta nunca…, y es su propia hija.

—¿Qué es? ¿Debilidad, o algunaotra cosa?

—Uno de esos ataques. Cualquierdía de éstos se quedará en uno de ellos,y nadie más que la vieja Wyat para ir aenterarse y a preguntar. Eso es lo que vaa pasar.

—¿Hará el favor de entregarle estanota, si es que está lo suficientemente

bien como para leerla, y decirle queestoy en la puerta?

La cogió, con un gruñido y un hoscogesto afirmativo de la cabeza, y cerró lapuerta en mi cara, regresando al cabo deunos minutos.

—Entre —dijo la anciana, y pasé alinterior.

El tío Silas, tras su nocturno horror ovisión, yacía en un sofá, envuelto en sudescolorida bata de seda amarilla, suslargos cabellos blancos colgándolehacia el suelo y, en su semblante,iluminándolo, aquella extraviada y débilsonrisa suya, apagado fulgor cuyacontemplación me infundía miedo; loslargos y delgados brazos reposaban a

ambos costados, con manos y dedosyertos salvo cuando, de tarde en tarde,con un movimiento lánguido, se mojabala sienes y la frente con eau de colognede un platillo de cristal que tenía allado.

—¡Excelente chica! ¡Obedientepupila y sobrina! —murmuró, el oráculo—. Dios te lo recompense…; lafranqueza de tu proceder es garantía detu seguridad y de mi paz. Siéntate y dimequién es ese capitán Oakley, cuándo leconociste, qué edad tiene, cuál es sufortuna, cuáles sus expectativas y quiénla tía que menciona.

Sobre todos estos extremos satisficeen lo que me fue posible la curiosidad

de mi tío.—Wyat… las gotas blancas —

exclamó en tono severo y tenue—. Leescribiré una nota enseguida. No puedorecibir visitas, y, por supuesto, tampocotú a jóvenes capitanes, hasta tupresentación en sociedad. Adiós. Dioste bendiga, querida.

Wyat se puso a verter elreconstituyente «blanco» en una copa devino. La habitación exhalaba un olor aéter. Me alegré de escaparme. Lasfiguras y toda la mise en scene eranultraterrenales.

—Bueno, Milly —dije, cuando meencontré con ella en el recibidor—, tupapá va a escribirle.

A veces me pregunto si Milly teníarazón, y cómo habría yo actuado unosmeses antes.

Al día siguiente, ¿a quién íbamos aencontrar en el Bosque del Molino deViento, sino al capitán Oakley? El lugardonde tuvo lugar esta interesanterencontre se hallaba en lasproximidades del puente en ruinasacerca de cuyo boceto me fueran hechostantos elogios. Fue una sorpresa tangrande que no tuve tiempo de recordarmi indignación, y, habiéndole recibidoafablemente, me resultó imposible,durante nuestra breve entrevista,recobrar mi perdida altitud.

Una vez concluidos nuestros

saludos, y tras dedicarme algunosamables cumplidos, el capitán dijo:

—He recibido una nota muy curiosadel señor Silas Ruthyn. Estoy seguro deque me cree un tipo impertinente, pueses cualquier cosa menos acogedora…,extremadamente grosera, en realidad.Pero en el hecho de que no quiera queinvada su dormitorio, excursión con laque jamás soñé, no he sido capaz de vermotivo alguno para no presentarme anteusted, quien me había honrado ya con suconocimiento, con la sanción deaquellos que más interés tenían en subienestar y que, me imagino, seencontraban tan bien cualificados comoél para decir quién lo estaba a su vez

para recibir ese honor.—Como usted sabe, mi tío, el señor

Silas Ruthyn, es mi tutor; y aquí está suhija, mi prima.

Esto me dio la oportunidad demostrarme un poco altiva, y laaproveché. Él se quitó el sombrero y seinclinó ante ella.

—Me temo haber sido muy grosero yestúpido. El señor Ruthyn, por supuesto,tiene perfecto derecho a… a… Laverdad es que no sabía yo que tenía elhonor de estar tan cerca de una personaallegada… ¡Y qué exquisito paisaje elque tienen ustedes aquí! Estos camposde alrededor de Feltram me parecenespecialmente magníficos; y en cuanto a

Bartram-Haugh, me atrevo a decir quees el lugar más hermoso de esta hermosaregión. Les aseguro que siento ladesmedida tentación de hacer de Feltramy del Hall Hotel mi cuartel general almenos durante una semana. Lo único queecho de menos es el follaje, pero susárboles se muestran maravillososincluso en invierno, y muchos de ellosestán recubiertos de hiedra. Dicen queestropea los árboles, pero lo cierto esque los embellece. Me quedan aún diezdías de permiso por consumir; ojalápudiera inducirle a usted a que meaconsejara cómo emplearlos. ¿Qué debohacer, señorita Ruthyn?

—Soy la peor persona del mundo

haciendo planes, incluso para mí. Meparece tan molesto… Supongamos queprueba a irse a Gales o a Escocia, atrepar por esas montañas tanespléndidas y que tan bonitas están eninvierno, ¿qué le parece?

—Preferiría, con mucho, quedarmeen Feltram, y deseo que sea Feltram loque usted me recomiende. ¿Qué plantaes ésta, tan linda?

—La llamamos el mirto de Maud,porque fue ella quien la plantó; espreciosa cuando está en flor —dijoMilly.

Nuestra visita a Elverston nos habíasido de inmensa utilidad a las dos.

—¡Oh, plantada por usted! —dijo él,

muy suavemente y lanzándome unamirada a tono—: ¿Puedo… muy poconada más… sólo una hoja?

Y, sin esperar el permiso, cogió unaramita y la sostuvo en la mano, a laaltura del chaleco.

—Sí, le va muy bien a esos botones.Son unos botones preciosísimos, ¿no esverdad, Milly? Un regalo, un recuerdo,me figuro.

Mis palabras eran una terriblealusión a la fabricante de botones, y mepareció que me miraba algo extrañado,pero mi semblante era tan«hechiceramente cándido», que,supongo, sus sospechas se vieronapaciguadas.

Ahora bien, debo confesar que pormi parte era muy extraño hablar de esemodo y recibir todas aquellas tiernasalusiones de un caballero acerca delcual tan sólo la tarde anterior me habíaestado expresando de forma tan severa,acorde con mis sentimientos hacia él.Pero Bartram era un sitioabominablemente solitario. Una personacivilizada era un objeto inapreciable enaquella región pintoresca y brutal; de ahíel que sea especialmente a mis lectoras,dado que ellas serán, probablemente, lasque más duras se muestren conmigo, alas que digo: ¿no podéis recordar unainsensatez semejante en vuestro propiopasado? ¿No podéis traer a vuestra

memoria al menos seis incoherenciassimilares, cometidas por vosotrasmismas en los mismos minutos que yo?Por mi parte, la verdad es que soyincapaz de ver ventaja alguna en ser elsexo débil si siempre hemos de ser tanfuertes como nuestros prójimosmasculinos.

Lo cierto es que aquel levesentimiento de simpatía que en unaocasión llegué a experimentar no sereavivó. Tan pronto como estas cosas seextinguen, creo firmemente que son tandifíciles de reavivar como nuestrosperritos falderos, conejillos de Indias ypapagayos cuando se mueren. Miperfecta frialdad fue —y por ello me

lisonjeo a mí misma— lo que mepermitió charlar tan agradablemente conel refinado capitán, quien, a todas luces,me creía su cautiva y, probablemente, devez en cuando cavilaba sobre lo quehabía que hacer para utilizar oembellecer este o aquel trocito deBartram cuando le pareciera llegado elmomento oportuno de convertirse en sudueño, mientras paseábamos a través deaquellos campos agrestes perohermosos.

Fue justo en uno de aquellosinstantes cuando Milly me dio ungolpecito con el codo, no sin ciertavehemencia, y me susurró:

—¡Mira!

Seguí con mi mirada la dirección dela suya, y vi a mi odioso primo Dudley,vestido con unos escandalosospantalones a rayas, abombados, y lo queMilly, antes de su reforma,acostumbraba a llamar sus «trapos» —los cuales eran igual de horrorosos—,acercándose a nuestro refinado grupito agrandes zancadas. De veras pienso queMilly estuvo a punto de avergonzarse deél. Yo, desde luego, lo estaba. De lo queno tenía idea es de la escena que seavecinaba.

El encantador capitán probablementelo tomó por algún rústico sirviente de lafinca, pues prosiguió con sus gratasobservaciones hasta el mismísimo

momento en que Dudley, cuyo semblanteestaba pálido de rabia y cuyo rápidoavance no había servido para serenarle,sin acordarse de saludarnos ni a Milly nia mí, abordó a nuestro elegantecompañero de la manera siguiente:

—¿No le parece, jefe, que está ustedaquí un poquitín en desventaja?

Se había plantado directamente en sucara, y su mirada era inequívocamenteamenazadora.

—¿Puedo hablarle? ¿Me perdonan?—dijo el capitán blandamente.

—Sí… oh, sí, ya lo creo que le vana perdonar, me figuro; pero es conmigocon quien tiene que tratar. ¿No está usteden desventaja ahora?

—No soy consciente, señor, dehallarme en ventaja ni desventaja alguna—replicó el capitán, con severo desdén—. Por las trazas tiene usted ganas dearmar gresca. Si hace usted el favor,vamos a retirarnos de las damas unpoco, si ése es su propósito.

—Mi propósito es que se vaya ustedpor donde ha venido. Si la gresca laarma usted, tanto peor para usted,porque le moleré a palos.

—Dile que no se pegue con él —cuchicheó Milly—, con Dudley no tienenada que hacer.

Vi a Dickon Hawkes con una risueñamueca dibujada en sus labios, mirandopor encima de la valla sobre la que se

apoyaba.—Señor Hawkes —dije,

acercándome a aquel poco prometedormediador—, le ruego que impida lo muydesagradable que puede ocurrir,interponiéndose entre ellos.

—¿Y que me zurren por los doslados? No, gracias, señorita —sonrióDickon tranquilamente.

—¿Quién es usted, señor? —inquirió nuestro romántico conocido,con seriedad militar.

—Le voy a decir quién es usted…;usted es Oakley, el que para en el Hall,al que escribió el gobernador esta nochepasada diciéndole que no se atreviera ameter la nariz por dentro de la finca.

Usted lo que es, es un capitanzuchomuerto de hambre, que se viene para acáen busca de una esposa y…

Antes de que Dudley pudieraterminar su frase, el capitán Oakley, conla cara más roja que la más roja de lascasacas regimentales, cruzó en aquelpreciso instante con su fusta la apuestacara de Dudley.

No sé cómo sucedió…, por obra dealgún truco de hechicería, pero el casoes que se oyó un ruido seco, y el capitányacía panza arriba en el suelo, con laboca llena de sangre.

—¿Te gusta cómo sabe? —rugióDickon desde su puesto de observación.

En un abrir y cerrar de ojos, el

capitán se puso de nuevo en pie, sinsombrero, con aire frenético y largandopuñetazo tras puñetazo hacia Dudley, elcual, con toda serenidad, se agachaba,esquivándolos. Y de nuevo aquelhorrendo ruido seco, sólo que esta vezpor partida doble, como el rápidochasquido de un postillón, y he aquí otravez en la hierba al capitán.

—¡Tocadas sus narices, por…! —tronó Dickon, rugiendo de risa.

—¡Vámonos, Milly…, me estoyponiendo mala! —dije.

—¡Déjalo, Dudley, mira lo que tedigo! ¡Le vas a matar! —chilló Milly.

Pero el devoto capitán, cuya nariz,boca y pechera de la camisa no

formaban ya sino una gran mancha desangre, y que además estaba sangrandode un ojo, se lanzó de nuevo contra él.

Me di la vuelta. Me sentíadesfallecer, y en un tris de echarme allorar de puro horror.

—¡Atízale duro a las napias! —vociferó Dickon en un frenesí de placer.

—Se la va a romper, si es que no loha hecho ya —exclamó Milly,aludiendo, como más tarde llegué aentender, a la nariz griega del capitán.

—¡Bravo, pequeño!El capitán era considerablemente

más alto. Se oyó otro ruido seco y,supongo, el capitán Oakley volvió acaer.

—¡Hurra! ¡Déjale bien servido otravez! —rugió Dickon—. Sigue por ahí.En el mismo sitio… en el subsuelo, tedigo… Aún no tiene bastante.

Temblando de pura repulsión, mehallaba en plena retirada, y lo másrápida posible, cuando a mis oídos llególa ronca voz del capitán Oakleygritando:

—Es usted un condenado púgil, nopuedo pegarme con usted.

—Ya te dije que te molería a palos—vociferó Dudley.

—Pero es usted el hijo de uncaballero, y por… que se batiráconmigo como un caballero.

Dudley y Dickon acogieron esta

salida con alaridos de risa.—Recuerdos al coronel, y piensa en

mí cuando te mires al espejo. Así que tevas ya, ¿eh?, después de todo. Bueno, vedetrás de lo que te queda de nariz. ¡Eh,que te olvidas de unas muelas, ahí en lahierba! ¿No?

Estas y otras mofas similaresacompañaron al maltrecho capitán en suretirada.

C A P Í T U L O X L V I I

REAPARECE EL DOCTORBRYERLY

NADIE que no lo haya vivido puedehacerse idea de la zozobra, la repulsióny el horror que un espectáculo como elque, en parte, nos vimos forzadas apresenciar, deja en la mente de unapersona joven y de mi particulartemperamento.

A partir de aquel momento, dichoespectáculo afectó mi involuntaria

valoración de sus principales actores.Una exhibición de semejante yconsumada bajeza, acompañada portamaño golpe contra el sentido femeninode la elegancia, no hay mujer capaz deolvidarlo. El capitán Oakley habíasufrido una dura derrota a manos de unhombre de estatura más baja. Eralamentable, pero también indigno; y lasinquietudes de Milly a propósito de susdientes y su nariz, si bien, en ciertosentido, horribles, resultaban asimismopenosamente sospechosas de perteneceral reino del absurdo.

Por otro lado, la gente dice que lasproezas de valentía, incluso en bárbarascompeticiones, como fue aquélla,

provocan en nuestro sexo un interés afína la admiración. Puedo afirmar que enmi caso fue justo al revés. DudleyRuthyn quedó a un nivel más bajo quenunca en mi estimación, pues, aunque letemía más, ello era en razón de estaconjunción de brutalidad y sangre fría.

Después de aquel suceso viví en unconstante temor a ser convocada a lahabitación de mi tío para requerir de míuna explicación de mi encuentro con elcapital Oakley, el cual, no obstante miperfecta inocencia, resultabasospechoso. Pero tal pesquisa no llegó aproducirse. Quizá mi tío no sospechabade mí, o quizá, sin precipitarse, pensóque todas las mujeres son mentirosas, no

interesándose por oír lo que yo pudieradecir. Me inclino más bien por estaúltima interpretación.

Supongo que en aquel momento lasarcas del tesoro, ignoro por qué medios,habían vuelto a llenarse, pues a lamañana siguiente Dudley se marchó aWolverhampton, en una de sus, como lapobre Milly se las imaginaba,excursiones mundanas. Y el mismo díallegó el doctor Bryerly.

Milly y yo, desde la ventana de micuarto, le vimos bajar de su vehículo alpatio.

Junto con él, en el coche, había unhombre flaco, de pelo y patillas colorrojizo. El Dr. Bryerly descendió vestido

con su invariable traje negro, quesiempre parecía nuevo y nunca lesentaba bien.

Pensé que el doctor tenía aspectoagobiado y daba la sensación de haberenvejecido varios años desde la últimavez que le vi. No se le hizo pasar a lahabitación de mi tío, en el piso dearriba, sino que, por el contrario, segúnaveriguó Milly, cuya curiosidad era másactiva que la mía, nuestro trémulomayordomo le informó de que mi tío nose encontraba lo suficientemente biencomo para concederle una entrevista. Envista de lo cual el Dr. Bryerly habíaescrito una nota a lápiz, la cual recibióen respuesta un mensaje del tío Silas

diciendo que estaría encantado derecibirle en cinco minutos.

Estábamos Milly y yo haciendoconjeturas sobre cuál sería elsignificado de aquello, cuando MaryQuince, antes de que los cinco minutoshubieran expirado, entró:

—Wyat me manda decirle, señorita,que su tío reclama su presenciainmediatamente.

Cuando entré en la habitación, mi tíoestaba sentado a la mesa, con susécretaire ante él. Levantó los ojos.¿Acaso podía haber algo más digno,doliente y venerable que aquella figura?

—Te he mandado llamar, querida —dijo muy suavemente, al tiempo que me

alargaba una de sus delgadas y blancasmanos, en la que tomó la mía,manteniéndola asida afectuosamentemientras hablaba—, porque no deseotener secretos y quiero que conozcas afondo todo lo concerniente a tus propiosintereses, mientras te halles sujeta a mitutoría; y me hace feliz el pensar,queridísima sobrina, que túcorrespondes mi sinceridad. Bien, aquíestá este caballero. Siéntate, querida.

El doctor Bryerly avanzó unospasos, a lo que parecía, para estrecharla mano de mi tío Silas, quien, sinembargo, se levantó con aire adusto yaltanero, sin exagerar en lo más mínimosu actuación, y le hizo una lenta y

ceremoniosa reverencia. Me preguntocómo el sencillo doctor pudo, tantranquilo, enfrentarse con aquellapasmosa estatua de la arrogancia.

El único signo que mostró de susentimiento de repulsa fue una levesonrisa de hastío.

—¿Cómo está usted, señorita? —dijo, extendiendo su mano ysaludándome, según sus poco galantesmaneras, como el que se acuerdatardíamente de hacerlo.

—Creo que no me vendría malsentarme, señor —dijo el doctorBryerly, tomando asiento con serenidad,junto a la mesa, y cruzando susdesgarbadas piernas.

Mi tío hizo una inclinación decabeza.

—Ya conoce usted, señor, lanaturaleza del asunto. ¿Quiere que sequede la señorita Ruthyn? —preguntó eldoctor Bryerly.

—He sido yo quien la ha llamado,señor —replicó mi tío en un tono muysuave y sarcástico, en sus finos labiosuna sonrisa, mientras, por un instante,sus extrañamente contorneadas cejas sealzaban en un gesto desdeñoso—. Miquerida Maud, aquí el caballero juzgaapropiado insinuar que te estoy robando.Me sorprende un poco, y tú, sin duda,tú… Nada tengo que ocultar, y hequerido que estés presente en tanto aquí

el señor me favorece máspormenorizadamente con la exposiciónde sus opiniones. Supongo que estoy enlo cierto al calificarlo como robo, ¿noes así, señor?

—Pues bien —dijo el doctorBryerly reflexivamente, puesto queestaba tratando el asunto como unproblema jurídico y no sentimental—,así sería, ciertamente, el tomar aquelloque no le pertenece a usted ytransformarlo para su propia utilidad;pero, en el peor de los casos, pienso quese asemejaría más al hurto que al robo.

Vi cómo los labios, los párpados ylas delgadas mejillas del tío Silastemblaban y se contraían como un

estremecimiento de tic-douloureuxmientras el doctor Bryerly le daba estarespuesta inconscientemente insultante.Mi tío, sin embargo, poseía el dominiode sí que se aprende en la mesa dejuego, y se encogió de hombros con unagélida risita sarcástica y una miradahacia mí.

—Creo que su nota habla de«derroche», ¿no es así, señor?

—Sí, derroche… la tala y venta deárboles del Bosque del Molino deViento, la venta de corteza de roble parafabricar carbón vegetal, según misinformes —dijo Bryerly, tan triste ytranquilamente como el que relata unanoticia leída en un periódico.

—¿Detectives o espías privadossuyos?… o tal vez mis sirvientes,sobornados con el dinero de mi pobrehermano. Un muy noble procedimiento.

—Nada de eso, señor.Mi tío sonrió con desprecio.—Quiero decir, señor, que no se ha

realizado ninguna indebida pesquisa enbusca de pruebas, que el asunto essimplemente una cuestión de derecho, yque nuestro deber consiste en procurarque esta inexperta señorita no seadefraudada.

—¿Por su propio tío?—Por quien sea —dijo el doctor

Bryerly con una impenetrabilidadnatural que suscitó mi admiración.

—Está claro que viene usted armadocon un dictamen —dijo, insinuante, mirisueño tío.

—El caso está en manos del señorSerjeant Grinders. A veces estaslumbreras no devuelven sus casos tanpronto como sería de desear.

—Así que no tiene usted ningunaopinión —sonrió mi tío.

—Mi procurador ve el asunto muyclaro, y a mí me parece que no esposible poner ninguna objeción, salvopor una cuestión de forma.

—Ya, y por cuestión de forma ustedpone una y, entre tanto, fundamentándoseen una sutil cuestión legal, las conjeturasde un lerdo abogado y un hábil farma…,

perdón… médico, son suficientegarantía para decirle a mi sobrina ypupila, en mi presencia, que la estoydefraudando.

Mi tío se recostó en su butaca y,mientras hablaba, se puso a sonreír porencima de la cabeza del doctor Bryerlycon desdeñosa paciencia.

—No sé si he usado esa expresión,señor, pero estoy hablando en un sentidomeramente técnico. Lo que quiero decires que, ya sea por error o por cualquierotro motivo, está usted ejerciendo unafacultad que legalmente no posee, y queello tiene como resultado elempobrecimiento de la propiedad y, enla medida en que ello le beneficie a

usted, constituye un agravio para estaseñorita.

—Así pues, según veo soy undefraudador técnico, y su actitud deusted da a entender el resto. Doy graciasa Dios, señor, por ser un hombre muydiferente al que en tiempos fui.

El tío Silas hablaba en tono bajo ycon extraordinaria circunspección.

—Recuerdo los tiempos en que sinduda alguna le habría, por mucho menos,tirado a usted al suelo de un puñetazo, oal menos lo habría intentado.

—Pero hablando en serio, señor,¿qué se propone usted? —preguntó eldoctor Bryerly, adusto y un pocoarrebolado, pues pienso que en su

interior se removió el anciano; y, aunqueno alzó la voz, se excitó en sus modales.

—Me propongo defender misderechos, señor —murmuró el tío Silas,muy hoscamente—. A diferencia deusted, yo sí tengo una opinión.

—Parece imaginar, señor, que elmolestarle me proporciona placer, y seequivoca de medio a medio. Yo detestomolestar a nadie…, por naturaleza lodetesto. Pero ¿no se da usted cuenta dela posición en que me veo colocado?Ojalá me fuera dado complacer a todo elmundo, y cumplir con mi deber.

El tío Silas se inclinó y sonrió.—He traído conmigo al

administrador escocés de Tolkingden,

finca de su propiedad, señorita, y, si noslo permite usted, haremos una visita allugar y tomaremos nota de lo queobservemos, esto es, suponiendo queadmita usted el derroche y simplementeponga en tela de juicio nuestro procederlegal.

—Señor mío, ni usted ni su escocésvan a hacer nada de lo dicho; y, teniendoen cuenta que yo ni niego ni admitonada, me hará el favor de no volver apresentarse nunca más, bajo pretextoalguno, bien sea en esta casa o en losterrenos de Bartram-Haugh, mientras yoviva.

El tío Silas se levantó con la mismasonrisa y ceño vidriosos, en señal de

que la entrevista había concluido.—Adiós, señor —dijo el doctor

Bryerly, con aire triste y pensativo, y,tras titubear un instante, me dijo a mí—:¿Podría usted, señorita, concedermeunas palabras en el recibidor?

—¡Ni una palabra, señor! —gruñó eltío Silas, lanzando por los ojos un fulgorblanco.

Hubo una pausa.—Quédate sentada donde estás,

Maud.Otra pausa.—Si tiene usted algo que decir a mi

pupila, señor, haga usted el favor dedecirlo aquí.

El oscuro y sencillo rostro del

doctor Bryerly estaba vuelto hacia mícon una expresión de indeciblecompasión.

—Iba a decir que si se le ocurre austed algo, fuere lo que fuere, en que yopueda serle de provecho, por mínimoque éste sea, señorita, estoy dispuesto aactuar. Eso es todo. Téngalo presente,fuere lo que fuere.

Vaciló, mirándome con la mismaexpresión, como si tuviera algo más quedecir, pero repitió tan sólo:

—Eso es todo, señorita.—¿No va a darme la mano, doctor

Bryerly, antes de irse? —dije,acercándome a él ansiosamente.

Sin una sonrisa, con la misma

inquietud en el semblante, con supensamiento, según me pareció, puestoen alguna otra cosa, e indeciso en cuantoa si hablar o permanecer en silencio, eldoctor Bryerly cogió en su gélida manolos dedos de la mía y, estrechándoloscon lentitud mientras sus ojos graves ypreocupados se posabaninconscientemente en el rostro del tíoSilas, como ausente y con voz tristedijo:

—Adiós, señorita.Antes de que el doctor lanzase

aquella triste mirada hacia mi tío, ésteapartó con rapidez sus extraños ojos y,curiosamente, se puso a mirar hacia laventana.

Transcurrido un instante más, eldoctor Bryerly soltó mi mano al tiempoque exhalaba un suspiro y, con unabrusca inclinación de cabeza, salió de lahabitación mientras yo escuchaba el máslúgubre de los sonidos: el de los pasosde un fiel amigo en retirada,perdiéndose.

—No nos dejes caer en la tentación;si así imploramos, no habremos deescarnecer la eterna Majestad del Cielocayendo en la tentacióndeliberadamente.

Esta frase oracular no fuepronunciada por mi tío hasta que nohubieron transcurrido cinco minutosdesde que se fuera el doctor Bryerly.

—Le he prohibido mi casa, Maud,porque, en primer lugar, su insolencia,perfectamente inconsciente, pone aprueba mi paciencia más allá, casi, de losoportable; y en segundo lugar, porquehan llegado a mis oídos informesdesfavorables sobre él. Respecto a lacuestión de derecho que él disputa, estoyperfectamente informado. Soy tuinquilino, mi querida Maud; cuando mehaya ido de este mundo te enterarás decuán escrupuloso he sido; comprobaráscómo, bajo la presión de las másacuciantes dificultades pecuniarias,terrible castigo a una juventudmalbaratada, he tenido cuidado de notransgredir jamás, ni un ápice, el límite

estricto de mis privilegios legales; tantoen mi calidad de inquilino tuyo, Maud,como en la de tutor; te darás cuenta decómo, en medio de horrorosas zozobras,en virtud de la milagrosa fuerza y lamilagrosa gracia que me ha sidootorgada, me he mantenido… puro.

»El mundo —reanudó el hilo de sudiscurso tras una breve pausa— no tienefe en la conversión de ningún hombre;nunca olvida lo que fue, nunca le cree enabsoluto mejor, es un juez inexorable yestúpido. Lo que yo fui lo describiré entérminos más negros y con unaborrecimiento más sincero que miscalumniadores: un atolondradomanirroto, un licencioso sin Dios. Eso

es el que fui; ahora soy lo que soy: elmás miserable de todos los hombres, sino tuviera esperanza puesta más allá deeste mundo, pero, en virtud de esaesperanza, un pecador salvado.

Luego acrecentó su elocuencia y sumisticismo. Pienso que sus estudiosswedenborgianos habían traspasado susideas religiosas de unas luces extrañas.Nunca pude seguirle del todo en estasexcursiones a la región del simbolismo.Sólo recuerdo que hablaba del diluvio yde las aguas de Mara[46], y que dijo:«Estoy lavado, heme aquí salpicado», yque luego, haciendo una pausa, se mojólas sienes y la frente con eau decologne; operación que, quizá, le

sugería su imaginería de lassalpicaduras, etc.

Así refrescado, mi tío dio unsuspiro, sonrió y pasó al tema del doctorBryerly.

—Del doctor Bryerly sé que esastuto, que le gusta el dinero, que nacióen la pobreza y que de su profesión nosaca nada. Pero posee muchos miles delibras de tu dinero, bajo el testamento demi pobre hermano; y con un, porsupuesto, humilde nolo episcopari,sigilosamente se ha introducido en elfideicomiso activo, con todas susmúltiples oportunidades, de tu inmensafortuna. No lo ha hecho tan mal, para serun swedenborgiano visionario. Un

hombre así tiene que prosperar. Pero siesperaba sacarme dinero, se ha llevadouna decepción. Lo sacará, sin embargo,del fideicomiso, ya lo verás. Es unadecisión peligrosa. Pero si busca la vidade Dives[47], lo peor que le deseo es queencuentre la muerte de Lázaro[48]. Sinembargo, tanto si, al igual que Lázaro, esllevado por los ángeles al seno deAbraham, como si, al igual que el rico,no hace sino morir y ser enterrado y…lo demás, no deseo su compañía ni vivoni muerto.

Dicho esto, el tío Silas pareció, depronto, sentirse exhausto. Se echó haciaatrás en el asiento, con el semblantelívido, y sus demacradas facciones

brillaron bajo el rocío del desmayo. Diuna voz llamando a Wyat, pero prontorecobró fuerzas suficientes para sonreírcon una extraña sonrisa, a la queacompañó con un fruncimiento de ceño amodo de despedida, indicándome queme retirase con un gesto de la cabeza yde la mano.

C A P Í T U L O X L V I I I

PREGUNTA Y RESPUESTA

AQUEL día, después de todo, mi tíono estuvo enfermo según la extrañaforma en que solía manifestarse sudolencia, fuere ésta la que fuere. Lavieja Wyat repitió, a su manera agria ylacónica, que «no podía decirse queestuviera mal». A mí me quedó, sinembargo, una sensación de dolor y demiedo. No obstante las sarcásticasreflexiones de mi tío, el doctor Bryerly

seguía siendo, a mi juicio, un amigoverdadero y prudente. Toda mi vidahabía estado acostumbrada a confiar enlos demás, y aquí, bajo el acoso demuchas alarmas e incertidumbresinconfesas y mal definidas, ladesaparición de un amigo diligente ycapaz hizo que el alma se me cayera alos pies.

Aún me quedaba mi querida primaMónica y mi agradable amigo lordIlbury, en el que confiaba; y al cabo demenos de una semana llegó unainvitación de lady Mary, cursada anombre mío y al de Milly, para reunimoscon lady Knollys en La Granja. Dichainvitación iba acompañada, según decía

lady Mary, por una nota de lord Ilbury ami tío, en apoyo del requerimiento de suhermana. A primera hora de la tarderecibí un mensaje por el que se me pedíaacudiese a la habitación de mi tío.

—Una invitación de lady MaryCarysbroke para reuniros, tú y Milly,con Mónica Knollys; ¿la has recibido?—preguntó mi tío tan pronto como hubetomado asiento.

Tras mi afirmativa respuesta, mi tíoprosiguió:

—Bien, Maud Ruthyn, yo de tiespero la verdad; yo he sido franco, y talhas de serlo tú. ¿Has oído alguna vez alady Knollys hablar mal de mí?

Me quedé desconcertada.

Sentí que mis mejillas ardían. Misojos, muy abiertos, estaban devolviendola fiera, fría y penetrante mirada de mitío con otra estúpida. Permanecí muda.

—Sí, Maud, la has oído.Bajé los ojos en silencio.—Me consta; pero es justo que

respondas; ¿la has oído o no?Tuve que aclararme la voz dos o tres

veces. Mi garganta sufría una especie deespasmo.

—Estoy tratando de recordar —dijeal fin.

—Recuérdalo —dijo élimperiosamente.

Hubo un pequeño intervalo desilencio. Habría dado el mundo entero,

bajo cualquier condición, por estar encualquier otra parte del mundo.

—Estoy seguro de que no deseasengañar a tu tutor, ¿verdad? Vamos, lapregunta es sencilla, y además yo ya sécuál es la verdad. Te vuelvo a preguntar:¿has oído alguna vez hablar mal de mí alady Knollys?

—Lady Knollys —dije, medioinarticuladamente— suele hablar conmucho desenfado, y en ocasiones medioen broma; pero —continué, observandoun no sé qué amenazador en susemblante— la he oído expresar sudesaprobación acerca de algunas cosasque usted ha hecho.

—Vamos, Maud —prosiguió él, en

tono severo pero todavía bajo—, ¿acasolady Knollys no ha insinuado laacusación, supongo que entonces enestado de incubación…, que el otro díapresentó aquí en plena sazón, con pico ygarras, ese intrigante boticario… Laaseveración de que yo te estabadefraudando mediante la tala de árbolesde la finca?

—Es cierto que mencionó esacircunstancia, pero también argumentóque podría haber sido por ignorancia delalcance de los derechos de usted.

—Vamos, vamos, Maud, no debesmistificar, muchacha. Quiero que me lodigas. ¿No suele lady Knollys hablar demí con menosprecio, tanto en tu

presencia como directamente a ti?¡Contesta!

Hundí la cabeza.—¿Sí o no?—Bueno, tal vez… sí —balbucí, y

rompí a llorar.—Vamos, no llores; escandalízate

más bien. ¿Y acaso no has oído decir alady Knollys las mismas cosas enpresencia de mi hija Millicent? Yo sí sé,repito, que la has oído. De nada sirventus vacilaciones, y te ordeno quecontestes.

Entre sollozos, dije la verdad.—Ahora quédate aquí y no te

muevas, mientras escribo mi respuesta.Se puso a escribir, con un ceño y una

sonrisa penosísimos de contemplarmientras posaba sus ojos sobre el papel,y a continuación me colocó delante lanota:

—Lee esto, querida.Comencé:

«Mi querida lady Knollys:me has favorecido con una nota,añadiendo tu requerimiento al delord Ilbury, a fin de que permitaa mi pupila y a mi hijabeneficiarse de la invitación delady Mary. Hallándome, comome hallo, por entero al corrientede la aversión que siempre, einexplicablemente, has abrigado

hacia mí, así como de lostérminos en los que has tenido ladelicadeza y alto sentido moralde hablar de mí a mi hija y a mipupila, y en su presencia, no mequeda sino expresarte miasombro ante el recato de turequerimiento, al mismo tiempoque perentoriamente lo rechazo.Adoptaré, asimismo,escrupulosas medidas tendentesa un eficaz impedimento de quejamás vuelvas a tener laoportunidad de intentar ladestrucción de mi influencia yautoridad sobre mi pupila y mihija mediante calumnias directas

o insinuadas.Tu difamado y ofendido

pariente,

Silas Ruthyn».

Me quedé cariacontecida; pero ¿quépodía alegar contra el golpe que iba aaislarme? Me eché a llorarruidosamente, con las manos enlazadas,contemplando el marmóreo rostro deaquel anciano.

Sin que pareciera oír nada, dobló yselló la nota y, acto seguido, procedió acontestar a lord Ilbury.

Una vez escrita la nota, mi tío lacolocó igualmente ante mí, y la leí

también. Simplemente le remitía a ladyKnollys «para una explicación de lasdesdichadas circunstancias que leobligaban a declinar una invitación cuyaaceptación habría hecho felices a susobrina y a su hija».

—Ya ves, mi querida Maud, lofranco que soy contigo —dijo, agitandoen la mano, poco antes de doblarla, laabierta nota que yo acababa de leer—.Creo poder pedirte que obres a larecíproca con mi sinceridad.

Tras decirme mi tío que me retirara,corrí a ver a Milly, la cual se echó allorar de pura decepción, y asípermanecimos ambas, llorando ygimiendo al unísono. Pienso, sin

embargo, que mi aflicción estaba másmotivada.

Me senté a cumplir con la lúgubretarea de escribir a mi querida ladyKnollys. Le imploré que hiciera laspaces con mi tío; le dije lo franco que élhabía sido conmigo y que me habíaenseñado su triste respuesta a su carta;le conté la entrevista con el doctorBryerly, a la que mi propio tío me habíainvitado a asistir; lo poco alterado quese había mostrado por la acusación —nila menor señal de culpabilidad, alcontrario, una perfecta confianza—, y lerogué que ideara la mejor manera,teniendo en cuenta mi aislamiento, delograr una reconciliación con el tío

Silas. «Imagínate —le escribí— quesólo tengo diecinueve años, y me quedandos de soledad en perspectiva. ¡Quéseparación!». Jamás comerciante algunoen bancarrota firmó el acto de suquiebra con el corazón másapesadumbrado que yo al firmar estacarta.

Las penas de la juventud son comolas heridas de los dioses…, hay un icorque cura las cicatrices de las quesupura, y, así pues, Milly y yo nosconsolamos y, al día siguiente,disfrutamos de nuestro paseo, nuestracharla y nuestras lecturas con unamaravillosa resignación ante loinevitable.

Milly y yo nos hallábamos en lamisma relación que lord Duberlyrespecto al doctor Pangloss[49] mimisión consistía en enmendar su«cacareología», y la tarea nos divertía alas dos… Pienso que en el fondo denuestra sumisión al destino se agazapabauna esperanza, la de que el inexorabletío Silas cediera, o que la primaMónica, esa sirena, se saliera con lasuya y le ablandara, consiguiendo suspropósitos.

El alivio que derivaba de laausencia de Dudley no iba, sin embargo,a ser muy duradero, pues una mañana,mientras estaba yo a solasentreteniéndome con unas labores de

estambre, con la mente ocupada —yprecisamente en aquel momento demodo no desagradable— en muchascosas, mi primo Dudley entró en lahabitación.

—Ya ves, aquí estoy de vuelta otravez, como un medio penique falso.¿Cómo has estado desde la última vez?Has «estado», sin más, lo certifico, ajuzgar por tu aspecto. Me alegro unabarbaridad de verte; por ahí no hay unganado que se te pueda comparar, Maud.

—Creo que habré de pedirle a ustedque me suelte la mano de modo quepueda seguir con mi labor —dije, muyestirada, con la esperanza de enfriar unpoco sus entusiasmos.

—Lo que tú quieras, Maud, con talde complacerte; en mi ánimo está el norehusarte nada. He estado enWolverhampton, chica…, qué juerga…,y de allí me largué a Leamington; casime rompo la crisma, de veras, con uncaballo prestado, detrás de los perros;¿no te importaría, Maud, que merompiese la crisma? Bueno, quizá unpoquitín —dijo bonachonamente,supliendo mis palabras, puesto quepermanecía callada—. Hace poco másde una semana desde que me marché deaquí, por san Jorge; y para mí eso escasi la mitad del almanaque; ¿adivinasel motivo, Maud?

—¿Ha visto usted a su hermana

Milly, o a su padre, desde su regreso?—pregunté con frialdad.

—Seguirán ahí, Maud, no tepreocupes por ellos; era a ti a quien yoquería ver…, es en ti en quien he estadopensando todo el tiempo. Mira lo que tedigo, chica: no hago más que pensar enti.

—Creo que debería usted ir a ver asu padre; ha estado usted ausente algúntiempo, como usted mismo dice. No meparece una prueba de respeto —dije,algo cortante.

—Por mí iría, puesto que me lopides, pero no puedo, porque no haynada en el mundo que yo no hiciera porti, excepto marcharme de tu lado.

—Pues eso —dije en un arrebato deenojo— es lo único en el mundo que lepediría a usted que hiciera.

—Que me maten si no te has puestocolorada, Maud —dijo él, arrastrandolas palabras y con una odiosa muecasonriente en los labios.

Su estupidez estaba a prueba decualquier cosa.

—¡Esto es demasiado! —musité,dando con el pie un toquecito deindignación contra el suelo, cual si dierauna patada.

—La verdad es que las chicas soisun ganado de lo más raro; ahora estásenfadada conmigo porque te figuras quehe andado por ahí de picos pardos…,

eso es lo que te pasa, Maud, eso es loque crees que he hecho enWolverhampton, tontita mía, guapa, ysólo por eso estás dispuesta a echarmeotra vez de tu lado, nada más volver…¡no es justo!

—No le entiendo, señor; y le ruegoque se vaya.

—¿Pero no te he dicho lo que ocurrecon eso de dejarte, Maud? Es lo únicoque no puedo hacer por ti. Soy igual queun niño en tus manos, eso es lo que soy,¿sabes? Soy capaz de molerle a palos aun tipo y dejarlo hecho unos zorros, porsan Jorge (sus juramentos no eran, enrealidad, tan suaves), algo de eso visteel otro día, pero no te enfades, Maud,

todo fue por ti, ¿sabes? Estaba algocelosillo; pero el caso es que soy capazde hacerlo y, sin embargo, mírame aquí:nada más que un niño, oye, un niñito entus manos.

—Deseo que se marche. ¿Es que notiene nada que hacer y nadie a quienver? ¿Por qué no puede dejarme en paz,señor?

—Porque no puedo, Maud, ése es elporqué; y me pregunto, Maud, cómopuedes ser tan mala, viéndome así comome ves, ¿cómo puedes?

—Ojalá venga Milly —dije,enojada, lanzando una mirada hacia lapuerta.

—Bueno, te diré lo que pasa, Maud.

Será mejor que lo suelte. Me gustas másque ninguna otra chica que he visto enmi vida, mucho más; eres más guapa, sincomparación; no hay ninguna como tú…no, no la hay; y me gustaría que metuvieras contigo. No tengo muchapasta…, mi padre ha gastado un montón,está lo que se dice en una situaciónbastante mala, ¿sabes? Pero aunque yono sea tan rico como otros, soy mejorcomo hombre, eso es lo que pasa; y siquieres tomar a un chico decente, que tequiera una barbaridad y que estuvieradispuesto a morir por ti, pues aquí lotienes.

—¿Qué es lo que puede usted estarqueriendo decir, señor? —exclamé,

levantándome, presa de la indignación yel desconcierto.

—Estoy queriendo decir, Maud, quesi te casas conmigo jamás tendrásmotivo de queja; haré que nunca te faltenada y jamás oirás de mí una palabrainconveniente.

—¡Una declaración! —proferí,como quien habla en sueños.

Me hallaba de pie, con mi mano enel respaldo de la silla, mirandofijamente a Dudley; la expresión de misemblante se correspondería, me figuro,con el estupor que me embargaba.

—¿Verdad que vas a ser buena chicay no me vas a rechazar? —dijo la odiosacriatura, con una rodilla sobre el asiento

de la silla tras la cual estaba yo de pie,intentando rodear amorosamente micuello con su brazo.

Esto obró el efecto de despertarmey, retrocediendo bruscamente, di unapatada en el suelo con verdadera furia.

—¿Qué ha habido en mi conducta,señor, en mis palabras o miradas, quehaya podido dar pábulo a esta sin igualosadía? A menos que sea usted tanestúpido como es usted impertinente,brutal y feo, hace mucho tiempo, señor,que debería haberse dado cuenta de laantipatía que me inspira. ¿Cómo seatreve, señor? ¡No ose interponerse enmi camino! ¡Voy a ver a mi tío!

Jamás en mi vida había hablado tan

violentamente a un ser mortal.Por su parte, Dudley parecía algo

perplejo, y, a paso vivo y enfadado, dejéatrás su brazo extendido, aunqueinmóvil.

Dudley dio uno o dos pasos en posde mí, sin embargo, antes de llegar yo ala puerta; tenía el aspecto de estarhorriblemente enojado, pero se detuvo,limitándose a proferir a mis espaldasalgunas de esas «palabrasinconvenientes» que mis oídos no iban ahaber escuchado nunca. Me hallaba yo,no obstante, demasiado colérica ycaminaba demasiado deprisa como paracaptar su significado. Antes de habercomenzado a ordenar mis pensamientos,

estaba llamando ya con los nudillos a lapuerta de mi tío.

—Adelante —respondió la voz demi tío, clara, fina y quisquillosa.

Entré y me puse delante de él.—Señor, su hijo me ha insultado.Durante unos segundos se me quedó

mirando fijamente con fría curiosidad,mientras yo permanecía jadeante y conlas mejillas encendidas ante él.

—¿Qué te ha insultado? —repitió—.¡Por Dios que me sorprendes!

La exclamación, más que ningunaotra que le hubiera oído hasta entonces,tenía el sabor del «anciano», para tomarprestada su bíblica frase[50].

—Y ¿cómo? —prosiguió—. ¿Cómo

te ha insultado Dudley, mi querida niña?Vamos, estás excitada; siéntate; tómatetiempo y dímelo todo. No sabía queDudley estuviese aquí.

—Yo… él… es un insulto. Lo sabíamuy bien… tiene que saber lo antipáticoque me resulta… y se ha atrevido ahacerme una proposición matrimonial.

—¡O… o… oh! —exclamó mi tío,con un prolongado toniquete que, a todasluces, quería decir: «¿Y esto es eseasunto tan terrible?».

Me miró, mientras se recostaba en subutaca, con la misma fija curiosidad,esta vez sonriendo, lo que de algúnmodo me asustó, pues su semblante mepareció perverso, como el rostro de una

bruja, reo de un delito que me eraimposible entender.

—¡Y ésa es toda tu queja…, que teha hecho una proposición matrimonial!

—Sí, me la ha hecho.A medida que me iba serenando,

comencé a sentirme ligeramentedesconcertada y turbada por la sospechade que alguien a quien el asunto no leimportara, pudiera, probablemente,pensar que, no teniendo nada más de loque quejarme, mi lenguaje había sido talvez un poco exagerado y micomportamiento excesivamentetempestuoso.

Me figuro que mi tío vio algúnsíntoma de este recelo, pues, sonriendo

aún, dijo:—Mi querida Maud, no por justa

dejas de parecerme un poco cruel;olvidas, a todas luces, la parte de culpaque te corresponde; al menos tienes unfiel amigo al que te aconsejo queconsultes…, me refiero a tu espejo. Eseloco es joven y lo ignora todo en lo quea los modales mundanos concierne. Estáenamorado… desesperadamenteenamorado.

Aimer c’est craindre, etcraindre c’est souffrir.

»Y el sufrimiento empuja a la toma

de remedios desesperados. No debemosmostrar excesiva dureza con un toscopero romántico jovenzuelo alocado quehabla de modo acorde con su locura y sudolor.

C A P Í T U L O X L I X

UNA APARICIÓN

—PERO, después de todo —prosiguió súbitamente mi tío, como siuna nueva idea le hubiera venido a lacabeza—, ¿acaso es una locura tangrande? La verdad es que me llama laatención, querida Maud, el hecho de queel asunto sea digno de reflexión. No, no,no rehusarás escucharme —dijo,observándome a punto de protestar—.Doy por sentado, eso por supuesto, que

tú no estás enamorada. Y doy tambiénpor sentado que Dudley no te importa unbledo e incluso que imaginas tenerleantipatía. Ya sabes, en esa agradablecomedia, el pobre Sheridan…, ¡qué tipotan estupendo!…, todos nuestrosespíritus han muerto…, hace decir a laseñora Malaprop[51] que no hay nadacomo comenzar con una pequeñaaversión. Ahora bien, aunque, porsupuesto, en el matrimonio esto no esmás que una broma, sin embargo en elamor, créeme, no es tal cosa. Su propiomatrimonio con la señorita Ogle, ellome consta, viene muy bien al caso.Cuando se conocieron, ella se manifestóauténticamente horrorizada por él, y, no

obstante, tengo la certidumbre de queunos meses más tarde habría dado lavida antes que no haberse casado con él.

A punto estuve otra vez de hablar,pero mi tío, sonriéndome, me hizo ungesto con la mano para que me callara.

—Hay dos o tres cosas que tienesque tener en cuenta. Uno de los másfelices privilegios de tu fortuna consisteen que, sin incurrir en imprudencia,puedes casarte simplemente por amor.Pocos son los hombres en Inglaterra quepodrían ofrecerte un patrimoniocomparable al que ya posees, o, dehecho, acrecentar apreciablemente elesplendor de tu fortuna. Si, por lo tanto,Dudley fuese elegible por otros

conceptos, no veo ni por un instante porqué su pobreza fuera una objeción depeso. Es un diamante en bruto. Al igualque muchos otros jóvenes de la más altaalcurnia, se ha dado en demasía a losdeportes atléticos…, a esa sociedadconstituida por la aristocracia delcuadrilátero y el hipódromo, y cosas porel estilo. Como ves, pongo en primertérmino los peores rasgos. Pero en mistiempos he visto a muchos jóvenes quetras unos años de atolondrado corretearentre púgiles, luchadores y jinetes decarreras…, aprendiendo su jerga yadoptando sus modales…, acaban porhacer suyas y por cultivar lasexquisiteces y decencias. Así tienes al

pobre y entrañable Newgate, quien, a unnivel harto más bajo en el escalafón deesa clase de disipaciones, cuando secansó de las mismas, se convirtió en unode los hombres más elegantes y cultosde la Casa de los Pares. ¡PobreNewgate, tampoco él está ya en elmundo de los vivos! Podría enumerarhasta cincuenta de mis amigos de antañoque, todos, empezaron como Dudley yacabaron, más o menos, como Newgate.

En aquel instante se oyó llamar a lapuerta con los nudillos, y Dudley asomóla cabeza de la manera más inoportunapara la visión de sus prendas y logrosfuturos.

—Muchacho —dijo su padre, con

una especie de lúdica severidad—, da lacasualidad de que estoy hablando de mihijo, y no me gustaría que mis palabrasfuesen escuchadas, de modo que habrásde elegir otro momento para tu visita.

Dudley, ceñudo, se demoró en lapuerta, vacilante, pero otra mirada de supadre le hizo retirarse.

—Además, querida mía, debes tenerpresente que Dudley posee magníficascualidades…; jamás padre alguno se viobendecido con un hijo tan sumamenteafectuoso, a su tosca manera, como lo esél; cualidades en grado sumoadmirables…, valor indomable y un altosentido del honor; y, en último término,que en sus venas corre la sangre de los

Ruthyn, la más pura, lo sostengo, deInglaterra.

Al decir esto, mi tío, de formaindeliberada, se irguió un poco, su finamano puesta levemente sobre el corazón,como si se diera una palmadita, y susemblante adquirió una expresión tanextrañamente augusta y melancólica que,absorta en la admirativa contemplaciónde la misma, me perdí algunas de lasfrases que siguieron a continuación.

—He aquí el motivo, querida, por elque, deseoso, como es lógico, de que mihijo no sea alejado del hogar, y habrá deserlo si tú perseveras en rechazar suproposición matrimonial, te ruego quereserves tu decisión de aquí a quince

días, fecha en que, con gran placer,escucharé lo que tengas que decir sobreel particular. Pero hasta entonces, fíjateen lo que te digo: ni una palabra.

Aquella tarde mi tío y Dudleyestuvieron encerrados durante muchorato. Sospecho que el padre aleccionó alhijo sobre la psicología de las damas,pues todas las mañanas, a la hora deldesayuno, era colocado junto a micubierto un ramillete de flores, lascuales, sin duda no eran fáciles deconseguir, puesto que el invernadero deBartram se hallaba desierto. Al cabo deunos pocos días más llegó, de formaanónima, un lorito verde en una jauladorada, acompañado de una nota escrita

de puño y letra amanuenses, dirigida a«la señorita Ruthyn (de Knowl),Bartram-Haugh», al pie de la cual,subrayadas, aparecían estas palabras:«El nombre del pájaro es Maud».

Los ramilletes los dejaba yoinvariablemente sobre el mantel, dondelos había encontrado, y en cuanto alpájaro, insistí en que Milly se loquedara en propiedad. Durante losquince días de interregno, Dudley, adiferencia de lo que solía hacer antes,jamás se dejó ver a la hora delalmuerzo, y tampoco se asomó a laventana mientras desayunábamos,contentándose con interponerse un día enmi camino, en el recibidor, con sus

avíos de caza y, llevándose la mano alsombrero y con una especie de tosco yrastrero respeto, decirme:

—Pienso, señorita, que el otro díasin duda me expresé descortésmente.Estaba tan irritado que, como si fuese unniño, no sabía lo que decía; quierodecirle que lo lamento y le pidoperdón… muy humildemente.

No supe qué decir y, por tanto, nodije nada; me limité a hacer una solemneinclinación y pasar de largo.

Durante nuestros paseos, Milly y yole vimos dos o tres veces a ciertadistancia. Nunca intentó reunirse connosotras. Solamente en una ocasión pasótan cerca que se hizo inevitable algún

saludo, de modo que, deteniéndose, sequitó el sombrero en silencio, con unenvarado respeto. Pero aunque no se nosacercaba, desde lejos hacía ostentaciónde su presencia, con una suerte decortesía telegráfica. Abría los portillosde las cercas, silbaba a los perros paraque no se desmandasen, ahuyentaba elganado y, acto seguido, él mismo seretiraba. En el fondo pienso que enocasiones nos vigilaba a fin de poderhacernos aquellos servicios, pues, deaquel modo distante, nos loencontrábamos, decididamente, con másfrecuencia de lo que solíamos antes desu halagadora propuesta matrimonial.

Dese por seguro que Milly y yo

discutíamos aquel acontecimiento cabedecir que constantemente y bajo todaclase de humores. Pese a lo limitado dela experiencia que mi prima había tenidode las relaciones humanas, en aquellosmomentos vio con claridad cuán pordebajo de un nivel presentable sehallaba su prometedor hermano.

Los quince días transcurrieronrápidamente, como ocurre siemprecuando al término de un plazo nosaguarda algo que nos disgusta y ante loque reculamos. Durante ese lapso detiempo no vi nunca al tío Silas. Acasoresulte extraño a aquellos que hayanhecho una simple lectura del relato denuestra última entrevista, en la que su

actitud había sido más lúdica y suspalabras más frívolas que en ningunaotra, el hecho de que de la misma mellevé una más profunda sensación demiedo e inseguridad que de todas lasdemás. Un día muy oscuro, en lahabitación de Milly, sumida encalamitosos presentimientos y con elánimo por los suelos, permanecí a laespera de la convocatoria que, de elloestaba segura, iba a llegarmepuntualmente de mi tutor.

Mientras a través de la ventanacontemplaba las oblicuas ráfagas delluvia bajo el cielo plomizo, pensandoen la aborrecida entrevista que meaguardaba, me llevé la mano a mi

acongojado corazón y murmuré: «¡Ah, situviera alas como una paloma! ¡Huiría yestaría en paz!».

Justo en aquel instante oí el parloteodel loro. Me volví a mirar hacia la jaulay recordé las palabras: «El nombre delpájaro es Maud».

—¡Pobre pájaro! —dije—. Mefiguro, Milly, que está deseando salir. Sihubiese nacido en este país, ¿no tegustaría abrir la ventana, y luego lapuerta de esa jaula cruel, y dejar que lapobre criatura se marche volando?

—El amo quiere ver a la señoritaMaud —dijo la desagradable voz deWyat desde la entreabierta puerta.

La seguí en silencio, con el corazón

atenazado por la proximidad de algoalarmante, como una persona que sedirige al quirófano.

Cuando entré en el aposento, micorazón palpitaba tan deprisa queapenas podía hablar. La alta figura deltío Silas se alzó ante mí, y le hice unatrémula reverencia.

Desde las hondas cuencas de susojos lanzó una salvaje y fiera miradahacia la vieja Wyat y le señaló la puertacon un gesto imperioso de su esqueléticodedo. La puerta se cerró y nos quedamosa solas.

—¿Tomas asiento? —dijo,indicando una silla.

—Gracias, tío, prefiero estar de pie

—balbucí.Él también se quedó de pie —su

blanca cabeza inclinada hacia delante, elfosfóreo fulgor de sus extraños ojosbrillando sobre mí bajo sus cejas—;sólo las uñas de sus dedos rozabanapenas la mesa.

—Habrás visto el equipaje atado yetiquetado en el recibidor, listo para quese lo lleven —dijo.

En efecto, Milly y yo habíamos leídolas etiquetas que colgaban de las asas delas maletas y de la funda de la escopeta.La dirección era: «Señor Dudley R.Ruthyn, París, vía Dover».

—Soy viejo y lleno de zozobras, envísperas de una decisión de la que

dependen muchas cosas. Te ruego quealivies mi incertidumbre. ¿Deberá mihijo abandonar Bar-tram hoy, afligido, opodrá, gozoso, quedarse aquí? Dame turespuesta enseguida, por favor.

Balbucí no sé qué. Estuveincoherente…, quizá perdí el tino, pero,de algún modo, expresé lo que queríadecir… mi inalterable decisión. Creoque mientras le hablaba sus labios setornaron más blancos y sus ojosdespidieron un fulgor más brillante.

Cuando concluí, mi tío exhaló ungran suspiro y, volviendo sus ojoslentamente hacia derecha e izquierda,como alguien sumido en una perplejidadirremediable, musitó:

—Sea lo que Dios quiera.Pensé que estaba a punto de

desmayarse; una tonalidad terrosaoscureció la blancura de su cara, y,olvidando, al parecer, mi presencia, sesentó y se puso a contemplar con unaceñuda mirada de desesperación sumano cenicienta y senil, que reposabasobre la mesa.

Me lo quedé mirando, de pie,sintiendo casi como si hubiera asesinadoa aquel anciano, el cual continuabacontemplando su mano con ojosinquisitivos y un sobrecejo alelado.

—¿He de retirarme, señor? —reuní,finalmente, ánimos para susurrar.

—¿Retirarte? —dijo, alzando la

vista súbitamente. Tuve la impresión deque una fría lámina de luz me hubiera,por un instante, traspasado y envuelto.

—¿Retirarte? ¡Oh… sí… sí, Maud,retírate! Tengo que ver al pobre Dudleyantes de que se marche —añadió, porasí decirlo, en un soliloquio.

Temblando, no fuera a revocar supermiso para que me fuese, salí de lahabitación rápida y silenciosamente.

La vieja Wyat andaba merodeandopor fuera, con un trapo en la mano,haciendo como si limpiase el artesonadomarco de la puerta. Al pasar a su ladome lanzó una mirada ceñuda einquisitiva por encima de su brazoencogido. Milly, que había permanecido

vigilante, corrió a mi encuentro. Estabayo cerrando la puerta, cuando oímos lavoz de mi tío llamando a Dudley, elcual, probablemente, había estadoaguardando en la habitación contigua.Me metí apresuradamente en mi cuarto,con Milly a mi lado, y una vez dentro mizozobra halló el alivio natural en unamuchacha: las lágrimas.

Al cabo de un rato vimos, desde laventana, a Dudley, con el semblante muypálido, según me pareció, montarse enun vehículo, en cuya baca estaba suequipaje, y partir de Bartram.

Empecé a consolarme. Su marchaconstituía una inenarrable alivio. ¡Sudefinitivo alejamiento! ¡Un largo viaje!

Aquella noche tomamos el té en lahabitación de Milly. La luz de la lumbrey de las velas es inspiradora. Bajo eserojo fulgor siempre me sentí, y mesiento, más segura y más a gusto quebajo la luz del día…, lo cual escompletamente irracional, pues biensabemos que la noche es aliada deaquellos que aman la oscuridad más quela luz, y que el mal anda por ahí. Peroasí es. Quizá la mismísima conscienciadel peligro externo realza el gozo delinterior bien iluminado, al igual que lohace la tormenta que ruge y se lanzacontra el tejado.

Estábamos Milly y yo charlando muygratamente, cuando se oyó un golpecito

en la puerta de la habitación, y, sinaguardar una invitación a pasar, la viejaWyat entró y, con su parduzca garra en elpicaporte y una mirada hosca, dijo aMilly:

—Tiene que dejar suentretenimiento, señorita Milly, y tomarel relevo en el cuarto de su padre.

—¿Está enfermo? —pregunté.Su respuesta no fue dirigida a mí,

sino a Milly:—Se ha pasado dos horas con un

ataque, desde que se fue el señoritoDudley. Va a ser su muerte, me parece amí, pobre hombre. Yo misma tuve penacuando le vi al señorito Dudleymarcharse hoy bajo el aguacero, pobre

chico. Bastantes problemas había ya enla familia, aunque como familia no va adurar mucho, me creo yo. Nada más queproblemas, nada más que problemasdesde que vinieron los últimos cambios.

A juzgar por la acritud de la miradaque me lanzó al decir esto, saqué laconclusión de que yo representabaaquellos «últimos cambios» a los que seremitían todas las calamidades de lacasa.

Incluso la mala fe de aquella odiosaanciana me hacía sentirme desdichada,pues pertenezco a esa clase de mortalescuya infausta constitución les impide serindiferentes aun cuando serlo fuerarazonable, y que ansian el cariño hasta

de las gentes de mala ralea.—Debo ir. Quisiera que vinieses

conmigo, Maud, pues me da muchomiedo ir sola —dijo Milly, implorante.

—Por supuesto, Milly —contesté sinque, de ello puede estar seguro el lector,la cosa me gustara—. No estarás allísola.

Juntas nos fuimos, así pues, mientrasla vieja Wyat nos advertía que, por loque más quisiéramos, no hiciéramosningún ruido.

Atravesamos el cuarto de estar delanciano, en el que aquel día había tenidolugar su breve pero trascendentalentrevista conmigo, así como sudespedida de su único hijo, y entramos

en el dormitorio al fondo.En la parrilla del hogar ardía un

fuego bajo. La habitación se encontrabaen una especie de penumbra. La únicaluz era una mortecina lámpara próxima auno de los extremos de la cama. La viejaWyat susurró la orden de que nohabláramos en tono más alto que el deun bisbiseo ni nos apartáramos de lachimenea, a menos que el enfermollamara o diera señales de fatiga. Taleshabían sido las indicaciones del doctor,el cual había estado viéndole.

Milly y yo, así pues, nos sentamosjunto al hogar y la vieja Wyat nosabandonó a nuestra suerte. Podíamos oírla respiración del paciente, pero estaba

muy tranquilo. Nos pusimos a hablar enun tenue cuchicheo, pero nuestraconversación decayó pronto. De acuerdocon mi costumbre, comencé a echarmeen cara el sufrimiento que habíainfligido. Al cabo de media hora deinconexos cuchicheos e intervalos desilencio cada vez más largos, se hizoevidente que Milly se estaba durmiendo.

Ella luchaba contra el sueño, y yotrataba con todas mis fuerzas de hacerque siguiera hablando…, pero de nadame sirvió: el sueño la venció. Yo era,así pues, la única persona en plenoestado de consciencia en aquellahorrible estancia.

Había en mi mente imágenes

relacionadas con mi última vigilia allí,que me colocaban en una desagradablesituación de nerviosismo. De no habertenido muchas cosas de índoleclaramente más práctica en las queocupar mi pensamiento —la osadaproposición matrimonial de Dudley, lasospechosa tolerancia de la misma porparte de mi tío, y mi propia conductadurante aquel sumamente desagradableperíodo de mi existencia—, habríapercibido mucho más mi situaciónpresente.

Pero el hecho es que mispensamientos estaban puestos en mistribulaciones reales, y algo también enla prima Knollys y, lo confieso, mucho

en lord Ilbury. Al mirar hacia la puertacreí ver un rostro humano —algo asícomo el más terrible que mi fantasíapudiese evocar— mirando fijamente alinterior de la habitación. Era sólo unbusto, no la figura entera…, la puerta loocultaba en gran medida, si bien creí vertambién parte de los dedos. El rostromiraba hacia la cama y, bajo laimperfecta iluminación, se asemejaba auna máscara lívida, con ojos de yeso.

Tan a menudo me había vistosobresaltada por similares aparicionesformadas por luces y sombras queaccidentalmente disfrazaban objetoshogareños, que me incliné hacia delanteen espera, aunque temblorosa, de ver

desvanecerse también esta tremendaaparición hasta recobrar la forma de susinofensivos elementos. Mas he aquí que,de pronto, para mi inenarrable espanto,tuve la absoluta certeza de que estabaviendo el semblante de madame de laRougierre.

Reculé, lanzando un grito, y me pusea zarandear a Milly furiosamente paradespertarla de su letargo.

—¡Mira! ¡Mira! —chillé. Pero laaparición, o ilusión, se había esfumado.

Me aferré con tanta fuerza al brazode Milly, agazapándome tras ella, que nopodía levantarse.

—¡Milly! ¡Milly! ¡Milly! ¡Milly! —continué gritando como alguien a quien

le sobreviene un ataque de idiotismo yes incapaz de decir otra cosa.

Presa del pánico, Milly, que nohabía visto nada y ninguna conjeturapodía hacer acerca de la causa de miterror, se puso en pie de un salto y,apretujadas la una contra la otra, nosretiramos a un rincón de la estanciamientras yo seguía chillando,enloquecida, «¡Oh, Milly! ¡Milly!¡Milly!» y nada más.

—¿Qué es… dónde está… qué es loque estás viendo? —exclamó Milly,agarrándose a mí como yo a ella.

—¡Volverá… volverá… cielo santo!—¿Qué es… qué es, Maud?—¡La cara! ¡La cara! —grité—. ¡Oh,

Milly! ¡Milly! ¡Milly!Oímos unos quedos pasos

acercándose a la puerta y, en unempavorecido same qui peut, nosprecipitamos al unísono, dando tumbos,hacia la luz que había junto al lecho deltío Silas. Pero la voz de la vieja Wyatnos tranquilizó.

—Milly —dije, tan pronto como,pálida y muy desfallecida, llegué a mihabitación—, no hay poder en el mundoque jamás haya de tentarme a volver aentrar en ese cuarto de noche.

—Pero ¿qué es, Maud, querida, ennombre del cielo, qué es lo que hasvisto? —dijo Milly, apenas menosasustada.

—Oh, no puedo, no puedo, nopuedo, Milly, no me preguntes nunca. Enesa habitación hay espectros, estáhorriblemente rondada por fantasmas.

—¿Era Charke? —susurró Milly,mirando por encima del hombro,totalmente despavorida.

—No, no… no me preguntes; un malespíritu bajo una forma aún peor.

Finalmente me vi aliviada por unprolongado acceso de llanto, y durantetoda la noche la buena de Mary Quincepermaneció sentada junto a mí, mientrasMilly dormía a mi lado. Entresobresaltos y alaridos, y drogada consales volátiles, pasé aquella noche desobrenatural terror y vi de nuevo la

bendita luz del cielo.El doctor Jolks, cuando por la

mañana vino a ver a mi tío, me visitó amí también. Dictaminó que estaba muyhistérica, hizo minuciosasaveriguaciones acerca de mis horarios ymi dieta y preguntó cuál había sido micena el día anterior. En sus serenas yconfiadas mofas sobre la teoría de losfantasmas había algo levementereconfortante.

El resultado fue un régimen queexcluía el té e imponía el chocolate y lacerveza negra, así como horarios mástempraneros y no recuerdo qué más. Yme prometió que, si observaba susprescripciones, jamás volvería a ver un

fantasma.

C A P Í T U L O L

MILLY DICE ADIÓS

AL cabo de unos días me sentímucho mejor. El doctor Jolks se mostrótan desdeñosamente firme y categóricosobre el particular, que comencé aabrigar reconfortantes dudas sobre larealidad de mi fantasma; y puesto que lailusión, si es que tal era, la habitación enla que se apareció y todo loconcerniente a ello me infundían aún unhorror indescriptible, procuraba no

hablar y, en la medida de misposibilidades, ni siquiera pensar en elasunto.

Así pues, aunque Bartram-Haugh eraa un tiempo sombrío y hermoso,pavorosas algunas de las viviendasasociadas al lugar y, a veces, casiterrible la soledad que allí reinaba, sinembargo los horarios madrugadores, elejercicio fortificante y el aire sano quepredomina en la comarca prontolograron que mis nervios recobraran unatesitura más saludable.

Pero me parecía como si Bartram-Haugh hubiera de ser para mí un vallede lágrimas, o más bien, en mi tristeperegrinaje, aquel valle de las sombras

de la muerte por el que el pobreChristian marchaba solo y entretinieblas[52].

Un día Milly entró corriendo en elsalón, pálida, con las mejillas húmedasy, sin decir palabra, me echó los brazosal cuello y estalló en un paroxismo dellanto.

—¿Qué ocurre, Milly…, qué es loque pasa, querida, qué sucede? —exclamé despavorida, perodevolviéndole el abrazo con todo micorazón.

—¡Oh, Maud… Maud, cariño mío,va a mandarme fuera!

—¿Fuera? ¿Adónde? ¿Y dejarme amí sola en esta terrible desolación,

donde sabe muy bien que sin ti moriréde espanto y dolor? ¡Oh, no… no, tieneque ser por fuerza un error!

—Voy a Francia, Maud…, memarcho. Pasado mañana la señora Jolksse va a Londres, y yo he de ir con ella; ymi padre dice que una señora francesa,del internado, vendrá a buscarme allá yseguirá viaje conmigo.

—¡Oh… ho… ho… ho… o… o… o!—lloraba la pobre Milly, estrechándosecontra mí aún con más fuerza, con lacabeza escondida en mi hombro y, en suangustia, zarandeándome como unluchador.

—Nunca he estado fuera de casa,salvo aquel poquito contigo en

Elverston, y entonces tú estabasconmigo, Maud, y yo te quiero…, tequiero más que a Bartram… más que amí misma; si se me llevan de aquí creoque me moriré, Maud.

Mis sentimientos de angustia ydesesperación eran tan grandes como losde la pobre Milly; nos pasamos una horaentera llorando al unísono… a veces depie… a veces caminando de arribaabajo por la habitación… a vecessentadas o levantándonos, por turno,para caer en los brazos de la otra.Finalmente, Milly, al coger su pañuelodel bolsillo, al mismo tiempo sacó unanota que, al caerse al suelo, le recordóde inmediato que era del tío Silas, para

mí.Decía lo siguiente:

«Deseo poner al corriente demis planes a mi querida sobrinay pupila. Milly se marcha, comopensionnaire, a una admirableescuela francesa, y se irá de aquíel próximo jueves. Si al cabo detres meses de prueba encuentraalguna objeción que hacer alpensionado, sea la que fuere,volverá con nosotros. Si, por elcontrario, le parece que es, entodos los respectos, laagradabilísima residencia que amí me ha sido descrita, al

término de dicho plazo tú irías areunirte con ella allí hasta quemis asuntos, temporalmentecomplicados, se hayan arregladolo suficiente para permitirmerecibirte una vez más enBartram. En la esperanza de díasmejores y con el deseo de llevara tu ánimo la seguridad de quedichos tres meses constituyen ellímite de tu separación de mipobre Milly, he escrito esta nota,al no sentirme —¡ay de mí!—con fuerzas para verte por elmomento.

Bartram, martes.

P.D. —Me es imposiblehallar objeción alguna al hechode que informes a MónicaKnollys de estas providencias.Entenderás, por supuesto, que nose trata de una copia de estacarta, sino de su contenido».

Hallamos consuelo en unescudriñamiento de este documento, cuallos juristas escudriñan en el Parlamentoun nuevo proyecto de ley. Después detodo había un límite para nuestraseparación, la cual no excedería de tresmeses, acaso mucho menos tiempo. Enconjunto, además, me satisfizo el pensarque la nota del tío Silas, aunque

perentoria, era amable.Nuestros paroxismos amainaron

hasta tornarse tristeza; planeamos unaestrecha correspondencia. A esto siguióun poco el ajetreo y la excitación delcambio. Caso de resultar la residenciade veras «agradabilísima», ¡quédelicioso sería nuestro encuentro enFrancia, con el aliciente de un ambienteextranjero, sus modos de ser y sus caras!

Y así llegó el jueves —un nuevoborbotón de congoja, seguido de unnuevo despeje del ánimo—, y, entrepesadumbres y anticipaciones, nosdespedimos en el portillo al extremo delBosque del Molino de Viento. Allí, nique decir tiene, hubo más adioses, más

abrazos y más sonrisas llorosas. Labuena señora Jolks, que vino abuscarnos a dicho lugar, estabanerviosísima; creo que era su primeravisita a la metrópolis, y se hallabaproporcionalmente acalorada yfachendosa, amén de aterrorizada por eltren, así que no intercambiamos muchasúltimas palabras.

Me quedé mirando a la pobre Milly,con la cabeza fuera de la ventanillaagitando la mano en señal de despedida,hasta que la curva de la carretera y elmacizo de añosos frenos la ocultaron,junto con el carruaje, de mi vista. Misojos volvieron a llenarse de lágrimas, yemprendí el camino de regreso a

Bartram, con la honrada Mary Quince ami lado.

—No se lo tome tan así, señorita;todo pasará en un santiamén, tres mesesno son nada —dijo, sonriendobondadosamente.

Yo sonreí a través de mis lágrimas,besé a la buena criatura y, una al lado dela otra, entramos de nuevo por la verja.

Aquel joven delgado, vestido depana, al que había visto hablar con la«Guapa» la mañana de nuestro primerencuentro con aquella juvenil amazona,estaba esperando nuestro regreso con lallave en la mano. Estaba de pie,semioculto tras el portillo abierto. Alpasar junto a él vislumbré unas mejillas

hundidas y cetrinas, unos ojos tímidos yuna nariz aguda y respingona. Me estabaobsequiando con un subrepticioescudriñamiento y parecía evitar mimirada, pues cerró el portónrápidamente y se entretuvo en echarle lallave, para a continuación, con la puntade su grueso zapato, ponerse a raeralgunos cardos que crecían por allícerca, dándonos la espalda todo eltiempo.

Se me antojó reconocer susfacciones y pregunté a Mary Quince:

—¿Has visto alguna vez a ese joven,Quince?

—De cuando en cuando le trae a sutío piezas de caza, señorita, y echa una

mano en el jardín, según creo.—¿Sabes cómo se llama, Mary?—Le llaman Tom, pero no sé qué

más, señorita.—Tom, por favor, Tom, ven aquí un

momento —le llamé.Tom se dio la vuelta y se acercó

lentamente. Sus modales eran máscorteses que los habituales entre lasgentes de Bartram, pues bruscamente sequitó, con un payasesco respeto, suamorfo gorro de piel de conejo.

—Tom, ¿cuál es tu apellido… Tomqué? Dímelo, buen hombre.

—Tom Brice, señora.—¿No te he visto yo a ti antes, Tom

Brice? —proseguí, pues sentía excitada

mi curiosidad, y con ella sentimientosmucho más graves, ya que sin dudaexistía un parecido entre las faccionesde Tom y las de aquel postillón que mehabía mirado con tanta dureza al pasarjunto al carruaje en el campo de conejosde Knowl la tarde en que se produjeraaquel desafuero que turbó la paz deltranquilo lugar.

—A lo mejor, señora —contestó,con gran serenidad, con los ojos bajos,puestos en los botones de sus polainas.

—¿Eres un buen cochero… sabesllevar bien un coche?

—Llevo un arado con otros muchosmozos de los alrededores —respondióTom.

—¿Has estado alguna vez en Knowl,Tom?

Tom se quedó con la boca abierta,del modo más inocente.

—Alguna vez.—Mira, Tom, aquí tienes media

corona.No anduvo remiso en cogerla.—Eso está muy bien —dijo Tom,

asintiendo con la cabeza tras lanzar unapenetrante mirada a la moneda.

Me es imposible decir si el términolo refirió a la moneda, a su buena suerteo a mi generosidad.

—Y ahora, Tom, vas a decírmelo:¿has estado alguna vez en Knowl?

—Puede que sí, señora, pero no me

acuerdo de ese sitio… no.Mientras Tom decía esto de forma

muy reflexiva, como alguien que ama laverdad, esforzándose, en honor de ésta,por recordar, tiró en el aire dos o tresveces la moneda y la volvió a coger,mirándola todo el tiempo con la mayorfijeza.

—Vamos, Tom, haz memoria y dimela verdad; si lo haces seré tu amiga.¿Eras tú el postillón de un coche quellevaba a una dama y, creo, a varioscaballeros que fueron a la finca deKnowl, donde merendaron en la hierba yhubo… una… una riña con losguardabosques? Trata de recordar, Tom;te doy mi palabra de honor que no te vas

a meter en ningún lío, y en cambio yoprocuraré serte útil.

Tom guardó silencio mientras, con laboca abierta y una expresión vacía,contempló revolotear por dos veces lamoneda en el aire y, cogiéndola en lamano con un ruidito seco, se la metió enel bolsillo y dijo, sin dejar de mirar enla misma dirección:

—En mi vida he sido postillón,señora. No sé nada de ese sitio, aunquea lo mejor he estado allá, Knowl. No hesalido nunca de Derbyshire, menos tresveces a la feria de Warwick concaballos, por tren, y dos a York.

—¿Estás seguro, Tom?—Seguro, señora.

Y con esto, Tom hizo otro gañanescosaludo y puso punto final a laconferencia apartándose del camino yponiéndose a dar voces hacia unas resesque habían invadido el terreno.

En este intento de identificación nohabía llegado a sentirme tan próxima ala certeza como en el caso de Dudley.Incluso en cuanto a la identidad deDudley con el hombre de ChurchScarsdale, mi confianza había idodecreciendo día a día, y, de hecho, si mehubieran propuesto someterla a laprueba de una apuesta, no creo quehubiera, para decirlo en el lenguaje delos deportistas, «respaldado» miopinión original. Existía, sin embargo, la

suficiente incertidumbre para ponermeincómoda; y he aquí otra incertidumbremás, para aumentar la desagradablesensación de ambigüedad.

En nuestro camino de regresopasamos junto a los blanqueantestroncos y ramas de varias hileras derobles descortezados, unos al lado deotros, algunos cuarteados por el hacha,quizá vendidos, pues sobre ellos seveían grandes letras y números romanospintados con tiza roja. Al pasar de largosuspiré, no porque aquello fuese unaacción indebida, dado que en realidadme inclinaba más bien a creer que el tíoSilas estaba bien aconsejado encuestiones legales, sino porque allí, ay,

yacían abatidos los grandes y añososornamentos familiares de Bartram-Haugh, que no podrían ser sustituidoshasta no pasar siglos y bajo cuyasextendidas ramas los Ruthyn, hacíatrescientos años, habían practicado lacetrería y la caza.

En uno de aquellos troncos me sentéa descansar, mientras Mary Quincecorreteaba por los alrededores enexploraciones sin objeto. Estaba asísentada, sin prestar atención a nada,cuando pasó por mi lado aquellamuchacha, Meg Hawkes, llevando uncesto.

—¡Ssss! —dijo en un rápidobisbiseo al pasar, sin alterar el paso ni

levantar la vista—. No me hable ni memire…, mi padre nos está espiando; selo diré a la vuelta.

«¿A la vuelta?»… ¿Qué queríaaquello decir? Tal vez que iba a regresary que así al pasar, sin detenerse, nopodía decir más de lo que había dicho;decidí, así pues, esperar un ratito a veren qué quedaba la cosa.

Poco después miré a mi alrededor yvi a Dickon Hawkes —Pegtop, como lapobre Milly lo llamaba—, con un hachaen la mano, merodeando entre losárboles con aire espeluznante.

Habiéndose dado cuenta de que yole había visto, se llevó, con gesto hosco,la mano al sombrero y, al poco, pasó a

mi lado, mascullando para sus adentros.Estaba claro que no podía comprenderqué era lo que me había traído a aquellaparte en concreto del Bosque del Molinode Viento, y me lo hacía ver con laexpresión de su semblante.

Su hija volvió a pasar a mi lado,pero esta vez él estaba cerca, y lamuchacha guardó silencio. Su siguientepasada tuvo lugar en un momento en quePegtop se hallaba a cierta distancia,haciendo unas preguntas a Mary Quince;y cuando estaba a mi altura, ycomportándose de la misma manera queantes, me dijo:

—Por nada del mundo se quede asolas con Dudley en ningún sitio.

El requerimiento era tansorprendente, que a punto estuve deinterrogar a la muchacha, pero mecontuve y me puse a esperar que en sussucesivas pasadas fuese más explícita.No dijo, sin embargo, una sola palabramás, y como el viejo Pegtop no nosquitaba de encima sus celosos ojos, meabstuve de hacer pregunta alguna.

En aquel oráculo había vaguedad ysugestión suficientes como para dartrabajo a la mente durante muchas horasde angustiosas conjeturas y muchashorribles noches en vela. ¿Jamás habríade hallar la paz en Bartram-Haugh?

Habían transcurrido ya diez días deausencia de Milly, y de mi soledad,

cuando mi tío me mandó llamar a suhabitación.

Al ver a la vieja Wyat de pie en lapuerta, farfullando y gruñendo sumensaje, el corazón se me vino abajodentro de mí.

Era una hora tardía —esa en la queaquellos que son presa del desánimosienten con más fuerza sus angustias—,cuando la fría grisura del crepúsculo haadquirido sus tonalidades másprofundamente sombrías, antes de que seenciendan las animosas bujías y caiga latranquilizante quietud de la noche.

Cuando entré en la sala de estar demi tío —no obstante hallarse abiertaslas contraventanas, a través de las

cuales eran visibles los pálidos rayos dela luz crepuscular, cual angostos lagosen las simas de las oscuras nubes por eloeste—, ardía un par de velas: una deellas estaba sobre la mesa-escritorio, laotra encima de la repisa de la chimenea,ante la cual se encorvaba su alta ydelgada figura. Su mano reposaba sobrela repisa, y la luz de la vela, justoencima de su cabeza inclinada,iluminaba las hebras de plata de sucabello. Parecía sumido en lacontemplación de los rescoldos que seconsumían, y su aspecto era el de unaauténtica estatua del abandono, eldesánimo y la decrepitud.

—¡Tío! —me aventuré a decir, tras

haber permanecido algún tiempoinadvertida junto a su mesa.

—Ah, sí, Maud, mi querida niña…,mi querida niña.

Se volvió, con la vela en la mano,sonriéndome con su doliente sonrisa deplata. Nunca hasta entonces, pensé, lehabía visto andar con pasos tan rígidos yvacilantes.

—Siéntate, Maud…, por favor,siéntate ahí.

Me senté en la silla que me indicó.—Desde mi aflicción y mi soledad,

Maud, te he invocado como a unespíritu, y tú te has aparecido.

Con sus dos manos rozando la mesase me quedó mirando en una postura

algo agachada; no había llegado asentarse. Seguí callada hasta que tuvieraa bien hacerme alguna pregunta odirigirse a mí.

Finalmente, irguiéndose y mirandohacia lo alto, con un impetuoso fervor—las puntas de los dedos elevadas yexhalando un débil fulgor bajo aquellatenue mezcla de luces—, dijo:

—No, doy las gracias a mi Creador,pues no estoy del todo abandonado.

Otro silencio, durante el cual memiró con fijeza y musitó, cual siestuviera pensando en voz alta:

—¡Mi ángel de la guarda…, miángel de la guarda! Maud, tú tienescorazón.

Súbitamente se dirigió a mí.—Escucha por unos instantes el

llamamiento que te hace un anciano cuyocorazón está roto… tu tutor… tu tío… tusuplicante. Había decidido no volverte ahablar más del asunto, pero estaba en unerror. A ello me indujo el orgullo… elpuro orgullo.

Durante la pausa que siguió me sentí,por turnos, palidecer y arrebolarme.

—Me siento muy desgraciado…,muy cerca de la desesperación. ¿Quéqueda de mí…, qué queda? La Fortuname ha maltratado al máximo… arrojadocontra el polvo, sus ruedas han pasadosobre mí; y el mundo servil, que sigue enpos de su carro como la chusma,

pisotean al maltrecho y mutilado. Todoesto ha pasado sobre mí, dejándomelleno de cicatrices, y exangüe, en estasoledad. No fue culpa mía, Maud…, tedigo que no lo fue; no tengoremordimientos, aunque sí pesares, cuyorecuento excede mi capacidad, y todosmarcados a fuego. Cuando la gentepasaba por Bartram y contemplaba susterrenos entregados a la desidia y suschimeneas sin humo, consideraban micalamitosa situación, me figuro, comouna de las peores a las que un hombreorgulloso podía verse reducido. Eranincapaces de imaginar ni la mitad de suspenalidades. Pero este viejoenfebrecido…, este antañón

epiléptico…, este anciano espectro deagravios, calamidades y locuras, tieneaún una esperanza… mi varonil aunqueinculto hijo…, el último vástagomasculino de los Ruthyn. Maud, ¿lo heperdido? Su suerte… mi suerte… la deMilly, me es dado decir: todos nosotrosnos hallamos a la espera de tu sentencia.Dudley te ama, como sólo los muyjóvenes saben amar, y ello sólo una vezen la vida. Te ama desesperadamente…,un carácter sumamente afectuoso… unRuthyn, la mejor sangre de Inglaterra…,el último hombre de la estirpe; y yo… sile pierdo, lo pierdo todo; y me verás enmi ataúd, Maud, antes de muchos meses.Me hallo ante ti en la actitud de un

suplicante… ¿habré de ponerme derodillas?

Sus ojos estaban fijos en mí con laluz de la desesperación, sus nudosasmanos entrelazadas, su figura enterainclinada hacia mí. Me encontrabaindeciblemente conmocionada yapenada.

—¡Oh, tío, tío! —exclamé, y lapropia excitación me hizo echarme allorar.

Vi que sus ojos estaban clavados enmí con un lúgubre escudriñamiento.Pienso que adivinaba la naturaleza de mizozobra; pero, no obstante, decidiópresionarme mientras continuara midesvalida turbación.

—Ya ves mi incertidumbre… mimiserable y pavorosa incertidumbre. Túeres buena, Maud; amas la memoria detu padre y sientes piedad por el hermanode tu padre; ¿serías capaz de no decirno, y colocarle una pistola en la sien?

—¡Oh, yo debo… debo… tengo quedecir no! ¡Oh, tío, hágame esta gracia,por amor de Dios! No me pregunte… nome presione. Jamás podría… nunca,hacer lo que me pide.

—¡Sea, Maud…! ¡Cedo, queridamía! No te presionaré. Dispondrás detiempo, tu tiempo, para pensártelo.Ahora no aceptaré respuesta alguna…no, no, ninguna, Maud.

Y al decir esto levantó su fina mano

para silenciarme.—Bien, Maud, ya basta. Te he

hablado con franqueza, como siempre tehablo, tal vez con demasiada franqueza,pero la desesperación y el extremodolor han de decir lo que llevan dentro,y suplicar, incluso al más endurecido ycruel.

Dichas estas palabras, el tío Silasentró en su dormitorio y cerró la puerta,no violentamente pero sí con manodecidida, y creo que oí un lamento.

Me apresuré a volver a mihabitación. Me hinqué de hinojos y digracias al cielo por la firmeza que mehabía concedido; no podía creerme quehubiera sido la mía.

Aquella renovada propuestamatrimonial en nombre de mi odiosoprimo tuvo como resultado el que mesintiera más desdichada de lo que soycapaz de describir. La porfía de mi tíohabía adquirido tales proporciones queresistirla se convirtió en una especie detormento. Pensé en la posibilidad deenterarme de que se hubiera quitado lavida, y cada mañana me sentía aliviadaal oír que seguía estando como decostumbre. Desde entonces me heasombrado con frecuencia de mifirmeza. Durante aquella espantosaentrevista con mi tío me había sentido,en el torbellino y el horror en que sehallaba mi mente, en un tris de ceder, al

igual que de las personas medrosassuele decirse que se arrojan alprecipicio de puro miedo a caer en él.

C A P Í T U L O L I

SARAH MATILDA SALE ALA LUZ

UN día, transcurrido cierto tiempodespués de esta entrevista, me hallaba,harto triste, en mi habitación, mirandodistraídamente por la ventana encompañía de la buena de Mary Quince, aquien, ya fuera en la casa o en mismelancólicos paseos, tenía siempre a milado, cuando fui sobresaltada por unasestridentes voces de mujer que, con

violento histerismo, en una especie defuria, parloteaban con gran rapidez entresollozos y casi alaridos.

Me levanté, mirando fijamente haciala puerta.

—¡Dios bendito! —exclamó lahonrada Mary Quince, con los ojos muyabiertos, al igual que la boca, clavandosu mirada en la misma dirección.

—Mary… Mary, ¿qué será eso?—¿Le estarán pegando a alguien ahí

fuera? No sé de dónde viene —dijoQuince entrecortadamente.

—¡Quiero verla… quiero verla…!¡Es ella a quien quiero ver! ¡Oo…hoo… hoo… oo… o… a la señoritaRuthyn de Knowl… hoo… hoo… oo!

—Pero ¿quién puede ser? —exclamé, perpleja y aterrorizada.

Era evidente que las voces sonabanya muy cerca, y entre ellas llegó a misoídos la de nuestro apacible ytambaleante mayordomo, el cual, a todasluces, reconvenía a la afligida damisela.

—¡He de verla! —continuó ésta,vertiendo todo un torrente de soecesinjurias contra mí, lo cual súbitamenteaguijoneó en mí un sentimiento de rabia.¿Qué había hecho yo para temer a nadie?¿Cómo se atrevía nadie, en casa de mitío, en mi propia casa, a mezclar minombre con todas aquellas groserías?

—¡Por lo que más quiera, señorita,no salga! —exclamó la pobre Quince—.

¡Debe de ser alguien con unaborrachera!

Pero me sentía soliviantada y, tontacomo era, abrí la puerta de golpe yexclamé con altivez:

—Aquí está la señorita Ruthyn deKnowl, ¿quién quiere verla?

Una joven blanca y sonrosada, denegros bucles, violenta, llorosa,estridente y parlanchina, había dejadoatrás de un brinco el último peldaño dela escalera y sacudía su vestido en elrellano mientras el anciano y pobreGiblets, como solía llamarle Milly,marchaba en pos de ella entre regañinasy súplicas sin cuento, perfectamentedesatendidas por la joven.

Echarme a los ojos a aquellapersona y pensar que era la misma damaque viera en el coche en el campo deconejos de Knowl, fue una y la mismacosa. Pero un instante después me asaltóla duda, y al siguiente la duda fue aúnmayor. Esta era decididamente másdelgada, y en absoluto iba vestida contan señorial atuendo como aquélla. Talvez apenas existía parecido entre ambas.Comencé a desconfiar de todas estassemejanzas y a imaginar, con unestremecimiento, que su origen estabaacaso tan sólo en mi enfermizo cerebro.

Al verme, esta damita —la cual,según la impresión que me produjo,pertenecía en buena medida a la especie

de las taberneras o doncellas domésticas— se secó los ojos fieramente y, con elsemblante encendido, me conminóperentoriamente a que le dejara ver a su«legítimo marido». Su estentóreo,insolente y desaforado ataque surtió elefecto de aumentar mi indignación. Seme ha olvidado lo que le dije, perorecuerdo muy bien que sus modales sehicieron mucho más decorosos. Estabaclaro que se hallaba bajo la impresiónde que yo pretendía apropiarme de sumarido o, al menos, de que éste queríacasarse conmigo. Iba tan deprisa y suarenga era tan apasionada, incoherente eininteligible, que pensé que no estaba ensus cabales. Lejos se encontraba de

estarlo, sin embargo. Creo que si mehubiera permitido aunque sólo fuese unsegundo de reflexión, habría dado con elsentido de lo que quería decir. Pero, asílas cosas, nada podía dejarme másperpleja que aquello, hasta que,sacándose del bolsillo un mugrientoperiódico, señaló una determinadagacetilla, ya suficientemente puesta derelieve por unas dobles rayas trazadascon tinta roja en sus laterales. Era unperiódico de Lancashire, de hacía unasseis semanas, muy raído y manchadopara su tiempo de existencia; recuerdo,en concreto, una mancha circular, decafé o cerveza negra, impronta de lasposaderas de algún vaso. La gacetilla

daba cuenta de un acontecimientoacaecido con un año, o más, deanterioridad respecto a la fecha de lapublicación, y decía así:

«BODA. —El martes 7 de agosto de18…, en la iglesia de Leatherwig, elRev. Arthur Hughes procedió a unir enmatrimonio al señor Dudley R. Ruthyn,único hijo y heredero del señor SilasRuthyn, de Bartram-Haugh, Derbyshire,con la señorita Sarah Matilda, hijasegunda del señor John Mangles, deWiggan, en este condado».

La lectura de aquel anuncio no meprodujo, al principio, sino estupor, peroal momento siguiente me sentícompletamente aliviada. Y con un

semblante que mostraba, tengo porcierto, mi intensa satisfacción —pues ladamita me miraba con considerablesorpresa y curiosidad—, dije:

—Esto es importantísimo. Tieneusted que ver inmeditamente al señorSilas Ruthyn. Estoy segura de que loignora todo sobre el particular. Laconduciré a usted a su presencia.

—Seguro que lo ignora… eso me losé yo muy bien —contestó ella,siguiéndome con un contoneoautoafirmativo y un estruendoso susurrarde seda barata.

Cuando entramos, el tío Silaslevantó la vista desde el sofá y cerró suRevue des Deux Mondes.

—¿Qué es todo esto? —inquiriósecamente.

—Esta señora ha traído un periódicoque contiene una extraordinariaafirmación que atañe a nuestra familia—respondí.

El tío Silas se puso en pie y lanzó ala desconocida damita una mirada dura yescudriñante.

—¿Algún libelo, supongo, en elperiódico? —dijo, alargando la manopara cogerlo.

—No, tío… no; sólo una boda —contesté.

—¡No será Mónica! —dijo, altomarlo en su mano—. ¡Uf! Todo élhuele a tabaco y cerveza —añadió,

echando sobre el papel un poco de eaude cologne.

Lo alzó con una mezcla decuriosidad y desagrado, volviendo aexclamar «¡uf!», mientras lo hacía.

Leyó el párrafo y, en tanto lo leía, elcolor de su tez pasó del blanco a gris deplomo. Levantó los ojos y, durante unossegundos, se quedó mirando a la joven,la cual parecía algo amedrentada anteaquella extraña presencia.

—Y usted es, supongo, la jovenseñora, Sarah Matilda, née Mangles, quees mencionada en esta gacetilla —dijoen un tono que cabría haber calificadocomo menospreciativo, de no haber sidoporque la voz le temblaba.

Sarah Matilda asintió.—Mi hijo, me figuro, está

localizable. Se da la circunstancia deque hace varios días que le escribí paradecirle que suspendiese el viaje yvolviera aquí… hace varios días —repitió con lentitud, como alguien cuyopensamiento se ha alejado remotamentedel tema sobre el que estaba hablando.

Había hecho sonar la campanilla, yla vieja Wyat, que siempre estabazascandileando en las cercanías de sushabitaciones, entró.

—Quiero aquí a mi hijoinmediatamente. Si no está en la casa,manda a Harry a los establos; si no estáallí, que se le vaya a buscar sin demora.

Si está en Feltram, o más lejos, queBrice coja un caballo y el señoritoDudley vuelva montándolo. Ha depresentarse aquí sin pérdida de un soloinstante.

Transcurrió casi un cuarto de hora, alo largo del cual, cada vez que el tíoSilas se acordaba de la joven señora, lahacía objeto de un trato hiperrefinado yceremoniosamente cortés, el cual, porlas trazas, a ella le hacía sentirseincómoda e incluso un poco tímida, y,ciertamente, impidió la reanudación delas lamentaciones e invectivas quedesde la cabecera de las escalerasllegaran tenuemente hasta los oídos demi tío.

Mas la mayor parte del tiempo, el tíoSilas parecía haberse olvidado denosotros, de su libro y de todo cuanto lerodeaba, recostado en un rincón delsofá, con el mentón sobre el pecho y, ensus facciones, unos trazos tanhorriblemente sombríos, que me hacíanpreferir mirar hacia cualquier otro sitio.

Finalmente oímos sobre elentarimado de roble las pisadas de lasgruesas botas de Dudley, y, tenue yamortiguado, el sonido de su vozmientras interrogaba a la vieja Wyatantes de entrar en la sala de audiencias.

Pienso que se imaginaba un visitantemuy distinto y que no esperaba ver aaquella damita en concreto, la cual, al

entrar él, se levantó de su silla, hecha unoportuno mar de lágrimas, y exclamó:

—¡Oh, Dudley, Dudley…! ¡Oh,Dudley, cómo pudiste…! ¡Oh, Dudley, tupobre Sal! ¿Cómo pud… cómo…? ¡A tulegítima esposa!

Estas y muchas cosas más, conmejillas que chorreaban como loscristales de una ventana bajo unaguacero de tormenta, pronunció SarahMatilda con toda su oratoria,zarandeando sin parar de arriba abajo elbrazo de Dudley, al que se aferraba,como quien manipula la manivela de unabomba de agua. Pero Dudley estabamanifiestamente pasmado y sin habla.Durante mucho rato se quedó mirando a

su padre boquiabierto y tan sólo melanzó a mí una mirada furtiva; y, con lacara y la frente coloradas, se puso acontemplar sus botas y luego otra vez asu padre, el cual continuaba en la mismapostura que he descrito y con la mismarepelente y melancólica intensidad en laexpresión de su extraño semblante.

De pronto, como alguienquisquilloso a quien un ruido viene aturbar su sueño, Dudley se despertó, porasí decirlo, sobresaltado, presa de unaexasperación a medias contenida, y, deun empellón, se quitó de encima a lamujer, mascullando un juramento cuandoésta tropezó involuntariamente con unasilla de forma más violenta de lo que

resultara agradable.—A juzgar por su aspecto y su

comportamiento, señor, casi puedoanticipar sus respuestas —dijo mi tío,dirigiéndose a él súbitamente—. Tengala bondad de dominarse por unmomento, con su permiso, madame(entre paréntesis a nuestra visitante). ¿Esesta joven la hija de un tal señorMangles, y es su nombre Sarah Matilda?

—Me figuro —contestó Dudleyapresuradamente.

—¿Es su esposa de usted?—¿Que si es mi esposa? —repitió

incómodo.—Sí, señor; la pregunta es sencilla.Durante todo este rato Sarah Matilda

estaba metiendo perpetuamente baza enla conversación, siendo a duras penassilenciada por mi tío.

—Bueno, eso es lo que ella dice,¿no? —replicó Dudley.

—¿Es su esposa de usted, señor?—A lo mejor ella lo considera así,

según y como —respondió condescarada desfachatez, al tiempo quetomaba asiento.

—¿Cuál es su opinión al respecto,señor? —persistió mi tío.

—No tengo ninguna opinión —replicó Dudley con aspereza.

—¿Es cierta esta información? —dijo mi tío, alargándole el periódico.

—Eso es lo que nos quieren hacer

creer, en todo caso.—Responda directamente, señor.

Tenemos nuestras ideas al respecto. Sies cierto, es susceptible de toda prueba.Le estoy preguntando a usted a fin de noperder tiempo. De nada sirve mistificar.

—¿Quién lo niega? ¡Es cierto… yaestá!

—¡Ya está! ¡Sabía que lo diría! —chilló la joven histéricamente, con unaextraña carcajada de júbilo.

—¡Cierra el pico! ¿Quieres? —rugióDudley salvajemente.

—¡Oh, Dudley, Dudley, cariño mío!¿Qué te he hecho yo?

—Arruinarme, eso es todo.—¡Oh, no, no, no, Dudley! Sabes

muy bien que nunca lo haría…, quejamás podría hacerte daño, Dudley. ¡No,no, no!

Dudley dibujó en sus labios unamueca sonriente y, con un bruscomovimiento de su cabeza ladeada, dijo:

—Espera un poquitín.—¡No te enfades, Dudley, cariño!

No quería decir eso. Yo no te haría dañoni por todo el oro del mundo. Nunca.

—Bueno, no importa. Tú y los tuyosme disteis el pego divinamente, y ahorame has atrapado…, eso es todo.

Mi tío se echó a reír con una risamuy extraña.

—Lo sabía, por supuesto; y por mihonor, madame, usted y él hacen una muy

buena pareja —dijo el tío Silas con unasonrisa despectiva.

Dudley no contestó nada, pero en sumirar había fiereza.

¡Y teniendo esta joven esposa, con laque, pobrecilla, tan poco tiempo hacíaque se había casado, el ruin villano mehabía pedido a mí en matrimonio!

Tengo la certeza de que mi tío eratan absolutamente ignorante como yo deaquel nexo, y, por tanto, no había tenidoparticipación alguna en aquellaaterradora maldad.

—Y he de felicitarte, muchacho, porhaber sabido hacerte con el afecto deuna joven muy adecuada y vulgar.

—No soy el primero en la familia

que ha hecho lo mismo —le devolvió lapulla Dudley.

Ante este dicterio, por un instante elanciano se sintió desbordado por lafuria. Se puso de inmediato en pie,temblando de pies a cabeza. Jamás vi unsemblante igual —como el de esosdemonios grotescos que contemplamosen las naves laterales y en las cruceríasde las iglesias góticas—, una muecapavorosa, simiesca y demencial, y sufina mano cogió su bastón de ébano y loagitó perláticamente en el aire.

—¡Si me tocas con eso te harépedazos, por…! —gritó Dudley, furioso,alzando las manos y los hombrosbruscamente, como le viera hacer

cuando luchó con el capitán Oakley.Por un momento aquella imagen

quedó en suspenso ante mí, y lancé unagudo grito, aterrorizada, diciendo norecuerdo qué. Pero el anciano, aquelveterano de muchas escenas agitadas enlas que los hombres disfrazan suferocidad tras tonos sosegados ybarnizan su furia con sonrisas, no habíaperdido totalmente su autodominio. Sevolvió hacia mí y dijo:

—¿Sabe lo que está haciendo?Y, con una gélida risita de desprecio,

su alta y delgada frente aún arrebolada,se sentó temblando.

—Si quieres decirme algo, teescucharé. Puedes reñirme todo lo que

quieras. Lo aguantaré.—¡Oh! ¿Tengo permiso para hablar?

Gracias —dijo el tío Silas con unasonrisa de escarnio, volviendo sus ojoslentamente hacia mí y echándose a reírcon una risa helada.

—Que te metas conmigo no meimporta, pero lo otro, eso no lo vas ahacer, ¿sabes? Yo un golpe no loaguanto… venga de quien venga.

—Bien, señor, beneficiándome de supermiso para que hable, ¿puedo hacer laobservación de que no recuerdo elnombre de Mangles entre las viejasfamilias de Inglaterra? Es de presumirque la ha escogido usted principalmentepor sus gracias y virtudes.

La señora Sarah Matilda, no dando aeste cumplido exactamente el mismosignificado que le daba el tío Silas, hizouna pequeña reverencia, no obstante suagitación, y, enjugándose las lágrimas delos ojos, dijo, con una gimoteantesonrisa:

—Es usted muy amable, vaya que sí.—Confío, por ambos, en que ella

tenga un poco de dinero, de lo contrariono sé cómo vais a vivir. Paraguardabosque eres demasiado perezoso,y no creo que pudieras regentar unataberna, pues eres excesivamente adictoa la bebida y las peleas. Lo único quetengo perfectamente claro es que tú y tuesposa habréis de encontrar otra

morada, que no ésta. Os marcharéis estatarde; y ahora, señor y señora Ruthyn,pueden ustedes retirarse de estahabitación, si hacen el favor.

El tío Silas se había levantado y leshizo una de sus viejas inclinacionescortesanas, sonriendo con una sonrisacadavérica y señalando la puerta con sustrémulos dedos.

—Venga, vámonos —dijo Dudley,rechinando los dientes—. Tú aquí ya notienes nada que hacer.

Sin entender del todo la situación,pero con un lastimero semblante deperplejidad, la joven hizo una rápidareverencia de despedida en la puerta.

—¿Querrás terminar de una vez? —

ladró Dudley, en un tono que le hizo darun brinco. Y de pronto, sin mirar a sualrededor, Dudley salió tras ella de lahabitación a grandes zancadas.

—Maud, ¿cómo me recobraré deesto? ¡Ese vulgar canalla…, ese payaso!¡Qué abismo al que nos vemosabocados! Se esfumó mi últimaesperanza… No me espera ya sino laruina más total e irreparable.

Estaba pasando sus trémulos dedosde arriba abajo por la repisa de lachimenea, como quien busca algo, y asícontinuó, con la mirada fija, desvaída yvacía, aunque allí no había nada.

—Ojalá, tío…, no sabes cuánto lodeseo…, pudiera serte de alguna

utilidad. ¿Tal vez puedo?Se volvió hacia mí y me miró con

ojos penetrantes.—Tal vez puedas —repitió

lentamente, como un eco—. Sí, tal vezpuedas —volvió a decir, esta vez conmás rapidez—. Va… vamos a ver…pensemos… ¡ese condenado!…, ¡micabeza!

—¿No se siente usted bien, tío?—Oh, sí, muy bien. Hablaremos esta

tarde… te mandaré llamar.Encontré a Wyat en la habitación de

al lado y le dije que se apresurase, puespensé que mi tío se encontraba mal.Espero que no fuese demasiado egoístapor mi parte, pero tan grande se había

hecho mi horror a verle en uno de susextraños accesos, que me marché de lahabitación precipitadamente…, en partepara evitar el riesgo de que me pidieranquedarme.

En Bartram-Haugh las paredes songruesas y profundo el nicho del vano delas puertas. Al cerrar la de mi tío, oí lavoz de Dudley en la escalera. No queríaser vista por él ni por su «señora»,como su pobre esposa se llamaba a símisma, la cual, al salir yo, se hallabaentregada a un vehemente diálogo conél, de modo que, no deseando volver aentrar en la habitación de mi tío,permanecí inmóvil, oculta en elenvolvente marco de la puerta, posición

desde la que oí a Dudley decir en unsalvaje gruñido:

—Te vas a volver por donde hasvenido. Contigo no me voy, si eso es loque pretendías… ¡Maldita sea tuestampa!

—¡Oh, Dudley, cariño! ¿Qué hehecho yo…, qué te he hecho para que meodies así?

—¿Que qué has hecho? ¡Malabestia! ¡Con tu maldita palabrería hasconseguido que nos echen y nosdeshereden, eso es todo! ¿No te parecebastante?

No pude oír sus sollozos ni lasestridentes voces de su réplica, pueshabían comenzado a bajar las escaleras,

pero Mary Quince me informó,horrorizada, de que le vio a él meterla aella a empujones en el cabriolé, como semete un haz de heno en un pajar, y hastaque el coche partió él estuvo con lacabeza en la ventanilla, increpándola.

—¡Vaya si estaba riñendo a la pobrecriatura! Me di cuenta por el modo enque meneaba la cabeza…, y el puño lotenía metido dentro y se lo agitaba en sucara…, parecía un mal bicho…, y ellallorando como una niña y venga a mirarpara atrás y a decirle adiós con elpañuelo mojado…, pobrecilla, y tanjovencita. ¡Qué pena, Dios mío! Muchasveces pienso, señorita, que qué bien elno haberme casado nunca. Y el caso es

que a todas nos gusta pescar un marido,con la poca gente que hay que sea felizcuando están juntos. Es un mundoextraño éste, y a lo mejor los solterosson, después de todo, los que mejor selo pasan.

C A P Í T U L O L I I

EL DIBUJO DE UN LOBO

AQUELLA tarde bajé en busca de unlibro a la sala de estar que nos habíasido asignada a Milly y a mí —mi buenaMary Quince siempre atendiéndome—.La puerta se hallaba un poco abierta, yme sobresalté al ver la luz de una vela,así como un considerable aroma detabaco y aguardiente que provenían dellado de la chimenea.

Encima de mi mesita de trabajo, que

Dudley había corrido junto al fuego,estaba su pipa, su frasco de aguardientey un vaso vacío, y él, con un pie sobre elguardafuegos, el codo en la rodilla y lacabeza reposando sobre la mano, estabasentado llorando. Al estar situado algode espaldas con respecto a la puerta, noadvirtió nuestra presencia, de modo quele vimos pasarse los nudillos por losojos y oímos los sonidos de su egoístalamentación.

Mary y yo nos marchamossigilosamente, dejándole el cuarto enposesión y preguntándonos cuándo semarcharía de la casa, de acuerdo con lasentencia que habíamos oído pronunciar.

Me sentí encantada de ver al anciano

Giblets atar calmosamente las correasde su equipaje en el recibidor yenterarme por el mayordomo, en uncuchicheo, que iba a marcharse aquellatarde por tren, aunque Giblets no sabíaadonde.

Una media hora más tarde, MaryQuince, en una salida dereconocimiento, se enteró por la viejaWyat en el pasillo que acababa de irse atomar el tren.

¡Loado sea el cielo por estaliberación! Había sido expulsado unespíritu maligno y la casa ofrecía unaspecto más luminoso y feliz. Hasta queno me hube acomodado en el silencio demi habitación no empezaron a desfilar

ante mi memoria en ordenada procesiónlas escenas e imágenes de aquel agitadodía, y por vez primera, con unasobrecogedora sensación de horror y unperfecto éxtasis de gratitud, supeapreciar el valor de mi escapada y lainmensidad del peligro que me habíaamenazado. Puede que fuera unamiserable flaqueza…, pienso que lo fue.Pero yo era joven, medrosa, y me veíaafligida por una fastidiosa especie deconciencia moral que en ocasiones sevolvía loca e insistía, tanto enpequeñeces como en cosas importantes,en sacrificios que ahora mi razón measegura eran absurdos. Dudley meinspiraba absoluto horror, pero, no

obstante, de haber persistido durantemucho tiempo aquel sistema desolicitaciones, aquella horrenda ydirecta apelación a mi compasión, aquelcolocar mi endeble condición demuchacha en el sitial de árbitro de lasesperanzas y desesperaciones de mianciano tío, mi resistencia podría habersufrido un desgaste —¿quién puededecirlo?— y haberme hecho caer en elautosacrificio, exactamente del mismomodo que en Alemania son atormentadoslos criminales, vigilados e interrogadosaño tras año, incesantemente, hastaconducirlos a una suerte de demenciaque, exhaustos por la incertidumbre, laiteración, la continencia y la

insoportable fatiga, les hace ponertérmino a todo aquello mediante laautoacusación, con lo cual suben alcadalso infinitamente aliviados… Cabeadivinar, así pues, cuán intenso fue elconsuelo —para alguien que, como yo,era medrosa, carecía de confianza en símisma y se encontraba sola— de saberque Dudley estaba, de hecho, casado, yque la zahiriente porfía que tan sóloacababa de comenzar, se veía silenciadapara siempre.

Aquella noche vi a mi tío. Sentíapiedad por él, pero también miedo.Ansiaba decirle lo deseosa que estabade ayudarle, con sólo que me indicara lamanera. Era algo, en esencia, que ya le

había dicho, pero a lo que ahora le urgíacuciantemente. Se animó; se irguió ensu silla perpendicularmente, con unsemblante ya no débil o vacío, sinoresuelto y escrutador, y que, a medidaque yo hablaba, se fue contrayendo enoscuros pensamientos o cálculos.

Me figuro que hablé de modo hartoconfuso. Siempre me sentía nerviosa ensu presencia; había, supongo, algomesmérico en el extraño tipo deinfluencia que, sin esfuerzo, ejercíasobre mi imaginación.

A veces esto se convertía en unlúgubre pánico, y el tío Silas —cortés,gentil— me parecía indeciblementehorrible. Pues no era ya una fortuita

fascinación de electrobiología. Era algomás. Su naturaleza me resultabaincomprensible. Carecía de la nobleza,el frescor, la blandura o las frivolidadesde una naturaleza humana como la queyo había experimentado, ya fuese dentrode mí o en otras personas. De modoinstintivo percibía que las apelaciones ala simpatía o a los sentimientos nopodían afectarle más de lo que lo haríana un monumento de mármol. Parecíaadecuar su conversación a la estructuramoral de los demás, exactamente igualque, según se dice, los espíritus asumenla forma de los mortales. Para su cuerpoexistían las sensualidades del gourmet,y, tal se me antojaba, ahí concluía su

naturaleza humana. A través de esaestructura semitransparente creía, de vezen cuando, poder vislumbrar la luz o elrelumbre de su vida interior. Pero no laentendía.

Jamás hacía escarnio de lo que erabueno o noble: la más dura de suscríticas jamás podría haberledesmentido en ese particular; y, sinembargo, yo tenía la sensación de que,de algún modo, su ignota naturalezaconstituía una sistemática blasfemiacontra todo ello. Si era un espíritumaligno, no obstante rayaba a ciertamayor altura que el gárrulo y, por otraparte, endeble demonio de Goethe.Asumía los rasgos y la encarnadura de

nuestra naturaleza mortal. Ocultaba lossuyos propios y era un Mefistófelesprofundamente reticente. Conmigo habíasido benévolo y casi siempre me habíahablado con afabilidad, pero ello seasemejaba a la dulce charla de uno deesos duendes del desierto, de los quenos habla la superstición asiática, que,bajo formas amistosas, se aparecen a losrezagados de las caravanas, les hacenseñas desde lejos, los llaman por susnombres y los conducen a donde yanadie los vuelve a encontrar jamás.¿Acaso toda su bondad no era, así pues,sino un brillo fosfóreo que encubría algomás gélido y más pavoroso que latumba?

—Es muy noble por tu parte,Maud…, es angelical; tu compasión porun anciano en la ruina y ladesesperación. Pero me temo que teecharás atrás. Te digo con franqueza quemenos de veinte mil libras no mesacarán del ruinoso atolladero en el queestoy metido… perdido.

—¡Echarme atrás! Lejos de ello. Loharé. Debe de haber algún modo.

—Basta, liberal y joven protectoramía…, celestial entusiasta, basta.Aunque tú no lo hagas, soy yo quien seecha atrás. Jamás podría decidirme aaceptar este sacrificio. ¿Qué significa,incluso para mí, el que se me libre deeste embrollo? Postrado estoy, y

maltrecho, soy un infeliz con cincuentaheridas mortales en mi testa: ¿de quésirve la curación de una si hay tantasotras que no tienen cura? Mejor dejarmeperecer donde caiga, y reservar tudinero para aquellos objetos másdignos, por los que acaso valga la penaahorrar en un futuro.

—Pero yo quiero hacerlo. Debohacerlo. No puedo verle a usted sufrirsin hacer uso del poder que en mismanos tengo de ayudarle —exclamé.

—Basta, querida Maud. La voluntadestá presente… basta: tu compasión y tubuena voluntad son un bálsamo. Déjame,ángel auxiliador; por el momento nopuedo. Si así lo deseas, podemos hablar

de ello otra vez. Buenas noches.Y así nos separamos.Según me enteré después, el

procurador, venido de Feltram, estuvocon él casi la noche entera tratando, envano, de idear conjuntamente algúnmedio por el que yo me viera impedidade actuar. Pero no lo había. Yo no podíaatarme.

Me sentía henchida con la esperanzade ayudarle. ¿Qué era aquella suma paramí, cuantiosa en apariencia? Nada, enverdad. Habría podido desprenderme deella sin percibir siquiera su pérdida.

Cogí un gran volumen en cuarto, deestampas coloreadas, uno de los pocoslibros que había traído conmigo de la

vieja y entrañable casa de Knowl. Loabrí, demasiado excitada como mehallaba para abrigar esperanzas dedormirme en la cama, y comencé a pasarsus páginas, con la mente llena aún deltío Silas y de la suma de dinero con laque confiaba en ayudarle.

Inexplicablemente, uno de aquellosgrabados de colores atrajo mi atención.Representaba la solemne soledad de unbosque; una muchacha, con atuendosuizo, corría despavorida y, mientras lohacía, arrojaba un trozo de carne quehabía tomado de un cestillo que colgabade su brazo. Una manada de lobos laperseguía a través del claro del bosque.

La narración contaba que al regresar

a casa con las compras que había hechoen el mercado, unos lobos se habíanlanzado en su persecución y a duraspenas había logrado escapar a fuerza decorrer a toda velocidad y, de cuando encuando, retardar la persecución a basede ir tirando, trozo por trozo, elcontenido de su cestillo a sus espaldas,a fin de que los hambrientosdepredadores los devoraran y lucharanpor ellos entre sí.

Tal era la estampa que se habíaapoderado de mi imaginación. Me pusea mirarla con interés y curiosidad: habíaalgo en la disposición de los árboles, ensu gran altura y vigorosas ramasentrelazadas, y en la terrible sombra

abajo, que me recordaba una zona delBosque del Molino de Viento por la queMilly y yo habíamos paseado confrecuencia. Luego contemplé la figura dela pobre muchacha, huyendo para salvarla vida y mirando, aterrorizada, porencima del hombro. Luego mis ojos seposaron en la sanguinaria manada, consus fauces abiertas, y en la blanquecinabestia que marchaba a su vanguardia; yacto seguido, me recosté en mi butaca ypensé —tal vez alguna asociaciónlatente sugería una cosa tan pocoprobable— en una magnífica estampaque tenía en mi portafolio y querepresentaba la noble pintura que VanDyke hiciera de Belisario. Mientras me

hallaba reclinada, con un lápiz tracéociosamente en un sobre que habíaencima de la mesa esta pequeñainscripción. Era un mero jugueteo, y,absurdo como parecía, no había en ellamás que un recto significado: ¡«20000libras, date Obolum Belisario»! Miquerido padre había traducido para míla pequeña inscripción latina, y yo lahabía copiado como una especie deejercicio de memoria; y también, quizá,como expresión de esa suerte decompasión que invariablemente suscitóen mí la decadencia y triste sino de mitío. Así pues, metí este pequeño ycurioso memorándum sobre la hojaabierta del libro, y de nuevo la huida, la

persecución y el cebo para mantenerla araya se enseñorearon de mis ojos. Y,junto a la piedra del hogar, oí una voz,según me pareció, decir en un gravecuchicheo: «¡Huye de los colmillos deBelisario!».

—¿Qué es eso? —dije, volviéndomebruscamente hacia Mary Quince.

Mary se levantó, dejando las laboresque estaba haciendo al amor de lalumbre, y se puso a mirarme fijamente,con esa especie de extraño sobrecejoque acompaña al miedo y la curiosidad.

—¿Has hablado? ¿Has dicho algo?—dije, cogiéndola del brazo, pues mesentía muy asustada.

—No, señorita; no, cariño —

respondió ella, pensando a todas luces,que estaba un poquito mal de la cabeza.

No podía caber duda alguna de quehabía sido una jugarreta de laimaginación, y, sin embargo, éste es eldía en que, de volver a hablar, podríareconocer entre mil aquella voz clara ysuave.

A la mañana siguiente, rendida trasuna noche de sueño interrumpido y granagitación, fui convocada a la habitaciónde mi tío.

Me recibió de un modo extraño,pensé. Su manera de comportarse habíacambiado y produjo en mí una impresióndesazonante. Se mostró cortés, amable,sonriente y solícito, como de costumbre;

pero me pareció que a partir de aquelmomento experimentaba hacia mí lamisma semisupersticiosa repulsión queél me había inspirado siempre a mí.Sueño o voz o visión…, ¿quién lo habíahecho? Parecía existir un miedo y unaantipatía inconscientes. Cuando pensabaque yo no le estaba mirando, sus ojos seclavaban en mí a veces por un momentotorvamente, y, cuando yo le miraba, seposaban sobre el libro que tenía delante;y, cuando hablaba, alguien que noestuviera prestando atención a lo quedecía habría supuesto que leía del libroen voz alta.

Nada tangible había salvo esterecular ante el encuentro de nuestros

ojos. He dicho que era amable como decostumbre. Lo era incluso más. Peronuestras naturalezas mostraban un signonuevo: el de repelerse en silencio.Antipatía no podía ser, pues él sabía queyo estaba deseosa de servirle. ¿Eravergüenza? ¿Había en ello una brizna dehorror?

—No he dormido —dijo—. Ha sidopara mí una noche dedicada a lacavilación, y el fruto ha sido éste: queno puedo, Maud, aceptar tu nobleofrecimiento.

—Lo lamento mucho —exclamé, contoda sinceridad.

—Lo sé, querida sobrina mía, yaprecio tu bondad; pero existen muchas

razones, ninguna de ellas innoble,confío, y que en su conjunto lo hacenimposible. No. La gente lo entenderíamal… y mi honor no ha de serimpugnado.

—Pero ello no sería posible, señor;usted jamás me lo ha propuesto. Ellosería siempre, de principio a fin, un actoexclusivamente mío.

—Cierto, querida Maud, pero yo,¡ay!, conozco este mundo calumniador yperverso más de lo que tubienaventurada experiencia puedeconocerlo. ¿Quién oirá nuestrotestimonio? Nadie… nadie en absoluto.La dificultad…, la insuperabledificultad moral radica en que habría de

exponerme a la plausible imputación dehaber influido en ti indebidamente a talfin; más aún: que no podríaconsiderarme por entero libre de culpa.Es obra de tu voluntaria bondad, Maud,pero eres joven e inexperta y yoconsidero mi deber interponerme entretú misma y cualquier manejo con tupatrimonio a una edad tan inmadura.Algunos podrían calificar esto dequijotesco. En mi espíritu es unimperativo de conciencia que me niegoperentoriamente a desobedecer…, ¡pesea que de aquí a tres semanas se recibiráen esta casa un mandamiento judicial!

Yo no sabía muy bien quésignificaba un mandamiento judicial,

pero por dos desgarradoras novelascuyas calamidades me eran familiares,sabía que indicaba algún terribleproceso de tortura y expoliación legal.

—¡Oh, tío! ¡Oh, señor…, no puedeusted permitir que ocurra semejantecosa! ¿Qué dirá la gente de mí? Yademás…, está la pobre Milly… y todolo demás. Piense en lo que sucederá.

—No puede evitarse…, tú no puedesevitarlo, Maud. Escúchame. Seproducirá aquí un embargo, no séexactamente cuándo, pero creo quedentro de algo más de quince días. Mideber es procurar tu bienestar y, portanto, debes marcharte. He dispuesto lascosas de modo que te reúnas con Milly,

por el momento, en Francia, hasta que yotenga tiempo de ocuparme de mí mismo.Pienso que deberías escribir a tu primalady Knollys. Pese a sus extravagancias,es mujer de corazón. ¿Puedes decir,Maud, que he sido bondadoso contigo?

—Nunca ha sido usted otra cosa quebondadoso —exclamé.

—¿Qué fui abnegado cuando mehiciste una oferta generosa? —prosiguió—. ¿Que ahora actúo para ahorrartepesadumbres? Podrías decirle también,no de mi parte, sino como un hecho, queestoy pensando seriamente en renunciara mi tutoría…, que creo habermeportado con ella injustamente y que, tanpronto como mi mente se halle un poco

menos atormentada, intentaré llevar acabo una reconcialiación entre nosotros,y, por último, que me gustaríatransferirle tu persona y tu educación.Puedes decirle que ya ni tan siquieratengo interés en reivindicar mi buennombre. Mi hijo se ha destrozado a símismo con su matrimonio. Se me olvidódecirte que se detuvo en Feltram y queesta mañana me escribió solicitando unaentrevista de despedida. Se la heconcedido, y será la última. Ya nuncamás le veré ni mantendrécorrespondencia con él.

El anciano parecía muy abatido, y sellevó el pañuelo a los ojos.

—Su mujer y él están, según tengo

entendido, a punto de emigrar. Cuantoantes, mejor —reanudó, con amargura,el hilo de su discurso—. Lamentoprofundamente, Maud, el haber toleradosu proposición matrimonial, incluso porun solo instante. De haber reflexionadosobre ello, como he hecho esta noche,nada me habría inducido a permitirlo.Pero he vivido tanto tiempo como unmonje en su celda, con mis necesidadesy mi capacidad de observaciónlimitadas al estrecho círculo de esteaposento, que mi conocimiento delmundo se ha extinguido con mi juventudy mis esperanzas, de modo que no toméen consideración, como debería haberlohecho, muchas objeciones. Por ello,

querida Maud, te ruego silencio sobreeste particular; hablar de este asunto nopuede ya conducir a nada. Meequivoqué, y francamente te pido queolvides mi equivocación.

Había estado a punto de escribir alady Knollys acerca de aquel odiosoasunto cuando, felizmente, quedóconcluido con el descubrimiento deayer, en vista de lo cual no podía ver yadificultad alguna en acceder alrequerimiento de mi tío. Eran tantas susconcesiones, que no podía yo, a cambio,rehusar una tan insignificante.

—Espero que Mónica continúesiendo amable con Milly cuando yo mehaya ido.

Aquí hubo unos segundos demeditación.

—Maud, pienso que no rehusarás elhacer llegar a lady Knollys en una cartala esencia de lo que acabo de decir, yque quizá no hallarás inconveniente endejar que la lea cuando la hayas escrito.Ello evitará la posibilidad de quecontenga algún concepto erróneorespecto a lo que he dicho hace unmomento. Y, Maud, no olvidarás decirlesi he sido bondadoso contigo, ¿verdad?Para mí sería una satisfacción el saberque Mónica tiene la certeza de que conmi joven pupila jamás me comporté deforma atormentadora o abusiva.

Y, dichas estas palabras, me

despidió. Inmediatamente escribí unacarta que conllevara el sentido de todocuanto él había dicho. Sintiéndome debuen humor hacia el tío Silas, dejéconstancia, en encendidos términos, demi valoración de su cortesía y su buenavoluntad. Cuando se la di para que laleyera, expresó su admiración por lo quetuvo a bien denominar mi inteligenciapara trasladar sus deseos con todaexactitud, dándome, asimismo, lasgracias por los bellos términos en losque me había manifestado acerca de mianciano tutor.

C A P Í T U L O L I I I

UNA EXTRAÑAPROPUESTA

CUANDO Mary Quince y yoregresamos aquel día de nuestro paseo yentramos en el recibidor, me llevé lamás desagradable de las sorpresas alver surgir a Dudley del vestíbulo al piede la gran escalinata. Iba vestido,supongo, con su atuendo de viaje: unsobretodo bastante manchado, una granbufanda de colores enrollada al cuello,

su «chimenea» en la cabeza y su gorrode pieles sobresaliendo de un bolsillo.Acababa de bajar, supongo, de lahabitación de mi tío. Al verme dio unpaso atrás y se quedó de pie pegado a lapared, como una momia de museo.

Fingí tener que decirle a Mary unacosa antes de marcharme del recibidor,con la esperanza de que, ya que alparecer deseaba rehuirme, tuviera laoportunidad de hacer un rápido mutis.

Pero en el ínterin, por las trazas,había cambiado de opinión, pues cuandovolví a mirar en aquella dirección sehabía puesto en marcha hacia nosotras yestaba en el recibidor con el sombreroen la mano. Debo hacerle justicia y

decir que su aspecto era horriblementelúgubre, hosco y asustado.

—Me permitirá una palabra,señorita…, sólo una cosa que piensodecir… por su bien. ¡Por…! Mire que espor su bien, señorita.

Dudley estaba un poco alejado,mirándome, con el sombrero en ambasmanos y un semblante ensombrecido.

Me resultaba detestable la idea deescucharle hablar o hablarle yo, pero notuve decisión para rechazarle, ydiciendo solamente: «No puedoimaginar qué desea usted decirme», meacerqué a él.

—Espera aquí en la barandilla,Quince.

En torno a la arrebolada y lachillona bufanda de mi odioso primoflotaba una fragancia a alcohol, lo cualrecalcaba el efecto de sus faccioneshorriblemente lúgubres. Hablaba,además, con la lengua un poco pesada,pero tenía aire abatido y me trataba conun respeto elaborado y lleno dedesconcierto, que me infundió confianza.

—Estoy en un apuro, señorita —dijo, arrastrando los pies por el suelo deroble—. Me he comportado como uncondenado imbécil, pero no soy unimbécil. Soy un tipo capaz de partirmela cara con cualquiera, y estar a sualtura, ¿entiende? Yo no soy un imbécil,no lo soy… ¡Maldita sea!

Dudley pronunció esta asombrosaarenga con una buena dosis devehemencia, aunque en voz baja, y dabamuestras de una extraña agitación.También él tenía un desagradable modode evitar mi mirada y lanzar ojeadas porel suelo, de esquina a esquina, mientrashablaba, lo cual le daba un airemarcadamente solapado.

Estaba retorciendo su enorme patillarojiza con los dedos y tirando de ellacon tanta fuerza que muy bien podría,junto con aquella silvestre adquisición,haber arrastrado su mejilla entera. Y conla otra mano aplastaba y frotaba elsombrero contra la rodilla.

—El ancianito de ahí arriba está

medio chiflado, me parece a mí; ni lamitad de lo que dice lo dice de veras.Pero de todos modos yo estoy en un malaprieto…, ha sido un timo a base debien, y no puedo sacarle ni un ochavo.Es tan duro conmigo como esos tipejosde abogados, malditos sean, y tiene unmontón de pagarés míos y otrospapeluchos; y Bryerly me escribediciendo que no me puede dar mi partede la herencia porque ha recibido unanota de Archer & Sleigh advirtiéndoleque no me dé ni un chelín, porque losfirmé a nombre del gobernador, dice…,cosa que es mentira, tal es mi creencia.Habré firmado algún papel… puede quelo hiciera… una noche que estaba algo

achispado. Pero ésos no son modos deatrapar a un caballero, y no se tendrá enpie, lo digo yo, y no voy a quedarme ensus manos de esa manera. No niego quea lo mejor yo también esté un poquitínempeñado, pero no voy a llegar hasta elfinal enseguida. No soy de ésos. Se darácuenta de que no lo soy.

Aquí Mary Quince emitió unatosecita desde el pie de las escaleraspara recordarme que la conversación seprolongaba.

—No entiendo muy bien —dije, muyseria— y ahora me voy arriba.

—No, un momento, señorita; es sólouna cosa. Sary Mangles y yo nos vamosa Australia, a bordo del Seamew, el día

5. Yo esta noche salgo para Liverpool yella me irá a buscar allí, y… y, si Diosquiere, no nos volveremos a ver nuncamás; y antes de marcharme me gustaríaayudarte, Maud. Mira lo que te digo: sime prometes por escrito que me darásesas veinte mil libras que le hasofrecido al gobernador, me las arreglarépara sacarte de Bartram y llevarte con tuprima Knollys, o a cualquier otro sitioque tú prefieras.

—¡Sacarme de Bartram… por veintemil libras! ¡Alejarme de mi tutor! Pareceusted olvidar, señor —dije, cada vezmás indignada a medida que hablaba—,que puedo visitar a mi prima, ladyKnollys, siempre que me plazca.

—Bueno, puede que sí —dijo él,sumido en hoscas reflexiones, mientras,con la punta de su bota, raía un pedacitode papel que yacía en el suelo.

—Claro que sí, y así es, como se lodigo, señor; y, teniendo en cuenta elmodo en que usted me ha tratado…, sumezquina, alevosa e infame proposiciónmatrimonial, y su cruel traición a supobre esposa, su desfachatez me dejaatónita.

Me di la vuelta para marcharme,pues me hallaba, en verdad, fuera de mí.

—No corras tanto —dijoperentoriamente, cogiéndome con fuerzapor la muñeca—, que no voy amolestarte. ¡Qué lengua la tuya, que no

sabe por dónde se anda! ¿Es que nopuedes hablar con sentido común, comouna mujer… ¡maldita sea!…, aunquesólo sea por una vez, y no andarvociferando como una mocosa? ¿Es queno te das cuenta de lo que estoydiciendo? Te sacaré de todo esto y tedejaré con tu prima, o en donde quieras,si me das lo que te he dicho.

Por primera vez me estaba mirandoa la cara, aunque con los ojos contraídosy el semblante muy agitado.

—¿Dinero? —dije, con el desdén aflor de piel.

—Sí, dinero… veinte mil libras…eso es. ¿Sí o no? —replicó, con unaespecie de desagradable esfuerzo.

—Me está usted pidiendo unapromesa por valor de veinte mil libras,y no la obtendrá.

Me ardían las mejillas y, alpronunciar aquellas palabras, estampé elpie contra el suelo.

Si Dudley hubiese sabido tocar lacuerda de mis buenos sentimientos,estoy segura de que hubiese hecho algo—quizá no del todo aquello, al menosde inmediato, pero sí algo generoso—para ayudarle. ¡Pero su solicitud era tanruin e insolente! ¿Por quién me habríatomado? ¿Me creería capaz de suponerque el hecho de llevarme con mi primaMónica convertía a ésta en mi tutora?Sin duda se figuraba que yo no era más

que una niña pequeña. En ello había unaespecie de estúpida astucia querepugnaba a mi buena fe y ultrajaba elsentimiento de mi propia importancia.

—¿No me las vas a dar, entonces?—dijo, volviendo a bajar la vista con elceño fruncido y moviendo la boca y lasmejillas del modo que, según pudiera yoimaginar, haría un hombre que masca untrozo de tabaco.

—Por supuesto que no, señor —repliqué.

—Entonces, ¡quédatelas! —replicóél, aún con los ojos bajos y muy sombríoy descontento.

Enfadadísima, me reuní con MaryQuince. Al pasar bajo el porche de

roble artesonado del vestíbulo, vi sufigura en la penumbra, cada vez másdensa, del ocaso. La imagen se me haquedado en la memoria, envuelta en suumbrío halo. Estaba de pie en el centrodel recibidor, en el mismo lugar dondepronunciara sus últimas palabras, sinseguirme con la mirada, sino con losojos clavados en el suelo y, hasta dondepude ver, con la expresión de alguienque ha perdido una partida de cartas, yademás una apuesta ruinosa…, alguienlóbrego y desesperado. Mientras subíano pronuncié ni una sílaba. Al llegar ami habitación comencé a considerar laentrevista con más calma. Dudleypretendía —tales eran mis reflexiones—

que me hubiese mostradoinmediatamente de acuerdo con sudescabellado ofrecimiento, en cuyo casome habría conducido en su cochecito aElverston a través de Feltram, mientras,a mis espaldas, lanzaba sonrisitas ymuecas a sus amistades; y acto seguido,ante la justa indignación de mi tío,habría sido entregada a la tutela de ladyKnollys tras entregar a mi conductor labonita tarifa de 20000 libras. ¡Hacíafalta el descaro de Tony Lumpkin[53] sinsu gracia ni su inteligencia, paraconcebir tan portentosa broma pesada!

—¿Le apetece a lo mejor un poco deté, señorita? —insinuó Mary Quince.

—¡Qué impertinencia! —exclamé, al

tiempo que el enojo me hacía dar una demis patadas contra el suelo—. ¡No, nolo digo por ti, Mary, querida! —añadí—. No, ahora mismo no me apetece elté.

Y continué rumiando, lo cual notardó en llevarme a estos pensamientos:por muy estúpida e insultante que fuerala propuesta de Dudley, entrañaba unagran traición contra mi tío. ¿Sería yo tandébil como para guardar silencio y queél, queriendo anticipárseme,tergiversara todo lo sucedido para echarsobre mí todas las culpas?

Esta idea se adueñó de mí con tantafuerza que no pude resistirla, y,cediendo a un impulso instantáneo,

obtuve permiso para comparecer ante mitío y le relaté exactamente lo que habíasucedido. Al finalizar mi narración, queél escuchó sin alzar ni una sola vez lavista, mi tío se aclaró una o dos veces lagarganta, como si se dispusiera a hablar.Estaba sonriendo, me pareció que conesfuerzo, y tenía las cejas arqueadas.Cuando terminé, emitió uno de esossonidos escurridizos que un hombremenos refinado que él habría expresadomediante un silbido de sorpresa odesprecio, y de nuevo intentó hablar,pero continuó callado. La verdad es queme pareció muy desconcertado. Selevantó de su asiento y se puso a andarpor la habitación arrastrando las

zapatillas en busca de algo, si bien creoque la búsqueda era sólo fingida,abriendo y cerrando dos o tres cajones yrevolviendo entre libros y papeles. Porúltimo, tomando en la mano unas cuantashojas sueltas, manuscritas, dio laimpresión de haber hallado lo quebuscaba y comenzó a leerlasdistraídamente, de espaldas a mí, y, conotro esfuerzo por aclararse la voz,finalmente dijo:

—Y dime, te lo ruego, ¿qué sentidopodía tener todo eso que te ha dicho esepayaso?

—Creo que ha debido de tomarmepor una idiota, señor —contesté.

—No es improbable. Ha vivido en

un establo, entre caballos ypalafreneros; siempre me ha parecidoalgo así como un centauro…, esto es, uncentauro compuesto no de hombre ycaballo, sino de mono y asno.

Se rió con esta su invectiva, no fría ysarcásticamente, como era su costumbre,sino, pensé, con nerviosismo. Y, sindejar de contemplar sus papeles, y consu espalda aún hacia mí mientras leía,dijo:

—¿Y no te favoreció con unaexposición del sentido de sus palabras,el cual, salvo en la medida en queestimaba sus merecimientos en lamodesta suma que has mencionado, seme antoja demasiado oracular para ser

interpretado sin una inspiración afín?Y de nuevo se echó a reír. A cada

momento que pasaba se iba pareciendomás a sí mismo.

—En cuanto a lo de visitar a tuprima, lady Knollys, el estúpido bribónno hacía ni cinco minutos que me habíaoído expresar el deseo de que lohicieras antes de que te marcharas deesta casa. Y estoy absolutamentedecidido a que lo hagas…, es decir, amenos, querida Maud, que tengas algunaobjeción en contra; pero, por supuesto,hemos de aguardar a que llegue unainvitación, la cual barrunto no ha detardar en venir. Tu carta dará, de hecho,y naturalmente, lugar a la misma y, según

confío, despejará el camino para unaresidencia permanente con ella. Cuantomás reflexiono sobre el particular, másconvencido estoy, querida sobrina, deque, habida cuenta del cariz queprobablemente van a tomar las cosas, mitecho no sería, en modo alguno, uncobijo deseable para ti, y que en cambioel de lady Knollys sí lo sería, bajocualquier circunstancia. Tales han sido,Maud, los motivos que me han llevado aabrir, a través de tu carta, una puerta anuestra reconciliación.

Sentí que debería haberle besado lamano…, ya que había señalado el futuroque precisamente yo más deseaba; mas,sin embargo, en mi interior había un

vago sentimiento, afín de la sospecha…afín al desaliento, que helaba y nublabami alma.

—Pero, Maud —dijo—, me inquietapensar que ese estúpido mequetrefe sehaya atrevido a hacerte semejantepropuesta. ¡Honrosa situación, enverdad…, llegar a Elverston por lanoche bajo la única escolta de esedesaforado joven, con el que habríasescapado a mi tutela! Y tiemblo, Maud,al hacerme a mí mismo esta pregunta:¿de veras te habría llevado a Elverston?Cuando hayas vivido en el mundo tantocomo yo, te harás una idea más exactade su perversidad.

Aquí hubo una breve pausa.

—Sé, querida mía, que si élestuviera convencido de su legítimomatrimonio con esa joven —prosiguió,percatándose de lo espantada que yoparecía—, semejante idea, por supuesto,no se le habría pasado por la cabeza;pero él no cree en tal cosa. En contra delos hechos y de la lógica, él creesinceramente que su mano está todavía asu disposición; y yo, por cierto,sospecho que se habría servido de esaexcursión para tratar de persuadirte depensar como él. Sin embargo, sea comofuere, para mí es una satisfacción elsaber que ya nunca más te verásmolestada por una sola palabra de esetrastornado joven. Esta tarde le dije

adiós, sencillamente, y no volverá apisar Bartram-Haugh mientras vivamosambos.

El tío Silas volvió a dejar en su sitiolos papeles que tan ostensiblemente lehabían interesado, y regresó. Cercana alángulo de su elevada sien tenía una venaque, en momentos de turbulencia, sedestacaba contra la palidez circundantecomo un nudoso cordel azul, y, cuandovolvió sonriendo con una sonrisainquisitiva, vi aquella señal de zozobra.

—No obstante, Maud, podemospermitirnos despreciar las locuras ybribonadas del mundo en la medida enque actuemos, como hasta el momentohemos venido haciéndolo, con perfecta y

recíproca confianza. ¡Que el cielo tebendiga, Maud! Tu relato me ha turbado,creo, más de lo necesario…, me hacausado una gran zozobra, pero lareflexión me asegura que no es nada.Dudley se ha ido. Dentro de unos díasestará en el mar. Mañana por la mañanaimpartiré mis órdenes y, durante subreve estancia en Inglaterra, jamástendrá acceso a Bartram-Haugh. Buenasnoches, querida sobrina mía; y gracias.

En conjunto volví, así pues, al ladode Mary Quince más feliz que cuando ladejé, pero, no obstante, sin que ante misojos dejara por un instante de alzarseaquella confusa e irritante visión que eraincapaz de interpretar.

Y como, a veces, me sentía turbadapor inquietudes amorfas, procurabahallar alivio apelando a Aquel que, enexclusiva, es poseedor de sabiduría yfortaleza.

El siguiente día me separó unasimpática y chismosa carta de miquerida Milly, escrita en un francéscompulsivo, muy difícil de interpretar enmuchos pasajes. Me hacía un relato muyagradable del lugar, así como de laschicas que eran compañeras suyas, ymencionaba a algunas de las monjas congran encomio. A todas luces, el idiomaagarrotaba el genio de la pobre Milly,pero aunque su carta en modo alguno eratan divertida como podría haberlo sido

caso de haber estado escrita en unsencillo inglés, no cabía llamarse aengaño respecto a su agrado por ellugar, y además expresaba en términosde lo más cariñoso sus sinceras ansiasde verme.

Esta carta venía adjunta con otradirigida a mi tío, enviada por lasautoridades del convento, y como en suinterior no venía la dirección, ni en suexterior sello de correos, seguí estandoen la oscuridad respecto al lugar dondeMilly se encontraba.

Escritas a lápiz en el sobre quecontenía la carta, de puño y letra de mitío, había estas palabras: «Una vezsellada, entrégame tu respuesta, y yo te

la transmitiré. S. R.»Cuando, así pues, unos días más

tarde puse mi carta a Milly en manos demi tío, éste me explicó los motivos desus reservas sobre el particular.

—Me pareció, querida Maud, que lomejor era no atormentarte con unsecreto, y tal es la dirección de Milly enel momento presente. Dentro de unassemanas se convertirá en la encrucijadade nuestras diversas rutas, cuando túvayas a reunirte con ella y yo convosotras dos. Nadie, excepto miabogado, debe saber dónde se me puedeencontrar, hasta que pase la tormenta; yhe creído que preferirías la ignorancia ala zozobra de guardar un secreto del que

tanto depende.Esto era razonable, e incluso

considerado, de modo que me mostré deacuerdo.

Durante aquel intervalo me llegó unacarta muy encantadora, alegre y cariñosa—y larguísima también—, aunque quienla escribía, mi prima Mónica, apenasestaba a siete millas de distancia; unacarta rebosante de chismes y castillos enel aire, color de rosa y oro, así como elmás afectuoso interés por Milly yencendido cariño por mí.

Otro incidente vino a introducir enaquel intervalo una variación aún másagradable, si cabe. Era el anuncio, en unperiódico de Liverpool, de que el

Seamew había zarpado rumbo aMelbourne, y en la relación de pasajerosaparecía «Dudley Ruthyn, de Bartram-H., y señora».

Ahora que empezaba a respirar amis anchas, veía claramente acercarse elfin de mi noviciado: una breve excursióna Francia, un feliz encuentro con Milly y,después, una deliciosa estancia en casade la prima Mónica durante el resto demi minoridad.

Se dirá, entonces, que mi ánimo ymis nervios se habían serenado porcompleto. No por completo. ¡Quéportentosamente yacen nuestras zozobrasen finísimos estratos, una sobre la otra!Elimínese una que durante mucho tiempo

ha estado a flor de piel —inquietud deinquietudes—, la única, según parecía,que se interponía entre el alma y elradiante cielo…, y enseguidaencontramos un nuevo estrato. Lo mismoque la ciencia física nos enseña queningún fluido está sin su piel, asítambién parece suceder con este sutilmedio que es el alma y esas sucesivascapas de zozobra que se forman sobre susuperficie al mero contacto con el aire yla luz por encima.

¿En qué consistía mi nuevatribulación? Se dirá que eraimaginaria…, la ilusión de alguien quese atormenta a sí mismo. Lo que merondaba era el rostro del tío Silas. No

obstante la pálida sonrisa de siempre, ensu rostro había un torvo retraimiento yun sempiterno evitar la mirada directa,de frente.

A veces se me antojaba que noestaba en sus cabales. No podíaexplicarme las misteriosas luces ysombras que titilaban en su semblante,salvo por su trastorno mental. En ellustre de aquella su aguda sonrisa había,por asombroso que parezca, signos devergüenza y miedo de mí.

Pensé: «Quizá se culpa a sí mismopor haber tolerado la propuestamatrimonial de Dudley…, por habersido su incitador en razón de sustribulaciones personales…, por haber

rebajado, si bien bajo una penosatentación, tanto su propia persona comosu ministerio; y piensa que ha perdido elderecho a mi respeto».

Tal era mi análisis. Sin embargo, enel coup-d’oeil de aquel blancosemblante que me deslumbraba en laoscuridad y me rondaba en mis ensueñosdiurnos con una luz mortecina, había elcarácter intangible de lo insidioso y loterrible.

C A P Í T U L O L I V

EN BUSCA DELESQUELETO DEL SEÑOR

CHARKE

NO obstante, en conjunto me sentíaindeciblemente aliviada. El señorDudley Ruthyn y señora se encontrabanahora espumando las azules olas sobrelas alas del Seamew, y cada mañana seensanchaba la distancia entre nosotros,la cual iría en aumento hasta alcanzar unpunto en las antípodas. Conservé

cuidadosamente en mi habitación elperiódico de Liverpool que conteníaaquellas áureas líneas, y, al igual que elcaballero que, al verse muy atosigadopor la gruñona heredera con la que sehabía casado, acostumbraba a retirarse asu gabinete y releerse el acta de su dotematrimonial, así yo también, cuando measaltaba la melancolía, acostumbraba adesplegar mi periódico y leer lainformación referente al Seamew.

El día del que ahora estoy hablandoera un lóbrego día de aguanieve. Mihabitación me parecía más animosa queel solitario salón, donde no habríapodido tener a la buena de Mary Quincetan decorosamente.

Un buen fuego, aquella carabondadosa y fiable, la pequeña ojeadaque acababa de permitirme en migacetilla favorita, y la certeza de quepronto habría de ver a mi querida primaMónica, y luego a la cariñosa Milly, melevantaron el ánimo.

—Así pues —dije—, puesto que,según dices, la vieja Wyat está en camacon un ataque de reumatismo y no puedeaparecerse para regañarme, creo quevoy a subir al piso de arriba a hacer unaexploración, a ver si encuentro elesqueleto del señor Charke en ungabinete.

—¡Dios Santo, señorita Maud!¿Cómo puede usted decir semejantes

cosas? —exclamó la entrañable Quince,alzando su honrada cabeza cana y susredondos ojos de su labor de punto.

Tanto me había familiarizado con lapavorosa tradición del señor Charke ysu suicidio, que me podía ya permitirasustar con él a la vieja Quince.

—Lo digo completamente en serio.Me voy a dar un paseo escaleras arribay escaleras abajo, como una pavisosa; ysi doy con su cuarto, pues tanto másinteresante. Me siento como Adelaide enel Romance de la Foresta[54], el libroque te estuve leyendo ayer noche,cuando se pone a dar aquellosdeliciosos paseos, interminables, por laabadía en ruinas que hay en el bosque.

—¿Voy con usted, señorita?—No, Quince, quédate aquí; mantén

un buen fuego y haz un té. Creo que muyprontito me entrará miedo y volveré.

Y, con un chal por encima de micabeza, a modo de capucha, me fuisigilosamente escaleras arriba.

No enumeraré con la prolijidad de laconcienzuda heroína de la señora AnnRadcliffe todas las series de aposentos,corredores y pasillos por los queatravesé en mi paseo. Baste mencionarque al fondo de una larga galería que,pienso, corría paralela a la fachada dela casa, di con una puerta que meinteresó porque tenía el aspecto dehaber permanecido durante mucho

tiempo intacta. En ella había doscerrojos roñosos que, evidentemente, nopertenecían a su sistema original deseguridad, sino que, aunque hacíamuchísimo tiempo, le habían sidoañadidos no sin cierta torpeza. Estabanpolvorientos y oxidados, pero no hallédificultad en descorrerlos. En lacerradura había una llave herrumbrosacon empuñadura curva, lo recuerdo muybien; traté de darle la vuelta, pero nopude. Ello picó mi curiosidad. Empecé apensar en volver y recabar la ayuda deMary Quince. Se me ocurrió, sinembargo, que acaso no estuvieracerrada, y en efecto, tiré de la puerta yésta se abrió fácilmente. No me encontré

en el interior de una serie de aposentosextrañamente amueblados, sino en laentrada de una galería que convergía enángulos rectos de aquella por la queacababa de pasar; su iluminación eramuy imperfecta, y al fondo terminaba entotal oscuridad.

Comencé a pensar en lo lejos quehabía llegado ya, y a considerar si, encaso de que me entrara el pánico, seríacapaz de volver sobre mis pasos conexactitud; pensé, además, seriamente enregresar.

La idea del señor Charke se empezóa hacer desagradablemente obsesiva yamenazadora; y mientras contemplaba ellargo espacio que se abría ante mí,

perdiéndose entre ambiguas sombrasarrulladas por un siniestro silencio,diríase que invitándome a entrar en algoasí como una trampa, estuve en un tris deceder a mi cobarde impulso.

Pero cobré ánimos y, decidida a verun poco más, abrí la puerta lateral yentré en una amplia estancia donde, enun rincón, había algunas jaulas depájaros, herrumbrosas y cubiertas detelarañas, y nada más. Era unahabitación recubierta de frisos demadera con blancas manchas de moho.Miré por la ventana: dominaba aquellobrego cuadrilátero, ahogado porhierbajos, que en otra ocasión habíacontemplado desde otra ventana. Abrí

una puerta al fondo del aposento y entréen otro cuarto, no tan grande pero igualde lóbrego, con el mismo aspecto deprisión, no muy fácilmente vislumbrablebajo la luz que se filtraba por losmugrientos cristales de la ventana y elaguanieve que caía intensamente fuera.La puerta por la que había entrado dio,accidentalmente, un pequeño crujido, y,con el corazón en la garganta, clavé misojos en ella, esperando ver a Charke oel esqueleto del que con tanta ligerezahabía hablado avanzar condesconyuntados pasos por la rendija quedejaba la entreabierta hoja. Poseía yo,sin embargo, una rara especie de coraje,el cual estaba siempre en lucha contra

mis acobardados nervios, de modo queme adelanté hasta la puerta y, lanzandouna mirada de arriba abajo por ellúgubre pasillo, me tranquilicé.

Bien…, una habitación más,precisamente aquella que, al fondo de laestancia, me miraba con ceñomelancólico desde el profundo marco desu puerta. Me deslicé silenciosamentehasta ella, la abrí empujándola, di unpaso hacia delante y… encontré ante míla grandona y huesuda figura de madamede la Rougierre.

No pude ver nada más.El amodorrado viajero que abre las

sábanas de su lecho para acostarse adescansar y ve un escorpión acurrucado

entre ellas, puede que se haya llevado unsobresalto de la misma naturaleza que elmío, pero en un grado de intensidadinconmensurablemente menor.

Estaba sentada en un tosco y vetustosillón, envuelta en un viejo chal, con losdesnudos pies metidos en una tina.Parecía una brizna más marchita. Supeluca, echada hacia atrás, dejaba aldescubierto su frente calva y arrugada,lo que realzaba la fealdad de susexageradas facciones y las demacradascavidades de su rostro. Helada, mequedé mirando, con una sensación deincredulidad y terror, aquel malignofantasma, el cual, por espacio de unossegundos, me devolvió la mirada con el

contraído, lúgubre y torvo ceño de unmal espíritu en el momento de serdescubierto.

El encuentro, al menos en aquelentonces y en aquel lugar, fue unacompleta sorpresa tanto para ella comopara mí. Ella no podía imaginar cómo lotomaría yo, pero pronto se rehizo,prorrumpió en una risa estridente yestentórea y, con su sempiterna alegríawalpurgiana, se puso a dar unosfantásticos pasos de danza con sus piesdescalzos y mojados, chorreando aguasobre el suelo mientras, sujetándolaentre el índice y el pulgar, de formaafectadamente caricaturesca, abría sudesastrada falda al tiempo que

canturreaba, con énfasis e hilaridadabominables, alguna de suscancionzuchas en patois.

Yo también, lanzando una boqueada,me recuperé de la fascinación de lasorpresa. Estuve, no obstante, variossegundos sin poder hablar, y madame fuela primera en hacerlo.

—¡Ah, mi querida Maud, quésorpresa! ¡Las dos estamoscontentísimas y hemos perdido el habla!¿Verdad? Me alegro muchísimo… estoyencantada… ravie… de verte. Y a ti tepasa lo mismo, no hay más que mirarte ala cara para verlo. ¡Ah, sí, mi pequeñamonita…! ¡Aquí está otra vez la pobremadame! ¿Quién lo hubiera imaginado?

—Creí que estaba usted en Francia,madame —dije con un lúgubre esfuerzo.

—Y así era, querida Maud; acabo dellegar. Tu tío Silas escribió a lasuperiora pidiéndole una institutriz paraacompañar a una joven…, es decir, ati…, en un viaje, y ella me ha enviado amí; y por eso, ma chère, está aquí lapobre madame, para hacerse cargo deese asunto.

—¿Cuándo salimos para Francia,madame? —pregunté.

—No lo sé, pero esa anciana…¿cómo se llama?

—Wyat —sugerí.—¡Oh, oui, Wyat!… dice que dentro

de dos o tres semanas. ¿Y quién te ha

traído hasta el apartamento de la pobremadame, mi querida Maud? —preguntóen tono insinuante.

—Nadie —contesté inmediatamente—; he llegado hasta aquí por puracasualidad, y no puedo imaginar por quéhabría usted de esconderse.

Algo parecido a la indignación seencendió en mi mente cuando empecé areflexionar, con asombro, sobre la astutaestrategia que había sido practicadaconmigo.

—Yo no me he escondido,mademoiselle —replicó la institutriz—.He obrado exactamente como me hanordenado. Wyat dice que tu tío, el señorSilas Ruthyn, teme verse interrumpido

por sus acreedores y que hay quehacerlo todo con mucho sigilo. Me hanordenado que evite me faire voir;¿sabes?, y debo obedecer a mi patrón…voilà tout!

—Y ¿cuánto tiempo lleva ustedresidiendo aquí? —persistí, con lamisma vena de resentimiento.

—Aproximadamente una semana.¡Es un sitio tan triste! ¡Pero qué contentaestoy de verte, Maud! ¡He estado tanaislada! ¿Sabes, tontita mía querida?

—Usted no está contenta, madame;usted a mí no me quiere… nunca mequiso —exclamé con súbita vehemencia.

—Sí, estoy muy contenta; no sabestú, chère petite niaise, las muchas ganas

que tenía de educarte un poquito más.Entendámonos mutuamente. Piensas queno te quiero, mademoiselle, porque lecontaste a tu pobre papá aquel pequeñodérèglement en su biblioteca. Muy amenudo me he arrepentido de aquellagrandísima indiscreción de mi vida.Pensaba encontrar algunas cartas deldoctor Bryerly. Creo que aquel hombreestaba tratando de hacerse con tuspropiedades, mi querida Maud, y sihubiera encontrado algo te lo habríadicho todo sobre el particular. Pero fueuna gran sottise, y tú estuviste muy bienen denunciarme a monsieur. Je n’aipointde rancune contre vous. No, no, ningunaen absoluto. Al contrario, seré tu

gardienne tutelaire… ¿cómo dicenustedes?… ¡ángel de la guarda!… ¡Ah,sí, eso es! Piensas que hablo pardérision; nada de eso, no, mi queridaniña, no hablo par moquerie, o al menosen el grado más mínimo que pueda haberen el mundo.

Y, dichas estas palabras, madame serió desagradablemente, mostrando lasnegras cavernas de las comisuras de suboca, con una fría y firme malignidad ensu mirada.

—Sí —dije—, sé lo que quiereusted decir, madame…, usted me odia.

—¡Oh, pero qué palabra tan gorda ytan fea! ¡Me escandalizas! Vous mefaites honte. La pobre madame jamás ha

odiado a nadie; ama a todas susamistades, y a sus enemigos los deja enmanos del cielo; mientras que yo, comoves, estoy más alegre, más joyeuse quenunca, ellos no han encontrado lafelicidad… no, esos otros no han sidoafortunados. Siempre que vuelvo meencuentro con que algunos de misenemigos han muerto, y otros se hanmetido en apuros, o les ha ocurridoalguna desgracia —dijo madame,encogiéndose de hombros y echándose areír con una risa ligeramentedespreciativa.

Una especie de horror heló la furiaque me estaba invadiendo, y permanecíen silencio.

—Mira, mi querida Maud, es muynatural que pienses que te odio. Cuandoestaba en Knowl con el señor AustinRuthyn, sabes muy bien que siempre teresulté antipática… siempre. Pero comoconsecuencia de nuestra intimidad, voy aconfiarte lo que yo más quiero en elmundo: mi reputación. Siempre ha sidoasí. La alumna puede calumniar a lainstitutriz, sin ser descubierta. ¿Es queno he sido siempre buena contigo,Maud? ¿Qué he empleado más, laviolencia o la dulzura? Al igual queotras personas, estoy jalouse de maréputation: y ha resultado difícil elsufrir con paciencia el destierroinvocado por ti, porque principalmente

fue por tu bien, y por una indiscreción ala que fui incitada por los motivos máspuros y laudables. ¡Fuiste tú quien espiómuy astutamente, eh!

»Y quien me denunció a monsieurRuthyn… ¡Qué mundo de maldad, ay demí!

—No es mi intención hablar deaquel suceso, madame; no piensodiscutir sobre el particular. Me figuroque lo que me ha dicho sobre las causasde su compromiso en esta casa serácierto, y supongo que tendremos queviajar, como usted dice, en compañía;pero ha de saber que cuanto menos nosveamos mientras permanezca en estacasa, tanto mejor.

—No estoy yo tan segura de eso, midulce y pequeña bête; tu educación hasido descuidada, o más bien abandonadapor completo desde que llegaste a estelugar, según me han dicho. No debes seruna bestiole. Tenemos que hacer, tú y yo,lo que nos han ordenado. El señor SilasRuthyn nos lo dirá.

Durante todo este tiempo, madameestuvo ocupada en estirarse las medias,calzarse las botas y otrasmanipulaciones de su desaliñadatoilette. Ignoro por qué me quedé allíhablando con ella. A menudo actuamosde modo muy diferente a como loharíamos si reflexionásemos. Me habíavisto envuelta en el diálogo de la misma

manera que algunos generales, mássabios que yo, se han visto enredados enuna acción general cuando susintenciones se limitaban a unaescaramuza de avanzadillas. Me habíaenfadado un poco y, pese a que nodejaba traslucir el menor síntoma demiedo, sin embargo lo sentía, yprofundamente.

—Mi bienamado padre pensó que noera usted una compañía adecuada paramí, y por ello la despidió, dándole unahora para marcharse, y estoy segurísimade que mi tío pensará lo mismo que él;usted no es una compañía adecuada paramí, y si mi tío hubiera sabido lo quepasó, jamás le habría admitido a usted

en esta casa… ¡jamás!—¡Señor! Quelle disgrace! Así que

realmente piensas de ese modo, miquerida Maud —exclamó madame,ajustándose la peluca delante del espejo,en una de cuyas esquinas podía ver suladino y sonriente rostro mientras ella selanzaba miraditas en él.

—En efecto. Y usted también,madame —repliqué, sintiéndome cadavez más asustada.

—Puede ser…, ya lo veremos; perono todo el mundo es tan cruel como tú,ma chère petite calomniatrice.

—Va usted a abstenerse de llamarmeesas cosas —dije, trémula de enojo.

—¿Qué cosas, queridísima niña?

—Calomniatrice…, eso es uninsulto.

—¡Pero bueno, mi pequeña Maud,tontita mía! Podemos decir «bribón», ymil otras palabritas, y lo hacemosjugando, no en serio.

—Usted no está jugando…, ustednunca juega…, está enfadada, y me odia—exclamé con vehemencia.

—¡Quita allá! ¡Pero qué pena! No tedas cuenta, queridísima niña, de lamucha educación que todavía te falta.Eres orgullosa, pequeña demoiselle, y,por el contrario, debes volverte muyhumilde. Je ferai baiser le babouin avous… ¡Ja, ja, ja! Te haré besar elmono. Eres demasiado orgullosa, mi

querida niña.—No soy tan tonta como lo era en

Knowl —dije—. Aquí no me va usted aaterrorizar. Le contaré a mi tío toda laverdad —dije.

—Bien, puede que eso sea lo mejor—replicó con una irritante serenidad.

—¿Cree que no lo digo de veras?—Pues claro que sí lo dices de

veras —respondió.—Y ya veremos lo que mi tío piensa

sobre el particular.—Ya lo veremos, querida mía —

replicó, con un gesto de fingidacontrición.

—Adieu, madame!—¿Vas a ver a monsieur Ruthyn?…

¡Muy bien!No le contesté, pero salí de la

habitación haciéndole notar —más de loque habría querido— la zozobra que meembargaba. Corrí a lo largo delpenumbroso pasillo y desemboqué en lalarga galería que partía de él en ángulorecto. Apenas si había dado mediadocena de pasos en mi camino deregreso, cuando a mis espaldas oí unospesados pasos y un susurro de tela.

—Ya estoy lista, querida, y teacompaño —dijo aquel fantasma desonrisa bobalicona, apretando el pasodetrás de mí.

—Muy bien —fue mi respuesta.Y caminando por los vericuetos, tras

algún que otro titubeo y equivocación,llegamos a las escaleras, descendimospor ellas y, al cabo de un minuto, nosencontrábamos ante la puerta de mi tío.

Cuando entramos, mi tío nos miró aambas con dureza y de un modo extraño.Daba, de hecho, la impresión de que susánimos se hallaban violentamenteexcitados. Sus ojos echaban fuego y,durante unos segundos, se puso amascullar. Finalmente obsequió amadame con una fija mirada de disgustoy preguntó malhumorado:

—Les ruego me digan por qué se memolesta.

—La señorita Maud Ruthyn se loexplicará —replicó madame, haciendo

una gran reverencia, como una barca quese desliza pendiente abajo de una ola.

—¿Quieres explicarte, querida? —preguntó, en su tono más gélido ysarcástico.

Me dominaba el desasosiego, yestoy segura de que mi relato fueconfuso. Pero no obstante logré decir loque quería.

—Y bien, madame…, ¡he aquí unagrave acusación! ¿La admite? Le ruegoque me lo diga.

Madame, con la más serenadesfachatez que quepa imaginar, lo negótodo; con las más solemnesaseveraciones y con los ojos anegadosen lágrimas y las manos entrelazadas,

me rogó melodramáticamente queretirara aquel intolerable cuento y lehiciera justicia. Por un momento me laquedé mirando atónita y, volviéndomede pronto hacia mi tío, me reafirmé conidéntica vehemencia en la verdad de loque le había relatado, hasta la últimasílaba.

—Ya oyes, hija, ya oyes cómo loniega todo. ¿Qué debo pensar? Has deexcusar las perplejidades de mi viejocerebro. Madame de la…, esta señoraha llegado con excelentesrecomendaciones de la superiora delcentro donde nuestra querida Milly teaguarda, y esa clase de personas sonexigentes. Tengo la impresión, querida

sobrina mía, de que has debido decometer un error.

Protesté contra esto, pero élprosiguió sin, al parecer, haber oído elparéntesis.

—Sé, mi querida Maud, que eresincapaz de engañar a nadie adrede, pero,al igual que otras jóvenes, eressusceptible de ser engañada. No cabeduda de que cuando presenciaste elsuceso que has descrito estabas muynerviosa y apenas despierta; y madamede la…, de la…

—De la Rougierre —dije.—Sí, gracias…, madame de la

Rougierre, que ha llegado conexcelentes informes, lo niega todo

enérgicamente. He aquí un conflicto,querida…, a mi modo de ver, unapresunción de error. Confieso que meinclinaría por esta teoría, antes que poruna perentoria asunción de culpabilidad.

Me sentí incrédula y atónita; parecíacomo si un sueño estuviera siendorepresentado ante mí. Una operación desuma gravedad, que yo habíapresenciado con mis propios ojos ydescrito con intachable minuciosidad ycoherencia, es desacreditada por eseanciano extraño y suspicaz con unaimbécil serenidad. En vano me reiteréen mi relato, respaldándolo con las másserias aseveraciones. Era gastar pólvoraen salvas. El asunto no parecía entrar en

su mente. Lo recibió todo con unasonrisilla bobalicona de ligeraincredulidad.

Me dio palmaditas y me pasó lamano por la cabeza…, se riómansamente y meneó la cabeza mientrasyo insistía; y madame hacía protestas depureza entre torrentes de ya tranquilas einocentes lágrimas mientras musitababenignas y melancólicas plegarias pormi ilustración y reforma. Sentí como sihubiera perdido el juicio.

—Bueno, querida Maud, ya hemosoído bastante; se trata, así lo creo, deuna ilusión. Madame de la Rougierre tehará compañía, a lo sumo, durante tres ocuatro semanas. Procura ejercitar un

poco tu autodominio y tu buen sentido…de sobra sabes lo atormentado que estoy.Te ruego que no aumentes misperplejidades. Si quieres, de ello no mecabe duda, puedes estar muy a gusto conmadame.

—Propongo a mademoiselle —dijomadame, enjugándose las lágrimas conuna dulce alacridad— que se beneficiede mi visita en lo que se refiere a sueducación. Pero no parece desear algoque yo considero tan útil.

—Me ha amenazado con esehorrendo vulgarismo francés… de fairebaiser le babouin a moi[55], sea cual seasu significado; y me consta que me odia—repliqué impetuosamente.

—Doucement… doucement! —dijomi tío, con una sonrisa a un tiempodivertida y compasiva—. Doucement,ma chére!

Con sus grandes manos y sus aviesosojos alzados, madame volvió a hacerprotestas lacrimosas —pues suslágrimas se presentaban al más breveaviso— de su absoluta inocencia. En suvida había oído una frase tan fea.

—Ya ves, querida mía, que has oídomal; la gente joven nunca prestaatención. Harás bien en aprovechar labreve estancia de madame pararefrescar un poco tu francés; cuanto másestés con ella, mejor.

—¿Debo entender entonces, señor

Ruthyn, que desea usted que reanude mislecciones? —preguntó madame.

—Así es; y que converse lo más quepueda en francés con mademoiselleMaud. Te alegrarás, querida, de quehaya insistido en ello —dijo,volviéndose hacia mí— cuando lleguesa Francia, donde no encontrarás a nadieque hable otra cosa. Y ahora, queridaMaud… no, ni una palabra más…, hasde dejarme. Adiós, madame.

Y nos despidió a ambas con un gestoalgo impaciente de la mano. Y yo, sinuna sola mirada hacia madame de laRougierre, atónita y enardecida, entré enmi habitación y cerré la puerta.

C A P Í T U L O L V

EL PIE DE HÉRCULES

ESTABA en la ventana —todavía elmismo cielo plomizo y aguanieve que,como una lluvia de plumas, caía antemis ojos— tratando de evaluar lamagnitud del descubrimiento queacababa de hacer. Poco a poco seapoderó de mí una especie dedesesperación, y, en un arrebato, mearrojé sobre la cama y me eché a llorarruidosamente.

Al instante la buena de Mary Quinceestuvo, por supuesto, a mi lado, con elsemblante pálido y preocupado.

—¡Oh, Mary, Mary, ha vuelto… esahorrible mujer, madame de la Rougierre!Ha venido para ser de nuevo miinstitutriz; y el tío Silas no quiere oír nicreer nada sobre ella. De nada sirve quele hable, pues está predispuesto a sufavor. ¿Ha existido alguna vez unacriatura más desdichada que yo? ¿Quiénhabrá podido imaginarse o temerse unacosa así? ¡Oh, Mary, Mary! ¿Qué voy ahacer? ¿Qué va a ser de mí? ¿Podréquitarme de encima alguna vez a esavengativa y terrible mujer?

Mary dijo todo cuanto pudo para

consolarme. Le estaba dando demasiadaimportancia. ¿Qué era, después de todo,sino una institutriz?… No podía hacermedaño. Ya no era una niña…, ahora ya nopodía intimidarme; y mi tío, aunque demomento estuviera engañado, notardaría mucho en descubrir quién eraella.

Estas y otras cosas me declamó labondadosa Mary Quince, y al finalconsiguió impresionarme un poco yempecé a pensar que acaso estuvieradando excesiva importancia a la visitade madame. Pero no obstante, laimaginación —ese instrumento y espejode la profecía— aún me mostraba sobresu superficie la formidable imagen de

aquella mujer, con un trasfondo deagitadas sombras.

Transcurridos unos minutos sonarona mi puerta unos golpecitos con losnudillos, y la mismísima madame hizo suentrada en la habitación. Iba vestida contraje de calle. El tiempo se habíadespejado un poco y me propuso dar unpaseo juntas.

Al ver a Mary Quince estalló unarrebato de salutaciones y palabraslisonjeras, y, tomando lo que el señorRichardson[56] habría denominado su«mano pasiva», la estrechó conprodigiosa ternura.

La buena de Mary toleró todo estomás bien a regañadientes, sin sonreír ni

una sola vez, sino, por el contrario,mirando hacia sus pies de modo hartoapesadumbrado.

—¿Querrá hacer un té? Cuandovuelva, querida Mary Quince, tengotantas cosas que contarles a usted y a miquerida señorita Maud acerca de misaventuras mientras estuve fuera…, cosasque les harán reír mucho. He estado…,¿qué se imaginan?…, a punto de…¡casarme!

Y al decir esto prorrumpió en unarisotada estridente y sacudió, jocosa, aMary Quince por los hombros.

Decliné, malhumorada, el salir o ellevantarme, y, cuando ella se hubomarchado, le dije a Mary que mientras

ella estuviera en la casa me confinaríaen mi cuarto.

Pero la juventud no siempre observapor mucho tiempo las renuncias que ellamisma se impone. Madame de laRougierre se esforzaba por resultaragradable; tenía un sinfín de historias —más de la mitad, sin duda, pura patraña— que contar, pero todas, en aquel tristelugar, divertidas. Mary Quince comenzóa abrigar mejor opinión de ella.Ayudaba, de hecho, a hacer las camas,procuraba ser útil fuere en lo que fuere yparecía haber vuelto una nueva hoja; yasí, gradualmente, logró, primero, que laescuchara, y, por último, que le hablara.

En conjunto, estar en estos términos

era mejor que estar enzarzadas en unaperpetua escaramuza, pero, no obstantetodas sus hablillas y su bonhomía,continué sintiendo hacia ella unaprofunda desconfianza, e incluso terror.

Parecía sentir curiosidad por lafamilia de Bartram-Haugh y su modo deser, y me escuchaba con aire sombríomientras yo hablaba. Le conté de pe a pala historia de Dudley, y, siempre quesalía alguna historia sobre el Seamew,ella, para mi disfrute, solía leerme lagacetilla y seguía, lápiz en mano, la rutadel barco sobre el pequeño y raído atlasde la pobre Milly, anotando, de punto apunto, la fecha en la que el navio habíasido «visto» en el mar. Parecía divertida

ante la irreprimible satisfacción con laque yo recibía estas notas sobre suavance, y solía calcular la distancia; ental día Dudley se hallaba a doscientassesenta millas, en tal otro a quinientas;el último punto estaba a más deochocientas…, mejor… lo mejor detodo sería cuando estuviera en esas«deliciosas antípodas, donde pronto sepasearía cabeza abajo a doce mil millasde distancia», ocurrencia ante la queestallaba en risotadas.

Por mucho que se riera, sin embargo,para mí existía un consuelo sustancial enla idea del infinito trecho de azules olasque se interponía entre mí y el canallade mi primo.

Mi relación con madame se habíahecho muy extraña. No había recaído ensu vena predilecta de sarcasmosoraculares y amenazas, sino que, por elcontrario, adoptaba un talante de buenhumor y jovialidad. Pero no iba adejarme engañar por tal cosa. El miedoque me inspiraba lo tenía tanprofundamente implantado en elcorazón, que su desagradable buenhumor y alegría jamás, ni por un soloinstante, lo conmovieron. De ahí el queme sintiera contentísima cuando semarchó a Todcaster por ferrocarril, a finde hacer algunas compras para el viajeque, día a día, esperábamos quecomenzara; y, felices ante aquella

oportunidad de salir a caminar, la buenade Mary Quince y yo nos fuimos a dar unpaseo.

Dado que me apetecía hacer algunascompras en Feltram, me puse en marcha,acompañada por Mary Quince. Al llegara la gran verja, la encontramos cerrada.La llave, sin embargo, estaba en lacerradura, y, como para darle la vueltase requería algo más que la fuerza de mimano, Mary lo intentó. Al mismo tiempoel viejo Crowle salió de su sombríohabitáculo contiguo, tragándoseapresuradamente una bocanada de sualmuerzo. A nadie, creo, le gustaba lacara alargada y suspicaz de aquel viejo,rara vez afeitada o lavada, y surcada por

grandes y sucias arrugasperpendiculares. Lanzando hacia Maryuna feroz mirada de soslayo, y haciendocomo si a mí no me viera, se restregó laboca precipitadamente con el dorso dela mano y gruñó:

—Déjelo estar.—Haga el favor de abrir, señor

Crowle —dijo Mary, renunciando a latarea.

Crowle volvió a limpiarse la bocacomo antes, con aire nada propicio;arrastrando los pies hasta el lugar, ymascullando para sus adentros, primerose cercioró de que la cerradura no habíasido abierta, a continuación se metió lallave en el bolsillo de su chaqueta y, por

último, todavía mascullando, volviósobre sus pasos.

—Queremos abrir la puerta, porfavor —dijo Mary.

No hubo respuesta.—La señorita Maud quiere ir al

pueblo —insistió.—Queremos muchas cosas que no

podemos tener —gruñó él, dando unospasos para introducirse en su habitáculo.

—Haga el favor de abrir la verja —dije, avanzando.

Se dio a medias la vuelta en elumbral e hizo un mudo gesto de tocarseel sombrero con la mano, pese a que nollevaba ninguno.

—No puedo, señorita; sin una orden

del amo, de aquí no sale nadie.—¿Que no va a dejarnos a mí y a mi

doncella pasar por la verja? —dije.—No es cosa mía, señorita —dijo él

—, es que no puedo incumplir lasórdenes, y de aquí no sale nadie si elamo no le deja.

Y, sin aguardar más decires, entró ycerró tras de sí la portezuela.

Henos aquí a Mary y a mímirándonos estúpidamente la una a laotra. Este era el primer impedimento quehabía experimentado desde que a Millyy a mí se nos negara el paso a través delportillo del Molino de Viento. Sinembargo, me sentía segura de que laordenanza sobre la que Crowle insistía

no estaba pensada para aplicárseme amí. Unas palabras al tío Silas loarreglarían todo, y, mientras tanto,propuse a Mary que encaminásemosnuestros pasos —mi paseo predilecto—hacia el Bosque del Molino de Viento.

Al pasar junto a la alquería deDickon dirigí la mirada hacia allí,pensando que acaso estuviera la«Guapa». Y, en efecto, vi a la muchacha,la cual, a todas luces, nos estabamirando con ojos atentos. Estaba de pieen la entrada de la choza, retirada alamparo de la sombra y, según di enimaginar, deseosa de no ser vista.Cuando hubimos dejado a nuestrasespaldas un trecho de camino, vi

confirmada mi suposición al ver a Megbajar corriendo por el sendero quepartía de la parte trasera del corral, endirección contraria a la que nosotras nosmovíamos. «¡Así que la pobre Meg seaparta de mí!», pensé. Mary Quince y yoseguimos paseando a través del bosquehasta llegar al mismísimo molino, y,viendo que su puerta baja y arqueadaestaba abierta, penetramos en elchiaroscuro de su basamento circular.Al hacerlo, oí un susurro y un crujido deuna tabla, y, levantando la vista,vislumbré un pie —nada más— en elinstante en que desaparecía por latrampilla.

En el caso de alguien a quien

amamos o tememos intensamente, ¿quéhazañas de anatomía comparativa nollevará a cabo el cerebroinconscientemente, construyendo elanimal viviente entero a partir de lacurva de un codo, el rizo de una patilla oel segmento de una mano? ¡Quéinstantáneo e infalible es el instinto!

—¡Oh, Mary, lo que he visto! —cuchicheé, recobrándome de lafascinación que mantenía fijos mis ojosen los peldaños más altos de la escalerade mano, los cuales desaparecían en laoscuridad por encima de la puertaabierta del sobrado.

—Vamos, Mary…, marchémonos.En ese mismo instante surgió en la

penumbra de la abertura la cara cetrina yhosca de Dickon. Al no tener más queuna pierna útil, su descenso era lento ytorpe, y, cuando la cabeza le llegó alnivel del sobrado, se detuvo parasaludarme tocándose el sombrero con lamano y para cerrar la trampilla con laaldaba.

Hecho esto, el hombre volvió atocarse el sombrero y, por espacio deuno o dos segundos, se me quedómirando con ojos fijos y escrutadores,mientras se metía la llave en el bolsillo.

—Esa gente guarda aquí demasiadotiempo la harina, señorita. Cuidarla damuchos quebraderos de cabeza. Hablarécon Silas a ver si esto se arregla.

Cuando terminó de decir esto habíallegado ya al suelo de baldosasdesgastadas, y, tocándose una vez más elsombrero, dijo:

—Voy a cerrar la puerta, señorita.Sobresaltada, y en un nuevo

cuchicheo, dije a Mary:—Vámonos, Mary…, vámonos.Y con mi brazo fuertemente agarrado

al suyo, salimos rápidamente.—Siento que me flaquean las

fuerzas, Mary —dije—. ¿Nos siguealguien?

—No, señorita, cariño. El hombrede la pata de palo está poniendo uncandado en la puerta.

—Corramos —dije; y cuando

hubimos llegado un poco más allá—:Mira otra vez, a ver si alguien nos sigue.

—Nadie, señorita —contestó Mary,a todas luces sorprendida—. Se estámetiendo la llave en el bolsillo, y estáallí mirándonos.

—¡Oh, Mary! ¿No lo viste?—¿El qué, señorita? —preguntó

Mary, casi deteniéndose.—Sigue andando, Mary, no te pares.

Nos estarán observando —susurré,impulsándola a que avanzase másdeprisa.

—¿Qué es lo que ha visto, señorita?—repitió Mary.

—¡Al señor Dudley! —musité, conaterrorizado énfasis, sin volver la

cabeza mientras hablaba.—¡Dios Santo, señorita! —protestó

la honrada Quince, con una prolongadaentonación de asombro e incredulidadque, evidentemente, entrañaba lasospecha de que yo estaba soñando.

—Sí, Mary, al entrar en aquelhorrendo cuarto…, ese sitio oscuro ycircular…, vi su pie en la escalera. ¡Supie, Mary! No puedo equivocarme. Noquiero que me hagas preguntas. Yaaveriguarás que tengo razón. Dudley estáaquí. Jamás se fue en aquel barco. Se hacometido un fraude conmigo… es unainfamia…, es terrible. Me muero demiedo. ¡Por lo que más quieras, vuélvetea mirar otra vez y dime qué ves!

—Nada, señorita —respondió Mary,contagiándose de mis susurros—, comono sea al tipo ese de la pata de palo, queno se aparta de la puerta.

—¿Y no hay nadie con él?—Nadie, señorita.Sin ser perseguidas, atravesamos el

portillo de la cerca. Tan pronto comohubimos llegado a la espesura próxima ala cañada de los castaños, respiré ycomencé a pensar que fuere quien fuereel dueño de aquel pie —y yo seguía conla instintiva certidumbre de que no eraotro que Dudley—, no cabía duda deque su objetivo era ocultarse, y, portanto, una eventual persecución por suparte no tenía por qué intranquilizarme.

Mientras caminábamos lentamente alo largo del sendero cubierto de hierba,oí una voz que pronunciaba mi nombre amis espaldas. Mary Quince no la habíaoído, pero yo estaba segura de ello.

La llamada se repitió dos o tresveces, y, mirando —presa deconsiderable recelo y nerviosismo—bajo las colgantes ramas, vi a la«Guapa», en pie sobre los matorrales, amenos de diez metros.

Recuerdo la blancura de los ojos ylos dientes de la morena muchachamientras, con su mano levantada a laaltura de la oreja, nos miraba en tantoque, a lo que parecía, aguzaba el oído ala escucha de más distantes sonidos.

La «Guapa» me hizo ansiosasseñales con la mano, avanzando, con unaexpresión de mucho miedo e inquietud,dos o tres pasos hacia mí.

—Esa que no venga —dijo la«Guapa», sin resuello, tan pronto comohube llegado casi hasta ella, señalandocon la mano levantada hacia MaryQuince.

—Dígale que se siente en ese muñónde fresno que hay allí, y que la llame tanfuerte como pueda si ve acercarse aalguien por este camino, y usted meavisa a mí —dijo, haciéndome unaimpaciente seña con la mano para queme fuera a dar el recado.

Cuando regresé, tras impartir mis

órdenes, me di cuenta de lo pálida queestaba la muchacha.

—¿Te encuentras mal, Meg? —pregunté.

—No se preocupe por eso. Estoybastante bien. Escuche, señorita, tengoque decírselo todo en un santiamén, y siella avisa, corra usted a su lado y a mídéjeme sola, pues si mi padre o el otrome cogieran, creo que me matarían, ocasi. ¡Ssss!

Se detuvo un momento, mirandorecelosamente en dirección a dondesuponía que estaba Mary, a continuaciónprosiguió, en un cuchicheo:

—Mire, muchacha, esto que le voy adecir se lo tiene que guardar para usted

misma y, por lo que más quiera, no se lodirá a nadie, ¿se da cuenta? ¡Ni unapalabra de lo que le voy a decir!

—No diré ni una palabra. Sigue.—¿Ha visto a Dudley?—Creo que he visto su pie subiendo

por la escalera.—¿En el molino? ¡Ajá! Es él. Nunca

llegó más allá de Todcaster, y luego sequedó en Feltram.

Ahora me tocó a mí empalidecer. Lapeor de mis conjeturas había quedadoconfirmada.

C A P Í T U L O L V I

CONSPIRO

—ES muy malo, ¡ya lo creo que loes…, señorita Maud! Nada bueno es loque les hace, a él y a mi padre…,recuerde, muchacha, que me haprometido no decirle nada a nadie… loque les hace estar a los dos de palique, yfumando juntos a escondidas, allá en elmolino.

»Y mi padre no sabe que le hedescubierto. No me dejan ir al pueblo,

pero Brice me lo ha dicho, y él sabe quees Dudley; y lo que se traen no es nadabueno, sino malísimo. Y para mí,señorita, que todo es a cuenta de usted.¿Está muy asustada, señorita Maud?

Me sentía a punto de desmayarme,pero me rehice.

—No mucho, Meg. Sigue, por lo quemás quieras. ¿Sabe el tío Silas que estáaquí?

—Verá, señorita, los dos estuvieroncon él, según me ha dicho Brice, desdelas once hasta cerca de la una el martespor la noche, y entran y salen comoladrones, de miedo de que les vea usted.

—¿Y cómo es que Brice sabe dealgo malo? —pregunté, con una extraña

sensación heladora que me subía desdelos talones hasta la cabeza y me volvía abajar… Estoy segura de que misemblante tenía una palidez de muerte,pero me las arreglaba para hablar conmucho aplomo.

—Brice dice, señorita, que vio aDudley llorando y con la mirada muynegra, y va y le dice a mi padre: «Eso noes lo mío, y no puedo». Y mi padre va yle dice: «A nadie le gusta una cosa así,pero ¿qué remedio te queda? El viejoanda detrás tuyo con la horca, y no tepuedes quedar».

Y entonces se percató de que estabaallí Brice y va y le dice: «¿Qué haces túaquí? Vete con las caballerías al

herrero, haz lo que te digo». Y Dudleyva y se levanta y se cala el sombrero porlas cejas y dice: «Ojalá estuviera en elSeamew. Ya no puedo hacer nada, conesto que me ha caído encima». Y esto estodo lo que oyó Brice. Y les tiene muchomiedo, a mi padre y a Dudley. Dudleypodría hacerle pedazos, si se enfadaracon él, y además a él y a mi padre no lesimportaría llevarlo a los jueces porcazar furtivamente, y mandarle a lacárcel.

—Pero ¿por qué piensa que la cosame atañe a mí?

—¡Ssss! —dijo Meg, imaginándoseque oía un ruido. Pero todo estaba ensilencio—. No lo sé… estamos en

peligro, muchacha. No sé por qué…,pero él sí lo sabe, y yo también, y ustedtambién, vaya si lo sabe.

—Me marcharé de Bartram, Meg.—No puede.—¿Qué quieres decir?—No le dejarán salir. Todas las

verjas están cerradas. Tienen perros…,tienen sabuesos, dice Brice. No puedeusted salir, fíjese lo que le digo, quíteseeso de la cabeza. Pero le voy a decir loque va a hacer. Escriba una notita a laseñora esa de Elverston, y aunque Bricees un bruto y a veces no se porta muybien que digamos, yo le gusto y haré quela lleve. Mañana mi padre estarámoliendo en el molino. Venga aquí a la

una…, siempre que vea dar vueltas a lasaspas del molino…, y yo y Brice nosencontraremos con usted aquí. Traiga aesa mujer con usted. Hay una viejafrancesa, por cierto, que habla conDudley. Mire usted que nadie se enterede esto. Brice conmigo es simpático,aunque con los demás sea como sea. Ycreo que no se chivará. Y ahora tengoque irme, muchacha. Que Dios la ayude,y la bendiga, y por todo el oro delmundo…, ¡no deje que nadie se décuenta de lo que pasa por su cabeza, nisiquiera ésa!

Antes de que pudiera yo decir unapalabra más, la muchacha se habíamarchado sigilosamente, haciéndome un

vehemente gesto de que guardarasilencio, al tiempo que sacudía lacabeza negativamente.

Me resulta de todo punto imposibleexplicarme el estado en que me hallaba.Hay en la naturaleza humana recursos,tanto de energía como de aguante, cuyaexistencia jamás sospechamos hasta quela tremenda voz de la necesidad no losinvoca y hace entrar en juego.Petrificada por un horror totalmentenuevo, pero con algo de la frialdad eimpasibilidad de la transformación, memantenía en pie, hablaba y actuaba…, locual me dejaba maravillada,aterrorizada casi.

A mi regreso me encontré con

madame, como si nada hubierasucedido. Escuché su feo parloteo ycontemplé los frutos de su hora decompras, como podría haber escuchado,contemplado, hablado y sonreído ensueños.

Pero la noche fue espantosa. CuandoMary y yo nos quedamos a solas, cerréla puerta y continué paseando de arribaabajo por la habitación con las manosentrelazadas, mirando al inexorablesuelo, a las paredes, al techo, con unaespecie de implorante desesperación.Tenía miedo de contárselo a mi queriday vieja Mary. La menor indiscreciónsupondría el fracaso, y el fracaso ladestrucción.

Contesté a sus perplejas solicitudesdiciéndole que no me encontraba muybien…, que estaba intranquila; pero nodejé de obtener de ella la promesa deque no insinúaría a mortal alguno ni missospechas en relación con Dudley ninuestro encuentro con Meg Hawkes.

Recuerdo cómo, tras habernosmetido en la cama, ya a altas horas de lanoche, yo me incorporé en la mía,tiritando de horror, mientras la tranquilarespiración de la honrada Mary dabatestimonio de lo profundamente quedormía. Me levanté y me puse a mirarpor la ventana, a la espera de vermerodear por el patio a alguno deaquellos lobunos perros que habían

traído al lugar. A veces me ponía arezar, lo cual me tranquilizaba y mehacía imaginar que acaso fuera a tenerun breve intervalo de sueño. Pero laserenidad era engañosa, y mis nerviosestaban todo el tiempo histéricamentetensos. En ocasiones me sentíaabsolutamente desquiciada y en un trisde ponerme a dar alaridos. Perofinalmente aquella horrenda nochequedó atrás. Llegó la mañana, y con ellaun estado de ánimo menos enfermizo,aunque apenas menos terrible. Madameme hizo una temprana visita. Se meocurrió una idea. Sabía que le gustabamucho hacer compras, y, sin darle lamenor importancia, dije:

—Sus compras de ayer me tientan,madame, y debo adquirir algunas cosasantes de que nos marchemos a Francia.¿Qué le parece si nos vamos hoy aFeltram, usted y yo, para que compre yomis cosas?

Me miró a la cara, de reojo, sinresponder. No me acobardé, y ella dijo:

—Muy bien. Me encantaría —y denuevo me miró con ojos extraños—. ¿Aqué hora, mi querida Maud? ¿A la una?Creo que ésa es una buena hora, ¿eh?

Asentí, y ella guardó silencio.Me pregunto si mi aspecto era tan

indiferente como yo intentaba que fuera.No lo sé. A lo largo de todo aquelhorrible período yo era, pienso,

sobrenatural; éste es el día en que aúncontemplo con retrospectivo asombro miextraño autodominio.

Mis esperanzas estaban puestas enque madame no estuviera enterada de lasórdenes que prohibían la salida dellugar. Ella misma me conduciría aFeltram y, al acompañarme, megarantizaría vía libre de salida.

Una vez en Feltram, yo haría valermi libertad y me las arreglaría paramarcharme con mi querida primaKnollys. No había fuerza en el mundoque pudiera hacerme regresar a Bartram.Mi corazón se dilataba y agitaba en lahorrible incertidumbre de aquellosmomentos.

¡Oh, Bartram-Haugh! ¿Cómo tehiciste con aquellos altos muros? ¿Cuálde mis antepasados me había cercadocon una barrera infranqueable en estehorrible aprieto?

De pronto me acordé de mi carta alady Knollys. Si fracasaba en miescapada a través de Feltram tododependería de ella.

Tras cerrar con llave mi puerta,escribí lo que sigue:

«Te pido ayuda, queridísimaprima, ayuda como la que tútengas esperanzas de obtenerpara ti el día en que te vierasasaltada por el miedo. Dudley ha

regresado y está, en secreto,oculto en algún lugar de la finca.Es un engaño. Todos fingen antemí que se ha ido en el Seamew,en cuya lista de pasajeros se hapublicado su nombre, ya sea pororden suya o de ellos. ¡Madamede la Rougierre ha reaparecido!Está aquí, y mi tío insiste en queme haga estrecha compañía.Estoy medio enloquecida. Nopuedo escapar…, los muros sonuna prisión, y creo que los ojosde mis carceleros no se apartande mí ni un instante. Tienenperros para perseguirme… ¡sí,perros! Y las verjas están

cerradas con llave para impedirmi huida. ¡Que Dios me ayude!No sé adonde mirar ni en quiénconfiar. Temo a mi tío más que anadie. Creo que podría soportartodo esto mejor si supiera cuálesson sus planes, aunque éstosfueran los peores. Si alguna vezme has querido o te has apiadadode mí, querida prima, te suplicoque me ayudes en este extremoapuro. Sácame de aquí. ¡Oh,cariño, por el amor de Dios,sácame de aquí!

Tu desquiciada yaterrorizada prima,

Maud».

Sellé celosamente esta carta, comosi la inanimada misiva fuese a romper suenceramiento y proclamar mi llamada dedesesperación a través de todos losaposentos y corredores del silenciosocaserón de Bartram.

La vieja Quince, cosa que divertíagrandemente a la prima Mónica,persistía en proveerme con esos ampliosbolsillos pertenecientes a unageneración anterior. Ahora me alegré deesta anticuada excentricidad y depositémi culpable carta —carta que, en mediode todas mis hipocresías, hablaba con

terrible franqueza— en lo más hondo deaquel receptáculo, y, tras poner a buenrecaudo la pluma y la tinta, miscómplices, abrí la puerta y volví aadoptar mi semblante de indiferencia, enespera del retorno de madame.

—He ido a pedir permiso al señorRuthyn para ir a Feltram, y creo que loconcederá. Quiere hablar contigo.

Entré en la habitación de mi tío conmadame. Estaba reclinado en un sofá, deespaldas a mí, y sus largos cabellosblancos, tan finos como lana de vidrio,reposaban sobre el respaldo del asiento.

—Quería pedirte, querida Maud, queme hicieras dos o tres encargos enFeltram.

Mi terrible carta se sintió másaliviada en el interior del bolsillo,mientras mi corazón palpitaba conviolencia.

—Pero acabo de acordarme de quehoy es día de mercado, y Feltram estarálleno de gentes dudosas, además deborrachos, de modo que habremos deesperar hasta mañana; y madame dice,muy amablemente, que no le importahacer hoy algunas pequeñas comprasque no conviene demorar.

Madame asintió con una reverenciaal tío Silas y una gran sonrisa huecahacia mí.

Llegado este momento, el tío Silasse había incorporado de su postura

reclinada y estaba sentado, flaco yblanco, en el sofá.

—Noticias de mi hijo pródigo,llegadas hoy —dijo, con una sonrisadisplicente, cogiendo el periódico—. Elnavío ha sido visto de nuevo. ¿A cuántasmillas supones que está?

Hablaba en un tono quejumbroso,mirándome con ojos hambrientos y unsemblante horriblemente risueño.

—¿A qué distancia supones que estáDudley hoy? —y, mientras hablaba, tapóla gacetilla con la palma de la mano—.¡Adivínalo!

Por un instante me imaginé queaquello era una preparación teatral a finde dar pie al desvelamiento del lugar

donde realmente se encontraba Dudley.—Ha sido un camino muy largo.

¡Adivínalo!Pálida y algo balbuciente, llevé a

cabo la hipocresía que se me pedía, traslo cual, mi tío me leyó en voz alta lalínea, o par de líneas, en las que seregistraba el acontecimiento, así comola latitud y longitud del navío en aquelmomento, de lo cual madame tomó notaen la memoria, con el propósito de hacersus habituales anotaciones en el atlas dela pobre Milly.

No puedo decir cómo me encontrabarealmente, pero tuve la sensación de queel tío Silas, con ojos hoscos y expertos,me estuvo escudriñando el semblante

todo el tiempo. Nada resultó de ello, sinembargo, y madame y yo fuimosdespedidas.

A madame le encantaba hacercompras incluso por el hecho mismo decomprar, pero cuando a ello se unía laoportunidad de estafar, le encantaba mástodavía. Habiendo almorzado yhallándose ya vestida para su excursión,hizo precisamente lo que en aquellosmomentos yo más deseaba que hiciera:me propuso encomendarse de misencargos y mi dinero, y, trasconfiárselos, me dejó en libertad paraacudir a mi cita en la Cañada de losCastaños.

Tan pronto como vi que madame se

había alejado lo bastante, me puse ameter prisas a Mary Quince y a vestirmerápidamente. Salimos de la casa por lapuerta lateral, la cual me constaba queno era visible desde las ventanas de mitío. Me alegró el sentir que había unaligera brisa, suficiente para mover lasaspas del molino de viento; y, cuandonos hubimos adentrado en la finca yvislumbramos a lo lejos el viejo ypintoresco molino, experimenté unaindecible sensación de alivio al ver queestaba funcionando.

Ya en la Cañada de los Castaños,envié a Mary Quince a su habitual puntode observación, desde el que sedominaba el sendero en dirección al

Bosque del Molino de Viento, con laconsabida orden de gritar lo más fuerteque pudiera «¡ya lo he encontrado!»,caso de que viera acercarse a alguien.

Me detuve en el lugar donde noshabíamos encontrado el día anterior.Oteé bajo la enramada, y mi corazóncomenzó a palpitar cuando vi que Megme estaba esperando.

C A P Í T U L O L V I I

LA CARTA

—VENGA, muchacha —susurró la«Guapa», muy pálida—, aquí está TomBrice.

Y empezó a caminar delante de mí,apartando a empujones las ramasdesnudas de los matorrales, hasta quellegamos a donde estaba Tom. El esbeltomuchacho, mozo de cuadras o cazadorfurtivo —por ambas cosas podríaresponder—, con su chaquetilla y sus

polainas, estaba sentado en una ramabaja y horizontal, con el hombroapoyado contra el tronco.

—No te preocupes, quédate sentado,chico —dijo Meg al observar que seaprestaba a levantarse y había colgadoel sombrero en las ramas—. Quédatequieto ahí y escucha a la señorita. Sipuede llevará la carta, señorita Maud;¿verdad que sí, muchacho?

—Sí, la llevaré —respondió él,alargando la mano.

—Tom Brice, ¿no me engañarás?—No, claro que no —dijeron Tom y

Meg casi a la vez.—Tú eres un honrado muchacho

inglés, Tom… y no me traicionarías,

¿verdad? —dije, en tono implorante.—Claro que no —repitió Tom.Había algo un poco insatisfactorio

en el semblante de aquel rubicundojoven, con su aguda nariz respingona.Durante toda nuestra entrevista apenasdijo nada, sino que se sonreíaperezosamente, como quien presta oídosa las solemnes bobadas de un niño,alentando una tras otra todas y cada unade sus sabias salidas.

De ahí el que me pareciera queaquel joven bufón, sin la menorintención de ofender, me escuchaba conprofunda y perezosa burla.

No tenía otra opción, sin embargo,viéndome obligada a utilizar sus

servicios, pese a ser como era, o los deninguno.

—Tom Brice, de esto dependencosas muy importantes.

—Así es para ella, Tom Brice —dijo Meg, la cual, de vez en cuando,confirmaba mis aseveraciones.

—Voy a darte ahora una libra, Tom—dije, depositando en su mano a untiempo la moneda y la carta—, y has deentregar la carta a lady Knollys, enElverston; conoces Elverston, ¿verdad?

—Sí lo conoce, señorita. ¿Verdadque sí, muchacho? —Sí.

—Bien. Pues hazlo, Tom, y serébuena contigo mientras viva.

—Ya has oído, ¿eh, chico?

—Sí —dijo Tom—; muy bien.—¿Llevarás la carta, Tom? —dije,

presa de una zozobra ante su respuestamucho mayor de lo que dejaba traslucir.

—Sí, llevaré la carta —dijo él,levantándose y contemplando la cartamientras le daba vueltas entre sus dedos,como si fuera un objeto curioso.

—Tom Brice —dije—, si no puedesserme leal, dímelo, pero no te hagascargo de la carta a menos que sea paradársela a lady Knollys en Elverston. Sino me lo quieres prometer,devuélvemela y quédate con la libra,pero dime que no mencionarás a nadie elque yo te he pedido que llevases la cartaa Elverston.

Por vez primera Tom adoptó unaexpresión perfectamente seria. Estabajugueteando con una esquina de mi cartaentre el pulgar y el índice, y susemblante era, con mucho, el de uncazador furtivo a punto de ser puesto adisposición de la justicia.

—No quiero engañarla, señorita;pero tengo que andarme con cuidado.Todas las cartas pasan por las manos deSilas antes de ir al correo, y bien quesabría él que ésta no estaba entre lasdemás. Dicen que antes de mandarlas lasabre y las lee, que así se divierte. Yoeso no lo sé, pero me da a la nariz queasí será, y si apareciera ésta, todossabrían que había ido a mano, y a mí me

pillarían.—Pero tú sabes quién soy, Tom, y

que yo te salvaría —dije ansiosamente.—Quien tendría que salvarse sería

usted, me parece a mí, si eso ocurriera—dijo Tom cínicamente—. No es quediga que no voy a llevarla, lo único quedigo es que no pienso romperme lacabeza contra un muro por nadie.

—Tom —dije, bajo una súbitainspiración—, devuélveme la carta ysácame de Bartram; llévame aElverston; esto será lo mejor… para ti,Tom, quiero decir…, que te haya podidosuceder en la vida.

Heme aquí implorando a aquelbufón, como si en ello me fuese la vida.

Le había cogido de la manga y le mirabaa la cara, suplicante.

Pero de nada sirvió; Tom Bricevolvió a mostrarse divertido y ladeóligeramente la cabeza mientras, porencima del hombro, sonreía, comoavergonzado, hacia las raíces de losárboles a su lado, cual si estuvierahaciendo esfuerzos por no estallar enuna descortés risotada.

—Haré lo que sea prudente hacer,señorita; pero es que usted no conoce aesa gente; a ésos no se les da esquinazoasí como así, y lo que no quiero es queme rompan la crisma o que me metan ala sombra sin que ni usted ni yosaquemos nada en limpio. Aquí Meg

sabe de sobra que eso yo no lo puedohacer, así que no voy a intentarlo, paselo que pase; no se ofenda, señorita, peroprefiero no hacerlo; haré lo que sepueda con la carta, eso es todo lo quepuedo hacer por usted.

Dicho esto, Tom Brice se puso enpie y oteó, intranquilo, hacia el Bosquedel Molino de Viento.

—Pero mire, señorita, pase lo quepase, usted no dirá nada de mí, ¿verdad?

—¿Adónde te vas ahora, Tom? —preguntó Meg, inquieta.

—Eso no importa, muchacha —respondió él, echando a andar a travésde la espesura, por donde desapareciósin tardanza.

—Va a coger por el camino deovejas detrás del montículo. Esos andanpor allá abajo; vuélvase, señorita, yentre en la casa por la puerta lateral;mire de no dar la vuelta a la esquina, yyo me voy a quedar aquí un ratito entrelos arbustos, a esperar que puedamarcharme. Adiós, señorita; y ándesecon cuidadito de no dejar ver que por sucabeza pasan cosas poco corrientes.¡Ssss!

Se oyó una lejana llamada.—Ese es mi padre —dijo en un

cuchicheo, llevándose su mano curtidapor el sol a la oreja y poniéndose aescuchar con un semblante blanquísimo—. No es a mí a quien llama, sino a

Davy —añadió con un gran suspiro yuna sonrisa triste—. Y ahora váyase, poramor de Dios.

Caminando a paso ligero, así pues,por el sendero al amparo de la espesuradel bosque, llamé a Mary Quince y,juntas, regresamos deprisa a la casa,entrando en ella, tal como se nos habíaindicado, por la puerta lateral, que nonos exponía a ser vistas desde el Bosquedel Molino de Viento, y, al igual quecriminales, subimos sigilosamente porlas escaleras de atrás y, atravesando elcorredor lateral, nos introdujimos en mihabitación. Una vez allí me senté a tratarde poner orden en mis pensamientos yevaluar con precisión los

acontecimientos que acababan deproducirse.

Madame todavía no había vuelto.Eso estaba bien; lo primero que hacíasiempre era visitar mi cuarto, y todo sehallaba exactamente como yo lo habíadejado…, signo concluyente de que susfisgones ojos y enredadores dedos nohabían estado ocupados durante miausencia.

Por extraño que sea, cuando madamereapareció fue para traerme uninesperado alivio. Era portadora de unacarta de mi querida lady Knollys… conla cual entró un rayo de luz procedentedel libre y feliz mundo exterior. Encuanto madame me hubo dejado a solas,

la abrí y la leí. Decía así:

«La inmediata perspectiva deverte me hace felicísima, miquerida Maud. He recibido unacarta verdaderamente amable delpobre Silas —y digo “pobre”porque en realidad mecompadezco de su situación,sobre la cual creo que se haexpresado con absolutafranqueza, o al menos eso es loque dice Ilbury, y él, de algúnmodo, está al corriente de lo quepasa—. Ha sido una cartaconmovedora de veras, y quesupone todo un cambio. Te lo

contaré todo cuando te vea.Quiere, por fin, que me hagacargo de algo que meproporcionaría la más purafelicidad…, quiero decir:tomarte a ti, mi querida niña,bajo mi cuidado. El único temorque tengo es el de que unaexcesivamente ansiosaaceptación del encargo por miparte excitase esa vena deoposición que existe en lamayoría de los seres humanos, yle indujese a reflexionar denuevo sobre su ofrecimiento,esta vez de forma menosfavorable. Dice que debo ir a

Bartram a pasar una noche, ypromete alojarmeconfortablemente, cosa estaúltima que, te lo digosinceramente, no me importa unhigo, ante la perspectiva de unaagradable velada de cotilleos entu compañía. Silas explica sutriste situación, y que ha de estarpreparado para emprender unapronta huida, si quiere eludir elriesgo de perder su libertadpersonal. Es triste que se hayaarruinado de modo tanirremediable, que la liberalidaddel pobre Austin hayaprecipitado, sin duda, sus

apuros. Su gran deseo consisteen que te vea antes de que temarches para esa breve estanciaen Francia. Piensa que habrás departir de aquí a unos quince días.Estoy pensando en pedirte quevengas aquí; sé que en Elverstonestarías tan a gusto como puedasestarlo en Francia; pero quizá, yaque parece dispuesto a hacertodo lo que queramos, ofrezcamás seguridades el que ledejemos a él arreglarlo a su aire.La verdad es que lo deseo contanta fuerza, que temo ponerlo enpeligro si le contrarío aunque tansólo sea en una minucia. Dice

que fije uno de los primeros díasde la próxima semana, y seexpresa como si me alentara aque mi visita fuese másprolongada de lo que él definieraantes. Yo encantadísima.Empiezo a pensar, mi queridaMaud, que de nada sirvepretender controlar losacontecimientos, y que, confrecuencia, el dejar que éstos sedesarrollen por sí solos hace quesu resultado sea el mejor y elmás ceñido a nuestros deseos.Creo que fue Talleyrand quienhizo un enorme elogio del saberesperar. Muy animada, y con la

cabeza rebosante de proyectos,te envía, queridísima Maud, todosu cariño tu prima.

Mónica».

¡He aquí un inexplicable enigma! Sinembargo, un débil resplandor deesperanza comenzó a derramarse por unpaisaje que tan sólo unos minutos antesse hallaba oscurecido por un eclipsetotal. Mas fuere cual fuere la teoría queme fabricara, todas y cada una de ellaschocaban con numerosas, bienestablecidas y horrendas incongruencias,y los restos del naufragio flotabanesparcidos sobre las turbulentas aguas

del golfo sobre el que se posaban misojos.

¿Por qué estaba aquí madame? ¿Porqué andaba Dudley escondido por ahí?¿Por qué estaba yo prisionera entreaquellos muros? ¿En qué consistían esospeligros que Meg Hawkes, al parecer,juzgaba tan grandes e inminentes que leinducían a arriesgar la seguridad de suamante en aras de mi liberación? Todosestos amenazadores hechos se apiñabancontra la oscura certidumbre de quejamás nadie estuvo más hondamenteinteresado en desembarazarse de un serhumano, de lo que el tío Silas y Dudleylo estaban en deshacerse de mí.

A veces abandonaba mi alma a estas

pavorosas evidencias. A veces, leyendola radiante carta de la prima Mónica, elcielo quería despejarse, y mis terroresse desvanecían como pesadillas con laluz de la mañana. Nunca me arrepentí,sin embargo, de haber enviado mi cartaa través de Tom Brice. Escapar deBartram-Haugh constituía, hora a hora,mi único deseo.

Aquella tarde madame se invitó atomar el té conmigo. No puseobjeciones. En aquel preciso momentoera mejor mantener relaciones amistosascon todo el mundo, a ser posible,incluso en los términos impuestos porlos demás. Madame se hallaba en uno desus estados de ánimo bulliciosos y

alegres, y a su alrededor se olía aaguardiente.

Narró algunos de los cumplidos queaquella mañana, en Feltram, le hicieraesa «buena criatura», la señoraLitheways, la dueña de la mercería, yqué «buen mozo» era su nuevoencargado —madame, a todas luces,pretendía que yo le hiciese«bromitas»—, y cómo él la «siguió» conla mirada a dondequiera que ella iba.Quizá el hombre se figuraba, pensé yo,que se metería en el bolsillo algunos desus encajes o guantes. Y durante todo elrato sus grandes y perversos ojos semovían y miraban de acuerdo con suidea de la fascinación, y su huesuda cara

mostraba una mueca sonriente,arrebolada por la «bebida fuerte» quetanto le encantaba. Canturreabachansons disparatadas, y, hallándose,como era su costumbre bajo tanregocijantes influjos, de un humorfanfarrón, me hizo la solemne promesade que inmediatamente tendría mi cochey mis caballos.

—Hablaré con tu tío y haré lo quepueda. El señor Ruthyn y yo somos muybuenos y viejos amigos —dijo, con unamaliciosa mirada de soslayo que noentendí, pero que me asustó.

Jamás he podido acabar decomprender por qué estas Jezabelesgustan de insinuar en contra de sí

mismas la horrible verdad, pero el casoes que lo hacen. ¿Se deberá al espíritude triunfo femenino, que vence alfemenino pudor, haciéndolasvanagloriarse de su caída como unaprueba de fascinaciones y poderespretéritos? ¿Hemos de asombrarnos?¿Acaso las mujeres no han preferido elodio a la indiferencia, y la reputación debrujería, con todos sus castigos, a laabsoluta insignificancia? Pues bien, aligual que éstas disfrutaban con el miedoque su supuesto comercio con el Padredel Mal infundía a sus sencillos vecinos,así también madame, pienso, sedeleitaba aventando cínicamente lasospecha de su satánica superioridad.

A la mañana siguiente, el tío Silasme mandó llamar. Estaba sentado a sumesa y me acogió con un breve saludoen francés, sonriendo, como decostumbre, y me señaló una sillaenfrente.

—Se me ha olvidado a qué distancia—dijo, dejando el periódicodescuidadamente sobre la mesa—adivinaste ayer que estaba Dudley.

—Creo que eran mil cien millas.—Ah, sí, eso era.Distraído, hizo una pausa.—He escrito a lord Ilbury, tu

fideicomisario —prosiguió—. Me heatrevido a decirle, mi querida Maud(pues, teniendo idea de disponer las

cosas de modo diferente y más adecuadoen lo que a ti te atañe, en vista de laslamentables circunstancias que merodean, no quisiera renunciar a mitutoría sin alguna excepción de tuparecer sobre el trato que de mí hasrecibido mientras has permanecido bajomi techo)…, me he atrevido, repito, adecirle que en tu opinión he sido bueno,considerado e indulgente… ¿Tengopermiso para decirlo?

Asentí. ¿Qué otra cosa podía decir?—Le he dicho que has disfrutado

con nuestra pobre forma de vida aquí…,con nuestros agrestes modos de ser ycon nuestra libertad. ¿Estoy en lo cierto?

Volví a asentir.

—Y que, de hecho, no teníasobjeción alguna que hacer contra tupobre y anciano tío, salvo la de supobreza, que, sin embargo, le perdonas.Creo haber dicho la verdad. ¿Es así,querida Maud?

Volví a mostrar mi aquiescencia.Durante todo este tiempo estaba

hurgando entre los papeles del bolsillode la chaqueta.

—Esto es satisfactorio. Es lo queesperaba que dijeras —murmuró—. Noesperaba menos de ti.

De pronto una pavorosatransformación se extendió por su rostroy se puso en pie con el hosco y blancoceño de un espectro.

—Entonces, ¿cómo explicas esto?—chilló con voz de trueno, arrojando,abierta y boca arriba sobre la mesa, micarta a lady Knollys.

Incapaz de hablar, me quedé mirandofijamente a mi tío, hasta que me parecióperderle de vista, aunque su voz, comouna campana, resonaba aún en misoídos.

—¡Vamos, jovenzuela hipócrita ymentirosa, explica ese fárrago decalumnias que pretendías poner enmanos de mi pariente, lady Knollys,mediante el soborno de uno de miscriados!

Y así continuó sin tregua mientrasmis ojos iban llenándose de tiniebla

hasta que su propia voz se hizo confusay se convirtió en un zumbido silbanteque se perdió en el silencio.

Creo que debí de sufrir un ataque.Cuando volví en mí tenía el pelo, la

cara, el cuello y el vestido empapadosde agua. No tenía la más mínima idea dedónde me encontraba. Creí que mi padreestaba enfermo, y le hablaba. El tíoSilas estaba de pie junto a la ventana,con un aspecto indeciblemente hosco.Madame estaba sentada a mi lado, ydelante de mí, sobre la mesa, había unfrasco de éter, abierto (uno de los«reconstituyentes» del tío Silas).

—¿Quién está ahí…? ¿Quién estáenfermo…? ¿Se ha muerto alguien? —

exclamé.Finalmente me vi aliviada por un

paroxismo de llanto. Cuando me huberecobrado lo suficiente, fui trasladada ami habitación.

C A P Í T U L O L V I I I

EL COCHE DE LADYKNOLLYS

A la mañana siguiente —eradomingo— estaba echada en la cama, enbata, apática, con los sentidosembotados, todos los miembrosdoloridos y, según pensé, reumática ysintiéndome tan enferma que ni siquieratenía ganas de hablar o levantar lacabeza. Mis recuerdos de lo sucedido enla habitación del tío Silas eran

absolutamente confusos y tenía lasensación de que mi pobre padre habíaestado presente y participado —me eraimposible recordar de qué manera— enla conversación.

Estaba demasiado exhausta eidiotizada como para aclarar aquelhorrible embrollo, limitándome areposar con la cara vuelta hacia lapared, callada e inmóvil salvo por ungran suspiro de vez en cuando.

La buena de Mary Quince estaba enla habitación, y en ello hallaba algúnconsuelo, pero me sentía completamenteextenuada y habría preferido que no mehablara. La verdad es que en aquellosmomentos me resultaba absolutamente

indiferente si estaba viva o muerta.Esa mañana, la prima Mónica, en su

agradable Elverston, por enteroinconsciente de mi apurada y tristesituación, propuso a lady MaryCarysbroke y a lord Ilbury, a la sazónsus huéspedes, venir en coche a laiglesia de Feltram y, desde allí,hacernos una visita en Bartram-Haugh, alo que ambos asintieron prontamente.

El agradable trío llegó a Bartram,así pues, a eso de las dos. Veníanandando, tras haber dejado el cochepara que los caballos, una vezalimentados, les fueran luego a buscar, ymadame de la Rougierre, que seencontraba en la habitación de mi tío

cuando el diminuto Giblets compareciópara decir que el grupo aguardaba en elrecibidor, tuvo unos breves cuchicheoscon mi tío, quien, al cabo, dijo:

—La señorita Maud Ruthyn hasalido en coche, pero yo estaréencantado de recibir a lady Knollysaquí, si tiene a bien subir a verme unosinstantes; y puedes decir que estoy lejosde encontrarme bien.

Madame le siguió hasta el pasillo yañadió, sujetándole por el cuello de lachaqueta y susurrándole gravemente aloído:

—Traiga a la señora por la escalerade atrás…, acuérdese, la escalera deatrás.

Y, acto seguido, madame entró en mihabitación andando de puntillas y alargas zancadas, con el aspecto, dijoMary Quince, de alguien a quien van aahorcar.

Nada más entrar lanzó una miradapenetrante a su alrededor, y, satisfechade ver allí a Mary Quince, dio vuelta ala llave en la puerta y, en un susurro, sepuso a hacer afectuosas preguntas sobremí. Luego se acercó a la ventana, aunquesin arrimarse del todo, y comenzó aatisbar, tras lo cual vino hasta lacabecera de mi cama, murmuró algunasfrases tiernas, corrió un poco la cortinay se entregó a no sé qué ajetreos de unlado a otro de la habitación. Y, entre

otras cosas, quitó sigilosamente la llavede la cerradura y se la metió en elbolsillo.

Este proceder era tan extraño que lahonrada Mary Quince se levantóresueltamente de su silla, señalandohacia la cerradura, con sus azules yfrancos ojillos fijos en madame, ymusitó:

—Por favor, ¿es que no va a ponerla llave en la cerradura?

—Sí, claro que sí, Mary Quince;pero es mejor que esté cerrada, porqueme parece que su tío va a venir a verla,y estoy segura de que se asustaríamucho, porque el señor está muyenfadado, ¿comprendes? Así que le

podemos decir que no se encuentra lobastante bien, o que está durmiendo, yasí él se marchará sin molestarla.

Nada oí yo de estas palabras, puestoque fueron pronunciadas en un estrechocuchicheo; y Mary, pese a que no dabacrédito a la preocupación de madamerespecto a si yo estaba o no asustada, yademás sospechaba de todas susmotivaciones, se mostró conforme demala gana, ante el temor de que la razónque había alegado fuese cierta.

Inquieta, madame se puso, así pues,a revolotear en torno a la puerta; y encuanto a lo que en otro lugar sucediódurante aquellos momentos, ladyKnollys me hizo, con posterioridad, el

siguiente relato:«Nos quedamos muy desilusionados,

pero, por supuesto, yo estaba contentade ver a Silas, y el duendecillo devuestro mayordomo me condujo a lahabitación de tu tío, en el piso de arriba,por un camino diferente, pienso, del queutilicé la vez anterior; pero no conozcola casa de Bartram lo suficientementebien como para pronunciarmecategóricamente. Lo único que sé es quefui conducida a través de su dormitorio,el cual no había visto en mi anteriorvisita, y luego al interior de su sala deestar, donde lo encontré.

»Pareció muy contento de verme, seadelantó sonriendo —sus sonrisas

siempre me resultaron antipáticas—, conlas dos manos extendidas, y me saludóestrechando la mía de forma máscalurosa que, hasta donde me alcanza lamemoria, jamás lo hiciera antes, tras locual dijo: “Mi muy querida Mónica, quéamabilidad la tuya… ¡justo la personaque estaba deseando ver! Vengosintiéndome muy enfermo, triste secuelade angustias aún mayores. Siéntate unmomento, te lo ruego”. Y me dijo no séqué pequeño cumplido en francés, y enverso. “¿Y dónde está Maud?”, dije.“Creo que en este momento Maud estaráa medio camino de Elverston”, dijo elanciano caballero. “Le persuadí de quese diera un paseo en coche y le aconsejé

que fuera a visitarte, lo cual parecióagradarle, lo que me hace suponer queme obedeció”. “¡Qué gran fastidio!”,exclamé yo. “Mi pobre Maud se quedarátriste y desilusionada, pero laconsolarás con otra visita…, hasprometido venir, y yo trataré de que teencuentres a gusto. Tal prueba de nuestraperfecta reconciliación me hará,Mónica, más feliz, y tú no me la negarás,¿verdad?”. “Por supuesto que no, meencantará venir, y quiero darte lasgracias, Silas”, dije. “¿Por qué?”, dijoél. “Por querer depositar a Maud bajomis cuidados; te estoy muy agradecida”.“Debo decir que no hice esa sugerencia,Mónica, con la más mínima intención de

hacerme acreedor a tu gratitud”, dijoSilas. Pensé que iba a prorrumpir en unode sus humores desagradables. “Pero teestoy muy agradecida, mucho, Silas, yno has de rechazar mi gratitud”. “Encualquier caso soy feliz, Mónica, dehaber logrado tu buena voluntad;finalmente aprendemos que sólo en losafectos se encuentra nuestra capacidadde ser felices. ¡Y cuánta verdad hay enla preferencia de san Pablo por el amor!…, el principio que permanece. Losafectos, querida Mónica, son eternos, y,al serlo, son celestiales, divinos y, enconsecuencia, felices: de ellos se derivay con ellos se otorga felicidad”.Siempre he sido impaciente con la

metafísica, con la suya y con la de losdemás, pero me controlé y dije sólo, conmi acostumbrado descaro: “Bueno,querido Silas, ¿y cuándo quieres quevenga?”. “Cuanto antes, mejor”, dijo él.“Lady Mary e Ilbury se marchan de micasa el martes por la mañana. Si elmartes te parece un día adecuado, puedovenir a primera hora de la tarde”.“Gracias, querida Mónica. Para ese díaconfío en estar al tanto de los planes demis enemigos. Es una confesiónhumillante, Mónica, pero ya estoy devuelta de esos sentimientos. Es muyposible que mañana envíen a esta casauna orden de embargo, y con ella el finde todos mis proyectos. No es probable,

sin embargo…, tan sólo posible, quevenga antes de tres semanas, según medice mi abogado. Mañana por la mañanatendré noticias suyas, y a continuación tepediré que fijes un día dentro de muypoco. Caso de disponer de un par desemanas seguras, sin que nos molesten,te mandaré aviso, y tú fijarás el día”.Luego me preguntó quién me habíaacompañado, y deploró enormemente elno estar en condiciones de bajar arecibirles; y dijo que nos quedáramos aalmorzar, con una especie de sonrisa deRavenswood[57], acompañada de unencogimiento de hombros, y yo decliné,diciéndole que sólo disponíamos deunos minutos y que mis acompañantes

estaban paseando por los terrenosalrededor de la casa. Le pregunté siMaud iba a regresar pronto. “Seguro queno antes de las cinco”. Pensó queprobablemente te encontraríamos alvolver a Elverston, pero no podía estarseguro, puesto que cabía la posibilidadde que hubieras modificado tus planes.Y luego vino, y con esto no hay ya nadamás que decir, una despedida muyafectuosa. Creo que todo lo referente alos peligros legales era estrictamentecierto. Pero el que fuese capaz —amenos que aquella horrible mujer lehubiera engañado— de decirme con unsemblante tan sereno todas aquellasgroseras patrañas sobre ti, Maud, es

algo que me maravilla».Mientras tanto, estando yo en la

cama y madame deslizándose de un ladopara otro por la habitación, oracuchicheando, ora escuchando a losotros, de pronto las sobresalté a ambasal exclamar:

—¿El coche de quién?—¿Qué coche, cariño? —preguntó

Quince, cuyo oído no era tan fino comoel mío.

Madame atisbó por la ventana.—Es el médico, el señor Jolks. Ha

venido a ver a tu tío, querida —dijomadame.

—Pero he oído una voz de mujer —dije, incorporándome.

—No, querida mía, es sólo el doctor—dijo madame—. Ha venido a ver a tutío; te digo que está bajando del coche—e hizo como si estuviera viendoapearse al doctor.

—¡El coche se está marchando! —grité.

—Sí, se está marchando —repitiócomo un eco.

Pero, antes de que se diera cuenta,yo había saltado de la cama y estabamirando por encima de su hombro.

—¡Es lady Knollys! —chillé,agarrando el marco de la ventana paralevantarlo y, tras luchar en vano porlograrlo, grité:

—¡Estoy aquí, prima Mónica! ¡Por

amor de Dios, prima Mónica… primaMónica!

—¡Está usted loca, señorita…!¡Atrás! —chilló madame, utilizando sufuerza superior para obligarme aretroceder.

Pero yo veía cómo mi liberación ymi huida se me escapaban de las manosy, sacando de la desesperación unafuerza fuera de lo normal, la aparté deun empujón y me puse a golpearfrenéticamente contra la ventana con lospuños, a la vez que gritaba:

—¡Sálvame… sálvame! ¡Aquí,Mónica, aquí! ¡Prima, prima, oh,sálvame!

Madame me había agarrado por las

muñecas y ambas estábamos enzarzadasen una violenta lucha. Se rompió uncristal de la ventana, y yo me puse a dargrandes voces para detener el carruaje.La francesa tenía un semblante tenebrosoy desencajado como el de una furia, cualsi quisiera asesinarme.

Sin amedrentarme —fuera de mí—grité desesperada, viendo que el cochese iba rápidamente…, vislumbrando elsombrerito de la prima Mónica mientrasésta charlaba en su asiento con su vis-à-vis.

—¡Oh, oh, oh! —chillé, en una vanay prolongada agonía, en tanto madame,empleando a fondo su fuerza y su furiacontra mi desesperación, me obligaba a

retroceder pese a mis denodadosesfuerzos y, de un empujón, me hacíasentar en la cama, donde me mantuvosujeta, clavando en mi rostro unos ojosque echaban fuego, y lanzando unasrisitas para sus adentros, entre jadeos.

Pienso que sentí, un poco, ladesesperación de un espíritu perdido.

Recuerdo la cara de la pobre MaryQuince —su horror, su asombro—,mientras, boquiabierta, me contemplabapor encima del hombro de madame,gritando:

—¿Qué ocurre, cariño, señoritaMaud? —y, revolviéndose con fierezahacia madame e intentando con todas susfuerzas obligarla a soltarme las

atenazadas muñecas—: ¡Le estáhaciendo daño a la criatura! ¡Suéltela!

—Claro que la voy a soltar. ¡Peroqué imbécil eres, Mary Quince! Creoque está loca. Ha perdido el juicio.

—¡Oh, Mary, sal a gritar a laventana! ¡Detén el coche! —exclamé.

Mary se asomó, mas para entonces,por supuesto, ya no se veía nada.

—¿Por qué no paras el coche? —dijo madame con una sonrisa sarcástica—. Llama al cochero y al postillón.¿Dónde está el palafrenero? ¡Bah! Elle ale cerveau mal timbré.

—¡Oh, Mary, Mary! ¿Se ha ido? ¿Nose ve nada? —grité, corriendo hacia laventana. Y, tras esforzar la vista en vano,

con la cara pegada contra el cristal, mevolví hacia madame:

—¡Oh, mujer malvada y cruel! ¿Porqué ha hecho esto? ¿Qué le importaba austed? ¿Por qué me persigue? ¿Québeneficio puede sacar de mi ruina?

—¡Ruina! Par bleu! Ma chère,hablas demasiado deprisa. ¿No lo hasvisto tú, Mary Quince? Era el coche deldoctor Jolks y su señora, y esedescarado del joven Jolks mirando paraarriba, hacia la ventana cuandomademoiselle se asomó en tanescandaloso déshabillé mientrasgolpeaba contra la ventana… ¡Québonito! ¿Verdad, Mary Quince? ¿Qué teparece?

Me hallaba sentada al borde de lacama, llorando desesperadamente. Ya nome importaba la disputa ni laresistencia. ¡Oh! ¿Por qué mi salvaciónhabía llegado tan cerca, para al final noalcanzarme? Y así, con las manosentrelazadas y los ojos elevados alcielo, seguí llorando y rezandoincoherentes plegarias. No pensaba yaen madame, ni en Mary Quince ni enninguna otra persona; tan sólo balbucíami angustia y mi desesperación,desvalidamente, al oído del cielo.

—No me imaginaba yo que la niñafuese tan tonta.

—¡Qué enfant gaté! Mi queridaniña, pero ¿qué pretendes con ese

lenguaje y ese comportamiento tanextraños? ¿Para qué querías mostrarte enla ventana con ese horrible déshabillé, yque te viera la gente que iba en el cochedel doctor Jolks?

—Era la prima Knollys… la primaKnollys. ¡Oh, prima Knollys! ¡Te hasido… te has ido… te has ido!

—Y aunque hubiese sido el coche delady Knollys, lo cierto es que había uncochero y un palafrenero; y fuera elcoche de quien fuera, en él viajaba unjoven caballero. Caso de haber sido elde lady Knollys, habría sido peor que sifuese el coche del doctor.

—Ya nada importa…, todo haterminado. ¡Oh, prima Mónica! ¿A quién

acudirá ahora tu pobre Maud? ¿No hayya remedio?

Aquella tarde madame volvió avisitarme, en uno de sus humoressosegados y morales. Me encontró tanabatida y pasiva como me había dejado.

—Creo, Maud, que hay noticias,pero no estoy segura.

Alcé la cabeza y la miré anhelante.—Creo que se ha recibido una carta

del abogado londinense, con malasnoticias.

—Oh —dije en un tono que, tengopor cierto, entrañaba la más absolutaindiferencia que provoca el abatimiento.

—Pero, mi querida Maud, siendoello así, habremos de partir

inmediatamente, tú y yo, para reunimoscon la señorita Millicent en Francia. Labelle France! ¡Te gustará tanto! Lopasaremos muy bien. No puedesimaginarte lo simpáticas que son allí lasmuchachas. Todas me quieren mucho.Estarás encantada.

—¿Cuándo nos vamos? —pregunté.—No lo sé. Pero iba a llevarle una

caja de eau de cologne que llegó estatarde, y él puso una carta sobre la mesay dijo: «¡Ha llegado el golpe, madame!Mi sobrina debe estar preparada». Y yodije: «¿Para qué, señor?»… por dosveces; pero él no contestó. Estoy segurade que es un procès. Le han arruinado.Eh bien!, querida mía, supongo que nos

marcharemos de este triste lugarinmediatamente. ¡Estoy tan contenta!¡Esto me parece un cimetière!

—Sí, me gustaría marcharme de aquí—dije, incorporándome, con un gransuspiro y los ojos hundidos. Tuve lasensación de que se me había esfumadotodo resentimiento hacia madame, y queen su lugar se había instalado unsentimiento de debilidad… la fatiga,supongo, y la postración de las pasiones.

—Pondré una excusa para ir otra veza su habitación —dijo madame—; ytrataré de sonsacarle algo más y volveréaquí dentro de un cuarto de hora.

Se marchó. Pero pasó el cuarto dehora y no volvió. Sentía un ansia oscura

de abandonar Bartram-Haugh. Desdeque la pobre Milly se marchara, aquellugar se había convertido para mí en unaronda de malos espíritus, y el escapar deallí, fuese como fuese, constituía unaindecible bendición.

Pasó otra media hora, y otra, y mesentí enfebrecer de modo insufrible.Envié a Mary Quince al pasillo a ver siestaba madame, la cual, me temía, sehallaba entrando y saliendo de puntillasdel cuarto del tío Silas.

Mary, al volver, me dijo que habíavisto a la vieja Wyat, quien le habíainformado de que, según creía, madamese había ido a la cama hacía media hora.

C A P Í T U L O L I X

SÚBITA PARTIDA

—MARY —dije—, estoyhorriblemente ansiosa por enterarme delo que madame tenga que decir; ellasabe en qué estado me encuentro yprocura evitar la molestia de asomarse ala puerta a decir nada. ¿Oíste lo que medijo?

—No, señorita Maud —contestó,poniéndose en pie y acercándose.

—Cree que nos vamos a Francia

inmediatamente y que nos marchamos deeste lugar quizá para siempre.

—¡Loado sea el Señor, si es así,señorita! —dijo Mary, con más energíade lo que en ella era habitual—. Pueseste sitio es una desdicha y no meespero yo verla a usted nunca bien ofeliz en él.

—Vas a hacer una cosa, Mary. cogeuna vela y vete al piso de arriba a ver siencuentras su habitación; yo la encontréuna tarde por casualidad.

—Pero Wyat no nos dejará subir.—No le hagas caso, Mary; yo te

digo que vayas. Tienes que intentarlo.No podré dormir hasta que sepamos aqué atenernos.

—¿En qué dirección está su cuarto,señorita? —preguntó Mary.

—Algo así como hacia allá, Mary—le contesté, señalando con el dedo—.No sé decirte las vueltas que hay quedar, pero creo que lo encontrarás si vaspor ese gran corredor a tu izquierda, altérmino de la escalera, hasta que lleguesal cruce de corredores, y luego tuerces atu izquierda y, cuando hayas dejado atráscuatro o quizá cinco puertas, tendrás queestar ya muy cerca, y estoy segura deque si la llamas te oirá.

—Pero ¿me dirá ella algo a mí? ¡Esuna mujer tan extraña, señorita! —sugirió Mary.

—Dile exactamente lo que yo te he

dicho, y cuando se dé cuenta de quesabes ya tanto como yo, puede que te lodiga…, a menos que lo que quiera seaatormentarme. Y si no quiere, quizá, porlo menos, puedas persuadirle de quevenga a verme un momento. Inténtalo,querida Mary; no podemos dejarlo.

—Se va a quedar muy sola, señorita,mientras estoy fuera —dijo Mary,inquieta, en tanto encendía la vela.

—No puedo evitarlo, Mary. Vete.Creo que si me dijeran que nosmarchamos casi podría ponerme a cantary bailar. No soporto esta incertidumbrepor más tiempo, es espantoso.

—Si la vieja Wyat está ahí fuera,volveré y aguardaré aquí un poquito

hasta que se vaya —dijo Mary—; y detodos modos me daré toda la prisa quepueda. Las gotas y las sales volátiles lastiene aquí a mano, señorita.

Y, lanzándome una mirada deansiedad, salió de la habitación sinhacer ruido. No volvió inmediatamente,de lo que deduje que había encontradolibre el camino y había llegado al pisode arriba sin ser interceptada.

Mi pequeña ansiedad llegó a su fin,su apaciguamiento fue seguido por unasensación de soledad y, con ella, devaga inseguridad, la cual, finalmente, fueen aumento y llegó hasta tal punto queme quedé atónita ante mi locura dedecirle a mi compañera que se fuese;

mis terrores, por último, se hicieron tangrandes que me acurruqué en unaesquina de la cama, con los hombroscontra la pared y arrebujada en la ropade cama hasta la cabeza, con sólo unarendijita para ver.

Al cabo, la puerta se abriósuavemente.

—¿Quién está ahí? —exclamé,horrorizada en grado sumo,esperándome ver no sabía a quién.

—Soy yo, señorita —susurró MaryQuince, para mi indecible alivio; y, conla vela encendida y un semblante pálidoy desencajado, Mary Quince se deslizóal interior del cuarto, cerrando la puertacon llave.

No sé cómo fue, pero el caso es queme encontré de pie en el suelo, al ladode Mary y agarrándola fuertemente conlas dos manos.

—Mary, estás aterrorizada; por amorde Dios, ¿qué es lo que ocurre? —exclamé.

—No, señorita —dijo Mary en unhilo de voz—; no mucho.

—Te lo noto en la cara. ¿Qué pasa?—Déjeme que me siente, señorita.

Le contaré lo que he visto; es que mesiento un poquitín desfallecida.

Mary se sentó en mi cama.—Métase usted, señorita, que va a

coger frío. Métase en la cama, y se locontaré. No es gran cosa.

Me metí en la cama y, al contemplarel asustado semblante de Mary, sentí elcorrespondiente horror.

—Por lo que más quieras, Mary, dide lo que se trata.

Y, volviendo a asegurarme que noera «gran cosa», y en una narración algodifusa y enmarañada, me relató lossiguientes hechos:

Al cerrar mi puerta, Mary levantó lavela por encima de su cabeza y seadentró por el pasillo y, al ver que nohabía nadie, subió por la escalerarápidamente. Atravesó el gran corredora la izquierda y se detuvo un momentoen el cruce de galerías, luego recordóexactamente mis indicaciones y siguió

por la de la derecha.Había puertas a ambos lados, y se

olvidó de preguntarme en cuál de ellosestaba la de madame. Abrió varias. Enuno de los aposentos la sobresaltó unmurciélago, que a punto estuvo deapagarle la vela. Siguió un poco másallá, se detuvo y, en aquella lúgubresoledad, empezó a perder el ánimocuando, de pronto, unas puertas másadelante, creyó oír la voz de madame.

Llamó con los nudillos a la puerta,me dijo, pero al no recibir respuesta yseguir oyendo hablar a madame en suinterior, la abrió.

Sobre la chimenea había una vela, yotra en un farol de establo cerca de la

ventana. Madame estaba conversandolocuazmente junto al hogar, de cara a laventana, la cual tenía el marcocompletamente quitado de su sitio:Dickon Hawkes, el Zamiel de la pata depalo, lo estaba sujetando con una mano,ya que se hallaba imperfectamenteinclinado contra el ángulo del entrante.Había otra figura, de pie, con sobretodoabotonado hasta arriba y un manojo deherramientas bajo el brazo, como sifuese un vidriero; y, con un mudoestremecimiento de miedo, Maryreconoció claramente las facciones deDudley Ruthyn.

—¡Era él, señorita, tan cierto comoque estoy sentada aquí! Pues bien, se

quedaron tan callados como ratones; trespares de ojos clavados en mí. No sé yoqué es lo que me hacía tan digna deestudio, pero algo me dijo que lo quetenía yo que hacer era aparentar quesólo conocía a madame y a nadie más;así que hice una reverencia lo mejor quepude y le dije: «¿Puedo hablarle unmomento en el pasillo, por favor?». Elseñor Dudley, en aquel momento, medaba la espalda y hacía como siestuviera mirando por la ventana, y yono dejé de mirar directamente amadame, y ella dijo: «Me estánarreglando un cristal roto, Mary», y seapartó de ellos y se me arrimó enseguiday me hizo retroceder hasta salir por la

puerta, parloteando todo el tiempo. Yaen el pasillo, me quitó la vela de lamano, cerrando la puerta tras de sí, ysostuvo la luz un poquito detrás de suoreja, de modo que me daba a mí delleno en la cara, en la que ella teníaclavados los ojos; y al cabo de unmomento volvió a decir, en su extrañogalimatías, que se habían roto doscristales de su habitación y que habíamandado llamar a unos hombres paraque los arreglaran. Me asusté muchísimoal ver al señor Dudley, porque hastaentonces no me había podido creersemejante cosa, y no sé cómo pudemirarla a ella a la cara, como lo hice,sin que se me notara. Estuve tan fresca y

tranquila como la piedra de esachimenea, ¡y cuidado que es mala yhorrible de aguantar su mirada! Pero nome arrugué, y yo creo que, por muy listaque sea, está en la duda de si me creítodo lo que me dijo, o si sé que no eramás que un atajo de trolas. Y entonces ledije su recado, y ella dijo que desdeentonces no había oído decir ni unapalabra más, pero que creía que no nosquedaban muchos días ya de estar aquí,y que si se enteraba de algo esta noche,cuando le llevara la sopa a su tío dentrode media hora, se lo diría a usted.

Tan pronto como fui capaz dearticular palabra, le pregunté si estabatotalmente segura de que el hombre del

sobretodo era Dudley, y su respuestafue: «Lo juraría sobre esa Biblia».

Lejos de desear que madamevolviera aquella noche, temblé ante lasola idea de que lo hiciese. ¿Quiénpodía decir qué persona pudieraacompañarla cuando se abriese la puertapara darle paso?

Dudley, tan pronto como se huborecobrado de la sorpresa, se había dadola vuelta, deseoso, a todas luces, deimpedir ser reconocido, y DickonHawkes se la quedó mirando con elentrecejo fruncido. Ambos teníanesperanzas de eludir el reconocimientobajo aquella penumbra, pues la velasobre la chimenea iluminaba el aire, y la

luz del farol caía en turbios retazos.¿Qué podría estar haciendo en la

casa el rufián de Hawkes? ¿Por quéestaba aquí Dudley? ¿Cabía imaginaruna combinación más agorera? Merompí la cabeza cavilando sobre todoslos pormenores que me había dado MaryQuince, pero fui incapaz de averiguar enqué consistía su ocupación. Nada hay,que yo sepa, más terrorífico que unperpetuo devanarse los sesos apropósito de problemas ominosos.

Fácil es imaginar cómotranscurrieron las largas horas deaquella noche y cómo mi corazón sepuso a palpitar a cada imaginado ruidotras mi puerta.

Pero llegó la mañana y, con su luz,cierta tranquilidad. Madame de laRougierre hizo su aparición a horastempranas; escrutó mis ojos oscura yastutamente, pero no aludió en ningúnmomento a la visita de Mary Quince.Quizá se esperaba alguna pregunta pormi parte y, al no oír ninguna, pensó quelo mejor sería dejar el asunto en paz.

Había entrado tan sólo a decir queno había vuelto a oír nada más sobre elparticular, pero que en aquel momentoiba a hacerle a mi tío el chocolate y quetan pronto como concluyese su entrevistavendría a verme de nuevo y me contaríacualquier cosa de la que se hubieseenterado.

Al poco rato se oyó llamar a lapuerta y la vieja Wyat ordenó a MaryQuince que se presentara en lahabitación de mi tío. Cuando regresó,arrebolada y nerviosísima, me dijo queen media hora tenía que estar levantaday vestida para un viaje, y que, una vezarreglada, fuese enseguida a lahabitación de mi tío.

Era una buena noticia, y al mismotiempo una conmoción. Me sentíacontenta. Me sentía anonadada. Salté dela cama y me puse a arreglarme conenergías completamente nuevas en mí.La buena de Mary Quince comenzóafanosamente a hacer mi equipaje y aconsultarme acerca de lo que iba a

llevar y no llevar conmigo.¿Iba a acompañarme Mary Quince?

Mi tío no había dicho ni una palabrasobre ello, y su silencio me hacía temerque Mary habría de quedarse.Constituía, sin embargo, un consuelo elhecho de que la separación no iba a serlarga y que pronto me reuniría conMilly, a quien quería más de lo quepudiera haberme figurado antes denuestra separación; pero, bajo lascondiciones que fuere, resultaba unindescriptible alivio el terminar conBartram-Haugh y dejar a mis espaldassus siniestras empalizadas y susrecovecos rondados por horriblesespectros, los cuales, últimamente,

habían hecho su aparición entre susparedes.

Mi tío me inspiraba demasiadomiedo como para dejar de comparecerpuntualmente al cabo de la media hora.Entré en su sala de estar bajo la sombradel alto gorro de la vieja y agria Wyat,quien cerró la puerta tras de mí, dandocomienzo la conferencia.

Madame de la Rougierre estaba allípresente, sentada y vestida con atuendode viaje y con un grueso velo de encajenegro sobre la cabeza. Mi tío se levantó,enjuto y venerable, con semblantedesabrido y adusto. No me ofreció lamano, limitándose a hacerme unaespecie de inclinación, más de

repugnancia que de respeto. Permanecióde pie, manteniendo el encorvadoarmazón de su figura con una manoapoyada sobre un estuche; bajo aquellassus oscuras cuencas —de las que ya hicecumplida descripción y que, en aquelinstante, se hallaban contraídas enfrunces de inenarrable severidad—, susojos fosfóreos y salvajes me mirabanfijamente, como lanzando fuego por laspupilas.

—Irás a Francia a reunirte en elpensionado con mi hija; madame de laRougierre te acompañará —dijo mi tío,impartiendo sus órdenes con la hoscamonotonía y las medidas pausas dequien dicta a su secretario un oficio

importante—. La señora Quince seguiráviaje conmigo, o, caso de hacerlo sola,dentro de una semana. Esta noche lapasarás en Londres, desde dondemañana proseguirás viaje a Dover,cruzando el Canal en el barco-correo.Ahora has de escribir una carta a tuprima Mónica Knollys, que leeréprimero y enviaré después. Mañana,desde Londres, escribirás una nota alady Knollys poniéndole al corriente deltrayecto recorrido ya en tu viaje ydiciéndole que no puedes escribirledesde Dover, puesto que a tu llegada allídebes zarpar inmediatamente en elbarco, y que hasta que mis asuntos no searreglen un poco no podrás escribirle

desde Francia, dado que es de sumaimportancia para mi seguridad el que nohaya ninguna pista respecto a nuestrasseñas. Lady Knollys se hallará, noobstante, informada a través de misabogados Archer & Sleigh, y confío enque pronto regresaremos. Harás el favorde entregar esta nota a madame de laRougierre, quien tiene mi encargo desupervisarla a fin de que no contengalibelo alguno sobre mi carácter. Y ahorasiéntate.

Obedecí, así pues, con aquellasdesagradables palabras resonando enmis oídos.

—Escribe —dijo, una vez me hubeacomodado debidamente en el asiento

—. Trasladarás con tus propias palabrasla esencia de lo que te diga. Que elpeligro inminente de un embargo…,recuerda el término (y me lo deletreó),cuyo aviso llegó esta mañana y que seejecutará o bien a primera hora de latarde, o mañana, en esta casa, me obligaa adelantar mis planes y enviarte aFrancia hoy mismo. Que te marchas encompañía de una sirvienta (aquí,madame, cuya dignidad se sintió acasozaherida, hizo un movimiento demalestar). Una sirvienta —repitió mitío, con discordante énfasis— y puedesdecir, si haces el favor…, aunque noestoy solicitando esa justicia…, que enesta casa has recibido un trato tan

benévolo como lo permitían misdesdichadas circunstancias. Y eso estodo. Tienes cinco minutos para escribir.Comienza.

Escribí según sus deseos. Mi estadode histerismo me había hecho muchísimomenos combativa de lo que meses antesme hubiese mostrado, pues en su portehabía mucho que, a un tiempo, erainsultante e imponente. Concluí mi carta,sin embargo, a su satisfacción y en elplazo prescrito; y, mientras él ladepositaba, junto con su sobre, encimade la mesa, dijo:

—Tendrás a bien recordar que estaseñora no es sólo tu sirvienta, sino quetiene autoridad para ordenar y disponer

cualquier detalle relativo a tu viaje yademás durante el trayecto se encargaráde realizar todos los pagos que seannecesarios. Harás el favor, así pues, deobedecer implícitamente todas susórdenes. El coche te está esperando a lapuerta.

Dicho esto, con otra hoscainclinación y un «te deseo un viajeseguro y sin peligros», mi tío retrocedióuno o dos pasos, y yo, con unaindefinible especie de melancolía,aunque también con una sensación dealivio, me retiré.

Mi carta, la cual fue halladaposteriormente, llegó a lady Knollysacompañada por otra del tío Silas, quien

le decía: «Mi querida Maud me informade que te ha escrito para ponerte alcorriente de algunos de nuestrosmovimientos. Una súbita crisis de misdesdichados asuntos me obliga a unapartida no menos súbita. Maud sereunirá con mi hija en el pensionado, enFrancia. Omito adrede la direcciónpuesto que mi propósito es residir en susinmediaciones hasta que haya pasadoesta tormenta, y habida cuenta de que lasconsecuencias de algunos de misdesventurados embrollos podríanperseguirme hasta allí, por el momentodebo ahorrarte la desazón y la molestiade guardar un secreto. Estoy seguro deque sabrás excusar el silencio de la

muchacha durante una breve temporada;entre tanto recibirás noticias de ellas,quizá indirectamente, a través de mí.Nuestra querida Maud se puso estamañana en route hacia su destino,lamentando mucho, al igual que yo, el nohaber podido hacerte primero una fugazvisita en Elverston, pero no obstantemuy animada ante la nueva vida ynuevas perspectivas que la aguardan».

Mi vieja y bienamada amiga MaryQuince me estaba esperando en lapuerta.

—¿Voy con usted, señorita Maud?Me eché a llorar y la abracé con

todas mis fuerzas.—Ya veo que no —dijo Mary con

gran pesadumbre—. Hasta ahora nuncame había separado de usted, señorita,desde que medía lo que mide mi brazo.

Y la vieja y bondadosa Mary se echóa llorar conmigo.

—Pero vendrás dentro de unos días,Mary Quince —la regañó madame—.Me pregunto cómo puedes ser tan tonta.¿Qué son dos o tres días? ¡Bah, québobadas, muchacha!

Un nuevo adiós a la pobre MaryQuince, totalmente desconcertada ante losúbito de su separación. Una trémula ygrave inclinación por parte de nuestrodiminuto y anciano mayordomo desdelos peldaños. Madame vociferando através de la ventanilla al cochero que se

diera prisa y recordase que tan sóloteníamos diecinueve minutos para llegara la estación. Y partimos. La grille delviejo Crowle retrocedió ante nosotros.Me volví a mirar el paisaje que ibaquedando atrás… los gigantescosárboles, la suntuosa mansión manchadapor el tiempo. En el ensueño se alzabaun extraño conflicto de sentimientosentreverados, dulces y amargos. ¿Habíasido demasiado dura y suspicaz con losmoradores de aquella vetusta casa de mifamilia? ¿Era justa la indignación de mitío? ¿Volvería a conocer alguna vezpaseos tan agradables como algunos delos que gozara en compañía de miquerida Millicent a través de aquellas

hermosas arboledas que iban quedandoa mis espaldas? Y en aquel momento,con mi último atisbo de la fachada deBartram-Haugh, vislumbré a la vieja yquerida Mary Quince siguiéndonos conla mirada. La fuente de mis lágrimasvolvió a manar. Agité el pañuelo desdela ventanilla, cuando ya los muros delparque se perdían por completo de vista,y, a muy buen paso, nos deslizamos porla empinada cuesta de la cañada entrelos árboles, con su rocoso carácter deacantilado; y cuando, a continuación,surgió la carretera, Bartram-Haugh erauna masa brumosa de bosque ychimeneas, laderas y hondonadas. Noshallábamos a unos minutos de la

estación.

C A P Í T U L O L X

EL VIAJE

YA en el andén, mientrasesperábamos la llegada del tren, volví amirar hacia las boscosas tierras altas deBartram y más allá de éstas, hacia lahermosa sierra, azulenca y delicada enla lejanía, allende la cual se alzaba labienamada y vieja casa de Knowl,donde mi padre y mi madre yacíanenterrados junto con las escenas de miinfancia, nunca amargadas salvo por

obra de la sibila que viajaba en elasiento contiguo al mío.

De haber mediado circunstanciasmás venturosas, mi temprana edad mehabría hecho sentir enloquecida deplacer ante la idea de ir a Londres porprimera vez. Pero la oscura doñaZozobra iba sentada a mi lado, con supálida mano sobre la mía, y en misoídos resonaba sin cesar una voz detemor y advertencia, cuyas palabras meera imposible entender. Entre un fulgorde farolas atravesamos Londres hacia eloeste y, por unos momentos, la sensaciónde lo nuevo, y la curiosidad, vencieronmi desánimo, poniéndome a miraransiosamente por la ventanilla mientras

madame, quien, pese a las fatigas denuestro largo trayecto ferroviario, estabade un humor excelente, me daba, con vozchirriante, retazos de informacióntopográfica, pues Londres era un librode estampas de sobra conocido paraella.

—Esto es Euston Square, querida…,Russell Square. Ahí está OxfordStreet…, Haymarket. Mira, ése es elTeatro de la Ópera…, el Teatro de SuMajestad. Mira todos esos cochesesperando…

Y así continuó, hasta que finalmentellegamos a una callecita que, según medijo, estaba más allá de Piccadilly, y enla que nos detuvimos ante una casa

particular —un hotel familiar, deacuerdo con la impresión que meprodujo—, y me alegré de tener laocasión de pasar una noche de descanso.

Rendida por la peculiar fatiga queprovocan los viajes por ferrocarril,polvorienta, sintiendo algo de frío, conlos ojos doloridos y cansados, subí lasescaleras en silencio, a la zaga denuestra gárrula y bulliciosa patrona, lacual nos condujo hasta nuestrodormitorio de dos camas mientras noscontaba la sin duda por ella tantas ytantas veces relatada historia de la casa,de su antaño noble propietario y deaquellos magníficos salones, ocupadoscada año por el obispo de Rochet-on-

Copeley durante las sesiones de la Junta.Me habría gustado estar a solas,

pero me hallaba excesivamente cansaday abatida para que nada me importasedemasiado.

A la hora del té madame se mostróexpansiva, como un gigante refrescado,y se puso a parlotear y canturrear;finalmente, viendo que yo empezaba adar cabezadas, me aconsejó que memetiese en la cama mientras ella salía ala calle a ver a su «vieja y queridaamiga mademoiselle St. Eloi, la cualestaría, con toda seguridad, levantada yse ofendería si no le hacía una visita,por breve que fuera».

Poco me importó lo que dijo; me

sentía contenta de desembarazarme deella aunque fuera por poco tiempo, ypronto me quedé profundamentedormida.

Ignoro al cabo de cuánto tiempo,pero luego la vi, como el personaje deun sueño, yendo de un lado para otro enla habitación mientas se quitaba susprendas de vestir.

A la mañana siguiente tomó sudesayuno en la cama mientras a mí, parami alivio, se me dejaba enseñorearmede nuestra salita de estar para tomar elmío a solas; allí comencé a asombrarmede las escasas molestias que hasta elmomento me había producido sucompañía, y a especular sobre las

oportunidades que se me ofrecían dehacer un viaje en condiciones tolerablesde bienestar.

Nuestra patrona me concedió cincominutos de su valioso tiempo. Suconversación versó principalmentesobre monjas y conventos, así comoacerca de su vieja amistad con madame;según pude entender, en tiempos habíaregentado un negocio, sin duda hartoganancioso, consistente en escoltar ajóvenes señoritas a establecimientos delcontinente, y, pese a que en aquellosmomentos no llegué a comprender deltodo el tono en el que me lo decía, nosin frecuencia pensé, más tarde, quemadame me había presentado como una

joven destinada a la santa vocación detomar los hábitos.

Cuando se hubo marchado me sentéjunto a la ventana y me puse a mirar lacalle con indiferencia, viendo pasaralgún que otro carruaje y, de vez encuando, un viandante vestido a la moda;y me pregunté si aquella tranquila callepodía realmente ser una de las arteriaspróximas al corazón de la tumultuosaurbe.

Pienso que mi vitalidad nerviosa, enaquellos precisos momentos, no debíade ser sino un débil rescoldo, pues metraía absolutamente sin cuidado lanovedad y el mundo de maravillas másallá de la ventana, cuya tristona

tranquilidad me habría resultado odiosoabandonar a cambio de una excursiónpor los esplendores de las calles ypalacios que me rodeaban y sobre loscuales mis ojos no se habían posado.

Hasta la una, madame no vino areunirse conmigo, y, hallándome de tanapagado humor y, sin duda, contenta deverse libre de mí, no me urgió aacompañarla en su paseo en coche.

Por la tarde, mientras tomábamos elté a solas en nuestra habitación, meentretuvo con una conversación muyextraña —en aquellos momentosininteligible—, pero que, a partir de losacontecimientos subsiguientes, adquirióun significado aceptablemente claro.

En el transcurso de aquel día,madame me pareció, en dos o tresocasiones, estar a punto de decir algo degrave importancia mientras me escrutabacon sus gélidos y malvados ojos.

Uno de los rasgos peculiares de supersonalidad consistía en que, cuando sesentía acuciada por una preocupaciónque realmente la turbaba, su semblanteno adoptaba, como habría sucedido enotras personas, una expresión triste osolícita, sino simplemente perversa. Suboca grande y hosca se contraía y lascomisuras de los labios se le hundíanpronunciadamente mientras sus ojosemitían un lúgubre y ceñudo fulgor.

Finalmente dijo, de pronto:

—¿Eres capaz de gratitud, Maud?—Eso espero, madame —respondí.—Y ¿cómo demuestras tu gratitud?

Por ejemplo, ¿harías algo importante poralguien que hubiese corrido un risquepor tu causa?

Inmediatamente se me pasó por lacabeza que me estaba sondeando apropósito de la pobre Meg Hawkes, decuya fidelidad, no obstante la traición yla cobardía de su amante, Tom Brice,jamás dudé. Ello me hizo enseguidaponerme en guardia y mantenermereservada.

—Gracias a Dios no existe, que yosepa, ocasión para semejante servicio,madame. ¿Cómo puede nadie servirme,

actualmente, y al mismo tiempo correrun peligro? ¿Qué quiere usted decir?

—¿Te gusta, por ejemplo, lo de ir alpensionado francés? ¿No preferiríasalgún otro arreglo?

—Por supuesto que habría otrosarreglos que me gustarían más, pero noveo la utilidad de hablar de ellos, ya queno pueden ser —contesté.

—¿A qué otros arreglos te refieres,mi querida niña? —inquirió madame—.Supongo te refieres a que preferirías irtecon lady Knollys.

—Mi tío no lo quiere asíactualmente, y sin su consentimientonada puede hacerse.

—Jamás lo consentirá, querida niña.

—Ya lo ha consentido, sinembargo…, cierto que no de formainmediata, pero sí en breve plazo,cuando sus asuntos se arreglen.

—Lanternes![58] Jamás se arreglarán—dijo madame.

—Sea como fuere, por el momentodebo ir a Francia. Milly parece muyfeliz y me figuro que a mí también megustará. En cualquier caso estoy contentade abandonar Bartram-Haugh.

—Pero tu tío te volverá a llevar allí—dijo madame secamente.

—Es dudoso que él mismo vuelva aBartram alguna vez —dije.

—¡Ah! —dijo madame con unaprolongada entonación nasal—, tú

piensas que yo te odio, y en eso teequivocas por completo, mi queridaMaud. Al contrario, estoy muyinteresada por ti… lo estoy, queridaniña, tenlo por cierto.

Y puso sobre el dorso de la mía sumano grandona, de articulacionesdeformadas por antiguos sabañones.Levanté los ojos y la miré a la cara. Noestaba sonriendo. Al contrario, lascomisuras de su ancha boca estabanhundidas lastimeramente, como antes, ysus abisales ojos, ceñudos, estabanclavados en mi rostro.

El fulgor de aquella ironía suya quecon gran frecuencia le iluminaba la carasolía parecerme incomensurablemente

peor que cualquier otra expresión quepudiera adoptar, pero este opacoavizoramiento y lúgubre colapso de lasfacciones era aún más perverso.

—Supon que te llevara con ladyKnollys y te colocara bajo sus cuidados,¿qué harías tú, en tal caso, por la pobremadame?

Estas palabras me sobresaltaroninteriormente. Miré su impenetrablerostro, pero de él no pude extraer nada,salvo miedo. De haberme hecho talinsinuación tan sólo dos días antes, creoque le habría ofrecido la mitad de mifortuna. Pero las circunstancias habíancambiado. Ya no experimentaba elpánico de la desesperación. Tenía fresca

en el recuerdo la lección recibida deTom Brice, y la profunda desconfianzaque madame me inspiraba estaba en supunto álgido. Ante mí sólo veía a unatentadora y una traidora, y, así pues,dije:

—¿Pretende usted insinuar, madame,que mi tutor no es de fiar y que deberíahuir de él, y que se halla usted realmentedispuesta a ayudarme a hacerlo?

Con esto le devolví, como se ve, lapelota. Mientras hablaba me la quedémirando fijamente a la cara. Ellacorrespondió a mi mirada con la bocaabierta y ojos extraños y avizorantes,gesto que a partir de aquel instante meestuvo rondando durante mucho tiempo.

Sentadas ambas, y ambas guardandosilencio, parecía como si cada una denosotras se sintiera horriblementefascinada por la mirada de la otra.

Por último cerró la boca con gestoserio y, mientras me contemplaba,frunció el entrecejo de modo aún másresuelto y significativo. Por fin, en tonobajo, dijo:

—Creo, Maud, que eres unacriaturita astuta y malvada.

—El conocimiento no es lo mismoque la astucia, madame, ni es maldad elpedirle que diga explícitamente lo quepretende —repliqué.

—Pues bien, listilla mía, henos aquía las dos jugando una partida de ajedrez

sobre esta mesita, para decidir quiéndestruirá a la otra, ¿no es así?

—No permitiré que usted medestruya —le devolví la pulla, en unsúbito arrebato.

Madame se puso en pie y se frotó laboca con su mano abierta. Me parecióun ser maligno vislumbrado en un sueño.Me asusté.

—¡Va a hacerme daño! —exclamé,sin saber apenas lo que decía.

—Si fuera, bien que te lo mereces.Eres muy maliciosa, ma chère. O quizásólo muy estúpida.

Llamaron a la puerta.—Adelante —grité, con una

agradable sensación de alivio.

Entró una doncella.—Una carta, señorita —dijo,

entregándomela a mí.—Es para mí —gruñó madame,

arrebatándomela.Había visto la letra de mi tío y el

sello de correos de Feltram.Madame rompió el lacrado y se puso

a leer. Parecía contener sólo unapalabra, pues, tras la primera y fugazojeada, le dio la vuelta y examinó elinterior del sobre, para a continuaciónvolver al renglón que ya había leído.

Dobló la carta de nuevo, pasando lasuñas a lo largo de los pliegues en unfuerte pellizco, mientras me avizorabacon ojos vacíos y titubeantes.

—Eres una pequeña estúpida eingrata; estoy empleada por el señorRuthyn y, por supuesto, soy leal a mipatrono. No quiero hablar contigo.Toma, puedes leerla.

Me tiró la carta encima de la mesa.No contenía sino estas palabras:

«Estimada madame:Tenga la bondad de tomar

esta tarde el tren de las ocho ymedia con destino a Dover. Elalojamiento está dispuesto. Suyoaffmo.

Silas Ruthyn».

No sé decir qué es lo que meinfundió miedo en este breve aviso.¿Acaso la gruesa línea que subrayaba lapalabra «Dover», tan gratuita, y que medio la vaga pero terrible sensación dealgo preestablecido?

Dije a madame:—¿Por qué está subrayado

«Dover»?—No lo sé, tontita, no más que tú.

¿Cómo puedo saber lo que pasaba por lacabeza de tu tío cuando hizo esa marca?

—¿No tiene ningún significado,madame?

—¿Cómo puedes decir esas cosas?—contestó, más en concordancia con susmaneras de siempre—. ¡O te estás

burlando de mí o te estás volviendoverdaderamente idiota!

Hizo sonar la campanilla, pidió lacuenta y se entrevistó con nuestrapatrona mientras yo hacía algunosapresurados preparativos en nuestrahabitación.

—No te preocupes por las maletas,nos seguirán de inmediato. Vámonos,niña…, sólo nos queda media hora paracoger el tren.

Jamás hubo ni habrá nadie capaz,como madame, de tantos ajetreos cuandose terciaba. A la puerta aguardaba uncoche de alquiler, en el que me acució aintroducirme. Di por supuesto que elladaría todas las instrucciones necesarias,

y me recosté en el asiento, cansadísimay soñolienta ya, pese a ser tan temprano,en tanto la escuchaba gritar sus adiosesdesde el estribo del coche ycontemplaba los revuelos de su capa,cual las alas de un cuervo al quemolestan estando sobre su presa.

Al fin se metió dentro y el cochearrancó y echó a rodar entreresplandores de farolas y escaparates detiendas todavía abiertas; gas pordoquier, coches de alquiler, omnibuses yfurgones esparciendo su estruendo aúnpor las calles. Me hallaba demasiadocansada y deprimida para ponerme amirar todas aquellas cosas. Madame,por el contrario, no dejó de asomar la

cabeza por la ventanilla hasta quellegamos a la estación.

—¿Dónde están los demás bultos?—pregunté, en tanto madameencomendaba a mi atención su maletín ymi bolsa en el vestíbulo de la estación.

—Nos los enviarán con Boots enotro coche y llegarán a nuestras manossanos y salvos en este mismo tren. Túocúpate de estos dos que llevaremos connosotras en el vagón.

Y nos metimos en el vagón, junto conel maletín de madame y mi bolsa;madame se quedó de pie en laportezuela, ahuyentando, pienso, a losposibles compañeros de compartimientocon su estatura y su estridencia.

Finalmente la campana le hizoocupar su asiento, la portezuela se cerróbruscamente, sonó el silbato y nospusimos en marcha.

C A P Í T U L O L X I

NUESTRO DORMITORIO

HABÍA pasado una noche espantosay, de hecho, durante muchas otras nohabía dormido de acuerdo con misnecesidades. Todavía imagino a vecesque acaso con el té ingiriera algo quecontribuyese a hacerme sentir tanirresistiblemente adormilada. La nocheera muy oscura…, no había luna y lasestrellas pronto se ocultaron tras loscúmulos de nubes. Madame estaba

rumiando en su asiento, con sus mantasencima, mientras yo, arropada de formasimilar, trataba, en mi rincón, demantenerme despierta. Madame pensó, atodas luces, que me había quedado yadormida, pues subrepticiamente sacó delbolsillo una cantimplora y se la llevó alos labios, lo que hizo que se esparcieraun aroma a aguardiente.

Pero era vano luchar contra elinflujo que sigilosamente se ibaapoderando de mí, y pronto caí en unletargo profundo y sin sueños.

Finalmente madame me despertó enmedio de un enorme ajetreo. Habíabajado todas nuestras cosas y lasllevaba apresuradamente hacia un coche

cerrado que nos aguardaba a pocadistancia. Todavía reinaba la oscuridady en el firmamento no había estrellas.Avanzamos por el andén, yo mediodormida, en tanto el mozo de cuerdallevaba nuestras mantas de viaje bajo elresplandor de un par de mecheros de gasadosados a la pared, hasta salir por unapequeña puerta al fondo.

Recuerdo que madame, en contra desu costumbre, dio al hombre algúndinero. Bajo la difusa luz de laslámparas del coche nos introdujimos ensu interior y tomamos asiento.

—¡Siga! —chilló madame, y cerrólas ventanillas tirando de ellas haciaarriba con gran empuje. Así nos

quedamos, envueltas en la oscuridad y elsilencio, condiciones sumamentefavorables para la meditación. Mi sueñono había sido tan reparador como fuerade desear; me sentía febril, fatigada ytodavía muy soñolienta, aunque incapazde volver a dormirme.

Dormité a saltos; a veces mequedaba despierta, o medio despierta,no pensando pero, en cierto modo, síimaginando qué clase de lugar seríaDover; pero, demasiado cansada yapática para hacer a madame preguntaalguna, me recliné en el asiento,limitándome a contemplar cómo lossetos, grises bajo la luz de los fanales,iban quedando atrás, deslizándose en la

tiniebla.Nos desviamos de la carretera

principal, en ángulo recto, y nosdetuvimos.

—Baje y empújela, está abierta —chilló madame desde la ventanilla.

De este modo atravesamos, supongo,una verja, pues, cuando reanudamos elvivo trote, madame vociferó en elinterior del coche:

—Ahora estamos ya dentro de losterrenos del hotel.

La oscuridad y el silencio volvierona reinar, y yo caí en otro sopor, aldespertarme del cual me di cuenta deque nos habíamos detenido y madameestaba de pie sobre el peldaño, casi a

ras del suelo, de una puerta abierta,pagando al cochero. La propia madamearrastró al interior del edificio elmaletín y la bolsa. Me sentía demasiadocansada para importarme qué había sidodel resto del equipaje.

Bajé, lanzando miradas a derecha eizquierda, pero nada era visible, salvoun retazo de luz, proveniente de losfanales, sobre el suelo pavimentado y lapared.

Entramos en el recibidor ovestíbulo, y madame cerró la puerta, encuya cerradura creí oír dar vuelta a lallave. Estábamos totalmente a oscuras.

—¿Y las luces, madame…, y lagente? —pregunté, ya más despierta que

antes.—Son las tres pasadas, niña, pero

aquí siempre hay luz.Estaba a un lado, buscando algo a

tientas, y al cabo de un instante encendióun fósforo y, con él, una vela dedormitorio.

Nos hallábamos en un pasilloenlosado, bajo un arco a la derecha, a laizquierda del cual se abrían largoscorredores de baldosas, perdiéndose enla oscuridad. Una escalera de caracol,apenas lo suficientemente ancha paraque por ella cupiera madame llevando arastras su bolsa, conducía hacia arriba através de un arco situado en un rincón ala derecha.

—Vamos, querida niña, coge tubolsa; no te preocupes por las mantas deviaje; no hay peligro de que se laslleven.

—Pero ¿adónde vamos? ¡No haynadie! —dije, mirando a mi alrededorextrañada. Como recepción en un hotel,era ciertamente asombrosa.

—No te preocupes, mi querida niña.Saben que he venido y siempre metienen la misma habitación preparadacuando les escribo para reservarla.Sígueme tranquilamente.

Siguió, así pues, subiendo, con lavela en la mano. La escalera eraempinada, y larga la marcha. Nosdetuvimos en el segundo rellano y

penetramos en un pasillo fosco y sucio.Durante todo el ascenso no habíamosoído un solo ruido que delatara lapresencia de vida, ni habíamos visto unsolo ser humano o pasado junto a unalámpara de gas.

—Voila! ¡He aquí mi vieja y queridahabitación! Entra, queridísima Maud.

Así lo hice. La habitación era grandey de techo alto, pero desharrapada ylóbrega. Había en ella un alto lecho decuatro postes, con el pie junto a laventana y unas cortinas verde oscuro, detejido de felpa o terciopelo, que seasemejaban a un polvoriento pañomortuorio. El resto del mobiliario eraescaso y viejo, y un raído y

deshilachado rectángulo de alfombracubría un trozo del suelo. La estanciaera torva y espaciosa, y su atmósfera erafría, semejante a la de una cripta, cual sidurante mucho tiempo hubiesepermanecido deshabitada; sin embargo,en el guardafuegos de la chimenea, ydebajo de él, había escoria. Laimperfecta iluminación que nosproporcionaba nuestra vela de sebodaba a todo esto un aspecto aún másinhóspito.

Madame colocó la vela sobre larepisa de la chimenea, cerró la puertacon llave y se la metió en el bolsillo.

—En los hoteles siempre lo hago así—dijo, haciéndome un guiño.

Y con un largo «¡ahí!», expresión defatiga y alivio, se dejó caer sobre unasilla.

—¡Por fin estamos aquí! —dijo—;estoy contenta. Ahí tienes tu cama,Maud. La mía está en el tocador.

Cogió la vela y yo entré con ella.Una desgastada cama turca, una silla yuna mesa constituían todo el mobiliario;más que un tocador era un gabinete, y notenía otra puerta que aquella por la quehabíamos entrado. Volvimos a entrar enel dormitorio y, muy cansada y con lamente llena de interrogantes, me senté enel borde de la cama y bostecé.

—Espero que nos llamen a tiempopara el barco —dije.

—¡Oh sí, nunca fallan! —respondióella, mirando con fijeza su maletín, alque comenzó a quitar diligentemente lascorreas.

Pese a lo poco acogedora que era micama, estaba deseosa de meterme enella, y, tras hacer las abluciones quenuestro viaje hacía necesarias, acabépor acostarme, no sin antes haberclavado religiosamente mi talismáticoalfiler, con su cabeza de lacre, en laalmohada.

Nada escapaba al ojo inquieto demadame.

—¿Qué es eso, querida niña? —preguntó, acercándose y escudriñando lacabeza del amuleto gitano, que, sobre la

tela, parecía una pequeña mariquitarecién posada.

—Nada… un amuleto… tonterías.Por favor, madame, déjeme dormir.

Y, volviendo a mirarlo y a juguetearcon él sujetándolo entre el pulgar y elíndice, pareció darse por satisfecha;mas, para mi desgracia, lo que noparecía era tener sueño en absoluto.Anduvo ajetreada en desempaquetar ydesplegar sobre el respaldo de la sillala serie entera de sus compraslondinenses… vestidos de seda, un chal,una especie de demicoiffure de encaje,entonces de moda, y toda una variedadde artículos.

Aquella que, entre todas las mujeres,

era la más vanidosa y la más desaseada—una simple pazpuerca puertas adentrodel hogar, y un maniquí de costurerapuertas afuera—, sobre la repisa de lachimenea tenía un espejo de treintacentímetros cuadrados, y en él se puso aensayar efectos y a poner grotescassonrisitas en su siniestra y demacradacara.

Sabía que el método más seguropara prolongar aquella pesadez eraexpresar el malestar que me provocaba,de modo que lo soporté con la mayorcalma que pude, y, finalmente, me dormírápidamente con la horrenda imagen demadame sosteniendo entre el pulgar y elíndice un festón de seda gris y una banda

color cereza, y sonriendo por encima delhombro hacia el espejito de afeitarsobre la repisa de la chimenea.

Súbitamente me desperté por lamañana y me incorporé en la cama, enun momentáneo y completo olvido detodo lo relacionado con nuestro viaje.Al cabo de un instante, sin embargo,todo volvió a hacerse presente.

—¿Estamos a tiempo, madame?—¿Para el barco? —inquirió, con

una de sus encantadoras sonrisas, dandouna cabriola sobre el suelo—. Porsupuesto que sí; no creerás que ellos vana olvidarse. Aún nos quedan dos horasde espera.

—¿Se puede ver el mar desde la

ventana?—No, queridísima niña; ya tendrás

tiempo para verlo.—Quisiera levantarme —dije.—Ya habrá tiempo para eso, mi

querida Maud; estás fatigada; ¿estássegura de que te encuentras bien?

—Lo bastante bien para levantarme;mejor me encontraría, pienso, fuera dela cama.

—No hay prisa, ¿sabes? Ni siquierahace falta que vayas en el primer barco.Tu tío me ha dicho que yo lo decida a micriterio.

—¿Hay agua?—La traerán.—Por favor, madame, toque la

campanilla.Tiró de la cuerda con alacridad. Más

tarde me enteré de que no sonó.—¿Qué ha sido de mi alfiler gitano?

—pregunté, cundiendo en mí uninexplicable desánimo.

—¡Oh! ¿El alfilercito de cabezacolorada? Quizá se haya caído al suelo;cuando te levantes lo encontrarás.

Sospeché que me lo había cogidosólo por mortificarme. Era exactamentelo que le habría gustado hacer. Meresulta imposible describir hasta quépunto me deprimió e irritó la pérdida deaquel pequeño «sortilegio». Busqué enla cama, revolví entre la ropa de lamisma, por dentro y por fuera, hasta que

finalmente me di por vencida.—¡Qué odioso! —exclamé—.

¡Alguien me lo ha robado sólo paramolestarme!

Y, como la tonta que era, me arrojésobre la cama, hundí la cara en ella y meeché a llorar, en parte de rabia y enparte de abatimiento.

Pero al cabo de un rato se me pasó.Tenía la esperanza de recuperarlo. Siera madame quien me lo había robado,aún aparecería. Pero entre tanto sudesaparición me turbaba como un malagüero.

—Me temo, mi querida niña, que noestás muy bien. ¡Es realmentreextrañísimo que armes tanto alboroto

por un alfiler! ¡Nadie lo creería! ¿No teparece un buen plan el tomar eldesayuno en la cama?

Durante un rato continuó insistiendosobre este punto. Sin embargo, habiendorecuperado al fin el dominio sobre mímisma, y resuelto mantenerme, de formaostensible, en buenas relaciones conmadame, la cual podría contribuir a queel resto de mi viaje resultasesustancialmente desdichado, amén deperjudicarme gravemente a mi llegada,dije tranquilamente:

—Bien, madame, sé que es una cosamuy tonta, pero es que veníaconservando esa bobada de alfilercitodesde hace tanto tiempo y con tanto

mimo, que había acabado porencariñarme con él; pero supongo que seha perdido, y debo resignarme, aunqueno pueda reírme como usted. Así quevoy a levantarme y vestirme.

—Creo que harás bien en reposartodo cuanto puedas —contestó madame—; pero, como quieras —añadió,viendo que ya me estaba levantando.

Tan pronto como me hube puestoencima algunas prendas, dije:

—¿Son bonitas las vistas desde laventana?

—No —dijo madame.Me asomé y vi un desolado

cuadrilátero de manipostería, en uno decuyos lados estaba situada mi ventana.

Mientras miraba se alzó ante mi unsueño.

—Este hotel —dije, perpleja—. ¿Esun hotel? La verdad es que… es que ¡esexactamente igual que el patio interiorde Bartram-Haugh!

Madame entrelazó de golpe susgrandonas manos, hizo un fantásticochassé en el suelo, prorrumpió en unarisotada nasal, como el chillido de unacotorra, y dijo:

—Bueno, queridísima Maud…¡bonita broma!

Mi confusión era tan absoluta que nopude sino mirar a mi alrededor con ojosdesorbitados y en un estúpido silencio,espectáculo que hizo a madame repetir

sus risotadas.—¡Estamos en Bartram-Haugh! —

dije de nuevo, sumida en un totalconsternación—. ¿Cómo ha sidoposible?

No obtuve otra respuesta quealaridos de risa y una de esas danzas deWalpurgis en las que tan excelentebailarina se mostraba.

—Es una equivocación… ¿verdad?¿Qué es esto?

—Todo una equivocación, porsupuesto. Bartram-Haugh se parecemuchísimo a Dover, como saben todoslos filósofos.

Me senté en completo silencio,mirando por la ventana hacia el

profundo y sombrío recinto mientrastrataba de comprender la realidad y elsentido de todo aquello.

—Bien, madame, supongo que a mitío podrá usted convencerle de sufidelidad e inteligencia, pero a mí meparece que su dinero ha sido malgastadoy sus órdenes cualquier cosa menoscumplidas.

—¡Ja, ja! No importa; creo que meperdonará —rió madame.

Su tono me asustó. Empecé a pensar,con una vaga pero abrumadorasensación de peligro, que había actuadobajo las maquiavélicas directrices de susuperior.

—¿Me ha traído usted de vuelta,

entonces, por orden de mi tío?—¿He dicho yo eso?—No, pero lo que ha dicho no puede

tener otro sentido, aunque me seaimposible creerlo. ¿Y por qué se me hatraído aquí? ¿Qué finalidad tiene todaesta doblez y este ardid? Quierosaberlo. No es posible que mi tío, que esun caballero y pariente mío, seacómplice de tan indigna maniobra.

—Primero tómate el desayuno,querida Maud; luego puedes irle con elcuento a tu tío, monsieur Ruthyn, y mástarde te enterarás de lo que piensa de miterrible mal comportamiento. ¡Québobada, niña! ¿Es que no puedes pensaren las muchas cosas que tal vez hagan

cambiar a tu tío sus planes? ¿Acaso nose encuentra en peligro de que lodetengan? ¡Bah! Todavía eres una niña.Vístete y mandaré traer el desayuno.

No podía comprender la estrategiaque había sido practicada conmigo. ¿Porqué me habían engañado tandesvergonzadamente? Si estabadecidido que me quedase, ¿por quémotivo imaginable me habían enviadotan lejos en mi viaje a Francia? ¿Por quéme habían traído de regreso con tantomisterio? ¿Por qué me habían trasladadoa esta habitación incómoda y desolada,en el mismo piso en el que Charke habíahallado la muerte, y sin ninguna ventanaque diera a la fachada de la casa, ni

otras vistas sino las del hondo patiorecrecido de maleza, cuyo aspecto era elde un cementerio abandonado en unaciudad?

—Supongo que podré marcharme ami habitación —dije.

—Hoy no, mi querida niña, puescuando nos fuimos se quedó sin arreglar;dentro de dos o tres días estará lista otravez.

—¿Dónde está Mary Quince? —pregunté.

—¡Mary Quince!… Ha ido a Franciaa reunirse con nosotras —dijo madame,saliendo con aquella pata de gallo—.No están seguros de adonde irán ni dequé harán hasta dentro de uno o dos días

más. Voy a buscar el desayuno. Adieu,sólo por un instante.

Dicho esto, madame salió de lahabitación, y yo creí oír la llave girandopor fuera en la cerradura.

C A P Í T U L O L X I I

SURGE UNA CARACONOCIDA

NADIE podrá, si jamás ha tenidoesa vivencia, hacerse una idea delenfado y el horror que se sienten bajo elsiniestro insulto de ser encerrado en unahabitación, como yo descubrí al intentarabrir la puerta.

La llave estaba en la cerradura,podía verla a través del ojo de lamisma. Me puse a llamar a madame, a

zarandear la sólida puerta de roble, agolpear sobre ella con mis manos, adarle patadas…, pero todo en vano.

Me precipité en la habitacióncontigua, olvidando, si es que me habíafijado en ello, que no tenía puerta algunaque diera al corredor. Me di la vuelta,presa de una perplejidad a un tiemporabiosa y acongojada, y, al igual que losprisioneros en las novelas, me puse ainspeccionar las ventanas.

Sorpresa y terror es lo que sentí alcomprobar en la realidad lo queaquéllos comprueban ocasionalmente…¡una serie de barrotes de hierro de partea parte de la ventana! Estabanfirmemente sujetos al marco de madera

de roble, y, además, cada ventana estabatan sólidamente atornillada que no podíaabrirse. El dormitorio se habíaconvertido en una prisión. Me iluminóuna esperanza momentánea: quizá todaslas ventanas tuvieran el mismo sistemade seguridad. Pero no había tal cosa:aquellas carcelarias precauciones selimitaban a las ventanas a las que yotenía acceso.

Durante unos minutos me sentíabsolutamente enloquecida, peroreflexioné y me dije que ahora más quenunca me era preciso controlar misterrores y hacer uso de cualquierfacultad que poseyese.

Me monté en una silla e inspeccioné

el marco de madera. Creí detectar, aquíy allá, señales recientes de formón.También los tornillos parecían nuevos;éstos y las cicatrices dejadas sobre elmarco habían sido untados hacía pococon alguna sustancia colorante, a guisade disfraz.

Me encontraba llevando a cabo estasobservaciones cuando oí girar la llavesigilosamente. Sospecho que madamepretendía sorprenderme. Rara vez eranaudibles sus pasos al aproximarse; susandares eran tan silenciosos como los dela tribu felina.

Cuando entró, yo estaba en el centrodel cuarto, frente a ella.

—¿Por qué cerró la puerta,

madame? —pregunté.Se deslizó al interior de la

habitación, con una sonrisita insidiosaen los labios, y se apresuró a cerrar lapuerta con llave.

—¡Sss! —bisbiseó madame, alzandola ancha palma de su mano; y acontinuación, chupándose hacia dentrolos carrillos, lanzó una miradita porencima del hombro hacia el pasillo.

—¡Sss! Estáte calladita, niña mía,haz el favor, y enseguida te lo contarétodo.

Dejó de hablar y colocó una orejacontra la puerta.

—Ahora ya puedo hablar, ma chère;he de decirte que en la casa hay un

alguacil. ¿Uno? ¡No: dos, tres, cuatro deesos tipos impertinentes! Y han traídoconsigo a otro, tan malo como ellos,para que haga una lista del mobiliario…Hemos de mantenerlos fuera de estashabitaciones, querida Maud.

—Dejó usted la llave por fuera en lacerradura —repliqué— y eso no esmantenerlos a ellos fuera, sino a mídentro, madame.

—¿De veras la dejé por fuera? —exclamó madame con las manos en altoy un semblante tan auténticamenteconsternado que, por un momento, mehizo titubear.

Por su naturaleza, los engaños deaquella mujer, si bien rara vez me

convencían, con frecuencia medesconcertaban.

—De veras pienso, Maud, que todasestas alteraciones y nerviosismos mevan a volver tarumba.

—Y en las ventanas hay colocadosbarrotes de hierro… ¿para qué? —pregunté en un severo susurro mientrasseñalaba con el dedo hacia aquellastorvas medidas de seguridad.

—Están puestos hace más decuarenta años, cuando sir Philip Aylmerresidía aquí y éste era el cuarto de losniños; tenía miedo de que pudierancaerse por la ventana.

—Pues si mira usted, verá que esosbarrotes han sido colocados hace muy

poco; los tornillos y las marcas soncompletamente nuevos.

—¿De veras? —exclamó madame,en un tono enfático y arrastrante, justocon la misma consternación de antes—.Bueno, querida mía, lo que te acabo dedecir es lo que me han dicho a mí abajocuando les pregunté por el motivo.Déjame ver.

Y madame se montó en una silla y sepuso a escudriñar con mucha curiosidad,aunque le fue imposible estar de acuerdoconmigo respecto a la muy recientefecha de la obra de carpintería.

Creo que no hay falsía tanexasperante como la que finge no veraquello que es absolutamente palpable.

—¿Pretende usted decir, madame,que esas marcas de formón y esostornillos tienen cuarenta años?

—¿Y qué sé yo, niña? ¿Qué importasi son cuarenta o catorce años? ¡Bah!Otras cosas tenemos en las que pensar.¡Esos malvados! ¡Estoy contenta, almenos, de ver que en nuestra habitaciónhay barrotes y cerrojos, llave ycerradura para mantener a raya a esosbribones!

En ese momento se oyó llamar a lapuerta y madame contestó rápidamentecon un nasal «¡un instante!», tras lo cualentreabrió la puerta y sacó sigilosamentela cabeza por la rendija.

—Bien, de acuerdo. Nada más.

Váyase.—¿Quién está ahí? —exclamé.—¡Cierre la boca! —dijo madame

imperiosamente al visitante, cuya vozme pareció reconocer—, ¡váyase!

Y madame volvió a salir, cerrandola puerta con llave, aunque esta vezregresó inmediatamente trayendo unabandeja con el desayuno.

Pensé que ella me imaginaba capazde escaparme; pero ello, entonces, ni seme pasó por la cabeza. Madamedepositó a toda prisa la bandeja en elsuelo frente al umbral y procedió acerrar con llave la puerta, como hicieraantes.

Mi desayuno consistió en un poco de

té, pero las digestiones de madame raravez se veían perturbadas por suscompasiones, de modo que comióvorazmente. Durante este proceso huboun silencio insólito en su compañía,pero cuando terminó sugirió realizar unreconocimiento, manifestando granincertidumbre respecto a si mi tío habríasido o no detenido.

—En caso de que a este pobre yanciano caballero lo pongan en esto queustedes llaman «a la sombra», ¿adóndehabremos de ir, mi querida Maud? ¿AKnowl o a Elverston? Eres tú quientiene que decirlo.

Y, dicho esto, desapareció, haciendogirar la llave como antes. Era una

antigua costumbre suya el encerrarse ensu cuarto y dejar la llave puesta en lacerradura, hábito que prevalecía, puesde nuevo la dejó allí.

Con el corazón abrumado di losúltimos toques a mi sencillo atuendo, sindejar de preguntarme durante todo elrato cuánto podría haber de falso ycuánto de veraz —caso de que algunaveracidad hubiera— en la historia demadame. Acto seguido eché una miradaal mugriento patio, a su profunda yhúmeda sombra, y pensé: «¿Cómo pudoel asesino haber escalado sin riesgoaquella altura, y entrado tansilenciosamente que no despertó aldormido jugador?». Pues mi ventana se

hallaba atravesada de barrotes dehierro. ¡Qué estúpida había sido alponer objeciones a aquella medida deseguridad!

Hice denodados esfuerzos portranquilizarme y mantener a raya todasaquellas lóbregas sospechas, pero noobstante me habría gustado que mihabitación diera a la fachada de la casa,con vistas menos lúgubres.

Perdida en estas temerosas rumiasmientras miraba por la ventana, me visobresaltada por el ruido de unasvivaces pisadas en el pasillo y el de lallave girando en la cerradura de mipuerta.

Presa del pánico, retrocedí

precipitadamente hasta un rincón y allíme quedé, en pie, con los ojos clavadosen la puerta, la cual se abrió un poco,dejando asomar la morena cabeza deMeg Hawkes.

—¡Oh, Meg! ¡Gracias a Dios! —exclamé.

—Me figuraba que era usted,señorita Maud. Tengo miedo, señorita.

La hija del molinero estaba pálida yme pareció que tenía los ojos hinchadosy enrojecidos.

—¡Oh, Meg! Por amor de Dios, ¿quées todo esto?

—No me atrevo a entrar. El viejo habajado y ha cerrado con llave la puertadel corredor, dejándome a mí de

vigilancia. Se creen que usted a mí nome importa nada, tanto como a ellos. Noestoy enterada de todo, pero sí sé másque ella. A ella no le dicen nada, por lode que le gusta tanto empinar el codo;dicen que no es de fiar, y que es muyliosa. Les oigo decir muchas cosascuando el señorito Dudley y mi padreestán de palique en el molino. Sepiensan que no me fijo, porque estoysiempre entrando y saliendo, pero voyatando cabos. ¡No coma ni beba nadaaquí, señorita! ¡Esconda esto; es muynegro, pero bueno!

Y se sacó del delantal un trozo depan negro.

—Procure esconderlo. Y no beba

otra agua que la de esa jarra de ahí… esde manantial.

—¡Oh, Meg, Meg! Sé lo que quieresdecir —dije, en un hilo de voz.

—¡Ay, señorita! Tengo miedo de quelo intenten, que intenten librarse de ustedde alguna manera. En cuanto oscurezcairé a ver a sus amigos; no me atrevo a irantes. Iré a Elverston, a casa de suseñora prima, y me los traeré conmigoen un santiamén; así que no pierda elánimo, muchacha. Meg Hawkes laayudará. Usted se ha portado conmigomejor que mi padre y mi madre, y que yomisma —dijo, rodeándome por lacintura y sepultando la cabeza en mivestido—; y yo, cariño, por usted estoy

dispuesta a dar mi vida, y si le hacendaño, me mataré.

Pronto recobró su humor más grave.—Ni una palabra, muchacha —dijo,

en su tono de siempre—. No intenteescapar… la matarían… no puedehacerlo. Déjemelo a mí. Sea lo que sea,no ocurrirá hasta las dos o las tres de lamañana, y yo los habré traído aquímucho antes; así que… ¡ánimo,muchacha!

Supongo que oyó, o imaginó oír,pasos que se acercaban, pues hizo:

—¡Sss!Su rostro pálido y desencajado

desapareció, la puerta se cerró rápida ysilenciosamente, y la llave volvió a

girar en la cerradura.Meg, con sus toscas maneras, había

hablado en voz baja, casi en un bisbiseo;pero jamás profecía alguna chillada porla Pitonisa atronó tanenloquecedoramente en los oídos dequien la escuchara. Me figuro que Megme supuso prodigiosamente inalteradapor sus palabras, pero yo sentía que lamirada se me espesaba y que la carne ylos huesos, literalmente, se me helaban.Meg no se dio cuenta de que cadapalabra que pronunciaba estallaba en micerebro como un fogonazo. Me habíahecho su pavorosa advertencia y mehabía contado aquella historia de formaruda y brusca, lo que equivale a decir de

forma clara y concisa. Me figuro que unanuncio hecho de aquel modo, como unarápida y audaz incisión quirúrgica, eramás tolerable que una lenta e imperfectamutilación que titubea y retrocede y seconfunde con la tortura. Hacía ya muchorato que madame estaba ausente. Mesenté junto a la ventana y traté deevaluar mi pavorosa situación. Yo eraestúpida…, todo lo que veía eraespantoso, mas sin embargo locontemplaba como a vecescontemplamos ciertos horrores —cabezas cortadas y edificios calcinados—, como en un sueño, sin suscorrespondientes emociones. Meparecía que todo aquello no me estaba

pasando realmente a mí. Me veo, en lamemoria, sentada junto a la ventana,mirando, con ojos parpadeantes, hacia ellado opuesto del edificio, como quien,pese a sus esfuerzos, es incapaz de vercon claridad un objeto, y, a cada minuto,llevándome la mano a un lado de lacabeza y diciendo: «¡No, no puede ser…no puede ser…! ¡Oh, no! ¡Nunca! ¡Esono es posible!».

Al regresar madame me halló en esteestado de anonadamiento.

Pero el valle de la sombra de lamuerte posee sus diversidades dehorror. El «horror de la gran tiniebla» seve perturbado por voces e iluminado porvisiones. Hay momentos de incapacidad

y derrumbe, seguidos por paroxismos deterror activo. Tal es lo que hallé en miviaje a través de aquellas largas horas:tormentos que se diluían en el letargo yletargos que de nuevo estallaban en unfrenesí. A veces me pregunto cómo puderecorrer aquella ordalía sin llegar aperder el juicio.

Madame cerró con llave la puerta y,sin hacerme caso, se entretuvo con susasuntos mientras canturreaba pequeñosretazos de nasales cancioncillasfrancesas y contemplaba con unabobalicona sonrisa el despliegue, a laluz del día, de sus compras de sedas. Depronto se me ocurrió que estaba muyoscuro, para lo temprano que era. Miré

mi reloj; el esfuerzo de concentraciónque hube de emplear para distinguir loque marcaba me pareció muy grande.¡Las cuatro! ¡A las cinco sería denoche…, dentro de una hora!

—Madame, ¿qué hora es?, ¿es yapor la tarde? —exclamé, con la mano enla frente, como alguien que se sientedesconcertado.

—Pasan dos o tres minutos de lascuatro. Las cuatro menos cinco tenía yocuando subía las escaleras —contestódesde la ventana, sin dejar de examinarun trozo de encaje zurcido que sosteníaen la mano muy cerca de los ojos.

—¡Oh, madame, madame! ¡Estoyasustada! —exclamé con voz

desquiciada y lastimera, agarrándome desu brazo y levantando mis ojos hacia lossuyos inexorables, cual náufrago queeleva su última mirada al cielo. Tambiénmadame parecía asustada, pensé,mientras avizoraba mi rostro.Finalmente, y con bastante enfado, sesoltó de una sacudida y dijo:

—¿Qué pretendes, niña?—¡Oh, sálveme, madame…

sálveme… sálveme…! —imploré con laferoz monotonía del terror absoluto,agarrándome, aferrándome a su vestidoy alzando mis ojos, con el semblanteacongojado, hacia los de aquellasombría Átropos[59].

—¡Salvarte! ¡O sea que… salvarte!

¡Qué niaiserie!—¡Oh, madame, querida madame!

¡Por el amor de Dios, sáqueme deaquí…, lléveseme de aquí, y durante elresto de mi vida haré lo que me pida…lo haré, madame, de veras, lo haré! ¡Oh,sálveme, sálveme, sálveme!

Me aferraba a madame como a miángel de la guarda en la hora de laagonía.

—¿Y quién te ha dicho a ti, niña, queestés en ningún peligro? —preguntómadame, posando sobre mí sus negros yavizorantes ojos, semejantes a los deuna bruja.

—¡Lo estoy, madame…, estoy engran peligro! ¡Oh, madame, piense en

mí…, tenga piedad de mí! ¡No tengo anadie que me ayude salvo Dios y usted!

Durante todo este tiempo madameme estuvo contemplando con la mismalúgubre y penetrante mirada con la queuna hechicera podría leer el futuro en mirostro.

—Bueno, puede que sí… ¿cómo voya saberlo? Puede que tu tío esté loco… ypuede que lo estés tú. Siempre fuiste mienemiga… ¿por qué habría de quererte?

De nuevo estallé en acongojadassúplicas y, agarrándome a ella con todasmis fuerzas, rogué e imploré sin tregua,con mortal amargura.

—No tengo la menor confianza en ti,pequeña Maud; eres una briboncilla…

petite traîtresse! Reflexiona, si puedes,sobre el trato que diste siempre amadame. Intentaste causarme la ruina…,conspiraste en Knowl con los malvadossirvientes para destruirme… ¡y esperasque ahora me ponga de tu lado! Nuncaquisiste escucharme…, me trataste sinpiedad…, te uniste a los que me echaronde tu casa como el que echa a un lobo. Ybien, ¿qué esperas de mí ahora? ¡Bah!

Aquel terrorífico «¡Bah!»,pronunciado con un largo y nasal aullidode desprecio, resonó en mis oídos comoun trueno.

—Te digo, petite insolente, queestás loca si supones que habría dequererte más de lo que la pobre liebre

ama al sabueso, o que el pájaro queacaba de escapar ama al oiseleur[60]. Note quiero… No tengo obligación dequererte. Ahora te ha llegado a ti elturno de sufrir. Tiéndete en tu cama ysufre en silencio.

C A P Í T U L O L X I I I

CLARETE PICANTE

NO me acosté. Estaba desesperada.Me puse a dar vueltas y vueltas por lahabitación, retorciéndome las manos,totalmente enloquecida. Me arrodillé alpie de la cama. No podía rezar, tan sóloera capaz de tiritar y gemir, con lasmanos entrelazadas y mis horrorizadosojos elevados hacia el cielo. Pienso quemadame, a su maligno modo, se quedóperpleja. Madame estaba persuadida de

que algún mal se tramaba contra mí, sí,de ello no me cabe duda, pero me figuroque Meg Hawkes tenía razón al decirmeque no estaba por entero al corriente desus secretos.

El primer paroxismo dedesesperación remitió hastatransformarse en otro estado de ánimo.De pronto mi mente se llenó de la ideade Meg Hawkes, de su empeño y de misoportunidades de escapar. Hay un puntoen la carretera que conduce a Elverstondonde ésta se empina en una brevecuesta: hay allí una brusca curva y dosgrandes fresnos con un portillo enmedio, a la derecha del camino, cubiertode hiedra. Al pasar en coche, ora en el

recorrido de ida, ora en el de vuelta, norecordaba haberme fijado especialmenteen este punto de la calzada; pero ahoralo tenía ante mí, bajo la menguada luzdel más fino segmento de luna, y lafigura de Meg Hawkes, de espaldas amí, subía sin tregua hacia Elverston. Erasiempre la misma imagen —el mismomovimiento sin progreso—, la mismaespantosa incertidumbre e impaciencia.

Sentada ya al borde de la cama,contemplaba la habitación con ojosanhelantes. Cuando no veía a MegHawkes, vislumbraba a madamelanzando oscuras ojeadas primero haciaun punto, después hacia otro, de laestancia, absorta, a todas luces, en la

elucidación de algún desconcertanteproblema, y de uno de sus humores másfieros…, a veces mascullando algo parasus adentros, otras sacando para fuera,cuando no rechupándola hacia dentro, sugrandona boca.

Se metió en su habitación, y allí sequedó por espacio, pienso, de casi diezminutos, y a su regreso había un algo enel fulgor de sus ojos, en el brillo delsemblante y en la peculiar fragancia quela rodeaba, revelador de que habíaestado ingiriendo su «reconstituyente»predilecto.

Yo no me había movido desde queella abandonara mi habitación.

Se detuvo en medio de la estancia y

se puso a avizorarme con lo que sólopuedo describir como su mirada debestia salvaje.

—Los Ruthyn sois una familia muysecrète… y tan astutos… Odio a lagente astuta. A fe mía que voy a ir a veral señor Silas Ruthyn y le voy apreguntar qué es lo que pretende. Le heoído decirle a la vieja Wyat que el señorDudley se ha marchado esta noche. Melo va a decir todo, o de lo contrario darééchec et mat aussi vrais que je vis.

Apenas madame había cesado dehablar cuando de nuevo estaba yocontemplando a Meg Hawkes por laempinada cuesta camino de Elverston,remontándola pero jamás alcanzando su

cima, al tiempo que, mentalmente,rezaba porque llegara allí sana y salva.¡Vana plegaria de un corazónacongojado! Su viaje se había visto yafrustrado: Meg no llegaría a tiempo aElverston.

Madame se metió otra vez en sucuarto, y, cuando volvió, no me parecióque su humor hubiese mejorado. Se pusoa andar por la habitación,emprendiéndola a empellones, aquí yallá, con las escasas piezas demobiliario, según iba tropezándose conellas. Su vacío maletín lo apartó de unapatada, con horrendo estrépito,acompañado de un juramento en francés.Recorría la estancia a pasos largos y

jactanciosos, mascullando todo eltiempo y, al llegar a las esquinas, sedaba media vuelta con una furiosasacudida. Por último salió de lahabitación. Pienso que imaginaba que nole habían confiado suficientemente susintenciones respecto a mí.

¡Se estaba haciendo ya tarde y nadieacudía en mi auxilio! Recuerdo que mesentí sobrecogida por una espantosatiritona de escalofríos.

Aguzaba el oído en busca de algunaseñal de liberación. En la remotalejanía, medio ahogados por mispalpitaciones —pues lo que metaladraba los oídos con terrible yexagerada claridad eran estas voces:

«¡Oh, Meg…! ¡Oh, prima Mónica…!¡Venid…! ¡Dios mío, ten piedad demí!»—, creí oír un estrépito de voces.Tal vez viniera de la habitación del tíoSilas. Me puse en pie de un salto y mepuse a escuchar con trémula atención.¿Era mi cerebro? ¿Era en la realidad?Me arrimé a la puerta, y ésta parecióabrirse por sí sola. Madame se habíaolvidado de cerrarla con llave; enaquellos momentos estaba perdiendo unpoco la cabeza. La llave de la puerta delcorredor estaba puesta; y también sehallaba abierta. Huí alocadamente. Elruido de voces en la habitación de mi tíoiba remitiendo. No sé cómo, pero meencontré en el pasillo de la cabecera de

la escalinata, puertas afuera delaposento de mi tío. Tenía una mano en labarandilla y un pie en el primer escalóncuando, debajo de mí, y contra la débilluz cuyo rebrillo atravesaba el ventanaldel rellano, vi subir una corpulentaforma humana y oí una voz que decía«¡sss!». Retrocedí, tambaleándome, y enese mismo instante me imaginé, con unestremecimiento de convicción, que oíala voz de lady Knollys en la habitacióndel tío Silas.

Ignoro cómo entré en la habitación;me sentía en ella como un fantasma. Mipropio estado me causaba horror.

Lady Knollys no estaba allí…, nohabía nadie salvo madame y mi tutor.

Jamás olvidaré la mirada que el tíoSilas clavó en mí mientras daba unrespingo, al parecer tan asustado comoyo.

Pienso que mi aspecto debía de serel de un fantasma recién salido de latumba.

—¿Qué es esto…? ¿De dóndevienes? —musitó.

—¡Muerte! ¡Muerte! —fue mirespuesta, en un susurro, paralizada porel terror.

—¿Qué quiere decir…? ¿Quésignifica todo esto? —dijo el tío Silas,recobrándose prodigiosamente, altiempo que se volvía hacia madame y,con una mustia sonrisa despectiva, decía

—: ¿Le parece correcto desobedecermis clarísimas órdenes y dejarlacorretear a estas horas por la casa?

—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Oh, imploro aDios por usted y por mí! —susurré en elmismo y espantable tono.

Mi tío volvió a mirarme con extrañafijeza y, tras unos horribles segundos, enel transcurso de los cuales pareciórecobrarse, dijo, severa y serenamente:

—Tu imaginación trabajademasiado, sobrina. Tu espíritu seencuentra en extraño estado… ydeberías tomar consejo.

—¡Oh, tío, apiádese de mí! ¡Usted esbueno, tío, usted es bondadoso; suspensamientos son buenos! ¡Usted no

podría… no podría… no podría! ¡Oh,piense en su hermano, que siempre fuetan bueno con usted! Él me está viendoaquí. Nos está viendo a los dos. ¡Oh,sálvame, tío… sálvame! ¡Y se lo darétodo! Rezaré a Dios para que lobendiga…, jamás olvidaré su bondad ysu misericordia. Pero no me mantenga enla incertidumbre. ¡Si he de desaparecer,oh, por amor de Dios, dispáreme ahora!

—Siempre fuiste rara, sobrina;empiezo a temer que estás perturbada —replicó en el mismo tono severo ygélido.

—¡Oh, tío…! ¿Lo estoy? ¿Estoyloca?

—Espero que no; pero si quieres

gozar de los privilegios de una personacuerda, tendrás que comportarte comotal.

Acto seguido se volvió haciamadame y, mientras me señalaba con eldedo, dijo, con fiereza contenida:

—¿Qué significa esto…? ¿Por quéestá aquí?

Madame parloteaba sin cesar, peropara mí no era sino un ruido estridente.Mi alma entera estaba concentrada en mitío, árbitro de mi vida, ante quien mehallaba en un acongojado paroxismo desúplicas.

Aquella noche fue pavorosa. Veía alas personas como desde un vértigo,hechas de humo o resplandecientes

vapores, sonrientes o ceñudas; podríahaberlas atravesado con mi mano. Eranespíritus malignos.

—Nada malo se trama contra ti.¡Por…! ¡Nada malo! —dijo mi tío,presa, por vez primera, de violentaagitación—. Madame te ha dicho porqué te hemos cambiado de cuarto. ¿Le hahablado de los alguaciles, no es así? —preguntó a madame, dando una furiosapatada en el suelo. Madame seguía consus nasales retahílas, como unacompañamiento incesante.

En efecto, de ello me había habladotan sólo unas horas antes, pero ahora mesonaba como el eco de algo escuchadohacía un mes, o más.

—No puedes andar correteando porla casa… ¡maldita sea!, habiendo en ellaalguaciles ocupados en su tarea. Esa estoda la cuestión. Vamos, Maud, vete a tucuarto y no me molestes. Sé buena chica.

Al decir estas últimas palabras,pronunciadas, a fin de apaciguarme, enun tono de trémula suavidad, trató desonreír, pero su sempiterno y sañudoceño seguía dibujado en su semblante, lasonrisa era cadavérica y contraída, y lasuavidad de su tono era más horrenda delo que en otra persona lo fuera laferocidad.

—Ya está, madame; Maud va a irsetranquilamente. Si precisa usted ayuda,puede llamar. No permita que vuelva a

suceder.—Vamos, Maud —dijo madame,

atenazando mi brazo, pero sin hacermedaño—; vamos, amiga mía.

—Me marché —por extraño que lesparezca, y bien puede parecérselo…,como se lo parecerá la docilidad con laque hombres fornidos suben al patíbuloy agradecen a los carceleros su cortesíaal despedirse de ellos y ayudan acolocar la soga y a ajustarse la capucha.¿Nunca se han asombrado ustedes deque esos hombres no libren una últimabatalla por la vida, con la inescrupulosaenergía del terror, en vez de entregarlatan mansamente, con tanta sangre fría, enun silencioso cálculo, aritmética de la

desesperación?Como una sonámbula subí las

escaleras en compañía de madame. Alacercarme a mi habitación casi aceleréel paso. Entré y, como un fantasma, mepuse a mirar por la ventana hacia eltenebroso cuadrilátero. Una delgada ycreciente luna colgaba del fríofirmamento, escarchado de estrellas. Porencima del agudo tejado de enfrente,aquel glorioso blasón del inescrutableCreador se desplegaba sobre el umbríoazur de la noche. Para mí, un pavorosopergamino —ojos inexorables—, lanube de crueles testigos posando sobremis plegarias y agonías su gélida yesplendente mirada.

Me di la vuelta y me senté, apoyandola cabeza sobre los brazos. Luego, depronto, me erguí en la silla, pues por vezprimera se me pasó por la cabeza laimagen del cuarto del tío Silas, lleno deobjetos desordenadamente esparcidos—las bolsas de viaje y los negrosmaletines amontonados en el suelo juntoa la mesa, la carpeta, la sombrerera, elparaguas, los abrigos, mantas ybufandas, todo preparado para un viaje—, lo cual me dio que pensar. La miseen scéne se me había quedado fija, contodo detalle, en mi retina. ¡Y cómo mepreguntaba: «¿Cuándo se marchará…,cuánto tardará en hacerlo…, me llevarácon él y me dejará en un manicomio?»!

«¿Estoy loca?», empecé a pensar.«¿Es un sueño todo esto, o es real?».

Recordaba que un caballero delgadoy de buenos modales, con la cabezaalargada y cana y un chaleco negro deterciopelo, había entrado en elcompartimiento durante nuestro viaje yme había dirigido unas palabras; y quemadame le cuchicheó algo, y élmurmuró, en tono muy quedo, «¡oh!», y,arqueando las cejas, me había lanzadouna mirada y, a partir de entonces, nohabía vuelto a hablarme; y que, al llegara la siguiente estación, había recogidosu sombrero y otros enseres de viaje yse había trasladado a otro vagón. ¿Lehabía dicho madame que yo estaba loca?

¡Aquellos espantosos barrotes!¡Madame siempre a mi lado! ¡Lashorribles alusiones que mi tío dejaracaer! ¡Mis propias y terroríficassensaciones! Todas estas evidenciasgiraban en mi cerebro y se presentaban,por turno, como inscripciones en unarueda de fuego.

Se oyó llamar a la puerta.¡Oh, Meg! ¿Sería ella? No; la vieja

Wyat susurró a madame algo acerca desu cuarto.

Madame volvió a entrar, con unabandeja de plata y un frasco en susmanos, así como un vaso. Nada queproviniera del tío Silas carecía nunca deun toque exquisito.

—Bebe, Maud —dijo madame,levantando la tapa y disfrutando, a todasluces, de los fragantes vapores.

No me apetecía. Podría haberbebido, de haber estado en condicionesde tragar algo, pues me hallabademasiado perturbada como pararecordar la advertencia de Meg.

De pronto, madame se acordó de suerror de aquella tarde, y se fue acomprobar la puerta; pero estabadebidamente cerrada. Sacó la llave delbolsillo y se la metió por el escote.

—Vas a disponer de estashabitaciones para ti solita, ma chère.Esta noche dormiré abajo.

Distraídamente se echó en el vaso un

poco del clarete caliente y se lo bebió.—Es muy bueno…, me lo he bebido

sin darme cuenta. Pero es muy bueno.¿Por qué no tomas un poco?

—No me apetece —repetí. Ymadame se sirvió sin cortapisas.

—Qué gran cortesía, por cierto,hacia madame, la de no mandar nadapara ella; pero da igual.

Y, dicho esto, continuó en una beodavena parlanchína, estentórea ysarcástica, con una risa feroz de vez encuando.

Más adelante me enteré de quetemían a madame, la cual era dada allevar la contraria, así como violentacuando bebía. En el piso de abajo se

había mostrado alborotadora ypendenciera. Estaba en el engaño de queaquella noche yo iba a ser trasladada aun lugar remoto y seguro, y que ella ibaa ser generosamente recompensada porsus servicios y por el testimonio queposteriormente aportaría. La verdad nole fue, sin embargo, confiada. Dichaverdad tan sólo la conocerían trespersonas en el mundo.

Nunca llegué a saberlo, pero creoque el clarete picante que se bebiómadame contenía una droga. Ella erapersona que, según me dijeron, podíabeber muchísimo sin que ello le hicieramostrar la más mínima alteración, salvouna tez arrebolada y un humor violento.

Lo único que puedo dar por cierto es loque vi, y esto fue que, poco después dehaberse terminado el clarete, se tendiósobre mi cama y, no sé cómo, se quedódormida. En aquellos momentos penséque sólo fingía dormir, pero que enrealidad me estaba vigilando.

Tras esto, al cabo deaproximadamente una hora, de pronto oíun leve «clinc» en el patio de abajo.Atisbé por la ventana, pero no vi nada.El ruido se repetía, sin embargo, a vecescon más frecuencia y otras a intervalosmás prolongados. Finalmente, en unaprofunda sombra junto a la pared deenfrente, creí vislumbrar una figura, enocasiones erecta y en otras agachada o

cernida sobre la tierra. Tal figura sólopodía distinguirla en el más borroso delos contornos, confundiéndola con latiniebla.

En mi cerebro estalló, como untrueno: «¡Están cavando mi tumba!».

Tras el primer y espantoso golpe deaturdimiento, pasé a un desquiciamientototal, poniéndome a recorrer lahabitación de arriba abajo,retorciéndome las manos y elevandopreces al cielo con la respiraciónentrecortada. La calma se apoderó de mísubrepticiamente… una calma pavorosa,como la que podía imaginarme lesobrevendría a alguien que flotara enuna barca bajo la sombra del Portón del

Traidor[61], dejando atrás toda esperanzay todo cuidado.

Al poco rato sonó en mi puerta ungolpecito muy leve, y luego otro, comouna pequeña repetición. Jamáscomprendí por qué motivo no direspuesta alguna. De haberlo hecho, ypor ende mostrado que estaba despierta,habría sellado mi sino. Estaba de pie enmitad de la habitación, mirandofijamente hacia la puerta, que esperabaver abrirse y dar entrada a no sé quétropa de espectros.

C A P Í T U L O L X I V

LA HORA DE LA MUERTE

ERA una noche muy calma y helada.Hacía ya mucho que mi vela se habíaextinguido. Aún había un tenueresplandor de luna que caía sobre elsuelo formando un cuadrilátero amarilloal pie de la ventana, y que dejaba elresto de la habitación, para unos ojosmenos acostumbrados a la penumbra quelos míos, en una oscuridad total. Enaquel instante, de ello estoy segura, oí

un quedo cuchicheo detrás de la puerta.¡Sabía que estaba en estado de sitio! Lacrisis había llegado, pero, por extrañoque resulte, de inmediato me sentí másresuelta y dueña de mí misma. No era,sin embargo, que mi horrible zozobrahubiese remitido, sino una súbita tensiónde mis nervios hasta alcanzar un gradoque me es imposible describir.

Supongo que los que había fuera semovían con mucha cautela, y que laperfecta solidez del suelo, en el que enparte alguna había una sola tabla quecrujiera, les facilitaba sus silenciososmovimientos. Era bueno para mí el queen la casa hubiera tres personas entrecuyos planes figuraba el de mistificar

respeto a mi destino. Esto era lo únicoque les impulsaba a proceder conextrema precaución. Sospechaban quetras la puerta había colocado muebles ytemían forzarla, a fin de que a ello nosiguiera un estruendo, un grito y acasouna lucha prolongada y chillona.

Durante un tiempo, cuya duración nopuedo pretender estimar, permanecí enla misma postura, temerosa de hacer elmenor movimiento… y temerosa deapartar los ojos de la puerta.

Un ruido muy peculiar, rasposo, queprovenía de por encima de mi cabeza,me sobresaltó y vino a distraerme de mivigilancia. Era un ruido que tenía algodel carácter de una aserradura, sólo qué

más ronchante y con un continuo y tenueretumbe en el mismo; algoabsolutamente inexplicable. Sonaba porencima de la parte del tejado másalejada de la puerta, hacia la cual medeslizaba yo ahora; y, mientras tomabaposiciones al amparo del protuberanteángulo de un viejo y tosco armario quese alzaba junto a ella, noté que lahabitación se oscurecía un poco y videscender a un hombre y situarse en elalféizar de la ventana. Soltó una soga,que, sin embargo, estaba aún sujetaalrededor de su cuerpo, e hizo uso deambas manos, al parecer no sin ciertoesfuerzo, para manipular algo a un ladode la ventana, la cual, al cabo de un

instante, se abrió en bloque ysilenciosamente, con barrotes y todo,dejando penetrar el gélido aire de lanoche; y el hombre, al que ya sin lugar adudas reconocí como Dudley Ruthyn, sepuso de rodillas sobre el alféizar y, trasun momento de escucha, entró en lahabitación. Sus pies no hacían el menorruido en el suelo; llevaba la cabezadescubierta y su acostumbradachaquetilla de caza.

Me acurruqué en el suelo de mipuesto de observación. Dudley, segúnme pareció, tuvo un instante deindecisión, y acto seguido sacó delbolsillo un instrumento que pude verclaramente bajo el débil resplandor de

la luna. Imagínese un martillo, uno decuyos extremos hubiera sido remachadohasta imprimirle la forma ahusada deuna escarpia, con el mango algo máslargo de lo habitual. Se acercósigilosamente a la ventana y, por lastrazas, se puso a inspeccionar a todaprisa dicho instrumento, probando sufuerza mediante una o dos torsiones dela mano. A continuación lo empuñó consumo cuidado y dio en el aire dos o tresgolpes experimentales.

Yo permanecía absolutamenteinmóvil, con una terrible compostura,agachada en mi escondite, con losdientes apretados y preparada paraluchar como una tigresa por mi vida,

caso de ser descubierta. Pensé que loque acto seguido haría, sería encenderun fósforo. Creí ver una linterna sobre elalféizar. Pero no era éste Su plan. Atientas —lo que a mí, que podíadistinguir los objetos en la penumbra,me pareció extraño— avanzó hasta elborde de mi cama, cuya exactaubicación evidentemente conocía, y secernió sobre ella. Madame estabaresollando con la profunda respiraciónde un sueño pesado. Súbita, pero, segúnme pareció, suavemente, él puso sumano izquierda sobre el rostro demadame, y casi al mismo tiempo seprodujo un golpe crujiente y un agudogrito inhumano que fue en aumento

durante dos o tres segundos hastaconvertirse en un aullido como los quese supone se oyen en las casas rondadaspor fantasmas, todo ello acompañadopor un ruido convulsivo, como el delmovimiento de correr, y los brazosgolpeando sobre la cama cual en unredoble de tambor; luego vino otrogolpe… y, con una horrible boqueadajadeante, Dudley retrocedió uno o dospasos y se quedó totalmente inmóvil. Oíun espantoso temblequeo que hacíaestremecer las ensambladuras y lascortinas de la armadura de la cama: lasconvulsiones de la mujer asesinada. Eraun sonido pavoroso, como el delbalanceo de un árbol y el susurrar de las

hojas. Dudley, entonces, se acercó denuevo al borde de la cama y oí otro deaquellos horrendos golpes, seguido deun silencio, luego otro golpe, y mássilencio…, hasta que la diabólicacirugía hubo llegado a su término.Durante unos segundos creo que estuve apunto de desmayarme, pero una tenueagitación fuera de la puerta, cerca de mioído, me sobresaltó, revelando que en elexterior había estado un centinela deguardia. Hubo una leve llamada con losnudillos.

—¿Quién es? —susurró Dudley, convoz ronca.

—Un amigo —respondió una dulcevoz.

Una llave fue introducida en lacerradura, y ésta rápidamente abierta,haciendo su entrada el tío Silas. Mequedé mirando aquella figura frágil, alta,blanca, aquellos venerables mechonesplateados que se asemejaban a los de larespetada testa de John Wesley[62], y sumano delgada y blanca, cuyo dorsocolgaba tan cerca de mi rostro, que teníamiedo de respirar, y cuyos dedos podíaver retorciéndose nerviosamente. Con élentró un olor a perfume y éter.

Dudley estaba temblando comoalguien víctima de un ataque agudo.

—¡Mira lo que me has hecho hacer!—dijo, como un maníaco.

—¡Calma, señor! —dijo el anciano,

pegado a mí.—¡Maldito viejo asesino! ¡Ganas me

dan de matarte!—Vamos, Dudley, sé buen chico y no

flaquees; ya está hecho. Bien o mal, nopodemos evitarlo. Debes conservar lacalma —dijo el anciano, con severadulzura.

Dudley lanzó un gemido.—Fuere quien fuere el que lo

aconsejara, quien sale ganando eres tú,Dudley —dijo el tío Silas.

Hubo una pausa.—Espero que no se haya oído.Dudley se acercó a la ventana y se

quedó allí de pie.—Vamos Dudley, tú y Hawkes tenéis

que daros prisa. Sabes que has de quitarde en medio eso de ahí.

—Yo he hecho ya demasiado. Nopienso hacer nada más. No lo tocaré.Antes me corto la mano. Hagan lo quequieran, usted y Hawkes. Yo no meacerco. ¡Malditos sean…, y estotambién! —y arrojó el martillo contodas sus fuerzas al suelo.

—Vamos, vamos, sé razonable,Dudley, mi querido hijo. No hay nadaque temer salvo tus tonterías. No irás ahacer ruido, ¿verdad?

—¡Oh, oh, Dios mío! —dijo Dudley,con voz enronquecida, al tiempo que seenjugaba la frente con la palma de lamano.

—Ya verás cómo enseguida tesientes bien —prosiguió el anciano.

—Usted dijo que no le haría daño.De haber sabido que iba a gritar así,nunca lo habría hecho. Fue una malditamentira. Es usted el malvado más grandede la tierra.

—¡Vamos, Dudley! —dijo elanciano, en tono bajo pero muy severo—. Decídete. Si no quieres seguir, no esposible evitarlo; la pena es queempezaras. Para ti supone mucho…,para mí no tanto.

—¡Sí… para «ti»! —repitió Dudleyentre dientes—. ¡La cantinela desiempre!

—Bueno, señor —gruñó el anciano,

siempre en voz baja—, todo eso tendríaque haberlo pensado antes. Se trata sólode despedirse del mundo uno o dos añosantes, pero un año o dos es algo. Dejaréque hagas lo que te plazca.

—¡Basta ya! ¿Quiere? ¡Basta! Desobra sé que la cosa no tiene remedio.Si alguien hace algo por lo que secondena, por lo menos puede dejarlehablar un poco, ¿no? No me importaríaque me pegaran un tiro.

—Vamos… vamos…, atente a lacuestión y no te vayas de nuevo por lasramas. Ahí hay un maletín y una bolsa;hemos de cambiar la dirección ysacarlos de aquí. El maletín contienealgunas joyas. ¿Puedes verlos? Ojalá

tuviera una luz.—Yo prefiero no tenerla; puedo ver

lo suficiente. Ojalá no estuviéramosmetidos en esto. Aquí está el maletín.

—Acércalo a la ventana —dijo elanciano, avanzando, al fin, unos pasos,para mi indecible alivio.

En aquellos espantosos instantes mefue concedido el mantenerme serena.Sabía que todo dependía de micapacidad de estar pronta y resuelta. Mepuse en pie rápidamente. No pocasveces he pensado que, caso de haberllevado aquella noche un vestido deseda, en vez del de cachemira que teníapuesto, los susurros de la tela mehabrían delatado.

Veía nítidamente la alta y encorvadafigura de mi tío, y el contorno de susvenerables mechones, dado que estabade pie entre la mortecina luz de laventana y el lugar donde yo meencontraba. Parecía una efigie grabadaen una cartulina.

Estaba diciendo «justo ahí»,mientras señalaba con su largo brazo elmenguado retazo de claro de luna quehabía, rectangular, en el suelo. La puertaestaba abierta en una cuarta parte, y,justo en el momento en que Dudleyempezaba a arrastrar el pesado maletín,con mi joyero en su interior, que habíasacado del cuarto de madame, yo,respirando hondo —y elevando

mentalmente una plegaria en petición deauxilio—, salí de puntillas al corredor.

Giré a mi derecha, por puro azar, ycomencé a andar a oscuras por una largagalería, no corriendo —me sentíademasiado temerosa de hacer el menorruido—, sino con la sigilosa celeridadque infunde el terror. Al final de estecorredor había otro que lo cruzaba, unode cuyos extremos —el que estaba a miizquierda— terminaba en una granventana desde la que era visible elsombrío panorama nocturno. Con elinstinto del terror, elegí el más oscuro,girando otra vez a mi derecha; mientrasme apresuraba a lo largo de esteprolongado y casi totalmente oscuro

pasillo, me sentí aterrorizada por unaluz, a unos diez metros, que surgía antemí desde el techo. Dicha luz salía, amanchas y retazos, de la puerta y loslaterales de un fanal de establo, y memostraba una escalera de mano por laque, desde, supongo, una claraboya,pues el frío aire nocturno me daba en lacara, descendía Dickon Hawkes avelocidad tan grande, no obstante sucondición de tullido, que apenas medejó un instante para reflexionar.

Se sentó en el último peldaño de laescalera y se puso a ceñirse la correa desu pata de palo.

A mi izquierda había el marco deuna puerta, pero sin puerta. Entré. Era un

pequeño pasillo de unos dos metros delargo, que quizá conducía a algunaescalera trasera. Pero la puerta al fondoestaba cerrada con llave.

Me vi obligada a quedarme en aquelentrante, así pues, el cual no ofrecíacobijo alguno, mientras Pegtop pasabade largo con su linterna en la mano yhaciendo sonar la pata de palo. Meimagino que su idea era escuchar a suamo sin ser visto, pues se detuvo junto ami escondite, apagó la vela de un soploy pellizcó la larga mecha entre el pulgary el índice.

Tras haber permanecido a laescucha, se marchó sigilosamente a lolargo del corredor que yo acababa de

atravesar y dobló la esquina endirección a la estancia donde poco hacíaque se había cometido el crimen, demodo que el descubrimiento erainminente. Podía verlo contra elventanal que, durante el día, iluminabaeste largo corredor, y en cuanto dobló laesquina reemprendí la huida.

Bajé por una escaleracorrespondiente con la otra trasera,según me han dicho, y por la quemadame, tan sólo hacía una noche, mehabía hecho subir. Probé a abrir lapuerta exterior. Para mi sorpresa, estabaabierta. En un instante me encontré en elumbral, al aire libre, y, del mismoinstantáneo modo, un hombre me agarró

por el brazo.Era Tom Brice, el que ya me hubo

traicionado, y que ahora estaba, consobretodo y sombrero, esperando a losculpables padre e hijo para alejarlos delescenario de su abominable atrocidad.

C A P Í T U L O L X V

EN EL RECIBIDOR DEMADERA DE ROBLE

TODO, así pues, había sido envano: estaba atrapada y todo habíaterminado.

Me lo quedé mirando, en el umbral,mientras la blanca luna iluminaba misemblante. Temblaba tanto que mepregunto cómo pude mantenerme en pie.Mis desvalidas manos se alzaron haciaél, y le miré a la cara. Lo único que fui

capaz de decir fue un largo y trémulo:«¡Oh… oh… oh!».

El hombre, sujetándome aún delbrazo —di en pensar que estabaatemorizado— se puso a contemplar miblanco y mudo rostro.

De pronto, en un susurro impetuoso yfiero, dijo:

—No vuelva a decir otra palabramás (ni una sola había pronunciado yo).¡No la harán daño, señorita! ¡Subaadentro! ¡No me importa un higo!

No era un discurso muy refinado,pero para mí fue la voz de un ángel. Conun estallido de gratitud que resonó enmis oídos como una carcajada, di lasgracias a Dios por aquellas benditas

palabras.Transcurrido otro instante Tom Brice

me había colocado en el coche y, casi almismo tiempo, nos pusimos en marcha…con gran cautela mientras atravesábamosel patio, hasta que las ruedas delcarruaje tocaron hierba, y a partir de esemomento a paso rápido, aumentando lavelocidad a medida que la distancia sehacía mayor. Tom llevó el coche a lolargo del acceso trasero a la casa,manteniéndose sobre la hierba, de formaque nuestro avance, si bien tan lleno debandazos como el de un barco en plenamarejada, era poco menos quesilencioso.

La verja no estaba cerrada con llave;

la abrió y volvió a montar en elpescante. ¡Y henos aquí más allá delhechizo de Bartram-Haugh, rodando conestruendo —loado sea el cielo— por elcamino real, en ruta hacia Elverston!Marchábamos literalmente a galope. Através de la ventanilla del carruaje veíaa Tom ponerse en pie mientras conducíay, de cuando en cuando, volverse alanzar una temerosa mirada por encimadel hombro. ¿Eramos perseguidos?Jamás hubo preces tan acongojadascomo las que yo elevé mientras, con lasmanos entrelazadas y los ojosdesorbitados, avizoraba a través de lasventanillas la carretera, cuyos árboles ysetos y aleros de cabañas iban quedando

atrás a tan vertiginosa velocidad.Estábamos remontando la misma

cuesta —con los gigantescos fresnos a laderecha y el portillo en medio— que mivisión de Meg Hawkes me había hechotener presente durante toda aquellanoche, cuando mis excitados ojosdetectaron una figura que corría pordentro de la cerca. Vi la cabeza dealguien que atravesaba el portillo ennuestra persecución y oí gritar el nombrede Brice.

—¡Siga… siga… siga! —grité yo.Pero Brice detuvo el coche. Estaba

yo de hinojos sobre el suelo del coche,con las manos entrelazadas, esperandoser apresada, cuando se abrió la

portezuela y Meg Hawkes, pálida comouna muerta, con su capa sobre los negrosmechones de su pelo, apareció por laventanilla.

—¡Oh… oh… oh! ¡Gracias a Dios!—chilló—. ¡Chóquela, muchacha! ¡Tom,eres un tío estupendo! ¡Es un buenmuchacho, Tom!

—Sube, Meg…, ponte aquí a milado —dije, recobrándome enseguida.

Meg no hizo remilgos.—Toma mi mano —dije, ofreciendo

la mía a la suya que no estaba ocupada.—No puedo, señorita…, tengo el

brazo roto.Y así era, en efecto…, ¡pobre

criatura! La habían espiado y alcanzado

mientras llevaba, misericordiosamente,aquel mensaje mío; y el rufián de supadre le había dado de palos y luego lahabía encerrado en la choza, de donde,sin embargo, se las había arreglado paraescapar y ahora huía hacia Elverston,tras haber intentado en vano serescuchada en Feltram, cuyos habitanteshacía horas que estaban en la cama.

Una vez que la portezuela se hubocerrado tras Meg, los caballos,exhalando vapores, se pusieron denuevo al galope.

Tom se mostraba tan vigilante comoantes, no siendo pocas las veces que sevolvía a mirar hacia atrás para descubrirsi nos perseguían. Una vez más detuvo el

coche y se asomó a la ventanilla.—¡Oh! ¿Qué sucede? —exclamé.—En cuanto a la carta, señorita, no

pude hacer nada. Fue Dickon, que me laencontró en el bolsillo. Eso es todo.

—¡Oh, sí! No importa… gracias…¡gracias a Dios! ¿Estamos cerca deElverston?

—Faltará una milla, señorita: y, porfavor, no piense que yo tuve nada quever en aquello.

—¡Gracias… gracias… eres muybueno! ¡Siempre te lo agradeceré, Tom,mientras viva!

Finalmente entramos en Elverston.Creo que estaba medio loca. No sécómo entré en el vestíbulo. Estaba en el

recibidor de madera de roble, creo,cuando vi a la prima Mónica. Estaba depie, con los brazos extendidos. No podíahablar, pero, emitiendo un alarido largoy agudo, caí en sus brazos. Lo quesucedió después lo he olvidado en granmedida.

C O N C L U S I Ó N

¡UH, mi bienamada prima Mónica!Gracias al cielo todavía vives, y en todoestás más joven que yo, salvo en losaños.

Y Milly, mi querida compañera,actualmente es la feliz esposa de aquelmenudito y bondadoso clérigo, SpriggeBiddlepen. Ha estado en mi mano elserles útil, y Biddlepen harápróximamente su presentación enDawling.

Meg Hawkes, orgullosa y voluble, y

la criatura más cariñosa de la tierra, secasó con Tom Brice unos meses despuésde aquellos acontecimientos, y, puestoque ambos deseaban emigrar, lessuministré el capital y, según me handicho, tienen probabilidades de hacersericos. Con frecuencia recibo noticias demi buena Meg, y parece muy feliz.

Mis queridas y viejas amigas, MaryQuince y la señora Rusk, se están, ay,haciendo viejas, pero viven conmigo, ymuy dichosas. Y, tras rogárselo durantemucho tiempo, logré persuadir al doctorBryerly —el mejor y más leal de losadministradores—, con el completoacuerdo del más querido de mis amigos,para que tomara a su cargo la

administración de las propiedades deDerbyshire. En esto he sido sumamenteafortunada. Es la persona más adecuadapara semejante cargo: tan exacta,laboriosa, amable e inteligente.

En acatamiento de consejosmédicos, la prima Mónica me llevó atoda prisa al continente, donde jamás mepermitió aludir a las terribles escenasque tan espantosa impronta habíandejado en mi cerebro. No se precisabacoacción alguna para lograrlo: éste es eldía en que pensar en ellas constituyepara mí una especie de agonía.

El plan había sido astutamenteideado. Ni la vieja Wyat ni Giles, elmayordomo, tenían la menor sospecha

de que yo había regresado a Bartram.Caso de que me hubieran matado, elsecreto de mi destino habría sidodepositado bajo la custodia de tan sólocuatro personas: los dos Ruthyn,Hawkes y, por último, madame. Miquerida prima Mónica había sidoinducida aviesamente a creer en mimarcha a Francia, y preparada para misilencio. No se habrían despertado lassospechas hasta un año después de mimuerte, y entonces, con todaprobabilidad, jamás habrían apuntado aBartram como la escena del crimen. Lamaleza habría crecido sobre mí, y misrestos habrían reposado en aquellaprofunda tumba donde, en el umbrío

patio interior de Bartram-Haugh, fueexhumado el cadáver de madame de laRougierre.

Fue al cabo de más de dos añoscuando me enteré de lo que habíasucedido en Bartram después de mihuida. La vieja Wyat, que acudió a horastempranas a la habitación del tío Silas,para su sorpresa —puesto que mi tío lehabía dicho que aquella noche iba aacompañar a su hijo, el cual debía cogerel tren correo a Derby a las cinco de lamañana— se encontró con que suanciano amo estaba tumbado en el sofá,en su postura habitual.

—No había nada en su aspecto quellamara demasiado la atención —dijo la

vieja Wyat—, salvo que su frasco deperfume estaba derramado, y él muerto.

Creía que cuando lo encontró aún noestaba frío del todo, y mandó al viejomayordomo a buscar al doctor Jolks,quien declaró que había muerto de unadosis excesiva de láudano.

¿Qué decir de la desdichadareligiosidad de mi tío? ¿Se trataba depura hipocresía o tuvo en algúnmomento una veta de sinceridad? Nopuedo decirlo. No creo que le quedaracorazón para asirse a la religión, que esla forma más elevada del afecto. Quizáera un escéptico con recelos acerca delfuturo, pero que había dejado ya atrás elmomento de hallar en él algo fiable. El

diablo se acercó sigilosamente a laciudadela de su corazón, con muchoszigzagueos y movimientos paralelos. Ala idea de casarme con su hijo —primero por medios limpios y luegosucios—, siguió, al esfumarse aquellaignominiosa oportunidad, la intención deapoderarse de todo mediante elasesinato. Me figuro que el tío Silaspensó durante algún tiempo que era unhombre justo. Deseaba acceder al cieloy escapar al infierno, si es que taleslugares existían. Pero había otras cosascuya existencia no era especulativa,algunas de las cuales él codiciaba —yotras temía— aún más: y llegó latentación. «Ahora bien, si un hombre

cualquiera construye sobre estoscimientos oro, plata, piedras preciosas,madera, heno, paja, se hará manifiesta laobra de todo hombre; pues el día lodeclarará, ya que será revelado por elfuego; y el fuego pondrá a prueba laíndole de la obra de todo hombre»[63].Con la vejez llega un momento en que elcorazón ya no es fusible o maleable, y seve obligado a retener la forma bajo laque se ha enfriado. «El que es injusto,que siga injusto; el que es sucio, quesiga sucio»[64].

Dudley había desaparecido; pero enuna de sus cartas, escritas desde sugranja australiana, Meg dice: «Hay untipo en el pueblo que se hace llamar

Colbroke, con una buena casa demadera, de 5 metros de largo, y tan altamás o menos como el techo delrecibidor de Bartram —sólo que haymuchas ratas, según dicen, señorita— yque anda comprando y vendiendo oro alos mineros y los comerciantes. Tienelos carrillos y la boca torcidos por unacicatriz de quemaduras o viruelas, y nolleva patillas, fíjese; pero mi Tom ledijo que le conocía y que era el señoritoDudley. Yo no le he visto; pero él dijoque si Tom le miraba le iba a pegar untiro, y lo negó echando juramentos por laboca, y maldiciones. Tom no está segurodel todo; si yo le viera, sí que estaríasegura; pero lo mejor será dejar las

cosas como están». Esto era todo.El viejo Hawkes se mantuvo firme,

confiando en la profunda astucia con laque habían disimulado sus efectivosmanejos, manteniéndolos a salvo inclusode las sospechas de las dos personasresidentes en la casa, y confiandotambién en el misterio que, por logeneral, envolvía a Bartram-Haugh ytodas sus pertenencias, ocultándolas alos ojos del mundo exterior.

Curiosamente, se imaginaba que mehabía escapado mucho antes de queentraran en la habitación; y, aun en elcaso de que lo detuvieran, no había —deello estaba seguro— pruebas pararelacionarle a él con el asesinato, cuyo

conocimiento negaría resueltamente.Al cuerpo de mi tío le fue practicada

la autopsia, siendo el doctor Jolks elprincipal testigo. Llegaron a laconclusión de que la muerte le habíasobrevenido por «una dosis excesiva deláudano, administrada por él mismo».

Hasta que no hubieron transcurridocasi dos años desde aquellos espantososacontecimientos no detuvieron ymetieron en la cárcel, bajo una terribleacusación, a Dickon Hawkes. Lo que ledescubrió fue un viejo crimen que habíacometido en Lancashire. Tras confesarseculpable, y como una últimaoportunidad, probó a desvelar todas lascircunstancias de la insospechada

muerte de la francesa, cuyo cuerpo fuedescubierto donde él indicó, en el patiointerior de Bartram-Haugh, y que, traslas debidas diligencias judiciales, fueenterrado en el cementerio de Beltram.

Fue así como yo escapé a loshorrores del banquillo de los testigos, oa la infinitamente peor tortura de unhorrendo secreto.

El doctor Bryerly, poco después deque lady Knollys le hubiera descrito elmodo en que Dudley penetró en lahabitación, visitó la casa de Bartram-Haugh y procedió a un minuciosoexamen de las ventanas de la habitación,en la que el señor Charke dormía lanoche de su asesinato, hallando una de

éstas provista de fuertes bisagras deacero, muy habilidosamente empotradasy ocultas en la madera del marco de laventana, sujeto por fuera mediante unperno de hierro que, al quitarse, hacíaque la ventana se abriera. Esta era lahabitación en la que me habíancolocado, y éste el artilugio por mediodel cual habían entrado en ella. Elproblema del asesinato del señor Charkequedó resuelto.

Lo he terminado de escribir. Me hequedado, por un instante, sin aliento.Mis manos están frías y húmedas. Melevanto con un gran suspiro y me pongoa mirar el dulce y verde paisaje, lasbucólicas colinas, y contemplo las flores

y los pájaros y las ondulantes ramas deárboles gloriosos… imágenes, todasellas, de libertad y seguridad; y, alfundirse en el aire la tremenda pesadillade mi juventud, elevo mis ojos coninfinita gratitud al Dios de todoconsuelo, cuya poderosa mano y cuyobrazo extendido me liberaron. Al bajarlos ojos y desentrelazar las manos,siento mis mejillas humedecidas delágrimas. Una vocecita me estállamando: «¡Mamá!», y una bienamadacarita sonriente, con los sedososmechones morenos de su querido padre,hace su aparición.

—Sí, cariño, nuestro paseo. ¡Vamosallá!

Soy lady Ilbury, dichosa en el afectode un bienamado marido, de noblecorazón. La tímida e inútil muchacha queustedes conocieron, es ahora unamadre… que pretende serlo buena; y laúltima prenda de este empeño pervive.

No voy a hablar de tristezas…, decuán breve fue mi orgullo de maternidadtemprana, o cuán bienamados fueronaquellos que el Señor me dio y el Señorme quitó. Pero a veces, cuandocontemplo, risueña, a mi niño y laslágrimas acuden a mis ojos, y él —lopercibo— se pregunta por qué lloro, doyen pensar —y, al pensarlo, tiemblomientras sonrío— en lo fuerte que es elamor y lo frágil que es la vida; y,

mientras tiemblo, me alegro de que en elinmortal amor de aquellos que lloran, elSeñor de la Vida, que jamás dio undolor en vano, comunica la dulce yennoblecedora promesa de unacompensación mediante la reunióneterna. A través de mis desdichas, asípues, he oído a una voz del cielo decir:«¡Escribe, de ahora en adelantebienaventurados sean los muertos quemueren en el Señor!»[65].

Este mundo es una parábola —lamorada de los símbolos—, losfantasmas de las cosas del espíritu,inmortales, mostradas en forma material.Que la bienaventuranza de la segundavisión sea mía —para así reconocer,

bajo estas hermosas formas terrenales, alos ÁNGELES que las llevan: ¡puesestoy segura de que, si queremos,podemos caminar a su lado, y oírleshablar!

JOSEPH SHERIDAN LE FANU (1814-1873), descendiente de hugonotesfranceses por parte de padre y deldramaturgo Sheridan por parte demadre, fue educado en el Trinity Collegede su Dublin natal, como lo había sidoMaturin y lo sería más tarde BramStoker, autores que completan la famosa

trilogía de maestros irlandeses de lomacabro. El éxito de sus baladasirlandesas, Phandrig Croohoore yShamus O’Brien (1836), le animó aabandonar sus estudios de leyes y aabrazar la carrera literaria, que empezócomo colaborador de la DublinUniversity Magazine, revista de la quellegaría a ser director y, posteriormente,propietario. Sus mejores novelas, comoLa casa junto al cementerio o El tíoSilas, publicadas por entregas en lamencionada revista, combinan elmelodrama con el suspense y elmisterio, a la manera de Wilkie Collins.La inmensa popularidad de estasnovelas detectivescas no le impidió dar

rienda suelta a su obsesión por losobrenatural en una serie de relatosterroríficos, entre los que destacanCarmilla o El vigilante.

N O T A S

[1] Título nobiliario inglés, de rangoinferior al de barón. (N. del T.) <<

[2] Epístola de san Judas, 12-13: «Sonnubes sin agua arrastradas por losvientos; árboles otoñales sin fruto, dosveces muertos, desarraigados; olasbravas del mar, que arrojan la espumade sus impurezas; astros errantes a loscuales está reservado el arco tenebrosopara siempre». Ed. Nácar-Colunga,BAC. (N. del T.) <<

[3] Génesis 21, 19: «Y abrió Dios losojos a Agar, haciéndole ver un pozo,adonde fue y llenó el odre de agua,dando de beber al niño». Ed. Nácar-Colunga, BAC. (N. del T.) <<

[4] Emanuel Swedenborg fue unpolifacético pensador sueco (1688-1772). Trabajó en los campos científico,técnico, teológico y teosófico. Yaquincuagenario tuvo visiones místicas yuna «revelación», considerándose a símismo como intérprete de las Escrituras,designado por el propio Jehová. (N. delT.) <<

[5] Rougepot = Tarro de carmín, alusióna la afición al maquillaje de madame dela Rougierre. (N. del T.) <<

[6] Tramposo, nombre derivado de JamesDiddler, protagonista de una farsa deJames Kenney, 1803. (N. del T.) <<

[7] Abuelita. (N. del T.) <<

[8] Pingajo, inútil (N. del T.) <<

[9] Transposición del versículo delEvangelio según san Juan, 1, 16: «Puesde su plenitud recibimos gracia sobregracia». Ed. Nácar-Colunga, BAC. (N.del T.) <<

[10] Secta milenarista, surgida en el sigloXII; creyentes en el Milenio,Apocalipsis, 20, 5-6: «(…) y vivieron yreinaron con Cristo mil años. Losrestantes muertos no vivieron hastaterminados los mil años. Esta es laprimera resurrección». Ed. Nácar-Colunga, BAC. (N. del T.) <<

[11] Macbeth, IV, 49 - Macbeth:«¡Secretas, oscuras y nocturnas brujas!¿Qué estáis haciendo ahí?». Las tresbrujas: «Un acto sin nombre». (N. del T.)<<

[12] Alusión al régimen electoral anteriora 1832, por el que la oligarquíaterrateniete dominaba los comicios. <<

[13] Ejercicios gimnásticos. (N. del T.)<<

[14] Referencia a la inscripción en unapiedra del castillo de Blarney, piedraque a todo aquel que la besa confiere,según la tradición popular, la facultad deuna locuacidad lisonjera y mendaz. (N.del T.) <<

[15] Referencia a un pasaje de El paraísoperdido de Milton (i. 52-57) en el quese lee: «Mientras tanto los aladosheraldos/por mandato del podersoberano/con espantable ceremonial, yal son/del clarín, a toda lamuchedumbre/proclaman el inmediato ysolemne/concilio, a celebrar en elalto/capitolio de Satán y sus pares/elPandemónium (…)». (N. del T.) <<

[16] San Lucas, 12, 48: «A quien muchose le da, mucho se le reclamará, y aquien mucho se le ha entregado, muchose le pedirá». Ed. Nácar-Colunga. (N.del T.) <<

[17] Reyes, 17, 6: «Los cuervos lellevaban por la mañana pan y carne, ypan y carne por la tarde, y bebía deltorrente». Ed. Nácar-Colunga. (N. delT.) <<

[18] Dissenters, miembros de una sectareligiosa separada de la Iglesiaanglicana. (N. del T.) <<

[19] Tractarians, miembros del TractarianMovement, también llamado OxfordMovement por ser en esa ciudad dondese inició en 1833. Entre sus dirigentesfiguraba John Henry Newman. (N. delT.) <<

[20] La expresión que utiliza el autor es«I’m a peevish old Tabby». Tabbydesigna un tipo de gato, y otra de susacepciones es la de solterona chismosa.De ahí la referencia arañar y ver en laoscuridad. (N. del T.) <<

[21] Resplandor, irradiación. Epístola alos Hebreos, 1,3: «Que, siendo lairradiación de su gloria…» Ed. Nácar-Colunga (N. del T.) <<

[22] Génesis 28, 12: «Tuvo un sueño enel que veía una escala que, apoyándosesobre la tierra, tocaba con su extremo enlos cielos, y que por ella subían ybajaban los ángeles de Dios». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[23] Job, 5, 7: «Pues es el hombre quienengendra la desventura, los hijos delrelámpago levantan el vuelo». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[24] Salmos 91, 11-12: «Pues teencomendaré a sus ángeles para que teguarden en todos tus caminos, y ellos televantarán en sus palmas para que tuspies no tropiecen en las piedras». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[25] Corintios 5,4: «Pues realmente,mientras moramos en esta tierra,gemimos oprimidos, por cuanto noqueremos ser desnudados, sinosobrevestidos, para que nuestramortalidad sea absorbida por la vida».Ed. Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[26] IOU = I owe you, documento por elque se reconoce una deuda, pagaré. (N.del T.) <<

[27] San Lucas, 12, 20: «Pero Dios ledijo: insensato, esta misma noche tepedirán el alma, y todo lo que hasacumulado, ¿para quién será?». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[28] Coburgo, tela originaria de la ciudadalemana del mismo nombre. (N. del T.)<<

[29] Giblets = menudillos de ave. (N. delT.) <<

[30] Erl-Höning, «Rey de los álamos»,fábula popular alemana. El personajelegendario ronda la Selva Negrainduciendo a los seres a la destrucción.Goethe escribió un poema sobre el tema,y Schubert compuso uno de sus mejoresLieder sobre el poema goetheano,poema que tradujo al inglés sir WalterScott. (N. del T.) <<

[31] Pegtop, pata de palo. (N. del T.) <<

[32] Der Freischütz, ópera de Karl Mariavon Weber, considerada como la«primera ópera nacional alemana», unode cuyos personajes, Zamiel, encarna aldiablo. (N. del T.) <<

[33] Corintios 15, 31. «Os aseguro,hermanos, por la gloria que en vosotrostengo en Cristo Jesús, nuestro Señor, quecada día estoy en trance de muerte». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[34] Esculapio, o Asclepio, hijo deApolo y Coronis, a quien el centauroQuirón enseñó el arte de la medicina.(N. del T.) <<

[35] Thomas de Quincey (1785-1859),autor de Confesiones de un comedor deopio inglés. (N. del T.) <<

[36] En los Viajes de Gulliver; deJonathan Swift, una raza de inmortales, alos que su inmortalidad, lejos de hacerfelices, convierte en desdichados. (N.del T.) <<

[37] Personificación de la juventud en lamitología griega. Hija de Zeus y Hera.(N. del T.) <<

[38] Personajes de una comedia de sirJohn Vanbrugh (1664-1726), TheRelapse, or Virtue in Danger, adaptadaposteriormente por Richard BrinsleySheridan (1751-1816) bajo el título deA Trip to Scarborough. (N. del T.) <<

[39] The oak lie, where it fell. Elretruécano juega con las palabras oak(roble), lie (del verbo yacer, yace,aunque omitiendo la «s» de la tercerapersona de singular). Desmembracióntransfigurativa del apellido del capitánOakley. (N. del T.) <<

[40] Personaje de una comedia de OliverGoldsmith (1730-1774), She Stoops toConquer. (N. del T.) <<

[41] Samuel 28, 7: «Y dijo a susservidores: “Buscadme una pitonisapara que vaya a consultarla”. Susservidores le dijeron: “En Endor hayuna pitonisa”». Ed. Nácar-Colunga. (N.del T.) <<

[42] Personaje de unos versos para niños,cuya autora es Sarah Catherine Martin(1768-1826). (N. del T.) <<

[43] Proverbios, 18, 22: «El que hallamujer encuentra la ventura, y ha recibidoun favor de Yavé». Ed. Nácar-Colunga.(N. del T.) <<

[44] Tasmania. Antón van Diemen fuegobernador de las Indias OrientalesHolandesas. (N. del T.) <<

[45] Génesis, 3, 13: «Dijo, pues, YavéDios a la mujer: “¿Por qué has hechoeso?”. Y contestó la mujer: “Laserpiente me engañó y comí”». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[46] Éxodo 15, 23: «Llegaron a Mara,pero no podían beber el agua de Marapor ser amarga». Ed. Nácar-Colunga.(N. del T.) <<

[47] Dives, nombre arquetípico delhombre rico. (N. del T.) <<

[48] San Lucas 16, 19-31, parábola delpobre que se salva y el rico que secondena. (N. del T.) <<

[49] No debe confundirse este doctorPangloss con el personaje de Voltaire.Aquí se trata, junto con lord Duberly, delos personajes de una comedia deColman el Joven, The Heir at Law. (N.del T.) <<

[50] Epístola a los Efesios 4, 22:«Dejando, pues, vuestra antiguaconducta, despojaos del hombre viejo,viciado por las concupiscenciasseductoras». Ed. Nácar-Colunga. (N. delT.) <<

[51] Personaje de la comedia de R. B.Sheridan The Rivals, que tienedificultades para expresarsecorrectamente. (N. del T.) <<

[52] Christian, protagonista del poema deJohn Bunyan The Pilgrim’s Progress. (N.del T.) <<

[53] Alusión a una comedia de OliverGoldsmith (1730-1774), She Stoops toConquer. (N. del T.) <<

[54] Romance of the Forest, novela deAnn Radcliffe (1764-1823). (N. del T.)<<

[55] Babouin, nombre de una clase desimios (mandriles), se aplica al niñoatolondrado y tonto. Baiser le babouines frase cuartelaria. En tiempos seobligaba a los soldados a besar la figurade un babouin pintado en las paredes delcuarto de guardia, en señal dehumillación. (N. del T.) <<

[56] Referencia al novelista SamuelRichardson, autor que gozó de granpopularidad durante la primera mitaddel siglo XVIII, y entre cuyas obrasdestaca la voluminosa novela Clarissa,marcadamente sentimental. (N. del T.)<<

[57] Protagonista de la novela de sirWalter Scott The Bride of Lammermoor.(N. del T.) <<

[58] Lanternes!= ¡Tonterías! (N. del T.)<<

[59] Hija de Zeus y Temis. Una de lasMoiras. (N. del T.) <<

[60] Oiseleur = pajarero, cazador depájaros. (N. del T.) <<

[61] Portón de acceso, desde el río, a laTorre de Londres, por el cual eraningresados en la misma los reos detraición y los presos políticos. (N. delT.) <<

[62] Jefe espiritual del metodismo. (N.del T.) <<

[63] Corintios 3, 12-13: «Si sobre estefundamento uno edifica oro, plata,piedras preciosas o maderas, heno, paja,su obra quedará de manifiesto, pues ensu día el fuego lo revelará y probarácuál fue la obra de cada uno». Ed.Nácar-Colunga. (N. del T.) <<

[64] Apocalipsis, 22, 11: «El que esinjusto continúe aún en sus injusticias, eltorpe prosiga en sus torpezas, el justopractique aún la justicia y el santosantifíquese más». Ed. Nácar-Colunga.(N. del T.) <<

[65] Apocalipsis, 14, 13: «Oí una voz delcielo que decía: “Escribe:Bienaventurados los que mueren en elSeñor”». Ed. Nácar-Colunga. (N. del T.)<<