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BENEMÉRITA UNIVERSIDAD
AUTONOMA DE PUEBLAINSTITUTO DE CIENCIAS SOCIALES Y
HUMANIDADES
“ALFONSO VÉLEZ PLIEGO”
MAESTRIA EN HISTORIA
SEMINARIO DE INVESTIGACIÓN IProfesor: Dr. Miguel Ángel Cuenya Mateos
Alumno: Miguel Angel Sánchez MozoPrimavera 2015
La ciudad occidental. Acercamiento a su ordenamiento institucional
Puebla, Puebla. 15 de junio de 2015
Introducción
La forma de una ciudadCambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal.
Charles Baudelaire1
Si definible es todo aquello que no tiene historia, se entiende que el fenómeno urbano
sea, para el historiador, uno de esos datos difíciles de definir. Se nos aparece como un
rasgo consustancial a la humanidad, comprobable a lo largo de su historia por el hecho
de que allí donde hubo, y hay, reunión de seres humanos, hay asentamientos y una
preocupación por mantener, cuando no ampliar, un nivel de vida determinado por las
circunstancias (geográficas, demográficas, tecnológicas, organizacionales, etc.). Es, por
tanto, un fenómeno eminentemente histórico. Y como tal debe conceptualizarse.
Para Braudel, por poner un ejemplo, “una ciudad es siempre una ciudad”, cuyas
características fundamentales son: el diálogo interrumpido con los campos, primera necesidad de la vida cotidiana; el abastecimiento de hombres, tan indispensable como el agua para la rueda del molino; la actitud distante de las ciudades, su voluntad de distinguirse de las demás; su situación obligatoria en el centro de redes de comunicación más o menos lejanas; su articulación respecto a sus arrabales y a las demás ciudades. Pues una ciudad jamás se presenta sin el acompañamiento de otras ciudades. Unas ocupan un lugar preeminente, otras cumplen una función de siervas o incluso de esclavas, pero todas están íntimamente relacionadas, forman una jerarquía, tanto en Europa como en China, o en cualquier otra parte.2
Podría hacerse todo un trabajo alrededor de la constatación de cada uno de los
elementos que enumera el genio de Braudel. Desafortunadamente aquí no podemos
hacer este seguimiento, cuyo esfuerzo ya sería difícil para una sola ciudad, y con un
amplio acervo documental. Además, dicha empresa queda lejos de nuestro objetivo
principal. Lo que procuraremos seguir aquí son las relaciones de poder que se
establecen en su interior; específicamente, las distintas modalidades en que los
hombres han tendido a normarla para cumplir el objetivo fundamental del “animal
político” de Aristóteles: no sólo vivir, sino vivir bien.3
1 Baudelaire, Charles, “El cisne”, en Las flores del mal, Madrid, Editorial EDAF, 2009, p. 176.2 Braudel, Fernand, Civilización material, económica y capitalismo, siglos XVI-XVIII, Tomo I. Las estructuras de lo cotidiano: lo posible y lo imposible, Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 420.3 Aristóteles, Ética Nicomaquea. Política, México, Editorial Porrúa, 2013, p. 211. Interesante señalar que Marsilio de Padua tiene una conclusión muy parecida: “la ciudad es una comunidad establecida de tal manera que los hombres que pertenecen a ella puedan vivir, y vivir bien.” Citado en Schiera, Pierangelo, “Legitimacy, discipline, and institutions: three necessary conditions for the birth of the modern state”, en Kirshner, Julius (ed.), The origins of the State in Italy, 1300-1600, Chicago and London, The University of Chicago Press, 1995, p. 19.
No puede pasarnos por alto el que Aristóteles se refiriese al hombre dentro de la
polis, miembro de la ciudad y del estado; lo cual ya es importante, pues sabemos que la
condición de ciudadano en la antigua Grecia no comportaba precisamente un
significado democrático. Ser ciudadano era, por derecho, un privilegio. De cualquier
forma, los términos que usamos para referirnos al fenómeno, que Aristóteles aborda
teóricamente, provienen del mundo romano. No resulta extraño que en la Roma antigua
la civitas haya tenido connotaciones excluyentes. De hecho, el término llegó a indicar
una cualidad diferenciadora: la separación de un mundo “civilizado”4 que se opone al de
los “bárbaros”. Lo mismo podría decirse del otro término romano: la urbs (espacio físico
de la civilidad), pues de él también heredaríamos un sentido de distinción: el de
urbanidad, es decir, una cualidad especial y propia de una cultura que sólo puede
desplegarse dentro de la urbe. Así, el “proceso civilizatorio” tendría que pasar
necesariamente por las ciudades.5 La ciudad es, para el imaginario occidental, el
espacio dinámico de la sociedad por excelencia, avanzada política, motor de la
economía y crisol de la cultura.
Para precisar nuestro trabajo, tenemos que subrayar el carácter específico de
este fenómeno en occidente y, al ser una construcción humana, señalar el contexto
histórico determinado en el que queremos abordarlo. El marco temporal se señalará
más adelante, según el marco espacial. Éste último quedará limitado, primero, al centro
y norte de la península itálica y, posteriormente, al espacio hispánico.
Algunas precisiones conceptuales sobre las ciudadesSobre las ciudades italianas existen dos supuestos de los que habremos de partir, y a
los que deben su fama. Primero, su carácter independiente, autosuficiente, que nos
permite hablar de ciudades-estado. En segundo lugar, su marcada actividad
económica, dentro de la que el comercio ocuparía el lugar predominante, aunque no
exclusivo.
4 Concepto, el de civilización, por cierto, tan caro a la corriente de Annales, como lo expresa el título de la obra citada de Braudel.5 Un interesante trabajo sobre este tema en Najemy, John M., “The medieval Italian city and the “civilizing process””, en P. Guglielmotti, I. Lazzarini, y G. M. Varanini (eds.), Europa e Italia/Europe and Italy: studi in onore di Giorgio Chittolini/Studies in Honour of Giorgio Chittolini, Florencia, Firenze University Press, 2011, pp. 355-369.
El primer aspecto tiende tradicionalmente a subrayar un elemento de la ecuación,
es decir, el de la organización estatal (o de la precariedad de la misma). En esencia,
subraya lo que Geoffrey Parker denomina anacrónicamente “estados soberanos”.6 Y es
que resulta muy temerario adjudicar un concepto, el de soberanía, a entidades que
distan de tener dicha cualidad, de facto y jurídicamente hablando. En ese sentido es
interesante contrastar esta interpretación con la de Pierangelo Schiera, quien se refiere
a las ciudades italianas, sobre todo a las comunas del norte, como los espacios en
donde surgió el estado moderno, habiendo asentado su capacidad de organización
política en la institucionalización de su legitimidad y la disciplina; es decir, justificando el
mandato de unos y la obediencia de la mayoría, sin apelar, más que en sentido
prefigurado, al concepto de soberanía.7 De cualquier manera resulta útil la tipología de
Parker, dentro de la que las ciudades-estado ocupan un lugar históricamente menos
exitoso que sus otras modalidades de estados soberanos: el estado imperial y el
estado-nación.
Esta clasificación parece seguir, aunque no lo cita, el planteamiento de Charles
Tilly, quien separa deliberadamente la ecuación y, de hecho, la enfrenta en lo que
parecería una identificación del “Estado” con el estado-nación, donde el estado se vería
fortalecido por el incremento de sus capacidades coercitivas, mientras que las ciudades
harían lo propio mediante la acumulación y concentración de capital.8 Esto explicaría la
incapacidad de las ciudades-estado para sobrevivir en un régimen competitivo entre
Estados que, a pesar de no contar con el capital con el que aquellas contaban, sí
acumularon y concentraron medios coercitivos, en tanto eran financiados por los
banqueros provenientes de las mismas.
El análisis esquemático de Tilly ha sido muy influyente en los estudios sobre la
conformación de los estados. No obstante, se pueden poner en entre dicho algunas de
sus propuestas. Quizá la objeción más importante sea la centralidad del estado-nación
actual y su íntima relación con el ascenso del capitalismo. Desde esta perspectiva es
difícil no caer en explicaciones teleológicas, a las que, como historiadores, debemos
rehuir.
6 Parker, Geoffrey, Sovereign city. The city-state through history, London, Reaction Books, 2004.7 Schiera, Op. cit., p. 308 Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza Editorial, 1992.
Darshan Vigneswaran, por su parte, propone desde el campo de las relaciones
internacionales un enfoque centrado en la territorialidad en el que las ciudades-estado
italianas fueron capaces de desarrollar mecanismos coercitivos más elaborados de los
que propone Tilly.9 Uno de sus principales cuestionamientos al trabajo de Tilly es la
centralidad del aspecto económico. Sin embargo, el análisis de Vigneswaran carece
completamente de ello. Lo cual, nos lleva al segundo aspecto.
Una de las principales discusiones sobre el fenómeno urbano tiene que ver con
el papel que han jugado las ciudades en la transición hacia el capitalismo. En este
sentido, evidentemente, una línea de interpretación la proporciona el enfoque marxista,
para el que la ciudad se contrapone al campo. De hecho el marxismo tiende a verlos
como mundos enteramente separados, quedando condenados al enfrentamiento en el
que el mundo urbano (capitalista) acabará imponiéndose al mundo rural (feudal).10
Desde luego, ésta es una simplificación que no agota las líneas sugeridas por el
marxismo. De todos modos, la transición al capitalismo seguirá ejerciendo durante
mucho tiempo la hegemonía dentro de las discusiones sobre las ciudades.
La unión de las ciudades-estado y el capitalismo ha sido expuesta por Max
Weber, desde la sociología, y por Henri Pirenne, desde la Historia. En Pirenne
encontramos un desarrollo de las ciudades medievales, primero como resultado de la
disolución de un orden establecido: la del imperio romano; y después como un
desplazamiento en el control de las ciudades por parte de las nacientes fuerzas
urbanas medievales: los comerciantes. En estas explicaciones podría destacarse el
factor de las relaciones de poder, la lucha y los desplazamientos de los actores
urbanos. Sin embargo, el factor clave en esta historia es, según Pirenne, el factor
económico. El comercio y la industria, dentro del esquema mental de Pirenne,
conformaron y nutrieron los centros urbanos. No obstante, desde hace varias décadas
algunas de sus hipótesis han sido rebatidas, cuando no abandonadas. Esto es
particularmente cierto para el desarrollo urbano de los Países Bajos, región en la que se
especializó, antes del año mil. A través de una serie de hallazgos, principalmente
9 Vigneswaran, Darshan, “The territoriality strategy of the Italian city-state”, en International Relations, vol. 21, no. 4, 2007, pp. 427-44410 Holton, J. R. Cities, capitalism and civilization, London, Allen & Unwin, 1986, pp. 41-48. Dentro del marxismo, quizá Henri Lefebvre haya sido el pensador más prolífico. Lefebvre, Henri, El pensamiento marxista y la ciudad, México, Ediciones Coyoacán, 2014.
arqueológicos, se ha llegado a establecer una continuidad entre la época romana,
merovingia y carolingia, rechazando la tesis de Pirenne de un renacimiento comercial
después del periodo carolingio.11
Por otro lado, resulta útil para nuestros fines rescatar la advertencia de Weber,
según la cual “la ciudad tiene que ofrecérsenos como una asociación autónoma en
algún grado, como un “ayuntamiento” con especiales instituciones políticas y
administrativas.”12 Sin olvidar, por supuesto, la dimensión económica, que tiene que ver,
a su vez, con la relación entre los centros urbanos y su entorno rural. En cierto sentido,
Weber es capaz de dar la vuelta a la interpretación económica, señalando que el burgo
es el que atrae al comercio y a la industria, y no al revés. No obstante, Weber propone
una serie de elementos para identificar una ciudad, en el plano político:
1. la fortaleza, 2. el mercado, 3. el tribunal propio y derecho, por lo menos parcialmente, propio, 4. carácter de asociación y unido a esto, 5. por lo menos, una autonomía y autocefalia parcial, por lo tanto, administración por autoridades en cuyo nombramiento los burgueses participaban de algún modo. Estos derechos suelen revestir en el pasado la forma de privilegios estamentales.Por lo tanto, un estamento especial de burgueses, como titular de esos privilegios, constituye la característica de la ciudad en sentido político.13
En este sentido, a pesar de que los principales elementos que Pirene pone en
juego son económicos, afirma que
la ciudad medieval, tal y como aparece a partir del siglo XII, es una comuna que, al abrigo de un recinto fortificado, vive del comercio y de la industria y disfruta de un derecho, de una administración y de una jurisprudencia excepcionales que la convierten en una personalidad colectiva privilegiada.14
A pesar de partir de estos tipos-ideales e interpretaciones históricas superadas,
es necesario examinar históricamente los orígenes de la ciudad que nos interesa, la de
la época moderna, a través de sus raíces medievales.
La ciudad medieval
11 Verhulst, Adriaan, “The origins of towns in the Low Countries and he Pirenne thesis”, en Past and Present, núm. 122, 1989, pp. 35 y 8.12 Weber, Max, Economía y sociedad, México, FCE, 2014, p. 944.13 Ibíd., p. 951.14 Pirenne, Henri, Las ciudades de la Edad Media, Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 138
Dado que cualquier generalización en historia es imprecisa, el estudio de las
aglomeraciones urbanas nos impone la necesidad de caracterizar el hecho, o el
proceso, del que se trata, adjetivándolo. Así, podemos hablar de la ciudad antigua, de la
ciudad medieval, la ciudad contemporánea, así como de la ciudad puerto, la ciudad
episcopal, la ciudad-estado, la ciudad marítima, la ciudad principesca o la ciudad
industrial. Desde luego, estas siguen siendo simplificaciones de realidades sumamente
complejas en las que diversos elementos de cada una de estas tipologías se
superponen. Pero la complejidad misma del fenómeno nos obliga a recurrir a estas
clasificaciones para su análisis histórico y la comprensión de su significado social.
En este breve espacio abordaremos el tema de la ciudad medieval. Esto, de
entrada, implica establecer la temporalidad de un periodo extenso y, en contra de la
opinión común, dinámico. Normalmente suele periodizarse la “Edad Media” entre el
siglo V y el XV. No obstante, tradicionalmente suele dividírsele entre la Alta y la Baja
Edad Media, situándose la transición entre los siglos XII y XIII. Actualmente suelen
admitirse tres fases: “disolución del mundo antiguo y génesis de la sociedad medieval
(s. III a X), expansión (s. XI a XIII) y crisis bajomedieval (s. XIV y XV).”15 Cual sea la
periodización canónica, los estudios deben seguir su propia lógica de acuerdo a un
preciso objeto de estudio, y el de la ciudad es, ciertamente, uno difícil de precisar.
Dado lo difícil que es enunciar aseveraciones contundentes sobre la Edad Media,
habremos de seguir las generalizaciones heredadas por la historiografía. El panorama
se complica debido al amplio reajuste que se da entre el mundo antiguo y la sociedad
feudal, por más vagos que nos parezcan estos conceptos. Esto tiene que ver con la
contracción económica que siguió a las invasiones bárbaras y el asedio musulmán que
tan negativamente pinta Pirenne. En este contexto, en el de la desintegración del orden
romano-imperial, la continuidad más importante la representó la Iglesia. No sólo
continuó su hegemonía religiosa en occidente sino que amplio sus ámbitos de
influencia. “Del siglo IX al XI, toda la alta administración quedó, de hecho, en sus
manos.”16
15 González Mínguez, César, “La construcción de la Edad Media: mito y realidad”, en Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses, No. 77, Palencia, 2006, p. 12716 Pirenne, Henri, Historia económica y social de la Edad Media, México, FCE, 1986, p. 17
Las ciudades episcopales
Esta influencia se reflejó de una manera más patente en las cités (ciudades
episcopales). Según Dutour, estas se afianzaron desde los siglos V y VI.17 Lugar de
residencia del obispo, su población se componía, siguiendo a Pirenne, del:
clero de la Iglesia Catedral y de otras iglesias agrupadas en torno a ella, de los monjes de los monasterios que vinieron a establecerse, algunas veces en número considerable, en la sede de la diócesis, de maestros y estudiantes de las escuelas eclesiásticas, de servidores y, por último, de artesanos libres o no, que eran indispensables en función de las necesidades del culto y de la existencia cotidiana del clero.18
La importancia de la misma también la resume el historiador belga: “Un régimen
teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad.”19
Claro que Pirenne exagera, y por ello resuena más su aseveración, pero la Iglesia se
vio prácticamente aislada y sin competencia, al menos hasta que estalló la querella de
las investiduras. Este enfrentamiento entre el papado y el Imperio brindó la excusa
perfecta para que algunos señores, reyes y miembros de la pequeña nobleza optaran
por apoyar a los ciudadanos para que se emanciparan de los obispos. El ejemplo más
temprano de esta situación se dio en Milán hacia el 1036 en contra del arzobispo
Heriberto. Además valía la pena participar de la actividad económica que generaban las
ciudades. 20
Por esta razón, las autoridades eclesiásticas temían y despreciaban estos
intentos comuneros que atentaban contra el orden jerárquico y establecido. Ejemplo de
ello son el obispo Otón de Freising, tío del emperador Federico Barbarroja, y Gilberto de
Nogent, quienes veían a las comunas como asociaciones que se habían sobrepasado
en sus atribuciones.21
De cualquier modo, la protección que brindaron las cités, por lo menos hasta el
siglo IX, las convirtieron en lo que para sus contemporáneos era una auténtica ciudad
pues, desde luego, “eran también fortalezas.”22
17 Dutour, Thierry, La ciudad medieval. Orígenes y triunfo de la Europa urbana, Barcelona, Paidós, 2004, p. 8918 Pirenne, Las ciudades, p. 4519 Ibíd., p. 4620 Le Goff, Jacques, La baja edad media, México, Siglo XXI Editores, 2006, p. 6921 Dutour, Op. Cit., pp. 57-60; Le Goff. Op. Cit., pp. 71-72; y Pirenne, Las ciudades, p. 11522 Ibíd., p. 47
Los burgos y los portus
Independientemente de cuál haya sido el tipo de ciudad en el que pensaron los
hombres medievales (incluso de otros tiempos y otros espacios), una ciudad debe
brindar protección y, por tanto debe contar con una fortaleza, “la más técnica de todas
estas denominaciones es la de burgus, palabra tomada de los germanos por el latín del
Bajo Imperio y que se conserva en todas la lenguas modernas (burgo, burg, borough,
bourg, burgo).”23 El alcalde, quien la comanda en nombre de un señor, empieza a recibir
otras atribuciones y el burgo pronto se convierte en un potencial centro de procuración
comercial.
Como parte de la expansión comercial, y a la sombra de cités y burgos, “los
comerciantes se vieron obligados a instalarse, por falta de sitio, en el exterior de este
perímetro.” Dentro de la tesis de Pirenne, estas aglomeraciones urbanas (portus) se
originarían como “plazas comerciales”, “almacén para las mercancías de paso” en
Dinant, Huy, Maestricht, Valenciennes y Cambrai desde el siglo VII, y Brujas, Gante,
Ypres, y Saint-Omer en el siglo X. “A partir del siglo XII la creciente prosperidad de las
colonias mercantiles permitió aumentar su seguridad, rodeándolas de muros de piedra,
flanqueados por torres, capaces de resistir cualquier ataque. Desde entonces fueron
fortalezas”. Empezaron a desplazar a los viejos burgos, e incluso se apropian del
calificativo.24 Y, por supuesto, se convierten en foco de atracción de mano de obra.
Para Dutour los burgos y, sobre todo, los puertos forman parte del movimiento
urbano, pero señala que muchas veces se trata de emplazamientos temporales, como
en el caso de Quentovic. El elemento que es preciso rescatar de este autor es que
dicho crecimiento no hubiera podido darse de no ser por el desarrollo rural y su
excedente económico correspondiente.25 Tal como lo describe la definición clásica de
Pirenne:
En efecto, una aglomeración urbana sólo puede subsistir mediante la importación de productos alimenticios que obtiene fuera. Pero esta importación, por otra parte, debe responder a una exportación de productos manufacturados que constituye su contrapartida o contravalor. Queda instituida de esta manera, entre la ciudad y sus alrededores, una relación permanente de servicios.26
23 Ibíd., p. 4924 Ibíd., pp. 94-95 y 98-9925 Dutour, Op. Cit., p. 135 y 14626 Pirenne, Las ciudades, p. 87
De todos modos, el acento de Dutour está en otro lado. Paralelamente al impulso
comercial del movimiento urbano, aglomeraciones sin vocación episcopal empiezan a
despegar al amparo de otra ciudad, “de una abadía, de un puerto marítimo o fluvial o de
un castillo”.27 “Pero esas poblaciones, como las demás ciudades, son la sede de
poderes locales.”28 Sedes que son impulsadas por “los únicos que podían ceder el uso
del suelo, otorgar derechos y organizar proyectos colectivos.”29 En efecto, esta fase de
expansión occidental, en su aspecto económico, rural y urbana, tiene su salida dentro y
fuera de las ciudades tradicionales. “El marco señorial ha dado a la vez una forma y un
impulso a un crecimiento urbano que va acompañado de la transformación de ciudades
en comunidades autónomas.”30
Las comunas
Probablemente todos los intereses en juego recibieron su parte de lo que después del
siglo XI es, para Jacques Le Goff, una “segunda edad feudal en la que se afirma el
auge de la cristiandad y se forma el Occidente”.31 Sin embargo, unos reciben una parte
más grande que otros. Como grupo social es la naciente burguesía, comerciantes y
artesanado, en principio, y que pronto empieza a cerrar filas. Ya fueran convocadas
para poblar, repoblar, defender, trabajar, desbrozar tierras, “todos recibieron bienes o
franquicias que los pusieron desde el momento en una situación de privilegio”. 32 Su
centro de operaciones es, como bien señala José Luis Romero, la ciudad.
La burguesía, sin visos revolucionarios, empieza a solicitar “simples
concesiones”, como señala Pirenne:
[libertad personal, un tribunal especial,] una legislación penal que garantice la seguridad; la abolición de las prestaciones que resultan más incompatibles con la práctica del comercio y de la industria, y con la posesión y adquisición del suelo: finalmente, un grado más o menos extenso de autonomía política y de self-government local.33
27 Dutour, Op. Cit., pp. 15728 Ibíd, p. 13429 Ibíd, p. 15930 Ibíd, p. 16731 Le Goff, Op. Cit., p. 732 Romero, José Luis, La revolución burguesa en el mundo feudal, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1967, p. 343.33 Pirenne, Las ciudades, p. 112-113
Este último punto es el que resalta Dutour, para quien la ciudad como “centro político” 34
es el rasgo distintivo de todo este proceso. Pero esto no es fortuito, es impulsado por
aquellas comunidades de hombres que alcanza un grado de suficiencia económica.
Después de revisar algunas líneas del desarrollo de las ciudades,
concentrémonos ahora en una región: la del centro y norte de Italia.
Las ciudades italianasEl fenómeno urbano en Europa se vio eclipsado, como hemos visto, con la progresiva
desintegración del imperio romano, acelerada o provocada por las distintas invasiones
de los pueblos llamados “bárbaros”. Sin embargo, algunas agrupaciones “antiguas”
sobrevivieron, si bien dentro de esquemas muy distintos. Algunas de éstas fueron,
debido a su cercanía con el centro del imperio, las pertenecientes a la Galia Cisalpina;
es decir, las ciudades al centro-norte de la península itálica: Bononia (Bolonia), Verona,
Patavium (Padua), Vicetia (Vicenza), Genua (Génova), Placentia (Piacenza), Florentia
(Florencia) y, sobre todo, Mediolanum (Milán).35
A pesar de la relativa continuidad, una de las ciudades más famosas de la zona,
Venecia, fue resultado de una de esas oleadas de invasores. 36 Su origen pudo haber
sido la consecuencia de la búsqueda de refugio para antiguos residentes de la costa
oriental del Adriático o de la Galia Cisalpina. En este caso, la ubicación geográfica y su
salida al mar le abrieron la posibilidad de convertirse en una importante ciudad
comercial. La oportunidad no fue desaprovechada, y Venecia llegó a convertirse en la
principal ciudad mercantil, consolidada entre los siglos IX y XV, participando
activamente en el comercio entre oriente y occidente37, logrando durante mucho tiempo
la hegemonía marítima mediterránea, hasta que empezaron a surgir otros centros
comerciales igualmente activos. Daniel Waley nos da una idea clara de la importancia
del comercio en Venecia y, por supuesto, de cómo lo lograron:
El comerciante veneciano que se desplazaba a Oriente en viaje de negocios tenía lo más probablemente que ir en un barco construido a expensas del Estado, gobernado por un capitán designado por el Estado, dentro de un convoy organizado por el Estado, y cuando llegaba a Alejandría o a Arce se encontraba con que tenía
34 Dutour, Op. Cit., p. 20435 Parker, Op. cit., p. 9236 Ibíd., p. 78-8037 Waley, Daniel, Las ciudades-república italianas, Madrid, Ediciones Guadarrama, S.A., 1969, p. 16
que reunirse con otros venecianos en un mercado de algodón y pimienta organizado por el Estado. La ventaja de este sistema es que al evitar la competencia entre venecianos los precios se mantenían bajos. El sistema de convoyes para largos viajes se remonta por lo menos al siglo XII. En el siglo XII estaban establecidos dos convoyes marítimos al año hacia el Mediterráneo oriental y a principios del siglo XIV había también salidas anuales de barcos hacia Inglaterra y Flandes, a África del Norte (“Barbaria”) y a Aigues-Mortes (cerca de las bocas del Ródano). Las atarazanas datan de antes del siglo XIII y los materiales que en ellas se utilizaban solían ser adquiridos directamente por la República veneciana. En todos estos aspectos, Venecia no es más que un ejemplo extremo de una característica general. Los genoveses no permitían que ningún barco fuera más allá de Portovenere a menos que llevara determinada carga y tuviera a bordo por lo menos una fuerza de veinte ballesteros.38
Génova sería la otra gran ciudad comercial italiana, acérrima rival de Venecia.
Pero conviene destacar que es toda la península itálica la que se encuentra en una
posición geográfica privilegiada. Pisa, por ejemplo, encaja, junto con Génova y Venecia,
dentro de las llamadas repúblicas marítimas. Y Florencia desarrollaría también una
importante red comercial, cuya banca sería reconocida y solicitada por el Papado y el
Imperio.
Lo que nos interesa, sin embargo, es esa minuciosidad ordenadora de los
poderes públicos por parte de estas ciudades, que han llegado a considerarse el
epítome y el reflejo de una situación nueva, impulsada por nuevos actores.39 Se trataría,
en este caso, de las comunas, término que no debemos confundir con la ciudad sino
que debe pensarse como la expresión de su comunidad política, juramentada a su
interior. Aquí es importante, para nuestros fines, recordar la advertencia de Weber,
según la cual “la ciudad tiene que ofrecérsenos como una asociación autónoma en
algún grado, como un “ayuntamiento” con especiales instituciones políticas y
administrativas.”40 Desde luego, no podemos extendernos sobre cada una de estas
comunas, pero sí conviene tener en mente una serie de características compartidas.
Siguiendo a Daniel Waley, hay tres condiciones que permiten hablar de una
municipalidad, es decir, de una comuna: a) “la sustitución gradual de la autoridad
episcopal o de otro tipo, por parte del municipio, como el poder jurisdiccional más 38 Ibíd., p. 9639 Para José Luis Romero era en las ciudades “donde se advertía con más nitidez el nuevo estado de ánimo de las clases en asenso”. Romero, Op. cit., p. 334. Mientras que para Weber las ciudades “se apropiaban, completando la usurpación revolucionaria, la totalidad o parte principal del poder judicial y del mando en la guerra, y administraban todos los asuntos del ayuntamiento.” A pesar y en contra de los poderes “legítimos” (el papado y el imperio). Weber, Op. cit., pp. 977 y 973. 40 Ibíd., p. 944.
importante de la ciudad”41; b) la autonomía, es decir, la aparición de figuras de gobierno
local42; y c) la relación directa con otras comunas, que le permitiera desarrollar una
individualidad particular.43 Además de éstas condiciones habría que hacer referencia a
su relación con su territorio circundante: el contado (comitatus), abarcando la
jurisdicción señorial del Conde o de la diócesis.44
Sobre el primer punto, el proceso debió ser sumamente complicado. Desde el
siglo IX, Carlo Magno había incorporado los territorios italianos y alemanes a su
Imperio. Y Otón I unificó el Regnum Italicum en el siglo X.45 Sin embargo, la
particularidad italiana consistió en que las ciudades se encontraron en el centro del
conflicto medieval más decisivo, es decir, aquel que enfrentó al Papado y al Imperio.
Este conflicto les brindó la excusa perfecta para que algunos señores, reyes y
miembros de la pequeña nobleza optaran por apoyar a los ciudadanos para que se
emanciparan de las autoridades religiosas o imperiales. El ejemplo más temprano de
esta situación se dio en Milán hacia el 1036 en contra del arzobispo Heriberto. La lucha
entre el papado y el imperio favoreció en gran medida la independencia urbana en
Alemania y en Italia. Según LeGoff:
También a veces los señores, y sobre todo los reyes, se dieron cuenta de que les interesaba favorecer a los nuevos grupos urbanos, ya fuera para encontrar en ellos apoyo contra sus adversarios o para obtener, mediante la imposición de impuestos y tasas, beneficios sustanciales a partir de las actividades económicas a que se dedicaban los ciudadanos.46
La relación de cada ciudad italiana con los diferentes Papas y Emperadores
marcaría durante siglos su desarrollo histórico particular. Los momentos álgidos se
dieron con el emperador Federico Barbarroja, sobre todo de 1162 a 1176; con su nieto
Federico II entre 1235 y 1249-50; con Enrique de Luxemburgo en 1310-1313; y todavía
con Luis de Baviera en 1327.47 El ataque de los emperadores provocaría alianzas 41 Waley, Op. cit., p. 56. 42 Le Goff, Op. cit., p. 72. Weber, por su parte, se refiere a la ciudad medieval como “una relación asociativa institucional de “burgueses” dotada de órganos especiales y característicos, estando los ciudadanos, en esta su cualidad, sometidos a un derecho común exclusivo, constituyéndose así en miembros de una comunidad jurídica estamental o de “compañeros en derechos”. Weber, Op. cit., p. 963. Waley, Op. Cit., p. 5743 Ibid, p. 5844 Parker, Op. cit. p. 95. Y Waley, Op. cit., p. 117. Braduel se referiría a un “diálogo ininterrumpido”. Braudel, Op. cit., p. 420. Y Pirenne de “una relación permanente”. Pirenne, Las ciudades, p. 87.45 Skinner, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno. I. El renacimiento, México, FCE, 1993, p. 24.46 Le Goff, Op. cit., p. 6947 Skinner, Op. cit., pp. 25-26
efímeras pero eficaces entre distintas ciudades. Pero, en general, los enfrentamientos
con el Imperio fortalecerían la posición independiente de las ciudades. Posición que no
sería desafiada hasta finales del siglo XV; pero no sería sino en el XVI cuando
sobrevendría la debacle.
En la justificación de la independencia de las ciudades participaron importantes
pensadores. Desde Bartolo de Sassoferrato (1314-1357), para quien la ley debe ceder
ante los hechos y que, por tanto, las ciudades “son capaces de hacer leyes y estatutos
en cualquier forma que lo elijan”, hasta Marsilio de Padua (c. 1275-1342), para quien
“es un error de interpretación asignar cualesquiera poderes jurisdiccionales a la
Iglesia.”48
Sobre las instituciones de gobierno local, Pirenne data la primera mención de
cónsules en Lucca hacia 1080, pero se permite advertir que su existencia debió de
haber estado extendida para esa fecha en otras ciudades.49 No se sabe con certeza
cómo se eligieron estos boni homines que asumirían funciones ejecutivas, judiciales,
financieras e inquisitoriales. Pero sí se sabe que, en un principio, las decisiones se
tomaban de manera colectiva, mediante una asamblea general conocida como arengo
o parlamentum. Muy pronto, según Waley, se adoptaría “una estructura conciliar
consistente en un gran concejo y otro pequeño, interior, «secreto»”.50 De acuerdo a
John Najemy, la separación de funciones ejecutivas y legislativas conforma el principio
básico del gobierno comunal. Es decir, el concejo largo para las últimas, y el reducido
para las primeras.51
Asimismo, existían otras instituciones como la bailía (comisiones ad hoc), de la
que saldrían signori consumados, y los savi (sapientes=sabios) “expertos muchas veces
en asuntos militares, financieros o diplomáticos.”52 De entre las instituciones que más
han llamado la atención, en el contexto conflictivo de las ciudades que, tras el efectivo
dominio de su contado, siguieron expandiéndose, y las divisiones internas, está el
podestà: “administrador ejecutivo y sobre todo la cabeza del cuerpo judicial, pero no un
48 Ibíd., pp. 30 y 40.49 Pirenne, Op. cit., p. 11550 Waley, Op. cit., p. 6251 Najemy, John M., “Governments and governance”, en Najemy, John M. (ed.), Italy in the Age of the Renaissance, Oxford, Oxford University Press, 2004, p. 185.52 Waley, Op. cit., p. 65
gobernante”53, cuya duración era, generalmente, anual. Además, tenía que ser de otra
ciudad, para garantizar su alejamiento de las facciones y rivalidades internas.
Generalmente se trataba de individuos especializados, incluso provenientes de la
nobleza, que asumían una tarea, por la que recibían un estipendio, que no debió ser
fácil. Estaba firmemente vigilado y controlado, para ello se creó el sindicatus: cuerpo
encargado de la investigación y evaluación de sus actividades después de haber
finalizado su cargo.54
Finalmente, a pesar del horizonte político republicano, la difícil situación de una
sociedad profundamente dividida horizontal y verticalmente, derivó en la conformación
de un poder centralizado: la Signoria. Siguiendo a Philip Jones, Skinner ve el ascenso
de gobiernos despóticos en el siglo XIII como resultado de “las divisiones de clase que
empezaron a desarrollarse a comienzos del siglo XII”.55
Contra el mito que ha pretendido ver las comunas como enclaves democráticos,
es decir, contra la visión de la ciudad como un “lugar de ascenso de la servidumbre a la
libertad por medio de la actividad lucrativa”56, hay que remarcar el hecho de que las
ciudades-Estado italianas siempre conformaron gobiernos reducidos y la participación
pública fue, en gran parte, restringida. “La mayoría de las ciudades-estado, tanto
medievales como modernas, eran oligárquicas. Unos pocos aristócratas gobernaban
controlando instituciones colectivas y cargos electivos de corta duración. Se reclutaban
típicamente en el comercio y la banca.”57 Incluso los gobiernos populares, con amplia
participación del popolo, no incluían a los grupos marginales: trabajadores no
calificados, asalariados, campesinos o, simplemente, pobres.58
Existen numerosas clasificaciones, pero aquí sólo haremos referencia a dos
clasificaciones tripartitas. Una compuesta por 1) los maiores, de origen noble; 2) los
mediocres, de origen comerciante; y 3) los minores, trabajadores manuales.59 Y otra por
milites (nobles y rentistas), pedites (campesinos, artesanos, comerciantes y notarios) y 53 Ibid., p. 6954 Parker, Op. cit., p. 9755 Skinner, Op. cit., p. 4356 Weber, Op. cit., p. 962.57 Lind, Gunner, “Grandes y pequeños amigos: el clientelismo y la élite del poder”, en Reinhard, Wolfgang (Comp.), Las élites del poder y la construcción del estado, Madrid, FCE, 1996, p. 167.58 Zorzi, Andrea, “The popolo”, en Najemy, John M. (ed.), Italy in the Age of the Renaissance, Oxford, Oxford University Press, 2004, p. 14559 Parker, Op. cit., p. 93
maiores (de origen caballeresco).60 No podemos estar seguros de la precisión de estas
clasificaciones, ni de lo que pudieron haber significado para los hombres de su tiempo.
Lo cierto es que la división atormentaría la vida política de las ciudades. Ilustrativo del
fenómeno es lo que constata Waley:
En 1286 aún el commune militum de Pisa tenía sus propios cuatro capitanes, y en Chieri, lugar relativamente pequeño, había dos organizaciones separadas, una de milites y otra de populus, que existían a la vez, cada una con sus cónsules, podestà, y sistema fiscal.61
Para Weber, el popolo italiano (no noble) tenía un carácter fuertemente político, e
ilegítimo, pues contaba “con funcionarios propios, finanzas propias y un régimen militar
propio, [su] funcionario máximo: capitanus popoli, una milicia reclutada por barrios o por
gremio; representantes de los gremios: anzani o priori; [y un tribunal propio]: la
mercanzia o el del domus mercatorum”.62
Contra estas divisiones, se establecería en distintas ciudades gobiernos
unipersonales que, en realidad, podían ser dinásticos. Ferrara fue la primera ciudad en
consagrar a los Este en 1264. Milán a los Visconti, Verona a los della Scala y Mantua a
los Buonaccolsi en la década de los setenta. Mientras que la década de los ochenta
vería elevarse a de Cannino en Trevieso, Ugolino en Pisa, a Ghibert de Correggio en
Parma, Scotti en Placencia, los Malatesta en Rímini, y a Guido da Polenta en Ravena.63
Finalmente, estos signori surgieron de entre las luchas de las élites ciudadanas
que, al salir victoriosos, supieron mantenerse con ayuda de un importante grupo de la
misma élite. Así, pudieron controlar las magistraturas judiciales y militares para su
grupo, persuadiendo, comprando, o intimidando al concejo para que aprobaran su
elección, reelección y, posteriormente, la sucesión dentro de sus familias. Además, con
el tiempo pudieron conseguir la aquiescencia legal del papado o el imperio,
consiguiendo títulos o la plenitudo potestatis en su territorio.64
Aparentemente, la concreción de dicho poder fue resultado de la incapacidad de
distintas instancias para ponerse por encima de las divisiones internas. Y no obstante,
dice Philip Jones, “en una época en la que, incluso en Italia, la mayoría de los gobiernos
60 Waley, Op. cit., p. 2261 Ibíd., p. 16662 Weber, Op. cit., pp. 1013-1014.63 Skinner, Op. cit., pp. 44-4564 Najemy, Op. cit., pp. 190-191.
eran reales o señoriales, lo que es digno de tomarse en cuenta no es tanto una vuelta a
la monarquía como su interrupción.”65 Sobre esto habría que precisar que la excepción
es, todavía, Florencia; mientras que Venecia, por ejemplo, mantendría durante mucho
tiempo una república fuertemente oligárquica. Ocupémonos a continuación, entonces,
de Florencia.
El caso de FlorenciaEl lugar que ocupa Florencia entre las repúblicas renacentistas italianas ha sido de
particular atractivo. Las razones son múltiples. En el plano político, el mantenimiento,
aunque haya sido nominal, del régimen republicano. En el cultural, como una de las
principales cunas del arte renacentista, llegando a arropar desde Giotto hasta Miguel
Ángel, y en el ínterin una pléyade de artistas como Boticelli, Leonardo, Fra Angelico,
Donatello, Ghiberti, Brunelleschi.66 En el plano económico es, quizá, la república que
más creció en el siglo XV: proliferación de bancos, innovación impositiva y crediticia,
consolidación del florín, y expansión industrial y comercial.67 Finalmente, su legado
historiográfico, en el que destacaron Jacobo Nardi, Lilipo Nerli, Donato Giannotti,
Benedetto Varchi, Bernardo Segni, Jacobo Pitti y, sobre todo, Nicolás Maquiavelo y
Francesco Guicciardini.68 Pero no es sólo esto, sino la representatividad de la ciudad
como un modelo de estado, desde luego, con sus propias particularidades, lo que le da
al estudio de Florencia su justo valor.
En principio, no parecía que esta república llegará a jugar un papel tan
importante en la geopolítica renacentista. Al final llegó a ser la principal interesada en
mantener un equilibrio dentro de la península italiana. Este imperativo fue, por
supuesto, producto de los intereses de la clase en ascenso, cuyo mantenimiento y
crecimiento dependía directamente de las libertades ciudadanas.
Maquiavelo sitúa el origen de la ciudad en Fiésole, al amparo de su elevación y,
por tanto, protección. Sin embargo, también conviene precisar su herencia romana:
65 Jones, Philip J., “Communes and despots: the city state in late-medieval Italy”, en Transactions of the Royal Historical Society, London, Cambridge University Press, Fifth series, vol. 15, 1965, p. 7266 Antonetti, Pierre, Historia de Florencia, México, FCE, 2014, pp. 41, 95-96 y 107-108.67 Tenenti, Alberto, Florencia en la época de los Médicis, Barcelona, Ediciones Península, 1974, pp. 86-93 y 104-109.68 Guicciardini, Francesco, Historia de Florencia, 1378-1509, México, FCE, 2006, p. 20.
siendo municipium, castrum, y colonia; comes en la época carolingia y, poco a poco,
capital del condado; hasta transformarse en comuna, como muchas otras ciudades
italianas, en el siglo XI. A partir de entonces Florencia participaría, al igual que otras
ciudades, de los enfrentamientos con el papado y el imperio, al tiempo que se ocupa del
control y expansión de su propio contado.69
Sobre la organización comunal no contamos con todos los datos para completar
la imagen original y su desarrollo histórico. Lo que sí sabemos es que, como todas las
demás, sufrió innumerables modificaciones y era un sistema sumamente complejo. Por
ejemplo, Daniel Waley afirma que, hacia el fin del siglo XIII, en la elección de priores de
los gremios había hasta veinticuatro métodos para dicho proceso.70 El escenario se
complica cuando, al ritmo que crece territorialmente, también lo tiene que hacer su
aparato burocrático. Los funcionarios se multiplican según se van incorporando otros
municipios.71
Así, se nombran
Doce cónsules, elegidos por un año y a razón de tres por distrito de entre los nobles (excluidos los grandes feudatarios) y los burgueses acomodados, la gobiernan, con la ayuda de un Consejo de cien Buoniuomini, que representa al mundo de los artesanos, y de un “Parlamento”, especie de asamblea general (de la que están excluidos una vez más los feudatarios) que se reúne cuatro veces al año para ratificar los tratados y las decisiones de los cónsules.72
Se nombra un podestà hacia 1193, vemos aparecer al capitán del popolo en 1250; un
Colegio de priores en 1282; al gonfaloniere di giustizia en 1293, resultado de las
“Ordenanza de justicia” que se conciben como un ataque a los grandi, en el que en
1295 son proscritas 150 familias. Desde el siglo XIII, pero con mayor recurrencia desde
fines del XIV, se crea la Bailía (balia), concejos con amplios poderes en materias
específicas, por un tiempo determinado; algo que podríamos llamar, a falta de términos,
poderes de emergencia. En 1343, mediante una revuelta popular, 21 artes son
reconocidas política y legalmente. En 1358, de hecho, se institucionalizará, por parte de
los güelfos, un mecanismo de exclusión (“admonición”) que prohibía la participación de
ciertos individuos en el desempeño público. Durante el siglo XIV, en Florencia, gracias a
la proscripción política de los gibelinos, el partido güelfo se convirtió en vehículo de una 69 Maquiavelo, Nicolás, Historia de Florencia, Madrid, Tecnos, 2009, p. 82. Antonetti, Op. cit., pp. 13-19.70 Waley, Op. cit., p. 62.71 Ibíd., pp. 80-8372 Antonetti, Op. cit., p. 18.
oligarquía conservadora capaz de dominar, gracias a sus privilegios constitucionales, a
cualquier recién llegado. En el contexto de la guerra contra el papado en 1375, se crean
las magistraturas de los Ocho de guerra, con amplios poderes para dirigirla, de quienes
nos dice Maquiavelo irónicamente, “se les fue prorrogando de año en año. A éstos se
les llamó Santos, a pesar del poco caso que habían hecho de las excomuniones y a
pesar de que habían despojado de sus bienes a las iglesias y habían obligado al clero a
celebrar los oficios a la fuerza.” Para muchos, dicha guerra provocaría la revuelta de los
ciompi en 1378; y cuyo término en 1382 provocaría la derrota del popolo minuto y el
ascenso definitivo del popolo grasso, a partir de 1393. En ese contexto se creará en
1378, la magistratura de los Ocho de Guardia, con funciones policíacas, dirigidas
fundamentalmente contra las clases bajas. En 1427 se expide la ley sobre el censo
fiscal general (catastro).73
La razón de la complejidad y de los constantes cambios se debió a la profunda
división que caracterizó a la península italiana por aquellos años. Había diferencias
políticas: güelfos y gibelinos; diferencias familiares: facciones blanca y negra; divisiones
sociales: los grandes y los menores; divisiones regionales: ciudadanos y villanos; y
divisiones dentro de estas divisiones. Basta con hojear los diferentes partidismos (sètte)
que enumera Maquiavelo para darnos cuenta de la importancia de éstos en el
desarrollo constitucional de Florencia, además de los no menos importantes conflictos y
diferencias estrictamente sociales. Y esta problemática es la que está en el corazón de
cualquier comunidad política, la reflexión sobre la mejor manera de vivir juntos, y de ahí
la importancia de estudiar la manera en cómo los hombres y la comunidad florentina
respondió a este imperativo.
Teniendo presente esto, es necesario precisar que la comunidad política de la
que hablamos tiene unas características propias a las que no podemos imputarle las
que conocemos en el presente. Y la característica principal es que cuando se pensaba
en ella no se pensaba en la totalidad de sus habitantes. Como explica Tenenti: “Estado
significaba, pues, un conjunto de instrumentos de poder detentados ahora por unos y
luego por otros, pero siempre en beneficio propio y en detrimento de los adversarios si
73 Waley, Op. cit., pp. 186, 194 y 207. Antonetti, Op. cit., pp. 20, 27-28 y 52-56. Jones, Op. cit., p. 76. Maquiavelo, Op. Cit., pp. 151. Y Tenenti, Op. cit., p. 8
así convenía.”74 Es decir, se trataba de un régimen de exclusión; pero un régimen muy
eficaz en tanto aún permitía la rotación de sus clases dirigentes.
De entre estas élites saldrán los diversos funcionarios que intentarán mantener
un equilibrio oligárquico y un relativo, pero eficaz, control del pueblo bajo (popolo
minuto). Y, en realidad, había una lógica en esta rotación. “Parecía evidente que quien
tenía el poder alcanzaba la riqueza.”75 Podríamos decir que lo que sucedía, dentro de
las libertades comunales, era lo contrario: una selección estratégica de la burguesía y
una mezcla progresiva entre ésta y la nobleza.76
Éstas y muchas otras innovaciones y experimentos constitucionales no deben
hacernos perder de vista el hecho de que siempre existió la tentación de recurrir,
cuando todo lo demás había resultado ineficaz, a poderes unitarios. “En 1267 Florencia,
Lucca y algunos otros municipios güelfos de Toscana designaron a Carlos de Anjou
como podestá por un plazo de seis años.”77 Y, específicamente en Florencia destaca la
aclamación como Señor “¡De por vida!”, del duque de Atenas, Gualterio de Briena, en
1342-1343.78 Experiencia que pudo haber servido a Cosme de Medici, y sucesores,
para mantener una señoría de bajo perfil, ejerciendo un firme control del gobierno, la
exclusión de familias enemigas o potencialmente enemigas, y la perpetuación, aunque
discontinua, de la señoría medicea. Tenenti ofrece una breve reflexión sobre esta
apropiación:
Los treinta años de dominio larvado de su Señoría y el mismo período de sus tres sucesores, se propondrán como fin principal el ir identificando de una merma progresiva las fortunas de su casa con las más importantes de la ciudad. (…) Florencia deberá a estos Médicis el abandono de los asuntos puramente ciudadanos y la instauración casi insensible al principio, pero dramática al fin, de una base inmovilista.
Mientras Cosme cuidaba de fortalecer los lazos entre sus partidarios teniendo muy en cuenta los consejos de sus jefes, los “acopladores” [comité compuesto para extraer de las urnas los candidatos a las magistraturas] que habían organizado una Señoría tan complaciente continuaron ejerciendo un rol de primer orden.
Así llegaron los Médicis a alcanzar el título de duques. Título otorgado por el
emperador a Piero, el hijo de Cosimo, y dispensado a su nieto, Lorenzo, de 1469 a
74 Tenteni, Op. cit., p. 98.75 Romero, José Luis, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Argentina, Siglo XXI, 2003, p. 166.76 Tenenti, Op. cit., pp. 50-51.77 Waley, Op. cit., p. 23078 Maquiavelo, Op. cit., p.125. Antonetti, Op. cit., pp. 47-48.
1492. Todavía el régimen republicano llegaría a experimentarse, de una manera
diferente, bajo la dirección de Savonarola. Sin embargo, el equilibrio, no sólo italiano
sino europeo, había cambiado y se abrían nuevos rumbos, a favor de las monarquías.
Ello explica la progresiva decadencia de las ciudades-estado italianas desde la invasión
del rey francés Carlos VIII en 1494.79 No obstante la resistencia republicana florentina
todavía tendrá tiempo de gastar su viejo prestigio constitucional. Prestigio que coincide,
por cierto, con el auge del reino castellano. Tema que nos interesa a continuación.
Las ciudades hispánicasLa necesidad de replantear viejos temas en razón de nuestras preocupaciones
presentes es una cuestión de sobra conocida en el ámbito de los estudios históricos.
Esto no quiere decir, sin embargo, que el revisionismo sea una práctica historiográfica
ampliamente difundida; ni tampoco que cualquier objeción historiográfica, menos aún si
no está fundamentada, sea benéfica. Esto está escrito en relación con el tema a tratar:
el de las ciudades hispánicas. Y no porque esté en desacuerdo con la historiografía
sobre el tema que, por lo demás, no es homogénea, sino porque podemos
encontrarnos con una serie de prejuicios políticos, históricos e, incluso, culturales,
productos de una doble vertiente, netamente historiográfica, y sobre las que tendríamos
que estar en guardia para un mejor conocimiento del territorio al que nos referiremos, la
actual España.
La primera veta tiene que ver con la “leyenda negra”, que se nutrió de
interpretaciones parciales de la conquista de América, del funcionamiento de la
Inquisición y otros episodios del gobierno de los primeros Austrias, que no hacen sino
ejemplificar la reacción que generaba el poderío de la monarquía hispánica por aquellos
tiempos, a la manera en como hoy día lo pueden hacer los Estados Unidos.80 Frente a
esta vertiente, estaría una “contraleyenda”81 oficialista que pone al reinado de los Reyes
Católicos a la cabeza de una presunta integración “nacional”, cuya estrategia ha
consistido en presentar una imagen negativa de los reinados anteriores, y que habrían
impedido la consolidación de un “Estado” que hubiese dado unidad a la monarquía. De 79 Parker, Op. cit., pp. 108 y 111-112.80 Ridao, Losé María, “¿Qué fue de la leyenda negra?” en El País, 30 de agosto de 2009. Reflexión motivada por la publicación de la obra de Joseph Perez La légende noire de l’Espagne.81 Vilar, Pierre, Historia de España, Barcelona, Editorial Crítica, 1990, p. 55.
hecho, queda claro que la idea de España “una, grande y libre” de Francisco Franco
tiene su origen explícito en esa manipulación de la historia.82
Lo que también queda claro es que durante la segunda mitad del siglo XV los
reinos hispánicos atravesaron una “frontera entre lo «medieval» y lo «moderno»”, que
los llevó a convertirse, tras un largo proceso de expansión, en potencia “mundial”. A
nosotros nos interesa el impacto sobre la posterior experiencia hispánica trasatlántica,
con evidentes implicaciones en el actual continente americano. Bajo este ángulo
habremos de enfocar la importante experiencia histórica de re-conquista y colonización.
Por tanto, no es la intención de estas páginas aportar una reinterpretación global de la
historia “española”, ni mucho menos. Pero sí me parece que lo expuesto aquí justifica la
invitación a repensar la historia hispánica desde un cúmulo de experiencias
compartidas: la herencia romana; germano-romana; la convivencia cultural entre
cristianos, musulmanes y judíos (por no mencionar a los francos); el pluralismo político
hispánico; el consiguiente policentrismo jurídico; los diversos enfrenamientos
sociopolíticos que, de entrada, podemos adelantar, se dieron entre la corona, la nobleza
y las élites locales; y al interior de aquellos, al menos dos últimos polos de poder. De
entre éstas experiencias, y para el tema específico de las ciudades, destacan las
experiencias imperiales, que van de la romana a la de los Austrias, y que persiste en el
reino visigótico y reaparece en el de Alfonso III y, sobre todo, con Alfonso VI.
Orígenes
El caso de las ciudades de la antigua Hispania presenta una peculiaridad digna
de atenderse. Por un lado, el fortalecimiento del poder real, causa y consecuencia de
los procesos de reconquista y repoblación, y que culmina con la unión de los reinos de
Castilla y Aragón en el último cuarto del siglo XV podría dar la idea de una monarquía
fuertemente centralizada. Sin embargo, la unión de la pareja real no llevó ni a la
integración política ni a la homogeneización institucional.83 Por otro lado, es importante
destacar que el territorio que conocemos como “España” estuvo formado, antes y
después de los reyes Católicos, por distintos reinos que reivindicaban en mayor o
82 Edwards, John, La España de los Reyes Católicos (1474-1520), Barcelona, Crítica, 2001, 9-10. Rucquoi, Adeline, Historia medieval de la Península Ibérica, Michoacán, El Colegio de Michoacán, 2000, p. 12.83 Fernández Albaladejo, Pablo, “Cities and the state in Spain”, en Theory and society, núm. 18, 1989, p. 721.
menor medida una autonomía propia. Ésta autonomía se basaba en una tradición
política de tipo pactista, en la que rey y reinos se comprometían a respetar y hacer valer
sus intereses y privilegios con la idea de procurar, conjuntamente, el bien común. 84 En
este trabajo procuraré centrarme en el reino que incluía los territorios de Castilla y León.
Lo que pervivió de la impronta romana fue su división territorial: “diócesis y
provincias con sus municipios y sus coloniae”85 además de su red de caminos. Pero los
problemas del imperio también tuvieron honda repercusión en la península, sobre todo
porque dichos territorios estaban alejados de los “centros” de poder y esto provocaba lo
que Adeline Rucquoi, con motivo de una invasión de los mauri de África del Norte en
171-178, ha calificado de “autarquía”86 y que, con las invasiones bárbaras de principios
del siglo V, se asiste a la desaparición, de hecho, de la Diócesis Hispaniarum. Del
conglomerado de pueblos bárbaros, acabó por imponerse el de los visigodos, no está
de más decirlo, ya convertido y romanizado, tomando a Toledo como su capital. “La
antigua organización municipal de los curiales parece haber desaparecido en favor de
un gobierno de los obispos y de los comites, apoyado por las oligarquías locales.”87
Pese a los innumerables problemas que tuvieron que enfrentar, los visigodos lograron
mantener un poder que reivindicaba su herencia romano-germánica, al menos hasta
que la invasión árabe, en el siglo VIII (711), provocó su desintegración.
Las invasiones que provocaron dicho hundimiento no estaban conformadas por
un grupo homogéneo; al contrario, las divisiones parecieron ser, también de ese lado,
consustanciales a su desarrollo histórico, en el que ni siquiera figuraba, en principio, un
proyecto de establecimiento territorial. No obstante, sus ambiciosos fines religiosos, la
expansión del islam entre otras cosas, les impulsaron a tomar medidas a largo plazo y,
finalmente, a adoptar estrategias de poblamiento, administración territorial y gobierno.
Una particularidad de esta “arabización” de la península fue el débil peso demográfico 84 Tomando en cuenta la heterogeneidad de los reinos hispánicos, me parece oportuno advertir que, en unos reinos tan dispares, pudieron, por no decir debieron, existir diferencias en torno a sus concepciones políticas. Un matiz, aunque debamos mantener una buena dosis de escepticismo, lo brinda J. Vicens Vives: “El sistema comunitario catalán, derivado del concepto pactista (de pacto) de su mentalidad jurídica, conducía de este modo a un pluralismo político. En cambio, Castilla rechazaba esta posibilidad apurando el dilema, y planteado a la muerte de Fernando I y de Alfonso VII, de unidad o separación respecto a los leoneses. Eran dos concepciones distintas de la organización peninsular, que deberían enfrentarse a lo largo de los siglos.” Vicens Vives, J., Aproximación a la Historia de España, Barcelona, Editorial Vicens-Vives, 1978, p. 67 (Subrayado mío).85 Rucquoi, Op. cit., p. 21.86 Ibíd., pp. 22-24.87 Ibíd., p. 59.
de la población árabe, que se revierte hasta el siglo XI y que, paradójicamente, también
revierte dicha “arabización”. La toma de Toledo en 1085 por los cristianos (castellanos,
aragoneses, navarros y portugueses), al mando del rey de Castilla y León Alfonso VI,
simboliza el inició de la Reconquista que, en realidad, se había iniciado dos siglos
antes.88
La reconquista
Después de la toma de Toledo (1085), las invasiones almorávides (1086) y
almohades (1172)89 detienen y hacen retroceder las aspiraciones de los “cristianos”. No
obstante, las divisiones al interior de las filas musulmanas, la reorganización cristiana,
más el impulso proveniente de Roma90, llevaron a la victoria de las Naves de Tolosa en
1212, abriendo definitivamente la reconquista hacia sucesivas ciudades andaluces,
quedando en pie únicamente el reino de Granada, reconquistado en 1491.91 Resulta
curioso constatar que, una vez tomada Granada, 1492 representaría la continuación de
una empresa hispana consistente en la defensa y expansión de la fe, ahora en terreno
trasatlántico. Pero, de momento nos abocaremos únicamente a la experiencia
peninsular.
Sin lugar a dudas, la característica determinante de la expansión urbana en la
península ibérica, especialmente en los territorios de León y Castilla, fue el proceso de
reconquista y repoblación alrededor de los siglos XI y XIII. Esta experiencia marcaría el
desarrollo histórico de las ciudades hispánicas, y de la monarquía en su conjunto. El
88 Ibíd., pp. 75-126.89 Ibíd., p. 21. ”Almóravides. Beréberes del Sahara que constituyeron un imperio militar y religioso en el noroeste de África y en España en los s. XI y XII. Tras detener el avance de los cristianos de Castilla cerca de Badajoz en 1086, gobernaron toda la España musulmana excepto el reino cristiano de Valencia, de El Cid. El estilo sobrio y puritano de su arte y su arquitectura reemplazó al estilo exuberante de los omeyas, cuyo gobierno en Córdoba se derrumbó en 1031. Almohades. Dinastía beréber que gobernó el norte de África y España de 1130 a 1629, inspirada en las enseñanzas religiosas de Ibn Tumart. Los almohades derrotaron a los almóravides en 1147, establecieron su capital en Marrakesh y tomaron Sevilla en 1172. Su dominio sobre la España islámica desapareció con la victoria de los cristianos en las Navas de Tolosa en 1212.” Ang, Gonzalo [et. al.] (Dir.), Atlas ilustrado de historia mundial, Madrid, Reader’s Digest, 2001, p. 311.90 La Iglesia se había revitalizado por la reforma gregoriana a comienzos del siglo XI. “Como parte de ella, se fortalece decisivamente el papel del obispo y de la célula parroquial”, convirtiéndose en la “célula elemental” de una organización “rígidamente jerarquizada”, creando “una cohesión que en las áreas de nuevo poblamiento sustituye en parte a los viejos lazos de la familia extensa, rotos por el mismo desplazamiento de algunos de sus miembros a las nuevas entidades de población.” García de Cortázar, José Angel, La época medieval, Madrid, Alianza Editorial, 1978, pp. 185 y 213-214.91 Rucquoi, Op. cit., pp. 195-196.
espacio reconquistado impondría una empresa ingente, “de colonización permanente, a
la vez que una guerra santa”92 –como dijo Pierre Vilar-, que requeriría una gran cantidad
de energía administrativa, demográfica, militar, eclesiástica y cultural. En términos
religiosos, por ejemplo, el proceso exacerbaría la identidad cristiana frente al infiel. En
el aspecto social, “la clase que combate” adquiría una importancia de primer orden,
promoviendo, además, un modelo cultural característico en la península. Por otra parte,
“la autodefensa de los lugares reconquistados, exigían numerosas concesiones
personales o colectivas del tipo de las beheterías, […] o del tipo de las cartas
pueblas”.93
Con motivo precisamente de la repartición94 de propiedades inmuebles en las
tierras reconquistadas, hubo una oleada de migración de norte a sur, obligando a
implantar mecanismos para mantener, incluso repoblar, a la población del norte de la
península. El mecanismo más conocido fue el de la encomendación territorial o
benefactoría (behetrías): “comunidades vinculadas a un señor por un lazo de
dependencia personal que les permitía –en teoría más que en la práctica- “escoger” a
su señor e instalarse en sus tierras.”95 Es decir, los encomendados tenían la capacidad
de ponerse al amparo de cualquier señor que deseasen. Pero dicho vínculo contractual
fue, con el tiempo, restringiéndose hasta llegar a significar un vínculo hereditario, “y ya
en el [siglo] XIII se denomina behetrías los lugares y tierras que habitan y cultivan los
descendientes de los homines de benefactoría, cuya condición de encomendados se
transmite de padres a hijos.”96
En el otro extremo del espectro de los mecanismos de repoblación están las
cartas puebla, que se generalizarían, sobre todo, hacia el sur, allende el Duero.
Mediante estas cartas se concedían una serie de privilegios urbanos que serían la
base, posteriormente, de los fueros propiamente dichos de estas poblaciones. En estos
92 Vilar, Op. cit., p. 2693 Ibíd., pp. 27 y 29.94 El repartimiento fue la distribución, entre los conquistadores, de casas y heredades de los antiguos habitantes musulmanes, según la jerarquía de cada uno. “Según ella, una comisión de oficiales reales lleva a cabo las operaciones de partición y entrega de los lotes correspondientes a cada uno de los que habían tomado parte en la conquista. Se trata de una distribución ordenada de casas y heredades ocupadas en las poblaciones y tierras reconquistadas, atribuidas según la condición social y méritos de los conquistadores, cuyo registro consta, tras aprobación por el monarca, en unos “Libros de repartimiento”.” García de Cortázar, Op. cit., pp. 162-163.95 Rucquoi, Op. cit., pp. 265-26696 García de Cortázar, Op. cit., p. 219.
conjuntos de “villa y Tierra”, los habitantes “recibían la misión de “poblar” el territorio
que se les había concedido, administrarlo, ejercer allí la justicia en nombre del rey,
reclutar en él milicias que sirviesen a la corona con las de la ciudad, y cobrar en su
“tierra” parte de los impuestos reales.”97 Es decir, había, a diferencia de las behetrías, la
posibilidad de una autonomía real y expansiva que, en realidad, dio lugar a un amplio
espectro de tipos urbanos; algunos se comportaron como señoríos colectivos,
presionando fiscal y militarmente sobre sus territorios aledaños, mientras otros centros
urbanos conocieron un importante desarrollo comercial.
Es necesario tener claro, siguiendo a Gautier Dalché, que:
Las regiones conquistadas pertenecían efectivamente, en principio, al rey. Este concedía parte de ellas a señores laicos o eclesiásticos, con la obligación para éstos de repoblarlas, y conservaba el resto. Fue así como las tierras del reino se repartieron en tres grandes categorías: realengum, abadengum y tierras de señorío. Ahora bien, la mayoría de las ciudades formaron parte hasta el siglo XIV del realengum. 98
En la práctica, sin embargo, muchos nobles concedían, ilegalmente, ciertos
privilegios dentro de sus señoríos como un medio para atraer población99, siendo que
los soberanos fueron los únicos que tuvieron como una de sus principales
preocupaciones y prerrogativas el repoblamiento. El triángulo entre la nobleza, la
corona y el patriciado urbano formarían un campo de fuerzas que con triunfos y
derrotas intermitentes irían afianzando la monarquía hispánica, aunque hacia un triunfo
más evidente de la corona. A pesar de que, con motivo de la repoblación, las ciudades
habían alcanzado un lugar prominente en este campo de fuerzas, era evidente que su
razón de ser provenía, en última instancia, del poder real. Debido a esta posición, las
magistraturas municipales empezaron a ser monopolizadas por “vecinos poseedores de
un determinado patrimonio” desde el siglo XII en Castilla y mediados del XIII en
Cataluña.100 De esta manera, es difícil no ver un afianzamiento progresivo de la
oligarquía, entendida como el “gobierno de los que poseen riquezas”, coincidiendo con
97 Rucquoi, Op. cit., p. 26998 Gautier Dalché, Jean, Historia urbana de León y Castilla en la Edad Media (siglos IX-XIII), Madrid, Siglo XXI, 1979, pp. 33.99 Ladero Quesada, Miguel-Angel, “Corona y ciudades en la Castilla del siglo XV”, en En la España Medieval. T. V. Madrid, Editorial de la Universidad Complutense, 1986, pp. 555-556.100 García de Cortázar, Op. cit., p. 315.
Rucquoi en la idea de que “quien ejerce el poder y tiene riquezas es noble en
Castilla.”101
El desarrollo de las instituciones urbanas
De cualquier modo, y a pesar del control ejercido por los soberanos, lo cierto es
que dentro de las ciudades se forman sentimientos de pertenencia y, por tanto, se
plantea la necesidad de establecer lazos más fuertes que la simple solidaridad. Desde
luego que esta necesidad no es exclusiva de las ciudades y, de hecho, el
fortalecimiento de las comunidades urbanas tomó el ejemplo de las aldeas rurales. Me
refiero a la institución del concilium, asamblea de vecinos que, por cierto, parece ser el
elemento primigenio en la institucionalización de las ciudades occidentales, en calidad,
en este caso, de defensores de sus privilegios ante las autoridades reales. No obstante,
menciona García de Cortázar que este “régimen local” no es todavía un municipio “ya
que no se le reconoce ninguna personalidad jurídico-pública, estando sometidas sus
decisiones a las autoridades del distrito”.102 Para que este tenga reconocimiento jurídico
es necesario que cuenten con su fuero que, al brindarles libertad y privilegios, los
transforma de meros contendedores poblacionales a entidades político-administrativas,
con posesiones (propios), y órgano de gobierno: su concejo. En otras palabras, el
impulso poblacional debió incluir unas cláusulas jurídicas lo suficientemente atractivas
para los potenciales habitantes, convirtiendo a las ciudades en lugares de asilo y de
libertad. Estas cláusulas se otorgaban mediante cartas pueblas y, más comúnmente,
mediante sus fueros, que constituirían, aunque no en principio, sus franquicias, su
estatuto privilegiado particular, y, además, sobre un territorio que depende de ellas
(“alfoces”, “términos” o termos).103
Entre las autoridades reales cabe destacar el juez, el merino (merinus) y el sayón
(sagio), encargados de ejercer diversas funciones administrativas y/o judiciales, y que
101 Rucquoi, Adeline, “Las oligarquías urbanas y las primeras burguesías en Castilla”, en Ribot García, Luis Antonio (Coord.), El Tratado de Tordesillas y su época / Congreso Internacional de Historia , T. 1, Madrid, Junta de Castilla y León, 1995, p. 368.102 García de Cortázar, Op. cit., p. 216.103 Gautier, Op. cit., pp. 172-17. Se otorgan, en toda la península: “a Coimbra en 1064, Sepúlveda en 1076, Jaca al año siguiente, Toledo en 1085, Santarem en 1095, Huesca y Barbastro en 1100, Ávila, Segovia y Salamanca entre los siglos XI y XII, Zaragoza en 1118, Calatayud dos años después, Tortosa en 1140 y Lisboa en 1147.” Rucquoi, Op. cit., p. 325.
toman asiento en el palatium, símbolo de la autoridad real.104 Según el caso, cada
ciudad cuenta con otros funcionarios, sobre todo en el caso de las andaluzas, tales
como el alcalde (alcaid) que ejercían “poderes en materia de vigilancia de mercado,
policía y justicia”; o el almotacén (al-muhtasib), “encargado de la inspección del
mercado y de la vigilancia de pesos y medidas, [y] que ejercía una especie de control
general sobre los oficios”; guardias que “vigilaban las cosechas, las viñas, los bosques
y los pastos”; el alguacil (al-wazir), “probablemente encargado de la policía y de la
ejecución de las decisiones judiciales”; o el zafalmedian (sahib al-madina), encargado
de la “administración general de la ciudad y juicio de los delitos de derecho común”. 105
Y, no obstante todos estos funcionarios reales, Gautier Dalché concluye que “no
hay ciudad en que los vecinos no participen de una forma u otra en la gestión de los
asuntos municipales.”106 Me da la impresión que esto habría que matizarlo. De hecho el
mismo autor señala que los concejos se irán cerrando progresivamente hasta quedar
reservados a los caballeros villanos107, pero el proceso queda fuera de los límites de su
obra. Según A. Rucquoi desde el principio, la ciudad estuvo controlada por “una élite –la
major pars cuyas decisiones, según el Digesto, L, 16, deben de ser habidas como si
todos las hubieran tomado”.108 En las ciudades de la Meseta, por ejemplo, se
institucionalizan los linajes entre mediados de los siglos XIII y XIV. Pero, al mismo
tiempo, se transforman de linajes de sangre a linajes unidos por intereses políticos
(bandos-linajes).109 Esta evolución obedeció al hecho de que, entre mediados de los
siglos XIII y XIV se intensifican las “pugnas entre caballeros, hombres buenos y común
de los vecinos”, que derivaría en una victoria de las oligarquías, en la que, bajo Alfonso
XI, se sustituyen “las antiguas asambleas o concejos abiertos de vecinos por cuerpos
reducidos de regidores que, en un principio, designó la Corona, aunque más adelante
se limitó, a menudo, a refrendar la elección que los mismos regidores hacían para cubrir
vacantes.”110
104 Gautier, Op. cit., pp. 42 y 46. Guglielmi, Nilda, “Le "sayon" (Leon, Castille, XIe-XIIIe siècles)”, en Cahiers de civilisation médiévale Xe-XIIe siècles, Poitiers, vol. 17, núm. 66, 1974, pp. 109-124.105 Gautier, Op., cit., pp. 360, 441 y 375.106 Ibíd., p. 383.107 Ibíd., p. 343.108 Rucquoi, Las oligarquías., p. 347109 Ibíd., p. 349110 Ladero Quesada, Miguel Ángel, La España de los Reyes Católicos, Madrid, Editorial Alianza, 2014, p. 238.
Las relaciones rey-reino
Desde 1252, con el ascenso al trono de Alfonso X, la corona unificada de León y
Castilla despliega un consciente programa político consistente en el fortalecimiento del
poder regio. En su vasta obra legislativa, el Rey sabio pretende convertirse en la única
fuente de derecho, y emprende un amplio proceso de burocratización, condición
necesaria de los estados modernos, a través de la introducción de figuras judiciales que
son representantes del rey y de su impartición de justicia.111
El lugar que ocupaban las ciudades en la península hispánica dependió de la
reivindicación de una genealogía que, inventada o no, se apoyaba en una memoria
compartida que, hacia el siglo XIV, adquiriendo jurídicamente una personalidad moral,
determinaría su participación en Cortes.112 De esta manera, las Cortes se convirtieron
en espacios de poder, de negociación política.
La importancia de los concejos de las ciudades se hizo notar rápidamente a
través de la tendencia a asociarse con concejos de otras ciudades o con alguna otra
corporación. A la asociación entre consejos se llamó “hermandad”, alianzas mediante
las que potenciarían su rol político frente a los poderosos, es decir, la nobleza y los
soberanos. Su desarrollo es tan precoz, que sus orígenes suelen rastrearse hacia
1188.113 Sin embargo, el periodo de esplendor fue breve, de finales del siglo XIII a
inicios del XIV (1282-1325). Y, no obstante, la experiencia sería vital para concientizar a
los concejos de su capacidad de negociación y, sobre todo, de acción y reacción.
El programa político de la Corono trastocó, evidentemente, las relaciones entre
rey y reinos, de la que nos interesa, por sobre la oposición de la nobleza, la oposición
ciudadana, cuya manifestación más clara se dio a través de la mencionada formación
111 González Alonso, Benjamín, “Rey y reino en los siglos bajomedievales”, en De la Iglesia Duarte, José Ignacio (coord.), Conflictos sociales, políticos e intelectuales en la España de los siglos XIV y XV (Actas de la XIV Semana de Estudios Medievales, Nájera, del 4 al 8 de agosto de 2003), Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 2004, pp. 149-154.112 Rucquoi, Adeline, “Les villes d’Espagne: De l’histoire à la généalogie”, en Hanno Brand, PierreMonnet & Martial Staub (dir.), Memoria, communitas, civitas. Mémoire et conscience urbaines en Occident à la fin du Moyen Age, Herausgegeben vom Deutschen Historischen Institut Paris, Jan Thorbecke Verlag, 2003, pp. 145-166. [En línea: https://halshs.archives-ouvertes.fr/halshs-00530869] 113 González Mínguez, César, “Un ejemplo de solidaridad concejil: el “pactum e conveniencia” de 1223 entre Amusco y Monzon de Campos”, en Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses, núm. 70, 1999, p. 390
de hermandades concejiles, que alcanzó su mayor desarrollo entre los años 1282-
1325114, pero que, según González Alonso, su actividad cristalizaría definitivamente en
Cortes durante las reuniones que van de 1419 a 1442, aun cuando desde 1348 se haya
aceptado la prioridad de las leyes regias.115
Con la dinastía de los Trastámara se prestaría especial atención a la
centralización de la monarquía en la figura del rey. Con la unión política, que no jurídica,
de los reinos de Castilla y Aragón, bajo los Reyes Católicos, la casa y corte real se
convierten en el centro de gobierno y administración de los reinos. Se crean organismos
y figura institucionales que expanden la burocracia y nada parece quedar fuera del radio
de acción del poder real. Los Reyes reforman el Consejo Real creado en 1385,
convirtiéndolo en el “núcleo de la administración cortesana”116, así como la Audiencia
Real, la de Galicia (1486-1494) y la de Ciudad Real (1494). Hacen uso extenso de
funcionarios en los que delegan el gobierno o administración a nivel territorial como
jueces de residencia y alcaldes del rey, gobernadores, capitanes generales y, sobre
todo, de corregidores: “hubo unos 65 corregimientos que abarcaban más de 80
localidades y sus territorios.”117
Esta “centralización” fue de la mano del auge de la alta nobleza durante la época
Trastámara (1369-1474), que tendría un impacto negativo sobre la autonomía de las
ciudades pero, sobre todo, en la participación efectiva del común. La intromisión en la
supuesta autonomía de la ciudad se exacerbó con el carácter permanente que los
Reyes Católicos dieron a la figura del corregidor, funcionario que dependía
directamente de la corona.118 El común luchó mediante la defensa de la figura del
procurador o personero del común, sin embargo, este funcionario no tenía ni voz ni voto
en los concejos. Aun así, y como lo prueba la persistencia de las Hermandades, ciertos
grupos del común pudieron desarrollar una conciencia política119 “que hallamos en
1419, reaparecen en Valladolid en 1442, resurgen en Ocaña en 1469 y culminan en el
114 Asenjo González, María, “Ciudades y hermandades en la corona de Castilla. Aproximación sociopolítica”, en Anuario de Estudios Medievales, núm. 27, 1997, pp. 103-145. González Mínguez, César, “Poder real, poder nobiliar y poder concejil en la Corona de Castilla en torno al año 1300”, en Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses, núm., 71, Palencia, 2000, pp. 39-71.115 González, Op. cit., pp. 156-157116 Ladero Quesada, “Poder y administración en España”, en Ribot García, Op. cit., p. 71117 Ibíd., p. 72 y 78.118 Rucquoi, Op. cit., p. 327119 Ladero Quesada, Poder y administración en España, p. 76-78.
Proyecto de Ley Perpetua elaborado por las Comunidades en 1520. Monarquía
limitada, pues, y vinculada al reino en virtud de un contrato callado”.120 Ésta
interpretación de González Alonso va aún más lejos al advertirnos y preguntarnos si
“¿fue acaso casual que, al producirse el desplome del antiguo orden, el gran asunto
que a la postre polarizó el debate político se circunscribiera a la convocatoria de las
Cortes?”121
Reflexiones finalesTal como lo hemos presentado, se comprueba la centralidad de las ciudades en el
desarrollo de la política, el derecho y la administración occidental, junto a sus grupos
privilegiados y un proyecto económico que, si no es consciente, potencia la actividad
productiva y comercial de dicho grupo.
Aquí sólo nos interesa destacar tres elementos, diferentes pero íntimamente
relacionados: 1) la formación del Estado; 2) las relaciones urbanas de poder; y 3) el
desarrollo institucional. En el primer caso, seguimos a Pierangelo Schiera, quien
detecta y destaca la efectividad de un ordenamiento político que tiende a la unidad, en
el caso de las signorias italianas, y que dieron vida a una “máquina” nueva en la “toma
de decisiones”.122 Nos encontramos, entonces, ante una nueva concepción de la
dominación política que prefigura a los Estados modernos, monárquicos.
En el segundo caso, habrá que decir que se trata del dato político por excelencia.
Un campo siempre inestable, definido por el conflicto. ¿Podría pensarse la política,
desde esta perspectiva, como un campo específicamente social, sin verse purificado
por la circulación de poder a través del conflicto? 123 Este es el tema que obsesiona a
Maquiavelo cuando, refiriéndose a Florencia, dice que “primero se desunieron entre sí 120 González, Op. cit., p. 161. Cabría destacar una cita de los procuradores castellanos, dirigiéndose a Carlos V en las Cortes de Valladolid de 1518: “Queremos traer a la memoria de Vuestra Alteza, se acuerde que fué escojido e llamado por Rey, cuia interpretación es regir bien, y porque de otra manera non sería regir bien, mas desypar, e ansí non se podría decir nin llamar Rey, e el buen regir es facer justicia, que es dar a cada uno lo que es suyo, e este tal es verdadero Rey… Pues, muy poderoso Sennor… ansí Vuestra Alteza lo deve hacer, pues en verdad nuestro mercenario es, e por esta causa, asaz sus súbditos le dan parte de sus frutos e ganancias suias e le sirven con sus personas todas las veces que son llamados. Pues mire Vuestra Alteza si es obligado por contrato callado a los tener e guardar justicia…”. Citado en García Gallo, Alfonso. “El derecho indiano y la independencia de América”, en Revista de estudios políticos. vol. XL, núm. 60, noviembre-diciembre 1951, Madrid, pp. 160-161. Subrayado mío. 121 González, Op. cit., p. 164.122 Schiera, Op. cit., p. 32.123 Walzer, Michael, Politics and passion: toward a more egalitarian liberalism, New Heaven & London, Yale University Press, 2004. p. 128.
los nobles, luego los nobles y el pueblo y, por último, el pueblo y la plebe. Y muchas
veces sucedió que una de estas partes, al quedar vencedora, se dividió también en
dos.”124 Y, en este sentido, concuerdo con la interpretación de Skinner, según el cual
Maquiavelo atendió el conflicto desde “una visión fundamentalmente política: que “toda
legislación favorable a la libertad es producto del choque” entre la clases, y así que el
conflicto de clases no es el disolvente sino el cimiento de una comunidad.”125
Finalmente, el desarrollo institucional, eso que va de la mano de los elementos
anteriores. Condición para la aparición del Estado moderno y vía para hacer circular el
poder. Con base en esta función, “la dominación, [despojada de sus rasgos más
amenazadores y primarios], se traduce de ordinario, antes que nada, en
administración.”126 Es ahí donde se observa, en su forma más cruda, la cotidianidad del
poder del Estado, pues, como señala Vicens Vives,
la expresión de la vida se halla en la aplicación del derecho, de la ley, del decreto, del reglamento, en la forma cómo los hombres tergiversan la voluntad ordenadora del Estado, de una corporación o de una oligarquía. No en la institución considerada en sí misma, sino en el hervor humano que se agita en su seno. Para aprehenderlo históricamente es preciso prescindir del caparazón legislativo, ir directo a la colectividad humana que representa, con sus apetencias, sus pequeños orgullos y sus profundos resentimientos127,
pues detrás de este aparato que parece cernirse sobre cada paso, cada
pensamiento y sentimiento de las personas, hay, precisamente, personas. No habrá
que olvidarlo.
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124 Maquiavelo, Op. cit., p. 24.125 Skinner, Op. cit., p. 207.126 González Alonso, Benjamín, “Renacimiento y miseria de la historia institucional”, en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), Madrid, núm. 33, mayo junio 1983, p. 172127 Vicens Vives, Op. cit., p. 7
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