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Manuel Moreno - manuelmoreno11

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Ángelus

Los sueños que me enseñaron a vivir

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Ángelus

Los sueños que me enseñaron a vivir

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Manuel Moreno www.manuelmoreno11.com

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Manuel Moreno Sánchez

Colección: autoayuda novelada

www.manuelmoreno11.com

© Manuel Moreno Sánchez

Edición: Manuel Moreno Sánchez

Maquetación: Manuel Moreno Sánchez

Cubiertas y diseño: Manuel Moreno Sánchez

Registro de la propiedad intelectual: 20129990897860

Expediente: GR-226-12

Ninguna parte de esta publicación, puede ser reproducida, al-

macenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio,

ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en

Internet o de fotocopia, sin permiso previo del autor. Todos

los derechos reservados.

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A mis sobrinos Daniel y Julia…

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PRÓLOGO

A principios del año 2012, entré en una gran librería de mí cuidad,

Granada; me gusta de vez en cuando echar un vistazo a mis autores

favoritos, por si encuentro algún libro que aún no tenga. Así sucedió

aquel día. Me fui a la sección de libros de psicología. Busqué a Erich

Fromm. ¡Y allí estaba!; el lenguaje olvidado. Un remolino de emoción

me invadió de súbito. Tiempo atrás había intentado comprarlo por

internet, pero siempre me topaba con un «descatalogado». Lo busqué

en libros de segunda mano y tampoco lo encontré. ¡Me faltó tiempo

para cogerlo!

El motivo por el que estaba tan interesado en leer ese libro resul-

taba de saciar la enorme curiosidad que me había despertado el

mundo de los sueños. Después de varios años estudiando psicoanáli-

sis de forma autodidacta, claro me había quedado que los sueños son

una ventana directa al subconsciente; una especie de atajo capaz de

sortear capas de racionalizaciones hasta alcanzar las alcantarillas de la

mente… el único problema… que los sueños están escritos en clave

simbólica, y hay que saber interpretarlos. ¡Ese era precisamente mi

objetivo!, aprender a interpretar sueños para tener un acceso directo

al subconsciente.

Reconozco que después de estudiarlo quedé algo defraudado; ha-

bía aprendido mucho, cierto es, pero no alcanzaba para poder domi-

nar los intrincados mensajes que se esconden tras los sueños. Enton-

ces recurrí al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y tras estudiar

detenidamente su teoría de la interpretación de los sueños y familia-

rizarme con los procesos oníricos, en mayo de 2012 comencé a ano-

tar mis propios sueños y someterlos a análisis. Al principio no di pie

con bola; análisis vagos y carentes de sentido, pero poco a poco le fui

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cogiendo el tranquillo y cada vez quedaba más conforme y satisfe-

cho. Lentamente me fui asombrando al comprobar que los pequeños

cortometrajes que nuestra mente proyecta cuando dormimos repre-

sentan descripciones más vívidas y precisas de nuestros estados

anímicos que cualquiera de las explicaciones que podamos dar acerca

de nuestro verdadero sentir. Pero mi mayor sorpresa fue cuando, con

el paso de los meses, fui encontrando el significado de sueños angus-

tiosos repetidos en el tiempo, incluso de algunos que ya no soñaba,

pero recordaba del pasado, y que encima, se parecían mucho a los

sueños de otras personas con las que intercambiaba impresiones al

respecto. Entonces advertí que los sueños se pueden clasificar en dos

grupos; personales y universales. Como es obvio, los personales sólo per-

tenecen al soñante. Por el contrario, los universales los soñamos todos

con pequeñas variantes que se ajustan a nuestra personalidad. Y

puesto que a mí me estaban sirviendo para conocerme mejor y en-

contrar respuestas a problemas «ocultos», me pareció una fantástica

idea escribir una novela y hacerla gravitar alrededor de los sueños

universales (aquellos que en su mayoría todos hemos soñado, o como

mínimo, conocemos a quien los ha soñado), con la intención de ayu-

dar a otros a conocerse mejor y encontrar respuestas a sus propios

problemas.

Este libro está escrito en esa dirección. Apoyado en mi propia ex-

periencia vivencial, y completado con los estudios que he realizado

en los últimos años en este campo, es mi deseo «iluminar» algunos de

los sueños que nos hacen despertarnos cansados y con la sensación

de agobio propia del que ha sufrido aun durmiendo.

Ambientado en mi Cúllar Vega natal, y como protagonistas a mis

sobrinos Daniel y Julia, espero que este libro sacie la curiosidad de

todo el que se sienta atraído por el mundo onírico.

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Julia se encontraba de pie, en el centro de un lugar sombrío y soli-

tario. Daba igual en qué dirección mirase, a izquierda o derecha, al

frente o a su espalda, el lugar resultaba ser una amplia extensión va-

cía donde la vista se perdía en una oscuridad infinita.

Así con todo, una débil luz, que no podría precisar desde qué án-

gulo enfocaba, la posibilitaba para percibirse a ella misma y su alre-

dedor más inmediato.

Silencio sepulcral.

Demasiado evidente y por ello incómodo.

Julia empezó a angustiarse sintiendo la soledad de un lugar desco-

nocido que de forma creciente la amedrentaba. Por alguna extraña

razón, allí donde se encontraba, las sensaciones físicas de frío-calor,

húmedo-seco, carecían de valor; era como si la temperatura no pu-

diese registrarse. Sin embargo, y he aquí lo más curioso de todo, por

algún perverso capricho del destino, lo registrable o medible tenía

más que ver con la emoción que con la sensación. Si por ejemplo, en

medio de aquella carencia de todo lo material, existiese un termóme-

tro, éste no sería sensible a la temperatura, sino que mediría los dife-

rentes parámetros de la emoción; tranquila-nerviosa; confiada-

desconfiada; serena-angustiada. En ese extraño paraje, lo único im-

portante a percibir era el estado anímico de Julia; ¡todo lo demás no

importaba!

De repente, un fuerte golpe la asustó como portazo al recién naci-

do. De forma compulsiva miró a todos lados, sin resultado positivo.

El miedo sacudió su cuerpo de rebato, y tuvo la sensación que al-

guien o algo se aproximaba peligrosamente.

Tragó saliva intentando digerir el nerviosismo.

«¡¿Quién o qué me acecha con tanto ahínco que percibo el peligro

con intensidad extrema?!»

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En medio de aquella umbría, sola e indefensa, comenzó a correr

sin rumbo fijo; su rostro barnizado de espanto y su mirada lacerada

daban fe de la angustia que la consumía. En ese momento no estaba

segura de que la acongojaba más, si quedarse quieta esperando ser

atrapada o seguir corriendo sin ver el terreno que pisaban sus pies.

La tremenda oscuridad de aquel lugar no hacía más que agravar la

sensación de impotencia de Julia.

Bajo continuos parpadeos lanzaba furtivas miradas atrás, preten-

diendo ubicar con la vista aquello que la atemorizaba. En algún lugar

de su esperanza deseaba que todo fuese un malentendido; un susto

producido por la ceguera en la que todos los mortales nacemos; la

ignorancia.

Una potente exhalación pareció adelantarla.

La impresión fue terrorífica y la respuesta corporal inmediata…

«¡¿Qué está pasando aquí?!»

Presa del pánico, intentó acelerar el paso, pero cuanto más se es-

forzaba, más lento avanzaba. Soltó un grito ahogado.

«¡¿Qué diantres me pasa?!»

Bajó la mirada sin entender, y observó sus piernas moviéndose a

cámara lenta.

«¡¿Por qué no puedo correr como yo siempre he corrido?!»

Desesperada, sintió lo inútil de su esfuerzo, y recordó el mito de

Sísifo y su trágico final; condenado por toda la eternidad a empujar

sin cesar una enorme roca hasta la cima del Monte Hades. El rostro

de Sísifo lucía crispado, sus brazos tensos por el esfuerzo, sus manos

ensangrentadas y doloridas, sus pies hundidos en el fango y su cara

aplastada contra la roca. Al llegar arriba, las fuerzas lo abandonan en

una escena infinita, y la roca se desliza ladera abajo ante la atenta mi-

rada del héroe, desgastado y frustrado, que debe bajar para comenzar

otra vez la infructuosa y eterna tarea. El dios Júpiter había pensado,

acertadamente, que no hay castigo más terrible que el esfuerzo inútil

y sin esperanza. Así se sentía Julia, acometiendo el inútil esfuerzo de

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escapar de aquella pesadumbre; se lo impedían sus piernas pesadas

como lastres.

Cada vez lo notaba más cerca, y sintió con toda crueldad como el

miedo le oprimía el pecho, como tintaba sus pensamientos de oscuro

espanto, y como el cuerpo entero le temblaba habiendo sucumbido

por completo a la zozobra incandescente que derrite la esperanza.

Aquello que la perseguía, quién o qué era no lo sabía, pero ahí es-

taba, a punto de alcanzarla para desconsuelo de su triste agonía. Te-

rror profundo, ahogo permanente o vértigo extremo… ¡Qué más da

como se le llame! En ese lugar donde los parámetros de la física con-

vencional no sirven para explicar el aspecto más negativo de la emo-

ción; indefensa, desprotegida y terriblemente asustada, Julia se des-

pertó de un sobresalto empapada en sudor…

Todo había sido producto de una espantosa pesadilla. Incorporada

sobre la cama, jadeaba aliviada por haber despertado a tiempo. Se pa-

só una mano por la frente; sudor frio.

«¡¿Qué o quién me persigue en el sueño?!»

No le fue posible responder; únicamente reconoció el miedo ex-

tremo que le provocaba no sólo ser perseguida, también la angustia

de ser alcanzada. Volvió a tumbarse, más relajada. Aspiró profundo y

expiró con fuerza. En la oscuridad de su dormitorio reparó en que

no era la primera vez que soñaba que era perseguida… por desgracia

era un sueño, o mejor dicho, una pesadilla, que la acompañaba desde

la infancia turbándole el descanso más veces de las que ella quisiera.

«¡Maldito sueño repetido en el tiempo!»

La parte buena residía en que sólo era eso, un sueño, y como tal,

no es capaz de sobrevivir mucho tiempo fuera del estado onírico

donde es concebido. Por lo general, al despertar, accedemos al esta-

do de vigilia, donde sueños y pesadillas se debilitan y olvidan de for-

ma vertiginosa, permaneciendo escasos momentos en nuestra retina

velante.

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Julia se giró sobre sí misma y lanzó el brazo fuera de la cama; ac-

cionó el interruptor. El fogonazo arrugó sus ojos de forma instintiva.

A través de un hilo de luz observó el reloj despertador: 6:25.

«¡Qué curioso! Me he despertado cinco minutos antes de que to-

que.»

Lo desconectó.

Retranqueante salió de su dormitorio y accedió al baño.

Julia contaba con veinte años: uno sesenta y cinco, piel clara, ojos

azules y pelo rubio y rizado. Su constitución era delgada tirando a

delgaducha, cosa que lo achacaba a lo activa y nerviosa que era. De

pequeñita su madre la llamaba cariñosamente «monillo» por lo mu-

cho que le gustaba trepar por todos lados. Aun así, bien era cierto

que en los últimos años sufría de una constante intranquilidad y un

permanente nerviosismo. Sufría la displicente sensación de «estar

perdida y sin rumbo».

Frente al espejo, hundió las manos en el agua y se despejó la cara.

Sin saber por qué, la pesadilla volvió a sus pensamientos. Se detuvo

en el recuerdo de la angustia sufrida, preguntándose si sólo se trataba

de una película sin sentido que cabalga libre dentro del estado oníri-

co, o por el contrario, tendría algún significado. Frunció el entrecejo,

haciendo memoria. Algo había leído acerca de un tal Freud y su in-

terpretación de los sueños, aunque todo el mundo lo tachaba de obs-

ceno y pervertido por hacer gravitar sus teorías alrededor de la sexua-

lidad infantil.

«¡¿Y si tiene razón y los sueños simbolizan algo?! ¡En cuyo caso…!

¡¿Qué significan?!»

Demasiada tribulación para alguien que la mayor parte del tiempo

se sentía frustrada por la vida que vivía.

Fugaz se acordó de su tía Rocío; enseguida supo el por qué. Era

confesa devota de lo místico y mesiánico, del mundo de los espíritus,

las hadas y los sueños… por eso había pensado en ella. Sintió el im-

pulso de contarle el sueño repetido en el tiempo…

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«¡Igual ella puede ofrecerme una respuesta! ¡Un momento! ¡Mejor

no!»

Declinó la intención reparando en que de hacerlo, de inmediato

querría visitar a la mística Antón para que le echase las cartas y eso le

daba aún más miedo.

Regresó al dormitorio y se vistió.

Momentos después, sentada en la barra de la cocina, sorbía con

lentitud un café solo; necesitaba espabilar y activarse…

«¿Por qué cada vez que tengo esa estúpida pesadilla me levanto

agotada y falta de vitalidad? ¡Menuda paradoja! ¿No se supone que

dormimos para descansar? ¡Entonces…! ¿Por qué descansando me

canso? ¿Por qué me canso descansando? Ahora cobra todo su senti-

do aquello de que el orden de los factores no altera el producto.»

Giró la muñeca derecha y observó su reloj; se trataba de una co-

lección limitada de Hello Kitty que su padre le regaló de niña. Sólo se

lo quitaba para bañarse. Las 6:55.

«¡Puff! ¡Y ahora toca trabajar!»

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Lunes 18 de Marzo. El sol calentaba en demasía, y con una prima-

vera que cada año se adelantaba más y más por culpa del cambio

climático, en la vega de Cúllar, los labradores productores de tabaco

preparan las tierras de regadío para la siembra de la temporada.

Hugo y Julia, encorvados y sudorosos, limpiaban de hierbas, male-

zas y rastrojos la primera de las hazas donde más tarde sembrarían la

planta que acabaría en los pulmones de muchos. Era el primer día en

la preparación del terreno para su posterior labranza.

Hugo era novio de Julia; uno setenta, delgado y moreno. Contaba

con veinte años, como ella, y llevaban tres de relación sentimental.

—¿No va a venir tu padre? —preguntó Julia, extrañada por la au-

sencia de su suegro. Se puso recta y estiró la espalda hasta crujirla.

—Creo que no —respondió Hugo, secándose el sudor—. Ha te-

nido que asistir a una reunión del gremio. Anda algo preocupado.

—¿Qué le ocurre?

—El futuro del tabaco se torna incierto ante la reforma de la Or-

ganización Común de Mercado; pretenden suprimir las subvenciones

a los agricultores. Si al final retiran las ayudas, los costes serán supe-

riores a los beneficios y no será rentable sembrar tabaco.

Julia guardó silencio, pensativa. Desde luego, por lo menos para la

familia de Hugo, era todo un problema; el campo era su única fuente

de ingresos.

Ambos reanudaron el trabajo.

Arqueada y algo fatigada, Julia sopesó con firmeza una posibilidad

tiempo atrás aplazada. Desde que empezó su relación con Hugo, tres

años atrás, no le había faltado trabajo en el campo. Ahorradora y po-

co derrochadora, gozaba de independencia económica y gustaba de

sufragarse sus gastos personales sin pedir sustento a sus padres,

Manme y Víctor; además de alcanzarle meses atrás para comprarse

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un Renault Clío azul —su color favorito desde que tenía uso de ra-

zón— de segunda mano. Pero bien era cierto que el trabajo en el

campo era muy sacrificado y mantenía intacta la ilusión de trabajar en

algo menos físico.

«No sería mala idea buscar trabajo por si suprimen las subvencio-

nes; dependienta en una tienda de moda estaría bien. Hablaré con Mª

Carmen, la de la tienda de ropa Mediterráneo, junto a la farmacia en el

centro del pueblo. La tienda es pequeñita, pero acercándose el ve-

rano, igual le hace falta ayuda extra.»

Se detuvo en su tarea y observó a Hugo, varios metros delante.

Volvió a estirar la espalda colocando los brazos en jarras. Frente a

ella, a lo lejos, se alzaba imponente Sierra Nevada, con sus cumbres

de leche y la hermosa Granada a sus pies, como rindiendo pleitesía a

la mayestática montaña.

«¡Ninguna otra ciudad del mundo posee playa y sierra a menos de

una hora de distancia!», pensó.

—¿Por qué te has detenido? —le preguntó Hugo, estirándose

también.

—Estoy pensando que voy a buscar trabajo fuera del campo. Sin

beneficios no podéis sostenerme un sueldo.

—No digas tonterías. Mi padre ya está sopesando alternativas para

el año que viene.

—¿A qué te refieres? —interrogó intrigada.

—¡Vamos a cambiar el tabaco por ajos, cebollas y espárragos! ¡Pa-

rados no nos vamos a quedar!

—Aun así voy a buscar trabajo… el campo es muy sacrificado.

—¡Ya estás otra vez con tu antigua idea! ¡¿Dónde vas a encontrar

trabajo con la crisis que hay?! ¡De todas formas haz lo que quieras!

—espetó con dejadez.

Julia escuchó el sonido del móvil. Se quitó los guantes y lo sustrajo

del bolsillo; María le había mandado un WhatsApp…

—Hola Julia. ¡Vamos a tomarnos un café esta tarde!

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—¿Quién es? —curioseó Hugo.

—Es María; quiere quedar esta tarde para tomar café. Le voy a de-

cir que se venga…

—¿A dónde?

—¡¿Cómo que a dónde?! —repitió molesta—. ¡¿No vamos a ir es-

ta tarde a comprar los petardos de Semana Santa?!

—Se me había olvidado decírtelo. Esta tarde he quedado con

Juan. Yo me encargo de comprar los petardos cuando termine.

—¡¿Qué has quedado con Juan?! ¡¿Y cuándo pensabas decírmelo?!

—inquirió sintiendo una ventolera en su interior.

—¡Es que no me has escuchado! ¡Te estoy diciendo que se me ha

olvidado! —elevó el tono de voz, frunciendo el entrecejo.

—¡Claro que te he escuchado! ¡Pero me jode que siempre me ha-

gas lo mismo! ¡Qué más da si hemos quedado! ¡Tus amigos lo prime-

ro! ¡¿Y qué vas a hacer con Juan?!

—¡A ti que te importa, ¿acaso me meto yo en lo tuyo?! ¡Vete con

María si te da la gana pero a mí no me calientes la cabeza!

—¡A mala follá no te gana nadie! —apuntilló Julia, carcomida.

—¡Después quieres que hagamos cosas juntos!

—¡Desde luego que con una persona que antepone los amigos a la

pareja no se puede hacer mucho!

—¡Pues más a mi favor… ¿para qué haces planes conmigo?!

Hugo le dio la espalda y Julia mordió respuesta; agachó cabeza en-

rabietada. Sentía una mezcla de ganas de gritar y de llorar; pero no

quería continuar con lo primero ni darle el gustazo de lo segundo.

Agarró el móvil y escribió…

—Ok María. A las cinco te recojo en tu casa —pulsó enviar.

De pie en mitad del terreno, Julia quedó atrancada en pensamien-

tos. Hugo no era celoso ni posesivo, o por lo menos no lo aparenta-

ba, pero lamentablemente tampoco era cariñoso, atento o detallista; a

decir verdad era oportunista y bastante equilibrista… sí… le gustaba

danzar en la cuerda floja; ora me balanceo hasta rayar lo inaceptable;

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ora me desplazo al filo contrario para contentarte. A Julia ese tipo de

relación no la colmaba.

«¡Yo quiero una relación de verdad… si no fuese porque lo quiero

tanto!»

Mantenía una lucha interior entre razón y corazón; entre el presen-

te conocido y un futuro por conocer; entre la necesidad de plantarse

claramente en su reclamación de una verdadera relación y el temor a

ser abandonada precisamente por plantarse en su postura.

Hugo se acercó con una botella de agua en las manos…

—Lo siento cariño, perdoname, soy un estúpido, no te estoy dan-

do lo que necesitas y eso va a cambia; te lo prometo.

—¿Lo dices en serio? —resbaló con mirada cristalina… ¡mácula

impresión…! Todo se evaporó como por arte de magia… Hugo ya-

cía a más de cinco metros limpiando el terreno, de espaldas.

«¡Qué estúpida soy fantaseando que es cariñoso y atento!»

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Por la tarde, Hugo y Juan, aprovechando el cálido sol de princi-

pios de primavera, tomaban café en la terraza de la taberna de To er

Mundo. Yacían sentados en la mesa más al centro, junto a la gran cruz

cristiana de granito gris levantada en honor a los caídos en la Guerra

Civil.

Hugo respiró hondo, percibiendo el típico aroma de comienzos de

la época floral; una suave brisa trasportaba los primeros matices de

jazmín y rosas.

—¿Has llamado a Tomás? —preguntó Juan.

—Sí. Pero me ha dicho que ha quedado con Andrés para comprar

los petardos.

—¿Y Julia?

—Ha ido a tomar café con María.

Juan encorvó las cejas en claro signo desaprobado.

—¿Qué sucede? —interrogó Hugo, intrigado.

—Seguro que además del café, María aprovecha para solucionar

algún asunto o comprar algo para sí.

Hugo sonrió jocoso…

—No vas a rendirte en tu empeño de tildarla de aprovechada.

—¡Es que lo es! Por eso no la trago.

—No será que está muy buena y saber que no tienes ninguna po-

sibilidad con ella te hace mirarla con rabia. Recuerda que el año pa-

sado te hiciste ilusiones y al final te estampaste.

—¡Precisamente por eso lo digo! Me anduvo llamando una larga

temporada para que la llevase a Churriana, a Granada, a los centros

comerciales. La recogía y tomábamos café, conversábamos, reía-

mos… ¡Me hizo sentir que era alguien especial y por eso me ilusioné!

Pero después, cuando yo la llamaba para quedar, siempre me topaba

con un «no puedo», «he quedado», «no voy a salir»… y después salía

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por algún lado. ¡Eso sí!, ella me seguía llamando cuando le hacía falta

ir o venir; que la trajese o llevase; y yo, que estaba ilusionado, no era

capaz de negarme. Hasta que un día me harté y le dije: «sí tan amiga

mía eres, por qué no quedamos cuando yo te lo pido». Entonces me

di de narices con un «porque no me da la gana, ¡qué te has creído tú!»

—Juan hizo una pausa, reminiscente del daño que le produjeron

aquellas palabras—. ¿Insinúas que tengo rabia? —continuó—. ¡Sí, le

guardo rencor! ¡Se aprovechó de mí! ¡Me utilizó! Yo lo siento así. No

le importó engatusarme con tal de conseguir lo que necesitaba…

¡coche y chofer a su disposición!

—Todos sabemos que María es algo convenida, pero no sabía que

estabas tan dolido con ella —señaló Hugo, un poco sorprendido.

—Sabes lo que pasa… ¡Qué a mí ya no me engaña! Ahora a quien

engaña es a Julia. ¡Qué casualidad! Me estuvo mareando la perdiz:

«no puedo», «he quedado», «no voy a salir»… y justo cuando Julia se

compra el coche, ¡zas!…, «porque no me da la gana, ¡qué te has creí-

do tú!». ¡Claro!, ahora Julia es su chofer particular. Y cuenta con ella

para todo lo que sea ir y venir; llevarla y traerla. Pero el día que tu

novia se harte y empiece a decirle NO, le dará una patada en el culo y

se buscará otro chofer… ¡como hizo conmigo!

—¡Qué radical eres, Juan! —clamó Hugo, tomando en la mano el

móvil—. Ahora mismo voy a llamar a Julia a ver qué hacen las dos.

Mientras tecleaba la pantalla táctil, con el rabillo del ojo, observó

como Juan se inclinaba a él y apoyaba los antebrazos en la mesa…

«¡Parece muy seguro de lo que dice!»

Después de unos tonos…

—Dime —pronunció Julia.

—¿Aún estás tomando café con María?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Para comprar los petardos o esperarte.

Julia tardó unos segundos en responder…

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—Compra los petardos sin mí —largó en tono seco y afilado—.

Nosotras estamos en Granada terminando de tomar café y después

marchamos a comprar unas botas que María ha visto —Hugo realizó

un ademan, preguntándose si sólo era casualidad o Juan estaba en lo

cierto al ser tan radical con María—. ¡¿Con quién estás?! —preguntó

Julia en tono fiscal.

De súbito Hugo recordó el enfrentamiento mañanero…

—Estoy con Juan. Luego nos vemos —colgó rápido.

—¿Y…? —solicitó Juan, impaciente.

—Están terminando de tomar café y ahora se van a comprar unas

botas que ha visto María.

—¡¿Lo ves?! —proclamó Juan, retrepándose vencedor—. ¡Hazme

caso! Si no fuese porque quería comprarse esas botas, no llama a Ju-

lia para tomar café. A mí me lo ha hecho montones de veces. ¡Es una

aprovechada!

Por la espalda de ambos apareció Andrés…

—Hola chicos —saludó deteniéndose junto a ellos.

—Hola Andrés —devolvió el saludo Juan; Hugo se limitó a mirar-

lo sin gesticular—. ¿A dónde vas?

—Voy por Tomás para comprar los petardos de Semana Santa.

Hugo se giró a la puerta de la taberna…

—¡Juande, cóbrame los cafés! —voceó.

—Me voy. Hasta luego —se despidió Andrés.

Mientras se alejaba, Hugo lo avizoró con vilipendio…

—¿Aún sigues receloso con Andrés? —indagó Juan.

Hugo lo fijó disconforme mientras le entregaba un billete de cinco

euros al camarero.

—¡Pues claro que sí! ¡No puedo evitarlo! Cuando empecé con Ju-

lia, Andrés pululaba a su alrededor.

—¡Tú y Julia lleváis tres años! Puedo entender si piensas así al

principio, pero andar receloso después de tanto tiempo…

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Hugo se inclinó adelante y, bajando la voz a la altura de un secre-

to, le confesó a Juan…

—Últimamente no estoy muy bien con Julia. Se queja por todo y

discutimos mucho; por eso prefiero pasar el menor tiempo posible

con ella. ¡Ojalá encuentre el trabajo ese que quiere buscar! ¡Seguro

que nos peleamos menos!

—¿Y qué tiene que ver Andrés en todo esto?

—¡Pues que noto como aún la mira con deseo!

—Yo creo que estás disparando flechas y después dibujando los

círculos para dar en la diana.

—Puede ser, pero no me gusta Andrés.

—Aquí tienes la vuelta de los cafés —entregó Juande, con su pelo

negro bien estirado y recogido en una pequeña cola.

—Gracias —Hugo se giró a Juan—. ¡Anda!, vamos a comprar los

petardos a la Galería Fernando.

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Graná me Mata Centro era el Lounge Café más dinámico de Grana-

da. Situado en la calle Pintor Velázquez, junto a Pedro Antonio de

Alarcón, en su interior se realizaban actividades culturales tales como

exposiciones de artistas noveles —pintura, fotografía y escultura—,

talleres de risoterapia y presentaciones de libros dentro de su sección

los libros me matan.

¡Su fachada blanca impoluta es inconfundible!

Julia y María yacían sentadas en una mesa junto al billar…

—¡Me duele todo el cuerpo, pero sobre todo las manos! —afirmó

Julia, que las notaba acolchadas.

—¿Ya habéis empezado con la limpieza del terreno? —preguntó

María, sin soltar el móvil.

—Sí —reojó julia, disconforme—. ¡Quieres dejar de jugar al Can-

dy Crush! ¡Estás enganchada!

—Lo siento —soltó el móvil.

María era un poco más baja que Julia, de pelo negro y ojos marro-

nes. Disimulaba los kilos sobrantes luciendo vertiginosos escotes

agraciados por sus prominentes pechos. Los hombres fijaban su

atención de tal modo que no reparaban en los michelines sobrantes,

dejándolos tan hipnotizados, que a veces se permitía la indecencia de

lanzarles comentarios despectivos sin que ellos, que sólo les faltaba

limpiarse la baba, advirtieran que estaban siendo el centro de alguna

burla… ¡algunas veces llegaban incluso a reírle la gracia a la mismísi-

ma María!

«¡Cosas de hombres; algunos se pasan la vida pensando con la ca-

beza de abajo, no vaya a ser que la de arriba se le hernie de utilizarla!»

—¿Has quedado después con Hugo? —preguntó María.

—No —respondió seca, recordando el enfrentamiento mañanero.

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—¡Ya verás que elegantes las botas que he visto! —cambió de te-

ma—. ¡Son completamente blancas, quedan justo por debajo de las

rodillas y tienen amentos engarzados en espiral! ¡Esta Semana Santa

voy a lucirme!

—¿Cuánto cuestan? —se interesó Julia.

—150 euros.

—¿De dónde has sacado el dinero? —curioseó extrañada.

«María no da un palo al agua».

—Me lo ha dado mi padre.

—¿Ya ha encontrado trabajo?

—No. Con la crisis que hay el pobre no encuentra nada.

Julia la marcó displicente…

—¿Por qué me miras así? —preguntó María, desconfiada.

—¿Tu padre te ha dado 150 euros para unas botas estando en el

paro?

—No sabe que son para unas botas. Le he dicho que son para los

petardos de Semana Santa.

El móvil de Julia sonó; era Hugo.

—Dime —contestó Julia.

—¿Aún estás tomando café con María?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Para comprar los petardos o esperarte.

Julia tardó unos segundos en responder…

«¡¿Después de la que me has montado esta mañana ahora me vie-

nes con esas?! ¡Yo flipo!», pensó negando.

—¡Compra los petardos sin mí! —largó en tono seco y afilado—.

Nosotras estamos en Granada terminando de tomar café y después

marchamos a comprar unas botas que María ha visto. ¡¿Con quién

estás?! —preguntó en tono fiscal.

—Estoy con Juan. Luego nos vemos —colgó rápido.

Julia ojeó el móvil con desdén, como si Hugo estuviese concen-

trado entre sus manos y pudiese estrujarlo.

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—¿Quién era? —preguntó María, intrigada por su mirada lacerada.

—Era Hugo, para comprar los petardos. ¡Qué vaya con Juan! —

respondió con carcomida dejadez.

María colocó un ademán instintivo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Julia, extrañada.

—Con lo tacaño que es Juan, ¡qué guarde cuidado tu novio no va-

ya a terminar pagándole hasta los petardos!

—¡Ya empezamos con Juan! —se quejó Julia.

—¡Es verdad! —insistió María—. Recuerda que anduve una tem-

porada juntándome con él. No me parecía mal muchacho y lo llama-

ba para tomar café. ¡Nunca pagó él! ¡Es más! ¡Nunca me llamó por

propia iniciativa! ¡No proponía tomar ni café para no tener que verse

comprometido a pagarlo! Eso es de ser muy tacaño. Dejé de llamarlo

porque es un aprovechado.

De frente se acercó Eva, una de las dueñas de Graná me Mata, con

un papel y un bolígrafo en las manos.

—¿Os han comentado lo de los petardos de Semana Santa? —

preguntó dejando el papel y el bolígrafo sobre la mesa.

Julia y María negaron sin saber a qué se refería.

Eva se pasó el pelo por detrás de la oreja antes de contar…

—La verdad, no sé muy bien por qué, pero el caso es que nos

quieren quitar los petardos y Jorge, el alcalde, ha repartido estos im-

presos para recoger firmas contra la supresión de nuestra tradición.

—¡Eso no pueden hacerlo! —clamó María, colérica—. ¡Es algo

nuestro! ¡Cómo se atreven!

Julia coincidió con María, pero en silencio se preguntó si su ba-

rrunto airado se debía al fastidio de perder nuestra tradición o era el

resultado de ver como se le escapaba entre las manos la oportunidad

de sacarle a su padre 150 euros.

—¿Dónde hay que firmar? —se apresuró María, tomando el bolí-

grafo y el papel. Julia también hizo lo mismo, rellenando la casilla

con su nombre completo, DNI y firma al final.

27

—Muchas gracias —dijo Eva, llevándose el papel y el bolígrafo a

otra mesa.

—¡De este año no pasa! —confirmó Julia—. Hemos de comprar-

nos las sudaderas de los petardos.

—Sí. Me parece genial que todos llevemos impreso en las sudade-

ras yo soy cullero y petardero. Lo que no sé es a quién hay que en-

cargárselas.

—Hay que hablar con Pablo.

—¿De qué Pablo hablamos? ¿Del primo de Abril?

—Sí. Creo que él lleva el tema de las sudaderas. Esta noche se lo

comento a Hugo y te digo algo.

—Que le pregunte cuánto vale y encargas una para mí.

—De acuerdo.

28

5

Ya por la noche, Hugo y Julia acudieron al piso de Irene y Tomás.

Si algo caracterizaba a estos últimos era su adicción a la moda y vestir

siempre muy chic; aunque a ello ayudaba el que ambos trabajaban en

tiendas de moda en la capital nazarí. Irene, por su lado, era incon-

fundible por su pelo lacio siempre tintado con tonos rojizos.

—Por cierto —dijo Julia, sentada en el sofá—. María y yo quere-

mos una sudadera de yo soy cullero y petardero. ¿Hay que encar-

gárselas a Pablo?

—Sí —respondió Hugo.

—Si quieres se las pido yo que tengo más encargos —se ofreció

Tomás.

—¿Cuánto cuestan?

—Quince euros.

—Vale —aceptó Julia—. Pídele dos de talla mediana.

—Acompáñame a la cocina por unas cervezas —esgrimió Irene,

mirando a Julia; ambas abandonaron el salón.

Tras recorrer el pasillo hasta el fondo…

—¿Qué te ocurre? —preguntó Irene, abriendo el frigorífico—. Te

noto alicaída.

—Hemos empezado a limpiar la tierra y estoy que me duele todo

el cuerpo. Voy a buscarme otro trabajo fuera del campo.

—Llama ahora mismo a Sara. Esta tarde la he visto y me ha co-

mentado que la han llamado para una entrevista de trabajo en un su-

permercado de la Chana.

—¡¿Con qué cara la llamo para quitarle el puesto de trabajo?! —se

mostró reacia.

—¡No le vas a quitar ningún puesto, andan buscando más muje-

res! Por eso te digo que la llames ahora mismo —indicó saliendo de

la cocina cervezas en mano.

29

Julia tomó el móvil y llamó a Sara. Después de unos toques…

—Hola Julia —respondió ésta.

—Hola Sara. Estoy en casa de Irene y me ha dicho que has encon-

trado trabajo en un supermercado y que están buscando mujeres.

—Sí… Bueno… Primero tengo ir mañana a la entrevista. Después

ya veremos —confirmó Sara.

—¿Puedes hablar por mí para concertar una entrevista?

—¿Pero tú no estás trabajando con Hugo en el campo?

—Sí. Pero es un trabajo muy sacrificado y me hace falta un cam-

bio.

—De acuerdo —accedió Sara—. Mañana, en cuanto salga de la

entrevista, te mando un WhatsApp y te confirmo. ¡Qué bien! Ojalá

trabajemos juntas. Así no tendría que desplazarme en autobús… ¡pa-

gándote la mitad de la gasolina, claro!

—Eso sería estupendo —se alegró Julia—. Mañana espero noti-

cias…

—Hasta mañana —se despidió Sara.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Irene, ya a su lado en la cocina.

—Que mañana lo habla y me avisa con lo que sea. La verdad es

que no es mala idea. Iríamos a trabajar las dos juntas.

Irene muequeó el rostro, ladeando la cabeza.

—¡Sí, ya sé! —se adelantó Julia—. Sara tiene fama de quedarse

dormida cada dos por tres.

—Tú lo has dicho. Por eso no busca trabajo en Cúllar.

—Si sale el trabajo ya hablaré con ella, ¡aunque ojalá me salga, y no

sólo por dejar el campo! Cada vez estoy peor con Hugo… no sé ha-

cia dónde tirar… ¡me siento impotente! —se quejó bajando la voz—.

¡Siempre es la misma historia; nunca soy la opción preferente para él,

pasa de mí y de lo que siento, y encima soy tan tonta que cedo y me

aferro a la esperanza que algún día cambiará!

—Súbete al autobús de las «segundonas» descontentas —ironizó

Irene, arqueando las cejas—. Parece ser que a los hombres de pe-

30

queños les dan un cursillo intensivo con tres directrices básicas; pri-

mero, búscate una tonta que te limpie, te guise y te folle; segundo,

huye de cualquier compromiso refugiándote en tus amigos; y tercero,

niégalo todo, pase lo que pase, y si se pone muy pesada, utiliza la fra-

se salvavidas «no me calientes la cabeza».

—¡Qué bien estudiado lo tienes!

—¡Pues claro! ¡Hay que espabilar! Ya te lo he dicho muchas veces,

cada vez que te la haga, devuélvesela doble; y comprobarás lo poco

que le gusta tomar de su propia medicina.

—¿Tú crees que así cambiará y me tendrá más en cuenta?

—¡¿Cambiar…!? ¡¿Los hombres…?! ¡Qué va! Pero por lo menos

una se desquita del daño recibido. ¡Son todos iguales!

—Yo no soy así, o por lo menos no quiero ser así. Yo creo en las

relaciones de verdad… llámame romántica, clásica o anticuada, pero

es así. Si te soy sincera, siempre he tenido la ilusión de vivir un amor

victoriano, de finales del siglo XIX, donde los enamorados se escri-

bían interminables cartas de amor.

—Julia, los tiempos cambian y hay que evolucionar. Deja de soñar

despierta; ya no hay hombres que pongan el mundo a tus pies, sólo

quieren que les beses los pies. Y contra la arrogancia y la vanidad só-

lo queda luchar con más arrogancia y más vanidad.

—Te repito que yo no quiero ser así. No quiero faltarle el respeto

a mi pareja utilizando el ojo por ojo y diente por diente. La verdad, me

siento desubicada, perdida y sin rumbo. Aunque tengo que reconocer

que a veces me gustaría ser más como tú; segura y decidida a que no

te pisoteen.

—A mí Tomás me hace lo mismo que a ti Hugo, sólo que yo se

las cobro.

—Por eso digo que me gustaría ser más como tú.

—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites.

—Lo sé y te lo agradezco.

31

6

Cerca de la media noche, Julia y Hugo abandonaron el piso de

Irene y Tomás para regresar a sus respectivos hogares. Al Salir del

portal, Julia ladeó la cabeza a la derecha; Javi, el camarero del bar Ge-

ra, chapaba el negocio hasta el día siguiente.

—¿Nos damos una vuelta con el coche y después te traigo a tu ca-

sa? —insinuó Hugo.

Julia lo miró con desdén, recordando la primera de las directrices:

búscate una tonta que te limpie, te friegue y te folle.

—Me duele la cabeza —soltó esquiva.

Hugo le clavó la mirada…

—¡Ya hace casi un mes que no lo hacemos! —le reprochó.

«¡Los tíos lo reducen todo a meterla en caliente!»

—Estoy cansada y no me apetece —rechazó dándole la espalda.

—¡¿Qué mierda te pasa últimamente?! —la increpó de mala mane-

ra.

Julia se revolvió como alma que lleva el diablo…

—¡A mí no me hables así!

—¡Pues no me des la espalda ni pases de mí! —voceó enérgico.

Julia se percató que ahora sí le estaba dando de su propia medici-

na… cada vez que te la haga, devuélvesela doble.

—¡Si no quieres que pase de ti, no pases tú de mí! —apuntilló

aprovechando la ocasión.

—¡Pero a qué viene eso ahora! ¡¿Cuándo he pasado yo de ti?!

«Y tercero, niégalo todo, pase lo que pase», le había dicho Irene unas ho-

ras antes. «¡Será capullo!» Resopló tragando palabras…

—No quiero discutir. Me voy —zanjó dándose la vuelta y mar-

chando a paso ligero; su casa apenas distanciaba cien metros y un par

de esquinas dobladas.

Hugo se subió al coche y marchó enfadado dirección la Iglesia.

32

Julia, por su lado, se detuvo en la tienda de muebles y decoración

que hacia esquina con su calle. Se giró y observó el coche de Hugo

alejándose a toda prisa…

«¡¿Habré hecho bien enfadándolo?!»

Un motorista iluminaba la calle mientras se acercaba a donde Julia.

«¿Por qué me siento culpable?» —se cuestionó agachando la cabe-

za.

Una furgoneta accedió a su calle con demasiada prisa; Julia se giró

marcándola repentina…

«¡A dónde va en dirección prohibida!», pensó alarmada. Las luces

de la furgoneta la cegaron un instante. En cuestión de segundos el

vehículo giró sin detenerse; era como si estuviesen huyendo de algo.

Las ruedas chirriaron desprendiendo un reguero de humo mezclado

con olor a caucho quemado. De rebato se escuchó un estruendo que

sonó a presagio de fatalidad. El motorista apenas si pudo frenar; no

se esperaba que nadie saliese sin mirar por una calle en sentido con-

trario. Cayó de costado sobre el mismo adoquín que eleva la acera; la

moto detrás y la furgoneta encima.

Julia soltó un grito ahogado llevándose una mano a la boca.

Entre sombras pudo advertir dos cabezas dentro del vehículo. Ca-

si sin tiempo a reaccionar, la furgoneta —una Mercedes Vito color

blanco— aceleró pasando por encima del amasijo de hierros en que

se había convertido la moto y dejando tirado el cuerpo del motorista.

«¡Lo ha matado!», pensó alterada, observando como la furgoneta

se daba a la fuga. Se acercó corriendo al cuerpo, que descansaba mi-

tad sobre la acera y mitad sobre el asfalto; no se movía. Tomó el mó-

vil dispuesta a llamar a la Guardia Civil; las manos le temblaban ase-

mejando enfermedad degenerativa, el corazón le pulsionaba violento

y no estaba segura si las palabras le saldrían o se le atrancarían en la

garganta.

—¡S… Sí! ¡Estoy en Cúllar…! ¡Cúllar Vega, bifurcación camino las

Galeras con las Viñas! ¡Una furgoneta blanca ha atropellado a un

33

motorista y está tirado en la calzada sin moverse! ¡Manden a una am-

bulancia de inmediato por favor! —alertó trémula, dando vueltas en

círculo de forma convulsa.

—No se mueva de donde está que enseguida avisamos a los servi-

cios de urgencias —respondieron al otro lado del teléfono.

Nada más colgar, Julia notó que algo hacia contacto con su pie de-

recho. Al echar una ojeada, una terrible sacudida la hizo retroceder

varios pasos. Sin poder apartar la mirada, advirtió una sensación que

nunca antes había experimentado; todo el nerviosismo y la angustia

que la consumían desaparecían a velocidad de vértigo, dejándola en

un estado de suma relajación. Por unos instantes sintió que no se

comprendía a sí misma; su cuerpo entero supuraba… ¡¿tranquilidad?!

«¡¿Qué me está pasando?!»

Apenas parpadeaba incapaz de apartar la mirada de la pierna

amputada sobre el desgastado alquitrán. Sin saber por qué, se acercó

y lo cogió completamente magullado, sin asco ni repugna. Se dio

cuenta que sus manos ya no temblaban, su respiración era pausada y

el corazón le latía con la lentitud del que se acaba de levantar. Fijó su

atención en la pierna que sostenía con firmeza.

«¡De alguna forma el peso de la furgoneta ha caído seccionándola

de cuajo!»

El miembro yacía fragmentado por debajo de la rodilla. Lo giró un

poco en vertical y observó la sangre resbalando, los músculos y ten-

dones meciéndose descolgados y la rótula cercenada desprendiendo

reflejos purpúreos bajo la luz de la farola. Lentamente giró la cabeza

y ubicó el cuerpo sin pierna del accidentado, imaginándose con deta-

lle cómo encajaba la pieza que faltaba en el puzle humano. Respiró

pausado y profundo, era como sí…

«¡No puede ser! ¿Acaso esto me place tanto como para reportarme

sosiego?»

Soltó el aire con delicadeza, notando un cosquilleo peciolado con-

forme sus pulmones se vaciaban. De repente, advirtió a su derecha

34

una mirada indecente; ladeó la cabeza y de súbito se sorprendió; un

precioso gato de color gris y con los ojos verdes turquesa la fijaba

con atención…

«No me gusta la mirada de ese gato, parece que me conoce.»

Se agachó y dejó la pierna donde lo había recogido. Lentamente se

acercó al motorista. Bajo el cuerpo se extendía una gran mancha es-

carlata deslizándose como una culebrina hasta la rejilla de una alcan-

tarilla cercana. A través de la visera rota del casco, pudo observar su

vista perdida en ninguna parte.

«¡Mala señal!», intuyó de inmediato.

Se inclinó y le colocó los dedos anular he índice en la yugular; no

tenía pulso alguno.

«¡Lo que me temía!»

Tras de ella, bajando a toda prisa por la calle de la Iglesia, el soni-

do de las sirenas de una ambulancia la alertó.

«¡Demasiado tarde!», pensó apiadándose del terrible infortunio.

La ambulancia se detuvo y los ATS bajaron a toda prisa. Detrás de

la ambulancia llegó un Nissan Patrol de la Guardia Civil. Para enton-

ces algunos vecinos yacían asomados a las ventanas, y un trio de jó-

venes, se acercaban mordidos de curiosidad.

—Hemos llegado tarde —se lamentó uno de los ATS.

—¿Es usted quién ha dado el aviso? —preguntó el agente de la

benemérita.

Julia lo miró y, de repente, notó como esa extrema templanza que

extrañamente la había embargado la abandonaba veloz, encontrán-

dose de nuevo a merced del nerviosismo y la angustia.

—S… Sí… He sido yo —tartamudeó dando unos pasos atrás.

—Tranquilícese —recomendó el agente—. Por teléfono ha in-

formado de una furgoneta blanca, ¿ha podido tomar la matricula?

Julia se echó las manos a la cabeza, negando; las manos le volvían

a temblar, el corazón le salía por la boca y el nudo en el estómago

parecía querer colapsarla desde dentro.

35

—¡So… sólo he visto que era una Mercedes Vito! ¡Ha sido todo

muy rápido! ¡Creo que iban dos hombres en su interior! ¡Han apare-

cido por esta calle en dirección prohibida y al pobre no le ha dado

tiempo ni a frenar! ¡La furgoneta ha seguido acelerando, pasando por

encima y dándose a la fuga!

El agente se acercó al Patrol…

—¡Orden de detención para todas las furgonetas Mercedes Vito

blancas en todo el cinturón de Granada! —anunció por el pingani-

llo—. ¡Han matado a un motorista y se han dado a la fuga!

Mientras los ATS cubrían el cuerpo esperando que llegase el juez

encargado de testificar el levantamiento del cadáver, y los agentes re-

llenaban el informe de atestados, Julia sucumbió por completo al

asedio de preguntas sin respuesta…

«¿Qué me ha pasado? ¿Qué es esta extraña sensación que he expe-

rimentado? ¿Por qué he cogido la pierna sin inmutarme, y peor aún,

por qué tengo la sensación de que he disfrutado con ello? ¿Qué te-

rrible persona soy que ni siquiera me he puesto nerviosa ante un ca-

dáver desmembrado? ¿Qué espantosa condena anida en mi interior?»

Los ojos se le acristalaron compungidos.

El trio de jóvenes —Loro, Churri y Siamoto (porque si hay algo

muy de pueblo, es llamar a las personas por su mote y no por su

nombre)—, se acercaron a Julia.

—¿Estás bien? —se interesaron pretendiendo tranquilizarla; los

tres advirtieron el manojo de nervios en que se habían transformado

sus expresiones corporales. Julia asintió a medias, dándose cuenta

que de hacerlo al completo estaría mintiendo descaradamente.

El agente de verde se acercó de nuevo a Julia; los jóvenes se retira-

ron como repelidos por el color.

—Necesito su nombre completo y un teléfono de contacto por si

trincamos a los asesinos. Usted está obligada por ley a acudir al juicio

y testificar lo que ha presenciado.

36

—Julia Ramírez Moreno —dictó mientras el agente escribía en

una pequeña libreta. Tras anotar el número de teléfono…

—Puede usted marcharse. Ya la avisaremos si es necesario.

Conteniendo las lágrimas como podía, recorrió los escasos cin-

cuenta metros que la separaban del portal de su casa. La imagen de sí

misma con la extremidad amputada entre sus manos le punzaba la

conciencia como una violenta migraña. Era como si por unos mo-

mentos todos sus sentimientos y emociones se hubiesen desconecta-

do por completo, quedando envuelta en una especie de escudo pro-

tector impenetrable que la protegía contra cualquier derrumbe emo-

cional o ataque sentimental.

«¿Qué clase de persona es incapaz de remover en su interior una

pizca de empatía ante una situación tan dramática y macabra?»

Rostrillos de cristal líquido borbotaron de sus ojos resbalando me-

jillas abajo.

«¡¿Quién coño soy yo?!»

—¡Julia! —escuchó vocear a su espalada.

Al girarse vio a Hugo correr hacia ella.

—¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? —la abrazó fuerte.

—¡Han matado un motorista delante mía! —rompió a llorar con

fuerza; en ese momento el abrazo de Hugo la reconfortó, calmando

su tribulación al percibir que si era capaz de sentir «algo».

—¿Cómo te has enterado?

—Me ha whaseado Loro. He venido en seguida. Entremos en tu

casa… y mañana no vengas a trabajar.

37

7

Julia andaba como perdida, observando su alrededor más inmedia-

to con tintes de sorpresa chocada; jamás había estado en ese lugar.

De forma intermitente tenía la sensación que se encontraba en las

azas de sembrado de Hugo; pero algo la hacía dudar. El terreno care-

cía de hierba o flores, aunque a decir verdad era pobre hasta en colo-

res. Circundó el lugar intentando ubicarse; multitud de árboles de-

formes, marchitos sin hojas, con largas ramas desnudas, enredaderas

trepando por sus troncos astillados y lianas meciéndose colgadas pla-

gaban el lugar. Apretó el mentón sintiendo como la inquietud crecía

en su interior, naciendo en su pecho y devorando sus entrañas en

forma de creciente espiral.

Frente a ella serpenteaba un sendero que se perdía en la distancia.

Atrapada por una respiración fuerte y rápida, comenzó transitar el

camino. Un repentino graznido la acongojó sobremanera; en lo alto

de un árbol, medio escondido entre sombras, un cuervo la observaba

fijamente. Tragó saliva so barrunto de arcada; el sabor de la secreción

bucal era agrio y fuerte, pútrido y viciado. Se repuso del mal trago y

continuó andando. Poco a poco el sendero abandonaba la zona de

árboles esqueléticos y zigzagueaba entre ciénagas bulliciosas. Otra

vez el graznido del cuervo le contrajo el corazón en un puño; ahora

la sobrevolaba cinco metros arriba, como siguiéndola sin perderla de

vista. Bajó la mirada al suelo y observó un cejo blancuzco a ras de

suelo; las ciénagas lo desprendían con cada pompa de lodo que re-

ventaba.

«¡¿Qué lugar es éste?!», se preguntó notando la pulsión del corazón

golpearle el pecho de forma violenta. En ese momento la inquietud

ya la había consumido por completo y se acercaba cada vez más a

una angustia insoportable. Continuamente lanzaba furtivas miradas

atrás; no fuesen a perseguirla como tantas otras veces había ocurrido.

38

De repente, al fondo, divisó una tenue luz en el horizonte. Aceleró el

paso deseosa de abandonar aquella espantadiza lugubriedad. La luz

se fue haciendo más evidente, y en la distancia, la figura de una ciu-

dad en lo alto de una loma emergía conforme se acercaba.

«¡Debo llegar a esa urbe cuanto antes!», se dijo a sí misma, aumen-

tando el ritmo de sus pasos. Por momentos podía escuchar sus pro-

pios jadeos en su interior; algo le decía que debía darse prisa. Co-

menzó a correr sin mirar atrás… pronto se detuvo… el sendero ter-

minaba en la orilla de un caudaloso río. Detenida en la ribera, obser-

vó al otro lado una metrópolis estupendamente diseñada, llena de

hermosas luces y con sonidos que asemejaban a festejos y celebra-

ciones.

«¡La ciudad de la alegría!», pensó.

Perimetró ambos lados buscando un puente por donde pasar; no

divisó ninguno. Decidida, siguió los meandros del río a la izquierda.

«¡En algún lugar debe haber un pasadero para transponer al otro

lado!»

Desde las alturas, el cuervo observaba entre graznido y graznido

cómo Julia, siempre bordeando el margen del agua, llegaba al mismo

lugar de partida por el lado contrario; el ancho río circundaba la ciu-

dad por completo, aislándola y protegiéndola de aquel lugar tan mus-

tio que se extendía hasta perder la vista.

«¡No puede ser!», negó sin entender. «¡Sin pasarela sobre la que

andar!, ¿cómo cruzo para abandonar este lugar?»

Fijó su atención en el recial del río; treinta metros de orilla a orilla

salpicada por caudalosas aguas, destellando reflejos plateados causa y

motivo de la luna creciente. Descartó cruzar a nado.

«¡Seré arrastrada como una hoja de papel!»

De súbito escuchó un sonido tímidamente familiar. Arrugó el en-

trecejo, sorprendida. Alzó la vista y fijó el cuervo que la sobrevolaba;

no dejaba de emitir sonidos por el pico, pero no eran graznidos, sino

el sonido de su móvil; cada vez más alto. Lanzó el brazo fuera de la

39

cama y agarró el celular; a tientas. Entreabrió los ojos y observó un

poco cegada el mensaje de Sara…

—¡Vente cagando leches para la Chana que te van a entrevistar en

cuanto llegues! ¡A mí ya me han cogido para el supermercado!

Julia se incorporó de un salto, encendió la luz y llamó a Sara…

—¿Cómo te ha ido la entrevista? ¿Qué te han preguntado?

—Ha sido muy rápida. Me han preguntado de qué he trabajado

con anterioridad y cuál es mi disposición para el trabajo; en referen-

cia a si estoy casada o con hijos, y si desplazarme resulta un impedi-

mento. Ahí ha sido donde le he hablado de ti. Le he dicho que no

tengo problemas para desplazarme en autobús, pero como están

buscando más mujeres, una amiga que tiene coche necesita del traba-

jo, y me ha sugerido que vengas en seguida. ¡Tía, nos van hacer un

contrato a jornada completa, con derecho a paro y todo!

—¡Eso es fantástico!

—¡Hay más…! Según me ha contado la jefa de personal, este

mismo viernes hemos de realizar el curso de manipuladoras de ali-

mentos… ¡nos lo paga la empresa!

—Eso suponiendo que me cojan.

—¡Pues claro que te van a coger! —clamó Sara—. Has de ser op-

timista y no pesimista. ¡El vaso siempre medio lleno! ¡Vente rápido

que te espero aquí!

—¡No sé dónde está!

—¡No te preocupes! Ahora te mando la ubicación por WhatsApp

y la añades al navegador.

—¡Ok! Me visto y salgo para allá… ¡Gracias!

En cuanto cortó la llamada marcó su muñeca; el reloj de Hello

Kitty señalaba las 10:30.

«¡Qué hartá de dormir! ¿Qué día es hoy para no ir al trabajo?», se

preguntó mientras se vestía. «Mañana no vengas a trabajar - ¡Hugo! -

¿Estás bien? ¿Te ha pasado algo? - ¡Han matado un motorista delante mía! –

40

La pierna amputada por debajo de la rodilla, con músculos y tendo-

nes colgando y la sangre destellando reflejos púrpura.»

En el cuarto de baño se echó abundante agua en el rostro. Por

momentos marcó su reflejo en el cristal, reminiscente…

«¿Qué clase de persona es incapaz de remover en su interior una pizca de em-

patía ante una situación tan dramática y macabra?»

Plegó el entrecejo asociando libre…

«¡Macabra como el escenario del sueño que acabo de soñar… y

dramática por la imposibilidad de cruzar el río! ¿Habrá algún nexo de

unión entre lo de ayer y el sueño? ¡Joder! ¡Me estoy volviendo gilipo-

llas!», negó cerrando los ojos. «¡Me voy con Sara a ver si trinco el tra-

bajo!»

41

8

Por la tarde, Sara y Julia yacían sentadas en la terraza de la cafetería

Sonifran, cerca de la Iglesia. Antiguamente en esa pequeña plaza se

ubicaba el famoso «lavadero», donde la mayoría de las ancianas de

Cúllar Vega aprendieron a lavar a mano, soportando el dolor de sus

dedos morados al contacto con el agua helada.

—¿Qué os pongo? —preguntó Paco, deteniéndose al pie de la

mesa; resultaba ser el dueño de Sonifran.

—Yo quiero un café bombón —pidió Sara.

—A mí me pones una tila doble —musitó Julia, algo melancólica.

—¡Chica! —azuzó Sara—. ¡¿Qué te pasa?! ¡Alégrate que nos han

cogido para el trabajo!

Julia le lanzó un reojo rascándose la cabeza.

«¡¿Qué me pasa?!», pensó. «¡Ayer murió un hombre en mis propias

narices y me siento un monstruo porque ni me inmuté; no sentí na-

da!»

Sara tenía un cuerpo muy atractivo, pelo lacio y moreno, tez clara

y unas gafas que le quedaban bastante bien aunque a veces las susti-

tuía por lentillas.

—Aquí está lo que habéis pedido —soltó Paco sobre la mesa,

mordiéndose la risa—. Café bombón, tila doble, vaso ancho con hie-

lo, vaso estrecho también con hielo, cuchara de plástico, cuchara me-

tálica y pajitas de colores para elegir.

Sara quedó chocada; nadie había pedido vasos con hielo, cucharas

variadas y pajitas de colores. Observó a Julia, que esbozaba una sua-

ve sonrisa mirando al camarero.

—¡Qué quieres! —espetó Paco, encogiendo los hombros y rizán-

dosele el bigote—. Desde que tenías la altura de una bombona de

butano nunca has pedido dos veces la misma cosa. Te traigo un re-

pertorio para que elijas entre un abanico de posibilidades. Jajaja.

42

—¡Gracias Paquito! Déjalo todo mientras me decido —solicitó si-

guiéndole el juego.

—Lo que la señorita Julia mande —reverenció cortés, antes de

marcharse.

—Oye Sara, hay un tema que necesito hablar contigo. En cuanto

empecemos a trabajar juntas, por favor, aplícate con el tema de que-

darte dormida.

—¡No te preocupes! ¡Eso es agua pasada! Además, los trabajos

que siempre he tenido han sido muy malos; contratos de media jor-

nada sin derecho a paro o directamente sin asegurar, y por eso me

daba igual… pero esto es diferente. ¡No te preocupes! ¡No soy tonta!

—¡Vale! Perdona por haber dudado de ti.

Tras de ellas aparecieron Irene y Tomás.

—Hola —saludaron sentándose a la mesa.

—Julia, ¿cómo estás? —preguntó Irene—. Tomás me ha contado

lo de anoche.

—¿Qué pasó anoche? —interrogó Sara, mostrándose sorprendida.

—Una furgoneta salió de la calle de Julia y arroyó un motorista

matándolo en el acto —contó Irene—. Julia lo presenció todo.

—¡¿Llevamos todo el día juntas y no me lo cuentas?! —arengó Sa-

ra, exaltada—. ¡Ahora entiendo tu ánimo a ras de suelo!

—No quiero hablar de eso —salió al paso, negando levemente. Ni

por asomo deseaba contar a nadie una experiencia carente de senti-

mientos—. Nos han cogido a las dos para el supermercado de la

Chana —cambió descaradamente de tema.

Tras un corto silencio…

—¡Me alegro! —aireó Irene—. ¿Cuándo empezáis?

—Este viernes acudimos al curso de manipuladoras de alimentos y

el lunes empezamos a trabajar —respondió Sara, gratificada.

«¡Espero que no se quede mucho dormida!», pensó Irene.

—Ya he hablado con Pablo —pronunció Tomás, mirando a Ju-

lia—. Las sudaderas son quince euros cada una.

43

Ésta asintió agarrando el bolso.

—Treinta euros —le entregó—. Los míos y los de María. Después

hago cuentas yo con ella.

Irene marcó a Julia con un deje disconforme. «¡No aprende!» De-

lante de Sara no quiso pronunciarse, pero para sus adentros vaticinó

lo que habría de pasar. «Conociendo a María, seguro calla un tiempo

a ver si el pago cae en el olvido, y de ser reclamado, lo abonará de

cinco en cinco euros con la esperanza de sólo entregar diez ahorrán-

dose cinco; el caso es aprovecharse rascando algo.»

—¡Vale! —aceptó Tomás, agarrando el dinero—. Esta noche se

los doy y en dos o tres días os entrego las sudaderas.

Julia tomó el móvil en sus manos y le mandó un WhatsApp a Ma-

ría…

—Las sudaderas son quince euros cada una. Ya le he dado el dine-

ro de las dos a Tomás.

—¡Por ahí viene Hugo! —alertó Tomás.

Éste tomó una silla y se sentó junto a Julia, en silencio.

—Menuda cara traes. ¿Qué te ocurre? —curioseó Julia.

—He estado con mi padre en la reunión de la Organización Co-

mún del Mercado. Este año han recortado un setenta por ciento las

ayudas a los agricultores y no podemos sembrar tabaco; no sale ren-

table. La única solución pasa por cultivar cebollas, ajos y espárragos.

Pero hay que esperar unas semanas más. Así que mañana no vamos a

trabajar.

—Por mí no te preocupes que ya he encontrado curro. Sara y yo

vamos a trabajar en un supermercado en la Chana. Empezamos el

lunes.

Hugo marcó repentino a Julia, sorprendido.

—No me mires así que lo hablamos ayer.

—No pensé que te fuese a salir tan rápido.

Julia se encogió de hombros.

44

9

En la plaza de la Constitución, andando, Julia se acercó con par-

simonia al aljibe, de donde en tiempos pasados se abastecían de agua

los habitantes de Cúllar Vega. El enclave resultaba ser una herencia

de los antepasados moriscos del pueblo. Su forma era circular y se

elevaba unos tres metros del suelo. Desde hacía algunas décadas

permanecía completamente cerrada, pero en ese momento la aljibe se

encontraba en obras y rodeada por vallas de seguridad.

«¡Nunca he mirado en su interior!»

Circundó el lugar cerciorándose que no había nadie.

«¡Perfecto!»

Retiró una de las vallas y se acercó mordida de curiosidad. Al

asomarse, un deje chocante contrajo su rostro; todo resultaba color

fosca, no se veía el fondo ni tampoco si al final había agua o con los

años se había secado. Agarró un pequeño guijarro y lo dejó caer;

aguzó su oído unos segundos… nada de nada.

«¡Madre mía que profunda es! ¿Cómo pudieron excavarlo los an-

tepasados sin los medios actuales?», se preguntó dejando reposar su

cuerpo sobre la mezcla de piedra y barro con que estaba construi-

da… de forma inesperada, la débil construcción cedió precipitándola

al interior en caída libre…

«¡Socorrooooo!», gritó sumiéndose en una aterradora oscuridad.

«¡Voy a estrellarme contra el suelo!», pensó de forma premonito-

ria, consumida por la angustia resultante de una certeza inminente…

«¡Noooo!», chilló desesperada incorporándose sobre la cama… ja-

deando… sudando…

«¡Otra vez la maldita pesadilla en la que me estrello! ¿Por qué ten-

go estos sueños?»

Media hora después, sentada en la barra que separaba la cocina del

salón, desayunaba pensando en la suerte de haber encontrado traba-

45

jo. Entre bocado y bocado, se preguntaba cómo sería el curso de

manipuladora de alimentos…

«¿Nos pondrán a cortar carne y limpiar pescado?»

—Buenos días —saludó su madre, renqueante, emergiendo del

pasillo.

—Hola mamá.

—¿A qué hora es lo del cursillo?

—A las ocho y media hemos de estar en la Chana.

Ambas observaron el reloj de pared de la cocina: las 7:55. Julia

quedó pensativa, recordando las palabras de Irene: a ver si Sara no se

queda dormida como acostumbra.

—Prefiero esperar a llegar tarde. Me voy —dijo acabando el café

de un sorbo.

—Suerte hija.

Después de agarrar el coche y callejear por Cúllar Vega, arribó a la

Plaza del Pilar y estacionó junto a Carnicería Aguilar; habían quedado

a las ocho y aún faltaban un par de minutos.

Sara y Julia eran amigas desde párvulos, habiendo coincidido en la

misma clase tanto en primaria como en el instituto. Incluso dos años

atrás, las dos superaron la selectividad para acceder a la universidad,

¡aunque no les sirvió de mucho! Los recortes en educación y una ma-

yor exigencia de requisitos dieron al traste con sus esperanzas de es-

tudiar grados superiores. No obstante, bien era cierto que Julia, poco

a poco, iba aceptando que su madre estaba en razón cuando asegu-

raba que una vez empiezas a trabajar y te ves con dinero, es muy difícil volver a

estudiar. Lo había podido constatar cuando se compró el coche; la le-

tra, el seguro, la gasolina y las revisiones; toda una serie de gastos que

la ataban a trabajar para cubrirlos.

«¡Las 8:00 en punto! – ha ver si Sara no se queda dormida como acostum-

bra - ¡¿No será verdad que el primer día…?!»

Empezó a impacientarse, fijando su atención en la esquina por la

que habría de aparecer de un segundo a otro. Las 8:01. Aquel minuto

46

le pareció eterno. Apretó el mentón y frisó los labios al interior. Con

un rápido parpadeo marcó el móvil con la intención de llamarla. No

se lo pensó; lo agarró y buscó en la agenda de contactos.

«¡Malamente empezamos!»

Sara emergió de la esquina con una sonrisa…

«¡Menos mal que no la he llamado!»

Soltó el móvil dándose cuenta que las palabras de Irene habían ac-

tuado cómo un virus informático; introducida la cepa en su pensa-

miento, bastaba un minuto de retraso de Sara para que la infección se

extendiera en forma de súbita desconfianza.

«¡Todo el mundo tiene el derecho de equivocarse y la obligación

de rectificar!»

—¡Buenos días! —saludó entrando en el coche.

—Buenos días, Sara.

—¡Vamos a demostrarles a esa gente del cursillo que los alimentos

son lo nuestro! —proclamó efusiva, colocándose el cinturón de se-

guridad.

—¡Cómo te has levantado hoy, ¿no?!

—¡Pues sí! He pensado que esta noche, como es viernes, podía-

mos salir todos juntos y celebrar nuestro nuevo trabajo.

—Me parece buena idea. ¡Pero salimos en Cúllar!, que sino no

puedo beber para coger el coche. ¡A ver si os sacáis alguna el carnet!

—Yo ya lo he pensado. En cuanto cobre el primer mes me apunto

a la autoescuela. ¡El coche es libertad!

—¡Y también independencia! —añadió Julia.

—En cuanto salgamos del cursillo avisamos a María e Irene para

salir esta noche.

—¡Hablando de avisar…! —recordó Julia—. He de llamar a Olvi-

do, concejala de cultura, educación y bienestar social. En el super-

mercado vamos a trabajar los sábados y ya no voy a poderla ayudar

en el banco de alimentos.

—¿Aún sigues de voluntaria?

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—¡Pues claro!

—A mí no me han hablado bien del banco de alimentos. He escu-

chado que dan algunas cosas podridas o caducadas.

—¡Eso no es verdad! —respondió enérgica—. Lo que pasa es que

hay gente que no es capaz de tragarse el orgullo y admitir que está

necesitada, y prefieren contar mentiras antes que reconocer que no

van porque les da vergüenza. ¡Ayudamos a muchas familias y son

pocos los que advierten el bien común que se realiza!

48

10

Ya por la noche, todo el grupo de amigos se juntó en Jarana, el

pub de copas de moda en Cúllar Vega.

En la barra, María y Julia pedían de beber, mientras que Irene y

Sara las esperaban al centro, bailando.

—¡A este cubata invito yo! —le dijo María a Julia, haciéndole un

gesto para que guardase el monedero y reclamando la atención de

Estefanía; camarera de Jarana.

—¡Gracias! —respondió condescendiente.

Junto a ellas, escorados en una esquina, se encontraban Hugo,

Tomás, Juan y Andrés. Los cuatro en conversación comentaban la

cercanía de la Semana Santa, y por supuesto, planeaban una de las

tradiciones más excitantes de Cúllar Vega: la noche de las macetas.

Esta antiquísima tradición, ubicada en vísperas del Domingo de

Resurrección, representa para jóvenes y no tan jóvenes la adrenalina

de la emoción. El ritual manda que todo mozo dispuesto a cortejar a

su amada, ha de robar de madrugada una maceta en algún patio del

pueblo, para después, colocarla en la puerta de la casa de su preten-

dida… tocar el timbre repetidamente… y salir pitando. En condicio-

nes normales, el padre de la muchacha, que sabe sobradamente de la

tradición, abre la puerta e introduce la maceta para su hija dando por

recibido el mensaje de cortejo (la mayoría de las veces los padres no

saben quién es el pretendiente). Y aquí empieza el «juego». A veces

ocurre que una misma chica es pretendida por varios jóvenes, y al

despertar con las primeras luces del alba, encuentra a su padre con

ojeras y el pasillo de entrada lleno de macetas; motivo de orgullo para

ella y sus progenitores. Otras veces, tristemente, la muchacha se le-

vanta y no le han dejado ninguna maceta, lo cual implica que ningún

amor le ronda cerca… ¡o no! Quizás sólo se trate de un malentendi-

do producido por la pillería y el descuido. Suele pasar que algún in-

49

teresado, habiendo dejado la maceta en la puerta de la chica de sus

sueños, tocado el timbre y marchado corriendo, otro más pillo apro-

vecha para acercarse veloz y robar la maceta robada.

«¡El que roba a un ladrón tiene cien años de perdón!»

Obviamente, en una noche impregnada por la magia del senti-

miento, también hay cabida para su aspecto más negativo, pues

siempre aparece algún despechado, que por despecho, despacha a su

antiguo amor colocándole en la puerta bolsas de basura previamente

sustraídas de algún contenedor.

—Ya le he echado el ojo a una maceta bien bonita —comentó

Hugo a sus compañeros—. Se trata de un hermoso gladiolo. Lo ten-

dré vigilado no vaya a ser que alguno se me adelante. ¡A Julia le va a

encantar!

—¡Eso si no deciden retirarlas antes que llegue la noche de las mace-

tas! —repuso Juan—. La gente del pueblo sabe de la tradición y las

ocultan varios días antes para que no se las roben.

—Eso ya lo he previsto —argumentó Hugo—. El gladiolo está en

las urbanizaciones nuevas, donde aún no saben de la tradición del

pueblo.

—El año pasado ya tuvimos que recurrir a las urbanizaciones nue-

vas —recordó Tomás—, porque aquí es poco probable que algún

patio las mantenga a la vista. ¡Aún falta una semana y algunas casas

ya las han retirado!

—Juan —pronunció Hugo—. ¿A quién le vas a poner maceta?

—Este año no le voy a poner a nadie —aseveró firme—. Aún

tengo grabado el recuerdo del año pasado, cuando se la puse a María

y al final me estampé pretendiéndola. Este año no me apetece arries-

garme con ninguna. ¡Eso sí!, la noche de las macetas es para vivirla y dis-

frutarla, y como lo más emocionante es robarlas, te acompaño y te

ayudo a robar la de Julia.

—¡A robarla y a vigilar mientras la coloco! No quiero que me pase

lo que hace dos años, cuando solté la maceta y mientras corría algún

50

capullo hijo de su madre se la llevó y ni me enteré. ¿Y tú? —

preguntó Hugo, mirando a Andrés—. ¿A quién le vas a poner mace-

ta?

Juan, situado entre ambos, de súbito recordó que Hugo aún anda-

ba receloso con Andrés por su antaña intención de pretender a Julia,

motivo por el cual aquella pregunta le resultó puntillosa.

—Yo tampoco le voy a colocar ninguna maceta a nadie —

respondió Andrés, al margen de la intencionalidad de la pregunta.

—¡Pues ayúdame a robar la de Irene! —solicitó Tomás.

—De acuerdo —aceptó Andrés.

A escasos metros de la barra, las chicas bailoteaban en la pista in-

tercambiando conversaciones entre ellas…

—Este miércoles es la procesión del Cristo de los Gitanos —

informó María.

—¡Qué suerte que empezamos a trabajar en turno de mañanas, así

podremos ir a verla! —se alegró Sara.

—¡Decidido! —confirmó Julia—. El Miércoles Santo nos vamos

las cuatro de procesiones.

—¿Cómo os ha ido el cursillo de manipuladoras? —se interesó

Irene.

—¡Ha sido pan comido! —respondió Julia—. Este trabajo me

viene como anillo al dedo. ¡Aunque yo hubiese preferido trabajar en

una tienda de moda, como tú!, pero no me voy a quejar.

—Julia —solicitó María—. Vamos que te invito a un cubata.

—De acuerdo —aceptó marchando con ella.

—Dos Brugal Cola por favor —pidió María, reclamando nueva-

mente a Estefanía.

—Necesito comprarme unas botas de corte militar para los petar-

dos, ¿tú sabes de alguna tienda en Granada? —le preguntó Julia a

María; ésta la miró extrañada.

—¿No te dio unas tu padre el año pasado? —recordó.

51

—Sí, unas de seguridad con chapa en la suela, pero al rato de pisar

petardos la chapa se puso al rojo vivo y casi me quemo los pies.

—Yo sé de una tienda en Granada donde las venden sin chapa. Si

quieres te acompaño.

—Me vendría fenomenal. ¿Qué haces mañana?

—¡Acompañarte a Granada! —afirmó María, angulando las cejas;

ambas se rieron a duo—. Recógeme en mi casa a partir de las cinco,

no tienes ni que avisarme.

La puerta de Jarana se abrió y penetró un nutrido grupo de culle-

ros; Pablo, Iván, Churri, Loro, Siamoto y Carilla. Se acercaron a la

barra y se colocaron junto a María y Julia.

—¿Cómo estás, Julia? —se interesó Loro, recordando el accidente

del motorista.

—Ya estoy mejor. La impresión fue muy fuerte; pero más tranqui-

la. Gracias.

—¡Oye Loro —se entrometió María—, hay una cosa que me in-

triga desde hace tiempo y quiero saberla! ¿Cómo se llama en verdad

Siamoto?

—Jose Antonio.

—¿Y por qué le llaman Siamoto?

Loro no pudo evitar reírse, y contó…

—Hace unos años, Jose Antonio quería una moto por navidad,

más concretamente una Zip refrigerada por agua. Durante mucho

tiempo estuvo calentándoles la cabeza a sus padres con el deseo de

una moto Zip, y cuando llegó navidad, los padres, sin decirle nada

para darle una sorpresa, fueron a comprársela. ¡Y vaya si le dieron la

sorpresa! Él quería una moto Zip, que vale un dinero y estaba muy

de moda, pero los padres encontraron una muy baratica de la marca

Siamoto… ¡qué nada tiene que ver con una moto Zip, sólo que el

nombre se le parece a la inversa! ¡Y se la compraron! Aquella navidad

los reyes magos no sólo le trajeron una Siamoto, también le regala-

ron el mote de por vida.

52

Los tres carcajearon mordidos de risa. Acto seguido, Julia y María

regresaron donde Sara e Irene…

—¡Mira! ¡Mira! —señaló María la puerta de los servicios, con ojos

como platos—. ¡Qué bueno está el «cachas» ese! ¿Lo conoces?

Julia negó observándolo…

«¡Es guapo, pero no me gustan tan musculosos!»

María se colocó cerca del «cachas» y comenzó a bailar lanzándole

miradas picantes; siempre había sido muy echada “pa´ lante” a la ho-

ra de cazar algún chico.

Junto a Julia pasó Inma, la antigua novia de Tomás; se saludaron

con la mirada. De forma automática Irene la marcó indiferente…

—¿Aún no te hablas con ella? —indagó Julia, acercándose.

—No.

—Antes erais amigas.

—Tomás no quiere que me hable con ella. Dice que me deja si lo

hago.

—¿Por…? —resbaló sorprendida; no lo sabía.

—¡No lo sé! —reconoció Irene—. Aunque me lo imagino. O no

quiere que me entere de algo que tiene callado, o algo que me ha

contado de una manera resulta que es justo al contrario y de igual

manera no quiere que me entere. Lo único que sé es que Tomás me

oculta algo.

—¡¿Y no te carcomes por dentro?!

—A veces es mejor no saber.

En ese momento Julia no supo si darle la razón o quitársela.

El Dj pinchó una de las canciones de moda, y de inmediato, Sara

reclamó la atención de Julia para bailarla oficialmente como «compa-

ñeras de trabajo». Ambas disfrutaban del momento con movimientos

coquetos y sensuales. De repente, Julia sintió una fuerte aprehensión;

como una especie de intuición extrasensorial que la alertaba de al-

guien avizorándola fijamente. Perimetró el local buscando el origen

de la sensación, marcando con rápidos parpadeos cuantos rostros al-

53

canzaba a distinguir, y preguntándose de dónde provenía esa sacudi-

da tan fuertemente definida.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Sara, extrañada por su rictus in-

trigado y sus convulsos golpes de vista.

—¡Nada! ¡Tonterías mías! —salió al paso, volviendo en sí.

Sara se desplazó a la derecha, y, tras ella, Julia encontró lo que

buscaba. Al otro lado del local, tras decenas de personas bailando sin

control, se erguía un joven vestido impecable; de pelo oscuro; mirada

encantadora; cabeza levemente ladeada y una sutil sonrisa dibujada

en sus labios. Sus miradas se cruzaron enganchándose al momento,

como si se conociesen de toda la vida.

«¡¿Quién es?! ¡¿Por qué me mira así?!»

Mientras se preguntaba esto, se advirtió a sí misma relajada; la mi-

rada del descocido no resultaba perniciosa, al contrario, emanaba una

tranquilidad que lejos de amedrentarla la apaciguaba.

—¿A quién miras tan detenidamente? —le preguntó Irene, extra-

ñada por su quietud y su vista perdida.

—¡Aquél joven no deja de mirarme! —respondió haciendo un ges-

to con la cabeza, volviendo a posar sus ojos azules en el muchacho

impecable; éste sonrió aún más descaradamente.

—¿Qué joven? —interrogó Irene, sin ver a nadie.

—¡Aquél que hay allí! —insistió Julia, señalando con el brazo.

—¡Allí no hay nadie!

«¡¿Cómo qué no?!»

Julia marcó a Irene, sorprendida, y de inmediato volvió a fijar su

atención en… un deje chocante la dejó cuajada… no había nadie. De

forma espasmódica escaneó rostros a gogo… nada de nada.

«¡¿Qué está pasando aquí?!»

—No bebas más en un rato —aconsejó Irene, quitándole el vaso

de las manos.

Julia la miró extrañada, preguntándose si su mente la estaba trai-

cionando o realmente estaba demasiado bebida.

54

11

Al día siguiente, por la tarde, Julia agarró el coche para recoger a

María e ir a Granada; como habían quedado la noche anterior. Sinto-

nizó radio Cúllar y Jose Luis, el locutor del pueblo, anunció la can-

ción Quiero pensar que…, del grupo local ROKEN; Julia subió el volu-

men del sonido…

Yo no sé dónde se apagará mi luz,

ahora sé que vives en mi corazón,

y el recuerdo es dolor.

Al pasar por la plaza de la Iglesia se detuvo en seco; una furgoneta

y un coche detenidos a la misma altura cortaban el paso. Sin bajar el

volumen de la música, leyó la rotulación impresa en la parte trasera

de la furgoneta; pintura y decoración Astur.

«¡El Asturiano! ¡El único pintor de la comarca con el que la crisis

no puede! ¡Por algo será!»

Una fuerte sacudida le provocó aprehensión.

«¡Es la misma sensación que tuve anoche en Jarana!»

De rebato lanzó una mirada a la plaza de la Iglesia. De pie al cen-

tro, sobre el enorme escudo del pueblo dibujado en granito pulido,

yacía el joven de estilo impecable que en Jarana la miraba como si la

conociese. Su semblante resultaba tranquilo y extrañamente distraí-

do. Con la cabeza daleada al alza observaba la copa de los árboles,

mientras que un pajarillo, revoloteando cerca, se posó en su hombro.

«Emana una tranquilidad inexplicable», pensó sorprendida.

El muchacho la miró como si en la distancia hubiese podido leerle

el pensamiento; de nuevo sus miradas se cruzaron atrapadas magné-

ticas.

«¡¿Quién diantres es?!»

55

Todo se detuvo de asueto; pareciese que Dios había activado el

modo pausa en la película de la vida. Ambos quedaron atrancados en

una observancia mutua.

«¿Por qué me mira como si fuese capaz de penetrar en mis hondu-

ras?»

El potente sonido de un claxon reactivó el curso normal del mo-

mento presente. Miró al frente; Astur ya no estaba, ahora era ella la

que obstaculizaba la circulación. Metió primera y lanzó un furtivo

reojo al escudo de granito; el muchacho impecable había desapareci-

do. Resopló chocada… al momento sobresaltada… el vehículo de

atrás andaba con prisa y tocaba el claxon de forma estridente.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —se quejó acelerando.

Cien metros adelante estacionó frente Asesoría JMA, de Jorge Re-

yes. Andando recorrió los escasos treinta metros que la separaban del

bloque de María. Pulsó el portero automático.

—¿Quién es? —se escuchó por el altavoz.

—Soy Julia. ¿Está María?

—Mi hija no está. Hace como una hora que se fue.

—Vale. Gracias —concluyó respetuosa.

Regresó al coche, rememorando: recógeme en mi casa a partir de las cin-

co, no tienes ni que avisarme.

«¿Le habrá surgido algo inaplazable? ¡Ja! Conociendo a María no

es así. No es la primera vez que se quita de en medio porque le ha sa-

lido un plan mejor.»

Tomó el móvil y le mandó un WhatsApp…

—¿Dónde estás? He venido a recogerte como acordamos.

María no tardó mucho en responder…

—Lo siento tía. Se me ha olvidado por completo. Estoy en el

gimnasio Cuerpo y Mente de tu prima Bea. Avisame el martes y te

acompaño.

—Vale. No pasa nada. El martes nos vemos —respondió resigna-

da.

56

12

26 de Marzo, martes de Semana Santa. Julia se despertó cinco mi-

nutos antes que tocase el despertador Por alguna extraña razón que

no atinaba a entender, rara vez le saltaba la alarma. Entre bostezos y

estiramientos, entró en el servicio. Con el rostro empapado recordó

lo novedoso del día anterior; la experiencia del primer día de trabajo

había resultado vivificadora. El puesto ocupado, reponedora de mer-

cancías, no resultaba muy sacrificado, aunque comparándolo con el

campo nada era sacrificado. Estaba encantada con trabajar de cara al

público, con nuevos compañeros, a cubierto de la intemperie y con el

recuerdo placentero de aspirar profundo con una sonrisa en el ros-

tro.

«¡Qué bien me ha sentado el cambio!»

Volvió al dormitorio y se enfundó el traje proporcionado por el

supermercado; zapatos negros, pantalones rojos, camisa blanca y jer-

sey rojiblanco a rayas. Ya en la cocina se preparó un café y una tosta-

da de tomate con aceite…

«¡Tengo ganas de trabajar!»

Con renovada vitalidad partió en busca de Sara.

Al llegar a la plaza del Pilar, se hizo a un lado y ojeó la hora: 6:25.

Apagó el motor y esperó que diesen las y 30… y 33… y 36… ¿y

dónde está Sara? ¡Joder! ¡Vamos a llegar tarde! Tomó el móvil y lla-

mó… un toque, dos, tres… se cortó la llamada. Retiró el móvil y ob-

servó la pantalla, pensativa…

«¡¿Estará a punto de salir o se habrá despertado sobresaltada?! Lo

sabré dependiendo del tiempo que tarde en salir.»

Clavó la mirada en la esquina, impaciente por verla y nerviosa

porque el tiempo se echaba encima. Y 37… y 38… y 39… ¡Mierda!

¡Se ha quedado dormida! ¡No me lo puedo creer!

Sara apareció corriendo con la cara hinchada…

57

—¡Lo siento! ¡Lo siento! —se excusó entrando veloz—. ¡Es que

mi madre pensó ayer que la ropa era para lavarla y la metió en el ces-

to de la ropa sucia! ¡Me he vuelto loca buscándola! ¡Si hasta la he te-

nido que despertar para que me dijese dónde estaba!

—¡Joder, Sara! ¡Sólo llevamos dos días trabajando!

—¡Qué no me he quedado dormida! —gritó montando en cólera.

—¡Yo no he dicho eso! —replicó molesta.

—¡Pero lo has pensado! —contrarreplicó violentada.

Julia guardó silencio, mitad concentrada en una rápida conducción

y mitad enconada porque a todas luces la salida de tono de Sara la

delataba. En ese momento varios recuerdos accedieron a su pensa-

miento: Sara tiene fama de quedarse dormida cada dos por tres, por eso no bus-

ca trabajo en Cúllar — Oye Sara, aplícate con el tema de quedarte dormida —

¡No te preocupes! ¡No soy tonta! Y seguido enlazó con el recuerdo de lo

que tantas veces le había dicho su tío Tato: las personas gritan mentiras y

montan en cólera para ocultar la verdad.

«No hay margen de error; se ha quedado dormida el segundo día

de trabajo.»

El rostro iluminado con el que se había levantado dio paso a un

rictus con presagio de tormenta…

«En adelante las mañanas ya no van a ser tan placenteras; nubes de

desconfianza han llegado para quedarse.»

58

13

Ese mismo día, por la tarde, después de dormir la siesta, Julia se

vistió dispuesta a desplazarse a Granada para hacerse con las botas

de corte militar.

«¿Me acompañará María o se le habrá olvidado otra vez?»

Le envió un WhatsApp…

—¿Dónde estás? ¿Me vas a llevar a la tienda de las botas?

Quedó observante de la pantalla…

Una rayita; enviado.

Dos rayitas; recibido.

En línea; ya lo está leyendo.

Última vez hoy a las 17:35; «¿por qué no contesta? ¡Joder! ¡Con esta

tía siempre es lo mismo! ¡Cuando le hace falta algo bien que recurre a

mí, pero cuando me hace falta a mí…! Negó apretando el mentón.

Le escribió un WhatsApp a Irene…

—¿Me acompañas a Granada de compras?

—Lo siento pero estoy con mi suegra.

Seguido le escribió a Hugo…

—¿Cariño qué haces? ¿Me acompañas a Granada de compras?

—Ahora no puedo, estoy liando petardos con Juan.

«¡Si fuese al revés soltaba los petardos y se iba con Juan! ¡Yo no sé

para qué le pregunto… todo es más importante que yo!»

Sentada sobre el colchón resopló cavilante. Pensó en Sara, pero

después de quedarse dormida por la mañana, ¡el segundo día de tra-

bajo!, no le apetecía verla. ¡No te preocupes! ¡Eso es agua pasada! ¡No soy

tonta! —imitó en voz baja en forma despectiva—. Y en menos de

una semana se parte la cara a sí misma.

Empezó a incomodarse. Resopló otra vez… y otra. Una creciente

inquietud que degeneró en angustia se apoderó de ella. Sentíase mo-

ralmente sola a pesar de estar rodeada de muchos. ¡Le daban ganas

59

de mandarlo «to´» a tomar por culo! Su rostro compungido presagia-

ba derramamiento de pena; comenzó a llorar; borbotándole cada lá-

grima desde su más profunda soledad interior. Con la vista deforma-

da por culpa de esa terrible sensación de estar perdida y sin rumbo,

fijó su atención en la repisa de la pared. Así permaneció unos segun-

dos, observante de la estatuilla de escayola pintada a mano de Juana

de Arco, con su espada blandida al aire y a lomos de un precioso

corcel blanco elevado sobre dos patas; era su heroína de la infancia.

«¡Ella tiene todo lo que a mí me falta!»

Agachó cabeza negando inconvencida; la ansiedad se revelaba en

forma de continuos suspiros buscando la manera de ser calmada.

«¡No quiero sentirme así! ¡¿Qué puedo hacer para desprenderme

de esta pena que llaga mi interior?!»

Un potente recuerdo ocupó por completo el espacio: ¡¿Qué me pa-

sa?! —se preguntó con la pierna amputada entre sus manos—. ¿Acaso esto me

place tanto como para reportarme sosiego?

«¿Cómo fue que aquello me tranquilizó?»

Observó el portátil sobre el escritorio sopesando una macabra po-

sibilidad.

«¡¿Qué locura es ésta?!»

Reprimió el impulso realizando el esfuerzo de pensar en otra cosa;

fue imposible; sólo consiguió agravar su estado anímico. El choque

resultante de una pasión irracional que accede a la consciencia siem-

pre resulta turbador.

«¡¿Quién coño soy yo?!»

Incapaz de escapar de las leyes que gobiernan nuestros actos desde

el subconsciente, se sentó en el escritorio y prendió el portátil. Al

momento tecleó en el buscador: mutilación, desmembramiento y ampu-

tación.

En pocos segundos aparecieron en la pantalla decenas de páginas

relacionadas con accidentes y muertes. Deslizó su dedo por el ratón

táctil, haciendo moverse la flecha hasta colocarla en imágenes. Pulsó

60

doble y la pantalla se llenó de fotografías espeluznante; accidentes

mortales de tráfico con cadáveres esparcidos, muchos de ellos muti-

lados y desmembrados. Imagen por imagen pinchaba zoom para

agrandarlas, centrando su atención en los miembros separados de los

fallecidos.

Dejó de llorar.

Piernas partidas donde los huesos aparecen por entre la carne; ro-

dillas dislocadas con la rótula completamente salida de lugar; brazos

arrancados de cuajo con la musculatura colgando y alguna que otra

macabra decapitación. Foto por foto miraba las escenas llegando in-

cluso a tocar la pantalla, como queriendo desvelar qué había pasado

con esa pierna, ese brazo o ese cuerpo.

«¡¿Cómo es posible?!», se preguntó sosegada; la ansiedad había

desaparecido y la angustia que la devoraba se había consumido a sí

misma.

«¡Si alguien se entera que semejante necrofilia me calma por com-

pleto querré morirme en el acto!»

Cerró los ojos y respiró profundo, pero no de ansiedad; se congra-

tuló al percibir el cosquilleo peciolado de sus pulmones hinchados.

De nuevo fijó su atención en la foto del portátil y se acercó curiosa;

la rodilla del accidentado yacía completamente destrozada, la rótula

fuera de sí y ligamentos y meniscos destruidos; el rostro de la víctima

dibujaba un dolor insoportable.

—¡¿Qué estás mirando?! —escuchó decir a su madre en tono in-

quieto.

Julia respingó atrás; estaba tan absorta que no la había escuchado

entrar.

—¡Nada! —extravió tapando el portátil con su cuerpo. Su rostro

sorpresivo y su conducta ocultadora acentuaron la desconfianza de

su madre; era evidente que había sido pillada in fraganti.

61

—¡¿Cómo que nada?! —la hizo a un lado; observando horrorizada

multitud de imágenes escalofriantes. De inmediato le posó una mira-

da aterrada—. ¿Qué haces viendo esto?

Julia agachó cabeza, avergonzada; en un pis pas la tranquilidad se

evaporó dando paso al nerviosismo.

—¿Qué ocurre? —preguntó su padre, entrando en la habitación…

quedó chocado al divisar las imágenes—. ¡Qué mierda es eso!

«¡Tierra trágame!»

—¡¿Que qué haces viendo esas cosas?! —voceó acercándose al es-

critorio. Desconectó el cable de alimentación y se llevó el portátil.

—¡Ya hablaremos! —aplazó la madre, saliendo del dormitorio sin

saber muy bien qué hacer.

Julia quedó atrancada en nervios…

«¡Todo me pasa a mí! ¡Vaya mierda de vida!»

Decaída, salió de su casa y atravesó Cúllar, andando. Por el ca-

mino no dejaba de tribular…

«¿Qué estarán pensando mis padres de mí? ¡Qué van a pensar, que

soy una depravada! ¡Menos mal que no visto estilo gótico como mi

prima Lourdes, sino pensaría que estoy en una secta satánica o algo

así! ¿Por qué me calma ver esas fotos? ¿Qué clase de accidente habrá

tenido ese hombre para destrozarse la rodilla? ¿Podrán reconstruírse-

la? ¿Cómo encajará todo después del destrozo que se ha ocasiona-

do?», caviló recreando en su memoria las imágenes observadas.

Antes de llegar a la plaza del Pilar, junto a la cafetería Boulevar, en-

tró en la tienda de calzado Cálzate…

—Hola Paqui.

—Hola Julia. ¿Qué te hace falta?

—Necesito unas botas para los pisar petardos, pero que no tengan

suela de chapa, que cuando se calientan me queman los pies.

—Ese tipo de botas no las tengo en stock, pero te las puedo traer

para mañana por la tarde. ¿Te las pido?

—Sí, por favor. Mañana me paso sobre esta hora.

62

—De acuerdo —aceptó Paqui, resbalando una mirada de intri-

ga—. ¿Te ocurre algo?

—¿Por qué lo preguntas? —cuestionó sorpresiva.

—No sé. Normalmente eres muy inquieta y activa, pero te noto

relajada de más… y eso es extraño en ti.

«¡Pensar en imágenes macabras me tranquiliza al punto que me lo

notan!», advirtió sorprendida.

—Es que me acabo de levantar de la siesta —salió al paso con una

sonrisa—. Hasta mañana Paqui.

—Hasta mañana Julia.

Nada más salir, recibió un WhatsApp; era Tomás…

—Ya tengo las sudaderas. Pasaos por el piso cuando queráis.

Casi sin tiempo a responder, recibió otro WhatsApp; era María…

—Tía, acabo de ver que me habías escrito. ¿Estás en Granada?

Tomás ya tiene las sudaderas. Voy a su casa a recogerlas.

«¡¿Cómo puede tener la cara tan dura?!», ponderó enrabietada y

sorprendida. «Hace una hora no me contesta y ahora me sale con que

acaba de leerlo… ¡Claro, la sudadera sí le interesa! ¡Qué asco!»

Seguido le escribió a Tomás…

—Mañana me pasaré a recoger la mía.

«Así no tendré que cruzarme con María; no me apetece verla.»

Tomás le respondió…

—Julia, soy Irene —escribió a través del móvil de su novio—.

Mañana es la procesión del Cristo de los Gitanos. A las ocho nos

vamos para pillar sitio en el Paseo de los Tristes.

«¡Mierda! Se me había olvidado que habíamos quedado las cuatro

para verla. No me apetece ir ni con Sara ni con María, ¡pero claro!, si

me voy a solas con Irene se van a enfadar, y si decido no ir el pato lo

paga Irene que no tiene culpa ni coche… ¡Como siempre me toca

joderme! ¡Qué agobio! Me voy a la tienda de Encarna a comprarme

algo de lencería para subirme la moral…»

63

14

Miércoles de Semana Santa. Cuando el sol del ocaso se desploma-

ba sobre el horizonte, Tomás y Andrés se dispusieron a liar petardos

en casa del primero.

Los petardos son del tipo Tró de Bac, fabricados en Altura, Caste-

llón. Son un poco más pequeños que el dedo gordo de la mano, lia-

dos en papel marrón prensado y rellenos de pólvora y chinos.

Andrés se inclinó a la derecha y metió la mano en una bolsa; sus-

trajo dos rollos de cinta aislante negra y le entregó uno a Tomás.

Sentados frente a frente, cogían petardo por petardo y los encintaban

a lo largo y a lo ancho; estirando la cinta para ejercer la mayor pre-

sión posible. El ritual de liar petardos no es estrictamente necesario;

de hecho la mayoría de los culleros petarderos no se entretienen en liar-

los, pero Tomás y Andrés no perdían la costumbre más por el rato

que pasaban juntos que porque los petardos sonasen más al reventar.

Tocaron el timbre y Tomás abrió la puerta…

—Hola Tomás —saludó el alcalde de Cúllar Vega.

—Pasa Jorge. Enseguida te doy el DVD que te dije.

Ambos accedieron al salón.

—¡A ti te quería yo ver! —espetó Andrés, dándole la mano a Jor-

ge—. ¿Qué es eso de que nos quieren quitar los petardos? ¿Cómo va

a ser eso?

—¡Aquí tienes el DVD con videos de los petardos de hace veinte

años! —entregó Tomás a Jorge.

—Gracias, nos va a venir muy bien para el dosier que estamos

preparando en el Ayuntamiento.

—¡¿Entonces es verdad que nos quieren quitar los petardos?! —

insistió Andrés.

—No es que nos los quieran quitar exactamente —contó Jorge—.

Lo que pasa es que la nueva normativa europea sobre explosivos ca-

64

taloga los Tró de Bac como peligrosos en su transporte. Estos petar-

dos explotan por impacto —dijo cogiendo uno—, y si el medio de

trasporte tiene un accidente, se lia la de San Quintín.

—¡¿Entonces a partir del año que viene ya no hay más?! —

preguntó Andrés, inquieto.

—Tranquilo, ya está casi solucionado. Me he puesto en contacto

con asociaciones valencianas, que tienen más tradición en el uso del

Tró de Bac, y el Ministerio de Energía e Industria, que es el que auto-

riza el uso de los explosivos, ha confeccionado una salvedad para su

utilización reuniendo ciertos requisitos de seguridad. El único incon-

veniente es que en Andalucía somos el único pueblo que utiliza este

tipo de petardo, ¡y claro!, para agarrarnos a la salvedad valenciana,

hay que cambiar la normativa sobre explosivos de toda la comunidad

andaluza. ¡Imagínate!, me he reunido con diferentes delegaciones y

no saben de qué hablo; ¡no tienen ni idea! Por eso en el Ayuntamien-

to estamos preparando un amplio dosier compuesto por firmas, fo-

tos, videos y libros que hablan de nuestra tradición —dijo mostrando

el DVD que le había entregado Tomás—, para presentarlo en Sevilla

y obtener los permisos necesarios.

—¡Menudo lio! —soltó Andrés.

—¡Me lo dices o me lo cuentas…! —reseñó Jorge, pensando en

todo cuanto estaba meneando al respecto; se puso en pie—. Os dejo

que he quedado con mi novia Eva. Gracias por el DVD. Nos vemos

en los petardos.

—Hasta luego Jorge —se despidieron ambos.

Tras cerrar la puerta…

—¿Dónde está Irene? —preguntó Andrés.

—Se ha marchado con Julia, María y Sara a Granada. Van a ver la

procesión del Cristo los Gitanos en el Albaicín.

—¿Qué vamos a hacer el sábado por la noche? —preguntó To-

más.

—¿El sábado…? Robar macetas, ¿no?

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—Me refiero a si vamos a salir a tomarnos algo antes de marchar a

robarlas.

—Lo siento pero no puedo gastar más de lo necesario. En cuanto

pase la Semana Santa voy a retomar los estudios.

Tomás lo miró sorprendido.

—¿Vas a volver a estudiar?

—Sí. He ahorrado un dinero y mis padres me van a ayudar con el

resto.

—¿Qué tienes pensado hacer?

—Me gustaría estudiar medicina. Aquí en Granada tenemos el

Parque Tecnológico de la Salud (PTS). Es de los más avanzados del

mundo y quiero aprovechar para formarme.

—Te alabo la decisión, porque con la crisis que hay sólo queda

formarse en alguna especialidad. Por cierto, por qué has dicho que el

sábado vamos a robar macetas en plural; creí que no le ibas a poner

maceta a nadie y que sólo me ibas acompañar a robar la de Irene.

—El sábado en Jarana mentí —reconoció Andrés—. Hugo se cree

que soy tonto y no me doy cuenta de las cosas. Hace tiempo que no

está bien con Julia, ¡y no es culpa mía! Dije que no iba a poner mace-

ta a nadie porque era la mejor respuesta a su pregunta maliciosa, pero

me dio mucho coraje, porque desde que son novios no pululo alre-

dedor de Julia, y como ahora la cosa entre ambos está tensa, preten-

de pagarla conmigo. Pues te aseguro que ahora va a tener motivos…

—¿Por qué lo dices?

—Porque ya que me mira mal aun sin hacer nada, ahora voy a ha-

cer algo para que al menos tenga motivos para mirarme mal.

—¿Qué tienes pensado hacer? —curioseó Tomás.

—Este sábado es la noche de las macetas, y te aseguro que la maceta

que le voy a preparar a Julia no tiene ni punto de comparación con el

gladiolo que le quiere presentar Hugo.

—¿Y si se entera que has sido tú?

66

—No se va a enterar; no lo sabe nadie salvo tú… y que conste que

te lo cuento porque vamos a salir juntos.

—Gracias por la parte que me toca —ironizó Tomás—. Que se-

pas que a mi Hugo ni me cae bien ni me cae mal, pero Irene y Julia

están muy unidas y por eso lo trato más.

—Lo sé. Y no es que no confíe en ti. Pero esto cuantos menos lo

sepan mejor. Si Hugo quiere dar por culo… yo también sé dar.

—Sí. Sí. Pero cuando se entere que alguien más le ha puesto ma-

ceta a Julia, va a pensar en ti.

—¡Qué piense lo que quiera! ¡No puede demostrarlo!

67

15

5:50 de la madrugada del Sábado Santo. Julia se despertó antes que

tocase el despertador. Engurruñida entre sabanas, receló del día que

comenzaba…

«¿Se quedará Sara dormida? Hoy no espero tanto para llamarla. ¡Es

que no debería de llamarla, es su responsabilidad levantarse y no la

mía despertarla! ¡Joder! ¡Aún no he encendido la luz y ya me estoy

calentando la cabeza! ¿Por qué siempre me pasan estas cosas a mí?»

Encendió la luz negando trémula.

Las calles del pueblo, iluminadas por farolas, yacían solitarias. Al

pasar por la plaza de la Iglesia fijó su atención en el banco más cer-

cano a la fuente; algunos jóvenes del pueblo echaban las últimas risas

de una noche de juerga.

«¡Unos que no se acuestan y otras que no se levantan! ¡El mundo

se mueve bajo extremos! ¿Así va a ser en adelante? ¡¿Quedándose

dormida dos veces por semana?! ¡Un momento, Julia!», se frenó a sí

misma. «¡Tu rabia te está jugando una mala pasada! ¡Aún no has lle-

gado a su puerta y ya la acusas de haberse quedado dormida! Por

ahora esta semana no han sido dos veces, sino una.»

Rodeó la plaza del Pilar y estacionó paralela a la tienda de ropa

DP3, de espaldas a Carnicería Aguilar. ¡Sara no está! Marcó el reloj de

Hello Kitty: 6:30.

«Si la situación fuese al revés, procuraría presentarme cinco minu-

tos antes de la hora acordada para que no me esperase. ¿La llamo o

espero unos minutos? Un día de estos vamos a llegar tarde y me la

voy a cargar por su culpa. ¡Voy a llamarla! —cogió el móvil—. ¡Es

que no debería… no es mi obligación! —lo soltó—. ¿Qué hago? —

con un rápido pestañeó observó la hora: 6:35—. ¡Debería marchar-

me sin ella! ¡Si no es capaz de levantarse, yo no tengo porque espe-

rarla, y mucho menos ser su despertador particular! ¡Un momento…

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si la dejo tirada me va a tachar de mala amiga! ¡A la mierda con Sara!

—arrancó el coche—. ¡Después de hoy verás como a su hora está le-

vantada! —metió primera y se alejó por la calle del Cacharro.»

El móvil empezó a sonar; era Sara.

—¡Salgo en un minuto! —dijo alarmada.

—¡Eres una pasada tía! ¡Las cosas no son así! ¡Sal ya que te estoy

esperando!

Nada más cortar la llamada, estacionada paralela a la tienda DP3,

apretó el mentón consumida en pensamientos…

«¡Qué fácil es pensar en arrancar y marcharme sin ella! ¿De qué me

sirve convencerme de forma imaginaria que puedo cuando en reali-

dad no he arrancado ni el coche? ¡Qué asco de impotencia! ¡Darme

cuenta de mi propia debilidad me está haciendo sufrir doblemente!»

Cinco minutos después, Sara entró en el coche…

—¡¿No habías dicho un minuto?! —reprochó Julia, alterada por-

que esta vez sí, llegaban tarde seguro.

Sara no dijo nada; se mostró fría y ausente, sin ni siquiera mirarla a

los ojos. Julia arrancó y partió a toda prisa. El ceño fruncido de am-

bas calentaba el ambiente hasta fundirlo como la mantequilla. Entre

acelerones y volantazos, Julia le lanzó varios reojos con desdén…

«¡Cobarde, no hace más que mirar por su ventanilla para no tener

que mirarme a la cara! ¡Maldita sea!

Al llegar a la Chana el reloj marcaba las 7:09.

«¡Hemos llegado tarde!»

«¡Por favor que no esté la encargada en la puerta de personal!»

Ambas accedieron a la superficie sin dirigirse la palabra; se frena-

ron en seco, compungidas por la impresión.

—¡Sólo hay una cosa peor que llegar tarde! —pronunció la encar-

gada con tintes de condena y advertencia—. ¡Llegar tarde la primera

semana de trabajo! ¡Qué sea la última vez! —sentenció antes de darse

la vuelta y marcharse.

69

Julia cerró los ojos sintiendo como una ventolera rasgaba su inte-

rior. Ella prefería prevenir que curar; llegar antes que después. Fun-

dió a Sara con la mirada, que ya le daba la espalda. Se sintió ineludi-

blemente traicionada. No sólo se había quedado dormida, además la

evitaba colocando tierra de por medio y encima se había callado fren-

te a la encargada dejando que pensara mal de las dos.

«¡Tenía que haber arrancado el coche y haberme marchado sin

ella!

70

16

Noche de las macetas. Tomás, acompañado de Andrés, circulaba con

calma por las urbanizaciones nuevas buscando su tan ansiada maceta.

—¡Ésta es la casa! —informó Tomás, aminorando la marcha. Giró

a la derecha y estacionó lo más cerca posible. Se bajaron del coche y

se detuvieron en la esquina a inspeccionar; ambos vestían sudadera

oscura con capucha.

«¡Nadie a la vista!»

—¡¿Ves aquella maceta de allí?! Entre los balaustres —señaló To-

más.

—¡Cojones! ¡Es un diente de león!

—¿Has comprobado que no hay perro en la casa?

—¡Pues claro! Llevo toda la semana pasando para cerciorarme que

sigue en su sitio.

Se colocaron la capucha y, lanzando furtivas miradas a izquierda y

derecha, se acercaron corriendo a la valla. Tomás se encaramó de un

salto y pasó al otro lado. Sigiloso, subió los escalones del porche y

agarró la terracota. Giró sobre sí mismo y desandó el camino.

—¡Agárrala! —musitó elevando la maceta por encima del balaus-

tre.

Andrés, de puntillas, la cogió y regresó al coche, corriendo.

—¡¿Quién anda ahí?! —se escuchó vocear desde una ventana del

segundo piso. Tomás saltó la tapia sin levantar cabeza y marchó a

toda prisa—. ¡Ladrones! ¡Hijos de puta! —gritó el dueño, viendo

cómo se alejaban.

—¡Vámonos! ¡Vámonos! —urgió Tomás, arrancando; pisó el ace-

lerador y salieron racheando del lugar.

—¡Ha faltado poco! ¡Qué subidón! —espetó Andrés, imbuido de

adrenalina.

71

—¡Menos mal tío! ¡Por un momento pensé que salía por la puerta!

¡Lo hemos conseguido! ¡Ahora vamos por la tuya!

Quince minutos más tarde, ambos arribaron a la urbanización El

Ventorrillo, a unos dos kilómetros de Cúllar Vega.

—¿Hasta aquí has venido a buscar la maceta? —preguntó Tomás.

—La verdad es que no he venido a buscarla a cosa hecha —aclaró

Andrés—. Hace como dos meses pasé por aquí y la vi de casualidad;

desde entonces la tengo vigilada. Además, no es una maceta, son tres

en una.

Tomás muequeó extrañado.

—Aparca en esta esquina —señaló Andrés.

Los dos se bajaron del vehículo y se apostaron vigilantes.

—Es esa casa con las verjas de hierro –—marcó Andrés, colocán-

dose la capucha.

Se acercaron silenciosos y Andrés saltó por encima del hierro.

Tomás, agarrado a los barrotes, observó cómo se acercaba a su presa

cuan felino acecha un manjar. Andrés agarró una pequeña estructura

metálica y con dificultad regresó por donde había venido.

«¡Hostia tío!», pensó Tomás en la distancia. «¡Son tulipanes!»

La pequeña estructura albergaba tres macetas a diferentes alturas y

cada una de ellas contenía tulipanes de diferente color; rojo, amarillo

y violeta.

Al llegar al pie de la cerca, Andrés desmontó el pequeño puzle flo-

ral y se lo entregó a Tomás por encima de la verja de hierro. Acto se-

guido saltó fuera y entre ambos se lo llevaron al coche.

—¡Vámonos rápido! —instó Andrés, observando satisfecho los

tulipanes.

—¡Guau! —exclamó Tomás—. ¡No se han dado ni cuenta!

—¡Mejor! ¡Ahora vamos a mi casa!

—¿Para qué…? —preguntó Tomás, extrañado.

72

—¡Ahora lo verás! —aplazó Andrés, mordiéndose la risa—. Por

cierto, ¿cómo vas hacer para entregarle la maceta a Irene? Lo digo

porque vivís juntos.

—Cuando vaya a acostarme se la dejo en el salón y al levantarse la

encuentra —explicó marcando las cejas.

Andrés asintió pensando que no es lo mismo, pero válido para

mantener la tradición.

Momentos después, en la puerta de casa de Andrés, Tomás obser-

vó extrañado la bolsa que Andrés portaba en las manos…

—¿Eso qué es…?

—Piruletas, chicles, gominolas, caramelos…

—¿Qué piensas hacer? —interrogó sorprendido.

—¡Adornar los tulipanes! Toma un rollo de fizo transparente y

ayúdame.

—¡Qué ingenioso tío! ¡Julia lo va a flipar! Aunque pensándolo

fríamente, más lo va a flipar Hugo cuando se entere. Mejor será que

nos demos una vuelta por Cúllar para vigilar, no vaya ser que nos pi-

lle colocándole la maceta a Julia y entonces la hemos liado.

—Buena idea —admitió Andrés, encintando las chucherías a los

tulipanes.

Minutos después, subidos en el coche, continuamente se cruzaban

con grupos a la carrera cargados de macetas…

—¡Mira esos tres! ¡Qué pedazo de pilastra llevan! ¡Casi no pueden

arrastrala!

Subieron por la calle de la Iglesia y rodearon la plaza del Pilar.

—¿Dónde estarán Juan y Hugo? —preguntó Tomás.

—Vamos a pasar por Jarana, y si no están allí, nos acercamos a

Garoé.

—De acuerdo.

Al llegar al consultorio médico, junto al restaurante La Huerta,

subieron hasta la salida del pueblo, para desde allí, atravesar Cúllar

por la carretera hasta Jarana. Se detuvieron en el semáforo.

73

—¿Qué hora es? —preguntó Andrés.

—Las tres y media.

—Entonces cruza la carretera y accede a la calle la Vega; donde

vive Anabel y Bernardo.

—¿Para qué…?

—Este año el Mayordomo Sacramental es Carlos Pérez Vargas, el

cual custodia en su casa durante el Sábado Santo la imagen del Niño

Resucitado.

—Sí. Pero son las tres y media y al Niño lo regresan a la Iglesia a

las una.

—¡Ya! ¡Pero tiene que estar a punto de empezar la quema de Ju-

das!

El verde se encendió y cruzaron la carretera. Nada más doblar la

esquina, Tomás frenó en seco…

—¡Ya lo están quemando! —espetó Andrés, saliendo del coche a

contemplar.

En Cúllar Vega es tradición confeccionar una especie de espanta-

pájaros con ropajes antiguos, relleno de paja y petardos en su inte-

rior, al cual llaman Judas. Siempre cerca de la casa del Mayordomo

Sacramental, se cuelga con cuerdas sobre la calle y se prende fuego

hasta que se consume. Las llamas iluminaban la noche y el estruendo

de los petardos finiquita el Sábado Santo.

Tomás y Andrés, sentados en el capó del coche, se miraron son-

rientes…

—¡No hay pueblo como Cúllar! —elevó Andrés.

—¡Vamos a buscar a Hugo y Juan! —asintió Tomás.

Se montaron en el coche y regresaron a la carretera. Cuando no

habían cubierto más de la mitad del camino, algo los alertó…

—¿Qué es aquello? —señaló al frente, aminorando la marcha.

Ambos aguzaron la vista, atentos. A la altura de la cafetería Los

Niños, una furgoneta yacía escorada a un lado del carril con los in-

termitentes de emergencia encendidos.

74

—¡Pero qué hacen esos dos! —exclamó Andrés, señalando con el

brazo la acera; sin entender.

Dos hombres, situados uno a cada lado de un pequeño árbol de

laurel, asestaban fuertes hachazos pretendiendo cortarlo lo más cerca

posible de la raíz.

Andrés y Tomás, estupefactos, marcaron a los dos susodichos…

—¡Son Cuco y Manolito Cabello! —soltó Tomás—. ¡¿Qué hacen

cortando con hachas uno de los arbolitos de laurel de la carretera?!

—¡Claro! —recordó Andrés—. Alguno de los dos se ha echado

un ligue en Alhendín… ¡seguro! En ese pueblo la tradición manda

colocar ramas de laurel en vez de macetas.

—¡Ramas de laurel, vale… pero un árbol entero! ¡Qué bestias! —

expresó Tomás, echándose las manos a la cabeza.

Ambos pasaron de largo por la carretera, esquivando la furgoneta

y dejando al Cuco y Manolito Cabello cortando el árbol de laurel.

Momentos después, giraron en la gasolinera y pasaron por la puer-

ta de Jarana.

—¡Ahí está el coche de Juan! —señaló Andrés, divisándolo a la iz-

quierda—. Seguro que los dos están dentro.

—¡Rápido, vayamos a casa de Julia!

Subieron por el camino las Galeras hasta doblar con las Viñas; gi-

raron a la derecha y detuvieron el coche en la entrada del bloque. Allí

mismo montaron la pequeña estructura de hierro y colocaron las ma-

cetas de tulipanes adornados con chucherías. Después, entre los dos,

la subieron por la rampa de acceso hasta la entrada principal.

—¡Vuelve al coche que voy a tocar! —urgió Andrés.

Tomás regresó de inmediato. Por su lado, Andrés tocó repetida-

mente el portero automático… esperó atento.

—¿Qué haces insensato! —reprendió Tomás, asomado por la ven-

tanilla—. ¡Vámonos!

Andrés le hizo un gesto con la mano para que aguardase.

—¡Vámonos antes que salga el padre! —pidió nervioso.

75

—¿Quién es? —se escuchó una voz grave por el portero automá-

tico; era Víctor, el padre de Julia.

—¡Salga por una maceta para su hija! —pronunció Andrés, tapán-

dose la boca con la manga de la sudadera.

Esta vez sí, Andrés salió corriendo y se marcharon del lugar a toda

prisa.

—¡Estás loco! ¿Por qué has hecho eso? —le recriminó.

—¡Para asegurarme que la maceta le llega a Julia!

—¡Puf! ¡Qué nervios! —esgrimió Tomás, resoplando algo más

tranquilo. Ambos se miraron cómplices…

—¡Ya está! ¡Y mañana los petardos!

—Recogeme mañana a las once y media y marchamos a la puerta

de la Iglesia —pidió Andrés.

—De acuerdo. ¡Qué no se te olvide la sudadera de yo soy cullero

y petardero!

—¡A un cullero como yo no se le olvida la sudadera! —espetó

convexando las cejas.

76

17

Domingo de Resurrección; día álgido de la tradición más pasional

y ruidosa de Cúllar Vega; los petardos.

Una hora antes del comienzo del acto religioso, los culleros petarde-

ros se congregan frente la Iglesia, dejando constancia de su presencia

a través del estallido de sus explosivos. Por lo general se tiran de uno

en uno, con la mano, lanzándolos con fuerza contra el suelo, pero

ello conlleva un importante dolor de brazo durante varios días; lo

mejor es dejar caer al suelo un puñado y pisarlos con las botas.

Las explosiones aumentan conforme se acerca el momento de la

procesión, y con ellas, las nubes de humo que dificultan la visión y

hacen de Cúllar un pueblo con neblina en día soleado.

Tomás y Andrés, cargando sus macutos llenos de cajas de petar-

dos y ataviados con botas, pantalones anchos, sudadera roja yo soy

cullero y petardero, pañuelo humedecido al cuello para respirar y

gafas transparentes para proteger la vista, se colocaron a las puertas

de Panadería Mariano.

Al pie del callejón adjunto a la panadería se encontraban Hugo y

Juan, junto con algunos de los culleros petarderos más afanosos del

pueblo: Pablo, Encarni, Poli, Libi, Cuco, Churri, Jorge, Santi, Anabe-

li, Iván, etc…

Procedentes de la plaza del Pilar y vestidos de militares, Bernardo

y su hermano Luis Miguel arrastraban un enorme bidón de chapa, el

cual colocaron junto a la pequeña rotonda arbolada frente la Iglesia.

Tras ellos andaba Anabel, la mujer de Bernardo, grabándolos. De

inmediato el bidón fue rodeado por varios petarderos, que encen-

diendo la mecha de potentes artefactos pirotécnicos, los dejaban caer

en su interior hasta detonar con una violencia que fluctuaba los ór-

ganos interiores de los allí presentes.

77

Se acercaba el momento cumbre y la excitación se podía medir por

el volumen del ruido y la intensidad del humo.

Al lugar accedieron María, Sara, Irene y Julia; protegidas con go-

rras, pañuelos y gafas, y por supuesto, con la sudadera roja incon-

fundible de los petarderos de Cúllar.

—¡Hola! —saludó Julia a su tía Rocío y su tío Tomates, aunque

apenas la escucharon por culpa del atronador ruido. Se dieron dos

besos.

Acto seguido se giró a Hugo y se acercó a él…

—¡Gracias por las macetas! —le gritó al oído, abrazándolo.

«¿Por qué habla en plural si anoche sólo le puse una maceta?»,

pensó Hugo, contrariado, formándosele nubarrones de duda.

—¿Cuál te ha gustado más? —preguntó con recelada astucia, pre-

tendiendo asir la situación.

—Si tengo que escoger entre el gladiolo y los tulipanes adornados

con chucherías, escojo los tulipanes por su originalidad —le respon-

dió inocente, ignorando la realidad.

—Me alegro mucho cariño —espetó Hugo, apropiándose de los

tulipanes y del mérito de adornarlos. De inmediato su pensamiento

se envenenó como mordedura de serpiente.

«¡Tulipanes adornados con chucherías!»

De forma instintiva avizoró a Andrés, que explotaba petardos a su

izquierda, clavándole una mirada afilada.

«¡Seguro que ha sido él, pero no puedo probarlo! ¡Maldito canalla!

¡Y encima no puedo indagar, de lo contrario, habiéndome adueñado

del mérito ajeno, Julia puede enterarse que le he mentido!»

A la derecha de Irene, María estaba absorta con el móvil; miró a

Julia y se acercó a ella…

—¡Tía, necesito que me hagas un favor esta tarde! —le dijo con un

deje de súplica, como si la vida le fuese en ello.

—¿Qué ocurre?

—¿Recuerdas el cachas de Jarana?

78

—¿El que te puso loquita?

—¡Sí! ¡Me ha agregado al Facebook y acabo de chatear con él! ¡He

quedado esta tarde en el centro comercial Serrallo Plaza y necesito

que me lleves! ¡Después me busco la vida para volver!

«¡Para esto si soy buena, pero para acompañame a Granada a

comprar las botas no!», pensó mordida.

—¡De acuerdo! ¿A qué hora quedamos? —aceptó como siempre.

—¡A las cinco aquí, en la plaza de la Iglesia!

—¡No te retrases! —apuntilló Julia.

—¡No! ¡No! ¡Qué va! —confirmó María… un potente zumbido

los sobrecogió a todos; era Tinico, arrastrando un carro de la compra

que albergaba en su interior un artefacto que él mismo había fabrica-

do; nadie superaba el ruido de los zambombazos de Tinico.

El momento esperado llegó…

La imagen del Niño Resucitado salió de la Iglesia y centenares de

culleros petarderos reventaban frenéticamente sus petardos contra el

suelo.

La talla del Niño Resucitado ciertamente no es de gran valor artís-

tico, pero sí de gran veneración para los habitantes de Cúllar Vega.

La escultura representa al niño Jesús de pie, con una mano levantada

en posición de bendecir y con todos los ornamentos propios de su

santidad.

«¡Viva el Niño Resucitado!», gritaron algunos, aunque nadie los es-

cuchó en medio de aquella tradición ensordecedora.

Tras el Niño emergió la Virgen del Rosario, porteada desde tiem-

po inmemorial por la familia de «los alfonsicos». Ambas imágenes se

separaron recorriendo diferentes calles del pueblo, acompañadas en

dos grupos por los culleros petarderos hasta la plaza de la constitución;

punto donde se encuentran y momento cumbre de la tradición. Es

en ese lugar donde el éxtasis crece y el ruido de los petardos aumenta

sin parangón; Virgen y Niño; Madre e Hijo cara a cara (se me pone el

vello de punta). Después de ser bendecidos con incienso, las imáge-

79

nes se acercan mecidas por portadores, caminando el uno hacia la

otra inclinándose tres veces hasta juntarse. Vuelven atrás y comien-

zan de nuevo en un ritual único y espectacular, donde los culleros no

escatiman esfuerzos en su intención de «atronar la atmósfera y que se

sepa… ¡esto es Cúllar!» Algunos se quedan sin petardos y se ponen

a dar palmas, y hasta el religioso que preside las reverencias lo hace

con una caja de petardos entre sus manos.

Uno se impresiona ante la magnificencia del fervor y la pasión que

impregna a los habitantes del pueblo; no son pocos los que en ese

momento se sienten desbordados y sus emociones encuentran salida

en forma de lágrimas… porque si hay algo que es cierto en todo es-

to… es que los culleros identifican el Domingo de petardos como «algo

muy nuestro».

Después de las reverencias, las imágenes vuelven a la Iglesia reco-

rriendo el trayecto anterior a la inversa.

Como colofón final y a modo de cierre extraoficial, Loro, Churri y

Siamoto, que habían preparado una «bomba» uniendo con cinta ais-

lante más de cincuenta petardos, sacaron a todo el mundo de la plaza

de la Iglesia, y tras asegurarse que nadie saldría herido, lanzaron con

fuerza aquel cumulo de petardos prensados contra la fachada del sa-

lón parroquial; una terrible detonación resonó en todo el pueblo.

«¡Los petardos han terminado!»1

1 - Petardos de Cullar Vega en YouTube…

http://youtu.be/Jmdfwn4TpWk - El comienzo.

http://youtu.be/ve4qSmMrQK8 - Empieza lo bueno.

http://youtu.be/MxKWyzt_5tQ - Reverencias.

80

18

Ese mismo día, a las cinco de la tarde, Julia arribó a la plaza de la

Iglesia para llevar a María al centro comercial Serrallo Plaza. Aparcó

al pie de la tienda de golosinas Garden, cruzó la calle y se sentó en

uno de los bancos; le escribió un WhatsApp…

—¿Dónde estás? Te estoy esperando.

«¡¿Pasará otra vez de mí?!», pensó recordando el día de las botas.

Observó la pantalla del móvil: última vez hoy a las 16:20. Al momen-

to la pantalla cambió: en línea. ¡Ya lo está leyendo! ¡Un momento…!

¿Por qué ha cambiado a última vez hoy a las 17:02 en vez de a escribir?

¡Ya está en el centro comercial! ¿Por qué he pensado eso? ¡Ja! ¡Cono-

ciéndola, seguro se ha ido con no sé quién y sin avisar! ¡Qué descon-

fiada soy! ¡Igual no me ha escrito porque viene para acá! Mejor espe-

ro un poco.»

Conforme pasaban los minutos, una carcoma crecía en su interior

provocándole hastío. Continuamente lanzaba tímidas miradas a la iz-

quierda con la esperanza de verla acercarse; de ser así la sensación de

ahogo interior desaparecería de inmediato, ¡pero no!, ¡al contrario!,

cada vez se sentía más hundida y aislada dentro de esa condena mo-

ral que supone la certeza de la indiferencia.

«¡Otra vez me ha dejado tirada!»

Agachó cabeza advirtiendo una especie de vacío en soledad que le

provocaba una parálisis inextricable…

«¿Qué hago esperando a alguien que sé que no va a venir? ¿Por

qué soy incapaz de huir de lo que me está haciendo sufrir? ¡Me siento

vulnerable, torpe y débil!»

Ese pensamiento zarandeó hasta la última de sus neuronas. Por al-

guna extraña razón, asoció ese momento con el sueño repetido en el

tiempo; las piernas pesadas como lastres le impedían huir de lo que la

hacía sufrir. Frunció el entrecejo, pensativa. Al ser un sueño multitud

81

de veces soñado no le fue difícil recordarlo con nitidez, y por prime-

ra vez, reparó en algo que hasta ese momento había pasado inadver-

tido. Por lo general siempre se fijaba en la angustia que le producía la

huida y el pánico de ser alcanzada, pero nunca se había detenido en

los momentos precedentes a la persecución; rodeada de vacío y sole-

dad y con la terrible sensación de saberse desamparada y vulnerable.

Perdió la vista en los trazos de la solería…

«¡Qué curioso! ¡La sensación anímica de comienzos del sueño es la

misma que ahora me embarga! ¿Cómo es posible que una sola ima-

gen, formada dentro de un sueño, pueda recrear de forma tan nítida

y vívida mi penoso estado anímico? ¡Un momento…! Si los comien-

zos del sueño representan una analogía de mi estado anímico, ¿qué

representa la huida agónica y desesperada?

—¿De verdad quieres saber lo que significa la huida desesperada

del sueño?

Julia se sobresaltó a la izquierda…

«¡¿Quién escucha mis pensamientos?!»

Sentado junto a ella yacía el muchacho vestido impecable, de mi-

rada dulce y emanando tranquilidad.

«¡¿De dónde ha salido?! No lo he visto llegar.»

—¿Quién eres tú? —le preguntó.

—Me llamo Daniel —contestó con suavidad.

Julia guardó silencio intentando entender qué estaba pasando, pe-

ro lejos de asir la situación, todo se complicaba aún más…

«¿Quién es? ¿Por qué desaparece la angustia que antes me consu-

mía? ¿Cómo es posible que sepa lo que pienso?»

—¿Quieres saber por qué recreas una y otra vez el mismo sueño?

—volvió a insistir el muchacho de mirada plácida.

—¿A qué te refieres? —interrogó más por incrédula que por des-

confiada; no se explicaba cómo podía saber eso.

—Me refiero al sueño en que ahora reparas y tanto te atormenta.

«¡Qué vas a saber tú de sueños!», pensó renuente.

82

—¡Más de lo que imaginas! —espetó para su sorpresa, confirman-

do que podía leer su pensamiento—. El sueño no es muy complica-

do de descifrar —continuó—; se trata de una huida en toda regla.

Ciertamente lo que te persigue no es «alguien», sino «algo» de lo que

no puedes escapar y que está simbólicamente representado en la len-

titud de tus piernas; pesadas como lastres. Huyes de la toma de deci-

siones; te aterra hacerte responsable de tus elecciones. Decidir impli-

ca elegir entre el SI y el NO; entre seguir con Hugo o dejarlo; entre

marcharte a trabajar sin Sara o esperarla; entre no quedar más con

María o seguir aceptando resignada sus desplantes. Tienes miedo de

enfrentar esas situaciones y las pospones una y otra vez, es decir, hu-

yes de ellas, pero no puedes escapar porque es la realidad que tú has

elegido vivir. El miedo que sientes en el sueño no es más que un re-

flejo de lo mucho que te asusta colocar un NO en la vida despierta.

—¡Eso no es verdad! —espetó Julia a la defensiva.

«¡Negación de la realidad!», pensó Daniel.

—¿Cuál es, en tu opinión, la verdad? —le preguntó.

—¡La verdad es que no tengo ningún problema que requiera de la

ayuda de un desconocido!

«No percibe los problemas como propios», analizó observándola.

Julia se levantó enervada…

—¡No vuelvas a acercarte a mí! —pronunció propinándole un leve

empujón en el hombro… ¡quedó congelada al instante!

«¡¿Cómo es posible?!»

Terriblemente impactada, observó su mano dentro del cuerpo de

Daniel, como si todo él fuese un holograma, espectro o fantasma.

Lentamente volteó la mano dentro de su hombro; podía cogerlo sin

cogerlo, acariciar su clavícula sin tocarla. Con un movimiento rápido

contrajo el brazo y lo sacó fuera; se frotó los dedos acariciándose las

yemas, intentando entender lo que acababa de pasar.

Ambos se miraron fijamente…

83

—¿Qué eres tú? —preguntó entrecortada, sin saber muy bien si

estaba despierta o en medio de un sueño demasiado real.

—Soy un ángelus —respondió Daniel con suavidad.

Durante unos segundos, quedó marcándolo fijamente. La imagen

de su mano dentro de su hombro no la dejaba pensar con claridad;

¡parecía cosa de brujería! Poco a poco desplomó la vista notando una

incipiente necesidad de alejarse de allí. No pudo más. Cruzó la calle y

marchó en su coche esforzándose en no mirar a Daniel.

84

19

Al día siguiente, Julia se despertó sobresaltada, jadeando y reso-

plando aliviada por haber despertado a tiempo…

«¡Otra vez la maldita persecución de la que no puedo escapar!

¡Otra vez las piernas pesadas como lastres!»

Se pasó una mano por la frente; sudor frio.

«¡Maldito sueño repetido en el tiempo!»

«¡¿Qué o quién me persigue provocándome tanta angustia?!»

«¡La toma de decisiones! ¡Elegir entre el SI y el NO!», recordó el día ante-

rior. So barrunto reminiscente rescató la corta conversación con Da-

niel. Quedó atrancada por el choque de contradicciones; «en realidad el

miedo que sientes en el sueño no es más que un reflejo de lo mucho que te asusta

colocar un NO en la vida despierta. ¿Cómo va a ser eso?», pensó. «¡Los

sueños son sueños… llenos de pensamientos inconexos que escapan

a cualquier patrón de comprensión!, y sin embargo… ¡Joder! ¡Tiene

sentido! ¡Es como encontrar el orden dentro del caos!»

Cerró los ojos intentando relajarse.

«¡¿Qué me está pasando!? ¡¿Hace poco me muestro insensible ante

una pierna desmembrada y ahora soy sensible a sueños y pesadillas?!

¡Me estoy volviendo loca! ¡Necesito respuestas!»

Renqueante encendió la luz y observó la hora: 9:15 de la mañana.

«¡Esta semana, con turno de tarde en el supermercado, Sara no

puede quedarse dormida!», pensó lavándose la cara.

Después de vestirse accedió a la sala de estar; no había nadie. Sus

padres estaban trabajando. Se preparó el desayuno y prendió la tele-

visión. De inmediato emergió la imagen de un programa de divulga-

ción que gravitaba alrededor de la conducta humana…

—La mayoría de las personas somos presas de una extraña confusión —

decía el experto colaborador—. Apenas distinguimos entre el deseo y el de-

85

ber, entendiendo por deseo quien realmente uno es, y por deber quien la sociedad

le impone ser. El problema es que desde pequeñitos nos han repetido que hacer lo

que uno desea está mal, que lo correcto es hacer lo que uno debe; nos han macha-

cado tanto con esto, que creemos firmemente que lo correcto es renunciar a nuestros

deseos en pos de nuestros deberes, cuando en realidad, apartando nuestros deseos,

destruimos el verdadero YO para convertirnos en quien la sociedad nos impone

ser.

Julia quedó pensativa, enlazando con vertiginosa rapidez…

«Si no deseo estar con Hugo, ni deseo seguir siendo la chofer de Ma-

ría, ni deseo esperar a Sara, ¿por qué siento que debo…?»

«¡Otra pregunta sin contestar!»

«¡Necesito respuestas!»

Media hora más tarde, accedió a la Casa de la Cultura de Cúllar

Vega. Con un golpe de vista ubicó la puerta de la biblioteca munici-

pal; giró la manivela y entró en silencio.

—Buenos días, Julia —saludó tras el mostrador Manolo López

Roelas; el bibliotecario.

—Hola —musitó copiando la voz apagada con la que había sido

recibida—, ¿tendrías por casualidad algún libro de sueños? Me gusta-

ría echarle un vistazo.

—Libros no, pero si hay unos cuantos archivos en los ordenado-

res. El del fondo está libre.

—Gracias.

Se desplazó hasta el último procurando no molestar a las personas

que allí se encontraban. No estaba muy segura de lo que debía bus-

car, así que tecleó en el buscador lo más básico: ¿Qué son los sueños? Al

momento emergió una respuesta…

En la actualidad, entre idiomas oficiales, dialectos nacionales y lenguas nati-

vas, existen en nuestro planeta entre 3000 y 5000 lenguajes diferentes, lo cual da

una idea de la diversificación del mayor logro del ser humano; «el poder de la pa-

86

labra», que permitió la rápida propagación del conocimiento y el intercambio de

sabiduría por los siglos de los siglos. Así con todo, su mayor logro está a la altura

de su propio fracaso respecto de sí mismo. Nos enorgullecemos de la cantidad de

conocimientos que acumulamos y de haber dominado la naturaleza, pero inmersos

en esta espectacular sabiduría intelectual y abundancia material sin precedentes en

la historia de la humanidad, aún ignoramos el único lenguaje universal que es es-

pecíficamente humano; el lenguaje de los sueños.

Llegados a este punto, es necesario responder una pregunta… ¿Qué puede

aportarnos el conocimiento de nuestros sueños, o dicho de otra manera, en qué nos

beneficia conocer el lenguaje onírico en que están escritos? Pues nada más (y nada

menos) que el conocimiento profundo de nosotros mismos. ¡Pero claro!, en un

mundo tan materialista como el nuestro, donde todo aquello que no reporte un

beneficio económico o inmediato es susceptible de ser desechado, no es de extrañar

que el hombre contemporáneo le haya dado la espalda al único lenguaje intrínseco

que le pertenece, y lo expulsa de su memoria como basura que no sirve más que

para incomodar al que lo piensa.

Julia quedó atrancada en recuerdos…

«¡Maldito sueño turbador!, es lo que siempre pienso después de

comprobar lo mucho que me incomoda recordar la angustia que me

provoca. ¡Por suerte lo expulso pronto de mi memoria!»

Sufrió una fuerte sacudida al darse cuenta que era precisamente lo

que ella hacía; tachar de tontería lo soñado y olvidarlo de inmediato.

Suspiró profundo y prosiguió leyendo…

La mayoría de las personas desean saber qué significa lo que sueñan, ¡claro

está!, siempre y cuando lo que signifique no perturbe su realidad ni implique un

cambio demasiado radical en su vida cotidiana. ¿Qué significa esto? Imaginemos

un hombre manipulador y de gran altivez, que vive constantemente pretendiendo

manejar a voluntad a los que lo rodean en su propio beneficio, y se enorgullece de

la astucia que tiene manejando «títeres» a su servicio (como si la astucia fuese una

virtud). Este hombre se esconde tras la bandera de la amistad y el querer para

87

condicionar las elecciones de los demás y que tomen las decisiones que más le bene-

fician a él. Si lo consigue, los «títeres» que maneja son sus mejores amigos; si no,

se pone muy desagradable y se enfada al punto de hacérselo pagar con creces, in-

culcándole sentimientos de culpabilidad por haber faltado a la supuesta amistad

que se profesan… todo con el objetivo de que aprendan la lección y la próxima

vez se tomen las decisiones que más el benefician a él. Imaginemos ahora que este

hombre sueña que se cae por un precipicio y que se va a estrellar contra el suelo;

sueño por cierto repetido en el tiempo y que le provoca una intensa angustia.

Este sueño refleja claramente las consecuencias de su actitud manipuladora.

Como es lógico, este hombre corre el riesgo de que sus «títeres», en algún momento,

cuestionen los sentimientos de culpabilidad que inculca cuando no deciden lo que

él necesita, y caigan en la cuenta que todo se trata de una burda manipulación

para salir siempre favorecido; entonces se apartaran de él abandonándolo, deján-

dolo «solo», lo cual está magníficamente expresado en ese «estrellarse contra el

suelo». En realidad el sueño es la representación simbólica de lo que le está ocu-

rriendo en su vida despierta; una especie de aviso sobre su equivocada actitud y

que de no ser resuelta, «se va a estrellar».

Y aquí llegamos al kit de la cuestión de por qué el hombre moderno hace oídos

sordos al único lenguaje que le es propio… ¿Quién está dispuesto a mirarse a sí

mismo y afrontar el tremendo esfuerzo de cambiar su forma de obrar? ¿Será ca-

paz este hombre de aceptar que el sueño revela su afán controlador, y de ser así,

será capaz de abandonar sus pretensiones narcisistas y dejar de manipular a los

demás para conseguir lo que desea? No hay caso, es más fácil tachar de tontería

lo soñado y olvidarlo rápidamente que enfrentarse al humillante esfuerzo de admi-

tir que estamos equivocados; que no somos omnisapientes; que no somos tan per-

fectos como creemos.

Julia, con la vista anclada en la pantalla, apenas si parpadeaba. Lo

que acababa de leer no sólo le había causado una fuerte impresión,

además multitud de pensamientos chocaban como partículas dentro

de un acelerador atómico…

88

«¡El aljibe de la plaza de la Constitución! ¡Yo también sueño que

me voy a estrellar contra el suelo! ¿Significa eso que soy una aprove-

chada y una manipuladora? ¡No! ¡Yo no soy así! — Ciertamente lo que

te persigue no es «alguien», sino «algo» de lo que no puedes escapar y que está

simbólicamente representado en la lentitud de tus piernas; pesadas como lastres.

— ¡No vuelvas a acercarte a mí! — Huyes de la toma de decisiones; te ate-

rra hacerte responsable de tus elecciones. — ¿Quién está dispuesto a mirarse a sí

mismo y afrontar el tremendo esfuerzo de cambiar su forma de obrar? — ¡Mal-

dito sueño turbador! — Es más fácil tachar de tontería lo soñado y olvidarlo

rápidamente. — ¿Quién eres tú? — ¡Me llamo Daniel! — ¡Necesito ha-

blar contigo!»

89

20

Julia abandonó la biblioteca dispuesta a buscar a Daniel en el úni-

co lugar donde, pensó ella, era lógico encontrarlo; la Iglesia del pue-

blo.

«¿Estará abierta por las mañanas?», se preguntó acercándose; el

móvil sonó indicando notificación entrante…

«¡No me lo puedo creer!», negó mirando a la pantalla. «¡¿Cómo

puede María tener la cara tan dura?! ¡Ayer me deja tirada y hoy me

pide vidas para el Candy Crush!»

Siguió acercándose, obviando la petición de María…

La Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción data del siglo XVI y es

una construcción de estilo mudéjar; mezcla de arte islámico y cris-

tiano. Su exterior es austero y presenta un solo campanario. Por suer-

te, las enormes y pesadas puertas de madera yacían abiertas de par en

par. Dentro, varias limpiadoras se afanaban en fregar los suelos des-

gastados de baldosas grises y blancas.

—¿Puedo sentarme en las banquetas de primera fila? —le pregun-

tó a una de ellas.

—¡Por supuesto! Pero avanza por los laterales que ya estarán se-

cos.

Con paso lento se fue adentrando, siéndole imposible no reparar

en los dos retablos barrocos que acogen a los patronos del pueblo;

San Miguel y Nuestra Señora del Rosario. Se sentó en segunda fila y

continuó observando con más detalle el despliegue de figuras que

adornaban el altar mayor. Una leve inquietud creció en su interior

causa y motivo de un pensamiento cuestionador…

«¡¿Qué hago aquí esperanzada en encontrar un… un ángel?! ¡Ma-

dre mía! ¡Me estoy volviendo loca!», negó cerrando los ojos.

—¿Qué haces en la Iglesia si no eres creyente?

90

Julia se sobresaltó a la izquierda; Daniel había apareció sentado a

su lado. Tardó unos segundos en reponerse…

—Necesitaba verte.

—¿Y por qué has pensado que me podías encontrar aquí?

—Eres un ángel, ¡¿no?!

—Bueno, los ángeles son la denominación moderna del cristia-

nismo, de unos dos mil años de antigüedad, pero los ángelus somos

de los tiempos babilónicos, de unos cuatro mil años. Para serte since-

ro me gustan muy poco las Iglesias.

—¿Cómo es eso posible? ¡Se supone que son la casa de Dios!

—Te sorprendes porque relacionas a los ángeles con Dios y a

Dios con la Iglesia. Pero ni los ángeles ni mi Jefe tienen nada que ver

con la Iglesia. Te confesaré algo. Mi Jefe —dijo extendiendo el dedo

índice arriba—, hace diecisiete siglos cambió las leyes para entrar en

el cielo. Ahora todas las personas, hombres y mujeres, deben pasar

una prueba de acceso.

—¿Incluso obispos, cardenales y el mismísimo Papa? —preguntó

Julia, extrañada.

—Los clérigos son los primeros en pasar la prueba —respondió

jactancioso—, y también el grupo donde el índice de fracasos es ma-

yor. En los últimos diecisiete siglos sólo dos Papas han conseguido

superarla; Pio III y Juan Pablo II.

—No entiendo nada de nada. ¡¿No se supone que son sus repre-

sentantes en la tierra?!

—Tú lo has dicho… ¡se supone! Pero en realidad no lo son, por

eso mi Jefe cambió las normas para entrar en el cielo. Te cuento. Ha-

ce dos mil años, eligió a un hombre en Judea para predicar su pala-

bra; se llamaba Jesús de Nazaret. El «elegido» predicó una nueva

forma de obrar para vivir; una religión sin jerarquía ni burocracia

donde ningún hombre era superior a otro. La idea era que todos los

hombres fuesen iguales a ojos de Dios. Pero tres siglos más tarde su

plan fracasó. En la tercera centuria, los poderosos gobernantes del

91

imperio romano tomaron las riendas de la cristiandad y se alzaron

como sus representantes en la tierra. Esto a mi Jefe no le gustó,

puesto que no quería una religión controlada por codiciosos y aman-

tes del poder. Defraudado y avergonzado por los actos que cometían

los que decían representarlo, decidió cambiar la manera en que las

personas podían acceder al reino de los cielos.

—¿Y en qué consiste la prueba que hace tu Jefe? —preguntó llena

de curiosidad.

—Cada vez que alguien exhala su último aliento, su espíritu se se-

para de su cuerpo y se le asigna una persona a la que ha de ayudar.

—¡Qué fácil! ¡Casi todo el mundo entrará en el cielo!

—¡¿Fácil?! —replicó un poco molesto—. ¡¿Acaso piensas que sólo

basta con tomarte de la mano y cruzar la calle?! ¡Qué ignorante! Son

muy pocos los capacitados para superar esta prueba. El desafío con-

siste en trasformar a la persona asignada, ayudándola a superar sus

miedos, dotándola de seguridad en sí misma y procurando que sea

mejor persona cada día… pero eso sólo es posible en la medida en

que uno primordialmente es, y no en lo que fingidamente dice o se

cree ilusoriamente que es.

—Esto último no lo he entendido —reconoció Julia.

—Lo que quiero decir es que si yo soy avaro y codicioso, ¿cómo

voy a conseguir que tú seas humilde y solidaria? Si a lo largo de mi

vida, haya durado lo que haya durado, yo no he conseguido reducir

mi narcisismo ni aplastar mi egocentrismo, ¿cómo voy a conseguir

que tú lo hagas? Si sólo he producido maldad y mis pensamientos

han sido discriminatorios, lo más probable es que sólo te pueda en-

señar malo y a pensar de forma retorcida. Por el contrario, si me he

ocupado lo suficiente de mí, he trabajado conmigo mismo para redu-

cir mi narcisismo y aplastar mi ego, y he superado mí inseguridad

transformándola en un creciente aumento de confianza en mí mis-

mo, ahora podré enseñarte a ti a hacerlo de la mejor manera que sé,

puesto que me conozco el camino. Si yo he conseguido desarrollar la

92

capacidad de mirar en mi interior para conocerme cada día un poqui-

to más, muy probablemente consiga desarrollar esa capacidad en ti,

pero eso sólo es posible si primeramente yo lo he hecho, de lo con-

trario es imposible. Por eso mi Jefe puso esta prueba, porque sola-

mente es posible superarla en la medida en que uno es. Y da igual si

durante toda tu vida te has llenado la boca diciendo que eres bueno,

humilde, caritativo y compasivo, cuando pasas esta prueba, lo que

prima no es lo que dices ni lo que piensas, sino lo que realmente eres.

—¡Sí que es listo tu Jefe! —alabó Julia.

—Por algo es el Jefe —apuntilló Daniel, guiñando un ojo.

—Siento curiosidad. Acabas de decir que cuando morimos se nos

asigna una persona para pasar la prueba… ¿a quién te han asignado a

ti?

Daniel mordió sonrisa…

—¿Tú a quién crees?

Julia, que lo miraba inocente, de súbito se percató…

—¡Un momento! Entonces… ¿tú eres mi ángel de la guarda?

—Si quieres verlo así, ¡vale!, ¡está bien!

Se produjo un corto silencio…

—¿Y ahora qué? —preguntó Julia.

—No sé. Tú me has buscado.

—¡¿Puedes leerme el pensamiento y no sabes por qué te he bus-

cado?! —cuestionó desconfiada.

—¿Te gustan los melocotones? —preguntó Daniel.

Julia asintió muda, inquieta por la extraña pregunta.

—Imagina que cojo un melocotón —continuó Daniel—, lo lavo,

lo pelo, lo corto en rodajas e incluso lo mastico antes de dártelo,

¿qué haces tú? —Julia lo marcó incrédula—. Me has buscado por un

problema concreto, el cual llevas negando mucho tiempo, y ya va

siendo hora de que acometas el esfuerzo de colocarlo en palabras.

Julia guardó silencio, reflexiva…

93

—Anoche volví a soñar que me perseguían y no podía escapar —

se atrevió a contar—, y desde que me he levantado no he dejado de

pensar en lo que dijiste ayer; huyes de la toma de decisiones; te aterra hacerte

responsable de tus elecciones. Creo que tienes razón. No hago lo que deseo,

sino lo que creo que debo hacer. La verdad, me siento perdida y sin

rumbo. No sé hacia dónde tirar —reconoció angustiada.

—Julia, como te dije ayer, el sueño refleja claramente el miedo que

sientes frente a ciertas situaciones, las cuales pospones una y otra vez

en un intento de huir de ellas, pero no puedes escapar porque ese

miedo anida en tu interior y te acompaña donde vas.

—Tengo mis dudas —comentó reacia—. ¿Realmente crees que

me afecta el miedo «ese»?

—Para serte franco… sí… te afecta… y mucho. No tienes más

que darte cuenta de cómo hablas. Dices: el miedo «ese»; como si «ese»

miedo no fuese tuyo, como si estuviese fuera de ti. No lo reconoces

como algo propio, sino como algo ajeno a ti. Además, utilizando el

pronombre demostrativo «ese», no sólo has sacado el miedo de ti,

también lo has despreciado por considerarlo una amenaza. Sincera-

mente pienso que posponiendo, huyendo, nunca lo vas a superar.

—¿Y cómo supero ese miedo?

—Aprendiendo a quererte siendo egoísta.

Julia lo marcó chocada…

«¡Se ha vuelto completamente loco!».

—No me he vuelto loco.

Julia se sorprendió repentina…

—Lo siento, no me acostumbro a que puedas leerme el pensa-

miento —dijo avergonzada—. Es que pienso que ser egoísta es ser

mala persona.

—Tristemente estás en razón. El concepto de egoísmo tiene la

connotación negativa que todos conocemos; sinónimo de quererlo

todo para sí y no pensar en nadie más que en sí. Ciertamente visto

desde este ángulo tiene muy mala prensa. Pero también tiene una

94

connotación positiva a la que casi nadie le presta atención. Etimo-

lógicamente egoísmo significa amor a mí mismo, es decir, ser egoísta es

desear lo mejor para mí, es quererme y respetarme, y eso nunca

puede ser algo malo.

—Nunca lo había mirado así. Yo siempre asocié egoísmo con ava-

ricia y codicia; causador insolidario del endurecimiento del corazón.

—Suele pasar —reconoció Daniel, resignado—. Durante siglos

la Iglesia ha vendido la connotación negativa de la idea, es decir, ser

egoísta es un pecado capital y la virtud cardinal reside en un extremo

altruismo. A la Iglesia le convino que la gente fuese altruista para

que le donase el propio dinero, y en virtud a esa codicia secular he-

redada de los romanos, inculcaron al hombre terribles sentimientos

de culpabilidad si es egoísta, si se elige a sí mismo por encima de los

demás… y esta enseñanza está destrozando las raíces del hombre

en nombre de Dios.

Daniel hizo una pausa…

—Si Dios es amor, y la Iglesia lo representa, ¿por qué no vendie-

ron la connotación positiva fomentando el sano egoísmo? Jesús de

Nazaret predicaba; ama a tu prójimo como a ti mismo. Es decir, quiere a

los demás tanto como te quieres a ti mismo, no más ni menos, sino

igual, porque, ¿acaso tú no eres una persona como las demás, que

sufre, siente y padece como todos? Ahora bien, tanto el que sólo se

quiere a sí mismo y no quiere a los demás, como el que sólo quiere

a los demás y no se quiere a sí mismo, es incapaz de querer de ver-

dad.

—¡Siendo sanamente egoísta! —deslizó Julia.

—¡Lo vas pillando! —se congratuló Daniel—. Piénsalo bien…

¿cómo podría yo querer a alguien si no me quiero a mí mismo?

¿Cómo podría yo respetar a los demás si no me respeto a mí mis-

mo? ¿Cómo podría quererme y respetarme si no fuese egoísta, si no

quisiese lo mejor para mí? Creo firmemente que solamente una per-

sona egoísta puede querer de verdad, porque, seguramente, por

95

ejemplo, lo mejor para mí sea querer y respetar a los que me acom-

pañan, y como eso es lo mejor para mí, como soy egoísta, entonces

los quiero y los respeto egoístamente. ¡Qué egoísta soy! ¿Verdad?

Julia desplomó su mirada al suelo, pensativa…

«Desde luego, el color con el que pinta el sano egoísmo es agrada-

ble de mirar. Me gusta eso de quererme y respetarme lo suficiente

como para no hacer lo que debo, sino lo que deseo.»

—Hay otra cosa que me tiene preocupada —recordó Julia—.

Hace un par de horas he estado en la biblioteca hurgando en los ar-

chivos sobre sueños. Allí he leído que los aprovechados suelen so-

ñar que se estrellan contra el suelo, y que ese «estrellarse contra el

suelo» es una especie de advertencia acerca de las consecuencias de

su actitud. El caso es que de vez en cuando sueño que me caigo en

un oscuro abismo y me estrello contra el suelo; lo paso fatal y me

lleno de angustia. Lo que me preocupa es que yo no me tengo por

una aprovechada; ¡es de mí de la que se aprovechan!

—El mismo sueño en dos personas distintas expresa dos mensa-

jes diferentes. Por así decirlo, cada uno se estrella contra el suelo a

su manera. ¿Recuerdas de qué huyes en el sueño de las piernas pe-

sadas como lastres?

—Sí. Huyo de la toma de decisiones, me da miedo hacerme res-

ponsable de mis elecciones… yo diría que incluso huyo de mí mis-

ma.

—Se podrá decir que huyendo de ti misma, te estás abandonan-

do a ti misma, ¿crees que es posible?

Julia afirmó con mirada aguaitada; intuía lo que venía…

—Mientras sigas huyendo de ti misma vas a seguir estrellándote

contra el suelo. Todos los sueños de caída libre implican que algo

de suma importancia no se está haciendo bien. En tu caso, sólo ha-

ciéndote cargo de ti misma ese sueño desaparecerá y dejará de

atormentarte.

96

—Voy a intentar transitar el camino del sano egoísmo —dijo levan-

tando la mirada.

—Me parece bien —alegó Daniel—. ¿Alguna vez te han dicho

que eres maravillosa?

Julia lo marcó de sopetón, entre avergonzada y perpleja; «¿Por

qué me dice eso?». Negó sin poder evitar trazar una leve sonrisa.

—Pues que sepas que eres maravillosa —le dijo guiñándole un

ojo, justo antes de desaparecer asemejando milagro divino.

97

21

Siete días después…

«¡Como cambia el cuento de una semana a otra!», pensó Julia nada

más levantarse, comparando la despreocupación de la semana ante-

rior, en turno de tarde, con la permanente amenaza de que Sara se

quedase dormida en turno de mañana. «¡Decididamente prefiero los

turnos de tarde!», pensó observando el reloj: 5:53 de la mañana.

Media hora más tarde ya estaba estacionada en la plaza del Pilar,

esperando impaciente a Sara y observando el reloj de forma compul-

siva… y 30… y 32… y 35…

«¡Joder! ¡Si quedamos a las “y media” es a las “y media”!»

Se bajó del coche visiblemente enfadada.

«¡Esta vez no me quedo quieta!»

A paso ligero recorrió los escasos cincuenta metros que la separa-

ban de su casa. Decidida, se detuvo en el umbral y tocó el timbre jus-

tamente cuando Sara abría la puerta…

—¡¿Estás tonta o qué?! ¡¿Para qué tocas el timbre?! ¡Mi madre está

acostada!

Julia tardó unos segundos en reaccionar…

—¡Hemos quedado a las “y media”! —le dijo golpeando levemen-

te el reloj de Hello Kitty.

—¡Ya lo sé estúpida! ¡El despertador no me ha tocado! ¡Por unos

minutos no pasa nada! ¡No vuelvas a tocar el timbre por las mañanas!

—espetó marchando al coche con mala cara.

Julia quedó en cuadro, observando su nuca alejarse y casi sin po-

derse creer lo que acababa de escuchar. Eran casi las y 40 y encima la

culpa era… ¡suya!

«¡Tenía que haberme ido sin ella! ¡Otra vez a correr con el coche!»

98

—¿Qué horas son éstas de llegar? —preguntó la encargada, apos-

tada en la entrada de personal del supermercado.

Julia agachó cabeza llevándosela los demonios por dentro. Con el

pensamiento reojó a Sara, callada como las putas.

«¡Maldita sea!»

—¡¿Ninguna de las dos decís nada?! —importunó la encargada,

observando con desdén sus miradas desplomadas—. ¡Para vosotras

unos pocos minutos no son nada, pero para mí son motivo de san-

ción! ¡Hoy os habéis ganado una falta leve! ¡A vosotras os enderezo

yo! —apuntilló marchándose.

Horas después, a media mañana, Julia reponía mercancía en la sec-

ción de aguas y refrescos. Apenas si había pronunciado palabra en

toda la mañana; su pensamiento envenenado no sólo le impedía ha-

blar, además le provocaba trabajar con cabreada celeridad.

«¡Tengo que ser egoísta! ¡Primero yo y mi puesto de trabajo! ¡La

próxima vez me marcho sin ella! ¡Si hago eso me voy a sentir culpa-

ble allende ser mala amiga! ¿Por qué habría de sentirme culpable?

¿Por qué no puedo elegirme a mí misma?

—¡Julia! —escuchó por detrás. Todo el enfado que contenía den-

tro de sí se trasformó en nerviosismo; era la voz de la encargada. Se

giró de inmediato—. Creo recordar que la del coche eras tú, ¿es así?

Asintió levemente, amedrentada.

—En dos semanas habéis llegado dos veces tarde, ¿por qué?

«¡Esta es mi oportunidad!»

—Sara se ha quedado dormida.

—Entonces una de dos —caviló la encargada—, o sois muy bue-

nas amigas y la cubres guardando silencio, cosa que no entiendo

porque si se queda dormida y deja que te ponga una falta leve a ti…

muy buena amiga no es; o me estás mintiendo para salvar el culo. Sea

99

cual sea la verdad, te digo que eres muy buena trabajadora y no me

gustaría perderte. Ponte las pilas con la hora de llegada. ¿De acuerdo?

—No volverá a ocurrir —musitó entre acongojada y aliviada.

—Eso espero —le dijo colocándole una mano en el hombro—.

Sigue trabajando que lo haces muy bien —realizó el amago de mar-

charse, pero se dio la vuelta—. Otra cosa; trabajas de cara al públi-

co… esfuérzate por alegrar esa cara.

Julia forzó una sonrisa…

«Una de dos, o la cubres o me mientes. Por lo menos le gusta como tra-

bajo. Cuando se me pase el mosqueo hablaré seriamente con Sara.

Espero que mañana no se retrase… seguro que no… los días ulterio-

res a quedarse dormida es puntual. Sí. Mañana hablaré con ella. Que

pocas ganas tengo de sonreír… ¡Qué trabajo me va a costar fingir

alegría todo el día!»

—¡Julia! —escuchó por detrás; el tono de voz estaba tintado de

enfado. Se giró y vio a Sara acercarse con paso enervado—. ¿Tú le

has dicho a la encargada que me quedo dormida? —le preguntó con

timbre fiscal.

A Julia se le vino el mundo encima…

«¡La encargada ha ido a hablar con ella!»

—¡No! —se escurrió al paso—. ¡Le he dicho que algunos días hay

más tráfico!

—¡¿Entonces por qué me ha dicho que no le gustan las dormilo-

nas?! —cuestionó acusadoramente.

—¡A mí también me lo ha dicho y no voy en tu busca! ¡Además, el

que se pica es porque ajos come!

Sara le clavó una mirada afilada, mordiendo palabras. Se giró vio-

lentada y se marchó por el pasillo. Mientras se alejaba, Julia se sintió

invadida por una extraña sensación, una especie de in… introyec-

ción… implosión… bueno… ella no sabía definirlo, se asemejaba

mucho a algo que colapsa sobre sí mismo invadiendo cada célula de

su cuerpo. De rebato tuvo ganas de llorar…

100

—¡Julia! —escuchó por detrás… ¡otra vez no! Se giró sobresalta-

da—. ¡Vamos a desayunar! —le dijo una compañera.

—Marchad sin mí, he de hacer cosas —mintió a sabiendas, pensa-

do lo mucho que le hacía falta estar sola y desahogarse.

Fuera, sentada en uno de los bancos de la pequeña plazoleta ad-

junta al supermercado, con la cabeza gacha y el rostro compungido,

observaba como las baldosas poco a poco se deformaban causa y

motivo de sus ojos empañados. Lo que acababa de suceder la había

colocado en un estado de suma impresión negativa; impactada estaba

por la imagen de sí misma mintiendo atemorizada y a la desesperada:

¿Tú le has dicho a la encargada que me quedo dormida? — ¡No! ¡Le he dicho

que algunos días hay más tráfico! La angustia crecía proporcional al sen-

timiento de derrota moral que le provocaba hacerse consciente de su

angosta realidad…

«¡Ésta soy yo en mi forma más torpe, frágil, endeble y asustada!»

Rompió a plañir en llanto ahogado; era la primera vez que «veía

con la mente su interior» y detestaba esa imagen de sí misma. No

podía dejar de mirarse como si de una fotografía se tratase, y cuanto

más se observaba, más recuerdos de situaciones similares accedían a

su consciencia y más profundo y doloroso era el llanto que derrama-

ba…

«¡No puede ser! ¡Siempre he sido así! ¡Insegura y llena de miedos!

¡Dios mío! ¡Ahora lo veo con claridad! ¡No quiero ser así!»

Sus ojos borbotaban lágrimas como presas abiertas; eso es lo que

pasa cuando uno comienza a mirar en su interior. Al igual que cuan-

do dos partículas subatómicas chocan entre sí liberando ingentes

cantidades de energía, el choque de hacer consciente lo inconsciente

libera la tensión reprimida provocando un llanto ahogado que actúa a

modo de vaciamiento; una especie de desahogo paradójico que ase-

meja un sufrimiento extremo, pero que en realidad, conforme la pre-

sión disminuye aliviada por el llanto, se torna renovador. Vencida la

101

represión y liberada la tensión interior, uno ya nunca más vuelve a

ser el mismo… por lo menos en ese aspecto de sí mismo.

«Trabajas de cara al público… esfuérzate en alegrar esa cara», recordó se-

cándose las lágrimas. «Y encima me está empezando a doler la cabe-

za. ¡Madre mía el día que me espera hoy!»

102

22

Julia se encontraba en medio de una especie de parque o plaza,

aunque por culpa de estar todo como difuminado no estaba total-

mente segura si uno u otra, pero intuía que así era por la multitud de

gente paseando y niños jugando. De pie en el centro del lugar, se

percató que todos los presentes la miraban fijamente con semblante

despectivo. Se sintió incómodamente observada, y por alguna extra-

ña razón, pensó que la juzgaban por las ropas que vestía.

«¡¿Por qué censuran mis vestimentas siendo iguales a las del res-

to?!»

Dominada por un extraño impulso, comenzó a desnudarse; al

momento ya nadie reparaba en ella. Se sintió aliviada al saberse invi-

sible a ojos ajenos, pero no pudo evitar sentir vergüenza de su des-

nudez a pesar de que ahora nadie reparaba en ella. De repente todo

se tornó oscuridad… al momento un hilo de luz penetró en sus reti-

nas conforme abría los parpados a un nuevo día…

«¡Qué sueño más estúpido! ¿Qué simbolismo tiene que me desnu-

de ante una multitud? ¿Acaso en el fondo soy una exhibicionista?

¡Me hace falta ver a Daniel!», pensó levantándose.

Como el día anterior intuyó, a las y media, Sara la esperaba en la

plaza del Pilar.

—Buenos días —saludó seca; al entrar.

—Hola Sara —pronunció sin saber muy bien cómo empezar una

conversación de la que tampoco podría predecir el resultado. Sin pri-

sa pero sin pausa, salieron de Cúllar dirección la Chana—. Sara, me

gustaría hablar de lo que pasó ayer…

Ésta le lanzó una mirad sorpresiva, como si no se lo esperase; vol-

vió a mirar al frente sin pronunciar palabra.

103

Que no le respondiera levantaba a todas luces una barrera entre las

dos; quedaba bastante claro que no deseaba esa conversación. Julia

quedó frenada en su intención…

—¡Qué no te detenga el obstáculo invisible que Sara levanta con

su actitud!

«¡¿Quién habla…!?», pensó Julia, sobresaltada, girando su cabeza

atrás con ojos como platos; Daniel yacía sentado en la parte trasera

del coche.

Nerviosa, posó de nuevo la vista al frente.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sara, extrañada y desconfiada por ese

volunto repentino. Julia tragó saliva.

—No te preocupes —tranquilizó Daniel—. No puede ni oírme ni

verme. Adelante, habla con ella. Dile cómo te sientes realmente.

El rostro de Julia yacía palidecido.

—¿Estás bien? —insistió Sara, chocada por su actitud.

«¡Ahora o nunca!»

—Cada vez que te quedas dormida me colocas entre la espada y la

pared —arrancó a decir con voz temblona.

Sara agachó cabeza, arrugó el entrecejo y apretó el mentón.

—Sigue hablando; no te detengas —azuzó Daniel—. No ves que

guarda silencio porque no le conviene y no te va a contestar.

Julia le lanzó un reojo por el retrovisor. Aspiró profundo y…

—Sara, yo no quiero marcharme a trabajar sin ti, no quiero dejarte

tirada. ¡Pero tía, el día de Sonifran me dijiste que no me preocupara…

y sí estoy preocupada! Por las mañanas siempre ando intranquila

pensando… ¿estará o se habrá quedado dormida? ¿Nos dará tiempo

a llegar o la encargada nos reprenderá? ¡A mí esto no me gusta! Y me

sabe fatal, pero tienes que entender que no puedo poner en riesgo mi

puesto de trabajo.

El rictus de Sara no se modificó un ápice; como si con ella no fue-

se la cosa. Julia se sintió aliviada por descargar lo que tenía dentro, pero

104

el mohín inexpresivo de Sara acompañado de silencio suscitaba un

desdeñoso por un oído me entra y por otro me sale.

«¡No dice nada!», pensó.

—¡Qué va a decir! —rechinó Daniel desde atrás—. Es su manera

de negar la realidad, o por lo menos su realidad. No te preocupes; di-

cho queda. Esta tarde date un paseo y hablamos.

Julia asintió reojando el retrovisor, pero Daniel ya no estaba.

105

23

Ya por la tarde, Julia paseaba dirección Gabia por el camino de

Hijar. Lentamente discurría por la amplia acera vallada que une la

pedanía con el pueblo. A su lado, Daniel la escuchó relatar el sueño

de la desnudez…

—¿Qué simbolismo tiene que me desnude ante una multitud?

¿Acaso soy una exhibicionista? —le preguntó algo pudorosa.

—No tiene nada que ver —sonrió Daniel—. En el sueño, el cuer-

po desnudo simboliza el verdadero YO. Los ropajes, por el contrario,

simbolizan quien la sociedad te impone ser. Pero entenderlo requiere

de un rodeo necesario. El otro día te dije: decidir implica elegir entre el SI

y el NO; entre seguir con Hugo o dejarlo; entre marcharte a trabajar sin Sara o

esperarla; entre no quedar más con María o seguir aceptando resignada sus des-

plantes. Respondeme a unas preguntas. ¿Qué pasaría si te marchases a

trabajar sin Sara cada vez que se queda dormida?

—Seguramente me acusaría de traidora y mala amiga… además de

despedirla del trabajo.

—¿Y si decides no llevar más a María a ningún lado?

—Pasaría de mí como hizo con Juan.

—¿Y si rompes de una vez con Hugo?

—¡Pues entonces ya me quedaría sola del todo! —se alteró sin-

tiendo un leve arancel sólo de pensarlo.

—¡¿Te das cuenta…?! De una u otra forma, por miedo a quedarte

sola, vives determinada por un SI complaciente, servicial y débil: SI

espero a Sara; SI llevo a María; SI permanezco al lado de Hugo… y

que en el sueño, simbólicamente, representa el traje con el que te vis-

tes; los ropajes tras los que ocultas tu verdadero YO… porque en

realidad NO quieres. Se hace evidente que estás harta de ser el per-

chero de trajes ajenos, por eso en el sueño te desnudas, que simboli-

za el deseo de ser tú misma despojándote del «debes ser». Y sientes

106

alivio por dejar de fingir ser quien no eres, pero entras en contradic-

ción con la vergüenza de tu desnudez, lo cual refleja claramente el

miedo que sientes a que los demás te condenen si te atreves a ser TÚ

misma.

—¿Qué has querido decir con eso de que siento miedo a que me

condenen si me atrevo a ser yo misma? No lo he entendido muy

bien.

—Vamos a tomar el ejemplo de María. Sabes de sobra que si te

niegas a ser su chofer particular, te dará de lado como hizo con Juan,

es decir, te «abandonará», y, ¿acaso su «abandono» no representa la

condena por ser tú misma? ¡Y lo mismo pasa con Sara! Si te marchas

a trabajar sin ella seguramente la echarán, y te acusará de traidora, y,

¿acaso no representa una condena el ser tachada de mala amiga?

»En realidad lo que te está haciendo sufrir es el choque de contra-

dicciones; deseas ser tú misma y a la vez tienes miedo a ser tú misma.

Vives diciendo SI cuando en realidad NO quieres. No te guías por lo

que te hace falta a ti, sino por lo que les hace falta a los demás, y

cualquier decisión la tomas en función de lo que otros necesitan de

ti, nunca por ti misma. Estás alegre pero no eres feliz, sonríes pero

tienes ganas de llorar, y sólo sientes satisfacción cuando los demás

están contentos contigo. Estás descentrada. Tu YO se ha disuelto y tu

centro está fuera de ti. Llevas años vistiéndote con el traje del ojo

ajeno, motivo por el cual no te sabes por ti misma, sino por lo que

los demás opinan sobre ti. Y ante la pregunta ¿QUIÉN SOY YO?, sien-

tes una profunda tristeza porque no tienes respuesta. ¿En qué te be-

neficia no ser tú, para ser «vete tú a saber quién», en función de la

persona que te acompaña?

Julia compungió el rostro perdiendo la vista en el horizonte; las lá-

grimas no eran lo único que deformaba su percepción… en tan sólo

un momento había desnudado por completo su alma.

—¡Yo no quiero ser así! —musitó con voz partida.

—¿Y cómo quieres ser?

107

—¡No lo sé! ¡No conozco otra forma de ser! ¡Pero ahora sé que

no quiero ser así! —aseveró recordando la imagen de sí misma en el

supermercado, asustada, mintiéndole a Sara.

—Me parece un punto de partida fabuloso.

—¡¿No saber lo que quiero te parece fabuloso?! A mí me parece

que estoy más perdida que nunca.

—¡Genial!

—¡Por favor, Daniel! —se quejó señalándose las lágrimas—. ¡No

te rías de mí que lo estoy pasando mal!

—No me rio de ti. Te lo digo en serio. Esto es fabuloso y genial.

Fabuloso porque acabas de vislumbrar una escapatoria, un camino

que muy pocos han recorrido porque todo el mundo piensa que no

tiene salida. Y genial porque cuando una persona se siente realmente

perdida, más predispuesta está a ser encontrada. Tú ahora estás en

ese punto, así que vamos allá. Aseguras que no sabes cómo quieres

ser, pero sabes cómo NO quieres ser. Esto lo podemos comprimir de

la siguiente manera:

No sé lo que quiero; sé, lo que NO quiero.

»Todo el mundo cree saber lo que quiere, se centra en ello y lo

persigue de forma compulsiva, pero… ¿quién sabe lo que NO quiere,

reflexiona acerca de ello y procura apartarlo de su vida? Sé que suena

paradójico, pero desechando de tu vida lo que NO quieres, poco a

poco lo vas apartando, y sin saber cómo, te vas acercando cada vez

más a lo que quieres, aunque no sepas con certeza lo que realmente

deseas.

—A ver si lo he entendido desde el principio —caviló Julia—.

Primero me has hecho «ver» que vivo determinada por un SI com-

placiente, servicial y débil para no quedarme sola, y ahora me mues-

tras un camino que dices que casi nadie ha recorrido y que se funda-

menta en el NO, es decir, rompo con Hugo porque NO quiero ser in-

108

feliz; me voy sin Sara porque NO la quiero esperar; pasó de María

porque NO quiero ser su chofer… ¡¿Pero tú eres tonto o qué te pa-

sa?! ¡Si tengo el SI facilón es porque NO quiero quedarme sola!

—¡Claro! ¡Y para no quedarte sola sacrificas tu verdadero YO y re-

nuncias a tu felicidad! ¡Te engañas a ti misma! ¡No quieres ser «así»

pero tampoco acometer el esfuerzo de ser «otra mujer»! ¡La historia

del 95% de las personas de este planeta; me quejo por lo que tengo

pero soy incapaz de cambiarlo porque tengo miedo de tomar deci-

siones diferentes! La gente no se da cuenta que aferrarse a la espe-

ranza de que todo cambiará sin pasar por el riesgo de tomar decisio-

nes es resignarse a que todo siga igual. ¡Pues que sepas que yo estoy

aquí únicamente para guiarte… el esfuerzo de transitar el camino de-

pende exclusivamente de ti!

Julia advirtió en su voz un deje de enfado… su comentario, aun

siendo verdad, resultaba francamente ácido.

—Me conformo con que seas sincero —musitó.

—Lo siento, pero si me ando con rodeos o con segundas nunca

penetraré hasta el meollo. Sé por experiencia que las vueltas no traen

más que problemas de vuelta.

Se produjo un corto silencio…

—Tengo miedo de transitar el camino del NO —reconoció Julia.

—¿Por qué?

—Tengo miedo de quedarme sola.

—Sigue huyendo de tus miedos, no voy a ser yo quien te ponga

plazos, pero algún día habrás de enfrentarlos.

—Insinúas que para superarlos he de aprender a decir NO.

—Insinúo que es tu obligación recuperarte a ti misma; dejar de ser

una marioneta en manos de otros y hacerte respetar eligiéndote a ti

por encima de los demás… y eso implica empezar a decir NO quiero,

NO estoy de acuerdo o NO me da la gana.

«¡El camino del sano egoísmo!», recordó Julia.

109

—Sí. El camino del sano egoísmo —deslizó Daniel, perspicaz,

habiéndole leído el pensamiento—. Respóndeme; si María te llama

para que la lleves o la traigas, ¿qué le respondes siendo egoísta?

—Siendo egoísta… ¡NO!

—¡¿Lo pillas?! —insinuó volteando las manos.

Julia negó en silencio.

—¡¿No ves la relación?!

—¡Pues no! —se sinceró.

—El camino del sano egoísmo es el mismo camino del NO, sólo

que observado desde ángulos diferentes. La finalidad de ambos es

ganar en seguridad personal y aumentar la confianza en ti misma,

aunque al principio aparente ser terrible y espantoso precisamente

por colocarte cara a cara con tu temor; la soledad.

—Creo que ahora entiendo por qué antes has dicho que muy po-

cos transitan este camino; sienten el mismo miedo que siento yo ante

la posibilidad de quedarme completamente sola. Si te soy sincera,

ahora mismo no soy capaz de prometerte que lo vaya a transitar; ni

siquiera sé si voy a dar un paso en esa dirección.

Daniel se echó a reír; ella lo miró con desdén…

—Julia, abre tu mente y date cuenta que ya has empezado a transi-

tarlo. ¿Por qué piensas que anoche soñaste que te desnudabas para

dejar libre tu YO esencial? —su mirada incrédula y llena de sorpresa

evidenciaba que no tenía respuesta para eso—. Todos los sueños son

en última instancia una satisfacción de deseos —continuó Daniel—,

y ayer, después que la encargada hablara contigo y mintieras a Sara

cuando te abordó acusadoramente, tuviste una revelación, como di-

rían los gnósticos; o un despertar, como afirmarían los budistas; o

por un momento se desplomaron tus resistencias y pudiste acceder a

una parte de ti otrora reprimida, como diría un psicoanalista. Me ha-

blas del miedo a transitar ese camino… ¿acaso no estabas aterrada

ayer cuando llorabas sólo de verte en tu angosta realidad? ¡Sí!, es ate-

rrador y sumamente turbador, pero también revitalizador puesto que

110

liberas energía reprimida… ya has probado el efecto vivificante del

llanto ahogado… y quieres más aunque no lo percibas de forma

consciente… por eso desnudándote en el sueño has intentado satis-

facer esa demanda de libertad que tu YO esencial reclama a gritos. Ya

no hay marcha atrás; sólo queda camino adelante. La cuestión es…

¿te vas a quedar estancada o vas a tirar “pa´ lante” como la mujer

maravillosa que eres?

111

24

Semana y media después, el sábado 20 de Abril…

—¡Aquí está lo que habéis pedido! —dijo Alonso, uno de los ca-

mareros de La Huerta, soltando las bebidas sobre la mesa—. ¿Dónde

están Hugo y Tomás? —preguntó extrañado por no verlos.

—Están con la peña Los Malayerva —respondió Irene, con un leve

retintín; Julia reparó en que andaba como en otra parte.

—¿Por qué se han reunido hoy? —interrogó Alonso, aún más ex-

trañado.

—Según me ha contado Hugo —informó Julia—, Marcos los ha

juntado para ponerles las pilas a la hora de animar en el estadio; el

partido anterior perdieron 5-0 contra el Atlético Madrid.

—Perder contra el Atlético en su casa entra dentro de lo normal;

el Cholo está haciendo un buen trabajo —alegó Alonso—. Pero es

cierto que el Granada necesita encadenar varias victorias seguidas si

quiere salvarse.

—Por eso Marcos les va a poner las pilas —insistió Julia.

Alonso se dio la vuelta y prosiguió con su tarea.

—¿Qué te ocurre? —curioseó posando sus ojos en el rostro de

Irene.

—He discutido con Tomás, ¡me tiene harta! ¡Como la cosa siga así

te juro que lo dejo! Sabe de sobra que los sábados por la noche me

gusta salir un rato… ¡es más!, ¡habíamos acordado ir a Pedro Anto-

nio de Alarcón!, ¡pero lo llaman de la peña y sale corriendo! ¡Siempre

me hace lo mismo! ¡Parece que está deseando salir pitando y a mí que

me zurzan! ¡No me tiene en cuenta! ¡Lo que no se esperaba es que la

jugada se la iba a cobrar de inmediato!

—¿Cómo se la has cobrado? —escarbó Julia.

112

—¡Dándole donde más le duele! ¡Lo he amenazado con hablar

con Inma, su antigua novia! Le he dicho que quiero saber qué es lo

que me oculta… ¡No te imaginas cómo se ha puesto! —le dijo incli-

nándose a ella.

—¡¿Entonces vas a hablar con Inma?!

—¡Qué va! ¡Sólo ha sido para amedrentarlo!

—¡Pues no lo entiendo!

—¡Chica, es fácil! ¡Si hablo con Inma ya no tengo con qué atacarle!

—¿Y qué has conseguido?, porque a la peña se ha ido.

—Sí, pero se supone que mañana teníamos que ir a comer con sus

primos, que me caen fatal, y no vamos a ir… ¡Todavía tengo que de-

cidir dónde quiero pasar el día de mañana! —se retrepó victoriosa.

«Estoy en la misma situación que Irene —pensó Julia—… Hugo

también sale zumbando con cualquier pretexto, pero a diferencia de

ella, yo no me planteo cobrarle ninguna jugada; rara vez me revelo en

contra. ¿Significa esto que he aceptado las condiciones de la relación,

o será que derrotada me resigno a que todo siga igual?»

—¿Cómo te va el trabajo? —preguntó Irene.

—Empecé con muchas ganas, pero entre que Sara se queda dor-

mida cada dos por tres, que la encargada ya nos ha puesto una falta

leve por llegar tarde, y que me veo obligada permanentemente a for-

zar una sonrisa cara al público… no sé… fingir que estoy feliz cuan-

do estoy triste está menoscabando mi ánimo; paso el resto del día de

mal humor y para colmo me han empezado a dar migrañas.

Julia recibió un WhatsApp de María…

—¿Dónde andas? ¿Cómo te ha ido la semana de trabajo?

—¡¿Qué dónde ando?! Pues esperándote en la puerta de la Iglesia,

¿recuerdas? Todo un detalle por tu parte avisarme para que no te es-

perase en vano. ¡Ah! Y gracias por contestarme al WhatsApp que te

envié… otro detallazo de los tuyos…

113

¡Cuánto le hubiese gustado regalarle esa contestación, pero no, por

desgracia el mensaje estaba dentro de sus propios pensamientos, allí

donde sí somos capaces de ser como precisamente nos da miedo ser!

Julia abisagró los labios al interior…

«Es inútil fantasear en convertirme en una experta en devolver

golpes. Yo no soy así. ¡Eso sí! ¡Qué cara tiene! ¡Me escribe como si

no hubiese pasado nada!»

—La semana me ha ido bien. Gracias —respondió seca.

—Mañana hay mercadillo en Belicena —escribió María—. ¿Qué te

parece si vamos a echar un vistazo a la ropa y después nos tomamos

unas cervezas?

«¡No hagas lo que debas, haz lo que desees; sé egoísta; di NO cuando

realmente NO quieras!»

Julia quedó muy parada…

«¿Por qué me hablo a mí misma como si fuese otra a la que le doy

un consejo? ¡Qué sensación más rara!»

—Lo siento pero NO puedo. Mañana he quedado con mi tía Elo-

dia para ayudarla a hacer pestiños y roscos —contestó.

Última vez hoy a las 22:48.

«Ni me ha contestado. ¡Mejor! Daniel tiene razón; si me niego

cuando realmente NO quiero, soy egoísta, y eso es bueno para mí…

¡Qué concepto más bonito!»

—¿Quién es? —se interesó Irene, intrigada por la sonrisa mordida

de Julia.

—Era María. ¿Qué te parece si mañana nos vamos los cuatro a la

playa aprovechando el buen tiempo? —propuso cambiando de tema;

perderse de Cúllar todo el día evitaría encontrarse accidentalmente

con María.

—¡¿A la playa?! ¡Con estos pelos en las piernas! ¡Qué va! Esta se-

mana iré a depilarme con Regina, pero mientras tanto a la playa no

voy.

—¡Pues pasamos el día en la Alpujarra!

114

—¡Eso sí! ¡Estupendo! —aceptó Irene—. Ya tengo el plan de ma-

ñana para no acudir a la comida con los primos de Tomás. Por cier-

to, ¿te ha pagado María los quince euros de la sudadera?

—Sí… No… Bueno, es que la noche en Jarana me pagó dos cuba-

tas y ahora me da cosa pedírselos.

—Yo que tú se los pedía.

—¡¿Cómo le voy a pedir cinco euros?! ¡Va a pensar que soy muy

rácana!

—¡No es por cinco míseros euros! ¡El dinero es lo de menos! ¡Es

por el engaño, la estafa, el timo! ¡Son muchas veces ya! ¡Tú le pagas

quince de sudadera; ella te paga diez en cubatas… y cinco al bote!

¿Quién es la rácana aquí?

Julia guardó silencio, enervada…

«Irene está en razón. ¡Es una aprovechada! ¡En cuanto pueda le

pido los cinco euros, y que conste que no es por cinco míseros euros,

sino por el engaño y la estafa!»

—¿A qué hora quedamos mañana? —preguntó Irene.

—Pronto para aprovechar el día —respondió pensando en evitar

a María.

115

25

Julia se encontraba a orillas de un caudaloso río de estampa anti-

gua; blanco y negro con gamas de grises pintaban el lugar. De inme-

diato posó su mirada sobre la otra ribera; allí estaba, alzándose estu-

pendamente diseñada, la ciudad de la alegría. Sintió un fuerte deseo

de transponer al otro lado. Oteó ambos lados sin puente a la vista;

esperanzada estaba en abandonar ese lugar lúgubre y sombrío para

disfrutar de la luz y la alegría. Observó detenidamente las turbulentas

aguas; no se lo pensó…

Al principio nadó con fuerza; decidida estaba a llegar al otro lado.

«¡Ánimo, tú puedes!»

Siguió nadando hasta sentir señales de cansancio.

«¡Ya debo estar cerca!»

Alzó la mirada y un repenque la amedrentó.

«¡No puede ser! ¡Casi no he avanzado!»

Intentó regresar so pena de ahogo por extenuación, cuando de re-

pente, una poderosa turbulencia la arrastro al fondo. En segundos

sucumbió a la angustia de la asfixia… «¡Es el fin!»

Rodeada por el líquido elemento, se movía convulsa intentando

emerger, pero cuanto más lo intentaba, más se hundía. Sus pies toca-

ron el lecho fangoso…

«¡Ahora o nunca!»

Se impulsó con las fuerzas propias del que desea vivir a toda costa

hasta emerger… una potente aspiración inundó sus pulmones nada

más despertar sofocada… realmente le faltaba el aire.

Incorporada sobre la cama, jadeaba sin parar dando las gracias de

estar viva. Prendió la luz y observó el reloj: 5:58.

«¡Vaya tela! ¡Pero si hoy es domingo! ¡¿Ahora qué hago despierta

hasta marchar a la Alpujarra?!»

116

En el cuarto de baño se lavó la cara. Acto seguido se calentó un

café solo y se sentó en el sofá. Con el mando a distancia prendió la

televisión; de inmediato se iluminó una entrevista con público en un

auditorio…

—El lenguaje de los sueños —parló el entrevistado; a Julia se le

abrieron los ojos como platos. Se inclinó adelante en la mesa; sínto-

ma de prestar total atención—, ha sido, es y será hablado por ricos y

pobres, reyes y súbditos, faraones y esclavos, emperadores y conde-

nados a muerte de cualquier parte del planeta y de cualquier época

prehistórica, histórica o contemporánea. Es curioso comprobar có-

mo en la actualidad, con la ingente cantidad de conocimientos que

albergamos, somos incapaces de superar a nuestros ancestros. Los

antiguos profetas bíblicos eran auténticos maestros en el arte de la

«traducción» de los sueños. El más famoso y conocido de ellos, ex-

presado en el Antiguo Testamento, es el sueño del faraón:

»Faraón soñó; y he aquí que estaba junto al río. Y he aquí que salieron del

río siete vacas gordas; y he aquí que aparecieron tras ellas siete vacas flacas. Y las

vacas flacas se comieron a las vacas gordas. Y Faraón despertó y durmió otra vez.

Y soñó; y he aquí que siete espinas de trigo rebosantes de salud subieron sobre

una misma caña. Y he aquí que siete espigas delgadas y marchitas por el sol

subían detrás. Y las siete espigas marchitas por el sol devoraron a las siete espigas

rebosantes de salud.

»El faraón hizo llamar a todos los magos y a todos los sabios de

Egipto, y les contó su sueño, más ninguno supo interpretarlo. En-

tonces, cuando le pidió a José que le interpretase el sueño, éste le

respondió:

»Dios ha mostrado al Faraón lo que se dispone a hacer. Las siete vacas gor-

das y las siete espigas llenas son siete años. Las siete vacas delgadas y las siete es-

pigas marchitas son siete años. Esto es lo que digo a Faraón; he aquí que se ave-

cinan siete años de abundancia y tras ellos siete años de hambre, y toda la abun-

dancia de Egipto será olvidada. Por eso a Faraón el sueño se le ha presentado

por duplicado, porque ha sido resuelto por Dios. Haga esto Faraón, y busque

117

hombres prudentes y sabios, y colóquelos sobre Egipto, y acopien trigo bajo la

mano de Faraón durante los siete años de bonanza, para saciar el hambre du-

rante los siete años de escasez.

—Muchas gracias profesor —dijo el presentador—. Ahora pasa-

remos al turno de preguntas. Si alguien del público quiere consultar

algún sueño al profesor, que levante la mano y un compañero le

acercará un micrófono.

En tercera fila, un muchacho delgadito, rubio y un poco desaliña-

do, se puso en pie deseoso de poder preguntar: el ayudante le entre-

gó un micrófono.

—Hola profesor. Me llamo Francis y quiero saber de qué están

hechos los sueños.

—Hola Francis —saludó el profesor—. Los sueños están hechos

de experiencias, por un lado, y por otro, nos conecta a nivel emocio-

nal mostrándonos una situación pasada que tiene su similitud en el

presente. Por ejemplo, si hoy estás triste y deprimido, y hace diez

años estuviste en una casa lúgubre y oscura, puede que sueñes que

estás dentro de esa casa, puesto que reúne los elementos asociativos

que definen tu estado anímico; lúgubre y oscuro, triste y deprimido.

El subconsciente utiliza los recuerdos acumulados a lo largo de nues-

tra vida para tejer el sueño y alertarnos de lo que nos ocurre hoy.

Una muchacha joven, de pelo castaño y cara de no haber roto

nunca un plato, alzó la mano en primera fila. El ayudante de cámara

le entregó un micrófono.

—Hola profesor, me llamo Ana y sueño mucho con serpientes.

—Encantado Ana —saludó el profesor desde el escenario—.

Imagina que vas andando por el campo y de pronto te encuentras

con una serpiente que te mira desafiante, ¿qué tienes?

—Un problema —respondió Ana, arqueando las cejas.

—¡Exacto! Las serpientes son un símbolo universal de problemas.

Un problema puede ser que pienses que no estás aprovechando tu

vida; o que una parte de ti está limitada y constreñida y te impide ser

118

tú; o que tengas una habilidad que no estás desarrollando y por lo

tanto tu YO esencial no encuentra su libre expresión. De lo que no

hay duda es que tienes un problema que has de solucionar. ¿En tus

sueños huyes de las serpientes o las golpeas?

—A veces huyo, a veces me asfixian y otras las golpeo —

respondió haciendo memoria.

—Si las serpientes te asfixian es que tu problema te está asfixian-

do; si huyes es que huyes de tu problema; y si las golpeas con un ob-

jeto contundente es que estás enfrentando el problema. ¡Pero ojo! El

problema no se enfrenta en el sueño, se resuelve en el día a día; el

sueño es sólo un símbolo de lo que te ocurre estando despierta.

—Y con esto terminamos —canceló el presentador—. Nos gusta-

ría seguir hablando con el profesor de este magnífico mundo de los

sueños, pero el tiempo de emisión se nos ha agotado.

«¡Qué mala suerte!», se quejó Julia.

119

26

Una semana después, el sol de las cinco de la tarde se alzaba bri-

llante, los pajarillos cantaban y la ausencia de viento invita a sentarse

al sol en la terraza de cafetería Sonifran.

Sara y María, con las gafas de sol puestas, compartían mesa.

—Dentro de dos semanas es la Romería de Cúllar —dijo Sara.

—Haríamos bien en marchar pronto para coger sitio.

—Ese fin de semana Julia y yo trabajamos de mañanas en el su-

permercado. Llegaremos sobre las tres de la tarde.

—¡Es verdad! Bueno, seguro que Hugo y Juan dicen de irse pron-

to. Me iré con ellos. Pero antes tenemos que ver lo que hacemos el

viernes que viene; es el Día de la Cruz. Lo hablamos con Julia y va-

mos a Granada como el año pasado.

—¡Yo con Julia no voy a ningún lado! —dijo Sara, frunciendo el

entrecejo; María la marcó repentina—. ¡Y si supieses lo que dice de ti

tampoco querrías ir!

—¡¿De mí…?! ¡¿Qué va diciendo esa?! —le cambió el tono de

voz.

Sara se inclinó, musitando…

—Dice que la engañas cada dos por tres, que eres una aprovecha-

da y una convenida. Que solamente la llamas para lo que te conviene

y que ya no va a ser más tu chofer particular; que no le devuelves el

dinero que te deja y que la dejas tirada cuando quedáis. ¡No te imagi-

nas con el odio que lo dijo! —cizañó arqueando las cejas.

—¡Esa tía es una estúpida! ¡Ahora se va a enterar! —repudió Ma-

ría, agarrando el móvil…

120

27

Dos horas después, Julia entró en peluquería Galindo.

—Buenas tardes —saludó Manuel Galindo, abriendo la puerta.

—¿Está tu mujer?

—Aquí estoy —espetó Carmen, acercándose—. Has llegado justo

a tiempo, siéntate.

Julia la acompañó forzando una sonrisa; el ánimo lo arrastraba por

los suelos.

—¿Qué quieres, un corte de pelo o que te peine?

—Las dos cosas.

—¡Ven!, siéntate que te lave la cabeza.

Julia se colocó una toalla alrededor del cuello y retrepó la cabeza

atrás; cerró los ojos.

—Me he enterado que estás trabajando en un supermercado,

¿cómo te va? —preguntó Carmen, mojándole el pelo.

—Bien. Es un buen trabajo —respondió sin quererse extender; no

estaba como para entablar conversación.

—Me alegro por ti. Es mucho mejor que trabajar en el campo

como hacías antes. Siendo tan guapa has de cuidarte o pronto te estropearás…

La charla se volvió automática, subconsciente; Julia estaba pero no

estaba, su cuerpo sí pero su mente retrocedió hasta esa misma maña-

na…

[6:30. Estacionada en la plaza del Pilar, bostezaba copiosamente

mientras esperaba a Sara.

«¡No viene!», pensó observando el reloj… y 35.

«¡No puede ser! ¡Se ha vuelto a quedar dormida! ¿Qué hago? Si

llamo por teléfono, malo; si toco el timbre, también. ¡Menudo muer-

to me ha tocado cargar! El miedo a la reprimenda de la encargada só-

121

lo le ha durado dos semanas. ¡Se egoísta; di NO! Para colocarle un NO

he de tenerla enfrente. ¡Qué corta eres de miras; pareces un asno con

zarandillos en los ojos! Si te vas sin ella le estás colocando un NO de

actitud simbólica; las palabras se las lleva el viento, nuestros actos

pesan más; NO te llamo, NO te espero. ¡Es verdad! Esto de hablar

conmigo misma me está empezando a molar. Me voy y que sea lo

que Daniel quiera.»

Arrancó el coche y metió primera; la puerta se abrió y accedió Sara

a toda prisa.

—¡Lo siento tía! Es que anoche se me olvido conectar la alarma

del móvil.

—¡Tú misma! —picó acelerando—. ¡Pero como la encargada diga

algo y guardes silencio esta vez no me callo!

Sara constriñó el rostro como acordeón enfadado.

—¡Otra cosa! —prosiguió Julia—. ¿Por qué no programas una

alarma para toda la semana en vez de conectarla a diario?

—¡¿Eso se puede hacer?! —resbaló incrédula.

Julia pegó un frenazo y, haciéndose a un lado, se detuvo en la

puerta de la tienda Mariflowers, donde trabaja Terrón.

—¡¿Qué haces?!

—¡Dame el móvil! —ordenó con inusual firmeza.

Sara se lo entregó…

—¡Desbloquealo! —le pidió.

—¡Vamos a llegar tarde! —se quejó Sara; Julia le lanzó una mirada

afilada… ¡Qué cara tiene! Lo agarró desbloqueado.

Opciones… alarmas… crear alarmas… inicio… 6:00… de lunes a

sábado… activar.

—¡Toma! ¡Ya no tienes que activar la alarma todas las noches!

—¿Cómo has hecho eso?

Julia resopló conduciendo veloz…

—¡No te hagas la tonta por favor! —masculló rabiosa.

122

—¡No me estoy haciendo la tonta! ¡Lo que pasa es que tú eres

muy lista! —apuntilló Sara, despreciativa.

—¡Yo no seré muy lista, pero si dices que no sabes configurar una

alarma eres una mentirosa! —voceó enérgica.

—¡Pues mira quién fue hablar! —chilló Sara, fuera de sí—. ¡Le di-

ces a María que tienes que ayudar a tu tía Elodia a hacer roscos y pes-

tiños y después te vas con Irene a la Alpujarra todo el día! ¡Ya ves!

¡De mentirosas está el mundo lleno!

«¡Tierra trágame!»

—¡Ya no dices nada! —azuzó Sara, tomándose la revancha—. ¡No

vuelvas a tacharme de mentirosa siendo tú la mentirosa! ¡O qué te

creías, ¿qué María no se iba a enterar?! ¡Hipócrita!

—¡Me da igual! —se defendió acorralada—. ¡Ella a mí también me

engaña cada vez que puede y ya estoy harta que se aproveche de mí!

¡¿Qué se ha creído, que soy su chofer particular? ¡Sólo me llama para

lo que le conviene; le pago la sudadera y no es para devolverme el

dinero; le pido que me acompañe a Granada y me deja tirada; o co-

mo la última vez, que no me contestó al WhatsApp y me dejó media

hora esperándola en la puerta de la Iglesia! ¡Es una aprovechada! —

concluyó desahogándose de rabia.]

—¡¿Julia estás bien?! Creo que se ha quedado dormida. ¡Julia, despierta! —Carmen la zaran-

deó con suavidad.

Abrió los ojos como perdida; tardó unos segundos en ubicarse.

—Lo siento. ¡Qué fatiga!

—No te preocupes, no pasa nada. Cambiate de sitio —la acompa-

ñó tocándole el pelo—. ¡Como lo tienes muy fino te puedo cortar las

puntas, que andan abiertas, y hacerte un peinado con volumen!

—Eso sería estupendo —aceptó sentándose.

Estática frente al espejo observó su sonrisa fingida y forzosa… sus

ojos alicaídos decían todo lo contrario. «Esfuérzate en alegrar esa ca-

ra…», recordó de la encargada del supermercado. «No estoy traba-

123

jando, pero todo con tal de ocultar lo que en realidad me ocurre. ¡No

puede ser casualidad tanta coincidencia! ¡Sara está de por medio, se-

guro! ¿Lo habrá hecho a cosa hecha? ¡Duele más teniendo la certeza

que ha sido a sabiendas! — ¡Sé egoísta; di NO! — ¿Esto me va a suce-

der cada vez que me elija a mí misma? ¡Vaya mierda! ¡Haga lo que

haga siempre acabo sufriendo! — Sientes miedo que los demás te condenen

si te atreves a ser tu misma. — ¡Yo no sé por qué le hago caso a un es-

pectro que seguro sólo está en mi imaginación!

—¿Qué te ocurre? —preguntó Daniel, apareciendo sentado en la

silla de al lado; Julia respingó inesperada.

—¿Te he hecho daño? —articuló Carmen, extrañada por la sacu-

dida.

—¡No…! Este… Lo siento —se disculpó nerviosa ante la pelu-

quera—. Ahora no puedo hablar —musitó por lo bajo.

—¿Cómo has dicho? —solicitó Carmen, mirándola a través del

espejo. Julia quedó en cuadro.

—Disculpa, he hablado sola.

—A mí también me pasa —relajó Carmen.

—¿Se te olvida que puedo leerte el pensamiento? —picó Daniel.

«¡Qué graciosillo!», pensó irónica.

—¿Qué te ocurre? —volvió a preguntar.

«Para empezar, esta mañana Sara se ha quedado dormida. No he-

mos llegado tarde de milagro, pero en el coche hemos discutido y me

ha soltado que María sabía que la semana pasada le mentí —hizo una

pausa—. Y hace un par de horas María me ha Whaseado…»

[—Julia, ¿qué haces?

—Nada. Estoy en mi casa.

—Yo estoy en Churriana con unos amigos; en la Plaza de la Ermi-

ta. Me voy a la playa y antes quisiera darte los quince euros de la su-

dadera; siento la tardanza. ¿Puedes pasarte ahora y te los doy antes

que me vaya y me los gaste? ¡Ya me conoces!

124

«¡Qué raro! ¿Habrá hablado con Sara y sabrá de la discusión de es-

ta mañana? ¡Seguro! ¡Y para que no la tache de aprovechada ahora

dice de pagarme! ¡Vale! ¡Ya estoy harta de ser la tonta del grupo!»

—Voy para allá.

—Te espero.

Quince minutos después, Julia arribó a la Plaza de la Ermita de

Churriana. Estacionó a un lado y se adentró en el pequeño parqueci-

llo adjunto.

«¿Dónde está María?», se preguntó buscándola con la mirada. «¿Y

el grupo de amigos con el que dice que estaba?»

Un pensamiento punzante flaseó su cabeza…

«¡Me ha engañado, tomado el pelo y burlado de mí!»

Sacó el móvil y escribió…

—¿Dónde estás? Estoy en la Plaza de la Ermita.

Un rato, otro y otro más… María no contestaba, ni siquiera co-

nectaba el WhatsApp. Entró en agenda y pulsó llamar…

El número marcado está apagado o fuera de cobertura.

«¡No me lo puedo creer! ¡Me ha hecho desplazarme al pueblo ve-

cino a sabiendas!», trabó elevándose enojada. «¡Hija de puta!» Escu-

driñó convulsa el parquecillo, apretando la rabia y notando los ojos

humedecerse impotentes. Resopló cada vez más compungida, acer-

cándose a un banco para sentarse y negando de forma intermitente.

«¡Esto me pasa por mentirle, por no quererla llevar a Belicena, por

ser egoísta y colocarle un NO!»

Intentó contener las lágrimas a la par que lanzaba furtivas miradas

por si todo resultaba ser una pesada broma…]

—¡Lo sabía! —musitó Daniel, negando.

«¡¿Cómo que lo sabías?!», se chocó Julia. «¡¿Insinúas que sabes lo

que me va a pasar?!» Le preguntó con el pensamiento; no quería que

Carmen pensase que se estaba volviendo loca hablando sola.

—A largo plazo no, pero a corto sí —respondió Daniel.

125

«¿Y por qué no me has avisado? ¡Creí que eras mi ángel de la

guarda!», punzó a caballo entre el reproche y la decepción.

—Lo siento pero no puedo. ¿Recuerdas la prueba a la que nos

somete el Jefe para acceder al reino de los cielos? Pues bien, puedo

utilizar cuantos recursos se me ocurran para ayudarte… salvo uno so

pena de fracasar en el intento. No puedo revelarte nada del futuro.

«No lo entiendo. Si me avisases aprendería más rápido.»

—¡Qué equivocada estás! ¡Es al revés! Se hace camino al andar, es

decir, uno aprende viviendo, y vivir implica tropezar, equivocarse y

cometer errores, y en el mejor de los casos, aprender de ellos. Si yo te

aviso de los peligros y tú los esquivas, te estoy privando de la opor-

tunidad de aprender por ti misma. El verdadero aprendizaje deviene

de la experiencia vivencial, no del intelecto entendido como una ex-

plicación teórica que pronto será olvidada porque carece de recuer-

dos que la sostengan.

Julia suspiró con suavidad.

—¿Cómo te sientes al respecto de lo que te ha pasado?

«¡Cómo me voy a sentir siendo el saco de boxeo al que todos gol-

pean sin miramiento ni compasión! ¡Pues mal, humillada, desprecia-

da, ofendida, burlada, vejada…!»

—Eres demasiado coherente.

«¡¿Coherente dices?! Me parece que estás confundido. Ser coherente

demuestra sensatez; lo mío es estupidez.»

—La que está confundida eres tú. Por definición, ser coherente es

mantener una actitud lógica y consecuente con una posición anterior,

es decir, ser fiel al pasado, siempre la misma, sin posibilidad de cam-

bio. Siendo coherente no es difícil adivinar tus futuras acciones, te

vuelves predecible, automática, robótica, y uno sabe qué botón pul-

sar para que hagas esto o lo otro.

«¡Yo no soy así!»

—¡Claro que no! —ironizó Daniel, mirándola de reojo—. Por eso

sales corriendo cada vez que María te llama aun sabiendo que te deja

126

tirada —Julia aguaitó ante lo evidente—. ¿De qué te sirve ser coherente

con un YO anterior y fijo si la quietud en la que vives te está destro-

zando la vida? ¿Por qué te empecinas en seguir repitiendo los mis-

mos errores que te hacen sufrir una y otra vez? ¡Qué actitud más in-

coherente!

«¡¿Y qué tengo que hacer?!»

—¡Aprender de tus errores para crecer como persona; una especie

de registro vivencial que te permita avanzar en vez de quedarte es-

tancada! ¡Es el ejercicio más importante que puedes realizar en tu vi-

da! Respóndeme a una pregunta… ¿Tú te equivocas?

«¡Pues claro!, como todo el mundo.»

—¿Y aprendes de tus errores?

«Sí.»

—¿Y en que te equivocas?

«En muchas cosas.»

—¿Podrías señalarme una con precisión?

«¡Humm! Ahora mismo no sabría decirte.»

—¿Te das cuenta…?

«¿De qué…?»

—De la contradicción existente entre lo que dices y lo que haces.

Las preguntas que te acabo de hacer son «frases hechas»; se las pre-

guntes a quien se las preguntes todos van a responder que sí se equi-

vocan y que sí aprenden de sus errores porque eso es lo que se supo-

ne que han de responder, pero en el momento que a una persona se

le pide que señale con precisión alguno de sus errores, ya no sabe

qué contestar; se queda en blanco. ¿Por qué? Porque para aprender

de un error uno tiene que tener la valentía de mirarse a sí mismo y

«observarse con perspectiva», lo cual implica vencer las resistencias

del propio ego y traspasar la espesa capa del narcisismo, y si uno re-

capacita sobre aquello en lo que ha errado, inevitablemente no sólo

descubre dónde ha tropezado, además lo recuerda claramente. En es-

to consiste el registro vivencial, pero la mayoría de las personas se

127

quedan bloqueadas a la hora de intentar recordar un error porque no

lo han registrado; no se han «observado con perspectiva»; no han

vencido sus resistencias ni traspasado su narcisismo porque ser con-

gruente cuesta mucho trabajo… ¡es más fácil seguir siendo coherente

antes que enfrentarse al esfuerzo de cambiar!

«Lo que dices suena a utopía», replicó Julia.

—¡Así es como debe ser! —aseveró Daniel—. Si la virtud fuese

fácil de alcanzar, ¿qué tendría de virtuoso? El mérito de crecer como

persona reside precisamente en su dificultad; en el tremendo esfuer-

zo que se ha de realizar para romper patrones de conducta estereoti-

pados; un viaje al interior de uno mismo con el objetivo de trabajar

con lo malo para alcanzar la recompensa de lo bueno. Por desgracia,

son muy pocos los que deciden emprender ese «viaje al interior», ¡un

viaje largo por cierto!, pues en este mundo dominado por el eslogan

«el tiempo es dinero», y por métodos ultrarrápidos que aseguran al-

canzar lo que deseamos sin esfuerzo, no hay tiempo para ser con-

gruente… las personas prefieren hacer oídos sordos antes que admi-

tir su vagancia espiritual. Así que tú decides, Julia; o sigues siendo el

saco de boxeo de todos o te revelas contra lo que te hace sufrir; o si-

gues cerrando los ojos ante lo evidente sólo porque es triste y dolo-

roso, o los abres y emprendes «tu propio viaje». De lo que no me ca-

be duda es que tú puedes, principalmente porque eres maravillosa.

Julia le lanzó un reojo a través del espejo, pero Daniel había desa-

parecido.

—Ya he terminado —informó Carmen, dándole los últimos reto-

ques al peinado—. ¡Te ha quedado fenomenal!

128

28

Viernes 10 de Mayo. Julia y Hugo se encontraban sentados en la

terraza del bar Gera, esperando al resto de amigos para planear la

Romería del día siguiente.

—¡Aquí tenéis la bebida! —dijo el camarero, soltando la bandeja

en la mesa.

—Gracias Javi. ¡Oye! —reclamó Hugo—. ¿Me han dicho que

pronto tocáis en el pub Caramelo?

—Sí. El fin de semana que viene a partir de las una de la madru-

gada —Javi era uno de los integrantes del grupo local ROKEN.

—¡Allí estaremos! —aseguró Hugo; Javi regresó a su tarea.

—¿A qué hora habíamos quedado? —preguntó Julia, observando

su reloj de Hello Kitty.

—A las nueve; no creo que tarden mucho. ¿A qué hora llegarás

mañana a la Romería? —le preguntó.

—Mientras que salgo del supermercado, vengo, como y me du-

cho, llegaré sobre las cuatro de la tarde —respondió Julia.

—Nosotros nos iremos por la mañana, y cuando ya tengamos sitio

te whaseo y te digo dónde estamos.

Julia asintió.

—¿Aún no te hablas con María?

—¡¿Yo…?! —artifició extrañada—. ¡No! ¡Y prefiero que así sea!

Lo que me hizo hace dos semanas no se lo perdono. Si quiere hablar

que venga y pida perdón.

—¡Qué rencorosa eres! ¡No conocía esa parte de ti!

—¡Hugo…! ¡¿Cómo puedes decirme eso?! Siempre ando perdo-

nándolo todo, dejándolas pasar, y para una vez que me mantengo

firme en mi intención de que no me falten más al respeto, ¿me acu-

sas de rencorosa? ¡¿Qué pasa?! ¡¿Siempre tengo que ser la tonta del

129

grupo?! —pinchó a la defensiva, pensando que cuando perdonas

demasiado la gente se acostumbra a lastimarte.

—¡Yo no he dicho eso! ¡No ves cómo se pone! —chantó despec-

tivo, elevando el tono de voz.

—¡Pues claro que me pongo! —cimbreó dolida—. ¡María se ha

reído de mí en toda mi cara y tú la defiendes!

—¡¿Quién está defendiendo a María?!

—¡Tú! ¡Qué en vez de darme la razón me acusas de rencorosa!

¡Claro, como estáis todos acostumbrados a hacer conmigo lo que os

da la gana, pues ahora resulta extraño! ¡Pues eso se ha acabado! —

zanjó con rabia.

—¡¿Pero tú eres tonta o que te pasa?! ¡Si estás enfadada con María

págala con María, pero a mí no me calientes la cabeza!

«¡La frase salvavidas!»

—¡Pues apóyame en vez de acusarme! —inquirió enervada—.

¡Qué me han ofendido y te pones de lado de la ofensora!

—¡Me estás tocando la polla! —la señaló con el dedo.

—¡Y tú a mí el coño! —contrarreplicó copiando su postura.

—¡A la mierda! —Hugo se levantó violentado ante la atenta mira-

da de los demás clientes, asistentes inesperados del conflicto—.

¡Como siempre ya me has dado la noche! ¡Qué harto me tienes!

—¡¿A dónde vas?! —preguntó incrédula.

—¡A pagar! —contestó enrabietado.

—¡¿Es que no vamos a esperar a los demás?!

Hugo rechinó los dientes; entró dentro y pagó las consumiciones.

—¡Vámonos! —urgió al salir.

—¿A dónde…?

—¡A dormir! ¡Se me han quitado las ganas de salir! —masculló ale-

jándose.

Julia andó tras de él cada vez más contrariada…

«¡No tenía que haberlo acusado…!»

En la esquina se encontraron con Juan…

130

—¿Ya os vais…? —preguntó chocado, mirando la hora.

—¡Voy a llevar a «ésta» a su casa y ahora vengo! —le dijo enrosca-

do en ira, sin detenerse.

Ese «ésta» no sólo penetró como un punzón en el corazón de Ju-

lia, también perforó su memoria…

«¿Realmente crees que me afecta el miedo «ese»? — utilizando el pronombre

demostrativo «ese», no sólo has sacado el miedo de ti, también lo has despreciado

por considerarlo una amenaza — ¡Voy a llevar a «ésta» a su casa y ahora ven-

go! — Me desprecia además de llevarme a mi casa para quitarme de

en medio.»

—¿No decías que te ibas a dormir? —escarbó en arenas movedi-

zas.

—¡He cambiado de opinión! ¡No voy a joderme la noche porque a

ti te dé la gana estar de malafollá! ¡Y te lo advierto; yo no sé qué te

está pasando últimamente pero estás insoportable! ¡Piénsatelo bien y

si no quieres estar conmigo me lo dices y lo dejamos!

De súbito un nudo en la garganta se le atrancó compungido, era

como si toda la fuerza que le otorgaba el enfado se diluyera cuan

mantequilla expuesta al sol…

—¡Lo estoy pasando mal! —sollozó tras de él—. ¡Sólo quiero que

me apoyes; me haces mucha falta!

Hugo se giró veloz…

—¡Pues si te hago falta no me ataques! ¡O qué te crees! ¡¿Qué

puedes arremeter cuanto quieras y después con dos lagrimitas está

todo arreglado?! ¡Ya te lo he dicho! ¡Piénsate bien qué quieres porque

no estoy dispuesto a que sigas calentándome la cabeza con tus tonte-

rías! —concluyó desdeñoso, dejándola allí…

Marcando cómo se alejaba, una terrible sensación de falta de aire

la embargó hasta asfixiarla; asemejaba vacío. Circundó su alrededor

más inmediato con la vista deformada. La soledad que la rodeaba re-

sultaba abrumadora, casi insoportable. Durante unos segundos su

pensamiento flotó fuera de sí… observándose a sí misma como el

131

que observa una fotografía… estaba asustada y lloraba desperanza-

da… asoció libre… años atrás… cuando de pequeña se despistó en

un mercadillo y quedó sola a merced del pánico que supone la sola

idea del abandono. So barrunto incomprendido conectó con un nivel

de angustia que no guardaba proporción con lo sucedido en ese

momento; sin duda aquella angustia estaba esperando su oportuni-

dad para salir a la luz. Esa extraña sensación de mirarse como el que

mira una fotografía la hizo retroceder varias semanas atrás, cuando

por primera vez se percibió a sí misma en su angosta realidad, min-

tiendo desesperada a Sara y llorando desgarrada porque se había da-

do cuenta que «sí, ella era así». Otra vez la sensación de insignifican-

cia, debilidad y pequeñez la postró en un estado propio de la persona

impotente… siempre que se entienda la impotencia como la incapa-

cidad de poder hacer lo que uno quiere, desea o necesita.

«¡No quiero ser así!», gimoteó negando para sus adentros, y como

si de un deja vu se tratase, rememoró… «¿Cómo quieres ser? — ¡No lo sé,

pero así no! — No te centres en lo que quieres, centrate en lo que NO quieres y

quítatelo de en medio; la felicidad está justo detrás. — ¿Por qué no dejo de

acordarme de las conversaciones con Daniel?

En la esquina de su calle agachó cabeza y cerró los ojos; así per-

maneció vaciando sus ojos de lágrimas…

Una moto se detuvo a su altura…

—¿Qué te ocurre prima? —preguntó Isidro, quitándose el casco;

realmente no eran primos directos, pero se habían criado muy unidos

por las familias. Julia lo marcó intentando contenerse…

—Acabo de discutir con mi novio —dijo gimoteando.

—¡Como me jode verte así! ¡Qué sepas que no le meto la mano

por ti, porque si no se le iban a quitar las ganas de hacerte daño! Te

lo he dicho muchas veces prima; no me gusta para ti. Tú vales mu-

cho más que ese pendejo…

—Gracias primo. Me voy a mi casa que necesito tranquilizarme.

Isidro se quedó observándola, pensativo.

132

«¿Cómo hago para tranquilizarme?», pensó Julia, entrando en su

portal. «Desmembramientos, decapitaciones y amputaciones». ¡Eso es!

Entró en su casa… prendió el ordenador… observó imágenes es-

peluznantes y… toda la angustia que la consumía desapareció como

si de una poción mágica se tratase.

133

29

El día se levantó bajo un tremendo aguacero; pequeños ríos de

agua culebreaban por las calles arrastrando la mugriedad acumulada.

Julia conducía con prudencia acercándose a la Plaza del Pilar. Ob-

servó el reloj: 6:35.

«Hoy la que llega con retraso soy yo.»

Sin soltar el volante aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas;

resultaba costoso ver diez metros adelante. Bordeo la plaza y se de-

tuvo en la esquina donde habría de recoger a Sara…

«¡No está! ¡Qué más da si llego tarde, ella llega aún más tarde!

¡¿Qué hago?! — ¡Eres demasiado coherente; no es difícil adivinar tus futuras

acciones! — ¡¿Siempre voy a estar esperando a Sara?! ¡A la mierda la

coherencia! ¡Me voy!»

Enfiló la calle del Cacharro hasta el consultorio médico. Entre tan-

to agarró el móvil y lo apagó…

«¡No quiero saber nada si Sara se lia a llamar por no esperarla!»

Subió hasta la salida del pueblo y se detuvo en el semáforo; estaba

en rojo. Extrañamente tranquila dejó vagar sus ojos de un lado a

otro; se detuvo chocada en la Plaza que se abría unos metros más

arriba, enfrente.

«¡La gente se ha vuelto loca!», pensó circunstanciando el rostro.

Tras la cortina de agua se adivinaba la silueta de dos personas char-

lando bajo aquel aguacero; parecían estar pasándoselo bien. El semá-

foro se puso en verde. Julia embragó y accedió a la carretera con len-

titud; quería ver los rostros de los susodichos empapados. Un poten-

te zumbido la acongojó y una luz cegadora la deslumbró por el re-

trovisor; un camión se había saltado el semáforo a gran velocidad.

Julia sintió como el cuerpo se le pegaba al sillón envuelto en un soni-

do atronador. Gritando y salpicada de cristales rotos, notó como su

coche se desplazaba decenas de metros girando como una peonza.

134

Todo sucedió muy rápido. Con un golpe seco el coche se detuvo pa-

ralelo a la plaza que se abría enfrente. Julia descendió desorientada,

con la vista perdida y multitud de cortes en la cara. Cayó al suelo de

rodillas; le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la cabeza…

«¡Ayudadme!», rogó a los dos susodichos que charlaban bajo el

agua. Con la vista desplomada advirtió que no se acercaban. Alzó la

mirada y se sobrecogió de la impresión; era Hugo con otra persona

que no conocía…

«¡Cariño, ayudame!», rogó desesperada.

Hugo, sonriente, la miró con indiferencia.

«¡Por favor! —balbució observando el charco de sangre que se

formaba bajo ella; por momentos tuvo la impresión que su vida se

apagaba—. ¡Ayúdame! —imploró descorazonada, comprobando

cómo su novio la obviaba y seguía conversando alegremente con el

desconocido…

«¡Hugo!», gritó con fuerza, arrastrándose por el asfalto.

Ambos, sin quebrar su sonrisa, la observaron por última vez y se

alejaron del lugar dejándola allí tirada.

«¡¿Dónde vas?!», desgarró abatida; de súbito la embargó una trági-

ca impresión de acongojante soledad… si quería salvar su vida… ha-

bría de luchar por sí misma.

«¡Ayuda por favor!», suplicó antes de despertarse calada en sudor y

con la respiración precipitada…

135

30

Sábado 11 de Mayo; Romería de Cúllar Vega.

Julia conducía acercándose a la Plaza del Pilar. Observó el reloj:

6:35.

«Hoy la que llega con retraso soy yo.»

Bordeo la plaza y se detuvo en la esquina donde habría de recoger

a Sara…

«¡No está! ¡Qué más da si llego tarde, ella llega aún más tarde!

¡¿Qué hago?! — ¡Eres demasiado coherente; no es difícil adivinar tus futuras

acciones! — ¡¿Siempre voy a estar esperando a Sara?! ¡A la mierda la

coherencia! ¡Me voy!»

Enfiló la calle del Cacharro hasta el consultorio médico. Entretan-

to agarró el móvil y lo apagó…

«¡No quiero saber nada si Sara se lia a llamar por no esperarla!»

Subió hasta la salida del pueblo y se detuvo en el semáforo; estaba

en rojo. Al momento el verde se encendió y reanudó la marcha.

«¡Qué espabile! ¡Qué se levante a su hora! ¡No pienso llegar tarde

por su culpa!», se repetía una y otra vez…

—¿Por qué te justificas ante ti misma?

—¡Ahhhhh! —gritó estremecida.

—¡Cuidado con ese coche! —alertó Daniel; Julia había invadido

parte del carril contrario; dio un volantazo recuperando su posición.

—¡Qué susto me has dado! ¡¿Acaso quieres que me mate?!

—¡Cómo voy a querer que te mates! ¡Pensé que ya no te asustabas!

—¡Pues ya ves que sí! ¡No aparezcas tan de repente!

Daniel la fijó esbozando un melindre afectivo; Julia lo reojó apaci-

guándose.

—¿Por qué te justificas ante ti misma? —insistió Daniel.

—No lo sé; supongo que me reafirmo para convencerme que es-

toy haciendo lo correcto.

136

—¡Desde luego que para ti es lo correcto, aunque dudo que Sara

piense lo mismo!

—¡Muchas gracias por calmarme, animarme o alentarme! ¡Todo

un detallazo por tu parte! —ironizó reticente.

—¡Vaya como te has levantado hoy! ¡¿Acaso has dormido mal?!

—¡Pues ahora que lo dices, sí! ¡Menuda pesadilla he tenido! He

soñado que me accidentaba con el coche, sangraba abundantemente

y me arrastraba pidiéndole ayuda a Hugo, pero éste me miraba son-

riendo, pasando de mi sufrimiento, como no dándose cuenta que lo

necesito, y se ha marchado dejándome allí tirada. ¡Sólo recordarlo me

corta el cuerpo! ¡Qué angustia sentir que la persona a la que quieres

pasa de ti! ¡Es insoportable! ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué sufro

tanto en mis sueños? ¿Por qué siempre me acaecen desgracias?

—Sé que te urgen respuestas, así que vamos por partes. Primero

un rodeo necesario. Los sueños son la voz del subconsciente. Son

mensajes que nos mandamos a nosotros mismos en lenguaje simbó-

lico; el único contratiempo es que hay que entenderlos, de lo contra-

rio, como dice el Talmud, un sueño que no ha sido descifrado es

como una carta que no ha sido abierta.

—¿Por qué en lenguaje simbólico? ¡No lo entiendo! ¡Podían ser

más explícitos!

—¡¿Más de lo que ya son?! —se sorprendió Daniel.

—¿Cómo dices…?

—¿Para qué duermes? —interrogó comenzando por otro lado.

—Para descansar —respondió Julia.

—¡Exacto! Las personas necesitamos dormir para, por así decirlo,

«recargar pilas». El dormir tiene una función reparadora, y nuestra

mente, para no interrumpir esa función restauradora, «maquilla» los

mensajes dirigidos a nosotros mismos en clave simbólica.

—¡Pues entonces mi mente está defectuosa! —se quejó Julia—,

porque o bien lo paso tan mal que me levanto cansada o directamen-

te me despierto sobresaltada.

137

—Eso no significa que tu mente esté defectuosa, sino más bien

que está al límite de lo que puede soportar y te grita desesperadamen-

te que pongas en orden tu vida. Es tan acuciante la necesidad de una

solución que tu mente es incapaz de «maquillar» los sueños para que

descanses bien. Al contrario, te hace sufrir en ellos para que abras los

ojos, y ya sea que te pesen las piernas como lastres, te estrelles contra

el suelo o grites auxilio y nadie te ayude, una y otra vez tu subcons-

ciente te alerta del peligro que supone seguir cerrando los ojos ante

lo evidente sólo porque es triste y doloroso… cada vez te presenta

las alertas con más fuerza, más sufridas, más impactantes, más agóni-

cas. Y así va a ser mientras no pongas remedio.

—Entonces, ¿el accidente del sueño significa que mi vida está ac-

cidentada? —musitó aguaitada.

—Así es.

—¿Y por qué en el sueño Hugo no me socorre? —preguntó con

la voz quebrada y los ojos empañados cristalinos.

—De todo el sueño ésta es la parte más impactante y por ello más

tormentosa. La nula reacción de Hugo ante tu sufrimiento no es más

que el reflejo de lo que ocurre en tu día a día; él no está dispuesto a

atender tus reclamaciones; va a lo suyo; no quiere que lo molestes; y

por mucho que le supliques, ruegues o implores, al final siempre

quedas llorando en soledad… simbolizado en ese «alejarse del lugar

dejándote allí tirada» —Julia enlazó esa parte del sueño con el re-

cuerdo de la noche anterior, cuando después de la discusión, Hugo la

dejó allí… en completa soledad—. Tu subconsciente —continuó

Daniel—, se las ha ingeniado para entretejer una trama que constitu-

ye una descripción precisa de la extrema desesperación que padeces.

En realidad la escena del sueño es el símbolo de lo que sientes; aban-

dono, desamparo, vacío, tristeza, y muchas ganas de llorar… por eso

en el sueño llueve con tanta fuerza; es tu necesidad de desahogarte lo

que moja el escenario onírico.

138

Para cuando concluyó, Julia era un mar de lágrimas a punto de lle-

gar a su trabajo.

Daniel resopló sabedor que no podía consolarla de la manera que

él quisiera…

—Que no se te olvide que eres maravillosa —musitó antes de

desaparecer.

Julia asintió acometiendo el esfuerzo de reprimir las lágrimas por

aquello de forzar una sonrisa cara al público. Empezó a dolerle la ca-

beza…

«¡Malditas migrañas!»

—¿Y Sara? —preguntó la encargada, nada más entrar.

Julia se encogió de hombros, desentendiéndose…

«Una imagen vale más que mil palabras.»

La encargada asoció cuando le dijo que se quedaba dormida.

—¿Qué te ocurre? Traes los ojos hinchados —se percató.

—Estoy pasando una mala racha —salió al paso, curiosamente,

contando la verdad.

La encargada la observó unos segundos en silencio…

—Lamento lo que te pueda estar pasando, pero ya sabes que tra-

bajas de cara al público y no puedes andar con la cara arrastrando

por el suelo. Esfuérzate por estar alegre —exigió marchándose.

La mañana se pasó lenta, demasiado lenta. Su cabeza asemejaba un

bastión medieval luchando por defender su integridad moral, resis-

tiéndose a ser vencida por la tristeza, esforzándose por esbozar una

sonrisa y resistiendo heroica el asedio de pensamientos que conti-

nuamente la abordaban…

«¡Piénsate bien qué quieres porque no estoy dispuesto a que sigas calentándome

la cabeza con tus tonterías! — Él va a lo suyo, no quiere que lo molestes. —

¡Sólo quiero que me apoyes; me haces mucha falta! — No está dispuesto a aten-

der tus reclamaciones, y por mucho que le supliques, ruegues o implores, al final

siempre quedas llorando en soledad… — ¡Estoy harta de sufrir! — Tu men-

139

te está al límite de lo que puede soportar. — ¡Siento que me derrumbo; no

sé hacia dónde tirar! — Ya sea que te pesen las piernas como lastres, te estre-

lles contra el suelo o grites auxilio y nadie te ayude, una y otra vez tu subcons-

ciente te alerta del peligro que supone seguir cerrando los ojos ante lo evidente sólo

porque es triste y doloroso… — ¡Pasa de mí! ¡No me quiere como yo

quiero que me quiera! Daniel está en razón; es mi miedo a quedarme

sola el que me impide ser feliz… pero… ¡Joder…! ¡Tengo miedo!

140

31

—¡Traidora! ¡Dejarme tirada es de ser muy mala amiga! —leyó Ju-

lia nada más prender el móvil, sentada en el coche, recién salida del

trabajo y escuchando como llegaban más WhatsApp y avisos de lla-

mada…

»—¡Yo te busqué el trabajo! ¡Hija de puta!

»—¡Eres tan cobarde que apagas el móvil para no dar la cara!

»—¡Como me echen te vas a enterar!

El cuerpo entero le irritó nervioso. Algo así era de esperar, pero

como siempre pasa en estos casos, uno casi nunca está preparado.

«¡Cada vez me pesa más vivir!», pensó compungida, pero sin llorar;

apenas le quedaban lágrimas que derramar. «¡No puedo más! ¡Es de-

masiado! ¡No merece la pena sufrir tanto! ¡Antes era más feliz… sí…

se aprovechaban de mí… pero siendo una ignorante este dolor inso-

portable no tenía que soportarlo! ¡¿Y si tiro la toalla?! ¡Eso de que-

rerme y respetarme siendo egoísta es una gilipollez! ¡Sólo estoy consi-

guiendo agravar aún más mi desgracia! ¡Parezco una masoquista in-

fligiéndome castigo, o peor aún, una adicta a la amargura que disfruta

sufriendo! ¡Sí! ¡Eso es! ¡Si hasta me gusta mirar fotos macabras que

horrorizarían al más común de los mortales!

—¡Menuda orgia de autoreproches! —inquirió Daniel, surgiendo

in promptu sentado a su lado.

Julia lo reojó con ladinos pensamientos…

—¡Vete! —ordenó áspera, acordonando las cejas—. ¡Desde que

has aparecido en mí vida no has hecho más que traerme problemas!

¡No quiero verte más!

—¿Acaso pensabas que poner en orden tu vida era un camino de

rosas?

—¡Lo que estoy viviendo no se lo deseo al peor de mis enemigos!

141

—Lo que estás viviendo es la consecuencia inevitable de tu «no

vivir anterior». Llevas tanto tiempo desoyendo tus propias necesida-

des que ahora son muchas las actitudes que has de modificar y los

patrones de conducta que has de cambiar. El que todo los días limpia

su casa un poquito la mantiene ordenada; el que lleva tiempo sin

limpiarla ni ordenarla le parece una tarea imposible organizarla por la

cantidad de trabajo acumulado. Y todo el que quiere ser feliz en una

casa limpia y ordenada sin pasar por el sufrimiento de ordenarla y

limpiarla está irremediablemente abocado al fracaso; es imposible.

En esta vida todo se paga… y no precisamente con dinero. La felici-

dad y el sufrimiento son dos caras de una misma moneda… y la vida

es la moneda que contiene las dos caras. En realidad lo que ahora es-

tás sufriendo es el precio de tu futura felicidad. ¡O pagas el precio o

te quedas donde estás; en el país de los castillos mentales construidos

a medida donde los pobres infelices sueñan despiertos con una utó-

pica felicidad que jamás alcanzaran porque no están dispuestos a pa-

gar el precio de su libertad emocional!

Ambos guardaron silencio.

Julia suspiró ambivalente; por un lado se rendía a la evidencia,

Daniel estaba en razón. Y por otro le era imposible hacer a un lado

ese dolor que hollaba su interior y deseaba escapar de él aun a costa

de su integridad emocional.

—Le pareces al anciano de Kafka —soltó Daniel.

Julia resbaló un deje ignorante a través de sus hombros encogidos.

—¿Quién es ese? —preguntó.

—Kafka fue un escritor de principios del siglo XX. Entre otras ge-

nialidades, escribió El proceso. En dicho libro un hombre llega a la

puerta que conduce al palacio de la gloria e implora al guarda que lo

deje pasar; pero el portero se niega a admitirlo. A pesar de que las

puertas de la gloria siempre están abiertas, el hombre decide esperar

a que le den permiso. Toma asiento y espera durante días, semanas,

meses y años. Repetidamente pregunta si ya puede pasar, pero siem-

142

pre encuentra una respuesta negativa. A lo largo de los años el hom-

bre estudia al portero con atención y aprende a conocerlo todo de él.

Finalmente, está viejo y próximo a su muerte. Y, entonces, por pri-

mera vez, pregunta: ¿Cómo es que todos estos años nadie más que yo se ha

acercado a la puerta de la gloria para entrar? A lo que el portero contestó:

Nadie sino usted pudo ganar esta puerta, dado que a usted estaba destinada.

Ahora, voy a cerrarla. Entonces, y sólo entonces, el anciano entendió

que su pasiva esperanza, carente de valor para saltarse las normas

impuestas desde el afuera condicionante, le había privado de disfru-

tar de los placeres del reluciente palacio. Eso mismo te pasa a ti; con-

cibes la esperanza de un futuro de felicidad pero no te es dado actuar

de acuerdo con el impulso de tu corazón puesto que los demás te

condenan por ser tu misma, y mientras ellos no te den permiso, tú

esperas y esperas.

—¡Qué fácil es hablar! —se quejó Julia—. ¡No me hace falta que

me compares con ningún anciano, lo que me hace falta es algo a lo

que agarrarme!

—¿Qué te caracteriza desde chica? —le preguntó.

—No entiendo a qué viene esa pregunta —dudó Julia.

—Confía en mí. ¿Qué te caracteriza desde chica?

—Quedar bien. Ganarme la simpatía de todos aun a costa de sa-

crificar mis propios sentimientos y deseos.

—¿Cómo tiendes a mostrate frente a los demás?

—Tiendo a mostrarme servicial y complaciente. Tengo el SI faci-

lón.

—¿Qué es lo contrario del SI servicial y complaciente?

—Un NO egoísta.

—Cierra los ojos —pidió Daniel; Julia los cerró—. Céntrate en el

SI servicial y complaciente. ¿Cómo es? ¿Qué forma tienes cuando di-

ces SI?

—Tengo forma de resorte con tendencia a inclinarme hacia delan-

te, sumisa y obediente; siempre muy sonriente aunque por dentro es-

143

toy llena de tristeza. También asemejo ser una celda con barrotes de

hierro… me siento atrapada por la necesidad de quedar bien a través

de la servicialidad y la complacencia. Me siento condenada a ejecutar

una y otra vez el mismo ritual, desoyendo mis necesidades o senti-

mientos. Ahora me doy cuenta que es una actitud falsa; el simple sa-

ludar a alguien que me provoca sentimientos de hostilidad representa

una falta de respeto personal hacia mí misma. También tengo forma

de retención, más exactamente de anclaje; una especie de «quedate

aquí y no te vayas», «sigue siendo la misma y no cambies o serás cas-

tigada con el abandono y la soledad». ¿Por qué me siento impulsada a

sonreír siempre? ¿Por qué no puedo darme el permiso de mostrar mi

descontento o mi desacuerdo? Pretendiendo quedar bien siento que

no tengo control sobre mis verdaderos sentimientos.

—Muy bien. Ahora céntrate en el NO egoísta. ¿Cómo es? ¿Qué

forma tienes cuando dices NO?

—Asemejo ser un ogro al que la gente no se acerca por desagra-

dable, pero también soy decidida y firme. Siendo egoísta no necesito

quedar bien, sólo elegir lo mejor para mí; y eso es maravilloso —

musitó dándose cuenta que era cierto—. Colocando un NO egoísta me

quito de en medio a todos los vampiros que sólo pretenden aprove-

charse de mí, y de cara a la galería seré una mala amiga porque no

cedo a las presiones de los que desean manipularme; seré una traido-

ra que se elige a sí misma por encima de los demás; incluso seré una

hija de puta que no necesita quedar bien con los demás. Ahora me

doy cuenta que me quiero más cuando digo NO si realmente no quie-

ro… y me falto el respeto cuando sin apetecerme digo SI.

—Lo estás haciendo muy bien. Sigue con los ojos cerrados. ¿En

qué momento se presenta el SI servicial y complaciente?

—La mayor parte del tiempo soy así… es como una conducta

mecanizada que surge de forma subconsciente y rara vez me percato

de ella en tiempo presente.

—¿Y en qué momento se presenta el NO egoísta?

144

—Me surge en momentos de mucho enfado o de rabia desborda-

da. Sólo entonces soy capaz de elegirme a mí misma y decir lo que

pienso. Ahora me doy cuenta que sólo enfadada soy capaz de tener-

me en cuenta.

—¿Qué tiene de positivo y negativo el SI servicial y complaciente?

—Soy amable, educada, respetuosa, con capacidad para dar y ayu-

dar. La parte negativa es que adquiero compromisos que a veces no

deseo, y después me enfado conmigo misma por no ser capaz de ne-

garme.

—¿Qué tiene de positivo y negativo el NO egoísta?

—Siempre me elijo a mí por encima de los demás… ahora me doy

cuenta que no me condiciona el qué dirán ni el qué pensaran, lo cual

me posibilita elegir en función de lo que me hace falta a mí y no de

lo que se espera de mí. La parte negativa es que la soledad es más

acuciante y estridente; máxime cuando siempre he estado rodeada de

sanguijuelas a las que ahora no les permito chupar.

—¿Para qué sirve el SI servicial y complaciente?

—Para quedar bien y que todos piensen que soy buena; para no

quedarme sola, porque si soy servicial y complaciente siempre habrá

alguien a mi lado; también para cumplir con las expectativas de los

demás.

—¿Para qué sirve el NO egoísta?

—Para quererme y respetarme; para espantar a los aprovechados y

a las personas que no quieren lo mejor para mí.

—¿Qué sentimiento te provoca el SI?

—Placer momentáneo… mientras dura el cara a cara, puesto que

después me enfado porque me veo obligada a cumplir con lo pacta-

do sabiendo que NO quiero. Si miro todo el conjunto lo que me

aporta es negatividad; una sensación de impotencia por no ser capaz

de enfrentar dichas situaciones de forma egoísta, es decir, colocando

un rotundo y sano NO cuando realmente no quiero.

—¿Qué sentimiento te provoca el NO?

145

—Un sentimiento de culpabilidad por elegirme a mí misma… —

una potente sacudida la dejó congelada inmóvil; abrió los ojos de par

en par…—. ¡Me siento culpable de elegirme a mí misma! —repitió

retraída e impactada por la conclusión a la que había llegado—. ¡Me

siento culpable de elegirme a mí misma! —insistió escuchando lo que

por su boca salía. Su mirada apantallada en ninguna parte evidencia-

ba la súbita clarificación de sus pensamientos, y como si de una pieza

maestra se tratase, multitud de fragmentos encajaron en ese inmenso

puzle desordenado que albergaba en su cabeza…

«Por eso sólo tengo el SI facilón… colocar un NO implica elegirme

a mí misma… pero enseguida me embarga el sentimiento de culpabi-

lidad y termino eligiendo lo contrario a mis intereses. — ¡Cada vez me

pesa más vivir! ¡No puedo más! ¡Es demasiado! ¡No merece la pena sufrir tanto!

¡Antes era más feliz… sí… se aprovechaban de mí… pero siendo una ignorante

este dolor insoportable no tenía que soportarlo! ¡¿Y si tiro la toalla?! ¡Eso de

quererme y respetarme siendo egoísta es una gilipollez! ¡Sólo estoy consiguiendo

agravar aún más mi desgracia! ¡Parezco una masoquista infligiéndome sufrimien-

to, o peor aún, una adicta al sufrimiento que disfruta sufriendo! — Es cierto;

toda esta orgia de autoreproches no es más que el castigo por sen-

tirme culpable de haberme elegido a mí misma. — Sientes miedo a que

los demás te condenen si te atreves a ser tú misma. — ¡Sara intenta conde-

narme por mi atrevimiento, igual que hizo María hace dos semanas y

Hugo con sus amenazas de ruptura! ¡Y durante todos estos años ja-

más me he revelado en contra por culpa de este inmovilizante senti-

miento de culpabilidad!

—¡¿No querías algo a lo que agarrarte?! —ofreció Daniel—. ¡Pues

ya lo tienes! Ahora «ves» con claridad el motivo que te impide cam-

biar; el obstáculo que no te deja avanzar; la piedra que estorba en tu

camino. Te sientes culpable si te priorizas y por eso decides en fun-

ción de lo que le hace falta a los demás, nunca de lo que necesitas tú.

Julia lo miró sin saber qué decir… realmente estaba impactada.

Diez minutos atrás todo era negro petróleo y sopesaba tirar la toalla,

146

pero de golpe y porrazo, las tinieblas habían desaparecido otorgán-

dole una comprensión de la situación mucho más profunda y cabal

de lo que ella hubiese imaginado jamás. De nuevo miró al frente y

dejó su vista extraviarse en ninguna parte…

«¡Ahora todo encaja!», deslizó liviana. «¡Me niego a que siga lace-

rándome! ¡Quererme y respetarme de forma egoísta ya no es una gili-

pollez! ¡Qué ciega he estado todos estos años! ¡Qué imbécil soy! ¡Yo

misma he colocado la trampa en la que he caído! ¡No pasa nada!

¡Ahora la veo! ¡Ahora ya lo sé! Gracias Daniel.

—No me las des… es lo menos que puedo hacer por una mujer

tan maravillosa.

Julia esbozó una tibia sonrisa; observó la hora en el móvil: 15:09.

«¡Ya deben estar todos en la Romería!»

Miró a su lado, pero Daniel ya había desaparecido.

El móvil vibró al compás de la música; era Irene que la estaba lla-

mando…

—¿Has salido ya del trabajo?

—Sí. Acabo de montarme en el coche.

—¿Vas a venir a la Romería? Te lo pregunto para avisarte… Sara

le está contando a todo el mundo que la has dejado tirada y dice que

en cuanto llegues te vas a enterar…

Aquellas palabras le provocaron una recóndita convulsión; cerró

los ojos y respiró hondo… en el pecho notó una inquietud creciendo

en espiral… poco a poco invadía sus pulmones… el cuerpo de la

respiración se tornaba nervioso, escalonado, no armónico… so ba-

rrunto inesperado abrió los ojos, iluminada por una certeza de la que

nunca antes había sido consciente. Por primera vez percibió con toda

intensidad como el sentimiento de culpabilidad quería apoderarse de

ella, pretendiendo devorarla desde dentro como tantas otras veces la

había consumido.

«¡No pienso permitir que me siga debilitando! ¡He de aferrarme a

mi derecho de defender mi integridad moral! ¡¿Por qué me siento

147

culpable de elegirme a mí misma?! ¡Esta contradicción me está ha-

ciendo sufrir! ¡No voy a recular mal que me pese! ¿Acaso hay algo

más elevado que respetarme a mí misma? ¡Se acabó el agachar las

orejas ante los que pretenden castigarme por no elegirlos a ellos! ¡Si

yo no me quiero… ¿quién me querrá?!»

—Julia, ¿estás ahí…?

—Sí.

—¡Chica, pues habla!, ¿o es que te ha comido la lengua el gato?

—No voy a ir a la Romería —respondió firme—. Sara puede en-

fadarse cuanto quiera, y si el enfado le dura hasta el lunes, ¡mejor!,

que se vaya en autobús al trabajo.

—Entonces, ¿le digo a Hugo que no vienes?

—No le digas nada; ni siquiera le comentes esta conversación. Si

me tiene en cuenta llamará, si no me llama, todo ha terminado entre

nosotros.

—¿Qué te ocurre? ¡Estás… no sé… rara!

—¡Qué va, Irene! ¡Es al revés! ¡Rara he estado todo este tiempo!

¡Ahora me doy cuenta que empiezo a estar mejor! ¡Sí…! ¡Mejor sola

que mal acompañada!

148

32

A orillas del caudaloso río de estampa lúgubre, Julia observaba al

otro lado la ciudad de la alegría, radiante y jubilosa.

«¡¿Cómo hago para pasar?!»

Junto a ella, decenas de troncos talados yacían apilados. Se giró

atrás y observó la zona pantanosa con sus centenares de lianas col-

gando de los tétricos árboles. No se lo pensó. Recogió varias decenas

de lianas y, con los troncos apilados, confeccionó una balsa para

atravesar el río.

—¡No podrás pasar! —escuchó a su derecha. Extrañada observó a

una persona que eran dos…

«¡¿Cómo es posible?!»

—¡Nosotras no te ayudaremos! —arguyeron ellas, sonriendo am-

bas con la misma boca.

Julia las marcó insidiosa, pero no sabía si nombrar a una, a la otra,

o a las dos…

«¡¿Por qué María e Irene aparecen fundidas en una sola persona?!

¡Qué sensación más extraña; están como mezcladas!»

—¡Si te atreves a cruzar el río será tu condena! —advirtieron.

Julia lanzó un reojo a la ciudad de la alegría…

«¡Quiero llegar a ella!»

Se giró y botó la balsa sobre el agua. Agarró un tronco fino a mo-

do de remo y saltó dentro.

—¡No sabes lo que haces! ¡Deberías tener miedo! ¡Haznos caso!

—insistieron María e Irene, sonriendo altaneras.

Guardando el equilibrio, Julia comenzó a remar con fuerza y la

balsa se alejó de la orilla, pero la corriente resultó ser demasiado fuer-

te y, a pesar de los esfuerzos de ésta por mantener la balsa en trayec-

toria, el recial la arrastró sin control.

149

—¡Ayudadme! —solicitó angustiada, girándose a María e Irene—.

¡Lanzadme una liana!

—¡Has de pagar tu atrevimiento! —arguyeron fiscales—. ¡Ésta es

la condena por elegirte a ti misma! ¡Si te revelas la soledad será tu

castigo!

La balsa descendió sin control, dando bandazos. Julia se esforzó

por mantener el equilibrio, asustada, pero le fue imposible… al en-

trar en un remolino la balsa volcó. Julia lanzó un grito ahogado a la

par que cerraba los ojos de forma instintiva… despertándose asusta-

da aferrada a su almohada.

Suspiró aliviada…

«¡Otra vez el sueño del río! ¡La siesta no me ha servido para des-

cansar! ¡¿María e Irene mezcladas?! ¡Qué sensación más extraña per-

cibir que las dos son una y una son las dos! ¿Qué significará?»

Observó su reloj de Hello Kitty: 18:32.

«¡Seguro aún están todos en la Romería del pueblo!»

El móvil sonó sobre la mesita de noche; lo cogió sin mirar…

—¿Sí…?

—Julia, ¿dónde estás? —preguntó Irene con voz quebrada.

—En mi casa. ¿Qué te ocurre?

—¡Me he pelado con Tomás! —sollozó contenida.

—Vente a mi casa.

—¿Están tus padres?

—No. Están trabajando.

Veinte minutos más tarde, sentadas en el sofá del salón…

—¡Estoy harta de las mentiras de Tomás! —se desahogó Irene, la-

grimosa—. Estoy aguantando porque lo quiero mucho, pero cada

vez me lo pone más difícil.

—¿Qué te ha ocurrido?

—¡Estando en la Romería nos hemos quedado sin hielo, y Tomás

ha marchado con Juan a comprar… han tardado un poco más de la

150

cuenta porque han tenido que venir a la gasolinera de Cúllar… eso

han dicho! ¡A mí me ha extrañado porque en el bar del Ventorrillo

venden hielo… no les quedaría… he supuesto yo! ¡Y después me en-

tero que sí lo han comprado allí, pero que se han encontrado a Inma

y Susana, que regresaban a Cúllar andando, y Tomás se ha ofrecido a

traerlas! ¡¿Cómo me hace esto?! —exhaló rompiendo a llorar—. ¡Me

prohíbe hablar con ella y después se ofrece a traerla a Cúllar… a es-

condidas… y me lo oculta… y cuando se lo he preguntado se ha

puesto a pegarme voces tachándome de entrometida delante de todo

el mundo! ¡¿Qué quieres que piense?! ¡¿Es que no se da cuenta que

su actitud me hace desconfiar además de dolerme el que me humille

delante de todos?! ¡Yo ya no sé qué hacer para salvar mi relación!

¡Por favor, Julia, estoy desesperada, habla con Tomás y dile todo lo

que hace mal! ¡Igual escuchándote a ti entra en razón, porque a mí

no me quiere escuchar!

—De acuerdo. Si te parece bien, mañana quedo para tomar café y

hablo con él.

—¡No! ¡Ha de ser ahora que está reciente! ¡Por favor, mañana es

tarde! ¡Ayúdame!

«¡Qué irónico!», pensó Julia. «No hace ni media hora que he soña-

do la situación al revés: yo era la que pedía ayuda y ella me condena-

ba sin prestármela.»

Agarró el móvil y marcó el número de Tomás…

—¡Dime Julia!

—Oye Tomás, ¿aún estás en la Romería?

—Sí, ¿por…?

—Me gustaría hablar contigo cuanto antes. ¡A ser posible ya! Irene

lo está pasando mal.

—Me lo he imaginado. De acuerdo —aceptó—. Nos vemos en

diez minutos en el parquecillo que hay frente al bar del Ventorrillo.

151

—Vale. ¡Por cierto, Tomás… no le digas nada a Hugo por favor!

No me apetece ir a la Romería y si se entera que he estado cerca se

va a enfadar.

—No te preocupes. Ahora nos vemos.

—Hasta ahora —colgó Julia.

—¿Qué te ha dicho? —solicitó Irene, impaciente.

—En diez minutos lo veo —informó levantándose—. Quedate

aquí y ahora vengo.

—Gracias Julia. ¡Otra cosa! ¡De lo que te diga no le creas nada que

es muy mentiroso! ¡Tiene mucha labia!

«¡Si tan mentiroso es, ¿qué haces con él?!», pensó para sus aden-

tros. Asintió y salió de su casa…

152

33

—Hola Tomás —saludó nada más llegar, sentándose a su lado en

el banco que la esperaba.

—Hola Julia. No sé qué te habrá dicho Irene, pero te advierto que

estoy muy harto…

—Es curioso, ella dice lo mismo pero al revés… también está muy

harta.

Tomás negó con la cabeza…

—Estoy aguantando porque la quiero mucho, pero cada vez me lo

pone más difícil —arguyó Tomás.

—Tú tienes que entender que si le mientes ella no pueda confiar

en ti. Si le prohíbes hablar con Inma y después…

—¡¿Pero de qué hablas?! —cortó alarmado—. ¡¿Por qué no voy a

querer que se hablen?! Lo que pasa es que Irene siempre dice que el

día que la enfrente le arranca los pelos… y yo no quiero que se pe-

leen y me niego en rotundo a que la busque, ¡qué es muy diferente!

—¿Y para qué te ofreces a llevar a Inma a Cúllar si sabes que entre

ambas el ambiente está candente?

—¡Esto es increíble! ¡Yo no me he ofrecido! Inma y Susana nece-

sitaba regresar urgente a Cúllar y se lo han dicho a Juan… ponte en

esa situación. ¿Qué hago? ¡No Inma, no os llevo porque mi novia no

quiere que me hable contigo! ¡Por favor, Julia! ¡Yo no soy así! ¡Las he

llevado y después le he mentido a Irene, ¡claro!, porque si no me lia

el dos de Mayo! ¡Estoy harto de las mentiras de Irene; no hace más

que tergiversar las situaciones para construir la versión que más le

conviene!

Julia escuchaba a Tomás intentando aclarar qué estaba pasando…

«¡Irene está harta de las mentiras de Tomás y Tomás está harto de

las mentiras de Irene! ¡Irene aguanta porque lo quiere y Tomás

aguanta porque la quiere! ¡Irene se queja de que se lo pone cada vez

153

más difícil y Tomás se queja de lo difícil que se lo pone! ¡Esto no tie-

ne ni pies ni cabeza!»

—Y qué me dices de los días que sales corriendo si te llama la pe-

ña, ¿sabes de sobra que Irene espera los sábados con ganas para salir

contigo?

Tomás se echó las manos a la cara…

—¡Ya sé por dónde viene eso! —receló rememorando—. ¿Re-

cuerdas el domingo que estuvimos en la Alpujarra?

—Sí. Aquel sábado tú y Hugo acudisteis a una reunión con la peña

Los Malayerva, y a Irene le sentó muy mal porque habíais quedado pa-

ra salir juntos.

—¡Ahí quería llegar! A Irene nunca le ha molestado que asista a las

reuniones, pero como ese domingo íbamos a comer con mis primos,

que le caen fatal, pues ese día sí le molestó… y me lió una que ni te

imaginas… amenazándome hasta con dejarme. ¡¿Me crees tonto?! —

gesticuló expresivo—. ¡Ya la conozco! ¡Buscaba una excusa para pe-

learse y no ir a comer al día siguiente! ¡Cada vez que no le conviene

algo me hace lo mismo! ¡Y a mí también me duelen las cosas, ¿sa-

bes?! ¡Así que le dije que a la peña no iba pero que a comer con mis

primos sí… que sabía que era lo que no quería!

—¿Y qué te dijo?

—¡Me amenazó con ir en busca de Inma a arrancarle los pelos! ¡Se

puso como loca! No tuve más remedio que ceder y anular la comida

con mis primos. ¡Es una pasada! —negó afectado.

El rostro de Julia se desdibujó por momentos…

«¡Irene me ha estado mintiendo todo este tiempo!»

—¡Gracias! —dijo Tomás, mirándola apaciguado.

—¿Por qué? —solicitó sin entender.

—Por escucharme. Creí que Irene te mandaba para atacarme; no

es la primera vez que lo hace. No te puedes creer nada de lo que te

diga porque es una embustera. Si la dejas hablar mucho, te lleva por

donde quiere.

154

—No se merecen. ¡En fin! Salta a la vista que los dos estáis muy

quemados, así que vosotros veréis qué hacéis. Adiós Tomás.

—Hasta luego Julia.

Mientras se alejaba dirección al coche, Julia organizaba con verti-

ginosa rapidez multitud de pensamientos…

«¡Habla con Tomás y dile todo lo que hace mal! — Creí que Irene te manda-

ba para atacarme. — ¡De lo que te diga no te creas nada que es muy mentiroso!

— No te puedes creer nada de lo que te diga porque es una embustera. — ¡Tie-

ne mucha labia! — Si la dejas hablar mucho, te lleva por donde quiere. — ¡Jo-

der! ¡Los dos tiene la misma versión pero al revés! ¿Cómo es posible

que los dos se acusen de lo mismo? ¿A quién creo? ¿Dirá Tomás la

verdad o me habrá liado como me advirtió Irene… o será Irene la

que me ha liado como sugiere Tomás? ¡¿Qué está pasando aquí?!»

155

34

—¿Qué te ha dicho Tomás? —preguntó Irene, impaciente, nada

más entrar Julia en la casa.

—Dice lo mismo que tú pero al revés. Los dos tenéis las mismas

reclamaciones y las mismas quejas. La verdad, estoy hecha un lio.

¿Cómo podéis coincidir en lo mismo pero al contrario? Aquí algo no

encaja.

—¡¿Insinúas que te engaño?! —se alteró a la defensiva, alzándose

en pie—. ¡Yo no miento!

Julia la miró sorprendida…

—Yo no he dicho eso —relajó—. Sólo que me extraña que ambos

coincidáis en algo que es imposible coincidir —se sentó en el sofá.

—¡¿Pero lo has atacado o no?! ¡¿Le has dicho todo lo que hace

mal?! —interrogó Irene, colando una anormal agresividad en su voz.

—He hablado con él y también lo he escuchado.

—¡¿Cómo que has hablado con él?! ¡¿Qué es eso de que lo has es-

cuchado?! ¡No te he pedido que hables nada! ¡Sólo atacarlo! ¡Se su-

pone que eres mi amiga; no suya!

Julia la marcó de nuevo; nunca la había visto tan violentada.

—Pregúntale por qué no quiere que escuches a Tomás… sólo ata-

carlo —instó Daniel, apareciendo echado en la barra que delimitaba

el salón y la cocina.

«¿Cómo dices?», pensó Julia, reojándolo sin respingarse; ya estaba

acostumbrada a sus repentinas apariciones.

—¡¿Acaso no te estás dando cuenta de lo que está pasando?! —

preguntó Daniel.

«Pues no», se sinceró, observando como Irene daba vueltas en

círculo por el salón.

—Según lo que siempre te ha contado Irene, ¿por qué Tomás no

quiere que hable con Inma?

156

«Irene supone que Tomás le ha mentido en muchas cosas, que le

ha dado una versión de los hechos que no se ajusta a la realidad, y

para que Irene no se entere de la verdad, Tomás le prohíbe hablar

con Inma… esto siempre según Irene.»

—¡Ahí lo tienes! ¡Sólo tienes que cambiar los personajes!

«¡¿Cómo…?! ¡Déjate de acertijos!»

—¡Qué ciega estás! —negó Daniel—. Irene no quiere que hables

con Tomás, sólo atacarlo, porque no quiere que te enteres que te ha

estado engañando todo este tiempo. El supuesto miedo de Tomás

no es más que la proyección del miedo de Irene. Es ella la que teme

que se descubran sus mentiras… y acusa de mentiroso a Tomás en

un intento de desviar la atención.

Julia frunció el entrecejo, chocada…

—¿Por qué no quieres que hable con Tomás; que lo escuche? ¿Por

qué sólo quieres que lo ataque? —inquirió mirando fijamente a Irene;

ésta se revolvió como alma que lleva al diablo…

—¡Lo último que me esperaba es que desconfiaras de mí! ¡Qué se-

pas que estoy muy decepcionada contigo! ¡Pensé que eras mi ami-

ga… mi mejor amiga! ¡Pero ya veo que prefieres creer a Tomás antes

que a tu mejor amiga! —punzó encolerizada.

—¡No la creas! —se entrometió Daniel—. ¡Está intentando chan-

tajearte emocionalmente!

—Irene, no me parece bien que utilices nuestra amistad para ata-

carme —deslizó Julia.

—¡Es que yo confiaba en ti y me has traicionado! —le chilló—.

¡Te he pedido un favor y has hecho lo que te ha dado la gana!

—¡Lo siento Irene! ¡He hecho lo que creía correcto!

—¡Y desde cuándo tú decides lo que es correcto! ¡Sólo has em-

peorado las cosas! —gritó fuera de sí—. ¡Vete a la mierda! —soltó

Irene, dando un portazo al marcharse.

«¡Qué demonios…!», ponderó Julia.

157

—No le hagas caso —aconsejó Daniel—. No hay comentarios es-

túpidos, sino estúpidos que comentan. El problema de las mentes ce-

rradas es que siempre tienen la boca abierta.

Julia pareció no escucharlo; no se esperaba tal reacción. En el pe-

cho notó una inquietud creciendo en espiral… — ¡Qué sepas que estoy

muy decepcionada contigo! — Poco a poco la inquietud invadió sus pul-

mones… — ¡Pensé que eras mi amiga… mi mejor amiga! — El cuerpo de

la respiración se tornó nervioso, escalonado, no armónico… — ¡Pero

ya veo que prefieres creer a Tomás antes que a tu mejor amiga! — ¡Aquí está

otra vez! ¡La reconozco! ¡La dichosa culpabilidad pretendiendo apo-

derarse de mí!

—No te sientas culpable —escurrió Daniel, sentándose a su la-

do—. Irene ha intentado manipularte… y se marcha enfadada por-

que no lo ha conseguido.

—¿Cómo dices…? —cuestionó dudosa.

—Cuando uno le pide un favor a un amigo, independientemente

si el amigo realiza el favor en la forma en que nosotros necesitamos,

como mínimo, uno ha de estarle agradecido por haberlo intentado.

Pero Irene, enfadándose porque no has hecho lo que ella quería, deja

claro que su intención no era la de pedirte un favor, sino la de mani-

pularte enarbolando la bandera de la amistad para conseguir lo que

pretendía… atacar a Tomás allende no lo escucharas para mantener a

salvo sus mentiras. Su desproporcionada reacción se debe al miedo

de verse «desnudada» en su intención.

—¡Creí que era una verdadera amiga! —trabó apocada—. Siempre

he confiado en ella, pero ahora me doy cuenta que no es muy dife-

rente de María… —un potente deja vu la cuajó reminiscente… horas

atrás… durante la siesta… ¡Nosotras no te ayudaremos! —arguyó una de

ellas, sonriendo ambas con la misma boca. — «¡¿Por qué María e Irene apare-

cen fundidas en una sola persona?! ¡Qué sensación más extraña; están como mez-

cladas!

158

De súbito Julia marcó a Daniel sopesando una extravagante posi-

bilidad; éste asintió afirmativo…

—Suele pasar que en los sueños, a veces, aparezcan personas

mezcladas, una especie de dos en uno, lo cual simboliza que ambas

tiene algo en común.

—Pero… no lo entiendo —escarbó Julia—. María se sabe que es

una aprovechada, sin embargo, Irene no es ninguna aprovechada.

—Te estás quedando en la superficie y por eso las ves diferentes.

Para tú aprovecharte de alguien necesitas inevitablemente manipular

la realidad circundante para conseguir lo que deseas. María es muy

descarada e Irene más sutil, por eso en la superficie aparentan ser di-

ferentes pero en el fondo son iguales… ambas manipulan la realidad

para salir beneficiadas… y si no lo consiguen… montan en cólera —

dijo señalando la puerta a modo de recordatorio del portazo dado al

marchar—. El hecho que en el sueño hayan aparecido mezcladas se

debe a que tu subconsciente percibe lo que tu consciente niega; tu

mente despierta se queda en la superficie, pero tu mente dormida

penetra hasta el meollo, y aunque suene paradójico, somos más inte-

ligentes cuando dormimos que estando despiertos, o dicho de otra

manera, despiertos sabemos poco acerca de lo que sabemos cuándo no

oímos el ruido de nuestro insensato sentido común. Te aconsejo que

confíes más en tus sueños, pues son un acceso directo a la parte más

inteligente de ti.

Julia se permitió un corto silencio para reflexionar…

—Qué extraño es el mundo de los sueños —musitó más relajada;

Daniel sonrió…

—En efecto, en nuestros sueños se crean historias que nunca han

ocurrido y que seguramente jamás ocurrirán. Las leyes de la lógica

que gobiernan nuestras vidas cuando estamos despiertos carecen de

fundamento cuando estamos dormidos. El tiempo y el espacio se

modifican de manera ilógica dentro del estado onírico; a veces vola-

mos y otras buceamos sin aire; a veces disfrutamos de un sueño eró-

159

tico y otras padecemos terribles pesadillas; vemos vivas a personas

que hace años murieron o recreamos acontecimientos que hace dé-

cadas acaecieron; soñamos que estamos aquí y al momento allí; que

nos encontramos en dos lugares a la vez o conversando con alguien

mezclado con otro, como si fuesen dos personas en una; o de repen-

te ésta desaparece y aparece en su lugar otra muy distinta… incluso

entablamos plática con enemigos declarados que sería impensable es-

tando despiertos. Pero en última instancia, cualquiera que sea la fun-

ción que desempeñemos en el sueño, es nuestro sueño, nosotros le

damos forma y somos a la vez actores, guionistas y directores. Lo

más curioso de todo es que no hay «como sí» en los sueños. Cuando

uno sueña, todo es real, tan real como la vida misma, y sin embargo

son dos mundos completamente diferentes. Cuando estamos des-

piertos vivimos en el mundo velante; cuando dormimos, pasamos al

mundo onírico. La cuestión es… ¿cuál de los dos mundos es más

real? En el mundo velante estamos sujetos a las leyes físicas además

de capacitados para pensar de forma crítica y constructiva, y nos

enorgullecemos de ser capaces de manejar la realidad que nos rodea,

y ese supuesto control nos da la impresión de que «sí, ésta es la reali-

dad». Por el contrario, en el mundo onírico, cuando dormimos, no

existen las leyes físicas y no somos capaces de manejar los aconteci-

mientos que acaecen en el sueño, sin embargo, sus representaciones

simbólicas son más reales que cualquier explicación posible acerca de

nosotros mismos, de lo que nos pasa o de lo que sentimos en un

momento determinado; lo cual nos lleva a una pregunta inevitable…

¿podemos afirmar con rotundidad que lo que soñamos es irreal, con-

cediéndole el rango de real a lo que vivimos estando despiertos? Ha-

ce dos mil seiscientos años, un poeta chino llamado Chuang Tzu, es-

cribió: anoche soñé que era una mariposa, pero ahora despierto, no sé si soy un

hombre que ha soñado que era una mariposa, o soy una mariposa que ahora está

soñando que es un hombre —recitó Daniel, antes de desaparecer.

Nuevamente el sonido del móvil llamó su atención; era Hugo…

160

—¡¿Por qué no quieres que me entere que has estado en el Vento-

rrillo hablando con Tomás?! —vociferó nada más descolgar…

«¡No puede ser!», caviló cazada. «¡Irene lo ha llamado para contarle

de nuestra conversación!»

—¡¿Qué tienes que ocultar?!

—¡No me puedo creer que Irene te haya dicho eso!

—¡¿Acaso lo vas a negar?! —porfió agresivo.

—¡No lo voy a negar! ¡No quería que te enterases porque no me

apetece ir a la Romería!

—¡¿Y si no te apetece venir a la Romería a qué viene eso de que si

no te llamo todo ha terminado entre nosotros?! —importunó fuera

de sí.

«¡Joder! ¡También le ha dicho eso! ¡¿Pero qué coño le pasa a Ire-

ne?! — ¡Has de pagar tu atrevimiento! —arguyeron fiscales—. ¡Ésta es la con-

dena por elegirte a ti misma! ¡Si te revelas la soledad será tu castigo! — ¡La

premonición del sueño se está cumpliendo! ¡Esto me pasa por ser

egoísta y pensar en mí…! ¡Un momento…! ¡¿Otra vez sintiéndome

culpable por elegirme a mí misma?! ¡No! ¡Me niego mal que me pese!

¿Cómo era la frase que me dijo Daniel? — No sé lo que quiero; sé, lo que

NO quiero. — ¿Qué NO quiero? ¡No quiero que me hagan sentir cul-

pable por ser quien soy! ¡Yo…! ¡Qui…! ¡Yo quiero que me respeten;

empezando por mi pareja!»

—¡¿Por qué no contestas?! —machacó Hugo, ponzoñoso—. ¡Ya

no sabes qué decir, ¿eh?!

—¡Sí sé qué decir! —respondió templada, ante la sorpresa de Hu-

go—. Lo nuestro ha acabado. No te consiento que me sigas faltando

al respeto.

—¡¿Encima te pones chula?! —inquirió furioso—. ¡Tú lo has que-

rido! ¡Te dejo! ¡Ya no quiero estar más contigo! —berreó colgando.

«¡¿Pero si he sido yo la que te ha dejado?!», pensó Julia, cuajada.

No hay remedio… el narcisismo de los hombres les impide acep-

tar la realidad allende tergiversarla para que les favorezca; ellos nunca

161

tienen la culpa; y puesto que su vanidad consiste en tener éxito, y se

ve en la obligación de no fallar en sus elecciones, alegar haber roto la

relación porque ella no está a la altura es una victoria… aunque sea

mentira.

Julia, postrada en el sofá, cerró los ojos dirimiendo la situación…

«¡Madre mía! ¡Todo se me viene encima! ¡¿Cómo ha sido capaz

Irene de hacerme esto…?!», los ojos se le cargaron de penoso líqui-

do. Resopló angustiada, por momentos ahogada en incertidumbre…

«¿Qué va a ser de mí? ¡Joder! ¡Si me estoy eligiendo a mí misma, ¿por

qué sigo perdida y sin rumbo?! ¡No sé hacia dónde tirar! ¡Haga lo que

haga no consigo desprenderme de esta exasperante sensación de fútil

debilidad!»

Observó el reloj de la pared: 20:39. Se levantó del sofá y entró en

su dormitorio… prendió el portátil… se conectó a Internet… tecleó

accidentes mortales… y una a una fue pasando fotos, deteniéndose

en las que aparecían cuerpos cercenados, piernas desmochadas y bra-

zos sesgados… la angustia disminuyó rápido.

—¡Julia! —gritó la madre desde atrás; el repenque le cortó hasta la

respiración; estaba tan absorta imbuida en su macabra pasión que no

la había escuchado llegar—. ¡¿Otra vez viendo esas monstruosida-

des?! ¡Apaga ahora mismo el portátil! —ordenó haciéndola a un lado

y cerrando la pantalla.

Julia quedó apocada…

—¡Me tienes preocupada! —arguyó la madre, perdida sin enten-

der—. ¡La próxima vez que te pille observando ese tipo de fotos te

voy a llevar a un psicólogo! —avisó marchándose con el portátil bajo

el brazo.

«¡¿Qué más me puede pasar hoy?!», pensó abatida, notando la es-

clerótica cargarse humedecida. Se levantó y cerró la puerta; no le ape-

tecía ver a nadie. Sin saber por qué, posó su mirada en lo alto de la

repisa; así permaneció unos segundos, atrapada en la observancia de

la pequeña estatuilla de escayola de Juana de Arco, con su imponente

162

corcel blanco alzado sobre dos patas y blandiendo su espada al aire.

Seguido se tumbó en la cama y comenzó a plañir; necesitaba vaciarse

y liberar tensión… cada vez se sentía más sola… menos comprendi-

da… más necesitada… menos acompañada… más aislada…

163

35

Julia lucía cota metálica, armadura y yelmo ornado con pluma roja.

Cabalgando veloz a lomos de un poderoso corcel blanco, se situó en

lo alto de un promontorio donde volvió la vista atrás. Impertérrita

blandió la espada al aire y sus ejércitos la aclamaron de forma entu-

siasta…

Lentamente abrió los ojos dejando que la luz bañara sus retinas.

«¡Qué sueño más raro!», pensó encendiendo la luz. A trompicones

accedió al cuarto de baño y se despejó. De regreso a su dormitorio,

abrió al completo la ventana y se sentó en la silla del escritorio. Cerró

los ojos y suspiró pausada; a su memoria accedieron recuerdos del

día anterior…

«Sara le está contando a todo el mundo que la has dejado tirada y dice que en

cuanto llegues te vas a enterar… — ¡Por favor, Julia, estoy desesperada, habla

con Tomás y dile todo lo que hace mal! — ¡¿Cómo que has hablado con él?!

¡¿Qué es eso de que lo has escuchado?! — ¡Desde cuando tú decides lo que es co-

rrecto! ¡Sólo has empeorado las cosas! ¡Vete a la mierda! — ¡¿Por qué no quieres

que me entere que has estado en el Ventorrillo hablando con Tomás?! — Lo

nuestro ha acabado. — ¡¿Encima te pones chula!? ¡Tú lo has querido! ¡Te dejo!

¡Ya no quiero estar contigo! — ¡Julia! ¡Otra vez viendo esas monstruosidades!

¡La próxima vez te llevo a un psicólogo! — Menudo día ayer… para olvi-

dar…»

—¿Qué te ocurre? —Julia respingó encontrándose a Daniel senta-

do frente a ella en el filo de la cama.

—Nada —respondió.

—Dices nada de una forma que no suena a nada.

—¿Y a qué suena?

—A algo más…

164

—Esta noche he soñado raro —resbaló pretendiendo evitar ha-

blar del día anterior—. Estaba vestida como los antiguos caballeros

medievales y cabalgaba veloz a lomos de un corcel blanco. Al llegar a

lo alto de una loma, alcé mi espada al aire y mis ejércitos me aclama-

ron de forma entusiasta. Ha sido corto pero intenso.

—Al ser tan pequeño el simbolismo está muy encriptado; sin duda

se trata de un sueño del grupo de los personales. ¿Qué se te ocurre

acerca del sueño? —preguntó Daniel—. Dime lo primero que te pa-

se por la cabeza…

—No sé. Es muy disparatado. Sinceramente no quiero ser el cen-

tro de atención de nada, con o sin aclamaciones entusiastas. No creo

tener la suficiente ambición como para gobernar a miles de soldados.

—Sin embargo, es tu sueño, tú lo has creado y te has asignado un

papel importante dentro de él. ¡Eso debe ser por algo! Concéntrate

en el sueño… dónde estás… el corcel blanco… las tropas aclamán-

dote… y dime que te surge de todo ello.

—El lugar no lo reconozco, y lo de las tropas no me sugiere nada,

pero lo del corcel blanco sí —asoció señalando la estatuilla de Juana

de Arco en lo alto de la repisa; Daniel la observó detenido…

—¿Desde cuándo te gusta Juana de Arco?

—Desde muy chiquita siempre me gustó por ser una mujer impá-

vida y valerosa. Recuerdo que con diez u once años me pusieron

aparatos en los dientes; no me los colocaron antes porque debían es-

perar a que se me cayesen los de leche. En aquella época se reían

mucho de mí. Eran muchos los días que llegaba a mi casa llorando

porque me sentía rechazada por mis compañeros; además de impo-

tente y torpe porque no podía hacer nada para cambiar la situación

que me había tocado vivir. Por aquella época leía todo lo que encon-

traba sobre Juana de Arco… ¡incluso veía la película una y otra vez!

Pasaba muchas horas soñando despierta e imaginándome que era

como ella, impávida y valerosa. En aquellas fantasías de niñez yo era

Juana de Arco, admirada por mis amigas y temida por los que se

165

reían de mí. Tiempo después, cuando me retiraron los aparatos de

los dientes e ingresé en el instituto, ya había olvidado mi culto a Jua-

na y mis sueños arcaicos. Ahora que lo pienso creo que no me he

vuelto a acordar de esa época hasta ahora.

—¡Es fascinante! —musitó Daniel.

—¿El qué es fascinante? —interrogó Julia, desconfiada.

—La manera en que tu subconsciente ha revelado la raíz de todos

tus temores e inseguridades; el origen de tu SI facilón, servicial y

complaciente.

Julia arremangó el rostro, deseosa de escuchar la respuesta…

—Por lo que me has contado, cuando eras chiquita y te pusieron

los aparatos, te sentiste rechazada por tus compañeros porque se

reían de ti, además de impotente y torpe porque no podías hacer na-

da para cambiar la situación. En aquella época hirieron profunda-

mente tu dignidad, te cargaron de temores e inseguridades y te refu-

giaste en la fantasía de «ser» Juana de Arco para contrarrestar tus de-

bilidades. Después, cuando te quitaron los aparatos, todo aquello ca-

yó en el olvido, pero aquellas experiencias dejaron una Julia que se

arrastraba por el mundo con su autoestima mutilada. Por culpa de

aquellos años te comenzaste a comportar de manera complaciente y

servicial por temor a ser nuevamente rechazada, y sin darte cuenta,

cultivaste el SI facilón a modo de defensa de tu propio miedo. Todas

tus debilidades e inseguridades las arrastras desde aquellos años en

que aplastaron tu confianza en ti misma. Pero anoche, muchos años

después, volviste a soñar que «eras» Juana de Arco… ¿por qué? Por-

que ayer te atacaron por todos lados y te volviste a sentir humillada,

rechazada, impotente y torpe, como cuando tenías diez años. Es fas-

cinante la forma en que tu subconsciente ha entretejido una trama

tan aguda y finamente hilada, que no sólo ha representado de forma

magistral cómo te sientes en realidad, además nos ha señalado el ori-

gen del problema en tan sólo una escena. ¡Qué maravilla!

—¿Y ahora qué…?

166

—En el mundo hay dos tipos de personas. Están las que sufren

sin saber por qué sufren y desean saberlo para dejar de sufrir. Y están

las que sufren sin saberlo y prefieren seguir sin saberlo porque en

realidad les da miedo vivir sin sufrir. ¿Me preguntas y ahora qué…?

Ahora tienes que elegir: o dejas de sufrir ahora que lo sabes o lo ol-

vidas para seguir sufriendo; o sigues estancada en la Julia de diez

años que aún llora porque se siente herida y rechazada o dejas el pa-

sado atrás, tomas las riendas de tu propia vida y la enfrentas con la

valentía del que sabe que nada es para siempre. Lo que hoy pasa sólo

pasa hoy… mañana es otra historia. Ánimo Julia, tú puedes. No de-

bes olvidar que eres maravillosa.

—Gracias Daniel —sonrió—. ¿Podrías ser más explícito?

—¿Cómo te sientes ahora mismo? —respondió con otra pregunta.

—Triste, ansiosa, deprimida…

—No, Julia. Otra vez. ¿Cómo te sientes ahora mismo?

—Traicionada, desilusionada, desengañada…

—No. Otra vez. ¿Cómo te sientes ahora mismo?

Julia reflexionó unos segundos, suspiro y…

—Me siento «obligada» a estar sola porque me han rechazado y

abandonado.

—Eso es. Te sientes «obligada» a estar sola porque te han aban-

donado y rechazado. Aquí está el quid de la cuestión. Si quieres ser

una Julia nueva, la Julia antigua debe morir. Y la Julia antigua se sien-

te «obligada» a estar sola, porque el devenir así se lo ha deparado y

ella se ha resignado a su suerte, pero la nueva Julia no se siente «obli-

gada» a nada, sino que por el contrario lo «elije». Cambia la «obliga-

ción» por la «elección»; deja de sentir el peso del «debes ser» y em-

pieza a pensar en términos de «yo elijo»; apártate de la gente que te

hace sufrir; «elige» vaciarte para volver a llenarte y pronto volverás a

ser TÚ.

—¿Y qué voy a hacer aquí metida? —preguntó reojando su habi-

tación, amedrentada por la idea de la soledad.

167

—¡Estudiar medicina! Has de ingresar en la Universidad y hacer

aquello para lo que estás dotada.

—¿De qué estás hablando? —dengueó contrariada.

—¡De tu macabra pasión!

Julia, perpleja, soltó un grito ahogado…

«¡Lo sabe!»

De inmediato aguaitó avergonzada…

—¿Por qué me gusta todo eso? —preguntó temblona a la vez que

esperanzada en que Daniel resolviera el enigma.

—Tienes un don muy especial, pero como todos los dones, está

acompañado por una terrible condena. Eres extremadamente sensi-

ble y por eso sufres tanto por todo lo que te ocurre, pero esa extrema

sensibilidad es la que te permite hacer lo que ningún otro ser hu-

mano puede hacer. Posees la impresionante capacidad de desconec-

tar anímicamente de sensaciones y emociones, y por eso ni te rubori-

za ni te intimida ver directamente miembros amputados, desmem-

brados o decapitados. Imagina cuántas vidas hubieses podido salvar,

por ejemplo, en el accidente de tren de Santiago de Compostela de

2013, o el 11M en el atentado terrorista de la estación de Atocha de

2004. Por más dantesca que sea la situación de muertos, heridos y

cuerpos destrozados, por más que reine el caos y la destrucción a tu

alrededor, tu don para desconectar anímicamente de lo que te rodea

te permite pensar con más claridad y rapidez que el resto de los mor-

tales. Allí donde otros sucumben con facilidad a la presión del horror

imperante, congelados por mortíferas escenas, tú te yergues salvado-

ra de multitud de vidas. Si quieres ser feliz debes aceptar quién eres,

pero sobre todo, no darle la espalda a aquello para lo que sirves. De-

bes aprovechar el don que el Jefe te ha concedido y no desperdiciar-

lo. Ponte a estudiar y haz aquello para lo que has sido dotada, pues

sólo así conseguirás vivir una vida que te llene por completo.

168

—¡Julia! —llamó su madre, tocando la puerta; ésta giró el cuello y

Daniel desapareció—. ¡Hugo está en la entrada del bloque… dice

que salgas!

«¿Qué querrá? ¡No quiero ni verlo!», pensó cerrando los ojos. Res-

piró profundo, como cogiendo fuerza, y salió a su encuentro. Atra-

vesó el pasillo y accedió al salón; de refilón observó a su madre en la

encimera de la cocina limpiando espárragos. Salió al patio interior del

bloque, acotado por pequeñas barbetas a lo largo. Accedió a la en-

trada y abrió la pesada puerta de hierro… allí estaba Hugo, de pie en

la rampa de acceso.

—¿Qué quieres? —inquirió con el rostro fruncido y la mirada afi-

lada.

—¡Tranquilízate que vengo a arreglar las cosas? —punzó a la de-

fensiva.

—¡Ya…! ¡La historia de siempre! ¡Hago lo que me da la gana y si

protestas te dejo para después arreglar las cosas y seguir haciendo lo

que me da la gana! ¡No Hugo! ¡Ya no más! ¡Se acabó!

—¡¿Eso es lo que me quieres?! —porfió elevando el tono de

voz—. ¡No vales una mierda! ¡Al final tendré que dejarte de verdad!

—amenazó.

«¡Otra vez con ser él el que rompe la relación! ¡Será estúpido!»

—Espérate un momento que tengo que darte algo —pidió con

mucho temple; Hugo la fijó desconfiado. Julia entró de nuevo en su

casa y accedió a la cocina…

—¿Me puedes dar un puñado de espárragos? —solicitó a su ma-

dre.

—Claro. ¿Para qué los quieres?

—Son para Hugo —respondió tomando los que le cabían en una

mano.

—¿Te ocurre algo? Tienes mala cara.

169

—¡Sí madre! Tengo un problema que voy a solucionar ahora mis-

mo —arguyó saliendo decidida. Atravesó el patio interior y de nuevo

abrió la puerta de hierro…

—¡Toma! —le entregó el puñado que portaba en la mano; Hugo

los miró extrañado.

—¿Para qué quiero yo esto? —preguntó incrédulo, cogiéndolos.

—¡Para que te vayas a freír espárragos! ¡A ver si te queda claro de

una vez! —zanjó dando un portazo en sus narices.

Hugo, lleno de ira, lanzó los espárragos contra la puerta regalando

insultos y desprecios. Julia, decidida, regresó a su casa y accedió a su

dormitorio. Tomó el móvil y conectó el WhatsApp… contacto de

Hugo… opciones… bloquear. Después entró en la agenda… Hu-

go… opciones… borrar número. Y por último en las redes socia-

les… eliminar de la lista de amigos.

«Cuando la cosa se acaba… ¡se acaba!», pensó resuelta, sintiendo la

extraña certeza que estaba haciendo lo mejor para ella.

170

36

Al día siguiente, a las 14:25, Julia se dispuso a partir al trabajo en

turno de tarde. Abandonó las cocheras y se detuvo en la esquina…

«¿Qué hago?», se preguntó a sí misma. Frente a ella la calle que

daba a la carretera para marchar directa al trabajo. A su derecha la ca-

lle que se adentraba en el pueblo para recoger a Sara. «¿Me paso por

la Plaza del Pilar o me voy directamente sin Sara? — Sara le está con-

tando a todo el mundo que la has dejado tirada y que en cuanto llegues te vas a

enterar… — No me ha llamado ni preguntado… — Apártate de la gen-

te que te hace sufrir; «elige» vaciarte para volver a llenarte y pronto volverás a ser

TÚ. — Daniel tiene razón. ¿Por qué he de preocuparme si ella no se

preocupa? ¡Me voy directa al trabajo…!»

Miró al frente… embragó… metió primera… pero se quedó cla-

vada en el sitio. Una ventolera se alzó en su interior, invadiendo su

respiración al punto de tornarla nerviosa y acelerada… «¡Ya está aquí

la dichosa culpabilidad consumiéndome por dentro!», se percató.

«Mejor me paso por si acaso Sara está esperándome.» Giró a la dere-

cha y se adentró en el pueblo. Conforme se acercaba a la Plaza del

Pilar, su respiración se apaciguaba de forma inversamente propor-

cional a los pensamientos autocríticos que la embargaban…

«¡¿Qué estás haciendo, Julia?! ¡Te sientes culpable de elegirte a ti

misma… lo sabes… y aun así sucumbes ante ella! ¿Ella…?», mue-

queó extrañada, rescatando recuerdos… «¿Realmente crees que me afecta

el miedo «ese»? — Dices el miedo «ese»; como si «ese» miedo no fuese tuyo; como

si estuviese fuera de ti. — ¡No puede ser! Hablando de mi culpabilidad

en tercera persona la estoy sacando de mí; no la reconozco como

propia, sino como algo ajeno a mí. ¡Maldita sea! A veces pienso que

antes era más feliz; tanta ambivalencia me carcome por dentro.»

Rodeó la Plaza del Pilar, pero ni rastro de Sara…

171

«¡Ahora me siento una estúpida! ¡Esta maldita culpabilidad me

provoca una angustia insoportable; me deja echa un despojo a mer-

ced del temor! ¡Esto me pasa por hacer supuestos y creerme mis

propias cávalas! ¡Qué orgullosa es Sara! ¡Prefiere perder el trabajo a

pedir perdón o levantarse a su hora!»

Veinte minutos más tarde, Julia atravesó la puerta de personal del

supermercado; de golpe quedó frenada por una imagen que no se es-

peraba: Sara hablaba con la encargada a escasos diez metros…

«¿Cómo ha venido? ¿Qué le estará diciendo?»

La encargada se alejó por uno de los pasillos y, Sara, con el rostro

tensionado y clavándole una mirada punzante, comenzó andar hacia

Julia; de sopetón el corazón le pulsionó frenético y el cuerpo entero

le fluctuó. Al pasar a su lado la avizoró de arriba abajo con desdén.

Julia no pudo soportarle la mirada, la cual desplomó al suelo.

Sara pasó de largo y salió al exterior por la puerta de personal.

«¿Qué habrá pasado?»

172

37

Horas después, a media tarde, Julia repasaba las fechas de caduci-

dad en la sección de carnicería; retiraba las bandejas caducadas, ade-

lantaba las más cercanas a la fecha límite y atrasaba las que con mar-

gen andaban. Su cabeza gacha y su rostro sin luz evidenciaban el ase-

dio de pensamientos que por su cabeza circulaban…

«¿Qué habrá pasado con Sara? ¿Cuál será el contenido de la con-

versación con la encargada?», una clienta se colocó al lado de Julia,

donde la pechuga de pollo en bandejas. «Por lo menos ayer puse

punto y final a mi relación con Hugo —prosiguió pensando—. Es-

tamos en Mayo; la universidad no empieza hasta Septiembre… ¿Qué

hago pensando en la universidad? Sí, creo que voy a estudiar medici-

na como me ha aconsejado Daniel. ¿Cómo ha podido Irene traicio-

narme de esta manera?»

—¡Julia! —escuchó a su lado; el tono grave y la forma contunden-

te en que había sido nombrada le provocó sobrecogimiento. Con vis-

ta perpleja observó a su encargada; estaba tan absorta en pensamien-

tos que no se había percatado del traje rojo vivo que la caracterizaba.

La misma sostenía una bandeja de carne en la mano; con un dedo

señaló la fecha límite.

—¿Qué día es hoy?

Julia se quedó en blanco; con tantos frentes abiertos golpeando su

cabeza no asociaba el día con una fecha concreta. La encargada negó

con la cabeza…

—¡Hoy es 13 de Mayo! ¡Y la fecha límite es 13 de Mayo! —

reprendió enérgica; de inmediato se puso a revisar todas las bandejas,

mascullando…—. ¡Sara me ha pedido un cambio de turno para no

coincidir contigo! —Julia la marcó confusa—. ¡Dice que te quedas

dormida cada dos por tres; que te lo ha reprochado muchas veces;

que la semana pasada tuvisteis una fuerte discusión por este tema y

173

que en venganza el sábado la dejaste tirada! ¿Quién es la que se que-

da dormida de las dos? —preguntó en tono fiscal—. ¿O te vas a

quedar callada como siempre? —apuntilló la faena.

Julia desplomó su vista al suelo, reflexiva…

«¡¿Cómo me como esto?! ¡¿Qué harta estoy?!»

Arrugó la frente y elevó de nuevo la barbilla…

—Creo que en pocos días sabrá cuál de las dos se queda dormida;

tenga paciencia. Y le pido disculpas por mi despiste con la fecha lími-

te —le dijo quitándole la bandeja de las manos—. No volverá a ocu-

rrir.

Decidida, retomó su tarea desde el principio. La encargada, a su

lado, la registró chocada; incapaz fue de marcharse sin decir nada…

—¡Finge alegría que trabajas cara al público! ¡Ya me estoy cansan-

do de esa cara arrastrada por el suelo!

Julia la miró y trazó sonrisa irónica; la encargada se marchó por el

pasillo.

—¡Has estado espabilada! —felicitó Daniel, apareciendo en el lado

contrario.

—¿Qué haces aquí? ¡Vete! ¡No puedes estar! —murmuró.

—¿Por qué…? Nadie me ve y nadie me oye —dudó colocándose

en el camino de un cliente rechoncho; Julia observó como el cliente

lo atravesaba como si niebla fuese…

—¡Lo ves! Sí que puedo estar aquí.

Julia negó levemente, resignada; en silencio prosiguió con la revi-

sión de las fechas. Daniel se acercó y se inclinó a ella…

—Cuando llegue el descanso, merienda sola y hablamos…

En el descanso, Julia se sentó en la terraza de un bar retirado…

—¿Qué quiere tomar? —preguntó el camarero.

—Café solo y tostada de pate.

Julia siguió al camarero con la vista.

174

—¡Tienes mala cara! —señaló Daniel, a su izquierda, observándola

fijamente.

«Este trabajo me carga mucho, y encima es una carga que va en

aumento», respondió con el pensamiento.

—¿Por qué? —preguntó Daniel.

«Me veo obligada a forzar sonrisas que no me apetecen y cada día

me pesa más. Me canso de tanto fingir. ¡Salgo con un desgane del

trabajo que ni te imaginas!

—Sí que lo imagino. Eso es lo que tiene este mundo insincero —

señaló Daniel—. Y trabajos como el tuyo acentúan aún más la false-

dad. Lo que prima no es la persona ni lo que ésta sienta, sino el valor

económico que se le puede sacar al cliente con la sonrisa del depen-

diente. ¡El mundo está sumido en una tremenda contradicción!

«¿A qué te refieres?»

—A que en teoría la sociedad castiga la falsedad por tener mala

prensa, y por lo tanto, nadie se reconoce a sí mismo como alguien

falso; todo el mundo asegura ser muy sincero. Pero en la práctica, por

ejemplo, todos actuamos falsamente cuando saludamos con una sonri-

sa a alguien a quien en realidad detestamos. Como ser falso está mal

visto, no reconocemos nuestra parte falsa, y jamás abandonaremos

nuestra falsa actitud por pensar que no albergamos en nuestro ser

nada de falsedad. En realidad trabajos como el tuyo hacen de las per-

sonas seres deprimidos, sin espontaneidad y gobernados por pseudo-

sentimientos.

«A veces me amedrentas cuando hablas», muequeó convencida.

—Aquí tiene lo que ha pedido —soltó el camarero en la mesa.

—Gracias.

En cuanto se hubo retirado bandeja en mano…

«¿Qué es un pseudosentimiento?», curioseó Julia.

—Un pseudosentimiento es un sentimiento que no nace en el interior

de uno mismo, sino que es inculcado desde el afuera condicionante,

o dicho de otra manera, no sientes para nada la sonrisa que luces pe-

175

ro te ves obligada a forzarla puesto que tu trabajo exige esa actitud.

Te pegas ocho horas fingiendo ser feliz cuando en realidad estás tris-

te, sonríes pero tienes ganas de llorar, y cuando sales del trabajo lo

haces tan cansada de simular ser quién no eres que estás malhumora-

da, con el ceño fruncido y pensando que la vida es un asco. Poco a

poco la vida se convierte en una pesada carga, en una cáscara vacía

porque nada de lo que sientes es verdadero; todo ha sido sustituido

por pseudosentimientos.

No se puede ser feliz fingiendo ser quién no se es,

aunque ser quienes somos nos cueste la enemistad de muchos.

«¿Sabes que a veces llegas a ser un pelín cabroncete? —reprochó

Julia—. Me conformo con que me digas que mi vida puede ser mejor

y no con una radiografía de lo triste y penosa que es.»

—Lo siento —se excusó encogiendo los hombros—. Si te en-

cuentras con un esclavo dormido y sabes que sueña con la libertad,

¿qué haces? ¿Lo despiertas o lo dejas soñar que es libre?

«Lo dejo soñar con la libertad.»

—¡Error! ¡Despiértalo y hazle ver que es un esclavo, porque sólo

desde la consciencia de su esclavitud, podrá algún día ser libre!

Julia lo marcó chocada.

—Imagina que te atan con cadenas invisibles —prosiguió Da-

niel—, no suenan, no las notas y no pesan, pero te impiden ser libre.

Como no las ves, no puedes liberarte de ellas; ni siquiera sabes que

están, ¡pero si las vieses!, entonces todo sería diferente; ahora podrías

buscar la manera de romperlas para ser libre, ¿verdad? Soy un pelín

cabroncete, como dices, para que despiertes del sueño en el que vi-

ves, para que te des cuenta que eres esclava y puedas mediante la

consciencia de tu esclavitud, liberarte de las cadenas que te atenazan.

Julia asintió levemente…

176

«¿Cómo se llegan a sustituir sentimientos por pseudosentimientos?»,

preguntó.

—Te cuento una historia…

Fulanito, Menganito y Periquito los Palotes.

Fulanito va andando por Cúllar Vega acompañado de su hijo Menganito, de

cinco años de edad, y a lo lejos ve que se acerca de frente Periquito los Palotes, que

curiosamente lleva sin verlo varias semanas. De inmediato Fulanito baja la cabe-

za deseando no haberlo visto, y sin poderlo evitar, espeta en voz alta…

—¡Ahí viene el imbécil ese!

El hijo mira a su padre y después observa a Periquito los Palotes, habiéndose

percatado que a su padre no le hace ninguna gracia cruzarse con dicha persona.

—¿Por qué papá? —pregunta el hijo, deseoso de saber.

Entonces Fulanito le responde a su hijo con toda una salva de reproches…

—¡Porque siempre sabe de todo o conoce a quien lo sabe! ¡Y no digamos si le

contamos que nos hemos comprado algo, seguro que él ya lo tiene o conoce a quien

lo tiene incluso mejor! ¡Pero lo que más me revienta es que siempre quiere tener la

razón y no tiene reparos en hacer pequeñas modificaciones dentro de sus propios

argumentos para salirse con la suya! ¡Qué mal me cae el muy imbécil! ¡No quiero

ni saludarlo! ¡Seguro que si le decimos que mamá se ha echado a puta nos dice

que la suya también, o que su cuñada trabaja en ello o algo por el estilo! ¡Qué tío

más pedante, ridículo y estúpido! ¡Qué mala suerte habérnoslo encontrado! ¡Qué

faena tenerlo que saludar!

—¡Hola Fulanito! ¡Cuánto tiempo sin verte! —saludó efusivo el imbécil de

Periquito los Palotes.

—¡Hombre Periquito! ¡No me había dado cuenta! ¡Qué alegría me da verte!

¿Cómo te encuentras? —le pregunta risueño Fulanito, mientras su hijo asiste

atento y en silencio a la diferencia entre lo que el padre realmente siente y cómo se

comporta frente a Periquito los palotes.

177

—Me encuentro bien —responde Periquito los Palotes—. ¿Cómo está Men-

ganito? —pregunta mirando al niño, a la vez que le profiere una caricia en el

rostro.

En ese momento, el hijo, aparta la cara en un gesto más que evidente de repul-

sa, para enseguida, mirarlo con el ceño fruncido; el niño siente hostilidad hacia

Periquito los Palotes por todo cuanto ha escuchado de su padre. Entonces, casi de

inmediato, el padre reprende al niño (por expresar sus verdaderos sentimientos), y

lo insta a sonreírle y a saludarlo (mostrando falsos sentimientos; pseudosentimien-

tos).

—¡Saluda a Menganito! ¿Por qué te comportas así? ¡Cuchi que tonto está!

¡Pero si no te come!

El niño se amedrenta ante tal contradicción, se agarra con más fuerza a la

mano de su padre, se esconde detrás y agacha la cabeza lleno de dudas.

—¡Disculpalo, son cosas de críos! —dice el padre.

—No te preocupes —responde Periquito—. ¿Recuerdas el viaje que hiciste el

año pasado con tu mujer a Inglaterra? Yo acabo de llegar de Estados Unidos.

—¿Has estado en América? —pregunta Fulanito, haciéndose el sorprendido,

pues en realidad no le extraña nada que Periquito los Palotes hubiese ido más

lejos que él, y por supuesto, que se lo haya contado nada más verlo, porque si va a

Estados Unidos y no se lo cuenta… ¿Para qué va...?

—Te invito a tomar un café y te cuento.

—Vamos —acepta Fulanito, arrastrando de su hijo Menganito, que ahora

sí, se siente completamente perdido con el comportamiento del padre.

Media hora después, Fulanito y su hijo Menganito se despiden de Periquito

los Palotes, y pasados unos instantes, cuando están lo suficientemente alejados, el

padre vuelve a despotricar sobre Periquito los Palotes, esta vez con más saña, y el

niño, que nuevamente advierte la contradicción del padre, le pregunta…

—Papá, ¿por qué hemos ido a tomar café con Periquito los Palotes si tan mal

te cae?

Entonces el padre, enfadado porque su hijo lo ha puesto en evidencia sacando

a la luz su actitud incongruente, lo reprende violentamente, para que el niño no se

atreva más a hacerlo otra vez…

178

-¡No preguntes tonterías mocoso estúpido! ¡Cuando seas grande lo entenderás!

De esta manera, el padre sofoca el pensamiento crítico del niño, que habiendo

aprendido la lección, reprime su capacidad de «darse cuenta» hasta anularla por

completo (para no cabrear al padre o a la madre, según proceda).

Daniel hizo una breve pausa…

—En esta historia podemos advertir fácilmente cómo desde muy

temprano se enseña al niño a ser falso e insincero, a ensayar pseudosen-

timientos, es decir, a experimentar sentimientos que de ninguna mane-

ra son suyos; a sonreír al ver a alguien aun cuando ese alguien no le

cae bien, a sentir simpatía hacia la gente aun estando triste; a mos-

trarse amistoso con todos a pesar de estar enfadado con muchos; y si

muestra una espontánea hostilidad contra alguien, es reprendido por

ello a la mayor brevedad posible. Ser amistoso, alegre y todo lo que

se supone deba expresar una sonrisa se transforma en una respuesta

automática que se enciende y apaga como un interruptor de luz eléc-

trica. No hay que olvidar que el niño pequeño percibe la falsedad, pe-

ro pronto empieza a reprimir su percepción porque le crea una terri-

ble contradicción; los mayores son su espejo a imitar, y se autode-

nominan sinceros castigando enérgicamente la falsedad… pero de ac-

titud son los primeros en ser falsos. Así, el niño crece aprendiendo

que la gente es falsa, pero no hay que reconocerlo; la falsedad es mala,

pero se puede ejercer siempre que se niegue. De ésta manera, obliga-

do a sonreír por un lado y a reprimir su hostilidad por el otro, el niño

con el tiempo pierde la capacidad de advertir cuáles son sus verdade-

ros sentimientos; los pseudosentimientos ahora se han convertido en su

realidad.

—Qué triste suena lo que dices —musitó Julia.

—Así es. Tristemente en este mundo, cada vez más, se sustituyen

los verdaderos sentimientos por pseudosentimientos socialmente adap-

tados; es la norma, lo que todos hacemos en nuestro día a día; apa-

179

rentar que sentimos lo que no sentimos. La sociedad nos «educa» de

esta manera y nos llama «normales» o «mentalmente sanos»… ¡y esta

enseñanza está destruyendo quiénes somos! Lo más preocupante es

que todo esto está infectando las relaciones interpersonales de centro

a centro. Por regla general, cuando conocemos a alguien y nos perca-

tamos que esa persona es capaz de «ver más allá», es decir, puede

abandonar nuestra periferia, penetrar nuestra superficie y ahondar en

nuestro más íntimo interior, la primera impresión es de temor exa-

cerbado. Por desgracia, las personas hemos perdido la capacidad de

sentir verdaderamente. El problema es que habiendo maquillado

nuestra superficie con pseudosentimientos, permitir que alguien penetre

en nuestro interior y descubra nuestros verdaderos sentimientos, ya

sean amorosos u hostiles, comprensivos o rencorosos, temerosos o

arrogantes, es un riesgo extremo que produce un miedo insoporta-

ble, puesto que los cimientos sobre los que hemos creado nuestra

pseudopersonalidad (a costa de sacrificar nuestro verdadero YO indi-

vidual) pueden verse resquebrajados e incluso destruidos… y enton-

ces… ¡¿Quiénes somos?!

—¡Con razón me ahogo cada día más en este trabajo! —se quejó

Julia, negando.

—Y también por eso te dan esos fuertes dolores de cabeza. Los

pseudosentimientos son la causa de multitud de enfermedades psicoso-

máticas; como las migrañas agudas. Tu trabajo te obliga sí o sí a for-

zar una sonrisa cuando no te apetece, a saludar a personas con las

que no comulgas, a fingir amabilidad aun teniendo el peor de los

días. No eres libre de expresar tus verdaderos sentimientos; la estruc-

tura de la sociedad en general y tu trabajo en particular te obligan a

simular pseudosentimientos que sofocan la libre expresión de tu YO

esencial. La parte buena es que no estás tan muerta como para no

percibirlo, y aunque sea a nivel subconsciente, las migrañas son la

forma en que tu YO esencial libera la presión acumulada tras verse

180

obligado a permanecer a la sombra del pseudoyo con el que sin re-

medio te has de vestir.

—No tenía ni idea de que la psique podía ser causa y motivo de

enfermedades físicas —aseguró Julia, sorprendida.

—¡De más de las que imaginas! Un estado agudo de ansiedad

puede provocar un sudor ácido y desagradable, o una vida carente de

sentido puede provocar un estado de «vacío» interior que sólo se

calma comiendo aún sin hambre, lo cual da lugar a problemas de so-

brepeso, autoestima y aceptación social —Daniel hizo una pausa y

observó detenidamente a Julia—. Ponte a estudiar medicina —

insistió arqueando la cornisa de sus ojos.

—Lo he pensado y te aseguro que voy a estudiar en cuanto llegue

el nuevo curso en Septiembre. Pero ahora mismo pienso que lo que

me hace falta es perderme un tiempo de Granada.

—Eso tiene fácil arreglo. Ve hablar con tu tía Rocío y cuéntale to-

do lo que te ha pasado con tus amigas y con Hugo; háblale de tu ma-

cabra pasión y de tu intención de estudiar medicina; ella sabrá qué

hacer con su maravillosa sobrina.

Daniel desapareció y Julia quedó pensativa…

«Que pocas ganas tengo de fingir pseudosentimientos. ¡Cómo me

diga otra vez la encargada que sonría cara a la galería me voy del tra-

bajo! Total, si Daniel dice que mi tía Rocío tiene la solución… es que

la tiene. ¡Un momento…! Si tiene la solución, ¿para qué esperar a

que me diga que sonría para decirle que me voy? ¡A la mierda! ¡Mío el

riesgo, mío el fracaso o el éxito! Me voy del trabajo», pensó decidida,

levantándose de la silla.

Mientras andaba de regreso, llamó a su tía Rocío…

—¡Dime Julia! —contestó al otro lado.

—¿Tita estás en tu casa?

—Sí. ¿Qué te hace falta?

—Hablar contigo. En tres cuartos de hora estoy allí.

—¿Pero tú no estás trabajando? —interrogó Rocío, extrañada.

181

—Ya no… bueno aun sí… pero es que voy ahora mismo a que

me den de baja. Por favor espérame en tu casa que me hace mucha

falta hablar contigo.

—No te preocupes que aquí estoy para lo que te haga falta. Un

beso.

182

38

Cuatro meses después, la última semana de Septiembre…

Julia entró en la librería del pueblo, frente a Sonifran.

—Hola Juanjo —saludó cortés y con una amplia sonrisa en el ros-

tro.

—Hola Julia —devolvió el saludo—. ¿Qué te hace falta?

—Unas fotocopias y encargarte unos libros.

—Dame que vaya haciéndolas. ¿Es que has estado fuera? —le

preguntó al pie de la fotocopiadora—. Hace meses que no te veo por

aquí.

—He pasado todo el verano fuera de Granada.

—Mira que bien… ¿Y el oriundo de tu tío? También hace tiempo

que no lo veo.

—Creo que está liado con su nuevo libro y como escribe de forma

enfermiza, pues ni sale.

—Toma las fotocopias. ¿Qué más?

—Encargarte estos libros —le entregó una nota.

Juanjo leyó y después indagó…

—¿Es que vas a estudiar medicina?

—Sí. Empiezo a primeros de Octubre.

—Me alegro; el saber no ocupa lugar. Te puedo tener los libros en

dos o tres días; lo que tarden en llegar.

—De acuerdo. Me paso el viernes directamente.

—Ok. Hasta luego Julia.

Después de salir de la librería, se subió en el coche y se dirigió a

Granada; más concretamente a la facultad de ciencias de la salud,

donde había de entregar los documentos fotocopiados. Estacionó en

el parquin más cercano, donde el antiguo campo de futbol de Los

Cármenes, y emergió a una gran plaza en la superficie. Mientras an-

183

daba, notaba una incipiente expectación creciendo en su interior; sa-

ber que quedaba poco más de una semana para comenzar sus estu-

dios la excitaba tanto como la amedrentaba; profesores y compañe-

ros desconocidos; lugares y situaciones nuevas…

«¡Esto sí que es un nuevo comienzo para mí!», se dijo a sí misma,

perfilando los labios ribeteados.

—¡Me gusta verte así!

Julia se sobresaltó repentina…

—¡Daniel!

—¿Aún te asustas de mí? —deslizó jocoso.

—¿Dónde has estado? ¡Desde que me fui a Madrid no he vuelto a

saber de ti! —Julia intentó abrazarlo en acto reflejo, pero sólo consi-

guió trastabillarse al agarrar aire; un grupo de personas que yacían

sentadas en un banco, observaron la escena sin entender muy bien

que le pasaba a aquella muchacha.

—¡Ten cuidado o te caerás!

—Me ha podido la emoción. ¡Creía que me habías abandonado!

—¡Ya ves que no! ¡Sólo te he dado el tiempo y el espacio necesario

para que te encuentres a ti misma! ¡Y por lo que veo lo has hecho!

—¡Gracias a ti! —esgrimió gustada.

—De eso nada —negó Daniel—. Yo sólo te he señalado el ca-

mino, pero el mérito y el trabajo de recorrerlo ha sido tuyo. Ha sido

tu esfuerzo y no el mío el que te ha traído hasta este momento que

vives ahora. ¡Ya te decía que eres maravillosa!

—¡Cuánto tiempo sin escucharlo! La verdad es que lo echaba de

menos —se sinceró Julia.

—Te contaré un pequeño secreto —alegó Daniel—. Por propia

experiencia sé que cuando a un hijo se le repite todos los días que es

un estúpido, que no hace nada bien, que todo lo hace mal, el hijo

crece inseguro de sí mismo y con su autoestima mutilada… seguro

acabará drogándose y siendo alguien inepto para todo porque es lo

que él cree de él mismo; lo que sus padres le enseñaron y repitieron

184

hasta la saciedad: no sirves para nada. Pero si a un hijo se le dice to-

dos los días que es maravilloso, lo mucho que nos importa, que pue-

de equivocarse cuantas veces quiera siempre y cuando aprenda de sus

errores, que no ha de temer la vida y sí disfrutarla, el hijo crece con

una autoestima y confianza en sí mismo elevadas, y lo más importan-

te de todo, con una capacidad para desarrollar sus propias potencia-

lidades que dejará perplejos a todos los que se crucen con él. ¿Sabes

por qué te cuento esto? ¿Recuerdas que te decía a diario que eres ma-

ravillosa? Te lo repetía para que te lo creyeras, para que a fuerza de

oírlo fueses cogiendo confianza en ti misma, para subirte la autoes-

tima… y funcionó. Tu vida puede ser maravillosa sólo si tú eres una

maravilla en tu vida.

Julia lo miró con ternura…

—¡Tengo tanto que agradecerte!

—Busca tu propia felicidad y entonces me sentiré agradecido.

Ahora quiero que me respondas a una pregunta, ¿confías en mí? —el

tic serio de Daniel evidenciaba la importancia de la pregunta.

—Ciegamente —respondió Julia de forma tácita.

—¡Entonces escúchame bien! Hoy, no dejes escapar al primer

hombre que te pida la hora. Aparenta ser del grupo de los debiluchos

feotes por los que uno nunca apostaría, pero es el único que te puede

hacer feliz.

Julia lo marcó notando su corazón pulsionar violento. Daniel, por

su lado, agachó la cabeza muequeando el rostro y su silueta se difu-

minó en el aire. Durante unos instantes, Julia quedó en mitad de la

plaza estática y pensativa…

«¡No dejes escapar al primer hombre que te pida la hora! ¿Por qué ha des-

aparecido muequeando el rostro? No lo entiendo», pensó a la par

que reanudaba su marcha dirección la facultad.

Unas manzanas adelante, tras cruzar el paso de peatones y comen-

zar a subir los escalones del edificio…

—¡Julia! —escuchó desde atrás.

185

—¡Andrés! —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí?

—Eso mismo te iba a preguntar yo a ti…

—He venido a traer unos documentos; empiezo la semana que

viene a estudiar. ¿Y tú?

—He venido a lo mismo —dijo Andrés, enseñándole sus propios

documentos.

—No sabía que tú…

—Ni yo que tú…

Ambos esbozaron un melindre velado… entraron dentro.

—Te perdí la pista después de Semana Santa —conversó Julia.

—Tuve que dejar de salir. Tenía un dinero ahorrado pero no me

alcanzaba para la carrera, así que mis padres cubren el resto y me sus-

tentan mientras estudio a cambio precisamente de que estudie —

ambos entregaron los documentos en recepción—. Imagino que tus

padres estarán contentos de que estudies… y Hugo también.

Julia mordió sonrisa…

—Ya no estoy con Hugo.

Andrés la observó perplejo.

—Lo siento; no sabía que…

—No lo sientas. Fui yo la que rompí la relación hace cuatro me-

ses.

—¿Y qué has hecho en el verano?

—Lo he pasado entero en Madrid.

—¿Te marchaste para olvidar a Hugo?

—Sí pero no. La verdad es que hace cuatro meses se me juntó una

pelotera muy grande y necesitaba escapar de aquí. Hablé con mi tía

Rocío y ella llamó a su cuñada Montse; que es policía nacional en

Madrid y vive con su novio Fabián; enseguida me acogió unos meses

para despejarme. Me ha venido muy bien porque he regresado con

las ideas más claras y la mente despejada.

—Me alegro por ti —admitió Andrés, saliendo al exterior—. ¿Po-

drías decirme la hora?

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—Las 11:23 —dijo después de observar su reloj de Hello Kitty.

—¡Se me hace tarde! ¡Me voy! —espetó alejándose—. ¡Te veo la

semana que viene por aquí!

«¡No dejes escapar al primer hombre que te pida la hora!», rememoró al

borde del bloqueo. «¡Aparenta ser del grupo de los debiluchos feotes por los

que uno nunca apostaría, pero es el único que te puede hacer feliz!» El corazón

le volvió a pulsionar con fuerza… «¡Julia que se va, que se te va…!»

—¡Andrés! —voceó en la distancia; éste se giró alertado—. ¡El

viernes empiezan las fiestas de Cúllar Vega! ¡Si quieres podemos

quedar!

El rostro de Andrés pareció iluminarse desde dentro…

—¿Sigues con el mismo número de teléfono? —le preguntó.

—Sí.

—¡Te llamo el viernes sin falta!

—¡De acuerdo! —exhaló sintiendo un leve cosquilleó en el estó-

mago y una sonrisa que no podía evitar.

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Julia yacía erguida al pie de un caudaloso río. Al otro lado, en lo al-

to de una loma, diseñada con hermosas luces y sonidos de festejos,

se alzaba la ciudad de la alegría.

«¿Cómo puedo pasar al otro lado?»

Quería abandonar ese lugar lúgubre y sombrío para disfrutar de la

luz y la alegría. Observó a su izquierda, pero ni rastro de puente o

pasarela por la que pasar. Después giró a su derecha, y un vahído de

asombro asomó en su rostro; a doscientos metros se alzaba un puen-

te totalmente iluminado. Sin decir “de esta agua no beberé”, caminó

a paso ligero y atravesó el puente. Momentos después, frente a las

puertas de la ciudad, cerró los ojos… alzó la cabeza y respiró felici-

dad… volvió a abrirlos en el dormitorio de su casa. Se fijó en su res-

piración, profunda y pausada… y en su rictus complacido, atirantado

feliz.

«¡Por fin he cruzado el río! ¡Y encima empiezan las fiestas de Cú-

llar!»

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Las fiestas locales de Cúllar Vega, en honor a su patrón San Mi-

guel, se convierten siempre a finales de Septiembre en el corazón de

la vega granadina. Son unas fiestas por y para la gente del pueblo,

donde no faltan actividades para todas las edades y colectivos. La

tradicional Escuela de Música Felipe Moreno ameniza las calles todas

las mañanas, y, por supuesto, otra de nuestras tradiciones; las carre-

ras de cintas…

A las seis de la tarde Julia se dirigió a la calle de la Iglesia para pre-

senciar las carreras de cintas (los viernes son categoría de niños y

mujeres, y el sábado, le toca el turno a las motos). La calle más cén-

trica del pueblo estaba completamente cortada por protección civil,

acotada con vallas de seguridad dejando un pasillo al centro y atarra-

gada de personas que se agolpaban a lo largo. En medio de la calle,

Jorge preparaba el aparato de madera donde se enrollan las cintas de

colores, de unos cinco centímetros de ancho y que van cosidas a

unas anillas no más grandes que un llavero.

El turno de los niños había terminado y, al fondo de la calle, las

mujeres se preparaban con sus bicicletas y un lápiz para intentar, sin

parar la bicicleta, introducir el lápiz por alguna de las anillas y llevarse

los diferentes premios que hay enrollados en cada una de las cintas.

Julia, abriéndose paso, entró en la cafetería Boulevar y se pidió una

cerveza.

—¡Hola prima! —saludaron desde atrás.

—¡Isidro! —se complació al verlo; ambos se fundieron en un fuer-

te abrazo.

—¿Cuándo has regresado de Madrid?

—El domingo pasado.

—¡Anda que avisas! ¿Vas a salir esta noche en las fiestas?

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—Sí. Por supuesto.

—¡Entonces nos vemos, ¿no?!

—¡Claro que sí! ¿Cómo está tu madre Mª Carmen y tu abuela Elo-

dia?

—Estupendamente, cada vez mejor.

—Me alegro.

—He de preguntarte algo —indicó Isidro—. Hace unos meses, un

día estabas aquí y al siguiente en Madrid. ¿Te fuiste por culpa de Hu-

go? Escuché que él había roto la relación y quedaste hecha polvo.

—No Isidro. La que rompí la relación fui yo, pero sabes qué…

¡me da igual si va diciendo que la rompió él para salvaguardar su su-

puesta hombría; un verdadero hombre no pretende dominar a su

mujer, no quiere andar delante para tener la voz cantante, ni encima

para pisotearla, ni debajo para zancadillearla, ni detrás para empujar-

la… un verdadero hombre anda junto a su mujer por el simple he-

cho que la respeta; todo lo demás no es amor!

—Veo que tienes las cosas claras.

—En estos meses me he aclarado mucho.

—Me alegro por ti. Y ahora que has vuelto, si Hugo te molesta me

lo dices; que le quito las ganas de molestar.

—Gracias primo.

—Me voy que me están esperando; esta noche nos vemos en las

fiestas.

—Adiós.

Conforme Isidro se alejaba, el móvil le vibró en el bolsillo del pan-

talón; Andrés le había mandado un WhatsApp…

—Hola Julia. Esta noche, a las doce, tocan los ROKEN en la caseta

municipal. ¿Te gustaría acompañarme a verlos?

—Por supuesto que sí —le escribió con una sonrisa que no podía

ocultar.

—A las doce nos vemos en la entrada. Hasta luego.

—Hasta esta noche Andrés.

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«¡No dejes escapar al primer hombre que te pida la hora!», recordó que le

había dicho Daniel; los pulmones se le hincharon de certidumbre.

Giró su cabeza y ya habían empezado las carreras de cintas de muje-

res. Se acercó al centro y no pudo evitar soltar una carcajada…

«¡Qué maquinas son las tres! ¡Qué arte tienen!», pensó observando

a Tere, Inma y Cornelia, que como todos los años, se disfrazaban de

monster viejas haciendo las delicias de los concurrentes…

«¡Esto es Cúllar por y para siempre!»

—¡Julia! —escuchó que la llamaban. Se giró y observó cómo se

acercaban Sara, María e Irene.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó Irene, como

si el tiempo hubiese borrado de su memoria sus mentiras y su «vete a

la mierda»; Julia realizó un ademán retraído.

—En el supermercado unos dice que renunciaste y otros que te

echaron —contó Sara; Julia la fijó aún más retraída.

—¿Es verdad que has estado en Madrid todo el verano? ¡Anda

que avisas para invitarnos a la capital! —se quejó María; Julia la mar-

có dándose cuenta que hasta quejándose intentaba aprovecharse.

—En estos meses me ha dado tiempo a pensar mucho —

reflexionó Julia en voz alta—, he podido separar no sin dificultad lo

que quiero de lo que no quiero, y he llegado a la conclusión de que

no quiero vuestra fingida amista; prefiero estar sola a mal acompaña-

da —y sin tiempo a que ninguna armara respuesta, Julia se dio la

vuelta y se perdió entre los asistentes a las carreras de cintas.

«Les he colocado un NO con tanta elegancia que ni siquiera se ha

podido sentir ofendidas», pensó sonriente.

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A las doce de la noche, Julia accedió al complejo ferial; los colum-

pios funcionaban a pleno rendimiento, las casetas estaban abarrota-

das y los habitantes de Cúllar se lo pasaban en grande.

En la puerta de la caseta municipal, Andrés quedó prendado al ver

acercase a Julia; completamente de blanco; vestido por las rodillas,

ajustado y abotonado; con tacones altos y un recogido en el pelo que

lucía radiante.

«¡Qué guapa es!», pensó.

—Hola Andrés —saludó al llegar a su altura.

—Hola Julia —la recibió con dos besos—. ¿Entramos dentro? —

se hizo a un lado extendiendo el brazo. Ambos entraron en la caseta

y se acercaron a comprar bonos de consumición.

En el escenario, el grupo local ROKEN comenzó su actuación con

la canción La Musa.

Al lado de la barra, Julia se balanceaba al compás de los acordes de

guitarra. Andrés, acompañando el movimiento, la reojaba deleitándo-

se en su observancia. Ella se percató y lo fijó con sonrisa complacida.

Él, le devolvió el esbozo y le susurró al oído…

—¿Te gustaron los tulipanes que te puse en Semana Santa?

Julia lo marcó desconcertada…

—¡¿Cómo…?! ¡Pero sí…! ¡Hugo me dijo que había sido él!

—Fui yo —reconoció mirándola a los ojos.

«¡Aparenta ser del grupo de los debiluchos feotes por los que uno nunca apos-

taría, pero es el único que te puede hacer feliz!»

Cruzaron sus miradas y se agarraron las manos; de forma inevita-

ble se acariciaron la piel con la yema de los dedos. Se fijaron con de-

licadeza y lentamente se acercaron hasta que sus labios se acoplaron

en perfecta armonía; el entusiasmo les provocó un estremecimiento

que les recorrió la espalda y la parte externa de los brazos. El tiempo

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pareció detenerse… salvo… claro está… la música de fondo de los

ROKEN…

Puedo soñar,

con lo que a mí me dé la gana.

Puedo llorar,

Aunque la guerra esté ganada.

Puedo sentir,

lo que el corazón me manda.

Y caso le haré,

pues no tengo que perder nada.

Al otro lado del escenario, por la puerta adjunta, entraron Hugo y

Juan…

—¡Mira! —soltó Juan, señalando—. ¡Julia se está besando con

Andrés!

Hugo quedó violentado por la impresión…

—¡Ese maldito canalla se va a enterar ahora mismo! —porfió

dando pasos hacia ellos…

—¿A dónde vas? —se interpuso en su camino Isidro; el primo de

Julia. Lo avizoró con la mirada fruncida. Hugo quedó impelido en su

intención; con un rápido parpadeo fijó a Julia y después otra vez a

Isidro—. ¡Ni se te ocurra molestar a mi prima! ¡Tira de aquí ahora

mismo! —ordenó enérgico, dando un paso hacia él.

—Vámonos Hugo —se achantó Juan, agarrándolo del brazo.

Ambos se giraron y marcharon del lugar…

Isidro se volteó y, trazando una sonrisa victoriana, se complació

al ver a Julia recibiendo calurosas caricias.

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Al terminar el concierto, Julia salió solitaria a respirar un poco de

aire fresco. Con paso lento y cabeza alzada se alejó del ferial. Son-

riendo, aspiró profundo y cerró los ojos para percibir los matices del

ambiente húmedo…

—¡Esta noche va a llover! —dijo Daniel, apareciendo a su lado.

—Me gusta la lluvia —respondió sin abrir los ojos unos segundos

más.

—Mi trabajo a tu lado ha terminado —musitó calmado.

—¡Aún no! —pospuso mordida—. Desde hace meses he soñado

que me encontraba a los pies de un caudaloso río, y al otro lado ha-

bía una loma con una ciudad llena de colores y sonidos maravillosos;

daba la impresión que era la ciudad de la alegría. En todo este tiempo

he intentado cruzar el río pero siempre terminaba despertándome

como ahogada. Sin embargo, anoche, por fin encontré un puente por

el que pasar.

—¡Lo cual significa que mi trabajo a tu lado ha terminado! ¡Ya es-

tás preparada para seguir tú sola! —corroboró asintiendo—. El cruce

del río simboliza pasar de la ribera de tus temores e inseguridades a la

costa de la confianza en ti misma. En las anteriores versiones, que no

consiguieras cruzarlo simbolizaba tu problema interior de falta de

confianza en ti misma a pesar de tus continuos esfuerzos por alcan-

zarla. Pero ahora aparece una nueva situación: ¡por fin confías en ti

misma!

—Significa eso que no nos volveremos a ver más —aguaitó Julia.

—Aquí se separan nuestros caminos —negó Daniel, con una

mueca de tristeza en el rostro.

Ambos guardaron silencio por unos momentos.

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—Me alegro por ti —se animó a decir ella, recordando la prueba

que él debía pasar para acceder al reino de los cielos—. Me has ayu-

dado como el Jefe quería y ahora podrás descansar en paz.

Daniel, con la mirada apagada y el rostro acanalado, meneó la ca-

beza en forma negativa.

—¿Qué significa eso? —preguntó Julia, reticente—. Tú me dijiste

que la prueba consistía en ayudar verdaderamente a la persona asig-

nada, y eso es precisamente lo que tú has hecho conmigo. ¡Me has

ayudado! ¡He cruzado el río!

—Lo que dices es cierto, pero también lo es que no he pasado la

prueba. He transigido una de las normas y no soy merecedor del

premio.

—¡No…! ¡No puede ser! —clamó alzando la voz a la par que sus

ojos se tornaban vidriosos—. ¡T…! ¡Tú…! ¡Tú me has ayudado!

—Lo sé. Pero no podía vaticinar nada sobre el futuro —un sonido

atronador estremeció el manto de carbón que ocultaba las estrellas

allende iluminar la noche; comenzó a llover.

—¡No! ¡No! —gritó Julia, empezando a plañir—. ¡Tú no me has

dicho nada sobre el futuro! ¡No! ¡Eso no es justo! ¡Tú no me has di-

cho nada!

—Sí que te he dicho —reconoció Daniel, con los ojos humedeci-

dos—. Ayer te aconsejé que no dejaras escapar al primero que te pi-

diese la hora. El Jefe lo ha interpretado como un vaticinio sobre el

futuro, y por lo tanto, la prueba no está superada.

—¡Joder! ¡No! —gritó sucumbiendo por completo a la injusticia

de saberse culpable mientras el agua resbalaba por su rostro—. ¿Por

qué lo has hecho? ¿Por qué me dijiste nada?

Daniel dio varios pasos atrás…

—¡Sé feliz, Julia, porque te mereces serlo! ¡Adiós! —confirmó sin

poder reprimir las lágrimas que resbalaban por su mejilla.

—¡Daniel no por favor! ¡Tú no! ¡Él no! —suplicó gritando al cielo,

compungida y desconsolada.

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Ante ella, Daniel se transformó en una radiante luz blancuzca; Ju-

lia arrugó los ojos so pena de quedar cegada. Poco a poco la intensi-

dad de la luz fue disminuyendo conforme se desplomaba en el suelo,

volviéndose tenue. En cuanto las pupilas recuperaron su nitidez, Julia

observó frente a ella un precioso gato negro con los ojos verde tur-

quesa.

«¡No puede ser! —recordó—. ¡Es el gato que vi el día que recogí

del suelo el brazo amputado! ¡Por eso me miraba como si me cono-

ciese!»

El minino maulló sin apartarle la mirada…

—¡Ahora entiendo! ¡Adiós Daniel! —susurró elevando un poco el

brazo, sin ser capaz de poder cerrar por completo ese grifo goteando

en que se habían convertido sus ojos.

De nuevo el gato maulló, como despidiéndose, y dándose la vuel-

ta, se perdió en la oscuridad…

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Cuenta una antigua leyenda babilónica que existen tres clases de

ángelus…

-Los que no pasan la prueba del Jefe.

-Los que sí pasan la prueba del Jefe.

-Y aquellos que aun habiendo conseguido superar la prueba, deci-

den sacrificar su entrada en el cielo saltándose algunas de las normas,

simplemente, para que la persona asignada sea feliz.

Cuenta la leyenda que a ésta última clase de ángelus el Jefe no les

permite la entrada en el cielo, pero no porque no sean merecedores

del premio, sino porque son tan pocos los capacitados para sacrifi-

carse por el prójimo en un acto de verdadero amor, que el Jefe no se

permite el lujo de prescindir de ellos.

Cuenta la leyenda que viven dentro del espíritu de los gatos, y va-

gan de un lado a otro hasta encontrar otra persona que verdadera-

mente necesita ser ayudada.

Entonces todo vuelve a comenzar…

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Bibliografía

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Barcelona.

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-La interpretación de los sueños 1 y 2, Alianza, Madrid.

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