17
Comunicaciones 137 L A TOPONIMIA LATINA EN EL CAMPO DE GIBRALTAR: DE LA ROMANIZACIÓN A LA RECONQUISTA Rafael Sabio González RESUMEN El presente trabajo pretende realizar un recorrido por los nombres de lugar de origen latino en el Campo de Gibraltar, dentro de unas coordenadas temporales que vayan desde los comienzos de la romanización en la zona (siglo III a.C.) hasta el momento en el que se procede a la conquista de sus territorios por los castellanos, ya entre el siglo XIV y el siglo XV. Para ello se plantea un esquema en el que se traten cuatro puntos básicos: en el primero se analizará la adopción y adaptación de la toponimia previa por parte de Roma; en el segundo se comentará la cuestión de la toponimia administrativa; en el tercero se ahondará en la toponimia rural y sus posibles vestigios en la documentación medieval o en el elenco toponímico vigente; y enlazando con punto el anterior, en el cuarto y último se mostrará un escueto recorrido por el desarrollo de la toponimia latina en la zona entre la Antigüedad tardía y la Baja Edad Media, haciéndose especial hincapié en las peculiaridades de transmisión de los topónimos previos, así como en la toponimia mozárabe, a la que se asocia como cuestión a destacar la del hagiotopónimo Santa Coracha. Junto a la sistematización y ordenación de algunos datos ya previamente publicados por el autor u otros autores, el estudio repara en ciertas novedades, así como en el análisis de ciertos topónimos desde un prisma que se estima novedoso. Palabras clave: Toponimia, Roma, Mozárabe, Calpe, Carteia, Baelo, Turris Lascutana, Oba, Castra Gemina, Iulia Transducta, Regina, Marchenilla, Patrajina, Sambana, Zanovana, Santa Coracha.

Toponimia latina en el Campo de Gibraltar: de la romanización a la Reconquista

  • Upload
    mcu-es

  • View
    1

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Comunicaciones

137

LA TOPONIMIA LATINA EN EL CAMPO DE GIBRALTAR: DE LA ROMANIZACIÓN A LA RECONQUISTA

Rafael Sabio González

RESUMEN

El presente trabajo pretende realizar un recorrido por los nombres de lugar de origen latino en el Campo de Gibraltar, dentro de unas coordenadas temporales que vayan desde los comienzos de la romanización en la zona (siglo III a.C.) hasta el momento en el que se procede a la conquista de sus territorios por los castellanos, ya entre el siglo XIV y el siglo XV. Para ello se plantea un esquema en el que se traten cuatro puntos básicos: en el primero se analizará la adopción y adaptación de la toponimia previa por parte de Roma; en el segundo se comentará la cuestión de la toponimia administrativa; en el tercero se ahondará en la toponimia rural y sus posibles vestigios en la documentación medieval o en el elenco toponímico vigente; y enlazando con punto el anterior, en el cuarto y último se mostrará un escueto recorrido por el desarrollo de la toponimia latina en la zona entre la Antigüedad tardía y la Baja Edad Media, haciéndose especial hincapié en las peculiaridades de transmisión de los topónimos previos, así como en la toponimia mozárabe, a la que se asocia como cuestión a destacar la del hagiotopónimo Santa Coracha. Junto a la sistematización y ordenación de algunos datos ya previamente publicados por el autor u otros autores, el estudio repara en ciertas novedades, así como en el análisis de ciertos topónimos desde un prisma que se estima novedoso.

Palabras clave: Toponimia, Roma, Mozárabe, Calpe, Carteia, Baelo, Turris Lascutana, Oba, Castra Gemina, Iulia Transducta, Regina, Marchenilla, Patrajina, Sambana, Zanovana, Santa Coracha.

Almoraima, 41, 2014

138

INTRODUCCIÓN

La toponomástica o disciplina que estudia los nombres de lugar, es susceptible de afrontarse de muy diversos modos: su estudio puede reducirse a unas coordenadas geográficas específicas, así como a unas cronológicas. También es capaz de centrarse en los topónimos producidos por una lengua o un ámbito social determinado, en topónimos de una determinada magnitud (micro, meso y macrotoponimia), o constreñirse a lo que podríamos definir como un tipo toponímico, rastreando la motivación inicial de un nombre de lugar y agrupándolo en torno a un conjunto de topónimos con una motivación semejante (orotopónimos, hidrotopónimos, zootopónimos, antropotopónimos, etc.). Nosotros, sin embargo, cuando nos propusimos la redacción de la presente Comunicación, lo que buscamos fue combinar varios de estos patrones, excluyendo otros, y de este modo hemos pretendido ofrecer una panorámica sobre la toponimia en un ámbito muy concreto (el Campo de Gibraltar), bajo un dominio lingüístico específico (el latino) y en unas coordenadas cronológicas que irían desde el momento de la romanización hasta la ocupación efectiva de la zona por los reinos cristianos, hecho que se produce de manera efectiva entre los siglos XIII y XV.

Más que un trabajo sistemático, el texto que se presenta consiste en una suerte de ensayo en el que se desea ir tratando una serie de cuestiones a la sombra de unos enunciados en los que varios topónimos entrarán en juego para ir ilustrando un hilo conductor no arbitrario, pero sí caprichoso. Muchos de los topónimos traídos a colación no son inéditos, como tampoco las explicaciones dadas para los mismos, pero sí lo sería el prisma global bajo el que se van a englobar, que es en lo que radica el interés de la presente Comunicación. De este modo y en primer lugar, se comenzará tratando la cuestión de la romanización de la zona, con el paralelo proceso paulatino de latinización, que comienza a hacerse efectivo desde el mismo momento en el que toda una serie de nombres de lugar preexistentes pasan a ser adaptados para su manejo en la nueva lengua. En el segundo apartado, se procederá a analizar el testimonio de la toponimia administrativa, muy ligada a las fuentes oficiales y producto por tanto de un fenómeno a medias entre lo real o ilusorio. El tercer apartado se dedicará al mundo rural y la singular relación que pasa a establecer con la toponimia desde el momento en que se emprende la romanización. En fin, el cuarto y último apartado tratará de aproximarse a la problemática cuestión del desarrollo de la toponimia latina entre la Antigüedad tardía y la Baja Edad Media, momento en el que el substrato previo, ya casi exhausto por la larga presencia efectiva de la lengua árabe en la comarca, pasa a nutrirse con la renovada savia de raíz latina que constituye el elenco toponímico producto de la conquista castellana.

ROMANIZACIÓN Y TOPONIMIA: ANTE LA ADOPCIÓN DEL SUBSTRATO PREVIO

Poco es lo que se conoce de las lenguas prerromanas de la Península Ibérica. La comunidad científica, a día de hoy, apenas parece reconocer una serie de familias lingüísticas, a veces relacionadas entre sí, otras no, que al problema de haber sido substituidas por la latina suman a la hora de abordar su estudio dificultades casi insalvables, tales como la práctica total ausencia de textos conservados de las mismas o la falta de referentes claros en las lenguas vivas. La toponimia ha constituido para el conocimiento de estas lenguas una fuente de consulta casi inexcusable por parte de los diferentes investigadores que han tratado de abordar el tema. No obstante, su aporte es inconcreto y poco estable. El problema comienza con la confección de una nómina fiable de topónimos prerromanos, a la que más allá del elenco transmitido por el testimonio de las fuentes grecorromanas resulta muy aventurado añadir nada seguro. De hecho es muy posible que, avanzado el proceso de latinización, el substrato previo pasara a ser barrido de la microtoponimia en su práctica totalidad.

En el Campo de Gibraltar existen una serie de nombres de lugar citados por las fuentes textuales (tanto literarias como epigráficas y numismáticas) que resultan del máximo interés, y no sólo desde el prisma lingüístico, sino también desde el

Comunicaciones

139

histórico. Dejando a un margen macrotopónimos como Turdetania y Bastetania1, en cuyos límites se hallaba comprendido el entorno geográfico que nos concierne, casos como Calpe, Carteia, Lascuta, Baelo u Oba resultan bastante elocuentes de por sí. Algunos de ellos podrían asociarse al substrato más propiamente indígena, contándose entre los mismos los de Calpe, Lascuta y Oba. Bástenos decir al respecto que tal substrato estaba conformado por el que se ha venido a definir como tartésico, quizá superpuesto a otro previo de origen preindoeuropeo. Otros nombres de lugar, como Carteia y Baelo, deben remontarse a una lengua de imposición más tardía, como lo fue la fenicia, pero que sin embargo halló pronto un gran calado en la población local, a la que aportó no sólo un signario sino también, y en una cantidad quizá no siempre lo suficientemente valorada, una verdadera lengua de comunicación. Un caso singular y que quizá debamos encuadrar aquí es el de Barbesula. Citada por Plinio, Pomponio Mela y el Anónimo de Rávena, su nombre se halla aplicado tanto a un río (posiblemente el Guadiaro)2 como a una población enclavada en su desembocadura. Su origen prerromano, por incierta que se nos haga su adscripción, podría estar avalado indirectamente por la referencia en Rufo Festo Avieno a un promontorio llamado Barbesium, cerca de Málaga3. Y es que este autor, aunque escribe ya en la Antigüedad tardía, se cuida mucho de hacer uso de fuentes alusivas a la realidad geográfica y étnica de la Península Ibérica con anterioridad a la presencia romana.

La romanización se inicia en la zona en el momento mismo en el que la Península Ibérica pasa a convertirse en el escenario de la Segunda Guerra Púnica. Tras la derrota cartaginesa, su efímera pretensión imperialista sobre el solar ibérico se ve truncada, pasando a ser relevada por la misma Roma, que pronto se interesó por la riqueza de recursos del lugar. El área del Estrecho, dado su enorme valor estratégico por su proximidad a África y su obligada travesía ante el momento de proceder a navegar por el Atlántico, cobró una enorme importancia para Roma a partir de éste momento. Nos situamos por lo tanto a finales del siglo III a.C. y comienzos del II. Y ante la llegada de la pujante potencia itálica, ésta se encuentra con un legado toponímico difícil de cuantificar pero del que parece asumir sobre todo aquel vinculado a los núcleos poblados. Las fundaciones fenicias y púnicas dominaban la zona, y por ello no es de extrañar que topónimos como Carteia y Baelo deban asociarse a su ámbito lingüístico, tal y como ya hemos comentado: Carteia posiblemente haga alusión al carácter fortificado de la misma (véanse paralelos con la misma raíz en el nombre de la misma Cartago o su homónimo ibérico, así como de un modo más incierto en el de la ciudad de Córdoba); y por otra parte, Baelo podría remontarse al teónimo Baal, aplicado quizá a una población indígena fuertemente influida por el impulso colonial oriental4.

En equilibrio incierto con tales núcleos se hallaban aquellos otros estrictamente indígenas o al menos con nombres en

1 Se trata de dos nombres de lugar generados por la tradición historiográfica grecorromana a partir de los etnónimos de dos grupos humanos dominantes en la zona con anterioridad a los romanos: los turdetanos y los bastetanos. El sufijo –etanum que se aplica tanto al etnónimo como al macrotopónimo de él derivado es de origen latino, y en el primero de los casos es posible que sustituya al griego –essos a partir del cual se generó el conocido nombre Tartessos. De este modo, las raíces indígenas propiamente dichas debieron de ser, una vez despejados los correspondientes sufijos, Tart- por una parte y Bast- por otra. Castellanizando tales raíces, quizá lo más apropiado fuese hablar de Tartos y Bastos, al menos desde el prisma indígena.

2 El Guadiaro fue identificado a partir de su nombre actual con el Chrysos citado por Avieno, y ello en principio podría parecer contradecirse con tal teoría. Sin embargo, se sabe de la aplicación de distintos nombres a un mismo río en función del tramo específico ante el que nos hallemos. Un ejemplo vivo dentro del Campo de Gibraltar lo constituye el del río Palmones, designado como tal en su desembocadura y conocido como río de Las Cañas durante su curso medio y alto.

3 Ora Maritima, 425. Hemos de advertir que Schulten, en su edición del texto dentro de la serie Hispaniae Fontes, tanscribe el topónimo citado bajo la forma Barbetium.

4 Sobre el asentamiento indígena que precedió a la posterior ciudad romana vid: SILLIÈRES, Pierre; y LABARTHE, Jean-Michel: Baelo Claudia: una ciudad romana de la Bética. Sevilla, 1997 (pág. 24). Los autores de esta obra proponen ubicar la primitiva Baelo en el promontorio conocido como la Silla del Papa. Otro posible topónimo español derivado a partir de un teónimo de origen fenicio sería según algunas teorías el de Ibiza, llamada en la Antigüedad Ebussus y en cuyo nombre se ha querido ver un derivado del nombre de la divinidad oriental Bes. Así mismo, como posible derivado del nombre de este último dios podríamos citar en las proximidades del Campo de Gibraltar el caso de Baesippo, población prerromana situada en el entorno de Vejer.

Almoraima, 41, 2014

140

apariencia indígenas. Oba, por ejemplo, parece ser una versión pura del lexema presente en infinitud de topónimos del sur de la Península Ibérica, tales como Corduba (actual Córdoba), Onuba (actual Huelva) y Obulco (actual Porcuna, en Jaén). De creerse en la confusión de sus oclusivas, incluso el elemento –ippo podría hallarse emparentado con tal lexema, aumentando la nómina con topónimos como Acinippo (extinto, pero localizado cerca de Ronda, en Málaga), Baesippo (posiblemente perpetuado en el topónimo gaditano Vejer), u Olisippo (actual Lisboa). La raíz común a todos estos casos parece querer dar a entender nuevamente cierto carácter fortificado del poblamiento al que se aplica, relacionándose quizá con el vocablo latino oppidum a través de un substrato lingüístico común aunque bastante remoto. Al topónimo Oba, habría que sumar el de Lascuta, sólo parcialmente asociado a nuestro ámbito de estudio: posiblemente referido a la actual población de Alcalá de los Gazules y por tanto fuera del Campo de Gibraltar, se halló sin embargo inmersa dentro de la primera intervención legal romana de la que hay testimonio en la Península Ibérica. Nos referimos a la mediación de Paulo Emilio en los conflictos sociales locales, transmitido en un valioso bronce hallado al parecer en las proximidades de Castellar de la Frontera5. En tal asunto, Paulo Emilio determinó liberar a los habitantes de la llamada Turris Lascutana de la relación de servidumbre que mantenían en relación a Lascuta. Y es éste último topónimo, aplicado a una población quizá localizada en las inmediaciones de Castellar, el que aquí nos interesa destacar. En fin, entre los topónimos presuntamente indígenas habría que sumar también el de Calpe, en alusión al famoso promontorio que en la actualidad es conocido con el nombre de Gibraltar. Tal nombre de lugar podría considerarse un orotopónimo, no sólo por estar ligado al accidente geográfico que fascinó a tantos viajeros de la Antigüedad, sino por estar motivado posiblemente por el accidente geográfico en cuestión, pudiendo significar en la lengua a la que perteneció originalmente algo así como “piedra” o “peñón”.

De los seis topónimos referidos nos interesa ahora destacar no tanto su origen como su paso por la lengua latina. Y es que el latín difícilmente podía adoptar a su lengua vocablos procedentes de una lengua extraña sin someterlos a un proceso de adaptación previa que permitiese su uso dentro del sistema de sufijación inherente a la misma. Calpe, filtrada quizá por una lengua tan familiar a los romanos como lo fue el griego, es posible que sufriese ya en su ámbito lingüístico una adaptación mínima, y en las fuentes latinas se transmite declinado a partir de la tercera declinación. Más interesante resulta el caso de Barbesula: independientemente del origen de su raíz, de lo que no cabe dudar es de la adscripción latina de su terminación. Se trata de un sufijo diminutivo del que apreciamos un similar empleo ante otros nombres de lugar de origen prerromano, y siempre para distinguir dos homónimos entre los que se cuentan uno de mayor entidad y otro de menor entidad. Podemos recordar a tal efecto ejemplos como los de Ilipa/Ilipula y Obulco/Obulcola, así como con más reservas el constituido por Lacippo/Lacilbula6. En el caso de Barbesula, la distinción es posible que tratara de realizarse respecto al topónimo Barbesium referido por Avieno, aunque con la singularidad de que el nombre de lugar de mayor entidad, en este caso, parece no haberse perpetuado más allá del periodo republicano7.

En paralelo al fenómeno de sufijación apreciado en el caso de Barbesula nos encontramos el de Carteia y Baelo, aunque en esta ocasión asociadas a un sufijo de distinta naturaleza. Ambas aparecen consignadas en las fuentes textuales como tales, pero sin embargo, a la hora de transmitirse en el tiempo como topónimos vivos que son, han

5Sobre el referido decreto vid. GARCÍA MORENO, Luís A. “Sobre el decreto de Paulo Emilio y la Turris Lascutana (CIL, 12, 614)”. En Epigrafía hispánica de época romano-republicana. Zaragoza, 1986 (págs. 195-218).

6 En relación a la cuestión de la aplicación de este sufijo diminutivo latino sobre topónimos prerromanos vid. GARCÍA SÁNCHEZ, 2007 (pág. 324).

7 Otro testimonio sobre el uso de una raíz similar en un topónimo antiguo lo encontramos en el caso de Singilia Barba. Su segundo y enigmático componente pareció ser de hecho el que realmente designó a la población frente al de Singilia, en realidad tomado del nombre del cercano río Genil.

Comunicaciones

141

pasado a adoptar una curiosa terminación en –n– que les confiere su actual aspecto: Cartagena por una parte (nombre de una cortijada, en cuya forma actual que sin duda ha intervenido un cruce popular con el topónimo murciano); y Bolonia por otra (actualmente aplicado a una ensenada sita al oeste de Tarifa, en este caso influido en su transmisión definitiva por el nombre de la ciudad italiana). Tal sufijo no resulta nada extraño en la transmisión, no sólo de topónimos, sino también de nombres personales en origen ajenos a la lengua latina. Y por lo que a su representación toponímica se refiere, en la misma Andalucía nos lo encontramos en la forma vigente del nombre de Asido (actual Medina Sidonia, en Cádiz), en el de Castulo (actual Cazorla en Jaén), en el de Ostippo (actual Estepona, en Málaga), o en el de la ya mencionada Obulco (actual Porcuna). Baetulo (actual Badalona), Barcino (actual Barcelona) o Tarraco (actual Tarragona), dan testimonio de la aplicación de tal sufijo más al Norte de la Península, mientras que Carcasso (actual Carcasona) o Sulmo (actual Sulmona), sirven para ilustrar su manejo, con idéntico propósito, incluso más allá de las fronteras españolas. Ahora bien, el sentido de tal sufijo, que en alguna ocasión ha parecido mostrarse algo enigmático, no debía ser otro que el de adaptar un vocablo no latino al sistema de sufijación latino. Si su presencia no se hacía manifiesta en las fuentes textuales latinas de la Antigüedad no era por otra causa que porque en ellas tales topónimos solían consignarse, bien en nominativo, bien flexionados por mediación de sufijo cultista –ense. Muchos de estos nombres de lugar estaban aplicados a entidades urbanas, y aunque nunca se hiciera referencia expresa a esta última por medio de términos como colonia o urbs, el influjo de tal vocablo obligaba a la tradición oral a flexionar el nombre de lugar indígena para mostrarlo en genitivo, variante en la que se fue transmitiendo hasta el legado toponímico actual. Y dado que la mayoría de las entidades urbanas pertenecían a género femenino, la terminación resultante fue predominantemente –na, debiendo de reconstruirse en el proceso de transmisión una forma mental [colonia] Carcasona, [colonia] Tarracona, o, en los casos campogibraltareños, [urbs] Baelona y [colonia] Carteiana. Por lo demás, la vocal que media entre el topónimo original y el sufijo suele proceder del topónimo base, de modo que cuando termina en /o/ cobra la forma –ona, mientras que en un caso como el de Carteia, al terminar en /a/, toma la apariencia –ana8.

El sufijo que para evitar confusiones hemos venido a definir convencionalmente como sufijo en –n–, era muy usado en la lengua latina. Su versatilidad le permitía adaptarse tanto a vocablos latinos como a vocablos no latinos. Ya hemos podido comprobar cómo medió en el proceso de transmisión de Baelo y Carteia. Sin embargo, tales casos se hallan transmitidos por un fenómeno oral del que sólo tenemos testimonio en las formas actuales de los mismos. Y como contraste a ello, debemos remarcar que en el de la entidad mencionada por el decreto de Paulo Emilio como dependiente de Lascuta, tenemos un ejemplo vivo de su manejo en una fuente del periodo en relación a un topónimo no latino. La entidad a la que se asocia es una turris, concepto bajo el cual debemos entender algo más que lo que hoy englobamos bajo el término “torre”: debía tratarse de un recinto fortificado de mediana entidad, quizá dominado por una construcción destacada, ahora sí, con la apariencia de una torre. Con Turris concuerda una forma femenina y Lascuta termina en /a/, todo lo cual tiene por consecuencia que la forma derivada termine en –ana. Ahora bien, en este topónimo no nos hallamos ante una alusión al asentamiento de Lascuta, sino a la de un ente poblacional dependiente de la misma y que bajo la expresión Turris Lascutana lo que quería dar a entender era precisamente que, por medio del carácter genitivo del sufijo impuesto al topónimo de origen, una población dependía de la otra. Se trata de un caso singular sin lugar a dudas, pero para el que desconocemos las particularidades de cualquier supuesto proceso evolutivo, dado que tanto el nombre de lugar base como el derivado se hallan extintos, habiendo desaparecido en un momento difícil de precisar pero quizá localizado entre la Antigüedad tardía y comienzos de la Edad Media.

8 La terminación –ena del nombre de lugar vigente es probable que sea producto de un cierre ulterior de la /a/ en /e/, así como que en el mismo haya influido de manera notoria la similitud entre dicho topónimo y su actual homónimo murciano.

Almoraima, 41, 2014

142

También extinto a día de hoy se halla el topónimo Oba. Su mención se halla consignada en monedas de tradición púnica, así como bajo una flexión cultista Republica Obense en algunas inscripciones de época romana conservadas en varios puntos de la actual localidad de Jimena de la Frontera9, hecho este último parece certificar su efectiva localización en sus inmediaciones. Ahora bien, a diferencia de lo que acontece en el caso de Lascuta, tal topónimo no creemos que haya desaparecido en un momento tan tardío como los albores de la Edad Media. Su desaparición creemos que se produjo de manera efectiva en un momento muy anterior, y el motivo que estimamos que fue causa de la misma nos obligan a dar paso al segundo apartado de la exposición.

TOPONIMIA ADMINISTRATIVA: LA PERSEVERANCIA EN LO IRREAL

Roma, por motivos de imagen o políticos, tendió a hacer uso en sus fuentes textuales, y muy particularmente en sus inscripciones oficiales, de topónimos que no eran utilizados en la tradición oral efectiva, en el día a día de las personas que manejaban el elenco toponímico del momento. Es difícil pensar en alguien que, al referirse a Écija comúnmente, la denominara Colonia Augusta Firma Astigi: con Astigi bastaba. Astigi era el nombre primigenio de la ciudad, y fue el que subsistió después.

Todos los apelativos antepuestos al nombre de la antigua Écija son producto de una circunstancia propagandística muy específica. Y es que la nueva institución imperial, en el mismo momento de su nacimiento, utilizó la toponimia como vehículo propagandístico: llegando a sumar diferentes apelativos, mezcló encomios a la población con referencias al emperador y su familia para así dar un lustre efectivo a estos últimos a lo largo de todo el territorio del Imperio. Algunos apelativos se añadían a topónimos previos, y así sucedió en el caso de Astigi o Tarraco. Pero otros lo hacían a topónimos de reciente o incluso simultánea creación: una nueva fundación (o la refundación y engrandecimiento de una población preexistente) parecía una circunstancia propicia para generar un topónimo nuevo. Y así, cuando Augusto funda ciudades como Zaragoza o Mérida, les impone su propio nombre: Zaragoza fue la antigua Caesar Augusta y Mérida Augusta Emerita. En el Campo de Gibraltar y como paralelo a estos dos últimos casos, tenemos un bello ejemplo de topónimo augusteo. Se trata de Iulia Transducta10, población con bastante seguridad asentada bajo el solar de la actual Algeciras11. En ella pareció nacer Pomponio Mela, quien la citaría bajo un apelativo sin continuidad, Tingentera: tal nombre podría estar expresando no sólo su poblamiento a partir de gentes traídas de la cercana Tingis, sino también su reciente nacimiento, del que se haría eco la pronta desaparición de su nombre inicial. De poder verificarse la identificación entre ambas, el topónimo Tingentera podría suponer una alternativa al nombre oficial, o incluso un simple apelativo manejado por sus primeros pobladores con un carácter casi familiar, en recuerdo a su añorada ciudad de origen. Pero de lo que no cabe duda es de que fue erradicado

9 Más específicamente, Oba aparece mencionada en las inscripciones C.I.L. II 1330, 1331 y 1334.

10 Debemos recordar aquí la existencia de una variante Traducta para el segundo elemento del topónimo, el cual suele alternarse con el de Transducta en algunas de las fuentes que nos transmiten el nombre de la ciudad. La señalada dicotomía es producto de una simplificación lingüística, pero desconocemos si se producía sólo a un nivel escrito o también en uno oral. El hecho de que un texto tan tardío como el Anónimo de Ravena se decante por Transducta podría indicar lo primero, pero la lógica fonética sugiere más bien lo segundo, siendo previsible que de haber sobrevivido el topónimo hasta la actualidad, éste hubiese conformado una forma Traducha o incluso Tarducha. En todo caso y dado que parece ser lo más correcto desde la perspectiva del latín culto, preferimos emplear en nuestro artículo el vocablo Transducta.

11 En relación a la identificación de Iulia Transducta y Algeciras vid. SEDEÑO FERRER, Daniel: “Sobre la localización de Iulia Traducta. Fuentes antiguas y relatos históricos modernos”. En I Congreso Internacional El Estrecho de Gibraltar (1988), 811-819. En un pasado cercano existió cierta tradición que trató de situarla en Tarifa, pero hoy día parece casi desechada por la corriente historiográfica vigente.

Comunicaciones

143

prácticamente en el momento de su aparición, siendo substituido por uno de raigambre más propagandística, como lo era Iulia Transducta. Éste, en efecto, es el nombre que la ciudad recibe en las monedas de la ceca local de la misma12. Y desde el prisma de las fuentes textuales, Estrabón es el primer autor en citar el lugar con la nomenclatura oficial, si bien lo hace bajo la curiosa variante Iulia Ioza13.

Tras la reiterada mención de la población en estas primeras fuentes se esconde quizá el fuerte impulso inicial de una fundación con la que Augusto querría ver solventado no sólo algún problema de pacificación en el área de Tánger, sino también un acto de revancha contra una Carteia pro-pompeyana y republicana. Pero la colonia no pareció fraguar, y testigo de ello sería el que su nombre de lugar se halle irregularmente transmitido en las fuentes subsiguientes al periodo julio-claudio. Plinio el Viejo la cita confusamente14, Claudio Ptolomeo le otorga unas extrañas coordenadas en paralelo a Barbesula, refiriéndose a ella ya a secas como Transducta, y finalmente es incluso omitida en un texto como el Itinerario Antonino. En este último documento, de hecho, la ciudad aparece suplantada por una misteriosa entidad que recibe el nombre de Portus Albus, “El Puerto Blanco”. Podría tratarse de un simple punto de atraque para la carga del salazón producido en la inmensa factoría localizado al sur del río de la Miel. O también de una localidad colindante a Iulia Transducta que resultara de mayor interés para el objeto del itinerario que esta última ciudad, de consistir en efecto este documento en un recorrido de carácter recaudatorio, tal y como sostienen algunas teorías. Mas nos atengamos a una u otra alternativa, con la ausencia del nombre de la ciudad en el Itinerario Antonino lo que se nos está expresando tan tácita como inequívocamente es la escasa entidad de la población hacia mediados del siglo III, momento en el que se suele datar el texto. Su nombre no había caído en el olvido, no obstante, y de ello es prueba el que vuelve a aparecer en las fuentes, y esta vez bien ubicado, ya en la Antigüedad tardía, momento en el cual, tras el colapso del puerto de la vecina Carteia, el solar de la actual Algeciras pasaría a ser paulatinamente poblado hasta llegar al verdadero auge que sabemos que tiene la urbe a la llegada de los musulmanes15.

En el nombre inicial de Iulia Transducta se combinan, como en el de Mérida, dos circunstancias: una mención a la familia imperial y una circunstancia asociada específicamente al nacimiento de la población, en este caso alusiva a la tentativa de que fuese poblada con gentes venidas del otro lado del Estrecho, según podría referir Pomponio Mela. La alusión a la familia imperial no la hace Augusto en su propia persona, como en otras ocasiones, sino en la de su estirpe, la familia Iulia. Éste es un hecho constatado en otros casos, e incluso se ha barajado en alguna ocasión que el nombre inicial de Mérida fuese el de Colonia Iulia Augusta Emerita16.

12 En la ceca de Iulia Transducta el nombre de la ciudad viene abreviado como IUL TRAD, pero la identificación es indiscutible. No son muchas las cecas locales del periodo augusteo, y la presencia de una en Iulia Transducta no hace sino subrayar la importancia que se le quería dar a esta incipiente colonia. Sobre dicha ceca local vid. Vid. BRAVO JIMÉNEZ, S.: “La ceca de Iulia Traducta y la implantación de la política de Octavio Augusto en el campo de Gibraltar”. En Caetaria, 4-5. Algeciras (2004-2005), 83-96. Vid. igualmente BRAVO JIMÉNEZ, S.: “La ceca de Iulia Traducta”. En Investigación y ciencia, 342. Barcelona (2005), 78-84.

13 En esta variante, al parecer y sin omitirse nunca la propaganda imperial, el elemento Transducta se hallaría volcado al parecer a la lengua púnica, que sería en todo caso y aún por estas fechas la hablada preferentemente por sus primeros habitantes. Estrabón, al citar la ciudad (III 1, 8), confirma su poblamiento con gentes venidas de África, llegando a concretar que en su fundación concurrieron no sólo la totalidad de los habitantes de Zelis, sino también algunos de Tingis. Por lo demás, su mención en esta fuente (escrita en el primer cuarto del siglo I d.C.), unida a la referencia a la familia Iulia y al dato que aporta Pomponio Mela en relación a su nacimiento en la misma (debió surgir durante el gobierno de Octavio Augusto), avalarían su pertenencia efectiva a la amplia nómina de fundaciones augusteas.

14 Plinio (V 2) cita la ciudad en la otra orilla del Estrecho, llegando a afirmar más específicamente y ahondando en su confusión que éste fue el nombre que recibió Tánger al ser convertida en colonia por el emperador Claudio.

15 Un punto de referencia respecto al auge efectivo de la ciudad lo constituye el testimonio aportado por Gregorio de Tours en su Historia Francorum (II, 2), quien nos refiere que fue precisamente Iulia Transducta el puerto utilizado a comienzos del siglo V por los vándalos para cruzar el Estrecho.

16 Más improbable, pero no imposible, sería su fundación por el mismo Julio César, una teoría también sostenida para Mérida por algunos autores.

Almoraima, 41, 2014

144

Posteriormente a la creación del topónimo Iulia Transducta y también en el área del Estrecho, asistimos al nacimiento de otro topónimo con una alusión imperial, nada más que en este caso añadido al nombre de una población preexistente. Nos estamos refiriendo a Baelo Claudia, cuyo primer elemento ya fue aludido en el anterior apartado. Baelo, en su calidad de ciudad engrandecida por el emperador Claudio, recibe el nombre de este último, aunque en este caso y según nos testimonian las fuentes, éste fue colocado después y no antes del topónimo inicial.

Como ya recordábamos al hablar de Astigi unas líneas más arriba, era difícil que una designación tan larga se conservase en su integridad, máxime cuando dicha extensión era el producto de un tipo de propaganda que no debía mostrar una gran aceptación social. En un plano oral lo habitual sería que la población usuaria del topónimo procediese, bien a asumir el nombre primigenio del lugar, bien, en caso de ser éste de nueva creación, a simplificarlo haciendo uso del elemento del mismo que más significativo o digno le pareciese. En el topónimo Colonia Augusta Emerita, el elemento escogido es el alusivo al carácter de veteranos de los primeros colonos, y cuando no hay casi opción, como en el de la Colonia Agrippina (la actual Köln, en Alemania) se prefiere asumir antes el nombre común que el del miembro de la familia imperial. Esta singularidad en el proceso de transmisión de la toponimia administrativa la vemos manifestarse en los dos casos expuestos dentro del Campo de Gibraltar: en el de Baelo Claudia se opta en efecto por conservar el componente inicial, Baelo; y en uno de nueva creación como el de Iulia Transducta, si bien desapareció a la llegada de los musulmanes al ser substituido por el de al-Yazira, dentro de la opción entre sus dos elementos integrantes se parecía tender a adoptar el segundo para la ciudad: así lo manifestarían, tras el precedente de Claudio Ptolomeo, tanto el Anónimo de Ravena de un modo directo como de un modo indirecto la alusión a unos promontorios transductanos contenida en las fuentes mozárabes. Iulia podría haber subsistido paralelamente en el ámbito administrativo, de mantenerse la teoría de García Moreno según la cual la figura del comes Iulianus no era sino un título honorífico adoptado por el gobernador bizantino de Ceuta para referir su señorío sobre la antigua Iulia Transducta17. Sin embargo esta última opción no haría sino avalar, ya desde un prisma muy tardío, el carácter vacuo y simplemente nominativo de la referencia a la familia augustea18.

Hecha esta disgresión sobre la toponimia administrativa y su plasmación en el área campogibraltareña, es preciso que volvamos sobre nuestros pasos para retornar sobre el topónimo indígena Oba. Los epítetos producto de la toponimia imperial es corriente que desaparezcan por falta de uso efectivo, y cuando éstos acompañaban a un nombre previo, lo normal es que éste acabe por sobrevivir aislado. Pero no sucedía así siempre, y menos ante la dicotomía entre un topónimo indígena y otro latino de naturaleza ajena a la propagandística. Cimentada la romanización, el latín podía de hecho ser capar de crear nombres de lugar de gran calado entre una población que tendía irrevocablemente a adoptar esta nueva lengua para comunicarse. Tal fenómeno acabará por barrer la práctica totalidad de la microtoponimia prerromana, a la postre tan poco práctica como incomprensible. Pero también a veces, topónimos impuestos por la cultura latina a entidades medianas o superiores ya designadas con anterioridad, como por ejemplo una ciudad, podían triunfar entre la comunidad lingüística dominante en el momento y acabar por imponerse al nombre inicial. Véase el elocuente caso de Granada: llamada Iliberri en la lengua indígena, el topónimo que actualmente ha sobrevivido es una evolución del vocablo granatus “granado”, quizá en alusión al

17 GARCÍA MORENO, Luís A.: “Ceuta y el Estrecho de Gibraltar durante la Antigüedad Tardía (Siglos V-VIII)”. En I Congreso Internacional El Estrecho de Gibraltar (1988), 1095-1114.

18 Sobre la tendencia a la recuperación de alusiones a las casas imperiales de los siglos I-II en la Antigüedad tardía, bien podemos recordar ejemplos como los de Rómulo Augustulo, Teodosio I o Justiniano. El primero trataba de contrastar la decadencia de su mandato con la alusión concatenada tanto del fundador de Roma como de su más renombrado emperador; el segundo, conocido como Flavius Theodosius Augustus, da acogida nuevamente en su nombre oficial a la figura del insigne Augusto, así como junto a él a la familia flavia; y el tercero, en una fecha tan tardía como el siglo VI, aún recordaba en su onomástica a los flavios, quienes de hecho y desde el siglo IV venían inspirando reiterativamente el praenomen de múltiples emperadores.

Comunicaciones

145

árbol, quizá en alusión figurada al color encarnado del monte sobre el que de manera elocuente se asienta a día de hoy la Alhambra. Iliberri, no obstante, era un nombre con lustre, muy antiguo, y ello motivó que por motivos de imagen continuara siendo preferido por inscripciones y textos literarios durante todo el Imperio e incluso durante la Antigüedad tardía19. Sólo con la llegada del Islam, poco interesado en mantener una tradición tan vacua como irreal, se hizo efectivo el substrato oral vigente entre la población, y el lugar pasó a denominarse con el nombre de Garnata.

Más difícil que en el caso de Granada resulta recomponer el proceso seguido por Oba. El nombre inicial, tras la alusión consignada en las monedas púnicas, pasa a rellenar las inscripciones de época Imperial. Pero el lugar no encuentra lugar en otras fuentes textuales, resultando ello difícil de explicar plenamente acudiendo a una hipotética entidad únicamente administrativa de la población, ya que otras localidades bajo las mismas circunstancias sí lo hacen. Ante la ausencia del topónimo en las fuentes, lo que queremos plantear aquí es que Oba, como Iliberri, no conservara su nombre en la epigrafía más que por motivos de lustre, en este caso apoyados en la antigüedad de una designación que seguía siendo recordada. El nombre que el lugar tomaría como producto de la romanización, usado al menos desde época altoimperial, estimamos que sería el germen de la actual designación de la localidad, Jimena, siendo ello la causa de que sea ésta la forma transmitida hasta el día de hoy.

Jimena, pese a alguna teoría que plantea explicarlo a partir del árabe20, parece en principio de aspecto latino. En las fuentes medievales, cuando el topónimo aparece consignado por vez primera, lo hace bajo la forma Samina21. Tomando pues Samina como punto de partida y estimando que su evolución hasta la forma vigente es fruto de un cruce etimológico con el antropónimo germánico con el que manifiesta su actual homonimia, creemos poder reconstruir por lógica lingüística un vocablo inicial Gemina. Para explicar la motivación de la aplicación toponímica de tal término, en principio acudimos a una teoría ya esbozada por Menéndez Pidal en los años 40 para la Jimena jienense, y en la que se ofrecía para este último caso una explicación a partir del derivado de un nombre personal romano. El antropónimo de origen sugerido por Menéndez Pidal era el de Siminius, mas la circunstancia de no hallarnoslo testimoniado en la Península Ibérica, unido a la apariencia que el nombre de lugar gaditano cobraba en las fuentes islámicas, nos motivaron a plantear como alternativa el nombre personal Geminus.

La teoría antroponímica hasta aquí esbozada la publicamos hace ya algunos años en el Congreso de Historia celebrado en Tarifa. Sin embargo, tal teoría seguía sin explicar la ausencia del nombre en las fuentes, y a consecuencia de ello hemos acabado por esbozar una nueva hipótesis según la cual el topónimo tendría origen en un apelativo, y no en un antropónimo. Es interesante recordar a tal efecto que tanto Pomponio Mela como Plinio el Viejo, fuentes básicas para obtener un panorama de las ciudades hispanas a finales del siglo I d.C., referían la presencia de un Castra Gemina dentro del Conuentus Astigitanus22. La demarcación en la que se hallaba incluido hizo descartar cualquier posible ubicación en la provincia de Cádiz. No obstante, el antiguo distrito gaditano era un distrito fundamentalmente

19 Recuérdese su alusión en los diferentes concilios, comenzando con aquel tan temprano al que legase su nombre como consecuencia de haberse celebrado en su suelo.

20 REGUEIRA RAMOS, José; REGUEIRA MAURIZ, Esther; y MENA TORRES, María Ángeles: Jimena y su castillo. Algeciras, 1988 (págs. 80-82).

21 IBN ABI ZAR: Rawd al-Qirtas, II. Edición de Ambrosio Huici Miranda. Valencia, 1964, pág. 702.

22 La población es citada por Pomponio Mela en el Conuentus Astigitanus (III 3, 12), precisando Plinio que se encontraba entre las estipendiarias del referido convento jurídico (III 12), pero ninguno de los dos da especificación alguna sobre su posible ubicación dentro del mismo, ni tan siquiera de un modo relativo en función a su posición respecto a otras poblaciones.

Almoraima, 41, 2014

146

marítimo, y la coincidencia de sus límites con los de la demarcación provincial decimonónica resulta a todas luces inverosímil. De este modo, nada nos impide pensar que, colindando el convento jurídico de Gades con el de Astigi, fuera perfectamente posible localizar la Castra Gemina de Plinio en el solar de la actual Jimena23.

Por lo demás y avalando nuestra novedosa propuesta, la alusión a un “doble castillo” coincide con el aspecto físico del monte en el que se elevará más tarde fortaleza medieval, mientras que los restos arqueológicos hallados en la misma parecen apuntar a la realización de importantes obras de fortificación sobre el promontorio en un momento que podría coincidir con el periodo republicano, manifestando una perfecta sintonía con el carácter defensivo que el topónimo de Plinio parece expresar.

TOPONIMIA RURAL: EN RECUERDO DE PROPIETARIOS Y PROPIEDADES

Al hablar de Jimena y el valor inicial que le dábamos al étimo del topónimo, aludimos a la posibilidad de que derivara de un antropónimo, fuese éste Siminius o el más común Geminus. La existencia de antropotopónimos o topónimos que tienen por étimo el nombre de una persona es un fenómeno antiguo, pero frente a los teotopónimos u otros tipos asociados, cuando parece hallar su máxima expresión es bajo el contexto humanizador de Roma. Muchos nombres podían aplicarse con un cierto carácter honorífico, siendo éstos los más tempranos que conocemos: al general Escipión se asoció la turris Scipiona (actual Chipiona, en Cádiz), al cónsul Quinto Cecilio Metelo la ciudad de Metellinum (actual Medellín, en Badajoz) y a Pompeyo el nombre de una fundación suya, Pompaelo (actual Pamplona, en Navarra). Ello no obsta para que los dioses sigan interviniendo en la toponimia, y buen ejemplo de ello sería quizá el de las tres ciudades que con el nombre Regina son citadas por Plinio en la Península Ibérica. Pabón especuló hace ya años con que alguna de ellas remitiese al antropónimo Regius, pero añade rápidamente que lo más posible es que debamos de hallarnos ante un apelativo. Éste por su parte se asociaría a todas luces a una divinidad, y más concretamente de Juno, como parece verificarse en el caso de la ciudad que con éste nombre se localizó en las inmediaciones de Llerena (Badajoz). Si hemos citado este ejemplo específico es precisamente porque otra de éstas Regina parecía enclavarse en el Conuentus Gaditanus24, queriendo añadir nosotros, ante lo incierto de su ubicación, que pueda corresponderse con el nombre de lugar que refleja prístina su forma aplicada a una elevación sita al Oeste del término de Jimena de la Frontera25.

Ahora bien, llegado un determinado momento y paralelamente al desarrollo de la toponimia imperial, ya tratada en el apartado anterior, se asiste a una verdadera proliferación de nombres de lugar con motivantes antroponímicos más populares, por así decirlo. Como si de una fundación a pequeña escala se tratara, a lo que darían nombre tales antropotopónimos sería a las propiedades de carácter rural de toda una serie de personas, bien se hallara referido su nombre a la finca en toda su extensión (el fundus), o a la parte habitada de la misma (la uilla). El fenómeno de la

23 La población citada por Plinio no ha sido satisfactoriamente ubicada por el momento. Tras la tentativa decimonónica de reducirla a la localidad sevillana de Marchena (CORTÉS Y LÓPEZ, Miguel: Diccionario geográfico-histórico de la España antigua, vol. 2. Madrid, 1836), si no a la gaditana de Torre Alhaquime (CASTRO, Adolfo de: Historia de Cádiz y su provincia desde los tiempos remotos hasta 1814. Cádiz, 1858), no parece haberse concretado ninguna alternativa real a día de hoy, siendo la única a reseñar aquella que trata de enclavarla, aunque con reservas, en las proximidades de Palma del Río (MONTENEGRO DUQUE, Ángel; BLÁZQUEZ, José María; y BLÁZQUEZ MARTÍNEZ, José María: España romana. Madrid, 1986).

24 Plinio (III 15).

25 La excepcional supervivencia del nombre de una entidad poblacional atestiguada en época romana pero prácticamente extinta como tal en el presente es un fenómeno extraño, pero no por ello imposible. En la misma provincia de Cádiz es de destacar el caso de las Mesas de Asta, microtopónimo aplicado a una pequeña agrupación humana en el que insospechadamente se oculta el nombre de la antigua ciudad de Hasta Regia. Por lo demás, en las inmediaciones del topónimo se han detectado los restos de una necrópolis en la que por noticias orales sabemos del hallazgo fortuito de importantes vestigios arqueológicos.

Comunicaciones

147

denominación de las propiedades rurales a partir del nombre de su propietario, podría afirmarse que es prácticamente de origen romano, como de origen romano era tan singular tipo de explotación, en el que al componente rústico de la misma es común que se sume otro de índole más urbana.

Existían diferentes tipos toponímicos, es cierto, asociados al ámbito rural, como sería el caso de aquellos alusivos a algún aspecto de la actividad productiva en el sitio. En Málaga existe un Ortegicar que es posible que derive de Horta Ficaria o “huerto de las higueras”; en la de Cádiz, Olvera bien podría derivar de olivaria; y más específicamente, en la zona objeto de nuestro trabajo, el nombre de Mellaria aplicado por las fuentes a una entidad poblacional de mediana entidad es necesario que haga alusión a la producción de miel en el entorno26, mientras que el Cetraria citado por el Anónimo de Ravena y muy posiblemente perpetuado en el actual Getares, debería asociarse en efecto con la pesca de cetáceos en la bahía de Algeciras ya durante la Antigüedad, una actividad de índole no expresamente rural pero sí afín a la misma dado su común carácter productivo27. Ello no obstante, el tipo toponímico más genuino de Roma en su contexto rústico, el más prodigado, era aquel en el que a lo que se remitía era al nombre del dueño de la finca.

El individuo aludido debía ser un primer propietario del lugar, si no uno muy destacado del mismo. Y como sistemas habituales de designación, partiendo del nomen o el cognomen de tal persona, solía consignarse éste, bien insufijado, bien sufijado, pero siempre adecuado al género concreto del objeto al que se aplicara (si es una uilla en femenino, si un fundus en masculino, y en otros supuestos incluso en neutro). El nombre de la propiedad en cuestión, ante la presencia del del propietario, es por su parte omitido de un modo invariable. Y de este modo, la uilla de una persona llamada Lucius podría dar lugar a [uilla] Lucia o [uilla] Luciana; o paralelamente, el fundus de una persona llamada Gaius podría dar lugar a un [fundus] Gaius o un [fundus] Gaianus.

La designación de propiedades rurales por medio del sistema descrito debía remontar sus orígenes al periodo republicano. Sin embargo, cuando alcanza su mayor proliferación es ya durante el Imperio, bajo el auspicio de la pax romana y ante el triunfo de la uilla como sistema de explotación y hábitat de recreo. Tenemos algún temprano testimonio del mismo, siendo un caso tan expresivo como transparente el constituido por el bronce de Bonanza (Cádiz), en el cual se hacía referencia a un fundus Baianus28. Pero la progresiva implantación de este tipo toponímico resulta por lo general más tácita, no llegando a manifestarse masivamente más que en las fuentes del Bajo Imperio y la Antigüedad tardía. Por su parte y pese a que muchos asentamientos rurales, con sus correspondientes antropotopónimos, desaparecerían en tiempos de convulsión, si no por su evolución misma, otros tantos, y al parecer en buen número, sobrevivirían hasta alcanzar las fuentes medievales, caso en el cual suelen proyectarse casi indefectiblemente hasta el momento actual. Unos son mas seguros que otros, mas la realidad del fenómeno es difícilmente negable. El territorio francés fue de los primeros en llamar la atención sobre este tipo toponímico,

26 TOVAR, 1974 (pág. 68).

27 TOVAR, 1974 (pág. 69). El topónimo Cetraria, como en otros casos dentro de la misma fuente, debe de hallarse mal transmitido. Tal vocablo, de hecho, carece en principio de sentido, y si bien ha sido ocasionalmente asociado a un tipo de escudo de la protohistoria hispana, dicha referencia carece de sentido en su aplicación toponímica. Más lógico resulta, y es a lo que se ha tendido, recomponer una forma inicial Cetaria que sería a partir de la cual se haría derivar el actual Getares. Cetaria nos remitiría en todo caso al vocablo latino cetus, en el sentido de “ballena”, o cetáceo en general. Y por lo que se refiere a su identidad con la actual Getares, no puede resultar más elocuente al respecto la perpetuación de una industria ballenera en el lugar hasta prácticamente la actualidad.

28 C.I.L. II 5042.

Almoraima, 41, 2014

148

siendo pioneros en el tema autores como Arbois de Jubainville29, seguido de Skok30 y Kaspers31. En Italia sería más tarde rastreado por Pieri32. Y tras algún extraño antecedente, habría de ser Menéndez Pidal quien, en un artículo de los años cuarenta sobre el sufijo –ena, ofreciese la primera nómina de casos de nuestro tipo toponímico en la Península Ibérica. En tan vasto propósito como tenía el trabajo inicial de tal autor apenas tenía cabida un topónimo procedente de Cádiz, el de Trebujena. Pero cuando Pabón, en un artículo sobre los nombres de la villa romana en Andalucía publicado en 1953 en un homenaje al mismo Menéndez Pidal, pase a concentrarse de un modo más concienzudo en las manifestaciones del tipo toponímico en su conjunto por todo lo ancho del territorio andaluz, la nómina crecerá notablemente, ofreciendo cerca de cuarenta casos sólo en la provincia que nos concierne.

Hace algunos años que nosotros mismos, en un trabajo sobre el poblamiento histórico en el entorno de Jimena a través de la toponimia, ya analizamos con cierto detalle la cuestión de los nombres de las propiedades rurales romanas y su designación dentro del reducido marco geográfico objeto del estudio de aquel artículo. En él planteábamos como posibilidad que el topónimo Jimena se hallara vinculado a nuestro tipo toponímico, tal como ya hemos comentado. Pero también incluíamos otros casos, entre los que se incluían el de Marchenilla33, el de Sambana34 y, siquiera fuese para desestimarlo, el de Cerejana35.

El primero de ellos da nombre a un pequeño núcleo poblacional en el que fueron hallados restos de una antigua uilla ya en los años sesenta36. Su origen se fundamentaría en el nombre personal Marcienus, el cual, al aplicarse sobre su propiedad, pasaría a cobrar una hipotética forma inicial [uilla] Marciena. Para la aparente terminación diminutiva del topónimo caben dos explicaciones: o bien se trata del producto de la adaptación del mismo al árabe, tal y como sucedió en el nombre de la población de Sevilla; o bien consiste en un sufijo de origen castellano cuya asociación al caso tuviese el simple propósito de distinguirlo de la Marchena sevillana a partir de la menor entidad de la una respecto a la otra.

El segundo de los topónimos, el de Sambana, consiste a día de hoy en el nombre de una cortijada en la que, aunque de un modo no sistemático, también han sido hallados restos arqueológicos de cronología romana37. En esta ocasión nos hallaríamos ante el posible derivado de un antropónimo Sambus, si bien hemos de advertir que tal nombre

29 ARBOIS DE JUBAINVILLE, Henry: Recherches sur l’origine de la proprieté foncière et les noms de lieux habités en France. Paris, 1890.

30 SKOK, Peter: Die mit den Suffixen -acum, -anum, -ascum und –uscum gebildeten Südfranzösischen Ortsnamen. Halle, 1906.

31 KASPERS, Willy: Die mit den Suffixen -acum, -anum, -ascum und –uscum gebildeten Nordfranzösischen Ortsnamen lateinischer herkunft. Halle, 1914.

32 PIERI, Silvio: Toponomastica delle Valli del Serchio e della Lima. Torino, 1898. A este temprano trabajo le siguen otros dos orientados al rastreo del mismo tipo toponímico en otras zonas distintas de Italia. El primero es PIERI, Silvio: Toponomastica della valle dell’Arno. Tipografia della Reale Accademia dei Lincei, Roma, 1919. El segundo de publicación muy posterior, es PIERI, Silvio: Toponomastica della Toscana meridionale e dell’Arcipelago Toscano. Siena, 1969.

33 SABIO GONZÁLEZ, 2006 (págs. 315-316).

34 SABIO GONZÁLEZ, 2006 (pág. 316).

35 SABIO GONZÁLEZ, 2006 (págs. 317-318).

36 BLANCO, Concepción: “El mosaico de “Marchenilla” (Jimena de la Frontera, Cádiz)”. En Noticiario Arqueológico Hispánico, VIII-IX (1966), págs. 190-192.

37 TORRES ABRIL, Francisco Luis; MARISCAL RIVERA, Domingo; GÓMEZ ARROQUIA, María Isabel; y GARCÍA DÍAZ, Margarita: “Resultados del proyecto de investigación: “Realización de la catalogación genérica y colectiva del inventario de yacimientos arqueológicos. Campo de Gibraltar””. En Almoraima, 29 (2002), págs. 43-57.

Comunicaciones

149

personal no tiene constatación epigráfica dentro del territorio peninsular, lo que siempre constituye una traba a la hora de verificar tal hipótesis.

La Cerejana, finalmente, hallaba justificada su inclusión en el trabajo por el simple motivo de que, ante la presencia del típico sufijo latino en la terminación del caso, se querían evitar futuras posibles confusiones en torno a su origen: tal y como hace intuir la presencia de un artículo, nos encontramos ante un topónimo de reciente formación, un hecho avalado por la documentación de época moderna, en la que puede comprobarse que el nombre ha sido objeto de un proceso de metátesis entre la /c/ y la /j/, siendo su forma inicial La Jerezana. De este modo, debemos hallarnos ante la designación de un ente rural de origen romance, aludiéndose en ella, como en otras ocasiones, al lugar de nacimiento de la persona que puebla el lugar, a la sazón la población gaditana de Jerez.

De un modo más indirecto, en el mismo trabajo se hacía referencia a otro Marchenilla también localizado en el reducido territorio del Campo de Gibraltar, y más concretamente en el municipio de Algeciras. La verdadera antigüedad del caso queda por confirmar, resultando sospechosa su plena homonimia con el topónimo jimenato, así como su proximidad al mismo. No obstante no deja de ser interesante reseñar que en tal lugar también han sido localizados restos arqueológicos también asociados a la presencia de un enclave de índole rural.

Puesto que en el presente artículo hemos ampliado el margen geográfico objeto de análisis en relación a nuestro trabajo sobre el poblamiento histórico en el entorno de Jimena, resulta evidente que a los topónimos recién aludidos deberían poder añadirse algunos más procedentes de otros puntos de la comarca. Y es que, en efecto, a nuestro tipo toponímico podrían adscribirse dentro del Campo de Gibraltar otros ocho casos: Brocón, Facinas, Patrajina, Poblana, Tahivilla, Zanovana y los extintos Barbariana y Lura. Algunos, como los de Brocón, Facinas, Poblana o Tahivilla, ya fueron localizados por Pabón dentro del término de Tarifa, mientras que los restantes son producto de un sondeo toponímico personal.

Comenzando por los casos firmados por Pabón, el de Brocón se aplica a una cañada38. Sin excesivos pormenores al respecto, dicho autor propone su derivación a partir del antropónimo Brocchus o Broccus, ambos testimoniados epigráficamente. La apariencia del caso resulta algo extraña a primera vista, pero ante la ausencia de noticias que avalen o contradigan su pertenencia efectiva al tipo toponímico que nos concierne lo valoraremos como dudoso. Paralelamente, en el de Facinas parece encontrar la misma terminación –ina que abunda en toda una serie de topónimos de la provincia posiblemente derivados a partir de un nombre personal romano39. Sólo en el municipio de Jerez, Pabón pudo recoger hasta nueve: Aina, Añina, Baína, Balbaína, Bonaina, Caulina, Crespellina, Romanina y, con ciertas reservas, Espartinas. En otros puntos de la provincia pudo dar cuenta de los de Copina (Chipiona), Garañina (Puerto de Santa María), Maína (repetido en Alcalá de los Gazules y Sanlúcar de Barrameda) y Retín (Barbate), así como por equivocación Caparaín, en realidad localizado en la provincia de Málaga. Ante el análisis particular de Facinas, el antropónimo propuesto era el de Falcidius, sumándoseles con menores posibilidades en base a su carencia de testimonios documentales los de Falcius y Faltius.

Dentro de la nómina ofrecida por Pabón, el topónimo de más probable ascendencia romana es sin lugar a dudas el de Poblana, para el que se proponen como étimos posibles los nombres personales Paulus, Popilius o Publius40.

38 PABÓN, 1953 (pág. 144).

39 PABÓN, 1953 (pág. 128). En relación a la /i/ del sufijo –ina, Pabón, en su mismo artículo, lo explica: bien a partir del cierre ulterior de la /e/ en /i/ (vid. pág. 118 y sigs.), bien a partir de su presencia inicial en el antropónimo que diese origen al topónimo que detente dicho sufijo (vid. págs. 124-125 y sigs.).

40 PABÓN, 1953 (pág. 141).

Almoraima, 41, 2014

150

Si bien los tres son muy comunes en el ámbito latino, los que mejor parecen acomodarse a la forma resultante son el primero y el último, pudiendo haber dado lugar respectivamente, bien a una [uilla] Paulana, bien a una [uilla] Publiana. El último de los casos analizados por el artículo de nuestro autor dentro del área comprendida por el presente trabajo es en fin el de Tahivilla, pequeño ente poblacional situado como los tres anteriores dentro el término municipal de Tarifa41. Éste es tratado por Pabón en la entrada dedicada al topónimo almeriense Taibena, proponiendo para ambos un origen común que tome como partida el conocido antropónimo Octauius. Lo que no se explica tan satisfactoriamente en la terminación dimitutiva apreciable en la forma actual. Y si bien sería posible acudir para la misma a lo que expusimos unas líneas más arriba en relación al caso de Marchenilla, no es menos cierto que viene a ahondar en nuestras reservas respecto a su antigüedad el hecho de que otros nombres de lugar en todo semejantes a él se repitan por todo lo ancho de la geografía andaluza.

Nuestra aportación personal suma un total de cuatro topónimos a los ya planteados por Pabón. Comenzando por el de Barbariana, debemos indicar antes de nada que pese a su transparente asociación con un antropónimo Barbarus, por lo demás bastante corriente, resulta de incierta asociación a nuestro tipo toponímico en función de su eventual identificación con el topónimo Barbesula. Y es que tal nombre de lugar ocupa en efecto el lugar de esta última población dentro del recorrido trazado por el Itinerario Antonino. De no tratarse de una errata en este documento, tal y como se ha planteado alguna vez, quizá lo que suceda es que el lugar citado por el itinerario sea un punto de referencia de mayor interés para el objetivo del mismo que el de la vecina, vetusta pero también peor comunicada población. Una uilla o mansio más cercana a la calzada podría haber convenido más a su propósito, fuese éste la recaudación, el aprovisionamiento o cualquier otro. En todo caso este topónimo se hallaría extinto en la actualidad, y en idéntica situación podría hallarse el nombre de la fortaleza mozárabe de Lura que citan las fuentes textuales islámicas en las cercanías de Algeciras42: tal y como nos lo transmiten los textos del periodo, lo que nos interesa del mismo es que su étimo podría hallarse emparentado con el nombre de un propietario llamado Laurus, nombre este último muy común dentro de la onomástica latina. En su evolución hasta la forma Lura apenas habría que asumir la monoptongación del diptongo inicial, por lo demás muy común en la evolución del latín hacia las lenguas romances peninsulares.

De más segura adscripción al tipo toponímico aludido resulta sin lugar a dudas el nombre de lugar Patrajina, aplicado a un cortijo del municipio de San Roque. Dicho topónimo enlaza con la serie de casos en –ina estudiada por Pabón en su artículo, siendo posible que se trate de un derivado del nombre personal Paterculus. El camino de una forma a otra podría mostrarse en principio compleja, pero resulta a todas luces plausible atendiendo a las pautas generales de la evolución lingüística, y más dentro del ámbito andaluz. De hecho, en su evolución hasta la forma actual, el fenómeno más severo que tendríamos que asumir es la transformación del grupo /cul/ en /j/, y éste es un proceso que tenemos constatado en el castellano en vocablos como ojo (> oculus) o teja (> tecula). Al margen de ello y frente al sufijo –ina, de escasa constatación en el latín, podría pensarse en el cierre de la /e/ de un sufijo original –ena hacia la vocal más próxima, la /i/, un proceso en el cual podría haber influido el fenómeno de la imela propio de las zonas en las que ha existido un superestrato lingüístico árabe durante un prolongado margen de tiempo.

41 PABÓN, 1953 (pág. 115).

42 IBN HAYYAN: Al-Muqtabis V, 57. Pese a que lo más probable es que tengamos en efecto que asumir la extinción de tal nombre de lugar, creemos de interés apuntar la hipótesis de su supervivencia a través del actual topónimo Luna, designación aplicada a una sierra cercana a los Barrios. El origen de esta consideración es producto de una idea inédita sostenida por Pedro Gurriarán Daza, y de ser sostenible en ella habría intervenido, debemos añadir nosotros, un posible cruce etimológico popular con el nombre del astro. En el entorno del lugar pueden localizarse de hecho interesantes conjuntos de tumbas rupestres que cabe datar entre la Antigüedad tardía y comienzos de la Edad Media en función de paralelos tipológicos como los de Almedinilla (Córdoba). No obstante lo dicho y ante la ausencia de pruebas que avalen tal hipótesis, lo más prudente es suponer que nos hallemos ante una alusión figurada a la forma de algún pico de la sierra en la que tal topónimo se ubica.

Comunicaciones

151

El último topónimo que queríamos traer a colación es el de Zanovana. Se trata de un nombre aplicado a un paraje dentro del término de La Línea de la Concepción. No hemos logrado tener constancia del caso más que por las fuentes cartográficas militares de mediados del siglo XX, pero de verificarse su efectiva existencia podría plantearse la posibilidad de que derive de un antropónimo Zenobius. Ahora bien, tal antropónimo, a diferencia de los anteriores, nos remite a un elenco antroponímico de raigambre oriental que se extendió en occidente a consecuencia del triunfo del Cristianismo, ya a partir del siglo IV. Y ello nos lleva a dar paso, para concluir nuestro artículo, al cuarto y último apartado del mismo: el dedicado a la toponimia latina en el contexto del Campo de Gibraltar entre la Antigüedad tardía y la Edad Media.

LA TOPONIMIA LATINA ENTRE LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Y LA BAJA EDAD MEDIA

La llegada a Hispania, a partir del siglo V, de contingentes humanos de origen germánico, no pareció suponer en principio una variación sustancial del substrato lingüístico previo: la lengua común continuó siendo el latín, y en ella acabaron por expresarse los diferentes pueblos que fueron asentándose en la Península Ibérica con un carácter más definitivo (ello si es que no lo hablaban con regularidad aún antes de su llegada). En todo caso, a lo que sí que podríamos asistir con la nueva era que se inicia es a la drástica eliminación de gran parte de la toponimia administrativa, como irreal que era. Y paralelamente, con el triunfo de la religión Cristiana, ésta iría consolidando nuevos tipos toponímicos, tales como la hagiotoponimia, o aportando vocablos nuevos de origen oriental al entramado de la lengua latina, con el manejo reiterado de antropónimos antes desconocidos o nombres comunes como ecclesia que prontamente irán pasando a formar parte del panorama toponímico peninsular.

De este modo, centrándonos en el contexto campogibraltareño, vamos a asistir en primer lugar a la transmisión de varios de los topónimos precedentes. Entre ellos se contarían los de Iulia Transducta (como hemos visto, preferentemente bajo la forma Transducta), Carteia (bajo la hipotética forma Carteiana, que enlazará con la Qartayana citada en las fuentes islámicas y el topónimo Torre Cartagena consignada en las fuentes cristianas de la Baja Edad Media)43, Baelo (bajo la hipotética forma Baelona a partir del cual se acabará conformando el actual topónimo Bolonia)44 o incluso Barbesula (de cuya paulatina decadencia podría hacerse eco la confusión en torno a su ubicación exacta o incluso la forma de su nombre en las fuentes textuales a partir del siglo III)45. Calpe continuaría en uso en muchas fuentes, llegando a utilizarse con cierto carácter cultista incluso después de su substitución por el topónimo árabe Gibraltar. También sabemos de otros nombres de lugar que, procedentes del legado toponímico previo, y más específicamente del latino, debieron de atravesar el periodo con escasas variaciones. A tal efecto, a casos como el

43 Tras su aparición en autores árabes desde testimonios tan tempranos como aquellos que narran la conquista de al-Andalus, así como en geógrafos como al-Himyari, el topónimo pasa a la tradición castellana por intermediación de la Crónica de Alfonso XI (caps. CCLXXI, CCCXIII y CCCXVIII).

44 El topónimo aparece recogido por vez primera en la Alta Edad Media en ALFONSO XI: Libro de la Montería (fol. 347r.). Más específicamente se transmite bajo la forma Boloña, denotando ya su cruce con el nombre de la conocida ciudad italiana.

45 Ya hemos indicado cómo en el Itinerario Antonino se designa con el nombre de Barbariana. Se trate de una errata o de la alusión a una uilla, de lo que no cabe duda es de que de tratarse de una población con la entidad suficiente el itinerario sí que la habría mencionado expresamente, tal y como sucede en otras ocasiones. Algo semejante expusimos con anterioridad en relación al caso Iulia Transducta/Portus Albus. Por su parte el Anónimo de Ravena, ya en el siglo VII, reincide en errar el nombre de la ciudad, a la que cita indistintamente, según el manuscrito ante el que nos hallemos, como Sabesola o Bardesola. Esta última fuente también tiende a citar con erratas el nombre de Carteia, lo que podría servir nuevamente para sostener que en el momento en el que se escribe tal fuente su decadencia era tal que podía permitir en el copista serias dudas respecto a su verdadera denominación.

Almoraima, 41, 2014

152

de Getares46 (que se estima derivado de Cetaria, con intermediación de un substrato mozárabe que es el que pudo otorgarle su actual terminación) o Guadiaro (en cuyo segundo elemento parece esconderse una traducción latina del hidrotopónimo griego Chrisos), también podremos sumar muchos de los nombres que, aplicados a las propiedades rurales tratadas en el apartado anterior, debieron de surgir durante el periodo altoimperial.

En el Bajo Imperio, la toponimia rural sufre un nuevo aporte, en esta ocasión a partir de los nombres personales de toda una serie de propietarios que parecieron detentar el dominio de una nueva variedad de propiedad: el latifundio. Muchos de sus antropónimos, al ser iguales a los del periodo precedente, resultan difíciles de enclavar con precisión en una u otra época a partir del simple testimonio de la toponimia transmitida hasta la actualidad. Pero otros llevaban implícita en su propia naturaleza el indicio de su adscripción a un momento tardío, como sucedía en el caso ya mentado de Zanovana.

Finalizando con este recorrido, una última cuestión a tratar y que creemos del máximo interés es la del hagiotopónimo Santa Coracha. Su raigambre cristiana es inequívoca, pero su cronología no lo es tanto. Consignado en una fuente tan tardía como el Libro de la Montería de Alfonso XI47, ha podido perpetuarse hasta la actualidad en el topónimo Descansadero de Santa Coracha. Y en relación a su origen, es posible que una pista para establecer su naturaleza proceda nuevamente, como en el caso de Zanovana, de la forma misma transmitida en el topónimo. Coracha, vocablo bien conocido en el ámbito militar, parece derivar del vocablo latino cor que con el sentido de corazón, daría lugar a derivados como el término castellano “coraza”, en el sentido de aquello que protege al corazón. Y éste es precisamente el sentido que creemos que cabe ver en el antropónimo en juego, nada más que transmitido a través de un substrato previo al castellano, que bien podría asociarse a la misteriosa cuestión de la toponimia mozárabe. Santa Coracha sería de este modo una santa en cuyo nombre, que es posible traducir al castellano coloquial como “Santa Coraje”, se podría ver encarnado algún pasaje de la vida de la misma, quizá en un momento próximo al de su martirio48. Los santos mozárabes son poco conocidos, y muchos de ellos fueron olvidados con la paulatina extinción de la comunidad que daba vida a su culto. En este caso y a través de un topónimo como el expuesto podemos tener constancia de una figura de la que hemos perdido la historia, el correspondiente anecdotario, pero de la que de no ser por el testimonio de la toponimia no sabríamos ni la existencia. La vida de Santa Coracha bien podría situarse en un momento indeterminado entre el siglo VIII y el siglo XI, siendo aconsejable encuadrarla más específicamente en torno a los siglos IX-X, momento en el cual la actividad de las revueltas mozárabes en la zona cobraron un especial protagonismo. Pero poco más puede precisarse al respecto, y el único referente que permite enclavar su figura dentro del Cristianismo subsistente bajo el Islam es el de su propio nombre, asociado como su homónimo poliorcético a esa particular lengua romance que pareció hablarse en gran parte de la Península hasta bien entrado el siglo XII y que debido a los escasos testimonios de ella se nos han conservado nos resulta casi tan escasamente conocida como las prerromanas.

46 La primera mención del topónimo en la Alta Edad Media nos remite tanto a la Crónica de Alfonso XI como al Libro de la Montería (fol. 351r.), registrándose bajo la forma Xetares y Xatares respectivamente.

47 ALFONSO XI: Libro de la Montería (fol. 352v.).

48 Es común desde la Antigüedad tardía que ciertos mártires, ante el desconocimiento u olvido de su verdadero nombre, pasaran a adoptar uno asociado a algún pasaje significativo de su pasión. Éste es el caso de Santa Eulalia, cuyo antropónimo refleja con una claridad asombrosa una expresión “bien hablada” con la que difícilmente se podría estar aludiendo a otra cosa que a las oportunas contestaciones que la tradición le atribuye en su intervención ante el tribunal que la juzgaba.

Comunicaciones

153

BIBLIOGRAFÍA

ADRADOS, Francisco R.: “Topónimos griegos en Iberia y Tartessos”. En Emerita, LXVIII (2000), 1-18.

CHAVARRÍA VARGAS, Juan Antonio: Contribución al Estudio de la Toponimia Latino-Mozárabe en la Axarquía de Málaga. Málaga, 1997.

CUESTA ESTÉVEZ, Gaspar Javier: “Contribución al estudio de la toponimia de Algeciras”. En Almoraima, 21 (1999), 29-38.

GARCÍA ALONSO, Juan L.: La península Ibérica en la geografía de Claudio Ptolomeo. Vitoria, 2003.

GARCÍA MORENO, Luis A.: “Los topónimos en –ippo. Una reflexión etnográfica”. En Religión, lengua y cultura prerromanas de Hispania (2001), 161-168.

GARCÍA SÁNCHEZ, Jairo Javier: Atlas toponímico de España. Madrid, 2007.

GOZALVES CRAVIOTO, Enrique: “Item a Malaca Gades. De Málaga a Algeciras”. En Jábega, 30 (1980), 10-15.

MARINER, Sebastián: “Datos para la filología latina en topónimos hispánicos prerromanos”. En Emerita, XXX (1962), 263-272.

MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: “El sufijo –en, su difusión en la onomástica hispana”. En Emerita, VIII (1940), 1-36.

MONTENEGRO DUQUE, Ángel: “Toponimia latina”. En Enciclopedia de Lingüística Hispánica, I. Madrid (1960), 501-530.

PABÓN, José María: “Sobre los nombres de la “Villa” romana en Andalucía”. En Estudios dedicados a Don Ramón Menéndez Pidal, IV (1953), 87-165.

PEMÁN, César: “Topónimos antiguos del extremo sur de España”. En Archivo Español de Arqueología, XXVI (1953), 101-112.

PIEL, Joseph M.: “Nomes de possessores latino-cristãos na toponimia asturo-galego-portuguesa”. En Biblios (1947), 143-202 y 283-407.

REDÖ, Franciscus; et LÖRINCZ, Barnabas: Onomasticon Provinciarum Europae Latinarum, 4 vols. Budapest, 1994.

RUHSTALLER, Stefan; y GORDÓN, María Dolores: Estudio léxico semántico de los nombres de lugar Onubenses. Toponimia y Arqueología. Sevilla, 1991.

SABIO GONZÁLEZ, Rafael: “Aproximación al estudio del poblamiento histórico en el entorno de Jimena de la Frontera a través de la toponimia”. En Almoraima, 33 (2006), 309-321.

SABIO GONZÁLEZ, Rafael: Villas, propietarios y nombres de lugar en la Hispania romana. Metodología toponímica y catálogo de los casos recogidos en Castilla-La Mancha y Madrid. Madrid, 2008.

SOLÁ SOLÉ, José María: “Toponimia fenicio-púnica”. En Enciclopedia Lingüística hispánica, I (1960).

TERÉS SÁDABA, Elías: Materiales para el estudio de la Toponímia Hispanoárabe. Nómina Fluvial. Madrid, 1986.

TOVAR, Antonio: Iberische Landeskunde. Baetica. Baden-Baden, 1974.

XAVARINO, J. H.: Las raíces de Iberia en la toponimia de España y Portugal, I: Málaga primitiva. Estudio de toponimia prerrománica. Málaga, 1995.