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1212. Las Navas - Francisco Rivas

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1212. LAS NAVASSeptiembre de 1211,Anno Domini.Salvatierra, el solar de laOrden de Calatrava, hacaído. El califaalmohade Al-Nasir hareunido un ejército dedecenas de miles dehombres y avanza haciael norte con intención decompletar la obra quesu padre inició añosatrás en Alarcos:erradicar por completode la Península a losreinos cristianos.Para evitar la

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aniquilación, loscristianos se venobligados a empleartodas sus fuerzas.Alfonso VIII, rey deCastilla, forja alianzas yprepara la guerra conayuda del papaInocencio III, quedeclara la Cruzada einsta a todos loshombres de laCristiandad a queacudan a combatir enEspaña.A través de los ojos decuatro cristianos y tresmusulmanes, esta novelacoral narra cómo segestó la épica campañaque desembocó en la

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batalla de Las Navas deTolosa, una de las mástrascendentes ysangrientas de toda laEdad Media.

Autor: Francisco RivasISBN: 9788499707860

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1212. Las NavasLa novela de Las Navas de

Tolosa

Francisco Rivas

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A mi familia.

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AUNQUE ahora mis ojos solo perciban laoscuridad, os aseguro que he visto lasmaravillas más gloriosas de la Creación.Aunque mi brazo apenas pueda sostener laespada, fue ella la que me proporcionó lasalvación. Aunque mi voz suene seca ygastada, antaño entoné cánticos de alabanzaal Redentor. Aunque ahora casi no puedamoverme, os prometo que luché ferozmentecontra el enemigo.

No, yo ya no soy. Pero fui, y puesto quefui, seré.

Maldigo a los hombres sin memoria, ybendigo a los que lucharon conmigo aqueldía, el día en que cambiamos el mundo. Oh,sí, nosotros fuimos como el viento del esteque arrasó las naves que amenazaban Sión,como el clamor de las trompetas que derribólas murallas de Jericó, como el mar quesepultó en su oscuro seno a los ejércitos de

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Egipto. Y no lo merecía, pero tuve el honorde luchar aquel día por la cruz; y eraindigno de ello, pero tuve el placer desaborear la victoria.

Y así, cuando cruce las puertas de lamuerte y el Señor de los Ejércitos me haga laterrible pregunta que aguarda a todo mortal,cuando Él me pregunte: «¿Tú qué hiciste?»,yo podré decirle: «Señor, yo combatí».

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Parte PrimeraEl fuego

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EL sol arrasaba el páramo de Castillaconvirtiéndolo en un mar de luz y sangre.Mientras moría, sus rayos araban la tierracomo si quisieran dejar en ella una marcaindeleble antes de desaparecer en las tinieblas,cual si fueran el último y glorioso estertor delhéroe que por fin sucumbe. Algunas nubes,escasas, rompían la perfecta uniformidad delfirmamento y recogían los destellos del astro,un coro que lloraba su caída y buscabaempaparse de lo que de él quedaba, de suesencia, de su alma.

Por tan elegíaco paisaje cabalgaban unassombras blancas en dirección a las tinieblasque se arremolinaban hacia el norte. Eranunos sesenta o setenta caballeros, no más. Losrestos de la orgullosa Orden de Calatrava, laprimera en toda España en tomar las armaspara defender su reino contra el Islam, peroincapaz ahora de defender su propia casa.

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Salvatierra, la fortaleza por la que habíancombatido todo el verano, quedaba a susespaldas, cada vez más lejana a medida quehuían hacia el castillo de Zorita. El emblemade la santa cruz había sido sustituido en sustorreones por la media luna.

Era uno de los primeros días deseptiembre. Cincuenta y un días antes, acomienzos de julio, los frailes que defendíanSalvatierra habían visto cómo un inmensoejército almohade caía sobre ellos. Tomandouna decisión tan valiente como suicida,cuatrocientos de estos guerreros salieron de lafortaleza y cargaron contra el enemigo,cargaron contra su perdición. Ningunosobrevivió, pues por cada calatravo había cienmusulmanes, y los aullidos de rabia y dolorque brotaban de las gargantas de los cristianosal caer derrotados no eran sino agoreropresagio de lo que estaba por venir.

El resto de la guarnición se preparó para

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resistir y encomendó su alma y su fuerza alSeñor de los Ejércitos. Absolutamenterodeados y sin esperar auxilio alguno delexterior, pues la frontera castellana se hallabaa varias leguas al norte, los frailes no pudieronmás que observar llenos de impotencia cómoel castillo de Dueñas, hermano de Salvatierra,caía; no lograron impedir que parte del ejércitoque les cercaba se separara y saquearaimpunemente los campos toledanos ni que elpueblo situado al amparo de la fortaleza fueraarrasado, y sobre sus humeantes restosemplazaran los musulmanes las catapultas queellos conocían como almajaneques hasta ennúmero de cuarenta, temibles armas con lasque hostigaron incesantemente los muros delcastillo intentando abrir una brecha por la quepenetraran los sitiadores.

Estos lanzaron ataque tras ataque,firmemente determinados a acabar de una vezcon la orden que tanto les había ultrajado en la

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última década. Muchos monjes murieron, perofueron más los atacantes que dejaron su vidaen las murallas, ya que los defensorescombatieron con un fervor solo igualado porsu desesperación. Todos ellos preferían morirdiez mil veces y sufrir los tormentos delinfierno antes que permitir que Salvatierra, ladaga clavada en el centro del imperioalmohade, por la que, según los propiosmahometanos, «sufría el corazón de la femusulmana», la única llama de esperanza parael Cristianismo en España tras la matanza deAlarcos, se perdiera. A medida que pasabanlos días, más aumentaba la ira de losalmohades por ver lo difícil que les estabaresultando tomar la fortificación, y con másfuerza eran rechazados en sus furiosasacometidas.

Mas si las armas cristianas podíansostener, aunque a duras penas, lasembestidas del ejército musulmán, nada

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podían hacer contra la sed. La escasez deagua, irónica tras una primaveraexcepcionalmente lluviosa, y unida al calor delverano manchego, causaba tantas bajas comolos soldados del ejército islámico, y condenabaa los defensores a una lenta e inevitablederrota.

Por esto, viendo los almohades que nopodían tomar Salvatierra sin que la sangrecorriera a raudales, y sabiendo los calatravosque no podrían derrotar a sus enemigos, sepactó la capitulación. El castillo fue ocupadopor los musulmanes, quienes no tardaron enquitar todas las cruces que había en él, yconvirtieron la capilla en mezquita. Cánticosde alabanza a Alá fueron entonados por todoslos combatientes musulmanes al ver que su feera recompensada con la victoria; amargaslágrimas corrieron por los ensangrentadosrostros calatravos, más dañinas que el aceroenemigo o la sed.

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Por eso cabalgaban hacia el norte, por esocabalgaban hacia las tinieblas. El maestre de laorden, don Ruy Díaz de Yanguas, se volvióun instante a mirar Salvatierra, recortada sobreun cielo rojo y dorado. Lo mismo hizoAlfonso Giménez, uno de sus caballeros, unode los pocos que habían tenido la desgracia desobrevivir a su propia derrota. La imagenquedó grabada a fuego en su retina, y despuésapartó la vista para siempre.

Uno de los musulmanes observó con interés laretirada de los caballeros cristianos, parecidosa fuegos fatuos por el reflejo del sol ponientesobre sus blancos hábitos, hasta que se lostragó la oscuridad y desaparecieron de sucampo visual. Entonces se sentó sobre losrestos de la muralla y comenzó a meditarsobre lo ocurrido, ejercicio que solía repetir

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tras cada combate librado, y habían sidomuchos a lo largo de su vida.

Se llamaba Ibn Wazir. Era un noble,gobernador de una ciudad portuguesa yheredero de un distinguido linaje andalusí,condición que se reflejaba en su porte,orgulloso, pero no por ello arrogante, el propiode un hombre que está acostumbrado amandar porque antes ha obedecido; sus ojososcuros destilaban poder y sabiduría, en ellostambién se vislumbraba a veces un destello decólera, y en su ropa, que a pesar de serfuncional, apropiada para la batalla, estabaornamentada con tejidos de seda y joyas, aligual que su arma, una espada con grabadossobre el propio acero damasquino donde seleían suras del Corán. Su rostro era de pielmorena, duro, de labios finos enmarcados enuna cuidada perilla negra que enlazaba con elbigote. Todo ello en su conjunto transmitíauna imagen aristocrática, poderosa, la de un

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hombre sabio y equilibrado pero de implacablefuria cuando era necesaria.

Empezó a repasar mentalmente losucedido durante los últimos dos meses. Lehabía impactado especialmente la salida quelos cuatrocientos cristianos habían hechocontra un ejército de decenas de miles dehombres. Quizá hubiera sido un error decálculo, pero esto era difícil de creer en tropastan experimentadas como los calatravos. No,lo que querían demostrar, pensó, era queestaban dispuestos a luchar y a morir contracualquiera, por superior que fuera. Y estaconducta había sido idéntica en los caballerosque habían permanecido en la fortaleza. Eracierto que Salvatierra representaba el granbastión de la Cristiandad en territorio islámicoy la principal razón de la existencia de laOrden de Calatrava (que de hecho habíaadquirido el nombre de Orden de Salvatierratras la caída de Calatrava) después de la

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batalla de Alarcos, en la que muchísimoscalatravos habían muerto. La forma en que lahabían conquistado, infiltrándose de nochecon solo mil cien hombres y pasando laguarnición a cuchillo, había sido un golpe demano épico que aportó un poco de luz a laoscuridad en que estaba sumida la Cristiandadespañola. Por eso era tan importante quevolviera a manos musulmanas, y por eso lavictoria que acababan de conseguir era desuma trascendencia.

A pesar de toda la algarabía y euforia a sualrededor, Ibn Wazir permanecía serio. Loscalatravos habían luchado con fiereza y sehabían retirado con lágrimas en los ojos,lágrimas que eran fuego en sus corazones.España estaba entre la espada y la pared trasla caída de Salvatierra, sin lugar al que huir, ypor tanto la resistencia sería mucho mayor.Las consecuencias del asedio no tardarían ensentirse en toda la Península e incluso a lo

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largo y ancho de Europa, y los hijos de Aládebían prepararse para la reacción que segestaría en el norte. No iba a ser fácil convivircon la victoria.

Ibn Wazir se levantó de la roca y semarchó.

Del sol ya no quedaba más que una delgadalínea rojiza que incendiaba las cumbres en lalejanía. Alfonso, rey de Castilla, observó lamelancólica puesta de sol, en perfectaconcordancia con lo que sentía su alma, hastaque finalmente desapareció el astro y fuereemplazado por el silencio de las estrellas.

El rey se apartó de la ventana y se sentóen un sillón, junto a una lumbre. Sus llamasiluminaban esporádicamente el cuerpoenvejecido del monarca otorgando un trágico

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fulgor a su mirada, obnubilada en las escenasde Alarcos que, tras la caída de Salvatierra,resurgían en su memoria. En realidad, nuncahabía llegado a olvidar el dolor que le producíala derrota, ni tan siquiera mitigarlo. No podíaperdonarse la estúpida arrogancia que habíapresentado aquel fatídico día, el haberselanzado al combate contra un ejércitoalmohade claramente superior sin haberesperado a las tropas leonesas que debíanayudarle. La labor de varios siglos deincesante lucha contra el Islam había estado apunto de perecer bajo las espadas de losafricanos, quienes a partir de ese día habíaninvertido la tendencia de poderío cristiano ydecadencia musulmana. Una frágil treguahabía mantenido la paz durante quince años,pero no era más que una paz aparente bajocuyo manto se forjaban de nuevo espadas ylanzas. La respuesta que Al-Nasir, el líder delos almohades, había dado a las incursiones

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cristianas en Jaén demostraba que no se iba aconformar con una guerra fronteriza.

Mientras el rey rumiaba su derrota, uno desus consejeros le observaba a una distanciaprudencial, la suficiente como para que supresencia pasara inadvertida. Su nombre eraRodrigo de Aranda. A pesar de tener una edadya avanzada, rondando los cincuenta años,seguía manteniendo la fuerza de que hacíagala en su juventud, aunque más perceptibleen el espíritu que en el cuerpo. Su cabelleracanosa y su nívea barba reforzaban la imagende bondad que transmitía su mirada azul, sinrestar un ápice de intensidad a sudeterminación y fortaleza, cualidades que lehabían valido el favor de Alfonso y lepermitían estar aquella noche junto a él,participando en su tragedia.

La puerta del salón en que estaban seabrió y el infante don Fernando, primogénitodel monarca, entró en la sala. Su aparición fue

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como un repentino destello en mitad de laoscuridad, y las llamas de la chimenea, aunquetrémulas, parecieron avivarse, pues el infanteencarnaba a sus veintiún años el ideal cruzadoque resurgía con fuerza en Europa. Hijo deinglesa, era alto y de porte noble. Su cabellorojo aumentaba el fervor juvenil que vibrabaen sus ojos.

—¿Qué noticias hay de Salvatierra, padre?Alfonso VIII suspiró hastiado y respondió

en susurros:—Hoy debían abandonarla los frailes.Tenía tal información porque él había

otorgado permiso a la Orden de Calatrava paraque se rindiera. Ante la respuesta, el infantecontrajo su rostro en una mueca de dolor ydijo:

—Deberíamos haberles ayudado, padre. Sime hubierais dejado marchar al frente de unejército, yo…

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El rey le silenció con un gesto. Trasmeditar sus palabras, dijo:

—Vos solo erais un niño cuando ocurrió ladebacle de Alarcos. Todo lo que habíamoslogrado durante siglos estuvo a punto dedesaparecer por causa de mi imprudencia. Unsegundo error sería definitivo. Golpearemos,pero en el momento oportuno. —Volvió aguardar silencio y después preguntó a Rodrigo—: ¿Qué sugerís ahora, don Rodrigo?

El consejero esperaba que le hicieran esapregunta tarde o temprano, por lo que notardó en responder:

—La caída de Salvatierra causará alarmaen toda España. Me atrevería a afirmar queincluso en Europa se escuchará el eco de laderrota, y tras perder Jerusalén, el SantoPadre aprobará cualquier iniciativa contra elIslam. Hay que proponer a todos los reinosque se unan a nosotros en una guerra total, yeso solamente lo podemos hacer con el apoyo

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del Sumo Pontífice. Hay que revitalizar lascruzadas y que nuestra ofensiva sea la cruzadaeuropea.

El rojizo resplandor del fuego se convirtióen dramático heraldo del derramamiento desangre, bañando los rostros de los presentesen la sala. La caída de Salvatierra no era nadacomparado con lo que tendría que suceder.

Pocos días después, publicaba el rey un edictopara preparar la guerra que se avecinaba.Todos a los que llegó el mensaje real se dieronpronto cuenta de que el monarca no se iba aconformar con una pequeña expediciónpunitiva, ni tan siquiera con permanecerfortificado tras las murallas de sus ciudades ycastillos: el ejército cristiano marcharía hacia elsur a encontrarse con Al-Nasir y las tropasque hubiera podido reunir, por poderosas que

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fueran.En el edicto, Alfonso de Castilla ordenaba

a sus súbditos que tomaran todas las medidasque fueran necesarias para preparar unejército que vengara la caída de Salvatierra.Mandaba que se interrumpiera la construcciónde cualquier muralla o fortaleza que noestuviera terminada, y que se compraranarmas, armaduras y el pertrecho que serequiriera para la guerra, sin que se hicieragasto superfluo ni vanidoso. Esto se mandó,aparte de para respetar los sagrados cánonesestablecidos en los Concilios de Letrán, parademostrar que la guerra iba a ser santa, yninguna lucha podía sostenerse en nombre delAltísimo manchada por el lujo, sino más biencon la austeridad propia de quienes portabanlas armas del Dios de la gloria.

Este mandato golpeó con fuerza Castilla.Las gentes miraron al sur sabiendo que denuevo se reanudaría el enfrentamiento, pero

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esta vez con una furia sin precedentes. Milesde espadas se alzaban hacia los cielos, al igualque las proclamas encolerizadas de losguerreros que las poseían, clamando venganzapor la humillación de Salvatierra. Lossacerdotes en las iglesias y los juglares en loscaminos elevaban plegarias al Redentorpidiendo para Castilla la fuerza que tendríaque demostrar en la ofensiva. Las llamas de lasagrada fe en Cristo se avivaron convirtiendotodo lo que tocaban en férrea determinaciónde enfrentarse al Islam. Incluso más allá delreino de Alfonso, en las montañas navarras yen las costas aragonesas, se pudo sentir la irade los hijos de Cristo, y toda España ardió enel fuego de la guerra.

Solo un hombre de entre todos los quepoblaban los reinos cristianos de la Península

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permanecía ajeno al espíritu de la nacientecruzada, un hombre cuyo dolor era aún másprofundo que la belicosidad de quienes lerodeaban.

Se llamaba Roger Amat. Era un noblecatalán de unos veinticinco años, no muy altopero sí fuerte, de cabellos largos y rizados, tanoscuros como sus ojos, que aquella noche deseptiembre, a las dos y media de lamadrugada, lloraban.

Estaba arrodillado a los pies del lecho enque agonizaba su esposa, cuatro años másjoven que él. Su piel, clara de natural,mostraba una palidez que solo podía serantesala de la muerte; la luz de sus verdesojos, que otrora habían resplandecidomostrando la belleza de su juventud, era ahorael reflejo de la enfermedad que devoraba sucuerpo, antaño bello, pero en aquel momentosacudido por violentos espasmos y empapadopor el sudor. Tres cirujanos llamados por

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Roger intentaban aliviar el dolor y, aunque nose lo decían al noble, sabían que era cuestiónde horas, quizá de minutos, que sucediera lopeor.

Roger rezaba apresuradamente a la madrede Dios mientras observaba alternativamenteel atribulado rostro de los médicos y el delCristo de madera que presidía la trágicaescena, cuya inexpresividad se veíaaumentada por el dolor de las personas que sehallaban en la sala, excesivamente aumentada.El hedor a muerte flotaba por toda lahabitación como dramático presagio de loinevitable, lo que el caballero catalán seesforzaba por ahuyentar de su vista, aunquealgo desde lo más profundo de su alma legritara por encima de los gemidos apagados desufrimiento que la perdería.

—Roger… —susurró su mujer, lograndoincreíblemente que su quebrada voz sonaramás fuerte que los jadeos de su oprimido

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pecho.El noble alzó su mirada, que había

escondido entre sus manos en un burdointento de rechazar la realidad, y dijo:

—Dime, Laura.Estaba haciendo un esfuerzo titánico por

no llorar, pero su dolor era más poderoso quesu orgullo.

—Roger… os… os quiero…Y diciendo esto, expiró.Todo se detuvo cuando los espasmos

dejaron de maltratar su cuerpo. Uno de loscirujanos, que a su vez era sacerdote, cerrósus ojos e hizo sobre su frente la señal de lacruz mientras murmuraba una plegaria por sualma. La suave brisa que llegaba desde laplaya se desvaneció y no quedó más sonidoque el rechinar de los dientes de Roger.

—Señor —se atrevió por fin a decir elcirujano sacerdote—, vuestra esposa ha

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muerto.—No… no puede ser —negó el noble—.

Aseguraos, padre, debe… debe estar dormida,se ha desmayado… comprobadlo.

El sacerdote obedeció al caballero yexaminó el pulso de su esposa, aunque sabíaperfectamente la respuesta que iba a dar. Este,por su parte, observaba ansiosamente laoperación que llevaba a cabo el cirujano y,cuando vio en su rostro que se confirmaba sutemor, ordenó con voz grave:

—Salid.Los médicos abandonaron lentamente la

sala, haciendo una leve reverencia al pasar porel lado del noble, que seguía arrodillado a lospies del lecho. Cuando todos se hubieronmarchado, Roger se levantó y, tembloroso, seacercó a su mujer, a lo que de ella quedaba.Se inclinó lentamente sobre su cadáver yrompió a llorar amargamente en su pecho,uniéndose las lágrimas al sudor y a la muerte.

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Después, la besó en los fríos labios y,encolerizado, abandonó la habitación.

Corrió hacia sus aposentos y cogió suespada. Luego, salió de su castillo y se acercólentamente, tambaleándose, a la calmadaplaya. El tranquilo arrullo de las olas noconsiguió aplacar su ira, y cayó de rodillascomo una minúscula tea que se enfrentara a lainmensidad del Mediterráneo, una partícula deira inextinguible frente a la mística calma quele rodeaba. Gritó:

—¿En qué te he fallado?La única respuesta que recibió fue el

romper de las olas contra la arena.—¡Dímelo! ¡Dímelo, te lo ordeno! ¿En

qué te he fallado?La luna menguante imbuía la escena de

una luz fantasmagórica, evanescente.Desgarradas nubes reflejaban su fulgormortecino y absorbían los alaridos de dolor delcaballero que gritaba, transportándolos por el

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mar.—¡Siempre te he sido fiel, siempre! ¿Es

así como me lo pagas? ¿Es esta tu piedad?Las estrellas titilaban indiferentes allá en lo

alto cuando las nubes se lo permitían, aunquea veces parecía que, cuando el noble gritaba,su majestuoso brillo se quebraba, como siestuvieran molestas.

—¡Respóndeme! ¡Si de verdad eres elSeñor de los cielos, baja de ellos ydemuéstrame tu poder! ¡Demuéstrame quemerecías que luchara por ti!

La brisa se elevó desde lo profundo delmar y, cabalgando sobre las olas, estrellóalgunas gotas de agua en el rostro de Roger,suavemente, sin violencia. Este, enfurecidocada vez más, alzó su espada hacia la luna.Las nubes se retiraron como si las hubierancortado y el brillo de la luna alumbró la faz deRoger, totalmente desencajada por la ira,dándole una apariencia realmente espectral.

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—¡Mira mi espada, la espada con la quehe combatido por ti! ¡Bien, si Tú eres elSeñor, no seré yo el vasallo!

Y diciendo esto, agarró con fuerza laespada y la arrojó al mar, que la acogió en suoscuro seno.

Después cayó y lloró largamente sobre laarena.

El poeta Mutarraf paseaba tranquilamente porlos soleados jardines de Sevilla. La granciudad hervía con el bullicio de los soldadosque allí se habían acuartelado tras la victoriaen Salvatierra, pero él conseguía aislarse porunos instantes del ajetreo que le rodeaba ydeleitarse con la belleza de la ciudad delGuadalquivir. Tal y como solía hacer cuandobuscaba inspiración para sus escritos,

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intentaba no pensar en nada, salir de sí mismoy absorber en su espíritu todo lo bello quehabía a su alrededor. Así, para el artista soloexistían los destellos del sol que coronaban losblancos tejados y las copas de los naranjos,los cánticos de los fieles a lo lejos desde losminaretes, la cristalina pureza del cieloandaluz.

Como artista, había consagrado su vida ala búsqueda de la belleza absoluta, es decir, lasideas en el sentido expuesto por Platón, aquien admiraba. Siguiendo las teorías del sabiogriego, la belleza en su forma más pura existíaen el mundo de las ideas, y en su relación conel mundo material este ideal se reflejaría deforma fragmentaria en distintos aspectos de loexistente. De este modo, la perfecta unión yconcordancia de todos los elementos en que sedispersaba la belleza formaría una unidad aimagen y semejanza de la existente en elmundo ideal, ergo solo mediante la completa

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unión de todo lo bello se podría alcanzar labelleza. Además, siendo esta algonecesariamente bueno y puro, debía seratributo de la divinidad: no podía haber mal enlo bello, luego, si todo lo bello era bueno,debía proceder de Dios mismo, puesúnicamente las obras de Dios estaban libres demácula. Por tanto, el poeta buscaba ascendera los cielos mediante la belleza, al igual queotros lo intentaban mediante el estudio o elcombate.

En las clases que daba en Granada, dondehabía nacido y vivido, solía insistir en estateoría. No obstante, a medida que ibanpasando los años otro pensamiento le asaltaba:la sospecha de que la belleza podía seralcanzada no solo mediante la unión de lobello, sino que, en determinadas circunstanciasy durante un breve periodo de tiempo, podíamanifestarse en lo material de forma directa,es decir, sin necesitar un reflejo mundano.

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Intuía que no había más que dos formas devislumbrar este poder: la primera, mediante eléxtasis místico; la segunda, mediante elcombate en la guerra santa.

Por eso había marchado de Granada paraunirse a las filas de Al-Nasir en Sevilla. Ladecisión había sido difícil, pero irrevocableuna vez tomada: le había costado muchísimoabandonar su tranquila vida en su ciudad, a sufamilia, amigos y alumnos. Había meditadoseriamente la decisión durante largas noches ala luz de la luna y, finalmente, optó porabandonar todo lo que tenía en pos de lagloria. Solo libre de miedo podía alcanzar labelleza, pues solo un hombre sin temor estambién un hombre sin ataduras y capaz deentregarse absolutamente a Dios, sin reservas.

Era el día 14 de octubre. Él había llegadoa Sevilla un día antes, el 13, justo cuando Al-Nasir respondía al edicto del rey de Castillacon una carta en la que desafiaba a toda la

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Cristiandad. En ella informaba a sus enemigosde la futilidad de alzarse contra los ejércitosdel Islam y anunciaba su intención de abrevara sus caballos en Roma. España habíaarrojado el guante y el imperio almohade lohabía recogido con vigor. Por todo el sur de laPenínsula se encendían las hogueras de laguerra.

Y al poeta no le importaba inmolarse enellas.

Una fina lluvia, esporádica, regaba el verdordel prado navarro. A la sombra de un castillorodeado de pinos y robles, dos hombres seentrenaban en el uso del mandoble,enfundados en una armadura.

Uno de ellos era ya mayor, de unoscuarenta años. El pelo entrecano le caía sobre

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los hombros; había perdido un ojo y variosdientes, y dos o tres cicatrices surcaban suduro rostro como si fueran muescas de losenemigos abatidos. Era alto y fuerte, y todoello formaba un conjunto que imponía granrespeto, el retrato implacable de un veteranode incontables combates. Era un hombre libre,pero se había encomendado a la familia de losÍñiguez, y les servía como instructor.

Le acompañaba su pupilo, un muchachode unos diecisiete años, piel blanca y cabelloclaro. Sus ojos azules contrastaban vivamentecon los de su maestro, pues no había en ellosni rastro de la sangre y de las victorias yderrotas que este había vivido, mas no por ellose podía decir que fuera inmaduro. Seentrenaba con las armas, aunque su cuerpoapenas le diera fuerzas para sostener unmandoble tan alto como él, por dos motivos:porque era su deber como caballero, y porqueeste deber se veía acrecentado por su

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condición de cabeza de familia tras la muertede su padre.

El guerrero, de nombre Alonso, le entregóun mandoble a su señor. Este tensó todos susmúsculos al ponerse en guardia, laempuñadura a la altura del estómago y lapunta en dirección a la cabeza de sucontrincante. Alonso lo imitó y las dos hojaschocaron.

—Este, don Íñigo —le dijo—, es el golpemás sencillo, y a la par bastante efectivo.

Lentamente deslizó la hoja de sumandoble por la de su señor, alzando laempuñadura hasta ponerla a la altura de sucabeza y haciendo que la punta terminara ensu corazón.

—Un oponente experimentado o avispado—continuó Alonso— podrá desviar este golpetorciendo su hoja, pero contra un enemigodesprevenido es letal. Repetidlo.

Con gran dificultad por el peso del arma,

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Íñigo repitió el movimiento.—Volved a hacerlo.Íñigo repitió el gesto y, en esta ocasión,

Alonso desvió el golpe. Torció su hoja hacia laizquierda, penetrando en la guardia delcaballero, y después detuvo su mandoble en elcuello de su alumno.

—He ahí el riesgo.Íñigo asintió y descansó un instante

clavando el mandoble en el suelo. Alonso hizoun gesto de desaprobación y dijo:

—La espada no debe nunca tocar el suelo.Vuestra espada es vuestra alma, el símbolo devuestra posición y fe. Hundirla en el barro esdespreciar el puesto que por derecho oscorresponde en este reino y la religión devuestros antepasados.

El caballero se puso rojo de vergüenzamientras el guerrero limpiaba el arma.

—Lo lamento, Alonso —murmuró

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avergonzado.El veterano inclinó la cabeza y murmuró

secamente:—No volváis a hacerlo.Ambos se pusieron en guardia de nuevo.—El mandoble debe fluir, los movimientos

han de ser continuos. No debéis golpear nidetener los golpes con un único movimientoseco, pues si lo hacéis así necesitaréis muchamás fuerza y vuestros brazos pronto seresentirán. Defenderse y atacar tiene que serel mismo movimiento.

Entrenaron durante una hora. Las nubesse fueron abriendo lentamente y un tímido solse derramó sobre el prado, perlando las gotasatrapadas en la hierba y llenando loschasquidos metálicos de los aceros con subrillo.

Cuando hubieron terminado, un criado seacercó corriendo desde el castillo y,

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resoplando, le dijo a Íñigo que su madre lerequería para almorzar. Este se despojó de laarmadura que había usado para la clase y,despidiéndose de Alonso, fue a reunirse conella.

Esta le esperaba en el comedor junto alhermano menor de Íñigo, de apenas diez años,sentada en la cabecera de una larga mesadonde había pan, vino y platos donde unacriada sirvió estofado el sentarse Íñigo.

La madre, doña Mencía, bendijo con unalarga oración la mesa y preguntó:

—¿Cómo os ha ido la clase?—Bien, madre —respondió Íñigo con

escasa convicción.Ella notó el desánimo e inquirió:—¿Qué os ha pasado?Él bebió un poco de vino y, por fin, como

a regañadientes, dijo:—Alonso me ha reñido por dejar la espada

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en el suelo.—No debíais haber hecho eso.—Lo sé. Es por vergüenza que me duele,

no por su reprimenda.El resplandor del sol penetrando por las

ventanas formaba barreras de un fuegososegado, lánguido incluso. El piar de lospájaros era un precioso coro de fondo sobre elque flotaban las voces de la madre y el hijo, yel aire estaba impregnado del olor a tierramojada.

—Creéis que no estáis preparado paracombatir en una gran contienda, ¿no es así?—susurró doña Mencía.

Íñigo asintió lentamente con la cabeza. Sumadre le miró fijamente, mezclando en susojos la ternura de una madre y ladeterminación de una mujer, y dijo:

—Hijo, nadie puede descansar sin habersecansado, dormir sin tener sueño. Del mismo

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modo, no habrá paz hasta que hayamosluchado. La libertad solo surge de la victoria, yla victoria procede del combate. Y no es elfuerte, sino el valiente, quien merece la gloria.Y no es el débil, sino el cobarde, quien mereceel olvido. —Dicho esto, bebió lentamente delvino y añadió—: No lo olvidéis nunca.

Una flecha rasgó la quietud del aire y atravesóuna naranja lanzada al vuelo. Casisimultáneamente otra naranja reventó con lapunta de otro proyectil rompiendo su rugosapiel.

Las naranjas cayeron al suelo y Sundak,guzz del ejército de Al-Nasir, fue a recogerlas.Para los agzaz,1 aquello apenas podíaconsiderarse un entrenamiento: atravesar dosnaranjas a unas varas de distancia no era

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difícil cuando se estaba quieto y apuntando enla dirección en que volaba el objetivo. Otracosa hubiera sido si estuviera cabalgando y lasnaranjas fueran lanzadas a su espalda, aunqueSundak estaba seguro de que igualmente podíaacertar. Ya lo había hecho varias veces.

Un compañero suyo, el que había lanzadolas naranjas, apareció de detrás de uno de losmuchos olivos que adornaban el camposevillano. Observó a Sundak recogiendo lasfrutas y limpiando las flechas, y le preguntó:

—¿Continuamos mañana?—Sí —respondió escuetamente el

arquero.Los agzaz, una poderosa arma en el

ejército almohade, formaban una caballeríaligera de élite, pues su puntería era envidiabley su arco, partido y más pequeño de lonormal, permitía tensar tanto la flecha que ledaba una potencia tal que era perfectamentecapaz de atravesar la más pesada armadura

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cristiana. Ellos, por su parte, luchaban sinapenas protección, pues sus caballos eran másrápidos que los pesados percherones cristianosy podían huir de su carga con facilidad. Dehecho, una táctica habitual en el ejércitoalmohade, que ya había significado laperdición de los españoles en Alarcos,consistía en que la caballería ligera sedesbandara ante la carga de los caballerospesados y, al tiempo que disparaban en suhuida, guiarlos hacia una posición en queestuvieran rodeados.

Gracias a su potencia de disparo y a suversatilidad táctica, los agzaz eran una visióncomún en los ejércitos almohades y,contrariamente a lo que sucedía normalmentecon los mercenarios, gozaban de un estatussocial superior al de los soldados nativos. Elpropio Sundak, que era oficial, tenía variostejidos de seda, dos o tres anillos dorados y unpendiente de rubíes, que junto a la cicatriz en

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forma de media luna que surcaba su morenorostro alrededor del ojo, transmitía la imagende un hombre verdaderamente feroz.

Mientras caminaban en dirección a sucampamento, Sundak se fijó en una bandadade vencejos que sobrevolaba los olivos, susalas bañadas por el brillo del sol que se hundíaen el horizonte, de forma que parecíanpequeños fénix que acabaran de renacer.Deseando ejercitar su puntería contra algomás difícil de atravesar que una naranja, elguzz sacó una flecha de su carcaj, tensó elarco y apuntó a un vencejo cualquiera. Comohipnotizado, observó su elegante vuelodurante unos segundos, que parecieronperdidos en el aleteo de las aves, pues sehicieron eternos.

Entonces disparó.La flecha cortó el viento, pero no llegó a

matar al vencejo, y se perdió más allá delolivar. Sundak, extrañado por el fallo, estuvo

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tentado de volver a intentarlo, pero achacó elyerro al reflejo del sol y volvió lentamente alcampamento.

Los calatravos llevaban ya en Zorita casi tressemanas. Desde su llegada, la maquinariamilitar de la orden se había movilizado ytrabajaba sin descanso. Sabedores de que elrey había declarado su intención de emprenderuna gran campaña contra el Islam, lo poco quequedaba de los cistercienses, a pesar de sureducido número y quebrado orgullo, sepreparaba para ocupar el lugar que siempre lehabía correspondido en la lucha contra elinvasor: ser la punta de lanza de los ejércitosde la Cristiandad.

El sonido de las fraguas martilleaba sindescanso los corazones de los freires,revistiéndolos del acero en que se forjaban las

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espadas y las lanzas. Las plegariasreverberaban por las torres y los pasillos de lafortaleza a medida que los novicioscompletaban aceleradamente su formación, yel entrechocar de las armas sustituía a lospiadosos cánticos. La pluma había dado pasoa la espada y un nuevo ejército crecíaapresuradamente entre los muros de Zorita.

Al ser uno de los más veteranos guerrerosde la orden, Alfonso Giménez había sidodesignado para entrenar a los novicios en eluso de las armas. Tal empresa le satisfacía,pues recordaba con gran placer el periodo deformación que él había tenido que superarpara formar parte de la orden militar. Muchosy buenos amigos había hecho durante el añoque duró su preparación, y no había tardadoen reconocer a los frailes como su propiafamilia. El día en que por fin pudo tomar loshábitos sintió una extraña sensación, como siaquel fuese el momento para el cual había

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nacido, como un extraño renacer que dabapleno sentido a todo lo que había aprendido yexperimentado en sus diecinueve años de vida.De algún modo se dio cuenta de que el Señorle había guiado hasta ese instante, en el quecompletaba el camino anteriormente recorridoal tiempo que comenzaba otro mucho másgrave y solemne, pero a la par ilusionante.

Tal sensación de felicidad y orgullo sequebró brutalmente en la batalla de Alarcos.Aunque él solo tenía veinte años en la fatídicajornada, peleó con bravura y muchos cayeronpor su mano. No obstante, no pudo evitar quela gran mayoría de los amigos que habíahecho en sus años de noviciado murieran bajolos aceros de la morisma, y tuvo quecontemplar, con impotencia y desesperación,cómo el ejército almohade arrasaba alcristiano, cómo los musulmanes aniquilaban atanto buen guerrero y capturaban lospendones de las villas y las cruces de los

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religiosos, cómo incluso su maestre sucumbíaante la rabia de los africanos. Todavía sesorprendía de que el cielo permitiera la muertede tantos en la batalla, pero a él le condenara aseguir viviendo, a seguir portando el estigmaindeleble de la derrota.

Desde aquella jornada no había deseadosino borrar tal estigma, redimir la afrenta quehabían sufrido los calatravos y toda España.Su carácter, antes optimista y jovial, cambió,y se convirtió en un hombre taciturno ysombrío, abrumado por la magnitud de sufallo. Llegó incluso al extremo de hacerse ensu pecho, con una daga, un corte por cadauno de sus amigos caídos en Alarcos, cortesque, debido a la desesperación con que se loshabía inflingido, no habían llegado a cicatrizarplenamente. Se convirtió en un soldadotemerario siempre en busca de combate contrael Islam y su habilidad con las armas mejorónotablemente. Y si bien no olvidó los códigos

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más elementales de honor y respeto alenemigo, paulatinamente se fue transformandoen un hombre implacable, consumido por elsimple deseo de vengar a sus hermanosmuertos en combate.

El asfixiante desasosiego pareció llegar asu fin el día en que se reconquistó Salvatierra.A pesar de la tregua firmada tras Alarcos, lacual no tenían que obedecer puesto que sehallaban bajo jurisdicción del papado,cuatrocientos caballeros, de los que Alfonsoformaba parte, apoyados por setecientospeones, hicieron una incursión a través deterritorio enemigo y, sin ser vistos, llegaron aSalvatierra, a más de veinte leguas de lafrontera con tierras cristianas. A cambio de sulibertad, un esclavo mahometano les informóde lo que en la fortaleza se encontrarían y lesreveló una puerta poco vigilada por la quepodrían entrar. Los calatravos tomaronentonces el castillo, deslizándose como

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fantasmas por las sombras y llevando la rápidamuerte a los soldados de la guarnición.También de este modo conquistaron Dueñas,el Castillo del Abismo.

Pero Salvatierra acababa de caer,prendiendo la llama de la desesperación en laCristiandad. Una nueva derrota que turbabalos sueños de Alfonso. Una nueva cicatriz ensu pecho.

En todo esto pensaba el caballero unamelancólica tarde de octubre, mientrasobservaba, desde los torreones de Zorita,cómo el viento barría las hojas secas yformaba con ellas remolinos dorados. Tanabsorto estaba en sus cavilaciones, que nonotó la presencia del prior mayor de loscalatravos, que lentamente se había acercadohasta donde él se hallaba.

—El Señor os guarde, fray Alfonso.—Y a vos, señor.El prior mayor se llamaba también

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Alfonso, de apellido Valcárcel. Era un hombrealto y fuerte, de cabeza rapada y profundosojos verdes cuya mirada era paternal, formadaa partes iguales por el amor y la dureza que lecorrespondía tener ante sus hijos espirituales,los caballeros. Alfonso le venerabaespecialmente porque había sido su tutor en elaño que duró su noviciado y era uno de lospocos lazos que permanecían de la generaciónque había existido antes de Alarcos.

—¿Cómo marcha el adiestramiento? —preguntó el prior.

—Bien, señor. Los reclutas tienen periciacon las armas, y suplen su inexperiencia conardor. Desean fervientemente entrar encombate.

El prior sonrió levemente y susurró:—Ese es un deseo que podemos

satisfacer.Entonces callaron, hasta que el caballero,

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percibiendo el extraño estado en que seencontraba el prior, comentó:

—Os veo triste, fray Alfonso.Era verdad. Los ojos verdes del prior

estaban apagados, ensombrecidos por un granpesar. Él asintió y dijo:

—Tristes son las noticias que me hanllegado. —Y sin esperar a que el caballeropreguntara cuáles eran, le informó—: Elinfante don Fernando, Dios lo tenga en sugloria, murió hace unos días. A causa de unasfiebres, al parecer.

Alfonso suspiró, como lo harían losheridos cuya vida se escapa en el suspiro, ydijo:

—Descanse en paz, que ya ha vencido ensu guerra. Ojalá hubiera podido ayudarnos enla nuestra.

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La escasa luz de las antorchas parecía llorar,como toda España lo hacía, y apenasalumbraba el cuerpo sin vida del infante, quereposaba en una tumba del monasterio deSanta María de las Huelgas. El propio cadáverparecía una tea cuyo fulgor se hubieraapagado por siempre, el rojo de su cabelloempalidecido por la fiebre, la fuerza en susojos convertida en terrorífica quietud. Unespectro se arrastraba por las bóvedas delmonasterio, recordando que no solo unpríncipe había muerto, sino algo más: unespíritu, un ideal, algo cuya vida no se podíacontener en un cuerpo, pero que igualmentehabía desaparecido.

El arzobispo Ximénez de Rada terminabasus últimas bendiciones. A su lado, la británicaLeonor, hermana del legendario RicardoCorazón de León, intentaba contener laslágrimas que la muerte de su hijo hacía subir a

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sus claros ojos, cosa que no podía conseguirsu hija mayor, Berenguela, ni su hijo menor,Enrique, un muchacho de siete años y que,por tanto, no podría relevar a su hermano enla lucha contra el infiel.

El rey, por su parte, no lloraba. Se hallabatan sumamente conmocionado por elfallecimiento que en su interior no podíaencontrar lágrimas que derramar, nada másque un vacío, un vacío tan espantoso que aveces se preguntaba si no estaría muerto éltambién. La sensación de pérdida erainfinitamente más brutal y despiadada que laque sintió en Alarcos, y el dolor tan fuerte, tansalvaje, que era como si todo su cuerpo, sumente y su alma, como si todo su ser sehubiera quebrado en seis mil pedazos, en seismil rostros que representaran la artúrica faz desu hijo.

Una vez el arzobispo hubo terminado, elrey rogó a todos los presentes que se retiraran.

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Así lo hicieron, y Alfonso quedó a solas frentea su hijo. Permaneció así, de pie,observándole, un instante que parecióatemporal, hasta que de pronto se sintiómareado y cayó de rodillas ante la tumba.Cerrando los ojos y ahogando un grito dedolor, susurró:

—¿Qué daño le hice yo al cielo, hijo mío?—El vacío que hasta entonces había sentidose tornó en insoportable angustia, y sufrióunas profundas arcadas que a duras penaspudo contener. Sus manos se cerraron confuerza en torno a la fría piedra y, sollozando,murmuró—: ¿Por qué pecados, por qué faltas,me has sido arrebatado? ¿En qué falté yo alSeñor para que de esta forma te perdiera? Ati, hijo mío, precisamente a ti… mi alma era tualma, mi fuerza era tu fuerza, mi furia era tufuria… tú, mi sangre, mis ojos, mis brazos,mis manos, mi cuerpo, mi alma, mi ser… tú tehas ido, y contigo se ha ido todo lo que yo

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era, todo cuanto yo podría haber sido. Perosigo aquí; por alguna extraña razón que micorto ingenio no alcanza a comprender, sigoaquí. Vacío, despojado, desposeído, sigo aquí,y existiré, porque vivir ya no puedo, como unaruina del templo al que tú servías de vigamaestra, como un fantasma del hombre al quetú dabas alegría y fuerza. ¿Por qué Cristo memaldice, por qué me condena a vivir con turecuerdo, siempre con tu recuerdo? Mi existirserá una prolongación en este mundo de tumuerte, hijo mío, que en tu mirada todo rastrode vida para mí se ha apagado. No tienesentido que la corona aún se alce sobre micabeza, ni que los ejércitos aún obedezcan misórdenes, porque yo debería estar en esa tumbaen que ahora reposas, hijo mío, no tú. ¿Porqué el Padre celestial se lleva a los mejores ydeja aquí a los que ya hemos perdido? ¿Porqué, Señor, precisamente ahora, me dejaspara el combate ciego y sordo, sin espada, sin

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escudo y sin báculo? Hijo mío, tú, que podríashaber sido otro Arturo, otro Pelayo, ya noestás, y yo aún tengo que librar el combate…el clamor de tu muerte resonará por todaEuropa, pero en ningún lugar hallará mayoreco que en mi corazón.

Tras decir esto, calló y estuvo unossegundos arrodillado frente a la tumba. Selevantó después y observó cuidadosamente elrostro del infante, deteniéndose en cadadetalle, grabando en su memoria las faccionesque jamás volvería a ver.

Entonces se inclinó suavemente sobre suhijo, le acarició los cabellos y le besó en lafrente. Una lágrima, la única que se permitióderramar, cayó sobre el rostro del infante, y alreflejo de las teas brilló como una perla, hastaque estas se apagaron.

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Ibn Wazir paseaba tranquilamente por laribera del Guadalquivir. El suave murmullo dela corriente lograba distraerle del bullicio y elajetreo que se vivía en Sevilla desde que elejército almohade se acuartelara en ella parapasar el invierno, y constituía un agradablesonido de fondo que no solo no conseguíadistraerle de sus pensamientos, sino que losfomentaba.

Estaba preocupado, pues era hombreprudente y sabía que la euforia anulaba elrealismo a la hora de tomar decisionesimportantes y, en consecuencia, propiciabamás veces la derrota que la victoria. Y aunquetal sensación de euforia comenzaba adisminuir a medida que se acortaban los días ylas hojas marchitaban, en absoluto habíadesaparecido del todo. El vulgo se veía por finlibre de la amenaza de Salvatierra, la cual, afuerza de exageración, parecía haberseconvertido en la única lanza capaz de

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atravesar el imperio almohade. Los militares yvoluntarios, contagiados por el ánimo delpueblo, se creían ya infinitamente superiores alas tropas cristianas, y rogaban pidiendo que elinvierno pasara pronto, tal era la ansiedad quesentían por entrar de nuevo en combate. Elpropio Al-Nasir había despreciado todo atisbode precaución y cautela al enviar una carta dedesafío a todos los reyes cristianos de laPenínsula antes incluso de que se unieran.Para empeorar las cosas, comparaba lavictoria en Salvatierra con la alcanzada porSaladino en Jerusalén y llegaba a amenazarhasta al señor de Roma, lo que claramenteinvitaba a la cruzada.

Ibn Wazir, aparte de un gran guerrero, erahombre culto, que no obviaba ningún tema dearte, literatura, filosofía o historia.Precisamente por ello sabía que, en lostiempos en que el califato de Córdoba estuvounido, los cristianos apenas habían conseguido

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arrebatar territorio al Islam, pero que, cuandosobrevino la desintegración en reinos deTaifas, su avance fue casi imparable. Tambiénsabía que los reyes españoles, aunquefrecuentemente en guerra entre ellos, erancapaces de aunar sus fuerzas si de enfrentarseal Islam se trataba, y parecía seguro de queesta vez lo harían, y más deseosos devenganza que en ninguna ocasión anterior. Ylo que era peor, las victorias de Saladino enTierra Santa hacían que toda la Cristiandadtuviera el ánimo predispuesto alenfrentamiento con los ejércitos de Alá, por loque no sería de extrañar que las nacionestranspirenaicas apoyaran a los monarcasespañoles. Y aunque Ibn Wazir confiabaplenamente en la victoria, era losuficientemente sabio y experimentado comopara saber que el triunfo de la media luna nose conseguiría sin gran derramamiento desangre, y que la batalla en que se decidiría la

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suerte de los ejércitos iba a ser deproporciones nunca antes vistas en una tierratan arrasada por la guerra como España.

En tales pensamientos se hallabasumergido, cuando vio correr hacia él a unode sus criados. Él era un noble que trataba demanera generosa a todos cuantos le servían,por lo que era muy querido entre sussirvientes. El rostro de quien a él se acercabatenía dibujada una gran sonrisa, lo quetranquilizó a Ibn Wazir, pues temía que lapresencia de su siervo se debiera a algúnaccidente.

Finalmente, el criado llegó hasta suposición y lo saludó con una reverencia y,jadeando, dijo:

—Disculpad que os moleste, señor. No meatrevería a ello si no trajera noticias queseguramente serán de vuestro agrado, pues loson de toda Sevilla.

Intrigado, Ibn Wazir preguntó:

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—¿Cuáles son tales noticias?Con la satisfacción brillando en sus ojos, la

propia de quien sabe que va a complacer a suseñor, el criado contestó:

—El infante don Fernando, el hijo del reyde Castilla, murió hace unos días de fiebre.

El noble frunció el ceño, indicandoclaramente su disgusto. Era hombre de honor,y por tanto no podía concebir que la desgraciade un enemigo fuera recibida con júbilo. Elsiervo lo notó, y gracias a la confianza quedan los años de servicio, no tuvo reparos enpreguntar, después de que su sonrisa setransformara en un gesto contrariado:

—¿Acaso no os agrada, mi señor?—No —respondió tajante Ibn Wazir—.

Me alivia, pues he oído decir que era un granguerrero, pero en absoluto me agrada. En estavida solo hay una cosa tan estimable como unamigo, y es un enemigo, pues el primero tehace mejorar mediante sus consejos y auxilios,

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mientras que el segundo lo consigue mediantesus desafíos y ataques. Por ello, es tanlamentable la muerte del uno como del otro,salvo que la muerte del enemigo se deba a lahonorable victoria sobre él. No ha sido así, yno me deleito en su desgracia.

El criado agachó la cabeza, avergonzado.Ibn Wazir siguió mirando el Guadalquivir, supenetrante vista clavándose sobre la superficiecomo una flecha, y posteriormente añadió:

—¡Ay del día en que no se combata conhonor! Ni siquiera en las guerras másdesesperadas estamos justificados para lucharcomo bestias, en contra de nuestra naturaleza.La guerra es el juicio de Dios a dos puebloshonestos y valerosos. Espero no ver el día enque se transforme en una mera carniceríaguiada únicamente por el odio.

Y dicho esto, comenzó a andar endirección a Sevilla. El criado, anonadado,permaneció un rato con la vista perdida en el

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río, y después volvió sobre sus pasos y siguióa su señor.

El fuego ardía con fuerza en la sala, peroapenas era capaz de combatir el fríoprocedente del exterior. Sentado en una mesa,fuertemente abrigado, Íñigo dejaba escaparnubes de vaho al respirar, por las bajastemperaturas. Aunque todavía era octubre,aquella tarde estaba resultando especialmentefría en la montaña navarra.

Aquello no parecía preocupar al tutor deljoven noble, un fraile anciano, de escaso pelocano y barba perfectamente afeitada. Aunquesu cuerpo era menudo y débil, los rigores de lavida monástica habían hecho que seacostumbrara perfectamente a lastemperaturas extremas, motivo por el cualimpartía su lección sin prestar atención a la

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incomodidad de su pupilo.—Así pues, la sociedad en que vivimos —

dijo con voz suave y modulada— se divide enestamentos, cada uno de los cuales posee sufunción única e insustituible. De este modo,están los oratores, los bellatores y loslaboratores. Vos, mi señor, ya lo sabéis,pertenecéis al estamento de los bellatores, losque guerrean.

Íñigo asintió levemente, aterido de frío,esforzándose porque el castañeteo de losdientes no le delatara. Su tutor prosiguió:

—Se llama así a la nobleza porque suoficio es la guerra. Debéis entender, pues, quelo característico de vuestra posición no son losprivilegios que ostentáis, sino las obligacionesque tenéis: la de hacer la guerra, si ello fueranecesario, para defender vuestra religión, avuestro rey y a vuestro pueblo. Los privilegiosson una prerrogativa derivada de talresponsabilidad, unida irresolublemente a la

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misma. Pues del mismo modo que no existe lanoche sin el día, no existe el derecho sin laobligación. El campesinado, por ejemplo,posee menos bienes y tiene menos privilegiosque vos porque son menores susresponsabilidades: ellos derraman cada día susudor sobre los campos; vos, si se diera elcaso, deberíais derramar vuestra sangre en labatalla.

El frío desapareció de pronto del cuerpode Íñigo, y fue sustituido por una sensación dedesazón: lo que su tutor acababa de decir lesobrepasaba. No temía a la muerte ni alcombate, pues, aunque no era guerreroveterano, había participado en algunasescaramuzas contra los castellanos y en ellasse había ganado las espuelas de caballero; no,lo que le inquietaba era la gran responsabilidadque reposaba sobre sus jóvenes hombros. Yasustituir a su padre, muerto de fiebres,implicaba un esfuerzo titánico y constante por

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mantener su reputación y la nobleza de sulinaje, uno de los más importantes de Navarra.Pero descubrir (aunque lo intuía, jamás lohabía escuchado de forma tan explícita) que lacausa de esta nobleza era su necesariainmolación le provocaba un duro temor, unpavor indescriptible, por no saber si podríaestar a la altura de lo que de él se esperaba.

El preceptor notó su turbación, aunque nosupo distinguir claramente a qué se debía, yesbozó una sonrisa tranquilizadora en suarrugado rostro:

—No debéis temer —le dijo—. No sémucho de guerras, pero sé algo sobre Dios. Ysé que Dios no abandona a los que elige paraluchar por Él. —Calló, y después añadió entono más solemne—: Quizá tengáisoportunidad de comprobarlo pronto.

Íñigo, que había captado inmediatamenteel sentido de la frase lapidaria, preguntó:

—¿Creéis que marcharemos a la guerra a

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favor de Castilla?El monje suspiró y luego dijo:—Es difícil saberlo. Cierto es que nuestro

reino y el de Castilla no son amigos, como vosbien sabéis. Pero no es menos cierto que estaguerra será muy distinta de cuantas se hayanvisto en la Península desde que Aníbal seenfrentó a Roma. Según tengo entendido, elcalifa almohade no solo ha desafiado aCastilla, sino a toda la Cristiandad. Si eso esverdad, difícilmente permanecerá neutralnuestro rey, pues no se lo permitirán.

Una ráfaga de aire helado surgió de entrelos robles al otro lado de los muros del castilloe hizo temblar las llamas de la chimenea, cualsi las hubiese herido. Íñigo se apretó las pielesque le servían de abrigo contra su cuerpo,incapaz de distinguir si el temblor se debía alfrío o al temor que sentía por el deber querecaía sobre su persona, su linaje y su honor.

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Roger había formado parte de la comitiva que,encabezada por su rey, Pedro II, se habíareunido con el monarca castellano en Cuencapara hablar de la naciente cruzada. Amanecíanoviembre y la representación, habiendocumplido su cometido, volvía al territorio de laCorona aragonesa.

Pedro se hallaba especialmentepredispuesto a combatir al Islam, ya que lafamosa y tantas veces invocada carta de Al-Nasir había amenazado de manera muyparticular al monarca aragonés, ordenándoleque se abstuviera de presentar batalla contralos musulmanes. Tal provocación, dirigida aun vasallo directo del papado y a un granamigo del rey castellano, no podía tener másque una respuesta. Roger ya sabía lo que suseñor iba a decirle a Alfonso mucho antes dellegar a Cuenca. Aragón marcharía a la guerra.

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Al noble catalán no le sorprendía enabsoluto la decisión, aunque no acababa deconvencerle. Si bien la bravuconada de Al-Nasir le había dado unas proporcionesgigantescas al problema, para Roger no dejabade ser un asunto concerniente únicamente alos castellanos y los almohades. Aragón habíahecho muchas campañas contra losmusulmanes sin ayuda de sus vecinos, ydudaba que un revés en tales campañashubiera implicado el inmediato auxilio del reyAlfonso.

Mientras cabalgaba de nuevo a su hogar,iba meditando la respuesta que su rey le habíadado al preguntarle por qué era menesterenviar ayuda a Castilla.

—Por varias razones —había dicho elmonarca—. La primera es que Aragón hacombatido fervientemente a los musulmanesen las últimas décadas, y no me parece estebuen momento para dejar de hacerlo. La

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segunda es que Al-Nasir ha desafiado aAlfonso, mi primo y amigo, y al Papa deRoma, mi señor, y no sería buen amigo nibuen vasallo si no defendiera a quienes por talme tienen. Y la tercera es que, como vossabéis, antes de la invasión islámica eraHispania un solo reino, un único país. Aunquelas circunstancias hayan hecho que ahorahablemos de cinco reinos cristianos en laPenínsula, un único reino había en el pasado,y un único reino habrá necesariamente en elfuturo. Las guerras de Castilla son las guerrasde Aragón, y los combates de Aragón son loscombates de Castilla, pues ambos somos, alfin y al cabo, España. No hablaron losmanuscritos de nuestros antepasados de lacaída de Aragón, sino de la caída de España; yno hablarán de la Reconquista de Aragón, sinode la Reconquista de España.

Los argumentos eran tan racionales ylógicos que Roger no hallaba motivos para

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atacarlos, y sin embargo, no podía sentirseconforme con la determinación de sumonarca. Pero, aunque no quisierareconocerlo, sabía perfectamente qué era loque le incomodaba.

No tenía fuerzas para luchar por una causasacra siguiendo los dictados de una Iglesia yde un Dios de los que se sentía abandonado.Sabía, porque lo había intentado, que la Iglesiano perdonaría su ira contra el cielo, desatadala noche en que murió su mujer, sin satisfacerla avaricia de los obispos con algunas de susposesiones. Asimismo, intuía que Dios lehabía castigado por un pecado que era incapazde encontrar en su conducta. Él, que siemprehabía cumplido sin tacha los mandamientos dela ley de Dios y que había combatido sintregua a los musulmanes, se encontrabadesposeído, apartado por siempre de la mujera la que amaba.

El recuerdo de su esposa agonizante

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sobrevoló su memoria, y sintió un profundodolor en el corazón, como si una lanza letraspasara de parte a parte. Se sobrepusocomo pudo y susurró para sí mismo, irónico:

—Bien, si hay guerra, quizá los almohadespuedan atravesarlo.

Apretó las riendas de su caballo con fuerzay lo espoleó para que avanzara más rápido,aunque, en realidad, sabía que no tenía ningúnsitio adonde ir, ningún sitio en que su mujer leesperara, salvo aquel que le era negado.

Derramó, sin quererlo, una lágrima.

Una suave brisa recorría las calles de Sevilla yla orilla del Guadalquivir. En ella se percibíanlas primeras notas de la suave melodía que elinvierno haría caer sobre la ciudad andaluza,pero la temperatura era agradable.

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Aprovechando la bondad del clima sureño, elpoeta Mutarraf bebía con calma un té en unade las muchas teterías que se lucraban a costadel ejército de Al-Nasir. Le acompañaba unguerrero andalusí, un joven jinetesorprendentemente culto. Se habían conocidoa la salida de la mezquita y ambos disfrutabangratamente de la compañía y conversación delotro.

El jinete bebió un sorbo del té y después,mirando con respeto a Mutarraf, le preguntó:

—¿Cuál creéis que es el arte más sublime?Aquella pregunta desconcertó levemente al

poeta. Cierto es que él y su amigo solíanhablar de cuestiones artísticas, pero laspreguntas tan genéricas siempre le parecíanextrañas. Tras meditarlo un instante, optó porla respuesta más sencilla:

—Es difícil decidir. Todas las artes, siestán inspiradas por Dios, son igualmentesublimes.

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—Por supuesto, pero debe haber algunaque os atraiga más poderosamente la atención,que reconforte vuestro espíritu como ningunaotra podría hacerlo.

Mutarraf decidió entrar en el juego deljinete. La respuesta fue totalmente instintiva,casi sin pensar:

—Supongo que la música… —Calló, pero,al ver que su interlocutor no se pronunciaba alrespecto, continuó—: Supongo que lamúsica… porque es el arte que mayor poderejerce sobre el alma humana, y la más libre.Me explico: todo tipo de arte, como laliteratura o la escultura, sigue unas reglasrelativamente estrictas en cuanto a sucomposición, digamos, una técnica.Evidentemente, esto también sucede con lamúsica. En este sentido no difiere de ningunaotra. No obstante, en la ejecución del arte, oen el momento en que nosotros locontemplamos como obra finalizada, esta, de

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algún modo, aparece siempre acotada. Unaestatua, un poema, un lienzo, manifiestan subelleza en un marco físico determinado fueradel cual no tienen poder sino como recuerdo oemoción. En cambio, una canción, unamelodía, no está acotada: la creación delmúsico inunda el ambiente, lo absorbe todo.Supongo que por eso tiene mayor capacidadde conmover que un poema o un cuadro. Esun arte total que hace que todo nuestro ser seimplique con la obra.

El jinete, que había seguido con expresiónseria, casi examinadora, la diatriba del artista,comenzó de pronto a reír por lo bajo. CuandoMutarraf le preguntó qué sucedía, respondió:

—Nada, nada en absoluto. Sencillamente,me hacía gracia la situación: en esta ciudadhay un ejército de centenares de miles dehombres prestos para lanzarse a la sangre y ala muerte, sin que les importe lo más mínimoel arte, y vos y yo discutimos sobre la música

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en medio de esta vorágine. —Siguió riendo unrato y preguntó después, sin dejar de sonreír—: Decidme, ¿qué hace un hombre como vosaquí?

Mutarraf se encogió de hombros y dijo:—Lo mismo que vos, supongo.—Yo soy soldado. Para mí, el arte es una

vocación, no mi oficio. Pero vos sois artista.¿Acaso consideráis la guerra como unaafición?

El poeta bebió lentamente lo que lequedaba del té y después respondió, muyserio:

—Bueno, dicen que no hay arte más belloque el de la guerra, ni música más sublime quelos cánticos guerreros y el entrechocar de losaceros en el campo de batalla. —Después,para intentar quitarle gravedad al asunto,apostilló—: O al menos eso es lo que me handicho.

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El andalusí rio fuertemente y golpeó lamesa en un gesto de aprobación.

—Tendréis oportunidad de comprobarlo,os lo aseguro.

El rey Alfonso no se había recuperado de lapérdida de su hijo, y aunque solo habíapasado un mes desde la muerte del infante,Rodrigo de Aranda estaba seguro de que suseñor no se recuperaría jamás. La tragediahabía sobrevenido en el momento en que másapoyos necesitaba el monarca castellano, yeste se hallaba desamparado. Aunque habíahecho gala de una tremenda vitalidad yenergía a la hora de legislar para la guerra yhacer alianzas con los reinos vecinos, suconsejero sabía que era una huida haciadelante. Loable por sacar fuerzas de ladebilidad, pero motivada por el dolor.

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Anochecía ya noviembre, y el monarcacastellano estaba volviendo de una pequeñaexpedición hecha contra las fortalezasfronterizas de los almohades. Antaño la habríarealizado el infante, pero ya no había nadie encondiciones de delegar. Alfonso lo entendía yponía en juego todas sus fuerzas, físicas yespirituales.

Rodrigo se sirvió algo de vino en unaaustera copa y se sentó frente a una ventana,para observar la inmensidad de la llanuracastellana que rodeaba a la fortaleza. Legustaba el paisaje, y cada vez que locontemplaba se sentía henchido de fervor porsu patria, al tiempo que le inundaba una gravesensación de responsabilidad. Desde sujuventud —era hijo de un noble menor deCastilla que había entrado al servicio del reypor su coraje con las armas, prudencia con laspalabras y conocimiento de las sagradas leyesde Castilla y del papado—, había sentido un

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gran deseo de luchar, pero solo tras serconsejero del monarca había comprendidoplenamente el sentido de la lucha. Y a pesarde todo, sabía que lo que estaban desatandosu rey, él y todos los emisarios que sedesperdigaban por Europa como fuegosfatuos, era algo mucho mayor de lo que jamásse hubiera visto.

Repasó mentalmente la situacióndiplomática con los reinos cristianos, aunqueseguramente, pensó, diplomacia podía no serla palabra más correcta. Aragón participaría enla campaña, como era lógico. Los aragonesesllevaban décadas combatiendoininterrumpidamente a los musulmanes, y nose iban a perder la mejor ocasión de hacerlo.Faltaba saber qué podían esperar de Navarra,León y Portugal.

Poco del primer reino, supuso. Navarros ycastellanos habían tenido varios encontronazosen los últimos años, y los navarros incluso

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habían cooperado con los almohades. Hasta serumoreaba que el rey navarro, Sancho elFuerte, se había convertido al Islam. Aunqueesos rumores debían ser exagerados,ilustraban perfectamente la enemistad entreambos reinos, hasta el punto de que no seríaextraño que Sancho el Fuerte aprovechara lalarga marcha hacia el sur para recuperar loscastillos que Alfonso le había arrebatadopocos años atrás.

Por su parte, aunque no cupiera esperartanta hostilidad por parte de León y Portugal,tampoco podían tener ilusiones respecto alapoyo que les brindarían. No, Castilla sola notenía fuerza suficiente para movilizar a granescala a todos los reinos cristianos. Necesitabapara ello al papado.

Bebió lentamente del vino mientras sesorprendía de que el sol brillara, radiante,sobre los campos cubiertos de escarcha.Pronto campos semejantes serían arrasados

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por las pezuñas de los caballos y las botas dehierro de los infantes, y abonados con loscadáveres de los caídos.

Pero, al fin y al cabo, el sol brillaríadespués de la matanza, como lo hacía antes.Este pensamiento pareció reconfortar aRodrigo, pero casi inmediatamente lo descartóy murmuró para sí mismo:

—Sí, brillará. Pero no será el mismo.Nada será lo mismo.

Los emisarios ya habían sido enviados. Tresembajadores había nombrado el rey, treshombres que atravesaron los Pirineos y sedispersaron por Europa como si fueran losReyes Magos llevando los regalos del Poder,el Espíritu y la Muerte.

El primero era Ximénez de Rada, quien,

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tras cumplir con su doloroso deber de darsepultura al infante, había partido haciaFrancia. El segundo era el propio médico delrey, el maestro Arnaldo, quien había sidoenviado a la Gascuña. Sobre el tercero habíarecaído la misión más complicada y crucial:entrevistarse con el Papa, Inocencio III. Elelegido era don Gerardo, el obispo electo deSegovia, y sobre sus hombros habíadepositado el rey Alfonso la tarea de conseguirque su ofensiva fuera sacra e internacional.

A medida que avanzaban por Europa, elinvierno iba tendiendo su suave manto blanco,mas no por ello los corazones dejaban dearder. Como si la mera presencia de estosemisarios bastara para prender un fuegosiempre presto a alzarse, el ánimo combativode los cristianos europeos se enardecía.Muchos cantares se compusieron solicitandocastigo contra el musulmán, y la música de labatalla fue creciendo cual si fuera un torrente

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que, fortalecido por la tempestad, rebasa losdiques y anega los campos. Folquet deMarsella compuso el canto Desde hoy noconozco razón, en el que pedía que no serepitiera en España lo acontecido en Jerusalénveinticinco años antes, cosa parecida a la quedijo Gavaudán el Viejo. Cessareo deHesterbach, un monje alemán, llegó más allá,diciendo que la ofensiva almohade buscabaayudar a los herejes albigenses en su desafíoal Papa.

El terreno era perfecto para que losembajadores de Castilla sembraran. Loscuervos recogerían la cosecha.

Sundak entró en una de las tabernas sevillanasen que los soldados musulmanes gastaban lastardes de espera, y pidió un vaso de leche.Cuando se lo dieron, se sentó junto a un grupo

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de agzaz y comenzó a beberlo con calma. Elcontraste entre su fiero y atemorizador rostroy la blanca pureza de la leche que bebía eracurioso cuanto menos, y de algún modo ledaba al conjunto una aparienciaverdaderamente siniestra, como si una niñabebiera sangre.

Sundak era un hombreextraordinariamente activo, que no soportabaestar quieto en un sitio demasiado tiempo, ypor eso había participado en todas lasincursiones fronterizas en que había podidodesde que llegó a Sevilla. No obstante, yamediaba diciembre, y el ejército no se movía.Por ello, lo único que podía hacer era pasearsepor las tabernas para escuchar la informaciónque se comentara que le permitiera fantasearcon los combates venideros. Era el mismoentretenimiento al que se dedicaban casi todossus compañeros agzaz, quienes en esemomento decían:

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—Se habla de que los castellanos estánpreparando Toledo para que llegue una granfuerza.

Sundak tomó un sorbo de leche y centrósu atención en el diálogo.

—¿Por qué lo dices?—Al parecer están transportando ya

víveres y armas.—Eso es ridículo —terció un veterano

guzz, de larga barba negra a la costumbre deestos mercenarios—. Ningún ejército podráponerse en marcha, al menos hasta marzo.¿Por qué iban a estar ya transportandovíveres, con lo difícil que se hace moverlos eninvierno, con los caminos nevados y lastormentas?

—Precisamente, porque es un granejército el que esperan —defendió el quehabía dado la información, un muchacho deunos veintitrés años con la cara afilada y unanillo con un trozo de jade incrustado—. No

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querrán que se les eche el tiempo encima. Teaseguro que, por duro que sea el invierno, ensus herrerías la nieve no cuaja.

—Debe ser verdad lo que dices —intervino un tercer guzz—, porque tambiénestán acuñando moneda. Mirad.

Y arrojó sobre la mesa un maravedí deoro.

—Se la quité a un infante al que maté enuna incursión de un flechazo en un ojo, haceunas semanas. Me hizo gracia porque lainscripción está en árabe.

El guzz veterano que había hablado antesrefunfuñó un poco, se mesó la barba y sequedó mirando largamente la moneda conexpresión de disgusto y temor, como siaquello, en vez de un maravedí, fuera unarquero que le hubiera tendido una trampa y leestuviera apuntando. Al rato, dijo:

—Transportan víveres en pleno invierno,

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forjan armas, acuñan moneda para poderpagar a las tropas… parece que los rumoresque se escuchan son ciertos.

—¿Qué rumores?—Que los castellanos no están solos. Que

les apoya Aragón, y su sumo faraón, ymuchos otros.

Algunos rieron por el insulto al Papa, y elguzz joven, el de la cara afilada y anillo dejade, le respondió:

—La ayuda de Aragón es segura. Lo deRoma, Francia, Navarra y los demás… ya loveremos. Pero —añadió en tono burlón—,¿acaso te da miedo que se unan, viejo?

El veterano le asaeteó con una miradafuribunda, y replicó, gritando:

—Muchacho, el desafortunado día en queviniste al mundo abriéndote paso a patadasdesde el vientre de tu madre yo ya llevabaunos cuantos años luchando, y había matado a

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diez veces más hombres que mujeres habrácon las que puedas acostarte, si alguna seaviene a eso contigo. No tengo miedo. Pero tedigo que mal vamos si mientras el reycastellano gana aliados, el Príncipe de losCreyentes los pierde.

Sundak sabía que no era extraño que,entre guerreros, hubiera reyertas pornimiedades cuando no estaban en campaña,sobre todo entre tropas tan feroces como losagzaz. Por eso, para evitar que el agraviadopudiera elaborar una réplica que enturbiaraaún más los ánimos, se apresuró a preguntar:

—¿A qué te refieres?El veterano se serenó al escuchar la voz de

Sundak, quien poseía gran autoridad entre suscompañeros, y dijo:

—Sabes que los gobernadores de Ceuta yFez han sido apresados por orden de Al-Nasir,aconsejado por su jefe de Hacienda, IbnMutanná, al que quieren poco por aquí,

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¿verdad?—Sí.—Parece ser que a algunos no les gusta

esta decisión. No sé hasta qué punto puedevolverse eso en contra de Al-Nasir, pero creoque, cuando llegue la batalla, seremos menosde los que esperamos.

Se produjo un silencio tenso, hasta queuno de los soldados le preguntó a Sundak:

—¿Qué opinas de esto?El mercenario apuró su vaso de leche y

respondió:—Opino que, cuantos menos luchemos,

en menos partes se dividirá el botín.Los agzaz recibieron la bravuconada de

Sundak con risas y golpes de aprobación en lamesa. El único que no rio fue el veteranoguzz, que refunfuñó y siguió mesándose labarba.

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—La naturaleza de Cristo —dijo el prior—,¿es divina o humana?

A Alfonso le gustaba debatir cuestionesteológicas y filosóficas con el prior. Aunque sudeber no era la pluma, sino la espada, noconsideraba que una cosa excluyera la otra.Antes bien, para él, eran complementarias.Había conocido a más de un guerrero cuyoúnico interés en la batalla era el meroderramamiento de sangre, pero él no pensabaasí: creía que la lucha era una herramienta, unmedio tan legítimo como cualquier otro,respetando unos cánones, para conseguir unfin: el triunfo de la Cristiandad contra susenemigos. Solo comprendiendo plenamente elfin y entendiendo el motivo por el cualempuñaba su espada y combatía a losmusulmanes, podría tal combate tener sentidoy ser justo.

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—Ambas a la vez —respondió elcaballero.

—Ambas a la vez —repitió el prior—. Sunaturaleza es divina, pero también humana,igual en todo a nosotros, excepto…

—Excepto en el pecado —completó elcaballero.

—Correcto. Lo cual nos lleva a otrodebate: si el pecado no forma parte de lanaturaleza de Cristo, ¿se debe a que no puedepecar o a que, pudiendo, no lo hace?

El caballero meditó lentamente larespuesta que debía dar. Al igual que en laguerra, gustaba de analizar calmada yfríamente los interrogantes e inconvenientesque se le presentaban, pues hablar por hablary actuar por actuar suponía una inconsistenciaimpropia de un guerrero de Cristo.Finalmente, contestó:

—Me inclino a pensar que no puedepecar.

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—No obstante, el diablo le tienta.El caballero asintió. Al ver que el prior no

continuaba, le miró a los ojos y vio que queríaque prosiguiera el razonamiento, pero no sabíaadónde quería ir a parar, así que le preguntó:

—¿Qué queréis decir?—¿Por qué iba el diablo a tentar a quien

no puede caer en tentación? No tiene sentido,luego quizá debemos suponer que Cristo fuetentado porque podía pecar, aunque no lohiciera. No obstante…

—No obstante —retomó el caballero, queya había entendido lo que el prior quería decir—, si Cristo tuviera pecado, aunque fuera enpotencia y no en acto (no como nosotros, loshumanos, para los que el pecado forma partede nuestra naturaleza en potencia y en acto)…si Cristo tuviera pecado, decía, aunque fuerameramente potencial, ya no sería Dios, puessería imperfecto, mientras que quien es

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perfecto, esto es, Dios, no puede dejar deserlo, ni en acto ni en potencia.

—Has hablado sabiamente. Como ves, lastentaciones en el desierto nos ofrecen un gravedilema: o bien Cristo no puede pecar, luego esestúpido que el diablo le tiente, pues al nopoder pecar no podría siquiera ser tentado; obien Cristo, pudiendo pecar, no lo hace.

—Difícil problema.—Lo es, ciertamente. ¿Se te ocurre alguna

solución?El caballero calló por un largo rato. El

problema le sobrepasaba y, aunque estabaseguro de que había una forma de resolverlo,no se le ocurría cuál pudiera ser. Al final dijo,aunque con escasa convicción:

—Estaba escrito: «No tentarás al Señor, tuDios». Quizá el diablo quisiera romper talafirmación…

—Sin duda quería, ¿pero para qué? Que

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esté escrito no esclarece el problema, dehecho lo oscurece aún más. ¿Por qué nadieiba a tentar a Dios si Dios no puede pecar?Nadie va a tentarnos a volar, puesto que nopodemos. Sencillamente, no sentiríamos elimpulso de hacerlo. Del mismo modo, ¿porqué nadie iba a incitar a pecar a quien nopuede pecar?

De pronto, los ojos del caballerorelampaguearon, como cuando descubría unafisura en las defensas de su enemigo. Tenía lasensación de haber dado con la clave y,aunque no sabía exactamente cómodesarrollarla, dijo:

—No, nadie puede incitarme a volar, puesla incitación implicaría una correspondenciapor mi parte que no se daría. No habríarelación. No obstante, alguien podríaordenarme que volara, aunque yo nocorrespondiera a esta propuesta, aunque nohubiera relación. Satán le dice a Cristo que

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peque y, aunque no encuentracorrespondencia por parte de Cristo, aunqueno hay tentación posible, sí hay propuesta…—El caballero miró al prior buscandoaprobación. Este no hizo gesto alguno, y elcaballero, confuso, confesó—: Creo que estoes cierto, mas se me escapa el sentido de lastentaciones, si era evidente que no iban aproducir efecto.

El prior tomó entonces la palabra y dijo:—Te has centrado en una parte del

problema. Es evidente que Cristo es Dios y,en tanto que Dios, no peca. Pero no es menoscierto que Cristo es también hombre, y puestoque hombre, es libre. La libertad implica lacapacidad de pecar, y esto es algo constitutivodel ser humano. Si Cristo no poseyera tallibertad, no habría revestido forma ynaturaleza humana. Habría sido, como decíanalgunos herejes griegos en los inicios delCristianismo, un dios que habría andado entre

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los hombres, pero sin ser como ellos. Portanto, las tentaciones en el desierto, quefueron tales porque Cristo podría haberlasobedecido, tienen un doble significado: por unlado, nos muestran la rectitud de Cristo, cómohabiendo sido tentado con algo tan simple ycomún en nuestros días como adorar al diablo,y pudiendo haber recibido en compensaciónmaravillas increíbles, se abstiene de pecarsencillamente porque no es justo.

»Por otro lado, representan una lucha, undesafío. Satán se enfrenta a Cristo para queabandone su misión redentora, para que dejelas almas de los hombres a merced de lasfuerzas infernales. Cuando el diablo le dice aJesús que, si es Hijo de Dios, convierta laspiedras en panes, quiere que abandone sunaturaleza humana conscientemente escogidapara cumplir la misión encomendada por elPadre, lo mismo que cuando le dice que se tiredesde lo alto del Templo de Jerusalén. Cuando

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le promete los reinos de la tierra si se postraante él y le adora, le está diciendo que talesreinos le pertenecen, que suyas son las almasde sus habitantes. El diablo quiere subvertir lamisión de Cristo, y aunque sabe que no loconseguirá, tiene que intentarlo… porque laconclusión de la obra divina sería, como asífue, la mayor derrota de Satán.

El caballero meditó calmadamente elrazonamiento del prior, centrándose en lasideas y en la concatenación entre las mismascomo si forjara una cadena. Ambospermanecieron en silencio mientras elcaballero realizaba este ejercicio, hasta que susuperior, tras un hondo suspiro, comentó:

—El Cristianismo es, en esencia, lucha. Aligual que el Islam. Es por esto que estamoscondenados a combatir… tanto como aentendernos.

El caballero observó fijamente al prior,cuya mirada, fuerte aunque con un matiz de

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cansancio en lo profundo de su verdor, seconcentraba en los oscuros recovecos delclaustro en el que estaban.

—Cuando dos personas —continuó elprior— sostienen una forma de ver el mundotan opuesta, pero al mismo tiempo tanparecida, deben luchar. Pues sus ideales, sufe, están por encima de su propia vida en lamedida en que esta vida es tal precisamentepor sus creencias. Pero, justamente porquepueden comprender que un hombre viva porsu fe, entenderán a su enemigo. Así nossucede a nosotros con el Islam. Llevamossiglos luchando por el alma de España, y aún,me temo, habremos de seguir haciéndolomucho más. Y, sin embargo, no nos odiamos.Quizá otros no lo entiendan, pero no nosodiamos. Si luchamos, es sencillamenteporque debemos hacerlo.

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El rey estaba acorralado. En su diagonal, unatorre le vigilaba. No podía dañarle, pero leimpedía el movimiento hacia la casilla superiory la que estaba a su izquierda. Tampoco podíamatar a la torre, pues la reina enemiga leprotegía en diagonal, impidiéndole tambiénhuir hacia la fila a su derecha. Solo quedabaun movimiento posible para escapar de la torrey la reina, avanzando hacia la casilla de abajo,pero entonces un peón se lo comería. Erajaque mate, sin ninguna duda. Un jaque mateconseguido con un peón.

Mutarraf analizaba la situación intentandode algún modo evitar la derrota, pero noexistía. Su contrincante, Ibn Wazir, habíaderribado con paciencia y meticulosidad susdefensas, había rodeado al rey y le habíaobligado a vagar por el tablero hasta quefinalmente decidió asestar el golpe de gracia.En cierto modo, el poeta tenía la impresión de

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que el andalusí le había perdonado el matevarias veces, no por humillarle, sino paraconcederle alguna ventaja en una luchadesequilibrada. Mutarraf, que se considerabaun jugador bastante decente de ajedrez, tuvoque admitir la superioridad de Ibn Wazir.

—Sois un gran jugador —le dijo—. Estoyimpresionado.

Se habían conocido gracias al criado quehabía anunciado a Ibn Wazir la muerte delinfante don Fernando. Quizá queriendocompensar su torpeza en aquel asunto, elsiervo había buscado entre los muchos poetas,filósofos y cadíes que sabía vagaban porSevilla en aquellos días a alguien con cuyacompañía su señor pudiera disfrutar. Sabíaque Ibn Wazir gustaba de las conversacionesartísticas e intelectuales, máxime cuando lastropas estaban acuarteladas y prácticamenteinactivas. Le hablaron de Mutarraf, al cualencontró paseando por las numerosas calles de

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la ciudad del Guadalquivir, y se lo presentó alnoble, con quien trabó gran amistad.

—Gracias —le respondió Ibn Wazir—. Locierto es que he practicado mucho este juego,y he reflexionado mucho sobre él. Y a medidaque lo conozco, y esto os sorprenderá, meresulta cada vez más claro que es un error.

—¿Un error? —preguntó extrañadoMutarraf—. ¿En qué sentido?

—El juego tiene un error de concepcióngravísimo: si os fijáis, la primera línea laocupan los peones, mientras que en laretaguardia despliegan las figuras, yespecialmente el rey.

Mutarraf, aún más sorprendido, inquirió:—¿Por qué os parece eso un error?—Los peones no deben defender al rey; al

contrario, es al rey a quien corresponde ladefensa de sus súbditos. La autoridad absolutadel gobernante procede de los deberes

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contraídos para con sus ciudadanos, y por estaresponsabilidad se le otorgan los privilegios yla capacidad de mandar. Si el rey ordena a uncampesino que trabaje durante horas sindescanso, el campesino lo hará en la medidaen que el rey le defienda. Si el monarcamanda a un general que tome una fortaleza, elgeneral le obedecerá en tanto que el monarcaluche por su pueblo. En definitiva, solo quiencumple con sus deberes puede exigir a losdemás que haga lo mismo. En esto consiste laautoridad, y en esto se basa la posición de losgobernantes. El ajedrez no refleja eso.

El poeta reflexionó sobre la respuesta deIbn Wazir, y le pareció muy juiciosa.Comentó:

—Tenéis un fuerte concepto de laautoridad.

Ibn Wazir sonrió y se encogió dehombros.

—En absoluto. Sencillamente es el

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concepto básico, puro, sin contaminaciones.Mucha gente no lo entiende, y confunde lacausa con el efecto: este hombre tieneprivilegios, ergo manda. Por supuesto, no esasí. En realidad, el hombre cumple con sudeber, como cumple con su deber, manda, ycomo manda, posee privilegios.

—Estaba recordando, al hilo de laconversación —dijo Mutarraf—, un pasaje dela Anábasis. ¿La habéis leído?

—Ciertamente.—En ese libro se da una bonita reflexión

sobre este mismo tema.Ibn Wazir miró a Mutarraf con curiosidad

y dijo:—No lo recuerdo. ¿De qué lección se

trata?—Hay un momento —explicó el poeta—,

después de que Ciro haya sido derrotado yArtajerjes haya traicionado a los griegos, en

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que estos se encuentran con sus enemigos enla falda de una colina. Tomar esta colina eracrucial para crear una buena posicióndefensiva, así que ambos ejércitos comienzana subir a toda prisa por su ladera. Jenofonte vaanimando a sus tropas montado a caballo.Entonces, uno de sus soldados le dice quepara él es muy fácil lanzar arengas, pues estácabalgando, mientras que él tiene que subiruna pendiente empinada cargando con elescudo, la lanza y demás pertrechos. Al oíresto, Jenofonte baja del caballo, coge la lanzay el escudo del soldado rebelde, le empujadespectivamente colina abajo y comienza asubir la cuesta cargando con el equipo.

Ibn Wazir dijo:—Así es. Resulta muy acertada la lección.

La autoridad es algo que nunca se presupone:se gana, y se gana con el ejemplo. Hay… —Se detuvo por un instante, como si noestuviera seguro de que fuera oportuno decir

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lo que quería decir. Finalmente, continuó—:Hay muchos hombres que pretenden serlíderes, pero no tienen autoridad. Basan supreeminencia en honores adquiridos durante lainfancia, pero no han hecho nada para estar ala altura de esos honores.

La mirada de Mutarraf se tornó inquisitiva,y preguntó:

—¿Os referís a alguien en concreto?Ibn Wazir negó lentamente con la cabeza.—No me refería a nadie porque no es

necesario. A la hora de la verdad, será fácildiferenciar entre el hombre que poseeautoridad y aquel que carece de ella.

—¿Cómo?El noble miró fijamente al poeta, y le dijo:—El hombre con autoridad ha ganado el

respeto de sus hombres, y estos no leabandonarán. Pero el que carece de ella hacomprado el respeto. Y cuando llegue el

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momento, cuando la caballería cristianapenetre en nuestras filas y sus flechas silbenbajo el sol, cuando el suelo se convierta en unlodazal de sangre, el dinero no servirá paranada. Entonces, si no has trabajado por tushombres, ellos no trabajarán por ti. Y estarássolo, y nadie puede vencer por sí mismo a unejército.

Era 4 de febrero. Rodrigo de Aranda volvía ala corte, transitando los caminos nevados, traspresenciar las ceremonias que señalizaban elinicio de la movilización de la milicia concejilde su pueblo natal. Mientras abarcaba con sumirada el páramo castellano, sobrecogedor porla nieve, y la clara pureza del cielo invernal,repasaba los pormenores de la ceremonia.

Las milicias concejiles eran las tropasreclutadas en las villas para marchar a la

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guerra. Estaban obligadas a hacerlo porjuramento a los reyes de Castilla, pues estosles habían otorgado la propiedad de la tierra alser reconquistada a cambio de una serie deobligaciones, entre las que figuraba guerrear.Así se había fraguado Castilla, así se habíanfraguado todos los reinos cristianos de España.Rodrigo lo sabía bien, pues conocíaperfectamente las leyes, de dónde surgían, aquiénes obligaban y qué privilegios otorgaban.Y tenía mérito, pues esta forma derepoblación había creado una cantidadinmensa de textos legales, de forma queprácticamente toda aldea y todo puebloposeían sus propias normas.

Era en estos fueros donde se detallaba laforma y las circunstancias en que las miliciasconcejiles debían armarse para la guerra. Elnúmero de hombres estaba pactado, así comosu retribución y las sanciones en que pudieranincurrir. No obstante, no solían ser enviados

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todos los hombres, pues algunos de los quepudieran empuñar armas debían permaneceren la ciudad para que esta no quedaraindefensa. Se establecía también que elencargado de dirigirles en campaña era su juezo su alcalde, aunque normalmente sedesignara un adalid, uno de los mejoresguerreros del pueblo, que, además, tenía lasfunciones de conocer las tierras por las quetransitaba el ejército y juzgar los pleitos quepudieran surgir. También se nombraban, entrelos habitantes de la población, otros cargos,como el notario, que debía inventariar elnúmero de hombres, armas y bestias de quese disponía; los guardadores, quienes seencargaban de vigilar a los prisioneros y elganado; los exploradores, elegidos entre losmejores jinetes del pueblo; y médicos ycapellanes. Así, perfectamente organizada, seponía en marcha la maquinaria militar de losconcejos cuando el rey lo pedía, según las

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leyes de la ciudad. Cumplían con la obligacióncentenaria, contraída cuando, por primera vez,los reyes cristianos de España miraron hacia elsur y creyeron que podrían reconquistar loque les había sido arrebatado.

La ceremonia había sido preciosa a laaustera manera de Castilla, y Rodrigo volvíahenchido de orgullo al ver a los hombres tandispuestos para el combate. El inicio loseñalaba el sacar el estandarte de la ciudad,que recorría las calles de la misma para quetodos sus habitantes tomaran conciencia deque sus hijos, padres y esposos marchaban ala guerra. El estandarte les representaba atodos, simbolizaba el honor por el cualcumplían el juramento que les impulsaba a lalucha en el sur. Después, el pendón erallevado a la iglesia y presentado ante el altardel Señor de los Ejércitos, al tiempo que seescuchaba misa de vísperas para,posteriormente, celebrar una vigilia ante el

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Cristo. El frío había sido horrible, peroaquellos hombres eran austeros y recios,hechos a las penalidades, tallados en la mismapiedra de los santuarios que velaban por lospáramos castellanos.

Al día siguiente se celebró de nuevo misa,y se entonó durante la Eucaristía el Oh,martyr gloriose…, cántico que no dejabalugar a dudas sobre cuál era el destino que norehuían los guerreros. Después, se salió enprocesión, al término de la cual se entonaronvarios cánticos y se bendijo el estandarte, paraque otorgara a quienes lo defendían el favorde Dios y para que estos no lo abandonarandeshonrosamente en el polvo y la sangre delcampo de batalla, ni permitieran que fueracapturado.2

Todo esto rememoraba Rodrigo cuandofinalmente llegó a la corte, y se la encontró enestado de gran agitación. Inmediatamentellamó a un mozo de cuadra que le llevara el

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caballo al establo y lo apacentara, y lepreguntó:

—¿Qué sucede?El muchacho respondió:—No lo sé, señor. Creo que el rey ha

recibido una carta, pero no sé más.A Rodrigo le dio un vuelco el corazón.

Con toda la celeridad que le permitía su edadsubió los escalones hacia el aposento de surey, que le recibió de inmediato.

—Don Rodrigo —le saludó el monarca—,por fin noticias del Santo Padre. Parece quedon Gerardo ha hecho bien su trabajo.

Y le contó las nuevas que daba InocencioIII, quien prometía la indulgencia a todos losperegrinos que viajaran a la Península paratomar parte en la ofensiva cristiana, elevadaasí al rango de cruzada. Idéntica noticia habíarecibido cinco días antes el arzobispo francésde Sens, por lo que los ultrapirenaicos estaban

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avisados también. Asimismo, el Papaaconsejaba al rey Alfonso que fuera prudente,y que si podía conseguir una buena tregua,que le permitiera reforzarse con mayoresgarantías, la aprovechara. Pero ya era tardepara eso.

Rodrigo vio que, por primera vez desde lamuerte del infante, el rey se mostrabamedianamente animado. Aunque la sombra dedolor no dejaba de oscurecer su mirada, unleve destello de fervor la avivaba, reflejando lavivacidad del hombre que tiene grandesproyectos y sabe que, poco a poco, se vancumpliendo.

—Ahora solo resta saber qué políticaseguir con nuestros vecinos —dijo el rey—.Enviaré a don Tello Téllez de Meneses, elarzobispo de Palencia, a entrevistarse conInocencio III.

Entonces el monarca calló y se acercó aun ventanal. El reflejo del sol sobre la nieve le

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devolvió la mirada y, tras inspirarprofundamente el frío puro del invierno,susurró para sí:

—Ojalá estuvieras conmigo, hijo mío.Ojalá estuvieras aquí.

El invierno no estaba siendo especialmenteduro en las costas catalanas, aunque Roger nolo percibía. Cada vez más, se iba convirtiendoen un prisionero, un prisionero de su propiocastillo y de su propia desesperación, a la queno acertaba a dar salida. Desde que acompañóa su rey a Cuenca, nadie salvo sus sirvientes lehabía visto de nuevo. No asistía a cacerías nibanquetes, ni aparecía por la corte.

Su apariencia era espectral, pues apenascomía. El deterioro se hacía aún más evidentepor su anterior condición de hombre fuerte y

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enérgico, por lo que se comenzaba a rumorearque había sido poseído por un mal espíritu.Esto le había valido para aumentar su fortunapor las remensas que los campesinos pagabanpara poder abandonar la tierra, pues noquerían trabajar para un señor al que creíanmaldito, pero esto poco importaba a Roger,que tenía cada vez menos contacto con lomundano. No había renunciado a ninguno desus privilegios, sencillamente porqueconsideraba que tales privilegios no lepertenecían a él sino a su condición, exceptoal de prima nocte. En todo caso, nuncahubiera llegado a ejercitarlo, pues lasmuchachas de su señorío se casaban ensecreto o no lo hacían con tal de no tener quecompartir el lecho con el espectro en que sehabía convertido Roger.

Algunos llegaban más lejos y afirmabanque, en las noches tormentosas, se veía a uncaballero con armadura negra, y era cierto que

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Roger había hecho teñir de negro su perpuntecomo símbolo de dolor, cabalgandoferozmente por sus tierras y enfrentándose aenemigos imaginarios, generalmenteencarnados en árboles, cual si huyera de lasEuménides. Muchos no lo creían, pero otrosjuraban y perjuraban que se trataba delespíritu maligno que había tomado posesióndel noble y daba rienda suelta a su furor.

A principios de marzo llegó al feudo deRoger la única visita que podía esperar: unemisario de su rey, Pedro. El monarca sehallaba bastante ocupado con los preparativosde la cruzada, y no había escuchado rumoressobre el estado de su vasallo. Lo únicoimportante aquellos días era prepararse paracombatir. Y, a pesar de todo, Rogercombatiría.

El chambelán guió al emisario hasta losaposentos del noble. Este, sabedor de sullegada, se colocó de espaldas a un ventanal

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por donde entraba un torrente de luz, deforma que el mensajero no pudiera ver surostro. Esto se hacía a veces para demostrarpoder y que a los interlocutores les diera laimpresión de estar ante alguien importante,pero en este caso Roger tomó tal decisión paraque el embajador no alertara al rey sobre supésimo estado. No quería preocuparle, puessabía que el rey Pedro le tenía en alta estima,ni buscaba su conmiseración.

El emisario entró y dijo:—Os traigo noticias del rey.Roger, haciendo un soberano esfuerzo por

que su gastada voz sonara aún imponente,preguntó:

—¿Cuáles son esas noticias?—El rey os ordena que comencéis a

reclutar vuestras mesnadas, y conseguir lospertrechos propios para la guerra. Os recuerdaque según las promesas que le hizo al rey deCastilla, los ejércitos de Aragón deberán estar

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el día 20 de mayo en Toledo, para desde ahípartir hacia el sur al combate contra losmusulmanes, con la ayuda de Dios NuestroSeñor.

Roger guardó silencio un rato, y despuésrespondió:

—Decidle al rey que en dos semanasestarán mis mesnadas prestas para la guerra, yque con ellas partiré para reunirme con él en eldía y lugar que me señale. Hacédselo saberasí, y dicho esto, partid en buena hora.

El mensajero salió tras hacer unareverencia, y el chambelán abandonó tambiénla habitación, dejando solo al noble. Este,súbitamente y sin saber por qué, se sintió algoaliviado, y percibió que el sol brillaba, aunqueen el fondo anidara la tristeza. Miró al mar,donde los rayos del astro destellaban comouvas en la viña en un día de lluvia, y dijo:

—Ya que de la vida me habéis privado,Cristo, concededme al menos morir en batalla,

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como guerrero que soy. Seguro que no oscostará mucho cumplir este ruego.

Le pareció que el mar le respondía en unlargo lamento.

Mediaba abril y las últimas nieves de lascumbres navarras comenzaban a retirarse, altiempo que el frío desaparecía del aire y losárboles y las flores revivían. Eso infundíaánimos al joven Íñigo en su entrenamiento conlas armas, que desde febrero se habíaintensificado. Aunque la situación del reinonavarro en la vorágine de acontecimientos quese había desatado seguía siendo incierta, cadavez con más fuerza notaban los noblesnavarros, y el rey Sancho VIII especialmente,que no podrían mantenerse al margen. El reyde Castilla había colocado a Navarra en una

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situación complicada: apoyar la ofensivacristiana significaba apoyar a su mortalenemigo, pero no hacerlo implicaba desgajarsedel espíritu cruzado que se vivía y, quizá, sersumado a una lista de amenazas junto con losmusulmanes de Tierra Santa, los almohades ylos herejes cátaros. Por supuesto, atacarCastilla mientras concentraba sus fuerzas en elsur era impensable, pues supondría durísimassanciones para Navarra, incluso laexcomunión y la consecuente invasión de loscruzados.

La única certeza que poseían los navarrosera que sus armas no iban a estar ociosas enverano.

El sonido de los aceros al chocar entre síretumbaba por encima del piar de los pájaros,los cuales se apoyaban en las ramas de losrobles que rodeaban el campo deentrenamiento, como si disfrutaran delcombate que sostenían Alonso e Íñigo. Este

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último había mejorado notablemente con laespada en los últimos meses, y ya era capazde controlar eficazmente su peso y manejarlacon gran pericia. Alonso le estaba enseñandotécnicas avanzadas, como desarmar a unguerrero para hacerlo prisionero o penetrar apie en un muro de lanzas. El encomendadoesperaba que su señor no tuviera que usarlas,pues estaban concebidas para situacionesextremas en las que ningún caballero deberíaverse envuelto, pero no podía prever lamagnitud de los acontecimientos que iban adesarrollarse en los meses venideros.

Doña Mencía apareció en el campo deentrenamiento y se sentó. Alonso la saludó, yviendo que su señora no hacía ningún gesto,continuó con la instrucción. Él e Íñigocombatieron durante un rato, hasta quefinalmente doña Mencía dijo:

—Parad.Los contendientes la obedecieron. Alonso

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fue a lavarse el duro rostro, perlado de gotasde sudor, y luego se acercó a doña Mencía,pues esta le había llamado.

—¿Cómo progresa el aprendizaje, Alonso?Íñigo miró con expectación al veterano,

pues sabía que no mentía.—Extraordinariamente, mi señora. Don

Íñigo tiene pericia para las armas, y estará listopara combatir en una gran guerra si se lerequiere, aunque Dios quiera que no sea así.

Íñigo se llenó de satisfacción, aunquesintió que le temblaban las piernas. De algúnmodo, le pareció que acababa de traspasar unapuerta que se había cerrado a sus espaldaspara no volver a abrirse.

Doña Mencía suspiró y dijo:—Temo que el día de la guerra es cada

vez más cercano.Íñigo se inquietó y preguntó:—¿Por qué lo decís, madre?

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Ella le miró fijamente a los ojos, para verqué encontraba en ellos. Descubrió unamezcla de impaciencia por verse inmerso enlos grandes acontecimientos que su posición ledeparaba, pero también miedo por no sabercuáles serían tales acontecimientos, ni siestaría a su altura.

—El Santo Padre, Inocencio III, hadispuesto que todo rey que ataque a Castillamientras dure la cruzada será excomulgado, aligual que si hace alianza con los almohades. Elrey de Portugal ya ha dicho que, aunque él notomará parte en la campaña, permitirá a sussúbditos que lo hagan. Más allá de losPirineos, los franceses se arman también parala guerra, y algunos han llegado ya a Toledo,donde se reúne el ejército de Alfonso deCastilla. No creo que nosotros podamospermanecer ajenos a este conflicto, hijo mío,cuando por toda Europa resuena la terriblellamada a las armas.

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Los pájaros callaron, como sobrecogidospor la información de doña Mencía. Íñigo,atribulado, miró alternativamente a laresplandeciente hierba, al claro firmamento, yal rostro de su madre, a la que finalmente dijo:

—Entonces, combatiré antes de quetermine el año…

No sabía muy bien si era una pregunta ouna afirmación. Se le erizó el vello al pensarque, puesto que había que luchar, sería mejorsaberlo cuanto antes.

Su madre se levantó y, besándole en lafrente, le susurró con dulzura:

—La gloria es para los valientes, hijo mío.Asume tu grandeza. No la temas.

Santiago García acababa de ser nombradocaballero de la Orden de Calatrava. Tras su

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periodo de formación, más corto de lo normalpor la necesidad que tenían los frailes denuevos guerreros, había realizado laceremonia y ya podía considerarse, de plenoderecho, un monje guerrero. A pesar de sujuventud, o quizá precisamente por eso,ansiaba ponerse en marcha hacia Andalucía yparticipar en una batalla acorde con el brutalentrenamiento que había soportado en losúltimos meses. La sangre le hervía en lasvenas y agradecía a todas horas a Dios elhaberle situado en una posición en la cual suvida, su valor y su fuerza fueran de utilidad.Había abrazado la causa de la defensa deEspaña con entusiasmo, porque sabía quesolamente una existencia consagrada encuerpo y alma a un noble y alto ideal era unaexistencia plena.

Constantemente rememoraba la entradadefinitiva en la orden: la vela de armas solo enla madrugada en la capilla de Zorita. Había

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sido una noche especialmente dura y dehorrible frío, pero eso le había ayudado amantenerse despierto. En la oscuridad deloratorio, pensaba en su padre, al que con todaprobabilidad no volvería a ver; en su madre,que murió cuando él era joven, pero que conseguridad estaba llena de orgullo en el paraíso,observándole desde un lugar sin tristeza niodio; y en sus hermanos, con quienescompartía juegos y riñas en la niñez, y de loscuales nunca volvería a saber nada. A todosellos había dejado atrás para siempre,sustituyendo una hermandad de sangre porotra de armas. No se arrepentía. Sabía que, aveces, hay que perderlo todo para poderganar.

Al día siguiente, en la misma capilla,Alfonso Valcárcel había oficiado la santa misay bendecido sus armas. Después, dospadrinos, uno de los cuales era AlfonsoGiménez, le habían vestido de blanco, rojo y

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negro. En la simbología bíblica, el blancorepresentaba la pureza, el rojo el sacrificio y elnegro la muerte: la pureza que debía mostraren su obrar y su pensar, el sacrificio que debíaasumir por su Dios y por su patria si fueranecesario y la muerte que significaría el únicofin posible de su deber y el juicio al que seríasometido para comprobar si tal deber habíasido cumplido con diligencia.

Por último, el maestre de la orden, donRuy Díaz de Yanguas, le había entregado suespada, la espada que jamás, bajo ningúnconcepto, debía perder o rendir. La espadaque le daba sentido a su existencia comocaballero cristiano.

Todo eso rememoraba Santiago unamañana de finales de abril, antes incluso deque amaneciera, cuando se cruzó con AlfonsoGiménez. Santiago le respetaba y le admiraba,pues había sido su instructor durante elperiodo de formación y le había forzado a

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sacar lo mejor de sí, a hacer cosas que nosabía que pudiera realizar. Además, era unode los guerreros más veteranos de la orden, ycumplía sus deberes con tanto celo y tantadevoción, que ejemplificaba todo lo queSantiago aspiraba ser. Con todo, no era menoscierto que, en ocasiones, el profundo dolor deAlfonso le sobrecogía, y se preguntaba cómopodía un hombre que sufría tanto seguirviviendo.

—Dios os guarde, fray Santiago.—Y a vos, fray Alfonso.Alfonso vio cómo una delgada línea rojiza

se abría paso por el horizonte, y reconfortado,pues los amaneceres eran los únicosmomentos del día en que se sentía algo másalegre, preguntó:

—¿Cómo os sentís?Santiago meditó concienzudamente la

respuesta, pues le habían enseñado a serprudente al hablar, y finalmente dijo:

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—Expectante, señor.Alfonso sonrió ligeramente y le tranquilizó.—No os preocupéis, que no ha de ser

larga nuestra espera.El veterano se acodó sobre las almenas de

la muralla y, al tiempo que observaba elhorizonte de espaldas a Santiago, dijo:

—Vais a formar parte de una ofensivacomo no se ha visto otra desde Alarcos, y loharéis como caballero calatravo. ¿Sabéis loque significa eso?

Santiago no acertaba a dar una respuestasuficientemente satisfactoria, y Alfonso, sinesperarla, continuó:

—«Yo ya no soy yo, es Cristo quien viveen mí». Carta de San Pablo a los Gálatas,capítulo segundo, versículo vigésimo. Lomismo nos sucede a nosotros. Desde queentramos en la orden no importa quiéneshayamos sido ni qué hayamos hecho, porque

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ya no vivimos por nosotros, sino por Cristo.Somos guerreros eternos, los ejecutores de susacra voluntad. Mientras otros duermen,nosotros rezamos. Mientras otros descansan,nosotros entrenamos. Mientras otros trabajan,nosotros combatimos. Mientras otros ríen,nosotros morimos. Somos la punta de lanza dela Cristiandad, los primeros en entrar encombate y los últimos en abandonarlo. No haydescanso para nosotros, ni paz, ni respiro. Yasí ha de ser. Esto es lo que hemos escogido.—Se giró, mirando de frente a Santiago, y lepreguntó—: ¿Es buena vuestra espada?

—Excelente, señor.Alfonso hizo un gesto de aprobación, y

dijo:—Al igual que vuestra espada es un

instrumento con el que cumplís vuestra labor,así somos nosotros la espada de Cristo: somosun arma en sus manos, el instrumento a travésdel cual el Redentor da forma a sus designios.

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No olvidéis esto nunca, pues, de hacerlo,dejaríais de comprender el verdadero sentidode nuestra existencia. Solo cumplimos lavoluntad de Dios. Todo cuanto hacemos, lohacemos porque Él nos da la fuerza, y cuandovencemos, es Él quien lo permite. Un hombrepuede luchar, pero solo Cristo concede lavictoria, y en vano construyen la casa losalbañiles si no la guarda el Señor.

Santiago escuchó todo cuanto Alfonso ledijo con gran respeto y atención. Cuandoterminó, permaneció en silencio, hasta quefinalmente el veterano dijo:

—Preparaos, en breve partiremos haciaToledo a unirnos a la cruzada. Que Cristo nosdé fuerzas para el combate que se avecina.

—Amén.

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Parte SegundaLa larga marcha

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AÚN quedaba un mes para que se cumplierala fecha en que los cruzados debían reunirse,pero Toledo era ya un hervidero. Losguerreros habían comenzado a llegar desdefebrero, y en abril su número era tan grandeque los muros de la ciudad no podíancontenerlos. Incontables combatientes sereunían en el lugar procedentes de todos losreinos cristianos de España, y de más allá.Había portugueses, leoneses y navarros que,llamados por su celo o por la oportunidad deconseguir honor, gloria y botín, se habíanunido por su cuenta a la cruzada sin esperar ala decisión de sus monarcas, o inclusodesoyéndola. También había castellanos yaragoneses que se habían adelantado a lallegada de sus reyes, así como transpirenaicosque venían imbuidos del mismo espíritucombativo que sus correligionariospeninsulares, demostrando que las prédicas

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que habían recorrido Europa como fuegohabían caído en buena tierra y germinado.

Miles de almas, miles de hombres de todala Cristiandad se reunían en la antigua capitaldel perdido reino visigodo mirando en unaúnica dirección, el sur, guiados por un únicopropósito, la guerra santa.

La afluencia de tantísimas personas habíacausado, no obstante, varios problemas.Toledo no tenía suficiente capacidad paraabastecer a tanta gente ociosa, y el grueso delejército ni siquiera había hecho aparición.Muchos de los guerreros tuvieron que seralojados en fincas cedidas por la propia villa,la nobleza o el arzobispado. El lugar principalal que fueron destinados los cruzados que nopodían residir en Toledo fue la Huerta delRey, un recinto que había sido esplendorosojardín en los tiempos musulmanes pero que seencontraba en decadencia. Los pocos árbolesque daban testimonio de su gloria pasada

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fueron talados por los implacablescombatientes para construir albergues con sumadera.

Además, tener a tantos hombres de guerrasin ocupación era algo que ninguna ciudadquerría para sí, pues la ociosidad esinsoportable para un luchador, que soloconoce una forma de redimirse de este vicio:luchando. Así, a falta de musulmanes contralos que lidiar, los cruzados volvieron su irahacia los judíos de Toledo, que formaban unagran comunidad por entonces. Algunoscaballeros, especialmente los transpirenaicos,pues eran mucho más antisemitas que lospeninsulares, atacaron a los hebreos,humillándolos y linchándolos. Tal fue laviolencia ejercida por los extranjeros que lospropios vecinos de Toledo tomaron las armaspara defender a los judíos. Sabiamente, losmás fanáticos de los cruzados fueron enviadosa la Huerta del Rey.

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Mientras tanto, las tropas seguíanllegando, y cada destacamento era un troncomás arrojado al fuego que consumiría España.

Atardecía. Una suave brisa susurraba ellamento del sol poniente, impregnando loscampos de Castilla con su mensaje. El sonidode fondo se veía acompasado por el piar dealgunos pájaros y la danza de doradas nubessobre el firmamento, todo ello en perfectoorden, todo ello creando una terrible melodía.

En mitad de esta sinfonía, inmóvil para noquebrar ningún elemento pero estudiandotodos, se hallaba Sundak. A lomos de sucaballo, alzado sobre un risco desde el que sedivisaba la cambiante frontera cristiana, eljinete vigilaba el páramo del sur de Toledocomo un centinela omnisciente.

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Sundak formaba parte de un destacamentode agzaz enviados a la frontera para informarde la situación en Toledo y entorpecer laafluencia de armas y víveres que la ciudadcristiana demandaba. Por el día cruzaban loslímites de su territorio y atacaban a los grupospoco numerosos, fueran de combatientes o decampesinos, y antes de que cayera el solvolvían a tierras musulmanas. La mayoría desus enemigos eran asaeteados sin piedad, peroalgunos eran interrogados antes de encontrarla muerte por la espada.

Gracias a estos interrogatorios, Sundak sehabía formado una idea bastante aproximadade lo que sucedía en Castilla. Los cruzadosllegaban sin parar a la ciudad del Tajo,aumentando su número cada día. Tambiénsabía que había habido desórdenes, lo que nopodía ser considerado una buena noticia, puesindicaba que el ánimo combativo de loscristianos era fuerte. Las cifras que manejaba

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no eran fiables, pero los guerreros asentadosen Toledo debían de ser cerca de veinte mil, yaún no habían llegado los reyes de Castilla yde Aragón ni los frailes de las órdenesmilitares.

Todo ello provocaba en Sundak un temorinforme, quizá solo una subrepticia inquietud,pero en todo caso suficiente para no poderdormir con tranquilidad. En la noche, duranteel sueño, un ejército de espectros sin rostrodesfilaba ante su subconsciente, haciendo quese estremeciera. Sabía que las tropasacuarteladas en Sevilla sobrepasaban ennúmero a todas las que los cristianos pudieranreunir, pero algo le decía que esto le superaba.Que esto les superaría a todos, que la furia yla guerra iban a alcanzar proporcionesinimaginables.

Con todo, guardaba sus temores en loprofundo, sin mostrarlos jamás ante suscompañeros. De esta forma procuraba tanto

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mantener la estima que estos tenían hacia él,como exorcizar esas inquietudes. Pero notodos tenían tanto dominio de sí mismos.

Uno de sus camaradas, el veterano quehabía sido humillado en la taberna sevillanameses atrás, se acercó cabalgando hacia él. Alllegar a su altura, le saludó y le informó:

—Hemos interrogado al último prisionero.Ya le hemos matado.

Sin mirarle, Sundak preguntó:—¿Os ha dicho algo interesante?El guzz exhibió un gesto contrariado, de

preocupación, y respondió:—Toledo se ha quedado pequeño para el

ejército cristiano. Han tenido que acamparextramuros, y su número aumenta día tras día.

—Debe de ser una ciudad pequeña —comentó Sundak con una mueca burlonatotalmente forzada.

El veterano guardó silencio un instante

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antes de comentar:—Son langostas, Sundak. Son como

langostas. Más de los que creíamos.—Nuestras tropas alcanzan los doscientos

mil hombres, y aumentarán a medida quelleguen los voluntarios. Los cristianos jamáspodrían siquiera igualar ese número, ni muchomenos superarlo.

—Un único caballero cristiano es capaz dematar a siete infantes sin inmutarse. Eso ya losabes.

—Sé que sus armaduras no puedendetener nuestras flechas, y que sus caballosson demasiado pesados y no puedenalcanzarnos. No necesito saber más.

El veterano se tomó el último comentariocomo algo personal, y calló. No obstante, alrato volvió a hablar, con tono lúgubre:

—No sabemos a qué nos enfrentamos.—Quizá.

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Entonces ocurrió algo inesperado. Sundak,como casi todos los mercenarios, era unhombre absolutamente prosaico, quereservaba sus escasos pensamientosespirituales a una confusa mezcla dereligiosidad aún tintada de paganismo,superstición tribal y ética guerrera. Pero en esemomento, algún extraño impulso de suvoluntad le obligó, sin saber por qué, a haceralgo poético. Había oído que una civilizaciónde la Antigüedad iniciaba sus guerrasarrojando un venablo contra la frontera delenemigo. Alentado por este ejemplo, sacó unaflecha de su carcaj, tensó el arco hasta límitesextraordinarios y disparó hacia las nubesdoradas.

La flecha silbó y se clavó en tierracristiana. El lamento de la brisa se detuvo, lospájaros callaron como si todos hubieran sidoatravesados por el proyectil, el dorado de lasnubes se tornó rojo.

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—Que vengan.

Arnaldo Amalarico, arzobispo de Narbona,inquisidor general, era un hombre inquietante.Su fama de sanguinario y brutal le precedía, yquizá por eso el contraste que mostraba sufísico con la oscuridad de su alma resultabatan especialmente chocante. En efecto,Amalarico era un hombre corpulento, casigordo. Sus ojos no transmitían ningunaemoción, seguramente no porque lasescondiera, sino porque no las tenía. Nada deintransigente fe, nada de duro fanatismo. Solouna mirada sin fondo, una mirada quedevolvía el abismo de un alma vacía. Elarzobispo, a pesar de su posición, no tenía fe.No podía tenerla. La religiosidad franca ysincera niega el fanatismo, porque la religiónamplía los horizontes que el fanatismo

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estrecha. El fanático, en realidad, no cree.Arnaldo Amalarico, a decir verdad, no creía.

Algunas décadas atrás, la herejía cátarahabía estallado con fuerza en el Languedoc, yAmalarico había añadido fuego al fuego.Haciéndose con el poder a base de intrigas yasesinatos, había conseguido alcanzar el cargode inquisidor general y había predicado laguerra contra los albigenses, por palabras ypor hechos. Tanto católicos como herejeshabían sido aplastados por su demencia enBéziers. Sus hombres mataron a ambossiguiendo sus órdenes. Dios distinguiría a lossuyos, les había dicho.

Este enfrentamiento no le había impedidoinvolucrarse en la lucha contra losmusulmanes. Él era el líder de los cruzadostranspirenaicos, procedentes en su mayoría deVienne, Lyon y Valentinois, que partíandespués de los que llegaban desde Burdeos,Bretaña o la Gascuña, quienes ya habían

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cruzado los Pirineos en invierno. Al marcharla columna de Amalarico como un ejército, node forma individual, se había retrasado supartida por problemas logísticos, pues quesemejante horda atravesara los montes antesde abril era impensable. Pero habiéndosedespejado y secado los caminos, y habiendoreunido suficientes guerreros como para nonecesitar más, los cruzados ultramontanos sehabían puesto en marcha, guiados por el vuelode los cuervos que se adelantaban a Amalaricocomo si fueran sus heraldos.

Toledo estaba a demasiados días demarcha como para poder llegar en la fechafijada por el rey Alfonso de Castilla, y loscaminos, aunque mejores que en invierno, noeran los más idóneos para el tránsito de unacruzada. Amalarico era consciente de eso, yhabía enviado varios emisarios para informarde su posición, aunque estaba seguro de que leesperarían. No en vano, él había sido uno de

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los más firmes defensores de la ofensiva en elclero francés. Además, debía cumplir unúltimo cometido antes de reunirse con losdemás luchadores en Toledo, una misión queagradaría enormemente a la Cristiandad y,especialmente, al rey de Castilla.

Los cruzados de Amalarico no marchabanhacia la ciudad del Tajo. Marchaban haciaNavarra.

Cuando el rey de Castilla llegó a Toledo, laciudad era un caos. El arzobispo Ximénez deRada, a petición del monarca, realizabatremendos esfuerzos de organización ylogística, amén de hacer valer su autoridadmoral para frenar los desórdenes que seproducían. Pero el número de cruzadosaumentaba cada día, y los que ya llevabanvarios meses acuartelados sufrían

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terriblemente por la inactividad.La llegada de Alfonso pareció calmar los

ánimos, por su presencia y porque se pensóque, estando ya el rey de Castilla en la ciudaddel Tajo, el resto de las fuerzas no tardaríanen aparecer y pronto podría comenzar lacampaña. Junto con el monarca, hizo entradaun temible ejército de miles de hombres, cuyoalférez era don Diego López de Haro, quienya lo había sido en el doloroso desastre deAlarcos. También llevaba un séquitonumeroso, lleno de letrados, médicos,herreros, escuderos y otras personas de igualimportancia.

A su lado marchaba Rodrigo de Aranda.Al entrar en Toledo tuvo la misma sensaciónque al ver las tropas concejiles de su ciudad,pero multiplicada, enormemente agrandada. Élsí había llegado a prever que los combatientesque se unirían bajo la cruz serían muchos,pero también sabía que, hasta que no lo viera

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con sus propios ojos, no podría entenderlo.Todo un reino, varios reinos de hecho,apoyados por guerreros de todos los rinconesde la Cristiandad, vivían únicamente para laguerra. A medida que iba observando cadadetalle, su alegría y gratitud hacia el Creadorse acrecentaban. Aquello no tenía nada quever con los días previos a Alarcos. Aquello notenía nada que ver con nada que hubieraexperimentado hasta ese momento.

No obstante, también era consciente deque, en tanto que persona cercana al rey, ungrave deber recaía sobre él. Como hombresabio y prudente que era, cualidades por lascuales ostentaba el puesto que lecorrespondía, sabía que un gran ejército eraun arma de doble filo: sin disciplina, sinliderazgo y sin una buena coordinación, elnúmero se hacía más un estorbo que unaventaja. Llegaba, además, avisado de losdesórdenes que habían ocurrido, y se daba

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cuenta de que tendrían que ponerse manos ala obra para gestionar los recursos, materialesy humanos, que la Providencia había puesto asu cargo.

No pasó mucho tiempo hasta que elmonarca convocó una reunión con todos losnotables que pudieran informarle del estadodel ejército y asesorarle sobre qué medidastomar. Reunidos todos, el arzobispo Ximénezde Rada le explicó la situación al rey, quienasimismo le interrogó:

—¿De qué provisiones dispone el ejército?—Tenemos bizcocho y legumbres en

abundancia, mi señor. También hay queso,ajos, cebollas y carne salada, así como agua.De esto último estamos reuniendo más.

—¿Cuánto tiempo pueden durar?Ximénez de Rada se tomó un tiempo de

reflexión para contestar:—Es difícil saberlo sin conocer el número

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exacto de tropas de que disponemos. Ahoramismo hay en Toledo, como os hecomentado, unos cuarenta mil soldados entrepeones y caballeros. Para tal número, sinduda, debe ser suficiente con lo que tenemosy llegará durante cuatro meses. Pero enfunción de las tropas que hayan podidoreclutar las órdenes militares, el rey deAragón, los ultramontanos y demás miliciasconcejiles, las vituallas podrían durar dosmeses.

El rey miró a Rodrigo fijamente y lepreguntó:

—¿Qué opináis al respecto?—Creo, mi señor, que difícilmente

partiremos de Toledo antes del inicio de junio,lo cual nos deja un mes en el que, aunqueestemos inactivos, será menester alimentar atodas las tropas aquí acuarteladas, pues seríainjusto que tal cargo recayera sobre loshabitantes de esta villa y, en todo caso, sería

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difícil suponer que tantos hombres puedan serbien alimentados con los solos esfuerzos desus vecinos. Por otra parte, es dudoso que Al-Nasir se atreva a cruzar las montañas. Sinduda, nos esperará en Andalucía, y para llegara su encuentro deberíamos emplear, al ritmoque tamaña hueste puede avanzar, al menosotro mes. Todo esto si los planes salen segúnlo previsto, pero si por alguna razón nopudiéramos partir hasta finales de junio ojulio, o el ejército de Al-Nasir presentarabatalla cerca de Sevilla, donde estáacuartelado, o por cualquier otra circunstancianuestro avance se demorara, los suministrospodrían escasear, y esto sería drástico para losguerreros, tanto para su cuerpo como para sumoral.

Alfonso meditó las palabras de suconsejero, y le pareció que hablaba conprudencia. Después ordenó a Ximénez deRada:

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—Haced que se traigan más suministros.De donde se puedan conseguir. Al menosnueve mil cargas de pan, y más carne ylegumbres.

—Sí, mi señor.—¿Qué hay del armamento?—La mayoría están bien provistos, mi

señor, aunque hay algunos, especialmentevoluntarios ultramontanos, que carecen delpertrecho adecuado.

—Se lo compraremos. ¿Creéis quepodremos equiparlos a todos?

—No son muchos los desarmados, y lasherrerías están trabajando al límite de sucapacidad. Cada día se forjan lanzas, espadas,yelmos, escudos, grebas y demás.

—Bien. Un guerrero sin armas no sirve denada. Compraremos cuantas sean necesarias,y haremos regalos a los nobles destacados.Quizá con eso se esfuercen más en mantener

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la calma entre sus mesnadas.Rodrigo sonrió. Su rey parecía

verdaderamente enérgico y decidido a que estaocasión de derrotar al Islam no fracasara.Rebosaba fuerza y vigor, una determinaciónque temía se hubiera quebrado con la muertedel infante. Pero no había sido así, y Rodrigosonreía y, a pesar de su prudencia y sensatez,en su fuero interno daba las gracias alSalvador, porque sabía que, en esta campaña,sí estarían a su altura.

Aún era de noche, pero ya se intuía elamanecer, reflejado en las escasas nubes delcielo castellano como se reflejaría una luzdistante en el filo de una espada en lapenumbra. La blancura de la luna moribundatodavía coronaba el cielo, gélido como acero,pero no podía rivalizar con la inmaculada

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pureza de los hábitos de los monjescalatravos, quienes ya se habían despertado yllamaban al nuevo día.

Alfonso se levantó con energía, como sino hubiera dormido en absoluto. Lo cierto eraque llevaba semanas sin hacerlo. Apenas sidormitaba, descansando sus sentidos pero sincaer en sopor, presto para actuar sin demora sifuera necesario. Por otro lado, mientrasviajaban a Toledo, de la que estaban a tansolo pocas horas de marcha, solía encargarsevoluntariamente de las guardias, lo que ledejaba apenas tres o cuatro horas dedescanso. Dormían al raso y sin quitarse lasarmaduras ni el hábito, condiciones duras paracualquiera menos para los monjes militares,quienes normalmente se entregaban al sueñoen el frío suelo de sus claustros sin mudar susropajes.

Cuando el sol arrojó su primer venablosobre el páramo castellano, los calatravos

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comenzaron sus oraciones. Poco despuésdesayunaron, muy frugalmente como era deesperar, pero Alfonso se abstuvo. Las reglasde la orden mandaban practicar el ayuno tresdías a la semana, y aunque esto no se aplicaraen campaña, el caballero había decididoseguirla. El ayuno y el frío matinal, nadacomparable con el que pudiera hacer eninvierno pero aun así intenso, le daban unaclaridad de mente y una serenidad de espíritutal que le permitían preparar su alma para labatalla.

Tras el desayuno, los monjes y los peonesque les acompañaban reemprendieron lamarcha, encabezada por el maestre de laorden, Ruy Díaz de Yanguas, y el prior,Alfonso Valcárcel. El castillo de Zorita noestaba lejos de Toledo y, al no tenerdemasiados efectivos, los calatravos habíaniniciado pronto el camino a la ciudad, yllegaban mucho antes de que se cumpliera la

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fecha señalada. Allí esperaban encontrarse conlos frailes de Santiago, y seguramente tambiéncon algunos del Temple y el Hospital,recientemente expulsados de Jerusalén.Aunque estas dos últimas órdenes habíanadquirido su fama en las cruzadas de TierraSanta, los calatravos sabían que, en España, elpeso de la batalla caería sobre ellos. Habíasido así desde su fundación, llevada a cabopor un monje cisterciense, Raimundo deFitero, que se atrevió a defender la fortalezade Calatrava cuando los templarios laabandonaron. En España, los calatravos eranla Espada de Dios. En España, ellos eran la Iradel Señor de los Ejércitos.

A medida que el amanecer despertaba, losrayos del sol bañaban el hábito de los monjesy su cruz, que por entonces era negra concada brazo rematado con flores de lis, demanera que sus vestimentas se tornabanrojizas, como si reflejaran la tranquila hoguera

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que alimentaba el alma de cada caballero,hoguera que en batalla crecería hastaconvertirse en un incendio devastador. AAlfonso no se le pasó por alto este detalle, ysonrió por dentro, reconfortado aún más de loque estaba en cada amanecer. En esemomento, por un instante, se sentía feliz. Enese momento, las veinticuatro cicatrices de supecho no le ardían.

Serían cerca de las doce de la mañanacuando, tras seis horas caminando, divisaronla ciudad de Toledo. A lo lejos, su aspecto eraimponente, y podía percibirse el hervidero enque se había convertido. Por las puertas de laciudad se movía un constante trasiego decarromatos, algunos cargados de víveres yotros que la abandonaban vacíos para seguirrecogiendo la cosecha. A las afueras de laciudad ondeaban incontables pendones,señalando los campamentos que habíanestablecido las mesnadas de los nobles y las

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milicias concejiles. A pesar de la distancia, seescuchaba como un susurro febril el voceríode los alguaciles intentando ordenar el caos yel ruido de los combates que, para entrenarseo por puro ocio, realizaban los acuartelados.La ciudad expulsaba al cielo el fuego dehornos y herrerías, frenéticas en su actividadde dar a los guerreros alimento y equipo. Enconjunto era una imagen esplendorosa. Losmonjes más jóvenes no daban crédito a susojos.

Junto a Alfonso se encontraba fraySantiago, el muchacho a quien habíasermoneado antes de abandonar Zorita.Durante el viaje, el veterano caballero habíaestado cerca de los nuevos reclutas,comprobando el nivel de su ánimo combativo,templando a los más fervientes para que noperdieran de vista la realidad y estimulando alos más tibios para que la aceptaran. Se habíavolcado especialmente con Santiago, pues algo

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en su forma de ser le recordaba a él mismo.Tenía la misma edad que cuando habíacombatido en Alarcos, el mismo celo y elmismo sentimiento grave de responsabilidad.Sentía que a él era más fácil aconsejarle, puesle daba los mismos consejos que se habríadado a sí mismo veintidós años atrás.

Fray Santiago lo miraba todo conincredulidad, casi con pavor. Quizá, pensóAlfonso, acababa de darse cuenta de lo quehabía hecho al entrar en la orden. El jovendijo:

—Nunca había visto nada igual.Alfonso sonrió levemente y afirmó:—Nunca veréis nada igual.Continuaron avanzando hacia una ciudad

que les recibiría como a héroes.

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Ibn Wazir seguía leyendo. La noche habíallegado ya a Sevilla, y casi toda la ciudaddormía, pero cuando el noble andalusí seenfrascaba en la lectura de un libro que leagradaba ni el paso de las horas podíadetenerle. Sus sirvientes habían encendidovarias teas para alumbrar la habitación, y allí,sentado bajo la temblorosa luz de unaantorcha, abiertas las puertas de un balcón quedaba a un patio interior donde una fuentehacía manar su suave arrullo, Ibn Wazir leía.

En sus manos sostenía una copia delRubaiyat, de Omar Jayyam. El noble habíaconocido a este autor no por su obra poética,sino por sus estudios astronómicos, disciplinaa la cual era muy aficionado. Aunque no eratan irracional como para pensar que laposición y movimiento de los planetas y losastros pudiera influir de un modo determinanteen la vida de una persona (es decir, no habíacaído en la práctica idolátrica de la astrología),

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sabía que estas circunstancias sí influían en elmundo material, y como era hombre quedisfrutaba descubriendo las causas de lascosas, o mejor dicho, los hechos a través delos cuales Alá, única causa primigenia,actuaba, conocía muchos textos astronómicos.

Investigando sobre Jayyam encontró elRubaiyat, que había sido escrito hacíarelativamente poco, pero gozaba de gran famaen Oriente. La filosofía que se contenía eneste texto le atraía: al igual que Jayyam, IbnWazir era esencialmente pesimista. Sabía queel mundo y la historia seguían su curso,independientemente de lo que todo hombrehiciera, independientemente de lo que cadahombre pudiera hacer. De hecho, la labor delser humano no era alterar este curso, sinoamoldarse a él. Eran, como el mismo Jayyamdiría, piezas del ajedrez en la misteriosapartida que jugaba Alá, cuyo sentido yfinalidad yacía más allá de la comprensión de

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todo hombre. Aun así, todo esto provocaba enel noble andalusí angustia, dolor existencialpor desconocer cuál era la razón por la que suDios le había llamado al terrible mundo, quecontrarrestaba con una serena resignación,casi estoica. Ibn Wazir asumía el dolor y lohacía parte de sí, creyendo que eso le haríamás fuerte, creyendo que no tenía sentidoluchar contra aquello cuya mera existenciaestaba más allá del alcance de su razón.Seguía los consejos del libro: «Con ánimovaliente, acepta el dolor sin la esperanza de unremedio inexistente».

A pesar de todo, había noches en que elsufrimiento conseguía abrirse paso, reptandodesde lo profundo por las abruptas escalerasque llevaban a la consciencia del andalusí. Enaquellas noches, este se entregaba con energíamental febril a la literatura o el estudio, yaque, a diferencia de Jayyam, de religiosidadmás relajada, carecía del consuelo del vino, y

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tampoco le parecía apropiado buscarlo en losbrazos de alguna de sus concubinas. Pero elsufrimiento seguía ahí, y el conocimiento y lasabiduría que adquiría eran de hecho alimentoque acrecentaba este dolor. Solo cuando elsueño acudía en su auxilio podía descansar.

Ese momento había llegado aquella noche.Ibn Wazir dejó el Rubaiyat sobre una mesaornamentada donde también había una jarracon agua y una copa. Bebió y salió al balcón,para reflexionar un poco antes de acostarse.

El balcón daba al norte. La noche eracerrada, pero el noble vio, o creyó ver, unresplandor rojizo en el cielo, un resplandor entodo caso leve, pero inquietante. Sonrió sinesperanza ni alegría, como lo haría el estoicoal enfrentarse a la tortura. Sí, la guerra estabaallí, y ni él ni nadie podrían obviarla.Murmuró por lo bajo:

—Oh, Alá, Tú eres grande, Tú erespoderoso. Si poseo en algún grado una

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mínima sabiduría, no es por mis méritos, sinoporque Tú me la otorgas. Si la civilización queTú creaste ha conseguido algo enmatemáticas, física, astronomía, geometría,filosofía o poesía, no es porque nuestrosesfuerzos nos hayan llevado a esteconocimiento, sino porque Tú nos los hasconcedido. —Rio levemente, pleno de dolor, ycontinuó—: Pero, cuando llegue el combate,cuando tu sagrado aliento se derrame sobre elcampo de batalla y tu juicio caiga implacablesobre los guerreros… ¿de qué nos serviránestas artes? ¿En qué nos afectará queconozcamos las órbitas de los cuerposcelestes, las propiedades de los números, losalgoritmos y las ecuaciones? ¿Cómo podránsalvarnos nuestra filosofía, nuestra lírica, losmagníficos versos escritos por tantos poetasahítos de ti? —Calló por un instante, y luego,alzando la mirada hacia la nube rojiza quedevoraba las estrellas, finalizó—: No, nada de

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eso nos salvará. De nada servirán la lógica o lasabiduría. Serán aplastadas en el campo debatalla. A la hora de la verdad, cuando la tierratiemble y las flechas silben llevando tuvoluntad, solo nuestra fe, solo nuestro orgulloy nuestro honor podrán salvarnos. Todo lodemás será polvo.

El adiestramiento había disminuidosensiblemente. Desde la llegada de laprimavera a Navarra, los ejercicios del jovenÍñigo con las armas se habían hecho menosfrecuentes, en parte porque Alonsoconsideraba que ya había adquirido suficientemaestría y en parte porque la ausencia denoticias sobre la voluntad del rey Sancho elFuerte respecto a la ofensiva, en fecha tantardía como finales de abril, hacía que cadagolpe de aceros retumbando en el valle sonara

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insoportable. Considerando su madre queÍñigo estaba listo para la batalla, en caso deque esta le reclamara, le había orientado en laadministración de su territorio, desempeñandofunciones tan importantes para un noble comoguerrear.

La familia estaba sentada a la mesa,comiendo. Les acompañaban los familiares dela prometida de Íñigo, una niña de siete añosllamada María. Su cabello era de un negroinmaculado, largo y rizado, que contrastabavivamente con la palidez de su piel. Sus ojoseran verde oscuro y destilaban la inocenciapropia de su edad. Vestía siempre de blanco, yle recogían el pelo con un lazo del mismocolor. Aún no estaban casados, pues se habíaacordado que el matrimonio se produciríacuando María pudiera consumarlo, pero losesponsales se habían celebrado y enconsecuencia la promesa de boda ya teníavalor ante los hombres y ante Dios. Íñigo

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sentía cariño por la que estaba destinada a sersu esposa, aunque le resultaba difícil pensar enella como tal. Más bien la veía como unahermana menor, sintiendo hacia ella unprofundo sentido de protección. Pero eso,pensaba él, no dejaba de ser amor.

Cuando estaban a punto de terminar, elchambelán del castillo, tras pedir permiso yhacer una reverencia, entró en el comedor y,mirando a doña Mencía anunció:

—Mi señora, ha llegado un mensajero delrey.

La tensión descargó toda su fuerza sobrela sala como un mazazo, aunque nadie semoviera, nadie hablara. Doña Mencía,haciendo acopio de gran parte de su fuerza devoluntad para no aparentar turbación, ordenóal chambelán:

—Hacedle pasar.El chambelán se retiró, y al poco tiempo

volvió con el mensajero. Este, tras saludar,

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dijo:—Traigo un mensaje para el conde Íñigo

Íñiguez.Íñigo se levantó. No tenía ninguna

necesidad de hacerlo, pero algo le impulsó aello, algo que le decía que no se encontrabaante un mensajero real, sino ante la noticiaque daría sentido a todo cuanto él era, a todocuanto él podía llegar a ser. La noticia quehabía estallado en cada golpe de mandoble,que había recorrido como fuego toda Españay, finalmente, llegaba al valle navarro.

—Hablad.El mensajero hizo una reverencia y dijo:—Nuestro rey Sancho, a quien Dios

guarde muchos años, marcha a la guerra.Amalarico lo había conseguido. No le

había resultado difícil lograr una audiencia conel rey de Navarra, y una vez con él, empleótoda su vehemencia y retórica inquisitorial

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para convencer al monarca de la necesidad deque emprendiera la lucha contra el Islam.Aquello no era una ofensiva normal, y amboslo sabían perfectamente. Sancho el Fuerte eraconsciente de que recibiría grandes presionespara que se uniera a la cruzada, y no pudodecir que no, en parte porque no debía, y enparte porque no quería. Marcharía a la guerra,porque la decisión sobre ir o no ir lesobrepasaba. No estaba en su poder ignorar laterrible melodía que por toda Europa llamabaa los guerreros a la matanza.

Pero el rey no se había comprometidotanto. No podría aunque hubiera querido, puesya era demasiado tarde. No convocaríaejércitos, no llamaría a sus mesnadas.Marcharían él y cuantos nobles quisieranunirse, ya que no tenía tiempo para organizaruna hueste de miles de hombres y darlesvíveres, armas y pertrechos. Eso fue lo que elmensajero comunicó a Íñigo.

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—El rey partirá de Pamplona dentro dediez días, junto con todos los nobles quedeseen acompañarle. Si tal es vuestro caso, elrey os manda que no reunáis a vuestrasmesnadas, sino que os unáis a él llevando sololos escuderos y el séquito que consideréisimprescindible.

Íñigo agarró con fuerza el borde de lamesa. La música de la batalla lo llenaba todo.El viento, el sol, los árboles, la hierba,transmitían una melodía cargada de sangre yviolencia, de gloria, éxtasis y triunfo. Todoello en perfecta armonía, todo ellodesgarrando los velos y poniendo al jovennoble delante de su posición, de su mismísimoser. Todos sus músculos se tensaron, y sucorazón se aceleró. No era una batalla. Era unbautismo, un bautismo en fuego y espíritu.

Tenía la opción de no acudir. El rey no leobligaba a marchar, y su ausencia no sería unadeshonra a ojos del monarca. Muchos no

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irían. Podía sencillamente refugiarse en elvalle, aislándose del horror que se iba adesatar, y nadie le culparía por ello.

Sonrió cuando desechó, sin miedo, estepensamiento. Sonrió y se sintió liberado. Noera su rey, ni su reino, quien le llamaba. Eraalgo mucho más salvaje, más importante. Suorgullo, su fe, le mandaban que tomara lasarmas y se lanzara a la lid. De nuevo, él notomó la decisión. Simplemente acató algo queera inapelable, algo que estaba grabado afuego en su alma desde el nacimiento de sulinaje y su patria, en cada piedra, en cadaárbol.

Miró fijamente al mensajero, pues habíadescubierto que no era tal, sino su propiagrandeza, que le desafiaba a ser digno de ella.Seriamente, dijo:

—Lucharé junto a mi rey allá donde él mereclame. Estaré en Pamplona lo antes posible.

El mensajero esperó por si el noble añadía

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algo, y al ver que no lo hacía, se despidió conuna reverencia y se marchó. Íñigo, sinsentarse, miró la copa de vino, rojo como lasangre que iba a derramarse, rojo como lasangre que derramó Cristo en el mayor campode batalla de la humanidad, y, exultante,bebió. Estaba avinagrado.

La brisa siempre estaba allí. La brisa eraomnipresente, y Roger había llegado afantasear con la idea de que el viento que sealzaba del seno del Mediterráneo era elespíritu de Laura, que se negaba aabandonarle. No un espíritu dotado deconsciencia ni inteligencia, sino una fuerza,una voluntad que no podía alejarse de la razónde su existencia, algo tranquilo peroimplacable que rodeaba cada rayo de luz quepenetraba en el castillo del noble. Al fin y al

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cabo, como decía el Cantar de los Cantares, elamor es fuerte como la muerte. Y como elmar, añadía Roger. Algunas noches soñabacon la posibilidad de abandonarlo todo ylanzarse al mar, encontrar el lugar dondesurgía la brisa, el origen de todo lo que habíaperdido, y ahogarse allí junto a su perdidaespada.

Pero no se lanzaba al Mediterráneo, sino alos ensangrentados brazos del campo debatalla.

Había conseguido reunir unos milhombres, la mayoría lanceros, tambiénalgunos arqueros. Aunque muchos de suscampesinos habían abandonado las tierras trasla muerte de su esposa, el dinero que habíaganado con ello le había permitido comprar unbuen equipo para los peones que leacompañarían, lo que convertía su mesnadaen una de las mejores equipadas de Aragón.Además, sus hombres ya no le tenían tanto

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miedo, pues al ver que se dirigía a unacruzada, a una guerra santa, comenzaban apensar que no estaba tan condenado. Quizá elespíritu maligno que le poseía le habíaabandonado al tomar las armas en nombre deCristo, pues ningún impío podría grabar sobresu armadura la cruz de los cruzados. Así quela situación en sus tierras y entre suscampesinos volvía lentamente a la normalidad,y aunque el sufrimiento de Roger no se habíamitigado en absoluto, su frenética actividad yla cercanía de la batalla le distraían.

Alboreaba ya mayo, y el noble debía partira reunirse con su rey. No llegarían el 20 aToledo, pero no estaba preocupado por esoporque les esperarían. Alfonso de Castilla yahabía cometido una vez la estupidez demarchar a la guerra sin esperar a sus aliados, yle habían humillado en Alarcos. Roger teníaprisa por llegar, pero no por complacer al reycastellano. Su escepticismo respecto a la

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cruzada era el de siempre, y aunque queríatomar parte en ella, esto no se debía a quecreyera en la santidad de su causa, ni en sujusticia. Sencillamente deseaba morir.

Era el momento de partir. Antes de unirsea sus tropas, volvió a la habitación en la queLaura había muerto. Entró con solemnidad,casi con miedo, como habría entrado antes enuna catedral. Sentía que aquello era untemplo, un templo en cuyo sagrario seguardaba el último instante de vida que habíaatesorado su mujer, su suspiro, que fue comoun huracán que barrió todos los pilares sobrelos que hasta entonces se asentaba suexistencia, su mirada colmada de amor, elterrible amor que no dejaba dormir a Rogerdesde que ella había desaparecido. El crucifijoque presidía la sala era el madero al cual lasilusiones, las esperanzas y la misma vida delcatalán se habían clavado.

Respiró profundamente, intentando captar

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alguna reminiscencia, por mínima que fuera,del perfume de Laura. Si cerraba los ojospodía percibir su presencia, postrada en lacama. No enferma, sino pura, inmaculada,como el día en que se casó con ella. Habíasido suya, la había perdido, y no sabía porqué. No sabía por qué.

Todos sus músculos se tensaron, y sucabello se erizó, pero al instante volvió a laquietud porque ella no estaba, y ningúnesfuerzo que pudiera hacer la devolvería a sulado. No había instante en que no deseara quehubiera sido él el muerto y ella siguiera viva.Él podía morir, pero ella no. Y sin embargo, larealidad no tenía nada que ver con sus deseos,y no importaba que desesperara, llorara,gritara o matara, nada la devolvería a la vida.Así que no lo hizo. Podría, como Aquiles,masacrar ejércitos enteros gritando su nombre.Pero no volvería.

Miró la habitación por última vez.

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Memorizó cada ángulo, cada mueble, cada luzy cada sombra, y después se fue. Al cerrar lapuerta, supo que no volvería. Todo quedabaatrás. Todo cuanto él era, toda su vida, todosu ser.

Mutarraf se sentía más desubicado cada díaque pasaba. Al tiempo que mediaba laprimavera, las tropas de Sevilla aumentabansu número, dispuestas para la batalla. Lospreparativos se intensificaban tras el letargoinvernal: víveres, armas, tropas… todo llegabaen grandes cantidades a la perla delGuadalquivir, y se notaba un cambio en elambiente que el aroma del azahar noconseguía enmascarar. Era como si una bestiadespertara de su letargo y, aunque aúnadormecida, comenzara a rugir. Mutarraf nohabía conocido a esa bestia, ni tan siquiera

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había podido intuir su existencia cuandoestaba en Granada, imaginándose lo que seríala guerra mientras la luna escalaba lasmontañas. Vivir tan al sur no le hacía ajeno alos combates, por supuesto. Los cristianoshabían llegado al Mediterráneo, pero eranmeros fonsados, incursiones breves realizadasfundamentalmente para quemar cultivos, robarganado y causar desorden en general.Raramente buscaban la conquista. Y nuncahabía sentido el poeta, en su tranquilo retirode Granada, la violencia que iba a desatarse enla campaña.

Las sensaciones, además, erandiscordantes. Mutarraf había imaginado queun ejército en campaña sería pura armonía.Brutal, quizá despiadado, pero armónico al finy al cabo, miles de hombres marchando enuna única dirección hacia un único objetivo,amparados por la misma fe. Pero aquello noera lo que se veía en Sevilla. No era un simple

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descontento creado por la carencia de armas yarmaduras, pues el equipo de muchossoldados era muy deficiente, o por una malagestión de los víveres, sino algo másenraizado, más peligroso. El poeta sabía quelos gobernadores de Ceuta y Fez seguíanarrestados, lo que creaba un profundomalestar contra Al-Nasir. Como los dosgobernadores llevaban casi un año detenidos,la situación era especialmente tensa, y actuabacomo causa subyacente en cualquier otro malque se produjera.

Mutarraf supuso que, en realidad, la razónde su inquietud no era estar rodeado deguerreros, sino de guerreros descontentos.Había conocido a muchos soldados que noeran malas personas ni ariscos en el trato, perocuando un hombre hecho para la violencia seenfadaba, resultaba algo con lo que el poetadifícilmente podía congeniar. Con todo, élestaba entre ellos, vivía dentro de ese grupo,

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lo que le atormentaba porque no sabía sirealmente había tomado la decisión correcta.Él no tenía nada que ver con un guerrero, noera un guerrero.

Había hablado muchas veces de estainquietud con un amigo suyo, AbuMuhammad Al-Hamdani, muftí granadino,que también había acudido a la batalla. Era unhombre de gran capacidad intelectual yserenidad. Estudiaba la Fiqh, ciencia jurídica,desde los postulados de la escuela Malikí,fundada por el gran jurista del siglo VIIIMalik, y había realizado algún estudio sobre laMuwatta. Como tal era igualmente expertoconocedor de la Ichmá, esto es, la doctrina delos ulemas, sahibes y la ciudad de Medina,que junto con la Sunna y el Corán formabanlas fuentes principales del derecho musulmán.Un hombre así, pensaba Mutarraf,necesariamente tenía que sentirse tan perdidocomo él en medio de aquel clima, por lo que

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un día, paseando con él por Sevilla, le habíapreguntado si estaba inquieto.

—A decir verdad, no —le habíacontestado el jurista—. ¿Por qué habría deestarlo?

—Porque no somos guerreros, y por loque se ve, esto no será una guerra normal.Quizá sin estar instruidos en la luchapudiéramos librar algún combate, pero no enlo que se avecina.

El jurista había reflexionado unosinstantes, para luego decir, aparentementecambiando de tema:

—Sabes que entre los dhimmies escostumbre que sus gobernantes hagan leyes,¿no es así?

—Así es.—Sin embargo, nosotros no las hacemos.

Podemos interpretar las leyes que Alá nos dio,y podemos, aunque algunos extremistas lo

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nieguen, aplicarlas por analogía, usandonuestra razón, nuestra lógica y nuestra fe.Pero no podemos crearlas porque solo Alá eslegislador, y Él es el único que tiene el poderpara determinar cómo deben comportarse susfieles. Los dhimmies crean leyes porque ellosdesconocen la verdad. Nosotros laconocemos: no hay más voluntad que la deAlá. Siendo esto así, ¿qué príncipe musulmánsería tan imbécil como para dictar leyes consus designios? —El muftí había detenidoentonces su argumentación, como para darletiempo al poeta para analizar sus ideas ypresentar cualquier objeción que tuviera.Como no las tuvo, prosiguió—: Esta realidadjurídica no es sino una muestra de otrasuperior. No hay más voluntad que la de Alá,he dicho. Puesto que esto es innegable, puedeserlo también que por su voluntad el que no esguerrero luche como el mejor de los mismos,y el que sí lo es sucumba. Si es Alá, y solo Él,

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quien otorga la fuerza y el coraje, con másrazón se la otorgará a quien, creyente y sabio,no se fía más que de su voluntad que a aquelque, engañado e ignorante, cree en sus propiasfuerzas, como es el caso, por lo que acabamosde ver, de los cristianos.

De nuevo se había detenido el muftí.Mutarraf había meditado todo lo oído,juzgándolo prudente, pero sin que, a pesar detodo, le hubiera convencido. Quizá el juristahabía notado su preocupación, pues, paraterminar, había dicho:

—Vamos a luchar por Alá. Si vencemos,no puede haber para nosotros mayor triunfo.Si morimos, no podemos aspirar a mayorgloria. Sea como sea, nada hay que temer,nada podemos perder.

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El 20 de mayo estaba a punto de llegar, ytodavía faltaban muchos de los ejércitosesperados. No había noticias de los cruzadosde Amalarico, ni del rey de Aragón. Ya sehabía corrido la voz de que el arzobispofrancés había convencido a Sancho el Fuertepara que se uniera a la ofensiva, pero tampocose sabía cuándo llegaría, ni al mando decuántos hombres. Únicamente las órdenesmilitares, junto con la mayoría de miliciasconcejiles convocadas, habían llegado atiempo.

En realidad, al rey Alfonso no lepreocupaba demasiado partir con algunos díasde retraso con respecto a la fecha fijada. Lasprovisiones que había pedido estaban ya enToledo y podía soportar un retraso de meses.Lo más grave era el estado de los que llevabandesde febrero acuartelados. Aunque lamayoría se había tranquilizado en los últimosdías, por la cercanía de la fecha señalada

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como límite para sus padecimientos, ver quelos ejércitos esperados no llegaban y que esoiba a aumentar su inactividad hacía quebrotara de nuevo la desesperación. El monarcacastellano, para apaciguarlos, había hechoespléndidos regalos y les había prometidomagníficos salarios: veinte sueldos a cadajinete y cinco a cada infante. Los gastos queafrontaba el rey eran enormes, de hasta docemil maravedíes diarios.

Los únicos que se manteníanrelativamente al margen de la tensión eran losfrailes guerreros. Veteranos de incontablesbatallas, sabían que todo momento llegaba yque no era conveniente precipitarlo, sino estarpreparados mediante la oración y elentrenamiento para saber afrontarlo cuandoDios tuviera a bien. Con todo, esta calma noera ni mucho menos indolencia. Todos losmonjes realizaban ejercicios para la batalla,fortaleciendo su cuerpo, ejercitando su mente,

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templando su espíritu.En el caso de Alfonso, esta preparación

era llevada al límite. Pasaba horas y horasorando y entrenándose con la espada, con unaenergía cuyo origen solo podía proceder de suespíritu. Sus prácticas ascéticas se habíantornado salvajes: seguía el ayuno del queestaba exento, y la comida que no gastaba deesta manera la repartía entre los pobres de laciudad. No dormía más de cuatro horasdiarias: se acostaba después de que todo elmundo lo hubiera hecho, y se despertabaantes que los demás, mucho antes que el sol.Los guerreros más jóvenes de la orden lomiraban con admiración, y le trataban con unareverencia que rayaba en la veneraciónreligiosa, pues lo percibían como el casiinalcanzable modelo con que ellos debíancompararse, el hombre al que todos ellosdebían aspirar a ser: implacable con suspropias debilidades, misericordioso con las de

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los demás, amante fervoroso de Dios.Cuando no estaba orando ni combatiendo,

Alfonso procuraba encontrar un lugar ytiempo de introspección para examinarse a símismo. Hacía examen de conciencia yanalizaba si había cumplido diligentemente sustareas ascéticas o si se había dejado llevar porla pereza o la gula; se preguntaba si,entrenando a los jóvenes, había trabajado contodo esmero y dedicación, y si había sidodemasiado severo con sus fallos o, por elcontrario, había procurado enseñarles bien;investigaba si había albergado malospensamientos respecto de alguien, incluso delenemigo, y si había orado con suficiente fe yentrega. En caso de que hubiera fallado enalgo, o no hubiera hecho algo con suficientevoluntad, se mortificaba realizando losejercicios físicos oportunos, hasta que laresistencia de su cuerpo se quebraba.

Cuando esto sucedía, descansaba y

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reflexionaba sobre sus enemigos, sobre elejército que Al-Nasir estaba reuniendo al sur.Pero no lo hacía desde un punto de vistaexclusivamente militar, intentando adivinarcuántas y de qué tipo serían sus tropas ycómo derrotarlas, sino intentando penetrar ensu mente, descubrir cómo veían ellos almundo y a Dios. Era un ejercicio que podíaser peligroso para alguien con escasa fe, perono era el caso de Alfonso. Él no temía incurriren herejía ni en apostasía, y hasta se sentía enla obligación de conocer cómo eran susadversarios. Desde luego, ser fraile no le hacíasentir ningún escrúpulo a la hora deaventurarse en los dogmas de otras religiones.Todo lo contrario. Como miembro de laIglesia, debía conocer a los demás. La Iglesiano negaba la reflexión sobre herejes o infieles.Al revés. Si quería derrotarlos, tenía queconocer las razones por las que debían serderrotados y, después, cómo triunfar sobre

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ellos.Y sin duda valía la pena luchar por esas

diferencias. Alfonso era un guerrero religioso,un eterno cruzado. Otros podían luchar porpoder, por territorios o simplemente pororgullo, pero él y sus hermanos en la ordenluchaban por la fe. Por el convencimientoíntimo e inquebrantable de que una fe podíasalvar a la humanidad, y otra condenarla.Había hablado varias veces sobre esto con elprior, y desde que estaba en Toledorememoraba constantemente unas palabrasque le habían producido honda impresión.

—En el Concilio de Nicea —había dichoel prior— los católicos habían empleado eltérmino homousia, y los arrianos, homouisia.Es una simple diferencia en una sola letra,pero eso lo cambiaba todo. En efecto, ¿hayalguna diferencia entre decir «de la mismasustancia» o «de sustancia similar»? ¡Toda! SiCristo es de la misma naturaleza que Dios, se

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afirma la Encarnación, pero si es de naturalezasemejante, se niega por completo. Y toda lahistoria de la humanidad cambia por estesimple hecho. Constantino no lo asumió, no losupo ver, y por eso no tomó claro partido ydesterró a San Atanasio. Pero si finalmenteSan Atanasio no hubiera vencido, todo habríasido distinto, porque la doctrina de laEncarnación no hubiera cuajado y no sehablaría de Cristo como Dios, ergo no sereconocería que Dios ha estado entrenosotros, y todas las cosas buenas que hacreado la firme fe en que Dios fue al tiempohombre no habrían surgido. Observemosahora un ejemplo de la trascendencia de locontrario: el arrianismo caló en el imperioromano hasta el punto de que muchosemperadores cayeron en esta herejía, lo cualderivó, por ejemplo, en las revueltasiconoclastas que costaron la vida a Máximo elConfesor, en el enfrentamiento secular con

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Roma que permitió a Carlomagno ascender ala dignidad imperial y, en última instancia, enel cisma de Cerulario. Es cierto que Cerulariono era arriano, pero procedía de una tradiciónde enfrentamiento con Roma que sí tenía suorigen en el arrianismo, luego los efectostemporales de una herejía ya muertaprovocaron el gran cisma de la Cristiandad.Pero mucho antes de que esto sucediera, elarrianismo había dado lugar a nuevas herejías,como el monofisismo. El monofisismo, comosu nombre indica, consideraba que Cristotenía una única naturaleza: no la humana,como decían los arrianos, sino la divina. Entodo caso, al igual que los arrianos, negaba laEncarnación. Bien, el monofisismo se extendiórápidamente por los dominios bizantinos deSiria, cuyos mercaderes entraron en contactocon Arabia, donde aguardaba Mahoma.

»Mahoma, influenciado por muchas cosas,pero entre otras por el monofisismo, creó una

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religión donde no había Encarnación, unareligión donde Dios jamás había bajado a latierra para redimir los pecados de los hombres.Una religión donde la naturaleza humana notenía más divinidad que su origen, pero que nohabía sido dignificada por el mismísimo Diosal asumirla en todo salvo en el pecado. Poreso ellos confían toda su fuerza a Alá,mientras que nosotros sabemos que, si biensin Dios nada hacemos, tenemos que actuarnosotros. Ellos creen en el destino que su diosles depara, nosotros creamos el destino encada golpe de espada, en cada oración. ¿Valela pena luchar por esta diferencia? En realidad,no vale la pena luchar por nada más. El podermenguará, las tierras morirán y nuestro cuerpovolverá al polvo, pero nuestra alma es eterna,así como el alma de cada ser humano.Debemos, por tanto, combatir por la verdad.Ellos creerán que es su fe, nosotros, que lanuestra. En todo caso, debemos luchar por

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ella, porque luchamos por algo mucho másimportante que nosotros mismos.

Al rememorar aquella conversación,también le venían a la cabeza a Alfonso laspalabras del libro de Isaías: «¿Acaso puedeuna mujer olvidarse del niño de su pecho,dejar de querer al hijo de sus entrañas? Puesaunque ella te olvide, Yo no te olvidaré». Ysonreía, tranquilo.

Amanecía, pero todo era distinto. Íñigo sentíacomo si aquel fuera su primer amanecer,inmaculado, sin tacha. Todo le resultabanuevo. El brillo que despuntaba en las gotasde rocío era original, así como la brisa querasgaba los árboles, firmes como columnas,para crear un canto primigenio que saludaraun día que nunca antes había existido. Unnuevo mundo se abría ante él, un mundo del

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que había oído hablar pero que en esemomento asumía. Y, al hacerlo, sentía quetambién ese mundo le aceptaba como parte desí. Sus sensaciones debían ser las de unhombre que acabara de nacer, nuevo, sin nadaa su espalda, aguardándole todo en elhorizonte.

Aquella noche no había dormido, noporque la inquietud le provocara insomnio,pues no la tenía, sino porque quería descubrirbajo las estrellas aquella nueva vida que lellamaba. Había pasado la noche en un huertocercano al castillo, porque por allí solía pasear,cuando era niño, con su padre. Su padre ya noestaba, pero de algún modo podía sentir supresencia caminando por el campo,tranquilizándole, diciéndole que no tuvieramiedo en la batalla. Aquella noche habíadescubierto Íñigo que una de las ocultasrazones que le animaban a luchar era poderestar a la altura de su progenitor, ser su digno

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hijo. Y le había confortado saber que, dealgún modo, su padre velaría para que esofuera así.

Al amanecer, Íñigo había vuelto al castillopara asegurarse de que todo estuvieradispuesto para la partida. Aparte de Alonso, leacompañaban once escuderos y sirvientes, lamayoría de los cuales también eran aptos parala batalla. Todo estaba preparado: suarmadura había sido pulida al igual que suescudo, y su espada afilada. Los caballosestaban listos para la guerra, y había comidade sobra para llegar a Pamplona, donde podríacomprar más, y una tienda donde el noblepudiera reposar y dormir. Entre sus hombresse encontraba también su capellán, el apoyoespiritual al que, suponía, recurriría más deuna vez.

Por fin, cuando el sol hubo salido y todoshubieron desayunado, llegó el momento departir. Para poder despedirle, había hecho

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noche en su castillo la familia de su prometida.Al verla ante la puerta del castillo, tan blanca,tan pura, el joven noble sintió que aquellainocencia era lo más sagrado del mundo, laúnica certeza, la razón más importante paraderramar, si era necesario, océanos enteros desangre solo con tal de preservarla. Ella erademasiado joven para sospechar lo que eran laguerra y la muerte, el dolor y la devastación.Ella era algo que debía ser defendido a todacosta.

Se despidió de todos sus sirvientes, y de lafamilia de su prometida. Cuando iba adespedirse de ella, la niña hizo algoinesperado: se desató el lazo que llevabaprendido en el cabello y le dijo, clavando enÍñigo sus ojos verdes:

—¿Me dais vuestra espada?Sin pararse a pensar realmente lo que

hacía, Íñigo desenvainó el gigantescomandoble que llevaba ligado a la espalda. La

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niña entonces ató el blanco lazo a la espada,en una parte en que la hoja estaba protegidapor un trozo de cuero.

Aquel gesto conmovió extraordinariamenteal noble. Seguramente María había escuchadoen alguna parte que los caballeros teníancostumbre de llevar lazos de sus amadas a labatalla, y ella, con toda ingenuidad, le habíaofrecido el suyo. Íñigo se arrodilló para besarlela frente, y el beso le dolió, como si se lohubiera dado a una rosa plena de espinas, auna Virgen coronada por la infamia que sufriósu Hijo.

Pasó entonces a despedirse de su hermanoy de su madre. Ella se había vestido con susmejores ropas, pues era plenamenteconsciente de lo importante que era esemomento para su hijo y para todos. Semiraron fijamente, llenos de amor sus ojos. Aambos les dolía separarse, les dolía como sisiete puñales atravesaran sus corazones, que

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en ese momento, una vez más, latían almismo ritmo. Pero los dos sabían que debíaser así.

Ella le besó en la mejilla, y él hizo lomismo. Doña Mencía posó entonces lasmanos sobre los hombros de su hijo, forradosde hierro. Quería abrazarlo, pero no se decidíaa hacerlo. En lugar de eso, le dijo:

—Os quiero, hijo.—Y yo a vos, madre.Una lágrima corrió por el rostro de doña

Mencía. Su voz quebrada, murmuró:—No tengáis miedo, hijo. No temáis en la

batalla.También el noble tuvo que reprimir el

llanto al responder:—Jamás, madre. Os lo juro.El estoicismo de la madre se quebró y

abrazó a su hijo. Lo abrazó con fuerza,buscando sentir su piel bajo la dura cota de

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malla, buscando retener en él la mismasensación que tenía cuando lo rodeaba con susbrazos mientras era un bebé: saber que eseniño era suyo, fruto de sus entrañas. Que eseniño era su ser, su vida, todo cuanto podríaimportarle. Pero ya no era así y la armadurase encargó de hacérselo notar: su hijo siempresería suyo, pero ahora él se debía a algo más,a algo cuya alma de madre no podíacomprender, pero que debía respetar, porquesu fuerza era tal que arrancaba al joven de susbrazos.

Le besó varias veces antes de soltar susbrazos. Íñigo miró a su madre, diciéndole consu mirada: «No os preocupéis. Lucharé conhonor».

Se dio la vuelta y se subió al caballo, listopara partir. Cuando se hubo subido, Alonso seacercó. A su lado estaban su mujer y su hijo,un bebé de meses. El encomendado le dio sulanza, mientras decía:

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—Mi señor, vuestro padre me acogió,aunque pobres eran los servicios que yo pudeofrecerle. Luché por él, no solo por losjuramentos contraídos, también por el respetoque le profesaba. Vos sois de su mismasangre, y así como por él combatí, por voscombatiré. Os lo juro por mi alma inmortal, dela cual solo yo puedo disponer, y quelibremente empleo en serviros.

Íñigo cogió la lanza, cuya punta brillócomo una antorcha al reflejo del sol.

—Gracias, Alonso. También yo os aprecioy os respeto, y tened por seguro que cumplirécon todos los deberes que tengo con vos, y osfavoreceré en cuanto pueda.

Alonso hizo un gesto marcial de respeto yse preparó para marchar. El joven miróentonces a su alrededor: a su familia, a sucastillo, sus propiedades, los árboles y losmontes. Respiró profundamente, llenándoselos pulmones del aire de su patria, de su

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infancia y sus recuerdos. Cuando espiró, elmismo aire había cambiado, se habíatransformado para siempre, como él, comotodo.

Y comenzó su larga marcha hacia elhorizonte y hacia su vida.

Qal'at Rabah, o Calatrava en su versióncristianizada, era una de las fortalezas másimportantes de España en aquellos años. Lahabía construido Muhammad I, en el siglo IX,y su emplazamiento venía determinado por latrascendencia estratégica que tenía al estarsituada en el camino que unía Toledo, de lacual distaba menos de veinte leguas, yCórdoba. Al conquistarla los reyes cristianos,la habían cedido a los templarios para sudefensa, pero estos la habían abandonado alconocer que un inmenso ejército musulmán

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tenía intención de recuperarla. Así habíasurgido la Orden de Calatrava, gracias a ungrupo de monjes cistercienses, dirigidos por elabad Raimundo de Fitero, que se habíanofrecido para defenderla. El ejércitomusulmán nunca apareció, y la orden pudodesarrollarse y fortificar Calatrava.

Estas defensas adicionales fueronaprovechadas por los mahometanos despuésde retomar la fortaleza en el año 1195, trasAlarcos, donde los calatravos habían sidomasacrados.

Determinados a no perder de nuevo tanimportante plaza, el mando de la misma habíasido otorgado a Yusuf Ibn Qadis, uno de losgenerales andalusíes más respetados. Eraguerrero de honor, hábil estratega y con granexperiencia militar, temido por sus enemigos yadorado por sus hombres. El simple hecho deque, siendo andalusí, fuera elegido por losalmohades para proteger tan vital fortaleza ya

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hablaba bastante bien de su capacidad ycarisma.

Fue el mismo Ibn Qadis quien acogió a losagzaz, que daban por terminada su misión enla frontera para reunirse con el cuerpoprincipal del ejército, el cual no tardaríamucho en abandonar Sevilla. Llegaron en unode los místicos atardeceres que recuerdan aCastilla la presencia inevitable de Dios. En elfirmamento, muy altas, había algunas nubesrojizas de formas imprecisas, como pendonesensangrentados que portara un ejército dehéroes masacrado hasta el último hombre. Apesar de ellas, el cielo estaba en su mayoríadespejado, y aún subsistía en él un azul debrutal pureza, un azul que paulatinamente seoscurecía como si el líder de la hueste abatidaen el cielo cerrara los ojos.

Las puertas de la fortaleza se abrieron paralos jinetes, capitaneados por Sundak. Alinstante, varios mozos de cuadra se

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encargaron de sus caballos y los llevaron alestablo, al tiempo que otros sirvientes losconducían al interior del castillo. Ibn Qadis,quien sabía de su llegada, había dispuesto quefueran bien recibidos, haciendo honor a lahospitalidad que debía mostrar todo buenmusulmán, y él lo era. Además, apreciaba alos agzaz desde que los vio combatir enAlarcos, y sentía un franco respeto por sucapacidad guerrera, un respeto que solo quienes a su vez un gran luchador puede mostrar.

El comandante andalusí les recibió en elcomedor, con la cena ya dispuesta. Saludócon gran ceremonia a los jinetes, y estos ledevolvieron el saludo con aún mayordeferencia. Después se sentaron, y Sundakfue invitado a ocupar una silla al lado delandalusí. El guzz, puesto que era turco, noconocía tan bien la fama de Ibn Qadis, peroúnicamente por su aspecto y tras tratarbrevemente con él supo que se hallaba en

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presencia de un hombre poderoso y noble.Quizá, si su mente no hubiera sido tanabsolutamente prosaica, hubiera sentidoalegría por ver a dos personas procedentes delugares tan lejanos entre sí como Al-Ándalus yTurquestán comer en la misma mesa, hablaren la misma lengua, aunque para él no fuera lamaterna, y luchar en el mismo ejército, el dela fe. Ibn Qadis sí había pensado eso muchasveces, y era un aliciente para cumplir con susdeberes.

Sirvieron agua en las copas. Ibn Qadiscogió cordero asado de una bandeja plateada ypreguntó al líder de los agzaz:

—Bien, Sundak, ¿qué habéis observadoen las tierras cristianas?

El guzz se sirvió también cordero yrespondió:

—El rey de Aragón aún no ha llegado aToledo. Tampoco han llegado los francos,salvo unos pocos.

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—¿Sabéis algo del rey de Navarra?Sundak negó lentamente con la cabeza.—No tenemos noticia alguna, señor. No

sabemos si se ha unido a la ofensiva o —yesbozó una ligera sonrisa— ha decidido seguirfiel a su señor.

El jinete hacía referencia a la alianza que,esporádicamente, había compartido Navarracon los almohades. El carácter de esta uniónse llegó a exagerar hasta el punto de afirmarque Sancho el Fuerte había cruzado en secretoel Estrecho para casarse con una princesaalmohade, y que había apostatado delCristianismo para convertirse al Islam.

—¿Cuántos hombres hay acuartelados enToledo?

—Es difícil saberlo con exactitud, miseñor, pero debe de haber unos treinta ocuarenta mil hombres.

El noble andalusí mostró una evidente

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preocupación, grabada repentinamente en surostro. Sin Aragón, sin los francos y conmuchas tropas por llegar, que ya hubieracuarenta mil hombres en Toledo quería decirque, cuando todos se unieran, superarían lossetenta mil. Sabía que Al-Nasir habíatriplicado el número, pero cada guerrerocristiano era un soldado veterano, forzado aello por la vida de constante guerra quemantenían hasta los más humildescampesinos. También sabía que poco se podíahacer frente a las poderosas cargas de lacaballería pesada, y que su equipo, por normageneral, era superior al de los musulmanes.

La mente militar de Ibn Qadis comenzó atrazar formaciones de batalla, tácticas yplanos. Finalmente, le hizo a Sundak lapregunta cuya respuesta más anhelaba.

—¿Cuándo creéis que partirán?El guzz reflexionó un breve instante, y al

rato respondió:

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—No hay noticia alguna del rey de Aragónni de los francos, luego debemos suponer queaún están lejos de Toledo, al menos a diezdías de marcha, si no más. Por tanto, esprácticamente imposible que el ejército salgade la ciudad antes de junio.

El andalusí se sumió entonces en suspensamientos, recreando su mente el mapa dela zona. Tras unos sencillos cálculos, dijo envoz alta sin dirigirse a nadie en particular:

—Si siguen el camino más lógico, desdeToledo hasta aquí hay una semana de marcha.Quizá menos, si aceleran el paso. Antes dellegar a nosotros tendrán que pasar porMalagón, pero no podrá aguantar muchofrente a tamaña hueste. Eso nos deja,aproximadamente, tres semanas para prepararlas defensas…

La voz de Ibn Qadis se apagó, y Sundakse atrevió a mirarle directamente a los ojos.Lo que vio le dejó sobrecogido: una

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resignación estoica ante el destino que mejorque nadie podía prever, una resignación queera como un tenue pero profundo lamentodanzando ante las antorchas.

El 20 de mayo había llegado, pero ni los reyesde Aragón y Navarra, ni Arnaldo Amalarico lehabían acompañado.

No había noticia alguna de sus columnas.La tierra no se estremecía al paso de millaresde pezuñas herradas ni las botas de losinfantes, el viento no repetía la música marcialde los soldados, las nubes no mostraban laestela de innúmeros pendones alzados al sol.

El mismo rey Alfonso comenzaba aimpacientarse. El sol ya había empezado acaer con fuerza sobre la ciudad del Tajo ycaldeaba la sangre bajo las armaduras. Cada

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amanecer era un río de fuego que derramabala impaciencia por las calles, pero el díapasaba y nada sucedía. La sensacióngeneralizada era que, de no partir pronto, loscruzados comenzarían a matarse entre ellos.

El rey castellano, acaso para desterrar elfantasma de la asfixiante inactividad y paratransmitir la sensación de que el día de lasalida se acercaba, reunió a sus consejeros yhombres cercanos para discutir el camino aseguir. Entre ellos tenía un papel destacadodon Diego López de Haro, por ser el adaliddel ejército castellano. Tenía este nobleaproximadamente la misma edad que elmonarca de Castilla, y era un gran guerrero,veterano de muchos enfrentamientos contralos musulmanes. Aún después de Alarcos,había seguido siendo hombre de confianza delmonarca, y había defendido Madrid en 1197.Con todo, posteriormente cayó en desgracia yvagó por los reinos de Navarra y León antes

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de reconciliarse con el rey Alfonso en 1206.Era hombre piadoso y noble, lo que le hizoganarse el apodo de Bueno, el mismo queaños más tarde ostentaría el heroico defensorde Tarifa.

Junto a ellos, en torno a una mesa con unmapa, se habían juntado muchos hombresimportantes: varios nobles castellanos, entrelos que figuraba Rodrigo de Aranda, losmaestres de las órdenes militares y algunostranspirenaicos.

Don Diego López de Haro comenzó aexponer el itinerario, a requerimiento delmonarca:

—Seguiremos el camino de la Mesta quelleva a Córdoba, pasando por Calatrava.Guadalerzas señala el límite con el territorioalmohade. Esta será la última vez quedescansemos en nuestra tierra, y nodeberíamos emplear más de cuatro jornadasen llegar, quizá tres si podemos avanzar a

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buen ritmo. A escasa distancia de allí estáMalagón, la cual debemos tomar antes decontinuar el camino. No muy lejos, comosabemos, está Calatrava.

Diego López de Haro hizo una pausa paramirar a Ruy Díaz de Yanguas, maestre de laOrden de Calatrava. Su rostro era pétreo,duro, pero la sola mención del nombre le hizoestremecerse.

—Evidentemente, también debemosrendirla antes de seguir nuestro camino, puesno podemos dejar tan importante fortaleza enmanos del enemigo en nuestra retaguardia.Pero será mucho más dura que Malagón.Sabemos que sus defensas son casiinexpugnables, y su castellano es Ibn Qadis,un gran líder y un sublime guerrero. De sudeterminación de resistir dependerá cuántonos retrasemos, y aunque podemos separar losejércitos, dejando algunos hombres sitiandoCalatrava, no encuentro esto recomendable.

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»Una vez hayamos rendido la plaza, einsisto en que esto es algo que debe hacersecueste lo que cueste, deberíamos desviarnosdel camino principal para reconquistar otroscastillos, como Alarcos o Benavente, quetambién deben ser asegurados antes decontinuar. Tras ello, retomaremos el caminoen Salvatierra, la cual rendiremos, ycontinuaremos hacia el sur.

Alfonso detuvo a su adalid y dijo:—Don Rodrigo.—Decidme, señor.El rey miró fijamente a su consejero y le

preguntó:—¿Seguís creyendo que Al-Nasir nos

esperará al otro lado de las montañas?Rodrigo dijo con seriedad:—Así lo creo, mi señor. Por lo que

sabemos, Al-Nasir ha reunido en Sevilla unejército inmenso, de cientos de miles de

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hombres. Como es costumbre entre losmusulmanes, muchos de ellos seránvoluntarios, civiles sin entrenamiento militaralguno. Con un ejército tan numeroso, ysiendo una parte sustancial del mismoindisciplinada, cruzar los pasos de montañasería un riesgo que difícilmente asumirá. Siconseguimos embotellarlos en estos pasos, osi, derrotados, deben volver a su tierrahuyendo a través de ellos, su número sevolvería en su contra y los civiles no sabríancómo reaccionar, luego la confusión sería talque nuestras armas causarían un terribleestrago entre los moros sin apenas esfuerzo.No, creo firmemente que Al-Nasir no cruzarálas montañas.

—Luego esta carga nos corresponderá anosotros.

—Así lo pienso, mi señor.El rey miró de nuevo a Diego López de

Haro y le preguntó:

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—¿Por dónde podemos cruzar SierraMorena?

Diego López de Haro señaló un punto enlas montañas, y dijo:

—Los pasos más importantes están a lasombra del puerto del Muradal. Si Al-Nasir nocruza las montañas, y yo tampoco creo que lohaga, nos esperará más allá de este puerto, enLas Navas.

Aquel nombre no tenía ningunaconnotación especial, ningún significadosimbólico que pudiera estremecer a nadie. Contodo, Rodrigo tembló. Vio un gigantescocampo de batalla parecido al de Harmaguedónen donde Dios daría sentido a todo, y cientosde miles de hombres entregarían la vida. Fijósu mirada en el mapa. Las Navas.

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Era el día 3 de junio y el sol ardía como sifuera el corazón del mundo. La tierratemblaba por las llamas incoloras que en suseno se agitaban, y todo era rojo bajo un cielopuro que servía de lienzo para los rayossalvajes del astro.

Entonces, uno de esos rayos cayó a tierra,un fulgor vertical que desgarró el rostro delhorizonte. Otro destello cortó al anterior por lamitad, cual si quisiera abatirlo, pero unidoindisolublemente a él.

Era una cruz. Arnaldo Amalarico habíallegado.

El ejército almohade estaba listo para partir.Más de doscientos mil hombres se habíanreunido en Sevilla desde la toma deSalvatierra, y cuando comenzaba junio, esa

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titánica masa de guerreros, venidos de todaslas partes del mundo en que se adoraba a lamedia luna, se ponía en movimiento como elúnico cuerpo de un animal legendariodispuesto a sembrar el terror por las tierrasque sufrieran su ira.

No obstante, no había música, ni regocijo.La hueste marchaba cabizbaja, en silencio,como si rumiara una maldición. La causa desu descontento era simple: después de más deun año de cautiverio, los gobernadores deCeuta y Fez habían sido ejecutados por IbnMutanná. Una maniobra política poco astuta,que acaso buscara la cohesión por el temor,pero que había conseguido abrir una brecha enfavor de la desunión causada por el despreciohacia aquella ejecución innecesaria. Laarmadura del ejército almohade no estaba porello hecha añicos, pero sí dañada antes inclusode que llegara el enfrentamiento con loscristianos.

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Ibn Wazir percibía esto con claridad.Aunque a él no le preocupaban especialmenteaquellas dos muertes, sabía que entre la tropaalmohade habían provocado un descontentosubrepticio, y precisamente por ello letal si nose manejaba bien. Los guerreros marchabancon una expresión de odio y tristeza dibujadaen sus rostros que resultaba dañina, pues enlas próximas semanas tendrían ocasión dedesesperar aún más. El noble no se sentíacómodo. Llevaba varios días inquieto, dehecho, y aunque él lo achacaba al terriblecalor húmedo que envolvía Sevilla surgiendocomo humo del Guadalquivir, sabíaperfectamente que era algo más informe peromás cierto que eso, un susurro que el destinovertía como agua hirviendo en sus oídos y ledecía que aquella ofensiva no sería bendecidapor Alá. Intentaba no pensar demasiado enello para no ceder al desánimo, pero no habíanada en el mundo que ante él se extendía que

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no se lo recordara a cada instante.Estaba ya saliendo de la ciudad, montado

en un bellísimo caballo andaluz, blanco comouna perla, al frente de sus tropas. Al paso delos soldados, mujeres y niños lanzaban pétalosde rosas, que danzaban junto a las lanzas y lasespadas antes de caer a tierra y ser pisoteadospor los peones y las pezuñas de los caballos.Al principio, la imaginación de Ibn Wazir lellevó a asociar estos pétalos con las danzas denovios en las bodas, pero no tardó en darsecuenta que no era así: aquel baile eramacabro, era la ensoñación de la muerte. Lospétalos eran gotas de sangre, las lágrimas delas madres por los hijos cuyo corazón iba aquebrarse en la batalla. Procuró no mirarlos,pero su perfume impregnaba la ciudad, comosi quisieran convertirla en un gigantescocementerio.

Llegó el momento de cruzar la puerta deSevilla. El noble apretó con fuerza las riendas

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de su caballo, no porque quisiera detenerlo,sino porque necesitaba algo a lo que asirse.Aquel momento no se repetiría en toda suvida, y él lo sabía y temblaba su alma, aunquesu cuerpo no mostrara ninguna alteración.Podría volver a Sevilla, pero antes de que asífuera, el mundo habría cambiado parasiempre. Y su camino, su camino tras laspuertas, le llevaba al lugar en que todo iba aquebrantarse o a salvarse, al momento a partirdel cual no habría retorno, ni en lo bueno nien lo malo.

Finalmente, atravesó el umbral, y aunquesu posición geográfica apenas había variadounos codos, supo que su mundo se habíadesplazado a otra órbita, a otro universo. Ununiverso que le llamaba por su nombre y ledecía que nada de cuanto hubiera hecho hastaentonces tendría sentido, pues lo únicoimportante era lo que estaba destinado a hacerde ahí en adelante, lo único que podría

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redimirle o condenarle. La prueba definitiva.Respiró hondamente y procuró calmarse.

Debía estar sereno en los días venideros. Notócon satisfacción cómo el terremoto quesacudía sus entrañas se desvanecía lentamentey, mirando al cielo, dijo:

—Alá, dame fuerzas. Dame fuerzas parano temer, para ser el ejecutor de tu santavoluntad, sea la que sea. No me abandones,Alá, no me abandones.

Toledo. Desde la lejanía, la ciudad parecía apunto de estallar. El sol que caía inclementesobre ella le daba un aspecto rojizo a losmuros y los campanarios de las iglesias, peroRoger sabía que el fuego estaba dentro. Podíapercibir claramente la atmósfera de tensión eimpaciencia que se respiraba, el ardor que

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necesitaba entrar en combate y derramarsangre. Nunca había visto algo así, aunquedeseaba no estar contemplándolo.

Aquello no le cuadraba. Le parecíaabsolutamente ilógico, incluso le causabarepulsa. Sentía como si una fuerzadesconocida le empujara a alejarse de eselugar. No era simplemente la cercanía de labatalla, el ambiente de violencia. Estabaacostumbrado a eso, como todos los españolesnacidos durante siglos en la primera línea dedefensa de la Cristiandad. No le inquietabaluchar, pero sí lo que iba a producirse. Aun sinhaber entrado en la ciudad, ya sabía que eltamaño de las fuerzas allí reunidas eraincalculable, como incontenible era su furia.No quería formar parte de eso. No queríaformar parte de aquella guerra santaconvocada por una Iglesia que no leperdonaría y un Dios que le castigaba.

Desde luego, esa no era ni mucho menos

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la concepción generalizada entre sus hermanosde armas. Nada más divisar Toledo, lacolumna aragonesa había estallado en untremendo vocerío, dando gritos de júbilo yentonando cánticos de alabanza. La huestehabía avanzado a un ritmo exagerado de seisleguas diarias durante varios días, y ver por finla ciudad que era su destino había hecho quesus corazones rompieran de alegría. Todo eraregocijo y felicidad, y en ese ambiente, elsombrío ánimo de Roger se oscurecía aúnmás, convirtiéndose en una violenta angustiaque zarandeaba todo su cuerpo como undesprendimiento de rocas, eldesmoronamiento definitivo de las escasasconvicciones sobre las que se mantenía unedificio, su alma, en ruinas.

El rey, después de rezar una breve oracióndando gracias a Dios por haberles permitidollegar a Toledo sanos y salvos, dio la orden deavanzar. Roger sintió una profunda arcada, y

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aunque pudo contenerse, la amargurapersistiría en su cuerpo.

La llegada de Pedro de Aragón a Toledo fueuno de los acontecimientos más felices ygloriosos de cuantos se recordaban. La ciudadlo había dispuesto todo para recibir a tanesperado huésped, adornada como para un díade fiesta. Y en verdad lo era. Salvo por el reyde Navarra, que se incorporaría más tarde,todas las fuerzas que debían tomar parte en lacruzada estaban reunidas. La ofensiva podíacomenzar.

El arzobispo Ximénez de Rada habíaorganizado una procesión para dar gracias aDios por la llegada del monarca aragonés, asícomo para pedir la ayuda del Señor de losEjércitos en la guerra cuyo espectro yadevastaba el horizonte. En el momento en que

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Alfonso y Pedro se abrazaron, ese espectrotomó forma, un radiante ángel que portabauna espada flamígera, la espada de la fe por laque ambos reyes iban a inmolarse.

Tres días más tarde, el 19 de junio, losprimeros ejércitos cristianos se pusieron enmarcha.

Anochecía el 19 de junio, una plácida noche,fresca y tranquila. Los transpirenaicos, dadasu impaciencia, habían partido aquel amanecercomandados por Diego López de Haro yArnaldo Amalarico, pero el resto de las tropasseguía en Toledo, listo para partir al díasiguiente. La tensión había desaparecido conla salida de los francos, y por primera vez enmuchos meses la ciudad del Tajo dormía encalma, recuperando fuerzas para emprender el

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camino cuando el sol les llamara a la batalla.Toda la ciudad dormía.

Alfonso, no. Seguía cumpliendo su deberascético y, además, no deseaba dormir. No esque estuviera nervioso, pues había participadoen innumerables campañas, pero precisamentepor eso, algo en su alma de caballero veteranole decía que lo que estaba a punto de hacersobrepasaría todo cuanto hasta ese momentose había visto. Llevaba toda su vida soñandocon que llegara el día en que Cristo le librarapor siempre de sus pecados, le purificaradefinitivamente y lavara sus imperfecciones,convirtiéndose así en el hombre puro, en elmodelo que había ansiado ser durante toda suexistencia. Y había algo, un murmullo en labrisa, un sonido soterrado que susurraba enlos campanarios de Toledo, que le decía quela hora estaba llegando. Por eso esperaba labatalla, por eso deseaba lanzarse a ella con lamisma impaciencia con la que el novio busca a

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la amada, sabiendo que en su sonrisaencontrará una respuesta que haráinnecesarias todas las preguntas.

Alfonso sintió un ruido a sus espaldas.Sabía que era uno de sus hermanos de armasporque sus pisadas tenían un sonido metálico,y solo los caballeros de las órdenes militaresdormían con la armadura puesta. Sininquietarse, giró sobre sí mismo y vio al jovenfray Santiago.

—Deberíais estar durmiendo, fraySantiago —le dijo Alfonso—. Mañanapartiremos. Debéis estar descansado.

Fray Santiago miró al veterano conrespeto, y luego, bajando los ojos, dijo entono de excusa:

—Lo sé, hermano, pero no puedo dormir.—¿Qué os sucede?El joven fraile desvió su vista por la

ciudad. Sus ojos decían que estaba alucinado,

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como un niño que entrara en una fiestamagnífica sin haber sido invitado, sin tenerninguna razón para estar allí. Respondió,temeroso:

—Yo… todo esto… no estoy a la altura.No merezco esta gloria.

Alfonso sonrió porque se sentía relajado, ydijo:

—Estamos vivos. —Ninguno de los dosfrailes habló durante unos segundos, y luego elveterano continuó—: ¿Cuánto tiempo lleváissiendo fraile?

—Escasos meses.Cuando Alfonso volvió a tomar la palabra,

en un principio pareció que su discurso notenía conexión alguna con lo que había dichoanteriormente.

—«Sed perfectos como mi Padre esperfecto». Nunca se ha ensalzado tanto alhombre, jamás en toda la historia del ser

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humano ha sido glorificado hasta ese extremo.Podemos ser perfectos como es Dios.Podemos ser santos, puros, invencibles. Estees el ideal que anima nuestra orden. Somos,como ya os dije, la Espada de Cristo, suseternos soldados. Sabemos que la lucha másimportante no es contra el enemigo; la únicaguerra verdadera es contra nosotros mismos,contra todo lo que somos y fuimos, por todolo que podemos llegar a ser.

Alfonso calló, y Santiago meditó lo que lehabían dicho. Al rato, continuó el veterano:

—Recorremos un camino que lleva a unlugar. Es un camino de progreso, pues solo seprogresa cuando se sabe cuál es el fin. Somoscomo una flecha disparada hacia la santidad.Pero todo progreso implica un movimiento.No somos aún perfectos, y es posible quenunca lo seamos. Pero eso no es excusa parano hacer lo que debemos hacer. De hecho, esla razón para llevarlo a cabo. Lleváis escasos

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meses en la orden. Yo llevo veinte años enella, y aún no he alcanzado, ni tan siquieravislumbrado, al hombre en que quieroconvertirme, al hombre en que deboconvertirme. No estáis a la altura, decís. Peroestáis vivo, os digo yo, y debéis dar graciasporque sea así, pues mientras estéis vivo,podréis luchar, y mientras podáis luchar,podéis perfeccionaros. Agradeced a Dios queno habéis hecho nada, porque tenéis todo porhacer.

Santiago había sido educado en la doctrinade la Iglesia, pero a veces se sorprendíacuando redescubría las realidades más básicas.Lo que se da por supuesto, tiende a olvidarse,y tal le pasaba al joven. Alfonso tenía laextraordinaria capacidad de recordarle loesencial y mostrárselo como si fuera undescubrimiento. Santiago sonrió al escucharlas palabras de Alfonso. Había recordado unade las verdades más extrañas de su fe: la

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debilidad es, en realidad, la fuerza.—Gracias, fray Alfonso —dijo

humildemente Santiago—. Sacáis a la luz loque está oscuro.

El veterano negó lentamente con la cabezay dijo:

—De nada serviría si vos no pudierais ver.—Y después, ordenó al joven—: Ahora id,marchaos a dormir. En pocas horascomenzará vuestro más serio examen, ydebéis estar preparado.

Santiago asintió y se retiró, pero, antes deentrar de nuevo en el edificio, le preguntó alveterano:

—¿Vos no vais a descansar?Y Alfonso, sin desviar la mirada de la

ciudad durmiente, dijo:—No. Esperaré al alba. La saludaré como

a una hermana que por fin volviera a mí.

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El sol martilleaba salvajemente los corazonesde los guerreros con más furia que los golpessecos de los tambores, cuyo sonido guiaba elavance de la hueste almohade. Mutarrafpensaba que estaba al borde de la muerte encada paso, pero no moría, aunque su cuerpose hubiera convertido en una mera máquinaque ponía un pie delante de otro por purainercia. Su mente estaba lejos de allí,divagando por el océano abrasador que surgíade los cielos. En otro estado de ánimo, quizáhubiera percibido esa disociación desde unpunto de vista más filosófico, como unareafirmación de las teorías platónicas. Pero notenía fuerzas para pensar.

La marcha del ejército almohade no eraexcesivamente rápida, pero sí muy pesada.Era muy difícil mantener la coordinación entremás de doscientos mil hombres, y los

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voluntarios retardaban bastante la marcha,aunque fueran quienes más sufrían. No sequejaban, porque no tenían fuerzas parahacerlo. Algunos de ellos eran personas yamayores, cuyo físico no les permitía hacergrandes alardes y multiplicaba todo esfuerzo.Otros eran personas dedicadas al estudio o a lacontemplación, y tampoco podían seguir lamarcha sin grandes penalidades.

Mutarraf se hallaba agotado más allá detodo cansancio. Todo su cuerpo le dolía, perose había acostumbrado ya tanto que le parecíaimposible que ese no hubiera sido siempre suestado natural, lo cual no quería decir que nolo sintiera. En las últimas horas, elagotamiento le hacía andar encorvado, lo que,junto con el hecho de dormir al raso y sobre elsuelo, provocaba que a veces sintiera brutalespinchazos en la espalda, como un puñal quedesgarrara sus músculos. Sus piernas estabanal límite de su esfuerzo, y el simple hecho de

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sentarse durante las paradas del ejércitosuponía para él realizar un acto heroico. Suestómago estaba casi siempre vacío, aunqueesto era algo que no le importaba, porque eldespiadado calor dificultaba toda digestión,aun de lo más nimio. El agua que bebía erahirviente, pero la agradecía como sidescendiera de los torrentes puros de SierraNevada.

No llevaba muchos objetos consigo, perole pesaban increíblemente. Para luchar lehabían dado una espada, bastante gastada ya,que seguramente habría pertenecido a unguerrero caído. Había aprendido algunatécnica para combatir con ella, pero seguíamirándola con temor. También portaba unescudo de mimbre, y dos manuscritos queguardaba con intención de leerlos al terminarla marcha. No había tardado demasiado endarse cuenta de que había sido un errorinfantil: el ejército siempre se detenía muy

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poco antes de la puesta de sol, lo que lequitaba toda luz con que leer, y en todo casono tenía fuerzas para hacer nada, ni intelectualni de ningún tipo. Había intentado leer laprimera noche a la luz de una hoguera, y laspalabras le bailaban. Con todo, el respeto quesentía por esas palabras que no podía ver leimpedía tirar los manuscritos al polvo y al sol,así que vivía con el miedo de que algúnsoldado menos escrupuloso los descubriera yle obligara a deshacerse de ellos.

Mutarraf sabía que el dolor suele serpreludio de la felicidad: de la misma forma queel amante sufre hasta que la novia acepta suamor, o la madre hasta que surge la criaturade su vientre, él debía sufrir antes deencontrar la felicidad del campo de batalla.También era consciente de que las cosas quese consiguen sin dificultad no merecen lapena, pues se marchan con la misma facilidadcon la que llegan. Pero el calor le licuaba las

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ideas, y se preguntaba constantemente sicompensaba tanto sufrimiento.

También sabía que no hallaría respuesta sino se atrevía a llegar al final del camino.

El 20 de junio partió el grueso del ejércitocristiano. Los primeros en hacerlo fueron losaragoneses, y cerró la marcha el reycastellano. Bajo el temible e inmenso sol, laspuertas de Toledo se abrieron, y durante horasla gigantesca hueste abandonó la ciudad, comouna cueva que estallara y soltara un furiosotorrente. Un suave viento bailaba entre lospendones de los concejos, las órdenesmilitares y los nobles. La luz bañaba loscascos y las lanzas, convirtiendo a cadaguerrero en una pequeña llama, y al ejércitoen una hoguera destinada a hacer arder elmundo. Las despedidas se confundían con los

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tambores y los cuernos que llamaban a labatalla, y por encima de todo, sonaba con unaclaridad excepcional la melodía de la guerra,un suave cántico que se clavaba como unasaeta en los corazones de los soldados y lesforzaba a avanzar.

Ya no había marcha atrás. Una espadasolo puede ser desenvainada para derramarsangre, y un ejército así únicamente podía sermovilizado para causar una matanza o sermasacrado. Nada más podía importar. Lalarga marcha había comenzado, y no sedetendría hasta que los guerreros obtuvieran lavictoria o fueran aniquilados.

Las tropas hacían jornadas de unas tres leguasdiarias. La columna de don Diego López deHaro les llevaba un día de ventaja, pero el

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avance se coordinaba con constantesmensajeros. Por su parte, las fuerzasaragonesas y las castellanas estaban más cercalas unas de las otras, por lo que en la prácticamarchaban juntas y acampaban en el mismolugar.

Castellanos y aragoneses tardaron cuatrodías en llegar a Guadalerzas, el límite delterritorio cristiano. Allí había un hospitalfortificado que había construido la Orden deCalatrava, emplazado sobre una colina, por loque era un lugar idóneo para que el ejércitopasara la noche. De hecho, cuando sedispusieron a acampar encontraron restos queevidenciaban que tal había sido la decisión deLópez de Haro. Los cristianos pasaron suúltima noche en territorio amigo en las faldasde la colina de Guadalerzas.

Roger llevaba varias noches durmiendomuy poco, a pesar del cansancio. La angustiaque había sentido al divisar Toledo no había

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disminuido en absoluto, y de hecho pensabaque iba a peor. Aquello era un dolor que nosabía realmente identificar, pero al menos eraalgo, no una ausencia. Una terribledesesperación, la misma que había sentido alperder a Laura, asaeteaba su corazónclavando en él infinitas dagas, arrancándole detoda tranquilidad, desgarrando cualquierresquicio de paz. Constantemente se leaparecía la imagen de su mujer, caminandotranquilamente bajo los destellos del sol,sentada a la luz de las hogueras. El noblepensaba que eran alucinaciones provocadaspor el calor o el hambre, pero se alimentababien y era bastante resistente al calor, luego lacausa debía ser otra.

La luna aquella noche era creciente, ycomo si este estado aumentara el sufrimientode Roger, el catalán no podía descansar.Determinado a, por lo menos, realizar algoútil, decidió hacer guardia. Evidentemente, no

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le correspondía, dado su rango, pero pensóque sería bueno que alguien de mayorautoridad supervisara a los peones que seencargaban de la vigilancia, impidiendo que sedurmieran o se dedicaran a la charla.

Salió de su tienda al aire fresco de lanoche. No había nubes, y el cielo estrelladodestacaba como una cúpula lejana, pero almismo tiempo tan cercana en aquel páramoque daba la sensación de que solo eranecesario alzar la mano para desgarrar elfirmamento. Roger estuvo tentado adesenvainar la espada e intentar romper aquellienzo lleno de perlas, pero no lo hizo.

Se acercó al resplandor de una hoguera yvio a un soldado dormido, acurrucado junto alfuego. Le despertó lanzándole una piedrasuavemente contra el casco, pues no sabía siel peón era inexperto ni si iba a reaccionarcomo ante una amenaza. Y en efecto, así lohizo. Era un muchacho joven, de unos

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dieciséis años, que se levantó estrepitosamenteal escuchar la piedra contra su casco y movióla lanza buscando un enemigo, hasta quedescubrió a Roger. Entonces, avergonzado,intentó formular una excusa.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó elnoble.

—Joan, señor.Roger asintió lentamente y dijo:—No te duermas. No sucumbas al sueño.

Vigila, mantente alerta.—Sí… Sí, señor. Así lo haré, señor —

balbuceó nerviosamente el muchacho.El caballero se alejó, buscando algo de

soledad. La luz de la luna era suficiente parailuminar sus pasos de forma que no tropezara,pero aun así caminaba muy despacio. Estabacansado aunque no pudiera dormir. Cansadopor el esfuerzo que le suponía contener eldolor que devoraba su consciencia, insomne

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porque sabía que, si relajaba su vigilancia, eldolor terminaría por abalanzarse sobre élcomo un león furioso. Intentaba aislarse de lacausa del sufrimiento, del recuerdo de suamada, enfrascándose en las tareas bélicas.Pero todo le recordaba a ella. Laura eraomnipresente, y su memoria dictaba cada unode sus actos, quisiera o no.

Se sentó sobre una roca y miró alhorizonte, espectral bajo la luna. Supuso queaquel evanescente paisaje era reflejo de supropia alma devastada. En aquel páramo habíaalgo, una presencia ultraterrena, que bienpodía ser espejo de todos los hombres que porél pasaban o bien un ente con inteligenciapropia. El cielo y la tierra estaban unidos, yentre ambos no existía más que el serhumano, partido entre ambas dimensiones,buscando ascender el firmamento pero atado ala tierra. Y el lamento que provocabavislumbrar la eternidad y no poder sujetarla

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estaba grabado en aquel páramo.Sobre todo esto divagaba Roger cuando,

súbitamente, un resplandor rojizo iluminó elhorizonte. El caballero se frotó los ojos paracerciorarse de que no estaba dormido. Lallama había prendido en aquel momento,estaba seguro de no haberla visto antes. Elcorazón del noble se aceleró de pronto, comosi acabara de recibir una visita que llevaraaños esperando. Aquel fuego era un mensaje.

—¿Eres tú? —se atrevió a murmurarRoger.

De nuevo se alzó una suave brisa, y elcatalán se estremeció cuando sintió en ella,inconfundible como el sol que había surgidoen el horizonte, el aroma del mar.

—Mi señor, venid a ver esto.

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Ibn Qadis se despertó con rapidez ante lallamada del centinela. La experiencia de todassus campañas le había otorgado el don depasar del reposo a la actividad plena en muypoco tiempo, tanto que parecía que nuncadormía. Saltó del lecho, se abrigó y siguió alcariacontecido soldado, quien lo guió a la torremás alta de la fortaleza de Calatrava. Nocruzaron palabra alguna, pero el instintomilitar de Ibn Qadis le decía que no se tratabade un ejército. Aunque hubiera hecho un largocamino a través de la noche, pasandoinadvertido, sus soldados no tendrían talreacción. No, no era ningún ejército.Seguramente sería algo peor, y el caíd losospechaba.

Llegó a la torre y salió al exterior. Elrepentino contacto con el frío nocturno no leturbó. Antes de que los soldados leinformaran, ya había fijado su implacablemirada en la causa de la alarma: algo ardía en

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el horizonte.Al instante se dio cuenta de lo que era, y

las implicaciones que tenía. Los cristianoshabían llegado a la fortaleza de Malagón, y lahabían quemado. No podía decir por qué,pero intuía que ese fuego no se había desatadotras rendir el castillo, sino precisamente paradestruir a su guarnición. Se sorprendió. Lospeninsulares no solían obrar con esa crueldad,pero cuanto más miraba el fuego más se dabacuenta de que el objetivo que él habíaimaginado debía de ser el correcto. Casi podíaescuchar los alaridos de los musulmanesquemados vivos.

Movió la cabeza en un gesto dedesaprobación, y rezó una breve oración porlos que habían muerto. El ejército cristianoestaba a un día de marcha, y por lo que podíaver, llegaban ansiando venganza. Calatravaestaba mucho mejor defendida que Malagón,pero difícilmente podía evitar su caída si las

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cifras que los agzaz le habían dado erancorrectas.

Suspiró y, sin dejar de mirar el resplandor,dijo:

—Rezad por los caídos. Que Alá tengamisericordia de ellos… y de nosotros.

Las llamas iluminaban con violencia el rostrode Diego López de Haro, convirtiéndolo en unclaroscuro que hacía brillar intensamente partedel mismo, dejando lo demás en una absolutapenumbra. Era un magnífico espejo de lo quesentía su alma. Estaba satisfecho por habereliminado el primer obstáculo en su caminohacia Al-Nasir, pero le disgustaban losmétodos. El olor a carne quemada infectaba elaire de la noche, y los gritos, aunque habíandisminuido en frecuencia, se clavaban en su

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ánimo como alfileres. No es que fuerademasiado crudo para él: era un guerrero,había pasado toda su vida en combate, yhabía visto cosas terribles. Pero aquello eradistinto, porque no se trataba de luchar. Habíasido un asesinato a sangre fría.

Su destacamento había llegado a Malagónaproximadamente a mediodía, y lostranspirenaicos se habían enfervorizado comolobos que olieran la sangre. Apenas habíantenido tiempo de trazar una estrategia, pues yala fortaleza se alzaba ante ellos como unapromesa, como la ocasión de masacrarenemigos que llevaban meses esperando. Sinesperar a urdir un plan definido, se habíanlanzado al asalto de la fortificación. El adalidde Castilla no había podido impedirlo, nohabía podido refrenar a los francos antes denegociar una rendición.

Malagón tenía un cuerpo central cuadradocon cuatro torres adjuntas a cada uno de los

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muros. Los francos se habían centradoprimeramente en los torreones individuales,consiguiendo tomarlos al anochecer. Pero elcorazón del castillo iba a ser un asunto máscomplicado. López de Haro, viendo laoportunidad que se le presentaba de evitar unamatanza, había propuesto iniciarconversaciones con los musulmanes paraobtener una rendición, y los cruzados,inquietos por la dificultad que presentaba suobjetivo final, habían aceptado. Losmahometanos entonces ofrecieron el castillo acambio de preservar la vida. Era un tratonormal en el contexto de la guerra peninsular,pero los ultramontanos, que se enfrentaban ala herejía cátara con un salvajismo feroz, no loaceptaron. Y Malagón ardía.

Al lado del adalid de Castilla estabaArnaldo Amalarico. También sus vestimentasreflejaban el infierno desatado, haciendoparecer que el propio inquisidor ardía. Algo

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bastante irónico, pensaba el noble castellano.Pero la mirada del arzobispo seguía tanausente como de costumbre; nada se veía enella salvo la danza de las llamas sobre loscadáveres enemigos. Con todo, su boca estabatorcida en algo que parecía una sonrisa, y lopeor de esa sonrisa era que no reflejabacrueldad alguna, sino satisfacción. Amalaricoera un hombre tan despiadado que ni siquieraera consciente de serlo. A Diego López deHaro le disgustaba enormemente tenerlo a sulado, y se estremecía viendo su sonrisa,porque era la misma que una persona honestaesbozaría ante una broma. Se preguntó quéclase de alma podía albergar aquel cuerpo,pero recordó que no había tenido ningúnreparo en masacrar a hombres, mujeres yniños en Beziérs, incluso a los de su mismocredo.

Lentamente, el castellano se dio la vuelta,alejándose de Malagón y de Amalarico, que

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seguía contemplando el fuego como si fuera lachimenea de su hogar.

Al amanecer llegó el resto del ejército. Tantoaragoneses como castellanos quedaronasustados por el terrible espectáculo que sedesplegaba ante sus ojos. Aún pervivía elhedor a carne quemada, pero másconcentrado y viciado. Alrededor de lafortaleza, ennegrecida, se veían varios cuerposchamuscados y despedazados, y no todos eranguerreros.

—Dios santo —murmuró Rodrigo conhondo disgusto—, qué han hecho estossalvajes…

Diego López de Haro se adelantó a recibiral rey Alfonso, y le explicó lo sucedido. Elmonarca no podía pensar que aquella matanza

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hubiera sido liderada por su adalid, y una vezsupo la verdad comprendió todo, si bien semostró profundamente enfadado, enfado queaumentó al escuchar al noble diciéndole:

—Los ultramontanos no están contentos.El rey miró a López de Haro con furia e

incredulidad, y dijo bruscamente:—¿No había suficientes civiles en

Malagón? ¿No han matado a suficientesinocentes?

—No, no es eso —dijo el noble sinalterarse—. Se quejan del calor, al que noestán acostumbrados, y también dicen estarhambrientos.

Alfonso estalló. No solía hacerlo, peroaquel ambiente de violencia y degradación leafectaba. La roca negra de Malagón recortadacontra un cielo lleno de cenizas, los miembrosmutilados… todo ello le horrorizaba, noporque fuera sangriento, sino porque no erajusto. La cruzada que había tardado meses en

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organizar comenzaba con un acto que Dios nopodía aprobar, porque carecía de honor.

—¡Que se coman a los muertos! —rugió—. ¿Acaso ahora van a sentir algún escrúpuloante el canibalismo?

Rodrigo, viendo la situación, amonestó asu rey:

—Tranquilizaos, señor. Guardad vuestraira, os será más útil en el futuro.

El consejero había hablado con serenidad,pero también con determinación, y Alfonso secalmó. Sabía que Rodrigo tenía razón enpedirle que se contuviera. Al fin y al cabo, erasu consejero no porque le dijera las bondadesque hacía, sino para que le hiciera ver suserrores. Recuperada su compostura, elmonarca dijo:

—Los transpirenaicos han dado problemasdesde que llegaron. Al principio atacaron a losjudíos de Toledo y promovieron todos los

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desórdenes que nos obligaron a expulsarlosextramuros. Allí talaron los árboles de unmagnífico jardín, y no para construir un arcacon la que marcharse. Ahora hacen esto, ytodavía se atreven a decir que tienen hambre yles molesta el calor. —Tras un breve silencio,preguntó a Rodrigo—: ¿Creéis que debemosretenerlos? ¿No sería mejor que lesexpulsáramos de la cruzada?

Rodrigo miró a López de Haro, en cuyosojos se veía reflejada la duda. Él los habíavisto en acción y sabía que, aunque salvajes eindisciplinados, los francos podían ser unagran ayuda cuando llegara la batallaimportante. Por ello, el consejero respondió:

—No creo que sea oportuno, mi señor. Elejército de Al-Nasir es monstruoso, y noestamos en condiciones de prescindir deningún hombre que pueda empuñar un arma,menos aún si son caballeros que valen pormuchos infantes. No me gusta luchar al lado

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de estos bárbaros, pero temo que no hayopción. Por otra parte, creo que os olvidáis deAmalarico.

—¿Qué sucede con él?El noble calló. Había tratado poco con el

arzobispo, pero había sido suficiente parasaber que aquel hombre era despreciable. Ledetestaba con todas sus fuerzas, y aunquesabía que era incorrecto sentir tal aversión, ymás hacia un eclesiástico, no podía evitarlo.Todo cuanto él era, su forma de ver elmundo, rechazaba al francés con extremavirulencia. Finalmente, sin contenerse, dijo:

—Amalarico es un blasfemo y undescreído. No es en nada mejor que losherejes a los que persigue, pues está tandispuesto como ellos a destruir cuanto hay debello y noble en este mundo solo paraconseguir su propio beneficio. Pero… —ehizo una pausa, como si se arrepintiera de loque acababa de decir— es el inquisidor

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general del Languedoc, un hombre con granpoder, y es él quien ha conseguido el apoyodel rey de Navarra y quien ha movilizado aestos asesinos, quienes, al fin y al cabo,combaten en nuestro bando. Evidentemente,no podemos ni debemos hacer nada contra él,y no sabemos cuál podría ser su reacción sidecidimos expulsar a los guerreros que él hatraído.

—No se iría —terció López de Haro—.No condenaría la cruzada. Si le hubierais vistoanoche… le encanta derramar sangre.

—Sí, le gusta demasiado. Por eso nodistingue de quién es la sangre que derrama.No, dejémoslo estar. Es demasiado prontopara tomar cualquier medida drástica.

El rey meditó entonces lo que se habíahablado, y después, dirigiéndose a ambos,preguntó:

—¿Qué debemos hacer entonces?López de Haro dejó que Rodrigo hablara,

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y este dijo:—Sería conveniente que de ahora en

adelante el ejército marchara unido, a fin deevitar que los francos se descontrolen. Teneden cuenta, además, que nuestro siguiente pasoes Calatrava, y una tontería transpirenaicapuede provocar un desastre, pues Ibn Qadissabe aprovechar la estupidez de sus enemigos.No podemos arriesgarnos a que estos locoshagan un ataque suicida.

—¿Y respecto al calor y los alimentos? —inquirió Alfonso.

—No podemos hacer que cese el calor. Sison tan blandos como para no soportarlo, queardan. No vamos a dejar de hacer las marchasnormales ni combatir lo que sea menesterporque estos nórdicos no puedan soportarnuestras temperaturas. Sobre los alimentos…quizá valdría la pena que repartiéramosalgunos de nuestro propio contingente. —Elrey miró con incredulidad a Rodrigo, quien se

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apresuró a añadir—: Al menos, hasta quelleguemos a Calatrava.

El ejército almohade se había acuartelado enJaén. No tenía intención de permanecer allí,pues salvo en los casos más desesperadosnadie enfrentaría un ejército a otro en unaciudad si podía evitarlo, pero debía hacer lapausa para dar tiempo a que las aguas delGuadalquivir, excepcionalmente crecido porlas lluvias de la primavera, volvieran a sucauce.

Sundak notaba que la situación seguíasiendo tensa, y los rencores resurgían amedida que los cansados cuerpos de losguerreros se recobraban de la marcha. Élmismo comenzaba a contagiarse delnerviosismo, a pesar de que no era almohadey, en consecuencia, no le importaban

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especialmente las ejecuciones. Contabadesesperadamente las horas, confiando en quecada una de ellas fuera la última y sereemprendiera el avance. Sentía que el final deuna historia que llevaba mucho tiempo, quizásiglos, fraguándose, estaba a punto de llegar, ysu espíritu inquieto se sentía oprimido por lasdemoras.

El arquero no era un hombre dado a lameditación, pero poseía una cualidad especial,y era que se conocía muy bien. No eradeshonesto consigo mismo, ni intentabaesconder sus verdaderas motivaciones bajocapas de evasivas. Por todo ello, eraconsciente de que su malestar no obedecía auna tensión provocada por el resto de lastropas, ni a la impaciencia por entrar enbatalla. Era cierto que deseaba que llegara elmomento de la lucha, pero no por combatir,sino por saber de una vez a qué se enfrentaba.Él era un veterano de miles de combates, y

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precisamente por ello era consciente de algoque a veces pensaba que solo él podíacomprender: aquella ofensiva iba a cambiarlotodo.

Intentaba no pensar en ello, e inclusodesechaba tal pensamiento, diciéndose que notenía razón alguna para creer que en la batallapróxima se decidiera el destino de las dosalmas, cristiana y musulmana, que luchabanpor controlar la Península. Pero sus razones,aunque lógicas, no conseguían acallar elmurmullo de su intuición, sencillamenteporque el presentimiento no lo razonaba, sinoque lo sentía, y la lógica no podíaenmudecerlo.

Un atardecer, mirando el Guadalquivir, sehabía abandonado a uno de los escasísimosperiodos de introspección que se permitía yhabía comenzado a divagar. Todo el mundosabía que el ejército cristiano había partido yade Toledo, pero él era uno de los pocos que

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había recorrido el camino que, casi con totalprobabilidad, seguirían los cruzados. Sobre lasaguas del río pudo ver de nuevo Guadalerzas,donde sospechaba que habrían hecho noche.Vio Malagón, y poco después Calatrava, elrostro orgulloso y resignado de Ibn Qadis,sabiendo que debía cumplir una misióndesproporcionada a su fuerza. Vio el inmensoCampo de Calatrava y se lo imaginósoportando el paso de incontables guerreros,levantando una polvareda que, con el reflejodel sol, parecería fuego. Vio Salvatierra, queaún mostraría las heridas sufridas el veranoanterior, y las gargantas de Sierra Morena…

Entonces desechó toda su ensoñación,como si despertara de una pesadilla, y sonrió.Aquel exceso de imaginación era impropio deél. Se dijo para sus adentros: «Esta guerra meestá cambiando…».

Aún sonreía cuando un nuevoacontecimiento le puso en extrema alerta,

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quebrando finalmente todas sus divagacionesy haciendo que aflorara el entrenamientomilitar. El viento había cambiado, y procedíadel norte. Aquello no tenía mayortrascendencia bélica, pero al igual que loscampesinos pueden sentir la lluvia en el vientomucho antes de que las nubes oscurezcan elcielo, así Sundak podía interpretar la brisacomo si fuera un mensaje de guerra. Mejorque un mensaje, pues no sabía leer. Y lo quedecía era dramático.

Olía a quemado. A cenizas, a hierro y amuerte.

Aquello turbó enormemente al guzz,porque era imposible. El ejército cristianoestaba a varios días de marcha, de lo contrariolo habrían visto al atravesar Sierra Morena.Pero aquel aroma no podía ser provocado porun fuego normal. Sundak lo sabía. No eraconsciente de cómo ni por qué, pero lo sabía.De nuevo, sus emociones atacaban

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violentamente su razón. Se sintió tentado decoger su arco, lo único que podía otorgarlecierta seguridad. No lo hizo porque habría sidoun gesto absurdo.

Sin embargo, las señales estaban ahí, ysolo un ciego podría no verlas. Y Sundak noestaba ciego. De hecho, ansiaba ver.

El 27 de junio, tras hacer un día de descanso,el ejército cristiano reanudó la marcha. Estavez las tropas no se dividieron, avanzandotodas en un único cuerpo tal y como se habíadecidido. La naturaleza de su próxima víctimalo aconsejaba. Malagón carecía deimportancia, pero Calatrava tenía la suficienteenvergadura como para, si se actuaba contorpeza, desbaratar la cruzada.

Los cristianos avanzaron muy lentamente,

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pues el lecho del Guadiana, que servía dedefensa natural a la plaza fortificada por elnorte, estaba lleno de abrojos, colocados porlos musulmanes para herir a cuantos pudieranantes de que llegara el combate. Los abrojoseran temibles instrumentos de hierro concuatro afiladas puntas, dispuestas de tal formaque, al caer, tres de ellas hicieran de trípodesobre la que se sostenía verticalmente unacuarta, que era como una pequeña dagadispuesta a clavarse en los pies de los infantesy las pezuñas de los caballos, provocandodolorosas heridas que les incapacitaban para elcombate. Camuflados en el pantanoso lechodel río eran armas letales, una prueba más delingenio táctico de Ibn Qadis, que aprovecharíacualquier oportunidad, aunque fuera nimia,para defender lo indefendible.

Pero los cruzados no obraron conimprudencia. Al detectar la presencia de losabrojos, suspendieron la marcha y se

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encomendó a los exploradores limpiar el río.Tardaron varias horas, pero era preferibleperder tiempo antes que hombres. Finalmentese aseguró una zona por la que el ejércitopudiera atravesar sin complicaciones elGuadiana, y llegar frente a su destino.

Al margen de la ciudad que la rodeaba, lafortaleza de Calatrava era impresionante. Elrío no solo servía de escudo por el norte, sinoque, mediante ingeniosa ingeniería bélica, sucurso era desviado para que llenara unprofundo foso que rodeara aquellas partes dela muralla que no estaban protegidas medianteel cauce natural. El agua también eraaprovechada gracias a un sistema hidráulicoque la hacía llegar a todo el recinto, lo quesignificaba que jamás faltaba a los defensores.Por último, casi cincuenta torres se alzabanentre las murallas. Probablemente era elcastillo más poderoso del imperio almohade. Ydebía caer.

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Todo el ejército cristiano estaba fascinadoante la visión de la fortaleza, peroespecialmente los calatravos, pues, para losmás viejos, en sus almenas ardía lainextinguible llama del recuerdo. Aquella habíasido su casa, el hogar que les había visto nacercomo orden. Su pérdida era algo que nohabían podido perdonarse quienes la habíansufrido, y de nuevo estaba ante ellos, comouna madre que les hubiera sido arrebatada.Más que en ninguna otra ocasión desde lacaída de Salvatierra, ansiaban entrar encombate. Pero sabían que debían obrar consuma cautela, pues ellos mejor que nadieconocían las defensas y sabían que tomarla nosería empresa fácil.

Ibn Qadis había observado durante todo el díael avance del ejército enemigo, y estaba

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impresionado. Desde luego, la informaciónque había recibido era cierta, pero tenía queverla con sus propios ojos para comprenderplenamente la magnitud de la hueste a la quese enfrentaba. Más de setenta mil hombreshabían puesto bajo asedio su ciudad, que solopodía defenderse con apenas mil guerreros. Suúnica esperanza para mantener el control de laplaza era que los cruzados tardaran demasiadotiempo en abrir brecha y decidieran ignorarlapara seguir hacia el sur, hacia Al-Nasir. Peroentre los estandartes del campamento cristianohabía distinguido las cruces negras de la Ordende Calatrava, y mientras ellos pudieranimpedirlo, no se levantaría el asedio.

El general andalusí estudió las tropas delenemigo pacientemente, como si pasararevista a sus propios hombres. Podía ver lasinsignias de los reyes de Castilla y Aragón,pero no había noticias de Navarra, Portugal niLeón. Ninguno de ellos, pensó, había decidido

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unirse a última hora. Junto a los calatravosondeaba la cruz de Santiago, afilada como unaespada, y también se veía a los templarios y alos hospitalarios. Vio los pendones de variasmilicias concejiles, hombres a los querespetaba porque eran civiles, peroextremadamente duros y diestros en la guerra.España siempre había producido esa clase deguerreros porque era un país que no conocíala paz, y lo que en otras partes de Europa eraun deporte de nobles, en aquella desamparadaPenínsula era una necesidad ineludible.

Contemplando todo ello, el militar tuvo lasensación que, suponía, podía haber tenido unromano combatiendo contra los iberos. Habíaleído algunos episodios de las Guerras Púnicasy las luchas de la República de Roma porsometer a la belicosa población de laPenínsula. Recordó que los antiguoshistoriadores decían que España era el terrenomás apto de toda Europa para la guerra, y que

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sus pobladores eran increíblemente fieros ybelicosos, austeros en todas las cosas delcuerpo, preparados para la abstinencia y lafatiga y siempre dispuestos a morir. Romahabía tardado siglos en dominarlos. El Islamno lo había conseguido del todo, y unapequeña resistencia en las montañas habíagerminado, gracias simplemente a la fuerza devoluntad y al temerario desprecio por la vida,hasta convertirse en reinos que podíanrivalizar en cultura y esplendor con Al-Ándalus. Porque aquellos hombres no habíanconocido otra vida que la guerra, y estabaseguro de que muchos de ellos no habríandeseado vivir de otra manera.

Como buen líder militar, Ibn Qadisconocía todos los aspectos técnicos de laguerra, pero sabía que lo más importante erael soldado, el espíritu con que afrontaba lalucha. Mientras observaba el campamentocristiano, en el que se comenzaban a encender

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los fuegos que sustituirían la luz del sol que seapagaba, pudo sentir su espíritu. Sabía que, enese momento, miles de ojos le estabanobservando, pero él casi podía ver también lasmiradas de sus enemigos. Su determinaciónflotaba en el ambiente como si fuera el humoque las hogueras vomitaban. Ibn Qadispercibió que aquello no iba a ser comoAlarcos. Los reyes cristianos habían aprendidode esa derrota y, esta vez, llegaban máspreparados.

Suspiró, sonrió tristemente, y volvió pararevisar las defensas.

Los líderes cruzados más notables se hallabanreunidos en la tienda de campaña del reyAlfonso, debatiendo los movimientos quedebían seguir. Estaban presentes los monarcasde Castilla y Aragón, los maestres de las

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órdenes militares, varios nobles entre los quedestacaban Rodrigo de Aranda y Diego Lópezde Haro, así como algunos arzobispos, de loscuales los más importantes eran Ximénez deRada y Arnaldo Amalarico, representando alos ultramontanos.

Todos habían estudiado las defensas deCalatrava y habían sacado sus conclusiones.Sabían que se enfrentaban al obstáculo másserio que podían encontrar en su camino haciaAl-Nasir, un obstáculo que, aunque no pudieradestruir su ofensiva, podía debilitarla hasta elpunto de dejarles en una posición en quedifícilmente podrían derrotar al colosal ejércitoque les esperaba al otro lado de SierraMorena. Por ello, el ambiente que se respirabaal atardecer en la tienda era serio, y en losrostros de los reunidos se podía percibir lagrave responsabilidad que recaía sobre sushombros. Debían actuar con prudencia, puesun paso en falso les complicaría enormemente

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sus futuras acciones, y se encontraban ante unenemigo que sabía aprovechar sus fallos ymagnificarlos.

El rey de Castilla, después de saludar atodos los hombres, tomó la palabra:

—Creo que todos hemos comprobado lasdefensas que posee Calatrava, y sabemos quenos encontramos ante un objetivo muy difícilde tomar. Con todo, pienso que esimprescindible que caiga en nuestras manosantes de que continuemos el avance, porquede lo contrario las tropas que guarecen lafortaleza podrían hostigar nuestra retaguardiay crearnos serios problemas.

Alfonso calló, dando a entender quebuscaba conocer lo que los demás pensaban.Diego López de Haro habló, diciendo:

—En todo caso, siempre podríamos dejarun destacamento cercando la fortaleza ycontinuar con el resto del ejército.

Entonces fue Pedro quien tomó la palabra,

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rebatiendo al adalid de Castilla.—Al otro lado de Sierra Morena hay un

ejército de más de doscientos mil hombres, ynosotros apenas superamos los setenta mil.Necesitamos a todos los guerreros quehayamos podido reunir, sin prescindir deninguno.

—Aún deben unirse a nosotros las fuerzasde Navarra —le recordó López de Haro.

—El rey de Navarra —informó Amalarico— no trae demasiados hombres. Debido a lotardío de su decisión, no ha podido convocarmesnada alguna, y marcha solo con sus noblesmás destacados y sus séquitos. No creo quesean más de quinientos, en el mejor de loscasos.

Se hizo de nuevo un corto silencio, rotopor Alfonso:

—No, el ejército debe marchar unido. Sonmuchos los castillos que debemos arrebatar al

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enemigo y si fragmentamos las tropas enpequeños cuerpos que mantengan los asedios,habremos dejado a muchos hombres por elcamino, mientras que Al-Nasir contará contodas sus tropas. No continuaremos hasta queCalatrava haya caído. Ahora, ¿cuánto tiempocalculamos que podrá retenernos aquí estaempresa?

El maestre calatravo dijo:—Calatrava fue mi hogar durante varios

años, por lo que conozco bastante bien susdefensas y lo que es capaz de soportar. Lafortaleza se abastece de agua desde el río, conlo que no podemos contar con que la sed hagaestragos entre los musulmanes. Supongo quetendrán suficientes reservas de comida comopara aguantar, por lo menos, hasta el otoño…más de lo que nuestros víveres pueden durar,en todo caso. No podemos esperar reducir asu guarnición por el hambre. Habrá quetomarla al asalto.

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—Construir armas de asedio —tercióXiménez de Rada— sería difícil y nos llevaríamucho tiempo, y no veo que sin ellaspodamos entrar.

—Se puede —insistió Ruy Díaz deYanguas—. Calatrava es vulnerable por elnorte. Aunque complicado, un ataque decididosobre las torres podría establecer una zonasegura desde la cual el resto del ejércitopenetrara. Por lo que sabemos, no haydemasiados hombres protegiendo el castillo.Una vez logremos abrir brecha, será nuestro.

—Nosotros —intervino de nuevo Pedro—sabemos que es muy difícil romper suresistencia, pero Ibn Qadis debe darse cuentade que no puede defender Calatrava. A lalarga, por muchas bajas que nos pueda causar,acabaría siendo derrotado. No estamosdispuestos a que millares de hombres mueran,pero quizá él no lo crea así. Tal vez si lediéramos la opción de rendirse, respetando su

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vida y la de sus hombres, acabaríamosrápidamente con el problema.

—¿Un trato?La voz de Arnaldo Amalarico sonó como

un siniestro susurro, un susurro surgido delfuego y el acero, inmisericorde, inhumano.Cuando habló, pareció no que despreciara lapropuesta del monarca aragonés, sino que nola podía comprender.

—En el Languedoc no hacemos tratos.Todo el que se desvía del verdadero caminodebe morir. Todo el que se alza contranosotros debe morir. Es una cuestión desupervivencia…

Pedro miró fijamente a sus ojos sin alma,y sintió un escalofrío provocado por el desdény la incomprensión. Quizá en aquellos ojosviera su futuro, viera que aquel hombre quehablaba de aniquilar sin compasión a susenemigos fuera la razón por la que él habríade morir, solo un año después, en Muret. En

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cualquier caso, su voz sonó firme y seria aldecir:

—Nosotros somos hombres de honor, nocarniceros. Hacemos la guerra, no matanzas.No queremos destrozar sádicamente a quienespodemos vencer por otros medios.

El arzobispo de Narbona sonrióinocentemente, como si le hubieran contadoun chiste, y respondió sin alterarse:

—Por eso la mitad de vuestras tierras noos pertenecen.

Monarca y clérigo siguieron mirándosedesafiantes, y la situación se tornó tensa. Laspalabras de Amalarico eran hirientes, peronadie quería responderle, algunos por noempeorar las cosas, otros porque considerabanque no valía la pena. Al final, Rodrigo deAranda retomó el debate, usando su tono másdiplomático.

—Indudablemente, lo mejor es tomarCalatrava al asalto. De todos los recursos que

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tenemos, hay uno que escasea y que nopodemos recuperar: el tiempo. Recordemosque llevamos más de un mes de retraso ennuestras operaciones, y cuantos más díaspasen más calor hará, dificultando nuestrospasos. Todos conocemos las altísimastemperaturas que sacuden estas planicies enverano, mucho mayores que las que ahorasufrimos. A mayor calor, más se cansan loshombres y las bestias de carga, y con másfacilidad se corrompen los alimentos. No soloeso: en combate, los musulmanes se venfavorecidos, pues sus armaduras no son tanpesadas y se fatigan menos, mientras que paranosotros aumenta la probabilidad de sufrirbajas a causa del calor o deshidratación. No,no podemos estar en Calatrava más de unasemana, diez días a lo sumo. Debemosencontrarnos con Al-Nasir antes de agosto.Puesto que dividir el ejército no es oportuno,y como Calatrava no se rendirá sin lucha,

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debemos entrar en ella a cuchillo. Noobstante…

Y se detuvo, porque la siguiente parte desu discurso incluía la opción del trato con losmusulmanes. Aquello era normal en España,pero a Amalarico le parecía inconcebible. Yaunque Rodrigo despreciaba a aquel hombre,no quería provocar con los ultramontanosmayores conflictos de los que ya había, almenos no hasta entrar en Calatrava. Una veztomada y afianzado moralmente el poder delejército cristiano, no le importaría verlos atodos arder en la hoguera. A pesar de lo que lehabía dicho al rey Alfonso en Malagón, sabíaque los ultramontanos no eranimprescindibles, pero había que evitar sudeserción hasta que la hueste tuviera un hechoinnegable sobre el que basar su confianza.

Viendo que su tono diplomático habíaconseguido expulsar relativamente la tensión,continuó:

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—No obstante, no es necesario conquistartoda la fortaleza. Don Ruy, que la conocemejor que ninguno de nosotros, sabe que lazona norte es vulnerable. Ibn Qadis también losabe, e intentará compensar esta debilidad dela única forma que puede, con tropas. Peroesto es también lo único en que tenemos unaclarísima ventaja sobre los moros: cadaguerrero que nosotros perdamos es un durogolpe, pero para ellos es dramático. Haga loque haga, Ibn Qadis está perdido, porque siconcentra hombres en el norte para evitar quepenetremos, una vez los hayamos matado nocontará con suficientes tropas para intentarreconquistar la posición ni para defender elresto del castillo; si no los concentra en elnorte, entraremos con mayor facilidad. El reyde Aragón ha hablado sabiamente al afirmarque el defensor de Calatrava sabe que nopuede mantener su control indefinidamente, yllegará un momento en que podamos forzar su

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rendición sin necesidad de perder a cientos dehombres atravesando locamente el foso yescalando las murallas con garfios. Cuando lazona norte haya caído, estoy convencido deque Ibn Qadis se dará cuenta de que suposición es insostenible, y negociará parasalvar la vida de sus hombres, lo que nospermitirá conquistar Calatrava, con el menornúmero posible de bajas, en poco tiempo.

Una vez Rodrigo hubo terminado surazonamiento, el rey Alfonso hizo un gesto deaprobación. Miró a los demás hombres que sereunían en torno a él y vio que todos juzgabanacertadas las palabras de su consejero. Sonriópor dentro. La presencia de aquel hombreentre los suyos reforzaba su autoridad, puesdemostraba que sabía rodearse de personassabias y virtuosas. Finalmente, elogió:

—Como es habitual en vos, don Rodrigo,habéis hablado con buen juicio.

Rodrigo lo agradeció inclinando la cabeza.

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—Me parece —continuó el rey castellano— que este plan es el más acertado, al menospor el momento y mientras las circunstanciasno cambien. ¿A alguien no le satisface?

Nadie dijo nada, pues todos estaban deacuerdo. El plan estaba aprobado, y Calatrava,sentenciada.

El ejército almohade ya había abandonadoJaén y avanzaba hacia Las Navas. Las noticiasdel avance cristiano habían llegado, y todosconocían lo ocurrido en Malagón, y queCalatrava estaba bajo asedio. Contrariamentea lo que pudiera esperarse, esta última nuevahabía fortalecido los ánimos, sobre todo de losandalusíes. Para ellos, Ibn Qadis era un héroecasi mitológico, una figura exaltada hasta laleyenda y puesta al nivel del poderosoAlmanzor. De algún modo, estaban

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convencidos de que sería capaz de retener alejército cristiano hasta el otoño, o dedesbaratar milagrosamente sus ataquescausando terribles bajas a los cruzados. Losalmohades se dejaban contagiar del ambienteeufórico de sus colegas andalusíes, lo que a suvez hacía disminuir la intensidad de sumalestar. Todos, una vez atravesado elGuadalquivir y acercándose al campo debatalla, estaban más tranquilos, más animados.

Ibn Wazir, por su parte, tenía unasensación extraña. Conocía a Ibn Qadis hastael punto de poder decir que era su amigo. Leadmiraba profundamente y era consciente desus grandes cualidades militares, reforzadaspor una actitud noble y una inteligencia naturalpara analizar las circunstancias,aprovechándose de las ventajas que pudieranotorgarle y minimizando sus aspectosnegativos. Pero, precisamente porque leconocía, sabía que era un hombre, no el ser

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casi divino que la imaginación de los soldadosestaba forjando. Un hombre extraordinario,pero hombre. Aun sin tener datos exactossobre su posición, al noble le resultaba difícilcreer que pudiera hacer todo lo que de élesperaban los ilusos guerreros.

Con todo, aquella euforia era contagiosa, yluchaba por abrirse camino en su espíritupesimista. Al fin y al cabo, si los almohadeshabían entregado a un andalusí, en los quegeneralmente no confiaban demasiado, ladefensa de un puesto tan sensible era porquesu habilidad estaba por encima de rencillas ypolíticas. Ibn Qadis no podía destrozar alejército cristiano, pero quizá ellos sesuicidaran contra él guiados por un odio ciego,sufriendo demasiadas bajas. La Orden deCalatrava no abandonaría hasta reconquistarsu primer hogar o perecer hasta el último desus miembros, y quizá pudiera darse lasegunda opción. O a lo mejor los reyes

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cristianos, temiendo sufrir una sangría,mantuvieran el asedio agotando sus víveres,teniendo incluso que renunciar a continuar laofensiva y sufriendo un descréditointernacional por no poder terminar la cruzadaque tan minuciosamente habían planeado…

A veces, al terminar la marcha y mientrasla noche descendía en suave planeo sobre loscampos andaluces, Ibn Wazir se abandonaba aestas divagaciones, planteándose todos lossupuestos que pudieran darse en el asedio,todos sus posibles finales, y en qué maneraafectarían a una y otra hueste. No era másque un puro ejercicio intelectual, pues nosabía lo que estaría pasando, pero le ayudabaa mantener su mente ocupada, aislándole de lamelodía de la batalla, que desde la caída deMalagón se había hecho más perceptible, másintensa. En ocasiones, las conclusiones a lasque llegaba le daban esperanza, peroprocuraba rechazarla porque no tenía una base

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real sobre la que asentarla, y sabía que laesperanza, aunque fuera pequeña como ungrano de mostaza, era de cristal y desgarrabaal romperse.

Finalmente, una tarde recordó la verdad.Siempre la había sabido, pero el cacareo delos necios le había hecho olvidarla: Ibn Qadisno vencería. Ibn Qadis, en realidad, no habíavencido nunca. Era Alá quien había triunfadousándole a él como instrumento, porque élestaba destinado a vencer. Lo que sucedieraen Calatrava no dependía de la voluntad de loscruzados ni de la de Ibn Qadis. Dependíaúnicamente de Alá, y sucedería únicamente loque él determinara.

Recordar eso le había reconfortado,calmando sus elucubraciones y silenciando susinquietudes. O al menos, eso quería creer él.Pues, en el fondo, por debajo del silencioseguía cantando la desesperanza.

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Había caído la noche del 29 de junio. Desde elcampamento cristiano, Calatrava se percibíacomo un pequeño faro en medio de la noche:la luz de las hogueras quedaba atrapada en elagua del foso, que a su vez la devolvía a losmuros de la fortaleza, tiñendo las piedras deun dorado espectral, ultraterreno. En aquellahora de oscuridad, el castillo parecía onírico,una promesa que brotara desde lo profundodel sueño.

Roger no dormía aquella noche, comotantas otras desde que saliera de Toledo.Tenía su vista fija en Calatrava, analizando elbaile que las llamas reflejadas en el fosocreaban en sus muros. Le parecía extraño queuna construcción tan sólida pudiera, bajoaquel efecto, parecer tan etérea. En realidad,pensaba, todo era así de ilusorio. Cuando lascosas se miraban a través de una hoguera

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ardiendo en la noche, todo era humo. Lacruzada, la Reconquista, los reinos de España,el imperio almohade, cada una de las batallasy guerras que durante siglos, milenios incluso,desembocaban en ese lugar en aquelmomento… todo humo.

Y lo peor era que nadie más que él podíasentirlo. Roger tenía la impresión de ser elúnico cuerdo en un océano de locos, el únicoque podía ver que todo lo que estabasucediendo era un estúpido baile demencial enque los únicos vencedores serían los cuervos.Trescientos mil hombres iban a crear un río desangre, pero sus huérfanos y viudas nopodrían beberla, y el Dios por el que iban amorir no consolaría a las madres cuyos hijosse convertirían en cadáveres expuestos alterrible sol andaluz. No habría gloria porqueiban a luchar por algo inexistente, por unpalacio que no era mármol ni alabastro,simplemente humo.

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Al día siguiente se asaltaría Calatrava. Losaragoneses, junto con los ultramontanos deValenciennes y los enfervorizados calatravos,participarían en el ataque que tenía porobjetivo conquistar dos de las torres de lazona norte. Roger se había ofrecidovoluntariamente a participar en el asalto, puesdeseaba que todo lo que le envolvía llegara asu fin. No le importaba morir, porque lamuerte se le aparecía como la únicaescapatoria de la cárcel en que se hallaba. Ytal cárcel se manifestaba en una atmósferainevitable, un latido soterrado que palpitaba ensus venas y hacía mella en su cordura. Lamúsica de la batalla era fuerte, y él también lanotaba. Los muertos susurraban el resultadode la guerra, pero él no podía oírlo. Y porencima de todo flotaba el salino aroma delmar.

Tenía que acabar con todo aquello.Cuanto antes, antes de que él mismo

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sucumbiera a la locura que se había adueñadode España.

Alfonso se encontraba haciendo guardia.Procuraba mantenerse tranquilo, acallar elrugido que se desataba en su corazón ante lavista de su perdido hogar, pero no podía.Desde que llegara a Calatrava estaba entensión constante. Todos sus sentidos, sualma, le gritaban que entrara en combate,aunque su férrea disciplina lograba desoírlos,no callarlos. Recordar todo cuanto habíaperdido y saber que estaba al alcance de sumano recuperarlo le sumía en un estado deimpaciencia que solo gracias a su veteraníapodía calmar.

Mientras observaba la fortaleza, vio cómoel maestre de su orden se acercaba a él,seguido por un escudero que portaba una

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bandeja, donde reposaban una jarra y dosausteras copas. Don Ruy Díaz de Yanguas lesaludó:

—El Señor os guarde, fray Alfonso.—Y a vos, fray Ruy.—¿Hay movimientos en Calatrava?Alfonso negó con la cabeza.—Nada, señor. Tranquilo como un

cementerio.El maestre sonrió tristemente y dijo:—Pronto será un cementerio.El escudero había terminado de servir el

contenido de la jarra, que resultó ser vino, enlas copas. Don Ruy las cogió y le dio una aAlfonso.

—Bebed, hermano. Esta es la sangre queCristo derramó por nosotros, y la que nosotrosderramaremos por Él.

Ambos bebieron. El vino era fuerte, joven,y Alfonso bebió poco porque había ayunado

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todo el día, y temía que le turbara sus sentidosy dificultara su labor de vigilancia. Al rato, elmaestre volvió a hablar:

—Como sabéis, mañana se asaltaráCalatrava. —Alfonso asintió mientras mirabafijamente a don Ruy, que continuó—: Se haacordado que entremos acompañando a losultramontanos y a los aragoneses. Debemosrendir dos torres de la zona norte para forzarla rendición de los moros. Como es lógico, elpeso de la ofensiva recaerá fundamentalmentesobre nosotros. Concretamente, sobre vos.

El veterano no hizo ningún gesto, pero ensu interior se sintió sorprendido yesperanzado. Su inactividad iba a terminar,por fin podría entrar en combate y liberar laira que anidaba en su pecho.

—Vos —siguió el maestre— lideraréis alos calatravos que mañana al atardecerpenetrarán en la fortaleza. Seréis el primero denuestra orden en poner pie en Calatrava desde

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que la perdimos, hace diecisiete años.Alfonso miró al suelo, aunque en realidad

estaba observándose a sí mismo. Conhumildad, dio las gracias a Dios por haber sidoelegido para librar un combate tan crucial, nosolo para la orden, sino para toda la cruzada, ydespués volvió a mirar a los serenos ojos desu maestre.

—Yo no merezco tal honor —le dijo.Ruy Díaz de Yanguas sonrió y respondió:—No, no lo merecéis. Ninguno de

nosotros merece recuperar lo que por nuestrosfallos perdimos. Pero alguien tiene quehacerlo, y sé que obraréis bien.

Alfonso hizo un gesto de asentimiento, ydijo:

—Gracias por la confianza que depositáisen mí. Aunque soy indigno de ella, no osdefraudaré.

Ambos se despidieron, y el veterano

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volvió a contemplar Calatrava. Suspensamientos, no obstante, eran muy distintosde los que tenía antes de entrevistarse con elmaestre. La ciudadela era ya el primer escalónen su camino de redención, en el vía crucis enque confiaba purificar todos los pecados quehabía cometido, todas las derrotas que nohabía podido evitar. Era como un templo, unaltar donde, quizá, pudiera volver al origen,antes de Salvatierra, antes de Alarcos. Unlugar donde las heridas de su pecho por fincicatrizarían y podría comenzar de nuevo.

Calatrava era el primer paso, solo elprimero, y él lo sabía. Pero, como Jacob,había vislumbrado la escalera.

La llegada del sol fue como la orden de ungeneral. Al amanecer del día 30 de junio, elejército cristiano comenzó la ofensiva.

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Los elegidos para abrir brecha enCalatrava no entraron en ese momento. Suintervención estaba planificada para quetuviera lugar por la tarde. Mientras tanto, elresto de las tropas se dedicó a atacar lafortaleza arrojando piedras y flechas conánimo de matar a cuantos pudieranparapetarse tras las almenas y disuadir a losdemás de hacerlo. La intensidad del ataquefue terrible y, aunque no causara muchasbajas, tenía a los defensores en tensión. Porotra parte, ese mismo fuego serviría decobertura para el posterior asalto a las torres,dificultando que los musulmanes que lasdefendieran recibieran refuerzos.

Así como el nacer del sol significó el iniciodel hostigamiento, su rojizo declinar indicóque el verdadero ataque comenzaba. Y loscruzados penetraron en la fortaleza.

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Alfonso detuvo con la espada la acometida deun musulmán, y con un rápido movimiento sesituó en su costado derecho. Entonces le dioun potente golpe con su escudo, que abrió unabrecha en la cabeza del defensor y le dejóatontado. El calatravo no tuvo más quecolocar la espada en su cuello y cortarlo.

Eran pocos los monjes que tomaban parteen el asalto, pero no se necesitaban más. Lamayoría eran jóvenes que no habían entradoen batalla, con la intención de que securtieran, aunque luchar en un edificio no eralo mismo que harían en Andalucía. Noobstante, así podrían templar sus nervios ysentirse cerca de la muerte, algo que porprimera vez experimentaban, aunque desdeese momento pasaría a ser una constante ensus vidas.

Uno de los jóvenes estaba siendoacorralado por los furiosos envites de un

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defensor. Alfonso corrió hacia él y hundió laespada en su cadera. El mahometano cayó derodillas al suelo, sorprendido, y Alfonso ledecapitó.

La intensidad de la lucha era trágica. Losmusulmanes resistían con fiereza intentandoexpulsar a los invasores de las torres, puessabían que, si las conquistaban, la defensa dela fortaleza sería virtualmente imposible. Loscalatravos, por su parte, estaban imbuidos deun ardor combativo extraordinario, inclusopara tropas tan feroces como ellos. Llevabancasi dos décadas preparándose para esemomento, y su rabia era tal que cargaba todossus golpes con una fuerza demoledora, yagilizaba sus movimientos, obligando a losandalusíes a concentrarse enormemente en elcombate y a ignorar las heridas que sufrían,pues un segundo de distracción era la muerte.

Alfonso vio cómo, a su lado, uno de loscalatravos caía con la pierna atravesada por

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una lanza. El musulmán había desenvainadosu espada y estaba listo para rematar alcaballero, así que el veterano se lanzó a por él.El andalusí se dio cuenta y cambió el destinodel golpe, que murió en el escudo de Alfonso.Con un movimiento rapidísimo, fruto de laexperiencia por saber adónde se dirigiría elgolpe de su enemigo, atacó el brazo delcontrario. No lo cortó, pero destrozó lostendones y le impidió seguir combatiendo. Laespada cayó al suelo, y poco después lo hizosu dueño, malherido por la estocada que elcruzado le había asestado en la boca delestómago.

Como si el fervor de los musulmanes seviera inflamado por el sol, la resistencia decaíaa medida que este se posaba. Los defensorescombatían con la misma fiereza que loscalatravos, pero su entrenamiento y equipoeran muy inferiores a los de los invasores, loque desnivelaba la balanza. Pocos cruzados

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habían caído muertos o heridos, mientras que,a cada instante, más mahometanosabandonaban la tierra. La situación erainsostenible y los andalusíes se fueronretirando ante la acometida de los cristianos,hasta que finalmente abandonaron la torre.Alfonso gritó a sus hombres que no lespersiguieran. Debía mantener la posiciónganada.

Entonces se encargó de examinar el estadode sus hombres. La mayoría estaban cansadosy tenían heridas superficiales, pero no eranada grave. Algunos sí tenían lesiones serias,y unos pocos, muy pocos, habían muerto. Vioa un joven de unos veinte años con la gargantaatravesada por una lanza, y a otro con lacabeza partida bajo su casco por un mazazo.Lamentaba terriblemente sus pérdidas, pero, alfin y al cabo, pensó, ellos ya estabandisfrutando del descanso de los justos. Habíancaído con honor, luchando por su fe. No

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podía haber mayor gloria.Los demás caballeros, por su parte, lo

miraban todavía con mayor reverencia queantes. No tanto los viejos, pues le conocían ysabían de lo que era capaz, pero sí los nuevos,que le observaban como si Santiago, el Hijodel Trueno, caminara entre ellos. Él habíamatado a muchos enemigos, se habíamultiplicado para estar allá donde el ímpetudecayera, impidiendo que los defensorespudieran conseguir una situación ventajosa.Después de verle combatir, los jóvenes leadmiraban aún más, pues luchaba con unadestreza y habilidad incomparables.

Alfonso miró a su alrededor. En los rostrosde los calatravos comenzaba a prender,lentamente, la alegría. Aquello había sido unalucha menor, pero era la primera de la cruzaday habían vencido. De nuevo habían puesto pieen su hogar y controlaban parte del mismo.Una parte insignificante, pero era el primer

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paso. Pronto Calatrava caería, y el oprobiosufrido sería vengado. Por fin podrían enterrara sus muertos. A pesar de que la violencia delcombate aún anegaba las miradas de losfrailes, poco a poco la sustituía una grata paz.Vigilante, tensa, pero paz.

—Hermanos míos —dijo Alfonso—, hemoscombatido bien. Demos gracias a Dios porquenos ha dado fuerzas para vencer en este día, yoremos por los hermanos que han entregadosu vida a los cielos.

Los monjes rezaron una breve oración.Por primera vez en diecisiete años, el nombrede Cristo era invocado entre los muros de lafortaleza.

Una vez hubieron terminado, Alfonsopidió a uno de los veteranos que le habían

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acompañado el estandarte que les había sidoencomendado. Estaba ensangrentado por elcombate, pero se percibía claramente la cruznegra de Calatrava sobre el fondo de blancapureza. Alfonso sonrió y tocó el pendón conreverencia, con una delicadeza quecontrastaba con la fría cota de malla quecubría sus manos y la implacable fiereza quehabía mostrado en combate.

—Ahora, hagamos saber a nuestrosenemigos que hemos vuelto —dijo, sin dejarde sonreír—. Que hemos vuelto, y que ya nopodrán echarnos.

Desenrolló el estandarte y lo plantó en laparte más alta de la torre. El último destellodel sol lo atravesó como una saeta de fuego.La sobriedad de los monjes cedió alentusiasmo, y un tremendo griterío surgió desus filas. La música de la batalla crecía yreforzaba la hermandad entre ellos, porquecada latido de su corazón era una nueva nota

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añadida a la melodía, un golpe en la piel deltambor que se aceleraba.

Calatrava estaba herida de muerte.

—¡Los cristianos han entrado! ¡Ya están aquí!Ibn Qadis miró a las torres donde se había

producido el ataque. Sabía que habían sidotomadas, pero el efecto psicológico de ver lasinsignias enemigas dentro de los muros eradevastador. Especialmente terrorífica era la dela Orden de Calatrava. La cruz negra,ensangrentada, transmitía un claro mensaje:los monjes habían vuelto, y algunos habíanperecido intentando reconquistar su casa. Yano había marcha atrás, no para ellos. No sedetendrían hasta triunfar o desaparecer porcompleto.

El caíd sabía que no estaba en su mano

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contrarrestar el ataque. Podía intentar que loinevitable se retrasara, pero eso supondría latotal aniquilación de sus hombres, y el castillocaería de igual modo. No era una cuestión detiempo, sino de vidas. Y ningún general debíaenviar a sus hombres a la muerte si no podíaobtener un beneficio de ello.

A pesar del griterío y el desorden, eldefensor de Calatrava logró concentrarse ensus pensamientos. Con una precisión ymeticulosidad adquirida de jugar al ajedrez,comenzó a repasar cada uno de losmovimientos que podía hacer y lasconsecuencias que tendrían. Sus dos torreshabían desaparecido, lo que limitabaenormemente su capacidad de resistencia. Loscristianos ya tenían un punto sobre el queasentarse, se había abierto una brecha en lapresa que evitaba que setenta mil hombresentraran a saco en la ciudadela. No podían sercontenidos, así que la posibilidad de vencer,

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siempre tenue, había desaparecido con el sol.Solo restaba ver cuál era el mejor modo deacabar.

Ibn Qadis no temía a la muerte, pero ledisgustaba si era inútil. No le importaba moriren combate, pero era una idiotez hacerlo enuno perdido de antemano. Ni siquiera serviríapara estimular al resto de las tropas queaguardaban más allá de las montañas: la épicahistoria del defensor de Calatrava, asesinadocon la espada en la mano sobre una montañade cadáveres enemigos, solo desmoralizaría alos musulmanes a los que había hechoconcebir vanas esperanzas y enardecería a loscristianos, que por fin verían rodar por elpolvo la cabeza de su odiado enemigo. No, eramejor intentar salvar la vida, sobre todo la desus soldados. A una orden suya, todos sehabrían despedazado contra las armascristianas. Pero harían eso porque sabían queél no les fallaría, y mandarles a una muerte

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inútil era el fallo más grave que podíacometer.

Miró de nuevo el estandarte de Calatrava.La cruz negra le observaba, se clavó en élcomo una flecha, y el caudillo sonrió con lamisma desesperación del Apóstata cuando lossasánidas le asaetearon.

—Vinciste, Galilei.

Roger estaba vivo. Cansado y con varioscortes superficiales, pero vivo. Aunquehubiera deseado morir, no era tan imbécil niestaba tan desesperado como para malgastarsu vida inútilmente, por lo que habíacombatido bien, esperando que algún defensorestuviera a su altura y le atravesara el corazón,dándole una muerte honorable, la muerte quehabía deseado miles de veces bajo las

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estrellas. No había tenido suerte.El combate había sido duro, y muchos

habían sido asesinados en ambos bandos. Elhedor a muerte era insoportable. El noblesentía ganas de vomitar, no por la crudeza dela escena, sino por el clima inhumano desalvajismo que se respiraba. En especial losultramontanos se habían comportado comoanimales, matando con un placer malsano.Pocos de ellos sabían aplicar el honor a laguerra. La mayoría no eran más que asesinosque se deleitaban descuartizando a losenemigos como si fueran vacas. En ciertomodo era lógico, pues solo se habían unido ala cruzada los más sanguinarios, pero aquellosobrepasaba todo límite.

El escenario del combate era horripilante,una imagen que Roger sabía que no podríaolvidar. Había salido a la parte superior de latorre, parapetado tras las almenas, pararespirar algo de aire no contaminado, pero

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aquella pestilencia se había adherido a susfosas nasales, y constantemente veía lasdramáticas imágenes de la matanza en sumente.

De nuevo volvió a él el recuerdo de sumujer. El contraste entre su beatífica pureza ylo que acababa de ver le parecióextraordinario, y dudó de que ambas cosaspudieran pertenecer al mismo mundo. Pero nosabía si la masacre era la tierra y ella el cielo,o ella la tierra y la masacre el infierno. Y siella era el cielo y la matanza el infierno,¿dónde quedaba la tierra?

Eran pensamientos un poco vacíos, losabía, pero necesitaba aislarse del horror. A sualrededor escuchaba el griterío de losmusulmanes. Creían estar asustados, oinquietos, pero no sentían nada encomparación con el invisible temor del catalán.Él había visto el rostro del abismo. Y elabismo le había bendecido.

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Roger se sorprendió cuando descubrió enlas voces de los musulmanes cierta cadencia,un atisbo de tonalidad. No podía estarescuchando eso, pero parecía un cántico, uncántico estridente, desquiciado. Sonaba comosi espadas rasgaran el cristal, como unzumbido de moscas errantes, una sierracortando madera. No tenía sentido, y losmahometanos no lo estaban haciendo, pero elcaballero sabía de dónde procedía. Era lamúsica de la batalla, cacofónica,incomprensible. Un presagio inevitable.

En el campamento cristiano, a pesar de la

victoria, los ánimos no estaban tranquilos.Algunos, aunque reconocían el mérito deltriunfo, no lo juzgaban suficiente para poderdoblegar Calatrava si Ibn Qadis se decidía aresistir, al menos no sin que el sacrificio fuerademasiado grande. Entre los que no sehallaban dispuestos a continuar el avance sin

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que la ciudad fuera tomada, unos esperabanque los musulmanes propusieran una rendiciónque fuera aceptable, y otros insistían en barrera la guarnición hasta el último hombre.Aquella noche, los mismos que habíanplaneado el ataque, reunidos en la tienda delmonarca castellano, analizaron la situación.

A petición del rey Alfonso, Diego Lópezde Haro explicó la posición en que se hallabael ejército cruzado:

—Tal como esperábamos, nuestro ataqueha tenido éxito y ahora controlamos las dostorres. No hemos sufrido demasiadas bajas,pero quizá sí más de las que pudiéramosprever, pues la resistencia mora ha sido fuerte.Ellos, aunque han sufrido cuantiosas pérdidas,siguen en condiciones de entorpecergravemente posteriores ofensivas.

—¿Cuánto tiempo creéis que podránresistir si seguimos presionando? —preguntóel monarca castellano.

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Se produjo un instante de silencio,acompasado por el chisporrotear de laslámparas que alumbraban en un baile declaroscuros la sala, hasta que el señor deVizcaya respondió:

—Me imagino que aún podrían luchar unasemana más, diez días quizá.

El arzobispo Ximénez de Rada dijoentonces:

—Es demasiado tiempo. Si resistieran diezdías no saldríamos de aquí hasta el 10 dejulio, y con lo que debemos invertir enrecuperar Alarcos, Salvatierra y demásfortalezas no llegaríamos a encontrarnos conAl-Nasir antes de agosto. Quizá debiéramoslevantar el sitio.

El rostro del maestre de Calatrava, al oíresto, se contrajo en una mueca de dolor, ydijo casi gritando:

—Hermanos de mi orden han perdido lavida hace pocas horas asaltando Calatrava. No

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permitiré que su sacrificio sea vano. Loscalatravos no nos retiraremos hasta que lasanta cruz corone de nuevo los torreones de lafortaleza… y si no podemos conseguirlo, nosuniremos a los que hoy han caído.

—Repetiré lo que dije la otra noche —terció Pedro—. ¿De qué le servirá a Ibn Qadisresistir cinco, siete, diez días? A la larga, sudestino si no cede el mando de la plaza es lamuerte. Para él, es una lucha ya perdida. Suposición era difícil antes de que abriéramosbrecha, y ahora es indefendible. Deberíamosforzar su rendición, si es que no la proponenellos mismos.

—Si yo fuera su general —dijolúgubremente Amalarico—, resistiría hasta elúltimo hombre. La muerte es preferible aldeshonor y al destino que me aguardaría trasella.

«Pero vos sois un bárbaro —pensóRodrigo de Aranda—, un bárbaro a quien no

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le importa nada la vida de sus soldados». Sesorprendió al ver que estaba pensando mejorde un enemigo musulmán que de uncorreligionario, pero era lógico. Para él, lareligión de Ibn Qadis era tan blasfema como elfanatismo de Amalarico, pero el primero, almenos, era un hombre honorable. Tras estospensamientos, argumentó:

—En realidad, no obtendríamos ningúnbeneficio de continuar la lucha. No soloperderíamos más hombres, hombres quenecesitaremos cuando llegue el combate deverdad, sino que la fortaleza quedaríaarrasada. La Orden de Calatrava recibiría unhogar en ruinas, y no creo que esténdispuestos a ello.

Miró a Ruy Díaz de Yanguas, quien negócon la cabeza. Había sido un movimiento hábilpor parte del consejero. Sabía que el maestrecalatravo era un hombre sensato que noestaba dispuesto a prolongar inútilmente el

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combate si se podía llegar a una tregua, perotambién sabía que Amalarico no pensaba lomismo. El arzobispo de Narbona tenía la vagaimpresión de que, siendo ambos clérigos, susopiniones coincidirían, y el apoyo del maestrea la idea de Rodrigo le demostraría que estaigualdad de condición no era suficiente paraque el calatravo apoyara sus delirantesprincipios.

—Entonces… ¿creéis que Ibn Qadisaceptaría una rendición? —preguntó el reyAlfonso.

—Debemos intentarlo —respondióRodrigo—. Si no queda más remedio,aniquilaremos a la guarnición, pero en lamedida de lo posible es mejor evitar una luchaque nos haría sufrir mayores pérdidas paralograr el mismo objetivo que mediante unacuerdo.

El consejo siguió durante un tiempo, altérmino del cual cada uno volvió a sus tiendas.

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En la del monarca castellano, no obstante,permanecieron el rey de Aragón y Rodrigo deAranda. Pedro dijo entonces al consejero:

—Vos sabéis que los ultramontanos noaceptarán el trato.

Rodrigo se mesó la barba lentamente, ydespués respondió:

—No, no lo aceptarán. Les parece algocontra natura. Para ellos, no puede haberpactos entre leones y corderos, y nosotrossomos los leones. Pero los moros no soncorderos, y no podemos masacrarlos comotales. En batalla, destruiremos a cuantos seanecesario, pero si se rinden no podemosmatarlos. Porque son hombres, no corderos.Y contrariamente a lo que se ha dicho, sípuede haber pactos entre leones y hombres.

—Todo eso es cierto —dijo Pedro—, perolo que me interesa es saber cómo creéis quereaccionarán.

Rodrigo suspiró y contestó:

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—Imagino que intentarán hacer la guerrapor su cuenta y matarles. Supongo queargumentarán que, puesto que ellos noaceptan la rendición, siguen estando en guerray están legitimados para combatir. Y esto nodeja de ser legalmente cierto, pero si ennuestro acuerdo de rendición garantizamos,como es habitual, que la guarnición podráabandonar la fortaleza sin que sus vidas sufrandaño, habrá que hacer valer nuestra palabraincluso contra los transpirenaicos. Y aun en elsupuesto de que no se pactara nada alrespecto, deberíamos defenderles igualmentepor honor. Porque nuestro honor nos impidever cómo se asesina a guerreros desarmados.

Los monarcas asintieron en silencio.Episodios como el de Malagón no debíanrepetirse, porque desvirtuaban totalmente lapretensión de santidad de la cruzada. Era unasituación extraña. Cristianos y musulmaneshabían cometido auténticas atrocidades

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durante los siglos de la Reconquista. Losulemas subían a orar a los montículos hechoscon las cabezas cortadas de los enemigos, ylos cristianos habían convertido la zona delDuero en un desierto sin vida alguna al iniciode la Reconquista. Pero nada de aquello eraodio. Llevaban demasiado tiempocombatiendo como para odiarse, y erandemasiado distintos para amarse. Ambossabían que la guerra centenaria solo podríaacabar con la desaparición de uno de los dos,y ambos se respetaban porque solo loshombres honorables ceden su vida a un altoideal. Y ese respeto era tan recto como el filode una espada.

La hueste navarra se encontraba ya tras lospasos que había seguido la cruzada, a pocosdías de marcha de Calatrava. Su avance había

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sido rápido, si bien eso no les había costadodemasiado porque eran pocos los hombresreunidos bajo el pendón del rey. Doscientoscaballeros, junto con sus séquitos, formaban lafuerza que Navarra aportaba a la ofensiva,una tropa reducida pero poderosa. A medidaque avanzaban, sus integrantes se dabancuenta de que iban a participar en algo cuyasdimensiones se les escapaban. Los caminos ylos restos de los campamentos en que habíanhecho noche castellanos y aragonesesmostraban que iban siguiendo la derrota deuna horda como nunca antes se hubiera vistoen la Península. Si los rumores eran ciertos ylos almohades verdaderamente triplicaban ennúmero a los cristianos, la cantidad dehombres que iban a luchar en Sierra Morenasería incomparable. Los navarrosrepresentarían un porcentaje mínimo entretanto combatiente, pero no habían recorridotan largo camino para otra cosa que no fuera

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la gloria.Para el joven Íñigo, todo lo que veía le

parecía una alucinación, como una ensoñaciónde la que apenas podía considerarse partícipe,simplemente un mero espectador. Él estabaacostumbrado a pequeñas peleas y a ejércitosque casi nunca llegaban al millar de hombres.No sabía con qué se encontraría, y ni siquieraera capaz de imaginárselo. A veces, en laspuestas de sol, le parecía ver una inmensahueste en el horizonte, recortándose las crucesy los pendones contra la hoguera delatardecer, como si el fuego brotara de ellosmismos. Pero ni así conseguía formarse unaidea de lo que estaba por venir. Notaba queincluso Alonso, curtido en muchas batallas, seasombraba al ver los restos del ejército al queperseguían. No decía nada para no inquietar aÍñigo, pero el joven sabía que también élestaba impresionado. Que ninguna de susprevisiones sería cierta porque nadie nunca

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había vivido una cosa semejante.Del mismo modo, el paisaje castellano

sobrecogía el ánimo del noble navarro. Todoera muy distinto de sus montañas y sus verdesvalles. Allí, la vastedad del páramo se lepresentaba como un enigma, como un desafío.Mientras que en Navarra se sentía protegido ala sombra de los árboles y las cumbres, enCastilla no había nada a lo que se pudieraaferrar. Solo latía una pregunta, una preguntacuya respuesta era terrible y marchaba apocos días por delante de ellos. Aquel páramoera la explicación de la profunda religiosidadde los castellanos. Entre la tierra y el suelosolo estaban ellos, abrasados por un calorinfernal o cortados por ráfagas de vientohelado. Y ellos, la creatura, sirviendo deenlace entre el Creador y la Creación. Sí, enaquella tierra Dios había hablado, y loscastellanos habían tatuado su mensaje en laroca durante siglos.

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Íñigo no sabía si el resto de la expediciónsentía lo mismo. Él era el más joven, y poreso y por la importancia de su linaje en lanobleza navarra todos le trataban muy bien.Especialmente el rey Sancho, le había acogidocon entusiasmo. Su padre y el monarca habíansido muy amigos, y el segundo estaba muycontento de poder contar con uno de susdescendientes. Esto le situaba en la obligaciónde estar a la altura de su padre, algo que aveces le asustaba, pero también le servía deestímulo por considerarlo un honor. Además,el rey le facilitaba las cosas. Era un hombretitánico, altísimo, y su fuerza, haciendo honora su apodo —el Fuerte—, era hercúlea. Perotambién tenía buen carácter, alegre y jovial.Trataba bien a sus hombres y se preocupabapor ellos, ayudándoles en lo que pudiera ydebiera. Bajo el mando de un hombre así,Íñigo se sentía más tranquilo. Todavíarecordaba la conversación que habían tenido

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en Pamplona, poco antes de iniciar la marchahacia el sur. Íñigo se había presentado a surey, y él le había preguntado:

—¿Sois vos el hijo del conde FernánÍñiguez?

—Yo soy, mi señor.El rey había sonreído y le había dicho:—Vuestro padre era un gran hombre.

Fuimos buenos amigos, y lamenté su muerte.Me alegra que un descendiente suyo hayaacudido a mi llamada.

—Es un honor para mí combatir alládonde me reclaméis, mi señor. Mi padrehubiera hecho lo mismo y ahora yo actuarécomo él hubiera hecho. Intentaré serviros tanbien como él.

Sancho el Fuerte había agradecido laspalabras inclinando la cabeza.

—Os lo agradezco. Tened por cierto que,por mi parte, os ayudaré en cuanto sea

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menester.Por eso cabalgaba hacia el sur, por eso

atravesaba el páramo. Sabía, en cierto modo,que aquella devastada planicie era nada másque la pregunta, y que la respuesta la hallaríaen Andalucía, en el campo de batalla. Larespuesta que le diría si estaba a la altura de loque debía ser, de lo que quería ser.

—¡Calatrava se rinde! ¡Calatrava se rinde!El campamento cristiano despertó el

primero de julio con la noticia. A casi todo elmundo le sorprendió. Si bien esperaban que lafortaleza acabara en sus manos, pocospensaban que la claudicación viniera poriniciativa musulmana. Al menos, no tanpronto. Ibn Qadis se jugaba la vida con esadecisión, pues no sería extraño que los

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almohades le encerraran o le decapitaran porrendir la plaza. Había preferido salvar la vidade sus hombres antes que la suya. Un últimoacto de nobleza.

Con todo, era evidente que losmahometanos no iban a abandonar Calatravasin más, solo a cambio de ciertas garantías.Los defensores aún tenían suficientes fuerzaspara oponer una tenaz resistencia y hacerpagar a los cristianos la conquista, por lo queestaban en posición de poner condiciones a sucapitulación. Pedían que se respetaran susvidas y que les permitieran salir llevándose suscaballos. A cambio, Calatrava. No era un maltrato.

Entre las tropas cristianas, no todos loveían claro. Algunos, sobre todo losultramontanos, seguían pensando que seríamejor pasar a toda la guarnición a cuchillo,como aviso para el resto de los musulmanesde lo que debía pasar. El rey Alfonso,

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creyendo que la oferta de rendición encubríauna mayor debilidad de la que hubierasupuesto en los defensores, tampoco sedecidía a aceptar el acuerdo, pues una partede él le decía que podía aplastar a laguarnición sin demorarse tanto como hubieracreído y sin sufrir tantas bajas. No obstante,las voces a favor de aceptar el trato eran másfuertes y, sobre todo, más sensatas, por lo queacabaron prevaleciendo.

Una vez se hubo acordado la entrega deCalatrava, con las condiciones que habíanpedido los musulmanes, el rey Alfonso hizollamar a don Diego López de Haro y leordenó:

—Reunid a vuestros guerreros y escoltad alos defensores hasta que estén fuera de la irade los ultramontanos. No quiero ver de nuevoalgo semejante a lo de Malagón.

Una vez más, Calatrava era cristiana.

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El sol poniente teñía de melancolía elcabizbajo andar de los musulmanes queabandonaban la ciudadela, reflejándose en laslágrimas que algunos derramaban por habersido incapaces de defender el lugar queamaban. La espectral luz envolvía todo en unmanto onírico, como si aquellos hombres nofueran tales, sino los fantasmas de algo queacababa de morir y no resucitaría.

Ibn Qadis encabezaba la marcha, eintentaba no mirar atrás. Sabía que su decisiónera la más racional. Al igual que a la mayoríade sus hombres, le habría gustado morir en losmuros de la plaza que le había sido confiada,pero su deber era liderar a los soldados yhacer lo que fuera mejor para ellosindependientemente de lo que desearan. Surazón sabía que era así. Pero no miraba atráspor temor a desmoronarse, a que un dolor aún

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mayor del que ya sentía le fulminara allímismo, a la vista de sus guerreros y de loscristianos que junto a ellos cabalgaban. Nopodía perdonarse por lo que había hecho,aunque supiera que era lo que debía hacer. Nopodría perdonarse en lo que le quedase devida. Aunque, afortunadamente, pensó, «en loque le quedase de vida» no sería demasiadotiempo. Había comprado la vida de sussoldados con la suya, y los rojos ríos que elsol hacía nacer de la tierra se lo recordaban.

E intentaba no mirar atrás…Observó a los cristianos que les

acompañaban para entretener su mente ydesviarla del sufrimiento. Había algo extrañoen ellos, una sombra, o quizá un destello, algoque nunca antes había visto. Era imposible deexplicar. Quizá ni siquiera los mismoscristianos fueran conscientes de ello. Tal vezesa percepción era un instante de lucidez quele otorgaba Dios, ahora que iba a morir. Fuera

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lo que fuera, se dio cuenta de que todo habíacambiado, y no había marcha atrás. Aquel solponiente, el maldito sol que lo inundaba todo,era el último lamento del Islam en España…pero luego pensó que lo único que quería erajustificar su propia derrota, y desechó talpensamiento.

Entonces miró atrás.Calatrava ardió en él como una hoguera

que le atravesara las entrañas. Por un instantesu respiración se cortó y todo su cuerpo setensó reprimiendo la agonía. Aun a sabiendasde que le mataría, grabó en su memoria cadadetalle de la fortaleza que no volvería a ver,cada torre y cada almena. Vio cómo unguerrero lo observaba desde las murallas. Noestaba seguro, pero creyó divisar en su pechola cruz negra de los calatravos. Esbozó unasonrisa que parecía esculpida por un puñal.Los cristianos habían vencido y ellos habíanperdido. Nada cambiaría ese hecho.

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Recordó una canción que había oído hacíaaños en Jaén, y que hablaba de un hombreque había amado con desesperación al viento.Como era lógico, no había podido poseerlo, yel amante del viento había muerto tras habermalgastado toda una vida persiguiendo unimposible. Hasta ese día, pensaba que nopodía haber mayor dolor. Pero viendo cómoCalatrava se alejaba de él, se daba cuenta deque no era así. Amar al viento era unaestupidez, pero él había perdido la piedra. Élhabía perdido una realidad, la realidad que losustentaba todo, y no volvería jamás.

El sufrimiento se hizo tan profundo quesolo pudo sonreír.

A medida que observaba el lento caminar de lacolumna musulmana, Alfonso, erguido sobrelas murallas de su hogar, sentía que una

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extraña sensación de paz le embargaba. Yahabía olvidado cómo era aquel sentimiento, osi lo había llegado a experimentar alguna vez.Era como si todas las piezas de unrompecabezas por fin encajaran, como si lallave finalmente hubiera entrado en lacerradura. El desasosiego que había guiadotodos y cada uno de sus actos durantediecisiete largos años desaparecía lentamente.Pero su lugar no lo sustituía la euforia. Sabíalo que era eso, el éxtasis de derrotar alenemigo en combate, de desviar las lanzas yclavar la espada. Tampoco era orgullo. Era,sencillamente, tranquilidad. Poder mirar a sualrededor, dentro de sí, y sentir que todoestaba donde debía estar, como debía estar.

Vio a Ibn Qadis mirar atrás. No le envidió.Él conocía el terrible dolor que debía estarexperimentando el musulmán, el mismo dolorque a él le había forjado desde Alarcos.Perder el hogar era algo terrible, aunque

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desafortunadamente común en España. Todogiraba en torno a eso. Hacía quinientos añosque los mahometanos habían desembarcadoen España para construir una nueva casa, lacasa que los visigodos se habían negado aperder y que sus herederos buscabanreconquistar. La cruz y la media lunabregaban por coronar ese hogar.

Alfonso se dio cuenta de que había llegadoel instante por el que había luchado casi dosdécadas. No se encontraba al final del camino,pero una parte sustancial se había recorrido.Percibió, con sorpresa, que jamás habíaesperado que una cosa así sucediera. Habíaestado tan obsesionado con reconquistarCalatrava que no había contemplado laposibilidad de que pudiera hacerse. Pero, enese momento, su hogar volvía a ser suyo.Todo el profundo dolor del que había huidodurante diecisiete años, el dolor que le habíaobligado a hacer, pensar y ser, el dolor que

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había convertido en piedra angular del templode su alma, ya no estaba. Podía continuarandando libre de ese peso. La pérdida deCalatrava, algo que él no se había perdonado,sí lo perdonaba el cielo.

Rio. Suavemente, por dentro, pero riomientras lágrimas de agradecimiento aflorabanen sus ojos y el sol caía, prendiendo la cruz desu pecho. Y, por primera vez en diecisieteaños, su risa fue sincera.

Una nube de polvo se levantó en elcampamento cristiano y avanzó hacia losmusulmanes. Le acompañaba el sonido de loscascos de los caballos, que perforaban el airecomo una blasfemia. Diego López de Harosabía lo que eso significaba. Su rey no sehabía equivocado. Para los transpirenaicos nopodía haber paz.

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Junto con alguno de sus hombres, el adalidde Castilla se adelantó para cerrarles el paso,aunque manteniéndose a una distanciaprudencial del resto de sus tropas. Seríaextraño que los francos, guiados por su sed desangre, atacaran a otros cristianos. Pero habíavisto muchas cosas extrañas, y debía estarpreparado para todas.

Al ver a los castellanos, los ultramontanosdetuvieron su avance, asombrados. En susrostros se veía la incomprensión, y ninguno deellos habló ni hizo gesto alguno sencillamenteporque no sabían qué hacer en tal situación.Pasado un rato, uno de los caballeros rompióel silencio. Era un hombre corpulento, debarba poblada y tez sonrojada por un calor alque no estaba acostumbrado. Su voz sonócomo un mugido cuando exclamó, indignado:

—¿Qué es esto?López de Haro le miró fijamente y replicó

con gran serenidad, como si respondiera a una

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pregunta elemental:—Esto es la guerra.—¡Precisamente! —bramó el franco—.

¿Creéis que es propio de buenos cristianosdefender a estos perros infieles? Por el Señorde los cielos, que…

—Esto es la guerra —interrumpió el adalidcastellano, alzando la voz—, y noconsentiremos que se convierta en la matanzaque queréis causar. El enemigo se ha rendidoy su vida debe ser respetada.

El enrojecido rostro del nobletranspirenaico denotaba cada vez más sucreciente estupor. Todo cuanto veía le parecíauna broma de mal gusto, algo absolutamenteindefendible. Intentando demostrar alcastellano lo absurdo de su posición, le gritó:

—¿No os dais cuenta de que son nuestrosenemigos? ¡Si les dejamos vivir, se armaránde nuevo y tendremos que enfrentarnos a ellos

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en el campo de batalla!—Eso harán, sí —respondió López de

Haro, recobrando su tono de voz distante—.Y entonces les mataremos, porque podrándefenderse. No ahora.

—También ellos podrán matarnos.—Eso no debe atemorizar a un guerrero.El noble franco captó el insulto y su furia

creció. Pero no era idiota, así que sopesó lasopciones. Era evidente que los castellanosestaban dispuestos a defender a losmahometanos. Quizá no hasta el extremo dederramar sangre cristiana, pero no seríainteligente provocar la situación en quepudiera hallar una respuesta, por si no era lamás favorable. En un plano más personal,López de Haro le había insultado. La rabiaque crecía en él, fomentada por un calor quele hacía desvariar, le decía que lo matara.Pero el atisbo de racionalidad que lidiaba porcontener la marea de la demencia le recordaba

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que el castellano era demasiado poderoso. Nila victoria ni la derrota podían dejarle enbuena posición si se enfrentaba a él. Aun en elcaso de que consiguiera matarle, lo cualtampoco estaba muy claro, alguien levengaría.

Se dio cuenta de que la escena eraridícula, y optó por retirarse. Pero, parasalvaguardar su orgullo y no dar a entender aLópez de Haro que sus palabras le habíanintimidado, le dijo en tono desafiante:

—Si continuáis con esta forma de luchar,jamás reconquistaréis vuestra tierra. Moriréiscomo Moisés, vislumbrando la promesa delSalvador pero sin fuerzas para reclamarla.

El castellano esbozó una mueca deindiferencia y respondió:

—Quizá. Pero si para recuperar nuestratierra perdiéramos nuestro honor, ¿quéhabríamos ganado?

El franco no respondió. Giró su caballo y

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volvió al campamento. Los demás lo imitaron.

La conquista de Calatrava fue una magníficavictoria para el ejército cristiano. En el planode la moral de las tropas, ver cómo el primerobstáculo verdaderamente serio había sidovencido subió los ánimos de los combatientes.Malagón había significado el comienzo de lashostilidades, pero no de los problemas.Calatrava, una fortaleza crucial en el caminoentre Toledo y Córdoba, como si simbolizarael punto medio del péndulo que oscilaba entreel Cristianismo y el Islam, era mucho másimportante. También el renombre de sudefensor, temido y respetado, reforzaba laconfianza de los cruzados por verle rendido.Era especialmente trascendente por lo quesignificaba para la Orden de Calatrava, quepor fin volvía a merecer tal nombre. No en

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vano, ellos eran los más numerosos de lasórdenes militares que participaban en lacruzada, y los combatientes másexperimentados. Que su alma estuviera listapara la batalla era crucial.

Aparte de los beneficios conseguidos en elámbito espiritual, la rendición de la fortalezahabía traído más ventajas que la de evitar unamasacre. Entre sus muros se encontró grancantidad de armas y víveres. No se habíanequivocado los nobles al afirmar queseguramente el castillo estaría preparado pararesistir un lago asedio, y ahora, los alimentosnecesarios para ello pasaban a formar partedel botín de los cristianos, lo que les permitiríaun avance más seguro.

A la hora de repartir tal botín, el reyAlfonso lo dividió en dos partes iguales yofreció una a los ultramontanos y otra a losaragoneses. Aragón era un reinoeconómicamente pobre, devastado por una

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situación de guerra perpetua, y la parte delsaqueo que se les dio ayudó a incentivarles yproporcionarles un mejor equipo para labatalla. Respecto a los francos, lo que elmonarca castellano buscaba era compensar dealgún modo su insatisfacción, cada vez mayora medida que aumentaba el calor.

La cruzada estaba lista para continuar suavance.

La noticia de la rendición de Calatrava notardó en atravesar las montañas y llegar alejército musulmán, que esperaba cualquierinformación sobre la sitiada fortaleza comoagua que regara los campos. Por ello, cuandose supo el triste final, el efecto que provocófue más parecido al de una granizada.

Para Mutarraf, el impacto fue aún mayor.

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Por unos pocos días había logradoconfraternizar con el resto de la soldadesca alverse unido por un deseo común y una mismainquietud. Los guerreros le contaban historiassobre Ibn Qadis y le explicaban cómo eran losasedios, qué opciones tenían los defensores deresistir y demás asuntos bélicos que, de no serpor entusiasmo, nunca hubieran compartido.Muchas de las versiones eran exageradas oincluso contradictorias entre sí, pero aquellono le preocupaba especialmente al poeta, queestaba contento solo con ver cómo aquellaamalgama de hombres tan distintos se uníanpor una cuestión y le aceptaban, haciéndolepartícipe de sus mismas preocupaciones.Ahora que todo había terminado tan rápido,temía que el ambiente original de desilusiónvolviera a imponerse, y que él se sintiera denuevo desubicado.

Calatrava.Calatrava.

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Calatrava…Repetía constantemente la palabra en su

mente. Él, como hombre de letras, vivía porlas palabras. Por eso siempre había tenido laobsesión de darles un contenido, de que nofueran puros conceptos sin relación con elobjeto que designaban. Por eso había amado yamaba, para que la palabra «amor» tuviera elcontenido del nombre de su esposa, sus hijoso de Dios. Por eso buscaba la belleza. Por esoseguía los preceptos del Islam, para que lapalabra «fe» tuviera sentido. Una palabra ensí misma era un concepto lógicamenteacotado, por el tiempo y por su naturaleza,que no podía describir la inmensidad yatemporalidad de una idea. Hablar de ira notenía sentido si no se experimentaba, porque lapalabra no podía abarcar la idea.

Siendo eso cierto, otra teoría comenzaba aasaltar su mente, la de que las palabras eran,en realidad, barreras. Una persona demasiado

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acostumbrada a las palabras podía ocultar larealidad tras ellas, usarlas como un muro trasel que parapetarse para no tener queenfrentarse a la verdad subyacente. Cuandono existía esa protección, el hombre debía verlas cosas tal y como eran, sin poder refugiarse.Se imaginaba al primer ser humano dandonombre a todo, no para designarlo, sino paraprotegerse de un mundo en el que era unrecién llegado.

Se daba cuenta de que las palabras selimitaban a cumplir esa función. Eran escudos,no espadas. La palabra no podía cambiar elmundo, únicamente preservarlo. Quizá poreso las personas más ilustradas solían ser lasmás conservadoras. Todas estaban llenas deideas y teorías, pero las ideas no servían paranada. Solo los hechos podían transformar larealidad, los hechos sin estar atrapados por losconceptos, en su forma más pura. La idea másgrandilocuente y gloriosa no importaba nada

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en comparación con el corte de una espada. Sise quemaran todas las obras que se habíanescrito, si un nuevo Eróstrato borrara de la fazde la tierra todas las letras, en nada cambiaríael mundo. Quizá el Corán debiera salvarse. Sí,el Corán sí, porque era un hecho.

Se sorprendió de estar pensando eso. Élhabía amado todo lo que empezaba acuestionarse. Supuso que era porque veía laverdad. Porque veía que ninguna palabrapodría cambiar lo que estaba en marcha, peroese hecho cambiaría todas las palabras.

Todavía quedaban algunos castillos porrecuperar. Antes de continuar el camino, elrey de Castilla quería retomar el control deAlarcos, Caracuel, Benavente y Piedrabuena,cercanos a Calatrava y también entre sí. Noeran plazas demasiado importantes ni fuertes,

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y el monarca castellano sabía que no teníanuna guarnición numerosa. Por esa razón nohabía puesto traba alguna a la decisión de suprimo, el rey Pedro, quien no le acompañaríaen la expedición, sino que esperaría enCalatrava la llegada de Sancho el Fuerte. Laidea podía ser arriesgada si el ejército de Al-Nasir decidía cruzar las montañas, pues podríafácilmente derrotar a los aragoneses y despuésa los castellanos, pero los musulmanes estabana varios días de marcha y, cuanto más tiempopasaba, más evidente se hacía que Al-Nasiraguardaría a los cristianos al otro lado deSierra Morena. Así pues, la cruzada sedividiría, y se volvería a encontrar frente aSalvatierra, el último escollo antes de llegar aAndalucía, cuando los navarros se hubieranunido.

Pero aún tendrían que sufrir una últimadivisión, una deserción que muchos podíanintuir pero pocos asumir.

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El día 3 de julio se presentó unadelegación de los ultramontanos ante losreyes. Las noticias que traían eran previsibles,pero no por ello dejaban de ser demoledoras:habían decidido desertar. Casi todos ellos.

Uno de los nobles habló por todos.Parecía haber recibido una buena educación yestar dotado para la dialéctica, por lo que lehabían convertido en portavoz. Su postura,sus gestos y su entonación buscaban serconciliadores, algo que inevitablementeparecía forzado en el clima de tensiónexistente. En efecto, tras la desilusión de losfrancos al ver que no podían asaltar a losdefensores de Calatrava, la violencia contenidahabía estallado y los encontronazos con losespañoles se habían intensificado. Habíahabido duelos e incluso algún muerto, allídonde hombres de mayor autoridad habíanllegado tarde para imponer cordura. Nada deello tenía sentido.

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—Mis señores —decía el noble franco,hablando a los reyes—, como sabéis, nuestrastropas no están acostumbradas a estascondiciones. El clima aquí es terriblementeseco y caluroso, y nuestros hombres lo sufren.Están faltos de moral, cansados. No puedenpelear en un ambiente tan sumamente duropara ellos.

—¿Acaso —respondió Pedro— no hancombatido los francos en Tierra Santa? Muybravamente, según tengo entendido. No esmenor el calor allí que aquí, por lo que heescuchado de boca de quienes allí han estado.Además, somos una cruzada. Somosguerreros de Cristo. Si Él nos pide quecombatamos bajo el ardiente sol del desierto,lo haremos. Si nos pide que combatamos endesfiladeros cubiertos de nieve y hielo, loharemos. Si nos pide que descendamos alinfierno y allí libremos la batalla, lo haremos.

—No os falta razón, mi señor —dijo el

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franco, conciliador—. Es cierto que, por sísolo, el calor es más una molestia que unobstáculo insalvable, pese a que para muchosde los nuestros, especialmente los bretones,sea durísimo de soportar… pero vos sabéisbien que hemos tenido problemas con lasprovisiones, que en algún momento hanescaseado. No quisiera ni mucho menosinsinuar que ha habido una mala planificaciónpor vuestra parte, mis señores, ni que estefactor pueda por sí mismo acabar con elánimo combativo que se le exige a un cruzado,pero sumado al calor y a esta larga marcha,que para algunos viene después de estaracuartelados cuatro meses en una ciudad paranosotros extraña, mina la moral de nuestrohombres.

—Los transpirenaicos —dijo esta vez elrey Alfonso— se han quejado de falta dealimentos. Ningún español lo ha hecho. Estoya es suficientemente grave, pero hemos sido

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benévolos y os hemos favorecido en cuantohemos podido. Idéntica queja recibí hace unasemana en Malagón, y desvié parte de lasvituallas de mi propio ejército hacia el vuestro.Tras la victoria en Calatrava, la mitad delbotín, provisiones incluidas, ha ido a parar avuestras arcas. ¿Y aún venís a decir queabandonáis esta santa cruzada por falta decomida?

Aquella conversación era inútil, porque yano había nada que discutir. Los francosabandonaban la cruzada y nada cambiaría talhecho. La embajada únicamente tenía porobjeto suavizar las formas, pero nada iba avariar. Por otra parte, tampoco los reyesintentaban retenerlos, sencillamente buscabandesmontar las burdas excusas que lesformulaban. Aunque eran numerososluchadores y buenos en batalla, representabanmás un estorbo que una ayuda, pues carecíantotalmente de disciplina.

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Todos sabían que ni el calor ni el hambreeran la causa por la que desertaban. Loexpresó bien claro el arzobispo de Nantes,presente en la reunión junto al de Burdeos,quien, viendo lo ridículo de la conversación,se atrevió a decir en latín:

—Esta no es forma de hacer la guerra.Los reyes miraron fijamente al arzobispo.

Por fin comenzaban a hablar claro.—¿Por qué creéis eso, ilustrísima? —dijo

Alfonso, dando un tinte irónico al título.—Perdonáis la vida a los infieles, que no

merecen vivir. ¿Cómo pueden llamarsecruzados quienes no solamente no matan a losdescreídos, sino que evitan su justa muerte?¿Realmente pensáis que así será el Islamderrotado, si constantemente ofrecéismuestras de debilidad como la de hace dosdías?

—Moderad vuestra lengua, arzobispo —dijo Pedro, tenso.

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—Olvidáis una cosa, ilustrísima —continuó Alfonso—. Los niños aquí nacenentre el estruendo de los aceros, ygeneralmente por ellos mueren. España es unpaís en constante guerra. Lo que para losdemás reinos de la Cristiandad es unpasatiempo, para nosotros es una necesidad.Por el bautismo, Cristo nos convierte ensacerdotes, reyes y profetas. En España, pornuestro nacimiento, somos también soldados.Confío en que no pretendáis decirnos anosotros, que jamás hemos conocido la paz,cómo debe hacerse la guerra.

El arzobispo no se dejó intimidar por lasduras palabras del monarca castellano, yrespondió:

—También nuestra tierra sufre los efectosde la guerra desde hace décadas, desde que lapestífera herejía cátara contaminó nuestroscampos y nuestras gentes. Pero sabemoscómo acabar con el problema. Jamás

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permitiremos que semejante blasfemia pudradurante quinientos años nuestros dominios.¿Podéis acaso decir lo mismo?

—Nunca —replicó Pedro, visiblementeenfadado— renunciaremos a nuestro honorpara conseguir la victoria. Nunca nosconvertiremos en bestias salvajes para liberarnuestra tierra, porque nosotros no seríamoslibres. ¿Podéis acaso decir lo mismo?

Todo estaba dicho, y nada quedaba porañadir. Los francos eran tan distintos de losespañoles en su concepción de la guerra comopudieran serlo estos de los musulmanes en suvisión de Dios, y no podrían jamáscomprenderse. Para terminar, el arzobispodijo, con un tono de voz lapidario:

—Esto no es una cruzada. Si lo fuera, seprocuraría la destrucción de los infieles. No esmás que una ofensiva que busca el interés deCastilla, no el de la Iglesia. Ninguno denosotros somos vuestros súbditos —dijo

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hablando a Alfonso— y no moriremos porvuestro beneficio.

El monarca castellano quiso gritarle a lacara al arzobispo que era un cobarde, pero secontuvo, porque aquello, en el ambienteviolento en que se vivía, hubiera podidocausar una matanza. Se tragó su orgullo y sufuria, repitiéndose que los mansos seríanllamados hijos de Dios, y se limitó a decir:

—Marchaos, pues. Nadie os obligará amorir por algo que no amáis.

Ningún franco habló, sencillamente sedieron la vuelta y se marcharon. Pero antes deque se hubieran alejado demasiado, elmonarca castellano les gritó:

—Mas recordad las palabras del Señor: elque quiera salvar su vida, la perderá. El que lapierda, se salvará.

Los ultramontanos no respondieron.Entonces el rey se sentó junto con Rodrigo,quien había estado presente en la reunión, y le

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dijo:—Quiero saber lo que pensáis de esto.—Bueno, vuestra última frase ha sido muy

apropiada, mi señor —dijo el consejero pararestar gravedad al asunto.

El monarca sonrió al ver que el noble noperdía su serenidad en momentos difíciles,pero no dijo nada. Rodrigo, obviando ya lasbromas, continuó:

—Vos sabéis que los transpirenaicos nohan hecho sino dar problemas desde quellegaron, por lo que casi me atrevería a decirque debemos dar gracias al cielo por infundirel miedo en sus corazones.

—Eso es cierto —reconoció el rey—, peroson buenos guerreros. Quizá los echemos enfalta.

Rodrigo negó fervientemente.—Un guerrero vale lo que vale su alma.

Pelayo doblegó a los moros en Covadonga no

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por su habilidad ni su experiencia, sino porquela Santísima Virgen le dio el coraje necesariopara evitar lo inevitable. Ordoño aplastó a lossaqueadores vikingos no porque fuera másducho que ellos, sino porque era más puro. ElCid jamás fue derrotado y pudo frenar a losalmorávides en Valencia porque su espírituardía en el amor de Dios con más fuerza de loque arden estos campos. Es mejor contar conguerreros torpes, pero con el alma presta parael sacrificio, que con luchadores invenciblessin voluntad de vencer. Y nuestros hombresno tienen absolutamente nada que envidiar alos francos. De hecho, son muy superiores,porque, como vos habéis dicho, su vida estáentregada a la guerra.

El rey asintió, meditando las palabras delnoble. Al rato, volvió a hablar:

—Me preocupa lo que ha dicho elarzobispo, que esto no es una cruzada.

—Eso es una estupidez.

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—Lo sé, pero temo que algunos lo crean.Podrían producirse más deserciones si esaidea cala. Portugueses, leoneses, navarros…podrían abandonar nuestras filas.

Rodrigo se tomó un rato de reflexión. Lainquietud de su rey no era del todo infundada.Al rato, respondió:

—Tened en cuenta que no todos losultramontanos han desertado. ArnaldoAmalarico, junto con otros ciento cincuentacaballeros, permanece con nosotros. Teníarazón don Diego al decir que le gustademasiado la sangre como para no luchar.También hospitalarios y templarios siguen, yellos tampoco se irán, porque viven para elcombate y desconocen la paz. Ninguna deestas fuerzas lucharía si únicamente fuéramosuna ofensiva local, porque ninguno debe nadaa Castilla ni a Aragón. Por otra parte, creo quecon la partida de estos salvajes nuestracruzada es más santa que antes, pues no se

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repetirán escenas vergonzosas como las quehemos visto, escenas impropias de soldadosde Cristo, por mucho que ellos crean que es loque se debe hacer. —Ambos callaron duranteunos instantes, y finalmente Rodrigo terminó—: El juicio de Dios nos espera en el campode batalla. Si no somos dignos, ellos nopodrían haber cambiado el veredicto. Si losomos, no habríamos necesitado su ayuda.Esta es nuestra tierra, y a nosotros noscorresponde luchar, matar y morir por ella.

Ibn Wazir había ordenado a sus criados que leavisaran en cuanto Ibn Qadis se acercara alcampamento almohade. Sabía que Al-Nasirestaba furioso con él, y quería prevenirle o, almenos, verle una última vez. También queríaque le contara a qué se enfrentaba, pues laduda le corroía.

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Cuando por fin le dijeron que llegaba,ensilló rápidamente su caballo y, sin esperar anadie, salió a galope tendido. Consiguióinterceptar a su amigo antes de que entrara enel campamento y, en consecuencia, antes deque estuviera al alcance de Al-Nasir.

—¡Ibn Qadis! ¡Yusuf Ibn Qadis!El caíd miró hacia el hombre que le

gritaba, y sonrió al ver que era su viejo amigo.Pero era una sonrisa triste, sin esperanza.

Ibn Wazir se acercó a él. Cabalgabaacompañado únicamente por su cuñado, dequien se decía que era tan valeroso como elpropio caudillo. Al llegar a su altura, Ibn Wazirdijo:

—Alá os proteja. Me alegro de veros.—Que Él te guarde a ti también, viejo

amigo. Yo también me alegro de ver una caraamable.

Sin más preámbulos, Ibn Wazir

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recomendó a su amigo:—Márchate. No entres en el campamento.

Al-Nasir te matará si lo haces.Ibn Qadis suspiró y respondió:—Lo sé. Por eso he venido.—¿Por qué deseas morir?—He luchado mi combate y lo he perdido.

Ahora no espero más que el eterno descanso.Nada me queda por ofrecer, porque nadatengo. He perdido Calatrava y jamás volveré averla.

Ibn Wazir se indignó al oír las palabras deldefensor de Calatrava y replicó:

—No digas tonterías. La frontera cambiacada año, ya lo sabes. Calatrava era nuestra,la perdimos, la volvimos a conquistar. Ahoraes de nuevo cristiana, pero si vencemos a loscruzados quedará sometida otra vez a nuestrocontrol.

—No, no, viejo amigo… tú no lo

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entiendes… —Ibn Qadis clavó sus ojos en losde Ibn Wazir, traspasándolos como si fueranlanzas, tal era el dolor que desprendían—. Túno has visto lo que yo he visto —continuó elcaudillo—. No puedes comprenderlo. No haymarcha atrás, esto lo cambiará todo. Locambiará todo y no se puede detener. Hemossido condenados por nuestros pecados y nomerecemos que Alá falle a nuestro favor.Todo cuanto hemos defendido, todas laspersonas a las que hemos amado, morirán enel campo de batalla.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntóinquieto Ibn Wazir.

—Ya te he dicho que lo he visto —insistióIbn Qadis—. Alá me lo reveló como castigopor mi derrota. Esos bárbaros a los que nopudimos vencer hace quinientos años se hanconvertido en los que deberán destruir todocuanto hemos creado.

Ambos callaron. El rostro del defensor de

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Calatrava se deformó en una mueca de terriblesufrimiento, y dijo mientras miraba los pradosandaluces:

—Este es mi hogar. Ha sido el hogar demis ancestros durante incontablesgeneraciones, desde hace cinco siglos. Y ahoralo he perdido. Si no puedo vivir en él, nodeseo vivir. —Se hizo el silencio, hasta quefinalmente Ibn Qadis volvió a hablar—: Debocontinuar. Márchate de aquí, viejo amigo, queno te vean entrar a mi lado. Es el último favorque te pido. No desobedezcas la súplica de uncondenado a muerte, aunque repugne a tuhonor cumplirla. —Y dirigiéndose a sucuñado, le dijo—: Vuélvete. Porque no hayduda de que me van a matar, y no podrésobrevivir a esta jornada. Pero he vendido mivida a Alá para salvar a los musulmanes queestaban en el castillo.

Pero su cuñado respondió:—No tiene encantos la vida para mí,

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después de tu muerte.Ibn Qadis insistió, pero su cuñado se negó

a abandonarle. Ibn Wazir sí lo hizo, en partepara obedecer a su amigo y en parte paraintentar interceder por él.

Cuando el defensor de Calatrava llegó alcampamento almohade, los caídes andalusíesle estaban aguardando para darle labienvenida. Pero también Abu Sa'id, el visiralmohade, le esperaba, y sus intenciones noeran amistosas. Al instante mandó cargar decadenas al caíd y a su cuñado. Cuando elprimero solicitó ver a Al-Nasir, la respuesta deAbu Sa'id fue tajante:

—No entra a ver al Príncipe de losMusulmanes ningún infame.

La rabia que sentía el propio Al-Nasir,quien se creía traicionado por un andalusí,hizo el resto. Inmediatamente se ordenó laejecución de Ibn Qadis. Los líderes andalusíesintentaron impedirla, y se produjo una

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tremenda algarabía en el campamento. Peronadie pudo salvar al valiente defensor deCalatrava. Su corazón, el noble corazón quehabía latido lleno de amor hacia su Dios y supatria, fue atravesado de un lanzazo. Susangre regó la tierra sobre la que antes habíallorado, reído y cantado, y por fin obtuvo eldescanso de los hombres de honor.

La ejecución empeoró aun más la situación enel campamento islámico. Al-Nasir había sidotemerario al obviar las peticiones de losandalusíes para que se perdonara la vida a sucompatriota, y el rencor había prendido en suscorazones. Ibn Qadis era mucho másrespetado que el Príncipe de los Creyentes, yque un hombre tan indigno hubiera podidoejecutar a otro tan glorioso representaba unaafrenta que para muchos sería imperdonable.

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Al día siguiente del suceso, Sundakcomentaba con sus compañeros agzaz el climaen que vivían.

—Las tropas están muy descontentas.Parece que Al-Nasir tiene la fascinantecualidad de hacer que todos los que están a sualrededor se sientan molestos —dijo uno.

—La culpa no es realmente suya —defendió otro—, sino de sus hombres deconfianza. Ya provocó Ibn Mutanná el enfadode los almohades al ejecutar a losgobernadores de Ceuta y Fez. Ahora estevisir, Abu Sa'id, molesta a los andalusíes. Estárodeado de torpes.

—Quien se rodea de torpes no debe sermuy hábil.

—¿Qué sabéis del visir? —preguntóSundak.

—Al parecer no es noble de nacimiento,por lo que siente una profunda aversión a lanobleza. Se considera menospreciado por ella

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y quiere defender su posición frente a aquelloscon los que se siente inferior. También porello ha ahuyentado a los nobles cercanos a Al-Nasir, y ejerce gran influencia sobre él.

Sundak sonrió con sarcasmo y afirmó:—Así que tiene alma de mujer celosa.Algunos rieron la ocurrencia, pero no

fueron muchos.—Eso parece —dijo el que había

esbozado los rasgos de la personalidad de AbuSa'id—, y no es el carácter más oportuno parala guerra. Quizá en los palacios de Marrakechpueda servir de algo, pero esto no es unpalacio ni a nosotros nos han invitado a unbanquete.

—Salvo que quieras comer carne y bebersangre, como hacen los cristianos —dijoSundak, más para sí mismo que para losdemás.

Se hizo el silencio tras su comentario,

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hasta que al rato uno de los jinetes retomó ladiscusión:

—Bueno, sea como sea, el ánimo de lastropas no es el mejor para librar la batalla.Primero ofendieron a los almohades, ahora alos andalusíes…

—Tampoco nosotros estamos recibiendoun buen trato. Hace tiempo que no se nospaga lo que nos corresponde. Estosgobernantes no respetan a los que luchan porellos. Ojalá Al-Nasir fuera como su padre,Yaqub Al-Mansur. Para él sí se combatía congusto, hacía los pagos en su momento y sinexcusas.

—Calla —dijo otro de los agzaz—,pareces un comerciante judío.

Una sonrisa socarrona se dibujó en elrostro de algunos arqueros, y el que se habíaquejado por los pagos se vio en la necesidadde defenderse:

—No es cuestión de dinero. No me

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preocupan demasiado las limosnas delPríncipe de los Creyentes, puedo conseguirdiez veces más botín en el campo de batalla.Sencillamente, con su actitud demuestra queno nos aprecia lo que debe. Me gustaría verqué pasaría si no estuviéramos a su lado. Hareunido un ejército inmenso, pero ninguno deestos inútiles ha visto un arco parto en su vida.No acertarían a dar ni siquiera al minarete dela mezquita de Sevilla.

—Que no te oigan diciendo eso —aconsejó Sundak, quien en ese momentoestaba precisamente encargándose de lostendones que reforzaban la capa externa de suarco—. No creo que reaccionaran bien anteuna amenaza de deserción.

—Creo que sufrirán algunas desercionesantes de que llegue la batalla. Vamos a sermenos de los que esperamos.

—Ya hemos hablado de eso —cortó,tajante, Sundak—. Seamos los que seamos,

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estaremos allí y lucharemos. Lo haremosporque es nuestro trabajo…

—¿Y por qué más? —le preguntaron, trasel silencio que guardó.

Pero no respondió. Sundak quería decirque no podrían esconderse, que de nadaserviría desertar, porque la batalla lesalcanzaría de todos modos, estuvieran dondeestuvieran. Pero no lo dijo, y siguióencargándose de su arco.

Alarcos. Las tropas castellanas llegaron allí el4 de julio, y la fortaleza fue conquistada confacilidad. Se sufrieron algunas bajas, peroescasas, y en pocas horas el castillo habíacaído en manos cristianas. Desde allí seasaltarían los recintos cercanos de Caracuel,Benavente y Piedrabuena. Todos confiaban

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en que las meras noticias del imparable avancecristiano sirvieran para que los musulmanes seentregaran y no se perdiera demasiado tiempo.

Pero no todos estaban preocupados portales pensamientos. Si bien las operacionesmilitares eran una cuestión omnipresente, losmás viejos todavía temblaban al ver de nuevoel campo de batalla en que habían sufrido lahumillante derrota que les había marcado atodos, la derrota que, diecisiete años después,había reunido uno de los ejércitos máspoderosos que jamás se hubieran visto en laPenínsula para librar una batalla que haríainsignificantes todas las anteriores.

Los hombres contemplaban el paisaje conla mirada fija, de acero. De algún modo, sesentían en comunión, unidos por un dolorterrible, el dolor del recuerdo, la melancolía.Aquellos prados estaban llenos de fantasmasde guerreros heroicos que no volverían. Todoel que había vivido esa jornada había perdido

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algo de sí mismo, dejando parte de su almaaprisionada en aquella fecha.

Pero ahora, el Señor de los Ejércitos lesconcedía una oportunidad que no todospodían disfrutar, la de vengar a los muertos ymatar definitivamente el recuerdo. Unasegunda derrota sería dramática, pero unavictoria podría hacer que las heridascicatrizaran y los cánticos volvieran a sonar enlos reinos cristianos de la Península. Y todoslos que estaban allí tan solo esperaban estar ala altura de la oportunidad que se les concedía.

Para el rey Alfonso, las sensaciones eranaun más extremas, y a duras penas podíacontrolar sus emociones para concentrarse enasuntos más prácticos. La batalla de Alarcoshabía significado para él el inicio del fin y notenía más que una oportunidad, la cruzada quehabía promovido, para no acabar su vidahabiendo perdido todo. Al volver a aquelloscampos, se dio cuenta de que le quedaba poco

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de vida. Ya era un anciano y poco le restabapor hacer. Comprendía que había agotado lasreservas de energía que le quedaban en elúltimo año, y que Cristo le mantenía con vidaúnicamente para que culminara la magnaempresa que había comenzado. Debía hacerlobien porque no tenía más flechas, no podríavolver a intentarlo.

Una vez organizado el ejército y dispuestoel plan que debía seguirse al día siguiente, elrey salió a pasear, solo y a pie. Los detalles dela batalla estaban grabados en su memoria, ypodía reconocer cada palmo de tierra. Aúnveía, con extraordinaria nitidez, a los hombresluchar y morir. Escuchaba el aterrador sonidode los tambores africanos, los penetrantesaullidos de las mujeres bereberes, lasoraciones de calatravos y santiaguistas, losalaridos de los moribundos, los gritos depánico de los que huían, el silbido de lassaetas de los agzaz. No había habido noche en

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que no hubiera oído todos aquellos sonidos,sabiendo que todo había sido por su culpa.Por norma general, los hombres olvidaban suserrores y disfrutaban de sus alegrías. Pero élno había podido olvidar aquello, y sabía quesolamente la victoria le otorgaría la paz.

Se arrodilló sobre la tierra. El sol ponientese reflejaba en su armadura y hacía brillartodo su cuerpo, como si él también fuera unsol postrado ante los campos en que habitabasu memoria. Cogió algo de tierra y la retuvoen la palma de su mano. Diecisiete años antestodo aquello era un barrizal ensangrentado,pero sobre aquella sangre había crecido denuevo la vida. Así era España, así había sidosiempre desde la traición de Witiza. Losmuertos hacían crecer los pastos, hacíangerminar la tierra por la que habían dado suvida. Y no había un solo tramo, desde lasmontañas de Asturias hasta las playas deAndalucía, en donde no descansara un

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cadáver.Cerró los ojos, rezó un padrenuestro y

después murmuró:—Oh, Señor, aquí Tú me condenaste hace

diecisiete años. Por mi soberbia me negaste lavictoria. Por mi estupidez al fiarme más demis fuerzas que de las tuyas me forzaste avivir con la derrota. De nuevo estoy aquí, yno tengo nada que ofrecerte, solo mi vida.Acéptala si con ello puedo redimir mispecados.

Dio entonces un puñetazo al suelo, yrechinaron sus dientes. Mirando la tierra, dijo:

—Juro por la santísima sangre quederramaste en el Gólgota, juro por la vidaperdida de mi hijo, que haré todo cuantopueda para que, esta vez, me juzgues digno.

Y, dicho esto, se levantó y volvió alcastillo.

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Los navarros habían llegado por fin aCalatrava. Sancho el Fuerte y Pedro deAragón se habían saludado efusivamente,contentos por ver que la cruzada estaba yacompleta y podía seguir su camino parareunirse con el rey Alfonso en Salvatierra. Notardó el monarca aragonés en informar a sucompañero navarro de todo lo relativo a laofensiva, de la matanza de Malagón, la tomade Calatrava y la cobarde deserción de losultramontanos. Pedro se alegrabaespecialmente porque era un hombre, como susobrenombre de Católico demostraba, deextrema religiosidad, y era para él unasatisfacción ver cómo un rey cuya relacióncon la fe había sido bastante dudosa se poníaal servicio de la cruzada y de Dios.

Por su parte, todos los nobles navarros seencontraban impresionados por el tamaño del

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ejército allí congregado. Esto eraespecialmente cierto para el caso de Íñigo,quien, aunque podía intuir lo que iba a ver, sedio cuenta de que era imposible comprender lamagnitud de la hueste hasta que no estuvieraen ella. Ver a tantos hombres allí reunidos casile provocó miedo. Hasta entonces habíaestado en una compañía reducida, unambiente casi familiar, donde le resultaba másfácil saber cómo actuar y qué se esperaba deél. De pronto, se convertía en uno más entredecenas de miles de guerreros, la mayoría delos cuales eran más hábiles, experimentados osabios que él. Esto, por un lado, le llenaba deorgullo, pues le hacía sentirse parte de algoimportante, pero por otro lado le inquietaba,pues sabía que la exigencia a la que se veríasometido sería aún mayor.

Alonso se daba cuenta del estado de ánimode su señor, pero no sabía qué hacer porquenunca se había visto en un ambiente parecido.

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Había combatido a lo largo y a lo ancho de laPenínsula para distintos señores antes deentrar al servicio de los Íñiguez, y pensabahaberlo visto todo, pero aquello le resultabaextraordinario. Sin embargo, era un hombreeminentemente práctico que no dejaba que lascircunstancias le desbordaran, y por esoempezó a buscar información. Lo hizo en granmedia para tranquilizar a Íñigo, pues sabía quecualquier entorno es más llevadero, porsorprendente que sea, si se fija con exactitudsu naturaleza y se tiene información sobre él,y también por tranquilizarse a sí mismo.

Se cruzó con un noble catalán que estabasupervisando el trabajo de su herrero mientraseste reparaba su armadura dañada. El detallehizo ver a Alonso que aquel caballero habíaentrado en combate recientemente, por lo quedispondría de buena información. Se acercó aél y, hablándole en catalán, idioma que habíaaprendido años atrás, dijo:

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—Disculpadme, noble señor.El caballero se giró y estudió a Alonso,

después a Íñigo, que estaba detrás de suencomendado subido a caballo. Al ratoordenó:

—Hablad.—Mi señor —dijo Alonso, señalando a

Íñigo—, quisiera conocer cuántos hombres sehan reunido para la cruzada. Pertenecemos ala tropa del rey de Navarra, y acabamos dellegar, por lo que desconocemos el tamaño delejército.

De mala gana, el noble respondió:—Aquí hay veinticinco mil hombres.

Ahora que habéis llegado, marcharemos haciaSalvatierra, donde nos espera el rey de Castillacon otros cuarenta y cinco mil hombres.

—¡Setenta mil guerreros! —exclamóAlonso, sin poder disimular su asombro.

—Sí. Éramos más, pero los ultramontanos

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han desertado.—¿Por qué motivo?El noble sonrió sarcásticamente y

contestó, casi riendo:—¡Oh! No nos juzgaron dignos de Dios…Aquella sonrisa, junto con la respuesta,

causaron en Alonso una profunda sensaciónde rechazo, sin entender realmente por qué.Como tampoco necesitaba saber más, sedespidió del caballero haciendo un gestomarcial y dijo:

—Gracias, mi señor. Dios os guarde.—Amén —replicó el catalán mientras

volvía a inspeccionar su cota de malla.Y se alejaron. A Íñigo tampoco le había

agradado demasiado aquel hombre, pero porun segundo se cuestionó su cordura cuando, almirarlo por última vez, sintió que a su narizllegaba el aroma del mar.

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Roger pensó que quizá debía haber tratadomejor al navarro y a su encomendado, peroaquella conversación le había desagradadoprofundamente. No habría tenido problemasen tratar únicamente con el segundo, puessaltaba a la vista que era un veterano demuchas guerras, un hombre que había hechodel combate su negocio y que no desentonabaen absoluto en aquel ambiente, aunqueposiblemente nunca se hubiera visto en otraigual. Pero era la misma situación para todos,así que no debía estar preocupado. Era lapresencia del chaval lo que le habíamolestado. Sencillamente, era demasiadojoven, demasiado ingenuo para estar viviendotodo aquello. Tenía toda la vida por delante ymuchas cosas que hacer. Estaba seguro deque aún no había conocido mujer, no habíaliderado un ejército a la batalla ni se había

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emborrachado bravamente con suscompañeros tras una noble victoria. Si laguerra reclamaba su alma… ¿qué pasaría contodo eso? Sin duda estaría prometido, quizácon una niña tan joven que sería incapaz decomprender qué había ido a hacer elmuchacho al que un día llamaría esposo. Sumadre estaría diciendo que apenas si le habíadestetado y ya estaba envuelto en algo queningún hombre debería ver jamás.

Roger intentó acallar el hastío y laincomprensión que le causaba todo cuanto lerodeaba. Al fin y al cabo, no conocía de nadaa aquel noble y no tenía que preocuparse porél. Quizá muriera, pero no sería el primerinocente cuya vida arrebataría la tierrahomicida de España, y tras él vendríanmuchísimos más, durante generaciones.Siempre había sido así porque no podía ser deotra manera, y no había nada más que pensar.

Se dio cuenta de lo irónico que resultaba

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que él, quien buscaba ansiosamente la muerte,se enfadara por la posibilidad de que otrosmurieran. Pero, a la postre, no era algo tandifícil de entender. Él, y como él la inmensamayoría de los que participaban en la cruzada,podía morir porque había vivido suficientesaños, y pocos de ellos de forma piadosa. Eraun sacrificio, un sacrificio ofrecido poraquellos que solo su vida podían entregar parapreservar a los que no habían vivido. Pero siprecisamente estos, los puros, losinmaculados, eran los que caían… si aqueljoven muriera… si Laura había muerto…

Había algo en el fondo de todo ello, algoque no era un mero dolor sino un mensajeterrible, una verdad inapelable. En medio deaquella oscura selva que era su desesperaciónse escondía un templo que podía darle sentidoa todo lo que había perdido. El camino girabaen torno a esos conceptos: el sacrificio, lainocencia, la muerte… había algo que

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conectaba esas ideas con un hiloinquebrantable, algo que hacía que todas ellas,en conjunto, significaran mucho más de loque, aisladas, pudieran transmitir. Y esesignificado era el que estaba buscando desdela muerte de su mujer. Quizá incluso desdeantes de conocerla y amarla.

El herrero había terminado su trabajo, y laarmadura estaba lista para la batalla. Roger lainspeccionó cuidadosamente, y sintió unescalofrío cuando sus ojos se posaron en lacruz.

La noche acababa de llegar, y el ejércitoalmohade ya había detenido la marcha. Sehallaban a escasas jornadas del lugar en quedebían esperar a los cristianos, Las Navas. Eldía de la batalla se aproximaba y lo hacía enlas peores condiciones posibles.

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Sentado en su tienda, Ibn Wazirreflexionaba. Las palabras de su amigo antesde morir le habían inquietado enormemente yno dejaban de rondar su cabeza como unabandada de buitres sobrevolando a unmoribundo. No podía comprender qué habíavisto Ibn Qadis para afirmar con tanta decisiónque todo había terminado, que todo por lo quehabía luchado iba a quebrarse. Sabía que notendría que aguardar demasiado para conocerla respuesta, pero no le gustaba tener queesperar. Prefería estar preparado para lo quetuviera que llegar, saber de antemano a quéiba a enfrentarse, de forma que, aunque fueraterrible, supiera cómo reaccionar. Por esoreflexionaba en la hora del ocaso.

Le resultaba inconcebible que una religiónfalsa pudiera enfrentarse con tanto poder alIslam. Los cristianos eran politeístas,blasfemos. Su doctrina de la Trinidad carecíade sentido: Dios no podía ser al mismo tiempo

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trino y omnipotente, pues de serlo, laomnipotencia de los tres dioses se limitaríaentre sí, luego no podrían ser omnipotentespor esta limitación. Y evidentemente, si nohabía Trinidad, Cristo no podía ser divino,porque todo Dios en modo alguno hubierapodido contenerse en cuerpo mortal e inclusomorir. Ni siquiera su nacimiento habría tenidosentido, pues ¿cómo podría Dios, un sereterno, crecer desde niño, limitado por eltranscurso del tiempo? Al menos losalmohades comprendían bastante bien lablasfemia inherente al dogma cristiano. Losalmohades, cuyo nombre significaba «losUnitarios», eran defensores fervientes de laUnicidad de Dios. El andalusí no sentíaaprecio por ellos, pero por lo menos susteorías religiosas no eran delirantes.

Se dio cuenta de que divagaba. Quizá todoeso era cierto, pero no servía para negar, nisiquiera para explicar, la realidad que él trataba

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de esconder tras esos velos de puropensamiento. De algún modo, ese era elproblema. Si Pelayo, un noble menorvisigodo, hubiera pensado tanto en lanaturaleza de las religiones en contradicción,en la pura teoría y las cuestiones teológicas,nunca hubiera vencido en Covadonga y nuncahubiera iniciado una resistencia que, al final,acabaría por invertir las tornas y provocar quefueran ellos los que tuvieran que resistir. Loscristianos habían estado entre la espada y lapared y no se habían permitido el lujo decolocar sus teorías entre su vida y la realidad.Sencillamente, habían luchado por ella, sindescuidar el pensamiento, pero guardando unpuñal entre los libros. Algo muy distinto de loque habían hecho los musulmanes. Esa era laterrible realidad: el califato y el imperioalmorávide habían sucumbido por su propiainoperancia, y lo mismo podía sucederle a losalmohades. Todos ellos habían pasado

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demasiado tiempo buscando las causas por lasque debían vencer. Los cristianos,simplemente, habían ido a por la victoria.

Un grupo de sus guerreros vino arescatarle de sus pensamientos, cada vez mássombríos. Eran los principales de su hueste, ylos había hecho llamar para debatir unacuestión de suma importancia con ellos. Lespermitió sentarse, y luego, sin máspreámbulos, comenzó:

—Sabéis el efecto que ha causado laejecución de nuestro amado hermano, YusufIbn Qadis. He hablado con algunos de loscaídes andalusíes y muchos de ellos me handicho que piensan desertar, como pago por lamezquindad del Príncipe de los Creyentes ysu visir.

Miró los rostros de sus hombres. Nomostraban ninguna expresión, y se limitaban amirar fijamente al suelo o a él. Estaba claroque la noticia no les sorprendía.

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—Ahora bien —continuó Ibn Wazir—, yocombatiré. Al-Nasir es un perro y no merecemi respeto ni mi sangre, pero no voy a lucharpor él. Esta es mi tierra, la tierra en que henacido, crecido, y en la que deseo morir,como deseo luchar y morir por mi fe. Es Alá,no Al-Nasir, quien nos ha llamado a la guerracontra el infiel, y será Él quien nos juzgue.Por eso tampoco tiene sentido huir. Suveredicto me alcanzará, esté en el campo debatalla u oculto en la más profunda gruta.

De nuevo hizo una pausa. Sus hombresseguían sin hacer ningún gesto, aunque ahoraen su mirada se leía la expectación por saberadónde quería llegar.

—Estas razones se aplican únicamente amí. Puesto que las circunstancias en que noshallamos no son las normales, permitiré quehagáis lo que más os plazca. No os obligo aluchar si no queréis. Entenderé que desertéis yno os maldeciré por ello. Lo único que os pido

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es que me digáis, antes de la batalla, cuál esvuestra decisión, de modo que yo pueda saberde qué tropas voy a disponer. Eso es todo.Retiraos y deliberad.

Ni uno de sus guerreros hizo ademán delevantarse. No pasó mucho tiempo hasta queuno de ellos se atrevió a decir:

—No hace falta ninguna deliberación. —Miró a su alrededor para ver si alguien lecontradecía y, no siendo así, continuó—: Creoque todos estarán de acuerdo con lo que voy adecir. Tampoco nosotros, sidi, sentimosningún respeto por Al-Nasir, y no lucharíamossi de defenderle a él se tratara. Pero esto vamás allá, como bien habéis dicho. Tenemosfamilias que podrían caer ante el avancecristiano si no lo detenemos. Tenemos una feque defender y un Dios que nos pide queluchemos por Él. Por otra parte, también esnuestro deber combatir por vos, pues noshabéis tratado bien durante todos estos años,

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con respeto y magnanimidad. Nos consta quehabéis sido mucho más generoso y justo quemuchos otros de vuestro rango. Nosotrossomos hombres humildes, pero de honor, ysabemos que estamos en deuda. Por tanto, noos abandonaremos en el campo de batalla.Pagaremos nuestra deuda.

Ibn Wazir sonrió. Aquel hombre habíahablado con extraordinaria precipitación, no lapropia de quien quiere hablar rápido por temora arrepentirse a la mitad de lo que ha dicho,sino como quien ha improvisado un buendiscurso y teme que se le olvide. El noble dijo:

—Os agradezco vuestras palabras, pero notenéis ninguna deuda conmigo. Simplementeme he limitado a cumplir con mi deber.

—Y ahora nosotros cumpliremos elnuestro.

La satisfacción del caíd creció. Aquelloshombres eran personas sencillas, sin grandescualidades intelectuales ni físicas, pero tenían

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orgullo y honor, y por eso valían muchísimo.Aún quedaban hombres así, y mientrasexistieran, no todo estaría perdido, puessiempre habría algo por lo que luchar yguerreros dispuestos a defenderlo hasta dondefuera necesario. Mientras hubiera personasmás preocupadas de comportarse con dignidadque de salvar miserablemente su vida, podríanresistir. Y eso era todo cuanto necesitabasaber.

La cruzada volvía a estar unida. Navarros,aragoneses y castellanos se habíanencontrado, y Alfonso había saludadoafectuosamente a su primo navarro, contentopor ver que se olvidaban las rencillas yagravios pasados. Tres de los cinco monarcascristianos de España marchaban bajo unamisma insignia, la de su fe. Pero no pudierondetenerse en celebraciones, pues ya el últimoescollo antes de llegar a Al-Nasir se erguíafrente a ellos.

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Salvatierra podía ser un obstáculo tanpeligroso como el de Calatrava. Quizá notanto por la fortaleza en sí, sino por lacercanía del ejército almohade, que debía deestar a tan solo una semana de marcha.Además, era 7 de julio y el calor ya resultabaasfixiante, pero podría serlo aún más en losdías siguientes. La toma de Salvatierra debíaser rápida y poco sanguinaria. Como elprincipal método para conseguir esto, lacapitulación, no iba a ser posible, pues losmusulmanes no estaban dispuestos a rendir elcastillo, la posición en que se hallaba elejército cruzado no era la mejor.

Para Alfonso, así como para todos loscalatravos, Salvatierra representaba una nuevaguarida de fantasmas. Si bien era cierto que sumemoria no había sido tan dolorosa como lade Calatrava, era más reciente. No habíapasado un año, y a Alfonso no le costaba nadarecordar los combates que había mantenido en

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sus almenas el verano anterior. Todavía podíaescuchar perfectamente los gritos de loscuatrocientos freires que habían hecho lasalida al inicio del asedio, y cómo esas vocesse alzaban de la tierra que pisaban implorandoque se vengara su derrota. Desde luego, no ibaa ser el caballero quien desoyera tales súplicas.Ya había conquistado esa misma fortificacióncatorce años antes, con un ejército setentaveces inferior al que ahora se presentaba antesus muros. Claro que, en aquella ocasión, nohabían tenido nada que perder.

El fraile se daba cuenta de que la voluntadgeneral era pasar de largo. No tanto entre loscastellanos, pero sí entre aragoneses ynavarros, quienes al fin y al cabo no iban aobtener beneficio alguno de la caída deSalvatierra y ansiaban entrar en combatecontra la hueste almohade. Sierra Morena seintuía en el horizonte y su llamada erapoderosa, volviendo insoportable la espera que

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supondría un asedio contra una guarniciónbien preparada.

Alfonso no era inmune a este efecto. Lasensación de trascendencia que percibía entodo cuanto le rodeaba no hacía sino aumentarcada día desde la toma de Calatrava. Y comoya se encontraba sereno, menos ansioso,podía captarlo con mayor claridad. Cada díaintentaba buscar un momento de introspecciónpara analizar, desde el fondo de su alma, quéera lo que le esperaba y cómo iba areaccionar. Quizá lo que durante toda su vidahabía deseado, la perfección, la destruccióndefinitiva de sus pecados, la santidad,estuviera a unos pocos días de marcha. En sufuero interno se sentía alegre y esperanzado.

Mientras tanto, aguardaba a la sombra deSalvatierra, siempre alerta para que, cuandollegara el momento, no le encontrara dormido.

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De nuevo se habían reunido los líderes másimportantes de la cruzada para deliberar.Todos estaban informados de lo que lesesperaba en la fortaleza y de lo costoso quepodría ser tomarla. No en vano los calatravoshabían conseguido defender sus murosdurante dos meses con menos de milhombres, enfrentados a cuarenta mil. Losnuevos defensores no poseían ni de lejos lapericia militar de los frailes, y el ejércitoatacante casi doblaba al anterior, pero nopodían permitirse perder ni una semana. Ynada podía garantizar que cayera antes, pormucho que el rey Alfonso argumentara queera posible rendir la fortificación en menostiempo.

—Quizá sea así —replicaba Pedro—, perosería a costa de un gran número de bajas.Antes, al menos, teníamos a lostranspirenaicos para lanzarlos a la muerte.

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Ahora, tras su deserción, debemos tenermucho cuidado.

Amalarico, presente en la reunión, no seinmutó a pesar del comentario. A decirverdad, desde que sus compatriotas habíanabandonado el ejército estaba mucho mástranquilo. Seguramente había percibido que suposición no era tan poderosa como antes, ypor eso guardaba silencio.

—Opino lo mismo que Pedro —dijoSancho—. Por lo que sabemos, el ejército deAl-Nasir está a pocos días. Vayamos primeroa por él, ya habrá tiempo de reconquistarSalvatierra cuando le derrotemos.

—Sí, pero si no triunfamos —terció Lópezde Haro—, habrá que desandar el caminoteniendo el castillo a nuestras espaldas, y esoes peligroso. Mejor dejar asegurada la ruta porla que pasamos antes de seguir avanzando.

—Afianzar el terreno implica dejar unaguarnición al mando de la plaza —dijo el

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monarca aragonés—, pues de lo contrario noserviría de nada tomarla. Ahora bien, esto escontraproducente en este caso: si vencemos aAl-Nasir, la guarnición será irrelevante porquelos almohades no podrán reclamar de nuevo elcastillo. Si perdemos, no podrán resistir elempuje de los moros, y nos habría venidomejor tenerlos en batalla. Lo que quierodecir… —Hizo una pausa, como para poneren orden sus ideas, y finalizó—: Lo que quierodecir es que mantener o no Salvatierradepende únicamente de lo que suceda en LasNavas. Si vencemos, la fortaleza quedaráaislada y caerá sin más; si perdemos, nopodríamos mantenerla aunque fuera nuestra.Siendo por tanto la batalla venidera el objetivoprincipal, todo lo demás no son sinodistracciones que pueden impedirnos llegar ala lucha en las mejores condiciones posibles, ybien sabemos que no podemos malgastarhombres, porque los infieles nos triplican en

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número.Las razones del rey aragonés eran lógicas,

y casi todos se mostraban de acuerdo conellas. Alfonso estaba intentando elaborar unaréplica para defender su postura cuando entróun mensajero.

—Traigo noticias para el rey de Castilla —anunció.

El monarca miró fijamente a aquelemisario. Tenía el rostro oculto tras un velo deturbación, lo que provocó también el temor enel rey, por no saber qué espantosa noticia ibaa estallar en mitad de la reunión. Sin demora,le ordenó:

—Hablad.El mensajero tragó saliva, pues sabía que

lo que iba a decir no podía causar ningúnagrado a quienes le escuchaban, y a duraspenas dijo:

—El rey de León ataca Castilla, mi señor.

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Rada, Ardón, Castrotierra, Villalugán,Villagonzalo, Luna y Argüello han caído bajosu avance.

El rey Alfonso se levantó de su silla contanta violencia que sobresaltó a algunos de lospresentes. Su rostro mostraba una horrorosaexpresión, mezcla de incomprensión y rabia. Asus ojos, lo que le decían representaba unatraición imposible. Se había preocupadomucho de guardarse las espaldas mientrasestuviera en campaña, consiguiendo que elSanto Padre amenazara con la excomunión atodo el que atacara sus tierras. Que el reyleonés despreciara de tal modo las sancionesde Roma era algo que no podía prever.

—¡Que el Diablo se lo lleve! —vociferó,descargando un fuerte golpe contra la mesa—.¡Ese descreído está atacando a un reino quelucha en cruzada, está desafiando al Papa y atoda la Cristiandad!

Todos guardaron silencio, y el castellano

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pareció serenarse. Su mente comenzó afraguar un plan, una forma de reaccionarfrente a tal ataque. Cuando volvió a hablar, sedirigió a López de Haro, y en un tono de vozmás bajo pero que aún no podía camuflar suira, le preguntó:

—¿A cuántos días está la frontera conLeón?

Sin comprender a qué obedecía lapregunta, el adalid contestó:

—Dos semanas, quizá veinte días.Rodrigo sí sospechaba por qué había

preguntado eso su rey, y sus temores seconfirmaron cuando este murmuró, pensandoen voz alta:

—Eso quiere decir que para finales dejulio podríamos encontrarnos con su ejército.Si hace lo que sospecho que hará, se dirigiráa…

Rodrigo también se puso en pie y mirando

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al monarca le amonestó, con voz serena perofuerte:

—Mi señor… ¿habéis perdido el juicio?El rey estaba tan obsesionado con sus

elucubraciones que apenas se dio cuenta deque su consejero le había hablado. Le mirócon sorpresa, como si no le reconociera, ypreguntó:

—¿Qué habéis dicho?—Formamos parte de una cruzada.

Nuestro deber es combatir a los infieles, no alrey de León. ¿Acaso pretendéis abandonar eldeber que nos ha encomendado el SantoPadre para resolver rencillas particulares?

—Vuestro consejero tiene razón —intervino el rey Pedro—. Es descabellado darla vuelta con todo este ejército y atacar aAlfonso de León. Nuestro deber es otro.

—El rey de León ha violado los mandatosdel Papa —dijo el monarca castellano—. Ha

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atacado a un reino cuyas tropas están encruzada y ha incurrido en causa deexcomunión. Es un excomulgado, está fueradel seno de la Iglesia y nada más apropiadoque un ejército de Cristo para ajusticiarlo.

Rodrigo suspiró. Sabía que su rey acabaríaentrando en razón, pero no sabía cuánto podíatardar hasta abandonar su irracional postura.

—Solo el Papa puede declarar laexcomunión —recordó—. Por el momento,Alfonso de León es nuestro enemigo, no el detoda la Cristiandad. No podemos empujar aesta guerra a aragoneses, navarros, templarios,hospitalarios… ninguno de ellos tiene causaspendientes con León.

—Yo no he venido aquí a luchar contracristianos —dijo gravemente Sancho el Fuerte—, sino contra infieles.

—Mi señor —intervino entonces López deHaro—, aunque nos olvidáramos de Al-Nasir,él no se olvidaría de nosotros. Seguramente

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sabrá que el rey de León asalta nuestrastierras, y quién sabe si no habrá habidocontactos entre ambos. Si ve que nosretiramos, podría cruzar las montañas yperseguirnos. Quizá hasta coordinara suavance con el monarca leonés y nos viéramosatrapados entre dos fuegos. Debemos anularambas amenazas, pero no podemosenfrentarnos a las dos a la vez. Por tanto,centrémonos en una, destruyámosla ypasemos a la siguiente. Y desde luego, la máscercana y urgente es la de Al-Nasir.

Este último argumento pareció calmar aAlfonso. Se sentó de nuevo, lentamente, yRodrigo hizo lo mismo. Hubo un instante desilencio, en que todos miraron expectantes alrey de Castilla intentando adivinar susintenciones, y este, tras suspirar, dijo:

—Es justo. Así debemos hacerlo. Os pidoperdón por mi enfado. —Todos aceptaron lasdisculpas, y después el monarca prosiguió—:

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Esta nueva amenaza a mi reino me obliga aactuar con mayor celeridad. Debemosenfrentarnos cuanto antes a los almohadespara poder poner fin al saqueo que sufren mistierras. Ni Aragón ni Navarra estaban deacuerdo en asaltar Salvatierra. Bien, ahoraconcuerdo con vosotros. No hay tiempo.Levantaremos el cerco y cruzaremos SierraMorena. —Y dirigiéndose a su adalid, lepreguntó—: ¿Dónde está el ejército almohade?

—Se dirigen adonde esperábamos, a LasNavas. En dos o tres días estarán allí.

—Así que, para encontrarnos con ellos,debemos remontar el río Fresnedas y llegar alpuerto del Muradal.

—Así es, mi señor. Una vez allí, losexploradores buscarán el paso más adecuadopara entrar en Andalucía.

Alfonso asintió. La decisión estaba tomaday, al día siguiente, la cruzada levantaría elcerco a Salvatierra y comenzaría otro, mucho

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más peligroso, decisivo, sobre la huestealmohade.

Era el día 10 de julio. Antes de partir, loscruzados desfilaron ante Salvatierra parareafirmar su poder ante los musulmanes y antesí mismos. Bajo el insoportable sol, setentamil hombres marcharon frente a la fortalezamusulmana, setenta mil hombres de todaclase, condición y reino, pero con un únicopropósito. Las cruces de los eclesiásticoscaminaban al lado de los pendones de losvillanos y los estandartes de los nobles.Castellanos, aragoneses, navarros y hastaportugueses y leoneses marchaban comohermanos al lado de francos y algunos venidosde más allá, de Italia o el Sacro Imperio. Eraun espectáculo aterrador.

De la nobleza castellana, el másimportante era López de Haro, quien acudía ala batalla acompañado de varios familiares,como su hijo Lope Díaz y dos sobrinos suyos,

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Martín Muñoz y Sancho Fernández. Suescudo de armas, dos lobos negros sobrefondo blanco, ondeaba junto al del conde donFernando de Lara. También se veían lasinsignias de Ruy Díaz de Cameros, JuanGonzález y los hermanos Ruiz Girón:Gonzalo, Nuño, Pedro y Álvaro.

De los aragoneses que acompañaban al reyPedro, destacaba su adalid, García Romero,junto con Pedro Avones, Arnaldo deAlaschone, Raimundo de Cervaria, Berenguelde Peramola, Guillermo de Tarragona, Pedrode Mur y Pedro de Clusa. De todos los reinosque formaban la Corona de Aragón, habíavarios representantes catalanes, como Guillénde Cervera, Guillén de Cardona, Roger Amaty el conde de Ampurias. También estabaDalmau de Crexell, quien encontraría lamuerte junto a su señor en Muret.

Aunque eran pocos los navarros quehabían podido acudir, su presencia era

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importante. Ya la mera visión de su rey, uncoloso altísimo y de fuerza propia de Sansón,que entre sus armas blandía un cruel látigoarmado de siete cabezas repletas de pinchos,indicaba que habían llegado para representarun papel al menos tan determinante como elde los demás ejércitos, a pesar de su reducidonúmero. Entre los linajes que habíanrespondido a la llamada del rey Sancho seencontraban los Rada, los Íñiguez y losFortúnez.

Sin duda, las tropas más poderosas eranlas órdenes militares. Que caballeros de cuatroórdenes distintas se hubieran unido bajo unmismo estandarte era una clara prueba de laenorme trascendencia de la ofensiva, puessolo en Tierra Santa se había visto combatir atantos de estos guerreros de élite unidos. EnPalestina habían nacido dos de ellas,templarios y hospitalarios, la primera conintención de preservar el Templo de Salomón

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y la segunda para defender a los peregrinosenfermos que encontraban auxilio en elHospital de San Juan en Jerusalén. Junto aellos y a los calatravos marchaban loscaballeros de la Orden de Santiago, la másreciente de las cuatro, nacida en Leóncuarenta y dos años atrás, pero, como lasotras, dispuesta a enfrentarse a losmahometanos allá donde pudiera.

Puesto que se trataba de una guerradeclarada en nombre de Dios, varioseclesiásticos se habían unido a ella. Nosolamente habían cooperado predicando en lasiglesias y las catedrales, ejerciendo ladiplomacia con los Estados Pontificios eimponiendo su autoridad para coordinar lostremendos esfuerzos que se necesitaban paramantener con vida tamaño ejército, sino quealgunos de ellos habían decidido tomar lasarmas y defender su fe en el campo de batalla.Tal era el caso de Rodrigo Ximénez de Rada,

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arzobispo de Toledo, y Domingo Pascual, queportaba la cruz del arzobispado; Tello Téllezde Meneses, obispo de Palencia; Rodrigo,obispo de Sigüenza; Melendo, obispo deOsma, y Pedro, obispo de Ávila. Y aunquefrailes militares, no dejaban de ser señoreseclesiásticos don Ruy Díaz de Yanguas,maestre calatravo, y don Pedro Arias, maestresantiaguista.

Ni el rey de León ni el de Portugal sehabían unido a la cruzada, pero eso no habíaimpedido que súbditos suyos lo hicieran.Algunos eran hombres de extraordinariapiedad que buscaban participar en la guerrasanta para que sus pecados les fueranperdonados. Otros buscaban honor y gloriapara sí y para su linaje, y a otros sencillamenteles atraía la perspectiva del botín. Fuera cualfuera su motivación, habían unido sus fuerzasa las de los cruzados y estaban dispuestos aluchar y morir por conseguir sus objetivos.

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Algunos de los más importantes eran el gallegoFernando Pérez de Varela, y las familiasportuguesas de los Almeida, Albengaria,Farinha y Pereira.

De los transpirenaicos, a pesar de ladeserción, aún quedaban ciento cincuentaguerreros comandados por Arnaldo Amalarico,en su mayoría caballeros de las regiones deVienne y el Poitou. Casi todos eran francos,pero de vez en cuando se veía una heráldicadistinta: algunos mostraban el águila del SacroImperio, otros las enseñas de ciudadesitalianas como Génova o Venecia, e incluso seveían las insignias de los Estados Pontificios.

Por último, marchaban las miliciasconcejiles. En la Península todo pastor,campesino, herrero o carpintero era tambiénsoldado. Las tierras cristianas producíanhombres de alma férrea y cuerpo austero, quetrabajaban casi hasta desfallecer soportandosin una queja brisas heladas y soles ardientes,

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y después se reunían con sus vecinos en lascasas o en las tascas y frente al vino y el fuegocharlaban y reían, pero que, cuando la batallales llamaba, dejaban su trabajo, a su mujer y asus hijos, empuñaban la lanza, el hacha y elmartillo y marchaban hacia el combate. Iban aluchar por su fe y por su honor, su patrimoniomás preciado, a una guerra cuyo origen eratan remoto que parecía una leyenda, y su fintan lejano que resultaba quimérico hablar depaz. Algunos de los concejos que se habíanreunido bajo la santa cruz eran Madrid,Cuenca, Ávila, Medina del Campo, Valladolid,Segovia, Soria, Logroño, Toledo, Plasencia,Ayllón, Olmedo y Berlanga.

Tal era la hueste que partió desdeSalvatierra al encuentro con el enemigo. Elobjetivo inmediato de los cruzados eraencontrar el río Fresnedas y remontarlo hastael puerto del Muradal, a través del cual debíanentrar en Andalucía. Llegaron al Viso del

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Puerto, así llamado por la visión que se tienedesde este lugar del puerto, el día 11. Elavance era lento, pues el ejército almohade sehallaba cerca. De hecho, los exploradores yase habían encontrado con musulmanes querealizaban su misma tarea. Las tropas deambos bandos eran conscientes de lapresencia del otro, y obraban comodepredadores, moviéndose con cautela y enpermanente tensión, listos para atacar cuandofuera necesario y entorpecer los movimientosde su presa cuanto fuera posible.

El 12 de julio los cristianos llegaron al ríoGuadalfajar recorriendo una antigua calzadaromana. Las vías de Roma, que mientrasestuvo viva fueron las arterias que permitíancircular a los llamados para derramar lasangre, volvían a estremecerse al paso de unejército. Aquella misma noche llegarían al piedel puerto del Muradal. La vanguardia inició elascenso, pero la mayoría de las tropas,

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incluidos los tres reyes, permanecieronacampadas a su sombra.

La noche no era fría, pero Íñigo debía hacergrandes esfuerzos para no temblar.Lógicamente, no se debía al clima. El nobleestaba acostumbrado a la gélida oscuridad deNavarra, y en julio, en Sierra Morena,difícilmente sería la noche tan fresca comopara producirle escalofríos. No, la causa eraotra. No sabía muy bien si se debía a laansiedad, al feroz deseo de que todo por finestallara, o al temor que sentía hacia elmomento en que finalmente lo hiciera. Quizáse trataba de ambas cosas. No lo sabía. Erademasiado joven.

Sentado frente a una hoguera, Íñigomiraba las montañas. Eran muy distintas delas de su patria. Aunque de menor tamaño, le

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resultaban más intimidantes. Las de su tierranatal le evocaban un sentimiento deprotección, de recogimiento, como si fueranguardianas sagradas de su país que, por sísolas, pudieran impedir la presencia de todomal. Los montes andaluces eran todo locontrario. Eran un desafío, un reto que Íñigoaceptaba y afrontaba determinado, perotambién tembloroso. Era cierto que sentíamenor inquietud de la que hubiera esperado,en parte porque el insoportable calor deCastilla le agotaba y le quitaba energías paradivagar, pero no dejaba de estar inquieto.

Se preguntaba cuál sería el ánimo del restode los guerreros. Sabía que había muchos queparticipaban en combate por primera vez, yque, imaginaba, debían de experimentar unaexpectación similar a la suya. Esto parecíaaliviarle, pero no tardaba en darse cuenta deque no era así, porque ninguno estaría en susituación. La mayoría serían villanos, no

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nobles como él, de quien, por estacircunstancia, se esperaría mucho más.Tampoco serían navarros, unos doscientos enun ejército de decenas de miles de hombres, niherederos de un glorioso linaje, que a él lehabía tocado perpetuar en una ocasión en que,posiblemente, no se había encontrado ningunode sus ancestros. Pensaba luego en losveteranos. Ellos sabrían dominar sus nervios,templar su espíritu para que la debilidad de lacarne no les traicionara, mantener la cabezafría en medio de la vorágine. Pero incluso paraellos lo que se iba a vivir era inesperado,novedoso.

A no mucha distancia de él, uno de esosveteranos hacía la guardia. Era un freirecalatravo. Íñigo lo miraba con curiosidad, lapropia de quien observa algo que es peligroso.El monje, por su aspecto, debía de serlo. Susojos oscuros eran fieros, tanto como supoblada barba. Los hábitos dejaban entrever la

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armadura que portaba debajo y que nunca sequitaba. Era un hombre revestido de hierro,tanto su cuerpo como su mente y su alma.

Alonso se sentó al lado de su señor.También él dormía poco, pues también estabanervioso, pero no lo habría admitido nuncapara no desanimar al noble. Sabía que él letomaba como un modelo de comportamientoen la campaña, procurando actuar, en todoaquello que su rango se lo permitiera, como elexperimentado encomendado. Por esointentaba aparentar tranquilidad.

Íñigo le saludó y al rato, señalando alfraile, le preguntó:

—¿Es un calatravo?Alonso se fijó en la cruz del pecho del

freire. Negra con flores de lis.—Así es, mi señor.Íñigo guardó silencio un momento, y al

cabo volvió a hablar:

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—Vos habéis participado en muchasbatallas, y sin duda habréis luchado a su lado.Decidme, ¿cómo son?

El encomendado respondió:—Todos los hombres amamos a nuestras

mujeres, criamos a nuestros hijos, bebemos yreímos con nuestros amigos, luchamos contrael enemigo, adoramos a Dios. Supongo que eneso consiste ser un hombre. Pero ellos… ellosno son como nosotros.

El chisporrotear de la hoguera acompasabalas palabras de Alonso, dándoles una gravedadaún mayor de la que ya poseían. Frente alfuego, dirigiéndose a la batalla, dos personashablaban de la vida y de la muerte. Unaescena que se había repetido en incontablesocasiones desde el inicio de la humanidad, yque volvería a suceder mientras hubierahumanos en el mundo.

—Les he visto luchar. Su furia y sudestreza son inigualables, aun para los mejores

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guerreros. Les he visto orar. Su fe es taninquebrantable como la de los santos. Les hevisto vivir. Su disciplina es extraordinaria. Sehan negado a sí mismos, y gracias a eso, sehan afirmado. No desean nada, y por ellopueden conquistarlo todo.

Íñigo conocía a las órdenes militares yhabía oído hablar de sus gestas. Ningunahabía surgido en Navarra, ya que su reino nohacía frontera con el Islam, pero sabía algosobre ellas. Y sin embargo, lo que Alonso ledecía le dejaba asombrado, pues elencomendado no era muy dado a la alabanza.

—A veces… —continuó este—, a vecespienso que no son hombres, sino almasinmaculadas que Dios ha arrojado a la tierrapara que guíen nuestro sendero. De no ser así,no entiendo de dónde procede su fuerza. Hanrenunciado a todo. Jamás sentirán, comonosotros, la belleza de una mujer, el orgullo dever crecer a un hijo, o el placer del descanso

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tras un duro trabajo, pero luchanincesantemente para que nosotros sí podamostener eso. Son guardianes, centinelasapostados en las murallas de una ciudadmientras sus habitantes festejan.

Íñigo sonrió, y dijo:—Ahora, nosotros también lo somos.

Antes de que el sol se alzara sobre lascumbres de Sierra Morena, el ejército cristianocomenzó su avance hacia el puerto delMuradal.

Desde la cima los cruzados pudieron ver,por vez primera, el ejército almohade. Elespectáculo era sobrecogedor. A no más delegua y media de su posición, innumerablestiendas delataban el monstruoso tamaño de lahueste enemiga. Más de doscientos mil

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hombres se habían congregado en el cerro delos Olivares y el terreno circundante. Ningunode los cristianos, ni siquiera los que habíanestado en Alarcos, había visto jamássemejante horda. Pero no lo pensarondemasiado, porque antes de estar endisposición de enfrentarse a ellos debíanatravesar las montañas, y eso suponía ungrave problema.

Los almohades hostigaban su avance. Suprincipal interés era dejar a los cristianos sinagua, atacando los arroyos en los que pudieranencontrarla. En el de Navalquejigo, los pocosultramontanos que no habían desertadoredimieron el nombre de su raza al defendervalerosamente el riachuelo y garantizar elsuministro de agua al resto de las tropas. Fueuna escaramuza, pero bastante violenta, conno pocos muertos. Si tal era la furia quemostraban los contendientes en losencontronazos preliminares, ¿cómo sería la

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batalla?Estos choques no eran el único obstáculo

al que debían hacer frente los cruzados. Losreyes tenían la intención de llegar al cerro,pero para ello debían atravesar el desfiladerode la Losa. Este paso, bastante estrecho yabrupto, podía significar la perdición de lacruzada antes siquiera de que llegara la batalla.Evidentemente, Al-Nasir lo sabía, ydestacamentos de soldados almohades sehabían apostado en el desfiladero. Loscristianos no podían ni tan siquiera intentarcruzar por allí. Habría sido una locura.

La noche había caído, ensombreciendo elánimo de los cristianos. En su tienda,acompañado por el adalid aragonés, el reyAlfonso meditaba. Acababa de terminar laasamblea en que los monarcas y los nobles

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más destacados habían analizado la situaciónen que se hallaba la hueste, y qué caminotomar. Algunos, los más derrotistas, habíansugerido que cada cual volviera a sus tierras,disolviéndose la cruzada. Pero aquello no erauna opción, no a tales alturas. Otros sosteníanque debían permanecer en La Mancha yforzar a Al-Nasir a que él cruzara lasmontañas, pero era algo que difícilmentesucedería y que, aunque ocurriera, sería trastanto tiempo de inactividad que el espíritucombativo habría disminuido demasiado.Otros defendían que debían buscar otro pasoque se hallaba a tres días de marcha, peroAlfonso de Castilla se había opuesto porquedar marcha atrás podría ser considerado comouna retirada, sembrando la desconfianza,incluso instigando la deserción, entre las tropasmenos leales del ejército.

Acompañado únicamente por el silencio deGarcía Romero, el monarca castellano

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barajaba todas las opciones. Al-Nasir habíallegado antes que él al campo de batalla y lehabía puesto en un dilema aparentementeirresoluble. No podía retroceder, no podíaavanzar. Ninguna opción le era favorable ytodas eran tan arriesgadas que podían hacerfracasar la ofensiva. El líder almohade habíatrazado una magnífica defensa. Toda piezaque se moviera podía acarrear la destruccióndel jugador.

Antes de que la cabeza de Alfonsoestallara intentando resolver el enigma, entróun guardia en la tienda para rescatarle de suspensamientos. Cuando el monarca le miró, leinformó:

—Mi señor, hay un pastor que deseaveros.

El monarca se sorprendió. ¿Qué podíaquerer de él un pastor, en aquellascircunstancias? Sospechó que quizá fuera unespía almohade, o alguien a quien ellos

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pagaran. Con todo, decidió arriesgarse. En suposición, en la que todo cuanto pudiera hacerresultaba indeseable, añadir un elementoinesperado quizá pudiera variar el estado decosas. Además, recordó que a veces Dios obramilagros de las maneras más insospechadas.Podía ser así.

—Hacedle pasar.El hombre que entró en la tienda era bajo,

de rostro moreno, curtido por el sol, y teníauna cerrada barba negra. Sus pómulosdestacaban en su faz, pues eran muyprominentes, pero la impresión violenta queesto transmitía se veía atemperada por sumirada, negra y serena. Sus rasgos eraneuropeos. Eso no probaba nada, pues podríaperfectamente ser musulmán, pero al menosno inspiraba en el rey tanta desconfianzacomo si hubiera sido africano. Portaba unrugoso cayado en la mano derecha, y en laizquierda sostenía un gorro.

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Alfonso miró a García Romero. Este, sinpalabras, le dio a entender que valía la penaaveriguar qué mensaje quería transmitir elpastor, que podían fiarse de él. El monarcadijo entonces, hablando al recién llegado.

—¿Cómo os llamáis, buen hombre?—Mi nombre es Martín Halaja, señor.Su voz había sonado tranquila, confiada.

Nada en él denotaba nerviosismo opreocupación por estar ante uno de loshombres más poderosos de la Cristiandad.Hasta podría decirse que le hablaba de igual aigual. Al fin y al cabo, tampoco era extraño.Uno era rey y el otro pastor, pero ambosresponderían ante el mismo Dios.

—Bien, Martín, decidme: ¿qué deseáis demí?

El pastor, mirando fijamente al soberano,contestó:

—Poderoso rey, conozco un camino por

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el que vuestros ejércitos pueden cruzar lasmontañas y llegar a Las Navas.

—¿Qué camino es ese? —preguntó el rey,esperanzado aunque temeroso de que fueraalguno ya desechado.

—Está a poca distancia de aquí, entre elpico de la Estrella y el de Malabrigo, por cuyaumbría transcurre. Podríais recorrerlo enpocas horas, y os llevaría directamente adonde los infieles han emplazado sucampamento.

—¿Lo conocen los moros?—No, señor. No tiene vigilancia. Desde su

posición, ellos creerán que os retiráis, pues esmenester volver a la cima del puerto, y noverán vuestro avance hasta que hayáisatravesado Sierra Morena.

Era la solución perfecta. Un único día másde marcha no haría mella en la moral de latropa, y tampoco peligrarían sus vidas pues elenemigo no conocía el paso. A la inversa, el

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efecto que causaría entre las huestesalmohades sería devastador, ya que pasaríande pensar que los cruzados se retiraban adescubrir que estaban frente a ellos, indemnesy prestos para la lucha. Pero era demasiadobueno como para no desconfiar. Que Al-Nasirhubiera dejado una vía de acceso a suposición sin defensa alguna, que desconocierasu existencia, se antojaba improbable.

—Que vengan cuantos han estado aquíreunidos en asamblea, y que se den toda laprisa que puedan. Apremiadles, pues si lo quedice este hombre es cierto, cada minuto quepasa nos acerca a Al-Nasir.

No pasó mucho tiempo hasta que todosestuvieron de nuevo juntos. En los rostros delos reyes de Aragón y Navarra se leía elasombro y la curiosidad, tanto como en el delos arzobispos y los nobles. El pastor, por suparte, no se turbó al verse convertido en elcentro de atención de tantos notables. Su voz

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sonó incluso más calmada que antes cuandoles repitió lo que le había dicho a Alfonso.Este, una vez el pastor hubo terminado surelato, preguntó a sus primos:

—¿Qué opináis?—Merece la pena que examinemos ese

camino —respondió Sancho el Fuerte.—Estoy de acuerdo —manifestó Pedro el

Católico—. Si lo que este hombre afirma esverdad, el golpe que daremos a los infielesserá demoledor.

El castellano asintió, y le dijo a López deHaro y García Romero:

—Reunid a vuestros mejores hombres ypreparaos para seguir el camino. Martín osguiará. —Y volviéndose al pastor, le encargó—: Conduciréis a estos hombres por elsendero del que habéis hablado. Ay de vos sihabéis osado mentirnos. Mas si decís laverdad, no olvidaremos vuestra intervención,sin duda inspirada por la Providencia, en esta

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expedición que amenazaba ruina antes dellegar a su necesario fin. Grande será larecompensa que mereceréis. Pedid cuantogustéis, y se os dará.

Al oír esto, Martín Halaja sonrió, unasonrisa enigmática pero afable.

—Poderoso rey, solo soy un humildepastor que cuida de sus ovejas. No aspiro a lasriquezas de este mundo. Vuestra victoria sobrelos enemigos de la Cristiandad será para mísuficiente recompensa.

El camino existía. López de Haro y GarcíaRomero constataron que era apropiado paralas tropas y que no entrañaba riesgo alguno, yal amanecer del día 14 de julio la huestecristiana se puso en marcha. Los musulmanes,desde su perspectiva, vieron cómo el ejército

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enemigo se replegaba y desaparecía de suvista, y hubo gran alegría entre ellos, puespensaron que sus contrincantes se habíanacobardado ante las dificultades para seguiravanzando y lo numeroso de su ejército, yvolvían a su tierra, cabizbajos y derrotados sinapenas haber luchado. Únicamente los másprudentes y veteranos negaron estasimpresiones, pues sabían que una cruzada solopodía terminar con la victoria o la totalaniquilación, y que los cristianos no se habíanrendido.

El tiempo no tardó en darles la razón. Alatardecer se vieron de nuevo los pendones delos católicos ondeando en la suave brisa,bañados por el rojizo sol poniente. Eldesconcierto entre los mahometanos fueterrible. Nadie sabía de dónde habían surgido,qué camino habían atravesado paraencontrarse allí, en el campo de batalla. Laaparición fue espectral, y el fantasma de la

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guerra voló de nuevo por los prados tocandola música de la batalla, que nunca habíadejado de sonar. Por fin, ambos bandosestaban frente a frente. Pronto comenzaría lamatanza.

Del pastor, Martín Halaja, nunca más sesupo. No retornó al campamento cristianopara reclamar ninguna merecida recompensa,no pudieron encontrarlo los exploradoresenviados para transmitirle, al menos, elagradecimiento de los tres reyes. Simplementese desvaneció. Algunos afirmaron que nohabía existido nunca, sino que era San Isidro,el santo madrileño que había muerto hacíaescasamente cuarenta años. El santo quenunca aprendió a leer ni a escribir, pero queamaba tanto a Dios que sus ángeles araban loscampos que él trabajaba para Juan de Vargas.El hombre que, aunque humilde e iletrado,había ascendido a la más alta gloria, y guiaba asu querida España hacia la liberación.

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El 15 de julio el ejército almohade formó enorden de batalla. La vanguardia la ocuparonlos voluntarios que buscaban el martirio y lainmolación. No opondrían resistencia alguna ala carga de la caballería pesada cristiana, perodetendrían su ímpetu, de forma que cuandollegaran a los andalusíes que esperaban en lasfaldas del cerro de los Olivares, estos pudieranfácilmente detenerlos. Más atrás estaría elgrueso de la infantería almohade, y en la cimadel cerro, el palenque de Al-Nasir. El palenqueconsistía en una fortificación improvisada conelementos tanto materiales como humanos.Los últimos eran los imesebelen, guerrerosafricanos de piel negra que combatíanenterrados hasta las rodillas y encadenados losunos a los otros para no huir. En los flancosde la hueste se situaba la caballería ligera, que

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por su extraordinaria movilidad era capaz dellegar a donde más se le necesitara en pocotiempo, y con su táctica del tornafluyeentorpecería el avance cruzado. Todo estabadispuesto.

Pero era domingo, y los cristianos nolucharían. Además de ser el día consagrado alSeñor, los monarcas y demás dirigentescruzados habían decidido que sería mejor darun día de descanso a las tropas, ya que eltránsito por Sierra Morena había sido muyarduo. Los almohades habían tomadoposiciones defensivas y no las iban aabandonar, por lo que no había peligro de quedecidieran intentar un asalto que trastocara elreposo. No era difícil escuchar en elcampamento cristiano las provocaciones queles dirigían los mahometanos para entrar enbatalla. A veces, un solitario jinete o un grupode ellos se adentraba en tierra de nadie, y losmás ansiosos por combatir entre los cruzados

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les respondían, produciéndose elenfrentamiento. En ocasiones vencían losprovocadores, en otras los provocados. Perono eran más que meras escaramuzas que noiban a forzar a los cruzados a abandonar suplan.

Ver el orden de batalla enemigo permitió alos caudillos católicos trazar una estrategia. Susituación era difícil. No solo se enfrentaban aun ejército ampliamente superior en número,sino que también se había atrincherado,creando una formación defensiva que seríamuy complicado quebrar. El cerro de losOlivares era muy abrupto en determinadostramos, lo que mitigaba, cuando nodirectamente impedía, la penetración de loscaballeros pesados. La posición elevadafavorecía también a los arqueros musulmanes,pues podían soltar su mortífera carga sintemor a causar bajas entre los suyos. Ymientras que los almohades no tenían más que

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defender el terreno ocupado, los cruzadosdeberían sufrir enormemente por cada palmode tierra conquistada. A esas alturas todos sedaban cuenta de que, con toda probabilidad, labatalla sería un baño de sangre.

La tensión era tan real como la piedra,igual de sólida. La música de la batalla erafuerte, y se incrementaba a medida que caía elsol y se acercaba el día en que siglos dehistoria cambiarían para siempre, de unaforma u otra. Hasta los más inconscientes erancapaces de sentirlo, sentir cómo el airetemblaba por la ansiedad y la angustia de losguerreros, cómo el cántico de la guerra,irresistible como el de una sirena, lesrecordaba a todos por qué vivían, por quéluchaban, por qué iban a morir.

El sol acababa de caer, y solo quedaba su

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recuerdo, materializado en el resplandor queaún prendía fuego en el aire y el cielo. Comoen aquella tarde de Sevilla, hacía ya casi unaño, Sundak observaba el vuelo de losvencejos, los pequeños y veloces portadoresde una luz moribunda. La trayectoria de lasaves, los círculos que describían y susespirales ascendentes embelesaban al turco,que se abandonaba a su contemplación trashaber revisado todo su equipo y comprobarque estaba preparado para la lucha. Losvencejos le sugerían algo que no podíaidentificar ni comprender, pero que ansiaba ytemía. Quizá fueran mensajeros de Alá, quizálas almas de los guerreros caídos por defenderal Islam. No lo sabía. No mucho tiempo atrásno le habría preocupado en absoluto esacuestión.

Pero había cambiado. Todo lo que habíavivido en el último año había afectado a suduro espíritu de mercenario como ninguna

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otra cosa antes, porque había excedido losparámetros de lo razonable, de lo esperable.Ahora, él deliraba como los demás, sumido enel mismo sueño. Podía percibir que algoextraordinario iba a suceder, aunque no fueraun hecho. La batalla, imaginaba, sería comotodas: los agzaz hostigarían a la caballeríapesada enemiga, esta lanzaría carga tras cargaintentando romper la defensa musulmana, quedebería mantener la posición hasta agotar a losenemigos y preparar su contraataque. Enrealidad, lo que ganaba las batallas era elvalor. Ni siquiera la caballería podía causardemasiadas bajas una vez pasado el ímpetudel asalto, y las grandes matanzas seproducían cuando uno de los dos ejércitossucumbía al pánico y huía. En ese sentido, lalid no sería muy distinta de cuantas hubierahabido hasta entonces. Y Sundak, como habíaluchado en cientos de enfrentamientos, sabíalo que pasaría. No, no estaba nervioso por

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eso. Cabalgar, disparar, alejarse del enemigo,atraerlo hacia una posición desventajosa…eran cosas que hacía con la misma facilidadcon la que un imán habla.

Y sin embargo, una pequeña peroinsistente voz en su instinto militar le decíaque sería sorprendido, que se hallaría en unescenario en que no sabría a qué atenerse,cómo reaccionar. La música de la batalla se lodecía. Era ensordecedora, mucho más intensaque nunca. No solo el cuerpo, también el almaiba a morir en aquella batalla. Algo etéreo peroverdadero.

Sundak intentaba asirse a algo que lelibrara de la sensación de vértigo queexperimentaba. No podía hallar el auxilio de lafe, pues no era un hombre especialmentereligioso y, por tanto, se preguntaba de quémanera podría Dios salvarle, y si querríahacerlo. No podía aferrarse a una patria o unabandera, pues era un hombre de fortuna que

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luchaba por el mejor postor,independientemente de su origen. No teníafamilia ni hijos, al menos no reconocidos.Cuando casi trescientos mil hombres iban aaniquilarse, él ¿por qué moriría? ¿Por dinero?¿Era una razón suficiente?

Acarició su arco parto. Era la única certezaque tenía, lo único a lo que podía asirse.Lucharía porque era un hombre, porque esaera la vida que había elegido, y debía serconsecuente con sus decisiones. Nadie lehabía obligado, a nadie podía echar en cara susituación. Quizá hubiera podido estar en lasestepas de Turquestán, siendo pastor decabras, casado y con hijos, una vida tranquilay feliz al margen de la guerra. Pero no. Seencontraba a miles de leguas del lugar de sunacimiento, en una tierra extraña, a escasashoras de entrar en combate en uno de losenfrentamientos más titánicos que la historiahubiera visto. Había viajado por muchos

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países, matado a cientos de soldados,disfrutado de grandes lujos y de la compañíade bellísimas mujeres que nunca habíanllegado a conocer su nombre. Ya no teníasentido arrepentirse, sino pagar el precio porsu vida. Y lo haría, porque era un hombre.

Había llegado la hora de acostarse. Todoestaba planificado, las tropas preparadas, elorden de batalla establecido y las oracionespor la victoria realizadas. Antes de quevolviera la aurora, el campamento cristianodespertaría y comenzarían los movimientosprevios a la batalla. Rodrigo de Aranda sabíaque debía descansar, pues al día siguientenecesitaría todas las fuerzas que aún pudieraencontrar su envejecido cuerpo.

Sin embargo, reflexionaba, rememoraba.Pensaba en su mujer, una bondadosa dama de

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la baja nobleza castellana, como él, devota,humilde y trabajadora, que le había ayudado ysostenido con increíble amor y le había dadosiete hijos, y otros tres que habían muertopoco después de nacer. Casi todos habían sidoniñas, salvo dos, uno de los cuales habíaingresado en un monasterio cluniacense y otroque estudiaba derecho en Bolonia, con losgrandes maestros de la Escuela de Glosadores.Los amaba con todas sus fuerzas, y habíaluchado para que la España en que ellos vivíanfuera mejor que la que a él le había tocado.

Efectivamente, había cambiado mucho.Todo el mundo había cambiado. Pensaba ensu hijo estudiante. Los hombres ya noaprendían las leyes estudiando las costumbres,ni los fueros y cartas de población, sino queiban a los Estudios Generales a empaparse delas normas de la antigua Roma. Por unaafortunada casualidad, el emperador germanohabía descubierto los textos de Justiniano

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saqueando una olvidada fortaleza italiana, y elCodex, las Instituciones, el Digesto y lasNovelas, donde se contenía todo el derechoromano desde los tiempos del emperadorhispano Adriano, habían sido recuperados.Poco a poco, la legislación de las naciones dela Cristiandad se unificaba. También la vida enlas ciudades, muerta mucho antes de quepereciera Roma, resurgía. En el año 1188, enLeón, por primera vez en la historia se habíaadmitido a los burgueses en la Curia,creándose las Cortes. El comercio seintensificaba y surgía el ius mercatorum, losEstudios Generales crecían. Bolonia, París,Oxford, Palencia… el gótico comenzaba aalzarse hacia los cielos. Sí, el mundo estabacambiando. La Cristiandad había conseguidosobrevivir a la Edad Oscura, al asedio devikingos, magiares y sarracenos, y se habíaimpuesto a sus enemigos. El último reyvikingo, Harald Hardrade, había sido

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bautizado y posteriormente derrotado en elpuente de Stamford. Los magiares,descendientes de los hunos que habíanarrasado el imperio romano hasta ser vencidospor Aecio y sus aliados visigodos, habíanaceptado el Cristianismo en el año 1000 de lamano de su santo rey Esteban. Y ahora, frentea ellos, los legatarios de los visigodos quehabían frenado al Azote de Dios en losCampos Cataláunicos, se alzaba el mayorejército musulmán que jamás se hubiera vistoen la Península. Si caía derrotado, la Edad deOro de la Cristiandad comenzaría. El Reino delos Cielos estaba cerca.

Rodrigo estaba inquieto. Se daba cuentade los cambios que sacudían Europa, y delpapel fundamental que ellos tenían en esecambio. Se examinó a sí mismo. Jamáshubiera pensado que iba a formar parte dealgo así. ¿Cómo preverlo? Él simplementehabía procurado ser honesto. Todos decían

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que era un hombre sabio, pero eso se debía aque siempre había tenido interés porcomprender el mundo que le rodeaba, a loshombres con quienes convivía y al Dios enquien confiaba. Sabía leer en el corazón de laspersonas, interpretar sus anhelos y temores.¿Había obrado bien? No siempre, pero engeneral había procurado cumplir con sustareas, ser diligente y noble, no engañar aquienes le mandaban ni ser tiránico conquienes le obedecían. Había amado a Dios,educado a sus hijos y servido con todadedicación a su rey. No era nadaextraordinario, pero era lo que debía hacer. Sualma estaba en paz.

Al día siguiente combatiría. Ya era viejo,como atestiguaban los níveos cabellos de sucabeza y su barba, y no tenía la fuerza yagilidad de antaño. ¡Veinte años, solo veinteaños menos! Pero la batalla le había llamadoen su vejez, y no podía desoírla. Era su deber.

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Sancho el Fuerte había reunido a los noblesmás importantes de su reino en su tienda,Íñigo entre ellos. Estaban juntos, de pie, entorno a una improvisada mesa presidida por elrey, pues no había sillas para todos. Elmonarca había ordenado que se presentarancon la armadura puesta y portando las armas,y así, iluminados por las temblorosasantorchas que realzaban la determinación ensus ojos, los prohombres navarrosrepresentaban una escena de gran dramatismoy hermandad.

Sancho el Fuerte puso su espada y sulátigo armado sobre la mesa. Los demás leimitaron, y el mueble chirrió bajo el peso delas espadas, las hachas y los martillos.Entonces el rey se santiguó y comenzó unaoración, repetida por los demás:

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—Salve Regina, mater misericordiae,vita dulcedo, et spes nostra salve…

Los hombres más poderosos de Navarra,cada uno de los cuales era capaz de levantarun ejército de miles de hombres y tenía bajosu mando a legiones de sirvientes, rezaban auna mujer, una chiquilla judía cuyo nombrellevaba siendo venerado siglos antes de queellos nacieran, y lo sería milenios después deque hubieran muerto. Algunos reprimían laslágrimas, tal era su devoción.

—O clemens, o pia, o dulcis VirgoMaria.

Al terminar, varios escuderos situaron unacopa frente a cada noble, y las fueron llenandode vino. Lo habían transportado desdeToledo, pues por razones obvias no podríancomprar en territorio musulmán, y estabaligeramente avinagrado. Aun así, cuando todoslos presentes tuvieron la copa rellena, el reyalzó la suya, tal como hicieron los demás, y

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dijo:—Hermanos, mañana se librará una

batalla que pasará a la historia. Nunca en losquinientos años que han transcurrido desdeque Tariq profanara nuestra tierra se ha vistoa tanto guerrero presto para el combate.Nosotros solo somos doscientos. Pero, conpocos hombres más, Leónidas detuvo durantesemanas a un millón de persas en lasTermópilas. Y nuestro valor no tiene nada queenvidiar al de los espartanos que allí murieron.

Los nobles aporrearon la mesa con suspuños envueltos en acero, aclamando laspalabras del monarca, que continuó:

—Nadie os obligó a venir, y sin embargoestáis aquí. Hermanos, la batalla nos llama, eldeber nos llama. Escuchad su música, pensaden vuestras amadas, en vuestras familias.Puede que el Islam esté lejos de nuestrastierras, pero hubo un tiempo en que tambiénnuestras montañas sufrieron la pestilencia de

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los moros. Si no lucháramos, quizá esostiempos volvieran. Aunque esté a cientos deleguas, seguimos luchando por nuestro hogar.¡Navarros, expulsaremos al enemigo, lodesterraremos al otro lado del mar que nuncadebió cruzar!

Los notables gritaron y golpearon con másfuerza la mesa. Las llamas temblaron cuandoSancho, alzando aún más la copa y con losojos ardiendo, tensando sus músculos,exclamó:

—¡Hermanos, bebed! ¡Bebed, porquesomos soldados y la batalla nos llama! ¡Bebed,porque Cristo ha querido que luchemos porÉl! ¡Bebed, porque los que mañana pierdan lavida habrán alcanzado la gloria y gozarán desu salvación! ¡Bebed, porque somos hombresy hemos nacido para este día, porque hemosnacido para la guerra y el acero, hemos nacidopara la victoria! ¡Que el Señor de los Ejércitosnos dé fuerzas, bebamos su sangre!

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Los navarros apuraron el contenido de lascopas de un trago. Íñigo arrugó el rostro por elsabor avinagrado del vino, pero se sentíaeufórico. Había compartido una ceremonia debatalla con guerreros mucho más veteranos yexperimentados que él, y le habían acogidocomo uno más. Estaba, como ellos, llamado ahacer grandes cosas, y era por tanto igual derespetado. Se sentía parte de una hermandadpara la que antes se habría consideradodemasiado joven, demasiado inmaduro. Ya noera así. Era un hombre, un soldado.

Su padre habría sonreído.

Por primera vez en meses, Mutarraf se sentíaexultante. Como artista que era, percibía congran claridad la música de la batalla, y norecordaba haber escuchado nunca algo tanbello. Lloraba de pura emoción, y daba gracias

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a Alá por haberle dado fuerzas para llegarhasta el final. Todo el desasosiego sentido enSevilla, todo el cansancio que casi habíaaniquilado su cuerpo en las durísimas marchasa través de Andalucía bajo un sol inclemente,había desaparecido. Aquella noche, bajoestrellas teñidas de rojo, su alma soloalbergaba una profunda gratitud, unadesbordante alegría.

Se daba cuenta de que la batalla era, paraél, lo más irrelevante, la culminación de unproceso. El verdadero combate, el desafío quehabía afrontado durante casi un año, ya habíasido superado, y al día siguiente recibiría larecompensa. ¿Quién era él para sentirse tanafortunado? ¿Quién era él para gozar del favorde Alá, para que hubiera sido destinado, antesincluso de nacer, a morir por la santa fe?Lloraba.

Desde joven había notado que la belleza yla divinidad se encontraban en íntima

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conexión. No había decidido ser poeta,sencillamente había nacido así, con el don depoder ver el rostro de Dios tras las cosasbellas, sentir sobre un campo de amapolas lamano del Creador, dando color como unpintor, o cantando a través del viento,rugiendo en el oleaje del mar. Sí, la belleza erauna manifestación de Dios, y él podía verlo.Por eso cantaba. ¿Cómo no hacerlo, si Alá selo había ordenado? Percibir Su presencia yadorarle era todo uno, y él lo hacía de lamejor manera que podía. Cantaba.

Pero Él le había pedido más. Escribirpoemas era una forma tibia de adoración, puesno le suponía ningún esfuerzo. No, eranecesario hacer algo que demostraraclaramente su inquebrantable amor, suinagotable fe. Por eso había partido alcombate, creyendo que entregar su vida,derramar su sangre sobre los campos a los queel Hacedor había dado forma, sería lo

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apropiado. Pero se había equivocado, yacababa de darse cuenta. El verdaderosacrificio había sido cada paso dado al bordedel desmayo, cada noche insomne, temerosode no haber tomado la decisión oportuna, cadainstante en que había temblado ante laperspectiva de la muerte… y seguir adelante apesar de todo. El martirio sería solamente larecompensa. Por el profeta… ¿quién era élpara merecer tan alta gloria? ¡Y Alá la habíaaceptado! ¡Había aceptado el esfuerzo del másindigno de sus adoradores, había sonreídoante él! ¿Por qué, por qué el Único, elForjador, el Dominador, se fijaba en él, unestúpido humano más? ¿Por qué había estado,siquiera un segundo, en sus pensamientos?

Cuando la mañana extendiera su miradasobre los prados, todo culminaría. El mundopodía arder a partir de ese instante, no leimportaba. Él habría alcanzado la gloria, élhabría visto el rostro del Creador.

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Serían las dos y media de la madrugada, yRoger se agitaba en su lecho. Su cuerpo seveía sacudido por espasmos, poco fuertespero incómodos. Notaba una terrible opresiónen el pecho, algo cuya causa no era física.Sufría arcadas cada poco tiempo, y aunque nollegaba a vomitar, su intensidad no remitía.Sudaba. No estaba enfermo. El malestar queprovocaba tales síntomas no era material, sinopuramente espiritual. Toda la angustia quehabía sentido desde que se uniera a lacruzada, el dolor que rompía su razón comose partían las piernas de los crucificados desdeque perdiera a Laura, se había condensadoaquella noche, adquiriendo forma einteligencia propia, adoptando unapersonalidad que invadía su tienda y tomabaconsistencia en el campo de batalla. Había

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sido como un macabro parto, una entrada enla vida de todos los sentimientos que llevabadiez meses gestando.

El noble intentaba mitigar el asedio de laangustia, pero no podía. Por mucho que seesforzara, su cuerpo se seguía sacudiendo y supecho se encogía. Cuán fascinante resultaba elpoder de la mente sobre el organismo. Sinningún problema corporal, el catalán estabadestrozado, viviendo penurias insoportables.Era un presagio. Algo le llamaba desde el lugardonde en pocas horas se descuartizarían losluchadores. Si hubiera podido levantarse yandar, al salir de su tienda habría visto, enmitad de la explanada que separaba los cerrosocupados por las huestes, la silueta de unapersona encapuchada bajo la luz de la luna.Sentía su presencia. ¿Quién sería? ¿Dios, quele llamaba para castigarle por su falta de celo?¿Laura? Alguien le esperaba, alguien tanimportante que hacía que toda su alma

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temblara, presa de una zozobra que leasfixiaba como una cárcel de espinas.

La verdad le aguardaba a tan solo unashoras. El final, el desenlace de toda aquellapesadilla. Sentía que todas las preguntas quese había estado formulando durante mesesobtendrían una respuesta en el choque de losaceros y el silbido de las flechas. ¿Por quéhabía muerto Laura? ¿Por qué Dios lecastigaba? ¿Qué hacía él allí? ¿Por quétrescientos mil hombres iban a despedazarse?Todo lo sabría, todo lo entendería, ycomprender que esto iba a ser así leprovocaba una insoportable desesperación.

Deseaba que amaneciera, pero temía alalba. Había preguntado. ¿Tendría fuerzas paraasumir la respuesta?

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Ibn Wazir no dormía aquella noche. Aunquepudiera sentirse cansado al día siguiente, noquería perder ni un solo minuto, sino vivirintensamente, estudiándolos, todos los que sesucedieran. El mundo en el que todavía vivíaiba a desaparecer en menos de veinticuatrohoras, y deseaba fundirse en cada momento,convertirlo en parte de sí mismo antes de quetodo muriera y se transformara.

Por fin había visto al ejército cristiano, yhabía comprendido a su amigo Ibn Qadis. Supoderío parecía impresionante. Era cierto quela hueste islámica triplicaba en número dehombres a la católica, pero la historia le habíaenseñado que eso no era lo más importante. Elespíritu, la determinación de vencer, era loque contaba. Los primeros musulmanes, conuna tropa muy reducida, habían logradoinvadir una extensión de terreno similar a laque ocupó Roma en su esplendor,expandiéndose como fuego, y su avance solo

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había sido detenido por Carlos Martel en elmismísimo corazón de Francia, apenas cienaños después de la Hégira. Aquello había sidoposible por la fe que animaba a loscombatientes, la misma fe, en el fondo, quehabía matado a Alkama en Covadonga. Eléxito o el fracaso dependían de la voluntad deluchar, y los cristianos llegaban a Las Navasplenos de belicosidad.

No podía decirse lo mismo de losmusulmanes. El descontento que sentían porlas ejecuciones y la mala gobernación engeneral era el síntoma de un problema muchomayor. Para los que pudieran ver, las señalesde la decadencia comenzaban a apreciarse, taly como, según Hipócrates, la muerte grababasu sello en el rostro de los enfermosdestinados a perecer. Las dos reaccionesrigoristas que habían intentado revigorizar eldebilitado califato, almorávides y almohades,habían acabado por sucumbir a la misma

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degradación del anterior gobierno. Parecíacomo si la propia tierra de España rechazara alos mahometanos, robándoles su fuerza.Cualquier parecido entre los actualesdirigentes, corruptos e innobles, con losprimeros califas Quraysíes era puracoincidencia, y los civiles se habíanacostumbrado demasiado pronto a la paz y aldescanso, obviando la obligación de la yihad,que no solo implicaba guerra contra el infiel,sino contra las propias debilidades.

Así había sido la historia. El Islam habíaentrado en España en la cima de su poder y elfondo de la inoperancia visigoda. Pero loscristianos se habían negado a morir, se habíanesforzado por superar a sus enemigos y a símismos, y su lucha a brazo partido, sinesperanza, daba sus frutos. Los musulmanes,por su parte, se habían acomodado, habíanolvidado la exigencia de lucha permanente. Elstatu quo se había mantenido durante

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quinientos años, cinco siglos en los que,aunque los católicos fueran ganando energía ylos mahometanos perdiéndola, los segundosseguían siendo más fuertes. Pero la batalla ibaa cambiar eso. A partir de aquel día, serían loscristianos los poderosos, y los musulmanes losque tendrían que luchar por sobrevivir.

Ibn Wazir suspiró. Pasara lo que pasara,Al-Ándalus era su tierra. Quizá débil ycorrompida, no más que una sombra de lajoya cuyo fulgor había asombrado al mundo,pero su hogar al fin y al cabo. Al igual que seama a una madre que, envejecida, ha perdidoya el uso de la razón, así amaba Ibn Wazir asu patria. Con tristeza, con compasión, perodispuesto a morir por ella. Y moriría, porquesolamente pensar en una España donde la fede Mahoma se hubiera extirpado le resultabainsoportable. Si ese momento llegaba, noquería estar ahí para verlo.

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Alfonso ya estaba en pie. Había dormitadotodo lo que su cuerpo necesitaba: cuatrohoras, de once de la noche a tres de lamadrugada, y llevaba varias haciendo guardia.Quería ser de los primeros en ver la aurora,despertar a sus hermanos y llamarles al día enque escribirían la historia, usando los pradosandaluces como pergamino.

Oraba. Pedía al Redentor que le dierafuerzas, que no le dejara titubear en la batalla,que sirviera de ejemplo para los más jóvenesde la orden, quienes desde que habían visto lamonstruosa horda almohade se encontrabaninquietos. Ojalá Cristo le concediera valor, yellos, al verle, imitaran su actuación. Ojalápudiera servirles de guía en el que sería elmomento más trascendente de cuantosestuvieran en él presentes. Sin duda, tambiénde su vida, aunque estaba sereno. Se

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abandonaba a Dios, y en Él hallaba confianza.Recordaba su niñez. Había sentido la

llamada de la fe con trece años, y a losdieciocho había ingresado en la orden comonovicio. Tenía ya treinta y ocho, pero sufervor era el mismo del primer día, pues sabíaque su vida tenía sentido. Había decididosometerse a una disciplina militar porqueentendía que el Cristianismo era, ante todo,orden. Los eremitas eran tan distintos de losfrailes guerreros como los campesinos de losreyes, pero todos ellos eran necesarios puescumplían una función insustituible. Unosoraban, otros trabajaban, otros guerreaban.Los mineros extraían el hierro con el que losarmeros forjarían las espadas que llevarían lossoldados a la batalla, quienes conquistaríantierras que los campesinos cultivarían,haciendo crecer de ellas los alimentos quecomerían los mineros. Todo estabaestructurado, todo formaba parte de un cuerpo

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cuyos miembros eran igualmenteindispensables. La Cristiandad se asemejaba auna cota de malla: si cada argolla se manteníaen su puesto, era impenetrable. Alfonsopercibía este glorioso orden en todas las cosasde la Creación. Nada quedaba fuera de él,nada por encima, nada por debajo. Era larespuesta a todas las preguntas, la respuestaque podía verse en las vidrieras de lascatedrales, en los torreones de los castillos, enlos talleres de los gremios. Sabiendo que estoera así, que su civilización era perfecta, ¿cómopodría dudar?

Alguien debía defender ese orden,procurar que no se viera amenazado. Elcalatravo cumplía esa tarea con enormealegría. Los calatravos eran el escudo quedetenía los sables y desviaba las flechas, lacoraza que no se doblegaba ante las lanzas.Por eso estaban allí. Comprendíaperfectamente la razón por la que combatían,

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y no tenía miedo, no dudaba. Sabía que sucausa era justa. Quizá otros se estuvieranpreguntando qué hacían allí, por qué iban amorir. Pero él no.

«¿Acaso puede una mujer olvidarse delniño de su pecho, dejar de querer al hijo desus entrañas? Pues aunque ella te olvide, Yono te olvidaré».

Miró hacia el este. Poco a poco, laoscuridad desaparecía y una pequeña claridadse abría paso entre las cumbres.

Estaba amaneciendo.

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Parte TerceraLa Batalla

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EL alba no había llegado a saludar a unnuevo día, pero en los campamentos ya habíaempezado el movimiento. Los que hacíanguardia despertaban a los durmientes, losescuderos a sus señores, los alguaciles a losvillanos. Por doquier los soldados se armabany se enfundaban en las armaduras en las queconfiaban para salir indemnes. Se hacían losúltimos retoques. Las espadas se afilaban unavez más, se llenaban las aljabas.

En el real cristiano se improvisaban misasallá donde hubiera un capellán. Aragoneses,castellanos, navarros, portugueses, leoneses ofrancos, todas las plegarias se elevaban en elmismo idioma, latín, al mismo Dios, el Señorde los Ejércitos, por cuya gloria iban acombatir. Los soldados confesaban suspecados y recibían el sacramento de lacomunión, que les otorgaría la gracia divina,necesaria para no titubear en medio de la

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refriega. Al otro lado del campo de batalla, enel cerro de los Olivares, los ulemas predicabanla santidad de su causa, enardeciendo a suscompañeros al recitar suras del Corán que lesrecordaran el inmenso honor que suponíamorir por la fe islámica. Un paraíso de fuentesy huríes aguardaba a los que perdieran la vidaluchando contra los infieles politeístas. Loscombatientes buscaban un instante de reposoy, purificándose con arena, rezaban la Fajrmirando hacia La Meca.

Era muy importante comer bien antes deque comenzara el choque. En una batallapodían darse largos periodos de inactividad, eincluso no era infrecuente que algunosdestacamentos ni siquiera llegaran a pelear,pero los que soportaran el peso de la luchatendrían que derrochar energía de formaextrema. Unido al calor, el cansancio podíaprovocar desmayos e incluso la muerte,aunque poco podía esperar quien desfalleciera

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en primera línea del frente. Para evitar esto,los guerreros solían comer carne roja y otrosalimentos consistentes y que aportaran fuerza,como pan o legumbres, si bien no en grandescantidades para no sentir pesadez y que seentorpecieran los movimientos. Más letaltodavía que el hambre podía resultar la sed.Aquel día iban a alcanzarse temperaturasaltísimas y la deshidratación o los golpes decalor podían causar muchas bajas. Loscristianos, para no sufrir ningún percance,bebían vinagre o vino rebajado con agua.

A medida que se ultimaban lospreparativos se alzaban cánticos en ambosreales, cánticos que formaban un coro que seunía a la melodía de la batalla. La solemnemúsica religiosa de los cruzados se enfrentabaa los tambores de los almohades, que sacudíanla tierra para amedrentar a los enemigos yenaltecer el coraje de los suyos. Idénticoobjetivo tenían los estridentes alaridos de las

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mujeres bereberes, que comenzaron aapuñalar el clarear del firmamento cuando elejército musulmán formó en orden de batalla.

Por fin, una fina raya sonrosada quebró lanoche, el saludo de la aurora. Como si aquelsuceso fuera una orden, los ejércitos secolocaron en perfecta formación, preparadospara iniciar la batalla. El choque no tardaría enproducirse.

La hueste cristiana había sido dividida en trescuerpos principales. El ala derecha fueocupada por los navarros y otrosdestacamentos destinados a reforzar sunúmero, entre ellos los voluntariosportugueses, liderados por Alfonso Téllez deMeneses, hermano mayor del obispopalentino. Del ala izquierda se encargaban losaragoneses, en cuya vanguardia figuraba

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García Romero, en retaguardia el rey Pedro y,en el centro, dos cuerpos diferenciados,comandados por Jimeno Cornell y AznarPardo. Esta partición se realizó para tener unamayor movilidad y poder disponer mejor delas tropas. La misma estructura seguía el hazcentral, encomendado a los castellanos yliderados en vanguardia por Diego López deHaro, algunos concejos como los villanos deMadrid, a los que el noble había protegidoquince años atrás, y los pocos ultramontanosque quedaban, al mando de ArnaldoAmalarico. La retaguardia estaba integrada porel rey Alfonso y la mayoría de loseclesiásticos, y en el centro, también dosdestacamentos: Gonzalo Núñez de Laradirigiendo a las órdenes militares y Ruy Díazde Cameros. Los infantes marchaban al ladode los caballeros ya que, aunque menospoderosos, eran más maniobrables,especialmente en un terreno tan abrupto como

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en el que se verían forzados a lidiar.El primer grupo en entrar en combate sería

la vanguardia castellana. López de Haroesperaba que su rey le diera la orden deavanzar, la orden que lanzaría a los quinientoscaballeros de su mesnada, ciento cincuentatranspirenaicos y cientos, si no miles, depeones a romper la primera línea defensivaalmohade. Mientras aguardaba, observaba alejército del enemigo. Los voluntarios noopondrían ningún problema, serían aplastadoscon la facilidad con la que un desprendimientode rocas aplastaría las flores del campo. Perosin duda, frenarían su potencia, y cuandollegaran frente a la muralla de lanzas queprotegía el pie del cerro de los Olivares lalucha sería encarnizada. Las flechas de losagzaz matarían a muchos, y el omnipresentesonido de los tambores, que ya se clavaba ensu ánimo, desmoralizaría a los máspusilánimes. Prácticamente se podía decir que

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su misión era suicida.Con todo, el señor de Vizcaya estaba

tranquilo, sereno. Había luchado mucho, yaunque era consciente de que aquella batallasobrepasaría a todas en cuantas hubieraparticipado, procuraba no pensar en ello. Suúnico deber era combatir, y lo que sucediera apartir de ahí estaba en manos de laProvidencia, a la que nunca habíacuestionado, de la que nunca había dudado.La música de la batalla sonaba en su mentecomo el coro de una catedral, recordándole susagrado deber y haciendo que sintiera unagrave responsabilidad que eliminaba todomiedo. Él era el adalid de Castilla. Si eramenester fallecer, la muerte sería bienvenida.

Al lado de López de Haro se hallaba suhijo, Lope Díaz. Se le notaba ansioso porentrar en batalla, y era para él todo un honorfigurar entre las tropas que serían las primerasen entablar contacto con la horda

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mahometana. Incapaz de reprimir la emoción,le dijo al adalid.

—Padre, grande es la distinción que os hahecho nuestro rey al encomendaros elliderazgo de la vanguardia. Combatid con labravura y el orgullo que de vos se espera, paraque nunca nadie diga de mí que soy un hijo detraidor.

El señor de Vizcaya sabía que su hijo nose habría atrevido a recordarle su deber si nofuera por su gran ansiedad, pero aun así nopudo disimular su enfado al contestarlacónicamente:

—Hijo mío, antes os llamarán hijo de putaque hijo de traidor.

Decía esto porque la madre de Lope Díaz,María Manríquez, había abandonado alpoderoso noble para fugarse con un herreroburgalés. El joven, aceptando el reproche desu padre, besó su mano enfundada en acero yse preparó para la batalla.

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Diego López de Haro alzó su mirada alcielo. Clareaba con rapidez, y pronto habríasuficiente luz como para ponerse en marcha.Mientras sus ojos estudiaban la tonalidad delfirmamento, un hecho extraordinario sucedió.Pudo ver claramente cómo los rayos del solque comenzaban a conquistar la tierraformaban la imagen de la cruz. Era la mismavisión que había tenido Constantino en elpuente Milvio. «In hoc signo vinces», lehabía dicho Cristo al emperador pagano.Novecientos años después, el Redentorenviaba el mismo mensaje.

Si el adalid castellano todavía albergabaalguna duda, fue definitivamente desterrada alver la cruz alzarse sobre los campos. La lidsería durísima, pero Cristo había determinadoque sus armas vencerían.

—En verdad —murmuró para sí mismo—, hoy es el día de la victoria.

La orden llegó. Los guerreros se

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santiguaron y comenzaron a descender por laladera sur, prestos a enfrentarse al enemigo.

Muhammad Al-Nasir, cuarto califa de ladinastía almohade, salió de su tienda. De sumadre, la esclava cristiana Zaida, habíaheredado su aspecto físico: era alto y de pielclara, ojos azules y cabello y barba rubios. Desu padre, el poderoso Yaqub Al-Mansur, granvencedor de Alarcos, había recibido unimperio que había surgido con el mahdi IbnTumart predicando el Tawhid, la Unicidaddivina, y se había asentado sobre las ruinas delos decadentes e inmorales almorávides, a losque había destruido. Trece años después de lamuerte de su padre, Al-Nasir li-Din Allah, «elVencedor de la Religión de Alá», había puestoen juego todos los recursos de ese imperiopara conseguir lo que ningún otro líder

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musulmán había logrado jamás: erradicar a loscristianos de España.

La ocasión era más propicia que nuncapara cumplir sus propósitos. Ciertamente, elejército cruzado era temible, pero sabía queera el último esfuerzo que los reyes cristianospodían realizar. Si los destruía, nada leimpediría llegar a Toledo e incluso más allá,culminando la obra que su padre habíainiciado en Alarcos. Tampoco su hueste eradesdeñable. Junto a las tropas del cerro de losOlivares, había destacamentos en otras colinascercanas, como los Cimbarrillos o las Viñas,para evitar que los cruzados pudieran rodear lafortaleza natural sobre la que se asentaba elgrueso del ejército islámico. Todo estabadispuesto.

Se había vestido con sus mejores galaspara la batalla. A pesar del calor que notardaría demasiado en aparecer, llevaba puestala capa negra de Abd Al-Mumin, bisabuelo

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suyo y primer califa almohade. Estaba segurode que él se sentiría orgulloso en el paraíso alver cómo su descendiente masacraba a losúltimos cristianos que hacían frente al linajeque había creado. Su turbante estaba lleno deesmeraldas que destilaban un fulgor verdosocuando los rayos del sol se posaban sobreellas. Era un efecto apropiado, pues Al-Nasirno solo era un líder político, sino un guíaespiritual, el faro que guiaba a sus tropas, laconexión con los primeros hombres quehabían sucedido al profeta, bendígale Dios y ledé su paz. Uno de aquellos hombres, Utman,había creado el Corán que el Príncipe de losCreyentes depositó con suma reverencia sobreun atrio, y cuyo abuelo había ordenadoengalanar con perlas y piedras preciosas. Era,sin duda, la reliquia más preciada para losunitarios, un objeto sagrado, la palabrainapelable de Alá, quien no tardaría en emitirsu veredicto en la lucha que iba a

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desarrollarse.Muhammad Al-Nasir abrió el Corán. Sus

labios leyeron, con firmeza a pesar de sutartamudez, el siguiente texto:

—«Cuando el enviado de Dios, ¡Dios lebendiga y le salve!, estaba en Medina, se pusoa mirar hacia el poniente, saludó e hizo señascon la mano. Su compañero Abu Aiúb Al-Ansari le preguntó: "¿A quién saludas, oh,profeta de Dios?". Y él contestó: "A unoshombres de mi comunidad que estará enOccidente, en una isla llamada Al-Ándalus. Enella el que esté con vida será un defensor ycombatiente de la fe, y el muerto será unmártir. A todos ellos los ha distinguido en SuLibro. Serán fulminados los que estén en loscielos y los que estén en la tierra, exceptoaquellos que Dios quiera"».

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El campo de batalla ofrecía una visiónespectacular. Todas las tropas en formación,miles de estandartes alzados al sol y loscuernos y tambores llamando al combate…para Sundak era la imagen más fantástica detoda su vida. Jamás habría pensado, en susinicios como mercenario, que llegaría a veralgo así. Pero él formaba parte de esosejércitos, y no podía permitirse el lujo deconsiderarlos como lo haría un espectadorajeno. Debía estar alerta.

Intentaba concentrarse en sus quehaceres.Comandaba un grupo de agzaz situados en elflanco derecho del cerro de los Olivares, ydebía tener la mente clara para guiarles conprofesionalidad y orden. Se esperaba muchode ellos, y tenían que estar a la altura para quelos líderes almohades siguieran confiando ensu capacidad. Pero sus esfuerzos por aislarsedel ruido de los tambores, de los gritos, lasarengas y los cuernos eran inútiles. La música

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de la batalla lo cubría todo y forzaba a loscombatientes a bailar bajo su ritmo, quisierano no. La sinfonía se clavaba en ellos yaceleraba su corazón, tensionaba susmúsculos, silenciaba la razón y hacía crecer laira. Hasta sus caballos, bestias sin intelecto,podían sentirla. Algunos piafaban y golpeabanla tierra con sus pezuñas, inquietos por latensión de sus amos, que ellos percibían comoun olor más. La presencia de la muerte erainevitable. Una suave fragancia de rosasimpregnaba las armaduras, los arcos y laslanzas.

Sundak revisó por última vez su equipopara distraer su atención de las sirenas queproclamaban la matanza. Su arco estaba enperfectas condiciones y llevaba unas cincuentaflechas en el carcaj. Cuando se le agotaran,iría al palenque de Al-Nasir a por más. Novestía ningún tipo de armadura, pues sumayor defensa era la rapidez y por ello su

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potro debía soportar el menor peso posible. Suúnica arma para el combate cuerpo a cuerpoconsistía en un machete cuya hoja medía casiun codo de longitud. No era ningunamaravilla, pero solo debía ser usado ensituaciones extremas. Portaba todas sus joyasy su barba estaba adecuadamente trenzada. Suapariencia era la de un auténtico guzz, y esoera importante para fomentar el miedo en elenemigo y la confianza entre sus camaradas.Ellos eran los agzaz, el terror de los cristianos.Y no debe temblar aquel al que temen.

La nube de polvo que se había formado alpie de la colina le indicó que los cristianos sehabían puesto en marcha. También losvoluntarios de Al-Ándalus habían iniciado suavance. Ambas fuerzas se encontrarían en elllano. Igualmente, la caballería ligera debíaentrar en acción. Sundak agarró con fuerza losestribos de su caballo y su arco, y mirando alcielo murmuró la oración que solía rezar antes

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de cada batalla:—Oh, Alá, cuida de mí en la batalla.

Dame fuerzas para tensar mi arco, hazmecertero para que mis flechas derriben a tusenemigos, otórgame el coraje necesario parano huir de mi obligación y abandonar a miscompañeros. Que el silbido de mis saetas seaun cántico en tus oídos e inspire el temor entrelos que contra ti se alzan.

Y dicho esto, dio a sus jinetes la orden deavanzar.

Las sospechas de Ibn Wazir se habíanconfirmado al amanecer, al poder contemplara los cruzados en formación: iba a morir.Aquella sería su última batalla. No sentía, noobstante, ningún temor. A todo hombre lellegaba la hora, y él no iba a perecer por el

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peso de los años o de la enfermedad, sinoluchando por su Dios y su país, la muerte másgloriosa a la que pudiera aspirar, laculminación de una vida guiada por el honor yla honestidad. Se había vestido con susmejores galas: varios anillos engarzados conpiedras preciosas sobresalían por encima de lacota de malla, cubierta en muchas partes porbellísimos tejidos de seda. Una piedra deaguamarina, del tamaño de una nuez,coronaba su turbante. Con solo uno de sustesoros cualquier peón cristiano podríaconvertirse en un próspero mercader ocomprar grandísimas extensiones de tierra, porlo que representaba un riesgo tentar a tantoshombres armados a que buscaranafanosamente matarle para saquear sucadáver. Pero estaba dispuesto a atraer haciasí lo más duro del combate. Su alma estabalista para abandonar este mundo, y notemblaba.

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Combatía a pie junto a sus tropas, situadasjusto detrás de los mártires que ya marchabanhacia su destino. Había rechazado su caballoporque en el terreno en que se desarrollaría lamatanza representaba más un estorbo que unaventaja, y porque quería que sus hombres,que con tanto orgullo habían jurado pelear asu lado, lo sintiesen cerca. Si tenían algunaopción de victoria, era imprescindible que nohuyeran, o todo estaría perdido.

Vio cómo la mayoría de andalusíescumplían su amenaza y, arrojando las armas,abandonaban el campo de batalla. Sonrió parasus adentros, con tristeza. Era cierto que Al-Nasir era un perro, pero sus compañeros nohabían comprendido que no luchaban por él,sino por una tierra, Al-Ándalus, que podía serherida de muerte ese mismo día. Quizá nohubiera esperanza alguna de victoria para lashuestes del Islam, pero era mejor morir en unalucha perdida de antemano que huir esperando

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un futuro combate que nunca se produciría.Examinó a sus guerreros. Tenían miedo,

pero la determinación era más poderosa en sumirada. Saber que nadie les obligaba a estarallí les forzaba a aceptar su sino sin titubeos.Habían tenido la opción de huir y su dignidadles había impedido aceptarla. Apelarían a esadignidad en los momentos más cruentos delenfrentamiento. El noble se sentía orgulloso.

Entonces, algo sorprendente ocurrió. Viocómo entre sus soldados caminaba, conelegancia y sensualidad, una mujer. Erahermosísima, la más bella que hubiera visto ensu vida. Sus ojos eran negros, como el cabelloque caía sobre unos preciosos hombros de pielmorena. Sus pechos poseían el tamaño justo,ocultos bajo una prenda que dejaba aldescubierto el terso vientre. Su falda era casitransparente y dejaba entrever sus esbeltaspiernas. Andaba descalza y tenía joyas en lospies, así como brazaletes en los tobillos y las

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muñecas y anillos de amatista. Ibn Wazir nosabía quién podía ser. En un primer momentopensó que se trataba de la mujer de algúnbereber, pero ellas estaban con sus maridos y,en todo caso, ningún rudo habitante deldesierto hubiera permitido que su esposavistiera de forma tan provocadora. Luegoimaginó que sería una hurí, pero para quefuera así debería estar en el paraíso… y nohabía nada tan alejado del paraíso como aqueldesangelado campo de batalla.

Sus pensamientos cesaron cuando elgriterío le indicó que las avanzadillas de ambosejércitos estaban a punto de encontrarse. Searrodilló y realizando la ablución con arena dela tierra que no tardaría en convertirse en unsangriento barrizal, oró:

—Alá, Tú eres poderoso, Tú eres eterno.Mantén mi espíritu sereno y mi mentetranquila para que hoy luche por ti. Acepta misacrificio y otórgame fuerza para que pueda

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derrotar al enemigo. Mas, si me considerasindigno, permíteme al menos, Te lo ruego,morir con la espada en la mano.

Se levantó y cogió su espada, que llevabacolgada al cuello a la costumbre musulmana, yla empuñó enrrollando la cinta en suantebrazo. De este modo no la perdería y susgolpes ganarían en precisión y fuerza. Suspiróy alzó el arma hacia los cielos. Las palabrasdel Corán, grabadas con oro en la hoja,centellearon al sol como fuego, el fuego de lafe por la que iban a inmolarse. «Combatid enel camino de Dios a los que combaten contravosotros». Cumplirían con el mandato.

—¡Hermanos —gritó para arengar a sustropas—, Alá es grande, Alá es poderoso! ¡Notemáis al enemigo! ¡Matadlos a todos, Él nospreservará! ¡Alá es grande, Alá es poderoso,Alá es grande!

Los guerreros corearon sus palabras. Nohabía más que decir. La melodía de la guerra

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era poderosísima, y pronto estallaría en unalarido que se elevaría a los cielos como lasllamas de un holocausto.

Los caballos habían comenzado la marcha conun paso lento, al ritmo de los infantes. Nohabía necesidad alguna de forzarlos. El llanoque se extendía ante ellos era suficiente paraalcanzar la velocidad que tendrían en elmomento del choque, y caminaban sin prisa,tensos, expectantes. Los almohades ya habíanrespondido a este movimiento. Su vanguardiase movía hacia ellos, y pronto los agzaz lostendrían a tiro. López de Haro rezaba:

—Pater Noster, qui es in caelis…No había miedo. Una sensación extraña

oprimía el pecho de los guerreros, la mismaque hubiera podido sentir Pandora antes de

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abrir la caja que desataría el infierno sobre latierra. No había marcha atrás. No eran ellosquienes cabalgaban, sino una fuerza salvaje,una bestia agazapada tras la maleza quesaltaría en cualquier momento. Ellos no eranmás que los ejecutores de una voluntadsuperior, inevitable. Todo lo que iba adesarrollarse sería sangriento porque no podíaser de otra manera.

—Fiat voluntas Tua, sicut in caelo et interra…

Los caballos pasaron al trote, dejandoatrás a los infantes. La furia crecía a cadapaso que daban, se materializaba en la nubede polvo que levantaban al cabalgar. Elcorazón latía acompasando su cadencia a lavelocidad de las bestias. Tambores. Cuernos.Aullidos de mujer. El coro de la catedralinvocando el nombre de Cristo. La sangrecomenzaba a hervir bajo las armaduras, laspupilas se dilataban, se tensaban los músculos.

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El enemigo estaba cerca. El inicio de lamasacre se hallaba a unas pocas varas. Lasflechas de los agzaz silbaban entre lospendones y arrebataban la vida de losprimeros mártires.

—¡Santiago y cierra España! ¡Santiago ycierra España!

Los animales galopaban ahora a la máximavelocidad. Lanzas en ristre, el corazóndesbocado. Era la hora de la verdad, la horaque cambiaría el mundo.

—Libera nos a malo.La lanza del adalid de Castilla atravesó el

pecho de un musulmán. El tremendo impulsole elevó varios palmos sobre el suelo,traspasado por el arma, que después se clavóen la tierra. López de Haro desenvainó laespada. El lamento que había proferido suprimera víctima al morir no era humano. Erael grito del espectro que había nacido mesesatrás y ahora llegaba a la vida con la primera

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sangre derramada, el cántico que bendecía lamasacre.

El señor de Vizcaya siguió cortandocabezas y miembros sin que su caballo sedetuviera. A su lado, Lope Díaz hacía lomismo, al igual que los francos y demáscaballeros. El enemigo no había adoptadoninguna formación y no podía detener la cargade los cruzados. Morían atravesados por laslanzas, aplastados por las pezuñas de loscaballos o decapitados, sin oponer resistenciaalguna. El ataque cristiano había penetradocon una potencia inusitada y se dirigía ya alcerro de los Olivares a través de un mar dehombres que morían impotentes frente a tantafuria.

—Gloria a Alá, el Supremo Soberano.Gloria a Alá, el Más Santo…

Mutarraf recitaba los noventa y nuevenombres de Dios, los nombres más hermosos,mientras andaba por el llano. A su lado

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marchaban, aparte de su amigo muftí Al-Hamdani, los cadíes Abdallah Al-Hudrami,Abdallah Al-Aylani e Ibrahim Al-Muyabari, losulemas Ibn Sahib Al-Sala y Abdallah Al-Madini, el asceta Tasufin Muhammad ymuchos otros. Todos ellos eran grandesestudiosos e intelectuales, personas cuyamente poseía un valor extraordinario. Pero enbatalla eran inútiles.

—Gloria a Alá, el Juez. Gloria a Alá, elJusto…

Mutarraf permanecía bajo el mismo estadode exaltación religiosa y gozo de la nocheanterior. A sus ojos, todo cuanto veía erabellísimo, una imagen preciosa antesala delparaíso. Los hombres marchando al combate,los cánticos que se entonaban, el sol quealumbraba el avance de la gloriosa hueste de lafe… Había cumplido su objetivo y se sentíacomo en una fiesta. Gritaba los nombres deAlá con la felicidad con la que un esposo llama

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a la amada, caminaba casi saltando de dicha.El corazón no le cabía en el pecho, tal era suemoción.

—Gloria a Alá, el por Siempre Viviente.Gloria a Alá, el Existente por Sí Mismo…

Su entusiasmo no se desvaneció cuando latierra tembló bajo sus pies y la caballeríapesada irrumpió en sus filas. Decenas dehombres salieron volando por los aires alprimer impacto y la sangre manó a raudales,pero los percherones enemigos no detuvieronsu letal cabalgada. Los guerreros que lesmontaban no necesitaban ni siquiera golpearcon sus armas, pues el simple empuje de lasbestias a la carga destrozaba a cuantos seinterpusieran en su trayectoria. El poeta,ensimismado por el poderío y la hermosuradel martirio que contemplaba, ni siquiera hizoademán de defenderse.

Un cruzado le clavó la lanza en el costado,a la altura del pecho. Sintió un profundo dolor

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que le hizo gritar, y la fuerza del golpe ledesestabilizó. El sufrimiento duró pocoporque, al caer, un caballo le golpeó con larodilla en la cabeza, un choque brutal que ledejó inconsciente. Quedó tendido en la tierra,ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor,ajeno a las pezuñas que lo pisoteaban en sudecidido avance hacia el cerro de los Olivares.

Mutarraf no murió. Logró milagrosamentesalvar la vida, aunque estuvo sin conocimientoel resto del día. Al caer la noche se despertaríay, viendo el desolador panorama del campo debatalla y entristecido por la derrota de lasarmas del Islam, emprendería el camino deregreso a Granada. Allí moriría un mesdespués a consecuencia de las terriblesheridas, incapaz de comprender por qué Diosle había negado la gloria de morir en la pelea.

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Sundak extrajo una flecha de su carcaj, tensóel arco y disparó. El proyectil atravesó elyelmo de un franco, matándolo al instante. Alos pocos segundos clavó una saeta en elpecho de un caballero de la mesnada de Lópezde Haro. Aquello no era suficiente paramatarlo, así que siguió hostigándole. Tras unasegunda flecha que logró detener el escudo delenemigo, la tercera por fin atravesó su cuello,arrojándolo a tierra. El guzz siempre actuabadel mismo modo. Fijaba su atención en unobjetivo y no descansaba hasta verle muerto.Nadie sobrevivía mucho tiempo una vez queel turco hubiera determinado su muerte.

Los cruzados habían arrasado con furiahomicida a los voluntarios, y el llano era ya ungigantesco cementerio lleno de cadáveres ycuerpos mutilados. Los infantes que llegabandetrás remataban a los que aún tuvieran aireen sus pulmones. En poco más de diezminutos, miles de hombres habían pasado al

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otro mundo. Sundak sabía que sería así, perono había podido reprimir un escalofrío al verla salvaje eficacia del enemigo y el inútilderroche de vida de los civiles. Si deseabanmorir, no podrían haber escogido batalla másoportuna.

Los cristianos estaban a punto de entrar encontacto con la verdadera vanguardiaalmohade, que había avanzado ligeramente suposición y les esperaba más allá del cerro delos Olivares. Había que matar a cuantos fueraposible antes de que eso sucediera, pues unavez entraran en la vorágine del combatecuerpo a cuerpo sería demasiado arriesgadoatacarles. Afortunadamente, el entrenamientode los agzaz era el mejor. Era muy difícilcoordinar las actuaciones de tantos jinetes acaballo. Si uno se cruzaba delante de sucompañero justo cuando este lanzara, moriría,así que el fuego amigo era un problema realcuando disparaban en movimiento. Pero ellos

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eran los mejores. Cada uno de sus flechazosera preciso, sus actos calculados.

Sundak extrajo una nueva flecha, esta vezdiseñada para romper escudos. Tenían hastadiecisiete tipos de saetas distintas, unas paraatravesar cotas de malla, otras escudos, otrasadargas. Por el tacto de la punta el guzz podíadistinguirlas perfectamente y jamás seconfundía. Disparó. El proyectil impactó justoen el centro del broquel del enemigo,desarmándolo por completo y de pasoatravesando su brazo. Iba a disparar de nuevo,esta vez con intención de atravesarle elcorazón, cuando sus experimentados sentidosle hicieron advertir un sonido que no habíaescuchado antes en toda la batalla.

—¡Nos atacan!Eran flechas. Los ballesteros cristianos

entraban en acción. Su fuerza eraextraordinaria y su alcance tan largo como elque pudieran alcanzar los arcos partos, si no

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más. Sonrió. Los españoles habían sufridodemasiado los hostigamientos de la caballeríaligera musulmana y llegaban preparados paracontrarrestarla.

Una saeta le traspasó la muñeca y otra seclavó en su hombro. Rugió de dolor, y lasorpresa le impidió moverse cuando su caballose tambaleó y cayó al suelo con la cabezadestrozada por otros tres proyectiles,aplastándole la pierna. Estaba atrapado. Subrazo derecho había quedado inutilizado y nopodía levantar la masa inerte de su potro paraescapar de ella. El dolor de sus heridas y sushuesos rotos era insoportable. Todavía podíaalcanzar el machete, pero no le serviría denada. Postrado en el suelo y viéndose obligadoa combatir con la mano izquierda no podíaenfrentarse a nadie.

Se dio cuenta de que morir era cuestión detiempo, y solo le quedaba esperarpacientemente. Miró al cielo. Su color era casi

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azul, pues el sol ya se había alzado. No viviríalo suficiente para verlo ponerse, pero eso no leinquietaba. En realidad, estaba mucho mástranquilo de lo que esperaba encontrarsecuando llegara su hora. No había nada quepudiera hacer y no tenía por qué estarnervioso.

Observó a los vencejos, que de nuevoalzaban su vuelo sin prestar atención a lo queocurría en la tierra. Eran preciosos, y sentía,más que nunca, que se trataban de unmensaje. Estaba a punto de descubrir susignificado cuando, una vez más, se escuchóel silbido de las flechas cristianas. Una ballestatardaba demasiado en cargarse, por lo que lasdos andanadas habían sido ejecutadas porgrupos distintos. Buena coordinación, pensóSundak.

Varios proyectiles se clavaron en su pechoy su garganta, y su alma abandonó su cuerpopara volver a las estepas de Turquestán,

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acompañada por los vencejos.

Desde su posición, el rey Alfonso podíacontemplar perfectamente el escenario en quese desarrollaba la masacre. Le acompañabanlos principales nobles de su reino y loseclesiásticos, y todos formaban una asambleadonde se decidirían los movimientos quetendría que adoptar el ejército. Su labor eracrucial, dada su inferioridad numérica ytáctica, que provocaba que las órdenestuvieran que darse en el momento justo. Noantes, cuando no pudieran explotar toda suventaja, ni después, una vez la situación quedebieran remediar no tuviera arreglo.

Habían contemplado la matanzaperpetrada entre los voluntarios musulmanes,y les había alegrado, pero sabían que lo durode la batalla comenzaba justo después. Las

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tropas de vanguardia del enemigo habíanabandonado el cerro de los Olivares ycombatían en el llano. La caballería noperdería impulso, pues no tendría que cargarcuesta arriba, pero se encontrarían más lejosdel palenque de Al-Nasir, el objetivo quedebían tomar para descabezar la resistenciaislámica. Antes de declarar la carga delsiguiente cuerpo, era conveniente esperar aque López de Haro rompiera esta primeralínea defensiva, ya que de lo contrario elsegundo destacamento llegaría al pie del cerrocon el mismo escaso ímpetu que la mesnadadel adalid castellano.

Alfonso de Castilla estaba tenso y agarrabacon fuerza las riendas de su caballo,intentando descargar mediante tal gesto toda latensión. No sabía si la misión que habíaencomendado al señor de Vizcaya eradesproporcionada a las fuerzas con quecontaba. El primer choque había sido brutal y

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los civiles almohades no habían causadoninguna baja entre los cruzados, pero losagzaz habían arrebatado algunas vidas y losarqueros situados cerca del real enemigoseguían disparando sobre los cristianos másalejados del cuerpo a cuerpo. Se intentabacontrarrestar esta amenaza con el fuego decobertura de los ballesteros, pero por cadaandanada que soltaban los cruzados había tresde los mahometanos.

—Deberíamos enviar ya a los monjes…—pensó en voz alta el rey de Castilla.

Ximénez de Rada, que estaba cerca de él,le aconsejó:

—Aún no, mi señor. Esperad a que donDiego ponga en fuga a sus rivales.

El momento parecía no llegar. Loscaballeros se destrababan del combate,protegidos por los infantes que evitaban quefueran perseguidos, retrocedían, tomabandistancia y cargaban de nuevo. La potencia de

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un percherón montado por un caballero conarmadura completa, un conjunto que podíapesar una tonelada, lanzado con una fuerzadescomunal, era una amenaza que por símisma podía romper formaciones enemigas,pero, cuando esta potencia se perdía, elcaballero era incluso más vulnerable que uninfante normal. Especialmente los cristianossolían ir muy asidos a las bestias para nodesestabilizarse en el choque, lo que seconvertía en una desventaja si el animal eraabatido, ya que podía llevarse a su dueño conél y aplastarle bajo su peso.

Por fin, uno de los asaltos logró quebrar ladefensa musulmana. Esta se retiró hacia suposición original, pero lo hizo de formaordenada y sin pánico, impidiendo que loscruzados pudieran obtener alguna ventaja delas circunstancias. A pesar de todo, era lasituación que el rey Alfonso estaba esperando.Las cargas debían ser sucesivas, sin permitir

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que los musulmanes descansaran,sometiéndolos a un acoso constante. En elmomento en que uno de sus destacamentoshuyera atemorizado, el terror se propagaríaentre su ejército, y para forzar esta situacióndebían estar bajo un asedio incesante.

—Que don Gonzalo entre en combate.Dios le guarde y le dé fuerzas.

La orden llegó rápidamente a sudestinatario. En poco tiempo, las órdenesmilitares, los combatientes más temidos deEspaña, la mayor fuerza de que disponía laCristiandad, se pusieron en marcha con lavista fija en el palenque de Al-Nasir.

Alfonso lo observaba todo con expectación,pero sin nerviosismo. Se sentía como sivisitara una catedral o una abadía

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especialmente importante, reverente ante todolo que le rodeaba, percibiendo la trascendenciay solemnidad del ambiente, pero seguro de símismo, sin inquietud alguna. Aquella batallaera exactamente eso, un templo. Cumpliría enél la misma función que los obispos en lasiglesias, la de defender su fe y su pueblo,trabajar para que pudieran crecer sin temor alenemigo. La misma sensación se veía entre losveteranos. Los más jóvenes, por el contrario,estaban anonadados.

No era para menos. Jamás se había vistoun enfrentamiento de tales características en laPenínsula, a pesar de los siglos de guerraininterrumpida. La experiencia del freire ledecía que sería costoso alzarse con la victoria,pero lo único importante, lo único que él debíahacer, era pelear. Si se obtenía el triunfo o no,era decisión de la Providencia. Los novicioshabían sido educados en la misma creencia, yesperaba que no lo olvidaran en el entrechocar

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de los aceros y los gritos de las mujeresbereberes. Él ya estaba acostumbrado a lamúsica de la batalla y sabía interiorizarla paraque reforzara su ánimo, pero muchos en suorden escuchaban aquel sonido por primeravez.

De momento la lid se desarrollaba deforma ventajosa para los cruzados. Lavanguardia había sufrido muchas bajas, perohabían conseguido que los almohadesretrocedieran a sus posiciones originales. Lasangría de los civiles había disgustadoprofundamente a Alfonso. También la IglesiaCatólica veneraba a los mártires, pero no a losfanáticos que se suicidaban sin sentido. Lalínea divisoria entre ambos conceptos podíaser muy delgada en la práctica, pero en elespíritu que alentaba los dos comportamientosla distancia era tanta como entre el cielo queesperaba a unos y el infierno que aguardaba alos otros. La vida es un don de Dios, y no

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debía ser entregada de forma estúpida,desperdiciada sin provecho para nadie. Losmártires descansaban en la gloria de Cristo, lossuicidas eran decapitados y sepultados en loscruces de caminos.

Desde la retaguardia llegó la orden decargar. Los frailes se santiguaron yencomendaron su alma al Señor de losEjércitos. Había llegado la hora. Los prioresarengaban a sus compañeros. AlfonsoValcárcel se adelantó y, dirigiéndose a loscalatravos, gritó con voz potente:

—¡Hermanos, Dios nos guarde! Una vezmás nos enfrentamos a los infieles, una vezmás el Redentor nos llama para que ocupemosel puesto que nos corresponde. ¡Somos susanta ira, somos la espada con la que da formaal mundo! ¡Hermanos, no temáis! ¡Somos suIglesia, y las puertas del infierno noprevalecerán contra nosotros! ¡Noprevalecerán!

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Sus verdes ojos ardían ebrios de furia ypoder. Su espada se alzaba hacia los cielos yel reflejo del sol sobre ella recordaba que sualma era de fuego. Sus palabras se unían a lasinfonía de la guerra y prendían los corazonesde los calatravos, las tropas más feroces deEspaña en la batalla más salvaje que hastaentonces se hubiera visto.

—¡Somos la sal de la tierra! ¡Somos la luzdel mundo! Frente a vosotros están los queeligieron vivir como hijos de las tinieblas.¡Nosotros, hermanos, somos los Hijos del Sol!

Los guerreros vitorearon sus palabras ygritaron el nombre de Santiago, con cuyaayuda esperaban contar. Tras la arenga sepusieron en marcha, prestos para lanzarsecontra las líneas musulmanas y destrozarlascon su implacable ferocidad. Alfonso alzó lavista al firmamento y dijo:

—Padre, en tus manos deposito miespíritu. No me dejes caer, no me dejes huir.

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Líbrame de mis debilidades para que nosucumba, para que sea testimonio de tu gloria,para que destruya a quienes atacan a tu Iglesiay a tus hijos. Padre, que todo cuanto yo hagasea un cántico que alabe tu nombre.

Ibn Wazir no estaba cansado. Era un lujo

que no podía permitirse, y forzaba a su cuerpoa aceptar las órdenes de su mente, que leobligaban a seguir adelante. Cuando llegara elmomento, también su intelecto estaríaobligado a someterse a su espíritu, lo únicoinquebrantable, para no desfallecer. Pero aúnno había combatido tanto.

La presión de los cristianos era tanasfixiante como el calor que comenzaba aincendiar el aire. Sus tropas no tenían ni unsegundo de descanso, ni un instante de pausa.Aunque la caballería pesada se alejara delcombate, los peones enemigos mantenían laposición, impidiendo su reposo y que

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rehicieran el orden. Aquel acoso les habíaforzado a retroceder al pie del cerro de losOlivares. Allí, su posición era más ventajosa ynuevos guerreros habían acudido a reforzar ladefensa. Los cruzados lo tendrían máscomplicado, pero el noble era consciente deque se enfrentaba a una mínima parte de lahueste contraria.

Un infanzón cristiano le atacó con la lanza.Desvió el golpe con la espada y, girando lamuñeca, la clavó en la base del cuello de suatacante. Casi simultáneamente otro peón ledirigió un lanzazo. Detuvo el golpe con elescudo y, tras percibir un punto débil en laguardia del cruzado, le lanzó una estocada.Giró todo su cuerpo, situándolo en paralelo asu brazo, para dar al golpe una mayorpotencia. Segó la vida de su rival. No se habíaequivocado al suponer que sus joyas y tejidosatraerían a los enemigos como a urracas, perose alegraba de que fuera así. Sus soldados

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soportaban menos presión, y él estaba másacostumbrado a lidiar. Comprobó consatisfacción que estaban luchando bien, sinmiedo, sin desfallecer. Su presencia lesalentaba, pues no querían fallarle. Él, por suparte, se mantenía atento al frente, y se dirigíaallí donde la contención flaqueara para que nose rompiera el equilibrio.

Decapitó de un poderoso sablazo a uncristiano que estaba a punto de matar a uno desus hombres. Este le miró con temor, perosiguió combatiendo. Vio después cómo otrocatólico le atacaba. Paró la embestida con elescudo y, superando al de su contrincante altiempo que soltaba un rugido, le clavó laespada en donde la mandíbula se une alcuello. Poco a poco, el combate se tornabamás brutal. Por el momento no había sufridoninguna herida, pero sabía que tarde otemprano alguien rompería su guardia. Hastaque ese momento llegara debía pelear con

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todas sus fuerzas.Entonces el suelo sobre el que pisaba se

estremeció como un hombre febril, y el aullidode los cuernos rasgó su alma. Miró alhorizonte. Entre el polvo y la luz divisó losestandartes de los monjes guerreros.Santiaguistas, templarios, calatravos yhospitalarios cabalgaban a galope tendidohacia ellos. Sintió cómo un escalofrío lerecorría la espina dorsal. Los cristianos nodebían de verlo claro cuando mandaban tanpronto a sus mejores luchadores, pero en susituación, siendo el primero en recibir elimpacto de los hombres más poderosos de laCristiandad, tal pensamiento no le consolabademasiado. Temió por sus soldados. El asedioque sufrían era ya extraordinario, y si sedesbandaban ante la acometida de los freiresmorirían todos. Debían mantener la posición,costara lo que costara. Les arengó:

—¡Guerreros sagrados de Alá!

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¡Guardianes de la casa del Islam! ¡Aguantaden vuestros puestos, no perdáis de vista alenemigo! ¡Que los caballeros se ensarten ennuestras lanzas, que sucumban ante nuestropoder! ¡Sois la hueste de la fe, y Alá está connosotros! ¿Quién nos derrotará? ¿Quién nosderrotará?

Las órdenes militares atravesaron laformación almohade con salvaje violencia.Decenas de hombres fueron arrojados varioscodos hacia atrás, centenares cayeronempalados por sus lanzas. La trémula tierra sevistió de carmesí como preámbulo de unpurgatorio desconocido, un purgatorio del quesolo los más valientes podrían salir parareclamar el triunfo.

Roger estaba destrozado, aunque no hubieraparticipado todavía en la batalla. Formaba en

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la vanguardia aragonesa junto a GarcíaRomero, y deseaba que llegara el momento deentrar en combate porque no sabía cuántotiempo podría aguantar erguido sobre sucaballo. No haber dormido en toda la nocheera agotador, pero la angustia que habíaaferrado su alma le había provocado un mayorcansancio. Sus músculos se quejaban por losespasmos sufridos, su mente solo ansiabapoder reposar. El adalid aragonés le habíavisto y, creyendo que tenía fiebre, le habíadicho que no era imprescindible que peleara,arriesgando innecesariamente su vida. Deberíaestar en plenitud de facultades para teneralguna esperanza de sobrevivir. Pero habíadecidido entrar en combate porque era ridículollegar hasta allí y descansar el día de laverdad. El día en que todo sería revelado.

Ya no se sentía inquieto. El desasosiegohabía sido sustituido por una extraña calma,calma que, en realidad, no era paz. Notaba

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algo latente, algo que respiraba bajo aquellatranquilidad, un mensaje que no podía leerpero cuyas letras se hacían cada vez máslegibles. Era la misma impresión que cuandose sentaba frente al mar y escuchaba su suavemurmullo, inmóvil entre la brisa. Sabía quetodo tenía un significado, que nada eraaleatorio ni azaroso. Podía percibir laexistencia de un orden en todo ello, pero nolas razones que determinaban la configuraciónde tal orden. Era frustrante no poder escucharlas palabras exactas.

Observó el campo de batalla. La matanzase tornaba más cruda a cada instante, y milesde hombres habían dejado ya la vida. Lasituación del ejército cristiano difícilmentepodría ser peor. La inmensa masa almohadeamenazaba con rodearles y aplastarles por lapura superioridad numérica. El sol ya estabaen lo alto y el calor recorría los cuerpos de loscombatientes como un río de lava,

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obligándoles a realizar un esfuerzo heroico.Roger sabía lo que era eso. A menor escala,pero lo había vivido. Los indemnes ayudandoa los moribundos, los valientes espoleando alos cobardes, todos luchandodesesperadamente por su vida y por la de sushermanos de armas… los heridos de muerteinvocando el nombre de Dios con sus últimasenergías… los monjes cerrando filas en tornoa una ensangrentada cruz…

Y entonces comprendió.El mensaje estalló en su cerebro. Por fin

pudo entender al mar y al viento, la inquietudque había anidado en su pecho cada nochedesde que perdiera a Laura. Estuvo a punto decaer del caballo. Quienes lo vieron pensaronque se había vuelto loco, o que la fiebre lehacía delirar, pero no era así. Lloraba ygritaba, porque sabía.

Aquellos hombres, cristianos ymusulmanes, daban su vida, peleaban hasta

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sus últimas fuerzas por todo lo que amaban…pues todo combate era un acto de amor.Nadie les obligaba, y sin embargo estaban allídestrozando su cuerpo, realizando sacrificiosinconcebibles para después morir en pazsabiendo que caían por su familia, su patria ysu Dios, el mismo que les había regalado lavida a la que daban plenitud entregándola porun noble ideal, por una hermosa e innegablerealidad. Sí, la vida era un regalo, y todocuanto sucediera en ella también. Lo únicoque el Creador exigía a cambio era luchar,enfrentarse a uno mismo para que el regalofuera correspondido y comprendido. Darsentido a la existencia en la batalla. Eso era loque trescientos mil hombres hacían en LasNavas. Y él se había rebelado contra esemandato… ¿Cómo había podido estar tanciego?

Había perdido a Laura, pero la habíatenido. Había sido su esposa durante cinco

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años, y lo único que podía hacer era dargracias al Salvador por tal regalo, que él nuncahabía merecido. Aunque ella no estuviera, enrealidad nunca debería haber estado, puesnunca había podido aspirar a tanta felicidad. Ysin embargo, la había disfrutado, había sidosolo suya, había sido amado por ella. Nopodía quejarse por haberla perdido, sinosentirse exaltado y glorificado por haberlatenido.

—Sí —dijo, mirando al ardiente sol—, hehablado de grandezas que no entiendo, demaravillas que me superan y que ignoro.

El cansancio desapareció, sustituido por uninusitado vigor. El ánimo combativo creció enél como un torrente tras el deshielo. Se sentíalibre y reía de pura alegría. Necesitaba luchar,atacar, gritar, sentirse vivo en el éxtasis de labatalla. Su vida seguía teniendo sentido, nuncalo había perdido. Ahora, el Señor de losEjércitos le exigía que peleara, y lo único que

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deseaba era cargar contra el enemigo.—¡Por Cristo —gritó—, nuestros

hermanos están muriendo! ¿A qué esperamospara auxiliarles?

García Romero se giró y le respondió, conun tono de voz autoritario:

—Atacaremos cuando el rey nos loordene.

Una vez más pudo oler el aroma delMediterráneo, y sonrió, porque ya comprendíasu mensaje. Sí, Laura estaba allí, no le habíaabandonado nunca. Ella estaba en el mar, y elmar estaba con él.

El combate era despiadado. La carga de lasórdenes militares había causado graves bajasentre los almohades, pero su número parecíano tener fin y nuevos guerreros habían surgido

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inmediatamente para reemplazar a los caídos.El avance cristiano se había detenido y elfrente se encontraba en un punto muerto quefavorecía claramente a los musulmanes. Loscruzados ganaban terreno con mucha lentitudy a costa de bastantes heridos, y loscontraataques del enemigo amenazabanconstantemente con envolverlos. Cuanto másse acercaban al palenque del califa, másenconada era la defensa y más escarpado elterreno. Las flechas danzaban entre loscombatientes y segaban muchas vidas. Losagzaz habían sido relativamente neutralizadosgracias a los ballesteros y jinetes de losconcejos, que les hostigaban impidiendo queobtuvieran una buena posición para el disparo,pero los arqueros situados en la cima del cerrotiraban a placer. La temperatura era muyelevada y aún habría de subir, otro factor quebeneficiaba a los defensores, pues no teníantanta armadura y en consecuencia no se

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asfixiaban como si estuvieran encerrados enun horno.

Alfonso había perdido su caballo ycombatía a pie, enalteciendo a sus hermanoscon el ejemplo e impidiendo que losmahometanos les embolsaran. El sol sobre sublanco hábito le hacía parecer un incendiodesatado entre las filas de los infieles, unincendio que revigorizaba a los que lo veían yprovocaba el temor entre los rivales que a élse enfrentaban. Su furia era implacable peroconsciente, sus golpes precisos y poderosos,su determinación inquebrantable. Allá donde élestuviera, los atacantes cobraban nuevosánimos y los defensores flaqueaban. Pero nisiquiera su heroísmo podría evitar que sushombres fueran aplastados si no recibíanrefuerzos.

Un lancero enemigo le atacó. Desvió lalanza con el escudo, alzándola por encima desu cabeza al tiempo que lanzaba una estocada

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a su contrincante. El duro acero toledanoatravesó el escudo de mimbre y se clavó en elcorazón del almohade. Escuchó el silbido delas flechas y se cubrió. Tres o cuatroproyectiles impactaron en su escudo, pero élno sufrió daño alguno. Unos pocos a sualrededor cayeron heridos, aunque no deextrema gravedad. Solo la muerte podíaimpedir que un fraile guerrero siguieracombatiendo. Vio cómo a su lado unhospitalario perecía sin haber sufrido ningúndaño. Un golpe de calor. Los pocosextranjeros presentes sufrían especialmentebajo aquel sol infernal, sobre todo loscaballeros del Hospital, cuyo hábito negro noera el más apropiado.

Un potente lanzazo atravesó su escudo.Sorprendido, cortó el asta de la lanza y sinvariar el movimiento tajó la pierna delmahometano, atravesándole la gargantacuando cayó al suelo. Sacó la punta del arma

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enemiga y miró a su alrededor. Miembros delas cuatro órdenes combatían hombro conhombro, unos pocos a caballo, la mayoría apie. Lentamente ganaban terreno, pero suimpulso no sería suficiente para llegar hasta lacumbre del cerro.

Un musulmán desarmado se lanzó a porél. El ataque fue tan desesperado y tan rápidoque no pudo verlo hasta que estuvodemasiado cerca como para usar la espada. Elalmohade se le abrazó intentando tirarlo cuestaabajo. Alfonso apoyó el pie derechofirmemente en tierra y le dio un cabezazo a suenemigo, rompiéndole la nariz. Iba a rematarlocuando percibió que uno de sus hermanos eraatacado a traición. Extendiendo el brazo hastael límite logró detener el golpe, y sucompañero se giró matando al atacante. FraySantiago, el monje al que había salvado lavida, le miró con agradecimiento.

—Luchad —fue todo lo que dijo el

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veterano.Se escuchó un clamor procedente de las

filas musulmanas. Aquello no podía significarnada bueno, y el calatravo comprendió lo quehabía sucedido cuando escuchó a uncastellano gritar:

—¡Huyen!Alzó la vista y vio a los milicianos de

Madrid retirándose del combate con la miradainundada de terror. Su corazón se llenó de iray desprecio hacia los que abandonaban a suscompañeros en tan duro trance.

—¡Cobardes! —aulló—. ¡Dios maldigasus almas!

Los defensores, agotados, recobraron susfuerzas ante tal visión. Su ataque se reforzó yuna vez más amenazaron con rebasar la líneacristiana. El freire se dio cuenta de quenecesitaban ayuda inmediata. De losquinientos caballeros que habían acompañadoa Diego López de Haro, solo cuarenta

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quedaban con vida. Los frailes estaban mejorentrenados y su equipo era superior, perotambién empezaba a disminuir su número. Erapreciso aguantar como fuera hasta que unnuevo destacamento entrara en acción.

Se fijó en la cruz que Alfonso Valcárcelsostenía por encima de los combatientes. Losmahometanos centraban todos sus esfuerzosen derribarla, pues sabían que era el únicomodo de desmoralizar a las órdenes. Elcaballero decidió que lo mejor que podíanhacer era cerrar filas en torno a la sagradainsignia de Cristo. Su voz se alzó poderosa porencima de la música de la batalla, de lostambores y los cuernos, cuando gritó:

—¡Hermanos, defendamos la cruz delSeñor! ¡No permitamos que los impíos laprofanen! ¡Reuníos junto a ella y luchad hastaque no quede sangre en vuestras venas!¡Santiago y cierra España!

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La escena era sobrecogedora. Íñigo no podíacreer que estuviera contemplando algo así,jamás habría podido imaginarse un combatetan monstruoso. Su tutor le había hablado degrandes batallas de la Antigüedad y laReconquista, pero estaba seguro de queninguna, desde Maratón hasta Pollentia ydesde Guadalete hasta Alarcos, había sido tansalvaje. Supuso que el asombro desapareceríacuando entrara en la refriega, pero desde ladistancia su espíritu estaba ensimismado,debatiéndose entre el ansia de luchar y cumplircon el deber que le había llevado hasta allí y eldeseo de que todo terminara sin que fueranecesaria su intervención.

Sin embargo, no parecía que la carga deNavarra fuera prescindible. Tarde o tempranotendrían que ponerse en juego todas lasfuerzas cristianas, pues el equilibrio que

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presentaba el frente era precario y los que yacombatían no podrían resistir mucho más sinapoyos. Íñigo no podía entender bien lo queestaba sucediendo, pero aun así se dabacuenta de que deberían luchar.

A su lado estaba Alonso. Su fiero rostromostraba preocupación. Él sí entendía losmovimientos y la posición de las tropas ysabía que el estado de la cruzada era extremo.Le sorprendía el extraordinario valor quemostraban los monjes, aunque sabía que nohuirían. No recordaba ningún enfrentamientoen que lo hubieran hecho mientras el resultadodel mismo fuera incierto. A decir verdad, noera fácil encontrar ejemplos de grandesdesbandadas, ni entre cristianos ni entremusulmanes. Los ejércitos luchaban hasta lamuerte o hasta que se desvaneciera laesperanza de victoria. Los choques durante laReconquista, aunque escasos, habían sidosiempre muy sangrientos. La naturaleza de la

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guerra así lo ordenaba: ambos bandos creíanque luchaban por su hogar, y ninguno estabadispuesto a abandonarlo fácilmente.

Íñigo, ansioso porque no había maniobraalguna y el grueso de la cruzada permanecíacomo simple espectador, le preguntó a suencomendado:

—Alonso, decidme, ¿cómo marcha la lidpara nuestras armas?

Sin dejar de mirar el cerro de los Olivares,el veterano respondió:

—No muy bien, don Íñigo. Nuestroshombres combaten con coraje, pero elenemigo les supera ampliamente en número ytienen que hacer grandes esfuerzos para no serarrollados. Los arqueros mahometanos tienenuna posición de tiro ventajosa y no temenmatar a sus propios guerreros, quienes peleanen terreno elevado, hecho que dificultanuestro ataque. Por otra parte, los morosestán cerca de su campamento, y esto

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refuerza su determinación y les facilita elaprovisionamiento de agua y la curación de laslesiones que no sean graves.

—Siendo esto así, ¿por qué no cargamosya?

—Es menester aguardar al momentopreciso. Nuestro siguiente ataque será elpostrero, y debe romper definitivamente laresistencia mora, pues de lo contrario nosquedaríamos trabados en un terrenodesfavorable sin posibilidad de hacer unaúltima ofensiva, y a la larga seríamosderrotados. Cuanto más se debilite el ejércitoalmohade antes del choque decisivo, mayoresserán las oportunidades de aplastar suobstinada resistencia.

Íñigo meditó lo que le había dicho elveterano. Había estudiado algo sobre la teoríade la guerra, aunque los grandes libros quehablaban sobre el tema, como la obra de JulioCésar o el Strategikon, se habían perdido o no

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habían llegado a España. La estrategia en lasbatallas medievales era prácticamente nula,limitándose a un intercambio de golpes en queel más fuerte solía ser el vencedor. Noobstante, también era importante saber cuándoejercer la fuerza.

—¿Creéis que venceremos? —le preguntóa Alonso.

Este no habló hasta pasado un largo rato,al cabo del cual respondió:

—Así lo espero.Íñigo sonrió y, con un tono de voz firme,

dijo:—Alonso, servisteis bien a mi padre, y me

habéis servido bien a mí. Mi confianza en voses absoluta, y nunca la habéis defraudado.Ahora, os lo ruego, respondedme con todafranqueza… ¿Vamos hacia la muerte?

—Es difícil decirlo. En batalla puedendarse acontecimientos imprevistos y…

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—Alonso —le interrumpió el noble—, sedsincero.

El chasquido de los aceros, el cántico delas flechas y el lamento de los moribundos nopudieron acallar la voz del encomendadocuando respondió:

—Es bastante probable, mi señor.Íñigo no se inmutó, no hizo gesto alguno.

Su mirada seguía posada sobre el cerro de losOlivares, pero no era eso lo que estabaviendo. Ante sus ojos desfilaban su hermanomenor, su madre, su padre. Su prometidaentregándole el lazo blanco. Tenía ante él sucastillo y sus propiedades, los verdes prados,las sacras montañas bajo cuya protecciónhabía crecido. Su rey había dicho que debíancombatir por ellos aunque estuvieran lejos,pero la distancia no existía. Vivían en él, lesusurraban su aliento en la melodía de laguerra.

—Que así sea.

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El pendón de Madrid, un oso negro sobrefondo blanco, era muy parecido al de Lópezde Haro. El rey Alfonso, al ver cómoabandonaba la lucha, pensó que era esteúltimo el que huía, y se revolvió sobre sumontura preso de la rabia y el dolor.

—¡Que el diablo se lo lleve! ¡Mi adalid meabandona! ¿Cómo se atreve a cometersemejante bellaquería?

Aún clamaba por la traición del noble,cuando un peón que se hallaba cerca de él, denombre Andrés Boca y nacido en Medina delCampo, le dijo:

—No os confundáis, mi rey. No es elseñor de Vizcaya quien se retira, sino losvillanos de Madrid.

Su buena vista le costaría la vida, pues loscobardes, al saber tras finalizar la batalla quehabía sido él quien les había identificado, lematarían a pedradas. Les había condenado ala muerte, ya que las leyes de Castilla

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disponían que los que huyeran fuesenejecutados, derruidas sus casas y confiscadossus bienes. Era el precio que tenían que pagarlos pusilánimes en una tierra que no podíapermitirse el lujo de mirar atrás.

Al monarca le tranquilizó la noticia. Seguíaenfadado por ver cómo guerreros de suejército abandonaban vilmente la batalla, perono era lo mismo que lo hicieran unosmilicianos o su adalid. Pese a todo, esto noevitaba el tremendo desgaste que estabansufriendo sus soldados. Debía enviar refuerzoscuanto antes, o todo estaría perdido. Proclamósu intención de cargar, pero un noble a sulado, Fernando García de Villamayor, lerecomendó:

—Todavía es pronto, mi rey. Mandadmejor a Gonzalo Ruiz de Girón a querestablezca el equilibrio, pues la resistenciaalmohade aún es tenaz.

Alfonso aceptó el consejo del noble. La

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mesnada de Ruiz de Girón, el segundodestacamento en que se dividía el cuerpocentral castellano, cargó contra el enemigo. Suintervención supuso un respiro para loscristianos y un motivo de preocupación paralos musulmanes, quienes se veían cerca deexpulsar a sus enemigos del cerro. Cumplidasu misión, la mesnada volvió.

No había sido suficiente. El espacioganado por el noble había sido ocupado poralgunos frailes para no ser envueltos. Contodo, al ser la línea cristiana más extensa sehabía tornado más delgada y en algunas zonaslos mahometanos amenazaban con romperla.Si eso sucedía, el frente católico se disolveríaen pequeños residuos aislados que caerían conasombrosa facilidad. Por segunda vez cargóRuiz de Girón, ya para quedarse. Su ofensivatuvo gran éxito, pues forzó a los almohades aretroceder casi hasta el palenque. Seguíanaguantando con firmeza, pero la situación que

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Alfonso de Castilla estaba esperando ya sehabía producido. Una tercera cargadesarmaría las líneas islámicas y podríapenetrar hasta el campamento del califa. Seríael ataque definitivo, y de su éxito o fracasodependería no solo el resultado de la batalla,sino el futuro de los reinos hispanos y de laCristiandad.

Serían cerca de las doce de la mañana,hora del ángelus, cuando las tropas que nohabían intervenido recibieron la orden deatacar. Los soldados se prepararon, rezaron yse encomendaron al Salvador en la hora másdecisiva de sus vidas, la hora en que iban acambiar el mundo con su triunfo o su derrota.La sinfonía de la guerra les recordaba a todossu deber, su gravísima responsabilidad, queacaso nadie antes que ellos hubiera sentido enmuchos siglos. Dios se valdría de ellos paraforjar su reino.

—Arzobispo, vos y yo aquí moriremos —

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dijo el rey Alfonso, dirigiéndose a Ximénez deRada.

El eclesiástico, mientras se santiguaba,respondió:

—No quiera Dios que aquí muráis. Anteshabréis de triunfar sobre nuestros enemigos.

El monarca castellano rezó el padrenuestroy a continuación, mirando al cerro de losOlivares, dijo con la voz turbada por laemoción:

—Padre, hazme digno del triunfo, hazmedigno de ti.

Poco después, los tres reyes se pusieronen marcha, cabalgando hacia la que sería sumayor gloria o su destrucción absoluta.

Rodrigo suspiró cuando su caballo inició eldescenso hacia el llano. Quizá era su

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imaginación, pero le parecía que cada pasoque daba se correspondía con un golpe de lostambores almohades. O tal vez era sucorazón. La melodía de la guerra marcaba unritmo, un tempo en base al cual se reproducíala escena que culminaría el proceso iniciado enseptiembre del año anterior. Podía recordarperfectamente cada uno de los actos en losque se había desarrollado la tragedia, y cómola ominosa sensación de violencia había idocreciendo hasta estallar en ese precisoinstante, a las doce y cuarto del 16 de julio de1212, Anno Domini. No se arrepentía denada, y sabía que el desenlace hacia el queavanzaba era necesario, como lo sabían losreyes, los arzobispos y los demás nobles. Elloshabían promovido la cruzada y ellos más quenadie debían estar dispuestos a morir por ella.La fe no se defendía con palabras en loscastillos y las iglesias, sino con obras en elcampo de batalla.

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Nunca antes había estado tan nervioso.Quizá fuera por su edad, porque ya era viejo ygracias a esto podía entender mejor lo queestaba en juego. Antes, cuando era joven, solopercibía el enfrentamiento en sí. Ahora,canoso y experimentado, veía que elenfrentamiento se enmarcaba en un intrincadojuego político, en un conflicto mucho másamplio y duradero, y las consecuencias quetendría su desenlace, fuera de un modo u otro.Jamás desde Covadonga se había visto unalucha tan determinante en la Península… y élestaba en ella. Y él la había fomentado.

Se acordó del instante en que le dijo al reyAlfonso, justo después de la caída deSalvatierra, que debían organizar una cruzada.¿Qué había sentido entonces? Sabía lo quedesatarían y no había temblado frente a lahoguera. Su consejo había sido sincero yhonesto. A su memoria llegó también el día enque Inocencio III confirmó el carácter sagrado

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de la guerra. Desde ese momento no habíahabido marcha atrás, aunque el Santo Padrehubiera aconsejado prudencia. Era voluntaddel Dios de la Gloria que aquello sucediera, ydebían cumplir su mandato.

Unió las manos frente a su pecho, y conlos ojos cerrados oró:

—Cristo, te entrego mi alma. Sabes queno he hecho grandes cosas. No he sido unilustre general ni un piadoso sacerdote, no hecultivado la tierra ni trabajado el hierro. No hecompuesto cantares ni he sido maestro. Solohe procurado ser honrado y leal, cumplir conmis deberes y amar a mi prójimo. Ahora, en labatalla, comparezco ante ti, y no tiemblo antetu veredicto, pues sé que será justo.

Miró al cielo y extendió los brazos, dandolas gracias por todo lo que había vivido,mientras su montura avanzaba guiada por unafuerza invisible.

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Ibn Wazir se erguía como una torreinexpugnable, rodeado de cadáveres. Estabaensangrentado, sediento y agotado, peroresistía con bravura y tesón. Le dolían losbrazos de tanto matar, y sus ojos habíanacumulado tanta violencia que se le salían delas órbitas. Su rostro distaba mucho delsemblante sereno que normalmente mostraba.Era una máscara de ira y determinación, ymostraba sin equívocos que su espíritu habíatomado el dominio de todo su ser y leempujaba a realizar hazañas que estaban másallá de toda lógica, esfuerzos que jamáshubiera pensado que podía afrontar. Parecíaun semidiós, un ser legendario, uno de losMarid a los que sus ancestros árabes habíanadorado antes de la llegada de Mahoma. O talvez fuera el invicto Al-Maslul, la Espada deDios. Su mera presencia bastaba para que los

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musulmanes lucharan sin pensar en retirarse,con una ferocidad fanática que rayaba lademencia. La música de la batalla se habíaapoderado de él y solo pensaba en matar.

Ni siquiera los poderosos frailes guerrerospodían contenerle. Invariablemente, acababansucumbiendo ante la tormenta de acero quedesataba con increíble velocidad, como situviera múltiples brazos. Se movía con granagilidad y nadie podía herirle. El sol destellabaen su armadura y la sangre que la bañaba y lehacía parecer la imagen de la gloria. Todo elque se encontraba en su camino, salvo los másveteranos, quedaban impresionados por sumajestuosidad, y se preguntaban si no estaríanluchando contra un ángel exterminador.

A pesar de sus esfuerzos, la defensaalmohade retrocedía lenta peroinexorablemente ante la presión de loscruzados. Se hallaban ya a unas pocas varasdel palenque de Al-Nasir, y para los cristianos,

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ver su objetivo tan cerca era una motivaciónque poco a poco inclinaba la balanza a sufavor. Cada palmo de tierra perdido por losdefensores, por el contrario, era un paso máshacia la desesperación. Su número seguíasiendo superior al del enemigo, pero sucarencia de equipo hacía que murieran conmayor rapidez… y lo peor era que todos losguerreros mahometanos se encontrabanenfrascados en la refriega, pero aún habíacristianos en reserva.

Y esa reserva se movía.Ibn Wazir volvió a sentir el

estremecimiento de la tierra, esta vez muchomás fuerte que antes. No solo había máspezuñas horadando los campos: el momentode la verdad había llegado y hasta los pradoslo notaban, hasta la roca temblabapresintiendo la carnicería. Los cristianosponían todos sus recursos en juego. Si noconseguían destrozar a los guerreros islámicos

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en aquella carga podían darse por perdidos. Elandalusí lo sabía. Divisó los pendones de losreyes de Aragón, Navarra y Castilla, y lascruces de los eclesiásticos. Por fin entraban encombate, por fin estaban al alcance de suarma. Vio con excepcional claridad al reyAlfonso, lo reconoció aunque su yelmo lecubriera la nariz y la frente. Su furia se volvióincontenible. Aquel era el hombre que habíainiciado la cruzada, el rey que amenazaba condestruir todo lo que él amaba. Alzó de nuevosu espada a los cielos, y después señaló conella al monarca castellano. Su hoja bañada ensangre mostraba que el mandamiento grabadoen ella era obedecido.

—¡Hermanos —gritó con voz antinatural,una voz deformada por la rabia—, los reyesde la Cristiandad nos atacan! ¡Derribadlos,cortad sus cabezas, arrojad sus falsas coronasal polvo! ¡Ningún perro que ose desafiar a Aládebe vivir! ¡Haced que paguen el precio por

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su impiedad, haced que se cumpla la justiciade Dios!

Y soltando un brutal alarido se lanzó a porAlfonso de Castilla.

La lanza se quebró con un chasquido secocuando atravesó el pecho de un musulmán.Roger desenvainó la espada y continuó lamasacre con ella. Por lo menos tres enemigosmás cayeron ante sus acometidas en losprimeros instantes del asalto. Se sentíaeufórico y el cansancio no le hacía mella enabsoluto. A su lado, sus compañerosaragoneses y catalanes causaban una sangríaentre las filas enemigas. Los estandartes deAragón se alzaban bien alto y pronto sellenarían de sangre.

Por un segundo pareció que los

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mahometanos iban a emprender la huida.Habían sufrido mucho durante las horasprevias a la última ofensiva y esta provocóque su coraje se tambaleara. Una sombra depánico oscureció su mirada. Pero la herida noera mortal, y no tardaron en recomponerseante la certeza de que si huían seríanasesinados sin piedad, ante la certeza de queno tenían lugar alguno al que retirarse.Apretaron los dientes, templaron su espíritu yno perdieron de vista al enemigo.Sobrepasando el ímpetu de la carga cristiana,rehicieron como buenamente pudieron elorden de batalla y opusieron un muro delanzas a los cruzados, para quienes la situaciónse hizo preocupante. Si quedaban trabados,los almohades acabarían por desbordarles. Lalid se hizo más salvaje aún que antes porqueninguno tenía reservas y todo se decidiría allí.

—¡Maldición! —gritó Dalmau de Crexell—. ¡No se retiran estos infieles!

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Roger decidió que era preciso hacer algoque destruyera la determinación de combatirdel oponente. A no mucha distancia de él vio aun guerrero musulmán que sostenía ungonfalón. Realmente no era más que una picacon un trapo verde, donde habían bordadouna media luna y palabras en árabe, perocualquier insignia arrebatada disminuiría lamoral de quienes la perdieran. Sin pensárselodos veces, se lanzó a por el abanderado,arrollando a todos los que encontró en sucamino.

Los portaestandartes solían ser los mejoresluchadores de su unidad, combatientesveteranos y fieros en quienes se podía confiarpara que las banderas no se perdieran o fueranabandonadas. Con todo, al catalán no le costódemasiado acabar con su vida. Descargó sobreél una tormenta de golpes con impresionanteviolencia y rapidez, y este, agotado, no pudodetener demasiados. Al tiempo que agarraba el

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pendón, Roger cortó la mano delmahometano, que cayó a tierra gritando sinenergías para defender lo que le había sidoconfiado. El noble alzó su trofeo para infundiránimo en sus camaradas y pavor entre losdefensores y vociferó:

—¡Nuestra es la victoria! ¡Hermanos,seguid luchando, hoy es el día del triunfo!¡Santiago y cierra España!

Los mahometanos, al ver esto, se lanzarona por él. Su caballo murió de tres lanzazos quele atravesaron el pecho, y aunque pudo evitarque le aplastara y siguió en pie una vez labestia se hubo desplomado, su posición no eranada envidiable, rodeado de enemigos furiososque no descansarían hasta verle muerto yrecuperar su gonfalón. Se preparó para vendercara su vida.

De pronto sintió una suave brisa, queagradeció enormemente porque el calor eraextremo. El mar cabalgaba sobre esa brisa, y

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una voz, que reconoció estremecido y alegre,le dijo con dulzura: «No te rindas».

Decapitó a un lancero de un bestialsablazo mientras gritaba. Ella le ordenaba quecombatiera, y se sentía invencible. Esquivóuna estocada enemiga y rajó el estómago desu atacante, dirigiendo después un potente tajohacia otro contrincante que le destrozó desdela clavícula hasta el diafragma. Más y másmusulmanes se lanzaban a por él, peroconseguía rechazarlos preso de un bríoantinatural.

«Lucha, mi amor, lucha».Una lanza le atravesó el vientre. Se

sorprendió, y todo el vigor se escapó con lasangre que manaba de la herida abierta. Aúntuvo fuerzas para matar a quien habíaconseguido penetrar sus defensas, cortándolela garganta con un movimiento rapidísimo,pero ya la euforia había desaparecido y elagotamiento se apoderaba de su cuerpo. Las

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horas de insomnio, unidas al calor y a la sed,hicieron que perdiera contacto con la realidad,y su mente comenzó a delirar.

Recordó la noche en que Laura habíamuerto… pero todo era distinto. Ella nosufría, los espasmos no existían y el sudor nobañaba su cuerpo. Su rostro era incluso másbrillante y puro de lo normal, su sonrisa unreflejo de Dios. Hablaba. No podía entenderlo que decía, pero no lo necesitaba. Por finsabía lo que quería decir, sin necesidad depalabras, sin gestos.

Otra hoja le traspasó el hombro izquierdo.Apenas la notó, pero la fuerza del impacto lehizo apoyar la rodilla derecha en tierra. Nopodía ya defenderse, pero seguía agarrandofirmemente el estandarte arrebatado.

De nuevo estaban en la iglesia ante elobispo. Su cuerpo se estremeció, no por lapérdida de sangre ni por el miedo, sino porrecordar la inmensa felicidad que había

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experimentado aquel día al aceptar su voto ydar él el suyo. Dios los había unido, y nadasobre la tierra, ni todas las desgracias ni todaslas invasiones, podrían destruir tal vínculo. Nisiquiera la muerte, a pesar de lo que hubieradicho el obispo. No podría porque desde esemomento habían sido uno, un solo serindivisible.

Una tercera arma se clavó en su hombroderecho, lo que le hizo hundir la otra rodilla enel polvo. Por un instante estuvo a punto derodar cuesta abajo, pero logró mantenerseerguido y con la mirada alzada hacia un cieloque, en realidad, no estaba viendo.

Rememoró cómo ella le animaba en susempresas y borraba sus preocupaciones, cómosaltaba a sus brazos cuando retornaba de labatalla, liberando la tensión y la incertidumbreque le corroían cuando él cumplía sus deberespara con su rey y su nación. Vio una vez máscómo ella le corregía cuando obraba mal o se

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enfadaba, con qué claridad lograba hacerle verque su actitud era equivocada. Las lágrimasbrotaron de sus ojos al recordar la inmensa feque tenía en él, cómo creía que podía sermejor, que debía ser mejor. Sí, todo cuantoera se lo debía a ella, a que ella se habíaobstinado en potenciar sus virtudes y borrarsus defectos, con un amor y una dedicaciónque nunca había merecido.

—Laura… —susurró. Ella le había guiadoen la batalla. Moriría, pero por fin volvería averla.

Un musulmán le quitó el estandarte de lasmanos sin demasiado esfuerzo y se lo clavó enla frente. Los ojos de Roger Amat se cerrarondefinitivamente en la tierra, y volvieron aabrirse en compañía de su mujer.

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Rodrigo notaba que la determinación de losalmohades menguaba. Los refuerzos habíanllegado para salvar a la vanguardia en elmomento justo, y aunque los defensoresresistían, sus ataques eran cada vez menosintensos y los mataban con mayor facilidad. Eldesgaste al que habían estado sometidos debíatener consecuencias que empezaban a notarse.Era cuestión de tiempo.

Su espada trazaba arcos descendentes conseguridad, que normalmente enviaban un almaal otro mundo. El rey Alfonso también peleabacon furia y su acero estaba bermejo por lasangre de los que había doblegado, como el deXiménez de Rada. Todos los notables deCastilla se jugaban la vida en unenfrentamiento en el que debían vencer omorir, pues la derrota no era un desenlaceaceptable. El consejero hacía todo lo quepodía por contribuir al triunfo, pero sus brazosle pesaban y jadeaba. Antaño habría blandido

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su poderoso martillo de guerra, cuyo impactonadie podía resistir. Pero ya no teníasuficientes fuerzas.

Atacó a un almohade. Sabía que muchosyelmos se forjan uniendo dos partessimétricas, y que si el proceso es deficiente, elcentro es vulnerable. No se equivocó. El cascose abrió como una nuez y su sablazo destrozóla cabeza de su oponente.

Tenía que haber una razón para tanenconada resistencia, algo más poderoso queel miedo a Al-Nasir o el orgullo. Había visto avarios destacamentos huir antes del primerchoque. ¿Por qué unos no llegaban siquiera apelear, y otros lo hacían hasta la muerte? Noera lógico. ¿Quién o qué les hacía luchar hastala última gota de su sangre? La balanza seinclinaba a favor de los cruzados, pero nopodrían matar a todos los enemigos. Erandemasiados. Había que provocar sudesbandada, y se negaban a retirarse. ¿De

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dónde sacaban fuerzas?No tardó en encontrar la respuesta. Un

caíd andalusí se acercaba a ellos. Debía de serun hombre muy importante, pues vestía convarios tejidos de seda y lucía caras joyas,aunque su magnificencia se viera atemperadapor la sangre que le cubría casi por completo,lo que demostraba que había matado amuchos cristianos. A pesar de este toquetétrico, su figura seguía siendo imponente, lade un gran líder. Debía de ser él quien evitabacon su presencia y su ejemplo que el frentemahometano se desmoronara.

Sabía lo que tenía que hacer. Espoleó sucaballo, invocó a Santiago y se lanzó a por él.

Ibn Wazir avanzaba con paso firme hacia elmonarca castellano. A su lado, los

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musulmanes se apartaban para despejarle elcamino y los cristianos morían por su mano.Era consciente de que la defensa de sustropas, que desde hacía muchas horas eraheroica, no podría mantenerseindefinidamente. Los cruzados también losabían y presionaban con vigor, y no dejaríande hacerlo hasta que consiguieran su objetivoo un suceso de extrema gravedad les obligaraa retirarse. La muerte del rey podía conseguireso. Era difícil, pero al caíd debía intentarlo,pues en eso consistía su única esperanza devictoria.

Vio cómo un noble castellano se leacercaba. Era ya mayor, y su mirada azuldecía que era un hombre sabio, así como suescudo de armas revelaba que era entendidoen leyes y, en consecuencia, seguramente,consejero del rey. Se alegró. Era un rivaldigno, un rival contra el que merecía la penabatirse en combate singular. Su furia asesina

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se moderó y afloró su caballerosidad.También en la guerra había espacio para ella,como le había recordado a su siervo a orillasdel Guadalquivir.

Aguardó la embestida del castellano al ladoderecho de su montura. En el último momentose movió con rapidez al otro lateral. Suoponente había previsto este movimiento yredirigió la estocada, pero Ibn Wazir detuvo elataque con el escudo y degolló al blancocorcel, que cayó a tierra estrepitosamente. Elandalusí deseó que su rival no hubieraquedado atrapado, pues ahí acabaría el duelo.Afortunadamente, vio que se levantabaindemne. Varios lanceros intentaron acabarcon su vida, pero él ordenó:

—¡Dejadlo en paz! ¡Es mío!Esperó a que el castellano estuviera en

disposición de combatir y le examinó. Eramucho mayor que él, y por lo tanto menosfuerte y ágil, aunque esto se compensaba

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porque estaba fresco y él cansado después demás de cinco horas peleando sin tregua. Porotra parte, el consejero era indudablementemás experimentado. El duelo parecía, a priori,equilibrado. Los contendientes se saludaroncon respeto y ceremonia y comenzó elintercambio de golpes.

El castellano tanteaba al andalusí,intentando encontrar un punto débil en suguardia. Sabía que no tendría opción en uncombate prolongado, pues sus energías leabandonarían antes, así que debía aprovecharsu mayor experiencia para descargar un golpedecisivo que su rival no pudiera parar. Elmusulmán, por su parte, sonreía. Reconocía elestilo de combate de los castellanos,acentuado por la edad: precavido y defensivo,buscando siempre derrotar a su contrincantemediante una estocada extraordinaria más quepor la acumulación frenética de ataques.Desafortunadamente para él, tenía que seguir

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el mismo juego. Con solo una hora menos debatalla a cuestas habría descargado talsucesión de golpes que su oponente habríasucumbido en poco tiempo, pero se sentíaextenuado y sabía que, si adoptaba tal táctica,el cristiano no tardaría en encontrar un puntovulnerable. De vez en cuando le atacaba conel escudo confiando en que la poca agilidad desu contrario le permitiera impactarle, pero noera así.

Entonces se turbó. Había un brillo especialen los ojos del católico, un brillo que denotabaque había visto algo que le daría ventaja.¿Qué podía ser?

Su rival trazó un salvaje arco descendente.Ibn Wazir detuvo el poderoso ataque con elbroquel, pero eso era exactamente lo que elcruzado quería que hiciera. Había notado queel metal que lo reforzaba estaba muydebilitado por los anteriores golpes, yefectivamente cedió. El escudo quedó

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inservible por completo.Ibn Wazir lo arrojó a tierra. El consejero

había cobrado ventaja y debía equilibrar lacontienda. Cogió una pequeña maza que sereservaba para momentos de extraordinarianecesidad… como ese. Se reanudó elenfrentamiento.

No pasó mucho tiempo hasta que pudorealizar el ataque que buscaba. Su oponentedirigió una estocada que detuvo con la espaday, girando sobre sí mismo, descargó el mazazosobre el escudo de este, quien gritó de dolorcuando los huesos de su antebrazo crujieroncomo ramas secas. También su broquel habíaquedado inutilizado. El andalusí guardó elmartillo. Ya era suficientemente ventajosa suposición al pelear contra un anciano con elbrazo roto.

El intercambio de golpes siguió durante unrato más, donde ambos pudieron percibir queno superarían fácilmente al otro. Y sin

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embargo, los dos debían acabar rápido. ParaIbn Wazir, aquel hombre se interponía entre ély el rey Alfonso, y cuanto más tardara eneliminarle más probabilidades habría de que ladefensa islámica se hundiera. Para elcastellano, matar a su rival significaba romperdefinitivamente tal resistencia. Ambos notabancómo la arena del reloj se ensangrentaba. IbnWazir se alejó de su oponente y bajó laespada. Este no aprovechó la ocasión paraatacar, sino que agradeció el descanso.

—Sois un gran guerrero —dijo encastellano el andalusí.

El cruzado inclinó la cabeza en un gesto deagradecimiento y respondió en árabe:

—Y vos.Y como si obedecieran a una señal divina

se lanzaron violentamente el uno contra elotro, las espadas en lo alto y gritando elnombre de sus dioses.

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Rodrigo cayó al suelo. Por puro acto reflejo,apoyó los brazos para frenar su caída, y eldolor fue tan insoportable que le hizo gritar.Pero ningún sonido brotó de su garganta. Lehabían degollado.

Se tumbó boca arriba mientras intentabainfructuosamente detener la hemorragia,apretando su cuello con la mano. Le quedabanescasos segundos de vida. Y sin embargo,fueron muchas las cosas que sintió antes demorir. Pensó en sus hijos y en su mujer.Había logrado su objetivo de que el mundoque les legaba fuera mejor. Supo que sesentirían llenos de orgullo cuando tuvierannoticia de su muerte, a pesar de la tristeza. Erasuficiente. Su vida había servido para algo yobtenía un final noble.

El azul del cielo se reflejó en sus ojos, que

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no se cerraron cuando dejaron de ver.

Ibn Wazir sabía que había matado a suenemigo. Había escuchado el silbido del aireescapando por su tráquea abierta. En ciertomodo, sentía lástima. Era una pena quehombres así, orgullosos y leales, murieran.Pero nunca llegarían a ser tales de no serporque la guerra les forjaba, les otorgabacarácter, así que era necesario que todoaquello sucediera. Lo que la batalla concedía,la batalla lo quitaba.

Quiso avanzar hacia el rey Alfonso, perocayó de rodillas. Sus entrañas sedesparramaron sobre la ardiente arena. Poralguna razón no había notado la herida, y suprimera sensación fue de asombro antes deque un desgarrador sufrimiento le asaltara. Elcristiano había conseguido matarle. Las pocas

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energías que le quedaban se esfumaron, y lased y la extenuación, junto con la pérdidamasiva de sangre, le adormecieron. Ya nopercibía lo que se desarrollaba a su alrededor,y no le importaba. Eran sus últimos instantessobre la tierra.

No podía morir así, postrado. Él no.Realizando un esfuerzo hercúleo logró

ponerse en pie, agarrándose con el brazoizquierdo el estómago para que los intestinosno se le salieran más y sosteniendo con ladiestra la espada. Escuchó un bellísimocántico rodeándolo. No era la música de labatalla, sino algo más dulce y acogedor, unacanción entonada por una mujer de preciosavoz.

Vio cómo la muchacha a la que había vistoal inicio de la batalla avanzaba hacia él,completamente ajena a la matanza y a losguerreros que a su alrededor caían muertos.Sus negros ojos estaban clavados en él, y en

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sus manos sostenía un ramo de seis rosasrojas. Ibn Wazir alzó su espada hacia ella,pues había comprendido quién era, y dijo:

—Toda mi vida me he comportado comola ley exige y he amado a Alá. Ahora muerocon honor. Te lo ordeno, llévame ante Dios.

La Muerte, sonriendo, le obedeció.

Íñigo estaba aislado. Habían matado a supotro y luchaba a pie, cada vez más alejado desus hermanos de armas. Todo orden de batallase había roto y los contendientes luchabandispersos por sus vidas. Tal como habíapensado, no era consciente de la grandiosidadde la batalla una vez dentro. Su mente solo sepreocupaba de lo más inmediato, lo máscercano.

Alonso le había enseñado bien y sus

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golpes con el mandoble eran naturales. Loshabía interiorizado y manejaba el arma congran soltura, sin pensar. Le dolían los brazos,pero tenía que ignorarlos, pues un segundo dedescanso sería letal. El calor era insoportable,y le parecía estar peleando dentro de unhorno. Sudaba bastante, y el sudor se le metíaen los ojos, reduciendo su visión. Perotambién debía obviar eso y centrarseexclusivamente en su arma y sus enemigos.Todo lo demás era una peligrosa distracción.

Un almohade le atacó con la espada enalto. Detuvo el golpe, situando su mandobleen horizontal por encima de su cabeza, ydespués clavó el arma en el pechodesprotegido del adversario. La cogió de lapunta y la empuñadura. La cota de mallaimpedía que la hoja le rasgara la carne, ydefensivamente era la mejor opción. Desvió ellanzazo de otro enemigo y le atravesó lagarganta. Vio de reojo cómo una espada

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enemiga volaba hacia su cuello. No teníatiempo de reaccionar, ni de rezar.

El impacto nunca llegó a producirse. Elbrazo que sostenía la espada fue amputado ycayó a tierra. Poco después le siguió la cabezadel guerrero. Íñigo se giró para ver a susalvador y reconoció a Alonso, que entraba enla pelea blandiendo dos hachas. Todo navarroque pudiera lidiar, fuera noble o no, seencontraba en el cerro de los Olivares, y elencomendado había aparecido en el momentojusto. El noble recobró fuerzas y confianza, yhombro con hombro siguieron acosando a lahorda enemiga.

El veterano combatía con destreza, ymataba o mutilaba a cuantos se le acercaban.Se movía como un felino, como un grandepredador. El calor parecía no afectarle y susgolpes eran precisos. No llevaba escudo perolograba esquivar casi todas las embestidasenemigas, muy torpes por el cansancio que

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acumulaban, y su cota de malla le protegía delas demás. Parecía invulnerable, lareencarnación de un poderoso guerrero detiempos antiguos.

Pero no lo era. Un mazazo le rompió elcodo derecho. El hacha cayó al suelo, yAlonso, rugiendo de dolor, aún tuvo suficientedominio de sí mismo para esquivar el golpedirigido a su cabeza y hundir su otra hacha enel pecho del atacante. Los musulmanes,viéndole flaquear, se lanzaron a por él condenuedo, pues representaba una amenazamayor que la del joven noble. Este intentóauxiliarle, pero era tarde. Tan solo pudoescuchar cómo el encomendado le decía,antes de que le atravesaran el cuello:

—¡Luchad, don Íñigo! ¡Luchad!Ver su cadáver destrozado sobre el suelo

fue demasiado para Íñigo. Sentía un granaprecio y un profundo respeto por aquelhombre, el hombre que, pudiendo haberse

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marchado sin ningún obstáculo tras la muertede su padre, había decidido permanecer consu familia aunque fuera poco lo que pudierandarle. Pensó en su hijo, un bebé que creceríasabiendo que su padre fue un ejemplo dehonorable conducta pero sin verle jamás.Pensó en su mujer, viuda con apenas veinteaños. Y su cerebro se nubló.

Una ira bestial se adueñó de su ser. Lasangre le llegaba en oleadas al cerebro y unaextraordinaria fuerza recorrió todos susmúsculos y tendones. Gritando con rabia selanzó a la refriega. No sabía lo que pasaba asu alrededor, solo que el mandoble no pesaba,que era más ligero, más rápido, que losenemigos caían ante sí. No hubiera sido capazde distinguir a un mahometano de un cristiano,tan iracundo estaba. Parecía como si no fueraél, sino la encarnación de la rabia y el orgullode los vascos, el orgullo que había resistido enOsca el asedio de Pompeyo durante cinco

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años, la rabia que había aniquilado a Roldánen Roncesvalles. El espíritu de su raza latía enél, en él se personificaban las montañas y losprados, los verdes árboles y los gélidostorrentes nacidos de las cumbres. Losalmohades, asustados y sin energías ya paracontrarrestar tan salvaje ataque, huyerondespavoridos, pero él los iba cazando ydescuartizando, acabando con toda resistencia.

Entonces sintió frío.Se detuvo en seco. La furia le abandonó y

se volvió débil. A su lado yacían los cadáveresde decenas de musulmanes. Jamás hubieracreído que pudiera hacer algo así. Frente a él,a unos pocos pasos, se encontraba ya elpalenque de Al-Nasir. Los imesebelen lomiraban con terror, incapaces de moverse porestar enterrados pero con las lanzas apuntandohacia él, rogando porque no se acercara. Íñigonunca había visto hombres así, de piel negra ygrandes labios. Ni siquiera sabía si estaban

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hundidos en tierra o sencillamente no teníanpies. En todo caso, debía matarlos. Pero nopodía andar.

Miró su cuerpo. Siete veces habíanconseguido atravesar su armadura, y la heridamás aparatosa era un corte en el costado, dedonde manaba abundantemente la sangre.Puso su mano sobre ella, quedandoensangrentada, y se cubrió después el rostro.Toda su fuerza se concentraba en que elmandoble no tocara el suelo. En el fragor de labatalla no había notado las heridas, perocuando le abandonó el ímpetu se dio cuentade que le habían matado.

Palideció. No podía ser. El palenque deAl-Nasir estaba al alcance de la mano, y con élla victoria. Ya no viviría para casarse conMaría ni tener hijos que llevaran la sangre quecaía sobre la hirviente tierra, ni para ser ungran caudillo o un anciano erudito, pero nopodía morir a las puertas del triunfo. No podía

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acabar así…Escuchó gritos de alegría a su derecha.

Miró en esa dirección y vio a su reyrompiendo con el látigo armado las cadenas dela guardia negra. Los navarros penetraron enel palenque del califa matando a losimesebelen, que poco pudieron hacer pordefenderse. El pendón de Navarra, que desdeese día llevaría por siempre las cadenas, sealzaba victorioso sobre sus enemigos. Eldesconcierto entre los mahometanos fueterrible y emprendieron la huida. Los cruzadoshabían ganado la batalla de Las Navas, y sutierra, la amada Navarra, había sidodeterminante en el triunfo.

Suspiró y se relajó. Todo estaba en orden,ya podía descansar. Había cumplido con sudeber, había combatido hasta el límite de susfuerzas. Lloró. Tenía miedo a morir, pero loaceptaba con resignación y la satisfacción desaber que su muerte no era vana. Su linaje

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podía sentirse orgulloso.Alzó el pesado mandoble a los cielos con

una sola mano, agotando sus últimas energías.El lazo que su prometida le había dado sehabía tornado rojo. Mirando al cielo exclamó:

—¡Madre! ¡Madre! ¡Miradme, muero conhonor! ¡Padre! ¡Padre! ¡Acogedme, vuelvo avos!

Y se desplomó sobre la tierra que habíavisto su grandeza.

Alfonso estaba destrozado, pero erguido.No había bebido nada desde las seis de lamañana y su garganta estaba seca como elpolvo, y su cuerpo se negaba a responder.Pero su extraordinaria fuerza de voluntad leimpedía relajarse. Sabía que su enemigoestaba en peores condiciones, que no resistiríamucho más. La carga de los tres reyes habíapenetrado con fuerza, y aunque no hubieralogrado quebrar la resistencia mahometana alprimer impacto, lentamente la destruía. Ya

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habría tiempo de reposar. El deber era loprimero.

Los demás monjes aguantaban como él,por pura voluntad de espíritu, pues la delcuerpo había cedido varias horas atrás. Lacarnicería que habían provocado era inmensa,pero también habían sufrido muchas bajas. Noobstante, la cruz que Alfonso Valcárcelsostenía se mantenía en lo alto. No caeríahasta que los mataran a todos, si es que talhazaña estaba al alcance de alguien en elmundo.

La música de la batalla había disminuido.Pocos tambores repiqueteaban todavía en elcerro de los Olivares, las mujeres casi nogritaban. Solo los gritos de los que perecíanrasgaban el aire, cada vez con mayorfrecuencia. Eran los últimos estertores de ladefensa almohade.

Alfonso oyó la algarabía formada en elflanco de los navarros. Antes de poder ver lo

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que pasaba ya intuyó de qué se trataba. Notardó mucho en confirmarlo. Por fin loscruzados habían alcanzado la cumbre delcerro, destrozando la última línea defensivadel enemigo. No dejaba de ser irónico queNavarra, un reino surgido al amparo de losmusulmanes y aliado durante muchos añoscon los almohades, fuera la que diera el golpede gracia al Islam. Se alegró de que fuera así ygritó, exaltado:

—¡El Señor es grande! ¡Hermanos, dadgracias a Dios, nos ha concedido la victoria!¡Seguid luchando, que no escape nadie!

La masacre que se produjo a continuaciónfue espantosa.

Al-Nasir se hallaba sentado frente a su tienday acariciaba con parsimonia el Corán de

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Utmán. La batalla estaba perdida y ya habíaordenado la retirada de sus tropas, pero élpermanecía inmóvil, paralizado por eldesaliento. Era incapaz de comprender lo quehabía pasado. Había planificado la campañacuidadosamente, y culminaba en unahumillante derrota. ¿En qué momento habíacometido el pecado por el que Alá lecastigaba? No lo sabía, pero debía de habersido grave para que le amonestara con tanhumillante revés. A su alrededor, sus soldadoseran abatidos por los cristianos, los estandartesabandonados en el polvo, los tamboressilenciados. La muerte sobrevolaba el lugar,pero él seguía impasible, sin poder reaccionar.

—Dios dijo la verdad y el diablo mintió.Repetía constantemente la frase, la misma

que había pronunciado Saladino en losCuernos de Hattin. El caudillo egipcio era elmodelo al que aspiraba imitar. Pero no habíaconseguido derrotar a los cruzados, que se

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enseñoreaban del campo de batalla.Un árabe llegó cabalgando hasta él,

montado en un hermoso potro de pelajecastaño. Al ver al califa, descabalgó y le dijo:

—¿Hasta cuándo vas a seguir sentado, oh,Príncipe de los Creyentes? Se ha realizado eljuicio de Dios, se ha cumplido su voluntad yhan perecido los musulmanes.

Al-Nasir se levantó y cogió el Corán deUtmán. No debía, bajo ningún concepto, caeren manos de los cristianos, pues eranblasfemos y no dudarían en profanarlo. ¿Porqué los creyentes de la verdadera fe eranabatidos por los impíos? No tenía sentidohacerse preguntas, porque no cambiarían loshechos. Avanzó hacia su montura, y el árabe,viéndolo, le ofreció la suya.

—Monta en esta, que es de pura sangre yno sufre ignominia. Quizá Alá te salve conella, pues en tu salvación esta nuestro bien.

El califa aceptó el ofrecimiento y subió al

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caballo, llamando a una escolta de imesebelen.El Vencedor de la Religión de Alá abandonóLas Navas.

—Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus DeusSabaoth. Pleni sunt caeli et terra majestatisgloria tuae.

La música de la batalla habíadesaparecido, sustituida por el coro queformaban los cristianos cantando a voz engrito el tedeum mientras mataban a susenemigos. Aún había pequeños reductos demusulmanes que resistían, pero no teníannada que hacer. Alfonso había dado órdenesde no hacer ningún prisionero. Todo el quevolviera al campamento con un rehén seríaejecutado con él. El campo de batalla estabatan lleno de cadáveres que costaba caminar

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sobre su suelo. Setenta mil mahometanoshabían perecido, y aún más deberían caerdurante la desbandada. No serían pocos losmusulmanes que, tras la batalla, seconvirtieran al catolicismo y predicaran lagloria del Señor de los cristianos, que les habíaconcedido tan deslumbrante victoria.

—Tu Rex Gloriae, Christe. Tu Patrissempiternus es Filius. Tu, ad liberandumsuscepturus hominem, non horruisti Virginisuterum.

También se produjo un despiadadosaqueo. El arzobispo Ximénez de Rada habíaamenazado con la excomunión a todo el quese entregara al expolio, pues no erainfrecuente que los soldados cedieran a laavaricia y permitieran que las vencidas tropasde su oponente se reagruparan y organizaranun contraataque. Pero los musulmanes nosuponían ya ninguna amenaza, y las sancionesdel arzobispo fueron ignoradas. El botín

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capturado sobrepasó los anhelos de todos loscombatientes. Los almohades quebraban suslanzas y flechas en la huida para que nopudieran ser usadas, pero había otros objetoscomo monedas, gonfalones, joyas, etc. que nopudieron ser recatados. El botín fueencomendado a López de Haro, quien lorepartió. Alfonso renunció a su lote. Lostejidos de seda de Al-Nasir, así como suestandarte, fueron enviados a Inocencio III.

—Per singulos dies benediciumus Te, etlaudamus nomen Tuum in saeculum, et insaeculum saeculi.

Los cristianos no se limitaron a asegurar elcampo de Las Navas. Seguirían presionandodurante los días siguientes, penetrando en Jaény reconquistando castillos y ciudadesimportantes como Baños, Baeza, Úbeda y unafortaleza cuya pronunciación semejaba a la deTolosa. Arnaldo Amalarico aprovecharía estacoincidencia fonética para decir que, así como

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los musulmanes habían sido aniquilados enLas Navas de Tolosa, serían exterminadostambién los herejes cátaros. El campo debatalla obtuvo este nombre para la posteridad,que lo recordaría siempre como el delenfrentamiento en que el Islam sucumbió enEspaña. Al-Nasir moriría de pena un año mástarde, el día de Navidad, en Marrakech, y elimperio almohade declinaría hasta perecerpocas décadas después. Córdoba, la grancapital del califato, sería reconquistada en1236 por Fernando III el Santo, quien tambiénsometería la majestuosa Sevilla en 1248. Sololas luchas dinásticas permitirían lasupervivencia de los pequeños reinosmusulmanes hasta 1492, pero losmahometanos nunca pudieron revertir lasituación de poderío cristiano, limitándose alanguidecer mientras recordaban los gloriososdías en que habían sido los indiscutiblesseñores de la Península.

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—In Te, Domine, speravi; non confundarin aeternam.

—¿Dónde está Íñigo?Sancho ya había descabalgado e

inspeccionaba el cerro de los Olivares con sushombres. Se sentía eufórico, y no era paramenos. La historia recordaría que elcontingente navarro, el más reducido, habíasido el más determinante en la épica victoriade Las Navas. El ambiente era sobrecogedor,con muertos y mutilados hasta dondealcanzaba la vista, pero al rey no le importaba.Era una expresión más del triunfo que queríafestejar con los hombres a los que habíareunido en su tienda la noche anterior. Elúnico que faltaba era el joven Íñigo, al quenadie encontraba.

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Un escudero se le acercó. Su semblantemostraba una honda tristeza, y el monarca seturbó, pues chocaba violentamente con el airefestivo que respiraba. El siervo le dijo:

—Mi rey, creo que deberíais ver esto.Sancho el Fuerte siguió al escudero,

acompañado por todos sus nobles. Cuando violo que este le mostró, reprimió un grito y dijo,apesadumbrado:

—Santa Madre de Dios…El cadáver de Íñigo yacía en el suelo. A

pesar de la suciedad de la batalla, de la sangrey el sudor, parecía inmaculado. Sus ojos yboca estaban cerrados, y su rostro transmitíauna imagen de beatífica paz. Casi parecía laimagen de un ángel, de una estatua grabada enpiedra en una catedral. Pero era él, y estabamuerto. Los musulmanes abatidos a sualrededor mostraban que había caído luchandocomo un guerrero, como un héroe. El rey deNavarra preguntó:

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—¿Cómo fue? ¿Quién le vio morir? ¿Quésucedió?

Un muchacho de unos quince años,llamado Juan y sirviente del noble, le contósus últimos instantes de vida. Los había vistoa poca distancia y su relato fue veraz. Laslágrimas se agolparon en el rostro del titánicomonarca cuando escuchó que, en el momentode perecer, había llamado a sus padres.

—Todos hemos luchado bien —dijo conla voz trémula por la emoción tras conocer elrelato—, pero él nos ha superado. Y sinembargo está muerto, y nosotros aún vivimos.¿Por qué el cielo se lleva a los mejores?

Hizo un enorme esfuerzo por no llorar, ycontinuó:

—Y ahora, ¿qué podemos hacer? Aunquesecáramos océanos, quemáramos bosquesenteros y derribásemos montañas nopodríamos construir un mausoleosuficientemente majestuoso para albergar a tan

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noble héroe. No podemos llorar, pues ni todonuestro llanto derramado durante siglos harájusticia a su gloria. Aunque escribamoscantares y poemas y los grabemos a fuego enla piedra y el firmamento, ninguna palabrapodrá siquiera acercarse a su grandeza.

Mandó llamar a un hombre llamado José,y cuando compareció ante él, le ordenó:

—Limpiad su cuerpo de la mugre y lasimpurezas, pues ahora no tiene tacha.Embalsamadlo para que no le asalte lapodredumbre. Quiero que su madre le vea porúltima vez, quiero que pueda besar su frente yse sienta orgullosa del hijo al que albergó en suseno, y que ahora nos observa desde unparaíso al que no podemos aspirar. Loenterraremos en la catedral de Pamplona. Allísu memoria no perecerá. Durante siglos todoslos hombres que lo vean lo honrarán, lossoldados que marchen a la batalla lo llevaránen su corazón y él les dará fuerzas, los hijos

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de Navarra y la dulce España recordarán quelas personas más puras y sagradas de estemundo dieron su vida para que ellos fueranlibres. Juro por la sangre que ha derramadosobre esta tierra que su sacrificio no serávano. Los sacerdotes hablarán de él en lospúlpitos, los juglares cantarán sus hazañashasta que les estallen las cuerdas vocales, losreyes y los príncipes se inclinarán ante susepulcro.

Los nobles cogieron con suma reverenciael cuerpo de Íñigo y lo llevaron a la tienda delrey, donde sería embalsamado. Sentían comosi tocaran algo sacro, precioso. Aunque surostro estuviera blanco, su recuerdo nopalidecería jamás.

Fray Santiago García paseaba por el cerrode los Olivares. Se sentía agotado, extenuadomás allá de toda comprensión, pero nodeseaba descansar. El panorama que sepresentaba ante sus ojos era espectacular. Era

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la primera batalla en que había participado, yle había tocado en suerte la más colosal que serecordara en la Península. Aún no podía creerque hubieran vencido. El enfrentamiento habíasido muy reñido y, aunque calculaba quedecenas de miles de mahometanos habíanmuerto, las pérdidas de los cruzados tambiénhabían sido numerosas. Veinticinco milhombres habían dejado la vida en Las Navas,y muchos otros estaban heridos. Su maestre,Ruy Díaz de Yanguas, había sufrido unaterrible herida en el brazo que le habíainutilizado para la pelea. Peor fortuna le habíadeparado el destino a Pedro Arias, maestre dela Orden de Santiago, cuyas lesiones eran tangraves que moriría a los pocos meses.

El joven monje estaba intentando asimilartodo lo que había pasado cuando vio aAlfonso Giménez. Yacía arrodillado con laespada clavada en la tierra. Apenas se veía elblanco de su hábito por la suciedad del barro y

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la sangre, y su rostro estaba deformado por lasimpurezas y el sudor. Llorabadesconsoladamente, como un niño.

Se acercó a él intrigado y le preguntó:—Fray Alfonso, ¿qué os sucede?El veterano le miró con los ojos

enrojecidos por el llanto, y respondió con vozentrecortada:

—Hemos vencido…El joven seguía sin comprender. Eso

debería alegrarlo.—¿Oh, por qué el Señor nos concede la

victoria? —continuó Alfonso—. ¿Por quéméritos, por qué sacrificios nos ha permitidotriunfar? No somos dignos de la gloria que nosotorga, no somos dignos de sentir Su miradasobre nosotros… ¿por qué nos exalta, por quénos enaltece?

Rugió y se golpeó con fuerza el pecho. Susollozo se hizo más intenso. Era una escena

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patética, y sin embargo sentía gran devociónpor él, un guerrero sumamente poderoso ydevoto. Había combatido con una furiainigualable, había matado él solo a veinticuatroenemigos sin recibir herida alguna. Nadiepodría considerarse por encima de él. Y sinembargo, se humillaba.

—¿Quién soy yo para combatir en Sunombre? ¡Yo, el más impuro, el más débil, elmás ignorante! Aún hay millones de hombresque no han escuchado Su palabra, que noconocen Su belleza. ¡Y yo sí! ¿Por qué me hahablado, por qué me ha escogido? ¿Quépuedo yo ofrecerle? No soy digno ni dedesatarle las sandalias, mi vida no vale ni paraofrecerla en holocausto… ¡Y la ha aceptado!¡No me ha destruido, me ha preservado en labatalla y ha santificado mi existencia! ¡Me hadado fuerzas que mi débil naturaleza nuncapodría alcanzar, me ha dado razón con quecomprender su voluntad, me ha dado fe para

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amarle! ¿Acaso merezco alguno de estosdones? No merecía luchar por Él, y sinembargo me ha contado entre los victoriosos.Oh, Señor, oh, Señor… ¿por qué me amas?

El sol arrasaba el campo de Andalucíaconvirtiéndolo en un mar de luz, sangre yvictoria.

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Nota del autor

ESTE libro no debe ser tomado como unaobra exacta en lo histórico. Aunque heprocurado ceñirme a la realidad de los hechosy describir la campaña de Las Navas deTolosa tal como se entiende que sucedió, hahabido ocasiones en que voluntariamente headaptado tales hechos a la narración, así comoes posible que haya cometido otros erroreshistoriográficos, bien por falta dedocumentación por mi parte o bien porque lasfuentes no coinciden.

Entre los supuestos en que por decisiónpropia he trastornado la realidad histórica delsiglo XIII, quizá el más destacado sea en lospersonajes: Alfonso Giménez, Roger Amat,Sundak y Rodrigo de Aranda no existieron.

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Son por completo invención mía. Ibn Wazir yel poeta Mutarraf sí existieron en la realidad ytomaron parte en la batalla, muriendo elprimero en ella y el segundo un mes después,a consecuencia de las heridas que sufrió. Contodo, aquí termina toda similitud con lospersonajes históricos. También existía el linajenavarro de los Íñiguez, y efectivamente huborepresentantes suyos en Las Navas de Tolosa,pero desconozco si existía Íñigo y, en caso deque fuera así, no me he basado en él paracrear a mi personaje. Por cierto, Íñigo nopodría haber blandido un mandoble en labatalla, porque este arma como tal no surgiríahasta principios del siglo XIV.

En los demás personajes cuya existenciareal es indudable, como Al-Nasir, Ibn Qadis,los tres monarcas cristianos, ArnaldoAmalarico o el arzobispo Ximénez de Rada,he intentado describir sus actos ypensamientos en concordancia con lo que de

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ellos se menciona en las fuentes y estudios,aunque mi objetivo fundamental ha sido darcoherencia al relato, y, en consecuencia, suretrato seguramente no sea el más verazposible.

Otros aspectos en los que he obviado laverdad histórica son: en primer lugar, esbastante improbable que los protagonistas dela campaña fueran conscientes de la enormetrascendencia que esta iba a tener, aunque enmi obra, para añadir dramatismo, todos se denperfecta cuenta de ello; en segundo lugar, lascifras de los combatientes son muy elevadas.He usado el número setenta mil para loscristianos por razones puramente simbólicas, ycomo casi todas las fuentes coinciden en quelos musulmanes los triplicaban, estos sondoscientos diez mil.

Merece la pena detenerse a hablar delnúmero de guerreros que tomó parte en labatalla, porque, como sucede con

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prácticamente todos los enfrentamientos de laEdad Media, es casi imposible tener ningunacerteza sobre cuántos combatientes llegaron areunirse. Las fuentes medievales hablan decien mil cristianos contra trescientos milmusulmanes, llegando incluso a aumentar atrescientos mil contra un millón. Reunirsemejante cantidad de guerreros en la EdadMedia no debía ser imposible, pero sícombatir con ellos o siquiera darles de comer.En todo caso, lo que suele mantenerse, aún enlas fuentes musulmanas, es la proporción de1:3.

Ya en el siglo XX estos números serebajarán considerablemente. Huici Mirandacalculó que los cruzados debieron sumar entresesenta y ochenta mil combatientes, y heseguido su estimación, no porque la consideremás válida que las demás, sino porque encajaen mis propósitos. Otros autores hablan deunos diez mil cristianos y en torno a veinte mil

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musulmanes, manteniendo la superioridadnumérica del ejército islámico, pero no hastael extremo de triplicar a los cruzados. En todocaso, juntar a trescientos mil guerreros, comosucede en la novela, era algo sin duda titánico,pero no imposible teniendo en cuenta lanaturaleza de los reinos que combatían: enEspaña, especialmente Castilla, la sociedadestaba en cierto grado militarizada y muchoshombres normales, que en otros reinosmedievales no hubieran marchado a la guerrasalvo por extraordinaria necesidad, eranperfectamente capaces de tomar parte en unaofensiva, como demuestra su organización enmilicias concejiles. Por su parte, el imperioalmohade era muy extenso y hacía amplio usode mercenarios, sin contar con los voluntariosque se unirían al ejército, por lo que podíareunir doscientos mil hombres. No hay queolvidar que cifras relativamente cercanas sealcanzaron en épocas de menor población,

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como el siglo IV después de Cristo. Se estimaque más de doscientos mil hombrescombatieron en Adrianópolis.

Como es evidente, la inmensa mayoría depensamientos e ideas de los protagonistas nose corresponden con mi forma de pensar. Másque expresar mi opinión, la cual no creo queimporte demasiado a nadie, me ha parecidointeresante escribir, hasta donde pueda y sepa,sobre los puntos de vista de los personajessegún la mentalidad de la época. Estamentalidad quizá nos parezca salvaje obárbara, pero debo decir que, y aquí síintroduzco mi opinión, me resulta, si no másjusta, al menos sí más coherente que la actual.Aquellos hombres defendían la guerra ymorían en ella. Sin embargo, el mundocontemporáneo, que dice odiar la guerra ytrabajar por la paz, ha creado engendros comola bomba atómica, la bomba H, las armasquímicas, los campos de exterminio, los

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kamikazes, los terroristas suicidas y muchasotras cosas poco pacíficas. Y normalmente nomueren los que tienen interés en el conflicto.

La referencia sobre la que más hetrabajado es el magnífico estudio de ManuelGabriel López Payer y María Dolores RosadoLlamas titulado Las Navas de Tolosa: labatalla y publicado por la editorial Almena enel año 2002. Otros libros de los que he sacadoinformación, aunque más sobre aspectosgenéricos del momento histórico que sobre labatalla en sí, han sido: La Orden deCalatrava, de Jesús de las Heras (Edaf); Losmonjes guerreros en los reinos hispánicos,de Enrique Rodríguez-Picavea (La Esfera delos Libros); Las grandes herejías, de HilaireB e llo c ; Los orígenes de Europa, deChristopher Dawson, y algunos ensayos deClaudio Sánchez Albornoz. También me hanresultado de gran ayuda los apuntes de historiadel derecho, asignatura que cursé en primero

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de carrera en ICADE con la profesora AliciaDuñaiturria Laguarda.

Finalmente, agradezco a fray José MaríaSainz, OFM, y al capitán Alfonso Valcárcel,sacerdote castrense, la revisión de lascuestiones teológicas que aparecen en lanovela.

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Cronología1130. Se funda la dinastía almohade con

Abd Al-Mumin, bisabuelo de Al-Nasir.1147. Los almohades arrebatan Sevilla a

los almorávides.1154. Nacimiento de Sancho VII de

Navarra.1155. Nacimiento de Alfonso VIII de

Castilla.1158. El abad Raimundo de Fitero funda

la Orden de Calatrava.1160. Nacimiento del Santo Padre

Inocencio III.1177. Nacimiento de Pedro II de

Aragón.1181. Nacimiento de Al-Nasir.1195. Yaqub Al-Mansur, padre de Al-

Nasir, derrota a Alfonso VIII de Castilla yAlfonso IX de León en Alarcos. Se firma una

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tregua entre Castilla y los almohades.1198. LaOrden de Calatrava reconquista Salvatierra.

1211. Al-Nasir, en respuesta a lasincursiones castellanas en Jaén, arrebataSalvatierra a los calatravos.

1212. Batalla de las Navas de Tolosa.1213. Pedro II de Aragón muere en Muret

combatiendo a los cruzados de Simón deMontfort. Al-Nasir muere el día de Navidaden Marrakech.

1214. Muerte de Alfonso VIII de Castilla.1216. Muerte del Santo Padre Inocencio

III.1234. Muerte de Sancho VII de Navarra.1236. Fernando III el Santo, nieto de

Alfonso VIII, reconquista Córdoba.1248. Fernando III el Santo rinde Sevilla.

Muere Ali Al-Said, último califa almohade.

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Glosario depersonajeshistóricos

ALFONSO VIII DE CASTILLA (1155 -1214). Rey de Castilla desde los tres añoshasta su muerte, tuvo que lidiar con la entradade los almohades en la Península, quienessubyugaron a los almorávides e integraron losdominios musulmanes de España en suimperio. Fue ampliamente derrotado enAlarcos en 1195, tras lo cual tuvo que firmaruna tregua que él mismo rompió en 1211. Larespuesta que organizaron los almohades leobligó a forjar alianzas y treguas con todos losreinos cristianos de la Península y a solicitar al

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papado que promulgara la cruzada en España,a lo que se accedió. La campaña resultanteculminó en la aplastante victoria cristiana enLas Navas de Tolosa, en julio de 1212. Muriódos años más tarde, y poco después lo hizo suesposa Leonor, hermana de Ricardo Corazónde León. Le sucedió su hija Berenguela, quiensería madre de Fernando III el Santo.

SANCHO II DE NAVARRA (1154 -

1234). Rey de Navarra desde 1194, primo deAlfonso VIII, era un hombre de extraordinariaestatura y fuerza, lo que le hizo merecedor delapodo el Fuerte.

Su relación con Castilla antes de lacampaña de Las Navas era de hostilidadmanifiesta, hasta el punto de que no leimportó aliarse con los almohades en la luchaque sostenía contra su primo. No obstante,cuando este se decidió a organizar la ofensivaque culminaría en Las Navas, Navarra le

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apoyó, en gran medida por las presiones querecibió del arzobispo Arnaldo Amalarico paraque así lo hiciera. Tras la victoria, ambosreinos se reconciliaron y Alfonso VIII ledevolvió algunos castillos que le habíaarrebatado en las guerras anteriores. Murió en1234 en Tudela.

PEDRO II DE ARAGÓN (1177 - 1213).

Rey de Aragón desde 1196, primo de AlfonsoVIII, era un hombre de extraordinariareligiosidad, lo cual, junto a su decisión dehacerse vasallo de la Santa Sede en 1204, levalió el sobrenombre de el Católico. vEsto noimpidió, sin embargo, que en 1213 muriera enMuret, adonde había acudido para defender asus vasallos cátaros, a manos de los cruzadosde Simón de Montfort y Arnaldo Amalarico,con quien había combatido en Las Navas.Fue, tras su primo castellano, el primer reycristiano de la Península en apoyar la ofensiva

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contra el Islam en 1211. MUHAMMAD AL-NASIR LI-DIN

ALLAH (1182 - 1213). Califa almohadedesde 1199, cuarto de la dinastía fundada en1130, heredó un imperio que se extendía porlo que hoy día es Marruecos, Argelia, Túnez yLibia y el antiguo imperio almorávide, al queterminó de someter en 1203 tras arrebatarlelas Baleares. Cuando en 1211 Alfonso VIIIrompió la tregua, planificó una campaña deambiciosas proporciones destinada a suprimirdefinitivamente la amenaza de los reinoscristianos y, en concreto, de Castilla. Noobstante, tal campaña fracasó principalmentepor la mala gobernanza promovida por susconsejeros y que motivó decisionesimpopulares, como la ejecución de Ibn Qadis,castellano de Calatrava. Tras la derrota en LasNavas, volvió a Marrakech, donde falleció eldía de Navidad de 1213. A su muerte

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surgieron numerosas rebeliones contra eldominio almohade que a la larga provocaronsu colapso pocas décadas después.

LOTARIO DE CONTI, INOCENCIO

III (1160 - 1216). Papa desde 1198, fue unode los pontífices más importantes en elperiodo de esplendor de la hierocracia,mediando en la resolución de conflictos dentrode varios reinos de la Cristiandad. Logróconsolidar el poder papal en Italia frente a laspretensiones del Sacro Imperio, recordandoque la dignidad imperial venía otorgada por laIglesia Católica y, por tanto, reafirmando lasupremacía de esta sobre los emperadores. Nodudó en convocar cruzadas para defender laortodoxia de la Iglesia, como contra loscátaros y los musulmanes en España y enTierra Santa, aunque excomulgó a losvenecianos que habían saqueado Zara yConstantinopla por desviarse del verdadero

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objetivo de la cruzada. En 1206 aprobó laOrden Dominica de Santo Domingo deGuzmán y en 1209 la Orden Franciscana deSan Francisco de Asís y, en 1215, convocó elCuarto Concilio de Letrán. Murió al añosiguiente, en 1216.

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* * *© Francisco Rivas Moreno, 2012

© La Esfera de los Libros, S.L., 2012Primera edición en libro electrónico (epub):

mayo de 2012ISBN: 978 - 84 - 9970 - 786 - 0 (epub)

Conversión a libro electrónico: J. A. DiseñoEditorial, S. L

Doc:

Epub:

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NOTAS1 Los agzaz, guzz en singular, eran los

arqueros a caballo turcos, mercenarios deélite.

2 La descripción de la ceremonia ha sidotomada de la obra Las Navas de Tolosa: labatalla, de Manuel Gabriel López Payer yMaría Dolores Rosado Llamas.