1895
Fiction Book Description Santiago Posteguillo AFRICANUS EL HIJO DEL CÓNSUL Ediciones B Buenos Aires. Caracas. Madrid. México D.F… Montevideo. Quito. Santiago de Chile 1.a edición: octubre 2008 © Santiago Posteguillo, 2006 © Ediciones B, S. A., 2008 Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com Printed in Spain ISBN: 978-84-666-3932-3 Depósito legal: B. 39.933-2009 A Lisa, por todo y, por encima de todo, por Elsa Agradecimientos Gracias a todos los grandes historiadores clásicos y modernos por sus magníficos tra- tados y monografías sobre la antigua Roma sin

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Fiction Book Description SantiagoPosteguilloAFRICANUS EL HIJO DEL CÓNSUL

Ediciones B Buenos Aires. Caracas.Madrid. México D.F… Montevideo. Quito.Santiago de Chile 1.a edición: octubre2008© Santiago Posteguillo, 2006 © EdicionesB, S. A., 2008Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.comPrinted in Spain ISBN: 978-84-666-3932-3Depósito legal: B. 39.933-2009

A Lisa, por todo y, por encima de todo, porElsa Agradecimientos Gracias a todos losgrandes historiadores clásicos y modernospor sus magníficos tra- tados ymonografías sobre la antigua Roma sin

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cuya información esta obra nunca habríasido posible. Gracias a todo el equipo deEdiciones B, por la ilusión que han puestoen esta novela y su continuación; graciasen especial a Faustino Linares, LucíaLuengo, Verónica Fajardo, CarmenRomero y al magnífico equipo de diseñográfico. También quiero agradecer a loscomerciales de la editorial su esfuerzo enla distribución de Afri- canas para que ellibro llegue cada vez a más sitios. Y muyen particular tengo que agra- decer a todosaquellos lectores que bien mediantemensajes en mi página web, bien conmensajes en diferentes foros de Internet,me han animado a seguir escribiendo. Susco- mentarios, en su mayoría elogiosos, enocasiones críticos, pero siempre revestidosde un gran respeto, son el mayor estímuloque un escritor puede encontrarespecialmente en aquellos momentos de

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desfallecimiento que, inexorablemente,aparecen durante la cre- ación de una obrade esta envergadura.Gracias a mis padres por quererme tanto ypor aficionarme a la lectura y a mi familiapor estar siempre conmigo. Y gracias a misamigos por entenderme y apoyarme: ASal- va por leerse y corregir conminuciosidad una primera versión de estanovela y animar- me a que luchara porqueesta obra se publicase, a José Javier, por notomarme por loco mientras escribía (élsabe lo valioso de su opinión a esterespecto pues es psiquiatra), y a Emilio yPepe por resistir con paciencia (y algunacerveza) mis interminables historias sobrela segunda guerra púnica con un apreciableinterés.E infinitas gracias a mi mujer por creer enmí primero como compañero y luego comoescritor, creyendo en esta novela desde un

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principio, leyéndose, capítulo a capítulo,cada pedazo de la misma, sin desfallecer ycon paciencia. Y un agradecimiento muyespecial a nuestra pequeña hija Elsa, porcomer bien, dormir mucho y llorar muymuy poco du- rante los meses finales deedición y corrección de las pruebas de estaobra de entreteni- miento tituladaAfricanus, el hijo del cónsul.

Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes[Patria ingrata, ni siquiera tienes mis hu-esos.] Epitafio en la tumba de Escipión, elAfricano M. Valerius Maximus, 5,3, 2b Proaemium

A finales del siglo III antes de Cristo,Roma se encontró al borde de ladestrucción to- tal, a punto de seraniquilada y arrasada por los ejércitoscartagineses al mando de uno de los

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mejores estrategas militares de todos lostiempos: Aníbal. Ningún general de Ro-ma era capaz de doblegar a estetodopoderoso enemigo, genial en el arte dela guerra y hábil político, que llegó hastalas mismas puertas de la ciudad del Tíber,habiendo pacta- do con el rey Filipo V deMacedonia la aniquilación de Roma comoEstado y el reparto del mundo conocidoentre las otras dos potencias mediterráneas:Cartago y Macedonia.La historia iba a ser escrita por losenemigos de Roma y la ciudad de las sietecolinas no figuraría en ella, no tendríaespacio ni en los libros ni en los anales quehabrían de reme- morar aquella guerra,aquel lejano tiempo; Roma apenasrepresentaría unas breves líne- asrecordando una floreciente ciudad quefinalmente sería recluida a sus murallas,sin voz en el mundo, sin flota, sin ejército,

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sin aliados; ése era su inexorable destinohasta que o bien la diosa Fortuna, o quizáel mismísimo Júpiter Óptimo Máximo o elpuro azar intervinieron en el devenir de loshombres y las mujeres de aquel tiempoantiguo y surgió un solo hombre, alguieninesperado que no entraba en los cálculosde sus enemi- gos, un niño que habría denacer en la tumultuosa Roma unos pocosaños antes del es- tallido del conflictobélico más terrible al que nunca se habíaenfrentado la ciudad; algu- ien que prontoalcanzaría el grado de tribuno, un jovenoficial de las legiones que inici- aría uncamino extraño y difícil, equivocado paramuchos, que, sin embargo, cambió pa- rasiempre el curso de la historia, quetransformó lo que debía ocurrir en lo quefinal- mente fue, creando los hechos queahora conocemos como la génesis de unimperio y una civilización secular en el

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tiempo y en la historia del mundo. Aquelniño recibió el nombre de su progenitor,Publio Cornelio Escipión, que fuera cónsulde Roma durante el primer año de aquellaguerra. Las hazañas de el hijo del cónsulalcanzaron tal magni- tud que el pueblo,para distinguirlo del resto de los miembrosde su familia, los Escipi- ones, le concedióun sobrenombre especial, un apelativoreferente a uno de los territori- os queconquistó, ganado con extremo valor en elcampo de batalla y que lo acompaña- ríahasta el final de sus días: Africanus. Seríala primera vez que se honraba a un generalcon una distinción semejante, dando asíorigen a una nueva costumbre que en lossiglos venideros heredarían otros cónsulespreeminentes y, finalmente, losemperadores de Ro- ma. Sin embargo,tanta gloria alimentó la envidia.Ésta es su historia.

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Dramatis personae

Publio Cornelio Escipión (padre), cónsulen el 218 a.C. y procónsul en HispaniaPomponia, mujer de Publio Cornelio CneoCornelio Escipión, hermano del anterior;cónsul en el 222 a.C. y procónsul enHispania Publio Cornelio Escipión (hijo),Africanus, hijo y sobrino de los cónsulesmenciona- dos arriba Lucio CornelioEscipión, hermano menor Tíndaro,pedagogo griego, tutor de los EscipionesCayo Lelio, decurión de la caballeríaromana Emilio Paulo (padre), cónsul en el219 y 216 a.C.Lucio Emilio Paulo, hijo de Emilio PauloEmilia Tercia, hija de Emilio Paulo QuintoFabio Máximo (padre), cónsul en el 233,228, 215, 214, 209 a.C. y censor en el 230

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a.C.Quinto Fabio, hijo de Quinto FabioMáximo Marco Porcio Catón, protegido deQuinto Fabio Máximo Sempronio Longo,cónsul en el 223 y 218 a.C.Cayo Flaminio, cónsul en el 217 a.C.Terencio Varrón, cónsul en el 216 a.C.Cneo Servilio, cónsul en el 217 a.C.Claudio Marcelo, cónsul en el 222,215,214,210 y 208 a.C.Claudio Nerón, procónsul Minucio Rufo,jefe de la caballería Lucio MarcioSeptimio, centurión en Hispania QuintoTerebelio, centurión en Hispania MarioJuvencio Tala, centurión en Hispania SextoDígicio, oficial de la flota romana Ilmo,pescador celtíbero Tito Macio, tramoyistaen el teatro, comerciante, legionario Druso,legionario Rufo, patrón de una compañíade teatro Casca, patrón de una compañía deteatro Praxíteles, traductor griego de obras

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de teatro Marco, comerciante de telasAmílcar Barca, padre de Aníbal,conquistador cartaginés de HispaniaAsdrúbal, yerno de Amílcar y su sucesoren el mando Aníbal Barca, hijo mayor deAmílcar Asdrúbal Barca, hermano menorde Aníbal Magón Barca, hermano pequeñode Aníbal Asdrúbal Giscón, generalcartaginés Himilcón, general en la batallade Cannae Magón, jefe de la guarnición deQart Hadasht Maharbal, general en jefe dela caballería cartaginesa Sífax, rey deNumidia occidental Masinisa, númida,general de caballería, hijo de Gaia, reina deNumidia oriental Filipo V, rey deMacedonia Filémeno, ciudadano deTarento Régulo, oficial brucio Rey deFaros, rey depuesto por los romanos,consejero del rey Filipo V LIBRO I UNAFRÁGIL PAZ

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Vel iniquissiman pacem iustissimo belloanteferrem. [Preferiría la paz más inicua ala más justa de las guerras.] Cicerón,Epistulae ad familiares, 6, 6, 5.

1 Una tarde de teatro

Roma.Año 519 desde la fundación de la ciudad.235 a.C.

El senador Publio Cornelio Escipióncaminaba por el foro. Llevaba el cabellocorto, casi rasurado, tal y como eracostumbre en su familia. A sus treintaaños, andaba ergu- ido, dejando a todos vercon claridad su rostro enjuto y serio, defacciones marcadas, en las que unamediana nariz y una frente sin ceño seabrían paso en silencio. Ese día iba a asistir

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a un gran acontecimiento en su vida,aunque en ese momento tenía la mente ent-retenida con otro suceso sobresaliente enRoma: Nevio estrenaba su primera obra dete- atro. Apenas habían transcurrido cincoaños desde que se había representado laprimera obra de teatro en la ciudad, unatragedia de Livio Andrónico, a la que elsenador no ha- bía dudado en acudir. Romaestaba dividida entre los que veían en elteatro una costum- bre extranjera,desdeñable, fruto de influencias griegasque alteraban el normal devenir delpensamiento y el arte romano puros; yotros que, sin embargo, habían recibidoestas primeras representaciones como unenorme salto adelante en la vida cultural dela ci- udad. Quinto Fabio Máximo, unexperimentado y temido senador, del quetodos habla- ban como un futuro próximocónsul de la República, se encontraba entre

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los que obser- vaban el fenómeno contemor y distancia. Por el contrario, elsenador Publio Cornelio Escipión, ávidolector de obras griegas, conocedor deMenandro o Aristófanes, era, sin lugar adudas, de los que constituían el favorablesegundo grupo de opinión.Publio Cornelio llegó junto a la estructurade madera que los ediles de Roma, encar-gados de organizar estas representaciones,ordenaban levantar periódicamente para al-bergar estas obras. Al ver el enjambre devigas de madera sobre el que se sostenía laes- cena, no podía evitar sentir unaprofunda desolación. Pensar cuántasciudades del Medi- terráneo disfrutaban deinmensos teatros de piedra, construidos porlos griegos, perfec- tamente diseñados paraaprovechar la acústica de las laderas sobrelas que se habían edi- ficado. Tarento,Siracusa, Epidauro. Roma, en cambio, si

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bien crecía como ciudad al aumentar supoder y los territorios y poblaciones sobrelos que ejercía su influencia, cu- ando serepresentaba una obra de teatro tenía querecurrir a un pobre y endeble escena- rio demadera alrededor del cual el público seveía obligado a permanecer de pie mient-ras duraba el espectáculo o a sentarse enincómodos taburetes que traían desde casa.Co- mo consolación, el senador pensabaque, al menos ahora, ya había posibilidadde ver sobre la escena actores auténticosrecreando la vida de personajes sobre losque él había leído tanto durante los últimosaños. Una mano en el hombro, por laespalda, acompaña- da de una voz grave ypotente que enseguida reconoció,interrumpió sus pensamientos.- ¡Aquí tenemos al senador taciturno porexcelencia! -Cneo Cornelio Escipiónabrazó a su hermano con fuerza-. Ya sabía

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yo que te encontraría por aquí. Venga,vamos a ver una obra de teatro, ¿no? A esohas venido.- No esperaba verte por aquí hoy.- Hombre, hermano mío. -Cneo hablaba envoz alta de forma que todos alrededor po-dían escucharle. Era un gigantón de dosmetros que no necesitaba abrirse caminoentre el tumulto de gente que se habíaagolpado en torno al recinto del teatro yaque, como por arte de magia, siempre seabría un pequeño sendero justo un par demetros antes de que llegara su persona.Cneo era más alto, más fuerte, menos serioy más complaciente en la mesa que suhermano, lo que quedaba reflejado en suincipiente barriga que los años deadiestramiento y empleo militar manteníanrelativamente difuminada-. Tanto hablardel teatro, el teatro esto, el teatro aquello…me dije, vayamos a ver qué es eso del

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teatro y… bueno… - ¿Bueno qué? - ¡Y,por todos los dioses! ¡Si ese viejoremilgado de Fabio Máximo ha dicho quelo mejor que puede hacer un buen romanoes no acudir a estas representaciones, pueseso era ya lo que me faltaba para decidirmea venir! ¡Que los dioses confundan a eseidiota! - Así que eso es lo que andadiciendo Fabio -respondió Publio-.Interesante. Ya enti- endo por qué haytanta gente. Creo que con sus palabras haconseguido que venga más gente quenunca. Hay que felicitarle. Estoy seguro deque los actores agradecerán tanto debatesobre sus representaciones. Parece queFabio Máximo no entiende que si deseasque algo pase desapercibido lo mejor es nomencionarlo. Supongo que futurasgeneraci- ones irán aprendiendo esto. Encualquier caso, me alegro. Cuanta másgente vea estas cosas mejor. Quizá así

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consigamos que en Roma se construyaalguna vez un teatro dig- no de representara Aristófanes o Sófocles.- No sé; no creo que esto del teatro llegue ainteresar tanto como para levantar esosenormes edificios de piedra de los quesiempre hablas. Si me dijeras para vergladiado- res o mimos, cosas que sí gustan,entonces quizá sí… Pero desde luego hoyaquí hay un gentío notable -concluyóoteando desde lo alto de su sobresalientepunto de observaci- ón.Así, conversando, los dos hermanosentraron en el recinto. Se había hablado yaen más de una ocasión de la posibilidad delevantar también una estructura de maderafren- te a la escena que soportase unasgradas de forma que el público pudierasentarse y disf- rutar con más comodidaddel espectáculo, pero, de momento, todoaquello no eran más que conjeturas. Sólo

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había algunos bancos en las primeras filaspara las principales autoridades de laciudad, los ediles y algunos senadores.- Resultará complicado conseguir unaposición más céntrica. Mejor nosquedamos aquí-comentó Publio.Su hermano se giró y le miró sacudiendo lacabeza, como quien perdona la vida a al-guien a quien aprecia mucho pero que sabeque está equivocado en algo muy concreto.Sin más comentarios, Cneo se adentróentre el tumulto de gente, dando algunavoz al principio y luego, a medida que ladensidad de la muchedumbre aumentaba,apartando a unos y otros con decididos ypotentes empujones. Cneo avanzaba haciael centro del re- cinto para conseguir unaposición mejor para ver a los actores y lohacía como un tribu- no en un campo debatalla buscando la posición óptima parasu unidad. Publio seguía la senda que su

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hermano iba abriendo. Unos soldados serevolvieron molestos ante aquel torrente deempellones, mas, al ver ante ellos dibujarsela imponente figura de Cneo adornada conla toga propia de un patricio, decidieronhacer como que no había ofensa y ocuparsede sus asuntos. Así, en unos minutos,Publio y Cneo alcanzaron el centro delrecinto justo frente a la escena tras losbancos de las autoridades y quedarondispuestos para asistir a la representación.Una vez allí, Publio se dirigió a suhermano.- Gracias. Con tu extremada delicadezahemos conseguido, sin duda, una excelenteposición para el espectáculo. Siempre tansutil, Cneo. Te veo hecho todo un político.- Ya sabes que el que tiene que llegar acónsul en nuestra familia eres tú. A mí queme dejen un ejército y que me pongan unosmillares de bárbaros o cartagineses delante.

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Con eso me entretendré.Publio no respondió nada. Quién sabe,viendo cómo se desarrollaban losacontecimi- entos políticos quizá algún díatendrían ante sí a unos cuantos de esoscartagineses, aun- que no tenía tan claroque el verbo «entretenerse» fuera el másadecuado para describir semejantesituación.Tito Macio era un joven de veinte años,huérfano, llegado a Roma desde Sársina,en el norte de la región de Umbría. Éstahabía caído bajo el control romano unosaños an- tes. Después de algunas peripeciasy no pocos sufrimientos en las calles deRoma, había alcanzado una ciertaestabilidad a sus veinte años como mozode tramoya en una de las incipientescompañías de actores que se dedicaban arepresentar obras de teatro en la ci- udad.Su labor consistía esencialmente en

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clasificar las ropas de los actores y tenerlaspreparadas para facilitárselas a cada uno amedida que éstos entraban en escena.Tambi- én se ocupaba de limpiar lasmismas antes y después de cadarepresentación y, en fin, de todo aquelloque fuera necesario con relación alespectáculo, incluso, si se terciaba, ac-tuar. Después de haber mendigado por lascalles, aquello le parecía una muy buenaop- ción de vida. Entre bastidores Titoobservaba a los actores declamar y enocasiones me- morizaba los textos deaquellos personajes que más le agradaban.Esto resultaba útil sobre todo cuando teníaque sustituir a algún actor que estabaenfermo o, más frecuente- mente, con unaresaca demasiado grande como para podersalir a escena.Cuando entró de niño en aquella compañíahabía un anciano liberto de origen griego

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que se ocupaba de traducir textos de losclásicos como Eurípides, Sófocles,Aristófanes o Menandro, entre otrosmuchos, que le tomó cierto aprecio. Quizáaquel anciano en- contró su extremasoledad, en un país extranjero y sin familiani amigos, reflejada en aquel niño mendigode cara resuelta que luchaba por sobreviviren una ciudad cruel para el pobre, elesclavo y el no romano. El anciano lo tomóa su cargo y le enseñó a leer la- tín primeroy después griego; y cuando sus ojosempezaron a fallarle, Tito, familiarizán-dose poco a poco con el arte de laescritura, empezó a copiar al dictado lastraducciones que este anciano le hacía.Praxíteles, que así se llamaba, falleciócuando Tito apenas te- nía trece años. Unamañana fue a llevarle agua para lavarsecomo hacía siempre y se lo encontró en ellecho de la habitación que la compañía de

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teatro había alquilado para co- bijo delanciano que tan buen servicio les daba.Praxíteles estaba tendido, relajado, perocon los ojos abiertos y sin respirar. Tito sequedó en silencio junto a aquel hombre dequien tanto había aprendido y se dio cuentade que aun sin que éste fuera nuncacondes- cendiente o especialmentecariñoso con él, siempre se había mostradoafectuoso. De pronto se sintió del todo soloy pensó que nunca jamás sentiría un dolory una pena igu- al en su vida. Estaba muyequivocado, pero en aquel momento no eraconsciente de las turbulencias del futuro.Cuando se rearmó de valor para afrontar lasituación abandonó la estancia y salió alencuentro de Rufo, el amo de la compañía,que estaba negociando en el foro lasposibles nuevas representaciones de lamisma para la próxima Lupercalia, lafestividad de la purificación que tenía lugar

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a mediados de febrero. Faltaba tiempo aúnpero era conveniente cerrar los convenioscon las autoridades públicas lo antes po-sible.Rufo se encontraba junto con dos ediles deRoma, encargados de organizar los dife-rentes acontecimientos festivos, cuandoTito llegó a su encuentro. Rufo hizo comoque no le veía. Al fin, una vez que despuésde diez largos minutos hubo terminado suscon- versaciones con los ediles, se dirigióal inoportuno Tito, que había permanecidojunto a él como un pasmarote, inconscientede su impertinencia, aturdido como estabapor los acontecimientos.- ¿Y a ti qué se te ha perdido en el foro estamañana? ¿Por qué no estás con el griegoterminando la traducción de la comedia deMenandro que os encomendé? Ésta no esforma de justificar el alojamiento y lacomida que os pago.

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Tito pensó en replicar con improperiospero de su boca sólo salió la sencilla ysimple realidad.- Praxíteles ha muerto. -Y sin esperarinstrucciones se marchó del foro dejandoque Rufo digiriese las implicaciones deaquel suceso para su futuro económico.Rufo, no obstante, era un hombre curtidoen el desastre y la crueldad. Militarretirado, a sus cuarenta años había matado,violado, robado, luchado con honor yluchado sin ho- nor alguno en el campo debatalla y con dagas en las peligrosasnoches de Roma. Tenía una pobladamelena de pelo negro que se resistía atornarse gris pese a su edad, como situviera un pacto de juventud con los diosesa cambio de quién sabe qué extrañosservici- os. Avanzaba siempre como si setambaleara, con un corpulento cuerposazonado de he- ridas y coronado por un

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ceño profundo permanente en lo alto de sufrente. Hablaba latín y algo de griego, perosu capacidad lectora era más quediscutible. Con todo, Rufo pose- ía unasobresaliente destreza: el oportunismo.Había discernido como nadie el gran im-pacto que suponía la novedad del teatrocomo espectáculo en Roma y, antes queningún otro, había juntado actores dediferentes partes de la península itálica, sehabía hecho con los servicios de Praxítelesy había fundado una compañía estable quedaba un buen servicio a los ediles de Romaa un más que razonable precio para lasarcas del Estado.Mantenía en la pobreza a actores y demásmiembros de la compañía, pero eso no pre-ocupaba a las autoridades siempre que secumplieran los compromisos acordados encu- anto a número de representaciones ymínima calidad de la puesta en escena.

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La muerte de Praxíteles suponía unimportante escollo en el natural futuro dela com- pañía, pero, como la fortuna aveces es caprichosa y parece vanagloriarseen favorecer a quien menos lo merece,Rufo pronto detectó que no hacían faltatantas traducciones del griego como antes,sino que empezaba a haber autores latinospropios que, para satisfac- ción suya y desu economía, ya escribían las obrasdirectamente en latín.Meses después de la muerte de Praxíteles,Rufo preguntó a Tito si él se sentía capazde traducir obras del griego. Tito meditó surespuesta y concluyó que sí, pero comomo- vido por un resorte, enseguidarespondió con decisión de forma contraria.- No, lo siento, no podría -y nunca más levolvió a preguntar Rufo sobre aquel tema.Tito había visto dónde había llegadoPraxíteles con su griego y no quería seguir

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su mis- ma suerte. Albergaba mejoresexpectativas para su vida que trabajartraduciendo por un mendrugo de pan y unahumilde alcoba y siempre en las manos deaquel hombre cruel y avaro. Desdeentonces Tito se especializó en todo loreferente a la tramoya: trajes, disf- races,calzado de los actores y supervisar ellevantamiento de la escena cada vez queha- bía representación. Curiosamente,aquel trabajo parecía ser más valorado porRufo que todos los esfuerzos del ancianogriego por producir unas traducciones encorrecto y flu- ido latín. Tito estabasorprendido porque sabía de lo injusto dela valoración, pero se gu- ardaba para símismo sus opiniones y se dejaba llevar enaquel mundo de locos por lo que los demásconsideraban como de mayor mérito.Aquella tarde del 235 antes de Cristo, serepresentaba la primera obra de uno de los

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nuevos autores que tan bien le habíanvenido a Rufo: Nevio. Se trataba de unatragedia ambientada en Grecia. Para elloTito había dispuesto todo lo necesario:pelucas blancas para los personajesancianos, pelirrojas para los esclavos, unsinfín de todo tipo de más- caras para lasmás diversas situaciones escénicas, ycoturnos, unas sandalias altas emp- leadaspara realzar la estatura de los personajesprincipales que en una tragedia seríandioses personificados por actores, que,como era lógico, no podían estar a lamisma altu- ra que el resto de lospersonajes. Una amplia serie de mantos ytúnicas griegas comple- taba el vestuario.Todo estaba dispuesto. El público llenabalos alrededores del escenario, la tarde eraagradable y la temperatura suave. Romaiba a vivir una velada de teatro al aire libre.

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2 El paso del estrecho

Los Pilares de Hércules (Gibraltar). 235a.C.

Decenas de pequeñas embarcacionesnavegaban lentamente. En una de laslanchas, atestada de armas arrojadizas,espadas, escudos, lanzas, algún caballo,víveres y solda- dos, Amílcar dirigía todala operación. A su lado, un adolescente detrece años, su joven hijo Aníbal, es decir,«el favorito de Baal», el dios supremo delos cartagineses, obser- vaba admirado.Amílcar tenía bajo su mando un granejército dispuesto para conquistarHispania, pe- ro no tenía barcos con quetransportarlo. Meses atrás rogó a lossufetes, los dos cónsules de Cartago, quedieran orden de reconstruir la flota púnica

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para poder enviar estas tro- pas a Iberia,pero éstos se negaron, siguiendo los avisosdel Consejo de Ancianos. La gran flotapúnica había sido destruida en la granconfrontación contra Roma de unos añosantes y, entre otras terribles penurias yhumillaciones, Cartago tenía prohibido re-construir una nueva flota que los romanosobservarían como una amenaza inminente.Si lo hacían, explicaron lo sufetes, Romano tardaría ni unas semanas en declarar laguerra y atacar, antes de que Cartagoestuviera recuperada del anterior conflicto.El sufete se dirigió directamente a Amílcar.- Si deseas conquistar Hispania paraCartago y fortalecer el Estado con susriquezas, eso te honra, general, sinembargo, lo que pides, una flota paratrasladar al ejército, eso es imposible.Tienes permiso para intentar esa conquistapero tendrás que discernir otros medios.

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Amílcar no era hombre que se amilanaracon facilidad. Combatió con valor ypertinaz resistencia a los romanos enSicilia dificultando en extremo el avancede las legiones del Estado latino y,posteriormente, derrotó por completo a losmercenarios africanos que se levantaroncontra la que creían ya una Cartago endecadencia. Así pues, Amílcar aceptó elreto de los sufetes. Se levantó y ante todoslos senadores de Cartago exclamó.- Llevaré el ejército a Iberia, cuyasriquezas navegarán hacia Cartago enmenos de un año.Y antes de que nadie pudiera preguntarlesobre la forma en que pensaba acometer talempresa, el general abandonó el cónclavesenatorial y, escoltado por varios soldadosy oficiales próximos a su causa y a lafamilia de los Barca, partió de la ciudad.Durante semanas Amílcar dirigió su

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ejército por toda la costa norte de África,aprovi- sionándose en las numerosaspoblaciones costeras amigas de Cartago.Atravesó las montañas y los estrechospasos resistiendo ataques de tribus encontinua rebeldía con Cartago. Cruzó lacosta norte de Numidia y Mauritania enuna marcha larga y agotadora parahombres y bestias, hasta que, al cabo dedos meses, llegó a los Pilares de Hércules.Allí contempló, desde la costa africana, lasplayas del sur de Hispania. Sólo losseparaba un estrecho de aguasembravecidas pero de tan sólo veinte otreinta kilómetros de anc- hura.[Parafacilitar la lectura hemos recurrido a laexpresión de kilómetros para que el lectorse ubique mejor en los espacios descritosde la novela, aunque en la época se re-curriera a otras unidades para medir lasdistancias como pasos o estadios que,

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ocasional- mente, mencionamos] En unassemanas fue agrupando todas las barcas depesca de las poblaciones próximas ymandó construir pequeñas balsas ybarcazas de transporte. No se trataba deconstruir barcos de guerra, sino dedisponer de pequeños transportes quefueran y volvieran durante varios días,llevando en cada viaje armamento,soldados, ani- males y víveres. La tareasería tediosa, lenta y muy peligrosa.Especialmente difícil re- sultaría embarcar,uno a uno, a las decenas de elefantes quellevaba consigo.Amílcar alcanzó la costa de Hispania y fueel primero en pisar tierra. Tras él su cabal-lo y varios soldados que empezaron adescargar todo lo que llevaban en labarcaza: tri- go, dardos, lanzas, escudos.Era impresionante mirar hacia el sur. Elmar estaba repleto de centenares de

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embarcaciones que, como una flotilla depequeños barcos, se acerca- ban a lascostas. El oleaje, no obstante, arreciaba confuerza. Un elefante, al verse rode- ado deaquella inmensidad de océano, se pusonervioso y empezó a bramar y moverse.Uno de sus adiestradores intentó calmarloprimero y luego controlarlo a golpes queasestaba con una maza de hierro en lacabeza del animal, pero la bestia estaba yafuera de sí y cualquier esfuerzo era inútilpara controlarla. En la pugna, la barcaza sedesesta- bilizó y volcó, y soldados, armas yvíveres fueron al agua junto con elelefante. El mar se tragó a hombres ybestia en cuestión de segundos. De formaparecida varias barcazas volcaron y seperdieron numerosos hombres, material yanimales. Sin embargo, al caer la tarde deltercer día, el gigantesco ejército cartaginéshabía cruzado el estrecho sin dis- poner de

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una flota, sin despertar las suspicacias deRoma. Sigilosamente, aunque decidi- dos,aquellos soldados formaron en la playa.Amílcar revisó unidades, equipos, caballe-ría y elefantes y, cuando todo estuvodispuesto, con el sol poniéndose, ordenóavanzar varios kilómetros hacia el interior.Dio orden también de recoger las barcas yesconder- las tras las dunas de la playa.Al día siguiente, un barco mercanteacompañado de una quinquerreme militarromana pasó por la zona. Un legionarioactuaba como vigía. Desde lo alto de lanave observó restos de madera flotando enel mar. Dio la alarma y el capitán ordenóque recogieran aquellos fragmentos. Unavez en el barco, constataron que se tratabade pequeños trozos que no podían sinopertenecer a alguna embarcación pesquera.El capitán preguntó al vi- gía si seobservaba algún movimiento extraño en la

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costa. La respuesta del legionario fuerotunda. -¡Nada! - Bien -concluyó el oficialal mando del barco-. En el informe de abordo que figure que se han avistado restosdel naufragio de alguna pequeña barca depesca. Sin más no- vedad. Sigamos rumboal noreste, a Sagunto.Y se alejaron de la costa.

3 El hijo del senador

Roma, 235 a.C.

La representación acababa de empezar ytodo marchaba bien. Hasta el momentonin- gún actor se había olvidado del texto yel público parecía seguir la historia concierto in- terés. De cuando en cuando elmurmullo de los que hablaban era excesivoy Tito tenía que moverse entre los

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espectadores pidiendo silencio para que losque deseaban escuc- har pudieran hacerloy, de súbito, llegó el desastre: desde fueradel recinto del teatro se empezó a escucharmúsica de flautas y los gritos de algúnartista de calle anunciando la próximaactuación de un grupo de saltimbanquis yequilibristas y, lo peor de todo, un combatede gladiadores como colofón alespectáculo. Era frecuente que diferentesgru- pos callejeros se aproximaran al teatropara aprovechar la labor que larepresentación había conseguido con granesfuerzo de toda la compañía de actores:congregar a un no- table gentío. Parte delpúblico, poco interesado en el transcursode aquella tragedia, vol- có su interés enlos recién llegados saltimbanquis y fuesaliendo del teatro. Los actores seesforzaron en declamar más alto elevandoel tono de voz al máximo de su capacidad

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para intentar reavivar el interés de los queallí se habían reunido, pero todo esfuerzore- sultaba inútil. Poco a poco se fuevaciando el recinto hasta que apenas quedóun tercio del aforo inicial. Tito estabadescorazonado y Rufo, iracundo. Aunquelos ediles habían pagado por anticipado larepresentación, si ésta no era de interés, secuestionarían vol- ver a contratar a lacompañía.En el exterior del recinto el grupo deartistas callejeros daba volteretas en el aireuna tras otra a un ritmo enfermizo; luegouno de ellos se tendió en el suelo y el restosaltaba dando una voltereta sobre aquél. Alfondo se podía observar a dos fornidosguerreros, sus musculosos brazosrelucientes por el aceite con el que sehabían untado, armados con espadas yescudos dispuestos a entrar en combatepara satisfacción del gentío que empezaba

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a rodearlos.En el teatro, Publio permanecía absorto enla representación de tal forma que el desp-lazamiento del público hacia el exterior delteatro le había pasado completamente desa-percibido. Cneo, por el contrario, entreadormilado y aburrido, estabaconsiderando seri- amente ausentarse juntocon el resto de la gente que ya lo habíahecho. Un buen comba- te de gladiadoresparecía, a todas luces, un entretenimientomucho mayor que la pesada y lenta historiaque se les estaba presentando sobre elescenario. Sin embargo, veía a su hermanotan absorbido por la representación queintentaba aún concentrarse para ver sipodía él quedar igual de prendado por loque los actores contaban. Pero no.Resultaba del todo imposible. Al cabo deunos minutos se decidió y se dirigió a suhermano.

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- Publio, yo me voy, te espero fuera.- ¿Eh…? Bien, sí, bien. Nos vemos fuera.Cuando termine salgo -fue su respuesta;pero aún no se había dado Cneo la vueltapara marcharse cuando apareció entre ellosun esclavo de casa de los Escipiones.- ¡Amos, amos! ¡Ha llegado el momento!¡Ha llegado el momento! A estainterpelaci- ón Publio sí que reaccionó conrapidez dejando de lado la representación.- ¿Estás seguro? ¿Sabes bien lo que dices?-Sí, mi amo. Sí. Vengan a casa. ¡Rápido! Yel esclavo los dirigió a la salida.Velozmente sortearon al públicosuperviviente de la representación. Luegoen el exterior bordearon el tumulto que sehabía formado alre- dedor de los dosgladiadores que habían empezado su lucha.El ruido de las espadas sobresalía porencima del de los gritos de la gente. Publioaceleró la marcha.

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- ¡Vamos, vamos! ¡Hay que regresar a casalo antes posible! En el teatro Titocontemplaba desolado el recinto mediovacío y escuchaba a los acto- resdeclamando a gritos sus intervencionespara hacerse oír por encima de la algarabíaque llegaba de fuera. Una tarde de teatro enRoma. Tito sintió que aquél no podía ni de-bía ser su mundo por mucho más tiempo.Había de dejar aquel barco antes de que sehundiera del todo. Nunca pensó que tuvieramadera de héroe.Publio y Cneo llegaron a casa corriendo.Al irrumpir en el atrio los recibió el llantode un niño. Una anciana esclava queejercía de comadrona lo traía desnudo. Lohabían lavado. Era un varón. Ése podría serel primogénito, el futuro pater familias delclan, si- empre que su padre lo aceptasecomo tal. La anciana se arrodilló ante losrecién llegados y a los pies de Publio,

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sobre el suelo de piedra, dejó el cuerpo delniño, desnudo, lloran- do. Su padreobservó al bebé unos segundos. Éste era elmomento clave en el destino de aquel niño,pues su progenitor tenía por ley el derechode aceptarlo o repudiarlo si con- siderabaque había presagios funestos, que habíanacido en un día impuro o que tenía al- gúndefecto. Publio Cornelio Escipión miró asu hijo en el suelo. El niño proseguía consu llanto. Cneo, respetuoso con laimportante decisión que debía tomar suhermano, se había retirado unos pasos. Enel centro del atrio, junto al impluvium querecogía el agua de lluvia, quedaron padre ehijo a solas. Publio se arrodilló, contemplóde cerca al bebé y asintió con la cabeza.Cogió entonces al niño y lo levantó porencima de sus hombros.- Que se prepare una mesa en honor deHércules. Éste es mi hijo, mi primogénito,

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que llevará mi mismo nombre: PublioCornelio Escipión y que un día mesustituirá a mí co- mo pater familias deesta casa.La anciana comadrona y Cneo respiraron.Publio devolvió el niño a la esclava.- Llévalo junto a su madre -y preguntó-,¿está bien la madre? - La madre está bien,descansando, dormida, pero bien. Dijo quedeseaba verles en cuanto llegaran.- Bien, bien. Que descanse unos minutos.Ahora me acercaré a verla.La esclava se retiró y Cneo dejó escaparpor fin sus emociones. -¡Bueno, hermanomío! ¡Por todos los dioses, esto tendremosque celebrarlo por todo lo alto! Tendremosbuen vino en esta casa y algo de comer,¿no? Aquella noche hubo un festín en lagran residencia de los Escipiones. Vinieronclien- tes y amigos de toda la ciudad. Sebebió y se comió hasta la medianoche. Y al

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terminar la velada, cuando se fueron todoslos invitados y la casa quedó tranquila,Publio se sentó junto a su mujer. El reciénnacido estaba acurrucado próximo a lossenos de Pomponia.El senador se sintió feliz como no lo habíasido nunca. La noche estaba tranquila, rara-mente sosegada para una noche en labulliciosa Roma. En la calle, al abrigo dela oscu- ridad, tres hombres se acercaron ala puerta de la casa del senador. Unollevaba un hac- ha afilada, otro una enormemaza y el tercero una escoba. Se acercaronhasta detenerse justo frente a la puerta. Enel silencio de la madrugada Publio escuchóvarios golpes fu- ertes en la puerta deentrada. Nadie de la casa salió a abrir. Elsenador permaneció impa- sible. Los tresesclavos, una vez cumplido el rito desacudir la puerta con sus herramien- taspara así cortar, golpear y barrer cualquier

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mal que pudiera afectar al recién nacido,tal y como correspondía a los diosesIntercidona., pilumnas y Deuerra, sealejaron y fu- eron a acostarse contentos.Ése era un día feliz en casa de su amo.

4 El triunfo de Fabio

Roma, 233 a.C.

La procesión de senadores que habíapartido desde el Campo de Marte ascendiópor la Vía Sacra y de esa forma llegó alforo boario. Era el principio de la largacomitiva del triunfo del cónsul QuintoFabio Máximo, vencedor contra las tribusligures del norte de la península itálica alas que había derrotado y empujado hacialos Alpes, liberando así las colonias yciudades protegidas por Roma en aquella

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región de los constantes ataqu- es, asediosy pillaje de aquellos bárbaros.- Primero van los senadores -explicabaPomponia a su hijo de apenas dos años; elpe- queño Publio observaba el tumulto degente y la larga comitiva con ojosadmirados sin entender muy bien a quévenía todo aquello-. ¡Mira, ahí están tupadre y tu tío! Publio y Cneo CornelioEscipión, en calidad de senadores deRoma, desfilaban con el resto de losmiembros del máximo órgano de gobiernode la ciudad. Era tradición que, encualquier triunfo personal de un cónsul, elconjunto del Senado desfilara en primerlugar, dejando claro, tanto al pueblo deRoma como al general al que se agasajaba,que todos estaban supeditados a laautoridad de aquel parlamento. Tras lossenadores, dece- nas de legionarios enperfecta formación desfilaban portando

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insignias arrebatadas a los ligures, armasde los derrotados y otros despojos deguerra; a continuación, encadena- dos,innumerables cautivos eran obligados aarrastrarse por las calles de Roma bajo laatenta mirada del pueblo. Los derrotadosmezclaban su rencor con la admiración queaquella floreciente urbe despertaba a susojos: hermosos templos engalanados deguir- naldas salpicaban el camino, miles depersonas vestidas con lujosas prendas ycentena- res de soldados apostados aambos lados de la ruta ferozmentearmados.Tras los cautivos que luego se venderíancomo esclavos y las armas, venía laexposi- ción de los tesoros arrebatados alos ligures: oro, plata, joyas, inclusoestatuas que éstos a su vez habíanarrancado a las ciudades que fueron objetode sus ataques. Acto seguido avanzaban

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pesada y lentamente doce bueyes blancoscamino del altar de Júpiter Capito- lino,donde debían ser sacrificados por elvictorioso general que, al coincidir suvictoria con el hecho de ostentar la máximamagistratura de la ciudad, uno de los dosconsulados que anualmente se elegían,tenía derecho a este triunfo. Y,concluyendo aquel séquito, venían los docelictores o guardias personales delmagistrado, que anunciaban la llegada delcónsul vencedor montado en una cuadrigatirada por cuatro caballos blancos que sedeslizaba plácida sobre la calzada portandoa Quinto Fabio Máximo, vestido para laocasión con una larga túnica púrpura. Unesclavo en la misma cuadriga sostenía unaco- rona de laurel sobre la cabeza delcónsul al tiempo que susurraba palabras ensu oído re- cordándole que aquélla era unacelebración pasajera y que seguía bajo las

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órdenes del Senado de Roma. FabioMáximo, no obstante, disfrutaba alcompleto de aquel baño de multitudes ydesde lo más profundo de su corazóndesdeñaba las palabras que el escla- vo,tozudamente, perseveraba en repetir. Habíatardado cuarenta y ocho años en llegar acónsul y aquél era un cargo que le gustabademasiado como para dejarlo así como así.Lo importante ahora era el momentopresente, la gran victoria; luego vendría suestrate- gia para dominar el Senado.

5 Un nuevo comerciante

Roma, año 228 a.C.

Corría el año 526 desde la fundación deRoma y Fabio Máximo ostentaba lamáxima magistratura, al ser elegido por

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segunda vez en poco tiempo como uno delos dos cónsu- les que debían gobernar elEstado durante aquel año. Eran tiempos detranquilidad en la ciudad, que vivía todavíacon un sentimiento de relativo sosiegodespués de los encarni- zadosenfrentamientos de la flota romana duranteel año anterior para combatir los naví- ospiratas de la costa ilírica, que suponían unaconstante amenaza para los puertos deaquella región y, más importante aún, parala seguridad de los barcos mercantes.Tito Macio veía cómo con las rutasmarítimas cada vez más seguras y con elcrecien- te dominio de Roma sobre el mar,los negocios y el comercio proliferaban portoda la ciudad. El teatro seguíalanguideciendo en un doloroso parto queparecía no terminar nunca de dar los frutosdeseados. Nevio, Pacuvio, Ennio y otrosestrenaban tragedias y comedias que

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interesaban a pequeñas minorías ilustradaspero que quedaban lejos de en- tusiasmaral pueblo en general. La gente seguíamostrándose mucho más atraída por loscombates de gladiadores y los espectáculosde saltimbanquis, equilibristas y mimosque salpicaban diferentes rincones de laciudad y que seguían aprovechándose delas repre- sentaciones teatrales para luegollevarse el público allí reunido. Este estadode cosas condujo a Tito Macio a tomar unadeterminación clave en su vida y en sudestino: dejar el teatro. Abandonar aquelmundo de muchos esfuerzos y escasasrecompensas y adent- rarse, con lospequeños ahorros que había conseguido, enel comercio. Encargado de las mil cosas dela compañía y, entre otras, de todo lorelacionado con la vestimenta de losactores, se había familiarizado con muchoscomerciantes de telas, túnicas, togas y

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otros elementos necesarios del vestidodiario de los romanos y por allí decidióencaminar su futuro. Lo tenía ya todoorganizado: había seleccionado quiénesserían sus proveedores, los precios deentrada de los productos y los precios a losque los pondría a la venta;hasta había alquilado ya un local en una delas insulae más próximas a los mercadosjunto al Tíber. Todo estaba perfectamenteplaneado, excepto algo que quedabapendien- te: comunicárselo a Rufo.Tito había pensado durante semanas lamejor fórmula de dar a conocer su decisiónal director de la compañía, aguardando elmomento adecuado para comentar susplanes:esperaba al final de cada representación,detrás del escenario, mientras Rufocalculaba el número de gente que habíapermanecido hasta el final, ya que los

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ediles de Roma ha- cían lo mismo. Laverdad es que las cosas no habían ido nadabien en las últimas obras, de forma queTito no se atrevía a hablar con el director.Sin embargo, el tiempo pasaba y ya tenía ellocal preparado y su decisión firmetomada. No podía esperar más tiempo.Una tarde, tras la representación de unaobra de Livio Andrónico, Tito se acercópor fin a Rufo.- Quería comentarle una cosa.- Ahora no tengo tiempo. Ocúpate derecoger bien todos los trajes y guardarlosde forma que no queden arrugados. Lastogas de los dioses parecía que hubieranestado en- marañadas durante meses -fuetoda la respuesta de Rufo, que hizo ademánde marchar- se.- Me voy. Mañana mismo dejo de venir alteatro y de ocuparme de vestidos, textos,escenario y todas esas cosas -comentó Tito

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a toda velocidad y él sí que se volvió einició su salida por la parte trasera delescenario donde se encontraban.- ¡Eh, tú! ¡Mentecato! ¡Por Castor y porPólux! ¿Se puede saber qué clase desandez estás diciendo? - Que me marcho,que estoy cansado de este trabajo. Esmucho esfuerzo, nadie me agradece nada yse gana muy poco, estoy prácticamente enla miseria y… - ¿Y…? - ¡Y además a lagente apenas le interesa lo que hacemosaquí; más nos valdría subir- nos alescenario con diez flautas y un número demimo! ¡Al menos usted le saca benefi- ciopero nosotros no sacamos nada! Rufoestaba rojo de ira, pero era hombre quesabía calcular sus acciones con respecto alas repercusiones económicas que éstaspudieran tener en el negocio. Tito Macioera un elemento interesante en el engranajede la compañía. Igual podía organizar

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vestidos, pelucas, calzado para una obra,que supervisar el levantamiento de laescena o incluso actuar cuando era preciso.- ¿Quieres más dinero? ¿Es eso? Te puedodoblar el dinero que percibes.Tito meditó un instante, pero estabademasiado decidido a alejarse de aquelmundo y ni aunque le quintuplicase lo quecobraba podría llegar ni a la mitad de loque había cal- culado que podría estarganando como comerciante de telas. Yaunque así fuera, no te- ner un amo que teordena y te desprecia a partes iguales eraun lujo que deseaba disfru- tar.- No, me marcho. Gracias por la ofertapero llega demasiado tarde.Fue entonces cuando Rufo tradujo su ira enpalabras que, si bien no pronunció muyalto, llegaron claras y precisas comodardos afilados a los oídos de Tito.- Bien, pues si te marchas y me dejas

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tirado, despreciado, que sepas querecordaré bi- en lo acontecido aquí hoy.Algún día vendrás, oh sí, volverás, porquetodos vuelven.¿Crees que eres el único cansado de estavida que se forja sueños de grandeza y mede- ja? Esto ya ha pasado antes y todosvuelven arrastrándose e imploran que losvuelva a aceptar y yo siempre digo no. Nosoy esencialmente rencoroso pero devuelvosiempre con la misma moneda con la queme pagan. Ahora lárgate de aquí y novuelvas jamás. - Y con estas palabras, Rufose dio media vuelta y se alejó del lugar.Tito se quedó allí, solo, rumiando por unosinstantes lo que Rufo había presagiado,pero sacudió al fin la cabeza y salió delescenario directo al mercado. Era una tardesu- ave y el viento fresco que subía desdeel río apaciguó sus ánimos y la tensiónvivida en la discusión con Rufo. Ante él

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una nueva vida se abría. Éste era suauténtico principio.

6 Amílcar

Hispania, 228 a.C.

Amílcar Barca, general en jefe del ejércitocartaginés en la península ibérica, observa-ba el valle. Los exploradores no habíandetectado movimientos de las tribus localesy, sin embargo, su instinto de guerrero lehacía dudar. La campaña contra losindígenas de la región estaba siendo máscostosa de lo esperado. Su resistencia alpoder de Cartago era tenaz, terca, pero ladeterminación de Amílcar era firme. Sugran plan no admitía vuelta atrás en suiniciativa de dominar aquel país.Necesitaban los recursos de la regi- ón, el

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control de las minas de Sierra Morena,acceso libre por los ríos y por las costas.El sur y gran parte del este estaban ya bajosu control, pero era necesario atajar lasresis- tencias del interior. Por eso habíacruzado el Tajo. Su objetivo era someter atodos los celtíberos entre aquel río y elDuero. Eso sería suficiente para mantenerel dominio de la región y explotar susriquezas para poder ejecutar la segundaparte del plan, la auténti- camenteimportante: la conquista de la penínsulaitálica, la derrota de Roma y la devolu-ción de la hegemonía del Mediterráneo aCartago. Hispania sería la base deoperaciones desde la que llevar a cabo susdesignios.Amílcar descendió hacia el vallecabalgando a lomos de su caballo, seguidode cerca por sus generales y, tras ellos, sujoven hijo de veintiún años. Aníbal llevaba

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nueve años en Hispania con su padre.Junto a él había asistido a lasdeliberaciones que tenían lugar entre losgenerales antes de cada ataque, antes decada batalla, antes del asedio de cual- quierpoblación. Y desde su adolescencia habíaentrado en combate. Y, como el resto delos miembros de la familia Barca, Aníbalera conocedor del plan de su padre, másallá de lo que los generales cartaginesessabían o podían intuir y más allá de lo quelos polí- ticos de Cartago imaginaban. Paralos sufetes -cónsules de Cartago-, y suConsejo de Ancianos, Amílcar estabaasegurando un territorio, el de Iberia, parapoder explotar sus riquezas y resarcir aCartago de las inmensas penurias de suderrota en la última conf- rontación conRoma, que, además de conllevar pagos deguerra, implicó la pérdida de territorioscomo Sicilia. Aníbal, sin embargo, sabía

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que los planes de su padre iban muc- homás allá que llenar las vacías arcas delEstado.Descendieron por el valle. El ejército fueavanzando por la llanura en formación de acuatro. Una larga hilera donde los elefantesy otras tropas pesadas quedaban al final. Alprincipio avanzaban los generales y partede la caballería, seguidos de la infanteríalige- ra. El sol se había nublado y unahelada brisa empezó a deslizarse desde lasmontañas.Amílcar pensó en detener la marcha, peropronto empezaría a anochecer, así queconc- luyó que era mejor atravesar aquelvalle y establecer un campamento en lascolinas pró- ximas que se vislumbraban enla distancia. Ésa sería una buena posicióndefensiva en caso de ataque. Estabameditando sobre estas opciones cuando porel otro extremo del valle apareció un grupo

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de guerreros iberos con varias decenas decarros tirados por bu- eyes. Las bestiasavanzaban lentamente porque los iberoshabían llenado los carros con troncos.Detrás de los vehículos venían varioscentenares de guerreros armados. La for-mación resultaba insólita y el avanceextremadamente lento hasta el punto deque los soldados cartagineses, que habíandetenido su marcha, se echaron a reír.Amílcar, por el contrario, permanecíaserio, oteando en la distancia intentandoentender el sentido que tendría todoaquello. Estaba claro que era una fuerzainferior a la necesaria para poder plantarcara a su ejército. Se volvió y observó asus soldados en formación, su progresi- ónhacia el valle detenida al quedar todosmirando la extraña maniobra de los iberos.Amílcar escuchaba a sus propios oficialesdespreciando a aquellos guerreros que se

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atre- vían a retar con semejante arsenal aun ejército púnico muy superior, coninfantería lige- ra y pesada, caballería, yelefantes.- ¡Es absurdo! ¿Qué pretenden? ¿Lucharcon bueyes contra nuestros elefantes? - ¡Alo mejor nos van a lanzar los troncos! - ¡Ja,ja, ja…! -nuevas risas que se extendían portodas las unidades. Amílcar, sin em- bargo,estaba disgustado.- ¿Quién ha dado orden de detener nuestroavance? -gritó-. ¡Que siga entrando en elvalle el grueso de las tropas! ¡Y no quieromás risas hasta que todo el ejército esté enformación de ataque! Los oficiales callarony se ocuparon de transmitir las órdenes. Enese momento se vi- eron varias antorchasencendidas entre los iberos que brillabancon especial fuerza en esa última hora delatardecer. Acercaban las llamas a lostroncos de los carros que previ- amente

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habían untado con pez de forma que en uninstante todas las decenas de carros ardían.El viento bajaba desde la ladera de lasmontañas hacia el valle, de forma que losbueyes, en su lento descenso, empezaron asentir el intenso calor de las llamas empuj-adas por la brisa hacia sus cuerpos. Lasbestias sintieron su piel quemándose ydespavo- ridas y presas del pánico selanzaron en una imposible huida de aquelcalor abrasador arrojándose hacia el valle,pero por más que corrían las llamas losperseguían. Antes de que los cartaginesespudieran reaccionar, carros en llamasempujados por bueyes enlo- quecidos losalcanzaban desordenando las formaciones,pisoteando a muchos soldados ysembrando el caos y el terror. Súbitamenteaparecieron varios grupos de guerreros porambos flancos. Primero eran decenas perose multiplicaban con increíble rapidez. Los

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cartagineses no entendían bien lo quepasaba pero pronto la vanguardia de lastropas li- geras quedó rodeada por varioscentenares de iberos que lanzaron un ferozataque contra las sorprendidas tropaspúnicas, que aún luchaban por deshacersede la embestida de los bueyes y de lasllamas de los troncos, muchos de ellosardiendo esparcidos por el suelo al habervolcado. Amílcar se percató de cómo seincorporaban más grupos de iberos: la granmayoría parecían estar echados en el sueloen pequeños grupos. Habían disimulado supresencia entre los árboles de las laderasdel valle e incluso algunos se habíanoculta- do con matorrales tumbándose enel suelo a la espera de recibir la orden deataque. Serí- an unos mil en total. Todo eracuestión de resistir la acometida mientrasel grueso de las tropas entraba en el valle yse rehacían las formaciones, con la

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infantería pesada y los elefantes. Loscartagineses, que ya empezaban a superarla sorpresa de los carros incen- diados,recibieron a aquellos guerreros primerolanzando una andanada de jabalinas yluego con sus espadas desenvainadas.Decenas de iberos cayeron bajo la lluvia depro- yectiles, pero la gran mayoría deluchadores indígenas alcanzó a las tropas.El combate era tumultuoso y desordenado,lo que perjudicaba la optimización de losrecursos púni- cos. Amílcar se vio envueltopor enemigos. Una decena de jinetescartagineses rodearon a su general. Aníbalobservaba el peligro en el que seencontraba su padre desde unos cien pasosde distancia, mientras combatía junto conotro escuadrón de soldados cartagi- neses.Asdrúbal, yerno de Amílcar, desde laentrada del valle ordenó a los soldados dej-ar paso a los elefantes para que éstos

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pudieran acceder lo antes posible y asistir alas de- sordenadas líneas de vanguardia yasí repeler la acometida de los iberos.Éstos, enfervo- recidos por el éxito inicialde su ataque sorpresa, se cebaron en rodearal que adivinaban por su amplia capa, subrillante y adornado casco y su propioporte, como general en jefe. Amílcar y lossuyos pusieron pie a tierra, pues laproximidad de los iberos y el ner- viosismode los caballos hacía imposible combatirdesde la montura. Aníbal vio a su padrebajar del caballo y comprendió la gravedadde la situación. Por el otro extremo de lallanura veía entrar los primeros elefantesque irrumpían bramando en el valle azuza-dos por sus adiestradores, pero aúnquedaban muy lejos. No lo pensó.- ¡Seguidme los que podáis! ¡El generalestá en peligro! -Y sin esperar respuesta desus soldados, salió del grupo cartaginés y

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se abrió paso a espadazos entre los iberos.Embestía con tal ferocidad que, una vezque derribó a dos guerreros enemigos, elresto se hizo atrás.Varias decenas de soldados siguieron elataque de Aníbal. Nuevos refuerzos iberosles salían al paso, pero la determinación deAníbal era tal que enemigo tras enemigocaí- an bajo sus golpes. La sangre fluía porel filo de su espada hasta llegarle a la manoy lu- ego al codo. Tenía gotas desalpicaduras por el rostro y alguien le habíaherido en un brazo, pero seguía firme,avanzando en dirección a su padre. Ya nose veía a Amílcar, sino sólo un montón deiberos en círculo asestando golpes. Aníbalpresentía lo peor. El resto de los soldadosque le acompañaban había comprendido loque ocurría y parecía haberse contagiadodel mismo espíritu de rabia que empujaba aAníbal.

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Amílcar combatía rodeado de enemigos.Uno a uno caían los pocos soldadoscartagi- neses que luchaban por protegerle.Eran decenas de iberos los que se habíanlanzado contra ellos. A lo lejos parecíanoírse los bramidos salvajes y desoladoresde los elefan- tes, pero parecían no llegarnunca. En ese momento sintió la primeraherida, profunda, en el costado. Un sesgoque le hizo doblarse. A su lado cayó otrosoldado cartaginés.Escuchó la voz del resto.- ¡Han herido al general! ¡Han herido alge…! Aquel soldado no pudo terminar.Una espada ibera cercenó su garganta altiempo que su grito interrumpido advertía asus compañeros del desastre infinito. Losiberos termi- naron con el resto de laescolta y se abalanzaron sobre Amílcar.Éste se alzó una vez más y opuso suescudo como resistencia. Por alguna razón

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no tenía fuerza para utilizar el otro brazo ycombatir con su espada. No se percatabade lo profundo de la herida que le habíacortado los músculos de su antebrazoderecho. En ese momento llegó un golpedefinitivo por la espalda y sintió su cuerpotemblar y caer al suelo de bruces, con elrost- ro hacia la tierra empapada por elarroyo que cruzaba el valle. Los iberosfueron a rema- tarle pero en ese instantecayeron sobre ellos un grupo decartagineses rugiendo en tro- pel yasestando golpes mortales cargados deodio y venganza. Aníbal en especial abatióa tres iberos en tres golpes certeros enmenos de cinco segundos. Los elefantesempeza- ron a llegar y hábilmentedirigidos por sus conductores aplastaban alos aterrorizados iberos que nunca anteshabían visto semejantes bestias. Encuestión de minutos todos los guerreros

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que habían rodeado al general cartaginésfueron masacrados y en poco ti- empo todoel ataque quedó repelido. Sin embargo,para Aníbal, todo había llegado tar- de,infinitamente tarde.En un minuto de miseria y dolor, Aníbal searrodilla junto al cuerpo de su padre. Hacaído junto a un arroyo boca abajo. Lasheridas no parecen mortales pero al volverel cuerpo descubre los ojos abiertos deAmílcar, vacíos, mirando al cielo. Al caery perder el conocimiento por los golpes delos iberos, se ha ahogado en el barro delriachuelo.Un profundo silencio embarga el ánimo delos cartagineses alrededor de padre e hijo,hasta que desde lo más hondo de su serAníbal gira su rostro hacia el sol delatardecer y lanza un alarido desgarrador,largo y vibrante que retumba en lasmontañas y en las al- mas de todos los que

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lo escuchan.Un par de centenares de iberos se replieganaturdidos aún por la carga de los elefan-tes. Avanzan en el atardecer por el bosqueoscuro, un poco confusos en sussensaciones, entre complacidos por haberabatido al jefe de los invasores perotambién apesadumbra- dos por los amigoscaídos. De pronto, desde el valle un aullidoroto de dolor y furia lle- gó trepando porlas laderas. Los más jóvenes sonrieron. Sinduda habían matado a algui- en importante.Los más mayores sintieron en la zozobraque transmitía aquel grito ma- lospresagios para el futuro. Alguien que sientetanto dolor necesitará mucha sangre an- tesde sentirse saciado en su venganza.

7 Una lección de historia

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Roma, 228 a.C.

Tíndaro, el pedagogo griego de los hijosdel senador Publio Cornelio Escipión, inst-ruía a los niños en las estrategias de guerraseguidas por los romanos contra el reyPirro de Epiro. El joven Publio de sieteaños y su hermano pequeño Lucio deapenas cuatro escuchaban absortos el relatode su tutor. Estaban absolutamentemaravillados por algo nuevo en lasdescripciones de las batallas: al lucharcontra Pirro los romanos tuvieron quecombatir contra elefantes traídos por el reygriego. Los cónsules de Roma intenta- rontodo tipo de tácticas para contrarrestar laenorme potencia de aquellas bestias al ir-rumpir en campo abierto, que destrozabantodo a su paso: si levantaban barricadas,las aplastaban, y a todos los que serefugiaban tras ellas; si se les lanzaban

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proyectiles, eran innumerables los dardos yjabalinas que debían impactar en una de lasbestias antes de que ésta se derrumbara.Era, en fin, posible acabar con loselefantes, pero no sin antes pagar unelevadísimo coste de vidas que dejabadiezmado al ejército romano. Centena- resde legionarios eran sistemáticamenteaplastados bajo las gigantescas pezuñas deaquellos animales o zarandeados e inclusodesmembrados por sus musculosastrompas.Además, los bramidos de las bestias y losalaridos de pánico y dolor de los que caíanbajo su embestida llenaban de pavor a lossupervivientes. Las maniobras de laslegiones y la destreza de sus soldadosresultaban superiores a la formación enfalange de los hop- litas griegos de Pirro,pero los elefantes, aunque por escasomargen, convertían con fre- cuencia una

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batalla igualada en una victoria pírrica.Roma terminó imponiéndose pero el costehumano fue demoledor. Y ahora, un nuevoenemigo de Roma, sometido de mo-mento, pero todavía amenazante, capturabay adiestraba decenas de elefantes para suej- ército de mercenarios y soldadosafricanos: Cartago. El pedagogo miró a losniños que, con los ojos abiertos de par enpar, casi sin parpadear, seguían su relato, yles preguntó.- ¿Serán los romanos de hoy capaces devolver a derrotar a nuevos ejércitos que ali-neen en sus filas decenas de elefantes? Losniños, callados, esperaban que el tutor lesdiera la respuesta, pero éste guardó si-lencio, como si meditara. Ni Publio niLucio podían concebir que el pedagogo lesplan- teara una pregunta para la que nadietenía respuesta.En ese momento se escuchó un poderoso

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vozarrón en el vestíbulo.- Anuncia mi llegada -Cneo CornelioEscipión daba instrucciones al esclavo quele acababa de abrir la puerta y, sin esperarrespuesta, se abalanzó sobre los niños que,al verle llegar, olvidaron por completo a sututor, al rey Pirro y a todos sus elefantes yse arrojaron con los brazos abiertos paraabrazar a su tío-. Bien, bien, bien; aquíestán las dos fieras salvajes de Roma queme atacan… Me tengo que defender…Peligra mi vi- da… Cneo se arrojó al suelodel atrio y empezó a fingir un durocombate con los dos niños que serevolcaban con él en el suelo. El pedagogogriego sacudía la cabeza en señal de claradesaprobación al tiempo que recogía rollosde papiro, unas tablillas de cera y pe-queñas figuras de soldados con las queilustraba las tácticas en las diferentesbatallas que explicaba a sus pupilos.

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Pomponia, la mujer del senador Publio,entró en el atrio.- Cneo, si Publio se entera de quenuevamente interrumpes al pedagogogriego que ha designado como tutor de losniños, se va a enfadar.- Es una perniciosa influencia; indisciplinay anarquía; es un mal ejemplo -comentabaen voz baja el tutor aludido mientrasrecopilaba todos los materiales de suenseñanza.Cneo se levantó del suelo. Había cogido alos niños, llevándolos asidos por los bra-zos; cada brazo sostenía un niño como side sacos de sal se tratase. Los críossacudían las piernas y se arqueabanintentando desasirse del abrazo de su tíocon resultados total- mente infructuosos.Acompañaban todos sus movimientos ypatadas de un sinfín de ri- sas.- Son pequeñas fieras que necesitan acción,

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adiestramiento militar; espada, combate ymenos arengas en griego y viejas historiasdel pasado. Nuestro ejército no tiene yanada que ver con los de hace cincuentaaños -comentó Cneo.Pomponia mantuvo fija su mirada en elgigantesco general romano apretando losla- bios. Cneo desistió en sus comentariosy en su actitud y soltó a los niños.- De acuerdo, de acuerdo. Marchad, niños,con vuestro tutor… y escuchadle bien, yaque eso es lo que ha decidido vuestropadre.- Noooooo, noooooo -imploraban ambosniños al tiempo-. Queremos luchar.- Sí, ser legionarios -comentó Lucio. -¡Yespadas! -gritó Publio. Pomponia puso or-den sin levantar la voz.- Los dos, con Tíndaro, al jardín, y noquiero oír ni una sola palabra más o nohabrá cena, sino azotes.

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Los niños sabían que su madre eraextremadamente estricta con las órdenesque daba y, pese a ser contraria a susdeseos, siguieron la instrucción al pie de laletra.- Hasta luego, tío Cneo -dijo Publio y,acompañado de su hermano, salió hacia eljar- dín de la parte posterior de la domus.Cneo y Pomponia quedaron a solas. Lamujer invitó entonces al hermano de sumari- do a reclinarse en el triclinium. Enaquel momento llegó Publio padre. Entróen casa y saludó con un abrazo a suhermano y con un beso suave en la mejillaa su mujer.- Bien, veo que llego en la hora justa-comentó al ver la comida que un esclavodispo- nía en el centro de tres triclinia-. Mealegro de llegar antes de que mi hermanose lo co- ma todo.- Eso no es cierto -respondió Cneo-;

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siempre me preocupo de dejar algo para losLa- res y los Penates, los dioses de nuestracasa.- Sí, ya veo, tendré que ser divinizado paraque mi hermano me deje comida que me-rezca la pena, pero bueno, ¿sabéis lanoticia? Cneo y Pomponia se miraron yluego con caras de desconocimiento sevolvieron ha- cia Publio.- No -dijo Cneo-. No sé nada. ¿Qué hapasado? Publio cogió un racimo de uvas ymientras comía fue explicándose.- Noticias de Hispania… Amílcar, Amílcarde la familia de los Barca, el general car-taginés contra el que luchamos en Sicilia yque tantos problemas nos creó, ha muerto.No está claro cómo, parece que en unaincursión hacia el interior de aquella regiónen algún enfrentamiento con tribus de lazona. En cualquier caso lo que pareceseguro es que ha muerto.

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- Bueno -comentó Cneo-, un generalcartaginés muerto, uno menos del quepreocu- parnos; no veo yo por qué tantorevuelo.- Hermano, Amílcar profesaba un granresentimiento contra Roma, eso es claro yco- nocido por el Senado. Su fallecimientopodría reducir por un lado la expansión deCar- tago por Hispania y, al tiempo, quizácalmar los ánimos.- ¿Y se sabe a quién elegirán como generalen jefe los sufetes y el Senado cartaginés?-preguntó Cneo.- No lo sé. Parece que las tropas hanelegido a Asdrúbal, su yerno, pero falta laratifi- cación del Senado de Cartago. Encualquier caso creo que esto puede reducirlas tensi- ones con los púnicos,especialmente si la familia Barca pierdefuerza.Pomponia entró entonces en la

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conversación.- Y este Amílcar… - ¿Sí? Dime, mujer-invitó Publio, dejando el racimo ya vacíode uvas en la mesa, junto al resto de lafruta. -¿Este general cartaginés tiene hijos?Publio meditó en silencio. Algo había oídode los hijos de este general, especialmentede uno al que llamaban Aníbal.- Sí, varios, aunque parece que hay unoque destaca por su valor, un tal Aníbal.- Aníbal -Pomponia repitió el nombre,como subrayándolo, mirandodistraídamente al suelo, sin decir más.Publio se quedó entonces con aquelnombre en su mente y, sin saber por qué,se acor- dó de sus propios hijos. El silencioque se había creado en la conversaciónpermitió que la voz de su hijo mayor en eljardín, recitando un pasaje en griego,llegara a la estancia donde se encontrabacon su hermano y su mujer comiendo. Se

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sintió orgulloso y su sa- tisfacción no lepermitió ponderar con más detenimiento laextraña conexión que su mente, por unbreve instante, había llegado a establecerentre aquel hijo del general car- taginésmuerto y su propio primogénito.Tíndaro sacó una pizarra y tiza y dibujó unmapa del mundo.- Bien -empezó aclarándose la garganta;los niños sabían que venía una lecciónlarga- . Veamos: si empezamos porOccidente, ¿qué tenemos aquí? Tíndaroseñalaba el extre- mo oeste de su mapa.- ¡Hispania! -gritó Publio orgulloso.- Correcto. Bien. Hispania, donde tenemoslos iberos y algunas ciudades griegas en lacosta y los celtas en el interior. Iberos yceltas, ambos pueblos bárbaros. Luego,cruzan- do los montes Pirineos nosencontramos con la… -se detuvo mirandoal pequeño Lucio.

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- ¿Galia? -respondió el menor de loshermanos con voz dubitativa.Tíndaro asintió en reconocimiento por elesfuerzo del más joven de los doshermanos.- La Galia. Cruzamos el río Ródano y nosencontramos al norte con los Alpes y al surcon la Galia Cisalpina. En todas estasregiones habitan los galos, pueblo celtatambién con el que está Roma enpermanente lucha. Tenemos los insubrios,los ligures, bueno, pero no entraremosahora en más detalles. Si vamos al otrolado del mar, al sur, está Mauritania,Numidia y África. En Numidia reina Sífax,aunque en constante pugna con el sectoroccidental de la región apoyado porCartago, la ciudad que controla África y.con la que se libró la gran guerra porSicilia y Cerdeña. En fin. Llegamos aItalia, con Roma en su centro, Etruria al

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norte, Campania al sur, y más al sur aún lasantiguas colo- nias griegas de la MagnaGrecia. En Italia, además de Romadestacan por su importan- cia… - Capua, lacapital de Campania y Tarento, en laMagna Grecia, ambas bajo dominioromano -volvió a responder Publio conseguridad.- Sí, muy bien, Publio. Vayamos ahorahacia Oriente. -Tíndaro no parecía vivircon gran agrado la extensión de Romasobre antiguas ciudades independientesgriegas-. Y llegamos a Grecia, la cuna dela civilización, la democracia y el orden, dedonde yo pro- vengo. Aquí tenemos unaamplia serie de ciudades libres que seasocian en diferentes li- gas. Tenemos laliga etolia con Naupacto y las Termópilas,junto al reino de Épiro que es bañado porel Adriático. Y al sur de la liga etolia,tenemos la liga aquea con Olimpia,

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Esparta, Argos o Corinto. También estánotras ligas de menor importancia como laBe- ocia, la Fócida o la Eubea. En éstasencontramos ciudades como Tebas. Yluego Atenas, está aquí, al sur de Tebas.Bien, bien, bien. -Tíndaro se detuvo uninstante contemplan- do su mapa.- ¿De dónde vienes tú, Tíndaro? -era la vozdel joven Publio.- ¿Yo? -el pedagogo se vio sorprendido;era la primera vez que alguien le hacíaaqu- ella pregunta en mucho tiempo. Eracurioso. Parecía que aquel pequeñoquisiera saberlo todo-. Yo vengo deTarento, pero he viajado por muchas deestas ciudades. En otro ti- empo, cuandoera joven. Pero no nos desviemos de lalección de hoy. Al norte de Grecia y elreino de Épiro, tenemos en el Adriático, lacosta Ilírica, con el reino de Faros, refu-gio de piratas y constante fuente de

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conflictos en el mar. Y un poco hacia eleste, encon- tramos el siempre temiblereino de Macedonia, con su capital Pella.¿Quién partió de aquí para conquistarAsia? - Alejandro.Nuevamente era Publio quien respondía.Tíndaro volvió a asentir. Eso sólo lo habíacomentado una vez y hacía semanas. Teníamemoria.- Alejandro Magno, en efecto -prosiguió elpedagogo-, y ahora este reino es goberna-do por Antígono III Dosón, que accedió altrono el año pasado y que ostenta comodes- cendiente de una de las dinastíasestablecidas por los generales del granAlejandro tras su muerte. El rey Antígonotiene un joven primogénito, algo mayorque vosotros, al que le han puesto elnombre de Filipo, en honor al padre deAlejandro, el unificador de Gre- cia.Cuando este muchacho acceda al trono

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será conocido como Filipo V. Al norte deMacedonia están los tracios, otro pueblobárbaro, siempre rebelde y complicado. Sise- guimos hacia Oriente, encontramosotros pequeños reinos marítimos comoRodas o Pér- gamo, hasta alcanzar lasgrandes regiones de Oriente: Asia Menor,Siria y Persia, todas bajo el poder de otrorey descendiente de los diadocos, losgenerales de Alejandro. El rey quegobierna todo este vasto imperio esSeleúco II, de ahí que lo llamemos tambiénel imperio Seleúcida. Es una regiónextensísima, el mayor de los reinos delmundo co- nocido y, sin embargo, sólo unaparte del grandísimo imperio que consiguiótener bajo su control Alejandro Magno. Ypara terminar, este gran reino limita conotros dos de gran importancia: al suroestetiene frontera con Egipto, el Egipto de losfaraones, con- quistado también por

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Alejandro y que tras su muerte quedó enmanos de su general Pto- lomeo,estableciéndose así otra dinastía de origenmacedónico y griego; en la actualidadgobierna el reino de Egipto Ptolomeo IIIEvergetes. Ambos, el rey de Egipto y elrey Seleúco llevan casi veinte añosgobernando. Y bien, llegamos al otroextremo del mapa, más allá del río Indo,donde encontramos el lejano reino de laIndia, donde Alejandro detuvo al fin sumarcha. Algunos dicen que por la rebeliónde sus tropas, otros que por la férrearesistencia del forjador de una grandinastía: el emperador indio Chandragupta.En cualquier caso, este poderoso y hábilgobernante estableció allí un gran reinoque fue creciendo con sus sucesores hastael rey Asoka, cuyo reciente fallecimientoha dejado la región en una situaciónincierta. Y en fin, éste es el mundo

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conocido. Como veis, Roma es sólo unpequeño punto, en esta región occidentaldel orbe. Una ciudad importante sí pero,como os he explicado, lejos del poder y lagloria de otros grandes reinos.El pedagogo dio por terminada su lección,suspiró y los dejó por aquel día. Lucio sefue a estar junto a su madre, pero elpequeño Publio se quedó en el jardín.Tíndaro, a pe- tición suya, le había dejadolos soldados con los que los instruía enestrategia militar.Publio dispuso un grupo tal y como lohabía hecho Pirro con un nutrido grupo deele- fantes en la vanguardia. Enfrente situólas dos legiones romanas en formación:primero la infantería ligera con los vélitesreclutados entre los más jóvenes y los máspobres de la ciudad; éstos llevaban elgladio o espada corta de dos filos y unaslargas jabalinas que, una vez clavadas en el

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escudo enemigo, no podían ser separadas,dejando el arma defensiva inútil; comoprotección portaban un pequeño escudoredondo o parma y un casco de cuerollamado galea, casi siempre hecho de pielde lobo, el animal protegido por Marte,dios de la guerra; detrás los vélites, ysiguiendo la tradición bélica en la que leinstruían, dispuso los hastati, los príncipesy los triari, por ese orden; todos llevabanuna fuerte coraza de cuero reforzada en elcentro del pecho con una sólida placa dehier- ro de aproximadamente veintecentímetros cuadrados; la cabeza ibarecubierta con el cassis, un casco coronadocon un penacho adornado de plumaspúrpuras o negras; como protección, todosestos soldados llevaban grandes escudosconvexos hechos con dos planchassuperpuestas y con una punta de hierro enel centro que los soldados usaban para

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desviar las armas que se les dirigiesen,evitando así que quedaran pegadas en eles- cudo. Además, llevaban una espada y elpilum o lanza parar atacar al enemigolanzán- dolo a veinticinco o cuarenta pasosde distancia, dependiendo de la fortaleza yhabilidad de cada legionario; por fin, lostriari, los soldados de la retaguardia, losmás expertos de toda la legión, llevabanuna pica más larga usada para el combatecuerpo a cuerpo. Pub- lio organizó lasformaciones de ambos bandos con lainfantería en el centro y los escu- adronesde caballería de ambos ejércitos en las alasrespectivas; sin embargo, Pirro con- tabacon la ayuda adicional de los poderososelefantes. ¿Cómo compensar eso? El pequ-eño Publio se tumbó en el suelo con surostro muy próximo a los soldados querepresen- taban ambos ejércitos. En elsilencio del jardín sólo se oía el agua de la

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pequeña fuente del centro y el murmullo delas voces de sus padres y su tío Cneohablando, pero Publio no escuchaba anadie, absorto por completo en desentrañaralguna forma en la que cont- rarrestar lacarga de los elefantes. En clase habíasugerido que los romanos incluyeranbestias como ésas en sus propias filas peroTíndaro lo había desechado comoimposible porque en la península itálica nohabía elefantes.- Quizá en el futuro, pero hoy día Roma notiene elefantes y otros enemigos sí -expli-có el tutor griego-, y ésa es una realidad dela que el ejército romano no puede huir,aun- que muchos deseen hacer caso omiso.- ¿Caso omiso? -había preguntado Publio.- Quiero decir que hay generales romanosque no prestan atención a este tema y debe-rían hacerlo o, al menos, eso es lo que yopienso.

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Y eso es lo que también pensaba elpequeño Publio. Se quedó allí, dormido,meditan- do sobre los elefantes. Su padrelo sorprendió en el suelo y lo despertó.- Ése no es sitio para dormir, jovensoldado.Publio se frotó los ojos.- No, lo siento…, pensaba en los elefantesdel rey Pirro.- ¿Los elefantes…? Bien…, ése es un buenasunto para meditar. ¿Y has llegado a al-guna conclusión? - No, pero es peligrosono contar con elefantes cuando otrosejércitos sí disponen de ellos. ¿Alguna vezhemos ganado a los elefantes? Su padre lemiró con intensidad.- ¿Tíndaro no os ha hablado aún deClaudio Mételo? El niño sacudió la cabeza.- Bien, pues el cónsul Claudio Mételo síque derrotó a un ejército cartaginés y susele- fantes. Eso fue en la ciudad de

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Panormus, en Sicilia. El general enemigoera un tal Asd- rúbal que vino a asediar laciudad que defendía Mételo. Esto ocurrióhará unos… veinte o… veinticinco años…-el senador se quedó un momentoponderando las fechas-, bien, en cualquiercaso, fue hace tiempo. Lo importante esque Asdrúbal llevaba varias victo- riasconsecutivas con los elefantes, igual quehabía conseguido también el rey Pirro delque os hablaba Tíndaro, y se enfrentaroncontra Mételo seguros de una nuevavictoria, pero el cónsul había ideado unplan.Publio padre estaba disfrutando con laintriga de la historia al observar la totalatenci- ón de su hijo al relato.- ¿Un plan? ¿Qué plan? - Fosos. Mételoordenó excavar fosos en el campo frente ala ciudad el día anterior al de la batalla.Cuando Asdrúbal mandó atacar a sus

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elefantes, éstos avanzaron sobre nu- estrainfantería apostada a las puertas de laciudad. Los vélites, que eran los queestaban más avanzados, se replegaron. Loscartagineses creyeron que huíanatemorizados y los elefantes lospersiguieron hacia la ciudad, pero cuandolos vélites llegaron a la zona de los fosos,se refugiaron en ellos para resguardarse dela carga de los elefantes. Al mismo tiempo,Mételo había concentrado un gran númerode arqueros en un lateral y apostados portodas las fortificaciones de la ciudad, yordenó lanzar una lluvia de flechas sobrelos elefantes a la vez que los vélites,protegidos en sus fosos, lanzaban susjabalinas. Gran parte de las bestias cayeronen la emboscada o huyeron asustadas.Luego Mételo apro- vechó la confusiónpara conseguir una gran victoria y atrapardecenas de elefantes per- didos. Fue un

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gran día para Roma.- Entonces sí que se puede vencer a loselefantes.- Bueno sí… y no. Mételo fue muyinteligente: supo aprovecharse de lascircunstanci- as y tuvo tiempo de prepararuna defensa adecuada para la carga de loselefantes. Entre otras cosas sabía que loscartagineses avanzarían sobre la ciudad yse ayudó de las forti- ficaciones de lamisma para su emboscada. El problemapermanece en campo abierto.Ahí las ventajas siguen siendo para loselefantes. ¿Te cuento el desembarco deRégulo en África? - ¿Los romanos hemosluchado en África? - Sí, pero salimosderrotados. Vencimos a Cartago perorealmente nuestra victoria fi- nal fue en elmar. En tierra de África, conseguimosalgunas victorias pero al final Régu- loperdió cerca de la capital cartaginesa. Hay

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quienes piensan que se perdió porque Ré-gulo no esperó los refuerzos que debíanllegar de Roma. En fin, fuera como fueralo que ocurrió es que Cartago hizo venir amercenarios desde Grecia y los puso a lasórdenes de un gran guerrero espartano,Jantipo. Este general dispuso unos ochentaelefantes en la vanguardia de su formación,la infantería detrás y la caballería en lasalas. Los roma- nos dispusieron suinfantería en el centro y la caballeríatambién en los extremos. Janti- po mandóavanzar a sus elefantes. La infanteríaromana, dispuestos unos manípulos det-rás de otros, constituyendo una inmensamasa de soldados, consiguió resistir laprimera embestida de los elefantes, peroluego resultaba imposible luchar cuerpo acuerpo con su enorme fortaleza; losromanos avanzaron entre los elefantes yrecompusieron su for- mación detrás de los

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mismos, pero al avanzar así la caballeríacartaginesa, superior a la nuestra,consiguió rodear toda la infantería. Unavez rodeados era cuestión de tiempo.Sólo unos dos mil hombres y algunosjinetes escaparon. Hasta el propio Régulocayó preso. No, vencer a los elefantes encampo abierto no es sencillo. Hijo mío, sialguna vez te ves enfrentado a una fuerzaque cuente con esos animales y la batalladeba ser en campo abierto, sigue miconsejo: retírate. Retirarse para atacar másadelante, en mejor ocasión, no es undeshonor.El pequeño Publio le escuchaba con losojos abiertos de par en par, sin parpadear,di- giriendo el consejo de su padre.- Y ahora ve a ver a tu madre, que estápreocupada porque no has venido a comer.El pequeño Publio asintió y salió disparadohacia la estancia donde le esperaba Pom-

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ponia. Su padre se quedó contemplando laspequeñas figuras de soldados y elefantesdistribuidos en diferentes formacionessobre el suelo del jardín.

8 Una ciudad protegida por los dioses

Hispania, 227 a.C.

Asdrúbal despidió a Aníbal en la costa.Los cartagineses llevaban semanasconstruyendo un puerto al abrigo de lafortaleza que habían conquistado junto almar. En el muelle Asdrúbal abrazó aAníbal.- Ten buen viaje y que Baal vele por ti.Cuando termines tu formación en Cartago,tal y como era deseo de tu padre, te esperoaquí para seguir adelante con nuestrosplanes.

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Aníbal devolvió el abrazo y, sin miraratrás, subió al barco, una trirremecartaginesa que velozmente le llevaría devuelta a su patria. Era una partida dolorosa,agria, pero ne- cesaria para cumplir losanhelos de su padre y sólo por eso aceptólas órdenes de Asdrú- bal. Debía regresar aCartago, terminar su formación pública,política y militar, reafir- mar los vínculosde su familia con la metrópoli y luegoregresar a Hispania.La nave partió hacia África aprovechandola subida de la marea y el viento favorable.En tierra, los cartagineses seguíanedificando una muralla en la colina quedominaba aquel puerto natural que estabanfortificando. Se trataba de una pequeñapenínsula co- nectada a Iberia por unestrecho istmo. Alrededor de la penínsulatodo era agua: al oeste y al sur el marMediterráneo y al norte, una laguna natural

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que impedía el ataque desde ese lado. Elejército púnico levantó murallas queprotegían toda la península de un ata- quepor mar, y un muro de más de seis metrosen el sector este, donde estaba el istmo,atravesado por una puerta guarnecida portorres, que quedaba como el único acceso aaquella nueva ciudad que estabanconstruyendo.Asdrúbal paseaba satisfecho del trabajo desus hombres. Aquélla sería la capital púni-ca en Hispania, desde donde partirían susejércitos para asentar sus posiciones entodo aquel vasto país. Una extensión deCartago fuera de África que se convertiríaen refe- rente del poder púnico creciente,que intimidaría a iberos, celtas y, por quéno, a los pro- pios romanos. Una ciudadinexpugnable por tierra y por mar y unexcelente puerto de comunicación por elque Cartago recibiría las riquezas de aquel

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territorio y por el que a la Iberiacartaginesa llegarían víveres, suministros yrefuerzos desde la capital. Desde que losromanos habían detectado las incursionescartaginesas en Hispania, se habíanmostrado opuestos a las mismas y sólo unpacto confuso, estableciendo el Ebro comofrontera límite para los posibles dominioscartagineses, parecía haber calmado unpoco los ánimos. La estrategia ahora eraasegurarse el control de todas las regionesal sur de ese río y necesitaban una base deoperaciones. Ese puerto, esa ciudad seríasu centro ne- urálgico en la región.Al cabo de varios meses la fortaleza estabalista. A ella llevaron numerosos cautivosiberos, rehenes, hijos e hijas de jefes dediferentes clanes de la región, con los quechan- tajear a numerosas tribus para que nose alzaran contra el poder absoluto deCartago en Hispania, ahora ya bajo su

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poder desde el sur del Tajo y el Ebro hastaGades.Asdrúbal ascendió hasta una colina queluego llevaría su nombre, Arx Hasdrubalis,al norte de la nueva ciudad desde la que sedivisaba la laguna, y allí ofreció sacrificiosa los dioses Baal y Melqart y la diosaTanit. A ellos rezó y rogó que bendijeranaquella ci- udad y que la hicieraninfranqueable para cualquier enemigo, yaviniera por tierra o por mar. Era unaofrenda generosa: una decena de bueyes.Los dioses se sintieron satisfec- hos ycumplirían su promesa.Al finalizar el sacrificio Asdrúbal se volvióhacia la multitud de soldados que se ha-bía reunido próxima al altar y proclamó elnombre de la nueva ciudad.- ¡Baal, Melqart y Tanit protegerán estafortaleza, la nueva capital de nuestrosdomi- nios en esta región y que desde

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ahora será conocida y temida por todos conel nombre de…! -Y calló unos segundosmientras alzaba su rostro al cielo- ¡… QartHadasht! 9 Nuevas miras

Roma, 227 a.C.

La tienda de Tito Macio iba bien. No esque se estuviera enriqueciendo, pero habíaconseguido saldar cada mes con unosingresos que cubrían holgadamente susgastos y le dejaban un remanente suficientepara alquilar una habitación, comer a sugusto y permi- tirse algunos caprichos:alguna ánfora de buen vino, una cena enalguna taberna de cier- to nivel o, por quéno, una visita a alguna casa de dudosareputación en busca de place- resprohibidos. No era una vida boyante, perotambién se veía compensada por una ma-yor tranquilidad. Si bien era cierto que

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tenía que atender a los proveedores,regatear con ellos y luego estar con cadacliente, escuchar sus peticiones e intentardar el mejor servi- cio posible, siempre eramás descansado que todo el conjunto deactividades de las que se tenía que ocuparen el teatro de Rufo. Alguna vez habíaechado de menos algo de la incertidumbrey desenfado del ambiente teatral, pero nolo suficiente como para lamen- tar sudecisión de abandonar aquel mundo. Dehecho en todo aquel año ni tan siquierahabía asistido a alguna de las obras que, sinsu colaboración ya, se habían puesto en es-cena en Roma.No, Tito Macio tenía otras cosas en mente:la expansión del negocio. Y ésta se encon-traba en las nuevas telas venidas deOriente, especialmente la seda. Andandopor el foro encontró un corrillo dondereconoció a varios mercaderes de telas

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competidores suyos, pero con los quemantenía una relación de deportivacordialidad. El agrupamiento de comercioshabía empujado a los clientes a acudir aaquel barrio de la ciudad, próximo al río,donde se habían instalado, de forma que loque podría haber sido una negativa com-petencia se había transformado en unainteresante colectividad de interesesmutuos. Un hombre en el centro del corrode comerciantes parecía haber encandiladoa aquellos hombres.- Creedme -decía Blasso, que era como sehacía llamar aquel hombre de medianaedad, túnica de lana blanca, limpia, bienpeinado y con sandalias nuevas,claramente un hombre que cuidaba suimagen-. Es en estas inversiones en dondeestá el futuro de vu- estro negocio.Perdéis gran cantidad de dinero al adquirirvuestros productos en la propia Roma, pa-

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gando el sobreprecio en cada mercancía desu traslado desde Fenicia o Siria; imaginadcuánto podríais ahorrar si entre variosfletaseis un barco que os trajeradirectamente las mercancías desde Tiro oBiblos o Alejandría. Al principio supondríauna inversión, pero en un par de viajespodríais vender al mismo precio que ahorapero triplicando el bene- ficio en cadaventa. ¡Pensadlo, amigos! Loscomerciantes escucharon con interés, peroal final el grupo se deshizo sin que seconcretara nada. Quedaron sólo dosmercaderes hablando con aquel hombre alos que se les unió Tito. Uno de loscomerciantes planteaba sus dudas.- ¿Y los piratas? El mar está infestado deellos. ¿Cómo sabemos que todo nuestro di-nero no acabará en un naufragio o enmanos de los piratas? - El mar es ya seguro-empezó a explicarse aquel hombre que

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había captado la atenci- ón de losmercaderes. Tenía un acento griego,aunque usara nombre latino-. Desde quenuestra gloriosa flota asestó un golpemortal a los piratas de Iliria, éstos seguardan mucho de atacar nuestros barcos.Además, es frecuente que los mercantesvayan en gru- po escoltados por trirremes oquatrirremes romanas.Los dos mercaderes y Tito Macio invitarona Blasso a tomar vino y comer en una ta-berna junto al foro. Querían saber más.Especialmente Tito.

LIBRO II VIENTOS DE FURIA

Bellum ita suscipiatur, ut nihil aliud nisipax quaesita videatur. [La guerra debeemp- renderse de tal manera que parezcaque sólo se busca la paz.] Cicerón, De

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Officiis, 1,23, 80.10 Un león enjaulado Alta mar, costa nortede África, 224 a.C.

El capitán de la pequeña flota cartaginesade tres trirremes observaba con uno de susoficiales al hijo del gran Amílcarcaminando por la cubierta del buque.- Parece nervioso -comentó el oficial. Y esque Aníbal paseaba de un extremo al otrodel barco, dando vueltas sobre la mismaruta trazada, volviendo sobre sus pasos unay otra vez-. Parece un león enjaulado.El capitán asentía lentamente con lacabeza. El hijo de Amílcar, después deunos años en Cartago, regresaba a Hispaniareclamado por Asdrúbal parareincorporarse a las tare- as de conquista ydominio de la península ibérica. En sufuero interno bullía un sentimi- ento derabia contenida durante cuatro largos y

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lentos años alejado de su objetivo: ven- garla muerte de su padre sometiendo aaquellas tribus que los habían emboscadoaquel trágico atardecer en aquel vallemaldito y abandonado por los dioses.Aníbal recordaba la estratagema ibera delos bueyes arrastrando los troncos, elfuego, la emboscada y el horror de lalucha. Caminaba de un lado a otro delbarco, sin detenerse desde que parti- erande Cartago y sin pensar en parar hastallegar a Qart Hadasht.El capitán del barco respondió a su oficial.- No parece un león enjaulado, es un leónenjaulado lo que llevamos en este barco…y lo vamos a soltar en Iberia. Sólo losdioses saben qué pasará a partir de esemomento.Por mi parte te digo que ya me cuidarémucho de no cruzarme en su camino.

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11 Un barco mercante

Roma, 223 a.C.

Tito estaba en su tienda, haciendoinventario cuando uno de sus colegas ycompañe- ros inversionistas entró en ellocal.- ¡Lo hemos perdido todo, Tito! ¡Todo…!-El hombre parecía tener más que decir,pero su ansia no le permitía seguirhablando. Se limitaba a repetir susmensajes entre es- trepitosos suspiros-. Lohemos perdido todo… Tito se acercó y lellevó un vaso con agua fresca del ánforaque guardaba para él.- A ver, Marco, explícate. Tranquilo. Bebe.Marco bebió con avidez. Estaba sudoroso yno hacía calor. Era puro nervio.- Blasso, Blasso ha venido y me ha dicho

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que el barco se ha hundido.Marco y Tito fueron los únicos mercaderesque se atrevieron a invertir en el barcomercante que Blasso les había propuesto aun conjunto de comerciantes en el forohacía unos años. Las cosas no habían idodel todo mal y, aunque durante los dosprimeros no vieron ningún beneficio en suinversión, en los últimos años la cosa habíamejorado.Como Blasso vio que no obtenía suficientedinero de los mercaderes de telas, habíaido vendiendo su proyecto a tantoscomerciantes como pudo, desde panaderosa vendedores de pescado, o comerciantesde sandalias, vino o cerámica. Entre todoslos que se apun- taron al proyecto se fletóun barco mercante que iba y venía deRoma a las costas de Fe- nicia, Siria yEgipto con los productos que cadacomerciante encargaba. En el último año

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las cosas empezaban a mejorar y la tiendade Tito rebosaba de productos y de nu-evos clientes.- El barco -continuó Marco, esta vez conalgo más de sosiego-, se ha hundido. DiceBlasso que en las costas de Grecia. No estáclaro si ha sido el mal tiempo o un ataquede piratas, pero se ha perdido todo. ¿Cómoharemos frente a las deudas que tenemoscont- raídas? ¿Cómo haremos…? Lasituación era horrible. Tito cerró la tienda yse sentó a su lado.Sin el nuevo cargamento no sería posiblereunir dinero suficiente para responder delas deudas contraídas con algunosprestamistas a los que habían pedidodinero para su aventura comercial. Yademás tenía dinero prestado de variosclientes que habían paga- do por anticipadobuena cantidad de telas que estaban aúnpor llegar en el nuevo viaje del barco. Si la

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nave se había hundido, con ella se ibantodas sus esperanzas de sacar adelanteaquella tienda. Tito contemplabadescorazonado los tejidos amontonadossobre el mostrador de piedra que él mismohabía construido, las sedas, las túnicas ylas lanas para hacer togas. Todo eso estabaa punto de desaparecer. Se levantó y sesirvió él tam- bién un vaso de agua. Ensilencio engulló el líquido y sus penas. Susueño de comerci- ante llegaba a su fin.Vagó por las calles de Roma durante horas,hasta que sus pasos le condujeron a lastabernas junto al río, próximas al barriodonde la prostitución era el mejor de losnegoci- os. Entró en una de las tabernas yse sentó. Vio cómo escanciaban el vinoque acababa de pedir y escuchaba a losmarineros hablando de lejanas tierras y deacontecimientos sorprendentes queocurrían en el mundo.

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- El coloso de Rodas se ha venido abajo-comentaba un hombre mayor, tez morenay con grandes arrugas sesgando su rostrocurtido por el aire del mar-; un terremototre- mendo, escalofriante. La tierra sesacudía como os muevo yo ahora estamesa.El hombre sacudió la mesa y un par decopas se vinieron al suelo haciéndoseañicos.- ¡Por Castor y Pólux! -exclamó uno de suscompañeros en la mesa-. ¡Ahora me pa-garás otra copa! - Venga -aceptó elcausante de aquel estrago-, ¡posadero,posadero, otro vaso de vino! ¡Mejor, unajarra más! En fin, así se vino abajo elcoloso de Rodas. Más de setenta añosllevaba aquella torre en forma de hombrejunto al puerto. Treinta y dos metros dealtura medía, y al atardecer, con la luz delsol sobre su piel de bronce, brillaba como

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un dios sobre el mar. Ahora sólo son trozosesparcidos por los muelles.Tito, contrario a su costumbre de escucharlas historias de los marineros venidos delejanas tierras, salió del local. En otromomento se habría acercado a la mesacomo em- pezaban a hacer varios curiosos,para escuchar el relato de aquel hombresobre el der- rumbamiento de aquellacolosal estatua del puerto griego. Ahora selimitó a salir y reen- contrarse con la luztibia del atardecer sobre el transcurrir lentodel agua del Tíber. Se había arruinado.Tendría que subsistir como fuera. Se sentíacomo el propio coloso, co- mo si lesacudiesen la tierra bajo sus pies. Losdioses eran caprichosos y la Fortuna ledesdeñaba. Inspiró con profundidad y seadentró hacia la ciudad y hacia la nochecon sus preocupaciones a cuestas.

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12 El giro de la espada

Roma, 221 a.C.

Era diecisiete de marzo, el día de losLiberalia, fiestas en honor del dios Líber, aqui- en se encomendaban los queabandonaban la edad infantil y entraban enla pubertad. El joven Publio habíacumplido ya los catorce años. Esa mañana,al levantarse, su madre Pomponia estabajunto a su lecho y lo abrazó de forma largay especial. Publio no en- tendía bien quépodía cambiar tanto en su vida. Sabía enqué consistía el rito y no veía nadadoloroso ni preocupante. ¿Por qué loabrazaba su madre con esa intensidad?Pomponia al fin se separó y le dejórespirar, al tiempo que se dirigía a él.- Hijo, te haces mayor. Tu padre está

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orgulloso de ti y yo también. Sobre ti undía re- posará el futuro de nuestra familia.Es una pesada carga, hijo mío. Tu familiaes podero- sa, pero de igual forma tenemosenemigos muy poderosos, aquí en Roma yfuera, en ci- udades lejanas. Presiento quete corresponderá vivir tiempos difíciles.Ruego a los di- oses que te protejan y teguíen en todas las decisiones que tengasque tomar. -Luego le acarició suavementela mejilla con el dorso de la mano yterminó cogiendo la bulla, un pequeñocolgante de cuero que había llevado desdeniño. Al fin soltó el colgante y le dejó asolas para vestirse.Publio, después de lavarse los brazos, pies,piernas y cara, se puso una túnica ligera ysobre la misma su toga praetexta, la que lecorrespondía por su edad. Salió entonces alatrio de la casa. Allí le esperaba su padre,su tío Cneo, su madre, su hermano

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pequeño Lucio y varias personas más queel joven Publio reconoció como amigos oclientes de su padre. Todos le saludaron deforma solemne. Su padre se adelantó yextendió los bra- zos. Publio sabía lo quedebía hacer: se quitó la toga praetexta y sela dio a su padre. És- te la recogió y acambio le entregó una nueva toga blanca,la toga virilis y una moneda.Publio se vistió con la nueva toga y tomóla moneda. A continuación ambos, padre ehi- jo, se acercaron al altar de los diosesLares que protegían la familia. Publio sequitó en- tonces el colgante que habíallevado desde niño y lo entregó a los diosesprotectores del hogar. Puso también lamoneda que le había dado su padre y laconsagró a la diosa Iuventus para que apartir de ahora lo protegiera durante sujuventud. Una vez hecho eso, padre e hijose volvieron y saludaron a la familia y a los

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amigos e invitados. Publio CornelioEscipión, como senador de Roma, sedirigió a los presentes.- Gracias a todos por venir y presenciar elfin de la niñez de mi hijo. Ahora los quedeseéis podéis acompañarme en ladeductio in forum, el traslado al foro endonde pre- sentaré a mi hijo a losprohombres de nuestra ciudad y, lo másimportante, para que su nombre quedeinscrito en nuestra tribu de modo que,cuando el Estado le requiera, pu- eda serincorporado a filas para luchar por laseguridad y el engrandecimiento de Roma.Luego sacrificaremos un buey en el foro enhonor al dios Líber y todos estáis invitadosal banquete que daremos en honor de mihijo, mi heredero.Todos los presentes asintieron y felicitaronefusivamente al padre, al hijo y al resto delos miembros de la familia.

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Cneo había tomado como algo personal eladiestramiento militar de sus sobrinos. Suhermano pensó en contratar los serviciosde algún oficial de prestigio o algúnlegionario experto ya retirado, como eracostumbre, pero Cneo se negó en redondo.- A mis sobrinos los adiestra su padre o losadiestra su tío. No quiero ningún mente-cato enseñando a Publio y Lucio a serbuenos soldados. Ellos han de ser más queeso:han de ser los mejores soldados y tambiénlos mejores generales.Publio rechazó la posibilidad de enseñar asus propios hijos el arte de la lucha en elcampo de batalla. Una cosa era darconsejos de estrategia y otra combatircuerpo a cuer- po con tu propia sangre.Cneo, sin embargo, no parecía tener tantosescrúpulos y, ante la insistencia de suhermano, Publio Cornelio Escipión cedió.

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Desde entonces, Cneo dis- ponía deltiempo de sus sobrinos todas las tardes dela semana, sin descanso. Las maña- nasseguían reservadas para Tíndaro. Cneopasaba mucho tiempo con los niños.Primero los familiarizó con las diversasarmas de las que tanto habían oído hablar aTíndaro, pe- ro de las que apenas habíanvisto nada: los escudos redondos ligeros delos vélites, las espadas de doble filo de loslegionarios, los pila que se usaban comoarmas arrojadizas o las lanzas alargadaspara el combate cuerpo a cuerpo de lostriari. Aquellas tardes si- empre terminabancon largas sesiones corriendo por elCampo de Marte en las afueras de Romadonde iban para el adiestramiento. Habíadías que corrían hasta la extenuaci- ón.Pomponia tuvo algunos roces con Cneopor la dureza de ciertos entrenamientos cu-ando los niños llegaban agotados,

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prácticamente exhaustos a casa ynecesitaban devorar todo lo que se lesponía por delante. Su cuñado se justificaba.- Cuando tengan que hacer largascaminatas a marchas forzadas, cuando seanperse- guidos por un enemigo superior ennúmero o cuando tengan que hacer unrápido avance para sorprender al enemigo,no habrá madres que los protejan. Tienenque ser tan fuer- tes como un legionario ymás aún si han de mandar sobre ellos.Las discusiones solían terminar con laintercesión de Publio padre que rogaba aCneo que moderase los entrenamientos.Éste accedía aunque pasados unos díasvolvía a repe- tirse exactamente la mismaescena. Los niños observaban sin hacercomentarios, gene- ralmente estabanocupados comiendo. Si se les hubierapreguntado, habrían dicho que por ellos nohabía ningún problema y que preferían

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seguir el adiestramiento, pero nadie lespreguntaba, claro. Es verdad que con Cneose agotaban, pero nunca se lo habían pa-sado mejor en su vida. Su tío les contabamil anécdotas de batallas y luchas cuerpo acu- erpo al tiempo que les enseñaba cómocombatir. Pronto empezaron a luchar conespadas de madera protegiéndose el cuerpocon corazas de cuero y la cabeza con uncasco de pi- el como si de dos pequeñosvélites se tratase. Luchaban entre ellos yluego, por turnos contra el propio Cneo.Más de una vez recibían algún golpe de sutío como señal de que no ponían el escudoen el lugar oportuno para defenderse de lasacometidas del oponen- te. Cuando estosgolpes dejaban marcas, las quejas dePomponia sin duda debían de lle- gar aoídos del mismísimo Júpiter ÓptimoMáximo. En esas ocasiones, Cneo optabapor una retirada silenciosa. Si Publio no

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ponía fin a aquellos entrenamientos, y siPomponia nunca se decidió a ejercer suinfluencia sobre su marido para dartérmino a los mismos, era porque ambospercibían que los niños habían establecidoun estrecho vínculo con su tío, además deque, en el fondo, entendían que aquellosesfuerzos y, en ocasiones, aqu- ellos golpeseran necesarios para ser los mejores, o almenos tan buenos como cualquier otro enel campo de batalla. De hecho, en lo másprofundo de su corazón, Pomponia sa- bíaque Cneo tenía cierta razón cuando sejustificaba y decía que un golpe ahora conuna espada de madera, si bien podíaproducir daño y un terrible moratón, podíaevitar en el futuro que el filo de una espadaenemiga penetrase en la piel de su hijosegándole la vi- da. Por su parte, Publiopadre se centró en insistir que durante lasmañanas ambos hijos debían continuar

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asistiendo a las clases de Tíndaro, el tutorgriego. Si el pedagogo con- sideraba que laprogresión en el aprendizaje del griego yen la lectura de los textos de Aristóteles yPlatón, además de algunos autores decomedias y tragedias, avanzaba por buencamino, entonces podían seguir con losentrenamientos de Cneo. Los niños asumi-eron el pacto y cumplían incluso porencima de las expectativas de Tíndaro, locual tran- smitía éste a Pomponia y Publiopara plena satisfacción de ambos.La tarde después de la presentación deljoven Publio en el foro tampoco hubodescan- so. Reunidos en el campo deadiestramiento, Cneo se acercó a los doshermanos y em- pezó a hablar dirigiéndoseespecialmente al mayor.- Publio, hoy has entrado oficialmente ennuestra tribu y pronto podrás ser llamado afilas si el Estado así lo requiere. Hoy

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vamos a dejar en tu caso las espadas demadera y empezaremos con las espadas deverdad.Cneo sacó dos espadas de doble filo demetal y le dio una a Publio. El peso delarma hizo que casi se le cayera, pero susreflejos juveniles respondieron rápidos yenseguida la asió con fuerza. Luegocogieron ambos, tío y sobrino, los escudosy empezaron a luc- har. Lucio losobservaba admirado ante el nuevo rumbode los entrenamientos. Cneo atacaba sinexcesiva fuerza. Sus casi dos metros desdelos que lanzaba los golpes eran demasiadapotencia para su joven aprendiz. Publio sedefendía usando toda la destreza que habíaadquirido con las espadas de madera, sóloque los golpes con el metal eran más duros,más potentes y además había algo que lehacía retroceder mucho más ante el avancede su tío que cuando luchaban con las

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espadas de madera: tenía miedo. Habíavisto a gladiadores luchando con espadasde verdad, como las que estaban usandoesa tarde, y había presenciado terriblesheridas. Cneo paró su ataque y relajó losmúsculos.Publio hizo lo propio.- ¿Qué te pasa? ¿Por qué retrocedes sin nisiquiera intentar un golpe? Publio callaba.Sentía vergüenza. -¿Tienes miedo de que tehiera? Publio seguía en si- lencio.- Responde, di la verdad. Si no me dices amí la verdad, ahora que estás aprendiendo,nunca aprenderás nada de mí que merezcala pena. ¿Tienes miedo? Por fin, Publio seatrevió a responder, pero en voz baja.- Sí… - No te he oído. ¿Tienes miedo deque te hiera? Publio, rojo de ira, levantó eltono de voz hasta casi gritar.- ¡Sí, tengo miedo! ¡Tengo miedo! -Y sequedó frente a su tío, asiendo la espada con

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fuerza, sonrojado ante su hermanopequeño, respirando con rapidez, casijadeando.- Bien. Eso no está mal. Tener miedo antela lucha es natural. Sólo los locos no tienenmiedo. Ahora se trata de que aprendamos adominar ese miedo.Las palabras de su tío sosegaron un poco elánimo de Publio. Por un momento pensóque iba a reírse de él, pero no lo hacía.Tener miedo era normal. Era normalentonces lo que le pasaba. Era una fase. Siera una fase, la superaría, como habíasuperado otras.- Bien, escuchad los dos. Hoy nolucharemos más. Mañana seguiremos conlas espa- das de verdad y ya veréis cómopoco a poco os vais acostumbrando. Y sinos hacemos algún corte, ya nos curarán;lo peor será oír a vuestra madre, ésa a mí síque me da mi- edo. -Y los tres rompieron a

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reír-. Ahora escuchadme bien -continuóCneo-, os voy a en- señar algo que nuncadebéis usar de forma inadecuada: es unaseñal, como un anuncio de vuestro ataque.Observad.Cneo desenfundó la espada con la manoderecha y, sin soltarla, hizo que ésta descri-biera con sorprendente rapidez un giro detrescientos sesenta grados, cortando el airehasta que detuvo el arma en seco como siapuntara a un enemigo que, sin duda, aligual que sus sobrinos quedaría admiradopor la agilidad de su oponente.- Este giro de la espada es una señal denuestra familia que muchos conocen en elcampo de batalla. Significa que unEscipión entra en combate en el campo debatalla o contra un enemigo concreto y queel combate es a muerte; o se consigue lavictoria o se muere. Cuando mandéis unejército, que seguro que lo mandaréis,

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porque sois nietos de cónsules, vuestroslegionarios conocerán esta señal, porqueestas cosas, aunque se usan poco, seconocen. Todos los que han estado bajo elmando de un Escipión lo saben.Ahora tomad una espada y practicad hastahacerlo bien, con claridad y, por favor, sincortaros.Los dos, Lucio y Publio, practicaronaquella tarde durante una hora más. ALucio le costaba bastante, aún le quedabanaños de crecimiento que le ayudarían amanejarse me- jor con las armas y confrecuencia se le caía la espada. Publio, sinembargo, ante la sor- presa de su tío, captóel movimiento con rapidez y al final de latarde era capaz de ej- ecutarlo conrazonable destreza.

13 Una noche para la venganza

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Qart Hadasht, 221 a.C.

Se deslizó entre las casas. Era una nochesin luna que le protegía en sus propósitos.El esclavo se acercó hasta los muros delpalacio de Asdrúbal en Qart Hadasht. Losguardi- as patrullaban alrededor de losmuros. Esperó hasta que los soldadosdesaparecieron tras la esquina y se acercó auna pequeña puerta de servicio. Estabanervioso. Con ansia agu- ardó hasta quedesde dentro se escuchó el chasquido delas bisagras. La puerta se abrió.Con sigilo entró en el interior del palacio.Su cómplice desapareció de forma que nopu- do verle la cara, pero eso no leimportaba. Sabía que su camino era de ida,sin retorno.Ascendió arropándose en la oscuridad quese agazapaba en las paredes del palacio.

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Fue rehuyendo el encuentro de los guardiasque estaban apostados por los pasillos de laresidencia del general en jefe de las tropascartaginesas en la península ibérica. Elescla- vo llevaba un puñal en la mano.El general púnico paseaba por suhabitación, examinando planos y revisandodocu- mentos. Desde que acordara con losromanos repartir las áreas de influencia enIberia, al sur del río Ebro para loscartagineses y al norte para los romanos,había disfrutado de un período de relativacalma. Quedaban cuestiones pendientes,claro, como el asunto de Sagunto: unaimportante ciudad al sur del Ebro, es decir,en el área de dominio cartagi- nés, peroque claramente se oponía a la dominaciónpúnica de Iberia y que mantenía unos cadavez más impertinentes lazos de amistadcon Roma. Sin embargo, la tranquili- daddominaba la región en los últimos meses.

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Hasta se pudo permitir el lujo de ir a ca-zar con varios oficiales y amigos venidosdesde Cartago. Asdrúbal escupió en elsuelo al recordar al estúpido oficialmercenario galo que se había atrevido adisputar la propi- edad de uno de los lincesque él mismo había cazado. Se regodeó enel recuerdo de su rostro retorciéndose dedolor cuando Asdrúbal le clavó la espadahasta el corazón. No podía admitirdiscusiones a su criterio y menos de unmercenario a sueldo. Allí, empa- pando elsuelo con un charco de sangre, quedó elcuerpo de aquel infeliz. A su lado searrodillaba un esclavo suyo que loacompañaba en la cacería. Asdrúbal miróal esclavo celta por si también éste iba alevantar su voz contra él, pero aquelhombre guardó sus palabras y se limitó amirarle con odio. Asdrúbal recordó cómodesmontó del caballo y se dirigió a él.

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-¿También tú quieres morir? El esclavobajó la mirada y no respondió. Asdrúbal leestuvo examinando unos se- gundos,meditando sobre si su silencio eraprovocación o miedo. Se inclinó por lo se-gundo y decidió dejarle sin prestarle másatención. Ordenó que recogieran al lince yque lo llevaran a Qart Hadasht comotrofeo. Asdrúbal, rodeado por sus oficiales,partió de aquel claro del bosque dondehabían estado cazando.Ahora el general cartaginés se encontrabacansado. Había bebido mucho después dela cacería, en el festín. No lamentaba loque había hecho. No, no había lugar paraimper- tinencias. Si acaso sólo las admitiríade Aníbal. El hijo del gran Amílcar era laúnica persona a la que tenía respeto y, porqué no admitirlo aquí, en privado, en elsilencio de la noche y en su alcoba: algo demiedo. Aquel muchacho albergaba en su

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pecho una fu- erza contenida que encualquier momento parecía que fuera adesatarse. No había supe- rado aún lo de supadre. Había de reconocer, no obstante,que aquellos sentimientos, aunque quizátorturasen a Aníbal, no le impedíancombatir con auténtico valor y destre- za.Asdrúbal se recostó en su lecho y cerró losojos. Seguramente Aníbal llegará un día ageneral. Sólo el tiempo sabrá si será unbuen o un mal general. El sueño le fuevencien- do y en unos minutos Asdrúbalquedó completamente dormido. El vino lehizo roncar y uno de sus estertores fue tanpotente que se despertó. Fue a reírse perose dio cuenta de que no podía respirar ysintió un líquido caliente por el cuello. Sellevó las manos a la garganta y la notóempapada, hirviendo. Abrió los ojos y viosobre sí el rostro del escla- vo de aqueloficial galo que había matado en la cacería.

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Quiso levantarse pero le asían con fuerzapor las muñecas. Intentó gritar y dar la vozde alarma para que sus hombres vinieran asocorrerle, pero sólo entonces se diocuenta, al faltarle la voz, de que tenía lagarganta seccionada por un afilado cuchilloque ahora yacía junto a su rostro.Los guardias atraparon al esclavo galoantes de que pudiera salir del palacio. Unode los soldados, preso de rabia, fue amatarlo, desenfundó su espada, perocuando estaba a punto de ensartarlo, unavoz poderosa que retumbó en los altostechos de la estancia le paró en seco.- ¡Quieto, soldado! -gritó Aníbal- ¡Esamuerte es demasiado digna para unesclavo, especialmente para el esclavo queha asesinado a nuestro general! Todos lossoldados asintieron y el guerrero cartaginésenfundó su espada. Aníbal les ordenóconducir a aquel esclavo a las mazmorras

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en lo más profundo de los sótanos depalacio. Allí, durante el resto de aquellanoche, el galo fue torturado y sus gritosresona- ron por toda la ciudad de QartHadasht hasta la extenuación absoluta desu vida.Al día siguiente los oficiales y generalescartagineses debatieron sobre quién elegircomo nuevo jefe. Se estudiaron diferentesopciones como Giscón o el general Magón.Hombres expertos y valientes; pero en esemomento uno de los oficiales se volvió y asu espalda, allí mismo, mirando por unaventana del palacio, vio recortada la figurade Aníbal: Aníbal siempre el primero enentrar en combate y siempre el último endescan- sar; Aníbal siempre voluntariopara cualquier escaramuza, para cualquiermisión de ries- go, el que más enemigosabatía, el terror de los iberos y los celtas deaquel país; cuando su silueta se dibujaba en

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el horizonte, los salvajes retrocedían y lospocos que aún se at- revían a desafiarlecaían abatidos en la primera acometida. Nolo dudó.- ¡Yo propongo a Aníbal Barca, hijo deAmílcar Barca, para que nos mande y nosdi- rija a todos en estas tierras para quebajo sus órdenes concluyamos la conquistade este país! El resto de los oficiales sevolvió hacia Aníbal. Éste los miró sin decirnada. No se mostró sorprendido, perotampoco halagado. Permanecía distante.Escuchaba pero sus pensamientos aún lemantenían alejado de lo que allí estabaocurriendo. Más voces se alzaron gritandosu nombre.- ¡Aníbal, Aníbal, Aníbal! Comprendióentonces, oyendo cómo su nombre eracoreado por todos, que su camino quedabaya definitivamente marcado. Hasta esemomento sólo había tenido planes.

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Ahora disponía de medios.Aquella tarde partió un correo haciaCartago en una trirreme con elnombramiento del nuevo general en jefedel ejército púnico en Iberia. Al díasiguiente de recibir el mensaje el Consejode Ancianos de Cartago ratificó aquelnombramiento.

14 Un ánfora vacía

Roma, 221 a.C.

Durante dos años Tito intentó lo imposible:estirar el dinero y agotar la paciencia declientes y prestamistas para salvar sunegocio, pero todo resultaba ya inútil. Pocoa poco su tienda fue vaciándose deproductos que, en su gran mayoría, estabanpagados con an- terioridad. El poco dinero

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que ingresaba lo utilizaba en comida y enpagar parte de las deudas contraídas conlos banqueros del foro. La impaciencia dealguno de éstos se ha- bía traducido ya enamenazas e incluso en algún altercado enla calle. Tito decidió que no era momentode orgullos absurdos y una mañanaencaminó sus pasos al foro. Al ca- bo demedia hora localizó su objetivo. Rufopaseaba acompañado de una esclava, de ti-enda en tienda, adquiriendo comida,túnicas, sandalias, cestos y hastaconsiderando la compra de algún esclavomás que añadir a sus propiedades. Lasrepresentaciones de te- atro, sin conseguirimponerse entre el público romano,seguían siendo financiadas regu- larmentepor el erario público y la compañía deRufo mantenía una cuota razonable deactuaciones. Y eso que la competenciahabía convertido en frecuente que los

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miembros de una compañía fueran a lasrepresentaciones de otra para abuchear yasí encrespar al público intentando de esaforma provocar el fracaso de larepresentación y que, en con- secuencia,ésta ya no fuera contratada. Todo en Romase compraba y se vendía y la competenciano conocía límites. En medio de todoaquello, la figura de Rufo parecía moversecomo pez en el agua. Ninguna marrulleríale asustaba porque él era capaz de ser aúnmás vil y retorcido. Si otra compañía veníaa insultar y montar un escándalo, él hacíaque toda su compañía y decenas de libertoscomprados fueran a abuchear a la con-traria. Y siempre estaba la posibilidad de laextorsión y las palizas. Rufo ya estaba con-siderando seriamente entrar en esacorriente. Quien golpea primero da másfuerte.Tito se acercó a su antiguo director de

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compañía. -Hola, Rufo, ¿cómo va todo?Rufo le miró con desprecio, peroatendiendo a las ropas limpias que llevabaTito se detuvo a escucharle. Éste se habíapuesto su mejor túnica en un intento deguardar las apariencias.- Hombre, el comerciante de telas. ¿Qué esde tu vida, quieres contratar la compañíapara una representación privada en tunueva domus, o es que me quieres comprarla esc- lava? -Y lanzó una carcajada al aire.Tito no se arredró y prosiguió con su plan.- No, no es eso. Lo de las telas resultainteresante, pero la verdad es que no es loque esperaba y me preguntaba si no tepodría interesar volver a contar conmigo.Ya sabes que podría ocuparme de unmontón de cosas y… Pero Rufo sacudía lacabeza, interrumpiendo su discurso.- No, no, no, Tito Macio. A mí no me vas aengañar como a uno de tus cansados cli-

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entes o como a uno de esos blandosprestamistas con los que andas en tratos.¿Crees acaso que no sé de tu desastrosasituación? Roma ha crecido pero no tantocomo para que Rufo no conozca a todoslos que es interesante conocer y, queridoTito, tú no estás entre ellos. Muy alcontrario, sé de tus inversiones y de tubarco perdido junto con otras decenas debuques. Por todos los dioses, parece que elmar aún no es un lugar seguro.De ti me quejaría a los cónsules MinucioRufo o Lépido y les pediría que protejantus barcos mercantes de los piratas, aunqueno sé si tendrán tiempo de atenderte -ylanzó ot- ra carcajada.Tito lo vio claro. Decidió humillarse.- De acuerdo. Las cosas me van mal, muymal, pero por todos los dioses, cuando tra-bajé contigo te daba un buen servicio ypodría volver a hacerlo ahora y… - Y a mí

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qué más me da. Te quisiste marchar y telargaste, pues eso: largo, fuera de mi vista.¡Despeja la calle que me molestan loslloriqueos infantiles de la escoria como tú!-Y lo apartó de un empujón.Tito cayó al suelo y empapó su túnica debarro, pues el día anterior había llovido enabundancia y el sol aún no había tenidotiempo de evaporar los charcos. Cuando sele- vantó para replicarle, Rufo estaba yalejos, en un puesto de frutas llenando demanzanas la cesta que sostenía su esclava.A su lado escuchó las risas de unos niñosque señalaban su túnica manchada detierra. Tito volvió sobre sus pasos y searrastró por las calles has- ta llegar a sulocal. Entró y cerró la puerta. El interiorestaba vacío. Las paredes desnu- das demercancía ilustraban a las claras sucondición actual. Tenía hambre, pero notenía dinero. En los últimos meses había

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ido perdiendo peso. Estaba enflaquecido,aunque las túnicas disimulaban su aspecto.Fue a beber agua del ánfora que guardabatras el most- rador, pero también estabavacía.

15 La lena de Roma

Roma, 221 a.C.

- Por aquí, vamos. -Publio se dirigía a suhermano pequeño en voz baja.- No creo que sea buena idea -respondióLucio que, a regañadientes, había accedidoa acompañarle.Era de noche y todos dormían. Salieron atientas de su habitación para no despertar anadie con ninguna vela. En el atrio, la luzde la luna llena hacía resplandecer lasteselas del gran mosaico que su padre

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había hecho instalar recientemente. En élse veía a su abuelo investido de cónsulcomandando las legiones. Se deslizaronpor encima del mo- saico, pasaron por eltablinium y accedieron al peristiloporticado del jardín. Sólo se oía el arrulloconstante del agua de la fuente. El aire erafresco. Publio y Lucio se escondi- eron traslas columnas de un lado y aguardaron allíapostados durante diez minutos. Al finvieron aparecer a un esclavo joven de lacasa acompañado de una mujer a la que noreconocían. En una esquina del jardín elhombre comenzó a desnudar a suacompañante.Al desvestirla quedó al descubierto elcuerpo de una joven de unos dieciséisaños. Pron- to el esclavo la tendió en elsuelo y se echó sobre ella. Publio y Lucioescucharon con intensidad. Se oíanmurmullos apagados y, al poco tiempo,

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gemidos amortiguados por una manointerpuesta.- Calla, que nos van a oír -escucharon deciral hombre.- Mejor nos vamos -musitó Lucio.- No. -Publio había desarrollado unarelación de autoridad sobre su hermano.Éste calló, aunque no por ello setranquilizó.En ese momento todos oyeron la voz claray fuerte de su padre.- Por Castor, ¿qué pasa aquí? ¿Qué ocurreaquí? -Venía acompañado por dos esclavosde confianza de mediana edad que llevabanaños en la casa. Llevaban lámparas de ace-ite de forma que gran parte del jardínquedó iluminado descubriendo a losjóvenes amantes en el suelo.Publio y Lucio se acurrucaron en lassombras que proyectaban las columnas ytraga- ron saliva.

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- Coged a estos dos. Con el esclavo…llevadlo a la cocina. Mañana saldarécuentas. Y la mujer… -la miró conatención- no trabaja aquí… pues fuera conella. Unos azotes y fuera. Si vuelves-añadió dirigiéndose a la muchacha- aentrar en mi casa sin mi permi- so, nohabrá misericordia.La muchacha se sintió bendecida por lasuavidad de la pena y enseguida sedesvane- ció entre las sombras detrás de supadre cogida por uno de los esclavosmayores. El otro esclavo se llevaba aljoven cocinero por el tablinium y tambiéndesaparecieron. El sena- dor se quedó en eljardín junto a la fuente.Publio y Lucio contuvieron la respiración.Estaban en la sombra y era imposible quelos viera o que los oyera, pero el senadorempezó a escuchar sobre el silencio, a vermás allá de la oscuridad, reanimando su

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alma de general en una noche previa a labatalla. La brisa suave de la noche le trajoentonces el mensaje que buscaba en formade casi im- perceptibles olores. Suspiróentonces y se tranquilizó al desentrañar susignificado.- ¡Bien, Publio y Lucio, salid de ahí, deentre las columnas si no queréis que meenfa- de más! Publio y Lucio se miraron.Lucio parecía preguntar con la mirada«¿pero cómo lo sa- be?». Publio se encogióde hombros acompañando el gesto con losojos abiertos por el asombro. Era imposibleque los hubiera visto.- ¡Sois mis hijos pero incluso mi pacienciatiene un límite con vosotros! ¡Es vuestraúltima oportunidad antes de que os mandeazotar o se me ocurra algo peor! No lopensaron más y salieron a la luz. En elcentro del jardín estaba su padre con lalámpara en la mano. Se acercaron hasta

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estar de pie a un par de pasos de su padre.- Nunca, jamás, ¿me entendéis? Nuncadejéis que alguien entre en esta casa sin mipermiso o sin que vuestra madre lo sepa,¿lo entendéis? Un esclavo ha dejado entrara una mujer para… Bien, la deja entrarpara estar con ella. Eso no debe ocurrir, ysi sabéis de algo así, me lo debéis decirenseguida. La seguridad de todos está enjuego. La casa es vuestra familia también,es sagrada.Los niños callaban.- Y no me digáis que lo acabáis dedescubrir, porque llevo detrás de esteesclavo al- gunos días. Bien, hablad, decidalgo y que no sea una mentira. Eso nomejorará vuestra situación.Lucio fue a hablar, pero Publio empezóprimero.- La culpa es mía. Hace unos dos mesesque ese esclavo trae a esa muchacha por

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las noches. Normalmente vengo solo paraver… Esta noche le pedí a Lucio que meacom- pañara. La culpa es mía. Deberíahaberte comentado esto antes… - Sí, eso eslo más grave de este asunto. ¿Por qué no lohiciste, Publio? No respondió. ¿Cómodecirle que sentía curiosidad por lo quehacían? Era vergonzo- so y peor aúnjustificar así la falta de fidelidad a supadre. El senador le miró en silenciomientras escudriñaba sus pensamientos.- Veo que guardáis silencio. Al menossentís vergüenza. Eso es algo -continuó supadre-, pero no suficiente. No suficiente.Sois Escipiones. Mirad a vuestro alrededor.¿Qué veis? Los muchachos miraron lasparedes del jardín y del atrio. Había variasestatuas.- Estatuas, padre -dijo Publio.- Son vuestros antepasados. Lucio CornelioEscipión Barbato, vuestro bisabuelo, cón-

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sul, Cneo Cornelio Escipión Asina y LucioCornelio Escipión, vuestros abuelos,cónsu- les ambos también. Vencedorescontra los insubres, conquistadores deCórcega, de Ale- ria. ¿Y en qué se sustentala fortaleza de nuestra familia? Los dosmuchachos dudaron.- En la confianza. En la confianza mutuaque se transmite de padres a hijos. Si nopu- edo fiarme de vosotros, yo no soynadie, y si vosotros no confiáis en mí o envuestro tío, no valéis nada. ¿Nunca oshabéis preguntado por qué nos llamamosEscipiones? Ambos permanecieron ensilencio.- Porque vuestro bisabuelo, ya anciano yciego por la avanzada edad, se apoyaba ensu hijo Lucio para poder caminar, lo usabacomo un scipio, era su bastón. De ahí elnombre que hemos heredado. Vosotros soismi apoyo, debéis ser mis ojos y mis oídos

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cuando a mí me fallen, sois mi scipio. Dela misma forma que vuestros hijos lo seránpara vosotros. No lo olvidéis nunca.Nunca. ¿Está claro? Ambos asintieron.- Los dos, a vuestra habitación y no quierooír ni una palabra más de esto. Si alguienvuelve a entrar sin mi permiso, quierosaberlo al instante, ¿entendido? - Sí, padre-dijeron los dos al unísono, y velozmentecorrieron hacia su habitación.El día siguiente, por la tarde, al terminar eladiestramiento, Cneo hizo sus valoraci-ones.- Vais muy bien. Dentro de poco me va aempezar a dar miedo luchar con vosotros.Especialmente contigo, Publio. Eres rápidocon esa espada. Aún te pierden tus ganasde vencer, pero ya madurarás. Y tú, Lucio,has mejorado mucho. En poco tiempo serástan bueno como tu hermano. Aún te pesademasiado el arma, pero eso es algo que en

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un año o dos se arreglará por sí solo.Comeos todas las gachas de trigo que ospongan por de- lante, y fruta y pescado ycarne. Comed bien para luchar bien. Ya meencargaré yo de que no engordéis ni unkilo de más.Publio y Lucio se miraron y sonrieron.Cneo frunció el ceño y miró su barriga que,si bien no era la de un hombre obeso,desde luego mejoraría con cuatro o cincokilos me- nos.- ¡Por Hércules, sois unos ingratos! ¡Osadiestro gratis y lo pagáis riéndoos devuestro tío! ¡Cuando hayáis luchado entantas batallas como yo, tendréis derecho aengordar lo que os plazca, pero demomento ni un kilo de más! ¡Mañana osharé correr el doble, os quitaré esa sonrisade la cara con sudor! Los dos hermanoscallaron. El desliz les iba a costar caro.- Bien, basta ya de charla. Lucio, para casa.

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Publio se queda conmigo. Tenemos quehablar tú y yo de unas cuantas cosas.Los hermanos se sorprendieron. Siemprevolvían juntos, pero no querían preguntar.Un pequeño desliz ya lo iban a tener quecompensar al día siguiente con esfuerzosextra;mejor no tentar su suerte. Lucio se marchóhacia la ciudad.Cneo miró a su sobrino.- Ya me ha contado tu padre el episodio deanoche.Publio inhaló aire profundamente. Ya lehabía parecido extraño que aquello no tuvi-era más consecuencias.- Es importante -continuó Cneo- que nuncatraiciones a tu familia ni en cosas que pu-edan parecer pequeñas. La familia es lomás importante: la familia y Roma. Ésasson las cosas por las que merece la penavivir y morir si es necesario, ésas son las

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cosas por las que rogamos a los dioses quenos protejan y nos ayuden. ¿Está claro? -Sí, tío.- Bien. Ahora vámonos. Sígueme.Entraron en la ciudad, cruzaron el foro ydescendieron hasta la zona de los mercadosy luego, siguiendo el curso del río, seencontraron en una zona de la ciudad a laque Publio nunca había accedido. Lascasas estaban sucias, viejas. Las callesestaban atesta- das de gente variopinta,desde el pobre más miserable hasta,ocasionalmente, patricios que paseabanescoltados por esclavos armados y guardiasque, a juzgar por el celo que ponían enmantener alejado a cualquier mendigo delcamino de su amo, estaban más que bienpagados. Los triunviros patrullabantambién aquellas callejuelas con mayorfrecuencia que en otros barrios de laciudad, aunque aquí dejaban pasar por alto

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la es- candalosa presencia de algunasmujeres a medio vestir saludando desde laspuertas de sus casas, las pequeñas peleasentre borrachos o el golpe que propinabaalguno de los guardias para defender aalgún patricio molesto por el olor de algúnesclavo que se cru- zaba en su camino. Lostriunviros no querían problemas y supresencia era más bien un aviso para quetodos se contuvieran y no fueran más alláde golpes o empujones. Otra cosa era si seoía alguna espada desenvainándose. Eljoven Publio contemplaba a los soldadospatrullando con paso firme, la mirada en ladistancia, como ausentes y, sin em- bargo,atentos a cualquier pequeño movimiento.- Siempre hay más problemas aquí que enningún otro lugar: sobre todo peleas -dijoCneo al observar el interés de su sobrinopor las patrullas-. Siempre muere alguienpor aquí cada día. Nunca vengas solo. Si

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vuelves sin mí, hazte acompañar por un parde bu- enos esclavos.El joven Publio no tenía muy claro por quésu tío podía pensar que él quisiera volverpor allí por su cuenta. No parecía para nadaun barrio agradable ni que tuviera nada quepudiese merecer el riesgo de moverse entreaquellas gentes violentas, borrachas ynervi- osas. No obstante, de pronto sepercató de una cosa que los diferenciabadel resto de los patricios que había visto enaquel lugar.- No llevamos escolta, como los demáspatricios -comentó Publio. Cneo sonrió.- Aquí la escolta soy yo -y continuóabriéndose paso entre el gentío.Llegaron a una casa más grande que las desu entorno, más limpia, con la fachada singrietas y una puerta, al contrario que lamayoría de las demás, cerrada. Su tío seacercó decidido y dio dos golpes bien

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fuertes con la palma de su mano. Unamujer mayor abrió la puerta. Tenía unoscincuenta años y, aunque se había pintadolos labios de rojo y ec- hado polvos sobreel rostro, las arrugas eran bien visibles y supelo, completamente gris.Tenía una expresión seria, molesta, casi deenfado, pero en cuanto alzó la miradadesde el pecho de Cneo hasta contemplarlos ojos del hombre que acababa de llamara su puer- ta, todas las facciones de surostro cambiaron por completo el gesto desu cara: ésta se iluminó y una bientrabajada y edulcorada sonrisa poblóaquella faz secada por los años.- Pero si es el gran general -dijo y abrió lapuerta y se separó para dejar suficiente si-tio para que Cneo pudiera pasar. Publio lesiguió de cerca-. Y nos viene acompañadode un hermoso joven -continuó la viejameretriz.

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- Bien, Publio, te presento a la vieja lena deRoma. Nadie sabe su nombre, pero sipreguntas por la lena en este barrio todos tedirigirán a su puerta. Y sigue mi consejo,Publio: nunca le preguntes nada y así no teencontrarás una de sus mentiras.- Por Castor y Pólux, qué bajo concepto setiene de mí - interpeló la lena y continuódirigiéndose a su nuevo joven invitado-,pero, mi querido joven, no hagáis caso deeste hombre que tan mal os habla de mí.Aquí todos los hombres encuentran lo quedesean y salen complacidos… - … y máspobres que cuando entraron. No omitamosese detalle -apuntó Cneo.- Bien -la lena habló ahora conindiferencia-, mis servicios tienen unprecio y no pido mucho, sino lo justo.- ¿Lo justo? -Cneo elevó el tono con tantafuerza que dos esclavos armados apareci-eron inmediatamente en el vestíbulo. El

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general no se inmutó-. Vieja lena, nopongas en tu boca palabras demasiadograndes para quien se dedica a estenegocio.- Ya, claro, justicia es una palabrareservada para los patricios.Cneo no entendió bien si aquello era unaaceptación de la crítica recibida o undesafío entre dientes. El joven Publio leyócon más precisión la fina ironía de aquellamujer y tomó buena nota del sentimientocon el que la lena había pronunciadoaquella sentencia.¿Cuánta gente pensaría lo mismo y con esaintención de frío reproche contra los de suclase? - Bueno, vamos a lo que nos traeaquí. Éste es mi sobrino mayor, alguienque será grande en Roma, así que más tevale tratarlo bien, si no por aprecio, almenos considera que será una graninversión de futuro complacerle bien. Lo

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que busco es una joven gu- apa, dócil, queno sepa demasiado, pero sí lo suficientepara… para ayudar… para em- pezar… yame entiendes.Publio deseó tener alas en los pies comoMercurio para poder volar y desaparecer deaquel lugar. A su tío sólo le faltaba gritarpor toda la calle que su sobrino mayor aúnno había estado con una mujer. Ya le dolíabastante el tema como para encima tenerque hacerlo público. La lena, no obstante,no pareció ni sorprenderle ni concederlemayor importancia a aquel hecho. Sufrente arrugada mostraba que meditaba conintensidad.- Sí… entiendo… y creo que sí, quetenemos exactamente lo que buscas -ydirigién- dose a los esclavos armados quepermanecían vigilantes-, traed a Drusila.La llamamos así, Cneo Cornelio, aunqueviene de Oriente. Es joven, de dieciséis

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años, sabe más que suficiente parasatisfacer a vuestro sobrino, pero acaba dellegar y no ha sido… probada de maneraextensa. Es dócil. En cierta forma, diríaque mantiene intacta su ingenuidad.Creo que estará a la altura de lascircunstancias.Al momento llegó un esclavo con unajoven delgada, morena, con pelo oscurolacio cayendo por su espalda desnuda, puesapenas estaba vestida por una túnica deseda de color rojo abierta por detrás y tanfina que dejaba ver a través del tejidosemitransparen- te unos hombrosredondeados, una piel fina y tersa, unossenos prietos como manzanas reciéncogidas, casi verdes, una cintura que cedíaespacio suavemente, hasta de nuevoampliarse al llegar a una cadera generosapero no grande, terminando en unaspiernas largas y unos pies pequeños que se

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cerraban en un arco donde los dedosgordos se junta- ban en el vértice delángulo, justo allí, en ese punto del suelo,donde la mirada de la joven permanecíafija.La joven alargó la mano y, sin saberlo, eljoven Publio, a su vez, extendió su brazocon la palma de su propia mano abierta. Lajoven sonrió al tiempo que asía los dedosdel adolescente patricio con suavidad y loguió con dulzura pero, al mismo tiempo,con decisión, hacia su cuarto, lejos de lasmiradas de guardias armados, de lenasancianas o de un nervioso tío.- Bien -exclamó Cneo, una vez su sobrinoquedó en custodia de aquella joven- y paramí, ¿está disponible aquella muchachaibera que tú ya sabes que tanto mesatisface? La lena no respondióinmediatamente de forma que el propioCneo se respondió a sí mismo.

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- O sea, no lo está; ¿he de entender queestá en manos de otro? La lena callabamirando al suelo, concediendo. Cneocontinuó sacando conclusiones en voz alta.- Pues al precio que normalmente me ladejáis, no se me ocurre más que alguno delos cónsules haya decidido beneficiarse desus muchos encantos.Era un brindis al sol, una exclamaciónhecha a lo loco, sin intención; sin embargo,la lena permaneció inmóvil, en silencio,Cneo pensó que incluso algo nerviosa, si esque podía decirse que aquella mujer, cuyosojos habían visto desfilar por su casa adecenas de patricios y senadores, pudieraen algún momento parecer algo desairada.- Por todos los dioses -concluyó elgeneral-, nunca pensé que alguno de losviejos Ru- fo o Lépido tuvieran tantasangre en sus venas -Cneo comprendió quela anciana temía que fuera más allá con sus

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conclusiones hasta averiguar exactamentecuál de los dos cónsules era el que hoyyacía con su preferida; no quería molestara aquella mujer que tantos secretos suyos yde tantas otras personas conocía; eramenos peligroso un podero- so senadorenfurecido que tener a la lena de Roma entu contra-. En fin, bien por el que sea quedisfruta ahora de los encantos de mifavorita, paciencia para mí. Quizá sea mej-or así. Teniendo en cuenta lo queprobablemente piensas cobrarme porsatisfacer a mi sobrino, no tengo claro quepueda permitirme satisfacerme a mí mismotambién. Tengo que enseñar a mi sobrino avalerse pronto por sí mismo en estascuestiones o mi econo- mía corre graveriesgo de hundirse.Con estas palabras Cneo estalló en unasonora carcajada, lo que sin duda relajó ala lena que, antes de que su invitado lo

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pidiera, reclamó una buena jarra de vinopara entre- tener a tan ilustre y,especialmente, comprensiva, persona.Publio sintió las suaves caricias de aquellajoven de la que ni conocía el nombre porcada recoveco de su piel. Primero la jovenusó sus dedos, luego la palma de susmanos para culminar con su lengualamiendo cada centímetro de su ser. Enpocos minutos el sobrino de Cneo tuvo unaenorme erección. El detenimiento de lascaricias, el suspense por lo que aún debíavenir era demasiado para podercontrolarse. La muchacha empezó a besarlela base de su miembro cuando ya no pudoresistir más y cedió a impulsos que aún noacertaba bien a controlar. Fue como unafuente que regó su propio vientre y lamejilla de la muchacha.- Lo… lo siento -musitó entre confundidoy nervioso.

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La muchacha sacudió la cabezatenuemente, quitando importancia alasunto al tiempo que con el dorso de lamano se limpiaba el rostro. El joven Publiono sabía bien ni qué decir ni qué hacer, sies que quedaba algo por hacer, o si bien yahabían terminado. Su tío era generoso,pues aquellas sensaciones sin duda debíancostarle una fortuna, pero era demasiadoparco en explicaciones. La chica parecióleer en su ceño fruncido la con- fusión quecorría por sus venas. No hablaba su lengua,pero a base de reiniciar las cari- cias y losbesos suaves se hizo entender conprecisión. Aquello no había terminado. Eljoven Publio se dejó hacer y decidió que élno se iba de allí hasta que aquella chica loechara.Al cabo de una hora tío y sobrino volvían acaminar por las calles de aquel barrio deRoma, descendiendo por una estrecha

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callejuela hasta alcanzar las tabernas juntoal Tí- ber. Publio llevaba consigo unasonrisa entre un poco estúpida y un pocode inmensa sa- tisfacción que loacompañaría el resto de la mañana. Cneodetuvo la marcha en una de ellas e invitó asu sobrino a entrar. Era una habitaciónbastante oscura, con aire denso y pesado,ya que la única ventilación que había era lade la estrecha puerta que daba acce- so aaquella estancia. Había un mostrador demadera tras el que un hombre de unos cu-arenta años, muy grueso, pelo entre negroy cano, barba profusa y cara de muy pocosamigos, servía vino, gachas de trigo y algode pescado del día a los que tenían el valorsuficiente de acercarse a pedirle algo. Sutío parecía ser de estos últimos y, sinlevantar- se, a voz en grito hizo saber susdeseos.- ¡A ver, buen vino aquí para los dos, y

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rápido! Publio observó cómo el posaderomiró con intensidad a su tío y cómo sindecir nada se agachó y de debajo delmostrador sacó una jarra y unos vasos. Porun momento pen- só que aquel hombre nolos llevaría a la mesa, pero el tabernerosalió de su fortín y, pa- so a paso,lentamente, trajo el vino y dejó sobre lamesa jarra y vasos. Su tío puso sobre lamesa una moneda, el tabernero asintió, lacogió y volvió a su puesto de vigilancia.En el local había otras cinco o seis mesas,todas llenas de gente, quizá hubiera unasveinte personas, muchos mal vestidos, perotambién se veía alguna toga brillante,reluci- ente, de algún patricio o, al menos,un comerciante muy venido a más.- Este sitio es horrible, lo sé -dijo Cneomientras escanciaba el vino-, pero sirven elmejor vino. Tiene algún acuerdo con unode los capitanes de barco que viene con

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vino desde el sur. No sé por quéexactamente. En estos lugares, Publio, esmejor no indagar sobre el pasado de laspersonas. No vengas aquí solo, a no serque seas ya un general de Roma. A losoficiales se les respeta aquí, siempre quehayan demostrado su valor en el campo debatalla. Pero vale ya de historias. Bebamos.Publio miró su copa y dudó.- Ya sé, ya sé que no bebes, pero tienes queempezar, y este día es tan bueno comocualquier otro. Tienes que celebrar esasonrisa de tonto que se te ha puesto y túverás, te la quito con vino o a golpes. Noquiero que te vea tu madre con esaexpresión en tu rost- ro. Por Hércules, lasdiscusiones con tu madre me atemorizan.Lo reconozco.Cneo cogió su copa y Publio hizo lopropio. Bebieron. Su tío echó un largotrago de vino y él un pequeño sorbo. Sintió

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una ligera quemazón en la garganta pero elsabor ent- re dulce y arrutado le agradó. Yahabía probado vino en alguna ocasión, aescondidas en casa, con Lucio, fisgandopor la cocina por las noches, pero aquelvino era cierto que es- taba especialmentesabroso. Siguieron bebiendo.- ¿Qué le ha pasado al esclavo que vimosen el jardín de casa con aquella mujer? -preguntó Publio.- Ah, el vino te da valor para preguntar loque no deberías, ¿eh? Bueno, creo que alesclavo le cayeron sólo cuarenta azotes;parece que cocina bien y a tu padre le gustaco- mer. Es un poco suave como castigo,pero el pollo y el cerdo los hace muybuenos. Los hombres somos así.Arriesgamos nuestra piel y, con frecuencia,nuestro dinero por estar con una mujer. Yalo irás viendo. Sí, no sacudas la cabeza. Lode hoy ha costado caro, pero es obvio por

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tu sonrisa tonta que gracias a todos losdioses ya se te va difuminan- do, que lo dehoy merecía la pena. Ahora sabes lo buenoque puede ser estar con una mujer. No teaficiones a esto, Publio. Un día conocerás ala mujer por la que te dejarás dar cuarentay cien y mil azotes si hace falta. Esoocurre. Dicen que ocurre. Lo impor- tantees que te encontremos una buena patriciaromana, de buena familia, que sea guapapara tenerte distraído por las noches, peroque esté contigo en todo momento en estaci- udad de lobos. Un día, Publio, noestaremos ni tu padre ni tu madre ni yo.Tendrás en- tonces que confiar en aquellosde los que te hayas rodeado: tu mujer, tuhermano y tus amigos, y luego en tus hijos,pero hasta que tengas tu propia familia,serán tu mujer, tu hermano y tus amigoslos que te den fuerza. Elige bien a tu mujer.Como ves es impor- tante. En fin, el vino

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me hace hablar. Tampoco me hagasdemasiado caso en todo esto.Hazme caso en el adiestramiento militar.Ahí tengo bastante más claras las cosas.Cneo siguió escanciando vino hasta queentre ambos terminaron la jarra. Publio sequedó meditando sobre las palabras de sutío: un día estaría sin ellos, sin sus padres ysin Cneo. Nunca había pensado en ello. Erael transcurso inexorable de la vida. Ese díadebería llegar alguna vez. En aquelmomento, con el dulce sabor del vino en supaladar y el alcohol fluyendo por sus venasse sintió débil. No pensó que fuera capazde seguir adelante sin la protección de suspadres y de Cneo. Se sentía flojo, conmiedo, aturdido por la responsabilidad. Eraun Escipión, le habían dicho desdepequeño. Tu padre te asió con orgullo eldía de tu nacimiento. Frases que seagolpaban en su mente un poco embo- tada

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por el licor de Baco. Estaba claro que elvino no sería el camino para encontrar lasfuerzas que necesitaría como futuro paterfamilias. Eran demasiadas cosas para unsolo día. Sólo tomó una determinación,allí, compartiendo ya en silencio el últimovaso de vino con su tío, en aquella vieja ysucia taberna junto al Tíber, después dehaber sabore- ado el placer sensual de unamujer: se esforzaría al máximo en suadiestramiento militar con su tío, atenderíaa las lecciones de Tíndaro y escucharía losconsejos de su padre sobre el Senado. Igualnunca tendría fuerzas para sacar adelante ala familia, pero por si los dioses se lasconcedían, mejor sería ir aprendiendoahora todo lo posible. La voz de su tíoacompañada del golpe fuerte que dio sobrela mesa al dejar su vaso vacío y gritar quequería otra jarra le sacó de la profundidadde sus pensamientos.

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- ¡Por Castor y Pólux! ¡Ya era hora de quetío y sobrino compartiéramos una buenajarra de vino! ¡Hoy nos vamos aemborrachar! Publio le miró como a travésde una nebulosa. Por su parte él ya seconsideraba bor- racho. No dudó, noobstante, en acercarse a la boca el nuevovaso de vino que su tío le ofrecía.Se emborracharon por completo. Al díasiguiente, Publio, agonizando de dolor ensu estancia, después de vomitar toda lanoche, escuchaba los gritos de su madreaturdiendo la resacosa cabeza de su tío alque adivinaba cabizbajo en el centro delatrio, mirando al suelo y aguantando ensilencio la lluvia de tenebrosas invectivasque le lanzaba su mad- re. Al final, comosiempre, escuchó la voz serena de su padreimponiendo sosiego y or- den. Con esa vozse quedó antes de quedarse dormido ysoñar con una mañana fría, una fortaleza

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inexpugnable y una enorme laguna que larodeaba.

16 El desafío de los carpetanos

Hispania, 220 a.C.

Un año después de haber sido proclamadogeneral en jefe de los ejércitos cartaginesesen la península ibérica y confirmado dichonombramiento por Cartago, Aníbal viollega- do el momento de ejecutar suvenganza contra aquellos que mataron a supadre. Ade- más, en su mente primero yluego sobre planos y con raciocinio habíaconseguido encaj- ar aquella próximanémesis como un complemento necesariopara llevar adelante el gran plan diseñadopor su padre: atacar Roma. Para ello todoindicaba que era en extre- mo necesario

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afianzar su dominio en Iberia. Si bien eracierto que los intereses estratégi- cos deCartago se centraban en el control de lascostas y la explotación de las minas delentorno de Sierra Morena y Baécula,ambas actividades podrían verse afectadassi los celtíberos lanzaban un ataque desdeel interior. Había que derrotar a estospueblos de forma tan absoluta que pasaranmuchos años antes de que decidieranaproximarse hacia los territorios púnicos.De esa forma dispondría de la posibilidadde contar con parte del ejército de Iberiapara su avance sobre Roma.El verano anterior ya había realizadoalgunas pequeñas incursiones hacia elinterior del país, sometiendo entre otros alos olcades, pero ahora Aníbal reunió todosu ejército en Qart Hadasht y desde allípartió hacia el corazón de la península. Suprimer objetivo era el de la provocación.

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Para ello avanzó cruzando el Segura, elGuadiana y el Tajo, hasta alcanzar lapoblación de Hermándica, Salmantica paralos romanos, a la que sitió y sometió.Prosiguió su avance cruzando el propio ríoDuero hasta llegar a Arbucala.Con el asedio y toma de esta población ysus posteriores combates con los vacceosdel norte, Aníbal consiguió lo que deseaba,quizá incluso más allá de sus expectativas,pues todos los pueblos del interior de lapenínsula se levantaron en armas contra él.Aníbal inició el repliegue volviendo acruzar el Duero pero saqueando las tierrasdel pueblo más poderoso de aquella zona:los carpetanos. Éstos no lo pensaron más ycons- tituyeron un inmenso ejército al quese unieron numerosas fuerzas provenientesdel res- to de las tribus agraviadas por lasincursiones de Aníbal: vacceos, olcades,vettones, ore- tani y los propios carpetanos,

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que lideraban aquella enorme fuerza deataque que había agrupado a un total decien mil guerreros.Los cartagineses avanzaron sin oposiciónhasta llegar al río Tajo, en un valle muypróximo donde unos años antes Amílcarhabía sido sorprendido y abatido por losiberos.Allí cerca Aníbal divisó, acampado junto alrío, al enorme ejército que se había congre-gado para darle caza. El cartaginés ordenóacampar al atardecer a unos tres kilómetrosde distancia del ejército enemigo que losdoblaba en número. Ambas fuerzas sehabían establecido al mismo lado del río,en la margen derecha. Los soldadospúnicos observa- ban las infinitas hoguerasque los celtas e iberos encendíanmostrando la amplitud de su campamentoy se sintieron sobrecogidos. Sin embargo,se sabían conducidos por un fe- roz general

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y en él y en su inteligencia, que tantasvictorias les había dado, depositaron susesperanzas para salir victoriosos de aquelvalle.Los jefes celtas e iberos se reunieroncomplacidos: habían comprobado que susfuer- zas doblaban en número a las delgeneral cartaginés. Al amanecer atacarían yaniquilarí- an al invasor. Decidierontambién que se tenía que hacer lo posiblepor atrapar al gene- ral cartaginés con vidapara así torturarle y que sirviera deescarmiento a aquellas fuer- zas extranjeraspara que nunca más volvieran a adentrarseen el interior. Incluso algunos empezaron ahacer planes sobre cómo reconquistar lacosta. Se comió y se bebió en abundancia.Mañana sería un día de gloria y victoriapara sus pueblos.Aníbal dio órdenes de encender lashogueras del campamento y al tiempo

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mandó ex- ploradores que buscaran unlugar donde cruzar el río, diferente al vadoprincipal donde se habían establecido losiberos. Al cabo de unas horas regresaronvarios exploradores confirmando que a unpar de kilómetros había un lugar donde elrío se estrechaba y, aunque con ciertaprofundidad, caballos, hombres y elefantespodrían cruzar. La opera- ción, noobstante, resultaba complicadaespecialmente si se hacía por la noche. Elvado del que hablaban los exploradoresestaba en dirección oeste, alejándose delcampamento ibero. Aníbal no lo dudó.Tenía claro que un enfrentamiento encampo abierto supondría la aniquilación desus tropas o, en el mejor de los casos, unagrave derrota. Él tenía otras ideas. Nopensaba sufrir el destino de su padre nidejar su muerte sin respuesta. Ordenóentonces levantar el campamento, pero no

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sin antes avivar las hogueras para quepareci- ese que permanecían allí. De esaforma, al abrigo de la oscuridad de lanoche condujo el ejército hasta el vado quehabían encontrado sus exploradores ycomenzó la complicada operación decruzar el río. Los caballos relinchaban yalgún elefante bramó con fuerza, pero ladistancia salvaguardaba a los cartaginesesy los ruidos que llegaban al campa- mentoibero eran débiles, de modo que éstos nopensaron que nada extraño estuvieraocurriendo.Al amanecer, los carpetanos y sus aliadosse sorprendieron al ver que el campamentocartaginés no estaba donde lo habían vistola tarde anterior, sino que los púnicos seen- contraban al otro lado del río, justoenfrente de ellos, apenas a unos cientos demetros de distancia. Los jefes iberosvolvieron a reunirse pero todos

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concluyeron que aquel cam- bio noalteraba en nada lo sustancial, su enormesuperioridad al doblar en número a loscartagineses, y decidieron dar orden decruzar el río y lanzarse en tropel sobre loscarta- gineses.Los iberos se lanzaron todos a una sobre elflujo de las aguas. El vado por el que seadentraron era poco profundo pero cubríahasta el vientre a los caballos y a muchoshombres hasta los hombros. No era unaoperación difícil pero había un problema:era imposible cruzar rápido. Aníbaldispuso durante la noche numerososgrupos de hombres apostados en su margendel río con todo tipo de armas arrojadizas.A medida que los iberos alcanzaban elcentro del río, los púnicos lanzabanandanadas de dardos y jabali- nasacabando con los guerreros que seadentraban para cruzar. Los iberos, no

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obstante, no se arredraron y siguieronmandando más soldados hacia el río. Talera el número de unidades, que el río sellenó de hombres y caballos hasta el puntode que varios efecti- vos empezaron aalcanzar la margen dominada por loscartagineses. Allí, no obstante, losesperaban los elefantes que, siguiendo elplan de Aníbal, patrullaban toda la margenizquierda. Desde lo alto de las bestias, loscartagineses lanzaban más dardos altiempo que los propios elefantespisoteaban con sus enormes pezuñas adecenas de guerreros carpetanos que,empapados y exhaustos, heridos porflechas o jabalinas, llegaban a la orilla. Elavance ibero se transformó en una larga ylenta masacre dirigida con metódicadecisión por el general cartaginés. Almediodía, ordenó que los soldados deprimera lí- nea se replegaran y que los

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elefantes retrocedieran hasta reconstituir suejército en per- fecta formación, mientraslos iberos que habían conseguido cruzar elrío hacían lo pro- pio. Ahora ambosejércitos estaban en la margen izquierdadel río, nuevamente reunidos en un mismolado, pero los carpetanos habían visto susfuerzas reducidas prácticamente a la mitad,mientras que los cartagineses apenashabían sufrido bajas.El río bajaba rojo de sangre llevándoseconsigo el júbilo de los jefes carpetanos yti- ñendo de desesperanza el corazón de sushombres. Antes de que pudieranrecomponer sus filas, Aníbal dio la ordenfinal. A partir de aquel momento todos loscarpetanos se encontraron luchando por susupervivencia, intentando resistir el empujede los cartagi- neses, envalentonados por eltranscurso de los acontecimientos yembravecidos por su general, siempre de

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un lugar a otro de los combates recordandoa sus hombres que ese día vengaban almejor de sus generales, que Amílcar Barcaestaba siendo recordado aquel día con cadavíctima enemiga que caía en la batalla.Algunos iberos reconocieron en el timbrede aquella voz el mismo tono que hacíaunos años había lanzado un terroríficoalarido de dolor que ascendió por lasladeras de las montañas y, aunque noentendían aquella lengua extraña,comprendieron con clari- dad lo que estabaocurriendo. Se encomendaron a sus diosesy prometieron vender caras sus vidas en loque ya preveían como un vano esfuerzo.Al anochecer, mientras los iberos seretiraban diezmados, arrastrando heridos ydej- ando sus muertos flotando en el río otendidos sobre el campo de batalla amerced de los buitres, Aníbal se recostó ensu tienda y, pese a los muertos y la sangre

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y la guerra, dur- mió sintiendo unainmensa paz por primera vez desde lamuerte de su padre.La tienda estaba rodeada de guardiasorgullosos de su general dispuestos aseguirle hasta el final del mundo.

17 Los primeros debates

Senado de Roma, 220 a.C.

El Senado estaba reunido al completo. Lapreocupación por los movimientos de loscartagineses en Hispania con su crecientedominio sobre aquel territorio había sido eldetonante de la sesión y el elementomotivador de la gran afluencia desenadores. Emi- lio Paulo se levantó y fuequien inició el debate.- Todos estamos informados de los

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acontecimientos en Hispania. Desde haceaños los cartagineses han ido extendiendosus dominios por la península. Pactamoscon Asdrúbal y Cartago que el límite desus dominios sería el Ebro, pero me parecedifícil pensar que el nuevo general Aníbaltenga tan claros esos límites. Creo que espreciso enviar tropas y reforzar la fronteradel Ebro ahora, antes de que sea tarde.Muchos senadores asintieron con lacabeza. Publio Cornelio Escipión selevantó para apoyar a Emilio Paulo, con elque compartía planteamientos políticos y alque le unía una gran amistad.- Estoy de acuerdo con Emilio Paulo. Algohay que hacer; no podemos permanecerimpasibles mientras este nuevo general vaextendiendo su control por toda Hispania.Recientemente ha llegado a dominaramplias regiones del interior. ¡Ha sometidoa los carpetanos y ahora acecha Sagunto!

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Más asentimientos y un incipientemurmullo recorrieron la gran sala. FabioMáximo escuchaba sin participar mientrasotros senadores fueron dando opinionessimilares. Es- taba claro que el Senadoquería actuar. Se preguntaba hasta quépunto los allí reunidos se daban cuenta delo que estaban hablando. Él hacía tiempoque había decidido lo que se tenía quehacer, lo que más convenía al Estado y, porqué no decirlo, a sí mismo y a su familia.Los Emilio-Paulos y los Escipiones erancada vez más fuertes, más respeta- dos,más apreciados. Publio en particular estabaclaro que pronto sería cónsul, entrando enla especial clase de la nobilitas, los que hansido cónsules alguna vez, los elegidos entrelos elegidos. Estaba la plebe, los patricios,los tribunos y senadores y la nobilitas,cónsules y ex cónsules. Varios Escipionesya lo habían sido y lo mismo en la familia

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de los Emilio-Paulos. Demasiado poderque había que contrarrestar. Encima eseamor estú- pido y peligroso de losEscipiones por todo lo griego podíadebilitar a Roma, una Roma que prontoentraría en una guerra larga y complicada.Fabio escuchaba y sabía que opo- nerse alas opiniones manifestadas no haría sinoavivar el fuego de la guerra, pero de prontotodo encajó en su cabeza: la guerra era elcamino. Sin duda alguna. La guerra era laruta adecuada. Se levantó de su asiento yse quedó de pie hasta que se hizo silencioabsoluto; sólo entonces empezó a hablar.- Senadores, amigos, defensores todos deRoma. Sabéis que nunca he rehuido laconf- rontación cuando ésta ha sidonecesaria, pero pensad bien en lo que estáissugiriendo con vuestras palabras. Entrarcon Cartago en una disputa sobre eldominio de Hispania es peligroso. Los

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saguntinos, es cierto, se han dirigido anosotros pidiendo ayuda ante lo queconsideran un peligro inminente, peroenviar tropas significaría la guerra contraCartago y pensad bien las consecuencias:Cartago tiene un poderoso ejército quelleva más de quince años de combates enHispania, mientras que nosotros, en estosaños, he- mos combatido contra piratas yhordas de galos en el norte. Una guerracontra Cartago no será igual de sencilla.-Fabio Máximo podía leer la contrariedadante sus palabras en gran número desenadores; iba por buen camino-.Enviemos emisarios a parlamentar conAníbal; veamos si es posible negociarprimero. A tiempo de reclutar tropassiempre estamos. Ésa es mi opinión. -Y sesentó.Su intervención encendió un intenso debateentre los partidarios de enviar tropas ya y

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los que deseaban apoyar la moción deFabio Máximo. Este último permanecía ensu asi- ento, como un espectadorprivilegiado, ajeno al torbellino decomentarios y nuevas op- ciones que severtían desde los diferentes puntos de lasala. Paseando su mirada por los bancos desenadores se detuvo en el de PublioCornelio Escipión, sentado junto a suhermano Cneo y el senador Emilio Paulo.Publio le estaba mirando fijamente. Fabiose preguntó si aquel Escipión sabríaescudriñar en su mente, pero enseguidadesestimó tal posibilidad. Ésa es una de laslimitaciones de las personas nobles,incapaces de pensar que otros puedanactuar movidos por intereses distintos a losde la lealtad y la nobleza.Así lo decía Aristóteles; una de las pocascosas interesantes que había encontrado enlos autores griegos. Máximo tenía claro

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que no se trataba de defender Sagunto nide evitar una guerra, sino de asegurarse deque la guerra tendría lugar. Si enviabantropas a Sa- gunto era muy posible queAníbal se retirase y que, encima, losEscipiones fuesen aún más admirados porel pueblo romano. Si enviaban emisarios,en realidad lo que se daba era más tiempono a la paz, sino a la guerra. Se dabatiempo a Aníbal para que tomase la ciudady, si esta ciudad caía, era seguro que elSenado declararía la guerra sin pensarlomás. Todo era cuestión de información. EnRoma se pensaba que Aníbal acechaba,apo- yado por los turdetanos, las tierraspróximas a Sagunto. Fabio Máximo, sinembargo, sa- bía mucho más. Sabía que elasedio ya había empezado… y quería queel asedio triunfa- se. Sólo una guerraabierta y total contra Cartago podríaayudarle en sus objetivos: do- minar el

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Mediterráneo y eliminar a los Escipiones yEmilio-Paulos del poder. Ahora la cuestiónera mover las piezas del tablero conhabilidad.

18 El asedio

Sagunto, 219 a.C.

Aníbal había reunido un ejército de cienmil hombres. Tropas suficientes para emp-render su gran plan, la estrategia diseñadapor su padre, pero antes debía hacerestallar la guerra entre Cartago y Roma.Los turdetanos se lo habían puesto fácil alquejarse de las agresiones de lossaguntinos. Avanzaron desde Qart Hadashthasta Sagunto y despu- és de arrasar suscampos y hacerse con el control de la zonaentre la ciudad y la costa, para evitar que

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pudieran llegar refuerzos desde el mar,rodeó la fortaleza. Sagunto se le- vantabasobre un gran promontorio a unos treskilómetros del mar. Los saguntinos habí-an construido una muralla en torno a laciudad que la hacía prácticamenteinexpugnable, ya que en la mayoría de lospuntos, allí donde terminaba la muralla, seabría un abismo de decenas de metros. Laciudad era una fortaleza infranqueable porel este, el lado del mar, por el sur y por elnorte; sin embargo, la muralla del sectoroccidental se levantaba en la ladera mássuave de aquella colina. En ese punto nohabía un desnivel pronunciado sino unapaulatina pendiente por la que se podíaascender hasta la ciudad. Aníbal mandó asus hombres que golpearan allí con todassus fuerzas.Los cartagineses, apoyados por grannúmero de mercenarios venidos de África

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e ibe- ros que se les habían unido durantelos años de dominación de la península,ascendieron con todo tipo de armasarrojadizas y picas para acceder a lasmurallas, pero encontraron una defensaimpresionante. Los saguntinos, conscientesde que aquél era el extremo más endeblede su fortaleza natural, habían elevado losmuros en aquella zona además de añadirvarias torres, especialmente una altísima,desde las que empezaron a arrojar dar- dosy jabalinas. Los cartagineses,protegiéndose con sus escudos, fueronavanzando pe- se a la lluvia de proyectiles,pero al alcanzar la muralla los saguntinoslanzaron pez ardi- endo, más flechas yrocas. El ejército púnico retrocedió.Empezó entonces un largo asedio dedesgaste. Aníbal ordenó que los ataques sein- tensificasen de forma especial cadaatardecer, para aprovechar la luz cegadora

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del sol de poniente que deslumhraba a losdefensores de la muralla occidental. Loscartagineses agruparon gran cantidad decatapultas con las que bombardear laciudad, centrando sus objetivos en lamuralla oeste. Los saguntinos respondieronde igual forma. Piedras enor- mes caíansobre los unos y los otros. La murallaestaba construida con rocas ligadas conarcilla de forma que allí donde recibía unproyectil cedía derrumbándose en pedazos.Los defensores se veían obligados aresponder a su vez con más proyectiles altiempo que se ocupaban en reconstruir lassecciones del muro que se habíandesmoronado. Inc- luso para proteger lostrabajos de reconstrucción, los saguntinosorganizaron una salida para alejar a lastropas cartaginesas. El combate fueencarnizado, librado apenas a dosci- entospasos de las murallas. Los saguntinos

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fueron repelidos por el mayor número decartagineses pero su arrojo permitió elevarde nuevo el muro y reorganizar las posici-ones de defensa.Aníbal dirigía el ataque sin descanso.Estaba dando órdenes para recuperarposiciones y reiniciar el bombardeo delmuro con las catapultas cuando un soldadose le acercó.- Mi general. En la costa… han llegadoemisarios de Roma, son… -miró unatablilla en la que le habían anotado losnombres- Valerio Flaco y Quinto Baebio,senadores de Roma. Quieren hablar convos.Aníbal no se giró ni respondió. Seguíasupervisando el nuevo emplazamiento delas catapultas. En su lugar, se dirigió al jefede la caballería del ejército púnico,Maharbal.- ¿Cuándo llegan los escorpiones} - Están

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a punto de llegar, mi general -dijoMaharbal-. Salieron de Qart Hadasht haceuna semana y los traen a toda velocidad,pero son máquinas pesadas. Prontollegarán.- Bien. En cuanto lleguen los disponesdetrás de las catapultas y que se redoble ellan- zamiento de proyectiles sobre el murooccidental. Ese muro tiene que caer. Ése hade ser tu objetivo día y noche, ¿meentiendes? - Sí, mi general.Aníbal por fin se volvió hacia el soldadoque le había traído el mensaje de losemisa- rios romanos. Roma despertaba desu letargo. Era de esperar. Sin girarse diosu respues- ta al soldado.- No tengo tiempo para recibir a legados deRoma. Que se marchen. ¡Que no se atre-van a acercarse a la ciudad o no respondode su seguridad! Ésa es mi respuesta… yno quiero más interrupciones, lo único que

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quiero saber es cuándo llegan losescorpiones.El soldado asintió y desapareció del lugardel asedio con su nuevo mensaje. ValerioFlaco y Quinto Baebio se quedaronsorprendidos y se sintieron humillados antetal res- puesta. La quinquerreme romanaque los traía volvió a recogerlos yemprendieron rum- bo a Cartago, en elmismísimo corazón de África, paraplantear sus quejas por el asedio de laciudad y por el desprecio de Aníbal.En lo alto de la colina, próximo al murooccidental Aníbal recibió la noticia de lalle- gada de los escorpiones, enormesmáquinas que a modo de gigantescashondas podían lanzar rocas hasta aquinientos pasos de distancia. Loscartagineses las emplazaron det- rás de lascatapultas, bien lejos del alcance de lasarmas arrojadizas de los defensores de la

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ciudad.Desde el mar, Valerio Flaco y QuintoBaebio vieron cómo una lluvia degigantescas piedras caía sobre Sagunto.Aquella fortaleza no podría resistir muchotiempo. Ordena- ron acelerar el ritmo delos remeros. Debían llegar a Cartagocuanto antes.Los saguntinos asistieron aterrorizados a lalluvia de rocas que esta vez no sólo caíasobre el muro, sino que con la enormepotencia de las nuevas máquinas que habíatraído el enemigo, con frecuenciaalcanzaba casas y edificios del centromismo de la ciudad. El pánico seapoderaba de toda la población y eldesánimo empezaba a reinar en sus cora-zones. No obstante, no estaba todo perdido.El muro occidental seguía resistiendo y loscartagineses no podían acercarse por otroslados por lo inaccesible y abrupto del

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terreno.Sacaron entonces su última arma dedefensa: la faldrica. Una especie decatapulta dise- ñada para lanzar a mil pasosno rocas, sino jabalinas con puntas dehierro y lanzas in- candescentes. Lallevaron al sector occidental y desde detrásde los muros empezaron a arrojar jabalinas,modificando el tiro en función de lasinstrucciones que los observado- res de lastorres iban haciendo a partir de dondehabía caído el proyectil anterior. Cent-raron sus objetivos en los soldadoscartagineses que manipulaban lascatapultas y los te- mibles escorpiones. Losobservadores escudriñaban el horizontepara determinar bien la dirección en quedebía orientarse la falárica. Al atardecer sulabor se hacía casi imposib- le por la luzdel sol de poniente; los ojos les lloraban,pero aun así seguían en sus pues- tos con

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determinación, aun a riesgo de quemar laretina de sus ojos.Aníbal se movía entre las máquinas deguerra animando sin descanso a sushombres.Maharbal hacía lo mismo. De pronto unajabalina cayó a escasos metros de distanciaen- sartando el cuerpo de uno de sussoldados que cayó muerto en el acto.Estaban retirando el cuerpo cuando otrajabalina se precipitó desde el cielo sobre elescudo de un merce- nario hispano. Nohabía sido herido, pero de pronto la lanzaprendió y tuvo que arrojar el escudoquedando desprotegido. Cada segundo caíauna nueva jabalina o una lanza en llamasen la zona donde estaban las máquinas deguerra dejando heridos y cadáveres junto alas catapultas. Los oficiales cartagineses nodaban crédito a lo que ocurría. Esta- bandemasiado lejos para que ningún defensor

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pudiera alcanzarlos con un proyectil.Aníbal escudriñó los muros y observó elcielo.- Salen de dentro. Está claro que tienenalguna máquina que les permite lanzar esosproyectiles hasta tan lejos -comentó-; perono podemos ceder ahora. Si ellos nos bom-bardean con lanzas, nosotros debemosredoblar el lanzamiento de piedras sobre elmuro con las catapultas, ya que noalcanzan más, y sobre la misma poblacióncon los escorpi- ones.Maharbal distribuyó las órdenes entre losoficiales. Los cartagineses continuaron elataque protegiéndose con escudos,resguardándose como podían de lasjabalinas. Inter- mitentemente un silbido enel aire anunciaba la inminente caída de unnuevo dardo mor- tal.En la ciudad se seguían recibiendoandanadas de rocas, pero el ánimo crecía al

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saber, por los observadores de las torres,que ya no eran los únicos que sufrían desdeel cielo.Cada soldado cartaginés ensartado por unajabalina de la falárica era celebrado congri- tos de júbilo en la ciudad.Ajustaron de nuevo la posición de lamáquina. Trajeron otra jabalina. Tensaronlas cuerdas y el mecanismo, esperaron lasinstrucciones desde las torres deobservación y recibieron la indicación.Soltaron el mecanismo, las cuerdascedieron lanzando con enorme potenciauna nueva jabalina al aire. Ésta navegó porel cielo, cruzando por enci- ma de lasmurallas de la ciudad, surcando el espacioentre la población y el emplazami- ento delas máquinas de guerra cartaginesas; llegóel momento en que perdió fuerza y empezósu descenso; gobernada por el peso delhierro de su afilada punta empezó a ca- er,

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suavemente primero y luego en un picadomortífero, descendiendo y adquiriendo ca-da vez mayor velocidad, apuntando con sufilo sobre los soldados cartagineses que semovían entre las catapultas y losescorpiones, ocupados en traer rocas yretirar heridos.La jabalina al final adquirió tal velocidadque su picado comenzó a generar unestridente silbido que anunciaba la llegadaa su objetivo marcado por el destino.Aníbal se movía animando a sus guerrerospara que no cejasen en sus esfuerzos;tenían que debilitar la moral de losdefensores y sabía que el continuadobombardeo, sin ceder al miedo de lasjabalinas mortales, era lo que se debíaconseguir aquella mañana. Súbitamenteescuchó un silbido en el aire, miró al cielo,pero ya era demasiado tarde y cuandoquiso apartarse de la trayectoria del

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proyectil que se le venía encima no tuvotiempo. La jabalina se ab- rió camino en lapiel de su muslo izquierdo, desgarrandotendones, músculos y venas, penetrandocon potencia y rapidez hasta asomar por elotro extremo. Aníbal cayó de ro- dillas.Sintió un dolor indescriptible que leatenazó el cuerpo y lanzó un aullidoapagado de sufrimiento incontenible. Noquería gritar ante sus soldados. De formaque se levantó de nuevo y con la lanzaatravesada en el muslo, ordenó que secontinuase con el lanza- miento de rocascon todas las máquinas de guerra.- Maharbal -dijo Aníbal, engullendo concada palabra el dolor de la herida abierta-,hazte cargo del ataque. No paréis en todoel día. No paréis.Maharbal asintió. Un reguero de sangrecorría por la pierna de Aníbal. Variossolda- dos fueron a socorrerle, pero el

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general cartaginés los apartó. Y allí,delante de todos, asió con las dos manos lajabalina que le atravesaba y, lanzando estavez sí un enorme grito de dolor, la arrancóde su pierna y la arrojó al suelo. Perdióentonces el sentido y los soldados,siguiendo las instrucciones de Maharbal,cogieron el cuerpo desvanecido de sugeneral y lo llevaron a su tienda.Mientras los cartagineses retiraban a sulíder herido escucharon cómo desde lapobla- ción asediada llegaba el unánimegrito de victoria emitido por todos loshabitantes de aquella ciudad.

19 De camino al Senado

Roma, 219 a.C.

Tito Macio, ajeno a los acontecimientos

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que absorbían a la gran metrópoli romana,estaba preocupado por cosas másmundanas, como, por ejemplo, encontraralgo que co- mer aquel día. Hacía mesesque había perdido no ya el orgullo, sino ladignidad y se ar- rastraba por la ciudadmendigando. Aquel día se acercó a losalrededores del foro. Había una reunión enel Senado y gran ir y venir de padresconscriptos. Era la hora ya en la que debíanterminar los debates. Se arrodilló en una delas calles que daban acceso al foro y allípostrado aguardaba que la generosidad dealguno de los prohombres de la ci- udad lesolucionase el agudo dolor de estómagoque estaba padeciendo y la gran debili- dadque sentía ante la carencia de alimentos.Era ésta, no obstante, una actividad noexenta de ciertos riesgos. Muchos de lossenadores de la ciudad caminabanescoltados por guardias o esclavos y, con

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frecuencia, ambas cosas a la vez, que losprotegían de la chusma, sus ruegos y suspeticiones. Si alguien deseaba algo de unsenador, lo mejor era acudir a casa de éstebien vestido uno de los días que tuvieradesignado para recibir a clientes en sudomus y, luego, una vez allí, esperar tuturno en una larga cola de petici- onariosque esperaban en el vestíbulo. Eraconveniente acudir provisto de una buenabolsa de dinero con la que apoyar tusolicitud.Tito veía grupos de senadores que, sindetenerse siquiera a mirarle, pasaban delargo.Viendo que su posición de sometimiento alestar de rodillas no conducía a ningún sitioy agotado por el esfuerzo bajo el sol deaquella mañana, que cada vez calentabacon más vigor, decidió acurrucarse en unaesquina próxima guarnecido en la sombra

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de las pare- des circundantes. Por la calleapareció entonces una comitiva de fornidosguardias ar- mados con espadas y pila,como si se tratara de legionarios, algo quemuchos de aquél- los habían sido en unpasado no muy lejano. Los guardias ibandespejando el camino para asegurarse deque su protegido, su amo y quien lespagaba bien, no fuera importu- nado porningún molesto viandante o, comoobservaron en aquel instante, por algúnmendigo furtivo y sucio.Al llegar a la altura de Tito, dos de losguardias le pegaron un par de patadas enlas costillas. Tito, sorprendido por laenorme agresividad, se acurrucó aún más sicabe en la esquina, mientras aullaba dedolor. Los guardias volvieron a pegarlemás patadas.- ¡Fuera de aquí! ¡Fuera del camino delsenador Quinto Fabio Máximo! ¡Fuera de

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aquí, perro! Tito dio un respingo para salirde aquella esquina y, gateando como sirealmente de un perro se tratase, se arrastrópor una bocacalle para quedar fuera delcamino donde su presencia resultaba tanmolesta. Los guardias le dejaron en paz yse reincorporaron a la comitiva que habíallegado ya adonde se encontraban. Tito,desde una distancia más se- gura, con lasmanos en su pecho, encogido por elsufrimiento de los golpes, observó la figuradel senador Fabio Máximo ascendiendopor la calle de regreso hacia su villa en lasafueras de la ciudad, rodeado de sus fielesservidores. Se le veía satisfecho, orgullo-so de sí mismo: acababa de ser elegidomiembro de la embajada que viajaría aCartago para negociar sobre Sagunto. Ensu cabeza, el viejo senador ya ideaba elplan a seguir.Se sintió molesto porque su marcha se vio

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ligeramente detenida por la absurda einopor- tuna aparición de algún miserablemendigo. Fabio sonrió para sus adentros.Pronto inc- luso estos mendigos serían deutilidad para el Estado. Haría falta muchacarnaza que ocupase la posición deinfantería ligera en las legiones que prontohabrían de constituir- se.

20 La torre móvil

Sagunto, 219 a.C.

El asedio de Sagunto pareció estardetenido unas horas. Aníbal yacíainconsciente en su tienda. Los médicosaplicaban cataplasmas con manzanilla yarcilla en las heridas.Habían conseguido detener la hemorragia yle habían cosido la herida que la jabalina

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había abierto en la piel de su general. Lasfiebres, sin embargo, atenazaban alcartaginés.Maharbal esperaba a su lado. No habíarespuesta de su líder, pero no lo dudó.Salió de la tienda y ordenó proseguir con elataque: las catapultas y los escorpionesvolvieron a arrojar enormes proyectilessobre la ciudad y se lanzaron variosataques de soldados con picas para volver,aunque infructuosamente, a acceder a losmuros. Maharbal sabía que no se iba aconseguir mucho en esos ataques, pero suobjetivo era mantener a los defensores dela ciudad ocupados e ir mermando susfuerzas y su voluntad. Quería quecomprendieran que ni siquiera las heridasde su general iban a hacer desistir a loscarta- gineses en su voluntad de rendiraquella fortaleza.Pasaron semanas de ataques y bombardeo

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sin descanso. Una mañana Aníbal salió porsu propio pie de la tienda y habló conMaharbal. Éste escuchó atento lasinstrucciones de su general. Aníbal regresóa su tienda y siguió recuperándose.Mientras, en el exteri- or, siguiendo lasórdenes de Maharbal, centenares decartagineses se afanaron en cortar árboles yempezar a construir un gran andamio demadera de varios pisos, pero con unapeculiaridad: en la base habían incorporadouna serie de gigantescas ruedas de maderareforzadas con hierro en sus bordes y en elcentro.Cuando Aníbal salió por fin restablecidode su herida, Maharbal le recibió con lamás alta torre de asedio que los púnicoshabían construido jamás: alcanzaba lostreinta met- ros de altura y disponía de trespisos con catapultas en cada uno. Desde lastorres de la ciudad los saguntinos habían

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asistido impotentes a la construcción deaquel gigante de asedio. Temerosos ante loque se les venía encima habían redobladosus esfuerzos de re- construcción de todaslas partes dañadas de la muralla.Una fría mañana de otoño, tras variosmeses de asedio, Aníbal dio la orden final.La enorme y pesada torre, arrastrada porelefantes, empezó su tedioso y lentoascenso por la pendiente que daba accesoal sector occidental de la muralla.

21 En el jardín

Roma, 219 a.C.

Estaban reunidos Cneo y Publio Escipión,Pomponia y los dos hijos de la pareja, eljoven Publio y Lucio en el jardín de sucasa. Pomponia había ordenado que

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dispusieran cinco triclinium junto a lafuente ya que el tiempo era agradable y labrisa fresca invita- ba a estar al aire libre.- Este Fabio me desconcierta -dijo Publio.- Pues a mí no especialmente -Cneoparecía ver las cosas con más claridad-. Seopone a la guerra y ya está. Está haciendotodo lo posible por dilatar nuestroenfrentamiento con Cartago, algo que esinevitable.- Exacto -dijo Publio-, eso es lo que hace,dilatar, retrasar nuestra intervención paraayudar a Sagunto, pero eso sólo va aconducir a la caída de la ciudad. La genteno quer- rá entonces que dejemos pasar esaafrenta, una ciudad amiga de Romaarrasada por los cartagineses. Será laguerra general, en lugar de haber acudido asocorrer a una ciudad concreta en unmomento concreto. Y ese enorme interéssuyo por formar parte de la de- legación

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que hemos enviado a Cartago paranegociar la paz o declarar la guerra… - Esuno de los senadores más influyentes y hasido dos veces cónsul, es razonable que lagente confíe en él una misión tan delicada-respondió Cneo.- ¿Quién va a ir a Cartago? -preguntóPomponia.- Pues… -Publio hizo memoria-, FabioMáximo y… Marco Livio, Emilio Paulo,Ca- yo Licinio y Quinto Baebio… Sí, esoscinco van para allá. Pero Fabio es el quelleva la voz cantante. Ya se asegurará decontrolar la embajada.Un esclavo llegó con una mesa y otrodispuso fruta y trozos de cerdo asado sobrela misma.- Y… -se aventuró a preguntar el jovenPublio-, ¿es tan peligroso entrar en guerracontra Cartago? Ya los derrotamos haceaños. ¿Por qué ha de ser distinto ahora? -

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Los hay que temen -empezó Cneo- que loscartagineses se hayan recuperado en es- tosaños y que hayan constituido un poderosoejército forjado en la lucha en Hispania.Pocos lo reconocen, pero ése es el temorque hay, ¿me equivoco, hermano? Publiopadre asintió. En su mente la duda pesabamucho: ¿adónde conduciría una gu- erracon Cartago? - Creo -empezó entoncesPublio padre- que la guerra ya estádeclarada.Todos le miraron. Se explicó.- Por mucho que Fabio Máximo se llene laboca con la paz, llevaba la guerra escrita ensus ojos, pero no una guerra por salvarSagunto, una guerra más allá de aquella ci-udad, una guerra cuyo fin no alcanzo adivisar y… y eso me preocupa.Se hizo el silencio. El joven Publio y Luciose estiraron para coger sendas piezas defruta, dos ciruelas.

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- Si sigues así vas a asustar a tus hijos-comentó Pomponia.- Bueno -dijo Cneo-, sea como sea noparecen haber perdido el apetito.El joven Publio y su hermano Lucio sehabían metido la ciruela entera en la boca yambos se esforzaban por ver quién se lacomía antes.- Ya veo -comentó su padre, y mirándolosse dirigió a su hermano-. Creo Cneo, quees hora de que estos dos dupliquen susesfuerzos de adiestramiento. A partir deahora los puedes entrenar en el combatemañana y tarde.Los dos jóvenes se atragantaron y setragaron las dos ciruelas, incluidos loshuesos.Cneo sonrió satisfecho y Pomponia, parasu sorpresa y su satisfacción, no planteónin- guna queja. Tanto ella como sumarido empezaban a divisar un futuro no

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demasiado lej- ano donde quizá lo másvalioso que pudieran poseer sus hijosfueran las enseñanzas de Cneo en elcombate. A su padre, no obstante, lequedaba la duda de si las lecciones degriego, literatura y estrategia del pedagogoque había educado a sus hijos serviríantam- bién para algo. Educar a un hijo,pensó, era lo más difícil a lo que nuncajamás se había enfrentado. Puede que unono arriesgara la vida en el proceso deenseñar a un hijo, co- mo ocurría en elcampo de batalla, pero sin duda era dondemás horas de sueño se le ha- bíanescapado. En aquel momento el senador nosupo anticipar hasta qué punto su pro- piavida dependía ya de la de su propioprimogénito.

22 La desesperación

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Sagunto, 219 a.C.

Desde la torre móvil las catapultas sepusieron en marcha a un tiempo. Lasandanadas de rocas proyectadas a granvelocidad impactaron sobre la muralladestrozándolo todo a su paso. Las cargaronde nuevo. Los saguntinos se afanaron conrapidez en traer piedras y arcilla con lasque reparar, en lo posible, algunos de losdestrozos. La torre siguió avanzando. Unasegunda andanada de las catapultas barrióa los defensores que se habí- anreincorporado a la muralla. Los saguntinosabandonaron las tareas de defensa y selanzaron a las de ataque: cargaron lafalárica y empezaron su lanzamientointermitente de jabalinas apuntando a loshombres de la torre móvil. Una nuevaandanada de las cata- pultas se concentró

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en la elevada torre de observación de lossaguntinos. Las paredes de la misma seagrietaron por el impacto de varias rocas ala vez. Los saguntinos oyeron entonces unensordecedor crujido y ante sus ojos sutorre fortificada se desmoronó aho- gandoen el fragor del derrumbamiento los gritosde los soldados de su interior. La torremóvil siguió avanzando. Los lanzadores dela falárica tuvieron que disparar sindisponer ya de la información que lesdaban desde la torre de la muralla. Nuevasandanadas con- secutivas desde la torre deasedio acabaron con la ya debilitadaestructura del muro oc- cidental que sevino abajo con enorme estrépito. Aníbalordenó entonces que sus solda- dosentrasen en la ciudad.Los saguntinos, aun así, presentaron unainusitada resistencia. Luchaban más allá detoda esperanza. No era un combate por

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sobrevivir, sino tan sólo por retrasar lallegada de su muerte. El fin estaba cerca ycada defensor buscaba la forma más dignade morir.Algunos de los nobles de la ciudadlevantaron con ayuda de sus sirvientes unagran pira en el centro de la plaza principala la que prendieron fuego y a ella arrojarongran parte de su oro y plata y otros objetosde valor. Finalmente, en un arranque deabsoluta deses- peración, muchos de ellosse lanzaron al fuego mismo para serdevorados por las llamas antes que caerbajo las espadas de los cartagineses queentraban en la ciudad. Sin em- bargo, enaquel momento, la entrada de loscartagineses fue detenida por la tenacidadde los defensores que, seguros ya de sumuerte, no dudaban en hacer padecer a losatacan- tes el mayor sufrimiento posibleantes de rendir su ciudad. Así, después de

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unas horas de incansable lucha entre lasruinas de la muralla, los cartaginesesconsiguieron penetrar hasta un altozano delsector oeste en el que se hicieron fuertes,pero los saguntinos a su vez levantaronbarricadas en una muralla interior en la quese apostaron dispuestos a lib- rar la luchacuerpo a cuerpo hasta el final.Aníbal ascendía por la colina examinandocon orgullo la enormidad de la torre móvilque, finalmente, les había abierto el paso ala victoria. Fue en ese momento cuandodeci- dió dar la estocada final a aquelasedio, un poco cansado ya por el largoesfuerzo de aquella lucha que aún sepreveía larga por la resistencia sin fin delos defensores. El ge- neral cartaginésescaló sobre un montículo de escombros dela muralla y desde allí, a voz en grito, hizosaber a todos sus soldados que el botín quese consiguiese en el saqu- eo de la

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fortaleza sería para el ejército victorioso.No tuvo que hacer más. Al bajar de aquelmontículo el destino final de Sagunto habíaquedado sentenciado. Aníbal observó en elrostro de sus hombres cómo la codicia eracapaz de renovar las fuerzas de la tropamás allá del cansancio o del miedo. Lacaída de Sagunto era cuestión de horas. Enese momento un emisario que llegó algalope se hizo escuchar por encima delfragor de la lucha.- ¡Mi general, mi general! ¡Tenemos unproblema con los carpetanos! - ¡Bien,soldado, desmonta! -y bajando la voz-, y sies posible entrégame el mensaje a mí, nohace falta que lo pregones a los cuatrovientos.- Perdón, mi general.Los carpetanos se habían levantadooponiéndose a la política que loscartagineses ha- bían llevado en los

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últimos meses para reclutar entre aquellosiberos infinidad de guer- reros queincorporar a las filas del ejército púnico.Aquél era uno de los precios que Aníbalhabía obligado tras imponerse a aquelpueblo en la batalla del Tajo.Curioso, pensó Aníbal. Había concluidoque después de la atroz derrota que los car-petanos habían sufrido en el Tajo notendrían ya ganas de levantarse en armascontra él.Aquello no podía dejarlo pasar. Se dirigióa Maharbal.- Manten las posiciones. Si puedes tomar laciudad bien, y si no limítate a mantener lasposiciones. Volveré en unos días. Me llevoparte de nuestras tropas africanas. Voy aterminar con este asunto de los carpetanosde una vez para siempre.Con determinación Aníbal fuedescendiendo lentamente sin aún haber

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pisado la ci- udad de Sagunto.No se habían adentrado apenas en elterritorio de los carpetanos cuando unacomitiva de aquel pueblo ibero salió arecibir a Aníbal. Éste avanzaba con veintemil soldados af- ricanos dispuesto aterminar con aquel amago de rebelión. Lacomitiva llegó junto a Aníbal.- ¡Que los dioses te guarden, Aníbal! Elcartaginés no respondió enseguida. Elsilencio se hizo pesado en el rostro de losiberos que veían atemorizados ladeterminación en la faz del cartaginés yaquella deter- minación subrayada por elgran ejército que lo acompañaba.- Creo -empezó uno de los iberos- que hahabido un malentendido.- ¿Un malentendido? -inquirió Aníbal.- Bien -el carpetano tragó saliva-, quierodecir, que sólo teníamos algunasdiferencias que plantear sobre las nuevas

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levas de guerreros que ordenasteis… enfin, no hace falta venir con un ejércitopara… hablar de esto… en fin… creo -Aníbal tenía prisa.- He interrumpido un asedio de variosmeses por este malentendido. Mis órdenesson específicas: quiero los soldados quenecesito y no admito discusión. Si no losrehenes que tenemos en Qart Hadashtmorirán al amanecer y mi ejército seocupará de que no tengáis muchos díaspara llorarlos ya que estaréis más ocupadosen implorar por vuestra propia vida. No sési me explico con suficiente claridad.Los iberos no habían esperado unareacción tan radical por parte de Aníbal,pero comprendieron con precisión que nohabía mucho margen para la negociación.- Sí, entendemos. Las levas se llevarán acabo como deseáis.- Bien -dijo Aníbal y, antes de dar por

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concluido el encuentro, añadió un mensajefi- nal-, y sólo una cosa más: hoy aceptoque ha habido un malentendido; pero ya noconsi- deraré nunca más esa posibilidad.La próxima vez asumiré que he dado unaorden y os negáis a cumplirla.Aníbal dio media vuelta y con él suejército africano fue replegándose endirección a Sagunto.Los carpetanos se quedaron quietos,rodeados por la polvareda que los caballoscarta- gineses levantaban, rumiando contristeza su imposibilidad de oponerse a lasórdenes re- cibidas.Aníbal ascendió por la ladera occidentalque conducía a las murallas de Sagunto. Laciudad estaba en llamas. Se oían gritos desus habitantes, corriendo despavoridos parazafarse de los cartagineses que habíantomado la ciudad. Una vez en la acrópolisibérica, Aníbal identificó enseguida el olor

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de la carne quemada. Centenares desaguntinos se habían inmolado antes querendirse. El resto huía o seguía luchando.Ocho meses de asedio. Ocho meses deresistencia más allá de toda esperanza. Sial final del primer o se- gundo mes lehubieran propuesto algún tipo de pacto, éllo habría aceptado. Ocho me- ses. Aníbalnunca había visto tanta decisión enmantener un acuerdo. Los saguntinospodrían haberse pasado al bando cartaginésy se podría haber negociado un acuerdo ra-zonable para ambas partes. Al cabo decuatro meses aquel asedio ya era algopersonal para él. Una cuestión de puroamor propio. Tenía que enviar la señalclara e inconfun- dible al resto de lospueblos de Iberia sobre quién era la nuevapotencia dominante en todo aquel vastoterritorio, aunque para ello tuviera quedestruir la cultura y la ciudad más

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merecedoras de su admiración. Loscarpetanos, los vacceos, los edetanos ytantos otros pueblos con los que habíallegado a diferentes acuerdos y que ahorapoblaban su ejército con multitud demercenarios, eran gente inconstante y decambiante lealtad. Sin embargo, lossaguntinos se habían mostradoincorruptibles, inflexibles, intrépidos. Poreso los admiraba más que a ningún otropueblo de Iberia. Por eso tuvo quedestruirlos por completo. No se sentíaorgulloso. El olor, los gritos, las heridas desu cuerpo aún no bien cicatrizadas lehicieron sentirse mal. Aníbal se detuvo yse sentó sobre unas piedras que anteshabían constituido parte de la murallaoccidental de Sagunto. Se había mare- ado.Se dobló y vomitó. Sus hombresmantuvieron una distancia prudente ya queel ge- neral no pedía ayuda. Sabían que aún

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estaba débil por las heridas que arrastraba,pero nadie se acercaría a no ser que él losolicitase. Aníbal se incorporó y sushombres se re- lajaron. Era asco lo quesentía, pero ya no había vuelta atrás. Todoestaba ya en marcha.Sólo desde el horror conseguiría poner enmovimiento las fuerzas necesarias paracam- biar el curso de la historia.

23 Cuerpo a cuerpo

Roma, 219 a.C.

Los trabajos de adiestramiento militar sehabían intensificado notablemente desdeque el padre de Publio y Lucio diera manolibre a su tío Cneo para que los instruyeratanto por la mañana como por las tardes.Cneo estableció un horario muy exigente.

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Los jóve- nes, de dieciséis y catorce añosde edad, se tenían que levantar al alba,desayunar fuerte y salir con Cneo, que losesperaba en el atrio de su casa, para elcampo de entrenamien- to. Por la mañanacorrían, hacían ejercicios y practicaban conlas armas de lucha cuerpo a cuerpo: laespada y las lanzas largas de los triari.También combatían contra su tío, quesiempre empezaba atacando, luego aflojabapara permitirles a ellos que le atacaran yterminaba siempre reanudando su ataquecon poderosos y rápidos golpes de espadaque empujaban a sus sobrinos a retrocedery, en muchos casos, a caer. Por las tardes,Cneo se centraba en desarrollar la destrezade los muchachos sobre un caballo:cabalga- ban al paso, luego al trote y porfin, esto es, sin duda, lo que másdisfrutaban los jóve- nes, al galope. Latarde terminaba con luchas a caballo. Cneo

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les pedía que intentasen derribarle en unamaniobra de ataque cabalgando al trote.Para estas prácticas finales su tío habíadecidido recuperar las espadas de madera,ya que sobre el caballo sus sobrinos notenían el mismo control que pie a tierra.Aquella tarde empezó Lucio el avancesobre su tío. Espoleó al caballo con sustalones y éste arrancó con fuerza. Cneo lesalió al paso y, en lugar de lanzar un golpepara pro- tegerse con el escudo, se limitó atirar de la rienda del caballo en el últimomomento desviándose de la trayectoria quesu sobrino pequeño tenía diseñada para sugolpe. El joven perdió el equilibrio al noencontrar la oposición esperada en la quehabía volcado toda su fuerza y cayó alsuelo, al tiempo que veía cómo su monturase alejaba a galope tendido. Su tío seacercó con rapidez.- ¿Estás bien? Lucio se había sentado sobre

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la hierba que cubría el prado en el quepracticaban. Le dolía el trasero y un pocola cabeza, pero estaba bien. Asintió con lacabeza.- Bien -dijo Cneo-, pues ve a por tu caballoy ve veloz porque me parece que tienesuna buena caminata.En la distancia, a unos quinientos oseiscientos pasos, se veía al caballo deLucio que por fin se había detenido parapastar con sosiego ajeno a los sufrimientosde su jinete caído. El joven se levantó y sepuso en camino dispuesto a recuperar sumontura. Cami- naba despaciomasajeándose con una mano el final de laespalda y con la otra palpándo- se la frente.No sintió sangre. Respiró más tranquilo.- Bueno -comentó Cneo dirigiéndose a susobrino mayor-, ahora te toca a ti. Cuandoquieras.Publio escuchó la instrucción, pero no se

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movió de su sitio.- He dicho que cuando quieras, Publio-insistió su tío-. ¡Vamos, adelante! Sinembargo, Publio permaneció sobre sucaballo, quieto, sin mover un ápice su cuer-po.- ¿Tienes miedo? -su tío le preguntabanervioso-. Si tienes miedo, tienes quesuperar- lo. Ya has visto que a tu hermanono le ha pasado nada, pero tienes queintentarlo, ti- enes que intentar derribarme.Publio calló unos segundos, pero al finrespondió con fuerza.- No, no tengo miedo, pero no voy a atacar.Ataca tú cuando quieras.Cneo se quedó sorprendido por eldesparpajo de su sobrino, aunque se alegróde que aquella reacción no pareciera tenerrelación con el miedo. Algo tramabaPublio. Estaban los dos sobre sus caballos,enfrentados, a una distancia de unos

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cincuenta pasos. Había espacio suficientepara una arrancada rápida de un caballoque, bien dirigido por un jinete diestro,pudiera conducirle a derribar con un fuertegolpe a su rival.- Ésa es una respuesta bastanteimpertinente -se mofó su tío-, puede queese tono te valga con las mejores fulanasde la ciudad, gracias en gran medida a lagenerosidad de mi bolsillo, pero noconfundas mi aprecio por ti concomplacencia. Si no acatas mi or- den y meatacas, no tendré condescendencia contigo,sobrino, y te advierto que te arre- pentirásdurante largo tiempo. -Pero Publiopermanecía inmóvil-. Te lo advierto por úl-tima vez, y me da igual si luego tu madreno me habla el resto de su vida. Si noatacas, voy a ir a por ti y te voy a romperalgún hueso.- Muchas palabras, tío. Aquí te espero.

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Lucio llegó en ese momento de vueltasobre su caballo para ser testigo de cómosu tío Cneo se ponía rojo por el crecienteenfado ante la osadía de su sobrino mayor.Escupió entonces en el suelo, espoleó a sucaballo y con violencia levantó la espadade madera y se lanzó sobre el joven Publio.Lucio, que observaba la escena atónitopues no daba cré- dito a la actitud de suhermano mayor, sacudía la cabeza. No unhueso, sino todos eran los que Cneo le ibaa romper a su hermano mayor, pero ya eratarde para intervenir.Cneo avanzaba con su caballo hasta estar atreinta, veinte, diez pasos de su sobrinocuando éste espoleó a su montura al tiempoque con las riendas dirigía al caballo haciaun lado. Su enorme tío pasó como unacentella y el gran volumen de su cuerpoacompa- ñado del caballo generaron unaráfaga de aire. La espada de madera pasó

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apenas a unos centímetros del rostro dePublio, pero no llegó a tocarle. Cneoentonces quedó ligera- mentedesequilibrado pero su gran experiencia enel combate le hizo restablecerse sobre lamontura con rapidez al tiempo que tirabade las riendas para detener el brío de su ca-ballo y poder así iniciar el giro paraarremeter de nuevo contra su sobrino, peroocupado en detener a su propio caballo yconfiado en su destreza y superioridad enla lucha, no prestó mayor atención a loságiles movimientos que Publio estabaejecutando: el joven, nada más pasar su tíoa su lado, hizo que su caballo girase sobresí mismo y le siguiera de forma quemientras Cneo tiraba de las riendas de sumontura no vio cómo por su es- palda susobrino se acercó y, dejando por uninstante las riendas de su caballo sueltas,asió la espada con las dos manos y con

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todas las fuerzas que pudo reunir concentróun poderoso golpe sobre el hombro de sutío que aún permanecía de espaldas sin verlo que se le venía encima. El impacto fueseco, fuerte y rotundo. Cneo sintió como sile embis- tieran por su lado izquierdo,como si un toro le acabara de dar alcance yentre despreve- nido, sorprendido y queaún pugnaba por reinstaurar su equilibriosobre la montura des- pués de su primergolpe fallido, en lugar de encontrar elcentro de la montura, se vino a un lado, altiempo que el caballo de su sobrino, faltode dirección al venir suelto sin na- die quegobernase las riendas, chocó con el de sutío de modo que éste también se es- pantópor el encuentro inesperado, relinchó y seirguió alzando sus patas delanteras, y loque ni el golpe fallido de Cneo ni el certeroimpacto por sorpresa de su sobrino habíanconseguido, lo logró la propia bestia:

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Cneo, todavía dolido por el golpe y sin elequilib- rio recuperado vio cómo sucaballo le echaba hacia atrás con toda suenorme potencia de forma que en unsegundo se vio cayendo sobre el suelo,derribado, abatido. El cabal- lo de Cneo,pese a todo bien adiestrado, en lugar dealejarse, se detuvo apenas a unos pasos desu jinete, mientras que Publio refrenó elsuyo a unos veinte pasos de su tío.Cneo se levantó del suelo, se sacudió lahierba que se le había pegado a la pielsudorosa y empezó a meditar su reacción.Si su sobrino le hubiera acometido con unaespada de verdad, su herida habría sidomortal de necesidad. Aquel jovenzuelo lehabía dado una lección de humildad.- ¡Bueno -empezó-, me has derribado! ¡Yatenía yo ganas de que alguno de los dos mederrotase en algún lance! ¡Creo, sobrino,que estás listo para el combate! Y tú, Lu-

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cio, no dudes en que pronto lo estarás,pronto lo estarás. Bien, ahora recojamostodo y nos volvemos para casa. ¡Ah, y unacosa, esto que quede entre nosotros! Yo nole he contado a vuestro padre las infinitasveces que os he derribado así que no esnecesario que ahora vayáis corriendo acontarle el episodio de esta tarde, ¿estáclaro? Los dos jóvenes hermanos semiraron, sonrieron y asintieron.Llegaron a casa y Publio y Luciodesaparecieron en busca de la cocina; nopodían es- perar a que su madre diera todaslas instrucciones necesarias para organizarla cena. De- jaron a su tío a solas en elatrio de la casa, aunque enseguida salió suhermano Publio a recibirle.- ¿Sabes lo que ha ocurrido esta tarde? -fuela pregunta con la que Cneo abrió la con-versación.Publio negó lentamente con la cabeza;

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temía algo malo, pero al entrar habíaalcanza- do a ver la fugaz sombra de sushijos corriendo resueltamente hacia lacocina y parecían enteros. Su rostrodelataba confusión.- Tu hijo mayor me ha derribado delcaballo.Publio Cornelio permaneció de pie, ensilencio, contemplando los dos metros deher- mano que tenía ante sí. Cneo ampliósu comentario.- Primero evitó mi golpe con agilidad ymientras yo recuperaba el equilibrio en elca- ballo me sorprendió por detrás con ungolpe certero y fuerte, muy fuerte. No mepude mantener en el caballo y caí, bueno,tu hijo me derribó.Publio Cornelio Escipión no daba crédito asus oídos. Pomponia había entrado tambi-én en el atrio y escuchó las últimaspalabras de su cuñado con la boca abierta.

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- Cneo, esto te lo estás inventando para queme sienta orgulloso de mi hijo o estás debroma. Si es broma, no tiene gracia.- No, la formación de tu hijo nunca me lahe tomado a broma. Tu hijo me derribó.- Comprendo -Publio empezaba a asimilarla información.- Es rápido, es fuerte y piensa por símismo. Está preparado. Si fuera a entrar enel campo de batalla, no me importaríaentrar en combate junto a él. Sé que elflanco por el que Publio cabalgase nodebería preocuparme, pero -cambiando conrapidez de tema y llevándose una mano alestómago-, ahora lo que me gustaría saberes si esos dos devo- radores nos van a dejaralgo para cenar.Pomponia salió del atrio sin decir nada; aligual que su marido, iba asimilando la in-formación; fue a la cocina a poner orden ensu casa. Los dos hermanos se quedaron so-

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los. Publio aprovechó el momento deintimidad para una última pregunta.- Y…, ¿y sabe mi hijo que es la únicapersona que te ha derribado y quepermanece viva para contarlo? Cneosonrió.- Bueno -dijo-, es sangre de mi sangre. Teparecerá tonto, pero me siento un poco co-mo si yo mismo me hubiese derribado -yconcluyó-, será un gran soldado. Sóloespero poder vivir lo suficiente para verlo.

24 La declaración de guerra

Cartago, 219 a.C.

Quinto Fabio Máximo, cónsul de Roma enel 233 y 228, esperaba en el vestíbulo delSenado de Cartago. Le acompañabanMarco Livio Salinator y Lucio Emilio

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Paulo, los cónsules de aquel año. A Fabiole habría gustado deshacerse de laincómoda compañía de Emilio Paulo, el

de aquella molesta poderosapater familiasfamilia romana, pero en su actualcondición de cónsul era del todo imposiblenegarse a su inclusión en la comiti- va deemisarios a Cartago. Cerraban el grupo deenviados los senadores Cayo Licinio Varo,cónsul del 236, y Quinto Bebió Tánfilo,que aunque no había sido cónsul, habíaformado parte de otras embajadas aCartago.Durante el viaje en barco rumbo a África,Quinto Fabio Máximo ya dejó claro que él,en calidad de dos veces cónsul y senadorde mayor edad, era quien debía actuarcomo portavoz. Emilio Paulo le mirófijamente durante unos segundos mientrasel resto per- manecía en silencio. Estabanen la cubierta de una quinquerreme con un

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poderoso vien- to del norte que losempujaba hacia su destino. Emilio Paulo alfin, sin abrir la boca, se limitó a asentir conla cabeza. Fabio Máximo ya se habíaesforzado en desprestigiar su gestión conduras críticas a las cuentas del Estadodurante aquel mandato consular, insi-nuando que era la familia Emilio-Paula labeneficiaría. Eran invenciones sindemostrar, pero el prestigio de EmilioPaulo estaba en cuestión, de forma que éstesabía que no contaría con los apoyos delresto de los senadores para oponerse a laportavocía de Fa- bio Máximo, que,hábilmente, como siempre, había sabidodefenderla sobre dos datos objetivos: edady mayor número de consulados.Emilio Paulo se alejó del resto del grupo ydejó que el aire fresco del mar despejasesus pensamientos. Sus intentos, noobstante, fueron en vano: una sensación de

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pesar le invadía el alma. Presentía queaquel viaje era el último que haría ya lejosde Roma. No sabía bien por qué, pero dealgún modo su destino se estaba fraguandoen aquella emba- jada y no intuía que fuerapositivo para su familia. Pensó sobre todoen su joven hija Emilia, apenas una niñaque había pasado a mujer a sus catorceaños. Su dulce beso en la mejilla aldespedirse, la sonrisa al desearle buen viajey aquella tibia lágrima desli- zándose porsu rostro mientras le despedía desde ladistancia. Tras la muerte de su mad- re,Emilia era la luz que iluminaba la vida delviejo senador. La familia la protegería si lepasaba algo, pero quién podría defenderlade los ataques de Fabio Máximo. Si él de-saparecía, toda la familia corría peligro.Sólo los dioses sabían hasta dónde deseaballe- gar Fabio Máximo en su interés por lalimpieza del Estado, como lo llamaba él:

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eliminar a todo lo no romano y, con ello, atodos los romanos que se interesaban porculturas de otros países, especialmente lagriega.El viento dejó de soplar de golpe. EmilioPaulo se giró hacia el norte. El barco fuefrenando su marcha. Los oficiales dabanorden para que los remeros suplieran conun esfuerzo adicional la falta de viento.Los soldados cartagineses que escoltaban ala comitiva de embajadores romanos sedetuvieron frente a la gran puerta debronce que daba acceso al Senado deCartago. Los senadores romanosaguardaron con calma primero, pero amedida que pasaban los mi- nutos y nohabía señal alguna de que la inmensapuerta fuera a abrirse, empezaron a sentirseincómodos.- ¡Esto es inaceptable! -comentó en vozalta Fabio Máximo. Quinto Bebió, que ya

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ha- bía participado en anterioresembajadas, pensó en recordar al viejosenador que ya les había comentado queera frecuente que se hiciera esperar a lasembajadas de Roma, qu- izá para humillaro quizá para demostrar que no teníanningún miedo a los enviados ni a susmensajes, pero se lo pensó dos veces yprefirió mantenerse en silencio.Emilio Paulo veía en la actitud de FabioMáximo el inicio de la confirmación de suspeores presentimientos, pero no podíahacer nada sino tomar buena nota de lo queallí ocurriese y luego reunirse con sufamilia y los Escipiones para decidir quéhacer a partir de aquel momento.Las enormes puertas de bronce al fin seabrieron, y los embajadores romanos sigui-eron a los soldados que los escoltaron hastael centro de un gran semicírculo rodeadode gradas de mármol repletas de senadores

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cartagineses. La gran sala, culminada poruna amplia bóveda, si bien no tan grandecomo la de Roma, resultaba impactantepara los enviados romanos, habida cuentade que los rostros de los que los rodeabaneran abier- tamente agresivos, enfurecidoscontra los embajadores aun antes de queéstos hubieran empezado a hablar. EmilioPaulo entendió en aquel instante que aquélera un lugar para ejercer la máximadiplomacia si se quería conseguir algúntipo de acuerdo. Miró a Fabio Máximo,que se había situado justo en el centro delsemicírculo, ligeramente adelantado a losdemás enviados romanos, encarando a losdos sufetes de Cartago, la autoridad má-xima de la ciudad con rango equivalente alde un cónsul de Roma. La faz de FabioMá- ximo no destilaba precisamente unanuncio de negociación o flexibilidad, sinoque ante la orgullosa mirada de los

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senadores cartagineses, el dos veces excónsul respondía con un porte que susadeptos en Roma definirían como digno, yque para Emilio Paulo re- sultabademasiado próximo a la arrogancia para ellugar en el que se encontraban.- Hasta aquí hemos llegado -empezó FabioMáximo en latín, sin esperar a que algunode los sufetes le concediera la palabracomo era preceptivo al ser miembro de unaemba- jada extranjera en aquel país-, paraque se nos den explicaciones sobre lasactuaciones de Aníbal Barcal, general avuestras órdenes, en la ciudad de Saguntoen Hispania, ci- udad aliada de Roma ybajo nuestra protección.Los sufetes, al igual que una gran mayoríade los senadores de Cartago, entendían elsuficiente latín como para comprender lasustancia de lo dicho por Fabio Máximo,pero esperaron a que el joven intérprete

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que tenían sentado a sus espaldasterminase de tradu- cir con la mayorfidelidad y precisión posible los términosdel embajador romano.- La pregunta es -continuó Fabio Máximomirando a las gradas de senadores cartagi-neses- si Aníbal Barca actúa bajo vuestrasórdenes expresas o si actúa por cuentapropia;sólo en este último caso Roma podríaentrar en algún tipo de negociación que nosrepor- tase la suficiente compensacióncomo para dejar… Le interrumpió el sufetede mayor edad, un hombre delgado, deunos sesenta años, de labios finos, con pelocano y barba blanca que se levantó altiempo que interrumpía a Fabio Máximo.- Creo -dijo- que tratas de asuntos que nocompeten a un embajador extranjero. Si ungeneral a nuestro mando actúa siguiendonuestras órdenes o su propio criterio es

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algo que sólo nos interesa debatir anosotros y en función de lo que decidamosaquí, entre nosotros, se actuará. No voy adiscutir con un extranjero sobre si ungeneral cartaginés cumple o deja decumplir el mandato de este Senado. Lacuestión es, ya que mencionáis Sagunto yparece que por esa ciudad os encontráisaquí, la cuestión es que tenemos un tratadofirmado con Roma donde claramente seestablece el río Ebro como frontera na-tural entre nuestros dominios y losvuestros, y que Sagunto se encuentra ennuestra regi- ón. Esa ciudad se sublevócontra nuestro poder y nuestro ejército harespondido en con- secuencia. Lo que lesha sobrevenido a los saguntinos ellosmismos lo han provocado al desatarnuestra ira.Fabio Máximo no estaba acostumbrado aser interrumpido. En el Senado de Roma

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nadie osaba hablar mientras él tenía lapalabra en los últimos veinte años, demodo que la abrupta interrupción delsufete le había cogido por sorpresa. Tragósaliva para conte- ner su ira mientrasescuchaba las palabras del sufete que,como forma expresa para he- rirle, habíaelegido el griego como lengua paraexpresar su respuesta. Fabio, pese a suconocida furia contra todo lo griego,dominaba la lengua lo suficiente comopara enten- der lo que se le decía, al igualque el resto de los embajadores.Cuando el sufete terminó su parlamentovolvió a sentarse, despacio, teniendocuidado de no doblar su toga en exceso altomar asiento. Muchos senadorescartagineses asentí- an en silencio tras suspalabras. Fabio, no obstante, no se sintióintimidado y volvió a la carga.- Sagunto era, es aliada de Roma y en el

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tratado se establece que se deben respetarlos aliados de ambos.- Sagunto -respondió nuevamente el mayorde los sufetes sin esperar a la traduccióndel intérprete- no estaba mencionadaexpresamente en el tratado ni era aliada deRoma cuando se llegó a aquel acuerdo. Lasamistades que esa ciudad ha cultivado conposteri- oridad al tratado, teniendo encuenta su ubicación en nuestros dominios,no hacen sino darme más la razón: lossaguntinos jugaron a provocar a quiendebían obediencia y ése es un juego queahora están aprendiendo cuan caro puederesultar. La soberbia y el or- gullo sonmalas consejeras.La última frase, pensó Emilio Paulo,parecía ir con doble destinatario: el sufetepare- cía aludir directamente a lossaguntinos al tiempo que indirectamenteestaba avisando a Fabio Máximo. Este

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último tomó de nuevo la palabra.- ¿Hemos de entender entonces que no hayposible marcha atrás ni disculpas ni com-pensaciones a recibir por los saguntinos ypor Roma por lo que está ocurriendo?Porque, si es así, si esta… El sufete volvióa alzarse de su asiento y esta vez gritó surespuesta con inusitado vo- lumen,retumbando su voz en toda la gran sala,hasta crear eco de forma que sus palab- rassonaron una y otra vez en las cabezas delos embajadores romanos.- ¡Dejad ya de hablar de Sagunto y parid yade una vez lo que vuestra intención llevalargo tiempo gestando! [Literal de TitoLivio, XXI, 18, 13, según la traducciónrecogida en Cabrero (2000), pág. 37.]Y se mantuvo en pie, desafiante, esperandola respuesta de Fabio Máximo. Éste, enlugar de bajar el tono de su argumentación,dio un paso al frente y anunció sin elevar la

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voz pero con gran claridad en la expresión.- Vengo dispuesto a ofreceros tanto laguerra como la paz; de vosotros mismosde- pende cuál de las dos os entregue. -Noses indiferente -respondió el sufete.- En ese caso os ofrezco la guerra-concluyó Fabio Máximo, que con ánimoretador paseó su mirada por los rostros delos senadores cartagineses.El joven intérprete, enmudecido, callabasin traducir aquellas palabras, algo que, encualquier caso, era del todo innecesario. Eldebate había llegado a un punto donde laspalabras parecían estar de más. La cuestiónera más bien cuándo empezarían a hablarlas espadas.- La aceptamos -respondió el sufete,erguido, noble, decidido, y a su alrededortodos y cada uno de los senadorescartagineses fueron levantándose, muchosde ellos con heri- das en el rostro o en su

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cuerpo, fruto de anteriores enfrentamientoscon Roma, y el grito «la aceptamos» fuerepitiéndose y subiendo de tono hastaconvertirse en un clamor ci- ego al debate,lejos ya de toda posible marcha atrás.Fabio Máximo se mantuvo sereno,escuchando, por fin, las palabras que habíavenido a buscar, satisfecho de sí mismo,ponderando tan sólo si aquellos bárbaros,exacerbados por su ánimo de guerra noquerrían empezarla ya mismo contra lospropios embajadores de Roma. Muchos deaquellos senadores los amenazaban con suspuños en alto e inclu- so algunodesenvainó alguna daga que llevabaconsigo. Fabio Máximo, de pronto, sintiópor primera vez en su vida un sudor fríoque le poblaba la frente, una dificultadgrande para respirar y un ansiaincontenible por estar lejos de aquel lugar.No había esperado una reacción tan

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virulenta de aquellos senadores africanos,no era como tenía pensado que debíadesarrollarse el fin de aquel debate. Allí noestaba aún arropado por sus legi- ones,preparado para el combate. Fabio Máximomira nervioso de un lugar a otro de la gransala. Se vuelve hacia la puerta. Busca lasalida. El sufete cartaginés, tranquilo, ensosiego con su espíritu le contemplamoviéndose como un gato atrapado y setoma unos minutos antes de alzar su manopara calmar los ánimos de sus senadores.

25 El nuevo cónsul de Roma

Roma, marzo del 218 a.C.

Pomponia, en el centro del atrio, ayudaba asu marido, Publio Cornelio Escipión, re-cién elegido cónsul de Roma junto con

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Sempronio Longo, a ponerse bien la toga.Guar- dando una respetuosa distancia, eljoven Publio y su hermano Lucioescuchaban a sus padres. Su madre llevabala conversación.- No entiendo bien lo que está ocurriendo:por un lado Fabio se declara en el Senadoopuesto a la guerra, pero luego utiliza suinfluencia para ir en la embajada a Cartagoy, según nos cuenta Emilio Paulo, allí nohizo nada por evitar la guerra, sino másbien todo lo contrario. Total, que al finalestamos en guerra contra Cartago y enlugar de ir él a luchar resulta que estaguerra estalla en el momento en que tú erescónsul y te corres- ponde por leyenfrentarte con los cartagineses.- Está claro que Fabio se lleva algo entremanos -respondió Publio padre-, pero nopuedo rehuir mis responsabilidades. Partirécon las legiones asignadas hacia el norte y

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pronto embarcaré para Hispania paraenfrentarme con ese Aníbal del que tantohablan - y volviéndose hacia su mujer-,confía en mí. Estaré de vuelta antes de loque imaginas.Pomponia, no obstante, no supo encontrarconsuelo ni en las palabras cariñosas de sumarido ni en el abrazo suave que éste ledaba con sus brazos en torno a su cintura.Sin- tió el beso del nuevo cónsul de Romaen la mejilla y con él una sensación deamor y tra- gedia entremezclados seapoderaron de su mente haciendo que unaslágrimas apareci- esen en sus ojos. Seseparó despacio de su marido y le dio laespalda para ocultar su llanto silencioso.Publio, cónsul de Roma, se quedócontemplando a su mujer embarga- do porlos sentimientos que fluían por sus venas,pero mantuvo la compostura. No podíamostrar ningún síntoma de debilidad o

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flaqueza. En el vestíbulo de su casa leesperaban los doce lictores de su guardiapersonal conforme correspondía a su cargo,y junto a él estaban sus dos hijos. Se volvióhacia su primogénito.- Ya sabes que parto hoy hacia el norte conlas legiones, pero he dado órdenes de quete incorpores a la caballería en lospróximos días. Nos veremos en Hispania.Sé que ha- rás honor al nombre de nuestrafamilia- Ahora nos despedimos, peropronto volveremos a vernos, y tú, Lucio,cuida de tu madre mientras tu hermano yyo estamos ausentes.Pensó en abrazar a sus hijos, pero sedetuvo y mantuvo una expresión seria. Sushijos, henchidos de respeto hacia su padre,cónsul del Estado, asintieron sin decirnada. Publio Cornelio Escipión partióentonces de su casa acompañado por suescolta de lictores dis- puesto a encontrarse

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con las legiones que tenía asignadas a sumando. Roma estaba en guerra, un generalcartaginés avanzaba por Hispania y sumisión era detenerlo antes de queterminara por dominar toda aquella región.Al cruzar el umbral de su puerta inspirócon fuerza. Quería llevarse en el fondo desus pulmones el olor a romero y pino quedes- prendían las plantas del jardín de lacasa que vio nacer a sus padres, a él mismoy a sus propios hijos. Pensó que con aquelaire se llevaría algo de la fortaleza de losdioses La- res y Penates protectores de sufamilia. Sentía que la iba a necesitar.

LIBRO III EL ENEMIGOIMPARABLE

Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor.[Quienquiera que seas, nace de mis huesos,

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oh vengador mío.] Virgilio, Aeneis, 4, 625.Maldición de la reina Dido de Cartago aEneas, el mítico precursor de Roma.Los romanos interpretaron que Aníbal erala reencarnación de aquella maldición.26 Rumbo a Italia Qart Hadasht, primaveradel 218 a.C.

Quien le viera pensaría que Aníbalcontemplaba los almendros en flor desde elbalcón del último piso de su palacio enQart Hadasht. Allí se había retiradodespués de la toma de Sagunto con suejército para descansar y planear las futurasacciones. El invierno no había sido, noobstante, un tiempo de inactividad para sumente. Demasiadas cosas en la cabeza. Aveces se sentía un poco aturdido. Y laherida del muslo aún le dolía. Había dejadoque la mayor parte de los iberos de suejército se retirasen a sus hogares durante

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el invierno, con el fin de congraciarse deesa manera con las tribus sometidas y paraque estuviesen bien dispuestos para la grancampaña que pronto tendría lugar. En QartHa- dasht se quedó con sus soldadosafricanos y su caballería númida.Pocos días tras su regreso de Sagunto habíallegado aquel emisario de Cartago. Aní-bal aún lo recordaba: un soldado africanoque se arrodilló ante su presencia que,mient- ras mantenía su mirada al suelo, letendía una tablilla con un mensaje de lossufetes de la capital del imperio cartaginés.Aníbal leyó primero el mensaje en silencio,para sí mismo, digiriendo cada palabra condetenimiento y luego, tras un minuto deexpectaci- ón, lo leyó en voz alta y clara deforma que todos sus generales y oficialestuvieran co- nocimiento del contenido deaquel breve texto.- ¡Roma ha declarado la guerra a Cartago:

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Aníbal, en calidad de jefe supremo de lastropas cartaginesas en Iberia tiene la ordendel Senado de Cartago de disponer de lastropas y de todos aquellos medios queconsidere necesarios para atacar alenemigo y destruirlo! Aníbal contemplóentonces las miradas de asombro demuchos de sus oficiales. Sólo sushermanos Asdrúbal y Magón, y quizáMaharbal, su jefe de caballería, parecían, aligual que él mismo, haber estadoesperando ese mensaje desde hacía días.Desde aquel momento Aníbal se pusomanos a la obra: además de permitir eldescanso de los iberos, envió mensajeros ala Galia Cisalpina para intentar llegar aacuerdos con los galos de aquella regiónpróxima a la península itálica, de modoque éstos estuvieran dispuestos a apoyarlecuando los cartagineses cruzasen por sustierras rumbo a la península itálica, en

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dirección a Roma. Especialmente, deseabasaber cuál sería la reacción de los boios ylos insubres, pueblos enfrentados a Roma yderrotados en varias ocasiones por ésta.Aníbal ponderaba aquella mañana de mayohasta qué punto el rencor de aquelloshomb- res sería suficiente para levantarlosen armas contra Roma. Un oficial entró yle anunció la llegada de la embajadacartaginesa enviada a la Galia Cisalpina.Aníbal dio media vu- elta y bajó hasta lagran sala del piso inferior donde recibíamensajeros y organizaba la estrategiamilitar con su alto mando.Un galo de cabellos morenos largospeinados en dos largas trenzas azabache,vestido con pieles de oveja, un gran cascodecorado con sendos cuernos y armadohasta los di- entes con dos espadas, dagas,una larga lanza y con un escudo a susespaldas, aguardaba junto a los emisarios

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que el general cartaginés había enviado. Lapresencia de aquel galo era buena señal.Aníbal se sentó en su sillón de piel, junto ala gran mesa de piedra sobre la que se es-parcían gran número de mapas y esperó elinforme del portavoz de sus embajadores.- Los galos de toda la Galia Cisalpina semuestran decididos a apoyar nuestro pasopor sus tierras siempre que nuestroobjetivo sea avanzar sobre Roma y si, unavez allí, se ven complacidos por lasacciones militares de nuestras tropas sobrelas legiones ro- manas, muchos de ellosharán algo más que permitirnos pasar:aunque ninguno se ha comprometido enfirme, estoy seguro de que si conseguimosuna victoria sobre los ro- manos, grannúmero de galos se pasarán a nuestrobando para futuras acciones. Con no-sotros ha venido uno de los jefes de lastribus insubres para corroborar este

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acuerdo en persona.El jefe galo confirmó entonces su mensajey la propuesta de apoyo de su pueblo a lavenida del general cartaginés a aquelterritorio hablando en un rudimentariogriego, pro- bablemente aprendido en losintercambios comerciales con Massilia.Aníbal ejercitó su conocimiento del idiomaheleno para entender la sustancia de lo quese le decía y con la ayuda de los intérpretesle aseguró al jefe galo que su apoyo aCartago sería recompen- sado con creces y,para culminar, anunció que el fin de Romaempezaba a fraguarse aquella mañana. Elgalo, sin embargo, no pareció sentirseespecialmente impresionado por aquellaspalabras aunque asintió con respeto. PeroAníbal no tenía bastante con eso, de formaque cogió suavemente del brazo al jefegalo y le invitó a que le acompañara.El insubre no sabía bien qué hacer, pero

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pronto percibió que, aunque la invitaciónera amable, aquel hombre no era deaquellos a los que resultaba sencillocontrariar, de for- ma que siguió al generalcartaginés, eso sí, con sus cinco sentidosalerta y, si las circun- stancias así lorequerían, dispuesto a vender muy cara suvida. El galo observó cómo as- cendían unpar de pisos por largos pasadizos conescaleras hasta alcanzar lo que segura-mente debía de ser la habitación de aquelgeneral africano que anunciaba la caída deRoma como quien anuncia la próximatoma de cualquier otra ciudad del mundo.El in- subre sacudía la cabeza en silencio.Quizá aquel cartaginés pensase que tomarRoma era como tomar Sagunto. En fin,dejarían que pasara por sus tierras y allá sela compongan los romanos con aquelsoberbio y que gane el que sea. Ellos ya seocuparían de defen- derse del vencedor

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como habían hecho hasta ahora. Pero elcartaginés le invitaba a que se asomara conél al balcón de aquella estancia. El galo,rodeado de oficiales africanos, cedió a lainvitación y salió al balcón. Aníbalseñalaba hacía el oeste. El galo miró haciaabajo primero para valorar la altura: al piede la fortaleza se veían unos árboles en florque llamaban la atención por su bellezainusual; pero siguió, guiado por el dedo deAní- bal, observando y alejando su miradade aquellos almendros. Más distantes seveían las murallas que rodeaban aquellaciudad y que la hacían, junto con el hechode estar rode- adas por casi todas partespor el mar, totalmente inexpugnable.Aníbal seguía señalando al oeste, máslejos, y allá dirigió sus ojos el jefe de losinsubres: entonces comprendió por quéhabían ascendido: más allá de las murallasestaba una amplia laguna de agua y al otro

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lado, acampado, un ejército que se perdíaen la distancia. El galo no sabía cuanti-ficar bien cuántos efectivos había allípreparados para marchar hacia Roma, sólosabía una cosa: aquél era el mayor ejércitoque nunca jamás había visto. Los romanosnunca habían juntado tantos hombres ensus combates contra ellos y no estabaseguro de que fueran capaces de oponersea aquella inmensidad. Aníbal leyó en losojos de su invitado galo el asombro y eltemor con el que deseaba que retornase asu país. Aquella expresi- ón de su rostroera el mensaje y la mejor salvaguarda parasus objetivos.Al otro lado de la laguna noventa milsoldados, doce mil jinetes y cincuenta yocho elefantes se preparaban para partir ala mañana siguiente rumbo a Roma. Nadani nadie los detendría. Era el destino quelos augures cartagineses habían leído en el

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vuelo de los pájaros y en las entrañas devarios animales muertos.

27 Ante los praefecti sociorum

Roma, 218 a.C.

Roma estaba en guerra. Se había decretadoque aquella mañana sería el dilectus -el díaestablecido para el reclutamiento-. Unagran multitud de ciudadanos se había cong-regado en el Capitolio de la ciudad y en elforo. Los veinticuatro tribunos militares,unos por elección y otros por designacióndirecta de los cónsules, estabansupervisando todo el proceso. Se habíasorteado el orden en el que cada tribuparticiparía a la hora del reclutamiento. Seempezaba por la tribu que había quedadoprimero y, cuando los hom- bres

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disponibles para el ejercicio militar de éstase terminaban, se continuaba con la si-guiente tribu y así sucesivamente hastacompletar las cuatro legiones -dos paracada cónsul, Publio Cornelio Escipión ySempronio Longo- de cinco mil soldados.Luego si- guieron porque, ante lapeligrosidad del enemigo al que debíanenfrentarse, se decidió que se reclutarandos legiones adicionales que sedesplazasen al norte de la península itálica,para protegerse de alguna posible revueltade las siempre belicosas tribus de la GaliaCisalpina, que quedaría al mando delpretor Manlio.Tito Macio había entrado en un estado deprofunda desesperación y el margen dema- niobra que le quedaba para sobrevivirera ya muy estrecho. Cerrada todaposibilidad de regreso al mundo del teatropor el desprecio de Rufo, arruinado como

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comerciante y es- carmentado de lospadecimientos de la mendicidad, el ejércitoparecía la opción más ló- gica parasubsistir. Por eso, aquella mañana demarzo se dirigió al foro para incorporar- seal ejército de una ciudad que, si bien no erala suya y ahora lo despreciaba comomendigo, seguramente le aceptaría comosoldado. Tito había pasado buena parte dela mañana observando entre la multitudcómo los tribunos iban seleccionandohombres pa- ra cada legión. Los escogíansiempre en grupos de cuatro hombres quetuvieran una complexión y fortaleza físicasimilar, que distribuían uno a uno paracada una de las le- giones. De esta formase buscaba que el reparto de efectivos fueracompensado y pro- porcional, de modo queno hubiera una legión donde se acumularanlos hombres más fuertes y otra que quedasecon soldados más débiles. Era un proceso

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largo, lento y meti- culoso. Tito sabía quetenía que esperar a que se terminase conaquel recuento y clasifi- cación entre losciudadanos de las tribus nativas de Roma,los únicos que tenían derecho a formarparte de las legiones romanas. Cuandoterminasen los tribunos militares se reti-rarían, a la espera de ser llamados a filaspor los cónsules en los días próximos, ysería el turno para que los praefectisociorum, oficiales romanos designadospor el cónsul, se hicieran cargo decontinuar el proceso de reclutamiento detropas auxiliares para las le- giones entrelos no romanos. Ahí era donde Titoesperaba tener su oportunidad.Los praefecti sociorum teníaninstrucciones precisas de favorecer primerola incorpo- ración de los latinos y dereclutar el máximo de efectivos posible deapoyo para todas las legiones. Por un lado

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debían reclutar soldados dispuestos aacompañar a las legiones de PublioCornelio Escipión a Hispania y, por otro,se necesitaba gran número de tropasaliadas para el objetivo más importante: laexpedición de Sempronio Longo a África.Tito, como itálico no romano, se viofavorecido por esas órdenes y fueseleccionado pa- ra formar parte de lastropas auxiliares de las dos legionesasignadas al cónsul Sempro- nio Longocon destino a Sicilia, primero, en su fase depreparación, para luego partir ha- cia sudestino final de África. No es que Titoestuviese encantado con las perspectivas defuturo que le conducían a tener que lucharen una guerra de desarrollo aún incierto,pero cuando le dieron un pequeño adelantode su paga y pudo financiarse una comidadecente en una de las tabernas junto al río,a la espera de ser próximamente

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convocado a filas, pensó que al menos, conel estómago lleno, se podrían encararcombates y luchas si ésa era la única puertaque le había quedado abierta parasobrevivir. Tenía entonces treinta y dosaños y, mientras terminaba las gachas detrigo que le habían servido y ec- haba untrago de vino, mirando al río, evaluó suvida y se dio cuenta de que fueron aqu-ellos años en el mundo del teatro cuandomás feliz fue, si es que aquello erafelicidad.La vida, no obstante, compleja y equívoca,le había arrastrado por caminos diversos yconfusos y ahora sabía que con todaprobabilidad pronto terminaría con sushuesos ali- mentando a los buitres en algúncampo de batalla lejos de allí. Las tropasauxiliares con frecuencia eran las primerasen entrar en combate y, en consecuencia,las que más bajas sufrían, pero era ya

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demasiado tarde para echarse atrás. Noacudir a la llamada a filas una vez inscritosería deserción y prefería no pensar en lashorribles penas con las que se castigaba taldelito. No, ahora era soldado del ejércitode Roma y, bueno, Roma, al menos hastala fecha, ganaba todas las guerras. Quizáfuera ese último pensamiento o quizá elvino, pero por primera vez en muchotiempo, Tito pensó que todavía el futuro lepodría deparar algo más que no fueradolor, soledad y sufrimiento.

28 El amanecer de la guerra

Roma, julio del 218 a.C.

Todo estaba dispuesto para partir cuandoun correo urgente llegó desde Roma. Elcónsul Publio Cornelio Escipión ya estaba

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a bordo de su quinquerreme y las órdenespa- ra soltar amarras y ponerse rumbo aHispania ya se habían distribuido, perocuando el cónsul leyó el contenido de latablilla comprendió que el plan debíamodificarse.- ¡Rumbo a Massilia, y rápido! -fue suorden al capitán de la flota. Los oficialesde la flota no parecían entender el sentidode aquella instrucción.- Hermano -le interpeló Cneo con tiento-,las órdenes del Senado son las dedirigirnos a Hispania lo antes posible…-pero antes de que Cneo prosiguiera consus dudas, el cónsul aclaró en voz alta lasituación a todos los presentes.- Aníbal ya no está en Hispania. Hacruzado los Pirineos y avanza por el sur dela Ga- lia. Vamos a Massilia para ascenderpor el curso del Ródano e interceptarleantes de que llegue a la península itálica.

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Todos callaron y rápidamente se pusieronmanos a la obra, dando las instruccionesoportunas a los diferentes oficiales paraencaminar la flota hacia la coloniagreco-roma- na del sur de la Galia. Estabansorprendidos. Roma estaba en guerra y,cuando se encon- traban confiados yseguros de sus planes y de sus fuerzas, elenemigo ágil y furtivo se movía con tantaceleridad que no podían sino modificar susintenciones iniciales para poder frenarleantes de tiempo. Publio parecía leer lasmentes de sus hombres.- Es importante que lo antes posibleretomemos la iniciativa en esta guerra-comentó dirigiéndose a su hermano-, o delo contrario la moral de las tropas decaerá.Cneo asintió en silencio.

Los Pirineos, julio del 218 a.C.

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Aníbal vio su ejército reducido a la mitad,pero lo juzgó necesario mientras observabacómo descendían por el paso de Perche.Después de las duras confrontaciones congran número de tribus filorromanas alnorte del Ebro, había tenido muchas bajas.Los ilerge- tes, los bargusios y los ernesios,los andosinos y los ausetanos se habíanopuesto al paso de su ejército y losenfrentamientos fueron encarnizados,crueles en muchos casos. Aní- bal, una vezdominada la mayor parte de la región entreel Ebro y los Pirineos, conside- róoportuno dejar diez mil soldados y miljinetes al mando de su hermano, Asdrúbal,pa- ra controlar aquel territorio y de esaforma proteger su retaguardia y su vía desuminist- ros. Ahora descendían hacia elValle del Tét cincuenta mil soldados deinfantería, nueve mil de caballería y unnutrido grupo de elefantes que, no

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obstante, había quedado redu- cido atreinta y siete de los cincuenta y ocho conque inicialmente partió de Qart Ha- dasht.Les quedaba aún un buen trecho hastaalcanzar la costa del sur de la Galia, yaque, con el fin de evitar las ciudadesprorromanas de la costa del norte de Iberia,especial- mente Emporiae y Rhode, Aníbaldirigió su ejército hacia uno de los pasosinteriores de aquella gran cordillera; perodisponía de tiempo, de víveres y contabancon una retagu- ardia bien protegida.Además, una vez alcanzada la GaliaCisalpina, podría fortalecer su ejércitoincorporando tropas aliadas de las tribusgalas de aquella zona ahora en rebeldíacontra Roma, enemistadas con la ciudaddel Tíber por las últimas guerrasexpansionistas de la capital latina. Enrealidad, todo estaba saliendo a laperfección. Sólo restaba ver de qué forma

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planteaban los romanos su estrategia,quedaba por ver cómo contraatacarían, sies que lo hacían, o si se limitaban a unaguerra defensiva.Un riachuelo corría junto al ejércitocartaginés en su avance hacia el mar.Aníbal des- montó de su caballo y searrodilló junto a aquel arroyo. Mojó susmanos y se echó agua por el pelo, la frentey la nuca. Necesitaba refrescarse. El veranoestaba a punto de em- pezar y el calor eraintenso. Un sol poderoso hacía caer susrayos sobre aquel valle y el viento detenidodesde el amanecer incrementaba lasensación de asfixia. Todavía tendrí- anque pasar mucho calor y, seguramente,mucho frío también, antes de conseguir suobjetivo. Había iniciado una empresadescomunal y se preguntó si tendríafuerzas sufi- cientes para llevarla atérmino. Fuerzas externas, por un lado, es

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decir soldados y, más importante, fuerzasen su interior. Pensó entonces en su padrey, al agua de aquel arro- yo, en voz baja,sin que ninguno de sus oficiales le oyera, lehabló de sus dudas.- Al menos lo intentaremos, lointentaremos.Fueron palabras susurradas al viento, comoun suspiro del amanecer.Massilia, julio del 218 a.C.En Massilia Publio y Cneo Escipiónescucharon atentamente los informes de losexp- loradores: Aníbal había cruzado yalos Pirineos y se encontraba junto alRódano, pero en lugar de avanzar por elsur de la Galia, había ascendido hacia elnorte, decenas de ki- lómetros hacia elinterior de aquel país, alejándose almáximo de la costa.- Está haciendo lo mismo que en Hispania-comentó el cónsul una vez que todos los

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exploradores salieron de la amplia estanciade aquella gran casa en el centro deMassilia que se les había facilitado comocuartel general por parte de las autoridadesde la ci- udad, fieles aliadas de Roma. Enla gran sala estaban solos el cónsul y suhermano.- Sí - asintió Cneo-, en Hispania cruzó elEbro y se dirigió a los Pirineos por elinteri- or evitando las ciudades de la costadonde sabe que tenemos más fuerza, másamigos, más recursos. Sí, aquí estáhaciendo lo mismo.- Se dirige a Roma -fue un pensamiento envoz alta, como si el cónsul hablara consi-go mismo.- ¿Qué quieres decir, Publio? El cónsuldespertó como de un sueño. Sacudió lacabeza y decidió explicarse.- Está claro que quiere evitar todoenfrentamiento hasta alcanzar Roma o, al

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menos, suelo peninsular itálico. Sabe quecombatir allí, llevar la guerra a nuestroterritorio tend- rá un enorme impacto sobrela moral de nuestros hombres, sobre lamoral del propio Se- nado. Tendríamos quehaber partido antes, en primavera, directosa Hispania.- Nos retrasó el tener que reclutar otralegión cuando el Senado decidió enviaruna de nuestras unidades al norte paracombatir a los galos. Es mala suerte que serebelaran al tiempo que Aníbal se acerca aRoma.- No, no es casualidad, hermano. Cada vezcreo menos en las casualidades. Aníbal es-tá moviendo sus piezas. Tiene un fuerteejército e infinidad de aliados en muchasregi- ones. El Senado no ha sidoprecisamente generoso con los galos delárea cisalpina. Ten- drá fácil ganarse sufavor. Tenemos que ir al norte, Cneo. Al

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norte, por el curso del Ró- dano y detener aAníbal aquí, antes de que avance mássobre la península itálica.- Al norte pues, por todos los dioses.Tengo ganas ya de entrar en combate.Desde que salimos de Roma me da lasensación de perseguir un espíritu más queun general enemigo.- Un enemigo que se cierne sobre Romapero que no se puede cazar es el peor delos enemigos. Al norte, hermano, al norte.Ambos salieron de la estancia dejándolavacía: sobre la mesa unos planos del sur dela Galia, una brisa suave entraba por lasventanas, venida del mar, fresca, inocente,in- consciente de la guerra que se fraguabaen sus costas.

29 El paso del Ródano

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Junto al río Ródano. La Galia, agosto del218 a.C.

El Ródano, profundo, denso, caudaloso,fluía hacia el mar con fuerza, con unpodero- so vigor que partía la región quesurcaba en dos mitades difíciles decomunicarse. No había puentes hastaMassilia. Se tenía que cruzar en barco.Aníbal gastó gran parte del dinero que traíaconsigo de Hispania en regalos y dádivas alos jefes galos de las tribus de la margenderecha del río. Con aquellos presentescompró un gran número de embar-caciones de todo tipo y lo dispuso todopara iniciar la maniobra de cruzar el río,lejos del área de influencia de los romanos,sin tener que luchar contra ellos, pero unenemigo inesperado se interpuso en sucamino: los voleos.Maharbal cabalgaba hacia el sur al mando

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de un regimiento de jinetes númidas.- Quiero que vayas al sur al encuentro delos romanos, entres en combate y retroce-das. No quiero discusiones. Tampocoquiero una victoria. Sólo lo que te hedicho.Ésas fueron las órdenes de Aníbal, laspalabras que aún pesaban en sus sienes yque se esforzaba por comprender. «Entraren combate y luego retroceder, no unavictoria.» Maharbal era el mejor oficial, elde mayor confianza. ¿Por qué enviarle a éla una panto- mima cuando estabandetenidos por los voleos al norte yresultaba casi imposible poder cruzar elrío? Si le hubiera ordenado queentretuviera a los romanos hasta la últimagota de su sangre, lo entendería. Seríasacrificarse por salvar al grueso de lastropas, por una victoria futura, peroaquellas instrucciones no tenían sentido.

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Un combate que terminara en una retiradaapresurada no haría sino envalentonar losánimos de los romanos. ¿Para qué, porqué? En cualquier caso, tenía claro queseguiría las instrucciones al pie de la letra.Sí, quizá ése fuera el único motivo por elque Aníbal le había confiado aquella mi-sión. Probablemente ningún otro oficialcartaginés estaría dispuesto a representaruna huida humiliante ante los romanos yante sus propios hombres. Maharbal negócon la cabeza intentando disipar suconfusión y sus dudas. No lo consiguió,pero se mantuvo firme al frente de lacaballería africana, rumbo al sur, alencuentro de los romanos.Seis días y seis noches llevaban loscartagineses detenidos en la margenderecha del Ródano, sin poder cruzar elrío, por el temido y belicoso pueblo de losvoleos. Esta tribu gala se había hecho

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fuerte en trincheras que habían establecidoen varios kilómetros al norte y al sur,controlando la margen izquierda del río.Los generales africanos contem- plabancada vez más confusos cómo sucomandante en jefe ordenaba escaramuzasde pequeños regimientos que se adentrabanen el río para tener luego que retirarse acausa de la lluvia de piedras y todo tipo dearmas arrojadizas que lanzaban los voleosdesde la orilla. De esta forma los galos seanimaban cada vez más y, por el contrario,la moral de las tropas africanas decaía; elsentimiento de alcanzar la península itálicapara luchar contra los romanos en supropio territorio, la fuerza que los habíaconducido hasta allí, se debilitaba poco apoco.Aníbal se limitaba a cabalgar por la orilla,dirigiendo aquellas escaramuzas y perdien-do su mirada en el horizonte,

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contemplando el cielo a ratos, como sibuscara leer en el vuelo de los pájaros dequé forma salir de aquella ratonera en laque se encontraban. La preocupación y eldesasosiego se apoderaba de los oficialescartagineses. Además, para mayor desazónsuya, Maharbal y Hanón, dos de loslugartenientes de Aníbal, profunda- menterespetados por las tropas, habían sidoenviados a misiones lejos de allí, probable-mente para detener el avance romano,mientras que su gran general se quedabaallí ad- mirando el cielo de la Galia,absorto en sus pensamientos.Aníbal seguía con la mirada puesta en elcielo, pensativo, silencioso. De prontodetu- vo su caballo para poder observarmejor el cielo. Se llevó la palma de lamano a la fren- te para resguardar sus ojosde la cegadora luz del sol de aquel agostogálico. Frunció el ceño y se quedó quieto,

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como un león de caza, fija la mirada en supresa. Se volvió en- tonces hacia susoficiales y dio la orden de que marcharantodas las tropas hacia el río.Quería que todo el ejército, excepto loselefantes, que por su peso se hundirían enel ter- reno arcilloso del río, se lanzase acruzar el Ródano en formación de ataque.Los oficiales africanos no entendían nada.Aquella maniobra era una locura. Los vo-leos los diezmarían primero desde sustrincheras con las flechas y las jabalinaspara lu- ego esperarlos al otro lado del río,secos y bien pertrechados, para atacarloscuando se acercaran a la orilla, mojados yagotados por el esfuerzo realizado paraacometer el paso de las aguas. Los másveteranos, los que más años llevaban alservicio de Aníbal no po- dían evitarcomparar aquella situación con elenfrentamiento que tuvieron contra los

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carpetanos en Iberia, cuando éstos fueronmasacrados por los cartagineses mientrasin- tentaban cruzar las aguas del Tajo. Sóloque ahora los cartagineses eran los queestaban en la débil posición de ser los quetenían que cruzar el río. Sin embargo, pesea las du- das de la gran mayoría, ningunose atrevió a replicar a su general en jefe, yoficiales y soldados iniciaron la granmaniobra, con temor y pesadumbre, perocon decisión y tena- cidad. Quizá sugeneral, que tantas victorias les había dado,había evaluado bien y ésa era la únicasalida que les quedaba si no queríanpermanecer allí atrapados durante se-manas hasta que al final romanos y voleosjuntaran sus fuerzas en un ejército superioren número al que los africanos habíantraído hasta el Ródano.Los voleos vieron a los cartaginesesentrando en el río. Sus jefes rieron de puro

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gusto.Era lo que llevaban esperando desde hacíadías. A sus ojos aquel general extranjerono parecía ser hombre paciente. Aquellosería su perdición. Seguros de sí mismossalieron de sus trincheras y se acercaronhasta la orilla para coger mejoresposiciones desde las que lanzar susjabalinas y flechas. Aquello iba a ser unamatanza. Los extranjeros tend- rían quereplegarse. Llevaban semanas haciendoacopio de dardos y lanzas. Creían tenersuficientes, tantas como enemigos seadentraban en el río. Aquél iba a ser ungran día para su pueblo. Además, unavictoria de esta envergadura atemorizaríasin duda a los propios romanos y podríanasegurar sus fronteras. Mientras seaproximaban al río, con sus miradas tanfijas en el enemigo extranjero que seaventuraba en sus aguas, no vieron unas

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pequeñas nubes de humo que de formaintermitente habían ido ascendiendo por elhorizonte, justo detrás de sus posiciones,en las colinas que quedaban a sus espaldas.No vieron tampoco a la caballeríacomandada por Hanón, lugarteniente deAníbal, que ha- bía cruzado el río más alnorte, hacía tres días; los mismos días quetardó en volver a descender hacia el sur,pero esta vez por la margen izquierda delRódano para así alcan- zar, sin ser vistos,la retaguardia de los voleos. Además, losgalos, en su afán de causar el máximo debajas a los soldados cartagineses quelentamente entraban en el río, al abandonarsus posiciones en las trincheras, quedaronen una formación completamentevulnerable a la carga de la caballería deHanón. El lugarteniente de Aníbal, una vezhec- has las señales de humo, lanzadas alcielo para indicar a su general que ya se

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encontra- ban en posición y que en unosminutos se lanzarían sobre los voleos, notardó más que unos instantes en organizarsu ataque. La caballería cartaginesa selanzó a galope tendi- do sobre los voleos.Éstos ni veían lo que pasaba a sus espaldasni escuchaban el ruido de los caballossobre la hierba, pues el ejército de Aníballevantaba un gran escándalo al avanzar porel río rompiendo con sus piernas, escudosy caballos el transcurso de sus aguas. Losvoleos sólo se percataron de un extrañozumbido a sus espaldas cuando lacaballería de Hanón estaba a apenas cienpasos de ellos. La voz de alarma salió delas gargantas sorprendidas de sus jefes, queordenaron que ahora las jabalinas fueranlanza- das contra la caballería que losatacaba, pero la confusión era grande ymuchos no supi- eron qué hacer. Algunosgalos, no obstante, lanzaron sus jabalinas y

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flechas contra la caballería de Hanóncausando bastantes bajas, pero no hubotiempo para más andanadas de armasarrojadizas. Los jinetes los habíanalcanzado y el combate era cuerpo acuerpo contra veloces soldados sobrerápidas monturas que se desplazaban portoda la orilla.Aun así, los voleos resistieron el ataquepor sorpresa de aquella fuerza inesperada,pero su resistencia los hizo desatender sugran objetivo: detener el grueso de lastropas de Aníbal que cruzaban el río, ahorasin ser molestados por los voleos,entretenidos como estaban en luchar por susupervivencia.Cuando el ejército de Aníbal alcanzó lamargen izquierda, los voleos fueronmasacra- dos. Sólo se salvaron los que selanzaron a una huida río abajo, nadandopor las aguas del Ródano, buscando en el

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flujo del río, refugio y esperanza. Aqueldía su tribu había quedado diezmada,arrasada por aquel general extranjero quelos había engañado como si de unos niñosse tratara.Maharbal ordenó el repliegue de sushombres. El enfrentamiento había sidobreve pe- ro cruento. Los romanosluchaban con destreza y las fuerzas estabanequilibradas. Los jinetes africanos noentendían por qué su general les ordenabareplegarse cuando aún no estaba claro afavor de quién se decantaría la diosaFortuna. Se sentían con ánimo de se- guircombatiendo. Un oficial se dirigió aMaharbal.- ¡Podemos vencer, mi general! ¡Podemosderrotarlos! - ¡He dado una orden y el queno la siga tendrá que vérselas luego con elpropio Aní- bal! -y dio media vuelta a sumontura y empezó a replegarse, con un

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sabor amargo a hu- millación y cobardía, laque sus hombres interpretaban en suspalabras, aliñada esa de- sazón con unadosis de orgullo al cumplir las órdenes quehabía recibido de su superior.Sin embargo, más fácil le habría resultadoque se le hubiera encomendado una misiónimposible en la que con toda probabilidadfuera a perder la vida, que tener queordenar este repliegue humillante ante losromanos.Los cartagineses vieron a su líderretirándose y con el sonido de laadvertencia de sus últimas palabras,obedecer o responder ante Aníbal, velocesiniciaron el repliegue ante la sorpresa yalegría de la caballería romana.Los oficiales romanos dudaron en si debíandar caza a los que huían del campo de ba-talla. Al fin, se decidieron por noadentrarse más al norte, no fuera que se

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encontraran con el grueso de las tropascartaginesas. Satisfechos de sí mismos,emprendieron el ca- mino de regreso haciasu campamento general. Los oficialestenían ansias de informar al cónsul de lagran victoria conseguida.Aníbal permanecía aún en la margenderecha del río, supervisando el embarquede los elefantes en las barcazas que debíanusarse para ayudar a las bestias a cruzar elRódano.Los gigantescos animales, no obstante,parecían ser de opinión distinta a la de susadies- tradores y se negaban a seguirlos ymontarse en aquellas embarcaciones que,sin duda, a sus ojos, parecían serdemasiado endebles. Aníbal reconoció losproblemas que su padre Amílcar ya tuvoque afrontar años atrás para cruzar elestrecho de los Pilares de Hércu- les y asíadentrarse en Iberia desde África. Ordenó

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que cogieran a las dos hembras ma- yores,más dóciles, mejor adiestradas, y que lasembarcaran primero. Éstas dudaron yopusieron cierta resistencia, pero al finaccedieron a subir a las barcazas, con losojos atemorizados al verse rodeadas deagua, pero confiando en que aquelloshombres que las cuidaban y les daban decomer, se cuidasen ahora también de queno cayeran al agua.El resto de los elefantes, en su mayoríamachos, al ver a las dos hembras al otrolado del río, cambiaron de actitud yaceptaron, no tanto la idea de subir a lasbarcazas y de cruzar el río, sino seguir a lashembras. Así, tras un par de horas detrabajos, Aníbal consiguió que no sólo elejército, infantería y caballería, sinotambién sus elefantes sigu- iesen camino aItalia.El último elefante estaba embarcando

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cuando la caballería de Maharbal regresóde su misión. Aníbal no necesitó ningúninforme. En las cabezas cabizbajas y elrostro triste de aquellos hombres leyó conclaridad que Maharbal había seguido susinstrucciones al pie de la letra. Se sintiótranquilo. Las cosas estaban saliendo segúnlas tenía planeadas.Poco a poco las piezas de su estrategia,como si de un gigantesco rompecabezas setrata- ra, iban encajando unas con otras.Los romanos aún tardarían en entenderbien el sentido de cada pequeño pedazo.Eso le daba tiempo. Le daba fuerza. Leotorgaba mayor poder sobre sus enemigos.El cónsul Publio Cornelio Escipiónavanzaba a pie, al frente de sus legiones,hacia el norte, a marchas forzadas. Susoficiales de caballería ya le habían puestosobre aviso acerca de la próxima presenciadel ejército de Aníbal al narrar el

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enfrentamiento contra los jinetes númidas.Los informes eran más que alentadores. Laretirada de la caballería africana era unbuen augurio. Al menos, los legionariosestaban con la moral alta. Era el momentoadecuado para entrar en combate. Loshombres estaban predispuestos para elataque.Un explorador regresó junto a las legiones;buscaba al cónsul. Pronto lo tuvo enfren-te, rodeado de los doce lictores de suguardia personal y, como siempre, con suhermano Cneo al lado.- Ave, mi general.- ¿Querías informarme de algo? Hablaentonces y no detengamos más tiempo lamar- cha del ejército.- Los cartagineses han cruzado el río. Hahabido una batalla, contra alguna de las tri-bus galas de la región. Aníbal ha debido dederrotarlos, ha cruzado el río y se ha marc-

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hado.El rostro del cónsul reflejaba sorpresa yrabia. Contuvo sus palabras. Inspiró aire.Es- piró.- Caballos, rápido -pidió enseguida-, Cneo,ven conmigo. Y una turma de caballería.Tú, legionario -dijo dirigiéndose alexplorador-, llévanos rápido hasta eselugar.Cabalgaron a galope tendido, Publio yCneo al frente, el explorador a su lado,detrás los lictores y a continuación unregimiento completo de caballería. En unahora alcanza- ron unas colinas. Entre ellasel Ródano se deslizaba en un suavemeandro, deteniendo el flujo del río,haciéndolo vadeable. Al pie de las colinasse veían los restos de lo que sin lugar adudas había debido de ser el campamentogeneral de Aníbal durante varios días.Se veían aún rescoldos de hogueras, armas

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viejas abandonadas, lanzas rotas esparcidaspor el suelo y rastros de sangre sobre lahierba de los heridos que habían sidoatendidos entre batalla y batalla. Escipióncondujo su montura hasta la misma orilladel río. Al ot- ro lado se veían centenaresde cadáveres. El olor a muerto llegabadesde la otra margen.- El combate ha debido de ser hace un parde días -comentó Cneo-. El olor es infernal-y añadió- por todos los dioses, ¿adonde vaeste hombre? - Al norte -comentó ellegionario explorador-, el rastro del ejércitouna vez cruzado el río se encamina hacia elnorte.- ¿Más al norte aún? -Cneo no parecía estarmuy seguro de los informes de aquel exp-lorador-. Eso no tiene sentido alguno. Notiene sentido. Por Hércules, si va más alnorte entrará en los Alpes.Se hizo el silencio entre los presentes. El

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paisaje de la margen izquierda eradesolador y su terrible aspecto de campode batalla henchido de muertos eraacentuado por el de- sagradable y profundohedor que desprendían los cuerpos. Habíavarias bandadas de bu- itres que sedesplazaban a placer entre un grupo decadáveres y otro. Algunos estaban tangordos que no podían volar. Llevaban undía entero comiendo carne humana. Unauténtico festín.- Sí tiene sentido -comentó el cónsul-. Unsentido extraño pero cada vez resulta másevidente.- Bien, hermano -empezó Cneo, el únicoque no usaba el tratamiento de cónsul o se-ñor al dirigirse al general en jefe de laslegiones de aquel ejército consular-. Estaríabien que te explicases un poco más.Publio Cornelio asintió con la cabeza a lavez que empezaba a dar su explicación, su

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interpretación de los movimientos de aquelgeneral cartaginés.- Aníbal no quiere combatir hasta alcanzarsuelo itálico, hasta acercarse lo más posib-le a Roma. Quiere llevar la mayor parte desu ejército intacto. Fíjate en el suelo, enesas pisadas junto al agua. Son de elefante.Incluso se lleva esas bestias consigo. Sipara re- huir el combate con nosotros tieneque ascender por el Ródano hasta aquí, lohace.Si al alejarse de la costa se encuentra contribus hostiles a su tránsito por sus territori-os, la otra margen del río te ofrece el tipode respuesta que le da a ese problema. Y sipa- ra evitar a nuestro ejército consularantes de llegar a la península itálica tieneque adent- rarse en los Alpes, eso es lo quedecide. Es una locura porque el verano estáterminando y el frío llega temprano a lasmontañas del norte. Es una aventura muy

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arriesgada. Lo más probable es que estéconduciendo a sus tropas a un final seguro.Entre las monta- ñas, el frío y las tribussalvajes de esa región, es muy pocoprobable que consiga salir de allí. -Pero noimposible -apuntó Cneo.- No, no imposible -el cónsul meditó unosinstantes en silencio hasta tomar una deter-minación-. Bien, bien, éste es un juegocomplicado y tenemos varios frentes enesta gu- erra. Esto, hermano, es lo quevamos a hacer.Desmontó de su caballo e invitó a queCneo hiciera lo mismo. Luego lo cogió delbrazo y lo llevó junto al río, a una pequeñaplaya natural allí donde el meandro habíaacumulado una gran cantidad de arena.Sobre la arena de aquel recodo, junto al ríoRó- dano, el cónsul le explicó a suhermano la estrategia a seguir.Los lictores observaban a los dos

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hermanos: el cónsul hablaba y CneoCornelio asen- tía lentamente con lacabeza.

30 Planos y planes

Roma, septiembre del 218 a.C.

Aún era de noche cuando el joven Publiose encontró con los ojos abiertos de par enpar, completamente desvelado. Debían defaltar todavía varias horas para el alba,pero le resultaba imposible continuardurmiendo. Tras unos minutoscontemplando las pequ- eñas grietas deltecho de su habitación, se levantó, dejó sulecho y salió al atrio. El aire fresco deaquella madrugada anunciaba el fin delverano y la pronta llegada del otoño.Paseó unos minutos dando vueltas en torno

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al impluvium hasta que al fin, con paso fir-me, decidió unir sus acciones a suspensamientos. Se adentró en la estanciaque su padre había preparado comobiblioteca; una estancia independiente quedaba al atrio pero dis- tinta al tabliniumque, al dar paso entre el atrio y el jardín dela domus, resultaba dema- siado públicapara los documentos más reservados quesu padre había ido acumulando con eltranscurso de los años.Publio se procuró luz con una de laslámparas de aceite que dejaban por lanoche para iluminar, aunque fuera sólotenuemente, el atrio. La pequeña lámparapareció aumentar la intensidad de suluminosidad al cambiar el imposibleesfuerzo de dar luz a todo el at- rio por eltrabajo más apropiado a sus dimensionesde iluminar la pequeña biblioteca donde seadentraba el hijo del cónsul de Roma.

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Pequeña en cuanto a dimensiones, ape- nascuatro pasos por cinco, pero grande por suscontenidos. En decenas de pequeños cestoso canastillas con tapa distribuidos enpequeños armarios con estanterías en su in-terior se acumulaban infinidad de rollosque su padre había ordenado por temasdiver- sos. Los armarios estaban abiertos,por lo que su padre había guardado losrollos en esos pequeños cestos de madera omimbre para proteger sus volúmenes. Cadacesto tenía ins- crito el nombre del autor delos rollos que contenía en una pequeñahoja de papiro que recubría cada canasto.El joven Publio recordaba las palabras desu padre antes de par- tir: «Siempre quequieras, puedes entrar en mi biblioteca yconsultar lo que desees. De hecho cuantomás leas ahora, de cualquier cosa,seguramente algún día te hará mucho bien.Entra cuando quieras. Y Lucio también.

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¡Pero, por Hércules, no me desordenéis losrollos ni me los cambiéis de cesto u os lasveréis conmigo a mi vuelta!» Aunqueacompañó con una sonrisa aquel avisofinal, una de sus últimas frases antes dedarse la vuelta y marcharse con laslegiones.Había teatro griego al fondo de la estancia,con una cesta con rollos de varios autoresdiferentes entre los que sobresalía elnúmero de rollos de obras de Menandro,pero lu- ego había un cesto íntegramentepara contener las obras de Aristófanes. Enla estantería inferior, se podían ver doscanastillas con obras de los grandesfilósofos helenos Sócra- tes, Platón yAristóteles. En el lateral izquierdo, estabanlos que el cónsul definía como «sustesoros». El joven Publio, al tiempo quepasaba suavemente sus dedos por los dis-tintos cestos de aquellas estanterías, podía

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escuchar la voz casi temblorosa de supadre al enseñarle aquellos rollos:comedias y tragedias de Livio Andrónico opoemas de Qu- into Ennio, literaturaescrita en latín, cuyos propios autoreshabían decidido entregar al- guna copia desus escritos a un interesadísimo aficionadocomo era su padre. Nada, sin embargo, deNevio, del que el cónsul había visto variasobras pero de quien no aceptaba lastremendas y airadas críticas que aquéllanzaba contra la clase dirigente de Roma.Al- guna vez, su padre reía al admitir quefue viendo una de las obras de Neviocuando reci- bió la noticia de que su madreiba a dar a luz a su primogénito.En el lateral derecho de la estancia, segúnse entraba, estaban los volúmenes que, eneste preciso momento, estaban en la mentede Publio y por los que había encaminadosus pasos hasta la biblioteca personal de su

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padre: rollos en los que se recogía informa-ción sobre los pobladores de Hispania, suscostumbres y ciudades más importantes,ade- más de documentos recogidos enhojas de papiro sueltas, enlazadas enpequeños monto- nes por cuerdas finas decáñamo, donde se daba cuenta deinformación militar relevante relacionadacon las principales colonias griegas amigasde Roma, principalmente ciuda- des deorigen griego en las costas de la península.La habitación contenía también en elcentro una sencilla mesa y una silla, lisasambas, sin adornos. Su padre era unhombre austero, sólo algo indulgente en lacomplacencia con el buen vino y el disfrutede las ar- tes literarias en las festividadesque organizaban los ediles de Roma. Paraleer una bu- ena obra, decía, no hacía faltanada más que tiempo y que estuviera bienescrita. Sobre la mesa, el hijo del cónsul

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extendió algunos de los documentos sobreHispania, que fue repasando con detalle y,luego, se levantó para acercarse al cesto demapas. Lo abrió y leyó con detenimiento ypaciencia cada uno de los epígrafesinscritos en las cubiertas la- terales de cadarollo: Sicilia, Roma, Grecia, África,Cerdeña, Galia Cisalpina, Massilia,Hispania, Qart Hadasht y así hasta unostreinta, pero se detuvo al leer el nombre deHis- pania. Sacó el plano y lo extendiósobre la mesa, repasando con sus ojos cadauno de los pueblos que vivían intentandoretener la región que ocupaban según elmapa: ilergetes al norte del Ebro, edetanosal sur del mismo río, celtíberos más alcentro de la región, con Numantia ySegontia como centros importantes, loscarpetanos entre el Tajo y el Duero, y losvacceos más al norte, y lusitanos yvettones hacia el oeste; y luego hacia el sur

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los túrdulos y los oretani entre elGuadalquivir y el Guadiana, y al sur delGuadalqu- ivir los turdetani, los bastetani ylos bástulos. El mapa recogía también loslímites estab- lecidos por los cartagineses,los territorios conquistados al sur porAmílcar, las anexi- ones de su yerno,Asdrúbal, y los territorios añadidos alimperio cartaginés de Hispania por Aníbalen los últimos años. Marcados en tinta roja,escritos en la letra que Publio re- conocióenseguida como la de su padre, se leían losdos nombres de dos ciudades: Sa- gunto yQart Hadasht. La primera estaba claro quesu padre la habría marcado por ser eldetonante de esta nueva guerra conCartago, pero no tenía claro el porqué desu interés por el otro enclave, aunqueconocía que era una ciudad especialmenteimportante para los cartagineses.Nuevamente se levantó y volvió a rebuscar

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en el cesto de los mapas hasta encontrar denuevo el de aquella ciudad, sacarlo yextenderlo en la mesa sobre los otros.En lo alto del mapa se podía leer,nuevamente de manos de su padre: «QartHadasht, o Cartago Nova en nuestralengua, capital del imperio cartaginés enHispania. Ciudad fundada por los propioscartagineses, fuertemente fortificada,centro de suministros de las tropascartaginesas, puerto de mar, refugio dondelos africanos llevan a sus rehenes iberos;enclave calificado de inexpugnable pornuestros ingenieros, al estar rodeado pormar al sur y al oeste y al norte por unalaguna; sólo es atacable desde el istmo quepor el este une la ciudad con tierra firme,sin embargo, aquí hay una elevada murallaque hace prácticamente imposibleaproximarse a la puerta de acceso a laciudad.» Deslizó enton- ces el joven Publio

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sus ojos desde las obras de su padre hastael plano de la ciudad y ob- servó su puerto,la colina de Vulcano, de Aletes, la montañaArx Hasdrubalis y las coli- nas deEsculapio y Mercurio, tal y como veníanindicadas en diferentes sectores del in-terior de aquella ciudad. De alguna formaaquel plano se parecía tanto a la ciudad conla que había soñado en ocasiones que…Voces en el atrio, de un hombre, de dos, ytambi- én su madre. Publio se levanta de lamesa y sale de la estancia. En el atrio lesorprende la luz del alba. El sol ya hadespuntado y asciende por el horizonte. Entorno al impluvi- um se ve a su hermanoLucio, aún a medio vestir, a un legionariode un ejército consu- lar, su piel sudorosa eimpregnada de polvo, y a su madre, conuna toga blanca sobre su túnica de noche.El legionario sostiene una pequeña tablillaen su mano derecha. Al ver llegar al hijo

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del cónsul, el soldado, sin moverse de susitio, extiende la mano hacia él con latablilla. Publio avanza, coge la tablilla y ladesdobla para leer el mensaje. Primero lolee en silencio. Se empapa durante unossegundos de las consecuencias de aqueltexto y a continuación vuelve a leerlo,ahora en voz alta, para que su hermano ysu madre es- cuchen el requerimiento de supadre:

Estimado Publio:Debes marchar enseguida hacia el norte yreunirte conmigo en Placentia antes de lallegada del invierno.Publio Cornelio Escipión Cónsul de RomaAquél era un mensaje demasiado escueto.Suficiente, no obstante, para que Pomponiaexhalase un largo y profundo suspiro.Aquel momento tenía que llegar algunavez. Su hijo era reclamado por su padre

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para entrar en la guerra. Pomponia estabamentalizada para este momento, pero dealguna forma pensaba que era demasiadopronto, demasiado por sorpresa. Se suponíaque su marido se marchaba primero haciaHispania para dete- ner a ese generalcartaginés. Luego tuvieron que cambiar losplanes y el cónsul tuvo que dirigirse haciaMassilia para combatir en la Galia contrael enemigo africano y, ahora, sin másaviso, en apenas unas semanas, se recibíaun mensaje indicando que era en el nortede la península itálica donde se estabafraguando la guerra y encima su hijo erareclamado.- Debo acudir -dijo el joven Publio,leyendo entre los silenciosos pliegues de lafrente de su madre.- Por supuesto -respondió Pomponia, sinmirarle, con sus ojos fijos en el suelo;inspi- ró y empezó a dar órdenes a los

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esclavos que esperaban, prudentemente, enuna esquina del atrio-. A este soldado, quese le sirva agua y comida, y vino si lodesea; que tenga todo lo necesario tambiénpara lavarse. -El legionario asintió con lacabeza al tiempo que se inclinabaligeramente en reconocimiento de lasatenciones que le iban a ser dis- pensadas.Estaba agotado. Llevaba una semanaininterrumpida de viaje y aquella comi- day la posibilidad de lavarse apaciguaron sucorazón endurecido por las penurias de laguerra y el viaje interminable-. Y tú, hijomío -continuó Pomponia-, debes recogertodas tus cosas, tu ropa, tus… -paró unmomento y siguió-, tus armas y tu coraza yescudo y debes marchar con este hombreen cuanto estés listo hacia el norte. Elcónsul de Roma reclama a su hijo y éstedebe acudir veloz a su llamada.- Así lo haré, madre -y dio media vuelta y

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dejó el atrio camino de su habitación. Alcruzarse con su hermano se detuvo uninstante. Se abrazaron.»Cuida de madre, Lucio, cuida de ella.- Descuida, hermano, y que los dioses teprotejan. Se sacaron triclinia, una mesa,fru- ta, gachas de trigo, vino y agua.Pomponia se sentó junto al mensajero y lepreguntó. - ¿Por qué a Placentia y no a laGalia? El legionario dejó sobre la mesa lamanzana que había cogido para responder.- Aníbal ascendió por el Ródano evitandoenfrentarse al ejército consular. Cruzo elrío en territorio de los voleos. Éstos seopusieron a él con todas sus fuerzas; debióde ha- ber un gran combate, pero Aníbalfinalmente cruzó el río y se ha dirigido alos Alpes. El cónsul ha dividido el ejércitoen dos partes. El mayor número de fuerzasha quedado al mando de su hermano CneoCornelio Escipión, que se ha dirigido a

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Hispania para cortar la línea de suministrosde Aníbal, y cumplir así el mandato delSenado al ejército consu- lar de PublioCornelio. El cónsul, sin embargo, hacogido un grupo menor de tropas y ha idoal norte de territorio itálico para ponerse almando de las legiones de Placentia yCremona por si Aníbal consiguiese cruzarlos Alpes con vida, pero… - ¿Pero…? -Eso es prácticamente imposible. Son unasmontañas terribles, llenas de angostosdesfiladeros y pobladas de multitud detribus salvajes. Los barrancos, los salvajesy el frío terminarán con el cartaginés.Pomponia detuvo su interrogatorio y ellegionario pudo satisfacer su apetito.Quizá, pensó ella, al fin y al cabo su jovenhijo de sólo diecisiete años aún no tuvieraque entrar en un campo de batalla. Con laayuda de los dioses el general cartaginésperecerá en esas montañas. Una idea

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horrible cruzó su mente. Si aquel enemigoconseguía cruzar aquellas montañasinfestadas de tribus hostiles, venciendo a ladura orografía, la nieve y el frío, seríaporque aquél no era un enemigo al uso,sino alguien terriblemente especial,poderoso y astuto. Si aquel generalcartaginés cruzaba los Alpes, tanto la vidade su ma- rido como la de su hijo estaríanen franco peligro. Se sintió impotente,tensa, nerviosa.Sin decir nada se levantó y dejó a solas almensajero. Éste, una vez que se vio sin lacompañía de la señora de su general enjefe, empezó a comer sin disimular ya elansia que el voraz apetito había creado ensu interior.Pomponia se sentó en el dormitorioconyugal, en el lecho que tantas nocheshabía compartido con su marido y allí, enel silencio y en la soledad, apagando con la

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almoha- da su llanto para que no llegara aoídos de ninguno de sus hijos, lloró con laamargura de una niña desvalida, con eldolor de una madre intuitiva, temerosa dela diosa Fortuna.Había soñado con montañas gigantes y conun ejército que las cruzaba. Su cuerpo esta-ba frío, agitándose sobre la cama al ritmode sus sollozos.

31 Una villa romana

Roma. Finales de septiembre del 218 a.C.

En las afueras de la ciudad de Roma. Unacolina y en lo alto una gran mansión deladrillo y piedra, rodeada de cipreseserguidos con orgullo, mecidos por el suaveviento proveniente del oeste. En el interiorde la villa, el atrio y tras el atrio un amplio

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peristilo con un cuidado jardín. Y allí, en ellado de sombra de aquel jardín, unareunión, un cón- clave: un hombre mayor,calvo, delgado pero con una buena barriga,de cincuenta y cin- co años en el centro,Quinto Fabio Máximo Verruscoso, dosveces ya cónsul de Roma, que declaró elprincipio de aquella guerra en el Senado deCartago; y junto a él su hijo, del mismonombre, Quinto Fabio, en la treintena, fielretrato de su padre, con la misma narizaguileña y ceño constante en la frente,aunque con pelo aún en su cabeza, prepara-do para entrar pronto en cargos derepresentación pública; junto a ellos, doshombres un poco mayores que el hijo,Cayo Terencio Varrón, bien afeitado, conlos ojos muy jun- tos, como si el ángulo devisión de las cosas y de los tiempos fueraúnico, sin perspecti- vas; aguardandoimpaciente su momento de tocar el poder,

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pretor de aquel año; y Cayo ClaudioNerón, con la mente despejada, pero unosojos negros brillantes, un fulgor entrecurioso y temible, un hombre ambiciosopero más mesurado que Varrón quizá,esperan- do con algo más de sosiego quesu colega la oportunidad que el destinoponga en sus manos para alcanzar la gloriay la fortuna. Por fin, en una esquina delperistilo del jar- dín, entre las columnas, depie, presto a acudir si su mentor lorequería, un joven de ape- nas dieciséisaños, Marco Porcio Catón, con miradanerviosa, un chico pequeño, ágil en susmovimientos, silencioso, siempreescuchando, constante en susdeterminaciones, le- al al señor de aquellavilla, pero con alguna idea propia queguardaba para sí, pequeños tesoros queescondía hasta que llegara el día adecuadopara desenterrarlos. Así, entre sus

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pensamientos, Catón empezó a escuchar lavoz profunda de Quinto Fabio Máximo,acariciando con su poderosa tonalidad lasparedes de aquel claustro de piedra.- Os he reunido a todos porque se acerca laguerra.Todos asintieron; sin embargo, FabioMáximo sacudió lentamente su cabeza.- No, no me entendéis; cuando digo que seacerca la guerra no me refiero a que están apunto de enfrentarse nuestras tropasconsulares con los enemigos de la patria,sino que quiero decir que eseenfrentamiento va a ser mucho máspróximo a Roma de lo que el Senadoestimó jamás. Escipión ha fracasado, nadanuevo, en su intento de detener alcartaginés en Hispania; ni tan siquiera loha detenido en la Galia. Aníbal ha cruzadoel Ródano y se ha adentrado en los Alpes.- ¿Los Alpes? -preguntó Varrón,

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formulando en voz alta la sorpresa de todoslos pre- sentes.- Así es, amigos míos; Aníbal desciendehacia el corazón de la península itálicadesde las montañas.- Pero es imposible que un ejército cruceesas montañas, y menos ahora que seacerca el invierno. Los pasos estarán yaimpracticables -comentó de nuevo Varrón,que parecía el más decidido a entrar enaquel debate.- Sea como fuere -continuó Fabio Máximo-Escipión no piensa igual que vosotros: hadividido sus tropas, mandando la mayoría aHispania al mando de su hermano para asícumplir con el mandato del Senado deatacar las vías de aprovisionamiento delejército púnico en Hispania, unmovimiento hábil que no me permitirácriticarle en el Senado, una lástima, enfin… -por unos segundos suspiró;

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prosiguió de nuevo- y se dirige al nor- tede la península itálica para ponerse almando de las legiones del norte, las quedebi- eron ser suyas desde un principio silos galos de la región no se hubieransublevado, ent- reteniéndonos en reclutarnuevas tropas, dando tiempo a que Aníbalsaliera de Hispania y avanzara hasta elRódano. Cuanto más lo pienso, más claroveo que entre Aníbal y los galos de laregión cisalpina hay contactos. Sesublevaron como parte de un plan muchomayor que ahora empieza a cristalizar.- Puede ser, pero si Aníbal perece en losterribles desfiladeros de las montañas,ataca- do por los salvajes, de nada le valdrátodo su maravilloso plan. -Esta vez fue supropio hijo quien se dirigió a los demás.Quinto lo observó en silencio, sin concedery sin mos- trar desprecio. Meditando. Alcabo de unos segundos retomó su relato.

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- En cualquier caso, hijo, Publio CornelioEscipión se dirige al norte, como previsiónde lo que pueda ocurrir y debo, aquí ensecreto, admitir que comparto sus dudassobre la imposibilidad de cruzar esasmontañas. No estamos ante un pequeñogeneral africano sin ambición ni estrategia;es evidente que este Aníbal lleva tiempoestudiando este plan y cada vez más soydel parecer de que puede conseguir cruzarlos Alpes. Y es sobre este planteamientosobre el que quiero que nosotrosconstruyamos nuestra propia estrategia.- ¿Para presentarla ante el Senado?-pregunto Varrón.- He dicho nuestra propia estrategia. ElSenado tiene la suya, cambiante según elmo- mento y que gestionaremos a nuestraconveniencia, pero está claro que alguienen Roma tendrá que tener una estrategiabien definida para terminar con estos

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cartagineses o, de lo contrario, serán elloslos que terminen con nuestra civilización.Hasta ahora el Sena- do se limita a poner elejército en manos de los Escipiones o deun Sempronio al que quiere enviar aÁfrica, esa idea descabellada. Tenemosque pensar en Roma, en proteger a Roma,y en generales que amen nuestra ciudad ynuestras costumbres sin dejarse con-taminar por influencias extranjeras nidistraer por nimiedades como libros,literatura, te- atro, et cetera. Los Escipionesy sus amigos los Emilio-Paulos, han de serutilizados en esta guerra, pero hemos deser nosotros los que estemos en losmomentos clave, en las batallas clave.Necesitamos nuestros vélites, nuestrainfantería de primera línea para ab- rir laslíneas del enemigo, pero hemos de sernosotros los que terminemos las batallasque éstos empiecen. Nosotros somos los

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triari.- ¿Y cómo se supone que hemos degestionar esta estrategia? -preguntó deforma di- recta Claudio Nerón. FabioMáximo le miró con gratitud. La primerapregunta inteli- gente de la tarde.- Con el miedo -dijo-. Aníbal cruzará losAlpes. Dispone de tropas entrenadas y,más importante aún, con experiencia en elcampo de batalla. Ha conquistado Hispaniacon esos hombres y aquél es un paíscomplejo con guerreros valientes,enfrentados entre sí, como suele ser el casoentre los bárbaros, pero valientes en lalucha; y Aníbal los ha doblegado con esastropas que saldrán de las montañas. Elcartaginés vencerá a las legi- ones delnorte. Mis augures lo han confirmado. ElSenado tendrá que recurrir a refuer- zos, alas tropas de Sempronio. Éste es unejército consular nuevo, inexperto, pensado

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para África, mentalizado para luchar en elcalor de aquellas latitudes que habrá quever cómo se desenvuelve en el frío delnorte. Y si Aníbal no detiene, como escostumbre, la guerra con la llegada delinvierno, entonces, tendremos el miedo enRoma.- ¿Y sólo con miedo vamos a manejar alSenado y al pueblo? No lo entiendo.Era Varrón el que hablaba. Fabio Máximole miró y Catón, desde la esquina donde loobservaba todo, leyó la mirada de sumentor: «Claro que no lo entiendes, ¿cómovas a entenderlo si eres como ellos?» Encualquier caso, Fabio Máximo permanecióen silen- cio. Al fin, se decidió a explicarlo que para él resultaba transparente comoel agua clara de un arroyo.- Con el miedo -empezó-, mi queridoamigo Terencio Varrón, se puedenconseguir muchas cosas, se puede

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conseguir todo. El miedo en la gente,hábilmente gestionado, puede darte elpoder absoluto. La gente con miedo se dejaconducir dócilmente. Miedo en estado puroes lo que necesitamos. Lo diré contremenda claridad aunque parezca quehablo de traición: necesitamos muertos,muertos romanos; necesitamos derrotas denuestras tropas, un gran desastre, que nosjustifique, que confunda la mente de lagente, del pueblo, del Senado. Nosotros, enese momento, emergeremos para salvar aRoma.Todos se quedaron mirando al viejo excónsul, sorprendidos, estupefactos. Nodaban crédito a sus oídos, pero FabioMáximo paseó sus ojos despacio por la fazde cada uno de los presentes, subrayandocon el brillo intenso de sus pupilasligeramente dilatadas la determinación desu voluntad. No hubo réplicas.

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Los cipreses que rodeaban la villa ya no semovían. El viento se había detenido. Erauna hora extraña de la tarde en la que labrisa desaparece y todo parece permanecerin- móvil. Un jardín amplio, con cincohombres reunidos; un peristilo decolumnas y una gran villa rodeándolo todo.La villa en una colina, cipreses en cadaesquina de la gran mansión, laderasdescendentes por las que serpentea uncamino empedrado que se per- día en elhorizonte, rumbo a Roma.

32 Centinelas de la noche

Sicilia, octubre del 218 a.C.

Atardecía en Lilibeo, donde el cónsulSempronio había establecido elcampamento general del ejército consular

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que se le había asignado para la invasiónde África. Cami- naba gozoso y seguro desí mismo. El adiestramiento de las tropashabía comenzado con auténtica energía.Había algunos heridos por los durosentrenamientos militares en la lucha cuerpoa cuerpo, pero aquello estaba muy lejos desus preocupaciones. Sólo pen- saba en lapróxima partida hacia África. ¿Dóndedesembarcar? Ésa era su única duda.¿Justo frente a Cartago o quizá en Utica oincluso más al norte? Su mente siempre lollevaba directamente a Cartago, pese a quesus tribunos preferían establecer primerouna plaza fuerte en la región antes dedirigirse contra la capital del imperiocartaginés. Unos blandos. ¿Cómo iba asacar adelante aquella campaña con esosoficiales tan flojos? Por eso queríadisciplina y adiestramiento sin descanso.El cónsul paseaba escoltado por sus doce

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lictores, ajeno a las miradas de rabia demuchos de los legionarios.Tito observó al cónsul paseándose por elcampamento. Una vez hubo desfilado laco- mitiva del comandante en jefe, seretiró, acariciándose el hombro derechocon la mano izquierda, masajeándose losmúsculos, intentando calmar el dolor de losgolpes recibi- dos aquella mañana por suinstructor. Y tenía que dar gracias a losdioses de no haber sido ensartado comouna aceituna como le había ocurrido aalguno de sus compañeros del manípulo.Aquello era el ejército, se decíaconstantemente. Te dan de comer a di-ario, no con abundancia, pero sí suficiente,desde luego estaba mejor alimentado quecu- ando mendigaba por las calles deRoma. Los golpes, no obstante, lasmagulladuras y el riesgo de perecer en uncombate con un instructor no habían

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entrado en sus cálculos. Es- taba claro quelo suyo no era calcular nada, ni inversionescomerciales ni planes de futu- ro. Carpediem, se dijo, y a sobrevivir y a sobrellevarlas penurias según vinieran.Tomó el rancho a solas. Gachas de trigo.Algunos las despreciaban por ser lo mismoque comían en Roma y parecían estarcansados de ellas, pero a Tito leencantaban. Un compañero suyo, mayorque él, le pasó su cuenco a medio comer.- Toma, si quieres, se ve que a ti te gustaesto.Tito cogió el cuenco sin dudarlo. Ellegionario que se lo pasaba continuóhablando.- Soy Druso, bueno, me llaman así. Vengode Campania. Ésta es la primera vez que tealistas, ¿verdad? - Supongo que resultabastante evidente. Mi nombre es Tito, TitoMacio, de Umbría.

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- Por Hércules, tu falta de destreza con elgladio esta mañana era de las que hacía ti-empo que no veía. Creo que le has dadolástima al oficial y por eso se ha limitado amachacarte el hombro con la parte plana dela espada, pero ándate con cuidado. La tor-peza se tolera, pero la indisciplina se pagacara.- Bien, lo tendré en cuenta -dijo Tito.Se hizo el silencio. Anochecía. La luz eradébil, tenue; las sombras de las tiendas sedeslizaban por el suelo, estirándose; elviento era cada vez más frío.- Se acerca el invierno -dijo Druso-. Senota en el aire.- Esta noche me toca guardia. Aunque lotengo claro: en cuanto se duerma la gente,me busco una esquina donde nadie me veay me echo a dormir cubierto con mi manta.Por Castor, ¿a qué tanta historia con lasguardias en terreno conquistado? Total, lo

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único que tenemos enfrente es elcampamento de las legiones regulares.- Yo me andaría con cuidado y estaría biendespierto para entregar tu tessera.- ¿Mi tessera} - Sí, una tablilla pequeña enla que los tribunos y los praefecti sociorumescriben un símbolo que identifica a cadamanípulo. Te la entregarán al entrar en tuturno de guardia y luego una patrulla acaballo pasará por la noche a recoger tutessera. Si no te encuent- ran en tu sitio,mañana te buscarán los oficiales y tellevarán ante los tribunos. Hazme caso, yestáte atento para entregar tu tessera. Ybasta de charla. Estoy rendido y creo quemañana quieren que hagamos marchasforzadas desde el amanecer. Se ve que elcónsul está ansioso por ir a África a quenos degüellen a todos.Druso se levantó y se retiró a su tienda.Tito se quedó junto a las brasas del fuego,

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ar- ropado por su manta, hasta que unoficial se acercó y le entregó una pequeñatablilla con varios números que supusoidentificaban su manípulo. El oficial leindicó la puerta en la que le tocaba hacerguardia y que su turno sería el primero delos cuatro de aquella noc- he. Aquellofueron buenas noticias. Al menos luegopodría dormir de tirón hasta el ama- necer.El campamento entero descansaba. Se oíaalgún perro ladrando en la distancia y, decuando en cuando, algunos jinetes,seguramente de las patrullas nocturnasrecogiendo las tablillas de los puestos deguardia, pero, de momento, nadie se habíaacercado a su posición. A Tito le seguíadoliendo el hombro. Eran breves perointensos pinchazos agudos. A ratos dejabasu pilum y el escudo en el suelo y semasajeaba el hombro. Junto a la puertaempezaba el vallado del campamento. El

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aire era cada vez más frío y fuerte.Junto al vallado estaría protegido del frío ypodría acostarse allí, incluso dormir unrato.Las palabras de Druso aún perduraban ensu mente. «Estate atento para entregar tutes- sera.» Se había atado la tablilla alcinturón de piel, junto a la espada, para noperderla.Podría esperar junto al vallado, bienguarecido del frío, la llegada de la patrullasin ne- cesidad de tener que aguantar a laintemperie más horas. Aquello era absurdo.En gene- ral, su vida había carecido desentido desde que dejara la compañía deteatro. A veces ti- enes algo bueno, puedeque no el sueño de tu vida, pero algobastante bueno para ti y no sabes valorarlo,reconocerlo. Cada vez veía con másclaridad que eso había sido así con él. A noser que una gran victoria contra los

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cartagineses y su participación en la mismacambiara su relación con la diosa Fortuna.Ruido de pisadas, no, de pezuñas. Jinetes acaballo. Dejó de masajearse el hombro ycogió su escudo y su lanza con rapidez. Sepu- so en guardia, con el pilum bajado, ygritó.- Alto. ¿ Quo vadis? - Es la guardia. Bajatu arma y danos la tessera de tu manípulo.Tito obedeció sin rechistar y al oficial quese aproximó hasta él sin bajarse del caballole entregó su tablilla. Le acompañaba unsoldado de su manípulo al que había vistoen el adiestramiento pero con el que nohabía hablado nunca. Llevaba a su vez otrapequeña tessera.El oficial escudriñó entre las sombras latablilla de Tito.- Bien, puedes retirarte -dijo y, luego,dirigiéndose a los jinetes que leacompañaban-, aquí todo está bien;

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dejamos al segundo centinela de la noche.Sigamos con el recorrido.Y se alejaron sin más. Tito y el nuevosoldado de guardia quedaron a solas. Sedespi- dieron con la mirada, sin decirsenada. Se veía que el nuevo centinela estabamuerto de sueño. Tito dio media vuelta yse encaminó hacia su tienda. Una vez enella cayó rendi- do por el dolor, la fatiga yel frío. Durmió como un lirón.Las trompetas del amanecer despertaron atodo el campamento. Tito salió de su tien-da esperando encontrarse con un nuevo díade adiestramiento, algo de desayuno yense- guida a combatir o, como dijo Druso,a hacer marchas forzadas hasta la hora delprandi- um. En cualquier caso nadaespecial por lo que mereciera la penalevantarse. Por eso re- moloneó un poco ensu tienda, pero apenas había pasado unminuto, cuando dos legi- onarios de las

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tropas regulares del ejército consularentraron en su tienda, en la que sóloquedaba ya él por salir, y lo arrastraronfuera. Fue a decir algo pero un puñetazo leacla- ró las ideas. En un instante seencontró a medio vestir, en formación conotros tres hom- bres, en más o menos lasmismas circunstancias. Ninguno se habíalevantado con la ce- leridad necesaria paraestar ya completamente vestido con eluniforme de infantería li- gera que lescorrespondía. Un tribuno, acompañado deuno de los praefecti pasó revista a lapequeña formación de centinelasnocturnos.- Éstos son los soldados que hicieronguardia ayer por parte de este manípulo,tribuno -dijo el prefecto aliado.- Falta una tessera de este manípulo.Aparte veo que a todos les cuestalevantarse a la hora. Por eso recibirá cada

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uno diez azotes en presencia de suscompañeros. Eso contri- buirá a fomentarel ansia por madrugar en este manípulo.El prefecto asintió con decisión. Tito sintiópánico. Su hombro aún le dolía y diezazotes serían la gota que rebosa el vaso.Pensó en decir algo, pero el puñetazorecibido nada más ser levantado ya le habíadado indicación de que el silencio sería sumejor sal- voconducto para no recibir másgolpes de los necesarios.- La tessera que falta es la del segundoturno -dijo el tribuno. Los soldados quehabían sacado a Tito de la tienda cogieronentonces al hombre que estaba a su lado ylo empuj- aron fuera de la fila. Titoreconoció al soldado que lo reemplazó enla guardia nocturna.- Bien -empezó el tribuno-, la guardianocturna es sagrada, en territorio amigo oene- migo. Un centinela dormido es una

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vía por donde puede venir un ataque sinque haya ninguna voz de alarma que nospermita reaccionar. Dormirse en la guardiaes traición y la traición sólo tiene una penaen la legión romana, sea en las tropasconsulares o en los manípulos de laslegiones aliadas.Uno de los legionarios que acompañabanal tribuno le entregó un bastón de maderade pino; el tribuno cogió el bastón confuerza pero se limitó a rozar suavemente lafrente del soldado traidor que, doblegadopor el sueño, se había apartado paradescansar junto al vallado para guarecersedel frío y no se percató de la venida de losjinetes de la pat- rulla nocturna. Cuandodespertó ya estaban en el cuarto turno de lanoche y ni el nuevo centinela ni los jinetesde la patrulla quisieron recoger ya sutessera.El tribuno se separó del soldado condenado

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por traición y los legionarios que loacompañaban empujaron a Tito y sus otrosdos compañeros de turnos de guardia paraque quedasen a una distancia razonable.Luego les dieron bastones y piedras. Titocogió una piedra grande con una mano ycon la otra el bastón. No sabía qué hacer.Vio cómo el resto de los soldados delmanípulo había recibido piedras y bastonesigual que él.Druso también. A una señal loscompañeros del soldado condenadoempezaron a lanzar piedras contra él. Éstese arrodilló en el suelo y se cubrió lacabeza con las manos, pero seguíanlloviendo sobre él más y más piedras. Titovio cómo Druso, sin mirar al conde- nado,arrojó su piedra impactando en una piernadel mismo. Sus colegas en la guardianocturna hicieron lo propio. Tito tragósaliva, inspiró con fuerza y cerrando sus

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ojos ar- rojó su piedra. Cuando los abrióvio al condenado arrastrándose por el suelodejando un reguero de sangre a su paso. Sucuerpo lleno de heridas. Pero la cabeza,protegida con sus brazos y manos, apenastenía marcas. Aullaba de dolor e implorabapiedad. El tribu- no dio otra señal ydecenas de soldados del manípulo selanzaron contra el condenado.Con sus bastones golpearon salvajementeuna y otra vez a su compañero sentenciadopor traición. Esta vez los bastones seabrieron camino entre los brazos delcondenado y encontraron su objetivo: lacabeza del soldado fue machacada, lasangre salpicaba a su tribunal mientraslanzaban intermitentes pero continuostestarazos mortales sobre su cráneo. Se oyóel crujir de huesos. Los aullidos cesaron. Eltribuno observó el cumpli- miento de susentencia y contempló con satisfacción

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cómo todos los miembros del ma- nípulo aexcepción de uno, Tito, habían usado tantopiedras como bastones para hacer cumplirla sentencia. El tribuno se dirigió alprefecto.- Este hombre, que no ha usado su bastón-señalando a Tito-, que en vez de diez,reci- ba veinte azotes. Y no le condeno amás porque al menos lanzó la piedra.Veinte azotes harán de él un más fielcumplidor de la disciplina del ejército deRoma.El tribuno, acompañado de los legionariosy los jinetes que habían venido con él, reg-resaron al campamento de las legionesconsulares. El prefecto ordenó queretiraran el cuerpo del soldado ajusticiadoy que azotasen al resto de los soldadoscondenados por levantarse tarde y, en elcaso de Tito, por no usar su bastón en elajusticiamiento de la mañana.

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Tito recibió los veinte azotes con lágrimaspero en silencio. Luego se vistió con rapi-dez. Sentía gotas de sangre resbalando porsu espalda, pero no estaba dispuesto a per-derse el desayuno. Cuando llegó, sinembargo, ya era demasiado tarde. Observócon de- solación que sus compañeros yaestaban cargando los pertrechos ypreparándose para salir de marcha. Estabaa punto de derrumbarse cuando Druso seacercó por su espalda.- Toma -dijo.Tito se giró y vio que Druso le habíacogido las gachas de su desayuno en uncuenco de barro. Tito cogió el cuenco ycon las manos se llevó la comida a la bocasin decir na- da a Druso pero comiendo altiempo que mantenía su mirada fija en losojos de aquel soldado experimentadoproveniente de Campania.- Come rápido. Tenemos marchas forzadas.

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Vamos -dijo Druso, y lo dejó a solas paraque terminara su desayuno.

33 Los desfiladeros de la muerte

Los Alpes, octubre del 218 a.C.

Un hombre, cubierto su cuerpo con pielesde oveja, se arrastraba sobre la nieve de lacumbre. Había tardado horas en ascenderhasta aquel lugar. Sus jefes le habían enco-mendado aquella misión por ser el máshábil a la hora de escalar y trepar por lasalturas de las montañas. Arrastrándosedespacio, con suma precaución pues sabíaque el preci- picio estaba oculto bajo aquelmanto de nieve, llegó hasta el mismo bordedel abismo.Levantó la mirada cubriendo sus ojos conla palma de la mano para protegerlos del

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resp- landor intenso del sol sobre lascumbres blancas de los Alpes. Sus ojosescudriñaron el desfiladero durante unossegundos hasta que descubrieron suobjetivo: en el horizonte, allí dondeempezaba el estrecho paso entre lasmontañas heladas, se vislumbraba unalarga y serpenteante fila oscura que, lenta ytrabajosamente, parecía avanzar hacia eldesfiladero. Se quedó unos minutosobservando cómo la zigzagueante serpienteadquiría una forma más definida hasta quesus diferentes componentes empezaron aser discer- nibles de forma independiente:centenares de hombres a pie, con espadas,lanzas, escu- dos y pertrechos a susespaldas; hombres a caballo, decenas deellos, y carros con sacos, telas, víveres y,lo más sorprendente, al final de la serpientede soldados y jinetes, se adivinaba lasilueta extraña de unas bestias

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desconocidas que como gigantescoscaballos llevaban a sus lomos varioshombres; unos temibles animales quebramaban con una fu- ria ensordecedoracuyos gritos largos y continuados parecíanascender por las paredes del desfiladerohaciendo temblar a las propias montañas.El hombre volvió a deslizarse en silencio,esta vez hacia atrás, alejándose del bordedel precipicio y, cuando estuvo ya a unadistancia prudente como para poderlevantarse sin ser visto, se puso en marchay, con toda la velocidad que sus piernas yla orografía le permitían, bajóaceleradamente de la cumbre para informara los jefes de su tribu.El ejército de Aníbal avanzaba cansado porel inusitado esfuerzo del ascenso, heladopor el viento gélido que bajaba de lasmontañas, agotado por los diferentesenfrentami- entos que había tenido que

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disputar ya con distintas tribus hostiles a supresencia en aquella remota región delmundo. Estaba documentado el paso, hacíaunos doscientos años, de las tribus de galosque ahora habitaban en la región delRódano, pero desde en- tonces nada sesabía de ningún contingente importante dehombres que hubiese conse- guido pasarcon éxito por los desfiladeros de los Alpes.Habían sufrido multitud de ata- ques depequeñas tribus, pero habían sidoescaramuzas que se habían resueltosiempre a su favor tras una contienda breveen las laderas de las montañas. Aquellosdesfiladeros, sin embargo, preocupaban algeneral cartaginés, por lo angosto delespacio que dejaban para las tropas y porlo escarpado de las paredes que selevantaban a ambos lados, pero no había yaalternativa ni posibilidad de vuelta atrás.Los días pasaban y pronto llegaría

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noviembre. Cada vez había más nieve enlas cumbres que los rodeaban y era posibleque en unos días los pasos quedaranimpracticables. Sólo restaba seguir elavance hasta el fi- nal, hacia un inciertodesenlace. Por primera vez Aníbal dudó desu victoria.Rocas de gran tamaño empezaron a caerdesde lo alto de las paredes del desfiladero.Primero se oía el silbido que los peñascosproducían al cortar el aire con el filo de susaristas en su interminable caída por elabismo de las montañas circundantes, hastaque al fin se oía el enorme impacto sobre elsuelo del estrecho paso. A veces el impactoera co- mo mitigado, no tan seco, sinocomo una extraña mezcla de chasquidoscon un amorti- guado pero truculento golpecontra la tierra. Eso último significaba quela roca había al- canzado su objetivodespeñándose sobre una decena de

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soldados sorprendidos por aqu- ella lluviade piedras gigantes. Hombres y caballos serefugiaron en los bordes de las pa- redes,ya que éstas parecían adentrarse hacia elinterior de la montaña quedando así acubierto aquellos que allí se guarecían delas rocas lanzadas desde la cumbre. Unelefan- te fue alcanzado por un peñasco deltamaño de su cabeza; el animal dobló suspatas de- lanteras, quedando de rodillasunos segundos, la cabeza partida en dos,sangre roja del animal vertiéndose pordoquier, pero, pese al tremendo corte, labestia se recompuso lo suficiente comopara ponerse de nuevo sobre sus cuatropatas y, bramando de dolor, ec- har a corrercomo si con su carrera pudiera huir delsufrimiento que la atería; en su locu- rapisoteaba a los confusos soldados, quepugnaban por buscar refugio en la base delas paredes de aquel desfiladero angosto,

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aquella trampa mortal en la que se habíanadentra- do.Aníbal daba órdenes apoyado por suhermano pequeño Magón y por susoficiales, Maharbal y Hanón, paramantener la formación mientras que lamayor parte de soldados y bestiasconseguía refugiarse de la torrencialavalancha de proyectiles pétreos que se leslanzaban desde las alturas. El generalcartaginés aguantó estoicamente duranteuna hora, hasta que, o bien se quedaron sinpiedras en las alturas, o bien se agotaron delan- zarlas. Mandó entonces grupos desoldados de la infantería ligera para quesalieran del desfiladero y treparan porambas vertientes del paso hasta ganar elacceso a las cumbres desde las que se lesatacaba.Tardaron varios días. Aníbal fuereforzando los contingentes que ascendían

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hacia las cumbres. Los alóbroges lucharonen las cimas de las montañas, pero cadavez subían más y más hombres. Un día, enlugar de llover piedras, llovieron hombressobre el des- filadero. Aníbal se separó dela pared de la montaña para observar elcuerpo de uno de los muertos: estabacubierto de pieles de oveja, tenía variasheridas de espada en las pi- ernas y brazosy el pecho partido, reventado por suimpacto al caer desde la cumbre.Pronto empezaron a caer más y máscuerpos similares. Aníbal volvió arefugiarse a la espera de que sus hombresterminasen de limpiar la cumbre. En mediahora las rocas que supusieron la primeralluvia mortal sobre aquel desfiladeroquedaron enrojecidas por el impacto decentenares de cuerpos, aquellos que en unprimer momento lanzaron las piedras.Ahora, juntos, reposarían en el desfiladero

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por los siglos de los siglos.El ejército se puso en marcha de nuevo.Tras de sí quedó el angosto desfiladero dela muerte, como lo habían bautizado loscartagineses en sus días de refugio en lasparedes de aquel paso montañoso.Prosiguió entonces el interminable avance,esta vez ya hacia el sur, en busca de lasalida de aquel laberinto de montañasinfinitas y heladas. El invier- no avanzabay cada vez encontraban nieve más baja ymás profunda. Los africanos agu- antabanel frío razonablemente, conocedores de lasfrías noches del desierto, pero cami- narsobre la mojada nieve y resistir lossabañones que la humedad provocaba ensus pies era nuevo para ellos. Además, trasel frío de la noche no veían el calor del día,sino que el frío gélido parecía quedarse conellos todo el día, y aunque el sol intentabacalentar li- geramente, cada vez estaba más

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débil y, con frecuencia, pasaba el díaentero sin que lo vieran, pues las nubesparecían vivir en aquellas montañas y nodesplazarse un ápice.Luego venía la lluvia y, si bajaba latemperatura, se transformaba primero enuna lluvia extraña y helada y luego ennieve que se acumulaba en la ruta quedebían seguir ralenti- zando aún más supaso. Así pasaron las siguientes semanas,hasta que un día llegaron al final delcamino: en un nuevo desfiladero el pasoles quedaba completamente cortado poruna lisa muralla de piedra helada; setrataba de un alud de roca y nieve quehabía ca- ído desde lo alto de las montañasy que con la cercanía del invierno se habíarecubierto de una gruesa capa de hielo. Unmuro infranqueable. Aníbal se quedóobservando aqu- ella muralla de lanaturaleza, sin ladrillos, sin grietas, más

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alta que las murallas de Sa- gunto o QartHadasht o cualquier otra ciudad queconociera, más profunda que el mayor delos fosos; impenetrable, imperturbable eindiferente a los hombres, a sus ejércitos ysus luchas. Ante ellos, los diosesinterponían el obstáculo definitivo. Aníbalse volvió hacia sus soldados y loscontempló agotados, muchos de ellossentados sobre la nieve, entre aturdidos ydesahuciados, observando con estuporaquel muro que se alzaba ante ellos. Habríapreferido un muro de hombres o un ejércitode salvajes o las tropas consu- lares deRoma. Todo aquello contra lo que estabanentrenados para luchar, pero ¿cómo venceral invierno, cómo superar aquella murallade hielo? Aníbal comprendió que no habíaánimo ni fuerzas en aquellos soldados paraacometer este combate contra las mon-tañas mismas. Se volvió de nuevo hacia la

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muralla de hielo, acercándose hasta lamisma base y sobre la pared gélida posósus manos, sintiendo en las yemas de susdedos el es- cozor de la quemadura delhielo, buscando en el dolor la iluminaciónpara deshancar a un enemigo con el que nohabía contado.Pasan unos minutos. Los oficiales deAníbal aguardan a una distancia prudencialde su general en jefe. Esperan una orden,instrucciones, una solución. Contemplandescora- zonados el muro de roca y hielode más de veinte metros de altura que cortasu paso por el último de los desfiladeros deaquellas grandiosas y terribles montañas.La mayoría la- menta en lo más profundode su ser haberse embarcado en aquellaaventura para termi- nar de esta forma, noante un ejército enemigo, en medio de unalucha gloriosa, épica para su país, sino anteun muro de piedra helada indiferente a sus

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anhelos, a sus deseos y pasiones. Varios sepalpaban los cabellos con la mano mientrasintentan encontrar al- gún pequeñoresquicio por donde penetrar aquel bloqueimpávido y gélido. No hay ra- nuras. Esimpenetrable, imposible de derribar.El general se vuelve hacia sus oficiales yhacia sus soldados. Como el caminoascien- de lentamente hasta el muro,Aníbal resulta claramente visible. Inspiraentonces con profundidad y proyecta confuerza su voz hacia las profundidades deldesfiladero. Sus palabras resuenan entre losecos de las paredes de aquel estrecho pasoy las laderas es- carpadas de aquellasmontañas engrandecen su voz de formaque resulta audible para la mayor parte desu ejército. Los hombres le escuchan entresorprendidos, anhelantes y admirados.- ¡Vosotros no sois mis soldados, no soismi ejército, sois mucho más que todo eso!

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¡Vosotros me habéis seguido por Iberiahasta conquistar todos los territorios deaquella vasta región! ¡Me seguisteisincluso cuando la lucha era imposible!¡Cuando los carpe- tanos nos doblaban ennúmero junto al Tajo no os desanimasteissino que confiasteis en mí y vencimos,arrollamos por completo a aquellos queantaño asesinaran a vuestro qu- erido, a mimuy estimado padre, Amílcar! ¡Luego ospedí que me ayudarais a conquistarSagunto, una ciudad inexpugnable, amigade Roma, y todos me ayudasteis, sinimporta- ros los meses de trabajos, sinatender a las consecuencias que aquellotraería sobre todos nosotros! ¡Y luegohabéis formado parte de la mayorexpedición que nunca jamás se at- revió alanzarse sobre nuestro enemigosempiterno! ¡Los romanos nos temen, nosodian porque nos temen y sólo confían en

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sus dioses para salvarse! ¡Las legiones…no teme- mos a las legiones! ¡Cruzamos elEbro y doblegamos sus posiciones y las desus ali- ados! ¡Cruzamos los Pirineos, laGalia, el Ródano, pese a la oposición delos voleos, y penetramos en estasmontañas! ¡Los salvajes nos han atacadoen infinidad de ocasiones y siempre loshemos derrotado! ¡Allí, tras esta pared dehielo, está la península itálica, con susvalles fértiles, con todas las riquezassometidas a Roma y que sólo aguardan pa-ra ser nuestras! ¡Sus tropas, sus generalesconfían en la fuerza del invierno, del frío yde las montañas para detenernos, confíanen que paredes como ésta nos hagan cejaren nu- estro empeño! ¡Pero yo mepregunto… me pregunto, os digo! ¿Hemoscruzado tantos ríos, tantas montañas yluchado contra tantos pueblos para doblarnuestro ánimo ante una muralla de hielo?

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¡Murallas poderosas las de Sagunto… y lasconquistamos, y eso que estaban atestadasde aguerridos defensores que nos lanzabanpiedras, jabalinas, dar- dos, pez ardiendo!¡Aquello sí que era una murallainfranqueable y la cruzasteis! ¿Qué seinterpone ahora entre nosotros y Roma,entre nuestras fuerzas y sus legiones confi-adas, entre nuestra victoria y su debilidad?Sólo una muralla sin defensores, fría,silenci- osa! ¡Y yo os pregunto…, ospregunto a todos! ¿Fuisteis capaces deescalar las murallas de Sagunto, de cruzarel Tajo o el Ródano y acabar con los que seoponían a vuestros esfuerzos y no seréiscapaces de derribar una muralla sindefensas, un muro que no dis- pone deejército para defenderse? Los soldadoscartagineses escuchan con la boca abierta,atentos a cada palabra de su líder. Al finuna garganta aislada rompe el trance de sus

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compañeros.- ¡Sí, sí seremos capaces, mi general! Y ala pequeña voz aislada decenas, centenares,miles de gargantas se unen a un tiem- po ygritan con todas sus fuerzas.- ¡Sí, podremos! ¡Sí, podremos!¡Podremos! - ¡Entonces -continuó Aníbal-,a por el muro, a por el muro! Y treinta milsoldados respondieron como una sola voz,que quebró las laderas de las montañashaciendo temblar la tierra bajo sus pies.- ¡A por el muro! ¡A por el muro! ¡A por elmuro! Tal era la intensidad del gigantescovocerío engrandecido mil veces por losecos de las montañas que los rodeaban quela pared de hielo y roca tembló,desgajándose ligera- mente, de forma queuna grieta surgió desde los pies de Aníbaly como un relámpago ascendiózigzagueante hasta alcanzar la cúspide dela pared. Pequeños trozos de hielo y piedra

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se vinieron abajo. Aníbal y sus oficialesrecurrieron a sus escudos para protegerse ya sus piernas para alejarse de la pared.Una vez que se tranquilizaron las voces,cesó la lluvia de cascotes helados y elgene- ral volvió de nuevo su mirada sobrela pared. Una grieta de varios centímetrosse había entreabierto sesgando la murallapor completo. Era un resquicio estrecho,ínfimo casi, pero marcaba una ruta aseguir. Aníbal no dudó y se dirigió a sushombres de nuevo pa- ra culminar lo quehabía empezado.- ¡Con sólo vuestras voces habéis partido lapared, ahora que sean vuestros brazos losque nos abran el camino! -Y a susoficiales, rápido, ágil, con los ojosencendidos, empa- pando a todos de supasión-: ¡Picos y palas para todos loshombres! Que trabajen por turnos, como sise tratase de una mina. Y el que no tenga

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picos, que use su espada, lan- zas, dagas,cuchillos, lo que sea. Cualquier cosapunzante que sirva para arrancarle lasentrañas a esta muralla. En tres días quieroun paso lo suficientemente ancho comopara que caballos y elefantes pasen por él.Los oficiales asintieron y en cuestión desegundos toda la operación se puso enmarc- ha. Maharbal, junto a Aníbal,contemplaba a su general como si de undios se tratase:tan sólo con el ánimo infundido a sussoldados había quebrado lo impenetrable.Aquel hombre, sin duda, los conduciría a lavictoria absoluta sobre Roma. Muchoscaerían an- te su poderío y nadie podríadetener semejante ánimo.

34 Cayo Lelio

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Norte de la península itálica, noviembredel 218 a.C.

Cayo Lelio cabalgaba en silencio entre lastiendas del campamento establecido por elejército consular junto al río Tesino apocos kilómetros de Placentia. Lelioavanzaba fir- me sobre su caballo, laespalda recta, las bridas asidas por manosfuertes, culmen de unos brazos bienformados, musculosos. Tenía treinta ypocos años pero se conservaba lozano,fresco, joven. Tal era así, querecientemente optó por dejarse una tupidabarba que a menudo acariciaba con susdedos. Barba y gesto que le hacían másrespetable, in- cluso también para sussoldados. La admiración y fidelidad de losveteranos la tenía ase- gurada por su valore inteligencia en las campañas pasadas quehabían compartido entre agotadoras

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marchas, frías noches y complicadasbatallas, pero la barba parecía ser la so-lución rápida para acallar la impertinenciade algunos recién llegados a su regimientosdesconocedores del auténtico valor de laespada que Lelio llevaba a su cintura.En su trayecto vio cómo diferentes gruposde legionarios cortaban grandes troncospara el puente que el cónsul habíaordenado construir para cruzar el río. Loshombres trabajaban con tesón, poniendointerés en lo que hacían. En su esfuerzo seadivinaba la preocupación de todos por lasnoticias que habían corrido por lapenínsula itálica. Aní- bal habíaconseguido lo imposible: el generalcartaginés había cruzado los Alpes con suejército y avanzaba hacia el sur de lapenínsula, hacia Roma. Entre Aníbal yRoma sólo se interponían ellos en sucamino, las legiones del norte ahora bajo el

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mando del cónsul Publio CornelioEscipión; nada más. No podían serderrotados. El otro ejército consular de eseaño se encontraba en el sur, en Sicilia, a lasórdenes del otro cónsul, Sempronio Longo,preparando una ofensiva contra África pararesponder así a la osadía de Aníbal con lamisma moneda. Era una estrategia biendiseñada por el Senado de Roma, pero laapuesta hacía que Aníbal ahora sólotuviera uno de los ejércitos entre él y laciudad del Tíber. Y es que nadie, ni loscónsules ni los senadores ni ningúnciudadano de Roma pensó que el generalcartaginés fuera a llegar más allá delRódano en la Galia.Pero no era momento de caer en eldesánimo o el miedo. Todos pensaban, yLelio también, que un ejército consular eramás que suficiente para detener a Aníbalen el nor- te de la península itálica. No

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importaba la probada osadía del cartaginéso su audacia en las rutas escogidas. A finde cuentas, Aníbal no había hecho nadamás que asediar ci- udades que no poseíansuficiente ejército para su defensa,combatir contra los salvajes de Hispania otener un inesperado éxito en seguir rutas enlas que nadie se habría adent- rado. Sinembargo, en algún momento tendría queluchar abiertamente contra los ejérci- tosde Roma y eso, necesariamente, sería elfinal de las victorias del cartaginés. Algodecían de victorias sorprendentes contralos galos del Ródano. Bárbaros sinestrategia.No contaba.Publio Cornelio Escipión había ordenadoconstruir un puente para cruzar el río y cor-tar el avance de Aníbal enfrentándose a él.Era una decisión audaz pero necesaria ycada soldado subrayaba con su esfuerzo y

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su sudor en la ingente tarea de levantar esepuente su pleno acuerdo con su general:había que salir a luchar contra Aníbal ydetenerle. Na- die había llegado tan lejos o,mejor dicho, tan cerca de Roma con unejército hostil en decenas de años y teníaque disolverse rápidamente este temor quese estaba apoderando de todos losromanos. El cónsul había ordenadodisponer diversas naves que habían as-cendido por el río y otras construidas allímismo de forma que, puestas en paralelo,fu- eran formando el puente, pero la tareadebía completarse con multitud de troncosque adecuadamente sujetos uniesen lasnaves entre sí, quedando de esa forma unpuente flo- tante lo suficientemente sólidocomo para que las tropas pudieran cruzar elTesino con todos sus pertrechos de guerracuando esto fuera necesario. Aníbal nodebía cruzar este río. Se había escabullido

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en el Ródano y los había evitado al cruzarlos Alpes, pero éste debía ser el final de suviaje.Lelio se detuvo frente a la tienda delcónsul, custodiada por numerososlegionarios y los lictores. Había sidoconvocado personalmente por el cónsul.Tenía una orden escrita de su puño y letrasobre la cera de una pequeña tablilla y laenseñó a uno de los legiona- rios queenseguida se aproximaron a él cuandodesmontó. El legionario cogió la tablillacon sus manos y ordenó a Lelio queesperara. Otros dos legionarios salieron asu encu- entro y se apostaron a amboslados de Lelio. No era lógico que undecurión que apenas tenía al mando unostreinta jinetes de una turma de caballeríafuera convocado a solas por el cónsul.Quizá si hubiera una reunión de todos losoficiales antes de una batalla aquello

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tendría más sentido, pero un oficial derango menor citado a solas era algo pecu-liar. El legionario escudriñó la nota pero alfinal pareció aceptar su incapacidad paradescifrar el mensaje contenido en esasletras que no conseguía entender y sevolvió para llevarlo a uno de los lictores dela escolta del cónsul. Todos los oficiales dela legión sa- bían leer y escribir, aunquesólo fuera para cumplir con los múltiplestrámites burocráti- cos de gestión tancomunes en el ejército romano, pero lacapacidad de leer no era ya tan frecuenteentre los soldados. El lictor leyó la orden.El propio Lelio compartía la confusión delos legionarios que le rodeaban. Él era unbuen oficial y tenía una excelente hoja deservicios en varias campañas anteriores. Lomás probable es que el cónsul quisieraenviar un grupo de reconocimiento al otrolado del río y hubiera pensado en él por sus

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buenos informes y su experiencia. Encualquier caso, ésta era la conclusión a laque había llegado al comentar el asuntocon algunos de los jinetes a su mando. Enconjunto todos estaban emocionados yhonrados por ser ele- gidos para una tareade este tipo, por muy arriesgada que éstafuera. No era extraño que en empresas deesta naturaleza un escuadrón dereconocimiento fuera masacrado en unaemboscada y lo más habitual en estos casosera que el enemigo se esmerase en no dejartestigos de lo sucedido para mantener aloponente desinformado de lo ocurrido eincre- mentar su temor y dudas ante laausencia de los soldados enviados comoavanzadilla.Aun así, todos en su escuadrón estabandecididos y casi impacientes por conocerlas ór- denes del cónsul de Roma.El lictor dio el visto bueno a la tablilla

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entregada por Lelio y le condujo al interiorde la tienda. Ésa fue la primera vez queCayo Lelio vio al cónsul. Éste estabasentado, con- sultando notas que tenía ensus manos, examinando cuentas einventarios sobre el mate- rial y lossoldados de las legiones bajo su mando.Lelio permaneció de pie, firme, a unosmetros del cónsul mientras éste terminabala lectura de los documentos que sosteníaen sus manos. Al fin, dejó los papelessobre la mesa y se dirigió a su oficial.- Cayo Lelio, decurión de la caballería delas legiones de Roma, excelentes serviciosen múltiples campañas, ascensos rápidosfruto de sorprendentes muestras de valor,ex- celsos informes de todos sussuperiores; aventurado en ocasiones peroprudente en la mayoría de sus acciones deguerra; siempre victorioso; alguien enquien los demás sol- dados confían en

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plena batalla; disciplinado, no discute lasórdenes, hace que se cump- lan; le gusta elvino y las mujeres, pero esto no incide ensus servicios; bien, todos tene- mos querelajarnos. No me gustan los hombres queno tienen alguna debilidad, descon- fío deellos. Creo que en cualquier momentopueden explotar, derrumbarse al habersecreído siempre por encima de los demás.Los que se han emborrachado o hanperdido la cabeza por una mujer en algunaocasión saben que todos somosvulnerables, y eso es importante, serconscientes de nuestras limitaciones, ¿nocomparte esa opinión, decuri- ón? - Bien-empezó Lelio-, sí, creo que así es, migeneral.Lelio estaba confuso. No era ésta la formaen que esperaba que se desarrollase la con-versación. Bueno, en realidad no habíapensado ni que fuera a haber conversación

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algu- na ni que el cónsul le fuera aconsultar sobre sus opiniones acerca denada. El cónsul callaba, como esperandoque Lelio añadiese algo más a su brevecomentario, pero a él no se le ocurría quédecir.- Supongo -las palabras del cónsul lepermitieron escapar del silencio denso deunos segundos antes-, supongo que tepreguntas por qué te he hecho llamar.- Sí… es decir, no. Quiero decir, habráalguna misión que desea encomendarme amí, o a mí y a mi destacamento, y en fin,aquí estoy para hacer lo que se tenga quehacer.- Para lo que se tenga que hacer -Escipiónrepitió aquellas palabras despacio, comosopesándolas-. Sí, no esperaba menos.-Nuevamente el cónsul se detuvo y sequedó mi- rando en silencio largamente aaquel oficial. Estaba sin duda ante un

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hombre recto, con sus pequeñasdebilidades, eso estaba claro; aquellasmejillas ligeramente sonrosadas no eranfruto sólo del frío de la mañana, sino deesa pequeña debilidad por el licor; peroaquel hombre inspiraba confianza,seguridad; se había batido en numerosasbatallas y nunca había retrocedido. Seapuntó que había salvado a más de unjinete en una conf- rontación pero, comono pudo probarse a ciencia cierta, noobtuvo la condecoración que seguramentemerecía. Aquel oficial, no obstante, nopresentó ninguna queja. Nunca rec- lamabaexcepto en una ocasión, y fue para solicitarlas pagas atrasadas de sus subordi- nados,no la propia, transmitiendo con correcciónuna reclamación justa, evitando la in-subordinación. No, a este hombre no eranormal que se le amotinaran hombres bajosu mando-. -Te he hecho llamar para

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encomendarte una misión, Cayo Lelio. Unamisión vital para mí, la misión másimportante que he encomendado a nadie enmis años de ser- vicio a Roma, y quieroque seas tú y tu destacamento de caballeríael que la lleve a ca- bo, y no admitonegativas ni comentarios.Lelio se sintió orgulloso. Sin embargo, noentendió bien por qué el cónsul podía pen-sar que él fuera a hacer algún comentario alo que se le ordenase o, menos aún, cómoiba tan siquiera a pensar en no llevar acabo lo que se encomendase.- Quiero, Cayo Lelio, que mi hijo tome elmando de tu destacamento pero que tú per-manezcas en él como segundo. -El cónsulobservó con detenimiento la reacción deLelio a medida que detallaba las órdenesque le estaba dando-. Mi hijo es muyjoven, sólo ti- ene diecisiete años, peroRoma vive tiempos duros, estamos en

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guerra y quiero que lo antes posible esté encondiciones de asumir el mando comotribuno en una legión; para ello debeempezar pronto, ya, a tener hombres bajosu supervisión y quiero que empiece con tudestacamento. ¿Algún comentario? Lelioguardaba silencio nuevamente. No era ésteen absoluto el encargo que había es-perado recibir, y en su rostro la decepciónhabía debido de quedar marcada. El cónsulleyó en aquellas facciones con claridad,pero tampoco dijo nada. Ya sabía queningún oficial iba a dar saltos de alegría alver su mando sometido a un jovenzueloinexperto por el hecho de ser éste hijo delgeneral en jefe. Por eso quería un oficialcompletamente disciplinado,inquebrantable en su fe en la autoridad delsuperior para que su hijo no en- contraraproblemas en su primer destacamento.- Bueno -continuó el cónsul-, ya veo que

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todo está claro y que no hay comentariospor tu parte. Sinceramente, no losesperaba. Pero no he terminado, hay unasegunda or- den que te voy a dar, unaorden mucho más importante y que puededar lugar a excelen- tes recompensas por suadecuado cumplimiento o a una infinita irapor mi parte si no es cumplida por desidiao dejadez de tu lado.Lelio prestó atención, tensó los músculos,dejó de parpadear.- Te ordeno que defiendas la vida de mihijo en la batalla en todo momento, teordeno que evites que entre en unaconfrontación imprudente y que, si enalgún momento has de desobedecer unaorden suya para evitar que mi hijo pongaen peligro su vida de una forma absurda,así lo hagas; en ese caso tienes mi ordensuperior de no obedecerle; sé que tushombres te respaldarán en todo momento y

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cuento con ello. También has de sa- berque esta orden queda entre tú y yo y no ladebe conocer nadie, ni mi hijo ni, por su-puesto, tus hombres. ¿Queda claro?Quedaba clarísimo. El cónsul le ponía a suhijo al mando de un destacamento a la luzde todos para que todos le vieran al frentede unos hombres valerosos, pero enrealidad, era él, Lelio, quien mandaba eldestacamento, pero nadie debía saberlo,sólo el cónsul.Lelio no sabía bien qué pensar. No estabaseguro de estar satisfecho o cómodo con elmandato recibido, o si alegrarse por laconfianza del cónsul. Estaba confuso, y lasensa- ción de decepción permanecíasólida en su mente. Ante aquella maraña depensamientos decidió hacer lo que estabaentrenado a hacer. No rebatir las órdenesrecibidas.- Así se hará, mi general -comentó Lelio-.

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He comprendido con claridad las órdenes yasí serán ejecutadas.El cónsul veía cierta tristeza en elsemblante del oficial, pero tambiénquedaba claro en sus palabras y en el tonofirme con el que habían sido pronunciadasque Lelio segu- iría aquellas órdenes al piede la letra independientemente de que leagradasen o no. Su hijo estaría en buenasmanos. Quizá no en manos amigas, pero síen manos expertas en la guerra ydisciplinadas y eso ahora era lo prioritario.Su hijo Publio debía ganarse aho- ra laamistad. Eso no se puede ordenar. Semanda sobre las acciones pero no sobre lossentimientos.- Puedes marchar. Espero excelentesservicios de tu parte.Lelio se dio la vuelta tras un saludo a sugeneral y partió.Una vez fuera inspiró con profundidad el

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aire frío del amanecer y contuvo sus ganasde gritar y maldecir. Había sido contratadocomo niñera de un mozalbete que apenasse mantendría en el caballo; en definitiva,le tocaba agachar la cabeza ante el hijo delgene- ral delante de todos sus hombres.No, no estaba decepcionado: estabarealmente iracun- do, pero lo peor de todoera que sabía que no había nada que hacersino obedecer.El cónsul permaneció en su tienda. En unashoras llegaría su hijo. Estaba ansioso porrecibirlo y por hablar con él. Hacía mesesque no lo veía y tenía que admitir que loec- haba de menos. Echaba de menos a losdos, a Lucio y a Publio. Había llegado lahora de que Publio empezara suaprendizaje en el arte de mandar hombres.Escipión padre no tenía la plena seguridadde cómo saldría aquello. Quizá hubierasido mejor que el joven Publio hubiera

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entrado en combate al mando del otrocónsul en el sur de la península itálica. Poralguna razón que no podía determinar,presentía que la gran batalla contra Cartagoiba a tener lugar aquí, al norte. Quizáhubiera estado bien alejar a Publio de aquelinminente peligro, pero al mismo tiempohabía tantos enemigos de la familia Cor-nelia apiñados en el Senado que alejar aPublio de su ámbito de poder y control ytener- lo cerca era algo de por sí positivo.Eran tiempos confusos, de cambio, másaún, de cri- sis. Era difícil educar a unoshijos en la política y el ejército sumidos enuna incipiente guerra cuyo fin no acertabaa vislumbrar. El cónsul tomó de nuevo unviejo volumen, un rollo, que tenía en sumesa, escrito en griego, y continuó lalectura de las palabras de Aristótelesbuscando en ellas la clarividencia queahora le faltaba.

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35 La turma de caballería

Norte del territorio itálico, noviembre del218 a.C.

Lelio regresó junto a su destacamento en elextremo norte del campamento romano.Desmontó rodeado de sus hombres, ávidospor conocer la misión que había llevado asu decurión a ser llamado ante el propiocónsul.- ¿Y bien? -preguntó un joven jinete conanhelos de gloria y aventura, un pocoincon- sciente y para quien ésta era suprimera campaña militar-. ¿Cuál es lamisión? Lelio permanecía callado, sinmirar a Marco ni al resto de los hombres.Estaba incli- nado estudiando una de laspezuñas de su caballo.

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- Vamos, decurión, díganos al menos algo-pregunto Léntulo, un veterano del grupo,que ya había participado en numerosasbatallas siempre junto a Lelio como oficialsupe- rior.Lelio sabía que tenía que decir algo.Durante su trayecto de vuelta, regresandodesde la tienda del cónsul en el centro delcampamento hasta volver con sus hombres,había ocupado su mente en estudiar condetenimiento las alternativas que tenía:callar y no de- cir nada, mentir o,sencillamente, decir la verdad. La primeraopción era imposible, pues la expectaciónque la notificación del cónsul habíalevantado entre los hombres era de-masiada; él mismo la había aumentado aldejar entrever su propio interés por unamisi- ón de reconocimiento en territorioenemigo; no es que Lelio tuviera especialdeseo por recibir condecoraciones, sino

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porque sabía de lo complicado de lasituación: el ejército cartaginés no era unenemigo débil y tenía miedo que lasmisiones de reconocimiento fueranencomendadas a gente inexperta y que, endefinitiva, la desinformación de losmovimientos del enemigo pudiera conducira una derrota del ejército consular. Sin em-bargo, después de la entrevista con elcónsul, todo aquello ya no era cosa suya.La se- gunda opción, mentir, podría darleun tiempo de sosiego con sus hombres,pero más tar- de o más temprano se iba adescubrir la mentira y eso no haría sinominar la confianza que sus jinetes tenían enél. Estaba claro que lo único sensato eradecir, tal cual, la ver- dad del mandato delcónsul; es decir, la orden pública por la quePublio Cornelio Esci- pión hijo pasaba atener el mando del destacamento; lasórdenes privadas del general con relación a

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que Lelio debía velar por la seguridad delhijo del cónsul y de que para ello inclusopodía revocar una orden del nuevo oficialal mando quedarían entre el pro- pio Lelioy el cónsul. Al menos eso, aunque sólofuera eso, era un secreto alivio: si elmozalbete daba una orden de locos nohabría por qué obedecerle, y los hombresharían caso a su oficial de toda la vida, alpropio Lelio; en eso, sin lugar a dudas, elcónsul te- nía razón.- Se me ha notificado que el destacamentopasa a estar bajo el mando de Publio Cor-nelio Escipión, hijo del cónsul de Roma,general en jefe de este ejército -dijo al finLe- lio, sin mirar a nadie.Cogió un cepillo y se dispuso a limpiar sucaballo, algo para lo que había asignada lasoldadesca más joven del campamento,pero que Lelio prefería hacerpersonalmente con su montura; tenía la

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teoría de que de esa forma el caballoobedecía mejor a su jinete, si éste le dabapersonalmente de comer y le limpiaba.Tareas ambas en las que el decurión seocupaba con esmero y aprecio hacia sucaballo. El animal piafó con agrado.Marco y el resto de los hombres estabandigiriendo la información. Sólo Léntulo seapresuró a replicar.- ¡O sea que nos ha tocado de niñeras delhijo del cónsul! ¡Por Castor y Pólux! ¿Yqué más? Tantas batallas para esto. Esvergonzante… además, a fin de cuentas,cuántos años tiene…, ¿veinte,veintiuno…? Lelio suspiró. Una vezempezada a contar, la verdad debía abrirsepaso en todo su es- plendor.- ¡Diecisiete! -respondió Lelio sin dejar decepillar con casi impertinente detenimien-to su caballo, el cual al menos nipreguntaba ni se quejaba; eso siempre le

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había gustado de los caballos: nopreguntan, no hablan.Sus hombres empezaron a quejarse a coro,se les oía explayándose a gusto: menudodesprecio al destacamento, es unainjusticia, había más turmae con historialesmenos brillantes; seguro que el cónsulquería que su hijo se apropiara de lashazañas por las que ya era conocido eldestacamento entre el resto de la legión,todo ello aderezado con maldiciones variasy diversas imprecaciones a Hércules,Marte, Júpiter Óptimo Máximo y otrosdioses menores como Mercurio e incluso elpropio Baco. Lelio al final dejó el cepillo,dio una palmada afectuosa a su caballo ydecidió poner orden.- Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul,es el oficial en jefe de este destacamento ytodos acataremos sus órdenes sin quejas niremilgos y que quede bien clara una cosa -

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el tono de Lelio era serio, casi hostil a suspropios hombres; todos callaron-, elprimero que suelte una insolencia a nuestronuevo oficial al mando, aparte del castigoque éste disponga si es que dispone alguno,se las tendrá que ver conmigo al acabar eldía; y se las verá conmigo a muerte.Tenemos un oficial en jefe nuevo.Aprovechad lo que queda de mañana paralamentaros, quejaros o gruñir; me da igual,pero al mediodía, a no ser que alguno delos dioses a los que tanto clamáis cambielas cosas, en cuanto se presente el nuevooficial al mando, todo eso se acabó; y, sino, ya sabéis lo que os espera por mi parte.Lelio nunca amenazaba. Lelio sóloinformaba. Todos lo sabían. Vieron a suoficial alejarse entre la multitud desoldados de la legión; quería estar solo.Léntulo resumió para todos, especialmentelos más jóvenes.

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- Creo que Lelio ha sido muy claro y hadado instrucciones precisas. Lo mejor seráque todos las tengamos muy presentes.-Léntulo observó que los hombres, aunquea desgana, asentían en silencio. Todosacatarían las órdenes, pero nadie iba asentir simpa- tía alguna por el nuevo jovenoficial al mando.

36 El hijo del cónsul

Norte de la península itálica, noviembredel 218 a.C.

El cónsul se afanaba en estudiar los mapasque sus exploradores habían bosquejado apartir de los reconocimientos de los díasanteriores. El río Tesino era una fronteranatu- ral que los cartagineses tendríandificultades en atravesar. Era allí donde se

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debía cerrar el paso de una vez por todas aAníbal. ¿Qué hacer si el cartaginés emergíade las monta- ñas con todo su ejército?Alguien le observaba. Un lictor habíaentrado en la tienda. El cónsul levantó lamirada.- Se trata de su hijo, está aquí.El cónsul sintió que el corazón le daba unvuelco de alegría. -Que pase, que pase.Al segundo apareció su joven Publio, alto,fuerte, con el uniforme de la caballería, su-dor por los brazos, oliendo a caballo, conseñales de fatiga por el largo viaje pero conuna mirada brillante, atenta, intensa. Elcónsul se levantó y abrazó a su hijo mayor.- ¡Por Castor y Pólux y Hércules y todoslos dioses! ¡Estás ya más alto que tu padre!¡Si sigues así terminarás como tu tío! Eljoven Publio sonrió.- Eso lo dudo, padre, pero sí, parece quealgo he crecido estos últimos meses.

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- ¿Meses ya? ¿Tanto tiempo? ¡PorHércules, es cierto! Hace ya cinco mesesque os dejé en Roma. Es cierto. -El cónsulparecía abrumado por la velocidad deltiempo. Casi ya medio año de campaña.Frunció el ceño. Y sólo una escaramuzacon el enemigo.Aquello era lo más peculiar. Tantos días yni una sola batalla campal. Era una guerrain- sólita.- ¿Estás bien, padre? - ¿Eh? Sí, sí claro.Ven, siéntate. Cuéntame, ¿qué tal el viaje?,¿y tu madre, lleva bien mi ausencia y estaguerra extraña?, ¿y tu hermano?, ¿está bienLucio?, ¿también ha cre- cido tanto comotú? Publio sonrió. No sabía bien por dóndeempezar. Su padre soltó una carcajada.- Te he agobiado con preguntas y ni tansiquiera te he ofrecido algo de beber.¿Agua? ¿Vino? - Un poco de ambos estaríabien.

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- Claro, claro -el cónsul llamó a un esclavoy éste salió de la tienda y regresó al ins-tante con sendas jarras y copas y sirvió apadre e hijo. Entretanto el joven Publiointen- taba calmar la curiosidad de supadre.- Lucio ha crecido, no tanto, pero tambiénha crecido. Madre se ocupa de todos losasuntos, con ayuda del atriense. Está bien.Te echa de menos. Lo dice a menudo. Altío no parece echarlo tanto a faltar. Lascosas van bien, aunque en Roma haymucho nervi- osismo. ¿Es cierto queAníbal ha cruzado los Alpes? El cónsul sereclinó en su silla antes de responder.- No lo sabemos con seguridad. Tengoexploradores por todos los valles desdeaquí hasta las montañas. Si sale de aquellosdesfiladeros, lo sabremos enseguida yestaremos preparados para recibirle. Elcartaginés no debe pasar de aquí y no

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pasará. ¿Qué se cu- enta en el foro? Su hijoya sabía a qué se refería su padre conaquella pregunta, así que no se anduvo porlas ramas y fue directo al asunto.- Fabio Máximo solivianta a senadores,patricios y pueblo por igual. Critica tudecisi- ón de dividir las tropas y de venir alnorte en lugar de a Hispania, según loacordado, pe- ro en el Senado muchos terespaldan. Emilio Paulo ha defendido tudecisión y muchos comparten su forma dever las cosas: un cónsul tiene que acudirallí donde vaya el ene- migo, dijo. La genteha aceptado la decisión.- El viejo de Fabio teme una victoria míacontra Aníbal; cree que el cartaginés saldrámuy debilitado de los Alpes, sin duda, yque una victoria será cosa fácil. Por esocritica la decisión de que viniera aquí paradetenerle.Su hijo asintió.

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- Eso mismo nos comentó Emilio Paulo lanoche anterior a mi partida.- Sí. Es interesante ver que coincidimos.En todo caso, la cuestión se zanjará pronto.En unos días nos enfrentaremos conAníbal, o con lo que quede de él tras elpaso por las montañas, al norte del río. Hemandado construir un puente. ¿Lo hasvisto? - Sí, padre. Al venir. Un grantrabajo.Su padre sonrió orgulloso. Cambió detema.- Te he asignado una turma de caballeríade buenos jinetes. Estaba al mando de unveterano, un hombre rudo pero leal, unbuen legionario sin lugar a dudas. CayoLelio es su nombre.- Cayo Lelio -repitió el joven Publio comograbando su nombre en su mente.- Este decurión ha entrado infinidad deveces en combate. Sigue sus consejos. Tú

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es- tás al mando, pero déjate aconsejar porél. Has de intentar establecer una buenarelación con este hombre: si él te acepta,todos le seguirán detrás, ¿me entiendes? -Sí, padre.- Bueno, pues eso es todo de momento. Estarde ya. Todos debemos descansar y estardispuestos para el combate. Prontosaldremos hacia el norte. Muy pronto.Su hijo se levantó. El cónsul volvió aabrazar a su primogénito y lo acompañó ala sa- lida de la tienda. Una vez fuera lo vioalejarse a lomos de su caballo en direcciónal ext- remo del campamento donde seencontraba la turma de Cayo Lelio. Su hijoestaba allí.Sintió una mezcla confusa de sensaciones.Estaba feliz. Sólo verlo le había animado elespíritu, pero una profunda desazón lemarchitaba la alegría inicial que aquelencuentro había despertado. Era demasiado

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joven para luchar. Demasiado joven. Si lepasara algo, no se lo perdonaría nunca. Leentraron dudas. ¿Sería Lelio el hombreadecuado para acompañar a su hijo? Estabacansado. Ya no discernía bien lo correctode lo inapropi- ado. Debía poner enconsonancia sus acciones con sus palabrasy predicar con el ejemp- lo.- Buenas noches -dijo, dirigiéndose a loslictores.- Buenas noches, mi general -respondieronlos soldados de la guardia consular.El general en jefe del ejército romanoestablecido junto al río Tesino entró en sutien- da. Con ayuda de un esclavo se quitóla coraza, la espada y el resto de lasprendas mili- tares. Se quedó a solas.Apuró el vino que quedaba en su copa. Suhijo lo había bebido todo antes de salir.Influencia de Cneo. Ojalá el resto de lasenseñanzas de su hermano hayan permeado

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igual, pensó. Se acostó e intentó dormir.Era ya la hora de la primera guardia. Eljoven Publio dejó su caballo en los establosde la guarnición y se dirigió a sudestacamento. Era demasiado tarde paraencontrar a nadie despierto, más allá de loscentinelas nocturnos y las patrullas deguardia con su ir y venir de tesseras ycontroles en los diferentes puestos devigilancia, por eso se sorp- rendió al ver unoficial de caballería, un decurión, alto,maduro, junto a una de las hogu- eras quese habían usado para cocinar la cena de loslegionarios. Publio se acercó a aqu- elhombre que, al abrigo de los rescoldos dela hoguera, buscaba calentarse las manosen aquella fría noche de noviembre. Sepuso frente a él e imitó su gesto frotándosetambién las manos. El oficial tenía unaprofusa barba y una frente con incipientesarrugas. Iba ar- mado y no tenía cara de ser

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un gran conversador, pero se le veía tanseguro de sí mismo que esa mismaseguridad invitaba a hablar con él.- No pensé que fuera a hacer tanto frío yatan pronto -dijo el joven Publio para iniciaruna conversación mientras seguía frotandosus manos una contra otra yaproximándolas a los rescoldos de lahoguera, inclinándose un poco parafacilitar la operación.El decurión le miró antes de responder.- El norte es así -dijo con una voz grave.Luego se hizo el silencio. Pasaron unminuto sin decir nada más, compartiendoel ca- lor de la moribunda hoguera enaquella noche en vísperas de una guerra.Publio quería seguir hablando, pero notenía muy claro por dónde continuar.Estaba pensando en mar- charse sin más,cuando el decurión empezó a hablar.- Es tu primera vez en campaña, ¿verdad? -

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Sí, supongo que resulta demasiadoevidente -respondió Publio.El oficial le miró con detenimiento.- No tanto. Es el hecho de que eres muyjoven.Publio asintió.- ¿Tienes miedo? -preguntó el oficial-, ¿poreso no duermes? - Es que acabo de llegarde Roma para incorporarme a la caballeríadel ejército con- sular -luego Publio dudóen proseguir, pero al fin añadió-, peromentiría si no dijera que tengo un poco demiedo.El oficial abrió los ojos y escudriñó lamirada de su joven interlocutor nocturno.- Todos lo tienen, aunque muy pocos loadmiten. ¿Tanto miedo como para flaquearen el campo de batalla? -preguntó eldecurión. -No, tanto como para eso no.Espero que no. -Entonces todo está bien.Publio pensó que era el momento de

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presentarse, pero le molestaba tener quedesvelar que era el hijo del cónsul. Se diocuenta de que aquélla era la primeraconversación que mantenía con alguienque no conociera su auténtica personalidaden toda su vida. Junto a aquella hogueraque se consumía en la madrugada sólohabía dos soldados, dos ofici- ales, unomuy joven, bastante nervioso en su primeracampaña, y otro veterano, seguro, serio.Volvieron a compartir el silencio de lanoche durante varios minutos, hasta que elmaduro oficial volvió a hablar. * - Minombre es Cayo Lelio, ¿y el tuyo? El jovenPublio no pudo evitar dar un pequeño pasohacia atrás. Ahora tenía que des- cubrir sunombre. Su interlocutor se acababa depresentar y además resultaba ser el ofi- cialque estaba bajo su mando. Qué absurdo,pensó, que aquel hombre veterano, seguroy experto estuviera bajo sus órdenes y no

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al revés. En un instante pensó en cómodebe- ría sentirse ante aquella humillaciónque su propio padre le había impuesto.- Soy Publio… Cornelio Escipión.Contrariamente a lo que esperaba Publio,el decurión no pareció sorprenderse.- Sí, esperábamos al nuevo oficial almando próximamente.No había ni reconocimiento especial nidesprecio. El decurión se dirigía a él concor- rección, sin mostrar más sentimientos.Otra cosa es lo que aquel veteranoestuviera pen- sando. Publio, una vezsuperada su sorpresa inicial, decidió sabermás de la situación con la que se iba aencontrar.- Los hombres, los jinetes de la turma…,¿cómo se han tomado la asignación de unnuevo oficial al mando? Lelio le mirócomo valorando hasta qué punto se podíaser sincero con aquel joven patricio hijo

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del cónsul. No llegó a ninguna conclusiónclara. Decidió aventurarse.- Mal.- Entiendo -dijo Publio. La hoguera estabaprácticamente apagada. El frío de la nochehúmeda parecía penetrar por todos sushuesos. Estaba cansado.- ¿Muy mal? -Publio buscaba un resquiciode esperanza en su primera campaña. Leliono era compasivo en según quécircunstancias.- Muy mal -sentenció el decurión.Publio bajó la cabeza. Meditó. Alzó elrostro y mirando fijamente a Leliopreguntó de nuevo.- ¿Obedecerán o tendré problemas dedisciplina? Lelio no le miraba ahora, sinoque había buscado con sus ojos lasestrellas, pero le es- cuchaba atento.Aquélla era una pregunta muy apropiadaen un oficial que asume el mando de una

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nueva turma o manípulo. El jovenzuelotambién era alto y eso siempre quedababien ante los soldados bajo su mando. Erasu extrema juventud lo que crearía esaextraña sensación de ir comandados por unniño.- No -dijo al fin Lelio-, no habrá problemasde disciplina.Publio comprendió aquellas palabras en sujusta medida: puede que hubiera proble-mas de disciplina pero no los habría porquepara eso estaba él, Cayo Lelio, para impe-dirlos. El joven oficial buscaba algopositivo que decir con que halagar a aquelhombre, algo que mitigara aquellaincómoda situación de verse sometido enel mando a un inex- perto ydescaradamente joven nuevo oficial queademás ha sido puesto en dicha posici- ónpor ser el hijo del general en jefe de aquelejército.

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- No sé si valdrá de algo -empezó Publio-,pero me gustaría que supieras que estoyseguro de que si mi padre ha elegido tuturma de caballería para que éste sea miprimer destino en mi primera campaña, esporque está convencido de la valía de tushombres y de que tú eres uno de losmejores oficiales de todo este ejército.Espero no desentonar en exceso y noavergonzar el crédito que el destacamentose ha ganado por sus propios méritos.Ahora me voy a dormir. Buenas noches.- Buenas noches -respondió Lelio, y sequedó mirando cómo aquel joven sealejaba.El hijo del cónsul estaba nervioso. Conaquellas palabras estaba buscandocongraciar- se. Bueno. Mejor así. Leliointentó ponerse en su lugar: no debía de sersencillo ser si- empre el hijo de alguien tanimportante e intentar estar siempre a la

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altura de lo que se espera de uno. Él nuncatuvo esas presiones. Tuvo otras. Las deluchar para ascender desde la nada. Notenía claro que ambos caminos fuerancomparables en los obstáculos a superarpara alcanzar el respeto de los que terodean, pero aquella conversación le ha-bía dibujado una imagen diferente a la quese había forjado en su mente: esperaba en-contrarse con un mozalbete mimado yorgulloso y, pudiera ser que lo fuera, peroal me- nos no había quedado patente enaquel primer encuentro. Decidió nodedicarle más ti- empo a aquellaselucubraciones sin sentido. Los diosesdispondrán el destino de aquel joven y,como siempre en una campaña militar, seráfinalmente el campo de batalla el quedictamine su sentencia definitiva. Habráque esperar al combate. Lelio escupió en elsuelo. En cualquier caso habría preferido

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una misión de reconocimiento en el norte.

37 Al encuentro de Aníbal

Norte de la península itálica, noviembredel 218 a.C.

El cónsul, apoyados sus brazos sobre unamesa, meditaba. La confirmación de que elcartaginés había conseguido su objetivo,cruzar los Alpes, no dejaba desorprenderle.Estaba claro que Roma se encontraba anteun enemigo diferente a cuantos habían en-contrado anteriormente; pero, aun así, elcónsul albergaba gran confianza en losplanes que había elaborado y en la destrezade sus tropas para derrotar al enemigo. Suhermano Cneo iba camino de Hispaniapara cortar así los suministros de Aníbal y

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él mismo por su parte había juntado unpoderoso ejército para poder enfrentarse alcartaginés y frenar su avance. Era elmomento de poner los planes en marcha,de dar las órdenes pertinen- tes. Además, elenfrentamiento entre las dos caballerías, laromana y la cartaginesa, jun- to al Ródano,fue claramente favorable a las tropasconsulares y eso había subido la mo- ral alejército.En un primer momento pensó en haceravanzar a todas las legiones y que todos lossoldados cruzasen el río, pero, pensándolomejor, concluyó que sería más convenientehacer una salida de reconocimiento con lacaballería. Para evitar emboscadas decidiósa- lir con toda la fuerza de caballería. Esoimplicaba juntar a más de dos milquinientos jinetes combinando a un tiemporapidez de movimientos y una fuerza dedisuasión po- derosa; los cartagineses

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tendrían que pensárselo bien antes deatacarlos. Además, deci- dió que junto conla caballería los acompañaran unos milvélites de la infantería ligera, como tropasde refuerzo ante una posible batalla.El cónsul, acompañado de su escolta, sesituó en la puerta norte del campamento;de esa forma el general en jefe podía pasarrevista al conjunto de tropas que se llevabapara esta misión de avanzadilla al otro ladodel río. El último destacamento decaballería en salir del campamento fue elque comandaba su hijo. El cónsul no pudoevitar sentirse orgulloso al ver a su jovenvástago cabalgando al frente de aquelgrupo de jinetes. A su lado, a la derecha,ligeramente retrasado, cabalgaba Lelio.Escipión padre había tomado la decisión deque ese destacamento de ciento sesentajinetes, junto con otras turmae con unnúmero similar, quedaran en la retaguardia

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de las tropas que había seleccionado paraesta misión. Quería que su hijo estuvierapróximo a la primera línea de los comba-tes que se pudieran producir para queaprendiera desde la proximidad la dureza yla cru- eldad de la guerra, y algo deestrategia; pero quería evitarle el peligroinminente que su- ponía entrar en combatedirecto al principio de una batalla, cuandoel desenlace de la misma aún estaba pordecidir.Lelio y sus hombres, al salir delcampamento en la cola de la formación,vieron con- firmados sus temores de que elcónsul habría pensado en preservar a suhijo del comba- te, con todo lo que esoimplicaba, es decir, que todos ellos, todo eldestacamento queda- ba a su vez alejado dela batalla que pudiera tener lugar.Tras cabalgar unos quince minutos aquellamañana fría de noviembre llegaron junto al

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río Tesino. Era un lugar donde el río bajabacon fuerza, con turbulencias. Había unagran humedad en el aire. Hacía frío, caíauna lluvia fina y el viento arreciaba conviolen- cia.El cónsul y su escolta que cabalgaban alfrente de la caballería llegaron alemplazami- ento del puente que loslegionarios habían estado construyendodurante las semanas pre- cedentes. El pasosobre el río, formado por más de quincenaves puestas en paralelo unas junto aotras, era una impresionante obra deingeniería militar romana. Con infini- dadde troncos fuertemente anudados entre síse tapaban los huecos que quedaban entrelas naves. Habían construido un sólidopuente flotante. El agua del río circulabaentre las quillas de las naves de forma queel espacio que quedaba entre nave y navehacía las veces de ojos del puente.

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El cónsul ordenó que el primerdestacamento de caballería, en hilera de acuatro, avanzase sobre el puente paracruzar el río. Las quince naves fueronabsorbiendo el peso de los ochenta jinetesy sus monturas a medida que éstosavanzaban por el puente. Los caballosnotaban los troncos vibrando bajo suspezuñas, pero el puente, pese a las dudasque los brillantes ojos de los equinosplanteaban, se sostenía firme.Mientras los destacamentos de caballeríaiban cruzando el río, éstos iban formandoal otro lado preparados para la carga por silos cartagineses los sorprendían en elproceso de cruzar el Tesino. El cónsulsabía que éste era uno de los momentosmás delicados de toda la operación. Era,sin duda, el espacio de tiempo donde lastropas con las que había salido a hacerreconocimiento de la región quedarían más

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vulnerables ante un posible ataquesorpresa; por eso había dado órdenesestrictas de que los destacamentos que cru-zasen el río estuvieran preparados paraentrar en combate en cualquier momento.Sin embargo, no pasó nada. El conjunto delas tropas a caballo tardó media hora encruzar el Tesino. A continuación lesiguieron las tropas de infantería ligera, losvélites. Al cabo de otros treinta minutostodas las tropas se encontraban en el ladonorte del río, reunidas de nuevo, dispuestaspara continuar el avance.Publio Cornelio Escipión ordenó que lastropas avanzasen siguiendo el curso del río.Y así lo hicieron durante varios kilómetros.El valle estaba en silencio. No se oían páj-aros y, si bien es cierto que era invierno,aquello incomodó sobremanera al cónsul,de tal forma que decidió, contrariamente alo que era la costumbre en los ejércitos de

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Ro- ma, enviar exploradores por delante delas tropas para evitar un encuentroinesperado con el ejército cartaginés.Las tropas levantaban una gran polvaredaen su avance. Había sido un otoño seco enel norte y, pese a la humedad que las aguasdel río despedían, el terreno por el queavan- zaban estaba bastante seco, de modoque las pezuñas de los dos mil quinientoscaballos y las sandalias pesadas de los milinfantes sacudieron el polvo del caminocreando una nube que podría ser visible agran distancia. Estaba claro que en formaalguna podría sorprender al enemigo.Llevaban una hora de marcha junto al ríocuando uno de los decuriones que cabalga-ba al lado del cónsul señaló un punto delhorizonte.- Mi general, ¿ha visto eso? A lo lejos, enla distancia, se vislumbraba una nube depolvo que a cada momento se hacía mayor.

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En ese mismo instante, cabalgando agalope tendido, llegaron varios de losexploradores. Sólo venían a confirmar loque ya todos sabían: el ejército de Aníbalse encontraba ante ellos, apenas a unosmiles de pasos de distancia; la nube queveían era el indicador además de que lastropas cartaginesas no estaban detenidas,de que también avanzaban sobre ellos agran velocidad. Muy posiblemente elcombate se cernía sobre la caballeríaromana y la infantería que los acompañaba.El cónsul ordenó detener el avance de lastropas. Había que prepararse para la lucha.Rápidamente reunió en torno suyo a lostribunos de la infantería y a los decurionesde la caballería. Entre ellos estaba su hijo.Se trataba de una rápida reunión del EstadoMayor de las tropas que había traídoconsigo al norte del Tesino. PublioCornelio Escipión, cónsul de Roma, dio

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órdenes precisas: la infantería debíaposicionarse al frente, cargan- do susjabalinas preparados para lanzarlas cuandolos primeros jinetes de Aníbal se acercarana ellos; detrás de la infantería en formacióncerrada se situaría la caballería;quedarían cuatro turmae de jinetes en laretaguardia como tropas de refresco quesólo intervendrían en caso de necesidad.Los informes de los exploradores habíansido con- fusos y poco precisos. Noquedaba claro cuáles eran exactamente lasfuerzas con las que contaba Aníbal en esemomento. Solamente habían coincididotodos ellos en que el ge- neral cartaginés,en una operación similar a la que habíahecho el cónsul, se había ade- lantado algrueso de su ejército con su caballería,dejando al resto de su infantería atrás.Escipión, aun desconociendo si Aníbal lesuperaba en número, estaba animado a

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entrar en combate, decidido a ello, entreotras cosas, por la experiencia anteriorcontra ese mis- mo ejército que ahora sedirigía contra ellos cuando las dosavanzadillas de la caballería se enfrentaronen el Ródano. ¿Por qué tendría que serdiferente ahora el sentido del combate? Encierta forma, el cónsul no podía evitarpensar que la estrategia de Aníbal de rehuirla lucha en la Galia y dar el rodeo decruzar los Alpes pudiera en gran partedeberse a un cierto temor del generalcartaginés a entrar en combate abierto conun ejér- cito consular romano al completo.Escipión sentía además que sus tribunos,decuriones, jinetes y legionarioscompartían esa misma sensación de posiblevictoria contra la cabal- lería cartaginesa.Por ello, tras posicionar las tropas, aguardótranquilamente a que Aní- bal y su ejércitose dibujaran en el horizonte y, al igual que

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ellos habían hecho, se dispu- sieran enformación de combate.Aníbal dio orden a su ejército de que sedetuviera. A su voz miles de caballosfrena- ron su avance. El general cartaginésobservó el despliegue de las tropasromanas. Esta vez iba a atacar. Estuvomirando la formación de la caballeríaromana durante varios minutos sin decirpalabra alguna. Ninguno de sus oficiales seatrevió a cortar ese silen- cio. Por fin,Aníbal dio instrucciones. Aparentementese trataba de algo muy simple.Una carga frontal con toda la caballeríacontra las tropas romanas. La únicainstrucción especial era que el avance teníaque ser al galope. Había que evitar que lainfantería ro- mana dispuesta en la primeralínea pudiera hacer uso de sus jabalinas o,al menos, mini- mizar las bajas causadaspor éstas. Ahora iban a combatir al cien

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por cien de sus fuer- zas. Sabía que lossoldados estaban deseosos de luchar y quehaber derribado con sus propias manos lamuralla de hielo que hacía unos días lescortaba el paso hacia la penín- sula itálicano había hecho sino alimentar el ánimo ylas ansias de sus tropas por alcan- zar sugran objetivo: Roma.

38 La batalla de Tesino

Norte de la península itálica, noviembredel 218 a.C.

La caballería cartaginesa, siguiendo lasórdenes de su general, se lanzó al ataque aga- lope tendido. El cónsul romanoobservó la carga y ordenó que la infanteríaligera de pri- mera línea se preparara paraarrojar sus jabalinas, pero la caballería

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cartaginesa empezó a acelerar en su avancehasta transformar su carga ofensiva en unauténtico estruendo con miles de caballoshaciendo volar sus pezuñas sobre la tierrade aquel valle. Los cen- turiones de lainfantería ligera romana gritaron susórdenes.- ¡Esperad a la señal! ¡No lancéis jabalinashasta la señal! ¡Tenemos que esperar hastaque estén a nuestro alcance! Pero lacaballería cartaginesa avanzaba a tantavelocidad que, cuando los centurionesdieron la orden de arrojar las jabalinas,todo pareció ocurrir al mismo tiempo. Loslegi- onarios romanos lanzaron sus afiladasarmas y algunas de éstas alcanzaron susobjeti- vos, cayendo derribadas decenas dejinetes cartagineses, pero todos los que nohabían sido derribados al segundoalcanzaron la formación romana yarremetieron contra las lí- neas de vélites

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arrasando todo a su paso. Primeroembistieron a los legionarios de la pri-mera fila ensartando a muchos con suslanzas alargadas que arrastraban a un metroy medio de altura del suelo buscando lospechos de los soldados enemigos yenseguida, una vez clavadas sus lanzas enlos cuerpos de los primeros legionarios,cogieron las que les quedaban partidas aúnen sus manos, las arrojaron contra losenemigos que huían y desenfundaron lasespadas. La caballería romana avanzódejando espacios para que los legionariosde la infantería pudieran replegarse trasellos. Y así lo hicieron a toda velo- cidad,esto es, los que pudieron salvarse de lasangrienta escabechina que la caballeríacartaginesa en su carga había hecho entresus filas.Las dos caballerías se enfrentaron sinespacio para cargar la una contra la otra.

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Toda la primera línea de batalla setransformó en un inmenso desorden demiles de caballos y hombres, donde elnerviosismo de las bestias hacía cada vezmás difícil que los jinetes pudieran o biendefenderse de los golpes del contrario obien ser precisos en sus estoca- das. Tantolos jinetes de un bando como de otroterminaban por desmontar para seguir lalucha cuerpo a cuerpo desde tierra. Losjinetes romanos se veían entoncesreforzados por el regreso de la infanteríasuperviviente a la carga inicial cartaginesa,que ahora se reagrupaba junto a los jinetesromanos para entre todos luchar cuerpo acuerpo, metro a metro, contra loscartagineses.El cónsul combatía en el centro de esetumulto de hombres y bestias. Su hijoobserva- ba desde la retaguardia losacontecimientos. El joven Publio, con su

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destacamento de caballería junto a otrostres grupos de jinetes de similar númeroque el cónsul había or- denado quequedaran retrasados como tropas derefresco, vislumbraba también en ladistancia al general cartaginés, subido ensu caballo, rodeado de un nutridocontingente de caballería que lesalvaguardaba en todo momento, actuandoa modo de lictores de aquel generalextranjero. Pero lo peor, pensó Publio,estaba por venir, pues el general cartaginésdisponía aún de dos inmensos contingentesde caballería a ambos extremos de suformación inicial. Se trataba de sendosregimientos de guerreros númidas proce-dentes del norte de África, excelentesjinetes, los mejores del mundo conocido.Aníbal había ordenado que el grueso de sucaballería se lanzara sobre los romanosdesde el cen- tro de su formación, pero aún

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disponía de estos dos remanentes decaballería en los flan- cos. Publio,nervioso, observó cómo Aníbal alzaba subrazo; en el combate la enorme algarada desoldados, caballos enfurecidos y sangreenvolvía a su padre. La batalla esta- baigualada. Aníbal bajó su brazo de golpe,como si lo dejara caer, y los dosregimientos de la caballería númida selanzaron contra los romanos. En su avancerodearon el gran tumulto sobrepasando laslíneas de combatientes cartagineses yromanos hasta situarse en la retaguardia dela caballería romana. De esta forma elcónsul y sus tropas quedaron bloqueados.Los vélites, entre agotados, muchos deellos ya heridos, y aterrorizados por losrefuerzos del enemigo, comenzaron aescapar en una desordenada huida. Unosdos- cientos jinetes númidas los siguieron.La infantería era un objetivo fácil de batir

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por una caballería bien entrenada,especialmente cuando se perseguía asoldados aterrorizados que, obnubilada surazón por el miedo, olvidaban protegerse.Uno a uno, todos iban si- endoacuchillados por la espalda. La infanteríaromana estaba siendo aniquilada, ensar-tado cada legionario como si de frutamadura se tratara.Uno de los escuadrones de tropas derefresco, al observar el desastre en el que laba- talla se estaba transformando para lastropas romanas, dio la vuelta y empezó suretira- da. Acto seguido, los otros dosescuadrones que estaban a la derecha dePublio empeza- ron a agitar sus monturasnerviosos. Sus decuriones contemplaban ala turma del joven Publio, aunque enrealidad tenían sus ojos fijos en CayoLelio, el oficial más experi- mentado de losque habían quedado en retaguardia.

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Los númidas que observaron la retirada deuna de las turmae de caballería romana y elnerviosismo del resto de los escuadronesromanos de la retaguardia, enfervorizadospor su clara victoria, se lanzaron enpersecución de los jinetes enemigos quehabían ini- ciado la huida mientras otrosaguardaban los movimientos de lasrestantes tropas.Publio, atónito, observaba el desastre. Supadre estaba rodeado por las fuerzas carta-ginesas, apenas ayudado por sus lictores yun centenar de sus hombres más fieles quele envolvían y protegían mientras ésteintentaba dar órdenes para poder organizaruna reti- rada razonable. Fue entoncescuando el joven Publio tomó la decisión.Se dirigió a Lelio y dio su primera ordencomo decurión en un campo de batalla.- Vamos a atacar. Hay que salvar la vida denuestro general.

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- Esto… -Lelio dudó, pensó y continuó alfin con firmeza-. Esto ya no es posible, de-curión. Es demasiado tarde. Demasiadotarde.Publio le miró fijamente a los ojos. Lelioevitó sostener aquel pulso visual. El oficialromano estaba igualmente aturdido por loque estaba ocurriendo pero su experienciale decía que la batalla estaba perdida, queno había nada que hacer, más que buscar lafor- ma de escapar vivos de aquellacarnicería. Quizá éste era el momento, condecenas de númidas entretenidos en lapersecución del escuadrón de retaguardiaque había huido y el resto de loscartagineses ocupados en su combate conel grueso de la caballería roma- na.Recordó además la orden que habíarecibido del propio cónsul: evitar que suhijo en- trara en una acción donde su vidaestuviera en claro peligro. Puede que fuera

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posible lanzarse e intentar ayudar alcónsul. Quizá si no tuviera la otra ordendel cónsul, del pro- pio cónsul ahorarodeado, eso sería lo que intentase élmismo, aunque en el empeño per- diera lavida y probablemente la de todos sushombres.El joven Publio se quedó mirando a Lelio.Esperando una explicación a la respuestaque había dado. Como el oficial no decíanada, Publio repitió su orden. Esta vez másdespacio, pronunciando cada palabra,como si aquél no le hubiera entendido.- He dicho que vamos a atacar. No hepreguntado lo que piensas y no me interesasi crees que es posible o imposible lo queyo he ordenado. Te he dado una orden, unaor- den concreta. Prepara los hombres parael ataque. Me aseguraste que no tendríaproble- mas de disciplina.Lelio sintió aquellas últimas palabras como

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una daga en su vientre, tragó saliva y de-cidió cumplir la orden, pero aquéllarecibida y oculta dada por el cónsul.Volvió a hab- lar.- Eso es una locura total. La batalla estáperdida y, aunque lo lamente mucho, elcón- sul también está perdido.Los soldados escuchaban el debate entre suexperimentado oficial y el nuevo decuri-ón, apenas un muchacho, al mando delregimiento. Todos compartían la visión deCayo Lelio. Lo mejor era buscar la formade replegarse. Sin embargo, volvieron aescuchar la voz de Publio Cornelio, deaquel joven muchacho de diecisiete años,decidida y firme en su orden. Esta vez leshabló directamente a ellos, sin mirar ya aLelio.- ¡Jinetes de Roma, os doy una orden comovuestro oficial superior! ¡Vamos a atacarbajo mi mando! Seguidme. Tenemos la

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obligación de defender a nuestro generalen jefe.¡No podemos permitir que un cónsul deRoma caiga en manos de los cartagineses!Y sin más, sin esperar a ver la reacción desus hombres, sin volver a mirar a Lelio,simplemente inspirando profundamente,desenfunda su espada, aprieta fuerte lasriendas de su caballo y se lanza, solo, haciala vorágine de la batalla, cabalgandodirecto hacia donde se encuentran su padrey sus hombres luchando entre la vida y lamuerte en un círculo cada vez máspequeño.Cayo Lelio desmonta de su caballo. Arrojasu escudo al suelo con rabia. Maldice susuerte y la de sus hombres y a todos losdioses. Pone los brazos en jarrascontemplando al decurión alejarse algalope. Siente las miradas de los jinetes asu espalda. Nadie se mueve, ninguno

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obedece las órdenes de aquel decuriónenloquecido que cabalga hacia su muerte.Cayo Lelio inhala aire con profundidadhasta llenar por completo sus pulmones delviento frío de aquel valle aquella mañanade noviembre del 218 a.C. Henchido delocura monta de nuevo sobre su caballo.Agita entonces las riendas con fuerza ygrita al aire que respiran, a las montañasque los envuelven y a los enemigos quematan y mutilan a los romanos.- ¡Al ataque! ¡Por Roma, por el cónsul!Los jinetes de la turma se miran entre sí yazuzan sus monturas con golpes de talónen el vientre de los animales y chasquidosde las riendas. Una enorme polvareda selevanta a su partida y tras ellos sólo quedael silencio.El cónsul daba las órdenes con decisión.Era lo único que le quedaba: firmeza en elmando, pues la estrategia había quedado ya

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abandonada. Se trataba de sobrevivir.- ¡Mantened las líneas, nos replegaremosmanteniendo la formación! ¡Manteneosuni- dos! ¡Juntos! Los soldados romanosluchaban con gran energía, pero loscartagineses combatían con una fuerzainusitada. La visión del cónsul tan próximoa ellos los animaba. Todos queríanparticipar en el apresamiento o en lamuerte de un cónsul de Roma. El premioque recibirían de su general en jefe seríamagnífico.Los romanos habían intentado mantenerdos líneas en el círculo defensivo que habíaen torno a la posición de Publio padre, parade esa forma ir turnándose en el combate,sustituyendo los de la segunda fila a los dela primera cuando éstos estabanextenuados o bien cuando eran heridos;pero muchos habían sido ya los que habíancaído o los que habían sido gravemente

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heridos o yacían completamente exhaustos.Tantas habían sido las bajas que sóloquedaba una línea de defensores en tornoal cónsul. Este no lo dudó ni un instante.Había llegado su turno y pensaba cumplircon su obligación de soldado igu- al que lohabían hecho y lo seguían haciendo sushombres. Espada en mano se lanzó a cubrirla posición de uno de los soldadosextenuados y empezó a combatir cuerpo acu- erpo. Los cartagineses, cada vezmayores en número, parecían multiplicarsepor segun- dos.El cónsul para un golpe con su espada. Serevuelve con rapidez y hiere de muerte alsoldado cartaginés en el vientre. Otrosoldado africano le sustituye. El cónsulvuelve a parar otro golpe con su escudo, yotro más de un nuevo soldado cartaginésque se ha unido en la lucha contra él.Publio, cónsul de Roma, retrocede un paso.

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Caen nuevos golpes que frena con unescudo abollado. Los golpes son cada vezmás fuertes y se su- ceden con mayorvelocidad. En una de las acometidas pierdeel escudo, que queda en el suelo, perdido.El cónsul retrocede unos pasos. Encircunstancias normales un grupo de sussoldados saldría a protegerle de formainmediata, pero la batalla ya no sedesarrolla en circunstancias de normalidad.Todos los lictores han fallecido en lacontienda. Los pocos jinetes romanos queaún luchan junto al cónsul lo hacen ya porsu propia supervi- vencia. Están rodeadospor los cartagineses, más numerosos, máscrecidos en su afán de victoria absoluta.Cada soldado romano está combatiendopor su propia existencia.El cónsul se encuentra solo, con su espada,ante varios cartagineses que le acometendesde ambos flancos. Frena un nuevo

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golpe con la espada, se revuelve y hiere auno de los enemigos en el hombro, pero notiene tiempo y en ese momento, desde ellado cont- rario, una espada cartaginesadesgarra la piel de su pierna. El cónsulpierde el equilibrio primero; luego llega eldolor. La sangre brota por el muslo. Intentaincorporarse, pero la pierna derecha seniega a darle el impulso que necesita paralevantarse. Cae otro golpe poderoso quedetiene nuevamente con la espada. Intentaalzarse de nuevo, pero es impo- sible. Lapierna derecha no responde y el dolor seacrecienta. En el sufrimiento siente elsudor que le cae por la frente. Ésta será suúltima batalla. Con un esfuerzo ímprobo sealza de nuevo, quemando así todas lasreservas de su espíritu. Si ha de morir quesea de pie, luchando junto a sus hombresen el campo de batalla. Recuerda a sumujer y a sus hijos. Tarde para corregir

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cosas, tarde para decirles palabras quedebería haber dicho.Los cartagineses se abalanzan sobre él. Esel fin del cónsul de Roma. Publio CornelioEscipión cae de rodillas; un soldadocartaginés se aproxima a él para asestar elgolpe de gracia. La espada enemigadesciende poderosa, orgullosa sobre elcuello del general ro- mano pero cuandoestá a punto de alcanzar su objetivo otraespada se interpone en su ruta mortal. Eljoven Publio acaba de llegar. Ha cabalgadoal galope sin mirar hacia at- rás hasta llegarjunto a su general en jefe, junto al cónsulde Roma, junto a su padre. El jovensoldado, con la furia y la fortaleza queotorga la juventud y su natural inconscien-cia, se interpone entre su padre herido y lossoldados cartagineses ávidos por abatir alcónsul y así conseguir las recompensasprometidas por Aníbal; pero en su lucha,

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dos de los cartagineses caen rápidamente amanos del joven oficial romano reciénllegado. El joven Publio combate con ladestreza adquirida en sus años deadiestramiento en Roma y con una extrañafrialdad que sorprende a su mismísimopadre. El cónsul abatido, aún de rodillas,observa al oficial que le ha salvado la vida,por el momento, y enseguida re- conoce lasilueta de su hijo combatiendo. En uninstante sus sentimientos se confunden.En un primer instante la felicidad loembarga por ver su vida salvada y, másaún, porque un cónsul de Roma seasalvado nada menos que por su propio hijo;admira y se deleita en el valor de suprimogénito, pero inmediatamente sepercata de que la situación no pu- ede sermás triste. Ese día no será el día de supropia muerte, sino también el día en elque vea morir a su hijo con él. La situación

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de la batalla no ha cambiado. No entiendebien cómo ha llegado hasta allí su hijo soloy sin refuerzos, pero todo apunta a unalocu- ra propia del joven espíritu de suvastago. El cónsul intenta levantarse, perolas piernas no le sostienen; intenta darórdenes, pero la voz no le responde. Haperdido mucha sang- re en el esfuerzoanterior para alzarse y luchar de pie. Sinembargo, más allá de toda es- peranza y detoda lógica, cuando el ánimo y la fe en losdioses se han desvanecido, de pronto,decenas de jinetes romanos irrumpen en labatalla. Son tropas de caballería ro- manade refresco que llegan con renovadasenergías a la contienda. Acometen a loscar- tagineses con un vigor sorprendenteque enseguida termina con varios de losenemigos más próximos a alcanzar alcónsul y a su hijo. Acto seguido el oficialque los dirige po- ne un caballo junto al

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cónsul. Dos jinetes desmontan y ayudan algeneral a subir a la montura. Entretanto yason un centenar de jinetes romanos los quese han abierto cami- no y hacen que loscartagineses se retiren. Y siguen llegandomás jinetes romanos que aseguran laposición. Los cartagineses intentan montarde nuevo sobre sus cabalíos, pe- ro muchosde éstos han desaparecido en el fragor de labatalla. Así, a pie, los cartagine- ses seretiran.Cayo Lelio ha dirigido el destacamento deljoven Publio hasta donde se le había orde-nado por parte de su oficial al mando. Y allanzarse él con el destacamento contra loscartagineses, las otras turmae romanas queestaban a punto de emprender la huida seunieron a la carga y de esa forma habíanjuntado unos doscientos cincuenta jinetesque ahora mantenían a raya a loscartagineses. No obstante, la situación era

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de inferioridad en el conjunto de la batallay no podían dilatarse en aquella lucha quelos cartagineses dominarían en cuanto serecompusieran de la sorpresa inicial ante lallegada de estos re- fuerzos romanos yainesperados.- ¡Hay que replegarse a toda prisa!¡Montad en los caballos y retiraos! -gritó eljoven Publio.En esta ocasión nadie discutió su orden.Los romanos buscaron monturas, igual quelo hacían los cartagineses, y se subieron aellas, con la diferencia de que los que noen- contraban caballo subían junto con otrojinete en el mismo caballo y retrocedíanjuntos.El cónsul se mantenía sobre el animal quele habían proporcionado, escoltado porcuatro jinetes que Lelio había asignadopara su protección. En el repliegue Lelio yel joven Publio cruzaron sus miradas. El

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joven oficial no ocultó su mezcla desentimientos: desp- recio ante las dudasiniciales de Lelio y su negativa a seguir lasórdenes de un superior y alegríaindescriptible de que al fin, fuera comofuera, allí hubiera llegado Lelio con loshombres necesarios para hacer posible laretirada suya y, más importante aún, la desu padre, la del cónsul. El general en jefede las tropas romanas, al menos estecónsul, no caería en manos de Aníbal. Nohubo tiempo para palabras. En unossegundos todos ca- balgaban al galope endirección al río Tesino.Los cartagineses se reagrupaban conrapidez. Aníbal descendía desde la colinaen la que había observado toda la acción yen unos minutos llegó junto a sus tropas.Se puso al frente y cabalgaron decididostras los romanos, todos bajo su mando,seguros de su victoria cercana, encendidos

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por la sangre romana que habíanderramado por doquier.Aníbal pensaba, absorto, abrumado por losrecuerdos. La entrada de aquel joven ofi-cial romano para ayudar in extremis alcónsul ya abatido y rodeado le había traídoa su memoria otra batalla, muy lejana ya enel tiempo, que se había esforzado endistanciar de su mente, que había intentadoenterrar con infinidad de nuevas contiendasy lances para al fin poder olvidarse porcompleto de la misma. Y, sin embargo,aquel joven ofici- al romano habíadevuelto toda la viveza a sus recuerdos. Depronto, aquel atardecer jun- to al Tajohabía regresado a su cabeza comoempujado por el mismísimo Baal. Veía lafigura de su padre Amílcar luchando entreespadas y escudos enemigos, con decenasde iberos golpeando sobre él, sobre sucasco, contra su espada y escudo, luego

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agrietándole la coraza con afiladas puntas,y veía ahora la sangre de su padre yatendido en el suelo, junto a aquel malditoarroyo que moría en el Tajo, cortando consu líquido transparente y en silencio larespiración de su padre, mientras que él,distraído por los enemigos, se afanaba endefender el cuerpo de su padre caído de losgolpes mortales que cada guerre- ro iberopugnaba por asestar sobre el generalcartaginés abatido. Aníbal bajó la mirada.La cabeza parecía explotarle hasta el puntode que se llevó una de sus manos a las si-enes y se quitó el casco. El aire frío denoviembre pareció devolverle un poco lacom- postura y trasladar algo de sosiego asu espíritu desolado. ¿Cómo algo tanlejano de pronto podía reavivarse hastamortificar el corazón con tan extremacrueldad? Maharbal se aproximó a susuperior.

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- ¿Os encontráis bien, mi general? Aníbalasintió y lentamente volvió a ponerse elcasco. Sacudió las riendas y todosaceleraron el paso de sus caballos hastaavanzar al trote, evitando numerososcadáveres de romanos repartidos por elvalle. Algunos buitres comenzaban a trazargrandes círcu- los, aún lejanos, en lo altode un cielo lánguido.- ¿Quién sería ese oficial? -preguntóMaharbal, entre hablando para sí mismo ydirigi- éndose a su general. Realmente noesperaba recibir respuesta, pero Aníbal,con voz cla- ra, transmitió la conclusión ala que sus recuerdos le habían conducido,pues entre el do- lor y el sufrimiento de lamemoria, había tenido ya fuerzas paradeducir quién podía luc- har de aquellaforma por salvar la vida del cónsul.- Aquél, sin duda, era su hijo, Maharbal.Era el hijo del cónsul. Sólo un hijo, para

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sal- var a un padre, combate con esaesperanza en una posición perdida. Yo lointenté, pero el agua de un arroyo me privóde la compañía de mi padre y a Cartago desu mejor ge- neral. Este joven ha tenido asus dioses más atentos y su valor, porquehay que recono- cerlo, ha sido valiente, seha visto recompensado. Pero la mañana noha terminado. No hemos terminado.Todavía estamos en combate. Adelante. -Ydirigiéndose a todos vol- viendo su rostro asus jinetes-: ¡Al galope, a por ellos, que nocrucen el río! ¡Hacia el río! 39 Un puentesobre el río

El río Tesino, noviembre del 218 a.C.

Los romanos cabalgaron durante mediahora. Los caballos estaban extenuados.Algu- nos se habían visto obligados allevar a más de un jinete y el esfuerzo los

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tenía exhaus- tos. Alcanzaron así el puentede naves sobre el Tesino. Un jinete seaproximó hasta el joven Publio.- ¡Decurión! ¡El cónsul quiere hablar convos! Publio Cornelio Escipión hijo aceleróel ritmo de su caballo hasta ponerse a laaltura del cónsul. Éste cabalgaba dobladosobre su montura, atenazado por el dolor yel sufri- miento. Uno de los soldados lehabía vendado la pierna con un paño quese encontraba completamente teñido de unrojo oscuro, denso, fuerte. Un reguero desangre semiseca se había vertido desde lapierna hasta el vientre del caballo,perdiéndose en la parte infe- rior delanimal.- ¿Querías hablar conmigo, mi cónsul?-preguntó el joven Publio.Su padre no se levantó ni le miró. Noestaba para esfuerzos extra ni paracumplidos, pero sí para dar las órdenes que

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eran necesarias. Su voz, aunqueentrecortada por la fati- ga, transmitió lasinstrucciones de forma suficientementecomprensible.- En cuanto crucemos el río… hay quedesmantelar el puente… El puente debedesha- cerse…, los cartagineses no debencruzar el río.- Así se hará -fue la rápida respuesta deljoven oficial. Quiso añadir alguna palabraque reconfortara a su padre del sufrimientoque padecía. No supo qué decir. Era difícilmitigar el dolor de quien sufría no sólo porlas heridas recibidas sino, sobre todo, porla derrota a la que había conducido a sucaballería. El cónsul tampoco añadió nadamás.Así, el joven Publio se retiró y, acelerandonuevamente la marcha de su montura, fuejunto a Cayo Lelio que cabalgaba al frentede aquella improvisada formación de repli-

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egue.- El cónsul ha ordenado que el puente seadeshecho una vez que crucemos.Lelio asintió con la cabeza, sin mirarle. Dealguna forma el joven oficial entendió queno hacía falta más. Y estaba cansado y notenía ganas de discutir. No habrían estadode más unas palabras que subrayaran aquelleve asentimiento de cabeza, pero en lasituaci- ón en la que estaban no habíatiempo para sutilezas. Dejó que el destinodictaminara: si Lelio era el oficial que supadre había descrito, aquella orden dedesmantelar el puente sería ejecutadaconcienzudamente, pero si no lo era, nadiesabía lo que podría haber det- rás de aqueltenue asentimiento. La forma en la quehabía combatido Lelio hacía honor a sufama, pero sus dudas en el momento claveen el que había de lanzarse para socorrer alcónsul henchían la cabeza del joven Publio

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de incertidumbre.Llegaron al río.Los romanos fueron cabalgando sobre elpuente. El primero en pasar fue el cónsulhe- rido con su escolta. Los soldados quecustodiaban el puente no podían ocultar sudesola- ción. El cónsul se retiraba conapenas dos centenares de sus jinetes. Yahabían visto di- ferentes grupos de tropasque habían cruzado el río de formadesordenada y se temían lo peor; noobstante, de alguna forma ver al cónsulherido acompañado de un pequeño re-gimiento de caballería retirándose a todaprisa era algo que no habían esperadopresen- ciar.El regimiento de caballería fue cruzando elpuente. Todos excepto un hombre. CayoLelio permaneció en la retaguardia. Eljoven Publio alcanzó el puente con losúltimos jinetes. Observó entonces a su

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segundo oficial dirigiéndose a los soldadosque custodi- aban el puente.- ¡Es orden directa del cónsul de Roma queel puente sea desmantelado inmediata-mente! ¡Rápido! ¡Coged las espadas ycortad todas las sogas que sostienen lasnaves sobre el río! Tenéis unos minutospara soltar las naves. ¡Apresuraos! ¡Corredde una vez, por todos los dioses! Lossoldados observaron al decurión que habíafrenado su avance y se había quedado paraescuchar las órdenes de Lelio. El jovenPublio corroboró las órdenes de su oficial.- ¡Ya habéis oído! ¡Tenéis unos minutospara deshacer el puente! ¡Marchad! Loslegionarios se pusieron a trabajar deinmediato. Un grupo se adentró en elpuente y comenzó a cortar las sogas quesujetaban a los barcos entre sí. Otroscruzaron el puen- te y cogieron hachas paracortar las cuerdas que sostenían a varios de

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los barcos amarra- dos a la orilla del río.Lelio y Publio cruzaron juntos el ríoobservando y animando a los soldados ensu trabajo. Al llegar al lado dominado porlas tropas romanas, ambos des- montaron ycogieron sendas hachas. Sin mirarse, perocomo gobernados por el mismosentimiento de urgencia y necesidad, seencaminaron cada uno a uno de los gruposde legionarios que se esforzaban endeshacer las cuerdas que sustentaban elpuente en ese lado. No era una tarea tansencilla como la que pudiera pensarse pueslos romanos, en su afán por asegurar laestabilidad del puente, habían puesto ungran número de esas amar- ras en cadaextremo. Eran sogas tan gruesas en algunoscasos como el brazo de un sol- dado yhabían sido untadas con aceite paraprotegerlas de la intemperie. Las espadasresbalaban en el óleo y apenas cortaban.

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Las hachas hacían más destrozo, pero encual- quier caso era un trabajo lento.Desatar los nudos era tarea imposible yaque los días de constante tensión sujetandolas naves habían apretado tanto las cuerdasque sus líneas no eran discernibles allídonde habían sido entrecruzadas paraforman cada nudo.Una polvareda anunció en el horizonte lallegada de las tropas cartaginesas junto alrío. Los legionarios que quedaban aún enla orilla del río por la que se aproximabanlos enemigos se retiraron dejando algunaespada y algún hacha sobre el suelo,abandonadas, en su prisa por ponerse asalvo cruzando al otro lado del río. Alllegar a la otra orilla in- mediatamentefueron interpelados por el joven Publio.- ¿Habéis cortado todas las cuerdas de eseextremo? Los soldados no respondían. Eldecurión leyó en sus ojos que no habían

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terminado con la orden que habíanrecibido. Por un momento pensó enordenar que regresaran a la otra orilla yque, aun a riesgo de su vida, cumplieran laorden. Sin embargo, reconsideró lasituación en unos segundos donde suspensamientos se pisaban unos a otros. Élmis- mo tenía miedo. Salían de un combatedesastroso, con el cónsul herido, en francaretira- da. Añadir a estas circunstancias unaorden suicida para un grupo de legionariosno ha- ría sino desmoralizar aún más alresto de las tropas. El joven Publio sintiólas miradas del resto de los soldados quepor un instante se habían tomado unrespiro en su tarea pa- ra observar de quéforma el joven oficial, hijo del cónsul,pensaba resolver la situación:los soldados habían huido sin cumplir laorden, los cartagineses se acercaban y elpuente seguía firme sobre el río.

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- Coged hachas -empezó al fin el oficial-.¡Coged hachas todos! Y el que no tengahachas que use su espada. ¡Ayudad a losdos grupos de esta orilla del río! ¡Entretodos hay que cortar todas las cuerdas yempujar las naves para que el puente sedeshaga antes de que lleguen loscartagineses! El enemigo no ha de cruzar elrío por este puente. ¡Ésta no es una ordenmía sino del cónsul y el que no cumpla enesta orilla el cometido esta vez noresponderá ante mí, sino ante el propiocónsul! Los soldados huidos de la otraorilla comprendieron que el joven oficialles estaba dando una segunda oportunidady fuera por agradecimiento o por temor atener que pre- sentarse ante el cónsul pararesponder de no haber cumplido una ordensuya, se abalan- zaron sobre las cuerdas ycon todas sus fuerzas empezaron a ayudara sus compañeros a rasgar y cortar cada

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una de las decenas de amarras. Con elrefuerzo del nuevo equipo de legionarios,todos concentrados ahora en una orilla, eltrabajo empezó a dar frutos y las primerascuerdas empezaron a deshacerse. Eran dosgrupos de unos veinte legionarios y jinetescada uno. Junto a ellos estaban los caballosde sus amos, esperando ser montadoscuando éstos terminaran con su trabajo enel puente. Lelio y Publio ilustraban con elej- emplo de su sudor al resto de lossoldados cómo acometer la orden que elcónsul había dado. En ese momento loscartagineses aparecieron en la otra orillaentre la inmensa nu- be de polvo quehabían levantado.- ¡Seguid cortando! -gritó el joven oficialromano-. ¡No miréis a los cartagineses yse- guid cortando! ¡Mientras no se adentrenen el puente no podrán alcanzarnos conjabali- nas o proyectiles! ¡Seguid cortando!

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¡Seguid, por Roma, por el cónsul! Lossoldados, entre el sudor de todos y lasangre de los heridos que se habían unido ala tarea, continuaron en el esfuerzo. Loscartagineses llegaron junto al puente.Aníbal, acompañado de una pequeñaescolta y sus lugartenientes se aproximó alborde mismo del pontón. Publio, tenso,nervioso, los observó entre las gotas de supropio sudor y al- gunas gotas de sangre,cuyo origen desconocía, quizá fuera suya oquizá de algún ene- migo herido por él enla confusión de la reciente batalla. Elgeneral cartaginés estaba evaluando laresistencia del viaducto de naves. Publio levio entonces dar una orden.Uno de los lugartenientes retrocedió yhabló con un grupo de jinetes. Publio veíaa sus soldados cortando las cuerdas. Yacasi todas estaban cortadas. Por fin, algunade las na- ves empezó a moverse. El puente

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crujía pero se mantenía en su lugar.- ¡Las naves! ¡Empujad las naves corrienteabajo! -clamó el joven decurión a voz engrito.Las cuerdas ya estaban cortadas. Las navesse movían, pero el río, por la sequía delotoño, bajaba sin demasiada fuerza y,aunque profundo, no llevaba una corrienteturbu- lenta, de forma que los barcosatados entre sí aún mantenían su posiciónpor alguna jugada quizá que los diosespúnicos les estaban haciendo a losromanos. Los legionarios se agruparon ytodos a una se adentraron hasta la cinturapara empujar la nave más pró- xima a laorilla y alejarla de la ribera. Eran cuarentasoldados empujando con todas sus fuerzas,pero la nave parecía encallada. No habíanada que hacer.Publio se separó del grupo y dio otraorden.

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- ¡Los caballos! ¡Coged cuerdas, lascuerdas cortadas, y atadlas a los caballos!¡Un extremo de la soga en el caballo y otroen la nave! Los legionarios agruparon loscaballos. Rápidamente ataron sogas a loscuellos y lo- mos de los animales y el otroextremo de cada cabo a diferentes puntosde la nave, des- de el timón hasta laspequeñas ventanas por las que salían losremos. Veinte caballos fu- eron así atadosen unos minutos.- ¡Tirad! -gritó Publio a legionarios ycaballos a un tiempo.- ¡Empujad! -ordenó Lelio a los soldadosque ayudaban empujando desde el río.Los jinetes cartagineses se posicionaron ala entrada del puente. A una orden de Aní-bal avanzaron sobre las naves. Era ungrupo de sesenta jinetes, armados conjabalinas y espadas dispuestos al ataque.Su misión era doble: comprobar la

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estabilidad de la pasa- rela y arrojar lasjabalinas mortales sobre los romanos paraimpedir que acometieran la destrucción delpuente. Cabalgaron al trote sobre las tablasentrelazadas y las naves que formaban elviaducto. La maderas temblaban, peroresistían el peso del regimiento que seadentraba en formación de a seis. Mientras,un centenar de soldados cartagineses seapiñaba en torno a las cuerdas mediocortadas de la orilla que ya dominaban paraasegu- rar estas amarras y evitar que elpuente cediera por su lado.Los cartagineses alcanzaron la mitad de laplataforma y prepararon sus jabalinas.Publio dudó entre ordenar a los hombresque se pusieran a salvo o insistirles en quesi- guieran con su labor. Cayo Lelioresolvió sus dudas con órdenes concretas.- ¡Empujad, malditos! ¡Y tirad! ¡Que loscaballos tiren con todas sus fuerzas! ¡Es

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una orden! Y así, caballos y romanostiraron y empujaron con todas sus energías,los cartagine- ses avanzaron y lanzaron suprimera tanda de proyectiles, la navevarada en la orilla ro- mana crujió y depronto cedió, se movió y desencallóempezando a flotar sobre el río, sobre lacorriente, moviéndose muy despacio endirección al mar; primero unos centí-metros, medio paso, un paso, varios pasos,hasta que al fin la nave se alejabaarrastrada por la corriente. Cayeronentonces las jabalinas sobre los romanosque no pudieron disf- rutar ni de unsegundo de júbilo por haber conseguido suobjetivo, hiriendo y matando a discreción.Lelio y Publio y la mitad de los hombres sesalvaron recurriendo a los escu- dos quetenían desperdigados por el suelo entreespadas, hachas y sogas cortadas.- ¡Desatad los caballos! ¡Rápido, antes de

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que sean arrastrados por la nave! -de nuevoPublio recobraba el control de la situación.La nave se alejaba definitivamente yconsigo arrastraba a una segunda y unatercera y una cuarta y una quinta… Elpuente se deshacía por segundos, loscartagineses avanza- ron más.- ¡Escudos arriba! ¡Protégeos! OrdenaronPublio y Lelio al tiempo. Una segundaandanada de jabalinas llovió del ci- elo,pero esta vez los romanos protegidos atiempo por sus escudos evitaron la mayorparte de las mismas. Los caballos estabandesatados ya en su mayoría; quedaban dospor liberar pero ya no había tiempo, lasbestias luchaban por no ser arrastradas porla nave que los dragaba hacia el centro delrío, piafaban y se sacudían, pero la fuerzade ambas bestias por sí solas no erasuficiente y eran llevadas hacia el flujo delrío, hacia la ribera primero, luego al agua y

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poco a poco absorbidos por las aguassilenciosas, impávidas, engullendo conindiferencia sus relinchos salvajes depavor.Romanos y cartagineses quedaron mudosun minuto al presenciar a los caballos pug-nando por nadar y salvarse. Pronto, sinembargo, reaccionó la avanzadilla dejinetes car- tagineses que aún seencontraba sobre lo que quedaba depuente: empezó a replegarse, a volversobre sus pasos, pero los caballos sentíanla pasarela moviéndose, veían las naves delextremo de la misma separarse una a una,crujiendo las maderas bajo sus pezuñas.El desorden se apoderó de la formación yel miedo poseyó tanto a jinetes como abesti- as. Maharbal daba órdenes a gritosdesde la orilla, intentando constituir unaretirada bi- en coordinada de aquelregimiento.

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Aníbal sacudió la cabeza suspirandoprofundamente. Todo era en vano. Igualque te- nía clara una victoria cuando nadiesabía aún discernir hacia dónde sedecantaría una ba- talla, de igual forma eraconsciente de cuándo una posición estabaperdida pese a que sus lugartenientes aúnse empeñaban en corregir lo incorregible.El Tesino, sin turbulen- cia pero con elinfinito tesón de la corriente decidida y desus aguas frías, fue llevándose consigo alresto de las naves primero junto concentenares de maderos sueltos y, despu- és,a bestias y jinetes cartagineses. Losromanos montados ya en sus propioscaballos veían con asombro la facilidadcon la que el río, una vez cortadas lascuerdas y empuj- ada la primera nave,deshacía como un castillo de naipes todo elpuente, arrastrando consigo jinetes ycaballos. Y por primera vez en horas, los

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romanos respiraron con ali- vio.Lamentaban con profundo dolor la pérdidade sus compañeros que yacían en la ri-bera con las jabalinas clavadas en suscuerpos, pero no había tiempo para el lutoen aqu- ellos instantes. Rápidos, ayudabana los heridos y los encaramaban a loscaballos que permanecían sin montura y,bajo las órdenes de un joven oficial deRoma, un tal Publio Cornelio Escipión, dediecisiete años, y su segundo oficial, CayoLelio, recio soldado forjado en milbatallas, abandonaron la posición con lasatisfacción de haber dejado al enemigodetrás, detenido por el río, dando asícumplimiento fiel a la orden encomenda-da por el cónsul del ejército.Se alejaron cabalgando en el silencio deuna tarde nublada y oscura de noviembre.Lelio se puso junto al oficial al mando,dejando un espacio de un metro, de modo

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que quedara claro quién era el quemandaba aquel contingente de tropas,vencidas y exhaus- tas, y con bastantesheridos, pero todos orgullosos de haberluchado hasta el límite de sus posibilidadesy, al menos, en medio del fracaso y ladesolación de la derrota, haber conseguidofrenar al enemigo siquiera por unos días,quizá unas semanas. Construir un puenteno era tarea fácil. Ellos lo sabían.Deshacerlo, en según qué circunstancias,tam- poco lo era. Eso lo acababan deaprender entre sudor, sangre y muerte.Maharbal dirigía las operaciones pararecuperar al máximo número desupervivientes entre los jinetes africanosque habían caído del puente, ahora yainexistente. Aníbal per- maneció sobre sucaballo, observando atento cómo sealejaban los romanos dirigidos por aqueljoven oficial. Las palabras de su

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lugarteniente lo rescataron de susreflexiones.- Veintidós hombres han sobrevivido -seexplicaba Maharbal-. El resto ha perecidoarrastrado por la corriente. Muchos nosabían nadar y otros se han hundido por elpeso de sus armas y corazas. Y se nos haescapado el cónsul. Ha huido con sushombres. Una lástima. Habría sido unavictoria absoluta.Aníbal asintió con la cabeza sin dejar demirar la otra orilla. Sin embargo, no teníaclaro si debía preocuparse tanto por lahuida del cónsul herido o, más bien, por laexis- tencia de aquel joven oficial romanoque había facilitado dicha huida, aqueldecurión, el hijo del cónsul.

40 El debate de los cónsules

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Junto al río Trebia, norte de la penínsulaitálica, noviembre/diciembre del 218 a.C.

Tito Macio estaba colérico. Primero loshabían destinado a Lilibeo en Sicilia conidea de prepararse para invadir África yahora se encontraban de vuelta emplazadosen el norte de la península itálica,acampados junto a un río que llamabanTrebia, a finales de noviembre soportandoun frío terrible. Había anochecido y,cubierto con una manta, se acurrucabajunto con otros soldados alrededor de unfuego intentando calentarse los pieshelados por el viento gélido y la lluvia quehabía estado cayendo durante todo el día.Ti- to siempre toleraba mejor el calor queel frío, por eso se había alegrado cuando eldesti- no inicial de su legión fue África.- Estábamos mejor en Sicilia -comentó.- No sé por qué dices eso -respondió

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Druso, su mejor amigo desde que en suprimera guardia le advirtiera del peligro dedormirse estando de servicio cuandopasaba la pat- rulla nocturna a comprobarcada puesto de vigilancia.- Bueno, si hay que luchar -aclaró Tito- omorir si es el caso, prefiero al menos no te-ner que pasar frío durante días y días. Almenos que la espera se haga relativamenteag- radable.- En eso tienes razón -admitió su colega, yvarios soldados asintieron con la cabeza.Estaban todos ateridos por el viento heladoque parecía adentrarse por todos los reco-vecos de sus mantas. Además, todo eranprisas en los desplazamientos de las tropas,de manera que apenas podían cargar conpertrechos, ropas o comida suficiente paracubrir sus necesidades a gusto. La moralno estaba muy alta y menos con lasnoticias que vení- an del norte. Primero fue

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la sorpresa de enterarse, cuando estaban enSicilia, de que Aní- bal había rehuido elcombate en la Galia para cruzar los Alpesy entrar en la península itálica, y luego eldesastre de Tesino donde la caballeríaromana había sido devastada por elenemigo. Además, el hecho de que uno delos dos cónsules yaciese herido tampo- coayudaba a infundir valor entre loslegionarios.Los soldados se apretujaron junto al fuego,recostándose unos al lado de otros paraintentar complementar con el calor de suscuerpos el tímido alivio térmico de lasdébiles llamas, pues la leña húmeda por lalluvia ardía mal y despacio. Tito, echadode costado, miraba su espada cuyo filobrillaba a la luz de la luna. Apenas habíantenido tiempo de ejercitarse para elcombate, pues en lugar de pasar variosmeses en Lilibeo adiestrándo- se, habían

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tenido que interrumpir la instrucciónmilitar para emprender el largo camino quelos llevase desde Sicilia al norte de lapenínsula itálica. Mucho viaje y pocoentrena- miento. Si todos estaban igual deverdes que él en el uso de la espada o en elarte de lan- zar una jabalina, aquello notenía buen cariz. El caso es que se suponíaque las legiones de Roma eran invencibles:vencedoras contra los cartagineses enaquella anterior larga guerra contra lospúnicos; victoriosas contra el rey de Épiro;conquistadoras de multitud de ciudades enterritorio itálico, de las grandes coloniasgriegas en la región del Brutti- um;vencedoras ante los piratas ilíricos o losgalos ligures. Un gran número de victoriasdebería sustentarse sobre algo más queunos días de instrucción, meditaba Tito.Quizá el secreto estuviera en sus líderes, enlos cónsules y su capacidad para la

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estrategia militar.Sí, seguramente ése debería ser el secreto.A Tito le venció el sueño y cerró los ojos.Los cónsules velaban por ellos.Publio Cornelio Escipión padre teníavendado el torso, por un golpe que amoratósu piel pese a llevar coraza, y una piernaestaba en alto, sobre un pequeño taburetefrente a su silla. El muslo estaba enfundadoen gasas blancas enrojecidas. Habíaperdido mucha sangre en su huida desdeTesino hasta alcanzar el campamento quehabían montado sus legiones en lascercanías de Placentia. Estaba postrado enun triclinium que había pedi- do a suslictores para evitar la humillación derecibir a Sempronio Longo, el otro cónsulrecién llegado de Sicilia, tendido en unlecho. En la tienda estaban los tribunos y,detrás de éstos, el joven Publio junto conalgunos otros oficiales de menor rango. El

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cónsul Publio Cornelio Escipión habíadado la orden de venir a estos oficiales,centuriones de infantería y decuriones decaballería, entre los que también estabaLelio, para que de esa forma, sinprivilegiar a su hijo, éste pudiera estarpresente en las negociaciones que iban atener lugar.Sempronio, seguido por varios de lostribunos de sus legiones, entró en la tienda.- ¡Te saludo, cónsul Publio CornelioEscipión! - Te saludo, cónsul TiberioSempronio Longo; sé bienvenido a nuestrocampamento.-La voz de Escipión era más débil, peromantenía un tono de dignidad que no pasódesa- percibido para el otro cónsul-. Tepuedo ofrecer algo de fruta. Hasta la horade la cena es lo mejor que tengo… y algode vino.Sempronio Longo miró la comida que se le

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ofrecía, pero la rechazó, con cierto aire dedesdén.- No, gracias; creo que tenemos cosas másimportantes que debatir.Los oficiales de Publio Cornelio Escipiónrevelaron en sus rostros un enfado crecien-te por la actitud de desprecio del reciénllegado. El cónsul ofendido permanecióimpa- sible ante las provocaciones deSempronio, hizo una indicación y dosesclavos retiraron toda la comida alinstante.- Bien, veamos de qué quieres hablar-respondió Publio Cornelio, esta vez deforma muy seca.Sempronio por su parte hablaba sinsentarse, de pie, firme, haciendo gala de suexce- lente forma física frente a ladebilitada figura de su colega.- He venido aquí para comunicarte que,teniendo en cuenta tu actual estado, creo

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que lo más conveniente es que yo me hagacargo del mando de las legiones, de todaslas le- giones, quiero decir. Es evidente queno puedes acudir al campo de batalla en tuactual condición.El enfado de los tribunos de PublioCornelio se tornó en ira. Alguno iba ahablar, pe- ro su general levantó la manopara que guardaran silencio.- Sí, lo que dices salta a la vista. Estoyherido y necesito un tiempo pararecuperarme;en cualquier caso eso no debe repercutir enla unión del mando ya que no consideroque debamos entrar en combate en laactual situación… - ¿No entrar encombate? -interrumpió Sempronio-. Eso esabsurdo. Aníbal está ape- nas a medio díade marcha y disponemos de cuatrolegiones más todas las tropas auxili- ares.Lo absurdo es esperar a que los

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cartagineses se organicen y consigan quese les unan más galos rebeldes. Toda laregión que ha estado bajo tu mando es undesastre.Publio se concentró en mantener la calma.Las heridas le dolían sobremanera y laconversación le agotaba; hacía esfuerzossobrehumanos porque tal cansancio no sehici- era palpable ni en su expresión ni enel sudor frío que sentía transpirando por supiel.- Los galos -empezó- son genteinconstante. Si aguardamos a que pase elinvierno sin entrar en combate directo, contoda seguridad se volverán a sus casas,muchos de ellos abandonarán a Aníbal. Loque debemos hacer es mantener nuestraposición impidiendo que el cartaginésavance más y aprovechar el tiempo enmejorar la instrucción de nuest- ras tropas.Además, el frío, la lluvia, el invierno en sí,

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y más aquí en e) norte, no es el momentoapropiado para combatir. En primaveraatacaremos y sacaremos a este invasor denuestro territorio, no ahora.Sempronio sabía que la instrucción de sustropas no era la idónea, pero qué importabaaquello si estaban luchando contra pocomenos que salvajes africanos agotados poruna marcha sin fin desde Hispaniaayudados por una bandada de galosrebeldes. Además, no podían esperar a laprimavera. El mandato consular estaba apunto de terminar. Con el año entrantehabría nuevas elecciones y la victoria y elseguro triunfo sería para los cón- sulesentrantes, mientras que ahora, con Escipiónherido, él, Sempronio Longo, y nadie másse llevaría toda la gloria de la victoria y elderecho a celebrar un magnífico triunfo porlas calles de Roma con el salvaje Aníbalencadenado a su carro. Un espectáculo dig-

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no de los grandes reyes romanos delpasado… Pero allí estaba el otro cónsul,abatido y acobardado por sus heridas y suderrota, interponiéndose entre su gloria ysu persona.Sempronio paseó su orgullosa mirada porlos rostros de los tribunos militares delcónsul vencido y leyó en ellos lealtad a sugeneral. No podría imponer su criterio sincontar con el apoyo de al menos algunosde aquellos tribunos.- Bien -concluyó Sempronio-, si ése es tuparecer te propongo lo siguiente: pospongomi propuesta de ataque hasta evaluar mejorla situación, pero creo que sería razonableenviar parte de la caballería hacia el nortepara ver cómo están las cosas por allí. Sélo que ha pasado en Tesino, de forma quedaré instrucciones de que se sea cauto endicho avance. Además, sugiero que nosacompañen algunos de tus tribunos para

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que así pu- edan informarte de todo lo quesuceda.Publio Cornelio meditó durante unossegundos. Estaba confuso. Aquello era unapro- puesta bastante razonable y negarse aaceptarla podría parecer ofuscación por suparte, una actitud que podría dar pie a queSempronio alegase que no estaba en suscabales después de la derrota de Tesino yquitarle el mando. Dio entonces la únicarespuesta po- sible.- Si mis tribunos aceptan, a mí me parecebien -dijo y volvió su mirada hacia sus ofi-ciales. Éstos lentamente, uno a uno, fueronasintiendo con la cabeza.- De acuerdo -dijo Sempronio, ydirigiéndose a los tribunos del otro cónsul-,partimos al alba; los que tengan queacompañarnos, que acudan a la entrada delcampamento al amanecer.Sin mediar más palabra, Sempronio Longo

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dio media vuelta y salió de la tienda. Lesiguieron sus tribunos, quedándose PublioCornelio con sus propios oficiales. En elsi- lencio de la tienda se oyó el vientonocturno deslizándose por el campamentoy sobre el viento resonó alta y clara estavez la voz de Publio Cornelio Escipión.- ¡Imbécil! Algunos oficiales sonrieronante la precisa evaluación que el cónsulacababa de hacer de Sempronio Longo ysus aptitudes para el mando. Publio padredesignó entonces los oficiales que debíanacompañar a Sempronio Longo y sucaballería. Seleccionó a dos tribunos, uncenturión y algunos oficiales de sucaballería, entre ellos Cayo Lelio y supropio hijo.Una vez salieron todos, el cónsul se dirigióa su primogénito, que abandonaba la tien-da en último lugar.- Un momento, Publio, quiero hablar

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contigo.El joven retornó al interior y esperómientras su padre se acomodaba en eltriclinium.El cónsul suspiraba ahora por el dolor quehabía contenido durante la entrevista consu homólogo en el mando. Ante su hijo nosentía que tuviera que ocultar susufrimiento.De algún modo deseaba que suprimogénito viera todo lo relacionado conla guerra, la gloria de las victorias y lacrueldad de las derrotas. Hasta ahora nohabía podido ofrecer- le nada de loprimero. Quizá en el futuro. Ya se vería.- Ten -dijo, sacando un volumen en unrollo que tenía guardado en un pequeñocofre en una mesa junto a su triclinium-,quiero que leas este volumen. Creo que noestaba en- tre los que estudiabas conTíndaro. A mí me lo entregó hace poco

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Emilio Paulo; te lo tengo que presentar… aEmilio Paulo; un gran hombre, un buensenador y cónsul, ya sa- bes, hace unosaños, aunque al igual que nosotros tengapoderosos detractores, como FabioMáximo, que le critican. En fin, me salgodel tema. Este rollo, este volumen es in-teresante. Trata sobre la amistad, sobrecómo distinguir quién es tu amigo y tuenemigo, y en estos tiempos saberdiferenciar entre quién te sigue por interésy quién te defiende por lealtad es esencial.En algunos casos saber eso puede salvartela vida. Prométeme que lo leerás.El joven Publio cogió el rollo y, delante desu padre, lo abrió y leyó la primera línea envoz alta.- Etica a Nicómaco de… -giró un poco elrollo para leer mejor- Aristóteles.- Bien, veo que tu griego sigue ahí. En fin,además el volumen te ayudará a preservar

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tu conocimiento de esa lengua. No quieroque la olvides. El texto es una selección depasajes de una obra más extensa.Realmente, según me explicó EmilioPaulo, lo que aquí te entrego son los librosVIII y IX de la Ética a Nicómaco, peroéstos son los libros que se centran en eltema de la amistad. Lo leerás, ¿verdad? -Por supuesto, padre. Lo leeré con atención.- Bien, bien… entonces ya puedesmarchar, ah… y mañana, por todos losdioses, ten mucho cuidado. No estaré en elcampo de batalla para que tengas quesalvarme otra vez, así que nada ya deheroicidades, ¿de acuerdo? Especialmentesi a quien se tuviera que salvar fuera aSempronio Longo.Su hijo asintió con la cabeza entre sonrisas.Su padre le dirigió unas palabras más.- Ese general cartaginés sabe estrategia,eso no es nuevo, pero ese cartaginés

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además juega con nosotros; lo siento en elambiente; siento que lee en nuestrospensamientos, que juega con nuestrasambiciones y vanidad. Por eso estoy aquíherido. He pagado el precio de mi vanidad,de mi ambición combinada con undesprecio ingenuo por el ene- migo. Túaún eres joven y no estás lleno de esapasión por el poder que mueve a muc- hosen Roma, pero Sempronio sí y la ambiciónpuede ser una mala consejera cuando selucha con alguien tan astuto como esecartaginés. Cuídate y, mañana, haz caso aLelio.Y… y no le guardes rencor ni tengas dudasde él. Si alguna vez te contradice en algunacosa, piensa que lo hace por orden mía. Enel campo de batalla escúchale como sifuera yo mismo.El joven Publio dejó pasar unos segundosde profundo silencio antes de responder.

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En su mente aún pesaban las dudas deLelio cuando le había ordenado queencabezara junto a él la carga para salvar alcónsul, a su padre, el mismo que le decíaque confiase en aquel hombre. Al finalrespondió.- De acuerdo, padre, así lo haré.El cónsul indicó a su hijo con la mano quepodía retirarse y, una vez salió de la tien-da, dio una palmada. Un esclavo le trajouna copa llena de vino. El cónsul la bebióde un trago y se echó a dormir.

41 Un amanecer helado

Junto al río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Era un amanecer gélido que anticipaba lasnieves que pronto cubrirían la región deLiguria. Cayo Lelio y el joven Publio

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cabalgaban juntos en dirección a la puertaprinci- pal del campamento, donde seestaba reuniendo la caballería deSempronio para salir en misión dereconocimiento, tal y como se habíaacordado la noche anterior.- ¿Puedo decir algo? -preguntó Cayo Lelio.- Claro -respondió Publio.- Pues he de confesar que cuando tupadre… el cónsul, quiero decir, meencomendó servir bajo tu mando pensé queme iba a aburrir bastante, pero empiezo atener la sensa- ción de que a partir de ahorano voy a tener mucho espacio para elaburrimiento. -‹¡Y eso te parece bien omal? - Bien, bien. Sólo tenía miedo depermanecer en la retaguardia aunque… -¿Sí? -preguntó Publio.- Aunque tampoco es necesario ir siempreal centro de la batalla como hicimos en Te-sino.

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Publio sonrió antes de responder.- Parece que mi padre y tú pensáis lomismo. Mi padre me ha sugerido anocheque hoy sea más cauto, más precavido. -Unhombre sabio, el cónsul, tu padre.Publio asintió. La caballería de SempronioLongo ya estaba formada. Las trompetassonaron dando la señal de iniciar lamarcha. Ambos espolearon suavemente asus cabal- los con sus tacones para entraren la formación del regimiento decaballería que partía del campamentoromano.Cabalgaron durante unas tres horas al pasocasi todo el tiempo y, en algunas ocasi-ones, con un ligero trote. Encontraron unpar de pequeñas aldeas desalojadas ysaque- adas. Había casas que todavía seconsumían lentamente en sus cenizas.Todo el trigo y el resto de los vívereshabían desaparecido. Aníbal estaba

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alimentando a sus tropas y un gran ejércitocomo el que había traído desde Hispanianecesitaba muchos recursos.Llegaron a una llanura y Sempronio Longodetuvo la marcha: al final de la planicie sedivisaba un grupo de jinetes cartagineses.El cónsul ordenó que la caballería seprepara- se para una carga. Lelio observabaa los jinetes púnicos.- Cada vez hay más -comentó-. Yo diríaque no son exploradores, cuento ya unosdos o tres cientos y llegan más. Creo quees la caballería númida de Aníbal.- Los mismos contra los que luchamos enTesino -apostilló Publio.- Los mismos.Los dos oficiales romanos vieron cómo enunos segundos, con una sorprendente agi-lidad, los cartagineses formaron sucaballería. Sempronio Longo no esperó niun mo- mento y, sin mediar debate alguno

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con sus oficiales, ordenó que la caballeríaromana cargara contra los númidas.Los romanos se lanzaron a galope tendidoy los africanos respondieron de igual for-ma. Las dos fuerzas chocaron en el centrode la llanura y muchos jinetes de ambosban- dos cayeron abatidos por el empuje desus contrarios. Lelio y Publio cumplieroncon lo que se esperaba de ellos yderribaron a sendos jinetes. Publio siguióabriéndose camino entre los enemigos que,más que atacar, parecían limitarse aprotegerse de los golpes.Poco a poco muchos de los africanos quehabían sido derribados se levantaban,busca- ban sus monturas y, una vez denuevo sobre sus caballos, comenzaban areplegarse. Le- lio los observaba igual deextrañado que el joven Publio. Apenashabía heridos entre los cartagineses y, sinembargo, se replegaban con rapidez.

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Sempronio Longo ordenó que el ataqueprosiguiera, avanzando sobre la llanura yempujando a la caballería cartaginesa haciael final de la planicie. Al cabo de unosminutos de combate los africanos dieronmedia vuelta y se retiraron por completo,galopando raudos sobre la hierba, dejandoa los romanos solos, dueños de la llanura.- ¡Victoria! -gritó el cónsul SempronioLongo- ¡Victoria absoluta! Sobre la tierrade aquella pradera había numerososcadáveres de ambos bandos, pero pormucho que Publio examinaba los cuerposcaídos, no observaba un mayor número decartagineses muertos que justificara aquellaveloz retirada. Se volvió hacia Lelio y leyóen sus ojos su misma sensación deconfusión.- Son los mismos de Tesino -comentóLelio-, pero como si no lo fueran. Nocombatí- an así cuando nos atacaron y

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luchábamos por salvar al cónsul.- Sí -dijo Publio-, y no sólo eso. Aquí nisiquiera han intentado rodear al nuevo cón-sul.La conversación entre Publio y Leliopronto quedó apagada por los gritos dejúbilo de la caballería de Longo y, en elcentro de todos sus jinetes, el propiocónsul que, con am- bos brazos en alto,ofrecía aquella victoria a los dioses. Publiovolvió sus ojos hacia el lugar por dondehabían desaparecido los jinetes africanos.No se veía nadie. El fondo de la llanura ylas montañas colindantes estaban vacías.

42 La noche más larga

Junto al río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Maharbal se presentó de inmediato ante

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Aníbal. Éste aguardaba en su tienda, juntoa sus oficiales, el informe de su jefe decaballería. Entre los líderes cartagineses seincluía esa tarde la presencia de Magón,hermano de Aníbal, que le habíaacompañado desde Iberia, en el tránsito porla Galia y los Alpes, hasta alcanzar laregión de Liguria, donde ahora seencontraban, al norte de la penínsulaitálica.- Todo ha salido según lo planeado-empezó a explicar Maharbal-. Losromanos están convencidos y satisfechosde su victoria.- Perfecto -dijo Aníbal-. Ahoraescuchadme bien: de aquí a dos díasvolveremos a hostigarlos con la caballeríay quiero que se conduzca a las legionesromanas hasta esta posición. -Aníbalseñalaba un punto en un mapa que estabadispuesto sobre una mesa en el centro del

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corro que habían creado los oficiales a sualrededor. Continuó dirigiéndose a suhermano menor-. Magón, quiero que cojasesta noche parte de nuestras tropas, lu- egote concreto cuántos jinetes, y quiero que tesitúes en esta zona. Aquí hay un bosque.Has de alcanzarlo durante la noche, muyimportante, sin ser visto. -Magónescuchaba con atención las observacionesde su hermano sobre el plano y ratificabacon su cabeza que aceptaba la misión.- De acuerdo -apostilló.- Entonces todo está claro -concluyóAníbal-. Ésta es la noche del solsticio deinvier- no, la noche más larga del año. Esote da más horas de oscuridad, Magón, paraalcanzar el objetivo. Si todo sale bien,haremos que tras la noche más larga el díamás corto que viene después les parezca alos romanos también el más largo de suvida. Desearán que nunca hubiera

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amanecido.Las noticias de la victoria de la caballeríaromana sobre los númidas de Aníbal se di-fundió rápidamente por todo elcampamento romano levantado junto aPlacentia. El cónsul Publio CornelioEscipión, ante los informes quecorroboraban lo explicado por su colega enel cargo, Sempronio Longo, no pudooponerse a que éste asumiese el man- dosupremo sobre todas las legiones paralanzar una ofensiva a gran escala sobre laspo- siciones cartaginesas. Una vez PublioCornelio hubo accedido a ceder suslegiones, sin decir una palabra deagradecimiento o de reconocimiento,Sempronio Longo salió de la tienda de sucolega dejando al cónsul herido a solas consu hijo. El joven Publio fue el que inició laconversación con su padre, reclinado en eltriclinium, masajeándose el cos- tado y

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sobre todo la pierna donde le dolía aún laherida recibida en la batalla de Tesino.- Padre, tengo un mal presentimiento yCayo Lelio piensa igual que yo. La retiradade la caballería cartaginesa ha sido…peculiar. Aquellos hombres no se parecíanen nada a los que nos encontramos enTesino y, sin embargo, eran los mismos.El cónsul escuchó con atención y luegoconsideró unos instantes antes de dar sures- puesta.- Es posible que Aníbal esté jugando connosotros una vez más. Explicaría muchascosas: primero se entretuvo conmigo,aprovechándose de mi desprecio a suhabilidad como general y de miinfravaloración de sus tropas. Yo hepagado cara mi altanería y, si en efecto ésaes la estrategia del cartaginés, ahora letocaría el turno a Longo, pero sólo tenemosintuiciones, Publio, sólo intuiciones. Eso

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no basta para detener una ofensiva como laque prepara Longo. Nadie le hará ver loshechos de la forma en la que tú y yo losestamos considerando. Además,Sempronio Longo tiene de su parte a lostribunos. O mucho me equivoco o ésta va aser la tónica durante bastante tiempo ennuestra lucha contra este generalcartaginés. Tendremos que ver dónde o,para ser más precisos, en quién encuentraRoma al líder sabio y valiente que a la vezsepa enfrentarse contra este enemigo. Peroésa es otra historia. No debemosanticiparnos de esta forma a acontecimi-entos aún tan imprecisos e inciertos. Quizátodo termine en nada y Sempronio Longoconsiga su magnífica victoria mañana alamanecer y Aníbal no sea más que unbreve pasaje de nuestras vidas que nomerezca ni unas líneas de recuerdo. Ahoralo que me importa, lo fundamental, es que

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te cuides, hijo mío, mañana en el combatey en los días posteriores: lucha y cumplecon tus obligaciones como oficial de lacaballería de Roma, pero protégete siempreque puedas si la locura ciega al cónsulobnubilado por su ansia de victoria a todacosta. Espero no tener que asistir nunca altriunfo de un mentecato co- mo Longo enRoma obtenido con sangre de mi familia,¿me entiendes, hijo? Eso nunca.Que los dioses no lo permitan.- Te entiendo, padre.El joven Publio se retiró para que su padredescansase. De regreso a su tienda observócómo el campamento bullía enpreparativos para la gran ofensiva. Loslegionarios lim- piaban sus armas, afilabanlas espadas y las puntas de sus dardos ypila; revisaban sus cascos, escudos ycorazas. Muchos practicaban el combatecuerpo a cuerpo bajo la tute- la de los

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centuriones.La hora de la cena llegó y la actividad sedetuvo para que se distribuyera el rancho ylos legionarios pudieran comer antes deacostarse.Tito Macio bebía de su vaso y saboreaba elvino. Algo que hacía semanas que no po-día hacer. Sempronio Longo queríacongraciarse con la tropa y conseguir sufavor para el combate que se avecinaba yhabía ordenado distribuir un vaso de vino-no más- por hombre. Los soldados comíany el estómago lleno y el alcohol del vinoestimulaba su valentía.- Yo creo que mañana ganaremos. -EraDruso quien hablaba así-. Los cartagineseshan huido en cuanto hemos acudido connuestra caballería y todos sabemos que lain- fantería romana es mucho mejor que lacartaginesa. En cuanto nos encontremosfrente a frente y vean nuestras cuatro

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legiones y con ellas todas las tropasauxiliares, se darán media vuelta y sevolverán por donde han venido.Tito Macio no veía las cosas con tantaseguridad, pero no quiso contradecir a suami- go. Suspiró. Después de muchos añosde soledad Druso, otro soldado auxiliar, sehabía convertido en el amigo que no teníadesde que el viejo traductor griegoPraxíteles falle- ciera, en aquellos días enque trabajaba en la compañía de teatro deRufo. Tito Macio pensó en el paso deltiempo mientras cenaba: qué lejos estabanesos días y qué distantes parecían; eracomo si la época en la que preparaba losvestidos de los actores, cuando él mismoen ocasiones se veía obligado a sustituir aalguno de los cómicos, demasiadoborracho para ponerse en pie, y salía alescenario y declamaba su papel, hubierasido la vida de otra persona. Tantos

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sucesos y tantos sufrimientos había entreesa vida y su ac- tual condición de soldadoque parecían existencias inconexas, sinrelación alguna, pero así era la vida, suvida. Había dejado aquella forma de existiry ahora era un legionario de los ejércitosde Roma, cenando junto a su amigo y suscompañeros la noche previa a una granbatalla, a una gran victoria segúnvaticinaban todos. ¿Quién sabe? Igualestaba en la víspera de un cambiodefinitivo en su desdichada fortuna: unejército vencedor si- empre era premiadocon agasajos por parte del cónsul triunfantey haber participado en una importantevictoria militar te abría las puertas enmuchos sitios. Tito Macio echó el últimotrago de su vaso de vino y se sintió másseguro de sí mismo de lo que nunca ha- bíaestado en su vida.Magón marchaba intentando discernir la

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ruta a seguir entre las sombras proyectadaspor una tenue luna creciente. Leacompañaban mil infantes y mil jinetes.Los soldados cartagineses caminaban apaso ligero sorteando la maleza y laspiedras del sendero ele- gido, siguiendo ala caballería. Un frío húmedo lo poblabatodo. La mayoría buscó con- suelo en elrecuerdo de otros cielos estrellados, lejosde allí, en su país, y al abrigo de losrecuerdos de su patria y de sabersedirigidos por un poderoso general,zigzaguearon en silencio con sudeterminación puesta en la batalla sincuartel que debía librarse la mañanasiguiente.Publio, el hijo del cónsul, se tumbó en sutienda y a la luz de una lámpara de aceiteempezó la lectura del volumen que supadre le había regalado: la Ética aNicómaco de Aristóteles. Su griego estaba

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algo oxidado, pero leer en voz alta leayudaba a percibir con más claridad elsentido de cada palabra mientras girabacon sus manos los rollos que contenían eltexto. Leyó durante varios minutos aunquesus pensamientos vagaban lejanos, enRoma, hasta que un pasaje captó suatención. «Hay tres motivos -decía el fi-lósofo griego- por los que los hombres sequieren y se hacen amigos: la utilidad, laat- racción física y la simpatía, se entiendela simpatía espiritual. Esta simpatía es elcomi- enzo de la amistad, no la amistadmisma… Cuando la utilidad es el motivode que nazca la amistad, los hombres seaprecian mutuamente, no por ellos mismos,sino sólo por in- terés…, algo parecidosucede con aquellos que se hacen amigospor la atracción física.No se estima al amigo porque es el que essino porque me reporta beneficios o me

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pro- porciona placeres. El fundamento deestos lazos es transitorio.»(3. Extractosproceden- tes de la Ética a Nicómaco.Libros I y VI de Aristóteles, en su ediciónde 1993 de la Universitat de Valencia.)Publio seguía con sus ojos aquellas frasescon intenso interés, de forma que no vio lasombra de un soldado dibujarse en la telade su tienda, «la amistad verdadera [sebasa] sobre el carácter y las virtudes de losque son iguales entre sí. Son ésos los quese suelen buscar y encontrar. En la medidaen que son buenos buscan el bien el unopara el otro.Tales amistades son raras, hay pocoshombres así. Tal cosa requiere tiempo ytrato, has- ta que cada uno se hayamostrado al otro digno de cariño y laconfianza se haya confir- mado…».En ese momento la figura del legionarioque se acercaba a la tienda descorrió la tela

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que daba acceso al interior y el rostromoreno y la barba poblada de Cayo Leliose hici- eron nítidos a luz de la lámpara deaceite. El joven Publio se sobresaltó. Lasmanos le temblaron y casi dejó caer losrollos con el texto que estaba leyendo.- Perdona que te moleste -dijo Lelio-, mepreguntaba si querrías tomar ese vaso devi- no que nos regala Sempronio, encompañía.Publio le miró y accedió.- Sí, claro -dejó entonces los rollos deltexto sobre su lecho, apagó la luz soplandoy salió con Lelio al exterior.Hacía frío. Los soldados del destacamentode caballería de Publio y Lelio esperaban asus oficiales; cuando éstos llegaron serepartió el ánfora de vino que les habíacorres- pondido y llenaron sus vasos.- ¡Por la victoria! -dijo uno de los soldados.Y todos levantaron sus vasos y bebieron un

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trago. Publio pensó en cómo habíacambiado el trato con aquellos hombresdesde ha- cía unas semanas hasta ahora.Estaba claro que su modo de actuar enTesino al salir en defensa del cónsul y alluchar por dejar a los cartagineses al otrolado del río había im- pactado en sushombres. Publio se dirigió entonces aLelio.- Bebamos también tú y yo por algo más.- Por lo que quieras.- Bebamos por la amistad -dijo el jovenPublio.Lelio confirmó despacio con su cabeza queaceptaba aquel brindis y levantó su copamirando al hijo del cónsul.- ¡Por la amistad! -dijo Lelio con voz alta yclara, y ambos oficiales agotaron hasta laúltima gota de vino en un largo sorbo quelos unió, aunque ellos aún no lo supieran,pa- ra el resto de sus vidas.

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43 La batalla de Trebia

El río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Tito Macio se levantó aquella mañanahelado por el frío y sobresaltado por ungriterío que venía desde fuera delcampamento. El fuego se había apagado yel viento gélido del amanecer veníaacompañado de aguanieve. Druso seacurrucaba en el suelo estirando su finamanta con sus manos en un vano intentopor cubrirse desde la cabeza a los pies auncuando la extensión de la lana erainsuficiente.Tito Macio se esforzaba por entender quéocurría. Al igual que él, otros muchos legi-onarios se estaban levantando sorprendidospor los gritos que venían del exterior de las

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empalizadas. Los centuriones empezaron adar órdenes para que todos se levantasen yse preparasen para salir a combatir: loscartagineses habían avanzado su caballeríanú- mida y ésta estaba acosando la zona enla que los romanos se habían fortificado.Sempronio Longo se había levantadoapenas hacía diez minutos y, tras unarápida re- unión con los tribunos de suslegiones, decidió lanzar a toda su caballeríacontra los nú- midas y, no contento coneso, ordenó que se dispusiesen todas laslegiones para seguir a los jinetes.- ¡Esos cartagineses van a entender hoycon quién están luchando! -dijo SempronioLongo, sus ojos brillantes, con fulgor ensus pupilas y ansia en el corazón.Tito Macio agarró un pedazo de pan quetenía guardado de la noche anterior y sepu- so a morderlo con avidez. Estabamuerto de hambre y el frío no hacía sino

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agudizar esa horrenda sensación de vacíode su estómago, pero el centurión de sumanípulo le conmi- nó a dejarloseñalándole amenazadoramente con laespada.- ¡No hay tiempo para el desayuno,legionario! -dijo el centurión-. ¡Órdenesdel cón- sul! ¡Todos preparados paracombatir! ¡Ya comeréis después de labatalla! Aquello enfureció a Tito. De loúnico que se había alegrado de su ingresoen la legión era de que al menos en elejército podía comer con cierta regularidad,pero desde que lo habían desplazado alnorte, estaba aterido por el frío y ahoraademás le negaban la co- mida.- Déjalo -dijo Druso-. Está claro que hoyno nos van a dar nada para comer hasta quehayamos acabado con unos cuantoscartagineses, así que, cuanto antesacabemos con el- los, antes comeremos.

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Vamos, sigúeme.La determinación de Druso consoló unpoco el ánimo de Tito Macio y ambos sepusi- eron el casco, la coraza de piel, queera lo que podían permitirse unos soldadosde tropas auxiliares, y cogieron sus espadasy pila.- ¡Vamos allá de una vez! -concluyó Tito.En otro extremo del campamento, lacaballería romana ya estaba formada ydispuesta para salir. El joven Publio yCayo Lelio estaban sobre sus monturas. Nose decían nada pero intuían que algo noencajaba, sin embargo, el cónsul TiberioSempronio Longo te- nía el mandoabsoluto, al menos hasta que el otro cónsul,Publio Cornelio Escipión, se recuperase yno se podían discutir las órdenes del cónsulal mando, y menos en medio de un ataqueenemigo.La caballería romana salió al trote del

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campamento y al minuto empezó a galoparen dirección a los númidas. A quinientospasos de las fortificaciones romanas, losjinetes de ambos ejércitos se enfrentaronen un combate duro bajo el viento y elaguanieve del invierno de Liguria. El jovenPublio hirió a un par de jinetes númidas yCayo Lelio hizo lo propio con otros dos,uno de los cuales cayó al suelo malherido.Los númidas empe- zaron a replegarse.Sempronio Longo dio orden de seguirlos yde que las legiones sali- eran delcampamento y, a paso ligero, siguieran asu vez a la caballería romana para dar- lesapoyo.Los jinetes africanos huían por una llanura,lo que dio seguridad al cónsul Sempronio,ya que los romanos sólo temían las zonasboscosas donde los galos de la regiónpresen- taban con frecuencia emboscadasque causaban numerosas víctimas entre los

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legionari- os. Por el contrario, un avancepor terreno llano y despejado era algo quelos romanos no temían. Había un bosque,pero los númidas se alejaban de élacercándose al río Tre- bia. Al llegar almismísimo río, los jinetes africanosespolearon sus caballos para cruzar- lo algalope por una zona por la que se podíavadear al ser de aguas poco profundas. Lacaballería romana hizo lo propio y elcónsul ordenó que la infantería siguiera losmis- mos pasos.Tito Macio entró en el río. Pronto el aguale cubrió primero hasta la cintura y, al lle-gar al centro del río, hasta casi loshombros. La corriente no era fuerte, pero latempera- tura del agua estaba tan baja quesintió como si hasta sus propios huesos secongelasen por dentro. Se fijó en Druso,cuyos dientes castañeteaban por el frío.Al salir del río Trebia, los legionarios

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romanos estaban temblando y apenastenían fu- erza para mantener sus armas enla mano. Sólo la caballería, que apenas sehabía moj- ado hasta las rodillas, parecíaestar en condiciones razonables para elcombate, pero ya no había tiempo pararetroceder o replantear la batalla. Al llegara la llanura al otro lado del río los romanoscomprendieron exactamente lo que lesesperaba. En la distancia Sempronio Longovio al ejército cartaginés dispuesto para elcombate.Aníbal dio orden de que los mercenariosbaleáricos con sus hondas y su infanteríamás ligera, lanzas en ristre, se pusieran alfrente del ejército. Ésta era la primera líneade combate de las tropas púnicascompuesta por unos ocho mil hombres. Pordetrás, en una gran falange, avanzaba lainfantería pesada, constituida por soldadostraídos de Iberia, los recientes aliados galos

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de la región, que guardaban odio eterno aRoma desde tiempo secular, y los soldadosafricanos que habían acompañado aAníbal, algunos incluso a su padreAmílcar, desde Cartago. En total unosveinte mil hombres.La caballería númida, en su maniobra derepliegue, se dividió en dos grandes gruposque se unieron al resto de los jinetes delejército púnico en ambas alas de laformación.Los africanos alinearon entonces un totalde diez mil jinetes dispuestos para labatalla.Y, como remate final, el general cartaginéshabía formado dos pequeños grupos de ele-fantes, los supervivientes del tránsito de losAlpes, junto con las alas de la caballería.El general africano observaba el campo debatalla desde un altozano.- Todo está dispuesto -dijo-, y Baal está

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con nosotros.En el frío de la mañana, su voz sonó cálida,llena de fuerza y extraño poder. Sus ofici-ales se sintieron seguros y esperaron laseñal de su líder.Sempronio Longo sentía el frío en suspiernas mojadas por el agua del río, perono re- paró en los temblores de muchos desus soldados de infantería ni en que lastropas no habían desayunado ni en elviento gélido que parecía navegar junto alagua del río.- ¡Las legiones al centro! ¡La caballería enlas alas, que guarden los flancos mientrasavanzamos! Las órdenes se transmitieron atribunos y decuriones y luego a loscenturiones hasta llegar a toda la tropa:aproximadamente unos dieciséis milromanos y veinte mil aliados.La infantería ligera romana fue la primeraen acometer a los cartagineses. Congelados

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por el frío del agua del Trebia, Tito Macioy Druso encontraron cierto alivio en correraunque sólo fuera para entrar en calor. Sinembargo, pronto el miedo a morir hizo quesus otros sufrimientos se desvanecieran ensu cabeza: los africanos los recibieron conuna densa lluvia de proyectiles. Tito yDruso se guarnecieron bajo sus escudos altiempo que veían cómo algunoscompañeros más lentos caían atravesadospor las flechas ene- migas. Preocupadospor su supervivencia, no vieron cómo lacaballería romana empeza- ba a ceder enlas alas. Los jinetes númidas atacaban con,para muchos, inesperada agre- sividad, ylos confiados caballeros romanos se vieronsorprendidos por la furia de aquel- la luchacuerpo a cuerpo a la que no estabanacostumbrados. La mayoría de los jinetesromanos sólo sabían de los númidas porsus dos aparentes claras victorias

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recientemente conseguidas bajo el mandodel cónsul Longo y no entendían aquellaferocidad con la que los africanos lanzabancada golpe. Como resultado, muchosromanos cedían terreno y otros, los másvalientes, eran heridos o caían derribadosal retirarse sus compañeros.De nuevo el joven Publio y el veteranoCayo Lelio se vieron luchando conaquellos jinetes reconociendo en el primercruce de golpes la tenacidad en lacontienda de los af- ricanos que habíanencontrado anteriormente en la batalla deTesino.- ¡Esta vez va en serio! -exclamó Publio.- ¡Así es, por Júpiter y por todos losdioses! -respondió Lelio mientras combatíacon un fornido guerrero númida.La turma de Publio y Cayo Lelio manteníala posición a duras penas y con el coste dealgunas bajas, pero el hijo del cónsul se

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percató de que se estaban quedando solosmien- tras el resto de la caballería romanaretrocedía cada vez más.- ¡Hay que retirarse! -le dijo a Lelio y ésteaceptó sin discusión. Poco a poco, de laforma más organizada que podían, fueronretrocediendo para no quedar rodeados porlos jinetes númidas.Con el retroceso de la humillada caballeríaromana los flancos de las legiones queda-ron al descubierto. Tito y Druso tambiénretrocedían tan velozmente como lespermitían sus piernas y sus escudos, quellevaban en alto para protegerse de losdardos y las jaba- linas que seguíancayendo en todo momento. Apenas habíantenido oportunidad de combatir. Sólo unbreve cruce de golpes con un grupo deiberos cuyas estocadas habían dejadoentumecido el brazo con el que Titosostenía su escudo. En su repliegue, ni Tito

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ni Druso se percataron del desastre que seavecinaba. Las legiones de infanteríapesada combatían con el frente cartaginés ala vez que se defendían de las embestidasde los jinetes númidas por los flancos.Sempronio Longo, en la retaguardia,rodeado por parte de su caballería,observaba el desastre en el que se habíaconvertido su ofensiva.- ¡No pasa nada! ¡El enemigo es fuertepero podemos vencer! -intentaba insuflarse- guridad en su voz elevando el tono desus palabras, pero su nerviosismo quedabaimplí- cito en el vibrar extraño de susfrases lanzadas al viento glacial y susoficiales empeza- ban a desconfiar ya deaquel cónsul que los había conducido no yaa una pequeña derro- ta como en Tesino,sino a un desastre militar de consecuenciasincalculables. -¡Que la caballería sereorganice! ¡Vamos a volver a atacar! Aún

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no había terminado Sempronio Longo dedecir esas palabras cuando, desde elbosque cercano, saliendo de la retaguardiaromana, una fuerza de mil jinetes númidasy mil infantes cartagineses se lanzó sobrelas desguarnecidas tropas de la infanteríaroma- na. Se trataba de las tropas deMagón, el hermano de Aníbal, que,siguiendo las instruc- ciones recibidas, sehabía emboscado entre los árboles la nocheanterior al amparo de la larga oscuridad delsolsticio de invierno y de la tímida lunanocturna. La infantería ro- mana quedórodeada esta vez al completo por losenemigos, mientras que la caballeríaromana observaba impotente el desastretotal que se cernía sobre su ejército.Sempronio Longo enmudeció mientras susoficiales le pedían, ahora ya sin reservas ysin vigilar la forma o el tono en el queexpresaban su demanda, que ordenase una

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retirada general an- tes de sercompletamente masacrados por loscartagineses. Sempronio Longo, no obs-tante, sólo escuchaba los gritos de sussoldados que caían muertos y el bramidode los elefantes que pisoteaban legionariosromanos. Aquellas bestias avanzabanprotegidas por los jinetes númidas y losaliados galos e iberos que acompañaban alos cartagineses.Ante la inactividad del cónsul, varioscenturiones reagruparon a los hombres quepo- dían seguirlos y se abrieron paso entrelos enemigos. Nadie tenía deseos de volvera cru- zar el río de aguas heladas del Trebiay menos rodeados de enemigos. Era mejorabrirse un camino todos juntos por dondesalir. Tito y Druso se vieron favorecidos alproducirse el reagrupamiento romano cercade su zona.Unos diez mil legionarios y soldados

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aliados pudieron salvarse y entre agotados,hambrientos y ateridos, llegaron, trasvarias horas de larga y triste marcha, hastalas ci- udades de Placentia y Cremona,bajo dominio romano, para guarecerseentre sus fortifi- cadas murallas.Publio y Lelio se replegaron junto al restode la caballería cruzando el río. A pocosmetros vieron al cónsul Sempronio Longocabalgando cabizbajo, protegiéndose consu capa de la intensa lluvia que, aunqueahora los azotara con poderosa vehemenciadoble- gando aún más sus ánimos con elimperio de su humedad y fría insistencia,al mismo ti- empo les había brindado unagran ayuda para facilitar el repliegue.

Aníbal observaba la retirada romanamientras las gotas de lluvia salpicaban todosu cuerpo. Estaba empapado. Sus oficialesesperaban la orden de replegarse o bien de

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emp- render una persecución contra lainfantería y caballería romanas que, cadauna por su la- do, buscaban refugio en lasciudades que controlaban en la región.Aníbal optó por el repliegue de sus tropas.La lluvia era demasiado intensa paracontinuar con las acciones militares y elobjetivo principal de infligir una duraderrota a las legiones de Roma en propioterritorio itálico ya estaba conseguido.Podía ver en el rostro de los jefes galos eiberos que acompañaban a sus oficialescartagineses la enorme confianza quetenían de- positada en sus decisiones desdeaquel instante. A partir de aquel díaempezaba la auténtica guerra contra Roma.Pronto llegaría la victoria absoluta y elplan de su padre sería cumplido fielmentede forma que el dominio sobre todo elMediterráneo occidental pasara a manos deCartago. Aníbal sonrió y se sacudió el pelo

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para secarse por un lado y por otro para nocegarse en sueños aún no cumplidos.Quedaba una inmensa labor toda- vía porrealizar. Y complicada.- Nos replegamos -dijo, y nadie discutió suorden. De hecho cada vez menos se atre-vían tan siquiera a preguntar el porqué desus mandatos.Cayo Lelio y Publio, seguidos de la mayorparte de los jinetes de su turma de caballe-ría, cabalgaban bajo la interminable lluviaque los envolvía. Lelio se puso al lado deljoven Publio.- Nuevamente nos hemos salvado, por lospelos.- Así es. Se diría que los dioses están connosotros.- Bueno, para salvarnos la vida puede ser-continuó Lelio-, pero extraña forma de es-tar con nosotros es esa en la que nosconducen de derrota en derrota. Esto

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empieza a ser fastidioso. Estoy cansado dereplegarme, de retirarme, de ver a cuántoshe podido salvar de caer abatidos por elenemigo, los recuentos al llegar alcampamento, sucios, cansa- dos… - Teentiendo, Lelio, te entiendo. Es una extrañaforma. No sé si es causa del capricho delos dioses o capricho de nuestro cónsul almando. Sin embargo, aquí estamos, y estanoche, aunque ya imagino que Longo notendrá ganas de repartir vino, tú y yotomare- mos unas buenas copas juntos alabrigo de mi tienda, si te parece bien. Nossecaremos y repondremos fuerzas. Estaguerra no ha hecho más que empezar.Lelio le miraba entre admirado ysorprendido. Le fascinaba aquellatenacidad en la lucha aun después de unaserie de fracasos militares como los quellevaban cosechada aquel año entre elTesino y el Trebia. Debía de ser la

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juventud que aportaba fuerzas sup-lementarias. Lelio hacía tiempo ya quehabía olvidado aquel espíritu juvenil con elque se emprendía una campaña. Todo eranuevo. El mundo estaba lleno deposibilidades.Hacía años que todo aquello se habíadesvanecido para él y, curiosamente, juntoa aquel muchacho, aquellas sensacionesparecían retornar a su ser.Entre la lluvia y el viento helado, Publioacertó a leer en la mirada de su interlocutorla sorpresa y la extrañeza ante sus palabras.- Lelio -quiso aclararle-, mi padre dice quea veces la más grande de las victorias seconstruye sobre muchas derrotas previas.Esperemos que tenga razón.- Esperémoslo pero, y no quiero por ellofaltar al respeto a tu padre, ¿en qué se basael cónsul Escipión para afirmar tal cosa? -Ha leído mucho, ha leído mucho. Algo

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habrá aprendido en todos esos volúmenesde filosofía que colecciona y que me vaentregando poco a poco.Publio sonrió al final de sus palabras. Leliosacudió la cabeza.- Creo que necesitaremos algo más quehistorias de filósofos muertos para frenar alos cartagineses.Publio mantuvo su sonrisa, dejando claroque no tomaba como ofensa aquellareflexi- ón de Lelio. Mantuvo su sonrisa ysu serenidad. En algún momentoencontrarían la vic- toria y estaría apoyadaen las palabras de su padre o en los textosque éste le pasaba; de alguna forma, dealgún modo todo aquello debería encajarperfectamente y comenzar a fluir.Entretanto, no restaba sino resistir. Yestaban su padre y su tío Cneo y, mientrasellos combatieran, todo era posible. Eljoven Publio se dio cuenta de que ésa era

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su auténtica fortaleza: saber de laexistencia de su padre y de su tío y queambos luchaban en su mismo bando.Tito y Druso cenaron aquella noche ensilencio. Aún tiritaban por el frío pasado yqu- ién sabe si por el miedo sentido en elcampo de batalla. Engulleron las gachas detrigo sin hablar, aturdidos por lossufrimientos compartidos, dos soldados alservicio de Ro- ma en un ejército malgobernado que se retiraba a la deriva.

LA RESISTENCIA DE ROMALIBRO IV

Patiendo multa, venient quae nequeas pati.[A fuerza de soportar mucho, llegará loque no pueda soportarse.] Publilius syrus

Cneo en Hispania Hispania, septiembre44del 218 a.C.

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Cneo llegó a Hispania con las sesentanaves que su hermano el cónsul PublioCorne- lio Escipión le había cedido paratrasladar las dos legiones cuyo mando lehabía traspa- sado para atacar a loscartagineses y así cortar la línea desuministros de Aníbal proce- dente deaquella región.Cneo Cornelio Escipión puso pie a tierraen Emporiae, una colonia griega amiga deRoma, en la costa noreste de Hispania.Varios oficiales romanos de las tropassupervivi- entes a las luchas contra loscartagineses de Aníbal primero y ahora delas guarniciones comandadas por Hanón,se acercaron para recibirle con los brazosabiertos.- Gracias a todos los dioses que habéisllegado. Ojalá ahora se pueda cumplir elman- dato del Senado de Roma y recuperarel control de esta región… -comentó un

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centurión romano nada más bajar Cneo desu barco.- ¿El Senado? -preguntó a voz en grito elaludido interrumpiendo a aquellos oficialesque le agasajaban en su recibimiento-. ¡ElSenado, sí, y mi hermano! ¡Mi hermanome ha pedido que despeje de cartaginesestoda la región desde los Pirineos hasta elEbro y eso es lo que voy a hacer! ¡Lo quevamos a hacer todos! -Y elevó aún más sugrave y poderosa voz para que le oyerantanto los que se acercaban a las naves portoda la costa como los legionarios quecomenzaban a desembarcar-. ¡Legionariosde Roma, vamos a perseguir a loscartagineses hasta que crucen el Ebro devuelta a su casa con el rabo ent- re laspiernas y vamos a combatir con ellos amuerte hasta que acabemos con esta tarea!-Y volviéndose a los iberos que, entrecuriosos y sorprendidos, se acercaban para

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pre- senciar el desembarco de las tropasromañas recién llegadas, añadió-: ¡Y quelos jefes de los pueblos iberos vayandecidiendo de qué lado están y rápido,porque seré generoso con los que nosapoyen desde este momento, pero tambiénme ocuparé personalmente de aquellos queapoyen a los cartagineses hasta quemaldigan el día en que su madre los parió!¡Y a los cartagineses les decís que losbusco y que no quiero cansarme en encont-rarlos, así que vengan pronto y, si quieren,que se traigan a sus dioses con ellos porqueles van a hacer falta! -Y luego para sí, envoz baja-. Ya tenía yo ganas de entrar enesta guerra e ir poniendo un poco las cosasen su sitio.Ordenó que las legiones formasen y, sinaguardar un minuto, una vez todas lastropas estuvieron desembarcadas, inicióuna marcha hacia el interior de la región en

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busca de un enclave llamado Cesse por loshabitantes de Iberia. Su objetivo eralocalizar la posi- ción de las tropas deAsdrúbal y Hanón, el ejército que Aníbalhabía dejado tras de sí para mantenerexpeditas las vías de comunicación yaprovisionamiento entre su propiaexpedición a la península itálica y las ricasfuentes de víveres y pertrechos deHispania.Al cabo de varios días de marcha, unexplorador pidió permiso para informar alpro- cónsul. Cneo le recibió en su tienda,mientras comía pollo y bebía vino, yconsultaba unos mapas y escuchaba losinformes de sus tribunos.- Los cartagineses han agrupado sus tropasen Cesse y están dispuestos al combate, migeneral.Cneo asintió e hizo una señal para que elexplorador abandonase la tienda. En

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cuanto éste hubo salido, continuócomiendo, y con los carrillos llenos decomida y vino se las arregló para dar susinstrucciones a los tribunos presentes.- ¡Mañana vamos a Cesse y barremos delmapa a ese ejército! Que los soldadoscenen bien esta noche y que beban algo devino, sin excesos, que para eso ya me bastoyo.¿Alguna pregunta? Después de las derrotassufridas en Hispania, no estaba claro queaquella táctica del ataque frontal fuera a serla mejor política, pero era cierto que desdela llegada de Cneo Cornelio Escipión aHispania eran muchas las poblaciones ypueblos iberos que habían abandonado alos cartagineses y que todos los jefes de lasdiferentes tribus de la región esperaban unamuestra de la auténtica fuerza de losromanos en la península; rehuir el combatetambién podía verse como una muestra de

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debilidad. Entre el mar de dudas en el quelos tribunos se debatían por discernir quépodría ser mejor para acometer aquelladifícil campaña contra el ejércitocartaginés de Hanón y la resuelta decisióny seguridad de su procónsul, no habíamucho margen de maniobra. Marcio, unode los centuriones más experimentados, seanticipó al resto de los oficiales.- Así se hará, procónsul -dijo, y salió de latienda y tras él el resto, que le siguió conrapidez. Ningún oficial parecía estar agusto a solas con el procónsul.Cneo separó entonces su plato de comida yse acercó el plano de la región en la que seencontraban mientras que registraba en sumente la celeridad en la respuesta de aqueloficial. Lucio Marcio Septimio se llamaba.Siempre memorizaba el nombre de todoslos tribunos, decuriones y centuriones a sumando. Era información útil. No entendía

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cómo su hermano Publio encontrabaespacio en la cabeza para recordar tambiéndiálogos de las obras de teatro a las queasistía. Cneo era más selectivo. Se centrabaen lo militar:oficiales, inventarios y mapas, ésas eran lascosas que estudiaba con detenimiento. Lu-cio Marcio Septimio. Un centurión biendispuesto a cumplir las órdenes. Ése erasiemp- re un dato importante a tener encuenta en una campaña.Al día siguiente, los romanos atacaron enperfecta formación a los soldados cartagi-neses. Las legiones avanzaron con elprocónsul Cneo Cornelio Escipión alfrente. Su gi- gantesca figura de dos metrosse abrió paso, apoyada por varios hombresde confianza, por entre las filascartaginesas y su arrojo pareció contagiarsecomo una centella entre el resto de losromanos. El procónsul había situado los

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manípulos al mando de Lucio Mar- cio ensu ala derecha. Sabía que así no tendría quepreocuparse más por un flanco. Loscartagineses lucharon con tenacidad, perolos romanos llevaban consigo una fuerzare- novada que hizo retroceder a losafricanos paso a paso primero y luego endesbandada general. Aquel día ocho milcartagineses cayeron abatidos. La victoriafue absoluta.Cneo Cornelio Escipión, cubierto desangre roja brillante procedente de losenemigos cercenados por su espada, sedirigió a sus hombres desde lo alto de lafortaleza de Ces- se.- ¡Marte y Júpiter están con nosotros,legionarios! ¡De aquí hacia el Ebro hastaarrojar a los cartagineses fuera de nuestrodominio! ¡Los enemigos de Roma han delamentar el día en que cruzaron ese malditorío! Sus hombres gritaron de júbilo. Entre

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las poblaciones iberas corrió la voz: habíaun nuevo general romano en Hispania, untal Cneo Escipión, valiente, quedespreciaba el peligro, desconocedor delmiedo, que había prometido guerra sincuartel contra los car- tagineses y a los quelos apoyasen, y que acababa de barrer lastropas de Hanón. Dece- nas de jefes iberosdeliberaban en sus poblados. A partir deaquel momento había que pensarse muybien de qué lado se estaba.

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Ojos negros de mirada profunda Roma,enero del 217 a.C.

Publio Cornelio Escipión padre habíaregresado a Roma desde el norte para cederla magistratura consular, por un lado, a

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quien fuera elegido para el cargo, cumplidosu año de mandato, y, por otro lado, paraterminar de restablecerse de sus heridas deTesino.Con él regresó parte de las tropas y, entreotros muchos, su propio hijo. Ambos,Publio padre e hijo, caminaban aquellamañana de enero por las transitadas callesde una Roma que se preparaba para lasnuevas elecciones consulares. Diferentesnombres sonaban co- mo posiblescandidatos a la máxima magistratura delEstado: Terencio Varrón, Cayo Flaminio,Emilio Paulo, Servilio y, como siempre,Fabio Máximo, pero no estaba claro aúncómo iban a desarrollarse losacontecimientos.- ¿Adónde vamos? -preguntó el jovenPublio a su padre al salir de su casa.Camina- ban por entre callejones estrechosy amplias avenidas con un paso constante,

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rápido y decidido, aunque el único quesabía el destino de aquella salida era supadre. Al joven le parecía sorprendente larecuperación de su pater familias. Laherida en la pierna recibida en Tesinohabía sido grave y profunda; sin embargo,su padre avanzaba veloz y firme;apenas era visible una leve cojera al pisarcon la pierna herida, sólo discernible paraqui- en supiera lo acontecido hacía unosmeses junto a aquel nefasto río del norte.- Vamos a casa de Lucio Emilio Paulo-respondió al fin el interpelado.El joven Publio se quedó pensativo. LucioEmilio Paulo había sido cónsul el año an-terior; era un personaje respetado por susvictorias en la guerra de Iliria pese a queFabio Máximo intentó manchar su victoriacon confusas acusaciones sobremalversación en las cuentas de aquellavictoriosa campaña militar; apenas conocía

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nada más de él, aparte de que su padresiempre había hablado de este senador congran estima. Pensó en pre- guntar cuál erael motivo de la visita y, ya puestos, por quédeseaba ir acompañado. Lo segundo podríatener una respuesta relativamente fácil:desde que regresaran del frente de guerrasu padre había insistido en presentarle atodos los hombres influyentes de Ro- maque conocía, senadores, pretores, cuestores,censores. El joven Publio hacía lo po- siblepor retener nombres, funciones y lasvaloraciones que de cada una de esasperso- nas le hacía su padre. El hijo no veíaa qué tanta prisa por presentarle a tantagente en tan poco tiempo, pero su padreinsistía en que estaban en guerra y que enuna guerra cu- alquier cosa era posible yconvenía estar preparado. No entendía bienel joven Publio el sentido de estasexplicaciones, pero sabía que discutir con

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su padre en aquellos temas que éste teníadecididos era inútil, de forma que acatabalos deseos del padre como si de órdenes deun superior en el campo de batalla setratara, pues, a fin de cuentas, por el to- node decisión que su padre había empleadoaquella mañana, casi venían a ser lo mis-mo.- Se acercan las próximas elecciones parael consulado. Ya sabes que Varrón serámuy probablemente elegido por las comidacenturiata como el cónsul representante delpueblo. Varrón es un loco. Temo muchoque pueda llevar a Roma al desastre.Necesita- mos una persona con carisma ygran experiencia que, apoyada por elSenado, sea elegi- da como el otro cónsul.El joven Publio se quedó sorprendido derecibir tantas explicaciones de golpe. Poral- gún motivo su padre deseaba quetuviera bien presente todo lo que se estaba

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decidiendo en Roma en esas semanas.Al cabo de unos veinte minutos llegaron ala residencia de la familia del ex cónsulLucio Emilio Paulo. Ésta se encontraba enlo alto de una colina; era una domusgrande y rodeada de un amplio jardín.Toda la hacienda estaba custodiada por unaelevada mural- la de más de dos metros ymedio de altura y por guardias armados enla puerta. A través de una inmensa verja dehierro oscuro se discernía un ancho caminoque conducía a la puerta principal de lamansión. Los guardias reconocieronenseguida a Publio Cornelio Escipión yabrieron la verja.Su padre era respetado y bien recibido enaquella casa. Sin embargo, al seguirle suhi- jo, uno de los guardias se interpuso ysolicitó una aclaración.- ¿Quién es este que le acompaña, general?Sólo me está permitido dar paso a un pe-

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queño grupo de personas conocidas por miamo. Y este joven no figura entre ellos.Publio padre no se alteró ni dejó entreveren el tono de su respuesta enfado omolestia por lo inquisitivo y estricto delcentinela.- Eres un fiel y buen servidor de tu señor.Cumplir sus órdenes te honra. Este que meacompaña es mi hijo, mi primogénito, yvengo a presentarlo a tu señor. Deseo quemi hijo conozca a aquellos que merecen serrespetados en Roma.- Comprendo… -Pero el guardia no dabapaso, pensativo.- Si lo deseas, podemos esperar aquímientras envías a alguien a preguntar a tuamo si mi hijo es bienvenido en su casa.No hay ofensa por esperar. -Con elloPublio padre concluyó y aguardó respuesta.El soldado se debatía en silencio. Lasolución no era tan sencilla como todo eso.

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Su señor era una persona justa pero que seenojaba ante decisiones absurdas. Por unlado estaba la orden según la cual sólopodía pasar el padre, pero negarle laentrada al hijo de uno de los mejoresamigos del señor de la casa no era en nadahospitalario y podía con- siderarse comouna forma ridicula de celo en la tarea decustodiar la casa.Publio padre se apiadó del guardia ydecidió darle una solución.- Quizá podrías escoltarnos a los dos hastael patio de la casa del senador y dejarnosallí mientras informas a tu señor de quiénle visita, de quién acompaña a esta visita yel objeto de nuestra venida. De esta formamostrarías hospitalidad ante un amigo detu se- ñor y cautela al transgredirligeramente una orden suya. -La expresiónde Publio Corne- lio padre era la de ungeneral acostumbrado a dar órdenes, de

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forma que sus palabras transmitían laconfianza de quien posee gran experiencia.- Sí - respondió aliviado el guardia-, estoharemos.Dejando al otro centinela junto a la puerta,el soldado acompañó a padre e hijo hasta laentrada de la gran mansión dejándolespasar hasta un patio. En el centro había unafu- ente con un surtidor. El murmullo delagua al caer y el frescor de las plantas querode- aban aquel patio transmitían unaagradable sensación de paz y sosiego. Pesea estar en invierno, había amanecido un díadespejado con mucho sol. El joven Publiose sintió a gusto en aquella estancia, con elcielo abierto sobre ellos, con el aire frescoy el agua.Fue el propio Lucio Emilio Paulo quiensalió a recibirlos en persona.- Ya veo, viejo amigo, que sigues siendohábil en el arte de la persuasión -fueron las

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palabras de recibimiento que el senadordedicó a su padre- y te entretienes ahora encon- fundir a mis subditos. Yo doy unaorden precisa y aquí llegas tú y haces quela gente se confunda hasta no saber qué eslo apropiado.- ¿Acaso querías tenernos en la calleesperando, viejo bribón? -respondió Publiopad- re.- Nada de eso, nada de eso… -se abrazaronlos dos senadores, los dos excónsules-, síme parece bien, pero es que me conmuevetu capacidad de persuadir a la gente parasa- lirte con la tuya. Se te ha echado demenos en el Senado este año. ¿Y bien?-dijo enton- ces mirando al jovenacompañante de su amigo-. Éste sin dudadebe de ser tu hijo, corri- jo, tu valienteprimogénito, tu salvador en Tesino, ¿no esasí? - Así es.El senador Emilio Paulo se distanció un

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par de pasos, examinando al joven que lees- taba siendo presentado. Tras un par desegundos se adelantó y, antes de que eljoven Publio pudiera reaccionar, se fundióen un abrazo con él. El senador teníafuerza en sus venas más allá de la que unopodía pensar, pues el joven sintió en aquelintenso abrazo la fortaleza de unosmusculosos y poderosos brazos. Por fin, ledejó libre y Publio hijo pudo decir algo.- Es un honor para mí conocerle. Mi padrele tiene en gran estima.- Ah, ¿y eso es bueno? -interrumpió elviejo senador.Publio hijo, confundido, no supo quéresponder. El senador entre risas continuó.- Hay más de uno que solamente por eso,porque tu padre me estima, ya no me apre-cia nada. Roma es una guarida de lobos.Pero estoy de broma, como ya verás, yotambi- én aprecio a tu padre. Pero dejemos

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esta palabrería y veamos qué te trae poraquí de ver- dad, viejo Publio. Estoyencantado de conocer a tu hijo, pero me lopodías haber presen- tado en el foro en lospróximos días. ¿Por qué has venido hastami casa, tan lejos del centro? Y no meengañes.Publio padre sonrió.- No, no lo pretendo. Mis dotes depersuasión no creo que pudieran llegar atanto. Ya sabes a qué he venido.- Ah… -por primera vez Lucio Emiliofrunció el ceño y se puso serio-. Por eso…no sé, no sé… no eres el primero que vienepor lo mismo, pero no… no lo veo claro.- Permíteme al menos exponerte misrazones con un poco de calma -insistióEscipión padre.- Bien, sí, eso sí. Parece que olvido mismodales y os retengo en el patio de micasa… En ese momento una joven de unos

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dieciséis años apareció en el patio. Entreniña y mujer, un rostro de faccionessuaves, con la tez oscura por el sol y unaprofusa melena azabache, larga y sinuosaque caía sobre sus hombros y espalda; sucuerpo, no obstante, era exuberante, conamplios senos que se dibujaban bajo latoga blanca que lucía en la luz clara deaquella mañana; caminaba despacio, comosi apenas rozaran sus pies el su- elo, sinhacer ruido. Se quedó a la entrada del patiosin intervenir en la escena, obser- vando.El senador al volverse para invitar a susamigos a entrar en la casa la vio y éstaretro- cedió sobre sus pasos, pero la vozimpetuosa del amo de la casa la detuvo.- Ah, mi hija Emilia, siempre una gratasorpresa, la luz de esta casa y desde elfalleci- miento de su madre, la esperanzade esta familia. Ven que te presente a dosbuenos ami- gos.

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La joven se acercó y el senador llevó atérmino las correspondientespresentaciones.En la proximidad, Publio hijo pudo ver decerca la profundidad de la mirada deaquella jovencísima mujer: eran unos ojosnegros como su pelo, como la noche, perocálidos, con una mirada intensa, dulce,tranquilizadora. Acompañaban la paz delmurmullo del agua, del cielo despejado,pero cuando se quedaban quietos,devolviendo la mirada, se apreciaba unápice de travesura, de complicidad, desecreto.- Y digo yo -continuó el senador-, ¿no serámejor, Publio, que dejemos a los jóvenes asu aire y que tú y yo nos dediquemos adirimir el futuro del Estado? Más que nadalo digo por mi hija. No sé si tu muchachoaguantará tus largas explicaciones, peroestoy seguro de que eres capaz de aburrir a

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mi niña hasta el infinito. No tienes piedadcuando hablas de defender a Roma -yvolvió a reír.- Como desees. Estamos en tu casa.- Bien, pues no se hable más -ydirigiéndose a su hija-, Emilia, ya que tuhermano an- da perdido por el foro, o almenos eso prefiero pensar yo, ¿por qué noconduces al jardín y entretienes a estevaliente joven mientras tu propio padre seaburre con el pesado de su padre? - Comoquieras, mi señor -fue la rápida respuestade Emilia.Los senadores salieron del patio y ambosjóvenes quedaron a solas. Para esto no sehabía preparado aquella mañana el jovenPublio. Había sido llamado por su padrepara una visita formal a un importantesenador de Roma para tratar de asuntosesenciales de la ciudad, la patria y sugobierno, y ahora se veía a solas con una

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jovencísima muchac- ha, muy hermosa,pero con la que no sabía de qué hablar.- No hace falta que hablemos si no quieres-empezó Emilia-. Quiero y respeto muchoa mi padre, pero le encanta poner a la genteen situaciones extrañas para ver cómoreac- ciona. Dice que así es como seconoce realmente a las personas. En susreacciones ante lo inesperado.Publio escuchó en silencio. Desde luegoése no era el inicio de conversación queha- bía considerado para empezar a hablarcon una joven patricia romana. Pero Emiliano se vio ni sorprendida ni desanimada porel silencio de su interlocutor, o al menos sudesen- fado y decisión no sugerían tal cosa.- Mi padre ha dicho que vayamos al jardín,hace un día tan precioso que creo que seráun paseo agradable… Si a ti te parece bien.Publio al fin dijo algo.- Sí, me parece bien.

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Hablar, lo que es hablar no habla mucho,pensó la joven Emilia mientras lo acompa-ñaba hacia la entrada de la casa para saliral jardín, pero es guapo. Se sonrió sin decirmás.- ¿Por qué sonríes? -preguntó Publio, queno dejaba de observarla.Estaban ya en el jardín. El aire fresco de lamañana teñido del calor del sol era unamezcla embriagadora para los sentidos,especialmente rodeados de aquel jardínrepleto de plantas exóticas. Emilia dudabaen responder. Por fin se decidió.- Por nada especial. Es sólo que mi padre ymi hermano, hace unos días, empezaron ahablarme con insistencia del tema delmatrimonio, de elegir sabiamente y no sécuántas cosas más sobre el asunto y… -¿Y…? -La joven había captado el interésde su invitado, ¿o era miedo? - Y entoncesmi padre empezó a recitar nombres de

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posibles buenas elecciones. Y tu nombreestaba el primero de la lista.- Ya… -el joven Publio vio confirmadoque aquella mañana nada transcurría segúnhabía pensado. Decidió seguir laconversación que, al menos una cosa eraevidente, re- sultaba diferente a cualquierotra que nunca había tenido con unapatricia-. Y por eso la sonrisa.- Sí; me ha hecho gracia que hace unosdías me propusieran tu nombre comoposible «sabia elección» y que de pronto,unos días más tarde, te encuentres aquí,nos encontre- mos aquí, poco menos queempujados por mi padre, solos.- Ya… entiendo. No deja de ser unacoincidencia.- ¿Tú crees? -preguntó Emilia.- Bueno…, veo que hay tres posibilidades.- ¿Tantas? ¿Y cuáles son? -Y se sentó enun banco de piedra bajo un pino alto y ro-

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busto, pero a la luz del sol, ya que lasombra del enorme árbol caía más lejos.Publio permaneció de pie, explicando susposibilidades.- Uno: es posible que sea una coincidencia,nada más; dos: es posible que tu padre y elmío hayan tramado que nos conozcamos;tres: los dioses desean que nosconozcamos.- ¿Y cuál de las tres crees tú que es lacierta? -preguntó una interesadísimaEmilia.Aquel joven era guapo y, según había oídode sus padres, excelente y valiente soldado,héroe que había salvado a su propio padre,un cónsul de Roma, en el campo de batallade caer en manos de los cartagineses aun ariesgo de poner en grave peligro su propiavida. Heroicidades semejantes no podíandejar insensible a la joven patricia.Publio no sabía bien por dónde proseguir.

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Además, otros pensamientos se agolpabanen su mente. Su experiencia con lasmujeres era relativamente variada en losexual, con las prostitutas que ennumerosas ocasiones había visitado con sutío Cneo y, ocasional- mente, algunaesclava en casa de su padre; y luegoestaban las aburridas conversaciones conjóvenes patricias que le habían sidopresentadas para «los mejores fines»,normal- mente seleccionadas con esmeropor su madre; sin embargo, unaconversación ingeni- osa con una jovenpatricia, que además era muy hermosa, eraalgo nuevo para él.- No hace falta que me respondas -la vozde Emilia, suave y tierna, se mezcló consus pensamientos-. Me bastaría con que mehicieras un favor, un gran favor.- Si puedo ayudarte, estaré encantado yorgulloso de poder hacerlo -Publio sintió

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que sus palabras brotaron con sinceridadde su corazón y no dejó de estarsorprendido. Eso sí le puso algo nervioso,pero la placidez de aquella joven patricia leenvolvía y contrar- restaba sus dudas.- Verás. Mi padre y mi hermano están muyinsistentes con este tema del matrimonio ysi consiguiera hacerles pensar que un jovenromano, hijo de un senador y ex cónsul deRoma, de una excelente familia patricia,valiente oficial, se interesa por mí, aunquesólo fuera por un tiempo, pues sé que medejarían tranquila con el tema, al menospor unas semanas, quizás meses… El jovenPublio escuchaba atento.- … Supongo que bastaría con que vinierasa verme alguna vez, con cualquier pretex-to; basta con que demos un paseo, aunqueno hablemos.Publio meditó bien su respuesta mientrasobservaba el pelo de la joven, acariciado

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con suavidad por una dulce brisa. Era uncabello precioso, denso, que daban ganasde acariciar. Por fin empezó a hablardespacio. Emilia le miraba con fulgor ensus ojos.- Entiendo tu preocupación y que te resulteincómodo que tu padre te atosigue con eltema del matrimonio, y aun cuando meencantaría poder ayudarte en cualquier otracosa que me pidieses, eres la hija de uno delos mejores amigos de mi padre y nopodría ha- cer nada que pudiese poner enpeligro la amistad de mi padre con el tuyo;si ahora fingi- era interés por ti para luegono cumplir lo que mis acciones daban aentender, sería una afrenta a tu padre, a tuhermano, a toda tu familia, que sería difícilque me perdonaran y tendrían razón en nohacerlo, y eso también avergonzaría a mipadre.Emilia bajó la mirada despacio. La suave

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brisa proseguía su recorrido por el jardínhaciendo que el largo y ondulado cabellode la muchacha se agitara suavementesobre sus hombros.- Sí, evidentemente estás en lo cierto.Perdona. Creo que aún soy una niña enmuchas cosas. Espero que no tengas malaopinión de mí.- No -esta vez Publio respondió conrapidez-, no, en absoluto. No hay ofensaalguna.Y pensó en añadir algo para salir de aqueldiálogo que tanto se había complicado.- Quizá, si no te importa -continuó Publio-,me gustaría ver el resto del jardín.Emilia accedió y se levantó enseguida paraguiar a su invitado por entre los árbolesdesnudos de hojas y los pinos siempreverdes. Estaba meditando y caminaba sinhacer comentarios junto al joven Publiocuando se volvió hacia él para preguntarle

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de nuevo. - Admiras mucho a tu padre,¿verdad? El joven comprendió que no iba aser tan sencillo conducir a la muchachahacia una conversación frivola o ligera. Sinembargo, no se sentía molesto. En ciertamanera aquel paseo resultaba agradable ala vez que muy distinto al que nuncahubiera hecho con nin- guna de lasmúltiples jóvenes patricias de las mejoresfamilias de Roma que se le habíanpresentado desde su regreso de Liguria.- Sí, respeto mucho a mi padre y… -pensóunos segundos antes de concluir- sí…, pa-ra mí, sin duda alguna, es un modelo aseguir… aunque a veces resulta abrumadorin- tentar estar a su altura.Ésa era una confesión que nunca anteshabía hecho a nadie; hasta entonces sólohabía sido un silencioso pensamiento en sumente que de pronto había cobrado voz yforma en presencia de aquella muchacha.

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- Sí, te entiendo, a mí me pasa algoparecido -la voz dulce de la joven parecíafundir- se con el viento-. Yo también deseoestar a la altura de lo que mi padre y mihermano esperan de mí, pero no me parecesencillo.Lucio Emilio Paulo observaba a su hijadesde una de las ventanas de la domus.Pub- lio le hablaba de Roma, de la guerra,del Senado y de las elecciones consularespara el año siguiente, con su elocuenciahabitual, para persuadirle de que presentarasu candida- tura. Aunque mirara por laventana no dejaba de escuchar atento laspalabras de su ami- go. No obstante, suinterés estaba dividido entre losrazonamientos de su colega en el Senado yla escena que estaba desarrollándose en eljardín de su casa.El joven Publio y Emilia vieron por fininterrumpido su diálogo cuando los

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senadores aparecieron en el jardín. Elprimero en dirigirse a los jóvenes fue elamo de aquella casa.- Hija mía, ¿le ha gustado a nuestro nobleinvitado la visita por el jardín? - Sí, creoque a nuestro invitado le ha gustado elpaseo. -Así es -corroboró Publio hi- jo.- Bien, bien, me alegro -y, volviéndose a supadre, Emilio Paulo continuó-, tu padre yyo ya hemos terminado de dilucidar losasuntos de Estado esta mañana y creo queotros deberes os reclaman en la ciudad.¿No es así, Publio? - En efecto -confirmóPublio padre-. Nos vamos, hijo mío, con elpermiso del pater familias de esta noblecasa, espero… - Por supuesto, por supuesto-y Emilio Paulo se dispuso a acompañarlosa la puerta de acceso a la hacienda, dondelos guardianes seguían vigilando el acceso.El joven Publio observó que Emilia losseguía del brazo de su padre. Llegaron a la

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puerta conversando acerca del excelentetiempo de aquella mañana de invierno.Publio hijo pensó en el tremendo contrasteentre lo frivolo de la presente conversaciónfrente al intenso diálogo de minutos antescon la joven hija del senador. Por uninstante echó de menos ese breveintercambio de pensamientos del quehabían disfrutado.Llegaron a la puerta. Su padre se despedíacordialmente del senador Emilio Paulo.Los jóvenes se miraron. En ese momentoel joven Publio tomó la palabra.- Me pregunto, noble Lucio Emilio Paulo,si mi persona sería igual de bienvenida aesta casa si en otra ocasión tengo laoportunidad de acercarme a ella paravisitar a los que aquí viven, aun cuandoviniera solo y no acompañado por mipadre.No era frecuente que un joven oficial, por

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muy hijo de cónsul que fuera, se dirigiesetan directamente a un senador demandandolo que no era otra cosa sino permiso paraser recibido en su casa en cualquiermomento.Publio padre miró a su hijo sin mostrarreproche ante sus palabras, pero connotable sorpresa. El senador aludidoguardó silencio unos segundos. Emiliainspiró profunda- mente. Los guardias dela puerta que habían escuchado la peticióndel joven oficial esta- ban atentos a larespuesta de su señor.- Sea -empezó Emilio Paulo-, ordeno queel hijo de Publio Cornelio Escipión, delmismo nombre, siempre sea bien recibidoen esta casa, cuando quiera que éste deseehonrarnos con su presencia. Un jovenoficial de Roma de la familia Escipiónsiempre será apreciado en casa de LucioEmilio Paulo.

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- Gracias. Agradezco profundamente estadeferencia con mi persona. Espero estar ala altura del honor y la confianza quedepositas en mí.Los guardianes habían escuchado la ordende su amo y tomaban buena nota. Nuncamás debían poner dificultad a aquel jovenpara acceder a la casa de su señor, como lohabían hecho en aquella mañana.- Y… - ¿Algo más aún? Mi querido Publio-dijo Emilio Paulo dirigiéndose a Publiopadre-, tu hijo cuando solicita parece notener fin. ¿Es esto frecuente en él? - Puesno, no lo es. No es dado a solicitar cosas-Publio padre respondió mirando a su hijoque aún deseaba solicitar algo más.- ¿Y bien? -preguntó al fin Emilio Paulo.- ¿Podría dirigirme un momento a vuestrahija? Emilia se había quedado retrasadaunos pasos, dejando una prudencialdistancia con los hombres que se estaban

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despidiendo en la puerta, junto a losguardias. No dejaba de mirar y escucharcon enorme interés el intercambio desolicitudes y concesiones entre el jovenEscipión y su padre.Lucio Emilio Paulo se volvió hacia su hija.Los ojos de la muchacha brillaban y susmejillas estaban encendidas pero sin llegaral sonrojo, con el rostro alto, sin bajar lami- rada. Sin duda hacía esfuerzos porcontrolar sus reacciones. Estaba esperandola respu- esta del pater familias.- Sí, si eso te complace, puedes hablar conella.El joven Publio avanzó unos pasos hastasituarse junto a Emilia. Una vez junto a lamuchacha fue breve, no quería abusar de lapaciencia del senador que tanto estabatran- sigiendo aquella mañana.- Espero poder volver a verte, es decir, siesto te agradase.

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- Me encantará volver a verte -fue tambiénla breve respuesta de Emilia que esta vez síbajó la mirada, y en voz baja, de forma quesu padre no oyera, añadió- y gracias porfingir este interés en mí; pensé que al finalno me harías el favor que te pedí.- No lo hago.Emilia entonces volvió a mirar al jovenPublio a los ojos, confundida.- No finjo. -Y con esas palabras el oficialdio media vuelta antes de que Emilia pudi-ese decir nada. Padre e hijo de la familiaEscipión salieron de la casa y se marcharonan- dando. El senador Lucio Emilio Pauloy su hija los vieron mientras se alejabanpoco a poco.- Allá van dos hombres nobles de estaciudad -comentó el senador a su hija-. Enestos tiempos difíciles necesitamos máscomo ellos, necesitamos más… -luegoguardó silen- cio, para al final continuar

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dirigiéndose a su hija-. Y bien, ¿meenseñarás a mí también el jardín que tanintensos efectos tiene en algunos jóvenesde esta ciudad, o esos paseos son sólo parala juventud? - Son también para mi padre,sin duda, siempre que éste desee lacompañía de su hija.Ésta fue la respuesta de Emilia, que, noobstante, necesitó de un importanteautocont- rol para no dejar traslucir en sutono la combinación de emociones que laatenazaban y que la tenían navegando entrela más absoluta confusión y la ilusión másextraña que nunca jamás había sentido.El padre de Publio no comentó nadamientras caminaban de vuelta a casa, perode al- guna forma estaba seguro de que suhijo iba a encontrar algo o, mejor dicho,alguien en quien ocupar su tiempo una vezque él partiera para Hispania.

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46 El enemigo ciego

Entre Liguria y Etruria, febrero del 217a.C.

Había nuevos cónsules en Roma: CneoServilio Gemino y Cayo Flaminio. Amboseran generales veteranos, curtidos encampañas anteriores. Aníbal sopesaba estainfor- mación en su tienda, sentado sobreuna butaca cubierta de pieles de oveja parasuavizar el frío de finales de aquel duroinvierno de Liguria. Servilio permanecíaen Roma, pare- ce ser que intentandoseguir con detalle los complejos preceptosreligiosos romanos pa- ra conseguir elfavor de sus dioses. Flaminio, por elcontrario, más ágil, más decidido y menosescrupuloso en el fervor religioso, se habíaencaminado ya hacia el norte para en-

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frentarse a él, el invasor extranjero. Aníbalse sonrió. El cónsul romano se habíaestable- cido en Arrentium, entre Umbría yEtruria, con la idea de interponerse en suruta hacia el sur. Aníbal escuchaba losinformes de sus oficiales, mientrasrevisaba los planos que tenía extendidosante sí en una amplia mesa de madera quesus soldados trasladaban de aquí para allápara que pudiera establecer siempre laestrategia a seguir con calma. Sus hombresse esmeraban en todo aquello que hicieramás fácil la vida a su general y, enespecial, en todo lo que pudiera ser deutilidad para tomar las decisiones másacertadas en la campaña en la que leseguían. Su ejército había acumulado talmultitud de experi- encias positivas desdesus primeros combates en Iberia como paradesarrollar una infini- ta confianza en lasdecisiones de su líder. Eran los oficiales

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los que a veces dudaban más, pero cuandoAníbal hacía públicas sus determinacionesen un discurso ante los sol- dadosafricanos, en su lengua y luego en uncorrupto ibero para sus mercenarios hispa-nos, ya no se atrevían a oponerse a susdesignios. Además, el general se habíarodeado de un pequeño número deintérpretes que le asegurasen que susmensajes llegaran a to- dos y cada uno delos diferentes grupos de soldados quecomponían la compleja amal- gama de suejército. Todos los oficiales eranconocedores de la enorme simpatía que lastropas, especialmente las africanas y lasiberas, sentían por su general. Por eso sesentí- an hoy especialmente incómodosante una disensión sobre la estrategia aseguir entre el- los y el general que losgobernaba a todos.Los oficiales de Aníbal insistían en una

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ruta más larga y lenta para alcanzar laslegi- ones de Cayo Flaminio; sin embargo,el general cartaginés no compartía esavisión de las cosas. Miraba en silencio losmapas hasta que en su cabeza todo quedóclaro. Sólo entonces se manifestó concontundencia.- Iremos en línea recta por aquí -señaló laregión del río Amo. Sus oficiales sacudíanlas cabezas en clara oposición-. Lo sé-continuó Aníbal-, sé que toda esta regiónha sido inundada este invierno por el ríoque aquí llaman Arno, pero es la ruta másrápida y la única no vigilada por losromanos. Los exploradores confirman estepunto y eso es lo esencial. En cuatro díaspodemos estar en Etruria, por sorpresa, sinque hayan controla- do nuestrosmovimientos y comenzar el saqueo de laregión. Tenemos que conseguir queFlaminio nos ataque con sus legiones antes

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de que se le una el otro cónsul. Ésa esnuestra mejor baza. Si dejamos que los doscónsules se unan, será difícil nuestra victo-ria. El menosprecio que sentían antenuestro ejército en Trebia ya no es un armaque po- damos volver a utilizar. Es mejoradentrarnos en terrenos inundados quetransitar por caminos secos, más largos ycontrolados por los romanos para luegoencontrarnos con un agolpamiento de todaslas legiones de Roma. Y esto no es unaconsulta. Es una or- den.Aníbal se alzó. Dobló los mapas y salió alexterior. Sus oficiales no se atrevieron aoponerse y en pocos minutos susinstrucciones estaban siendo difundidas atodos los re- gimientos de su poderosoejército expedicionario.La poderosa maquinaria de guerracartaginesa abandonaba la regiónacompañada de refuerzos procedentes de

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diferentes tribus de los galos ligures quefortalecían aún más su contingente detropas iberas, cartaginesas y númidas. Alprincipio la marcha fue sob- re terreno secoy sin problemas más allá de las muchashoras de caminar sin detenerse apenas, lalluvia constante de aquellos días y la fatigapropia de aquellos esfuerzos. No obstante,a medida que avanzaban hacia el sur latierra comenzó a pasar de estar húmeda porla lluvia a transformarse poco a poco enfango y, luego, del barro se tornó en unpantano denso, de aguas espesas,pegajosas. Los soldados hundían sus piesprimero has- ta los tobillos y luego hastalas rodillas. Aníbal encabezaba el ejército,hundiendo sus propias piernas en aquellaagua estancada varios días después de lasgrandes avenidas del Arno, pero no cejabaen su determinación. Así pasó el primerdía, con fatiga, lluvia y aguas pantanosas.

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Aquello era sólo el principio de un nuevocalvario. Lo peor estaba por venir:anochecía pero no se adivinaba en elhorizonte ningún lugar que estuviera losuficientemente seco y firme donde poderestablecer un campamento. En la últimahora del atardecer, Aníbal se restregó losojos con sus manos empapadas de aquellaagua ma- loliente y pesada. Ningún lugar ala vista donde establecer un cuartelprovisional. Y no había tiempo pararetroceder. Sus guías galos le confirmaronque el terreno seguía igual durante decenasy decenas de kilómetros. El generalcartaginés volvió a restregarse los ojos.Sentía un picor peculiar que le hacíasentirse incómodo.- Que los hombres descansen comopuedan. Dormimos aquí. No se montantiendas.No hay sitio, terreno firme sobre el que

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fijarlas, pero quiero centinelas toda lanoche a quinientos pasos de la columna delejército, por ambos flancos. Dormiremostodos sob- re nuestros pertrechosempapados hasta el amanecer y al albaseguiremos. Las bestias, que permanezcana la intemperie. Las que no sobrevivan lasabandonaremos.Así dijo el general y lanzó parte de suspertrechos al suelo: telas y maderas sehundi- eron en el agua pantanosa hasta queal fin, después de echar las pieles de oveja,tocaron fondo de forma que se establecióuna especie de suelo artificial sobre el queAníbal se acostó y cerró sus ojos. El picorpersistía y siguió rascándose ambos ojosinconsciente- mente mientras el sueño,impulsado por el cansancio de la largamarcha, se adueñaba de su cuerpo.Sus hombres hicieron lo propio, intentadoemular el ejemplo de su general: lanzaban

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sus pertrechos sobre las aguas pantanosasque los rodeaban, y cuando éstos parecíanha- cer pie en el fondo de aquel marjal, loscubrían con sus capas para luego recostarsesob- re las mismas y terminar cubriéndosecon las mantas que llevaban consigo. Eranunas condiciones horribles para intentarconciliar el sueño, pero el hecho de que sugeneral compartiera las mismas penuriaspor las que ellos debían pasar los hacíasentirse próxi- mos a su líder y nadie deentre los iberos o africanos lamentó susuerte. Entre los galos ligures recién unidosa la causa cartaginesa y a aquella extrañaexpedición contra Roma, las cosas erandiferentes. No entendían a qué tanta prisa.Ellos llevaban esperando años paravengarse de Roma y no veían la necesidadde acortar por aquellos pantanos, pero latremenda disciplina de las tropas veteranasde Aníbal no les permitía ni tan sólo

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plantear sus quejas.Aquella noche Aníbal se despertó en variasocasiones por el picor de los ojos. En par-ticular, le dolía el ojo izquierdo. En una delas ocasiones en las que su sueño se vio in-terrumpido por aquel horrible ardor sepercató de la tímida luz del amanecer en elhori- zonte dibujando en lontananza lasilueta de los Apeninos al este. Aníbal hizollamar a varios médicos que acompañabansu ejército. Estaba tomando lechecalentada al fuego de una hoguera cuandodos hombres de unos cuarenta años, barbatupida, pelo cano y extremadamentedelgados, entraron en su tienda. El generaldejó su desayuno y permitió que aquelloshombres le examinasen. Los dos leanalizaron los ojos con detenimiento yluego se miraron entre sí. Al fin, el queparecía algo mayor se dirigió al paciente.- Es una mala infección en los ojos la que

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tenéis, mi general. Es por esta extraña hu-medad. Si no queréis perder la vista,debemos alejarnos de esta ruta y buscarterreno se- co cuanto antes. Entretantopodemos hacer empastes de barro ymanzanilla para calmar la hinchazón y elpicor.Aníbal los escuchó atento.- No podemos abandonar esta ruta. Espreciso que alcancemos Etruria lo antesposib- le.- Entonces… -el mismo médico que habíahablado antes dudaba ahora.- ¿Entonces? -preguntó Aníbal.- Podéis perder la vista, mi general. Podéisquedar ciego. Deberíamos volver sobrenuestros pasos lo antes posible.- Eso no es posible -Aníbal negabainsistente con la cabeza tal posibilidadmientras hablaba, pero ya no se dirigía asus médicos; era más bien como si hablara

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a solas consi- go mismo-, hay demasiadoen juego, demasiado.El general hizo entonces que vinieran losguías galos y les preguntó sobre el tiempoque les quedaba para, siguiendo la rutahacia el sur, salir de aquellos pantanos.- Dos o tres días más, general.Entonces volviéndose a los médicos,Aníbal preguntó de nuevo. -¿Aguantaránmis oj- os dos o tres días más en estascondiciones? Los médicos guardabansilencio. -¿Y si ca- balgara? - Esomejoraría las cosas, pues cuanto másalejado del agua estéis, mejor.- ¿Y si fuera a lomos de Sirius, el elefanteque nos queda? Es mucho más alto que cu-alquier caballo. Me mantendría alejado delagua, al menos durante el día. Eso y losem- pastes, ¿qué pasaría entonces? Losmédicos se mesaban las barbas con laspalmas de sus manos. Querían dar la mej-

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or de las respuestas pero eran temerosos y,por la experiencia adquirida en el ejerciciode su profesión, cautos.- Decidme con claridad la situación-insistió el general.Nuevamente el más mayor volvió adirigirse a Aníbal.- El ojo izquierdo está muy mal. Si noregresamos, seguramente perderéis lavisión del mismo. Es posible que con losempastes y sobre el elefante, lejos delagua, se pudi- era salvar el otro ojo. Quizálos dos. Es difícil de pronosticar. Dependede lo que tarde- mos en salir de lospantanos, de que no llueva más. Necesitáiscuras en ambos ojos, des- cansar en terrenoseco y ver cómo evoluciona cada ojo. Estodo cuanto puedo deciros.Ahora era Aníbal el que se mesaba suslargos cabellos. Se restregó los ojos conuna de sus manos.

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- No, mi señor, no debéis tocaros los ojos,no; os prepararemos el barro con manza-nilla, pero no debéis restregaros los ojos;eso sólo empeorará vuestra condición.Aníbal exhaló un profundo suspiro peroobedeció.- El picor es horrible -dijo.- Lo es, sin duda -asintió el médico que lehablaba-. Os prepararemos ese empaste yeso os calmará.- De acuerdo -y volviéndose hacia losguías galos-, ¿tres o cuatro días más, decís,an- tes de salir de los pantanos? - Así es,mi señor.Aníbal asintió en silencio. Varios oficialespresentes asistían expectantes a aquel de-bate. Su general estaba ponderando sicompensaba arriesgarse a perder su vistapor ob- tener una, para ellos, inciertaventaja militar que no alcanzaban aentender. Ninguno sa- bía qué decir.

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Tampoco parecía que su general buscaseconsejo.- Seguiremos entonces. Nos detendremosel mínimo tiempo posible por las noches.Avanzaremos sin descanso. Yo cabalgaré alomos de Sirius. Vosotros dos meaplicaréis los empastes en los ojos y yoresistiré el dolor y el picor sin tocarme lacara. En tres días saldremos de estospantanos.Avanzaron sin descanso en largas marchasdiurnas hasta conducir a hombres y bestiasa la extenuación absoluta. Al salir de lospantanos, Aníbal, desolado por el dolor ensus ojos, sin apenas visión, se refugió en sutienda, pero antes de echarse a descansar,orde- nó a sus oficiales que atacasen lasprincipales ciudades de la región.Maharbal escuchó su mandato y lo ejecutócon disciplina. En los días siguientes,mientras Aníbal se deba- tía entre la luz y

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las sombras bajo el cuidado de susmédicos, el ejército cartaginés se hi- zocon las poblaciones de Florentia y Biturgia.El plan seguía adelante: arrasar Etruriapara que el cónsul Flaminio decidieseatacar por sí solo, sin esperar la llegada deServi- lio y sus refuerzos.Cuando Cayo Flaminio recibió losinformes de la caída de Florentia y Biturgiasuspi- ró profundamente y ordenó que laslegiones se preparasen para salir. Ésa fuesu primera reacción, pero al fin se lo pensódos veces y se contuvo. Decidió esperarunos días más a Servilio. Sabía que aquéllaera la misma estratagema con la queAníbal había manipu- lado a los cónsulesdel año anterior y no quería caer en latrampa. Esperó y esperó y si- guióesperando.En su tienda, Aníbal recibía los informesde Maharbal sobre la toma de ciudades en

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Etruria, con los ojos vendados, aguardandoel dictamen de los médicos, que debíandilu- cidar si el gran enemigo de Roma sehabía vuelto ahora un enemigo ciego.

47 Trasimeno

Etruria, final de la primavera del217a.C.

Tito miró al cielo del amanecer aúncubierto por su manta, ya raída ydesgastada por las largas noches delinvierno pasado.- Hoy saldrá un día claro y bueno y luciráel sol con fuerza. El verano está aquí. Mealegro. A mí dadme luz y calor: el sol mealimenta el ánimo.Druso no estaba seguro de que aquellofuera tan positivo.- No sé -empezó-, a mí esto no me hace

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presagiar nada bueno. Con el buen tiempoel nuevo cónsul tendrá ganas de entrar encombate y visto lo visto, creo que mejornos iría a todos si nos quedásemos quietosen una ciudad bien fortificada y dejásemosque ese cartaginés hiciera lo que le diera lagana hasta que se cansase.Tito quiso rebatir aquellos argumentospero no acertaba bien cómo defender suopti- mismo.- Quizás -insinuó-, quizás este nuevocónsul sea mejor general que el que noscondujo al desastre de Trebia.- Puede ser -respondió Druso-, pero desdeluego no es muy religioso. Abandonó Ro-ma sin llevar a cabo todos los sacrificiosnecesarios. Servilio, el otro cónsul, encambio, se quedó en la ciudad hastacumplir bien con todas las ofrendas a losdioses siguiendo al pie de la letra lo quedicta el pontífice máximo y las sagradas

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costumbres; al menos eso se cuenta.- No pensaba yo que fueras hombrereligioso, Druso.- Y no lo era, pero las derrotas, las derrotasle hacen a uno recapacitar, meditar, pen-sarse las cosas. Muchos dicen que el noseguir bien el orden de los sacrificios y noha- ber realizado las ofrendas que sedebían haber hecho en su momento nos hadistanciado de nuestros dioses y por esonos han abandonado.Tito negaba con la cabeza.- Yo no creo tanto en esas cosas. No digoque no se deban hacer las ofrendas pero nocreo que estemos abandonados, en fin, nosé, quizás un buen general… - ¿Quizás? -leinterrumpió Druso-, más nos vale. Aníbalha entrado en Florentia y en Biturgia ysigue hacia el sur. Todos piensan que lomejor es esperar a la llegada de laslegiones de Servilio para que se unan a las

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nuestras, pero ya veremos qué es lo quehace nuestro nuevo querido general CayoFlaminio. Esperemos que sepa algo másque dar su nombre a la larga Vía Flaminiaque nos hicieron recorrer el año pasadodesde Roma hasta el norte.Tito se sentó junto a Druso. Juntos vieronel bullicio del campamento en aquella pri-mavera que se extendía por la penínsulaitálica. En lo más hondo de su ser, Titoalberga- ba la esperanza de que aquellanueva estación trajese motivos parasustentar su optimis- mo más allá de lapróxima batalla.Cayo Flaminio aguardó los últimosinformes: Aníbal evitaba dirigirse aArrentium donde se encontraba con suslegiones y seguía hacia el sur. Estabaatacando Crotona, junto al lago Trasimeno.Sin duda, el general cartaginés declinaba elenfrentamiento con las tropas para seguir

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avanzando hacia Roma. El cónsul sedirigió a sus oficiales.- ¿Aún pensáis que debemos aguardar lallegada de Servilio? El cónsul miró a sualrededor. Los tribunos dudaban. Tras lotranscurrido en el norte, en Tesino y, sobretodo, tras el desastre total de Trebia, losensato era esperar, pero era evidente quetampoco se podía permanecer impasiblemientras Aníbal asolaba Etruria, seapoderaba de sus ciudades, saqueaba todoa su paso y encima se encaminaba hacia elsur, desdeñando el enfrentamiento con laslegiones allí apostadas. Era difícilresponder.El cónsul mantenía la mirada firme en sustribunos.- Os he hecho una pregunta y estoyesperando respuesta.Aníbal, montado sobre un enorme caballonegro, dirigía el ataque sobre Crotona. Un

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joven oficial se acercó con noticias que sugeneral aguardaba con interés.- Mi general -empezó el oficial, peroesperó a que Aníbal se girase antes dedecir na- da más.El general, tras unos segundos, se volvióhacia el recién llegado. El oficial vio elrost- ro de Aníbal con un parche oscurosobre el ojo izquierdo, quedando solo elderecho al descubierto. La intensidad de lamirada, no obstante, pese a provenir de unsolo ojo, fue suficiente para que el oficialentregase su mensaje bajando su propiamirada al suelo.- Mi general, el cónsul Flaminio sigue consus legiones en Arrentium. No se ha regis-trado ningún movimiento.- Bien -respondió Aníbal-, ya saldrá. Yasaldrá y estaremos esperándole -y luego,di- rigiéndose al joven oficial-, ¿hay algoen mi rostro que te moleste?, ¿por qué no

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me mi- ras cuando te hablo? El jovenoficial alzó su cara lentamente. El resto delos comandantes que rodeaban a Aníbalsintieron la tensión que atenazaba a aqueljoven soldado. La pérdida de la visión delojo había tornado en agrio y susceptible elcarácter de Aníbal. Además, le había hec-ho más distante, más frío, casi gélido.Antes su sola presencia inspiraba respeto,incluso algo de miedo en los que apenas leconocían. Ahora todos se sentían extrañosante él.Nadie sabía ya bien lo que pensaba. Noestaba loco. Sus órdenes desde que salieronde los pantanos habían sido precisas yvarias ciudades habían caído. QuizáMaharbal, su lugarteniente, o Magón, elhermano pequeño del general, teníanmucho que ver en ello, pero el plan seguíasiendo trazado por Aníbal.- No hay nada en vuestro rostro que me

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moleste, mi general -se explicaba el jovenoficial-, bajaba mi mirada por respeto.Pocos nos sentimos dignos de mirarledirecta- mente a los ojos… -aún no habíaterminado de decir aquello cuando eloficial se dio cu- enta de que se habíaequivocado, no quería decir esoexactamente, quería decir que le respetaba,que todo el mundo le respetaba muchísimo,que le adoraban y va y menciona latontería de los ojos; quería que la tierra loengullese allí mismo o que los dioses lepartieran en dos con un rayo antes deescuchar la respuesta de su general.- ¿Los ojos has dicho, oficial? ¿Qué ojos sisólo me queda uno? -dijo Aníbal.Un denso silencio se apoderó de todos lospresentes. El oficial tuvo claro que aquélera su último día. Tragó saliva. Aguardó susentencia. Maharbal pensó en interceder.No había habido mala fe, palabras dichas

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sin pensar, inoportunas pero sin pensar. Ibaa de- cir algo pero entonces Aníbal volvióa hablar.- Eso ha tenido gracia. No mirarme a losojos cuando sólo me queda uno bueno.Sólo uno, ¿entiendes, soldado? -Ycomenzó a reír a carcajadas grandes, queresonaban en el valle en el que estabanacampados, carcajadas contagiosas quepronto hicieron que el resto de lospresentes se pusieran a reír. Incluso eljoven oficial, cubierta su frente por unsudor frío, su estómago encogido por unnudo que apenas si le dejaba respirar, esbo-zó una tenue sonrisa.Al fin, cuando todos dejaron de reír,Aníbal despidió a su joven informador.- Ve a tu puesto, oficial del ejército deCartago. Me has servido bien. Y puedesdecir a todos que Aníbal ha perdido lavisión de un ojo, pero que por el otro ve

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más lejos y con más agudeza que loscuatro ojos de los dos cónsules de Roma.El joven oficial se apresuró a alejarse y,aunque tardó un par de horas en recuperarla calma, una vez estuvo repuesto comenzóa narrar entre sus amigos y colegas en elman- do las palabras de su líder. En unashoras todo el ejército de Cartago hablabade su ge- neral tuerto y de su enormevalentía al transformar las penurias deldestino y la guerra en audacia ydeterminación contra Roma.Entretanto, Aníbal conversaba conMaharbal.- Flaminio saldrá de su escondrijo y lo harápronto. Corre la voz de que nos alejare-mos de Crotona una vez tomada hacia elsur, hacia Roma. Eso será suficiente. Losro- manos también tienen oídos entre losnuestros. Todos esos galos que nosacompañan.

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No sé si son de fiar.- Así se hará, mi general.Aníbal se alejó entonces del resto de losoficiales y cabalgó unos minutos a solas,se- guido de cerca por varios hombres quelo escoltaban, contemplando el asedio de laci- udad.Con el nuevo amanecer, el cónsul CayoFlaminio salió de su tienda y raudo sedirigió a sus oficiales.- ¡Nos vamos! ¡Todos en pie, partimospara Crotona y el lago Trasimeno! Si allíestá Aníbal, es allí adonde debemosmarchar.Los tribunos seguían dudando, pero elcónsul se anticipó a su respuesta y montósob- re su caballo. Tiró de las riendas y, deforma inesperada, el animal se pusonervioso, re- linchó y alzó sus patasdelanteras, agitándose de forma extraña. Elcónsul pugnó por mantener el equilibrio

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sobre su caballo, pero el animal se alzótanto que apenas tenía forma su jinete desostenerse sobre la silla y, al fin, el cónsulde Roma cayó al suelo. El golpe sobre latierra dura de Etruria fue doloroso, peroFlaminio no se permitió ni el más mínimode los quejidos. Mientras se incorporaba,dos soldados ya habían cogido al animalpor las riendas y lo tranquilizaban. Aquélera un mal presagio. Flaminio sabía de laimportancia que sus oficiales daban a estossucesos, pero no cedió un ápice en su de-terminación. Se sacudió el polvo del suelo,se tragó el dolor del hombro magulladosob- re el que había impactado en sufunesta caída, y volvió a montar sobre elmismo caballo.- ¡Nos vamos, he dicho! Y no esperórespuesta. A caballo se internó entre lasfilas de tiendas del campamento romanodando indicaciones a todos los centuriones

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para que se pusiese en marcha la enormemaquinaria de un ejército consular romanocompuesto de dos legiones, tropas aliadasy caballería. La mayoría de los legionariosno habían visto caer al cónsul y veían en ladecisión de su líder un hombre al queseguir. Los soldados siempre valoraban elarrojo por encima de otras virtudes. Elrumor, no obstante, de que el cónsul habíasido derribado por su propio caballo al darla orden de partir hacia Trasimeno corriócon ra- pidez.- Dicen que el cónsul ha sido derribado porsu caballo al ordenar salir hacia donde seencuentra el general cartaginés -laspalabras de Tito salían nerviosas de suboca.- Eso no es nada -respondió Druso-, peorescosas he oído yo.- ¿Peores? -preguntó Tito mientrasrecogían sus pertrechos, armas y mantas

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para em- prender la larga marcha hacia elsuroeste.- Y tanto. Han ocurrido extraños prodigiospor diferentes regiones. Malos presagiostodos ellos. -Druso parecía regodearse enel suspense que promovían susafirmaciones.Veía cómo captaba la atención no sólo deTito, sino de gran parte del resto de loshomb- res de su manípulo. Ante tantaexpectación no pudo sino continuar con sureíato-; dicen que en nuestra lejana Sicilia,había soldados, como nosotros,entrenándose en el lanza- miento dejabalinas y que éstas, al ser lanzadas contrael viento, prendieron en el aire, seencendieron de la nada, desvaneciéndoseen cenizas sin poder alcanzar ninguno delos objetivos marcados, como sugiriendoque nuestras armas no valen nada contra elenemi- go. Y eso es sólo el principio:

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también se habla de escudos que de prontose cubren de sangre, o de lugares dondepor las noches en lugar de una se ven doslunas al mismo ti- empo. Todo es extrañoestos días y si es cierto que el cónsul hacaído de su caballo al ordenar partir haciaTrasimeno, no creo que nada bueno nosespere allí.- Pues yo he oído más -comentó uno de lossoldados del manípulo-, cuando los ofici-ales ordenaron levantar los estandartes parainiciar la marcha, uno de los centurionesco- mentó al propio cónsul que uno de losestandartes se resistía a ser izado, tanagarrado lo tenía la tierra, que eraimposible moverlo de su sitio hasta que elcónsul ordenó que se excavara en el suelohasta poder arrancarlo de la tierra y partirhacia el sur, en busca de Aníbal.Druso, que veía cómo la atención de suscompañeros se había vuelto hacia el nuevo

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propagador de malos presagios, no se diopor vencido y retomó su relato de malosaugu- rios, pues aún había oído fenómenosmás sobrenaturales con los que estremecera su audiencia.- Eso no es nada -continuó-. En Capua, elcielo entero parecía incendiado, en la VíaAppia, la estatua de Marte ha empezado asudar. Y hay cabras en las que crece la lanay un gallo que se transformó en gallina.Sucesos extraños. En Roma se sucedendecenas de sacrificios expiatorios paracongraciarnos con los dioses, y eso estáretrasando a Ser- vilio en Roma, pero loocurrido a Flaminio esta mañana notermina de convencerme de que Júpiter yMarte estén velando por nosotros.- ¡Bueno, por Hércules! ¡Basta dechachara! ¡En marcha! ¡Formad, a vuestrasposici- ones! -El centurión al mando delmanípulo interrumpió la serie de relatos de

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terribles sucesos.Tito se situó al final de la formación, juntoa Druso, y esperó a que el centurión dierala orden de incorporarse al resto de lastropas que estaban iniciando la marcha;mientras tanto su cabeza repasaba uno auno los diferentes presagios que se habíanmencionado y su mente intentaba desdeñaraquel largo entramado de sucesosnegativos contabilizando el gran númerode tropas que constituía el ejército del queformaba parte: unos veinti- cinco milhombres, entre infantería y caballería,legionarios y aliados; una fuerza sufici-ente para enfrentarse contra el cartaginés.Puede que todos aquellos sucesos noanunci- aran una gran victoria, una derrotadefinitiva de Aníbal, pero en el peor de loscasos se llegaría a un cierto equilibrio, trasel que sólo restaría esperar los refuerzos deCneo Ser- vilio, el otro cónsul. Tito

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empezó a caminar dándose ánimos. Romatenía las suficientes fuerzas para acabarcon aquel cartaginés y se conseguiría, tardeo temprano. Suspiró profundamente. Por supropio bien esperó que la victoria finalfuera más bien temprano que tarde.Marchaban junto al lago Trasimeno entreuna densa niebla. Era la humedad que as-cendía desde sus aguas, pesada ylánguidamente, hacia las colinas y lasmontañas que rodeaban aquel lugar,dificultando la visión más allá de diez oveinte pasos. Tito perci- bió el olor dellago y la intensa humedad, aderezada conel frío del amanecer, le recordó el gélidoTrebia donde casi perece por congelación.Al menos aquella mañana, el nuevo cónsulno había dado la orden de entrar en elagua, sino de adentrarse por el valle querodeaba el lago. Tito y Druso avanzabansiguiendo la formación de su manípulo y

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su re- gimiento a su vez seguía al manípuloanterior y así toda su legión que también seorien- taba siguiendo la ruta marcada por lalegión que le precedía. Entre la bruma lomejor era estar atento a la línea desoldados que tenías delante, o de locontrario corría uno el ries- go de perderseen aquel valle quedando a merced de lasbestias o, peor aún, de alguna avanzadilladel ejército cartaginés.Tito no lo sabía, porque ningún romanopodía observar bien la distribución de lasle- giones al adentrarse en aquel valle enbusca del ejército cartaginés, ya quecaminaban cegados por la niebla delamanecer, pero todas las tropas romanasestaban siendo rode- adas por las fuerzasde Aníbal apostadas en las colinas quebordeaban el lago. Flaminio, al fin,advertido por uno de sus oficiales,distinguió las primeras formaciones

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cartagine- sas y dio la orden de prepararsepara el ataque, pero sólo alcanzaba a ver lapunta del iceberg, pues detrás de lospequeños destacamentos cartagineses queel cónsul había di- visado, se encontrabanlas colinas y, tras ellas, todo el ejército deAníbal repartido en una larga serie dedestacamentos dispuestos para atacar por elflanco derecho, de arriba hacia abajo, aldescender por las colinas, a los manípulosromanos.Tito sintió de pronto un griteríoensordecedor y, antes de que pudieradiscernir de dónde procedía o de qué setrataba, decenas de jabalinas llovieronsobre ellos sin saber bien de dónde venían.Muchos compañeros cayeron tras aquellamortal lluvia de lanzas.La Fortuna quiso que Tito y Drusosalvasen la vida y se cubrieron, como elresto de sus compañeros, con los escudos

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ya salpicados por la sangre de sus colegasmuertos en aqu- ella primera andanada dearmas arrojadizas. El griterío se hizoensordecedor y pronto decenas de siluetasconfusas, espadas en mano, se hacíantangibles ante ellos, como sombras delAverno que surgían de la nada, cargadas deodio y furia y que se batían con unincontenible ardor que arrasaba todo a supaso. Tito vio a Druso luchando cuerpo acuerpo con varias de esas siluetas, pero notuvo tiempo de acudir en su ayuda porquepronto él mismo se vio rodeado por dossombras cuyas espadas lanzaban golpescerteros que él se esforzaba en detenerprimero con el escudo y luego con supropia espada, haci- endo uso de losconocimientos adquiridos en su recienteadiestramiento militar. Enten- dió en uninstante que estaba en medio de una batallade proporciones descomunales, aunque la

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niebla no dejase ver las fuerzas enemigas yéstas sólo se hicieran reales a unos pasosde distancia en forma de terribles sombrasarmadas y temibles en su vigor. Titoconsiguió clavar su espada en uno de esoshombres desconocidos y escuchó unalarido de dolor que le transmitió el últimoaliento de una de esas sombras, pero altiempo sintió el lacerante acuchillamientode su propia espalda. Se giró entoncescomo por un reflejo, con su espada enristre y segó la cabeza de otra sombra.Luego cayó de rodillas.- ¡Druso, Druso! -exclamó entre gemidosde sufrimiento y alzó la mirada buscando asu amigo y lo encontró, apenas a tres pasosde distancia, cubierto de sangre, tumbadohacia arriba, con la boca y los ojosabiertos, escupiendo sangre por el vientre yuna pier- na, regando con sus fluidosvitales la tierra húmeda de aquella ribera

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del lago Trasime- no.Las sombras parecían haberse alejado deellos, en busca de nuevos objetivos.Incluso la tremenda algarabía de las vocesde aquellos extraños, con palabrasdesconocidas que gritaban en todomomento, parecía diluirse en la distancia.No se veía nada a más de cinco o diezpasos. La niebla lo inundaba todo,arrastrándose pesada y lentamente ajena alsufrimiento y la muerte que se extendíabajo su manto. El olor a sangre, que Titoha- bía aprendido a detectar desde Trebia,le informaba del estado en el que seencontraba su manípulo. Ese olor y losgemidos que intermitentes perforaban ladensa niebla hasta alcanzar los aúnestremecidos oídos de Tito. No les habíandado opción ni de luchar, ni de pensar enluchar. Todo había sido tan rápido. Titosentía un desconocido calor recor- riendo

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su espalda como un dulce reguero que élya adivinaba que se trataba de su propiasangre, pero ahora no tenía tiempo depensar en sí mismo. De rodillas, gateandoentre los cadáveres de sus compañerosllegó hasta Druso. Cogió el cuerpo de suamigo en brazos y lo asió con fuerza.- ¡Druso, Druso! -no le llamaba sino quegritaba su nombre. No le importaba si susvoces podían delatar su presencia y hacerde él presa fácil para los enemigos quecam- paban por todas partes cortandocuellos de legionarios moribundos.Pronto llegaron las lágrimas a sus ojos,hasta transformarse en un sollozo casimudo, henchidos sus pulmones y sucorazón de rabia y odio. Sí, los dioses noshan abandona- do, Druso, pensabamientras le asía y se mecía con el cuerpodel amigo unido al suyo por la fuerza desus brazos. Y fue en ese momento, partida

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su alma por el dolor irreme- diable de lapérdida de su único amigo, cuando Titoabrió sus ojos que había tenido cer- radosdurante minutos y, mirando a un cieloausente por la densa niebla de aquel lago,maldijo a todos los dioses de Roma y losretó a que sobre él cayeran todas lasmaldici- ones de las que fueran capaces depensar porque desde aquel momento losaborrecía y renegaba de ellos. Aunqueaquella maldición le fuera a costar lospeores sufrimientos, Tito Macio vació surencor arrojando todo su odio contra losdioses que los deberían ha- ber protegidoaquella genocida mañana de una infaustaprimavera. Dejó el cuerpo de su amigo ycaminando entre los cuerpos muertos desus antiguos compañeros de armas fuepidiendo a gritos que lo mataran, que lomataran, pero lo que Tito Macio no sabíaera que los dioses, esos mismos dioses de

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los que había renegado, ofendidos por sumaldici- ón y su osadía decidieronpreservarle la vida, y aun cuando su heridaera profunda, ésta, aunque dolorosa, seenjugaría para que al cabo de cuatro horas,cuando la niebla levan- tó, se encontraravivo, superviviente, en un mar decadáveres infinito, para así iniciar el largoy tortuoso camino que las deidades habíandispuesto para prolongar sus sufrimien-tos, más allá de toda posible expiación.

48 Querida Emilia

Roma, casa de Emilio Paulo, mayo del 217a.C.

Su padre estaba fuera, en el foro,intentando conseguir noticias sobre todo loocurrido en el norte. Se hablaba de una

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gran derrota, pero todas las noticias eranconfusas. Emilia cogió el rollo con elpapiro que le tendía un legionario al quehabía salido a recibir que contenía la cartade su amado Publio. La joven ibaacompañada de dos fuertes esclavos deconfianza de su padre. Emilia ordenó quese dejase entrar a aquel legionario y que sele sirviera comida y agua o vino si lodeseaba y que esperase a la llegada de supadre.Una vez atendidas las necesidades de aquelhombre pidió que la dejasen sola y se diri-gió al jardín, bajo el gran pino en el quePublio y ella solían terminar sentándosepara hablar y compartir preciososatardeceres y sentimientos. Abrió el rollodespacio y co- menzó a leer.Querida Emilia:Trasimeno ha sido un absoluto desastre.Más de quince mil hombres han caído

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muer- tos, entre ellos el propio cónsul,Cayo Flaminio; cuatro mil están presos porlos cartagi- neses y centenares de hombreshan quedado desperdigados por Etruria,heridos y con- fundidos, vagando por loscaminos. Supongo que muchos llegarán aRoma en los próxi- mos días o semanas.Dudo que se dirijan al norte porque locierto es que esos caminos parecen ya másdominados por los cartagineses que pornosotros. Te escribo desde el campamentoque Cneo Servilio, bajo cuyo mando meencuentro ahora, ha establecido cerca deRimini. Desde aquí partieron cuatro miljinetes de nuestra caballería para enf-rentarse a Aníbal pero han sido derrotados.Nuevamente los cartagineses han hechonu- merosos presos. De momento pareceque el cónsul Servilio no piensa en másenfrenta- mientos directos hasta recibirinstrucciones del Senado. Por favor,

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comparte toda esta información con tupadre para que haga uso de la misma segúnestime conveniente. En mi opinión elSenado debería ser informado con rapidezde todo esto, pero lo dejo al cri- terio de tupadre, que sabe más que tú y yo juntossobre la política que pueda ser mejor seguira partir de ahora.Te echo de menos, amor mío. Echo demenos nuestros paseos por el jardín en casade tu padre y esos ojos oscuros y dulcescon los que me mirabas cuando nossentábamos bajo el gran árbol. Echo demenos tu larga serie de preguntas siempresorprendentes pa- ra mí y, por encima detodo, tu sonrisa. Echo de menos el sonidode tu voz, tus manos y tus labios. Todoesto, mejor, no hace falta que se locomentes a tu padre.Cuídate mucho y que los dioses teprotejan.

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Publio Emilia enrolló con cuidado elpapiro e inspiró el aire fresco del jardín.Cerró los ojos unos segundos intentandorecordar el sonido de la voz de Publio yrecuperar a la vez la sensación del tacto desus manos sobre sus mejillas justo uninstante antes de que posara sus labiossobre los suyos. Se escucharon voces, losesclavos salían rápidos a atender a su amo.Su padre había vuelto del foro. Emilia selevantó rápida y se dirigió a recibir a supadre y comentarle aquella parte de la cartaque Publio le había instado a que com-partiese con su padre. El resto delcontenido procuraría que quedara en suintimidad.

49 Un triste regreso

Etruria, mayo del 217 a.C.

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Tito Macio caminaba con los piesdoloridos por la larga caminata que sushuesos acu- mulaban desde hacía días. Trasla batalla de Trasimeno, magullado y conuna herida en la espalda, más escandalosaque grave, pues su enemigo pinchó en elhueso del omopla- to evitando una heridamortal. Se vendó como pudo el hombro,cogió algo de comida que encontró entrelos cadáveres de varios de sus compañerosy se alejó de aquel campo de batalla sinmirar atrás. Druso estaba muerto, elejército romano, completamente der-rotado, diezmado, y los caminos al norte yal este estaban controlados por loscartagine- ses. Sólo quedaba ir hacia el sur,hacia Roma, de nuevo hacia Roma, con losbolsillos vacíos, sin nada, pobre comoantes, y vencido. Sus sueños de volvervictorioso a aquella ciudad adoptiva junto

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al Tíber habían embarrancado en el másabsoluto de los fracasos.Nadie le esperaba en Roma, nadie leechaba de menos. No tenía amigos niconocidos en aquella ciudad, pero tampocohabía otro lugar adonde ir y refugiarse deun mundo tu- multuoso agitado por unaguerra sin cuartel.Tito caminaba al amanecer y al atardecer,pero evitaba las horas centrales del día. Notenía deseos ni de encontrarse con tropascartaginesas ni con los grupos delegionarios que se iban reagrupando en sucansino y derrotado regreso a Roma. No.Buscaba la so- ledad. El ejército no lehabía dado nada más que un poco decomida a diario, siempre insuficiente encomparación con los esfuerzos a los que sehabía sometido. Aquel Esta- do, Roma,tenía un extraño modo de favorecer a losque estaban con él. La ironía total era que

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se viera obligado a tener que retornar aaquella ciudad, pero no había otra salida.Al menos conocía sus calles, sabía losbarrios que eran más peligrosos: comomínimo conocía los puntos idóneos paramendigar, para reiniciar una vida de purasubsistencia.Tito Macio entró de vuelta en Roma unatarde de finales de mayo del 217 a.C.Esperó a que un grupo de comerciantes,con sus carros llenos de vasijas, pieles,queso y otros productos, se arremolinaran alas puertas para confundirse entre ellos yevitar los cont- roles que los triunviros, pororden del Senado, habían establecido en laentrada de la ci- udad. Lo peor fue esquivara las decenas de mujeres que se acercabana todos los recién llegados y, con ojos entrenerviosos y asustados, preguntaban sobresus seres queridos, legionarios y soldadosbajo el mando del cónsul caído.

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- Mi marido, ¿sabéis algo de la segundalegión? - Y mis hijos, ¿dónde están mishijos? Tito se zafó a empellones deaquellas mujeres y se abrió camino hacia laciudad. Sa- bía de su soledad. Al menoshabía personas que morían y teníanfamiliares que pregun- taban por ellos. Élno tenía nada de todo eso. Unos minutosdespués deambulaba junto al Tíber, en elpeor barrio de la ciudad, entre prostitutas,lenas, lenones, cortesanas y bu- enosclientes de los placeres de la carne.Tampoco tenía mucho dinero, de formaque se- leccionó la taberna de aspecto másdesagradable que encontró y entró en ella.Un homb- re gordo, distante, frío, seacercó a la mesa en la que se había sentadoy se puso a su la- do sin preguntar nada.Sin mirar, sin establecer juicios, esperando.-Gachas de trigo… y vino -dijo Tito.Aquel hombre, que parecía el posadero de

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la taberna, no respondió y se limitó a desp-lazarse hasta detrás de un mostrador enbusca, parecía ser, de aquello que se habíapedi- do. Tito intentó asearse mientrasesperaba la comida y el vino. Se limpió losmocos que le colgaban de la nariz con lasmangas de su túnica; se echó saliva en lasmanos e inten- tó que el pelo le quedararelativamente liso; se sacudió el polvo delcamino de las pal- mas de las manos eintentó extraerse la suciedad de las uñas.Eran esfuerzos bastante pobres, pero enaquel lugar nadie parecía molesto ni por supresencia ni por su aspecto.El posadero regresó a su mesa con lasgachas y el vino y se quedó quieto junto aél. No dijo nada pero Tito entendió elmensaje. Rebuscó en una pequeña bolsa depiel que lle- vaba consigo y extrajo de lamisma algo de dinero que puso sobre lamesa. El posadero asintió, cogió el dinero

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y, sin decir nada, regresó tras el mostradorde aquella lúgubre ta- berna. Tito Maciobebió un largo sorbo de vino y se quedósorprendido por la inespera- da calidad delproducto. Había pensado que estabamalgastando los pocos recursos que lequedaban de su paso por el ejército, peroaquel vino bien lo valía.Se quedó el resto de la tarde con susgachas, bebiendo aquel buen vino, en lamisma mesa que, sin que él lo supiera,había sido anfitriona de un general deRoma y su sobri- no la tarde en que elúltimo había sido invitado por el primero ainiciarse en los placeres de la carne por losque aquel barrio era tan conocido.Tito Macio decidió entonces, entre sorbo ysorbo, que la mendicidad no era el caminoy que, de algún modo, debía encontraralguna forma de subsistencia. Tenía claroque no podía aspirar a nada especialmente

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grande ya que sentía que su maldición atodos los di- oses pesaba en su destino yque el futuro para él siempre habría ya deser duro y hostil.Algo humilde, de pura subsistencia, dondeno despertase ni el interés de los diosesmás aburridos ni la curiosidad de triunvirosen busca de desertores, debía ser suobjetivo pa- ra conseguir llenar suestómago con cierta regularidad.

50 La batalla naval

La desembocadura del Ebro, verano del217 a.C.

Cneo gritaba desde la proa de suquinquerreme capitana. -¡Remad, remad,remad! Los marineros del ejército de Romase afanaban con los remos. Sus frentes

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sudorosas atestiguaban la valía de suesfuerzo. El general usaba su potente vozcon fortaleza y sin descanso de modo quesus órdenes fueran audibles no sólo en sunave, sino en varios de los treinta y cincobarcos que componían su flotaexpedicionaria en Hispania.- ¡Remad, malditos, por todos los dioses!¡Remad por vuestra vida, remad por Roma!Habían salido apenas hacía dos días deTarraco y los informes eran que se acababade avistar la flota cartaginesa de cuarentanavios anclada varios kilómetros río arriba.El barco de Cneo Cornelio Escipión habíallegado justo a la desembocadura del granrío de aquella región. Bordearon el deltadel Ebro a plena marcha. Al entrar en elestuario la corriente del río se oponía a lafuerza de los brazos de los remeros, pero elgeneral ro- mano compensaba con latenacidad de sus órdenes aquella dificultad:

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ante sus voces y su firmeza, los legionariosde Roma redoblaban sus esfuerzos y batíanlos remos con una energía que ni ellosmismos sabían que pudieran tener entre susbrazos.Desde que Cneo había llegado a Hispaniasu política había sido la misma y muy sen-cilla: ataques directos y frontales allí dondeestuviera el enemigo, sin descanso, sincejar en el empeño de derrotarlos una yotra vez allí donde estuviera, sin rehuirnunca el com- bate. Sus soldados, con lasvictorias que se iban acumulando,adquirían renovados áni- mos que losimpulsaban en cada nueva batalla. Habíanderrotado a los cartagineses por tierra.Ahora restaba el mar. Podía parecer queCneo no planificaba su campaña, pero nadamás alejado de la realidad: su política deataques rápidos y frontales había hechoque numerosos jefes tribales dudaran en

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continuar dando su apoyo a unoscartagineses que empezaban a perderterreno y que no acertaban a frenar a aquelgeneral indómito que parecía irapoderándose de toda Hispania paso apaso, sin detenerse apenas a respi- rar. Suempeño actual era dominar la costa, demodo que pudiera reducir la red de abas-tecimientos que Cartago enviaba aHispania de forma regular por mar.Dominar la costa este de toda aquellaregión le permitiría mermar las fuerzas delas tropas de tierra carta- ginesas. Habíanllegado exploradores con noticias sobre elavance hacia el norte de la flota africanahasta adentrarse en el Ebro. Bien, se dijoCneo, pues allí iremos. -¡Remad, remad,remad! Ya habían entrado en las aguassuaves del río, pero la corriente del mismocontinuaba resistiéndose a la fuerza de losremos romanos.

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Un centinela cartaginés oteaba el horizontedesde lo alto de una torre de piedra junto ala desembocadura del Ebro. Su misión eraavisar de la proximidad del ejércitoromano cuando éste decidiera aproximarsepor tierra desde Tarraco. Por eso el soldadomantenía fija su mirada hacia el norte, sinobservar mucho lo que ocurría en el mar, asu derecha, allí donde el río se diluía en lainmensidad salada. Estaba cansado porquellevaba toda la noche sin ser relevado.Bostezó despacio abriendo su boca de paren par y cerrando los ojos. Se quedó mediodormido apoyado en el muro de la torre.Tuvo una sensación ext- raña. Abrió un ojoy vio a decenas de barcos ascendiendo porel río. No eran barcos car- tagineses. Abriólos dos ojos. Se frotó el rostro con la palmade la mano izquierda. El sol del amanecerle dificultaba la visión de lo que ocurría.Dejó caer la lanza y se prote- gió los ojos

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con la mano derecha. Bajó corriendo de latorre. Al pie de la misma dormí- an variossoldados cartagineses. El centinela losdespertó y les contó lo que había visto.Como no le creyeron, varios soldadosascendieron a la torre ya que desde el suelono se veía nada, sino unas suaves colinasque impedían la visión del lecho del río. Alllegar a lo alto de la torre los soldadoscomprobaron que los barcos de los quehabía hablado su compañero eran, enefecto, la flota romana y que ya estabansobrepasando la posición de su torre devigilancia.Asdrúbal, hermano de Aníbal, recibió lanoticia de la llegada de la flota romanamien- tras desayunaba leche de cabra ymigas de pan. Dejó el cuenco en el suelo ymiró río abajo. Aún no se veía nada en elhorizonte, pero el jinete que acababa dellegar estaba nervioso.

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- ¡Están a menos de veinte kilómetros, migeneral! -había dicho.Remaban contra la corriente, pero veintekilómetros era una distancia mínima.Asdrú- bal ordenó embarcar sus tropas conrapidez.Los cartagineses empezaron a subir a losbarcos con cierta indolencia. A ningún sol-dado le gustaba interrumpir su desayuno,por exiguo que éste fuera. El rancho erasagra- do y el momento de comer también.¿A qué venían esas prisas? Los mástiles delas quinquerremes romanas empezaron adefinirse contra el sol del amanecer. Milesde cuencos de leche y migas cayeron alsuelo, rompiéndose la mayoría, rodandootros hasta la orilla del río, haciendo quealgunos soldados tropezaran y caye- sen derodillas. Lo que había empezado siendouna lenta maniobra de embarque se tran-sformó en un atropellado abordaje sin

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orden, sin dirección. Algunos barcos sellenaron de hombres y víveres demasiadopronto sin dar tiempo a deshacer amarras eir alejándo- los de la orilla al tiempo que secargaban de hombres y pertrechosquedando medio em- barrancados en lacosta arenosa del río. Otros flotaban yasobre las aguas fluviales pero sinformación de combate. Asdrúbal,impotente ante la anarquía de sus hombres,escu- pía al suelo y maldecía su suerte.- ¡Remad, remad, remad! ¡Ni siquiera nosesperaban! ¡Preparad el abordaje! ¡La pri-mera línea de barcos, que sobrepase laflota enemiga! Los rodearemos antes deque se den cuenta.Los oficiales de Cneo volaban de un lugara otro siguiendo sus órdenes. La flota ro-mana ascendía en perfecta formación,desplegada en dos largas hileras de navesocupan- do toda la anchura del río. La

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primera línea sobrepasó la confusaformación cartaginesa sin enfrentarse a losbarcos enemigos para, nada mássuperarlos, virar ciento ochenta grados yatacar a los navios cartagineses por detrástoda vez que la segunda fila de quin-querremes los alcanzaba por el otro lado.Los cartagineses, sin ninguna formacióncon- sistente, sin haber preparado ladefensa de sus naves, armados con lanzas yespadas, in- tentaron defenderse de laacometida romana, pero una densa lluviade armas arrojadizas proveniente de amboslados los recibió lacerando infinidad decuerpos, atravesando es- cudos, barcos,soldados. La sangre comenzó a impregnarla madera húmeda de las cubi- ertas. Losgritos de dolor de los heridos seesparcieron por el amanecer del ríomientras él miedo y el pánico se desatabanentre los africanos.

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Asdrúbal se retiró callado, con algunas delas naves supervivientes que habían conse-guido zafarse del cerco romano. Habíavisto a varios centenares de sus hombresnadan- do hacia las orillas y luego escapartierra adentro. Aquella batalla había sidoun desastre para sus intereses en la región.Se esforzaba en contar y recontar las navessupervivien- tes como intentando negarselo evidente. Tardarían meses enrecuperarse de aquello y, lo peor de todo esque tendría que recurrir al Senado deCartago y solicitar refuerzos. Se giró haciala costa. El delta majestuoso extendía sularga playa lamiendo el mar. En aqu- elinstante, despacio, se arrodilló. Cerró losojos y juró por Baal que, si los dioses leda- ban fuerzas, vengaría aquella afrentalavando su honor con la sangre de aquelgeneral romano esparcida sobre un campode batalla repleto de cadáveres enemigos.

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Asdrúbal, hermano de Aníbal, general deCartago, al mando de las fuerzas africanasen Hispania, musitó su juramento entredientes, arrodillado, con la cabeza hundidaen el suelo de la cubierta del barco. Sushombres le miraron en silencio, respetandoel refugio de la ple- garia en donde su líderse había recluido sin importarle que leobservasen. Habían com- batido con él ennumerosas ocasiones y la derrota era algodesconocido para su general.Asdrúbal era el favorito de su hermano, elgran Aníbal, que combatía en Italia.- Controla Iberia hasta que mande por tipara que me ayudes con refuerzos,hermano - habían sido las palabras delhermano mayor. Se abrazaron y Aníbalpartió hacia Italia.Asdrúbal ahora, arrodillado con suhumillación, sentía el mayor de losdolores: estaba faltando a la promesa que

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había hecho a su hermano. Había perdidoveinticinco naves.Veinticinco barcos. Eso significaba lasupremacía del mar para los romanos. Unfugaz segundo dejó que entre suspensamientos brillase la agria luz delsuicidio como única salida para mantenerel honor, pero el instante pasó y retomó suplegaria a Baal, implo- rando canjear suexistencia, si era necesario, por poderalcanzar Italia superando al nu- evo generalromano que ahora se interpondría entre él ysu hermano Aníbal. De pronto, de un cielosin nubes estalló un largo y sonoro trueno.Los marineros, estremecidos por lasorpresa y el temor, miraron al horizonte.No se divisaba nada más que agua y cieloclaro. Sin embargo, el pavoroso truenoarrastró su resonancia sobre las olas y elviento durante largos segundos en los quetodos permanecieron callados, quietos, sin

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remar si- quiera. Asdrúbal, con la llegada asus oídos del imponente trueno, abrió losojos y se le- vantó lentamente. Buscónubes en el cielo pero, al igual que sushombres, tampoco vio ninguna. Empezóentonces a asentir despacio con la cabeza.- ¡Así sea! ¡Baal y yo tenemos un pacto!¡Mi vida a cambio de alcanzar Italia y ver aese general romano muerto sobre la tierrade Iberia! Con aquellas palabras Asdrúbalse retiró al interior del barco, no sin antesdar las ins- trucciones necesarias paradirigir la pequeña flota superviviente haciaQart Hadasht.Cneo estaba exultante, rodeado de susoficiales en la orilla del río, haciendorecuento de los barcos hundidos oapresados, de los enemigos abatidos y delbotín capturado. Iba de un lado a otrosonriente y satisfecho consigo mismo ycon sus tropas. Habían despej- ado el río y

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el mar. En cuanto llegase su hermanoPublio con refuerzos, avanzarían ha- cia elsur. Tribunos y centuriones saludaban a sugeneral con orgullo. Súbitamente un truenolargo y profundo ascendió por el río desdela lejanía. Los romanos escudriñaron elcielo pero no acertaron a ver nubes niseñales de relámpagos en el horizonte.Algunos soldados se pusieron nerviosos,pero como no pasó nada más, tras uninstante de extra- ñeza todos prosiguieroncon sus tareas de recoger pertrechosenemigos, víveres y armas abandonadaspor el ejército derrotado. Al cabo de unosinstantes nadie recordaba ese so- litariotrueno traído por la brisa del mar. SóloCneo se quedó pensativo con sus ojos fij-os en lontananza, allí por donde una escasaescuadra cartaginesa había conseguidoesca- bullirse. Sacudió al fin la cabezalevantando los brazos y luego dejándolos

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caer.- ¡Tonterías! -dijo-, ¡tonterías! ¡Historiaspara asustar a niños! -Y volvió de nuevocon sus oficiales para disfrutar de lavictoria.Estaba contento de poder recibir a suhermano Publio, que pronto llegaría paraunirse a él en la lucha contra loscartagineses de aquella región, con unaposición tan mejorada como la que habíaconseguido con aquella batalla.

51 La dictadura

Roma, verano del 217 a.C.

Quinto Fabio Máximo se vestía despacioatendido por tres jóvenes esclavas egipciasde tez morena y cabellos azabache,asustadas, temerosas de no satisfacer bien a

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su amo.Con su piel repleta de marcas de golpes ylatigazos se movían cabizbajas ytemblorosas alrededor del viejo senador.Él, por su parte, estaba exultante. En unaesquina el joven Marco Porcio Catón,envuelto en su fina toga, escuchaba a sumentor.- Hoy es el día -empezó Fabio-, en queRoma, por fin, se da cuenta de que no tienea nadie a quien recurrir sino a mí. ¿Ves, miquerido Marco? Al final todas lasminúsculas teselas del gran mosaico quecompone esta larga guerra empiezan aencajar y todo gra- cias… ¿gracias a qué,Marco? -Fabio se volvió hacia su discípulofavorito al tiempo que preguntaba con unaamplia sonrisa en su rostro esperandorecibir el silencio como répli- ca.- Gracias al miedo -respondió Catón,recordando una conversación que escuchó

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en aquella misma villa hacía ya bastantesmeses.Fabio mantuvo su sonrisa unos segundos,sin decir nada. Luego se volvió hacia lasesclavas y, con furia, las conminó amacharse y dejarlos solos.- Exacto -dijo Fabio-. He de reconocer,Marco, que tu sagacidad no deja desorpren- derme. Así es: el miedo nos ha idoabriendo el camino. El miedo, Marco,recuérdalo, administrado sabiamente es lamejor de las armas, especialmente paramanipular a un pueblo inculto einfluenciable. Roma tiene, por fin, miedo,el miedo necesario, el miedo justo paratomar decisiones que se deberían habertomado hace ya tiempo; pero bien, en todocaso, hoy es el día en el que el Senadotomará esas decisiones y tenemos muchosenemigos lejos de Roma o,lamentablemente -el tono, no obstante,

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desvelaba una indife- rencia rayando elsarcasmo-, muertos. Pobre Flaminio. Laniebla nunca fue un buen ali- ado delsoldado, pero adentrarse en un vallerodeado de cartagineses sin ver más allá detu nariz, por Hércules, hay que serestúpido. ¿Sabes cómo se derrotará a esemaldito Aníbal, Marco? Esta vez Catónguardó silencio. La satisfacción de Fabioiluminó su rostro.- Se le vencerá -continuó Fabio Máximo-inviniendo la situación de Trasimeno: ata-cando a Aníbal desde las montañas,cercándole en un valle. Hacer con él lo queél ha hecho con nuestras legiones. Ésa es laforma. Pero lo primero es lo primero: sernomb- rado dictador de Roma.- ¿Dictador?, ¿hoy? - ¿De qué tesorprendes, Marco? Hoy seré elegidodictador de Roma. Sólo he de jugar misbazas en el Senado. Esta mañana acudirás

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al foro acompañado de un viejo senador yvolverás junto al dictador con poderabsoluto sobre Roma y todas sus legiones.- Pero nombrar un dictador, esto sólo lopuede hacer el cónsul superviviente yServi- lio está aún lejos de la ciudad.Fabio Máximo exhaló un suspiro forzado,aparentando exasperación, cuando real-mente estaba divertido viendo cómo habíaconseguido confundir a su pupilo que tanlis- to se creía.- Te sabes tan bien la teoría, Marco y, sinembargo, desconoces tanto el almahumana.Ya has olvidado el miedo, ese miedo quetodo lo puede. Cuando la gente teme que elterror se apodere de ellos, y Aníbal es elterror mismo, ha asolado regiones enterasde Italia, ha derrotado a iberos y galos, hacruzado los Alpes, ha vencido a nuestraslegi- ones, ha matado a un cónsul de

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Roma, herido a otro, cuando el terror estáacechando, las normas, las leyes, sedoblan, se cambian, se ignoran, Marco. Elalma humana no atiende a lo que enmomentos de sosiego y sensatez otros hanpensado y diseñado con atención yracionalidad: leyes, normas, costumbres.No, el miedo quiebra todo eso. El Senadono es ajeno al temor de la gente, de unpueblo que demanda acciones concretas,algo dife- rente de lo que se ha estadohaciendo hasta la fecha para vencer a eseanimal africano que se acerca hacia Roma:si el cónsul no está en la ciudad, no tepreocupes, Marco, que eso no le va aimpedir al Senado decidir sobre el futurodel Estado, aunque para eso ten- ga quesaltarse las leyes del propio Estado al querepresenta. -Fabio se acercó a Catón, posósu mano sobre su hombro y sacudió lacabeza como diciendo «parece mentira que

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aún no lo entiendas». Luego se encaminó ala puerta y salió. Catón le siguió,meditando concienzudamente.

52 Sacrificios

Roma, verano del 217 a.C.

En el jardín de su amplia casa estabansentados el viejo ex cónsul Emilio Paulojunto a su hija Emilia, su prometido, eljoven Publio Cornelio Escipión y un oficialamigo su- yo, Cayo Lelio. Los esclavossacaron fruta y vino. Lelio daba buenacuenta del vino mi- entras que el ex cónsulmordisqueaba una manzana, sin muchoafán. Todos escuchaban a Emilio Paulo,que, entre bocado y bocado, explicaba loacontecido en el Senado.- Han elegido a Fabio Máximo como

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dictador de Roma, el salvador, le hanllegado a llamar algunos.- Pero eso no es posible, no con el cónsulfuera de Roma -comentó Publio.- Te sorprenderías, joven Publio -empezóEmilio Paulo- de lo que un montón desena- dores asustados puede llegar adecidir. Yo me opuse, claro, y algunosotros, pero con tu padre y tu tío fuera, enHispania, con algunos otros que han caído,como el propio Fla- minio y, como biendices, con el cónsul fuera de Roma, lossenadores temen más que a nada aldesorden, al vacío de poder y a un puebloaterrorizado. Ante eso, se levanta Qu- intoFabio Máximo y se postula como el gransalvador, pero claro, sólo si el Senado qu-iere, si considera que es necesario, él estáahí para servir a Roma cuando Roma lenece- sita, y luego pasa a describir susgrandes méritos, sus consulados anteriores,

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sus grandí- simas victorias sobre los galos,su triunfo… ¡Como si nos las viéramosahora con un grupo de galos en revuelta!¡Por todos los dioses! Y el Senado leacepta, le abraza como la gran salvación,se le agradece su valor para dirigirnos enestos tiempos de tumulto y temor, ¡porHércules, adonde hemos llegado! Y elviejo ex cónsul arroja el corazón de lamanzana, con rabia, contra la pared querodea el jardín.- Esclavo, haz el favor -añadió EmilioPaulo dirigiéndose a uno Qe sussirvientes-, más vino, a ver si así puedodigerir la sesión de esta mañana.- ¿Dictador? ¿Solo? -preguntó Publio.- Dictador, solo, claro, ésa es la idea,muchacho, bueno, han nombrado aMinucio Ru- fo como jefe de la caballería,pero tampoco es eso un gran alivio.Minucio es capaz de meter a la caballería

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en cualquier emboscada. Demasiadoambicioso. Estamos en manos de unmanipulador y de un irresponsable -explicóEmilio Paulo y se bebió el vaso que se leacababa de servir-. Y eso no es todo. Aúnfalta lo mejor: Fabio Máximo ha hecho quese consulten los libros sibilinos porqueconsideraba que nuestros males vienen porno haber realizado con rigurosidad los ritosreligiosos y ha echado la culpa de todo elloa Flaminio, por su apresurada salida haciael norte al encuentro de Aníbal sin haberej- ecutado todos los sacrificiospreceptivos.- Es buena estrategia ésa de acusar a unmuerto que ya no puede defenderse y porel que nadie quiere dar la cara -comentóPublio, con una copa de vino también yaen su mano. Emilia era la única que habíadeclinado la invitación para beber.- Sí -continuó Emilio Paulo-, inteligente,

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hábil; nadie salió en defensa de Flaminio.Puede que Flaminio se equivocara al entraren aquel valle, pero no creo que fuera malaidea intentar acudir al norte lo antesposible; pero es cierto, sobre todo de caraal pueblo, que debería haber tenido máscuidado e intentar hacer los sacrificios decostumbre.Ahora la duda, sembrada por Fabio, planeasobre todos y se ha acordado que seejecuten sacrificios extraordinarios paracongraciarnos de nuevo con los dioses.- ¿Extraordinarios? -preguntó Lelio.- Sí. Escuchad bien: hay que hacersacrificios a Júpiter, a Venus, Marte,Neptuno, Juno, Minerva, Vulcano,Mercurio, Apolo, Diana y Vesta. Ysupongo que me olvido de alguien, perotodo esto no es sino engañarnos y devolveruna falsa confianza a nuestro ejército. Nodigo que no debamos realizar los

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sacrificios, pero que sólo con eso no va-mos a conseguir revertir el actual estado delas cosas. Esperemos que al menos elpropio Fabio sea consciente de eso.- Seguro que lo será -dijo Publio-. Unacosa es lo que dice en público y otra lo queél piensa en realidad.- En fin, es posible; ésa es la típica ideaque tu padre habría expresado si estuvieraaquí -concluyó Emilio Paulo y le miró coninterés renovado-. Bueno, y para terminar,Fabio ha ordenado que se celebren unosgrandes juegos para los que el Senadodestinará nada menos que trescientos milases. Más vino -y el viejo ex cónsul estiróel brazo con su copa vacía.Una muchedumbre se agolpaba a laspuertas del templo de Júpiter. Sólo habíahomb- res romanos libres. Aquella mañanade verano no se había permitido laasistencia de mujeres, extranjeros o

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esclavos. El pontífice máximo, LucioCornelio Léntulo, acompa- ñado de los tres¡lamines maiores, sacerdotes dedicados alculto de Júpiter, dirigía la ce- remonia.Fabio, sentado en una amplia butaca,próxima al altar, asistía como observadorprivilegiado a la realización de todos lossacrificios: trescientos bueyes para elmáximo dios. Observaba cómo la gente seacumulaba, deseosa de ver la forma en laque se ej- ecutaban los sacrificios quepudieran congraciar a la ciudad con susdioses. En sus ojos se leía el miedo y sunecesidad de sentirse protegidos. Fabiosonrió para sus adentros aunqueexteriormente mantuvo una expresión seriay de aire preocupado. Sin duda, ha- bíatenido una buena idea al promover estossacrificios. El pueblo, al verle allí, presidi-endo en calidad de oferente de aquellossacrificios, personificando la máxima

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represen- tación del Estado, viendo lainmolación de cada animal, le identificabacon la tradición, con lo correcto, con elacercamiento de nuevo a los dioses y, enconsecuencia, le identi- ficaba con laprotección celestial. Ésa era una idea que aFabio le encantaba. Le daría un mayormargen de maniobra a la hora de reclutarnuevas legiones y tropas de apoyo para supróxima campaña contra Aníbal. Fabioestaba satisfecho de cómo evolucionabanlas cosas, pero mantuvo su faz seria,meditabunda, atenta a las acciones de lossacerdotes asistentes.El primero de los bueyes, todos machospor tratarse de sacrificios para un dios,llegó junto al altar de piedra levantadofrente al templo de Júpiter. El animal ibaconducido por el popa, un hombre grueso,alto y fuerte que tiraba de una cuerda a laque estaba ata- da la bestia. Tensando la

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soga con fuerza condujo al buey hasta elaltar mismo, con cier- ta docilidad porparte del animal, lo cual era absolutamentenecesario. Cualquier intento por parte de labestia por zafarse del popa e intentar huirsería considerado como un mal presagio;pero aquel buey se dejaba conducir ajeno alos confusos sentimientos de los hombresque le rodeaban, desconocedor de susconflictos, de sus guerras y, sobre todo,ignorante del miedo que los movía y quetenía sometidas sus voluntades.Una vez en el altar, el victimarius encendióel fuego sagrado y, cuando la llama yaresplandecía con fuerza, sustituyó al popaen la tarea de sujetar al animal. A unospasos del altar un tibicen se llevaba unaflauta a los labios y empezaba a tocar unamelodía que al mismo tiempo quesosegaba al animal, hacía callar al gentío yayudaba a que el sacerdote pudiera ejecutar

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el sacrifico de forma correcta. En esemomento, Fabio Máxi- mo se alzó de suasiento y con voz fuerte ordenó que lamuchedumbre guardara el silen- ciopreceptivo. -¡Fauete linguis! La gentecalló, conteniendo sus lenguas, tal y comoel dictador de Roma y oferente de lossacrificios le había ordenado. En el densosilencio el sacerdote encargado de estaprimera víctima, el más anciano de losflamines, se cubrió la cabeza con su togade for- ma que su rostro quedó invisiblepara todos los asistentes. Lentamente, conenorme so- lemnidad, se volvió haciacuatro vestales que, junto al resto de lossacerdotes, sostenían una bandeja con molasalsa, harina y sal mezcladas con las manosde las propias sacer- dotisas vírgenes. Elsacerdote oficiante levantó en alto labandeja para que todos pudi- eran ver bienque iba a usarla. Luego, bajándola, untó

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sus manos con la mola salsa y la vertiósobre el animal que iba a ser inmolado ysobre los instrumentos que estaban pre-parados para llevar a cabo el sacrificio.Tras la salsa especial, tomó una jarra convino tibio y vertió también el líquido por ellomo del gigantesco buey, que permanecíaqui- eto, envuelto en el silencio, la músicay los ungüentos que se iban esparciendopor su pi- el. El popa, que había conducidoel buey hasta el altar, cogió un cuchilloafilado y, su- avemente, lo pasó por todo ellomo de la bestia; el filo del cuchillobrillaba al mojarse con el rojo del vinovertido sobre la piel del animal. FabioMáximo, en pie, empezó una larga plegariaen favor del pueblo de Roma. Tras unosminutos de súplicas, ruegos e im-precaciones a Júpiter, el dictador terminó yvolvió a tomar asiento. YXpopa dejóenton- ces el cuchillo afilado y tomó una

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enorme maza de piedra, se giró hacia eloferente y preguntó en voz alta y clara.- ¿Agone? - Agone -respondió con fuerza ytensión contenida Fabio Máximo.El popa alzó la maza al cielo, la música dela flauta llenaba todo con su tediosa melo-día, el viento soplaba suave, la gentecontenía la respiración y la maza sedesplomó co- mo un ariete contra la testuzdel animal. El buey tembló, echó unsoplido profundo y dobló las piernas.Antes de que pudiera mugir, lamentarse oemitir cualquier ruido, la maza volvió adesplomarse con toda la fuerza mortal queel popa era capaz de reunir.Los ojos del animal miraban sin ver, lasangre empezaba a regar el suelo del altar,y, por fin, la bestia cedió y se desplomósobre el suelo. El cultarius tomó el cuchilloafilado que antes había acariciado el lomodel animal, y con agilidad y experiencia,

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alzó la ca- beza del animal al cielo portratarse de un sacrifico dedicado a una delas divinidades celestiales y segó el cuellodel buey. La sangre manó como un río enbusca del mar.

53 En el molino

Roma, 217 a.C.

Cuatro de la mañana. En plena noche, TitoMacio sale de su pequeña habitación rec-tangular de dos por tres pasos en una de lasinsulae junto al Tíber, una mínima estanciaen la que se le va prácticamente todo eldinero que gana, y sale con destino a sutrabajo.A las cuatro y media, después de cruzargran parte de la ciudad, cerca del campo deMarte, entra en una gran casa donde está

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uno de los numerosos molinos que hanprolife- rado en los alrededores de Roma.La ciudad, sea en guerra como ahora o enpaz, ha vis- to crecer su población y todosnecesitan pan. Los hornos caseros ya nodan abasto para satisfacer la crecientedemanda y los molineros producen grandescantidades de trigo molido o de polenta,que usan o bien para producir pan o paralas gachas de trigo que decenas de miles deromanos consumen a diario: un alimentobarato y del agrado de los pobladores deaquella metrópoli. Tito Macio entra en elmolino. Hay dos lámparas de aceiteencendidas en una enorme estancia dondeuna gigantesca piedra de molino esperapara ser girada y así ir moliendo el trigo.Tito Macio coge con ambos brazos elmadero que sirve de enganche con lapiedra y empieza a empujar. El principio eslo peor, pero una vez que consigue poner

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en marcha la enorme maquinaria, elimpulso de la propia piedra le ayuda amantenerla en constante movimiento. Asíhasta el amanecer, dando vueltas y vueltassin fin. Con la luz del sol, el molinero letrae algo de agua y unas gac- has que Titodevora en unos minutos. Luego vuelta altrabajo hasta el mediodía, donde disfrutade una nueva pausa con alguna fruta que letrae el dueño de la instalación. Des- puésde media hora sigue con su trabajo, dandovueltas y vueltas hasta que se hace denoche. Con la caída del sol, Tito se retira,retorna sobre sus pasos y se refugia en lalú- gubre estancia que puede pagarse con lamísera paga que recibe del molinero. Asípasan los días, las semanas, los meses.Roma en guerra, constante, perpetua contraAníbal. Él refugiado, escondido, dandovueltas interminables a aquel molino. Sinpasión, sin dese- os, sin nada. Un trabajo

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infinito que le da lo mínimo para comerinsuficientemente, pero que le aleja delhambre absoluta y de las peligrosas callesen donde los mendigos y mu- tilados deguerra intentan subsistir. Por las noches seesconde en su estancia, casi a os- curas,sólo iluminada por una lámpara vieja deaceite que compró a un comerciante delforo con la paga de un mes de trabajo.Luego descubrió que no tenía nada que very des- de entonces la mantiene apagada. Sequeda dos o tres horas a oscuras, en suestancia, es- cuchando los ruidos de lacalle, las voces de las putas, los regateos delos clientes, las órdenes de algún triunviro,una pelea, un pregonero anunciando algúnespectáculo. Al final, el sueño se apoderade él, hasta que a las pocas horas, sin saberbien cómo, pro- bablemente empujado porla necesidad de subsistir, se despierta, selevanta de entre las dos mantas que posee,

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una traída desde Trasimeno, la otra robadaen el foro, hace sus necesidades en unavasija que luego vuelca en el otro extremode la calle y, sin comer nada, parte hacia sutriste trabajo. Así pasó un año entero. Conla mente en blanco, aún impactado por laguerra, intentando olvidar las batallas, elejército, su propia vida, su miseria.

54 Un error inesperado

Italia central, 217 a.C.

Fabio Máximo estaba dispuesto a terminarcon el azote de Aníbal y asentar su poderen Roma. Reclutó dos legiones, relegó delservicio al cónsul Servilio y adoptó elmando de las legiones que éste dejaba sinlicenciarlas, haciéndose así con el controlde dos ejér- citos consulares completos.

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Alejó a los pretores de Roma,remitiéndolos a Cerdeña y Si- cilia, aunqueallí no fuera especialmente necesaria supresencia. Sólo le quedaba domi- nar laambición irrefrenable de su segundo en elmando, su jefe de caballería Minucio Rufo,una pequeña molestia impuesta por elSenado, un escollo solventable.Aníbal, entretanto, se dedicó a arrasar lasregiones limítrofes con Roma.- Iremos debilitando a nuestro enemigopoco a poco, cercenando sus dominioshasta estrechar un cerco lento perodefinitivo -solía decir entre sus oficiales.Su táctica iba a ser la de siempre: arrasarterritorios amigos de Roma para obligar asus generales a ent- rar en combate en unterreno preestablecido por él, adecuadopara una emboscada. Así arrasó las tierrasde los Hirpini en la región del Samnium,tomando Telesia y destrozan- do

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Beneventum. Luego entró en Campania yasoló la mayor parte del rico ager falerni.Éstas eran tierras muy productivas, muyapreciadas por los romanos.Fabio, sin embargo, evitaba entrar encombate con Aníbal, manteniendo lastropas alejadas de los valles, siemprevigilando al cartaginés desde las cumbres ylos altiplanos de las montañascircundantes. De esta forma su ejércitoasistía impasible al espectáculo de fuego ydesolación que el cartaginés extendía a supaso sin que nadie se le opusiera.Entre las filas de las legiones crecía ladesazón y la decepción en su líder, undictador que se negaba a usar el ejércitopara oponerse a los enemigos de Roma.Minucio Rufo agitaba a los soldadosprimero y luego a los propios oficiales encontra de la estrategia dilatoria deldictador. Fabio Máximo, no obstante,

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permanecía impasible a las críticas.Una noche conversaba con Catón, uno delos pocos que aún sentía fieles a su mando.- ¿Crees tú también que soy un cobarde,Marco? -preguntó Fabio Máximo, sentadoen su triclinium, iluminado su rostrotenuemente entre las alargadas sombrasproyectadas por dos pequeñas lámparas deaceite. Marco Porcio Catón respondiódespacio, eligiendo con esmero suspalabras.- No, no creo que seas un cobarde, aunquepara muchos tu perseverancia en evitar en-trar en combate con Aníbal puedaparecerlo.- Bien; eres cauto y sincero. Sigamos. ¿Ypor qué crees que evito el combate, si no espor cobardía? A fin de cuentas tengocuatro legiones bajo mi mando, y todas lasfuerzas latinas y aliadas. ¿Por qué, Marco,por qué Fabio permanece en las cumbres,

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escondido, mientras Aníbal arrasa losterritorios de nuestros aliados? -Esperas.- Bien, Marco, muy bien. Tienes todo mireconocimiento. ¿Y qué espero? - Un errorde Aníbal.Fabio asintió con la cabeza. A veces sepreguntaba si era bueno tener a alguien queempezaba a tener ideas propias a su lado.Por otra parte, alejarlo sería ganarse suingra- titud y no tenía claro que quisieratener al joven Marco Porcio Catón comoenemigo;pobre del que terminara siendo objetivo desus intrigas futuras. A todo esto, ¿intrigaríaCatón contra él? No. Aún no tenía lasuficiente fuerza y además esperaba laayuda de su mentor. Fabio confirmó lasintuiciones de Marco.- Exacto. Un error de Aníbal es lo queesperamos. Hasta ahora los anteriorescónsules no han hecho sino seguir los

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pasos marcados por el cartaginés y entraren combate don- de y cuando éste lo hadeseado y ¿con qué resultado? Escipiónfue derrotado y cayó he- rido; ahora tendráque emigrar a Hispania y buscar su fortunaen aquella tierra inhóspita combatiendoalejado de Roma junto a su hermano;Sempronio perdió clamorosamente enTrebia y está acabado política ymilitarmente y Cayo Flaminio, además deperder sus legiones, está muerto yenterrado. No, no me parece que combatirallí donde Aníbal qui- era sea la mejorestrategia.Catón escuchaba atento: tras unaexposición tan sintética pero a la vez tanprecisa de los fracasos de sus predecesoresen el mando resultaba tan evidente que loque ahora ha- cía tenía tal sentido quecostaba creer que las intrigas de MinucioRufo y sus veladas acusaciones de cobardía

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pudieran surtir efecto alguno entre loshombres y, sin embar- go… - Es cierto,pero las imágenes del ager falerni enllamas son difíciles de tolerar para loslegionarios de Roma -dijo Marco,midiendo el tono de sus palabras.- Lo son. Claro. Por eso ellos sonlegionarios y yo su dictador y jefesupremo.No hubo más conversación aquella noche.Catón salió de la tienda y su figura se per-dió entre las sombras.Casilinum, Italia central, 217 a.C.Aníbal había dado orden a los guías dedirigir el ejército hacia Casino, dondepodrían encontrar tierras ricas, víveres yseguir con su táctica de arrasar regionesproductivas y queridas por los romanos,presionando así aún más al viejo dictadorpara que éste, al fin, entrase en batallacampal.

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Llevaban dos días de marcha, cuandoAníbal empezó a extrañarse por loescarpado de las montañas que losrodeaban. Estaban en un valle profundodesde el que se contemp- laba un paisajeagreste.- Éste es un lugar inhóspito -comentóAníbal entre dientes. Miró a su alrededorsin entender bien dónde se encontraban yfrunció el ceño-. ¡Que vengan los guías!Dos hombres con aire algo distraído,taciturno, profusas melenas, cubiertos depieles de oveja, vinieron escoltados porguerreros númidas e iberos. Ambos guíasprocedían del norte de Italia, ganaderosgalos próximos a la región del Po, quehabían accedido a guiar a Aníbal por todosaquellos territorios a cambio de proteccióny dinero para sus familias. El generalcartaginés había satisfecho con creces susrequerimientos en pago por sus servicios,

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pero cuando fueron conducidos aquellamañana ante Aníbal, éste pre- sentaba unrostro temible.- ¿Dónde estamos? -preguntó el general deCartago en un latín no muy bien pronunci-ado, lengua que usaban para hacerseentender con los galos.Los guías dudaron. Era evidente que algono marchaba bien.- Llegando a Casilinum -dijo al fin el másmayor de los dos.Aníbal no respondió, sino que abrió el ojosano de forma sorprendente; luego se giróy se llevó una mano a la cabeza,acariciándose su larga cabellera con losdedos. Inspiró con profundidad. Sintió elviento que descendía por las agrestesladeras que lo envolví- an. Observó lalarga columna de su ejército, que seextendía varios miles de pasos, per-diéndose en el horizonte, zigzagueando por

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todo el lecho de aquel angosto valle.Seguía en silencio. Se llevó la otra mano ala cabeza y con ambas se mesaba loscabellos despa- cio, como intentandobuscar una razón para lo sucedido. Espiróel aire que, sin saberlo, había contenidodurante varios segundos en lo másprofundo de su pecho y, al fin, se volvió denuevo hacia los guías que, con ojos demiedo intentaban discernir en los ges- tosdel general qué marchaba mal.- Yo -Aníbal hablaba con exageradalentitud- había ordenado conducir alejército a Casino, no a Casilinum. -Tras suspalabras se alejó de aquellos hombres y sepaseó du- rante unos segundos con losbrazos en jarras. De nuevo se acercó a losguías-. Necesito que me respondáis conclaridad y sin meditar un instante, si osparáis a pensar, ése será vuestro últimopensamiento -y deslizó su mano hacia la

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empuñadura de la espada que llevabaceñida al cinturón.Los guías asintieron, tragandodesesperación entremezclada con la salivade sus bo- cas.- ¿Entendisteis bien mi orden de dirigirnosa Casino? -preguntó Aníbal.- Sí -dijo uno de los guías con voz trémula.- No -respondió el otro casi a la vez,dubitativo.Aníbal los miró fijamente, esperando unaaclaración. Al fin, el que había dicho que síañadió una explicación.- Bueno, no estábamos seguros del todo,pero pensamos, creímos… Aníbal leinterrumpió.- ¿Pensasteis, creísteis? ¿Y sobre una vagacreencia, en función de lo que pensasteisque se os había ordenado condujisteis atodo un ejército, a mi ejército, a estatrampa mortal? Un oficial se acercó a

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Aníbal por la espalda.- General, general. Tenemos informes delos exploradores de la retaguardia: losroma- nos han tomado los pasos por losque hemos accedido al desfiladero.Aníbal levantó la mano y el oficial calló.Sin volverse a mirar a éste, sinomantenien- do sus ojos fijos en los guías,volvió a preguntarles.- ¿Cómo sé yo ahora que no sois espías deRoma que nos habéis tendido una trampaal conducirnos hasta este callejón demontañas? - No, no, mi señor, eso nunca.Ha sido un error -ambos hombres seesforzaban por persuadir al gran generalcartaginés, pero, para mayor desesperaciónsuya, vieron cómo aquél se alejaba ylanzaba una orden al grupo de oficiales quelos rodeaba.- ¡Que los crucifiquen! Los oficiales,ayudados de varios soldados cartagineses,

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apresaron a los dos guías, ahogaron sussúplicas a golpes y se llevaron a amboshombres lejos de la visión del ge- neral.Fabio Máximo, satisfecho, oteaba elhorizonte desde lo alto de las montañas.Las tro- pas de Aníbal se agrupaban en unalarga columna en lo profundo de unangosto valle ro- deado por las legionesbajo su mando. El dictador, acompañadode su hijo Quinto y de su fiel servidor,Marco Porcio Catón, preparaba un plan deataque.- Ahora sí, ahora sí -decía entre dientes,casi sonriente-, mañana nos lanzaremoscon nuestras tropas sobre el cartaginés.Tendrá que combatir desde una posicióninferior.Ahora que él no quiere combatir es cuandonosotros entraremos en lucha.Los tribunos asentían con la cabeza y loscenturiones se frotaban las manos en previ-

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sión del botín de guerra que se podríacapturar con el próximo amanecer. FabioMáximo lanzó una sonora carcajada queretumbó por entre las peñas que descendíanpor el ab- rupto desfiladero.- ¿Cuántos víveres tenemos? -preguntóAníbal en su tienda, abrigado por pieles decabra y oveja mientras el atardecer seextendía en orma de alargada sombra sobreel val- le y sobre sus tropas.- Tenemos bastante trigo para pasar partedel invierno y ganado, mucho ganado, perono sé si será suficiente para toda laestación fría -Maharbal era el queexplicaba la situ- ación de los pertrechos-.ninguno esperábamos estar en un terrenotan árido como éste y llevar más víveresralentizaba la marcha. Aníbal asentía.- Bien, bien. Exactamente, ¿cuántascabezas de ganado tenemos? -No sé; esdifícil de precisar. Calculo que unas dos

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mil. -Serán suficientes, tendrán que serlo-continuó Aní- bal-, ¿y los órnanos? - Demomento se limitan a tomar posiciones. Nocreo que atajen hasta el amanecer, pero meparece que esta vez se echarán sobrenosotros. La posición es muy ventajosapara ellos. Esto es una ratonera. -Maharbalse mostraba desolado. Tanto combatir ytan- tas victorias para luego perderlo todopor un error tan estúpido comoaquél,›orque unos guías habíanmalinterpretado el nombre de un destino,dstaban bien crucificados.- Que los hombres reúnan leña, ramassecas, palos y cuerdas, soga en pequeñostro- zos, miles de estos trozos. Y leña,mucha leña -fueron las extrañas órdenes deAníbal.Maharbal, perplejo, no sabía qué hacer. Elgeneral, ligeramente comprensivo ante suconfusión añadió algunas palabras más-.

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No pasaremos ni una noche en este lugar.Que los hombres cenen temprano, nadamás recoger la leña, pero que no seenciendan hogu- eras.La noche cubría montañas y valle con suespeso manto negro. Estaba acabando elve- rano y como las noches aún erancortas, pronto amanecería. En uno de lospuestos de guardia en lo alto de lasmontañas un legionario se esforzaba enescudriñar las sombras.Le había parecido que algo se movía a lolejos, pero no: sin duda, sus ojos leengañaban.Sin embargo, al cabo de unos minutosempezó todo: se acercaban los kalendae deoc- tubre y apenas había luna. Decenas deantorchas empezaron a moverse al pie de lalade- ra de la montaña desde la quevigilaba. Calculaba la posición de lasllamas por lo que su memoria recordaba de

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cuanto había visto en las últimas horas delatardecer. Era una la- dera de larga ypronunciada pendiente. Muy difícil deescalar para los cartagineses y desde la queal amanecer les atacarían. Ya no erandecenas sino centenares de antorchas y semovían. Avanzaban hacia él. El legionariollamó a un centurión. Éste, al escuchar lavoz de alarma, vino enseguida.- ¿Cuánto tiempo llevan esas antorchasencendidas? -preguntó el oficial, nervioso-,¿cómo no me has llamado antes? - ¡Hanempezado ahora mismo! -se defendía ellegionario de guardia.Lo que ocurría es que las antorchasascendían por la ladera a una velocidadinusitada, como si los cartagineses que lasllevaban escalasen a toda velocidad laladera de la mon- taña.- Mire, centurión -comentó otro centineladel puesto de guardia de al lado, señalando

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hacia el otro extremo del valle-, por allítambién asciende otra columna deantorchas.- ¡Dad la alarma general! -gritó elcenturión- ¡Nos atacan, nos atacan! ¡Todosa sus puestos! ¡Los cartagineses asciendenpor la montaña! Fabio Máximo escuchó untremendo escándalo en el campamento.Rápido cogió su espada y salió de sutienda. En el exterior los lictores leesperaban para acompañarle.- ¿Qué ocurre? -preguntó.- Miles de cartagineses ascienden por lasmontañas, a toda velocidad -explicaba unode los lictores-, están alcanzando ya losprimeros puestos de guardia.Los legionarios se protegieron con susescudos y prepararon sus alargados pilapara ensartar con ellos a los primeroscartagineses que accediesen a la cúspide dela montaña, pero a medida que las

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antorchas se acercaban, el suelo empezó avibrar de una extraña forma, como si enlugar de soldados fueran elefantes lo quetrepaba por las montañas, aunque todossabían que eso era imposible porque loscartagineses ya no disponían de esosanimales. Algunos, aterrorizados por elinmenso estruendo de los desconocidosporteadores de aquellas veloces antorchas,abandonaron sus posiciones, debilitando laprimera línea de los romanos, que así, convarios puntos desguarnecidos, recibió lasan- torchas en un encuentro entredesiguales. Cuando las llamas, ya apenas aunos pasos de distancia, hicieron visibles alos que las transportaban, los romanos,espantados, comp- rendieron lo que se lesvenía encima: no eran soldadoscartagineses, ni tampoco elefan- tes lo quese les echaba encima a toda velocidad, sinocentenares de vacas y toros con antorchas

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atadas a sus cuernos, una multitud deenormes bestias totalmente presas delpánico que intentaban zafarse, huir deaquel fuego infernal que los perseguía yque, no importaba cuánto corriesen, lesseguía allí adonde fueran y, peor aún, alascender y mo- verse rápidamente, lasllamas se habían avivado hasta empezar aquemar la raíz de sus astas y el dolorinsufrible azuzaba a las bestias a una huidasin fin y sin destino que arra- saba todocuanto encontraban a su paso. Así, no sólolos primeros puestos de guardia, sino todala primera fila de los romanos cedió sinapenas poder presentar oposición alempuje de las enloquecidas bestias que,una vez superadas aquellas posicionesiniciales se adentraron incluso entre lastiendas de parte del campamentosembrando el mayor de los desórdenes.Entre la confusión y el caos, grupos

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armados de cartagineses, que habí- anseguido y atizado a las bestias para dirigirsu ascenso por las laderas, se ocupaban deherir y matar a cuantos romanos confusos ydesarmados encontraban a su paso.Fabio Máximo se esforzaba por ponerorden en medio de aquel caos. Y, tras unalarga hora de confusión absoluta, una vezque la mayoría de aquellos animales deastas en fu- ego habían sido abatidos odesperdigados, empezó a recomponer laformación de sus le- giones y contraatacara los grupos de soldados cartaginesesinfiltrados y apostados por las cumbres queantes ocuparan los centinelas romanos quedieron la señal de alerta y que ahora yacíanmuertos bajo las sandalias de susenemigos. Se trataba de soldados iberosexpertos en combatir entre montañas,siempre en pequeños escuadrones, en unapermanente guerra de guerrillas. Aquélla

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fue una larga noche para los romanos y,muy en particular, para Fabio Máximo. Alamanecer, sus ojos asistieron horrorizadosa un triste espectáculo. Miles de cadáveresesparcidos por las cumbres y las laderas.Muchos eran iberos del ejército cartaginés,pero otros tantos eran legionarios de Romay otros, soldados de las fuerzas aliadas dela ciudad del Tíber. Y, lo peor de todo,cuando Fabio Máximo se acercó a una delas más altas peñas desde las que poderotear el horizonte y examinar el valle, vioque ya no quedaba ningún soldado deCartago en aquel territorio.Aníbal había sembrado la confusión por lanoche con el ardid de las bestias enloqueci-das por el fuego en sus astas y,aprovechando el caos resultante, habíasacado el grueso de su ejército de aqueldesfiladero de roca y piedra. A cambio deunos centenares de ca- bezas de ganado

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que, sin duda, recuperaría en los próximosdías asolando los territorios colindantes,había salvado a su ejército y, por encimade todo, humillado al general ene- migo.Fabio Máximo miraba a su alrededor sincreer aún lo que su ojos le mostraban.Más tarde o más temprano llegaríanreacciones desde Roma.

55 Duelo de titanes

Italia central, final del verano del 217 a.C.

Aníbal había escapado de las montañas deCasilinum y podía de nuevo moverse porterritorio plano con libertad. Se decidióentonces a contraatacar con saña. Aquelnuevo general, Fabio Máximo, no eracomo los demás. Durante semanas habíaestado tentán- dolo para que entrara en

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combate allí donde pensaba que convenía asus tropas y duran- te todo aquel tiempoese general romano al que habían dado eltítulo de dictador se negó a hacerlo,esperando, como fue el caso, quecometiera un error. Su estratagema le habíasalvado aquella vez, pero Aníbalcomprendió que con el nuevo generalromano tendría que ser aún más hábil y, sicabe, tan retorcido o más que él.- Quiero que se ataquen todas estas granjasy villas, pero que se preserven de cualqui-er mal estas que he marcado en el plano-Aníbal señalaba los objetivos de lossiguientes días a Maharbal, que leescuchaba con atención. Después de laproeza de salir de aquel angosto valle pesea estar rodeado por los romanos, el respetoy la admiración de todos los oficialescartagineses hacia Aníbal y, en especial, deMaharbal no había hecho sino acrecentarse

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infinitamente. Por eso no preguntó elporqué de aquellas peculiares instruc-ciones, sino que se concentró en interpretarbien las señales del mapa para cumplir fiel-mente el requerimiento de su general.Aníbal valoraba aquella fidelidad y decidióre- compensar aquella atención con unaexplicación de su estrategia.- Esas tierras que vamos a respetar denuestros nuevos ataques pertenecen algeneral romano que lidera ahora laslegiones.- ¿Son de Fabio Máximo? -preguntóMagón, el hermano pequeño de Aníbal,presente junto al resto de los oficiales.- Exacto, hermano; son de Fabio Máximo ypor eso mismo las vamos a respetar.- Pero… en fin… si puedo preguntar, siquieres explicarlo, si no, no importa, sontus órdenes. -Y con esas palabras Maharbalse disponía a marchar y salir de la tienda,

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pero Aníbal le cogió por el brazo y ledetuvo.- Siéntate, Maharbal, siéntate y escucha. Ytú, hermano. Escuchadme los dos. Quieroque se me entienda, necesito oficiales nosólo que respeten mis órdenes, sino que lasen- tiendan. Sé que me seguís porconvencimiento y por lealtad, pero quierocompartir con vosotros las tazones que mehan llevado a tomar esta estrategiacontradictoria en apari- encia, pero sólo enapariencia.- Soy todo oídos -comentó Maharbal,sentado pero con la espalda recta, atento,intere- sado.- Fabio Máximo es el primer general quecomanda las legiones de Roma que sabe loque se hace: ha evitado entrar en combatey rehuido todas nuestras provocaciones sindejarse llevar por la ira o el nerviosismo.He sabido que entre sus hombres esa

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actitud no es valorada. Ya sabéis quetenemos espías por todas partes: tiene unlugarteniente, Minucio Rufo, impulsivo,similar en carácter a los cónsules quederrotamos anterior- mente comoSempronio o Flaminio. Bien, hemos deconseguir deteriorar más aún la imagen deFabio entre los propios romanos. A estegeneral no le vamos a ganar en el campode batalla: en Casilinum nos salvamos aduras penas. No, a este general le vence-remos desde dentro, hemos de conseguirque sean los propios romanos los que ledesti- tuyan, los que le alejen del poderprecisamente por seguir una tácticainteligente que el- los mismos no entiendenque es la indicada. Eso es lo que debemoshacer. -En ese mo- mento Maharbal tuvo lasensación de que Aníbal había dejado dehablar para él y para Magón y que eracomo si hablase para sí mismo, como si se

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regocijase en su propio plan, en su agudaastucia curtida en mil conflictos-. Por esovamos a atacar y arrasarlo todo a nuestropaso excepto sus fincas; éstas quedaránintactas y los romanos, que no pi- ensanmás allá de lo que ven, concluirán queexiste un pacto secreto entre Fabio Máxi-mo y yo y esto le destruirá ante los ojos desus hombres. Será relegado, Minuciotomará el mando supremo y entoncesjugaremos con ese nuevo general en jefe ynos divertire- mos con él hasta que terminecomo el cónsul Flaminio.Aníbal se relajó en su butaca, sonriendomientras Maharbal y Magón, entre admira-dos y confusos, le miraban con la bocaabierta. No estaban seguros de que aquellaargu- cia fuera a salir tal y como el grangeneral había planteado pero, ¿cómooponerse a qui- en tantas veces veía muchomás lejos que todos sus oficiales juntos?

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Fabio Máximo, dictador de Roma, paseabapor su tienda, las manos en la espalda, mi-rando al suelo, el ceño fruncido, arrugas ensu frente, respirando con velocidad. MarcoPorcio Catón, sentado en una esquina de latienda, y el hijo del dictador, Quinto, eran,hasta el momento, los silenciososinterlocutores del viejo senador.- Ya conocéis la nueva estrategia de Aníbalpara generar sospechas sobre mis acci-ones, ¿verdad? Ambos asintieron. El hechode que los cartagineses estuvierandevastando todo cuan- to encontrabanexcepto las grandes fincas que pertenecíana la familia del dictador de Roma era unanoticia que había corrido por todas lascalles de la ciudad y, peor aún, por todaslas legiones. Tal y como había diseñadoAníbal, la estratagema estaba socavando amarchas forzadas la ya muy deterioradaimagen de Fabio Máximo entre los

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romanos.- Repasemos la situación -continuó eldictador-, esto es lo que he pensado: en elúlti- mo intercambio de prisioneros conAníbal ellos nos han dado más soldados,creo que, si mi memoria no me falla, ¿unosdoscientos cuarenta y siete legionarios demás? Catón asintió mientras confirmaba lacifra en los informes escritos en variastablillas que tenía en sus manos. Encualquier caso, aquélla era una preguntaretórica: a Fabio Máximo nunca le fallabala memoria.- En ese caso -prosiguió el viejo senador-,necesitamos dinero; veamos, según el tra-tado que tenemos de intercambio deprisioneros debemos pagar a razón de doslibras y media de plata por cada hombre demás que nos entregue el enemigo en elintercambio de prisioneros, eso hace untotal de seiscientos diecisiete libras y

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media que debemos pagar a loscartagineses si queremos que sigan losintercambios en el futuro. Eso es muchodinero.- Mucho dinero -confirmó Marco PorcioCatón.- Habría que escribir al Senado ysolicitarlo. No se pueden negar -añadióQuinto.- No, no se pueden negar -continuó Fabio-,pero pueden dilatar el tiempo de proporci-onarnos el dinero necesario y aprovecharesos días para seguir cuestionando laestrate- gia defensiva que estoy utilizandocontra Aníbal. Ya estoy oyendo a EmilioPaulo y su familia, a los Escipiones, aMarcelo, incluso a Varrón y a tantos otrosexplicando en voz alta y fuerte que sifuéramos más agresivos tendríamos másprisioneros y serían los car- tagineses losque tendrían que pagar. No, hijo, al Senado

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no le vamos a pedir nada.El dictador guardó unos segundos desilencio antes de proseguir. Una suavesonrisa comenzó a dibujarse muy leve en lacomisura de los labios del dictador, apenaspercep- tible, pero no para Catón, queconocía cada gesto de su mentor.- Vamos a cambiar las tornas y cazar dosjabalíes en el mismo bosque: en primer lu-gar, tú, Quinto, quiero que vayas a Roma yque vendas todas las fincas a las que se haacercado Aníbal pero que ha dejadointactas. Y que las vendas rápido, sinreparar en conseguir un buen precio si esnecesario. Eso sí, que los compradores tepaguen en pla- ta. Te espero aquí deregreso con unas setecientas u ochocientaslibras, que es lo que más o menos hecalculado que podemos sacarmalvendiendo esas fincas. Y ése es el di-nero que usaremos para pagar al

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cartaginés. Así, por un lado, acallaremoslas críticas sobre supuestos pactos secretosentre Aníbal y yo, al vender las tierras queél ha respeta- do y no preservarlas para mibeneficio y evitaré la torpeza de ir a unSenado hostil a ro- gar dinero para cumplirlos tratados de intercambio de prisioneros.Es cierto que sacrifi- co unas tierras, peroestá claro que Aníbal busca menoscabar mipoder desde dentro pa- ra que Roma pongaal mando a otro inútil ambicioso eirresponsable que juegue según las normasque dicta el cartaginés. No, yo memantendré en el poder aunque tenga quesacrificar parte de mi patrimonio. Aníbalaún no sabe con quién está luchando nidónde estoy dispuesto a llegar. Quinto, aRoma. Lleva contigo una turma decaballería. Los ca- minos hoy día soninseguros.Y con esas palabras el dictador se sentó en

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su silla, exhalando un profundo suspiro.Quinto se levantó, se despidió de su padrey salió de la tienda. Catón se quedóacompa- ñando la soledad de FabioMáximo. El joven tribuno miraba al viejosenador admirado por la hábil ysorprendente respuesta que Fabio habíadiseñado para a un tiempo comba- tir laretorcida estrategia de Aníbal y evitar tenerque recurrir al Senado. Era en momen- toscomo ése que Catón entendía por quéseguía los pasos de aquel hombre. Eracierto que cada vez con más frecuenciapensaba que ya lo había aprendido todo deél, pero en días como éste se daba cuentade que otra vez le estaban dando unalección de estrategia y política.

56 En el foro

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Roma, final del verano del 217 a.C.

Emilio Paulo se encontró con su buenamigo y colega en el Senado PublioCornelio Escipión, su joven hijo Publio yel amigo de este último, Cayo Lelio.Estaban paseando por el foro. A EmilioPaulo le acompañaban también su hijoprimogénito Emilio y vari- os primos yotros familiares de los Emilio-Paulos. Losdos veteranos senadores ensegu- idaempezaron a departir sobre el debate queacababan de presenciar en el Senado.- Lo de Casilinum ha sido demasiado-empezó Emilio Paulo-. Muchos senadoreses- tán cansados de las tácticas dilatoriasde Fabio. A mí me parece bien lo dereducir su mando-. Publio Cornelio padreasintió.- ¿Ha terminado la dictadura? -preguntó eljoven Publio.

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- No, no nominalmente -aclaró su padre-pero en la práctica sí: Fabio sigue comodic- tador, pero el Senado, de formaexcepcional, ha decidido igualar a MinucioRufo en la capacidad de mando.- ¿El jefe de caballería con el mismomando que el dictador? Eso es absurdo-comen- tó el hijo de Emilio Paulo.- Sí - continuó el viejo senador, su padre-,pero aún más: eso es humillante para Fa-bio. En cualquier caso eso es como sivolviéramos en cierta forma al consuladocon el dictador y el jefe de caballería conlas mismas atribuciones que los cónsules.- Fabio Máximo no digerirá bien esto-comentó Publio Cornelio Escipión padre,pero como si hablara para sí, como sipensase en voz alta. Emilio Paulo le miró.Un breve si- lencio se adueñó del grupo. Alfin el experimentado senador se dirigió asu colega Pub- lio.

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- Lo digerirá como ha digerido tantas otrascosas, aunque es posible que Minucio Ru-fo se le indigeste, pero escucha bien, miquerido amigo, Fabio Máximo aún saldráven- cedor de todo esto. Tiempo al tiempo.No sé cómo pero recuerda mis palabras:Fabio Máximo es un superviviente,siempre lo ha sido y siempre lo será. Detodas formas, lo importante de hoy es tumandato de procónsul.El joven Publio abrió los ojos y Cayo Leliola boca. Sabían que se había hablado deenviar refuerzos a Hispania pero PublioCornelio aún no les había desvelado nada,cent- rándose en comentar el debate sobreel mando de Fabio Máximo y MinucioRufo, sin dejarles tiempo a preguntar por elasunto de los posibles refuerzos paraHispania. Emi- lio Paulo advirtió en lasorpresa del joven Publio, su muy probablefuturo yerno, y del oficial que le

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acompañaba, Cayo Lelio, que habíahablado de más.- Lo siento -se disculpó-, creo que he dichoalgo más de lo que correspondía.Publio Cornelio padre levantó la mano ymoviéndola en el aire quitó importancia aldesliz dialéctico de su colega.- Quería esperar a comentarlo en casa pero,bien, así es -continuó ahora mirando a suhijo-, he recibido el nombramiento deprocónsul y la misión de acudir a Hispaniacon dos legiones de refresco para ayudar aCneo en sus esfuerzos por mantener a loscartagi- neses a raya e impedir que puedancruzar el Ebro y acudir a Italia a reforzar aAníbal.En fin, eso es lo que hay.- ¿Eso es lo que hay? -Emilio Paulo echóuna sonora carcajada-, por todos los dioses,si ha sido una de las escenas másentretenidas que he visto en el Senado en

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los últimos años. Los que apoyan a Fabiointentaban evitarlo a toda costa.- ¿Evitarlo? ¿Cómo? ¿Cómo puedeoponerse a que se envíen refuerzos aHispania? - preguntó el joven Publio,mirando con admiración a su padre quecon tanta discreción llevaba lo de su nuevonombramiento. Emilio Paulo, encantado deser el encargado de informar a todo elgrupo, prosiguió con su relato.- Bien. Los defensores de Fabio hanargumentado, con una retórica aceptable,que la prioridad es la guerra en Italia y quese necesitan todos los recursos, todas laslegiones aquí, para frenar a Aníbal, peroclaro, los hechos en esta ocasión hanpodido más que las palabras, y es quecuando Fabio se ausentó durante unos díaspara hacerse cargo de una serie desacrificios aquí en Roma, Minucioaprovechó para enfrentarse abiertamente

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contra Aníbal obteniendo un resultado muypositivo, nada concluyeme, eso es cierto,pero ha sido la primera vez que nuestroejército ha plantado cara al invasorcartaginés en territorio itálico sin serderrotado. Eso ha hecho subir muchospuntos a Minucio en el Senado. ¿Adondenos conducirá este jefe de caballeríaaupado a codictador? Eso sólo los dioses losaben. Personalmente tengo mis dudassobre este ascenso, pero ha sido in-teresante ver cómo Fabio y los suyospierden adeptos en el Senado. Aunque todoes cambiante.- También -intervino Publio Cornelio, elrecién nombrado procónsul-, hay que reco-nocer que el oscuro asunto de los terrenosde Fabio que no eran atacados por Aníbalha pesado lo suyo.- Sí, aunque hay que admitir, inclusoadmirarse ante la maestría con la que el

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viejo Fabio ha sabido responder a latortuosa estrategia de Aníbal. De Fabioespero muchas cosas malas, pero no unpacto con Aníbal. Eso no. De lo demás escapaz de cualquier cosa.- Estoy de acuerdo -admitió PublioCornelio padre.- En fin -prosiguió Emilio Paulo con susexplicaciones al grupo-, y luego la granvic- toria de Cneo sobre Asdrúbal, elhermano de Aníbal, ha hecho que labalanza, joven amigo, se decantara a favorde tu tío y de tu padre en el asunto deHispania. El resultado es que Fabio haperdido esta mañana en el Senado: ha vistoreducido su poder en Roma teniendo quecompartir a partir de ahora el mando delejército con Minucio y, a la vez, ver cómose le entregan dos legiones a tu padre paraacudir a Hispania como procónsul. Quizáhabría ocurrido otra cosa si el pro- pio

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Fabio hubiera estado presente paradefenderse. Ahí la diosa Fortuna y elpropio Aní- bal nos han echado una mano.Ha sido un buen día. Los dioses repartenpoder. Ellos sabrán bien lo que hacen.Estoy contento y tu padre, Publio, aunqueno lo aparenta, por- que tu padre es difícilque deje traslucir lo que piensa, también,así que os invito a co- mer algo a todos enmi casa; bueno, aunque es posible quealguno tenga otros intereses en mi casamás allá de probar mi comida y saborearmi vino.El joven Publio bajó la mirada al suelo y,peor aún, sintió que las miradas de todoslos reunidos se volvían hacia él. Y en elcúmulo de los desastres percibió que sesonroj- aba mientras escuchaba cómo losdos senadores, Emilio Paulo y su propiopadre se reí- an. Estaba claro que su interéspor Emilia era público pero tampoco había

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por qué insis- tir sobre el asunto a cadamomento. Su amigo Cayo Lelio intervinopara alejar la atenci- ón del resto de suazorado compañero de batallas.- Bueno, yo soy de los que se concentraránen el vino, si no les parece mal.- ¿Mal? -preguntó Emilio Paulo-, en micasa los que luchan por Roma en campo debatalla pueden beber hasta hartarse.Lelio concluyó que aquel hombre era ungran senador y no pudo menos queconside- rar que la futura boda queempezaba a perfilarse y que uniría aún mássi cabe a aquellas dos poderosas familiaspatricias sería un evento digno de noperderse.Todo el grupo se dirigió hacia casa deEmilio Paulo. Publio Cornelio se situójunto a su hijo, caminando algo másdespacio, dejando que el resto sedistanciara unos pasos.

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- Escucha, Publio, es importante lo quequiero decirte.Su hijo le miró con atención.- Bien, escucha. En los próximos díassaldré para Hispania como hemoscomentado.No sé el tiempo que estaré allí, pero por lasnoticias que nos llegan y lo que aprecio ale- er entre líneas de lo que tu tío escribeen los mensajes oficiales al Senado,aquélla puede ser una campaña larga, másallá de las victorias conseguidas, pues loscartagineses ti- enen enormes recursos yfuerzas en todo aquel territorio, ¿meentiendes? El joven Publio asintió. Lehablaba su padre, procónsul de Roma.Sentía respeto, ad- miración, interés.- Bien -continuó el senador-, quiero que tequedes aquí, en la ciudad, y que cuides detu madre y de tu hermano. Y sé que tendrásque volver a combatir, porque Aníbal es un

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hueso muy duro de roer y no sé si FabioMáximo tiene claro lo complejo de lasituación.Quiero que combatas con honor, pero evitalos sacrificios inútiles. En Roma haymucha gente ambiciosa pero no todos sonbuenos generales. Toma consejo de EmilioPaulo, es un hombre sabio y de granexperiencia en el campo de batalla; sicoincidís, fíate de sus opiniones. Lelio esun buen amigo también. Presérvalo. Yatento a las maniobras de Fa- bio Máximoy ese joven que le acompaña, ese Marco…Marco… - Marco Porcio Catón -completóel joven Publio.- Sí, ése. No me gusta nada.- También está Quinto, el hijo de Fabio.- No, el hijo no me preocupa tanto; tieneambición pero eso no es un delito, no le te-mo; incluso con el propio Fabio Máximose puede hablar. Ya has visto hoy: aun

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como dictador, juntando las fuerzasadecuadas, se pueden conseguir cosas, peroese Catón, ese Catón tiene la mismaambición que los Fabios, pero no sé siconoce límites a los medios para alcanzarsus objetivos. En fin, son varias cosas lasque te he dicho en poco tiempo, pero sobretodo honor, prudencia y escuchar a losEmilio-Paulos y a Lelio en el campo debatalla. Creo que éstos son los mejoresconsejos que puedo darte. Y bien, lo deEmi- lia ya sabes que me parece bien.Publio asentía a cada frase. Su padreparecía dudar. Al fin, se decidió a terminarsus pensamientos.- Ahora lo que me preocupa es cuando tumadre se entere. La otra noche tuvo un malsueño y sé que va a relacionarlo con minombramiento de procónsul. Yo no creodema- siado en todo eso, pero tu madre sí,y, a decir verdad, en alguna ocasión da la

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sensación como si sus ojos vieran más alláde lo que los demás alcanzamos a ver -y sequedó en silencio unos instantes-, en fin,ahora vayamos a casa de Emilio Paulo ycorresponda- mos con afecto a su gentilezade invitarnos.Padre e hijo aceleraron la marcha porquese habían quedado rezagados variasdecenas de pasos. Lelio había observadoque se quedaban atrás y fue a decirles algopero vio al padre, al nuevo procónsul,hablando con seriedad a su hijo ycomprendió que aquélla era unaconversación privada y, con todaseguridad, de gran importancia. Sintióenton- ces una mano en su espalda y la vozdel joven Lucio Emilio, el hijo del viejosenador.- ¿Te preocupas por Publio, el hijo mayorde los Escipiones? - Bien, no, sí. Es miamigo.

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El joven Lucio Emilio asintió conconsideración y respeto e invitó a CayoLelio a gi- rar en una bocacalle para seguiral resto del grupo camino a su casa.

57 Un abrazo de hermanos

Tarraco, otoño del 217 a.C.

Cneo esperaba a su hermano en el puertode la ciudad en la que había establecido sucuartel general. Publio bajó del barcomientras el resto de las naves ibanfondeando en la bahía para poder irdescargando por turnos. El puerto deTarraco aún no reunía las condicionesnecesarias para albergar a toda la flota deRoma destinada a Hispania.- ¡Treinta barcos más! -dijo Cneo a la vezque abría los brazos para recibir a su her-

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mano.- ¡Y ocho mil hombres, Cneo! ¡Doslegiones más! -respondió Publio.Ambos hermanos se fundieron en un largoy fuerte abrazo.- Se te ha echado de menos por aquí,Publio. Hemos estado hostigando a loscartagi- neses hasta echarlos al sur delEbro, pero sin ti no resulta ni la mitad dedivertido.Publio escuchaba entretenido la peculiarforma que su hermano tenía de considerarla guerra.- ¿Y qué te han dado, hermano, el mismocargo de procónsul? 1 preguntó Cneosonri- endo.- Exacto.- Hermanos y procónsules. ¡Esto hay queregarlo! -Cneo estaba feliz.- Te lo habrías pasado bien viendo a losseguidores de Fabio intentando persuadir al

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Senado de que no se enviasen más tropas aHispania, insistiendo en que se necesitabantodos los recursos para luchar contraAníbal.- Esa rata de río y sus secuaces… -¿Aníbal? -preguntó Publio.- No, Fabio, Quinto Fabio Máximo.Dictador, con cuatro legiones a su mando yes in- capaz de enfrentarse a Aníbal encombate abierto.Los dos hermanos caminaban por el puertoen dirección a la casa que Cneo había or-denado levantar en el centro de la ciudad.- ¿Hasta aquí han llegado las noticias?-preguntó Publio.- Bueno, rumores, historias confusas, perotodas hacen hincapié en que Fabio rehuyeel combate. He tenido que dejar claro a loscartagineses de Hispania que por aquí elmando romano tiene otra forma deconducir la guerra.

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- Ya lo creo, Cneo. Y eso ha dolido más aFabio. Mientras se muestra indolente en lalucha contra Aníbal, tú destrozas la armadade su hermano. Creo que varios senadoresvotaron a favor de estos refuerzos quetraigo no por estrategia, sino para humillara Fa- bio.Publio prosiguió luego relatando eldesastre del enfrentamiento en eldesfiladero y có- mo Aníbal se habíaescabullido de la encerrona de Fabio. Conesas historias llegaron a la casa que Cneo,a modo de una clásica domus romana,había hecho edificar para sí en Tarraco.Todavía no estaba acabada y se veíanesclavos trabajando en las paredes exteri-ores, pero una vez cruzado el vestíbulo, elatrio daba lugar a un espacio de cierto sosi-ego en medio del bullicio en el que sehabía transformado aquella pequeña ciudaddesde la llegada de Cneo primero y ahora

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con los refuerzos de su hermano. En laintimidad del atrio, compartiendo un ánforade vino y algo de fruta, Cneo se dirigió asu hermano con un infrecuente tono deinterés en su voz.- ¿Y el muchacho? ¿Es verdad lo que heoído, que te salvó en medio de una batallacontra Aníbal? Y te hirieron, te veo bien,pero ¿estás recuperado del todo? Publioalzó levemente la mano para frenar eltorrente de preguntas de su hermano. Selevantó y se estiró la toga y la túnica paramostrarle a Cneo su herida en la pierna.Una larga cicatriz recorría el muslo entero.- Por todos los dioses, eso debió de doler.Publio dejó caer la túnica y la toga sobre sucuerpo y volvió a reclinarse en el triclini-um.- Más me dolió la derrota. Tesino habríasido un día horrible en mi memoria si no espor el muchacho. Me salvó la vida, Cneo.

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Estaba rodeado, herido y ya no teníafuerzas y apareció de la nada,interponiéndose entre los cartagineses y yoy luego vinieron todos sus hombres, unaturma de caballería que le había asignado ynos sacaron de allí, a mí y a varios de mishombres. Se comportó como un héroe.Sólo por eso me enorgullezco de estaherida. Cada vez que la veo me recuerda elvalor de mi hijo y me da fuerzas paraseguir.Cneo escuchaba con los ojos abiertos.Publio continuó relatándole lasintervenciones de su joven hijo en elpuente sobre el río Tesino y su valía enTrebia pese a que esas ba- tallasconcluyesen en sendas derrotas.- Estamos llevando mal la guerra en Italia,pero al menos nuestra familia mantiene al-to su honor. El muchacho es muyapreciado por todos sus hombres pese a ser

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sólo un chaval.- Y le he entrenado yo -dijo Cneo con elpecho henchido.- Así es, y brindo por ello, hermano.Los dos alzaron las copas y bebieron elvino a la salud de su hijo y sobrino.- Desde el día que me derribó lo presentí,presentí que este chico haría cosas grandes.¿Por qué no ha venido contigo? Aquí leterminaríamos de entrenar.- Bueno, hay varias razones.Cneo levantó las manos en señal de noentender qué puede haber retenido a susobri- no en Roma.- No me mires así, Cneo. Lo penséseriamente, pero está Pomponia y Lucio, ynuest- ros amigos y clientes en Roma.Alguien tenía que quedarse en la ciudad yvelar por nu- estros intereses. Fabio, pese atodos sus problemas con el Senado y conAníbal, adquiere más poder cada vez. No

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podía marcharme y llevarme también aPublio. El muchacho ha madurado mucho.Él cuidará de los nuestros. Además…bueno, nada. Lo que te he dic- ho.- ¿Además qué? -preguntó Cneo.- En fin, ya que insistes, ¿por qué no? Hayuna mujer, una joven.- ¡Por Castor y Pólux, haber empezado porahí, en lugar de toda esa letanía de preocu-paciones por la familia y nuestrosintereses! Así que mi joven sobrino andaya en líos de mujeres. Espero que no nos loestropeen, que mi trabajo me costó curtirlo.- No, no podría haber elegido mejor. EsEmilia, Emilia Tercia, la hija de Emilio Pa-ulo.- ¿La hija del viejo senador? Eso esperfecto. Eso sería una alianza poderosa.Seguro que Fabio no lo verá con buenosojos. Me gusta aún más.- No, seguro que no. En cualquier caso, he

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estimado oportuno que el muchacho se qu-ede en Roma y consolide ese posible lazo.Como dices, una unión con los Emilio-Pa-ulos fortalecerá nuestra posición en elSenado.- ¿Y cómo ha sido? ¿Cómo has convencidoa Publio? El chico puede ser muy testaru-do.- No le he convencido. Eso es lo másgracioso de todo el asunto. Me acompañóun día a ver a Emilio Paulo y se quedaronprendados el uno del otro.- ¿Nuestro Publio y el viejo senador? - No,hombre, no. Publio y la hija del senador.- ¡Por Hércules, eso no! -gritó Cneo-¡Amor no, no! Nos lo reblandecerá.- En fin, Cneo, sea como sea se gustan y esun lazo que nos interesa. Sea porque sequieren o porque los convenzamos, quémás da. Lo esencial es que se formalice esauni- ón.

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- Y el viejo ¿qué dice? - Emilio Paulo estáde acuerdo. Lo que hemos decidido es nopresionarlos, dejarlos que se conozcan. Seescriben cartas.- ¿Cartas? -dijo Cneo despectivamente-.Cuando yo estaba en Roma mi sobrinohacía más cosas con una mujer que escribircartas.- Lo supongo, hermano; prefiero que noentres en detalle; ahora estamos hablandode la hija de un senador de Roma que hasido cónsul y que probablemente lo vuelvaa ser.- Sí, eso es cierto. Disculpa, estaba debroma. La unión con esa chica es buenaelecci- ón. El muchacho nos está saliendoperfecto. Sólo temo que la dulzura delamor le reb- landezca para el combate. Unhombre enamorado no es el mejor de lossoldados.- A no ser que luche por la ciudad en la que

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vive su prometida y que sienta que luchapor defenderla.- Bien, puede ser -concedió Cneo pero sindemasiada convicción.- No te preocupes; la guerra con Aníbal vaa ser complicada y, lamentablemente, se-guro que Publio tiene ocasiones suficientespara mostrar su valor.- Sí, puede ser, puede ser -pero Cneoseguía sin parecer muy persuadido de quelas cosas fueran a ser así. Su sobrinoenamorado. Con eso no había contado.Aunque la hija de Emilio Paulo era, sinlugar a dudas, una de las mejoreselecciones que podía hacer.- Escucha -la voz de su hermano Publiosacó a Cneo de sus meditaciones-, dejemosla familia y vayamos al asunto que me hatraído hasta aquí. ¿Qué has pensado paraexpul- sar a Asdrúbal de Hispania? -¿Asdrúbal? Sí, bien. Vamos a por él, lo

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buscamos, combatimos y lo derrotamos.- Ya. No es una estrategia muy elaborada.- No, pero de momento me va bien. Bueno,ahora en serio. Sí, he pensado unas cuan-tas cosas. Tenemos el control del mar perosi no le derrotamos en tierra esto no se aca-bará nunca. Ven, quiero enseñarte unoscuantos mapas que han elaborado misexplora- dores iberos.Cneo se levantó y su hermano le siguióhasta el tablinium. En la estancia, sobreuna mesa sencilla de pino, desplegados yllenos de anotaciones, había varios planosde la re- gión, desde los Pirineos hasta elEbro, y desde el Ebro hasta Cartago Novay el sur.

58 El principio del fin

Norte de Apulia, otoño del 217 a.C.

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Fabio Máximo había esperado aquelmomento desde que le llegaron las noticiasde Roma a través de un mensajero oficial.El soldado, un decurión de la caballería,experto en el combate pero nervioso ante eltodopoderoso senador, entregó las tablillascon las órdenes del Senado. Fabio Máximolas cogió y leyó con detenimiento, por dosveces consecutivas sin alzar la mirada, ladecisión del Senado de Roma que Jgualabaen rango y poder sobre las legiones aldictador, él mismo, con su jefe decaballería. No se le des- pojabanominalmente del rango de dictador pero, atodos los efectos prácticos, era una vueltaal reparto de poder propio de los cónsules.Cualquiera en Roma estaría agradeci- dopor la delicadeza del Senado que sólo lorebajaba a un grado similar a cónsul, peropara quien tiene por costumbre ostentar

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dicho cargo con cierta frecuencia, aquelmensa- je no dejaba de ser humillante.Nada se decía sobre la venta de suspropiedades para ha- cer frente al pago delos prisioneros que tenía el cartaginés. Erade esperar. Con aquello no habíaconseguido más que acallar los crecientesrumores sobre un pacto secreto entreAníbal y él mismo. Ningún agradecimientoa su sacrificio económico. Ningúnreproche oficial ni ninguna preguntatampoco sobre el asunto. Quizá fueramejor así. Tampoco había esperado nadamás que atajar los calumniosos rumoresque la estrategia de Aníbal había puesto enmarcha. Acabar con un rumor no era tareasencilla. Dio por buena la pérdida de suspropiedades en la región. Quedaba elasunto de la equiparación de Minu- cio almismo nivel que el dictador. Eso, ahora,era lo prioritario. Devolvió las tablillas al

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mensajero, que las sostuvo en su mano sinsaber muy bien qué hacer con ellas.- Has entregado tu mensaje; puedesretirarte -dijo Fabio y se quedó a solas pararefle- xionar.Minucio Rufo no tardaría en llegar parareclamar su cuota de poder. Catón mirabaal dictador en espera de información. Sinprisa, pero con atención. Un siervodiligente, dis- puesto. Fabio Máximocompartió con él el contenido del mensaje,la orden del Senado.- ¿No hay forma de eludir ese mandato?-preguntó Catón, dudando, sin estar segurode la oportunidad de su pregunta.- ¿Eludir esa orden? ¿Hacer como que noha llegado? -Fabio meditó unos segundos-.No, no es posible. En el mejor de los casoseso sólo retrasaría lo inexorable. El propioMinucio seguramente vendrá con unacopia de esa orden en sus manos. Es astuto

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como conspirador, lástima que en el campode batalla su inteligencia se diluyanotablemente.No, tenemos que acatar el mandato delSenado con diligencia, sin discutirlo. ElSenado de Roma otorga y quita poder.Tendría que haber acudido personalmenteal Senado -aquí se levantó y elevó el tonode voz-. ¡Esos imbéciles se dejanconvencer por cualquiera! ¡Por Castor,Minucio Rufo con poder de cónsul! Hayque resolver esto con agudeza, Marco, coninteligencia.El dictador cerró los ojos y se quedóquieto; sabía que la solución estaba allí, ensu cabeza.Al cabo de unas horas la alta y orgullosafigura de Minucio Rufo trazó su perfil enla puerta de la tienda del dictador de Roma.- Adelante, adelante, querido Minucio -dijoFabio, con tono cordial invitando al reci-

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én llegado a pasar al interior, loque éstehizo acompañado de varios oficiales de suca- ballería-. ¿Algo de vino? Minuciorehusó el vino con el dorso de la mano,miró a su alrededor, vio a Catón y a variostribunos de confianza del dictador y,volviéndose de nuevo hacia Fabio, mostróuna tablilla. Fabio dejó la jarra de licor enla mesa y se sentó en su silla. Guardósilen- cio. No invitó a Minucio a sentarse.Miró la tablilla sin cogerla.- Ya sé lo que pone -dijo al fin.La fría respuesta del dictador no parecióincomodara Minucio. -Bien, pues a partirde mañana nos alternaremos en el mandode las legiones. -No,no lo creo, Minucio.- ¡Perdón? -dijo el jefe de la caballería. Sutono de voz revelaba que no terminaba decreer lo que acababa de escuchar-. ¿Teniegas a obedecer el mandato del Senadode Ro- ma? Fabio sonrió lacónicamente. Se

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admiraba de la simpleza de su interlocutor.Los ofici- ales presentes en la tienda, tantolos favorables al recién llegado como lostribunos fieles a Fabio, estabanexpectantes. Si Fabio Máximo noobedecía, eso sería rebelión militar,traición al Estado.- No,por supuesto que no me niego acumplir el mandato del Senado de Roma-aclaró el viejo senador para sosiego de susafectos y confusión de sus enemigospolíticos.- Pues no entiendo a qué viene negarse almando alterno de las legiones. Ésta es lacostumbre cuando se dispone de un únicoejército -insistió Minucio.- Ah sí,un solo ejército, cuatro legiones,creo que ahora nos vamos acercando a lacla- ve de este debate. -Fabio empezaba adisfrutar con aquella conversación; habíasido der- rotado en el Senado, su imagen

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estaba desacreditada y a la baja, pero eraFabio Máximo y ante sí sólo tenía unbufón-. Verás, querido Minucio, hay másformas de cumplir con el mandato delSenado que la de relevarnos al frente de laslegiones en días alternos.- ¡Otras formas? - Por supuesto -Fabio lemiró como quien está diciendo «parecementira que no ca- igas en la cuenta,querido amigo»-. Claro, Minucio -Fabioprosiguió con un intenso tono paternalista,hiriente para su interlocutor, que se veíaobligado a escuchar como quien atiende aun maestro en la escuela-. Veamos. Te loexplicaré para que lo entiendas: el Senadonos ha equiparado en el mando sobre elejército, lo que es, a efectos prácticos, y nome duele reconocerlo, volver al sistemaconsular; es como si tú y yo fuéramos cón-sules, Minucio.- Cónsules… sí… eso es cierto -aceptó

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Minucio mientras fruncía el ceñodesconfian- do, temiendo un subterfugiopara engañarle.- Bien, veo que me sigues. Tenemos cuatrolegiones, es decir, dos ejércitos consula-res. Te propongo un acuerdo para cumplircon el mandato del Senado, para que tú pu-edas ver satisfechas tus pretensiones demando sobre el ejército y yo quedetambién contento: dividamos las legionesentre los dos, formemos dos ejércitosindependientes.Fabio observaba a su oponente en elmando que le escuchaba con la frentearrugada y los labios apretados. Fabiocontinuó hablando.- Escucha, Minucio, es lo más práctico: túy yo no nos vamos a poner nunca de acuer-do en cómo llevar la guerra contra elcartaginés. Un día tú querrás llevar alejército a un sitio y al día siguiente yo lo

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querré llevar a otro. Así no llegaremosninguno de los dos a nada. Con el pactoque yo te propongo tendrás dos legiones,con su correspondiente ca- ballería yfuerzas aliadas a tu entera disposicióndurante estos meses que restan del año paraque busques a Aníbal y le plantees batallaallí donde creas más oportuno. Inclusoestoy dispuesto a más: dejaré que entres túprimero en combate con él. Minucio, teestoy dando esa oportunidad que estabasbuscando. Sólo pido lo que el Senado meconcede a mí también: el cincuenta porciento del mando, es decir, el cincuenta porciento del ejér- cito. Piénsalo bien. Es justolo que propongo. Y, aunque no sé si loapreciarás, es sabio.O si no, al menos deberás admitir que es lomás práctico. Créeme, el mando alterno noes una buena política cuando se está en unaguerra como ésta.

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Minucio se pasó la mano derecha por labarba. Se volvió hacia sus oficiales y envoz baja intercambiaron algunas palabras.Fabio mantuvo su sonrisa mientras seservía una generosa copa de vino. Se llevóla copa a los labios y saboreó el caldo condeleite mien- tras esperaba la decisión desu colega en el mando. Minucio dejó a susoficiales y enca- ro de nuevo al viejosenador al tiempo que éste dejaba la copaen la mesa y se cruzaba de brazos.- ¿Y bien, Minucio? ¿Cuál es tu decisión? -Acepto. Dos legiones para cada uno con sucaballería y sus tropas aliadas.- Correcto. Dos legiones -dijo Fabio y selevantó-, la primera y la cuarta para ti, lase- gunda y la tercera para mí, ¿te parecebien? Minucio se giró hacia sus oficiales.Varios asintieron.- De acuerdo: la primera y la cuarta paramí.

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- Bien -concluyó Fabio-, pues no hay másque hablar. El Senado ha sido obedecido.Mis tribunos se encargarán de organizarlotodo junto con los oficiales que tú designesy ahora, por favor, dejad que descanse unpoco. Tenemos una guerra que seguir y node- bemos olvidar que nuestro enemigosigue siendo Aníbal.Con esto se sentó en la butaca, cerró losojos y escuchó cómo todos iban saliendode la tienda. Cuando volvió a abrirlos, sóloCatón permanecía en el interior.- Ya me marcho -dijo-, sólo queríamanifestaros mi reconocimiento.Y salió sin esperar respuesta del senador.Fabio se sirvió otra copa de vino, levantóel vaso y brindó mirando al cielo.- Siempre es gratificante tener alguienentre el público que valore lo que haces.Quizá esto sea lo que sientan los actores.No sé. No sé. Lo suyo es teatro, lo mío, la

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realidad.En fin, como quiera que sea, hoy hemossalvado la mitad del ejército. La otra mitad,cla- ro, está condenada a muerte.Aníbal se sentía cómodo. De nuevo teníaante sí la situación idónea: un nuevo jefemilitar de Roma, Minucio Rufo en estecaso, al mando de dos legiones, como si deun nuevo cónsul se tratara, igual deambicioso que los anteriores que habíancaído en sus emboscadas: Sempronio enTrebia, Cayo Flaminio en Trasimeno o elpropio Publio Cornelio padre en Tesino. Elgeneral cartaginés oteaba el paisaje queseparaba su cam- pamento del campamentodel recién ascendido Minucio.- Esa colina -dijo señalando el centro delvalle-, Maharbal, quiero que tomen esacoli- na y que se escondan entre aquellasgrutas varias unidades de infantería ligeray de ca- ballería.

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En el centro del valle una colinapedregosa, llena de hendiduras y grietasque se ent- reabrían hasta constituirprofundas cavernas, se alzaba irregularpero dominante como un vigía silenciosode aquel territorío. Al otro extremo de lamisma, en la parte más honda del valle, elgeneral romano había acampado con laprimera y la cuarta legión.Aníbal detalló con más precisión susórdenes. Maharbal escuchaba siguiendocon sus ojos las indicaciones que Aníbalhacía señalando en el paisaje que lesrodeaba, marcan- do así las posiciones quedebían ocupar los soldados aquella noche.Al caer el sol, el jefe de la caballería deAníbal desplegó los hombres por lascavernas y las hendiduras del terreno, hastaocultar quinientos jinetes y cinco milsoldados por las diferentes lade- ras de lacolina.

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Amanecía sobre las legiones primera ycuarta. Un centinela romano observómovimi- entos de tropas enemigas en loalto de la colina que los separaba delcampamento carta- ginés. Dio la alarma yen pocos minutos Minucio Rufo habíaconvocado a sus tribunos para establecer elplan de ataque.- Hay que conquistar ese altozano eimpedir que carguen sobre nosotros desdeahí.Aníbal juega a provocarnos. Se cree que esotro como Fabio o quizá el mismo Fabiocontra el que sigue luchando. ¡Vamos aenseñarle al cartaginés por fin cómocombaten las legiones de Roma! Lostribunos salieron enardecidos de la tiendadel jefe de la caballería romana y em-pezaron a organizar el desplieguecaracterístico e imponente de las legionesde un ejér- cito consular: los vélites de la

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infantería ligera se ubicaron en primeralínea de combate y avanzaron hacia lasposiciones del enemigo en la colina; traslos vélites, Minucio or- denó que seincorporara la caballería y al final lainfantería pesada.Los cartagineses, bien atrincherados en susposiciones elevadas en lo alto del montí-culo, se mantuvieron firmes ante la primeraembestida de los vélites hasta el punto deconseguir que éstos tuvieran que replegarsedetrás de la caballería y reagruparse con lainfantería pesada romana al llover sobreellos una intensa lluvia de jabalinas ydardos que diezmaron sus líneas. Lacaballería prosiguió el ascenso con elgrueso de las legi- ones, pero cuando yaestaban a punto de entrar en lucha con lasfuerzas cartaginesas apostadas en lo alto dela colina, las unidades de infantería ycaballería que Aníbal había ordenado

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apostar por los diferentes recovecosnaturales de todo aquel terreno empeza-ron a emerger de sus esconditessorprendiendo a los romanos por losflancos y la retagu- ardia o clusoinsurgiendo entre las propias líneas de laformación romana. El perfecto desplieguede las legiones se transformó en una batallacampal, que tenía lugar por to- das partesen donde la estrategia romana habíadesaparecido para convertirse en una luc-ha cuerpo a cuerpo mortal y cruel. En estecombate sin tregua los esforzados iberos ygalos y las experimentadas tropas africanasy númidas empezaron a ganar terreno pesea la encarnizada resistencia de losromanos, heridos en su orgullo y azuzadospor su gene- ral Minucio, que no cejaba ensu empeño por mantener la formación desu ejército, algo que resultaba ya del todoimposible. Pronto el combate se

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transformó de igualada lucha a unrepliegue confuso y convulso de losromanos perseguidos de cerca por lainfantería y caballería cartaginesa. Denuevo, el desastre se cernía sobre otroejército de Roma, cu- ando por el fondo delvalle empezó a aparecer una larga columnade soldados avanzan- do a marchasforzadas, en perfecta formación,preparados para entrar en combate.Aníbal observaba la batalla junto a susgenerales. Todo marchaba según loplaneado, cuando nuevas tropas entraronen el valle. Al principio eran unascolumnas de lo que parecía ser infanteríaligera romana, pero al poco tiempo quedódibujada sobre el extre- mo de la llanura laformación inconfundible de una, no, de doslegiones romanas más.Fabio entraba en acción acudiendo enauxilio de su colega en el mando. Aquello

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no ent- raba en los planes del generalcartaginés.- Nos retiramos -ordenó Aníbal.Sus oficiales le miraron dudando.- Nos retiramos, he dicho. Hemos diseñadoun plan para derrotar a dos legiones no acuatro. Nos retiramos.Y sin esperar más, subió al caballo que leproporcionó un soldado y, junto con su gu-ardia, se dirigió a Geronium, a la espera dela llegada de sus tropas.Quinto Fabio Máximo paseabaacompañado de Catón. Atardecía y losúltimos rayos del sol proyectaban infinitassombras sobre aquel valle repleto decadáveres y heridos.Cada ejército había perdido miles dehombres. Aún no tenían claras lascantidades exac- tas de muertos entre loslegionarios ni de los caídos entre las filasdel enemigo, pero al menos habían

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conseguido lo más cercano a una victoria,ya que el general cartaginés ha- bía optadopor retirarse. Fabio Máximo habíadisfrutado con la sumisión de MinucioRufo en su tienda, tras el desastrosocombate que aquél había iniciado, rogandodiscul- pas por sus desprecios anteriores yagradeciendo la intervención de Fabio parasalvar a sus tropas y a él mismo de unamuerte segura. Fabio había saboreadoaquel dulce mo- mento de victoria conavidez pero con el agrio conocimiento desaber que aquél era sólo un pequeño sorbode lo que había ansiado para sí y los suyos.Contemplando los cadá- veresdesmenuzados sobre la tierra comprendióque, si bien aquel día había logrado unaimportante victoria, en el conjunto de lascosas su gran estrategia había fracasado.Sí, había conseguido varias victorias: habíasalvado su nombre y su prestigio con la

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venta de sus fincas para liberar a losprisioneros de anteriores batallas y habíaconseguido dej- ar claro que su forma deconducirse en la guerra no era incorrecta sise consideraba el desastre del ataque deMinucio, recién investido con el grado decodictador. Sin embar- go, aun con elprestigio militar intacto, sus opiniones erancontestadas en el Senado y, por encima detodo, la guerra se alargaba más allá de susdesignios. Todo tendría que haberconcluido en aquel desfiladero deCasilinum de donde el cartaginés se lehabía es- capado de entre la punta de losdedos. Aquél había sido el momento clavecuando la combinación de la noche, unosbueyes asustados y la inteligencia de aquelenemigo que se apuntaba ya como casiindestructible habían dado al traste con losdesignios de su gran plan: crear una guerraque fuera más allá de las guerras en las que

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hasta entonces había combatido Roma paraque Roma, presa del pánico y el terrorabsolutos, temiendo por su propiaexistencia, recuperara la antigua tradiciónde la dictadura y, desde ese po- der, ponerél fin a aquel temor y de esa formaconseguir el dominio absoluto sobre elSenado, sobre Roma, sobre el mundo.Había sido un buen plan, una estrategiabien dise- ñada hasta que algo falló:Aníbal. A partir de ese momento, se dabacuenta, todo era po- sible y eso implicabano sólo que pudiera no vencerse, sino quese pudiera caer en la más absoluta de lasderrotas. Los legionarios a su alrededor,sus oficiales, Minucio Ru- fo, lossenadores que recibían las noticias a esashoras, a través de los mensajeros, de lagran victoria de aquel día, todos estabanalegres, esperanzados. Fabio sintió laangustia de saberse solo en la clarividencia

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de sus augurios: Roma estaba al borde desu destruc- ción, aunque nadie más losupiera. Sólo quedaba por saber el nombredel loco que capi- tanearía aquella ciudadhacia su naufragio definitivo.

LA MAYOR DE LASLIBRO VDERROTAS

Vincere seis, Hannibal, victoria uti nescis.[Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes apro-vecharte de la vic toria.] LlVIO, 22,51,4.Frase que Maharbal dirige como reprocheal gran general cartaginés.59 El mayor ejército de Roma Roma,primavera del 216 a.C.

Emilia, junto con gran número defamiliares y amigos, se acercó hasta elCampo de Marte para despedir a las

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legiones que marchaban para terminar, enesta ocasión de una vez por todas, la guerracon Aníbal. El Senado había aprobado ladecisión, propia de ti- empos deemergencia, de incrementar el número desoldados por legión de cuatro mil a cincomil. Y no sólo eso, sino que se habíaacordado proporcionar a los nuevoscónsules de aquel año, Terencio Varrón yEmilio Paulo, que al final accedió apresentar su candi- datura según le habíanpedido amigos y clientes, no dos legiones acada uno, sino el doble: de formacompletamente inédita en la historia deRoma, en aquel año del 216a.C. se reclutaron hasta ocho legiones decinco mil legionarios, a las que secompletó con trescientos jinetes cada una,más las fuerzas aliadas y su propiacaballería, hasta cre- ar así el mayorejército que nunca antes Roma había

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puesto en marcha: una inmensa fu- erzaarmada de ochenta y siete mil hombres, elmayor ejército en la historia conocida porlos romanos. Los cartagineses disponíantan sólo de entre cuarenta y cincuenta milhombres, según todos los informes deexploradores y espías cotejados por elSenado.Emilia había tomado posición en unaladera del Campo de Marte y desde allíobser- vaba cómo las tropas desfilabanabandonando la ciudad para salir alencuentro de los cartagineses. Roma estabahenchida de orgullo y la joven Emiliacompartía aquella sen- sación de formaespecial: su padre era uno de los cónsulesal mando y su prometido, un joven yapuesto recién nombrado tribunoincorporado al servicio en una de laslegiones de su padre; pero no todo erasatisfacción en el corazón de Emilia. Ajena

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a la desmedida confianza que los romanosponían en aquel nuevo ejército, la jovensentía en su estóma- go la desagradabletenaza del miedo. Su padre y su prometidoiban a la guerra, de nu- evo. No temía tantopor su padre, al que había visto ir y veniren tantas ocasiones regre- sando siemprevictorioso, como cuando venció en laguerra de Iliria, pero su querido Publio eratan audaz y estaba tan deseoso de cumplircon honor su cometido como tribu- no dela legión que, pensaba Emilia, no dudaríaen poner en peligro su propia vida si eldeber lo requería, como ya hiciera enTesino para salvar a su padre y detener aAníbal.Emilia no quería para nada que su jovenprometido cometiera una cobardía, pero suco- razón dictaba deseos que iban contra larazón y la patria.- Lo siento -se había confesado ante su

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padre aquella misma mañana-, sé que esimp- ropio de la hija de un cónsul de Romacomportase así, pero es que… la verdad…- La verdad -le ayudó su padre- es quequieres mucho a ese joven de losEscipiones, ¿no es así? Emilia asintió,mirando al suelo, avergonzada. Acababa depedirle a su padre que pro- tegiera a suprometido y que evitara que pusiera enpeligro su vida.- Hija, escúchame bien. No hay queavergonzarse por querer de esa forma. Ypedir protección para un ser querido a tupadre no es indigno. No te puedo prometerque el joven Publio Cornelio no entre encombate, pues a eso vamos, pero teprometo una co- sa, hija mía: ese joven quetanto te preocupa volverá sano y salvo aRoma. Volverá.Emilia levantó su rostro y miró con ojosllorosos a su progenitor. Su padre había

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hab- lado con tanta seguridad que parecíaabsurdo ya hasta tener miedo por Publio.Su padre siempre había cumplido suspromesas.Ahora, no obstante, asistiendo al desfile delas tropas desde aquella ladera, rodeada delas sonrisas y la seguridad de sus familiaresy amigos, se dio cuenta de que se había pa-sado toda la mañana hablando con su padresobre la seguridad de Publio y que habíaol- vidado decirle que también se cuidaraél, que también lo quería con locura, quesin él el- la estaría como muerta. Estiró elcuello, porque los vítores de la genteanunciaban la proximidad de uno de loscónsules. En la lejanía, envuelto en unamuchedumbre de de- cenas de miles depersonas, acertó a ver la elegante figura desu padre caminando al frente de laslegiones.Emilio Paulo hizo llamar a dos tribunos

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para que le acompañaran durante la marchade las legiones. En unos minutos el jovenPublio y Cayo Lelio aparecieron ycoordina- ron su paso con el del cónsulpara escuchar lo que el general en jefetenía que comentar- les sin detener elavance de las tropas.- Fabio Máximo vino ayer a mi casa, por lanoche -empezó el cónsul. Publio y Lelio,atentos, miraron a Emilio Paulo. Ésteprosiguió con su relato.- ¿Os sorprende? A mí no tanto, no tanto.Estaba preocupado, por Terencio Varrón.Terencio le preocupa sobremanera ycuando algo pone nervioso a Fabio, éste noduda en dirigirse a quien consideraoportuno. Así es Fabio: puede hacer elvacío a alguien du- rante meses o inclusoatacarte en el Senado, pero en un instante,si necesita tu coopera- ción, se dirige a ticomo si nunca hubiera cruzado una mala

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palabra contigo. Así es. Por mí que losdioses lo confundan, pero ayer estabarealmente tenso. «Emilio Paulo», me dijo,«cuídate de su ambición; sé que la gentedetesta mi estrategia prudente, pero es laúnica que realmente se ha mostrado comoefectiva; me dirijo a ti, Emilio Paulo,porque sé que tu experiencia puede vermás allá de nuestros enfrentamientospasados; apelo a tu conciencia para queinfluyas este año en el ejército y sosieguesel alocado ánimo de Varrón. Temo undesastre». Y se fue.- Sí, es extraña esa visita en mitad de lanoche para comentar algo así - dijo Lelio.- Más extraña es su preocupación -añadióPublio-, yo no he tratado mucho con FabioMáximo, pero mi padre sí y no recuerdoque nunca le viera nervioso o preocupado.- Exacto, exacto -se apresuró a intervenirEmilio Paulo-, lo que dices es muy adecu-

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ado; tu padre no te comentó que FabioMáximo estuviera nervioso porque nuncalo ha estado, bueno, quizá… dudó unossegundos, meditando, rememorando elpasado- sí, quizá cuando fuimos a Cartago,aquella embajada, ante la airada respuestade los senadores cartagineses, todo esegriterío de voces a favor de la guerra; allí,diría yo, se sintió, me pareció detectarlo,incómodo, al menos incómodo, algoconfuso quizá. Y aquella expresión la volvía ver ayer plasmada en sus ojos. Sí, eraalgo más: Fabio tenía miedo.El silencio se apoderó de los tres. El pasorítmico de las legiones, en un avanceacom- pasado de miles de soldados,generaba un poderoso estruendo, como unlento y constan- te bramido que ascendíapor las laderas de las colinas de las afuerasde Roma. Publio meditaba, al tiempo queavanzaba manteniendo el paso con el

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cónsul y su amigo Lelio.Era extraño aquel temor en un hombrecomo Fabio Máximo. Recordó entoncesque una vez su padre le comentó que FabioMáximo, además de senador, de cónsul yde dictador era augur, augur permanente:podía predecir el futuro. Eso añadía unadimensión adici- onal a su persona queacrecentaba el pavor que sentían por elanciano senador muchos de sus enemigos.¿Habría visto algo Fabio Máximo en elfuturo tan peligroso como para advertir aEmilio Paulo, uno de sus enemigos en elSenado? Publio echaba de menos a supadre. Emilio Paulo habló como si leyeralos pensamientos de su joven tribuno.- Lástima que Marte haya alejado a tupadre de nosotros. Su consejo hoy nossería de gran valor.- En todo caso -comentó Lelio-, tenemosocho legiones y todas las tropas aliadas;

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éste es el mayor ejército del mundo. Yocreo que es Aníbal el que debe tenermiedo, no no- sotros. Es él el que está enterritorio enemigo y cada vez con menossuministros. Algo de razón tenía Fabio enalargar la guerra, pero seguramente hayallegado el momento de poner fin a estalocura.Emilio Paulo le miró sin decir nada y luegovolvió sus ojos hacia el horizonte, haciadonde se encontraban las legiones bajo elmando de Terencio Varrón, que habíanparti- do unas horas antes de la ciudad.- Eso mismo creo que piensa Varrón -dijoel viejo cónsul-. La cuestión es saber si yaes el momento adecuado para terminar conAníbal o si aún es pronto.- Yo creo que la fruta está madura -insistióLelio.- ¿Y tú, Publio? -preguntó el cónsul-. ¿Quépiensa nuestro tribuno más joven? - Yo

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creo que si Fabio duda, debemos sercautos. Recelo de su consejo, pero receloaún más de ese general cartaginés. Aunquetengamos un ejército superior en número,creo que debemos ser cautos.Emilio Paulo asintió con decisión.- Te pareces cada vez más a tu padre-comentó-; seremos precavidos.Publio sintió un profundo orgullodeslizándose por sus venas. Su mayoraspiración en la vida era aproximarse, almenos un poco, al gran prestigio ydignidad de su padre y, si fuera posible, alconocido valor de su tío en el campo debatalla. Las palabras de Emilio Paulo lehicieron sentir bien y, por unos minutos, lafigura del temible general cartagi- nésquedó desdibujada entre los pensamientosmás agradables de su mente.

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60 Cannae

Apulia, verano del 216 a.C.

Abrigado por la noche, un hombre mayor,encorvado, vestido con una larga túnicagris de lana y cubierto su rostro por unacapucha del mismo color, buscaba algo queco- mer entre los desperdicios que ungrupo de soldados del ejército de Aníbalacababa de echar por encima de laempalizada del campamento. No era unapared alta, pues aquél no era unemplazamiento fijo para las tropas. Todosaguardaban la decisión del general.Roma enviaba un nuevo ejército contraellos, uno más grande, más fuerte, se decía.Los soldados hablaban del futuro, delpresente, de los problemas que lesacuciaban. Unos centinelas iberosconversaban cerca de donde el viejo

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revolvía entre la basura. Los guar- diasllevaban túnicas blancas sucias, manchadasde sangre y espadas de doble filo termi-nadas en punta. Estaban tranquilos y unviejo carcamal muerto de hambre no eramotivo de preocupación. No era extrañover a niños o ancianos vagando cerca delos campa- mentos en busca de algo decomer. La guerra había llevado ladevastación a toda la par- te norte deApulia y la devastación había conducido alhambre. También se acercaban mujeres alcampamento. Éstas, si eran guapas ysatisfacían a los centinelas, podían vol- vera sus casas con comida. Los niños podíanmover a pena o ser rápidos y deslizarse enla noche y, a riesgo de su vida, escapar conalgún pequeño trofeo: un trozo de carne,un pequeño saco de grano, unas verduras.Los ancianos, por el contrario, no teníannada que ofrecer ni tenían ya la agilidad

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suficiente en sus piernas para poder robar.Sus fláci- dos músculos sólo les permitíanremover la basura en busca de un restocomestible. Los guardias hablaban a pocosmetros de aquel anciano arrodillado entrelos desechos del rancho del ejércitoafricano, en un dialecto de su tierra, en elque se refugiaban para no ser entendidospor los que los rodeaban ya que, quizá conla excepción de Aníbal y al- guno de susoficiales, nadie que no fuera de su tierrapodía entenderlos.- A los galos tampoco les han pagado.- Sí. Lo sé. Ya son varias semanas.- Y cada vez hay menos comida.- Yo tengo hambre. Me comería a ese viejosi no es por lo seca que debe de ser sucarne.Rieron. El viejo no se inmutó por aquelcomentario en una lengua ibera que debíade ser desconocida para él.

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- Si esto sigue así -continuó el primero delos centinelas-, muchos piensan ya en pa-sarse a los romanos.- ¿Desertar? - Llámalo como quieras. Yo lollamo comer y sobrevivir. El otro centinelaasintió despacio. Vinieron entonces unossegundos de silencio.- ¿Y el viejo? -preguntó uno de losguardias. -No sé.Ambos miraron a su alrededor. El ancianose había desvanecido entre las sombras.No se preocuparon. Habría huido hacia losárboles con algo de basura o, másprobable- mente, sin nada, con su hambre acuestas, hasta llegar a un claro del bosquedonde sen- tarse y terminar muriendo asolas. Los guardias debían decidir sidesertaban o, mejor dicho, cuándo loharían. El ejército romano se aproximaba.No quedaba mucho tiempo y los víveresescaseaban. Muchas habían sido las

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promesas del general cartaginés cuando lostrajo a aquel país y, si bien al principio laspromesas se cumplían, el último año ha-bía traído pocas victorias y menos recursosy ellos no eran hombres pacientes.Un anciano cubierto de una larga túnicagris, con una capa por encima de la cabezaocultando su rostro, se alejó de laempalizada del campamento cartaginésrumbo al bos- que cercano. Una vezdifuminada su figura entre los primerosárboles, irguió su cuerpo hasta alcanzarcasi su metro ochenta de estatura. Se estiródespacio, sin prisa alguna e inspiró conprofundidad. La conversación que acababade escuchar aún resonaba en sus oídos perono le había hecho cambiar sus planes. Unavez henchidos sus pulmones de aire limpio,frondoso, verde, procedente de aquelbosque, desplegó sus brazos dejando caerla túnica. Bajo la luz del tenue sol que

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podía penetrar las copas de los árboles sedistinguía un uniforme militar limpio,claro, sencillo, de oficial, de alto mando,pero sin alharacas ni adornos extraños.Sólo una serie de anillos en sus dedosproclamaban una distinción pocofrecuente, pero difícil de ubicar paracualquier desconocido. Era un ofi- cialcartaginés en medio de un mundo enguerra. Un extranjero en territorio enemigoque, no obstante, se movía consorprendente calma. Una vez desprendidode su túnica, paseó por el bosque hastaencontrar un claro. Allí, acariciado por losrayos del sol naci- ente se sentó junto a unárbol y meditó durante media hora, en paz,en sosiego, pero con profunda intensidad.Debía tomar decisiones trascendentes en suvida, en aquella guerra y, sin saberlo aún,en la historia de la humanidad. Losmercenarios de Iberia estaban a punto de la

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rebelión y Roma lanzaba el mayor ejércitode su historia contra los suyos.¿Qué hacer? Eran momentos como aquélcuando echaba más en falta a su padre. Sies- tuviera él allí acudiría como cuando eraniño, a refugio de su sombra a preguntar,«¿padre, qué debo hacer?, ¿padre, cuál esla mejor solución?». Pero el cuerpo de supad- re fue enterrado junto a un largo ríoen Iberia y ya no estaba allí parapreguntarle. Una sensación densa dedesazón recorrió su piel incrementando elfrío del rocío de la madru- gada.El oficial cartaginés se alzó y salió deaquel claro del bosque para, cruzando dosespe- sas hileras de árboles, emergerpróximo a la empalizada del campamentodel ejército af- ricano en Apulia. Llegadojunto a la puerta principal saludó a loscentinelas africanos al- lí apostados y éstosdevolvieron aquel saludo con una posición

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de firmes, ajustándose los cascos bienrectos sobre la cabeza, nerviosos, tensos,intentando aparentar que tenían biencontrolado aquel puesto de vigilancia. Eloficial se adentró en el campamento. Lamayoría de los soldados se ponían en piecuando veían a aquel oficial cruzando entrelas hileras de tiendas que conformaban lasgrandes avenidas de aquella fortificaciónprovi- sional. Así paseó aquel cartaginéshasta alcanzar el centro neurálgico de aquelcampa- mento: la tienda del general enjefe. Ante ella, vanos soldados veteranosde las guerras de Iberia, los Alpes, la GaliaCisalpina y las campañas en Italiavigilaban en pie, arma- dos, despiertos,preparados ante cualquier eventualidadgracias a su disciplina y su per- fectarotación en las guardias. Aquel oficialcartaginés se acercó hasta la misma puertade la tienda sin ser molestado por ninguno

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de los centinelas veteranos y, cuandoalcanzó la mismísima entrada de la tiendade Aníbal, uno de los guardias de la puertadejó su lanza rápidamente en el suelo y consus manos plegó la tela que daba acceso alrecinto.El oficial asintió con un saludo y entró enla tienda. En el interior Maharbal y Magónle esperaban.- Os saludo -dijo el oficial cartaginés alentrar.Los dos generales le recibieron en silenciohasta que Maharbal se atrevió a expresarcon sinceridad lo que pensaba.- No deberíais pasear a solas al amanecerpor el campamento.- Lo sé -dijo Aníbal-, pero como general enjefe del ejército cartaginés expedicionarioen Italia soy yo quien decide qué debohacer y qué no, a no ser que sea ahoraMaharbal quien decida qué debe hacer

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Aníbal y qué no. Hasta ahora pensaba quesólo el Senado de Cartago tenía la potestadpara limitar mis movimientos.Maharbal agachó la cabeza, pero formulóal menos, aunque fuera mirando al suelo,una tímida respuesta.- Ya sabéis que no es eso lo que deseodecir. Me preocupa vuestra seguridad.Vuestra vida es nuestro salvoconducto enestas tierras y en esta guerra. Nos preocupaque os pa- se algo y son muchos losenemigos y muchas las artes que estádispuesta a utilizar Ro- ma para terminarcon vuestra vida. No veo razonable que ospaseéis a solas por el cam- pamento. Es loque pienso.- Los soldados africanos me respetan-respondió Aníbal, firme, seguro, retador.- Lo sé -prosiguió Maharbal mirando alsuelo mientras Magón, el hermano menorde Aníbal, contemplaba la escena en

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silencio-, pero hay muchos mercenarios, ylos iberos y galos no están contentos. Hayque ser precavido.Aníbal asintió lentamente y se sentó en unasilla en el centro de la tienda. En Hispa-nia se casó con una joven princesa ibera,Imilce, para asegurarse la lealtad deaquellos guerreros pero decidió no traerlaconsigo a su campaña de Italia. Cuandopartió de His- pania no consideró necesariotraerse a su joven esposa. Ahora, con laperspectiva que da el tiempo, se percatabade que quizá aquélla no había sido ladecisión más inteligente, pero ya era tardepara lamentarse. Tendría que pensar enotras fórmulas para asegurar la disciplinade las tropas iberas.- Vamos a Cannae. Atacaremos aquelfortín. Salimos mañana -concluyó Aníbal.Maharbal y Magón se miraron, volvieronsus rostros hacia su general en jefe que ha-

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bía cerrado su ojo derecho, el otropermanecía semicerrado, herido, al haberperdido la visión en los pantanos del norte;asintieron y, sin esperar más aclaraciones,que sabían que no iban a recibir, salieronde la tienda y, una vez fuera, debatieronentre ellos cómo sería mejor trasladar lasórdenes oportunas a los cuarenta milsoldados de aquel ejército para marcharhacia Cannae. Ambos sabían que allí habíavíveres, grano y alimentos en gran cantidadacumulados por el ejército consularromano. Acordaron que sería buenoextender ese rumor para motivar a losmercenarios.Aníbal, mientras, permanecía en su tienda.En su mente aún escuchaba cada palabrade los mercenarios iberos: estaban a puntode desertar y Roma se acercaba con ochole- giones. Lo lógico sería abandonar, logenial sería atacar. Se levantó, cogió un

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ánfora de vino de una estantería junto auna de las paredes de tela de la tienda y unvaso. Podría llamar a un esclavo para quele sirviera, pero estimaba más estar a solas.Llevó ambos junto a la mesa en el centrodel recinto. Escanció vino. Bebió ensilencio, contemplando un mapa delcentro-sur de Italia donde se detallaban lasprincipales ciudades de Apulia, elSamnium y Campania. Observó la posiciónde Cannae y la de Roma. Calculó la ruta delas ocho legiones visualmente sobre elplano y mentalmente cuantificó las fuerzasro- manas y las suyas. Roma dispondría deunos ochenta mil hombres, entre las ocholegi- ones y las tropas aliadas. Él sólotendría la mitad. Era el final de suexpedición en Italia.O no. Escanció una segunda copa de vino.Cannae. Suministros y víveres. Losmercena- rios estarían agradecidos aunque

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dubitativos. Los romanos venían con dosnuevos cón- sules. Uno cauto, otroatrevido, según los informes de los espías.Se turnarían en el mando. Como en Tesino.Era un enfrentamiento incierto. Sobre elpapel favorable a Ro- ma. En su mente notan claro, no tan claro. Difícil. Habría quever el viento, la luz del sol, la caballería,sus veteranos, la división en el mandoromano. Cada variable era una posibilidad,cada posibilidad una incertidumbre, cadaincertidumbre una oportunidad.Aníbal bebió a solas aquel amanecer. Nollamó a ninguna esclava aunque empezó asen- tir ganas de yacer con una mujer.Tenía que decidir el curso de la historia.Apartó el nu- evo vaso de vino queacababa de servirse. Necesitaba la mentedespejada.Pasó el día y llegó la noche. Elcampamento cartaginés quedó desierto.

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Sólo los res- coldos de las hoguerasbrillaban en la madrugada.Los exploradores romanos se arrastrabanpor el suelo húmedo arropados por la oscu-ridad de las últimas horas nocturnas.Aníbal se había ido. Retornaron a suscaballos y en una hora los dos cónsulesrecibieron la noticia de la marcha delgeneral cartaginés.- ¡Es una huida! -declaró Varrón a vivavoz.- Se han marchado -aclaró Emilio Paulo-,el motivo y la estrategia están por determi-nar.Con desdén Terencio Varrón desechó elcomentario de su colega y se dirigió a lostri- bunos allí congregados, entre ellos eljoven Publio y Cayo Lelio, que asistíancomo tes- tigos privilegiados a aqueldebate. En la mente de Publio la escena letraía a la memoria la discusión entre su

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propio padre y Sempronio Longo previa aldesastre de Trebia.- Romanos, los cartagineses huyen antenuestra sola presencia -la voz de Varrón sedejaba oír con fuerza y arrastraba lasvoluntades por el potente vigor querezumaba per- suasión-. Nuestro ejército esdemasiado poderoso para el enemigo. Elpropio Aníbal lo reconoce dejandoGeronium y poniendo rumbo al sur hacia elinterior de Apulia. Y yo digo: éste es elmomento de terminar con el invasor.¡Persigamos a los cartagineses sin tregua!¡Acabemos con los enemigos de Roma! Seoyeron vítores de algunos soldados. Lostribunos permanecieron en un más cont-rolado silencio para no contrariar al otrocónsul al mando, pero estaba claro que susros- tros denotaban impaciencia por laprolongada espera a la que estaba siendosometido aquel gran ejército y en general

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una gran coincidencia con las ideasexpresadas por Te- rencio Varrón.Era el turno de Emilio Paulo. Hacia él sevolcaron todas las miradas. El joven Publiopensó en hablar para apoyar la estrategiamás prudente del viejo cónsul, pero ¿quiéniba a hacer caso de un joven tribuno de tansólo diecinueve años? Abriendo la bocapodría quizá causar más daño a quienquería ayudar. Emilio Paulo, al fin,formuló una res pu- esta.- No considero oportuno seguir a Aníbalsin antes delimitar el fin de su estrategia,pe- ro ya que mi otro colega al mandoestima lo contrario y no teniendo yotampoco en mi mano un argumento precisopara oponerme, acepto que el ejército deRoma siga al car- taginés, pero sin entraren batalla campal.Las últimas palabras de Emilio Pauloapenas llegaron a oídos los tribunos, yade

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que los gritos de muchos soldados,festejando el levantamiento delcampamento actual y la actitud de Varróncon sus brazos en alto y sus rápidasórdenes a los tribunos de su ma- yorconfianza para ponerse en marchaapagaron la bien modulada voz del viejocónsul.Pronto la mayoría marchó; Publio viocómo Emilio Paulo se sentaba en una sillafrente a la puerta de su tienda mientras unesclavo le traía agua. El joven Escipión seacercó.- Ya ves, muchacho -le comentó EmilioPaulo-, el ejército está deseoso de entrar encombate con quien no ha hecho sinoderrotarnos una y otra vez.Publio pensó en Tesino, Trebia, Trasimenoy, sin embargo, estaba la victoria de Fabiocuando ayudó a Minucio Rufo a escapardel ataque del cartaginés; pero Emilio

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Paulo prosiguió con su costumbre deaparentemente leer el pensamiento de sujoven oficial.- Y lo de Fabio cuenta poco -se anticipabael viejo senador-, una másvictoria pírrica,bien una retirada estratégica de Aníbal. Sialgo he aprendido de ese hombre es que hasi- do él siempre el que ha elegido elterreno para combatir y las fuerzas quehabía en lucha en cada una de sus grandesvictorias. La entrada de Fabio aquel día nola tenía planeada y ante la duda se retiró.El propio Fabio corrobora esta certeza míacon sus propios con- sejos: siendo él elúnico que hasta la fecha ha causado unacierta leve derrota a Aníbal es el primeroen promulgar la estrategia de la prudenciay el tiento. Terencio nos lleva a donde sólolos dioses saben. Y los augures que heconsultado se contradicen. Unos pi- ensanque este ejército es invencible y otros

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temen lo peor. Estamos en manos deTeren- cio.Publio quería expresar su apoyo al viejocónsul, pero no sabía qué podía decir queanimara al senador.- En fin, en una hora partimos haciaApulia. Escucha, Publio, si entramos encombate, sigue mis órdenes en todomomento, es importante.- Así lo haré.Emilio Paulo se quedó unos segundoscontemplando al joven tribuno.- ¿Qué edad tienes, muchacho?-Diecinueve años, mi cónsul.- Diecinueve años y ya tribuno -el cónsulsonrió complacido-; mi hija es lista, muylista, para lo bueno y lo malo; quedasadvertido, mi joven amigo. -Y sin decirmás, Emi- lio Paulo se alejó dejando aljoven Publio entre orgulloso y confuso.Dos soldados romanos jugaban a los dados.

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Era una madrugada cálida de verano yhabían dejado sus capas de abrigo junto alfuego que habían encendido más por teneruna luz que por calentarse. De hecho lasensación de frescor de la brisa delamanecer junto con el rocío sobre la pieldesnuda de sus brazos y piernas eragratificante.- Te toca -dijo uno de los soldados y lepasó al otro los dados. Había algunasmone- das de plata sobre el suelo. Estabanapostando fuerte, absorbidos por la partida.A su alrededor se veían unos murossemiderruidos: las murallas de la fortalezade Cannae. Paredes desvencijadas,agrietadas y quebrantadas en multitud delugares. Can- nae había sido asediada,había resistido, caído, vuelto a ser asediaday vuelto a caer has- ta quedar en ruinas.Representaba el ejemplo más claro de loque estaba suponiendo la guerra para

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amplias regiones del territorio itálico. Suposición, no obstante, seguía sien- doprivilegiada, en lo alto de una colina desdela que se dominaba un amplio valle don-de solía crecer el trigo, aunque la guerra nohabía permitido cultivar las tierras el añoanterior. Sin siembra, el valle habíaquedado transformado en un inmensotórrido mar de tierra y polvo durante losmeses del asfixiante estío. Por ello, losejércitos consulares del año anterior habíanhecho acopio de provisiones en lasregiones más al sur y las ha- bíanacumulado en el fortín de Cannae para asídisponer de víveres en aquel territorioantaño fértil y ahora baldío por la guerra.De esta forma, junto a los muros en ruinase acumulaban centenares de sacos degrano, ánforas de vino y aceite y cántaroscon agua, sal, frutos secos y miel. Todo lonecesario para abastecer a un gran ejército

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durante vari- as semanas, quizá meses, delucha en aquella guerra que ya seprolongaba durante dos años.Los dos soldados seguían enzarzados en supartida. Por fuera, alrededor del muro, pe-queños grupos de legionarios patrullabanbordeando las murallas. Aún no habíantenido tiempo de levantar las empalizadasnecesarias para hacer fuerte su posición enaquel lu- gar. El final de la dictadura deFabio, las dudas de los cónsules del añoanterior y las ór- denes del Senadopidiendo que se defendiera la derruidafortaleza de Cannae hasta la llegada de losnuevos cónsules con las nuevas legiones,habían mantenido la guarnición en ciertaindeterminación, sin saber si debían partirrápidamente con todos los víveres o bienfortalecerse en aquella fortificación enruinas.Aún era de noche cuando uno de los

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legionarios pensó que había visto algoentre las sombras de las rocas querodeaban Cannae. Dudaba en avisar aloficial al mando de la patrulla, cuando sedio cuenta de que no podía hablar. Luegollegó el dolor. Cayó al su- elo viendo cómosus compañeros de guardia seguían unasuerte similar. Caían dardos, decenas deellos desde el cielo oscuro. Pensó en sufamilia y, con los ojos abiertos, dejó derespirar. En unos segundos treinta hombresdesnudos, el cuerpo pintado de azul, ar-mados con espadas y dagas, gateaban porel suelo, concluyendo con el filo de susarmas lo que los dardos habían iniciado.Con su destreza consiguieron que nohubiera mucho más que aullidos apagadosde sufrimiento y sorpresa. Ascendieron acontinuación un centenar de iberos contúnicas blancas y púrpuras tornadas en grispor el polvo de Can- nae. Dejaron a los

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galos terminando su sangrienta tarea deconcluir con las vidas de la patrulla romanay alcanzaron las murallas de la fortaleza.Habían seleccionado un ent- rante amplio,no bien guarnecido y por él se introdujeronen el fortín. Sólo entonces, al ver a losiberos campando a sus anchas en el interiorde Cannae, se dio la voz de alarma entrelos defensores, pero para ese momento,varios miles de iberos y galos rodeaban yala colina de aquella ciudadela.Fue una madrugada sangrienta.Salió el sol.Aníbal paseaba rodeado por sus hombresde confianza, aguerridos veteranos de Áfri-ca, por una fortaleza en ruinas, cubierta decadáveres. Los mercenarios estabansatisfec- hos: los veía repartiéndose sacosde grano y ánforas de vino. Que beban,pensó. Había sido todo rápido y quedabatiempo hasta la llegada de las legiones

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romanas de Emilio Paulo y TerencioVarrón. Aníbal tropezó con lo que pensóeran unas pequeñas piedras, resbaló yestuvo a punto de caer, pero haciendoalarde de unos extraordinarios reflejos parasus treinta y tres años, recuperó la verticaly maldijo en voz baja. Se agachó y co- giótres pequeños objetos: eran cuadrados portodas partes y tenían pequeños númerosromanos grabados en cada faz. Tenían algode sangre fresca. Aníbal los contempló ensilencio. Dados romanos. Miró a suderecha y vio los cuerpos de doslegionarios atrave- sados por flechas galas.La vida es una partida misteriosa, pensó elgeneral, y se guardó los dados en elbolsillo. Caminó hasta el extremo sur de lafortaleza mientras a sus es- paldasproseguía el reparto de víveres y bebidaentre númidas, cartagineses, iberos y ga-los. Sus oficiales se ocupaban de mantener

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el orden en la operación intentandoapacigu- ar ánimos y evitar peleas entreunos y otros. La fácil victoria y el ampliobotín facilitaba aquella, en otras ocasiones,casi imposible tarea.Aníbal miraba hacia el sur. Por allí debíanvenir las ocho legiones. Un ejército dosveces mayor que el suyo. Y todo deromanos y tropas aliadas. A sus espaldassabía que tenía a mercenarios de muydiferente origen y de más dudosa lealtad.Los alimentos ob- tenidos en aquellaescaramuza ayudarían a preservar la uniónde sus tropas, pero ¿por cuánto tiempo?Examinó el valle polvoriento. La tierra sinlabrar anunciaría la llegada de los romanoscon tiempo suficiente para prepararse.Tanto polvo. ¿De dónde vendría el viento?Contempló despacio las laderas de lascolinas que cercaban el valle.Terencio Varrón encaraba a Emilio Paulo.

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Este último tenía el mando aquel día. Te-rencio estaba fuera de sí. Hacía días quehabían acampado en Casilinum, desdecuyas fortificaciones se contemplaba lafortaleza de Cannae y tenían quepresenciar cómo los cartagineses serepartían el botín de los víveresacumulados con gran esfuerzo y trabajopor parte del ejército romano del añoanterior sin hacerles frente, sin hacer nada.Y ade- más, las patrullas de aguadoresromanos, cuando se acercaban al ríopróximo, el Aufi- dus, para aprovisionarsedel líquido necesario para dar de beber ahombres y caballos, eran atacadas por lacaballería númida sin que Emilio Paulodiera instrucciones más allá de proteger alas partidas de aguadores lo suficientecomo para que realizasen su tarea sindevolver la provocación con expedicionesde represalia que pudieran llevar a un enf-

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rentamiento campal de los dos ejércitos alcompleto.- ¿Hasta cuándo hemos de parecemos aFabio Máximo? -preguntaba Terencio sinmi- rar a su colega en el mando, sinodirigiéndose al gentío de legionarios quelos rodeaba-.¿Cuándo tendrá nuestro querido colega elánimo de entrar en combate? -Y elevandoel tono de voz-. ¿Para eso ha alistadoRoma al mayor ejército de su historia, paraque asis- ta como niñas asustadas alespectáculo de su enemigo robándole lacomida y el agua? ¿Somos legiones deRoma o pobres mujerzuelas aterrorizadas?Emilio Paulo sabía que era difícil darrespuesta adecuada a la demagogia de sucont- rincante. Los legionarios se sentíanseguros por su elevado número, por formarparte no de una ni dos ni cuatro, sino dehasta ocho legiones. Nunca antes se habían

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visto for- mando parte de una fuerza tangigantesca. Nada podría detenerlos ymenos el absurdo y cobarde desánimo deun cónsul viejo como Emilio Paulo. Éstesentía las miradas de desprecio de loslegionarios y escuchaba los cada vez másfrecuentes susurros entre di- entes de loscenturiones. Sólo contaba con el apoyo desus tribunos de confianza, como el jovenPublio, Cayo Lelio y algunos otros, y lacoincidencia en valorar la cautela co- mo laestrategia que se debía seguir de Servilio,uno de los cónsules del año anterior;pero era Terencio Varrón el que dominabalas almas del ejército y a quien loslegionari- os parecían estar más dispuestosa creer.- Si no mandas atacar hoy, seré yo quien lohaga mañana -y con esa promesa Teren-cio se alejó arropado por sus tribunos,vitoreado por la gran mayoría de los

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legionarios que asistían interesados alenfrentamiento de sus cónsules.Al día siguiente, fiel a su palabra, el cónsulTerencio Varrón ordenó que salieran laslegiones y la caballería y que sedispusiesen en formación de combate en lallanura que se extendía entre Canusium yCannae, entre el campamento generalromano y las posici- ones cartaginesas.Aníbal fue avisado en su tienda aquellamañana mientras aún yacía medio dormidosobre su lecho.- Los romanos están sacando a su ejército-le informó Maharbal.Aníbal se levantó con celeridad y mientrasse ponía la coraza revisaba los planos quesus oficiales habían elaborado de lacomarca. Maharbal indicó sobre uno de losmapas el lugar exacto en el que losromanos se estaban desplegando.- ¿Al sur del río? -preguntó Aníbal, pero no

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esperaba contestación, era como si habla-se para sí mismo, por eso el asentimientode su jefe de caballería quedó sin respuestapor parte del general en jefe. El generalHimilcón y su hermano Magón entraron enese momento. Ambos se acercaron a lamesa de los mapas.- Que salga la infantería ligera -empezó aexplicar Aníbal- y la caballería. Ocho milinfantes, pero toda la caballería. Demomento reservaremos la infanteríaafricana.Las órdenes se transmitieron veloces y alcabo de unos minutos el cónsul TerencioVarrón llenó su rostro con una ampliasonrisa.- Salen -dijo mirando a sus tribunos-, porCastor y Pólux, las ratas cartaginesas salende su madriguera. Que avancen laslegiones.La formación romana avanzó con turmae

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de caballería intercaladas entre los manípu-los de las legiones. En medio del campo debatalla la infantería ligera cartaginesa entróen combate con los Los inexpertosvélites.legionarios apenas resistieron la primeraaco- metida cartaginesa, pero Varrónordenó que la infantería pesada de laretaguardia los sustituyese consiguiendonivelar las fuerzas y, en poco tiempo, hacerque el fiel de la balanza se inclinase a sufavor. Para ello contó con la ayuda de loslanzadores de jabali- nas y la caballería.Los mercenarios cartagineses lucharon confuerza, pero el poder de la infanteríapesada de las legiones les hizo perderterreno y sólo la presencia de la in- mensacaballería cartaginesa impidió el desastreabsoluto. Algunos oficiales cartagine- sessolicitaron la salida de la infanteríaafricana pesada, los más veteranos de lasfuerzas expedicionarias, pero Aníbal se

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negó sin dar más explicaciones. En eseestado de cosas, el combate se convirtió enun repliegue continuo de las tropascartaginesas, que resistían como podían laembestida de las legiones, hasta que, con lacaída del sol, Aníbal ordenó la retiradacompleta y el refugio de todas sus fuerzasde a pie y a caballo en las fortifica- cionesde Cannae.Terencio Varrón vio su victoria absolutatruncada por la llegada de la noche. Los di-oses le eran esquivos, pero su orgullocrecía en su pecho.- Sólo el descanso del sol nos ha privadode aniquilar al enemigo. Sólo han ganadoun poco de tiempo. Mañana podremosrematar el trabajo.Los romanos no se replegaron haciaCanusium sino que Varrón ordenóestablecer el campamento general allímismo, en el centro del valle, donde habían

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obligado a Aníbal a replegarse. Durante lanoche los dos cónsules reavivaron eldebate sobre la estrategia a seguir. EmilioPaulo seguía incómodo con aquellasituación. Aníbal no había sacado a todassus fuerzas, ¿por qué? - ¿Por qué elcartaginés no quiso combatir hoy con todosu ejército? -Emilio Paulo preguntaba aVarrón y los oficiales presentes. Unahoguera en el centro del espacio de-marcado por las tiendas de los oficialesiluminaba la escena proyectando sombrastemb- lorosas que se estiraban por el sueloen un extraño baile de siluetas negras.- No es eso lo que debe preocuparnos-respondió Varrón visiblementecontrariado por la tozudez de su colega enel mando-, ¿qué me importa a mí lo quehaga ese cartaginés? El caso es que hoyhemos sacado las legiones y se han tenidoque refugiar. Todo confir- ma que debemos

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promover una batalla campal y combatircon todas nuestras fuerzas y asíterminaremos con esta pesadilla que pareceasustar tanto a nuestro colega en el man-do.Algunas risas apagadas se dejaron sentirentre los presentes. Emilio Paulo, consemb- lante adusto y serio, se dirigió a losque reían con tono firme y seco.- Mañana me corresponde el mando y seactuará según mi parecer ya que todoacuer- do con mi colega resulta inútil.Con esas palabras Emilio Paulo se retiró asu tienda seguido por el joven Publio, Ca-yo Lelio y el resto de los tribunos de suconfianza.Aníbal escuchaba el viento de la noche.Sabía que el día había dejado mal sabor deboca entre sus hombres y hasta entre susgenerales más próximos, como su propioher- mano pequeño o el mismísimo

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Maharbal. Una extraña batalla la de aqueldía. Mañana tendría el mando EmilioPaulo. No habría combate, al menosgeneralizado, campal. To- do tendría queocurrir, pues, pasado mañana. Quedabancuarenta y ocho horas. El viento sedeslizaba hacia el norte. El Volturno lollamaban los habitantes de aquella región.Un viento fuerte en los días del estío,siempre hacia el norte. Hoy habíancombatido al sur del río y el aire cogió decostado a ambos contendientes. Luegoestaba el sol pero aquel- lo resultaríademasiado obvio incluso para alguien tanimpetuoso como el nuevo cónsul Varrón.No, debía ser más sutil. Lo que estabaclaro es que debían conducir el enfrenta-miento al otro lado del río, pero ¿cómollevar allí al grueso del ejército romano?De mo- mento, con relación al otro ladodel río, los romanos sólo se habían

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limitado a establecer un pequeñocampamento al norte del Aufidus pero depocas tropas, diseñado sólo para dar apoyoa los aguadores de las legiones. Sí, miróentonces al suelo y luego al cielo lle- no deestrellas en aquella noche cálida. Seluchará al norte, más aún, se combatiráhacia el norte, acariciados por aquellabrisa. Eso era una parte, el principio, luegoquedaba có- mo concluir aquelenfrentamiento. Éstas podían ser susúltimas cuarenta y ocho horas en Italia, enel mundo, o el principio de todo y el fin deRoma. Aníbal sostenía entre sus dedos losdados con los que tropezó unos días antes.La vida y la muerte, una extraña partida.Pensó en tirar los dados al suelo y ver quénúmeros salían, pero se lo pensó mej- or yno lo hizo. ¿Superstición? ¿Miedo?Sacudió su cabeza y, paseando despaciopor el campamento, protegido de cerca por

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un nutrido número de africanos que, a unarespetu- osa distancia, vigilaban por laseguridad de su general, se encaminó haciasu tienda.Al día siguiente, Emilio Paulo confirmósus dudas. Se sentía mal ubicado, en mediodel valle. Los cartagineses lanzabanescaramuzas continuas contra las fuerzasdel cam- pamento romano de apoyoestablecido al otro lado del río,amenazando la tarea de reco- gida de aguay humillando a los romanos en pequeñosataques, donde los jinetes cartagi- nesesdejaban muertos a decenas de soldados quepoco podían hacer para guarecerse de losrápidos embates africanos. Emilio Paulodio orden de que un tercio, pero sólo unter- cio de las tropas cruzara el río y fueraal norte para defender a los aguadoresestableci- éndose en el segundocampamento romano. La llegada de parte

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de las legiones al norte del Aufidus hizoque de nuevo los cartagineses, con la caídade la tarde, se replegaran después de rehuircon cuidado un enfrentamiento abierto conlas tropas recién llegadas desde la orilla surdel río.La noche llegó, pero esta vez no hubodebate entre los cónsules en el cuartelgeneral.Varrón y Emilio Paulo no tenían nada quedecirse; se limitarían a turnarse en elmando.Amaneció el 3 de agosto del 216 antes deCristo. Aníbal había dado orden de repartirun desayuno extraordinario entre sushombres antes del alba, excepto en el casode los jinetes númidas, a los que habíahecho acostarse con la caída del sol ycomer algo de madrugada. Cuando el soldespuntaba, los romanos establecidos alnorte del río recibi- eron el ataque de toda

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la caballería númida con una inusitadafuerza y ansia de lucha.Las legiones allí establecidas consiguieronrepeler el ataque pero ¿qué ocurriría si loscartagineses sacaban más tropas desdeCannae y las enviaban al norte delAufidus? El cónsul Terencio Varrón, almando del mayor ejército de Roma, ordenóque el resto de las legiones que aúnpermanecían al sur del río cruzasen elmismo, vadeando su cauce escaso enaquellos días del verano, acompañadas portoda la caballería.Aníbal, desde lo alto de una de lassemiderruidas torres de la fortaleza deCannae, vio cómo con el alba todo elejército romano cruzaba el río y seestablecía al norte, desple- gándosesiguiendo el curso del mismo hacia elAdriático. Respiró hondamente. Al norte,por fin, están al norte. Lanzó entonces al

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aire, muy altos, los dados que guardabaentre sus dedos desde el día queconquistaran aquel fortín y los vio volardesplazándose lige- ros hacia el norteempujados por la intensa y creciente brisade aquella mañana. No se quedó para vercon qué números le favorecían -o no- losdioses. Lo que quería que le di- jeran losdados ya se lo habían dicho al desplazarsevarios metros hacia el norte nave- gando enel cielo empujados por el viento. Bajó de latorre donde le esperaban su her- manoMagón, su jefe de caballería y el resto delos oficiales.- Desplegamos las tropas. Formación deataque según lo planeado, a lo largo delrío, todos al norte del Aufidus. Hoy es eldía. Un día grande, para bien o para mal. Yque Baal y el resto de los dioses estén connosotros.En lo alto de una de las torres de Cannae,

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tres dados apuntaban al cielo con tres se-ises.Varrón dio orden de que todas las legionesmenos una y sus correspondientes tropasaliadas partiesen hacia el norte del río.Dejaba en el campamento del sur unosonce mil hombres de reserva con la misiónde atacar el campamento cartaginés unavez éste qu- edara semivacío si Aníbalrespondía por fin sacando también todassus tropas para plan- tear una batalla encampo abierto. Quedaban otros tres milhombres en el pequeño cam- pamento deapoyo al norte del Aufidus.Publio cruzó el río junto con Lelio entre laslegiones que debían posicionarse en elcentro de la formación. Estas legionesestarían bajo el mando de Servilio y Atilio,am- bos cónsules del año anterior, elsegundo en sustitución del malogradoFlaminio. Por su parte, Terencio Varrón

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quedaba al frente de la caballería aliada enel flanco izquierdo y Emilio Paulo almando de la caballería romana en el flancoderecho. El sonido de las tu- bas y lasvoces de los oficiales se escuchó duranteminutos mientras se establecía el des-pliegue completo de las tropas. Publioavanzó hasta las primeras filas de losmanípulos desde donde pudo observar lainfantería ligera de los adelantada alvélitesresto de las tropas. Miró a ambos lados yobservó cómo el ejército romano seextendía varios kiló- metros en ambasdirecciones. Hasta donde su miradaalcanzaba sólo se veían legionari- os y másallá aún, fuera de su campo dé visión, ensendos extremos de la interminableformación, sabía que estaban las deturmaela caballería aliada y romana. Miróentonces al frente. Ante el ejército deRoma Aníbal sacaba todas sus fuerzas de

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Cannae, que tam- bién cruzaban elpequeño río Aufidus. De esa forma elcartaginés iba a luchar de espal- das alcurso del río. Era cierto que no era un granrío y que apenas llevaba agua y que no erainvierno, sino agosto, de modo que, alcontrario que en Trebia, el agua fresca delrío era más un alivio que una dificultad.Pero le extrañaba que Aníbal, tan detallistaen la elección de los enclaves para luchar,no hubiera tenido en cuenta aquello. Eracomo si quisiera poner a sus hombres unabarrera que les impidiese retroceder, unaseñal inequ- ívoca de la decisión de sulíder: combatir hasta el final. ¿Y siordenaba un repliegue? El río dificultaría lamaniobrabilidad de sus tropas. ¿Por quéelegir ese sitio? Miró al cielo.No podía ser por tener el sol a susespaldas, pues los romanos encaraban elsur, de modo que la luz del sol vendría

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para ambos por uno de los flancos sinmenoscabar la visión a ninguno de los dosejércitos. Había una suave brisa que amedida que amanecía y el ci- elo sepoblaba de luz cobraba más intensidad.- Es impresionante -comentó Lelioseñalando al frente. Las tropas de Aníbalse habí- an desplegado ocupando la mismadistancia que las romanas, casi treskilómetros.Publio asintió admirado por el poderío delcartaginés y la disciplina de sus tropas pe-se a estar compuestas de mercenarios delas más diversas regiones del mundo. EnTesi- no y en Trebia no hubo tiempo paraapreciar el poder del enemigo.Los cartagineses y sus aliados cruzaron elrío en dos columnas, protegido el desplaza-miento de los hombres por arqueros ylanzadores de jabalinas en la parte frontal,de mo- do que si los romanos decidían

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atacar antes de terminar el desplieguepudieran repeler la agresión con una lluviade todo tipo de armas arrojadizas que dieratiempo a su propia infantería a reaccionar.No parecía dejar Aníbal mucho margenpara la improvisación.Durante el despliegue cartaginés Publiocontinuó meditando sobre el río: vadeablesí, pero un obstáculo para todos, tambiénpara los propios romanos que, en caso deromper los flancos de la formacióncartaginesa verían complicado atacar por laespalda a un enemigo que podríareplegarse hacia el río. Después de todo,quizá aquella idea no fuera tan mala.Una vez concluidas las maniobras deposicionamiento de las tropas, en el centro,jus- to enfrente de ellos, apenas a unos milpasos se veía a hombres desnudos pintadoscon colores ocres, algunos azules y largasmelenas, armados con gruesas espadas y

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lanzas;eran los galos que se habían unido a Aníbaldesde su entrada en Italia; junto a ellos seveían los iberos vestidos con túnicasblancas y púrpuras blandiendo sus gladiosde doble filo terminados en punta. Ambosgrupos llevaban escudos y los golpeabanemitiendo un ensordecedor estruendo quesurtía efecto en su objetivo de intimidar alenemigo. Publio miró hasta donde su vistase perdía buscando la caballería enemiga.En el horizonte ob- servó los movimientosde grandes grupos a caballo que seestablecían en las alas de la formacióncartaginesa. Lo que no podía era discernirbien dónde se ubicaban los jinetes númidasy dónde los galos e iberos. Habían quedadocon Emilio Paulo que éste les envi- aríamensajeros con lo que ocurriera en suflanco para, de esa forma, estarcomunicados durante la batalla. Al cabo de

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unos minutos, un joven centurión se acercóa Publio y Le- lio con la información queanhelaban.- Vengo desde la posición del cónsulEmilio Paulo -empezó el oficial-; es lacaballe- ría gala e ibera la que tienenenfrente. Unos ocho mil jinetes.Lelio y Publio se miraron. Sabían lo queeso quería decir. El cónsul apenas contabacon dos mil cuatrocientos jinetes entretodas sus de caballería.turmae- ¿Se sabe algo del otro flanco? -preguntóPublio al centurión.- Sí, dicen que son los númidas los quetiene frente a sí el cónsul Varrón, peroéstos son bastantes menos, unos dos mil,aunque es difícil de precisar ya que semueven cons- tantemente.- Bien, centurión. Vuelve a tu posición.El oficial se retiró por entre los manípulosde la infantería de regreso hacia la ubicaci-

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ón del cónsul que lo había enviado conaquel mensaje.- Es imposible que el viejo aguante-comentó Lelio en referencia a EmilioPaulo.- Es cierto -coincidió Publio-; pierde enuna proporción de tres a uno y los galos eiberos son ya jinetes curtidos en muchasbatallas. Ese flanco lo perderemos sinduda, só- lo espero que el cónsul puedareplegarse a tiempo con las legiones.- Varrón debería aguantar -añadió Lelio-eso nivelaría las cosas.- Debería, tú lo dices, pero los númidas sonlos mejores guerreros a caballo que hevisto nunca en combate; no tengo claro queVarrón sepa bien cómo combatirlos y, siperdemos ese otro flanco, nos quedaremossin apoyo de la caballería. La batalla latend- remos que ganar aquí.Nuevamente miró hacia el frente: galos e

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iberos agitaban los brazos con sus espadasen alto y en los extremos de la infanteríaestaban los soldados africanos, los másexperi- mentados de Aníbal, los que habíanluchado con él primero en Hispania yluego en toda su travesía por la Galia, losAlpes e Italia. Iban equipados con escudos,espadas, corazas romanos, sustraídosy pilaa los cadáveres de las legiones arrasadas enTrebia y Trasi- meno. De hecho, era difícildiferenciar aquellas tropas de las propiaslegiones de Roma.Excepto… Se veía que disponían de másespacio para cada soldado y más espacioentre líneas. Publio se volvió hacia sustropas y observó que la orden de Varrón deinvertir la configuración normal de losmanípulos había hecho que los legionariosestuvieran muc- ho más agrupados de lonormal sin casi espacio para maniobrar.Como disponían de muchos más hombres,

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si se extendían en la formación clásica,varios miles de legionari- os habríanquedado en las márgenes de la formacióndel ejército sin estar confrontados con lastropas de Aníbal, que eran la mitad ennúmero. Varrón había ordenado que, enlugar de que cada manípulo tuvieradieciséis soldados al frente y diez filas deprofundi- dad, que, de forma excepcional,aquel día, cada manípulo se constituyeracon sólo diez soldados en cada fila con unaprofundidad de dieciséis filas. Eso dabamayor profundi- dad al inmenso ejércitoromano, y, en teoría, permitiría que todaslas tropas entrasen en combate; sinembargo, Publio observaba cómo, una vezintroducida esa modificación, el resultadofinal era un gigantesco apelotonamiento dehombres en una densa malla de soldadoscon apenas espacio para maniobrar.Sesenta y seis mil legionarios, no obstante,

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deseosos de entrar en combate imbuidos delas ansias de victoria transmitidas por Var-rón y sus oficiales. Sí, concluyó Publio,tenían una gran superioridad numérica,pero eso no fue suficiente para los persasen Gaugamela frente a Alejandro.El cónsul Terencio Varrón dio orden deque los se pusieran en movimiento yvélitesentrasen en combate con la infanteríaligera de Aníbal que también se encontrabaavan- zada. Así empezaron los primerosenfrentamientos de aquel largo día. Losguerreros más jóvenes de ambos bandosluchaban en pequeños grupos avanzando yretrocediendo alternativamente sin queninguno de los dos bandos consiguieravencer con claridad.Las posiciones de la infantería pesada semantenían fijas hasta que Aníbal decidióter- minar con aquellas escaramuzas y darcomienzo a la auténtica batalla.

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El general cartaginés, al contrario queTerencio Varrón, que estaba en uno de losflan- cos con la caballería, se situó en elcentro mismo de su ejército. Habíaconfiado a su ge- neral Himilcón lacaballería gala e ibera para que barriese alos jinetes romanos, mient- ras que a suhermano pequeño Magón lo retuvo consigoen el centro para tener a alguien demáxima confianza que le ayudase a dirigirlas complicadas maniobras que había di-señado para con sólo treinta mil infantesenfrentarse a unas legiones romanas que ledoblaban en número. A Maharbal le habíamandado la misión más complicada:detener con sólo los dos mil númidas elavance de la caballería romana aliada almando del cón- sul Varrón. Sabía queHimilcón no tardaría en abrirse camino yno dudaba de que, si bi- en Maharbalpudiera ser que no consiguiera una

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victoria, era seguro que por allí noavanzaría Varrón con comodidad.- ¡Que avancen las falanges de galos eiberos! -dijo Aníbal; los había situado en elcentro, entre otras muchas cosas porquedesconfiaba de su lealtad y nada mejor queha- cerles entrar en combate los primerospara asegurarse de que no huirían si lascosas se torcían.Publio observó cómo las primeras líneasdel centro de la formación cartaginesaavan- zaban hacia ellos, sin embargo, lainfantería africana de los extremospermanecía en sus posiciones. Aquello eraextraño.- ¿Qué hacen? -preguntó Publio; pensabaque por su juventud aquél podía ser un mo-vimiento que desconociera. Desde luego noestaba en ninguno de los volúmenes queha- bía estudiado sobre estrategia militar yno era la forma en la que Aníbal había

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combati- do en batallas anteriores.- Ni idea -dijo Lelio, encogiéndose dehombros-; supongo que preserva parte desus tropas como reserva. Sabe que ledoblamos en número.Pero la infantería gala e ibera avanzabaademás de una forma peculiar,adelantándose más en el centro y menos enlas alas, creando unas líneas de soldadoscurvas. Publio y Lelio, ubicados en latercera legión, estaban no en el centro, sinohacia la derecha de la formación romana,de forma que cuando aquel avancegalo-ibero adquirió la curva que trazabanen el campo de batalla, impedían la visiónde lo que pasaba al otro lado de la llanura.Publio no podía verlo, pero intuía queAníbal estaba dibujando una formaciónconvexa cuyo diámetro en su parte inferioralcanzaría casi dos kilómetros, dejando enla base sendos grupos de infantería pesada

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africana sin moverse.Varrón ordenó el avance del ejércitoromano. Publio y Lelio transmitieron lasórdenes que llegaban del mando supremodel ejército a sus subordinados. Laslegiones de Roma, en perfecta formaciónen línea recta, se adentraron en la llanura,pisando con sus dece- nas de miles desandalias, pisadas que se unieron a losmillares de los galos e iberos,contribuyendo todos con aquel movimientode millares de hombres a levantar grandesnubes de polvo que despegaban de la tierraseca de aquel territorio sin siembra enmedio de un caluroso verano. La brisa dela mañana se había transformado en unintenso vien- to que ascendía desde elsureste hacia el noroeste, arrastrandoconsigo todo el polvo que levantaban lasgrandes masas de soldados en movimiento,barriendo el valle justo en di- rección

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opuesta al avance romano. Publiocomprendió entonces por qué Aníbal habíadecidido luchar aquel día y en aquel lugar.El polvo cegaba a los romanos en suavance, dificultando su visión. Para vertenían que protegerse el rostro, perollevando una espa- da en una mano y unescudo en la otra aquello era complicado y¿de qué desprenderse? La espada eraimprescindible. Algunos optaron porabandonar el escudo, pero la lluvia dedardos y jabalinas que lanzaban los iberoshizo que la mayoría decidiese mantener ensus manos ambas herramientas ysemicerrar los ojos para disminuir lamolestia del pol- vo en movimiento velozpor el valle del Aufidus.Publio acertó a ver a varios iberos que seacercaban a toda velocidad hacia su posici-ón. Con el escudo frenó el potente golpe deuna espada y con su arma pinchó por

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debajo del escudo a su atacante. Susflancos quedaron cubiertos por uncenturión y varios legi- onarios de los

y los En el cuerpo apríncipes bastad.cuerpo la importancia del factor vi- entodisminuyó un poco, aunque seguía siendomolesto y un obstáculo añadido que Te-rencio podría haberles ahorrado planteandola lucha en perpendicular al río. Claro queaquello era mucho pedir al cónsul almando. Lelio, al que había perdido de vistapor unos momentos, reapareció, su corazacubierta de sangre, pero, a la luz de laagilidad en sus movimientos, debía de sersangre enemiga.- ¡Adelante! -gritó Lelio animando a losenardecidos legionarios a avanzar contralos mercenarios de Cartago. Publio y Leliocombatieron juntos y, apoyados por losmanípu- los de legionarios, prontoavanzaron al tiempo que galos e iberos

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perdían terreno dejan- do cadáveres decompatriotas en su retirada, cuerposacuchillados por las espadas roma- nas queeran pisoteados por las legiones en suincontenible avance. Hubo un pequeñoreceso al replegarse el enemigo conrapidez y reagruparse en nuevas líneasdejando unos veinte pasos entre un ejércitoy otro. Los romanos aprovecharon parareemplazar sus primeras líneas, agotadasya por el esfuerzo, por la retaguardia dandopaso a los Publio y Lelio dejarontri- ari.también que otros oficiales los relevaran enel mando de la infantería de primera líneay, así, aprovecharon para recuperar elresuello.- ¿Todo bien, Publio? -preguntó Lelio.Publio tenía un pequeño corte en un brazo,aunque de escasa importancia, y el brazodel escudo le dolía por los golpesrecibidos, pero, en general, estaba bien.

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- Bien, bien -respondió entrecortadamentepor lo rápido de su respiración. Sólo nece-sitaba un poco de aire. Desde laretaguardia observó cómo los triariproseguían con el avance que habíaniniciado ellos. Los galos e iberoscontinuaban replegándose. La anti- guaformación convexa de las tropascartaginesas había desaparecido en elcontinuo rep- liegue de su infantería hastael punto de invertirse y empezar a crearuna especie de bol- sa, un saco sostenidoen ambos extremos por las impertérritasfalanges de la infantería pesada africana,que seguía sin entrar en combate. Losiberos y los galos estaban siendo barridospor los romanos, pero en su persecuciónatraían a las legiones hacia aquel saco queparecían guardar las tropas africanas.- Esto no me gusta - dijo Publio, señalandoa las tropas africanas que seguían sin par-

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ticipar en la batalla.- A mí tampoco -confesó Lelio.

Ala izquierda cartaginesa- Himilcón -ordenó Aníbal-, que Himilcónataque ahora. ¡Quiero la caballería romanafuera de combate! ¡Ya! Un jinete llevó laorden al galope. Himilcón asintió cuandoel jinete le transmitió el deseo del generalen jefe. No lo dudó un segundo y lacaballería ibera y gala se lanzó hacia loscaballeros romanos.

61 La caída del cónsul

Apulia, agosto del 216 a.C.

Ala derecha romanaNos triplican en número, pensó EmilioPaulo, pero igualmente dio la orden de

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cargar contra el enemigo que acometía algalope contra ellos. El encuentro entreambas fuerzas fue contundente y muchosjinetes de ambos bandos cayeron en elprimer enfrentamien- to. Las bestiasrelinchaban nerviosas, intentando evitarpisotear los cuerpos de los ca- ídos, perono siempre podían evitarlo y algunostropezaban poniendo en peligro el equ-ilibrio de sus jinetes, que no disponían deestribos sobre los que apoyarse.Los iberos llevaban entre ellos honderosbaleáricos, que aprovecharon la luchacuerpo a cuerpo que se estableció paralanzar piedras contra las líneas de jinetesromanos más retrasadas. Emilio Paulo seesforzaba por mantener la formación de sushombres y evi- tar que fuera desbordadapor la superioridad numérica de lacaballería enemiga, cuando una piedra quecruzó el aire silbando impactó en su

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cabeza. El casco mitigó el golpe en granmedida, pero el viejo cónsul sintió unchasquido en su cráneo, como si algo sesol- tase por dentro y, por un instante,perdió la consciencia. El temple de sucaballo y la re- cuperación del sentidoevitaron que el cónsul cayera al suelo, perodesde aquel momen- to sintió una extrañadebilidad en todo el cuerpo, más allá de lanormal por sus años.- ¿Se encuentra bien, mi general? -lepreguntó uno de los de su escolta.lictoresEl cónsul asintió y respondió conminandoa que sus hombres impidieran el avance delenemigo, pero no se encontraba bien y alfin puso pie a tierra. Su guardia personalhizo lo mismo para defender a su generaly, poco a poco, perdida toda posibilidad dere- organizar las líneas, todos los jinetesdesmontaron. Himilcón mantuvo, noobstante, a parte de sus jinetes a caballo

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acosando a los romanos mientras otrosjinetes luchaban desde tierra contra elenemigo. En pocos minutos la caballeríaromana estaba diezmada y cediendoterreno en una huida sin ningún orden. Los

rogaron al cónsul que volviese alictoresmontar para poder retirarse de allí yhacerse fuerte en el centro de las legi- onesromanas, a salvo de la caballería enemiga.Muy a su pesar, Emilio Paulo reconocióque allí no quedaba nada por hacer, que laposición estaba perdida y que lo mejor erare- fugiarse entre la infantería para, desdeallí, ayudar en la batalla.- Espero que Varrón haya tenido mejorsuerte con los númidas. Vamonos de aquí-co- mentó Emilio Paulo, una mano en lasriendas y otra en el casco. La cabezaparecía que le fuera a estallar o que lehubiera estallado por dentro. Galopando, ély su guardia per- sonal se retiraron hacia

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las posiciones en las que se encontrabanLelio y Publio luchan- do contra lainfantería ibera y gala.Ala izquierda cartaginesaHimilcón vio cómo su cometido estabasiendo conseguido a la perfección. Lacaballe- ría romana había sido barrida, tal ycomo Aníbal había anticipado. Ahoraquedaba segu- ir con la parte del plan quele correspondía. Reagrupó a todos susjinetes y les ordenó que le siguieran.Himilcón se lanzó entonces hacia el norte,bordeando las legiones romanas sin entraren combate con ellas, alejándose hacia elhorizonte seguido por sus miles de jinetes,sor- prendidos de aquella maniobra, perodisciplinados siguiendo a su general. Esosí, la nu- be de polvo de sus caballos fue unenvenenado regalo para los confusoslegionarios que veían con los ojossemicerrados cómo la caballería enemiga

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victoriosa, en lugar de lan- zarse sobreellos, se alejaba hacia el norte.Ala izquierda romanaTerencio Varrón estaba satisfecho consigomismo. Las cosas no podían marchar mej-or. Las legiones avanzaban mejor inclusode lo que él mismo había previsto. Elcentro de la infantería cartaginesa cedíaante la contundencia del avance romanopenetrando como una cuña, de forma quepronto conseguirían partir la formación deAníbal en dos.A partir de ahí la superioridad numérica desus fuerzas acabaña con los enemigos deRoma en unas pocas horas. Pensar quetantos generales habían sucumbido anteaquel cartaginés. No lo entendía. Un jinetele comunicó que Emilio Paulo teníaproblemas con la caballería cartaginesa enel otro flanco. El pobre viejo. Seguramenteterminaría cedi- endo. Aquello sería un

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inconveniente pero, con un poco de suerte,el viejo caería en el combate y así, aunqueeso supusiera un pequeño contratiempo altener luego que luchar contra ambascaballerías enemigas, podría despuésdisfrutar por sí solo de la gloria de aquellavictoria. Ya imaginaba su gran triunfo enRoma.Frente a ellos estaba la caballería africana.Númidas decían que eran. Varrón ordenóque avanzara la caballería. Los doblabanen número. Terminarían primero con estosaf- ricanos y luego iría a resolver eldesastre que hubiera organizado el viejo enel otro flan- co. Avanzaron al encuentro delos númidas. Sin embargo, éstos rehuían elcombate fron- tal. Se replegaban y, cuandolos romanos se detenían, retornaban paraatacar por los flancos. Cuando la caballeríaromana nuevamente se ubicaba pararepeler el ataque de los númidas, éstos

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volvían a replegarse. Así llevaban unahora. Ya se cansarían. Mient- ras, laslegiones avanzaban. Era cuestión detiempo.Centro del ejército romanoEmilio Paulo llegó junto a Publio y Lelio.En pocas palabras les explicó el desastre desu enfrentamiento con la caballeríacartaginesa. Publio le comentó sus dudascon relaci- ón al continuado avance de laslegiones. El cónsul miró con rostro serio asu alrededor.El muchacho tenía razón. Aquellamaniobra era peculiar. Y la infanteríapesada de Aní- bal aún no había entrado encombate.- ¡Hay que detener este avance! -EmilioPaulo gritó para poder hacerse oír sobre elestruendo de la encarnizada lucha-. ¡Siseguimos adelantando nuestras tropaspuede que nos ataquen por los flancos y la

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caballería, al menos por este lado, no podráayudarnos! Publio y Lelio asintieron eintentaron contener el avance de laslegiones, pero las ór- denes que tenían lostribunos, muchos de ellos de la confianzade Varrón, eran las cont- rarias: avanzar sinparar un instante. Además, los legionariosestaban contentos de en- contrar tan pocaresistencia. Sentían que estaban, por fin,acabando con Aníbal. De esta forma, lasórdenes de Emilio Paulo no surtieronningún efecto y el viejo cónsul vio có- molas legiones proseguían con su avanceentrando en aquel enorme espacio que elge- neral cartaginés había dejado en elcentro de su formación. En ese momentofue cuando Emilio Paulo tomó la decisiónmás importante de su vida: podíamarcharse con su guar- dia hacia una zonasegura bien alejado de la vanguardia oadelantarse con las legiones e intentar

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poner orden en aquel desatino. Meditódurante varios minutos. Suspiró al fin largoy despacio y cuando sus pulmonesquedaron vacíos se dirigió a Publio yLelio.- Vosotros quedaos aquí, en la retaguardia;yo avanzaré con la vanguardia al frente delas legiones, ya que ésas son las genialesórdenes de nuestro querido colega en elman- do, al que espero que algún día todoslos dioses confundan para siempre jamás.Publio fue a decir algo, pero el cónsul nodejó tiempo para aclaraciones o preguntas.Rodeado por los fuertementelictoresarmados de su guardia personal se adentróen la formación romana, avanzando entrelos manípulos hasta alcanzar la vanguardia.Allí los se turnaban con los trian hastati ylos en el combate. Los príncipes vélitessupervivi- entes estaban diseminados entrelos diferentes manípulos. Era difícil

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moverse y las ma- niobras de reemplazarunas hileras de combatientes por otras derefresco eran complica- das. Además, tanagrupados eran un excelente objetivo parauna lluvia de flechas o jaba- linas. EmilioPaulo miró al cielo con temor. El molestopolvo arrastrado por aquel in- cansableviento le hizo intuir que lo peor estaba porllegar.Centro del ejército cartaginésAníbal observaba todo desde el altozano enque se había ubicado para asegurarse así elcontrol de todas las maniobras de sustropas. La infantería gala e ibera estabasiendo diezmada, pero aquello no lepreocupaba en demasía. La mayoría eranhombres de du- dosa lealtad. Sin embargo,disponía de sus tropas de infantería pesada,compuestas de africanos veteranos ysiempre fieles a su causa, intactas ydispuestas para entrar en acci- ón.

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Himilcón, por su parte, ya había borrado ala caballería romana y había partido haciasu destino rodeando las posiciones de laslegiones. Era el momento.- ¡Que avance la infantería pesada.Despacio, pero con firmeza! dijo elgeneral.- ¿No esperamos a que Himilcón terminesu misión? -preguntó Magón.- No. No te preocupes. Cumplirá bien sucometido. Que avance ahora la infanteríape- sada. No quiero esperar más. El díaavanza, el viento pronto dejará deincomodar a los romanos y no quiero quellegue la noche antes de tener decidida labatalla. Hay que em- pezar ya.Magón asintió varias veces y se alejó paracomunicar a los oficiales africanos, quehacía horas que esperaban ansiosos, laorden de entrar en combate ya que, enefecto, el general reclamaba que había

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llegado la hora en la que debían ponerse enmovimiento.Al sur del río, campamento romano yfortaleza de CannaeAl sur del río, lejos de la batalla principal,la legión dejada por Varrón se esforzaba enseguir las instrucciones que éste habíadejado a su marcha hacia el norte: tomar laforta- leza de Cannae, para evitar queAníbal tuviera un lugar donde refugiarseuna vez infligi- da sobre él la derrota que elcónsul tenía prevista. Los romanos, noobstante, se encont- raron con unaguarnición de veteranos africanos quedefendían el fortín de Cannae co- mo si deCartago se tratase. Los legionarios eranrechazados una y otra vez, con jabali- nas,flechas y, en las pocas ocasiones quealgunos llegaban a las derruidas murallas,con la espada en una tumultuosa luchacuerpo a cuerpo.

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Los romanos se reagruparon en el vallefrente a Cannae. Estaban sorprendidos ydesa- nimados. No sabían bien qué hacer.Centro de la batallaLa infantería pesada africana compuesta dedieciséis falanges de mil veinticuatrohombres cada una repartida en dos bloquesiguales en cada uno de los extremos de laformación cartaginesa empezó a avanzar,pero con mayor velocidad en los extremosmás alejados de la batalla y mucho másdespacio en los lados más próximos alcentro del combate, allí donde seencontraban las legiones romanas. De estaforma en unos mi- nutos, como si de dospuertas se tratara, se fueron plegando sobrelos flancos de las legi- ones enemigas.Publio y Lelio, desde la retaguardia,observaban impotentes el desplazamientode la infantería cartaginesa que se cerrabasobre sus filas.

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- ¿Y la caballería de Varrón? -preguntóPublio-. Por todos los dioses, ¿dónde estála caballería, Lelio? Sin su apoyo,terminarán por rodearnos.Lelio no supo qué responder. Miró haciaatrás, buscando los jinetes de Varrón, perolo único que alcanzaron a detectar sus ojosfue la inmensa polvareda que levantaba lacaballería de Himilcón al rodear laretaguardia romana.- Ésos van a por Varrón -dijo Lelio-; creoque no debemos esperar mucho apoyo denuestra caballería.Ala izquierda romanaTerencio Varrón comenzaba a desesperarsecon la táctica de los númidas. Lo mejorsería olvidarse de ellos. Desde la distanciaobservaba cómo la infantería pesadacartagi- nesa empezaba un extraño avancelanzándose sobre los flancos de laslegiones. Quizá sería más oportuno dejar a

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una parte de la caballería con los númidasy coger varias para proteger lostur- maeflancos del ataque de las falangesafricanas. Varrón meditaba sob- re todoesto cuando, desde la retaguardia, infinidadde jinetes enemigos se aproximaban algalope. Entretenido por las maniobrasnúmidas y el avance de las legiones, nohabía observado el largo recorrido de lacaballería de Himilcón.- ¡Estamos rodeados! -comentó undecurión al cónsul en espera de una ordenpara so- lucionar el problema, peroTerencio Varrón no tuvo tiempo de decidirya nada pues, ap- rovechando la llegada deHimilcón con más de seis mil jinetes iberosy galos, Maharbal lanzó al galope a todoslos númidas, esta vez dispuestos a entrar enlucha sin cuartel.Los romanos pasaron de las pequeñasescaramuzas de hacía unos minutos a un

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combate total rodeados de enemigos quelos embestían, se replegaban y dejaban quenuevos jine- tes de refresco losreemplazasen. Varrón vio cómo susuperioridad numérica contra los númidashabía quedado invertida, pues con lallegada de la caballería de Himilcón eranahora los cartagineses los que los doblabanen número, pudiendo turnarse en losataques que mantenían de forma continuapara no dar posibilidad a que los romanosse recupera- sen.Varrón vio cómo sus caballeros caían unoa uno y cómo, al perder fuerzas sus homb-res, éstos derribaban cada vez menosenemigos. Y las ^giones estaban siendorodeadas por las tropas africanas. El cónsulno Podía entender lo que estabaocurriendo. Si eran el mayor ejército deRoma, dobles en número que las tropas deAníbal, ¿qué pasaba?, ¿qué estaba pasan-

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do? - Hay que marcharse, mi general-comentó uno de los Aquí nolictores-.podremos protegerle mucho más tiempo.Lo mejor es escapar ahora antes de que seademasiado tarde.Varrón miraba confuso a su alrededor.Veía a sus jinetes atravesados por lanzasnú- midas, por dardos iberos y galos;llovían piedras del cielo lanzadas por loshonderos ba- leáricos y en la distancia veíasus legiones rodeadas por las fuerzascartaginesas. ¿Cómo podía haber ocurridoaquello? Los jinetes caían heridos omuertos por todas partes. Es- taban siendoatacados por todos los flancos a un tiempoy el desorden absoluto se apo- deró de lacaballería aliada romana. Algunosempezaron a huir en pequeños grupos queeran atrapados por los númidas ymasacrados antes de que pudieran alejarsede la batal- la. Los y un par delictores

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decuriones se dirigieron al cónsul para quese organizase un rápido repliegue. TerencioVarrón no acertó a recuperar el orden en sucaballería y al fi- nal optó por escapar conun nutrido grupo de jinetes compuesto desus más leales ofici- ales, los de sulictoresguardia personal y aquellos que pudieronunirse a ellos entre la confusión y eldesconcierto reinante. Varios grupos denúmidas se acercaron para aco- sarlos yalgunos jinetes romanos cayeronacribillados por flechas o con sus brazos ypi- ernas heridos por tajos profundos deespadas enemigas. Sin embargo, la mayorparte de aquel grupo, al ser mayor ennúmero que los anteriores que habíanintentado escapar, consiguió zafarse de losjinetes bajo el mando de Himilcón yMaharbal y, azuzados por el miedo y elansia de supervivencia, desaparecer entrela densa nube de polvo que el vi- ento

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Volturno seguía agitando con fuerza. Elgrupo de jinetes romanos derrotados y enfranca huida no relajó su humillante galopehasta alcanzar la cercana fortaleza deVenu- sia. Allí, Terencio Varrón desmontóy ordenó reforzar la vigilancia de lasmurallas y fortificaciones de aquella plaza,mientras su orgullo herido de muerte lereconcomía las entrañas. Se encerró en unade las torres de Venusia y, a solas con surabia, soltó lágri- mas de desazón yangustia no por los muertos y el fracaso deRoma, sino por el final de su gloria, de sucarrera política y de su fugaz poder. Todose lo había llevado el viento de aquel díanefasto, como un sueño es borrado denuestra mente cuando abrimos los oj- os ydescubrimos que estábamos dormidos.Centro de la batallaPublio vio cómo se aproximaban loscartagineses con su infantería pesada

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africana fuertemente armada con losmismos cascos, espadas y escudos que losromanos llevaran en Trebia y Trasimeno.Los dioses, sin duda, se solazaban en jugarcon el destino de los hombres: las mismasespadas que se forjaron en Roma paradetener al invasor eran las que los hombresde Aníbal utilizaban para masacrar a lospropios romanos.- ¡Hay que defender los flancos, Lelio!Con rapidez ambos tribunos se afanaron enformar con varios manípulos una impro-visada defensa del flanco derecho en el quese encontraban, confiando en que el buensentido de algún otro oficial se encargasedel flanco izquierdo. Un legionario, heridoen el brazo pero con aspecto de fortaleza yespíritu de combate en sus venas, se acercóa Publio mientras éste daba órdenes.- El cónsul, tribuno, el cónsul Emilio Pauloha caído herido. El desorden es completo

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en la vanguardia y los cartagineses sereorganizan.Los ojos del legionario volvieron sumirada del joven tribuno Publio CornelioEscipi- ón, al que se dirigía, hacia lasfalanges de cartagineses que seabalanzaban por los flan- cos. En su rostrode soldado curtido en mil batallas seadivinaba la certeza del mal pre- sagio deaquel movimiento envolvente de las tropasenemigas.- ¡Lelio! -gritó Publio desde su posición-,¡ocúpate de mantener la formación en esteflanco! ¡Han herido a Emilio Paulo! Y sinesperar respuesta de su colega y amigo, sedesvaneció entre una densa masa desoldados que pugnaban por abrirse caminohacia el frente de combate, embarulladospor la falta de espacio para maniobrar en laabigarrada bolsa de legionarios en la que seha- bían convertido las legiones de Roma.

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Avanzando hacia la vanguardia, Publiovolvió a encontrarse con el polvo en surostro empujado por el viento con unatenacidad terca y cruel que volvía a cegarleen su camino en busca del cónsul caído. Alcabo de unos mi- nutos, abriéndose paso aempellones y gritos, el joven tribunoalcanzó la posición del general herido,apoyado junto a una roca de grandesdimensiones rodeado por los delicu- oressu guardia, con varios jinetes pie a tierra yuna docena de caballos de la antigua fuerzaecuestre del ejército romano desperdigadosen Un extraño claro que la guardia delcónsul preservaba para alivio de su generalherido.Los que reconocieron al jovenlictores,tribuno amigo de su general, se hicieron aun lado para permitirle acceder junto alcónsul. Emilio Paulo estaba sentado conuna flecha cartaginesa en el muslo. Se

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había quitado el casco y un reguero desangre brotaba de su sien derecha y sedeslizaba con fluidez mortal por la mejillay el cuello. Tenía un aspec- to terrible, losojos semicerrados para eludir el polvo ensuspenso que rodeaba toda la batalla y quese mezclaba con la sangre vertida por sumalherido cuerpo.- ¡Debéis marchar de aquí, mi general!-exclamó Publio nada más aproximarse alcónsul. Emilio Paulo sacudió la cabeza.- Es ya demasiado tarde para mí,muchacho. No saldré de aquí ya. Así lohan querido los dioses, así será.- Eso es absurdo -dijo Publio y se levantópara requerir la ayuda de los -; ¡rá-lictorespido, ayudad al cónsul a montar ypreparaos para escoltarle fuera de estazona! -Pero el cónsul alzó despacio sumano y el avance iniciado por los lictoresse detuvo de inmedi- ato. Debían

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obediencia total al cónsul, incluso herido,más aún en ese estado.- Escucha, Publio, no te he hecho llamarpara que me salves como hiciste con tupad- re en Tesino. La vida se me escapa.No es la pierna sino esta herida en lacabeza. Un bárbaro me acertó bien desde elprincipio. Ha estado manando desde elcomienzo de la batalla. No me quedanfuerzas ni arrojo. Permaneceré aquí y harétodo lo que esté en mi mano por mantenerel orden. ¡No, no repliques ni contestes!¡Eres tribuno de la tercera legión y estásbajo mi mando! -Aquí, además de elevar eltono de su voz de forma sorp- rendente, elcónsul, apoyándose en su espada se alzó yde pie continuó con sus palabras- . ¡Soycónsul de Roma y me debes obediencia yfidelidad, así que ahora, tribuno de latercera legión, escucha mis palabras ycalla! El joven Publio selló su boca

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asombrado por el esfuerzo sobrehumanodel cónsul para imponer su autoridad másallá de lo que convenía a su propiasupervivencia. Una vez asegurado elcónsul del silencio y la atención del joventribuno, volvió a sentarse, casidesplomando su cuerpo maltrecho sobre elsuelo. Varios se acercaron, perolictoresnu- evamente la mano del cónsul se alzó ytodos mantuvieron sus posiciones.Alrededor se escuchaban los gritos de losoficiales ordenando luchar y mantener lasfilas, y por enci- ma de aquellas voces, unfragor inclemente de aullidos, golpes deespadas, silbidos de dardos y lanzasrasgando el aire, todo ello traído por unviento henchido de polvo y olor a sangre.- Escucha bien, Publio. Has de marchar deaquí con aquellos oficiales de tu mayorconfianza, abrirte camino por laretaguardia antes de que, además de la

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infantería, los cartagineses usen sucaballería para hostigarnos. Varrón hahuido. Ya sé, ya sé, no digas nada. Losdioses lo maldecirán por su cobardía, peroahora escúchame. Es importante.Forma un fuerte grupo de manípulos contus más fieles y sal de aquí. Primero haciael norte, a favor de este maldito viento.Igual que Aníbal lo aprovecha contranosotros, tú puedes usarlo para luchar endirección norte contra su infantería que nosacecha por det- rás. Ayudado del viento yantes de que llegue su caballería, sal yluego gira hacia el sur, cruza el río lejos dela batalla y ve al campamento general quetenemos al sur. Varrón dejó allí doslegiones de hombres con la misión deatacar el campamento cartaginés. Se- guroque Aníbal les habrá preparado algo, peroes difícil que les vaya peor que a nosot-ros. Con los hombres que saques de aquí y

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los del campamento debes replegarte a Ca-nusio y hacerte fuerte allí hasta evaluar elresultado de esta batalla. A partir de ahísigue tu criterio y, escúchame bien,muchacho: hazte valer, hazte valer por lafuerza si es ne- cesario. No tenemos muchotiempo. ¿Has entendido bien todo lo que tehe dicho? Publio asintió, aunque sin muchoconvencimiento.- Bien, bien, muchacho -continuó el viejocónsul malherido; el aire entrecortado salíaa trompicones de su boca mezclado enocasiones con pequeños grumos de sangreque el general escupía a un lado sobre suya ensangrentada coraza-; siento ponersobre tus hombros una carga tan pesada,pero intuyo en ti una fuerza que me animaa confiar en el más joven de mis tribunos;ahora sólo una palabras para mis hijos,sobre todo para Emi- lia; sé que LucioEmilio estará a la altura de las

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circunstancias; salúdale de mi parte y dileque su padre luchó noblemente hasta elfinal; a mi hija… a mi hija es difícil quéde- cirle… qué decirle… escucha, dileque… El cónsul contuvo la respiración,cerró los ojos. Publio pensó que habíaperdido el sentido y por un momento pensóen aprovechar esa pérdida de conscienciadel cónsul para retomar su plan de sacarlode allí, pero el anciano abrió los ojos denuevo y le dijo las palabras que quería quetransmitiera a su hija. Luego en voz altaordenó a los que sacaran de allí alicto- resese tribuno para que cumpliera con susórdenes. La fidelidad ci- ega de los lictoreshacía imposible sacar al cónsul sincombatir contra todos ellos. Era un intentoinútil iniciar una confrontación entreromanos rodeados de todas las fuerzas deAníbal.Publio partió de aquel círculo de dolor y

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sufrimiento establecido en torno a lasilueta yaciente del cónsul caído y seencaminó hacia las posiciones de laretaguardia, donde debía de seguirluchando Lelio. En un último instante,Publio se giró y vio al cónsul montando asu caballo, ayudado por los y,lictoresazuzando con los talones a su montu- ra,dirigirse hacia el mismo centro de la máscruenta batalla que nunca jamás hubieraluchado Roma. Ésa fue la última vez quePublio vio la vieja silueta del cónsul deRoma, Emilio Paulo, el padre de suprometida, espada en ristre, enardeciendocon su poderosa y profunda voz a loslegionarios que luchaban contra las fuerzasde Aníbal.

62 La retirada

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Apulia, agosto del 216 a.C.

Retaguardia romanaPublio regresó a las posiciones de laretaguardia. La infantería africana estabatermi- nando de cerrar el cerco de laslegiones. Lelio se esforzaba porreorganizar la confusa formación de losmanípulos sin disponer de espaciosuficiente para que éstos pudieranmaniobrar. Caían dardos y jabalinas.Decenas de hombres heridos yacían en elsuelo.Sus gemidos de dolor quedaban apagadospor el fragor de la lucha, las espadaschocan- do en la primera línea de combatey los gritos de los oficiales.- ¡Lelio, Lelio! -dijo Publio-. ¡Nosmarchamos de aquí! ¡Reagrupa a losmanípulos de las legiones de este flanco,los hombres de la primera, la segunda y la

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tercera legión y abramos una brecha en laslíneas! Lelio miraba desconcertado.- Es una orden del cónsul -aclaró Publio.Cayo Lelio asintió y se puso manos a laob- ra. Entre ambos consiguieron quevarios manípU" los se reagrupasen paraatacar la fa- lange de la infantería pesadaque estaba cargando contra ellos. Fue unalucha inclemen- te, donde más de uncentenar de legionarios cayó abatido, peroal concentrarse en un punto concreto de lalínea enemiga, aunque desasistiesen otrossectores, consiguieron empezar a abrir unabrecha entre las filas cartaginesas. Elviento, al luchar hacia el nor- te, lesfavorecía, tal y como predijo el cónsul, ylos cartagineses, confusos por el renova-do empuje del enemigo y por el polvo ensu rostro, cedieron en su vigor. Seconsiguió abrir un pequeño pasillo entrelas falanges africanas que los cercaban y,

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de esa forma, el joven Publio y Cayo Leliolograron reunir varios manípulos de lasegunda legión; a el- los se les unieron lostribunos Quinto Fabio Máximo, hijo del exdictador, que servía en la primera legión,con un nutrido grupo de legionarios bajo sumando; y también Apio Claudio, de latercera, que consiguió reunir variosmanípulos de su legión; de esta for- ma,bajo el mando de estos tribunos y suscenturiones, unos cuatro mil soldadosconsi- guieron zafarse del cerco y escaparde la masacre más absoluta de la largahistoria de Roma.Corrieron hacia el norte primero y luegoveloces hacia el oeste, hasta alcanzar elcam- pamento menor romano al norte delrío, pero dudando de la seguridad de aquelenclave poco fortificado, decidieron seguirhacia el sur. Entretanto, la caballería deHimilcón ha- bía taponado ya la brecha

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que la carga de los tribunos había abiertoen las filas de la in- fantería pesadacartaginesa. El general cartaginés, noobstante, desestimó por el momen- to darcaza a las tropas romanas que buscabanrefugio en el campamento principal ro-mano, cruzando el río en dirección sur.En unos minutos de marcha forzada loslegionarios supervivientes de la primera,se- gunda y tercera legión alcanzaron elcampamento general romano establecidoen el val- le, al sur del Aufidus, entreCannae y Canusio. Allí Publio, Lelio y elresto de los tribu- nos esperabanencontrarse con las dos legiones queTerencio Varrón reservó para atacar elcampamento cartaginés una vez éstequedase desalojado y semivacío durante lagran batalla campal al norte del río; sinembargo, sólo unos cinco mil habíansobrevivido a los sangrientos

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enfrentamientos en torno al fortín deCannae. De cualquier forma, los tribunosdeliberaron y acordaron que se debíaproseguir con el reagrupamiento de todaslas fuerzas posibles, de modo que seenviaron mensajeros al campamento alnorte del río, por si allí quedaban tropas,para que éstas se reunieran con las fuerzasconcentradas en el campamento principalal sur del río.Al cabo de unas horas, un nuevo tribunollegó desde el norte del río, acompañadosó- lo por seiscientos legionarios. A Publiono le cuadraban las cifras.- ¿Cuál es tu nombre, tribuno? -preguntó eljoven Escipión al recién llegado.- Publio Sempronio Tuditano.- ¿Cómo es que no viene el resto de loshombres? El recién incorporado tribunomiró al suelo; su rostro delataba vergüenzay desprecio.

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- Han preferido quedarse. Tenían miedo asalir. Cuando recibimos a vuestros mensaj-eros, se entabló un debate muy tenso. Unospocos estábamos a favor de salir y cruzarel río para reunimos con el grueso de lastropas que habían pasado al sur delAufidus, pero la mayoría ha preferidoquedarse. Creen que el campamento delnorte los protege de los cartagineses y senegaron a salir. Hasta tuve que encararmecon los que querían quedar- se, porque senegaban a abrir las puertas para que salieracon mis hombres.Publio, Lelio y el resto de los tribunosmiraban atónitos a Sempronio Tuditano. Aeso había llegado el mayor ejército deRoma, a enfrentarse entre sí, unosmanípulos contra otros, unos oficialesfrente a otros, en medio de una desastrosabatalla campal.- Has hecho bien en venir aquí, Sempronio

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Tuditano -respondió Publio quebrando eláspero silencio de humillación que se habíaapoderado de todos-. Aquí estás entre ami-gos. Tú y tus hombres sois más quebienvenidos.

Retaguardia cartaginesa- ¡Es una victoria absoluta! -anuncióMaharbal regresando de sus posicionesavanza- das con la caballería.Aníbal, en lo alto de una colina, rodeadode sus mejores generales, Magón,Himilcón y el propio Maharbal, observabala retirada del enemigo.- Han caído los cónsules del año anterior-continuó Magón eufórico, mirando a suhermano mayor con admiración mientrasseguía con la letanía de bajas entre losgenera- les romanos-, y creo que uno de loscónsules de este año. De sus generales sólose ha salvado Varrón - Es una victoria

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completa, como dice Maharbal.Todos estaban exultantes. Cansados, conpequeñas heridas en brazos, piernas, mus-los, pero nada grave. Había sangre en suscorazas y cascos, pero en su mayor parteera sangre romana. Aníbal estabasatisfecho, pero se mantenía serio, centradoen los últimos movimientos de losromanos.- Sí, sabemos que Varrón se ha dirigido aVenusia con unos dos mil hombres. Su ej-ército está diezmado. -Y con esas palabrasHimilcón se sumaba a las valoracionesvicto- riosas del resto.Aníbal asintió despacio pero, sinresponder, señaló al horizonte. Todos sevolvieron y observaron cómo unimportante grupo de legionarios, apoyadospor un pequeño desta- camento decaballería, se abría paso entre las tropascartaginesas para conseguir retirar- se con

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cierto orden. Los cartagineses cedieron unpoco de terreno, agotados como esta- bantambién por el largo combate, porqueincluso matar cansa.- ¡Que se vayan y que cuenten en Roma loque aquí ha pasado! -concluyó Maharbal.- Sí, eso está bien -confirmó Aníbal-, quenuestras tropas los dejen retirarse ya; va-mos a perder más hombres en esa lucha depersecución y la victoria ya es nuestra. Esabsurdo perder soldados sin necesidad yademás no podemos permitírnoslo.Aníbal permaneció quieto, mirando hacialontananza, una mano cubriéndose el rostropara evitar la luz del sol de poniente. Algohabía captado su atención: la columna dero- manos, casi cuatro mil, que habíaconseguido reagruparse bajo el mando dealgunos tri- bunos, era un triste espectáculopara el que se suponía que debía haber sidoel gran ejér- cito de Roma: centenares de

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hombres cabizbajos, heridos, exhaustos,sucios, caminando encogidos, asustados,encorvados sobre su dolor y su derrota.

Ejército romano superviviente al sur delríoLos tribunos estaban reunidos, haciendobalance, calculando sus fuerzas.- Hemos cruzado el río con unos cuatro milhombres, creo yo -dijo Quinto Fabio, mi-rando a los legionarios supervivientes delas legiones primera, segunda y tercera,senta- dos o tumbados, repartidos de formadesordenada por un amplio sector delcampamento romano. Estaban agotados,hundidos.- Sí -continuó Lelio-, y aquí había unoscinco mil más.- Más seiscientos de Tuditano, eso haceunos diez mil hombres. Dos legiones-conc- luyó Publio-, esto es lo que se ha

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salvado al sur del río, dos legiones deocho. Falta por saber con cuántos hombresse ha replegado el cónsul Varrón. Esto esun desastre.Al ver el rostro de desesperación de losque le rodeaban, el joven tribuno lamentóha- ber pronunciado aquellas últimaspalabras.

63 La deserción de los tribunos

Apulia, verano del 216 a.C.

Publio Cornelio, tribuno de las legiones deRoma, intentaba que los hombres mantu-vieran la formación. El resto de lostribunos apenas daba muestras de ánimosuficiente como para transmitir órdenescon una mínima dosis de convicción.- ¿Adonde vamos? -preguntó Lelio, con la

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voz rasgada por una desesperanza que con-movió al propio Publio.- A Canusio. Es la población más cercanabien fortificada en la que podemos encont-rar refugio mientras vemos con qué fuerzascontamos más allá de las que hemosreagru- pado aquí y entonces veremos quése puede hacer.- A Canusio, entonces -confirmó Lelio, aúncon desazón, pero Publio detectó un tonomás vivo en la respuesta. Lo vio alejarsecomentando a todos los oficiales aquellaorden.Ningún tribuno cuestionó la idea ni seplanteó oponerse a que el más joven deentre to- dos ellos, con tan sólo diecinueveaños, decidiera por todo el ejércitosuperviviente. No había cónsules ya paramandar, no había apenas otros tribunos ylos centuriones respeta- ban el coraje en elmando que el Escipión manifestaba: el

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nombre de aquella familia era respetado enel ejército y más en momentos de crisis.Quizá si el hijo de Fabio Máximo hubierahecho algo por rebatir aquellas órdenes, lascosas hubieran sido diferentes, pero o nosabía o no quería decir nada. Poco a poco,en la más triste marcha militar que Pub- liojamás dirigiría en su vida, aquellos diezmil soldados, despojos del mayor ejércitoque nunca jamás hubiera alistado Roma, searrastraron hasta alcanzar la pequeñaciuda- dela de Canusio. Allí acamparon,derrotados, sin alma ni ánimo, dejándosecaer por ent- re las callejuelas de la ciudad,sentados, apoyados contra las paredes desus casas unos, otros intentando levantarjunto a la fortaleza algo que de algunaforma pareciese un campamento romano,con los pequeños pertrechos que habíanpodido salvar de la catás- trofe. Apenashabía víveres y poca agua. Los heridos más

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afortunados eran vendados con trozos detela arrancados de las propias ropas deotros soldados. Otros se desangra- banentre horribles alaridos de dolor sin que lospocos médicos supervivientes tuvierantiempo de acercarse a ayudarlos. Canusioera el cementerio de las legiones de Roma.En medio de aquel panorama dedesesperanza el miedo comenzó a abrirsecamino más allá de los padecimientosfísicos de los hombres. ¿Cuánto tardaríanlos cartagineses en perseguirlos y darlescaza? Las fuerzas de Aníbal apenas habíansufrido bajas com- parables a las de losromanos y disponía bajo su mando de unastropas eufóricas dispu- estas a seguir a sulíder a cualquier lugar. El miedo prendecomo una chispa entre la leña seca y, así, eltemor empezó a propagarse, primero entrelos legionarios, luego entre los oficiales demenor rango, hasta llegar a los centuriones

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y los propios tribunos supervivi- entes.Éstos, al fin, decidieron convocar unareunión para debatir sobre los pasos asegu- ir en aquellas terribles circunstancias.Junto a las murallas de Canusio, que a lamayoría de los soldados empezaban aantojárseles como una pobre defensa paralas huestes car- taginesas embravecidas porla sangre enemiga vertida en Cannae, sereunieron Quinto Fabio, hijo de FabioMáximo, Lucio Publicio Bíbulo, ApioClaudio Pulcro, Lucio Ceci- lio Mételo ySempronio Tuditano entre otros, junto conel joven Publio; también fueron llamadosvarios de los centuriones de mayor rango yalgunos de los oficiales de caballe- ría másexpertos, entre los que se incorporó Lelio.En total veinticinco hombres reuni- dospara dilucidar el destino de las escasasfuerzas que Roma había conseguido salvardel desastre y la muerte. Mételo fue el que

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empezó el debate.- Estamos derrotados. No hay nada quehacer, sino ver la forma de salvarse. Hayque dirigirse a la costa por el camino máscorto y buscar las naves de nuestra flotapara bus- car refugio en algún reino amigo.Refugiarse allí y esperar.Aquello era alta traición, pero de algunaforma, tras ver diezmadas seis de las ocholegiones junto con innumerables tropasaliadas, las palabras de Mételo no fueronrecibi- das con especial desagrado pormuchos de los presentes. Esto animó altribuno a conti- nuar con su discurso.- Es horrible lo que estoy diciendo, lo sé,pero tenemos que entender todos queRoma, la Roma que todos hemos conocido,amado y respetado, ha llegado a su fin.Roma ya no existe como tal. No tieneejército que la defienda. Las legiones hansido destrozadas por el poder cartaginés y

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Aníbal no tardará mucho tiempo en alzarsecontra la ciudad. Han caído Atilio yServilio y Emilio Paulo y Terencio hahuido. Nuestra única posibilidad es escaparhacia la costa.Las palabras de Mételo parecían tener todoel sentido del mundo, pero era duro de es-cuchar, de aceptar. El miedo, no obstante,se había apoderado de todos y los informesque habían llegado de algunosexploradores que Publio y Lelio habíanorganizado para averiguar más sobre elauténtico estado de la situación sólo traíannoticias que ahonda- ban en la magnituddel desastre: los cónsules del año anteriorhabían muerto, y lo mis- mo había ocurridocon el cónsul Emilio Paulo, como decíaMételo; y del otro cónsul, Varrón, no sesabía nada de momento; pudiera ser queestuviera vivo, pero aún no se co- nocíadónde podía estar y no llegaban emisarios

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con órdenes suyas, de forma que eran ellos,los tribunos y oficiales allí reunidos, losque tenían que decidir.Publio había escuchado la intervención deMételo con la boca entreabierta primero yluego apretando los labios con fuerza.Cuando se hizo el silencio y Mételo, conun ful- gor brillante en los ojos se volvíahacia sus colegas, mirándolos a todos, enespera de asentimiento, Publio CornelioEscipión rompió a hablar como un torrenteal que sus aguas hubieran contenido en unembalse hasta que la presa revienta ydesparrama el lí- quido como un mar defuria.- ¡No puedo dar crédito a lo que mis oídosescuchan ni a lo que mis ojos ven! Me pre-gunto, pregunto a los mismos dioses,¿estoy muerto?, ¿estoy soñando? Porqueveo a tri- bunos, centuriones y oficiales deRoma planeando una deserción en masa.

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Mételo dice que la Roma que nosotroshemos conocido está muerta. Yo digo quepuede que eso sea así, pero no porquenuestro ejército haya sido derrotado, sinoporque aquí reunidos, los presentesestamos decidiendo matarla por la espalday a traición. ¿Huir a la costa, marc- har deaquí? En el ardor de su intervención eljoven Publio se había hecho con el centrodel espa- cio donde se habían reunido, deforma que para hablar a su audiencia ibagirando sobre sí mismo, dirigiendo suspalabras en un momento a unos y alinstante al otro lado. To- dos le escuchabanabsortos, tensos, como si los pies de cadaoficial estuvieran clavados en el suelo.- No hay lugar en este mundo losuficientemente seguro y protegido parapreservar a un traidor a Roma -continuóPublio-, pero es que además no puedocreer que vuestros corazones estén de veras

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considerando semejante sedición. ¿Quiénde aquí no tiene ami- gos, familia, casa,hacienda en Roma? ¿Qué creéis queesperan vuestras familias y vues- trosamigos de vosotros? ¿Queréis dejarlossolos ante Aníbal? Y sí, he dicho Aníbal.Veo vuestros rostros palidecer ante la solamención de su nombre y me avergüenzo yescupo en el suelo. -Y detuvo sus palabrasun segundo para subrayar su intención conel gesto mencionando; se aclaró lagarganta y prosiguió a la misma velocidad,con mayor intensidad-. Los oficiales deRoma asustados por un nombre. Sí, puedeque sea el mayor enemigo contra el quejamás hayamos luchado, quién sabe, puedeque los dioses le ha- yan elegido comohacedor de nuestro desastre y conductor denuestro fin, pero en lo que a mí respecta,mis familiares y mis amigos, mi casa y mihacienda, saben qué esperar de mí. Yo

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partiré hacia Roma en unas horas, encuanto se puedan reorganizar los hombresy atender los heridos. Marcharé haciaRoma para luchar por esa Roma queMételo os di- ce que está muerta. Yolucharé hasta la última gota de mi sangreincluso por el solo re- cuerdo de lo queRoma fue un tiempo. Y no sólo eso, nosólo eso. Aún os digo más.Pero Publio se contuvo. Muy, muydespacio, se llevó la mano derecha a laempuña- dura de su espada. Dudó. Se lopensó dos veces y, finalmente, decidiócontinuar. Prosi- guió, mirando fijamente alos ojos a Mételo y al resto de los tribunos.- Os digo además que aquel que se atreva adesertar recibirá de mi propia mano el justocastigo que tal traición merece. Espero quemis palabras os hayan despertado devuestra locura, pero no pienso detenerme aintentar convencer al que siga enajenado.

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Si alguien se niega a volver a Roma, que lodiga, pero para cumplir su deseo tendráantes que matarme. Y si hace falta que unoa uno me enfrente a todos, así será.Veremos en- tonces de lado de quién estánlos dioses.Nadie se atrevía a hablar. Publio, su manoen la empuñadura de la espacia, dispuesta adesenvainarla al más mínimo movimiento,giraba sobre sí, rodeado de los oficialesderrotados, supervivientes al desastre deCannae. Cayo Lelio fue el primero enromper el silencio.- Ya sabes que mi espada estará siemprejunto a la tuya. Y antes de enfrentarse a ti,tendrán que matarme. Para mí Roma esnuestro objetivo.- Bien -respondió Publio y se aproximóhacia la posición de Lelio.- Yo también estoy contigo. -Y yo.- Y conmigo podéis contar también. A

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Roma.Eran las voces de otros tres tribunos, LucioPublicio, Apio Claudio y Sempronio Tu-ditano.- También yo. Roma es nuestro sitio yhacia allí debemos ir -dijo Quinto Fabio,sorp- rendiendo a Publio. Con él todos lostribunos excepto Mételo estaban del ladode Pub- lio. El joven Escipión se acercóentonces hacia Mételo hasta quedar a unpar de pasos de distancia.- ¿Y bien, Mételo? Quedas tú entre lostribunos. ¿Qué tienes que decir? Los labiosde Mételo temblaron sin decir nada.Durante unos segundos ambos tribu- nosmantuvieron los ojos fijos en el contrario,sosteniendo una mirada intensa cargada depasión y fuerza hasta que Mételo bajó losojos.- De acuerdo. Vayamos a Roma y que losdioses nos protejan -concedió al final.

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- Bien -respondió con rapidez Publiomirando al resto-, ésa es la orden de lostribu- nos.Bajó él entonces la mirada y se pasó lamano derecha, que hasta ese momentohabía estado clavada sobre el puño de laespada, por encima de su cabello.- Estoy cansado. Hoy ha sido un día muylargo y doloroso para todos -añadió sin yamirar a nadie-, os dejo; decidid quién debetomar el mando en nuestra marcha deregre- so a Roma. Acataré lo que decidáis.Me voy a asegurarme de que se atienda lomejor posible a los heridos. Lelio mecomunicará vuestra decisión sobre elmando de las tro- pas.Y sin volverse, salió del corro de oficialespor el hueco que éstos abrían a su paso pa-ra dejarle salir. Descendió desde el bordede las murallas de Canusio hacia el campa-mento romano y fue a las tiendas en las

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que se habían concentrado gran parte delos he- ridos en la batalla. Se entretuvohablando con los dos médicos que,agotados, con las manos ensangrentadas, lecomentaban que necesitaban agua y vendaspara continuar y gente que los ayudasepara trasladar cuerpos de un lado a otro yvino para emborrachar a los soldados a losque tenían que amputar algún miembro. Eljoven tribuno pasó así media hora,escuchando a los médicos, tomando notade sus necesidades y dando las ór- denesoportunas para que se atendieran lasnecesidades que éstos le planteaban. Luegose paseó entre los heridos, firme, erguido,serio. En los ojos de aquellos hombres seleía el miedo, peor aún, la desesperación,el desamparo. Sin embargo, se dio cuentade que algunos de ellos respondían a supaso levantándose en señal de respeto o,algunos que no podían alzarse, inclinaban

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la cabeza mostrando su reconocimiento alrango del alto oficial que por allí pasaba.Publio sabía que esos hombres llevabanhoras sin recibir ni la más mínima muestrade la existencia de una autoridad. Seacercó a muchos de los que se alzaban o lehacían alguna señal y les preguntó por suparte en la batalla, por quién o cómohabían sido heridos: unos explicaban quehabían sido atacados por los iberos o losgalos, pero la gran mayoría confesaban quehabían sido heridos por los africanoscuando luchaban desesperadamente pordefender los flancos del ejército. Luegoestaban los que se habían vistosorprendidos por la caballería enemiga ylos que habían sido presa de jabalinas opiedras arrojadas por los temibles honderosbaleáricos. De cada uno escuchó su relato,que todos abreviaban conscientes de que eltiempo de un tribuno era algo vali- oso y

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que no era frecuente que un oficial de tanalto rango caminase entre los heridos y sepreocupase por sus sufrimientos.Publio salió de aquellas tiendas aturdidopor el olor a sangre y la sensación sobreco-gedora de abatimiento que se habíaapoderado de todos aquellos legionarios.Sin embar- go, percibió la extrañasensación de que de algún modo su futuroestaba unido a cada uno de esos hombres.Sin saber por qué, pensó que aquélla nosería la última vez que •ba a ver aquellosrostros acercándose a él y hablándole desus acciones en una batalla.Publio sacudió su cabeza. Elenfrentamiento con los tribunos le habíaagotado y ya no sabía ni lo que percibía nilo que sentía. Vio entonces a Lelio bajandodesde el lugar de la reunión de los oficialesal tiempo que el resto de los tribunos ycenturiones deshacía el corro del cónclave

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en el que se acababa de decidir quiéndebería tomar el mando. ¿Hab- ríancambiado de opinión? ¿Habría vueltoMételo a intentar persuadir al resto paraque traicionaran a Roma? Antes de quepudiera responderse mentalmente a talespreguntas, Cayo Lelio llegó junto a él.- Ya está decidido: vamos a Roma, comose había quedado tras tu intervención -dijoLelio como si leyera sus pensamientos.- Bien, bien, ¿y quién tiene el mando?Cualquiera me parecerá bien exceptoMételo, pero si se ha decidido que sea élyo lo acataré aunque… - El mando -leinterrumpió Lelio- lo tienes tú. -¿Yo? Perosi soy el tribuno más joven.Lelio levantó sus manos con las palmasabiertas hacia arriba y levantó las cejas.- Puede ser -dijo-, pero tú tienes el mando.-¿Y todos estaban de acuerdo? - Bueno,para ser sincero han sido Lucio Publicio y

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Apio Claudio los que te han pro- puesto; aellos se han sumado casi todos loscenturiones y el resto de los oficiales;Quin- to ha concedido con la cabeza yMételo no ha dicho que sí, pero tampocoha dicho que no. Pero lo que procede ahoraes que tú mismo te laves las heridas de losbrazos.- Tienes razón.Publio tenía pequeños cortes en brazos ypiernas a medio cicatrizar, pero ocupadopri- mero en evitar la deserción de losoficiales y luego en que se atendiera bienal resto de los heridos, no se había ocupadode atender a su propio cuerpo.- Vamos a por agua -dijo Lelio y Publio lesiguió en silencio, casi como un niño sigu-iendo a su madre que se ocupa de curarlo.El joven tribuno estaba abrumado. Habíare- cibido el mando de manos del resto delos oficiales y tribunos aun siendo el más

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joven.Siempre había soñado con estar al mandode una legión y servir con honor a supatria, lo que nunca había esperado nipodía haber imaginado es que su primermando sobre un número de soldadosequivalente a dos legiones iba a tener lugartras la mayor de las der- rotas,comandando a los supervivientes y heridosde la peor de las batallas en las que Romahubiera luchado. El destino nos conducepor caminos extraños e inesperados.

64 El molino y el teatro

Roma, agosto del 216 a.C.

Tito no pudo dormir aquella noche.Extrañas noticias venidas desde el frentede guer- ra se habían difundido por la

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ciudad: una derrota aún mayor que lassufridas hasta ahora parecía haber tenidolugar en Cannae. El mayor ejército quenunca jamás Roma había armado antes,ocho legiones con todas sus tropas aliadas,había sido derrotado, arrasado por Aníbal.La ciudad se convulsionaba. Sus habitantescorrían de un lugar a otro con- tándose lashorribles noticias y todos parecían estarpresos del pánico. Eran las cuatro de lamañana y Tito debía salir para acudir almolino a incorporarse a su trabajo diario o,de lo contrario, no le pagarían y se veríasin comida y sin posibilidad de satisfacer elcoste del alquiler de su estancia, refugiodel frío, la lluvia y, en las noches deverano, de todos los maleantes, borrachosy ladrones que poblaban las calles de laciudad nocturna.Tito estaba cercano al foro cuando un grangriterío le sorprendió por una de las calles

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adyacentes. Una muchedumbre encabezadapor sacerdotes entre los que le pareció dis-tinguir al pontífice máximo llevaba unamujer presa. Se trataba de una de lasvírgenes vestales que, según gritaba lamultitud enfervorecida, había sido infiel asus votos y ha- bía entregado su pureza aun hombre que ya había sido ejecutado porlas autoridades, lo que significaba que elpontífice máximo o algún otro altosacerdote lo habría apaleado hasta morirdelante de un gentío anhelante de muerte,ciudadanos que con sangre ajena buscabancongraciarse con unos dioses que loshabían abandonado. Había que restable-cer la paz con los mismos, limpiar lasofensas que los dioses debían de considerarque los romanos habían perpetrado contraellos. De otra forma no se podía entenderla ina- cabable serie de derrotas bélicas, acuál más desastrosa, hasta llegar a la

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destrucción completa del mayor de susejércitos. Tito volvió a centrarse en lajoven que arrastraban por los pelos y porlos brazos, estirados, amoratados por losgolpes recibidos en su cruel traslado,gimoteando entre sollozos y aullidos, unaprisionera impotente ante la fortaleza físicade sus captores.- ¿Adonde la llevan? -preguntó Tito a unode los que observaban la muchedumbreavanzar hacia el foro.- A enterrarla viva. Es la sentencia queprocede por romper sus votos y traer ladesg- racia sobre Roma.Así era. Los romanos buscaban culpablesdel mayor desastre militar de su historia yaquellos que se hubieran deslizado en suscometidos serían los primeros en caer. Ysólo era el principio de un sangrientoamanecer. Pasó la multitud y tras ellavinieron legiona- rios con dos parejas de

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esclavos: una mujer y un hombre galos, y,a continuación, una joven y un jovengriegos y tras ellos otro tumulto deciudadanos coléricos. Eran condu- cidospara un sacrificio humano. Roma iba aperpetrar sacrificios humanos. Algo desco-nocido en años, en decenios, en siglos. Laciudad estaba perdida, desesperada, sinrum- bo. Legiones y legiones caían ante sumortal enemigo. Nadie parecía poderfrenarla. El equivalente a cuatro ejércitosconsulares había desaparecido en Cannae.No había nada que impidiese el avance delcartaginés sobre la ciudad. Sólo los diosespodrían salvar- los. Había que aplacar surencor, regar con sangre humana susaltares y elevar las plega- rias al cielohumillados, de rodillas, postrados.Tito escuchaba las rápidas conversacionesde los que le rodeaban: los libros sagradoshabían sido consultados, y los sacerdotes, y

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se había dictaminado que eran necesariossacrificios más allá de toda costumbre. Lasparejas de esclavos, encadenados entre sí,eran empujadas por los legionarios caminodel foro.Tito Macio no quiso saber nada más detodo aquello. Quizá en unos días entraseAní- bal en aquella ciudad y acabase contodos, con los que han de ser sacrificadossegún los sacerdotes y con los que ahoraactuaban de verdugos. Quién sabe, quizápara él y otros miles de semiesclavos yesclavos, libertos y otros miserables de laciudad, la llegada de un nuevo orden fueralo mejor. Entonces un pensamiento terribley sombrío le aturdió.Si bien pudiera ser que una vez Aníbalconquistase la ciudad las cosas mejorasenpara él, pues poco más podían empeorar ano ser que fuera seleccionado comovíctima para uno de aquellos despreciables

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sacrificios, también podría ocurrir que, siel general carta- ginés se acercaba a laciudad, aquello derivase en un asedio; unlargo e infinito asedio, porque Roma no serendiría sin luchar; de eso estaba seguro. ElSenado presionaría para levantar una largae intrincada defensa y Aníbal rodearía laciudad durante semanas, meses, puede queincluso años. Y con el asedio sin finvendrían el hambre y las enfer- medades.Más penurias que añadir a la miseria queya padecía. Además, los primeros en sufrirtodo aquello serían los más desfavorecidos.Fue en ese momento cuando Tito con-cibió la idea de escapar de Roma. Velozpuso rumbo hacia la puerta más próximade la ciudad. En pocos minutos llegó a lamisma, esquivando centenares de personasque, en dirección contraria, seencaminaban hacia el foro. En la puerta,para su pesar, Tito des- cubrió un

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obstáculo insalvable: legionarios, armadoscon espadas y corazas vigila- ban elpila,paso. A los pocos que entraban se lespreguntaba de dónde venían, sus nombres,adonde iban. Algunos eran apartados a laespera de confirmar alguna de lasinformaci- ones que habían dado. Se lesveía nerviosos, asustados, igual que lospropios soldados que los custodiaban a laespera de ver qué sé debía hacer con ellos.Y, lo peor de todo:nadie salía. Sin duda, el Senado ya habríadado órdenes de cerrar el paso a todos losque fueran a salir. No querrían unadesbandada general y que la ciudadquedase sin ciudada- nos a los que recurrircuando llegase el momento de establecer laúltima defensa. Un asedio. Eran losprolegómenos de un asedio. Tito habíaescuchado historias terribles sobre losinterminables asedios de ciudades como

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Sagunto. Ocho meses. Al final, todosmuertos. Todos. Después de unaimplacable lucha, horribles enfermedades yhambre.Un jinete llegó hasta las puertas. Deseabasalir. Fue detenido por un grupo decentinelas.El caballero mostró una tablilla que loslegionarios observaron sin poder leerla.Vio có- mo la pasaban a un centurión queestaba al mando del puesto de control. Eloficial leyó con detenimiento el mensajeescrito y dio orden de dejar pasar al jinete.Tito vio cómo caballero y montura seperdían por la Vía Appia hacia el sur,alejándose de la ciudad.Bajó la mirada. Él no tenía salvoconductoque mostrar y sus ropas raídas, sucias,maloli- entes no iban a concitar ningunaconfianza entre aquellos legionarios. Sequedó unos minutos observando la calzada

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por donde se perdía la figura de aqueljinete y sintió lo hermoso que debía de serdisfrutar de libertad en un mundo en paz.Sólo tener un traba- jo honesto, losuficiente para comer y no tener a cadamomento por la guerra. Un mundoimposible, una fútil añoranza. Nuncaestuvo mejor que cuando trabajaba paraRufo en el teatro. Si Praxíteles viera en quése había transformado aquella ciudad. Elviejo griego le contaba cómo terminóhastiado de las constantes guerras entre lasdiferentes ciudades griegas: los etolios, losaqueos, Esparta, los macedonios, Rodas,Pérgamo, siempre en guerra unos conotros. En Roma el anciano griego disfrutóde unos breves años de paz.También aquí se había desvanecido elsueño de sosiego de aquel viejo. Tito sabíaque era miseria y dolor lo que le quedabapor ver en esta vida. Recordó su maldición

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a los dioses. Si los que le rodeaban losupieran, él sería el primero en sersacrificado. Qué im- portaba. Aunquegritase, nadie escucharía a un miserablecomo él. Condujo sus pasos de nuevo haciael molino. Entró en él. El amo no estaba,sino que seguramente estaría jun- to con elresto de los ciudadanos, vagando por laciudad o presenciando algún sacrificio.A Tito le dio igual. Se limitó a asir la granbarra de madera del molino, tensó sus mús-culos y empujó en silencio. El sudorempezó a correr por su frente. La inmensarueda del molino fue girando, despacioprimero y luego con mayor velocidad y enel esfuerzo del trabajo Tito diluyó suspensamientos y se alejó de la algarabía, eldesorden y el páni- co que gobernabanaquella ciudad. Su única obsesión era queel amo del molino encont- rase el trabajohecho cuando al final del día regresase,

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para así recibir su ínfima paga y poderseguir sobreviviendo en aquel mundo quese desmoronaba a pedazos.

65 La defensa de Roma

Roma, agosto del 216 a.C.

Quinto Fabio Máximo se abría camino aempujones acompañado de su fieldiscípulo, Marco Porcio Catón, y escoltadopor varios esclavos de confianza. Laciudad era un pu- ro tumulto. Al llegar alforo una muchedumbre se interponía entreellos y el acceso has- ta el Comitia, dondelos pretores habían convocado al Senado,esto es, a los senadores supervivientes aldesastre, para asistir a una reunión deemergencia. Fabio Máximo prontocomprendió qué había atraído a tanta

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gente. En medio del foro, sin atender a nin-guno de los rituales ni convencionessagradas, estaban dando muerte a dosparejas de esclavos extranjeros. Éstosaullaban de dolor mientras eran degolladospor improvisados quienes,popasdesconocedores del oficio y el arte delsacrificio, no acertaban siquiera a darmuerte a las pobres víctimas seleccionadasal azar por una multitud convertida en unamasa de locura cuyas futuras acciones eranimprevisibles.Máximo, no obstante, protegido por suguardia, alcanzó el Senado. A las puertas,un centenar de legionarios de las legiones

custodiaban la entrada, dejandourbanaeacceder al interior sólo a los senadores.Catón se quedó junto a los esclavos deMáximo viendo cómo su mentor entrabacon paso firme y decidido en el edificio delSenado. Observó también cómo desde

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distintos puntos llegaban otros senadoresque, sin embargo, mira- ban recelosos a susespaldas cuando ascendían las escaleras.Fabio Máximo no miró atrás. El pasadocercano era mejor olvidarlo y centrarse enel futuro inmediato. ¿Le quedaba futuro aRoma? Ésa era la cuestión sobre la que sedebía decidir. Los pretores Philus yPomponio recibían a los senadores.Máximo los saludó con un leveasentimiento. Entró en el Senado y tomóasiento en su lugar habitual, en el centro dela primera fila, según le correspondía encalidad del más veterano miembro de lainstitución. Así fueron entrando uno a uno,hasta unos ciento ochenta senadores. Fal-taban más de cien, pero éstos no podríanllegar jamás. Estaban muertos. Algunoshabían caído en las recientes derrotas deTrebia y Trasimeno, pero la mayoríaformaban parte de las ocho legiones que

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acababan de ser masacradas por Aníbal enCannae. La ambici- ón era grande en laclase senatorial y muchos quisieronapuntarse a aquel gran ejército seguros departicipar en una fácil victoria con la queengrosar sus arcas y su prestigio personal.Un error de cálculo sin solución ya paratodos los que habían caído en el cam- pode batalla. El espectáculo de la gran sala atan sólo media capacidad, con decenas deespacios vacíos entre las grandes bancadasde piedra, era el mejor retrato de Roma.Para mayor desánimo, sobre el silencioreinante se imponía el ruido de lamuchedumbre que fuera de aquel recintogritaba, lloraba, imploraba, sacrificabahombres y bestias y vaga- ba despavoridapor una ciudad sin control.Quinto Fabio Máximo meditaba. ¿Era elfin de Roma? Su plan de enfrentarse aCarta- go y acceder al poder en medio de

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aquella guerra Parecía haber desembocadoen un de- senlace desastroso, imprevisto y,con toda seguridad, inexorable. Algunossenadores se alzaron y empezaron a hablarde desalojar Roma. Otros argumentabanque lo mejor era guarecerse en la ciudad.Pronto varios senadores hablaban a untiempo; era como si la algarabía delexterior hubiera penetrado en el recintosagrado de las reuniones del Sena- do.Aquello ya no era sino una riña callejera.Quinto Fabio Máximo se levantó de subanco y se situó despacio en el centro de lasala. No habló, sino que esperó que el restode senadores callara. Permaneció en pie,contemplando el suelo, serio, sin decirnada, hasta que el silencio absoluto seadueñó de la sala y, algo curioso, como sila muchedumbre del foro sintiese que algoestaba a pun- to de ocurrir, también pareciódecrecer el ruido y el alboroto del exterior.

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- Tenemos dos legiones en la ciudad-empezó el viejo senador, dos veces cónsuly ex dictador de Roma-, las legiones

Eso nos da diez mil soldados yaurbanae.armados y adiestrados para proteger lasmurallas de la ciudad. Es un principio, peroantes que nada hay que controlar laconfusión y el tumulto que se hanapoderado de Roma. Las mujeres debenpermanecer en casa. No necesitamos máslloros ni lágrimas. Deben limitarse los ritosfunerarios al interior de las casas y, dehecho, lo más conveniente será que seorde- ne que todo el mundo permanezca ensus casas a no ser que tenga un motivojustificado para salir. Los que deseennoticias sobre sus familiares y amigos quehan combatido en Cannae deben esperar ensus hogares para recibir noticias allí mismosegún se vayan re- cibiendo informes delfrente de guerra.

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Fabio Máximo alzó sus ojos a su alrededory contempló cómo se le escuchaba conatención y cómo varios senadores asentían,los más favorables siempre a susopiniones, pero observó también que losmás críticos con su gestión el año anterior,cuando se le acusaba de demasiadoprudente en su forma de llevar la guerra,permanecían en silencio y no contradecíansus sugerencias.- Debemos reunir información -continuóFabio Máximo-; es imprescindible que co-nozcamos si hay o no hay supervivientes.Sugiero que jinetes, armados de formaligera para que puedan desplazarse conrapidez, partan de Roma por la Vía Appiay por la Vía Latina para recibir noticias delo que ha ocurrido exactamente. Debemossaber si hay supervivientes y cuántos sonéstos en efecto y, más importante aún,debemos saber qué está haciendo Aníbal y,

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si es posible, intuir qué va a hacer a partirde sus movimientos futuros. Hay queestablecer guardias numerosas y eficacesen las puertas de la ciudad y nadie debeabandonar Roma. Es más, se debepersuadir al pueblo de que lo mejor quepueden hacer es permanecer en la ciudad,protegidos por las murallas y nuestroshomb- res. También sugiero que retorne unveterano general como Claudio Marcelo,cuya ex- periencia es garantía en estasfechas de cierto control, desde la lejanaSicilia, que se le otorgue el grado de pretory que acuda a Canusio para hacerse cargode las tropas, que según se comenta, hansobrevivido a tan humillante derrota. Apartir de esto podremos empezar a decidirqué hacer en los próximos días. Estas cosasson las más urgentes y pi- enso que debenponerse en marcha ahora mismo.No hubo votación, sino un asentimiento

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general. Nadie contradijo las palabras deFa- bio Máximo. Los pretores se pusieronmanos a la obra y, con ayuda de senadoresy ofi- ciales de las selegiones urbanae,despejaron las calles del enorme gentío quelas pobla- ba. Todo el mundo fueinformado de las medidas que se estabantomando y de que se debía permanecer encasa. Para asegurarse de que todoscomprendían que aquello era al- go másque una sencilla sugerencia, los triunvirosy pequeñas unidades de legionariosempezaron a patrullar las calles deteniendoa los que no seguían las instrucciones delSenado. En las puertas se establecieronguarniciones de soldados fuertementearmados y centenares de centinelas fuerondistribuidos por todas las murallas. Variasdecenas de jinetes salieron al galope de laciudad, la silueta de sus monturasproyectándose alargada sobre las vías

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Appia y Latina en la última hora de unatardecer rojo sangre que ilumina- balánguido el que muchos pensaron iba a serla noche del final de Roma.

66 Maharbal y Aníbal

Apulia, agosto del 216 a.C.

En la llanura a los pies de la fortaleza deCannae, una unidad de jinetes africanos es-coltaba a diez presos romanos que eranobligados a marchar veloces a pie paramantener el paso con el trote de loscaballos. Un oficial alto, moreno, conbarba poblada, encabe- zaba la comitiva.Era Cartalón, un noble cartaginés a quienAníbal había puesto al man- do de aqueldestacamento que partía de Cannae condirección a Roma.

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Maharbal contemplaba la escena perplejo.Ésos eran todos los soldados cartaginesesque su general en jefe ordenaba avanzarhacia la ciudad contra la que llevaban dosaños en guerra, la misma ciudad que loshabía humillado en la anterior guerra y lamisma ci- udad que había vistodesaparecer todo su ejército bajo el poderde la caballería y la in- fanteríacartaginesas. Aníbal se limitaba a enviar aRoma una pequeña unidad para ne- gociarel cobro del rescate de los miles de presosromanos que habían hecho aquellos dí- as,especialmente los que se entregaron en elcampamento romano al norte del río. Y nohabían pasado ni unos minutos desde queAníbal había ordenado a todos los oficialesque preparasen una larga marcha hacia elsur de Italia. Hacia el sur, no hacia el norte,hacia Roma. Aquello era absurdo.Maharbal era el primer sorprendido por su

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reacción, pero se vio a sí mismoreplicando, por primera vez en su vida, asu general en jefe.- Eso es un sinsentido, mi general -la vozdisonante de Maharbal, prácticamenteinter- rumpiendo las órdenes de Aníbal, diopaso al silencio en medio de la reunión delos ofi- ciales en la tienda del general delos ejércitos de Cartago en la penínsulaitálica-; lo sien- to, pero debo decirlo. Es loque piensan muchos soldados y muchos delos aquí presen- tes: ¿para qué hemosaniquilado el ejército de Roma? ¿Para irahora hacia el sur? No ti- ene sentido. ¿Dequé vale ganar una gran batalla si luego nose aprovecha la victoria hasta sus últimasconsecuencias? Hay que ir a Roma.En el denso silencio, Aníbal optó porsentarse en la gran silla, cubierta de pielesde oveja, que los soldados habían dispuestojunto a la mesa de los mapas. Magón fue a

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de- cir algo para replicar a la rebeldía deMaharbal, pero Aníbal levantó despacio sumano y su hermano guardó silencio.Aníbal prefirió dejar que el silencioperviviera durante lar- gos segundos. Selimitó a observar a Maharbal con atención.Éste al fin empezó a sentir un sudor fríopor su amplia frente y cómo varias gotasde líquido salado se deslizaban por la pielde su rostro. Seguía haciendo calor enaquel tórrido estío itálico, pero su cu- erpoestaba habituado a calores más inclementesen Numidia; aquel sudor tenía un ori- genno térmico. Maharbal mantuvo la miradade su general durante vanos de aquelloseternos segundos pero, al fin, bajó sus ojossin añadir mas. Ya había dicho bastante.Pa- ra muchos demasiado. La cuestión era,en cualquier caso, saber si para Aníbaltambién aquéllas habían sido demasiadaspalabras o no. Nadie nunca antes había

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osado contrade- cir al general y, por muypeculiar que pudiera parecer la estrategiade alejarse ahora de Roma, era difíciloponerse a quien no había hecho sinoacumular victoria tras victoria, incluso allídonde todo parecía estar en contra. Por esonadie más se había atrevido a transformaren palabras sus dudas ante aquella nueva ysorprendente estrategia de su lí- der.- Mis órdenes son -dijo Aníbal cuandoconsideró oportuno quebrar la tensión quecre- cía por momentos en espera de surespuesta- prepararnos para ir al sur.Quiero un puerto de mar en el sur y esovamos a conseguir. Y que parta alguien deconfianza, Cartalón estaría bien, es unbuen oficial, con un grupo de prisionerosromanos para negociar su libertad. Lo quepague Roma nos vendrá bien para costearla campaña contra ellos mis- mos. Serádivertido verlos buscar dinero para liberar

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a sus familiares para que con ese mismodinero sigamos hostigándolos hasta surendición incondicional -aquí el cartagi-nés se detuvo y soltó una sonora carcajadaque arrancó más risas entre el resto de losge- nerales, excepto en Maharbal; luegoAníbal prosiguió retomando su expresiónseria y serena-. Creo que está todo dicho yque todos tenéis cosas que hacer parapreparar la marcha al sur. Dejad que loshombres disfruten un par de días de estavictoria, que co- man y beban bien y luegohacia el sur. Podéis retiraros todos… todosmenos… Mahar- bal.Magón, seguido de Himilcón, fue elprimero en salir. Tras ellos el resto de losofici- ales corrió con prisas hacia elexterior de la tienda. Nadie tenía interés enquedarse allí, con Maharbal y la más quesegura furia de su gran general. Algunosmiraron al jefe de la caballería cartaginesa

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como quien mira a un muerto.Maharbal permaneció en la tienda,esperando la bronca y la reprimenda,cuando me- nos, de su líder, temiendoincluso por su vida, pero seguía sinentender cómo aquel ge- neral de generalesal que en el fondo tanto admiraba, seobstinaba, porque sí, ésa era la palabra, seobstinaba en no aprovechar la ocasión paramarchar al fin sobre Roma, sobre unaRoma herida de muerte. Maharbal esperógritos o, directamente, el filo de la espadade su jefe. Se puso frente a Aníbal yaguardó lo que tuviera que venir.Aníbal se levanta despacio y desenvaina suespada. Maharbal observa aterrado el mo-vimiento y responde de la misma forma,sacando con suavidad, pero con firmeza, supropia espada africana. En el exterior de latienda los guardias escuchan el filo de lasar- mas al deslizarse por sus vainas de

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plata y bronce. Varios oficiales se acercana la tien- da. Los centinelas de Aníbaldudan en entrar para proteger a su líder,pero éste les ha or- denado a todos, menosa Maharbal, que salgan de la tienda. En elinterior, Maharbal em- puña en alto suarma. Aníbal sostiene la suya con fuerza,pero aún si alzarla. Están a tres pasos dedistancia. Maharbal entonces arroja desdelo alto su espada, dejándola caer sobre elsuelo, a sus pies.- Nunca lucharé contra ti -dijo Maharbalcon sorprendente serenidad-; si crees quemerezco la muerte por decir lo que pienso,que así sea y que los dioses bendigan tuacci- ón. No entiendo tus órdenes y así lohe manifestado, pero nunca lucharé contrati. Sólo sé luchar a tu favor y así lo haréhasta el final de mis días, incluso si esefinal lo dictami- nas tú ahora. No veomejor forma de morir ni mejor verdugo.

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Aníbal suspiró largo tiempo, envainó suespada y volvió a sentarse.- Coge tu espada Maharbal; un soldado sinarma no me sirve.El general de la caballería se agachó yrecogió su espada del suelo. La insertó ensu sitio, junto a su cintura y volvió aponerse firme ante su líder.- Maharbal, ¿tenemos catapultas? Elinterpelado abrió los ojos. No entendíaaquella pregunta.- No, mi señor, no tenemos.- Bien. Maharbal, ¿tenemos escorpiones}- No, mi señor, no tenemos.- Maharbal, ¿tenemos una torre de asedio?-continuó preguntando Aníbal.- No -respondió Maharbal que empezaba aentender el sentido de aquellas cuestiones-; no, es cierto, pero podemos construir esematerial de guerra.- ¿Podemos construir ese material? -Aníbal

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sonrió casi con ternura-. ¿Y cuánto, si pu-ede saberse, tardaremos en construir todasesas máquinas? ¿Una semana, un mes?¿Va- rios meses, quizá? ¿Y cuántascatapultas, torres de asedioescorpiones yse necesitan pa- ra que caiga la ciudad deRoma a la que tú te empeñas enempujarnos? En Sagunto no conseguimosnada hasta que construimos y llevamoshasta la muralla la torre de asedio yutilizamos decenas de catapultas y

que ya teníamos hechos y queescorpionestrajimos desde Qart Hadasht, y ¿contra quefuerzas combatimos?, apenas unoscentenares de sol- dados y unos pocosmiles de ciudadanos sin experiencia,valerosos sí, hasta el fin, pero sinexperiencia. ¿Sabes tú lo que nos vamos aencontrar en Roma? En Roma tienen doslegiones dispuestas que ni siquiera hansalido de la ciudad, diez mil hombres

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armados esperándonos; luego están lasmilicias, triunviros los llaman allí, cuyonúmero desco- nozco, y luego los miles deciudadanos que armarán sin duda para ladefensa, defensa que tendrán todo eltiempo del mundo en preparar cuandoaverigüen, porque lo harán, no lo dudes,que estamos preparando armamento deasedio; ¿cuánto crees que tardarán enreclamar sus tropas desplazadas en Sicilia,Cerdeña o Hispania, por mencionarte al-gunos sitios? Antes de que ese asedioempiece, habrán congregado todos losaliados que les quedan en Italia; unos noresponderán, eso es cierto, a su llamada portemor a nuest- ro ejército, pero otros sí.Muchos pueblos itálicos aún les son fielesporque Roma lleva ejerciendo su podersobre ellos durante decenas de años ynosotros sólo estamos aquí unos meses.No, Maharbal, no. Tardamos ocho meses

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en abatir Sagunto, peor pertrecha- da parasu defensa y desasistida por todos ynosotros disponiendo de todo elarmamento de asedio necesario. Aquí noluchamos contra una pequeña ciudadabandonada por sus amigos y sin recursosa los que acudir en una situación deemergencia, además de que no poseemos elarmamento necesario. Nuestro ejércitotiene su mejor baza en el movi- miento, enel despliegue de fuerzas veloz, golpeandoen diferentes lugares con fuerza mortal.Roma es aún sólida en sus bases, aunquehayamos cortado varios de sus tentácu- loscon el norte y con Hispania. Ahora toca elsur. Y, por encima de todo, ¿tú crees queyo he empezado esta guerra paraconquistar una ciudad, no importa loimportante que sea esa ciudad? Si es eso loque piensas, entonces es que me creesalguien demasiado pequeño. Cuando

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entiendas de qué estamos hablando, de quétrata esta guerra, serás tú quien dé lasórdenes. Mientras tanto, limítate aobedecer y nunca, ¿me oyes bien?, nun- cajamás vuelvas a contradecirme en públicoo será lo último que hagas en esta vida.Ahora sal y nunca más vuelvas a pedirmeexplicaciones ante otros oficiales. Tulealtad te ha salvado esta vez, pero no lohará en una próxima ocasión. Que mispalabras penet- ren en tu mente y que losdioses preserven tu vida y te haganentender lo que te he exp- licado hoy, algoque hasta la fecha sólo había compartidocon mis hermanos. Sal ya.Maharbal dio media vuelta y salió de latienda. Fuera, decenas de oficiales,Himilcón y Magón esperaban el desenlacede aquella entrevista. Junto con la frescuradel aire, el jefe de la caballería sintió laintensidad de las miradas de todos clavadas

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en su persona.- Vamos hacia el sur -respondió Maharbala las preguntas silenciosas de los que le ro-deaban. Avanzó rápido entre el corro deoficiales que se hacían a un lado abriendoun estrecho pasillo por el que caminó hastaalejarse de la tienda de Aníbal y los queallí es- taban y descender colina abajohacia donde sus hombres, nerviosos por losrumores que corrían por el campamento, leesperaban.Magón entró en la tienda de su hermanomayor.- Creo que ha entendido -respondióAníbal-; he compartido con él parte de lasrazo- nes. Es leal y valiente. Su fidelidad alas órdenes servirá de ejemplo a los demás.Ahora debemos proseguir con el plan.Hermano, debes marchar lo antes posiblehacia las ci- udades Brutias, en el extremosur de la península. Varias se pasarán a

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nosotros con tu sola presencia. No dudesen anunciarte a esos pueblos como mihermano, como el envi- ado de Aníbal alsur de Italia. Luego, la parte másimportante y compleja de la misión:tendrás que cruzar el mar hasta Cartago y,una vez allí, presentarte ante el Senado y elConsejo de Ancianos y solicitar refuerzos.Llévate los anillos de todos los patricios yse- nadores romanos muertos en Trebia,Trasimeno y Cannae. Eso allanará un pocoel ca- mino, aunque ya sabéis que Hanón ylos suyos se opondrán en el Senado.Siempre se han opuesto a nuestra familia, anuestros planes y, en especial, a estaguerra.- Cuenta conmigo para persuadir al Senado-respondió Magón con decisión-. Regre-saré a Italia con más tropas sea como sea,aunque me vaya la vida en ello. YAsdrúbal también lo hará. Juntos, los tres

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hermanos, terminaremos con el poder deRoma.Aníbal miró a su hermano con sentidoaprecio.- No lo dudo, hermano, no lo dudo. Baal estestigo de tu determinación y sé que tucorazón está con nuestra familia. Nuestropadre hoy se sentiría orgulloso de nosotros.Estamos cerca, pero no hemos terminado;hemos de continuar y no desfallecer.- ¿Y tú qué harás, hermano? -preguntóMagón.Aníbal no era tan intolerante con lasinterpelaciones de sus hermanos, los seresen los que más confiaba, a los que másamaba en la tierra, los únicos con los quecompartía sus objetivos, sus anhelos y, enalguna contada ocasión, sus dudas. Sedirigió al plano y se- ñaló un punto al surde Roma.- Aquí, a Ñapóles. Ése será nuestro puerto

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o… Bien, si eso no resultase, tengo pensa-das otras opciones. Tengo informesinteresantes de la situación compleja en laque se encuentran varios de los grandespuertos del sur. En sus senados haydivisión. El temor a Roma es grande, peroel temor ante nuestro avance crece. Cadagobierno empieza a dudar sobre con quiénestablecer su fidelidad. Me aprovecharé deesas divisiones. Tú ocúpate de conseguirlos refuerzos, que yo conseguiré un puertodonde desembarcarlos.En que cada uno consiga el objetivo aquímarcado reside la victoria. Y ahora,bebamos por ella, que creo que nos lohemos merecido.Aníbal dio un par de palmadas y dosesclavas entraron veloces como gacelas.- Traed vino y volved acompañadas de másesclavas. Ya sabéis lo que quiero -y vol-viéndose hacia Magón-, es hora de que nos

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relajemos un poco y disfrutemos ahora quelos dioses parecen bendecir nuestrosmovimientos en Italia.Los centinelas escucharon a los hermanosriendo y voces de mujeres jóvenes suavesque luego se tornaban en gemidos.Mirando hacia el valle, los guardias veíanun inmen- so ejército celebrando la mayorvictoria nunca vista sobre las legiones deRoma. Habrí- an de pasar siglos antes deque alguien fuera testigo de algo similar.

67 El día más triste

Roma, final del verano del 216 a.C.

El joven Publio llegó a Roma con lossupervivientes de Cannae que se refugiaronen Canusio. Hasta allí fue enviado por elSenado el general Marcelo para hacerse

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cargo de aquellas tropas y traerlas deregreso a la ciudad en donde se juzgaría lavalidez o cobar- día de aquellossupervivientes al desastre. Una vez enRoma, y a la espera de dicho ju- icio, trassaludar a su madre y su hermano en supropia casa, apenas unos minutos, sin nisiquiera ponerse una toga limpia, el jovenPublio se dirigió hasta allí donde sabía quedebía conducirle el deber: hasta la casa deEmilio Paulo. Una vez alcanzó la entrada ala gran hacienda del cónsul caído, observóque aún no se veían señales externas deduelo.Las noticias recibidas por la familiatodavía habrían sido confusas y esperaríanque al- guien de confianza confirmase loshorribles presagios sobre la vida o muertedel de la casa. Los guardiaspater familiasle dejaron pasar sin problemas y sinpreguntarle por su nombre. Una vez

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alcanzó la puerta de la gran casa llamógolpeando con la palma de su mano dosveces.El abrió la puerta y de inmediatoatriensereconoció al joven que con frecuencia reci-bía el favor de su amo. El esclavo abrió lapuerta de par en par y lo invitó alvestíbulo.- Esperad un momento, os lo ruego,mientras anuncio vuestra visita.Publio asintió y aguardó hasta que el

regresó y le invitó a pasar al atrio.atrienseUna vez en él, Publio vio a los familiaresde Emilio Paulo en torno a su hija. Emilia,pálida, aterrada, le miró nada más entrar.Publio sintió que aquél y no otro era y seríapara si- empre el peor momento de su vida,que nunca jamás iba a sufrir lo que ahoratenía que padecer. Estaba equivocado, peroen aquel momento así lo sintió en sucorazón. Emilia, abrazada por su hermano

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Lucio Emilio, se deshizo del cobijo queéste le ofrecía, movi- do por el afecto y lacompasión, y avanzó hasta estar frente aPublio.- Dime que no es verdad -dijo Emilia entreojos llorosos, casi gritando-. Dime que noes cierto, dime que mi padre vive, que seha salvado y que pronto se reunirá connosot- ros. Sé que vive.Emilia pronunció aquellas últimas palabraspese a que todo le hacía presentir lo cont-rario. En su mente entre niña y mujer aúnquedaba espacio para creer en que unamenti- ra dicha en voz alta podía terminartransformándose en verdad dulce.Publio permaneció callado y engulló doloren estado puro. Nadie de los presentes cul-paba a aquel joven tribuno de Roma que,con heridas en sus brazos, golpes marcadosen el rostro, con su uniforme cubierto depolvo y sangre seca que sus esclavos no

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habían conseguido aún terminar de limpiarbien de sus ropas, se mantenía inmóvil antela hija de Emilio Paulo.- ¡Por todos los dioses! -vociferó Emilia-¡Dime algo! ¡Soy la hija de Emilio Paulo,cónsul de Roma y exijo saber qué ha sidode mi padre! - Tu padre ha muerto encombate, de forma noble, honrosa, entresus hombres… -Pe- ro Emilia no leescuchaba ya; sacudía su cabeza de lado alado con furia, se tiraba de los pelos,negaba y maldecía.- ¡No, no, no! ¡No es cierto! ¡Mientes,todos mentís! ¡No es posible! Publiointentó seguir con sus explicaciones.- El cónsul combatió con infinito valor sintemor de su vida, junto a sus hombres has-ta el final, se preocupó por salvar elmáximo de soldados… ¡Emilia, parte deesta sangre es su sangre! Emilia se tapó losoídos y cerró los ojos. No quería ni ver ni

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escuchar más. Estaba ro- ja de ira, de rabia,de pena. Su padre tenía que volver y estarjunto a ella como siempre había sido, comosiempre había hecho después de tantasbatallas. No podía ser aquello.¿Por qué le mentían y por qué de entretodos aquellos hombres y mujeres teníaque ser Publio el que dijera las mentirasmás horribles? - ¿Por qué me hieres de estaforma, Publio, tú de entre todos loshombres, por qué me hieres así, por qué?¡Mientes, miserable! ¡Mientes, traidor! -Yse lanzó sobre él y empe- zó a lanzarpuñetazos con todas las fuerzas que erancapaces de reunir sus diecisiete años. LucioEmilio y varios familiares se adelantaronpara refrenar el injusto ataque de Emilia,pero Publio levantó sus manos con lapalma extendida y todos se quedaron qui-etos. Emilia se arrojó con toda la violenciaque su pequeño cuerpo fue capaz de reunir

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contra el joven tribuno y le golpeó en lacara malherida, en los brazos con cortesrecién cicatrizados, en el vientre, encualquier parte donde sus pequeños brazosalcanzasen. Su juventud y su ira setradujeron en una sorprendente fortalezaque abrió varios de los cor- tes en la piel dePublio que no profirió ningún grito, que nose movió un ápice, que no permitió quenadie tocase a Emilia durante el largominuto que permaneció golpeándole ygritándole, acusándole y haciendo quevarias de sus más recientes heridasvolvieran a manar manchando de sangre latoga del tribuno, el pelo de la propiaEmilia, el suelo del atrio de la casa deEmilio Paulo. Así hasta que la hija delcónsul fallecido cayó vencida por losnervios y el dolor, y quedó arrodilladafrente a Publio. El joven tribuno se agac-hó, pasó dulcemente sus dedos por las

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mejillas sonrosadas de su prometida y,herido, ensangrentado, la cogió en brazos ycruzando entre sus parientes que sedividieron en dos grupos para dejarlepasar, siguiendo al condujo aatriense,Emilia hasta su habitaci- ón y allí, sobre unlecho de sábanas blancas, la dejó,desmayada, pero respirando, some- tida aun sueño profundo que, al menos por unosmomentos, la alejaba de su dolor y su ira.Publio permaneció unos minutos junto allecho hasta asegurarse de que todo estababien. Una esclava, junto al seatriense,dirigió en voz baja al joven tribuno.- La cuidaremos bien, señor, la cuidaremosbien.Publio asintió, se levantó y salió de lahabitación para regresar al atrio. Allí sereen- contró de nuevo con todos losfamiliares de Emilio Paulo. Publio no pidióagua para la- var sus heridas ni algo para

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comer ni un asiento donde sentarse. Sedirigió a todos con voz apesadumbrada,mirando a Lucio Emilio.- Lo siento. Hice lo que estuvo en mi manopara poder salvar al cónsul. Le quería co-mo a mi propio padre.Lucio Emilio se adelantó al resto pararesponder al joven tribuno.- Lo sabemos; estamos seguros de ello.Nadie os echa nada en cara. Ha sido unader- rota para todos y la pérdida del cónsulEmilio Paulo, mi padre, es… es desoladorapara todos. De todas formas, por nuestraparte el compromiso entre Emilia y vospermanece vigente para nuestra familia.- Gracias -respondió Publio-, aunquehabremos de esperar el juicio del Senado ato- dos los que hemos participado en estaterrible derrota.- Esperaremos, pero nuestra familia estarácon la vuestra diga lo que diga el Senado y

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todos sabemos de vuestro heroísmo en elcampo de batalla y después para evitar lade- serción del resto de los tribunos. Romaos debe mucho. Emilia es vuestra paracuando deseéis honrar vuestra palabra.- Gracias otra vez -volvió a decir el jovenPublio-; prometí a su padre que la cuidaríasiempre y pienso hacerlo, contando convosotros, aunque… aunque tambiéntendremos que ver lo que piensa Emilia… -Emilia -le interrumpió el joven LucioEmilio- está confusa y destrozada. Nohagáis caso a sus palabras. Ya le habíamoscomentado varios de nosotros elfallecimiento de nuestro padre, pero no, nonos ha querido creer a nadie y así haseguido hasta que lo ha escuchado devuestros labios. ¿Qué más prueba queréisde su amor hacia vos? Son vu- estraspalabras a las que otorga credibilidadincluso por encima de las de los de su pro-

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pia familia. Juzgadla por sus actos haciavos y no por sus palabras y su incontroladaira en este terrible momento de dolor. ¡Ypor Hércules, que alguien traiga agua paralavar las heridas de este tribuno de Roma!Al momento el previsor, que ya loatriense,había preparado todo, se acercó junto conotra esclava, con agua y vendas. Publio fueatendido en medio del denso silencio deaquella casa preñada de tristeza por laausencia definitiva del pater familias,muerto en el campo de batalla como cónsulde la ciudad, defendiendo, luchando porRoma.

68 El juicio a los derrotados

Roma, final del verano del 216 a.C.

Era día de audiencia y toma de decisiones

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en el Senado de Roma. Presidía MarcoJunio Pera, nombrado dictador por unosdías para coordinar las decisiones quedebían tomarse en aquellos gravesmomentos. La situación era límite y sehabía recurrido de nuevo a la figura deldictador, y de un nuevo jefe de lacaballería, es decir, de lo que de éstaquedaba después de Cannae. Este segundocargo recayó en T. Sempronio Graco. Eldictador, respaldado por el Senado, tomódecisiones que rayaban la desesperación:se alistaron dos nuevas legiones y turmaede caballería hasta reunir mil jinetesrecurriendo a todos los adultos mayores dediecisiete años, pero, aun así, no eran éstossuficientes recursos con los que afrontar elpeligro que se cernía sobre la ciudad. Losnuevos gene- rales de Roma manifestaronal Senado que se necesitaban más hombressi se quería ha- cer frente al ejército

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cartaginés. Se recurrió a lo impensable tansólo unos meses antes:se armaron ocho mil esclavos, resarciendoa sus propietarios con dinero del Estado y,más allá, para muchos, de todo límite de lorazonable, se propuso que seis mil convic-tos, reos de muerte, fueran liberados acondición de que sirvieran en el ejército; seles daba la posibilidad de redimirse en elcampo de batalla, salvando a la patria, a lamisma ciudad que los había apresado ycondenado a morir. Se aceptó la propuesta.Sin embar- go, al tiempo que se buscabanmás recursos extraordinarios mediante losque sobrepo- nerse a la tremenda catástrofede Cannae, llegaban noticias del abandonode la fidelidad a Roma de multitud dediferentes tribus y regiones. Los hirpinos,los samnitas, los bru- cios y metapontinos,la mayoría de los griegos de la costa yhasta Argiripa se pasaban al bando

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cartaginés. Roma sólo dominaba la Italiacentral: el Lacio, la Umbría y Etruria.En el resto sólo les quedaban pequeñosreductos de dudosa lealtad en la penínsulaitálica y las fuerzas desplazadas paramantener el control sobre las colonias deSicilia y Cerde- ña, además de las tropasleales y firmes desplazadas a Hispania bajoel gobierno de los procónsules Cneo yPublio Escipión. Así estaban las cosascuando los tribunos y ofici- ales que habíansobrevivido a Cannae y regresado a Romafueron conducidos al Senado para serjuzgados.De esta forma Quinto Fabio, hijo deQuinto Fabio Máximo, Lucio PublicioBíbulo, Apio Claudio Pulcro, LucioCecilio Mételo, Publio SempronioTuditano, Cayo Lelio y Publio CornelioEscipión, hijo del procónsul de Hispania,entraron en el Senado para af- rontar el

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dictamen del Senado con relación a suconducta en la batalla. En este caso Fa- bioMáximo guardó silencio, por encontrarsesu hijo entre los juzgados, pero, sin duda,el hecho influyó notablemente en lasentencia final a los tribunos de la mismaforma que la presencia del hijo de FabioMáximo influyó también en que en estaocasión no se re- curriese a él comodictador, para evitar que fuera él el quetuviera que presidir un juicio en el que sejuzgaría a su propio hijo. Nadie queríaenfrentarse con quien de alguna for- mahabía mostrado el mejor de losautocontroles en los momentos en que aRoma llega- ron las peores noticiasposibles sobre el funesto desenlace de labatalla, pero tampoco querían tenerlo comodictador si también se debía decidir sobresu propio hijo, además del resto de lostribunos supervivientes a Cannae. Al fin, se

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valoró positivamente el hec- ho de que lostribunos, con sus acciones en la batalla ycon su repliegue posterior hacia Canusio,hubieran conseguido salvar el equivalentea dos legiones, aunque fuera a base deretales de diferentes unidadesdesperdigadas durante la contienda. Porello, se les preservó de la condena que elSenado tenía reservada para el resto de loscomponentes de todas y cada una deaquellas unidades. No se felicitó a lostribunos, pero tampoco se les dio condenaalguna y se dictaminó que el tiempo y elrespaldo o no de los dioses a cada uno deaquellos tribunos en futuras y muypróximas contiendas con el enemigocartaginés decidiría por ellos. No se quisohacer diferencias entre unos y otros, y seevi- tó así entrar en las escabrosaspropuestas de deserción de Mételo, para deesa forma evi- tar asi también dar paso a

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que se hablara de la firmeza y dignidad dela defensa que el joven Publio CornelioEscipión hizo de los valores de Roma, algoque Fabio Máximo se esforzaba pormantener en mero rumor sin que llegara arango de reconocimiento ofici- al. Noobstante, sí se alabó la decisión deSempronio Tuditano de unirse en la nochea los supervivientes del campamento surpara, juntos, ir hacia Canusio, aunque estole lle- vó a enfrentarse con los que sequedaron en el campamento norte, queluego serían apre- sados por las tropas deAníbal. En aquellas moduladasintervenciones, tanto Publio co- mo Leliocoincidieron en ver la mano oculta deFabio Máximo pese a su silencio apa-rente, pero no era aquél momento dedisputas sobre viejos rencores cuandoRoma estaba luchando por su propiasubsistencia. Ambos callaron y acataron

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los dictámenes del Se- nado sin reclamarentrar en pormenores ni en que sereconociera la heroica intervención dePublio frente a Mételo para evitar ladeserción en masa entre los supervivientesal de- sastre. Al fin, los tribunos,cabizbajos pero suspirando con gran alivioen sus corazones, salieron del edificio.El día, no obstante, era largo y aúnrestaban dos complejas decisiones quetomar: qué hacer, no ya con los tribunos, alos que habían exonerado de culpa, sino dequé forma tratar a los legionariossupervivientes a Cannae y si pagar o no elrescate por los prisi- oneros que estabanahora en manos de los cartagineses. Dosdecisiones difíciles en las que el Senadodudaba entre obrar con mesura y tiento obien actuar de forma enérgica y sin lugar aenmienda. Fue en este debate, salvada ya ladifícil posición de su hijo, cuan- do Quinto

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Fabio Máximo se alzó de nuevo y se hizoescuchar por todos los senadores de Roma.- Como veis, hoy he permanecido ensilencio largo tiempo -comenzó el viejosena- dor-; además, cuando las decisionesque se han tomado han sido todas ellassabias y to- madas con firmeza no habíalugar para mis comentarios, pero veo queahora el Senado duda. El Senado ahora nosabe bien qué hacer con los que han sidoderrotados, con los que han traído a Romala mayor de las humillaciones. Y mesorprendo. ¿Cómo dudar ante quien hatraído la vergüenza sobre nuestra ciudad?¿Es que acaso vamos a premiar conagasajos a los que se han dejado vencerdoblando en número al enemigo? ¿Es asícomo hemos de animar a los nuevossoldados que estamos alistando en laslegiones? «No pasa nada; luchad si queréis,si os place, pero si tenéis miedo, si el temor

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os vence, no dudéis, escapad, marchad yrefugiaos, que Roma luego os premiará porvuestra co- bardía.» ¿Es eso lo que deseáisque se difunda desde aquí hoy? ¿Y esperáisluego que los nuevos legionarios defiendanla ciudad, especialmente aquellos que sonesclavos o reos de muerte? ¿Qué disciplinavamos a encontrar en esos hombres con ungobierno que perdona a los débiles ycobardes en el campo de batalla? FabioMáximo guardó silencio. Nadie osóresponder a sus preguntas. Él tampoco es-peraba respuesta alguna. Continuó:- Sé que dudáis pensando en el bien deRoma. Tenemos pocos recursos, hemostenido que recurrir a jóvenes de diecisieteaños, a esclavos y hasta a convictos parapoder plan- tear una defensa capaz ante elenemigo y por eso pensáis, reflexionáis,dudáis al fin de actuar como se debe, peroyo os digo: estáis equivocados. Estimáis

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que dos legiones pu- eden sernos de muchoservicio en una situación tan extrema comola que nos encontra- mos hoy día, pero yoafirmo de nuevo que os equivocáis los queasí pensáis. Roma no combate convencidos. Roma no necesita a derrotados.La gloria, la fuerza de Roma se sustentasobre el valor de nuestras legiones, nosobre los que huyen en el campo de ba-talla. Estos legionarios no habríanencontrado siquiera el camino de vuelta sino es por el mando de los tribunos a losque habéis perdonado haciendo gala de unaenorme mag- nanimidad. Es correcto salvaral que está dotado para el mando en lassituaciones comp- rometidas, pero eserróneo dar más oportunidades a los quesiendo su función combatir, son incapacesde hacerlo con honor. Preferiría combatircon los legionarios muertos ca- ídos enbatalla que con los que se han salvado.

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Además, habláis de dos legiones cuando loque tenemos son pequeños grupos deunidades, de manípulos que se hanreagrupado de forma inconexa. Lo quetenemos aquí, lo que estamos juzgando esescoria de Roma, miseria que ha sidoderrotada, humillada. No merecen seguircombatiendo por Roma. Si tuviéramos eltiempo y las condiciones para ello, meplantearía seriamente considerar la penacapital para todos y cada uno de esoslegionarios vencidos, pero como notenemos ni el tiempo ni los recursosadecuados para dar ese castigo ejemplar,propongo que nos defendamos con lasnuevas legiones de jóvenes romanosvalientes, con las conlegiones ur- banae,los esclavos y los convictos y que sedestierre para siempre de Roma a losvencidos en Cannae, que se les destierre aSicilia y que allí, si valen de algo,

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defiendan nuestros intereses y los de susfamilias deshonradas, pero que nuncajamás, nunca, reg- resen a Roma o almenos que no se les permita regresar hastaque el cartaginés haya si- do derrotado deforma absoluta y Cartago sometida aRoma. Yo declaro a estos supervi- vientescomo legiones vencidas, legiones malditas.Fabio Máximo se sentó y aguardó ladecisión de sus colegas. Marco Junio Peraorde- nó que se procediese a votar lapropuesta del ex dictador. La mayoría delos senadores se alzó sin dilación y lospocos que habían dudado, al ver el ampliorespaldo que obtení- an las palabras deFabio, se alzaron también. Sólo quedabanlos espacios desnudos de los senadoresausentes, muertos o'presos por Aníbal.- Bien -dijo el dictador Marco Junio-, seacepta la propuesta de Quinto FabioMáximo por unanimidad; guardó entonces

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una breve pausa, se pasó la palma de lamano derecha por la frente hasta llegar alcabello y, por fin, concluyó con susentencia-. Los legionari- os supervivientesde Cannae serán desterrados. Propongoque el procedimiento sea el si- guiente: sereagruparán los diferentes manípulos yunidades supervivientes constituyen- dodos legiones. Se constituirán en la quinta yla sexta legión de Roma cuyo destino seráSicilia y allí se desplazarán en lospróximos días con la condena de noregresar nunca a Roma hasta la derrotadefinitiva de Aníbal y la rendiciónincondicional de Cartago. La quinta y lasexta serán, hasta ese momento, legionesmalditas. Sólo tras una victoria ab- solutasobre Cartago se podrá reconsiderar porparte del Senado esta sentencia.Los senadores asentían. Era una sentenciaterrible, quizá algo extrema, exagerada pa-

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ra algunos, pero para Fabio y muchos desus seguidores, necesaria en el contextoactual:no se podía dar a entender que se animabaa huir ante el enemigo, un enemigo que yase acercaba a las puertas de Roma. No.Eran momentos que requerían unainusitada firme- za. Por otro lado, para lossenadores era agradable, entre tantodesastre, escuchar expre- siones como lasque el dictador acababa de proclamar:rendición incondicional de Carta- go. Sinembargo, en su fuero interno sentían queestaban tomando decisiones basadas en uninconmensurable orgullo, un sentimientoque quizá los estuviera alejando de la reali-dad, una realidad que se aproximaba más asi Roma se rendiría incondicionalmente,que a la remota posibilidad de que seconsiguiese revertir el curso de la guerrahasta condu- cir a una derrota de Cartago;

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pero después de las palabras de Fabio y dela votación, na- die se atrevió ya a añadirnada. En aquella ciudad convulsionada yatemorizada nadie quería ser acusado deantipatriota y Fabio Máximo parecía, pesea no ejercer formal- mente como dictador,haberse apropiado de todo aquello quesignificaba ser patriota.Eso iba estrechando los márgenes demaniobra del Senado. ¿Hasta dónde seríacapaz de llegar Fabio Máximo? ¿Hastadónde estaba dispuesto el Senado aseguirle? En ese momento las puertas queciaban acceso a la gran sala donde estabanreunidos los senadores se abrieron y uncenturión entró despacio, dubitativo,nervioso, buscando con sus ojos la miradadel dictador. Marco Junio le hizo una señalpara que se acercase.El centurión acudió diligente junto aldictador y le habló en voz baja. Marco

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Junio Pera se llevó el dorso de la manoderecha a la boca, meditando.- Bien -dijo en voz alta y clara-, queesperen un momento.El centurión salió de la sala. El dictador sedirigió al cónclave de senadores que le mi-raba expectante.- Estimados amigos, éste es un día difícilpara Roma. No sólo hemos tenido que to-mar medidas extraordinarias para controlarel orden público y preparar la defensa de laciudad para un más que posible einminente ataque, sino que además hemosjuzgado primero a oficiales de alto rango ya los supervivientes de la reciente derrotade nuestras tropas. Se han tomadodecisiones graves que sé que a todos oshan consternado, pero aún tenemos quetomar más decisiones complicadas.Fabio Máximo, al igual que el resto de lossenadores, escuchaba con gran atención,

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sentados, pero con las espaldas rectas,erguidas sobre sus asientos de piedra. Confrecu- encia muchos traían almohadonespara acomodarse en la gran sala y evitar elfrío de la piedra, pero aquel día de enormestribulaciones, pocos habían tenido tiempopara recor- dar algo tan nimio. Fabio, comotantos otros, sentía el frío gélido de lapiedra traspasan- do su túnica y su toga,pero era verano y el frío no eradesagradable. Era la dureza del material loque le molestaba, pero aquel día, comobien decía Marco Junio, no era mo- mentode pequeneces. En eso Máximo estaba deacuerdo con el dictador, pese a que du-dase de su competencia y sintiera que elSenado debía haberle encomendado a él talmi- sión. Muchos se opusieron ya quehacía apenas unos meses que FabioMáximo había si- do dictador y nadiequería que un senador se acostumbrara a

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ostentar el cargo de dicta- dor confrecuencia. Estaba seguro además de que laestrategia de Aníbal, preservando susfincas en los ataques del año anterior, pesea que luego las vendiera para pagar elrescate de muchos prisioneros, habíacausado mella en su imagen y la calumniay la du- da se habían instalado, hasta ciertopunto, sobre su persona: se le escuchaba yse le res- petaba; mas aún, se le temía, peroel Senado se había vuelto cauto a la horade otorgarle poderes especiales. Y que supropio hijo estuviera entre los oficialesjuzgados por la derrota de Cannae tampocohabía ayudado. Pero ¿qué sería lo queahora se llevaba Mar- co Junio entremanos? - Me informan -empezó eldictador-, de que ha llegado a Roma unadelegación de va- rios prisionerosapresados por Aníbal tras la batalla.Vienen a informar al Senado del coste de

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su rescate y de las condiciones que sobre elmismo ha establecido Aníbal. Se trata dediez delegados de los prisionerosacompañados por un caballero cartaginés.El cartaginés espera a las afueras de laciudad nuestra respuesta. Los prisioneroshan sido detenidos en la puerta y tres deellos han sido traídos hasta el Senado. Creoque es opor- tuno que los escuchemos yque nos presenten su caso antes de fijarnuestra opinión. Lu- ego podemos decidirsi convenimos con las condiciones que senos planteen o bien cuál es nuestracontraoferta. También me gustaría quesupieseis que la voz ha corrido por laciudad y la guardia me ha confirmado queun gran número de personas se estácongre- gando en el foro a la espera denuestra decisión sobre el asunto. Muchosde los que allí se están reuniendo sonfamiliares y amigos de los que han caído

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prisioneros de Aníbal.Sé que el Senado no se somete nunca alchantaje ni a las amenazas del pueblo, peropi- enso que es importante que conozcáis elestado de cosas antes de tomar cualquierdeter- minación.Marco Junio Pera hizo una señal a losguardias de las puertas del Senado y unode los legionarios se ausentó para, alinstante, regresar acompañado de treshombres, despro- vistos de uniforme,vestidos tan sólo con túnicas engrisecidaspor el polvo del camino recorrido hastaalcanzar la ciudad, sin armas, con marcasen las muñecas de los grilletes que sehabían visto obligados a llevar durante losdías de cautiverio bajo el control de lastropas cartaginesas. Eran Lucio Escribonio,Cayo Calpurnio y Lucio Manlio. Se tra-taba de un tribuno y dos centuriones de lastropas rendidas a Aníbal tras Cannae en el

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campamento menor al norte del Aufidus.Los ahora prisioneros venían custodiadospor un grupo de legionarios armados conespadas, escudos, corazas Al estary pila.rodeados por estos últimos, el contrasteentre los que se habían rendido y la figurade un legiona- rio romano libre y armadoresultaba aún más humillante a los ojos demuchos de los allí presentes; no obstante,en muchos senadores se albergaba laesperanza de volver a ver con vida amultitud de parientes y amigos que seencontraban entre los apresados por elgeneral cartaginés. Era importante vercuánto dinero pedía Aníbal por rescatar aestos soldados y decidir la mejor forma dereunir la cantidad necesaria para satisfacerel res- cate, por muy humillante quepudiera resultar todo aquello.Con el permiso de Marco Junio Pera, elprimero de ellos se situó en el centro de la

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gran sala y tomó la palabra.- Estimados senadores, a vosotros me dirijoen nombre de miles de vuestros compat-riotas que ahora sufren el peor de loscautiverios. Aníbal, como sin duda sabréis,no es el rey Pirro en el trato a losprisioneros. Sin embargo, todo lo sufrimosy todo lo resisti- mos por nuestra patria.-Aquí Lucio Escribonio se detuvo ynavegó con sus ojos por la gran sala enbusca de miradas de complicidad yaceptación a sus palabras iniciales; en-contró una mezcla de compasión ydesconfianza que le hizo ver que, si bienhabía posi- bilidades de persuadir alSenado para que se pagara el rescate detodos los cautivos, de- bería serextremadamente cauteloso en su discurso:la vida de sus compañeros y, lo que lepreocupaba bastante más, la suya propia,dependía de ello. Continuó-. Estimados se-

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nadores, Cannae quedará como un díanefasto en nuestra historia. Se combatiódesde el alba hasta la noche. Cincuenta milde los nuestros yacen muertos al norte delrío Aufi- dus. Se luchó con valor hasta laúltima gota de nuestra sangre, hasta que yano tuvo nin- gún sentido aquella carniceríay con la última luz de aquel terrible día,unos pocos su- pervivientes conseguimosreplegarnos en el campamento establecidoal norte del río. La noche llegó y resultabaimposible salir de aquel encierro. Loscartagineses dominaban los caminos y noscuadruplicaban en número, de tal modoque sólo nos restaba resistir.Y así se hizo, hasta que al día siguientequedó claro que toda lucha era inútil. Erasólo cuestión de tiempo que fuéramosdiezmados por el enemigo y, pregunto yo,¿qué servi- cio podríamos entonces prestara la patria siendo ya sólo unos miles de

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cadáveres más extendidos sobre la tierraentre Canusio y Cannae? ¿Era aquéllanuestra mejor forma de servir al Estado ocabían otras posibilidades? Romanecesitaría soldados hábiles pronto ante unenemigo cada vez más poderoso. Algunosrecordaron que no es extraño a nuest- rahistoria negociar con el enemigo un rescatemediante el que salvarse y poder así sub-sistir para contribuir en posteriores batallasa la defensa de la patria. Así lo hicieronnu- estros antepasados tras la batalla deAllia en la guerra contra los galos. ¿Porqué no ha- cer de nuevo lo que antepasadosilustres hicieron ya en momentos dondetoda esperanza está ya perdida? De estaforma se convino en mandar unadelegación para negociar con Aníbal unrescate razonable y se llegó a un acuerdo:quinientos denarios por cada jinete,trescientos por cada soldado y cien por

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cada esclavo. Y diréis, ¿por qué pagar estascan- tidades? A esto yo os respondo: nosconsta, por lo que nos dicen nuestrosfamiliares, que el Senado está vaciando lasarcas del Estado para pagar a los amos deocho mil esc- lavos a los que armar paraque actúen en la defensa de Roma, ypregunto yo, ¿se pueden comparar esclavoscon legionarios expertos en el arte de laguerra y que, además, os costarán menosque pagar por todos esos esclavos a los queestáis recurriendo? ¿Qué mejor forma defortalecer la defensa de Roma que la derecurrir a soldados ya prepara- dos einstruidos en el combate? Y si el peso y laabrumadora realidad de estas razones no osconvencen, sólo os pido que miréis envuestros corazones y que, por todos los di-oses, al tiempo que lo hacéis, escuchéis alpueblo de Roma que clama por nuestraliber- tad, que es la libertad de sus

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familiares y amigos, con llantos y gritos dedolor desde el foro. ¿Vais a desoír elclamor de vuestra propia sangre, vais anegar el sentimiento de compasión queabunda en vuestros corazones, vais acegaros frente a la realidad de la razónmisma que no hace sino subrayar lanecesidad de liberarnos? -Lucio, rojo,encen- dido su rostro por la pasión en laque había concluido su discurso, detuvo suparlamento para respirar, recuperar elaliento y mantener fijos sus ojos en cadauno de los senado- res, sintiendo cómo entodos ellos su voz había penetrado hasta lomás hondo, de modo que su ánimorecobraba confianza, hasta que su miradase cruzó con unos ojos fríos, he- lados,impertérritos que sin parpadear congelaronla sangre del propio Lucio: eran las pupilasoscuras de Quinto Fabio Máximo las queasí le observaban; Lucio, no obstante, con

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orgullo y seguridad de haber conseguido elapoyo de la mayor parte de los senado- res,mantuvo, retador, la mirada de su evidenteoponente. Y, de esa forma, clavando susojos en Fabio Máximo primero y luego enel dictador Marco Junio Pera que presidíala sesión, dio término a su discurso-. Envuestras manos está, pues, dar vida a laesperanza de vuestros compatriotas, de losque claman por sus familias en el foro y delos que, cu- biertos de cadenas, se venobligados a arrastrarse ante Aníbal; sólounas palabras más:pensad bien, ¿quién luchará con másahínco sino aquel que ha sido humillado atal ext- remo por el enemigo y, en últimainstancia, fue salvado por la generosidadde su patria? ¿Qué mejores soldadosencontraréis sino aquellos que profesanodio al enemigo y tend- rán siempre unadeuda de vida con su patria que los liberó

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del yugo de la tortura y la es- clavitud?Con estas preguntas Lucio Escribonio seinclinó ante el dictador y el resto de los se-nadores y, alejándose del centro de la gransala, retomó su posición junto con sus doscompañeros que, conmovidos por suenfervorecida defensa, saludaron conpalmadas en la espalda a su compañero decautiverio. Ninguno de los dos tenía dudasde que el res- cate sería concedido por elSenado. De hecho, los senadores hablabanentre sí de forma airada, entre grandesaspavientos y marcadas muestras deasentimiento hacia lo que aca- baban deescuchar.- Hay que satisfacer el rescate.- Es importante recuperar a estos soldados.- No podemos dejar a nuestros familiares amerced de ese salvaje.Y así decenas de comentarios ibancirculando por el Senado, de boca en boca,

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pasán- doselos de unos a otros hasta quellegaban a la proximidad de Quinto FabioMáximo y otros viejos senadores que semostraban menos conmovidos que el restode sus colegas, aunque no supieran biencómo formular una respuesta contraria aconceder el rescate tras el emotivo discursode Escribonio. Fabio Máximo se tapó elrostro con ambas ma- nos, sentado peroinclinado hacia delante, sopesando lascircunstancias en silencio, mi- entras susoídos se empapaban de los comentariosque corrían por toda la sala. Marco JunioPera compartía en gran medida la visión dela gran mayoría en el sentido de satis- facerel rescate, pero la expresión seria dealgunos senadores y, en especial, la actitudcallada de Fabio Máximo, le hicierontomar con voz poderosa la palabra paraestablecer el orden en aquel delicadodebate. Aquel día estaba resultando

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agotador. Una jornada de sentimientosencontrados en medio de la mayor crisis dela ciudad desde su caída ante los galoshacía ya más de siglo y medio.- ¡Senadores, senadores! ¡Silencio!¡Silencio! -Poco a poco los senadoresfueron reto- mando sus asientos, y elmurmullo de los comentarios fueapagándose-. Bien, hemos de decidir sobresi se satisface el rescate en las condicionesque los prisioneros acordaron con elgeneral cartaginés o…, o si alguienconsidera que debe actuarse de otromodo…, éste es el momento para hablar.El Senado escucha.La mirada del dictador barrió la saladespacio. Nadie se alzaba. Tampoco loesperaba el dictador, al menos, hasta cruzarsus ojos con Fabio Máximo. Al llegar a él,en efecto, el viejo ex dictador de sesenta ysiete años se levantó con parsimonia

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infinita pero con una firmeza que no podíapasar por alto ninguno de los presentes.Fabio se situó enton- ces, de nuevo, en elcentro de la sala, justo donde habíaintervenido Lucio Escribonio enrepresentación de los prisioneros, y tomó lapalabra al tiempo que se inclinaba ante eldictador en señal de reconocimiento a suautoridad y por concederle la posibilidadde expresarse de forma abierta y directa.- Estimados colegas, amigos y, por qué nodecirlo, oponentes también -y esbozó unasonrisa al tiempo que miraba a algunos delos más afines a los Emilio-Paulos yEscipi- ones que allí se encontraban, con loque, acompañado de una suave sonrisa,consiguió arrancar algunas risas entre losunos y los otros, relajando un poco elambiente tras la intensa intervención deLucio-; bien, pues, colegas todos, en estesagrado lugar, éste es un día duro para

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todos y cada uno de nosotros. Hasta talpunto se atrepellan unos acon- tecimientoscon otros que es fácil perder la perspectivade las cosas y dejarse llevar por la enormefuerza de los sentimientos, sentimientos,no lo pongo en duda, todos justos y llenosde dignidad, tal y como corresponde avuestras personas. Pero creo que, llegadosa este punto, quizá sea importanterecapitular un poco para entender mejorexactamente lo que se está juzgando.Veamos: hemos empezado esta que sé serárecordada en los anales como históricasesión del Senado juzgando a los oficialesque sobrevivieron al desastre de Cannae yque, si bien no supieron darnos la victoria,al menos sí fueron ca- paces de regresar aRoma como soldados libres, sin honor enla batalla pero sin tener que venir aimplorar un rescate por sus vidas. Bien. Aestos oficiales se les ha valorado su

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capacidad para, en medio de unadeleznable derrota, salvar una cantidadsignificativa de hombres. Por ello se les haperdonado de igual forma que, sinembargo, tampoco se les ha premiado.Bien, justa decisión. Sigamos: luego elSenado ha debatido sobre qué hacer, no yacon estos oficiales, sino con los soldadosque se salvaron y, ante tanta des- honraacumulada en un campo de batalla dondenuestras tropas eran diezmadas por elenemigo pese a que lo doblaban ennúmero, ¿qué decisión ha tomado elSenado? No sé si lo recordáis -aquí FabioMáximo hizo una breve pausa, retórica, enespera de ninguna respuesta, sino sólo deganar el dominio, el control de lasituación-, aquí se acaba de acordardesterrar a todas esas tropas por su nulacapacidad de combate. Es cierto que es-tamos necesitados de soldados, pero de

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legionarios valientes y no huidizos y porello, de forma sabia, el Senado hacondenado al destierro a todas estas tropasy declarado las le- giones quinta y sexta enlas que se integrarán todas estas unidadescomo legiones maldi- tas para Roma. Se hapreferido recurrir a jóvenes, esclavos yconvictos antes que defen- dernos con losque no supieron defender nuestrosintereses en Cannae. Ahora bien, yo nodiscuto esta decisión que, como bienvisteis, apoyé con mis palabras, pero deigual forma que hemos declarado a esasfuturas quinta y sexta legiones comomalditas y des- terradas, hemos dereconocerles, al menos, un valor: fuerontropas que como mínimo supieron salvarsea sí mismas. Es cierto que nos han traído lahumillación de la derrota y por ello sondesterradas y despreciadas, pero al menos,no han venido, además de tra- ernos una

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derrota inaceptable, a rogarnos quepaguemos el rescate por unas vidas cuyovalor, es justo aunque doloroso decirlo, esmás que cuestionable. Debo ser delicadoen mis palabras porque sé que hablamos deromanos y que entre ellos hay familiares yami- gos de todos los presentes aquí, míostambién. Pero bien, tomadas todas estasdifíciles decisiones, el día se nos alarga ylos dioses nos ponen ante la más que difícilprueba de seguir juzgando a los derrotadosde Cannae. Hasta este momento sé que seha obrado con ecuanimidad, pero ahora measalta la duda y el temor a que Roma vaciley que en su vacilación proporcionemos alenemigo unos recursos adicionales con losque ahora no cuenta: quinientos denariospor cada jinete, trescientos por cadalegionario, en fin, así se han dado enllamar, y cien más por cada esclavo. Y senos dice que ese dinero es menos de lo que

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nos está costando armar a los esclavos dela ciudad. No sé si, echando cuentas, alfinal sea más o menos una cantidad queotra, pero lo que sí sé es que una co- sa esdar dinero del Estado a conciudadanos queceden sus esclavos para la defensa de laciudad y, algo muy distinto, es regalardinero a nuestro más mortal enemigo. Puesen to- do esto conviene recordar que si hayalgo de lo que carece Aníbal hoy día es dedinero, oro y plata con la que pagar a susmiles de mercenarios galos e iberos. Variosmiles de denarios, en pago por el rescate delos prisioneros de Cannae, estoy seguro deque serán muy bienvenidos por Aníbal. Séque vuestros corazones ven el dolor y elsufrimiento de los allí apresados yencadenados, pero os invito también a quedibujéis en vuestra mente la sonrisa deAníbal y la celebración con vino itálicojunto con sus generales y su her- mano

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Magón, mientras cuentan su nuevo oro ycómo se congracian con todos sus mer-cenarios con el mismo, repartiéndolo pordoquier, inflamando los ánimos de losiberos y de los galos y de sus tropasafricanas, anunciándoles que este pago queahora reciben es sólo el aperitivo de lo queles espera cuando marchen sobre Roma. Sí,con el rescate se liberaría a estos que aquíhoy se han defendido, pero tened presenteque ese mismo di- nero el Estado lo daríapara alimentar a su más mortal y vorazadversario. Y, me diréis, que no sea elEstado sino que se permita que de formaprivada cada familia que pueda haga frenteal rescate que le corresponda en función delos que deba o decida liberar. Y a esto yoos digo que, si bien se preservarán lasesquilmadas arcas de la ciudad, la celeb-ración de Aníbal será la misma y lassonrisas de los mercenarios igual de

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complacidas, pues al cartaginés y suejército no les importa ahora tanto dedónde provenga ese dinero sino el hechode recibirlo y, a fin de cuentas, Aníbalsiempre podrá presentarlo ante sussoldados como dinero romano y nomentiría. Y bien, ahora que ya hemosrevisado lo que hemos juzgado hasta ahoraen este día y que hemos examinado lasconsecuencias que un pago del rescatetendría en el fortalecimiento de nuestroenemigo, juzguemos ya pues a estoshombres que nos ruegan por dinero parasalvar sus vidas. ¿Quiénes son conexactitud estos que a sí mismos se dan elnombre de legionarios? Yo os lo diré. Sonaquellos que en el campo de batallaprimero huyeron, que luego en elcampamento norte se escondieron y que,por fin, ante la llegada del enemigo a laspuertas de su escondrijo, como colofón a

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su gran jornada, se rindieron. Y yo ospregunto, senadores, ¿es esto lo que hacenlas legiones de Roma: huir, esconderse yrendirse? ¿Es eso lo que se enseña anuestros soldados hoy día? Y se ha osadoaquí hablar de nuestros antepasados, comosi éstos se hubieran dedicado a huir,esconderse y rendirse. ¿Tendríamos laRoma que hoy tenemos con antepasadosasí? ¿Habríamos conseguido doblegar a losgalos de Italia central, a los etruscos, aUmbría, Campania, Sicilia, Cerdeñahuyendo, escondiéndonos y rindiéndonos?¿Es esto lo que Roma premia ahora?Porque si es así, yo no me reco- nozco enesta nueva Roma que premia a loscobardes. Cobardes digo, porque este mis-mo día se nos ha manifestado cómo untribuno con sólo seiscientos de esossoldados consiguió pasar en mitad de lanoche del campamento norte al sur y así

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unirse al resto de las fuerzas de los otrostribunos para al menos de esa formaalcanzar juntos Canusio y luego Roma, sintener que rendirse ante el enemigo. ¿Ymientras que a estos que, por lo menos,fueron capaces de regresar a Roma, loscastigamos con el destierro, vamos apremiar a estos otros que se rindieronpagándoles el rescate, diciéndoles lo bienque hi- cieron en no arriesgar sus vidas?¿Qué debemos esperar entonces de lasnuevas legi- ones: que luchen hasta el finen defensa de Roma o que, tranquilos, queno se preocu- pen, que si las cosas seponen difíciles, se rindan, que ya vendráluego el Senado a res- catarlos con dineropara ir haciendo cada vez más fuerte y másrico al enemigo? ¿Por Castor y Pólux y portodos los dioses, es que tiene esto algúnsentido? ¿Es que en el Se- nado se haperdido la razón y ya no se gobierna, sino

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que se agasaja con dádivas a los quehuyen? Si antes dije que no quería a lossupervivientes libres de Cannae en ladefen- sa de Roma sino en el destierro,sólo me queda por decir que de lossoldados que huyen, se esconden y serinden no es que los quiera en el destierro,es que no quiero saber nada de ellos. Y sitanto valen, como esta tarde han osadodecir ante nuestros ojos, que lo de-muestren salvándose, rebelándose,luchando y no arrodillándose ante elenemigo y lu- ego rogando a sus familiaresque les den dinero para los cartaginesespara que con esas mismas monedas luegose financie a los que vendrán a violar,matar y asesinar a cuantos reunimos el orocon el que se les liberó. No, yo no piensoformar parte de semejante Ro- ma. A losque son derrotados y sobreviven, cuando sedebería haber ganado, se les des- tierra y a

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los que se rinden sólo resta dejarlos enmanos de su nuevo amo, pues al nego- ciarcon éste un rescate, además de perder elpoco honor que les quedase, para mí, comosé que para muchos de los presentes, ya noson ciudadanos romanos, sino esclavos deCartago y yo no pago dinero por esclavosde extranjeros.Y con esto Fabio Máximo terminó su largodiscurso, pronunciado, especialmente en laúltima parte, con intensidad, pero con vozserena, sentida, pero calmada. Entre los se-nadores el debate se reabrió condiscusiones vehementes. Lo que antes de laintervenci- ón de Fabio Máximo estaba tanclaro, ya no lo parecía tanto. La decisiónera mucho más controvertida ahora. Pagara un enemigo necesitado de dinero eradarle aliento y fuerzas para lanzarse sobreRoma. Ahí, el viejo ex dictador habíapuesto el dedo en la llaga. Por otro lado,

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estaban los familiares y amigos apresados.Todo era confuso. Entre los sena- dores demayor edad, las palabras de Fabio Máximohabían calado de forma evidente ysenadores como el anciano TorcuatoManlio apostaban con firmeza por ladecisión de no pagar el rescate. El dictadorMarco Junio, finalmente, decidió ordenarel debate y plantear una votación.- Ésta es la más difícil de las decisiones deuna jornada cargada de determinacionesgraves e ingratas, pero debemos tomar unadecisión. Las posiciones han quedadoplante- adas con claridad. Se ha permitidoa los representantes de los prisionerosdefender su causa y apuntar las razonesque justifican su actitud y su solicitud delpago del rescate;por otro lado, el senador Quinto FabioMáximo ha podido exponer susargumentos en sentido contrario

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recordándonos todas las consecuencias quetal pago del rescate conlle- varían y hacompartido con todos su juicio sobre losque se rindieron a Aníbal. Creo quepodríamos pasar días, semanas debatiendosobre lo que es justo hacer y es posible quenunca alcanzásemos el acuerdo, pero nohay tiempo. Hay una ciudad que gobernary que defender y una respuesta que darrápidamente a los representantes de losprisioneros y, a través de éstos, al enviadode Aníbal que aguarda a las afueras de laciudad. ¿Qué mensaje va a mandar elSenado de Roma? Los que estén a favor desatisfacer el rescate que se levanten ahora.Lucio Escribonio y sus dos compañeros decautiverio vieron cómo poco a poco se fu-eron levantando varios grupos desenadores, pero sus corazones secongelaron cuando, después de unasdecenas, los movimientos entre los bancos

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se detuvieron, permanecien- do un grannúmero sentados. El dictador, asistido porotros senadores, empezó el recu- ento devotos. Los prisioneros intentaban hacer lopropio, pero desde su posición en un lateralde la sala era difícil determinar conprecisión el número exacto de los que seha- bían alzado y sus nervios lostraicionaban de forma que se descontabanuna y otra vez y se veían obligados avolver a empezar el recuento.- Creo que entre setenta u ochenta connosotros -dijo Lucio.- No son suficientes -comentó uno de suscompañeros-, pero hay que ver cuántos seatreven a votar en contra.El dictador anunció el resultado de lavotación.- Setenta y nueve a favor de pagar elrescate. Ahora, sentaos, y que se alcen losque opinen que Roma no debe satisfacer

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este pago por los prisioneros.Más despacio, algunos de los senadoresmás viejos, dirigidos por Manlio, sealzaron, y a éstos los siguieron algunosotros, pero la gran mayoría observabaexpectante a Quin- to Fabio Máximo. Éstemiró a su alrededor. Sólo unos treintaestaban en pie. En ese mo- mento Máximose levantó y con él, como una cascada,decenas de senadores de ambos lados de lasala se alzaron. Aunque no todos. Estabaclaro que había un pequeño grupo desenadores que no había optado por ningunade las dos opciones. Eran ciento ochenta ynueve los senadores supervivientes,después de la interminable serie dederrotas mili- tares que había idodiezmando de representantes el Senado deRoma, donde normalmen- te se reuníanhasta trescientos antes de ir cayendo enTrebia, Trasimeno y Cannae.

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El dictador contó despacio y, cuando huboterminado de hacerlo, inspiró profunda-mente. Repitió la operación. Una vez bienseguro y confirmada su cuenta con la deotros dos senadores anunció el resultadodefinitivo.- Ochenta y ocho en contra de pagar elrescate -una breve pausa en medio de unse- pulcral silencio y sobre éste la vozangustiada del dictador de Roma, MarcoJunio Pera, segando con sus palabras laesperanza de los prisioneros-; el rescate noserá pues paga- do ni con dinero público niprivado; nadie podrá pagar bajo pena demuerte. Los repre- sentantes de losprisioneros serán devueltos a Aníbal paraque transmitan la decisión del Senado yque los dioses se apiaden de ellos y de susfamilias y amigos. Y ahora que se- anescoltados por la guardia. Ordeno tambiénque las patrullen las cal-legiones urbanae

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les de Roma. Que todo el mundo vaya asus casas y que se disuelva a lamuchedumbre del foro… con la fuerza sies necesario. No se tolerarán ni tumultos nirevueltas en las calles de la ciudad.Estamos en guerra y hay que prepararsepara la defensa. Ruego que la totalidad delos senadores muestre con su ejemplo elmodo en que un romano debe acatar lasdecisiones aquí tomadas, más allá de suacuerdo o desacuerdo con las mismas.En la obediencia por parte de todos anuestras decisiones reside el fundamentodel Esta- do. Que Júpiter y Marte y losdioses Quintes protectores de la Urbe nosasistan en estos momentos de dolor ypeligro y que nunca jamás contemplen misojos una reunión del Senado como la quehemos presenciado hoy. Se levanta lasesión.Aníbal no ocultó su sorpresa cuando

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Cartalón le transmitió la respuesta que a él,a su vez, le habían traído unosdesesperados y cabizbajos prisioneros devuelta del Senado, entre lágrimas y ruegospor sus vidas.- ¿Roma no paga el rescate? -Aníbalfrunció el ceño; había contado con esedinero para satisfacer algunas de las pagaspendientes a los galos y los iberos; aquelloera un contratiempo. Una respuestaradical-. Quiero, Cartalón, que nuestrosespías trabajen con esmero: he de saberqué pasó en el Senado y quién hapromovido esa respuesta -aunque, en elfondo, el general cartaginés intuía conbastante certidumbre de quién podía prove-nir una decisión tan fría y tan calculadaque, sin duda, suponía un obstáculo en suspla- nes; sólo alguien con la cabeza fría deFabio Máximo podía concebir unarespuesta tan dura.

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- Así se hará, mi señor, pero… -aquíCartalón dudó un momento.- ¿Pero? Habla, oficial.- ¿Qué hacemos con los prisioneros? -¿Con los prisioneros? -preguntó Aníbal,como recordando algo ya lejano en sumen- te-. Con los prisioneros, claro, algohabrá que hacer con ellos. -Se hizo elsilencio; echó un trago de vino puro, sinmezclar; sintió el escozor del alcoholdescendiendo por la garganta. Dejó la copade vino vacía sobre la mesa. Sintió lasmiradas de su hermano Magón y deMaharbal tras de sí, de Cartalón y del restode los oficiales presentes-. Losprisioneros… sí…, ¿qué hacer conellos…? Bien. Quiero a trescientos de losprisioneros apartados del resto y biencustodiados: patricios, senadores, si quedaalguno vivo entre ellos, a familiares deéstos. Los usaremos como rehenes en su

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momento. Que los galos y los iberos sediviertan con los demás. Que los haganluchar, que los torturen o que losdespedacen. Me da igual, mientras acabencon todos ellos. Si a Roma no le interesan,no tienen tampoco ningún valor para mí. SiRoma los desprecia, yo también.Así, durante una larga noche de cielodespejado, con miles de estrellas comotestigos mudos del sufrimiento» y la locurahumanos, se oyeron espadas golpeándoseentre sí, se presenciaron combates cuerpo acuerpo entre hermanos, entre padres e hijossobre los que um enfervorizado público deguerreros iberos, celtas y galos cruzabaapuestas sobre quién sobrevivía o sobrequién caería primero; se cayeron terriblesaullidos de dolor, chasquidos de huesosque se quebraban entre risas provocadaspor el vino fresco de án- foras oscuras, y sepropagó el olor a muerte por cada rincón

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del valle. Al amanecer, los buitresdisfrutaron de un auténtico festín de carnefresca de miles de cadáveres ensang-rentados y heridos agonizantes expuestossobre la tierra, un regalo del ejércitocartagi- nés a las bestias aladas.

69 El viejo arcón

Roma, octubre del 216 a.C.

El joven Publio regresó a la casa de losEmilio-Paulos para el funeral. Iba vestido,co- mo correspondía, con túnica y toga grisoscuro elaboradas con lana virgen dePollentia, en la región de Liguria. Todo fuealgo extraño al no disponer del cuerpo delfallecido, perdido en el fragor de la peor delas derrotas que nunca jamás antes hubierasufrido Ro- ma. No se pudo hacer, pues, la

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completa llevando el cadáverdeductiohasta el lugar de la incineración y posteriorenterramiento fuera de las murallas de laciudad. Sin embar- go, los Emilio-Pauloshicieron el resto de los ritos de la deductioy así, tras dos días de música fúnebre y degemidos de plañideras, desfilaron contodas sus por las callesimagines maiorumde Roma. El Senado otorgó a la familia delcónsul caído un permiso ex- cepcional parapoder llevar a cabo en público sus muestrasde dolor más allá de la prohi- bicióngeneral de realizar funerales. Se queríaevitar que la ciudad se convirtiese en untriste espectáculo de miles de entierros,millares de plañideras y dolor públicogenerali- zado, lo que de seguro habríatrastornado los ánimos y debilitado lamoral que debía re- cuperarse a toda costapara afrontar el avance del enemigo. Ahorabien, negar a la fami- lia de un cónsul

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caído en el campo de batalla su derecho ahonrar a su habría sido sacarpater familiaslas cosas de quicio. Así, en la sedeductiomezclaban estatuas de ante- pasados yactores con máscaras representandosucesos relacionados con las grandes vic-torias del magistrado muerto. La largacomitiva de togas grises terminó en elcentro del foro y allí Lucio, el primogénitode Emilio Paulo, honró su memoria conuna larga en la que rememorólá- udanotodas las virtudes, heroicidades ygrandezas de su padre. De este modo sehacían así partícipes a todos los ciudadanosde la grandeza de su linaje, de sus grandesantepasados y de la reciente pérdida queacababa de padecer la familia en servicio ala ciudad.Hasta pasados los ocho díascorrespondientes al luto oficial no le fueposible a Publio volver a ver a Emilia.

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Tampoco quiso insistir, aunque presentíaque disponía del favor de la familia y que,si presionaba, le dejarían hablar con la queera su prometida, pero prefirió asistir alsepelio y luego mantener una distanciarespetuosa durante el luto. Ade- más, laspalabras de Emilia aún reverberaban en susoídos: «Mentiroso, traidor.» Sabía que eranel fruto amargo de una persona fuera de sí.También recordaba cómo el herma- no deEmilia apuntó que ella se negó a dar pormuerto a su padre hasta que lo oyó de suspropios labios.Publio llevaba días reuniendo fuerzas paravolver a acercarse a Emilia. Se dio cuentade que combatir contra el ejército deAníbal o evitar la sedición en tropel de lostribunos de las legiones de Roma era mássencillo para él que aproximarse a alguientan querido como Emilia en momentos detanto dolor; pero ése era su deber: asistirla,

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protegerla, cu- idarla. Lo había prometidoa su padre herido de muerte en el campo debatalla y estaba decidido a honrar taljuramento. No sólo eso: sentía que suposible felicidad futura, si es que enaquellos tiempos se podía pensar en serfeliz, dependía en gran medida de poderllevar a buen término la muy deseada tareade proteger y cuidar siempre a Emilia.- Está en el jardín -le dijo el de laatriensecasa del cónsul fallecido una vez en el ves-tíbulo-; pasad, pasad, por favor. Estádesolada. No habla con nadie. Veros lehará bien - el esclavo hablaba conmovidopor el dolor de su joven ama-. Siempre sealegraba de ve- ros y lo mismo convuestras cartas, señor.Pasaron por el atrio y luego por el

hasta alcanzar el jardín. Emiliatabliniumestaba sentada junto al frondoso árbol bajoel que tantas tardes habían pasado los dos,

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el mis- mo árbol que los abrigó con susombra el día que se conocieron cuandoEmilia se divir- tió coqueteando con élcomo si, pese a ser ella un par de años másjoven, le conociera desde la infancia. Sí,ésa era precisamente la sensación quehabía tenido el día que hab- laron porprimera vez: que se conocían, que secomprendían, por eso fue sencillo enten-derse con ella, aunque las preguntas fuerancon frecuencia inesperadas; laconversación fluyó fácil, entretenida,inteligente. Y era tan dulce su voz. Y tanhermosa. Ahora la veía bajo el mismoárbol, sola, sombría, distante, pero igual debella. No. Más aún. Dos años habíanpasado desde que se conocieron. Los senosde Emilia habían aumentado, igual que lassuaves curvas de todo su cuerpo. Publio seacercó despacio hasta estar a un par depasos de ella. Taciturna, miraba en

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dirección opuesta y no sintió su presencia.¿Esta- ría roto ya el fino hilo decomplicidad, tan delgado, pero tan intensoque siempre los ha- bía unido? Publio dudóvarias veces antes de hablar.Emilia -dijo al fin, sin saber muy bien quémás añadir. Ella oyó aquella voz fuerte,agradable, decidida y se giró conparsimonia. Había lágrimas en sus ojos. Nohabía dej- ado de llorar ni un s°lo día desdela muerte de su padre. O, mejor dicho,desde que el Propio Publio confirmase talhorrible suceso. Emilia se levantó y seechó en sus brazos.Publio la recibió con delicadeza y fuerza almismo tiempo.Lo siento, lo siento -musitó ella entresollozos-. Te he dicho cosas terribles. Noera yo, era mi dolor, mi dolor. Perdóname,por favor, por todos los dioses, perdóname.- No hay nada que perdonar, dulce mía.

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Nada que perdonar. Estoy aquí. Contigo.Si- empre.Permanecieron varios minutos abrazados.Sólo se oía el sollozo ahogado de Emiliaque empapaba con sus lágrimas de cristalla toga de Publio. El viento, quizá porrespeto, tal vez por tacto, había detenido suconstante trasiego entre las hojas de losárboles.Se sentaron en el banco. Publio decidióhablar por los dos.- Tengo que decirte algunas cosas que medijo tu padre antes de morir y de las que nohe podido hablarte antes. Sonpensamientos para ti que me transmitiócuando estaba muñéndose. ¿Crees quepuedes escucharlos ahora? Emilia, detrásde sus lágrimas, asintió lentamente.- Bien -continuó Publio, limpiando con eldorso de su mano algunas de las finasgotas que se deslizaban por las sonrosadas

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mejillas de Emilia-. Tu padre me dijo queeras lo mejor que ha tenido en esta vida,que le has alegrado todos estos años y queespera ha- ber sido todo lo que tú soñabas.Emilia escuchaba muda, sus sollozosdetenidos por unos segundos, los ojosabiertos de par en par.- Tu padre me dijo que ha luchado porRoma siempre, pero que, desde que túnaciste, ha vivido por ti. Me dijo que sentíamucho que, perdida tu madre, ahora él tedejara tam- bién sin su compañía yprotección, pero que toda la familia tecuidaría y te protegería -el joven hizo unapausa y añadió unas palabras más, rápidas,en voz baja, como con mi- edo-. Luego mepreguntó a mí si deseaba casarme contigo.Aquí Publio detuvo su relato.- ¿Y tú qué dijiste? -preguntó Emilia.Por un instante a Publio le pareció ver queotra sensación distinta al dolor asomaba en

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la mirada de Emilia.- Le dije que sí, que casarme contigo ycuidarte y protegerte y tenerte conmigosiemp- re era lo que más deseaba en estemundo.Emilia no dijo nada, pero antes de quePublio se diera cuenta, la tenía abrazada asu cuerpo nuevamente deshecha ensollozos. El joven tribuno decidió concluirsu relato hablando con ternura al oído de lamuchacha.- Tu padre me dijo entonces que, si tú meaceptabas, buscásemos en su estancia, en elarcón grande, en el fondo. Me dijo quesabrías dónde mirar. Sus últimas palabrasfueron para ti, para que te recordase que élsiempre estaría contigo y que te querríasiempre.Terminó diciendo que los dioses lereclamaban en el reino de los muertos.Luego tuve que marcharme. No pude

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quedarme con él más tiempo. Le ofrecí micaballo para salvar- se, pero dijo que erademasiado tarde ya para él y me ordenócomo cónsul de Roma que me montara enmi caballo y me alejara de allí. Inclusohizo que sus me expulsa- ran delictoresaquel lugar. Obedecí al fin. Ahora no sé sihice lo correcto. Lo siento.Emilia se separó un poco de él, le miró alos ojos, y, aún con voz un poco débil, perocon cierta decisión, respondió despacio.- Hiciste lo correcto. Si mi padre ordenóque te alejaras de allí y le dejases, eso es loque debías hacer. El era el cónsul y tú untribuno a su servicio en una de suslegiones.La sorprendente y sucinta síntesis deEmilia le dejó perplejo. Como en tantasotras ocasiones, la rápida resolución de lajoven le dejaba un poco confuso, pero sesintió bien por dos cosas: por ver

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confirmada por ella la corrección de susacciones y por detectar en las palabras deEmilia la acostumbrada determinación dela muchacha que desde el primer díacautivó su corazón.- Ven, vamos -dijo Emilia levantándosecon rapidez y llevando de la mano aPublio.Era casi cómico ver a aquel fuerte y altojoven conducido por una pequeñamuchacha que apenas le llegaba al hombro.- ¿Dónde vamos? - A la estancia de mipadre.Entraron en la casa y, cruzando el atrio, seintrodujeron en el Una vez allí,tablinium.Emilia señaló a Publio un gran arcónarrinconado en una de las paredes laterales.El joven tribuno abrió el arcón. Estabarepleto de rollos, volúmenes de filosofía,historia y estrategia militar. Muchos enlatín, algunos en griego. Fue sacándolos

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metódicamente, con cuidado ypasándoselos a Emilia, que los ponía a suvez en la mesa de la estancia.Pasaron así unos minutos hasta que en elfondo del arcón, entre los últimos rollos,vi- eron cómo asomaban dos pequeñastablillas plegadas. Publio las sacó y lasseparó con cuidado. Los dos jóvenesleyeron en silencio.Yo, Emilio Paulo, cónsul de Roma, si nome encontrara ya entre los vivos por causasde esta prolongada guerra contra el poderde Cartago, manifiesto que en el supuestode que el joven de nombre Publio CornelioEscipión, en la actualidad tribuno de laprimera legión de Roma, a mi servicio enel ejército consular, hijo y sobrinorespectivamente de Publio CornelioEscipión y Cneo Cornelio Escipión,procónsules de Roma cum imperi- umsobre las legiones destacadas en Hispania,

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solicitase casarse con mi muy amada y si-empre querida hija Emilia Tercia, que estaunión es grata a mis ojos y cuenta con mibendición y autorización, lo cualmanifiesto para que quede en conocimientode todos mis familiares y amigos.Emilio Paulo Cónsul de Roma LIBRO VIEL MUNDO EN GUERRA

Numquam estfidelis cum potente societas.[Nunca es segura la alianza con el podero-so.] T. phaedrus, 1,5,1.A la luz de una vieja lámpara de aceiteRoma, invierno del 216 a.C.

La guerra contra Aníbal continuaba comoalgo perenne en el tiempo. La ciudad habíapasado del pánico del año anterior asoportar la guerra casi frente a sus puertascomo al- go normal. El nerviosismopersistía pero las idas y venidas de Aníbal

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eran ya parte del comentario diario. Titoera testigo mudo de todo aquello en suslargas caminatas antes del amanecer yluego de regreso a su pequeña habitacióncon la caída del sol. El resto del tiempo, enel molino, empujando la gigantesca piedra,se olvidaba de todo. Desde hacía semanashabía encontrado una diversión que leayudaba a pasar el tiempo eterno de sutrabajo circular e interminable moliendo lapolenta. Mientras sudaba en el esfuer- zode empujar y empujar sin fin, su mente lehacía viajar hacia situaciones y personajesde los que había leído tiempo atrás, cuandotrabajó en el teatro. Al igual que ya hicieraen las frías noches de la campaña del norte,cuando le costaba conciliar el sueño por elviento gélido y el miedo a entrar encombate, Tito recurrió a recrear desde losrecuerdos de su memoria las escenas dealgunas obras de teatro cuya representación

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había visto, hasta que, pronto, suspensamientos fueron deslizándose haciaotra fuente de entreteni- miento: comediasgriegas, antiguas, que habían pasado porlas manos de Praxíteles y las suyas en sustiempos de estudiante de griego con elanciano emigrante heleno. Con Pra- xíteleshabía leído comedias de Menadro,Filemón, Dífilo, Posidipo, Batón, Teognetoy otros cuyos nombres no acertaba arecordar. Últimamente su mente vagaba enlos recu- erdos de una obra de Demófilo: laprimera obra que le enseñó Praxíteles ycon la que empezó a aprender a leer elgriego. Recurría a ella porque era la quemejor recordaba y le gustaba poder ver ensu cabeza la evolución de todos lospersonajes, desde que hacían acto deaparición en las primeras escenas hasta eldesenlace final. Recordaba los chistes, lasbromas y algunos juegos de palabras que

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se le antojaban intraducibies al latín. Re-cordaba cómo Praxíteles le decía que pararepresentar esas obras en Roma, setendrían que traducir con cierta libertad,para cambiar un juego de palabras por otroque tuviera un efecto similar en latínaunque fuera distinto en su contenido: «Loque importa es el efecto, la broma, que elpúblico se ría, pero que encaje con laacción general de la obra, ¿me entiendes,Tito? Hay que traducir el espíritu de laspalabras, no las palabras mis- mas.»Nuevamente, la voz de Praxíteles retornabaa sus oídos. Un día de rueda de moli- no ledaba para recrear la misma obra hasta dosveces, recitando mentalmente para sí lasescenas que recordaba. Más adelante pasóa rellenar sus vacíos de memoria con suspro- pias escenas para mantener elconjunto de la obra en su imaginación.Llegó el momento en que incluso esa

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actividad se le quedó corta para rellenar lasinfinitas horas en el moli- no y fueentonces, una tarde de invierno del 216a.C, tomando unas gachas de trigo en unbreve descanso en su labor, mientras todaRoma andaba envuelta en las eleccionesconsulares en las que Fabio Máximo, denuevo se apuntaba como candidato, queTito Macio concibió la idea de empezar atraducir al latín aquella obra griega. Estabacomi- endo con las manos, llevándose unbocado a los labios cuando se dio cuentade que aqu- ello le iba a llevar tiempo,mucho tiempo. Rompió entonces a reír, deforma tan clara y espontánea que escupióla comida que acababa de llevarse a laboca. Si había algo de lo que disponía concreces era de tiempo. No tenía nada quehacer, al menos con la mente, mientrasdaba esas infinitas vueltas a la rueda deaquel maldito molino que, eso sí, al menos

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le alimentaba.Así, durante unas semanas fuecomponiendo varias escenas en latín, peropronto se dio cuenta de que, pese alejercicio al que sometía a su memoria,llegaba un momento en el que tendría queponer por escrito lo que iba imaginandomientras trabajaba en el molino. Aquellanecesidad conllevó una serie de cambiosdrásticos en su rutina diana.Para empezar, necesitaba algo con queescribir y luego papiro, bastante papiro.Las tab- lillas no serían suficientes. Loideal sería un rollo de papiro en blancopara poder ir tran- scribiendo lo que sumente iba dibujando. Acudió entonces unatarde al foro, al atarde- cer, de regreso delmolino, y en el mercado husmeó entrediferentes puestos hasta en- contrar lo quebuscaba: un comerciante que vendía rolloscon algunas obras y todo lo necesario para

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la escritura: tinta negra o de color, stilo, rollos, Los clientes delschedae, et cetera.

establecimiento eran esclavos atrienses,capataces de fincas rústicas y algúnpatricio. Todos bien arreglados, cada unoen su nivel, pero desde luego de aspectomuy diferente al suyo. Tito observó sutúnica raída, sus uñas sucias, sus sandaliasdesgasta- das, sus tobillos y pies llenos depolvo. Esperó a que el comerciante sequedara sin cli- entela y, cuando estaba apunto de cerrar, le abordó con humildad.- Disculpad que me acerque a vuestroestablecimiento… -dudó en cómo seguir;las palabras le costaban; tenía millones ensu mente, pero se dio cuenta de que llevabase- manas sin hablar con nadie. En elmolino el molinero le daba la comida y aveces pasa- ban semanas sin que le dijeranada-. Quiero decir que os ruego quedisculpéis mi mal aspecto. No he querido

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molestar mientras atendíais a otros… avuestros clientes, quiero decir; sólonecesitaría un poco de papiro y algo conque escribir. Tengo una mina.Una era todo lo que había podidominaahorrar después de complementar lasgachas de trigo del molino con algo dequeso y leche ocasionalmente y de pagar elalquiler de su habitación junto al Tíber.El comerciante le miró con desprecio yestuvo a punto de ahuyentarle para que ledej- ara en paz, pero Tito extendió su manocon el dinero y el mercader recapacitó: eldinero es bueno venga de donde venga. Sindirigirse a Tito, entró en su tienda yrebuscó entre el material que teníadesechado. Allí encontró un par de rolloscuyas láminas de papiro estaban malenlazadas y dificultaban el proceso deenrollar y desenrollar; cogió también unpar de estiletes y algo de tinta negra

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demasiado aguada que otros ya habíanrechaza- do y salió donde le esperaba Tito,ansioso, pasándose el dorso de su manopor la barba mal afeitada.- Esto es todo lo que puedo daros. Tomadloo dejadlo.No eran materiales exquisitos y encualquier otra circunstancia los habríarehusado como, sin duda, pensó, yahabrían hecho otros en mejor situación quela suya. Él, no ob- stante, no podíapermitirse elegir y estaba claro que elcomerciante no tenía intención deproporcionarle nada mejor.- Está bien, está bien -dijo Tito y cogió losrollos y el papiro y la tinta aguada entre-gando a cambio su dinero.El comerciante cogió la moneda y, sinresponderle, le dio la espalda. Tito se sabíahu- millado, pero la felicidad de tener conqué escribir le compensaba todo, aunque

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las mi- radas de asco que el mercader lehabía dedicado le hacían entendernuevamente por qué, poco a poco, se habíaido alejando de la sociedad que le rodeaba.Aquella noche, encen- dió su lámpara deaceite y sobre las dos mantas raídas de suhabitación, comenzó a tran- scribir laintroducción que había pensado para suobra. El papiro, no obstante, no estaba bienliso. Desenrolló más; se limpió las manoscomo pudo, frotándolas entre sí, y luegorestregándolas con una de las mantas, yentonces con ambas palmas alisó el papiro.Em- pezó de nuevo. El noattramentumdejaba un trazo claro, sino unas líneasimprecisas que no podían leerse bien. Latinta estaba demasiado clareada con agua.Al fin, descub- rió que escribiendo conespecial lentitud la marca del trazo del stiloquedaba razonable- mente plasmada sobreel papiro. Suspiró. Continuó, despacio,

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enfatizando cada letra, como si dibujasecada palabra. Aquello sería más largo aúnde lo que había anticipado:Hoc agite sultis, spectatores, nunciam,quae quidem mihiatque vobis res vertatbene, gregique huic et doinis atqueconductoribus… [Ahora, espectadores,prestad atención, por favor; y que todo seapara bien mío y vuestro, de esta compañía,de sus directores y de sus contratistas. Tú,pregonero, haz que el público sea todooídos. (Después de que el pregonero harealizado su cometido.) Anda, vuelve asentarte. Procura tan sólo no habertrabajado en balde.Ahora os voy a decir a qué he salido aescena y qué es lo que quiero: quiero quese- páis el título de esta comedia, pues, porlo que respecta al argumento, es muybreve. Y ya voy a deciros lo que dije quequería deciros: el título de esta comedia en

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griego es Ovayó^. La escribió Demófilo, yMacio, que la tradujo en lengua bárbara,quiere que se titule…4]4. Este texto, comoel resto de los fragmentos que luego sereproducen pro- cede de la traducción yedición de José Román Bravo (1998). Ellatín procede del autor original.Aquí detuvo Tito su mano y con ello laescritura y se quedó aquella nochemeditando el mejor título posible para suobra, pues se dio cuenta de que, aunquevarias escenas ya estaban en perfecto latínen su mente, nunca se había parado apensar el título concreto para la obra.Desde el río venían los gritos de un alenónalgún cliente mal pagador de los serviciosde alguna de las prostitutas de la calle, seoía el ruido de los carros que dis- tribuíanmercancías por la noche en dirección almercado y unos borrachos cantaban en unlatín indescifrable su cogorza hasta que

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alguien los avisó de que los triunviros seacercaban. Tito, a solas en su ha- bitación,se quedó profundamente dormido entre lastemblorosas sombras de la débil luz de suvieja lámpara de aceite.

71 El reparto del mundo

Palacio real de Pella, Macedonia, 215 a.C.

Era el día que el rey Filipo V deMacedonia reservaba para audiencias deembajado- res de los territorios bajo sudominio y de otros enviados de reinosvecinos, amigos y enemigos. Tenía tansólo veinticinco años, pero ya llevaba seisaños en el trono y había conocido la guerraen varias ocasiones. Los etolios, al sur,eran especialmente belige- rantes y seoponían con tenacidad a reconocer el poder

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de Macedonia sobre todos los confines deGrecia. No hacía mucho que habíandevastado varias ciudades. Filipo la-mentaba de forma particular la destruccióndel teatro de Epidauro. Tenía planes parasu reconstrucción. Esta vez no sólo lasgradas del público serían de piedra, sinotambién la antigua escena de madera, quesería reemplazada por otra de sólida piedray mármol.Así se levantaría de nuevo el gran teatro.Sí, los etolios al sur, pero luego estaba elmás grande y poderoso vecino: el reinoseleúcida que se extendía al este, en AsiaMenor, Si- ria y la antigua Persia, por unlado, y el reino tolemaico rigiendo eldevenir de Egipto.Filipo estudiaba un mapa de todo elOriente. En el plano se dibujaban lassiluetas de lo que llegó a ser el granimperio de Alejandro Magno. Tan

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descomunal, tan vasto que a su muertenadie pudo retenerlo todo y se troceó entres grandes pedazos: la gran Persia hastael río Indo para Seleúco, Egipto paraTolomeo, Siria y Asia Menor paraAntígono, y Macedonia y Grecia paraLisímaco y Casandro. Cada generalestableció monarquías independientes quederivaron en largas dinastías. Era el mundoheleno que legó Alejan- dro a lahumanidad. Ahora Antíoco III,descendiente de Seleúco el Grande, teníapreten- siones de reconquistar el viejoimperio de Alejandro y pugnaba contraEgipto por el control de Siria y las ricascostas fenicias, por un lado, y con el propioFilipo por el do- minio de Asia Menor.Filipo había derrotado a los etoliosreestableciendo así su control sobre lasciudades griegas y había llegado a uncierto entendimiento con Antíoco para que

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éste luchase con Egipto a cambio de queredujese sus pretensiones en Asia Menor yal tiempo asegurarse las islas del Egeosobre las que Egipto tendría que disminuirsu inf- luencia al tener que concentrarse endefenderse de los seleúcidas de Antíoco.Oriente era un enrevesado campo debatalla. Filipo estudiaba con detenimientolas estrategias a diseñar para reestablecer lahegemonía macedónica sobre Grecia yasegurar todas sus fronteras con suimperial vecino del este y mantener a rayala influencia egipcia del nor- te de África.Durante este tiempo, el rey de Macedoniahabía menospreciado el Occi- dente.Cartago era allí la fuerza preponderantedesde tiempos de Alejandro. La única ci-udad fenicia que mantuvo suindependencia después de que el granconquistador se hici- era con Tiro y Sidónen su despliegue político y militar por

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Oriente. Pero Cartago se mantenía en susáreas de influencia. Se adentraba haciaÁfrica y hacia la lejana penínsu- la ibérica.Y ahora atacaba Italia, pero aquello no leconcernía.- Majestad, han llegado los emisarioscartagineses -anunció un hombre mayor,pelo cano, nariz aguileña, encogido dehombros, con mirada furtiva, Demetrio deFaros, un rey depuesto por los romanos.Los romanos, sí, pensó el joven Filipo. Ahítenía otro ve- cino que crecía y queempezaba a resultar molesto. Los romanosse hicieron con las co- lonias griegas de laMagna Grecia en el sur de Italia primero.Luego decidieron interve- nir en elAdriático. Los piratas de Demetrio deFaros obstaculizaban el comercio por mar.En eso llevaban razón los romanos, perofinalmente establecieron tras la guerra unprotectorado en la costa de Iliria que tenía

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su frontera con la propia Macedonia. ADe- metrio le obligaron a dejar su isla,Faros. Desde entonces éste se refugió en lacorte de Filipo y actuaba como suconsejero en todo lo relacionado con elOccidente. Un consej- ero resentido conRoma. De eso el joven Filipo era muyconsciente.- Que pasen -dijo Demetrio de Faros a losguardias de la gran sala del trono.Uno de los soldados atravesó la puerta debronce y se dirigió a la antesala donde dosoficiales cartagineses con uniformes yarmas romanas esperaban mientrasadmiraban las riquezas atesoradas en aquelpalacio. Estaban en el corazón deMacedonia, cuna del gran Filipo, padre deAlejandro y ahora residencia de Filipo V.Aquél era un reino secu- lar que habíallegado hasta la India y, aunque ahorareducido en poder, controlaba una

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importante región entre el Adriático y elmar Negro, además de ser el dominador delas ciudades griegas continentales, delEgeo y de parte de Asia Menor, con susmás y sus menos, con varios pequeñosreinos que pugnaban por su independencia,cierto, pero Macedonia permanecía comola potencia hegemónica en la región. Losoficiales cartagi- neses entraron en la saladel trono y saludaron con marcadasreverencias al joven mo- narca, que losrecibió sentado, con atuendo militar,espada en la cintura, escudo, lanza y cascopróximos, al pie del trono. Un hombre deguerra. Los oficiales cartagineses se sin-tieron satisfechos de aquella presencia.- Bien, hablad -dijo el joven rey-, osescucho.La voz segura y decidida del monarcaimpresionó a los oficiales. El másveterano, un fornido hombre de unos

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treinta años, con densa barba y variascicatrices visibles en sus piernas y brazosdesnudos, respondió al rey.- Nos envía, como ya sabéis, Aníbal,general en jefe de los ejércitos cartaginesesen Italia -el griego del oficial no era muyfluido, pero se hacía entender-. Mi generalos propone un pacto para detener laexpansión de Roma. Yo no sé expresarbien los detal- les de este acuerdo envuestra lengua, pero aquí os traigo undocumento en griego donde mi general osindica los puntos para un posible acuerdoentre Cartago y Macedonia.El oficial mostró un rollo que sostenía ensu mano. El joven monarca no hizoademán de tomar el documento. En sulugar hizo una pregunta.- ¿Y mi embajada? ¿Qué ha ocurrido conJenófanes, a quien envié para entrevistarsecon vuestro general hace casi un año? Los

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oficiales cartagineses se miraron entre sí.El oficial que llevaba la conversaciónguardó el rollo bajo su capa antes deresponder.- Majestad, la entrevista tuvo lugar, enefecto, en el monte Tifata, cerca de Capua,en Italia central… - Sé dónde está Capua,soldado; no necesito lecciones de geografíade un extranjero, sino que se me expliquedónde está mi embajador. No tengo porcostumbre repetir la misma pregunta dosveces y menos en mi palacio. Os aconsejo,soldado, que no me ha- gáis perder eltiempo. Mi paciencia es escasa. No osdejéis engañar por mi juventud.Quizá estaría bien que recordaseis queestáis hablando con un descendiente deAlej- andro Magno.El monarca levantó la mano y decenas deguardias macedonios armados con espadasy escudos rodearon a los embajadores

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cartagineses. Los oficiales africanosreconocieron su error: se habían mostradodemasiado cómodos para estar ante un reyy sí, era cierto, la corta edad del monarcalos había conducido a tratarle con ciertopaternalismo, lo cual había exasperado a sumajestad. «Filipo V combate conpoderosos reinos vecinos, con Siria, conEgipto y con las rebeldes ciudades griegasque se le oponen, además de man- tener alos celtas a raya en sus fronteras del norte;no menospreciéis su capacidad o noregresaréis vivos de esta embajada.» Laspalabras de Aníbal al despedirlos en Capuare- sonaban con sorprendente nitidez enaquel palacio real, rodeados por losguardias mace- donios. Los oficiales searrodillaron ante el rey.- Jenófanes se entrevistó con mi general enTifata -retomó la palabra el veterano car-taginés mirando al suelo, rogando a Baal

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que le sacase con vida de aquella sala-; allíambos acordaron lo que se recoge en eldocumento que os mostré como un acuerdová- lido para ambas partes, pero Jenófanesfue hecho preso por los romanos cuandoregresa- ba a Macedonia; eso es cuantosabemos. Lamentamos semejanteacontecimiento. Mi ge- neral decidióentonces enviarnos a nosotros para podercerrar el pacto entre ambos esta- dos,siempre que a vos os pareciese oportuno.- Claro que -comentó el joven rey-, ahoralos romanos son conocedores de esteposib- le pacto.- Así es, majestad -de rodillas, los ojos enel suelo.- ¿Y cuándo pensabais compartir conmigoesa información?-preguntó el monarca.- No teníamos intención de ocultar esehecho, majestad.- Llevan espadas y ropas romanas

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-comentó Demetrio de Faros que, hasta elmomen- to, se había mantenido en silencio.- Estas armas y esta ropa son producto denuestras victorias sobre los romanos enTrebia, Trasimeno y Cannae -se defendióel oficial cartaginés.Demetrio de Faros guardó silencio.- El apresamiento de Jenófanes estárecogido en este documento que os estabamost- rando. Es la mejor prueba de que ninosotros ni mi general teníamos intenciónde ocul- tároslo.Filipo V de Macedonia volvió a reclinar suespalda sobre el respaldo de su trono. Qu-izá aquellos emisarios no mintiesen. Erauna lástima lo de Jenófanes. Siempre habíasi- do un fiel servidor. El destino no essiempre justo con los mejores.- Ese documento, entregádmelo. Veamos silo que decís es cierto.El veterano oficial cartaginés sacó el rollo

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de debajo de su capa, se levantó despacio,avanzó un par de pasos y, antes de quepudiera dar otro más, un guardia se acercóy to- mó de su mano el rollo. El soldadomacedonio, rápido, se aproximó a su rey yle entregó el rollo. Filipo V lo abrió yempezó a leerlo, sin prisa, digiriendo cadafrase, cada propu- esta. El oficialcartaginés volvió a arrodillarse y a fijar susojos en el suelo. Los guardias macedonios,espadas en ristre, seguían rodeándolos a laespera del dictamen de su rey.De esta forma, los cartagineses nopudieron ver los lentos asentimientos queFilipo ha- cía con su cabeza, muy leves,pero perceptibles para los presentes, demodo muy especi- al para Demetrio deFaros, que presentía un cambio en elsentido del viento. Filipo V al- zó de nuevosu mano y los guardias se retiraron diez,veinte pasos hasta quedar junto a las

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paredes de la sala. Los cartaginesessuspiraron, pero no se atrevieron amoverse.- Alzaos -dijo al fin el rey-; creo que entreCartago y Macedonia se abre un tiempopara la amistad. Debéis de tener hambredespués de un viaje tan largo.- Hemos descansado poco para llegar loantes posible ante vuestra presencia,majes- tad. Cualquier cosa que nosofrezcáis será recibida con sumo agradopor nuestra parte, majestad.El rey sonrió. El veterano cartaginésparecía, por fin, haber encontrado el tonoadecu- ado para dirigirse a su alteza, salvarla negociación y salir vivo de aquel lugar.- Que estos hombres coman y que lesenvíen alguna mujer -ordenó el rey-;quiero que vuelvan satisfechos y vivosjunto a su general.Hubo un cierto tono irónico cuando dijo la

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palabra «vivos» que los cartagineses cap-taron, aunque, en realidad, nunca fueronconscientes de lo cerca que habían estadode morir.Los soldados africanos salieron y, trasellos, a una señal del rey, todos losguardias de la sala. Sólo quedaronDemetrio de Faros y el monarca.- ¿Qué opinas, Demetrio? - Es unaoportunidad de recuperar la salida alAdriático y barrer a los romanos de eseprotectorado que han osado establecerjunto a las fronteras de Macedonia.- Y una oportunidad de que tú recuperes eltrono, ¿no es cierto, Demetrio? - Eso sólosi vuestra majestad así lo dictamina.- Sabia respuesta, Demetrio, sabiarespuesta. ¿Crees que Aníbal derrotará alos roma- nos por completo? Demetrio deFaros meditó unos segundos antes deresponder.

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- Sí, creo que sí. Después de Trebia,Trasimeno y Cannae, Roma está muydebilitada;muchos de sus aliados naturales en Italiaestán abandonando su fidelidad a Roma. YCa- pua ha caído en manos de Aníbal.- Qué lástima, Demetrio, que hayas dudadounos segundos. Esa duda tuya la tengo yotambién; la tengo -y el monarca se levantóy paseó con las manos cruzadas en laespalda por la amplia sala del trono-; encualquier caso, no podemos dejar pasaresta oportuni- dad. Pactaremos con esegeneral cartaginés y atacaremos elprotectorado romano en Ili- ria. Quiénsabe, Demetrio. A lo mejor vuelves a serrey.Demetrio de Faros sonrió con suavidad einclinó su cuerpo ante el joven monarca rn:uonio. Después, tras pedir permiso y ésteserle concedido por el r, se retiró. Filipo V

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de Macedonia continuó paseando poraquella gran sala. Quizá las dudas deambos fueran infundadas, pensó. Tal vezno. Hacía un año que ya ascendió por elAdriático para enf- rentarse con losromanos, pero éstos habían dispuesto unapoderosa flota esperándole.En aquel momento rehuyó el combate ydecidió que se rr atuviera el Enstatu quo.la próxima ocasión no se retiraría. Habráque ver cómo luchan esos romanos. Si uncarta- ginés puede derrotarles, anmacedonio también.

72 La unión de dos familias

Roma, enero del 215 a.C.

El 215 a.C. en el foro de Roma se hablabasólo de dos cosas: del pacto al que Aníbal

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había llegado con Filipo V de Macedoniapara luchar juntos contra Roma y de launión de dos de las más importantesfamilias de la ciudad mediante elmatrimonio del joven tribuno PublioCornelio Escipión, hijo y sobrino de losEscipiones, procónsules de His- pania, conla joven huérfana Emilia Tercia, hija delcónsul caído en Cannae, de la fami- lia delos Emilio-Paulos. La historia de laautorización del viejo cónsul escrita en unpa- piro y guardada en un viejo arcón habíacorrido de boca en boca por toda la ciudadhaci- endo las delicias de matronasmaduras, jóvenes patricias soñadoras ysirvientes y escla- vos de toda condición.En casa de Emilia, el primero de estostemas, aun de gran importancia para todoslos allí presentes ya que, de un modo uotro, todo lo relacionado con la guerra deAníbal les afectaba de forma muy directa,

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había pasado a un segundo plano en losúltimos días pre- sionados por lospreparativos de la boda. En el atrio de sucasa, la joven asistía nerviosa al largodebate entre su hermano Lucio Emilio y suprometido Publio, en busca de una fechaadecuada para la celebración de lasnupcias.- Bien, si eliminamos los días lunares-comentaba Lucio Emilio mirando unastablas con un calendario romano-, tenemosque descartar las las y los kalendae, nonae

de este mes; y tampoco podemosiduscontar con los días posteriores a estasfechas y hemos de dejar pasar los

No sería un momento niParentalia.correcto ni propicio.- De acuerdo, pero tanto a tu hermanacomo a mí nos gustaría celebrar la bodaantes de los -comentaba Publio,Lemuriacuando la propia Emilia, saltándose las

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normas que el decoro marcaba, irrumpió enla conversación sobre su futuro enlace.- Y no en mayo, por favor, trae malasuerte.Los dos jóvenes la miraron concondescendencia y se sonrieron. Ambos sehabían acostumbrado a los atrevimientosde la joven, fruto de un relajamiento en ladisciplina en la educación de Emilia porparte de su padre una vez que su madrefalleció. Mayo no estaba entre los mesesinapropiados para casarse y, de hecho, sepodría ajustar bien teni- endo en cuenta laslimitaciones que las diferentes fiestas enhonor a los muertos y otras festividadespresentaban a la hora de seleccionar un díaaceptado por todos como propi- cio para elenlace. Sin embargo, mayo eratradicionalmente considerado como un mesdesafortunado Para los casamientos yestaba claro que Emilia era partícipe de

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dicha su- perstición. Publio no queríacontrariarla. Además, sabía que habíamuchos ojos puestos en aquella unión yquería evitar que nadie pudiera presagiardesgracias para los contra- yentes o parasus familias por seleccionar un díainadecuado. Publio no tenía muy claro elvalor de todo aquello, pero había aprendidode su padre a no menospreciar el poder delas creencias de la gente y la importanciade las apariencias.- Entonces ¿qué tal abril? -propuso Publio-,de esa forma dejamos pasar también lascelebraciones y sacrificios de marzo parala nueva campaña de guerra -y volviéndosea Emilia- y abril es la primavera, la luz.Emilia sonrió sin decir nada y bajó lamirada.- Bien -asintió Lucio-, me parece bienabril. Consultaré a los augures paraasegurar- nos un día que no sea

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probablemente a finales deendotercisi,abril.- A finales de abril -confirmó Publio-, peroevitemos consultar al viejo de Fa-augurbio Máximo; no creo que vea esta unióncon buenos ojos y preveo ciertasubjetividad en su interpretación delfuturo.- Por supuesto, sin Fabio -confirmó Lucioy ambos jóvenes se echaron a reír. Fabioera vitalicio, pero había otrosauguraugures a los que consultar. Publio y LucioEmilio se levantaron y con un fuerteabrazo sellaron su acuerdo para celebrar elcasamiento que uniría aún más a sus dosfamilias.Publio, acompañado por un esclavo,regresó a casa chapoteando entre loscharcos de las calles bajo una densa lluvia.Su corazón estaba feliz. Pronto Emiliasería suya y pod- ría estrecharla entre sus

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brazos cada noche.Roma, abril del 215 a.C.Es la noche antes de la boda. Emilia,vestida con una túnica engalanada depúrpura, acompañada por su hermanoLucio, recoge todos los juguetes quedecoraron su infancia.La mayoría eran regalos que su padre lehabía traído cuando regresaba del foro.Una vez amontonados todos en un arca,dos esclavos la levantan y se quedanesperando las inst- rucciones de su amoLucio Emilio. La vida de Emilia debíaseguir hacia un nuevo desti- no. Todo loque la acompañó en su infancia y en supubertad debía quedar atrás. Emilia sequita la pequeña que pende de subulladelgado cuello y la entrega a su hermanoque, despacio, con delicadeza, la coge ensu mano derecha y la cubre con la manoizquierda.

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Lucio le concede unos segundos a suhermana que esta aprovecha para respirarprofun- damente hasta tres veces.- Bien, vamos -indica Lucio.El joven sale de la estancia,pater familiasla de su hermana envuelta en sus ma-bullanos, seguido de los esclavos con el arcallena de juguetes y, cerrando la pequeñacomiti- va, Emilia, caminando lentamente,su mirada clavada en el suelo. Pocos yaserán los pa- sos que dé en aquellashabitaciones que la vieron crecer junto a sufamilia.Todos juntos salen al atrio, donde losespera un amplio número de familiares yami- gos. Allí, junto al pequeño altar de losdioses Penates de la casa, se consagranjuguetes y haciendo una imprecaciónbulla,especial a Junio, para que proteja a Emiliaen la nueva vida que la espera. La joven sequita la túnica que lleva y se pone la túnica

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blanca como la leche y larga hastarecta,cubrirle los pies. Se sienta y una mujer,amiga de la familia, que sólo se ha casadouna vez, la ayuda a recogerse el cabellocon cariño y esmero, en- volviendo sutupida melena negra en una pequeñaredecilla de color rojo. Así, después desaludar a todos los presentes, Emilia seretira de nuevo a su estancia, ahora muchomás amplia, casi vacía al haber limpiadotodos los estantes y el suelo de susrecuerdos infantiles. Se echa sobre el lechoy aguarda la llegada del nuevo día. Apenassi puede dormir. Piensa en su futuromarido y en la vida que le espera conPublio. Sabe que es afortunada: muchas noconocen al que será su esposo hasta elmismo día de la boda; el- la, en cambio, hapodido hablar con él innumerables veces,incluso en momentos de desdicha, cuandole dieron la noticia de la muerte de su

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padre, sintió el abrazo de los po- derososbrazos de aquel joven que se iba a casarcon ella. ¿Es amor lo que siente por él?Sabía poco del amor. Algunos poemasleídos casi clandestinamente, lo que decíansus esclavas: «Es como si el estómago se teencogiera y no pudieras ya comer y luegoes una felicidad indescriptible; y siempreasí, de un extremo a otro, mientras dura»,le decí- an. Ella había sentido lo delestómago cada vez que Publio venía avisitarla a casa; si- empre tenía miedo deque ya no quisiera hablar con ella, de quese hubiera cansado, de ya no resultarledivertida o guapa o lo que sea que buscanlos hombres. Se siente feliz por unosinstantes, pero una alargada oscuridad seapodera de sus pensamientos: aquella largae infinita guerra contra Aníbal que nuncatermina. Esa guerra sabe que afectará a suvida. Su futuro marido es un importante

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tribuno militar y más tarde o más tempranose verá obligado a volver al frente. Publiohabía salido ileso de Tesino, Trebia,Trasime- no, y de la mismísima Cannae.¿Seguirán los dioses velando por él? ¿Yella? ¿Sabrá es- tar a la altura de lascircunstancias? De la satisfacción de suprometido dependía gran parte de laalianza entre sus dos familias. Ella sentíaque le quería desde el primer día que entróen su casa y se dedicó a pasear y conversarcon ella, tratándola con ternura, casi comoa una niña, pero mirándola como a unamujer, o eso le parecía. Ya no está se- gurade nada. Cierra los ojos y, arropada poresos cálidos recuerdos, rogando a todos losdioses que siempre protejan a su queridoPublio, concilia al fin un débil sueño.Con el amanecer, dos esclavas mayores laayudaron a vestirse según correspondía atan especial ocasión: se hizo un peinado

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complejo en el que se fundían hasta seistrenzas postizas adornadas con cintas; erauna forma de arreglarse el pelo muysimilar a la de las sacerdotisas vírgenes queconsagraban su vida a la religión. Emiliaquedó peinada como una pura.vestalLuego, sobre el tocado del cabello, se echóun fino velo de tono anaranjadocubriéndole la pálida frente. Temblaba.Tenía miedo y no quería confiar sustemores a esclavas o amigas de la familia.Tenía pánico a hacer algo inapropiadoduran- te la ceremonia y que se consideraseun mal presagio. Tenía pavor a que por suculpa su ya próxima felicidad pudieraverse deteriorada por un desafuero a losdioses. Echaba de menos a su madre másque nunca. Y a su padre. Sobre todo a supadre. En su cabeza bullía cada una de lascosas que debía hacer y cómo hacerlas.Mientras le ponían la co- rona de flores de

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verbena, arrayán y azahar, revisabamentalmente cada paso que debía tener encuenta.Se levanta. La está suelta.túnica rectaEmilia es delgada y el vestido le vienegrande, pero la mujer amiga de la familiaque la asiste a la hora de vestirse toma uncinto de tela y ciñe bien la túnicaelaborando el complicado nodus Herculis.Un nudo difícil de des- hacer, igual que launión que va a tener lugar en unosminutos. Sobre la túnica blanca, la mujerecha un manto de color crema y, acontinuación, ayuda a Emilia a ponerseunas sandalias del mismo color. Lucioentra entonces en la estancia y se ponedetrás de su hermana. Separa las cintas deltocado con cuidado y pone un collarmetálico alrededor del cuello de la novia.Le da un beso en la mejilla.- ¿Estás preparada? - Sí -asiente Emilia con

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decisión. Su hermano sonríe. -Bien -leresponde y la conduce de la mano hasta elatrio de la casa.En esta ocasión no son sólo los amigos yfamiliares de su familia los que aguardan ala novia, sino que con ellos están tambiéntodos los familiares y amigos del novio quehan podido acudir, entre ellos Pomponia, lamadre, y Lucio Cornelio, el hermano de suprometido. No están los procónsules: tantoPublio Cornelio Escipión como CneoCorne- lio Escipión permanecen enHispania, combatiendo por Roma. Publiopadre ha enviado una carta para tanseñalado momento que el hermano delnovio lee en voz alta:- A Lucio Emilio Paulo, depater familiasla familia de la prometida de miprimogéni- to: con agrado recibo la noticiade la próxima boda de mi hijo PublioCornelio Escipión con Emilia Tercia, hija

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de Emilio Paulo, senador que fuera cónsulde Roma en dos oca- siones. No me esposible estar en la ciudad y acompañarosen tan feliz jornada, pero desde aquí envíomi bendición y autorización a tal enlace,así como la bendición de mi hermanoCneo. Que los dioses protejan esta unión yque de ella surja la fuerza de Roma paradoblegar a nuestros enemigos. Firma:Publio Cornelio Escipión, procónsul deRo- ma en Hispania.cum imperiumLuego Lucio dio lectura a la carta de supadre que Emilia y el joven Publioencontra- ron en el viejo arcón de la domusfamiliar. Tras leer ambas cartas, Lucio seretira del centro del atrio y toma de nuevosu lugar junto al novio y su madre. Lacelebración da comienzo. trae unUnpopacordero grande que dócilmente es llevadohasta el altar fami- liar. Lucio Emilio losacrifica y vierte la sangre del animal en

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honor de los dioses. Se se- para entoncesdel animal ya muerto y deja que se acerqueun anciano que avanza ayuda- do por unlargo bastón de pino que maneja como unaestaca. El anciano es el de laauspexfamilia de la novia. Se inclina sobre elanimal sacrificado y con unas manoshuesudas y arrugadas saca las entrañas delcordero y las vierte sobre el altar. Unespeso silencio llena de solemnidad aquelmomento mientras el anciano escudriña lasvisceras con dete- nimiento. Nadieapresura a aquel hombre ni comenta nada.Sólo se espera en medio de una granatención. El al fin se yergue deauspexnuevo y, mirando a todos los presentes,comparte con ellos su vaticinio sagrado.Emilia mira al suelo. Publio mira a Emilia.Ambos, sin saberlo, contienen larespiración.- Los auspicios son buenos. No veo nada

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malo ni inusual en las entrañas de este ani-mal. La unión cuenta con el favor de losdioses. La celebración puede seguiradelante.Emilia y Publio exhalan un largo suspiro almismo tiempo. Publio, que la observa,sonríe. Ella, no obstante, mantiene sumirada fija en el suelo. Mientras, suhermano Lu- cio Emilio ha sacado las

que diferentes amigos ytabulae nuptialesfamiliares de ambas familias van firmandohasta que se consiguen los diez testigospreceptivos para validar la unión que va atener lugar. Terminada la recogida defirmas, los familiares del novio y la noviase separan en dos grupos dejando unpequeño pasillo en el atrio por el cual sedesplaza una mujer mayor. La prónuba,vestida de blanco, con su lento caminar, seacerca hasta ponerse en el centro del atrio.Lucio Emilio acompaña entonces a su her-

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mana junto a la prónuba y Pomponia hacelo mismo con su hijo. toma en-La pronubatonces las manos derechas de Publio yEmilia y las une frente a ella.Se hace un silencio aún más profundo quecuando el analizaba las entrañas delauspexcordero sacrificado. La calma deja sentir elsonido del viento que agita las tiernas hojasde la primavera de los árboles del jardín deaquella casa. A un tiempo, las voces dePub- lio y Emilia se funden en una sola ypronuncian la fórmula nupcial sagrada deRoma.

-dice Publio.- Ubi tu Gaius, ego Gaia -pronuncia- Ubi tu Gaius, ego Gaia

Emilia a la vez, con cuidado de que su vozno sobresalga por encima de la de suprometido.El silencio es rasgado por un estruendo devítores y palmas de todos los presentes.- ¡Feliciter, feliciter, feliciter!

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Lucio Emilio invitó a todos los amigos yfamiliares a pasar al jardín de la casaprece- didos por los ya marido y mujer. Enel peristilo de la casa de los Emilio-Pauloshabía un sinfín de y mesas contricliniatodo tipo de viandas: higos secos,manzanas, peras, ciru- elas, uvas,membrillo, frutas de colores llamativos,muchas de las cuales eran vistas porprimera vez por los allí invitados:melocotones de Persia y ciruelas deArmenia; tambi- én se habían traído quesosde cabra y de oveja, unos tiernos y otrosmás curados; reba- nadas de pan con miel,cerdo asado y cortado en finas lonchas;cordero crujiente, muy tostado; conejo consalsas aromatizadas por especias exóticas;asado de toro en salsa;pero nada de carne de cabra, la más comúnen Roma, inaceptable en una boda de aquelnivel; sí que había pato, ganso, perdices,

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agachadizas, tordos, grullas, becadas ycarne de paloma. En el centro, presidiendotodo aquel interminable festín emergíandos gran- des jabalíes asados enteros;Lucio hizo traer también pescado saladopara los que no es- timasen tanto comercarne, en un esfuerzo por que todo elmundo se sintiera feliz aquel día, junto conun sinfín de diferentes manjares por losque todos paseaban los ojos al ti- empo quesus estómagos se preparaban pararecibirlos. Y por todas las mesas abunda-ban las jarras del mejor vino de los viñedosde la familia de los Emilio-Paulos. Loscoci- neros de la casa habían recibido laayuda de los esclavos de la familia de losEscipiones para poder hacer frente alenorme reto de tener todo aquel banquetedispuesto a tiempo.Familiares y amigos se sentaron a comer, adisfrutar de la multitud de viandas que sa-

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lían de la cocina, donde los esclavoscontinuaban trabajando a plenorendimiento, y del vino que corría enabundancia. Se habló de la familia, de laimportancia de aquella uni- ón, de losfuertes lazos que así se consagraban entrelos dos poderosos clanes romanos.A esto Pomponia asentía respetuosa ante eljoven Lucio Emilio, heredero de la gloriade su padre recién fallecido en Cannae.- ¿Qué pasará ahora con la guerra?-preguntó Lucio Cornelio, el hermano dePublio.La pregunta no iba dirigida a nadie enparticular, sino que, apartado como habíaestado de los últimos grandesacontecimientos, al ver allí reunidos avarios de los oficiales par- ticipantes en lasúltimas batallas, no pudo contener su ansiapor saber adonde creían aquellos veteranostribunos que conduciría todo aquello. Su

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madre le miró con cierta reprobación, peroenseguida Lelio tomó la pregunta de Luciocomo una invitación abi- erta a debatirsobre temas en los que él se sentía muchomás cómodo que discutiendo sobreintrincadas genealogías de las diferentesfamilias patricias de Roma. De algunaforma, allí, entre amigos, saboreando buenvino y con el estómago repleto, uno sesentía más seguro, con las fuerzassuficientes para acometer aquel terribleasunto de la guerra contra Cartago o, loque era lo mismo, contra Aníbal.- Es difícil de decir -empezó Lelio-,primero, aún no está claro que la divisiónque ha hecho Aníbal de su ejército hayasido acertada.- Bien, puede ser -comentó Lucio Emilio-,pero Magón consiguió que muchas de lasciudades del sur, las ciudades brucias, sepasaran a los cartagineses. Y luego ha

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cruzado a Cartago para pedir refuerzos.Eso sí es peligroso.- Sí, eso es lo más peligroso -comentó eljoven Publio que, dejando por un instantede contemplar a su novia, su esposa, seintrodujo en una conversación queenseguida le at- rajo-; eso es lo realmentepeligroso, pero tenemos que agradecer alos dioses que el Consejo de Ancianoscartaginés está igual de confundido quenuestro Senado. Hanón, tengo entendido,se manifestó en total desacuerdo con laidea de enviar más tropas a Ita- lia.- Sí - dijo Lucio Emilio-, sin embargo alfinal reunieron elefantes y un fuerte contin-gente de caballería, creo que unos cuatromil nuevos jinetes, para que cruzasen aItalia con un nuevo general, un tal Bolmi…Bo… - Bomílcar -añadió Lelio-, a mítambién me costó aprender ese nombre. Encualquier caso, la división del ejército ha

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hecho a Aníbal más débil en Italia central.Su intento de tomar Ñapóles fracasó y larendición de Capua la consiguió almanipular al Senado de la ciudad y pactarcon el líder de la ciudad, con Pacuvio.- Lo de Capua es alta traición a Roma -dijoLucio Emilio con tono indignado, casi vo-ciferando; el vino empezaba a hacer mellatanto en invitados como en el propioanfitri- ón-; me consta que Fabio Máximoestá dolido de forma muy particular con laciudad y no tardará en hacer que dirijamosvarias legiones contra Capua.- ¿Y los trescientos rehenes romanos queretienen en Capua, los que les entregó Aní-bal para que los utilizasen como defensaante un posible ataque? -preguntó Emilia,por primera vez introduciéndose en laconversación.- Esos rehenes -respondió Lelio-, son lospocos supervivientes de los que se

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rindieron en Cannae que Aníbal ordenósalvar de la masacre a la que condenó alresto y ya sabe- mos todos la poca estimaen la que Fabio Máximo tiene sus vidas.No, no creo que eso resuelva nada a favorde los ciudadanos de Capua cuandonuestras legiones se lancen sobre ellos. Lomalo es que Aníbal ha prometido a Capuael control de Italia si Roma es derrotada yasí, a cambio, se asegura su lealtad, sobretodo mientras nuestras legiones no semuestren más eficaces para expulsar alinvasor cartaginés. Lo de Capua ha sido ungolpe terrible.- Sí -dijo Publio-, pero Aníbal no haconseguido vencer la resistencia de nuestrogran general Marcelo en Ñola ni tampococonsiguió la rendición de Casilino. Escomo si los vientos fueran cambiando.- Sí, puede ser -intervino Lucio Emilio-,pero siempre que no lleguen refuerzos de

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Áf- rica, o de Macedonia. No tenemos queolvidar el pacto con Filipo V. Las fuerzasse han equilibrado en Italia, pero es Aníbalquien juega con la ventaja de esperartropas de ref- resco, míentras que nosotrostenemos los mismos recursos y cada vezmás frentes que atender: están los galos enel norte, cada vez más sublevados, y lascosas en Sicilia y Cerdeña no estántranquilas.- Lástima que el intento de asesinato deAníbal fracasara -comentó Lelio mirandoel fondo de su copa.- ¿Intentaron matar a Aníbal? ¿Entonces escierto lo que se comenta en el foro? -pre-guntó Lucio, el hermano de Publio, losojos grandes, abiertos.- Sí -explicó Lelio-; el hijo de Pacuvioestaba descontento con la rendición que supadre hizo de la ciudad de Capua a loscartagineses y cuentan que intentó

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apuñalarlo du- rante la cena, pero laguardia de Aníbal intervino antes de quepudiera conseguir su obj- etivo. Unalástima, porque eso habría simplificadomucho las cosas. Una auténtica lásti- ma.Con la de enemigos que el generalcartaginés va acumulando, me preguntoquién será el que acabe con su vida. Pero,volviendo a lo que decía Lucio Emilio, escierto lo de los galos. La muerte del cónsulPostumio y la pérdida de sus legiones en elnorte nos ha dejado sin fuerzas más alláque para resistir, mientras que Aníbal estámidiendo los tiempos a la espera delanzarse sobre nosotros en cuanto recibalas tropas que espera.- Y bien poco que tardó Fabio Máximo enaprovechar la ocasión de la muerte de Pos-tumio -comentó Publio-; iban a nombrar aMarcelo cónsul, pero Fabio manipuló atodos los que de él dependen hasta

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conseguir ser nombrado él cónsul en lugarde Postumio pa- ra lo que queda de año.- Su tercer consulado -apuntó LucioEmilio- y, seguramente no será el último.- ¿Cuántas veces puede un senador sercónsul? -preguntó Emilia en voz baja-, ¿nohay un límite? - No, no hay un límite fijado-le explicó Publio- aunque se procura queel cargo no re- caiga en la misma persona yque, si es el caso, no sea de formaconsecutiva, pero Fabio Máximo utiliza laexcepcionalidad de la guerra para defenderque son precisas medidas extraordinarias y,entre éstas, claro, él incluye el que se lenombre cónsul tantas veces como juzgueoportuno.- Aunque hay que reconocer que estuvofirme tras Cannae -comentó Lelio.- Firme, sí -concedió Publio- pero esainsistencia suya por estar en el poderempieza a ser sospechosa.

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- Sea como fuere -intervino Lucio Emiliolevantando su copa- las pocas buenas noti-cias que llegan a Roma son la resistenciade tu padre y tu tío en Hispania, donde losEs- cipiones han derrotado a Asdrúbal, elotro hermano de Aníbal, impidiendo quealcance Italia por tierra desde Hispania conrefuerzos africanos. La victoria de tu padrey tu tío ha frenado al hermano de Aníbal,que debía regresar hacia aquí con miles desoldados cartagineses de refresco paraAníbal y eso merece un brindis. ¡Por quelos dioses protej- an a los Escipiones deHispania, que tan bien protegen a Roma! Ytodos alzaron las copas. Se brindó y sebebió con gusto aquella copa. Publio recor-dó a su padre y a su tío. Parecía que eraayer cuando éstos le adiestraban en el artede la guerra. Desde entonces la guerrahabía estallado y Roma había sidoderrotada en varias ocasiones por los

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cartagineses y, entre tanta derrota, sólodestacaban tres puntales en Roma: lapertinaz resistencia de Fabio en losmomentos de mayor crisis, la audacia delgeneral Marcelo en los últimos combatescon Aníbal y las victorias de su padre y sutío en Hispania contra el hermano delgeneral cartaginés. Publio sintió elprofundo orgullo de ser hijo y sobrino delos ahora procónsules de Hispania. Habíanotado en los últimos días, cuando paseabapor el mercado y por el foro, pendiente delos preparativos de su boda, cómo la gentele miraba con un respeto abrumador, cómose le atendía con apre- cio y cómo confrecuencia muchas de las personas con lasque hablaba se despedían de- seando lomejor para su padre y su tío. La genteestaba atemorizada por la posibilidad deque Asdrúbal consiguiera llegar a Italia,repitiendo así la ruta y la hazaña realizada

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por su hermano mayor unos años antes. Loque antes parecía imposible, cruzar los Al-pes con un ejército, ya no lo parecía yhabía quien aseguraba que Asdrúbal Barcahabía jurado por sus antepasados que fueracomo fuera llegaría a Italia de nuevo contropas suficientes para ayudar a suhermano y derrotar a Roma. De momentosu padre y su tío, los Escipiones, seinterponían en su camino. La derrotainfligida a Asdrúbal había sido grande,pero si algo habían demostrado los Barcaera una determinación más allá de to- dalógica. Publio temía en silencio por la vidade sus familiares apostados en Hispania,pero calló sus dudas. Su mirada se cruzócon la de su madre y por un instante pensóque Pomponia seguía leyendo en su menteigual que cuando era niño, por eso cerrólos ojos y, cuando los volvió a abrir,observó que su madre había desaparecido.

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Pensó en levan- tarse y acudir en su busca,pero se contuvo. Lo más seguro es queestuviera atendiendo en la cocina a losesclavos que había traído para ayudar en elbanquete. La voz de Lelio, ya algo bebido,le devolvió al momento presente.- ¿Y qué me decís de la meretriz con la queAníbal se acuesta en Arpi? Dicen que es lamujer más guapa del mundo. Creo que laibera Imilce que se casó con Aníbal se va aquedar sin marido.Lelio estalló en una sonora carcajada yvarios veteranos le acompañaron conregocijo.- Disculpa que te contradiga, querido Lelio-replicó raudo Publio una vez que las risasse diluían-, pero la mujer más guapa delmundo es mi Emilia y estoy seguro de quemás de uno lo confirmará.- Así es, mi hermana es, sin duda, la másguapa -afirmó Lucio Emilio.

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Emilia se ruborizó.- Bien, claro, bien -se defendió Lelio-; lade Arpi, en todo caso, la más guapadespués de Emilia, por supuesto -y decidióañadir algo más para congraciarse con sujoven ami- go Publio al que parecía haberofendido-. Tan bella es vuestra esposa -dijolevantando su copa mirando a Publio- queno necesita ni joyas ni colgantes de ningúntipo para sub- rayar su hermosura. EmiliaTercia, declaro, nunca deberá temer por la

que ob- liga a nuestras hermosaslex oppiaromanas a contenerse en el uso yexhibición de joyas en públi- co, pues ellamisma es la mayor joya de todas.Todos asintieron y fueron testigos de cómoel joven esposo levantaba su copa y bebíade la misma mirando a Lelio. El rostro deEmilia estaba rojo carmesí. Ella seesforzaba por esconder su rubor mirando alsuelo.

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- Eso está mejor -añadió Lucio Emilio,buscando rescatar a su hermana de lasmiradas de todos sus invitados-, pero escierto, no deja de sorprender el hecho deque Aníbal se busque una concubinadespués de haberse casado con una iberade Cástulo; esa relación de Arpi no creoque contribuya a apaciguar los ánimos delos mercenarios iberos que han venido conel cartaginés desde Hispania.- Puede que no -comentó Publio-, perodemuestra hasta qué punto Aníbal se sientese- guro en Italia mientras espera refuerzosde África, de Macedonia o de Hispania.Creo que no tiene dudas de que más tarde omás temprano llegarán esas tropas.- Fabio no ha dudado en reclutar másesclavos para el ejército dijo Lelio-, loterrible es que se niega a mandar refuerzosa Publio y Cneo Escipión en Hispania. Esoes injusto con los Escipiones y peligroso

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para su campaña en aquella región.Publio escuchó con atención las últimaspalabras de Lelio y sintió la preocupaciónin- stalándose en su ánimo. Vio entoncescómo su madre se reincorporaba a su triclinium.Tenía los ojos húmedos, brillantes.- En cualquier caso -empezó entoncesPublio-, ésta es mi boda y creo que bastaya de charla sobre la guerra. Por Castor yPólux, éste es el día de mi unión con lamás bella de las mujeres y no quiero que sehable más de guerra.Publio miraba a su madre mientraspronunciaba estas palabras. Pomponiasonrió y Publio sintió agradecimiento enaquel gesto.Comieron durante horas sin parar, entrerisas y un gran jolgorio general, hasta elatar- decer. Publio y Emilia, sentados eluno junto al otro, se miraban con

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frecuencia, cómpli- ces y, ocasionalmente,reían. Eran felices.Cuando las sombras empezaban a estirarsepor el jardín, llegó la hora de dar fin alconvite y de que el marido se llevase a sumujer a su nuevo hogar para dar inicio asía una nueva vida como mujer casada. Enese momento, Emilia, ante la ausencia desus padres, se lanzó al cuello de suhermano Lucio y rompió a llorar,gimoteando sin dejar que nadie deshicierael nudo que sus delgados brazos trazabanen torno a su hermano mayor. LucioEmilio reía y lo mismo el joven maridoaunque algo sorprendido por laautenticidad con la que la joven esposajugaba su papel de virgen arrastrada,raptada por un hombre que pronto la haríasuya. Al cabo de unos minutos, el llanto deEmilia cedió ligeramente, momento quePublio tomó como la señal para continuar

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con los ritos de la unión nupcial. Cogió losbrazos de Emilia y los asió con firmeza altiempo que, con cu- idado de no causarledaño, la separó de su hermano. Emiliafingió oponerse a tal escisi- ón, pero fuerafingida o no su negativa a alejarse de suhermano, la fuerza de Publio era muysuperior y pronto la joven esposa estabaabrazada por el marido y separada de susfamiliares hasta ser conducida fuera de lacasa. Una vez en la calle, Emilia dejó deluc- har y Publio aflojó su firme abrazo. Enla calle los esperaban varios flautistas ycinco hombres altos con antorchas queempezaron a desfilar para empezar la

desde la casa de la novia hastadeductiollegar al hogar del marido. Tras los cincohombres y sus antorchas desfilaban losamigos y familiares y, a continuación, tresniños pequeños que en cada caso debíantener ambos padres aún vivos. Cada niño

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mostraba en sus manos un utensi- liopropio de la vida en el hogar: el primerollevaba un huso, el segundo exhibía una ru-eca y el último llevaba otra antorchaencendida, pero ésta elaborada con espinoalbar.De este modo pasearon por las calles deuna Roma en guerra que, al ver pasar lafeliz comitiva, parecía olvidarse, siquierapor unos instantes, de la continua guerra yel cons- tante peligro que los acechabamientras Aníbal continuaba asolando granparte de Italia y pactando alianzas conotros pueblos para someter y poner fin a laexistencia de aquella ciudad que ahora seregocijaba con la boda de dos jóvenespatricios de sus más impor- tantes familias.

-gritaban los- ¡Hymenaneus, Hymenaneus!amigos de los novios invocando al dios delas bodas.A punto de llegar a casa de los Escipiones,

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desde el séquito que seguía de cerca a losnovios, se lanzaron nueces para todos losniños que se acercaban a presenciar la felizcomitiva. Músicos, portadores deantorchas, niños, familiares y amigos secongregaron junto a la puerta en espera dela feliz pareja. Al llegar ésta al umbral,Publio cogió el mechón de lana y elpequeño frasco de aceite que le entregabasu hermano y los ofreció a su mujer.Abrieron entonces la puerta de la casa depar en par y Publio cogió en bra- zos aEmilia, con fuerza y, con extremo cuidadode no trastabillar, entró en la domusque ahora sería de ambos. Emilia seacurrucó como un cachorro, abrazada alcuello de su marido. No hubo tropiezos yjuntos entraron en su hogar. Todosrespiraron con sosi- ego y los vítores yfelicitaciones se repitieron al tiempo quelos músicos retomaban su oficio.

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En el interior, en el atrio de la casa delmarido, Publio hizo nuevas ofrendas a sumuj- er: en esta ocasión se trataba deofertar un poco de fuego y un poco deagua, que Emilia aceptó. A continuaciónella, a su vez, ofreció dos monedas, un aspara su marido y otro para los dioses Laresde aquel hogar. Sacaron entonces laimagen del dios Mutinus Tuti- nus y latumbaron en el suelo, dejando el enormefalo del dios en alto. Emilia, con cu- idado,se sentó encima de la estatua, junto alinmenso falo. Permaneció así unos segun-dos para asegurarse de que el contacto conel dios de la virilidad aseguraba su futurafer- tilidad; luego se levantó y volvió juntoa su esposo.Empezaron las despedidas. En pocosminutos, el atrio fue vaciandose de amigosy fa- miliares hasta que sólo quedaron lamadre y el hermano del marido. Tanto

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Pomponia como Lucio, tras desear lasbuenas noches a la joven nueva pareja, sedirigieron a sus respectivas habitaciones.Ambos novios quedaron entonces solos enel atrio.Era ya de noche. El aire fresco de laprimavera recorría las paredes de aquelhogar centenario. Emilia miraba admiradalos mosaicos donde se describían lashazañas mili- tares de los antepasados desu marido. Fue a decir algo, pero se viosorprendida por el abrazo poderoso dePublio y, de pronto, los labios de su maridosobre los suyos. No era la primera vez,pero sí con aquella intensidad. Ya no eraun beso furtivo arrancado entre las sombrasde los árboles del jardín de su padre.Emilia comprendió que no tendría queesperar mucho para sentir a su marido entodo su ser. Publio la cogió en brazos ycruzó el atrio con su mujer en brazos. No

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había esclavos a la vista. El joven tribunohabía da- do instrucciones precisas a todossus sirvientes: nadie tenía que molestarlosuna vez que los invitados abandonaran lacasa. Emilia se acurrucó abrazando elcuello de Publio. El joven patricio sintió ellatido de su mujer rápido, repetido, intenso,como si de un pequ- eño conejo asustadose tratara. Estaban ya en la habitación quePublio había ordenado que se preparasepara su noche de bodas. Alrededor dellecho había una infinidad de pé- talos deflores y ramas de romero y tomillo que,acariciadas por la brisa suave que entra- badesde el atrio, impregnaban la estancia deefluvios relajantes y sugerentes. Publiosentó a su esposa sobre el lecho. Deshizodespacio la redecilla que ceñía el pelo deEmi- lia hasta que el cabello largo, lacio,oscuro quedó libre, suelto. Lo rozó con lasyemas de sus dedos. Emilia miraba al

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suelo. Publio bajó su mano hasta detenerlaa la altura de los pechos de su mujer. Lamano rebuscó entre los pliegues de la togade Emilia hasta pal- par con firmeza unseno. Emilia se estremeció y cerró los ojos.- No te haré daño -era la voz suave de sumarido-; tranquila. Nadie te hará daño.Emilia asintió, pero su cuerpo parecíatemblar. Publio la tumbó sobre la cama.Senta- do sobre el lecho buscó con susmanos el y se entretuvonodus Herculisdurante un mi- nuto deshaciendo aquelcomplejo haz de cruces y giros de lacuerda que, anudando la túnica de suesposa, se interponía entre la hermosuradel cuerpo desnudo de su mujer y el tactode sus fuertes manos y su creciente deseo.La cuerda, al fin, cedió. Deshecho el nudo,Publio tiró de la túnica hacia arriba. Emi-lia extendió los brazos facilitando la tarea asu marido. Así, en la débil luz de las

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lámpa- ras de aceite, el cuerpo desnudo dela joven patricia parecía tan frágil comohermoso. Su marido se quedó quieto. Sinhacer nada. Ella permaneció tumbada, sinsaber bien qué hacer. ¿Debía moverse? -Realmente los dioses están de mi lado -dijoPublio con voz suave-. Eres aún muchomás bella de lo que había imaginado.Y se hizo el silencio. El joven esposopasaba las yemas de sus dedos por la pieldes- nuda de su mujer. Emilia cerró losojos.- ¡Abrázame, por favor! -se sorprendió a símisma rogando a su marido. Éste aceptó lasugerencia y la levantó, sentándola a sulado, llevando su pequeño cuerpo junto alsu- yo, asiéndola con fuerza. Estuvieron asíunos segundos. Publio sintió cómo elcorazón de su mujer latía con más sosiego.La besó en el pelo, en las mejillas, en loslabios, en las manos, la tumbó despacio, en

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el vientre, en los muslos, en los pies. Selevantó y se desnudó sin dejar de mirarla.- Manten los ojos cerrados -dijo él confirmeza. Ella obedeció. Saber que sumarido se desnudaba, que estaba a puntode poseerla y, sin embargo, no verincrementó el ansia de amor queembargaba a Emilia hasta el punto desentirse extrañamente húmeda en suinterior. De pronto, el inmenso cuerpo desu joven marido sobre su vientre, lasmanos de él en sus senos, sus delgadaspiernas abiertas, y como un pinchazo en suser. Lanzó un gemido, pero el dolor sedesvaneció entre un mar de sensacionesdesconocidas. Man- tuvo los ojos cerradosmientras su cuerpo se derretía con suesposo en su interior y agra- deció a losdioses haber nacido aunque sólo fuera paraconocer aquella noche, aquel momento,aquella pasión.

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73 Una pelea nocturna

Roma, 214 a.C.

Tito Macio había concluido la Asinaria,que así era como había convenidodenominar su obra, por tratar la misma dela gestión del dinero producido por la ventade unos as- nos y las múltiplescircunstancias cómicas que con relación adicho pago surgen entre diferentespersonajes: una cortesana, su amado, otrosamantes competidores, padres, madres,esclavos. Acababa de regresar del molino,había repasado la última escena y só- lo lerestaba el gran momento de firmar sutexto. Había escrito ya su nombre, TitoMa- cio, pero sabía que para presentarse enel mundo del teatro era buena idea usar un

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nom- bre completo que se asemejara a losromanos que usaban de tres secciones ensu forma de llamarse con un unpraenomen,

y un Tito servía como nomen cognomen. y Macio como peropraenomen nomen,

necesitaba de un para completarcognomensu nombre. Esta- ba sentado sobre lasmantas, apoyada su espalda en la pared conlas piernas bien estira- das intentandorecuperar sus músculos del esfuerzorealizado durante la dura jornada de trabajoempujando la rueda del molino. Se habíaquitado las sandalias y vio sus piesdesnudos, encallecidos por caminareternamente, día tras día, en círculosinfinitos. Le dolían. A su complexión depies planos no le favorecía nada aquelesfuerzo continuo, igual que ya letorturaron durante las largas marchas en lascampañas del norte. Se qu- edó con lamirada fija en ellos y se sonrió. Recordó

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cómo le llamaban en Sársina, de ni- ño, portener aquel defecto en los pies. Era elapodo que se daba en Umbría a todos losque tenían los pies planos. Le pareció unaposibilidad, pero el nombre sonaba en latínmuy similar a la palabra que se empleabapara referirse a un perro de orejas grandesy caídas. No parecía adecuado, ¿o sí? A finde cuentas estaba firmando una comedia,don- de todo estaba hecho para que elpúblico se riera, ¿por qué no empezar ahacer sonreír a la futura audiencia con elnombre del propio autor? Sí,definitivamente sí. Tito se incli- nó sobreel papiro del cuarto rollo que habíanecesitado para completar la obra y añadióun tercer nombre a los dos anteriores.Ahora tenía ya un nombre completo. Titocomo Macio como y unpraenomen, nomen

con el que completar la terna.cognomenYa podía salir a presentar su obra a Rufo.

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Había anochecido y la seguridad de lascalles de Roma, especialmente en aquelbar- rio, brillaba por su ausencia, pero¿quién querría robar a alguien como él,vestido casi en su totalidad de ropaharapienta y maloliente? No lo pensó más.Envolvió entre los pli- egues de su túnicalos rollos que contenían su obra y seencaminó hacia el río primero para,bordeando el barrio de las putas nocturnas,cruzar el foro y llegar cerca de la VíaAppia, en el otro extremo de la ciudad,donde Rufo vivía antaño. Era posible queya no estuviera allí, pero alguien le podríadecir dónde encontrarle. Sentía unoptimismo jovi- al, casi infantil. Caminabacomo un chiquillo al que le hubieranregalado pasteles. Pen- só, antes de salir,en dejar los rollos en su habitación hastaasegurarse de la actual resi- dencia deRufo, pero sus ganas por presentar lo que

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él creía era una gran obra de teatro levencieron y se llevó los rollos consigo.Evitando a las putas y sus ofertas, algunasrazonables y otras de locura, alcanzó el río.Era una noche tranquila de primavera,bulliciosa en las calzadas por donde loscarros transitaban a gran velocidadcargados de todo tipo de mercancías yenseres para el mer- cado que debía abrir alamanecer. Fue junto al río aún, antes depoder girar para encami- narse hacia elforo, cuando apareció aquel grupo dejóvenes medio borrachos. Iban bienvestidos, hijos de patricios aburridos que,tras una noche de juerga entre las putas,habí- an decidido terminar la fiestaembriagándose en alguna de las suciastabernas del Tíber.Sus buenas ropas no levantaron lassospechas de Tito. Ése fue su error y superdición.

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- Mira, un pobre, un miserable del río-escuchó que decía uno de aquellosjóvenes tras cruzarse con él.- Son escoria -escuchó que decía otro-,escoria que ensucia las calles de Roma. Espor basura como ésa por la que nopodemos derrotar a ese miserable deAníbal. Contaminan el espíritu de Romacon su suciedad.Tito empezó a apretar el paso. No queríaningún mal encuentro y esa noche menosque nunca. Llevaba sus preciados rollosconsigo y podían estropearse en una pelea.No tenía miedo a luchar. Nada podía serpeor que el adiestramiento militar o lasdesastrosas batallas en las que se habíavisto envuelto, pero sus preciados rollospodían ser dañados, con sus palabras, consus versos, sus escenas, sus cinco actos,toda su obra, el esfuerzo de un año. Losjóvenes corrían tras él.

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- A por él, acabemos con la miseria deRoma, por Hércules, esta noche haremoslim- pieza en las calles de Roma -gritarony se abalanzaron sobre él. Tito no sabíaexacta- mente cuántos eran y si estabanarmados. Al cruzarse con ellos habíamantenido baja la mirada para evitarprecisamente airar a nadie, pues sabía delas suspicacias de los habi- tantes de lanoche romana. Sin embargo, con borrachosaburridos, hijos de patricios en busca depelea no había contado. Le derribaron ycayó al suelo. Sonó un chasquido en elinterior de su cuerpo. Algo parecía haberseroto, o torcido. Un dolor agudo en elhomb- ro derecho. Mucho más daño delque se habría hecho en cualquier otracircunstancia, pues paró todo el golpe consu hombro y su brazo derecho porque noquiso soltar los rollos de entre sus manos.Se había roto algún hueso quizá pero había

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salvado su obra y eso era lo fundamental,pero, de pronto, le cogieron de los brazos yal agitarle sus preci- ados rollos, su tesorose desparramó por el suelo. Dos rollosquedaron sobre la calzada bien cerrados,pero los otros dos se abrieron al caer y sedesplegaron varios pasos tal y como erande largos. Quiso levantarse para salvar susrollos pero una andanada de pata- dasllovió sobre él hasta que instintivamente seacurrucó en posición fetal y se protegió lacabeza con las manos. Le golpearon hastaque se hartaron. Debían de ser cuatro o cin-co.- Dejadle. Ni siquiera pelea. Esto es aúnmás aburrido que las putas. -¿Y si le mata-mos? -Eso, matémosle.Tito Macio respiraba aún,entrecortadamente, intentando recuperar elaliento y fuer- zas suficientes paradesembarazarse de aquellos imbéciles,

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escapar de sus golpes y recu- perar su obra.Miraba desde el suelo, tumbado de lado, através de los huecos que dejabasemiabiertos entre los dedos de sus manos.Los rollos seguían allí donde estaban.- Mira -dijo uno de los jóvenes-, llevabaesto.Tito vio cómo uno de ellos cogía uno desus rollos y lo enseñaba a los demás.- Parecen rollos de papiro.- Los habrá robado.Tito Macio, aprovechando que los jóvenesparecían haberse distraído con los rollos, selevantó.- Dejad eso -dijo en voz alta, aunque nopronunció con claridad y su frase quedó enun gemido ahogado en la sangre quebrotaba de su boca. Una patada le habíapartido el labio inferior y un diente.Escupió en el suelo.Todos se volvieron a mirarle. Primero se

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sorprendieron, pues lo habían dado porprácticamente muerto, pero luego rieron acarcajadas.- Por todos los dioses. Parece que aúnrespira la rata del río.- Dadme esos rollos, me pertenecen -estavez su pronunciación resultó comprensible.Sin embargo, las risas de sus agresoresseguían reinando entre las sombras.- Dadme esos rollos, los he escrito yo, mepertenecen. -El tono de su voz era ya unamezcla de petición y súplica. Le dolía todoel cuerpo. No podía luchar. Sólo queríarecu- perar su obra, regresar a su pequeñahabitación y recostarse hasta que susheridas cura- sen.Se hizo un breve silencio.- Mientes -dijo uno de ellos al fin-. Los hasrobado. No es posible que miserables co-mo tú se dediquen a escribir -y cogió unrollo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia

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el río.Tito Macio se giró y vio cómo el rollo caíabien en mitad del caudaloso cauce. La luzde la luna se reflejaba en él y observócómo el Tíber se llevaba sus palabras,perdidas para siempre. Se giró de nuevohacia los jóvenes. La ira se apoderaba deél. Quedaban tres rollos. Sin mediarpalabra se abalanzó sobre ellos y con unafuerza bestial salida desde lo más profundode sus entrañas la emprendió a golpes contodos. A dos los derri- bó de un solopuñetazo, pero al tercero, mucho más altoy fuerte que él, no pudo tum- barlo. Elcuarto entró entonces en acción y luego seles unieron los dos que habían reci- bidolos puñetazos iniciales. En la lucha Tito lesarrancó uno de los rollos y lo apretó contrasu pecho mientras todos a una volvían agolpearle. Esta vez su objetivo era ma-tarle y lo habrían conseguido, si no es

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porque los gritos de Tito llamaron laatención de los triunviros que patrullabanla zona y se acercaron para ver qué ocurría.Cuando los soldados de la milicia de Romallegaron la visión de Tito Macio erabastante triste. Es- taba acurrucado en uncharco de sangre que le brotaba de lacabeza y de un brazo. Le dolía el estómagoy el hígado. Abrió los ojos desde el suelo yvio cómo los jóvenes se alejaban entrerisas y cómo arrojaban al río los otros dosrollos que no había podido re- cuperar:uno, dos y… por Hércules y todos losdioses… tres. Miró entonces a sus manos yvio que durante la pelea le habíanarrancado el rollo que había conseguidorecuperar.Sólo le quedaba un pequeño trozo depapiro entre sus manos. Los triunviros, unavez di- suelta la pelea y viendo que Tito,aunque medio arrastrándose, aún podía

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moverse, se li- mitaron a darle una patadamás y ordenarle que se fuera. Medio agatas, apoyándose en una pared, Tito selevantó y empezó, cojeando, su camino deregreso a casa. Una vez en su habitación,tras una penosa marcha de regreso, muy aduras penas se arrastró y se tumbó sobresus mantas sucias para recuperar el aliento.Al cabo de unos minutos, en- cendió lalámpara para examinarse las heridas: cortespor todas partes, algunos profun- dos ymucha sangre. Arrancó algunos trozos deuna de las mantas rasgándola y se hizounos vendajes rudimentarios. Podíaintentar buscar ayuda, pero había perdidosu obra.Ya nada le importaba. Tampoco eraprobable que nadie le brindase asistencia aél, un pobre desarrapado, un mendigomiserable, herido, asqueroso. Sentado, conla espalda apoyada en la pared, entre

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sollozos apagados, se acercó el pequeñopedazo de papiro donde estaba todo lo quequedaba de su obra: sólo tres palabrassueltas. Irónicamente el destino sólo lehabía permitido preservar su firma al finaldel texto, su nombre, con su supraenomen,

y su Tito Macio…nomen cognomen:Plauto.Se acurrucó en una esquina esperandodesangrarse y dejar ya de una vez aquelmundo de hambre, sufrimiento y soledad.Hacía unas horas aún tenía algo por lo queluchar, pe- ro el río se había llevado suúltima esperanza.

74 El cuarto consulado

Roma, 214 a.C.

Catón esperaba a su mentor. Se asomó a la

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puerta principal y admiró el camino queserpeaba entre cipreses. Era una ruta desuaves curvas que iba desde la calzada quecon- ducía a Roma hasta terminar susesgado recorrido en la entrada de la villade Fabio Má- ximo en las afueras de laciudad. La guerra continuaba y con ellaCatón había visto a Fabio crecer en poder,padecer tremendos ataques, superarlos ysubsistir no ya en el Se- nado, como unomás, sino permanecer en el centro delcontrol de Roma. Acababa de ser reelegidopara un cuarto consulado en lo quebastantes calificaban de una elección másque discutible: Otacilio Craso y EmilioRégilo, hombres de prestigio pero sinexperien- cia militar de renombre, habíansido los senadores electos. Catón presenciócómo Fabio Máximo se alzó en el Senadoy rebatía con furia aquella decisión.- ¡Roma está en medio de la más cruenta

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de las guerras que nunca jamás ha tenidoque afrontar! Y ante esto, ¿elegimos ahombres sin experiencia en el mandomilitar para enfrentarse al general máshábil contra el que nunca hemos luchado?¿Es así como Ro- ma quiere vencer o es asícomo Roma quiere suicidarse? Porque si esesto último lo que se busca, aquí metendréis, a vuestro servicio, el primero paramorir con honor, pero si aún no se ha caídoen tanta desesperación, si aún no somostodos iguales a los que nego- ciaron surendición ante el cartaginés en Cannae, siaún hay quien piensa que la victoria nosólo es posible, sino que debe ser nuestraúnica salida, si es esto otro lo que se desea,entonces estos cónsules, sin entrar amenoscabar su honorabilidad, no nos valenpara el campo de batalla. ¡Que Romadecida lo que quiera, pero que luego Romasea consecu- ente con lo que ha elegido!

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Aquellas palabras encendieron la cólera delos que veían en aquella intervención unanueva manipulación de Fabio Máximo paraser reelegido y continuar en el poder, peromuchos senadores sintieron el miedo ensus carnes y observaban a los reciénelegidos cónsules, Craso y Régilo, condesconfianza e incertidumbre. Máximo sesentó y se limi- tó a contemplar el debateque condujo a una nueva convocatoria detodas las centurias de la ciudad y, reunidastodas las tribus, se transmitió laargumentación de Fabio Máxi- mo y lasconsecuentes dudas que sus palabrashabían suscitado en el Senado. En el forose reproducía la misma discusión,divididos en sendos bandos, unosdefendiendo la ne- cesidad de seleccionar alíderes más expertos en la guerra y otros enque se discutía lo impropio e irregular derepetir unas elecciones consulares. Catón

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volvió a ser testigo de cómo el miedo,blandido con brillantez retórica por sumentor, concluyó en la consecu- ción desus objetivos: unas nuevas elecciones. Elresultado fue bien diferente al obteni- dohacía apenas unas horas: Quinto FabioMáximo salía reelegido como cónsul, sucuar- to mandato, mientras que ClaudioMarcelo ocuparía la otra magistraturaaquel año, su tercer mandato. Romaseleccionaba así a los hombres de másexperiencia para proseguir la guerra contraAníbal. Aníbal. Aníbal. La sola menciónde aquel nombre causaba est- ragos ytorcía las estructuras del Estado. Por acabarcon Aníbal se podía rehacer todo, cambiartodo, incluso lo impensable: repetirelecciones. Los enemigos de Máximocalla- ron ante el miedo plasmado en losojos de los romanos. Se consolaron conque al menos esta vez no era una dictadura

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lo que tenía bajo sus manos el ancianosenador, sino un nuevo consuladocompartido con otro general de renombrerespetado y apreciado tambi- én por elpueblo: Marcelo se había ganado laconsideración de los romanos por su resis-tencia ante el cartaginés en el asedio deÑola, donde Aníbal no consiguió doblegaral general romano ni con los refuerzos queBomílcar, uno de los nuevos generales deAníbal recién llegado de África, habíaconse- guido reunir.El poder en Roma quedaba aquel añodividido entre dos grandes y poderososcónsu- les. Los únicos que de una u otraforma habían resistido al cartaginés: deFabio se valo- raba su capacidadestratégica, de Marcelo, su audacia en elcampo de batalla. Durante meses sehablaba en el foro de que Roma, por fin,había encontrado la forma de luchar contra

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Aníbal mediante la combinación de unescudo, Máximo, y de una afilada espada,Marcelo.Sin embargo, Catón, reflexionando a laespera de la llegada de Fabio Máximo desu paseo matutino por el bosque cercanodonde el anciano cónsul se adentraba paramedi- tar y relajarse, no pensaba queaquélla fuera una estrategia así observadapor los perso- najes involucrados: ambos,Fabio y Marcelo, compartían el objetivo dederrotar a Aní- bal y, si bien era cierto quesus métodos eran diferentes, y hasta allíhabía llegado el pu- eblo en su intuición,sin duda también eran distintos susproyectos últimos: con toda probabilidadMarcelo buscaba renombre, gloria yprestigio y que todo esto quedara plasmadoen una gran victoria, en un magníficotriunfo en Roma; no obstante, MarcoPorcio Catón, aquí miró al suelo

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frunciendo el ceño, se preguntó: «¿Cuál esexactamen- te el objetivo final de FabioMáximo?» - ¿Y bien, mi leal Marco? ¿Quéinformes me traes? ¿Será éste el año denuestra victo- ria final? Marco PorcioCatón levantó sus ojos del suelo y vio aFabio Máximo frente a él. Bien afeitado,erguido pese a sus años, algo más gruesoque hacía unas semanas, pero sin es- targordo; ágil en sus movimientos y sigiloso.No había oído pasos que anticiparan sullegada.- No lo sé, mi señor; tenemos más fuerzasque nunca, pero Aníbal es poderoso y tienetambién poderosos amigos -respondióCatón.- Bien, bien, bien. Vayamos por partes.¿Más fuerzas que nunca, dices? Sí, en esolle- vas razón. Dieciocho legiones con lasúltimas seis que hemos reclutado este año.¿No es así? - Dieciocho legiones más las

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fuerzas de Hispania -completó Catón.- Humm. Sí, correcto. Siempre tiendo aolvidarme de ese par de legiones extra enHispania. Debe de ser algún curioso deslizde mi mente, olvidarme de esosEscipiones.Quizá son legiones que doy por perdidashace tiempo.Máximo se echó a reír. Catón esbozó unamalévola sonrisa llena de complicidad conel viejo cónsul, pero guardó silencio. Habíaaprendido a no comentar las ironías del an-ciano mandatario. Máximo apreció aquelsilencio.- Bien -prosiguió-, veinte legiones. NuncaRoma había tenido tantas fuerzas, es cier-to, pero nunca antes tuvimos tantos frentesa los que atender. Por sorprendente queesta circunstancia pueda parecerte, quiénsabe, es posible que algún día nos parezcaalgo normal. ¿Me miras extrañado? En fin,

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no anticipemos circunstancias. Sonpresagios de un viejo Vayamos aaugur.nuestro tiempo. Veamos. Corrígeme si meequivoco. Empe- cemos por los pretores:Tiberio Graco en Luceria y TerencioVarrón en territorio pice- no… Deberíamoshaberlo mandado a Sicilia con el resto delos supervivientes de Can- nae, pero lesalvó la presencia de mi hijo entre lostribunos, eso le salvó. En fin, y Mar- coPomponio en el norte, ocupándose de esosincómodos galos. Cornelio Léntulo en Si-cilia y Tito Otacilio con la flota. ¿Quiénme dejo? - Entre los pretores a nadie, miseñor. Queda Quinto Minucio en Cerdeñay Marco Valerio en las costas delAdriático, como propretores.- Correcto, correcto, y luego me quedan losprocónsules de Hispania y mi colega en elcargo, el cónsul Marcelo asediandoSiracusa, la traidora Siracusa pasada al

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bando car- taginés. -Máximo observócómo Catón asentía; preguntó entonces-:¿Y cómo van las cosas? Estás sudoroso.Has venido cabalgando con rapidez. Nopuede ser presagio de buenas noticias.¿Debo sentarme o las podré digerir en pie?- Creo que sentado podríais descansar devuestro paseo.- Siempre tan sutil, Marco; pero seguiré tuconsejo. Adivino largos informes y eso si-empre es tedioso -dijo Máximo al tiempoque daba una palmada. Tres jóvenesesclavas egipcias de tez muy morena, contúnicas en extremo cortas dejando a la vistabrazos y muslos, se acercaron a su amo,que había tomado asiento en una silla en elcentro del at- rio, junto al impluvium.Traían vino, agua, copas y una pequeñamesita sobre la que dis- pusieron todos loselementos. Servidas dos copas acercaronuna a su amo y otra al invi- tado. Marco no

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tenía ganas de vino, pero tomó el cáliz y semojó los labios. Fabio Máxi- mo tomó dosgrandes sorbos y, copa en mano, se dirigióde nuevo a Catón.- ¿Cómo va todo? Sé escueto, ya sabes queno me gustan los rodeos.- En el norte Pomponio mantiene lasposiciones contra los galos lo mejor quepuede;la situación no es buena pero no es lo máspreocupante.- Bien, sigue.- El general Marcelo no consigue grandescosas en su asedio. Los siracusanos resis-ten. Marcelo ha ideado nuevas estrategiaspara intentar acercarse a las murallas ytomar la ciudad por asalto: montó torres deasedio sobre plataformas que habíaestablecido en- cima de parejas de

Los barcos unidos servían detrirremes.soporte para las torres que se acercaban por

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mar hasta las mismas murallas de laciudad, pero los siracusanos, además dedefenderse con proyectiles de todo tipo,han desarrollado nuevas máquinas deguerra, con enormes garfios de unaportentosa fuerza. Los garfios se ensartanen nuestras naves y luego las levantan en elaire con poleas gigantescas para al findejarlas caer sobre el agua. Al estrellarsevarías se hundieron y otras quedaroninutilizadas para el asedio. Las torres sevinieron abajo. También usan espejos conlos que ciegan a nuestros soldados.Marcelo ha desistido de momento. Pareceque un tal Arquímedes es el que dirige lade- fensa o, al menos, el que ha diseñadoesas máquinas.- Nos hace falta ese hombre vivo. Ynecesitamos Siracusa. No podemospermitir más sediciones. Primero fueCapua la que nos abandonó. Si dejamos

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que Siracusa triunfe pa- sándose al bandocartaginés, pronto no nos quedaránciudades amigas. Tenemos que re- cuperarambas. Cueste lo que cueste. Que Marceloprosiga el asedio. Y a ese Arquíme- des, loquiero vivo. Nos hace falta gente con suinteligencia.Marcelo ya había ordenado que en caso deentrar en la ciudad se respetase la vida delingeniero griego, pese al sinfín de muertesque sus máquinas habían provocado entresus hombres. Preguntado por suslegionarios, el cónsul Marcelo había sidoclaro.- ¡Precisamente por eso, porque susmáquinas son capaces de acabar con tantoslegi- onarios, le necesitamos vivo! Catónpensó en añadir este comentario deMarcelo a sus informes, pero decidió omi-tirlo.- ¿Dónde estás, Marco? ¿Ya no hay más

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que contarme? -la voz de Máximo ledevol- vió al presente.- Capua resiste a nuestros ataques y harecibido refuerzos de Aníbal: mercenariosibe- ros y jinetes númidas. Aníbal,entretanto, ha ido al sur y ataca Tarento.- Está claro que Aníbal busca un puerto enel sur para recibir más refuerzos y pertrec-hos. Es importante que Tarento no caiga.Ya hemos perdido Capua, de momento alme- nos, y no podemos permitir perdermás enclaves en suelo itálico.- Nuestras fuerzas aliadas con los propiostarentinos están resistiendo.Fabio Máximo asintió. Catón guardósilencio, parecía dudar. -¿Eso es todo?-pregun- tó el cónsul. -No, perdonad; haymás. -Bien, Marco, habla.- Marco Valerio ha conseguido detener lasincursiones de Filipo V de Macedonia porla costa adriática, pero ahora el rey

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macedonio asedia por tierra Apolonia.-Catón lanzó la información con celeridadinusual. Le pesaba. Añadir la existencia deotro enemigo más a la ya eterna luchacontra Aníbal no era algo grato depresentar al cónsul de Roma.En la velocidad de su expresión, Catónpareció encontrar la única formar detransmitir sus pésimas noticias.- ¿Apolonia, la capital de nuestroprotectorado junto a su reino? -FabioMáximo dejó la copa en la pequeña mesitay juntó las puntas de los dedos de susmanos mientras me- ditaba-. Era de esperarque Filipo, nuestro joven y belicosovecino, volviera a la carga, pero no penséque fuera a hacerlo tan pronto. No tanpronto. ¿Y por tierra dices? Tiene sulógica. Por tierra los macedonios hanconseguido siempre sus grandes victorias.De- bemos enviar refuerzos. Esto no debe

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ir a más.- Ya… eso he pensado… pero… -¿Pero…?- Apenas hace unos meses denegasteisrefuerzos para los Escipiones en Hispania.Se- rá difícil argumentar ahora que sípensáis que se deben enviar al otro lado delAdriático.- Sí, es posible. -Fabio Máximo observóinquisitivamente a Catón-, quizá tú ya haspensado en algo.- Bien, sí. Una alternativa, aunque sólopara minimizar un poco el problema. Elenf- rentamiento a largo plazo no sé cómopodremos solucionarlo sin recurrir anuevas legi- ones y estamos escasos ya derecursos. Una alternativa sería enviar sóloun pequeño contingente, unos mil o dosmil hombres que entraran en la ciudad porla noche y ayu- dasen en su defensa. Esocreo que lo aceptaría el Senado. No se tratade enviar legiones, como pidieron los

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Escipiones; sería enviar un pequeño grupode manípulos para socor- rer a una ciudadamiga. Con vuestra habilidad podréispersuadir al Senado sin proble- mas.- Es muy posible, sí, ¿pero cómo van aentrar esos hombres en una ciudadasediada por miles de macedonios? - Misinformadores aseguran que los macedoniosestán muy confiados en su asedio y que nohan levantado empalizadas en torno a laciudad; su campamento está desperdiga-do, sin orden. Por la noche podríamosconseguir introducir una guarnición en laciudad.- Bien -concedió Fabio-, me aseguraré deconseguir esa pequeña guarnición. Comodices, es posible persuadir al Senadosiempre que no pidamos más legiones,pero con estos soldados, incluso aunqueconsigamos hacer desistir a Filipo de suactual asalto, no será suficiente para

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asegurarnos el control de ese frente, comomuy bien has apuntado;con esto sólo retrasaremos el problemaesencial: la apertura de un nuevo conflictocont- ra otro poderoso e incómodoenemigo -en ese momento Fabio Máximocontinuó hab- lando mirando al suelo,distraído, absorto en sus propiospensamientos-, tendremos que encontraralgo con lo que mantener ocupado a Filipohasta que nos deshagamos de una vez parasiempre de Aníbal… algo o alguien queconsiga preocupar a nuestro joven ve- cinolo suficiente como para que nos dejetiempo. Hemos de ver la forma.Catón esperó la conclusión a la que parecíaestar llegando el viejo cónsul, pero éstepermanecía callado. Parecía que su mentenavegaba alejada de aquel atrio, lejos deRo- ma, en regiones distantes, remotas. Alfin, alzó la mirada y retomó la palabra.

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- Te voy a contar una historia MarcoPorcio Catón. Ya sé que a menudo piensasque poco más puedes aprender ya de mí,pero hoy te voy a honrar con una lecciónde histo- ria y arte de la guerra. ¿Ves aquelarcón, al fondo, en el Bien,tablinium}ábrelo y trá- eme unos rollos con elnombre griego Indiká escrito en losextremos.Catón, sorprendido, se levantó y siguió conprecisión las instrucciones. En el tabli-

encontró un arcón grande de maderaniumcon rebordes de bronce. Lo abrió y observóque estaba repleto de rollos de diferentescolores y con nombres en diversas lenguas,la- tín, griego, fenicio y otras cuyoscaracteres desconocía por completo. En laparte superi- or de aquella numerosacolección de volúmenes se veían dos rolloscon el nombre Indi- ká grabado en griego.Los tomó y se los entregó al cónsul.

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- Vuelve a tomar asiento, Marco. Supongoque no sabes qué volumen es éste, ¿ver-dad? - Algo he oído hablar, pero no sé losdetalles. Creo que tratan de la historia de laIn- dia, pero no sé quién los escribió y porqué.- Bien, Marco, eso está bastante bien, perosi quieres llegar lejos, si tienes ambición yansias lo mejor para Roma, eso que me hasdicho no es suficiente. Hay que saber más,Marco. La información y la sabiduría sobreel arte del gobierno y de la guerraacumula- da en volúmenes como éstos esoro, puro oro. Otros coleccionan obras deteatro, poesía, entretenimiento para unpueblo débil. Yo sólo guardo libros sobrecosas prácticas, sobre aquello querealmente importa. Te explicaré: los Indikáson, como bien has dicho, una historia delimperio de la India bajo el gobierno de ladinastía Maurya escrita por Me- gástenes,

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embajador de Seleúco Nicátor, uno de losantiguos generales de Alejandro Magno.En estos libros se nos narran multitud deepisodios sobre el gobierno de aquellaregión, pero me interesan de formaespecial las referencias a Kautilya, unsacerdote con- sejero de Sandrakuptos enlengua griega, Chadragupta para su pueblo.¿Me sigues? Bi- en, Alejandro Magnollegó hasta la India y sometió el reinooriental y a su monarca Po- ros, pero elgran general macedonio se detuvo allí. Lamayoría de los escritos nos dicen que fue acausa de la rebelión de sus tropas, cansadasde tanto combatir y de aquella marcha sinfinal, pero hay otros que consideran, y yocon ellos, que quizá a eso debieronañadirse las dudas de Alejandro sobre laposibilidad de someter el reino occidentalde la India en manos de Sandrakuptos,pero divago, eso es otra historia. Sólo

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quería que te ubicaras en el tiempo paracomprender la importancia de estos textosy de lo que narran.Lo que me interesa aquí es que estepoderoso Sandrakuptos, del que hasta esposible que tuviera cierto miedo o, almenos, gran respeto, el propio AlejandroMagno, siempre invencible en el campo debatalla, tenía un consejero de nombreKautilya y este hombre escribió un muylúcido tratado sobre el gobierno y laguerra: el Arthashastra. Para mi desdichano dispongo del original de ese volumen,pero algunas referencias aquí conte- nidasnos trasladan algunas de las ideas de estehombre del que tanto se fiaba Sandra-kuptos. Y te voy a decir una de sus ideas: «tu mejor amigo es el vecino de tuenemigo».¿Entiendes, Marco, ves adonde quierollegar? Catón miraba con los ojos abiertos.

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No alcanzaba a comprender de qué formaaquel- las historias de embajadores,antiguos generales macedonios, herederosdel poder de Alejandro Magno, y viejosemperadores indios podían guardarrelación con el acoso al que uno de susdescendientes, el rey Filipo V de la actualMacedonia, los tenía someti- dos en lascostas del Adriático aprovechando ladebilidad de Roma en su guerra contraAníbal.- Bien -continuó Fabio Máximo entresatisfecho consigo mismo y divertido porla aparente confusión en la que suinterlocutor se encontraba sumido-; veoque la lección de historia no ha conseguidoiluminarte. Te traduciré las enseñanzas deKautiliya: tene- mos a un vecino molestoen grado sumo, el rey Filipo de Macedonia,que, aprovechando nuestros múltiplesfrentes de guerra con Cartago y la

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dispersión de nuestros ejércitos en la Galia,en Cerdeña, Hispania, Sicilia e Italia,decide atacarnos, ¿correcto? Catón asintió,aún sin entender adonde quería llegar elcónsul.- Y yo pregunto, ¿a quién tiene de vecinosFilipo, además de a nosotros? - ¿Devecinos? -Catón empezó a encajar laspiezas de aquel rompecabezas, «tu mejor

-. Estánamigo es el vecino de tu enemigo»los tracios al norte… - Unos bárbaros-interrumpió Máximo-, no se puede tratarcon ellos.- Al este está el reino seleúcida de AntíocoIII… - No, domina Persia y parte de AsiaMenor, demasiado grande, demasiadoambicioso, demasiado arriesgado.- En el Egeo Filipo tiene problemas conTolomeo Filópator de Egipto… - Sí, es unaopción, pero alguien más próximo nosvendría mejor.

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- Están las ciudades griegas de la ligaetolia, al sur de Macedonia.- Exacto, Marco. La liga etolia será«nuestro mejor amigo» en el futuropróximo. Eso, claro, requerirá tiempo. Noes algo que podamos conseguir en unosdías, ni siquiera en unos meses. Demomento enviaremos ese grupo de tropas aApolonia, pero el secreto de la victoria y,más aún, de la supervivencia está enmarcar tus objetivos a largo plazo, contanto tiempo que ni tus enemigos seancapaces de intuir por dónde serán atacadosel día de mañana. La liga etolia. Ése esnuestro objetivo: un levantamiento de esasciuda- des contra Macedonia. Tiempo altiempo.Fabio Máximo tomó su copa y bebió conansia hasta el último sorbo. Estaba a gustoconsigo mismo. Catón le observabameditabundo. Aquél era un proyecto

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extraño, incor- porar a aquella guerra máscontendientes, pero quizá aquel sacerdote oconsejero indio tuviera razón y, a largoplazo, encontrar enemigos de tus enemigospodría resolver aquel problema. Lo queestaba claro es que empezaba a serinsostenible atender a tantos fren- tes.Roma estaba llegando al límite de susfuerzas y no se adivinaba un desenlacerápido del conflicto. Catón tomó su copa y,en esa ocasión, acompañó con avidez alviejo sena- dor. Cuando terminó dudó, peroal fin planteó su interrogante. -Señor… -¿Sí…? -la voz de Fabio Máximo eradistante, meditaba aún sobre su estrategia.- ¿Por qué Aníbal no se lanzó sobrenosotros, sobre Roma, tras Cannae? - Erapronto. -Máximo respondió con rapidez,como quien ya ha reflexionado sobre unasunto y ha llegado a conclusionesevidentes-. Pronto. Teníamos recursos, las

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estábamos derrotadoslegi- ones urbanae,pero no vencidos, no vencidos, queridoMarco. Y no disponía de armamento parael asedio. No, no éramos la fruta maduraque el cartagi- nés espera recoger. Primeroquiere apoderarse de Italia, hacer denuestros aliados latinos y de las ciudadesgriegas del sur, ciudades y aliadoscartagineses. Luego volverá a reco- ger losdespojos de Roma. Por eso, Marco, por esohay que evitar que consiga refuerzos ya seapor el norte o por mar desde el sur. Por esotenemos dos legiones en Hispania y,cuando desaparezcan a manos de suhermano, enviaremos más, pero no ahora,no mient- ras estén al mando losEscipiones. Y por eso mismo debemoscuidar nosotros del sur y de sus puertos. Demomento no puedo decirte más. Con tuinteligencia deberías poder desentrañar loque resta por hacer… pero ahora estoy ya

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cansado… retírate y déjame re- posar.Marco Porcio Catón se despidió con unaleve reverencia y abandonó la estancia. Sucabeza se esforzaba por discernir los planesde su mentor al tiempo que digería suscon- clusiones sobre la estrategia queAníbal había marcado para terminar con elpoder de Roma. Las conversaciones con elviejo cónsul siempre daban mucho quepensar.

75 Sífax

Numidia, norte de África, 213 a.C.

Los jinetes romanos se detuvieron a laspuertas de Cirta, la ciudad del norte deÁfri- ca, el lugar donde semanas atrás losenviados del rey númida, Sífax, habíanpactado con los procónsules de Hispania

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una reunión en la que deliberar sobre eltranscurso de la gu- erra contra Cartago.Los caballeros romanos habían navegadodesde Tarraco hasta las costas de Numidiay, tras desembarcar, habían cabalgadodurante toda la mañana y toda la tarde. Elsol yacía en el horizonte y el calorasfixiante que los había perseguido en sutrayecto dejaba paso a una brisa nocturnafría que los envolvía de forma inesperada,a la vez que miles de dudas sobre elposible éxito de su misión henchía denerviosismo el ánimo de aquelloslegionarios recién desembarcados en elnorte de África.Cirta no era una ciudad en el sentido en elque los romanos entendían el término. Setrataba más bien de un nutrido y extensoagrupamiento de pueblos nómadas, conapenas algunas edificaciones deimportancia en medio de un mar de tiendas

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cubiertas de polvo y arena. Desde quedejaron la costa, de forma intermitente, sehabían encontrado con ca- dáveresdevorados por las bestias, armassemienterradas en la arena y carrosabandona- dos al borde de los caminos.Eran los restos del enfrentamiento entreSífax y el ejército cartaginés. Numidia erauna tierra salvaje y peligrosa dividida endos bandos irreconcili- ables. Al estereinaba Gaia, una mujer ya mayor perotenaz en su afán por mantener el controlque consideraba suyo por herenciadinástica. En el oeste, Sífax gobernabaconsi- derándose el único rey legítimo detoda la región. Cartago vio en aquelladivisión de sus vecinos el mejor caldo decultivo para promover una guerra civil quele permitiese cont- rolar todo aquelterritorio y mantener así tanto laexplotación de sus riquezas como el flujo

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de valerosos jinetes númidas con los quecompletaba sus ejércitos y que tan bu- enosservicios habían prestado a Aníbal en susvictorias itálicas. El Senado púnico sealineó con Gaia y su hijo Masinisa. Sífaxse defendió con gran fortaleza, más bienpor los amplios recursos de sus tierrasfértiles del oeste, que por una gallardía quele era im- propia a su caráctercomplaciente y hedonista, pero hasta talpunto intimidó a Cartago que el Senadohizo venir a Asdrúbal desde Hispania paraponer orden. El hermano de Aníbalrecondujo la situación y en unos mesesSífax se veía obligado a replegarse a susterritorios abandonando su ofensiva sobreel este de Numidia, pero Cartago librabauna guerra mucho más temible contraRoma y el ejército de Asdrúbal fuereenviado a Hispa- nia para derrotar a losprocónsules Escipiones primero, con el

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objetivo final de cruzar los Pirineos y laGalia para unirse a las fuerzas de Aníbal enItalia. Aquello llamó la atención de Sífax.Un día estaba en su tienda, tendido su largocuerpo, con sus musculo- sos brazosdesnudos, su piel morena y oscura, tersa,acariciada por las manos de dos es- clavasque, temerosas de su amo, se esmeraban enproporcionar su masaje con ternura ysuavidad -dulzura obligada pero dulzura alfin y al cabo- cuando hizo llamar a variosde sus oficiales.- Esta guerra contra Cartago no la podemosganar solos -dijo y se sacudió las esclavasde encima. Éstas, rápidas, se escabullerondetrás de los cojines sobre los que el reyesta- ba recostado y desaparecieron de lavista de todos, escondiéndose hasta quealguna pal- mada de su amo indicase quesu presencia era necesaria.- ¿Y qué sugerís, mi rey? -preguntó el

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oficial más veterano.- Hemos de pactar con los romanos. Si loscartagineses los temen tanto como para or-denar a Asdrúbal que se retire de vuelta aIberia antes de terminar con nosotros, esque son temibles de verdad. Debemoscontactar con ellos y pactar. Tenemos unenemigo co- mún: estarán interesados.Enviad mensajeros -y sin esperar respuestaalguna de sus ofi- ciales dio dos palmadas,dejando claro que la compañía que sualteza deseaba ya no era la de sus hombres,sino la de sus mujeres.Los oficiales no tardaron en organizarvarios grupos de mensajeros que partieronpara Hispania con el fin de contactar conlos romanos.Mario Juventio Thala, centurión de una delas legiones desplazadas a Hispania, enca-bezaba el reducido grupo de jinetes que sedetenía a la entrada de Cirta. Varios jinetes

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númidas salían a su encuentro: primero unadecena y, casi sin saber de dónde, losroma- nos se vieron rodeados por más decien númidas. Mario mantuvo lacompostura. En su mente perduraban laspalabras de Publio Cornelio Escipión,procónsul de Roma.- Hemos tratado con enviados númidas.Debes partir allí, selecciona hombres decon- fianza, Mario y, una vez allí, debespactar con el rey Sífax. Está en guerracontra Carta- go, pero ha sufrido grandespérdidas y serias derrotas ante Asdrúbal.Irás allí y ofrecerás el apoyo de loshombres que selecciones: hemos acordadoque enviaremos oficiales que instruirán asus tropas en tácticas de guerra para quederroten a Gaia, la reina númida apoyadapor Cartago. Sífax reinará sobre todaNumidia a cambio de su acoso a los car-tagineses en África. ¿Entiendes bien la

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situación? Mario asintió. Se había pasadola mano sobre la barbilla recién rasurada,pero ante la pregunta del procónsul tensólos músculos y se puso firme. El otroprocónsul, Cneo Cornelio, completó lasexplicaciones de su hermano.- Como ya sabes, Aníbal ha pactado enItalia con el rey Filipo de Macedonia.Roma también necesita aliados y Sífaxpuede sernos de gran ayuda. Por sí solo yahizo que tu- vieran que llamar a Asdrúbalde vuelta a África durante un tiempo, perocon adecuada instrucción, sus tropas seránalgo más que bandadas de excelentesjinetes: debes conver- tir a esos nómadasen algo que preocupe y ocupe a Cartagodurante los próximos meses.- Así lo haré. Así lo haré, mi general.Mario salió de la estancia contemplando alos dos procónsules de Hispania mientrasambos retomaban su conversación sobre

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unos planos de la región.Los guerreros númidas los habían rodeadopor completo y bajaron sus lanzas apun-tando hacia las corazas de sus pechos.Mario ordenó a sus hombres que nodesenvaina- sen las espadas y que nohicieran movimiento alguno.- ¡Venimos en son de paz! -dijo Mario enlatín y, ante la ausencia de respuesta porparte de los númidas, repitió su mensaje engriego, pero aquello tampoco alteró la situ-ación y las lanzas que los rodeaban seacercaban peligrosamente a ya tan sólodiez pa- sos. Mario ordenó a sus hombresque arrojasen, despacio, al suelo sus ypilasus espa- das. Los romanos dudaron, peroante la insistencia del oficial al mando,obedecieron.Esto detuvo a los númidas unos segundos,pero no se veía más reacción.- ¡Sífax! ¡Vengo a hablar con Sífax! -gritó

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Mario al fin y encomendó su alma y las desus hombres a los dioses. Quizá nodeberían haber arrojado las armas despuésde todo.Sin embargo, los númidas, al escuchar elnombre de su rey, alzaron sus lanzas ydejaron de acercar sus afiladas puntas a lasgargantas de los romanos. Uno de losjinetes, cubier- to de una larga capa por laque Mario interpretó que debía de estar almando, hizo un gesto con la mano y losjinetes africanos emprendieron el caminode retorno hacia Cirta.Mario ordenó a sus sudorosos y nerviososhombres que recogieran las armas y quesigu- ieran a aquellos jinetes.En unos minutos cruzaron al trote granparte de aquel mar de tiendas hastaalcanzar una de las pocas edificaciones depiedra y adobe de la ciudad. Era un palacioen const- rucción aún, rodeado de decenas

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de guardias. Un númida, en griego bastantecorrupto, hizo entender a Mario que sólo élsería admitido en el edificio y que sushombres tendrí- an que esperar. El oficialromano asintió y, tras ordenar a sussoldados que le esperasen, entró en eledificio.En Tarraco, los procónsules compartíanvino suavizado con agua fresca.- ¿Crees que Mario conseguirá un pactocon Sífax? -preguntó Publio.- Bueno, más le vale, o no le volveremos aver -concluyó Cneo mientras escanciabamás vino en ambas copas.Mario vio una gran sala de paredesblancas, recién pintadas, cuyo olor aún sehacía palpable en el ambiente, llena desoldados con lanzas en todas partes. En unextremo es- taba un hombre gigante, cuyacorpulencia trajo a la memoria de Mario laimagen del procónsul Cneo, tumbado sobre

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un montón de cojines y alfombras rodeadode varias mujeres cuya hermosura, amedida que el oficial romano seaproximaba al rey de los nú- midasoccidentales, resultaba cada vez másevidente. Había también abundante comidadispersa por las alfombras: frutos secos,pasteles de diferentes colores, cocos reciénabi- ertos y frutos de colores intensos,naranjas unos, otros amarillos,desconocidos para Ma- rio. También habíanumerosas jarras y unos cuantos vasos, sinembargo, no parecía que allí bebiera nicomiera nadie que no fuera el rey.

De pronto, las palabras de Sífax lesorprendieron mientras admiraba aquellaextraña suntuosidad en medio de unaciudad de nómadas.- ¿Te sorprende que algunos sepamos vivirbien en medio de estas tierras? No lo ni-

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egues. Se lee en tus ojos.Mario calló, ya que se le impedía negar loque habría sido la respuesta mejor quepodría haber dado. El rey hablaba griegocon bastante soltura.- Siéntate, romano, siéntate.Tanta amabilidad despertó las dudas enMario.- ¡Siéntate, he dicho! ¿O crees que estoyacostumbrado a repetir mis órdenes, roma-no? Mario obedeció y se sentó en el únicolugar posible: el suelo, sobre las alfombras,frente a la comida.- En fin, veamos -continuó Sífax-, pidoayuda a Roma y qué me envía Roma: diezsoldados. Eso, digámoslo así, no parece ungran ejército, ¿no crees, romano? - Mimisión… Podemos adiestrar a tus hombresen tácticas con las que luchar mejor contralos cartagineses.- Ah…, ésa es la idea. Entiendo. No sé.

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Quizá esté bien. De eso sabéis mucho losro- manos, ¿no? De luchar contra loscartagineses.Mario asintió.- Lo que no comprendo es por qué, sisabéis tanto, no sois capaces de sacudiros aese Aníbal de encima. No sé hasta quépunto pueden serme de utilidad losconocimientos guerreros de los que noaciertan ni a proteger sus territorios máspróximos.Mario pensó en varias respuestas anteaquel comentario humillante, pero optó porel silencio.- En fin, si esto es lo que me da Roma, lotomaré. Instruiréis a mis hombres, empe-zando por mis oficiales pero, que quedeclaro, espero resultados óptimos de esteadiest- ramiento; si no, más les valdría atus jefes haberme enviado una hermosamujer romana o ibera con la que

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solazarme. Las caricias de una mujer sonconmigo casi tan persuasi- vas como unejército bien armado.Mario guardó silencio pero tomó oportunanota de aquel comentario. En boca de unsoldado extranjero aquello no sería másque una fanfarronada, pero en la personade un posible aliado, aquello podía seranuncio de sólo los dioses saben qué.Hablar de muj- eres en medio de unanegociación sobre un pacto entre pueblospara combatir a los car- tagineses leparecía algo absurdo y estrafalario aldisciplinado oficial que era Mario.Quizá aquel largo enfrentamiento contra lareina Gaia tenía un poco ofuscado al reynú- mida en lo que hacía referencia a lasmujeres, seres que ni en Roma ni enCartago ni en casi ningún lugar teníancapacidad de influencia sobre losacontecimientos del mundo.

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O, al menos, eso pensaba Mario.Sífax miraba fijamente a su invitadoromano y sonreía con cinismo. «Qué pocosabe este hombre de la vida», pensó,«espero que sepa algo más de la guerra».

76 En busca de Rufo

Roma, del 214 a.C. hasta la primavera del213 a.C.

Dos días después, Tito se sorprendió deseguir vivo. Los dioses debían de disfrutartanto viéndole sufrir que habían decididoprolongar su tortura. Pensó largo rato enqu- itarse la vida. Podría arrojarse al río yhundirse con su obra. Sonrió melancólico.Sería una muerte apta para la mejor de lastragedias, pero él pretendía, habíapretendido, ser autor cómico. Si no se

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mataba, tendría que subsistir. Tenía unhambre voraz. Las heri- das habíancicatrizado bajo las vendas sucias. Teníaalgo de fiebre, pero sin salir de allí nohabría comida así que, herido, magullado ycon algo de calentura tanto en su cuerpocomo en su ánimo, Tito Macio acudió,como siempre, al molino para no perder suúnica fuente de ingresos.Convivió con aquellos cortes malvendados, abriéndose en ocasiones por elesfuerzo de hacer girar la piedra delmolino, durante los primeros días tras labrutal paliza que había sufrido, pero lopeor no era el sufrimiento físico, sino ladesazón absoluta en la que se había sumidosu espíritu. Maduraba en su cabeza unasalida a su dolor por la pér- dida de su obraescrita con sudor, sobreponiéndose alagotamiento cada noche, en la os- curidadde su angosta habitación. Su maldición

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contra los dioses lanzada al cielo tras lamuerte de su amigo Druso en la batalla deTrasimeno parecía perseguirle y lasdivinida- des se mostraban tercamentepersistentes en tomarse dilatada venganzapor haber rene- gado de ellas aquel terribleamanecer entre la niebla junto a aquel lagodel norte, cuando el cuerpo aún caliente desu amigo legionario teñía con su sangre lahierba verde de las montañas de Etruria.Durante días Tito se transformó en un sersin alma. Caminaba con la mirada perdida,vacía, de su habitación al molino, vueltasinfinitas a la rueda y, al finalizar lajornada, de regreso a su habitación pararepetir ese mismo ciclo al día siguiente; asíhasta el final, pensó, sin más, siempre.Cansancio, fatiga y nada.Sin embargo, su espíritu irreductible, conel paso de las dos primeras semanas recob-ró cierto vigor y, sin decirse nada a sí

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mismo con claridad, sin que pareciera quetomaba decisión alguna, se encontró denuevo en el mercado comprando máspapiro y tinta para volver a escribir. En lassemanas siguientes, pero como si nohiciera nada especial, im- pulsado por unaextraña inercia, volvió a transcribir la obra,palabra a palabra, verso a verso, escena aescena, al completo, casi tal y como lahabía escrito inicialmente. Cam- bióalguna cosa, alguna broma absurda que norecordaba bien por otra que le pareció másapropiada. Las palabras se vertían sobre elpapel como si fuera la sangre de un su-icida tras cortarse las venas: cada líneafluía por sí sola, suave, dócil, constante,hasta que cuando volvió a firmar el últimorollo de su nuevo manuscrito, sintió que unenor- me suspiro lo embargaba y dejóexpulsar durante casi medio minuto todo elaire de sus pulmones. Había tardado seis

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meses en reproducir su comedia. Hasta allítodo había pa- sado como por sí solo, peroahora sí, en ese momento debía tomar unadecisión que ent- raba en colisión con surutina y su sustento: volver a buscar en lanoche la casa de Rufo para así evitarperder su trabajo en el molino, o bienausentarse del molino sin decir na- da, asabiendas de que una falta podía suponer elfinal de su empleo, pero al menos así segarantizaría llevar a cabo la tarea de buscara Rufo, abrigado por la seguridad del día,evitando las peleas y los peligros de lasnocturnas calles de Roma. Esto último, trasuna larga reflexión, es lo que decidió.Una mañana cambió su rutina y seencaminó por el río primero y luegoatravesando el foro hasta llegar cerca de laVía Appia en busca de la casa de Rufo. Sumemoria pare- cía indiferente a sussufrimientos y le prestó un notable servicio

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pues la encontró con ci- erta rapidez.Llamó golpeando con la palma de la manoen una puerta que se veía sucia,polvorienta. No hubo respuesta ni nadieabrió. Se fijó entonces en los goznes y viotela- rañas por las esquinas del umbral.Aquella puerta no se había abierto ensemanas, meses quizá. Una voz se dirigió aél desde el otro lado de la calle.- No vive nadie en esa casa desde hace másde dos años -era un hombre mayor el quese dirigía a él. Estaba sentado en el suelo,frente a su pequeña tienda de cestos.- Busco a Rufo, el director de la compañíade teatro. En tiempos vivía aquí.- Sí, Rufo. Le recuerdo. Un miserable. -Elviejo hablaba mientras con sus manos, deforma diestra y ágil, entrelazaba mimbresdiferentes para formar otra cesta que añadira su oferta de productos.Tito estaba de acuerdo en la definición de

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su antiguo patrón como miserable, peroahora no quería entrar en un debate sobrela ética de Rufo, sino localizarle.- ¿Sabéis dónde vive ahora? El viejo seechó a reír.- Los dioses tuvieron el buen sentido dellevarse a ese avaro de nuestra vista. Estáen el Orco y ojalá le tengan sufriendo. Elmuy mezquino se murió y me dejó acuenta más de treinta cestos.Tito observó con detalle aquellos cestos yreconoció en sus formas la de los cestosque se usaban para guardar pelucas de losactores y diversos trajes para escena, peromi- entras que parte de su mente vagaba enaquellos recuerdos, la parte más ocupadapor la inmediata actualidad se debatía enun océano tempestuoso de incertidumbre ydecepci- ón. No había contando con laausencia de Rufo. ¿Qué hacer ahora con suobra? - ¿Y quién lleva ahora la compañía?

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-acertó a preguntar Tito en un esfuerzofinal por encontrar una salida de aquelcallejón del destino.- Cayo Servilio. Cayo Servilio Casca. Otroladrón.Tito se sorprendió de la precisión en elnombre, pero el anciano le aclaró el porquéde tal conocimiento.- Intenté que él, como nuevo gestor de lacompañía, se hiciera cargo de la deuda,pero el miserable, así le maldigan losdioses, dijo que no había ningúndocumento con esa deuda. Y yo qué culpatengo si no hay documentos, le dije, siRufo venía y me pedía lo que quería yluego tenía que ir detrás de él durantemeses para que me pagara. Y sólo lo hacíacuando necesitaba más cestos y yo se losnegaba. Cayo Servilio Casca es el dueñoahora. Que los dioses maldigan sus pasos.Mucho trabajo quería aquel anciano que

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los dioses hicieran.- ¿Y sabéis dónde puedo encontrar a esehombre? El anciano levantó la miradahacia Tito y dejó de trabajar en su cesta.- ¿Intercederéis para que me pague ladeuda? Tito meditó su respuesta.- Os seré sincero -empezó-. No tengodinero ni influencia sobre este hombre quede- cís pero voy a… a ofrecerle un negocioy, si acepta, yo mismo os satisfaré ladeuda. Es lo mejor que puedo deciros.- ¿Un negocio? ¿Qué clase de negocio?Aquel viejo lo quería saber todo, pero Titotampoco tenía muchas alternativas.- Una obra. He escrito una obra y se la voya ofrecer para la compañía. Si acepta, conlo que me pague yo os pagaré la deuda,pero necesito saber dónde vive estehombre.- ¿Una obra? ¡Por Hércules, un escritor!¡Ahora sí que estoy seguro de que no

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cobraré nunca! Tito se desesperaba, perocontuvo la respiración y aguardó sin decirnada.- Vive allí - el viejo señaló tres puertas másabajo y sin decir más reanudó su trabajotejiendo con destreza el cesto que le habíaocupado la mayor parte de aquella mañana.Tito tampoco añadió más y sin despedida,de igual forma que tampoco había habidopresentación ni saludo, dejó a aquelhombre y, una vez junto a la puertaseñalada, volvió a llamar. Mientrasesperaba intentó asearse algo, alisando unpoco su arrugada y desali- ñada túnica ysacudiéndose un poco del mucho polvoque cubría sus sandalias desgasta- das.Un esclavo alto, moreno, con el pelo biencortado y una túnica impoluta abrió la pu-erta.- ¿Qué queréis? No os conozco -dijo altiempo que le miraba de arriba abajo

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forman- do una clara concepcióndespreciativa de quien había llamado a lapuerta.- Soy Tito, Tito Macio, trabajaba hacetiempo para Rufo y tengo un negocio queofre- cer a tu amo con relación a lacompañía de teatro. Es un buen negocio.- ¿Un negocio? ¿Qué negocio? Todosparecían hacer las mismas preguntasaquella mañana. -Una obra de teatro.Tengo una buena obra de teatro queofrecerle. Tu amo necesitará obras.- Mi amo ya tiene muchas obras de todo elmundo que merece la pena. Tu nombre nome suena de nada y tu aspecto no mesuscita mucha confianza. No creo que debamoles- tar al amo con tu presencia -yempezó a cerrar la puerta.- ¡Por favor, por todos los dioses,escuchadme, os lo ruego! -dijo Titoaceleradamente y mostró los rollos que

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traía consigo-. Aquí tenéis la obra. Sólo ospido que se la deis a leer y que sea él quienjuzgue. Si no la quiere, sólo tiene quedecirlo y me marcharé sin más. Por favor.Por favor.Tito extendía ambos brazos con los rollosen sus manos. Estaba a punto de arrodillar-se, aunque estaba tratando con un esclavo,pero no fue necesario.- Bien. Se lo comentaré al amo -dijo el

y cogió los rollos-, pero noatrienseesperéis nada. Y cerró la puerta.Tito se sentó despacio apoyándose en lapared. El sol de la primavera calentaba sucu- erpo. Esperó en silencio. Pasó unahora, dos. Llegó el momento de la comida.Lo sabía por su estómago, pero no teníanada con qué apaciguarlo. Pensó en suobra para intentar alejar el hambre de sumente. Nada. El sol comenzó su descensopor el horizonte. La tarde pasaba lenta.

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Empezó a anochecer. Nada. Tito pensó enllamar a la puerta de nu- evo, pero noquería molestar y que le tomasen porimpertinente. Eso sería el fin de susposibilidades en aquella casa. Se levantó yempezó el camino de regreso a casa. Siacaso vendría mañana a ver si habíarespuesta. Tendría que esperar. Encogidode hombros, triste y hambriento empezó acaminar cuando en ese momento, para susorpresa, la pu- erta se abrió y el esclavo sedirigió a él.- ¡Eh, tú! ¡Ven! El amo quiere verte.Cayo Servilio Casca era un hombre obeso,mayor, de unos cincuenta años, edad queintentaba ocultar llevando una estrafalariapeluca rubia que Tito no tenía claro quefuera capaz de exhibir en público. ServilioCasca tenía papada y manos y dedosgruesos.Frente al sobre el que estabatriclinium

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recostado una profusa mesa rebosaba detodo ti- po de manjares: carne de buey,poco frecuente a no ser que hubierasacrificios en el foro y siempre cara; pollosasados, manzanas, nueces y otros frutossecos que no acertaba a reconocer; pastelesde todo tipo, cerdo cortado cocido enespesas salsas de diferentes colores; uvablanca y uva negra; numerosas copasvacías volcadas y otras copas llenas;jarras de vino en cada esquina de la largamesa y seis más para los invitadostricliniaal convite: varios hombres entre loscuarenta y cincuenta años, probablementecomercian- tes bien situados, amigos de suanfitrión, celebrando una pequeña orgía decomida y ot- ras cosas: varias jóvenesesclavas estaban a los pies del detricliniumServilio Casca mi- entras otras doslimpiaban la mesa de platos y copas vacías.Todos los invitados estaban en diferentes

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grados de embriaguez. Dos de ellosroncaban profusamente. El resto le mi-raba enigmáticamente sin entender bien aqué se debía la presencia de aquelharapiento en su fiesta. ¿Seria otroentretenimiento que Casca les habíapreparado? - ¡Que lo azoten! -dijo uno delos invitados y eructó-. ¡Va tan sucio queda asco! Tus nuevos amigos dan pena,Casca.El aludido no respondió. Miraba con unaamplia sonrisa al recién llegado. Tito se li-mitó a dejarse examinar. No mentía el

cuando decía que su amo estabaatriensemuy ocupado y que, en consecuencia, nose le podía molestar. Ocupado habíaestado. Pro- bablemente ya estuvieraaburrido de comer y de hacer lo que fueraque habían estado haciendo con aquellasesclavas. Dos de ellas llevaban las túnicasrotas, arrastrándolas por el suelo en sus

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idas y venidas para retirar los platos de lamesa. El estómago de Tito hizo ruidos queevidenciaban que sus jugos gástricos sehabían despertado ante toda aquellaexhibición de comida.- ¿Tienes hambre? -preguntó Casca.Tito asintió con la cabeza, pero su atenciónpronto se desvió de la comida a sus rollosque, al retirar una de las esclavas un par dejarras de la mesa, aparecieron ante su vista:uno de ellos manchado de vino, el resto,aparentemente intacto. Casca se percató delo que estaba mirando.- Ah, sí: tu obra. Tu gran obra, sin duda -yse echó a reír.Tito se mantuvo callado. El orgullo lohabía dejado fuera. Sabía que si queríaconse- guir algo de aquella entrevista queno fuera una patada o unos azotes, como yaalguien de los presentes había sugerido, lomejor era mostrarse humilde y encajar

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todos los in- sultos hasta conseguir quealguien se leyera la obra. Si luego seguíaninsultándole, qu- izás es que merecíaentonces tales apelativos y lo mejor quepodía hacer era regresar al molino o a lamendicidad hasta el final de sus días.- Bien -dijo Casca deteniendo bruscamentesu carcajada-, verás, no es que no haya le-ído tu obra por desprecio, pero ocupadocomo estoy en tantas cosas no tengotiempo pa- ra leer lo que no me interesa asíque, antes de dedicarle un minuto de mitiempo a tu ob- ra te haré algunaspreguntas. Sólo si me ofreces algo quepueda ser de mi interés, la le- eré.Tito Macio asintió. No había esperado unexamen. -¿Es una tragedia tu obra? -pre-guntó Casca. Tito dudó.- Vamos, responde -insistió Cascacogiendo una copa de vino de uno de susinvitados dormidos, la suya estaba vacía, y

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echando un largo trago.No tenía sentido mentir, de forma que Titorespondió con sinceridad.- No. Es una comedia.- ¿Una comedia? -Casca se incorporóligeramente en su y dejó la copatricliniumenf- rente de su invitado-. Bien; primerarespuesta correcta. Estoy harto detragedias. Roma se hunde. Estamos enguerra no sé ya cuántos años y todos losautores parece que no ti- enen otro deseoque regodearse en la tragedia. ¡Por Castory Pólux, como si no sufriéra- mos yabastantes desastres en el campo de batalla!Espero ser encargado de las repre-sentaciones por alguno de los nuevosediles de Roma, que sé que andanbuscando nu- evas obras para que seanpresentadas con el fin primordial dedistraer al pueblo, ¿y qué tengo yo? Dostragedias más: una de Ennio y otra de

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Livio Andrónico. Bien escritas, sí, eso medicen ambos y lo son, pero por todos losdioses, son tragedias, tragedias y mástragedias. Y luego tengo a Nevio con suúltima comedia, pero Nevio me pone másner- vioso cada día con ese afán suyo porcriticar a los patricios, a los poderosos diceél. En fin, no sé por qué comparto contigoestos asuntos. Supongo que agradezco unosoídos sobrios frente a la generalembriaguez que me rodea.Casca volvió a su carcajada sonora quenuevamente detuvo de igual brusca forma.- ¿Y es divertida tu comedia? -fue susiguiente pregunta.- Yo creo que sí; con ese fin la escribí.- Bueno, se ve sinceridad en tus palabras.No sé si alguien así tiene futuro en elteatro.Pero bueno, por Hércules, has respondidobien a ambas preguntas. Me leeré las

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primeras líneas de tu preciada obra.Siéntate, allí, en el vestíbulo y espera.El esclavo que le había abierto la puerta lecondujo hasta el vestíbulo. Allí había unpar de pequeños taburetes y Tito Macio sesentó en uno de ellos. Y esperó. Desde allípodía escuchar lo que se hablaba en elinterior.- No le has azotado. Eres malo, Casca.Malo.La voz del borracho era débil y prontopareció añadirse un nuevo ronquido a losotros dos.- Casca -dijo otro de los invitadosdespiertos-, me voy a una de lashabitaciones con esta esclava.- Y yo también.- A mí no me dejéis atrás.Casca se quedó solo, acompañado de losronquidos de sus invitados desmayados porel vino y la comida. Abrió el primero de

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los rollos y empezó a leer con atención. Alprincipio, cansado como estaba, no prestódemasiada atención, pero al poco tiemposa- cudió la cabeza. Dejó el rollo, concuidado, sobre la mesa, cogió una jarra deagua y se mojó las manos y luego, bienempapadas se las pasó por la frente paradespejarse un po- co. Se secó las manos ensu túnica blanca plagada de manchasgrasicntas y volvió a to- mar el rollo.Prosiguió con la lectura. Estaba leyendo eldiálogo inicial entre un esclavo y su amo ytenía gracia. Aquello era gracioso, pero setrataba tan sólo de la primera es- cena.Continuó la lectura: la segunda escena eraun monólogo; correctamente escrito, perose perdía un poco de la vivacidad delprincipio. Casca frunció el ceño y suspiró.Se podría corregir, pero si la siguienteescena era aburrida, lo dejaba; sinembargo, el sigui- ente cuadro era brillante,

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un vivo diálogo, mordaz como pocos, entreuna y un cli- ente. Fin del primer acto.lenaBueno, en conjunto bastante bien. Laprimera escena del se- gundo acto volvía ala fórmula del monólogo, pero breve, bien,bien, y luego otro diálo- go, entre dosesclavos, dos auténticos bribones y éste síque era divertido. Aquello era realmenteentretenido; la tercera escena era decontinuidad, para explicar la trama, perocon ágil concisión, para en la cuartadesplegar un larguísimo diálogo en dondelos dos esclavos toman el pelo al mercader.Esta obra estiraba las escenas de diversiónhasta el infinito y sometía las secciones decontenido que sujetaban el entramado de laobra a su mínima expresión. Primaba ladiversión por la diversión. Era perfecto.Perfecto. Casca siguió leyendo, duranteuna hora, rollo a rollo, hasta llegar al final,riendo a ratos, en ocasiones con el ceño

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fruncido, y, las más de las veces, con unadistendida sonrisa en sus labios. Llegó alfinal y sus ojos terminaron posados sobrela firma: Tito Macio Pla- uto. Casca estallóen una sonora carcajada que desveló a unode sus borrachos amigos que alzó la miradaconfundido, preguntó si pasaba algo, peroantes de que nadie le res- pondiera volvió asu letargo anterior.Tito Macio esperaba nervioso en su silla eldictamen sobre su obra. Se decía una y ot-ra vez que lo más probable era que aquelhombre, medio borracho y vicioso, leordenara a su que le diera unaatriensepatada y lo echara de casa, pero él nopensaba irse sin que le devolvieran su obra.En ese instante llegó el esclavo. Tito selevantó y se protegió con la pared,guardando sus espaldas, iba a pedir su obraantes de que le empezaran a pegar, cuandolas palabras del esclavo quebraron sus

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esquemas.- El amo quiere que volváis al atrio.Seguidme.

77 Las Lupercalia

Roma, febrero del 212 a.C.

Era el sexto año de guerra contra Cartago.Aníbal asediaba Tarento. Capua permane-cía en manos del enemigo. Marcelo seguíacombatiendo en Sicilia, pero Siracusaresis- tía. Se luchaba en Cerdeña, la GaliaCisalpina seguía en rebelión y amenazabalas fron- teras del norte y el rey Filipo deMacedonia, aunque repelido su primerataque contra el protectorado romano deIliria por las tropas desplazadas hasta allípor mandato de Fabio Máximo, no sedesdecía de su pacto con Aníbal. Roma

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mantenía un pulso con el mundo en el queno ya su hegemonía, sino su propiasupervivencia estaba en juego. Y Roma losabía. El Senado lo sabía. De los ejércitosregulares consulares anuales en donde seag- rupaban hasta ocho legiones entrelegionarios romanos y aliados, la ciudad seveía obli- gada ahora a mantener en activo,a un mismo tiempo, hasta un total ya deveinticinco le- giones para poder abarcartodos los frentes: el Adriático, elMediterráneo occidental, Hispania, y elmás temido de todos, el frente abierto porAníbal en la propia Italia. El desánimo y elagotamiento hacían mella entre losromanos: el dinero, el oro y la plata sededicaban a la guerra y los campos eranarrasados por los combates o quedabandesaten- didos ante la ausencia decampesinos. En medio de aquel funestopaisaje, el joven Pub- lio Cornelio

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Escipión, hijo y sobrino de los procónsulesde Hispania, contra todo pro- nóstico porcausa de su juventud pues apenas contabaveintitrés años, fue elegido edil de Roma.Su cargo conllevaba la gestión de diversosasuntos que afectaban a la ciudad, ademásde la organización de los juegos y festejosque debían acompañar las diferentes fiestasdel calendario romano. Eran tiemposdifíciles para que un edil pudiera congraci-arse con un pueblo atemorizado por lacontinuada presencia de Aníbal en sueloitaliano y exhausto por los esfuerzos deaquella guerra: los unos habían vistoempobrecerse sus negocios ante lainseguridad de las fronteras, otros teníanhijos o padres o tíos en alguno de losmúltiples frentes de guerra y todos habíanperdido al menos a un ser querido enaquella interminable locura.Era el 15 de febrero y el nuevo edil de

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Roma se dirigía, acompañado de su mujery dos esclavos como salvaguarda, endirección a la colina del Palatino. Muchosle recono- cían y le saludaban con respeto.Una de sus primeras medidas había sido lade ordenar distribuir aceite entre todos losciudadanos. Era una forma modesta, lasarcas del Estado y las suyas propias nodaban para mucho, de contribuir a mitigaren alguna medida las carencias de loshabitantes de Roma. Y los romanos,conscientes de las limitaciones, ag-radecían el gesto del nuevo edil que, algoera algo, parecía mostrar una ciertasensibili- dad hacia las penurias de laplebe. Además, el aceite, usado comocondimento, como comida misma o paracocinar, estaba siempre presente en la mesaromana, de forma que con poco gasto ymucha habilidad el joven edil había sabidoentrar bien en su mandato.

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Una buena edilidad abría el camino en el y, si bien no era garantíacursus honorum

de ascenso en la carrera política, siempreera una ayuda y lo que estaba claro es queuna mala gestión en uno de los primeroscargos de responsabilidad civil podíasignificar el fin de la vida pública de quiencometiera errores que el pueblo noolvidaría con facili- dad; por eso, enaquellos tumultuosos tiempos de miedo ypenuria pocos fueron los que seaventuraron a presentar su candidatura,algo que, no obstante, no arredró al jovenEs- cipión.En aquel estado de cosas, el joven Publio ysu mujer se sintieron más tranquilos cuan-do esa fría mañana de febrero, camino dela gruta del Lupercal, en la ladera delPalatino, vieron que eran saludados conaprecio y no con desdén o furia por los quese cruzaban con ellos. Sin duda, la

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pertenencia a una de las pocas familiasromanas que aportaban buenas noticias aRoma también ayudaba a esa impresiónfavorable que el pueblo se iba forjando deaquel joven edil. Tanto su padre como sutío continuaban impidiendo que loscartagineses cruzasen el Ebro y acudiesencon otro ejército en ayuda de Aníbal, loque, con toda seguridad, podría suponer elprincipio del fin para Roma. Y no sólo eso,sino que habían conseguido reconquistar lasemiderruida fortaleza de Sagunto. Unacon- quista que, irónicamente, no erasuficiente ya para dar término a aquellaguerra que su caída encendiera hacía yamás de seis años. Era, no obstante, unavictoria moral que al menos contribuía ainsuflar ánimos a unos romanos cansadosya de oír hablar de derro- tas.Aquellos saludos de respeto y las buenasnoticias de Hispania hacían que, pese a to-

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do, en medio del fragor de aquella guerrael joven matrimonio de Publio y Emilia sesin- tiera entre los afortunados del mundo.Sin embargo, una sombra enturbiaba elhorizonte de los pensamientos del nuevoedil de Roma: llevaban casi tres añoscasados y Emilia no se quedabaembarazada. El asunto preocupaba al jovenEscipión desde hacía tiempo y sabía quetambién perturbaba, probablemente aúnmás, a su mujer. Con el paso de los mesesse convirtió en un tema tabú y ninguno delos dos lo mencionaba ya. Su madre,Pomponia, cooperaba con su discreción, locual ambos agradecían sobremanera.Publio necesitaba herederos y, aunque aúnera muy joven para preocuparse, el temapermanecía anclado en su menteensombreciendo su existencia,acumulándose junto con las preocu-paciones por su padre y su tío en Hispania

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y con los quebraderos de cabeza de todoslos esfuerzos que se debían volcar enaquella guerra. Por eso, aquella fríamañana de invier- no decidieron acudir a laceremonia de las Las creenciasLupercalia.religiosas del joven edil no es que fueranmuy profundas; más bien era detallista ensu aplicación en todo lo tocante a la vidapública, como no podía ser de otra forma,pero era bastante más relaj- ado a la horade vivir la religión en la esfera privada,donde hacía más caso de sus intu- icionesque de los dioses. Pero las celebraciones enhonor del dios Lupercus eran espe- cíficaspara promover la fecundidad y no acudir,en sus actuales circunstancias, ya pasa- ríaa formar parte del cotilleo público. Por esose vistieron con toga y túnicas impolutas yresplandecientes y salieron aquella mañanahacia el Palatino y la gruta Lupercal.A los pocos minutos de llegar aparecieron,

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saliendo de la caverna, los semi-luperci,desnudos, cubiertos sus cuerpos conapenas unas pieles que ocultaban susórganos sexu- ales, haciendo frente al fríoy al viento que se había levantado.Llevaban las caras mar- cadas con lasangre de los animales sacrificados aqueldía en honor de Lupercus. Unos llevabanpieles de chivo, otros de cabra y uno deperro, pero todos iban armados de unaslargas tiras de piel de cabra que llamaban

de donde los romanos decidieronfebrua,ext- raer la raíz del nombre de aquel mes.Los se acercaban a los ciudadanosluperciallí con- gregados y buscaban a las mujeresmás jóvenes. Al acercarse a ellas blandíansus y golpeaban las manosfebruaextendidas de las jóvenes romanas que,sonrientes unas y rubori- zadas otras,recibían con agrado y entre sonrisas de susacompañantes las sacudidas se- cas de

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aquellas pieles sagradas. Uno de los se detuvo ante Emilia y, al ver alluperci

edil de Roma junto a ella, dudó. EntoncesEmilia extendió su mano. El mirólupercial edil y éste asintió. Se alzaron en el airelos y las tiras de piel chocaronfebruacontra la mano de Emilia. La joven seestremeció, más por la sorpresa del tactoáspero de aquellas pi- eles que por el dolor.El una vez cumplido su cometido,luperci,saludó con una suave reverencia al edil dela ciudad y se dirigió, ya más relajado, aotros grupos de jóvenes que allí se estabancongregando.Emilia y Publio se retiraron despacio dellugar, entre las miradas de los romanos,con la sensación de que, al menos, habíansido fieles a las tradiciones de la ciudad y,si bien eran conscientes de que semurmuraba sobre la posible esterilidad deEmilia, no podrían a ello añadir que no

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siguieran de forma escrupulosa losdictados de los dioses romanos paracircunstancias como aquélla. Publio pensóen acercarse a su mujer y besarla para quese tranquilizara. Sabía que a Emilia no legustaba ser el centro de atención, pero secontuvo. Las muestras públicas de afecto,incluso entre cónyuges, estaban mal vistasen general, pero de forma particular enquien ostentaba un cargo público y, másaún, en ti- empos de guerra y carencia.Publio no quería dar pábulo a comentariosque en minutos llegarían a oídos de susenemigos políticos, Fabio Máximo y suapadrinado Marco Por- cio Catón, ambossiempre estrictos en sus costumbres ycelosos de que todos fueran igu- al deescrupulosos con las formas, los serviciosreligiosos y las leyes de Roma. Publio selimitó a abrazarla por la cintura uninstante, sostener su cuerpo con fuerza y

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luego, con suavidad, separarse paracontinuar caminado junto a ella de regresoa casa. Emilia le miró y le sonrió. Nodijeron nada más, ni siquiera cuandollegaron a la de los Escipiones. Ladomusfalta de un hijo seguía pesando sobre susalmas.Una vez en casa, Emilia se dirigió a suhabitación a descansar mientras que el edilde Roma se dedicaba a atender primero losasuntos de la familia y luego los del Estadoque le competían en razón a su nuevocargo. En el vestíbulo se acumulaban unadecena de personas que venían para pedirconsejo o instrucciones. Empezórecibiendo en el atrio del hogar familiar alesclavo encargado de velar por elmantenimiento de los cultivos de laspropiedades familiares en Liternum. Allí,al igual que en otros muchos lugares, sepadecía la carencia de trabajadores para el

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campo y la recogida de algunas cosechasde frutales peligraba.- De acuerdo -respondía Publio trasescuchar las explicaciones de su sirviente-,tomo nota de todo. Mi hermano Luciopartirá para allá en los próximos días yvelará por po- ner orden en todos estosasuntos. Ahora puedes descansar en estacasa y salir mañana de vuelta a nuestraspropiedades del campo.El esclavo, capataz de la finca, asintió y seretiró con una reverencia a su joven amo.Siempre había tratado con el padre, peroaquel joven sustituto había escuchado conatención el informe que traía y el hecho deque decidiese enviar a su hermano pequeñoa revisar todo aquello subrayaba que suvenida a Roma a solicitar ayuda no eratomada en vano.Después trató con mercaderes queplanteaban reclamaciones sobre los

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problemas que los triunviros creaban en sucelo por vigilar todo lo que entraba y salíade la ciudad para evitar el estraperlo quecon tanta facilidad emergía en tiempos deguerra y escasez. El edil tomó buena notade todas aquellas quejas y al fin pudorecibir a un amigo que, con paciencia,había esperado en el vestíbulo su turnopara ser recibido. Al verlo entrar, el jovenPublio se levantó de su asiento y se acercóa abrazarlo.- ¿Pero cómo no me avisan de que CayoLelio está esperando verme? -comentó envoz alta el joven edil-. ¡Alguien va a tenerque ser castigado por semejante ultraje,hacer esperar al mejor de los amigos! - No,amigo, no. No se ha de castigar a nadie-respondió Lelio sonriente-; lo de la es-pera ha sido cosa mía: un edil de Romadebe atender antes los asuntos del Estado ylu- ego a los amigos.

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- Bien, hombre, bien. ¡Pero que nos traiganvino! -dijo Publio dirigiéndose a un jovenesclavo- ¡Y que sea el mejor que tengamosen casa! ¡Mulsum para mí! En unosminutos una mesa tenía todo lo necesario:una jarra de vino tinto, una de agua y otracon acompañada de un cuenco conmulsummiel para añadir en caso de que se deseasereforzar el dulzor de la bebida. Sacarontambién dos y frutos secos.tricliniaCómodamente recostados, los dos amigosbrindaron juntos.- ¡Por los procónsules de Hispania!-propuso Lelio.- ¡Por ellos, sin duda! -respondió Publio-.Y, por todos los dioses, ¿alguna nueva demi padre y mi tío de la que aún no tengaconocimiento? - Sí, y buenas noticias son.Vengo de hablar con los Emilio-Paulos, tufamilia políti- ca: hay un levantamientogeneral de los númidas al mando del rey

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Sífax en África y pa- rece que tu padre y tutío están detrás del asunto. Se dice que hanenviado mensajeros para pactar con el reynúmida. En todo caso, pronto tendremosconfirmación del tema, pero lo importantees que el Senado de Cartago reclama aAsdrúbal y sus refuerzos de vuelta aÁfrica. Eso diluye la ofensiva que loscartagineses habían lanzado en Hispania.- Sí, eso suena a estrategia ideada por mipadre. En fin, buenas noticias son, enefecto, ya lo creo. Esperemos que seconfirmen del todo. ¿Y en otros frentes? -Más noticias buenas: Marcelo ha entradoen Siracusa.- No puede ser. Venimos del Palatino yhemos pasado por el foro. No secomentaba nada. Es imposible.- Amigo mío, eso era esta mañana y yaestamos a media tarde. Quizá no te descuen- ta, pero el tiempo ha ido pasando. El

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foro es ahora una pura fiesta. Marcelo haentrado en Siracusa: tenemos el control dela ciudad clave de Sicilia.- Eso son magníficas noticias. ¿Se sabealgo de aquel griego, ese ingenieroArquíme- des, que tantos quebraderos decabeza dio con sus ingenios mecánicos ysus argucias en la defensa de la ciudad? -Ha muerto.- ¿Muerto? -la información le dolió-. Esuna lástima.- Así es -coincidió Lelio-. Marcelo habíadado órdenes expresas de que se lecaptura- se con vida, pero en medio de labatalla el pobre viejo cayó en manos dealguno de nu- estros legionarios másjóvenes y éste no supo distinguir entre unenemigo más y el ge- nio griego de laingeniería. Muerto en el campo de batalla.Dicen que cerca del puerto.- Sí que es de lamentar. Hombres de esa

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talla no se encuentran a menudo. Mepregun- to cuántos más han de perecerantes de que consigamos la victoria. Estaguerra está cos- tando demasiado esfuerzo,demasiadas vidas. Aunque por las noticiasque traes, parece que las cosas comienzana enderezarse con Hispania y Sicilia máscontroladas, los prob- lemas en Numidia…Pero ¿y Aníbal? ¿Sigue en Tarento? Lelioasintió.- No cejará -añadió Publio-. Lo intuyodesde hace tiempo. Tiene Capua y ahora vaa por Tarento. Es una salida natural al marpor el sur. Si Tarento cae y los cartaginesesap- lastan el levantamiento de Sífax, losrefuerzos para Aníbal no tendrán quecruzar toda Hispania y la Galia, sino irdirectamente en barco hasta Tarento. Ésees el peligro inme- diato ahora.- Sí, pero las murallas de Tarento soninexpugnables. Es imposible que tome esa

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ci- udad -comentó Lelio.- También era imposible que nosderrotasen en Cannae donde losdoblábamos en nú- mero y ya ves lo quehizo Aníbal. Creo que los hechos nos hanmostrado que con este general debemos sercautos en lo que se considera posible oimposible.- Puede ser -respondió Lelio-, por cierto,eso me recuerda que las legiones quinta ysexta, desplegadas en Sicilia, han pedido aMarcelo que interceda por ellas ante elSena- do para que se les levante eldestierro al que están sometidas o para queal menos se las haga participar de formaactiva en la guerra.- Eso es lo mismo que decir que se lo pidena Fabio Máximo y Máximo no estará por lalabor -dijo Publio.- ¿Por qué crees eso? Vendrían muy biendos legiones adicionales.

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- Por el orgullo de Máximo: él las condenóhasta que se derrotase a Aníbal y Aníbalsigue en Italia. No, esa petición no tendráninguna respuesta positiva por parte delSena- do ni aun cuando la plantee unvictorioso Marcelo. Menos aún si laplantea Marcelo. Es de los generales quehacen sombra a Máximo y éste se tomaráesa petición como un pul- so personal. No,estos hombres de la quinta y la sexta seequivocan. Si quieren consegu- ir algo,deben dirigirse directamente al que loscondenó, sin intermediarios. Y más te di-go: después de esto, dudo mucho queFabio Máximo conceda el perdón a esoshombres tras una victoria sobre Aníbal.Les tiene rencor porque al igual que tú yque yo, su hijo Quinto estuvo en Cannae y,como a nosotros, parte de esa vergüenzanos mancha. El que nos eximieran in

no borra el hecho de que tú y yoextremis

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estuvimos allí, y tambi- én su hijo. Fabiodebe de pensar que desterrando a esaslegiones destierra la memoria de aquellabatalla.- ¿No crees que esos hombres o nosotrosmismos podemos hacer algo alguna vezque borre esa derrota de nuestro pasado?-preguntó Lelio.El silencio se apoderó del atrio. Se oía elfluir del agua en la fuente del jardín al quese accedía por el Pomponia ytablinium.Emilia estaban en sus habitaciones. Losescla- vos, en sus tareas, habíandesaparecido del atrio, a excepción deljoven mozo que estaba atento a cualquierseñal del edil de Roma.- No lo sé -empezó el joven Publio-. Lo hepensado en muchas ocasiones y no veorespuesta a tu pregunta, pero te diré unacosa: siento que mi destino, nuestrodestino, el de todos los que participamos

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en aquella horrible batalla de Cannae estáunido. Ahora estamos separados y no tengoidea de qué caminos llevaremos en elfuturo cada uno, Lelio, pero siento que enalgún momento nuestras vidas volverán acruzarse con la quin- ta y sexta legión deRoma y, si eso ocurre, ése será el momentode lavar, juntos, nuestro pasado.- Las legiones malditas, las llaman -dijoLelio, en voz baja, casi con miedo.- Legiones malditas, en efecto, eso es loque son -concluyó Publio.El de la de los Escipionesatriense domusentró en el atrio.- ¿Qué ocurre?, ¿por qué nos interrumpes?-preguntó Publio, molesto, con sus pensa-mientos aún en Sicilia, rodeado delegionarios maldecidos por Roma.- Lo siento, mi señor, pero el hombre queesperabais ha llegado según estaba citado.- ¿El hombre, qué hombre…? Ah, por

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Castor y Pólux, es cierto: el director de lacom- pañía de teatro, es cierto. Que pase,que pase -y dirigiéndose a Lelio-; es eldirector de una de las compañías de teatrode la ciudad: he de organizar los festejosdel año y tene- mos que planificar, entreotras cosas, las obras que se representarán.Parece tan absurdo ocuparse de estas cosascuando el mundo está en pie de guerra…pero el teatro ofrece entretenimiento y todadistracción que brindemos al pueblo espoca en estos momentos de tumulto eincertidumbre, ¿no crees? Lelio asintió.Pensó en comentar que donde hubiera unbuen combate de gladiadores se quitarantodas las obras de teatro del mundo, perono dijo nada sobre el asunto y son- rióantes de despedirse.- Bien, creo que es mejor que deje a solasal edil de Roma con sus ocupaciones ybus- que otro lugar donde descansar.

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Publio se levantó y le volvió a abrazar.- Que sea guapa, no mereces menos -dijo eledil de Roma-. Y cuídate, que ese barrio espeligroso.- No sé de qué me hablas -respondió eloficial romano mesándose la barba con lama- no derecha-, pero me cuidaré -y,riéndose, pensando para sus adentros queprecisamente a por eso iba, a por una mujerguapa en el barrio de las putas de laciudad, junto al río, concluyó que sucabeza no albergaba demasiados secretospara su joven amigo. Al salir, se cruzó enel vestíbulo con un hombre obeso, mayor,con una ridicula peluca rubia en la cabeza.Lelio le miró fijamente y aquel hombre lesaludó con una leve inclinación del cuerpo.Un actor, sin duda, pensó Lelio y sereafirmó que la vida política no era para él:no se veía tratando con semejantespersonajes sin perder la compostura.

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El invitó a Casca a que entrase enatrienseel atrio.- ¿Deseas vino o alguna cosa? -preguntóPublio a su nuevo interlocutor. Casca con-templó las jarras sobre la mesa y los frutossecos. Sí, le apetecía sobremanera un pocode vino y algo de comer.- No, gracias, mi señor -respondió Casca.Pensó en lo oportuno de mantener un tonooficial en aquella conversación con elnuevo y sorprendentemente joven edil deRoma.No quería que el licor nublase suconocimiento. Aquélla era la negociaciónmás impor- tante del año. El edil dio unapalmada y un par de esclavos retiraron conrapidez la co- mida, la bebida y la mesa.Casca, ante una señal de su anfitrión, sereclinó en el que antes habíatricli- niumocupado Lelio.- ¿Y bien? -empezó Publio-, ¿qué tenemos

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para este año? Espero grandes cosas de ti.Me han hablado bien, pero por eso esperoque tus actos no desmerezcan lasreferencias que he recibido de tu persona yde tu compañía.Casca recibió con una reverencia de lacabeza aquellos comentarios de la máximaautoridad civil de la ciudad en lo tocante afestejos, organización de juegos y otrascues- tiones del devenir diario de la urbe.- Tengo dos, no, tres buenas tragedias, deautores ya conocidos por el público. Ve-amos -Casca sacó un pequeño rollo dedebajo de la túnica y comenzó a leer susanotaci- ones-. De Livio Andrónico tengodos obras que agradarán, sin duda, por sugran fuerza dramática, y Aquiles

Estoy seguro de queAndrómeda.impactarán.Casca alzó su mirada del rollo que estabaconsultando y observó que el edil no pare-

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cía muy convencido. No se desalentó.Continuó leyendo sus anotaciones.- Bien. Tengo algo especial del gran Ennio:

Eso gustará sin duda. Es unaAlexander.obra épica.Publio asintió algo más convencido, peroaún no estaba satisfecho.- Eso último -empezó el edil de Roma-puede estar mejor: una obra que espero queensalce el valor del gran general puedeestar bien, pero Ennio es siempre tan pocoopor- tuno en sus temas. Alejandro es, a finde cuentas, macedonio, y quizá no sea elmejor momento para reproducir lashazañas del antepasado de un rey comoFilipo que no hace sino atacarnos y pactarcon Aníbal, ¿no crees? - Sí, claro, porsupuesto; no lo había considerado desdeese punto de vista, pero sin duda estáis enlo cierto. Entonces, quizá, mejor lastragedias de Livio.

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- ¿Y comedia? -preguntó Publio-. ¿Es queninguno de tus autores escribe alguna co-media con la que distraer a la gente de laguerra y los trabajos a los que todos nosvemos sometidos por la misma? - Sí,comedia, claro, por supuesto, mi señor.Tengo algunas cosas interesantes. Ve-amos…, permitid que consulte mis notas,la memoria mía ya no es lo que era; pensarque antes era capaz de memorizar obrasenteras, ahora, sin embargo…, pero no, esoos aburre, veamos… Sí, por ejemplo, estáNevio, con una comedia divertida: Lamuchacha de Tarento.- Esperemos que Tarento no caiga enmanos de Aníbal antes de que la obra serepre- sente y espero también que la obravenga sin la acostumbrada crítica políticaque acom- paña a sus obras -incidióPublio.- Bien, bueno, me ocuparé de que todo esté

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controlado. controlado -insistió el edil- Debidamente

de Roma.- Así se hará, sin duda, mi señor -Cascahizo una nueva reverencia con la cabeza.Du- dó en si añadir algo o mejor dejar laconversación en ese punto. No parecía queninguna de sus propuestas estuvieraentusiasmando demasiado a la autoridadque disponía de la potestad de contratar susservicios o bien prescindir de los mismos,y no quería tentar su fortuna.- Ibas a decir algo. Habla. -Publio no erahombre al que se le pasase por alto la dudaen la faz de su interlocutor.- Bien, veréis, tengo también un autornuevo, Tito Macio, Tito Macio Plauto, paraser exactos.- ¿Plauto? Es un nombre extraño para unescritor, ¿no? - Bien, sí, pero he leído sutrabajo. Tiene una comedia, laLa Asiriana

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llama, sin nin- gún contenido político, purodivertimento, ágil, encantará, estoy seguro.Creo que es lo que buscáis.- Os pido comedias y o bien me proponéisa autores de dudosa honorabilidad en lopolítico con títulos desafortunados, o biena un completo desconocido. Casca,esperaba más de ti.- Bien, siento no poder ofrecer más. Locierto, con todo el respeto sea dicho, mi se-ñor, es que no hay tanto donde elegir.Seguiré buscando, por supuesto, pero estoes lo que tengo por el momento.El edil guardó unos segundos de silencio.Casca pensó que su contrato para represen-tar varias obras aquel año estaba a punto dedesvanecerse en el aire.- Bien -concluyó al fin Publio-. Esto es loque haremos: empezaremos con lastragedi- as de Livio, pero no serepresentará la obra de Ennio, no, al menos

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hasta que termine- mos con elenfrentamiento con Macedonia. Y luego, apartir del verano se representará lacomedia de Nevio, de la que espero norecibir ninguna queja desde el Senado.Recu- erda que Fabio Máximo y otrossenadores no hacen sino esperar unaoportunidad para prohibir el teatro parasiempre, así que por la cuenta que te trae,sé meticuloso en tu su- pervisión de laobra. Y bien, al final, para las Saturnaliade diciembre, le daremos una oportunidada tu nuevo autor y espero por tu bien queguste. No querría terminar el añodesagradando al pueblo. ¿Estamos deacuerdo? - Sí, claro. Me parece perfecto:Livio, tragedias, comedia de Nevio,supervisada, su- pervisada, por supuesto, yluego el autor nuevo, Plauto -Casca repetíalas palabras con esmero-, no os defraudaré,mi señor. El pueblo estará contento del

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teatro de este año. Os recordarán conagrado.- Bien, Casca. Tengo mi confianza puestaen ti y en las obras que hemos comentado.Ahora, por favor, déjame descansar. Hetenido un largo día. Marcha y que losdioses es- tén con tus escritores protegidos.Casca se levantó y, con pasmosavelocidad, desapareció por el vestíbulo. Noquería dar ocasión a que el edil pudierareplantearse la oferta que acababa de hacer:dos trage- dias y dos comedias; cuatroobras. Aquello estaba bien; más que bien.Ahora tendría que tratar con los escritores.Caminaba ya por la calle de regreso a sucasa. Los escrito- res. Eso significabacelebrar con Livio las nuevasrepresentaciones, explicar a Ennio lainoportunidad de su esoAlexander;requerirá tacto, igual que controlar aNevio. Eso se- ría lo más difícil de todo. Y,

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en fin, luego sosegar al impaciente de TitoMacio, para que aguarde anhelante peropaciente el momento de estrenar suprimera obra. Ya está, le di- ría que fueraescribiendo otra entretanto. Sí, ésa sería lamejor forma de invertir su tiem- po. Claroque si luego el estreno resultaba unfracaso, allí terminaría su carrera, pero ha-bía que considerar la posibilidad, porremota que ésta fuera, de que la obracosechase éxito. Si así fuera, el edil, elpueblo, todos desearían más y Cascatendría más para ofre- cer. Aquél sepresentaba como un año lleno deposibilidades.

78 Las profecías de Aníbal

Tarento, 212 a.C.

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Maharbal contemplaba las murallas deTarento admirado por su altura y sufortaleza.Aquella ciudad era inexpugnable. En granmedida le recordaron las fortificaciones deQart Hadasht en Hispania: poderosasmurallas dando cobijo a un puerto naturalcuyo quedaba perfectamenteaccesocontrolado desde la ciudad. No tenía niidea de qué hací- an allí: la empresa era entodo punto una aventura imposible. Escierto que, si había al- guien capaz deimposibles, ése no era otro que Aníbal,pero hasta él mismo ordenó rep- legarsetras Cannae en lugar de acudir a asediarRoma. Maharbal no veía qué diferenciapodía haber entre intentar tomar unaciudad u otra, ambas fuertementeprotegidas y con importantes guarnicionesromanas para guardarlas.- Leo en tus ojos la duda, Maharbal, ¿me

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equivoco? -comentó la profunda voz deAníbal a sus espaldas. Maharbal se volviósorprendido. Pensaba que estaba solo.- Son estas murallas. Pareceninfranqueables y, como explicaste enCannae, no tene- mos armamento adecuadopara un asedio de este tipo. Ni siquierapudimos tomar Ñola cuando la protegíaMarcelo. No quisiste tomar Roma yquieres tomar Tarento. La ver- dad, no veoa qué acudir aquí, en lugar de proteger elterritorio que dominamos en Italia central;Capua, por ejemplo, está siendo asediadapor los romanos por haberse pasado anuestro bando y nosotros aquí… -Nosotros estamos aquí -interrumpióAníbal-, para tomar Tarento de una vez. Yasé que estuvimos aquí el año anterior sinconseguir nada útil y ya sé que lasciudades fuer- temente protegidas se nosresisten al asedio por falta de medios, pero,

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Maharbal, me sorprendes al compararRoma con Tarento.- ¿Por qué? Ambas están igualmenteprotegidas.- Puede ser, pero una es Roma misma, laotra es una ciudad aliada a Roma y comoto- do aliado, susceptible de traición.Maharbal abrió bien los ojos. Era eso.Había un plan, algún contacto.- Es evidente que se nos necesita en Capua,pero si conseguimos Tarento, cazaremosdos jabalíes en el mismo bosque, como lesgusta decir a los romanos: por un ladoobten- dremos un puerto en el sur de Italiapor el que obtener refuerzos de África ypor otro fortaleceremos nuestra posición enel sur. El centro está en disputa, perotenemos plazas importantes como Capuaque luchan ya contra Roma, a nuestrofavor, en el norte los ga- los atormentan alas tropas romanas allí emplazadas,

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Asdrúbal ha regresado a Iberia y pronto seenfrentará contra los procónsules y hemosabierto un nuevo frente en el Adri- áticocon el apoyo de Filipo. Sí, ya sé que hasido rechazado en Apolonia, pero Filiposigue a nuestro lado. Lo volverá a intentar.Quiere recuperar el territorio delprotectora- do romano de Iliria. Y sitomamos Tarento, nos haremos fuertes enel sur.Maharbal pensó que aquello era cierto,pero que no era menos cierto que Marceloha- bía conquistado Siracusa recuperandocon esa ciudad gran parte de Sicilia para elbando romano, y todo eso pese a lasdefensas de Arquímedes. Y luego estaba elproblema de Sífax. Maharbal intentó serobjetivo en su respuesta y fue con tiento.- Es muy cierto lo que dices, pero Asdrúbalno puede ocuparse de aplastar a los rebel-des de África, como Sífax, y al mismo

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tiempo derrotar a los procónsules romanosen Iberia. Es demasiado para él -pensó enañadir lo de Sicilia, pero estimó másconveniente no presentar más problemasen los frentes de aquella interminableguerra.- Sí, es verdad -respondió Aníbal-; se exigedemasiado a mi hermano, pero Asdrúbal eshábil y fuerte: ha terminado con ellevantamiento de Sífax y ya está de vueltaen Ibe- ria. Te haré dos profecías estanoche y ya sabes que no soy amigo deadivinar el futuro, pero te diré estas doscosas. Uno: esos procónsules, losEscipiones, son hombres muer- tos, sóloque no lo saben. Asdrúbal los derrotará y,más tarde o más temprano, alcanzará Italiapor el norte para unirse con los galos. Deesa forma estrangularemos a Roma conuna pinza, con mi hermano y los galos porel norte y nosotros avanzando desde el sur.

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Y dos: esta misma noche, entraremos enTarento. Y basta ya de chachara. Que loshomb- res cenen temprano y bien, comidaabundante, pero sin vino.Maharbal escuchó con atención laspalabras de su general: lo conocía bien y seempa- pó de aquellos presagios. Aníbalnunca lanzaba anuncios o amenazas que nosintiera co- mo auténticos, pero muchopedía de su hermano y demasiado fácilparecía pintar la to- ma de la fortaleza deTarento. En cualquier caso, la noche estabadesplegándose sobre la región y las llamasde las hogueras empezaban a extendersepor el campamento. En cu- estión de horasse dilucidaría la primera de aquellaspremoniciones: la caída o no de Ta- rento.Sólo si se cumplía esa predicción,consideraría que quizá la otra tambiénpudiera tener algún fundamento.Era noche cerrada. Había un aire que

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agitaba las copas de los árboles. Filémenose aj- ustó la capa con la que cubría sucuerpo del frío nocturno mientras esperabajunto con varios de sus hombres en unclaro del bosque. Era lo acordado. Ésasería una velada es- pecial. Los que al finse habían decidido a acompañarle aquellanoche estaban tensos, nerviosos. A simplevista parecían formar parte de una partidade caza a la espera de una pieza de interéspara lanzarse sobre ella con sus flechas ylanzas. Esa noche, sin em- bargo, a suatuendo habitual habían añadido escudos ycascos que habían sacado ocultos entre losbultos de los caballos. La falta de luz hizoel resto. Los centinelas de la guarni- ciónromana de Tarento no se percataron deesos innecesarios complementos para unacacería, a no ser que lo que se estuvierapensando fuera en terminar cazandohombres aquella noche, romanos para ser

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precisos. Filémeno sonrió, pero habíaamargura conte- nida en aquel gesto delrostro. Aquella noche había salido deTarento aparentando, co- mo en otrasocasiones, que salía a cazar para traeralimento a la ciudad. Llevaba sema- nashaciendo lo mismo, retornando siemprecon abundante carne fresca que luegodistri- buía en el mercado de la ciudad paraapaciguar así un poco el hambre enaquellos tiem- pos confusos de guerrapermanente. Los centinelas romanos ledejaban ir y venir a cam- bio del sobornoacostumbrado: varias de las piezas cazadasno pasaban de la guarnición romana quevigilaba las puertas. Así, los centinelasllevaban saciando su gula desde ha- cíameses. Sólo controlaban que regresasentodos los que salían cada noche y que noen- trase nadie que no hubiera salido.Estaban tranquilos. Filémeno mantenía su

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sonrisa tor- cida mirando el cieloestrellado. Ni su padre ni muchos de susamigos volvería a ver aquellas estrellas.Habían sido tomados como rehenes cuandoempezó la guerra. Era la forma habitualmediante la cual Roma se garantizaba lafidelidad de las ciudades de cu- ya lealtaddudaba, como Tarento. Pero en medio de laconfusión de aquella guerra, los rehenes seescaparon de Roma. No fueron muy lejos ytras ser atrapados, cazados, pensóFilémeno, fueron conducidos de nuevo aRoma, juzgados por traición, torturados ydes- peñados desde lo alto de una roca.Para Filémeno y otros muchos tarentinosaquello su- puso el final de su alianza conRoma, sólo que no podían manifestarloaún. El Senado romano, diligente, enviórefuerzos suplementarios para laguarnición de Tarento con la intención de,ante la ya ausencia de rehenes, asegurarse,

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no obstante, el control de aquel enclavemarítimo.- Pronto llegarán los cartagineses -dijoFilémeno cortando la madrugada con suvoz resuelta.Sus compañeros asintieron. Tenían miedo,pero la necesidad y el odio a Roma losempujaba. Por el extremo norte observaronuna gran masa oscura, como si el bosque semoviese hacia ellos. La luz tenue de lasestrellas era insuficiente para vislumbrarcon claridad lo que ocurría y no había luna.De hecho, por eso habían acordado aquellanoc- he. Filémeno recordaba las palabrasdel general cartaginés.- La próxima noche sin luna, allí dondetermina el bosque, al norte de la ciudad.Allí nos encontraremos. Tenlo todopreparado y yo cumpliré mi palabra.Habían acordado que Filémeno y sushombres se encargarían de conseguir que

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se ab- riesen las puertas de la ciudad enmedio de la noche y que cooperarían en lalucha por el control de la ciudad, quepasaría al bando cartaginés al amanecer.Aníbal se había com- prometido a cambioa respetar la vida y los bienes de todos lostarentinos y que sólo se quedaría con laspropiedades de los romanos y con elcontrol del puerto para poder usar- lo comovía marítima para recibir refuerzos desdeÁfrica. Filémeno meditaba sobre aqu- elacuerdo mientras observaba la masa oscuraque descendía por la ladera desde el bos-que. Las primeras sombras comenzaban adefinirse con mayor precisión: lanzas,escu- dos, espadas, corazas, uniformesmilitares iguales a los romanos,arrebatados a aquéllos en decenas decombates. El ejército de Aníbal los rodeóen la densa penumbra de la noche.Aníbal, acompañado por cuatro soldados

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de su confianza, se acercó hasta quedar aunos pasos de Filémeno y sus hombres. Elnoble tarentino se adelantó junto con otroci- udadano de la ciudad y bajo la titilanteluz de las estrellas reafirmaron el acuerdoal que habían llegado unas semanas atrás.Maharbal observaba aquel encuentro sinsaber bien qué se estaba tratando. Estabaocupado en mantener el orden y el silencioentre las filas de los jinetes númidas. Aquélera un terreno pedregoso, irregular y conárboles. Todo lo contrario a lo que susjinetes requerían. Se sentía incómodo. Sinembargo, en el gesto y el andar de lasilueta de Aní- bal adivinaba seguridad ydecisión. Quizá, después de todo, elgeneral sabía lo que hacía y aquella nochetomasen Tarento. Quizá allí donde en otrasocasiones habían fallado, esta nochetriunfasen. Volvió a pensar en las extrañasprofecías de Aníbal. Tenía curi- osidad por

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ver hasta qué punto se cumplían, demanera especial la relacionada con la fu-tura llegada a Italia de Asdrúbal conrefuerzos para concluir la guerra con losromanos, pero el propio Aníbal habíaestablecido primero la toma de Tarentocomo unidad de me- dida en elcumplimiento de sus propiaspremoniciones. Quedaban siete u ochohoras de noche y Maharbal aún veía pocohecho y mucho por hacer.El avance nocturno continuó durante doshoras más. Esta vez el ejército pudoacelerar la marcha de forma notablegracias a Filémeno y sus compañeros, queactuaban como guías a través de un bosquey unas colinas que conocían a laperfección. A cinco horas del amaneceralcanzaron a vislumbrar la silueta de lasmurallas de Tarento, recortada en elhorizonte negro definido por la luz de las

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antorchas que la guarnición romana mante-nía encendidas durante toda la noche en lasdecenas de pequeños puestos de observaci-ón y en las torres de la fortificacióndefensiva que rodeaban toda la ciudad. Ypor enci- ma de la primera barrera demurallas, se veían más luces y una segundared de muros: la ciudadela, una fortalezadentro del propio recinto amurallado, desdela que se controlaba el acceso al puerto.A mil pasos de las murallas, el ejércitocartaginés se detuvo. Los hombres deFiléme- no se adelantaron, seguidos decerca por un nutrido grupo de jinetesnúmidas al mando de Maharbal. Elcomandante de la caballería dudaba deaquella empresa más que nunca, peroAníbal había sido explícito.- Sigue a estos hombres y, cuando abran lapuerta, entrad y luchad por el control de lamisma. Mantenedla abierta y en unos

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minutos estaremos allí con todas las tropas.Te ayudarán desde dentro.Maharbal asintió y seleccionó a cuatrodecenas de sus mejores jinetes. Al galopedi- eron alcance a los tarentinos quecabalgaban al paso. Maharbal redujo lamarcha de su caballo. Los tarentinosaceptaron de buen grado a los nuevosacompañantes en su apro- ximación a laciudad.Al cabo de un par de minutos, las murallasde Tarento empezaron a crecer de formamagnífica ante los ojos de Maharbal. Yahabían estado allí el año anterior, peronunca tan cerca. Era una fortalezainaccesible. Nuevamente le vino a lamemoria Qart Hadasht en Iberia. Igual deimponente, imposible de tomar por lafuerza sin una traición: mural- las altísimasy poderosas y, en muchos lugares, mar,dificultando aún más un asedio. De hecho,

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como en Qart Hadasht, los tarentinosaprovecharon que el mar ya los protegía deforma natural para concentrarse enfortalecer y fortificar de forma especial lasmurallas que protegían el flanco de accesoterrestre a la ciudad. Y precisamente haciaese lugar inexpugnable es adonde dirigíansus monturas aquella noche.Dos centinelas romanos jugaban a losdados en lo alto de la torre que protegía lapu- erta principal de la ciudad. Estabancubiertos con sendas mantas pararesguardarse del frío, sentados sobre lapiedra de la fortificación sin prestardemasiada atención a los mo- vimientosque se dieran por el exterior.- Dos seises y un dos -dijo uno de ellos-;buena jugada, pero no suficiente.El que hablaba tomó los dados y estaba apunto de lanzarlos sobre el suelo cuando seoyó un silbido. Ambos dejaron de jugar y

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despacio, con la parsimonia de lacostumbre, se alzaron y miraron porencima de la muralla.- Ya está aquí otra vez ese griego. Esperoque hoy venga con algo mejor que aves pa-ra comer o no le dejaré entrar.- Calla ya y pregúntale, por todos losdioses. El centinela interpelado por sucompa- ñero elevó su voz hacia el exterior.- ¿Qué nos traes esta vez, Filémeno? Hoyno se te da paso si no traes algo que merez-ca la pena -y ambos legionarios se echarona reír.Fuera, junto a las puertas, Maharbal viocómo Filémeno consultaba con sushombres en voz baja hasta que tras asentirvarios de ellos, devolvió la respuesta convigor, hab- lando al viento en latín,mirando a la torre.- ¡Jabalíes! ¡Cuatro jabalíes y uno es paravosotros y toda la guardia! ¡Ésta es vuestra

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noche de fortuna! - Por Hércules -seescuchó desde la torre-, que le abran laspuertas y rápido. Esta madrugadadesayunamos carne fresca.Las puertas de la ciudad de Tarento seabrieron con la pesada lentitud de suenormi- dad de madera maciza y refuerzosde bronce y así los romanos dieron paso asu particu- lar Caballo de Troya.Pasados unos minutos, en la ciudadela,justo en el otro extremo de la ciudad, uncen- turión entró en la residencia de CayoLivio, jefe de la guarnición romana enTarento.- Mi señor, se combate junto a la puertaeste de la ciudad. Parece que un grupo deta- rentinos se ha rebelado.El comandante romano se levantó dellecho aturdido y nervioso, pero enseguidaarti- culó la pregunta clave.- ¿Y las puertas? ¿Están abiertas o

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cerradas? - No lo sé, mi señor. Aún nohemos conseguido recuperar el control delacceso a las mismas.- ¡Pues manda a los hombres que necesites,por Castor y Pólux y todos los dioses! Elcenturión salió raudo a cumplir lasórdenes.Pero ya era tarde para salvar la ciudad.Desde la distancia, a mil pasos de lasmural- las, Aníbal observaba la operacióncon el detenimiento y el deleite de quien vesu plan en funcionamiento después dehaberlo meditado durante semanas.Tarento, con su vien- tre abierto, dejabapenetrar a centenares de cartagineses que,una vez asegurado el cont- rol de las torrespróximas a la puerta, se adentraban por lascalles de la ciudad matando a cuantosromanos les salían al paso. Los romanos, asu vez, intentaban detener aquel avance,pero cuando conseguían una formación

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ordenada de sus hombres y el control deuna calle, eran atacados por la espalda porgrupos de tarentinos en rebelión, lo que loscartagineses aprovechaban para cargarcontra los confusos defensores.Cayo Livio no tardó en comprender cuálera la situación y en lugar de ordenar lasali- da del resto de las tropas instó a quelos legionarios que aún sobrevivían alataque inici- al y que combatían en lascalles de la ciudad antigua se retirasen y serefugiasen con el grueso de la guarniciónen el único punto que aún dominaban: laciudadela. De esta for- ma, en pocas horas,con la llegada del amanecer, Aníbal hizosu entrada en una Tarento dominada porlos cartagineses, a excepción del pequeñobastión de la ciudadela, donde losromanos, atrincherados y protegidos porlas murallas de aquella fortificación, se ha-bían hecho fuertes decididos a resistir el

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largo asedio que les esperaba.Había un centenar de legionarios presospor los cartagineses. Eran soldados que sehabían visto incapaces de alcanzar laciudadela antes de que Cayo Livioordenase cerrar sus puertas para evitar laentrada del enemigo. Los legionarios quequedaron fuera se vi- eron abocados a unamuerte en combate, muchos, y, otros, a unarendición humillante y llena deincertidumbre. Aníbal contemplaba a losprisioneros sin bajar de su caballo.Fue entonces cuando Filémeno se leacercó.- ¡General! ¡Reclamo a esos prisionerospara nosotros! Los romanos juzgaron anues- tros familiares en Roma y es justoque ahora nos corresponda a nosotrosjuzgar a sus compatriotas.Aníbal giró su caballo hacia Filémeno.Desmontó despacio. Rodeado de sus

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hombres de confianza se aproximó haciaFilémeno, pero el general alzó la manoindicando que le dejasen avanzar solohacia el tarentino. De esa forma, sinacompañamiento, se aproximó hastaFilémeno, que con tanta decisión se habíadirigido hacia él. Aníbal con voz grave yseria le preguntó.- ¿Es eso un ruego o una orden, ciudadanode Tarento? Filémeno contuvo surespiración. Tenía la espada en su mano,goteando aún sangre.El general cartaginés se había aproximadohasta apenas dos pasos y ni siquiera habíade- senvainado su arma. Aquel cartaginésno tenía miedo de un hombre armado.Filémeno meditó su respuesta. Se dio decuenta de que él sí tenía temor, pero sabíaque se estaban jugando muchas cosas enaquel momento. No había puesto enpeligro su vida y las del resto de los que se

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habían rebelado para pasar de unsometimiento a otro aún peor.- Ni un ruego ni una orden. Es unapetición, general -dijo-. Una petición-repitió.Aníbal guardó silencio. Miró a sualrededor. Más de un millar de tarentinosesperaban su respuesta. Había sido unaayuda casi divina para acceder al dominiode la ciudad.Aquél era un golpe importante contra losaliados de Roma en el sur de Italia y sólole pedían disponer de unas decenas deprisioneros. En realidad era el tono deltarentino lo que le había molestado, peroparecía que Filémeno había captado la ideade que tenía que ser cauteloso en su formade plantear peticiones.- Ésta es una petición justa -respondióAníbal y, a una señal suya, los cartaginesesce- dieron los legionarios presos,

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desarmados y aterrados a los tarentinos.Luego, pasando junto al tarentino, que tuvoque hacerse a un lado para no chocar con elgeneral cartagi- nés que avanzó como siFilémeno no se encontrase allí, se retiró auna de las casas de la antigua guarniciónromana en la ciudad antigua y ordenó quele trajeran vino y agua pa- ra celebraraquella victoria. Maharbal le acompañabamientras inspeccionaba unos pla- nos quese albergaban en aquel edificio y otros quele trajeron sus soldados procedentes dediversas casas romanas en la ciudad.- Bien, mi buen Maharbal -dijo Aníbalmientras escanciaba él mismo vino frescoen sendas copas-, como verás, Tarento hacaído; la primera de mis profecías se hacumpli- do. Pronto caerá el resto del sur deItalia y sólo tendremos que sentarnos aesperar que Asdrúbal llegue por el nortepara lanzarnos, esta vez sí, sobre Roma. Tu

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tan ansiado de- seo podrá así cumplirse y,ahora sí, con garantías de éxito.Maharbal aceptó de buen grado la copa quesu general le ofrecía. Se oyó el grito des-garrador de un hombre y luego otro igualde desolador.- ¿Y eso? -pregunto Aníbal, sin temor, sólopor curiosidad.- Son los tarentinos -respondió Maharbal,tomando un sorbo de vino-. Están despe-ñando a los prisioneros romanos desde lasmurallas de la ciudad. Es su venganza porla muerte de sus compatriotas rehenes amanos de los romanos.Aníbal asintió y no hizo comentarios alrespecto, pero le llamó la atención el rostroserio de Maharbal.- Te veo preocupado. Hemos cumplido laprimera de mis profecías y, sin embargo,no pareces satisfecho. ¿Qué te perturba? -La ciudadela. Hemos tomado la ciudad

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antigua y parte de los accesos al puerto,pero los romanos controlan aún laciudadela y con ella el control del puertono es completo.Maharbal pensó en añadir que de esa formael cumplimiento de la profecía tampoco eracompleto, pero se contuvo.- Bien, es cierto -respondió Aníbal-, pero laciudadela caerá bajo nuestro asedio. Escuestión de tiempo y paciencia. Paciencia,mi buen Maharbal. Paciencia. Ahora,cuando termines el vino, haz el favor develar por que se asegure el control de laciudad. Yo voy a descansar. Hace dos díasque no duermo y, si no descanso un pocotras la toma de una ciudad como Tarento,no sé ya cuándo voy a hacerlo.Maharbal vació el contenido de la copa deun trago y, con la garganta aún caliente porla caricia del licor, se despidió con unsaludo oficial, mano en el pecho, de su

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gene- ral. Maharbal supervisó entonces lasoperaciones de toma de las casas romanasy del bo- tín que de éstas se sacaba.Ordenó e insistió en que se respetasen laspropiedades y las casas de los tarentinos.El pillaje sería castigado con la muerte.Los cartagineses obede- cieron condisciplina: en aquellos momentos, dormirbajo techado, con agua y comidaabundante y la protección de una murallase les antojaba recompensa más quesuficiente para las últimas campañas devictorias inciertas y de fracasos frecuentes.Eran los amos de Tarento. A nadie parecíapreocuparle en demasía la pequeñaguarnición romana at- rincherada en laciudadela. Maharbal pronto se dio cuentade que él era el más molesto por aquello.Examinó sus pensamientos. Prontocomprendió el porqué de su desazón.Tarento no estaba tomada al completo o él,

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al menos, no lo veía así, de forma que lapri- mera profecía de Aníbal sólo se habíacumplido en parte. ¿Pasaría lo mismo conla se- gunda y más importantepremonición? ¿Llegaría Asdrúbal a Italia,por el norte, con un poderoso ejército conel que atacar a los romanos después dederrotar a los Escipiones en Hispania? ¿Oalgo fallaría también en aquella profecía?Al fin sacudió la cabeza, in- tentando asíquitarse de encima las preocupaciones y sellamó estúpido a sí mismo. Aca- baban deasestar un golpe mortal a la estrategiaromana en la península itálica y él anda- bapreocupado por profecías, anuncios yadivinaciones. Tarento era de ellos y lospobres romanos escondidos en laciudadela, más tarde o más temprano,serían pasto del odio que los tarentinostenían acumulado contra ellos por el largosometimiento de su ciudad.

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No, aquel amanecer no había lugar paratemores absurdos.

LIBRO VII EL TEATRO DE LA VIDAY LA MUERTE

Vita mortuorum in memoria vivorum [La vida de los muertosestposita.

permanece en el recuerdo de los vivos.]CICERÓN, Orationes Philippicae in M.

9, 5,10.Antonium,79 Las Saturnalia Roma, diciembre del 212a.C.

- ¿Se sabe algo ya? -preguntó Lucio EmilioPaulo, con cierta preocupación.El joven Lucio Emilio, el hermano deEmilia, junto con Lelio y Lucio, elhermano de Publio, habían llegado a la

de los Escipiones de regreso deldomus

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foro. Allí encontra- ron a Publiocaminando como una fiera enjaulada de unlado a otro del atrio. No les res- pondióinmediatamente. Todos esperaron hastaque el joven edil de Roma pareció per-catarse de la pregunta.- No, nada -respondió Publio, abriendo laboca como con prisa, distraído, absorbidopor sus pensamientos-. Llevan tres horasencerradas en su habitación, pero no sénada.- ¿Y madre? -preguntó su hermano Lucio.- También dentro, con ella y las esclavas.- Ya. -Lucio bajó la cabeza.Lelio pensó que sería buena idea introducirotro asunto en la conversación y distraerasí la preocupación que mostraban lossemblantes de todos los presentes.- En el foro ya se sabe lo que ha decididoel Senado sobre la petición de Marcelo-dijo hablando rápido.

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- ¿La petición de Marcelo? -preguntóPublio, confuso.- Sí, hombre -se explicó Lelio-, la peticiónde la quinta y sexta legión, los malditos deCannae, los desterrados en Sicilia.- Ah, sí, por Castor y Pólux, a veces no séen qué estoy pensando. -La faz de Publiopuso de manifiesto un vivo interés por elasunto; Lelio se sintió orgulloso de habercon- seguido su objetivo de atraer suatención.- Máximo -continuó Lelio- ha insistido enel Senado en que esas legiones ni debenvolver a Roma ni tan siquiera combatir. Esla peor de las humillaciones. Los detesta. Yha ganado: su moción para quepermanezcan en destierro permanente hasido la más vo- tada, además, por muchadiferencia. Apenas algunos amigos de losMételos y de los nu- estros se han atrevidoa contravenir la propuesta de Fabio

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Máximo. Esos hombres no regresaránnunca a Roma…, al menos con vida.- Nunca -repitió Publio entre dientes, comopensando en voz alta. Había duda en suvoz. Un extraño tono que hizo que losdemás se volvieran hacia él.- ¿Dudas de que se cumpla lo que hadesignado Máximo con respecto a esoshomb- res? -preguntó Lucio Emilio.- No, no es exactamente así -se explicóPublio- y sí; no sé; nunca es una palabrade- masiado definitiva. También se dijoque Aníbal nunca saldría vivo de los Alpesy ya ve- is.- Son cosas diferentes -dijo Lucio Emilio-.Aquello fue una hazaña de un gran gene-ral, por mucho que nos pese ahorareconocerlo, pero esas legiones no tienenmando ni líderes ni son hombres decombate. No tienen nada, no cuentan connada ni nadie para revertir su destino. Su

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futuro está marcado. Morirán en eldestierro, si no es que Máxi- mo decideque al fin sean ejecutados uno a uno.- Es posible, sí, seguramente será así…-dijo Publio. No tenía ganas de discutir yasobre el tema. Su preocupación presentehabía vuelto a apoderarse de su mente y suáni- mo; en aquel momento, el destino delas legiones quinta y sexta le quedabademasiado lejano. En ese instante, sumadre, Pomponia, entró en el atrio,acompañada por una esc- lava. La esclavallevaba una pequeña manta blanca de lanamanchada de sangre y Pom- ponia, un bebéque lloraba a pleno pulmón. La madre dePublio se situó frente a su hijo y a sus pies,sobre la manta ensangrentada que tendió laesclava, dejó el cuerpo desnudo del bebé.- Es una niña; parece sana, por la forma dellorar, y tu mujer está bien -dijo Pompo-nia-. Te corresponde a ti ahora aceptar o

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desechar a esta niña.Publio no lo dudó y bajo la atenta miradade todos los que allí estaban presentes, searrodilló y tomó al bebé en sus brazos.- Sí, claro que la acepto -y se quedómirando a la criatura como atontado-. Espreci- osa. Se llamará Cornelia. Cornelia-dijo el joven edil de Roma y, con la niñaen brazos, sin mirar a nadie, dejó el atrioen busca de la madre de su recién nacidahija. Alrededor del quedaronimpluviumLelio, Lucio Emilio, Lucio y Pomponia.- Dices que mi hermana, Emilia, está bien,¿verdad? -preguntó Lucio Emilio.- Así es -respondió Pomponia, segura,tranquila, serena-. Está bien; algo cansada,pu- es el parto ha durado varias horas, peroestá bien. Puedes descansar en paz estanoche.Mañana podrás verla. Es mejor que ahorano la agobiemos con visitas. Se lo iba a

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decir a mi hijo, pero ya has visto que nome ha dado demasiadas opciones.Pomponia se acercó al altar de los diosesLares de la casa y vertió, entre oracionessi- lenciosas, leche y algo de vino que lehabía traído una joven esclava.- Siento -continuó Lucio Emilio en vozbaja y con respeto hacia las oraciones de la

de aquella casa- que mimater familiashermana no os haya dado un niño. Sécuánto lo deseabais y también cuánto loanhelaba Publio.Pomponia se volvió despacio hacia LucioEmilio.- Bueno -respondió con sosiego-, es a mihijo al que le competía decidir sobre elasunto, pero ya veis que ha aceptado eldesignio de los dioses y el fruto de sumujer sin mayores dudas. Lo que mi hijoacepte lo acepto yo. Y con agrado.Lucio Emilio se inclinó ante Pomponia sin

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añadir más.- Bueno -interrumpió Lelio-, pues si yatenemos un nuevo miembro de la familia ysi la madre está bien y el padre feliz, enfin, pienso yo, que esto debería derivarhacia al- gún tipo de celebración, ¿no?Pomponia sonrió.- Sin duda, Lelio, como siempre, tienesrazón. Las horas del parto parece que hannublado mi sentido de la hospitalidad. Ospido a todos disculpas por ello. Hasta quemi hijo tenga a bien honrarnos de nuevocon su presencia, creo que no estará de másque en las presentes felices circunstancias,la casa de los Escipiones celebre con vinoy comida el buen desenlace de estenacimiento.Pomponia hizo entonces señales a laesclava y en pocos minutos el atrio se llenóde jarras, copas, agua, miel, frutos secos ycarne de cerdo cocida que Lelio fue el

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primero en saborear con el deleiteprofundo del que se sabe bien recibido enuna casa de amigos.

80 La tarde del estreno

Roma, 22 de diciembre del 212 a.C.

Era la tarde del estreno. Tito Macio Plautocorría frenético de un lado a otro del esce-nario. Aún faltaban varias horas para larepresentación pero él se había presentadoallí mismo con el alba. Quería supervisarcada mínimo detalle, tenía que estar segurode que todo saldría bien. Si fracasaba, quefuera porque sus palabras, porque su obrano mereci- era el éxito, pero no quería quesu gran oportunidad se desmoronara antesus ojos por culpa de unos malos actores,por el exceso de un borracho, por un

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escenario endeble o a causa de un públicohostil manipulado. Eso último era lo quemás le preocupaba. Sabía que la otracompañía de teatro de la ciudad se habíavisto perjudicada en la asignación derepresentaciones por parte de los ediles,mientras que la compañía de Casca habíasa- lido muy favorecida. Casca parecía quehabía sabido hacer valer sus contactos conel nuevo edil de Roma encargado de estosasuntos para las de aquel finalSatumaliade año. Un edil joven, Publio, de la gensCornelia de la familia de los Escipiones,hijo y sobrino de los procónsules de Romaen Hispania; poderoso pero joven yseguramente influenciable, pensaba Tito,por alguien tan manipulador como Casca.O quizá no. Cas- ca le había vuelto arepetir por enésima vez aquella mañanaque la selección se ganó porque él ofrecíamás comedias mientras que la otra

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compañía sólo presentaba una larga seriede tragedias y el edil de Roma tambiéncompartía la visión de Casca de que el pu-eblo necesitaba algo más catártico que lasdesgracias ajenas.Aquella concesión tan completa a favor dela compañía de Casca era lo que había ge-nerado el resquemor en la compañíacompetidora y Tito Macio sabía lo que esosignifi- caba, lo recordaba bien de su etapaanterior en el teatro: varios de los actoresde la com- pañía que no había obtenidorepresentaciones se introducían en lasobras que se repre- sentaban e intentabanmediante bromas, gritos, risas inoportunas,empujones e incluso alguna pelea,confundir al público y atraer para sí suatención. La tarde anterior, en unarepresentación de una obra de LivioAndrónico, lo habían conseguido y pese alo bien construido que estaba el argumento

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de la misma, el público fue perdiendointerés a me- dida que las gracias de losactores infiltrados iban adquiriendo mássagacidad. Tito ha- bía presenciado más deuna vez cómo una buena obra podía serdestrozada por esos gru- pos y temía lopeor para el estreno de su primeracomedia. «¿Mi primera obra?», pensó.Si aquello salía mal, sería la primera y laúltima. Además, si habían podido hacer esocon un autor conocido y bendecido ya porel pueblo como Livio Andrónico, preferíano pensar lo que podrían conseguir conalguien desconocido como él.- Te veo nervioso -era la voz de Casca, asus espaldas-, tranquilízate. Sé lo que pien-sas. He mejorado la seguridad. Tengovarios de mis mejores hombres en lasentradas al recinto y he dado instruccionesde que no dejen pasar a ninguno de losimbéciles de ayer tarde.

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- Pero eso es ilegal, todos tienen derecho aentrar -respondió Tito.- Ilegal, ilegal… ilegales son tantas cosas.Tampoco está permitido lo que ellos ha-cen. Si intentan entrar, los echaremos apatadas, y no sólo eso: he ordenado que selos lleven bien lejos de aquí y que, de paso,les den una buena paliza. Lo de ayer no loolvi- daré fácilmente. El edil está molesto.Y eso que no pudo venir, pero le hanllegado co- mentarios negativos delespectáculo que ofrecimos y estoy segurode que es por el de- sastre que se organizóentre el público. Ninguna tragediasobrevive una algarabía semej- ante. En tucaso hay esperanza: estamos ante unacomedia. Eso tiene más posibilidades.- Sí, pero si empiezan a pelearse, lospuñetazos atraerán más al público que lasburlas representadas, por divertidas quesean.

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Casca guardó silencio. No podía rebatiraquella aseveración. Tito continuóexponien- do sus temores.- Y en fin, incluso si conseguimossobrevivir a esos idiotas de la otracompañía y sus fechorías, están losgladiadores. He oído que esta noche sepreparan unas luchas con gu- errerosexóticos y seguro que vienen aquí aanunciarse buscando al público. Puede quemi obra sobreviva el escándalo de unosactores vengativos infiltrados entre elpúblico, pero es imposible competir contralos gladiadores.Tito hablaba desolado, como si diera ya elestreno por perdido.- Has sufrido mucho, lo sé -empezó Cascabuscando animarle-, no creo que nada de loque pueda acontecer hoy pueda ser peorque las muchas penurias que has padecido,¿no crees? Ánimo. El texto es bueno, la

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obra está bien. He visto los ensayos y esdiverti- da, muy entretenida. Gustará.- Eso si los actores que tienes recuerdan losdiálogos y si el que hace de Líbano estámedianamente sobrio.- Bueno, eso es cierto en parte; en cuanto aese actor, el que actúa como Líbano, tam-poco te interesa que esté completamenteabstemio. En el fondo es un gran tímido.Nece- sita beber para salir a escena. Si teda problemas, dale un par de vasos de vinoy empúj- alo al escenario. En cuanto ellicor haga su efecto, las palabras fluiránpor su boca como un torrente. Luego,claro, hay que controlar que no beba másde la cuenta durante el res- to de la obra.Con esto Casca lo dejó para atender a unospatricios que se acercaban curiosos al re-cinto del teatro para ver cómo era todoaquel bullicio unas horas antes de queempezase la representación.

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Quedaban quince minutos para elcomienzo. El teatro estaba prácticamentelleno y seguía entrando gente. Las

llegaban a su fin y el puebloSaturnaliaquería aprovechar cualquier evento que lehiciese sentir el carácter festivo de aquellosdías, que lo alejase de sus preocupacionesdiarias y, sobre todo, que lo hiciese olvidarel continuo estado de guerra que soportabadesde hacía ya más de seis años. Romahabía estado en guerra con frecuencia; dehecho, apenas había estado en paz y pocasveces se podía cerrar la puerta del templode Jano para indicar tal estado detranquilidad; pero aquélla era una guerraque se luchaba en su propio territorio y endonde sólo unas victorias se veíanpírricassazonadas con flagrantes derrotas. Se habíaconseguido enderezar ligeramente un pocoel rumbo de la guerra en la penínsulaitálica, pero la presencia de Aníbal seguía

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pesando sobre el ánimo de todos losromanos, cercana, como una espada deDamocles a punto de caer sobre ellos. Lasfestividades y, muy en especial, las

con su carácter des- controlado,Saturnaliaeran un tiempo especialmente apetecido enaquellos momentos y el teatro, si sepresentaba una comedia, un lugarapropiado para disfrutar de aquel ambientede olvi- do y enajenación colectiva. Laobra era de un desconocido, pero Romaestaba dispuesta siempre a concederoportunidades. Nadie se había presentadopor primera vez siendo fa- moso. Eso sí, eljuicio sería implacable: éxito y una carreracomo comediógrafo durante años para elautor, o fracaso y ostracismo, soledad y,con mucha probabilidad, miseria para elescritor poco favorecido por el público. Elpunto medio no era algo muy apreci- adopor el pueblo romano: éxito o fracaso,

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victoria absoluta o derrota, vida o muerte.Tito Macio sabía de todo aquello: si suprimera obra era despreciada por losespecta- dores, ése era el principio y el finde su carrera como autor teatral y suregreso inexorab- le a la mendicidad y lapodredumbre. Roma agasajaba a sus ídolosde igual forma que usaba como carnazafresca a los caídos. En Sicilia estabandesterrados los legionarios supervivientesdel desastre de Cannae, las legionesmalditas, los vencidos por antono- masia.A un autor de teatro fracasado no hacíafalta que se le desterrara: la miseria y elhambre, una muerte humillante y lentasería su condena. Tito ya había saboreadobas- tante de aquellos platos de la pobrezay el sufrimiento. La obra estaba escrita. Yano se podía cambiar nada ni corregir unacoma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzosen soste- ner el montaje en el endeble

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entramado de aquella compañía de actoresinseguros, la mayoría esclavos, algunosborrachos y todos igual de atemorizadosque él. Habían pre- senciado el desastre delmontaje de la obra de Livio con los ataquesy abucheos promo- vidos por los actores ytramoyistas de la otra compañía y eso nohabía hecho sino acre- centar su pavor. Sufuturo también dependía de la obra querepresentaban. Todos se sal- vaban o todosse hundían. Iban en un mismo barco queTito Macio intentaba pilotar en medio deuna mar revuelta.- ¿Y Líbano y Deméneto? -preguntó Tito.Se dirigía a los actores por el nombre delpersonaje que representaban para ver si asícada uno se identificaba al máximo con supersonaje, o el mínimo suficiente para queno olvidaran en escena el papel que lestoca- ba representar.- Aquí -dijo un joven actor junto a otro

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mayor, de unos cincuenta años, ambos consus pelucas correspondientes y yamaquillados.- Bien, bien. Estad listos. En unos minutossalgo a escena para presentar la obra y ent-ráis vosotros. Haced bien vuestro papel yseré generoso con vosotros. Hundidme y osacordaréis de mí.Y antes de que el joven actor, cuyasrodillas temblaban, pudiera decir nada,Tito de- sapareció. Iba en busca de supropia peluca y su toga para salir a escena.- ¡Un minuto! -era Casca, gritando desdeun extremo del escenario-. ¡El teatro estálleno! ¿Dónde está Tito? Le indicaron unlugar cubierto con telas que a modo detienda hacía de vestidor justo detrás delescenario. Tito, en su interior, estabaterminando de ponerse la toga ayudado porun joven mozalbete que le recordaba lostiempos en los que él se había dedicado a

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ayudar a otros a vestirse para salir aescena. Él también salió alguna vez aescena, pero ni había tanta gente como hoyni el teatro había alcanzado la popularidadde ese mo- mento, ni la obra que serepresentaba era la suya. No acertaba aponerse bien la peluca.Casca entró en la tienda.- Ánimo, Tito -dijo Casca-, el propio edilestá sentado en la primera fila. Ha venidocon su mujer y su familia. Parece que estácelebrando el nacimiento de suprimogénita.Eso nos favorece. Está de buen humor ybien predispuesto a pasar un buen rato. Ytengo a mis hombres acechando para echara todos los miserables de la otra compañía.Ya he- mos atrapado a dos y hemos dadobuena cuenta de ellos; ésos no vuelven niesta noche ni en un mes. Al menos hastaque se les recompongan los huesos.

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Tito asentía mientras se ajustaba la toga.Dos. Se habían deshecho de dos, pero laotra compañía contaba con más de treintapersonas entre actores fijos ycolaboradores. Y el edil. Bien. En primerafila. Celebrando el nacimiento de su hija.¿O hijo? ¿Qué había dicho Casca? Noimportaba eso ahora. Bien. Asentía con lacabeza.- Te toca. Te veré desde el público -Cascase volvió para salir, se detuvo un instante yde nuevo mirándole concluyó con una ideaque le bullía en la mente-. Tito Macio, nosé si triunfarás esta noche o no, pero lo quehas escrito está bien. Por si te vale de algo-y se fue.El muchacho que le ayudaba a vestirsetambién salió. Tito Macio se quedó a solas.Cerró los ojos. Inspiró profundamente unavez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos.Se levantó y, como disparado por un

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resorte, sorteando al resto de los actores,sin mirar a nadie, con paso firme sobre suspies planos que tantos estadios habíanrecorrido ya por el mundo, llegó junto a lospeldaños de la escalera que conducía alescenario; subió por ellos y, sin detenerseen el extremo de la tarima, avanzó agrandes zancadas hasta situar- se en elcentro del escenario del teatro que Romahabía levantado a las afueras del foro.Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde frescay el cielo de diciembre se dibujaba connubes oscuras que presagiaban lluvia, peroéstas eran frecuentes en aquella época delaño y quizá no descargasen o esperasen aque cayera la noche. Faltaban unas horaspara el atardecer. Eran sus horas, sutiempo, unas horas durante las que Romaestaría con sus ojos fijos en su obra. Bajósu mirada y ante él el público: miles depersonas de pie, por todas partes, llenando

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el amplio recinto rodeado por una pequeñaempalizada de made- ra: soldados, muchos,legionarios en servicio y hombres quehabían servido en alguna o varias de lascampañas contra Aníbal; bastantes heridos,algunos mutilados; libertos, co-merciantes, mercaderes, jóvenes, algunosniños y esclavos con sus amos y esclavosso- los, en su mayoría, con laatriensesconfianza de sus amos para conducirse a sualbedrío por la ciudad, y más aún durantelas donde los valores y lasSaturnalia,costumbres de Roma se revertían: los quemandaban servían y los servidores eranlibres; muchos bebi- dos, otros bebiendo.Se veían vasijas de vino y vasos de manoen mano. Había mujeres, muchas también,con sus maridos, matronas, lenas,prostitutas de calle y cortesanas ca- ras,amantes de patricios, senadores, excónsules. Y unas pocas filas al principio,

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junto al escenario con las autoridades deRoma: el edil, Publio Cornelio Escipión enel centro, a su lado una joven y hermosamujer, su esposa sin duda, y al otro ladouna distinguida patricia, ¿su madre?Alrededor amigos y otros patricios,tribunos de la plebe, un pretor, otros ediles,senadores. Roma a sus pies, pero no ensilencio. Una algarabía general de miles deconversaciones cruzadas, risas y gritossurgía de toda aquella muchedumbrehaciendo imposible que se oyera otra cosaque no fuera aquel enorme tumulto devoces entremezcladas.Tito avanzó unos pasos hasta situarse alborde de la escena. Abrió la boca. No lesali- eron las palabras. La cerró. La volvióabrir.- Ahora, espectadores, prestad atención…

. [La cursivapor favor… espectadores…indica que se trata de extractos de la obra

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La Asinaria de Tito Macio Plauto, según laversión española editada por José RománBravo en Cátedra. Ver referencia completaen la bibliografía.

La algarabía, el ruido y la indiferenciapermanecían adueñadas del lugar. Titoelevó su voz con fuerza.- ¡Ahora, espectadores, prestad atención,por favor! ¡ Y que todo sea para bien mío yvuestro, de esta compañía, de sus

-dijodirectores y de los contratistas!mirando al edil que había contratadoaquella obra, su obra. Publio levantó lamirada. Tito vio los ojos oscuros, intensosde aquel joven fuerte, bien vestido,rodeado de amigos, poderoso. No leyórencor ni odio. Algo de interés, muchacuriosidad. Sin condescendencia. Estabafe- liz. Eso era evidente. Tito se volvióhacia un heraldo.

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- Tú, pregonero, haz que el público seatodo oídos.El heraldo subió al escenario por la mismaescalera por la que había accedido Tito y avoz en grito pidió silencio de mil formasdistintas, por favor, con educación y coname- nazas y hasta imprecaciones a losdioses. Muchos rieron, pero poco a poco, sibien no un silencio, al menos sí seestableció una algarabía significativamentemás reducida que la anterior, de forma queun actor con potentes cuerdas vocalespodría hacerse oír, al menos, unos minutos.De la agudeza de sus palabras y del interésque éstas despertaran en el públicodependería que aquel estado tornase a untumulto ensordecedor o se enca- minasehacia un silencio poco frecuente enaquellas representaciones.Tito volvió e intentó apoderarse de laescena.

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- ¡Anda, vuelve a sentarte! ¡Que tu trabajono haya sido en balde! ¡Ahora… ahora osvoy a decir a qué he salido! ¡ Y qué es loque deseo! ¡Quiero que sepáis el título deesta comedia!Y así Tito presentó su obra: La Asinaria;se refirió al autor griego en el que se habíabasado y al título de la pieza en la lenguahelena. Aquellos datos no parecieroncautivar al auditorio que asistía conbastante indiferencia a su parlamento.- ¡ Tened la bondad de estar atentos y que

-concluía ya Tito elevando aúnMarte…!más su voz- / Y que Marte, como en tantasotras ocasiones, también ahora os seapropi- cio!Con esa imprecación al dios de la guerra,Tito se retiró del escenario. Observó aalgu- nos soldados asintiendo con ciertoreconocimiento por los buenos deseosvertidos desde la escena con relación a su

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pugna con Aníbal, pero nada más. No huboaplausos para la reaparición de Tito en unteatro después de tantos años.

acto I Al hacer mutis por elLa Asinaria,lado del escenario que, supuestamente, deacuerdo con las con- venciones del teatroromano, debía conducir al foro de laciudad, siempre griega en es- tas comedias,se cruzó con el joven actor que hacía deLíbano y el actor más mayor querepresentaba a Deméneto. Tito se quedó enel extremo del escenario, oculto tras unaste- las que impedían ser visto por elpúblico y asistió al inicio de larepresentación: Demé- neto se lamentabade ser un padre con tan poco dinero y deverse subyugado al poder de su esposa, unamujer rica que, con una amplia dote,gobernaba realmente los destinos deaquella casa.

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Deméneto deseaba favorecer los amoríosde su hijo Argiripo, enamorado de una cor-tesana cuya madre le pedía veinte minaspara poder verse de nuevo con su hija.Demé- neto no tenía ese dinero y rogaba aLíbano, su esclavo, que le ayudara aencontrar un medio para conseguir esedinero y así poder dárselo a su hijo paraque éste se lo entre- gara a su vez a lamadre de su amada.

-gritaba Deméneto a su propio- ¡Róbame!esclavo para alentarle a que hiciera lo quefuese necesario para conseguir ese dinero.- ¡Vaya tontería! Me mandas quitarle ropaal desnudo.Y así Líbano iniciaba una larga burla sobrela pobreza real de su amo sometido al yu-go de su rica y poderosa mujer, aunque alfin salió de escena prometiendo a su amoque hallaría la forma de conseguir esedinero. Deméneto se queda solo en el

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escenario y habla al público.- No puede haber un esclavo peor que éste,ni más astuto ni del que sea más difícilguardarse, pero si quieres un trabajo bienhecho, encárgaselo a él: preferirá morir demala muerte que faltar a sus promesas.Por mi parte, yo estoy tan seguro de queya está conseguido el dinero como de queestoy viendo ese bastón.Y señaló al bastón de mando del edil deRoma, que el joven Publio Corneliosostenía en su mano mientras asistía a larepresentación. El aludido inclinó la cabezaen un gesto de reconocimiento. Noesperaba esa alusión tan directa desde laescena a su presencia.Estaba claro que aquel autor buscaba elcariño de la gente. De momento la obraresulta- ba entretenida, pero era aún muypronto para saber si todo aquelloconduciría a un éxito o a un desastre.

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Cualquier cosa era posible y el murmullode la gente, aunque había dis- minuido,todavía no estaba completamentedominado por la escena. Tras el gesto deasentimiento de Publio, el actor continuócon su monólogo.- Pero, ¿a qué espero para marcharme alforo, como era mi propósito? Me voy y es-peraré allí, en la tienda del banquero.Diábolo entró entonces en escena y sepresentó como el competidor de Argiripopor el amor de la joven cortesana endisputa en aquella obra. La madre de lajoven, igual que a Argiripo, le ha echadode casa pidiéndole más dinero, igual queantes había hecho con Argiripo. Diábolo selamentaba en escena de sus sufrimientos ymaldecía a la vieja que así le tratabalenadespués de todo el dinero que ya le habíadado. Termina Diábolo su monólogoimprecando a Cleérata, la madre de la

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joven cortesana, para que salga a hablarcon él y concretar la forma que ellaestipula para obtener el favor de losencantos de su preciosa hija. Y Diábolotermina sus frases y se queda allí, quieto,sobre el escena- rio, sin que nadie salga, ysin decir nada más. Y es que él haterminado. Es el momento del tercercuadro del acto pero no acude el actor quedebe hacer de Cleéreta.Entre el público se oyen risas, pero no porla obra, sino por el absurdo de la espera deDiábolo.- ¡Parece una estatua muda! -se oyen entreel público las primeras bromas de la clacde los actores de la compañía rival, que nopueden desperdiciar una ocasión como ésapara mofarse de la obra que se representaen lugar de la que ellos habían ofrecido aledil de la ciudad. La gente se ríe. Diábolosigue quieto en escena, confuso, sin saber

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qué ha- cer. Tito Macio pregunta entrebastidores qué pasa con el actor querepresenta a Cleére- ta. El joven Líbano leconduce hasta él: un hombre borracho y sinsentido está tumbado de bruces junto a laescalera que accede al escenario; havomitado y un desagradable olor rodea sucuerpo sucio; el vestido está manchado portodas partes; incluso la peluca tiene algo devómito por dentro.- ¡Por todos los dioses! ¿Qué ha hecho esteimbécil? -exclama Tito.- Anoche nos fuimos a una taberna-explicaba el joven que hacía de Líbano-.Bebió mucho. Se lo dijimos pero ya ves.Tenemos que parar la obra.«¿Parar la obra?», pensó Tito. «¿Parar laobra?» No parecía haber otra salida, pero,ágil, Tito se agachó sobre el cuerpoinconsciente de aquel actor borracho y learrancó la peluca de Cleéreta. Y así, sin

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más, se la puso en la cabeza y salió aescena.- Ni por un puñado de fHipos de oro daríayo una sola de tus palabras, si se presen-tara un comprador. Todas las injurias quelanzas contra nosotras son oro y plata de

-De esta forma Tito daba réplica alley.pobre Diábolo y así terminaba el supliciode éste en su soledad en el escenario. Seinició así la última escena del primer actode la obra.Tito se sabía el texto de memoria, podíarepresentar el papel de cualquiera de losperso- najes a la perfección, pero laimprovisación le había llevado a tener quesalir sin cambi- ar su aspecto más allá deañadir a su atuendo la sucia peluca quellevaba en la cabeza.La clac de la otra compañía empezó ahorasus ataques en toda regla.- ¡Parece que andan escasos de actores en

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esta compañía! - ¡Deben de ir justos dedinero! ¡Ni siquiera tienen para vestidosdiferentes! - ¡Y huele a perro por aquí! Lascarcajadas se generalizaron entre elpúblico. Aquel último comentario era unaclara alusión al que Tito habíacognomendecidido utilizar, Plauto. Quizá, pensóTito, aquello de Plauto no había sido tanbuena idea al fin y al cabo. Casca, queasistía atónito a la salida a escena de Titocomo Cleéreta, algo nada previsto en losensayos, se repuso, no obstante, y dioindicaciones a sus hombres infiltradosentre el público para que de- tectaran losgrupos de alborotadores y los echasen delteatro, al tiempo que, de reojo, vi- gilabalas reacciones del edil, que, de momento,no mostraba ni desprecio ni aprecio por elespectáculo que estaba presenciando. Tito,mientras tanto, se esforzaba por salvar laescena, el acto, la obra, su vida.

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-dijo, refiriéndose como- La tendrásmadre de la joven cortesana- para ti soloDi- ábolo, si sólo tú me das siempre lo quete pida. Siempre tendrás lo prometido,pero con una condición: que me des másque nadie.El actor que actuaba como Diábolo se viomás seguro, pese a las bromas del público,aunque tan sólo fuera por el hecho de noverse ya abandonado en escena como unpas- marote.- ¿ Y cuándo acabará esto de dar? Porque,desde luego, eres insaciable. Apenas aca-bas de recibir y ya estás dispuesta a pedirde nuevo.

-replicaba Tito en el papel de- ¿ Y cuándoCleéreta- se acabará eso de tenerla, eso deamarla? ¿ Es que eres insaciable? Acabasde devolvérmela y ya me estás pidiendoque te la vuelva a enviar.Parte del público rio, esta vez, por la

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ingeniosa respuesta de Cleéreta. Titorespiró con algo más de sosiego. Al menos,reían alguna de las bromas de la obra y nosólo los in- sultos y mofas de aquellosgrupos de alborotadores.Entretanto, los hombres de Casca semovían por entre soldados, esclavos,libertos, oficiales, putas y mercaderes,buscando sin descanso a los que proferíangritos contra la obra. Iban armados conpalos y tenían muy claras sus órdenes.El diálogo en escena continuaba. Diáboloal fin pide a la anciana que concreteexacta- mente cuáles son sus condiciones,pero eso sí, para poder disfrutar de su hijadurante to- do un año completo sin que sele siga pidiendo más y más a cadamomento. Tito le res- ponde con su vozfingida de vieja que lo que ha de hacerlenaes traer, cuanto antes, ve- inte minas. Conellas garantizaba que Filenia, que así se

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llama su joven hija cortesana, sería suyadurante todo ese tiempo. Sale entonces deescena Tito, dejando a Diábolo nu-evamente solo para que concluya el actoprometiendo a todos que él antes quenadie, es- pecialmente antes que sucompetidor Argiripo, conseguirá ese dineroy así a Filenia, la joven que todos desean.- Rogaré, suplicaré a todos los amigos queencuentre. Dignos e indignos, estoy dis-puesto a abordarlos a todos, a probarlos atodos. Y si no encuentro quien me dejedine- ro, estoy decidido, recurriré a unusurero.Diábolo sale de escena. El primer acto hallegado a su fin. Hay algunos aplausos.Pro- sigue, sin embargo, el bullicio que,con el escenario vacío, recobra fuerza. Titoanaliza la situación. Las cosas no hansalido como estaban pensadas, pero elpúblico permanece allí; ha habido bromas,

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pero son sobre todo de los alborotadorescontratados para tal fin.Casca reapareció entre bastidores.- Estamos buscando a esos imbéciles;pronto los echaremos, pero ¿se puede saberqué haces tú de Cleé…? -pero no terminóla frase. El mal olor le hizo volverse y vioal actor que debía representar a la vieja

desvanecido sobre el suelo.lena- ¡Por Hércules! Me callo. Has salvado demomento la representación.- Sí, vamos ahora a por el segundo acto. Letoca a éste -y señaló a Líbano; el joven sehabía acurrucado en una esquina, entretelas y vestidos y se negaba a moverse.- ¿Qué pasa ahora? -preguntó Tito.- No quiere salir -le explicaron-, tienemiedo. Dice que las cosas van mal y quetiene miedo a que le insulten y le tirencosas.- ¡Por Castor y Pólux! -dijo Tito mirando

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al cielo; la maldición de los dioses parecíaperseguirle aquella noche con especialsaña, y luego mirando a Casca-, ¿vino,dijiste que con él funciona el vino? - Sí-dijo Casca-, démosle a beber una jarra.Uno de los esclavos que acompañaban aCasca, a modo de guardaespaldas, salió enbusca del vino y, como no era algo difícilde conseguir en aquellas fiestas, regresó alin- stante con una jarra llena. Tito la cogióy fue junto al actor que representaba aLíbano.- ¿Cómo te llamas, muchacho? - Décimo,señor. Lo siento. No puedo salir.- Bien, tranquilo; bebe unos tragos y, si nopuedes salir, no te preocupes. Ya encont-raremos una solución. -Sin embargo, altiempo que Tito pronunciaba esas palabras,se daba cuenta de que no había mássolución que la de que aquel muchacho serecompusi- era y se hiciera el ánimo del

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volver a escena. Tito ya había reemplazadoa uno de los ac- tores y le tocaríarepresentar el papel de Cleéreta hasta elfinal de la obra. Eso no le pre- ocupaba,pero si hacía de más personajes, losalborotadores se encargarían de hundir larepresentación, y ya cargados de ciertarazón. No era extraño que un actorrepresentase más de un personaje, pero queel autor representase a tres personajescentrales era de- masiado. El joven actorbebió dos, tres buenos tragos de vino.- ¿Qué tal estás? -preguntó Tito, intentandocontrolar el nerviosismo para no transmi-tírselo al muchacho y que su situaciónempeorase en vez de mejorar.- No me atrevo. Lo siento.- Bien -dijo Tito, suspirando con fuerza-,pues no saldrás, pero sólo si te bebes lajarra entera. O te bebes la jarra o te saco apalos al escenario.

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El muchacho, que vio a los hombres deCasca acercarse, con gruesas estacas en lasmanos, vio que aquello se ponía mal.Cogió la jarra y de un largo y continuadotrago se la acabó. Con ello se sintió másseguro, al haber cumplido lo que se lepedía para no te- ner que salir a escena,pero para su horror, escuchó la sentenciade Tito Macio.- Cogedlo y arrojadlo a escena. -Si él sehundía no sería solo ni sería él el único quehiciera el ridículo ante toda Roma aquellainfausta tarde.

acto II Casca asintióLa Asinaria,confirmando las instrucciones de Tito y losdos aguerridos esclavos asi- eron al jovenactor que pugnaba por zafarse de suscaptores y lo subieron a las escaleras delescenario y una vez allí, lo empujaron confuerza, de forma que, rodando por el su-

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elo, con un litro de vino en el cuerpo,mareado y con pánico, retornó Líbano aescena.La entrada dando tumbos surtió al menosun efecto inesperado: atrajo la atención delpúblico que, sorprendido por aquelinfrecuente comienzo de un segundo acto,calló por un momento. Líbano se levantó yse sacudió el polvo. Sintió las miradas detodos. Pen- só en salir corriendo, pero losesclavos de Casca le esperaban esta vezblandiendo unos palos terminados en unpincho terrible. Aquélla no era una opción.Miró entonces hacia el otro lado delescenario. Tito Macio, en previsión dealguna idea semejante por parte del jovenactor, había corrido por detrás delescenario hasta alcanzar el otro acceso almismo y, acompañado por otros dosesclavos armados, vigilaba al pobreLíbano. Éste se vio atrapado, sin salida.

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Bueno, le quedaba una posibilidad paraevitar que el público la tomase con él y sedivirtiese arrojándole comida, o palos o loque fuera que encontraran a su alrededor:empezó a recitar su papel. Empezaba elsegundo acto.- Por Hércules, Líbano, ya es hora de queespabiles e imagines un engaño para con-

hace un buen rato queseguir el dinero. Yadejaste a tu amo y te fuiste al foro paracon- seguir el dinero.Y continuó. El vino empezaba a hacerefecto sobre él, pero en lugar de atenazarleo hacerle dudar, conseguía que las palabrasfluyeran bien, rápidas, divertidas de suboca.Tito, admirado de aquel milagro,contemplaba al joven actor boquiabierto.Líbano conti- nuaba actuando, la atencióndel público fija en él. Entraba entonces enescena Leónidas, otro esclavo de casa de

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Deméneto, compañero de fatigas y defechorías del propio Líba- no. Leónidasirrumpe en el escenario y hace partícipes atodos de un hecho sobresalien- te: se haenterado de que la mujer de su amo,Deméneto, ha vendido unos asnos por ve-inte minas a un mercader y que éste vieneahora a pagar ese dinero al alatriense,escla- vo capataz de la casa de Deméneto,pero que el mercader no conoce a dicho

ante lo que Leónidas no dudó enatriense,presentarse ante el mercader como el

El mer- cader, claro, duda y diceatriense.que, como no conoce a Sáurea, que así escomo se llama el auténtico deat- rienseDeméneto, no puede darle el dinero allí,sino sólo en casa de Demé- neto;compartida esa información, Líbano yLeónidas pactan que el propio Leónidascontinúe haciéndose pasar por el atriensede Deméneto para cobrar el dinero y que

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Lí- bano reforzará con sus palabras aquellamentira ante el propio mercader paraconseguir que éste se confíe y así robar eldinero, evitando que llegue el dinero al

auténti- co. Y con esas minasatriensedespués podrán volver ante Deméneto paraque éste a su vez se las dé a su hijo que,por su parte, las usará para pagar a Cleéretay así conseguir a su amada Filenia antes deque Diábolo haga lo propio. Con esto seconseguía usar el dinero de la madre deArgiripo para pagar los devaneos amorososde su propio hijo. Todo encajaba, claro quetenían que engañar al mercader.Tito contemplaba cómo su obra empezabaa moverse por sí sola, como una gran ma-quinaria de guerra, como las que habíavisto en los campamentos romanos en losque había servido, que, una vez puesta enmarcha, ya nadie pudiera parar. Quizá nofuera la mejor imagen para definir lo que

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estaba ocurriendo. O quizá sí. De entre elpúblico lle- garon más gritos, pero, depronto, los gritos quedaron cortados. Loshombres de Casca habían cazado a uno delos grupos de alborotadores de la compañíarival compuesto de cuatro jóvenes actoresy dos esclavos más mayores. A uno de losactores le abrieron la cabeza allí mismocon un palo y lo sacaron del teatro cogidopor los pies, a rastras. Los dos esclavoshuyeron y los tres actores restantes fueroncapturados, cubiertas sus caras por unossacos y llevados al exterior. Allí, a unaconveniente distancia del recinto teat- ral,junto a un muro, entre las alargadassombras del atardecer, los hombres deCasca molieron a palos a cada una de susvíctimas, hasta que las súplicas de éstos setrasfor- maron en sollozos de dolor. Losdejaron allí, sobre un charco de sangre yregresaron a por el resto de los

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alborotadores.En el escenario Leónidas había dejado denuevo a Líbano solo, pero éste campaba agusto por el tablado, seguro de sí mismo,dominando la escena. Entra entonces elmer- cader, acompañado de un mozalbete,y se dirige a la puerta de Deméneto parallamar y dar así el dinero de los asnos al

de aquella casa. Líbano lo ve yatriensesabe que debe impedirlo para que elauténtico no salga a cobrar elatriensedinero.- Anda, chaval, llama a la puerta y dile a

atriense, Sáurea, el si está dentro, que -dice el mercader.salga

-interrumpe Líbano- - ¿Quién es el queestá rompiendo nuestra puerta?¡Eh,tú!¿No me oyes?- ¡Todavía no tocó nadie!¿Estás bien de lacabeza?La gente ríe. Tito no da crédito a lo que

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está pasando. Los hombres de Casca estántrabajando bien; ya se han deshecho devarios alborotadores y Líbano lo estábordando en escena. Y, para colmo desatisfacciones, el mercader le da una buenaréplica, expli- cando el porqué de suinterés de ver al Líbano comentaatriense.entonces que el no está, que haatri- ensesalido esa mañana al foro. El mercaderresponde que precisamente del foro viene yque allí se le ha presentado un esclavocomo el de Deméneto, pero queatrienseclaro, no se ha fiado. Líbano pasa adescribir la figura de Leónidas como si setratase del propio atriense.- Era chupado de cara, algo pelirrojo,barrigudo, de mirada torva, de granestatura y gesto ceñudo.- Un pintor no hubiera podido hacer mejor

-comenta el mercader en unsu retratoaparte mirando al público haciéndolo

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cómplice de su sorpresa al tiempo que lagente sonríe al ver cómo el plan de los dosesclavos empieza a surtir efecto.Leónidas, haciéndose pasar por el atriense fingiendo no ver al mercader, empieza ay

insultar y criticar a Líbano por no hacerbien todas las tareas que le había,supuestamen- te, encomendado aquellamañana. El propio mercader, ante lainjusticia con que Leóni- das trata aLíbano, intenta interceder, pero sinconseguir nada. Leónidas sigue maltra-tando y riñendo a Líbano como si fuera elauténtico de aquella casa: hasta talatriensepunto llega en sus desmanes que el propiomercader está agotado por susincontenibles peroratas de insultos haciaLíbano y amenaza con largarse de allí sinentregar el dinero a nadie, ante lo queLeónidas cambia de estrategia y empieza ahacer caso al mercader.

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Algunos alborotadores que aún quedanentre el público intentan gritar y haceralguna broma, pero la misma gente que losrodea los hace callar. El público estáinteresado por el desarrollo de la obra, porla trama urdida por los esclavos y por sabersi al fin éstos serán capaces de engañar almercader y quedarse con el dinero. Líbanoinsiste en pre- sentar a Leónidas comoSáurea, el de casa de Deméneto, yatrienseque por ello tiene derecho éste a criticarlecomo capataz de aquel hogar ya que sulabor es la de supervisar el trabajo del restode los esclavos. El mercader, no obstante,se muestra desconfiado y no parecedispuesto a entregar el dinero a un esclavoal que no conoce por muy que ésteatriensesea.- A pesar de todo, no me convencerás deque confíe este dinero a un desconocido

-replica el mercader a Leónidas-.co- mo tú

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Cuando no se le conoce, el hombre es unlobo, no un hombre, para el hombre.El joven Publio, que al igual que el restodel público estaba cada vez más absorbidopor la obra, escuchó aquella afirmación delmercader del escenario y se quedó pensati-vo, sopesando cuánta profundidad en unafrase de una comedia, pero la acción seguíay, si no prestaba atención, corría el riesgode perderse el desenlace de aquella obraque le estaba sorprendiendo más de lo quehubiera podido esperar.

acto III Los tres actoresLa Asinaria,dejaron la escena sin que el mercadersoltara su dinero, quedando en suspenso eldesenlace de aquella situación, para dejarpaso a Tito Macio que, nueva- mente, ensu improvisada caracterización de la vieja

Cleéreta, entraba en escena, esta vezlenaacompañado de un muchacho de voz

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afeminada que hacía el papel de Filenia, lajoven cortesana tan deseada por todos enaquella obra. Ambos se enzarzan en unadis- puta en el escenario, en donde la vieja

defiende el interés por encima dellenaamor mi- entras que su hija habla de lapasión que siente por Argiripo y su desdénpor el dinero.En éstas estaban Tito Macio y su jovencompañero de reparto, mientras Décimo,Líbano en escena, pedía detrás delescenario que por lo que más quisieran ledejaran beber algo más de vino, pero loshombres de Casca se lo negaban.- Tito Macio ha dicho que no bebas máshasta el final de la obra; luego él te dará abeber todo lo que tú quieras.- Pero, lo necesito; no podré seguir sin másvino… Los esclavos de Casca blandieronen el aire sus palos con pinchos. TitoMacio y el joven muchacho que hacía de

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Filenia dejaron el escenario y Tito cruzó sumirada con Líbano. Éste agachó la cabezay salió de vuelta al escenario acompañadode Leónidas.Juntos, en el tablado de madera, desvelanen su diálogo a todo el público cómo elviejo Deméneto había fingido reconocer enLeónidas la persona de Sáurea, el atriensede la casa, de forma que el mercader, alfin, había cedido el dinero a Leónidas. Losdos escla- vos reían en el escenario y conellos gran parte del público disfrutaba de lagesta de los dos jóvenes malhechores.Entra entonces a escena Argiripoacompañado de Filenia, la- mentándose dela imposibilidad de seguir juntos ya queveinte minas los separan, el pre- cio que lamadre de Filenia ha puesto a Argiripo, aDiábolo o a cualquier otro, para po- derdisfrutar de sus encantos. Líbano yLeónidas, desde una esquina del escenario

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con- templan la escena divertidos, asabiendas de que en su poder está el dineroque necesitan los jóvenes enamorados parapoder disfrutar de su amor. Tito Macio, noobstante, había evitado un desenlace tansencillo de la obra, de modo que elpúblico, esperando que Le- ónidasentregue el dinero a Argiripo sin másargucias, se ve sorprendido por una nuevatreta que deciden urdir los dos esclavos,borrachos de victoria tras haber engañadoal mercader: Líbano y Leónidas decidenque entregarán el dinero a Argiripo, peroeso sí, primero se reirán de él y de Filenia,haciendo que éstos accedan a sufrir todotipo de hu- millaciones para conseguir eldinero que tanto ansian.

-dice Leónidas a Argiripo-, - Escuchadprestad atención y devorad mis palabras.En primer lugar, nosotros no negamos quesomos tus esclavos, pero, si te entregamos

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vein- te minas, ¿cómo nos llamarás?Argiripo se humilla ante sus esclavos ydice que los llamará patronos, dueños,amos, que hará lo que ellos quieran. Éstosríen y con ellos el público.

-dice entonces Leónidas- Dile a ellaseñalando a Filenia-, a quien le vas a darla bol- sa del dinero, que me lo ruegue,que me lo pida.Filenia empieza a rogar a Leónidas por eldinero que necesitan y que los esclavos ti-enen en su poder. El público observa condeleite la escena. Casca sonríe sin parar.Una escena brillante para celebrar las

y su canon invertido donde losSaturnaliaesclavos pu- eden mandar y los amosservir. Genial. Y la gente se ríe. Se ríe.

-empieza el muchacho que- Leónidasinterpreta a Filenia agudizando aún más suvoz-, ojito mío, rosa mía, corazón mío,dame el dinero. No separes a dos

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enamorados.Leónidas se aleja de Filenia y se pasea porla escena entre el jolgorio general del teat-ro.

-exclama a- ¡Pues llámame tu gorrioncitoviva voz para hacerse oír por encima de lascarcajadas-, tu gallina, tu codorniz,llámame tu cor derito, tu cabritillo o, siquieres, tu ternerito. Cógeme por lasorejitas, junta tus labios con los míos.Ante el último descaro de Leónidas,Argiripo, tal y como marca el guión, saltacomo un loco, fuera de sí. Tito Macio,desde el extremo del escenario estádisfrutando.- ¿Besarte ella a ti, granuja?Leónidas presiona, chantajea, si no haybeso, abrazos, mimos de Filenia, no haydine- ro. Argiripo, humilladocompletamente por la necesidad, transige ylo tolera todo. Y los esclavos continúan

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mofándose de su amo y de la jovencortesana. Los obligan a supli- car, aarrodillarse, y todo ante el disfrute absolutodel público asistente. Ya no se oye aningún alborotador: o están fuera,descalabrados por los hombres de Casca, o,ya calla- dos, asisten interesados altranscurrir de la obra. Tito, orgulloso,contempla el desarrollo perfecto de laescena, el interés de los espectadores,cuando de pronto ocurre el desastre.Voces desde fuera del recinto anuncian lallegada de un grupo de gladiadores que vana combatir a muerte.- ¡Gladiadores, gladiadores exóticos,venidos de África, de Asia, de Hispania!¡Ibe- ros, númidas, helenos! ¡Combatirán amuerte ante vosotros! Tito sacude lacabeza en total desesperación: combates degladiadores a las puertas del teatro. Ahoratodo el mundo saldrá y dejará el recinto

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medio vacío o vacío por com- pleto. Ytodo marchaba tan bien. Podrían enviar alos hombres de Casca, pero no servi- ría denada: una cosa era aporrear a unos cuantosesclavos y actores de poca monta y ot- ramuy distinta enfrentarse a un grupo degladiadores fuertemente armados yadiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo.No, los hombres de Casca no durarían nicinco minutos en manos de esosgladiadores; contra ellos no se podía hacernada. Y los triunviros, los únicos quepodrían imponerse, no se metían en estosasuntos. Tito Macio cierra los ojos ymaldice su suerte y no ve cómo en elescenario la escena que escribiera mesesantes a la luz de su lámpara de aceite enaquella angosta y húmeda habitaciónprosigue bajo la atenta mirada del público.Líbano ha cogido el testigo y es quienimpreca ahora a Argi- ripo y Filenia. A

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esta última le pide que le llame «patito,pichoncito, cachorrito, golond- rina,chovita, gorrioncito, chiquitito». Y luego laconmina a que lo abrace. Argiripo nu-evamente salta intentando detener taleshumillaciones, pero una vez más se veobligado a transigir para conseguir lasveinte minas que los esclavos tienen. Sinembargo, ni Le- ónidas ni Líbano se danpor satisfechos: quieren más y ordenan alpropio Argiripo que los lleve a caballito,usando al patricio de montura. Argiripo seniega, pero el chantaje sigue surtiendoefecto y, para placer y deleite de todo elpúblico, los esclavos se salen con la suya ymontan sobre el hijo de su amo. Losgladiadores se pasean por las puertas delteatro, pero apenas si sale nadie. Noentienden qué ocurre, de forma que ellosmis- mos, junto con el resto de los feriantesque los acompañan, equilibristas,

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saltimbanquis y mimos, entran en elrecinto del teatro para ver qué está pasandoy averiguar por qué la gente no sale.Tito abre los ojos y asiste al desenlace dela escena que tantas horas le costó constru-ir: Líbano y Leónidas, por fin, acceden aentregar el dinero a su joven amo y, entrerisas, se despiden de los jóvenes amantes,una vez que han satisfecho todas sussaturnales fan- tasías de sentirse porencima de sus amos, aunque tan sólo fuerapor unos breves pero divertidos y gozososminutos. Termina el tercer acto. La genteaplaude a rabiar. Tito y Casca seencuentran de nuevo tras el escenario.Casca le observa admirado mientras elanterior da las instrucciones para el cuartoacto. Casca está conmovido. Nunca habíavisto nada igual en todos los años quellevaba dedicados al mundo del teatro:aquel autor debutante había superado los

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desastres promovidos por actoresborrachos y tími- dos, había resistido lasbromas de la clac de alborotadores de cadanoche, ayudado por sus hombres, pero si laobra no fuera entretenida, de nada habríaservido la intervención de sus esclavosdesalojando a todos aquellos mentecatos;pero, por encima de todo, Tito MacioPlauto había conseguido evitar que elpúblico dejase el teatro para acudir, a mi-tad de representación, a una pelea degladiadores. No sólo eso, sino que habíavisto có- mo los propios gladiadores y todasu comitiva de energúmenos que losacompañaban entraban en el teatro para verla obra. Aquello no tenía precedentes.Casca sentía que es- taba asistiendo a algohistórico, pero todavía quedaban dos actos:¿sería Tito Macio ca- paz de mantener elinterés del público? Habría que verlo.Casca dejó a Tito ocupado en dar

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instrucciones a Diábolo que debía volver aescena y se dirigió a su sitio cerca del edilde Roma. Desde la distancia observó aledil con sus amigos: estaba en animadaconversación; su mujer tambiénparticipaba. Se les veía contentos,satisfechos. Aquello estaba bien. Cascapaseó su mirada por el resto de asientos delas autoridades. Allí vio a alguien que leextrañó descubrir entre los presentes: eljoven Catón, el fiel servidor de QuintoFabio Máximo. Qué extraño. Máximodetestaba el teatro. ¿Qué hacía entonces sumano derecha en aquel teatro? De hecho,tampoco se veía muy contento a Catón: es-taba serio, mirando de reojo hacia amboslados; volviéndose de vez en cuando haciael público, valorando, evaluando,considerando… Pero ¿el qué? Antes deque sus pensa- mientos pudieran meditarcon mayor detalle sobre aquella inesperada

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presencia entre el público, Diáboloapareció en escena. Comenzaba el cuartoacto.

acto IV Diábolo había pedidoLa Asinaria,a un siervo suyo, un parásito, que redactaracon detenimiento cada una de las cláusulasdel contrato que haría firmar a Cleéretacuando le entregara a ésta las veinte minasque él ya había conseguido por su cuentapara conseguir el favor de Filenia,desconociendo que Argiripo ya teníatambién las veinte minas necesariasreclamadas por la vieja en este casolena,el dinero que le habían procurado Leónidasy Líbano engañando al mercader y que lehabían dado, eso sí, no sin antes hacerlepasar un sinfín de humillaciones yvejaciones de todo tipo. El parásito leía aDiábolo una tras otra las cláusulas mássuspicaces que nadie pudiera haber

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imaginado para controlar de formaabsoluta la voluntad de una mujer,haciendo las delicias de un público queveía cómo, tras un aparente desenlace de laobra, seguían nuevas escenas dondecontinuaba complicándose la trama.- «No dará ningún motivo de sospecha-leía el parásito de una tablilla en la quetenía anotadas todas las condiciones queFilenia debería cumplir una vez entregadaslas veinte minas a su madre, mientras queDiábolo se regocijaba en la lectura deaquellas leoninas cláusulas-. Al levantarsede la mesa, no pisará con su pie el pie deningún hombre y, cu- ando tenga que subiral lecho vecino o bajar de él (ya que por su

mediuscondición estará colo- cada en ellectus, siempre entre dos personas), nodará la mano a nadie. No le enseñará anadie su anillo ni le pedirá que le enseñe elsuyo. No acercará sus talones a ningún

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hombre más que a ti y, al arrojar losdados, no dirá "por ti", sino que pronunci-ará tu nombre. Invocará la protección decualquier diosa, pero la de ningúndios;…A ningún hombre hará señas con lacabeza, ni guiños con los ojos, ni señalesde asentimi- ento. Además, si se apagara lalámpara, no moverá ni un solo miembro desu cuerpo en la oscuridad.» Diábolocomplacido replica a su fiel servidor.- Muy bien. Está claro que así ha decomportarse… pero en la alcoba… no,borra eso. Ardo en deseos de verlamoverse. No quiero que tenga un pretextopara decir que se le ha prohibido.Carcajadas generales entre el público. Lascláusulas continúan con las decenas decomportamientos en los que la pobreFilenia no podrá incurrir, hasta que al finDiábolo y el parásito salen un momento deescena para volver en unos segundos y en

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un nuevo diálogo desvelan al público quehan ido a casa de Filenia y Cleéreta no lesha permitido ya entrar porque Argiripo hallegado primero con el dinero. Diáboloclama al cielo, inc- repa a los dioses,maldice su suerte y jura que eso noquedará así. Junto con su parásito tramanvenganza: deciden que acudirán aAnemona, madre de Argiripo y mujer deDe- méneto, para informarle de que sumarido, junto con su hijo Argiripo, seencuentra en casa de una cortesanadisfrutando de los placeres de la carne enconnivencia y a sus es- paldas. De estaforma, cuando ya el público pensaba quese había llegado al final, comi- enza unnuevo acto en donde todos desean saber enqué queda aquella venganza y cómoreaccionará la poderosa mujer traicionadacuando sepa de los amoríos de su hijo y delacompañamiento y consecuente infidelidad

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de su marido en casas de fulanas y, paracol- mo, todo ello a costa de su propiodinero, las veinte minas que nunca llegarona manos de Sáurea, su esclavo poratriense,las argucias de Líbano y Leónidas,esclavos de su marido.

acto V El quinto y último actoLa Asinaria,de la obra abre con Argiripo viendo cómosu padre, Deméne- to, se solazaacariciando y besuqueando a Filenia.Argiripo ha tenido que humillarse an- tesus propios esclavos para conseguir eldinero y ahora le queda tolerar que supadre disfrute de Filenia, ya que fueron lasórdenes de su padre las que llevaron a losesclavos a robar el dinero necesario parapagar a la madre de Filenia. Argiripointenta sobrellevar lo mejor que puede lasnuevas humillaciones ante el generaldisfrute de un público di- vertido y

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entretenido por el argumento de la historia.- El amor filial, padre, impide que meduelan los ojos. Aunque yo la amo, trataréde soportar con resignación verla

-comenta Argiripo conrecostada a tu ladovoz abruma- da.- Aguanta solamente un día, ya que te hedado la posibilidad de estar con ella unaño entero y te conseguí el dinero para sus

-le responde Deméneto, su padreamoresen la escena.Termina así la primera escena del quintoacto, para, con la entrada por un extremodel escenario, de Anemona y el parásito,dar inicio a la escena final de la obra. TitoMacio Plauto observa a los actores desdedetrás de las telas, a un lado del escenario,y, sin dar- se cuenta, sus labios, en vozbaja, recitan, palabra a palabra, cada líneaen sincronía con cada uno de los actores.Tiene lágrimas en los ojos. Se oye

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entonces un trueno. Va a llo- ver. PorHércules, no ahora, ahora no. Por todos losdioses, sólo cinco minutos más, cin- cominutos más. Tito inspira con profundidadbuscando ahogar en el aire su tormento.Sus plegarias silenciosas parecen tener ecoentre los dioses: el hombre que hace deAne- mona hace caso omiso del estruendoque rasga el cielo y, para sorpresa de Tito,lo mis- mo hace el público más interesadoen escuchar los lamentos de la matronaultrajada y traicionada por su marido queen refugiarse de la incipiente lluvia.- ¡ Y yo, desgraciada de mí, que pensabaque tenía un marido ejemplar, sobrio, ca-bal, morigerado y amantísimo de su

-clama Artemona al cielo, mientrasesposa!la fina lluvia se esparce por el aire de laciudad.El actor que hace de parásito, encogido, enuna esquina del escenario, señalando el

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otro extremo del mismo, donde Deménetoacaricia a Filenia junto a su hijo, le da larápi- da réplica a Artemona.- Pues desde ahora debes saber que es elmayor de los granujas, borracho, bribón,libertino y aborrecedor de su esposa.Artemona y el parásito callan, dejando queahora se escuche la conversación entreDeméneto y Filenia, en la que el maridoinfiel desconoce que está siendo espiadopor su propia esposa, roja de ira. El públicose divierte intuyendo la inminenteatronadora ent- rada final de Artemona enaquella escena de amantes traidores.

-comenta Deméneto al oído- ¡Por Póluxde Filenia-, qué aliento más perfumado,comparado con el de mi mujer!Filenia, cortesana hábil, deja que elardiente marido infiel se explaye en susdiatribas contra su mujer.- Dime, por favor, ¿ es que le huele mal el

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-pregunta Filenia.aliento a tu mujer?- ¡Puf…! Preferiría beber agua de cloaca,

-respondesi fuera preciso, a darle un besoDeméneto.El público ríe a carcajada suelta. La genteestá feliz. Casca navega con su mirada porel recinto: está repleto; nunca antes habíavisto tanta gente al final de unarepresentaci- ón. Los ojos de Casca, noobstante, se detienen en la faz del edil deRoma. El joven Es- cipión está serio, se hallevado una mano a la frente, como si ledoliera la cabeza. ¿Será la molesta lluvia?Es extraño. Hasta hacía tan sólo unosinstantes parecía estar tan entre- tenidocomo el resto del público. Su joven esposale dice algo. ¿De qué hablarán? Desde ladistancia no puede escuchar y nunca fuebueno en el arte de leer los labios.- ¿Estás bien, Publio? -pregunta Emilia,sorprendida por el repentino cambio en el

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es- tado de ánimo de su marido. -No esnada. Estoy bien, sí.Pero Emilia conoce ya demasiado bien a sumarido como para dejarse engañar.- Algo te ha pasado. Estás pálido.Y así es. Publio se siente enfermo derepente. El aire se ha enfriado con la lluvia,pero no es eso. Es una sensación extraña,compleja, difícil de definir y más aún deexplicar y menos allí, en medio de aqueltumulto de gente, todos riendo. Tantafelicidad. De pron- to, había tenido comouna difusa visión sombría, de profundodolor, una especie de pre- monicióndesgarradora, lejana y próxima a untiempo. No quería preocupar a Emilia ymenos por un sentimiento confuso,absurdo, un sinsentido del alma.- Estoy bien -dijo-, estoy bien; veamoscómo termina la obra.Emilia no dijo más y fingió volver a

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interesarse por la obra, pero sus ojos y sucora- zón vigilaban atentos el ceñofruncido de su marido.En el escenario el joven muchacho quehacía de Artemona anticipaba cuál seríaparte de su venganza en cuanto cogiera asu marido y lo arrastrara fuera de aquellacasa de fu- lanas. Si aquel miserable decíaque tenía mal aliento, Artemona ya teníapensado parte de su futuro castigo.- Juro por Castor que me pagará concreces todo este aluvión de injurias. Pues,si vuelve hoy a casa, mi venganzaconsistirá principalmente en besarlo.Pero los insultos de Deméneto hacia suesposa van mucho más allá y, entre lasrisas del público, éste continúamaldiciendo a su mujer, jurando que va arobarle el mejor de sus mantos para dárseloa Filenia. Ante tal ristra de injuriasArtemona no resiste más, ir- rumpe en casa

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de Filenia y arranca a su marido de losbrazos de la cortesana.

-aulla- Estoy completamente perdidoDeméneto.- ¿ Y qué? ¿Le huele el aliento a tu

-pregunta Artemona.esposa? -replica Deméneto, cada- Le huele a mirra

vez con la voz más compungida al enten-der que su mujer, sin duda, ha estadoescuchando todo cuanto ha dicho.- ¿ Y ya me robaste el manto para dárselo

-continúa Artemona interro-a tu amiga?gando a su marido entre las risas, casilágrimas de muchos de los asistentes a larepre- sentación. Al fin, Artemona haceque su marido se levante y deje a lacortesana para volver a casa. Éste, noobstante, pertinaz en su infidelidad, musitaun último ruego.- ¿ Y no puedo quedarme a cenar, que yase está preparando la cena?

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Artemona es sucinta en su respuesta.- Por Castor que cenarás hoy, pero unabuena paliza, como te mereces.Deméneto mira al público, comosuplicando a todos por su intermediaciónpara sal- varle de su próxima condena.- ¡Mala noche me espera! Mi mujer melleva a casa ya juzgado y sentenciado.Y para acrecentar más, si eso es posible,sus males, Tito, desde bastidores,pronuncia en silencio las palabras a las queFilenia da voz en el escenario.- No te olvides del manto, cariño.El público ríe, Artemona pega a su marido,éste se defiende, al tiempo que observacómo su hijo Argiripo triunfa al fin y sequeda con su amada Filenia para disfrutaram- bos de su mutua pasión. Tito sacude lacabeza de un lado a otro, como no dandocrédito a lo que ha conseguido: larepresentación completa de su primera

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obra. Ahora le toca a él darle el brochefinal. Los actores abandonan la escena.Tito Macio Plauto espera un segundo yenseguida sube, por última vez, aquella yalluviosa tarde, al escenario. Tiene que decirsu parlamento final.Asciende las escaleras, camina lento, conpasos grandes hasta alcanzar el centro de laescena y, al contrario que hace tres horas,el público, respetuoso ante el autor de laobra que acaban de disfrutar, guarda unprofundo silencio.- Si este viejo echó una cana al aire aespaldas de su mujer, no hizo nada nuevoni extraordinario ni diferente a lo quesuelen hacer los demás. Ahora, si queréisinterce- der por el viejo, para que no seaazotado, creemos que podéis conseguirlodando un fu- erte aplauso.Tito extiende los brazos hacia el público ybaja su cabeza, esperando el dictamen fi-

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nal del pueblo de Roma. El público rompeen un sonoro e infinito aplauso, el aplausomás bello que nunca jamás habíaescuchado Casca, el más intenso que nuncahabían percibido todos los actores de lacompañía, el más largo, el más denso; unaplauso que regaba el corazón de Tito porencima del dolor y el sufrimiento en larueda del molino, en el campo de batalla,en la miseria. Era un aplauso procedente delos mismos que le habían enviado a luchara una guerra que no era la suya, un aplausode los mismos que apenas le habían dadolimosna suficiente para subsistir entre lascalles de aquella in- mensa ciudad. Titoextendió aún más sus brazos, como siquisiera tocar con las yemas de sus dedos acada uno de los presentes. El agua de lalluvia arreciaba cada vez con másintensidad, pero ni la gente dejaba deaplaudir ni Tito dejaba el escenario. Los

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acto- res contemplaban aquel momentoacompañados ya por Casca, que habíaacudido a bas- tidores para felicitar a suprotegido, pero ni él ni los actores seatrevían a interrumpir aquel instante degloria. Aquella noche había ocurrido algoespecial en Roma. Se acaba- ba deestablecer un vínculo especial, una alianzadesconocida hasta entonces entre un autory su público. La gente seguía aplaudiendoy, poco a poco, un grito fue extendién-dose por todo el recinto. Tito Macioescuchó cómo un nombre emergía de milesde gar- gantas romanas aquella noche, y noera el de un general victorioso, un cónsultriunfador o un valeroso tribuno. No. Eraotro el nombre que aquella noche henchíael viento de la ciudad.- ¡Plauto, Plauto, Plauto! -clamaban milesy miles de voces, agradecidas, felices, con-movidas-. ¡Plauto, Plauto, Plauto! -se oía

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por encima de la lluvia, de los truenos, dela soledad eterna en la que hasta esemomento Tito Macio había subsistido. Yano sería nunca más un don nadie, unmiserable, un harapo del pueblo; ya nisiquiera volvería a ser Tito Macio, sino tansólo Plauto, Plauto, Plauto.

81 La agonía de Capua

Capua, 211 a.C.

La ciudad estaba rodeada por una red deempalizadas, fosos y pequeñas plazasfuertes que los romanos habían levantadodurante los dos años que duraba ya elasedio de Ca- pua. La ciudad se habíapasado al bando cartaginés en el 216 tras laderrota romana de Cannae, dando ejemploa muchos pueblos y poblaciones en Italia

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central que siguieron a la gran Capua en sudefección de la metrópoli romana.Roma no había olvidado esa traición y todolo que la misma había conllevado. Tal erala saña con la que los romanos seempleaban en aquel asedio, que Aníbalhabía tenido que intervenir el año anteriorpara, con su ayuda, aliviar el cerco que losromanos tendí- an contra aquella ciudad, lacapital de Campania. Roma había marcadoCapua como principal objetivo a recuperaren el frente italiano y, desde entonces, loscónsules acec- haban con sus dos ejércitosla urbe campana de forma perenne, sindescanso. Aníbal consiguió algunasvictorias que dieron cierto respiro a Capua.Primero derrotó a ocho mil legionariosinexpertos de una de las nuevas levas queapenas había tenido tiempo para eladiestramiento y luego asestó una derrotaabsoluta al ejército romano en Herdó- nea.

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Sin embargo, pese a aquellas victorias delgeneral cartaginés, los romanos se las in-geniaban para mantener en mayor o menormedida un asedio continuo e interminablesobre Capua.

Tarento, 211 a.C.Mientras tanto, Aníbal, pese a sus victoriasen Campania, se veía obligado por las cir-cunstancias de Tarento a retornar al surpara poner orden en aquella región. Y esque la ciudadela del puerto de Tarentoseguía en manos de la guarnición romana,que, al igual que hacían los campanos en elcentro de Italia, resistían un asedioconstante, esta vez, por parte de loscartagineses.- Un nuevo mensajero de Capua, migeneral. -Era la voz de Maharbal. Aníbal sevol- vió con lentitud. Dejó de observar lasmurallas de la ciudadela de Tarento y de

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valorar los puntos débiles por donde sepodría volver a intentar un nuevo ataque;otro más de una larga serie de fracasos.- ¿Y qué quiere? -preguntó Aníbal.- La situación de Capua es insostenible-aclaró Maharbal-. Necesitan una vez másde nuestra ayuda o la ciudad se rendirá.- ¿Se rendirán? -la voz de Aníbal denotabacierta incredulidad-. ¿Saben lo que les es-pera en manos de los romanos si ceden? -Sí, mi general -continuó Maharbal-, peroaun así tendrán que ceder, aunque luegorecurran al suicidio; eso dice el mensajero.En cualquier caso, la ciudad se perderá yeso… - Y eso no podemos permitirlo-interrumpió Aníbal-. Eso no podemospermitirlo. Si tan desesperados están comopara considerar el suicido colectivo, serámejor que regre- semos al norte y que enesta ocasión, de una vez por todas,deshagamos aquel cerco.

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Hemos de lograr que los campanos sepuedan aprovisionar bien de víveres y aguapara el próximo invierno. Eso nos dará eltiempo suficiente para, manteniendonuestras posi- ciones en Campania,asegurarnos el dominio del sur, con elcontrol del puerto de Taren- to. Luegollegarán los refuerzos. Pero llevas razón,mi buen Maharbal: no podemos per- derCapua. ¡Vamos al norte! ¡Una vez más alnorte! ¡Que se preparen las tropas para unalarga marcha! Y tras esas palabras dio laespalda a Maharbal y volvió a contemplarlas murallas de la ciudadela de Tarento.Tendría que esperar aquella fortalezadentro de la ciudad portu- aria puerta delsur de Italia. Tendría que esperar elmomento oportuno. Ahora debía en-contrar la forma de romper el asedio deCapua. Cartago le había dado fuerzas parauna conquista, para la toma de Roma y sus

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aliados, pero ahora se encontraba, añosdespués, teniendo que gestionar unainvasión y no tenía ni el ejército ni losrecursos suficientes para semejanteempresa. Los refuerzos no llegaban. Suslíneas de aprovisionamiento erandificultadas por guarniciones romanas quesurgían por todas partes. Sus aliados eraninconstantes y confusos en sus pactos,exceptuando quizá el rey Filipo. Su ejércitoexpedicionario era una amalgama depueblos que sólo se mantenían unidos porsu odio a Roma y por la tenacidad de suliderazgo, pero Aníbal se sentía cansado.Se sentó sobre un banco de piedra. Variossoldados de su guardia personal vigilabanque nadie se acer- case para molestarlemientras reflexionaba. Sólo a sushermanos, y ahora sólo a Mahar- bal, se lespermitía cruzar esa frontera que la guardiade Aníbal marcaba a su alrededor.

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Aníbal había sido herido en el campo debatalla en el asedio de Sagunto, habíaperdido un ojo en los pantanos del norte,pero lo que más temía era una daga por laespalda, una traición pagada por Roma.Maharbal había partido ya para organizartodo lo necesario para acudir en ayuda deCapua. Capua, sí, ésta era su preocupaciónactual. El año anteri- or no consiguió quelos romanos aflojasen el cerco pese aatormentarlos con dos duras derrotas.Roma había puesto en pie de guerra todaItalia, acumulaban legiones y más le-giones, aunque muchas fueran inexpertas yapenas un obstáculo para el experimentadoejército africano, númida, galo e ibero queél lideraba, pero los romanos siempreencont- raban más recursos con los queresistir y con los que atacar las ciudadesamigas de Car- tago. Y unos y otros,romanos y cartagineses, habían convertido

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a Capua en un enfrenta- miento singular,en algo más que en lo que era, un enclavemilitar central en aquella gu- erra. No,Capua ahora era el símbolo de aquellaconfrontación, era el fiel de la balanza, quedeterminaría hacia qué lado terminaríanpor inclinarse los favores de los dioses: qu-ien se quedara con Capua ganaría aquellaguerra. Y Aníbal lo sabía. Por eso, aquellamañana fría en Tarento, contemplando elcambio de guardia de los vigías romanosen la ciudadela, tomó la decisión másdifícil de su vida, una determinacióndesesperada o una estrategia genial, en laque alguna vez había pensado ya, pero dela que siempre, en últi- ma instancia, habíahuido por temor al fracaso. Ya no habíamás margen: con el retraso en la llegada derefuerzos desde Hispania o desde África,ésta era la única decisión po- sible, el únicocamino, la salida final. Aníbal se

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encomendó a Baal y conminó al diossupremo de su pueblo a que le marcara consignos precisos si ésta debía ser la solucióny el futuro.

82 Un mensajero

Roma e Hispania, enero del 211 a.C.

Mario Juvencio Tala cabalga encorvadosobre su montura por las calles de Roma.Se balancea sobre el caballo siguiendo elritmo del paso del animal que le lleva. Vacubier- to por una larga túnica cuyo colorblanco, oculto bajo una fina capa de polvo,resulta ya imposible de discernir. Es polvode miles de estadios recorridos sin apenasdetenerse, ti- erra de países lejanos, salitrede los barcos en los que ha navegado,polvo también de los inseguros caminos de

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una península itálica en guerra. En la fasefinal de su periplo ha visto a deturmaecaballería cartaginesa moviéndose librespor los caminos. Extraños movimientos detropas extranjeras que no hacían sinoanunciar que la situación en la metrópolino estaría mucho mejor que en Hispania.Se escabulló de los jinetes cartagi- nesesescondiéndose entre los árboles quesalpicaban los bordes de las calzadas,conte- niendo la respiración, apaciguando asu exhausto caballo, cabalgando de noche,arropa- do sólo por la tenue luz de la luna,bajo un cielo de estrellas.Ahora en la propia Roma, se ha cubierto lacabeza con parte de la túnica, a modo decapucha, de forma que su rostro quedainvisible para los viandantes, alargando asísu lento desfile incógnito, apesadumbrado,incierto. Todos los que se cruzan con aquelhombre se apartan de su camino. Nadie

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quiere interponerse en la ruta de aquelemisario del infortunio venido de tierraslejanas.Los romanos estaban acampados en unaamplia llanura, ligeramente al sur del Ebro.Habían cruzado el río con la firmedeterminación de lanzar una ofensivadefinitiva cont- ra los cartagineses enHispania. Los dos generales al mando,procónsules se habíancum imperi- um,reunido para decidir la estrategia final deataque. Publio Cornelio Escipi- ón padre ysu hermano Cneo debatían aquella mañanasobre la viabilidad de dividir sus fuerzas endos contingentes, de forma que uno sedirigiera hacia el norte para hacer frente alos dos ejércitos púnicos mandados porMagón Barca, el hermano pequeño deAníbal, y el general Giscón, y el otropermaneciera esperando la llegada deltercer ejér- cito cartaginés de la península

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comandado por Asdrúbal Barca, el otrohermano de Aní- bal, mayor que Magón ymucho más experimentado en la guerra. Alfin decidieron que Publio padre avanzaríasobre Magón y Giscón mientras que Cneo,llevándose consigo los refuerzos de losveinte mil mercenarios celtíberos queahora volvían a apoyar a los romanos,atacaría a Asdrúbal Barca. Salieronentonces ambos generales romanos de latienda en la que habían debatido. Delantede los que los escoltaban y ante loslictoresoj- os de sus hombres, los dos procónsules,hermanos de sangre, se abrazaron. Acontinu- ación celebraron un sacrificio devarios animales, una docena de bueyes,seis por cada ejército romano que partíapara la lucha, y encomendaron su fortuna alos designios de los dioses.- Suerte, Cneo -dijo al fin Publio-. Esperoque nos veamos pronto y celebremos jun-

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tos la próxima victoria.Cneo respondió alto y claro para que leoyeran todos cuantos los observaban.- ¡Así sea, hermano! ¡Hasta pronto! ¡Quelos dioses estén contigo y tus hombres! -¡Que estén con los dos! -añadió Publio.Y, tras un nuevo abrazo, ambos montaronsobre los caballos que sus escoltas teníanpreparados para ellos y se alejaron endirecciones opuestas.Era extraño que la gente no se agolparaalrededor de aquel jinete recién llegado a laciudad en busca de noticias, pues todosdeseaban saber de la guerra en Campania ytam- bién en el sur, de Aníbal, del frenteabierto en Iliria contra Filipo V y, sobretodo, de Hispania, allí donde las tropasromanas dirigidas por los Escipiones Cneoy Publio Cor- nelio estaban consiguiendolas victorias más claras para la República.Sin embargo, aqu- el jinete inspiraba un

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aire de desaliento infinito, una densasensación de desánimo que ahuyentaba alos curiosos.El ejército romano de Publio CornelioEscipión empezó a ser hostigado por lacabal- lería númida que habían traídoconsigo los cartagineses. Losenfrentamientos eran diari- os y, al final, elgeneral romano optó por montar uncampamento sólido donde refugiar- se a laespera de decidir la estrategia oportunapara enfrentarse en batalla abierta contra elejército cartaginés sin sufrir más bajas.Llegaron entonces varios exploradores. Elprocónsul escuchó sus noticias.- El enemigo cartaginés va a reunirse conel jefe hispano Indíbil y todos sus hombres,los suesetanos, son unos siete milquinientos hombres armados, se unirán alas tropas cartaginesas; quiere que se unana ellos para atacarnos juntos.

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Publio Cornelio Escipión padre ponderó elriesgo de intentar impedir esa unión de fu-erzas saliendo con sus propias tropas acampo abierto. Al final decidió que unpequeño contingente del ejército semantuviera en la fortificación mientras élsalía con el grueso de sus fuerzas parafrenar a Magón y Giscón antes de queéstos se unieran a Indíbil. Fue una salida yuna marcha nocturna, dura, agotadora. Lavelocidad y la sorpresa eran cla- ves enaquel movimiento.Con la primera luz del amanecer, ambosejércitos se encontraron cara a cara y, sinapenas tiempo para formar unas líneasclaras de combate, ambas fuerzas entraronen una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo.Publio Cornelio cabalgaba de un extremo aotro del frente animando a sus soldados,dirigiendo, donde esto era posible, lasacciones de sus hombres.

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Nadie se atrevía a acercarse y preguntaralgo tan sencillo como «¿de dónde vienes,viajero? ¿Tienes noticias de la guerra? ¿Teenvía alguno de nuestros generales?». No,nadie le detenía, nadie le preguntaba.Así avanzó por los caminos hasta alcanzarlas puertas de la ciudad. Allí los legionari-os de las quelegiones urbanae,custodiaban los accesos a la ciudad, leinterpelaron, no sin cierta incomodidad portener que detener a aquel extraño.- ¿ Quo vadis?El hombre detuvo su caballo.- Mi nombre es Mario Juvencio Tala.Vengo de Hispania. Tengo informes parael Se- nado y un mensaje privado paraPublio Cornelio Escipión hijo.Los legionarios consultaron entre sí. Elaspecto del hombre era el de un centuriónde Roma y su uniforme coincidía con el delas legiones de Hispania. Al fin, el oficial

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al mando tomó la decisión de dejarle pasar,pero ordenó que varios hombres lesiguieran a distancia.Mario cabalgó al paso por las laberínticascalles de Roma, despacio, con su montarde agotamiento eterno, pero con tremendaperseverancia, seguro de su ruta,conocedor de su objetivo. Le seguían, peroaquello le era indiferente. También lesiguieron númidas armados, apuntando sucuerpo decenas de afiladas lanzas cuandofue como emisario a la corte del reybárbaro Sífax en África. Aquello le parecíasencillo, pese al enorme riesgo queconllevó aquella misión, en comparacióncon la información que debía transmitiraquel día en el mismo corazón de Roma.Los cartagineses lanzaron multitud dejabalinas sobre las tropas romanas. Lossolda- dos se protegían con los escudos.Luego se luchaba palmo a palmo. En ese

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momento el general romano, preocupadoen poner orden en la formación de sushombres, no vio la jabalina que navegabapor el aire, cortando el viento helado delamanecer. Uno de los se percató delictoresla situación e intentó interponer su propiocuerpo entre la jabalina y el procónsul deRoma, pero llegó tarde. El arma completósu viaje mortal hasta estrel- larse en laespalda del general romano. Se oyó elcrujido de los huesos de la columnavertebral astillándose, quebrándose en milpedazos. Publio Cornelio Escipión padreca- yó del caballo, sobre el suelo, sintiendola tierra húmeda de rocío en sus sienes.Respira- ba con dificultad. Vio lacaballería númida rodeando a sus soldados.Pensó en Cneo.Deseó que tuviera mejor suerte. Sintió unapunzada profunda de dolor seco, luego unin- menso cansancio. Ya no sabía si

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respiraba. Oyó gritos de sus hombres.- ¡Han alcanzado al general! El procónsulse percató de que los númidas encontrabanpoca resistencia. Los roma- nos luchabanretrocediendo. Cneo tendría que conseguirla victoria por sí mismo. Y Publio y Lucio,sus hijos, deberían valerse ya solos enRoma, en esta guerra infinita… Sintió elsabor de la sangre en su boca y seatragantó. Tosió sobre el suelo y escupiósu dolor a borbotones rojos mientras perdíala noción del tiempo. Por un momentopensó que yacía en su casa, junto a sumujer y hasta recordó el olor del perfumeque ésta lleva- ba las noches de verano.Quiso alzarse. Le parecía humillanteterminar así, de esa for- ma, sin poderofrecer más resistencia, pero, aunque él nolo sabía, la lanza le había atra- vesado lasvértebras partiendo su columna en dos;también había herido el corazón y la sangre

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apenas fluía por sus venas. Sus recuerdosse desvanecían en su mente como hoj- assecas que arrastra el viento de otoño.Mario al fin se detuvo ante una imponente

en el centro de la ciudad. Era la re-domassidencia de la familia de los Escipiones.Allí desmontó. Se acercó a la puerta y lagolpeó con fuerza. Pasaron unos segundosantes de que hubiera alguna respuestadesde la casa.Los legionarios que le seguían esperaron auna distancia prudencial. El mensajero sesa- cudió algo del polvo del camino conalgunas palmadas sobre sus hombros ypiernas, sin mucho afán, sin mucho interéspor las apariencias. Era más un gesto conel que ocupar la espera. Un esclavo alto yarmado abrió la puerta.- ¿Quién es? ¿Qué deseáis? El señor deesta casa no recibe a extraños.- Lo sé -comentó el mensajero-. El pater

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de esta casa no está aquí, sinofamiliaslejos, en Hispania. Traigo un mensaje parasu familia.Cneo dispuso sus tropas en formación deataque. Formación clásica, con las legionesromanas en el centro: en lavélitesvanguardia, seguidos de las líneas de

y y en la retaguardia laspríncipes has- tatitropas más experimentadas, los Entriari.las alas situó a sen- dos contingentes de losmercenarios hispanos. Asdrúbal Barcadispuso sus tropas para contrarrestar elataque romano, con una formidable falangede soldados púnicos que se oponía aromanos e hispanos. Todo estaba dispuestopara el combate. Cneo estaba a punto dedar la orden de ataque cuando, sin élordenarlo, los hispanos comenzaron amoverse, pero no contra los cartagineses nicontra los romanos: los celtíberos simple-mente se marchaban, abandonaban el

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campo de batalla dejando a los romanossolos ante un ejército cartaginés que, sin suconcurso, doblaba en número a loslegionarios. Cneo estaba iracundo, pero nopodía hacer nada en aquel momento.Habían sido traicionados.Los celtíberos se habían vendido a loscartagineses y, por un precio que éldesconocía, habían acordado no combatir afavor de nadie. Sin las fuerzas romanas quese habían quedado con su hermano Publio,Cneo estaba en flagrante inferioridad. Erauna locura atacar. Sintió el temor en elrostro de los soldados que podía observarmás próximos a él. Los cartagineses noavanzaban. De momento se limitaban aobservar cuál sería la re- acción de losromanos al verse solos.Mario había hablado con voz firme, sinprisa. Había cabalgado y navegado durantesemanas para llevar su mensaje a esa casa

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y cada paso que había dado le atenazabamás el corazón. Si por él fuera, preferiríano haber llegado nunca, haberse perdido enun abordaje por piratas o en unaemboscada por los cartagineses enHispania desde donde salió o en loscaminos de la península itálica. Cada día sehabía encontrado cabalgando másdespacio. En un principio lo habíaatribuido al enorme cansancio de aquelviaje sin pausa, pero ahora que acababa dellegar a su objetivo, a aquella casa, se diocuenta de que no era cansancio, sino penay dolor y miedo a entregar su mensaje loque había ra- lentizado, de formainconsciente, su marcha. Ahora lo veíaclaro, pero aquel instante de lucidez nohizo sino avivar su desazón.Cneo no consultó a sus centuriones. Sindudarlo, dio la orden de replegarse. Habíaque salvar el ejército y reunirse con su

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hermano. Juntos podrían conseguir lavictoria.Las trompas sonaron indicando la ordendel procónsul. Los soldados respiraronalivi- ados. Ninguno había retrocedido unpaso mientras los celtíberos desertaban,pero sus corazones se habían hundido. Conel sonido de las trompetas veían aliviadosque su ge- neral era un valiente pero no unloco. Las tropas romanas se replegaron.Los cartagine- ses observaban, demomento, sin avanzar.El abrió más la puerta paraatriensecontemplar al viajero cuya respuesta lehabía sor- prendido. Le miró en silenciounos segundos.- Esperad aquí. Veré si la familia desearecibiros.El esclavo dejó al mensajero en elvestíbulo y se dirigió hacia el atrio de lacasa en busca de alguno de sus amos.

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Pasaron unos minutos. El viajerocontempló los inmensos mosaicos delsuelo del atrio. Al fondo, una cortinagruesa que daba acceso al peristiliumimpedía ver qué ocurría en aquella parte dela casa. El esclavo desapareció por unpasa- dizo junto al tablinium.Mario meditaba sobre cómo dar lasnoticias que traía consigo. «¿De qué formase anuncia el horror cuando éste se apoderade una casa?», pensó. «¿De qué modo seexpli- ca el final de alguien tan importantecomo un procónsul de Roma?» Al fin,reapareció el de aquella casa.atriense- Seguidme.El viajero siguió al esclavo a través delatrio hasta llegar a la cortina que dabaacceso al El esclavo descorrióperistilium.la cortina e invitó al viajero a que pasara alinterior.Así lo hizo. De esta forma el mensajero

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entró en el patio al aire libre de la casa delos Escipiones en Roma. Allí le esperabanla mujer del de la casapater familiasreclinada en un y, a ambostricliniumlados, de pie, los dos hijos, Publio y Lucio,y junto al prime- ro su mujer EmiliaTercia. Ésta sostenía una niña pequeña ensus brazos. Varios invita- dos y clientes dela familia los rodeaban. Todos adivinabanque aquel mensajero traía noticias de vitalimportancia y aguardaban en silencio. Almensajero le sobrecogió, si cabe aún más,el corazón el ver a toda aquella genteexpectante, pero de entre todos, destacabala mirada intensa y penetrante del mayorde los hijos del procónsul. Publio te- níafijos sus ojos en Mario, como si intentaraanticipar el contenido del mensaje que ha-bía traído a aquel hombre desde tierras tanlejanas con tanta urgencia que ni tansiquiera había podido asearse en unos

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baños públicos o en su propia casa. Publiosabía que tanta urgencia sólo podría traerdesventura.Aquéllos, pensó Mario, eran unos ojos queleían en lo más hondo de los corazones delos hombres y entonces tuvo miedo de quele leyeran en su alma con demasiadarapidez.Había dedicado los días de su viaje pormar a diseñar la mejor forma de entregarsus no- ticias poco a poco. Sin embargo,aquella mirada parecía leer a todavelocidad cada una de las líneas que habíaimaginado decir.Los cartagineses permitieron que elejército de Cneo se replegara, pero encuanto éste se desvaneció en el horizonte,Magón y Giscón dirigieron sus tropas parareunirse lo an- tes posible con AsdrúbalBarca. Comoquiera que éstos, una vezderrotado Publio Corne- lio Escipión

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padre, habían avanzado ya una grandistancia, los tres ejércitos cartagineses sereunieron pronto. Asdrúbal Barca, como elgeneral de mayor rango y experiencia, to-mó el mando y ordenó que la caballeríanúmida se adelantara y hostigara a Cneo ysus tropas antes de que éstas alcanzasen elEbro en busca de tierras más seguras en elnorte.Los jinetes númidas, veloces y ágiles,vislumbraron las tropas romanas enretirada y se lanzaron sobre las columnasde legionarios. Eran ataques breves que nobuscaban un enfrentamiento campal, sinosimplemente entorpecer la retirada romana.Y lo conseguí- an. Los legionarios, paraprotegerse de las lanzas de la caballeríanúmida, se veían obli- gados a detenerse,girarse y protegerse con sus escudos altiempo que con sus espadas repelíany pilalos continuos ataques númidas. Cneo no

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quería mandar a su pequeño con- tingentede caballería a luchar contra un auténticoejército a caballo, hostil, ágil y expe-rimentado, para no perder sus únicasfuerzas montadas.La noche caía sobre el valle que estabacruzando. Cneo condujo a todas las tropasa una colina para que formaran un círculoy, desde esa posición de altura, protegerse.No había ni tiempo ni material paralevantar una fortificación. Con los últimosrayos del sol arrastrándose sobre la llanura,Cneo divisó la vanguardia de los tresejércitos púnicos. El general romanoordenó entonces que los soldados cavasenuna zanja profunda que sirvi- era de fosode protección y así al menos complicar elinexorable ataque del enemigo, pero, paradesesperación de los legionarios, el terrenosobre el que se habían establecido erapétreo, pura roca. No había tierra en la que

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excavar. Ninguna zanja ni trinchera eraposible. Y los cartagineses seaproximaban, un inmenso ejército,enfervorizado, eufóri- co de victoria. Comono se podía cavar, Cneo ordenó quedispusieran todos los pertrec- hos,suministros, equipajes y armas que nofueran a utilizarse en el combate paraformar así una barricada. Era todo lo quepodía hacerse en aquellas circunstancias.La noche cayó sobre la colina y el valle.Los cartagineses encendieron antorchas.Los romanos vieron cómo miles de fuegosen movimiento los rodeaban por todoslados.Cneo, al menos por un momento, albergóla esperanza de que no fueran a atacar porla noche. Tampoco es que eso pudierasuponer gran alivio, pero al menos tendríatiempo de pensar algo. Alguna cosa. Algopodría hacerse.

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Fue una noche triste, larga y breve a la vez.Cneo ordenó que los hombres descansa-sen excepto los centinelas y que todoscenaran pronto para reposar el máximotiempo posible antes de la contienda. Conlas primeras luces del alba ordenó que sedesayunase para reponer fuerzas, peromuchos hombres apenas si probaronbocado. Él mismo fue incapaz de predicarcon el ejemplo.Los cartagineses empezaron el ataquelanzando sus destacamentos de jinetesnúmidas contra las improvisadas barricadasromanas. Una vez más ataques breves yretirada rápi- da. Los romanos estabanatemorizados. Cneo, aprovechando unreceso en los primeros embates de losafricanos, se dirigió a sus hombresproyectando su voz con todas sus fu- erzas.- ¡Legionarios de Roma, será una jornadadifícil, pero combatiremos hasta el final de

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la misma, hasta el nuevo amanecer!¡Luchad juntos, unidos y no cejéis en elcombate! ¡Del esfuerzo de todos dependela vida de cada uno! ¡Yo lucharé convosotros hasta el final! No era un grandiscurso ni muy denso de contenido, perosurtió efecto. Los soldados romanossintieron el valor de su jefe y recordaroncómo no quiso hacerlos luchar en campoabierto contra un enemigo mayor. Habíaintentado salvarlos a todos, pero las cir-cunstancias no lo habían permitido. Ahorales pedía que combatieran y debíanhacerlo.Por Roma, por su patria, por su vida.Los cartagineses se lanzaron al ataque portodos los frentes. Ahora eran contingentesde infantería pesada. Lanzaban jabalinas y,mientras los romanos se protegían con losescudos, otros soldados cartagineses seaproximaban con antorchas ardiendo que

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lanza- ban sobre la barricada. De estaforma, pronto todos los pertrechos que losromanos habí- an apilado a su alrededorpara defenderse prendieron en llamas. Losromanos veían al ejército cartaginésmoviéndose tras aquel pavoroso incendioy, súbitamente, grupos de soldadosenemigos penetrando por aquellos lugaresdonde el fuego había devorado la mayorparte de los pertrechos de la barricada.Cneo mandaba legionarios a defenderaquellos espacios por donde entraban loscartagineses.La contienda duró horas en un combate dedesgaste donde cada vez quedaban menosromanos para defender los cada vezmayores huecos de la barricada y, por elcontrario, el número de cartaginesesparecía no tener fin. Daba igual el númerode guerreros púni- cos que caían a manosde los romanos; nuevas tropas venían a

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sustituir a las anteriores en una procesiónsin otro final previsible que el de lacompleta aniquilación de los ro- manos.Cneo, no obstante, mantuvo su voz firme yserena, transmitiendo órdenes certe- raspara preservar el máximo tiempo posiblelas posiciones desde las que se defendían.Se movía en medio de la más gélida de lassensaciones. ¿Por qué había tantoscartagine- ses? ¿Dónde estaba su hermanoPublio? Mario se sacudió con una manoparte del polvo que llevaba sobre su togagastada y engrisecida y, al fin, empezó ahablar.- Os saludo, Publio Cornelio Escipión,primogénito de la familia de losEscipiones, hijo y sobrino de losprocónsules de Roma en Hispania, ysaludo a vuestro hermano Lu- cio CornelioEscipión, a vuestra madre Pomponia y avuestra esposa, Emilia Tercia, hija del que

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fuera honorable cónsul Lucio EmilioPaulo, y saludo a todos los aquí presentes.Mi nombre es Mario, Mario Juvencio Tala.Soy centurión de la primera legión deRoma en Hispania bajo el mando devuestro tío Cneo Cornelio Escipión. Vengoenviado por Lucio Marcio Septimio ytraigo noticias de la guerra en Hispania.El silencio se hizo aún más profundo. Laspalabras del mensajero eran repetidas fan-tasmagóricamente por el eco provenientede las arcadas de la segunda planta del

Unas arcadas que rodeaban aperisti- lium.todos los presentes. Publio seguía leyendocon su mirada el rostro del viajero reciénllegado a su casa.- Las noticias que traigo no son buenaspara esta familia. Ruego que no se metome por enemigo por traer las funestasnoticias que Lucio Marcio Septimio, actualcoman- dante de las tropas en Hispania, me

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ha encomendado.Al escuchar aquellas palabras, Publio bajóla mirada e inspiró aire en una ansiosa in-halación en la que intentaba encontraroxígeno suficiente para apaciguar suspeores te- mores. No necesitaba escucharmás. Si ahora había un nuevo comandanteromano en Hispania eso sólo podíasignificar una cosa. Él lo había presentidoal final de la obra de teatro, durante los

apenas hacía unas semanas,Saturnalia,pero una y mil veces se había dicho a símismo que aquello no era un signo de unaterrible premonición, sino tonterías de unjoven asustado, fruslerías impropias deocupar la mente de un tribuno del ejércitoromano y, menos aún, de un edil de Roma,y, sin embargo, ahora todo parecía derrum-barse a su alrededor. El resto de lospresentes comprendía también ahora laauténtica di- mensión del desastre que se

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había desatado sobre aquella casa, sobreaquella familia.Pomponia, la única persona que tenía lasuficiente entereza como para manteneruna fría calma en medio de la mayor de lascatástrofes, se dirigió al mensajero.- Esta familia no confundirá tu presenciacon la de un enemigo por traernos noticiasfunestas por terribles que éstas sean.Apreciamos tu coraje al venir, pues nadiequiere ser mensajero de infortunios, yagradecemos la celeridad con la que hasacometido el encargo a juzgar por laapariencia de tus ropas, testigos mudos deun largo viaje, pero soy yo ahora quien teruega, quien te conmina, centurión, a noalargar más nuestras du- das y la congojaque embarga nuestros corazones. Dinos enuna frase lo peor de tu men- saje.El mensajero admiró el valor de aquellamujer. Inspiró, tragó saliva y fue conciso

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en sus palabras.- Publio Cornelio Escipión y CneoCornelio Escipión, procónsules de Roma,han pe- recido en el campo de batalla.Combatieron con inmenso valor y lealtad aRoma hasta el final. El primero cayó enuna emboscada con los cartagineses y elsegundo víctima de la traición de losaliados iberos que abandonaron alprocónsul justo antes de entrar en combatecon las tropas de Cartago.Todos los presentes volvieron sus ojossobre la familia de los Escipiones. Lamadre miraba al suelo abrumada por eldolor sin decir nada. Su autocontrol sólo lepermitía no deshacerse en lágrimas ygemidos, pero ya no le daba para hablar.Los hijos guardaban silencio. Emilia cogióel brazo de su marido Publio con fuerza.La posición estaba perdida por completo.Ya no había líneas que mantener. La colina

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estaba repleta de enemigos y los romanosluchaban contra cientos de soldadoscartagi- neses que ascendían por todaspartes. Cneo y unos pocos retrocedieroncolina abajo por un espacio que parecíamenos poblado de enemigos. Se abrieroncamino juntos a golpes de espada,protegidos por sus escudos. Pronto losgenerales cartagineses se percataron de queel último procónsul de Roma en Hispaniaintentaba huir. Lanzaron la caballeríacontra el pequeño grupo de legionarios queprotegían al procónsul. Los jinetes se aba-lanzaron con inusitada violencia contra loslegionarios que huían. La mayoría cayó enla primera acometida, el resto se dividió endos grupos: uno más numeroso, de unoscincu- enta hombres que consiguieronzafarse del choque y adentrarse en unbosque cercano, y otro, más pequeño, quequedó en el valle con el procónsul.

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La caballería númida detuvo su marcha,giraron sobre sí mismos y retornaron sobrelos supervivientes que quedaron con elprocónsul: tres de la guardialictorespersonal del general, el propio CneoCornelio Escipión y cinco legionarios máspermanecían en pie, en medio del valle.Entre las montañas se oían los aullidos dedolor de los romanos que estaban siendomasacrados en lo alto de la colina dondehabía permanecido el gru- eso de lastropas. Cneo comprendió que aquél era elfinal. Blandió su espada al viento y los

y legionarios que le acompañabanlictoresimitaron su movimiento de desafío a losjinetes cartagineses. Éstos aguardaban laseñal de su general. Asdrúbal Barca,domina- dor de Hispania, se sonrió y miróa sus colegas, su hermano Magón y elgeneral Giscón.- Es innegable que estos generales de

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Roma tienen valor; lástima que hoy notengan estrategia.Y dio con su brazo la orden final deataque. La caballería cargó con violenciasobre la línea de romanos. Dos de los

cuatro legionarios cayeronlictores yatravesados por las lanzas de los jinetes.Un un legionario y Cneo evitaronlictor,con un rápido movimiento las lanzas yasestaron golpes mortales con sus espadasen los jinetes que pasaron junto a ellos.Tres jinetes cayeron al suelo derribados. Lacaballería ya no esperaba nuevas ór- denesy cargó contra los romanos de oficio, paravengar a sus compañeros abatidos poraquel enemigo que persistía en intentareludir su inexorable destino de derrota ymuerte.El grupo de legionarios que habíaconseguido adentrarse en el bosqueascendió a toda velocidad por la ladera de

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un monte. Un centurión experimentadohabía tomado el man- do. Su nombre eraMario Juvencio Tala, en el que losprocónsules habían confiado para misionesdifíciles en más de una ocasión. Prontoalcanzaron un altozano que permitía verpor encima de las copas de los árboles. Elgrupo de legionarios se detuvo. A Mario lehabría gustado ser ciego aquel día.En el valle, la nueva carga de la caballeríanúmida derribó al legionario y al su-lictorpervivientes, que cayeron bajo las lanzascartaginesas. Cneo fue herido en el costadope- ro se mantenía en pie. Tenía una lanzaclavada que se había partido por la mitad.La lan- za le impedía el movimiento, perose mantenía, aunque débil, sobre suspiernas. Arrojó el escudo al suelo. El dolorle atravesaba, la sangre brotaba aborbotones por la herida.Cogió con una mano la lanza e intentó

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sacársela, pero no tenía suficientes fuerzas.Los cartagineses habían detenido suataque. Asdrúbal contemplaba la escena.Sonrió al re- cordar el pacto que habíahecho con Baal cuando se retirabanavegando por la desembo- cadura delEbro y alzó el brazo para frenar una nuevacarga de la caballería. Aquél era el generalque le había derrotado en el río y el que,junto con su hermano, el otro pro- cónsul,había estado impidiendo su avance haciaItalia para ayudar a Aníbal. Quería dis-frutar del momento. Los tres generalescartagineses avanzaron para observar laescena con mayor claridad. Cneo inspiróaire como para recuperar fuerzas y miró asu alrede- dor. Vio a los generalescartagineses y a un grupo de sus hombresen lo alto de una coli- na, dentro ya delbosque. Bien por ellos, pensó. Alguien seiba a salvar de aquella carni- cería. Pero no

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podía morir así, ante aquellos generalesenemigos y humillado ante legi- onariossuyos que le observaban desde la distancia.Cneo soltó entonces su espada y con lasdos manos tiró de la lanza al tiempo quegritó para arrancarse dolor y lanza a la vez.Cayó de rodillas. Puso la mano izquierdasobre la herida abierta para disminuir lasangre que manaba sobre la hierba de aquelvalle y con la derecha cogió de nuevo laespada.Ayudándose de ella como si de un oscipiobastón se tratara se alzó de nuevo, y heridoy sangrando y vacilante pero con orgullo ydecisión repitió el movimiento de desafío alos cartagineses blandiendo con agilidadsorprendente la espada al viento, haciendoel giro característico con el que losmiembros de su familia retaban alenemigo, esperando un nuevo ataque, solo,sin escolta ni legionarios, sin tropas a las

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que mandar, sin aliados, sin amigos, solo,rodeado por miles de cartagineses, solo, sinsu hermano ni su familia, respirando el airefrío de aquella batalla.Mario observaba mudo e impotente elmartirio de aquel general y pensó que, sisobre- vivía, nunca jamás encontraría nadiecon tanto valor. Qué desperdicio paraRoma. Qué insensatos los senadores quenegaron refuerzos a aquel procónsul.Asdrúbal y los otros dos generales sedetuvieron. El hermano de Aníbal inspirópro- fundamente y, exhalando el aire desus pulmones, volvió a dar la orden deataque. Esta vez sólo dos jinetes seabalanzaron sobre Cneo. A galope tendido,blandiendo sus lanzas en el aire, apuntandoal pecho del romano se echaron sobre elprocónsul. Éste retrocedió un paso paraapuntalar mejor su estocada defensiva ycon la espada golpeó las lanzas desde un

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lado partiéndolas. Los legionarios querodeaban a Mario contemplando la es-cena lanzaron un grito de júbilo. Losjinetes númidas sobrepasaron a Cneo sinderribarle pero frenaron para volver acargar, esta vez con las espadas en mano.Cneo los esperó.Mario y los legionarios supervivientessacudieron sus cabezas en señal dedesesperanza infinita. Cneo sentía susfuerzas debilitándose por momentos.Apenas podía mantener la vertical. Suspies helados se empapaban del calor de supropia sangre, su vida misma que sederretía sobre la tierra. Uno de los jinetesse abalanzó sobre él para matarle con laespada. Cneo paró el golpe con su propiaarma, pero el ímpetu del cartaginés lederribó y cayó de espaldas. Cneo quisolevantarse pero su cuerpo ya no respondía.Se quedó sobre la hierba, una mano en la

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herida, otra en la espada, mirando al cielo.Dibujada en el horizonte vio la sombra deun cartaginés cernirse sobre él. Sintióentonces otra lanza que lo atravesaba y depronto dejó de sentir, de pensar, de ser…Sólo le quedaba el mur- mullo de la fuentedel jardín de la casa que lo vio nacer,donde jugaba con su hermano las tardes deverano, mientras sus padres dormían y elviento mecía las hojas de los ár- boles conla ternura y la paciencia del calor cálido deRoma. Aun así, como movido por losdioses, con la lanza clavada en su pecho,su cuerpo se irguió y, apoyando una manoen el suelo, empezó a levantarse de nuevo.Ya no veía, ni escuchaba ni sentía. Sólocon- centraba sus inexistentes fuerzas enejecutar el acto de levantarse. Unprocónsul de Ro- ma muere en pie o nomuere.Mario observaba atónito aquella exhibición

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de pundonor más allá de todo lo imagi-nable. Los legionarios asistían con lasbocas abiertas a la lección de dignidad queles da- ba su general hasta el últimoinstante de su existencia. Variosempezaron a llorar.Cneo permanecía así de pie, temblando, sinver al enemigo, resistiendo.El general cartaginés Asdrúbal Barca,hermano de Aníbal, desmontó de sucaballo.Estaba sobrecogido por la perseverancia deaquel procónsul. No era de una estirpe nor-mal. No estaba hecho de la madera delresto de los romanos a los que se habíaenfrenta- do. Asdrúbal acertó a interpretarel último deseo de aquel general romano.Se acercó despacio hasta Cneo, una tristefigura de sangre y heridas abiertas, que setenía en pie más por influjo de sus diosesque por fuerzas propias. Los númidas, al

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ver acercarse a Asdrúbal, espada en ristre,se distanciaron dejando espacio a sugeneral en jefe. Éste, una vez situado a trespasos de Cneo habló en griego, paraasegurarse de ser entendido, en voz alta yclara.- Cneo Cornelio Escipión, procónsul deRoma, soy Asdrúbal Barca, general en jefede Cartago en Hispania y hermano deAníbal. Será mi espada la que termine contu vi- da. Vete allí donde sea que vuestrosdioses os lleven a los romanos, pero vetesabiendo que nunca vi a nadie combatircon tanto valor hasta el final.Cneo asintió despacio con la cabeza. Nohabía fuerzas para más.La espada de Asdrúbal atravesó el pecho,las costillas y el corazón del procónsul yés- te se desplomó sin decir nada, sinpronunciar un solo gemido, sobre la tierraempapada de su propia sangre. En su

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mente el murmullo de una lejana fuenteparecía acercarse más y más, hasta inundarsu alma con una embriagadora sensaciónde paz.Asdrúbal sacó la espada del cuerpo delgeneral romano y se quedó largo tiempocon- templando la faz de aquel guerrero.Jamás había visto nadie que tardase tantoen morir ni que luchase con semejantetemple.Mario y sus hombres dieron media vuelta yse adentraron en el bosque. Corrieron du-rante todo el día sin parar, huyendo, sinpronunciar palabra, sin decirse nada, sincasi pensar. Buscaban la supervivencia yolvidar lo presenciado, olvidar su fracaso,su sufri- miento y, sobre todo, el dolor desu general caído en combate. Pero cuandoMario relató a Lucio Marcio Septimio, elnuevo centurión al mando en Hispania, loque habían con- templado, éste, tras un

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largo y pesado silencio, le encomendó sunueva misión.- Marcharás a Roma e informarás alSenado de lo que aquí ha ocurrido. Lesdirás que hemos detenido a loscartagineses en el Ebro, pero que sinrefuerzos no podremos resis- tir muchotiempo. Marcharás también a casa de lafamilia de los procónsules e informa- ráspersonalmente del valor y de su honorableservicio a Roma. Es una misión que nadiequerría, pero lo menos que se puede enviara esa familia que tanto ha entregado en estaguerra es un soldado con rango decenturión que haya sido testigo de losúltimos mo- mentos de uno de sus seresqueridos. Varios soldados te escoltaránhasta Tarraco.Publio estaba junto a la fuente del centrodel jardín. El relato del mensajero habíadej- ado a todos sin habla. Sobre las

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respiraciones contenidas se oía elmurmullo del agua.Publio recordó, sin saber por qué, a su tíojugando con él junto a aquella fuente.Entre el murmullo agridulce de aquellosrecuerdos se oía la voz del mensajeroexplicando cómo un centurión, Marcio,había sido elegido por el resto de losoficiales supervivientes en Hispania comocomandante en jefe a la espera de recibirinstrucciones del Senado. Era Marcio elque le había ordenado partir para informaral Senado, pero había insistido en quedebía detenerse también en la casa dePublio y Cneo Escipión e informar a sufami- lia de lo acontecido.En medio del silencio, una voz hablótitubeante. A Publio le costó reconocerseen aquel extraño timbre lleno demelancolía y duda.- Que den agua y comida a este hombre,

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madre, te ocuparás de eso, ¿verdad? Ahoranecesito unos minutos para pensar. Unosminutos. Enseguida vuelvo.Publio se dirigió hacia el tablinium,mientras todos se hacían atrás para dejarlepaso.De ahí se adentró en los aposentos de lafamilia. No tenía muy claro adonde ir. Alfin, sin saber muy bien cómo, se encontróen la biblioteca de su padre. Aquél lepareció un sitio tan adecuado comocualquier otro. Allí se detuvo. Allí tomóasiento en un taburete.Apenas entraba luz por la puerta. Lasestanterías de los dos armarios estabanllenas de los rollos con los volúmenes quesu padre había ido coleccionando durantesu vida. Ya no compraría más. Allí estabala traducción que Livio Andrónico hizo dela con la que les empezó a enseñarOdiseaa leer latín hasta que al fin contrató al viejo

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Tíndaro para que prosiguiese con susenseñanzas. Aquélla era la misma estanciade la que Cneo decía que sólo merecía lapena entrar en ella por los tratados deguerra y la colección de ma- pas de supadre. Cneo nunca fue hombre de letras.Nunca lo fue. Era de otra forma. El losenseñó a luchar, a batirse en el campo debatalla. Ahora sus dos fuentes de conoci-miento y de apoyo, sus dos sostenes en lavida habían sido fulminados por aquellaguer- ra. Ya no estaban allí. Era así decierto y así de sencillo. ¿Qué haría ahora?¿Qué tocaba hacer ahora? Encircunstancias de crisis todo se solucionabareuniéndose su padre y su tío: ellosdebatían, discutían a veces, pero siempreencontraban la mejor solución. Ahora noestaban. La guerra podría haberse llevado auno. Era algo que siempre temió, pero paralo que intentaba prepararse. Pero los dos a

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la vez, aquello era algo tan terrible comoinesperado. Abrumador.- Los dos han muerto -pronunció en vozalta y su voz resonó en la soledad de la es-tancia. Lo decía en alto como paraconvencerse de lo inexorable de aquelacontecimien- to. En el peristiliumesperaban decenas de personas. Se habíamarchado, sin saber qué hacer, sin saberqué decir. Su madre estaba destrozada. Encualquier otro momento, para cualquierotra crisis podría haber recurrido a ellapara pedirle consejo, pero no ahora.Eso sería cargarla con un nuevo dolor: laincompetencia de su hijo para asumir sures- ponsabilidad. Pero cómo entrar denuevo en aquel lugar y qué decir a todoslos presen- tes. «No os preocupéis, yo meencargo de todo, soy el primogénito yasumo mi condici- ón.» Sonaba patético.Se echarían a reír. Su padre era un político

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apreciado entre casi to- dos los senadoresde Roma, y temido incluso por Fabio y lossuyos, además de notable en el campo debatalla. Su tío era de otra pasta. El relato desu muerte había conmoci- onado a lospresentes. ¿Quién era él para pretendersuplantar tanta valía, tanta dignidad? Sóloera un joven alocado que había cometidoalguna heroicidad absurda en el campo debatalla de la que había salido a salvogracias a la protección de Lelio, procuradacon inteligencia por su propio padre.Luego había asistido de nuevo en la guerrapara ser co- partícipe de derrota en derrotaante Aníbal, para ser testigo ysuperviviente del mayor desastre delejército de Roma en Cannae. Perdonadopor el Senado, por su condición de patriciomiembro de una de las más importantesfamilias de la ciudad, por salvar los res- tosde aquel ejército y no perjurar de su patria.

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Sí, algunos de esos episodios eran ejem-plo de cierta dignidad, pero incomparablescon los de su padre y su tío. ¿ Qué tenía élque ofrecer a los familiares, clientes yamigos de los Escipiones? Donde su padrey su tío ponían sus cargos senatoriales, susmagistraturas y promagistraturas, él sóloera un edil de Roma. Podía organizarjuegos, representaciones teatrales y regalaraceite entre los pobres de la ciudad.- Grandes glorias -volvió a decir en alto,con voz desgarrada entre cínica ysocarrona;no se merecía ni vivir en la misma casa enla que habían habitado su padre y su tío.Era indigno de ellos y no había nada parareparar aquello. La familia de losEscipiones esta- ba deshecha, terminada,sin destino. Cuanto antes lo asumierantodos antes podrían fa- miliares, amigos yclientes buscarse otros que defendieran sus

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intereses.

83 El destino de Aníbal

Campania, invierno del 211 a.C.

La hierba estaba húmeda. La sentían por lapiel de los brazos desnudos mientras searrastraban por el suelo. Estaban en Capua.Esto es, junto a los campamentos militares,empalizadas y fortificaciones que losromanos habían levantado en torno a laciudad.Maharbal, agazapado, acompañado por unadecena de sus hombres, contemplaba elval- le repleto de fosos, guarniciones desoldados, patrullas de legionarios y undesfile de máquinas de guerra reciénconstruidas con madera que los legionarioshabían obtenido talando centenares de

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árboles de los bosques cercanos. Capua nopodía resistir mucho más. Habían hechobien en dejar Tarento y acudir en su ayuda,aunque ahora quedaba por dilucidar laforma en la que quebrar semejante cercomilitar. Su mente se impregna- ba dedesánimo al ver lo difícil que sería romperun asedio en el que los romanos parecí- anhaber puesto el alma. Pero ya estaban allí,y eso era lo esencial.- Mi general, va a ser imposibleinterrumpir el asedio romano -dijo uno desus homb- res, en voz baja, pegado al suelosobre el que se deslizaban como serpientespara evitar ser descubiertos por loscentinelas enemigos.- Ya veremos. Recuerda que nosotroscontamos con un arma secreta -respondióMa- harbal con una leve sonrisa.- ¿Un arma secreta, mi general? No sabíayo…, ¿cuál es esa arma? Maharbal volvió

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a sonreír al responder. -Aníbal.El general gateó entonces hacia atrás hastadescender del promontorio al que habíansubido para otear el valle. Sus hombres lesiguieron y en pocos minutos estabancabal- gando de regreso hacia el encuentrodel grueso del ejército cartaginés.Maharbal esperaba encontrarse un grancampamento de tropas africanasestablecién- dose en preparación de unagran batalla a la que, de un modo u otro, sulíder se las inge- niaría para arrastrar a losromanos, al menos a uno de los dosejércitos consulares que acechaban laciudad, o a los dos a la vez. En Cannae yase enfrentaron contra ocho legi- ones a untiempo, de forma que cuatro no suponíanun temor especial.Para su sorpresa, Maharbal y su pequeñogrupo de jinetes no se encontraron con elej- ército cartaginés levantando un vasto

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campamento: no había empalizadas enconstrucci- ón ni zapadores trabajandoalrededor de las mismas ni obras defortificación de ningún tipo. Ante ellos seveía al poderoso ejército africano venidodel sur avanzando en co- lumna de a cuatroen una larguísima hilera que serpeaba porentre los valles de Campa- nia, pero no endirección a la asediada capital de la región,sino hacia el norte.Maharbal azuzó su caballo hasta hacerlogalopar. Los hombres vitorearon a su gene-ral de caballería al verlo volar sobre lahierba de Italia. Los jinetes númidas que lohabí- an acompañado en la expedición dereconocimiento apenas podían mantenersea una distancia de unos cien pasos que acada instante se dilataba por la agilidad deMaharbal sobre su potente y hermosocorcel negro.Al poco tiempo, el general de la caballería

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africana alcanzó la posición de Aníbal enla vanguardia del ejército cartaginés.- Mi general -empezó Maharbal-, Capuaestá a la derecha… ¿Dónde pensáis…levan- tar… el campamento? -Hablabaentrecortadamente a causa del esfuerzo desu larga ga- lopada.- No levantaremos un campamento hasta elanochecer -respondió Aníbal sin mirarle.Aquello no tenía sentido. Ni tan siquieraera el mediodía. Y a las alturas del año enlas que se encontraban, con la primaveraaún por llegar al corazón de Italia, aúnqueda- ban seis o siete horas de luz. Paracuando anocheciese estarían a decenas deestadios de allí. ¿Para qué cruzar toda lapenínsula desde el sur para luego alejarsede su objetivo? - Con el debido respeto,eso nos aleja enormemente de nuestrodestino, mi general - comentó Maharbal.Aníbal esbozó una mueca a modo de

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sonrisa lacónica en sus labios.- Eso depende de cuál sea nuestro destino,Maharbal -respondió Aníbal, que se quedópensativo; continuó hablando, pero nodirigiéndose a Maharbal, sino como simeditase en voz alta-. Destino, sí. Ésaquizá sea la palabra más adecuada.Maharbal se quedó en silencio, sin saberqué añadir. Detuvo su marcha. Ante él elej- ército de Cartago proseguía su avancehacia el norte, dejando atrás Capua.Recordaba aún las palabras de Aníbalaceptando la necesidad de ayudar a aquellaimportantísima ciudad aliada de Cartago enla guerra y, sin embargo, ahora que estabana tan sólo unos pocos kilómetros de lamisma para poder cumplir con sucometido, se alejaban de ella, conducidospor un general que, ensimismado ytaciturno, mascullaba palabras sobre eldestino.

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84 Un nuevo pater familias

Roma, enero del 211 a.C.

En el jardín permanecían todos los amigosde la familia en un penoso cónclave per-turbador e incómodo. Un hombre, uno detantos clientes de la familia, musitó algosobre salir y dejar a los Escipiones a solas.La voz de Pomponia, serena, seria, aunquecon un vibrante timbre rasgado de dolor,estremeció a los presentes con unasugerencia que, a todas luces, era un avisopara navegantes.- No es correcto abandonar la casa de unpatricio sin despedirse de su pater familias,esto es, siempre que en esta ciudad todavíase consideren las tradiciones sobre las quehemos levantado nuestro Estado.

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Viniendo de una mujer cualquiera, aquellasreferencias a la tradición, al respeto a lafigura de la nobleza y de su cabeza defamilia y al Estado habrían resultadohilarantes, pero era la viuda de unprocónsul de Roma. Pomponia no era unamujer cualquiera. Pe- ro parecía quealgunos clientes ya se sentían demasiadonerviosos ante la doble pérdida de dos desus más poderosos avales para el adecuadodevenir de sus negocios en la ci- udad y enlas colonias y poblaciones aliadas, de talmodo que la misma voz que habíabarruntado entre dientes que se disponía apartir se atrevió a formular un comentarioaún más osado haciendo visible su rostro ysu figura: un hombre de unos treinta años,engor- dado bajo la protección de losEscipiones, Tiberio de nombre, mercaderde esclavos y gladiadores. Util paramuchos, aunque conocido por su

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impertinencia por todos.- Lo entiendo, mi señora, pero es que,lamentándolo muchísimo, el pater familiasde esta casa, tal y como se nos ha narrado,ha fallecido en Hispania, sin lugar a dudas,de forma digna y gloriosa, pero ya no estáentre nosotros para despedirnos de él, o¿quizá sugerís que debamos dirigirnos avuestra persona a tal efecto? Lelio y Luciosaltaron ante aquel comentario ofensivo,pero se encontraron con la mano alzada dePomponia que se levantó de su ytricliniumcon voz más firme y contro- lada diorespuesta a aquel cliente retador en mediodel horror y el desastre personal.- Tenéis razón, Tiberio Graco, pero vuestrapreocupación por dejarnos en paz y sosi-ego con nuestro dolor -el tono de ironíasalpicado del más hondo de los despreciosque impregnaba las palabras de aquellaviuda resultó palpable para todos-, os

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impide ser preciso en vuestro análisis de lasituación, pero yo os lo aclararé paravuestro conocimi- ento y el de todos lospresentes: mi marido ha muerto, eso pareceun hecho, y su herma- no también, pero el

de esta casa es ahora el edilpater familiasde Roma, que acaba de salir un momentoy, si mi latín no es diferente del vuestro, heentendido con claridad que ha manifestadosu intención de regresar en unos minutos.Su padre y su tío han ca- ído en acto deservicio por Roma, quizá podáis esperaresos minutos pare ver qué es lo que deseacomentar a todos los aquí reunidos el pater

del clan patricio que du- rantefamiliastantos años ha estado atento a velar porvuestros negocios; o quizá no, a lo mejorsois de la opinión de que la noticia recibidano merece más atención por el edil deRoma que la compra o la venta de unnuevo esclavo para la cocina de una

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modesta domus.Pomponia se volvió a sentar, esta vez sinreclinarse. Tiberio, observado por todos,in- clinó su cabeza sin abrir la boca aunquenada hizo tampoco por continuar con suinten- ción inicial de marcharse. Pomponiavio cómo sus palabras habían surtido elefecto de- seado, pero sabía también queno era prudente prolongar en el tiempoaquella tensa es- pera. Aprovechando queEmilia se acercó para preguntarle sideseaba algo, agua, vino, una toalla, sedirigió a su hija política en voz baja.- Ve a buscar a Publio y dile que debedirigirse a la gente aquí congregada, que yahabrá tiempo para el dolor y el luto.Búscale en vuestra habitación o, no, mejor,seguro, en la biblioteca. Allí pasaba horasenteras con su padre. Ve, hija mía. Esimportante.Emilia asintió y salió del jardín

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moviéndose con agilidad entre el tumultode gente que resultaba demasiado lentopara apartarse con la celeridad requeridapor su pequeña figura. Estaba nerviosa porla tensión acumulada entre todos lospresentes, por las ter- ribles noticias, por eldesprecio de Tiberio, maldito tratante deesclavos. Miserable don- de los haya.Emilia se secó las lágrimas que corrían porsu piel suave y tersa. Eran fruto del dolor,de la rabia y de la impotenciaentremezclados. Su espíritu le pedía sacar agol- pes a aquella rata que se atrevía aofender a su nueva familia aprovechandola peor de las crisis. Primero había sido suamadísimo padre, Emilio Paulo, el quecayera bajo el ataque de Aníbal y ahoraeran el padre y el tío de su marido los quecaían a manos del hermano del generalcartaginés. ¿Cuántos más se llevaría pordelante aquella guerra? Aturdida entre sus

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pensamientos, no se dio cuenta de que yaestaba en la biblioteca. Tal y como habíapredicho Pomponia, allí estaba su hijo,sentado en la penumbra, encogido, unatriste silueta. Tuvo miedo. El mandato dePomponia, no obstante, era preciso y ade-más justo y de sentido común. Se diocuenta de que tenía temor por su marido:se le exi- gía demasiado a alguien tanjoven, hacerse cargo del destino de una delas familias más poderosas con tan sóloveinticuatro años; aquél era un encargodesmedido a todas luces.Aunque, pensó con rapidez, había reyesque accedían al trono siendo sólo unosjóvenes muchachos: Filipo de Macedoniaera un ejemplo o el propio AlejandroMagno, y decían que el mismísimo Aníbalse había hecho con el control del ejércitocartaginés de Hispa- nia en una edadsimilar… No, Aníbal tenía entonces

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veintiocho años, sí, recordó unaconversación sobre el tema con Lelio,hacía unos días, en la fiesta de celebracióndel na- cimiento de Cornelia. Pero, ¿cuántotiempo llevaba allí detenida sin decir nadaa su es- poso? Los demás esperaban.Emilia se acercó despacio y, en la voz mássuave que pudo, le transmitió el mensajede Pomponia. Publio escuchó sus palabrasy, aunque nada había dicho Emilia sobrelos comentarios de Tiberio, el joven edildetectó en el tono de su mujer que algohabía pasa- do en su breve ausencia.- ¿Alguien ha dicho alguna cosainapropiada? -preguntó Publio con unaserenidad que sorprendió a su mujer.Emilia tardó en responder, pero la miradafija y tranquilizadora de su esposo le sose-gó el ánimo y, aunque entre sollozosahogados, le trasladó los comentarios deTiberio Graco y la respuesta de su madre.

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Publio asintió despacio.- Ve de vuelta y dile a mi madre queenseguida estoy allí. Y que no sepreocupe… que no se preocupe que… meharé cargo de todo.Emilia partió y dejó de nuevo a su maridoen la soledad de la biblioteca.«Me haré cargo de todo», pensó, y unamueca de desazón y cinismo se dibujó ensu faz. Había dicho exactamente locontrario de lo que había decidido. Nohacía ni un ins- tante que había tomado ladeterminación de rendirse y anunciar quela familia entraba en luto y que, ante laausencia de su padre y su tío, no se veía encondiciones de asumir los negocios eintereses que abarcaban sus progenitoresrecién fallecidos en Hispania, pero eldesprecio de Tiberio Graco era sólo elpreludio de lo que vendría si no se hacíafirme y se arrojaba toda la responsabilidad

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de gobernar aquella familia sobre susespal- das: hacerse cargo de todo. Sólo unplanteamiento decidido en ese sentido seríalo que permitiría la supervivencia del clan.Pero, ¿cómo hacerse cargo de todo siapenas era la tímida sombra de su padre ysu tío? Publio, no obstante, movido por eldeber y la disciplina aprendidas, en contrade sus sentimientos y de las pocas fuerzasque sentía, se levantó y salió de labiblioteca. Cami- nó despacio por el atrio,cruzó el y entró de nuevo en tablinium

Allí, entre los árboles delelperistilium.jardín, permanecían todos, quietos, sindecir nada, esperando sus palab- ras.Habían sacado unas bacinillas y unastoallas para que Mario, el mensajero,pudiera lavarse las manos y el rostro. Allí,en esa persona, o en Lelio, o en LucioEmilio, su cu- ñado, o en tantos otros delos presentes, había hombres válidos,

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resueltos, amigos. Su hermano Lucio, aúnmás joven que él, estaba encogido detrásde su madre. Era absurdo el destino, y ladiosa Fortuna, desdeñosa con su familia.No se había detenido a pensar con detallecómo exponer lo que pensaba, pero habríaque romper aquel solemne silen- cio conrapidez y despachar a todos los presentes.Su madre ya empezaba a sollozar, aunquesin temblores. Era de admirar que hubieraresistido las noticias con aquella ente- rezay que hubiera sacado fuerzas de flaquezapara repeler el miserable ataque del desp-reciable Tiberio. No se lo perdonaría nuncaa Tiberio, su altanería en momentos de suf-rimiento tan grande, tampoco sería fáciljustificarse a sí mismo por haber dejado asu madre sola en esos instantes en los quetodo se derrumbaba. Pero había necesitadode unos minutos de silencio yconcentración sin todas las miradas

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examinándole. Debía po- ner en orden sucorazón, y, más importante aún, su razón yactuar en consecuencia.Emilia tenía las mejillas empapadas,aunque sin emitir gemido alguno y Lucioabrazaba a su madre con los ojos cerrados.Publio movió los músculos de la gargantay la lengua en busca de saliva, pero no lahabía y, con una voz que le pareció extrañapor su fortale- za pese a la adversidad, sedirigió a todos los presentes.- Mi padre y mi tío… han muerto. Trasestos… acontecimientos… asumo lacondici- ón de nuevo y conpater familiasello… -le costaba, pero prosiguió igual queun legi- onario agotado continúamarchando bajo la atenta mirada de loscenturiones- asumo los intereses, negociosy propiedades de mi familia en Roma, enlas ciudades latinas y en el extranjero. Y,siguiendo las leyes de Roma y la dignidad

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de mis predecesores, seré fiel a atender losasuntos… todos estos negocios -no teníaclaro cómo continuar; todos le mi- raban yle escuchaban. Examinó los rostros:interés, compasión, aprecio, duda, interro-gantes, amistad, desdén; había dondeelegir, según la faz que escrutase. Decidióser más explícito-. Soy tribuno militar yedil de Roma, muy lejos de las altasmagistraturas que mi padre y mi tíoostentaban hasta hace bien poco, pero en lamedida de mis fuerzas y hasta donde lleguemi capacidad e influencia, atenderé a todoslos presentes. Sé que cu- ento con amigos,o eso creo -dijo y miró a Lucio Emilio, elhermano de Emilia. Éste asintió y tomó lapalabra un instante.- Tu familia fue generosa con la nuestratras la muerte de mi padre. Nos apoyasteisy reafirmasteis vuestra amistad al casartecon mi hermana. Por justa correspondencia

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y por afecto sincero, más allá delagradecimiento y la lealtad que se deben atal alianza, puedes contar con la familia delos Emilio-Paulos para ayudarte en losintereses de tu familia y de tus amigos yclientes.El joven se acercó a Publio y se abrazaroncon fuerza. Lucio Emilio se separó y se re-tiró entonces para permitir a Publio quecontinuara hablando.- Bien, hay aquí más cosas pendientes-continuó el joven edil de Roma y detuvosu mirada en los ojos de Cayo Lelio que,emocionado, asistía a su declaración deprincipi- os al asumir el liderazgo deaquella poderosa familia sumida en la peorde las catástro- fes-. Cayo Lelio,prometiste a mi padre defenderme en todomomento y así lo has hecho poniendo enpeligro tu vida cuando cumplir con tujuramento así lo ha requerido. Los dioses

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son testigos de que, si no fuera por ti, hoyyo no estaría aquí. En Tesino te most- rasteimprescindible y, desde entonces, siemprehas sido fiel a tu voto, pero he aquí que mipadre ha fallecido. Te libero de laobligación de velar por mí, Cayo Lelio, yte agra- dezco los servicios prestados.Siempre serás bienvenido en esta casa yme honrará que nos visites con frecuenciay que compartamos aún muchos sucesosfuturos, pero ya será sin que ningún voto teate en tu lealtad a mi persona y a esta casa.Todas las miradas se volvieron hacia CayoLelio que, pese a sus treinta y muchosaños, sintió que el calor le aprisionaba pordentro y que su rostro debía de estartornán- dose de un inoportuno púrpura quedelataba sus sentimientos más profundos,pero se sobrepuso a la confusa maraña desensaciones que le aturdían y acertó aresponder con tono alto, fuerte y claro.

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- Estimado edil de Roma y amigo, PublioCornelio Escipión, de estapater familiascasa. Agradezco tus palabras y losinmerecidos elogios a mi persona y todo loconfirmo y suscribo excepto una cosa de laque ruego excuses mi atrevimiento alcontrariarte: no acepto que nadie de estemundo me libere de aquello que prometí atu padre junto al río Tesino. Prometí velarpor ti y tu seguridad siempre, y sólo él, aquien consagré dicho voto, podría habermeliberado del mismo. Los dioses hanquerido llevarse a tu padre de entrenosotros antes de que éste estimaseconveniente liberarme de dicha obligación,de forma que ya nadie puede hacerlo.Seguiré entonces fiel a mi juramento hastaque llegue la única que puede decidir quees el momento de dar término a dichocompromiso, y ésa no es otra que la quevendrá un día a sorprenderme con su visita

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fría e inmisericorde: la propia muerte.Espero que perdones y soportes que sóloen esto te contradiga.Publio le miró con admiración. No habíaesperado semejante respuesta.- Cayo Lelio, es posible que tengas razón-le respondió-; sólo tu corazón sabe de quéforma se debe entender el juramento queexpresaste a mi padre. Si así lo concebiste,así será. Ésta, he de reconocer, es unacontradicción que me llena de orgullo.Espero, no ob- stante, que tus trabajos yesfuerzos encuentren algún día la justarecompensa que tal ie- altad merece;aunque he de confesarte Lelio que, en lasactuales circunstancias, soy bas- tantepesimista en lo que el futuro sea capaz deofrecerte desde mi familia -entonces, re-cordó las palabras que Emilia le habíacomentado con relación a la intervenciónde Ti- berio Graco y hacia él se volvió

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ahora su mirada-; por cierto, que eso merecuerda que no soy el único en considerarla presente situación de mi familia concierto pesimismo, ¿no es así, TiberioGraco? El tratante de esclavos fue aresponder, pero la mano alzada de Publiole indujo a contenerse.- He de aclarar -continuó Publio- quecuando dije que me ocuparía de los asuntosde todos mis clientes no he sido del todopreciso, pues con ello quise decir que detodos menos de uno: Tiberio Graco, sal deesta casa y que los dioses te maldigan;cualquiera puede dejar de recurrir a losservicios de mi familia si estima que ya nopodemos ayu- darlos, y que los dioses semuestren generosos con ellos en el futuro,pero lo que nunca admitiré es que elmismo día en el que se nos informa de lamuerte de mi padre y de mi tío venga unmiserable a humillar a mi madre y mi

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mujer delante de todos los que nosconocen.- ¡Por Castor y Pólux, estimado edil-empezó Tiberio- yo no quise decir…! -¡Fuera de aquí, miserable! -Publio no dabamargen a la negociación-. ¡Marcha de aquíantes de que te haga arrojar como a unperro y de que pague contigo toda la furiacontenida que llevo en mi ser! ¡Sal ahoraque aún estás entero, imbécil! TiberioGraco recogió su toga que colgaba por elsuelo, de tan alargada como gustaba llevary, rápido, se escabulló entre los presenteshasta alcanzar la puerta. Pomponia yEmilia suspiraron con alivio y Cayo Leliodejó que su mano soltase la empuñadura dela espada y se relajase.Publio continuó explicando su plan deacción para los próximos días.- Bien, primero se organizará el luto quecorresponde a la pérdida que nuestra

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familia ha sufrido y, luego, acudiremos alforo para poner orden en los diversosasuntos que es- tamos gestionando, sólopido la consideración de unos días parareemprender los nego- cios que a todos osocupan y por los que hasta aquí habéisvenido… Una enorme algarabía, el ruidode un gran tumulto de gente corriendo porla calle, gritos de centenares de personas,empezaron a escucharse desde el exterior.Publio, ent- re extrañado y sorprendido, sevio obligado a detener su parlamento. Lacuriosidad y el temor se apoderaban apartes iguales del resto de las personaspresentes en la casa de los Escipiones. Auna mirada del edil de Roma, el esclavo

salió raudo a la calle pa- raatrienseaveriguar qué pasaba. Regresó en cuestiónde segundos y vociferando para hacerseescuchar por encima de los miles de gritosque parecían surgir de todas las esquinas

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de la ciudad exclamó el peor de losanuncios.- ¡Aníbal está a las puertas de Roma! 85 Eldestino de Roma

Roma, invierno del 211 a.C.

- Es aquel de allí -indicó un legionario alviejo senador, cónsul en cuatro ocasiones-,el que cabalga al frente de aquel grupo dejinetes númidas. Todos se dirigen a él parapreguntarle. Debe de ser él. Le llevoobservando casi media hora.Fabio Máximo no respondió, pero siguiócon su mirada a aquel jinete erguido,diestro en su forma de cabalgar. Es posibleque el legionario tuviera razón, perotambién podría tratarse de alguno de losgenerales de Aníbal, alguno de suslugartenientes en el mando, quizá aquelhábil general que dirigía su caballería.

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¿Cómo se llamaba? Maharbal. Quizá.No podía tratarse de sus hermanos porqueambos estaban en Hispania acechando a laslegiones allí establecidas, buscando laforma de atravesar el Ebro y reforzar alejército de su hermano en Italia y, ahoraque habían acabado con los Escipiones,aquel plan pod- ría pronto ponerse enmarcha. La noticia, aunque sólo corría enforma de rumor, de la derrota de losEscipiones mezclada con la presenciavisible ante Roma de Aníbal habíadesesperado al pueblo.Fabio Máximo oteaba desde lo alto de la

En otro tiempo, hacíamuralla Servia.dece- nas de años, aquellas murallas selevantaron para protegerse del ataque delas tribus lati- nas con las que pugnabaRoma por el control del Lacio, Etruria yCampania y, luego, para protegerse de lasincursiones galas que descendían desde el

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norte. Pero desde aqu- ellos tiemposremotos, el poder de la ciudad había idocreciendo sin parar hasta dominar aquellasregiones además de Lucania y el resto delos territorios de la península itálica hastael mismísimo Brutium y las ciudades de laantigua Magna Grecia, además de Cer-deña, gran parte de Sicilia y de extender suárea de influencia por el Adriático y lasdife- rentes colonias griegas y ciudadesindependientes en las costas de la Galia oHispania.El temor de sufrir un ataque directo sobrela capital de aquel incipiente imperio erauna idea que se había ido desvaneciendoentre los romanos. Ahora, sin embargo,con esta in- terminable guerra contraCartago, el mundo parecía haberse vueltodel revés y lo que antes era del todoimposible resultaba un peligro inminente.Ya cundió el pánico cinco años antes, tras

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el desastre de Cannae, pero desde entonceslos romanos, poco a poco, parecían haberido recuperando terreno al tiempo que loscartagineses perdían parte del empujeinicial con el que irrumpieron en Italia. Y,ahora precisamente, cuando Roma estabavolcada en recuperar sus antiguasposesiones y en castigar a aquellasciudades que como Capua se habíanpasado al enemigo invasor, era en esemomento cuando, de pronto, el fantasmade Aníbal se aparecía ante las mismísimaspuertas de la ciudad en carne y hueso,cabalgando libre, rodeado de su poderosoejército de mercenarios y afri- canos,estudiando el mejor momento para lanzarsu ataque.Máximo frunció el ceño intentandovisualizar con mayor nitidez aquella figuraque, ágil, a lomos de su caballo, dabainstrucciones a sus mercenarios para

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levantar un in- menso campamento apenasa unos kilómetros de la ciudad. FabioMáximo se percató entonces de que nopodría reconocerle, de que nunca habíavisto a Aníbal en persona.Cuando acudió a Cartago con la embajadadel Senado para terminar declarando laguer- ra, Aníbal no estaba allí, sino enHispania, asediando Sagunto. ¿Cómo seríaaquel hom- bre? Quizá algún día podríatener el gusto de verlo pasearse bajo elpeso de frías cade- nas por el foro deRoma. Quizá no. Un hombre así no sueledejarse atrapar vivo, pero si- empre sepodría recurrir a la traición de alguno desus oficiales de confianza. Tendría quemadurar ese plan. Ahora eran otras lasurgencias.Máximo descendió de las murallas sindespedirse de los legionarios que lascustodi- aban. Caminaba protegido por

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varios De forma excepcional ellictores.Senado había decidido que todos los queen alguna ocasión hubieran ostentado elcargo de cónsul, censor o dictadorasumieran plenos poderes militares paracontribuir a la defensa de la ciudad y, sobretodo, para controlar el tumulto de lasmasas que, enloquecidas por el pá- nico, sedebatían en funestas consideraciones quellegaban a la posibilidad de rendirse sincombatir revolviéndose contra susgobernantes, en un intento final de evitar lacólera del general cartaginés.Protegido por su escolta, el viejo senadorFabio Máximo recorrió las calles que desdelas murallas conducían hasta el foro, en elcorazón de Roma, para al fin llegar aledificio del Senado, en aquellos momentosrodeado por varios centenares de soldadosarmados de una de las legiones urbanae.La situación era crítica y un encendido

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debate estaba en pleno desarrollo cuandoFa- bio Máximo hizo su entrada en la gransala de reuniones del Senado. Al aparecer,el res- to de los senadores calló por uninstante. En ningún otro momento sehabían atrevido a iniciar un debate sin supresencia. Estaba claro que todos estabanofuscados ante la pre- sencia de Aníbalfrente a Roma. Fabio Máximo decidiópasar por alto aquel desliz de sus colegas ytomó asiento en su lugar habitual, en labancada de piedra más próxima al centrode la sala. Los senadores aguardaron a queMáximo se sentase y reanudaron ladiscusión. Fabio escuchaba atónito.Algunos hablaban de negociar, los menos.Una gran mayoría se inclinaba hacia laidea de enviar mensajeros a los cónsulesque asediaban Capua para que retornasen

para proteger a Roma, mientrasipso jactoque algunos opi- naban que era el

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momento de ordenar un repliegue generalde las fuerzas dispersas en diferentesfrentes, en Sicilia, Cerdeña, Hispania y lafrontera con la Galia Cisalpina, pa- raacometer la tarea de enfrentarse con Aníbaly derrotarle de una vez por todas. A estosúltimos algunos respondían que eso estababien a medio plazo pero que en el corto tér-mino sólo se podía recurrir a las tropas delos cónsules Cneo Fulvio y Publio Sulpicioen Capua, además de que algunas de lastropas en el extranjero ya se habíanperdido, co- mo las legiones de Hispania.La muerte de los Escipiones había caídocomo un doloroso jarro de agua fría sobreel ánimo del propio Senado. Las peoresnoticias parecían acu- mularse en pocashoras: dos de sus mejores generales caíanen combate en Hispania, los iberos sepasaban de forma generalizada al bandocartaginés, Marcio, el centurión al mando

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en Hispania, pedía refuerzos y anunciabaque no podría mantener la frontera delEbro por mucho tiempo, Aníbal acechaba alas mismísimas puertas de Roma y Capuano cedía en su resistencia pese al asediopersistente de los dos ejércitos consulares.¿Qué hacer en medio de aquel desastre?Máximo se alzó despacio. No pidió lapalabra, sino que, como era su costumbre,se li- mitó a esperar que el resto de lossenadores guardara silencio. No necesitómucho tiem- po. En pocos segundos todoshabían callado por completo.- Aníbal -empezó el anciano ex cónsul y exdictador-, no ha venido a atacar Roma, si-no a liberar Capua.Aquí se detuvo unos segundos, esperandoque el sentido de sus palabras permeara en-tre el temor de los senadores hasta empaparsus ánimos y encender la llama de la razón.Algo difícil, pensó, pero o bien conseguía

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que allí se estableciera un poco de sentidoco- mún o la ciudad, entonces sí, esta vezsí, estaría perdida.- Aníbal -continuó, empleando el nombredel enemigo más temido por Roma conpasmosa sencillez, sin ningún resquicio denerviosismo o pavor, como quien habla deun reyezuelo celta en alguna remota regiónmás allá de los Alpes-, Aníbal pudo atacar-nos, debió atacarnos tras Cannae, pero nolo hizo. Ya consideró en aquel momento, ycon acierto os digo yo, que Roma erademasiado fuerte como para caer ante suejército.No tiene lo necesario para un largo asedio.Ha venido con un ejército de infantería yca- ballería válido para el combate encampo abierto pero no tan útil para unasedio. Tene- mos las dos legiones

a nuestra entera disposición.urbanaePodemos resistir con fortale- za si

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controlamos nuestro miedo y, por encimade todo, el temor del pueblo. Hay que re-partir patrullas de legionarios quecontrolen los movimientos de la gente,ordenar que todos se recluyan en sus casas,que se cuantifiquen las reservas de comiday se pongan bajo supervisión militar. Hayque proteger todas las murallas yestablecer un servicio de mensajeros quenos mantengan informados de losacontecimientos en Capua y, por to- doslos dioses, lo que de ninguna manerahemos de hacer es aquello queprecisamente Aníbal anda buscando: nodebemos retirar nuestras tropas de Capua.Capua debe caer y pagar con sangre susedición y para ello Roma debe resistir.Nuestra fortaleza será el ca- mino de lavictoria. Si nos mostramos débiles, ése seránuestro fin y, os digo a todos, si somosdébiles, mereceremos la derrota y la

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muerte.Y con esas palabras Fabio Máximo sesentó, despacio, mirando con tiento subanco, limpiando algo de polvo de losalmohadones que le acomodaban sobre lafría piedra. El debate se recuperó tomandolas propuestas de Fabio Máximo comoreferencia. Se acep- taron con rapideztodas aquellas relacionadas con elfortalecimiento de la seguridad en elinterior de la ciudad y en las murallas quela circundaban y, al fin, con relación alasunto principal se decidió que seenviarían mensajeros para pedir queviniera en ayuda de Roma no los dos, perosí uno de los dos ejércitos consulares,quedando en manos de los propiosmagistrados la decisión sobre cuál de losdos acudiría a defender la ciudad.Esta difícil decisión se acordó porconsenso ya que el propio Máximo la

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aceptó al ver que de esa forma se manteníael doble objetivo de no cejar en el asedio aCapua al tiem- po que se buscaba la mejorfórmula para defenderse de Aníbal. Él nohabría llamado a ninguno de los ejércitosconsulares, pero era tal el temor que lapresencia del general cartaginés habíasuscitado entre el pueblo y los mismísimossenadores que, sin duda, era necesario quecorriera la voz de que un ejército consularvendría pronto en ayuda de la ciudad,contribuyendo esas noticias a que todo sesosegara. Así sería posible establecer unpoco de orden en aquella confusión dondela mayoría de los romanos sólo alcanzaba aver miedo y fantasmas.Ya estaba todo acordado cuando FabioMáximo, esta vez ya sin levantarse de suasi- ento, tomó de nuevo la palabra sinesperar a que se hiciese silencio, perohaciendo valer su potente voz de modo que

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su última intervención de aquel día se dejóoír retumbando entre las paredes delSenado.- ¡Y, por todos los dioses, que se ordenesalir a varias de caballería queturmaeimpi- dan que Aníbal se pasee a tan sólounos pasos de las murallas de nuestraciudad! ¡Es hu- millante! ¡Si Aníbal quiereir de paseo, que vuelva a Cartago!¡Parecemos más mujerzu- elas asustadasque senadores romanos! En apenas diezminutos, cuatro de la primera de lasturmae

salieron de la ciudad y,legiones urbanaesin dar casi tiempo al enemigo areaccionar, se lanzaron al galope contra losgrupos de jinetes númidas que patrullabanen torno a las murallas estudiando lospuntos débiles de la muralla Servia.Aníbal se había retirado a su tienda en surecién levantado campamento con vistas aRoma y revisaba los pertrechos de los que

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disponía para atacar la ciudad con la quelle- vaba en guerra más de siete años ycontra la que su padre y su familiacombatieran ya en el pasado. Estabaponderando la forma física en la que seencontraban los nuevos ele- fantes quehabía traído desde el sur, aquellos que lehabían llegado como refuerzos des- deÁfrica para sustituir a todos los que perdiódesde que saliera de Hispania. Contaba contreinta y tres. No eran muchos, perosuficientes para ser útiles en el asedio y, defor- ma especial, en una batalla en campoabierto. Pronto vendrían los ejércitosconsulares.Ése sería el momento de la verdad en elque el destino de todos quedaría decididode una vez para siempre en una batallacampal a las puertas de la mismísimaRoma. Así parecía que, de formadefinitiva, lo habían dictaminado los

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dioses. Así sería, pues. Se oyó el estruendode armas y gritos de guerra. Aníbal sevolvió hacia la ciudad. Los ro- manoshabían organizado una salida con parte desu caballería y se las veían con los nú-midas de Maharbal. Desde la distancia sólose acertaba a vislumbrar un millar dejinetes de ambos bandos enzarzados en unalucha cuerpo a cuerpo en medio de un marde pol- vo. Tras varios minutos, losnúmidas empezaban a replegarse siguiendoa Maharbal.Aníbal observaba la escena acompañadopor su guardia personal. Alguien fue ahacerle un comentario, pero el general alzóla mano. No quería interrupciones mientrasanaliza- ba un combate. Maharbal hacíabien en alejarse. Esa salida de los romanosno iba a de- cidir nada y había tantas bajasde unos como de otros. Además, desde lasmurallas los dardos y lanzas del enemigo

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ayudaban a su caballería, de modo quecombatir así, junto a las murallas, era unalucha desigual para la caballería númida yMaharbal sabía que sus jinetes seríannecesarios para la batalla principal quetendría lugar en poco tiempo.Aníbal miró al cielo: estaba completamentelimpio, azul, despejado. Mañana llegaríanlos ejércitos consulares, aliviándose así elsitio de Capua y permitiendo que Bortar yHanón, los generales cartagineses almando en aquella ciudad, pudieran hacersalidas de aprovisionamiento. MañanaAníbal estudiaría al ejército enemigo y aldía siguiente, si perduraba el buen tiempo,saldría él en persona a encontrarse con sudestino.Los centinelas cartagineses detectaronmovimientos de tropas durante la noche.Con toda seguridad estaban llegando losejércitos de Capua para defender la ciudad.

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Aníbal dejó órdenes precisas antes deacostarse de que no se le molestase por loobvio y que só- lo se le despertara en casode que los romanos atacasen, algo muyimprobable, en medio de la oscuridadreinante.- Y que las tropas descansen también-continuó Aníbal-; quiero que todos esténdis- puestos, con sus cinco sentidos, para labatalla que se nos avecina -y con esaspalabras se retiró a su tienda.Al amanecer, mientras desayunaba gachasde trigo disueltas en leche de cabra, cami-naba con su tazón en la mano escudriñandoel recién instalado campamento romano le-vantado frente a la ciudad durante lanoche. De pronto, arrojó la taza al suelo,haciéndo- se ésta mil pedazos quequedaron esparcidos sobre la hierba suavede la pradera.- ¡Ahí faltan tropas! -exclamó-. ¡Por Baal y

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Tanit, quiero saber qué pasa en Capua!¿Qué dicen los mensajeros de Capua?Maharbal partió raudo a recabarinformación. Aníbal, mientras, repasabacon sus ojos las tiendas levantadas por losromanos según alcanzaba a discernir en losprimeros albo- res del amanecer. Dabaigual cómo contase. Allí no estaban todoslos soldados de Ca- pua. No erannecesarios los informes que habíasolicitado. Éstos sólo verificarían lo queresultaba evidente. Los romanos habíandividido sus fuerzas. Un ejército consularen Capua y otro a Roma. Alguiencontrolaba su miedo, lo administraba conhabilidad. Se- guramente aquel viejosenador, Máximo, seguiría siendo el almade aquella ciudad. Lás- tima no haberpodido terminar con él después de Cannae,cuando aquél actuaba de dic- tador, peronunca se puso a su alcance, siempre

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evitando el combate directo. El único ceboque aquel senador había mordido fue el deSagunto declarando la guerra en Carta- go.Desde entonces, siempre movía a losdemás como si se tratase de sus muñecos.- Han llegado mensajeros de Capua -eraMaharbal quien le hablaba; Aníbal leescuc- haba sin girarse, con los brazos enjarras mirando a Roma-; el asedio continúacon uno de los dos ejércitos consulares.Parece que sólo Fulvio ha venido en ayudade Roma.Aníbal, sin volverse, alzó una mano enseñal de que había recibido el mensaje.Ma- harbal se retiró a una distanciaprudencial de unos treinta pasos. Aníbal,con los brazos enarcados aún, seguíaobservando Roma. Bien, un cónsul más seinterponía entre su destino y su intención.Ya habían caído otros: Flaminio y EmilioPaulo; y otros fueron heridos. Uno más no

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costaría tanto trabajo. Se preguntó entoncescuántos cónsules más debería matar aúnantes de que Roma aceptase la derrota.- El sol parece haber detenido su curso-comentó Maharbal para sí, pero, pese a ladis- tancia, Aníbal le escuchó.- Es cierto -dijo, mirando al cielo gris delamanecer. Maharbal tomó aquellarespuesta como una invitación paraaproximarse y hablar con el general.- Es como si no quisiera amanecer nunca-comentó Maharbal.- Son los dioses romanos -concluyóAníbal-. Temen el nuevo día y lo retrasan.Pomponia estaba recluida en casa junto conEmilia. Los esclavos atendían sus queha-ceres por inercia. Los pensamientos detodos estaban en lo que fuera a ocurriraquel día a las puertas de la ciudad.- Es un extraño amanecer -comentó Emilia,observando el cielo desde el atrio de la

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-. Es como si hasta los diosesdomusestuvieran de luto por… -pero se lo pensódos veces y detuvo sus palabras. Pomponiasonrió con ternura y la llamó a su lado.- Ven aquí, Emilia, por favor, y recuéstatejunto a mí.Emilia se reclinó en el contiguotricliniumal de su suegra.- No debes temer mencionar a mi marido oa su hermano en mi presencia. No son tuspalabras las que me puedan herir alreferirte a ellos. Sé que los apreciabas. Esgente mi- serable como aquel Graco la queodio, que ni tan siquiera se atreva apronunciar su nombre. De hecho, el oírreferencias a ellos por tu parte o por partede Publio, Lucio o cualquier otra personaque los conoció y los apreció en su valíame hace sentir más cer- ca de ellos -aquíguardó un minuto de silencio-; pero llevasrazón: la luz de este nuevo día es…

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demasiado pálida, fantasmagórica. Losaugures dicen que no es un día peligro- so,pero a mí me lo parece.- Publio, Lelio y los demás estarán ya juntoal resto del ejército de Fulvio y las legi-ones de la ciudad -comentó Emilia. -Así es.Así es.Y las dos guardaron silencio, sintiendo enla compañía mutua la única luz de esperan-za en aquella mañana gris de inviernoapagada por el dolor y la incertidumbre.- Ésos son elefantes nuevos -dijo Lelio,saludando así al nuevo día.- Sí -respondió Publio.Su de caballería se había unido a lasturmade las reforzando una delegiones urbanaelas alas del ejército consular de CneoFulvio. Todas las tropas estaban enperfecta for- mación y a la espera de lasórdenes del cónsul, los tribunos ycenturiones. La quedaba amuralla Servia

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sus espaldas, perfectamente guarnecida pormás de veinte mil legiona- rios dispuestosa dar la vida por su ciudad. Ante ellos,Aníbal había formado su ejército demercenarios iberos, galos, africanos ytropas cartaginesas de élite. El generalinvasor había traído sus hombres másveteranos y venía arropado, como biendecía Lelio, por nuevos elefantes. Publiorecordaba la conversación que tiempo atrásmantuviera con su padre acerca de aquellasgigantescas bestias. Se podía combatircontra ellos y vencerlos si no eran muchosy, especialmente, si se contaba con laayuda de fortificaciones próxi- mas. Aníbalhabía situado sus elefantes en lavanguardia, listos para atacar en la primeraacometida, pero Publio había visto queFabio Máximo asumía el mando de lastropas de las murallas y cómo éste habíadado instrucciones para que tanto arqueros

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como los me- jores lanzadores de jabalinasse dispusieran para masacrar con una lluviade misiles a aquellos feroces paquidermosen cuanto éstos estuvieran a pocos pasos delas murallas.Eso daría una buena posibilidad a lainfantería de acabar con el ataque de lasbestias af- ricanas. Aun así, se escuchaba elbramido salvaje de los elefantes y Publiosentía el te- mor infernal que éstosdespertaban en su ser y en el de todos loslegionarios que le rode- aban. Los caballosrelinchaban temerosos, asustados. EnCannae Aníbal se presentó frente a losromanos sin elefantes ya que había perdidoa todas estas bestias en los Alpes y luego alresto excepto a uno en los pantanos del Po.Ahora los romanos se veían obli- gados ahacer frente al peor de los enemigos aúnmás fortalecido con la ayuda de estasnuevas bestias de guerra.

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- Los elefantes están nerviosos -dijoMaharbal.- Lo sé -respondió Aníbal-; presienten algoextraño pero no sé qué es. Admito que es-toy confundido. Los elefantes nunca secomportan así antes de una batalla. Seasustan a veces durante el combate, peronunca antes. Y este cielo plúmbeo, escomo si pesara sobre todos nosotros. Ayerhacía un sol radiante y, sin embargo, hoy,el día que debe- mos decidir el futuro delmundo, el sol se niega a presidir elamanecer. Es un presagio extraño.En ese momento un relámpago partió elcielo con un fulgor cegador y al segundofue seguido por un poderoso estruendo queestalló en los oídos de los soldados deambos ej- ércitos. Una densa lluvia empezóa descargar sobre la hierba de la praderaque rodeaba Roma y en apenas un minutotodo se tornó en una espesa oscuridad, que

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más se asemej- aba a la noche que al día.Sólo los destellos de los relámpagosdejaban ver al general el confusomovimiento de los elefantes que, buscandorefugio de la inesperada tormenta, serevolvían contra las filas cartaginesas sinque sus conductores pudieran hacer nadapor controlar a las bestias en su retirada.Los iberos y los galos se hacían a un ladodej- ando paso a aquellos monumentalesanimales.Los romanos no parecían digerir muchomejor la torrencial lluvia: los legionarios secubrían con sus escudos y la caballería sereplegaba hacia la ciudad. En aquellascondi- ciones era imposible guerrear paraninguno de los dos contendientes.- ¡Que la infantería mantenga lasposiciones una vez que los elefantes sehayan refu- giado en las tiendas delcampamento! -ordenó Aníbal- ¡Y la

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caballería, que se reagrupe pero que estédispuesta al combate! La lluvia noarreciaba y cuando parecía que era yaimposible que lloviese más, el aguacero setornó en tempestad completa y Aníbal,empapado hasta los huesos, veía có- model cielo caía un mar de agua infinito quelo inundaba todo. El barro empezó a apo-derarse de la tierra y, pese a la hierba, allídonde había más arena que tamiz vegetal elfango se adhería a la piel de los soldadosapresando sus pies. La infanteríacartaginesa resistía como podía el castigoinclemente del cielo, pero ya no habíaánimos para luchar sino tan sólo paramantenerse en pie bajo aquel océano delluvia, viento y frío.- ¡Por Baal y todos los dioses! -exclamóAníbal impotente-. ¡Nos replegamos!¡Todos al campamento, a las tiendas,excepto los centinelas de guardia! Aníbal

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se mantuvo firme en su puestosupervisando la retirada de sus tropas hastaque el último de sus soldados se huboreplegado. Desde el altozano de suposición observó cómo los romanos hacíanlo propio y recogían también a su ejércitoen el campamento junto a las murallas. Losdioses le habían jugado una mala pasada,pero mañana sería ot- ro día. Tarde otemprano terminaría aquella lluvia.Llevaba dos días y dos noches sin parar dellover. Emilia estaba recogida en su habi-tación, sola, intentando conciliar un sueñoal que nunca conseguía entregar su cuerpoy menos aún su mente. Sus pensamientosvagaban por las distantes murallas deRoma, allí donde su marido estaría entresus soldados, con suerte al abrigo dealguna tienda espe- rando, como ella, unnuevo día de sol que condujera aldesenlace de aquella espera sin término.

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Oyó pasos en el atrio. Era pasada lamedianoche y no debería haber ningún es-clavo trabajando por la casa. Pensó enlevantarse y averiguar qué ocurría, perotuvo mi- edo. Las pisadas eran claras,seguras. Alguien cruzaba el atrio. Losesclavos tenían or- den de no dejar pasar anadie que no fuera de la familia, o a Lelio,que ya era uno más en aquella casa.Emilia agudizó los sentidos. Tensó losmúsculos de su pequeña ngura, acurrucadaen- tre las sábanas de su cama. Sus ojosfijos en el dintel de la puerta. Con la lluvialas nu- bes ocultaban la luna y la única luzera la que producían las dos antorchas quemantení- an encendidas por la noche en elatrio. Hacía un frío húmedo, denso, que secolaba por las rendijas que trepaban desdeel suelo de su habitación por las paredeshasta adentrarse en sus huesosaprovechando la ausencia de su marido.

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Las pisadas se detuvieron ante su puerta.Emilia vio la alargada sombra de unhombre corpulento definiéndose sobre elsuelo de la estancia dibujada por la luztintineante de la llama de la antorcha máspróxi- ma a su cuarto. Emilia suspiró conuna indescriptible sensación de paz.-¿Publio? - No quería despertarte-respondió su marido en voz baja.- No, pero me has dado un susto de muerte.Publio se acercó hasta el lecho y se sentóen la cama. Dejó que Emilia le abrazasecon fuerza durante unos segundos. Luegola besó con cariño en las manos, en lasmejillas, en los labios.- ¿Mejor? -preguntó él.- Sí.Pasaron unos instantes mirándose en elsilencio de la noche, acariciados por lassom- bras temblorosas.- ¿Cómo es que has podido venir?

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-preguntó ella.- La tormenta se alarga. El cónsul hapensado que era mejor que las tropas serefugien en la ciudad hasta que escampe.De esta forma nuestros hombres estaránmejor protegi- dos, más secos y con mejoránimo para cuando la lluvia deje paso alsol. Entretanto, los cartagineses tendránque conformarse con la protección de lastiendas. No es lo mismo.Estarán más cansados. Es una buena idea.Todo el mundo ha estado conforme. Se hanquedado varios manípulos en el exteriorpara evitar un ataque sorpresa. El resto, ala ci- udad.- A mí también me parece buena idea.- Lo suponía -respondió Publio-; aunqueestoy un poco cansado esta noche para… -Idiota -dijo ella y le pegó un puñetazo en elhombro-. Sabes que no me refería a eso.Publio sonrió divertido. Desde el primer

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día en que se conocieron le encantaba bro-mear con ella, de todo, de cualquier cosa.Su unión era sin duda de gran convenienciapara ambas familias, pero Publio se dabacuenta de que, además, había tenido laindesc- riptible fortuna de que la elecciónconllevase también una persona queademás de apro- piada en lo social y muyhermosa, era aguda, inteligente y, porencima de todo, diverti- da. En tiempososcuros como los que estaban viviendo,Emilia era una bahía donde re- fugiarse.Publio se levantó y se quitó el uniformemilitar. Dejó la espada con cuidado de nohacer ruido sobre una de las sillas y,desnudo, se tumbó junto a su mujer.Abrazados los dos, escuchando el sonintermitente y rítmico de la intensa lluviaimpactando sobre el del atrio,impluviumcayeron profundamente dormidos. Emiliasoñó con que tenía ot- ro hijo: un varón.

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Aquello llenó de felicidad su ser dormido.Publio soñó también con que tenía un hijovarón, pero éste era ya mayor y unmensajero, venido del frente, traía la peorde las noticias posibles, peor aún que lamuerte.Al alba la lluvia empezó a remitir.Desayunaron fruta, leche y algo de queso.Habla- ron de la mejoría del tiempo y deque él pronto tendría que volver a lasmurallas junto a Lelio y el resto delejército consular y las legiones urbanae.Ninguno mencionó al otro nada sobre sussueños. Ambos pensaron que era mejor así.- ¡Por fin la lluvia nos da un respiro!-Maharbal, cubierto por una gruesa manta,mira- ba al cielo de un atardecer gris.Estaba perplejo por la inexplicableduración de aquella tormenta.- Ha sido una lluvia extraña -confirmóAníbal. Esperaremos a mañana, para que

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los hombres se recuperen un poco yatacaremos al amanecer si el sol es el quepor fin se ha- ce con el control delfirmamento. Aguardaremos hasta que losdioses romanos se cansen de echarnosagua.Amaneció sobre Roma un día claro decielos despejados. Alguna nube blanca,empuj- ada por una suave brisa, volabadespacio sobre el horizonte como unrecordatorio de la tormenta que ya sedesvaneció por completo la tarde del díaanterior. El cónsul Cneo Fulvio habíadispuesto todas las tropas de nuevo enformación de ataque frente a las murallas.Los cartagineses repetían la operación dehacía unos días, desplegando a susmercenarios iberos y galos en la primeralínea del centro, seguidos por la infanteríape- sada africana, la caballería númida enlas alas y, por delante de todos, los

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elefantes apo- yados por pequeños gruposde infantería ligera prestos para lanzarsesobre las legiones que protegían la ciudad.Aníbal cabalgaba a lomos de su caballonegro. Llevaba puesto su uniforme de gala,cubierto con una larga túnica roja que lohacía visible ante todos sus enemigos. Esole convertía en blanco fácil, y por eso seprotegía con su guardia personal y semantenía en la retaguardia, pero sabía quepasear su figura a caballo a tan sólo unoscentenares de pasos de Roma hacía temblarhasta la última de las piedras de aquellaindómita ciudad.Azuzó su montura y ésta relinchó con lasprimeras luces del alba. La tormenta habíade- jado mucha humedad y una fina nieblaque creaba un amanecer de cielo plúmbeopese a estar despejado de nubes. Aníbalsabía que los romanos verían en aquellaniebla un he- raldo de infortunio similar al

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que acompañó a las legiones masacradaspor el propio Aníbal junto a la neblina dellago Trasimeno. En el frío del amanecer,los ollares del ca- ballo de Aníbaldespedían un vaho espeso que ascendíahacia el cielo como presagios de almas quese desvanecen. El sol apuntó sobre el arcodel cielo y la luz intensa lanzaba rayos deluz que rebotaban entre la neblina del alba.Aníbal alzó su brazo. Sintió el vien- to dela mañana cortando con su frescorpoderoso la piel de su antebrazodescubierto.Los conductores de los elefantes lemiraban atentos. Iberos, galos, cartaginesesy númi- das contenían la respiración. Losromanos apretaban sus mandíbulas. Aníbalfue a bajar su brazo cuando el soldesapareció. Los haces de luz que sehabían desplegado entre la neblina delamanecer se diluyeron en un suspiro. Un

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viento gélido barrió la pradera que rodeabaaquella región del mundo trayendo consigosin que nadie supiera bien de dónde unejército de nubes negras que se instaló denuevo sobre la ciudad de Roma y sus alre-dedores. Aníbal miró al horizonte con ojosperplejos; sus hombres tampoco podíancreer lo que estaban viendo ni los propioslegionarios que conformaban su enemigo abatir.Varios truenos volvieron a quebrar elsilencio contenido en miles de gargantas y,tras su estruendo, los elefantes fueron losprimeros en bramar con temor ante lodesconocido.Eran truenos sin relámpagos venidos dealgún lugar más allá de la tierra.Aníbal mantenía en alto su brazo y losoficiales de su ejército seguían aguardandola señal para iniciar el ataque, pero denuevo una torrencial lluvia lo inundó todo

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por sorp- resa. Aníbal bajó entoncesdespacio, no dando una señal, sinorelajando su cuerpo, en lo que todos sabíaninterpretar como que se posponía la ordende ataque. Miles de cartagi- neses, galos,iberos y númidas suspiraron desde lo máshondo de sus corazones mientrasaguantaban bajo sus escudos el inusualempuje de aquella nueva tormenta.Todavía ha- bía fango bajo sus pies de laanterior tormenta y en pocos minutos elterreno se hizo im- practicable paracualquier ejército. Los hombres seencontraron con sus tobillos hundi- dos enel barro y sólo los caballos o los elefantespodían moverse con cierta seguridad, perotodas las bestias tenían miedo de aquellostruenos que no cesaban, y anhelaban elrefugio de los establos. Maharbal se acercóa su general en jefe.- Esto es obra de los dioses, los romanos o

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los nuestros, no sé de cuáles, pero esto esobra suya.Aníbal no respondió, pero asintió con lacabeza un par de veces. Tardó aún diez mi-nutos en ordenar la retirada del ejército,una espera demasiado larga para lossoldados de ambos bandos, pero durante laque nadie se movió un ápice de susposiciones.- Bien -dijo al fin Aníbal-; tendrá que seren otro momento y lugar, pero en algúnmo- mento será. Más tarde o más tempranonos las veremos en el combate definitivo yese día los dioses despejarán los cielosporque querrán asistir a la mayor de lasbatallas.Y, desmontando de su caballo, a pie, seretiró a su tienda, escoltado por su guardia,observado por sus soldados y por los delenemigo.Fabio Máximo no se protegía de la lluvia.

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Ésta se había convertido en una aliada de-masiado querida como para tratarla condesdén. Desde lo alto de las murallas veíaal ej- ército de Aníbal no ya replegándosehacia su campamento, sino levantandotodas las ti- endas e iniciando una retiradahacia el sur. Roma había vencido aquellavez sin entrar en batalla. Ahora restabaretomar Capua y, a partir de ahí, recuperartodo el terreno perdi- do. Estaba contento.Para sí mismo, por unos momentos,reconoció que había temido por eldesenlace. No. Con Aníbal nunca se podríaganar en combate abierto. Se tendría quepensar alguna argucia distinta parasometerle. Algo se le ocurriría. Entretanto,toda- vía quedaban muchos hombres depaja de los que disponer.- Benditos los dioses por esta lluvia -dijoLelio, cuando cruzaban las puertas deregre- so a la ciudad.

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- Sí -respondió Publio-, pero algo me diceque esta imagen tendrá lugar algún día.- ¿Qué quieres decir? - Nuestros dosejércitos enfrentados y Aníbal al frente delbando enemigo.- Bueno -consideró Lelio- eso ya ha pasadovarias veces. -Sí, claro, pero quiero decircon esa sensación de combate definitivocon la que todos nos sentíamos hace unasho- ras. -Ya. Bien. Es posible.- Es seguro, Lelio. Aníbal no cejará hastaconducirnos a una batalla clave, en dondetodo dependa del resultado final de lamisma. Con ese propósito vino a Italia y noes hombre al que un par de tormentasvayan a hacerle desistir de sus objetivos.- Quizá pensarás que es poco noble por miparte -continuó Lelio-, pero no sé si megustaría estar ese día en el campo debatalla.Publio sonrió.

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- Eso no es falta de nobleza, Lelio, sinosentido común. En cualquier caso, sólo elti- empo nos desvelará qué es lo que nosdepara a cada uno de nosotros ese tirano dela in- certidumbre que es el futuro.Sus caballos los condujeron por las callesde una ciudad ahogada en lluvia pero inun-dada de esperanza ante la retirada deAníbal.Aníbal y Maharbal cabalgaban juntosrumbo al sur.- En esta ocasión, ¿no vas a discutirconmigo por abandonar Roma, una vezmás? - preguntó el general cartaginés.- No, esta vez no. Esta vez lo veo claro:nuestros hombres y nuestros animalesestán agotados por soportar lasinclemencias del tiempo sólo apoyados porla escasa protecci- ón de nuestras tiendas,mientras que los romanos han podidodescansar y comer caliente guarecidos

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dentro de su ciudad. Sería una luchadesigual en donde el fango, que haceduplicar el esfuerzo de los soldados en labatalla, se convertiría en aliado de loshombres más descansados, de los romanos.Había que retirarse. Esta vez coincido contu parecer.Aunque… Maharbal no terminó la frase.- ¿Aunque? -preguntó Aníbal.- Aunque eso significa que Capua caerá.Aníbal no respondió. Su aire taciturno erailustrativo de su estado de desánimo. Teníael ejército dividido entre Tarento y lastropas que se había llevado al norte, y esteúltimo contingente estaba agotado por lasmarchas forzadas a las que había sometidoa los sol- dados y por las tempestades delluvia y viento que habían sufrido junto alas murallas de Roma. Para colmo dedesgracias, su estrategia de atraer sobre sí alos dos ejércitos con- sulares había fallado

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y el asedio sobre Capua se habíamantenido sin interrupción. No teníafuerzas suficientes para quebrar ese cerco.Sólo cabía una posibilidad: regresar al sur,reagrupar todas sus tropas en Tarento yseguir aguardando la llegada de suhermano Asdrúbal por el norte, desdeHispania. Sí, ésa era ahora la esperanza.Una vez que su hermano había derrotado alos procónsules, no tardaría mucho enreunir los tres ejérci- tos cartagineses de lapenínsula ibérica para resquebrajar lasúltimas líneas defensivas que loslegionarios supervivientes habíanestablecido en el Ebro. Algo harían losroma- nos a su vez para impedir eseavance, pero Asdrúbal, más tarde o mástemprano, encont- raría la forma de llegar aItalia. Hasta entonces debía esperar. Era,no obstante, una es- peranza aún lejana quequedaba enturbiada por el necesario

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abandono de Capua. Aníbal sacudió lacabeza intentando desembarazarse sin éxitode la angustia que oprimía su ser.Las columnas del ejército cartaginésserpeaban lentas en su retorno hacia el sur.

86 El Campo de Marte

Roma, 211 a.C.

Y Capua cayó en manos de los romanos. Ycon ella, su dominio sobre Italia centralvolvió a imponerse. Aníbal se refugió, tal ycomo había planeado, en Tarento y elBruti- um. Con el viento soplando a sufavor, el Senado de Roma decidió ocuparsede nuevo de Hispania para intentar evitarque Asdrúbal alcanzase la península itálicacon un nu- evo ejército con el que ayudar asu hermano e inclinar de nuevo la fortuna a

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favor de los cartagineses. No eran muchoslos que desearon postularse como posiblesnuevos pro- cónsules de Hispania, peroClaudio Nerón decidió adelantarse a todosy presentar su candidatura.- No lo hagas, Nerón -le dijo FabioMáximo, horas antes-. No es ése el destinomilitar que te abrirá las puertas hacia unamagistratura o, mejor aún, hacia un triunfo.Hispania es peligrosa.Fabio Máximo ya había perdido a Varrónen Cannae y no quería perder más apoyos.Su hijo Quinto Fabio Máximo y MarcoPorcio Catón escuchaban al viejo senadormien- tras intentaba convencer a Nerón,pero este último sacudió la cabeza y sedespidió. Fa- bio se dirigió entonces a suhijo Quinto y a Catón.- Fracasará y tendrá suerte si regresa convida. Hispania, Quinto, está maldita paranosotros y lo estará hasta que enviemos un

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gran ejército. Dos legiones no bastan parafrenar los tres ejércitos que los cartaginesestienen allí, pero eso Nerón no lo quiere en-tender. Cree que los cartagineses sonalimañas sin razón. Menospreciar alenemigo, es- cuchadme bien los dos, es elcamino de la derrota. Terencio Varrónmenospreció a Aní- bal en Cannae y noscondujo al mayor desastre de nuestrahistoria. Nerón no va por me- jor camino.Quinto y Catón asintieron, cada uno pordistintos motivos; el primero consinceridad y el segundo por calculadaadulación, pero ambos habían digerido laspalabras de Fabio Máximo: Hispania nodebía ser el objetivo de ninguno de los dos;que otros quemen sus alas allí donde loscartagineses reinan.Hispania, 211 a.C.Nerón llegó a Hispania y su paso poraquella región dejó el mismo rastro que el

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que una estrella fugaz deja en elfirmamento. Un leve brillo que sedesvanece en la inmensa oscuridad deluniverso tras un breve destello. Nada mástomar tierra apartó del mando a Marcio, elcenturión que tras la caída de los dosprocónsules Escipiones había logradomantener la frontera del Ebro. Tambiéndesdeñó la experiencia del resto de losoficiales veteranos supervivientes a losdesastres del año anterior. Así, sólo con elapoyo de las nuevas legiones, logróalgunas victorias cuyo honor pudoatribuírsele a él mismo de for- maindiscutible, consiguiendo, tras un error deestrategia del hermano de Aníbal, acorra-lar a Asdrúbal en un desfiladero. Todopresagiaba una gran victoria para Roma yun her- moso triunfo para Nerón, pero elnuevo procónsul se enredó en unanegociación con As- drúbal de la que la

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mayoría de los oficiales veteranosdesconfiaban: el general cartagi- nés pedíaun tiempo para orar, según era costumbreen aquellas fechas, o eso decía, de acuerdocon sus creencias religiosas. Nerón,satisfecho de sí, despreocupado, decidiódisfrutar de cada minuto que le conducía ala victoria final sobre el primero de losejér- citos de Cartago en Hispania y sobreel general de mayor prestigio del enemigodespués del propio Aníbal.Así pasaron varios días con sus noches.Cuando el sol despuntó por cuarta vez,Nerón decidió que ya era suficiente y,cuando llegó el mensajero del campamentocartaginés, le manifestó que no había másespera: o se entregaban y rendían susarmas o que se atu- vieran a lasconsecuencias derivadas de tener queluchar en un desfiladero completa- menterodeados por el enemigo. Y Nerón esperó

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entonces una respuesta definitiva. Yesperó. Era el mediodía cuando el nuevoprocónsul de Roma en Hispaniacomprendió que Asdrúbal ya no enviaríamás mensajeros. Bien, pensó. No habrátampoco más nego- ciaciones y dio laorden de avanzar por las paredes deldesfiladero y por el paso mismo entre lasmontañas para atacar a los cartagineses porel frente y los flancos a un tiempo.Sería una carnicería de la que pensabasaborear cada gota de sangre derramadapor el enemigo. Sin embargo, algo falló ensu perfecto plan. Aquello era Hispania ysus ene- migos los cartagineses llevabandecenios de combates en aquella regiónmucho antes de que los romanosempezaran a interesarse por aquellas tierrasy sus riquezas mineras.Nerón entró en un desfiladero decidido aconseguir la victoria, pero el desfiladero

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estaba vacío. No había nadie ya a quienderrotar.Durante la noche, a oscuras y por angostospasos que los romanos desconocían, Asd-rúbal fue sacando su ejército deldesfiladero y llevándolo a praderas donde,en caso de combate, podría hacer uso de lasuperioridad de su caballería y suselefantes. El general romano, en susimpleza, le había dado todo el tiemponecesario para llevar aquella ope- racióncon sosiego y orden.Los legionarios romanos contuvieron suasombro para no amargar más aún eldesáni- mo de Claudio Nerón que,impotente, observaba el ridículo que con suincapacidad y petulancia había, él solo,traído sobre su persona.El resto de su campaña en Hispania fueuna sucesión de encuentros en donde nohubo ya victoria clara. Las legiones habían

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empezado a desconfiar de su general y,cuando un magistrado de Roma no posee lafe ciega de sus hombres, aunque éstos lesigan, es difí- cil conseguir la victoria ymás en una tierra desconocida con aliadosindecisos que un día están a tu favor y otroen tu contra, luchando contra tres ejércitosque se repartían el dominio de la región,con la permanente espada de Damocles detemer que en cualquier momento puedesser cogido por sorpresa por la unión de dosde estos ejércitos y barrer de la región lasdos legiones que llevas contigo. Nerón sedeprimió primero y, al fin, de- cidióregresar a Italia, fracasado, acompañadopor el ridículo y la vergüenza.

Roma, 211 a.C.- La altanería tiene un precio caro-comentó Fabio Máximo cuando Nerón levisitó en su villa a las afueras de Roma-.

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Pero no te hundas, Claudio; ésta es unaguerra larga y quizá aún haya momento enel que puedas recuperar tu honor perdido,pero supongo que habrás aprendido quehacerme caso es el camino correcto. Almenos tú no has per- dido ocho legionescomo Terencio Varrón; lo de él ya no tieneremedio. Tu ida a Hispa- nia no ha hechosino confirmar que aquél es un destino paraquemar generales, un lugar adonde sólodebemos dejar que vayan nuestrosenemigos en el Senado. Ya nos ha libra- dode los Escipiones y Aníbal nos libró deEmilio Paulo. Veamos ahora de quiénpode- mos deshacernos.Máximo hizo preparar dos cuadrigas, paraque Nerón y Catón por un lado y él mismocon su hijo, por otro, pudieran dirigirse alCampo de Marte, donde toda Roma estabaconvocada aquella mañana para designarun nuevo magistrado que, con el grado de

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pro- cónsul, pudiera marchar una vez máscon rumbo a Hispania para intentar ponerorden en aquel país y, sobre todo, paracontinuar evitando que Asdrúbal cruzaselos Pirineos con dirección a Italia.Emilia le ayudaba a vestirse. Loacostumbrado era que fuera algún esclavoel que lo hiciera, pero parecía que la pasióninicial con la que había despuntado suamor perdura- ba en el tiempo y a Emilia legustaba acariciar la piel de su maridomientras le asistía para ponerse la túnica delana y la toga blanca con la que debíaacudir junto con Lucio y Lelio, queesperaban en el atrio, al Campo de Marte.- ¿A quién crees que elegirán paradefendernos en Hispania? - preguntó ellamientras alisaba alguna de las arrugas queveía en la tela.- No lo sé. Nerón no querrá volver y laverdad es que dudo que nadie de los más

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pró- ximos a Fabio se postule comogeneral. A veces he pensado que su hijoQuinto podría hacerlo bien allí, pero aligual que yo es demasiado joven para elcargo: nunca nadie con nuestra edad hasido elegido para una magistraturaproconsular. Quizá Máximo pudiera influirpara que se hiciera una excepción, perocomo te digo, dudo que desee enviar allí anadie de su confianza. Está Marcelo, quees de los pocos que tiene el prestigio y laex- periencia militar suficientes. Su tomade Siracusa por sí sola es mayor mérito queel de casi todos los senadores juntossupervivientes a esta guerra, pero no creoque las centu- rias voten a favor de alejarlode Roma.- ¿Y Fulvio y Sulpicio? - ¿Los cónsules deeste año? Lo dices seguramente porquetomaron Capua -pero Pub- lio sacudió lacabeza-. No. No es comparable este logro

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con el de Marcelo. Marcelo conquistóSiracusa con sus medios en una regiónhostil asediando una ciudad por mar y portierra y que, además, disponía de lasmejores defensas que se han visto jamásdise- ñadas por aquel griego, siempre seme escapa su nombre… - Arquímedes-dijo Emilia, alejándose un paso y dandopor bueno el vestido de su marido.Publio se sorprendió ante la rápidarespuesta de su mujer.- No hablo mucho en las comidas -sonrióella mientras se explicaba-, pero lo escuchotodo y tengo buena memoria.- Sí, eso está claro. Bien, lo que te decía:Marcelo logró una memorable conquista,mientras que Fulvio y Sulpiciocompletaron un largo asedio de años queempezaron ot- ros y que para terminarlotuvieron que tener el apoyo del Senado yde las y del propiolegiones urba- nae

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pueblo de Roma que, al no desfallecer nicaer en el pánico, les permitió seguir con elasedio hasta lograr la victoria. Marceloconsigue sus conquistas sin de- mandarsemejantes esfuerzos al pueblo, por eso noquerrán que se marche de Italia.- ¿Y Fabio Máximo? - ¿Fabio? -Publio sequedó pensativo-. No, no lo creo. Él sabeque su entereza, eso hay que reconocerloaunque luego sea un manipulador hasta lamédula, en fin sí, su en- tereza hacontribuido al orden en Roma y, bien, loveo mayor.- ¿Cuántos años tiene? - Por Pólux, ahoraque lo dices no estoy seguro, pero más desetenta.- Es sorprendente su fortaleza a esa edad.-Sí. Y una lástima -concluyó Publio. -Eresmalo.- ¿Sí? ¿Tú crees? Fue Máximo el que nególos refuerzos que necesitaban mi padre y

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mi tío. Tal vez, si esas tropas se hubieranenviado, ahora dominaríamos Hispania ymi tío y mi padre estarían celebrando untriunfo por las calles de Roma en lugar detener que ir todos al Campo de Marte abuscar a alguien que desee reemplazarlos.- Perdona, lo siento; hablo demasiado -dijoEmilia bajando la mirada.Publio le cogió la barbilla con suavidad yalzó su rostro. Una lágrima corría por lamejilla.- No te enfades. Sé lo mucho queapreciabas a mi padre y a mi tío. Vivimostiempos complicados e inciertos y a vecesuno dice cosas sin pensar. Lo único que tepido es que me quieras. Me quieres,¿verdad? Emilia asintió con la cabezarápidamente varias veces, sin decir nada.Publio sonrió y juntos salieron al atriodonde Lucio y Lelio aguardaban conpaciencia.

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- Ah, por fin -dijo Cayo Lelio-.Pensábamos que se te había olvidado queesperába- mos. Os recuerdo que ya noestáis recién casados.- ¿Y nos condenas por ello, Cayo Lelio?-preguntó Emilia, divertida.- Bueno… -no sabía bien qué debíaresponder.- Verás, Lelio, Emilia, cuyo interés por lapolítica observo que es creciente, me hahecho repasar todos los posibles candidatosa presentarse ante las centurias para serele- gidos como posibles procónsules enHispania. Y he tenido que analizar a cadauno de ellos.- Bien, sí, entiendo -respondió Leliodejando entrever en su tono que no estabamuy seguro de que eso fuera lo que habíanestado haciendo-, ¿y hemos llegado aalguna con- clusión? - Sí -dijo Publio.Emilia le miró-. Hemos decidido que te

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vamos a presentar para el cargo, ¿qué teparece, Lelio? - Estás bromeando -Lelioempezó a sonrojarse-. Además, ningunacenturia me elegi- ría.- Bueno, pero te presentamos igual.- No le hagas caso -intervino Lucio-. No vaen serio.- ¿Seguro? -preguntó Lelio, confundido.- Sí -dijo Lucio-. Hazme caso, que llevotoda la vida siendo su hermano y sé cuándoestá de broma.Publio se rio y Lelio se relajó. Los tresjuntos salieron de la y se dirigierondomusal foro para alcanzar el Campo de Martecruzando el centro de la ciudad, en lugar debor- dearla por las murallas. Lelio y Luciocontinuaban el debate sobre quién podríaser ele- gido, pero Publio tenía sus propiospensamientos. La idea de Lelio enHispania la había sugerido como unabroma, eso era cierto, pero su intuición le

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indicaba que no era un proyecto tanabsurdo. Quizá con los apoyos necesariossu candidatura podría ser viable, perodeberían haber pensado en eso antes. Encualquier caso era una posibilidad. De to-das formas, lo que deseaba en realidad eradel todo imposible: si tuviera diez añosmás y no sólo veinticuatro, él mismo sepresentaría al cargo. Su nombre y elprestigio de su fa- milia serían su mejoraval, pero era demasiado joven. Tenía lasensación de estar vivien- do siempre pordelante de sus posibilidades, llegando tardea todos los sitios y a todos losacontecimientos, como si siempre lefaltaran unos años para todo.Casi sin darse cuenta llegaron a la parte surdel Campo de Marte, allí donde se levan-taba el imponente circo que Cayo Flaminiofinanció apenas once años antes. Un circoy una importante vía romana, la que unía

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Roma con el norte, llevaban el nombre deaquel cónsul. Gran visionario en lo civil,no tan hábil militar. Aníbal y la niebla lobarrieron para siempre junto al lagoTrasimeno. Como a tantos otros.- Ya estamos -dijo Lucio.Un inmenso gentío se congregaba entre elnuevo circo y la ladera del Campo de Mar-te.Todos los senadores de Roma,supervivientes a los siete años de guerracontra Carta- go, representantes de lascenturias de cada uno de los distritos de laciudad y millares de ciudadanos venidos detodos los barrios de Roma se congregaronen el Campo de Marte para deliberar yelegir un nuevo comandante en jefe quedetuviera el dominio cartaginés enHispania. La guerra en Italia teníaocupados la mayor parte de los recursoseconómi- cos y militares de la República y

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sus aliados y apenas se podía hacer frentecon nuevas legiones al creciente y más quepeligroso dominio cartaginés sobreHispania. Si se qu- ebraban las débilesposiciones romanas en el Ebro, la situaciónpodría derivar en una se- gunda invasiónde suelo itálico con refuerzos cartaginesesvenidos de la península ibéri- ca y estodebía evitarse a toda costa. Por eso aquellamañana se habían reunido todos, patriciosy plebeyos. Los principales senadoreshablaron primero: se necesitaba un co-mandante en jefe para Hispania quereconquistara aquel territorio y alejara asíde la pe- nínsula itálica la constanteamenaza de la llegada de refuerzosenemigos bajo el mando de Asdrúbal. Trasla caída de Capua y la incapacidad deAníbal para apoderarse de Ro- ma, lallegada de estos refuerzos era, sin duda, laesperanza que alimentaba su ánimo de

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permanencia en el sur del territorio itálico.Publio y su hermano Lucio escucharon alos diferentes oradores con atención. Lelioencontró a unos amigos, veteranos de lacampa- ña de Tesino y Trebia y miró aPublio como pidiendo permiso. Publiohabía aprendido que donde más a gusto seencontraba aquel rudo decurión de lacaballería romana era entre viejoscombatientes. Su alma era de soldado y,aunque con frecuencia compartía lasamistades de Publio, entre patricios,senadores, hijos de senadores y bellasromanas de alta alcurnia, Lelio, donderealmente se sentía cómodo era entre susviejos camaradas de campañas militares o,quizá, a solas con él mismo, en alguna delas múltiples taber- nas junto al río. Por esocuando Lelio le miraba de esa forma,Publio siempre asentía.Sabía que, si lo necesitaba, sólo tendría que

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mandar a buscarle o bien en las tabernasdel puerto o a casa de alguno de estosviejos camaradas de guerra. Publio siguióla figura de Lelio con la mirada mientraséste se perdía entre el enorme gentíocongregado en el Campo de Marte. Sepreguntó con quién podría emparejar aLelio, pero no lo veía claro.¿Lelio con una joven patricia romana?Complicado. Sería como mezclar agua yaceite y, sin embargo, ése debería ser elcamino si quería labrarse un futuropolítico. Los senado- res retomaron eldebate y su parlamento captó de nuevo suatención.Los discursos fueron rotundos, breves,intensos. Se necesitaba alguien valiente,con sentido del deber y patriota; alguiencon experiencia militar y respetado portodos para acometer la temible empresa dereconducir la situación en Hispania. Pero

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todo se había dicho ya. Unos discursosrepetían a los anteriores. Lo que faltaba eraque alguno de los senadores se presentarapara el cargo de procónsul de Hispania o,en su defecto, algún antiguo pretor quehubiera ostentado ya militar enimperiumalguna de las campañas re- cientes y, claro,que hubiera sobrevivido al enfrentamientocontra Aníbal. Pocos reunían ambascondiciones. Los senadores se mirabanentre sí, incómodos, dubitativos. El de-sastre de los Escipiones en Hispania noinvitaba precisamente a que alguien seaventura- se a proponerse como posiblegeneral para aquella región del mundo. Aesto se añadía el fracaso de la expediciónde Nerón, que en silencio, entre el grupode los senadores de la facción de losFabios, asistía a aquellos debates sin abrirla boca. El nombre de Marcelo se descartócuando alguien se atrevió a sugerirlo:

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mientras estuviera Aníbal en Italia, no sequería prescindir del único general que,junto con el propio Fabio Máximo, sehabía mostrado hábil en la lucha contra loscartagineses, además de que se confiabamás en su ardor guerrero que en laestrategia de contención del viejo Fabio,del que, no obstante, se valoraba sucapacidad de decisión en los momentosmás críticos de la guerra.Tal era la impotencia que empezaba ainvadir a todos los presentes que ladesesperan- za se apoderaba de sus almas.En aquellos momentos se hacía cada vezmás patente el inmenso vacío que habíandejado en el Estado todos los que habíancaído contra Aníbal:Emilio Paulo, Cayo Flaminio, Cneo yPublio Cornelio Escipión, y un largo et

de senadores, tribunos, pretores,ceteracenturiones, decuriones y oficiales de todo

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rango y condi- ción. Si Aníbal, desdeTarento, pudiera observar lo que allí estabaocurriendo, habría sentido que su victoriafinal absoluta no era algo tan lejano.Fabio Máximo, que hasta el momentohabía decidido no intervenir, pensó en quealgo tendría que hacerse para ver si eraposible que alguien mordiera el cebo, si esposible, alguien de entre sus enemigos, queal fin se atreviera a lanzarse a algo tanarriesgado co- mo una alocada y,seguramente, fútil campaña militar enHispania. En cualquier caso, había quesacrificar algunos hombres y un generalque entretuvieran a Asdrúbal mient- ras élse las ingeniaba para fortalecer su posiciónen Roma y asegurar el futuro de su hi- joen el control de las instituciones. Quintodebía seguir en terreno itálico y estarpresen- te en las campañas que allí sedesarrollarían, especialmente ahora que el

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viento parecía favorecerlos en susdominios más próximos. Lo ideal seríapoder enviar a Marcelo a Hispania, peroestaba claro que éste no se postulaba comocandidato y que el pueblo no lo querríalejos. No. Para deshacerse de Marcelotendría que recurrir a su mejor fiel ali- adoen estas lides, al mismísimo Aníbal. Tras lacaída de Capua y su retirada de las pu-ertas de Roma, todos pensaban que elgeneral cartaginés estaba medio vencido,pero Fa- bio era bien consciente de que enesos momentos Aníbal no era sino un leónherido y to- dos saben que lo más temibleque hay en el mundo es una fiera herida.Que los dioses ayuden al que le acorrale.Pero ésa era otra historia. Ahora era elmomento de azuzar los sentimientos. FabioMáximo se alzó de su improvisado asiento,una silla de madera que habían traído dosesclavos desde su villa, y tomó la palabra.

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- Setenta y dos años tengo y no dispongo nide la agilidad ni de la fuerza para presen-tarme a este cargo. Sólo la vergüenza meembarga -la imponente presencia de sugrave voz se apoderó de la atención detodos-. En tiempos rogué por alcanzar estaedad para contemplar el crecimiento y lagloria de Roma expandiéndose por elmundo. Sin embar- go, hoy día sólo latristeza más profunda me angustia. De niñosobreviví a nuestros con- stantesenfrentamientos con los galos del norte ycon los ligures. En aquellos tiempos nohabía que esperar tanto para encontrar ungeneral. He sido desde mis veintitrésauguraños y siempre he visto en el futuro deRoma nuevas glorias, nuevas conquistas,mayor poder, hasta hoy. Hoy mi visión senubla cuando intento adivinar qué traeránlos días venideros y todo porque no veo eneste lugar, donde toda Roma se ha

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congregado, valor suficiente para manteneraquello por lo que tantos antepasadoslucharon. Antes había que presentarse acomplicadas y reñidas elecciones paraacceder a un cargo. Hoy la gu- erra parecehaberse llevado a los que teman eseespíritu de lucha. Y os lo dice quien hasido dictador y cuatro veces cónsul y una,censor del Estado. Y ahora me pregunto,Fa- bio, todo eso ¿para qué? ¿Para vercómo todo por lo que has estado luchandose diluye en la nada, en la cobardía de unanueva generación que no se atreve aacometer una em- presa, complicada, sí,pero no más que otras campañas quenuestros antepasados y yo mismoacometimos cuando fue necesario y conmenos recursos? Y he visto derrotas denuestras tropas, pero incluso en el peor deaquellos días siempre había romanosdispues- tos a luchar, a ponerse al mando

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de nuestras legiones para contraatacar, paracombatir hasta conseguir derrotar alenemigo. Y combatimos y expulsamos atodos los enemigos de Roma de lapenínsula itálica y crecimos hasta dominartodo el territorio desde el Po hasta Tarento,desde el Adriático hasta las costas deHispania, incluidas Sicilia, Cerdeña y otrasislas. Y me pregunto ahora: todo eso, todasesas luchas, toda esa sangre romana vertida¿para qué? ¿Para qué estos años más devida? Si el resto de mi existencia ha depresenciar cómo poco a poco los nuevosromanos prefieren quedarse en sus casasantes que defender los territoriosconquistados por sus antepasados, noquiero ya ese resto de vida.El viejo senador hizo una breve pausa deunos segundos mientras contemplaba lamultitud que callaba. Un profundo silenciose había apoderado del Campo de Marte.

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Fa- bio Máximo continuó su discurso.- Todo eso para ser testigo hoy día de laderrota final de mi patria. Hemos sidovenci- dos no porque las murallas de laciudad hayan sido conquistadas, no porquehayamos perdido a todos nuestros aliadosni porque nuestros ejércitos hayan dejadode existir.Hemos perdido porque ya no hay valor enRoma. Ya no hay orgullo ni audacia, sinosó- lo recelo y temor y duda. Ojalá tuvieraveinte años menos para poder luchartodavía o, mejor aún, ojalá hubiera muertohace ya diez años, antes de que esta guerraempezara, y así no contemplar ahora lacaída de esta gran ciudad no ante el valorde un gran conqu- istador, sino por lacobardía de todos sus habitantes.Fabio Máximo dio por terminado sudiscurso y calló retirándose hacia suasiento pri- mero y luego, desestimando la

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silla que le acercaban sus esclavos,dirigiéndose hacia su cuadriga, conademán de persona entristecida, abatido,cabizbajo, dando la espalda a la multitud,fundiendo su silueta entre la de lossenadores que le abrían paso a medida queéste se alejaba del Campo de Marte,cruzando las apretadas filas de ciudadanosy repre- sentantes de las centurias.Aún descansaba la mirada de todos los allícongregados sobre el viejo senador, aúnpesaban en los oídos de todos las duraspalabras que Fabio Máximo habíapronunciado cuando la voz joven y fuertede un tribuno se alzó sobre el densosilencio que oprimía los sentimientos de lamultitud.- ¡Yo me presento ante todos para dirigirnuestras legiones en Hispania! FabioMáximo detuvo su marcha. Una sonrisacínica cruzó su faz, aunque tal cual lle- gó

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la hizo desaparecer. Se volvió despacio.Tenía curiosidad por saber quién iba a serel próximo incauto en ser sacrificado enaras de la virtud y la patria. Había sido unavoz joven la que había lanzado suofrecimiento. Siempre le sorprendía que laingenuidad hu- mana perdurara degeneración en generación.- ¡Si nadie más se presenta para comandarel ejército de Roma en Hispania yo, PublioCornelio Escipión, hijo de Publio CornelioEscipión y sobrino de Cneo CornelioEscipi- ón, cónsules ambos de esta ciudadno hace muchos años y procónsules deHispania has- ta su muerte, presento minombre para ser elegido o rechazado porlas centurias y los se- nadores de Romacomo posible general en jefe y nuevoprocónsul de las tropas romanas en esaregión! Las palabras habían brotado comoun torrente que llevara semanas contenido

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en su garganta. Publio sintió de golpe lasmiradas de todos los presentes sobre supersona. Sin darse cuenta se habíaadelantado unos pasos hasta alcanzar elcentro del Campo de Mar- te y, desde allí,había lanzado su propuesta, habíapresentado su candidatura. Pronto uningente rumor de miles de palabras, demiles de conversaciones a media vozpoblaron la gran pradera que se extendía enese extremo de la ciudad. Nuevamentetodos los sena- dores se miraban entre sí,pero en esta ocasión no había temor sinosorpresa y desconci- erto. El candidato quepor fin se había postulado no tenía más queveinticuatro años.Publio era un personaje conocido en laciudad y respetado tanto por la heroicalucha de su padre y su tío como por laspropias hazañas y el valor personal que élmismo había demostrado en Tesino,

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salvando la vida de un cónsul. También serecordaba su fortaleza y la lealtad a Romaexhibidas tras el desastre de Cannaeevitando la sedición de los su-pervivientes; además, se había mostradocomo un buen gestor mientras habíaservido como edil de la ciudad. Todo en éleran avales positivos, salvo su tremendajuventud.No era frecuente acceder al Senado y lasmagistraturas de cónsul o procónsul antesde los cuarenta, pero desde luego nuncajamás antes de los treinta. La propuesta deljoven era admirada por la mayoría de lossenadores como un gesto de valía y temple,pero ina- ceptable según la tradición einapropiada en relación con lasnecesidades que planteaba la empresa.Fabio Máximo reconoció para sus adentrosque, por una vez y de forma excepcional,alguien le había sorprendido. Esperaba que

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aquel joven heredero de la fortuna y lasinf- luencias de los Escipiones buscara lagloria pronto, pero siempre pensó que loharía en alguna de las próximas campañasen terreno itálico, sirviendo bajo el mandode un pre- tor, procónsul o cónsul. Aquellapropuesta no sabía si interpretarla comouna osadía propia de la juventud o casicomo una desfachatez. Esto es lo que seobtenía por conce- der la edilidad a alguiendemasiado joven. Una vez que alguien haroto una norma cree que todas lastradiciones y todas las leyes puedenquebrarse a su favor y adecuarse a susnecesidades. No obstante, el pueblo parecíarecibir con cierto agrado aquella propuestay había que tener en cuenta que nadie másse había presentado como candidato. Habíaque tratar la cuestión con suma delicadeza.Además, el joven contaba con la simpatíaque despierta en todos el ver cómo un hijo

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toma el testigo de su padre e intentavengar- le. Ésos eran sentimientos que nose podían desdeñar, pero tampoco se podíavolver a ceder ante este jovenzuelo,inexperto en el mando y osado en suspretensiones. ¿Hasta dónde llegaría suambición? Creía haberse librado de lafamilia de los Escipiones con la muerte dePublio y Cneo Cornelio y ahora salía esteaprendiz de general. Fabio Máximoreapareció emergiendo entre los demássenadores y recuperó la palabra.- Creo, Publio Cornelio Escipión, quehablo por boca de todos mis colegascuando expreso la sorpresa de todos ellos yde todos los presentes -dijo señalando consus ma- nos al resto de los ciudadanos-.Eres demasiado joven para un puesto deesta categoría.No debes tener aún siquiera veinticincoaños. Nunca nadie tan joven ha sido

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designado como magistrado, sea en gradode procónsul o de cónsul de Roma. Y lasleyes existen para ser respetadas a lo largode los años. Ya sé, ya sé que se te eligióedil antes de la edad establecida por latradición y que tu gestión ha sido más queaceptable, pero creo que convendrásconmigo en que no es lo mismo repartiraceite por la ciudad y organizar unosbonitos juegos con obras de teatro y otrosentretenimientos, que organizar unacampaña militar con diez o veinte milhombres bajo tu mando. Reconozco, noobstante, la gallardía de tu ofrecimiento yque al menos a mí, personalmente, aliviasel desánimo que se había apoderado de micorazón -aquí Fabio forzó la más dulce desus voces-. Mi- entras queden hombrescomo tú aún hay esperanza. Sin embargo-y retomó Fabio su to- no serio y oficial-,de nuevo tu juventud, debo afirmar, se

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interpone entre tu candidatura y tu posibleelección como magistrado de Roma congrado de procónsul para comandar elejército romano en Hispania.Publio pensó en ceder. A fin de cuentas,aunque le pesara, llevaba razón FabioMáxi- mo y éste le había tratado concorrección. Insistir más, empeñarse ensalirse con la suya sería forzar la situacióny entonces se tendría que enfrentar conFabio Máximo y eso no traería nada buenoni para él ni para su familia ni para todossus amigos y clientes. El te- mible viejosenador permanecía firme, inmóvil,esperando su respuesta. Pero Publio sentíaque la gente estaba con él. Por todos losdioses, si nadie quería ir, ¿por qué no po-día ir él? Sabía que estaba actuando máscon el corazón que con la razón, pero nopodía evitarlo. Su padre y su tío habíancaído muertos en Hispania y nada se había

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hecho para vengar su muerte. En unprincipio, con Aníbal a las puertas deRoma, era lógico que el Estado atendiera alo más urgente: preservar la ciudad delinvasor, pero ¿y luego? Pri- mero envían alvasallo de Fabio, a ese altanero de Nerónque fue incapaz de terminar lo queempezó, dejando que Asdrúbal se leescapara de entre los dedos y, fracasado,sin ánimo de proseguir la lucha, regresabaa Roma a lamerse las heridas de su honor,que no de su cuerpo. Y para colmo ahoranadie quería ir. ¿Qué mensaje queríantransmitir a As- drúbal? Puedes matar atantos Escipiones como quieras, porqueeso aquí no nos concier- ne. Pues eran supadre y su tío los que habían caído y, si nohabía ningún senador que deseara vengaresa muerte, él estaba dispuesto a hacerlo yla testarudez de un viejo co- mo FabioMáximo y el peso de toda la tradición de

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Roma no iban a impedírselo. Ade- más,también era tradición de Roma vengar asus generales caídos, no dejar que los ene-migos festejen y disfruten de sus victorias.- Es bien cierto lo que dices, FabioMáximo -Publio se encontró hablando envoz alta mientras sus pensamientos aún seatrepellaban en su mente-. Tu criterio y tusabiduría son dignas de respeto por todosen Roma -hablaba a pleno pulmón. Su vozresonaba con claridad sobre el intensosilencio de la multitud que asistíaexpectante a aquel debate en- tre el viejosenador y aquel joven edil de Roma-. Y,por mi parte, no puedo sino recono- cer loacertado de tus palabras, sin embargo…-Publio aguardó unos segundos antes deproseguir, contemplando despacio losrostros de los que le rodeaban-. Sinembargo… las leyes tienen un espíritu queva más allá de las palabras, de las normas

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establecidas.Roma está ante una crisis sin igual en suhistoria. Aníbal, aunque no haya podidotomar Roma, cabalga libre por nuestrastierras y dominios atacando a nuestrastropas, saquean- do y matando a nuestrosamigos; Roma se defiende mientras Aníbalsubleva a nuestros aliados a la espera derefuerzos, víveres y armamento que prontole llegará desde Hispa- nia si no enviamosunas legiones a aquel país para frenar elavance cartaginés para im- pedir unasegunda y definitiva invasión de lapenínsula itálica. Necesitamos esas tropasen Hispania y Roma necesita un general.Yo no me habría aventurado a proponer minombre si cualquier otra persona de mayorexperiencia se hubiera presentado, pero alno hacerlo, el nombre que llevo, la sangreque fluye por mis venas, lo que los diosesme su- gieren en mis sueños, todo me

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empuja a presentar mi candidatura. No sési Roma es ca- paz de dejar sin vengar lamuerte de mi padre y de mi tío, de dosprocónsules de la ci- udad, es posible queasí sea, pero yo no puedo.La gente empezaba a asentir a su alrededoral tiempo que escuchaba cada vez conmayor atención. Fabio Máximopermanecía impasible a sus palabras, perono le inter- rumpía. Eso ya era algo, pensóel joven Publio, y se animó a seguir.- Entiendo que se dude de mí por mijuventud, pero no me juzguéis sólo por ellasino por mis acciones. En Tesino luché convalor para salvar a un cónsul de unaemboscada cartaginesa. He combatido endecenas de batallas desde entonces ysiempre lo he hecho con honor. Incluso enCannae evité la huida incontrolada denuestras tropas o el abando- no de losoficiales. Ante la derrota o la dificultad

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mantengo la firmeza y el honor. Y por sitodo esto no bastara, es la sangre de mipadre y de mi tío la que riega las tierras deHispania y esa sangre me pide que ofrezcami nombre, mi espada y mi honor parareto- mar aquel país, para detener anuestros enemigos, para combatir enaquellas tierras hasta expulsar a loscartagineses o morir en el combate.La plebe empezó a corear el nombre dePublio Cornelio Escipión, como si supadre, el viejo cónsul, el experimentadogeneral, o su también muy respetado tíoCneo, estuvi- eran de nuevo allí con ellos,infundiéndoles valor.- ¡Procónsul, procónsul, procónsul! Fabiopaseó sus ojos por la multitud. Era un gritounánime. Los senadores se miraban entresí. Aún dudaban de la capacidad de aqueljoven tribuno y edil de veinticuatro añospara comandar varias legiones en batalla

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campal en aquel territorio hostil y cruelque su- ponía Hispania para los romanos,pero no cabía duda de que muchossenadores empeza- ban a comprender queaquel muchacho era capaz de devolver laesperanza y levantar los ánimos del pueblo,mucho más de lo que cualquiera de susdiscursos senatoriales o de sus medidas dedefensa de la península itálica y de laciudad habían conseguido. Aquel- lacapacidad de devolver la esperanza por sísola era ya muy valiosa, digna de respeto.Publio, rodeado de sus amigos, junto a suhermano, aguardaba la decisión de lascenturi- as y del Senado. Los senadoresdeliberaban entre ellos. Todos miraron aFabio Máximo, que guardaba silencio.Estaba meditabundo. Dudaba.

87 Imperium

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Roma, 211, a.C.

Publio entró en su casa seguido de suhermano. Necesitaba silencio y reflexión.Cru- zó con rapidez el vestíbulo y el atrio,donde estaban Emilia y su madre. Lassaludó con un leve cabeceo y enseguidapasó al peristilo y subió las escaleras.Ascendió por ellas hasta llegar al primerpiso y por fin se detuvo apoyando susmanos en la barandilla por- ticada,contemplando el jardín de su casa. Luciose había quedado atrás junto con su mujery su madre. Sabía que su hermano entendíaque necesitaba estar solo. Ahora mis- moLucio estaría contando a Emilia y su madreque su candidatura había sido aceptada porel Senado para salir dentro de unassemanas rumbo a Hispania comoprocónsul.

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Imaginaba el dolor que esta decisióncausaría en el corazón de su madre. Ella yahabía perdido un marido y un cuñado enaquel terrible país. Ahora su primogénitoiba a salir también para aquella tierra quetanta sangre había arrancado a su familia.¿Cómo expli- carle, cómo hacerle entenderque tenía que hacerlo? Enfrentarse a laamargura de su madre le resultaba mástemible que debatir con el Senado hastapersuadirlos de lo cor- recto de aquelladecisión. Y luego quedaban sus propiasdudas… y Emilia… Emilia le entendería…Se habían comprendido y querido yrespetado desde el primer día. Estabaseguro de que Emilia le apoyaría, no sabíacómo, ni cuáles serían las palabras o lasacci- ones de ella, pero sabía que todasirían encaminadas, de un modo u otro, aratificar su decisión. Quizá Emilia podríaayudarle a reducir el dolor y el sufrimiento

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de su madre.Sí, sin duda, eso sería lo mejor: Emiliapodría quedarse con su madre y servirle decon- suelo. Desde el primer día que la trajoa casa, su madre había mostrado un afectosince- ro por Emilia, a la que habíaadoptado casi como si de su propia hija setratara. Pero aún quedaba lo peor de todo:sus propias dudas. Había hablado conpersuasión ante el Sena- do y ante elpueblo, había dado las mejores razones quehabía encontrado para consegu- ir elnombramiento de procónsul, paraconseguir el permiso de dirigir unaexpedición en Hispania y, sin embargo,ahora que lo había obtenido, se preguntabasi aquello tenía sentido, si no se tratabamás bien de una locura de un jovenzueloincontrolado al que le hervía la sangredemasiado pronto. ¿Cómo iba él a derrotara los cartagineses allí donde ni la

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experiencia de su tío ni la inteligencia desu padre habían triunfado? ¿Qué podríatraer de nuevo él a Hispania que pudieramejorar los resultados de su padre y de sutío? El Senado le veía como un jovenimpetuoso, con arrojo, sí, pero falto deexperiencia. Y aquí, a solas consigomismo, en el silencio del jardín de su casa,con sus ojos reposando sobre los árbolesque su padre plantara hacía años, no podíasino reconocer que aquellos que habíandudado de lo idóneo de aquella elección,con Fabio Máximo a la cabeza, te- níanrazón. Estaba jugando a ser general sintener experiencia ni hombres fieles que lesiguieran, sin tener siquiera un plan paraconquistar aquel país…, al menos un plandefi- nido. Sí que tenía ideas, eso eracierto. Había mantenido innumerablesconversaciones con Mario, el mensajeroque Marcio había enviado desde Hispania

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con las horribles no- ticias sobre su padre ysu tío. Éste le había contado todo lo quesabía de Hispania. Y ha- bía revisado uno auno todos los planos y documentos que supadre había acumulado sobre Hispania yque guardaba en la biblioteca de la casa.Luego había reunido todos los planos queexistían en Roma sobre aquel territorio, ylos que no había podido conseguir loshabía mandado copiar. El y latabliniumbiblioteca estaban repletos de ellos. Cono-cía Hispania, sus gentes, sus conflictos, susciudades, por boca del mensajero y porboca de otros emisarios que fueronllegando después. Todos se detenían porrespeto en casa de Publio CornelioEscipión y le transmitían todo cuanto éstedeseaba saber. Y tenía una intuición, unaidea, una pequeña locura que había idocobrando fuerza en su mente. No era aúnun plan. Era una idea para doblegar a los

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cartagineses de Hispania o, al menos, paramantenerlos ocupados allí imposibilitandoque enviaran refuerzos a Aníbal. Aquel- losería suficiente, si no para derrotarlos porcompleto y conseguir la gloria y un triunfo,sí al menos para dar tiempo a que Roma serehiciera y pudiera expulsar a Aníbal de lapenínsula itálica. Y eso era lo esencial.Después todo se podría conseguir. ¿Peroquién iba a estar tan loco de seguirle hastaHispania, más allá de unos soldadosinexpertos, reclutados a toda prisa ytemerosos de aquel país, de sus gentes y delos cartagineses? No había nadie losuficientemente loco como paraaventurarse en aquel delirio que aca- babade dar comienzo con su nombramientocomo procónsul de Hispania y menos si seles decía que su general sólo teníaveinticuatro años y que, a fin de cuentas,no era más que el hijo del cónsul, el hijo de

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un cónsul muerto.Los pensamientos de Publio se vieroninterferidos por un gran estruendo de untumul- to de personas que irrumpían en lacasa. Se oían gritos, voces confusas. Deentre todas ellas destacaba el potente vigorde la voz de un decurión de las legiones deRoma que Publio conocía bien. Leextrañaba que hubiera tardado tanto enaparecer. Cayo Lelio de- mandaba a voz engrito la presencia del depater familiasaquella casa. Publio los vio aparecer atodos en el jardín: su madre, su mujer,Lucio, los tres seguidos de unas veintepersonas más, todos oficiales de diferenteslegiones; reconocía también a varioscenturi- ones que habían combatido bajosus órdenes y, en medio de todos, CayoLelio, que sin dudarlo se situó en el centrodel jardín y, dirigiéndose a él directamente,tomó la palab- ra, mirando hacia la terraza

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del piso de arriba donde estaba Publioapoyado sobre la ba- randilla.- ¿Qué es eso de que el Senado te envía aHispania como procónsul? Te dejo unosminutos a solas y montas una guerra por tucuenta. ¿Estás loco? Hispania es unalocura.Se necesitarían todas las tropas quetenemos en activo en Italia para poderhacer frente a esa campaña con éxito -aquíLelio se detuvo y miró fijamente a los ojosde Publio, qui- en le mantuvo la miradacon intensidad, sin decir nada. Leliocomprendió lo definitivo de aquellaabsurda decisión de ir a Hispania, peroantes de que pudiera decir algo, Lelioprosiguió hablando-. Bien, sea, por Castory Pólux y todos los demás dioses. Si tanloco estás, ¿qué es eso de no contar con tusamigos y tus oficiales? Y bueno, eso ya loverás tú, ¿pero cómo no hablas con Cayo

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Lelio y le comentas tus planes? ¡Porque sicrees, mi general, que puedes ir a aquelpaís sin Cayo Lelio, estás muy equivocado!Publio rio con carcajadas fuertes,poderosas, que pronto contagiaron a lospresentes.La risa fue una buena terapia para quetodos liberasen tensión. Más calmado,Publio res- pondió con preguntas a lainterpelación de su viejo amigo.- ¿Y por qué, si puede saberse, PublioCornelio Escipión debe mantenerinformado a Cayo Lelio de susmovimientos, de sus decisiones o de susplanes? Todos miraron a Lelio, quemantenía fija la mirada en el joven edil. Nodudó en su respuesta.- Tú sabes muy bien por qué, pero esto yalo hemos hablado. Creo que estás equivo-cado, pero no seré yo quien discuta tusdecisiones. Sólo te informo de que si vas a

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His- pania, cuenta conmigo para seguirte.Pomponia, para sorpresa de todos, decidióintervenir.- A mí también me habría gustado saberque mi hijo pensaba presentarse comocandi- dato para ser elegido procónsul enHispania, pero ya que sobre eso parece serque ya na- da puedo decir, sí que meatreveré a afirmar que, si has de ir aHispania, Lelio debe acompañarte.Publio sintió el dolor de su madre con cadauna de aquellas palabras que se clavabanen su corazón como esquirlas afiladas, perolo que tenía que hablar con ella no podíaha- cerlo en presencia de tantas personas.Aquélla debería ser una conversaciónprivada.Decidió responder a Lelio de forma directay, de modo sutil, a su madre.- En fin, mi buen Lelio, pareces haberconvencido a mi madre de lo necesario de

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tu compañía. Creo que no puedocontradecirla en esto. Si acompañarme esalgo que haces de buen grado, bienvenidoseas. Quedas formalmente invitado a venira Hispania, pero te advierto… -hizo unapausa y aquí cambió su tono de voz, que setornó seria y firme al tiempo que elevaba elvolumen de la misma para que lospresentes le pudieran escuchar bien-.Todos los que queráis acompañarnos enesta aventura de recuperar el dominio deHispania sois bienvenidos, pero tenedconocimiento de que no será ningunaempresa fá- cil. Los cartagineses dominanprácticamente por completo aquelterritorio, disponen de numerosas tropas,de tres ejércitos completos y la mayoría delas tribus de la región les son leales. Anosotros el Senado no nos proporcionarámás de dos legiones y someter aquelterritorio con esas fuerzas será un

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atrevimiento del que igual… nos resultadifícil regresar. -Publio había estado apunto de decir «del que seguramente noregresemos nin- guno», pero la presenciade su madre y de Emilia le hizo corregir elsentido final de sus palabras.Se hizo el silencio en el jardín. Publiosabía que había despertado el temor en losco- razones de todos los allí reunidos. Elfallecimiento de su padre y su tío enHispania aún estaban frescos en lamemoria de todos. Publio no quería que leacompañaran oficiales engañados confalsas esperanzas. La ruta de Hispania eramuy posiblemente un camino sin retornoque él se sentía obligado a tomar porque supropia sangre, su corazón, sus ansias se lodemandaban, pero no quería ni oficiales nitropas que a la primera dificultaddesistieran. El silencio persistía. Publioretomó su discurso.

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- En esta empresa no hay lugar para elblando ni para el débil de espíritu. El quebus- que gloria y fáciles victorias, el quedesee enriquecerse en el saqueo de pueblosdébiles, el que busque fama sin esfuerzo notiene sitio en esta empresa. Sólo os puedoprometer que vamos a encontrar sangre,lucha, inusitada resistencia en aquellastierras. Y traici- ones de los iberos comolas que padecieron mi padre y mi tío ybatallas en las que esta- remos con fuerzasdesiguales y ciudades inexpugnables quedeberemos doblegar. Eso es lo que nosespera en Hispania. Aquel que no estédispuesto a combatir hasta el final, aquelque no esté preparado para conquistar loinconquistable, para derrotar al invencib-le, para triunfar allí donde otros fracasaron,que no deje esta ciudad. Sólo tengo treinta

a mi disposición paraquinquerremestransportar tropas y no hay sitio para

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cobardes en los barcos que zarparán deOstia dentro de unas semanas; sólo tengoespacio para el va- liente, para el audazmás allá de la razón, y para aquellos quecrean que Hispania, con sus trabajos y susangre, será al fin romana.Publio dio por terminadas sus palabras. Elsilencio parecía volver a adueñarse de lospresentes que llenaban el jardín porticadode la casa. Había unas treinta y cincoperso- nas: su madre, su mujer y suhermano, varios oficiales y centuriones queya habían ser- vido bajo el mando dePublio en la península itálica, Cayo Lelio eincluso numerosos esclavos que habíanasomado en los pórticos del primer pisoazuzados por su curiosi- dad; de algunaforma, hasta estos últimos presentían queallí se estaba deliberando sobre algo deinusual importancia, algo que podía afectara los destinos de aquella ciudad y de otras

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muchas ciudades; y lo que fuera aquello delo que se hablaba, la conquista de un paíslejano llamado Hispania, parecía estarfraguándose aquella tarde entre las paredesde la casa en la que llevaban añossirviendo.Cayo Lelio volvió a tomar la palabra.- Bien, creo que ya nos has aclarado conprecisión lo que nos espera en Hispania. Ydigo yo, ¿es posible que a los quedecidamos acompañarte se nos invite enesta casa a un buen vaso de vino? Almenos por mi parte, si he de morirluchando en ese país tan cruel y hostil,preferiría aprovechar estos últimos días enRoma, empezando por ahora mismo.La intervención de Lelio sirvió, una vezmás, para relajar la tensión. Publio estaba apunto de responderle cuando el atrienseentró acompañado por un joven oficialnervioso y cubierto de sudor.

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- ¿Qué te trae a esta casa, oficial, por quénos interrumpes de esta forma? - Es elSenado, mi general… el Senado estádebatiendo revocar la orden de conceder-te el mandato de las nuevas legiones quevan a enviar a Hispania… varios senadoresar- gumentan que el mandato se concedióen un momento de presión del pueblo y deconfu- sión general. Son decenas lossenadores que vuelven a criticar…bueno… - Termina el mensaje. ¿Cuál es elproblema? -esta vez era Lucio el quepreguntaba.- Critican la juventud de vuestro hermano.Dicen que no es seguro ni sensato conce-derle el mando de dos legiones y el cargode procónsul a alguien que legalmente nopu- ede serlo por razón de edad… Insistenen que las leyes deben cumplirse de igualforma para todos…, aunque no todoscomparten esa opinión. Hay cierta división.

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- Bien. -Publio tomaba el mando, si no delas legiones, sí al menos de las acciones aseguir-. Lucio y tú también, Lelio, venidconmigo. Acompañadnos el resto. Vamosal Senado y vamos a aclarar esto ya de unavez por todas.A todos sorprendió el tono de seguridad enlas palabras del joven edil. Hablaba comosi fuera a exigir al Senado el mando de lastropas y la magistratura de procónsul comoalgo que le perteneciese por derechonatural. Algo así no se demandaba. Uno seofrecía como candidato y el Senado o en sucaso las centurias elegían a la persona quese pre- sentaba para el cargo. En cualquiercaso, nadie discutió las órdenes de Publio.Todos sa- lieron del jardín por el

En el atrio Publio, que bajabatablinium.del primer piso, se unió a ellos y se puso alfrente. Salieron a la calle directos al foro.Emilia y Pomponia se quedaron solas en el

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jardín. Los esclavos desaparecieron de lospórticos.- ¿Qué crees que pasará ahora? -preguntóEmilia en voz baja.Pomponia paseó por el jardín. Contemplóel cielo y suspiró antes de responder.- Publio será designado de formadefinitiva. Lo he leído en sus ojos y en suvoz. Ni los senadores enemigos de nuestrafamilia podrán frenarle. Vencerá en elSenado -y gu- ardó silencio unos segundos.Miró al suelo-. Lo que, sin embargo, notengo tan claro es que consiga vencer enHispania…, pero en fin, eso aún quedalejos. No tengo fuerzas para añadir máspreocupaciones a mi sufrimiento.Ocupémonos del presente. Vendrán todoscontentos si Publio vuelve a salirse con lasuya… Ahí es como su padre, tiene elmismo don de persuadir a los que lerodean. De eso tú sabes mucho, querida,

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aunque en tu caso, no sé quién persuadió aquién -y sonrió con cariño a su nuera.Emilia se rubori- zó-. En fin, seguramentetendrán ganas de fiesta y Lelio esperará almenos una copa de vino o dos.- O tres -añadió Emilia-, pero… ¿y si no loconsigue y revocan la decisión? - Siemprees fácil guardar la comida y la bebida quese ha preparado para una celeb- ración, lodifícil es prepararlo todo si no se hadispuesto con antelación, pero volviendo alo de la bebida, Lelio, si todo va bien, setomará más de tres copas seguro -y las dosri- eron. Pomponia agradeció la bendiciónde tener a alguien como Emilia a su lado.En un mundo de hombres, éstos no se dancuenta de las penurias por las que ellaspasan. Emi- lia se había convertido en sumejor aliada y en su mejor consuelo enaquellos días de lu- to y dolor-. Tenemosque preparar un buen convite para esta

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noche. Tenemos mucho trabajo pordelante, Emilia -y abrazó a su nuera por lacintura al tiempo que llamaba a viva voz alos esclavos y empezaba a darinstrucciones.La marcha de la comitiva que acompañabaa Publio hasta el Campo de Marte fue rá-pida y silenciosa. Al grupo de centurionesque había salido de casa de los Escipionesse fueron uniendo otros simpatizantes queya estaban alertados del cambio dedecisión en el Senado. Y a éstos fueronsumándose a su vez varios grupos decuriosos, ávidos por saber si aquel joventribuno sería capaz de volver a doblegar larígida actitud del Sena- do. Roma era unaciudad en guerra contra Aníbal y en guerraconsigo misma.Al llegar al Senado, Publio pudo observarcómo nuevamente se había congregado unagran multitud, esta vez en el foro. Sin

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embargo, aquello no quería decir que todaaquella gente estuviera necesariamente desu parte. Pero mientras el joven Escipiónaún estaba calibrando hasta qué puntopodría contar con el apoyo popular parapresionar al Senado, un grupo de senadoressalió del edificio que daba cabida a lasdeliberaciones del órgano supremo y unode ellos se dirigió directamente al reciénllegado tribuno y sus acompa- ñantes.- Noble Publio Cornelio Escipión, teinvitamos a que entres en el Senado paradelibe- rar sobre tu nombramiento comoprocónsul de las tropas expedicionarias deHispania.Sólo tú debes entrar.Publio se dio cuenta entonces de que lossenadores no volverían a dejarse atraparpor la presión del pueblo. Tenía dosposibilidades: forzar a que los senadoressalieran a hab- lar ante todos del

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nombramiento y por qué dudaban ahoracuando antes habían respalda- do sucandidatura, o aceptar la propuesta de lossenadores, entrar en el edificio y, a solascon ellos, intentar persuadirlos de quemantuvieran su decisión anterior. Ningunade las dos opciones era sencilla. Forzar alos senadores a salir significaríaenfrentarse de por vida con ellos y eso noera inteligente; su padre nunca habríaconsiderado esa posibili- dad. Además, noestaba claro que el pueblo fueranecesariamente a volver a apoyarle si lossenadores empezaban a hablar en su contracon infinitos argumentos que ahora, conmás sosiego, habrían podido preparar deantemano. Realmente, sólo cabía aceptar lain- vitación, la orden más bien, de lospropios senadores, instigada desde lasombra por la larga y poderosa mano deFabio Máximo.

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- De acuerdo. Entro al Senado paradeliberar sobre el nombramiento deprocónsul de Hispania -y dirigiéndose a suhermano Lucio, Cayo Lelio y los demásoficiales que le apoyaban dijo-, esperadmeaquí. Esto se arreglará. Esperad y confiaden mí.Hasta él mismo se sorprendió de lafortaleza del tono de su voz. Todos los quele acompañaban quedaron prendados de suespíritu e incluso los propios senadores nopu- dieron por menos que admirar lafirmeza de aquel joven tribuno, a la vezque, aunque fuera en lo hondo de susalmas, agradecían que el joven PublioCornelio no forzara la situación y aceptarasometerse al debate del Senado.Los senadores esperaron a que Publioascendiera la larga escalinata que dabaacceso al edificio. Se hicieron a un ladopara permitirle pasar y luego le rodearon

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acompañán- dole al interior. A sus espaldasse escuchaba el fragor de miles de vocesmurmurando y haciendo preguntas. Unamuchedumbre de gente curiosa yexpectante por lo que final- mente sedecidiría. Senadores y joven tribunoavanzaron primero por el gran vestíbulodel Senado hasta alcanzar una enormepuerta de madera recubierta de bronce consob- rerrelieves, donde se narrabandiferentes hazañas del pueblo de Roma ensus conquistas y expansión por lapenínsula itálica y el Mediterráneo. Laspuertas se abrieron y el pe- queño grupoaccedió a la gran sala del Senado de Roma.Una inmensa habitación dispu- esta paradar cabida a más de trescientas personas enlas diferentes hileras de asientos dispuestossobre la piedra. Los senadores que loacompañaban lo dejaron solo en el cen- trode la sala y fueron a tomar asiento en sus

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respectivos sitios. Publio miró a su alrede-dor. Más de un tercio de la inmensaestancia estaba vacío. No se trataba deausencias temporales. Los que faltabanhabían muerto en la larga guerra contraCartago. Muchos de ellos, en el desastre deCannae.Roma, pese a la recuperación de Siracusa yCapua, estaba cada vez más débil y aquelSenado repleto de ausencias permanentesera buena prueba de ello.Fabio Máximo, como no podía ser de otraforma, abrió el debate.- Estimado y joven Publio Cornelio -pusoun énfasis especial a la hora de pronunciarla palabra «joven»-, todos coincidimos envalorar en su justa medida tu ofrecimientoy la reacción inicial de respaldarte comonuevo procónsul para Hispania es buenaprueba de nuestra consideración hacia ti ytu familia. Sin embargo, en el sosiego de la

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reflexión todos hemos visto que lacombinación de juventud e inexperienciaen el mando en el rango de magistrado esun obstáculo a este nombramiento que nosperturba e incomoda.Las guerras, y sé que en esto estarás deacuerdo conmigo, porque no hago sinorepetir palabras pronunciadas por tu propiopadre en esta misma sala, las guerras, decíaél, no se ganan con el corazón sino con lacabeza. Por esto debemos decidir con larazón, no con el ánimo desatado queespolea la irreflexión. Necesitamos unmagistrado, pero no podemos aceptar anadie tan joven. Y, esta vez, la decisión delSenado, pues hablo por todos, ya esdefinitiva.- De acuerdo -respondió Publio conrapidez.La celeridad en la respuesta, que cogió alpropio Fabio aún en pie mientras reagrupa-

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ba dos cojines antes de sentarse, dejó atodos perplejos.- De acuerdo -repitió el joven Publio unavez más, incluso con más fortaleza-. Deacuerdo, no me nombréis procónsul, no meascendáis al rango de promagistradoconsu- lar, eso soluciona el problema demantener la tradición y las leyes, pero nosoluciona el asunto de Hispania. Seguís,seguimos precisando un general con

para defen- der Hispania eimperiumimpedir el avance de Asdrúbal.Publio hizo una pausa. Observó que lossenadores le seguían con atención yalgunos cabeceos de asentimiento leanimaron a continuar con lo que habíaestado madurando en su ruta desde su casahasta el Senado.- No me nombréis procónsul, pero, si nadiemás se postula como general para defen-der nuestros intereses en aquella región,

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dejad al menos que vaya como general aprote- ger Roma en Hispania frente aAsdrúbal y sus ejércitos. Con ello no sequiebra la ley y se atiende al interéssuperior de defender los intereses delEstado.Publio terminó de formular su propuesta yaguardó la reacción de los senadores. Unmurmullo se extendió por la sala. Era unaposibilidad interesante la que habíapresenta- do aquel joven tribuno, unaforma de conciliar lo que el pueblo habíapedido en el Cam- po de Marte, lo que elpropio joven tribuno deseaba y lo que latradición permitía y no permitía. Seguíasiendo extraño dotar a alguien tan jovencon el mando de dos legiones, pero si almenos aceptaba dicha misión sin el rangode procónsul, se establecía una situ- aciónde menor excepcionalidad, más asumiblepor todos. Quedaba, no obstante, ver qué

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opinaba de todo aquello el viejo Fabio. Lasmiradas, a medida que los murmullos sedesvanecían, fueron concentrándose en elanciano ex dictador. Éste, comprendiendoque todos esperaban su dictamen, selevantó una vez más y articuló su respuestaen forma de interrogatorio al joven tribuno.- ¿Quieres decir, joven Publio, que estásdispuesto a asumir los riesgos de lacampaña de Hispania pero sin el rango deprocónsul? - Así es.- ¿Entiendes bien lo que eso supone, joventribuno? Publio asintió.- Si consigues una victoria, no podrásdisfrutar de triunfo alguno por las calles deRo- ma, se te valorará lo conseguido, perono podrás pasear por esta ciudad festejandoun triunfo de gloria y fortuna, ¿eso estáclaro? - Está claro -respondió Publio convoz serena.Fabio le miró apretando los ojos. Aquél era

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un joven demasiado extraño: dispuesto aacometer una empresa asumiendo losriesgos y desdeñando los beneficios. Noquería gente de naturaleza incierta enRoma. Esas personas resultaban siempreimprevisibles en sus acciones.- Sea -concluyó Fabio-, tenemos ungeneral, que no un procónsul de Roma,para mar- char sobre Hispania.Y se sentó sin dejar de mirarle. Publiosintió que Fabio había pronunciadoaquellas palabras no como quien anunciaun nombramiento, sino más bien como eljuez que hace pública una sentencia.

88 La biblioteca

Roma, 211 a.C.

Tito Macio Plauto esperaba en el vestíbulo

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de aquella imponente mansión. Para unpatricio aquello era una pero paradomus,Plauto era bastante más. Las paredesestaban decoradas con un gran mosaicocon motivos de alguna lejana guerra:parecían legiones romanas combatiendocontra los galos del norte, pero una estatuaque reproducía el bus- to del general almando de las tropas que se veían en elmosaico aclaraba con una insc- ripción queera Córcega el lugar que se recreaba enaquel mar de teselas. Se trataba de laconquista de Aleria por parte de LucioCornelio Escipión, quien fuera cónsulhacía casi medio siglo, abuelo del actualjoven general que le había invitado. Al otrolado del ves- tíbulo estaba el busto de otroilustre antepasado de la familia: LucioCornelio Escipión Barbato, padre delanterior, de modo que era el bisabuelo deljoven general que le había invitado. Plauto

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leyó la inscripción que acompañaba a estaestatua. El bisabuelo también fue cónsul.Teniendo en cuenta que su padre y su tíotambién habían ostentado la máxi- mamagistratura, parecía que en aquelpoderoso clan familiar, si no se llegaba acónsul, se había fracasado en la vida.Había más bustos repartidos por elvestíbulo y el atrio, pe- ro Plauto empezabaa confundirse con tantos antepasadoscónsules con el nombre de Es- cipión y conlas diferentes batallas y pueblos sometidospor éstos. El suelo era un mosa- ico con unmotivo más pacífico: algas y peces, comoel fondo de un mar. Había que te- nermucho dinero y mucho poder para teneraquella casa y vivir en medio de ese lujo.El esclavo le invitó a seguirle.atrienseAquel sirviente vestía una túnica limpia delana de la mejor calidad, probablemente deCalabria o Apulia, lo que quería decir que

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el amo no llevaría lana que, al menos, nofuera traída expresamente para él desdeTarento. Hasta los esclavos que allí vivíantenían más dinero que él. Y eso que ahorale iban bien las cosas y se sentía más queafortunado. El estreno de la habíaAsinariasido un completo éxito y a ella le siguió el

que, sin alcanzar el mismoMercatorimpacto, había funciona- do muy bien. Elpúblico le quería, Roma le apreciaba y, através de Casca, había empe- zado amimarle un poco. Ahora residía en unahabitación alquilada a Casca en el centrode la ciudad en un barrio digno y hastatenía un sirviente. Comía caliente a diarioy be- bía el mejor vino que se podíaconseguir en el mercado. Hasta se habíapermitido el lujo de adentrarse en el barriode tabernas y prostíbulos junto al río yregalarse una noche de compañíafemenina. Y comoquiera que parecía que

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los dioses estaban congraciándose con él,fue fiel a su promesa y pagó todas lasdeudas que Rufo tenía contraídas con elpobre anciano de los cestos. La faziluminada de felicidad del viejo artesanotiñó de ci- erta esperanza el almaendurecida de Plauto, pero a los pocosdías, pese a las comodida- des y lasatisfacción de sus necesidades y deseosmás primarios, Tito Macio Plauto vol- vióa rodearse de su gruesa coraza deescepticismo, cultivada en las penurias desu vida.La invitación a aquella mansión le habíacogido por sorpresa cenando en casa deCas- ca. Un esclavo que buscaba a TitoMacio Plauto irrumpió en casa de Casca y,dirigién- dose a Plauto, transmitió sumensaje y aguardaba respuesta. Plautodudaba.- No puedes negarte, mi buen amigo -le

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dijo Casca-. En realidad, te puedesconsiderar un ser afortunado. Pocos son losque entran en esa casa invitados por el

y más ahora que ha recibidopater familiasel mando de dos legiones para partir aHispania.Plauto asintió y se dirigió al pacienteesclavo.- Dile a tu amo que acudiré a la invitacióny… -le costaba pronunciar algunas palab-ras, decir algunas cosas que no sentía-, ydile que es un honor.El esclavo asintió y partió.- ¿Por qué te cuesta aceptar la invitación deun patricio, un patricio que ha sido edil deRoma, que es admirado por todos y que,pese a su extrema juventud, ya es general?¿O es algo personal en contra de losEscipiones? - No, no es nada personal.- De hecho fue él el que te brindó laoportunidad de estrenar tu obra cuando

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actuaba como edil de Roma.- Lo sé -respondió Plauto-, aunque retrasóel estreno hasta el fin de año.- ¿Y le guardas rencor por ello? A mí mesorprendió que tan siquiera permitieraestre- nar tu obra, el texto de un completodesconocido, jugándose él su prestigio enel éxito de las obras que contrata.- Entre otras muchas cosas, y el teatro noes la más importante y tú y yo lo sabemos.Además, tú me defendiste, según mecomentaste.- Oh, sí, es cierto. Eso te dije. Y es verdadque lo hice, pero no me sobrevalores, aun-que he de reconocer que adulas mi vanidadcon semejante reconocimiento. Pero no.No ha nacido la persona que persuada a esejoven Escipión con cuatro palabras, pormuy buena retórica que se tenga, si noencaja lo que se le sugiere en sus planes. Alas pru- ebas me remito: sus

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enfrentamientos con el propio FabioMáximo no hacen sino subra- yar lo quedigo. No, mi querido amigo, contrató tuobra porque buscaba comedias, acep- tó mioferta y no la de la competencia porque yole ofrecí más comedias y la tuya iba en ellote. Luego el éxito de tus obras le ha dadola razón en su elección, pero no tomó nin-guna determinación por mis palabras, pormuy elocuentes que éstas pudieran llegar aser. Es un hombre… enigmático.- A mí no me lo parece -respondió Plauto,tomando un sorbo del vino que acababa detraer una esclava-. Es un patricio, es rico,es poderoso, ejerce su poder, tieneambición y persigue la gloria y, con todaprobabilidad, más poder. Mientras, milesde personas mu- eren en una guerrainterminable.- Es posible que sea así, pero hay cosas queno encajan en ese patrón. Creo que esta-

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mos ante alguien más complejo.- ¿Por qué? - Verás, amigo Plauto: haconseguido militar sobre dosimperiumlegiones, pero el grado de procónsul que sele concedió inicialmente en el Campo deMarte ante todo el pueblo y con el apoyode la plebe le fue revocado conposterioridad en el Senado.- Algo he oído de esa historia, pero misdatos son confusos.- Encantado de aclarártela, eso y lo quequieras, siempre que sigas proveyéndomede buenas obras con las que engordar misarcas y mi cuerpo -y Casca se palpó concompla- cencia su prominente estómago.Las esclavas, mientras, traían fruta, cerdoasado, queso y caldo de verduras. Cascasonrió exultante.Plauto devolvió una sonrisa más tenue.Estaba preocupado porque no tenía buenasideas para una nueva obra y sabía que

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Casca esperaba algo pronto. Había pasadoaños en aquel molino para producir unagran obra. Ahora se le pedía una cadacuatro o cinco meses. Era un ritmoabrumador, insostenible.- Verás -continuó Casca, hablandomientras devoraba un pedazo de pierna decerdo asado adobado en una salsa espesaque goteaba sobre el suelo-. Una veznombrado pro- cónsul, se reunió el Senadoy Fabio Máximo soltó una diatriba contrala idea de romper la tradición y permitirque alguien tan joven accediera a unamagistratura del grado de procónsul. Comosabrás, muchos anhelan dicho honor ypocos son los elegidos. Otros senadores,una vez ya alejados del tumulto de laplebe, secundaron su moción, de modo quese llamó a tu joven amigo, digo amigo yaque te invita a su casa. -Plauto sacudió lacabeza ante la ironía de Casca; este último,

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divertido por la incomodidad de suhuésped, continuó con la explicación sindejar de masticar la comida-. Bueno, puesel joven tribu- no acude al Senado y se lehace saber que no se le puede permitir queacceda al grado de procónsul y, en suma,partir para Hispania con el mando de laslegiones asignadas y, te preguntarás, ¿quéhace nuestro hombre? - ¿Y bien? Y, porfavor, deja de comer un minuto mientrasme explicas todo esto.- Ah, sí, disculpa. Para haber pasado tantaspenalidades y miseria te has vuelto bas-tante delicado en poco tiempo, pero bueno,qué no consentiremos los patrones a nuest-ros escritores consagrados. Bien, bien. Eljoven Escipión reta al Senado: les dice quean- te todo el pueblo le han concedido elpermiso y las legiones para marchar haciaHispa- nia y que, si le revocan el mando,esto será difícil de explicar, pero que está

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dispuesto a sugerir una alternativa quesatisfaga al pueblo, al Senado y a élmismo. Imponente, ¿verdad? Y con tansólo veinticuatro años. Pero como tu jovenamigo… - Por favor, deja de llamarle miamigo.- Por Castor y Pólux, de acuerdo. El jovenEscipión no quiere llevar aquello a un enf-rentamiento sin salida, así que ofrece unasalida al Senado: que le permitan acudir aHis- pania con sobre las dosimperiumlegiones asignadas como general, pero singrado de procónsul. De esa forma seestablece una situación excepcional, perono se transgrede la costumbre de la edad enlo relacionado con el consulado y elproconsulado.- Ya. ¿Y qué decide el Senado al final? - ElSenado acepta. El propio Fabio Máximo semuestra de acuerdo, de modo que ladiscusión concluye con acuerdo general.

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- Muy bien. Acude a Hispania sin rango demagistrado máximo. ¿Qué tiene eso quever con que ese Escipión no sea como otropatricio cualquiera? - Ay, amigo mío, veoque tanto como sabes de teatro y de hacerreír al público, desco- noces en todo lotocante a la política. Un general nuncapodrá celebrar ningún triunfo en Roma sino consigue sus victorias ostentando elgrado de cónsul o procónsul. Si ese jovenEscipión se moviese únicamente por lagloria y la ambición, no habría aceptadoese pacto con el Senado. -Ya entiendo.Plauto meditó en silencio mientras Cascarecuperaba su pata de cerdo asado y roíacon avidez el hueso. Siempre habíaconsiderado que la carne junto al hueso erala más sabrosa.- Puede ser -respondió al fin Plauto-, perotambién puede ser que ese Escipión tengaen mente que más vale una victoria sin

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triunfo que no obtener el mando sobre doslegi- ones, pese a su juventud, y tener asíacceso a lograr victorias que le allanen elcamino de su ambición.- Es posible -concedió Casca-, pero encualquier caso estamos ante una situaciónext- raña. También hay quien comenta queel muchacho se ha tomado todo el asuntocomo algo personal y que sólo buscavengar la muerte de su padre y de su tío.- ¿Y tú qué piensas? - No lo sé. Encualquier caso, esto son cosas sobre las quese opina mejor cuando se conoce cara acara a las personas implicadas. Quizámañana, cuando hables con él, ten- gasoportunidad de decidir por ti solo si estásante otro patricio más o ante alguien dife-rente. Espero que compartas conmigo tuopinión. Estoy interesado. Tengocuriosidad.- Tú ya le conoces. Has hablado con él.

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- No, amigo mío, no. Yo he connegociadoél. He intercambiado unas breves frasessobre un negocio que en un momentoconcreto le interesaba: contratar obras deteatro mientras era edil de Roma. A ti te hainvitado, a ti desea conocerte. Contigo, poralgún motivo que se me escapa, quiere hablar.- ¿Y por qué crees que me invita ahora? -No lo sé. Quizá le gusten tus obras demodo especial. Su padre era un granaficiona- do del teatro. Todos lamentan supérdida como general, pero en el mundodel teatro se lamenta más la pérdida de unpatricio valedor del teatro. Piensa en ellocuando le conoz- cas. Quizá esoreblandezca un poco tu gélido corazón.- Lo tendré presente -respondió Plauto nosin cierta frialdad.La conversación derivó entonces haciaotros derroteros. Plauto fue cuidadoso en

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evi- tar el asunto de su próxima obra yCasca, bien porque se percatara de ello,bien porque el vino hacía de él alguienfácil de dirigir, tampoco sacó el tema.Aquella conversación con Casca parecíaahora lejana en el tiempo. Seguía al

de aquella mansión atento para noatrienseperderse. Cruzaron un amplio atrio al quedaban mul- titud de puertas de lasdiferentes habitaciones de la casa. El

al fondo del atrio, estaba abiertotablinium,con sendas cortinas descubiertas, dejandover un frondoso jardín rodeado de unpórtico de dos plantas. El esclavo no sedirigió hacia allí, sino que lo llevó a unaesquina del atrio próxima al y letabliniumhizo entrar en una habitación sin ventanas.- Espera aquí. Mi amo vendrá en unosminutos -dijo el esclavo y desapareció pordonde había venido.Aquella dependencia tenía cuatro pasos por

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unos seis. La única luz era la que entrabapor la puerta que daba al atrio, de modoque Plauto se encontró sumido en una granpe- numbra a la que poco a poco se ibanajustando sus pupilas. Había varias sillas,con ma- dera oscura tallada. Pensó ensentarse, pero lo consideró dos veces ydecidió mantenerse en pie mientrasaguardaba la llegada del señor de la casa,del joven nuevo general. ¿Qué querríaaquel hombre de él? La única vez que lohabía visto fue el día del estreno de la

cuando en calidad de edil deAsinaria,Roma se sentaba en la primera fila delteatro.Plauto tenía recuerdos confusos de aquellatarde, pero de entre ellos, rescató algunascarcajadas del joven Escipión y de sumujer, lo cual le tranquilizó, pero tambiénrecordó que el edil se marchó rápido delteatro, como si el desenlace de la obra le

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hubiera decep- cionado; esto últimoreavivó la preocupación que habitaba suinterior.Sus ojos ya se habían habituado a la tenueluz de la estancia y se percató de que lasparedes estaban llenas de armarios conpequeños estantes y que en cada uno deéstos ha- bía gran cantidad de cestos dedonde sobresalían rollos de diverso tamañoy color. Se acercó a uno de los armarios yleyó alguno de los nombres que estabanescritos en los extremos de los rollos. Eragriego. Demófilo, Menandro, Batón,Dífilo, Posidipo, Aris- tófanes, Sófocles,Teogneto, Alexis, Filemón. Y habíamuchos más. Por todos los di- oses, enaquella sala estaba todo el teatro griego.Aquella dependencia era una bibliote- ca.No, para ser precisos, estaba en la mejorbiblioteca a la que nunca jamás había teni-do acceso. En casa de Rufo había varios

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volúmenes de interés que Praxíteles habíatra- ído consigo desde su tierra en laMagna Grecia, y Casca tenía una colecciónnotable que le había sido útil para susegunda obra, pero aquello, esa sala eraotro mundo. Siguió ob- servando conatención y en otro armario encontró variastraducciones al latín de los ori- ginalesgriegos y también obras de autorescontemporáneos: poesías de Quinto Ennioy obras de Nevio y del mismísimo LivioAndrónico. En el armario de obras latinasse ent- remezclaba la literatura con tratadossobre agricultura y planos de diferentesregiones. Y un cesto, no dos, parecían estardedicados a obras históricas y tratadosmilitares de auto- res que desconocía.- ¿Te gusta nuestra pequeña biblioteca? Lavoz del recién llegado le sobresaltó yPlauto dio un respingo. Al girarse vio antesí a un hombre joven, alto, delgado, con el

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pelo muy corto, bien afeitado, vestido conuna larga toga blanca.- Disculpa; no era mi intenciónsorprenderte así. Soy Publio CornelioEscipión. Tú eres Tito Macio Plauto, ¿noes así? - Así es -respondió Plauto sinañadir «mi señor» o ningún otro apelativode respeto-.Estaba absorbido, es cierto, por lacolección de obras que aquí tiene.- ¿Sí? ¿Te parece entonces una buenacolección? - Es una biblioteca magnífica,al menos, en la parte que acierto a valorar.Veo que es- tá casi todo el teatro griego ylatino y excelentes selecciones de poesía.De la parte his- tórica y militar no puedoopinar.- Sí. Lo normal es disponer de los tratadoshistóricos y poco más. Alguna traducciónlatina de un buen clásico griego, comoéste. -Publio cogió un rollo del armario de

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volú- menes latinos-. Es la traducción deLivio Andrónico de la creo que elOdisea,original de Homero está en el otro armario.En fin, con este volumen mi padre nosenseñó a leer latín de pequeños -Publiohablaba recordando el pasado- a mí y aLucio, mi hermano pequeño. Nossentábamos en esas sillas y él paseabamientras escuchaba cómo leíamos o, almenos, cómo lo intentábamos. Noscorregía sin necesidad de mirar el texto. Selo sabía de memoria. Luego fue cuandocontrató al bueno de Tíndaro, que nosinstruyó en el griego, la historia… Bueno,pero eso no viene al caso. Lo que queríadecir es que mi padre no era un hombre aluso y puso un gran empeño en ampliar sucolección incorpo- rando decenas devolúmenes procedentes del extranjero. Leapasionaba la poesía y, en especial, sí, porencima de todo, el teatro. Por eso todos

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estos cestos y esos rollos que aquí ves.Plauto asintió sin decir nada. Publio lemiró, estudiándole.- Tito Macio, eres hombre de muy pocaspalabras para alguien que las sabe usar tanbien cuando escribe.Plauto dudó antes de responder; estabaclaro que algo debía decir.- Veréis, estoy un poco confuso en lo quese refiere a mi presencia aquí y ahora.- Entiendo. La vida te ha hechodesconfiado. ¿Has tenido una vida difícil,Tito Ma- cio? - Depende de lo que seentienda por difícil.Publio había dejado pasar por alto la tácitainsolencia de que aquel escritor se dirigi-ese hacia él sin ninguna indicación derespeto; lo aceptaba como unaexcentricidad pro- pia de su profesión, peroempezaba a irritarle el hecho de que aaquel hombre le costase tanto dar una

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respuesta directa y clara. Se sentó, pero noinvitó a Plauto a que hiciese lo mismo.- ¿Por qué no me dices en qué haconsistido tu vida y ya juzgaré yo si hasido difícil o no? Plauto consideró sentarseen la otra silla, pero detectaba ya ciertatensión y no estimó oportuno estirar máscuerda de la paciencia de aquel patricio.- Servidumbre, comercio, ruina, hambre,mendicidad, palizas, ejército, derrotas, nu-evamente mendicidad, semiesclavitud ysiempre miseria, hasta hace poco. Hastaque aceptasteis el estreno de mi primeraobra, lo cual os agradezco.Publio le miraba en silencio. Había sido unresumen conciso pero intenso. Una vidadura, sin duda, y había habido un primerreconocimiento de aprecio por su partehacia una acción suya, la de aceptar elestreno de su obra.- ¿Por qué no tomas asiento? Plauto aceptó

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sin decir nada. Lo correcto habría sidodeclinar por considerarse inferi- or oaceptar dando gracias. Sentarse sin decirmás era altanería. Publio meditaba si debíaaceptar aquella forma de trato con aquellapersona o echarlo de casa y no dedicar másti- empo a ese asunto. El peso del amor porla literatura que su padre le había inculcadopu- do más.- ¿Quieres vino? Plauto asintió.Publio dio un par de palmadas. Un esclavoentró y recibió las instrucciones oportu-nas.- Veo que me va a costar sacarte laspalabras. Eres un hombre difícil de tratopara al- guien que vive de hacer reír a lagente.- No soy ningún bufón.- Aaah. Es eso. -Publio le comprendióentonces. Se sentía incómodo por tener queve- nir siguiendo una invitación que,

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recibida por alguien de su clase, era comorecibir una orden y por encontrarse antealguien que parecía estar esperando graciascon las que so- lazarse en su tiempo deocio.El vino llegó y ambos bebieron el licormezclado con un poco de agua. Publioconfir- mó que aquella rudeza estabaclavada, al contrario que en el caso deLelio, en el corazón de aquel hombre, noen su tosco cuerpo.- No te he llamado para que me hagas reír,Tito Macio. Te he llamado porque estabiblioteca no es muy usada y menos lo serácon mi marcha a Hispania. Sólo mi madre,mi mujer y mi hermano acceden a ella conalguna frecuencia y de ellos sólo mi madrees una ávida lectora. Lucio y Emiliaprefieren otros entretenimientos. A mí megusta le- er y pienso llevarme conmigoalgún volumen de teatro y de filosofía y,

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desde luego, la mayor parte de los tratadosmilitares y de geografía, pero el resto sequedará aquí. Mi padre pasó añosrecopilando todos estos volúmenes y, laverdad, que ahora se queden aquí, sin serleídos, sin que nadie valore lo que aquíhay, me duele. Es como si algo que hizo mipadre no valiera para nada, o para muypoco. No puedo devolverle la vida y, en-tre tú y yo, no tengo muy claro que puedavengar su muerte con las escasas tropasque me dan; de hecho, dudo que retornevivo de Hispania. Si algún día, pronto, meatraviesa una lanza cartaginesa o unaespada ibera, me ayudaría llevarme al otromundo la idea de que la colección de mipadre es leída y apreciada por otraspersonas. Quizá pienses que es algosentimental y absurdo. Según la vida queme has resumido, estas preocupaciones tedeben parecer superfluas, casi triviales.

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Plauto escuchaba con atención. Aquelhombre le estaba hablando de igual a igualde sus sentimientos más profundos, peroaún no sabía dónde quería llegar.- No, no es superfluo lo que uno necesitapara vivir con paz de ánimo y cada uno te-nemos derecho a necesidades distintas-respondió Plauto.- Gracias -dijo Publio-. Mi idea era quealguien que sabe escribir y apreciar elteatro, alguien como tú, pudiera acceder aesta biblioteca con toda libertad siempreque quisiera para leer o consultarcualquiera de estos volúmenes cuando lodesease. Eso me haría sentir que algo en loque mi padre ocupó parte de su vidarecuperaría su sentido comple- to. ¿Quiénsabe? Quizá aquí encontréis inspiraciónpara nuevas obras con las que entre- tenera Roma.Plauto asintió antes de responder.

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- Pero, ¿por qué yo y no Livio o Nevio uotro de los escritores que hay en Roma?Publio lo miró durante lo que le parecióuna larga espera. Si había gente en la casa,debían de estar recogidos en sushabitaciones porque reinaba un gransilencio que se fragmentaba sólo por lasvoces de su conversación y por el ruido deuna fuente que se escuchaba en ladistancia.- Porque tus obras me gustan -dijo Publioal fin. Iba a añadir algo pero se detuvo.Pla- uto se percató de que no había dichotodo lo que pensaba.- Me dio la sensación de que se fuedecepcionado del estreno de mi primeraobra, en las -No, no fue así.Saturnalia.- Sin embargo, se marchó con el semblanteserio, triste, un aire como de desazón. Es-toy seguro de recordarlo bien porque mequedé preocupado. Luego la reacción del

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púb- lico fue tan positiva que no pensémucho más en ello hasta que recibí estainvitación.Publio volvió a guardar silencio. Plautoentendió que aquel patricio ya habíacompar- tido demasiadas intimidades comopara abrir más sus sentimientos a undesconocido que, además de mostrar ciertainsolencia, era arisco en el trato. Plauto eraconsciente de su rudeza, pero la vida lehabía hecho así. Por eso sus escenas eran aveces crueles, in- misericordes con suspersonajes, donde la burla despiadada abríael camino a la carcaj- ada inclemente delpúblico. Eso querían, eso les daba.- Disculpe mi carácter inquisitivo y mispreguntas. Agradezco la oferta, si es quesi- gue en pie. Poder consultar y leer estosvolúmenes me ayudaría mucho. No estoyacos- tumbrado a muestras de generosidaden las que no se pide nada a cambio.

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- Bueno -respondió Publio, ahora un pocomás relajado; estaba comprendiendo que lamiseria había transformado a aquel hombreen insolente sin pretenderlo, enimpertinente sin esforzarse. Quizá el éxitose le hubiera subido a la cabeza-. Sólo unacondición: aquí puedes leer cuanto quierascuando desees, pero no debes sacar ningúnvolumen. Quiero que la colección sepreserve intacta. No es que dude de ti, peroRoma es un lugar pelig- roso y un rollo sepuede robar o se puede perder.- De acuerdo -asintió Plauto.- Bien, pues eso es todo. Ahora debomarchar al foro a poner en orden losasuntos de mi familia antes de embarcarhacia Hispania.- ¿Podría quedarme ahora y empezar aleer? Hay volúmenes que ya handespertado mi interés.La petición pilló por sorpresa a Publio que,

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ya levantado, esperaba que su invitado hi-ciera lo mismo. Estaba claro que con aquelhombre nada sería como se esperaba. Esopodía ser peligroso, pero tambiéninteresante.- Sí, claro, ¿por qué no? Lee lo quequieras. Habrá un esclavo a la puerta por sideseas cualquier cosa. Cuando marches, élte acompañará a la puerta.Publio, tras un cortés saludo con la cabeza,se volvió y se dirigió a la puerta que dabaal atrio, pero se detuvo, se giró de nuevo yañadió unas palabras.- Al final de tu obra tuve un extrañopresentimiento. Sentí que mi padre moría;no pu- edo explicar cómo ni por qué, yaque estaba pasando un buen rato con tuobra. La sensa- ción se apoderó de mí. Esoes lo que viste en mi semblante y lo queme hizo salir del te- atro con rapidez.Estaba incómodo y preocupado. Cuando

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semanas después llegaron las noticias deHispania, a partir de los datos que me dioel mensajero, he calculado que el día delestreno de tu obra coincide con el día enque murió mi padre. Por eso, de entretodos los escritores, te he elegido a ti paracompartir su biblioteca, porque siento queen- tre tú y nuestra familia hay algún tipode conexión cuyo sentido no acierto ainterpretar.Quizá el tiempo o los dioses tengan a biendesvelarnos si tal relación tiene algúnfunda- mento o es sólo fruto de miimaginación. Espero que disfrutes de lalectura.Y partió. Plauto se quedó solo, rodeado detodos aquellos rollos. Se había levantado,al fin, en atención a Publio y ahora volvía asentarse. Estaba confundido. Casca llevabarazón: aquel joven patricio no era tanprototípico como la mayoría de los de su

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clase.Hablaba de teatro, leía latín y griego, habíatenido un padre que coleccionó la mejorbib- lioteca que nunca antes hubiera visto;se dejaba influir por sensaciones ypresagios que decía luego haber podidoconfirmar y le hablaba de un indefiniblevínculo entre su fami- lia y él mismo, TitoMacio Plauto. Aquél era un joven patriciocon pensamientos dema- siado profundospara alguien de tan poca experiencia en lavida. Quizá había sido injus- to al juzgar aalguien por su condición: es igual deinjusto despreciar al pobre por pobre, comohabían hecho con él durante toda su vida,como menospreciar al rico por el merohecho de haber nacido siéndolo, comohabía prejuzgado él al joven tribuno que lehabía invitado a saborear los contenidos dela biblioteca de su padre. Tendría quepensar bien en todo esto, pero en otro

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momento. La luz que entraba por la puertadel atrio se atenu- aba; el sol de la tarde ibadescendiendo en su viaje por el cielo y enpocas horas no pod- ría leer sin la ayuda deuna llama y, aunque pudiera solicitarla alesclavo que el joven Escipión habíamencionado, no quería pedir nada más enuna primera visita. Regresó junto alarmario donde estaban la mayor parte delos escritores griegos y buscó las obras quele habían llamado más la atención, y deentre todas ellas, seleccionó una que ibasin título, con el simple sobrenombre de

firmada por un autor quehilarotragediadescono- cía: Rintón. Sacó el rollo concuidado y sacudió el polvo acumulado enambos extremos del mismo. Lo desplegó y,como la tinta gastada resultaba de difícillectura, acercó su silla hasta el umbral de lapuerta del atrio y allí, bajo la luz delatardecer, empezó a leer con auténtica

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pasión.

LIBRO VIII EN BUSCA DE LAESPERANZA

In me omnis spes mihi est.[Sólo en mí mismo está toda esperanza.]Terencio, 139.Phormio,89 Rumbo a Hispania Puerto de Ostia, 210a.C.

En la proa del barco Publio sintió el vientodel mar resbalando por la piel de su rost-ro. Necesitaba aire fresco que le devolvieraa la vida y a la esperanza. Hacía tan sólounos meses era el feliz hijo del procónsulde Hispania, un joven tribuno casado conuna hermosa patricia, heredero de una granfamilia y una ingente fortuna. La súbitamuerte de su padre y de su tío había segado

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de raíz los fundamentos de su felicidad ysu sosi- ego. Llevaban en guerra muchosaños, es cierto, y había visto la muerte decerca, en Te- sino y también en otrasbatallas, pero desde la caída de su padre yde su tío su mundo se desmoronaba apedazos: Roma había llegado a serasediada por el mismísimo Aníbal, que sehabía permitido pasear apenas a unos pasosde las puertas de la ciudad del Tíber.Roma había resistido y con el apoyo deuno de los ejércitos consulares, las legiones

y la estrategia de seguirur- banaeacechando Capua, se había vencido alenemigo, al me- nos, por el momento.También se había recuperado Capua, peroqué lejos estaban esas victorias de las queaprendió cuando estudiaba con Tíndarobajo la atenta vigilancia de su padre,cuando se le instruía sobre las conquistasen territorios de los galos, los ligures o los

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piratas de Iliria, las épicas batallas contrael rey Pirro o la gran victoria sobre Car-tago hacía años, que dio paso a laexpansión de Roma por el Mediterráneo.¿Dónde ha- bía quedado todo aquello? LaRoma que le enseñaron y la Roma en laque vivía ahora no tenían nada que ver.Ahora se luchaba por recuperar lo que yase tenía y se había per- dido o por defenderla mismísima capital de la República. Lasfuerzas que se enviaban al exterior paraacometer campañas militares más allá delmar eran escasas, insuficien- tes porque losrecursos se consumían en la guerra desupervivencia que Aníbal había traídoconsigo a la península itálica. Losresultados hablaban por sí solos: su padre ysu tío muertos, el protectorado ilirioacosado por Macedonia, la Magna Greciaen manos de Aníbal y los galos campandocon libertad y abierta hostilidad por el

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norte. En el fondo de su ser, Publioanhelaba recuperar la Roma en la quenació, su vigor y su fuerza, sus dominios ysu fortaleza. Lo que no sabía es que, enrealidad, lo que le movía era intentarrecuperar el tiempo en el que su padre y sutío vivían. En aquel tiempo Roma, comoel- los, era fuerte y, sin saberlo, de formainconsciente, pensaba que recuperaraquella po- derosa Roma le acercaría a supadre y a su tío y que, como si nadahubiera ocurrido, en- contraría un día a supadre leyendo en la biblioteca a la luz deuna lámpara de aceite y que su tío lellamaría a gritos desde el atrio para salir atomar vino en una de las taber- nas quetanto gustaba frecuentar. Eran otrostiempos. Lejanos, difusos, perdidos. El bar-co, el mar y las olas, con su vaivén y lasvoces de los marineros le devolvieron alpre- sente.

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Cayo Lelio dirigía las maniobras de la flotaque estaba abandonando el refugio delpuerto de Ostia: treinta quinquerremesfuertemente pertrechadas de tropas, víveresy su- ministros para lo que se adivinabacomo una larga y complicada campaña enHispania.Lelio se dirigió a su general.- ¿Qué rumbo seguimos? ¿Directos aHispania? Escipión no respondió deinmediato.- No. Iremos a Hispania, pero bordearemosla costa de Etruria primero y luego el surde la Galia. Navegaremos siemprepróximos a la costa -el aire era fresco,limpio, inten- so-. No quiero correr ningúnriesgo innecesario. No podemospermitirnos perder ni un solo barco en altamar. No vamos a luchar contra Neptunosino contra los cartagineses.Reservemos tropas y fuerzas para ese fin.

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Rumbo al norte. Al norte.Lelio asintió y dio las órdenes precisas alresto de los oficiales del barco. Las navesque componían la flota seguirían el cursomarcado por la de Escipión.quinquerremeLe- lio observaba la estela que el buque ibaabriendo en el mar. No parecía que aquéllafuera a ser una navegación especialmenteproblemática. Se preguntaba si era así, conesa ext- rema prudencia, como Escipiónpensaba desarrollar toda la campaña. Laspalabras del general parecieron entrar ensus pensamientos.- Leo en tu rostro cierta decepción, viejoamigo -Publio sonreía al tiempo que lehab- laba-. No temas, que yaencontraremos suficientes batallas ydificultades en nuestra campaña para quehagas gala de tu valor. Ahora me preocupallegar a puerto en Hispa- nia con todas lastropas que nos ha concedido el Senado.

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Dos legiones, apenas diez mil hombres yunos escasos refuerzos de mil jinetes decaballería no son fuerzas suficientes paradoblegar a los tres ejércitos cartaginesesque controlan aquel país. No debemos em-pezar, pues, nuestra campaña malgastandoesfuerzos arriesgándonos en unanavegación en alta mar.- Entonces -preguntó Lelio-, ¿no crees quetengamos ninguna oportunidad de victo-ria? La voz de Cayo Lelio no denotabatemor. Escipión sabía que aquel hombre lesegu- iría al fin del mundo, a la muerte enel campo de batalla si era necesario y queel miedo al combate no cabía en su formade entender la vida. No, aquélla era unapregunta direc- ta, pero difícil deresponder. La honestidad parecía la mejorpolítica.- Estimado Cayo, entre nosotros, sin quetrascienda a las tropas: tenemos once mil

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hombres y en Hispania nos esperan otrostrece o catorce mil hombres, ya cansados ysin apenas pertrechos militares, agotadospor los continuos combates y sin ánimospor las derrotas sufridas. En total, unosveinticinco mil soldados. Los cartaginesesposeen tres ejércitos en la península ibéricacon un total de unos setenta y cinco milhombres, sin contar con las diferentesguarniciones de las ciudades que controlan,su gran cantidad de armamento y el reciénganado control sobre la mayoría de lastribus de la región. Son, al menos, trescontra uno. No, Lelio, no disponemos detropas suficientes para emprender estacampaña.Terminó así Publio su parlamento y volvióde nuevo la mirada hacia el mar.- Entonces… -continuó Lelio- ésta es unacampaña sin esperanza… No lo digo pornada, sabes que te seguiré en cualquier

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caso…, es un poco por saber dónde vamos,co- mo tú dices, simplemente entrenosotros, sin que esto llegue a nuestroshombres… En cierta forma… ¿vamos alláa ser derrotados? Publio volvió a tomarseunos segundos antes de responder. Lelio semantuvo en si- lencio, respetando losmomentos de reflexión del joven general.- Bueno -dijo al fin Publio-, nonecesariamente, no… tengo mis planes…hay alguna posibilidad de victoria; nomuchas, pero alguna y sobre ellatrabajaremos. Quizá no de victoria, pero síde crearles bastantes problemas a loscartagineses. -Y con esto le dio unapalmada en la espalda a su reciénnombrado almirante de la flota y le volvióa son- reír. Una sonrisa limpia queiluminaba el rostro pulcramente rasuradodel general y que, sin saber bien por qué,infundía confianza infinita-. Ganaremos,

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Cayo Lelio, vencere- mos. Los dioses estánde nuestra parte, especialmente Neptuno,especialmente Neptuno.En su momento recordarás estas palabras yme entenderás… si todo va bien… -Ylanzó un profundo suspiro-. Si no va bien,tendrá que ser en el otro mundo donde mereproc- hes mi equivocación. Ahora, voy aver cómo está Emilia. Que yo sepa, nuncaha nave- gado y no sé cómo le estarásentando el vaivén de las olas. Yo preferíaque se quedara en Roma con mi madre,pero no ha habido manera de persuadirla.Es casi tan testaruda, o puede que inclusomás que yo. Avísame cuando creas que esconveniente que atraqu- emos para pasar lanoche. -Y con esto se alejó de sulugarteniente y se dirigió al cama- rotedonde le esperaba su joven esposa.Una vez en el interior del barco y a medidaque se acercaba a la estancia reservada

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para el general de las legiones de Hispania,fue escuchando el lloriqueo de una niñaque Publio enseguida reconoció. Emiliapuede que resistiera el oleaje, pero estabaclaro que su pequeña hija Cornelia no lollevaba tan bien. Deberían habersequedado en Roma acompañando a sumadre, pero cuando buscó la ayuda dePomponia para que la conven- ciera de quelo más oportuno era que se quedase en laciudad y esperase allí su vuelta, las cosasno salieron tal y como Publio habíapensado. Recordaba la conversación y aúnse sorprendía.- Madre -decía él, ya nervioso ante latozudez con la que Emilia se mantenía ensu idea de seguirle a Hispania-, porHércules, hazla entrar en razón. Su sitio esaquí contigo y con la pequeña Cornelia.Díselo, por todos los dioses.Su madre estaba reclinada en su triclinium

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a la sombra de uno de los olmos que crecí-an en el jardín de la casa. El ruido de lafuente que manaba en el centro la relajaba.Se pasaba allí tardes enteras en silencio, aveces con Emilia y su pequeña nieta, enocasi- ones a solas, leyendo algún rollo dela biblioteca o simplemente meditando.Allí, en esa plaza tenía los mejoresrecuerdos de su marido. Allí celebraron suboda y allí vieron có- mo Publio primero yluego Lucio daban sus primeros pasos. Suhijo, ahora, después de tanto tiempo, teníauna disputa doméstica con su mujer. Lafamilia seguía su curso, pese a todo, pese ala guerra y las ausencias que ésta, cruel,insensible y tremenda, iba semb- rando asu paso.- No, hijo -empezó Pomponia-, sientocontradecirte, pero en este punto estoy deacu- erdo con Emilia. Si ella está dispuestaa acompañarte a Hispania, debe hacerlo. El

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lugar de una mujer está junto a su marido.Y si quieres saber aún más, Publio, laúnica decisi- ón de la que me lamento enesta larga vida es la de no haberacompañado a tu padre y a tu tío aHispania. Habría podido disfrutar mástiempo de su compañía y de su afecto.Dudé. Pensé que era mejor quedarme convosotros, pero a veces pienso que me hehec- ho demasiado cómoda y una campañamilitar no es lugar para comodidades, esoes cier- to, pero tú tienes la fortuna de teneruna esposa joven, sana y fuerte y queademás quiere acompañarte. Debe ir.Publio se quedó mudo. Emilia sonreía,satisfecha.- En fin -dijo el joven general-, esperotener más éxito con los cartagineses que enca- sa; está claro quién gobierna de puertaspara dentro. Pero pongo una condición.Las dos mujeres escuchaban atentas.

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- Emilia me acompañará y supongo quecon ella vendrá Cornelia, pero sólo hastaTar- raco. Allí estableceremos elcampamento militar sede de las legiones ami mando, pero cuando parta hacia elnorte, hacia el interior o hacia el sur enbusca del enemigo, Emilia permanecerá enTarraco, por su propia seguridad y por lade la niña. Sólo allí siento que puedoproporcionar a mi familia un mínimo deseguridad. Aquél es un territorio de fron-tera, rebelde a Roma en su mayor parte yatestado de enemigos. Hasta Tarraco. Ésaes mi condición.Emilia miró a su marido y luego aPomponia. La madre de Publio asintió.- De acuerdo -dijo Emilia-, hasta Tarraco.Voy a prepararlo todo -y desapareció por el

para pasar al atrio y de allí a lastabliniumhabitaciones de ella y su marido. Tenía unmontón de cosas que envolver y embalar

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antes de partir.Publio se quedó a solas con su madre.Dudó antes de hablar pero al fin se decidió.- Pensaba que a ti te gustaría que sequedase contigo. Emilia y tú os lleváismuy bien.Sería un gran consuelo para ti tenerla.- Lo sé. Y es cierto, pero por encima de micomodidad está tu matrimonio. Emilia esuna buena esposa. No podrías haberencontrado a nadie mejor. Cuando laconocí, reco- nozco que me pareciódemasiado aventurada, atrevida incluso,pero intuyo que en la vi- da que vas allevar, es ése el tipo de esposa quenecesitas. Debe ir contigo y no se hablemás del tema. Además, Lucio se quedaconmigo. En él tendré el consuelo y elapoyo ne- cesario. Y tú haz el favor decuidarte. No digo que no luches, eso seríaabsurdo, en me- dio de esta guerra y en tus

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actuales circunstancias. Sólo te pido que nopongas en pelig- ro tu vida sin sentido.Roma se está quedando sin hombresvalientes que, además, sean inteligentes yesta familia también. Así que haz lo quetengas que hacer, pero sé siempreprecavido. Ya sabes lo que decía tu padresobre la guerra.Publio asintió.- Sí, madre, el propio Máximo me lorecordó en el Senado hace poco: «Unabatalla se puede ganar con el corazón, perouna guerra sólo se gana con la cabeza.» -Bien. Veo que escuchaste a tu padre, y queMáximo también aunque nos deteste.Cuanto más recuerdes de las enseñanzas detu padre más lejos llegarás y, bueno, porot- ra parte es justo admitir, en favor de tutío, que cuanto más recuerdes de suadiestrami- ento con la espada, másposibilidades hay de que vuelvas con vida.

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En momentos como éste lamento habergritado a Cneo. Sus costumbres y susdebilidades me irritaban, pero sé que en tipuso su mejor empeño. Aprovéchalo.Publio, sé que soy tu madre y que encalidad de tal, puedes pensar que lo quedigo es más fruto del afecto que de lainteligen- cia, pero en esta casa, como encasa de cualquier otra madre, mi laborfundamental es la de observar y callar. Tehe visto crecer y te aseguro que por algúndesignio de los dioses en ti se ha forjado lomejor de tu padre y de tu tío. Por ello séque hay esperanza para ti, para nuestrafamilia y para Roma. Sé fiel a ti mismo ylo demás vendrá por sí solo. Y ahora vete avigilar a tu mujer o necesitarás una

sólo para todo lo que a esa ni- ñatrirremese le ocurra llevarse.Publio se quedó un momentocontemplando a su madre, que se mantenía

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reclinada en su butaca haciendo un ademáncon su mano para que la dejara sola. Eljoven general la dejó y se volvió despaciopara marchar en busca de su mujer.Ahora, varias semanas después, al abrir lapuerta del camarote vio a Emilia sostenien-do a la pequeña Cornelia en sus brazos ymeciéndola.- Chsss, pequeña, chsss -le decía al oído yla niña ahogaba entre sollozos su llanto.- Son las olas, ¿no? -preguntó en voz bajaPublio, sentándose al lado de su mujer enla cama del camarote.Emilia asintió.- Es pequeña, pero se acostumbrará -dijoella.- ¿Y tú? ¿Cómo llevas el oleaje? -inquirióel joven general.- Bien. No te preocupes por mí. Y mira,¿ves? Se ha dormido. Está cansada. Sonmuchas emociones para alguien tan

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pequeño.Publio se quedó mirando cómo su mujertendía a la pequeña Cornelia en la cama.Emilia llevaba una túnica ceñida al cuerpoque dejaba adivinar las suaves curvas de supequeña figura, con unos hombrossemidescubiertos, desnudos, de tezligeramente oscu- recida por el sol. Alinclinarse sobre la cama, su larga trenza decabello negro azabache caía sobre lassábanas. Publio sintió sensaciones quenada tenían que ver con el mar, con laguerra o con aquel viaje. Cogió a Emiliapor la cintura y la sentó en sus piernas.- Por Castor y Pólux -dijo ella en voz baja-,¿qué haces? Estás loco.Pero Publio la estaba besando ya en lamejilla. -¿Aquí? -preguntó ella.- Aquí y ahora. Tranquila, lo haremos sinruido para no despertar a la niña.- ¿Pero dónde? La niña está en medio del

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lecho… -En el suelo -respondió él.Emilia sentía una mano de su maridoacariciándole un seno por debajo de latúnica mientras que la otra mano tiraba desu trenza de modo que ella se veía obligadaa incli- nar, despacio, su cabeza haciaatrás, dejando descubierto su largo cuello,que es lo que la boca de Publio ibabuscando.- Bueno -dijo Emilia-, eres el general deeste ejército; supongo que aquí se hace loque tú dices.- Exacto.Emilia sabía siempre qué decir paraexcitarle aún más allá de lo que para él eraimagi- nable. La cogió con ambos brazos yen un movimiento ágil, rápido, perosilencioso la tumbó en el suelo y ledesnudó las piernas subiendo la túnicahasta la cintura. Ella se dejaba hacer. Allado de ambos Cornelia, rendida por la

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emoción de la partida, dormía plácida. ParaEmilia y Publio el ritmo de las olas ya noera un contratiempo sino un ag- radablealiado.

90 Los augurios de Fabio

Puerto de Ostia, 210 a.C.

Fabio observaba la partida de la flota desdeel puerto de Ostia. A su lado, el joven Ca-tón oteaba el horizonte marinoprotegiéndose los ojos con la palma de sumano apoyada sobre la frente.- Bien, volvamos a Roma -dijo FabioMáximo-, nos hemos deshecho ya de eseimpe- tuoso joven que navega rumbo a sufin pero tenemos muchas cosas de las queocuparnos aún.- ¿No volverá, entonces? -preguntó Catón.

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Quería saber más de los planes de su men-tor.Fabio le miró como sorprendido.- Marcha con apenas dos legiones, másotros diez mil hombres que, como mucho,pu- eda reunir allí, no alcanza los veintemil. Los informes son que en Hispania haytres ej- ércitos púnicos de entre veinticincomil y treinta mil hombres cada uno, conmercenari- os iberos que conocen bien elterritorio y todos veteranos de una largaguerra. ¿Tú qué crees? Catón asintió sinañadir más. Estaba claro que FabioMáximo daba por zanjado aquel asunto.- Ahora, lo que me preocupa es mantenerlas arcas del Estado con suficientes recur-sos. Hemos tenido que reducir de veintitrésa veintiuna legiones las fuerzas en activo.Y no tenemos dinero para remeros.Tendremos que persuadir a las familiasimportantes de Roma para que aporten

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fondos extraordinarios, empezando por loscónsules.- ¿Y Marcelo y Levino aceptarán?-preguntó Catón.Fabio no dudó en su respuesta.- Por supuesto: son hombres nobles. Esome obligará a poner también algo de mipar- te, pero todo tiene un precio en estavida. Esta tarde veré a los cónsules. Tengoun plan.Marco Porcio Catón le miró atento.Caminaban por los muelles, escoltados poruna decena de fornidos esclavos al serviciode Fabio. El viejo senador, adulado por laaguda atención de su interlocutor, cedió ala vanidad y desveló parte de su estrategia.- Alejado el Escipión, que pronto seráaniquilado en Hispania, el resto de laestrategia consiste en enviar a ClaudioMarcelo contra Aníbal. Claudio es unhombre de acción y, ostentando la

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magistratura, no dudará en aceptar lasugerencia de lanzarse contra el mis-mísimo Aníbal. El Senado lo ratificará.Luego ya veremos lo que ocurre. QuizáAníbal acabe con Marcelo de una vez. -¿Ysi vence Marcelo? - Me veré obligado areconocer su valía, pero lo dudo, lo dudomucho. Todavía consi- dero que elcartaginés tiene las de ganar en campoabierto, que es la estrategia que Mar- celogusta utilizar. Ése será su error, más tardeo más temprano.- ¿Y Levino, el otro cónsul de este año? -¿Levino? Sí. Levino irá a negociar con losetolios en Grecia un levantamiento cont- raFilipo. Ésa será la forma de neutralizar almacedonio.Catón esperó un rato antes de plantear lapregunta que más le interesaba. Al fin, sedecidió.- ¿Y qué vamos a hacer nosotros? -

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¿Nosotros? -Fabio Máximo siguiópaseando con la mansedumbre de unanciano, pe- ro sus ojos revelaban unextraño fulgor de fuerza y poder-.Nosotros, mi querido amigo, este añoobservaremos desde la distancia. Este añoserán los demás los que jueguen la partida.Al año siguiente, después de que todos sedesgasten, será cuando entremos en acción.El año siguiente. Ya lo verás. En el sur. Yapronto. En el sur.

91 Lucio Marcio Septimio

Hispania, 210 a.C.

Lucio Marcio Septimio esperaba bajo elcálido sol de Iberia con mil soldados a susespaldas la llegada del nuevo generalromano de Hispania. Un joven de tan sólo

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veinti- cuatro años ostentaba tal honor; tanjoven que, por razón de su edad, FabioMáximo y otros senadores habían insistidoen negarle el nombramiento de procónsul.Un joven con militar sinimperiummagistratura. Marcio escupió en el suelo.Sin duda Roma esta- ba trastornándose.Los senadores debían de estar tanabrumados por la guerra contra Aníbal enterritorio itálico que cada vez estimaban enmenor importancia lo que ocurría enHispania. Marcio miró el horizonte delcamino que transitaba paralelo a la costa.Aún no se vislumbraba polvo en ladistancia. Mejor. No tenía prisa. Aqueljoven tendría que haber llegado ya, peroclaro, un joven patricio de su condición yalcurnia no debía de es- tar acostumbradoal polvo de los caminos ni a las grandesmarchas. Aunque era un Esci- pión. PublioCornelio Escipión. Hijo de cónsul, hijo y

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sobrino de los anteriores procón- sules deHispania bajo los que Marcio habíaservido. Hombres valientes, reconocíaMarcio para sí. Hombres valerosos yaguerridos que durante varios añossupieron con- ducir la guerra en Hispaniacon habilidad, hasta el regreso deAsdrúbal, el hermano de Aníbal,acompañado de otros dos temiblesgenerales cartagineses, Magón y Giscón.Aquellos tres generales unidos acabaroncon los dos procónsules e hicieron trizas elej- ército romano en Iberia.Marcio paseaba en silencio. Detrás de él,los mil hombres uniformados, firmes, enperfecta formación, aguardaban la llegadadel nuevo general. Marcio se volvió haciasus soldados. Habían vuelto a ser sussoldados por unos meses, después de lamarcha del anterior sustituto de losprocónsules fallecidos: Cayo Claudio

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Nerón, otro experimento del Senado.Nerón. Un ignorante en el campo debatalla y un soberbio en el trato. Un listoque se las arregló para regresar con vida.Era hábil político. Alguna vez conseguirávictorias de renombre, pero no con lascondiciones de Hispania, donde había unlegi- onario por cada tres cartagineses. No,eso no era para ese Claudio Nerón. Marciosólo recibió humillaciones desde sullegada. Si no es por el desastre quesuponía para Roma, Marcio se habríaalegrado de cómo jugó con él Asdrúbal enla campaña del año pasado.Nerón marchó igual que vino: con lasmanos vacías. Sólo era un patricio en buscade gloria fácil y pronto comprendió queHispania era un lugar demasiadocomplicado para el éxito. Desde entonces,nada. Roma callaba y no llegaban ninuevos procónsules ni re- fuerzos. Marcio

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recordaba aquel invierno frío guardandocomo podían los pasos del Eb- ro.Intentando mantener a los cartagineses alsur. Buenos hombres sin apenas pertrechosy sin mando. Era cierto que los soldados lerespetaban, pero también sabían del pocoapoyo que había en Roma a las fuerzas deestas tierras y el desanimo se apoderaba deellos. Marcio se preguntaba qué debíaesperar del nuevo enviado de Roma. Loslegiona- rios estaban confundidos: quefuera el hijo y el sobrino de los anterioresprocónsules se había valoradopositivamente, pero tanta juventud. ¿Cómopodría hacerse con el respeto de la tropaalguien mucho más joven que la mayoríade los legionarios, muchos de ellosveteranos, supervivientes de variascampañas? En ese momento una nube depolvo comenzó a levantarse en lontananza.Primero apenas unas ráfagas que el viento

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esparcía y luego una clara torre de arena.Marcio se volvió para comprobar laformación de sus tropas. Habíaseleccionado a los mejores hombres, a losque aún tenían el ánimo fuerte. No sabía sitendría algún sentido intentar dar unabuena imagen. No lo tuvo con Nerón. Aúnrecordaba cómo en la misma situaci- ónNerón, a la hora del recibimiento el añopasado por estas mismas fechas, ni siquierase detuvo y sin mirar a Marcio o a loslegionarios pasó de largo y siguió sucamino has- ta Tarraco. Marcio se tragó suorgullo. Sabía que un procónsul no teníapor qué saludar a un centurión si no lodeseaba, o que al menos tenía la capacidadde decidir cuándo sa- ludarlo. Marcio, noobstante, se había curtido en la paciencia yla resistencia. Ésas eran sus mejoresvirtudes y las de sus tropas. Resistir. Nohacían otra cosa desde hacía dos años.

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Suponía que el nuevo generalprobablemente hiciera lo mismo, pero, encualquier caso, Marcio, por respeto y porconvicción, sacó a los mejores hombres delos que dis- ponía y allí estaba con ellos,bajo el sol, dispuestos en formación,esperando al nuevo enviado del Senado.Volvió a escupir en el suelo. Se aclaró lagarganta.- ¡Agua! -gritó y un soldado joven leacercó veloz un cazo con agua. Marciobebió con ansia, igual que hacía todo en suvida: luchaba con ansia, discutía conpasión, reza- ba a los dioses conintensidad.La figura del nuevo ejército se dibujó en ladistancia. Por el camino empezaron a ver-se las nuevas tropas. A medida que seacercaban Marcio intentó asimilar elcontingente de refuerzos que llegaba aIberia. Al menos necesitarían cuatro

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legiones nuevas para te- ner algunaposibilidad, no dos, como con Nerón el añoanterior. Las noticias eran que vendríanunos diez mil hombres, pero Marciodesconfiaba hasta de los correos oficiales.Sólo creía en lo que veían sus ojos. Amedida que el nuevo ejército seaproximaba, Mar- cio, experto y curtido envaloraciones de ejércitos enemigosobservados desde la distan- cia, calculócon rapidez el número de los que venían ycomprendió que estaban en las mismas queel año anterior: de nuevo dos legiones;tropas a todas luces insuficientes pa- raalgo más que continuar protegiendo elEbro. E incluso insuficientes para esa tareael día en que los tres generales cartaginesesmarchen hacia el norte, unidos, decididos adar el golpe final y cruzar el río y masacrarlas legiones romanas como un cuchillocorta una manzana madura.

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Al frente del nuevo ejército se adivinaba lafigura del nuevo general. Este iba precedi-do de legionarios que actuaban como

pese a no tener oficialmente ellictores,grado de procónsul. El nuevo general iba apie, caminando erguido y con paso firme.Parece que quería dar ejemplo a sus tropas.En fin, al menos se estaba dando una buenacaminata desde el norte de Iberia hasta allí.Se aproximaba el momento. Apenas estabaya a un es- tadio de distancia. Marcio sepuso frente a sus soldados y comprobó quetodos estuvi- eran en formación. Él mismose puso el casco, lo ajustó bien y se tensófirme y decidió esperar. No le competía aél dirigirse al nuevo general, sino esperarsu saludo… o su desprecio, como tropasderrotadas. El sol empezaba a pegar fuerte.Marcio se dio cuenta de que estabasudando con abundancia. No debería haberbebido tanta agua. Se limpió varias gotas

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que salpicaban su frente con el dorso de sumano izquierda. La derecha per- manecíasobre la empuñadura de su espada, a laaltura de la cintura. El nuevo generalestaba a unos cien pasos. Marcio inspirócon fuerza. Tenía ganas de escupir pero yano era el momento.Publio Cornelio Escipión llegó a la alturade Marcio. Detuvo entonces su avance ydio una orden a Cayo Lelio. Lelio se volvióhacia los tribunos y repitió las órdenes. Losdiez mil soldados que los seguían sedetuvieron también, de forma escalonada,según el orden en el que se encontrabandispuestas las legiones romanas. Al cabode unos cinco minutos el ejército estuvodetenido, esperando nuevas instrucciones.Durante ese tiempo Escipión estuvoobservando a Marcio, que permanecíaimpasible al frente de sus maní- pulos, ensilencio, esperando un saludo o una orden.

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Escipión se separó de Lelio y de los y caminó hasta ponerse frente alictores

Marcio.- Te saludo, Lucio Marcio Septimio, comocenturión al mando de esta guarnición -observó entonces las tropas que Marciohabía traído consigo-. Una guarnición bienpre- parada y dispuesta para el combate,algo que, sin duda, debe contarse entre tusméritos.- Gracias, mi general. Sed bienvenido aHispania.Marcio no sabía bien qué más decir.Decidió esperar a una pregunta directaantes que decir algo inapropiado. El nuevogeneral prosiguió con su saludo.- Marcio, sé que has combatido con mipadre y con mi tío y me honrará que estanoc- he, una vez hayamos acomodado lastropas en la guarnición de Tarraco deforma adecu- ada, vengas a mis aposentos

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y tengas la amabilidad de ponerme al díade todo cuanto ha sucedido en este paísdesde que llegaste con los procónsuleshasta su muerte y, sobre to- do, de loocurrido desde entonces. Tengo el relatodirecto y continuado de mi padre por cartahasta ese momento, pero desde que cayeraen combate, mis noticias son de terce- rosy prefiero refrescar mi conocimiento deestos dos años con alguien que ha vividolos sucesos que aquí han ocurrido deprimera mano. ¿Me honrarás con tupresencia? Marcio se sintió abrumado anteel enorme aprecio del nuevo general.- Por supuesto… quiero decir… te saludo,noble Publio Cornelio Escipión…, para míserá un honor poder transmitir lo poco quemi entendimiento acierta a comprender deesta región y de los avatares de la guerracontra los cartagineses en este país hostil ycruel.

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- Bien, pues hay mucho trabajo por hacer-Publio miró al cielo-. Diría que el solpare- ce más inmisericorde en este país queen Roma. Pero, dejémonos de menudenciasy pro- sigamos la marcha. Marcio, ven ami lado, junto a Cayo Lelio, mi almirantede la flota en el mar y jefe de la caballeríaen tierra. Y, te lo ruego, actúa como guíaen estas tierras que tú conoces mejor quenosotros. Soy todo oídos.Marcio obedeció. Sus pensamientosestaban confundidos. Al poco tiempoestaban avanzando al frente de sus tropas yde las dos legiones que había traído elnuevo gene- ral. Doce mil hombres rumboa Tarraco. Pocas fuerzas, insuficientes,pero al menos el saludo del nuevo generalhabía resultado grato. Eso estaba bien y esque, si habían de morir todos en una guerraperdida, que al menos fuera al mando dealguien noble. Mar- cio nunca había

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entendido bien cómo se salvó de la terriblederrota de los anteriores procónsules.Ahora estaba allí su hijo y sobrino yparecía alguien honesto. Marcio intuía ensus hombres, que habían escuchado elintercambio de saludos, una cierta dosis deali- vio ante el talante del nuevo general.Quizá al menos se podría trazar unaestrategia ra- zonable de guarniciones paraproteger las fronteras. Eso ya sería algo.Era una idea sob- re la que Marcio habíaestado meditando: una empalizada al ladonorte del Ebro que mantuviera a loscartagineses al sur o que los obligase aluchar contra los vacceos en el interior siquerían alcanzar los Pirineos. El tiempo ylos dioses dictarían su veredicto sobre loque debía hacerse en el futuro. Esopensaba Marcio. Lo que desconocía eraque aquel joven general que cabalgaba a sulado estaba decidido primero a transformar

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el presente y luego a interferir en el futuro.

92 Una tragicomedia

Roma, 210 a.C.

Casca caminaba nervioso, con pasosrápidos de un lado a otro del atrio de sucasa.Sus brazos estaban cruzados por detrás dela espalda, aunque soltaba una de susmanos de cuando en cuando para ponerénfasis en sus palabras.- ¿Pero tú sabes lo que dices, Tito? Tuéxito ha venido con las comedias, ¿por quécambiar ahora? Aníbal acaba dederrotarnos en Herdónea. Más de trece milhombres han muerto. El cartaginés acabade masacrar dos legiones enteras, con susmercenarios y sus elefantes africanos. La

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gente ha perdido a muchos amigos y seresqueridos. Hay luto constante en la ciudad yel pueblo busca, necesita divertimento,distracción, evadir- se de la guerra y sussufrimientos. Eso es lo que la gente anhelay también los ediles. ¿Y tú ahora me vienescon que quieres hacer una tragedia? Dejalas tragedias para Andróni- co, Nevio,Ennio y tú ocúpate, céntrate en lo quesabes hacer bien. ¿Una tragedia? Por todoslos dioses.- Una tragicomedia -corrigió Plauto,reclinado en su sin inmutarsetricliniumdemasi- ado por la airada reacción de supatrón; ya había anticipado algo parecido-.No es lo mismo.- Empieza con la palabra tragedia, ¿no?,para mí es lo mismo y para el públicotambi- én lo será.- Será divertida.- ¡Por Hércules! Tito, en una tragedia

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intervienen los dioses, o ¿es que en la tuyano será así? - Claro; intervendrán losdioses. Su papel es esencial en la trama dela obra.- ¿Entonces? ¿Es que propones que nosriamos los dioses? - No, por supuesto.deNos reiremos los dioses -precisóconPlauto.- Ten cuidado, amigo mío. Por criticar alos patricios más de un autor se ha metidoen problemas. No quiero pensar lo quepueda ocurrirte si te metes con la religión ylos di- oses de Roma. No son tiempos parabromear con según qué cosas.- No te preocupes. Lo tendré presente.Casca detuvo su continuo ir y venir frentea su protegido.- ¿Que no me preocupe? Escucha, Tito, tecuido, te alimento, sufrago tus debilidadesy lo hago a gusto. Además, generaspingües beneficios para mis arcas, lo

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admito. Tus obras han traído un aire frescoa Roma y me resultas simpático, de veras,pero no pu- edes arruinar una prometedoracarrera por un capricho.- No es un capricho. Es una idea meditada.Seguiré haciendo comedia, pero este pro-yecto me interesa. Es algo distinto y tengounas fuentes muy novedosas. Atraerá laaten- ción. Sé que irán a criticarme, ahundirnos, pero gustará. Estoy seguro.- ¿Qué fuentes son ésas? - Platón.- ¿El filósofo? -preguntó Plauto conincredulidad. -No, el cómico.- Ah. -Casca desconocía que hubiera másde un Platón. Estaba perdido.- Y unas obras de Filemón y Difilo.- Ya, bueno, eso está mejor -estos autoresya le sonaban más a Casca.- Y Rintón. -¿Quién? - No lo conoces. Hadesarrollado una técnica de combinar locómico y lo trágico. Sus obras son hilar

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Casca echó un profundootragedias.suspiro.- Cuanto más me cuentas, menos me gustalo que oigo. Si lo vas a hacer, hazlo, peroque sepas que es contra mi criterio y así telo recordaré cuando fracases. Y por Castory Pólux, no quiero saber nada más de todoesto. Si llego a saber que el acceso a labibli- oteca de ese Escipión iba a traerestas consecuencias, ya habría buscado laforma de mantenerte alejado de allí.- Cambiando de tema -comentó Plauto-;ese Escipión, como llamas al nuevogeneral de Hispania, llevabas razón: esalguien difícil de clasificar. Fui con todosmis prejuicios contra las clases altas y, sibien en él encontré cierta altanería propiade su clase, he de reconocer que para sóloveinticuatro años, habiendo perdido a supadre y a su tío y teni- endo que asumir elmando de dos legiones para una

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expedición suicida, se comportaba con unaseguridad y un aplomo que no dejaron desorprenderme. Y parecía saber algo más deteatro de lo que suelen saber los patricios.Es lástima su marcha a Hispania. Nopodemos permitirnos el lujo de perder amás adeptos al teatro influyentes ypoderosos.- En eso estoy de acuerdo -respondióCasca, algo más sosegado. Se sentó en su

pero aún sin recostarse-. Esetricli- nium,joven patricio va directo a su fin. Noentiendo ni có- mo ha aceptado la empresa.El pueblo confía demasiado enheroicidades. Les encanta la imagen delhijo que acude a vengar la muerte de supadre, pero luego no le dan los me- diossuficientes. La muerte de ese joven generalen Hispania sí que reúne todos los mimbrespara una tragedia. ¿Ves? Ya tenemosbastantes ejemplos a nuestro alrededor de

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tragedias como para que tú te esfuerces encrear más. ¿No vas a cambiar de opinión?Plauto sacudió la cabeza.- En fin -dijo Casca-, que traigan vino. Ellicor amortiguará mi desasosiego y templa-rá un poco mis nervios.Dio un par de palmadas y dos esclavosacudieron con sendas jarras de agua y vino,dos copas y una pequeña mesa.- ¿Y has pensado en un nombre para tuobra, tragedia, comedia o lo que tengas abien que al fin sea? -respondió- AmphitruoPlauto.- Ya, ¿y qué dioses van a salir en ella? -Mercurio y Júpiter.- ¿Júpiter? El dios supremo, claro. ¿Paraqué llenar el escenario de dioses desegunda fila? -concluyó Casca y vació engrandes tragos el contenido de su copa. Elvino se ab- rió camino por su garganta y,cuando dejó la copa sobre la mesa, sintió el

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líquido alcan- zando su esófago. Estabademasiado caliente. Tenía que resolver elproblema de su bo- dega. Las ánforas secaldeaban demasiado. Vertió más vino dela jarra en su copa vacía y siguió bebiendo.En unos minutos el problema de la nuevaobra de su protegido segu- iría allí, pero yale importaría menos. ¿Quién sabe? Aquélera un escritor sorprendente.Igual la obra resultaba un éxito. Cascasonrió para sus adentros. En efecto, eraevidente que el vino comenzaba a hacer suefecto.

93 El puerto de Tarraco

Tarraco, Hispania, 209 a.C.

Lelio se adentró en el puerto de Tarracoescoltado por veinte legionarios.

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Atravesaron todas las instalacionesdedicadas a la flota romana y se dirigieronal puerto pesquero de la ciudad. Decenasde pequeñas embarcaciones amarradas deforma desordenada flota- ban mecidas porel mar. Una multitud de personas caminabaentre los diferentes puestos de venta depescado. Compradores, pescadores ycuriosos se apartaban del camino delalmirante de la flota romana. Lospescadores mantenían una excelenterelación con las tropas extranjerasestablecidas en aquella ciudad que habíantransformado en capital de sus dominios enHispania: gracias a las legiones romanasallí establecidas comercializa- ban cuatroveces más pescado que antes de la llegadade los romanos. Éstos eran buenos para sunegocio, pero, pese a ello, los pescadoresdesconfiaban y se mantenían distantes delos legionarios, limitándose a negociar con

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los cuestores de las legiones, con los queacordaban las cantidades de pescado paravender y el precio de los diferentesproductos que traían de sus salidas al mar.Lelio llevaba extrañas órdenes aquellamañana que le obligaban a romper esadistan- cia entre pescadores y tropasromanas. El veterano legionario avanzóentre los puestos escudriñando con sumirada a los vendedores. Muchos de éstoseran los propios pesca- dores que, una vezen tierra, vendían el pescado que habíancapturado por la noche y al amanecer.Normalmente en unas horas habíanvendido toda su mercancía y aprovecha-ban entonces para recoger sus puestos yretirarse a sus hogares durante unas horaspara comer y descansar, antes deemprender una nueva salida al mar al caerla tarde. Algunos desaparecían durantedías, alejándose de Tarraco rumbo al sur,

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navegando por la costa en busca demarisco y pescado, que abundaba más enlos caladeros del delta del Ebro o, más alsur, en la desembocadura del río Suero. Serumoreaba que, ocasionalmente, algu- nosse aventuraban a navegar hasta llegar acostas de pleno dominio cartaginés, nave-gando ocultos en la noche, esquivandonaves de guerra y buques piratas quecosteaban por aquel territorio. Estosúltimos eran una mezcla de pescadores yaventureros que reg- resaban con especiesextrañas y sabrosas que se comercializabana buen precio y cuya venta acompañabande relatos fabulosos de sus incursiones enlas tierras del sureste de la península. Unode estos pescadores era limo: un hombre deunos treinta años, moreno de cabellos y detez oscurecida por el sol y curtida por labrisa del mar; un hombre alto y fuerte cuyapotente voz destacaba sobre la del resto de

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los pescadores de Tarraco. Cu- ando limollegaba con su carga, una multitud decuriosos y jovenzuelos se arremolinabaalrededor de su barco, ansiosos unos poradquirir su mercancía, y ávidos los otrospor escuchar sus historias de piratas,cartagineses en guerra y extraños sucesos.¿Qué había de cierto y cuánto de invenciónen los relatos de limo? Era algo difícil desaber. Sin du- da, las especies que traía,diferentes a las del resto, atestiguaban queél llegaba allí don- de otros no se atrevían,pero hasta qué punto eso refrendaba sushistorias era algo más complicado dedilucidar.limo estaba aquel día en el puertovendiendo su mercancía; prácticamentehabía aca- bado y estaba recogiendo loscestos de pescado vacíos con su hijocuando Lelio y su es- colta se acercaron. Eloficial romano mandó que los legionarios

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se detuvieran y espera- ran a una distanciaprudencial del puesto de pescado mientrasél se acercaba solo hasta quedar frente alimo, apenas a cuatro pasos de distancia.Tres pasos. Dos. limo seguía recogiendolos cestos. Un paso. limo proseguía con sulabor sin inmutarse. Una multitudcontemplaba la inusual escena: el almirantede la flota romana en un puesto de venta depescado; incluso aunque fuera el puesto delimo, al que se suponía que tantas cosasext- rañas le acontecían, no dejaba por ellode sorprender el interés que un hombreromano de tanto poder pudiera tener poraquel pescador aventurero.- Hola, pescador -empezó Lelio de formacordial, hablando en latín, lengua que lamayoría de los comerciantes de la ciudadhabía aprendido-. ¿Sabes quién soy? limodejó de cargar cestos por un momento,miró al oficial romano que se había diri-

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gido a él, no respondió, e indicó a su hijoque las llevara al barco, alejándolo así dellu- gar. limo era un hombre precavido pesea lo aventurero de su espíritu y amante desu fa- milia. Una vez vio que su hijo estabaa buen recaudo se volvió hacia Lelio.- Sí, por supuesto. Todos aquí conocemos aCayo Lelio, el almirante de la flota roma-na, y a Escipión, vuestro jefe, hijo de otrosjefes romanos del mismo nombre queestuvi- eron aquí hace años. Tambiénconozco al tribuno Marcio y a otrostribunos y los cuesto- res de vuestraslegiones. Como ves, conozco a muchosromanos.La aparente impertinencia en las palabrasde limo no era sino una pose para ocultarsu tensión y su temor. Algo que no escapóa los ojos del experimentado oficial.- Bien, veo que estás bien informado dequiénes estamos aquí. Escucha -Lelio miró

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a su alrededor; centenares de ojos mirabany centenares de oídos escuchaban aqueldiálo- go. Demasiados-. Ahora debesacompañarme.limo se quedó quieto, mirando fijamente asu interlocutor. No era eso en absoluto loque esperaba; pero, en cualquier caso, si elalmirante de la flota romana era enviadopa- ra dirigirse a él, actuando demensajero, nada esperable o previsiblepodría sobrevenir.Ni nada bueno. Los romanos manteníanunas relaciones amigables con las gentesde Tarraco y de los alrededores, incluidoslos pescadores y otros comerciantes. Laflota ro- mana nunca se interponía en suscapturas, al contrario, las agradecía comobuenos sumi- nistros para sus tropas y laspagaba bien, y las legiones de Tarracohabían protegido a la población,especialmente cuando las cosas peor les

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habían ido con los cartagineses.Marcio estuvo siempre allí para detenerlosen su avance hacia el norte. Sin embargo,ser solicitado por un oficial romano noinspiraba confianza. Quizá sus aventurasnavegando por el sur y el este de Hispaniahabían llegado a oídos de los romanos yéstos habían de- cidido poner fin a lasmismas. De todos era sabido el interés delos romanos por contro- lar los pasosfronterizos y evitar el tránsito de personasentre el territorio de dominio cartaginés yel romano. A fin de cuentas había unaguerra, por muy neutral que él quisi- erasentirse. limo no presentía nada bueno detodo aquello. Lelio comprendió el temorque sus palabras habían inspirado.- Debes acompañarme; son órdenes quetengo y debo cumplir, pero te aseguro queno se te causará ningún daño. Ni a ti ni anadie de tu familia. Hay personas que

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desean hab- lar contigo, eso es todo. Puedeque hasta saques algo de todo esto que teconvenga.limo parecía indeciso. Estaba evaluandosus posibilidades: los veinte legionariosfuer- temente armados estaban apenas aunos pasos de distancia. Podría echar acorrer y al- canzar un barco, pero si losromanos tenían auténtico interés encapturarle, cualquiera de las navesmilitares ancladas en el puerto podríandarle caza, combinando la fuerza del vientoy de los remeros. Además, huir implicaríaabandonar a su familia dejándola a mercedde los soldados y los romanos tomaríanrepresalias contra ellos.- Se me ha autorizado a anticiparte que, sicolaboras -continuó Lelio-, se terecompen- sará generosamente.- ¿Generosamente…? -los pensamientos delimo variaron su curso con rapidez-. ¿Qué

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quiere decir generosamente? - Elequivalente en minas a diez talentos de oroy sal, toda la que necesites para pre- servartu mercancía en tus salidas al mar.Aquello era más dinero del que podríaganar en varios años de intenso trabajo y lasal era un complemento nada despreciable.Gran parte de sus ingresos tenía quereinvertir- los luego en adquirirla.- ¿Todo este dinero por acompañarteadonde? - Todo eso por acompañarme unashoras. Adonde, ya lo verás -y,rápidamente, Lelio añadió-, y decídeteporque la oferta no es permanente.Con esas palabras se alejó del puesto depescado para reunirse con sus hombres.limo se quedó meditando en silencio. Suhijo aprovechó la ocasión para volver juntoa su padre.- Hijo, recoge el resto de las cosas yllévalas al barco. Luego ve a casa y dile a

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tu madre que volveré en unas horas. Y queno pasa nada, que me reúno con losromanos por negocios. Corre.limo vio correr ligero a su hijo, que pasóentre los romanos sin que ningúnlegionario se interpusiera en su camino;suspiró y, abandonando el puesto depescado, se acercó al oficial romano queseguía allí plantado esperando su respuesta.- De acuerdo -dijo el pescador.- Bien -respondió Lelio y le indicó que lesiguiera. Varios legionarios le rodearon,pe- ro sin tocarle, y todos juntos salieronprimero del puerto pesquero y luego delbarrio portuario para adentrarse en lasestrechas calles que llevaban del puerto alcorazón de la ciudad.

94 Un plan imposible

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Tarraco, 209 a.C.

El anochecer había desplegado su mantolentamente sobre Tarraco, como si laoscuri- dad fuese una densa manta queabrigase las casas, el puerto y las gentes dela ciudad. En lo alto de una colina centralde la población se alzaba la mansiónresidencial del mando romano. Lasventanas resplandecían en la noche por laluz de las antorchas y lámparas de aceiteque los esclavos habían encendido en elinterior. Su amo, el jefe militar de Ro- maen Hispania, se encontraba en suhabitación, en la cama, desnudo. Junto a élreposa- ba el dulce y bello cuerpo de sumujer, dormida. La piel tersa y suave delos pechos de Emilia se elevaba ydescendía rítmicamente. El general selevantó con cuidado, cogió su ropa, sevistió y apagó la luz del candil que

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iluminaba tenuemente la estancia.Publio paseó por un pasillo largo al quedaban varias estancias de la residenciahasta llegar al junto al atriotablinium,principal de la casa. Allí un esclavo lehabía dejado fruta y bebida. Habíamanzanas traídas del Ebro, uvas de laregión, pollo asado con ace- ite de oliva,pan de trigo y vino tinto producido al nortede la ciudad. El general escan- ció vino enlas dos copas que había preparadas. Cogióla suya y saboreó el vino con in- tensidad.Era bueno. Excelente. Aquella tierra cruelen la que habían perecido su padre y su tíoera capaz de producir manjares exquisitos.Una tierra que podía producir aquel- lossabores no podía ser tan terrible ni susgentes tan corruptas. ¿Pero cómo olvidar elpéndulo de los afectos celtíberos, unasveces aliados y otras luchando junto a loscarta- gineses? Un esclavo irrumpió en la

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estancia.- Mi señor, el hombre que esperabais hallegado.- Que pase.El esclavo desapareció por un pasillolateral para, acto seguido, reaparecerrecogien- do en parte la cortina verde queseparaba y aislaba el del atrio.tabliniumPor el espacio libre la figura alta y firme deCayo Lelio penetró en la sala.- Es una hora un tanto extraña para unaentrevista -fueron sus primeras palabras-,por Hércules, si fuera una doncella y nosupiera de tu gran amor por tu esposa,temería por mi honor. El general rio agusto.- Pues no, no temas por eso. Digamos quemi mujer me ha dejado más que satisfecho.- Eso me tranquiliza. Por un momento temíhaber pronunciado aquella promesa a tupadre de seguirte en todo.

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- Bueno, en cierta forma de evaluar tucompromiso, de eso sí que trataremos estanoc- he.Lelio le miró con interés, pero no dijonada.- Toma algo de vino; es de la región, peroexcelente…, al menos a mí me lo parece.Ya está servido.Lelio tomó la copa que quedaba sobre lamesa, junto a la comida y probó el vino. Lovaloró con detenimiento al igual que anteshabía hecho Publio.- Sí, es bueno. Muy bueno -y cambiandode tema por completo, a la espera de que elgeneral se decidiera a entrar en el asuntode aquella entrevista, comentó-, una granmuj- er, tu esposa, Emilia. Un grancarácter, además de muy hermosa. Es deadmirar su ente- reza y decisión poracompañarte hasta aquí. He de reconocerque tuve mis dudas de que resistiese aquí

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más de unas semanas.- Sí -comentó el general reclinándose en un

e indicándole a su acompañan-tricliniumte que hiciera lo propio-. Sí, Emilia esadmirable, inteligente y hermosa. A vecesme pregunto su decidido interés por mí.- Algo habrá visto en nuestro general -dijoLelio-, que los demás no acertamos a en-tender.Ambos se echaron a reír.Publio había acostumbrado a sulugarteniente a poder hacer uso de unaamplia infor- malidad, a veces incluso enpresencia de otros. Ahora le miraba ensilencio. Bebieron algo más de vino. Eljoven general meditó unos instantes y, alcabo de un rato, se puso a hablar en vozalta pero no como si hablara con Lelio,sino más bien como si pusiera pa- labras asus pensamientos.- Ella me eligió desde un principio. Apenas

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una niña que empezaba a ser mujer y ya ennuestro primer encuentro jugó conmigocomo le dio la gana, a voluntad. Sólo lasorp- rendí cuando le dije que no fingía alseguir su juego, que no fingía… lo leí ensus ojos, la sorpresa… y la felicidad.Nunca había visto tanta alegría en el rostrode una mujer… y me conmoví… Lelioescuchó esta vez sin hacer comentarios.Era conocido el amor que el generalprofesaba a su mujer. Aquello le habíaganado el respeto de mucha gente, en lacasa, en- tre los esclavos, entre loshabitantes de la ciudad y hasta entre lospropios soldados. To- dos habíanexperimentado estar subordinados a otrosgenerales lujuriosos que usaban su poderpara yacer con esclavas o que violabandoncellas de la población extendiendo eldolor y el resentimiento a su alrededor.Dolor y resentimiento que era a su vez

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proyecta- do sobre las tropas. Tambiénestaban los generales que corrían detrás delas mujeres de algunos oficiales. Uncenturión romano podía ser muydesafortunado si tenía una esposa hermosa,aunque algunos utilizaban a sus mujerespara conseguir ascensos inmerecidos enagradecimiento a los servicios prestadospor sus bellas esposas, pero eso tambiéncreaba resentimiento entre otros oficiales.El joven Publio, sin embargo, amaba a sumu- jer y ésta había venido con él. Si elgeneral era lujurioso o no era algo quequedaba en la esfera de su vida privada,pues, en todo caso, lo sería con su mujer ya ésta se la veía fe- liz, resplandeciente,hermosa en la residencia del general,cuando paseaba por las calles de la ciudado cuando se aventuraba por el puerto,explorando curiosa la población capi- talde los dominios sobre los que gobernaba su

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marido. Emilia no abusaba de su poder,pagaba con generosidad a los comerciantesy era firme pero justa con los esclavos quequedaban bajo su supervisión. No eraproclive a infligir castigos corporales ytodos atendían sus requerimientos coninterés. Se había hecho popular y respetaday con ello había ampliado la reputación desu marido como gobernante discreto.- Bueno, bueno… -dijo el joven Publio,como despertando de un sueño-, mi buenLe- lio, estarás ahí preguntándote si te hehecho venir a estas horas de la noche parahablarte de mi vida conyugal.- En fin, estoy seguro de que habrá algomás, pero, si se me permite, mientras hayavino tan bueno como éste, no me importael tema del que se hable. Incluso si notengo que hablar yo, tampoco me importa.- Ya -Publio sonrió y él mismo tomó unpoco más de vino rebajado con algo de

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agua- . Pero no. Te he hecho venir paraexplicarte los planes que tengo para estacampaña.Lelio le miró y parpadeó tres veces.- Bueno, esos planes ya nos los explicasteesta mañana, igual que ya hablaste a lastropas de las dos legiones. Vamos al sur yal interior, a Carpetania, a encontrarnoscon el primero de los tres ejércitoscartagineses de Hispania. No dividiremosnuestras fuer- zas. La marcha será rápida,marchas forzadas, para sorprender alejército de Asdrúbal, el hermano deAníbal, antes de que sea informado y antesde que pueda ser asistido por ninguno delos otros dos ejércitos cartagineses, el deGiscón, que está en Lusitania, don- dedesemboca el Tajo, o el de Magón, queestá al sur, cerca de los Pilares deHércules.Tras derrotarlos evaluaremos cuál es la

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situación para ver si regresamos oseguimos nu- estro avance contra otro delos ejércitos. La flota se quedará aquí juntocon una guarni- ción de tres mil hombrespara salvaguardar el territorio bajo nuestrocontrol al norte del Ebro.Lelio recitó su respuesta como el alumnoque desea demostrar a su maestro que se haaprendido bien su lección.- Perfecto. Es indudable que has escuchadocon detalle mis explicaciones esta maña-na. Ahora se trata de ver si te interesa saberlo que realmente vamos a hacer.Cayo Lelio dejó la copa en el suelo. Selevantó y se pasó la mano por la barba.Vol- vió a sentarse.- Sí, por supuesto. Me gustaría saber quévamos a hacer, si es diferente a lo que noshas explicado.- Sí, es diferente -y antes de que Lelio leinterrumpiera, el general se anticipó a sus

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preguntas-, pero no quiero que nadie losepa, excepto tú. Confío en ti, en tudiscreción y en tu lealtad y además… -¿Además…? - Además, te necesito. Sin tuayuda, el plan no puede realizarse. Y, bien,también me gustaría tener tu opinión.- Mi lealtad y mi honor son tuyos. Sabesque puedes contar conmigo para lo quesea.Te escucho. Soy todo oídos.Ésa era la respuesta que Publio estabaesperando para desvelar a Cayo Lelio suautén- tico plan de guerra.- Todo oídos, al igual que esta ciudadentera. Muchos celtíberos nos son lealessólo en apariencia. Los cartagineses poseenespías en todas partes, por eso mi interéspor mantener ocultas mis auténticasintenciones. Vamos a ir al sur, pero no alinterior. No vamos a luchar contra ningunode los tres ejércitos que los cartagineses

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tienen en la pe- nínsula ibérica.Lelio le miró con decepción y sorpresa.¿Entonces a qué habían venido desdeRoma? ¿Para qué aquel largo viaje y paraqué todas aquellas permanentes maniobrasdurante el invierno? A los soldados no lesgustaría nada aquello.- Sé lo que estás pensando -dijo Publio-, loleo en tus ojos. Pero antes de juzgar, te ru-ego que me escuches hasta el final.Lelio no estaba en absoluto convencido,pero asintió con la cabeza. Publioprosiguió con la exposición de la situación.- Tengo información confidencial que meha llegado esta semana desde Roma.- El correo oficial, sí -dijo Lelio.- Marco Valerio Mésala ha realizado unaincursión por la costa africana siguiendolas instrucciones del cónsul Levino y hatraído noticias desalentadoras para nuestrosobjeti- vos: los cartagineses están

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reclutando más mercenarios y el lídernúmida Masinisa, el hijo de la reina Gaia,se ha unido a éstos con cinco mil hombres,muchos de ellos jine- tes, y su destino escruzar a Hispania en las próximas semanaspara unirse con Asdrúbal.Como jefe de la caballería, supongo quesabes lo que eso significa.Lelio tragó saliva un par de veces. El vinose le había subido un poco a la cabeza, pe-ro, de pronto, el efecto embriagador yrelajante del licor había desaparecido paradejar paso a una pesada sensación demareo.- Gaia y su hijo. Claro. Los cartagineses sehan aprovechado de la división en Numi-dia. Como Sífax está con nosotros hanrecurrido a Gaia y su hijo Masinisa. Seguroque la recompensa por ayudarlos aderrotarnos será la posterior cooperaciónde los cartagi- neses para acabar con el

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poder de Sífax, al que castigarán por suapoyo a Roma. Con los númidas deMasinisa la superioridad de loscartagineses será total. Ya no tendremosninguna posibilidad. Debemos atacar ya.Antes de que lleguen esos refuerzos.- Exacto -confirmó Publio. Sus ojosbrillaban en la penumbra de la luz de laslámpa- ras de aceite-. Además, estánpreparando en Cartago una nueva flotapara lanzar una gran contraofensiva sobreSicilia y recuperar el terreno perdido. Y elnuevo enfrentami- ento entre Marcelo yAníbal cerca de Numistrón no ha servidopara nada. El cartaginés permanece con susposiciones en Apulia. Y no sólo esto, sinoque varias de las colonias latinas se hanrebelado, hartas de que Roma no haga otracosa sino pedir más y más sol- dados. Y seha llegado a tal situación que se harecurrido al oro de los templos sagrados

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para financiar las legiones que Aníbalobliga a tener en activo de modopermanente. No podemos permanecer aquísin hacer nada.- Pero hace un momento has dicho que novamos a atacarlos.- Eso no es cierto. He dicho que no creoque debamos atacar a ninguno de sus tresej- ércitos.Lelio le miraba confundido. El jovengeneral decía primero una cosa y luegootra.- Hay más objetivos en la penínsulaibérica, Lelio, además de sus ejércitos.Publio se levantó y fue junto a la mesa,desplegó un mapa de Hispania y con lamano indicó a Lelio que se acercara. Éstese levantó y fue junto a la mesa.- Iremos por la costa en una marcha de seiso siete días hasta alcanzar este punto…,éste y no otro es nuestro objetivo.

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El dedo del general se había posado sobreun nombre: Cartago Nova, o Qart Hadasht,como la llamaban los púnicos, la capitalcartaginesa de Hispania. Lelio se tomóunos se- gundos antes de formular surespuesta a semejante idea.- Esa ciudad -empezó al fin hablandodespacio, midiendo sus palabras; no queríacon- tradecir al joven general que tan claroparecía tenerlo todo-, es una ciudadinexpugnab- le. Tardaremos meses enconquistarla. Será un asedio largo ycostoso en vidas. Los car- taginesesacudirán con sus ejércitos en auxilio de laciudad, nos rodearán y acabarán con todos.- No, no si se conquista la ciudad en seisdías.- ¿Seis días? ¡Eso es imposible!¡Imposible! -Pero Lelio leyó en la miradade su gene- ral que aquél era el plan, legustase o no, que aquello era lo que iba a

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hacerse y que bus- caba su colaboración,su lealtad para acometer aquella empresacon fe ciega en las posi- bilidades delproyecto; Lelio concluyó entonces suscomentarios con concisión-. Es una locurapero te acompañaré y seguiré tus órdeneshasta el final. Lamento no haberlo sabi- doantes. Deberíamos haber construidomaquinaria de asedio: catapultas, torres, escorpi- ones.- Ese material nos habría retrasado ennuestra marcha, aunque es cierto que partede esas máquinas las podríamos habertransportado por la costa, pero quedabaotro proble- ma irresoluble.- No entiendo -dijo Lelio.- Si nos hubiéramos puesto a construirmaquinaria para un asedio, los cartagineseshabrían sido informados, seguro, más tardeo más temprano. Y se habrían preparado.Construir máquinas de asedio habría

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delatado, en parte, nuestro objetivo. Deesta forma sólo esperan una batalla encampo abierto, ejército contra ejército. Esollegará, pero no ahora. Los cogeremos porsorpresa.- Sí, pero sin armas para un asedio, sintodo lo necesario para conseguir nuestroobj- etivo.- No nos hacen falta esas armas.La seguridad del joven general resultabacasi infantil para el veterano Lelio. Publiose alejó de la mesa y se volvió hacia laventana. Se vislumbraba el puerto bajo latenue luz de la luna. La gente dormía enTarraco. Espiró el aire despacio. Habíaconfirmado la le- altad de Lelio. Ante unalocura de plan su segundo en el mandomantenía su palabra de seguirle allí dondese encaminara. Se volvió hacia Lelio, quepermanecía absorto miran- do el plano.Hacía varios minutos que había olvidado

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su copa de vino.- Bien, ¿me seguirás, pese a que creas queel plan es una locura? Lelio volvió aasentir, con resignación, sinconvencimiento, pero disciplinado.- Eso me congratula, pero quiero explicartemás cosas, no quiero que te vayas de aquípensando que sigues a un loco. Aún mequeda algo de cordura, viejo amigo.Avanzaré con las tropas hasta CartagoNova y en siete días estaremos junto a lasmurallas, pero al mismo tiempo quiero quetú conduzcas nuestra flota por mar hasta elmismo lugar. Qui- ero, además, que lastropas sepan que la flota nos acompaña. Laidea es que Cartago Nova caerá en seisdías, antes de que empiecen a llegarrefuerzos cartagineses, no me mires así, yasé que no crees en ello, por esoprecisamente, por si mi plan fallara, que nofallará, las tropas podrían ser embarcadas y

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así regresaríamos a Tarraco por mar, en elcaso de que los ejércitos púnicos selanzasen sobre nosotros, y de esta forma nopone- mos en peligro las legiones en unabatalla desigual en el caso de que Asdrúbalaparezca con dos o tres de sus ejércitos. Laflota nos acompañará y reforzará el asedioen, diga- mos, el plan de ataque, pero siéste falla, la flota será nuestrasalvaguardia. Como verás, te propongo unplan propio de un loco, pero vamos a jugarsobre seguro. Si sale mal, nos vamos. ¿Tesientes mejor así? - Pues sí, la verdad esque sí -Lelio no ocultaba ni en su voz ni ensu rostro el alivio que aquella explicaciónhabía llevado a su ánimo. Disponer de laflota daba un margen de maniobraimportante para una posible retirada-. Deesta forma el plan de ataque si- guepareciéndome una locura, pero he dereconocer que el plan de retirada es muy

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razo- nable, aunque algo me dice que poralguna razón que desconozco estásprácticamente seguro de que el plan deataque saldrá bien… Aunque esimposible…, ninguna ciudad tan bienpertrechada y protegida como CartagoNova puede caer en tan poco tiempo…Aníbal estuvo ocho meses para doblegar aSagunto, y luego no pudo con Ñola cuandoésta la defendía Marcelo y Marcelo tardóaños en conquistar Siracusa y Tarento cayópor traición y Capua tuvo que ser asediadaaños y por fuerzas cuatro veces superioresa las que disponemos aquí, se cavaronfosos, se levantaron empalizadas, seempleó el hambre para rendir a loscampanos, lo de Cartago Nova no tieneposibilidades a no ser que… -¿A no serque…? - A no ser que haya una traicióndesde dentro y alguien nos abra las puertasen medio de la noche -concluyó Lelio

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esbozando una sonrisa. Ahora habíaentendido el plan de su general.Publio, no obstante, sacudió la cabeza altiempo que respondía.- No, no. Cartago Nova será conquistadasin traición desde dentro. Lo he intentado,pero sus habitantes están demasiadocomplacidos con su de capitalstatuscartaginesa en Hispania. Su lealtad pareceinquebrantable. Sé que no lo crees ahoraposible, pero me basta con tu lealtad y conque me asegures que la flota nos seguirá yestará allí en el mo- mento indicado.Lelio mantuvo su perplejidad en el rostrounos segundos hasta que al fin respondió.- En fin, tú mandas. No entiendo el plan deataque, pero cuenta conmigo y con la flo-ta. Allí estaremos y se hará lo que ordenes.Y, si se me permite… - Adelante.- … pues tengo que admitir que acudirécon infinita curiosidad. Si conquistas esa

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ci- udad en menos de una semana, Cartagotemblará, Roma se asombrará y creo quepor es- to se te recordará durante siglos,pero todo me dice que esto no será así.- Bueno, bien, no anticipemosacontecimientos, pero bebamos por ello-comentó el joven general levantando sucopa e indicándole a un confuso Lelio quebuscaba la suya sin encontrarla que la teníajunto a la silla, en el suelo. Lelio recuperósu copa y el gene- ral la rellenó hasta elborde. Ambos brindaron por la victoria.Publio, satisfecho de la le- altad de sulugarteniente y Lelio, entre el escepticismoque le embargaba y el aprecio por laenorme confianza que aquel joven generalle tenía.Tomaron aún un vaso más hasta que a lamedia noche Cayo Lelio se levantó de su

y pidió permiso a su generaltricliniumpara regresar a sus dependencias en el

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campa- mento militar de Tarraco. Leliomarchó en silencio y salió con sigilo poruna de las pu- ertas laterales que dabanacceso a la casa del general en jefe de lastropas romanas en Hispania. Nadie le viosalir. En sus oídos perduraban las últimaspalabras del general.- Para el resto del mundo, Lelio, estaconversación no ha tenido lugar.Publio se quedó a solas en la penumbra dela habitación observando el plano. El vinoempezaba a hacerse notar y sentía unaagradable sensación de embriaguez suaveque pa- recía mecerle en sus pensamientos.Una luz se aproximaba agrandando lassombras de los muebles en la estancia.Emilia, cubierta por una blanca túnica defina lana, apareció por el pasillo. Publio lamiró sin decir nada.- ¿Han terminado ya las visitas nocturnas?-preguntó ella.

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Publio, sin abrir la boca, asintió con lacabeza. Ella entonces extendió la mano sinen- trar en la estancia. El joven generalsopló sobre el ya moribundo candil de lahabitación y éste extinguió su llama.Cubrió los planos de la mesa con un mantoy cogió la mano de su mujer. Emilia locondujo a través de los pasillos de aquellanoche hasta el lecho que los doscompartían.En la habitación, Emilia le daba un suavemasaje sobre los hombros mientras él yacíarecostado boca abajo.- ¿Le has explicado ya a Lelio el plan? - Sí.- ¿Y qué ha dicho? -Cree que estoy loco.-Pero te seguirá, ¿verdad? -Me seguirá.- Nunca te separes de Lelio. Publio digiriódespacio aquella frase. -Nunca -dijo al fin.- ¿Le has dicho que esto lo tienes meditadohace meses? - No.- ¿Por qué? - No quería herir sus

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sentimientos.- Ya, ¿y de verdad crees que saldrá bien?Publio tardó un rato largo en dar unarespu- esta. -La verdad es que no lo sé.

95 La larga marcha

Hispania, 209 a.C.

Aquella mañana Escipión se despidiótemprano de Emilia. Aún no había salido elsol y ya había abandonado el calor de laresidencia de Tarraco. En sus oídos todavíase es- cuchaban las palabras de Emilia.- Cuídate. Te quiero. Te espero.Palabras sencillas, dulces, claras que loacompañaron toda la jornada. Cabalgó ensi- lencio escoltado por el grupo delegionarios que actuaban como ylictoreses que Cayo Lelio, aunque a Publio no le

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hubiera sido conferido el rango deprocónsul, no pensaba que fuera sensatoque el general en jefe de las legiones enHispania se moviera sin una escoltaadecuada. El joven Publio miró al cielo yluego al horizonte. La tierra estaba mojadapor el agua que había caído durante lanoche. Era lluviosa la primavera en aquelpaís por el que su caballo le llevabadeprisa, veloz, azuzado por el sentimientode urgen- cia que su dueño le transmitía.Publio sabía que en la sorpresa estaba sumejor arma. La entrevista con Lelio, lejosde tranquilizarle, le había dejado másnervioso si cabe. Sabía que contaba con lalealtad absoluta de su segundo en elmando, algo esencial para ejecu- tar suplan, pero la completa falta de confianzade Lelio en las posibilidades de conquis-tar Cartago Nova había hecho rebrotar suspropias dudas. Y, sin embargo, ésa era su

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fu- erza. Nadie pensaba que lo que se habíapropuesto fuera posible. Ahí estaba laclave de su plan: los propios cartaginesesconsideraban tal empresa tanabsolutamente imposible que habíanreducido las fuerzas que protegían laciudad y se tomaban la libertad de que susejércitos se encontraran alejados de lacapital de su imperio en Hispania, uno enel sur, otro en el oeste y el último bajo elmando de Asdrúbal en el interior de aquelpaís, repartidos en diferentes luchas contralas diver- sas tribus, centrados en dominarlas ricas zonas mineras de la región. Poreso cabalgaba con rapidez. Todo debíahacerse con celeridad. Ésta era una guerralarga, pero eso no quería decir que todotuviera que hacerse despacio.La desazón, no obstante, le embargaba pordentro. Al fin y al cabo, quizá su plan fu-era simplemente eso: imposible, absurdo,

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temerario. Quizá él no fuera sino otrogeneral romano más que iba a conducir asus legiones a la derrota, al desastre, a ladestrucción.Los pensamientos oscuros le acompañarontodo el viaje hasta que al anochecerllegaron junto al campamento de inviernode las legiones establecidas en Hispania.Largas empa- lizadas con torres y vigíasque se extendían centenares de pasosatestiguaban el impor- tante ejército quePublio Cornelio Escipión, a susveinticuatro años, tenía a su mando.Unos veinte mil hombres entre losveteranos que lucharon con su padre y sutío y las tropas de refresco que él habíatraído consigo de Italia. Y, al mismotiempo, tan pocos.Además, no podía llevarlos a todos hacia elsur porque tenía que dejar tropas que cont-rolaran el dominio romano al norte del

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Ebro, y si los cartagineses supieran de suavance, en unos días podrían reunir sus tresejércitos de Hispania hasta juntar setenta ycinco mil soldados, además de decenas deelefantes y miles de jinetes. Fabio Máximose había sa- lido con la suya: cada día quepasaba entendía mejor por qué al final elviejo senador dejó de oponerse a su deseode acudir a Hispania. Con esas tropas todoel proyecto era un suicidio político ymilitar, pero ya nada podía hacerse sinoseguir hasta el fin, como hicieron antes supadre y su tío. Sólo eso. Seguir hasta el fin.Alejandro Magno era tam- bién unveinteañero recién llegado al trono cuandose lanzó a conquistar Asia, pero él, Publio,claro, no era Alejandro. Los músculos delrostro del general se tensaron al recor- darel relato del mensajero que narró la derrotade su padre y de su tío. Seguir hasta el finde todas las cosas… o vencer. Vencer más

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allá de toda posibilidad. Lanzó un profun-do suspiro. Si sus informaciones erancorrectas, aún quedaba una esperanza. Erairónico.El mundo pendía de las historias de unpescador. Se sonrió. No se había atrevido acon- fesar a nadie, ni a Lelio ni a su esposaque todo dependía de un relato extraño quePub- lio había escuchado en boca de lospescadores de Tarraco, una historia que yahabía oído antes y que había buscado conanhelo, desde su llegada a Hispania,confirmar antes de lanzarse con un ejércitoentero para averiguar, en el fragor de unasedio, si era autén- tico lo que se contaba.¿Cómo confesar semejante locura? Encualquier caso, ésa y no otra era toda suesperanza y abrazándose a ésta y al dulcerecuerdo de las palabras de su mujer, eljoven general romano entró en elcampamento del Ebro.

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Centenares de legionarios salieron de sustiendas. Ya habían cenado y estaban apunto de acostarse, pero los cuernos y lastubas y las voces de los centinelasanunciaban la lle- gada del general en jefe.Algo estaba moviéndose. Llevaban mesesjunto a aquel cauda- loso río que empapabade humedad su piel y sus huesos durante ellargo invierno, mien- tras todos estabanesperando, aguardando una orden paracruzarlo y luchar contra el enemigocartaginés. Pero aquel general al queservían se había pasado toda la estaciónfría recluido en su palacio de Tarraco. Niuna sola salida, ni una sola escaramuzahacia el sur. Sólo ejercicios y maniobrassin fin. Trabajos agotadores. Marchasforzadas de sol a sol, pero del campamentoal campamento. Caminatas de hasta diezhoras en un día.Descanso no habían tenido, pero batallas

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tampoco. Eran un ejército, no gladiadoresent- renándose para cuando hubiera juegosde circo. Eran un ejército y querían lucharpara liberar a su patria del yugo cartaginésque los aprisionaba en la península itálica yen aquel distante país al que habían tenidoque desplazarse. Todo lo daban por buenosi va- lía para combatir, pero aquel jovengeneral no parecía tener interés por laguerra. ¿Esta- ba asustado? ¿Para qué sehabía ofrecido entonces como general enjefe de Hispania? Nadie le obligaba ahacerlo. Todos sabían que el enemigoesperaba juntar un inmenso ejército quedesde Hispania fuera a ayudar a Aníbal enItalia. Una segunda invasión de lapenínsula itálica se preparaba allí, al surdel Ebro y en todo aquel invierno sugeneral no había hecho nada por estorbar alenemigo en sus proyectos. Solo enTarraco, leyendo planos y literatura,

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decían, recibiendo extrañas visitas deviajeros, de pescadores, de mensajeros delejanas tierras. Conversaciones secretas ensu residencia y marchas forza- das para lastropas. Y ahora, por fin, aquel generallector de planos y amigo de gentesexcéntricas se decidía a venir alcampamento. Quizá al fin salieran ya acombatir.Al alba Publio ordenó poner en marcha lastropas bajo su mando en Hispania, rumboal sur. En media hora las dos legionesestaban completamente formadas ydispuestas pa- ra la que iba a ser una largamarcha de varios días. Los soldadosestaban preparados y con deseos de partirpara combatir. Había que defender Roma yRoma empezaba allí, en el Ebro, eso leshabía dicho el joven general en un brevediscurso para encender los áni- mos. Luegose procedió con los sacrificios de varios

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bueyes para asegurarse la bendici- ón delos dioses en aquella campaña que iban aemprender. Terminados los rituales enhonor de Marte y, aunque nadie entendíamuy bien, también en honor a Neptuno poror- den expresa del general, se inició elmovimiento de las tropas.En una hora las tropas cruzaron el Ebro,pasando sobre el puente de madera que loszapadores habían reparado durante losmeses de enero y febrero, después de quefuera dañado en los últimos combates conAsdrúbal, y avanzaron rápidas haciaterritorio car- taginés. Por delante, a modode avanzadilla, atentos y vigilantes, sedesplazaban los gru- pos de exploradores alos que el general había ordenado que entodo momento precedi- eran al grueso delejército. No quería encuentros por sorpresacon los africanos ni, igual de peligroso,emboscadas de tribus hostiles a Roma.

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Publio marchaba a pie, con la misma que cualquier otro legionario,impedimenta

tras- ladando con el mismo esfuerzo quesus subordinados la carga que le tocaba,esto es, casi veinticinco kilos entre armas,víveres, utensilios de cocina, ropa ymantas. Al mediodía el cansancio erapatente en las tropas. Llevabanprácticamente seis horas de marcha conapenas breves pausas de pocos minutospara beber y recuperar fuerzas. Aúnestaban lej- os del objetivo que el generalse había marcado para ese día cuandoPublio ordenó que las legiones pararan ycomieran con sosiego durante una hora.Los soldados ingirieron el rancho con ansiay descansaron un poco, pero enseguida, ala hora marcada, la marcha se reinició y asíhasta bien entrada la tarde. Esa noche lasle- giones acamparon frente a un pequeñobarranco seco. No se levantó un

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campamento con empalizadas, lo quedejaba claro que el general tenía previstoproseguir con el avan- ce al día siguiente.Publio se dejó caer en el lecho de sutienda. Estaba rendido, agotado, exhausto,como muchos de sus hombres. Sinembargo, sabía que no podía desfallecer.Debía dar ejemp- lo. Se entretuvo enrepasar sus planes para el asedio de laciudad hacia donde, sin saber- lo lossoldados, dirigía sus tropas. ¿Cómoreaccionarían cuando vieran aquellosmuros? O, antes que eso, ¿resistirán lamarcha que aún restaba? ¿Resistiría él?Publio suspiró casi dormido, vencido por elagotamiento. Resistirán, pensó. Resistirántodo lo que su general aguante. La claveera resistir él. Esa noche no habría lectura,ni las siguientes tampoco. Llevaba consigoel tratado sobre la amistad y algunas otraslecturas de Aristó- teles en rollos que su

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propio padre le había regalado y que élhabía querido traerse como auténticostesoros escogidos entre las estanterías desu biblioteca. Recordó a Plauto.¿Visitaría aquel escritor la biblioteca? ¿Leserá útil? Era un hombre tosco, duro,áspero, muy lejos de lo que él esperaba deun escritor. Y con hostilidad hacia lospatricios. Eso resultó evidente. Si esoempezase a traslucir en sus obras, tendríaproblemas. Proble- mas. Sonrió. Él sí teníauno y bien grande. Cartago Nova, conmurallas de cinco metros de altura o más.Al amanecer seguirían. Tenían que hacerunos sesenta kilómetros al día. Una locura.Firmes, raudos, hacia el sur. Se quedódormido.Al día siguiente las tropas vislumbraron laciudad de Sagunto, pero Publio no se detu-vo. Las murallas aún permanecíansemiderruidas por el largo asedio de

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Aníbal y sólo al- gunos supervivienteshabían regresado después de que su padrey su tío la reconquista- sen. Con la muertede ambos, muchos habían vuelto arefugiarse en el interior del terri- torio pormiedo a que los cartagineses volvieran afijarse en ellos. Permanecía así medio enruinas, una ciudad fantasma, memoria delorigen de aquel conflicto que tenía ya aCartago, Roma, Numidia, Macedonia, laGalia Cisalpina y otros pueblos yterritorios en una larga guerra de finalincierto. Bordearon la ciudad por la laderaeste de la fortaleza, aproximándose a lacosta. Desde allí las tropas sesorprendieron al ver una inmensa flota debarcos que de inmediato reconocieroncomo la suya propia. Los soldadoshablaron entre sí. Su general había hechoque la flota acompañara a las tropas en suavance hacia el sur. Aquello sólo podía

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augurar que el general se había decididopor una confrontaci- ón en toda regla conlos cartagineses. En la pausa del mediodíalos legionarios comenta- ban el hecho altiempo que descansaban de otra marchaagotadora que sabían aún debía continuarpor la tarde. Quinto Terebelio, centurión dela cuarta legión, había terminado su ranchoy, desde la ladera de la montaña en la queestaban detenidos, observaba la flo- tanavegando lentamente hacia el sur. Unlegionario más joven le interpeló.- Mi centurión, no entiendo por quétenemos que ir a pie cuando podríamosavanzar tranquilamente por la costa,cómodamente a bordo de nuestra propiaflota.Quinto respondió sin mirarle, señalandolos barcos.- ¿Acaso no ves cómo de hundidosnavegan esos barcos? Es evidente que van

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llenos de provisiones, de armamento, depertrechos de todo tipo. Vamos a unacampaña larga contra los cartagineses,legionario, y en los barcos no cabe elmaterial y las tropas al mismo tiempo. Yque yo sepa, ni el armamento ni lasprovisiones caminan, así que el general haoptado por que caminen sus legionarios.Claro que a lo mejor tú habrías op- tadopor algo diferente.Concluyó el centurión y se echó a reír. Elresto del manípulo acompañó lascarcajadas de su centurión. Había buenambiente pese al cansancio acumulado.- ¿O es que te apuntaste a la legión paraque te llevasen de paseo? -concluyó QuintoTerebelio, volviendo a reír de formaexagerada, doblando su cuerpo y dándosepalmadas en la pierna.Terminó la pausa y de nuevo se reinició lamarcha hacia el sur. Alcanzaron aquella

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noche un pequeño emplazamiento deedetanos, junto a la desembocadura de unrío poco caudaloso. Los nativos habíandesaparecido. Ni se enfrentaban con losromanos ni los ayudaban. Sólo buscabanevitar problemas y no verse obligados aapoyar a unos o a ot- ros. Publio observabacómo el cansancio había hecho mella en elcuerpo de sus legiona- rios pero no en suespíritu. Eso le daba esperanzas aún desalir victorioso de aquel pro- yecto.Aquella segunda noche volvió a caerderrotado por el sueño. Esta vez no repasóplanes de ataque. Una dulce somnolenciale abrazó con decisión de forma que,cuando aún pensaba que apenas acababa decerrar los ojos, sintió que alguien lesacudía el brazo levemente.El joven general se sobrecogió y veloz seabalanzó sobre su espada para hacer frenteal enemigo que le sorprendía en la noche,

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pero al abrir los ojos una luz poderosa queve- nía de detrás de aquel hombre que se lehabía acercado en la noche le cegó.- Lo siento, mi general, pero ha amanecidoy sus instrucciones eran proseguir el avan-ce al alba. Sé que está cansado, peroordenó que le despertásemos con la luz delnuevo día si usted no se levantaba… Noquería sorprenderle de esta forma.Era uno de los que le escoltabanlictorespor orden de Lelio. El soldado habíaretroce- dido sobre sus pasos al observarcómo el general había reaccionado conviolencia blan- diendo su espada. Publiobajó el arma y se llevó la mano libre alrostro, deslizando sus dedos sobre las cejasy los párpados cerrados. Estaba agotado.Guardó silencio unos se- gundos mientrasintentaba sacudirse de encima el cansancioy la sorpresa. Ya había pa- sado la noche.Apenas le parecía que hubieran pasado

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unos minutos desde que se había acostadoy, sin embargo, ya era de día. Un nuevodía. Un nuevo día de marcha.- Has hecho bien. Si me duermo otramañana, haz lo mismo que hoy, y hazloantes de que amanezca -respondió elgeneral-. Pero no me vuelvas a tocar aldespertarme, lláma- me a viva voz, no seaque acabe matándote una de estasmañanas.- Sí, mi general. Lo siento… -el legionarioiba a seguir disculpándose pero una sonri-sa y un gesto con la mano como quitandoimportancia a lo sucedido por parte dePublio frenaron sus palabras-. Le llamaré aviva voz, mi general -concluyó y salió dela tienda.Al salir le esperaban otros Uno delictores.ellos preguntó al que salía de la tienda.- ¿Está bien? - Sí -y añadió-, casi me hierecon la espada. Se ha sobresaltado al

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despertarle y ha de- bido de creer que leatacaban. Es ágil el general, muy ágil -y sealejó para transmitir a los tribunos lasórdenes de poner en marcha las tropas. Elresto de los se quedó ponderandolictoreslas palabras de su compañero. Les gustó.Su misión, proteger la vida del ge- neral enjefe, siempre sería más sencilla con ungeneral joven y desenvuelto, en particu- laren el campo de batalla, allí donde cumplirel mandato de Lelio resultaba más arries-gado. Y pronto iban a entrar en combate.Lo presentían, como lo intuía el resto de latro- pa.El avance prosiguió aquel día hastaalcanzar un nuevo río, no tan caudalosocomo el Ebro, pero sí mucho más que elúltimo que habían cruzado, lo suficientecomo para ha- cer trabajar a los ingenierosy zapadores de las legiones construyendoun puente provisi- onal que permitiera

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cruzar a las tropas. Se trataba del río quelos romanos denominaban Suero. Allídetuvo el ejército el general y reunió a lostribunos en su tienda aquella mis- manoche.Cuatro lámparas de aceite, una en cadaesquina de la tienda, iluminaban laestancia.- Os he hecho venir por dos cosas.Primero, quiero que se establezca aquí uncampa- mento de aprovisionamiento.Lelio, que comanda la flota, nos subiráprovisiones y ma- terial ascendiendo por elrío para establecer este campamentomañana al amanecer. Qui- ero que unosquinientos hombres se establezcan aquí deforma permanente. Necesita- mos una basede aprovisionamiento entre Tarraco ynuestro destino fina!.Publio observó cómo se iluminaban losojos de los tribunos al oír la expresión

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«desti- no final». Podía ver cómo todosintentaban deducir cuál era ese destino.Los veía calcu- lando distancias y cómo sialguno había inferido por un segundo queSuero estaba equ- idistante entre Tarraco yCartago Nova, no podía, sin embargo, darcrédito a la idea y negaba la cabeza encompleto desacuerdo con la conclusión a laque había llegado. Los ojos de sus oficialesse volvían indecisos, sobre la superficie delplano, hacia el interior de Hispania. Todosubrayaba que ni sus propios oficialespodían pensar que aquél fuera el objetivodiseñado, pese a llevar varios díasavanzando hacia él. Cuánto menos lo pod-rían sospechar los cartagineses. La cuestiónfundamental ahora era, no obstante, si pod-rían resistir aquel ritmo.- El segundo tema que me interesa es saberel estado de ánimo de las tropas con rela-ción a la marcha.

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Entre los tribunos estaba Lucio Marcio, aquien el general había ascendido en razón asu experiencia y veteranía en la guerra. Fueéste el que resumió el sentir de todos.- En general, el desánimo empieza a hacermella. Son ya varios días de marchas for-zadas sin un objetivo claro, sin entrar encombate y adentrándose cada vez más enterri- torio cartaginés. Sólo la visión de laflota que nos acompaña en el avance hasupuesto un pequeño refuerzo para lamoral, cuando la vislumbraron a la alturade Sagunto, pero incluso ese refuerzomoral pierde impacto a medida que elagotamiento se apodera cada vez más de latropa.- Bien, Marcio. Esta noche, en la cena,quiero que se reparta vino entre lossoldados, hasta dos vasos, no más. Ysaldremos mañana una hora y media mástarde. Pero el avance prosigue, en los

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mismos términos: marchas forzadas, a todavelocidad, hacia el sur, por la costa.Miró a alrededor. Había varias preguntasen los ojos de aquellos oficiales, perocomo él no daba pie a más intervenciones,ninguno se atrevía a hablar. Echaban demenos a Lelio. Con él siempre se podíaconversar y él sí que tenía confianza paradirigirse al ge- neral en cualquiermomento. Algunos miraron a LucioMarcio para ver si éste se atrevía apreguntar algo más acerca del objetivofinal de aquel rápido avance, pero Marciotenía su mirada clavada en el plano. Publioobservó lo que miraba y se percató de queél sí observaba fijamente el punto que en elmapa marcaba la ubicación de CartagoNova.Los tribunos empezaron a salir de la tiendapara organizar el trabajo de levantar elcampamento que debía establecerse en

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aquel lugar como base deaprovisionamiento pa- ra un objetivo queaún desconocían, según había ordenado elgeneral. En la tienda, Lu- cio Marcioretrasó su salida. Se detuvo y se volvióhacia su general. -Sí, Marcio, ¿tienesalguna pregunta? Marcio fue a hablar, perose lo pensó dos veces y negó con la cabeza.- No, mi general. No quiero metermedonde no me llaman.- Haces bien -respondió Publio con talseguridad y decisión que Marcio se pusofir- me, se llevó la mano al pecho y sedespidió.- Buenas noches, mi general -sólo sepermitió añadir algo-, y que los dioses osguíen en vuestras decisiones.Con esto se dio la vuelta y salió de latienda. Publio se quedó a solas, en silencio,mi- rando de nuevo el plano. Marcio sabíaadonde se dirigían. Dudaba. Como Lelio.

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Como él mismo. Pero no dirá nada. Semantendrá leal. Quizá había queridoadvertirle de lo im- posible de la empresa,pero no le tenía suficiente confianza y noquerría que sus palab- ras se tomasen comouna indisciplina. Más dudas que añadir alas que Publio ya sobrel- levaba. Tendríaque acostumbrarse. Esta batalla la tendríaque ganar sólo con su confi- anza en símismo y en contra de los pensamientos detodos, incluidos el enemigo y sus propioshombres. Si perdía, regresaría a Romaigual que Nerón. Su carrera política trun-cada y sin un valedor como Fabio al queNerón sí podría recurrir y, lo que era peor,sin haber mermado el poder de Cartago enHispania. ¿Pero, y si contra todopronóstico, log- raba su objetivo? Tendríaentonces lo que todo general anhela: nouna victoria, no, eso es algo trivial, sino lafe ciega de sus hombres, lo que otorgaba a

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un general poder más allá de su cargo.El reparto de vino y el anuncio de una horay media extra de descanso para el día si-guiente surtió el efecto deseado. Loslegionarios se sintieron premiados por suesfuerzo y, con el efecto dulce del vino,durmieron aquella noche sin albergardemasiado rencor hacia un general que losconducía ya varios días a marchas forzadashacia el interior de un territorio dominadopor fuerzas enemigas que ellos sabían eraninfinitamente superi- ores en número. Elvino, con su cadencia de atrevimiento, loshizo sentirse más seguros, sosegó susánimos y aplacó su creciente cansancio.Al día siguiente el avance prosiguió, desdeSuero hasta alcanzar las proximidades deuna pequeña colonia griega. Los romanosse mantuvieron alejados de la poblaciónpara no comprobar o forzar la lealtad desus habitantes. Una noche más y un nuevo

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amanecer que los siguió conduciendo haciael sur, atravesando montañas quedescendían hasta la costa ydesembocaduras de pequeños ríos ybarrancos prácticamente secos. Con lacaída del sol llegó de nuevo el alto. Loslegionarios se agruparon en torno a laspequeñas ho- gueras que se les permitíaencender, con sus cuencos y su comidapara cenar entre co- mentarios que con elcansancio acumulado habían ido derivandode las bromas y las ri- sas a las quejas yreclamaciones. Aquélla era sin duda yapara todos los de aquel ejército la marchamás dura que nunca jamás hubieranrealizado. Ahora entendían algo del por-qué de aquellas largas jornadas demaniobras durante el invierno. Su generalles había hablado bravamente antes departir, pero en aquel discurso y en lossacrificios a los di- oses se había hablado

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sobre todo de combatir, de luchar contralos ejércitos cartagineses y no de caminardurantes días de sol a sol, a toda velocidadhasta la misma extenuación.¿Adonde quería llevarlos aquel general,dónde quería luchar? ¿O es quesimplemente deseaba pasearse por todoaquel territorio evitando al enemigo?Quinto Terebelio estaba en uno de esosgrupos. Había terminado su comida yescuc- haba las cada vez más frecuentesquejas de los legionarios a su mando.Tenía su cuerpo cruzado de cicatrices, unabarba densa y una frente arrugada, aunquesin ceño marcado.Con sus manos gruesas, toscas, blandía unlargo palo con el que removía las brasasdel fuego, haciendo que pequeñas pavesaschisporroteasen hacia el cielo oscuro de lanoche.- Por Hércules -dijo-, ya está bien. Esto es

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una legión romana, no un grupo de putaschillonas lloriqueando por esto o poraquello -aquí Quinto puso voz fingida demujer, como los actores en el teatro-: «Ay,ay, dadme un poco más de dinero… hoyno, estoy agotada…» -Los hombres rierona gusto-. Aquí no hay sitio para débiles. Elque no sea capaz de resistir unos días demarchas forzadas no debería habersealistado en una legi- ón de Roma. Más aún,no debería ser romano.Una vez que se calmaron las carcajadas,uno de los legionarios se dirigió a sucenturi- ón.- Sí, pero ¿para qué este avance, adondenos conduce el general? Cada vez estamosmás lejos de nuestra base en Tarraco. ¿Quésentido tiene adentrarse tanto en territorioenemigo y que lleguemos todos agotados acombatir? ¿Y qué sentido tiene…? PeroQuinto Terebelio interrumpió las quejas de

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su soldado.- ¡Silencio! Nosotros somos legionarios ylos legionarios no establecen los planes decombate. Si el general ordena que se sigahacia el sur, se sigue y punto.Aquello pareció acallar ligeramente lasquejas, pero Quinto observó que aúnmurmu- raban entre sí varios hombres, deforma que se decidió, se levantó y hablócon fuerza para que todo su regimiento leescuchara bien.- ¡Escuchadme todos! Yo tampocoentiendo el sentido de estas marchas.Puede que nuestro general esté loco; no losé, pero sí sé que es el que tiene el mandoy esto es una legión y, si un legionariorecibe una orden, aunque ésta parezcaabsurda, un legionario cumple esa orden alpie de la letra… y sin quejarse. -Quinto sequedó sorprendido al ver cómo sushombres se levantaban para escucharle. Él

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no era un orador como alguno de lostribunos o el propio general. Se extrañó deque sus palabras impactaran tanto comopara que los hombres se pusieran en piepara escucharle, pero de pronto unaintuición le dijo que había algo más quesus palabras, en aquel gesto de respeto desus legionarios.Se volvió y se encontró de cara con PublioCornelio Escipión a tres pasos de distancia,rodeado de sus Quinto selictores.preguntaba cuánto tiempo había estadoescuchando el general.- O sea que mis órdenes son las de un loco,¿es eso lo que estabais explicando a vues-tros legionarios? -la voz de Publio resonópotente entre todos los presentes. QuintoTe- rebelio no supo qué responder. Ése nohabía sido el sentido de sus palabras, peroantes de que pudiera decir algo el generalinsistió-. Te he hecho una pregunta,

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centurión, y es- pero respuesta.Quinto Terebelio maldijo su mala fortuna,a la diosa del mismo nombre y, ya de paso,a algún otro dios más que le vino a lamente. No era eso lo que había queridoexplicar a sus soldados, sino que había queobedecer al general al mando aunque no seentendiera bien el sentido de sus órdenes.Sí, eso debía decir.- Yo… mi general… intentaba explicar quehay que obedecer las órdenes… que en lalegión eso es lo fundamental… - Ya. ¿Ypara eso es necesario insultar al general almando llamándole loco? Quinto Terebeliodeseó que los dioses lo fulminasen allímismo. Nuevamente guardó silencio, perosabía que tenía que decir algo.- Yo no soy un orador… sólo sé cumplirórdenes… lo siento, mi general. Sólo valgopara luchar.Publio dibujó en la comisura de los labios

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el esbozo de una sonrisa cargada de incier-ta intención.- No, no eres un orador, pero en lo deluchar no te preocupes, que averiguaréperso- nalmente si realmente vales paraello.Los hombres se echaron a reír. También lohicieron algunos de los hombres al mandodel propio centurión. El joven generalobservó cómo el centurión sentíavergüenza y có- mo reprimía sussentimientos y su orgullo. Publio seadelantó y se acercó a los legiona- rios quereían.- ¿Os reís acaso de vuestro oficial almando, Quinto Terebelio? Las risasdesaparecieron automáticamente. Publiocontinuó.- Soy el general al mando y, si lo considerooportuno, puedo reprender la actitud decualquier oficial, pero no sabía que un

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legionario pudiera reírse de un oficialsuperior.¿Es ésta la legión de la que dispongo paraderrotar a los cartagineses? Los legionariosguardaron silencio. Todo el mundo callaba.Publio Cornelio Escipión los miró uno auno.- Me ocuparé en persona de averiguar lavalía de todos los aquí presentes. Veremossi en el campo de batalla resolvéis lascosas con risas o con arrojo. Allíaveriguaremos de qué naturaleza sonvuestros espíritus… -y concluyó- si es queresistís la marcha, claro, ¿cómo era eso?,¿putas chillonas? Eso ha tenido gracia.Esta vez fueron los del general loslictoresque sonrieron. Quinto tragó saliva. Sabíaque la primera norma para sobrevivir en lalegión era el anonimato de tu unidad; sinem- bargo, esa noche, su manípulo habíaquedado señalado por el general.

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Publio abandonó el regimiento de QuintoTerebelio y a sus hombres. Durante unosinstantes todos quedaron allí, quietos, enpie, sintiendo el aire frío de la noche en supi- el. Las llamas de la hoguera se habíanido consumiendo durante el debate. Unfulgor ro- jo salpicaba de luz temblorosa alos soldados. Sabían que el general nohablaba en vano y que sus palabras a modode advertencia no podían sino presagiarque iban a ser usados en primera línea debatalla. Los legionarios miraban al suelo,reflexionando. «Me ocu- paré de averiguarla valía de todos los aquí presentes», habíadicho. Al final Quinto es- piró largo yprofundo. Sin saberlo llevaba un minutoconteniendo la respiración.- Bien -dijo al fin-, espero que todos estéiscontentos. Vuestras quejas nos acaban deponer en primera línea de combate en laprimera batalla, con toda seguridad. Si

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alguien tiene alguna otra queja, que haga elfavor de tragársela. De hecho, creo que sinadie abre la boca, incluido yo, hasta elfinal de esta marcha, quizá aumentennuestras posibilida- des de sobrevivir a estacampaña. Ahora silencio todos y a dormir.Mañana marchamos, hacia el sur, y estavez, en silencio. Las nenazas que setraguen la lengua -y su voz se escuchómientras les daba la espalda y se alejabaentre las sombras-. ¡Por todos los di- oses!¡Maldita nuestra suerte! Todos recogieronsus utensilios de la cena y se dispusieron adormir, o, al menos, a intentarlo. Ningunoconcilio un sueño tranquilo.Publio descansó unos momentos sobre unaroca, en un leve altozano desde donde secontemplaban las pequeñas hogueras aúnencendidas de su campamento. Sabía queha- bía sido duro en sus palabras conaquellos hombres y aquel centurión.

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Conocía a todos los oficiales a su mando.Ésa había sido otra de sus ocupacionesdurante el largo invier- no. Había leído losinformes sobre cada uno de sus oficiales.Quinto Terebelio era, sin lugar a dudas, unhombre de gran valor y de enormeexperiencia. Y muchos de los hom- bresbajo su mando eran legionarios que yahabían servido con ese centurión en otrascampañas. En cualquier caso ahora teníaalgo mejor que un puñado de hombresvalien- tes. Tras esta noche ahora disponíade un puñado de hombres valientesansiosos por de- mostrar su auténtica valíaa su general. Aquélla era un arma poderosaque tendría que saber utilizar coninteligencia. Ya pronto. Muy pronto. Teníaplanes muy definidos para Terebelio y sushombres.Tras otra breve noche de descanso para lamayoría y de insomnio para Quinto Tere-

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belio y los suyos, las legionesreemprendieron el avance. El agotamientose extendía de forma generalizada entretodos. Las conversaciones mermaban y enlos intervalos para reponer fuerzas loslegionarios se ocupaban de comer ensilencio, sin bromas, sin ape- nascomentarios. Aquel general los arrastrabaen una marcha sin fin que a todos teníaexhaustos. Pero una legión es un herviderode murmullos y murmuraciones y todo sesa- bía en cuestión de unas horas. Laspalabras de Publio al regimiento de QuintoTerebelio habían corrido de boca en bocadurante la mañana y nadie quería compartirsu suerte cu- ando finalmente llegara lahora del combate.Así pasó un nuevo día de marcha y unanueva noche.En el mar, Cayo Lelio oteaba el horizonteiluminado por el sexto amanecer desde que

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partieran de Tarraco. No había hablado conPublio desde que salieron. Así habían qu-edado al poner en marcha al ejército y laflota. En Suero había mandado variosbarcos con los pertrechos acordados paralevantar el campamento deaprovisionamiento, sin acercarse él a lacosta. Lelio sentía la inmensa seguridad deque su general tenía en el éxito de laempresa, pero no podía entender por qué,más allá de que quizá fuera cierto que losdioses estaban con aquel joven romano quelos mandaba a todos en aquella cam- pañahacia el sur de Hispania. Lelio suspiró. Seseparó de la proa de la y, alquinquerremevolverse, vio al pescador que el jovengeneral había ordenado que actuara comoguía en aquella ruta. Lelio no entendía biena qué traerse un pescador para guiarlos enuna singladura tan sencilla como aquélla:sólo había que descender siguiendo la

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costa hasta llegar a Cartago Nova. Observócómo el pescador también escudriñaba elhorizonte. Se le veía nervioso. Fuera por loque fuera aquel hombre estaba hondamentepreocupado.Quizá conocedor de los dominioscartagineses en sus aventuras pescando porlas costas del sur de aquella gigantescapenínsula había aprendido del enormepoderío de aquéllos en Hispania y notuviera muy clara la capacidad de losromanos para poder salir victori- osos.Lelio no comprendía la relación de aquelpescador con el general, pero las órdeneseran conducir a este hombre hasta CartagoNova y, una vez allí, llevarlo a supresencia en el campamento que seestablecería frente a la ciudad. Así se teníaque hacer y así se haría.limo miraba tenso hacia el mar. Era elmismo sobre el que había navegado toda su

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vi- da, antes que los cartagineses, antes quelos romanos. Ahora todo su mundo setambale- aba. Presionado por aquel jovengeneral romano se había visto obligado apactar con él un acuerdo que quizá lelibrara de las penurias propias de suprofesión y que, pudiera ser, ayudara alfuturo de su familia en Tarraco, pero quizátambién fuera un pacto con el dios de lamuerte, que sólo podía terminar con sushuesos como pasto de los buitres en algúnlejano campo de batalla de una guerra queno era la suya. El general, no obstante, nole había dejado mucha elección.- Si me ayudas en esto y salimosvictoriosos, me aseguraré de que no tengasni tú ni tu familia ningún problema en estaciudad. Podrás establecer aquí un buencomercio con el pescado, protegido porRoma -le comentó aquel gobernador oprocónsul o lo que fu- era en la última

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entrevista entre ambos. Era de noche. Y enel atrio de la gran casa del general romanoen Tarraco se proyectaban largas sombras ala luz de las antorchas.- ¿Y si me niego? ¿Y si no te ayudo enesto? -Se atrevió a preguntar, mirando a losojos al joven general-. A fin de cuentasésta no es mi guerra y, aunque pueda ganarmucho ayudándote, también es posible quepierdas y que los cartagineses, si descubrenque te he ayudado, me maten y también atoda mi familia.Publio mantuvo la mirada del pescador ysin quitar sus ojos de los que lepreguntaban respondió despacio.- Ésa no es una opción que te puedasplantear.Luego vino el silencio y el crepitar de lasantorchas ardiendo. El romano añadió algo,un poco más relajado.- Siento, limo, que te veas en esta

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situación, pero tu ayuda me es necesaria.Además, si todo lo que hemos hablado, loque me has contado es cierto, saldremosvictoriosos.No lo dudes.limo sabía que todo lo que había narradoera verdad, pero no veía en qué forma aqu-ello podía conseguir una gran victoria a losromanos, claro que él no era general ni en-tendía de estrategias. Seguía dudando. Alfin respondió.- A lo mejor es mejor que muera aquí amorir a manos cartaginesas y que luego loscartagineses acaben con mi familia o…-dudó, tragó saliva y continuó- o es que…¿si no te ayudo también amenazas a mifamilia? Publio se reclinó en su asiento ypensó unos segundos.- No, no amenazo a tu familia. Tupreocupación por los tuyos te honra y esome pare- ce digno. Veo justo que quieras

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conseguir seguridad para ellos. Por eso teofrezco el si- guiente acuerdo: tú nosayudas en esta empresa, vienes con elejército y si vencemos, que venceremos,tendrás todo lo que hemos hablado, pero siperdemos, que no ocurrirá, te garantizo quedejaré órdenes para que, en caso de quehubiera un avance cartaginés sobreTarraco, toda tu familia sea llevada aRoma o a cualquier otra ciudad de dominioromano donde sean protegidos de loscartagineses. Tengo instrucciones similaresen to- do lo relacionado con mi propiafamilia.limo meditó antes de responder. Tambiénpodría ocurrir que después de Tarraco ca-yeran más ciudades romanas o que inclusola propia Roma fuera tomada por Cartagoen aquella inmisericorde guerra quellevaban los dos imperios, pero se dabacuenta de que había negociado hasta donde

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era razonable. Inclu- so un poco más alláde lo razonable. Estaba jugando con lapaciencia de aquel general.Lo veía bebiendo despacio un poco de vinode una copa de plata, pero sentía que inclu-so con los ojos cerrados el general leobservaba y hasta que leía suspensamientos.- De acuerdo. Acepto. Te ayudaré, osacompañaré y cumpliré todo lo pactado; acam- bio habrá protección para mi familiaen cualquier caso, y si hay victoria,obtendré la re- compensa de la que hemoshablado.Publio no habló, sino que se limitó aasentir con la cabeza, en silencio.Ahora limo, en el barco insignia de la flotaromana, rumbo al sur, se esforzaba por re-pasar todo aquello que debía recordar parapoder cumplir fielmente su parte del trato.Estaba seguro de casi todo, pero a medida

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que se acercaban al destino final, las dudascomenzaban a atenazarle. No había estadotantas veces en Cartago Nova. Sumemoria, no obstante, era excepcional. Sinavegaba por un sitio recordaba todo, lasrocas, los ca- bos, las corrientes… sólo quenunca le había ido su vida y la de toda sufamilia en ello.

96 El plan de Fabio

Tarento, 209 a.C.

Fabio Máximo había sido reelegido cónsulpor quinta vez. Nadie había conseguido lamagistratura tantas veces desde tiemposinmemoriales. Pocos eran también lossenado- res que alcanzaban los setenta ycuatro años de edad en plenas facultadesfísicas y men- tales. Fabio había

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transformado la resistencia en un arte ynadie parecía poder superarle en dichadisciplina. El joven Marco Porcio Catón, asus veinticinco años, había aprendi- do aadmirar aquella fortaleza de espíritu y lasagacidad que de forma natural acompa-ñaba las decisiones de su maestro en lapolítica y la estrategia militar. Ahora,navegando en una rodeadosquinquerreme,de decenas de barcos de la flota romanarumbo a Taren- to, recordaba laconversación que mantuvo con Máximomientras veían al impertinente jovenEscipión partiendo hacia la lejana ysiempre incierta Hispania. «Esperaremos alaño siguiente antes de actuar, esperaremosa que los demás estén cansados antes de in-tervenir y actuar», dijo Máximo o, almenos, ése era el sentido que Catón daba alo que escuchó. Un año después, tras unconsulado en el que Marcelo, ostentando la

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magistra- tura, quedó exhausto de combatircontra Aníbal sin conseguir ningunavictoria clara, cu- ando tanto la infanteríaromana como la cartaginesa dabanmuestras de extenuación, Fa- bio habíapresentado de nuevo su candidatura en elSenado y había salido elegido cón- sul porquinta vez.- Ahora marcharemos hacia el sur, jovenamigo, hacia el sur. Ha llegado el momentode actuar -dijo Fabio frotándose las manosante un confundido Catón al salir del Sena-do.Fondearon la flota en las proximidades dela bahía de Tarento. En la luz del atardecerse divisaban en lontananza las murallas dela ciudad y la ciudadela de Tarento. La ci-udad en manos de las tropas cartaginesas yla pequeña ciudadela aún bajo controlroma- no, sometida la pequeña guarniciónitálica al más severo de los asedios por

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parte de las tropas africanas acantonadas enel resto de la ciudad.- Atacaremos por tierra y por mar a la vez-se explicaba Fabio.- ¿Y la flota cartaginesa? -preguntó Catón.- La flota cartaginesa, mi querido Marco,está lejos de aquí, ayudando a Filipo a luc-har contra nuestra flota del Adriático.Aníbal será un gran estratega de lascampañas ter- restres, pero en su selecciónde aliados útiles creo que aún tiene queaprender. Levantó a Filipo contra nosotrosy nosotros hemos alzado a los etolioscontra Filipo. Ahora en lu- gar de recibirayuda de los macedonios es Aníbal el quedebe mandar su flota en ayuda de Filipo.Es irónico y tremendamente divertido.Catón escuchaba absorto. Los planestrazados por Fabio Máximo el año anterioro, quién sabe si no hace más tiempo,empezaban a encajar como las teselas de

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un mosaico, de modo que lo que antes noeran sino diminutas piezas informesdibujaban ahora un claro diseño deestrategia.- Y eso, Marco, es sólo el principio. Estanoche espero una visita. Quédate a cenarconmigo y pasarás una velada instructiva.Las cenas en el camarote del buque deguerra eran frugales: un poco de pescado,fruta y vino con agua. A Catón le gustabael pero ante su ausencia no dijomulsum,nada por temor a parecer superfluo en unanoche donde parecía que algo importantedebía acon- tecer. Al cabo de un rato, unavez terminada la cena y con la noche yaestablecida sobre el mar, uno de los

del anciano cónsul entró en ellictorescamarote del senador.- El hombre que aguardabais ha llegado-dijo el escolta del magistrado.- Que pase -ordenó Fabio.

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Un hombre de unos treinta años, no muyalto, algo encogido de hombros, tez oscura,barba desaliñada y mirada furtiva entró enel camarote. Saludó al cónsul con unareve- rencia y se quedó en pie sin saberbien qué más hacer para mostrar susrespetos a aquel alto dignatario del Estadoque se había interesado por sus serviciosdurante los últimos meses.- Marco, te presento a Régulo. Régulo esun brucio leal a Roma. Su historia esintere- sante, ¿no es así, Régulo? -comentóFabio con condescendencia.Catón observaba a aquel hombre y nopodía evitar sentir algo sospechoso enaquellos ojos nerviosos incapaces de mirara su interlocutor, quizá por humildad,quizá por ocul- tar algo. Era muyimprobable que su nombre auténtico fueraRégulo y menos siendo de la región delBruttium en el sur de la península itálica.

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Pero tampoco era de extrañar que unbrucio que se manifestara favorable a lacausa romana adoptase un sobrenombre ro-mano para hacer patente dónde estaba su,al menos, supuesta lealtad.- Régulo, pon al día a mi queridoconfidente Marco sobre tus actividadesestos meses.El brucio parecía dudar. Máximo le instóde nuevo y fue más preciso en surequerimi- ento.- Cuéntanos la historia de tu hermana y elprefecto brucio de la muralla de Tarento.Régulo asintió. Si eso era lo que el cónsulquería, así debía hacerse.- Verá, mi señor -empezó Régulodirigiendo su voz, que no su mirada, aMarco Por- cio Catón-, mi hermana, comoyo, es brucia; quiso la mala Fortuna que lapillase a ella en la ciudad de Tarentocuando ésta fue tomada por ese salvaje de

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Aníbal. Desde enton- ces lleva allísobreviviendo como puede. Con la llegadade Aníbal, éste introdujo tropas dediferentes regiones para someter ycontrolar la ciudad, las cuales quedan todasbajo supervisión de la guarnicióncartaginesa allí establecida. El caso es queentre las tropas que trajo Aníbal a Tarentohay un pequeño regimiento de deslealesbrucios que se han pasado al bandocartaginés -aquí Régulo estuvo a punto deescupir en el suelo para sub- rayar conaquel gesto su desprecio por aquellastropas de su propia región, pero se lo pensódos veces y se contuvo-; el caso es que elprefecto al mando del regimiento brucio seenamoró de mi hermana y poco menospuede decirse que ésta le maneja a suantojo.Tengo, a través de mi hermana, ganada lavoluntad de este prefecto y con ello un

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sector de la muralla, aquel que está bajo sucustodia y de sus tropas brucias por lanoche, parte del sector oriental de la ciudadjunto a la puerta Teménida.Catón volvió sus ojos hacia Fabio. El viejocónsul, como un anciano zorro, sonreía conplacidez transpirando plena satisfacciónpor cada uno de los poros de su arrugadapiel. Estaba claro que se deleitaba en eldisfrute de una fácil, próxima y granvictoria.Era una noche cerrada sin luna. Loslegionarios habían desembarcado más alládel puerto, en la costa norte de Tarento, aun kilómetro de las murallas. Marcharoncon tien- to, a ciegas casi, pues el cónsulhabía ordenado que no se encendieranantorchas. Para los soldados el únicoreferente para orientarse eran las luces queproyectaba la propia ci- udad desde lo altode sus murallas y torres. Así llegaron a

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situarse a apenas quinientos pasos deTarento y, a esa distancia, ocultos tras unaarboleda de encinas, aguardaron en silenciola señal de ataque.Fabio Máximo contemplaba las enormesmurallas. Era imposible tomar aquella ci-udad si no era por engaño o traición, comoen su momento hiciera Aníbal aliándosecon un sector de los tarentinosdescontentos con el trato de Roma. Bien,ahora era su turno.- No será una larga espera -dijo el cónsulen voz baja. Catón, al abrigo de losárboles, asintió. Y, como si el viejo cónsulestuviera haciendo una exhibición de suscualidades de un gran estrépito deaugur,voces y golpes de espada llegó hasta ellosprocedente del interior de la ciudad.- ¡Adelante! ¡Por Castor y Pólux!¡Marchad! -ordenó el cónsul a los tribunos.En un instante una legión completa, con

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sus cuatro mil efectivos, empezó a avanzarhacia la muralla. A medida que seacercaban a los muros, se discernía cómoel tumulto de voces y golpes provenía de laciudadela por un lado, donde aún resistíaatrincherada la guarni- ción romana que loscartagineses nunca habían llegado aderrotar, y, por otro lado, de los barrios dela ciudad antigua, próxima a la ciudadela yalejada de la muralla.- Los brucios parecen estar haciendo biensu papel -comentó Catón. Fabio Máximono dijo nada. El avance de las tropasprosiguió hasta alcanzar el sector orientalde la muralla bajo la custodia del manípulode brucios de Régulo. Era cierto. Éstosparecían estar cumpliendo bien lasórdenes: en coordinación con el escándaloque los romanos de la guarnición de laciudadela estaban generando, pequeñosgrupos de brucios estaban promoviendo

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altercados con las tropas cartaginesas endiversos puntos de la ciudad. En esemomento sonaron las trompas y cuernosque anunciaban el ataque de la flota roma-na por el norte. La confusión entre losdefensores de la ciudad aumentó. Losoficiales cartagineses, en medio de uncompleto desconcierto, intentaban ponerorden. En cuesti- ón de minutos se recurrióa las tropas africanas de la muralla orientalpara defender el puerto de la flota romanay dar respuesta a las armas arrojadizas quellovían desde la ci- udadela. También seinternaron varios centenares de hombres enla ciudad antigua para reestablecer allí elcontrol de la situación. La muralla orientalquedó entonces bajo el control de losbrucios de Régulo en su sector central sólobajo la supervisión de algunos pequeñosgrupos de cartagineses en los extremosnorte y sur de la misma.

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Las tropas de Fabio Máximo alcanzaron elpunto de muralla convenido, junto a la pu-erta Teménida. Los legionarios lanzaronsus escalas y empezaron a trepar condiligen- cia. Los que llegaban a lo alto delmuro eran ayudados por los hombres deRégulo. To- do marchaba a la perfecciónhasta que un grupo de cartagineses delsector norte apare- ció patrullando por loalto de la muralla. Una vez digerido lo quesus ojos estaban vien- do, dieron la voz dealarma y se lanzaron sobre brucios yromanos a un tiempo, pero era tarde paradetener al enemigo en su acción nocturna.Ya había ascendido por la muralla unmanípulo completo de romanos y,apoyados por los brucios, no tardaron endar bu- ena cuenta de la pequeña patrullade diez soldados cartagineses. La mitadmurieron a es- pada, el resto fue despeñadodesde lo alto del muro hacia el exterior de

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la ciudad. Los cuerpos de los cartaginesesfueron recibidos con carcajadas entre loslegionarios roma- nos, que sus oficialesreprimieron con severidad. Aún no sehabía tomado la ciudad y te- nían órdenesde mantener silencio hasta que seconsiguiese tomar la puerta Teménida.En el interior las acciones se atropellaban.En unos minutos los romanos descendíanhacia la necrópolis de Tarento, dentro yadel recinto amurallado. Los legionarios sedes- lizaban con cuidado, intentando quesus sandalias no desvelasen su presenciaantes de haber conseguido su objetivo. Elestruendo y el griterío que llegaba a susoídos desde la ciudadela, el puerto y laciudad antigua eran sus mejoressalvoconductos.La puerta Teménida, como el resto de losaccesos a Tarento, estaba protegida por tro-pas africanas e iberas, todos veteranos del

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ejército que Aníbal había traído consigodes- de Hispania y que habían compartidocon aquél el paso de los Pirineos, elRódano, los Alpes y las grandes victoriasde los primeros años. Eran hombres hechosa la guerra.Uno de los iberos que oteaba hacia elinterior, preocupado por el ataque romanoen el sector norte, se sentía especialmenteincómodo. Era absurdo intentar tomar laciudad por el puerto. Todo lo absurdo lemolestaba. Desde siempre. Vio algo que lellamó la atenci- ón. Sombras. Figurasoscuras que parecían desplazarse sobre lasviejas tumbas griegas en la necrópolis quese extendía entre la puerta Teménida y lazona norte de la ciudad, donde estaban lostemplos de aquellos dioses extraños paraél. ¿Quién se aventuraría por entre aquellastumbas en medio de la noche y mientraslos romanos atacaban por el nor- te? Fue a

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llamar a sus compañeros, pero sintió unpremonitorio silbido y se agachó conrapidez, con la agilidad y los reflejosadquiridos en decenas de batallas. Lasflechas sur- caban el cielo y vio cómoherían a dos de sus compañeros de guardia.- ¡Alarma! -gritó y desenfundó su espadade doble filo.El resto de la pequeña guarnición salió enarmas. Eran una veintena de fornidos sol-dados dispuestos a morir. La batalla selibró junto a la puerta Teménida en elinterior del recinto amurallado. Los veinteiberos y africanos se enfrentaron contra losochenta legi- onarios del manípulo romanoque había cruzado la necrópolis.Cualquiera hubiera apos- tado por el fáciléxito de los romanos, pero éstos erantropas recién reclutadas de entre unascolonias latinas ya empobrecidas y sinapenas hombres preparados que ofrecer ya

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a Roma. Muchos eran demasiado jóvenes ytodos, menos el centurión que loscomandaba, inexpertos. Cada africano sebatía con dos o tres legionarios a untiempo; los iberos ha- cían como queretrocedían para separar a los legionariosdel grupo central de enemigos y asícombatir con ellos de forma aislada. Tresafricanos y seis iberos habían muerto y elresto estaba con heridas o, en el mejor delos casos, sólo magullado. Pero habían re-sistido la primera acometida de losromanos, que habían perdido a más detreinta homb- res. El centurión se afanabaen rehacer las filas del manípulo parapreparar una nueva embestida, pero en losojos de sus hombres estaba escrito elmiedo. Apenas habían ent- rado encombate antes y, desde luego, aquellosenemigos no parecían ser como el resto delos mortales. ¿De dónde venían aquellos

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soldados que en plena inferioridadnumérica se batían a muerte hasta el finalcon un vigor y una destreza inimaginables?Aquellos le- gionarios eran desafortunadosal tener su primer combate de importanciacontra vetera- nos de las tropas de Aníbal.El centurión ordenó que atacaran de nuevo,pero sus homb- res dudaban. El oficialromano sabía que si no se conseguía tomaraquella puerta, toda la operación estaba enpeligro, pero no sabía qué hacer si sushombres no le obedecían.Los africanos e iberos permanecían en pie,heridos, desangrándose algunos, peroprote- giendo la puerta, sin moverse, sinceder un ápice de terreno.En ese momento una espesa nube deflechas llovió desde lo alto de la muralla.Varios africanos cayeron atravesados y losiberos decidieron que aquello ya erademasiado y se adentraron en la necrópolis

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en busca de refuerzos con los que regresar.Los africanos se volvieron hacia el origende la lluvia de flechas. Antes de moriralcanzaron a divisar a los soldados bruciosapuntándoles con sus arcos. Sólo latraición pudo llevárselos por delante.La puerta Teménida se abrió de par en par.Sus inmensos goznes resonaron en la noc-he húmeda. Fabio Máximo, cónsul deRoma, arropado por sus y por unalictoreslegión de romanos, entró en la ciudad deTarento. Allí se detuvo para contemplar elpaso de sus tropas hacia el interior de laque ahora era su ciudad. Dejó el resto delas acciones en manos de sus tribunos.Éstos se adentraron con el grueso de lastropas a marchas forza- das cruzandoprimero las tumbas griegas y luego hasta elforo, sin detenerse en los tem- plos dePerséfone o de Cora y Dioniso. Apenasencontraron oposición hasta llegar al fo-

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ro. Allí se libró el mayor de los combatesde aquella noche. El grueso de laguarnición cartaginesa, avisada por losiberos que habían sobrevivido a la lucha enla puerta Temé- nida, avanzaba para cortarel paso a los invasores, pero éstos yaestaban con miles de hombres en el interiorde la ciudad. Los cartagineses lucharon conbravura, al igual que lo habían hecho suscompañeros de la puerta que había sidotraicionada, pero cuando parecía que dabanmuestras de resistir, los romanosempezaron a acceder a la ciudad por elpuerto, toda vez que sus fortificacionesapenas si tenían ya defensores al teneréstos que ocuparse de los romanos queestaban en el interior de la ciudad.Además, después de aquel infinitoencierro, las puertas de la ciudadela seabrieron y la guarnición romanasuperviviente al asedio cartaginés de

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aquellos años salió para cooperar con elresto de los atacantes para doblegar a susenemigos. Fabio Máximo, sentado sobreuna tumba griega, dio una orden, con vozsuave, casi imperceptible.- Que pase la segunda legión.Catón, que permanecía a su lado,transmitió la orden a los tribunos. Unasegunda le- gión penetró en la ciudad yaquello dejó de ser una batalla paratransformarse en una de las mayorescarnicerías de aquella guerra.- ¿Qué hacemos con los que se rindan?-preguntó un tribuno al cónsul.Fabio Máximo, sin levantarse, respondiócon sosiego. -Matadlos a todos. El tribunoasintió.- ¿Y con los tarentinos, qué hacemos conlos habitantes de la ciudad? Aquí el cónsulmeditó unos segundos.- Bueno -dijo al fin-, parecían estar a gusto,

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demasiado a gusto bajo dominio cartagi-nés. Nada hicieron para ayudar a nuestrastropas acantonadas en la ciudadela. Matada placer.El tribuno iba a marcharse, pero le quedabauna duda. No sabía si debía preguntar más.El cónsul se incomodó ante la incapacidadde aquel oficial para ponerse manos a laobra.- ¿Mujeres y niños también? -preguntócabizbajo el tribuno, con tiento, en vozbaja.Quinto Fabio Máximo se levantó de latumba sobre la que estaba sentado. Hablóen voz alta y potente de modo que leescuchase aquel impertinente tribuno y elresto de los oficiales que le acompañaban.- Matad a discreción. Violad, quemad ymatad. A hombres, mujeres y niños.Despoj- adlos de sus riquezas y al que seinterponga entre vosotros y sus riquezas

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matadlo. Vi- olad a las mujeres que osplazca. Matad a niños si eso os divierte.Acabad con todos los enemigos de Roma.Ha de quedar muy claro el mensaje para elresto de las ciudades que se pasa- ron albando cartaginés -paró un instante parainspirar aire; la edad le mermaba sus ca-pacidades; se dio cuenta de que aunque sele escuchase igual, no le veían todos; subióentonces a lo alto de la tumba y desde allíconcluyó su discurso, sus órdenes-. ¡Éstaes la noche de la ira de Roma. Ésta es lanoche en que hasta los dioses de nuestrosenemigos sentirán miedo del poder deRoma! Ya no hubo más preguntas. FabioMáximo se retiró al pequeño campamentoque se estaba levantando a las puertas de laciudad, no sin antes encargar a Catón quese adent- rase en Tarento y que supervisaseque sus órdenes se ejecutasen al pie de laletra. El joven Marco, protegido por una

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escolta de legionarios, caminó hasta el forode aquella ciudad. Allí se estabaacumulando todo tipo de riquezas, oro,plata, pertrechos militares y centenares dearmas confiscadas a los muertoscartagineses y el resto de las tropasmercenarias. Un grupo de africanos,rendidos y desarmados, era acribillado aflechas.Los caídos eran meticulosamente pasados aespada para asegurarse de que ninguno fin-gía estar muerto para sobrevivir a aquellavigilia de muerte y destrucción. Catóndirigió entonces sus pasos hacia la ciudadantigua. Allí el espectáculo era aún másterrible. Vio a grupos de legionarios quesacaban a las mujeres de sus casasarrastrándolas por el pe- lo, a medio vestiralgunas, otras ya completamente desnudasy las violaban en plena cal- le. Algunossacaban a sus maridos para divertirse con

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el sufrimiento de aquellos homb- res. Enmuchos casos las violaciones terminabandegollando tanto a las mujeres como a susmaridos. Decenas de niñas seguían eldestino de sus madres. Había muchossolda- dos jóvenes entre aquellas tropas.Catón percibió que la juventud era capazde mayores crueldades que las tropasveteranas. ¿Quedaría alguien vivo alamanecer? Estuvo tenta- do de ordenarrefrenar a algunos hombres que seentretenían torturando a un grupo de niños,pero el temor a la reacción del cónsul lecontuvo. Una voz que reconoció gritó pi-diendo ayuda. Catón se volvió y vio albrucio Régulo, armado con su espada,acompa- ñado por otros dos soldadosbrucios, protegiendo a una mujeraterrorizada que con toda probabilidaddebía de ser la hermana. Allí estaba lasemilla que engendró aquella noche

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rogando por su vida.- ¡Mi señor, mi señor! -gritaba Régulodirigiéndose a Catón-. ¡Ayudadnos! ¡Estánconfundidos! ¡Nos van a matar! ¡Vossabéis que ayudamos al cónsul! ¡Estamosbajo su protección! Marco Porcio Catónalzó su voz en medio del tumulto delegionarios que rodeaban a Régulo, suhermana y sus compañeros brucios.- ¡Este hombre y sus acompañantes están ami cargo! -dijo Catón con firmeza. Los le-gionarios dudaban, pues la mujer queacompañaba a los brucios era muyatractiva y va- rios de aquellos soldadosaún no se habían estrenado, pero elcenturión romano que los dirigía reconocióla figura del joven tribuno favorito delcónsul y un sudor frío empapó su frente.- ¡Apartaos, imbéciles! ¿No habéis oído laorden? ¡Apartaos o será mi espada la queos saque de aquí a todos uno a uno! Régulo

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caminaba más encogido de hombros quede costumbre, asustado. Se quejabamientras seguía la estela de aquel altooficial romano que los había rescatado in

de una muerte segura.extremis- Esto no tiene sentido. Hemos ayudado alcónsul a hacerse con la ciudad y lo estánarrasando todo, pero bueno, ahí no entro,no es asunto nuestro, pero han matado avarios de mis hombres, los mismos queayudaron a apoderarse de la puertaTeménida.- Ha sido una confusión -respondió Catónsin levantar la voz y sin volverse para mi-rar a su interlocutor-. En unos instantesestaréis ante el cónsul. Allí podréisformular vu- estra reclamación.Régulo estaba indignado. El enfado parecíair borrando todo el temor padecido en lasúltimas horas al verse obligado adefenderse a sí mismo y a defender a su

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hermana de los ataques de los romanos alos que él había ayudado y facilitado elacceso a la ciudad.Tenía ganas de vérselas cara a cara con elcónsul y exigir una compensación para él ypara todos sus hombres.Quinto Fabio Máximo, sentado en una sillarepleta de almohadones para hacer máscómoda aquella espera nocturna,contemplaba el incendio que consumíagran parte de la ciudad de Tarento. A susespaldas estaba su tienda de general en jefedel ejército consu- lar que había tomadoaquella ciudad por la fuerza. Era unaconquista comparable a la de Siracusa porparte de Marcelo. Ya nadie podría poner encuestión su liderazgo en aquel- la guerra.Era el más experimentado senador, el quehabía detenido a Aníbal tras Can- nae, elque había defendido Roma cuando elcartaginés acampó a las puertas de la ci-

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udad, el que más consulados habíaostentado y ya ni siquiera podríanrestregarle que Marcelo hubieraconquistado una gran ciudad y él no. Nisiquiera eso tendrían ya sus enemigos. Estole haría el hombre más poderoso de Roma.Las riquezas de Tarento sa- nearían lascuentas del Estado y aliviarían la presiónsobre el resto de los patricios y sobre lascolonias latinas. Eso abría una nueva etapaen la guerra contra Aníbal en la que éllideraría la ciudad hasta terminar con elcartaginés de una vez por todas y sunombre pasaría a los anales de Roma comoel mayor de los generales que nunca jamáshabía tenido la ciudad que estaba destinadaa gobernar el mundo. Ningún otro generalromano podría realizar ninguna acción quepudiera medirse en mérito a la toma de Ta-rento.Vio que Catón se acercaba junto con sus

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escoltas y unos extraños acompañantes.- ¿Y bien, Marco? -preguntó el cónsul sinalzarse de su asiento-. ¿Se van cumpliendomis órdenes? - Sí, mi señor. No creo que nilos tarentinos ni los cartagineses tengandudas sobre el mensaje que se les haenviado esta noche. Lo que no sé es siquedará alguien para con- tarlo.- Por todos los dioses, tan al pie de la letrase están siguiendo mis órdenes; tanto fer-vor por parte de mis tropas me conmueve-el cónsul hablaba con una sonrisapermanen- te en su boca entreabierta quedejaba ver el blanco sucio de unos dientesafilados.- He traído conmigo a Régulo. Tienealgunas quejas sobre el trato que losbrucios es- tán recibiendo de los romanos.- ¿Régulo? -el cónsul pronunció aquelnombre como si intentase recordar dequién se podía tratar y no lo consiguiera-;

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ah, el brucio. Sí, claro. ¿Quejas? Réguloemergió de entre los escoltas y dio dospasos hasta que los cruzaronlictoressendas lanzas ante él, obligándole adetenerse.- Vuestros legionarios han acabado con lavida de muchos de mis hombres, hombresque os han ayudado a tener acceso aTarento esta noche, que os han dado estavictoria en bandeja.Fabio Máximo borró la sonrisa de su faz.Permaneció en silencio mientras unaoscura nube ensombrecía la mirada, hastaentonces casi risueña, de sus pequeñosojos. Su rost- ro se arrugaba y un densoceño se instaló sobre su frente. Régulomalinterpretó aquellas señales comoconfusión y decidió plantear su caso conmás claridad.- Debéis ordenar que se proteja al resto delos brucios en Tarento y luego exijo una

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compensación para mí y para el resto demis hombres. ¡Casi nos matan y a mihermana estaban a punto de violarla! ¡Sólola intervención de vuestro tribuno ha sidocapaz de impedir esta serie de atrocidades!-Y señaló a Marco Porcio Catón. Elaludido dio unos pasos hacia atrás y miróal suelo. No tenía muy claro que suintervención fuera a ser va- lorada comopositiva por el cónsul, pero no parecíarazonable matar a quien tanto habíacooperado aquella noche. Régulo prosiguiócon su retahila de reclamaciones-. Si no espor mis hombres esta noche Tarento aúnsería de los cartagineses! - Quizá -dijo alfin el viejo cónsul-; la guerra es confusa,Régulo. Sin duda, en medio de la oscuridadde la noche mis soldados no han sabidodiferenciar los unos de los otros.Estas cosas pasan -Máximo hablaba muydespacio, como sintiendo el peso de cada

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pa- labra; el ceño y la mirada oscurapermanecían en su semblante-; lo que notengo tan cla- ro es tu concepción de loacontecido aquí está noche, Régulo.Tarento ha sido tomada al asalto por mislegiones y así quedará escrito en lahistoria. La intervención de tus homb- resapenas es un episodio merecedor de sertrasladado a los volúmenes de historia. Tevoy a corregir: sin legiones Tarentomisaún estaría en manos del enemigo y tussolda- dos, sometidos a los cartagineses.¿Has tenido bajas? ¿Y cuántos romanoscrees que han caído esta noche? Y no veo aningún tribuno de mis legiones ante misojos pidiendo compensación por sussoldados caídos -el cónsul había elevado eltono de voz en sus úl- timas afirmaciones,pero se contuvo y volvió a adoptar un tonode voz más suave-, mi querido Régulo, hasprestado un servicio a Roma, pero tu forma

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de ver las cosas… -una pausa larga,silencio, sólo el crepitar de las antorchasconsumiéndose- me inquieta; sí, esa formaque tienes de interpretar lo acontecido meincomoda, Régulo.El brucio fue a decir algo, pero el cónsul,sin mirarle, puestos sus ojos en las llamasque engullían Tarento, alzó su manoderecha y el brucio calló.- Creo, Régulo, que tu visión debe sercorregida para evitar malasinterpretaciones fu- turas -y mirando aCatón-, no es conveniente que historiassobre no sé qué extrañas tra- iciones yfantasías brucias ensombrezcan la luz deeste nuevo amanecer en la historia deRoma.Un rayo de luz empezó a iluminar elhorizonte. El cónsul miró a uno de sus lictores.El soldado sostuvo la mirada del cónsul un

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segundo y asintió. Desenfundó su espada yse acercó, lentamente, adonde estabaRégulo. Los soldados que habían rodeadoal bru- cio para impedir que éste seacercara más al cónsul se apartaron.Régulo habló de nu- evo.- ¿Qué vais a hacer? Esto no tiene sentido.Si acabáis conmigo, nadie más querrá ayu-daros jamás.- A lo mejor es que ya nunca más vamos anecesitar ayuda, brucio. Tu pueblo es unaliado demasiado inconstante: primerocontra nosotros, luego a nuestro favorcuando os conquistamos; para luegopasaros al bando de Aníbal y de nuevo connosotros. Creo que hay que detener este iry venir de los brucios de una vez por todas.Es confuso, agota- dor.El cónsul apartó entonces la mirada de suinterlocutor y se limitó a escuchar el gritodel brucio al ser atravesado por la espada

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de su lictor.- ¿Y el resto? -preguntó el soldado queacababa de ejecutar a Régulo.- Acabad con todos ellos.Los no parecían tener tantoslictoresescrúpulos como los tribunos de laslegiones.Empezaron por la mujer. Dos hombres lacogieron por los brazos y un tercero laensartó por el pecho retorciendo su espadaal sacarla de forma que le destrozó elcorazón y vari- as visceras que salieronjunto con el filo del arma a un tiempo. Losgritos desgarradores de la mujer bruciaresonaron en los tímpanos de Catón comocuchillos afilados, pero mantuvo la miradadurante la ejecución fija en la víctima. Noquería que el cónsul inter- pretase un gestosuyo como señal de debilidad. Acontinuación los legionarios degolla- ron alos dos brucios que quedaban y luego un

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mensajero partió hacia la ciudad con laorden expresa del cónsul de que se dieramuerte a todo soldado o civil brucio que seen- contrase vivo en Tarento.El cónsul se levantó de su silla.- Voy a descansar un poco. La emoción deesta conquista me embarga y he de reposarun poco.Parecía que iba a retirarse ya, pero Fabio sedetuvo y dirigió aún un comentario aljoven Catón.- Espero que nunca más vuelvas ainterponerte entre mis hombres y misórdenes.Catón fue a decir algo en su defensa, peroel cónsul no dio tiempo a ninguna réplica.Entró en su tienda. Estaba cansado y debíadescansar. En unas horas, una vez repuestode aquella noche en vela, haría su entradatriunfal en aquella ciudad subyugada. Losdi- oses se mostraban generosos con él.

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Debía tener presente hacer un fastuososacrificio en el foro de Tarento a la vista desus tropas victoriosas. Con un poco defortuna, pronto llegarían noticias de lacaída del joven Escipión en Hispania. Conello su felicidad se vería colmada. Sólotenía que esperar sentado a que aquelimpetuoso general cometiera algunainsensatez propia de su juventud. Loscartagineses, siempre diligentes, se encar-garían del resto. Tomó asiento. Hubo unosmomentos en los que llegó a plantearse queaquella guerra pudiera ser un error. Ahoraya no. Ahora todo encajaba, todo fluíacomo un manso río hacia una mar plácidade victoria, su victoria.

97 Cartago Nova

Hispania 209 a.C.

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El centinela cartaginés sacudía su cuerpo aespasmos fruto de los escalofríos. La pri-mavera parecía retrasarse y se adivinabannubes en el cielo que ocultarían el soldurante toda la jornada. Se discernía, noobstante, en el horizonte un leve resplandorque antici- paba la llegada de un nuevo díapara Qart Hadasht, capital del imperiocartaginés en Hispania. El soldado paseabaen silencio entre las almenas de la muralla.Buscaba ca- lentar con aquel ejercicio susmúsculos afligidos por las fauces delviento. De cuando en cuando miraba haciael este, hacia el istmo que conectaba laciudad, situada en una pe- queña península,con la tierra firme de Hispania. Laimponente muralla rodeaba toda lafortaleza y resultaba especialmente alta portodo el istmo, el único punto posible deent- rada a la ciudad desde tierra. De esta

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forma el extenso y bien fortificado muro sealzaba como un obstáculo infranqueablepara cualquier atacante. Las puertas de laciudad per- manecían cerradas y vigiladaspor la noche, aunque aquel soldadopensaba que aquéllas eran del todo unasprecauciones excesivas para una poblaciónenclavada en el centro de un vastoterritorio dominado por los cartagineses.Todos sabían en Qart Hadasht que trespoderosos ejércitos púnicos se desplazabanlibremente por toda la Hispania al sur delEbro y que pronto alguno de estos ejércitosse lanzaría sobre los romanos para ex-pulsarlos definitivamente de la penínsulaibérica. Por todo ello, a aquel soldado deguar- dia se le antojaban absurdas lasórdenes dadas por el general cartaginésMagón, al man- do de la ciudad desde quelos ejércitos púnicos se dispersaran pordiferentes rutas de Hispania para apuntalar

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el dominio africano sobre aquel territorio.El centinela cartaginés miraba entredistraído y somnoliento el horizonte. Teníauna poblada barba encanecida que señalabasus muchos años de servicio en el ejércitode Cartago. Era un hombre maduro,fornido y fuerte, que prefería la acción alas largas y pesadas guardias nocturnas enplazas fuertes lejanas de los frentes debatalla. Su fortale- za flaqueaba en unpunto: su vista ya no era la de sus años dejuventud. Por eso, cuando la luz de aquelamanecer nublado empezó a llenar elhorizonte, no acertaba a entender bien loque parecía adivinarse en lontananza. Sellevó una mano a los ojos y los restregócon fuerza, intentando sacudirse algunalégaña molesta y agudizar al máximo sudesgas- tada visión. No alcanzaba acomprender lo que sus ojos parecían quererdecirle. A unos cinco mil pasos de la

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ciudad había un gran ejército establecido,allí, delante de él, justo a las puertas deQart Hadasht. Y aquellos estandartes…esas águilas… esos unifor- mes… losescudos y yelmos… Aquél no era unejército de Cartago… El soldado inspiróprofundamente hasta poder asimilar lo quepasaba. Una vez que hubo tragado saliva,dio un poderoso grito de alarma. En unosminutos la ciudad entera se despertó yempezó a comprender lo que estabaocurriendo.Magón estaba dormido junto a una jovenibera esclava, botín de guerra y deldominio cartaginés sobre Hispania. Aún nohabía mancillado el honor de la muchachaporque llegó demasiado borracho al lecho.Por eso la dejó allí, recostada en un lado dela cama, temblorosa y aterrorizada. Ya seocuparía de ella al amanecer. Magón era unhombre ro- busto de casi dos metros, un

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gigante que comandaba las tropas deCartago en la capital de su imperio ibérico.Como general al mando disponía decontrol completo sobre la gu- arnición dela ciudad, sobre sus habitantes y sobre elterritorio que la rodeaba. Su poder en lacapital era absoluto.Por la ciudad empezaron a oírse gritos y uncreciente tumulto de gentes corriendo porlas calles. Magón abrió los ojos advertidopor el ruido. Apartó el cuerpo de la esclavacon un empujón que arrojó a la muchachaal suelo. Ésta no gritó al golpearse contralas frías baldosas. Sus días en el palacio deMagón le habían enseñado a guardarsilencio si- empre, en cualquiercircunstancia. Se quedó en el suelo, quieta,casi conteniendo la res- piración mientrasMagón se levantaba torpemente. El vino dela noche anterior aún pa- recía tener efectosobre su gigantesco cuerpo, pero al fin, con

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esfuerzo e intención se puso en pie y sedirigió a la ventana de su palacio en lacolina Arx Hasdrubalis, donde se levantabatriunfante la acrópolis de la ciudad, unaciudadela fortificada dentro del re- cintoamurallado de Qart Hadasht. Desde laventana el espectáculo terminó dedespertar al general: cientos de hombres ymujeres corrían por las calles, muchosgritando, y de- cenas de soldados sedirigían a las puertas de la ciudad y lamuralla. En ese momento un oficialcartaginés apareció en la estancia delgeneral.- Mi señor… los romanos… miles deellos… un ejército… a las puertas de laciudad.La guarnición está tomando posiciones enla muralla.Magón no respondió al oficial. Cogió suespada, su coraza y su yelmo y salió de la

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estancia. El oficial le siguió de cerca. Lajoven esclava ibera se quedó en el suelo,acari- ciándose el codo sobre el que habíacaído, apaciguando su dolor. Aquellanoche había soñado que pronto sería libre,que pronto estaría con sus padres en supueblo natal. Aho- ra se preguntaba siaquello quizá fuera algo más que un sueño.Pero no tenía demasiadas esperanzas. Conlos días de reclusión había aprendido a serescéptica sobre el futuro y la vida. Seacordó de su joven prometido, un jefeibero que la pretendía desde niña, alto,apuesto y siempre considerado con ella. Lajoven se echó a llorar entre sollozos ahoga-dos para no llamar sobre sí la atención deningún guardia.Estaba amaneciendo sobre el campamentoromano, pero ya había una intensa labor entodas partes. Había sido una noche aoscuras en la que el joven general Publio

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Cornelio Escipión no permitió encenderhogueras para calentarse y así incrementarel efecto sorp- resa en el enemigo aldescubrir éste al alba un inmenso ejército asus puertas. Aún sin desayunar y desde lasseis de la mañana, todos los legionariosestaban excavando fosas y preparandoempalizadas para levantar una doblefortificación que los protegiera por un ladode los defensores de la ciudad y por otrolado, a sus espaldas, de posibles refuer- zosque vinieran a ayudar a los defensores, unaestrategia de asedio similar a la que loscónsules llevaron a cabo en Capua el añoanterior. El joven general había establecidosu campamento justo en medio del istmo.De esta forma, con dos empalizadas podríade- fenderse de ambos lados, este y oeste.Al sur quedaba el mar y al norte un granlago.El general romano se movía veloz de un

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lugar a otro, dando órdenes, preparando elcombate. ¿Cuál sería la reacción del oficialal mando de Cartago Nova? Publio se detu-vo un segundo y volvió su rostro hacia lasmurallas de la ciudad. A cada momentoaumentaba el número de soldadoscartagineses en sus almenas. Cuandoempezó a dise- ñar la estrategia paraasediar Cartago Nova, hacía ya meses,antes incluso de su partida hacia Hispania,su primera opción fue la de un ataque porsorpresa, pero luego se deci- dió por otroplan más complejo que requería de laconfrontación clásica propia de unasedio… al menos al principio. Estabaloco. Peor aún. Se dio cuenta de que enmitad de todos aquellos preparativos,rodeado de sus hombres trabajando en losfosos, en las em- palizadas, tensos,dispuestos para el combate, él, PublioCornelio Escipión, estaba disf- rutando.

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Magón alcanzó en unos minutos la murallaque se alzaba sobre las puertas de la ci-udad. Los soldados se apartaron y elgeneral cartaginés se abrió paso conrapidez hasta alcanzar las almenas: ante élun ejército romano de unos quince milhombres levantaba un campamentofortificado. Un asedio. Magón no dabacrédito a aquella locura. Se tra- taba de unejército importante, con toda probabilidadel grueso de las tropas romanas en lapenínsula, pero insuficiente para tomar laciudad y mucho menos en poco tiempo. Enunos días los mercaderes que comerciabana diario con Qart Hadasht extenderían lano- ticia del asedio romano y prontollegarían refuerzos. Asdrúbal Barca noestaba a más de diez días de marcha conmás de veinticinco mil hombres y decenasde elefantes. Eso era más que suficiente.Sólo tenía que aguantar un par de semanas,

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seguramente menos.Magón se dirigió a sus hombres.- ¡Están locos esos romanos! No son nada.Sólo tenemos que mantener nuestra posi-ción unos días y esperar los refuerzos, queno tardarán. Tenemos comida y agua parameses. Podemos aguantar durante el día yhacer festines por la noche. Desde lo altode las murallas nos reiremos a gustoviendo cómo son aniquilados por el granAsdrúbal -y profirió una gran carcajada.El resto de los soldados rio con su jefe ycon ellos muchos de los habitantes de la ci-udad, artesanos y comerciantes, que en lagran mayoría de los casos se habíanenriqueci- do con el papel especialotorgado a la ciudad por Cartago.Los romanos detuvieron los trabajos uninstante. Desde lo alto de las murallasllegaba como un murmullo al principioapenas imperceptible, pero que al detener

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su trabajo y poder escuchar con másnitidez, poco a poco, fue haciéndose másidentificable. Desde la ciudad llegaba elsonoro sonido de cientos de gargantasriendo.Publio observó la duda y el miedoinstalándose en el rostro de sus soldados.Todos sabían que la única posibilidad devictoria era un asedio rápido, antes de quellegaran los refuerzos cartagineses. Que losdefensores de la ciudad se mostraran tanseguros co- mo para reír no auguraba unaconquista fácil. Pero en aquel momento, enel horizonte del este una extensa flota devarias decenas de barcos comenzó adibujar el perfil de sus embarcaciones. Laflota romana al mando de Cayo Leliollegaba a la costa. El almirante dirigió losbarcos, despacio pero seguro, hacia laciudad, hacia su puerto. Las carcajadas quevenían de la ciudad se apagaron

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súbitamente. En el silencio se escuchóclara la voz de Publio Cornelio Escipiónordenando que se siguiera con los trabajosde fortificación.El general romano bendijo la llegada de laflota en un momento tan delicado. El planse- guía adelante.Un soldado a la derecha de Magón señalóhacia el mar. El general cartaginés se vol-vió para mirar. En el horizonte la inmensaflota romana se recortaba con sus decenasde navios navegando veloces empujadospor miles de remos. Se veía la espuma quelevan- taban los remeros al impactar una yotra vez sobre la superficie del agua susmaderos, desplegados en largas hileras ababor y estribor de cada barco.Los cartagineses reprimieron sus risas.Magón permaneció en silencio meditando.Sentía cómo la euforia inicial comenzaba atornarse en temor. Sólo tenían que resistir

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unos días, pero las fuerzas que losasediaban eran cada vez mayores. Losromanos habí- an venido con todas sustropas, con toda su flota, con todo su podervolcado para asestar un golpe seco y porsorpresa sobre la capital cartaginesa en lapenínsula. Era una locura.La ciudad resistiría. Era el plan de unlunático.Lo inimaginable. La ciudad sobreviviría alembate, pero la presencia de la flota roma-na anunciaba una batalla complicada, dura,ardua, con muertos y sangre y luchaencona- da. Magón se quitó el yelmo conuna mano y, mientras lo sostenía, con laotra mano se acarició su larga cabelleraoscura.- Sea -dijo al fin dirigiéndose a todoscuantos le rodeaban-. Roma ha venido aluchar, a conquistar lo inconquistable.Resistiremos hasta ver cómo nuestros

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ejércitos llegan a tiempo de expulsarlos atodos al mar de donde vinieron. Todosabajo, excepto la guardia de la puerta. Yreunid a la población al pie del ArxHasdrubalis. ¡Vamos, no hay tiempo queperder! Y los cartagineses, animados porsu general, se dispusieron para la defensa.Todos descendieron de la muralla exceptola guardia de la gran puerta oriental. Lossoldados corrieron a por armas, losguardias de aquel gigantesco portónempezaron a revisar las defensas y prontola ciudad empezó a oler a azufre hirviendo,dispuesto para ser arroj- ado sobre los queosaran acercarse a aquellos muros depiedra que rodeaban Qart Ha- dasht.Con la presencia de la flota al mando deCayo Lelio, los romanos contaban con unafuerza poderosa para protegerse de unataque por mar y, a la vez, con grancantidad de material y pertrechos para

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levantar el campamento romano con mayorrapidez. No había que cortar troncos paralas empalizadas porque los barcos veníanrepletos de ellos. Esta- ba claro que sugeneral había estado planificando todo elasedio al detalle. Los soldados se sintieronmás seguros al sentir que alguien quepensaba bastante más que ellos era el quelos dirigía, pese a que fuera tan joven.A las siete y media, Publio ordenó detenerlos trabajos y que, con la primera luz delsol, desayunaran para recuperar fuerzas porsi los defensores de la ciudad se decidían ahacer una salida desesperada y porsorpresa. El general aprovechó la ocasiónpara diri- girse a sus hombres desde lo altode una colina. Proyectando su voz lesexpuso sus pla- nes.- ¡A todos os digo que hoy hemos venidono a luchar sino a vencer! Roma ha sufridolos ataques constantes de los cartagineses

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en esta región hasta recluirnos al norte delEb- ro. En seis días hemos alcanzado, sinque lo esperase nadie, ni vosotros mismos,su ca- pital, y en poco tiempo entraremosen esa ciudad y la haremos nuestra, juntocon su oro, su plata, sus víveres, susesclavos, sus ciudadanos y los rehenes conlos que Cartago mantiene subyugados a losiberos de la región, todo lo que os harámerecedores de la gloria y fortalecerá aRoma ante el mundo. Si esta fortaleza cae,no habrá ciudad púnica que se sientasegura; si los cartagineses no son capacesde defender su más preciada co- lonia en elexterior, ¿cómo serán capaces de defenderotras ciudades que no estimen tan- to? Esose preguntarán todos. ¿Cuántas veces noshan vencido los africanos en Italia?Demasiadas. Ya es hora de quedevolvamos golpe por golpe, osadía conosadía. ¿Creía- is que no ibais a combatir?

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Vais a luchar, pero no por una colina o porun palmo de tier- ra, sino por la capital delos cartagineses en Hispania. Y os digomás: los dioses estarán con nosotros,Marte, Júpiter y, en especial, Neptuno, elrey y señor de las aguas. Sé que a lo mejorestas palabras os sorprenden, pero sólo alfinal veréis cuan ciertas eran cada una demis promesas. ¡Por los dioses, por Roma!¡Por Roma! - ¡Por Roma, por Roma, porRoma! -repitieron los legionarios alzandosus espadas primero y, a continuación,golpeando sus contra los escudos. Unpilaestruendo surgido de sus quince milescudos hizo temblar la tierra.En lo alto de las murallas, los cartaginesesescucharon con rostros de preocupación elindómito grito de las legiones. Pese a todose mantenían todos en sus posicionesconfi- ados en el vigor de susfortificaciones, en el aceite hirviendo que

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preparaban, en las ar- mas de las quedisponían, porque estaban seguros de que,antes de que los romanos con- siguiesenabrir alguna brecha, llegarían los refuerzosde Asdrúbal Barca, el más podero- so delos cartagineses después tan sólo de suhermano Aníbal.Los legionarios se quedaron absortosreflexionando sobre las palabras queacababan de escuchar a su general. Todoshabían comprendido la importanciaestratégica de apo- derarse de una ciudaddonde los cartagineses tenían rehenes delas tribus iberas con los que presionaban asus jefes para que no se levantaran enarmas contra el poder de Carta- go enHispania. Sin embargo, al pasar losminutos, las persuasivas palabras delgeneral romano chocaban con la altura delas murallas que defendían la ciudad y conla necesi- dad de conquistar aquella

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fortaleza antes de que llegasen refuerzos.El joven Publio fue disponiendo a sustropas para el asalto. Los y los bastati

primero, como tropas másprínci- pesjóvenes. Los más experimentados,triari,en la retaguar- dia. Y por delante de todosellos, la infantería ligera de los perovélites,aparte separó a quinientos hombres que nisiquiera quedaban en la retaguardia, sinoque los dejó en el propio campamento.Entre esos hombres quedaron, por ordenexpresa del general roma- no, QuintoTerebelio y sus legionarios.- ¡Esto es humillante! -Quinto gritaba ymovía los brazos en grandes aspavientos-,¡dijimos algo inapropiado, os quejasteis deaquella marcha sin fin! Y eso estuvo mal.Estuvo mal, pero no dejarnos combatir esuna humillación sin igual. No es justo.Y escupió en el suelo con frustración.Quinto hablaba desde una pequeña

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elevación del terreno en el centro delespacio ocupado por el campamentoromano. Desde allí, jun- to a varios de sushombres, examinaba la disposición de lastropas que se preparaban para lanzar elataque sobre la ciudad. Se veía algunacatapulta que habían desembarcado alamanecer y soldados trayendo inmensaspiedras. Insuficientes armas de asedio, encu- alquier caso. Con aquello no se tenía nipara empezar. ¿Por qué no dispuso elgeneral que se preparasen más catapultasdurante el invierno? Y más escalas ycuerdas por las que trepar por los muroscomo las que llevaban los que sevélites,disponían para aco- meter esa difícilempresa.- Esos niñatos no sabrán ni cómo lanzar lasescalas y las cuerdas para trepa.Quinto no entendía nada. Durante elinvierno el general romano dio órdenes

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expresas de formar grupos de soldados enel arte de asaltar murallas, de lanzarcuerdas y escalas y de trepar por ellas conhabilidad dispuestos a tomar la posición enmurallas y fortale- zas de todo tipo, perocomo no se construían armas de asedio,nadie se tomó en serio la idea de querealmente se estuviera preparando unataque de ese tipo. Pero lo más absur- dode todo era que Quinto y sus hombres sehabían especializado en ese tipo de asaltoy, ahora que podían hacer valer suentrenamiento, eran relegados, apartadospor un general joven y rencoroso, máspreocupado en humillar a un reducidogrupo de soldados y a un centurióndeslenguado que en optimizar al máximolas habilidades de cada uno de suslegionarios.En esos pensamientos andaba la mente deQuinto, que no vio cómo la gran puerta es-

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te de Cartago Nova se abría. Un legionariogritó señalando hacia la gigantesca puertade la ciudad. Los cartagineses sacabantropas para hacer frente a los romanos.- ¡Es una salida! -exclamó Quinto-. Esoscartagineses son unos hijos de mala madre,pero hay que reconocer que tienen agallas.Desde aquel promontorio vieron cómo losdefensores de Cartago Nova hacían salirhasta dos mil soldados fuertementearmados que, en un minuto, se dispusieronen for- mación de ataque apenas a uncentenar de pasos de las murallas. Y depronto, para ma- yor sorpresa de losromanos, Magón, desde lo alto de la puertaoriental, dio una orden.A su voz, los dos mil cartaginesesavanzaron firmes, decididos hacia elejército romano.Publio Cornelio Escipión observó la salidade los cartagineses. Éstos se dirigían di-

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rectos sobre sus tropas. Estaban ya apenasa unos doscientos o trescientos pasos dedis- tancia de los los primeros quevélites,deberían entrar en combate. Los tribunosobserva- ban a su general, esperando laorden de atacar. Publio Cornelio Escipiónpermanecía en pie, impasible, rodeado porlos de su guardia personal,lictoresdebatiéndose en silencio sobre la mejorestrategia a seguir ante aquella reaccióncartaginesa. Por fin, en voz baja dio unaorden a Lucio Marcio. El oficial abrió losojos tanto que parecía que iban a sal- tarlede sus órbitas y miró al general incrédulo.- ¿Estáis seguro, mi general? -se atrevió apreguntar Marcio.Publio le miró sin decir nada, sin añadirpalabra. Marcio asintió despacio y,mirando al suelo, sacudiendo la cabezamientras se alejaba un par de pasos paracomunicar la or- den a los legionarios

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encargados de las tubas con las quetransmitir instrucciones al frente de batallaal hacerlas sonar de una determinadamanera. Cada orden tenía su mú- sicaasignada; breves acordes que todos loslegionarios sabían reconocer desde ladistan- cia. Todos esperaban la orden deataque, las tubas no harían más queconfirmar lo evi- dente, pero, de pronto,todos se quedaron parados, atónitos: elmensaje que hicieron so- nar las tubas alunísono quebró las expectativas de todoslos legionarios de Roma: reti- rada. Elgeneral había ordenado retirarse. Los

no podían creer el mensaje recibi-vélitesdo. Los cartagineses estaban apenas a cienpasos y avanzando; unos pasos más yestarí- an a tiro de las jabalinas. La ordenera absurda. Los legionarios dudaban y loscenturi- ones maldecían a su general ensilencio; sin embargo, cada uno de esos

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mismos centuri- ones al mando de los al igual que los optiones y resto devélites,

los oficiales en las otras líneas, al mandode los los y los hastati, príncipes triari,con una infinita disciplina, sin entendernada, pero seguros de cuál era la orden,repitieron el mensaje recibido a viva voz,con todas sus fuerzas.- ¡Hacia atrás, retroceded! ¡Mantened lasfilas! ¡Escudos en alto! ¡Retroceded! ¡Ret-roceded todos! ¡Es una orden, porHércules, malditos perros, obedeced y queun rayo os parta si no hacéis caso!Humillados, cargados de decepción, loslegionarios retrocedían ante la sonrisa delos cartagineses.Quinto Terebelio observó desde ladistancia cómo todo el ejército romano enbloque, más de diez mil hombres,retrocedía ante el avance cartaginés. Hastael altozano donde se encontraban Quinto y

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sus hombres llegaban los gritos de júbilode centenares de ha- bitantes de la ciudadque habían escalado a las murallas paraayudar en la defensa. Los cartaginesesreían ante la cobardía de aquel generalromano. Un legionario del escuad- rón deQuinto se lamentaba de ser testigo desemejante espectáculo deplorable.- ¿Y éste es de la misma familia que losEscipiones? No tiene bastante nuestrogene- ral con humillarnos a unos pocosapartándonos de la batalla. Tiene tambiénque mancil- lar el honor de las doslegiones. Aleja a diez mil hombres porquedos mil cartagineses avanzan. ¿Qué diránen Roma de nosotros? Por Castor y Pólux,¿para qué tanto discurso sobre los dioses sial primer encuentro con el enemigosalimos corriendo como gallinas? Ellegionario aguardaba la ratificación de sussentimientos y de sus lamentos por par- te

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de su centurión, pero Quinto no respondía.Estaba entretenido, ensimismado, contem-plando la maniobra que había ordenado eljoven Publio. Al fin rompió su silencio.- Bueno… puede que el general la tengatomada con nosotros, pero la maniobra esbuena, diré más, es brillante. Ese Escipiónestá haciendo que las tropas cartaginesas sealejen de las murallas en su maniobra deataque. Combatir contra los cartaginesesbajo las murallas implica luchar no sólocontra los que han salido de la ciudad, sinotambién contra todos los defensores quelos ayudarían desde las murallas. Lacorrespondencia no es cinco a uno anuestro favor bajo las murallas, sino cinconosotros y uno más las mu- rallas, mástodos los defensores de las murallas y suarmamento para ellos; eso no es tanfavorable ya. Pero nuestro general, alretroceder, está dividiendo las fuerzas

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cartaginesas en dos grupos: los que hansalido y los que quedan en las murallas.Nuestro general pu- ede que nos humille anosotros, pero creo que sabe lo que hace,creo que sabe muy bien lo que se hace.Los legionarios se volvieron hacia elcampo de batalla tras escuchar las palabrasde Quinto. En efecto, las tropas romanasseguían retrocediendo sin entrar encombate y los cartagineses avanzando,cada vez más rápido, animados por laausencia de resistencia, sintiendo quealejaban al enemigo de su ciudad. Sinembargo, de súbito, cuando ya seencontraban a más de mil quinientos pasosde la muralla, Publio Cornelio Escipión diootra orden y Marcio, que al igual queQuinto, empezaba a intuir algo en elmismo senti- do, la transmitió a loslegionarios que sostenían las tubas. Lavibración profunda y po- tente de las

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mismas alcanzó, empujada por el viento, atodos los romanos y los diez mil hombresde las dos legiones, a un tiempo, frenaronen seco. El repliegue había termina- do.Los cartagineses se vieron entoncessorprendidos, un poco confusos alprincipio, pe- ro tras un instante de duda,prosiguieron con su avance. Las tubasvolvieron a sonar una vez más sobre elcampo de batalla. Los romanos invertían surumbo y comenzaban a avanzar contra loscartagineses. A treinta pasos ambos bandosel uno del otro se lanza- ron sendas lluviasde jabalinas. Éstas volaron por el aire yunas fueron detenidas por los escudos, perootras segaron cuellos, piernas, brazos yalguna cabeza. Muchos cayeron, pero elresto siguió avanzando para iniciar unamortal lucha cuerpo a cuerpo.Quinto observaba absorto en suspensamientos. Las legiones avanzaban

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decididas sobre su enemigo. Loscartagineses plantearon una luchaencarnizada. Hasta el altozano delcampamento romano llegó el fragor delcombate. Golpes de espadas y gritos de do-lor. Quinto sabía reconocer cada sonido,cada aullido. Eran muchas las batallas enlas que había participado desde queestallara esta nueva contienda con loscartagineses. El centurión romano bajó lamirada al suelo. Él debía estar allí, con sushombres. Todos debían estar allí dando lomejor de sí mismos, por su patria, por susfamilias. Quinto descendió del altozano ysiguió el devenir del combate a partir delos comentarios que sus hombres hacían envoz alta.- ¡Los cartagineses resisten! Es increíble, silos superamos en número, los quintupli-camos… Sí, los romanos eran muchos másaquella mañana, pero los cartagineses

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luchaban por su capital en Hispania y sehabían hecho acompañar por los propioshabitantes de aquel- la ciudad. Un hombrevale por dos o incluso por tres cuandocombate defendiendo su hogar, su casa, supueblo, su familia. Quinto lo había vistomás de una vez. Fuerzas su- periores a lasque les costaba sobremanera imponerse aun enemigo acorralado frente a su ciudad.Esto era lo mismo.- ¡El general está ordenando el relevo delas líneas del frente! Ahora entran los

para sustituir a los y los prínci- pes hastati de la primera línea.vélites

Publio relevaba a sus tropas sin prisa,secuencialmente, siguiendo un ordenmarcado de antemano, meditado conpaciencia. El plan se había puesto enmarcha, pero sabía que era una operaciónque debía seguir una cadencia, un ritmopropio en el que, pese a que apremiase el

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tiempo, no se podía interferir; no habíaatajos hasta el momento cumbre.Paciencia y esfuerzo. Atención y sosiego.Tras los después de unapríncipes,impensable defensa de los cartagineses ylos ciudadanos de Cartago Nova, entraronlos de las legiones romanas, lostriarilegionarios más expertos. Los cartagineses,sin embargo, no tení- an fuerzas derefresco. Llevaban luchando más de mediahora, sin ceder un palmo de terreno y notenían apoyo desde las murallas, donde losdefensores impotentes tenían sus jabalinasy flechas preparadas, pero la distancia a laque el general romano había conducido alos cartagineses hacía del todo imposiblesu intervención. El empuje de los triariromanos con sus largas lanzas en ristre fueestremecedor. Eran hombres forjados enmil batallas que entraban sin desgastecontra unas líneas cartaginesas con heridos

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y cadáveres ya desde las primeras filas. Ysi eras de los de las legiones habíastriaride ha- cerlo notar a cada combate,haciendo que las líneas del enemigo sequebraran ante tu ar- rojo y fuerza. Prontolos defensores de Cartago Nova empezarona replegarse. Primero poco a poco,ordenadamente y después a gran velocidad,en desbandada. Los se abalanzabantriarisobre ellos, apoyados por los que yavéliteshabían descansado, mientras hastati y

recuperando el aliento, eranpríncipes,testigos de cómo sus compañeros termi-naban lo que ellos habían empezado. Eranun equipo. No importaba quién empezara oterminara el combate, lo esencial era ganar;la victoria era de toda la legión. Elrepliegue cartaginés hacia la puerta orientalde la ciudad se tornó en una carrera sinorganización alguna. Magón observabaperplejo y con desesperación el desastre de

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aquella batalla sin poder apoyar a sussoldados, pues se habían alejado tanto delas murallas que las armas arrojadizas delas que disponían en la ciudad no podían nitan siquiera cubrir el repli- egue de lastropas, lo que había sido su idea inicial enel caso de que las cosas se torci- eran tal ycomo estaba ocurriendo.Los cartagineses, en su empeño poralcanzar el interior de la ciudad yguarecerse tras la seguridad de susmurallas, se atrepellaban en elestrechamiento de la entrada en el ac- cesoa la puerta. Unos y otros se empujaban. Lapuerta de la fortaleza, camino hacia lasalvación y la supervivencia, se transformóen un horrible embudo de muerte ydesolaci- ón. Unos soldados pasaban porencima de otros, pisando, asfixiando. Cadauno, en su búsqueda particular por escapar,no miraba a quién tumbaba o sobre qué o a

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quién ap- lastaba. Los romanos seacercaban a toda prisa. En ese momentoMagón ordenó que se lanzaran jabalinas ymisiles de todo tipo sobre los Éstostriari.resistieron con los escu- dos la torrenciallluvia de lanzas y dardos, cayendo algunos,pero bien cubiertos por los escudos graciasa su veteranía en el combate, algunosalcanzaron las puertas y las mu- rallas. Enlas puertas, no obstante, no había forma deentrar en la ciudad porque un tú- mulo decadáveres y heridos se había apilado frentea las mismas impidiendo el paso aatacantes y defensores por igual. Algunosromanos empezaron a escalar, pero en esemomento Magón ordenó cerrar las puertas,dejando fuera a amigos y enemigos, tantodaba ya para él. Había que salvaguardar laciudad por encima de todo. Junto a laspuer- tas, en el exterior, los romanosalcanzaban las murallas y los vélites

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lanzaban sus esca- las. Los cartaginesesrespondieron arrojando litros de aceitehirviendo que caían como una cascada defuego humeante lamiendo la piedra de lasmurallas. Los romanos, que habíanempezado a escalar, se dejaban caer alvacío aullando de dolor con manos, bra-zos, rostro y piernas quemadas por la pezabrasante que desgarraba sus tejidos.Quinto observaba el intento de suscompañeros por ascender por las murallasy asistía impotente a aquel desastre. Lamaniobra del general en el combate campalhabía sido genial, pero este ataqueinmediato a las murallas era un completofiasco. ¿Qué esperaba para ordenar laretirada? Y, como si el general escuchase,las tubas hicieron sonar la or- den deretirada y Quinto vio con más calma cómolos romanos se replegaban, recogien- do asus heridos y regresando hacia el

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campamento. Quinto suspiró y se sentó enel su- elo. Pese a no haber combatido, sesentía agotado.

98 Una noche en el lago

Qart Hadasht, 209 a.C.

Pasaron cuatro días de combates. Loscartagineses, después de la carnicería de lasali- da del primer ataque, ya no hicieronmás intentos por luchar fuera de susmurallas. Los africanos, ayudados por lapoblación de la ciudad, se manteníanfirmes en la defensa de los inexpugnablesmuros de Cartago Nova. Quinto Terebelioy sus hombres asistieron como testigosmudos a cada día de enfrentamientos sinque el general que comandaba las legioneslos dejase participar en ninguno de los

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intentos por acceder a la ciudad.Desde el mar, la flota, bajo la dirección deCayo Lelio y siguiendo al detalle las inst-rucciones del joven Publio, lanzabaataques coordinados con las tropas deinfantería. De esta forma, los defensorescartagineses se veían obligados adefenderse a la vez del ata- que por mar ydel ataque por tierra desde el istmo. Elúnico punto por donde el joven general nointentaba ninguna acción era la murallanorte que daba a la laguna, con aguas pocoprofundas para que en ella se adentraraninguno de los barcos de Lelio y demasi-ado hondas y pantanosas como para queningún legionario se aventurase en lasmismas.Así, Magón fue concentrando cada vezmás defensores en el resto de las murallasy me- nos en aquel extremo por donde eradel todo imposible que los romanos

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intentasen na- da.El quinto día tampoco se consiguió ningúnresultado positivo en el esfuerzo romanopor hacerse con la ciudad. Los embates delas legiones y la flota combinados sóloconsi- guieron aumentar el ya elevadonúmero de heridos por flecha, jabalina oaceite hirvien- do y, a un tiempo,incrementaron la sensación de misiónimposible, creencia cada vez másextendida entre todos los legionarios. Dehecho, el joven general sólo empleaba yala mitad de los efectivos, como si intentaseeconomizar fuerzas para un largo asedio.Al- go que podría tener sentido siestuvieran en Italia, pero que en medio deHispania no te- nía razón de ser, ya que enmenos de cinco o seis días, las tropas deAsdrúbal llegarían y los romanos notendrían más opción que batirse enretirada. ¿Para qué entonces todo aquel

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esfuerzo inútil? La noche había caído sobreel campamento romano y el general retiró alas tropas que habían entrado en combatedurante el día.- ¡Que descansen! -dijo a Marcio- ¡Y queel resto cene bien! ¡Esta vez continuaremosde noche! ¡En un par de horas! Marcioasintió, sin convencimiento, pero aceptólas órdenes. Intentaba entender las razonespor las que Publio combatía de esa formatan absurda, pero no las encontraba.Había estado observando al joven generaldurante días y en él veía la planta de su tíoCneo por un lado y, por otro, laintrospectiva actitud de su padre. Era unmuro difícil de penetrar, imposible desaber lo que pasaba por la cabeza de aqueljoven al mando. Sólo el halo de seguridaden sí mismo que irradiaba mantenía a susoficiales obedeciendo ins- trucciones queno entendían.

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Publio dejó a Marcio con su miradaperdida y sus pensamientos y, acompañadopor sus que de forma constante lelictores,guardaban, se dirigió hacia el extremonorte del campamento, el más alejado delos combates, en busca del regimiento deQuinto Tere- belio. Los seguían alictoressu líder con destreza y puestos sus cincosentidos en su la- bor de defender la vidadel general, que durante los combates teníala audaz costumbre de adentrarse hastaestar cerca de las murallas, especialmentepor el lado norte, junto a la laguna, paraobservar y dirigir las operaciones deataque. Publio había seleccionado a los tres

más musculosos y fuertes para quelictoreséstos, con sus escudos en alto, leprotegiesen de la continua lluvia deproyectiles que caían desde el cieloprovenientes de los defensores de laciudad. Hasta ahí todo era razonable,

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osado, atrevido, pero dentro de loaceptable: el general se aventuraba entrelas líneas de combate, pero al tiempo bus-caba una protección adecuada. Lo queextrañaba a los era el hecho de quelictorescon frecuencia descubrían a su generalmirando más hacia la laguna que hacia lasmurallas orientales donde tenían lugar loscombates. Era como si al joven general leaburriese la contienda y perdiese suspensamientos y sus ojos entre laspantanosas aguas de aquella laguna decieno.En la lagunaQuinto Terebelio estaba sentado, cenandocon sus hombres, sin apenas apetito, sumoral por los suelos, humillado por estarapartado del combate de forma perpetua.- ¡Centurión, prepara a tus hombres!¡Tienes cinco minutos! -dijo el jovengeneral a sus espaldas.

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Quinto se volvió y vio la figura de PublioCornelio Escipión rodeado de su guardiapersonal. Como un resorte el centuriónsaltó del suelo y a gritos ordenó a todos sushombres que formasen y se preparasenpara entrar en acción.- ¡Arriba, gandules! ¡Por Hércules!¡Parecéis nenazas aturdidas! ¡Arriba, hedicho! A gritos a los que se alzaban y apatadas con los que estaban durmiendo, elveterano centurión consiguió que sushombres estuvieran armados y enformación en menos de los cinco minutosasignados. El general observó la rapidez deaquel oficial a la hora de ejecutar laprimera orden directa que le daba y sonriómientras bebía algo de agua que un lictorle pasaba mientras esperaba que todoestuviera dispuesto.- ¡Bien, centurión! ¡Vamos allá!¡Seguidme! -dijo el general.

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Publio se adentró hacia el norte, alejándosede la ciudad y bordeando la laguna. Losquinientos legionarios de los manípulossobre los que Quinto Terebelio tenía elmando le seguían a paso rápido. El generalparecía tener prisa. Marcharon duranteveinte minu- tos hasta que la ciudad quedódibujada en la distancia como una tenuesilueta proyecta- da por la luz de lasantorchas que los defensores manteníanencendidas para el doble objetivo devigilar la aproximación de enemigos y elde encender el aceite en caso de necesidady arrojarlo por encima de las murallas. Nohabía luna, de forma que lejos de la ciudadapenas se podía ver en aquella noche deespesa oscuridad. Quinto meditaba ensilencio. ¿Una misión especial? ¿Tendría elgeneral calculado lo de aquella noche sinlu- na o sería una simple coincidencia?Avanzaban entre matorrales de arbustos y

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algún que otro árbol aislado hasta que al-canzaron un claro junto a una ensenada quedaba acceso a la laguna. El general ordenódetener las tropas. Allí, esperando, habíaun pequeño grupo de soldados romanos.Por sus ropas y piel curtida por el solparecían marineros de la flota. Con ellosun celta de aquella región aguardaba.Quinto y sus hombres vieron cómo elgeneral se acercaba hasta encontrarse conel extranjero hispano. A una señal dePublio, el celta se separó del resto y seaproximó hacia la laguna. El general leacompañaba. Quinto los vio deliberar unrato. El celta señalaba hacia la ciudad yhacia la laguna. El general escuchaba yasen- tía. Al cabo de unos minutos, Publiodejó solo al hispano junto al agua y sedirigió a los hombres.- ¡Vamos a hacer un sacrificio antes deentrar en combate! Necesitamos la ayuda

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de los dioses para acometer con éxito laconquista de esta ciudad que se nos resiste.Os prometí que los dioses nos ayudarían yen especial Neptuno, pero antes debemosofrecer un sacrificio apropiado paraconseguir su afecto y su ayuda.A la luz de las dos únicas antorchas que elgeneral había permitido encender, los legi-onarios asistieron al ritual: los marinerosde la flota trajeron un enorme buey decinco años y más de quinientos kilos depeso. Caminaba lento, sin prisa, tranquilo,ajeno a su próximo destino. Entre variosmarineros ataron al animal a una granestaca junto al agua. Uno de ellos, al que elgeneral había designado para que actuara

desp- legó en el aire unade popa,gigantesca y pesada maza. Otros dosmarineros sacaron flautas, y con suavidad,hicieron sonar una música relajante queacariciaba el aire fresco de aquella noche.

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- ¡Agone!Se escuchó la orden del general y el popadescargó la maza sobre la cabeza del ani-mal una, dos, hasta tres veces. El enormebuey primero se tambaleó, luego, con el se-gundo golpe, hincó las rodillas de sus patasdelanteras y, con el tercer mazazo, se desp-lomó como un alud de tierra. Loslegionarios se sobrecogieron por el granimpacto de la bestia al caer sobre el suelo.Acto seguido, el joven general se arrodillójunto al mori- bundo animal y segó elcuello de la bestia. Un río rojo de sangrezigzagueó como un ca- udaloso afluente,deslizándose a un paso de los pies del celtaque, nervioso, observaba toda la escena,hasta desembocar en el agua de la laguna.Allí, en la orilla agua y sangre se fundieronen un abrazo largo quedando toda la playateñida de un púrpura espeso.- ¡Neptuno, dios de las aguas y señor de los

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ríos y el mar! -empezó a decir Publio conel cuchillo en su mano en dirección al lago,ante la atenta mirada de legionarios,marine- ros y el pescador celtíbero-. ¡Sépropicio a nuestros designios esta nochecon la que te honramos con la sangre deeste animal! ¡Roma lucha por su libertad ypor su supervi- vencia y esa lucha nos haconducido hasta estas tierras lejanas yextrañas a nosotros, pe- ro sabemos que tupoder no tiene límites ni fronteras y queallí donde haya agua estás tú, gobiernas tú!¡Vela por nosotros en esta ciudad rodeadapor el mar y esta laguna! ¡Te lo ruego a ti yal resto de los dioses! Una vez terminada laoración el joven general se levantó y sevolvió hacia sus homb- res buscando consus ojos al centurión al mando.- ¡Quinto, has de seguir a este pescadorceltíbero a través de la laguna con tushomb- res! El centurión le miró. Quinto era

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consciente de que el general ya habíaconsiderado anteriormente, durante la largamarcha hasta Cartago Nova, que élrecelaba de cumplir órdenes, de modo quedar esa impresión era lo que más alejadoestaba de su intención, pero, no podíaevitarlo, sentía la necesidad de advertir algeneral. Dudó. Miró a la lagu- na. Miró asus hombres. Asintió. Empezó a caminarhacia el lago. Se detuvo. Se volvió una vezmás hacia el general.- Mi general… -empezó, pero no se atrevióa seguir.- ¿Y bien? -preguntó con voz seca Publio.Quinto tragó saliva.- No sé nadar, mi general. Y creo que lamayoría de mis hombres tampoco. Nollega- remos a las murallas.Publio inspiró con profundidad y no exhalóhasta sentir que tenía los pulmones henc-hidos de aire. Resopló despacio y, al fin,

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respondió al centurión.- Quinto Terebelio, te he dado una orden:coge a tus tropas, a todos los manípulos yque, en columna de a dos, siguiendo a esteguía celtíbero, crucen la laguna. Una vezallí vuestro objetivo es escalar la murallapor este extremo norte, mientras quenosotros ata- caremos por el sectororiental, el de la puerta. Cuento contigo ytus hombres para que esta noche medemostréis que valéis para algo más quereplicar a un superior y lamenta- ros comomujerzuelas baratas.Quinto Terebelio bajó la mirada. El generalparecía no entender o no querer entender.Quinto estaba dispuesto a dar su vida encombate en cualquier momento, por supatria, por su general, pero aquello era unsuicidio para él y gran parte de sushombres. Muy pocos alcanzarían lamuralla. La mayoría serían arrastrados por

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la profundidad de las aguas y todo seríainútil. El general, aquel maldito jovenzueloque dudaba de su capaci- dad para seguirórdenes, le humillaba de nuevo ante todos.Quinto tragó saliva por últi- ma vez y sedirigió a sus soldados.- ¡En columna de a dos! ¡Y sin rechistar!¡Al primero que diga algo le corto elcuello! ¡Estamos en guerra y entramos encombate! ¡Vamos a cruzar la laguna! ¡Sialguien dice una palabra, lo mato aquímismo! -y desenfundó la espada cuyo filobrilló resplandeci- ente bajo la luz de lasantorchas.El general se volvió hacia el bárbarohispano que debía actuar de guía y sedespidió de él.- Hasta luego, limo. Cumpliré con mi partedel trato. Nos vemos al amanecer.El pescador asintió sin demasiadaconvicción. Puede que cruzasen la laguna,

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pero no veía que aquellos hombres fueran aconseguir escalar las murallas y derribar asus de- fensores. Pero ya era demasiadotarde para todo. Allí le había conducido sumanía de contar historias, su afán deprotagonismo. Si salía de ésta, aprenderíala lección y per- manecería callado pormucho tiempo. Se encomendó a Lug, eldios principal de su pu- eblo, y Dagda, ladiosa de los infiernos, pero también de lasaguas y la oscuridad. Sin duda Dagdaestaría presente en aquella noche infernalen la que iban a cruzar aquel lago de aguaspantanosas.- Seguidme -dijo limo en voz baja.- Vamos de una vez -respondió Quinto.El general ordenó apagar las antorchas. Asu alrededor sólo oscuridad y sombras. Allípermaneció hasta que vio a los soldadosalejarse.- Volvemos al campamento -ordenó

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entonces Publio-. Vamos. Rápido. Notenemos tiempo que perder. Llevo añosesperando este momento.Muralla norteQuinto avanzaba con lágrimas en los ojos.El silencio de sus hombres le hacía enten-der hasta qué punto temían todos por suvida. Todos pensaban en lo mismo. De unmo- mento a otro el agua les llegaría a lacabeza y, luego, el fin. ¿Para qué tantosacrificio a los dioses? ¿Iba Neptuno aenseñarles a nadar en un minuto? Aquelcelta sabría hacerlo y se separaría de ellosen cuanto el agua fuera demasiadoprofunda para caminar. De momento sóloles cubría hasta la rodilla pero, de pronto,al dar un paso, Quinto vio al celta hundirsehasta la cintura. Le siguió y sintió el aguafría de la noche en su estóma- go, donde unnudo apenas le dejaba respirar. Malditasuerte y maldito general. Quinto seguía

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avanzando, apartando plantas y algunarama que flotaban en la laguna. El aguallegó hasta el pecho. Andar se hizo máscomplicado, pesado, lento. Llevaba coraza,una lanza, su espada, una daga, y unaescala larga, además de su escudo.Demasiado materi- al con el que moverseen aquel lodazal.- Espera -dijo Quinto al celta-. Ve másdespacio. No podremos seguirte si vas tanrá- pido.El celta obedeció y ralentizó su marcha. ¿Ypor qué se fiaba el general de aquel bár-baro? Igual los traicionaba. Claro queseguramente el general le buscaría hastadarle muerte a él y a su familia. Sí, esosería: la familia. Por ahí se habríaasegurado la lealtad de aquel hombre.Un agujero. Quinto se hundió en el agua.Tragó líquido pero pudo dar un paso más yvolvió a tocar fondo. Tosió, escupió. Se

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apartó el pelo mojado del rostro. El celtaseguía allí. Estaba detenido. Pensaba.Genial. A lo mejor, tampoco sabe nadar.Aquí morire- mos todos. El celta volvió acaminar. Quinto le siguió y, como siascendieran una ladera sumergidaemergieron hasta que el agua sólo lescubría por la rodilla. Quinto miró haciaatrás. Sus hombres eran una larga hilera desombras asustadas, igual que él, pero queavanzaban en silencio. A su alrededor todoera un mar de agua. Estaban a mil pasosdel punto de partida y aún les quedaba eldoble de distancia hasta alcanzar la ciudad.Se en- contraban en medio de la laguna yel agua sólo les cubría hasta la rodilla.Aquello era increíble. ¿Neptuno? ¿Elgeneral? ¿El guía? Quinto no podía creer loque veía, pero sus hombres parecían casicaminar sobre las aguas: cinco manípulosde legionarios pertrec- hados para el asalto

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de la fortaleza corriendo sobre la lagunabajo un cielo estrellado pe- ro sin luna.

Muralla orientalPublio había llegado al campamento yordenó que se presentaran ante él Marcio yLe- lio. Éstos llegaron rápido, uno desde elcampamento y el otro en una barca desdeel sur, donde permanecía la flota fondeadaa la espera de una señal del general paraentrar en combate.- Vamos a atacar de nuevo, pero esta vezpor la noche. Marcio dirigirá el asalto a lapuerta oriental, en el istmo, primero con lamitad de las tropas, la tercera legión, la queha descansado durante el día, y en una horaserán reemplazadas por la cuarta legión,ex- cepto los hombres de Terebelio, queatacarán por la noche, a través de lalaguna. Tú, Le- lio, harás que losmarineros se lancen a la toma de las

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murallas por la parte sur, desde los barcos.Hemos de conseguir que el generalcartaginés al mando concentre sus esfu-erzos y sus hombres en el lado este y sur yque se olvide de la muralla norte. Ése esvu- estro objetivo. Nos reencontraremos alamanecer… en el foro de la ciudad.Publio no admitió preguntas. Teníademasiadas cosas de las que ocuparse.Marcio y Lelio se miraron. No dijeronnada. No hacía falta. Publio sabía queambos dudaban de que los hombres deTerebelio pudieran alcanzar vivos lamuralla norte. Y aun así, sería difícil quepudieran hacerse con ella, pero encualquier caso, las instrucciones del gene-ral habían sido claras y, al igual que aqueljoven superior a ellos en rango militarconfi- aba en ellos, lo había hecho siemprey lo seguía haciendo, ellos debían seguir elplan trazado y confiar en su superior. Les

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resultaba difícil, pero, adiestrados en ladisciplina y, alimentada ésta por unaimportante dosis de afecto hacia la personadel general, en especial en el caso de Lelio,partieron raudos a cumplir con lasinstrucciones.Publio los vio marchar dispuestos, ágiles.Sabía que dudaban pero que seguirían ade-lante con el plan. Ahora sólo quedabaesperar que limo no hubiera mentido y queQuin- to fuera realmente el hombre del quesiempre le habían hablado: el mejorsoldado en el campo de batalla, siempreque estuviera rodeado de tierra firme,claro.

Muralla norteEstaba empapado, agotado, con agua hastapor las orejas, pero vivo. Quinto se sentóun momento en la orilla. Sus hombres ibanllegando con la misma expresión de

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sorpresa y cansancio.- Silencio -ordenó Quinto en un susurromientras recuperaba el resuello. Era impor-tante retomar fuerzas y no llamar laatención sobre ellos. Las murallas estabanapenas a quince pasos.Un centinela cartaginés de la zona nortedel muro lamentaba haber sido relegado aesa posición de retaguardia. El ataqueromano se había reiniciado en la parteoriental y lo mismo parecía ocurrir con elsector sur que daba hacia el mar. Sussuperiores descon- fiaban de él por sutendencia a beber más de la cuenta. Por esoa él y otro grupo más de soldados queestaban arrestados por pelearse entre sí enmedio de las calles de la ciudad, cuandolos soltaron para ayudar en la defensa, losubicaron en el sector norte, donde losromanos nunca atacarían. Miró a sualrededor. Nadie. Se agachó y tomó una

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pequeña ánfora que había dejado junto a lapared del muro, entre dos almenas. Echóun trago. Ya que lo consideraban unborracho, ya no había por qué esforzarseen no serlo. Le pareció oír un chapoteo. Seasomó por el muro hacia la laguna. No vionada. Quizá alguna som- bra. Volvió amirar. Nada. Si no iban a contar con él allídonde hacía falta, quizá lo mej- or fueraecharse a dormir.

Muralla surLelio inspeccionaba a los marineros que enunas horas se lanzarían contra la murallasur de aquella fortaleza. Él no era unorador. Tenía que mandar a aquelloshombres con- tra un destino tenebroso. Elobjetivo era del todo imposible, pero sulealtad al joven Publio le empujaba aseguir con la estrategia marcada. Buscópalabras de ánimo en lo más profundo de

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su ser.- ¡Los dioses estarán con vosotros cuandosubáis por esa muralla! -empezó, elevandosu voz para ocultar con el potente volumensus propias dudas-. ¡Los dioses os guiarán!¡Hoy vais a conquistar una gran ciudad yesa heroicidad será recordada por vuestrasfa- milias y descendientes! ¡Seréis héroesde la patria! -Lelio se pasó una mano por laboca.La tenía seca. ¿Tendrían aquellosmarineros tanto miedo como él?- ¡Hoy vaisa la glo- ria! ¡Al mismo tiempo quenosotros atacamos por el sur, el general lohará con la tercera y la cuarta legión portierra! ¡Nuestras fuerzas combinadasdoblegarán la resistencia de los malditoscartagineses y con la caída de la ciudad nosapoderaremos de todas las ri- quezas queallí nos esperan! ¡Por Roma! ¡Por todos losdioses! - ¡Por Roma! ¡Por Roma! ¡Por los

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dioses! -gritaron los marineros de su barcoy de los buques cercanos. Lelio sesorprendió de aquella respuesta. Realmenteaquellos hombres parecían creer en eljoven general. Bien, mejor así para todos.Con el ceño fruncido, ote- ando la nocheoscura, ordenó que los remeros empezasena bregar. Con lentitud pero con el rumbopreciso, las naves surcaban las aguas delmar en dirección a la muralla sur de laciudad.

Muralla norteQuinto, ya recuperado del paso de lalaguna, brazos en jarras miró al muro.Tenía la altura de cuatro hombres. Bastantemenos que en el lado oriental. Estaba claroque los cartagineses confiaban demasiadoen su laguna para guardarlos del enemigopor aquel extremo de la ciudad. Bien. Deesto sí sabía él. Pisaba tierra firme y había

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un muro por escalar con soldados armadosen lo alto. No era una merienda. Estabacontento. Se diri- gió a sus oficiales en vozbaja. Ordenó que se alinearan en cincofilas. Cien hombres en cada fila. Loslegionarios de la primera hilera tenían lasescalas. Desde el otro lado de la ciudad seempezó a escuchar el fragor inconfundiblede una contienda campal en toda regla. Elgeneral estaba cumpliendo con su parte delplan. Ahora le tocaba a él y por to- dos losdioses que iba a hacerlo.Quinto se puso dos pasos por delante desus hombres. Alzó la espada para dar unase- ñal, pero se dio cuenta de que, en laoscuridad, no le podían ver más allá dediez o quin- ce pasos. Ordenó entoncesque, cada diez hombres, un legionariosaliera para, igual que él, dar la señal almismo tiempo. En un minuto todo estabadispuesto.

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- Por Hércules, vamos allá -dijo sin elevarla voz y bajó su espada. A su señal, veinteescalas volaron por el aire hacia el muro, ya una señal nueva por cada lado, veintemás, cuarenta, sesenta, ochenta. Cienescalas sobre el muro. Quinto fue elprimero en empe- zar a trepar y tras él cienhombres. El centurión, pese a sus años deveterano, trepó como un gato y en unossegundos se encontró en lo alto del muro.Un cartaginés estaba como dormido sobreel pasillo en lo alto de la muralla; junto a éluna pequeña ánfora. Quinto se ocupó deque no despertase segándole el cuello conla daga. El cartaginés sólo tuvo tiempo deabrir los ojos, hacer una horrible mueca yqu- edarse muy quieto con la lenguacolgando por la comisura de los labios.Quinto avanzó por el muro supervisandocómo sus hombres ascendían sin sermolestados. Un par de centinelas fueron

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despeñados hacia el lado exterior,quebrándose sus huesos con golpes secosal estrellarse contra el suelo enlodado.Quinto ordenó que, una vez que todos loshombres estuvieran en lo alto del muro,subiesen las escalas y las descolgasen porel la- do interior.- Tres manípulos, al interior de la ciudad,hacia el foro. Estamos junto al ArxHasdru- balis. Debéis avanzar en esadirección -explicó señalando al sur-. Elresto, los otros dos manípulos, me seguiránpor el muro, hacia el este, hacia las puertasde la ciudad. Matad a todo lo que se muevahasta que recibáis nueva orden.Los soldados se fueron descolgando y, engrupos de veinte hombres, se adentrabanen la ciudad. En lo alto del muro, Quintoescuchaba el estruendo de la batalla quetenía lu- gar al este y el sur. Pronto sushombres se unirían a aquel tumulto.

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Avanzó rápido por el pasillo de la muralla,cuando un grupo de soldados africanos,con las espadas desenva- inadas, searrojaron hacia ellos gritando y dando laseñal de alarma.- ¡Bien, esto empieza ya! -dijo y espada enmano arremetió contra el primero de loscartagineses.Paró el golpe con el escudo y, por debajo,pinchó en la pierna a su oponente. Este searrodilló por el dolor y, entonces, porarriba le clavó la espada en el cuello. Vinoenton- ces otro cartaginés. Quinto dejó elremate del primero para más tarde ynuevamente se defendió con el escudo. Ungolpe imponente le hizo retroceder unpaso. Aquél era un gigante. Otro golpe yQuinto retrocedió otro paso, pero cuando elenorme africano iba a asestar un tercergolpe, Quinto se lanzó sobre él con elescudo haciéndole perder el equ- ilibrio. El

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gigante se apoyó en la pared del muro yevitó la caída, pero entonces se en- contróla espada del centurión clavada en mediodel pecho. Quinto la giró al sacarla, pa- raasegurarse de que hacía el mayor destrozoposible y un chorro de sangre brotó comouna fuente. El gigantón aun así se levantó,pero Quinto le clavó la daga en el cuello, leempujó de nuevo con el escudo y le volvióa clavar la espada, esta vez en el vientre. Elafricano se arrodilló agonizante. Quintosiguió su avance hacia la puerta. Sushombres iban haciendo lo propio yrematando los heridos que su centurión ibadejando en su ca- mino. En lo alto de lamuralla norte se libraba una batallaencarnizada.

Muralla orientalEn la puerta oriental, las legiones atacabancon toda su energía. Centenares de legi-

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onarios escalaban los muros obligando alos defensores a duplicar sus trabajos parade- tenerlos antes de que alcanzaran lasmurallas. Pero pese al aceite hirviendo, alas jabali- nas, flechas y otros proyectiles,algunos de los más veteranostriariempezaban a trepar hasta lo altoextendiéndose así la batalla hasta lafortaleza misma de Qart Hadasht. Pub- liolo observaba desde una distancia prudente,rodeado de su guardia. No sería suficien-te. Los legionarios que ascendían eranrodeados rápidamente por grupos dedefensores y eran abatidos. El esfuerzo delos romanos estaba siendo titánico, pero loslegionarios sentían que tampoco esa vezconseguirían nada más que ver cómodecenas de sus ami- gos caían uno tras otroen un infructuoso y absurdo intento porconquistar lo inconquis- table. Hasta allílos había conducido un joven general

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romano inexperto en el mando, insensatoen sus planes.Publio miró al suelo. Sentía el abatimientoque se extendía entre sus hombres. Lo ve-ía en la faz de sus y en el rostro delictoressus oficiales. Estos últimos le mirabansupli- cando con su gesto cabizbajo queordenase el repliegue, pero el joven generalpermane- cía impasible, como paralizado,mientras era testigo de cómo sus tropassucumbían ante un muro imposible contrael que él se obstinaba en lanzarlos en uncombate sin sentido ni esperanza. Peroentonces ocurrió algo que no estaba en losmanuales que los centuri- ones habíanleído. El general desenvainó su espada, lalevantó hasta la altura del pecho y la hizogirar en el aire con agilidad, trazando uncírculo invisible, como si retara alenemigo, al abatimiento de sus hombres ya las mismísimas murallas de la ciudad.

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- ¡Vamos allá! -gritó- ¡Por Roma, portodos los dioses! ¡Al ataque hasta el final!Desenfundó su espada y trazó con ella lacircunferencia en el aire sin soltarla, el giroque anunciaba que el general entraba amuerte y hasta el fin en combate. Todos losque le rodeaban reconocieron aquel gestoque habían visto en su padre y en su tío enmás de una ocasión. No había marchaatrás. Y sin mirar atrás, sin atender a si leseguían o no, al igual que hiciera años atrásen Tesino, el joven general se lanzó a buenpaso primero y luego a la carrera hacia lasmurallas. Sus oficiales se miraron, los

tras un ins- tante de indecisión,lictores,siguieron a su general y, en unos segundos,el resto de las tropas que permanecían en laretaguardia recibieron la orden conjunta detodos sus centuriones de lanzarse al ataquecontra las murallas de Qart Hadasht. Eraun suicidio colectivo, pero si el general

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cargaba el primero, nadie podía ni queríaquedar como un cobarde.El suelo tembló ante el veloz avance de losmiles de legionarios. Los cartagineses queestaban satisfechos con la resistencia de sufortaleza, seguros en la confianza que lesotorgaban sus murallas, se sorprendieronante la nueva acometida de los romanos.Aho- ra atacaban todos a un tiempo.- ¡Da igual! -se escuchó la voz de Magón,dando ánimos a los defensores-. ¡Es un ata-que suicida! ¡Se estrellarán todos contra lasmurallas! ¡Sólo tenemos que entretenernosen ir matándolos mientras intentan subir!¡Por Baal y Tanit, todos a las murallas!¡Ca- lentad más aceite! ¡Tensad los arcos!¡Coged jabalinas! ¡Vamos a recibirloscomo se merecen! ¡Hoy lamentarán haberpensado nunca que podrían tomar estaciudad! ¡Y ya muy pronto Asdrúbalterminará con los despojos que dejemos de

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estos miserables! El avance romanoproseguía, firme, obstinado, absurdo.

Muralla surEntretanto, Cayo Lelio ordenó redoblar laintensidad del ataque de la flota sobre lasmurallas del sur, donde los defensores,desde los muros y la colina de Vulcano,lanza- ban toda clase de misiles, algunosincendiarios, prendiendo fuego a un par denaves que los romanos se veían obligados aretirar para evitar que con ellas ardiera elresto de la flota.

Muralla orientalMagón lo dirigía todo corriendo de unlugar a otro, yendo veloz desde el sectorsur al oriental, manteniendo los ánimos desus soldados, su moral de resistencia yéstos res- pondían con energía y valor.Aquél sería un amanecer sangriento para

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ambos bandos, pero estaba seguro de quelos romanos se llevarían de largo la peorparte y que, tras este nuevo fracaso, eldesánimo sería completo entre sus filas, yse retirarían. Esa mañana iba a traerle unagran victoria. Magón caminaba satisfechode vuelta al sector este de la muralla,contemplando cómo el propio generalromano se involucraba en la lucha. Era unmojigato. Eso explicaba aquella ofensivatan estúpida. Los romanos debían de estarmuy mal cuando enviaban dos legiones almando de jóvenes sin experiencia. Estaguer- ra pronto iba a decantarse a favor deCartago. Magón puso los brazos en jarras.- ¡Verted más aceite! ¡Vamos a tostar atodas las legiones de Roma si hace falta ylu- ego nos vamos a reír sobre suscadáveres asados! -y lanzó una enormerisotada que re- sonó como un trueno enmedio del fragor de la contienda.

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Muchos de sus hombres rieron con élmientras volcaban pesados calderos deaceite incandescente por el muro oriental.Magón reía al ver a los romanos del muroretirarse frenando el avance de las nuevastropas que llegaban bajo el mando directode aquel im- bécil de general que se habíantraído los romanos consigo. De pronto,Magón escuchó un silbido que acertó areconocer de forma inconsciente y por esose agachó. Un dardo le pasó rozando laespalda y luego otro y otro más. Una lluviade flechas que venían desde el pie delmuro pero por detrás, desde el interior dela ciudad. El general cartagi- nés serevolvió enfurecido. ¿Quiénes eran losinútiles que apuntaban tan bajo que iban aherir a los propios defensores de la ciudad?Pero cuando se volvió, Magón encontró al-go que no entendió: una centena deromanos luchaba en las calles de la ciudad

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abatien- do a los pocos soldadoscartagineses que habían quedado fuera delas murallas. Era una lucha, más bien, entrelegionarios y ciudadanos armados quehacían lo que podían por defenderse y lohacían mal. Un regimiento de arquerosromanos lanzaba flechas contra losdefensores púnicos del sector oriental.Magón vio cómo varios de los defensoresde la muralla caían abatidos. Miró entoncesal exterior. Apenas caía ya aceite por lapiedra, pues los que debían verterloestaban muertos. El general romano habíaalcanzado la pu- erta y desde allí dirigía asus hombres hacia las escalas.¿Legionarios dentro de la ci- udad? Magónsacudió la cabeza. Se protegió con unescudo de la intensa lluvia de flec- has yordenó que varios hombres le siguieranpara bajar al interior de la ciudad y termi-nar con aquellos romanos que habían

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penetrado en la misma, aunque aún noentendiera bien cómo podía haber ocurridoaquello. Todo el tiempo le atormentaba lamisma pre- gunta. ¿Por dónde? ¿Por dóndehabían accedido aquellos legionarios a lainexpugnable Qart Hadasht? Muralla sur- ¡Alejad ese barco, alejadlo de aquí, porHércules! -aulló Lelio a sus hombres. Unade las naves se había incendiado al caersobre la cubierta de la misma un río deaceite hirviendo que impregnó de fuego lamadera del buque, remos y personas.Varios mari- neros salieron del interior dela nave ardiendo como teas y entre gritosinfernales se ar- rojaban al mar para ahogaren sus aguas el incendio que los consumía.Las bajas eran in- contables y losmarineros empezaban a tener sus dudassobre aquella estrategia. Lelio intentabaimponer orden y mantener la ofensiva,pero sus soldados parecían haber enfri- ado

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sus ánimos al calor del aceite en llamas, lasjabalinas y las flechas que arrojaban losdefensores. Todo parecía inútil. Pero teníala orden de Publio de tomar aquellasmural- las a toda costa. No podía retirarseahora. A su lado tenía a un centurión deconfianza, Sexto Digicio.- ¡Coge tus hombres, Sexto, y sigúeme!¡Por Castor y Pólux que vamos a trepar poresa muralla, aunque sea lo último que hagaen esta vida! Sexto le miró como quienmira a un loco. El centurión, de medianaedad, rudo, fuerte, con experiencia, no veíasentido a aquello, pero oponerse a unaorden directa del almi- rante de la flotatampoco era algo que fuera a brillar en suhasta la fecha excelente hoja de serviciosen la flota de Roma. Asintió y ordenó a sushombres que le siguieran.En unos minutos, guiados por unosnerviosos remeros, el barco del almirante

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Lelio chocó contra la muralla sur. Lasarmas arrojadizas empezaron a llover sobresus ocupan- tes. La colina de Vulcano selevantaba detrás del muro sur y todoparecía indicar que desde allí losdefensores lanzaban también másproyectiles, incluso comenzaron a caerrocas del cielo. Una enorme piedra sedespeñó sobre el centro de una navepenetrando con su gran peso hasta lo másprofundo de la misma abriendo un boqueteen la quilla. El agua entró igual que sale unchorro de sangre en una herida abierta. Lanave naufragaría en cuestión de minutos.- ¡Maldita sea! -masculló Lelio bajo suescudo-. ¡Lanzad las cuerdas! Losmarineros de Sexto Digicio arrojaron lasescalas hacia lo alto de la muralla. Muc-has de las picas en las que terminabancayeron sobre la piedra del muro. Loshombres de Sexto tiraron de ellas hasta que

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consiguieron que una mayoría de lasescalas queda- ran fijadas en la piedra. Unavez aseguradas las escalas, Lelio dio laorden de separar la nave. Los remerosempujaron con sus remos y separaron unosmetros el maltrecho bu- que de la pared depiedra que se hundía en el mar. Al segundouna cascada de aceite hir- viendo cayódesde lo alto de las murallas, pero al haberdistanciado el barco del muro, éste severtió sobre el mar y se diluyó en susaguas.- ¡Al muro, rápido! -volvió a ordenar Lelio,y mirando a Sexto-, sólo tendremos estaposibilidad, centurión, un minuto antes deque vuelvan a cargar sus calderos y verterel aceite. Hay que alcanzar la murallaahora.Sexto tenía los ojos bien abiertos.Admirado por la audacia del almiranteasintió con decisión. Los remeros

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volvieron a posicionar el barco junto a lamuralla sur. Sexto se di- rigió a sushombres.- ¡Al muro! ¡Escalad, por vuestra vida!¡Escalad rápido! ¡Por Hércules y todos losdi- oses! Sexto vio cómo sus hombres searrojaban sobre las cuerdas de las escalasque aún permanecían colgando de lasmurallas. Algunas maromas cedieron anteel peso de los hombres al haberse quemadoparcialmente con el aceite y algunosmarineros caían sobre la cubierta del barco,pero Sexto los volvía a lanzar sobre elmuro.- ¡Arriba, soldado! ¡Al muro! Aturdidospor la caída, se levantaban y volvían a asirlas cuerdas de las escalas. Iban demasiadodespacio. El almirante y el centurión semiraron. Se entendieron sin decirse nada.Ambos hombres enfundaron sus espadasen sus cintos y saltaron sobre las cuer- das.

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Empezaron a trepar como fieras malheridasen busca de refugio. La escala de Lelio separtió en un extremo, pero el almirantemantuvo el equilibrio y se pasó a otraescala que estaba al lado. Ésta parecíamejor conservada. Una flecha le pasórozando el rostro.Lelio siguió ascendiendo. Aquello era unalocura, el final. Aquel joven ya le arrastró auna insensatez en Tesino y ahora se repetíala historia. Se sonrió. No lo pudo evitar. Enmedio del fragor de aquella lucha, entre lasflechas y las jabalinas, trepando como unequilibrista por aquella muralla que parecíano tener fin, recordó cuando en el norte deItalia Publio padre le encomendó quevelase por su hijo y pensó que desdeentonces ten- dría una vida aburridacuidando a un hijo de cónsul. Cuando miróhacia arriba, vio que ya sólo le restaba unmetro. Desde abajo varias decenas de

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soldados, al ver al almirante y al centurióntrepando por las escalas, no pudieronsoportar la humillación de ver cómo susoficiales hacían lo que era su trabajo y selanzaron sobre las cuerdas, escalando co-mo jabatos lo que antes no habíanconseguido. Algunos caían atravesados poruna jaba- lina, pero los más avanzaban conseguridad y tesón.Sexto Digicio alcanzó lo alto de la muralla.Nadie le impidió que trepara sobre las al-menas de piedra porque los defensoresestaban ocupados arrastrando un enormecaldero con aceite hirviendo. Sexto searrojó, espada en mano, sobre aquelloscartagineses que se vieron sorprendidospor la primera embestida de un enemigo enlo alto de la muralla sur. Dejaron el calderoy espadas en mano respondieron al ataquede Sexto. El centurión hundió su espada enel vientre de uno de los cartagineses y, con

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su escudo, que había atado a su espaldadurante la subida al muro, detuvo el golpede otro enemigo. Un tercer cartaginés sesumó al ataque contra Sexto y el centuriónretrocedió, pero entonces vio cómo elalmirante, que había accedido ya al muro,embestía con todas sus fuerzas a loscartagineses por la espalda. En un segundodos africanos estaban en el suelo, heridosde muerte. Un grupo de defensores vio loque estaba sucediendo y, a paso ligeroavanzando con las espadas desenfundadas,corrieron a por ellos con el fin de arrojar alos intrusos romanos que habían escaladola muralla. Lelio leyó las malas noticias enla faz de Sexto y se giró. Diez africanos seabalanzaban sobre él, enfurecidos,dispuestos a matarle y dar así ejemplo alresto de los romanos de lo que pasaría conlos que consiguieran esca- lar la muralla.Eran demasiados. Se volvió para ver si

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Sexto le ayudaría, pero el centuri- ón seveía en una situación bastante parecida conun grupo de africanos que venían por elotro lado. Estaba claro que cada uno teníaque ocuparse de su propio destino. Leliole- vantó el escudo y paró un primer golpe,pinchó una pierna desde el suelo, recibiódos golpes más sobre el escudo, sin mirarpinchó el vientre de otro enemigo, bajó elescudo para ver mejor y clavó su espada enel pecho de otro africano, pero se viorodeado. Sin- tió un pinchazo en el hombroy luego dos golpes más sobre el escudo. Searrodilló, para no caer. Se le echabanencima varios hombres a la vez, pero selevantó con gran empuje y los hizoretroceder con el escudo. Quedaban sietecartagineses en pie. El estaba herido en unhombro. Era el izquierdo. Aún podíasostener el escudo para defenderse y teníala derecha para manejar la espada. Se sintió

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bien. Al menos luchaba en lo alto de lamural- la. Fuera cual fuese el resultado deaquella contienda, al menos Publio veríaque alcanzó la muralla. El muro eraestrecho en aquel lugar. Apenas unosmetros. Eso le favorecía porque loscartagineses no podían lanzarse todos altiempo contra él. Dos africanos seadelantaron y se reinició la lucha. Lelioparaba los golpes sosteniendo el escudocon el brazo herido. Segó con un velozademán el cuello de uno de loscartagineses. Este arro- jó su espada y sellevó las manos al cuello partidointentando infructuosamente detener lahemorragia. La sangre lo impregnó todo yel suelo del muro quedó resbaladizo. El ot-ro cartaginés vio reforzado su ataque con lasuma de otro de sus compañeros. Lelio semantenía firme. ¿Es que nadie más habíaalcanzado la muralla? Muralla norte

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Quinto Terebelio dividió sus fuerzas: unmanípulo continuó su avance por lamuralla y el otro descendió con él hacia elinterior de la ciudad. Con este últimogrupo de legi- onarios se presentó conrapidez en el lugar donde se encontrabanlos cartagineses que custodiaban la granpuerta oriental de la ciudad. Quinto notenía un plan muy desarrolla- do. -¡A porellos! ¡No dejéis ni uno vivo! Loscartagineses, entre sorprendidos eincrédulos ante lo que estaba pasando, sede- fendían con vigor, pero el empuje deaquellos hombres llegados de no se sabíadónde los hizo retroceder. Y es que habíaalgo que envenenaba el ánimo de losafricanos. Si había legionarios en la ciudades que habían entrado por algún sitio, deforma que la ci- udad había cedido enalgún punto, de modo que lo imposiblepodía ocurrir: por primera vez en todos

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aquellos días, los cartagineses luchabanpensando en que una derrota era posible.Quinto hirió con su espada a un hombre enel estómago y luego a otro en el costado.Pasó por encima de ellos y los rematóhundiendo consecutivamente su espada ensus pechos para volverse de nuevo yencarar a un tercero que apareció dispuestoa frenar su avance. Este último asestó unpoderoso golpe que Quinto detuvo con suescudo, pero el impacto fue tan fuerte queel centurión perdió el equilibrio y cayó delado, pero mante- niendo el escudo en alto,de modo que pudo parar otro golpe mortalque le lanzó su con- trincante. Quinto serevolvió como un gato y, desde el suelo,clavó su espada en una ro- dilla de suenemigo. Éste gritó y se dobló hasta caeren el suelo, encogido. Quinto apro- vechópara incorporarse y cortar el cuello de suenemigo con el filo de su espada. La

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sangre le salpicó. El centurión romanoobservó que sus hombres habían acabadocon el resto de los cartagineses. Doslegionarios yacían muertos entre losenemigos. Quinto se pasó el dorsoenrojecido de su mano derecha, sin dejarde empuñar la espada, para se- carse elsudor de la frente.- ¡Abrid las puertas! -ordenó, satisfecho,seguro, contento de sí mismo y de sus legi-onarios.Muralla orientalEntre el aceite hirviendo y las jabalinas,bajo el infierno de las murallas, los centuri-ones empezaron a albergar de nuevo laidea de retirarse aunque aquel loco generalestu- viera decidido a inmolarse como uninsensato. Pero cuando lo veían,compartiendo con ellos la lluvia de flechas,protegido tan sólo por los escudos de los

dudaban y no sabían si estabanlictores,

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bajo el mando de un alucinado o de unvaliente.Sin embargo, las imponentes murallasretrataban una cruda realidad. Y así fueduran- te varios minutos hasta que losoficiales detectaron que parecía descenderel lanzamien- to de proyectiles y que elaceite dejaba de resbalar por los muros encascada continua.Ordenaron entonces un nuevo intento detrepar hacia las murallas y vieron, ante susorp- resa, que muchos empezaban a ganaracceso a las mismas. Y, lo más impactantede to- do, sin saber cómo ni por qué, laspuertas de la ciudad se abrían, despacioprimero y lu- ego con más rapidez hastaquedar desplegadas de par en par. Y deentre ellas salió un solo soldado, vestido decenturión romano, con su casco cubiertopor la cresta de los oficiales de las legionesromanas, y sus compañeros reconocieron

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la figura robusta y en- sangrentada deQuinto Terebelio.

Muralla surVarias decenas de marineros romanosalcanzaron lo alto de la muralla sur. Vierona su centurión Sexto Digicio luchando conbravura contra un grupo de enemigos y conra- pidez todos se unieron para ayudar a suoficial. En la confusión nadie se percató dedón- de estaba el almirante.Lelio mantenía su pugna contra el grupo decartagineses que lo acosaba. Había derri-bado a dos más, pero el cansancioempezaba a hacer mella en su cuerpo y elhombro sangraba abundantemente. Sesentía débil. Retrocedió un paso, pero susandalia resbaló sobre la sangre vertida poruno de los africanos derribados por élmismo y Lelio dio con sus huesos, deespaldas, sobre la dura piedra. Su cabeza se

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golpeó contra el muro y sólo el casco evitóque su vida se desvaneciera en aquelinstante. Todo se tornó oscuro por unsegundo y, para cuando recuperó la vista,pensó en que mejor habría sido caer al mary acabar así de una vez con todo aquello.Dos africanos se acercaban con sus espadasen alto y una malévola sonrisa en susrostros. Lelio buscó su espada, peroenseguida comp- rendió que en la caída lahabía debido de soltar y que ésta debía dehaberse despeñado hacia las aguas delMediterráneo. Estaba herido, desarmado yabatido. Uno de los carta- gineses seadelantó tanto que Lelio sintió la pierna desu enemigo a la altura de sus pies.No lo pensó dos veces. Con sus piernastrabó al africano y lo hizo caer. Antes deque el otro africano reaccionara, Lelioestaba en pie blandiendo el arma de suoponente derri- bado.

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- ¿Quién es ahora el que sonríe? -preguntóLelio mientras avanzaba sobre sus enemi-gos que empezaban a replegarse y eso quehabían llegado más cartagineses. ¿Tantomi- edo le tenían? Lelio se giró para ver sillegaba Sexto en su ayuda y, en efecto, elcenturi- ón estaba a sus espaldasavanzando con dos o tres decenas deromanos. Aquello empe- zaba a marcharbien. Lelio dio un brinco y trepó a lo altode las almenas de la muralla sur paraanimar a sus hombres.- ¡A por ellos! ¡Por Hércules, que no quedeninguno con vida esta noche! El almiranteno tuvo tiempo de ver la flecha que secruzó en su destino. No llegó el dardo aclavarse en su cuerpo, pero pasó rozando elcuello del almirante; éste, entre sor-prendido y asustado al sentir cómo la saetale seccionaba parte de la piel del cuello,per- dió la orientación por un segundo,

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débil como estaba aún a causa de la sangreperdida por la herida del hombro. Sexto ysus hombres vieron al almirantetambalearse en lo al- to de la muralla, en elborde mismo de una almena. Loscartagineses se quedaron petrifi- cadostambién, contemplando aquella escenaincierta. Un marinero romano intentó al-canzar al almirante antes de quetrastabillara, pero llegó tarde. Romanos ycartagineses vieron cómo el cuerpo deCayo Lelio, almirante de la flota romana,lugarteniente de Publio Cornelio Escipión,perdía lenta pero inexorablemente elequilibrio y cómo luego veloz sedesplomaba desde lo alto de la muralla y seprecipitaba al vacío hasta quebrar con elímpetu de su peso las olas del mar.

99 El desasosiego de la creación

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Roma, 209 a.C.

Plauto entró en casa de Casca satisfecho desus últimas compras en el mercado. Deci-dido, cruzó el atrio y se refugió en suhabitación. Casca le vio desde el tablinium,pero al verle tan ensimismado, optó por nomolestarle. A fin de cuentas, laconcentración de aquel hombre que dabacomo fruto la creación teatral era una desus mayores fuentes de ingresos. No.Casca permaneció sentado, revisando lascuentas del último año. Los ing- resoshabían sido sobresalientes. Su ceño sefrunció. Sólo le quitaba el sueño esaobsesi- ón de su protegido por escribir unatragicomedia. ¿Cómo se iba a reír la gentede los di- oses? Aquello era peligroso, peroPlauto estaba tan ofuscado que Cascadecidió dejarle hacer. Sólo había exigido

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poder revisar la obra antes de remitirla alos ediles de Roma.¿Quién sabe? Igual aquel extraño hombreque un día entró en su casa desarrapado ymi- serable, de la misma forma que acertóa hacer reír, fuera capaz de conseguir lomismo mezclando personajes divinos yhumanos sin caer en el sacrilegio. Todopodía ser. Cas- ca negó con la cabezaintentando desembarazarse de su tormentade pensamientos y du- das y regresó sobrela gratificante lista de ingresos.Plauto se sentó en su silla de escribir. Dejóen la mesa las sesenta que acaba-schedaeba de adquirir. Eran hojas de papiro de lamejor calidad. Daba gusto pasar las yemasde los dedos y sentir su textura, firme perosuave al mismo tiempo. Y además erangrandes, de veinticinco por treintacentímetros. Nada de aquellas pequeñaspáginas de apenas qu- ince centímetros de

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ancho. No, allí, en cambio, había espacio.Plauto prefería escribir así, sobre las hojassueltas y luego, cuando la obra estuvierabien terminada, pegarlas para formar así elrollo o los rollos con los que luego lapresentaría a Casca.- Bien, bien -su voz resonaba en el silenciode la habitación. Sobre la mesa se apila-ban una decena de diferentes stilos,pequeños punzones que actuaban comoplumas para escribir, junto con variosdiminutos tarros de arcilla con grancantidad de o tinta negraattramentumespesa, densa, como pintura oscura.También tenía otro pequeño recipiente debarro con tinta roja brillante con la que legustaba escribir los encabezamientos queseñalaban el principio de cada acto. Ésteera su pequeño mundo, sus pequeñasposesi- ones. Poca cosa para muchos y, sinembargo, para Plauto, aquellas páginas en

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blanco y aquellos estiletes eran unaventana a un universo entero, a sus sueños,a su vida. Tito Macio parecía ya un serlejano en el tiempo y en la distancia. Porun momento recordó la triste estanciamugrienta y la oxidada lámpara de aceitecon la que se iluminaba para escribir porlas noches. Ahora, todo aquello, junto conel hambre, la pobreza más abso- luta y lasemiesclavitud del molino, había quedadoatrás. Ahora era Plauto, el gran escri- tor,apreciado por muchos, reconocido yaplaudido por todos.Tomó un y lo hundió despacio en lastilustinta roja. Sacó la pluma con cuidado y es-peró a que dejase de gotear. Se inclinósobre la mesa, tomó una hoja en blanco yempe- zó a escribir.

ACTVS I

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Luego, dejó el estilete sobre la mesa, enuna esquina, sobre un trapo manchado yade rojo y negro. Cogió otra pluma y lamojó en la tinta negra. Mientras dejaba quelas gotas cayesen sobre el recipiente debarro, exhaló el aire despacio. Meditómirando al vacío y, por fin, empezó.SOSIA. Qui me alter est audacior homoaut qui confidentior, Iuventutis mores quisciam, qui hoc noctis solus ambulem? Quidfaciam nunc, si tres viri me in carceremcompegerint? ¿Habrá alguien másatrevido o más temerario que yo,que, conociendo como conozco lascostumbres de la juventud,ando solo a estas horas de la noche?

triunviros ¿ Qué haría yo, si ahora los meencerraran en lacárcel?Aquí se detuvo. No estaba seguro de cómo

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continuar. Siguió pensando en silencio.Asintió para sí mismo. Lo veía más claroahora. Sí. Se sentía más seguro. Prosiguióre- dactando el monólogo inicial delesclavo Sosia:De ella me sacarían mañana como, por asídecir,de la despensa para darme unos buenoslatigazos.No me permitirían defender mi causa,ni podría esperar socorro alguno de miamo,ni habría absolutamente nadie que pensaraque no merezco una buena paliza.Y así, como si fuera un yunque, ¡pobre demí!Ocho tipos fornidos me golpearían.Tal sería la hospitalidad que me brindaríael estado a mi regreso del extranjero.Y todo esto a causa de la impaciencia demi amo que,

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en contra de mi voluntad, me ha hechosalir del puertoa estas horas de la noche.¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso!¡Qué terriblemente desgraciado es elesclavo de un rico!Volvió a detenerse. Dudó. Tomó entoncesuna esponja que tenía junto a las hojas y laempapó de agua de una bacinilla queestaba al pie de la mesa. La estrujó hastaque sólo quedó húmeda y la acercó conextremo cuidado a la hoja que estabaescribiendo y borró con la esponja las dosúltimas líneas. Dejó la esponja sobre lamesa. Eran frases peligro- sas. Unentrecejo marcado se apoderó de su faz. Selevantó arrastrando la silla con tanta fuerzaque casi la volcó. Paseó por la habitacióncon las manos cruzadas en la espalda.Esto no es conveniente, esto no se debeescribir, esto es mejor no mencionarlo.

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Casca le tenía aburrido de tantoscomentarios de censura y autocontrol.Plauto se detuvo y volvió a sentarse. Aúndudaba. Sabía que gozaba de comodidadesgracias a la protección de Casca y quehabía tenido acceso a volúmenes muydifíciles de comprar gracias a la ge-nerosidad de aquel joven patricio de PublioCornelio Escipión, pero algo le hervía pordentro y no podía evitarlo. Tomó de nuevola pluma, la mojó con tinta negra y, conpul- so firme y seguro, reescribió las dosfrases que acababa de borrar.¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso!¡Qué terriblemente desgraciado es elesclavo de un rico!Y siguió escribiendo durante varias horas.Se olvidó de comer.La tarde cayó sobre Roma. Plauto, al fin,dejó de nuevo la pluma sobre la mesa.Tenía gran parte de la primera escena, con

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un diálogo vivo entre el esclavo Sosia y eldios Mercurio, pero había llegado a unmomento donde no acertaba con la formade seguir con la escena. ¿Y si Mercuriopegara al pobre Sosia para detenerlo eimpedir que sorp- rendiera a Júpiter conAlcmena? Sí, eso podría ser. Podría ser. Yresultaría cómico. A la gente le gustaría. Yapalear a un esclavo era más que aceptable.Meditaba. Estaba cansa- do. No se levantó.Continuó allí, solo, con las manos sobre lamesa, manchados los de- dos de tintaoscura, agotado, exhausto. El mundo a sualrededor estaba en guerra. Dos decenas delegiones se enfrentaban con iberos, galos,macedonios, cartagineses y númi- das.Centenares, millares de soldados de ambosbandos caían en batallas incontables.Los senadores debatían sin fin sobreestrategia y sobre cómo recaudar más ymás fondos para financiar aquella locura

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mientras que el pueblo de Roma losoportaba todo, los im- puestos, la carestíade los alimentos y la ropa, la escasez detrigo y gachas, la muerte de amigos yfamiliares, el constante temor a serderrotados, torturados, apresados o asesi-nados. Mientras él, Tito Macio Plauto,luchaba su propia guerra. Tenía quedescubrir la forma de entretenerlos a todosy hacerles olvidar el mundo en el querealmente vivían.O quizá podría ir más allá y decir máscosas… ¿criticar la injusticia? Plauto selevantó.Estaba aturdido. Sentía una crecientezozobra de pensamientos. No sabía cómoseguir.No se asustó. Conocía aquella sensaciónmuy bien. Le asaltaba con frecuencia. Erael desasosiego de la creación: una flormarchita que se muere, pero que en

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cualquier mo- mento puede volver a brotar.La espera, no obstante, era a menudodolorosa, larga en ocasiones y siempretemible. Con un trapo viejo se secó elsudor frío de la frente. Era mejor quedescansara un poco y comiera algo.

100 Un agridulce amanecer

Cartago Nova, 209 a.C.

Publio se sentó en una escalinata que dabapaso al foro de la ciudad. Allí envainó suespada ensangrentada e intentó irrecuperando el aliento. A su alrededor los

ve- laban por su seguridad. Lalictoresciudad estaba sometida, pero aún podíahaber algún enemigo oculto con ansia devengar la caída de la fortaleza segando lavida del general que había doblegado sus

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defensas. Así, nerviosos, mirabanalrededor con tensión y cierta descon-fianza. Habían perdido a tres de suscompañeros en el ataque al muro, pero nosentían ningún rencor contra el general. Yano eran guardianes de un joven patricio,sino que eran la escolta del conquistador deCartago Nova. Se sentían orgullosos. Suscompañe- ros habían muerto con honor enuna gloriosa batalla. Intuían que al lado deaquel joven general no iban a tener unavida sosegada, pero no importaba si eso eraa cambio de vic- torias y honra comoaquélla.El foro estaba lleno de legionarios. Loscenturiones intentaban reorganizar losmaní- pulos. Hasta aquella gran explanadallegaban los gritos de los ciudadanos queeran aba- tidos por los victoriososromanos. Una matanza singular empezabaa cobrar forma. Los romanos querían

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vengar la muerte de sus compañeros caídosen las murallas de la ci- udad segandovidas de cartagineses y ciudadanos iberospor igual y mercaderes y escla- vos yesclavas, hombres, mujeres y niños yniñas, todos entraban en un mismo saco ytenían así el destino marcado en el rostrogélido de los legionarios sedientos de mássan- gre.Marcio apareció abriéndose paso entre lastropas de infantería. Venía acompañadopor un manípulo formado por los soldadosde la flota que, tras la caída de la murallaori- ental habían conquistado el sector surde la ciudad.- Por Castor y Pólux -dijo Publio sinlevantarse; aún estaba cansado-. Aquítenemos a la marina. Ya te dije que hoy,Marcio… que hoy nos veríamos todos enel foro de la ci- udad. ¿Y Lelio? ¿Dóndeestá? - Así es -respondió Marcio sin saber

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qué más añadir. Lo que sabía prefería nodecirlo.- ¿Cuál es la situación actual? -preguntó elgeneral.Marcio se sintió más cómodo al ver que elgeneral no insistía en saber más del almi-rante.- El general cartaginés se ha refugiado enla ciudadela -y señaló al norte de la ciudadcon su espada en ristre-. Lo llaman el ArxHasdrubalis. Quiere negociar. El resto dela ciudad está bajo nuestro control. Elpillaje ha empezado y va a comenzar lamatanza. - Marcio hablaba sin emociónsobre el asunto. Exponiendo lo que ocurríay lo que debía acontecer. Asesinar a todo elmundo tras un asedio era una forma detransmitir el miedo al resto de laspoblaciones, un modo de asegurarse que nose volverá a encontrar resis- tencia en otrasfortificaciones. Era una parte más de la

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guerra. Era, en fin, necesario.Publio se pasó ambas manos por el pelo,despacio. Luego pidió agua.- ¡Agua para el general! -gritó Marcio.Al segundo apareció un legionario con unpellejo repleto de agua. El general bebiócon auténtica ansia. Todos le observaban,admirados, respetuosos. El general queríaagua después de conquistar loinconquistable, pues que bebiera agua yvino y que hici- era lo que quisiera. Todosquerían atenderle.- Que se detenga la matanza -dijo Publioen voz baja. Se percató de que entre loines- perado de la orden y el suavevolumen de voz empleado, no se le habíaentendido bien-.¡No habrá matanza! -repitió con vigor-.¡No se matará a ningún ibero hasta nuevaor- den! ¡Se confiscará el oro y la plata ycereales y pertrechos militares y todas las

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armas, pero se respetará la vida de todo elmundo hasta nueva orden! Y a ese generalcartagi- nés, decidle que, si se rinde, leperdonaré la vida, pero tiene una hora paradecidirse.Después la oferta ya no seguirá en pie.Los oficiales estaban confundidos. Detenerla matanza no tenía sentido. ¿De qué ser-vía conquistar una ciudad si después deque ésta había mantenido la mayor de lasresis- tencias, luego sus habitantes no erancastigados? Eso sólo animaría a que elresto de las poblaciones se mostraran igualde hostiles, ya que nada tenían que perder:si se defendí- an podían ganar y, si perdían,sabían que se les iba a perdonar la vida.Publio se alzó lentamente.- Ésta será la última vez que lo diré: ¿hastacuándo tendré que repetir mis órdenes pa-ra que éstas se cumplan? Los centurionesse sintieron avergonzados. Acababan de

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conseguir la mayor de las victorias paratodos. Nadie allí había participado en unaconquista semejante. Ni siqui- era lasvictorias de los Escipiones, del tío y elpadre del actual general, eran equiparab-les en gloria a la conquista de aquellaciudad, y, sin embargo, después de aquellaexhibi- ción de genialidad militar de sulíder, aún dudaban si obedecerle. Una vozemergió entre los oficiales.- Nunca más, mi general, nunca mástendrás que repetir una orden -todos sevolvieron y vieron a Quinto Terebelio,envuelto en un mar de sangre.- Parece que aprendiste a nadar -dijo eljoven general entre sorprendido yagradecido.- No, mi general; parece que Neptuno noshizo flotar sobre la laguna. Los dioses es-tán de tu parte. Alcanzamos tierra firme.Luego fue cosa de empeño.

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- ¿Estás herido? -preguntó Publio.- No, mi general. Algún corte, pero nadaimportante. Es sangre cartaginesa la queme cubre. Con su permiso, voy a controlara mis hombres antes de que organicen unama- tanza por su cuenta. Están encendidos.El general asintió. El resto de loscenturiones se dispersó para hacer lomismo que Quinto. Marcio se quedó con elgeneral.- Parece que me he ganado al fin algo derespeto -dijo Publio. -No sólo eso; hoy hasganado algo más -precisó Marcio. -¿Algomás? - Sí. Algo mucho más valioso einfinitamente más poderoso. Algo temible.- ¿Y qué es? -preguntó Publio concuriosidad sincera. -Te has ganado lealtad.Eso no tiene precio. -Ya tenía lealtad. Latuya y la de Lelio y otros oficiales. -Sí-confirmó Mar- cio-, pero ahora tienes lalealtad de dos legiones.

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En efecto, en cuestión de minutos, laslegiones formaban repartidas una en laexpla- nada del foro en el interior de laplaza conquistada y la otra en la laderajunto a las puer- tas de Cartago Nova, justoen el exterior de la ciudad. Los centurioneshabían dado ya las órdenes precisas de nomatar a nadie respetando la vida de todos,ciudadanos, homb- res y mujeres, libertos,mercaderes, artesanos, esclavos y esclavas,niños y niñas. Los esfuerzos de lossoldados se concentraron entonces enacumular en el foro todo el oro, plata,víveres y armas que encontraban.- ¿Y Lelio? -volvió a preguntar el jovengeneral. Ahora se sentía mejor, trasdescansar un poco y haber bebido algo deagua. Marcio, no obstante, no decía nada.Aquello le ex- trañó.- ¿Dónde está Cayo Lelio, Marcio? Debíaestar aquí con nosotros hace tiempo.

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Marcio permanecía en silencio. Miraba alsuelo.- Estoy esperando una respuesta, tribuno.Marcio sabía que no podía dilatar por mástiempo la espera del general.- Lelio cayó luchando en la muralla sur-dijo y se retiró unos pasos. Publio sintióco- mo un mazazo en el estómago. Semareó. Dio dos pasos hacia atrás hastaencontrar la escalinata que daba acceso alforo de la ciudad. Se sentó. Lelio muerto.No podía ser.Había perdido a su tío y a su padre, nopodía perder a Lelio ahora.- Quiero verlo. Que me traigan el cuerpo-dijo el general, sin mirar a Marcio. El cen-turión engulló la saliva reseca de su boca.- No tenemos el cuerpo, mi general. Publioalzó la mirada.- Cayó al mar, desde lo alto de la muralla.Toda la flota está buscando el cuerpo.

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El joven general asintió.- Desde lo alto de la muralla has dicho,¿verdad? -Así es, mi general.- Así que después de todo cumplió hasta elfin.Marcio dudó, pero al fin se atrevió a añadirmás.- No sólo eso, sino que junto con uncenturión fue el primero en acceder a lamuralla sur. Los marineros estabandándose por vencidos y fue él junto conese centurión el que se arrojó sobre lasescalas y empezó a trepar hasta alcanzar elmuro. Me han contado que derribó almenos a cinco o seis cartagineses antes deque le alcanzara una flecha.- Una flecha tuvo que ser, por todos losdioses, sólo una flecha podía llevárselo -elgeneral hablaba ensimismado, distante.Marcio empezaba a preocuparse. Se habíaconseguido una magnífica victoria. Siemp-

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re había bajas. La pérdida del almirante eraalgo tremendo, pero el veterano centuriónempezaba a detectar una desazónincontenible en aquel joven general. PublioCornelio Escipión no parecía haber perdidoal almirante de su flota, sino a alguien desu propia familia. Sólo entonces Marciocomenzó a entender que un extraño ycomplejo vínculo unía, había unido, aaquellos dos hombres.Absortos en sus pensamientos, ni centuriónni general se percataron de un marineroque llegaba a todo correr desde el sectorsur de la ciudad.- ¡Mi general, mi general! ¡Han encontradoal almirante! ¡Aún vive! Publio se levantócomo empujado por un resorte.- ¿Qué dices, soldado? -preguntó el jovengeneral-. ¡Más te vale no equivocarte! -Está herido, mi general -continuó elmarinero, nervioso, respirando

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entrecortada- mente, pues no había tenidotiempo de recuperar el aliento-, y hatragado mucha agua, pero respira. Unmédico le está atendiendo en elcampamento general del istmo.- ¡Vamos para allá! ¡Marcio, encárgate dela ciudad! ¡Ya sabes que no quiero matan-zas! ¡Luego me ocuparé de todo! Marcio sepuso firme y con la mano en el pechoasintió con la cabeza.El marinero explicaba al general loocurrido. Avanzaban entre las casas de laciudad con rapidez, rodeados por los

Todas las calles estaban atestadaslictores.de legionarios que iban y venían con oro,plata, víveres y armas de todo tipo queestaban confiscando y acumulando en elforo de la ciudad. Se veía alguna pugnaentre ciudadanos que se resis- tían aentregar alguna de sus pertenencias, perono había matanza indiscriminada de los

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habitantes de la ciudad. Muchosobservaban con asombro la figura de aqueljoven gene- ral que en seis días habíaconquistado su ciudad inexpugnable,bendecida por los dioses cartagineses.Asdrúbal, quien sustituyera al granAmílcar, se encomendó a Baal cuandoestablecieron allí la capital de su imperioen Hispania y predijo que aquella ciudadnun- ca sería conquistada ni por tierra nipor mar. No entendían bien cómo podíahaber ocur- rido lo que estaba pasando.- Desde que cayó al mar -iba diciendo elmarinero-, se le ha estado buscando, perono ha sido hasta que terminó el combate enla muralla sur que todos los hombrespudieron volcarse en la búsqueda.Apareció agarrado a un madero de uno delos barcos hundidos, flotando a la deriva.Lo subieron a una de las naves. Estabamuy débil, herido y magul- lado, pero

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hablaba. Preguntó si habíamos conquistadola muralla y le dijimos que sí. Lu- egoperdió el sentido. Le hemos trasladado alcampamento, con los médicos.El general, acompañado del marinero y dela escolta, salió de la ciudad. A paso demarchas forzadas alcanzaron elcampamento romano en cuestión deminutos. Decenas de heridos seacumulaban en largas hileras a la espera deque alguno de los médicos pu- dieraatenderlos. Eran hombres valientes los queyacían allí tendidos que habían luchadocon bravura. El general se sintió orgullosoy ralentizó su marcha. Empezó a acercarsea alguno de los heridos y a interesarse porsu estado. En el fondo, sólo deseaba llegara la tienda donde tenían a Lelio, pero nopodía pasar por delante de aquelloshombres que habían luchado más allá desus fuerzas mostrando su indiferencia ante

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ellos y su sufri- miento. Los soldados,sorprendidos por la preocupación de sugeneral, intentaban incor- porarse en lamedida de sus posibilidades y en tanto lopermitían sus heridas. Pasó un cuarto dehora antes de que el general llegase a latienda en la que, según el marinero, estabael almirante de la flota. Publio reconocióentonces una voz potente y familiar querelajó su preocupación y le iluminó elrostro con una amplia sonrisa.- ¡Maldito médico! ¡Por Hércules quehaces más daño que todos los cartaginesesjun- tos! ¡Por todos los dioses, más vino!¡Aaaag! ¡Animal! Publio entró en la tienda.Tendido en un catre, empapado en aguasalada y sangre ya- cía su almirante de laflota, maldiciendo y amenazando con elpuño a un temeroso médi- co de medianaedad que se afanaba en coserle una granbrecha en un hombro por donde aún salía

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un pequeño reguero de sangre.Publio se puso serio.- Así que en lugar de en el foro, dondedebías estar, te encuentro emborrachándotey durmiendo en el campamento. Bonitaforma de cumplir las órdenes.Lelio, que no se había percatado de laentrada de Publio, dio un respingo dealegría que, para su mala fortuna, se tornóen agudo grito de dolor, al tirar del hilocon el que el médico intentaba coserle.- ¡Publio… aaaaagh! - Mejor no te muevas,Lelio -dijo el joven general y se sentó a sulado-, parece que te han agujereado unpoco.- Un poco, sí, pero después de alcanzar lamuralla -hablaba conteniendo aullidos dedolor que pugnaban por brotar de sugarganta.Un legionario de los entró en lavélitestienda con un ánfora de vino. Rápidamente

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sir- vió una copa para el almirante, que labebió sin rebajar con agua de un solo trago.- ¿Mejor? -preguntó Publio.- Me… jor… sí. Mejor.- Escucha entonces, Lelio. Quiero quedescanses aquí esta noche. Mañana vendréa verte. Cuídate. Por hoy ya has hechobastante. Has hecho más de lo queesperaba. Más de lo que habría hechonadie. No, calla, no digas nada. Guarda tusfuerzas. La ciudad es nuestra. Ahoravolveré para ocuparme de todo. Quintotomó la muralla norte, según lo planeado.Cruzó la laguna por la noche y escaló lamuralla, mientras tú hacías lo propio en elsur y Marcio y yo atacábamos la puertaeste. Ahora descansa y deja que los médi-cos hagan su trabajo y, a ser posible, no lomates, que hay muchos heridos quenecesitan de sus servicios. Bebe todo elvino que quieras. Y ya sabes, por todos los

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dioses, cuídate y descansa, que te necesito.- Para ganar más batallas, ¿eh, Publio?-dijo Lelio, medio incorporándose en sucatre, con una sonrisa en su boca; sentía elefecto del vino aturdiéndole y diluyendo eldolor de sus heridas abiertas-, y conquistarmás ciudades.El general se levantó sin dejar de mirarle.- Sí, para eso también, pero sobre todo tenecesito para otra cosa. Lelio se mantuvomedio incorporado, un poco confuso.-¿Para qué otra cosa me necesitas? Eljoven general le miró unos segundos antesde responder.- Te necesito, Lelio, para ganar esta guerra-dijo, y tras dirigir una rápida mirada almédico que le atendía, salió de la tiendaacompañado por su escolta.Al instante el médico apareció en elexterior. Tenía las manos repletas desangre seca y mojada, su túnica parecía

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más la de un carnicero que la de uncurandero. Se le veía cansado pero noexhausto.- ¿Cómo está? -inquirió el joven generalsin dilación.- Está bien, mi señor. Ha perdido bastantesangre, tiene una herida en el hombro y uncorte en el cuello. Ninguna de las dosbrechas es mortal. También tragó algo deagua en el mar, pero el almirante es unhombre fuerte y creo que saldrá de ésta. Loque me pre- ocupa es el ánfora y media devino que lleva bebida desde que lotrajeron… Publio se echó a reír. Era unacarcajada limpia, feliz, relajada, que secontagiaba a los que le rodeaban. Loshombres de su escolta hicieron un coro consus risas. El médico sonrió.- Por Castor y Pólux -reinició el general-,eso no es preocupante, sino buena señal.Que beba todo lo que quiera -Publio se

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transformó y volvió a adquirir unaexpresión se- ria antes de proseguir-. ¿Y tú,médico, dispones de todo lo necesario?¿Cuántos ayudan- tes tienes? El médico sevio sorprendido por aquel interésinesperado del general por sus trabaj- os.- Tengo tres ayudantes. Uno está aquíconmigo. Los otros dos están con el restode los heridos y se las apañan bastantebien, pero… - Habla, médico, di lo quenecesitas.- Verá, mi general, son muchos los heridos,puedo arreglármelas con mis ayudantes,pero si dispusiera de algunos hombres máspara transportar a los heridos, podríaorgani- zar todo esto un poco mejor yalgunas tiendas más también, algunosheridos están muy débiles y, si queremosdarles una oportunidad, necesito mástiendas donde guarecerlos o, bueno, loideal sería un lugar bajo techo, en la

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ciudad, pero yo no sé si esto es dema-siado -el médico no estaba acostumbrado apoder pedir nada y no sabía bien hastadónde llegar con sus deseos.El general asintió y se dirigió a uno de susescoltas.- Que se proporcione a este hombre todo loque pida: selecciona un manípulo dehombres de la tercera legión paratransportar los heridos a la ciudad ypedidle a Marcio que seleccione unedificio donde alojar a los heridos. Queeste médico tenga todo lo que le haga falta-se volvió entonces hacia el veteranodoctor que le miraba con sorpresa yadmiración-. Si te hace falta algo más,habla con Marcio. ¿De acuerdo? -Sí, miseñor.- ¿Cómo te llamas, médico, y de dóndeprocedes? - Soy Atilio, señor, nací enRoma, pero mi familia es de Tarento.

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- ¿Es allí donde aprendiste tu profesión,Atilio? - En Roma y Tarento sí, pero hicetambién un viaje a Grecia.- Bien, Atilio. Cuida bien de mis hombresy seré generoso contigo, pero si recibo qu-ejas de los oficiales con respecto a tusservicios, también lo tendré en cuenta.- Los legionarios serán bien atendidos, miseñor -respondió Atilio e hizo una leve re-verencia en señal de reconocimiento.El general se puso en marcha. El almiranteestaba bien. Ahora tenía una ciudad con-quistada de la que ocuparse. En lospróximos días, cuando Lelio estuvierarecuperado de sus heridas y, a poder ser,sobrio, le explicaría sus proyectos con másdetalle. Era curi- oso, pero con Lelio vivo,sentía que podía conseguir cualquier cosaque se propusiera.Durante los días siguientes el jovenEscipión tomó decisiones importantes: los

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dife- rentes rehenes iberos fueron liberadosy les permitió que regresaran a sus casassin po- nerles otra condición que la deabstenerse de levantarse en armas contralos romanos. A las mujeres presas las tratócon especial tacto, impidiendo que nadieabusara de las mis- mas y enviandomensajeros a sus respectivas ciudades ypueblos para que allí se perso- nasen susfamiliares y las recogiesen sanas y salvas.La generosidad en el trato con los vencidosque tanto se habían resistido a la toma de laciudad en connivencia con la guar- nicióncartaginesa confundía a los oficialesromanos, pero nadie se atrevía ya alevantar la voz o tan siquiera a dudar deuna orden de aquel joven general. Publiose movía con seguridad por la que ahoraera su ciudad. Iba y venía al ala sur delpalacio que en tiem- pos fuera deAsdrúbal, yerno de Amílcar, y luego del

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propio Aníbal, donde Marcio ha- bíainstalado a la mayoría de los heridos. Eljoven general se ocupaba de saludarlos unoa uno, interesándose por sus circunstanciasy por la forma en la que habían recibido lasheridas. Llegó también el momento derepartir recompensas, en especial la coronamural que, como era costumbre, sólo debíarecibir un hombre de entre todos los quehabían participado en el asalto a la ciudad.Y ese hombre no podía ser otro sino aquelque hubi- era alcanzado la muralla elprimero, dando así ejemplo al resto. CayoLelio, en ya franca recuperación de susheridas, habló en defensa de Sexto Digicio,de la marina, pero las legiones deinfantería aclamaban a Quinto Terebelio, elcenturión al que el propio gene- ral habíaordenado que escalase la muralla norte,cruzando la laguna en una misión que sehabía transformado en la comidilla tanto

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entre conquistadores como entre lospropios ciudadanos conquistados, quienesempezaron a murmurar confundidos: noentendían cómo la ciudad podía habercaído tras el compromiso que el viejoAsdrúbal pactó en sus ofrendas con lasdeidades púnicas a las que rogó que lafortaleza nunca fuera tomada ni por tierrani por mar. Mientras los habitantes de laciudad estaban envueltos en esa dis-cusión, el joven general veía cómo seestablecía un enconado debate en el foroentre los partidarios de conceder la coronamural a uno o a otro y cómo aquello podíaderivar en algo más que una disputa.Necesitaba a todos sus hombres y losnecesitaba unidos. El joven Publio selevantó de la silla desde la que asistía a laspropuestas de la infantería y la marina paraconceder aquel excelso reconocimiento.Todos callaron.

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- He escuchado a los tribunos de laslegiones y al almirante de la flota. Dos sonlos hombres propuestos para recibir elmayor reconocimiento por su participaciónen esta victoria: Sexto Digicio por lamarina y Quinto Terebelio por lainfantería. Ambos han sido valientes. Losdos lo han sido, pero la ley dictamina quesólo uno de ellos puede ser acreedor deesta preciada distinción -el general sedetuvo para observar de qué modo eranrecibidas sus palabras. Detectó interés ytensión. Continuó-. Ésa es la ley y así hasido siempre y ésta es mi decisión: los dos,no obstante, tanto Sexto Digicio comoQuin- to Terebelio, se han consagradomerecedores a mis ojos y entiendo que alos ojos de to- dos para recibir la coronamural por la conquista de Cartago Nova.El general se sentó y asistió a los raptos dejúbilo que se extendían por toda la expla-

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nada del foro: tanto legionarios comomarineros estaban exultantes y vitoreabanlos nombres de cada uno de loscondecorados. Marcio y Lelio se acercarona Publio. Fue Lelio el que habló por losdos.- Nunca antes se habían concedido doscoronas; ¿qué pensarán de esto en Roma? -Es una costumbre muy antigua -añadióMarcio.- Muy antigua, sí -dijo el general-, peronunca antes se había conquistado unaciudad en seis días.Con esta frase Publio dio por cerrado elasunto y siguieron atendiendo otras cuesti-ones. La tarde culminó con la rendición yel apresamiento del comandante cartaginésde Cartago Nova, Magón, tras renegociarel plazo de su entrega para asegurarse deque se le respetaría la vida. El general locubrió de cadenas y mandó embarcarlo

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para enviarlo a Roma como muestra de suvictoria junto con otros oficiales púnicos.Un grupo de legionarios trajo consigoentonces ante el general a una hermosísimajoven ibera que había estado presa enmanos de Magón. La muchacha temblaba,presin- tiendo que iba a pasar de unasmanos a otras como una esclava, peroPublio le preguntó por su procedencia.- Vengo de Carpetania, mi señor -dijo lajoven sin alzar la mirada.El joven Publio se acercó hasta ella y lelevantó la barbilla con la mano.- Eres muy hermosa.La muchacha no dijo nada.- Alguien debe de tenerte en especialestima.- Mi padre y mi novio, mi señor, meesperan en Carpetania.Publio volvió a sentarse. La joven esperabaser conducida a alguna habitación donde

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aquel nuevo conquistador culminase lo queel comandante cartaginés estaba a punto dehacer cuando estalló el ataque a la ciudad.- ¿Hay más gente de tu tierra entre losrehenes? -Varios guerreros, mi señor.- Sea entonces -sentenció el general-. Queliberen a esta joven y que la pongan a res-guardo de su gente. Luego que se losescolte al amanecer hasta la frontera de sutierra.La muchacha alzó el rostro con la faziluminada.- Gracias, mi señor.Publio asintió sin concederse importancia.Hizo una señal y los legionarios que custo-diaban a la joven se la llevaron guardandocuidado de no molestarla.- Voy a acostarme -comentó Publio a Lelioy Marcio.Se levantó y se retiró a su estancia: unaamplia sala de aquel palacio en la que

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había un gran ventanal. Hasta él se acercó.Desde allí se veía la vasta llanura más alláde la la- guna. No lo sabía, pero desdeaquel mismo sitio Aníbal exhibió suejército de invasión de Italia al enviado delos galos hacía ya nueve años. Lo que sípensó, al sentarse en el lecho blando y desábanas suaves que le habían preparado,fue que seguramente por allí habría pasadomás de uno de sus enemigos, incluidoAníbal. Ahora estaba agotado. Un esclavole ayudó a quitarse la coraza, las armas,sandalias y a cambiarse de ropa. En unminuto quedó rendido, durmiendo al fincon algo de sosiego desde hacía meses.El amanecer trajo consigo dos noticiasimportantes para Publio: los carpetanoshabían remitido un enviado afirmando que,en agradecimiento por la liberación de unade las hijas de sus jefes, pronto llegaría aCartago Nova un destacamento de jinetes

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de su pu- eblo para entrar al servicio delgeneral romano que la había dejadomarchar. Una vez re- cibido aquelmensajero, llegó otro que se acercó hasta elgeneral y le entregó una tablil- la.Publio abrió la misma y de inmediatoreconoció la letra.- Es de Emilia -dijo mirando a Lelio, que leacompañaba durante el desayuno-. Diceque está embarazada.- ¡Por Castor y Pólux, mis felicitaciones!-exclamó Lelio.Publio no acertó a decir nada más. Sólo lemiraba sonriendo. Quizá esta vez fuera unniño. Quizá fuera un niño.Una vez superado el momento inicial de laemoción por la noticia, el joven generalrecondujo la conversación hacia terrenosmás propios de dos soldados.- ¿Cómo va todo en la ciudad? -le preguntóa Lelio.

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- Todo va perfectamente. Los habitantesestán confusos. No entienden lo que hapasa- do.- ¿Y eso? ¿Por la rapidez en la caída de laciudad, supongo? - No, no es sólo eso-añadió Lelio-. Es que cuando fundaron lafortaleza, se conoce que los cartagineses,Asdrúbal, el que era yerno de Amílcar… -¿Sí…? - Pues que parece que hizo un pactocon sus dioses consistente en que éstosvelarían por que Qart Hadasht, como loscartagineses la llaman, no podría nunca sertomada ni por tierra ni por mar.- ¿Y por qué están confusos los habitantesde la ciudad? - Bueno, porque los dioses noparecen haber cumplido con su pacto; sediscute sobre qué dioses son más fuertes, silos nuestros o las deidades púnicas.- ¿Y tú qué piensas, Lelio? - No sé. Elexperto en religión eres tú.- ¿Quieres saber lo que pienso yo? Lelio

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asintió con vivo interés.- No sé qué dioses son más poderosos.Llevamos ya nueve años de guerra y aúnno está claro de qué lado se decantará lavictoria final. Lo que sí sé es que los diosespúni- cos cumplieron con su palabra conmeticulosidad extrema, pues la ciudad nocayó ni por tierra ni por mar.Lelio le miró confundido.- Cartago Nova -le aclaró Publio- ha sidoconquistada por la laguna que no es ni tier-ra, ni mar. Es cierto que entramos por elistmo y que tú te hiciste al fin con lamuralla que daba al mar, pero ni tú ni yohubiéramos conseguido nuestros objetivossin la con- fusión que las tropas deTerebelio causaron una vez que habíanaccedido al interior de la ciudad. Lalaguna, fue la laguna la que nos abrió elcamino. Asdrúbal debió haber medi- domejor sus palabras al encomendarse a los

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dioses.Lelio le observó con admiración ysorpresa. Aquélla era la única explicaciónque con- cillaba el pacto entre loscartagineses y sus dioses con la realidadque había surgido del ataque dirigido porPublio.- Conocías ese pacto entre los cartaginesesy sus dioses, ¿no es cierto? -preguntó Le-lio.- Hay que conocer bien al enemigo paradescubrir sus puntos débiles.Lelio cabeceó afirmativamente, conlentitud, sopesando la capacidad inquisitivade su joven amigo y general. ¿Adonde losconduciría aquel muchacho con suintuición? 101 La esperanza de Aníbal

Metaponto, 209 a.C.

Tras la caída de Tarento, Aníbal se refugió

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con su ejército en Metaponto. Andaba ca-bizbajo por una amplia estancia de una delas grandes mansiones de la ciudad que sushombres habían confiscado para instalarallí su cuartel general. Maharbal aguardabaen silencio alguna orden de su superior.Era difícil preguntar en aquellosmomentos, así que esperaba con paciencia.Aníbal se sentó en una de las sillas, en elcentro de la estancia, junto a una mesa demadera. Cerró los ojos. Habían perdidoCapua y ahora Tarento. Se había vistoobligado a refugiarse en aquella pequeñaciudad del sur, mientras los senadoresromanos festej- aban sus victorias. Lasnoticias que llegaban de Hispania tambiéneran desalentadoras:Qart Hadasht había caído en manos deaquel nuevo joven general, PublioCornelio, hijo de los Escipiones que fueranabatidos a manos de su hermano apenas

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hacía un par de años.- Supongo que esperas órdenes, ¿no es así,Maharbal? El lugarteniente de Aníbalasintió.- Los dioses parecen haberse olvidado unpoco de nosotros, ¿no crees? -preguntó.- Eso parece, mi general. Aníbal meditóantes de continuar.- Pero no todo está perdido, Maharbal. Notodo -el general no le miraba, sino que ref-lexionaba al tiempo que hablaba con susojos fijos sobre una pared vacía-. Las cosasse nos han torcido. Los romanos creen queya nos tienen, que la victoria está cerca,pero eso no será así. Resistiremos,Maharbal. ¿Buscas una orden, un plan, unaestrategia? És- ta es mi orden: resistir. Perono resistir de forma absurda, no, no nosvamos a inmolar como hicieron lossaguntinos. No. Vamos a resistir en elsentido más auténtico de la pa- labra. Los

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romanos están confiados y ésa es ahoranuestra mejor arma pues, al igual quenosotros, están exhaustos. Han recuperadosus ciudades pero a costa de grandesesfuer- zos e incontables bajas. Lasciudades latinas se han rebelado estemismo año. ¿Entien- des lo que esosignifica? Se han rebelado sus ciudadesmás próximas, las más leales. ¿Y por qué?Porque llevan casi diez años soportandouna guerra que no termina y están har- tas,¿entiendes?, Maharbal, hartas de entregararmas, víveres y, por encima de todo,hombres, miles de hombres que ya noregresan a sus casas. Los campos quedanyermos por la propia guerra o por falta debrazos que los cuiden y siembren ycosechen. Es cier- to que el botín deTarento recuperará sus arcas, pero les serádifícil reunir a más homb- res. Dentro depoco tendrán que empezar a tomar rehenes

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de las ciudades aliadas para asegurarse sulealtad. Tenemos que descabezar suejército. Ya matamos a varios de suscónsules: a Cayo Flaminio en Trasimeno ya Emilio Paulo en Cannae, y hemos heridoa muchos de sus generales. Bien. Ellosresisten, nosotros también. Las cosas novan tan bien como creen: después de tantosmuertos sólo han conseguido recuperarparte del ter- reno perdido, eso es todo.Estamos como al principio, no, mejor:estamos aquí ya, en territorio itálico ypronto llegará mi hermano, Maharbal,pronto llegará Asdrúbal con un ejércitodesde Hispania. Asdrúbal seguirá la mismaruta, por la Galia y, si es necesario, losAlpes. Los galos campan a sus anchas en elnorte. A los romanos no les resulta po-sible mantener tantos frentes abiertosmientras Aníbal siga en el sur. Han tenidoque abandonar sus posiciones en la

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frontera cisalpina, especialmente desde quelos celtas acabaron con el cónsul Postumio,una muerte que nos podemos apuntarindirectamente.Aquél es un territorio abonado para larebelión en masa. Sólo necesitan un líder yése no será otro que mi hermano. Mira,Maharbal, aquí.El jefe de la caballería cartaginesa seacercó a la mesa. Aníbal continuaba susexpli- caciones señalando en un mapa.- Asdrúbal atacará por el norte, junto conlos galos, y nosotros ascenderemos desdeel sur; y por el este, en el Adriático, losmacedonios de Filipo V asediaránApolonia y el protectorado romano enIliria. Tres frentes a un tiempo. Veremoscómo se las ingenian entonces losromanos. Además, Magón y Giscón haránla vida imposible a las tropas ro- manas enHispania.

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Aníbal, que se había levantado para señalarsobre el mapa, volvió a dejarse caer sobrela silla.- Hasta que llegue ese momento-continuó-, tendremos que hacernos fuertesaquí en el sur, en Metaponto y en elBruttium. Y nos distraeremos acabandocon alguno de sus mejores generales.Tenemos que terminar con ClaudioMarcelo y con Fabio Máximo.Son los más respetados y lo idóneo seríaque ninguno de éstos esté con vida paracuan- do Asdrúbal llegue desde Hispania.Si no es posible vencerlos en campoabierto, organi- zaremos emboscadas. Lacaballería nos será de gran utilidad en esasincursiones. Conti- nuaremos aquí, en elsur, Maharbal, acechando y golpeando.Cuando nos busquen, nos refugiaremos,cuando se confíen, atacaremos. Mientrassigamos aquí los ojos de Roma

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permanecerán sobre nosotros sin ver que elpeligro que realmente acecha estágestándo- se en Hispania.- ¿Y ese general romano de Hispania?Aníbal tardó unos segundos en responder.- ¿El joven Escipión? - Sí.El general volvió a meditar unos instantes.- Maharbal, ése es el joven que salvó a supadre en Tesino, ¿verdad? el que nos detu-vo en el río, deshaciendo aquel puente, ¿noes cierto? - Así es.- No hay duda de que es un hombrevaliente. Y orgulloso. Su conquista de QartHa- dasht es admirable. No hay duda deque ha sorprendido a Asdrúbal, pero tienedos prob- lemas. ¿Sabes cuáles? - No, miseñor.- Uno, Asdrúbal ya no se dejará sorprenderde nuevo y, dos, mi hermano, junto con miotro hermano Magón y con el generalGiscón, disponen de setenta y cinco mil

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homb- res en aquella región. Es unadiferencia de tres a uno a su favor. Si yofuera ese general romano, me atrincheraríaen Tarraco y me centraría en conseguirsobrevivir a la cólera de Asdrúbal.Aquí el general dejó de hablar. Estabacansado. Maharbal saludó a su superior yle dejó a solas. Aníbal relajó sus músculosen la silla. Era dura, pero cualquier sitio lepa- recía apropiado para descansar unpoco. No, no había sido un buen año aquél.La caída de Siracusa, Capua y Tarento.Tremendas derrotas. Incalculables pérdidasen el tablero de la estrategia de aquellaguerra. Pero restaban muchas bazas enjuego. Sí, los galos del norte, los refuerzosde Asdrúbal. Con todo esto empezaría lasegunda parte. Estaba can- sado, sí. Y losromanos extenuados. Era una guerra deresistencia y si algo sabía él era vivir en elcombate permanente. Llevaba así desde

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niño, desde que siendo apenas unadolescente, acompañara a su padre através de los Pilares de Hércules paraconquistar Hispania. Los romanos nuncahabían afrontado un conflicto tan largo enel tiempo. La guerra había esquilmado suscampos. Tendrían problemas deabastecimiento. Descon- tento en las callesde su ciudad. Agotamiento. Ansias de paz.Y él seguiría allí, hasta el final. Seencargaría de transformar toda la región enun inmenso erial, basta que los ro- manosno viesen ya diferencia entre su tierra y elreino de los muertos.

102 Los enemigos de Escipión

Cástulo, Hispania, 209 a.C.

Cuando Asdrúbal Barca recibió la noticia

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de que Qart Hadasht había sido tomada porlos romanos dirigidos por un joven generalhijo y sobrino de los Escipiones con losque él mismo había terminado hacíaapenas dos años, no se puso tenso. Elhermano de Aní- bal, sentado en unabutaca cubierta de pieles de oso y ciervo,enarcó la ceja derecha y, sin aspavientos nigritos, dijo:- Que se preparen todos.- ¿Todos, mi general? -quiso asegurarseuno de los oficiales antes de emprender lagi- gantesca tarea de movilizar a todo elejército. Asdrúbal le miró manteniendo laceja en alto.- Todos, oficial, todos: la infanteríaafricana, la caballería númida, los honderosbale- áricos y, sobre todo, los elefantes.Los elefantes.El oficial asintió, al igual que el resto delos presentes, los cuales, tras un escueto sa-

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ludo militar, fueron saliendo de la tiendade su general en jefe. Asdrúbal se quedó aso- las hablando consigo mismo en vozalta.- Ya terminé con tu padre y tu tío, y no eranada personal, pero si te interpones entremi destino y yo, joven vastago de losEscipiones, te aplastaré con mis elefantes yte de- gollaré como a un perro rabioso.El hermano de Aníbal se levantó y estirólos músculos. Era importante ahora que levieran sus hombres pasando por elcampamento con aire de seguridad yconfianza. Em- pezaba una nuevacampaña. El objetivo, Italia; locircunstancial, arrasar a todo el queintentase interferir en su marcha.

Roma, 209 a.C.- ¡Por Júpiter y Hércules y Castor y Póluxy todos los dioses! ¿Es que ni tan siquiera

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van a permitirme esos malditos Escipionesdisfrutar de mi victoria en Tarento?-aullaba un incontenible Fabio Máximoante un temeroso legionario mensajero deaquella infor- mación sobre la toma deCartago Nova por el joven Escipión. Pararematar el desastre, el inexperto legionariohabía osado decir que en el foro no sehablaba ya de otra cosa o, dicho de otramanera, la forma en la que Fabio leía elpresente, su conquista de Tarento habíaquedado nublada por la sorprendente caídade la capital cartaginesa en Hispania y sintraición alguna. Parecía que pese a lasradicales medidas tomadas por Fabio paraacallar los rumores sobre una traición queallanó su camino en la conquista deTarento, las murmuraciones no habíandejado de correr por las calles de Roma. Lafornida figura del legionario que sin dudadebía intimidar a sus contendientes en una

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batalla campal se empequeñecía, noobstante, ante la tumultuosa reacción delanciano cónsul. Catón, testi- go de laescena, sintió lástima de aquel soldadosobre el que un insensible senador des-cargaba toda su furia.- ¡Fuera, fuera de mi vista, mensajero de lamiseria! El legionario partió de la salacomo llevado por el viento huracanado dela ira del cónsul. Máximo y Catón sequedaron solos. El viejo cónsul le miró.Para sorpresa de Catón, de súbito, la fazdel anciano pasó de la ira más absoluta auna malévola mueca que Marco PorcioCatón no sabía bien cómo interpretar.- Parece ser, mi querido Marco -empezóFabio Máximo- que, después de todo, debaen esta ocasión corregir algo mis cálculos:mucho me temo que debamos ayudar unpo- co a los propios cartagineses con esejoven Escipión.

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Catón le miró confundido.- Es sencillo -continuó Máximo-, se tratade emplear ahora una táctica algo mássutil, querido amigo, más sutil, perosiempre, a fin de cuentas, la estrategia máseficiente, si- empre la más eficaz.- ¿En qué estáis pensando? -indagó Catóncon tiento.Fabio Máximo miró furtivamente a amboslados, bajó la voz hasta convertir sus pa-labras en un susurro semejante al últimoestertor de un moribundo asegurándose asíde que sólo Catón pudiera escucharle sinque aquella sentencia pudiera llegar aoídos de es- clavos o sirvientes en lasdependencias contiguas.- En una traición, Marco, estoy pensandoen una traición. Sólo falta por discernirqui- én puede ser nuestro, digámoslo así,puñal en la espalda.- ¿Puñal en la espalda? - No me mires así,

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Marco, es una figura retórica. No hay quetomarse la expresión en su sentido literal.Basta con conseguir que alguno de lostribunos u oficiales de prestigio del jovenEscipión cuestione su estrategia, queaproveche una pequeña derrota para sub-levar a los soldados, que mine suautoridad. Una rebelión de una guarniciónsería sufici- ente causa a los ojos delSenado para terminar con la carrerapolítica y militar de ese Es- cipión parasiempre. En tiempos de guerra un motínque no se sabe atajar es la peor de lasderrotas, peor aún que lo ocurrido enCannae.- Marcio, Marcio Septimio -sugirió Catóncon orgullo-, ése fue el centurión que teníael mando en Hispania tras la marcha deNerón hasta que llegó el Escipión. Unhombre veterano sustituido por unjovenzuelo. Creo que ahí encontraremos

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simiente donde sem- brar la discordia.Fabio Máximo se sentó en una sillaponderando con interés aquella propuesta.Catón se sentía exultante.- Hum… no… -respondió al fin el ancianocónsul-, demasiado evidente; nuestro jovengeneral puede ver venir algo así. No, estaráprevenido con relación a todos sus nu-evos oficiales, no, debemos ir a la yugular,morder allí donde más le duela. Dime,Mar- co, tú que lo sabes todo de esteEscipión, ¿quién es su más fiel servidor, sumás leal ofi- cial? 103 Los encargos deLelio

Cartago Nova, 209 a.C.

Cayo Lelio entró despacio en la gran saladel palacio de la fortaleza recién conquista-da de Qart Hadasht. Caía la tarde y la luztenue iluminaba con debilidad la gran

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estancia en cuyo centro vio la silueta dePublio sentado en una silla frente a unaenorme mesa sobre la que se amontonabanuna multitud de documentos y mapas. Enun extremo, casi al borde mismo, un vasogrande de plata que, con toda seguridad,debía de contener vi- no o quizá algo de

tan apreciado por el general. Leliomulsum,contemplaba a aquel joven y recordó el díaen que le fue presentado como el hijo delcónsul. De aquello ha- cía ya más de nueveaños. Parecían más. En aquel entonces eljoven Publio no era más que un muchacho,inexperto en el campo de batalla. Un niñomimado, recordó Lelio que pensó enaquellos días de aquel frío invierno,acampados junto al río Tesino. Toda aqu-ella larga guerra había sido el mundo en elque aquel joven hijo del cónsul había idomadurando. Hasta aquí. Hasta conseguirconquistar la capital de los cartagineses en

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el corazón de Hispania. Lo imposibleacababa de obtenerse bajo el mando deaquel ya re- cio hombre.Por las amplias ventanas abiertas entraba elfresco de la tarde y las voces de los milesde legionarios festejando con vino ycantos, desde hacía días ya, la victoriasobre los enemigos de la patria. Miles dehombres dispuestos a seguir a aquelgeneral adonde éste decidiese guiarlos.Lelio esperó sin prisa a que Publioadvirtiera su presencia, difumina- da entrelas sombras cada vez más extensas quepoblaban la gran sala. ¿Cómo podía leercon aquella luz tan tenue? Vio entoncescómo Publio se acercaba un documento alrost- ro, buscando más iluminación del sol.El general alzó la mirada buscando hacesde luz, ya apagados y desaparecidos, ycomprendió que la tarde ya era noche. Fuea llamar a un esclavo para que le trajesen

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una lámpara de aceite y poder seguir consu estudio de los magníficos planos que loscarta- gineses habían diseñado de lasdiferentes regiones sobre las que seextendían sus domi- nios en Hispania,cuando se percató de la presencia dealguien entre las sombras. Su pri- merareacción fue de sorpresa y enfado, ¿cómopodía haber entrado alguien sin ser avis-tado por los centinelas? Sin embargo, alinstante reconoció al hombre que, en pie yen silencio, esperaba con paciencia. Publioborró entonces sus pensamientos anterioresy una profusa sonrisa se apoderó de surostro.- Mi buen Lelio, ¿escondido en la noche? -No quería interrumpir.- Tú nunca interrumpes, ya lo sabes.Adelante, adelante. Tenemos un vinoexcelente.Estos cartagineses, hay que reconocerlo,

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sabían vivir bien.- Aunque no sabían luchar igual de bien-apostilló Lelio. -Suerte para nosotros.- Bueno, y ya que estamos reconociendocosas, sin duda el plan que me comentasteen secreto en Tarraco ha funcionado a laperfección.Lelio ya estaba junto a la mesa. Publio dioun par de palmadas y un esclavo entró ip-so jacto.- Vino y un poco de agua para nuestrocomandante de la flota -ordenó Publio-. Ydi- me -retomó la palabra volviéndosehacia Lelio de nuevo-, ¿en qué pensabas,ahí parado, en silencio? - Pensaba en quecuando te conocí eras el hijo del cónsul yque, hasta esta conquista, para muchos aúnseguías siéndolo: el hijo del cónsul deRoma. Hoy ya no es así. Hoy eres ungeneral de Roma, un general que haconquistado Cartago Nova para la patria,

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que ha derrotado a los cartagineses y se haapoderado de su capital en Hispania, unge- neral victorioso cuyo padre, es cierto ymeritorio por supuesto, fue cónsul, peroeso ya no es lo más relevante cuando sehabla de ti. En cómo has cambiado. En esopensaba.Publio se quedó mirándole sin decir nada.La entrada en la sala del esclavo, acompa-ñado de dos jóvenes esclavas con el vino yagua solicitados, hizo que no tuviera queres- ponder.Una vez atendidas las necesidades delinvitado del general que había conquistadoel palacio en el que servían, los esclavosiberos salieron con rapidez, temerosos aúnpor su futuro próximo en manos de unosnuevos amos que se habían hecho con elcontrol de la ciudad.Ambos soldados compartieron el aire deaquella sala respirando su silencio

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aguijone- ado por los gritos de loslegionarios que alegres festejaban suconquista por las calles de la ciudad,bebiendo, cantando, pero sin recurrir alsaqueo o a importunar a los habitan- tes,algo que había quedado expresamenteprohibido por su general en jefe. Y lasórde- nes de un general que conquistabauna ciudad en seis días no eran paratomarse a bro- ma. Los legionarios sedivertían pero sin molestar a la población,más allá, claro está, de hacerles difícildormir durante la noche.- Reconócelo -comentó Publio cambiandode tema-. Pensabas que estaba loco y queno conseguiríamos conquistar la capital delos cartagineses en Hispania.- Lo admito -dijo Lelio- y mucho menos entan poco tiempo.Cayo Lelio fue a mezclar un poco de aguacon el vino pero Publio le advirtió.

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- No, espera; lo he probado sin mezclar; séque es una costumbre bárbara hacerlo así,pero está muy bueno sin nada y también séque a ti te gusta tal cual cuando el vino esbueno.Lelio arqueó las cejas y probó el caldo. Elsabor fuerte del licor sin mezclar con aguaacarició su gaznate y, aunque quemasemuy levemente, en el paladar quedaba ungusto denso, afrutado, dulce, intenso,cordial.- Es bueno -concluyó Lelio.- Y tanto que lo es. Como que viene deMasica, al sur de Roma, del Ager Falernus.Sin duda lo estamos degustando aquí enHispania por gentileza de Aníbal, que loremiti- ría aquí quién sabe cuándo.- Quizá lo trajesen sus hermanos cuandopasaron de Italia a África y de allí a Hispa-nia.- Quizá. El caso es que ahora nos lo

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bebemos nosotros y con eso, aunque sólosea un poco, ponemos las cosas en su sitio.Los dos rieron. Era curiosa la vida y losconfusos designios de los dioses.- Te he mandado llamar, mi querido Lelio,porque tengo varias cosas que pedirte.Lelio se incorporó en su silla y abrió losojos. Escuchaba atento.- Tienes que ir a Roma y allí cumplir unaserie de encargos que me gustaría hacerteahora, ¿puedo contar contigo? - Porsupuesto. Ya sabes que puedes contarconmigo para lo que haga falta; sólo la-mento tener que alejarme del frente debatalla, ahora que las cosas se poníaninteresan- tes, pero si consideras que deboir yo, seguiré tus órdenes, ya lo sabes.- Lo sé, lo sé; por eso debes ir tú y no otro.No confío en nadie tanto como confío en ti.Marcio parece leal, creo que sin duda lo es,pero en su caso, por su mayor conocimi-

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ento de la situación en Hispania es mejorque él permanezca aquí. Además, dondedebes ir he de enviar a alguien de mayorrango -el general guardó aquí unossegundos de silen- cio; bebió algo de vinoy prosiguió-. En cualquier caso, para que tesientas mejor, aguar- daremos tu regresoantes de reemprender cualquier acción. Esote tranquilizará. Debes ir a Roma y hablarcon el Senado: necesitamos refuerzos.Hemos de aprovechar la buena noticia y labuena predisposición que la toma deCartago Nova generará entre los sena-dores para que acepten enviarnos doslegiones más. Es cuanto necesito, Lelio:dos legi- ones más. Explica todo lo queconsideres oportuno. Hemos tomadoCartago Nova, y sin apenas bajas, pero lostres ejércitos cartagineses de Hispaniapermanecen intactos; nos triplican ennúmero. Sin esos refuerzos, tarde o

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temprano, nos arrasarán. Y más pronto quetarde. Ni siquiera podremos contenerlos enel Ebro cuando decidan unir sus fuerzas ylanzarse hacia el norte para alcanzar Italia.Sin esos refuerzos la conquista de CartagoNova no será más que una pequeñaanécdota en esta larga guerra. Lelio asintiócon vehemencia.- Refuerzos -dijo-; dos legiones. Está claro.Así será. Por mi familia y los dioses que…- No, Lelio, no -le interrumpió Publio-, sinjuramentos. No quiero que te comprome-tas a algo que está más allá de tu control.Inténtalo, pero si los senadores fueranobstina- dos en su tacañería, regresa, queno te lo tendré en cuenta. Guárdate sobretodo de las manipulaciones de FabioMáximo y sus intrigas en el Senado. Es aél al que hay que persuadir, si no loconsigues, necesitarás una mayoríaabrumadora del Senado para po- der

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doblegar su oposición. Llenaremos una con monedas de plata y oro,quinquerreme

con trigo y cebada, y te llevarás a variosrehenes cartagineses entre los nobles quehe- mos capturado. Los senadores sólo seablandan ante un buen botín. El dinero ylos prisi- oneros valiosos son aún másefectivos con ellos y sus voluntades quecon los mismísi- mos legionarios. En fin,ésa es tu primera misión. ¿De acuerdo?Lelio asintió sin añadir nada.- Bien; luego tengo unos pequeñosencargos personales. He estado escribiendounas cartas, para mi madre, para LucioEmilio, el hijo de Emilio Paulo y paraLucio, mi her- mano. Quiero que lasentregues personalmente. Además, te daréuna carta, claro, para leer en el Senado.- Entregaré todas esas cartas.- Primero, preferiría que fueses a mi casa yluego a la de Emilio Paulo. Luego al Se-

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nado. -Así lo haré.- Bien, bien; ya casi está todo. Lo quequeda es más un capricho que otra cosa-aquí el joven general dudó antes decontinuar; miró a los ojos de Lelio y sóloencontró lealtad y admiración. Se decidió aproseguir-. Se trata del teatro. Ya sé que noeres hombre de acudir al teatro, pero eneste viaje tuyo a Roma te rogaría que, siPlauto ha estrenado una nueva obra,acudieses a su representación -Publiohablaba despacio, observando la reacciónde su interlocutor. Lelio no parecíaofendido ni molesto-. Tengo curiosidad porver en qué trabaja. En fin, y luego mecomentas cómo era. Es una pequeñaafición. ¿Sa- bes, Lelio? Con frecuencialamento que mi padre no viviese para veralguna de sus ob- ras. Sé que le habríangustado. Pienso entonces en que viéndolasyo es un poco como si las viese él. Ya ves,

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un capricho sentimental. En fin, si puedeshacer algo sobre este te- ma, lo que sea, telo agradeceré.- Si Plauto representa alguna de sus obras,acudiré y haré lo posible por recordar lahistoria para contártela, aunque no creoque yo sea un buen narrador de lo que vea.- Bien, lo sé, lo sé. Lo tuyo es el campo debatalla y no un teatro. En fin, lo que mecuentes siempre será interesante.Un enorme griterío ascendió por lasventanas abiertas desde la parte baja de laci- udad.- ¿Y eso? -preguntó Publio.- Creo que estaban organizando unasluchas entre legionarios de distintaslegiones.Sin armas. A puñetazos. Se juegan asíparte de lo que les toca en el botín. Hayapuestas.Es costumbre, ya lo sabes.

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- Costumbre, sí, es cierto. Bien, que loshombres se diviertan, eso es bueno. Se lohan ganado. Cualquiera pensaría quedeberían haber tenido bastante pelea porunos días, pe- ro se ve que no. Ya secansarán algún día.Publio cerró los ojos. Algún día estaránagotados de combatir. Esta guerra serálarga.Los volvió a abrir y sacudió la cabeza.- En fin, salgamos -comentó el jovengeneral-, y veamos por quién podemosapostar.Publio se levantó y se encaminó hacia lapuerta. Lelio le siguió mientras descendíanuna enorme escalinata que los conduciría auna gran plaza en la que los soldadoshabían organizado los combates cuerpo acuerpo, sin espadas ni dagas, paraentretenerse. Lelio sabía que en el fondohabrían deseado tener una lucha de

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gladiadores con los prisioneros comoluchadores, pero aquello aún estaba pordecidirse y, sin la aprobación del generalen jefe, esas posibles luchas quedaronpostergadas.Al salir Publio al exterior del palacio,acompañado por Lelio y ambos rodeadospor el cuerpo de guardia que, a modo de

de un procónsul, acompañaba allictoresgeneral en todo momento, la muchedumbrede legionarios dejó de prestar atención alas peleas en curso, que se detuvieron en elacto, y se volvieron para saludar a suvictorioso general.Publio asintió con la cabeza agradeciendoel reconocimiento de sus hombres. Marciose acercó al general.- ¡Los hombres están satisfechos con estaconquista, mi general! -comentó elveterano tribuno-, ¡tengo la sensación deque, después de esto, estas tropas os

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seguirán hasta el mismísimo infierno!Marcio tuvo que vociferar para hacerse oírpor encima de los gritos de los legionari-os. Y éstos, al escuchar sus palabras, nodudaron en repetirlas como si de unapromesa sagrada se tratara.- ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!¡Hasta el infierno! Publio CornelioEscipión no dijo nada. Se limitó a sonreíren señal de apreciación y orgullo. TantoMarcio como Lelio se volvieron parasaludar, uno a cada lado del joven generalen jefe, a los soldados que aclamaban alconquistador de Cartago Nova. De estaforma no vieron el ceño de presagiossombríos que, aunque sólo visible por unbreve in- stante, se dibujó sobre la faz desu general. Los pensamientos de Publio senublaron ante las palabras de Marcio queaquellos soldados se empeñaban en repetiruna y mil veces acompañando aquella

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puesta rojo sangre del sol con unensordecedor tumulto de voces ansiosaspor seguir a su líder allí donde éstedictaminase, ajenos, desconocedores delauténtico significado de aquel voto.¿Estarían los dioses escuchando? Publio seesforzó en mantener su sonrisa. No queríaque se notase su preocupación, pero,aunque feliz en apariencia, su mente seretorcía entre los complejos vericuetos desus planes para derro- tar al enemigo deforma completa. Y por muchas vueltas quehabía dado a todas las po- sibilidades,todos los caminos, todas las alternativasconducían siempre a un único pun- to.Marcio era inconsciente de lo premonitoriode sus palabras, igual que lo eran todosaquellos legionarios, comprometiendo susvidas a viva voz, haciendo resonar sus pilacontra los escudos, aumentando así laestridencia del griterío, como si quisieran

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desper- tar a los dioses y que éstos, enefecto, tomasen nota de su promesalanzada al cielo abi- erto de aquel lánguidoatardecer de verano.Publio se preguntaba qué le diferenciabade todos aquellos valientes, de QuintoTere- belio, de Marcio, del propio CayoLelio. ¿Por qué aquellos hombres estabanbajo su mando y no al revés? Y se diocuenta de que había una razón que loexplicaba todo. En medio del fragor deaquel griterío ciego de sus soldados yoficiales, el joven Publio comprendió connitidez la razón de su mando.- ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!¡Hasta el infierno! Sólo él, Publio, de entretodos ellos, sabía que hasta allí mismo,hasta ese lugar, tend- ría él, como generalen jefe, que llevar a sus tropas, más allá dellímite de sus fuerzas, cruzando la fronterade su capacidad, pasado el extremo de su

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resistencia. Lo intuía y lo había soñado envarias ocasiones. No sabía qué era primero,si la intuición y por eso los sueños, o si setrataba, una vez más, de aquellos sueñosextraños que de cuando en cu- ando leasaltaban como si quisieran avisarle dealgo, como cuando soñó con una laguna yuna ciudad inexpugnable la noche que seemborrachó por primera vez con su tíoCneo. Luego, todo se había cumplido yaquella fortaleza, rodeada por un lago y elmar, era ahora suya. Sin embargo, el nuevosueño no era sólo misterioso, sino terrible:dece- nas de elefantes cargaban contra suejército, los legionarios temblaban depánico y las bestias bramaban levantandoen su avance una enorme nube de arena deldesierto que los rodeaba. Parecía quehubieran llegado al fin del mundo y quelucharan en la más te- mible de las batallas,pero antes de discernir el desenlace de la

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misma el canto de un gallo desvaneció lasimágenes. Sin embargo, aquel sueño que élsentía como clarividen- te e incisivo en surigor le atenazaba por dentro, pues allítendría, más tarde o más temp- rano, queconducirlos a todos: hasta el mismísimoinfierno.

APÉNDICES I Glosario

«Ahora» en latín. Expresiónagone:utilizada por el ordenante de un sacrificiopara indicar a los oficiantes queemprendieran los ritos de sacrificio.

«Anfitrión», personaje de unaAmphitruo:de las obras del teatro clásico latino que,además de dar nombre a una tragicomedia,a partir del siglo XVII pasará a significar lapersona que recibe y acoge a visitantes ensu casa.

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Una de las colinasArx Hasdrubalis:principales de la antigua Qart Hadasht paralos cartagineses, ciudad rebautizada comoCartago Nova por los romanos.

Moneda de curso legal a finales delas:siglo III en el Mediterráneo occidental. El

se empleaba para pagar a lasas gravelegiones romanas y equivalía a doce onzasy era de forma redonda según las monedasde la Magna Grecia. Durante la segundaguerra púni- ca comenzó a acuñarse en oroademás de en bronce.

Primera comedia de Tito MacioAsinaria:Plauto que versa sobre cómo el dinero dela venta de unos asnos es utilizado paracostear los amoríos del joven hijo de unviejo marido infiel. Los historiadoressitúan su estreno entre el 212 y el 207 a.C.En esta no- vela su estreno se ha ubicadoen el 212 a.C. Aunque es una obra muydivertida, su re- percusión en la literatura

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posterior ha sido más bien escasa. Destacala recreación que Lemercier (1777-1840)hizo de la misma en la que incorporaba alpropio Plauto como personaje. Algunoshan querido ver en la descripción de la

de esta obra la prece- dente dellenapersonaje de la alcahueta de La Celestina.

Nombre que recibía la tintaattramentum:de color negro en la época de Plauto.

El esclavo de mayor rango yatriense:confianza en una romana. Actuabadomusco- mo capataz supervisando lasactividades del resto de los esclavos ygozaba de gran auto- nomía en su trabajo.

Sacerdote romano encargado de laaugur:toma de los auspicios.

familiar.auspex: Augur Dios supremo en la tradiciónBaal:

púnico-fenicia. El dios Baal o BaalHammón («señor de los altares deincienso») estaba rodeado de un halo

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maligno de forma que los griegos loidentificaron con Cronos, el dios quedevora a sus hijos, y los romanos conSaturno. Aníbal, etimológicamente, es el«favorecido» o el «favorito de Baal» yAsdrú- bal, «mi ayuda es Baal».

Amuleto que comúnmente llevabanbulla:los niños pequeños en Roma. Tenía la fun-ción de alejar a los malos espíritus.

Expresión latina que significacarpe diem:«goza del día presente», «disfruta de lopresente», tomada del poema Odae se

(1, 11,8) del poeta Q. HoratiusCarminaFlaccus.Luego, una copla popularizó su sentido:Goza del sol mientras dure; Siempre no hade ser verano; Aprovecha la ocasión Que latienes en la mano. Un cascocassis:coronado con un penacho adornado deplumas púrpuras o negras.

Junto con su hermano Pólux, unoCastor:

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de los Dioscuros griegos asimilados por lareligión romana. Su templo, el de losCastores, o de Castor y Pólux, servía dearchivo a la orden de los oequitescaballeros romanos. El nombre de ambosdioses era usado con frecuencia a modo deinterjección en la época de Africanus, elhijo del cónsul.

Tercer elemento de un nombrecognomen:romano que indicaba la familia específica ala que una persona pertenecía. Así, porejemplo, el protagonista de esta novela, de

Publio, pertenecía a la o tribuno- men gensCornelia y, dentro de las diferentes ramas ofa- milias de esta tribu, pertenecía a larama de los Escipiones. Se considera quecon frecu- encia los deben sucognomenorigen a alguna característica o anécdotade algún familiar destacado.

La centuria era unacomitia centuriata:unidad militar de cien hombres,

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especialmen- te durante la época imperial,aunque el número de este regimiento fueoscilando a lo lar- go de la historia deRoma. Ahora bien, en su origen era unaunidad de voto que hacía re- ferencia a unnúmero determinado asignado a cada clasedel pueblo romano y que se empleaba enlos o comicioscomitia centuriatacenturiados, donde se elegían diversoscargos representativos del Estado en laépoca de la República.

Sandalia con una gran plataformacoturno:utilizada en las representaciones del teatroclásico latino para que la calzaran aquellosactores que representaban a deidades, haci-endo que éstos quedasen en el escenariopor encima del resto de los personajes.

Navio militar de cuatrocuatrirreme:hileras de remos. Variante de la trirreme.

Persona encargada de cortar elcultarius:cuello de un animal durante el sacrificio.

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Normalmente se trataba de un esclavo o unsirviente.

Nombre que recibía lacursus honorum:carrera política en Roma. Un ciudadanopo- día ir ascendiendo en su posiciónpolítica accediendo a diferentes cargos degénero polí- tico y militar, desde unaedilidad en la ciudad de Roma, hasta loscargos de cuestor, pre- tor, censor,procónsul, cónsul o, en momentosexcepcionales, dictador. Estos cargos eranelectos, aunque el grado de transparenciade las elecciones fue evolucionando de-pendiendo de las turbulencias sociales a lasque se vio sometida la República romana.

Diosa celta de los infiernos, lasDagda:aguas y la noche.

Desfile realizado en diferentesdeductio:actos de la vida civil romana. Podíallevarse a cabo para honrar a un muerto,siendo entonces de carácter funerario, o

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bien para feste- jar a una joven pareja derecién casados, siendo en esta ocasión decarácter festivo.

«Traslado al foro.» Sedeductio inforum:trata de la ceremonia durante la que elpater

conducía a su hijo hasta el foro defamiliasla ciudad para introducirlo en sociedad.Co- mo acto culminante de la ceremonia seinscribía al adolescente en la tribu que lecorres- pondiera, de modo que quedaba yacomo oficialmente apto para el serviciomilitar.

Casa romana independiente quedomus:normalmente constaba de un vestíbulo oac- ceso de entrada, un atrio con un

en el centro, y habitacionesimpluviumalrededor con un o despacho altabliniumfondo que en las casas patricias podía daracceso a un peristilo porticado con jardín.

Máquina lanzadora de piedrasescorpión:diseñada para ser usada en los grandes ase-

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dios. Expresión latina que significa «yet cetera:

otras cosas», «y lo restante», «y lo de-más».

Arma que arrojaba jabalinas afalárica:enorme distancia. En ocasiones estasjabali- nas podían estar untadas con pez uotros materiales inflamables y prender alser lanza- das. Fue utilizada por lossaguntinos como arma defensiva en suresistencia durante el asedio al que lossometió Aníbal.

Pequeñas tiras de cuero que los februa: utilizaban para tocar con ellas a lasluperci

jóvenes romanas en la creencia de quedicho rito promovía la fertilidad.

Expresión empleada por losfeliciter:asistentes a una boda para felicitar a loscontra- yentes.

Los sacerdotes másflamines maiores:importantes de la antigua Roma.

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eran sacerdotes consagrados aLos/laminesvelar por el culto a una divinidad. Los flamines maioresse consagraban a velar por el culto a lastres divinidades superiores, es decir, aJúpiter, Marte y Quirino.

Expresión latina quefauete linguis:significa «contened vuestras lenguas». Seutiliza- ba para reclamar silencio en elmomento clave de un sacrificio justo antesde matar al animal seleccionado. Elsilencio era preciso para evitar que labestia se pusiera nerviosa.

Espada de doble filo de origengladio:ibérico que en el período de la segundaguerra púnica fue adoptada por las legionesromanas.

La primera línea de las legioneshastati:durante la época de la segunda guerra púni-ca. Si bien su nombre indica que llevabanlargas lanzas en otros tiempos, esto ya no

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era así a finales del siglo III a.C. En sulugar, los al igual que los hastati, príncipesen la se- gunda fila, iban armados con dos

o lanzas más con un mango de maderapilade 1,4metros de longitud, culminada en unacabeza de hierro de extensión similar almango.Además, llevaban una espada, un escudorectangular, denominado coraza,parma,espi- nillera y yelmo, normalmente debronce.

Es el equivalente al HeraclesHércules:griego, hijo ilegítimo de Zeus concebido ensu relación, bajo engaños, con la reinaAlcmena. Por asimilación, Hércules era elhijo de Júpiter y Alcmena. Plauto recrealos acontecimientos que rodearon suconcepción en su tragicomedia Amphitruo.

Mezcla de comedia yHilarotragedia:tragedia, promovida por Rintón y otros

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autores en Sicilia. El dios romano de losHymenaneus:

enlaces matrimoniales. Su nombre erausado co- mo exclamación de felicitación alos novios que acababan de contraermatrimonio.

Expresión latina que significain extremis:«en el último momento». En algunos con-textos puede equivaler a in articulo mortis,aunque no en esta novela.

Edificios de apartamentos. Eninsulae:tiempo imperial alcanzaron los seis o sietepi- sos de altura. Su edificación, confrecuencia sin control alguno, daba lugar aconstrucci- ones de poca calidad quepodían o bien derrumbarse o incendiarsecon facilidad, con los consiguientesgrandes desastres urbanos.

Retratos de losimagines maiorum:antepasados de una familia. Las imagines

eran paseadas en el desfile o mai- orum

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que tenía lugar en los ritosdeductiofunerarios de un familiar.

Conjunto de pertrechosimpedimenta:militares que los legionarios transportabancon- sigo durante una marcha.

En sus orígenes era laimperium:plasmación de la proyección del poderdivino de Júpiter en aquellos que,investidos como cónsules, de hechoejercían el poder político y militar de laRepública durante su mandato. El

conllevaba el mando de un ej-imperiumército consular compuesto de dos legionescompletas más sus tropas auxiliares.

Pequeña piscina o estanqueimpluvium:que, en el centro del atrio, recogía el aguade la lluvia que después podía ser utilizadacon fines domésticos.

Expresión latina que significaipso jacto:«en el mismo momento», «inmediatamen-te».

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El dios supremo,Júpiter Óptimo Máximo:asimilado al dios griego Zeus. Su flamen,el Diales, era el sacerdote más importantedel colegio. En su origen Júpiter era latinoan- tes que romano, pero tras suincorporación a Roma protegía la ciudad ygarantizaba el por ello el triunfoimperium,era siempre en su honor.

El primer día de cada mes. Sekalendae:correspondía con la luna nueva.

Los dioses que velan por el hogarLares:familiar. Discurso repleto de ala-laudatio:banzas en honor de un difunto o un héroe.

Las tropas quelegiones urbanae:permanecían en Roma acantonadas comosalvagu- arda de la ciudad. Actuaban comomilicia de seguridad y como tropasmilitares en caso de asedio o guerra.

Meretriz, dueña o gestora de unlena:prostíbulo.

Proxeneta o propietario de unlenón:

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prostíbulo. Festividad en honor del diosLiberalia:

Liber, que se aprovechaba para lacelebración del rito de paso de la infancia ala adolescencia y durante el que se imponíala por primera vez a lostoga viri- lismuchachos romanos. Se celebraba cada 17de marzo.

Legionario que servía en el ejércitolictor:consular romano prestando el servicio es-pecial de escolta del jefe supremo de lalegión: el cónsul. Un cónsul tenía derechoa es- tar escoltado por doce y unlictores,dictador, por veinticuatro.

Fiestas en honor de los Lemuria: lémures,espíritus de los difuntos. Se celebraban losdías 9,11 y 13 de mayo.

Dios principal de los celtas. Tal es suLug:importancia, que dio nombre a la ciudad deLugdunum, la actual Lyon. Aparece bajodistintos aspectos: como el dios-ciervo Ce-

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runnos, como el dios Taranis de latempestad o como el luminoso Beleños.

Festividades con el dobleLupercalia:objetivo de proteger el territorio ypromover la fecundidad. Los lupercirecorrían las calles con sus parafebrua«azotar» con ellas a las jóvenes romanas enla creencia de que con ese rito sefavorecería la fertilidad.

Personas pertenecientes a unaluperci:cofradía especial religiosa encargada deuna serie de rituales encaminados apromover la fertilidad en la antigua Roma.

Las almas o espíritus de los queManes:han fallecido.

Dios de la guerra y los sembrados.Marte:A él se consagraban las legiones en marzo,cuando se preparaban para una nuevacampaña. Normalmente se le sacrificaba uncarne- ro.

Comedia de Plauto basada en unMercator:

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original griego de Filemón, poeta de Sira-cusa (361-263 a.C). La mayoría de loshistoriadores la consideran la segunda obrade Plauto tras la aunque, como esAsinaria,habitual, la datación de la misma oscila,conc- retamente entre 212 y 206. En estanovela se la ha situado en el 211. Paramuchos críti- cos es una obra inferior en laproducción plautina con una acción lenta yde menor co- micidad que otras de susobras más famosas. Se considera que, eneste caso, Plauto se limitó a traducirla sinincorporar sus geniales aportaciones, comoharía en otros muchos casos.

De los tres quemedius lectus: triclinianormalmente conformaban la estanciadedica- da a la cena, el que ocupaba laposición central.

Moneda de curso legal a finales delmina:siglo III a.C. en Roma.

Una salsa especial empleadamola salsa:

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en diversos rituales religiosos elaboradapor las vestales mediante la combinaciónde harina y sal.

Bebida muy común y apreciadamulsum:entre los romanos elaborada al mezclar elvino con miel.

Fortificación amuralladamuralla Servia:levantada por los romanos en los inicios dela República para protegerse de los ataquesde las ciudades latinas con las quecompetía por conseguir la hegemonía en elLacio. Estas murallas protegieron durantesiglos la ci- udad hasta que decenas degeneraciones después, en el imperio, selevantó la gran mu- ralla Aureliana. Unresto de la es aún visiblemuralla Serviajunto a la estación de ferro- carril Terminien Roma.

En sus orígenes dios del aguaNeptuno:dulce. Luego, por asimilación con el diosgri- ego Poseidón, será también el dios de

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las aguas saladas del mar. Selecto grupo de la aristocracianobilitas:

romana republicana compuesto por todosaquellos que en algún momento de su

habían alcanzado elcursus honorumpuesto de cónsul, es decir, la máximamagistratura del Estado.

Unnodus Herculis o nodus Herculaneus:nudo con el que se ataba la túnica de la no-via en una boda romana y que representabael carácter indisoluble del matrimonio.Sólo el marido podía deshacer ese nudo enel lecho de bodas.

El séptimo día en el calendariononae:romano de los meses de marzo, mayo, julioy octubre, y el quinto día del resto de losmeses.

También conocido como nomen: nomen o indica la gentile nomen gentilicium, gens

o tribu a la que una persona estaba adscrita.El protagonista de esta novela pertenecía a

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la tribu Cornelia, de ahí que su seanomenCornelio.

Rituales en honor de losParentalia:difuntos que se celebraban entre el 13 y 21de febrero.

El cabeza de familia tantopater familias:en las celebraciones religiosas como a to-dos los efectos jurídicos.

Las deidades que velan por elPenates:hogar.

Copiado de losperistilium,peristylium:griegos. Se trataba de un amplio patioportica- do, abierto y rodeado dehabitaciones. Era habitual que los romanosaprovecharan estos espacios para crearsuntuosos jardines con flores y plantasexóticas.

Singular y plural del armapilum, pila:propia de los y Sehastati príncipes.componía de una larga asta de madera dehasta metro y medio que culminaba en un

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hierro de simi- lar longitud. En tiempos delhistoriador Polibio y, probablemente, en laépoca de esta novela, el hierro estabaincrustado en la madera hasta la mitad desu longitud mediante fuertes remaches.Posteriormente, evolucionaría paraterminar sustituyendo uno de los remachespor una clavija que se partía cuando elarma era clavada en el escudo enemi- go,dejando que el mango de madera quedaracolgando del hierro ensartado en el escudotrabando al enemigo que, con frecuencia,se veía obligado a desprenderse de su armadefensiva. En la época de César el mismoefecto se conseguía de forma distintamedian- te una punta de hierro queresultaba imposible de extraer del escudo.El peso oscilaba entre 0,7 y 1,2áúpilumkilos y podía ser lanzado por loslegionarios a una media de ve- inticincometros de distancia, aunque los más

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expertos podían arrojar esta lanza hasta acuarenta metros. En su caída, podíaatravesar hasta tres centímetros de maderao, inclu- so, una placa de metal. Pólux:Junto con su hermano Castor, uno de losDioscuros gri- egos asimilados por lareligión romana. Su templo, el de losCastores, o de Castor y Pó- lux, servía dearchivo a la orden de los oequitescaballeros romanos. El nombre de am- bosdioses era usado con frecuencia a modo deinterjección en la época de Africanus, elhijo del cónsul.

Sirviente que, durante un sacrificio,popa:recibe la orden de ejecutar al animal, nor-malmente mediante un golpe mortal en lacabeza de la bestia sacrificada.

«Prefectos de lospraefecti sociorum:aliados», es decir, los oficiales al mando delas tropas auxiliares que acompañaban alas legiones. Eran nombrados directamente

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por el cónsul. Los aliados de origenitaliano eran los únicos que obtenían elderecho de ser considerados durantesociila República.

Nombre particular de unapraenomen:persona, que luego era completado con su

o denominación de su tribu y su no- men nombre de su familia. En elcognomen o

caso del protagonista de El hijo del cónsulel es Publio. A la vista de lapraenomengran variedad de nombres que hoy díadisponemos para nombrarnos essorprendente la escasa vari- edad que elsistema romano proporcionaba: sólo habíaun pequeño grupo de entrepraenome- neslos que elegir. A la escasez de variedad,hay que sumar que cada o tribu solíagensrecurrir a pequeños grupos de nombres,siendo muy frecuente que miembros deuna misma familia compartieran el mismo

y generandopraenomen, nomen cognomen,

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así, en ocasiones, confusiones parahistoriadores o lectores de obras como estanovela.En se haAfricanus, el hijo del cónsulintentado mitigar este problema y suconfusión in- cluyendo un árbolgenealógico de la familia de PublioCornelio Escipión y haciendo re- ferencia asus protagonistas como Publio padre oPublio hijo, según correspondiera. Y esque, por ejemplo, en el caso de losEscipiones, éstos, normalmente, sólorecurrían a tres Cneo, Luciopraenomenes:y Publio.

Comida del mediodía, entre elprandium:desayuno y la cena. suele inc-Elprandiumluir carne fría, pan, verdura fresca o fruta,con frecuencia acompañado de vino. Sueleser frugal, al igual que el desayuno, ya quela cena es normalmente la comida más im-portante.

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Legionarios que entraban enpríncipes:combate en segundo lugar, tras los hastati.Llevaban armamento similar a los hastati,destacando como arma más impor-elpilumtante. Aunque etimológicamente sunombre indica que actuaban en primerlugar, esta función fue asignada a los

en el período de la segunda guerrahastatipúnica.

Mujer que actuaba como madrinaprónuba:de una boda romana. En el momento cla-ve de la celebración la unía lasprónubamanos derechas de los novios en lo que seco- nocía como dextrarum iunctio.

Nombre cartaginés de laQart Hadasht:ciudad capital de su imperio en Hispania,de- nominada Cartago Nova por losromanos y conocida hoy día comoCartagena.

Navio militar con cincoquinquerreme:hileras de remos. Variante de la trirreme.

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Expresión latina que significaquo vadis:«¿dónde vas?».

Tremendas fiestas donde elSaturnalia:desenfreno estaba a la orden del día. Seceleb- raban del 17 al 23 de diciembre enhonor del dios Saturno, el dios de lassemillas enter- radas en la tierra.

Hojas sueltas de papiro utilizadasschedae:para escribir. Una vez escritas, se podíanpegar para formar un rollo.

«Bastón» en latín, palabra de la quescipio:la familia de los Escipiones toma su nom-bre.

Expresión latina que significa «elstatus:estado o condición de una cosa». Puede re-ferirse tanto al estado de una persona enuna profesión como a su posición en elcontex- to social.

Expresión latina que significastatu quo:«en el estado o situación actual».

Pequeño estilete empleado parastilo:

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escribir o bien sobre tablillas de ceragrabando las letras o bien sobre papiroutilizando tinta negra o de color.

Habitación situada en la paredtablinium:del atrio en el lado opuesto a la entradaprincipal de la Esta estancia estabadomus.destinada al haciendo laspater familias,ve- ces de despacho particular del dueño dela casa.

Tablas o capítulostabulae nuptiales:nupciales que eran firmados por lostestigos al final de una boda romana paradar fe del acontecimiento.

Diosa púnicafenicia de la fertilidad,Tanit:origen de toda la vida, cuyo culto era coin-cidente con el de la diosa madre veneradaen tantas culturas del Mediterráneoocciden- tal. Los griegos la asimilaroncomo Hera y los romanos como Juno.

Pequeña tablilla en la que setessera:inscribían signos relacionados con los

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cuatro turnos de guardia nocturna en uncampamento romano. Los centinelasdebían hacer ent- rega de la quetesserahabían recibido a las patrullas de guardia,que comprobaban los puestos de vigilanciadurante la noche. Si un centinela noentregaba su por ausentarse de sutesserapuesto de guardia para dormir o cualquierotra actividad, era condena- do a muerte.

Toga blanca ribeteada contogapraetexta:color rojo que se entregaba al niño duranteuna ceremonia de tipo festivo en la que sedistribuían todo tipo de pasteles ymonedas.Esta era la primera toga que el niño llevabay la que sería su vestimenta oficial hasta suentrada en la adolescencia, cuando le erasustituida por la toga virilis.

Toga que sustituía a la toga virilis: toga de la infancia. Esta nueva toga lepraetexta

era entregada al joven durante la Liberalia,

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festividad que se aprovechaba paraintrodu- cir a los nuevos adolescentes en elxmundo adulto y que culminaba con la deductio info-rum.

El cuerpo de legionarios mástriari:expertos en la legión. Entraban en combateen úl- timo lugar, reemplazando a lainfantería ligera y a los hastati y príncipes.Iban armados con un escudo rectangular,espada y, en lugar de lanzas cortas, conuna pica alargada con la que embestían alenemigo.

Singular y plural detriclinium, triclinia:los divanes sobre los que los romanos sere- costaban para comer, especialmente,durante la cena. Lo frecuente es quehubiera tres, pero podían añadirse más encaso de que esto fuera necesario ante lapresencia de invi- tados.

Barco de uso militar del tipotrirreme:

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galera. Su nombre romano hacetrirremerefe- rencia a las tres hileras de remos que,a cada lado del buque, impulsaban la nave.Este ti- po de navio se usaba desde el sigloVII a.C. en la guerra naval del mundoantiguo. Hay quienes consideran que losegipcios fueron sus inventores, aunque loshistoriadores ven en las corintias sutrierasantecesor más probable. De formaespecífica, Tucídides atri- buye aAminocles la invención de la Lostrirreme.ejércitos de la antigüedad se dotaron deestos navios como base de sus flotas,aunque a éstos les añadieron barcos demayor tamaño sumando más hileras deremos, apareciendo así las decuatrirremes,cuatro hile- ras o las dequinquerremes,cinco. Se llegaron a construir naves de seishileras de remos o de diez, como las queactuaron de buques insignia en la batallanaval de Accio entre Octavio y Marco

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Antonio. Calígeno nos describe unauténtico monstruo marino de cu- arentahileras construido bajo el reinado dePtolomeo IV Filopátor (221-203 a.C), con-temporáneo de la época de Africanus, el

aunque, caso de ser ciertahijo del cónsul,la existencia de semejante buque, éste seríamás un juguete real que un navio prácticopara desenvolverse en una batalla naval.

Túnica de lana blanca con latúnica recta:que la novia acudía a la celebración de suenlace matrimonial.

Singular y plural delturma, turmae:término que describe un pequeñodestacamento de caballería compuesto portres de diez jinetes cada una.decurias

Expresiónubi tu Gaius, ego Gaia:empleada durante la celebración de unaboda ro- mana. Significa «donde tú Gayo,yo Gaya», locución originada a partir delos nombres prototípicos romanos de Gaius

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(Cayo) y Gaia (Caya) que se adoptabancomo represen- tativos de cualquierpersona.

Infantería ligera de apoyo a lasvélites:fuerzas regulares de la legión. Ibanarmados con espada y un escudo redondomás pequeño que el del resto de loslegionarios. Solían entrar en combate enprimer lugar. Sustituyeron a un cuerpoanterior de funciones simi- laresdenominado Esta sustitución tuvoleves.lugar en torno al 211 a.C. En esta novelahemos empleado de forma sistemática eltérmino para referirnos a las fuerzasvélitesde infantería ligera romana.

Sacerdotisa perteneciente al colegiovestal:de las vestales dedicadas al culto de la di-osa Vesta. En un principio sólo habíacuatro, aunque posteriormente se amplió elnúme- ro de vestales a seis y, finalmente, asiete. Se las escogía cuando tenían entre

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seis y diez años de familias cuyos padresestuvieran vivos. El período de sacerdocioera de treinta años. Al finalizar, las vestaleseran libres para contraer matrimonio si asílo deseaban.Sin embargo, durante su sacerdocio debíanpermanecer castas y velar por el fuego sag-rado de la ciudad. Si faltaban a sus votos,eran condenadas sin remisión a serenterradas vivas. Si, por el contrario,mantenían sus votos, gozaban de granprestigio social hasta el punto de quepodían salvar a cualquier persona que, unavez condenada, fuera llevada para suejecución. Vivían en una gran mansiónpróxima al templo de Vesta. Tambiénestaban encargadas de elaborar la mola

ungüento sagrado utilizado ensalsa,muchos sacrificios.

Durante un sacrificio, era lavictimarius:persona encargada de encender el fuego,

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suj- etar a la víctima y preparar todo elinstrumental necesario para llevar atérmino el acto sagrado.

Una victoria conseguidavictoriapírrica:por el Rey del Épiro en sus campañascontra los romanos en la península itálicaen sus enfrentamientos durante el siglo III.a.C. El rey de origen griego cosechó variasde estas victorias que, no obstante, fueronmuy es- casas en cuanto a resultadosprácticos ya que, al final, los romanos serehicieron hasta obligarle a retirarse. Deaquí se extrajo la expresión que hoy día seemplea para indicar que se ha conseguidouna victoria por la mínima, en deportes, oun logro cuyos benefi- cios serán escasos.

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