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AL INFINITOCUENTOS de CARRETERAS

Elba Rojas Camus

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontificia Universidad Católica de Valparaíso

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© Elba Rojas Camus, 2012Registro de Propiedad Intelectual Nº 216.364ISBN: 978-956-17-0523-4

Tirada: 200 ejemplaresDerechos Reservados

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontificia Universidad Católica de ValparaísoCalle 12 de Febrero 187, ValparaísoTeléfono (32) 227 3087 - Fax (32) 227 3429Correo electrónico: [email protected]

Ilustración de portada: Felipe Díaz Huarnez

Impresión Libra, Valparaíso

HECHO EN CHILE

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CONTENIDO

ATRAPADO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

CAMINANDO HACIA LOS PORTONES 17

EL PEGASO NOCTURNO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

INGRATITUD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

AMIGOS 35

DESDE AFUERA 41

AHUYENTANDO FANTASMAS 45

LA SALIDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

REFLEXICUENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

EN LA NOCHE DE LAS CARRETERAS . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

BAJO LA PIEL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

OTRA MIRADA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

CHARLIE SER . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

A LA SEÑORITA PAZ, “DESDE EL ALMA” . . . . . . . . . . . . . . . 95

YA NO TIENE IMPORTANCIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

PROVEEDOR DE SUEÑOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103

REGRESO DE VACACIONES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

VIAJANDO CON WILLY . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

LA OTRA VIDA DE LA MECHE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

¡LA CASA NO SE VENDE! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

DEMASIADO PARA UN MISMO DÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

EL REVERSO DEL TIEMPO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

MARIONETAS 147

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A Hernán Osvaldo

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LOS ÁRBOLES(1904-05)

En verdad somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia apoyados sólo en la superficie, y facti-bles de ser desplazados con un pequeño empujón. No, es imposible, estamos firmemente unidos a la tierra. Pero cuidado, también esto es pura apariencia.

Franz Kafka, Obras Completas, T. 2

LA VENTANA A LA CALLE(1906-09)

Quien vive solo, y sin embargo desea de vez en cuando vincularse a algo; quien, considerando los medios del día, del tiempo, del estado de sus negocios y demás, anhela de pronto ver un brazo al cual pudiese afe-rrarse, no está en condiciones de vivir mucho tiempo sin una ventana a la calle. Y si le place no desear nada, y sólo se acerca a la ventana como un hombre cansado cuya mirada oscila entre el público y el cielo, y no quiere mirar hacia fuera, y ha echado la cabeza un poco hacia atrás, sin embargo, a pesar de todo esto, los caballos de abajo terminarán por arrastrarlo en su caravana de coches y su tumulto, conduciéndolo finalmente a la armonía humana.

Franz Kafka, Obras Completas, T. 2

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ATRAPADO

Incómodo, se mueve intentando salir de un letargo que lo inmoviliza: está en posición fetal. Recuerda, como algo muy dis-tante, que vio todo perdido y −no sabe cómo− se trasladó a la última ciudad del mundo. Eludía un peligro; nada más llega a su mente en nebulosa. Ahora un silencio oscurecido y exorbitante lo envuelve. Aguza el oído. Abre bien los ojos, al tiempo que extiende los brazos, palpando su cuerpo, en especial las piernas, porque no las siente. A su alrededor toca bordes filosos. De pronto, un ruido extraño, como hojas de papel crujiente, rasga el aire cortando aquel silencio y le zumban los oídos. Quieto, trata de captar la amplitud del lugar y deducir dónde está para protegerse. Se ende-reza, y al hacerlo se golpea en la cabeza contra paredes sólidas. Algo tibio comienza a deslizarse por su cara. Luego nada siente ni oye. Encogido, tantea hacia adelante y atrás: es largo el espacio, pero a los lados, angosto. En tanto, su vista se acostumbra a la oscuridad y logra avanzar, limitado, hasta una débil claridad que entra poco más allá, casi a ras del suelo. Detenido ahí, en cuatro pies, intenta examinar su alrededor: parece ser una cueva o un socavón. Al oír, de nuevo el crujido inexplicable, se deja caer en el suelo áspero, pretendiendo al mismo tiempo mirar afuera. Logra ver una lluvia intermitente que brilla, semivelada por una nube espesa, suspendida. Entonces, se aclara algo en su memoria: huía. Huyó y se sumergió en este silencio aplastante, después de un rui-do ensordecedor, huyó −y en un destello lo sabe−, añorando su

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cómoda vivienda y todo lo perdido. Se refugió en lo más recóndito, porque de los suyos nadie quedaba, ni nada más, allá. Y ahí, tam-bién dentro de él hay una oquedad expansiva a presión, y se nie-ga a aceptarlo, aunque oprima su mente. Ahora, un silencio-vacío permanece. Huyó, sí, de aquello y de la soledad agresiva: desertó hasta de la oración, ante la certidumbre de aquel cambio que no era sorpresivo o de un inevitable estallido total. Por un segundo se le representan, vistas desde el aire, ciudades de techos rojos, entre bosques en diferentes tonos de verde, pantanos o lagunas, mar, montes. Viajaba. Ve también, estático, el cálido interior de su casa: y, de pronto están todos, bulliciosos. El cuadro cambia: vuela sobre y alrededor de altos edificios de una ciudad y descienden en el aeropuerto. Luego, todo difiere..., desaparece lo evocado involuntariamente. Sabe que está lejos, pero no logra imaginar qué sucede ni entiende cómo o por qué se encuentra aquí. Decidido, se estira y saca la pierna más firme por la abertura −la otra, doblada, le duele−. No encontrando apoyo la mueve en el vacío, suponiendo por esto, que está en altura. El chirrido repetitivo, muy cerca, le hace retirarla con brusquedad. Oye como si afuera miles de ciga-rras estuvieran frotando sus élitros.

Encogido, casi enrollado, con las piernas cruzadas, trata de concentrarse y relacionar una extraña sensación con una secuen-cia vaga: no lo consigue, en cambio, tiene un hambre feroz que le muerde adentro. De nuevo, tendido, mira hacia afuera por la pequeña abertura que es la única conexión con el exterior. No hay tal nube: es un polvillo fino, rayado por llovizna de destellos roji-zos que se decanta sobre un terreno irregular: le arden los ojos, pero insiste en observar con mayor atención; unos bultos pequeños sobresalen de la superficie: son escombros, cubiertos de ceniza que sigue cayendo. Algo como una rama, interfiere ante su vista; a trasluz, cubre casi todo el orificio que le sirve de mirilla; rápido se echa atrás. Paralizado, escucha y espera, espera... Se acentúa el

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roce insólito, vibrante, mientras el orificio se despeja. Y no se per-

cata que afuera, un poco más allá, tras la nubada, hay muchas for-

mas, como la que recién estuvo frente a sus ojos en la hendidura:

las partes inferiores de aquellas, como patas dentadas, se rozan

entre sí, produciendo aquel zumbido. En tanto el hambre muerde

su estómago, el zumbido crece, crece, aumentando hasta llenarle

la cabeza. En la cercanía, parecen existir sólo los cuerpos camufla-

dos. La llovizna, persistente y relampagueante, disminuye.

Cambia de posición, podría volar piensa en tenue lucidez vo-

lar ¿otra vez? Ante una posibilidad, se agita e intenta moverse: se

torna liviano. Espontáneamente estira y encoge sus extremidades,

sintiéndolas multiplicadas. El ejercicio le alivia el cuerpo y, con la

cabeza inclinada se da un envión: se eleva y permanece en el aire

de la estrecha cavidad. Se da impulsos reiterados hasta conseguir,

al menor esfuerzo, volar, volar en círculos en ese ínfimo espacio. El

instinto de conservación le permite evitar el roce de los lados con

la cabeza, porque al toparlos cae al suelo. Repite los movimientos

varias veces. La presión en la cabeza le descontrola a medida que

aumenta el hambre. Pese a todo, ciegamente va y vuelve, trasla-

dándose de un punto a otro, como si estuviera atento a no perder

este tamaño extraordinario; no obstante, necesita comer, comer,

comer... No soporta más y sale volando más allá del orificio que en-

trega la incierta luz. Se va directo hacia donde su olfato lo guía.

Revolotea sobre los escombros de cemento, alejado de gran-

des bloques con fierros retorcidos −su refugio está entre estos−,

en medio de la nube extraña. Poco más lejos, sobre los residuos

calcinados y costrones rojizos, enlodados, hay desechos pegados a

las piedras de ese campo devastado; se abalanza para detenerse

sobre la escoria, hurgando alimento. Come y come, descontrolado,

chupando cualquier sustancia.

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Saciado el hambre, su fuerza aumenta y puede ver, cerca y a mayor distancia. Camina sobre formas parduscas que se agitan. Husmea y, seguro, inicia el regreso al lugar del escondite. Alrede-dor y bajo él, un enjambre que aumenta de tamaño −confundido con la materia oscura−, también come. Muy cerca, ante él, hay un paredón de patas y una masa verdosa, movible. De repente... es absorbido hacia la oscuridad. Automáticamente se endereza, pero rueda y cae en una profundidad gelatinosa. Persiste, esti-rando su cuerpo y arañando con sus extremidades. Se yergue con tal energía que crece y rompe membranas; a la par de un estalli-do seco, cae afuera. Se encuentra húmedo, pegajoso y vuelve a empequeñecerse. Vacilante todavía y casi cegado, pasa de una a otra forma. De nuevo se recupera y otra vez está como salió de su refugio. Reacciona nuevamente al reflejo que lo impulsa a regresar a su rincón. Se dirige hacia allá, pero, en su avance revoloteando, demora y se pierde en una confusión de formas que luchan con otras mayores. Ya está próximo al lugar del refugio cuando un rui-do diferente como de revolotear, lo alerta. Se apresura, falta muy poco. Entonces, se le interpone una masa gris, terminada en una cabeza con pico encorvado que está casi encima de él; arriba, unos ojos voraces lo auscultan mientras él, sobresaltado, está pronto a protegerse o a iniciar el vuelo. Rápido, se mueve, cuando... es atrapado otra vez. Maltrecho, llega al fondo de otra negra cavidad. El instinto le permite resistir y se agazapa en este nuevo encierro. Sus reflejos le hacen inclinar la cabeza para salir volando o arañar, crecer y reventar también esta celda. Deslizándose gira, gira con insistencia; el cuerpo obedece a la imperiosa necesidad de encon-trar una salida, pero no puede liberarse ni revertir su condición. Se acurruca, enrollado en ese fondo, como en el refugio y prueba por última vez. En su forma indefinida, un balanceo inestable lo da vueltas y vueltas, de uno a otro lado; hacia arriba, arriba, sin voluntad dentro de su portador, sube en espiral; luego bajan y su-

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ben, bajan y suben, hasta que finalmente, experimenta un vértigo interminable. Están cayendo en picada sobre los mismos desper-dicios que les habían servido de alimento. Ya no hay ciudades de techos rojos, entre bosques, o rascacielos y mares que vengan a su encuentro.

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CAMINANDO HACIA LOS PORTONES

La luminosidad de la luna entra por la ventana, azulando su noche. Ella, inquieta, se da vueltas de un lado al otro entre las sábanas. Involuntariamente, escucha. Espera. Intenta resistirse al impulso de salir en vagancia nocturna, superar el insistente caos que obstinado la invade y que opaca también lo exterior. Cierra los ojos, consciente de que hay algo latente y contradictorio en su apreciación de las circunstancias; eso le infunde temor, que no le permite disfrutar del presente, de sueños, de reposo o de ilu-siones. Se siente vulnerable en el mundo, cuando, después de un breve lapso, a la luz del día, ve los rostros de la gente −se sabe ajena, porque siempre busca y espera algo, la respuesta a un ¿por qué?−; pero persisten las dudas, y entonces piensa, quizás hubiese sido preferible quedarme lejos, inmersa en la nada o en vigilia in-validante y no tratar de develar incógnitas: sería como despertar en nuevo renacer.

En la amplitud del silencio, alguien la llama. Es una voz cons-tante, sin dueño y sin límites. En pie, abrigada con su bata gris, avanza y se interna en espacio vedado. Traspasa la penumbra y desaparece su inquietud. Tenue claridad le permite vislumbrar el entorno. En su ir y venir sin descansar, se ha acostumbrado a intuir lo invisible. Y continúa el recorrido por superficies conocidas, re-petidas en su tránsito, en el pasado o en el presente, deambulando rápido. Luego se detiene, como siempre en los mismos sitios; sin ningún esfuerzo reconoce recinto y presencias, tan cerca que se in-

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tegra. Y podría quedarse allí, impregnada en un vaho protector que circunda su cuerpo. Ahora que está ahí, le parece haber meditado acerca del peligro que entraña esta evasión; en especial cuando se aventura por lugares más apartados y solitarios, sombríos, pero no le importa; cree que podrá regresar, aunque sea tarde. Después, se siente transportada, de un lado al otro, subiendo o bajando, cerca de alguien que sólo sabe que es o está, y lo busca. Entonces vive, en un mismo tiempo y espacio, sin un antes ni un después.

...Estoy al frente de la casa de piedra y madera, amplia y de hermosas líneas que se ve más grande en su abandono; su recu-rrente forma se perfila en relieve, sobre un fondo blanco a un cos-tado del tranque; éste, en sus aguas quietas, se nota muy grande y oscuro con sus orillas enmarcadas por añosos árboles que surgen sobrepuestos: casa, tranque y árboles se mezclan en un conjunto que contrasta con otro rincón invariable −como la casa− en cuyo centro, en difusa claridad, se destaca un portón de madera ave-jentada, sostenido por un marco rectangular y soportes de fierro.

Voy hacia allá; de pronto, el agua del tranque se agita en el centro, alrededor del tubo de rebalse y, en espiral, se levanta un oleaje amenazante que va creciendo y expandiéndose desmesura-damente, al parecer hacia los jardines de la casa. En esa misma dirección, entre las aguas y esta antigua construcción, se desliza una mujer, quien desprendiéndose de las inmediaciones, se alle-ga a mi lado. No sé cómo ni por qué ambas estamos allí, junto a niños que ahora nos rodean y luego se alejan. Desconcertada, me desentiendo de ella; entonces, al entrever que el tranque se desborda, me estremece una inquietud. Ha subido más, debido al caudal que entra desde una quebrada, donde también desembo-ca la vertiente: las aguas se funden y revuelven, hirvientes en la crecida. Ahí mismo, en un trecho de arena de la orilla, veo a los chicos que intentan bañarse, debería estar entre ellos. Juegan sin

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darse cuenta que desafían al peligro que yo presiento. Recelosa y vacilante, vuelvo mi atención a la mujer que persiste a mi lado, y trato de imaginar sus pensamientos que, tal vez, no se ajustan a los míos, ya que se ha presentado sin ser llamada, como en otras ocasiones: la reconozco, y ella, despreocupada de las circunstan-cias, con un gesto me invita a sentarnos en un rústico banco de piedra apoyado en la pared de la casa: discrepo de ella, mas no la rechazo, y juntas miramos hacia el arenal convertido en playa. Me evado, observo su largo traje asimilado al negro, con ribetes blancos; su figura crepuscular casi se diluye al reflejo de las aguas que inundan el sitio; su ropa flota, aunque no corre ni la más leve brisa. Su apariencia, sin rostro visible, no llamó la atención a los pequeños; ella tiene una actitud abúlica ante el juego de niños y la situación amenazante que los envuelve. Me alerto, algo inte-rior me insinúa que tal vez, esta presencia esté relacionada con un personaje mítico de las aguas o de este lugar, porque no logro definir si sale de la casa, del tranque o si se encuentra siempre en los alrededores. Con lentitud y duda, muevo un brazo hacia ella que tiene la palma de su mano extendida, para tocar sus dedos y en ese contacto saber qué la retrae o qué le interesa si no com-parte mi preocupación; pero sigue allí. Un grito ahogado rompe el instante. Los pequeños corren, como si huyeran hacia los cerros; pero saltan, imitando un juego. En la distancia, no se distinguen sus rostros, que sé serios y conscientes. Los piececitos se enre-dan en las ramas secas, amontonadas al borde del arenal; mas, en su accionar, ellos no muestran temor, ni cuando son seguidos por una inmensa ola negra bordeada de espuma blanca que se alza, extendiéndose y sobrepasando el nivel del tranque. Al momento siguiente, las aguas se quedan quietas como al principio; se recoge la ola, y la efervescencia se anula: el tranque semeja una plácida laguna. Entonces, logro concentrarme, y salgo corriendo en pos de los pequeños: éstos han desaparecido en el cerro, entre los

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árboles. Los llamo, pero no contestan; el sonido ronco de mi voz y la de ellos se pierde en la espesura; continúo tras ellos, pero la búsqueda es infructuosa. Cuando desespero ante el peso del silencio, comienzan a salir de uno en uno, desde los rincones más inverosímiles del monte: desde una grieta, de detrás de un tronco, de entre los arbustos; falta uno. No responde a mis llamados y no puedo abandonarlo, pero debo regresar a mi lugar; es imperioso encontrarlo: solo no podrá hallar el camino en la nebulosa, y al amanecer la luz lo borrará.

Mientras alargo los infinitos instantes de exploración en la colina, me doy cuenta que la bata está totalmente sucia y desga-rrada y que, bajo ella mi cuerpo está rasguñado.

Desde lo alto, el tranque se ve tranquilo en el centro, pero su resaca, revolviéndose vivamente, amenaza, de nuevo, con anegar el interior de la casa vacía −que parece más vasta−: sumerge el umbral, y avanza detrás de la sombra de la mujer.

Los demás niños, que en algún momento bajaron, ajenos a mi inquietud, nuevamente se dispersan y esperan más afuera que nos encontremos, y volvamos. Entre tanto, observan más allá del tranque, hacia el portón del fondo...

La mujer noctámbula se encuentra en una loma semejante a otra anterior. Caminando por la ladera, cubierta de docas, mira ha-cia abajo y percibe las frondas de un bosque; la impresión de pro-fundidad le produce vértigo y casi cae hacia el abismo. Echándose hacia atrás, roza el suelo y queda apoyada contra sus talones y bra-zos; espera un poco. En el silencio, resalta el susurro del viento, y un roce de pasos leves. Aún inestable, se levanta no pude haber llegado tan lejos, piensa, y sigue avanzando por un sendero blan-do. Las docas crujen al reventarse bajo sus pies; camina vacilante, y constata que se entierra, igual como se deslizaba en la arena de la playa de otros tiempos. Advierte que se ha olvidado de su

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objetivo primero. Ya no busca, sólo camina hacia un punto deter-minado, pero virtual. Ahora se siente liviana, y tiene la sensación de que, de todas maneras, va bien, siguiendo a alguien conocido. Para llegar al otro lado, debe bajar un poco más allá por una senda borrosa, de pasto crecido que no permite anticipar pasos ni preve-nir las fisuras del terreno. Se apresura, angustiada por alcanzar lo que perseguía, mas, intuye vagamente que, otra vez, ha perdido la huella, y que pisa otro camino ignoto. En un segundo de duda, intenta devolverse, pero resbala. Se inmoviliza un momento, luego sigue bajando por ese sendero laberíntico, bordeado de espinos, hacia la angostura de otra hondonada. En la penumbra, siente frío y se percata de que ha perdido la bata que cubría su cuerpo. Se esfuerza por salir de allí: al llegar a la planicie, en un susurro en-trecortado, le pide a ese alguien que la precede −a pesar de que no lo ve− que, cuando amanezca, le ayude a recuperar lo suyo…

De alguna manera, he llegado a un valle: es el último, en mundo distinto, de diferente tiempo. Está cerca del puente de un río que lleva sólo un hilo plateado. Miro hacia al poniente y distin-go, con claridad, los cañaverales y malezas fofas y malolientes que rodean el bosquecillo de un trapiche, más allá del vetusto edificio que enfrenta al puente. A mi lado se hace notoria una presencia “¿será alguien que pretende saber qué hago en este lugar, y qué busco, o me busca?”. Alejándome un poco, intento distanciarme de quienquiera que sea; continúo caminando por la ribera, ape-gada a la construcción de paredes altas y lisas, entre la bruma que todo lo envuelve. Se oye un crujido de pisadas en el ripio; deduzco que aún me siguen, mas, no veo a nadie; soy perseguida y no encuentro lo que busco, siento que debo ingresar pronto a ese lugar, pero sola.

Entro, no sé cómo. Estoy en el interior, y observo: sobre gruesas columnas, hay grandes vigas y fierros cruzados que apo-

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yan escaleras metálicas; todo tiene un color difumado en acero o aluminio. El recinto se destaca con nitidez, aunque carece de luz natural. Al frente, bastante lejos, empotrado a casi todo el ancho y alto de la pared, hay un inmenso portón de doble hoja; de pie allí, espero. Me aparto para eludir la existencia intangible que no me deja: ya no sé si me guían o también me siguen. En eso, maqui-nal y silenciosamente, el portón se abre. Me apresuro, es preciso entrar de inmediato, porque comienza a estrecharse la pasada. Resuelta, avanzo y pongo el pie en la abertura, y al tiempo que me detengo, un roce de pisadas, encarnado en una figura femenina se apega a mí, intentando pasar también. Interpongo mi cuerpo para mantener un espacio entre ambas hojas. Y, dudosa, pensando en dejarla afuera, le hablo; pero me retraigo al entrever que juntas no cabemos, y que no podemos ponernos de acuerdo, porque las voces se diluyen. Volviéndome, entreveo, apenas, unos ojos: no son desconocidos; y, ante esta mirada −que al mismo tiempo es nueva− me arrepiento de lo dicho, y la ayudo. Nos aunamos y pasa-mos; una vez adentro, me doy cuenta de que es el espacio interior de otro edificio que está en otro plano, y todo se ve entre azul y gris. Aquí hay maquinarias insonoras, funcionando sin que nadie las dirija. Seguimos juntas, y ascendemos por unas escaleras y an-damios igualmente metálicos. Ya muy alto, nos encontramos en un piso similar al de abajo; al frente, en el extremo opuesto y con la misma perspectiva, hay otro portón, tan amplio como el anterior: los bordes rectangulares parecen formar parte de la pared. La joven sigue a mi lado, arrastrando algo. De repente, resbala: no alcanzo a sujetarla, y cae; pierde el conocimiento, entonces, an-gustiada, me arrodillo; inclinada sobre ella, la tomo y la remezco; intento romper su silencio. Apoyo su cabeza en mi regazo y, vien-do la forma de su rostro pálido y quieto, atemorizada la abrazo desesperadamente, la aprieto e intento infundirle calor. Y hago lo único que en ese momento se me ocurre: le doy respiración, mien-

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tras mi razón funciona contradictoriamente. En eso, el rostro de la joven se perfila; abre los ojos y sonríe. Me veo en ellos, y en un vuelco aprensivo, la reconozco. Intento comunicarme nuevamen-te; la ayudo y nos levantamos; la acomodo cubriéndola con lo que ella arrastraba, la bata gris. Permanezco a su lado un instante, y luego avanzo. Después, con una sensación de vacío y desnudez, es-pero. Las hojas metálicas se deslizan. Entre la abertura que se va dilatando, diviso el fondo del otro lado: hay una tercera puerta, muy distante, enmarcada con bordes brillantes y una doble línea vertical en el centro: está cerrada y por sus junturas irradia luz. Advierto su semejanza con las otras, y me apresuro; estoy decidida a llegar hasta allá; pero, alguien me retiene firme. Impotente veo cómo el espacio disminuye, y no puedo impedir que esta entrada empiece a cerrarse. La joven está otra vez a mi lado, y se apoya en mí; un estremecimiento de vida me recorre, mientras se diluye el último portón.

Y se queda quieta, dejando divagar su mente sin esforzarse por regresar. El tiempo afuera se repite, y el espacio se inmoviliza con ella en su lecho. Vuelve el día, centuplicado en ruidos y formas que, por segundos, se cristalizan. No quiere pensar ni moverse ni salir de donde estaba ¡es tan simple todo si se elige rondar en el sueño, y continuar la búsqueda! Se nota ausente, como dormida al borde de sus noches, sólo así cree postergar el presente. Sin embargo, algo remece su somnolencia y una sensación de tibieza alrededor la reanima; percibe el correr de la sangre por sus venas y reacciona, meditando, si me quedara quieta me hundiría para siempre, y no es eso lo que ansío: sólo quisiera revertir el orden de algunas cosas y encontrar respuesta a mis preguntas. Entreabre los párpados y distingue una parte de su brazo desnudo y la palma de su mano extendida; intenta moverla y siente que su cuerpo se está paralizando, que debe activarlo, he vivido en un sueño..., empieza a reflexionar, y esa sensación de tibieza en hálito cálido, en defi-

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nitiva la envuelve. Entonces, lucha por abrir completamente los ojos. Un reflejo luminoso la obliga a cerrarlos de nuevo. Tras nuevo instante infinito, resurge. Prolonga la mirada y todavía inestable se endereza: y allí, en el vano de la puerta entornada, está el niño mirándola.

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EL PEGASO NOCTURNO

Estaba claro todavía, cuando divisaron, a muchos kilómetros de distancia, un punto blanco; éste, creció con rapidez y empezó a tomar una forma rectangular que, en una curva, se alargó. Por las dimensiones supusieron que era un camión de mudanzas, sin carga, dado que corría a gran velocidad.

Eran dueños de la carretera, usualmente muy concurrida y que a esta hora se veía solitaria. A intervalos, la aguja marcaba 130 kilómetros, pero de inmediato empezaba a descender; la madre, atenta, advertía: “afloja el acelerador”, y seguían en una marcha pareja, sin exceder el máximo permitido.

Los pequeños, afirmados en el respaldo de los asientos delan-teros, cansados de cantar o de pelear, se entretenían animando a su padre, quien conducía el potente vehículo.

−¡Vamos, papá! ¡Corre, pásalo!

−Sí, acelera, ¡tú puedes!

−¡Sácale trote a la ‘Meche’!

Él cargó el pie, y sonrió; le agradaba esa sensación de poder cuando iban en camino derecho y, además, permitía potenciar la fuerza para tomar bien las subidas.

En el ondeado zig-zag, no tuvieron tiempo de preocuparse, ni en la bajada. Cansados, ya todos dormitaban −menos el padre por supuesto−, y no se dieron cuenta cuando entraron en la recta siguiente.

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El camión se había perdido de vista. Entraron al pueblo −vía obligada−; y al salir de él, apareció en una curva, una forma seme-jante al vehículo que antes les precedía; era difuso por la inminen-te oscuridad y, por segundos se curvaba, luego se veía cuadrado o alargado y parecía copar la vía.

Los chicos despertaron y se animaron otra vez, con el entu-siasmo del que ignora el peligro. El padre, prudente, disminuyó velocidad al acercarse al camión, que semejaba un enorme frigo-rífico. Siguieron, bastante rato tras él, sin intento de adelantar; era zona peligrosa de línea continua; el espacio no era despejado y corrían entre cercos de arbustos y árboles.

En la pista larga, orillando el río, el padre se dio cuenta de que el camión llevaba un doble acoplado, y verificó que iba más lento. Oscurecía ya, y se avecinaba otra zona peligrosa. Disminuyó, por separarse un poco, ya que era la última parte directa de este tramo y, viendo despejado el lado contrario, aceleró, señalizando. Rebasaba al acoplado, cuando el camión, con un brusco viraje, quiso también adelantar. Rehuyó para no ser impactado por la in-mensa cabina que se le vino encima. Y logró, milagrosamente, so-bre la marcha, sobrepasarlo, no podía hacer otra maniobra. A poca distancia, crecían los focos de otros vehículos.

Se encontraron delante del camión, y todos respiraron más acompasado; pero fueron encandilados; las luces del vehículo ade-lantado estaban a la altura de la ventanilla posterior. Intentaban distinguir al chofer, y no podían; tampoco veían el camino hacia adelante, sino el eje trasero de otro acoplado, igual al que habían pasado. El auto, con sus pasajeros, corría entre dos camiones. Y el de atrás, aparentemente sin razón, comenzó a tocar la bocina, en forma reiterada.

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El padre guiaba cerca del eje central, para ver el camino y la oportunidad de salir de allí, adelantando al segundo camión. Al parecer estos vehículos venían en caravana y el de atrás, tal vez, no quería separarse.

Los niños, muy asustados, sólo comentaban acerca del camión que casi los aplastaba, y de la bocina que sonaba incesante.

El padre, según las posibilidades, con el dominio y pericia acostumbrada, intentó salir varias veces; pero, en cuanto se sepa-raba del camión delantero, tomando la izquierda para visualizar, el de atrás hacía lo mismo, con su mole y ruido ensordecedor.

−¡Tal por cual! −ante el ataque, se le escapó un improperio al padre, impaciente ya.

−¿Qué quiere él, papá? −preguntó una voz trémula.

−¡Que me salga de aquí, pero no me deja! ―contestó, irrita-do.

−Sigue detrás. ¡No lo enfurezcas, papá!

−¡No ves que él también quiere adelantar! ―dijo la madre, disimulando su inquietud para no tensionar más la situación.

−Miren la patente; y anótenla, −agregó él, más controlado.

−Es un ‘Pegaso’, AS -1377 −repitieron en coro.

En minutos interminables, el auto, entre dos moles, semejaba un ratón que trataba de salir de una doble trampa. Se deslizaba del centro a la izquierda, asomando la nariz y se retiraba rápido para dejar paso a los vehículos contrarios, y evitar la presión o el ataque del ‘Pegaso’, casi pegado a él.

Mientras, el camión de adelante parecía ignorar lo que su-

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cedía detrás; rodaba sin moverse de su línea central, sin siquiera acercarse un poco a la berma izquierda, para permitir la visual y la salida de su acorralado seguidor: él iba punteando y era dueño también del camino.

En cada movimiento de la ‘Meche’, y avanzada agresiva del ‘Pegaso’, se oía:

−¡Ooohhh...!, ¡aaay!... ¡papito! ―de labios de los aterroriza-dos niños, hasta que... el AS–1377, impunemente, adelantó, ence-rrando al automóvil. Le obligó a entrarse, y casi salir a la berma para esquivar el choque, pero siguió, apegado a su lado, en la vía contraria, presionándolo o cortándole el paso, sin rebasar al otro. El padre, concentró su atención en la próxima oportunidad. Se mostraba sereno para tranquilidad de su familia.

Desde los asientos del auto, sólo se veía unas inmensas ruedas de doble llanta, y el enorme parachoques ‘defensivo’ del ‘Pegaso’. Éste y la ‘Meche’, paralelos, iban casi rozándose. Tal enfrenta-miento no permitía ceder terreno; la lucha fue haciéndose encarni-zada; el ‘Pegaso’ no daba tregua; los empujaba lado a lado detrás del camión delantero, y no se podía adivinar qué intentaba.

El padre intuyó que debía salir pronto del paredón y… la ‘Me-che’ ‘aguanta’, no pienso convertirla en chatarra, y nosotros te-nemos que salir bien de ésta, divagaba, mientras se avecinaba la última zona de curvas cerradas, donde sería imposible sostener este duelo.

Cuando las luces que se acercaban se veían más distantes, la ‘Meche’ salió, acelerada a fondo, para sobrepasar al segundo ca-mión −que también llevaba acoplado de doble eje−, y logró entrar, en forma oblicua, casi encima del pestañeo de otro vehículo en-frentado. Rápidamente tomó su derecha, dejando atrás la ensor-

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decedora bocina y los inmensos focos −como dos pares de ojos− del belicoso ‘Pegaso’, que avanzaba en línea con el otro camión.

−¡Huy! Éste es un ‘Mack’, y no alcancé a verle la patente −dijo el más pequeño, aflojando la tensión de su cuerpo.

Más allá de las curvas peligrosas, al final de la última recta, mediana con barrera, entraron a la circunvalación. Estacionaron.

Respiraban, aún agitados, reviviendo involuntariamente la ex-periencia anterior; en eso, pasaron dos policías motoristas, como una exhalación, en sentido contrario al que ellos traían. Luego, un vehículo policial.

−Pasaré a la Comisaría... daré la placa... −decía el padre, re-cuperado, cuando cruzó otra ‘patrulla’, más veloz, con la aguda sirena sonando junta con la de una ambulancia que volaba tras aquella.

Después de un corto silencio, los angustiados niños insistie-ron:

−¡Vámonos, papá!; ¿qué esperamos ahora?

−Ya, ya nos vamos, ―respondió el padre sacando el vehículo de la inercia; y continuó el viaje, deteniéndose en la Comisaría, unas cuadras más allá.

Había inusitado ajetreo y no le prestaron atención. Al insistir en dejar constancia de un hecho, el escribiente le advirtió:

−¡Un momento! −y después, más afable, agregó−; la gente está ocupada de un siniestro: hay un solo testigo. Colisionaron dos camiones. Al parecer un ‘Pegaso’ venía en competencia con una ‘Mack’, desde el pueblo vecino.

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