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ANTE EL ALTAR DE PÉRGAMO Y OTROS CUENTOS ALEJANDRINOS Miguel Fernández-Pacheco A B A B

Ante el altar de pérgamo (primeras páginas)

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ANTE EL ALTARDE PÉRGAMO

Y OTROS CUENTOSALEJANDRINOS

Miguel Fernández-Pacheco

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ANTE EL ALTAR DE PÉRGAMOY OTROS CUENTOS

ALEJANDRINOS

Miguel Fernández-Pacheco

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© Miguel Fernández-Pacheco© Fotografías del Altar de Pérgamo realizadas por el autor

y tratadas infográficamente por Tomás Hijo© De esta edición: Abab Editores

www.ababeditores.com [email protected]

Diseño de la colección: Scriptorium, S. L.

ISBN: 978-84-612-5223-7Depósito legal: M-13395-2012Printed in Spain

ÍNDICE

Ante el altar de Pérgamo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Primera Parte

Dudas de Licaón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15Juramento de Aristeo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25Confesiones de Selene . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33Súplica de Menipo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

Segunda ParteReflexiones de Clío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53Consideraciones de Eteoclo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63Promesa de Lisias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71Propósito de Arquelao . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

Tercera ParteResolución de Aristeo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91Dudas de Calírroe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

La mirada profunda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

La ciudad impensable o el sueño de Dinócrates . . . 141

El fin de la biblioteca. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161

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ANTE EL ALTAR DE PÉRGAMO

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Para O. P.

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PRIMERA PARTE

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Dudas de Licaón

De Menipo son la mayoría de las reses que se están sacrificando en esta ara. De Menipo, las tierras en las que solían pacer, con sus múltiples flores e innumera-bles frutos. De Menipo, las aguas que generosamente las riegan y aun los peces que nadan en ellas. De Menipo parece hasta el aire que respiramos, pues incluso las aves del cielo le pertenecen, con solo que se digne cazar-las. Y de Menipo, esto es lo que más me exaspera, es finalmente Selene, su hija menor, una joven harto capri-chosa aunque con unos ojos como la Aurora, que ha dado en enamorarse precisamente de mí, Licaón, hijo de Cleonte, pastor y descendiente de pastores, hombre maduro, a la sazón viudo y con un vástago adolescente, cuya sola fortuna reside en su habilidad para sobrevivir precariamente apacentando un rebaño, no demasiado grande, como aparcero del insaciable Menipo.

Claro que todos los lanudos corderos de mi aprisco no le pertenecen aún. A pesar de mi escaso sentido prác-tico y mi nula habilidad para los negocios, algo menos

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Ante el altar de Pérgamo

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de la mitad son míos todavía y eso hace que no se me trate del todo como a un cualquiera, pues soy hombre libre, ciudadano de esta floreciente polis a la que defen-dí, derramando mi sangre, en diferentes campañas, e incluso proveedor de este templo, si bien en menor medida que el omnipresente Menipo, dueño de innu-merables rebaños, quien no me tiene en mucho, pues supongo que me compara —las comparaciones siempre resultan odiosas— con los otros pretendientes que aco-san a su hija.

Todo el mundo sabe que Menipo es inmensamente rico, es el prestamista oficial de la corte. Tampoco se desconoce que la belleza de su hija es tan inconmensu-rable como su fortuna, con lo que no es de extrañar que tales pretendientes abunden, incluso más de lo que sería de desear, y que su dinero y, en consecuencia, su poder, no sean precisamente despreciables. Ya he tenido que entendérmelas con los sicarios de unos cuantos de ellos, que se acercaron por la majada con turbias intenciones.

Porque, a estas alturas, nadie ignora que Menipo adora a la menor de sus hijas como si no hubiera tenido otras seis; y la menor de sus hijas ha dicho públicamen-te que o se casa con el pastor Licaón, o se dejará morir de hambre. Ha dicho también que no le importaría abandonar sus baños de alabastro, sus patios de már-mol y sus zócalos de mosaico e irse a vivir, como pasto-ra, a la miserable cabaña en la que él habita, cuyo techo

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Dudas de Licaón

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Lo que no se me alcanza es qué ha podido encon-trar en mí semejante portento, pues soy un individuo que posee muy poco, aparte de lo que lleva encima; con cierto ingenio, más bien cáustico, por el que los unos lo temen y los otros lo envidian, aunque ninguno lo acabe de apreciar; y que, aparte de otros achaques, cojea por culpa de una herida de guerra. Claro que también dicen que cojeaba el vigoroso y hábil Odiseo.

La cuestión es que, si sus ojos me miran, el pulso se me altera y, si su boca se digna concederme una sonrisa, pierdo el sentido. No puedo ya sino desear cuanto ella desea y aborrecer cuanto aborrece, pues de su paz depende, ahora, la mía. Como su padre, no soy capaz de negarle nada. Tan fuerte es el imperio de sus encantos sobre el alma de cuantos la conocen como una poción que trastornara los sentidos, de tal suerte que hasta el ánimo más templado flaquea al tratar de enfrentarse con el suyo y las más sólidas razones semejan chistes frente a cualquiera de sus argumentos.

Así las cosas, mi antigua y rústica paz parece haberse esfumado para siempre, llevándose parte de mis habi-tuales energías.

Salgo ahora, intranquilo, a apacentar mis bestias, arma-do hasta los dientes y rodeado de una jauría de feroces mastines por temor a las asechanzas de los pretendien-tes rechazados. Desconfío hasta de los esclavos de Meni-po, que rondan mi choza con comisiones amorosas de la

de paja probablemente se derrumbe si las próximas llu-vias acaban de pudrir las venerables vigas colocadas allí, hace demasiado tiempo, por sus nobles ancestros. Ha añadido, además —no tiene pelos en la lengua—, que se divertiría más ayudándole a cuidar y esquilar sus reba-ños que en los jardines de su padre. Incluso opina que la haría feliz fabricar con sus propias manos, en verdad deliciosas, unos exquisitos quesos de oveja, según rece-ta de la mismísima Diosa Afrodita, que, bien vendidos, aumentarían sensiblemente sus ingresos, acabando de una vez con las pertinaces deudas de Licaón. La mayo-ría de las cuales han sido contraídas —¿cómo no?— con Menipo.

Si me contaran algo así, probablemente me parece-ría una locura de no ser yo el protagonista; un desatino, de no conocer, como por suerte o por desdicha conoz-co, a la incomparable Selene.

Pero ella es de una belleza tan deslumbrante y per-turbadora que no sería de extrañar que hasta las inmor-tales la envidien, como se ha llegado a decir. Y eso que la belleza, con ser mucha, no es la mejor de sus cualida-des, pues resulta tan hermosa como discreta, tan discre-ta como inteligente, tan inteligente como dulce, tan dulce como honesta… En fin, que no parece, ni mucho menos, hija del feo usurero Menipo, sino más bien del propio Zeus Olímpico, que hubiera dado en yacer con su mujer. Aunque sobre eso también habría mucho que decir.

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Dudas de Licaón

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ría por la de ninguno de los que, teniéndolo todo, la codician, pero a los que me consta que desprecia. He dicho al principio, acaso precipitadamente, que me parecía una criatura harto caprichosa, pero he de admi-tir que esto, con ser en cierto modo verdad, resulta muy injusto para con ella, pues juro que la única vez que la tuve entre mis brazos me pareció también la mujer más sabia y sensata del universo.

Así, con el corazón cruelmente dividido, me consumo.No he vuelto a ser el alegre y despreocupado Licaón

de otros tiempos, digno descendiente de los antiguos y nobles centauros, que pastorearon en paz estos valles y alcanzaron fama como bardos y músicos, mucho antes de que apareciera, con la decadencia, la vil estirpe de Menipo…, de cuyo último retoño, fuerza es confesarlo abiertamente, yo también estoy enamorado con toda mi alma.

Mi primo Arquelao, bien relacionado con los bandi-dos de las montañas, me aconseja que me deje de dudas y lamentaciones y, actuando con la energía de nuestros antecesores cuadrúpedos, rapte a la mujer que deseo, con la ayuda de sus sanguinarias huestes que, natural-mente, codician las arcas de Menipo.

Pero ¿puedo ofrecerle, tras el saqueo de su hogar y la ruina de los suyos, el porvenir del proscrito, siempre errante por los pelados cerros, muerto de frío en invier-no y de calor en verano, en compañía de gentes feroces?

propia Selene. Por otro lado recelo de que, en cualquier momento, la hija tenaz, tras agria discusión con un pro-genitor airado, decida aparecer en mis húmedos lares, dispuesta a consumir su celestial lozanía en la aperreada vida del pastor, perennemente perfumada de estiércol y acompañada por la bárbara orquesta que forman, sempi-ternas, las torpes voces bovinas. Reconozco que la per-plejidad me paraliza, pues esas gracias celestiales, real-mente dignas de todo un dios, se le otorgan, de repente, sin que se sepa claramente por qué, a un simple mortal, escéptico, que es tomado poco en serio y se emborracha con demasiada frecuencia… Por supuesto, con excelente vino que se produce en los amplios lagares de Menipo.

He llegado a pensar que la infausta Discordia se prendó también de mí la tarde lluviosa en la que mis ojos se encontraron por primera vez con los de Selene, brillantes como peces. Iba ataviada con pieles de leo-pardo, disfrazada de Ménade y seguía, fascinada, el cor-tejo de Dionisos, vigilada de cerca por tres gigantescos nubios de afiladas dagas. Me creí transportado al Olim-po cuando la descubrí entre la multitud. Ella, reparando en mí, abandonó por unos instantes la ruidosa comitiva y vino a hablarme, regalándome, al marcharse, su perfu-mado tirso y un ánimo tan abatido cual no pensé que pudiera llegar a tenerlo nunca.

Desde entonces no encuentro sosiego. Y aunque, por un lado, maldigo mi suerte, por otro, no la cambia-

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Dudas de Licaón

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Por eso quizá, aún espero, en el fondo, alguna señal sobrehumana, algún signo mágico, alguna intuición divina, una luz en las tinieblas que solo los Inmortales, si en realidad existen, debieran otorgarme para que, al punto, cesen mis angustias.

Pero de Menipo es el mármol y la púrpura; de Meni-po, el sándalo y el oro. Casi todo este templo es de Menipo. ¿Serán suyos los Dioses que lo habitan?

¿Tengo entrañas para poner ante semejantes alterna-tivas a una tierna doncella, casi adolescente, que lo tiene todo, que duerme entre sedas en atemperadas estancias, que se baña cada día, posee innumerables esclavos y se pasea en palanquín por la ciudad?

Nunca fui capaz de creer salvo en mis propias fuer-zas, pero heme aquí, postrado ante este impresionante altar, circundado de vigorosas gigantomaquias, pues desespero de que esta vez mis solas fuerzas basten para sacarme de la zozobra y confusión en las que me encuentro. ¿Es justo esperar que, en cualquier momen-to, la beldad más codiciada de toda la Hélade se venga a instalar en mi modesta choza?

¿Soy capaz de asesinar a su padre y arrastrarla a las montañas donde nuestro porvenir sería aún más incierto?

O, por el contrario, ¿me sentiría feliz siendo un pará-sito más, entre los muchos que viven a la sombra de Menipo, olvidando mi pasión por la independencia, renunciando al desprecio por los convencionalismos que siempre me caracterizó y deponiendo el orgullo ances-tral de mi estirpe?

¿Debo, como otros me aconsejan, escapar y tratar de olvidar, por todos los medios, a esa fatídica mujer que me ha trastornado?

Cuál pueda ser la solución, si es que existe alguna, no lo sé. Reconozco que, en asuntos tan delicados, no solo desconfío de mi criterio, sino del de los demás.

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Juramento de Aristeo

Sabia Atenea, escucha al piadoso Aristeo, hijo del pastor Licaón, que tantas veces cargó sobre sus hom-bros los pingües corderos sacrificiales. Inmortal Palas, que compartes la égida con Zeus, siempre creí en ti y grandes fueron las señales y notorios los prodigios que me dieron prueba de que mi fe no era errónea, ni mi existencia te resultaba indiferente.

Cuando era niño, mi padre solía contarme antes de dormir, una vez recogido el rebaño y devorada la magra cena, cuanto de los Dioses y los héroes conocía, en for-ma de sencillos relatos que impresionaron vivamente mi desbordante fantasía. Así me familiaricé, antes de tener uso de razón, con los trabajos de Hércules, las fatigas de los Argonautas, la cólera del pélida Aquiles o el aza-roso retorno de Odiseo a su patria.

Mi padre, quien jamás dio prueba alguna de tomar-se en serio a tales Dioses o a tales héroes, gustaba, sin embargo, de relatar prolijamente sus hazañas o repetir sus arduas genealogías, saboreando un trago de pon-

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Ante el altar de Pérgamo

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che, al amor de la lumbre, cual lo hicieron su padre y su abuelo.

Tu historia, oh Diosa Criselefantina, siempre me llamó poderosamente la atención y me la hice repetir, con un pretexto u otro, cuantas veces pude. Sobre todo el principio: después de engendrarte en la oceánide Metis, el Padre de los Dioses la devoró, pero, cumpli-do el tiempo de tu gestación, le pidió a Hefesto que le diera un hachazo en mitad de la frente y así naciste tú, armada de todas tus armas y lanzando un grito de guerra.

Puede que el no guardar memoria alguna de mi madre, muerta a las pocas semanas de alumbrarme, me hiciera identificarme contigo, llevándome a implorar tu ayuda y a cosechar sus beneficios desde mi más tierna infancia.

Antigua y venerada Diosa Serpiente, protectora de los hogares helenos, contempla los restos del mío, vio-lentamente deshecho por mano homicida. La inocente sangre de mi padre injustamente derramada, clama ven-ganza, cegándome de cólera.

Nadie en Pérgamo ignora que el poderosísimo Menipo nunca le miró con buenos ojos. Tampoco le apreciaba Lisias, gran amigo del prestamista, estratega de la guardia real y principal pretendiente de Selene, la menor de sus hijas. Lisias aborrecía a mi padre; pues, siendo compañeros de armas, había sido mil veces

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siempre respetó a los que creíamos en ellos y no resul-taba, ni mucho menos, un mal hombre, comparado con la mayoría. Según se me alcanza amó y honró a mi madre mientras vivió, y a mí me trató siempre con cariñosa comprensión, rodeándome de amorosos cui-dados.

Es cierto además, y no lo puedo ocultar pues tampo- co se le oculta a nadie, que era, a veces, pendenciero y quisquilloso, más cuando el maldito vino le afilaba la acerada lengua y salía a relucir la nobleza de las estir-pes. La suya, por supuesto enemiga de los que hoy nos gobiernan, era sin duda la más rancia en abolengo, remontándose nada menos que a los míticos centauros que pastoreaban inmensos rebaños por toda la Misia, según expreso deseo de los Olímpicos. Cuando pero-raba, exaltado, sobre estos temas, sus ojos, ya algo achispados, centelleaban de tal modo y sus sólidas pier-nas de hombre corpulento se asentaban en el suelo con tal firmeza, que uno esperaba que le brotaran los cuartos traseros y se convirtiera en un auténtico cen-tauro. Llegado a este punto, volvíase belicoso y violento en extremo y no era raro que, casi sin darse cuenta, se metiera en ciertos líos, provocando conflictos con los poderosos, ante los cuales solía cacarear que había derramado su sangre por una ciudad cobarde y un rey afeminado que no se la merecían, amén de otras cosas por el estilo.

tes tigo de su inaudita cobardía frente al enemigo y su bárbara ferocidad con sus propios subordinados, cosa que el antiguo amante del rey no había podido per-donar nunca. Mas ¿qué decir de Eteoclo? Jefe de los copistas de la biblioteca, fue también pretendiente de la bella Selene, frío y rencoroso, como suele ser la gente en exceso letrada; había jurado matar a mi padre, pues este resultaba a veces ingenioso versificando y había compuesto y hecho circular unos graciosos poemillas en los que le llamaba ladrón, eunuco y analfabeto.

Por unas razones, por otras o por todas a la vez, esos tres sujetos estaban interesados en que Licaón desapa-reciera; y uno de los tres, o los tres juntos, son si no los responsables materiales de su muerte, sí al menos sus ocultos instigadores y, en definitiva, los responsables de que se le apuñalara afrentosamente por la espalda, apro-vechando las sombras de la noche y el estado de mi progenitor…, que no era precisamente sobrio.

Ciertamente, no fue mi padre un dechado de perfec- ciones. ¿Qué puedo decir de él que no se conozca de sobra? Es del dominio público que bebía más de la cuenta y era amigo de fanfarronear sacando a colación historias o pleitos del tiempo de los centauros. Pero nada de eso es una impiedad, Virgen Guerrera y pro-tectora mía.

Solía también afirmar, como ya he dicho, que le importaban un comino los Dioses y los héroes, pero

Primera Parte. Juramento de Aristeo

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Juramento de Aristeo

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sas propiedades y pertenencias que poseemos, pondré el dinero a buen recaudo, lejos de las zarpas de sus acreedores, y, siguiendo los consejos de Arquelao, que opina que corro aquí tanto peligro como mi padre, esca-paré, protegido por los suyos, de esta maldita ciudad a la que solo regresaré para cumplir mi venganza.

Así sea.

Por otra parte, era muy apreciado entre sus com-pañeros de armas, todos más o menos bebedores, fan-farrones y dilapidadores, como él mismo, pero casi todos ricos e influyentes, mientras que él, más honesto que la mayoría, era notoriamente pobre y estaba, además, car-gado de deudas.

Aunque ya maduro, siendo como era no mal pareci- do, de aventajada estatura y verbo donoso, no es de extrañar que gustara a las mujeres, quienes, por otro lado, también le gustaban a él, y aun más de lo conve-niente, de donde le vinieron no pocas complicaciones y, al fin, esta que le ha costado la vida, pues tampoco igno-ra nadie que una mujer poco mayor que yo, no sé si perversa o digna, lo perdió al poner sus ojos en él, sien-do la causante de que su prepotente padre, el vil Lisias o el infrahumano Eteoclo lo asesinaran o lo mandaran asesinar.

Desde este momento me juramento ante este altar para esclarecer y vengar esa muerte alevosa.

Oh, tú, que al lado de tu padre combatiste a los tita-nes, como muestra este zócalo, señálame claramente al asesino y otórgame la fuerza para acabar sin piedad con él, como él acabó con lo que más quería.

Protégeme, Diosa, y dame cualquier señal que me indique que apruebas cuanto me dispongo a hacer.

Acabadas las exequias fúnebres venderé los escasos corderos que nos quedan, liquidaré las no menos esca-

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Confesiones de Selene

Zeus Olímpico, Padre de los Dioses y de los hom-bres y muy especialmente padre mío, pues mi madre, al alcanzar la pubertad, me reveló que no era, como el resto de mis hermanos, hija del comerciante Menipo, cuya virilidad ya se había extinguido en ese tiempo, sino tuya, que adoptando la apariencia de un ágil cen-tauro, la poseíste por la fuerza en nuestros establos, en la época en que se recolectan las mieses. Si en verdad soy hija tuya, como siempre me has dado a entender, ¿cómo has permitido que caigan sobre mí y los míos semejantes afrentas? ¿O eres tú el causante de todos nuestros males?

Licaón, el pastor, un hombre digno, al que no pude sino amar desde que le conocí en las Dionisíacas —pues su poderosa cabeza me fascinó al instante, recordándo-me a la que te representa en este relieve—; Licaón, digo, héroe, entre otras, de la campaña contra los macedonios, aunque rechazara el poder que el rey quiso otorgarle entonces; Licaón, menesteroso aunque de muy noble

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Ante el altar de Pérgamo

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linaje, descendiente de los antiguos centauros pastores, dueños, en la edad de oro, de todas estas tierras, ha sido apuñalado por la espalda.

Su hijo Aristeo, inflamado en justa ira, va diciendo a cuantos quieren escucharlo que aquel a quien el mundo tiene por mi padre ha mandado matar al suyo porque estaba harto de que yo dijera que amaba a un pastor, cada vez que alguien me solicitaba en matrimonio. Ha acusado también a Lisias y Eteoclo, pero ellos son hom-bres en la flor de la edad, aunque el uno sea un cobarde y el otro un eunuco, mientras que el pobre Menipo es un anciano decrépito, que, desde que conoció tal infun-dio, tiembla pensando que, en cualquier momento, pese a que ha redoblado sus guardias, caerá sobre él la daga vengadora de Aristeo, al que aconseja y protege su pariente Arquelao, un peligroso contrabandista rodeado de la peor estofa de bandidos. Y para colmo, según se lamenta, las gentes comprenderán su acción y hasta puede que la aplaudan, pues las acusaciones del joven lobezno resultan del todo verosímiles, siquiera en apa-riencia, aunque él se declare, una y mil veces, inocente de la sangre del arrogante pastor.

A mí me consta que dice la verdad y si bien es cierto que no poseo en su favor ninguna prueba concluyente, tampoco la tengo en su contra. Sé además que, mientras ocurría el luctuoso suceso, no solo él, sino Lisias y Eteoclo cenaban en nuestra casa en compañía de otros notables

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Pero no sucedió nada de eso. O, mejor dicho, suce-dió algo que acaso no debiera haber sucedido nunca.

Durante el pasado verano, cuando el calor era más intenso, pienso que inspirada por mi hermana Afrodita, pues no quiero pensar que fue por ti, se me ocurrió la peregrina idea de disfrazarme como las esclavas que recogen el trigo y, tiznándome la cara con carbón y manchándome los pies de barro, subí en un pesado carro, en compañía de rústicos gañanes, y salí a la cam-piña a disfrutar del escándalo dorado de todo un mar de repletas espigas.

Pasé el día en trance, ebria de sol y olores campesi- nos, embriagada del vapor gozoso de la recolección; realmente no había pensado encontrarme con Licaón el pastor, mas he aquí que cuando el sol comenzaba a declinar y el fresco céfiro soplaba suavemente, apareció él, envuelto en una mágica nube de polvo áureo. Traía a sus espaldas, colgados del venablo, diversos volátiles que había cobrado con sus certeras flechas, en torno a él brincaban varios mastines, de potentes fauces, y otros tantos veloces lebreles de caza, y hasta donde abarcaba la vista, un gran rebaño de albos corderos se extendía invadiendo los recién segados campos.

Parecía, en verdad, uno de aquellos legendarios reyes de la Arcadia. Y volví a prendarme de él, como antes en el cortejo de Dionisos. Al principio no me reco-noció y, durante un buen rato, pude observarlo a mi

de la ciudad y que, por tanto, no pudieron ser ellos. Aunque sí manos mercenarias a sus órdenes… o a las tuyas.

Padre de los Dioses y de los hombres y brutal padre mío, yo amaba a ese hombre realmente. Y aunque el destino nos deparó muy pocas oportunidades de estar juntos, sé que hubiéramos sido felices de seguir vivo, pues lo prefería, con mucho, como esposo, a los jóvenes y afeminados aristócratas o a los viejos y corrompidos políticos que, cada día, rondaban nuestro palacio, empa-lagándonos.

¿Qué importaba su escasa fortuna? Fortuna, precisa- mente nos sobró siempre, gracias a tu generosa protec-ción. ¿Qué su edad? Mi supuesto padre me entregaría gustosa al noble Lisias, diez años mayor que él… Pero jamás vinieron por nuestro palacio hombres como Licaón, capaces de combatir con honor y engendrar hijos valien-tes, en vez de pasarse la vida en brazos de efebos y corte-sanas. Ya sé que él no hubiera aceptado instalarse con nosotros. Al menos, en principio… Mas yo esperaba alguna ayuda extraordinaria de tu parte y ordenaba sacri-ficar en tu honor, ante estas mismas aras, magníficos toros de inmaculada blancura, pingües ovejas de poblado vellón y bien cebados cerdos, soñando ya que Licaón encontraba el fabuloso tesoro de Lisímaco, ya que todos los poetas de la Hélade venían a coronarlo de lau- rel, ya que el rey le nombraba su consejero áulico.

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Confesiones de Selene

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y se movía con tal ligereza cual si no notara mi peso. Yo naufragaba en un mar proceloso de anheladas y temidas sensaciones sin ser capaz de volver del todo en mí, pero sintiendo que, al menos, existía en el mundo un hombre por quien merecía la pena arrostrar juntos tanta ver-güenza y tanto deseo.

Descubrió, al pie de un copudo olmo, un lecho umbrío, de fresca y florida hierba, sobre el que revolo-teaban un par de mariposas blancas, y me depositó en él con exquisito cuidado, tratando de humedecer mi frente con el agua de su cantimplora, pero esta se encontraba seca y se marchó en busca del cercano arro-yo dejándome allí, medio desvanecida, sumida en enso-ñaciones, escuchando el jadeo de sus perros que, aten-tos a sus órdenes, me vigilaban.

Entonces tuve un sueño. Aunque ahora desconfío de que se tratara de un sueño solamente.

Vi a mi madre, postrada ante este altar, cuya blan-ca escalinata estaba manchada de sangre. Se mesaba los cabellos, se golpeaba el pecho y lloraba y gemía lastime-ramente. Vi también cómo a la imagen que te represen-ta en el friso le brotaban de la cintura unas extremida-des de caballo y, cobrando vida, comenzaba a piafar con ellas sobre ensangrentados peldaños, convertido en un centauro de colosal estatura y dotado de tal fuerza que, a su galope, retembló toda la Acrópolis. Cruzó los cam-pos como un rayo y no cesó en su carrera hasta encon-

sabor, con el rubor encendiéndome las mejillas, confun-dida entre las esclavas, escuchando los procaces comen-tarios que se hacían unas a otras en voz baja, aunque no tanto que no pudiera oírlas y me perturbaran más aún de lo que ya estaba.

Algunas de ellas comenzaron a bromear con él, pidiéndole que tocara el caramillo y, cogiendo en bra-zos los más tiernos de sus corderos, le lanzaban con los ojos chispas de deseo. Pero él me reconoció al cabo y se dirigió a mí sin prestar atención a nadie más.

No sé cómo, me separó de las mujeres y los gañanes y me encontré con él, en mitad del monte, rodeados del dulce balar de las ovejas y el grave tañer de los cencerros. Tampoco sé, pues tenía la sensación de flotar, cómo me vi, de pronto, con la cintura ceñida por su brazo, respi-rando, con voluptuosidad insospechada, el salvaje olor a hombre que se desprendía de las ásperas pieles que lo cubrían, mi cabeza apoyada en su hombro, mientras él, entusiasmado, me hablaba, con voz ronca, de todo lo divino y lo humano… El crepúsculo doraba su atezado y noble perfil aquilino, dándole la apariencia de un Dios de bronce que apacentara un rebaño de corderos de oro. El corazón comenzó a palpitarme entonces con tal violencia y las encontradas emociones que sentía me agitaron de tal modo que casi perdí el sentido y, notan-do flaquear mis piernas, me desmayé contra su velludo pecho. Él me llevó en sus brazos durante unos minutos,

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Súplica de Menipo

Supremamente hermoso es el cielo, ya sea el diurno, radiante gracias al flamígero Febo, ya el nocturno, tacho-nado por el brillo de las innumerables estrellas. Her-mosos sin medida los océanos que Poseidón gobierna, pródigos en peces, en perlas y en corales, y hermosa sin tacha la Tierra, generosa en dones, que atesora en sus entrañas el divino fulgor del oro, la plata y las piedras preciosas. Hermosas en extremo las prolíficas especies animales que por doquier se encuentran para nuestro provecho y recreo… Pero más hermosa que nada es la existencia humana, en todo dulce y amable como gene-roso vino. Lástima que solo seamos capaces de apreciar-la en la senectud, cuando nuestro criterio, más lúcido que nunca, nos señala inequívocamente la verdad de las cosas, pero cuando nuestras fuerzas se encuentran ya muy mermadas por el paso del tiempo inexorable.

No obstante, mucho he de agradeceros, Olímpicos que presidís este templo, en gran parte sufragado por mí, pues os debo cuanto poseo, que no es poco.

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trarme al pie del olmo. Entonces, espantando a los perros, se arrojó sobre mí y me hizo suya con una vio-lencia que, a pesar de todo, no me desagradó.

Desperté confusa y estremecida de deseo, sintiendo en la frente la frescura del agua y en los labios el ardor de los besos de Licaón.

De lo que no puedo estar segura es de si el hijo que llevo en las entrañas es de Licaón o tuyo.

Necesito una respuesta para saber a ciencia cierta si Menipo, Lisias o Eteoclo mandaron matar al hombre que amaba, o fuiste tú, Padre de los Dioses y celoso amante de tu hija Selene, quien labró su desdicha negándole lo que más deseaba.

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Ante el altar de Pérgamo

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Siendo muy joven, mientras cuidaba cerdos, se me presentó la Diosa Atenea en forma de búho y me dijo que excavara en la parte de la Acrópolis en la que hoy se halla este santuario. Se posó en un lugar exacto, el que hoy ocupa el ara, y profundizando allí encontré un fabuloso tesoro. A partir de ese momento, Fortuna me sonrió y vi inmediatamente multiplicado mi caudal. De las minas que compré podía decirse que brotaba el oro. Los barcos que fleté fueron y regresaron de sus remo-tos destinos sin ser atacados por piratas ni abatidos por el vendaval. Mis rebaños se multiplicaban, sin padecer pestes ni heredar taras, y mis feraces tierras producían, estación tras estación, tan abundantes y sabrosos frutos que eran la envidia de los vecinos.

Mientras me atareaba atendiendo tan variadas empre-sas, me hice acompañar, en mis viajes de negocios, por matemáticos avezados que iban desvelándome los intrin-cados secretos del cálculo.

Siendo aún joven, llegué a amasar una fortuna en verdad tan ingente que me resultaba imposible mane-jarla y hacerla fructificar yo solo. Me hice entonces pres-tamista y observé, complacido, cómo los otros peleaban mejor que yo mismo por lo que, en realidad, constituían mis beneficios. Frecuenté entonces el trato de los filóso-fos, quienes me evidenciaron mil contrasentidos y fla-quezas que entorpecen el corazón y el cerebro de los mortales.

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Súplica de Menipo

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Puedo decir sin exageración que mi vida ha sido siempre placentera y dichosa y las veces que los avata-res de la política me pusieron en graves aprietos, como motines, saqueos, rebeliones o guerras, un águila real esplendorosa, enviada por el Padre de los Dioses y los hombres, solía venir a mí y aconsejarme sobre cuál sería el mejor camino a seguir.

Todo cuanto tengo se lo debo, pues, a los Inmorta-les, en cuyas manos reposa mi vida y en cuyos misterios iniciáticos gusto de meditar.

Por ello no encontré extraño, ni escandaloso, el que un buen día, esa águila, que tantas veces me previno salvándome vida y hacienda, me informara en un sueño que Zeus había concebido una violenta pasión por la ya madura Cidipe, a la que, ciertamente, hacía años que no honraba como marido, y que deseaba a toda costa yacer con ella. Yo solo podía mostrarme agradecido y así se lo hice saber.

De modo que poco después, Cidipe quedó encinta. Cuando nació la criatura no pude evitar ser pasto de la maledicencia. Se decía que era un viejo cornudo y chi- flado, pues nunca negué que fuera hija de un Dios. Pero pronto, al ir creciendo la niña, su hermosura y su talen-to asombroso comenzaron a pasmar a cuantos la veían, y los artistas peregrinaron para conocerla desde los sitios más remotos. Entonces, toda la ciudad, pero sobre todo el pueblo llano, más limpio y honesto por lo gene-

Alcanzada la madurez contraje matrimonio con una joven de Éfeso, única heredera de una gran fortuna, que solidificó aún más la mía. En ese tiempo, el rey comenzó a llamarme no solo para que ayudara a sufragar campa-ñas, sino para que equipara flotas o erigiera edificios. Con estas comisiones, mis rentas crecieron aún más. A poco, era el hombre más influyente de este lado del mar y uno de los más ricos de toda la Hélade.

Mi primera esposa murió de parto en el de nuestro tercer hijo. Contraje entonces nuevas nupcias con la hija de un sátrapa, inmensamente poderoso, y pasé a deten-tar el control comercial de cuantas caravanas llegaban de Persia a la ciudad.

Pero mi segunda esposa también murió pronto, dejándome solo dos vástagos más, y entonces, puesto que no necesitaba ningún beneficio por el momento, me casé de nuevo, pero esta vez con la adolescente Cidipe, hija del cantero Iolao, pobre, pero de una belleza tan excepcional, que hube de mantenerla prácticamente encerrada en el gineceo para que no provocara con sus gracias a cuantos la miraban.

No obstante, gozó de todos los lujos y placeres que pueda ambicionar la más exigente de las mujeres y, a cambio, supo hacerme completamente feliz, además de darme nueve hijos más, casi todos varones, que, como los anteriores, ocupan hoy importantes cargos en pala-cio y entre la aristocracia de la ciudad.

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Súplica de Menipo

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con los mercaderes de Esmirna. Maravilloso comentar, durante una hora, la curiosa disposición de las constela-ciones en el firmamento, escapando de la fría hipocresía de una fiesta cortesana. Espléndido asistir al parto de una yegua en vez de despachar con el encargado del tesoro real.

Por todo ello os doy gracias.Mas ved que hoy vengo aquí como suplicante, pues

lo que era motivo de dichas sin cuento se ha tornado en causa de pesar. La luz de mis ojos, la alegría y el apoyo de mis últimos años, mi preciosa hija Selene, a quien idolatro, es ahora, sin culpa, motivo de preocupación.

Acaso no haya conseguido, como pretendí, ser el mejor de los padres, ya que siempre me sentí perplejo y dubitativo ante su naturaleza dual, pues si en parte era una niña como las demás, en parte se evidenciaba tam-bién a cada momento que estaba indudablemente toca-da por el fulgor de la divinidad.

Ciertamente, sus menores deseos, aun formulados humildemente, se convertían en restallantes órdenes para mí. En verdad he acatado contento sus más leves caprichos, tratando de satisfacerlos en cuanto podía, pues ¿cómo no hacerlo?, ¿cómo negarle algo a esa cria-tura, bella como Afrodita Virgen, ante quien se proster-nan cuantos la ven?

He aquí que un buen día se le ocurrió que se había enamorado del pastor Licaón, el hijo de Cleonte, apar-

ral que los engreídos poderosos, reconoció unánime-mente, y así lo proclama aún, que los Olímpicos pueden engendrar, a veces, seres deiformes, como nos enseña la tradición y corroboran un sinnúmero de experiencias.

La razón de los filósofos, como la de los matemáti-cos, según descubrí entonces, tampoco es omnipotente. Existen, para fortuna de nuestra imperfecta especie, fuerzas superiores a las nuestras, que no pueden aún ser pesadas, medidas ni contadas.

Esa niña, para mí verdadero regalo del cielo, se con-virtió en el auténtico báculo de mi vejez, pues no solo era bella sino aguda y de mente ágil, aparte de amable y bondadosa en extremo. Ella me volvió llevaderos esos años en los que, debilitados los apetitos al haber sacia-do todas las pasiones, la conciencia de las limitaciones que impone el paso del tiempo puede volvernos la exis-tencia aburrida y aun amarga.

Harto de las delicias del gineceo, fatigado de las especulaciones mercantiles, hastiado de la política y sus turbios conflictos e incluso delicado de salud, ella vol-vió a reconciliarme con las fuerzas de la naturaleza y la vida que yacían en mí como aletargadas. Al ir creciendo y descubriendo el universo, esa niña, hoy apenas una jovencita, me hizo verlo con ojos nuevos.

Era magnífico pasar la tarde tratando de coger car-pas, chapoteando en un estanque casi olvidado de nues-tros jardines, en vez de invertirla discutiendo precios

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Ante el altar de Pérgamo Primera Parte. Súplica de Menipo

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Me marcho así tranquilo, pues comprendo que mis sospechas son infundadas.

Gracias, oh Dioses, una vez más, por preservarme de todo mal.

Hermosos son estos mármoles y divino el brillo de este oro, hermosa la púrpura que reviste al sacerdote y magnífico el sándalo que, ahogando el olor de la sangre, transforma en sagrado este lugar.

cero mío y hombre valiente hasta la temeridad, según me contó Eteoclo, aunque también peligroso, por su relación, algo más que familiar, con bandoleros y con-trabandistas; o, al menos, eso fue lo que me dijo Lisias, quien añadió que se pasaba la vida en casa de la corte-sana Clío, de la que hacía años era amante.

Al principio no di demasiada importancia a todo ello, pero algunos de los pretendientes de Selene sí lo hicieron y sé que más de uno trató de deshacerse de él.

Hace poco amaneció apuñalado cerca de su casa. Su único hijo me acusa de una muerte de la que bien sabéis que soy inocente. Pero ¿a quién más se lo parece-rá? Ha jurado vengarse y tiemblo al pensar que, ofuscado por la ira, pueda caer sobre mí, en cualquier momento, sin ocuparse de esclarecer la verdad antes de pasar a la acción.

Así, mis días, y cada día es precioso cuando se alcan-za mi edad, se han convertido en una cruel espera de la ineludible aunque equívoca venganza y, por tanto, no existe para mí placer ni alegría alguna. Vivo temblando, y para padecer así, prefiero mil veces la temida muerte.

Otorgádmela ya, oh venerados Inmortales, o desva-neced mi angustia con un signo cierto.

Mas ya veo que el águila áurea que descansa a los pies del padre de los Dioses y de los hombres me hace con su cabeza una señal conocida e inequívoca, indican-do que mi angustia carece de fundamento.

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Esta edición ilustrada de ANTE EL ALTAR DE PÉRGAMO

es la primera de un original escrito entre 1990 y 2002.Se compuso en Bodoni Old Face BE Regular

y se acabó de imprimir en 2012

ASPICIUNT SUPERI

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La civilización helenística, aún más que la griega,

dejó una profunda huella en la cultura romana e

incluso en la judaica. Tanto en el mundo de Jesús

como en el de Julio César, que tan decisivamente

influirían en los venideros, las formas de vida más

evolucionadas y dignas tuvieron algo que ver con las

alejandrinas.

Los cuatro cuentos de este libro, aunque se desen-

vuelven en la turbulencia y el misterio, reflejan una

civilización que fundó la existencia humana en la

importancia de la cultura, en el ejercicio de la libertad

y en el desarrollo del arte. En un tiempo en que

tales ideas se encuentran en completa decadencia,

probablemente en el trance anterior a su desapari-

ción, parece oportuno recrear, a modo de homenaje,

el clima que las hizo posibles.

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