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1 Depto de Lengua y Literatura IES ‘Vega del Turia’. Teruel Curso 2015/2016. 3ª evaluación Antología de textos ensayísticos turolenses* * Todos los textos aparecen publicados en Teruel por sí mismo. EL DEVENIR HISTÓRICO DEL PAISAJE TUROLENSE ÁNGEL MARCO, IVO ARAGÓN A excepción de las cabeceras del Alfambra y del Sollavientos, con prados y frondosos bosques de pino albar, el paisaje del Alto Alfambra se caracteriza por altiplanos fríos y yermos, por valles de cereal y por hileras de chopos cabeceros. Una sensación encoge el ánimo de muchos viajeros. Son las parameras desnudas, los campos en barbecho, los chopos sin hojas… Un paisaje alejado de los encinares, robledales, sabinares y pinares originarios que aún se conservan, aunque en un fuerte estado de regresión. Este paisaje es fruto de una dilatada transformación de los elementos naturales del territorio. Es un constructo cultural de subsistencia, de presión antrópica sobre el medio natural, hijo de una historia en la que se suceden las crisis ambientales. Resulta difícil apreciar cuál fue el impacto de los primeros pobladores, o de las etapas romana, visigoda o andalusí en estas tierras. Sí está más claro en la Edad Media y Moderna, donde la expansión de la agricultura y la ganadería llevó a establecer una estricta regulación sobre los recursos forestales y cinegéticos, que en ocasiones no se respetó, aunque pudiera ser fruto del consenso de monarquía, concejos, sesmas, comunidad de aldeas, ligallos... Existía de fondo una sorda presión sobre los recursos que no cabe atribuir mecánicamente a las capas bajas. Con todo, la regulación de los recursos significó una controlada regresión del medio natural. El crecimiento demográfico sustentado por la expansión agropecuaria y la explotación de los recursos forestales («fustas», carbón vegetal), se vio ampliado por el auge del comercio y transformación de la lana. Aunque la población se redujo a partir del siglo XV y hasta el XVIII no recuperó valores bajomedievales, la presión sobre el medio se mantuvo. Que gran parte de las actuales iglesias y palacios de nuestros pueblos se construyera en esta época nos habla de dicha presión y de las formas que adquirió. En efecto, con el fin de la época foral tras la Guerra de Sucesión, y en plena crisis de la industria lanera, las clases ricas presionaron a favor de la agricultura en detrimento de la tradicional gestión forestal por cuestión de rentabilidad económica y prestigio, lo que encajaba en los proyectos y mentalidad de la monarquía absolutista y de buena parte de los ilustrados. Es muy probable que la organización del espacio fluvial, con huertas, acequias, molinos y chopos cabeceros, que ha perdurado hasta hoy, se acabase de

Antología de textos ensayísticos turolenses*personal.iesvegadelturia.es/alosantos/web1516/ESO4/UNI8/... · 2016. 4. 24. · 1 Depto de Lengua y Literatura IES ‘Vega del Turia’

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    Depto de Lengua y Literatura

    IES ‘Vega del Turia’. Teruel

    Curso 2015/2016. 3ª evaluación

    Antología de textos ensayísticos turolenses*

    * Todos los textos aparecen publicados en Teruel por sí mismo.

    EL DEVENIR HISTÓRICO DEL PAISAJE TUROLENSE

    ÁNGEL MARCO, IVO ARAGÓN A excepción de las cabeceras del Alfambra y del Sollavientos, con prados y frondosos bosques de

    pino albar, el paisaje del Alto Alfambra se caracteriza por altiplanos fríos y yermos, por valles de cereal y por hileras de chopos cabeceros. Una sensación encoge el ánimo de muchos viajeros. Son las parameras desnudas, los campos en barbecho, los chopos sin hojas… Un paisaje alejado de los encinares, robledales, sabinares y pinares originarios que aún se conservan, aunque en un fuerte estado de regresión. Este paisaje es fruto de una dilatada transformación de los elementos naturales del territorio. Es un constructo cultural de subsistencia, de presión antrópica sobre el medio natural, hijo de una historia en la que se suceden las crisis ambientales.

    Resulta difícil apreciar cuál fue el impacto de los primeros pobladores, o de las etapas romana, visigoda o andalusí en estas tierras. Sí está más claro en la Edad Media y Moderna, donde la expansión de la agricultura y la ganadería llevó a establecer una estricta regulación sobre los recursos forestales y cinegéticos, que en ocasiones no se respetó, aunque pudiera ser fruto del consenso de monarquía, concejos, sesmas, comunidad de aldeas, ligallos... Existía de fondo una sorda presión sobre los recursos que no cabe atribuir mecánicamente a las capas bajas. Con todo, la regulación de los recursos significó una controlada regresión del medio natural.

    El crecimiento demográfico sustentado por la expansión agropecuaria y la explotación de los recursos forestales («fustas», carbón vegetal), se vio ampliado por el auge del comercio y transformación de la lana. Aunque la población se redujo a partir del siglo XV y hasta el XVIII no recuperó valores bajomedievales, la presión sobre el medio se mantuvo. Que gran parte de las actuales iglesias y palacios de nuestros pueblos se construyera en esta época nos habla de dicha presión y de las formas que adquirió.

    En efecto, con el fin de la época foral tras la Guerra de Sucesión, y en plena crisis de la industria lanera, las clases ricas presionaron a favor de la agricultura en detrimento de la tradicional gestión forestal por cuestión de rentabilidad económica y prestigio, lo que encajaba en los proyectos y mentalidad de la monarquía absolutista y de buena parte de los ilustrados. Es muy probable que la organización del espacio fluvial, con huertas, acequias, molinos y chopos cabeceros, que ha perdurado hasta hoy, se acabase de

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    configurar casi definitivamente en este momento. Pero esto sucedió en un marco de incremento de los procesos de desigualdad social por acumulación de riqueza, que no cesó en el XIX con la implantación del estado-nación liberal y de la propiedad privada.

    La expansión demográfica derivada de la disminución de la mortalidad, con máximos de población a finales del XIX y principios del XX, obligó a roturar tierras marginales en extremos inimaginables. Las mejores masías y fincas estaban en manos de escasos propietarios, los únicos –por otra parte– con recursos de capital para invertir en una mejor explotación. La mayor parte de la población debía conformarse con un pequeño pedazo de huerta, unos pocos animales de corral, unos pobres y dispersos bancales de cereal y, con suerte, algún chopo cabecero del que cortar leña y vigas. Fue la última crisis ambiental de este territorio. Esperemos.

    EL PAISAJE DE LAS MASÍAS JAVIER OQUENDO

    Si hubiera que dar una definición del paisaje, se podría decir que «es el conjunto de elementos de un territorio relacionados entre sí fácilmente delimitables y visibles».

    Las masías son uno de esos elementos reiterativos y fácilmente visibles dentro de un territorio como es el Maestrazgo. Su paisaje no se puede entender sin estas construcciones, tan singulares en algunos casos (masías fortificadas), y tan extendidas. En ocasiones no las apreciemos por su integración en el paisaje y por la costumbre que tenemos de verlas, pero ciertamente es uno de esos elementos que están presentes de forma permanente. Además, no sólo son características de esta comarca, sino de toda la zona este de la provincia de Teruel.

    Las masías reflejan un modelo de un paisaje antropizado donde se combinan varios espacios: el espacio destinado a la vivienda, que nunca ocupa las zonas ricas, ni las que pueden ser aprovechadas, sino que se construye en las laderas o espacios más yermos; el espacio que se dedica a la producción agrícola, que está casi siempre cercano a la vivienda; el de pastos para el ganado, que suele estar un poco más apartado, y el espacio de bosque que abastece de leña y de sombra para el ganado en verano.

    Desde la Edad Media hasta los años 60 del siglo XX estos espacios conviven y evolucionan en armonía con la presencia humana. La misma vivienda de la masía es un elemento dinámico que crece y se desarrolla en función de las necesidades de la familia y del crecimiento de la misma o de sus ganados. No es un patrimonio estático, sino que cuando nace un hijo hay que crear un espacio para el mismo y cuando crece el ganado hay que ampliar la cuadra, y si se compren gallinas hay que hacer el gallinero.

    El desequilibrio se produce en las últimas décadas, cuando el abandono de las masías hace que solo se dediquen al uso agrícola o ganadero. Es un paisaje que se pierde, por el abandono progresivo de sus edificaciones, incluso por la utilización de sus materiales para construir en otros sitios. Laten en el fondo las dificultades para vivir en ellas y el atractivo de los núcleos urbanos, la desidia de muchas administraciones hacia el medio rural, la supremacía del desarrollismo o, quizás, simplemente la realidad de que su hora había llegado y su momento había pasado.

    Con la pérdida de este patrimonio se transforman nuestros paisajes rurales, se pierde una seña de identidad del territorio y un modelo de desarrollo sostenible. Los masoveros dejaban para las generaciones venideras algo mejor que lo que ellos habían encontrado, no solo en la vivienda, sino en todo el espacio que ocupaba la masía, y cuando se dice algo mejor significa que los hijos tenían las mismas posibilidades que habían tenido sus padres.

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    Quizás todavía no es tarde del todo y se pueda hacer un esfuerzo por mantener a las 67 familias del Maestrazgo que todavía viven en masías, y por dotarlas de los mínimos servicios para que puedan ser lugares de residencia de aquellos que huyen de la ciudad o que desean un modelo de vida diferente.

    JAVALAMBRE ÁNGEL MARCO

    Muchos días del invierno, en estas tierras, el cielo se nos muestra completamente limpio de

    brumas. La luz en esas mañanas es de tal nitidez, que desde las tierras altas del Maestrazgo se observa la Sierra de Javalambre cubierta de seda blanca en todo su extenso dorso alomado. La pureza de esa imagen casi nos deja tocar la capa de nieve helada. Aquella que crujía a cada paso en el día de Año Nuevo de hace veinticinco años, cuando me inicié caminando por el Alto del Ventisquero, en una soledad acompañada del cielo azul, cual navegante en medio del Mediterráneo que desde allí se intuye hacía el levante. Viene a mi recuerdo el cierzo helado cortando la cara, como desde tiempo inmemorial curte la de pastores cobijados en manta ensebada de aromas de tomillo ahumados con aliaga, ardiendo entre piedras al cobijo del viento, y lavada con lágrimas desprendidas con el recuerdo de las batallas perdidas; el paño que protege del frío y del dolor, al desprender tanto sentir profundo abigarrado en sus hilos. Me encontré una pequeña araña andando en aquel desierto blanco, arrancando con cada movimiento de sus patas minúsculos cristales de hielo, como lo haría en los erg del desierto con cada uno de los granos de arena amontonados en venteadas dunas.

    No hace muchos años, desde el santuario celtibérico de Peñalba, en Villastar, la Montaña Blanca se nos mostraba con la misma virginidad con que la debieron mirar aquellos hombres que, mientras grababan en la arenisca símbolos de su culto, oteaban hacía el levante y veían aquella mole de roca interponiéndose y llenando de misterio aquello que ocultaba. Quién sabe si la espiritualidad que expresaban aquellos antiguos pobladores no reflejaba sino su miedo de atravesar aquella muralla. En la actualidad, desde ese mismo lugar, Javalambre se ve domesticado: la red de pistas de esquí abiertas entre los pinares de la ladera oeste y la visión de torres, cables y edificios no pasan desapercibidos, incluso para quienes desde la ciudad de Teruel observamos la cumbre más alta del sur de la Ibérica.

    El verano aleja el rigor invernal pero trae el infierno. Un mosaico de sabinas rastreras y piedras se comporta como lagartijas tumbadas al sol, resguardadas del frío viento del norte que nunca deja de sollar en estos altos. Bastantes de estas sabinas son más que centenarias, grandes «árboles horizontales» de un valor inapreciado. «Simples» para muchos; monumentos vegetales únicos, en realidad. Como «simples» parece que nos ven a quienes no pretendemos horadar las entrañas de la Sierra. Quienes no nos sumamos a la caravana de aquellos que hollan en búsqueda de fortuna, como aquellos lejanos aventureros del Yucón que dejaron en su intento su identidad, su cultura y su vida, segando a su paso la hierba como caballos de Atila.

    Conforme leemos este paisaje preñado de elementos culturales en torno a la cultura pastoril, percibimos que no es un lugar inhóspito. Esta isla biológica altitudinal es, junto al Pirineo y Sierra Nevada, uno de los «hotspots» (núcleo de alta prioridad botánica mundial) reconocidos en la Península Ibérica. Dejo a otros que escriban sobre este patrimonio de todos, o lean ustedes lo escrito sobre esta sierra, como la obra Centres of Plant Diversity (Davis, Heywood y Hamilton, IUCN, 1994) y tantas referencias de botánicos ilustres.

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    Su importancia mundial en el panorama de la conservación contrasta con la desidia con la que ha sido tratada por los respectivos responsables medioambientales de Aragón, lo que también pueden leer repasando las hemerotecas provinciales de los últimos veinticinco años. Ni tener las mejores muestras mundiales de sabina albar, ni los bosques horizontales de sabina rastrera, ni la abundancia de endemismos vegetales gravemente amenazados, ni el valor entomológico o geomorfológico ha sido reconocido. Javalambre es el único en toda Europa de los mencionados hotspots que no goza de ningún tipo de protección, lo cual deja perpleja a la comunidad científica internacional.

    El Dorado que algunos ven en el esquí, como único modelo de desarrollo para esta sierra, ha sido responsable de la destrucción de casi prácticamente toda la población mundial de Oxytropis javalambrensis, así como de otras plantas exclusivas de estas cimas. La ambición desarrollista no tiene límites. En el año 2005 el Departamento de Medio Ambiente del Gobierno formuló declaración de impacto ambiental desfavorable para el proyecto de carretera de acceso por la cara sur de la Sierra a las Pistas de Esquí. Sin embargo, los hay que no cesan de reivindicarla, aun incumpliendo la legalidad vigente, en la búsqueda de la cuota de crecimiento urbanístico para el sector sur de la sierra. Para ello hay que abrir en canal las cimas y crear una enorme y kilométrica herida en el paisaje.

    Son muchas las especies que no resisten esos cambios bruscos que imprimimos con nuestras acciones en el territorio. Para algunos, esos cambios simbolizan perder uno de los últimos lugares donde poder abrazar sentimientos profundos con la tierra. Entre tanta superficialidad con que la vida nos envuelve en su intento por atraparnos el alma, se hace necesario que hablen también aquellos que sienten de otra manera su vida en la Sierra. Se hace necesaria nuestra complicidad con su intento por hallar una vía que sostenga el tejido social que ha modelado estos paisajes. También ellos habitan la Sierra de Javalambre, junto a los viejos tejos centenarios diseminados a lo largo del barranco de La Hoz, que resisten el paso del tiempo enraizando entre las grietas de las viejas rocas.

    LA SIERRA DEL POBO: ¿FUTURO, VALOR Y PAISAJE?

    IVO ARAGÓN

    La Sierra del Pobo es el contrafuerte más occidental de las serranías de Gúdar, un relieve de unos 30 km de longitud con disposición Norte-Sur. En tiempos fue un macizo cubierto de carrascales, sabinares y enebrales, y hoy en día aún pueden verse bosquetes y ejemplares dispersos de aquellas especies, aunque predomina la flora arbustiva, así como gramíneas y pratenses que se extienden a ras del suelo.

    Seguramente gran parte de esta superficie fuera patrimonio de la Comunidad de Teruel, los montes blancos que servían de pasto y leñas a los vecinos de las aldeas. Durante siglos la normativa foral reguló su explotación, amparó su regeneración y sancionó las infracciones. Se controlaban, pautaban o –si era necesario– se prohibían las talas, las roturaciones, el pastoreo y la caza. Aunque indudablemente el medio natural se transformó, no es muy descabellado pensar que a inicios del siglo XVIII el paisaje fuera diferente al actual. Fue a partir de este momento cuando, a tendencias que ya se manifestaban, se unieron otras precondiciones para un cambio más drástico. La abolición de los fueros, la decadencia de la Comunidad de aldeas y una nueva mentalidad jugaron en contra del modelo de gestión observado hasta el momento.

    Sin embargo, fue seguramente a partir del siglo XIX, con la articulación del Estado español y la consolidación del modo de producción capitalista, cuando más debió de avanzar la deforestación

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    que peló nuestros montes. Durante la primera mitad del siglo XX se arrancaba hasta la última aliaga con la que alimentar hornos, estufas y chimeneas. Así nos llegó nuestro actual paisaje en la Sierra del Pobo, visto desde la Virgen de la Peña, en Aguilar, una inmensidad de soledades que te saca de este mundo. Es un paisaje bello aunque no sean los Pirineos. Huele a tomillo arrasado por luz abrasadora y viento helador, y al florar las aliagas se convierte en un mar amarillo. En los cortados viven cabras montesas y buitres, y entre los arbustos, valiosísimas aves esteparias. Alberga Hábitats de Interés Comunitario y de la Red Natura 2000. Pero está solo en una tierra que no parece de nadie y a la que le caben desgracias como el incendio del Castelfrío en 2009.

    No es raro escuchar que montes como esos, antes de que estén abandonados, mejor que produzcan algo. Y, sin embargo producen. Producen servicios medioambientales, que aunque no nos los paguen, tienen un valor contante y sonante. Es cierto que no computan en el PIB, pero el PIB tampoco estima como riqueza nacional el trabajo de las amas de casa. Con este panorama las sierras se ven abocadas a inversiones rentistas y, en general, empobrecedoras como la energía eólica. Con el mismo entusiasmo que falta de reflexión sobre el sector, nos abocan a un futuro en el que desde San Just hasta el puerto Escandón todo será un continuo de parques eólicos. Si el paisaje debe producir, ¿por qué malbaratarlo? ¿Cuánto territorio y recursos naturales se consumen para producir, en comparación, una cantidad ridícula de energía? La energía eólica, por su ineficiencia, además de costarnos dinero, no evita que en las centrales se sigan produciendo CO2 y desechos nucleares, y residuos radioactivos en el procesado de las denominadas tierras raras que se emplean en los aerogeneradores. Y los beneficios del consumo de esa energía, una vez más, no se van a generar aquí.

    Si el dogma es no valorar ni pagar nuestro principal valor diferencial, el medio y el paisaje; si este patrimonio debe producir de forma activa, ¿por qué en vez de inversiones vinculadas con las características del territorio y que refuerzan sus valores y su capacidad de producción integral, nos reservan las que lo destruyen en beneficio principal de otros? ¿Por qué lo sacrifican con aerogeneradores, líneas de alta tensión o minas de arcilla a cielo abierto, a la vez que no dudan en castigar a la ganadería y la agricultura, que forman parte de ese paisaje? ¿Por qué algunos hablan de sostenibilidad y hacen lo contrario? Tal vez sea por su falta de reflexión sobre el paisaje y su valor... Por no hablar del desdén hacia el significado profundo que tiene ese paisaje por su universalidad y como seña de identidad nuestra, precisamente aquello que no tiene traducción en un balance contable.

    MEJORAR LAS CARRETERAS: ¿CON QUÉ CRITERIO?

    JOSÉ LUIS SIMÓN

    Las regiones de relieve accidentado han sufrido históricamente deficiencias en sus vías de comunicación. Curvas y puertos de montaña alargan los trayectos y las distancias entre poblaciones. Buena parte de la provincia de Teruel sufre este problema, tratando de paliarlo para que no suponga un grave obstáculo a su desarrollo. Se reivindican nuevas autovías, ensanchamientos y mejoras en las carreteras autonómicas, y se recibe con satisfacción el asfaltado de pistas forestales o agrícolas.

    Sin embargo, la valoración global del impacto que una nueva carretera tiene en el territorio requiere considerar varios aspectos. A veces se olvida el hecho, obvio, de que esta tiene un carril de ida y otro de vuelta. Una buena carretera facilita la llegada de turistas e inversiones, y los viajes de los habitantes de pueblos apartados a la cabecera comarcal donde se prestan servicios. Pero asimismo

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    permite que el maestro de un pueblo no sea vecino del mismo; que un agricultor se vaya a vivir a la capital y continúe trabajando desde allí sus tierras; que las compras no se hagan en la pequeña tienda local sino en el hipermercado de la capital… Nada de esto contribuye al desarrollo de los pequeños pueblos unidos por esa «buena carretera».

    El segundo aspecto que hay que sopesar es el impacto ambiental. En muchas zonas montañosas de Europa se construyen carreteras adaptadas a la topografía, con incontables curvas y puertos, pero con todas las medidas de seguridad: firme de calidad, guardarraíles seguros, magnífica señalización horizontal y vertical. En España es frecuente que las carreteras de montaña se mantengan en condiciones penosas durante décadas, y cuando por fin se arreglan es para modificar drásticamente su trazado, invirtiendo enormes cantidades de dinero en movimientos de tierra desmesurados que producen un impacto visual y ambiental inaceptable.

    La clave del equilibrio entre beneficios y perjuicios está probablemente en un diseño de la obra ajustado a las condiciones del terreno y a las necesidades reales de sus potenciales usuarios. La carretera de Villarluengo a La Cañada de Benatanduz, recientemente mejorada, es un buen ejemplo de cómo un modesto ensanchamiento (sin cambio de trazado), una mejora del firme y una correcta señalización hacen que una carretera de montaña tortuosa gane sustancialmente en seguridad y comodidad con una inversión y un impacto ambiental pequeños.

    En el lado opuesto, la nueva carretera entre Aliaga y Pitarque es el paradigma del despropósito. Para empezar, la vía nace directamente de la nada; el viajero vadea el río Guadalope, o lo cruza por un puente angosto, para encontrarse de repente una calzada de 8 m de anchura. Siguiendo el trazado de antiguas pistas forestales, salva con un par de curvas cerradas y de gran pendiente la subida a la loma de La Lastra, sobre un terreno inestable en el que se han producido ya varios desprendimientos. Alcanzado el altiplano, se torna una vía rápida, en la que no se han escatimado movimientos de tierra para conseguir un trazado propio casi de una autovía. El impacto es tremendo en el páramo calcáreo y en el hermoso paisaje de bosquecillos y pastizales de Los Masegares, que la ruta atraviesa como una herida abierta. Finalmente, el espejismo de velocidad se desvanece de repente cuando el viajero afronta la escabrosa bajada a Pitarque: un desnivel de 500 metros en una distancia de 2 km en línea recta, que la carretera salva mediante 12 curvas de ballesta inverosímiles, con una pendiente sostenida en torno al 10%. Una auténtica trampa para cualquier conductor incauto que en los kilómetros anteriores haya podido imaginar que conducía por la Autovía Mudéjar. En definitiva, una obra costosa, muy poco respetuosa con el paisaje e insegura.

    EL RECONOCIMIENTO DEL PATRIMONIO PALEONTOLÓGICO DE GALVE

    MARIBEL HERRERO

    Galve es un pueblo del Teruel interior, pequeño y olvidado, que ha aportado a la ciencia y especialmente a la paleontología un amplio registro fósil entre el que se destaca el descubrimiento del primer mamífero mesozoico de España y la primera especie de dinosaurio ‘autóctona’: el Aragosaurio. Los primeros hallazgos paleontológicos de Galve se remontan a la década de los cincuenta, cuando hablar de dinosaurios era difícil ya que pocas universidades se dedicaban a ello. Pero Galve, gracias a la constancia y curiosidad de José María Herrero, se hizo referente de estudiantes e investigadores de todo el mundo. De hecho, personas de relevancia científica

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    realizaron ahí sus tareas de investigación, otras sus tesis doctorales, publicaciones, etc. y el pueblo de Galve se dio de este modo a conocer en la comunidad científica nacional e internacional.

    En este caldo de cultivo, hace casi treinta años el Ayuntamiento de Galve inició una experiencia de desarrollo rural novedosa en nuestra Comunidad Autónoma aprovechando los recursos endógenos existentes, dando a conocer el rico patrimonio geológico y paleontológico y ofreciéndolo como un atractivo turístico.

    La experiencia inicial fue todo un éxito, ya que el proyecto que este pueblo planteaba era sólido y tenía una gran coherencia, pretendía desarrollar un plan global aprovechando cada uno de los recursos que anteriormente y con gran esfuerzo se habían materializado. Soñaba con un gran Parque Paleontológico, donde los innumerables yacimientos de dinosaurios e icnitas (huellas) se pudieran conjugar con la riqueza geológica que encierran las hoces de Ríos Bajos y Ríos Altos y el paisaje de chopos centenarios de la ribera del Alfambra. Soñaba con tener un museo en el que poder exponer de manera digna todos esos tesoros que a lo largo de una vida fueron recogidos por José María Herrero y estudiados por paleontólogos de muchas partes del mundo. Y casi lo consiguió.

    Fue un proyecto apoyado inicialmente, por novedoso y porque era una manera complementaria y diferente de apostar por el desarrollo en una zona rural, ya que tenía todo aquello que era necesario: ideas, materiales abundantes, mucha ilusión y ganas de trabajar. Tal fue su éxito que sirvió como referente a un nuevo proyecto: Dinópolis. En el momento actual, Galve pasa por momentos difíciles como muchos de los pueblos de nuestra provincia, no solo porque avanza muy despacio sino porque su patrimonio puede ser destruido o menoscabado por la ampliación de la mina de arcilla a cielo abierto que hay a escasa distancia del pueblo y dentro de un yacimiento paleontológico existente y catalogado como punto de interés geológico por el Gobierno de Aragón desde 1994. También por el continuo goteo de proyectos indiscriminados de parques eólicos y sus complementos necesarios (caminos, líneas de evacuación) si no se decide pronto una ordenación del territorio coherente.

    Siendo Galve pionera en el campo de la paleontología y sabedora la administración de su patrimonio, parte descubierto pero otro mucho sin descubrir, es una responsabilidad de todos el preservarlo. Si no se apoya desde las instituciones, los pueblos pequeños están indefensos y no pueden luchar contra tantos intereses económicos privados. Todavía es posible el salvar la situación de Galve y buscarle la protección que se merece.

    DE RÍOS, HITOS GEOGRÁFICOS Y BASUREROS ALEJANDRO J. PÉREZ

    La mayor parte de pueblos del mundo desarrollado conocen y están orgullosos de sus hitos

    geográficos. El pueblo más alto de un país, la gruta más profunda, la laguna más extensa, el paso del meridiano de Greenwich, el más lluvioso…, son destacados como elementos singulares y, a veces, potenciados como atracción turística. Tras la ampliación de la Comunidad Europea, un pueblo alemán se dolía por dejar de ser el baricentro de la CE, que se trasladaba más hacia el Este, a la antigua Checoslovaquia. Y es que, durante los años en que fue el centro de la Comunidad, supo potenciar un turismo de hito geográfico. Los franceses, por ejemplo, son expertos en sacar provecho de este tipo de turismo (restaurante-mirador con vistas y 3 € la visita).

    Teruel es una provincia rica en hitos geográficos. Quizá el más conocido sea que contiene al municipio más alto de la Península, Valdelinares. También que nacen en ella algunos de los ríos más

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    importantes, como el Tajo, el Júcar, el Turia… Entre los más desconocidos está que alberga tres de los diez «puntos hidrológicos triples» más importantes de España.

    Un punto hidrológico triple es el lugar donde se juntan tres cuencas hidrográficas. A diferencia de las divisorias de aguas de los ríos, que suelen discurrir por crestas montañosas, los puntos triples suelen estar en páramos o sectores de escaso relieve. Es lo que ocurre, por ejemplo con el más importante de España (donde se unen las cuencas del Duero, Ebro y Tajo), que está en una zona de drenaje incierto, en Ambrona, unos 8 km al Oeste de Medinaceli (Soria). También ocurre algo parecido con el tercero más importante de España (Ebro, Tajo y Turia), que está en una plataforma cárstica cerca de Pozondón (unos 5 km al NW). Una singularidad de este hito turolense es que justo en el pequeño cerro que constituye la divisoria triple hay una pequeña ermita, la de los Santos de la Piedra.

    La forma más habitual y lógica de valorar la importancia de los puntos hidrológicos triples es con la suma de las superficies de las cuencas hidrográficas que los crean. Según este criterio, Teruel alberga otros dos puntos triples del top ten peninsular: el sexto en importancia es el constituido por la unión de las cuencas del Ebro, Turia y Mijares, que está situado muy cerca de Valdelinares, a unos trescientos metros hacia el Norte del puerto de montaña del mismo nombre. De él parten el Bco. de Zoticos hacia el Guadalope, el río de Linares hacia el Mijares, y el Sollavientos hacia el Alfambra. Otro punto triple importante, el tercero de los turolenses, es el de la unión de las cuencas del Tajo, Júcar y Turia, situado muy cerca del nacimiento del Tajo.

    Valdelinares y alrededores, por tanto, tienen una densidad de hitos geográficos más que notable: uno de los puertos de montaña de la red de carreteras más alto de España, para llegar al pueblo más alto de la península, justo al lado de uno de los puntos hidrológicos triples más importantes de España. Asimismo, se está en vías de comprobar la existencia de un pequeño poblado ibérico que, con 1850 m de altitud, sería el más alto de la Península Ibérica.

    ¿Qué imaginan que hay en este lugar tan singular?: un basurero. Una escombrera que el auge inmobiliario del municipio está haciendo crecer a marchas forzadas, con basuras, materiales de derribo, restos de materiales de construcción, de palés, de losas, etc. Un basurero en uno de los puntos más bellos, visibles y singulares de la zona: el puerto de Valdelinares, la cabecera del río Sollavientos.

    VALDELINARES, ALGO MÁS QUE ESQUIAR ÁNGEL MARCO

    Es un hecho la urbanización, en los últimos veinte años, con mayor o menor fortuna, de la

    Sierra de Gúdar. Como lo es el reclamo publicitario sobre el que se han servido para ofertar esas segundas residencias: las pistas de esquí del Monegro.

    No vamos a volver a incidir sobre los valores ambientales de esta cumbre de la comarca. Una isla relicta de períodos glaciares donde se conserva un pinar de Pino negro (Pinus uncinata), localizado en latitudes muy meridionales para los tiempos actuales, alejados de la época glaciar que también ocupó estas sierras. En torno a él existe una amplia variedad de especies de flora endémicas, desarrolladas por el aislamiento proporcionado por la altitud de estas montañas. Sigue sin valorarse por los turolenses este baluarte del patrimonio natural, aunque afortunadamente hoy forma parte de la red de Espacios Europeos Protegidos al estar incluido en la RED NATURA 2000, y su protección, amparada por la nueva Ley estatal de Conservación del Patrimonio Natural y la Biodiversidad.

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    Un nuevo modelo de uso del territorio ha colonizado esta Comarca, apartando esas formas de vida tradicionales que durante cientos de años han modelado sus paisajes. Soy de la opinión de que este modelo socioeconómico sobre el que hoy se sustenta la economía de algunos pueblos, es un satélite más de la enorme tela de araña tejida en torno a las ciudades para satisfacer sus necesidades, en este caso de ocio. No lo creo capaz de tejer una estructura social capaz de perdurar en el tiempo, ni que mejore la conservación del patrimonio, todo lo que nos identifica con nuestro pasado, con la emoción que transmiten los poblados celtibéricos repartidos por sus cabezos o las calles de sus pueblos cargados de historia. Al igual que llega, ese modelo socioeconómico se acabará cuando los gustos de la urbe cambien, sin importarle haber destrozado el paisaje, haber cambiado las orientaciones sociales, dejar una tierra baldía sin nadie que sienta arraigo por ella.

    Me lamento de la cantidad de dinero público que se precisa para mantener en funcionamiento unas pistas de esquí en estas latitudes. Muy claro lo tuvieron los primeros inversores en la década de los ochenta, que enseguida vendieron su proyecto al Gobierno de Aragón. Porque, si ese dinero público se destinara, en vez de a crear un parque temático del juego de la nieve, a recuperar el patrimonio histórico-arquitectónico de nuestros pueblos, a afianzar una gestión del paisaje donde quepa el aprovechamiento tradicional ganadero, a fomentar capaz el valor de vivir en la montaña, quizás estaríamos apostando por un verdadero proyecto de futuro.

    Concluir el Plan de Ordenación de los Recursos Naturales de la Sierra de Gúdar, con la participación de todos los sectores implicados, significaría planificar y ordenar el futuro de este territorio. Ello evitaría tener que apostar a ciegas por un modelo especulativo, que pretende aprovechar un tiempo de bonanza económico para canalizar la dependencia que nuestra sociedad urbana tiene del ocio comercial. El medio rural no debería marchar a ese ritmo impuesto por las gentes de la ciudad, sino seguir sus ciclos naturales, esos que tantas veces desconocemos y vulneramos.

    FRACKING EN EL MAESTRAZGO: UN PROBLEMA GEOLÓGICO

    JOSÉ LUIS SIMÓN

    El Gobierno de Aragón tiene que decidir si otorga o no a la empresa Montero Energy el permiso de investigación de hidrocarburos «Platón» en las comarcas del Maestrazgo y Gúdar-Javalambre, en el que se aplicaría la fracturación hidráulica o fracking. Algunos colectivos científicos y ciudadanos han mostrado su oposición o, cuando menos, sus recelos, alimentados por la ambigüedad que hay sobre los objetivos reales del proyecto. La compañía informaba inicialmente de que la exploración de gas en el área se centraría en formaciones marinas del periodo Jurásico, aunque luego han sugerido que su objetivo serían formaciones más profundas.

    Resolver esa ambigüedad es crucial para poder valorar el potencial impacto del fracking sobre el agua subterránea. La industria insiste en que los acuíferos de los que se abastece la población se hallan siempre a una «distancia de seguridad» de entre 1000 y 2500 m de las capas explotadas; aislar el tramo superior del pozo garantiza su protección. Sin embargo, hay dudas de que este modelo (probablemente válido para zonas de EE.UU) pueda extrapolarse al Maestrazgo. El acuífero regional tiene aquí su base en las arcillas yesíferas impermeables del Triásico superior, a profundidades que pueden superar los 2500 m, y su almacén principal en las calizas del Jurásico (particularmente del Jurásico inferior), extendiéndose hacia arriba en unidades del Cretácico. Las formaciones

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    semipermeables no llegan a compartimentarlo, y las numerosas fallas que lo atraviesan aumentan su conectividad hidráulica.

    Si las formaciones en las que está interesada Montero Energy se situasen en el Jurásico, éstas se intercalarían con las que componen el gran acuífero regional, pudiendo llegar a estar contiguas. Si se explotaran formaciones más profundas, en el Triásico medio o más abajo, sí existiría la barrera impermeable del Triásico superior, con un espesor de 230-280 m. Discernir estas cuestiones es muy importante, ya que de ellas depende la probabilidad real de que el acuífero sea vulnerable a la contaminación.

    Las posibles fugas contaminantes al acuífero dependen también de la distancia a la que puedan propagarse las fisuras inducidas. Montero Energy afirma que esa distancia no superaría los 40 m (Heraldo de Aragón, 6-1-2013), por lo que el eventual «sello» impermeable garantizaría la seguridad. Ese dato se contradice con las observaciones reales. Un reciente estudio de los principales yacimientos norteamericanos muestra que hasta un 60% de las fracturas inducidas se propagan más de 100 m por encima del techo de la formación explotada, un 1% supera los 350 m y, en casos aislados, los 600 m. Estos valores han sido obtenidos por auscultación del subsuelo en episodios simples de fracturación; tras los episodios repetidos a que estaría sometido cada pozo a lo largo de su vida, las distancias de propagación serían aun mayores. A todo ello hay que añadir la conexión hidráulica natural que ya existe en todo el acuífero del Maestrazgo a través de la densa y compleja red de fallas y fisuras que cortan la serie jurásica, y que terminan por hacer muy difícil el control efectivo de los flujos subterráneos.

    La exploración y explotación de gas no convencional requiere un conocimiento preciso de la geología. No sólo una valoración realista de los recursos disponibles; no sólo una tecnología para extraerlos. También una idea clara de la configuración de las rocas y el agua en el subsuelo, y una previsión rigurosa de los cambios que el fracking puede inducir a fin de contrarrestar sus riesgos. Sólo estudios muy detallados de las propiedades físicas de las rocas, de su fracturación y de las tensiones que soportan en condiciones naturales permitirían elaborar un modelo de comportamiento del terreno profundo con el que poder hacer esa prevención. Es un problema esencialmente geológico, que requiere criterio científico y técnico, exactamente lo contrario de una controversia que pueda dirimirse en formalismos administrativos o maniobras políticas.

    UN MAESTRAZGO FRACTURADO OLGA ESTRADA

    Austero, silencioso, impenetrable... Una hermosa tierra donde acudir cuando se trata de

    perderse. Malos tiempos para los territorios vírgenes, malos tiempos para las tierras calladas. Malos tiempos para los resistentes.

    No hay rincón ni fresco río donde no llegue el ruido global, zafio y desconsiderado que tañe y entona cantos de sirena.

    ¿Seguiremos alimentando un futuro cada vez más enredado y oscuro, más dependiente y alejado de la alegría del buen vivir, más incierto, menos seguro?

    Malos tiempos para los que piensan, responden y ponen en tela de juicio todo el artefacto programado.

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    Malos tiempos también para los que deberían detener la insensatez y no lo hacen por seguir creyendo en un Dios omnipotente, desarrollista, esquilmador de recursos, de bienes y valores comunales. Sus ocultas palabras envuelven e inquietan la leve fragancia de lo suficiente.

    Malos tiempos para quien no ambiciona nada, nada que no sea su propio canto, su propia vida, su digna estela. Malos tiempos para pequeños tejedores y artesanos, malos tiempos para las tierras calladas.

    La máquina imparable, codiciosa y ajena, ¿penetrará finalmente ansiosa y ávida de tesoros y secretos gestados tiempos ha? ¿Conseguirá el oro-gas, objetivo final desesperado de una cultura que arrasa, dejar tras de sí vertederos, desiertos… la nada?

    FUEGOS Y DESIERTOS JOSÉ ANTONIO ALLOZA

    En los últimos veranos estamos comprobando cómo, cada vez que se produce un gran

    incendio, hay un amplio despliegue de medios informando sobre sus efectos y del operativo movilizado para su extinción. Este verano, a la angustia y pesar que suponía ver arder miles de hectáreas de nuestros bosques, se añadió la alarma social derivada del desalojo de pueblos enteros y la irreparable pérdida de vidas humanas. Ahora, transcurridos ya varios meses, ha cesado el impacto mediático pero permanece el paisaje desolador y las graves pérdidas económicas y ecológicas.

    En los grandes incendios la magnitud de los daños obliga a las administraciones a establecer líneas de ayuda para, aplicando el precepto constitucional de solidaridad, paliar las pérdidas. Líneas que, en función de las administraciones, pueden ser atendidas con mayor o menor rapidez y generosidad. Así, poco después de los incendios de este verano se establecieron ayudas específicas en Cataluña, Canarias, Castilla-León. Al parecer, la singularidad socioeconómica y ambiental de nuestras zonas quemadas no ha sido motivo suficiente para merecer una actuación específica y coordinada.

    Se podrían aportar datos y evaluaciones sobre la magnitud del impacto de estos incendios en sectores como el turismo, la madera o la agricultura. Pero quizá un ejemplo ilustrativo de nuestra singularidad sea lo ocurrido con el sector ganadero, donde las pérdidas de pastos no han sido compensadas a los ganaderos, en lo que no deja de ser una paradójica marginación y agravio a un sector fundamental en nuestro medio rural.

    Los efectos ambientales también son significativos. En otros ámbitos mediterráneos el fuego no suele originar un desastre ecológico ya que su vegetación ha desarrollado mecanismos de adaptación a esta perturbación. Sin embargo, el actual paisaje forestal turolense (al igual que otras zonas del interior peninsular) es fruto de los cambios socioeconómicos de las últimas décadas y está caracterizado por la continuidad y la acumulación de combustible. Esta situación está favoreciendo incrementos en la extensión, recurrencia e intensidad de los incendios, así como una mayor incidencia en zonas poco habituadas al fuego (cómo las zonas más mesomediterráneas de los incendios de Aliaga y Castelfrío), situaciones que pueden desencadenar procesos irreversibles de degradación.

    En nuestro contexto, la recuperación de las zonas quemadas tiene importantes limitaciones: suelos poco profundos, pendientes elevadas; limitaciones climáticas que ralentizan el crecimiento vegetal y, por tanto, dejan al suelo expuesto durante más tiempo a los agentes erosivos; comunidades vegetales singulares y muy frágiles (más de 2.000 ha de superficie quemada en espacios protegidos);

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    miles de hectáreas quemadas con pino silvestre y laricio, especies prácticamente sin capacidad de regeneración después del fuego; alta intensidad de los incendios, afectando al banco de semillas; gran extensión de superficies a las que no pueden llegar los propágulos de dispersión desde las zonas limítrofes.

    Limitaciones que todavía pueden verse agravadas por efecto del cambio climático. Contrariamente a lo que se pueda suponer, despoblación y abandono del mundo rural no serán garantía de conservación de nuestro medio natural. Al contrario, las previsiones apuntan a que, si entre todos no lo remediamos, la provincia puede sufrir nuevos y graves procesos de desertificación ambiental que retroalimentarán el proceso de abandono y marginalidad del territorio.

    Realmente el escenario futuro puede resultar alarmista, pero todavía estamos a tiempo de evitarlo aplicando nuevas estrategias de gestión del territorio. Únicamente mediante medidas de apoyo integral al desarrollo rural se podrá romper la dinámica entre fuego y desertización. Por el contrario, si realmente no se afronta la problemática rural en su integridad, de poco servirán millonarias inversiones en medios de extinción o en restaurar zonas quemadas con planteamientos del siglo pasado. Ahora es el momento de anticiparnos al cambio.

    ¡TEÑIR EL NEGRO DE VERDE! JOSÉ ANTONIO ALLOZA

    Cuando todavía humean los rescoldos de los incendios, cuando todavía no nos hemos

    repuesto a tanto desastre, a tanta impotencia y a tanta rabia contenida, cuando todavía no hemos asumido la pérdida del paisaje y de parte de nuestra identidad..., bueno será que intentemos reponer los ánimos buscando esperanzas frente a tanta devastación.

    Tiempo habrá para analizar los medios de extinción y las políticas de prevención de incendios. Ahora toca cubrir el negro de las cenizas con el verde, el verde de la esperanza, el verde que tendrá que brotar nuevamente en nuestros montes quemados. La tarea no será fácil, al contrario. El nuevo rebrotar de nuestros montes tendrá que hacer frente a nuevas y graves amenazas, empezando por las derivadas del cambio climático (con evidentes y ya notorias repercusiones en la distribución de precipitaciones y temperaturas) y la escasa adaptación de parte de la nuestra vegetación a los incendios.

    Pero frente a tanta desolación, todavía nos queda lo más importante que tienen estas tierras... sus gentes. Gentes que tan activa y decididamente han participado en las tareas de extinción y que ahora deben de retomar el protagonismo y la iniciativa en las tareas y actividades de restauración.

    Para que estos montes recuperen la biodiversidad ahora perdida, serán necesarios costosos planes de restauración, en cuyo diseño y ejecución habrá que contar con la participación de las poblaciones afectadas. Es precisamente en la restauración de los montes quemados donde podemos encontrar algún signo de esperanza... La restauración será difícil, lenta, y cara, pero debería permitir una reformulación de las actuales políticas forestales y abrir un nicho de empleo en el sector forestal.

    Tradicionalmente nuestros antepasados, agricultores y ganaderos, vivieron explotando y esquilmando el monte, nosotros hemos vivido olvidando o, en el mejor de los casos, contemplando el monte. Quizá sea el momento de convivir con el monte, de considerarlo como una fuente de empleo, de materias primas y de bienes y servicios. Quizá sea el momento de decidir que tipo de bosques queremos para el futuro y, por tanto, de participar activamente en la toma de decisiones.

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    Quizá también sea el momento de exigir ayudas para que se apliquen las mejores y más adecuadas técnicas de restauración...

    Quizá llegará el momento en el que las quejas y las lamentaciones den paso a la esperanza por ver reverdecer nuevamente estos montes. Para que ello sea posible nos tendremos que implicar todos, desde cargos políticos, gestores forestales y técnicos, hasta el último agricultor o ganadero de la comarca.

    Con los conocimientos, experiencia y ayuda de todos podremos teñir el negro de verde...

    RÍOS, ACEQUIAS, FUENTES Y CHOPOS ALEJANDRO J. PÉREZ CUEVA

    El chopo es una planta con una fuerte dependencia del agua. Tiene un gran porte, abundantes

    hojas, mucha savia, una extensa red radicular… Su gran facilidad para extraer agua del suelo y subsuelo, transportarla hasta las hojas y transpirarla en grandes cantidades, explica en parte su rápido crecimiento. Por esta misma razón, puede llegar a competir con el hombre por un bien tan preciado como es el agua.

    Sin embargo, el chopo abunda en nuestros valles. En el Alto Alfambra, en el Pancrudo, en el Jiloca…, los chopos cabeceros forman hileras casi continuas, que permiten adivinar el trazado de los ríos. Pero no es éste el único lugar en el que podemos encontrarlos. También los hallamos a lo largo de las acequias de los sistemas de regadío tradicional, formando hileras, y en torno a manantiales y rezumaderos de agua, casi siempre en pequeños grupos, delatando claramente la localización de esas zonas húmedas. ¿Cuál es la razón de su abundante y sistemática presencia en estos tres tipos de lugares, cuando puede llegar a ser un competidor en el consumo de agua? Indudablemente porque, en una sociedad tradicional, sus ventajas son mayores que los problemas que puede llegar a generar.

    Los chopos cabeceros de las riberas fluviales son una versión simplificada del bosque-galería natural. Esta simplificación, probablemente, reduce el consumo total de agua del río, y además ayuda a fijar sus márgenes, a «inmovilizar el río». En un paisaje de regadío fluvial tradicional, de azud y acequia, es fundamental sacarle la máxima extensión de huertas a las terrazas bajas del río. Esto se consigue con una acequia-madre que gane pronto altura y se separe al máximo del curso fluvial. Y también con un río «canalizado», que ocupe el mínimo espacio posible, y que no cambie su trayectoria durante las grandes avenidas. Para ello, nada mejor que sustituir el bosque-galería natural, más amplio e irregular, por una tupida hilera de chopos. Además, estos árboles pueden seguir siendo refugio de la fauna, descansadero de ganado en pequeñas choperas, y cultivo del que se puede aprovechar las hojas como forraje, o las vigas como combustible y material de construcción. Cada chopo tiene su dueño.

    En las acequias, los chopos no consumen apenas el agua que circula por ellas, sino que aprovechan las pérdidas de agua debidas a la infiltración, a los agujeros de topillos y otros animales, etc. También sirven de refuerzo de sus márgenes estrechas y sobreelevadas, previniendo roturas y ayudando a fijar el barro suelto que se va acumulando tras las periódicas «limpias» del canal. En cierto modo, el chopo ayuda al hombre en la paulatina labor de construcción de la propia acequia.

    Un beneficio similar ocurre en las fuentes y rezumaderos de agua. Aunque no se trate de una surgencia difusa, es casi imposible captar toda el agua de un manantial. Por ello, los puntos de surgencia de aguas subterráneas, sean naturales o canalizados con caños, siempre presentan una mayor o menor cantidad de agua en el suelo, que aprovechan los chopos cabeceros. Estos árboles,

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    incluso, pueden servir para drenar humedales impracticables y para crear prados y sesteaderos para el ganado.

    El Alto Alfambra es un espacio idóneo para observar estas tres localizaciones del chopo cabecero y para comprender sus funciones y beneficios (agrícolas, ganaderos, ecológicos, económicos…). Es un libro abierto para leer las relaciones entre el hombre y el chopo, y admirar la sabia simbiosis que se produjo en la cultura de nuestros antepasados recientes. El chopo cabecero, además de otras muchas más cosas, es una pieza clave del paisaje de regadío tradicional.

    TRONCOS VIEJOS, RAMAS NUEVAS

    ANTONIO CASTELLOTE Imaginemos lo que debía de significar hace unas décadas el paseo de un hombre de campo

    por los sotos de Aguilar del Alfambra. Cada año, en la época de la escamonda, echaría un vistazo a los chopos cabeceros, que de algún modo habrían de llevar escrito el sosegado discurrir de su existencia. También él, cuando se casó, cortó las ramas gruesas del chopo para construirse un techo, y el día que le nació el primer hijo dejó crecer tres ramones para que, quince o veinte años después, el vástago pudiera talar las vigas de su propia casa. El hombre vería en estos fustes jóvenes, tiesos, tersos y robustos, un próspero futuro sustentado en un tronco cada vez más ancho y cada vez más viejo. En realidad no vería un árbol joven o viejo, sino un tronco todavía en desarrollo con ramas a punto de terminar su ciclo, o un tocón añoso del que brota una primera pelambrera fresca con que dar de comer al ganado. Lo vería crecer cuando los ramones adquiriesen consistencia y sirviesen para leña, o soñaría con los metros que faltaban a las vigas para cumplir un rito de fecundidad.

    Porque esa es la gran virtud estética del chopo cabecero. Como árbol culto, creado por hombres del campo, su presencia es siempre una hermosa dialéctica entre dos maneras de medir el tiempo. El tronco se hace centenario con más facilidad que los árboles no intervenidos, pero las ramas, para que el árbol siga vivo, deben cortarse todavía jóvenes, en su más lozana plenitud, antes de que su excesivo peso quebrante la estructura del árbol entero. Sólo con el incesante sacrificio de las ramas puede pervivir el tronco bulboso y arrugado. El dolmen venerable reclama el sacrificio de los mozos.

    Pero los plazos de las distintas fases de la escamonda garantizan a su vez imágenes legibles como las líneas del tronco en el centro de las cicatrices, como la curvatura de la corteza que se repliega y trata de cubrir la herida. Algunos chopos ya ramoneados presentan imagen de arbusto gigantesco, haz de gruesas falces erizadas. Otros, a los que también les han sacado ya la leña, dejan tres ramas como velas, el tronco patriarcal y retorcido que sostiene a sus tres hijos casaderos.

    Sólo cuando se marchasen sus hijos del pueblo, aquel caminante de los años sesenta vería cómo el chopo cabecero envejecía entero por igual, y cómo ese regreso a su ser natural precipitaba su muerte. Cuarenta años después, un paseo por las dehesas de chopos cabeceros –de aquellos que la confederación hidrográfica deja para uso de particulares o que los particulares dejan en manos de la confederación– no es una imagen viva de la especie sino un monumento avasallado por las zarzas. Es imposible ver en qué ciclo vital se encuentra el árbol, en qué parte de la vida de quienes lo cuidan. Los hijos se hicieron viejos sin salir de casa, todo se llenó de broza, nadie recogió la leña. Con el cierzo del invierno se escuchan crujir las entrañas carcomidas. En verano, entre el fragor de las hojas, los aires de tormenta los desgarran, mientras en el pueblo se hunde el techo de un antiguo palomar.

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    No veremos el espectáculo de las choperas de trasmochos mientras no estén todos vivos, en alguno de los muchos turnos de poda por los que pasan mientras nosotros todavía somos jóvenes o ya tenemos más de tronco que de rama. Ahora vemos, sobre todo, frondosas carcasas huecas, fantasmas impresionantes. Pero allá donde la escamonda es general (no simultánea), reaparecen unas proporciones incluso más humanas, el bosque es variado como variada es la gente y las verduras, y destaca entonces su condición rural, su aspecto de huerto con solera, de parra umbrosa, de árbol cultivado. No es casual, como recordaba hace poco Chabier de Jaime, que en Europa crezca el movimiento conservacionista de los trasmochos. En una época de búsqueda casi frenética de rasgos identitarios, cuando conviven los cultivos globalizados y las tradiciones de última hora, cunde la idea de que el paisaje es esencial como las piedras de un palacio, los árboles como los peirones, los bosques como las iglesias.

    Ninguna mansión está viva si su jardín no está cuidado. La identidad es un pacto de permanencia, la garantía de que distintas generaciones han de ver pasar un mismo río. Nuevos chopos cabecero deberían agrandar los sotos, pensados para que siguiesen siendo hermosos dentro de cuatro o cinco generaciones, para que en el paisaje queden símbolos permanentes de aquella parte de nuestra identidad que nos mantiene unidos a la tierra.

    ¿QUÉ NOS DEPARARÁ EL FUTURO? ALEJANDRO J. PÉREZ CUEVA

    Después de casi un siglo de declive continuado la capital y las localidades mayores llevan

    algunos años recuperando población, mientras que los núcleos pequeños siguen perdiendo habitantes y envejeciendo. Pero la demografía a menudo da sorpresas cuando actúan los factores exógenos. Cuando a finales de los 90 del siglo XX las proyecciones demográficas hablaban de que no alcanzaríamos los 40 millones de habitantes, y había una fuerte recesión demográfica por las bajísimas tasas de natalidad -las menores del mundo junto a Italia-, algunos demógrafos decían que lo que estaba pasando no era una disminución de la natalidad, sino un retraso. Los cambios sociolaborales de la mujer en España hacían que, en lugar de tener los hijos a los 20-30 años, retrasasen el primer hijo hasta casi los 40 años, como así ha sido. Ello, unido al boom de la inmigración, nos sitúa en un estado demográfico inimaginable hace diez años.

    Volviendo a la viabilidad demográfica de los pueblos pequeños turolenses, empecemos por preguntarnos ¿qué se entiende por viabilidad? Si entendemos por ella la capacidad de regenerarse demográficamente de manera endógena, está claro que no son viables. Si la interpretamos como simple regeneración demográfica, endógena o exógena, entramos en escenarios futuros más numerosos y complejos.

    ¿Cuáles podrían ser los nuevos escenarios de regeneración demográfica en un mundo rural deprimido? Yo veo varios elementos de «optimismo», de diferente signo: uno es el horror vacui, es decir, la inexorable ley de que todo vacío tiende a ser llenado. No me imagino un desierto demográfico a menos de dos horas de Valencia y Zaragoza, y a menos de tres de Madrid y Barcelona. En este sentido, en España hace ya más de tres décadas que el mayor crecimiento de la población lo tienen los municipios de segundo orden, están aumentando claramente los de tercer orden (como Teruel o Alcañiz) y manteniéndose los de cuarto orden (como Cedrillas, Calamocha, Mora…). Es decir, vivimos desde los 80, un proceso de descentralización demográfica que tiende a estructurar mejor el territorio, y que quizá alcance a los municipios más pequeños.

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    Otro elemento es la fortísima inversión en mejora de las residencias que han vivido y están viviendo estos pueblos. Anticipan un previsible retorno de parte de la futura población jubilada del boom demográfico de la postguerra, que comenzará sobre los años 20 de este siglo. Aunque este retorno fuera modesto, el efecto económico y demográfico podría ser enorme, por la demanda de servicios que debería ser atendida necesariamente por población joven.

    Y un tercer elemento, todavía menos imaginable, es el impacto que va a tener en estos territorios el inevitable cambio energético. Según como se pase del fin del petróleo barato al nuevo modelo energético, el impacto, no sólo paisajístico y económico, sino también demográfico, puede ser notabilísimo.

    Estamos en la fase de máxima depresión demográfica, y ello tiene un componente de espejismo que nos lleva al pesimismo. Aunque, a decir verdad, no es una cuestión de optimismo o pesimismo sino, la desaparición de una forma de habitar el territorio.

    LA DUREZA DEL MUNDO RURAL: UNA VISIÓN PERSONAL

    JULIA ESCORIHUELA Resido en uno de esos pueblos en proceso de despoblación, y viví mi infancia en una masía.

    Por ello comprendo perfectamente las «claves sociológicas» a las que aludía Victor Guíu en el anterior artículo de esta serie: por qué se marchó la gente y lo siguen haciendo los escasos jóvenes que quedan.

    La vida de los pueblos y las masías ha desaparecido por su dureza. Trabajar en la agricultura y la ganadería hace años era casi una esclavitud. Cuando se produjo la migración masiva a las ciudades, la mayor parte de las masías vivían con unos pocos animales, dos bancales para cereal, un pequeño huerto…, todo para consumo propio. Los que tenían más fincas ya vendían productos del campo, y ello se empleaba en adquirir maquinaría para evitar trabajos pesados, como era el subir el trigo al granero con sacos, o cargar alpacas de paja y de forraje en un remolque, con varias capas. Los ganaderos salían temprano para pastar en los lugares comunes (sociedades ganaderas o monte común) y el que antes llegaba, mejor para sus ovejas. En casi todas las casas de los pueblos había pequeños rebaños, y de los ganaderos siempre se ha dicho «capital en sangre, capital en el aire».

    Estos pequeños ganaderos y agricultores, hace cuatro décadas, trabajaban todos los días. No existían fines de semana. Los animales comen todos los días, y no había otros medios de alimentarlos que la comida del campo y sus productos. Los agricultores mejoraron con la aparición de maquinaria agrícola –tractores, cosechadoras…– Los más pudientes económicamente estaban más mecanizados y los menos se marcharon a la ciudad en busca de una vida mejor, según ellos. La realidad la sabrá cada uno al paso de los años, y ahora son los nietos de esas generaciones los que piensan que la vida en los pueblos está muy bien: claro, en fines de semana y vacaciones.

    Otro problema de los pueblos es la educación, los estudios. Nada comparable a lo que ocurría en mis años de escolar. Yo, con cinco años, tenía que ir a la escuela una hora caminando de ida y otra de vuelta, por monte a través. Hoy se ha mejorado ese aspecto, los autobuses los llevan a los niños a la población en que hay instituto. Un problema resuelto. Pero lo duro para la economía familiar viene cuando salen a estudiar a la capital. Los pagos se incrementan, de igual modo que los que viven en la ciudad y el hijo se va a estudiar a otra universidad.

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    Aun así, no hay que ser pesimista. La vida en los pueblos tiene que seguir. Desplazarse ya no es ningún problema, aunque requiere una organización. En alguna comarca, por ejemplo, ya llevan a los mayores a la consulta médica a Teruel en turismos de siete plazas. Los que viven en el extrarradio de las grandes capitales también tienen problemas de tiempos y medios de transporte.

    Cuando los ayuntamientos no se puedan hacer cargo de los pueblos, tendrá que ser el propietario de la casa el que se resuelva todos los problemas, como antes en las masías. En una masía nadie te resuelve nada: luz, agua, grupo electrógeno, pozo de captación subterránea, pistas para los accesos, si se acababa el pan, te lo hacías. Así, todas las tareas habituales.

    En definitiva, vivir en el mundo rural es duro –aunque también lo es en la ciudad–. En su momento fue la causa de que la gente emigrase y los pueblos se quedasen casi vacíos. Pero, aunque los pueblos desapareciesen poco a poco, se suprimieran los Ayuntamientos, se convirtieran en «aldeas» de pocos vecinos, la vida nunca llegaría a ser tan dura como lo fue en las masías.

    EL HABLA DE NUESTROS MAYORES, UN VALIOSO PATRIMONIO INMATERIAL

    GONZALO TENA GÓMEZ

    «Ramas bajeras», «aguaredav, «tomates niñarrudos», «casa contra terrero», «cuchimar», «espurniar», «el buyol», «bardera», «echar enruna», «hacer un pan con unas hostias», «clarearse de hambre», «amonchonadico», «sofoquina», «pelloco», «hierbucero», «pera modorra», «una zorra de azarollas», «murriarse», «escaicimiento», «carne jasca», «la binza», «aljezón», «gastarse toda la peseta en vino», «cuquera», «desensobinar», «fosco», «zaborro», «chisma», «sostegón», «borroco», «follajina», «flea», «un curcusido»…

    ¿A quién no le llaman la atención ciertas palabras que oye decir alguna vez a su abuela, a su padre, a su tía o a cualquier persona mayor conocida? Algunas de ellas están ligadas a usos y costumbres de una cultura secular heredada, que la aceleración de la modernidad ha ido aparcando; otras conectan todavía con las situaciones de la comunicación cotidiana. La curiosidad de estos vocablos y expresiones radica en el hecho de que, perteneciendo a nuestro dialecto castellano-aragonés, nosotros, nuestra generación, ya no las usa, nos resultan extrañas, y no digamos a los jóvenes y a los más jóvenes. Y lo peor es que muchas de ellas están condenadas a su desaparición con la de la generación que aún las hace valer, al menos en cuanto a su uso. Su máxima aspiración referente a su conservación estribará en pasar a formar parte de un catálogo léxico con aspiraciones a ser estudiado por gente experta.

    Así, las palabras son como especies vivas que se interrelacionan dentro del «ecosistema« de la lengua, que se puede ver sujeto a diferentes fenómenos: desequilibrios, empobrecimiento y degradación, evolución y cambios, incorporación de nuevas «especies», etc. Las palabras, frases hechas, modismos, refranes, coplas, romances, canciones, etc., son susceptibles de desaparecer, de hecho muchos de estos elementos de la lengua, al igual que algunas especies biológicas, están en claro peligro de extinción, como es el caso de esas palabras que todavía les escuchamos a los viejos y viejas, dicho sea con el mayor respeto y reverencia –lo de viejos y viejas–, a cuya edad y nivel de experiencias, modestamente, aspiramos a llegar.

    Ante esta perspectiva lo mejor –y quizá lo único– que se puede hacer es intentar rescatar todo este tesoro lingüístico, para que se conserve cuando sus usuarios ya no estén entre nosotros. ¿De qué manera? Una puede ser gravando las voces de las personas mayores en algunas de sus

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    conversaciones. Otro sistema, que recomendamos, es anotar esas palabras llamativas en un bloc cuando se las oigamos decir. Cuando tengamos un corpus suficiente, podemos hacerlo llegar a manos de lingüistas para su recopilación y estudio.

    A este respecto hemos de mencionar el esfuerzo recopilatorio del pueblo de Jorcas, coordinado por la especialista en patrimonio inmaterial Lucía Pérez García-Oliver, en el magnífico volumen Palabras de parte de Jorcas, publicado en 2005, que no puede dejarse de consultar.

    EL CORAZÓN DE LA TIERRA AGUSTÍ AGUILERA

    Luciano caminaba pausadamente y cabizbajo por el sendero pedregoso que lo llevaba a lo alto

    de la Solana. Cada tarde, era su costumbre andar entre la madeja de caminos entrelazados que, como redes, rodeaban los campos de su memoria. Luciano se dejaba llevar, se abandonaba como quien busca un sentido a la vida que no tiene, y se perdía en la memoria, un patrimonio muy devaluado en estos tiempos de la inmediatez de las muevas tecnologías.

    Desde lo alto del cerro y a sus pies, el paisaje de su infancia, el punto cero de su recorrido vital. Una pequeña colección de minúsculas aldeas equidistantes que se desparramaban por un extenso valle de cereales. Uno de ellos era el suyo propio, aquel del cual se marchó en un tiempo de despoblaciones rurales y desarrollismo.

    Mientras contemplaba con quietud ascética el paisaje, una acompasada sombra del aspa de un monstruo de acero con pies de hormigón de 130 metros de altura cortaba, como una ráfaga imperturbable, cada siete segundos su rostro.

    Luciano era un jubilado a la fuerza, prejubilado por un ERE, esas siglas posmodernas y neoliberales que, como la misma ráfaga cortante del aspa afilada, cambió su vida y su propia visión del futuro. Luciano fue un viejo luchador, que emigró de una tierra dura y viva para dejarse la piel en las fábrica, pero que un día dejó la ciudad, y con los bártulos de toda una vida regresó a esa tierra que lo vio nacer.

    Mientras se dejaba arrastrar por sus pensamientos, sus ojos vislumbraban un valle de parcelas geométricas, como un caleidoscopio de colores, verdes en primavera y doradas en verano. Un paisaje donde la luz del cielo es intensa, los cambios de la meteorología inesperados y el viento sopla, a veces, con una fuerza desmedida. Unos pocos chopos cabeceros poblaban aún los lindes de este tablero de ajedrez agrícola donde la figura del rey sería el que posee más tierra y la figura del peón, un desterrado. El campo, el paisaje y el territorio se habían convertido en una metáfora del delirio posesivo y destructivo de un ser humano que dejó de sentir la tierra a sus pies, que explotó y dejó de cuidar y amar el territorio como su propia casa, la casa de los padres, la de los hermanos y la de sus semejantes.

    Luciano recordaba aquel viejo molinero que, cuando implantaron la concentración parcelaria en los alrededores de su molino de agua, se plantó heroicamente delante de las máquinas para impedir con su gesto el taponamiento del desagüe de la acequia. Luciano sabe que este territorio despoblado de Teruel sigue siendo la codicia y diana de los depredadores, los mismos depredadores de siempre pero con diferentes nombres, trajes, apoyos y argumentos.

    Luciano seguirá ejercitando la melancolía, sabe que el ejercicio de la memoria tiene un efecto preventivo ante la amenaza de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, pero también

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    sabe que la memoria es un patrimonio histórico y cultural, y que su ejercicio es un antídoto para la desmemoria, la desmesura y la desertización de las futuras generaciones.

    Mientras Luciano permanecía absorto en sus sensaciones, una ligera lluvia inoportuna empezó a descargar desde una nube pasajera arrastrada por vientos del norte. Frágil, sensible y vibrando de energía como un junco, se sintió conectado con su corazón porque sentía la tierra a sus pies. Para alejar los fantasmas de la razón, Luciano practicaba a menudo esta experiencia: sentir la verticalidad del eje que conectaba su corazón con la tierra y así sentirse enraizado en ella.

    LA FUERZA DE LA PARAMERA JOSÉ MANUEL NICOLAU

    En la sociedad turolense hay un sentimiento de insatisfacción y de frustración porque esta

    tierra no ofrece perspectivas de futuro ni posibilidades de llevar adelante un proyecto de vida. No hay futuro para los jóvenes, que tienen que emigrar. La insatisfacción lleva en ocasiones a la queja, al sentirse agraviados con otros territorios. Incluso se llega al victimismo. Y a la baja autoestima.

    Se dice que la escasez de perspectivas de futuro se debe en primer lugar a la falta de empleo por falta de dinamismo económico y a la precariedad de servicios sociales básicos. Por ello desde las administraciones y desde el sector privado se han acometido diversas iniciativas para atraer inversiones y promover proyectos que dinamicen la economía y creen puestos de trabajo. Y se ha tratado de mejorar los déficits de algunos servicios.

    Se han hecho cosas a escala macro: la autovía mudéjar, Dinópolis, las estaciones de esquí, el aeródromo de Caudé, mejoras en algunos servicios sociales (sanidad), la ciudad del motor, el Jamón de Teruel... Y se siguen demandando otras que se consideran vitales: el eje ferroviario Sagunto-Santander, la autovía Teruel-Cuenca, el AVE... También hay muchas iniciativas a escala micro, endógenas, relacionadas con el turismo, el sector agro-alimentario, el medio ambiente. La opinión hegemónica en la provincia, aunque las valora, les da menor peso que a las macro, principalmente porque generan menos empleo concentrado.

    Sucede un hecho aparentemente llamativo: hay jóvenes que, a pesar de tener trabajo en la industria o el turismo en la provincia, lo dejan para marchar a las grandes ciudades: Zaragoza, Valencia, Madrid. Esto es una queja de algunos alcaldes. Como explica José Ramón Bada en su libro La sed. Monegros y otra escala de valores, las personas de hoy en día buscamos, sobre todo, tener acceso a las cosas con la mayor inmediatez posible y estar bien conectados a las redes de comunicación. Y eso sólo se consigue en las grandes ciudades. Por eso hay un traslado a las ciudades por considerarse el medio más adecuado para la realización personal en el mundo actual.

    Parece difícil que, aunque la economía de Teruel crezca y, por ejemplo se alcance el objetivo de los 50.000 habitantes en la capital, desaparezca la insatisfacción. Porque los jóvenes seguirán prefiriendo vivir en una gran ciudad antes que en una pequeña capital de provincias, que seguirá sin satisfacer las «necesidades» de hoy en día. Y esa realidad seguirá generando frustración. Los hijos que estudian fuera no vuelven a una ciudad pequeña. Por falta de trabajo y/o de alicientes.

    Así, la tarea que hay emprendida por el crecimiento económico turolense a toda costa, reivindicando infraestructuras e inversiones, puede ser necesaria, no sé, pero no va a ser suficiente para calmar la insatisfacción de fondo. ¿Lo han pensado los políticos y fuerzas vivas que han tomado este rumbo? ¿Saben a dónde nos quieren llevar?

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    Se ha escrito que la Celtiberia era el mejor territorio para comunicarse con los dioses en la Iberia pre-romana. No lo sé, pero hoy en día las sierras, las parameras, los vagos y tantos rincones del paisaje de Teruel siguen transmitiendo una fuerza y espiritualidad extraordinarias. Esto va a quedar muy diezmado con la dinámica del crecimiento incesante, que reduce la naturalidad del paisaje turolense. Porque no se trata tanto de su riqueza biológica, sino de su naturalidad. En Teruel hay grandes extensiones de paisajes deforestados con los suelos erosionados, degradados por nuestros antepasados, quienes llevaron a cabo una gestión no sostenible. ¡Tantos cabezos y parameras pelados! Sin embargo, aunque desvestidos de la cubierta forestal, y desprovistos del suelo, su aspecto natural por ausencia de estructuras artificiales ligadas al urbanismo, infraestructuras o industria, transmite. Transmite mucho, como el desierto, las estepas, los altiplanos, la alta montaña, también desolados.

    Se ha fijado la idea de que «Teruel está muy mal socio-económicamente» y que hay que hacer «lo que sea» para sacarlo adelante. Y este paradigma se ha impuesto de tal manera que quien se sale de él, e incluso quien sólo lo matiza, recibe críticas feroces. El diagnóstico negativo y victimista tapa los valores positivos que tiene la vida en Teruel y que escasean en las grandes ciudades: la paz social, la seguridad, la tranquilidad, la proximidad a la naturaleza, las relaciones más humanas, entre otras.

    Quienes pensamos que desarrollo es mucho más que crecimiento económico nos encontramos incómodos con la visión reduccionista vigente. Y también con la agresividad con que se impone. Pero tenemos derecho a expresar que el desarrollo también –sobre todo– debe ocuparse de la parte emocional y espiritual del ser humano. Que el territorio turolense es privilegiado en este sentido. Que el crecimiento basado en la aplicación de tecnología impacta sobre el territorio y cercena sus valores más intangibles.

    Cómo compaginar una economía con la vitalidad necesaria para que la sociedad tenga expectativas de futuro con la conservación y restauración del patrimonio natural es un reto para el que no tengo respuesta ni estoy capacitado. Pero sí tengo derecho a pedir que las autoridades se apliquen a esa tarea. Entre otras cosas porque lo manda la Constitución del 78 y las directivas europeas.

    SINERGIA, COOPERACIÓN JOSÉ LUIS SIMÓN

    La palabra «sinergia» se ha puesto de moda. La Real Academia la define como la «acción de

    dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales». El vocablo original griego significa «cooperación», y proviene etimológicamente de la unión del prefijo sin- (con, junto) y ergon (trabajo). En el moderno lenguaje político-social se aplica a la confluencia de intereses y esfuerzos que hacen posible la consecución de un objetivo relevante, haciendo hincapié en el carácter muchas veces coyuntural y efímero de dicha confluencia.

    Quizá parezca una palabra un poco rebuscada, pero su significado nos es muy familiar. Los turolenses, sobre todo en los pueblos pequeños, tenemos un sentido profundo de la sinergia, hasta el punto de supeditar a ella casi todo nuestro funcionamiento colectivo. Sabemos que cualquier intento de hacer o cambiar algo por parte de una persona sola, o por un grupo pequeño que no cuente con el apoyo de la comunidad, es un gasto de energía inútil. A quien tiene una idea innovadora y trata de contagiarla, de buscar adeptos y colaboradores, suele costarle mucho. Mientras el individuo no percibe que todos o casi todos los demás miembros de la colectividad entran en la onda, no mueve un dedo. Esta actitud es la que nos ha granjeado a los turolenses una cierta fama de frialdad e

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    inmovilismo, sobre todo ante la gente que viene de otras latitudes y nos conoce sin llegar a franquear el umbral de la amistad y el conocimiento personal.

    Pero esa actitud no es más que un mecanismo de ahorro de trabajo, perfectamente comprensible en una sociedad como la nuestra, que históricamente ha tenido que buscarse la vida en condiciones difíciles, con recursos escasos. La política actual se basa en el parlamentarismo, en la búsqueda de consensos, en encontrar el común denominador de posturas a veces muy divergentes. Hacer realidad un proyecto significa con frecuencia meses o años de trabajo preparando informes con datos y argumentos que convenzan a alguien que buscamos nos financie. Ciudadanos, asociaciones o ayuntamientos enfatizan lo mucho que han de «luchar» para conseguir sus objetivos, cuando en realidad sólo hablan de lo mucho que les cuesta que alguien que está más arriba simplemente les escuche y les entienda. Los grupos que van a contracorriente de las ideologías dominantes pasan toda su existencia haciendo proselitismo casi inútil, gastando toneladas de entusiasmo en un empeño que está condenado de antemano al fracaso. Por el contrario, las sociedades rurales no nos permitimos esos dispendios: vamos al grano; empezamos a hacer sólo aquello que sabemos que se puede acabar, que se puede acometer con un consumo de esfuerzo razonable; evitamos los forcejeos inútiles y ponemos manos a la obra sólo cuando constatamos que TODOS remamos en la misma dirección.

    Por eso parece que nos movemos por impulsos, pero ello no es sinónimo de irreflexión. Hay un subconsciente colectivo que identifica el reto y señala el momento oportuno en que todas las energías se aúnan (energía en sintonía, sinergia) para acometerlo con éxito. El mismo frenesí solidario se desata ante una catástrofe o una desgracia que requiere respuesta inmediata, una situación en que nadie duda que TODOS nos vamos a volcar. Por eso el pueblo hace piña cuando hay una riada o un incendio. Por eso, entretanto, un peirón o un viejo lavadero van cayéndose a trozos durante décadas sin que nadie haga nada. Pero amanece un día en que el subconsciente colectivo dictamina que su restauración es la tarea más urgente del mundo y, dicho y hecho, el peirón o el lavadero lucen de nuevo en todo su esplendor.

    GEOTURISMO PARA UNA NUEVA CULTURA DE LA TIERRA JULIA ESCORIHUELA, JOSÉ LUIS SIMÓN

    Estamos quizá en un momento crítico de nuestra civilización. Mucha gente comienza a tomar

    conciencia de la imposibilidad de continuar nuestro desaforado crecimiento demográfico y económico en un planeta con recursos finitos. Otros siguen creyendo que nuestro sistema tiene aún mucho recorrido, y que sin crecimiento no hay futuro. Los núcleos de poder alientan, por supuesto, este segundo escenario, en el que se sienten cómodos y en el que esperan seguir lucrándose mientras la vaca dé leche.

    La gestión de los recursos minerales y energéticos es un buen ejemplo de este dilema. Voces autorizadas hablan de que hemos superado ya el «pico del petróleo» (momento en que la producción y el volumen de reservas conocidas y extraíbles han comenzado a decrecer), y alertan de la necesidad de un nuevo modelo de generación y consumo de energía. Mientras tanto, se inician planes de exploración en nuevas regiones (litoral mediterráneo de la Península, Canarias…), se acomete la explotación de yacimientos más profundos y costosos, o se inventan nuevas técnicas de extracción (fracking) que incrementan aun más los costes ambientales.

    En este contexto tan convulso, se abre paso un nuevo de paradigma de relación con nuestro planeta. Responde a la necesidad de nuestra «sociedad del conocimiento» de comenzar a ver la tierra

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    desde una perspectiva distinta: más que una simple fuente de recursos materiales, la tierra es también un recurso cultural; es la depositaria de una sabiduría que hemos de asimilar si queremos subsistir como especie; contiene una historia que podemos leer si entendemos las claves de su lenguaje. La Geología comienza a divulgarse como la ciencia que nos permite hacer esa lectura, y se incorpora de esa forma al turismo cultural y al ecoturismo. La provincia de Teruel es pionera en este empeño.

    Los geoparques han sido un hito importante en el proceso de popularización de la Geología. En 1993 se crea el Parque Geológico de Aliaga, el primero de nuestro país, que se integra luego en el gran Geoparque del Maestrazgo. Este, a su vez, es miembro fundador de la Red Europea de Geoparques, a la que pertenecen ya 48 territorios en 18 países europeos (siete de ellos en España). El concepto de geoturismo toma así carta de naturaleza a nivel internacional.

    Geolodía es otra iniciativa en la misma línea. Se trata de una jornada en la que los ciudadanos tienen la oportunidad de conocer sobre el terreno y de primera mano, a través de profesores e investigadores, aspectos interesantes de nuestro patrimonio geológico. Geolodía nació en 2005 en el Parque Geológico de Aliaga, y se celebra desde 2011 en todas las provincias españolas bajo el auspicio y la coordinación de la Sociedad Geológica de España.

    Hace un año comenzó a difundirse el manifiesto «Geología para una Nueva Cultura de la Tierra», elaborado por un grupo de investigadores y profesionales y suscrito, entre otras entidades, por la Sociedad Geológica de España y el Colegio de Geólogos de Aragón. Su gestación se produjo en una jornada cultural organizada en Aguilar de Alfambra por un grupo muy activo de personas que defienden su patrimonio desde la Plataforma Aguilar Natural. El aglutinante de su actividad ha sido la lucha contra un proyecto de minería a cielo abierto que amenaza desde hace unos años su paisaje y su modo de vida. La voluntad de este pueblo por afirmar el valor intrínseco de su territorio, frente al supuesto «interés público» que la minería tiene reconocido legalmente, constituyen un exponente claro de este cambio de paradigma.

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