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INCURSIONES EN TARKOVSKIAuthor(s): RICARDO MENÉNDEZ SALMÓNReviewed work(s):Source: Ábaco, 2 Epoca, No. 48, TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN SOCIEDAD DELCONOCIMIENTO (2006), pp. 131-138Published by: Centro de Iniciativas Culturales y Estudios Economicos y Sociales (CICEES)Stable URL: http://www.jstor.org/stable/20797303 .
Accessed: 06/01/2013 15:06
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^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^H REVISTA ?BACO ? 2a ? 48 ? 2006 ^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^^H TECNOLOG?AS DE LA INFORMACI?N ? SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO
INCURSIONES EN TARKOVSKI RICARDO MEN?NDEZ SALM?N
I. PANORAMA
Si aceptamos la tesis de que vanguardia es toda creaci?n
art?stica que reflexiona sobre la forma de sus productos antes que sobre la exigencia de provocar ciertos efectos
en sus fruidores,1 habremos de colegir que en el cine de
Tarkovski2 esta asunci?n se explicita de modo original, en
especial si tenemos en cuenta que, partiendo del cl?sico
antagonismo entre tradici?n y vanguardia, Tarkovski no
solo no niega la legitimidad de aquella ?de hecho la cita, moldea y aprovecha sin descanso en su discurso?, sino
que la utiliza como fundamento de esta y, valga la paradoja, como notario de su defunci?n.
La acusaci?n de ininteligibilidad que en tantas ocasio
nes ha acompa?ado la producci?n de Tarkovski no enmas
cara sino la evidencia de una obra en extremo equ?voca y
sugestiva, fundamentalmente por su capacidad para crear
espacios de an?lisis que no se reducen a la simple partici
paci?n en lo visto, sino que bosquejan un modelo de ?obra
abierta? preocupada tanto por sus contenidos como por la
plasmaci?n visual de los mismos. A lo largo de estas p?gi nas, advertiremos c?mo la po?tica de Tarkovski, de inspi raci?n profundamente antiaristot?lica, deviene no obstante
en una profunda reflexi?n acerca de la relaci?n del artista
con su tarea.
Tarkovski hace suya cierta m?xima muy querida al biza
rro fil?sofo de la ciencia norteamericano Hanson, m?xima
seg?n la cual no vemos con los ojos, sino con el cerebro.3
Esta preponderancia de la cultura sobre la biolog?a deja un
rastro indeleble en su obra: el bios, por mucho que nutra al
artista, queda supeditado al ethos. Rastrear esa herencia
y contextualizarla en el entramado de peripecias que con
forman una vida humana es lo que distingue una mirada
de otra.
As?, en la n?mina de creadores de la segunda mitad del
siglo XX, Tarkovski satisface cierta exigencia que el espec tador consciente demanda, si no de forma expl?cita, al
menos de forma larvada: el reconocimiento inmediato de la
obra de arte como individuaci?n de una forma de mirar el
mundo y, por ende, de apropiarse de su sustancia; esto es,
la convicci?n de Proust, expresada a prop?sito de la pintura de Renoir, seg?n la cual cada vez que un artista original
dirige su mirada sobre la materia que conforma el universo
es capaz de reformularla, redefinirla y ?lo que parece m?s
importante e incluso conmovedor? refundarla.4
Resulta obvio que nombrar la realidad es una forma pri
vilegiada de poseerla, pero no es menos evidente que a
menudo olvidamos que la c?mara es la pluma y la paleta del cineasta. Acostumbrados por exigencias temporales o
por pereza intelectual a un disfrute mec?nico del cine, la
pel?cula como compendio de recetas t?cnicas repetidas ad nauseam oblitera la evidencia del s?ptimo arte como
pr?tesis simb?lica u ortopedia cultural que, en manos de
Angelopoulos, Bergman, Bresson, Bu?uel, Fellini, Godard,
Leigh, Tavernier o Von Trier ?por citar solo cineastas euro
peos?, se convierte en plasmaci?n auroral, siempre pr?s
tina, de un modo genuino de acceso a la realidad.
Brahms afirm? en cierta ocasi?n que, tras el ciclo sinf?
nico de Beethoven, componer una sinfon?a era un asunto
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revista Abaco ? 2a ?poca ? n?mero 48 ? 2006
TECNOLOG?AS DE LA INFORMACI?N * SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO
muy serio, y que por eso se hab?a tomado tanto tiempo (43
a?os) antes de acometer semejante empe?o. Habituados
al cine como industria de consumo antes que como texto
y recipiente hist?rico, ignoramos a menudo la sagacidad de la tesis del autor del Deutsche Requiem y consumimos
cada pel?cula como si esta fuera un cl?nex est?tico.
Tarkovski, en el sentido brahmsiano de respeto al bac
kground)/ a los ascendentes, es heredero de una tradici?n
heter?clita (Pushkin, Dovjenko y la doliente alma rusa, por
descontado, pero tafnbi?n Dreyer, la religiosidad prerre
nacentista, el expresionismo de Schiele o el barbarismo
asi?tico fijado por Michaux, Zweig e incluso Borges y tan
presente en la literatura rusa del XIX, desde el ?padre?
G?gol a sus dos ?hijos? novelistas privilegiados: Dosto?e
vski y T?lstoi), tradici?n desde la que asume su papel de
creador en una triple faceta que toda gran obra de arte
acoge:
1 .a) el desentra?amiento de la realidad ?que Tarkovski
reconocer? inabarcable desde el punto de vista positivista de la ciencia e inaceptable desde los refugios del escepti cismo y el racionalismo filos?ficos?;
2. a) la preocupaci?n por la moralidad del mundo ?Tar
kovski es un ?tico parad?jico, que oscila entre el socra
tismo identificador de bien y virtud y un voluntarismo de
ra?z cristiana que pronostica la absoluta irreductibilidad de
la fe a todo ?rbitro ajeno?, y
3. a) la evidencia de una dimensi?n purtficadora del arte que
emparenta su obra con los grandes itinerarios recorridos por
la est?tica posterior a la Cr?tica del juicio de Kant.
Pero, cabe preguntar, por qu? el cine, en un autor que
parecer?a hallarse m?s cerca de la sensibilidad pict?rica o del vasallaje de la m?stica. El propio Tarkovski, estable
ciendo diferencias entre su medio de trabajo y el teatro,
caracteriz? al cine como un arte de la nostalgia.5 Dicha
percepci?n, lejos de ser una mera expresi?n arcaizante,
arroja luz sobre uno de los momentos m?s apasionantes
que el arte acerca a sus fruidores: el de convertirse en
dep?sito de la memoria.
Grecia reflexion? prolijamente sobre la posibilidad pr?c tica de fijar la vida a trav?s del discurso escrito. Tras des
alentadoras conclusiones,6 y a falta de una tecnolog?a ad
hoc, invent? sus propias im?genes, los primeros cinemat?
grafos de la historia: el antro de Trofi?n, el mito de Er o el robo del fuego por parte de Prometeo concretizan en im?
genes indelebles tractos fundamentales del acervo cultural
de una comunidad.
Enfrentado a la vida, cualquier discurso art?stico ?desde
una partitura de Palestrina al Cuarteto para helic?pteros de
Stockhausen; desde el rapto de Briseida a la ?ltima novela
de DeLillo; desde el bisonte de Altamira a una videoinstala
ci?n de Viola? fracasa en su intento por conservar la vida
?tal y como ella sucede?: la vida se deja tematizar, cierto
(de hecho, ?no es la propia filosof?a uno m?s entre los
agotadores intentos por recorrer el campo de experiencias humanas posibles?), pero no por ello se deja esclerotizar.
El propio mecanismo filmico lo muestra de forma evidente:
en el cine no vemos la vida a velocidad real, entre foto
grama y fotograma existen cesuras de tiempo, el tiempo del arte no es el tiempo de la vida.
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Acaso esta sea una de las razones por las que el cine de Tarkovski provoca en el espectador una desasosegante sensaci?n de no naturaleza, cuando por otro lado en sus
pel?culas existe a menudo un realismo asfixiante, casi
parox?stico (Andrei Rubiev), una apasionada meticulosidad en la mirada sobre el objeto (El espejo, Solaris) y una pre sencia obsesiva de los cuatro elementos (La infancia de
Iv?n, Stalker, Nostalgia, Sacrificio).
II. POL?MICA
Fugacidad, accidente y v?rtigo son signos pregnantes de
nuestro tiempo. Hijos de un mundo fragmentado, urgente,
imposible de aprehender, nuestra tradici?n ha aspirado
siempre a reconocer la unidad subyacente a ese mundo, a expresarse mediante uno o varios gigantescos relatos, a
levantar con obstinada periodicidad ingentes summas que volvieran r?gida la plasticidad. Buena parte de la historia del
pensamiento occidental, desde el di?logo entre Her?clito y Parm?nides a prop?sito del estatus ontol?gico del mundo
fenom?nico hasta el esfuerzo de Marx y sus ep?gonos por desentra?ar un motor de lo real bajo la pluralidad de acon
tecimientos hist?ricos, se ha hecho eco de ese conflicto irresoluble.
El vendaval posmoderno que se desat? a finales de los a?os setenta del pasado siglo nos ha hecho c?mplices de una de sus tesis m?s cautivadoras y, al tiempo, paralizan tes: la convicci?n de que el pensamiento ha desesperado, la evidencia de su claudicaci?n ante la inconmensurabili dad del suceder, la certeza de que el augurio nietzscheano
de las inteligencias postumas7 dur? apenas lo que el terri ble siglo XX nos permiti? so?ar.
Frente a esta opini?n, fundada acaso sobre el fracaso de una esperanza nacida con la edad contempor?nea, al calor
del Siglo de las Luces y su desmesurada confianza en la raz?n como antorcha y timbre moral, no parece descabe llado sugerir que el objeto de la filosof?a a d?a presente, en pleno renacimiento de las visiones apocal?pticas aunque
sujetos sin remedio a la disciplina del mercado y a sus tan l?biles como indestructibles muros ?el mal y su principal heraldo, el miedo, que en otras ?pocas pudieron ser perci bidos como destructores del statu quo, no hacen hoy sino reforzar las estructuras econ?micas que nos sustentan y definen, al democratizar nuestros terrores pero tambi?n sus
supuestos ant?dotos?, no es tanto navegar mediterr?neos
desconocidos, cartografiar continentes v?rgenes o elevarse hasta ignorados himalayas como gestionar lo que ya un d?a fue desvelado. Desde esta perspectiva cabe entender que la posibilidad de descubrir ?otras voces y otros ?mbitos? no
corresponde al fin a las viejas academias de humanidades subidas al carro de la antigua diosa del poema del ser y del no ser, sino a los a?n j?venes constructores de la linterna
m?gica y, por extensi?n, a los orfebres de la imagen.
La dial?ctica, esa madre nutricia,8 ha levantado su edi ficio ciment?ndolo sobre pares antag?nicos ?tempora lidad/eternidad, reposo/movimiento, salud/enfermedad, bien/mal, ser/nada? que aspiran a agotar ?el campo de lo posible?.9 El catalizador que permite vincular y verte brar estos pares de opuestos, este fecundo y abigarrado
c?digo de unos y ceros, es el paso del tiempo, confinado
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en la historia y sancionado por sus instituciones ?Estado,
Iglesia, leyes? y por sus constantes ?la guerra, fun
damentalmente, como instinto de la especie y padre del
devenir10?. Sin embargo, en esta visi?n de la dial?ctica ? ?a Pit?goras, visi?n casi divina de un universo resuelto en
especies gemelares aunque ant?podas, condenadas a no
verse nunca las caras, cabe una grieta, esa que ya Plat?n
intuy? en sus di?logos apor?ticos de juventud pero que solo certific? en su obra madura, al anunciar sin ambages su
terror a los poetas copio introductores del desorden, grieta que se insin?a al advertir que el arte no opera tanto sobre
antagonismos como sobre matices.
Cuando el artista advierte que entre el c?ncer y la pl? tora hay menos distancia que entre el c?ncer y la piedra, o
que el planeta Saturno est? m?s alejado de la bola blanca
golpeada por el taco de lo que esta lo est? de la bola negra que se pone en movimiento al ser golpeada por su hermana
especular, est? reintroduciendo un debate tan fecundo como antiguo ?la opci?n de un estatuto real (to distinto) frente a un estatuto l?gico (to opuesto), el triunfo de la ontologia sobre la l?gica, la dignificaci?n de la inmanencia sobre los juegos del lenguaje y de la mente?, debate que Tarkovski, entre otros grandes nombres, ha hecho respira ble, transitable, habitable. En una palabra: humano.
III. POIESIS
Quien en el acto de componer m?sica, pintar murales,
esculpir sobre m?rmol o levantar catedrales se contem
pla a s? mismo desde la perspectiva del oficio no puede por menos que preguntarse: ?Todo este esfuerzo, toda
esta lucha de vanidades, toda esta ingente escenificaci?n,
?para qu???
De los demonios que acechan al artista, ninguno tan
angustioso como la carencia de sentido. Porque, por defi
nici?n, el sentido no es algo que se le suponga al arte, no es algo que le sea dado ex ovo. As?, del misterio de las
sensaciones e impresiones que alimentan su vida, el artista
cosecha el misterio de la realizaci?n de su obra. No en
vano, que de una magdalena mojada en tila surja tant?sima
belleza sigue constituyendo un fascinante enigma.11
El segundo largometraje de Tarkovski, Andrei Rublev,
plantea de forma paradigm?tica el problema de la creaci?n
art?stica. En una magn?fica ponencia sobre Tarkovski que
present? al Congreso de Fil?sofos J?venes celebrado en
Perlora en el ya lejano a?o de 1990, Alberto Ciria12 abun
daba en la idea de que toda creaci?n implica el oculta
miento de un proceso. La obra de arte se encubre a s? misma para, al tiempo, desvelar lo que la rodea. En general, el acontecimiento de la creaci?n resulta tanto m?s intenso cuanto mayor resulta el desajuste entre g?nesis, proceso y resultado. De hecho, seg?n Ciria, lo oriundo de la creaci?n es el acto de renuncia a trav?s del que el artista se suprime de su creaci?n.
Esta idea, tan cara a Heidegger,13 y seg?n la cual el artista
aparece con respecto a su obra como algo en verdad insig nificante, es expresada por el propio cineasta (?Convendr?a que el artista destacara por cumplir su deber, sin m?s, olvi
dado de s? mismo?)14 y por Erland Josephson, actor fetiche
de Bergman y protagonista central de Sacrificio, que en un
momento de esta pel?cula, testamento filmico de Tarkovski,
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confiesa: ?La obra de arte queda tan alejada del autor que este ya no es capaz de reconocerla como resultado de una
acci?n humana.? El artista, antes que nada, es, pues, un
despose?do. Pero esta desposesi?n conlleva, en palabras de Ciria, una evidencia, la de que si hubiera de definirse
la relaci?n en que queda el artista respecto de su obra, advertir?amos de inmediato que el antagonismo no es sufi
ciente.
Un breve bosquejo de Andrei Rubles una obra que, entre otras muchas lecturas, acepta la de ser admirada como una suerte de apasionante Bildungsroman, como un mapa formativo del peregrinaje del artista, acaso arroje cierta luz sobre este punto.
El monje que presta su nombre a la pel?cula ha sido adiestrado en el monasterio de San Sergio para pintar ico nos. San Sergio es un lugar de reclusi?n, cerrado, her
m?tico. San Sergio es el antagonista perfecto del mundo, el perfecto ant?doto contra la borrachera del mundo, un
lugar donde el tiempo transcurre siempre del mismo modo, donde todas las horas tienen sesenta minutos, donde todos los objetos cumplen una funci?n precisa. San Sergio es,
pues, un mundo dentro del mundo en el que la ambig?edad no existe, un lugar donde las cosas son lo que parecen. En
?l no hay m?s met?fora que el sudor del trabajo y la atrici?n del monje.
El mundo que transcurre extramuros de San Sergio, un
espacio sacudido por los azotes de la guerra, el hambre y la
blasfemia, vive una ?poca de profunda quiebra, una ?poca en que la fugacidad, el accidente y el v?rtigo a los que antes alud?amos reinan por doquier, una ?poca en que no
todas las horas tienen sesenta minutos, una ?poca en que los objetos han perdido su definici?n ?una azada sirve
para abrir la tierra, pero tambi?n para abrir un cr?neo?, una ?poca en la que todo se mezcla, se confunde y, en
consecuencia, se convierte en innombrable.
En ese mundo de bufones, bacanales, matanzas, burlas y destrucci?n, en esos mercados de la carne y de la mentira
que laten ah? fuera y no son como San Sergio, pues se
prestan a todo tipo de met?foras ?el mundo como circo, el mundo como rueda de la fortuna, el mundo como Babel
atribulada?, la educaci?n de Andrei fracasa. ?Qu? puede hacer el artista en tiempos de confusi?n? ?De qu? poder gozan los iconos contra los caballos t?rtaros, la sed de
venganza o el geniecillo que habita en el alcohol? ?C?mo acallar ese pandemonio en el que incluso las palabras se
tambalean, en el que sery parecer llegan a suplantarse, en
el que la diff?rence ?aqu? en sentido derridiano,15 como
perpetuo desplazamiento del significado, como evidencia de que ia palabra plena ni ha existido ni existir? jam?s, de
modo que el anhelo de un signo que sea plenamente des
criptivo, o el de un lenguaje que se adecu? sin fisuras a la
realidad, se revela un sue?o imposible? es la norma?
Tras diversas peripecias, y a resultas de sus continuas
decepciones, Andrei Rublev decide cancelar todo v?nculo entre ?l y esos territorios hostiles, renunciando al ?nico
anclaje com?n a la especie: el lenguaje. Pero en el ?ltimo tramo de la pel?cula, cuando parece haber desesperado, la
contemplaci?n de una escena en apariencia ajena (el pri mer ta?ido de una campana que se inaugura en condiciones
dram?ticas, pues el maestro campanero es un muchacho,
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casi un ni?o en realidad, que ha tenido que mentir para salvar su vida) le revela el sentido que la creaci?n puede
poseer en un espectro de actividad distinto del suyo. Andrei
acaba de descubrir que existen ?otras voces?, que caben
?otros ?mbitos?. La fugacidad se vuelve entonces s?lida
ante el ta?ido de la campana; el accidente se convierte en necesidad para los hombres y mujeres que se postran ante el sonido; el v?rtigo se remansa en un tiempo escan
dido por el bronce de un instrumento que re?ne todas las
met?foras en una sola voz, esa que se levanta por encima
de los afanes, las tribulaciones, las lenguas, los trabajos y los d?as.
La suerte de Andrei Rublev, pues, y con ella la de su arte,
queda sellada por la campana que adhiere a los dispersos, los distintos, los diferentes. Decide entonces volver a hablar
y entregarse de nuevo a la pintura.
Andrei Rublev manca con la imagen de un hombre que
aspira a volar en un fant?stico globo y finaliza ?descon
tando un ep?logo que nos muestra los iconos pintados por el Andrei Rublev hist?rico (circa 1370-1430)? con una
escena del pintor y el maestro campanero en tierra, aquel consolando a este, casi como padre e hijo, imagen por otro
lado muy querida por Tarkovski, y que anticipa el final de su
siguiente pel?cula, Solaris.
Entre el sol como idea cenital y la caverna como lecho de
ignorancia existe una larga cadena llena de eslabones. El
artista habita esa escala infinita que abarca al lun?tico que se arroja desde una torre llevando una loca esperanza en
su pecho y a los yacentes que se abrazan en tierra gr?vidos de asombro.
Para el arte, si una mirada de privilegio se a?ade a esa
vocaci?n de vivir cerca del suelo pero sin renunciar al
anhelo de la luz solar, el fruto, perecedero aunque hur
tado al aqu? y al ahora del diorama emocional del momento,
supondr? un jal?n en la carrera de la belleza, un don, casi
una ofrenda,
NOTAS 1 V?ase el cap?tulo ?Lo posmoderno, la iron?a, lo ameno?, en Umberto
Eco: Apostillas a ?El nombre de la rosa?, Barcelona: Lumen, 1984, pp. 71-83.
2 Andrei Tarkovski naci? en Zavraje (Ucrania) en 1932 y muri? en Par?s en 1986. Disc?pulo de Mija?l Romm, su primer largometraje, La infancia
de Iv?n (1962), obtuvo el Le?n de Oro en la Mostra de Venecia y mereci? elogios, entre otros, de Jean-Paul Sartre. Rod? despu?s Andrei Rubiev
(1966), para muchos su obra cumbre, Solaris (1972), seg?n la novela
de Stanislav Lern, El espejo (1974), su pel?cula m?s herm?tica, Stalker
(1979), su ?ltima obra en la Uni?n Sovi?tica y quiz? la m?s conocida de su producci?n, Nostalgia (1983), rodada en el exilio italiano, y, por fin, Sacrificio (1986), Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y, sin duda, obra m?tica para sus admiradores, tanto por las circunstancias
personales del cineasta ?ya condenado por la enfermedad? como
por lo accidentado de su rodaje. Considerado durante mucho tiempo un
?cineasta para cineastas?, la creciente bibliograf?a en castellano que sobre su obra va apareciendo en los ?ltimos a?os hace pensar en que su
descubrimiento por parte de un p?blico m?s amplio, si no cercano en el
tiempo, es desde luego algo m?s que una quimera.
3 Norwood Russell Hanson; Patrones de descubrimiento: observaci?n y
explicaci?n, Madrid: Alianza Editorial, 1985.
4 Marcel Proust: El mundo de Guermantes, Madrid: Alianza Editorial,
1985, pp. 373 y ss.
5 Andrei Tarkovski: Esculpir en el tiempo: reflexiones sobre el arte, la
est?tica y la po?tica del cine, Madrid: Rialp, 1991, p. 168.
6 Plat?n: Fed?n, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid, 1988, en especial las
pp. 401-406 del ?ltimo di?logo.
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ROBERTO MEN?NDEZ SALM?N
7 Friedrich Nietzsche: La gaya ciencia, libro quinto, ep?grafes 371 y 381, Madrid: Ediciones Busma, 1990, pp. 257 y 266-267, y Ecce homo (en especial el cap?tulo ?Por qu? soy un destino?), Madrid: Alianza Editorial, 1994, pp. 123-132.
8 Cfr. Jos? Ferrater Mora: Diccionario de filosof?a, voz ?Dial?ctica?, volumen I, Madrid: C?rculo de Lectores, 1991, pp. 796-806.
9 /// Pitica de Pindaro, en el exordio de Albert Camus a El mito de Sisifo, Buenos Aires: Losada, 1967.
10 Fragmento 205 de Her?clito, en G. S. Kirk y J. E. Raven: Los fil?sofos
presocr?ticos, Madrid: Gredos, 1981, p. 276.
11 R?diger Safranski: El mal o el drama de la libertad, Barcelona: Tus
quets,2002,p. 200.
12 Alberto Ciria, especialista en Fichte y traductor, entre otros, de Heide
gger, es seguramente el m?s importante estudioso que existe de Tarko vski en castellano, muy por delante de autores como Fern?ndez Zicavo, Moreno Urbaneja o Sobreviela Diez. Su trabajo, un ejemplo de rigor intelectual y brillantez expositiva, puede consultarse en El rastreador: extra?eza y pertenencia en la poes?a filmica de Tarkovski, Akademischer
Verlag, Munich, 1995, y en algunos art?culos en revistas: ?Tarkovski?, en Claves de Raz?n Pr?ctica, n.? 74, Madrid, 1997, pp. 76-78, o ?La tierra como elemento art?stico en Dosto?evski y en Tarkovski?, Themata, n.? 18, Sevilla, 1997, pp. 171-178.
13 Martin Heidegger: introducci?n a Arte y poes?a, Madrid: Fondo de Cultura Econ?mica de Espa?a,1995.
14 Andrei Tarkovski: o. cit., p. 215.
15 Jacques Derrida: La voz y el fen?meno. Introducci?n al problema del
signo en la fenomenolog?a de Husserl, Valencia: Pre-Textos, 1993.
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