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CELEBRAR HOY EL MISTERIO DE MARÍA EN LA LITURGIA Covadonga, agosto 2018 Centenario de la Coronación Mons. Dr. D. Juan-Miguel Ferrer y Grenesche Presidente de la Sociedad Mariológica Española 1. A modo de introducción 1.1. Hoy: un intento de comprensión del momento presente y sus exigencias Desde estas cumbres astures se vislumbran lejanos horizontes. Así quisiera yo ser capaz de resumir en breves trazos la situación mayoritaria de los cristianos en el mundo actual y la relación de la Iglesia con nuestros hermanos, los seres humanos con los que en este momento compartimos el camino de esta vida. Pese a la multitud de diferencias debidas al peso de la historia de las naciones y las diversidades culturales y económicas, tan grandes hoy, el mundo se presenta esencialmente globalizado. La dinámica de las comunicaciones y de la informática tiende a forzar unas sociedades multirreligiosas y multiculturales, ya estamos en gran parte en ellas. Al ser humano se le pide un gran esfuerzo para poder descubrir y desarrollar su identidad. Más aún cuando la ideología de género desdibuja las formas de ser humano, (es decir, el ser hombre y el ser mujer), y el llamado transhumanismo minimaliza nuestros últimos lazos con lo humano (con la naturaleza humana). No faltan en este contexto fuertes corrientes que optan por una nueva intercultura (cultura de culturas) que busca aglutinar esta nueva realidad y ofrecer para ella una nueva espiritualidad. Ya en los años “60” del siglo XX se estructura la idea de un cristianismo para la nueva sociedad (secular o incluso marxista, según los autores), con fuertes resabios pelagianos (ignorando los límites del ser humano y dando por caducada la acción de Dios en cada hombre o en nuestra historia gracia y providencia). Al final del milenio, especialmente desde los años “80”, se produce una “matización” del materialismo imperante que se abre a la dimensión espiritual (con la puesta en valor del mundo simbólico). Desde la llamada nueva era, y otras corrientes afines, se busca ofrecer una espiritualidad e incluso una creencia, pero sin dogmas ni jerarquías, una fe sin religión. Esto con una tendencia fuertemente gnóstica, buscando una espiritualidad subjetiva y sin referentes permanentes en lo moral o en lo teológico. Estas tendencias son las que hoy dominan el panorama mundial y están actuando desde el mundo de las comunicaciones para generar en todas partes adeptos. Es cierto que en sociedades cerradas y carentes de libertades cívicas, con una fuerte presión social y con control, en ocasiones, sobre los mismos canales de la comunicación global, esta influencia se hace sentir más lentamente (es el caso de China o de los países islámicos donde estas corrientes pudieron dar lugar a fenómenos como el

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CELEBRAR HOY EL MISTERIO DE MARÍA

EN LA LITURGIA

Covadonga, agosto 2018

Centenario de la Coronación

Mons. Dr. D. Juan-Miguel Ferrer y Grenesche

Presidente de la Sociedad Mariológica Española

1. A modo de introducción

1.1. Hoy: un intento de comprensión del momento presente y sus exigencias

Desde estas cumbres astures se vislumbran lejanos horizontes. Así quisiera yo ser

capaz de resumir en breves trazos la situación mayoritaria de los cristianos en el mundo

actual y la relación de la Iglesia con nuestros hermanos, los seres humanos con los que

en este momento compartimos el camino de esta vida.

Pese a la multitud de diferencias debidas al peso de la historia de las naciones y

las diversidades culturales y económicas, tan grandes hoy, el mundo se presenta

esencialmente globalizado. La dinámica de las comunicaciones y de la informática

tiende a forzar unas sociedades multirreligiosas y multiculturales, ya estamos en gran

parte en ellas.

Al ser humano se le pide un gran esfuerzo para poder descubrir y desarrollar su

identidad. Más aún cuando la ideología de género desdibuja las formas de ser humano,

(es decir, el ser hombre y el ser mujer), y el llamado transhumanismo minimaliza

nuestros últimos lazos con lo humano (con la naturaleza humana).

No faltan en este contexto fuertes corrientes que optan por una nueva intercultura

(cultura de culturas) que busca aglutinar esta nueva realidad y ofrecer para ella una

nueva espiritualidad. Ya en los años “60” del siglo XX se estructura la idea de un

cristianismo para la nueva sociedad (secular o incluso marxista, según los autores), con

fuertes resabios pelagianos (ignorando los límites del ser humano y dando por caducada

la acción de Dios en cada hombre o en nuestra historia –gracia y providencia‒). Al final

del milenio, especialmente desde los años “80”, se produce una “matización” del

materialismo imperante que se abre a la dimensión espiritual (con la puesta en valor del

mundo simbólico). Desde la llamada nueva era, y otras corrientes afines, se busca

ofrecer una espiritualidad e incluso una creencia, pero sin dogmas ni jerarquías, una fe

sin religión. Esto con una tendencia fuertemente gnóstica, buscando una espiritualidad

subjetiva y sin referentes permanentes en lo moral o en lo teológico. Estas tendencias

son las que hoy dominan el panorama mundial y están actuando desde el mundo de las

comunicaciones para generar en todas partes adeptos.

Es cierto que en sociedades cerradas y carentes de libertades cívicas, con una

fuerte presión social y con control, en ocasiones, sobre los mismos canales de la

comunicación global, esta influencia se hace sentir más lentamente (es el caso de China

o de los países islámicos donde estas corrientes pudieron dar lugar a fenómenos como el

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de la plaza de Tiannmen (Pekín, China, 1989) o la llamada primavera árabe (de 2010 a

2013), que han quedado, por ahora, en agua de borrajas). Pero en la medida en que las

naciones o instituciones gozan de una vida democrática y una presión social cambiante

(según las “mayorías” imperantes en cada momento) estas tendencias se hacen

imparables.

La convivencia de los cristianos con estos profundos cambios de civilización no

es fácil. Más cuando tras el concilio Vaticano II la Iglesia optó, queriendo evitar

convertirse en una comunidad-gueto, por el diálogo con el mundo contemporáneo. Optó

por buscar los valores positivos de las culturas entre las que vive y por construir

puentes, desde ellos, con su acerbo secular de bien y de verdad. Por eso la Iglesia ha

visto como la mente de este mundo se infiltraba en su propio “código genético”

cristiano. Por eso el santo papa Pablo VI llegó a hablar de un humo de satanás que se

colaba por debajo de las puertas de la Iglesia. Por esto también el papa Francisco nos ha

puesto tan evidencia los dos peligros a evitar en nuestro caminar personal y eclesial:

pelagianismo y gnosticismo.

El santo padre Francisco también ha urgido reiteradamente a que seamos una

Iglesia misionera (en salida la llama él), una Iglesia humilde y servicial, que va a la

gente, a los de cerca y lejos, que va con afecto y respeto, que bendice y no maldice, pero

que no puede renunciar a proponer el Evangelio, proponer la verdad y la justicia,

proponer a Cristo, proponer la identidad del hombre y de la mujer, de Cristo y de María.

Es tiempo de escuchar y comprender, tanto como de proponer y sanar.

Como Cristo y su Iglesia son inseparables en el anuncio del Evangelio, Cristo y

María son, integrados como nuevo Adán y nueva Eva, parte esencial y urgente del don y

la propuesta evangelizadora.

El contar con una mariología y una piedad mariana actualizadas es una imperiosa

necesidad. Siguen de plena actualidad los rasgos de unas verdaderas mariología y

piedad mariana posconciliares, trazados por el beato Pablo VI en su encíclica Marialis

cultus1: señalaba tres dimensiones para la mariología, trinitaria, cristológica y eclesial

(MC 25-28); y cuatro orientaciones para la piedad: bíblica, litúrgica, ecuménica y

antropológica (MC 29-37).

Yo en este momento quisiera destacar la importancia antropológica de presentar,

en el anuncio universal del Evangelio, las figuras de Cristo y María inseparablemente

unidas. Sin olvidar nunca la dependencia respecto a Cristo de María, ellos dos son el

camino que se nos ofrece para llegar a Dios, pero también el camino para encontrar la

verdad del ser humano, es decir para descubrir a los demás y descubrirnos a nosotros

mismos.

1.2. María en el Misterio de Dios realizado en Cristo (o “el Misterio de María”)

Según las Sagradas Escrituras y la Tradición viva de la Iglesia, Dios desde

siempre pensó en crear a los seres humanos, hombres y mujeres, como criaturas que

constituyesen el puente entre el Creador y sus creaturas. Alguien capaz de representar

en la creación una suerte de pontificado que participase constitutivamente en la relación

entre Dios y los demás seres. Por eso los hace “del barro de la tierra” y les da vida

1 =MC, 2 febrero 1974.

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infundiéndoles “su aliento vital”. Así lo muestran con insistencia los tres primeros

capítulos del Génesis. Pudiese parecer que con el pecado de nuestro primeros padres

todo se hubiese venido abajo, pero no fue así. No fue así porque Dios es fiel, sus

decisiones son inmutables. Dios salió al paso inmediatamente, tras el pecado original,

manifestando que el hombre y la mujer que tenía destinados a llevar a culminación su

obra creadora respecto a la humanidad, serían también los artífices de su redención. La

“Mujer” aparecerá en la historia sagrada desde el origen a la consumación, del Génesis

al Apocalipsis. Por eso, junto a Jesús, en la Biblia, en los símbolos de la fe y en las

Plegarias Eucarísticas está siempre María.

Cuando la Iglesia celebra el memorial («haced esto en memoria mía»), María está

siempre presente. En el Año litúrgico, en cada Eucaristía, en la Liturgia de las horas y

en su piedad cotidiana la Iglesia toma conciencia, experimenta y agradece la obra de

María en el Plan de Dios realizado permanentemente en Cristo.

1.3. Cauces para celebrar y vivir el don de María en nuestras celebraciones litúrgicas

La Liturgia corre el riesgo de convertirse en un piadoso marco para adoctrinar o

concienciar a los fieles, en un frío ceremonial oficial o en un regodeo estético si se

olvida su naturaleza propia, si se la manipula desde posicionamientos ideológicos. La

Liturgia es la dimensión de actualidad del Misterio de la Salvación, una dimensión de

actualidad al servicio de la integración paulatina y constante de nuestra vida en dicho

Misterio. Como la Revelación se despliega en la Historia hasta Cristo, desde Cristo la

Liturgia prolonga este despliegue hasta la Parusía, para que la Historia entera y la vida

de cada ser humano pueda ser historia de salvación. Como los “acontecimientos” sirven

para señalar los hitos de la Revelación, las “celebraciones” marcan los de la Liturgia.

Pero es la historia entera la que se hace, por deseo de Dios, historia de salvación

mediante la Revelación y mediante la Liturgia. Es cierto que en la Revelación hay una

dinámica de despliegue objetivo del conocimiento de Dios y sus designios y de la

realización de la salvación de la humanidad tras el pecado y esto se culminó en Cristo.

Pero en la Liturgia sigue produciéndose una interiorización y acabamiento, en la Iglesia

y en cada creyente, de este saber y de esta gracia.

La vivencia de la Liturgia impulsa el homogéneo desarrollo del conocimiento de

la Revelación y de la santidad, en la Iglesia y en cada fiel, que participan en ella. Las

celebraciones litúrgicas (sacramentos y sacramentales) revisten una forma ritual, porque

su naturaleza es sígnica, tienen que “abrir” (como “velo del encuentro”) para los

creyentes las puertas que separan el presente, el pasado y el futuro, los introduce en el

“hoy” divino para iluminar su “ya sí, todavía no”, para insertarlos en la vida eterna. La

celebración es para la Iglesia peregrina el seno materno y el cordón umbilical que

preparan para la vida en Dios. Aquí se produce un conocer y se recibe una gracia que

quieren y pueden transformar la vida entera, llenarla de verdad, libertad y plenitud. Los

ritos y preces de la Liturgia, como los hechos y palabras de la Revelación, son el

camino que hace posible, tras el pecado, restaurar y llevar a plenitud nuestra relación

con Dios, nuestra radical identidad y vocación («nos hiciste Señor para ti y nuestro

corazón estará inquieto hasta que descanse en ti»2).

2 SAN AGUSTÍN, Confesiones, Libro 1, 1, 1.

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La Liturgia, el Credo, la Biblia, remiten a la Revelación, la sintetizan y la acercan

a cada etapa de la vida de la Iglesia y de cada creyente, pero la Liturgia, aglutinando

todas estas realidades, es la que la actualiza, hace “memorial”. Sin Liturgia no se puede

uno integrar en la Revelación. La Liturgia se desvela así como la obra de la Trinidad

entre los seres humanos. La liturgia aparece así justamente, sin pretensiones ritualistas o

clericales, como esencia de la Religión, de la relación personal y social con las Divinas

Personas, mientras dura el tiempo presente.

El lugar que María ha recibido de Dios en la Revelación, lo tiene en la Biblia, en

el Credo y en las celebraciones litúrgicas. Esto es lo que queremos poner en evidencia y

ayudar, modestamente, a poder vivir con el mayor aprovechamiento, según el designio

del Señor, con estas páginas.

A lo largo del presente trabajo descubriremos como poder cumplir, cada uno y

como Iglesia, con la gracia y manda testamentaria de Cristo: «ahí tienes a tu madre» (Jn

19, 27).

2. María en cada uno de nuestros días

2.1. La presencia de María en la Eucaristía de cada jornada

Mirando a instituir la Sagrada Eucaristía, nuestro Señor Jesucristo dijo a los

Apóstoles durante la última cena, «haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19; 1Cor

11, 24). Con estas palabras les revelaba que la Eucaristía sería el rito memorial de su

persona y obra. Celebrando la Eucaristía ellos le harían presente con todo su ser y todo

su obrar, singularmente le harían presente obrando su Pascua, su sacrificio y su

resurrección, perfectos y eternos. Pero en ese acontecimiento protagonizado por Jesús,

se encuentra la síntesis y culmen de toda su vida humana (como lo muestra el rito de la

fracción del pan en la Misa en rito Hispano-Mozárabe). Por ello, en tanto en cuanto

Dios asoció a María al Misterio de Cristo, María se hace presente también en cada

Eucaristía, forma parte del “memorial”.

Como ocurre en las profesiones de fe (en los “credos”), María fue incluida desde

los primeros siglos en las Plegarías Eucarísticas de la Iglesia como expresión de esta

convicción. En las de estilo antioqueno (narrativas) en el momento en que se presentan

los misterios de la Encarnación del Verbo y de su Pascua (véase hoy en la liturgia

romana el ejemplo de la Plegaria Eucarística IV) y en las de estilo alejandrino

(teológicas) en el momento en que la celebración se inscribe en la comunión con la

Iglesia tanto peregrina como triunfante (es el caso del Canon romano).

Efectivamente la Eucaristía nos hace participar en la vida de Cristo tal y como

toda entera está en Dios, en su eterno presente. En ella mediante los ritos y preces,

palabras y acciones, participamos en la eterna liturgia del Cielo3, tenemos esa prenda

de la gloria futura, vivimos en la Trinidad Santísima y gozamos de la compañía de

María, José (por eso ha entrado en las Plegarias Eucarísticas), los ángeles y los santos,

cada uno según el puesto que Dios le ha asignado.

Desde el sueño de Jacob, muchos santos han tenido la gracia de ver ya cumplida

la promesa de Jesús en la santa Misa, y veréis a los ángeles de Dios subir y bajar sobre

3 Constitución Sacrosanctum concilium (= SC), n. 8.

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el Hijo del hombre. Pero no sólo los ángeles actúan en la Eucaristía, en ella María

cumple singularmente con su “encargo-misión”: ahí tienes a tu hijo. Por eso en cada

celebración de la Eucaristía hemos de acoger a María, vivir su maternidad eclesial,

dejarnos enseñar por Ella para participar en el Misterio de Cristo como nos mostró san

Juan Pablo II en el capítulo V de su Ecclesia de Eucharistia.

Con la ayuda de María inmaculada aborrecer el pecado por amor (contrición)

durante el inicial acto penitencial (particularmente en su forma primera, con el Yo

confieso, o en algunos formularios marianos de la forma tercera, con tropos que

introducen los Kyries).

Aprender de Ella a escuchar la Palabra de Dios, respondiendo con Ella «he aquí

la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Con Ella presentar a Dios Padre por Jesucristo nuestra intercesión en favor de

vivos y difuntos, «no tienen vino».

Siguiendo su consejo ‒«haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5)‒, presentar a Dios

nuestras pobres ofrendas para cumplir su mandato «haced esto en conmemoración mía»,

llevando al altar los dones de pan y vino.

Como Ella entrar de lleno en el misterio de la obediencia filial de Cristo, hasta

dar la vida, estando junto al altar como Ella al pie de la Cruz dejando que la espada del

dolor traspase nuestro corazón para ser con Cristo víctimas vivas. Hasta la identificación

con María en su participación en la obra de la Redención. Así se cumplirá la enseñanza

de Jesús en nosotros, «estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de

mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12,

49s; Mc 3, 34s).

Con la fe de María recibir a Cristo (el que nació en Ella virginalmente y el que

virginalmente resucitó del sepulcro). Así con Ella ser dichosos, «bienaventurada la que

ha creído» (Lc 1, 45). Así, buscando cada vez más la pureza y humildad de María,

comulgar en la Eucaristía, recibir el cuerpo “nacido de María Virgen”, con Ella ser sus

portadores rebosantes de Espíritu Santo.

Esto, tras el silencio estremecido, al tomar conciencia del Don recibido en la

comunión, al tomar conciencia de cómo éste nos liga a la suerte de Jesús, a su vocación

y misión, como María tras la anunciación, tras perder al Hijo y hallarlo a los tres días en

el Templo, o al acompañarlo en su pasión y en la espera de su Resurrección, ¡Virgen del

silencio, que guardabas estas cosas y las saboreabas en tu corazón!

Silencio tras la comunión para luego como María, tras ser enviados, ite missa est,

salir como María con toda la Iglesia al mundo, “a casa de Isabel” (cf. Lc 1, 39-46), para

proclamar la gloria de Dios (seguir celebrando la Liturgia), narrar sus maravillas

(anunciar la Buena Nueva) y servir a los hermanos (caridad).

No dudo que María a lo largo de los siglos, como con la Iglesia naciente tras la

Ascensión y hasta Pentecostés, prepara en cada Eucaristía a la Iglesia en oración para la

gran misión, hasta los confines de la tierra, hasta el fin de los tiempos.

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2.2. María en la oración de la tarde y al final de cada día

Con la Eucaristía celebrada cada día María realiza esta singular obra en la Iglesia

de su Hijo y cumple mediante ella con su singular mediación maternal4, pero no todos

sus hijos pueden participar por desgracia todos los días en la Santa Misa. Y aun los que

participan, por su debilidad, muchas veces enfrían su fervor a lo largo de las otras horas

del día.

Por ello, imitando las inspiraciones de Dios acogidas por el Pueblo de Israel, la

Iglesia desde tiempos apostólicos prolongó la vivencia de la Eucaristía celebrada el Día

del Señor (el Domingo), día a día de la semana, santificando éstos con su oración en la

mañana (Laudes) y en la tarde (Vísperas). Más tarde, a lo largo de los siglos cristianos,

la oración de las Vísperas conservó una peculiar estima en la piedad de los fieles. A esta

hora (al caer de la tarde5), la misma de la institución de la Eucaristía (singularmente

memorial incruento del sacrificio cruento de la Cruz), los cristianos ofrecen con el

cansancio del fin del día su oración (la hora del incienso, la llaman algunas antiguas

tradiciones cristianas recordando el salmo 141, «suba mi oración como incienso en tu

presencia»). Sí, mediante la oración ofrecemos, asociados a la Eucaristía, el trabajo y

esfuerzo del día, sus alegrías y penas a Dios, unidos al sacrificio de Cristo en la Cruz. Y

allí la oración de Cristo se hace oración de la Iglesia con María. En la cumbre de la

primera parte de esta Hora se encuentra el canto evangélico del Magníficat.

Rezando el cántico de María cada día en Vísperas la Iglesia y cada uno de los

orantes, con María, revive todas las resonancias eucarísticas de este himno de las que

acabamos de hablar al presentar el papel de María en la celebración de la Santa Misa.

De este modo la Iglesia quiere aprender a hacer eucaristía de la vida entera, trabajo y

ocio digno de sus fieles. Y todos los cristianos, salvo circunstancias muy especiales,

pueden rezar las Vísperas (al menos el Magníficat a esa hora).

Pero además de estas grandes horas de la mañana y de la tarde, asociadas a la

oración comunitaria, la Iglesia asumió también la costumbre de los judíos piadosos

(mantenida al menos desde los tiempos del profeta Daniel) de orar siete veces cada

jornada, tres a lo largo de las horas de trabajo, tres a lo largo de la noche y una en el

quicio de estas dos fases del día. Así surgen, en primer lugar entre los laicos, monjes y

familias, las horas de Tercia, Sexta, Nona, 1er Nocturno, 2º Nocturno, 3er Nocturno y,

separando las diurnas de las nocturnas como decíamos, Completas. Es cierto que con el

tiempo estas horas quedaron como un uso de religiosos y sacerdotes, apenas conservado

entre los laicos, y que los tres nocturnos muchas veces se agruparon en una sola hora de

Maitines. Pero la piedad popular mantuvo su recuerdo con el rezo del Rosario (salterio

de los laicos), el Ángelus repetido tres veces al día y las tres avemarías al acostarse.

Hoy la Iglesia Católica, tras el concilio Vaticano II, ha querido ofrecer la Liturgia

de las Horas de nuevo como un adecuado modo de liturgia familiar, aunque sólo se

recen algunas de las horas. No tendríamos que desdeñar asociarnos todos desde nuestros

hogares, como Iglesia orante, al fin de cada día rezando las Completas. Como explica la

OGLH, el sentido de la hora de Completas se basa en el paralelismo establecido por

Jesús entre el sueño y la muerte («la niña no está muerta, está dormida»), invitándonos

así cada día a prepararnos para morir con Él en la certeza de la futura Resurrección

4 Vid. SAN JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater (1987). 5 Vid. Ordenación General de la Liturgia de las Horas (= OGLH) n. 39.

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(celebrada cada mañana en Laudes). Sin quitar nada al dramatismo de la muerte, se

evita la desesperación de una muerte definitiva. Se anima al examen de conciencia y a

implorar la misericordia de Dios con un breve acto penitencial; se pone la mirada

esperanzada en Cristo, «luz de las naciones y gloria de tu pueblo, Israel», recordando las

palabras del anciano Simeón en la Presentación de Jesús en el Templo a los 40 días de

nacer, para sacar la misma conclusión que el Sacerdote, «ahora puedes dejar a tu siervo

irse en paz» (cf. Lc 2, 25-35). Y se sintetiza en la conclusión la gracia que esta hora

contiene: «El Señor nos conceda una noche tranquila y una muerte santa».

Pues bien, la madre Iglesia reconoce como Simeón que este Cristo, nuestra vida y

salvación, nos lo presenta María, la Virgen Madre. Por ello esta hora concluye como el

Avemaría, recordándonos que, como en la muerte de Cristo, María estará presente en la

hora de nuestra muerte y lo está cada día cuando nos entregamos al descanso nocturno.

Las Completas terminan siempre con una antífona (canto) mariana. No sólo, como toda

madre a sus pequeños, nos acompaña al lecho, sino que, ya adultos, nos ayuda a

aprender a vivir y morir asociados a la muerte y resurrección de Cristo. La paternidad y

maternidad de Dios nos llega, mediante la acción del Espíritu Santo, a través de Jesús y

de María y, de un modo admirable, aprendemos también nosotros a hacerla llegar a los

demás.

2.3. El sábado, día de la Virgen

Muy pronto, al final de la era de los Padres, la celebración del Misterio de María

superó las primeras fiestas marianas del calendario cristiano para extenderse a todos los

sábados, no impedidos por otra celebración mayor. Nace así la memoria o

conmemoración de santa María en sábado, compañera inseparable del Domingo, día

del Señor resucitado y día de la Stma. Trinidad.

El sábado había sido para los judíos el séptimo día, el día del “descanso de Dios”

tras la creación (realizada en seis días). Un día para unirse al descanso de Dios, tras

habernos asociado a su trabajo los primeros seis días de la semana. Un día sagrado para

dedicarlo a la alabanza del Creador.

Pero Cristo ese día estuvo en el seno de la tierra (“descendió a los infiernos”) y la

Iglesia afligida, arrebatado su Esposo, hubo de tornar los ojos hacia la Madre. En Ella

encontró la lámpara de la fe encendida, ¡oh Virgen prudente! María recordaba cómo en

la casa del Padre ya lo encontró una vez tras serle arrebatado tres días (cf. Lc 2, 41-50).

Y mirando al Padre aguardaba al Hijo. La Iglesia tardó en hallar esta fe de María. Tardó

en “recordar” que al tercer día había de resucitar. Más tarde los cristianos quisieron

vivir todo sábado como aquél, con María, para poder celebrar en verdad cada Domingo.

El sábado, pues, la Iglesia se une a María para poder celebrar como Ella el

Domingo. Celebra su inmaculada santidad, recuerda su fe, esperanza y caridad, su

confianza y docilidad a la Palabra. San Pablo VI en su Marialis cultus nos recuerda que

el sábado mariano se orienta a celebrar mejor el Día del Señor. El enriquecimiento de

los formularios del Común de santa María, en la tercera edición del Misal del Vaticano

II, es un nuevo llamamiento de la Iglesia a celebrar la memoria de Santa María en

sábado, siempre que se pueda según la normativa litúrgica. Ya la edición de la

Colección de Misas de la Virgen María, con ocasión del “Año Mariano” convocado por

san Juan Pablo II (1986/87), era una particular invitación a los Santuarios Marianos para

consagrar los sábados de todo el año a María (cf. Prenotandos). En una sociedad donde

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el concepto de “fin de semana” parece imponerse al Domingo cristiano la celebración

junto al Día del Señor del sábado mariano puede ser un buen antídoto contra la pérdida

de identidad cristiana y la secularización del Domingo.

Recientemente el papa Francisco ha invitado a “santualizar” la pastoral y vida de

nuestras parroquias, es decir, a hacer de cada una de ellas un lugar de peregrinación,

acogida, evangelización, sacramentalización e irradiación misionera6. La peculiar

vivencia mariana de los sábados está llamada a conjugar en nuestras parroquias el tesoro

de la Liturgia y la vitalidad de la Piedad Popular. Incluso en zonas sometidas a la aridez

de una radical secularización, los santuarios, singularmente los marianos, son la lámpara

encendida, la puerta siempre abierta al encuentro con Dios.

3. Las “estaciones marianas” del año

3.1. María en el Ciclo de la Navidad

Sin restar importancia a los profetas de la venida del Salvador, a san Juan

Bautista o al mismo san José, los evangelios y los credos dan, en este misterio de la

Encarnación, Nacimiento y Manifestación de Jesús, un papel especialísimo a la Virgen-

Madre, a María.

Si el Año litúrgico celebra la presencia salvadora de Cristo en el tiempo,

presentando, Domingo a Domingo, día a día, el entero Misterio del Señor a lo largo de

cada año de la vida de los seres humanos... Si los diversos “tiempos litúrgicos” destacan

los polos de este Misterio, Encarnación y Pascua (las tradicionales “dos Pascuas”, de

Navidad y Florida o de Resurrección), y su prolongación en nuestra vida cotidiana

(Tiempo Ordinario, antes llamado “Domingos tras Epifanía”, “septuagésima”,

“sexagésima”, “Quincuagésima” y “Domingos tras Pentecostés”)... No es de extrañar,

por tanto, que María esté asociada al año litúrgico entero (se ha llegado a hablar de un

“ciclo mariano” paralelo al de Cristo) y que posea una particular presencia en los

momentos señeros del año.

El Ciclo de Navidad incluye los tiempos llamados de Adviento y de Navidad. En

ellos la figura de la Virgen descuella especialmente.

La primitiva Navidad romana venía preparada por ocho días de intenso valor

espiritual, desde la tarde del 17 de diciembre hasta la víspera de Navidad. Las Misas

adoptan formularios de contenido mariano, la Iglesia quiere aprender de María a acoger

y dar a luz a Cristo. Y las Vísperas de tales días ven el canto del Magníficat resaltado

por las llamadas antífonas de la “Oh”. Unas antífonas que contemplativa y

laudatoriamente contemplan al Hijo que va a nacer hecho hombre.

En la península Ibérica y en el sur de las Galias, la gran fiesta del Tiempo de

Navidad es la de Epifanía o Manifestación del Salvador. En ella se recuerda La

adoración de los Magos, el Bautismo de Cristo y su presencia en las Bodas de Caná. La

resonancia de la Iniciación Cristiana en estos acontecimientos llevó a bautizar no sólo

en Pascua, sino también en Epifanía y a formar un entero tiempo litúrgico previo y no

sólo un octavario antes de la misma. Así nace el Adviento (con seis Domingos, según el

modelo de la Cuaresma catecumenal). Más tarde Roma acogerá la celebración del

6 Vid. Documento El Santuario, del Pontificio Consejo de las Migraciones.

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Adviento, extendiendo la preparación de la Navidad dos semanas más (hasta cuatro).

Por eso el Adviento Romano tiene como dos etapas, una más escatológica, mirando a la

venida final de Cristo, y otra más navideña, apuntando al nacimiento del Salvador.

San Pablo VI en su encíclica Marialis cultus sugiere descubrir y practicar el

Adviento como un “mes mariano”. Si bien es cierto que en la Liturgia romana, por lo

que ya hemos explicado, María está presente particularmente desde el 17 de diciembre y

no tanto en los textos y lecturas de las dos primeras semanas, también es verdad que el

inicio del Adviento alberga la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen

María y la memoria de la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre, de gran repercusión

en toda América), por ceñirnos solo al Calendario Universal. Estas fiestas, los sábados

con las memorias de Santa María, empleando los formularios propios de Adviento,

pueden ser instrumentos suficientes para que vivamos un adviento singularmente

Mariano.

No en vano a la primera parte del Adviento romano le puede servir muy bien de

telón de fondo la imagen de Apocalipsis 12 («una Señal portentosa en el Cielo»), que ha

sido la base más frecuente para la iconografía inmaculista. Más adelante, los textos de

los formularios de Misa y los textos propios para cada día del Oficio desde el 17 de

diciembre, nos llevarán a esperar con María el nacimiento y la manifestación del

Salvador.

El camino de escucha, discernimiento y obediencia de la Palabra de Dios que

permite la actuación del Espíritu Santo en María hasta hacerla Madre de Dios es el

mismo por el que Dios quiere hacernos a nosotros, de la mano materna de Ella sus hijos.

Un Adviento y un Ciclo de Navidad que no nos lleva a ser más plenamente hijos de

Dios no ha conseguido su objetivo.

En la Navidad, cargada de celebraciones, domina en la Liturgia la idea del

“intercambio que nos salva”, de un Dios que se hace hombre para que los seres

humanos seamos en verdad hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Desde la

Misa de medianoche de Navidad, pasando por la fiesta de la Maternidad Divina de

María del inicio de año, hasta la resonancia actual del signo visto por los Magos, “una

madre con un niño” (cf. Mt 2, 11), o el consejo de María en las bodas de Caná («haced

lo que él os diga», cf. Jn 2, 1-11), todo invita a descubrir en María a la que nos guía

navegando por el Misterio de nuestra purificación y glorificación, nuestro paso de

simples humanos a hijos de Dios.

3.2. María en la Pascua de su Señor

¿Cómo no descubrir en esa “abeja fecunda” del Pregón Pascual, que ofrece su

cera para el cirio, a la Virgen Madre que de su carne y sangre da la humanidad al Verbo

de la vida? ¿Cómo no ver en este Cristo que por amor se deja consumir en el fuego de la

Cruz al que transforma con su Resurrección nuestro cuerpo opaco como la cera, en luz y

calor del cuerpo divinizado y glorioso? Y María que dio la humanidad a Cristo se ve

asociada también a esa obra de purificación y divinización de todo lo verdaderamente

humano.

Ella, presente al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 25), sigue alumbrando al Cristo total,

esta vez en un parto doloroso como la cruz, hasta que todos estemos plenamente

configurados con Cristo.

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Pero Ella, Virgen creyente, que nunca dudó en que la tierra y el sepulcro no

podrían retener al Viviente, está también actuando en este largo tiempo de la

mistagogia, el Tiempo Pascual. Esa presencia de María en la Iniciación cristiana se ha

transportado a la Pascua y ha hecho, en la piedad popular del mes de mayo, el mes de

María. Pues María reluce como la imagen perfecta de lo que la Pascua quiere realizar en

nosotros. La presencia, a nivel local en los Calendarios Particulares, de fiestas y

memorias marianas puede ayudar a esta vivencia mariana del Tiempo Pascual. El uso en

ellas de las Misas pascuales de la Colección o del Común de Santa María del Misal

puede ayudar notablemente a ello.

María y las celebraciones marianas refuerzan ‒no sustituyen ni reemplazan‒, en

esta perspectiva, la espiritualidad sacramental del Tiempo Pascual. María aquí, como en

todo el año litúrgico, actúa como “influencer” que aquí crea opinión y marca tendencia

para vivir la gracia pascual.

Quisiera detenerme un instante en la perspectiva “escatológica” de la Pascua,

marcada por las solemnidades de la Ascensión y de Pentecostés que la culminan. Como

bien muestra la liturgia de la Ascensión, lo que entra en el Cielo, lo que es divinizado es

la humanidad de Cristo, “primogénito de muchos hermanos”, “esposo y cabeza del

cuerpo, que es la Iglesia”. Y es verdad, con Pentecostés el Espíritu Santo comienza a

derramarse sobre la Iglesia y por ella sobre la humanidad, hasta la consumación de los

tiempos, pero ese mismo espíritu que enciende a los Apóstoles en Pentecostés es el que

ha glorificado la humanidad de Cristo en su Resurrección y Ascensión y que ahora

comienza su obra en nosotros. María nos precede también en esto. Ella, sellada por el

Espíritu Santo desde su inmaculada concepción, consagrada por Él en la Anunciación

(como lo muestra su perpetua virginidad), recibió en Pentecostés un aumento de gloria

que la preparó para su ulterior Asunción a los cielos en cuerpo y alma.

¡Cómo nos ayuda María en este tiempo de Pascua a aspirar a los bienes de allá

arriba, donde está Cristo! ¡Cómo nos ayuda a consagrar o transfigurar todo lo

verdaderamente nuestro! La humanidad gloriosa de María nos ayuda a seguir el camino

de la glorificación de la humanidad de Cristo. No alejándonos del mundo y de sus

problemas, ni siquiera de las situaciones de pecado, sino enfrentándolo todo con el amor

redentor de Dios y la fuerza de su Espíritu Santo para que en todo resplandezca la

belleza plena de la obra de Dios, como en Jesús, como en Ella.

3.3. Ella guardaba todas estas cosas y las saboreaba en su corazón

Toda la vida junto a Jesús, María lo acompaña como madre desde su concepción,

por obra y gracia del Espíritu Santo, hasta su muerte, Resurrección y Ascensión a los

Cielos. Y como ya señaló san Lucas en los evangelios de la infancia María custodiaba

los gestos y palabras de Jesús y todo cuanto le sucedía saboreándolo en su corazón (cf.

Lc 2, 19.51), en una ruminatio espiritual que permite a algunos Padres de los primeros

siglos cristianos llamarla atrevidamente Hija de su Hijo, expresión luego retomada por

Dante en su Divina comedia.

Sí, efectivamente, en el Tiempo Ordinario (“Cotidiano”, lo llama la Liturgia

mozárabe), Ella aprendió a dar plenitud a todo lo humano, en la vida oculta de Nazaret y

en el ministerio público de Jesús Él transformó de raíz toda la creación y María lo fue

“aprendiendo” (y aprehendiendo), como también lo ha de hacer, en la peregrinación de

su vida cada creyente.

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Donde estaba y actuaba Jesús volvía a brotar el Paraíso, todas las cosas con Él y

por Él tornaban a su armonía, así ocurre cada vez que realizamos la voluntad del Padre

en la tierra, como se realiza en el Cielo. María lo fue descubriendo en Jesús desde su

“fiat” de Nazaret y fue polarizando su mente, su voluntad y sus afectos en esta misma

dirección. También Ella atraía el Cielo a la tierra y empujaba el cosmos a su plenitud.

En verdad, con Ellos el Reino de Dios comenzó a estar ya entre los hombres.

No hay pues, me parece nada más extraordinario, que aprender de Jesús con

María a vivir lo ordinario celestialmente, nada como traer y plantar el Reino de Dios en

la tierra.

Sea recostados en un pesebre, sea con pastores o ricos magos, sea en el exilio o

en el trabajo del taller de Nazaret, sea en la alegría de unas bodas o ante el dolor de un

hijo perdido; sea ante la admiración suscitada por un sermón conmovedor o ante la

incomprensión suscitada por unas palabras y un leguaje duro; sea en la alegría de la

fiesta en casa de los amigos de Betania o espigando unos granitos de trigo en un

sembrado; sea aclamado por el júbilo de los niños y los pobres o ante las bofetadas

injustas de los poderosos, sea en la ternura de la Verónica, las lágrimas de unas mujeres

o en los crueles clavos aplicados por los soldados; sea en la alegría de abrazar al Hijo al

nacer, sea al llorarlo muerto tras descolgarlo de la Cruz... Toda la vida se hace escuela

de vida eterna oportunidad de acoger la revelación y la gracia y gozo de compartirlas.

María en nuestra vida diaria nos enseña a edificar con su Hijo el Reino de Dios.

4. Una corona mariana jalonando cada año de nuestra vida

4.1. Las fiestas del “Misterio de María”

Sabemos que no es hasta la época de san León Magno (papa del 440 al 461) que

se forja el concepto de “año litúrgico” y que aparece por primera vez en el título7 del

que a su vez parece ser el primer sacramentario, propiamente dicho, de la Liturgia de

Roma, el Gelasiano antiguo (compuesto a mediados del s. VIII en ambiente merovingio

sobre material previo romano y galicano). A partir fundamentalmente de la teología de

“los Misterios” presente en los sermones de san León, parece se va formando el

concepto unitario de “Año Litúrgico” repartiendo la lectura evangélica de la vida de

Cristo desde su concepción ‒ nacimiento ‒ manifestación a su

muerte ‒ resurrección/glorificación ‒ venida gloriosa. Sólo a partir de este momento se

empieza a desarrollar la idea de un ciclo de María que mostrase la perfecta sintonía de

Madre e Hijo, imagen de la de Cristo con su Iglesia (esposa). Digamos que a esto

precedió la aparición paulatina de diversas fiestas marianas en los calendarios cristianos.

De una única fiesta de María, tratada como otro santo, venerando solamente su

memoria el día de su deceso (como día de nacimiento a la gloria “dies natalis”), se va a

pasar a celebrar un “año mariano” siguiendo los pasos del de Cristo (Ciclo Temporal),

pero a una escala menor, sin una cadencia semanal al principio (hasta que comienza a

celebrarse la memoria de santa María en sábado).

7 Liber sacramentorum romanae ecclesiae anni circuli.

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a) Primera fiesta mariana

En Oriente parece que la primera fiesta mariana se celebró el 15 de agosto, como

“glorificación” de la Virgen”. En Hispania la fiesta mariana más antigua será la del 18

de diciembre, más ligada a la Maternidad virginal de María y a la Encarnación del

Verbo, que a su glorificación al final de la vida (como en los Credos, donde María

aparece al confesar la fe en la Encarnación. Pero a partir del siglo VII, en Hispania, se

dispara el desarrollo del “Ciclo Mariano” del Año litúrgico, en Roma sucederá algo

parecido y en fechas parecidas.

b) Natividad de María

El llamado Evangelio Apócrifo de Santiago o Protoevangelio de Santiago es un

escrito probablemente de mediados del siglo II que se refiere a la infancia y origen de la

Virgen María y que, aunque no ha sido considerado “canónico”, siempre ha sido tenido

por ortodoxo y venerado por su antigüedad. Fuente de inspiración para la iconografía y

la Liturgia cristiana.

De él brota la antigua fiesta de la Natividad de María (8 de septiembre). Tras el

concilio de Éfeso (431) se comienzan a Dedicar iglesias a nuestra Señora (y no sólo a

Dios) y las fechas de esas dedicaciones pasan a celebrarse en los calendarios, como los

natalicios de los santos, y no sólo en los lugares de dichas dedicaciones, sino también en

otras Iglesias. La evocación desde estas dedicaciones a episodios o lugares del

Protoevangelio de Santiago sirvió para convertir las celebraciones de tales dedicaciones

de iglesias marianas en fiestas ligadas a momentos de la vida de Nuestra Madre. En el

caso de la Natividad, parece vinculada a la dedicación de la iglesia (s. V) que se conoce

en Jerusalén como de santa Ana (desde el s. XIII), edificada cerca de la “piscina

Probática”. La tradición identifica ese lugar como la “casa de Joaquín y Ana”, padres de

María, donde Ella nacería. Lo importante es que esta fiesta fue la primera en celebrar la

“elección de María” y su “preparación por parte de Dios”, será la fiesta que ayude a

profundizar en el misterio que, siglos más tarde nos llevará a celebrar y profesar, nueve

meses antes, su “Inmaculada concepción”. Es una fiesta de “inicio” (de hecho alguna

Iglesia oriental inicia este día el año y lo termina el 15 de agosto), de esperanza y gozo.

Tendríamos que saber aprovecharla más como “inicio” de nuestras actividades

pastorales, tras el descanso o “relantí” veraniego, con una gran esperanza.

c) Santísimo Nombre de María

Muy unida a esta fiesta del Nacimiento de María está la recuperada memoria del

Santísimo Nombre de María (12 de septiembre). Como un eco de la fiesta anterior se ve

en el nombre de María un designio de Dios sobre Ella, designio que es un canto de

esperanza para el género humano. Ella nace Reina, no de un reino de este mundo, sino

como aurora o estrella de la mañana del Reino de Dios que comienza con su Hijo Jesús

y que se manifestará en la vida de la Madre, Inmaculada y toda de Dios, desde el inicio

de su existencia. Como muestra la pedagogía las “repeticiones” tienen su importancia y

esta celebración remacha el contenido de gracia de la gran fiesta de la Natividad de

María y apunta ya a la fiesta de su realeza, que cerrará el Ciclo de María en el Año

Litúrgico.

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d) Presentación de María

De origen muy semejante es la fiesta de la Presentación de María (21 de

noviembre). En el mismo contexto se alza, junto a los muros del destruido Templo de

Jerusalén una iglesia en el siglo V, dedicada a santa María. Su dedicación en tal fecha

extiende su celebración a otras iglesias, asociada a lo que contaba el Protoevangelio de

Santiago, que los ancianos padres de María confiaron a los tres años de su nacimiento la

educación de su Hija, regalo de Dios, al Templo. Muchos autores desde el siglo XVIII

han visto en esto un anacronismo. Por eso han sostenido o que el apócrifo de Santiago

era tardío o, cuando esto no resistía la crítica, que era de autor que desconocía las

tradiciones del pueblo judío. Les sonaba esta entrega demasiado a la institución hispana

de los niños oblatos de Catedrales o Monasterios. Pero más allá de los detalles, todo

apunta a que María, muy posiblemente de familia sacerdotal, fuese confiada a parientes

o personas cercanas al templo, al modo de la “profetisa Ana”, hija de Fanuel, del

episodio lucano de la Presentación del niño Jesús en el Templo. Esta celebración sigue

insistiendo en la “preparación” de María y probablemente se la pone aquí en paralelo

con la “edificación, consagración y cuidado de un Templo para Dios”. Un paso más, de

la profundización en estos misterios será establecer el paralelismo entre la “preparación

de María” y la formación en Ella de la humanidad de Cristo, verdadero templo y, más

tarde de su cooperación maternal para formar el cuerpo de la Iglesia, esposa de Cristo.

Esta fiesta al final del Año litúrgico nos tiene que disponer para dejarnos modelar por la

gracia de Dios de cara a nuestra misión, según el ejemplo y con la intercesión de María.

e) Inmaculada Concepción de María

La fiesta de la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre) tiene un origen

muy diferente. Brota de la profundización de la teología y la espiritualidad sobre esa

“preparación” de María, que celebran las dos fiestas precedentes, y ha llegado, con el

correr de los siglos, a eclipsarlas y tomar una posición preeminente, particularmente

desde la definición dogmática del Misterio de la Inmaculada Concepción de María por

S.S. el beato Pío IX, en 1854.

Ya el apócrifo de Santiago, con la manera en que describe la concepción de

María por Joaquín y Ana (el abrazo ante la Puerta Dorada del Templo, que da origen a

la primera iconografía inmaculista), parece sugerir que en su tiempo se excluía ya en

ambientes cristianos todo pecado en María desde su concepción (por ello el inicio de la

vida de María se sustrae del cauce ordinario que es el acto conyugal de los padres, del

que muchos hasta san Agustín, creyeron era la vía de transmisión del pecado original).

Las antiguas liturgias de Oriente la llaman muy pronto “Inmaculada” y “toda

Santa”, pero sin detenerse en explicar la envergadura y origen de tales afirmaciones.

Poco a poco se quiere celebrar esta “preparación” por parte de Dios, esta vuelta a su

designio original creador, esta elección de la “tierra” de la que nacería el Santo. Es muy

probable que en el origen de la devoción inmaculista en Occidente esté la

importantísima “memoria de Santa María en Sábado” de la que hablamos

anteriormente. Si el Domingo es “Día del Señor” (de ahí llegará a ser día de la Trinidad)

el sábado es el “Día de María”, preparación de la llegada de Cristo. Sólo más tarde la

devoción inmaculista se va abriendo paso entre los debates teológicos y se vislumbra la

posibilidad de la celebración de la “Concepción de María” el 8 de diciembre, nueve

meses ante de su nacimiento, en calendarios particulares.

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Sólo con la definición dogmática la fiesta alcanza su mayor rango universal. La

evolución de la iconografía curiosamente enlaza los orígenes (Gén 3) y las postrimerías

(Ap 12). Así del abrazo ante la Puerta Dorada se pasa a la Mujer, con su Descendencia

en brazos, y aplastando con el pie la cabeza de la serpiente y de aquí al Signo portentoso

en el Cielo, la Mujer vestida de sol, coronada por doce estrellas y con la luna a sus pies.

El “principio de la preparación de María” declara el fin al que se orienta, la salvación y

divinización de la descendencia de la Mujer, del Cristo Total. Por ello, imagen de María

e imagen de la Iglesia se identifican. La celebración de la Inmaculada abre el ciclo de

Navidad con la primera parte del Adviento y orienta y guía a la entera Iglesia por el

camino de la Santidad.

f) Santa María Madre de Dios

Antiquísima es también la fiesta de la Maternidad divina de María, Santa María

Madre de Dios, que el santo papa Pablo VI quiso recuperar para el ciclo de Navidad y

que está ligada en su origen a la que hoy conocemos como Fiesta de la Dedicación de

la Basílica de Santa María la Mayor, popularmente conocida como la Virgen de las

Nieves. Esta celebración directamente contempla el Misterio definido en Éfeso, que liga

la Maternidad Divina de María al Misterio esencial de la Divinidad y humanidad de su

Hijo, unidas armónicamente en su única Persona Divina (como se expresa en el lenguaje

teológico de la “comunicación de idiomas”).

El “signo” de este misterio del Verdadero Dios y Verdadero Hombre es su

Madre, verdadera Madre y Siempre Virgen. De este modo la fiesta del primero de enero

está ligada a la revelación de la plenitud del misterio personal de Cristo, y a su correlato

mariano que es la Perpetua Virginidad y la Maternidad Divina que quiere expresar. Pero

a un mismo tiempo se trata de la confirmación del “maravilloso intercambio” que

celebra la Navidad (con expresiones particularmente de san León Mago): Dios se hace

hombre, sin dejar de ser Dios, para que nosotros nos hagamos hijos de Dios sin dejar de

ser humanos. ¡Cómo se asocia Dios a nuestra condición y cómo la eleva a la suya!

Pastoralmente esta celebración corre el riesgo de diluirse entre la resaca del fin de año y

la atracción del apremiante deseo de la paz. Nuevamente la misma liturgia sus textos

nos ayudan a situarnos adecuadamente ante este Misterio y acoger con aprovechamiento

su gracia.

g) Presentación de Nuestro Señor Jesucristo y Purificación de Nuestra Señora

Actualmente, el día dos de febrero (a los 40 de la Navidad) celebramos el

misterio de la Presentación de Nuestro Señor Jesucristo y no tanto la Purificación de

Nuestra Señora, porque es lógico dar la prioridad al acontecimiento cristológico. Con

todo, no se ha de olvidar su dimensión mariana. Y es que en este día se manifiesta,

especialmente en la profecía de Simeón, hasta qué punto Dios ha asociado a la Madre a

la obra de su Hijo. Él va a ser Luz y Salvación, pero lo será por la Cruz y la Madre

participará en esa obra para dar a luz a toda la Iglesia con su Hijo.

h) Anunciación de Nuestro Señor Jesucristo

Algo parecido ocurre el 25 de marzo en que celebramos la Anunciación de

Nuestro Señor Jesucristo. Fiesta ahora claramente cristológica, donde conmemoramos

la Encarnación del Verbo. Esta fecha antiquísima, basándose seguramente en la

tradición de los antiguos cristianos de que tal día murió el Señor en la Cruz y siguiendo

antiguas convicciones astrológicas, que afirmaban que los grandes hombres son

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concebidos el mismo día que mueren, se tenía por la fecha de la Concepción de nuestro

Señor Jesucristo. Condicionando ésta, y no al revés, la elección occidental del 25 de

diciembre (nueve meses después) para festejar la Navidad8.

Nadie duda que el Misterio celebrado es cristológico, pero no por eso la fiesta

deja de ser mariana, pues celebramos lo que acontece en nuestra historia y, de la

Encarnación, el acontecimiento visible, es que la Virgen está en cinta para dar a luz un

Hijo por obra del Espíritu Santo. Pocas veces como en esta fiesta lo humano y lo divino,

Madre e Hijo, se ven tan íntimamente unidos. Tanto que san Ildefonso de Toledo insta a

que en la liturgia Hispana se traslade esta fiesta al 18 de diciembre para poderla celebrar

siempre (que ni semana santa ni Pascua la impidan) y para manifestar su relación más

directa con la Navidad (situándola ocho días antes del 25 de diciembre como inmediata

preparación). El santo obispo la llama, además, “solemnidad de Santa María”, pues la

Virgen-Madre es signo visible del Hijo, Dios y hombre, y anuncio de nuestra filiación

divina, por gracia, pero plenamente real.

i) Visitación de Nuestra Señora a santa Isabel

En una fecha que rompe de algún modo la cronología de la vida de Nuestra

Señora la Iglesia celebra hoy en el Rito romano la Visitación de Nuestra Señora a santa

Isabel el 31 de mayo. Este “momento” de la vida de María está en el Evangelio ligado a

la Anunciación del Señor (cf. Lc 1, 39-56). Encaminándose con presteza a casa de su

pariente anciana Isabel, María da concreción a su “sí” a Dios. María manifiesta su fe,

«bienaventurada la que ha creído» afirmará Isabel llena de Espíritu Santo (Lc 1, 45).

Cree que Dios ha regalado a Isabel anciana un hijo (san Juan Bautista) y va a visitarla

para proclamar la gloria de Dios entre alabanzas, profecías y servicio de caridad, así

hace “sentir” que lleva al Mesías en sus entrañas e Isabel y su casa se llenan de Espíritu

Santo y el mismo Juan es santificado en el vientre de su madre y esta testifica cómo el

futuro Bautista salta de alegría mesiánica en el vientre de su madre. En pleno tiempo

pascual, culminando el mes de mayo, la fe de María manifiesta sus efectos salvíficos

como animando a todos los cristianos a «ir al mundo entero y anunciar el Evangelio»

(cf. Mt 28, 19s), como María en casa de Isabel cantando el Magníficat.

j) Nuestra Señora de los Dolores

En la actual liturgia romana se vio conveniente situar tras la Exaltación de la

Cruz (14 de septiembre) el recuerdo de Nuestra Señora de los Dolores, dejando los días

del final de Cuaresma totalmente centrados en Cristo. No obstante la última edición del

Misal romano prevé una colecta opcional mariana el viernes anterior al VI Domingo de

Cuaresma (antiguo de Pasión) como un eco de la presencia de una celebración mariana

al final de la Cuaresma, expresión de la vinculación de la Madre a la Pasión del Hijo en

cumplimiento de la profecía de Simeón: «y a ti misma una espada te traspasará el

alma…» (Lc 2, 35).

Así la fiesta del 15 de septiembre y la posible conmemoración en tiempo

cuaresmal sirven para mostrar que la asociación a Cristo implica siempre asumir la Cruz

(«quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío…», Lc

14, 27), también María Inmaculada lo vivió así y se convierte para nosotros en ejemplo,

8 Vid. Kelley.

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estímulo y ayuda para saber afrontar desde Cristo las cruces de la vida (nuestras y del

prójimo) como camino de salvación.

La fecha del 15 de septiembre, fuera del marco cuaresmal, ayuda a entender que

es el amor del Crucificado lo que “transfigura la Cruz” y hace del veneno, medicina, y

de la muerte, inicio de vida. Sólo desde este amor se puede afrontar el mal propio y

ajeno sin que éste nos envilezca.

No obstante hemos de reconocer que la fecha de final del verano tiene sus

inconvenientes, al obligarnos a conmemorar la vinculación a la pasión de María tras su

exaltación gloriosa (15 de agosto), cosas de la complejidad del Año Litúrgico y de una

remodelación tan amplia del mismo como se hizo tras el Concilio, de ahí que sea de

agradecer esa renovada posibilidad de conmemorar a María en el final de la Cuaresma.

k) Asunción de la Bienaventurada Virgen María

El 15 de agosto la Iglesia celebra el “dies natalis” de la Virgen, su nacimiento

para la Vida Eterna cumplido su itinerario por esta vida temporal. Hoy conocemos esta

solemnidad como la de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María. Todo apunta a

que en el ambiente cristiano de Alejandría, en Egipto, se comienza a celebrar en esta

fecha veraniega la coronación del recorrido por este mundo de la vida de la Madre de

Jesús. Es también la época y la zona donde nace la más antigua oración cristiana de la

que tenemos testimonio que los cristiano dirigen a María, el “Bajo tu amparo”.

De allí, unos dos siglos más tarde, pasa a la Jerusalén reconstruida donde se

recuerda a María en esta fecha junto al lugar donde se afirma está su sepulcro siempre

vacío como el de su Hijo. Jerusalén dará impulso y difusión con esta fecha también a los

llamados apócrifos asuncionistas, escritos no canónicos, pero muy venerados, algunos

de ellos, por la Iglesia. De Jerusalén la fiesta de la santidad y gloria de María pasa a

Bizancio, que contribuye también ampliamente a su difusión. En Bizancio llega a ser la

fiesta que saluda o señala el “fin del Año litúrgico” y, de algún modo, el fin de la

historia y de nuestra peregrinación terrena, con fuerte tensión escatológica. Como Enoc,

como Elías, María es llevada, siguiendo a su Hijo Jesús, al cielo en cuerpo y alma, sin

conocer la corrupción del sepulcro ni tener que aguardad al fin de los tiempos.

Pero el “tránsito” de María es primicia del de toda la Iglesia que sigue a Cristo.

Lo que ya se insinuó en su perpetua virginidad (guardada pudorosamente en secreto), se

proclama aquí al viento como garantía de la esperanza de todos los redimidos. Lo que la

transfiguración y las apariciones del Resucitado mostraron a los discípulos ahora se

hace patente, en María, como don para todos. Redimidos por Cristo hemos de seguirle

para que lo manifestado en su carne en la Resurrección y Ascensión a los Cielos quede

claro es primicia de lo que Dios quiere hacer con todos y que muchos gozarán un día,

quienes perseveren con él en la pruebas hasta el final.

l) María, Reina de cielos y de tierra

Finalmente, a los ocho días de vivir el misterio de la Asunta, la Iglesia se

contempla en el seno de la Trinidad Santísima, contemplando a María como Reina de

cielos y de tierra. Es la Nueva Eva junto a Cristo Nuevo Adán, plenitud del proyecto

creador de Dios sobre los seres humanos, como confesará san Agustín tras su

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conversión, «nos hiciste Señor para ti…»9. Así curiosamente el “Signo portentoso en el

Cielo”, del que habla el Apocalipsis en su capítulo XII, presenta a la Iglesia bajo el

prototipo de María, y este texto ha dado inspiración a los artistas tanto para la

iconografía de la Inmaculada como para la de la Asunta. Es el designio de Dios ‒que es

más fuerte que nuestro pecado y que su instigador, el diablo envidioso‒: Jesús y María,

la humanidad injertada en la divinidad, las Personas Divinas como hogar, como familia,

para los seres humanos. Aquí se descubre no sólo la gloria de Dios y la gloria de María,

sino la nuestra, nuestra vida y en nosotros la de la creación entera, libres, santos, “Dios

todo en todos”.

Año de Cristo, año de María, año de los cristianos y verdad profunda de Cielo y

tierra.

4.2. Fiestas de advocaciones marianas ligadas a grandes órdenes religiosas

La corona de las celebraciones marianas en el Año Litúrgico se completa también

con algunas celebraciones marianas que han entrado en el calendario universal por su

enraizamiento universal en la piedad del pueblo cristiano, pero que tienen su origen, no

tanto en concretos momentos del Misterio de María, cuanto en la manera en que ciertas

grandes escuelas de la espiritualidad católica han vivido la presencia de la Virgen en el

conjunto de su vivencia del Misterio de Cristo.

a) Inmaculado Corazón de María

Comenzaremos comentando la memoria del Inmaculado Corazón de María hoy

celebrada por la Liturgia romana el sábado siguiente a la solemnidad del Sagrado

Corazón de Jesús. Muchas son las familias religiosas que cultivaron esta devoción al

Corazón Inmaculado, algunas han hecho de él su titular. Siempre ligada a la devoción al

Corazón de Cristo esta devoción significa la aceptación y vivencia del Amor de Dios

manifestado en Cristo para la redención del mundo. El corazón de María es reflejo del

corazón de la Iglesia discípula y esposa, que acoge todo el amor redentor y se deja

transformar por él. Como una nueva insistencia de cara a, en la “escuela de María”

aprender a recoger los frutos de la no lejana celebración de la Pascua (culminada con la

solemnidad de Pentecostés).

b) Nuestra Señora del Monte Carmelo

Sigue la celebración de Nuestra Señora del Monte Carmelo, la Virgen del

Carmen (16 de julio). Esta más concretamente ligada al origen y difusión en el siglo

XIII de la Orden del Carmen y de la devoción al “Escapulario”, forma de vestir el

hábito de esta Orden como don y protección de María. Esta Orden es una de las

eminentemente Marianas, que buscan seguir a Cristo con María como Madre y Maestra

espiritual.

El origen del nombre está ligado al monte Carmelo de la tradición bíblica, ligado

al profeta Elías, donde desde los inicios de la vida monástica hubo ermitaños que se

retiraron a orar y contemplar, dando toda su vida a Dios y levantando allí un oratorio,

pronto dedicado a la Virgen, y a los que se constituyó en Orden religiosa siglos más

tarde. El Carmelo, por gracia de Dios, ha sido en la vida de la Iglesia aliento de vida

mística y signo de la primacía de Dios en la vida de los creyentes. La devoción a la

9 SAN AGUSTÍN, Confesiones, Libro 1, 1, 1.

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Virgen del Carmen expresada singularmente vistiendo con el Escapulario su hábito,

muestra la ineludible dimensión mariana de la vida cristiana, así como el primado en

esta del amor que desde Dios abraza a todos. Esta primacía del divino amor proyecta al

creyente hacia el Cielo con fuerte carga escatológica y divinizando desde su presencia la

vida entera, Cielo en la tierra.

c) Nuestra Señora del Rosario

Finalmente el Calendario General romano celebra el siete de octubre a Nuestra

Señora del Rosario. Es bien conocido el origen de esta memoria, ligado a la confianza

en la oración de intercesión de los cristianos con María, confianza que se entendió

justificada cuando las naves de la coalición católica triunfaron en la batalla de Lepanto

ante la armada turca. El papa san Pío V había pedido a todos los fieles asociarse a las

tropas invocando la protección de la Virgen María rezando su santa corona, el Rosario.

La victoria se vivió como un don de Dios que salvaba a su Iglesia atendiendo a los

ruegos de María.

El Rosario como Salterio del pueblo sencillo venía siendo propuesto desde el

siglo XIII por los religiosos de la Orden de Predicadores, fundados por santo Domingo

de Guzmán, orden a la que perteneció también san Pío V, el papa de la batalla de

Lepanto. Se considera un regalo de la virgen al fundador, santo Domingo, y esta

devoción ha sido particularmente difundida por esta Orden, considerada también

singularmente mariana. La fiesta es en su origen una acción de gracias a Dios y a

María, pero ha servido también para fomentar esta forma de piedad mariana y hacerla

cada vez más fuerte en todo el pueblo cristiano: recomendada por varios papas en

encíclicas (la última la dedicada a él por san Juan Pablo II). Nace imitando

externamente al Salterio (150 salmos frente a 150 avemarías) que la Iglesia reza en su

Liturgia de las Horas, y a ésta se asocia el rosario contemplando, de la mano de la

Virgen los Misterios de la Salvación. Se trata especialmente de aunar la contemplación

y la intercesión poniéndose con María en oración.

4.3. Fiestas marianas vinculadas con apariciones o santuarios

Finalmente, el Calendario General del Rito romano alberga también una serie de

celebraciones marianas ligadas a apariciones marianas aprobadas por la Iglesia y

recordadas con Santuarios que como faros a lo largo y ancho del mundo atraen a los

fieles y alientan en ellos la relación filial con la Madre de la Iglesia. La aparición no

interesa tanto como “suceso extraordinario o milagroso”, sino como “señal” de una

presencia ordinaria y permanente de María en la vida de la Iglesia peregrina. Tampoco

es lo más importante indagar las revelaciones privadas que pueden asociarse a tales

apariciones por deseo de Dios. Interesa el mensaje o la verdad que con su aparición

quiere recordar la Madre a sus hijos. No tanto cosas nuevas o misteriosas, sino esas

verdades morales o de fe básicas para la vida de los discípulos de Jesús. Así la memoria

de estas apariciones o el recuerdo de estos lugares de predilección busca principalmente

enfatizar esos “toques de atención” de Dios por María a la Iglesia y esa convicción

fuerte de que María cumple con su encargo: «ahí tienes a tu hijo»... que somos cada uno

de los fieles cristianos de cada lugar o época. Las presentaremos según la antigüedad de

su presencia en el Calendario General.

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a) Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor

La primera se desglosa de las fiestas de “Dedicación de iglesias de título

mariano” y es la del cinco de agosto, santa María de “las Nieves” o Dedicación de la

Basílica de Santa María la Mayor. Es cierto que tras el siglo V y el concilio de Éfeso,

es cuando se universaliza esta celebración asociada a la verdad de fe de María como

“Madre de Dios”. Pero todo apunta a un origen mariano de la iglesia romana del

Esquilino (una de las colinas sobre las que se alza la ciudad de Roma), que tras Éfeso se

convierte en Basílica de Santa María. Esta convicción se mantiene viva en la “leyenda”

asociada al Patricio Juan, su Esposa y al papa Liberio (Papa entre 352 y 366). Los tres

tienen un sueño, han de edificar una iglesia en el lugar que el cinco de agosto les señale

la Virgen. Al contarse el sueño unos a otros y coincidir lo dan por veraz y están atentos

a lo que pasa el día indicado por la Virgen. Y el cinco de agosto indicado cae sobre la

cima del Esquilino, frente al Laterano (residencia entonces del Papa) una fuerte nevada

que cubre todo el suelo entonces despoblado. Tan maravilloso y raro es el hecho

(aunque se tratase tal vez de una tormenta de granizo), que lo leen como el signo de

María de su sueño. Allí mismo el Papa, con su bastón, traza en la nieve los planos de lo

que será la primera iglesia del Esquilino, la futura Santa María la Mayor.

¿Qué hay tras esta leyenda? Se trata de la cristianización del “mito” del origen de

Roma, y con ella de su imperio, cuando Rómulo trazó con un arado lo que sería el

perímetro de las murallas de la primera Roma sobre el Palatino. El gesto de papa

Liberio sobre la nieve evoca aquel hecho y esto dará base al rito, aun hoy vigente en el

Rito romano, de la “colocación de la Primera Piedra de una futura iglesia”. Pero hay

más, el edificio iglesia es signo de la Iglesia comunidad. Esta iglesia mariana del

Esquilino habla de la Iglesia de Roma y de la Iglesia universal que se edifica como

templo vivo teniendo a María por Madre y conforme a la “edificación” que Dios hizo de

María para que llegase a ser su Madre y la nuestra. Pocos años después, en el 380, el

emperador Teodosio declaró al cristianismo religión oficial del Imperio Romano, y

poco antes, en el 363 había muerto Juliano el emperador que trató de volver a dar

prevalencia en la sociedad romana al antiguo paganismo. Esta memoria de la

Dedicación de Santa María la Mayor sigue recordando aquella “aparición” (en sueños)

que sirvió para afianzar, en un momento clave de la historia de la Iglesia, el nexo entre

María y la Iglesia de su Hijo.

b) Nuestra Señora de Lourdes

Cronológicamente la siguiente memoria de apariciones entra en el Calendario

General muchos siglos más tarde, se trata de la memoria de la aparición de la Virgen en

Lourdes en la segunda mitad de siglo XIX, ligada a la definición dogmática de la

Inmaculada Concepción de María y en Francia, uno de los países de antigua tradición

católica donde el laicismo decimonónico cobraba más fuerza. Lourdes es una invitación

a orar y acudir a la intercesión de María con fe. Un lugar de gracia especialmente para

los enfermos, donde Dios escuchará con peculiar atención la mediación materna de la

Inmaculada y de su Iglesia para que la fe no falte en la tierra. Un signo de predilección

hacia los “más pequeños” frente a la soberbia de un mundo autosuficiente que cree no

necesitar ya de Dios.

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c) Fátima

Siguen entrando recientemente en el Calendario General las memorias de

Guadalupe y de Fátima.

La aparición de Fátima se enmarca en la primera guerra llamada mundial (1917),

en el contexto de la Revolución Rusa y proyectada fuertemente hacia la segunda guerra

mundial (1939-45), periodo en el que arrecia el fenómeno cultural del ateísmo de masas

y una etapa de crueles y devastadoras persecuciones contra la religión, particularmente

el catolicismo. Aquí la llamada es nuevamente a la Fe, a la oración y la penitencia, a la

solidaridad e intercesión por un mundo de violencia y pecado. La respuesta con María y

Jesús es el amor, hecho intercesión y ofrenda de amor por los pecadores. Y un acento

especial a la Esperanza, el mal no triunfará y María es garante de eso. Un Santuario y un

mensaje cuyo signo no son ya tanto las curaciones de los cuerpos, cuanto las

conversiones de los pecadores.

d) Guadalupe

Guadalupe está ligada a la implantación de la Fe en el continente americano y, de

algún modo, a todas las tierras más allá de la vieja cristiandad de Oriente próximo y

Europa. En Guadalupe María recuerda que la misión de la Iglesia es universal y que el

Evangelio se ha de llevar hasta los “confines de la tierra” y de la historia. La aparición

queda representada milagrosamente en la “tilma” de Juan Diego, el indio elegido por

Dios para portar este mensaje. La iglesia que la Madre de Dios pide se levante en el

Tepellac es, como ocurrió en santa María la Mayor, no sólo un edificio de piedra ‒por

eso una basílica puede ser reemplazada por otra‒, sino que es el Pueblo de Dios, red que

abraza a todas las naciones. Guadalupe es una llamada a la Iglesia destinada a todos los

pueblos en todos los tiempos. Por ello la imagen de la “tilma” recuerda el texto eclesial

y mariano de Apocalipsis XII y asocia el entero Misterio de María, desde su concepción

hasta su glorificación al misterio de la Iglesia.

5. Conclusión

Desearía que este apretado recorrido por la presencia de María en la actual

Liturgia romana nos ayude no sólo a celebrar mejor a nuestra Madre y Madre de Dios

en el curso del Año litúrgico, sino que nos ayudase a comprender la riqueza del Año

litúrgico a la hora de enmarcar toda la programación pastoral de nuestras Iglesias, así

como a la de ritmar nuestra propia vida y la de nuestras comunidades.

Una lectura meditada de la Colección de Misas de la Bienaventurada Virgen

María complementa perfectamente este trabajo, pero puede resultar más adecuada al

ritmo pastoral de los Santuarios. Aquí he tratado de pensar en todas las comunidades

cristianas. Estoy convencido que nos queda mucho por descubrir de la virtualidad de la

pedagogía pastoral y misionera del Año litúrgico y sobre la fuerza que puede derivarse

de una adecuada acentuación del papel central del Misterio de Cristo, desplegado sobre

todo Domingo a Domingo, y su complementariedad con la aportación aquí destacada

del Ciclo mariano, así como del Ciclo santoral en su conjunto, que no hemos tratado en

el presente estudio.

El Año litúrgico refleja como el Credo, pero de un modo mucho más desarrollado

el papel teológico, espiritual y moral de María en la vida de la Iglesia y de cada

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cristiano, pero lejos de dejar éste al frágil amparo de los “sentimientos religiosos” lo

articula sobria y firmemente en la integridad de la fe y del ser humano.

Mi trabajo es sólo una primera aproximación, pero espero haber sido capaz de

despertar muchas sugerentes intuiciones teológicas y pastorales que a todos ayuden de

cara a cumplir en el momento la apasionante vocación de ser cristianos, de ser Iglesia

para gloria de Dios en nuestro mundo contemporáneo y cumplir lo mejor posible con el

gozoso deber de vivir y proclamar las maravillas de Dios y de su amor para todos los

seres humanos. La esperanza y la felicidad de todos y cada uno de ellos sólo están en Él.

En esta tarea siempre nos precede y sostiene la maternal intercesión de María, sólo con

Ella la Iglesia podrá cantar el Magníficat final de la historia.