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AMEDEO CENCINI La Historia personal, cuna del Misterio Indicaciones para el discernimiento vocacional

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AMEDEO CENCINI

La Historia personal,cuna del Misterio

Indicaciones parael discernimiento vocacional

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INDICE

ANIMACIÓN VOCACIONAL COMO MISTAGOGIA........................................................................................................2

MÉTODO GENÉTICO-HISTÓRICO.................................................................................................................................2

EL DATO HISTÓRICO: HOGAR DEL MISTERIO...........................................................................................................3

TOTALIDAD Y ESPECIFICIDAD.....................................................................................................................................4

JESÚS Y LA SAMARITANA: DEL MISTERIO PERDIDO AL MISTERIO ENCONTRADO.............................................5

LA MEMORIA, PARA DISCERNIR EL MISTERIO..........................................................................................................7

MEMORIA BÍBLICA.........................................................................................................................................................8

MEMORIA AFECTIVA......................................................................................................................................................9

MEMORIA BÍBLICO-AFECTIVA....................................................................................................................................111.Categorías bíblicas.................................................................................................................................................112.Categorías psicológicas.........................................................................................................................................12

2.1 La reapropiación...................................................................................................................................132.2 La integración........................................................................................................................................20

JESÚS Y LA SAMARITANA: DISCERNIMIENTO DEL MISTERIO...............................................................................26

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Animación Vocacional como Mistagogia

En un libro anterior1 he subrayado cómo la realidad juvenil se caracteriza por la pérdida de la dimensión del misterio, con consecuencias notablemente negativas para los fines de la investigación vocacional. Entre otras cosas, he sugerido como concebir una animación vocacional que tenga en cuenta este fenómeno y busque, de alguna manera, restituir al joven de hoy esta preciosa clave para la lectura de la vida. Quería ahora continuar con aquel discurso e intentar especificar un método pedagógico o una vía amplia que ayude al joven a aprehender el misterio de la propia persona.

Para ser eficaz, la propuesta educativa-vocacional debería convertirse o ser entendida como verdadera y efectiva mistagogia, como guía para el misterio de la vida y de la identidad, de la fe y de la vocación. Así como existe la mistagogia como catequesis litúrgica —que apunta a introducir en el misterio de Cristo— también debería existir una catequesis personal que acompañe al joven en la gran “liturgia de la vida”, para redescubrir el rol o el ministerio que debe interpretar en ella.

En general, pensar la animación como mistagogia significa elaborar una concepción de la misma, mayormente atenta al misterio del individuo, al que Dios llama por un camino siempre particular. En consecuencia, animación vocacional del individuo, no sólo del grupo en general --con el que se contenta proponiendo una y otra vez lo ya dicho y visto, lo ya fotocopiado y televisado-, sino la animación que se esfuerza hasta el final por “someterse” al individuo, a su historia pasada y presente, porque es en ésta que Dios ha indicado y está haciendo nacer y crecer un proyecto; es en ésta que Dios ya ha estado y continúa estando como “animador vocacional”. Si quiere ser auténtica, nuestra acción animadora debe redescubrir esta presencia original del Único, verdadero animador, y debe intentar humildemente ponerse en continuidad con dicha presencia, en función de ella. Con sensibilidad y delicadeza, junto con la conciencia que no se trata de una cosa simple y fácil de descifrar.

En consecuencia, trataremos de identificar método y “lugar” de la investigación, instrumento y modalidad de este acompañamiento vocacional. Pero es necesario decir en seguida que la animación vocacional, entendida como mistagogia, es más connatural al modelo del acompañamiento personal que al de la dirección espiritual, porque está más abierto al misterio y al sentido del camino conjunto, dentro de la misma experiencia de fe.

Método genético-Histórico

Para discernir auténticamente el misterio de la persona existe un ámbito obligado por el que avanza la investigación: la historia del individuo.

No podría ser de otra manera. Si, como nos lo recuerda el análisis psicológico, el desarrollo es el lugar de manifestación del misterio en general del ser humano2 porque es larga la historia del sujeto en la que el misterio de su identidad va tomando forma progresivamente; si bien esta encarnación o revelación del misterio no siempre ha sucedido en forma lineal o fácilmente identificable, pudo haber encontrado obstáculos o sufrido impulsos contrarios que de alguna manera la han “oscurecido”, lo cual dificulta la interpretación presente. Queda el hecho de que es la historia personal del individuo el ámbito natural donde es concretamente reconocible su rostro actual e ideal.

Tal historia representa entonces el criterio primero de discernimiento vocacional, sea para el animador, sea para el joven en cuestión. Ella es el “hogar del misterio”.

1 A. Cencini. Reencontrar el misterio: Camino deformación para la decisión vocacional. Paulinas. Lima. 2002.2 F. Imoda, Sviluppo umano. Psicologia e mistero, Piemme, Casale Monferrato. 1993, p. 342.

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EL DATO HISTÓRICO: HOGAR DEL MISTERIO

Es necesario, obviamente, que el animador sepa “leer” la historia del sujeto. Tal lectura implica, en primer lugar, el conocimiento de la experiencia vivida, que proviene de los datos anamnésicos, basados en ciertos nudos y articulaciones del desarrollo. Intentaremos referimos a la exigencia, para el animador, de tener una información lo más completa posible sobre el pasado del sujeto, las relaciones y la calidad de vida en el interior de su familia de origen, los eventuales traumas afectivos, las diversas experiencias de socialización y de vínculo interpersonal (en particular con el otro sexo), el grado de capacidad intelectual y escolar, los problemas de personalidad en general o en áreas específicas, la calidad de la experiencia religiosa, etc.

Todavía más importante que el conocimiento del dato histórico es la capacidad del animador de situar la situación presente del joven —con su pregunta expresa o implícita— en relación con el pasado. Por eso, decimos que debería ejercerse un vínculo de reciprocidad interpretativa o de círculo hermenéutico entre el pasado y el presente del joven, en el sentido que uno ilumina al otro, el pasado se torna descifrable a la luz del presente y viceversa. Más en particular, la “pregunta” con toda su carga de simbolismo y de misterio puede y debe ser interpretada a la luz de la experiencia del sujeto. Dicho de otra manera: la experiencia del sujeto se convierte en la clave interpretativa, el fondo hermenéutico del deseo, del ansia, de la insatisfacción o de la búsqueda actual del joven, expresadas como tal o no. Dicha experiencia es la referencia preciosa e indispensable que le permite al educador comprender también lo no dicho y, al mismo tiempo, de hacerla creíble para el joven mismo, dado que está deducida de su historia personal, no es fruto del análisis, más o menos convincente, del educador.

Nos estamos refiriendo a un principio fundamental que nos es transmitido por la psicología para las relaciones de ayuda: es imposible comprender en profundidad a una persona, sin este entronque con su pasado y sin una cuidadosa atención a su historia. Dicho con términos más técnicos: la condición decisiva para un auténtico acompañamiento personal es que: «el proceso pedagógico se arriesgue a obtener la pregunta, la lucha, el ansia que constituyen el desafío “real”, es decir, aquel que tiene raíces concretas y actuales en la historia del individuo»3, y que muchas veces determina también los problemas y los desafíos del presente, condicionando las elecciones para el futuro.

Pero no es suficiente que el educador haya aprendido esta lectura, es el joven mismo quien debe aprender a leer su propia historia pasada. Y aquí probablemente haya que superar cierta resistencia que opone la presunción, no una presunción suficiente y orgullosa, sino esa sutil pretensión de ya saber, de haber ya identificado lugares y momentos de la presencia divina en la propia vida, incluso restringiéndola a algunas situaciones “clásicas”.

El joven debe comprender que hay en su vida una presencia de Dios, a quien todavía no conoce, y que tal presencia abraza cada día de su existencia, porque “cada día está hecho por el Señor”, cada día es una teofanía diferente, hermosa de com -prender y recordar, como una palabra que Dios ha dicho a la persona y en la que está contenida el sentido de su vida. Esta teofanía es algo en extremo precioso, que el individuo de ninguna manera puede perder o correr el riesgo de olvidar. Vale la pena hacer el esfuerzo de descubrir tal palabra-acontecimiento detrás de los acontecimientos; vale la pena escribirla, si es posible, porque escribir implica mucho más que el simple “leer” o pensar, ya que obliga a ser claro y concreto, ayuda a asumir con mayor precisión las conexiones entre los acontecimientos; en forma explícita fija conclusiones e interrogantes, aceptando revivir y encontrar las iluminaciones de ciertos momentos: facilita la acción de la memoria creyente; acepta llevar adelante en forma ordenada y progresiva una reflexión que “excava” dentro de los acontecimientos.

“Escribir”, dijo una vez Julien Green, “significa fidelidad a una verdad que se nos revela”, y que se revela a todo escritor en el acto mismo de escribir, en particular cuando el creyente acepta practicar la disciplina de meditar sobre si mismo, para recoger de su propia historia el cumplimiento de un misterio de amor siempre imprevisto e inédito, siempre más allá de aquello que creía y pensaba, más allá de sus deseos y de sus depresiones, incluso más allá de su propia fe. Entonces, el escribir se convierte en la forma más alta de pensar.

Pero veamos al menos algunos principios metodológicos de esta operación psicológico-espiritual.

3 F. Imoda, ob. cit.. p. 358.

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TOTALIDAD Y ESPECIFICIDAD

Ante todo, se trata de asumir muy seriamente y hasta el fondo la verdad que Dios está siempre obrando la salvación. Por eso, el joven debe comprender que cada acontecimiento es leído en esta perspectiva, resistiendo la tentación de decidir cuáles son los hechos dignos de recordar, significativos e importantes, y cuáles no. Sería una tentación muy peligrosa, típicamente diabólica, como lo son todas las tentaciones no inmediatamente reconocibles como tales. Por eso, nada de tijeras, nada de censura. Ser creatura significa también esto: renunciar a toda pretensión de ser dueño de la propia historia, decidiendo en forma totalmente subjetiva y apriorística lo que ha funcionado o no para el verdadero sentido. Y si [hay] algo que todavía el escritor-creyente no comprende o no se arriesga a encuadrar de modo lógico, no es nada extraño: es la prue-ba de que su vida está en las manos de Dios y que contiene algo de su misterio. Pero esta no es una razón para apar tarlo o ignorarlo. Es cierto que María no lo hizo cuando se encontró frente a lo incomprensible (cf. Lc 2, 19.51).

Cuando se respeta este principio de la totalidad, entonces la vida comienza a ‘hablar” de Dios, a dejar emerger esa “palabra” de la cual hablábamos antes, aquella revelación absolutamente original e irrepetible de Dios depositada en la exis-tencia de todo ser. Es sumamente importante que el joven descubra que puede encontrar esta presencia, el modo característico en el que Dios se ha hecho presente, los lineamientos singulares del rostro divino dentro de su historia.

Dice Romano Guardini: «Qué pobre es nuestra cultura religiosa, puede hacerse espantosamente claro si reflexionamos cuán poco estamos ejercitados “en comprender a Dios partiendo de nuestra misma vida o a esta vida empezando a partir de su guía”. La existencia cristiana debería significar que estamos sostenidos no solamente por convicciones teóricas, sino por la viva conciencia que guía nuestra vida. Pero entonces todo acontecimiento contendría una automanifestación de Dios y precisamente en este sentido un conocimiento de nosotros mismos».4

¡El joven debería descubrir que puede hablar de Dios, refiriéndose simplemente a su propia historia, no sólo con las nociones que ha aprendido o con las historias de otros! Y esta presencia radical de Dios en la propia historia personal debería permitirle constatar el bien o el amor recibido, para decidir responderle responsablemente.

La sensibilidad auténticamente vocacional nace, de hecho, del descubrimiento gozoso del amor recibido. Dicho de otra manera, la gratitud o memoria del corazón es el primer componente de la cultura vocacional, al punto que una vocación que no nace del humus fecundo de la gratitud no sería auténtica.5 ¿Cómo suscitar una percepción gozosa de la propia historia? ¿Cuál es la facultad intrapsíquica mayormente implicada?

JESÚS Y LA SAMARITANA: DEL MISTERIO PERDIDO AL MISTERIO ENCONTRADO

Antes de responder a esta pregunta les propongo colocar en el fondo de nuestras reflexiones la imagen de Jesús, mientras habla con la samaritana (Jn 4, 1-30). Este es un espléndido ejemplo de coloquio vocacional, uno de los tantos del Evangelio, pero particularmente significativo para los animadores. Es como un icono que reasume y expresa cuánto ya hemos dicho acerca del misterio perdido que tiene que ser encontrado y cuánto intentaremos decir todavía sobre el misterio del discernimiento. Pero es significativo también por otra razón más sutil.

En una época, un pasaje clásico para la animación vocacional era el del joven rico, texto sugestivo por la calidad y la radicalidad de la provocación, la que todavía hoy conserva obviamente su atractivo del todo particular. Pero en épocas como la nuestra de... escaso heroísmo y de decaimiento de la tensión ideal, quizás este tipo de provocación se apodera me-nos de este tiempo. Parece que es necesario otro tipo de aproximación, como el que Jesús lleva a cabo sabiamente con la

4 R. Guardini, Accetare se stessi, Morcelliana. Brescia. 1992. pp. 32-33.5 Cf. A. Cencini. Vocaciones: de la nostalgia a la profecía. La animación vocacional en el enfoque de la renovación. Desclee de Brouwer. 1994. pp. 286-292.

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mujer de Samaría, quien había ido a sacar agua del pozo de Jacob. Veamos brevemente por qué, siguiendo el relato de acuerdo con una interpretación “vocacional” (por lo tanto, sin pretender agotar el sentido del pasaje).

“Jesús, cansado por el viaje, se sentó cerca del pozo”. Quizás nos sea lícito ver en este cansancio y en la aparente búsqueda de descanso una estrategia muy inteligente, típica del animador vocacional que, por definición, es una persona astuta (y si no es astuta, no se constituye en animador vocacional). En efecto, por un lado está cansado porque se está destinado a hacer, porque uno no está para esperar. Animar vocacionalmente quiere decir ir al encuentro, pensarlo todo, ser infatigable en la búsqueda y en la propuesta, pero no quiere decir cierto girar en el vacío o sin ton ni son sino con un plan bien preciso en la mente. Sobre todo significa saber encontrar en el lugar justo, en los puntos estratégicos donde hay vida y donde el joven se acerca a buscar vida. ¿Dónde hacemos animación vocacional? ¿Nos contentamos con esperar, perma-neciendo en nuestra casa para organizar soporíferamente campos vocacionales? El pozo, en la sociedad de entonces, era fuente de la vida, condición básica de sobrevivencia. ¿Cuán capaces somos de identificar los “pozos” de hoy, esos lugares y momentos, esas provocaciones y preguntas o situaciones y acontecimientos, donde inevitablemente uno encuentra a los jóvenes, donde primero o luego, todos los jóvenes deben pasar con sus ánforas vacías, con sus preguntas sin explicitar, con sus sueños mal interpretados, con sus deseos inhibidos o a veces torcidos, con un aire de suficiencia espléndido sólo en apariencia, con su deseo profundo e incansable de autenticidad? En efecto...

“Llegó una mujer de Samaria, para sacar agua”. Noten el anonimato absoluto: una persona cualquiera. Justamente así es la animación vocacional: servicio o provocación que se dirige a todos, sin excluir a nadie. Nunca nos cansaremos de repetir que la animación vocacional es pastoral de conjunto, no de elite, es pregunta que está en el corazón de cada uno y que a todos debe dar respuesta, pero es antes que nada ayuda y camino ofrecido a todo joven. Nos lamentamos de la escasez de respuestas, pero no nos damos cuenta que ya de salida muchas veces nosotros mismos nos limitamos el campo de acción, al reducirlo a los “nuestros” o a los “buenos” o a los que en seguida muestran un cierto interés. ¿Tenemos el coraje de ir donde quiera que sea, de dirigirnos a quien sea, inclusive donde y ante quien parecería imposible? ¿Estamos convencidos que cada joven lleva dentro de sí, al igual que una mujer embarazada, una pregunta vocacional muchas veces sin descifrar que pretende ser leída y que en todo caso exige una atención particular por parte del animador vocacional?

“Le dice Jesús: Dame de beber”. La propuesta vocacional comienza con un pedido, no es en lo inmediato una oferta de respuesta, sino por el contrario, una atribución de responsabilidad que es ante todo un mensaje de estima por alguna cosa concreta que la persona puede hacer. Es como si Jesús dijese: “Tengo necesidad de ti, y de algo que solamente tú puedes hacer”. Es lógico que Jesús no piense exclusivamente en el agua terrenal, ya que entretanto ha establecido un contacto importante, ha pedido algo que el otro está en situación de poder hacer y dar. La vocación supera siempre la posibilidad del sujeto (su yo actual), pero en todo caso parte de la conciencia de poder dar algo de sí y de la posibilidad concreta de obrar en tal sentido. En síntesis, la animación vocacional no es un simposio ideológico sino experiencia de vida.

“Pero la samaritana le dice: ¿Cómo tú, que eres judío, me pides que te dé de beber?”. El método pedagógico usado por Jesús ha conseguido crear interés y provocar sorpresa. Su persona no pasa inadvertida, hace algo inusual, utiliza palabras que no son habituales, establece vínculos que van más allá de los criterios de pertenencia étnica o de simpatía instintiva, de religión o de identidad cultural. El animador vocacional debe siempre lograr decir palabras y proponer cosas que sean novedosas, que no puedan ser comprendidas según los cliché acostumbrados: algo que sacude el corazón y aparece como extraño, original, inédito, como una perspectiva impensada de vida que se abre hacia un futuro que tiene que ser descubierto en su totalidad, pero que ya ejerce una misteriosa atracción sobre quien está buscándose a sí mismo.

“Jesús le responde: Si conocieses el don de Dios...”. Estamos en el centro de la acción que lleva a excavar-escalar el deseo y la pregunta. Con esta expresión Jesús coloca nuevamente el misterio en el centro de atención de la mujer, quien creía saber. Cuán importante sería que el animador vocacional fuese capaz de trasmitir esta saludable inquietud, abriendo la mente y el corazón del joven a la perspectiva del misterio, haciéndole comprender la conveniencia de tal acción. Como si dijera: si tú simplemente comenzases a abrir tu vida más allá de las pequeñas preocupaciones y temores cotidianos, en dirección de algo que te supera y que además está hecho para ti, ya que es tu identidad y tu felicidad, como cambiaría tu historia, como se extendería el horizonte de tu vida... Por lo general, este arte lo posee solamente quien en su vida está familiarizado con la perspectiva del misterio.

“Y quién es el que te dice: Dame de beber...”. Jesús atrae sobre sí la atención de la mujer. Por el contrario, el animador vocacional debe hacer comprender que no es él (o ella) quien llama, sino Dios y es con él con quien el joven debe luchar,

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establecer un vínculo, dialogar, entrar en una relación de amor. La vocación es diálogo con Dios, el animador vocacional es simplemente el que introduce en este diálogo misterioso.

“Tú misma le habrías pedido”. He aquí un ejemplo de cómo hacer nacer la pregunta justa. Parece que Jesús reconoce esta pregunta en lo profundo del corazón de la mujer y, entonces, la menciona, presentándola como una consecuencia inevitable de la apertura al misterio de su persona. El animador vocacional debe recordar siempre que la pregunta abre al misterio, pero también el misterio hace nacer la pregunta justa en el corazón.

“Le dice la mujer: Señor; tú no tienes nada para sacar agua y el pozo es profundo; ¿de dónde sacas esta agua viva? ¿Eres quizás más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo en el que bebió él con sus hijos y su rebaño?”. Una intervención, por parte de la mujer, que dice y revela una actitud interior compleja y en movimiento. Ante todo, la mujer —imagen de aquel o de aquella en los que se presenta el llamado vocacional— intenta defenderse banalizando la cosa (“no tienes con que...”) y negando un posible sentido superior y trascendente de las cosas que recién ha escuchado, porque no puede creer en la grandeza del deseo divino sobre ella, no puede tomar en serio el ofrecimiento, no puede arriesgarse a tanto, porque solamente puede creer en aquello que ve y toca o que está segura de saber hacer. Todo esto constituye la negación del misterio y su pérdida. Pero, al mismo tiempo, parece que no está ausente una cierta intuición: el pozo es profundo”, el pozo que Jesús (y el animador vocacional) está “excavando” en su vida, ese pozo que es el mismo Señor Jesús, profundo como ningún otro, profundo en cuanto a su sentido y a la posibilidad de dar satisfacción.6 El agua prometida y buscada es “agua viva”, fresca y pura, es aquello en lo cual la mujer reconoce su verdadera identidad, su vida, su futuro. Por eso surge la pregunta: “¿de dónde tienes esta agua viva? Dime de dónde”. Ha nacido el interés, la búsqueda, el deseo de buscar más allá. Pero sólo son intuiciones, como luces intermitentes, todavía débiles e inmediatamente sofocadas por la duda, por el realismo que sofoca el misterio, por el miedo que crea desconfianza (en sí y en los otros) tanto en el Señor como en el solícito y porfiado animador vocacional: “¿eres quizás más grande que nuestro padre Jacob?”. Y además, otro poderoso abrasivo de la elección vocacional para el joven de hoy, en este pozo ha bebido él con sus hijos y su rebaño, es decir, todos se han contentado siempre con esta agua, no han ido a buscar otra. ¿Por qué tienes que venir a complicarme la vida, hacerme elegir tan a contramano que me hace ser un extraño a los ojos de los amigos? Déjame vivir mi vida normal, como hacen todos, por favor. El misterio perturba, provoca, desconcierta. Pero Jesús no se da por vencido, e insiste.

“Todo aquel que beba de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le dé jamás tendrá sed...” Con esta afirmación, Jesús expresa una doble intención. Quiere insistir en hacer comprender que lo que le puede dar es de otro nivel, se sitúa más allá, es respuesta a un deseo superior y, al mismo tiempo, quiere hacer entender que es profundamente satisfactorio, es saciedad definitiva, es humanidad plena y felicidad perenne...

“Por eso, el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para la Vida eterna”. La vocación no está sólo en función de la persona directamente interesada, sino que tiene siempre un objetivo y un horizonte que va más allá de sus límites: es para los otros, es fuente de vida, es responsabilidad, es hacerse cargo de los otros, es con cluir de una vez con el preocuparse sólo de sí mismo. Por otra parte, es precisamente esta insistencia la que hace fascinante el llamado vocacional, ya que es mucho más atrayente un ideal de vida que aspira al don de sí para los otros que un ideal que tiende simplemente a la autorrealización.

“Señor, —le dice la mujer— dame de esta agua”. La perspectiva es todavía subjetiva y ambigua (“así no tengo que venir más aquí a sacar agua”), pero el deseo profundo ha sido alcanzado. La pregunta se ha convertido en vocación, en súplica vocacional, en búsqueda del propio rostro según el designio de Dios. La mujer —y el joven, la joven en búsqueda— ha sido colocada frente al misterio, al misterio de su vida y de su futuro. La oración indica el estar frente al miste rio, sin intentar jamás escapar y evitarlo.

En este punto surge la fase siguiente. El misterio recuperado es ahora sometido al discernimiento, fundamentalmente de dos formas: arrojando claridad sobre la propia vida y el propio pasado (‘Ve y llama a tu marido...”) y luego haciendo referencia a la persona de Jesús (“... y después vuelve aquí”).7

6 Sobre el sentido bíblico del pozo en la historia de Israel. cf. Génesis 26, 17-33. Sobre el arte de excavar pozos” como signo de una vida consagrada según las épocas, cf. el interesante análisis de B. Secondin. Per una fedeltà creativa. La vita consacrata dopo il Sinodo, Paoline. Milano. 1995. pp. 414-418.7 cf. D. Bottino. “La guida e l’itinerario spirituale: come far crescere nel chiamato il desiderio di Dio”, en AA.VV, Direzione spirituale e accompagnamento vocaczionale. Teologia e scienze umane a servizio della vocazione. Ancora.

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Pero volvamos al discurso teórico-sistemático.

La Memoria, para discernir el misterio

Hemos abierto un nuevo capítulo, pero todavía estamos en el interior del método genético-histórico, como ruta pedagógica a lo largo de la cual podemos acompañar al joven a redescubrir y a descifrar el anhelo de Dios sobre la propia vida.

Si la pregunta, y la capacidad de poner preguntas apropiadas, puede ser considerada el instrumento para descubrir el sentido del misterio en la vida humana, la memoria es la facultad estratégica gracias a la cual la historia del individuo revela un rostro insospechado y un significado inédito, porque es precisamente recordando como se comienza a oír una voz y a reconocer su timbre, a descubrir un llamado, el mismo llamado que viene de una secuencia de acontecimientos, a sentirse interrogado por una presencia, por una invitación, por una lógica que parece invadir y abrazar siempre y con más claridad toda la existencia, dándole singularidad y proyectándola sobre un fondo impensado. Es recordando que nos sentimos llamados, hasta que no se sienta que aquella voz pronuncia en forma clarísima el propio nombre.8

Bien sabemos que no es la inteligencia la que abre a la fe, sino el hacer memoria de aquello que Dios ha hecho en la historia y en la historia del creyente. Del mismo modo, la vocación no es la conclusión de un razonamiento que al instante permite intuir una capacidad o expresar una simpatía eliminando toda duda, sino que es la lectura e in terpretación de una historia que en todo su desenvolverse permite emerger un significado que se convierte en llamado dirigido hacia la persona, y en el que la persona reconoce su nombre y su felicidad.

En consecuencia, se trata de aprender a recordar para discernir el misterio. En estos tiempos post-iluministas en que, paradójicamente, está en crisis justamente la razón (o la pretensión de la razón), quizás ha llegado el momento de redescubrir el valor de la memoria, en el plano psicológico y espiritual.

¿Qué tipo de memoria tenemos y cómo es posible recordar para discernir la vocación?

MEMORIA BÍBLICA

La teología espiritual conoce un concepto más rico y eficaz para este tipo de operación: el concepto de memoria bíblica. Memoria bíblica como típico modo de creer del hombre espiritual, del israelita piadoso, quien creía recordando y recordaba creyendo, memoria que en forma reiterada Moisés recomienda no perder (“Recordad todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer en estos cuarenta años en el desierto”, Deut 8, 2). En efecto, ¿por qué creía él que pertenecía al pueblo elegido? No porque su mente era capaz de alcanzar a Dios, por medio de procesos racionales complicados, sino fundamentalmente porque... sus ojos habían visto (cf. Deut 11, 3-7), porque sus padres lo habían contado (cf. Deut 32, 7), porque a lo largo del desierto había experimentado la seducción de Dios y había sido probado (cf. Deut 8, 3). Creía, no por la fuerza probatoria de ciertos argumentos, sino por la intrínseca evidencia de los hechos vividos. Y justamente porque estos acontecimientos no fueron olvidados, el hebreo piadoso “conmemoraba”, no sólo lo recordaba sino que lo celebraba, le rendía culto y le celebraba un “memorial”, memoria no tan sólo orientada hacia el pasado, sino proyectada hacia el futuro. El memorial no es la crónica de un tiempo que fue, sino acontecimiento de salvación que está presente aquí y ahora, manteniendo vivo y renovando en el tiempo su significado y su eficacia; no es un simple creer externo, sino un creer

Milano, 1996. p. 110.8 Es sugestivo, en tal sentido, el episodio autobiográfico contado por don Fuschini, de la época en que era seminarista: “Una noche quise salir e ir a la capilla. En la oscuridad, la luz del altar ensanchaba el silencio. Estaba solo y el corazón golpeaba como un martillo. Subí las gradas del altar con un torbellino de pensamientos. Llamé levemente a la puertita del tabernáculo: —Jesús, soy el seminarista de Comacchio. Alguien respondía siempre con las palabras: —Francisco. soy Jesús de Nazaret. Mi vocación tiene esa voz” (F. Fuschini, Mea culpa. Rusconi. Milano 1990. p. 18).

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extraordinariamente fecundo, un creer no teórico sino anclado establemente en la vida y precisamente por eso capaz de dar un nombre a Dios y aspecto a su rostro.9

Pero no solamente eso. Escribe agudamente Pedersen: «Cuando el alma (israelita) recuerda algo, no significa que tenga en la memoria una imagen objetiva de algo o de cualquier suceso, sino que esta imagen está suscitada en el alma y lo ayuda a determinar su dirección y su acción. Cuando el hombre recuerda a Dios, deja que su ser y su acción sean determinados por Dios [...]. Acordarse de las obras de Dios y buscarlo, es decir, dejar que los propios actos sean determinados por su voluntad, representan en realidad la misma cosa. El israelita le pide constantemente a Dios que se acuerde de él, así como también le pide que no se acuerde de sus pecados […]. Es propio del israelita no poder representarse absolutamente la memoria sin que de igual forma se tenga una influencia sobre toda su persona y su orientación».10

En consecuencia, tenemos aquí tres aspectos para subrayar respecto a esta memoria bíblica:a) Por un lado, ella permite al creyente tener una fe muy personal, al punto de alcanzar aquella revelación particular que Dios ha hecho de sí mismo en el arco de su vida y que está bosquejada en cada acontecimiento de la vida. Es una memoria fresca y atenta, en la que más pasan los años y la persona envejece, más capaz se vuelve de recordar todo lo que es esencial y que vale la pena recordar, de tener en mente cuanto sus ojos han visto, de conservar en su corazón la Palabra que ha escuchado, de memorizar las maravillas de Dios recordando su Alianza. Esta memoria “relata” al creyente que Dios ha sido siempre Padre y amigo fiel, en cada circunstancia y lo será siempre. Por eso, esta memoria es también fundamento de un proyecto de vida, construido — como bien sabe todo creyente— sobre la certeza de la fidelidad de Dios, más que sobre la garantía de la propia fidelidad o de la propia capacidad de vivir una determinada vocación.

b) Al mismo tiempo, la memoria bíblica tiene también su eficacia particular. Cuanto el creyente “recuerda” (el amor fiel de Dios) es puesto en el centro de su vida, es lo que determina y plasma a esta, al punto de hacerla similar a él. En otras palabras, la memoria de la fidelidad a Dios “crea” la fidelidad del hombre, la hace posible y la sostiene eficazmente; y en el momento y en la medida en que la fidelidad divina es reconocida, “celebrada” con asombro y contemplada, el corazón humano llega a participar de esa misma fidelidad divina, al punto de poderse plantear algo que humanamente parecería im-posible o muy difícil, como es un proyecto de virginidad. Incluso algunas veces este tipo de memoria aparece como el fundamento de un proyecto de consagración por el Reino.

c) Concretamente, tal memoria bíblica supone, y no podría ser de otra manera, una notable familiaridad con el dato bíblico. Es como si la Biblia, para el creyente “de buena memoria”, se convirtiera en un espejo en el cual se ve reflejada su vicisitud existencial o en un fondo en el cual la reproyectamos. Después de todo, la historia de Israel cuenta lo que Dios hace con la creatura que ha elegido, cuenta el estilo de Dios en los cuidados del hombre, o como dice Heschel: «La Biblia es ante todo no la visión que el hombre tiene de Dios, sino la visión que Dios tiene del hombre. La Biblia no es la teología del hombre (hechos del hombre) sino la antropología de Dios que se ocupa del hombre y de lo que El pide, más que de la naturaleza de Dios».11

En consecuencia, leer la vida a la luz de la Biblia quiere decir descubrir la verdad, aquello que nuestra vida puede y debe ser según el proyecto de Dios, que actúa con nosotros como en otro tiempo lo hizo con nuestros padres. En concreto, esto quiere decir tomar los sucesos centrales y más significativos de la experiencia de Israel como parámetro y clave de lectura de nuestra experiencia existencial, personal. Es el concepto de categoría bíblica. Categorías bíblicas son, por ejemplo, la creación, la tentación, la caída, la esclavitud, el Mar Rojo, la liberación, la llamada, etc. A través del concepto de categoría bíblica, la Biblia se convierte en la hermenéutica de nuestra vida, es decir, la palabra de Dios se convierte en el instrumento exegético de nuestra historia.

Escribir la propia vida, ser provocado y ayudado a releerla en el acompañamiento personal, se convierte en este punto en operación altamente espiritual, operación del hombre espiritual que está en la búsqueda de los pasos de Dios, de lo que Dios ha hecho para ir a su encuentro, para hacerse conocer, para expresar su amor al hombre. Y toda historia humana se toma, a su vez, en historia de Dios, pensada y proyectada por él, así como la historia de Israel es palabra y manifestación

9 A. Cencini, Amarás al Señor. tu Dios. Psicología del encuentro con Dios, Paulinas Buenos Aires. 1999. pp. 102-103. buscar las pág. de nuestra edic.10 J. Pedersen. Israel, its life and culture, Kobenhavn. 1940. I-II, pp. 106-I07.11 A. J. Heschel. L’uomo no è solo. Una filosofia della religione. Rusconi. Milano. 1970, p. 135.

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de Dios. Del “Dios pensado”, en la altura inaccesible de su inexpresabilidad, pasamos al “Dios narrado”, en la historia de la propia vida.12 En el interior de esta operación se lleva a cabo una iluminación vocacional.

Pero el recordar humano se verifica también por otra vía.

MEMORIA AFECTIVA

Hay un concepto en psicología moderna que parece singularmente similar o que por lo menos tiene muchos puntos en común con el concepto recién visto de memoria bíblica: es la idea de memoria afectiva. Tal concepto nos ayuda a comprender cómo se realiza este proceso del recordar del creyente, recordar activo e inteligente, abierto al futuro porque es fiel al pasado. En efecto, la psicología —en particular la investigación de Arnold— nos enseña que existe en cada ser humano la memoria afectiva. Tal memoria “es la documentación viviente de la historia de la vida emotiva de toda persona”.13 Efectivamente, ella registra no tanto o no necesariamente los hechos singulares sino las emociones vinculadas a estos. Y tales emociones tienden a reactivarse —suscitando el afecto correspondiente— cuando en el presente se verifican situaciones análogas a aquellas que han originado estas precisas emociones o que el sujeto interpreta como tales. Si, por ejemplo, recibí confianza y acogida de la figura materna, llevaré dentro de mí esta experiencia primordial como un dato indeleble o aquella impronta emotiva permanecerá así grabada en la mente y en el corazón, al punto de esperarme la misma actitud o el mismo amor de figuras que de algún modo me recuerdan la figura materna. Del mismo modo, si he vivido situaciones de temor, de fracaso, de cansancio al expresar mi yo, etc., llevaré como una carga el correspondiente residuo emotivo, listo para resurgir en situaciones de alguna manera análogas, es decir, cuando se trata de afirmar la propia persona (hay que notar que la lectura actual es totalmente subjetiva y con frecuencia inconsciente y sigue el criterio de la semejanza real o solamente simbólica).

En síntesis, la memoria afectiva influye en la percepción y crea expectativas determinadas, predisponiendo al sujeto a actuar y reaccionar según la experiencia ya realizada, dando por descontado que el objeto no cambiará, sino que permanecerá constante.14 Justamente en tal sentido Arnold de nuevo especifica: «Estando siempre a nuestra disposición y desempeñando un rol muy importante en la valoración e interpretación de cada cosa que nos rodea, (la memoria afectiva) puede ser llamada la matriz de cada experiencia y acción. […] Pero esa es también la reacción intensamente personal a una situación particular, fundada sobre las experiencias y predisposiciones irrepetibles del individuo».15

Y justamente esto, como hemos dicho, no puede menos de influir sobre las expectativas referidas al futuro.

Es obvio que así concebida, la memoria afectiva desempeñe un rol también en el discernimiento vocacional. Tomando como punto de referencia el análisis del proceso decisional de Lonergan, podemos decir que la memoria afectiva puede intervenir en modo positivo o negativo en la fase de recolección de datos o de la percepción experiencial (por la cual el radio de los deseos o de las aspiraciones del joven ya es en su punto de partida más o menos amplio), en la fase de la comprensión práctico-intuitiva (por la cual la vocación es sentida inmediatamente como atrayente o no, a causa de un cierto modo de sentir emotivo o de la precedente educación religiosa o de particulares experiencias de lo divino), en la fase de la reflexión

12 Cf. B. Forte, Breve introducción a la fe. San Pablo. Madrid.1996, p. 1213 M. Arnold, Feelings and Emotions, New York. 1970, p. 187.14 Cf. A. Cencini - A. Manenti, Psicologia e formazione. Strutture e dinamismi. Dehoniane. Bologna, 1995. pp. 52-54. Pensamos en la relación entre este concepto y la interpretación ya vista, de Pedersen, de la idea de la memoria bíblica y, después, el significado de memorial litúrgico. En la liturgia es “recordado” eficazmente el obrar salvífico de Dios, que actúa también a través del sacramento, pero es necesario que el sujeto mismo entre en una relación particular con este obrar divino, relación también emocionalmente significativa, porque sabe con toda certeza, habiéndolo ya experimentado, que Dios renovará tal obrar (= el objeto permanece constante). La experiencia personal y litúrgica precedente del Dios salvador ha depositado en él esta certeza que proporciona serenidad.15 M. Arnold. ob. cit., p. 187 (el destacado en bastardillas es nuestro): cf. también Id., Emotion and Personality, New York 1960, p. 186.

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crítica y del juicio (que lleva a reconocer o no la propia identidad en un carisma concreto ideal vocacional dados) y, por último, en la fase de la decisión (o del coraje de afrontar el riesgo de abandonarse a algo más grande que uno).16

Es evidente que el acompañamiento tiene que saber preveer la presencia de este residuo emotivo que puede provocar tam-bién serias dificultades en el nacimiento o en la interpretación de una opción vocacional, aunque también puede constituir un elemento de fuerza para la maduración de la misma opción. En efecto, si por memoria afectiva entendemos no sólo un proceso espontáneo que se inicia en los primeros años de vida y después se impone a la conducta del individuo, sino un operación fundamentalmente libre y responsable que envuelve a todo el hombre a lo largo de toda la vida, entonces tal concepto nos ofrece ideas muy interesantes para comprender lo que ocurre también en la mente, en el corazón y en la memoria del que cree.

En efecto, hay una memoria afectiva típica del creyente. Es la memoria de un dato o de una experiencia “primordial”, primordial porque está en el origen de la misma opción vocacional: el encuentro con la paternidad-maternidad de Dios o el choque en la lucha con él, como una marca imborrable o una herida que no se cierra. Tal ex periencia puede estar ligada a un acontecimiento o a una situación particular o también puede ser algo que sea absorbido lenta y directamente de la vida y de la propia historia (y sería el “origen” mas auténtico y que mayormente nos interesa ahora), como también de lo vivido y de lo sabido por otros. Lo que aquí cuenta es que este dato existe, quizás está sepultado en las huellas mnémicas del sujeto o en el tiempo ha devenido en algo poco significativo, casi “olvidado”, pero existe y en todo caso ha depositado en el corazón y en la mente del creyente la certeza que este Dios es Padre y continuará siendo Padre. Lo que cuenta es que esta experiencia de la paternidad, si es debidamente recuperada y revalorizada, de algún modo dicta (o debería dictar) el correspondiente modo de definirse a sí mismo, el sentido de la propia vida, el propio proyecto existencial.

Queremos decir que la memoria afectiva, emotiva y no sólo intelectualmente significativa, es la condición para una genuina elección vocacional. Pero de hecho lo es, cuando la memoria bíblica (con sus categorías “arquitectónicas”) se convierte también en memoria afectiva (con sus categorías “hermenéuticas”), o cuando la memoria de las mirabilia Dei - maravillas de Dios- en la propia historia o la experiencia del amor paterno divino se torna verdaderamente, en términos de Arnold, en “matriz de toda experiencia y acción” o cuando el encuentro experiencial con la paternidad de Dios y el acto de fe influyen sobre la percepción y sobre la expectativa correspondiente acerca del futuro de la propia vida.

Si la memoria bíblica no es y no se convierte también en afectiva, si no llega al corazón del individuo, se convierte sólo en registro de datos que no conmueven, es neutra y no se arriesga a diseñar algún futuro, es vocacionalmente ineficaz. A su vez, si la memoria afectiva no es también bíblica, se descubre sin dirección y sin contenidos, es solamente emoción subjetiva no evangelizada, la que no recoge ninguna llamada objetiva. Así, si es negativa, es también sin esperanza. Y si la memoria bíblica representa el elemento arquitectónicos lo que da estructura a la instauración de la vida y la sostiene, la memoria afectiva constituye el elemento hermenéutico, en cuanto explica cómo la memoria funciona poniéndose en el centro de los procesos perceptivos, decisionales, afectivos, etc.

Por ejemplo, la misma experiencia “primordial” de la paternidad-maternidad divina debe necesariamente estar en el origen de una auténtica decisión vocacional cristiana, exactamente como la experiencia fuerte y tranquilizante del amor materno marca de modo indeleble la futura vida afectiva del ser humano. Es la sensación real, es decir, también emotivamente significativa, no simplemente cerebral y teórica, de ser diseñada por Dios sobre la palma de sus manos (cf Is 49, 15). Es la certeza plena de que, aunque una mujer pueda olvidar a su hijito, “yo no te olvidaré jamás” (Is 49, 15). Es visión, esperanza, espera, anticipación, memoria Dei... en una actitud conmovedora de reconocimiento asombrado y de contemplación amorosa.

El creyente no tiene nada más en su alforja para el mañana, fuera de esta certeza que es su riqueza y su garantía y que al mismo tiempo le da el coraje de donarse, de ser memoria viviente de este amor. Es justamente cuando el creyente posee esta certeza que se torna capaz de hacer la elección vocacional más valiente.

El problema será cómo hacer nacer y madurar, en el camino concreto de acompañamiento, este tipo de conciencia histórica, como concepto teológico y a la vez psicológico, como fruto de un acercamiento que funde a ambos al nivel de lectura y de análisis de lo vivido.

16 Cf. A. Cencini. Vocaciones: de la nostalgia a la profecía, pp. 280-312.

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MEMORIA BÍBLICO-AFECTIVA

El verdadero secreto del éxito del acompañamiento vocacional está en el saber componer e integrar entre sí los dos contenidos o los dos subrayados del mismo concepto, o en el saber utilizar mejor y hacer converger el elemento ar-quitectónico (la memoria bíblica) con el elemento hermenéutico (la memoria afectiva).

En concreto, se tratará de proponer el acompañamiento vocacional como una ejercitación psicológico-espiritual de integración de lo vivido como una historia de salvación. Integración como ejercicio de relectura y reasunción de la propia historia (es el sentido que querremos dar al ministerio del acompañamiento vocacional) que se propone exactamente conciliar las dos perspectivas y los dos elementos, con los respectivos “instrumentos”.

1.Categorías bíblicas

De un lado, entonces, tendremos el concepto de memoria bíblica, en el interior del cual la vida aparece como historia y como historia de salvación. Es el elemento arquitectónico, cuyo instrumento, por decir así, son las categorías bíblicas. Es cierto que la vida del hombre, según la lectura histórico-salvífica, está construida según precisos parámetros, las categorías bíblicas, que son precisamente estructuras auténticas, estructuras sostenedoras del vivir humano (categorías bíblicas son, como hemos indicado más arriba, la creación, la tentación, la semejanza con Dios, la caída, la esclavitud, el Mar Rojo, la liberación, el desierto, el maná, la llamada, Getsemaní, el Calvario, etc.).

Tales categorías, en efecto, las podemos encontrar en cada existencia. Es más, son justamente ellas las que hacen desci-frable la historia de cada uno como un designio coherente y anhelado. El creyente es aquel que sabe reconocer este desig -nio diseminado a lo largo de su peregrinación existencial o el que sabe identificar estas categorías y, a través de ellas, leer las etapas de su existencia y “contar sus días”. En verdad, es como si la Biblia deviniese un espejo en el cual el joven aprende a ver reflejada su vicisitud existencial o se convirtiese en un fondo en el cual la reproyecta. En consecuencia, leer la vida a la luz de la Biblia quiere decir descubrir la verdad, lo que ella puede y debe ser según el proyecto de Dios, quien obra en la historia de cada uno al igual que en otro tiempo obró con nuestros padres. Leer (o escribir) la propia vida se convierte en este punto en una operación altamente espiritual, del hombre espiritual que está a la búsqueda de los pasos que Dios ha dado para ir a su encuentro y hacerse conocer por él y revelarle el plan que tiene para él.

El acompañamiento vocacional debería impulsar al joven a cumplir con esta especie de reconocimiento, quizás a ponerla por escrito. De este ejercicio podría y debería emerger progresivamente el sentido de una dirección ya dada y a dar a la propia vida. Por otra parte, la llamada es una de estas categorías bíblicas, antes o después el joven debería encontrarse con esta realidad y verse impulsado a tomar posición.

Pero la cosa no es tan simple y automática, justamente porque no es tan simple el recordar. No basta prestar atención a la memoria bíblica, dando por descontado que el sujeto podrá releer y escrutar el sentido de su pasado: hay un pasado que está removido o que es recordado mal, o sólo en parte... así como hay un significado que todavía no ha sido descubierto, o no escarbado lo suficiente, o no suficientemente conectado con el sentido general de la propia existencia... En suma, un animador vocacional inteligente debe prestar atención también al dinamismo del recordar, al método que el sujeto adopta (quizás en modo informal), incluso al estilo y a la modalidad del recordar, precisamente a la memoria afectiva y a sus instrumentos, las categorías psicológicas. Y dado que es justamente esta atención que con frecuencia falta en la praxis del acompañamiento personal, nos detendremos un poco más en ella, en particular sobre el significado y sobre el uso de las categorías psicológicas, naturalmente siempre en el interior de una lógica de síntesis entre las dos memorias.

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2.Categorías psicológicas

En efecto, la memoria afectiva constituye la otra polaridad de este ejercicio, cuya finalidad es ante todo el aumento de la fe o quizás un subrayar en particular el acto creyente, casi su cualidad, que sería esta: la fe como memoria, casi un com-plemento de la perspectiva de la vida como historia (de salvación). Tal concepto representa el elemento hermenéutico, de hecho querría ayudar, en un tiempo en el que —a despecho del potenciamiento técnico de instrumentos que almacenan datos y disponen que nada se pierda— disminuye tanto la capacidad humana de “hacer memoria”, de explicar y me jorar la calidad del hombre de recordar, como las condiciones a través de las cuales el recordar determina una decisión o se convierte él mismo en parte del proceso decisional vocacional. Sus instrumentos operativos son algunas categorías de las que derivan ciertos principios metodológicos, a los que corresponde una característica específica del acto de fe. Nuestra hipótesis de fondo es que la decisión vocacional es posible y auténtica solamente si es expresión de la madurez del acto creyente.

Por categorías psicológicas entendemos ya sea algunas claves de lectura de la experiencia, de la cual el joven se puede servir, ya sea algunos modos o instrumentos interpretativos que admiten guiarlo, para ayudarlo en el esfuerzo de re leer y reescribir su experiencia. Vemos dos cosas particularmente decisivas en el camino de maduración de la decisión vocacional: la reapropiación significativa (por la que nos reapropiamos del pasado dándole un significado) y la integración (por la que se hacen interactuar determinadas polaridades de la vida y del misterio).

2.1 La reapropiación

Para hacer una auténtica elección de vida es indispensable... poseer la propia vivencia que está en el sujeto: se puede abrir válidamente al futuro solamente quien está igualmente abierto a su pasado, quien lo ha hecho suyo. En términos evangélicos, sólo quien se posee también se puede dar o perderse en el límite...

Para expresar la riqueza, y también la complejidad de tal operación psicológica y espiritual, nos servimos de un con cepto que proviene del rico patrimonio de la sabiduría espiritual de los Padres de la Iglesia: la memoria amoris, espléndida síntesis de memoria bíblica y afectiva.

Memoria amoris: fe proyectable

El concepto de memoria amoris es típicamente agustiniano, estrechamente ligado al otro concepto, siempre agustiniano, del ordo amoris. Sabemos que san Agustín usa los términos “amor” y “memoria” como sinónimos o de todos modos establece un nexo muy significativo entre los dos. En síntesis: el amor es memoria, el amor-memoria es amor que recuerda y es recordado, y al mismo tiempo es amor que reconstruye el pasado.17

Es quizás el punto central en un camino de acompañamiento vocacional.

Amor que recuerda y es recordado

El amor es memoria porque ante todo sabe recordar el bien (y el amor) recibido. Para ser más precisos: es amor que recuerda y amor recordado.

En un primer sentido podríamos decir que el amor es memoria sui, en un doble proceso de conocimiento y reconocimiento. En efecto, es memoria que nace del conocimiento del amor que, a su vez, se reconoce en los acontecimientos transcurridos, es lo que cada uno encuentra sorprendentemente en su pasado, es el descubrimiento, pleno de gratitud (precisamente de reconocimiento), de sentirse ya amado, en cuanto existentes o traídos gratuitamente a la vida por una Voluntad buena que frente a la no-existencia ha preferido que seamos. En este primer sentido, en la memoria amoris el amor es lo que es recordado, es el objeto precioso (amoris es entendido como genitivo objetivo) que una buena memoria

17 Sobre este tema cf. A. Cencini. Por amor Con amor En el amor. Libertad y madurez afectiva en el celibato consagrado. Atenas. Madrid. 1998.

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sabe recuperar y no olvida jamás. Como ya hemos señalado, esta capacidad de recordar el amor recibido es condición fundamental para el nacimiento de la opción vocacional y para autenticar la misma opción. En tal perspectiva, la memoria es amor, voluntad de ser y de ser en sí mismo con una historia propia (de amor recibido), es voluntad de evitar la muerte o la muerte del olvido de cuanto tiene valor por el sentido de la propia identidad; es esfuerzo encontrar y mantener la coherencia de la existencia, aquel hilo rojo que vincula todos los acontecimientos vividos, reconduciéndolos a un comienzo que da su sentido y finalidad.

Pero justamente para hacer este reconocimiento histórico grato y conmovedor es necesaria una mirada de amor y benevolencia, porque sólo este tipo de atención perceptiva puede escoger el bien con gratitud y emoción. Únicamente el amor puede escoger el amor. En este caso, es el amor —y la percepción típica del amor— el sujeto (amoris ahora sería entendido como genitivo subjetivo) del acto de recordar y lo que hace a la persona capaz de hacer memoria del afecto que le ha sido dado o de reconocer, inclusive, entre las contradicciones y los límites de la vida, los bienes gratuitamente recibidos. Es la mirada característica del amor que hace al individuo sensible y atento para advertir aquellos signos y demostraciones de afecto, aunque mínimos o aparentemente tales, que hacen necesario nacer en el corazón un sentido fundamental de reconocimiento en el encuentro de la vida, con los otros, con Dios.

En el fondo, la memoria amoris así entendida admite y exige hacer una lectura objetiva y realista y, justamente por esto, sustancialmente positiva, de la propia historia como un don en todo caso recibido. Es un subrayar precioso en perspectiva vocacional. Pero al mismo tiempo, esta memoria afectiva no está solamente arraigada en el pasado, no está solamente manteniéndose en el tiempo... del noviazgo o de la luna de miel o, en suma, no está refiriéndose a un acontecimiento singular y aislado. Por el contrario, es un “hacer memoria” en el sentido más pleno de la expresión (bíblico y a la vez psicológico). Hacer memoria como ejercicio continuo de recuerdo entre la verdad de fe y la propia historia, entre el acontecimiento originante y la continuación de la propia experiencia existencial, entre la revelación inicial del amor de Dios y las ulteriores experiencias de este amor. Es memoria que crece y se enriquece, que busca y que a veces también se cansa, es síntesis siempre nueva y siempre más fecunda. No es solamente matriz de cada experiencia y acción, sino fruto de lo vivido cada día, no es solamente don para disfrutar y que viene de lo alto, sino sobre todo descubrimiento atento de aquella coherencia existencial que liga entre sí los diversos ciclos vitales de un individuo.

¿Pero cómo hacer en los casos en que el pasado propone una memoria objetivamente negativa?

Amor que reconstruye el pasado

En el pasado hay también acontecimientos negativos, de varios géneros, ligados, pero no necesariamente por res-ponsabilidad propia y de los otros: golpes, traumas, desilusiones, rechazos, incidentes varios, lutos, límites, etc. que con frecuencia pesan en la memoria y continúan condicionando negativamente el presente. Entonces, en tales casos, el amor es memoria que no sólo recuerda y registra, sino que reconstruye el pasado.

Aquí puede ser tanto más útil el aporte de la psicología y el análisis del funcionamiento de la memoria afectiva, en el interior de una precisa concepción antropológica.18

Ante todo, de acuerdo con tal concepción, el pasado del hombre, de cada hombre, jamás puede ser considerado como un destino, como algo que ya ahora tiene y debe tener su continuación inevitable, sin ninguna posibilidad alternativa. El razonamiento causal, que vincula el pasado con el presente en sentido precisamente causal, está por hoy cada vez más abandonado por la psicología moderna, a favor de una concepción que deja un mayor espacio a la libertad del hombre y a su capacidad de situarse frente a su pasado, cualquiera que este haya sido, en una forma fundamentalmente libre. 19 El principio básico es este: el hombre puede no ser responsable de su pasado, pero en todo caso es responsable de la actitud que asume en el presente, respecto al pasado. Es precisamente sobre esta actitud que debe trabajar al acompañante vo-cacional y si el joven tiende a recriminar su pasado y a acusarlo como responsable de sus dolores y problemas actuales, a apuntar el dedo contra alguien o a reivindicar incluso ahora cuanto no ha tenido en su momento, pretendiendo gratificaciones o justificando ingenuamente su inmadurez (“es más fuerte que yo...”, “no puede hacer nada”, etc.) y, tornando vana cualquier provocación vocacional, debe hacerle comprender que en todo caso es libre de darle un sentido a

18 Para esta sección cf. A. Cencini, Por amor... Ob. cit.19 Sobre este tema cf. A. Cencini - A. Manenti, ob. cit., pp. 305-314.

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su pasado y es responsable de la actitud que hoy asume frente a este. Nadie le puede quitar esta libertad-responsabilidad, ni él mismo se puede eximir de ella.20

Así, yo pienso que esto es expresión típica de la libertad del hombre. El joven debe comprender que aquí comienza su libertad, cuando aprende a dar significado a las situaciones que hasta parecen no tenerlo, a dar coherencia a lo que parece absurdo, a introducir un sentido donde no existe. “Las situaciones insensatas”, afirma Carlo Molari, “pueden ser vividas por el hombre sólo a condición de que él se arriesgue a introducir un sentido donde no existe”.21 Pero esto también es verdad en sentido retroactivo: las situaciones pasadas, privadas de coherencia lógica o atravesadas por un destino adverso, pueden ser asumidas por el individuo, a condición de que sepa introducir libremente un sentido. El hombre puede hacer esto, y justamente esta —lo repetimos— es su libertad y libertad, la que nadie le puede quitar. El pasado tiende a permanecer vivo y presente entre sus manos, a la espera de recibir un significado que solamente el individuo puede darle. Sólo entonces el individuo es sujeto de su existir y el pasado cesa de ser tiempo extraño para convertirse realmente en parte de su yo. Pero sobre todo es en este punto que el sujeto expresa su ser creyente y la fe manifiesta su capacidad significante y su adhesión a la vida, su poder unificante y decisorio.

Continúa Molari: Frente a hechos incomprensibles, la pregunta que hay que formular no es: “¿por qué ha ocurrido esto?”, sino: “¿qué actitud asumir para que lo que ha ocurrido tenga sentido?”. En efecto, el hombre puede modificar el valor de las situaciones históricas y puede introducir orientaciones nuevas en los mismos acontecimientos de la creación.22

En el fondo, es lo que ha hecho Jesús, que vivió de modo ejemplar esta función y capacidad creativa humana al punto de transformar su muerte, insensata y absurda, en un acontecimiento de salvación universal:

«Dios estaba realmente ausente y fue solamente el amor incondicional de Jesús el que lo hizo nuevamente presente en lugar de la desolación y de la muerte. De este modo, él ha introducido un sentido donde no existía, ha puesto en movimiento valores donde no los había, ha hecho a Dios presente donde los hombres lo habían hecho ausentarse».23

La fe es exactamente lo que permite dar sentido a la propia vivencia, con toda su carga de contradicciones y asimetrías, y el modo más pleno e ilustrativo de atribuir significado al propio pasado, porque lo introduce dentro de un contexto a su vez significativo, capaz no sólo de dar sentido a lo que humanamente parece privado de este, sino también de determinar una decisión de vida, coherente con el significado libremente atribuido a la propia vivencia, significado que normalmente no coincide con el sentido aparente y de alguna manera inmediato del mismo, precisamente por esto novedad de vida y creatividad determinada, no simple repetición y aburrimiento existencial.

Justamente en tal sentido, para Agustín el amor transforma el pasado “congelado” (congelado en torno a recuerdos negativos o a recuerdos de alguna manera negativos no suficientemente reelaborados e integrados) en presente “que fluye”, dándole su naturaleza de ser tiempo en su pasar, no tiempo irremediablemente pasado.24 Por eso, Agustín combate la fe pagana en el fatum, fe que retiene sin modificar el peso del pasado, o esa “cronolatría” naturalista para la que es el curso regular de los astros lo que mide el tiempo y, por el contrario, sostiene con fuerza la posibilidad de recuperar, vivir y hacer vivir el propio pasado, de ponerse frente a este con actitud creativa y libre de la ordinata dilectio. Por cierto, el amor no anula retroactivamente lo acontecido ni lo olvida, pero juzgándolo todavía inconcluso, retoma los procesos, reexamina los actos, modifica las sentencias, terminando así por rescatar en cada cosa el peso de los conflictos pasados, para resolver todo lo irresuelto y separar la existencia de un punto muerto e irredento (es la experiencia de Agustín mismo y el mensaje, limpio e inequívoco, que nos llega de sus Confesiones).

En este punto, entra en juego el perdón cristiano. Es justamente el amor misericordioso que, inspirado en Dios y en el ordo amoris, vinculado a la revelación cristiana (y a la cruz de Cristo como punto máximo de expresión), acepta insertar las vivencias “bloqueadas”, por motivos o culpas antojadizos, propios o extraños, en horizontes diversos y más amplios de

20 Naturalmente, este discurso vale para aquellos casos en los que el pasado no ha causado daños patológicos o de todos modos no ha comprometido seriamente la capacidad de entender y de querer. Sobre esto cf. A. Cencini, Por amor... Ob. cit.21 C. Molari, “Perché?”, en Consacrazione e servizio, 5/1992, p. 49.22 Ibídem, p.5023 Ibídem.24 Cf. San Agustín, Las confesiones (cf. 2da. parte, capítulo 3, párrafo 2).

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significación, retomando rumbos que habían sido declarados como cerrados.25 En cuanto el amor-memoria es initium por excelencia, de él depende el recomenzar un tiempo que el aislamiento en sí mismo o la desesperación, el mal cometido o imprevisto, el sufrimiento infligido o recibido, el remordimiento o el resentimiento, el perdón no otorgado o no solicitado, se han afianzado o han resultado viciosos en extremo. El amor-memoria no falsifica o repudia lo que ha sido, ni lo distorsiona forzándolo a entrar en un esquema apriorístico. A lo sumo, —observa Bodei en su comentario a la concepción agustiniana— lo retraduce continuamente, orientándolo según la amplitud del presente y de lo que el sujeto está actualmente experimentando y descubriendo, aquel ordo amoris que conecta el pasado, en particular el privado de amor, a contextos más vastos.26 El amor-memoria dilata la autocomprensión del individuo, extendiéndola en forma cada vez más lúcida y responsable a su pasado. Justamente por eso el amor-memoria acepta descubrir y redescubrir la identidad de la persona y aquel hilo conductor que abraza toda la existencia, finalmente reconocida como un todo preordenado y ordenado en el amor y a la búsqueda de un orden siempre más elevado.

Por lo tanto, en Agustín la memoria no es facultad “coleccionista” cuyo fin principal es el de imaginar recuerdos, ni mar sin orillas sobre cuya superficie flotan casualmente los restos del pasado, sino progresiva integración y unificación del alma consigo misma y con su tradición histórica, su comprenderse y aferrarse a una mayor latitud de sí, en un conocimiento y profundidad siempre más lúcida de la experiencia de un amor que envuelve toda la existencia, más allá de todo límite y de todo pecado. Toda la obra de Agustín no es sino una “confesión” de esta verdad o “memoria” de este amor.

Pero no nos engañemos. El joven de hoy no es propenso ni está naturalmente llevado a este tipo de operación, tiende más a soportar la vida que a crearla-proyectarla. Encuentra más simple autocompadecerse eventualmente, que autorresponsabilizarse. No se da cuenta o en el fondo le parece bien, que su futuro está de algún modo programado por varias agencias: ¿por qué penar tanto por encontrar o atribuir sentido al pasado en vista del mañana?

Es la crisis del logos (o del significado de dar libremente-responsablemente a la vida), a la que inmediata o mediatamente le sigue la caída del eros (o el miedo al apasionamiento, a la inventiva, al coraje de desear en grande). No nos podemos alargar en este análisis, sino solamente afirmar y resaltar el rol y la utilidad de un acompañamiento vocacional que empalma el dato espiritual y el psicológico, indicando brevemente algunos puntos para la recuperación del logos y del eros, como elementos-base para una apertura vocacional.

Ante todo, se trata de colocar de nuevo a la persona en contacto con sus energías vitales más inmediatas, premorales y prerracionales, incluso con el instinto adormecido de libertad y responsabilidad. Se necesita desatrofiar el deseo de buscar y la certeza de encontrar, hacer comprender que dentro de nosotros no está solamente la lógica de la necesidad, del “para mí”, del vacío-para-llenar, de los deseos horizontales, de los proyectos pequeños y repetitivos del yo, del yo actual que simplemente se proyecta (o se fotocopia) en el futuro del individuo, sin añadir para nada alguna novedad de vida, cui-dándose bien de correr cualquier riesgo... Existe en el hombre una aspiración más fuerte, porque es una tendencia finalística, la que empuja para “ir más allá” y que, si es “pellizcada” y requerida en forma adecuada, lleva a apasionarse por un objetivo exigente y atrayente.

Manenti llama a todo esto “la arqueología del deseo”, como , una provocación para descubrir qué cosa hay y qué cosa se puede encontrar en el origen del propio deseo. El joven debería ser provocado a hacer justamente esta operación arqueológica, a excavar dentro de sí, tomando un deseo cualquiera e ir a la raíz del mismo, sin contentarse con detenerse frente al objeto inmediatamente buscado, sino adentrándose siempre en él..., de deseo en deseo. Al mismo tiempo, el joven debería ser provocado a escalar el deseo, para descubrir que detrás y en el fondo de todo deseo hay un deseo herido de trascendencia; detrás y en la cima de toda cosa buscada y ambicionada hay un proyecto insaciable de felicidad; detrás y en el fondo de toda persona y de todo afecto codiciado está el rostro de Dios que es el único que puede saciar y que el hombre quiere ver.27

El problema de nuestros jóvenes de hoy, ahora comúnmente definidos como apáticos y señalados demasiado rápidamente como vocacionalmente no disponibles, es que con frecuencia no tienen a nadie al lado que los sepa conducir en este viaje hacia atrás y siempre en avance hacia el origen del deseo, en esto que no es solamente un descenso a los infiernos, sino

25 En esta línea confrontar también K. Frielingsdorf, Vivere, non sopravvivere. Salute psicologica e fede, Città Nuova, Roma, 1993.26 Cf. R. Bodei, Ordo amoris. Conflitti terreni e felicitá celeste, Il Mulino, Bologna. 1991, p. 114.27 Cf. A. Manenti. “Afettivitá e vocazione”, en Vocazioni 2/1992. pp. 14-18.

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también un remontar a las fuentes del propio ser y del propio desear, casi un ir a contramano del manantial, de la arjé y también de su destino final. El arte del acompañamiento vocacional es el arte del análisis paciente e iluminante de cuanto hay en el corazón humano y que emerge en todo querer, incluso en aquello más humano y profano; es el arte finísimo del hombre de Dios, el arte del mostrar que todo deseo viene de Dios y lleva a Dios.

Con frecuencia debemos reconocer que nuestros jóvenes encuentran al padre espiritual demasiado espiritual, ya que desdeña este tipo de análisis, porque lo encuentra inútil o no sospecha mínimamente que el deseo profano pueda ser una vía que lleva a Dios y al deseo de Dios, por eso lo descarta inmediatamente por imperfecto o pagano o... demasiado humano, puramente terrenal. O bien se encuentran con el padre espiritual especialista en descubrir la inconsistencia de una cierta imagen de Dios o del deseo espiritual, “doctamente” llevada al origen (la imagen paterna, la experiencia primordial de vida, etc.) que efectivamente revela la no-correspondencia con la imagen verdadera y bíblica, pero que al joven no le saben ofrecer otra cosa; hábil en el destruir pero no tanto en el reconstruir, rico en teoría pero pobre en pedagogía, o que usa e interpreta el concepto de memoria en clave fatalista y quizás, con la pretensión de inmediata autenticidad que no soporta manchas, termina por desalentar e inhibir una posible búsqueda de proyección personal, ¡“generando” abortos vocacionales! En ambos casos no tiene lugar esta mayéutica del deseo.

¿Dónde concluye, nos preguntamos, esa dirección espiritual simple y al mismo tiempo profunda, que parte del sujeto, de su historia, de sus deseos y que sobre esta materia prima trabaja con delicadeza y sabiduría divina y humana, sabiendo unir la memoria bíblica con la afectiva? ¿Dónde están los maestros espirituales, padres y madres, dispuestos a acompañar generosamente el recorrido que del análisis del deseo lleva al descubrimiento de la llamada, vinculando logos y eros o poniendo las condiciones para esta unión? Y antes todavía, ¿cuál es el espacio que la pastoral de hoy en día da a este tipo de dirección espiritual?

Si nuestros jóvenes tienen la suerte de tener cerca a estos maestros de vida espiritual, a estos hermanos o hermanas mayores, es sorprendente ver como se arriesgan a leer su propia profundidad y su propia altura a la luz de Dios. Es enton-ces que se dan cuenta de que su pasado no es más un dato que hay que soportar o del cual hay que desprenderse, sino un don del Dios creador, porque como Dios está detrás y en la cima de cada deseo, entonces el deseo de él invade todo el propio pasado y su ser amante está presente en cada acontecimiento, a partir de aquel que está en su propio origen.

En consecuencia, la memoria bíblica se suelda con la afectiva y el joven creyente aprende verdaderamente a leer vida a través de las categorías bíblicas descubiertas ahora, también a través de las categorías psicológicas, como dinamismo existencial estructurante del propio vivir, como piedras angulares.28 La categoría bíblica de la creación, por ejemplo, se apodera de todo el sentido psicológico: el simple “existir” se convierte en “ser así porque Dios lo ha querido así”; el estar “delante de Dios” o el descubrir a Dios en el origen y en el fin de cada deseo hace ver el dato existencial como ámbito de salvación. También la experiencia de la ruptura, de la contradicción o del sufrimiento se carga de sentido si es leída a través de la categoría bíblica de la prueba, de la celosía de Dios o de la esclavitud de la que Dios quiere liberar “con mano potente y brazo extendido” porque el hombre lo desea sólo a él... Y el hombre se reapropia de la propia existencia, descubriéndola cada vez más como un universo significativo.

Amor que diseña (proyecta) el futuro

De la operación arqueológica-alpinista el joven puede pasar a la operación profética que diseña el futuro. La memoria amoris, memoria bíblico-afectiva, se proyecta sobre el mañana. Como afirma el análisis psicológico de Arnold, se torna en matriz de toda experiencia y punto de partida del propio proyectarse. La experiencia pasada, ahora recuperada y redescubierta en su plenitud de sentido, devenida memoria, precisamente huella emotiva significativa, crea expectativas correspondientes para el futuro, a partir de la certeza de la “constancia del objeto”29 de la seguridad que Dios permanecerá fiel a su paternidad y a su llamada.

Pero este proyecto para el mañana no será una elaboración de la mente humana sola, proyecto hipotético e incierto has ta que es realizado, o temeroso como decíamos, porque está muy ligado a la propia capacidad. Por el contrario, se convierte

28 Es interesante notar el vínculo de complementariedad entre elementos hermenéuticos y arquitectónicos, los primeros permiten a los otros realizar hasta el fondo su propio rol en la edificación de la persona.29 Para el concepto de “constancia del objeto”, cf. O. Kernberg, Teoria della relazione oggettuale totale e clinica psicoterapeutica, Bollati Boringhieri, Torino, 1980.

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en un futuro de certeza, en una realidad garantizada anticipadamente, antes de que se realice, y ya garantizada como futuro de redención para otro ya iniciada por Dios. El dato existencial es ennoblecido así como dato creativo y el futuro como historia redentora. El Dios creador, que me ha suministrado la existencia, se manifestará como Dios redentor que hace de este dato el ámbito de realización para un proyecto pensado por él, pero que pasa inevitablemente a través de la elección libre y responsable de la creatura.

En este punto, el joven puede también comprender el sentido de una oferta radical de sí mismo, motivada por un amor que ya ha recibido ampliamente y que ahora lo pone en grado de ofrendarse totalmente a sí mismo.

¡A Dios por los otros! Pero siempre siguiendo, por parte del guía, la misma metodología de los dos acercamientos o de las dos memorias, que juntas aceptan constatar esa doble experiencia del amor que permanece libre en el corazón: la experiencia del amor recibido y del amor donado.

La aproximación psicológica debe ayudar al joven a acoger la realidad del amor ya recibido, despertando la gratitud, como se dijo antes, por todo lo que ya ha tenido de la vida, pero al mismo tiempo deberá también hacerle comprender que la experiencia plena de la propia dignidad y amabilidad se obtiene cuando se decide explícitamente a autodonarse. En suma, la certeza de haber sido amado funda la certeza de poder y deber amar y viceversa. Más aún, del ser amado al amar; del amar al ser amado, entre ambos los caminos son golpeados si se quiere alcanzar la libertad afectiva, la cual es fundamento de una elección vocacional libre.30 Esta es en el fondo la lógica vocacional: de la certeza del amor recibido se pasa espontáneamente a la decisión del amor donado.

A su vez, la aproximación más propiamente espiritual-teológica permite acoger tal doble experiencia del amor a partir de aquello que el hombre es y está llamado a ser frente a Dios, subrayando una certeza a menudo no suficientemente evidenciada. El hombre es la creatura que el Padre no sólo ha amado, sino que ha conservado como capaz de amar a su manera divina. Es muy poco decir que Dios nos ha amado, que el Padre nos ha amado tanto para hacemos capaces de amar como él. Hay una categoría bíblica que “dice” con fuerza todo esto: la cruz de Cristo. Nada como la cruz de Jesús puede suscitar la toma de conciencia de esta doble realidad y de vincular así la memoria con el proyecto. La cruz revela a un tiempo el amor de Dios y la amabilidad del hombre. Nada y nadie puede dar al hombre la certeza de haber sido amado desde siempre y para siempre junto con la certeza de poder y deber amar para siempre, sólo la memoria amoris que re-cuerda el amor recibido y que diseña el futuro correspondiente. Es innegable que ninguna realidad es tan tranquilizante y al mismo tiempo tan provocativa como la Pascua del Señor Jesús. En efecto, el amor que del Crucificado se derrama sobre quien está al pie de la cruz no es pura recepción grata, ni sensación solamente pasiva gratificante, sino habilitación y provocación para amar con la misma intensidad de afecto, es amor que hace capaz de amar con el mismo corazón de Cristo. En suma, es amor que genera libertad afectiva, que genera proyectos de donación, que genera respuesta a la llamada. ¡Hay un momento en el cual el acompañamiento vocacional debe por fuerza convertirse en via crucis! No hay opción vocacional si no se sabe presentar la cruz como símbolo de la libertad de ser y de amar, como un nuevo e insospe-chable horizonte de liberación. La experiencia de la infinita libertad de Dios o del amor con el que el joven se siente amado y capaz de amar, rompe los límites de su pequeño mundo y de sus pequeñas aspiraciones, ¡y lo introduce en el mundo ilimitado de los deseos y de la libertad de Dios!

En consecuencia, será fundamental que el guía espiritual no tenga miedo de acompañar en esta peregrinación de fe, redescubriendo y dejando descubrir la formidable capacidad de atracción y de tensión de la imagen de la cruz, es decir, su valor vocacional. En todo caso, en el interior de nuestro discurso, la cruz es argumento que no solamente se presta para, sino que necesita un acercamiento a más voces. La presentación de este icono del amor de Dios tiene necesidad, por su naturaleza, de destacar lo espiritual y lo psicológico. Por un lado, da esa certeza fundamental de la que procede la libertad afectiva, la certeza de ser amado por un amor grande y la certeza de poder amar en forma igualmente grande: por otro lado, en clave todavía vocacional, Cristo en la cruz se convierte en la revelación de la identidad del joven creyente. Delante de la cruz el acto de fe se suelda inmediatamente con la intuición que la propia identidad está escondida en el misterio del Hijo crucificado y que también la propia vida está llamada a revelar ese amor. Aquí no hay ningún dolor o masoquismo espiritual, al contrario, es la certeza de haber encontrado la perla preciosa, el dracma, aquello que faltaba para la definición del propio yo, ese valor por el cual verdaderamente vale la pena dar curso a todos los bienes, saboreando una alegría nueva y diversa.31

30 Cf. A. Cencini, Con amor....

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En conclusión, entonces, podríamos decir que la recomposición entre memoria bíblica y afectiva se produce:

a) Cuando el dato referido a la acción y la presencia de Dios en la propia vida abraza todo lo vivido o es colocado y reconocido en los comienzos de esto. «Me has tejido en el seno de mi madre» (Sal 139, 13).32 «En ti tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas de mi madre» (Sal 71, 6). «Tus manos me han hecho y me han formado» (Sal 119, 73). «Tu favor me agranda» (Sal 18, 36).

b) Cuando nuevamente, a partir de este inicio, ha dejado y deja cada vez una huella emotiva intensa, más fuerte y determinante de los recuerdos negativos inevitables. Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá (Sal 27, 10). Me acuerdo de las gestas del Señor, sí, recuerdo tus antiguas maravillas, medito en toda tu obra, en tus hazañas reflexiono (Sal 77, 12-13).

c) Finalmente, cuando es recordado según las leyes de la memoria afectiva, es decir, como algo que despierta hoy la correspondiente emoción positiva, dando serenidad y la certeza que Dios será fiel a su amor (“Fui joven, ya soy viejo, nunca vi al justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan”, Sal 37, 25) y predisponiendo a obrar y a reaccionar ante los hechos de la vida con la consiguiente fe y optimismo: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el refugio de mi vida, ¿quién me hará temblar? [...] Aunque acampe contra mi un ejército, mi corazón no teme; aunque estalle una guerra contra mí, me sentiría seguro, (Sal 27, 3).33

Sentir que Dios es Padre y continuará siéndolo, también en medio de la adversidad. Crecer en la fe es hacer cada día memoria de esta paternidad-maternidad y afrontar la vida con la seguridad que viene de esta memoria, predisponiéndose a actuar como hijo en toda circunstancia. En este punto, tal experiencia del amor divino es y deviene efectivamente, en los términos de Arnold, “matriz de toda experiencia y acción” o mejor, el encuentro experiencial con la paternidad-maternidad de Dios, y el acto de fe, en última instancia, es auténtico cuando se convierte de hecho en matriz de toda experiencia sucesiva de vida.

Es también la condición para una opción vocacional.

La memoria bíblico-afectiva del llamado es ese ejercicio continuo de fe, esperanza y caridad del cual decíamos que permite vislumbrar, a lo largo de las etapas de la vida, la línea tenaz del plan y del amor de Dios, aquel bordoncillo rojo que atraviesa la propia historia testimoniando su fidelidad. No decimos que esta sea una operación pacífica y previsible. Por eso, es necesario formar en este tipo de memoria del pasado.

La vicisitud humana de cada hombre y mujer que Dios llama es siempre una historia compleja y articulada que no puede ser leída con una mirada superficial y distraída, solamente espiritual o solamente terrenal. Es historia de un corazón de carne, al que Dios ha hecho una propuesta “imposible”, corazón seducido por Dios, probado por él y hecho crecer, educado y adulto, pero también siempre de carne y, en consecuencia, sensible a todo cuanto trae el corazón humano: a las propuestas más inmediatas y brillantes, a los afectos más concretos y gratos... Pero es también historia de Dios, de un amor que no se des-alienta ni se rinde jamás, que no se retrocede frente a la traición, a la caída y al rechazo de la creatura que prefiere los propios amores pequeños y ni siquiera frente a la debilidad y vulnerabilidad del corazón humano (y de cada corazón humano), sobre todo de aquel corazón que lleva la señal de heridas pasadas...

Como esto es así, se puede decir que la memoria bíblica puede también “sanar” la memoria afectiva, en particular sus heridas,34 “reconstruyendo” un cierto pasado y reconciliándose con él. Así como, al mismo tiempo, la memoria afectiva 31 Cf. A. Cencini, Vida consagrada. Itinerario formativo lungo la via di Emmaus, San Pablo, Madrid. 1996., 1994, pp. 84-10732 La oración de los Salmos es oración típicamente existencial, vinculada inmediatamente a las vicisitudes de la vida humana y memoria del obrar de Dios en la misma historia del hombre. Ningún sentimiento humano, podríamos decir, permanece ajeno a esta oración que, a su vez, abraza verdaderamente toda la existencia y purifica todo sentimiento y deseo. Por eso, privilegiamos las citas tomadas de los Salmos para describir la memoria bíblico-afectiva.33 La certeza de la fidelidad de Dios es la aplicación, en el plano espiritual de la teoría de la “constancia del objeto” como componente de una relación objetual total.34 Aquí, obviamente, no nos referimos a aquellas heridas graves que son causa de desorganizaciones de la personalidad y que para ser resueltas requieren una intervención específica y profesional, aunque en estos casos el ejercicio de la memoria bíblica y bíblico-afectiva puede ser también de ayuda.

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puede enriquecer la memoria bíblica, indicándole como debería funcionar para ser también emotiva y vocacionalmente significativa.

En este punto se puede decir lícitamente que el sujeto se ha reapropiado de su vida, sobre todo de su pasado, pero justamente esta reapropiación de lo ya vivido lo pone en condiciones ideales para ser artífice de su futuro, de la vida que todavía tiene que vivir.

Pero hay otra categoría psicológica importante para ayudar al joven en el discernimiento vocacional entre la memoria y el proyecto. Es la categoría de la integración.

2.2 La integración

Si con la reapropiación el joven se convierte realmente en sujeto de su vida, dándole libre y responsablemente un significado, con la integración, por un lado, continúa tal proceso, mientras que, por otro lado, el joven ofrece espacio a otra realidad que le permite resolver esa cierta dialéctica que es propia de la vida humana, como reconciliando cierta polaridad intrapsíquica que en forma diversa correría el riesgo de contraponerse o de ignorarse.

Esta otra realidad, también totalmente humana, es indudablemente la fe; la fe como misterio, entendida en el plano espiritual no sólo como opción de confianza en Dios, en el camino del discernimiento vocacional, sino también en su valor intrapsíquico o en su capacidad de situarse en el corazón de la vida, como centro unificador e integrador que permite no perder nada del misterio de la vida misma y de unificar-integrar las diversas dimensiones del vivir humano —el pasado, el presente y el futuro— en torno a un núcleo vital y vitalizador. Aquí solamente indicamos algunas integraciones particularmente estratégicas en el camino de la orientación vocacional, mostrando siempre el aspecto correspondiente al plano del acto creyente.

a) Integración de lo objetivo y de lo subjetivo: la fe personal

Ante todo, se trata de hacer aplicar o referir puntualmente la verdad objetiva de nuestro credo en el contexto subjetivo de la vida, favoreciendo una integración. Tal integración no podrá sino ser estrictamente personal. En efecto, es esta operación la que permite apropiarse de la fe, haciéndola precisamente personal y personalizando el acto de fe, expresión de un camino creyente ligado indisolublemente a las propias vivencias existenciales.

El acto de fe es por naturaleza dinámico, no estático. En tal dinamismo hay una doble polaridad, objetiva y subjetiva. El polo objetivo está constituido por un núcleo de verdad revelada. Normalmente este núcleo no causa problemas. Por el contrario, más difícil y problemático es el enlace entre el polo objetivo y el subjetivo. Basta pensar por un momento en las verdades del Credo. ¿Cuántas de ellas han inducido a una experiencia personal o podríamos decir de haberla “vivido” de alguna manera en nuestra historia personal?

Es evidente que solamente cuando estas verdades se convierten en parte de la experiencia, el sujeto puede decir que es creyente. Es muy probable que haya contenidos de fe, en la vida o en la profesión de fe del joven, los cuales carezcan de este enlace indispensable. Es como un creer sin corazón o sin convicción o como un credo “dominical”, que no se extiende a los días feriales. En otras palabras, si el polo objetivo carece del polo subjetivo, será por fuerza un creer débil e inestable, y de un creer débil e inestable no podrá surgir por fuerza ninguna opción vocacional. La vocación es tal porque evoca la verdad del individuo, esa verdad que, para el creyente, está contenida en el dato revelado, aunque supone la personalización de este.

Ahora bien, el tipo de acompañamiento vocacional que estamos proponiendo puede dar ocasión al joven de reali zar esta integración, a través del ejercicio de la memoria bíblico-afectiva que recuerda puntualmente. La vida de cada hombre es un locus theologicus, donde tiene lugar el consumarse esta verdad, o su “cumplirse” (en el sentido lucano del término) en el espacio restringido del propio existir, espacio en el que de modo misterioso e irrepetible Dios ha pronunciado una palabra y

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ha mostrado su rostro.35 En el fondo, esto realiza justamente la conciencia de ser llamado: el ser consciente de tener que encarnar un rol preciso y de tener que interpretar en la propia realidad subjetiva una verdad objetiva. Es el sentido del pasa-je del caos al orden, de la confusión existencial a la crisis benéfica del yo o del acaecimiento (que por sí se refiere a cosas inanimadas o de todos modos a algo que “a-caece” en la propia vida, pero no es hecho o no se conserva como algo propio) al advenimiento (que implica un involucramiento de la persona con alguien que “ad-viene” en la propia historia), al acontecimiento (término con resonancia bíblica, que viene a indicar el hecho histórico de la salvación, como realidad que ya tiene su consumación en Cristo, pero que continúa en el tiempo, historia ad-venida y adviniente). La vocación es un acontecimiento, es decir, es comprensible sólo en la lógica del acontecimiento, justamente sólo por quien se ha “entrenado” para percibir la propia historia como acontecimientos continuos de salvación.

b) Integración de la parte con el todo: fe total.

Hablamos de fe y de totalidad como extensión (toda la vida) y totalidad como calidad de la mirada perceptiva creyente, que ve “todo” en la lógica totalizante de la Trinidad amante, no solamente la realidad positiva de la vida, pero también la experiencia típicamente humana del límite y de lo negativo.

Otra experiencia clásica del creyente, pero con frecuencia no suficientemente subrayada y quizás ni siquiera verbalizada, es la de la sensación del yo como parte o fragmento de una realidad más grande. Es en el fondo el vínculo entre sentido de identidad y sentido de pertenencia. Aquí no vemos sólo un aspecto, el más radical y originario, la relación misteriosa que transcurre, desde este punto de vista, entre el hombre y Dios. Ante todo, el joven debería tomar, releyendo y reescribiendo su historia como historia de salvación, que su historia es historia, también o sobre todo, de Dios. El hombre existe “en” Dios, no existe entonces otro modo de tomar la vida del hombre fuera de esta referencia existencial (= de toda la existencia) a Dios. En la revelación de Dios, es decir, en la teofanía que el joven debería aprender a contemplar (y no decimos de -masiado rápidamente que esto es excesivo para sus capacidades y gustos...) en su oración invocante y que está en el origen de todo carisma vocacional, él debe también habituarse a aceptar y reconocer su misma identidad misteriosamente oculta, porque —como dice el profeta— “nosotros somos llamados con tu Nombre” (Jer 14, 9). En concreto, esto quiere decir que el joven pone en esta fase el problema de su identidad en términos correctos solamente cuando aprende a aceptar su historia y su yo como llamado a modelarse en el modo que corresponde, casi complementario —podríamos decir— a la identidad de Dios, así como el hijo es similar al padre. Es ya un proceso de integración en acto de la parte con el todo, que el joven es ayudado a articular a la luz de ricas y sugestivas imágenes bíblicas: si Cristo es la viña, por ejemplo, él es su sarmiento; si el Señor es el Buen Pastor que conoce una a una sus ovejas, él es la oveja que reconoce su voz; si Jesús es el pan vivo y el agua viva, el joven debe comprender que podrá vivir plenamente y para siempre sólo si se nutre de este pan y de esta agua, sólo si escucha su palabra, las del único que dice palabras de Vida eterna (cf. Jn 6, 67-68) o que pronuncia palabras de vida, aquellas palabras que el joven está descubriendo como palabras que le permiten comprender-explicar su historia, abriéndola a los horizontes de aquel que es “el camino, la verdad, la vida”.

A esta primera consideración podemos agregar otra, que especifica todavía más cuanto estamos diciendo. El hombre no existe “en” un Dios genérico, sino en el Dios de los cristianos y de la revelación bíblica: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este es el Dios trinitario que inhabita en el hombre y en el que el hombre habita, verdadero regazo y patria de la historia humana. Podríamos decir que es la totalidad de Dios y la Santísima Trinidad, un Dios Padre que se ofrenda continuamente, un Dios Hijo que recibe del Padre desde toda la eternidad, un Dios Espíritu Santo que es el Amor mismo donado y recibido.

Esta no es una verdad lejana o difícil para nuestro joven que busca, por el contrario, es una verdad consoladora y que lo revela a él mismo. El joven debe comprender que toda su vida está dentro de esta totalidad de amor, debe habituarse a considerar-contemplar su historia como parte de este misterio, a la luz de este principio perceptivo: el todo en el fragmento, el fragmento orientado al todo.36 En cada “acontecimiento” de la vida se refleja de algún modo la totalidad de la Trinidad de amor, así como cada “acontecimiento” está dirigido y se dirige a tal totalidad, pese a su insignificancia. El debe comprender que hasta su identidad está “escondida” en el interior de este misterio que es verdaderamente su patria, origen y destino de su ser y de su obrar, porque también él ha sido pensado como ser al mismo tiempo amante y amado y tiene que expresar el

35 Ver sobre este tema, los penetrantes análisis de H. U. von Baltasar, Teologia della storia. Queriniana. Brescia, 1969 [hay traducción castellana, en Ediciones Encuentro].36 Cf. Bruno Forte, Sull’amore. D’Auria, Napoli. 1990. pp. 10-14.

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amor como sentido total de las cosas. La Trinidad es verdad que engloba a todo, es la verdad más concreta y existencial que existe, la más próxima al hombre.

Debemos comprender que sólo ampliando los horizontes en los grandes espacios de las grandes verdades de la fe es que pueden nacer los grandes deseos y la atracción para las grandes elecciones.

c) La integración de lo negativo y de lo positivo: fe humana.

La vida del hombre contiene tanto lo positivo como lo negativo. Descubrir la llamada de Dios sobre la propia vida no significa pertenecer a la estirpe elegida de los incontaminados (como la historia de cada vocación en la Biblia nos demuestra), más que nada quiere decir saber reconocer y asumir lo positivo y lo negativo como parte de la propia identidad pero también como mediación de una experiencia particular de Dios, el que siempre ha llamado a sus discípulos —hizo notar una vez Pablo VI— “¡de un pueblo de pecadores!”. La llamamos fe “humana”, porque esto es el hombre, una combinación de positivo y negativo y porque una fe auténtica necesariamente debe llevar y aceptar hasta el fondo la propia humanidad, en sus pliegues positivos y negativos. Al mismo tiempo, este parágrafo es la lógica continuación del precedente. En efecto, solamente una fe total está en condiciones de integrar lo positivo y lo negativo de la existencia humana.

Ante todo, existe lo positivo, que el joven debe, en ciertos casos, literalmente descubrir o ser ayudado a redescubrir: lo positivo de todo lo que la vida le ha dado desde el primer día de su existencia, y que es verdaderamente tanto, sin que por lo general lo sepa reconocer en su profundo significado teológico, y a veces ni en su realidad de gratuidad. No es habitual tener una actitud de gratitud conmovida por las vicisitudes de la propia historia. ¡No nos es espontáneo admitir el haber sido amados bien por encima de cuanto habríamos merecido37 ni sabemos reconocer en tales actos de bondad ni en nuestras vicisitudes la mediación humana providencial del amor de Dios! Tal ingratitud es un componente de ese narcisismo imperante actualmente, que predispone al joven más a advertir cuánto no ha recibido que a reconocer cuánto le ha sido dado gratuitamente. O está siempre la cultura narcisista que crea esa cierta actitud de fría indiferencia o ese sentido de saciedad un tanto burgués que impide apreciar el don del otro, como si fuese un derecho, o que crea todavía ese extraño modo de recordar, por el que —como dice el proverbio- “si los hombres reciben un mal, lo escriben sobre el mármol; si reciben un bien, lo escriben sobre el polvo”. Es importantísima esta integración de lo positivo, porque la certeza de haber recibido amor es un componente fundamental de la libertad y de la madurez afectiva. En efecto, nada es tan exigente y responsabilizante como el amor y la certeza de haber ya sido amado.38 Si no existe esta certeza, todos los discursos y las incitaciones sobre la necesidad de donarse y las elecciones oblativas están destinadas a caer en el vacío.

Pero en la vida existe también lo negativo que es necesario integrar. Lo negativo tiene varios niveles: fisiológico, psi-cológico, moral. Tal negativo es integrado, es decir, reconocido en todos sus efectos como parte integrante de la propia identidad y recuperado como lugar y ocasión de una peculiar experiencia del Dios que llama. El joven es ayudado a cumplir esta integración, a través de un proceso articulado en tres momentos:

1) Reconocimiento-aceptación del mal mismo y de su raíz, frente a la Palabra, para obtener la auténtica conciencia de pecado, que él desprecia sinceramente (el “dolor”) por haber ofendido a quien me ha amado. Para esto, es impor tante enseñar a hacer el examen de conciencia.

2) Perdón-reconciliación, no sólo con el mal sino con la idea de la profunda debilidad personal o con la idea que noso-tros somos de los seres constitutivamente perdonados, el perdón nos constituye en el ser, somos perdonados para siempre. Si la misericordia es el amor que supera la justicia, hemos sido creados por un acto de misericordia, “hechos” por manos misericordiosas, pensados por una mente misericordiosa para un proyecto de misericordia. Entonces el perdón, que se da y que se recibe, es también la expresión más típica del hombre reconciliado.

37 Según Lewis, “no tenemos ‘derecho de esperar’ ser amados por nuestros familiares, sino sólo una ‘expectativa razonable’, siempre que nosotros y ellos seamos, más o menos, personas normales” (C. S. Lewis, I quattro amori. Affeto, amicizia, eros, carità, Jaca Book, Milano, 1990, p. 44).38 Este tema es tratado ampliamente en A. Cencini, Por amor….

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3) Transformación-transfiguración del mal. Cuando el propio mal es experimentado como perdonado, el mal mismo es transformado, deviene ocasión de bien, acontecimiento que ha acelerado un dinamismo que conduce a la persona a encontrar continuamente la misericordia del Padre (y de los hermanos) y a descubrir su identidad, liberándola de las manías de grandeza y de perfección. Es la experiencia de Pablo, que “se jacta” de su debilidad, después que ha pedido repetidamente al Señor poder ser liberado. Es la experiencia típica y únicamente cristiana, experiencia de ese misterioso poder que se manifiesta plena y todavía misteriosamente en la debilidad (cf. 2 Cor 12, 9). Lo negativo, en este punto, se transforma-transfigura en positivo: es la plena integración no sólo de lo negativo y de lo positivo, sino entre lo positivo y lo negativo, en el interior de la persona.

¿Por qué es importante esta integración del mal, en vistas del nacimiento de la opción vocacional? Porque muchas veces hoy la perspectiva vocacional está inhibida e impedida por el temor de la propia inhabilidad, por el prejuicio de no ser capaz, por una no-integración de los propios límites vivenciados por la fuerza de esa lógica transformante-transfigurante que permite fiarse de la fuerza que viene de otro. También el mensaje papal para la XXX Jornada mundial de Oración por las vocaciones insiste sobre este aspecto, que por el contrario se opone a la actitud de tantos jóvenes nuestros que “temen que el pedido (de Dios) sea demasiado exigente”, asustados por sus males y por sus insuficiencias, casi nunca ayudados a integrar lo negativo suyo desde un punto de vista a la vez psicológico y espiritual.39 ¡Nadie, sino el cristiano, puede transformar-transfigurar el mal!40

Gracias a estas disposiciones interiores, la fe se convierte realmente en una fuerza totalizadora, que abraza toda la vida en toda su extensión y la concentra, haciéndola converger hacia un mismo núcleo significativo. Es una fe total y absolutamente humana, que da fuerzas para una elección igualmente absoluta.

d) Integración de la lucha psicológica con la lucha religiosa: fe combativa.

Gracias a que tiene lugar este proceso integrador y unificante el joven es conducido también a realizar otro importante pasaje dentro de sí, el de la lucha psicológica a la lucha religiosa. Como especifica Imoda,

«...la lucha religiosa se caracteriza por el encuentro entre la persona libre y Dios. Por el contrario, la lucha humana, psi -cológica, se desarrolla entre “actores” humanos, entre lo externo (persona, circunstancia, advenimiento) y lo interno de la persona misma.41 Esta distinción entre lucha humana y lucha religiosa en la realidad no es jamás tan clara y nítida. El encuentro con Dios está siempre mediado por representaciones, elementos y factores humanos.»42

Y la lucha psicológica es con frecuencia un conflicto en el interior del yo, entre una y otra parte del yo.

El problema es que muchas veces el joven, aparentemente con ganas de hacer la voluntad del Señor o “disponible” desde el punto de vista vocacional, se encuentra después en lucha con y contra si mismo, encerrado en un conflicto intestino que permanece sin salida, entre miedos, dudas, reticencias, contradicciones, incoherencias, etc. El error está en que todo esto 39 Sobre este tema de la integración del mal que, según parece, no es debatido con frecuencia, cf. A. Cencini, Vivir reconciliados, Paulinas, Buenos Aires, 199940 Tal dinamismo integrador y transformante de lo negativo en positivo lo podemos descubrir en una imagen bíblica de rara eficacia como la parábola del padre bueno, según la sugestiva interpretación que da Imoda. si en los personajes de la historia vemos las diversas expresiones del yo en sus confrontaciones con el mal o con lo que en nosotros es conflictivo, entonces el hijo pródigo “puede representar esa parte de uno que en el curso de la historia personal se ha separado, alejado y aislado, con una vida orientada a la búsqueda de satisfacciones inmediatas y desordenadas, el hermano mayor puede representar el censor severo y moralista que se opone al ‘retorno’, a la recuperación de la parte perdida. El padre misericordioso, superando la simple oposición de las partes, pero escuchando a ambas, mientras hace posible la recuperación de los componentes perdidos, invita entonces al ‘censor’ severo a asumir una postura de tolerancia, de aceptación y de perdón” (F. Imoda, Sviluppo..., p. 371). El joven en búsqueda es educado para ser un ‘padre bueno” en las experiencias de sí mismo, “padre” que toma e integra la parte mala o toma la herida que se lleva adentro, sin asumir la actitud del hermano mayor, que no sabe reconocer lo positivo o el bien recibido (en efecto, acusa al padre de no haberlo recompensado suficientemente) y se obstina en no querer aceptar lo negativo, bloqueado en el interior de un conflicto solamente psicológico contra sí mismo.41 Cf. J. de Finance, L’affrontement de l’autre, Presses de l’Université Gregorienne, Rome, 1973.42 F. Imoda. Sviluppo..., p. 369.

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se resuelve (o no se resuelve) “dentro” del sujeto, en que no se advierte, justamente como Jacob en un primer momento, que se está luchando contra Dios, contra una propuesta que viene de lo alto o quizás no es ayudado a pasar de la lucha contra sí mismo o contra una parte de sí, a la lucha contra Dios o a comprender que en el origen de sus interrogantes o en la raíz de su búsqueda en todo caso está Dios.

Creo que debemos preguntarnos: ¿Hasta qué punto las tensiones, los conflictos, y las mismas divisiones del corazón hu-mano se arriesgan a alcanzar un significado último, religioso y cristiano, o se mantienen como un drama psicológico, humano, con horizontes de tipo estoico, limitados a un humanismo privado de la auténtica autotrascendencia que se abre y tiende a Dios? Es el desafío de transformar en lucha espiritual con significado religioso una lucha situada en el plano humano, psicológico.43

La impresión es que muchas veces la lucha vocacional de muchos jóvenes es desvalorizada, reducida a un simple conflicto interno entre un noble ideal pasajero y una mas fuerte presión ligada a los instintos o a los deseos del hombre psíquico (con un éxito fácilmente imaginable). Parece obvio que la naturaleza de la lucha determina también la calidad de la solución (independientemente de su contenido). Queremos decir que si la lucha es solamente psicológica, tal será también el éxito de la lucha misma (en realidad, la motivación por la que el sujeto decide el si o el no en términos vocacionales) será sólo psicológico, no religioso, en consecuencia, sutilmente inauténtico.

Es importante entonces que la lucha asuma y recupere su carácter misteriosamente divino, que el conflicto se convierta a la vez en conflicto con Dios, combate “sano” entre las exigencias de un Dios —que sí es “amigo de lo más exigente”, como dijo una vez Pablo VI, pero que normalmente da antes cuanto después exige— y el miedo del hombre que llega a confiar con dificultad o combate “sano” entre el amor gratuito de Dios y la pretensión ilusoria del hombre de merecer el amor, lucha religiosa de quien de todos modos está enfrentado con la terca benevolencia divina, con la que Dios hiere y después sana, que lucha toda la noche con Jacob antes de revelarle su proyecto y manifestarle su predilección. La lucha religiosa es siem-pre sufrida, pero también exaltante y extremadamente clara para aquel que pregunta y propone, no deja vías de escape y fija al hombre en su libertad y responsabilidad, es lucha con uno más grande. La lucha psicológica es fácilmente controlable, está totalmente en manos del hombre y en sus mecanismos de defensa, deja muchas salidas de emergencia a quien... no quiere hacerse llamar y se consuma muchas veces en interminables retorcimientos interiores, en dudas estériles, en elucubraciones que alejan cada vez más de una decisión final, no propone grandes cosas ni pone a la creatura frente al Creador, el único que puede decirle la verdad de su vida.

Una auténtica vocación es siempre fruto y término de una lucha con Dios, es siempre expresión de una fe combativa.

e) Integración y recapitulación en Cristo: fe cristiana.

El plan del Padre, que ha querido y creado todas las cosas en Cristo, es recapitular todo lo creado en Cristo, su Hijo, reconciliando todas las cosas y pacificándolas “con la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Los himnos de la Carta a los colosenses 1, 15-20 (el primado de Cristo) y de la Carta a los efesios 1, 3-14 (el plan divino de salvación) indican de alguna manera el criterio de fondo de nuestro ejercicio: todo cuanto forma parte de nuestra vida debe ser visto y escrutado, meditado y rumiado, reinterpretado y reescrito sobre el fondo de la vida del Hijo y de los misterios de su vida, de su primado como origen y término de nuestra existencia. Si entonces la Biblia es la clave exegética de nuestra historia, la vida de Jesús y sus misterios, culminantes en el “acontecimiento” de la cruz, son todavía en forma más precisa y específica, si esto es posible, criterio hermenéutico de nuestra vida. Todo está recapitulado en este «acontecimiento» que verdaderamente da sentido y resume todos los días de nuestra existencia.

Hay otro aspecto de esa ley de la totalidad que ya hemos tomado en consideración y que ahora podríamos formu lar así: la totalidad de mi vida está comprendida y significada en la totalidad de los misterios de Cristo.

Y si este es un hecho que ya ha acontecido (es un “acontecimiento”), el creyente debe reconocer esta gracia, la gracia de haber sido “bendecido”, “elegido” y “predestinado en Cristo” y “por obra de Jesucristo” (Ef 1, 3-6). La vida de Cristo, según la enseñanza de la cristología de san Pablo y de los Padres [de la Iglesia], tiene que continuar en la vida del creyente (Gál 2,

43 Ob. cit., Ibídem.

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20), debe realizarse en todas las cosas y en todas las creaturas (Ef 1, 23). Nada le falta a su pasión sino que ella continúe de alguna manera en la vida del discípulo. Es la lógica del Christus totus (Col 3, 11), lógica de identificación con el Hijo, en quien también nosotros somos hijos.

Cuatro indicaciones prácticas nos pueden ayudar en esta relectura existencial a la luz de esta recapitulación de la vida en la totalidad de Cristo. Cada joven debería ejercitarse en:

a) Recorrer de nuevo con sus propios afectos los misteríos objetivos de la vida de Jesús. Es la propuesta que la Iglesia da para hacer siempre a todo cristiano, con el año litúrgico y la vida sacramental, lo que resuena con fuerza en la introducción del himno de la kenosis:“Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2, 6). El fin es cooperar con la acción del Espíritu que anima a Jesús, haciendo al joven persona creyente, amante, esperanzada. Es la fase contemplativa, la que debería hacer nacer en él la atracción por la vida de Cristo, su modo de ser.

b) Recorrer de nuevo con el Hijo del Hombre la historia subjetiva de los propios afectos. Es decir, examinarse sobre la naturaleza de los propios afectos, emociones, impulsos, motivaciones para actuar, simpatías y antipatías, atracciones y repulsiones, etc. Esto es para conocerse, confrontarse con los sentimientos y el estilo de Cristo, aquel que ha trabajado con manos de hombre, ha pensado con mente de hombre, ha actuado con voluntad de hombre, ha amado con corazón de hombre (Gaudium et spes 22), y saber dónde uno debe convertirse para ser también él “un hombre nuevo”. Es el momento autorreflexivo-penitencial.

c) Recorrer de nuevo la propia historia frente a los misterios de Cristo. El fin es claro: hacer descubrir esas etapas de la vida en las que el Señor pide al joven que renueve-reviva en él sus misterios salvíficos. Quien acepta seriamente la propuesta podría hacer descubrimientos interesantes. A veces, un acontecimiento considerado como negativo, un sufrimiento, una injusticia, una calumnia, un luto, etc., podrían revelarse como momentos que contienen y mantienen todavía esa propuesta divina. Es el momento del encuentro-provocación y de la identificación con Cristo.

d) Revivir los afectos subjetivos como mediaciones de la gracia objetiva. Tal etapa se vincula con la primera. Pero idealmente ahora los afectos deberán lentamente “convertirse”y experimentar una atracción nueva. Eso que antes era rehusado y despreciado ahora es percibido, aunque con esfuerzo y tal vez sufriendo, como ocasión precisa para identificarse con Cristo y para la realización del verdadero yo. Ahora la vida es radicalmente reescrita. Es el momento de la oración profunda, acogida como don del Espíritu y centrada en el Hijo que se deja amar por el Padre. En ella, el lugar central lo ocupa la Palabra, que penetra hasta las profundidades del corazón.

Con este ejercicio, evidentemente de naturaleza teológico-espiritual y psicológica, se alcanza la certeza de que en realidad toda cosa, todo acontecimiento, toda situación, están habitados por la presencia misma de Dios. Su amor total y absoluto es percibido en los fragmentos pobres y relativos que componen nuestra existencia.44

Es y podría ser también el momento del descubrimiento de una llamada contenida en la propia historia y de la decisión definitiva de responder positivamente a esta llamada, para que la propia vida se convierta verdaderamente en historia de salvación, para sí y para los otros.

JESÚS Y LA SAMARITANA: DISCERNIMIENTO DEL MISTERIO

Volvamos entonces a nuestra imagen evangélica. En la primera parte de la conversación entre Jesús y la samaritana hemos visto el recorrido desde el misterio perdido hasta el misterio encontrado. Nos queda ahora por ver, aunque no con la pretensión de encontrar una perfecta correspondencia con las etapas indicadas en nuestro análisis, la parte referida al discernimiento del misterio.

Habíamos dejado a la samaritana frente a la exigencia de Jesús de ir a llamar al marido y después volver (Jn 4, l6ss.). Podemos considerar la afirmación de Jesús como un modo muy inteligente de introducirse dentro del misterio vital de esta mujer, ante todo invitándola a releer el dato histórico, es decir, lo que ha acontecido en ella, a partir de un acontecimiento central, cargado muy probablemente de tensión emotiva si ha tenido cinco maridos, Una vez más Jesús acierta con la

44 Cf. M. Uriati. “La totalità dell’amore de Dio come valore totalizzante per l’uomo”, en Vocazioni 1/1993, pp. 17-21.

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exigencia justa para discernir y ayudar a discernir. El secreto está justamente en tocar un punto donde esté concentrada una cierta tensión emotiva, un punto problemático que permanece irresuelto, en torno al cual la persona siente que se pone de nuevo en discusión su propia vida, que quizás ha tenido vergüenza de afrontar, que jamás ha tenido el coraje de reconocer en su verdad o en el que se tocan los extremos de su debilidad y de sus potencialidades...

“Responde la mujer: No tengo marido”. El objetivo ha sido alcanzado. La mujer está obligada a decir la verdad, no tanto a Jesús cuanto a sí misma. Está obligada a admitir, en este caso, que una cierta abundancia (de maridos y de relaciones, quizás de sexo y de éxitos) no la ha colmado ni enriquecido; el agua que ha bebido abundantemente no ha saciado su sed; el ánfora ha permanecido vacía... ¡Qué importante es conducir a nuestros jóvenes a la admisión del vacío interior! No como declaraciones de fracasos con respuestas depresivas y melancolías incurables, sino como inicio de una estimulante capacidad de discernimiento, de deseo de verdad que la satisfaga de una vez por todas, con todas esas máscaras y desfiguraciones de la propia imagen que durante tanto tiempo, hasta ahora, han llevado al joven a decir y a aparentar estar contento, ¡mientras de ninguna manera lo era!

“Le dice Jesús: Has dicho bien,.. el que tienes ahora no es tu marido..., en esto has dicho la verdad”. La mujer llega a una cierta verdad y Jesús la subraya y especifica, para hacerle comprender a esta mujer que está todavía lejos de su verdadera identidad, pero además para empujarla a descubrir su genuina identidad. El problema es cada vez más el de la verdad de sí mismo. En el fondo, esto significa hacer animación vocacional: ayudar a descubrir la verdad de sí.

“Señor, veo que tú eres un profeta”. La samaritana comprende que ese hombre está dotado de una cierta sabiduría y entonces lo pone de alguna manera a prueba, con una cuestión cultural-religiosa que parece “externa” al yo: ¿dónde se debe adorar a Dios, en realidad, dónde “vive” Dios, cómo y dónde darle culto? Está alejadísima, en todo caso, de la idea que Dios pueda ser encontrado en la historia del hombre.

“Créeme, mujer, ha llegado el momento, y es éste, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.” Jesús repite dos veces este concepto. El problema no es el lugar físico particular, quizás ni siquiera el que uno conoce o le gusta o al que espontáneamente va, sino la persona y su verdad interior, el descubrimiento de la propia verdad, de aquello que uno está llamado a ser.

Ahora, ¿quién puede revelar al hombre tal verdad? En la mujer no existe la costumbre de remitirse a la interioridad evocada por Jesús, pero despertando la memoria bíblica exclama:

“Sé que debe venir el Mesías; cuando él venga, nos anunciaría todo”, afirmando implícitamente que será él quien revelará al hombre su verdad. San Agustín comenta que “ella sabía que esto sería hecho por el maestro, pero todavía no comprende que este Maestro ya estaba allí con ella”. Según nuestra terminología, la mujer tenía una cierta memoria bíblica, pero privada totalmente de memoria afectiva, en consecuencia estática, nocional, de un hecho del pasado que tiene pocos vínculos con el presente y que no suscita ninguna emoción. Y aquí tenemos la escena-madre, dominada por la frase de Jesús:

“Soy yo, el que te habla”. Todo el sentido de la historia de Israel se resume en estas palabras, pero también la historia de la mujer está, de alguna manera, dentro de esta frase, que se convierte en la clave interpretativa de las vicisitudes de la mujer, que en efecto abandona el jarrón vacío —la vida anterior con sus costumbres, esa vida vacía y pobre de verdad— y corre a la ciudad para decir una cosa sensacional a la gente:

“Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho”. Es decir, me ha revelado a mí misma, me ha hecho descubrir el sentido de mi pasado, ha abierto mi vida a un futuro nuevo, me ha dicho la verdad... Esta es la cosa prodigiosa que puede cambiar la vida de una persona, hacerle recuperar el misterio y someterlo a discernimiento a través del relato de la historia misma. Aquí nace el apóstol, que corre a anunciar la buena nueva, que invita a hacer la misma experiencia, que no se pone en primer plano, pero que provoca a los otros para que escuchen al Señor, como el único que tiene palabras de vida y puede revelar a cada uno su misterio personal. En efecto:

«Muchos samaritanos creyeron en él por las palabras de la mujer...y le decían a la mujer: “ya no es por tus palabras que creemos, sino porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo”».

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La experiencia se contagia, el apóstol genera nuevos apóstoles, porque es imposible tener para sí una experiencia como el descubrimiento de la verdad de sí y del propio misterio.

Una última nota. Cuando los apóstoles vuelven con el alimento para comer, Jesús parece rechazar ese alimento e invita a los suyos a mirar los campos que ya están madurando para la cosecha y comenta: «Aquí se cumple el proverbio: “uno siembra y otro cosecha”. Yo los he mandado a cosechar lo que ustedes no han trabajado, otros han trabajado y ustedes recogen el fruto del trabajo de ellos».

Justamente esto es animación vocacional: sembrar sin la pretensión de recoger y provistos de dos certezas. La primera es que cuanto se siembra florecerá en un bello día, aunque no me toque a mi recogerlo: la segunda es que también he cosechado donde no he sembrado, y entonces es perfectamente justo que ahora siembre sin pretender cosechar.

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Amadeo Cencini, religioso canosiano, es especialista en psicoterapia analítica. Autor de numerosas publicaciones, en esta colección ya ha producido (en lengua italiana) los siguientes títulos:

“Mira al cielo y cuenta las estrellas: el sueño de la animación vocacional hoy” (2000);“Los jóvenes desafían la vida consagrada: preguntas y problemas” (1996);“Reencontrar el misterio: camino de formación para la decisión vocacional” (1997);“La historia personal, cuna del misterio: indicaciones para el discernimiento vocacional”(1997);“La fascinación siempre nueva de la virginidad: Del silencio “impuro” al coraje joven” (1997);“La consagración: desafío para los jóvenes de hoy” (1998);“El mundo de los deseos: orientaciones para la vida espiritual”(1998);“El padre pródigo: historia de una vocación perdida y reencontrada” (1999);“El arte del discípulo: ascesis y disciplina, itinerario de belleza”(2000).“Como fuego que se expande: El consagrado abierto al don del Espíritu”

Título original en italiano:“La storia personale casa del mistero”Indicazioni per il discemirnento vocazionale

PAOLINE Editoriale Libri - O FIGLIE DI SAN PAOLO. 1997 via Francesco Albani, 21 - 20149 - Milano

Traducción al español: Domingo y José A. Quarracino Revisión: Mariarosa Piensi, fsp

ISBN: 9972-686-49-3Depósito Legal: 150130-2002-3378Primera Edición 2002

© Asociación Hijas de San Pablo, Lima - PerúJr. Callao 198, Lima - Ap. 982.Telf. 427-8276, Fax 426-9496E-mail: [email protected]

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