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Los Cuadernos de Cine
CINE Y SHAKESPEARE
José Ignacio Gracia Noriega
La reciente v1s10n de «To be or Not To Be» de Emst Lubitsch y de «Campanadas a medianoche» de Orson Welles nos lleva a poner en relación, una vez más, a
Shakespeare con el cine. De hecho, Shakespeare es un autor plenamente cinematográfico; en una· reciente entrevista publicada en «Casablanca» (abril, 1982), Orson Welles, ante la afirmación del periodista de que «no se sabe realmente quién era», contesta con admiración americana:
Lo que sé, por lo menos, es que era hijo de un carnicero y que murió muy rico. ¡ Era un hombre de negocios condenadamente bueno! Y era también, ahora lo sabemos, hemos llegado a conocer un par de detalles sobre él, muy buen actor. Eso es todo.
El teatro clásico, tanto inglés como español (el francés, posterior, ya tiene una tendencia ilimitada a la estatuaria y al sermón) era acción pura sobre el escenario. Los cuadros y los lugares de la acción, en la que drama y comedia se mezclaban y alternaban personajes de destino trágico con otros bufos, prefiguraban el cine. De continuar por aquel camino, algún descendiente de Lope de Vega o de Shakespeare hubiera descubierto el cine trescientos años antes que Georges Meliés. En un ensayo incluido en «Al pie de la letra» de
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Alonso Zamora Vicente, se habla de las virtudes cinematográficas de Lope, de Tirso de Molina, de Moreto, de Ruiz de Alarcón, y el académico entiende que muchas de sus obras son auténticos guiones que sólo aguardan la cámara y la voz de «¡Motor!» del director para ser filmadas. A estos alardes de imaginación, de vitalismo y de modernidad vino a frenar y poner límites la ley aristotélica de las tres unidades. Aquellos dramaturgos que eran cinematográficos no sólo en sus obras sino también en sus vidas, como Lope de Vega o Christopher Marlowe, darían prueba de su extraordinaria ductilidad al ser adaptados al cine. Sirve todo y sirve de cualquier manera. El director norteamericano Joseph Leo Mankiewicz (autor de una excelente y literal adaptación de «Julio César») crea, con «Volpone» de Ben Jonson como fondo, su deliciosa comedia «Mujeres en Venecia», que es arte mayor y refinado; y «Macbeth» dará lugar a un film de gangsters, «Joe Macbeth» (1955), de Ken Hughes, con Paul Douglas en el papel principal. A Shakespeare no se le puede modernizar: es moderno. La metáfora política contenida en «Macbeth» es intemporal y por lo tanto adaptable a cualquier época. En una ocasión Orson Welles hizo un montaje de «Julio César» con los actores ataviados con la camisa negra fascista.
Ernst Lubitsch realiza «To be or Not To Be» en 1942, en plena guerra mundial, cuando Gran Bretaña y EE. UU. eran dos islotes democráticos en un mundo azotado por el nazismo. Por aquellos tiempos, en Hollywood se realizaban numerosas películas, combativas, decididas en su antifascismo y en su exaltación de los valores democráticos: «El gran dictador» de Charles Chaplin; «Esta tierra es mi tierra» de Jean Renoir; «Casablanca» de Michael Curtiz; «Once upon a Honeymoon» de Leo McCarey; «Tener o no tener» de Howard Hawks; « Una noche en Casablanca» ( 1946) de Archie Mayo, con los Hermanos Marx; «Los hijos de Hitler» de Edward Dmitryk, y la serie de films dirigidos por Raoul Walsh e interpretados por Errol Flynn, entre los que destaca «Gloria incierta», ambientado, como «Esta tierra es mi tierra», en la Francia ocupada; y en ambas historias, dos actitudes, vacilantes o cínicas, que al final llegan a ser heróicas.
En «To be or Not To Be», Shakespeare colabora (suponemos que de buen ánimo) con Lubitsch en una comedia virulentamente antinazi. Tres años antes, Lubitsch había realizado «Ninotchka» (1939). A Lubitsch, un vienés colmado de talento, los totalitarismos le repugnaban. Aborrecía a Stalin tanto como a Hitler, aunque su postura antinazi (en «To Be or Nor To Be») sea más entusiasta. A fin de cuentas, en «Ninotchka», Melvyn Douglas refuta el materialismo dialéctico con champán francés, cenas en Maxim's y abrigos de pieles que acaban humanizando a la intransigente intelectual orgánica interpretada por Greta Garbo. Ninotchka abandona el dogmatismo
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«To Be or Not To Be».
cuando descubre el humor, y en consecuencia, se queda en París.
Los plantamientos de Lubitsch son más éticos que políticos y al cabo, su ética es una cuestión de «buen gusto» . Los soldados nazis desfilando al paso de la oca no son nada al lado de las bailarinas del Folies Bergere y la recitación académica de algún texto de Lenin no tiene color si se compara con la lectura reposada y fervorosa de Voltaire. Lubitsch era un liberal y como tal podía burlarse de los soviéticos pero no podía transigir con los nazis, aunque su «reino no fuera de aquelllos mundos» . En «To Be or Not To Be» no hace política: tan sólo desprecia, desprecia con elegancia, respetando de la manera más sublime al espectador: es decir, no permitiendo que se aburra en ningún momento.
El cine político envejece antes que este otro tipo de cine (o novela, o ensayo, o poesía, o lo que se quiera) ético. Chaplin y Lubitsch, pongamos por caso, mantuvieron parecida actitud ante
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el nazismo. Pero Chaplin, en su tiempo, enriqueció su película con un discurso, con una actitud, con un compromiso políticos. Al cabo de los años, Susan Sontag le ataca precisamente por ello en el ensayo «Yendo al teatro, etc. » , incluido en el volumen «Contra la interpretación» :
En el caso de 'El Dictador', el problema es fácilmente discernible. La entera concepción de la comedia es total, dolorosa, insultantemente inadecuada a la realidad que pretende representar. Los judíos son judíos y viven en lo que Chaplin llama el Ghetto. Pero sus opresores no ostentan la svástica, sino el emblema de la doble cruz; y el dictador no es Adolfo Hitler sino un bufón de ballet llamado Adenoid Hynkel. La opresión en 'El gran dictador' está representada por espadachines que arrojan a Paulette Godard tantos tomates que se ve obligada a lavar y relavar su ropa blanca. Es imposible ver 'El gran dictador' en
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1964 sin pensar en la horripilante realidad tras la película, y nos sentimos deprimidos por la superficialidad de la visión política de Chaplin. Uno se derrumba ante el embarazoso discurso final, cuando el Pequeño Barbero
«Hamlet».
Judío se encarama al pedestal en lugar de Der Phooey para hacer una llamada al 'progreso', 'libertad', 'hermandad', un 'mundo', incluso 'ciencia'. ¡ Y tener que ver a Paulette Godard mirando el amanecer y sonriendo entre sus sollozos ... en 1940!
El texto que antecede es significativo, pero si he de ser justo, debo reconocer que siempre me emocionó el discurso socialdemócrata del Pequeño Barbero Judío; y que no es poco que Paulette Godard pudiera mirar con «sonrisas y lágrimas», al amanecer ¡en 1940! Mas esta crítica no podría hacérsele jamás a Lubitsch. En su ataque frontal al nazismo no hay discursos: hay hechos. Lubitsch, con su postura «apolítica» (o cuando menos, no discursiva), es mucho más duro, en su oposición al nazismo, que Chaplin. En su película, Polonia se llama Polonia y Hitler, Hitler, y los brazaletes de sus secuaces ostentan la cruz gamada. Lubitsch, en «Ninotchka», en «To Be or No To Be», es un liberal escéptico en plena forma, un producto de Europa, de Viena (de la Viena de Arthur Snitchzler, de Hermann Broch, de Robert Musil, de Sigmund Freud, de Karl Kraus, de Billy
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Wilder, de Elías Canetti), de un espíritu misteriosamente decimonónico que se mantuvo en esa ciudad. Y recurre a la caricatura para su panfleto antihitleriano, pero sin bajar la guardia. El único ataque posible y efectivo contra los fascistas es el humor; el humor que recorre los textos primordiales de la libertad, los de Cervantes, los de Voltaire, o el espíritu de Shakespeare. En «To Be or Not To Be» se opone cultura a barbarie. A la librería clandestina acude Carole Lombard y solicita «Ana Karenina»: es una bella contraseña. Y aunque sea un excurso, necesario, podríamos preguntarnos qué leen los personajes del cine añejo. Errol Flynn ha leído «Decandencia y caída del Imperio Romano» de Edward Gibbon, y lo recuerda al encontrarlo en la biblioteca de Thomas Mitchell: «Ni la fuerza de las armas ni la persuasión lograron apartarle de lo que se proponía» ( en «Río de Plata» de Raoul Walsh); en «Qué verde era mi valle», de John Ford, cuando Roddy McDowall rompe una pierna, Walter Pidgeon le lleva unos libros; Sir Walter Scott, Charles Dickens, Stevenson; y manteniendo en sus manos «La isla del tesoro», Pidgeon confiesa con melancolía: « Volvería a leerlo». Melania tranquiliza a las esposas de los fundadores del Ku-Klux-Klan en «Lo que el viento se llevó» leyéndoles «David Copperfield», poco antes de que el viejo y espléndido liberal Clark Gable llegue a explicar al capitán W ard Bond y a las señoras y señoritas del profundo Sur que las malas costumbres pueden ser una coartada; en «Su Majestad de los Mares del Sur», de Byron Haskin, Joan Rice comparte con Burt Lancaster la lectura de «Los idilios del Rey» de Tennyson; en «Jules et Jim» de Truffaut, está presente «Las afinidades electivas» de Goethe. Y en la reciente «Gallípoli» no es sólo que el actor que representa al tío del protagonista lea a sus sobrinos, en las largas noches de las alquerías perdidas en el desierto, «El libro de la selva»: es que todo el film tiene un aire a Kipling ( de la misma manera que no es en absoluto Conrad -ni Frazer- «Apocalipsis Now» por mucho que lo pretenda Coppola). Y la Biblia. «Ellos perduraron», leemos en la reciente traducción de «El sonido y la furia» de Faulkner, de Mariano Antolín Rato, en la frase final.
Y Shakespeare. Un personaje de «Posada Jamaica» de Daphne du Maurier, clérigo, insinúa que todos los sermones, todas las homilías, debieran hacerse sobre discursos de Shakespeare. John Ford, en esa épica cinematográfica que creó como Homero y a la que tan sólo se aproximan S. M. Eisenstein y, en los últimos tiempos, el Akira Kurosawa de «Dersu Uzala» y «Kagemusha», cita continuamente a la Biblia y a Shakespeare, que son fundamentos vivos de su cultura de pionero.*
Los españoles fueron a América sin bagaje cultural (aunque llevaran la excelente prosa de Bernal Díez del Castillo, los estudios salmantinos de Hernán Cortés, la retórica latina de López de Gomara); los anglosajones tenían a Shakespeare, a
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Charles Chaplin en «El gran dictador».
Bunyan, a la traducción de la Biblia que unificó su lengua. En «El hombre que mató a Liberty Valance», Edmund O'Brien defiende con sus gestos y actitud la libertad de prensa y recita ( en las
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párrafos de Shakespeare para fortalecerse, con la ayuda de los amigos, dar una batalla por la democracia en las praderas.
En «Pasión de los fuertes», John Ford no tiene inconveniente en introducir a Shakespeare en el ritmo de un western. Alan Mowbray es un actor ambulante, grandilocuente, borracho, pobre y digno; en una taberna de Tomstone, los hermanos Clanton le exigen que actúe: le suben a una mesa, de una taberna, y él comienza a recitar, con grandeza, «To Be or Not To Be»: de pronto se convierte en un Hamlet alcohólico que· repentinamente pierde el compás; y los vaqueros disparan sus revólveres sobre la mesa para que baile, y cuando el verso se interrumpe aparece Doc Holliday continuando el recitado. Nunca estuvo mejor
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un actor tan mediocre como Víctor Mature como en este momento; es más, gracias a este momento dejó de ser un actor mediocre. Los Clanton, que serían definitivamente vencidos por las balas de ,. yatt Laq.J 11 v.1's. \...,úu,:11, 1ue10n u rutauos antes por la palabra de Shakespeare; como Hitler en «To Be or Not To Be».
Las adaptaciones de Shakespeare al cine fueron numerosas. Tenemos la literal y magnífica del «Julio César» de Mankiewicz, con Marlon Erando, James Masan, Edmond O'Brien y Louis Calhern (como César) plenamente shakesperianos; o el más folklórico y colorista «Romeo y Julieta» de Castellani ( en el de Zeffirelli ya hay verdaderos 'colorines' y no conozco el de Cukor, realiz¡ido en su mejor momento). Las adaptaciones de Laurence Olivier ( «Ricardo III», «HamJet», «Otelo») son académicas, como el «Hamlet» soviético, y «Marco Antonio y Cleopatra», dirigida por Charlton Heston es tan espesa como el propio
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«Sir John Falstaff».
actor, improvisado, en este caso, en director. De «La fierecilla domada» hizo una versión Richard Burton y otra, en nuestro país, Antonio Román, en 1955, con Carmen Sevilla y Alberto Closas. Pero las adaptaciones al cine más indiscutibles son las de Orson Welles: «Macbeth», «Otelo» y «Campanadas a medianoche». Un periodista le pregunta a Welles: «¿Le gustarla que pensaran en usted dentro de unos siglos como hoy se piensa de Shakespeare?» y responde: «¡No soy megalómano hasta ese punto!». Y añade:
¡Yo soy un estafador! Pero no se puede decir eso de todos los artistas ... No pienso que Shakespeare sea un estafador. Un estafador es alguien que se apodera de algo que no le pertenece mientras que a un gran artista, ¡todo le pertenece!
Y Welles se apodera de Falstaff, «el personaje más angelical, más inocente que Dios haya creado
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nunca», y con él crea, en «Campanadas a medianoche», el único personaje que le apasionaba interpretar como actor. Hace años habló de esta historia alegre, triste y melancólica ( «Griffith», 1966):
«Chimes at Midnight» es noche y también amanecer. Pero no el amanecer de alguien que se levanta a esa hora, sino el amanecer de quien no se ha acostado.
Diversos textos en los que aparece Falstaff ponen en pie «Campanadas a medianoche», y con ello, la mejor, la más fiel, la más viva adaptación de Shakespeare llevada al cine.
A fin de cuentas, se trata de un arte a la vez popular y aristocrático. El monólogo del Rey Enrique IV (John Gielgud) sobre el sueño, en inglés, según Welles, tiene «magia» y por eso lo incluyó en su película íntegro, aún a sabiendas de que en otras lenguas podía fallarle. Veámoslo en español
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(«La segunda parte del rey Enrique IV», III, I, traducción de Astrana Marín):
¡ Cuántos millares de mis pobres súbditos duermen a esta hora! ¡Oh, sueño, gentil sueño, dulce reparador de la naturaleza! ¿Cómo es posible que te haya ahuyentado, para que no quieras venir a posarte sobre mis párpados y sumir en el olvido mis pensamientos? ¿Por qué, sueño, te acuestas en las chozas ahumadas, donde no tienes para tenderte más que duros camastros, y para invitarle al reposo más que el sonido de las moscas nocturnas, en vez de penetrar en las alcobas perfumadas de los grandes, bajo el dosel de suntuosos lechos, donde estarías arrullado por los sones de las dulces melodías? ¡ Oh dios estúpido! ¿Por qué duermes con las gentes bajas en camas infectadas y dejas el lecho real convertirse en una garita de centinela o un campanario público de alarma? Puedes cerrar los ojos del grumete encaramado en lo alto del mástil bajo el influjo del vértigo; puedes mecer su cerebro con el movimiento de la ola brutal e impetuosa aún durante la visita de los vientos, que, al aprisionar la cresta a las oleadas implacables, rizan sus monstruosas cabezas, las suspenden hacia las nubes y pasan con tan ruidoso clamor que la muerte misma se despierta con estruendo. Puedes, ¡Oh sueño arbitrario!, dar el descanso al grumete empapado de agua en una hora tan ruda, ¿y le rehusas tu favor en la noche más calmada y tranquila a un rey poseedor de todos los medios y recursos que te pueden solicitar? ¡Dormid, pues, humildes dichosos! Con inquietud declina la cabeza el que lleva la corona.
Según Welles, «Sakespeare escribió para un público que no veía pero que sabía escuchar. Exactamente como el público cinematográfico de hoy en día que coge todo pero que no oye. Escribió de esa forma; hay una densidad en lo que dice que no puede ser cambiada. Eso puede hacer que Shakespeare sea imposible para el público en este sentido, porque no se puede cambiar la densidad del texto. O escuchan o no. No hay elección en Shakespeare».
Y, sin embargo, ahí lo tenemos; cómplice de serias maquinaciones antinazis con Lu- e bitsch, y compinche de Welles cuando se trata de resucitar, otra vez, a Sir J ohn Falstaff.
* Otros pioneros leen también la Biblia y las vidas dePlutarco. Sin la lectura que de estas hace Jane Powell no hubiera sido posible «Siete novias para siete hermanos» de Stanley Donen.
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