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Ciudad de Invierno

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Ciudad de invierno © Abdón Ubidia, 1999 © Eskeletra Editorial, 1999

Eskeletra Editorial 12 de Octubre y Roca (esq) 1° piso Tel: 556691 / Fax: 543607 / Casilla postal 164-B Quito Diseño de portada: Alfredo Ruales / Aquarela. Derechos de Autor: 010060 ISBN: 9978-82-950-4 Impreso en Ecuador

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Abdón Ubidia nace en Quito, en 1944. En 1979, publica el libro de cuentos Bajo el mismo extraño cielo (Bogotá, Círculo de Lectores), obra que obtiene, en ese mismo año, el Premio Nacional de Literatura "José Mejía Lequerica". Otros relatos suyos están editados en antologías y revistas nacionales y extranjeras. A más de su obra de creación poética, Ubidia realiza un trabajo muy interesante de investigación y crítica literaria. Cito como ejemplos El cuento popular (Quito, IADAP, 1977), La poesía popular (Quito, IADAP, 1982), y los ensayos sobre Pablo Palacio y José de la Cuadra publicados en la revista "La bufanda del Sol", Núm. 8 y 9-10 (Quito 1974 - 1975), entre otros. Nuestro autor se inicia en el campo de la literatura como integrante del grupo "Tzántzicos" y del taller de Literatura "La Bufanda del Sol". Más adelante continúa independientemente su tarea creativa, una tarea en la que convergen su brillante talento, su fina sensibilidad, su rica imaginación y las más altas dotes de un artista. Se suman a estas cualidades un trabajo riguroso y tenaz, y una autocrítica severa.

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Abdón Ubidia es hoy uno de los escritores más valiosos del Ecuador. Creo, sin temor a equivocarme, que su obra sobrevivirá cuando la crítica y el tiempo decanten los verdaderos valores de la literatura ecuatoriana de estas décadas.

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Los relatos que integran el presente volumen son una muestra muy significativa de la obra de este artista, empeñado en construir su mundo ficticio en base a rescatar literariamente su ciudad (Quito) y sus gentes. En estas historias nada hay de superfluo o excesivo, nada de malabares de la palabra o estructura. Solo un estilo terso y a la vez denso, de una mesurada fuerza poética; una frase y una interrogación proustianas (¡y únicas en nuestras letras!); una recreación de ambientes de la clase media, realizada con no poca ironía y lucidez; pequeños dramas sin mayor trascendencia, no relevantes pero desgarradoramente humanos; y unos personajes tan entrañables, tan cercanos, que tenemos la impresión de conocerlos de tiempo atrás, de haber andado en su compañía parte del camino. De los cuatro relatos aquí agrupados, Ciudad de invierno -esa magistral radiografía del desequilibrio que es capaz de introducir en la dorada mediocridad burguesa la desazonante presencia del intruso y Tren nocturno -una pesadilla de la frustración, que corre hacia la locura o hacia lo desconocido en inútil intento de escapar de la realidad oprimen te- nos traen los personajes mejor logrados e inolvidables. La narración más poética del conjunto es La Piedad, el lector recordará siempre a esa desgarrada pareja en el momento de enfrentar su verdad. La Gillette, pese a ser una obra menor en comparación con la que acabamos de mencionar, no escapa a la tendencia general de la narrativa de Ubidia, desnudar una sociedad y sus realidades

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implacable, pero amorosamente, con esa claridad humana y artística que va más allá del poder creativo y se acendra en la profundidad del escritor como hombre, y que, por desgracia, no es patrimonio universal de la gente de arte; calidad que, por otro lado, no impide que la visión crítica sea tan afilada como un bisturí y nos muestre sin concesiones las «otras caras» del mundo en que nos movemos. Así, este cuento exhibe, como el resto de las piezas incluidas, una belleza patética y muchos aciertos en el buceo de las almas de sus personajes entrampados y cuotidianos, anhelantes de una salida, un casi imposible olvido, aferrados a una indestructible y extraña esperanza. Jorge Dávila Vásquez

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CIUDAD DE INVIERNO

Lo que suele llamarse desventura está en uno, guardado adentro, todo el tiempo, es una cifra escondida de nuestro propio capital. A veces, por aburrimiento, por desenfado, uno saca de ese fondo personal una moneda y apuesta por una vez a la muerte, apuesta en contra de uno mismo. Es un juego ingenuo, claro. El riesgo es tan pequeño que existen todas las probabilidades de ganar: acelero el auto cuando el semáforo se pone en rojo porque sé que estoy en una zona en donde el tránsito es muy escaso; apunto un revólver hacia mis sienes y aprieto el gatillo porque recuerdo bien que no lo he cargado en mucho tiempo. El riesgo es pues, apenas la ilusión del riesgo. No he ganado ni he perdido nada, pero he ganado la ilusión de que he ganado. Como jugar a una ruleta rusa en la cual hay un tambor que gira con un millón de alveolos vacíos. Quizás esto explique en parte por qué fue que llevé a Santiago a casa. Estábamos sentados en una de las mesitas al aire libre del café de siempre. Mirar, hablar, oír, entre sorbo y sorbo de un vaso de cerveza o de un capuchino ya frío y con la espuma endurecida en los bordes de la taza de cristal. Los jóvenes y los no tan jóvenes pasaban y repasaban por la alegre avenida, ágiles, modernos, despreocupados, buscando un sitio en aquel café o en el restaurante vecino. La moda los enfundaba en ropajes deliberadamente pobres y ligeros. Eso se veía sobre todo en las muchachas: blue jean, sandalias, a veces una liviana blusa forrada al cuerpo casi siempre fino, casi siempre elástico. Hablo,

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claro, de lo que nosotros preferíamos ver. Y había turistas, hippies, gente errabunda de todo tipo. Era agradable el lugar. Las mesas tenían parasoles de colores y de entre ellas se alzaban dos árboles con los tallos blanqueados con cal. Del otro lado de las tupidas filas de autos, estaba el supermercado y por sobre él asomaban las torres góticas de la vecina iglesia. En los atardeceres era hermoso contemplarlas erguidas contra el cielo arrebolado. Un día pensé que tendría tiempo de hablar de los fantásticos atardeceres de mi ciudad. Incluso, me había fabricado al respecto una frase para soltarla en alguna ocasión especial, porque entonces no temía la afectación que consideraba un riesgo inevitable de todo conversador. Decía la frase: "siempre habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte". Nunca tuve oportunidad de decirla. Es que había tantas cosas de qué hablar. Empezando por la misma ciudad, súbitamente modernizada y en la que ya no era posible reconocer las trazas de la aldea que fuera poco tiempo atrás. Ni beatas, ni callejuelas, ni plazoletas adoquinadas. Eran ahora los tiempos de los pasos a desnivel, las avenidas y los edificios de vidrio. Lo otro quedaba atrás, es decir al Sur. Porque la ciudad se estiraba entre las montañas hacia el Norte, como huyendo de sí misma, como huyendo de su propio pasado. Al Sur, la mugre, lo viejo, lo pobre, lo que quería olvidarse. Al Norte, en cambio, toda esa modernidad desopilante cuya alegría singular podía verse en las vitrinas de los almacenes adornadas con posters de colores sicodélicos; en esos mismos colores que relampagueaban por las noches en las nuevas

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discotecas al son de ritmos desenfrenados de baterías y guitarras eléctricas, y podía verse también en las melenas y en los peinados afro de las chicas y los chicos que saludaban desde las ventanas de sus automóviles con el pulgar levantado, apuntando al cielo, como diciendo "todo va para arriba", porque en efecto, todo iba para arriba, y no solamente los edificios y los negocios de todo tipo, sino además, lo que Santiago llamaba el cúmulo de las "experiencias vitales" de las gentes. "Es el petróleo", decía Andrés soltando suavemente las palabras y como envolviéndolas en las grandes volutas del humo de sus cigarrillos negros. No era que lo creyéramos equivocado pero Andrés era uno de esos hombres solemnes y trascendentales, que se emplean a fondo en su propia gravedad hasta para dar los buenos días. Y aquello invitaba a rebatirlo sin que importara mucho la validez de sus opiniones. Después de todo se trataba simplemente de conversar. Entonces alguno de nosotros le salía al paso y le decía: "No sólo es eso, hermano, es la época". A lo cual los demás aportábamos con nuevos argumentos que buscaban persistir en la degustación, en el disfrute, en el enamoramiento de esa palabra como hecha de ecos: "época", y que era capaz de resumir, en sí misma, todo un conjunto heterogéneo de causas, y mostrarlas de un modo definitivo en forma de un estilo de vida inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible. Y al decirlo así ya no era necesario evocar los consabidos y prestados ejemplos de fin de siglo o de los años veintes; no era necesario, pero al atardecer, confiado solo a la mirada,

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terminaba por volverse aburrido, y había que evitar los lugares de la conversación en los cuales pudiera colarse un silencio demasiado prolongado y entonces hablábamos del can-can y de la vida de Toulousse, o de Chicago y los gánsters y de la ternura infinita de Chaplin. Todo eso para llegar a la conclusión de que en esa ciudad nos había tocado vivir también, a nuestro modo, una época con signos propios y precisos, nuestra "bella época". Ella había cambiado a la ciudad, ella había irrumpido en nuestras vidas revolviéndolo todo, metiéndonos en esa fabulosa confusión en donde nunca más sería lo que antes fue. Y lo único que alcanzaba a entenderse de aquel barullo era que andábamos como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi angustiosa búsqueda de la felicidad. No era otra cosa lo que nos arrastraba a las fiestas y a las borracheras, a los cines y a los restaurantes, a la marihuana a veces, al alcohol casi siempre. Entre tanto la ciudad crecía hasta desbordarse, entretanto las inversiones sucias y no sucias estremecían las cajas registradoras de los ricos, entretanto las ruletas de los casinos giraban incansablemente, entretanto nuestras vidas y las vidas de aquellos que conocíamos adquirían fisonomías imprevistas: hubo uno que se metió en las drogas hasta la lo-cura, hubo otro que no paró hasta verse convertido en millonario, y muchos más que estaban en trance de serlo, otro que después de haberlo sido quebró aparatosamente; hubo desde luego intentos de suicidio, en fin, pero sobre todo hubo lo que solíamos llamar "las crisis de pareja", mote con el cual acuñábamos todo tipo de divorcios,

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separaciones, reuniones, adulterios y demás hecatombes conyugales que se propagaban, lo juro, por toda la ciudad como una fiebre irreal engendrada por tanto cambio exterior que parecía exigir, a la par, cambios y readecuaciones en la misma intimidad de las gentes. Dentro de ese cuadro era comprensible que alguien, deliberadamente o no, viviera de alguna manera todas las vicisitudes de los nuevos tiempos. Y ese fue Santiago. Ahora, inclinados hacia el centro de la mesa, entre susurros, sobreentendidos, claves y rostros preocupados, hablábamos del extraño destino, o mejor, del extraño proceder suyo. A Santiago hoy lo definiría como un cínico, egoísta y megalómano. Por esos días, yo rehusaba esos epítetos. Los consideraba inevitablemente cargados de un moralismo vacuo, que nunca definía nada aparte del malestar de quien los empleaba. Hoy prefiero usarlos sin pensar en ellos. Entonces añado que no conoció nunca ni la lealtad ni el pudor. Tres matrimonios y otros tantos divorcios, un asunto turbio que nunca pudo precisarse bien, no le impidieron hacerse de una sólida carrera de ejecutivo con pretensiones de empresario. A veces se dejaba caer en el café, burlón desenfadado, cínico. Contaba un par de anécdotas, hablaba de sus nuevos proyectos y luego se iba con una broma casi siempre irónica. Nosotros lo veíamos avanzar entre las mesas y tomar su flamante auto y arrancar con un chirrido de llantas. "Es un arribista", decíamos o queríamos decir como si la palabra arribista significara en ese caso algo más que la envidia, y como si a su vez la palabra envidia fuera algo más que un poco de

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nostalgia y un poco de rencor, eso para no seguir la serie. De pronto: la noticia: Santiago prófugo: había girado cheques sin fondos en varias cuentas por buenas sumas y había firmado vales con intereses increíbles, se supone. Todo eso para cubrir otras cuentas y otros pagarés que, de acuerdo a los rumores, se le vencieron a un tiempo. El oscuro negocio en que se hallaba envuelto fue denunciado por un ex socio suyo y cuando todo se vino abajo de un golpe, no tuvo más remedio que firmar otros vales y huir. Debo advertir que no nos escandalizaba el hecho en sí, la estafa si se quiere. En la nueva ciudad parecía ser que todo el mundo la ejercía según su iniciativa. Unos más, otros menos, es natural. Alguien se eximiría de jugar ese juego, claro. A lo mejor exagero, pero la impresión que yo tenía era esa. No de otro modo alcanzaba uno a explicarse tanto dispendio, tanto precipitado, impetuoso esplendor. "Mirá ché, -decían los argentinos en una de las mesas vecinas del café-, mirá, es la ciudad con más Mercedes por habitante que he visto, mirá", y era que un Mercedes majestuoso, imponente, pasaba en ese instante por la avenida, con alguien que sonreía en su interior. Además había tantas historias oscuras que se contaban en la ciudad. Entonces, una estafa más no nos escandalizaba. Incluso, que Santiago la hubiera cometido, hasta se me antojaba lógico. Lo extraño era cómo lo había hecho. De ese modo grosero, violento, imprevisivo. Sin resguardos de ninguna naturaleza, sin ponerse a pensar siquiera en una última salida, en una puerta de emergencia que lo salvara si el asunto

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resultaba mal. Lo extraño era esa forma audaz e irresponsable de haberla realizado, como quien lanza un golpe de dados y sabe que la desgracia o la fortuna nunca podrán ir más allá del instante en que los pequeños cubos dejan de dar vueltas y se quedan inmóviles con las contundentes y definitivas caras superiores, que muestran el signo de la fortuna o de la desgracia. No. Santiago no había previsto salidas adicionales. Ahora no sabíamos qué hacer con él. Andrés no podría esconderlo más que un par de días. A su casa iba mucha gente. Con la policía y los acreedores detrás, no era prudente. Quedábamos, pues, dos o tres probables anfitriones. Al menos por el tiempo que demorara Andrés en encontrar la forma de sacarlo del país. Con Manuel no se podía contar, no estaba presente. Así que a Fausto, a Rodrigo y a mí nos correspondía elegir. Hubiera sido fácil decir cualquier cosa, cualquier pretexto, eludir con una mentira evidente y por lo mismo inapelable, la responsabilidad de refugiarlo. Decir que la falta de espacio, que una tía iba a venir de vacaciones, que estábamos en trance de cambiarnos de departamento, etc. Después de todo a Santiago nos unía apenas unas tardes de café, un encuentro fortuito, un par de opiniones desdeñosas que compartíamos fríamente acerca de los nuevos tiempos, y a las cuales tampoco dábamos mucho crédito, y desde luego lo que importa menos en estos casos, el recuerdo de un ya lejano pasado común. Mas, en lugar de la respuesta elusiva, preferíamos callar, seguir mirando la calle, insinuar algún comentario a

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media voz y en medias palabras acerca de la situación de Santiago tomada en su conjunto, en el fondo, evitando precisar nada. ¿Cabía llamar miedo a lo que a Rodrigo, a Fausto y a mí nos impedía decidir? ¿Miedo a tener problemas con la policía, a pasar por encubridores, a vernos enredados en un asunto deplorable? ¿Miedo a descubrirnos nuestro miedo? Quizá no. Acaso no llegaba a tanto, acaso solamente era desapego, desinterés, negligencia. Mas aquella indefinición pesaba en nosotros. Un buen observador la hubiese visto. El mismo sopor, la misma actitud desmadejada y lerda al fumar, al sorber el café o la cerveza, la misma exagerada pesadumbre de los mismos rostros que evitaban mirarse entre sí. -Está bien, que venga a casa -dije casi sin pensar. Debí pensarlo desde luego. Después de todo —haciendo abstracción de las circunstancias-, Santiago había sido capaz de jugarse por entero, de apostarlo todo a la buena o a la mala fortuna. Había perdido el hombre. Era justo darle una mano. Frente a su audacia, arriesgar un contratiempo, apostar una pobre moneda negra del fondo personal del que antes se habló y traerlo a casa, en realidad, no era mucho. Además uno nunca puede evitar los dobles pensamientos. Me explico: cuando el abuelo a quien queremos mucho se está muriendo, es imposible dejar de saber que ello nos traerá a la par, una participación en su herencia. El ejemplo no es nuevo creo, pero sirve para ilustrar a la perfección el significado de los dobles pensamientos. Los llamados altos principios, nos ayudan a controlarlos; pero allí están, clavando firmemente sus garras en nuestros

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cerebros y el hecho de que los reprimamos no significa que no existan. Entonces, al tiempo que me dejaba llevar por el deseo de ayudar a Santiago, de otro lado, debía ver claramente las razones que posibilitaban esa ayuda: esa brusca caída suya, todo aquel escarnio que lo hundía, todo aquello que en ese momento hacía de Santiago apenas si un poco más que su propio cadáver, en resumen, el espectáculo de Santiago sin esas relaciones que tanto había buscado, sin su vertiginosa vida, sus viajes ejecutivos, sin sus proyectos. Susana aceptó a regañadientes. "Está bien", dijo, pero adiviné que se debatía entre sentimientos contradictorios. De un lado, Santiago, el antiguo compañero de nuestra primera juventud (desconectado para ella, por años, de nuestras vidas), el ex marido de Paulina, su mejor amiga (también entonces ya perdida de vista), el testigo de nuestras primeras andanzas, y de otro, sus naturales inquietudes de ama de casa: la incertidumbre, el temor de afrontar una situación imprevista. Sí. Ella también tenía sus dobles pensamientos, aunque de signo distinto, era evidente. A la noche siguiente vino Santiago a casa. Lo trajo Andrés, acaso con excesivas precauciones. A eso de las doce sentimos que se abría la portezuela de hierro y que alguien atravesaba el patio. Los golpecitos en la ventana de la sala sonaron poco después. Susana y yo los habíamos aguardado largamente entre bostezo y bostezo, a ratos hilvanado con algún comentario suspicaz, algún remoto recuerdo de los viejos tiempos que no bastaba en verdad, para construir con él, la

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figura de un Santiago capaz del despegue y la caída, del esplendor y la derrota, de la cima y el abismo. Entró jovial, casi alegre, seguido de Andrés que venía con una botella de coñac todavía sin abrir. Envuelto en un sobretodo negro muy fino y largo, muy a la que debía ser la última moda, Santiago se acomodó en un rincón de la sala y como si no estuviera enterado de la situación, es decir, de "su situación", inició una charla a ratos chispeante, a ratos trivial, plena de preguntas y gestos sorprendidos, una amable charla de amigos que se reencuentran al cabo de años y que no atinan a dar con lo que, años atrás, fuera el ámbito común de la amistad, el piso compartido, la zona de intereses y preocupaciones afines. Preguntó por nuestras vidas, por los niños, por nuestros planes y proyectos para el futuro, aquellas cosas que nunca se le hubiera ocurrido preguntarme en otra ocasión. Lo miró todo. Parecía inventariar lo que había en su entorno. No era que la casa estuviese mal dispuesta. La clase media tiende a uniformar sus gustos y a la vez a disimular esa uniformidad. Y eso era nuestra casa. Muebles de corte moderno, alfombras, lámparas y bar, cuadros en las paredes (entre los cuales se contaba una suerte de naturaleza muerta, bocetada en la oficina de publicidad en donde trabajaba, que la guardé conmigo en parte porque me gustó y en parte para sustituir el espacio ocupado por la inevitable "última cena" repujada en metal plateado, regalo de la madre de Susana). Y en medio de aquello, los detalles singulares: unas cuantas figurillas de porcelana antigua, una lámpara de piso, entera de cristal, y un vetusto mueble, puesto expresamente en

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su rincón para insinuar un remoto entronque familiar con los viejos tiempos, cosa que por supuesto no era cierta. No pudiera decirse entonces que nuestra casa fuese muy pobre. Pero en la mirada ávida de Santiago, yo leía lo que él quizá conscientemente quería que yo leyese: su pretendida sorpresa, su incomprensión disimulada. Parecía decir: "pero, cómo es posible ser tan cautos, pero si no ha cambiado nada en las vidas de ustedes". Más tarde, ya entrada la madrugada y cuando de la botella de coñac quedaba poco, pude comprobarlo. Andrés se había marchado profundo y grave como siempre —aunque el cansancio y los sucesivos bostezos habían dañado un poco su compostura-, con la promesa de sacarlo del país en un par de semanas. Cuando cerré la puerta de calle tras suyo, Santiago no vaciló en espetar un comentario sarcástico: "Es la misma imagen de la seguridad mezquina. Es el apetito, el afán de seguridad en persona". Evidentemente para Santiago nunca contaron los argumentos de Andrés para no continuar refugiándolo en su casa. Nunca creyó que la cantidad de gente que entraba y salía todo el tiempo de la casa de Andrés fuese un obstáculo real para permanecer en ella. Despreciaba a Andrés y en su desprecio lo veía encerrado en su pobre mundo de logros fáciles, defendiendo a toda costa lo que él llamaba "su seguridad", palabra en la cual Santiago englobaba todo aquello que no implicara riesgo alguno, todo lo programado, lo mesurado que existe en los hombres, es decir, en la extraña escala moral que ya entonces entreví en él, lo cobarde, lo abyecto. Debió añadir algo más. Eso, ahora no lo recuerdo bien, en todo caso creo

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que dijo algo como ad hoc. Debió referirse a la familia ad hoc, al porvenir ad hoc, a la casa ad hoc, a lo que era hecho a propósito de. Decía todo eso, pero no había amargura en su voz. Al contrario, su desprecio por Andrés parecía venir acompañado de un poco de lástima. Y hablaba finamente como tratando de encontrar definiciones, de precisar conceptos. De nuevo, acomodado en su sillón -a pesar de lo avanzado de la hora-, las dos manos cerradas sobre la copa de coñac, la voz suave, la conversación fluida, casi amable, nos miraba a Susana y a mí como se mira a un par de confidentes seguros, con quienes puede contar sin reservas. Pero yo sabía que por detrás de su mirada, en su fuero interno, al definir a Andrés nos definía también a nosotros. Y redescubría con cada una de sus palabras, ese primer minucioso reconocimiento suyo en cuanto entró a nuestra casa. Ella también era una casa ad hoc. Y Susana una esposa ad hoc. O al menos lo parecería. De modo que en ese momento, yo veía a Santiago cumpliendo su papel de insólito juez: éramos los juzgados, qué duda cabía. Repuesto ya del primer impacto de no haber encontrado en él nada semejante al ángel caído que prefiguré al momento de decidirme a alojarlo, tuve tiempo de observarlo mejor: desconectado por completo de la realidad, de lo que para los otros era su realidad, el hombre estaba consagrado a vivir su epopeya personal. Había hecho de su vida una suerte de gesta heroica, de la cual, su ruina presente no era otra cosa que una vicisitud más. Santiago era pues, su propio héroe. Vivía su gesta, la disfrutaba y engalanaba con conceptos tales como "las experiencias

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vitales", "la vida", "lo auténtico", "el valor y la audacia". Al verlo así, al escucharlo así, apoteósico en medio de ese espacio personal fatuo, fastuoso, de esa mitología que creaba en torno suyo, qué ganas tuve de decirle que se callara de una vez, que se dejara de tanto aspaviento, que entrara en razón, que pensara lúcidamente, que sopesara correctamente los hechos. De todos modos callé. No era el momento más apropiado de decirle nada. Aparte de que nunca ni "lucidez" ni "razón", llegarían a entrar jamás en el vocabulario de Santiago. Eso lo sabía ya. Era inútil refutarle. El mismo suave tono de sus palabras, fácil, deliberadamente agradable, me lo impedía. Con la presencia de Santiago cambiaron muchas cosas en nuestro hogar. Y fue en Susana en quien se operó el primer cambio. A la mañana siguiente la descubrí de otra manera, como no la había visto en mucho tiempo, y menos al iniciarse el día. Lucía fresca y discretamente elegante, por fin sin esas salidas de cama largas que solía usar y que tanto la adelgazaban y avejentaban acaso, sin pantuflas y, sobre todo, sin esos malditos ruleros enredados en el pelo durante horas y que yo hacía mucho rato que había dejado -por cansancio- de prestarles atención. Me molestaron siempre, me parecían las marcas inequívocas de las amas de casa, del pequeño, indiferente, un poco tonto mundo de las amas de casa. Lo curioso es que nunca se lo dije, ni le pedí que no los usara, al menos durante tantas horas. Imaginaba quizá que con ellos empezaba la zona propia, el ejercicio de la libertad individual de Susana que, por cierto, no era imprescindible invadir: tanto había ya

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invadido y matado en ella. "Qué bien", me dije al verla así con el pelo natural y suelto sobre los hombros. Como siempre Susana se había despertado y levantado mucho antes que yo. Los niños que tenían que ir a la escuela, el arreglo y disposición de la casa, en fin. Con tantas cosas por hacer, era comprensible que no alcanzara a cuidar de sí misma como yo hubiera querido. Entonces fue una sorpresa de verdad agradable verla vestida con un suéter de lana celeste y una falda del mismo color. Hasta se había pintado las uñas. Y no era que ese detalle me gustara especialmente. Tal vez hubiera preferido que no se las pintara. Lo que sí detestaba eran esos restos de esmalte envejecido que daban a sus manos el aspecto de las manos de una muñeca desportillada. Lo cual, por supuesto, tampoco se lo dije nunca. Simplemente lo pensé. Varias veces, claro. "¿Estará haciéndose ilusiones con Santiago?", me dijo un doble pensamiento que me hizo sonreír. "Eso es imposible", me respondí a mí mismo. Desde luego que era imposible. Susana era, literalmente, mía: un producto mío, lo que era, o mejor lo que había dejado de ser, me lo debía a mí; era pues, un poco yo mismo; todo su mundo, lo juro, giraba en torno a mí; ésa, su manera de amarme y su manera de ser. De modo que imaginarme otra cosa, era imposible. Pero aquí debo responder a una pegunta: ¿Amaba yo a Susana? ¿Creía amarla? ¿Estaba seguro de que la amaba? La respuesta, forzosamente habría de ser dada por partes. Es evidente que luego de once años de matrimonio, luego de dos niños, de la casa y sus mejoras, el amor ya no es el mismo, empieza por

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volverse doméstico, termina por trocarse en cariño, en afecto, en cómplice y mutua gratitud, acaso, en algo muy poco semejante a lo que fue, para ser menos severos, en otro estado del amor. Esto lo sabe todo el mundo, o al menos, lo presiente, y no vale la pena abundar en ello. Después de todo, lo importante es lo otro, la clase de amor que uno exige y puede dar. Para ahorrarme palabras inútiles diré que, como tantos, soy posesivo. Es mi mal natural y contra él, poco pude hacer. Cada quien tiene, a su manera, sus defectos. Eso complicaba las cosas. Porque el amor posesivo es quizás el más difícil. Manda, impone siempre, busca la apropiación total del otro, y en esa búsqueda radica su verdad: siempre amará lo que puede huir, lo que exige ser retenido porque puede huir, lo que todavía es libre e imprevisible y puede huir. En cuanto la apropiación es total empieza el aburrimiento. El cazador ha cumplido su tarea, está listo para una nueva caza. Quiero decir que algo de eso me ocurría con Susana. Once años atrás yo la veía libre, vibrante, movediza, bella para mí, llena de ideas y opiniones propias, impetuosas, no muy bien razonadas pero plenas de alegría y juventud. Estudiaba en el conservatorio -violín para colmo-, y su futuro, según ella, estaba lleno de viajes y promesas, lo cual yo comprendería porque entonces también tendría mis ilusiones, si alguna vez las tuve. Once años después era otra. Once años después cuidaba la casa, criaba a los niños, tenía mis opiniones, usaba ruleros por las mañanas y el violín era un adorno empolvado en una pared de su costurero. Era pues, "mi mujer", "mi señora". La labor de apropiación, la operación

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devoradora había sido un éxito. De la Susana que conocí quedaba poco, apenas lo imprescindible para parecérseme. Y por demás está decir que nunca me gusté a mí mismo. Pero aquello era previsible. Demasiada charlatanería. Demasiado tiempo unida a un hombre dueño de opiniones tajantes sobre todo, y que nunca paraba de hablar. Con otra hubiera ocurrido igual. Lo cual, a decir verdad, no me entristece. Eso es muy común. Y así debí tomarlo. Entonces conviene otra pregunta: ¿Ya no la amaba? Digo que sí. Que la amaba. Pero con un amor aburrido y nostálgico. Estaba en mi vida, me acompañaba, hacíamos el amor. Además estaban los niños, la casa, en fin. La prueba es que el día en que pude abandonarla, no lo hice. Se llamaba Marcela, la otra. Me gustaba por su aire despreocupado, juvenil, independiente. Aquello se arruinó pronto; pero desde entonces hubo, periódicamente, algunas Marcelas en mi corazón. Susana no lo supo nunca. Debió sospecharlo, sí. Pero no me lo dijo. Tal era su especial sabiduría. Perder su hogar no formaba parte de sus planes. Entonces lo soportaba todo estoicamente. Con lo dicho, pensar que se hubiera despertado en ella un repentino interés por Santiago, era imposible. Su cuidado personal de esa mañana se debía, pues, a las circunstancias. Había un huésped en casa. Había que disimular un poco la vida doméstica. No era más. Fue un día amable, aquel. No hubo lluvia y tampoco la mala noche anterior me pesó en absoluto. Incluso la gente de la oficina estuvo muy contenta: nos habían adjudicado nuevos contratos. Lo cual a mí también me puso contento. Nunca se ha insistido lo suficiente

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acerca del papel que cumple el dinero en la felicidad de las personas. Uno puede comprarse cosas y es feliz. Parece tonto pero es así. Para esa fecha yo quería hacerme de una casa en una de las lomas de la ciudad. Decía que era para ver mejor los atardeceres. En el fondo lo que quería era la casa, y en un buen sitio. A partir de los treinta años uno ha perdido la inocencia hasta en la parte más mezquina de su ser, que generalmente es la más pura porque es la verdadera, la que corresponde al Debe y al Haber. A partir de los treinta años ya se sabe lo que se quiere, es decir lo que se ha dejado de querer, y no vale la pena engañarse al respecto. Todo lo que yo le pedía a la vida -entre otras cosas, claro- era una casa en un vecindario tranquilo. Parece tonto, pero era así. Entonces, con las nuevas ganancias, podía ahorrar algo más y comprármela, estaba contento. Satisfecho aunque un poco cansado -había almorzado solo un par de sánduches- llegué por la noche a casa. Los niños dormían y Susana y Santiago charlaban en animada sobremesa. Eso lo vi desde el jardín a través de una de las ventanas del comedor. Colocados del lado de la luz ellos no podían verme. Di vuelta a la casa y llamé. Me abrió Rosario, la sirvienta, un prodigio de humildad y sufrimiento. Ellos me recibieron con bromas y carcajadas: la razón: Santiago estaba contando algunas anécdotas curiosas de sus viajes. Además había una botella de vino en la mesa. Pronto me integré yo también a su alegría. Después de todo yo también llevaba adentro, la mía. Curiosamente, mientras probaba algo que me trajo Rosario, descubrí que ese malestar que me despertara

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Santiago en la noche anterior había desaparecido por completo en mí. Aquel humor suyo, aplicado a la descripción de las ciudades, en donde, en verdad, no había mucho sitio para que ejercitara su sarcasmo natural, y si lo había, este era por fuerza ingenuo e inofensivo y acababa a la final, resolviéndose nuevamente en llano, simple humor, hacía que yo olvidara en parte al Santiago suficiente y egoísta de la víspera. Ahora buscaba agradar. Estaba en ese plan, Susana se divertía en grande. El era un viajero perspicaz y sacaba partido de ello: agradaba. Muchos he conocido que han dado la vuelta al mundo y tal parece que no se hubieran movido de su aldea. La humanidad entera desfiló ante sus ojos sin dejar rastro. Santiago, he de reconocer, no era de aquellos. No recuerdo si pensé o dije a Susana entre dientes, al momento de retirarnos a nuestra habitación, algo parecido a esto: "Menos mal que todavía es capaz de dar algo de sí", o "aún no está del todo muerto", o "el cisne está cantando". En todo caso si lo dije o lo imaginé, fue en un tono de responso. La luz de la mañana dejaba reflejos amarillos en las cortinas y en las paredes blancas del dormitorio. Un veranillo incierto empezaba a abrirse en pleno invierno. Juan y Susanita jugaban conmigo mientras Susana los apuraba porque ya era hora de que el bus de su escuela pasara frente a la casa. Ellos tenían siete y seis años respectivamente. Estaban también en mi vida. Eran, como se dice, la parte buena de mi ser. ¿Fue por ellos que no me fui con Marcela? Pregunta sin respuesta. Preferiría no contestar. No pensar en eso. No usarlos, a la final, como una

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coartada. Además Marcela a la sazón, era un asunto ya olvidado. Sobre todo en esa mañana sin lluvia, en pleno invierno, en que Susana, desde la puerta, vestida con una blusa de seda anudada a la cintura, un pantalón azul brillante ajustado al cuerpo (y sin ruleros), los llamaba suavemente. He de decir, aunque es obvio, que en los matrimonios demasiado establecidos no todo es aburrimiento. Predominan, sí, los tonos desvaídos. Pero hay también alegrías y repuntes amables: uno se enamora y se desenamora de la propia esposa según vaivenes fisiológicos, espirituales y demás, que sería largo enumerar, pero en los cuales también cuentan la gratitud y el rencor. Y ese día yo estuve en ánimo de agradecerle muchas cosas a Susana. Agradecerle por los niños, por esa manera de llamarlos, por ese cuerpo suyo cuyo dibujo se me revelaba enmarcado en la puerta y como entresacado de la costumbre y el tedio de los días uniformes: inclusive, agradecerle por esa mañana sin lluvia, en pleno invierno. Pero hubo algo más: al momento de llevarse a los niños yo pude ver en Susana, como venida del fondo de los años, un instante antes de que tornara la cara hacia el pasillo, aquella expresión como de profundo placer y deleite personal, un entrecerrar de los ojos al tiempo mismo de girar el rostro hacia otro lado, un mohín breve y huyente que yo había olvidado en ella, que acaso ella misma había olvidado. "Te quiero", alcancé a decirle, como le decía de tarde en tarde, así sin pensarlo, solo por halagarla, como quien da las gracias según su estilo, su modo peculiar, con otras palabras, pero igual, sin saber exactamente lo que dice. Sin embargo

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me pareció que mi voz esa mañana no era la mía, que otra voz antigua, como salida también del fondo de los años, hablaba por mí. Quizá fue una impresión apenas. Pero entonces vi que Susana -al tiempo que el borde la puerta terminaba por ganarla-, encogía los hombros, mejor, hundía la cabeza en los hombros como refugiándose en sí misma, como escapando de algo o de alguien que no dejaba de desear. Fue otro de sus gestos perdidos, otro viejo recuerdo que se estremeció en mi memoria. En verdad tuve que agradecerle muchas cosas: sobre todo por esa instantánea, breve, olvidada Susana que en el mismo olvido removiera en mí. No recuerdo si fue esa noche o fue otra -ahora no interesa saber cuál-, que Susana, Santiago y yo nos pusimos a jugar una partida de hind. Hubo alguna apuesta. Algún sobresalto entre golpe y golpe de dados. En tal caso, el juego no era lo más importante. Poco a poco los recuerdos inevitables fueron surgiendo. Tal vez yo mismo los provoqué. Dado mi estado de ánimo es muy posible. Y era además que la luz intensa, se diría impetuosa, que bajaba desde la pantalla, ese blanco cono que parecía acercarnos y cercarnos en su propio espacio, mientras los dados caían sobre el tapete verde, o se agitaban en el vaso marcado, nos obligaba a sacar de la memoria, y por una asociación de ideas no muy difícil de entender, aquel otro espacio común que nos reuniera años atrás, a los tres (con Paulina, claro), allí también bajo una misma luz, allí también como en un juego que convocara a sus dados sobre un mismo tapete: la otra época compartida, la primera juventud, la memoria

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inevitable de un tiempo en verdad ingenuo, de una ciudad en verdad conventual, y en donde como ya dije, nada era de lo que luego fue. Poco a poco fuimos recomponiendo lugares, fechas, ocasiones que nos juntaron: tardes de cine, fiestas estudiantiles, paseos en los cuales la jorga de muchachos y muchachas se dispersaba por el afable bosque de eucaliptos (ahora hay allí un barrio con casas de cemento), portando canastos llenos de sánduches y colas. Entonces ni Susana, ni yo -apenas amigos-, imaginábamos nuestro matrimonio. Tampoco imaginarían el suyo, Santiago y Paulina (quien luego de que Santiago la abandonara, y de la consiguiente y confusa bohemia que vivió por unos meses, terminó marchándose para Norteamérica en donde dicen que se ha vuelto a casar). Entonces el futuro no existía. Entonces los dados no habían sido aún lanzados. Curiosamente -y lo recuerdo bien-, al momento de pensar así, me descubrí inmóvil, reteniendo en el vaso marcado los dados que no me animaba a lanzar. Susana y Santiago, como ajenos, también permanecían inmóviles y en silencio. Fue un instante como vacío, como suspendido en el tiempo: abocados a un mismo precipicio, un mismo vértigo nos sacudía: el pavor y la nostalgia de todo aquello que no fue, el pavor y la nostalgia de la vida que no vivimos, el asombro, el espanto de saber que la vida pudo ser de otra manera. Sin unas cuantas contingencias del pasado, uno pudo ser otro distinto. "Sin mi sensatez de cada instante yo pude ser él", me dije no sin rencor. Y alcé la mirada hacia Santiago y vi su rostro descompuesto clavado en mí. Por una vez, por un segundo, nos envidiamos secretamente. Santiago

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también estaría pensando que sin todo eso que le permitió el lujo y el mando, las tempestuosas experiencias de todo jugador, y que a la final, terminó volviéndolo un prófugo de la policía, tendría tal vez, a cambio, un hogar tranquilo, un porvenir seguro y claro, sin estridencias, una mujer a la cual, en lo posible, le sería medianamente fiel, en resumen, el refugio cierto y protegido al cual regresar al término de cada día. Me vino a la memoria otra de mis frases hechas: "Siempre el nómada torturará la mente del sedentario y siempre habrá un sitio inmóvil y abrigado en los sueños del nómada". Pero quizás exagero. A lo mejor esto no ocurrió. Al menos así, exactamente. A lo mejor no hubo ni instante de silencio ni vértigo consiguiente, ni nada de lo dicho pasó por la mente de Santiago, ni yo tuve la oportunidad de repetirme la frasecita anotada. A lo mejor todo esto no fue sino una elaboración posterior que hice para darme razones, razones para entender de algún modo lo que luego vino. Después de tanto recuerdo acabamos perdiendo todo interés en el juego de hind. Incluso la conversación con Santiago se tornó tortuosa, apenas el remedo de un malestar mutuo que nos obligaba, a propósito de cualquier tema, a mantener opiniones opuestas. Como metidos en una atmósfera prestada, con palabras prestadas hablamos de política, de religión, de la época que nos había tocado vivir, siempre entrampados en un antagonismo soterrado, en el cual a mí me cumplía el papel de pragmático defensor de lo razonable y a él, por su parte, el del hombre que convencido del absurdo del mundo ha aprendido a

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aprovechar la vida, al máximo, en todas sus facetas. Esto por cierto le permitió abundar en sus consabidas declaraciones acerca de "lo auténtico" y las "experiencias vitales" y le permitió también, sin la menor cautela, dejarnos saber que no estaba hundido, que arrestos no le faltaban, y dinero tampoco, que en cuanto llegara a Puerto Rico (era su meta), sus amigos de allá le ayudarían a rehacerse a la brevedad posible, y luego de que las cosas se calmaran, luego de que pasara un tiempo prudencial, volvería, tenía muchas cosas que cobrarle a mucha gente y volvería. (Estaba mintiendo: dos días después le dijo a Susana que no iba a retornar nunca más). Tanta fatuidad terminó por exasperarme. "Nuevamente estás en plan de epopeya", pensé, entonces le dije en voz alta y en un tono ambivalente: —Mejor no vuelvas más. -Aguardé el efecto de mis palabras. Al oirías Santiago alzó el rostro estupefacto. Al mismo tiempo Susana, como saliendo de un golpe de su silencio, dijo ásperamente: -¡Pero tiene que volver! Ahora la sorpresa fue mía. Fue cuando Santiago, también extrañado por la reacción súbita de Susana, acercó su mano hacia ella y le rozó el pelo en señal de espontánea gratitud. Luego de un breve silencio pleno de estupor, en el cual quisimos entender que mi desproporcionado ex abrupto y la respuesta que provocó en Susana, eran, el uno y la otra, combinados, una suerte de remate justo, de salida cómica y deliberada a una conversación que se tornaba cada vez más falsa y aburrida, los tres prorrumpimos en carcajadas. La risa acudió, pues, en nuestro auxilio.

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Con la misma naturalidad con que lo hiciera antes sin parar de reírse, Santiago repitió su vaga caricia al pelo de Susana, pero ahora ella inclinó y giró la cabeza en el gesto aquel que yo la redescubriera en la mañana, y el pelo le cayó sobre la cara como una cortina. Cuando volvió a salir de su pelo, lucía cambiada, inexpresiva y como ausente, y con la mirada caída sobre los dados inmóviles en el tapete verde. Sabía que la observaba. Y evitaba verme. "¡Estúpida, qué pretendes!", quise decirle. Callé. Tampoco era el momento de abofetearla. La lucidez ante todo. Santiago, inocente, ajeno a las catástrofes que había provocado, retomó su monólogo interrumpido y se puso a hablar de que sus amigos tenían un negocio de supermercados en Puerto Rico. Era obsesivo el hombre. Preferí disimular lo que acontecía en mí. No le dije nada a Susana. Cómo reclamarle nada, cómo decirle que esos ademanes eran míos, que estaban en mi memoria, guardados conmigo desde los tiempos en que ella fue para mí lo más importante del mundo, cómo decirle que no los pervirtiera, que no los profanara de ese modo. No le dije nada a Susana. Tampoco la abofeteé. Nada de eso ocurrió. Fueron dobles pensamientos solamente. Pura alharaca interior. Por suerte Santiago continuó hablando de los supermercados el tiempo suficiente para que yo me aplacara, es decir, para que buscara las razones de aquello que en apenas un instante me obligara a redefinir la situación, a encontrar el significado verdadero de las últimas actitudes de Susana y, desde luego, de las reacciones que causaba en mí. Comprendí o quise comprender que oscuro aún,

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confuso, clandestino, le nacía el deseo de enfrentarme a Santiago, de enfrentarme por ella, de usar a Santiago sencillamente para provocarme celos. La ocasión se le presentaba única y la aprovechaba a su manera. Mucho tiempo, inconscientemente la habría esperado. ¿Cómo no había reparado yo en ello desde el primer momento en que advertí su cuidado personal, su cuidado especial, sus nuevas viejas maneras, esa nueva vieja coquetería que desde hace dos días se empecinaba muy bien en mostrarme? Nadie concibe el amor sin los celos. Susana no lo concebiría tampoco. ¿Entonces había que interpretar su comportamiento de esos días, de apenas un minuto atrás, como una llamada, como un reclamo de amor? Todo calzaba perfectamente. Como las piezas de un mosaico. En la imaginación de Susana no pudo haber mejor rival que Santiago. Era mi contrapartida perfecta. ¿Tan olvidada y postergada se sentía la pobre que recurría a esas argucias? La indignación, la ira, ¿los celos? que sentí, lo juro, se me vinieron abajo de un golpe. Y me invadió una lástima verdadera por Susana, por mí, por esa estúpida situación que nos envolvía; incluso por Santiago que en ese instante, prófugo y hundido, hacía cálculos porcentuales imaginarios y fantásticos de las ganancias que obtenían los supermercados de sus amigos en Puerto Rico. Más tarde, a solas, teniéndola contra mí, le descubrí a Susana un indeciso amago de evasión o resistencia. "Tonta, descubrí tu juego, te adiviné las cartas", le dije con el pensamiento, una y otra vez, mientras me hundía en ella, sabiéndola vencida aunque tratando aún de simular la indiferencia, de fingir una fuga, de

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aferrarse al sueño de sentirse de nuevo furtiva, huyente, asediada de verdad y perseguida. "No es necesaria, Susana, no es necesaria toda esta comedia, sabes que nunca te abandonaré, que la vida ya está así, que la vida entre los dos ya está hecha", le decía secretamente, con el pensamiento, mintiéndole a ella en mí mismo, mintiéndome yo también porque comprendía, con una claridad luminosa, que lo que Susana me exigía, lo que me pedía a gritos desde su espléndida farsa, no era la seguridad sino el amor. Que esa noche la amaba, que tuve necesidad de retenerla conmigo, de tenerla mía, que quise encontrarme en ella puro y franco como un adolescente, eso hasta lo podría jurar. Me solía ocurrir en ciertas circunstancias. Repentinas quiebras de la costumbre, desde luego. Y ya hablé de ellas. Por otra parte, que nunca la iba a abandonar -si tal inquietud había en Susana-, estaba claro: vivía muy convencido de mi propio eclesiastés: tiempo de la pasión, tiempo del hogar, tiempo del riesgo, tierno de la resignación. No, nunca la iba a abandonar. Eso era muy claro. Los niños, la casa: ni pensarlo. Para aliviar mis añoranzas, tenía mis tretas: hacer de la aventura, la aventurilla; remedar el riesgo jugando alguna vez, en contra de la felicidad, diré mejor, en contra de la tranquilidad y de la calma. Por ello y porque a ratos me sobrevenía la esencial nostalgia de arruinarlo todo en un instante; porque esa mañana debí despertarme como un filántropo íntegro, importante, por lo mucho que había derrochado en esos días: la solidaridad, el amor, la compasión también; porque si había dado algo de mí,

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ahora tenía que cobrármelo; porque había empezado otra vez la lluvia, porque, a veces, el hígado se permite opinar, porque había dormido poco y tenía mucho trabajo por delante, por Santiago y Susana y toda esa situación que comenzaba a volverse ridícula, en fin, por tantas cosas, lo cierto es que me descubrí malhumorado y hosco. En un momento Susana me sorprendió estudiándole el rostro, en silencio, mientras se arreglaba el pelo frente al espejo de la peinadora, y cuando quiso decirme algo yo fingí que no la miraba. En otro momento me preguntó sobre los nuevos contratos y yo le respondí con monosílabos y entre dientes. El estallido vino a propósito de la camisa celeste. Esa mañana se me ocurrió ponérmela. No hubo manera, le faltaban dos botones. Un botón, hasta era tolerable, ¡pero dos botones! Era inadmisible. En ese instante no le dije nada a Susana y resolví guardarme mi furia. Pero luego recordé lo de los niños. No los había llevado a vacunarse. De llevarlos, ellos mismos me lo hubieran contado. Entonces le reclamé por las vacunas de los niños. Y luego por la camisa celeste. Y nuevamente por los niños. Y nuevamente por la camisa celeste. Susana que no estaba en su mejor día, al borde del llanto -que he de decir, lo tenía fácil-, me pidió que bajara la voz, por los niños, por Santiago. Yo le respondí que más bajo no podía hablar. Ella me dijo que estaba gritando. Yo le dije que eso era mentira. Y ella insistió en que yo la gritaba. Yo le hice ver que aún si fuera cierto, estaba en mi pleno derecho. Fue cuando Susana prorrumpió en sollozos y reproches vehementes. Según ella yo era un grosero, un

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neurótico y no sé cuántas cosas más. Yo le pedí que bajara la voz, por los niños, por Santiago. Ella repuso que más bajo no podía hablar. Yo le dije: pero mujer si estás gritando. Ella respondió que eso era una mentira. Yo insistí y ella redobló sus lamentos y reproches. Yo, por supuesto, me puse la camisa celeste que no tenía botones en las mangas, agarré el primer saco que vi y salí de la casa dando un portazo. No sé si fueron esas las palabras que elegimos para decirnos. Probablemente no. En todo caso el portazo fue verdadero. No era mi acostumbrada despedida matinal. Pero solía ocurrir de tiempo en tiempo. Al salir de la casa, creí escuchar el llanto de los niños. No volví a la hora del almuerzo. Quería ahorrarme una boba situación inevitable: el rostro esquivo de Susana, los párpados hinchados, la nariz enrojecida, esa expresión hierática con la que las mujeres de mi ciudad anuncian su sufrimiento: la mirada baja, preferiblemente fija en un punto, la breve casi imperceptible contracción del entrecejo, la boca apretada en un leve rictus, silenciosas y como ausentes: aquella es una expresión religiosa, es la misma expresión de la Virgen María, de la Dolorosa, es su simulacro. De otro lado también es una costumbre, casi una norma de urbanidad: después del llanto hay que ponerse así, se estila así. Y unido a todo esto lo que yo podía encontrar en el mismo Santiago que habría -a esa hora-, pasado del plano de huésped no buscado al de confidente y consejero conyugal. Entonces sería también inevitable adivinar su pequeña sorpresa, acaso su recóndito alivio: sabría de una vez por todas, y para siempre, que no tenía

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nada que envidiar ni añorar de los hogares establecidos y definitivos, que en el fondo con su vida errante y donjuanesca no era mucho lo que había perdido. No volví, pues, a la hora del almuerzo. Preferí consagrarme por entero a mi trabajo. Las catástrofes personales nos vuelven extrañamente creativos. Por esa fecha estábamos, entre otras cosas, armando la campaña publicitaria de una marca de cigarrillos. Es decir la campaña para una nueva marca de los mismos cigarrillos. Recuerdo bien con qué facilidad hablé ese día, a través de los slogans que uno tras otro se me vinieron a la mente; con qué convicción invité a los fumadores de mi ciudad a saciarse con el aroma y el sabor del nuevo tabaco, mientras pensaba, a la par, en sus pulmones anegados de humo y de alquitrán. Caía ya la lluvia cerrada y fina del atardecer. Gran predominio del gris con un ligero tinte celeste. En el negro y brillante pavimento temblaban ya los reflejos de los anuncios y de las luces del alumbrado público que empezaban a encenderse. Entre las filas demoradas de vehículos con los vidrios manchados de vaho, yo conducía el volskwagen sin ningún interés, sin ninguna convicción, tal que si una corriente por lo demás débil y vacilante, aunque superior a mi desánimo, me arrastrara en su curso. De ese modo, sin saberlo ni quererlo, rehuí el café y la charla habitual, y fui directamente a casa. Una hora atrás no hubo ni bruma ni lluvia. Desde la ventana de mi oficina me entretuve absorto en el paisaje familiar del invierno: el aire transparente, el gris-plata del cielo que dejaba caer su lívida luz sobre ese cada día

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insólito alargamiento de casas y edificios que se perdían como dando tumbos, por entre las faldas de las montañas. Bajo esa luz, casi irreal, la ciudad parecía haberse vuelto de porcelana. Yo había dejado de trabajar. Había decidido volver a casa. Sin embargo permanecía inmóvil, detrás del vidrio que se empañaba una y otra vez con mi aliento, contemplando ese paisaje y pensando que uno puede llegar a amar a una ciudad casi como se ama a una mujer. Cuando volvió la lluvia y los espesos grumos de niebla bajaron desde las montañas, solo entonces me animé a dejar la oficina. Debí estar interpretando, en todo ese tiempo, y muy a mi manera, el disgusto de esa mañana al salir de casa, luego, mi ausencia de todo el día, y por último, la demora a medias inconsciente, a medias deliberada, que me retuvo inmóvil frente a la ventana de la oficina. Debí creer que con ello le estaba diciendo a Susana que sus actitudes no me asustaban, que le daba tiempo para que recapacitara mejor y abandonara ese juego ridículo e inútil que acaso para ella misma podía llegar a ser peligroso, que después de todo, los celos no estaban en mí. Llegué a casa, aterido de frío, pero tranquilo, como si nada hubiera pasado. Me recibieron los niños. Luego vino Susana también en plan de indiferencia. Intercambiamos unas cuantas palabras indispensables y vacías. El clima siempre nos proporciona palabras indispensables y vanas con qué llenar los silencios: hacía frío, había llovido, de seguro que nos esperaba un largo invierno por delante. En el fondo no éramos nosotros quienes que conversábamos,

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eran nuestras voces; por detrás de ellas, se escuchaba, pues, el verdadero silencio. Santiago, prudentemente, antes de la cena, se retiró a escribir unas cartas. Así dijo. Yo me entretuve con los niños. Entonces me contaron que los habían vacunado la víspera. "Cómo no me lo dijeron", quise decirles pero luego recordé que, en efecto, ellos no tuvieron tiempo de contármelo porque yo no les había visto desde la mañana anterior. Por la noche, cuando llegué, ellos ya estaban acostados. Sí, no tuvieron tiempo de contármelo. Toda la noche continuó el silencio. En la oscuridad de nuestro dormitorio, Susana, junto a mí, fingía dormir. Saber si una persona duerme o no, es fácil. Se respira de otra manera, se está de otra manera. Y Susana, como yo, fingía dormir. De lejos, nos llegaban los rumores nocturnos de la ciudad. A veces algún auto que arrancaba estrepitosamente, a veces un ronda que pitaba su silbato, a veces, el salpicar de la lluvia. Hay, desde luego, en la noche de los insomnes, una zona vagarosa hecha de rumores confusos. En ella uno cree escuchar voces remotas, risas, llantos, gritos. Es la zona en donde lo real y lo imaginario son una misma cosa. En medio de esa lejana algarabía, oí, en un momento, nítidamente, un alarido desgarrado. Como el de alguien que cayera asesinado en algún lugar inidentificable de la ciudad. ¿Lo oí? ¿O creí oírlo? En todo caso sonó lejano. "Susana, ¿lo oíste?", quise decirle, al tiempo que pensaba en los antiguos pánicos de Susana, la oscuridad, la noche, ese exceso de miedo que su infancia no había alcanzado a agotar. La imaginé estremecida de pavor. Entonces quise abrazarla contra mí, salvarla de su miedo.

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Naturalmente, no lo hice. Tampoco pregunté nada. "No, no lo ha escuchado porque solo fue una fantasía mía", me dije. Sabía, sin embargo, que eso no tenía la menor importancia. Igual, ella también estaba metida en su noche y escucharía en medio de su insomnio, entre la confusión de un horror distante, también voces, llantos, risas que se mezclaban con los otros ruidos, estos sí claros y precisos, de la ciudad dormida. En un momento, ella también creería descubrir allí, un alarido, o un desgarrante chirrido de frenos, cualquiera de los múltiples ecos de la desgracia. Y querría apretarse contra mí, protegerse en mí. No lo hacía sin embargo. Su rencor era más fuerte. Y permanecía a mi lado, simulando dormir, pero tensa, asustada, la respiración desigual, el cuerpo rígido. Tendría acaso los ojos muy abiertos por el miedo. Entonces algo se quebró dentro mí. De pronto quise pedirle perdón por todo lo ocurrido. Fue mi culpa. Me porté muy mal. Un acceso de neurosis. Cuántas cosas más quise decirle. Callé naturalmente. Después de todo ella también tuvo su parte de culpa. ¿Por qué no me aclaró debidamente lo de las vacunas de los niños? ¿Por qué me dejó continuar con mis injustos reclamos? ¿Por qué me permitió esa estúpida comedia doméstica? Claro: los botones de la camisa celeste. Eso estuvo mal. Por supuesto. Aquello fue una insignificancia. Un tonto reclamo. Pero pudo decírmelo. Pudo hacerme entrar en razón. Sugerir algo al menos. No quiso hacerlo. Prefirió replegarse sobre su lamento y luego sobre su rabia. Pensé que también tuvo su culpa la mala fortuna: si en lugar de esa camisa elegía otra, a lo mejor, no hubiera habido

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de mi parte reclamo alguno ni disgusto consiguiente. ¿Entonces todo ocurrió por casualidad? Mentira. No hay motivos insignificantes. Y si los hay, uno busca en seguida la manera de cargarlos de significaciones. De modo que en las vidas de las gentes, muy poco en verdad queda librado al azar. Siempre uno termina pensando así. Quizás ese sea el papel del juego, buscar lo insignificante puro, desconectarnos, por un momento, de la telaraña que conecta todo con todo. (Y esta es, ahora, otra de mis frases hechas). Digo que siempre uno termina pensando así: no hay acontecimientos insignificantes: por el mero hecho de constar en nuestra vida pasan de alguna forma a cifrarla, a explicarla. Entonces, por detrás del desarreglo de la camisa celeste, había muchas cosas más. El insomnio me ayudaba a comprenderlas perfectamente. Un entrecruzamiento de razones tanto de Susana como mías. Algunas ya las mencioné, lo recuerdo. Pero por sobre todo estaba mi desconfianza en ella, en todo lo que, con la presencia de Santiago en casa, podía empezar a ocurrir dentro de ella. Y también en Santiago. En la oscuridad de la noche era preferible pensarlo todo de una vez, lo cierto y lo probable, extremar las posibilidades y pensarlo todo de una vez. ¿Y si Susana había empezado a pensar en Santiago de otra manera? ¿Y si su cómodo aburrimiento de ama de casa había terminado por exasperarla? ¿Y si las reflexiones que me hacía al respecto de su sometimiento, de su voluntad doméstica, de su mundo hecho y configurado por mí, fallaban en alguna parte? ¿Y si a pesar de las apariencias, todavía había en ella un asomo de

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libertad individual, un aleteo interior, un clandestino fondo de ideas y excitaciones no previsto por mí? De pronto se me ocurrió pensar en una Susana irreconocible que me había mentido todo el tiempo con su conformismo y su abandono. De pronto imaginé o descubrí una Susana compleja y dividida que me callaba una vida secreta hecha de largas ensoñaciones, de largos devaneos imaginarios que la ayudaban a vivir entre el arreglo de la casa y el cuidado de los niños. Realmente no existían razones para que no fuera así. Mi absurda negligencia, mi desdeñoso egoísmo habían sido capaces de ocultarme esa muy probable Susana que en los días de tedio y desánimo, o en las largas esperas, mientras aguardaba mi regreso, a veces demorado sin justificación para ella, ensayaría acaso súbitas huidas imaginarias, repentinas revanchas interiores, repentinos juegos ilusorios de otro amor y otro deseo, siempre callados para mí. En plena noche y en pleno insomnio, me parecía hasta natural que fuera así: Quiero decir que no me escandalizaba aquello. Frente a mis también secretos lances en las nuevas discotecas y en los nuevos moteles de la ciudad, lo juzgaba creíble. No dejaba de dolerme sin embargo. Y a ratos como una herida. Sobre todo cuando consideraba que la intromisión de Santiago en nuestras vidas habría proporcionado a sus sueños una forma concreta, un afianzamiento, un anclaje real, una inquietud cierta y definida. Pero quizás exageraba. Quizá me estaba dejando arrastrar por una lógica puramente imaginaria. En todo caso motivos de duda no me faltaban: no podía dejar de

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recordar la noche anterior, la partida de dados, el instante en el que Santiago le acarició el pelo, el modo en que Susana recibió esa caricia. Entonces tuve la imperiosa necesidad de creer que esa reacción suya, estremecida y sensual, casi voluptuosa, era deliberada, una forma de infundirme celos, y nada más. Un llamado de atención y nada más. Ahora dudaba, sufría esa duda. "¡Susana qué tienes, qué te pasa por dentro, anda, cuéntamelo todo de una vez!", quise decirle en un raptus de sinceridad. Pensaba que no era imposible que ella me abriera sus recónditos fondos, lo que por miedo, por recelo, por vergüenza, nunca me lo hubiera dicho espontáneamente, si es que existía aquello. Yo tendría que darle algo a cambio de su respuesta, claro. No le daría algo: le daría todo. De pronto me sentí arrastrado por el ciego ímpetu de contárselo todo, absolutamente, desde la vez aquella en que quise abandonarla por Marcela, la serie de mentiras y pequeñas traiciones que vino luego, en fin. Del Dios de mi infancia, solo me había quedado el recuerdo de los viejos ritos que aún juzgaba válidos. La confesión por ejemplo: echar mano de la confesión, del acto de ayudarse cuando todo se ha enturbiado, con la vieja ceremonia de matar a alguien que ha sido uno mismo, y apostar al nuevo nacimiento de uno mismo: volver a cero, volver por un golpe de verdad, al pasado, al punto del pasado en que empezamos a extraviarnos en la confusión y recomenzarlo todo, de nuevo, otra vez. Por cierto que esto lo creía solo a medias. Pero mi premura era real: "¡Susana terminemos con tanto engaño, con tanta farsa, retornemos al principio...!" Cuántas cosas más

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quise decirle. Pero a mi lado, la respiración de Susana empezaba a volverse acompasada. Dormía seguramente, no valía la pena despertarla. Ya habría tiempo de hablar con ella al otro día, incluso de pensar, serenamente, si convenía o no decirle nada. Pero ¿y Santiago? ¿Qué pasaba con Santiago? Puesto a pensarlo todo, lo cierto y lo probable, no debía dejarlo de lado. No debía permitirme un solo resquicio por donde se filtrara una sola mentira, una sola posibilidad de autoengaño, una sola contingencia no calculada, "Santiago acercó su mano hacia ella y le rozó el pelo en señal de camaradería, de espontánea gratitud, algo que estaba muy dentro de su carácter, de su mundano modo de ser"... "Santiago repitió su vaga caricia al pelo de Susana..." Esto lo conté así, deliberadamente. Cuántas palabras ambiguas, imprecisas, para expresar lo que acaso yo no quise ver -o pensar-, en ese momento. ¿Y si la caricia de Santiago no fue inocente? ¿Y fue más bien un síntoma de que Susana, en ese momento y en esas circunstancias, no le era indiferente? ¿Y si había llegado a pensar en ella, también de otra manera? En realidad, de su capacidad de escrúpulos, yo no tenía pruebas. Bien pudo salirse de su papel de "protegido o refugiado" por mí, obligado, ciegamente, por la fuerza de la moral y de la costumbre a la consecuencia y a la gratitud. Los "papeles" que los hombres se asignan son harto precarios, lo he comprobado. Yo también nunca pude mantenerme del todo en mi rol de amigo solidario y protector: "...Entonces al tiempo que me dejaba llevar por el deseo de ayudar a Santiago, de otro lado, debía

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ver claramente las razones que posibilitaban esa ayuda: esa brusca caída suya, todo aquel escarnio que lo hundía, todo aquello que en ese momento hacía de Santiago apenas si un poco más que su propio cadáver; en resumen, el espectáculo de Santiago sin esas relaciones que tanto había buscado, sin su vertiginosa vida, sin sus viajes ejecutivos, sin sus proyectos..." Entonces, esto que para mí fue simplemente un juego de "dobles pensamientos", una visión casi diría lateral o complementaria cuando me decidí a alojarlo, para Santiago, en cambio, pudo ser un hecho irrefutable, la condición de la ayuda, la que de todas maneras habría de darse en mí y que a la par, le eximiría de toda deuda para conmigo. Un hombre como él, acostumbrado al mundo, un negociante, un hombre largamente experimentado en el juego de los hombres y sus mercancías, pensaría así. De eso estaba seguro. Eso lo sabía. Al menos yo no disponía de un solo indicio para descartar esa posibilidad. Estábamos en paz. No me debía nada. Yo también lo prefería así: no contar con sus escrúpulos ni con su consecuencia, no engañarme con las engañosas formas de una moral maltrecha; entenderlo en sus exactas dimensiones: abandonado en el mundo a sus impulsos como todos los hombres, cuando ya no pueden mentirse más. Porque él quizá nunca asumió su papel de deudor. Ni se reconoció en él. En tales circunstancias, con una Susana fatigada de una vida ciertamente monótona y relegada y un Santiago incierto, era factible que algo se estuviera tejiendo entre los dos. Algo de lo cual, por las cosas ya dichas, de alguna manera, también yo era

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responsable. Esto lo veía con claridad a pesar de lo repugnante que me resultaba. Pero era mejor pensarlo todo de una vez, lo cierto y lo probable. Y entonces no tenía otro camino que sopesar la situación lúcidamente, sin estridencias de ninguna clase, sin respuestas bruscas e irracionales, y anticipar una solución que nos evitara, a los tres, confusiones inútiles. La solución se me vino un poco más tarde, casi con el sueño. Tenía los párpados ya adormilados cuando se me ocurrió creer que lo anterior no era sino un gran amasijo de fabulaciones mías por demás improbables, dictadas por mis celos. Y también dictadas por el insomnio. Pero si a tanto me movían los celos quería decir que yo había menospreciado mi amor por Susana. Y que entonces, sea como fuere, yo tenía algo que defender y cuidar. Y mientras me adentraba ahora suavemente en el sueño, tuve tiempo de decirme que Santiago solo iba a permanecer poco más de una semana en casa, y que no era mucho, al menos así lo había prometido Andrés. De modo que imaginar lo que yo había imaginado o temido era hasta ridículo. Sin embargo aquello era digno de ser tomado en cuenta. En principio porque me había permitido poner al día, ponderar mis relaciones con Susana, y luego porque, por eso mismo, yo había sentido, vivamente, nuestro cansancio, nuestra irresponsable y desmañada vida. Necesitábamos una tregua, no cabía la menor duda. Casi sentí en mis oídos el oleaje del mar cuando lo decidí. De los niños podría hacerse cargo la madre de Susana. Unos días, nada más. No habíamos salido de la ciudad en mucho tiempo. Necesitábamos un

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descanso. Casi olía ya el olor del agua marina cuando decidí que Santiago se quedara solo en casa, atendido por la sirvienta. Unos días apenas. Los párpados me pesaban muchísimo y yo empezaba a dejar de ser yo mismo al tiempo que inicié un sueño que a la vez fue un recuerdo sin dejar de ser un sueño; me vi con Susana, bajo un sol quemante caminando por una luminosa playa y mirando en la distancia, a través de un aire que temblaba de calor, el intenso cielo metido hasta el fondo de un mar azul que hacia las orillas se cambiaba en turquesa y luego en verdeamarillo y por fin terminaba entre la espuma y el repliegue de las olas, humedeciendo la ardiente playa que por un insólito efecto del espléndido sopor de ese mediodía, ella también, como una ola más, violenta y amarilla, se abría bajo nuestros pies. Necesitábamos el mar, el sol, qué duda cabía; tanto frío habíamos acumulado en nosotros mismos. Con el nuevo amanecer se lo diría a Susana. No había para qué pensarlo más. Debía estar ya entrada la mañana cuando me desperté. Llovía. La luz era gris. Calculé que los niños se habrían marchado ya a su escuela. Otra vez igual: al bus escolar ni lo sentí. Me incorporé pesadamente. Tenía el cuerpo como molido. Quizá dormí en una mala posición. Recordé el fragmento de una pesadilla irónica: me ahogaba en el mar. Del mar de mi primer ensueño quedaba poco. Susana me encontró sentado en el borde de la cama, amodorrado, tiritando de frío, sin ánimos para acabar de levantarme. Es tarde, dijo. Hace un tiempo espantoso, agregó. Yo pensé en la oficina. Con la cantidad de trabajo que teníamos por la adjudicación de los nuevos contratos, mínimo que

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allá me estarían maldiciendo. "¿No han llamado de la oficina?", le pregunté. Me contestó que no. Me hablaba naturalmente, pero conservando aún cierto tono distante. El resentimiento le duraba todavía y tenía como pegado a la cara un resto de amargura que no le interesaba esconder. La circunstancia no era oportuna para proponerle, de repente, un paseo al litoral. Así lo creí. Yo tampoco tendría en mi rostro la expresión adecuada. Los disgustos y las reconciliaciones tienen su propio tiempo, su propia lógica. Uno no puede forzarlos a su capricho. Un buen duchazo en agua muy caliente me aclararía las ideas. Me impuse la necesidad de elegir las palabras precisas. No quería que Susana recibiera mis planes con asombro, o con recelo, o con los naturales remordimientos de una madre habitual que tiene que encargar sus niños porque se va de paseo a la playa. No quería arriesgar un mal comienzo o recomienzo. Por desgracia, luego del baño caliente, tampoco tuve las ideas claras ni las palabras precisas. Y menos aún cuando encontré en el comedor a Santiago. Estaba de sobremesa del desayuno y leía los periódicos. Metido en una chompa de lana negra doble y de cuello alto, tranquilo, reconfortado, mirando desde arriba y casi con indiferencia las noticias de la página internacional, se me antojaba un turista inocente sentado ante la mesa de un café, en lugar de un fugitivo. "Qué tal de vacaciones", tuve ganas de decirle. No le dije nada. El me recibió con un comentario insulso, aunque pretendidamente grave, acerca de lo que acontecía en el África. Mentía. Le importaba un bledo lo que pasara en el África. Le

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importaba un bledo lo que pasara en el mundo. Solo se importaba a sí mismo. Aunque quizá yo exageraba su mezquindad para odiarlo mejor. Uno siempre busca ennoblecer los propios odios con motivos más generales y trascendentes. No hay tampoco que engañarse al respecto. Creo que le respondí con un comentario igualmente insulso y luego miré el reloj y vi que no tenía tiempo ni siquiera para tomarme una taza de café. Le dije adiós y salí, entendiendo bien que las reglas de la cordura me impedían caerle a puñetazos, así, sin explicación alguna, sin explicación ni para él ni para nadie; caerle a puñetazos hasta el cansancio conforme, en lo profundo de mi alma, lo querían otras reglas que las entendía mejor. No hice nada en la oficina. Absolutamente nada. No podía concentrarme. Quiero decir en los slogans. Entre los rumores de la ciudad creía oír el oleaje del mar. La noticia debió caerle como una bomba al viejo López. Era un español que no pudo sobrevivir en su tierra y en otro lado que no fuera mi ciudad, tampoco lo hubiera conseguido. A él debía parecerle el último lugar del mundo. El reducto perfecto. La casa del caracol. Y tal vez miraba con recelo el nuevo crecimiento urbano. Pequeño, redondo, muy blanco, era, como se dice, un hombre asustado. En la publicidad, entre broma y broma, lo llamábamos el señor de las angustias. Todo le asustaba y angustiaba. Siempre creí que solo los muy frágiles estaban destinados a ser grandes hombres. Tanto espectro con ínfulas había conocido. El era una excepción. Un día me sentí tentado a decirle que un negocio como ese no le convenía de ninguna manera,

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que me lo imaginaba mejor instalado detrás de un mostrador de una papelería o de un bazar, o viviendo de las rentas. Poco tiempo me llevó comprender que yo estaba equivocado. Se había fabricado esa posición porque la necesitaba. Amaba el sobresalto, se había acostumbrado a la angustia y la necesitaba como una droga. Quién sabe qué cosas estaría probándose así. Cuando le dije que tomaba mis vacaciones me miró como sin comprender. Luego carraspeó incrédulo. En sus ojillos verdosos enmarcados por unos párpados enrojecidos vi su estupor. "Unos días apenas", le dije para prevenirle un infarto. Rápidamente regresé a casa. Me detuve frente a la puerta de calle. Preferí no timbrar y busqué mi llavero. Ni un solo rumor llegaba de adentro. Era extraño. Sabiéndome ridículo abrí sigilosamente la puerta. Silencio total. Me deslicé por el pasillo sin hacer ruido. Nadie en la sala ni en el comedor. Me dirigí hacia el dormitorio. Estaba muy bien arreglado, todo impecable. Volví sobre mis pasos y me quedé por un momento quieto en la cocina solitaria. Retorné al pasillo. Traté de escuchar: nada, aparte del silencio. Pude llamar, preguntar dónde se habían metido Santiago y Susana. No lo hice. Quedaban algunos sitios en los cuales buscarlos. Me asomé primero al escritorio y después al costurero de Susana. Era curioso: junto a la ropa de los niños, sobre una mesa, reposaba el violín formando una cruz con el arco. No estaba en su lugar de siempre, en la pared. El cuarto de los niños. El baño. Nadie. Deliberadamente dejé la pieza de Santiago para el último. Sentía una vena dilatada en

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la frente y un ligero martilleo en las sienes. La puerta estaba entreabierta. De allí tampoco salía ningún ruido. La empujé suavemente. Los muebles, las pertenencias de Santiago, todo en orden. Solamente entonces pude decirme que las cosas siempre tienen una explicación menos dramática que, a veces, de entrada, queremos eludir. Fui hasta el fondo del pasillo. A través de la alargada ventana descubrí a Santiago en el patio trasero de la casa. Recibía el indeciso sol del invierno, allí, frente al césped húmedo de gotitas del rocío, sentado en la banquita de madera pintada con un blanco descascarado. Leía un libro. La tapa la distinguí apenas. Se trataba de una novela policial o de espionaje. Era su literatura. Me imagino que le sacaba provecho. Susana y la sirvienta habrían ido de compras. Eso era todo. Fui a la pieza de Santiago. La miré por un buen rato. En algún lugar guardaba su dinero. No tenía la menor idea de su monto. Tal vez era mucho y, dadas las circunstancias, en efectivo. Mejor no pensar en eso, me dije. Salí. Di un rodeo por el costurero de Susana. Vi las fotos de los niños, el retrato de sus padres, una imagen de la Virgen, una antigua muñeca suya suspendida en una pared. Vi la máquina de coser, el pequeño escritorio, el anaquel atestado de re-vistas femeninas. Había allí unos pocos libros de cocina junto a la "Enciclopedia de la Mujer". Vi con los ojos de un extraño los taburetes pintados en vivos tonos rojos, la mesa con las ropas de los niños a medio reparar, vi el violín abandonado sobre ellas y salí. Susana me encontró recostado en nuestro dormitorio. Le dije que se me presentó una jaqueca y que no pude

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trabajar en esas condiciones. Ella por su parte me contó que su hermana la había llevado de compras: una oferta especial. Le fue imposible eludirla. Para colmo, la pobre de Rosario estaba enferma y no teníamos más remedio que almorzar la comida de una rotisería que su misma hermana le recomendó. Mi declarado dolor de cabeza, a ratos real, a ratos simulado, fue una perfecta excusa para guardar silencio durante el almuerzo. Entre tanto no dejé de observarlos ni un momento. Estudié sus gestos, sus miradas. En las palabras que se decían alcancé a sospechar un trasfondo de sobreentendidos, de insinuaciones veladas todavía disfrazadas de buen humor. Esperé el momento para propicio para interrumpir a Susana con la frase prevista. -¿Has vuelto a practicar el violín? -le pregunté tratando de no imprimir en mi voz ninguna entonación especial. Primero fue el doble movimiento brusco de los ojos de Susana. Los volvió hacia mí, y luego volteó el rostro súbitamente abochornado como si lo escondiera. Clavó la mirada en un punto cualquiera del mantel. Sus manos se apoderaron de la servilleta y la estrujaron y atormentaron durante un segundo, pero desesperadamente, tal que si quisiera destruirla. Una suave pátina de sudor brilló en su frente. Algo la acosaba desde adentro. "Lo abandonaste hace años", le dije. "Es bueno que lo hayas vuelto a tocar", añadí. -¿Qué te pareció la demostración? —le pregunté a Santiago. El dejó de mirarla. Tenía la cara endurecida por un asomo de disgusto. Se volvió hacia ella. Y la cara

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pareció aflojársele. La comprendía; al verla así desprotegida, acosada sin razón, aparentemente le comprendía, claro que sí. "Estuvo muy bien", me respondió. Pensé que había un tono demasiado ambiguo en su voz. Pensé que nos hablaba a los dos, con las mismas palabras, pero con el manifiesto propósito de que lo entendiéramos de maneras diferentes. Susana se incorporó. "Gracias por el cumplido", dijo. Fingía sonreír. Lucía más bien fría y distante. Retiró una fuente y salió con dirección a la cocina. -¿Fue Schubert? -inquirí, despreocupado. Recordaba sus primeros pasos en el conservatorio. "Pues sí", se limitó a decir Santiago. Tal vez él también los recordaba. Le habría sido inevitable comparar en la memoria, o pretenderlo al menos, puesto en mi lugar, o como yo lo hubiera hecho, a la niña larga y delgada de nuestra adolescencia con la mujer que un par de horas antes se inclinara, como años atrás, sobre su violín, para hacerlo sonar entre disculpas y bromas de autodefensa con la misma envejecida melodía. Por un instante quizá creyó, o simuló creer, que había retrocedido en el tiempo, que las dos, la mujer y la niña, eran una y misma persona. Susana retornó de la cocina. Nada la martirizaba ya. Traía el rostro sereno, los ojos tranquilos. Se habría dicho y repetido, hasta convencerse, que fue una torpeza eso de avergonzarse ante mí por un suceso tan natural y sin importancia como tratar de tocar su violín ante Santiago, y una torpeza aún mayor y sin sentido el querer ocultármelo. -¿Santiago te lo contó? -me preguntó Susana.

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-¿Qué cosa? -dije. -Lo del violín -añadió. -No. Fue simplemente que no estaba en su pared como siempre —le repuse. -A veces lo bajo de allí, e improviso alguna cosa -me informó Susana. Quizá mentía. No era su tono habitual. -Entonces será mejor guardarlo en su estuche, se conservará mejor —comenté. Para iniciar mi monólogo acerca del tema de los violines empecé por aclarar que me sentía ya mucho mejor de mi dolor de cabeza. Hablé de los Stradivarius y los Guarneri, de Cremona, de Heifetz y Menuhin, palabras que una cultura media, incluso como la de Santiago, podía citar sin dificultad. Total, en aquel instante no me importaban. Eran sencillamente palabras. Me servían para observar mejor las actitudes de Susana y, a ratos, la desconfianza de Santiago. Entre tanto, de un modo intermitente y fragmentario, yo recomponía como un rompecabezas las sucesivas oleadas de imágenes que se me venían a la mente, todo eso que tal vez el bocinazo de la hermana de Susana había interrumpido, la consabida ceremonia de dos que se buscan enseñándose el uno al otro, lo que creen ser sus rostros mejores. Y en verdad no me fue difícil reconstruir la escena: mis dobles, secretos pensamientos, no cesaban de mostrármela, aunque en el otro extremo de mí ser, una voz que era la mía, estuviera hablando simultáneamente de Paganini, de su extraño carácter y sus extraordinarias dotes. Casi veía a Susana con la cara pegada al violín,

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apretándolo contra sí, tratando de recuperar para Santiago en los acordes de seguro desafinados de la "serenata", un hilván interrumpido de su vida, de imitarse como la que fue, de actuar para él la cándida comedia de la mujer de treinta años que se reclamaba amable, deseable y juguetona como una virgen. Y él por su parte, Santiago, oponiéndole a ese fantasma otro fantasma esplendoroso, dándose a ella paternal y consejero, insinuante acaso, inventándole un admirador furtivo que la veía y se dejaba entrever con cada broma, con cada cumplido. Aquello había ocurrido así. No lograba dudarlo. Las rápidas miradas a Susana que le sorprendí a Santiago fueron suficientes. Aquello había ocurrido así. Esos dos fetiches estaban buscándose. Carecía de sentido prolongar la charla. Lo que necesitaba saber ya lo sabía. Les dije que mi dolor de cabeza había vuelto, ahora con mayor fuerza, lo cual era cierto, y me retiré a la habitación. Susana demoró unos minutos en reunirse conmigo. Me llevó un par de aspirinas y un vaso de agua que yo acepté y bebí de un golpe. Después de todo yo no había perdido mi sensatez acostumbrada. No era cuestión de reclamarle nada. De reprocharle nada. No era cuestión de condenar una mirada, una intención, un deseo. ¿Cómo llegar hasta allá, hasta el sitio en que se forma un deseo, una intención? ¿Cómo atacar y destruir lo que empezaba a ocultarse y a gemir como un perro solo muy adentro de ellos mismos? ¿Cómo imponerse efectivamente a lo que de suyo es libre y se nos escapa, una voluntad que no es la nuestra? No, yo ya no estaba dispuesto a mentirme una vez más ni

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creía tampoco en los finales de tango, en la intromisión rotunda del Deber o del Derecho en algo que no tiene nada que ver con el Deber o el Derecho. Si había optado por la lucidez era preciso continuar siendo fiel a ella. Los últimos días me habían abocado a un reconocimiento palmario: por muchas razones yo quería recuperar a Susana; pero recuperarla para mí, en su pleno ser, realmente, en su libertad, en su plena voluntad de amarme, y no importaba que fuera con el amor un poco remolón y cauto de los que se conocen demasiado. No quería perderla. Eso era todo. Y me reconocía responsable de haberla arrastrado hasta ese punto. No hacía falta exagerar: Santiago nunca fue más que un pretexto, una boya de salvación a la que se aferró cuando presintió la asfixia. Santiago era otro asunto. Otro problema ¿Cómo conseguía pensar tan serenamente? ¿Y mi rabia y mi rencor, los oscuros estremecimientos que se me revolvían y entrecruzaban en lo profundo? ¿Es que no existían? Por supuesto que sí. Pero los echaba de lado. No por buena voluntad. Ni por sanidad mental. Tampoco por una disposición masoquista. De seguro. Todo posee su explicación siempre. Quizás esa sea la verdadera dimensión de lo horrible. Incluso mi discreción, mi casi enfermiza búsqueda de la razón en ese tiempo, era explicable. Y si no se la ha entendido ya, será mejor que la aclare: había arribado a un estadio de mi vida en el que carecía de defensas, es decir, de la capacidad de mentirme. Había cumplido los treinta y tres años. ¿La edad de Cristo? Puras coincidencias. Lo cierto es que estaba plantado en esa edad: en una ciudad como la mía, con una vida como la que ha

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descrito, indiferente y fácil, sin grandes causas ni grandes apetitos, con el íntimo convencimiento de que las cosas en el futuro, esto es, en la segunda mitad de camino que me faltaba, si todo salía bien, para llegar a la muerte, nunca serían substancialmente mejores, substancialmente distintas de lo que ya fueron, no me quedaba más remedio que evitar que empeoraran. Había que salvar lo salvable. Evitar la crucifixión definitiva. Mis proyectos no eran grandes, pero existían. Tenía uno en especial: seguir viviendo a toda costa. Susana era mi garantía. Entonces eso de pensar en frío era una obligación. Entonces eso de refrenar el magma de compulsiones ciegas y violentas que me acosaba, era también una obligación. No creía ya en las segundas oportunidades, en reorganizar mi vida sin ella. Demasiado sufrimiento y autoengaño había visto en mi torno por esa clase de búsquedas. Por ello prefería hacer lo único que se imponía como racional: recuperar a Susana, a quien por una alquimia interior, paralela y comprensible, había vuelto a desear y a necesitar, reconquistarla suave, mansamente, dejarla venir por sus propios medios evitando cualquier forcejeo, cualquier fragor inútil que pudiera alejarla, ahuyentarla por mí, quien sabe si para siempre. Con los nuevos acontecimientos que descubriera aquel día, la ideal del paseo a la playa se me antojaba idiota. Susana en la arena, frente al mar, junto a mí, bajo el aparatoso sol antes evocado, escuchando el estrépito de las olas, mirando los estallidos de la espuma, y más allá el verdeamarillo o el turquesa, a veces una fila de pelícanos o una bandada de gaviotas,

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los cetrinos pescadores haciendo prodigios de equilibrio en sus bongos, las conchas y caracoles abandonados por la resaca, el olor del yodo y de la sal, y ella, la piel dorada, las gotitas de agua resbalándole por la piel, el pelo apenas revuelto por la brisa marina, tal cual yo la figurara, pero vacía, como ausente, como convertida en su propia efigie porque sus ideas estarían en otra parte, entre las montañas altas de la cordillera, en la forma alargada y torturante de la ciudad de las breñas, en la casa aquella, la nuestra, en donde otro hombre la soñaría en la playa, justo de la misma manera y en el mismo sitio en que yo imaginaba toda esa situación que ya no iba a darse, que era mejor que no se diera. No. Yo no quería una Susana vacía. Ni un paisaje, de este modo, vacío. El paseo al mar era una salida idiota. Lo entendía perfectamente. Era mejor evitar que se repitiera en Susana lo que yo mismo había vivido, años atrás, también durante unas vacaciones, en la época de mis primeros encuentros con Marcela. No fue en el mar. Fue en un valle húmedo y verde atravesado por un precipicio de rocas negras y azules al fondo del cual corría un río estrepitoso y enardecido. Agua, roca y el verde sobre ellas. Del otro lado cascadas, vertientes, laderas musgosas, pendientes y picachos, el nevado, y arriba, azul y blanco, un cielo circular recortado por los montes. Todo para ser feliz. A mi lado Susana y nuestro primer niño, entonces tierno. Mas yo también estuve ausente de eso. Y con el respectivo malhumor. Lo único que quería era retornar a la ciudad cuanto antes. Pero no volveré a hablar de Marcela. Porque

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ella ya había salido de mi vida. Marcela entonces ya no era otra cosa que el rostro que una mañana, de improviso, en un encuentro fortuito, me miró con odio desde la ventana de un automóvil azul. La acompañaban tres niños y un hombre al que no quise ver. Tuvo su hora en mi vida. No contaba más. A lo mejor esa sea la verdadera naturaleza del amor moderno. Su carácter inconstante y fugitivo. O tal vez siempre fue así. Y nunca pudimos abandonar del todo el recuerdo atávico, animal, del macho que avizora y persigue a una hembra sin rostro, porque la presiente hembra, la sabe hembra, la necesita hembra; aquella que un día es una y otro día es otra, y a veces es la misma. Y a veces vuelve a ser la misma. Si lo sabría yo. Recapitulando: ni paseos súbitos, ni súbitas confesiones y propósitos de enmienda constituían ninguna solución. Era preferible empezar por el principio, es decir por el final. Deshacerse de Santiago. Y dejar que pasara el tiempo. Los paseos y las confesiones podrían venir luego. Si eran necesarios. Era preferible cortar el nudo de la madeja enredada para desenredarla. Olímpicamente Andrés se había desentendido de Santiago. Olímpicamente yo se lo devolvía. Era todo. ¿Era la salida de un cobarde? Desde luego que no. En aquel tiempo yo era demasiado orgulloso para reconocerlo así. Es más, ni siquiera admitía el significado de la palabra cobardía. Decididamente yo no pertenecía a la ralea de Santiago para atacar o defenderme con auxilios de esa laya. Y la cobardía y el valor me parecían las dos caras de la misma medalla: la irrupción de lo no

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racional, de lo insólito, de lo no calculado en la experiencia de los hombres. Lanzarse a una hoguera o huir en estampida se me ocurrían actos sin sentido. Y no importaba lo que los presuntos héroes o cobardes pensaran por su cuenta. Con el crepúsculo me llegué al café. El frío y la garúa habían empujado a la clientela hacia el interior. Por detrás de la vitrina repleta de quesos, sánduches y jamones, se la veía, multicolor, alegre, conversadora, apretujada entre las mesas. Era la atmósfera del café. La luz amarilla de las lámparas del cielo raso, la luz blanca del fondo, los cuadros brumosos sobre los espejos de las paredes, el vaho cálido, hecho en esa tarde, de la humedad del invierno y del humo de los cigarrillos. Afuera, bajo un parasol chorreante de garúa únicamente quedaba una pareja de hippies amoratados de frío, envueltos en gruesos rompevientos anaranjados; barbado y melenudo él, respingada y rubia ella, fumando una pipa él, un cigarrillo ella, mirándose entre sí o mirando el crepúsculo, indiferentes y calmos junto a sus mochilas, sucios y harapientos, tenían poco en verdad. Pero ese poco era todo para ellos. Al pasar, los comprendí perfectamente. Detrás de una pequeña mesa encontré a Rodrigo. Lucía aburrido y sin ganas de conversar. El rostro como estampado por el cansancio, los lentes caídos, la mirada baja. Bebía una cerveza. Me acomodé frente a él y pedí un cortado al mozo. Cortado o capuchino, daba igual. No era cansancio lo que había en la cara de Rodrigo. Era melancolía, me lo dio a entender. Su última conquista le resultó un fracaso. Le pregunté por Andrés. Me dijo

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que llegaría en una hora. En efecto llegó. Se ufanaba de su puntualidad en las citas que hacía. Aquello, según él, lo diferenciaba grandemente de sus compatriotas. Conforme su costumbre y a manera de saludo, en voz muy baja y grave empezó por comentar los últimos rumores políticos. Habló del inminente golpe de Estado que preparaban los militares, cosa nada nueva en la ciudad. Nada nueva y rigurosamente periódica. Un hecho cierto de su folklore. Luego abominó de la falta de garantías con que tropezaba la empresa privada que comienza. Luego del clima. Era puntual. Cuando paró de hablar, sin mayores preámbulos le expliqué que me resultaba imposible alojar a nuestro amigo por más tiempo en casa. En principio no agregué detalles ni precisé excusas. Quise sorprenderlo. Le dije que si él iba a sacarlo de país en unos días, como nos había ofrecido, lo correcto era que lo tuviese a mano, consigo: en fin de cuentas quienes llegaban a su casa, por muchos que fueran, pertenecían al mismo círculo de conocidos. De enterarse de la presencia de Santiago en ella, en ningún caso serían capaces de efectuar denuncia alguna. Mi lógica endeble no me preocupaba. Andrés se sorprendió de veras. Me miró severamente. Pero antes de que iniciase el inevitable discurso, Rodrigo propuso que saliéramos del café. No estimaba prudente ventilar un asunto de ese calibre en medio de tal cantidad de ojos y oídos. Llamó al mozo y pagó. Salimos. "Vamos a un sitio tranquilo en mi auto", propuso. Imparcial, sosegado, guardaba sus distancias con relación a Andrés y a mí. Ni por un segundo se le pasaba por la cabeza la idea de que a él

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le atañían iguales obligaciones y responsabilidades hacia Santiago que a nosotros. ¿Obligaciones? ¿Responsabilidades? Nunca se encontrará la expresión correcta. ¿Por qué, en base a qué tales deberes? Supongo que no existe la palabra que designe el confuso juego de remordimientos y vanidad que a Andrés y a mí nos compelía a socorrer a Santiago, y del cual Rodrigo se marginaba con una naturalidad asombrosa. Rodrigo era el cómodo del grupo. Un grupo de amigos, ahora lo sé, es un escenario y unos cuantos papeles a cumplirse con mediana eficacia. ¿Era lo suyo comodidad, cinismo? Otra vez las malditas palabras vacías. De cualquier forma, si le pedíamos que refugiara a Santiago en su casa hasta que el alboroto que había en su torno se calmara, y consiguiéramos sacarlo del país, sin vacilar hubiera dicho que no, que tenía miedo de complicarse la vida con la policía. No fuimos a ningún lado. Dábamos vueltas por una zona residencial de la ciudad. Oscuridad, bruma, lluvia, los autos que corrían por las empinadas calles, las nuevas casas con algo de iglesias, enormes, silenciosas, los tejados en punta, las paredes blancas o de ladrillo visto, aquella antigüedad puesta al día, estilizada, aquel nuevo esplendor sin pasado que quería adjudicarse de ese modo el suyo, toda esa soledad resguardada por sólidos muros de piedra, rejas de hierro forjado, y perros, cómo no. Abajo las luces de la verdadera ciudad como disueltas en la niebla. Era el paseo habitual de Rodrigo. Dentro de su auto, yo junto a él, Andrés hundido en el asiento trasero, los tres en silencio, escuchábamos sin

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escuchar la boba música FM que salía de la radio. Una suerte de desconexión instantánea que se produjo al salir del café, nos impedía hablar. Andrés y yo sosteníamos, desde luego, era presumible, un seguro diálogo callado. El me estaría interrogando con el pensamiento, todo el tiempo, acerca de mis supuestos temores, diciéndome que no creía, de antemano, en los argumentos que le opondría para retractarme de lo ofrecido, sin que le importara saber cuáles fueran, que por detrás de ellos lo único que se vislumbraba era el temor. ¿Qué otra cosa podía decirme? Yo por mi lado, en esa especie de comunicación telepática establecida entre los dos por la sencilla razón de que, dadas las circunstancias, ambos sabíamos las ineludibles palabras que en algún momento habríamos de intercambiar, le respondía también con el pensamiento, que no me importaban sus elucubraciones porque mi decisión estaba tomada. Por fin Andrés, como desde la sombra, se animó a hablar. -Bueno hermano -me dijo-, tus razones tendrás, pero yo te pido como amigo que me des una semana de plazo, conforme a lo acordado. Antes no me es posible... Tengo tantas cosas que hacer, que resolver. Además hay un nuevo huésped en casa, ¿comprendes?-. Yo no estaba dispuesto a comprender nada. Le repuse -todavía sin explicar mis excusas, y sin creer en las suyas- que algo entonces sería factible de intentar, llevar a Santiago a una finca, a una hacienda, en fin. Entendí que eso implicaría comprometer a nuevas gentes, complicar la situación con traslados inútiles a las afueras de la ciudad,

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cuántas dificultades imprevistas. Callé esperando la respuesta de Andrés o una sugerencia de Rodrigo. Pero Andrés no respondió ni Rodrigo sugirió nada. Y de nuevo fue la música FM, pastosa, lerda, un fondo de cuerdas melosas, el típico acompañamiento de las películas cursis de Lelouch. Y de nuevo las luces de la ciudad, acercándose y alejándose, difusas entre la niebla. La lluvia empezaba a ceder. "Ahora Susana y Santiago están juntos y se sonríen", me susurró un doble pensamiento que no quise reprimir. Con igual desgano miraba a través del parabrisas. Yo no era un hombre de voluntad, lo estaba comprobando. A muy baja velocidad Rodrigo seguía esa larga pendiente que se sumía en la bruma. En los atardeceres sin lluvia, desde esa misma zona, uno podía ver hacia el Sur, a la luz anaranjada de un sol oblicuo que terminaba de arder sobre el volcán, el congestionamiento de casas y edificios superpuestos entre sí, contra el perfil redondo de la colina-insignia de la ciudad, recientemente adornada y coronada por una enorme Virgen con alas, que los forasteros confundían con un ángel. Todo aquello envuelto en la suave, tenue, azulenca calígine del crepúsculo. Amaba ese paisaje, recuerdo. Pero en la cerrada noche yo lo evoqué como un vago sueño, acaso triste. "Ahora Susana lo mira, le redescubre el rostro firme, ejecutivo, el agradable rostro de ejecutivo joven": fue otro susurro que creía oír dentro de mí. Rodrigo dobló hacia el Oeste, íbamos a tomar por la parte plana de la ciudad. A lo lejos, como detrás de un vidrio opaco, verdes, rojas y amarillas giraban las luces de los carruseles y ruedas

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de un parque de diversiones. Era increíble. Ni el frío, ni la garúa, lograban detenerlos. —Y bien ¿qué hacemos con Santiago? pregunté de improviso. -Ya te lo dije -se apresuró a responder Andrés-, tenlo una semana más. Callé. Poco después Rodrigo empezó a insinuar comentarios insulsos. Deseaba alivianar la situación. Para él el asunto había sido resuelto. No quería estropearse la noche con tensiones inútiles y vanos malos entendidos. Nos acercamos al parque de diversiones. Le dimos una vuelta por las calles aledañas. Había gente en los carruseles y en los aparatos protegidos por techos. La rueda moscovita y el pulpo, completamente iluminados pero sin nadie en ellos, igual, seguían girando con todas las luces encendidas. A esa hora también en la calle de los nuevos restaurantes, había movimiento. Y empezarían a funcionar las discotecas. Y los bares y los casinos. Y las peñas folklóricas. En el frío de la cordillera las ofertas de la alegría comenzaban. Apremiaban. Cómo escapar a ellas. Alegre, superficial, llamativo, el espíritu de la época rezongaba en la noche. Siempre había de faltar tiempo y dinero para alcanzarlo bien entre tanto bullicio, agitación y bonanza. En tales circunstancias nadie se inmiscuía en los contratiempos ajenos. Nadie pretendía contrariar su derecho a la felicidad, su particular cuota de dicha, con las ansiedades de los otros. Lo aseguro. Era así. No me dejaré mentir. Un fulano necesitado de ayuda pasaba a ser un estorbo. A parte de una mala señal, casi un presagio. Qué decir

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de Santiago. Rodrigo había girado hacia el norte. Prefería hacer un rodeo antes de dar por terminado aquel encuentro con un final un tanto brusco. Bordeábamos el aeropuerto. Un redondel. Parterres. Arbolitos. Del otro lado, villas adornadas con jardines y rejas sencillas. Mientras pensaba que no valía la pena insistir ni inventar un pretexto creíble para imponer mi decisión a Andrés, escuché, desde el asiento trasero, su intempestiva voz que me decía en un tono más bien sereno, menos profundo y severo que el usual: -Bueno, hermano, si te resulta de veras imposible ocultar a Santiago un minuto más, entonces tendré que llevármelo conmigo. Será un huésped más en casa pero me las arreglaré. No era él quien así hablaba. Alguna oscura nostalgia le dictó de improviso esas palabras que nunca preví. Sin que yo persistiera en mi propósito inicial, sin que yo abriera la boca para decir siquiera un monosílabo, él solo, por su cuenta y riesgo, me ofrecía una salida. Claro que se había defendido con aquello de "ni un minuto más"; sin embargo, en ese instante, la iniciativa era mía, mía la decisión última. Hubiera bastado con que yo le dijera con un poco de indiferencia: "Está bien, llévatelo" para que a él no le quedara más remedio que llevarse a Santiago para su casa. Pasó que no tuve ganas de decírselo. Era una prueba de fuerza: su debilidad frente a la mía. Y contra todo lo programado por mí, contra toda razón viable, preferí perder. -No. No te preocupes. Olvida lo dicho, lo alojaré el tiempo que sea indispensable -le dije sin dejar de

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sentir que otra moneda más de la mala fortuna, inadvertida y desdeñosa, se me escapaba de las manos. La lluvia había cesado. Regresábamos hacia el Sur como llevados por las dos filas de lámparas de sodio, amarillas, intensas, que emergían de la bruma en lo alto de sus postes de metal. A uno y otro lado del flamante pavimento, de trecho en trecho, asomaban los espacios vacíos, negros, de lo no edificado aún. Corríamos hacia el lado de lo nuestro, las joviales calles de los pasatiempos y las diversiones. Más allá, casi de seguido, estaban los dos parques de la ciudad, pinos, sauces, álamos, la pequeña laguna, y luego las casas y las calles del centro, y luego el centro histórico decían, y los campanarios y después, lo suficientemente lejos como para el olvido, los vericuetos antiguos y malolientes adonde no habríamos de ir, las callejuelas intrincadas y sucias, las casas agobiadas, atestadas de pobres, la vieja gran avenida de los mercachifles y los desocupados, de las traperías y los muebles baratos, de los indios cargadores y de los pordioseros, todo aquello que dormía en la noche, existiendo en el moderno Norte solo como un mal signo, como un presagio. "Lo alojaré el tiempo que sea indispensable", le dije a Andrés contra todo lo programado. Había afirmado cabalmente lo contrario de lo que debía afirmar. Y esa fue mi primera deliberada quiebra. La verdadera. La primera en esta historia. No se trató de un exabrupto. Fue lo que tuve que decir. De pronto "mi lucidez" se desmoronó. Dio paso al desánimo. Me sentí ridículo. Me supe ridículo. Esto

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ocurrió antes de que llegara al café. Luego, como con otros ojos que no fueran los míos me vi metido en un automóvil japonés pagado en cuotas, entre Andrés y Rodrigo, vagando por la ciudad nueva, haciendo malabares de equilibrio interior para salvar algo que de todas maneras se había ido perdiendo, gastando en el ocioso tiempo, en los días del hastío, de la desconfianza, de la falta de fe, de la costumbre; no solo el amor de Susana, y mi amor por ella, ahora tan frágil que no habría de resistir una sola prueba, golpe, paso en falso, o como quiera llamarse a lo que le sobreviniera, si-no y sobre todo al personaje aquel que era yo mismo a los treinta y tres años, la edad de Cristo sin ninguna coincidencia, y que se me escapaba y descomponía y al que no quería someterle a ninguna prueba que acabara por descomponerlo y disgregarlo de una vez. Hablo de aquel que en ese instante y de ese modo secreto y sinuoso, buscaba, incrédulamente, buscaba la ayuda de sus dos amigos, Andrés y Rodrigo, a quienes no les unía ya, en verdad, ningún afecto; a quienes miraba en verdad con una distancia crítica cercana al desprecio, sin que supiera exactamente por qué, y sin que "crítica" y "desprecio" fuesen de otra parte las palabras correctas porque ellas, como tantas otras, como la palabra valor o la palabra cobardía, como la palabra bien y la palabra mal, en las que un día creyó y que en cierta forma lo constituyeron, ya no eran a sus oídos sino sonidos huecos, vacíos de toda significación. Hablo de aquel que sentía perderse junto con sus palabras, sus efectos y sus sueños, precarios siempre, pero sueños al fin: perderse desde luego en esa ciudad, la suya,

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cambiante, distinta que se le escapaba también y lo traicionaba siempre. Hablo de aquel que frente al vendaval de la época —es preciso recordarlo bien-, que arrastró a unos a la locura del lisérgico y las anfetaminas, y a otros los envolvió en la carrera por el gran dinero o el poder, con una lucidez más que sospechosa, con una pobre lucidez y a costa del desaliento y la nostalgia, aligerados de tarde en tarde por juegos y pequeños riesgos inútiles, se resistía a cambiar. Pero basta de lirismos. Dije que me sentí ridículo en mi propósito de desembarazarme de Santiago, valiéndome de esas argucias laterales e implorantes. Creo que en el fondo lo que había en mí era cansancio, mucho cansancio. Era la pereza del futuro lo que me sobrevino de pronto. El peso anticipado de ese fardo gris y renuente que habría de sobrellevar, cualesquiera que fueran las alternativas que el azar, la buena o la mala fortuna, me depararen. De un lado sabía que yo no iba a tolerar ni perdonar un desliz de Susana. Mi súbita necesidad de ella me lo anunciaba claramente. La razón tiene un límite que lo instintivo invade pronto. De otro lado, si nada de lo prefigurado por mí llegaba a ocurrir, y yo lograba, como he dicho, salvar lo salvable, quiero decir mi maltrecho personaje y lo que lo fundamentaba, mi hogar, mi mujer, mis niños, su impredecible porvenir, mi oscuro lugar en el mundo ¿es qué iba a estar por mucho tiempo tranquilo y conforme?. En ese instante no creo que esto lo haya pensado así. Es muy probable que no. Estaba demasiado cansado. Y recuerdo que no quería pensar.

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De vuelta a casa encontré que todos se habían retirado a reposar. Demasiado temprano, me dije. Eran apenas las diez. Me equivocaba. Había luz en el cuarto de Santiago. Luego oí el tecleo de una máquina de escribir. Debió interrumpirlo cuando escuchó mi llegada. "Escribe a Puerto Rico", murmuré con sorna. Merodeé por la pieza de los niños. Dormían. Vi sus pequeños cuerpos con el resplandor que venía de la calle. Inmóviles, indefensos, abandonados en la noche, latían, existían en sus camas. No me acerqué para no despertarlos. Me deslicé hacia mi habitación. Susana estaba despierta. "¿Duermes?", le dije a modo de saludo. -No, hace poco apagué la luz -dijo al tiempo que encendía la lámpara del velador-. Te esperaba. ¿Tuviste mucho trabajo hoy? -añadió tal que si me mostrara sus dudas. -Estuve con Andrés y Rodrigo -le contesté, seguro de que no lo creería. -Te ves mucho con ellos -me dijo para que le adivinara la doble intención de sus palabras. -A veces. Esa actitud suya, agresiva, provocadora, debió extrañarle a ella misma, y después de un breve silencio me preguntó con otro tono de voz: -Si nos has comido, puedo prepararte algo. —No te preocupes, ya lo hice. —Mentí. Fue una torpeza mía. Aquello le devolvió a sus sospechas. Mejor, a esa insólita urgencia que tenía de exhibirme sus sospechas. -Ah, ya comiste... comprendo... ¿Cuando no vienes a medio día también almuerzas con tus amigos?

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-Vamos Susana ¿qué te pasa? Sabes que si tengo mucho que hacer me quedo en la oficina -le repuse. -Supongo que las secretarias preparan almuerzos -dijo como aspirando las palabras. Era una Susana desconocida, pedestre, la que así hablaba. Todo el revoltijo de incertidumbres, de habladurías, de rencores soterrados, acumulado durante años parecía habérsele sublevado de improviso. Y no alcanzaba a controlarlo. Una estúpida paradoja colocaba sus reclamos tan a destiempo, justo en esos días, cuando menos podía dudar de mí. Y era que no dudaba de mí en ese instante. Dudaba de ella. Tenía adentro un aturdimiento tal que mediante una oscura transposición, invertía nuestros roles, proyectaba en mí su inseguridad. -Te estás dando tus razones -me animé a decir. -¿Qué razones? -balbuceó. Yo iba a contraatacar. Iba a preguntarle por sus novísimos conciertos de violín. Iba a espetarle cosas acerca de Santiago. Callé sin remordimientos: Por primera vez en mucho tiempo y gracias a mi nuevo, reciente cansancio, ahora podía callar a mis anchas, hablarme a mí mismo sin remordimientos. Detrás, mientras me desvestía como envuelto en silencio, como dentro de una campana aislante de silencio, presentía la mirada esquiva de Susana, su desazón, su confusión retenida. Ella también había callado. Poco después apagó la luz. Poco después creí oírla rezar. Al día siguiente volví a la oficina. Presumo que justifiqué de alguna manera mi repentino regreso. No lo recuerdo bien. No hace falta. Pero tengo la

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sensación de que el cansancio y el sopor me perseguían. De lo que vino luego me ha quedado una sola imagen: una ciudad lívida, casi blanca, bañada por la luz del invierno. Un cielo gris—blanco, casi uniforme. Oscuros pinos y eucaliptos. Las calles lavadas, negras, después de la lluvia. El aire limpio, sin bruma, dejando ver hasta muy lejos el fondo de las montañas azules. Todo eso que hace posible la luz del invierno: el brusco juego de contrastes se diría que trágicos: el blanco sobre el negro, el verde sobre el azul, todo como enmarcado y límpido. Todo como quieto y trágico. Creo que esa tarde, o fue otra, no importa ya, le dije a Susana sin siquiera saber qué le decía, una ingenuidad para halagarla y que en otro tiempo me hubiera sonado falsa y ridícula: le dije que me pidiera cualquier cosa, un lote de joyas, un automóvil pequeño como el mío; la casa en la colina podía esperar. No insistí, ni añadí nada. Creo que a la mañana siguiente, o fue en otra, tampoco importa ya, le mentí a Santiago acerca de las investigaciones de la policía. Le mentí que estaban registrando las casas de sus amigos, de una en una, minuciosamente. Le advertí también que no llamara por teléfono y que no se acercara a las ventanas. Creo que la noche del viernes, o del sábado, tampoco importa ya, llevé a Susana prácticamente con ruegos, primero a un restaurant acondicionado en un penthouse y desde el cual se dominaba la ciudad, y luego a un recorrido errático por unas cuantas discotecas nuevas, desconocidas para ella. No tardé en emborracharla. No tardé en aturdiría con el

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movimiento y las luces y la música trepidante de guitarras eléctricas, bongós y voces desgarradas de la nueva juventud. No tardé en tenerla contra mí, riendo como nunca había reído en su vida, riendo hasta las lágrimas. Supe, una vez más, que en ocasiones, la alegría es precisamente su contrario, es la necesidad de la alegría. La noche siguiente -¿domingo o lunes?-, persuadí a Susana para que fuéramos al cine. Películas idiotas. Supongo que ni siquiera leíamos la traducción. Pero esperamos el final. Salimos. Di vueltas por la parte nororiental de la ciudad. Orillamos un bosque. O lo que quedaba de él. Le recordé a Susana que una vez, en un bosque, hace tantos años... Callé. Un poco más allá detuve el auto. La obligué a bajar. La interné entre los eucaliptos y la tierra húmeda. Aquello tuvo el sabor desesperado de una violación. No hablamos al regreso. Descubrí que Susana empezaba a temerme. Descubrí que los niños empezaban a temerme. Yo era un ser vociferante. Por mi parte los encontraba maleducados y llorones. Debí castigarlos. Descubrí que yo mismo empezaba a temerme. La tarde del martes -¿o del miércoles?- López sugirió que no fuera borracho a la oficina. Soñé en un teatro: un actor sin piso ni escenario daba manotazos, gesticulaba en el aire. La mañana del jueves o viernes busqué a Andrés. Me evadía. Se hizo negar por teléfono. No insistí. Nuevamente le mentí a Santiago. Le dije que en los próximos días habríamos de trasladarlo a otro lugar más seguro. La policía tenía nuevas pistas de él.

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Yo daba manotazos en el aire. Mi personaje daba manotazos en el aire. No era un sueño. Poco a poco vi desmoronarse a Santiago. Se mostraba tenso, irritable. No paraba de hablar, sin embargo, del "valor", de lo "auténtico", de las "experiencias vitales". Era su música. Se aferraba a ella como nunca. Se habría dado cuenta ya que era todo lo que le quedaba. El también había perdido su piso y su escenario. Y daba manotazos desesperados en el aire. Yo observaba a Santiago. Y observaba a Susana. Se me vino a la mente un doble pensamiento: "Ahora esos dos han dado un rodeo y se buscan desde el otro extremo, ahora se buscan desde el lado de la angustia". Un día volví puntual a la hora del almuerzo. La sirvienta no estaba. Los niños en su escuela, claro; la jornada única, claro. Almorzamos los tres: Susana frente a Santiago, yo en la cabecera de la mesa. Recuerdo que hablé de la lluvia. Hablé mucho de la lluvia. Es increíble cuanto uno puede decir de la lluvia. Me consideraba un experto del tema. Hasta recordaba las fechas de las tempestades más célebres. Rememoré el aluvión que bajó desde la montaña y se encauzó por una alargada pendiente llevándose decenas de vehículos. Rememoré las tormentas de octubre y de febrero. Evoqué la tarde aquella en que la ciudad se tornó blanca de granizo. Parecía que hubiera nevado: me explico: no eran las briznas de nieve de otras latitudes, era simple, contundente granizo lo que cubría a la ciudad, la cual; bajo tal efecto, semejaba ser otra. Por cierto que hubo a la par,

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varios tejados hundidos. Debí recordar otras borrascas. Debí decirles muchas cosas más al respecto aprovechándome de su silencio. No por ello dejé de mirarlos ni un momento. No por ello dejé de advertir su desazón y su vergüenza. Su culpa. Conocía demasiado a Susana. En cuanto a Santiago: esa leve mueca que le alargaba el rostro, ese extraño ensimismamiento suyo fueron suficientes. No tenía sentido acudir a la violencia. Mansos, culpables, ellos eran otros, eran dos, eran otros en ellos y su angustia. Ya dije que no creía en los finales de tango. Tienen un tufo a gesta cívica. A algo que está comprometido con la defensa de las instituciones. Y no se trataba de eso. Ellos eran ya dos entre ellos y su vago futuro. Me repetí una vieja frase hecha: "Para actuar es necesario dejar de pensar, aunque sea durante un segundo". Yo estaba cansado, en verdad; pero no conseguía dejar de pensar. Cuando sentí náuseas, dándome ánimos para fingir que lo ignoraba todo, salí de la casa. Vagué por las calles atestadas de autos. Los oficinistas regresaban a sus oficinas. Más tarde me dejé entrar en un cine. No vi la película. Salí. Vagué nuevamente por las calles. No llovía, ya. Era un cielo blanco y uniforme he dicho. Era la luz espectral del invierno he dicho. Me dejé entrar en un café. No había estado nunca allí. Mesas rectangulares de fórmica flanqueadas por dobles asientos forrados de plástico. Parecía un vagón de ferrocarril. Las meseras vestían delantales y gorros rojos. Pedí un tinto. Había poca gente. El bar

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bien provisto asomaba sobre un fondo de espejos. Reparé en el televisor apagado de la entrada. Reparé en la caja negra del teléfono monedero colocado frente a él. Siempre me sorprendió que el disco de marcar de los teléfonos tuviera la apariencia de una pequeña ruleta cuya pluma, luego de que el disco ha girado, invariablemente acaba por señalar el número cero. Había también un gran ventanal. Qué fatigado estaba. No quería pensar. Sin embargo, como desde muy lejos, como desde el otro lado de un socavón, me llegó el rumor de un doble pensamiento: "¿Y si lo denunciara a la policía?" Aquello era estúpido. Sencillamente estúpido. Absurdo. Yo miraba por el ventanal. Un solo vidrio enorme. Dije que las meseras vestían delantales rojos. Dije que las mesas tenían superficies de fórmica. Pedí otro tinto y otra cajetilla de cigarrillos. De nuevo miraba por el ventanal. Era un vidrio enorme enmarcado en aluminio. En el bar había una caja registradora que pitaba suavemente con cada cuenta. La barra era alta, los taburetes de la barra altos y negros. La caja registradora pitaba suavemente en un extremo de la barra. Desde allí el ventanal era un cuadrado luminiscente, blanco, espectral. Contra esa luz las monedas del cambio que recibí emitieron extraños reflejos oscuros. Dije que el televisor estaba apagado. El soporte del televisor se erguía sobre garruchas de plástico. En un compartimiento intermedio vi la guía de teléfonos. Ahora yo, oblicuo al ventanal, giraba el disco negro del monedero. Lo giré muchas veces. Por fin levanté el auricular y marqué los seis números. La pequeña ruleta se detuvo. La máquina traganíqueles tragó sus

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monedas. Oí un quejido dentro de mí. Alguien se moría dentro de mí. Le expliqué a la ronca voz que me contestó desde el otro lado de la línea, dónde lo iban a encontrar, la ubicación exacta de la casa. Salí. Vagué por la húmeda calle. No tenía sentido volver nunca más a esa casa. Brumosamente recordé como una oración lejana mi frase nunca dicha: "Siempre habrá un atardecer arrebolado para salvarnos de la muerte". No había cielo arrebolado, la tarde era gris. Digo que era negra y que el cielo pesaba como un fardo de plomo sobre la tierra. Como un eclipse de sol o de luna. Alguien se me moría muy adentro. El personaje que fui entre esas montañas, esas gentes, ese tiempo, agonizaba dentro de mí. Cumplí desde luego su última voluntad, sus últimos reclamos de cordura. Antes de ir al aeropuerto, pasé por el despacho de Manolo, era abogado. No le di detalles. Le expliqué simplemente lo que habría de hacer con lo que fue mío. Han pasado pocos años de esto. Ahora me dejo vivir en una ciudad sin paisaje. No se ven montañas. No se ve el sol, ni llueve nunca. Está como abandonada en el desierto. Hay un mar. Pero ese mar es un remedo. La bruma lo ahoga siempre. A veces le cuento esta historia a alguna prostituta del puerto. A veces, alguna finge escucharme.

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LA GILLETTE

Uno

El hombre está sentado frente a la máquina de escribir. Observa casi con desdén el teclado, los resortes y láminas de acero, aquel inextricable mecanismo que se deja ver entre el tejido de las barras de los tipos. A veces su mirada se detiene en la cinta que comprara una semana atrás y que todavía mancha las páginas con un enérgico negro azul aceitoso. Permanece inmóvil mientras por su cerebro circulan furtivas formas, ideas vagas, imprecisiones que hacen que el hombre no se percate siquiera de que está recorriendo con la mirada, en inútil inventario, el helado barroquismo de esa vieja Remington, alta, negra, como un aparato funerario, como un esquemático instrumento del mal. Tiene algo dentro del pecho que le impide trabajar, adoptar la postura propicia de quien se concentra en su tarea. Sus ideas no se ordenan en su cabeza y él no hace mucho por ordenarlas. Y es como una angustia postergada, algo como un fracaso dejado para más tarde, lo que lo retiene allí, dudando entre levantarse del asiento y largarse para cualquier parte o de una vez, empezar a llenar con desgano en verdad, la blanca página que tiene ante sí. La culpa es del tema seguramente, el repugnante tema de la muerte. La historia que se impuso refiere la paulatina destrucción de un tipo que poco a poco, y por un estúpido apego a la desgracia, va deshaciendo todo lo

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que hizo y fue en su vida, sus trabajos, sus afectos, por último, su unión con una tal Verónica a quien asignó en su mundo el papel de núcleo, de elemento ordenador a partir del cual se articula todo lo demás. Dañado ya todo aquello que lo constituyó, el suicidio del protagonista es solo una solución suplementaria. Y ésa es toda la historia. La ha escrito casi por completo y apenas le falta ya la última parte, la del suicidio. Se la sabe bien y pudiera escribirla de corrido. Sin embargo, no lo hace porque entre otras cosas y ahora que se da cuenta, tiene un ligero dolor de cabeza, un suave martilleo de las sienes que se prolonga hacia los ojos. Necesita un nuevo par de lentes de seguro. Debe acudir al oculista. Pero parece que ahora todo es imposible. La empresa de procurarse otro par de lentes se le antoja tan lejana y ardua como la de escribir en su máquina. No irá al oculista. No escribirá tampoco. Antes, en esas circunstancias, hubiera temido la noche de insomnio, el infaltable castigo de un día de trabajo perdido. Esta vez no la teme. El hombre se pasa la mano por la frente, por la nuca. De pronto hace un involuntario movimiento y deja caer el lápiz que le sirve para subrayar cosas. El lápiz rueda por el suelo. El hombre lo recoge, lo examina. Descubre que se le ha roto la punta. El hombre busca la Gillette. Esta reposa sobre el Larousse ilustrado, edición muy antigua. Toma la Gillette y arregla la punta de su lápiz. Deja el lápiz, deja la Gillette sobre el Larousse y se dispone a escribir. Mas nuevamente esa inercial falta de fe, ese arrogante quemeimportismo que le invade, le impiden presionar las teclas de la máquina. El hombre deja

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correr la mirada por los rincones de la habitación. Pero la Gillette brilla sobre el Larousse ilustrado. Le molesta ese brillo. Regresa la mirada y contempla la ridícula forma de la Gillette: una superficie atezada, dos paralelas relucientes y en el centro algo como una espantosa boca con los dientes destrozados. Recoge la hojita de afeitar y la esconde entre las páginas del diccionario. El hombre abre una de las gavetas del escritorio y guarda allí el Larousse. Pero piensa que ésa no es la solución y abre la gaveta y luego el diccionario y busca la Gillette. La sostiene con cuidado entre sus dedos, penosamente se levanta, va hasta la ventana y arroja la Gillette a la calle. Respira hondo, mira el reloj y regresa a su puesto de trabajo, a lo que en otros días ha llamado su telar porque ha creído ver en las páginas escritas que salen por la parte superior del rodillo, una suerte de tela que se va tejiendo y saliendo por el otro extremo de la máquina, como ocurre en los telares. Mas entonces descubre la gaveta abierta del escritorio. Dentro de ella, envuelta en sombras y como agazapada estará la vieja Luger alemana lista para el disparo. Cierra rápidamente la gaveta y sin querer vuelve la mirada al frasco de pastillas que dejara sobre el anaquel lleno de libros desordenados. Queriendo hacerse una broma se dice que cómo pudo permanecer tanto tiempo en un sitio tan peligroso sin haberse dado cuenta siquiera de ello. El hombre vuelve a levantarse, toma su saco, se lo pone y luego sale con dirección a la calle. Ha abandonado esa historia que ya no terminará más, al menos de esa manera. Ahora avanza rápidamente por la calle. Es preciso que avance rápidamente,

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abriéndose paso a empellones por entre los transeúntes.

Dos

Ahora, desde el otro lado de la avenida, el hombre la mira cruzar la puerta pintada de verde y salir por el callejón empedrado con cantos de río. Ella sin saberlo viene hacia él. Tiene la mirada baja y los brazos cruzados sobre un par de libros, como una colegiala. El hombre le ha esperado por más de una hora sin animarse a entrar y buscarla en ese extraño instituto en donde no hay sino una biblioteca y enormes cuartos con archivos que nadie consulta. Se dice que es un buen presagio eso de que no haya habido otro que la esperara a la salida de su trabajo. Se dice que el viento del verano, el cielo azul, el sol del mediodía son aún mejores augurios. Además en esa zona de la ciudad todavía hay el suficiente silencio y la suficiente soledad como para hablar sin contratiempos. De pronto ella lo descubre. Es inútil huir. El hombre piensa lo que la mujer está pensando: que si pudiera arrancar una de las piedras del callejón no vacilaría en lanzársela. La mujer ha volteado la cara de chiquilla asustada para no oír lo que por cierto el hombre todavía no dice (ni dirá), porque no ha tenido la precaución de escoger las palabras iniciales, las adecuadas y precisas palabras iniciales de su presumible discurso. Ahora caminan en silencio por la acera casi blanca de tanta luz. Ella como si no lo conociera. El sin decidirse a tomarla del brazo o de una vez, abrazarla y besarla como un desesperado.

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-Podemos hablar ¿no? -dice él. Ella apresura el paso. Alta, flaca, morena, las enormes gafas en la punta de la nariz, la melena castaña, abundante, cayéndole sobre los hombros, se considera una mujer con las ideas bien puestas en la cabeza. Por nada del mundo lo escuchará. La soledad de los tres últimos meses bastó para hacerle comprender muchas cosas. Por ejemplo, que había que evitar a quienes se pretenden locos o artistas, y sobre todo, a quienes tienen de lo uno y de lo otro a un tiempo; verbigracia, el ejemplar que camina a su lado. -Podemos hablar ¿no? -dice él. Ella apresura el paso. Recuerda sin tristeza su rotunda y última resolución: el asunto aquél concluyó hace exactos tres meses. Y para siempre. Claro que en los primeros días que siguieron a la ruptura (definitiva) temió encontrárselo, esperándola a la salida del Instituto o de la casa de su madre, y temió cada llamada telefónica que contestaba, y cada timbrazo o golpe dado a la puerta (de la oficina o de la casa de su madre). Entonces, unas palabras de él hubieran bastado para desmoronarla. Y no hubieran sido "unas" palabras, sino muchas. Una verdadera avalancha (como la que dentro de un instante, si le dejaba hablar, se le vendría encima). Era un hombre de palabras. Estaba hecho de palabras. No le costaban nada. Y las derrochaba con una escandalosa irresponsabilidad. Entonces, en esos primeros días de llanto y remordimientos, pudo acaso oírlo y volver con él. Hoy, en cambio, se sentía fortalecida y libre. "Habla cretino, que no te escucharé", se dice con la boca apretada por la indignación. Él la sigue en

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silencio, mirando el cemento de la acera como si buscara algo. —Habla, pues -le dice ella casi en un suspiro. El comprueba su primera victoria. Ella no se ha detenido en la parada de buses, sino que sigue caminando con ese aire demasiado distante y ajeno, demasiado' deliberado como para ser verdadero. Y hasta consiente en que le hable. Es el momento de insistir. Pero ahora ocurre, es extraño, que las palabras se le entorpecen y entrecruzan en la mente. Y no consigue ordenarlas. En el fondo, no sabe qué le va a decir. Pedirle, así, de repente, que vuelva con él después de tres meses de silencio total, le parece una ridiculez. Además no se le ocurre prometerle nada a cambio de su regreso. Y no sabía cómo empezar con los inútiles, cursis, de antemano mentirosos ofrecimientos que pronto le parecían una letanía interminable: no se emborrachará más, no hará proposiciones a sus amigas, no ridiculizará la vida doméstica, ni rechazará los aspectos materiales de la misma, no odiará a su suegra solo por el hecho de ser conservadora, no se dará de golpes con sus amigos más íntimos, no le exigirá lecturas que no le gusten; será tolerante y comprensivo, hablará apenas lo indispensable y sin ampulosas teorizaciones; abandonará para siempre su manía depresiva -cultivada y requerida periódicamente como un verdadero vicio—, procurará volverse más estable, etc., etc. El hombre sabe que éste no es su estilo. Ha aprendido a eludir lo simple y lo directo, que se le antojan abreviaturas precarias que nunca comunican nada. Por eso necesita de los circunloquios. De la

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literatura. Del filtro de las palabras y de las imágenes. Además, en el fondo, no desea prometer nada. Porque no desea cambiar. Por el contrario quiere persistir en ese personaje a medias real, a medias imaginario que es él mismo. Darle sus razones, fundamentarlo aunque, a decir verdad, sin mucho entusiasmo. Ella lo sabe. De memoria, Se lo ha dicho muchas veces y en distintas formas. No vale la pena insistir. Y menos, en ese momento. Entonces, acometido por la súbita y un poco extraña necesidad de ser sincero, prefiere callar, continuar en silencio, buscándola sin palabras como un adolescente azorado. Se le viene a la memoria como un auxilio supremo una de las amadas frases de Lowry: "¿Quién era ella para juzgar lo que fue anterior a su llegada?" Le parece una frase clave. La justificación más respetable de cuantas imagina. Su difícil, rebelde modo de ser queda al resguardo con esa cita. No es del caso evocarla. Necesitaría un prólogo que ahora no se le ocurre. Y no le queda más remedio que repetírsela como una oración. Porque las citas que consciente o inconscientemente ha arrancado de los libros, y que de rato en rato y sin que las llame, se le vienen a la mente, son, por cierto, sus rezos y plegarias personales, o mejor, los rezos y plegarias de esa religión personal, a la cual se ha adherido como un fanático: las palabras que lee o escribe, los dudosos caminos del arte, lo que en los días de remordimiento y mala conciencia, él mismo no vacila en calificar de "su mezquina, egoísta, perfecta coartada para vivir". -Quería verte -dice él.

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"Verme a los tres meses", piensa ella. No lo repite en voz alta para que él no crea que se trata de un reclamo. La mujer ha cometido su primer error: en lugar de detenerse en la parada de buses ha seguido de largo. No sabe por qué pero le parece tonto dar la media vuelta y volver a la parada. Sería como proclamar su turbación. Decide continuar hasta la próxima esquina. A sus espaldas oye o presiente el ruido del bus que se acerca. No lo alcanzará. Ahora lo ve pasar raudo, atestado de gente que va hacia el Sur. Lo ve perderse por la desierta avenida. Las villas lucen solitarias. Habrá personas adentro, desde luego. Ella solo mira los pequeños jardines cultivados con amor. Geranios. Arbolitos. A veces un perro que les ladra por detrás de las rejas. El rápido viento de verano, frío, juguetón, se lleva papeles y hojas secas y suena, muy arriba, como un río. El cielo es azul. No hay una nube, y el sol arde con toda su fuerza. Es el verano de la cordillera: un sol desaforado y un viento fresco para aplacarlo. Piensa que sin el imbécil que va junto a ella fingiendo un silencio calculado, simulando aviesamente que no sabe lo que va a decirle, de todos modos se hubiera animado a caminar un poco antes de tomar el bus, para olvidar la oscuridad y el frío casi húmedo de su oficina. -¿Se te ofrece algo? -dice ella con un dejo indiferente en la voz. El cree adivinar las nuevas intenciones de la mujer. Ella ya no huye. Camina despacio a su lado y le habla con esa voz tranquila, suave, porque se habrá dicho a sí misma que es mejor no huir, no provocar un enfrentamiento, la ruptura dramática y total de dos

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que se odian; que es mejor contemporizar, mantenerse en un territorio neutro: tolerarlo como a un amigo distante, y nada más. Es decir, aquello que él no admitirá nunca. Por eso acerca su mano hacia ella. Intenta tomarla suavemente del brazo. Ella gira el rostro hacia él. Lo mira, dura, extraña, como sin comprender. Ha comprendido: se pone en guardia. Se defiende con la mirada. Quiere subrayar su alejamiento. El hombre se retracta. No insiste. Consiente en darle su tiempo. Y sus razones. A su manera también contemporiza. Pero es solo una táctica. Volverá a insistir, una, muchas, cuantas veces sean necesarias. —Quería verte —repite él como para regresar en el tiempo y borrar su gesto último, como quien desandará un camino equivocado y retoma el correcto. "¿Se te ofrece algo?", le hubiera repetido ella con igual indiferencia en la voz para cerrar el círculo y desarmarlo nuevamente. No le dice nada. Calla. Empieza a disgustarse consigo misma. Muy a su pesar se siente cortejada. Muy a su pesar se sabe dentro del juego. Otra vez quiere huir. Regresa a ver y no hay un bus que llegue por ninguna parte. Asoma un camión destartalado cargado con ladrillos. Refrena el impulso de levantar el brazo, de hacerle una señal al chofer para que la lleve. El camión se va. El trayecto hacia la siguiente esquina le parece interminable. En verdad que ésa es una cuadra muy larga. Dos o tres veces la extensión normal. Al fondo, sobre el perfil irregular, apretado de la ciudad, sobre el abrupto azul de los montes, se eleva el nevado, un cono perfecto, brillante, luminoso en el cielo profundo.

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Hubiera preferido el paisaje del invierno. Es más adecuado para reforzar las decisiones irrevocables. El sol comienza a sofocarla Quisiera quitarse el saco. Pero lleva los brazos desnudos y el hombre puede pensar que se trata de una provocación. Siempre le dijo que le gustaban sus brazos, su piel, la línea suave de los hombros, la línea que pasa por la axila y va hacia el pecho. Es demasiado obsceno y malpensado como para no inventarse una provocación. Ahora ansia odiarlo. Necesita un pretexto inmediato para odiarlo. Observa que han dejado atrás algunos jardines: buganvillas, malvas, rosas que salían de entre las verjas como ofreciéndose a los caminantes. El hombre no ve nada de aquello. Desde luego que no. No es de los que regalan flores. Ni perfumes tampoco. Decía que el olor concentrado de los perfumes termina por volverse tóxico. Decía que las flores cortadas le recordaban a los funerales y que era preferible dejarlas en sus plantas, admirarlas así, convivir con ellas sin agresiones mutuas. Lo cual, como todo en él, era solo una verdad relativa, exceptuando claro, su falta total de gentileza, de galantería en una palabra, que ésa sí era una verdad completa. Jamás un obsequio especial y sorpresivo. Bueno, una vez le compró un reloj. Se trató de un descuido con seguridad. En sus demás atenciones siempre estaba involucrado él mismo. La llevaba a comer, a bailar o al cine, cosas así. Pero a veces hasta el cansancio y aún cuando ella no lo deseara. Han llegado por fin a la otra esquina. Se han detenido. El hombre ha intentado vanamente tomarla de nuevo del brazo. Apenas fue un ademán. Al

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hombre le parece haber perdido de pronto, el sentido de la realidad. Ahora que debe hablar, no lo hace. Ahora que debe insistir, no insiste. La situación concreta, en su conjunto, se le escapa. Solo alcanza a captar (a disfrutar como si fuera un sueño) lo que tiene ante sí: ella y él, juntos, en silencio, en una esquina cualquiera de una calle desierta en un fantástico mediodía de sol y ventarrones. El pasado es una sospecha y el futuro no amenaza. Entonces para qué hablar. Le suele ocurrir que, a veces, le sobreviene esa clase de interrupciones. Sobre todo cuando sabe que lo más prudente que puede hacer es esperar. Y en ese instante está esperando, sabia, pacientemente, a que el confuso juego de reacciones de todo tipo que debe estar ocurriendo dentro de ella, ceda, se calme, y el tiempo de la mujer termine por igualarse con el suyo. Por eso ve con enfado al colectivo que se detiene en esa esquina. Por eso le parece injusto que la mujer le diga "adiós", mientras empieza a subirse al colectivo. Entonces no le queda más remedio que retenerla con fuerza, y decirle con un tono, en realidad violento: "¡Quédate, tenemos que hablar!" y no le importa que del otro lado de las ventanas semicorridas, la gente los mire primero con sorpresa y luego reviente en una sola, enorme, carcajada general, en tanto el chofer maldice y acelera. El hombre se percata de que ha cometido su primer error. El rostro de la mujer se enciende. Por detrás de los cristales ahumados de sus gafas, los ojos se le llenan de lágrimas. Está furiosa. El hombre le oye decir, como desde lejos: "¡Qué quieres de mí!" Ella se suelta de él. Retrocede. No es únicamente rabia lo

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que hay en ella. También miedo. No sabe qué hacer. Da media vuelta y retorna por donde vino. Se aleja. El la sigue. Balbucea una disculpa que la mujer no escucha. Opta por callar. Caminan. De pronto la mujer se detiene, busca apoyo en el muro de piedra, se cubre la cara con las manos y llora lastimeramente. Un rápido remolino de viento pasa cerca de ellos llevándose una espiral de polvo, hojas secas y papeles. Muy lejos cruza la calle un vendedor de frutas empujando su carrito. El se inclina sobre ella, le quita las gafas y le ayuda a secarse los ojos. La mujer se lo permite pero cuando él intenta besarla, lo evita sin dejar de llorar. Él le acaricia el pelo. La mujer se lo permite pero solo un momento. El hombre resuelve esperar. Blancos contra el intenso azul del cielo giran en lo alto los papeles que arrastrara el torbellino. Más allá se elevan dos cometas, una amarilla, otra tomate. Los hilos no se divisan, pero sí los largos rabos hechos con trapos. Hay, por supuesto, algunos esqueletos de cometas enredados en los alambres de luz. Ahora la toma suavemente del brazo, la empuja suavemente, la obliga a caminar. Ella se deja conducir sin ofrecer mayor resistencia. Pronto caminan por una calle transversal a la avenida. La mujer ya no llora. De rato en rato suspira. Tiene los párpados un poco hinchados y los ojos enrojecidos. El piensa que eso es una lástima. Ella ha empezado a hablar. Le dice y repite, una y otra vez, y con la voz entrecortada, las múltiples razones por las cuales nunca volverá con él. El la escucha sin mayor convicción. Le parece que ella exagera y que se le están escapando unas cuantas calumnias gratuitas. Prefiere no rebatirle. Se da

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cuenta de que la mujer está tratando de convencerse más bien a sí misma con esas razones. Cuando de sus reproches solamente quedan la mirada baja, perdida en el pavimento gris, y unos cuantos suspiros incontrolados, el hombre no vacila en susurrarle: "No dejaré que te me vayas nunca más". Es una frase de afecto destinada a invalidar todo cuanto ha dicho la mujer. Pero es cierta: no la dejará marcharse nunca más. El sol de la una y media de la tarde es un incendio loco. Contra la tierra recalentada poco pueden los diminutos torbellinos y los golpes del viento de las alturas y las corrientes que vienen de los ventisqueros. Empieza el calor. Ha sido una suerte encontrar ese saloncito en aquella parte todavía abandonada de la ciudad. Las mesas lucen manteles blancos cruzados de franjas rojas. Detrás del mostrador la dueña, casi redonda, cetrina, los ojos rasgados, los pómulos enormes, medio asfixiada por su propia gordura, no deja de mirarlos, pétrea, indiferente, inmóvil como un ídolo. El hombre devora su sánduche y bebe muy tranquilo su cerveza. Ella se ha negado a comer. Y tiene ante sí, intacta, la botella de cola. Mal acomodada en el desigual taburete, el saco doblado en su regazo, una mano descansando sobre el saco, un codo apoyado en la mesa, la mejilla sobre la mano abierta, observa al hombre de reojo. Comprueba con asombro que, íntimamente, lo ha perdonado. Comprueba que en el sopor de la tarde, vagamente por cierto, hasta ha llegado a reprocharse su propia inseguridad personal, su carácter de niña mimada y caprichosa. Sí, la culpa de tal

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condescendencia la tienen la furia, la luz y la alegría restallante del verano. Ya solo las pretendidas reglas del amor propio, de una dignidad o postura digna que no alcanza a entender muy bien, son las que la mantienen en apariencia intransigente, firme en su decisión original de no volver jamás con el hombre que, desde el otro lado de la mesa, la mira con un optimismo y una tranquilidad que la abisman e incomodan. Sí, la culpa de esa repentina volubilidad suya la tiene el verano. Sin el esplendor del verano, ella no hubiera recordado el frío y la humedad de su oficina; no hubiera recordado tampoco el silencio y la oscuridad que tuvo adentro durante tres meses; el vacío de un amor, de una costumbre, de lo que antes fue y ya no es. Piensa que en el hombre debe haber ocurrido igual y que por eso la ha buscado. Piensa que el amor a veces, es como una secreta danza que compromete grandes espacios y pausados tiempos: el ritual de dos que se buscan sin saberlo, y que se juntan y se alejan y vuelven a juntarse. Piensa con miedo que el encuentro es inminente. Se da cuenta de que le cuesta mucho trabajo sostenerse como él la ve: incrédula y distante, aunque en cierto modo, el hombre la ayude a resistir todavía, al mostrarse así como se muestra, confiado, demasiado confiado y optimista. Pero en ese exacto momento el hombre está recordando la frase que descubrió en un libro y que acogió como una definición personal: "Soy una difícil mezcla de timidez exterior y de arrogancia interior". La escribió Chandler, un autor policial del cual no ha leído sino su biografía. El hombre cree que si esa frase no llegaba a leerla, a lo mejor la hubiera escrito él

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mismo. En términos generales se ajusta a su manera de ser. Mas, ahora que ha invertido la relación, ahora que por fuera hace gala de su desenfado y seguridad, sabe que en su interior reina el miedo de perderla, de haberla perdido ya. Curiosamente, tres meses atrás, al momento de la ruptura, le pareció asistir con el debido estoicismo y la debida resignación, a la muerte natural de una fase amada de su vida. Fue doloroso aquello, pero simuló aceptarlo como un dolor intempestivo y no buscado que le llegaba desde afuera, fatalmente. Como un dolor sin culpa. Tuvo entonces, la necesaria soberbia o desfachatez para fingir la cotidianidad: ignoró el vacío que se agrandaba en su torno: buscó amoríos fugaces, bebió, inició sin fe un negocio de publicaciones y avanzó en la escritura de esa historia que, en alguna hora de esa precisa mañana, había abandonado, literalmente entrampada en su vieja máquina Remington. No le importó copiar algunos rasgos de la mujer (que desde el otro lado de la mesita del café, lo mira con el recelo y la desconfianza de una cautiva empecinada en escapar), para construir con ellos a la protagonista central del relato, y a quien bautizó como Verónica, un nombre que no le traía a la mente ninguna evocación especial. Llevado de ese mismo desenfado, incurrió en la audacia de proponerse a sí mismo -en la sola línea de sus tonos grises-, como personaje masculino, el compañero de la tal Verónica, mujer a la que deja marcharse para cumplir o ser fiel con la figura que le obsedía desde hace mucho tiempo: la tentación de la desgracia, la tentación gratuita de la desgracia; un sentimiento equiparable al de aquel

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enfermo de vértigo que se anima, de tarde en tarde, a merodear por el borde de un precipicio. El relato marchó bien hasta muy cerca del final. Exactamente hasta cuando a su autor le repugnó el remate previsto que, en el fondo, era la idea que lo alimentó e hizo posible. En la escena en cuestión, el personaje central, cuyo periplo voluntario por las regiones del infortunio le ha encerrado en círculos cada vez más estrechos, está situado frente a un espejo y sostiene entre sus dedos una hoja de Gillette. Los elementos primordiales de la escena están claramente dispuestos: el personaje real, el personaje imaginario del espejo, la Gillette, la yugular amenazada por la Gillette: cualquier movimiento brusco, en ese último círculo, cualquier decisión será ya puramente instintiva: o la vida o la muerte, o la distancia existente entre el personaje real y el imaginario del espejo, se conserva, o los dos terminan por hundirse en la misma sombra. No se mencionan, es lógico, los componentes externos del relato. En primer lugar, el hecho concreto de que esa escena haya ocurrido ya una vez, diez años atrás, en la realidad, y cuyo trágico desenlace estremeció a la ciudad (lo cual coloca al narrador en una difícil frontera: ¿hasta dónde puede apropiarse de las experiencias dolorosas de los demás, sin profanarlas ni falsearlas?). Y en segundo término, algo aparentemente casual que, en el fondo, no lo fue: antes de dar por terminado su escrito, el hombre había dejado, acaso con intención, acaso con el afán del pintor que precisa de un modelo, una hoja de Gillette sobre el diccionario Larousse que tenía a su alcance. Y eso era todo.

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La interrupción del relato ocurrió de un modo sobrecogedor, casi fantástico: cuando el hombre tuvo necesidad de tomar la hoja de afeitar entre sus dedos, para arreglar (podía no hacerlo) la punta rota del lápiz con el cual subrayaba las palabras que habría de cambiar, le sobrevino una suerte de cortocircuito, de superposición brutal entre lo imaginario y lo verdadero, entre el pasado y el presente. De pronto el personaje ficticio frente a su espejo, el autor frente a la página de su relato (en buena parte, también su espejo), y el suicida de diez años atrás, arribaron a un solo punto, coincidieron en un solo punto. Por un segundo lo imaginario fue verdadero, y el presente fue pasado, y el futuro no existió. Y en medio de todo eso, convertida en eje de todo eso, la forma impávida, pura, espléndida de la hoja de acero como suspendida en medio camino. El hombre -no lo olvidará jamás-, se había asomado así a la muerte. Le había sido dado detenerse en el umbral del cero absoluto, pues, el dislocamiento de tiempos y espacios que lo convulsionaba en ese instante, no le permitió, al igual que a su personaje, otra elección que la instintiva. Entonces fue comprensible que, luego del aturdimiento inicial, no pensara en otra cosa que en huir, en alejarse de esa helada zona de sombra que procuraba atraparlo y envolverlo en sus fatídicas ondas. Entonces fue comprensible que optara por regresar, por desandar el camino recorrido hasta allí. Se deshizo de la Gillette, interrumpió la redacción de su relato, abandonó el oscuro departamento saturado de nicotina y en el cual las brumas del invierno parecían perdurar todavía, y fue a buscarla.

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En el café, la mujer lo está observando algo extrañada. El rostro del hombre se ha ensombrecido. Luce como ausente. La mujer duda de esa expresión. El hombre se recobra de su momentánea fuga mental. Se levanta. Se dirige hacia el mostrador y arregla la cuenta con la dueña. Regresa hasta donde ella. "Vamos", le dice con la voz apagada. Ella lo sigue. Caminan. Van hacia la avenida. El hombre ha decidido no insistir más. Sin embargo insiste. Entonces sucede el milagro. La siente apretarse suavemente contra él, refugiarse en él, venir a su lado como si viniera de muy lejos. Y él la recibe y la protege. Y entonces el SILENCIO se ROMPE como una botella vacía, o mejor, como una botella llena de sonidos y palabras que nadie le adivinó adentro; y él habla, y ella habla, y él le dice, y ella le dice. Y se prometen todo, que es más o menos, todo aquello que no van a cumplir. Y en ese momento el hombre se percata de la furia del verano, y del sol que enceguece a la tarde, y sabe que el mismo viento amable que juega con ellos, es el que se lleva, un poco más allá, los restos de un viejo periódico amarillento y resquebrajado, espectacularmente inútil, lo cual le parece una adecuada metáfora de lo que le acontece en su interior; en tanto la mujer, sin que pueda reprimir unos cuantos sollozos -porque para eso es mujer, entre dichosa y culpable piensa que ésta en la peor estupidez que ha cometido en su vida, porque solo una estúpida puede volver con un hombre así de difícil y de raro, extravagante es la palabra, que nunca se resignará a aceptar las cosas sencillas y

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llanas del mundo -que desde luego existen-, porque siempre tendrá la imperiosa urgencia de sospechar de ellas, de analizarlas e interpretarlas en busca de significados ocultos y ocultas motivaciones, cuando en el fondo lo único que consigue con eso, es embrollarlo y enredarlo todo. Esto está pensando la mujer, mientras con sorpresa descubre que no le importan mucho esta clase de pensamientos y de dudas, y cuando arriban a la avenida y el hombre llama al oportuno taxi que se detiene frente a ellos, descubre que le importan menos aún, y menos todavía cuando él la besa y la quiere, al tiempo que el taxi vuela por las avenidas y calles hacia el barrio pobretón que ella no ha visto en tres meses pero que conoce de memoria, y al tiempo en el que el hombre, por su parte también, está haciendo descubrimientos y comprobaciones como aquello de que si para algo le ha servido la literatura es para mostrarle el interior de la vida como un exterior, o sea, objetivamente, y al menos en su caso fue así porque, hasta esa misma mañana, él no estuvo en capacidad de introducir en su especial aventura de los últimos tiempos, el elemento razón, lucidez, o como quiera llamarse a la disposición de juzgar, como desde afuera, sus propios errores y debilidades que, con las debidas alegorías, eran también los errores y debilidades de su personaje, y entre los cuales podían contarse, incluso, esos repentinos olvidos y descuidos con respecto a sus deberes para con la realidad circundante, la de los demás, la de todos; aquella que ahora mismo está mirando desde las ventanas del taxi, casi con los ojos de un recién llegado, toda esa vastedad deslumbrante,

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contradictoria, que fluye ante sus ojos con su esplendor y también con su infamia, y que en fin de cuentas -por el exclusivo hecho de haber escogido ese raro quehacer de escribir historias—, le reclama como portavoz, le exige que la descifre y la nombre. Esto piensa entre otros clamores y propósitos de enmienda que atañen a sus relaciones con la mujer, y piensa también muchas cosas más, llevado como siempre de esos bruscos movimientos en zigzag que describen sus ideas y que no le permiten quedarse por mucho tiempo en un mismo recuerdo, o en una misma euforia, tanto como él quisiera, porque le arrastran, de uno a otro lado, y le mantienen en un continuo sobresalto interior, que es, más o menos, su estilo personal, su manera de vivir; ímpetus que en adelante deberá refrenar y controlar de algún modo, para que lo que ha logrado reconstruir y componer en el transcurso de ese día de verano, no vuelva a dañarse ni a descomponerse jamás. El espacio familiar del barrio los envuelve nuevamente. El taxi se ha detenido. Bajan. Ella mira la vieja casa. Mira las ventanas del departamento de los altos. El va a abrir la puerta de calle, pero antes gira la cabeza hacia la acera como si buscara algo. Por pura casualidad localiza, unos metros más allá, el tenue reflejo metálico. Deja la llave prendida en la cerradura, y recoge la hoy inofensiva Gillette que arrojara desde la ventana. La mujer lo ve y se dice que es una locura volver con un hombre tan loco que recoge gillettes tiradas en la calle y las guarda en el bolsillo del pecho. El por su parte se limita a sonreír. Ya llegará el momento de explicarle todo. Y no quiere

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perder tiempo en explicaciones confusas. El hombre siempre ha creído que la felicidad y el sufrimiento -independientemente de los sucesos que los provocan-, no son emociones que puedan prolongarse por mucho tiempo. Ahora, mientras sube alegre por la empinada escalinata de madera, sabe que no vale la pena ensombrecer aquella alegría con evocaciones inútiles. Deberá aprovechar al máximo su buena estación. Como aprovechará el verano, sin duda. Todo lo anuncia así. El rabioso viento que sopla y silba por debajo de la puerta y que parece aconsejarle cosas. La mujer que a su lado lo besa y lo quiere. La rápida iluminación que le ha dejado, en la memoria, el tono preciso para culminar su relato pendiente. Y al franquear la mampara vendrá el amor, y luego del amor, un amable crepúsculo con amarillos y escarlatas que encenderán el cielo y que pondrán rosados y violetas en los nevados y azules en los montes, y luego del crepúsculo vendrá la noche que será fresca y con estrellas, o, quizá, con una enorme luna que alumbrará hasta los más recónditos confines de la cordillera, y él verá todo aquello como con nuevos ojos, o con los ojos de un resucitado, o con los ojos de quien, por un azar, ha salvado su vida.

TREN NOCTURNO

Oyó un profundo silbato seguido del estrépito de un tren que se acercaba velozmente. Callada, temblando, con los ojos abiertos en la oscuridad imaginó los émbolos y barras que se golpeaban, los chorros de

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vapor que escapaban furiosamente por entre la herrumbre de ruedas y rieles sucias de fango y de grasa, ese caudal de aceros sobre aceros. Pero era absurdo, la estación de ferrocarriles se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Era imposible escuchar nada de lo que allí ocurriera. Cierto es que el insomnio agudiza los sentidos, los prolonga, los electriza, los hace capaces de captar señales, detalles que durante el día permanecen ocultos, ahogados por las impetuosas imágenes del tráfago urbano. Se puede oír el crujir periódico de las maderas que se acomodan en el armario. O el roer de un animalito que abre túneles y galerías en la cal y el ladrillo de las paredes de la habitación. O el destrozarse de los insectos que vienen de la noche contra los vidrios de las ventanas. O la propia respiración. O más allá el rumor de la ciudad dormida -un lejano fragor, una suma de murmullos inquietantes, remotos autos que huyen, aullidos aislados, ecos de distantes fábricas, de pasos solitarios, de silbatos de serenos, probables gritos, probables canciones que salen de las cantinas abiertas a la madrugada-. Pero la estación de ferrocarriles se encontraba en el otro extremo de la ciudad y era imposible percibir nada de lo que allí ocurriera. A lo mejor -se dijo-, todo era un sueño. A lo mejor estaba soñando un insomnio que era además un sueño. Se revolvió entre las sábanas. Pero el vaso colocado en la mesita del velador empezó a tintinear. Luego la vibración del vaso se extendió al velador y luego al piso y luego a las paredes, por fin le pareció que toda la casa era sacudida por un temblor. Se levantó y en dos trancos estuvo parada frente a la

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ventana. Un tren o lo que fuera, pasaba en esos instantes frente a la casa. Era indudable. Mas no pudo descorrer las cortinas, estaba paralizada por el miedo. Cuando la vibración cesó y el raudo correr de las innumerables ruedas se fue apagando poco a poco y empezó a sentir el frío de la noche en los pies descalzos y en los brazos desnudos, retrocedió casi mecánicamente hacia la cama. Tenía la mirada fija en la ventana, como si pudiera mirar a través de las cortinas, como si continuara viendo lo que de todos modos no había alcanzado a ver. Mucho más tarde un sueño entrecortado y bobo acabó por ganarla. Antes de las seis oyó los graznidos del pavo de la casa vecina. Una hora después y como siempre, sintió o presintió el menudo ajetreo que se escurría entre los trastos de la cocina: era su madre que había vuelto de la iglesia. Ahora se había levantado. Alta, delgada, blanca como la túnica con trazas de hábito que la envolvía fue a sentarse frente a la peinadora. El viejo espejo de bordes con flores talladas al esmeril le devolvió como si emergiera del fondo del agua, esa cara suya que a pesar de las cremas humectantes y las cremas nutritivas, empezaba a ajarse hacia la boca y hacia los ojos. Esta vez había que añadir también las huellas dejadas por el insomnio. Su palidez habitual acentuada, los párpados ligeramente hinchados. Era como si hubiese llorado. Pero esos ojos, todavía hermosos, hace mucho tiempo que habían olvidado las lágrimas. Al menos era difícil imaginarlas en aquel rostro oval, más bien adusto, más bien desdeñoso y estoico a la vez.

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—¿Por qué tan temprano si hoy es sábado? —dijo la madre en cuanto la vio aparecer en el recuadro de la puerta de cocina. -Mamá, lo oíste. -Exclamó ella. Antes de que la madre alcanzara a preguntar, se apresuró a decir: -El tren. La madre abrió unos ojos asombrados. -Pasó frente a la casa -dijo la hija. La madre no atinó a decir una palabra. La miraba de soslayo: sus ojillos escrutaban atentos por detrás de sus ojeras violáceas. La luz de la mañana, difusa y gris, la bañaba desde lo alto de una estrecha ventana de vidrios cuadrados. Inmóvil detrás de la mesita forrada de marroquí blanco, el cuerpo levemente inclinado hacia adelante y sosteniendo un plato y una taza entre sus manos nudosas y apergaminadas, la madre se parecía a Santa Ana. "Has tenido una pesadilla" quiso decir. "No debes hacerle caso", quiso añadir. Pero calló. Era preferible callar. En los últimos años había aprendido a temerla. Y ahora que la veía demudada, tensa, no valía la pena poner en duda ninguna de sus palabras: acaso sería un pretexto que acabaría por estropearles el día. Ya había ocurrido en otras ocasiones. Sí, era preferible callar. Nada ganaría provocándola. Quizá fue una visión maligna. Tal vez fue asunto de los nervios. "Ya se olvidará", se dijo bajando la taza hasta la mesita como si ese suave descenso del brazo acompañado de un breve encogimiento del entrecejo, fueran ya una opinión. Tenía la mente en blanco. No se le ocurría decir una palabra.

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La hija observó el descenso de la taza que se posaba sobre el marroquí de la mesita. Observó también la angosta frente de la madre. En verdad era extraño. Bastaba un casi imperceptible movimiento de las cejas para cambiar el asombro por el patetismo. Era evidente que la madre no había escuchado nada raro la noche anterior. De escucharlo, hasta se lo hubiera negado. Y olvidado. Los viejos tienen sus propias manías, su propia tozudez en la cual se esconden ciegamente por miedo, por cansancio, por hastío, vaya a saberse por qué. A su madre le había dado por llevarle la contraria. Y se lo hubiera negado. Pero ahora no sabía de qué tren le estaba hablando. "Crees que tengo alucinaciones", pensó. "Cree que estoy volviéndome loca", iba a decir. Las palabras no alcanzaron a salir de sus labios. Aquello sería como iniciar una discusión absurda. Como otras veces. Aquello terminaría por estropearles el día. Como otras veces. Calló. -¿Un tren? -dijo la madre. Fue una pregunta sin énfasis, como aspirada, con una entonación casi neutra tal que si fuera dirigida hacia sí misma. A la hija le pareció oportuno cambiar de conversación, acogerse a ese aire de contrariedad y abandono, a ese gesto familiar y atávico que nunca significó otra cosa que una costumbre aprendida desde siempre, y decirle: "Olvídalo, fue una pesadilla", y hacer a continuación un comentario cualquiera que disipara las inquietudes de la madre. -¿Un tren? -murmuró la madre. Un silencio de panteón o de caverna las mantuvo suspendidas en un tiempo sin horas ni segundos. La hija se abrochó el último botón del salto de cama y se

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arrastró hasta el lavabo. La llave goteaba perezosamente sobre el reluciente acero. La cerró con fuerza para que no goteara más. Ahora el silencio era completo. La salvación vino de arriba, como del cielo. Desde el piso superior y desde el otro extremo de la casa, llegaba el retintín de la campanilla del padre que llamaba. "¡Jesús! se ha despertado", dijo la madre perdiéndose en un arremolinamiento del aire que la llevó a preparar, en un instante, el vaso con las tres partes de agua caliente y una parte de agua fría y la cucharadita de agua en reposo guardada en el refrigerador. "En seguida te la llevo", dijo la madre con un hilo de voz que solo ella escuchó. Poco después se la oía subir por la escalera de madera en forma de caracol. La hija la miró desaparecer entre el tejido de los soportes de la escalera. Luego, apática, llamó: -Pepín, ¿dónde te has metido? Lo sintió apretarse contra sus piernas. Había salido por debajo de un sillón. -Gato tonto, si no se te llama no vienes -le dijo, entrando nuevamente a la cocina. Pepín la siguió con elásticas contorsiones acompañadas de breves maullidos. Ella llenó su tazón con leche y se dirigió hacia la puerta que daba al patio trasero de la casa. La abrió. Afuera un sol desvaído iluminaba las cosas. Al fondo del patio, junto al poste que sostenía los alambres para colgar la ropa, estaba la caseta vacía de Boby. El pobre se murió de puro viejo. Tendría más de veinte años cuando se murió. En sus últimos tiempos no hacía otra cosa que dormir.

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Y ni siquiera los arañazos de Pepín le molestaban. Lento, el lomo cuadrado por la gordura, sofocado por un revoltijo de pelos endurecidos por una mugre que a nadie le interesaba limpiar, el hocico siempre abierto, acezante, ya solo tenía fuerzas para levantarse de vez en cuando, husmear por los rincones del patio como movido por una costumbre que ya no alcanzaba a recordar, y volverse a echar sobre los trapos deshilacha-dos de su caseta. Por fin se murió. -¿Lo extrañas? -le preguntó a Pepín. Pepín alzó hacia ella sus ojos verde esmeralda, luego los cerró casi con dulzura al tiempo que se pasaba la pata lamida por los bigotes y las orejas. Le hablaba a Pepín como a una persona, como en su hora le habló a Boby, o antes de él a Tony, o como le habló también al canario y al guacamayo, a tanto perro, gato o pájaro que asomó y murió en su vida y que ahora no eran más que vagos espacios de su memoria, vagas formas dóciles a las que atribuyó siempre una suerte de cariño elemental que le era prodigado a cambio prácticamente de nada. Un día, años atrás, se propuso no hablar con los animales. "No debo hablarles como si fueran personas", se dijo. Otro día juró no hablar más en voz alta cuando estuviera sola. Y en principio trató de resistir a la tentación de hacerlo. Mas poco a poco, los hábitos de la soltería la fueron ganando, y luego se encontró hablando sola o con los animales como si fuera la cosa más natural del mundo. Ahora eso importaba menos. Pepín sería la última mascota de la casa. "Nunca más animales", había dicho el padre, meses atrás, mirando la caseta vacía de Boby. "Nunca

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más sufrimientos tontos", había insistido la madre. Y por una vez, ella sintió que tenían razón. -¿Lo extrañas? -le preguntó a Pepín. Mientras Pepín volvía a cerrar sus ojos como de cristal, ella, algo encandilada por la luz del patio, miró el ángulo que formaba el pasamano de la escalera con el umbral de la puerta de la cocina. Su madre se demoraba allá arriba. Estaría diciéndole quién sabe qué cosas al padre. "No debí contarle el asunto del tren", murmuró para sí. Se sentó muy al filo de una silla. Tenía apoyado un codo sobre la mesa y la mano curvada sobre la boca como una visera. Su otra mano jugueteaba con la cucharita dispuesta para el desayuno que no llegó a prepararse: un poco de café y dos tostadas untadas con miel de abeja para no engordar. A veces la golpeaba suavemente contra la taza todavía puesta boca abajo sobre el plato. Sintió que su madre llegaba a sus espaldas y que la miraba en silencio. No regresó el rostro hacia ella, no era necesario, de todos modos adivinaba en su mirada el mismo viejo reproche, "por qué no te casaste", le estaría diciendo con la mente. Ella supo que era inútil toda respuesta. La madre había aprendido a encerrarse en sus propias razones y de allí nadie lograba sacarla. No tenía sentido decirle que fue por ellos, por su tonto apego a un abolengo que no existió jamás, que huyó y rehuyó al hombre que en otro tiempo la buscó con una insistencia sombría y cauta que ella nunca alcanzó a explicársela muy bien, y que en algún sitio de su memoria, sobre todo en las noches de insomnio, continuaba rondándola y buscándola

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aferrado siempre a su antiguo fervor, y a quien acaso hubiera llegado a amar. No tenía sentido dejarse arrastrar por una ira ya inútil y responder a ese reproche con otro reproche también inútil porque de todos modos la madre callaba, se replegaba en su torvo silencio aunque una y otra vez estuviera repitiéndole, en el pensamiento, la misma frase rumiada siempre y nunca dicha "por qué no te casaste, por qué", al tiempo que se acercaba por detrás y se colocaba junto a ella mirando sin mirar, la inmaculada taza de porcelana volcada todavía sobre su plato, y le preguntaba cualquier cosa, al respecto del desayuno, por ejemplo, cualquier pregunta hueca y fingida que ocultara mejor sus pensamientos. -¿No desayunas todavía? -dijo la madre. Un fulgor helado se encendió en el aire. -¿No desayunas todavía? -dijo la madre. -¡Sí, ya desayuné! -casi gritó la hija al tiempo que se levantaba bruscamente y huía de la cocina con un congestionamiento de la sangre que parecía empujarla por detrás del rostro, pero no fue lo suficientemente fuerte como para hacerla llorar porque, de todos modos, ya nada era lo suficientemente fuerte para hacerla llorar. Era falsa aquella penumbra de tintes rosáceos. La creaban las cortinas a medio descorrer. Al fondo y como ajeno brillaba, entre dos paneles de cajones semiabiertos, el alto espejo de la peinadora. El mismo efecto de la luz irrumpiendo en la sombra se repetía en el pequeño cuadro colonial. El blanco rostro de Jesús resaltaba como un recorte sobre las profundas tonalidades del fondo. Debajo y desde la cama

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deshecha se derramaba en espesa y blanda cascada, el conjunto de sábanas y colchas revueltas. Había ropa sobre el zapallo de damasco amarillo entrecruzado de hilachas doradas, las puertas del closet estaban entreabiertas y en una de las repisas del mueble de caoba con diseño de anaquel, dos de las muñecas de la colección habíanse caído, la una sobre la otra, posiblemente arrastrada por algún inadvertido revuelo de los encajes de su larga batona. Allí estaba todo por hacerse. Sin ponerse a pensar, como movida por un impulso inmemorial, inició el arreglo de la habitación. Había que empezar por las cortinas, descorrerlas del todo y abrir la ventana para que la luz penetrara íntegra y el aire se cambiara con un aire nuevo y se acabaran de borrar de una vez por todas los últimos vestigios de la noche. Había que abandonarse a la vieja costumbre de reordenar hoy lo desordenado ayer, porque así el tiempo se sentía menos y además el mismo pasado parecía borrarse y resolverse en una nueva espera, en un nuevo reinicio o partida, mientras los cajones abiertos volvían a cerrarse, y el closet se cerraba también con toda su ropa adentro y la cama deshecha se tendía, y las dos muñecas del mueble de caoba regresaban a su posición habitual en la larga congregación de cándidas efigies altas, bajas, flacas, regordetas, blancas, rosadas, morenas, perfectamente conservadas desde los años de su infancia. Más allá de la puerta de su habitación, ahora impecable, le esperaba el cuidado de los pisos de la sala, del comedor, de los pasillos, una obligación de las mañanas de los sábados y los domingos que se había

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autoimpuesto hubiera o no sirvienta, estuviera sana o enferma. El padre la encontró inclinada sobre la máquina enceradora que zumbaba entre los muebles arrinconados de la sala y enfundados aún en sus protectores de lienzo. -Pero hija, te vas a enfermar, podemos pagar para que lo hagan -dijo. -No vale la pena -repuso ella- nunca lo hacen bien. Nadie lo hace bien. El padre recompuso en el cuerpo su actitud solemne y grave de siempre, como disponiéndose a continuar con el reproche. Pero no valía la pena hacerlo. No era eso lo que quería decir. Entonces pensó en preguntarle algo sobre la nueva sirvienta que vendría el lunes. Tampoco era eso lo que quería decir. Relativamente pequeño y encorvado, el pelo entrecano, la barba entrecana, muy corta y como forrada al rostro cruzado de arrugas, el padre no encontró el tono adecuado para cambiar el tema de la conversación. Se limitó a toser dos o tres veces. Estaba vestido como para salir a la calle. Solo le faltaba colocarse el saco y el sombrero ariscado. -Parece que no dormiste bien anoche -dijo por fin. Había un ahuecamiento en su voz. -¿Te lo contó mamá? -preguntó la hija como saliéndole al paso. El padre frunció el ceño. No supo qué responder. Luego asintió con la cabeza, mientras se sacaba los lentes y buscaba el pañuelo para limpiarlos. La hija lo miró acomodarse los lentes nuevamente.

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-Fue una pesadilla -mintió con soltura en tanto echaba a andar la enceradora. Por detrás del zumbido de la máquina oyó la voz de su padre: -¿Lo del tren? La hija apagó la enceradora y se volvió hacia él. -Una pesadilla -insistió-. Algo me hizo mal, no es nada extraño ¿no? El padre contrajo la boca en un rictus de desagrado. "Mi bendita mujer ya no entiende bien las cosas", estaría pensando. "Tengo que decírselo" añadió, para sí, disponiéndose a salir en busca de la madre. La hija encendió la enceradora y el zumbido acabó por llevarse los pasos del anciano mientras ella redescubría con cada vaivén de la máquina, algo como un oculto sentido en esa tarea de abrillantar la cera, una suerte de reiterado y minucioso llamado a ese alguien que no volvió más. Más tarde lo vio venir por el pasillo. Lucía tenso, presa de un desagrado que no llegaba a ser indignación, o mejor, presa de una indignación fallida. Hubiera preferido (como casi todos los sábados), irse el día entero de la casa a ver a sus amigos (gracias al disgusto puntual de los sábados), pero en paz con su conciencia, dueño absoluto de sus propios motivos. -¿Vas a salir a la calle, papá? -dijo la hija en una pregunta que era también una respuesta. -No lo sé -respondió el padre. Pero sí lo sabía. Evidentemente, algo había fallado allá adentro. Acaso sus reclamos a la madre fueron excesivos y ahora se sentía culpable. En algún rincón de la casa la madre estaría, en ese instante, con el rostro compungido y lloroso. El, en verdad, pudo no complicar la situación

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de ese modo. Nadie controlaba sus idas y venidas. Nadie le impedía hacer lo que le viniera en gana. Pero ese día era sábado. Y él era un hombre de costumbres y recelos, de hábitos establecidos y definitivos que, a veces sin embargo, no conseguía tolerar. Jubilado desde hacía más de diez años, durante la semana laborable observaba un horario de oficina. "Salgo a atender unos asuntos", decía muy por la mañana. Y esos "asuntos" no pasaban de ser el pago mensual de la luz, del teléfono o el agua potable. Alguna gestión ocasional. Algún funeral quizá. El resto del tiempo se lo pasaba en los bancos de los parques y plazas de la ciudad, aguardando el mediodía, como años atrás, para retornar a casa como quien retorna del trabajo. Los sábados y domingos, en cambio, consideraba de su obligación dedicarlos al hogar. Solo que entre sus obligaciones y sus impulsos más recónditos no siempre había un acuerdo. Y menos en los días sábados. Entonces le sobrevenía la desesperación de no poder hacer, por causa de él mismo, lo que él mismo quería hacer. Todo eso mientras sus amigos ya empezaban a reunirse en algún oscuro rincón al que siempre fueron fieles desde los años de su juventud, y al que ella y su madre apenas imaginaban sumido en una bruma de humo de tabaco de envolver y aromas de mallorca, fritada, mondongo y demás. Entonces venían las complicaciones. Entonces era necesario fingir un disgusto, cualquier cosa, cualquier pretexto para acudir a la reunión semanal, como siempre, como toda la vida, sobre todo ahora que cada vez eran menos y más decrépitos los que quedaban, ahora que la memoria empezaba a tergiversar los sucesos que ya

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no existían más que en la confusión de esa memoria tergiversada, puesto que nadie podría señalar el sitio en que ocurrieron porque éste, o se había perdido, o se había borrado en el nuevo asfalto y en los nuevos vericuetos de esa ciudad cambiante e irreconocible. -¿Vas a salir a la calle, papá? -dijo ella y el padre respondió que no lo sabía, pero ella lo vio vacilar ante el arco de la sala, y luego irse y luego volver con su saco y su sombrero puestos, y con el impermeable oscuro doblado en el brazo. —Cuídese mi niña —recomendó casi en una reverencia, y ella no tuvo tiempo de decirle, con el rencor de otras veces, "tu anciana niña", ni tuvo tiempo de decirle "¡cuidado el piso, papá!", porque el padre salía ya, apresuradamente, dejando sobre el reluciente encerado, esos breves oscurecimientos de cada pisada, que ella no tuvo más remedio que seguir con su máquina que ronroneaba y bramaba restableciendo el brillo de la cera, volviéndola otra vez tersa y espléndida como el cristal. La luz era una mancha plateada sobre el piso y un engolamiento de claroscuros verticales en la tela de las cortinas. Sobre la alfombra central de la sala -un blando óvalo marrón-, se alzaba ya la mesa tallada en cedro. La coronaba un murano lleno de hortensias nuevas. En el aire límpido de la sala brillaban, aislados, los destellos de los ceniceros, de las lámparas y apliques, de las figuritas de vidrio y porcelana reagrupadas, de una en una, en las repisas de cristal de la vitrina. Ahora, ella, se había cambiado. Vestía una blusa de seda estampada en colores bajos, un blanco pantalón de bastas anchas y,

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ajustado al pelo enrulado, un pañuelo que hacía juego con la blusa. Lucía fresca, hasta rejuvenecida luego del baño caliente alternado con duchazos de agua fría. Olía a talco y perfume suave. Y en la cara a medio maquillar, en los ojos todavía no enmarcados por el rímel y el delineador, en la boca entreabierta pintada ya con un creyón oscuro, temblaba una ansiedad placentera y breve, mientras contemplaba de pie, medio oculta por el arco que daba a la sala, detalle a detalle, los lugares por los cuales sus manos habían pasado y repasado, puliendo, limpiando, ordenando con implacable fervor. Pero aquella ansiedad de su rostro no era solamente suya. Parecía emanar también de las cosas, de los espacios, de los juegos de la luz de aquel recinto. Ella la sentía como un aura nueva que envolvía a los objetos, como si en ese instante, y por esa vez, los objetos fueran un poco más que ellos mismos; como si les hubiera crecido un nuevo y amable espesor que no era ni de aire ni de luz, pero que existía y llamaba desde las alfombras y las lámparas, desde las profundas opacidades del terciopelo escarlata de los muebles, libres ahora de la más leve brizna. Allí todo parecía esperar. La misma sala parecía esperar por algo o por alguien desde su reciente, clamorosa nitidez. Mas, aquella ensoñación se vino abajo muy pronto. Duró menos que otras veces. Como una burbuja que se desprendiera del fondo de un lago de oscuras aguas y ascendiera violentamente hacia la superficie, un despiadado exabrupto interior vino a decirle que allí las horas de la espera ya habían pasado, que en esa casa ya nadie esperaba nada y menos aún los fríos

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objetos, vueltos por obra de esa aparatosa caída mental, a su verdadero ser, a su verdadera muerte habitual, a esa impávida limpidez de una sala convertida así de pronto en mausoleo. No fue ni una mueca de horror ni de angustia lo que le descompuso el rostro. No fue tampoco un grito de espanto lo que hizo que su mano se apretara contra su boca. En ella solamente hubo un brusco zigzag de estremecimientos que le atravesó el cuerpo. Mejor, una repentina sensación de frío. Un segundo después casi corría por la casa en busca de su madre, y con una idea fija en la mente. -¡Mamá! -llamó en cuanto la vio inclinada sobre un atado de ropas, exagerando a su manera sus tareas domésticas. La madre volvió el rostro estupefacto. Parecía haberse despertado, de un golpe, de un largo sueño. La miró extrañada y dejó de mirarla y sin ningún deseo de averiguar nada, volvió a sumirse en sus tareas como retomando un sufrimiento o rencor doliente que ella adivinó enseguida: la culpaba y con razón de los reclamos del padre. Ella buscó entonces acomodarse a ese tiempo especial de la madre y refrenar el acuciante ímpetu que la arrastrara hasta allí. La había asustado en verdad. Al llamarla, su voz se había elevado como si gritara. No fue ésa su intención. Apenas quería pedirle que olvidara su disgusto con la tía Antonia y la llamara por teléfono para que viniera a visitarlas. Eso era todo. Soportaría a la tía, a sus hijas y a sus sobrinos, que eso era mejor que sufrir una boba tarde de sábado mirando pasar y pasar las horas. La tarde del sábado

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se le había ocurrido un enorme vacío en el tiempo que no había con qué llenar, que era preciso llenar aunque fuese con la visita de la tía Antonia y su trepidante conversación acerca de todo lo que hubiera ocurrido (o fuera a ocurrir) con los miembros más remotos de la familia, de la cual ella era una especie de preceptora dirigente ad honorem y a tiempo completo, pues no le importaba concurrir a donde fuese necesario para responder a cualquier agravio causado por tanto advenedizo, ahora colado en la familia por obra y gracia de la mala cabeza y pocos prejuicios de esa nueva generación moderna y desaprensiva que se dejaba arrastrar, sin conciencia, por el primer amigo, novio, pretendiente y demás, que pasara cerca. Conversación implacable y prodigiosa la de la tía Antonia, que no impediría sin embargo a sus hijas aportar nuevos datos alarmantes ni impediría a los hijos de éstas, tres diablillos incansables, corretear por la casa entera volcándolo y revolviéndolo todo; eso era preferible a volver a sentir en la casa vacía, en la sala vacía, la sensación helada del silencio y de la muerte, sobre todo ahora que un relámpago brutal de lucidez la llevaba a temer, en los momentos de soledad, por lo que pudiera haber detrás de ese monstruoso tren que había empezado a aparecer en sus noches de insomnio o de pesadilla. -Mamá -llamó nuevamente. Su voz sonaba firme, sin inflexiones. La madre no respondió, o ésa fue su manera de responder. La hija, manteniendo el mismo tono indiferente, dijo: -¿Vas a llamar a la tía hoy?

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La madre se vio obligada a contestar: -No -dijo secamente. Recordaba el desaire de la tía Antonia, en la semana anterior. -Pero mamá, no insistas en eso, no vale la pena ahondar los resentimientos de ese modo -repuso la hija, dominando apenas una primera indignación que empezaba a formársele dentro. -La llamé el sábado pasado y nos dejó esperándola todo el día -dijo la madre, ahora ya perfectamente convencida de sus razones-. Llámala tú, si quieres -añadió con desdén. La hija no necesitó responder. No tenía sentido. El disgusto de la tía Antonia fue con su madre. A ella le correspondía llamarla en ese caso. Pero no lo iba a hacer. Era inútil insistir entonces. La madre había ladeado la cabeza en un mohín de resignación y abandono. Prefería echarlo todo a perder con la tía Antonia. Luego de que tantas cosas se habían echado a perder, una más ya no importaba. Prefería persistir en su soledad, asumir, definitivamente, el cerco como una valla protectora. Era por cierto, inútil insistir. Además, ese primer ímpetu suyo de que la casa se llenara de gente, ya había pasado. Y la visita de la tía Antonia no era más que lo que siempre debió ser: una forma sustituta, un remedo, un fingimiento que ni siquiera bastaba para colmar, por unas horas, un vacío de todas maneras irremediable. -Está bien, déjalo así -murmuró la hija. La madre, que esperaba otra respuesta, se volvió, atónita. Aguardaba una reacción de ira, y se encontraba, en cambio, con esa mansedumbre

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imprevista, al tiempo que, en el rostro de la hija, había ahora una como serenidad absorta y extraña, que contrastaba con la expresión casi angustiosa de un instante atrás. Algo ocurría dentro de ella que la madre apenas lograba entrever. "Habrá tenido otra visión", se dijo. Y recordó aquel primer llamado que la sobresaltara en el momento en el que la hija irrumpió en la habitación. Y aquel llamado empezó a resonar en su memoria como el pedido de auxilio de alguien que se ahogara. Y la cara lívida de su hija le pareció la de una ahogada. Entonces el ciego impulso de salvarla pudo más que su resentimiento y su rencor, y aunque no entendía muy bien qué relación podía existir entre esa súbita necesidad de la visita de la tía Antonia, y el oscuro sufrimiento que la devastaba, plegando a un engaño que ella intuía inútil, dijo casi sin pensar: -Voy a llamarla. La hija la miró girar lentamente y avanzar hacia la puerta. Le pesaba mucho esa decisión. No quería hacer esa llamada. Al descubrirla así, las manos entrecruzadas sobre el vientre, los pasos demorados y vacilantes, se preguntó si a los sesenta y ocho años, más bien, si después de sesenta y ocho años de vida, las personas tenían todavía derecho a la vanidad, a la dignidad acaso. -Mejor no lo hagas -dijo la hija. La madre se detuvo un instante como aliviada. Pero después continuó su camino hacia el teléfono. -Lo he pensado bien, mamá. No la llames. Será una lección para ella. Y al fin terminará por ceder -dijo y la siguió. La retuvo suavemente por un brazo y la

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madre accedió, se dejó detener, ahora sin remordimientos. —Vamos mamá que es ya muy tarde, es hora de que almorcemos, papá no vendrá -añadió conduciéndola hacia la escalera. Bajaron y la madre murmuró a modo de consuelo: -Acabará por llamar. Y si no viene ella vendrán las sobrinas. Vas a ver —la hija no la escuchó. Ahora estaban sentadas en la sala frente a frente. La madre dormitaba con un rosario en el regazo. Era la suya, una respiración tranquila, acompasada. Un sol oblicuo y quemante se metía por la ventana e iba a dar contra el terciopelo de los muebles, volviendo carmesí lo que antes solo fue escarlata. En el pasillo, la luz que venía del fondo de la casa adquiría un tinte azul-gris, al mezclarse con las sombras del alto tumbado. En todo ese silencio a veces se oía, como un eco, el paso o las voces de los chiquillos del barrio, melenudos y deportivos como ordenaba la nueva moda, que se embromaban unos a otros. En un momento la madre se despertó y preguntó por si había llegado alguien. En otro momento se animó a decir: -Si vienen, mejor no les cuentas lo de anoche. -Para qué -respondió la hija- fue una pesadilla. Poco después la madre la propuso ir a ver lo que había en la televisión. -Me quedo -dijo la hija- la madre salió. Al cabo de un rato, la anciana retornó y dijo: -¿Quieres café? -No -repuso la hija.

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La tarde había cambiado del amarillo intenso al anaranjado, luego al celeste y después al violeta. Fue entonces, la hora de encender las luces. El padre volvió ya entrada la noche. La madre le había aguardado en un constante sobresalto renovado con cada auto que pasaba, con cada rumor que venía de la calle. La hija, desde su habitación, lo oyó llegar como llegaba casi todos los sábados: algo tomado y canturreando el principio del mismo viejo yaraví. Su grave autoridad cotidiana, esa compostura solemne y preocupada de siempre, se cambiaba por efecto de los tragos -y según la madre, por efecto de los consejos de sus amigos-, en una sorda beligerancia, un poco remolona y alevosa que, desde luego, nunca fue más allá del reproche dirigido a la madre y no dicho del todo, y que a la hija tampoco interesó descifrar. Como toda la vida, cuando el padre venía en ese estado, ahora los oía discutir, decirse cosas, acusarse tal vez. Todo en medias palabras y en un volumen de voz que no conseguía ser lo bajo que ellos querían. A veces, sin embargo, el padre gritaba. A veces la madre no lograba reprimir, entre sollozo y sollozo, sus protestas. La hija los escuchaba en la oscuridad de su cuarto sin saber si era ira o lástima lo que había en su corazón. Tenía ganas de salir, de ir a donde ellos, y decirles que se callaran, que no perdieran así, de ese modo, el tiempo que les quedaba; y decirle al padre que dejara de reclamarle ya nada a la vida, como ella lo hacía, y decirle a la madre que dejara de llorar, como ella lo hacía, pero la certidumbre de no poder penetrar al mundo de ellos, de no poder quebrantar ese intrinca-do juego de manías, la retenía en su

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habitación, inmóvil y con los puños crispados escuchando en silencio los ecos de esa batalla tan decrépita como sus protagonistas. Por fin los padres se callaron. Y la noche empezó a sonar con un zumbido uniforme. Y el ruido de los autos y de los caminantes volvióse cada vez más espaciado. Y fue la hora del insomnio. De la perfecta lucidez del insomnio. La hora de los abismos y de la angustia. Y entonces se vio como si fuera otra persona. Y sufrió y compadeció a esa otra persona que era ella misma. Vio su situación nítidamente: el túnel taponado, el callejón sin salida, esa vida consagrada a enterrar a ese par de viejos, seres de otro tiempo, como ella, a los cuales ya solo la unía el recuerdo del amor. Después de ellos vendría lo negro, la noche cierta, no habría tiempo para más. Entonces tuvo la imperiosa necesidad de rezar aquella oración pagana que era solamente suya, y no al Cristo de los cielos sin misericordia. Cerró los ojos en la oscuridad y se acogió con unción a ese clamor interior, a ese recogimiento, a esa interiorización profunda que la volcó sobre sí misma, que la volcó hacia adentro dejándola encontrar su propio silencio, su propia oscuridad, los verdaderos y no los falsos de afuera. Así pudo pensar en ese país lejano del que no sabía nada, excepto que era lejano y acaso cálido, y en el que solo a veces conseguía pensar. De tal arrobamiento la sacó el primer pitazo del tren. Fue tan lejano que en principio creyó que era solamente una idea. Pero el pitazo volvió a sonar. Se levantó de un salto y empezó a vestirse. Y no tuvo tiempo para el miedo, porque dentro de su alma hubo

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un vuelco que fue como el súbito vuelco de una balanza que se inclinara hacia el lado imprevisto, y tampoco tuvo tiempo de acudir al closet, ni de llevarse nada de allí, pues el tren se acercaba ya, vertiginosamente, entre resoplidos de vapor y el estruendo de la contundente maquinaria que golpeaba y tableteaba como los mismos alocados ritmos de su corazón, que eran también los de su respiración acezante, todo eso mientras corría por la casa para alcanzar a ese tren que venía por ella, que venía por ella era indudable, pues ya lo oía acercarse y reducir sus veloces émbolos, y aplicar los frenos y desacelerar la marcha, en tanto que ella dejaba de correr y caminaba, ya casi normalmente, y se daba modos para arreglarse la blusa y pasarse la mano por el pelo, justo en el momento en que llegaba ya a la puerta de calle y la abría.

LA PIEDAD

El pasado es un residuo es lo viejo, lo feo el polvo, la ceniza la

muerte. Es un rescoldo vano. Pero hay un hombre que se alumbra con

esa luz.

Miró al niño y por un momento sintió miedo. ¿Podría salvarlo? El niño jugueteaba entre las flores del jardín. Era pequeño y macizo, los rizos castaños, un poco escasos cayéndole sobre la ancha frente. Los ojos negros, grandes, inexpresivos; la nariz alta, los carrillos regordetes y rosados. "Está con su edad", se dijo mecánicamente. Esa era ya una frase cotidiana.

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La evocaba sin sentirla cada vez que le sobrevenían los temores de siempre. Vestida de blanco y gris, de pie junto al capulí recién podado lo miraba: en la risa del niño había algo de la risa de Xavier. No la configuración de la boca entreabierta, sino la expresión toda del rostro, o mejor, el conjunto del rostro como moviéndose por sobre un fondo de indiferencia -¿de prematuro abandono?—, que nunca consiguió definir. "Son ideas mías", se repitió. Esa era también una frase cotidiana. En un momento el niño giró sobre sí mismo, tropezó y cayó entre la fila de geranios rojos que se alzaba al pie de la pared de medianía. Antes de que alcanzara a llorar, corrió hacia él y lo levantó. Le limpió la cara y las manos sucias de tierra. El niño no lloró. Ventajosamente nada había pasado, ni un rasguño. "No debes sobreprotegerlo", había dicho el bueno de Antonio siempre presto a dar consejos. Alto flaco, un poco tímido, Antonio la visitaba un par de veces a la semana desde que murió Xavier. Cualquier día se llegaba con caramelos o juguetes para el niño. O los acompañaba a espectar películas de dibujos animados en las funciones de vermut del domingo. En la penumbra de la sala de cine, lo veía aburrirse: bostezaba, se pasaba la mano por los ojos, intentaba fumar pero los cartelitos rojos le obligaban a guardar los cigarrillos. En realidad la buscaba y ella lo sabía. Jamás, sin embargo, él hizo la menor insinuación al respecto. Quizá era el recuerdo de Xavier, su pobre vida torturada, su suicidio, en fin. Ella por su parte prefería que Antonio callara, tenerlo cerca como un buen amigo y nada más. Después...

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Ahora se inclinaba sobre su niño. Le arreglaba el pelo, le acomodaba la ropa. Cuando el niño se alejó, cabizbaja, un poco perdida para sí misma, los hombros ligeramente recogidos, las manos entrelazadas sobre el vientre, se introdujo en la casa. Era una villa muy pasada de moda. Los tumbados altos, las ventanas altas y angostas, el piso entablado de duelas anchas. La hipoteca que pesaba sobre ella le impedía venderla. Quizá lo conseguiría dentro de un par de años cuando acabara de pagar la deuda heredada de Xavier. "Entretanto será mejor que la arriende y me cambie a un departamento", se decía de tarde en tarde. Los bajos alquileres que le ofrecían y más que eso, algo como un oscuro ruego de alguien que clamaba en su memoria, le impedían decidirse a hacerlo. Pasó frente a la sala sin volver la cabeza. Mantuvo la mirada baja, los pasos ligeros y siguió de largo. Le ocurría en ocasiones. Sobre todo en las mañanas de sol, cuando regresaba del jardín con los ojos encandilados y torpes de tanta luz. Heridas las retinas por manchas informes, el interior de la casa de esta suerte súbitamente envuelto en sombras, le parecía ver, en la pared del fondo de la sala, una mancha más, ésta sí precisa, ocupando el sitio en donde antes estuviera el piano de Xavier. Eran ideas suyas, qué duda cabía. Un efecto aletargado de sus nervios. Un juego imaginario de claroscuros que se repetía en sus retinas encandiladas. Cierto que cuando vendió ese piano -a precio de regalo y junto a un montón de otras antigüedades que un vecino negociante le compró de prisa y sin pensarlo dos

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veces, porque eran los tiempos en que los nuevos propietarios de la nueva ciudad, llenaban de vejestorios sus nuevas residencias-, sobre la pared de la sala quedó un recuadro claro, el espacio no hollado ni por el polvo ni la luz, quién sabe por cuantos años. Cierto que ella lavó la pared una y otra vez, y el piso también. Cierto que no satisfecha con esto hizo pintar la sala y rasquetear el piso, en un ímpetu tal que poco después le llevó a hacer lo propio con la casa entera. Sin embargo, la idea de lo que allí estuvo, de lo que allí existió y sonó, la memoria de lo-que-ya-no-estaba, esa oquedad, ese vacío, -esa exacta ausencia con forma y volumen, símbolo pleno de otras tantas ausencias que poblaban la villa— no dejaba, a veces, de estremecerle la piel, de obligarle a buscar entonces, desesperadamente, el auxilio de otras ideas, de otros pensamientos distintos. "Tengo que abandonar esta casa, como sea", se dijo por primera vez sin mentirse. Inevitablemente habría de recordar la noche del suicidio de Xavier. Con el pistoletazo vino la confusión. Con los alaridos de la sirvienta llegaron los vecinos y ella apenas pudo verlos entre el velo de las lágrimas, precipitándose por el interior de la casa hasta el cuarto escritorio en donde Xavier caído en el suelo, un poco de lado, con los ojos entrecerrados hacia arriba, yacía junto a ella que trataba inútilmente de sostenerlo. Un poco más allá estaba la pequeña pistola recién disparada, y sobre el tablero del escritorio el papel garabateado con la consabida declaración. Los vecinos debieron encontrarla así: inclinada en el suelo, junto a él, entre la abundancia de encajes y

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pliegues de su salto de cama, la cabeza de él sobre su regazo, un brazo suyo aferrado al cuerpo exánime, con la cara no exactamente presa de la angustia ni el terror sino con esa austera estupefacción que estampa la visión de lo irremediable. Había pasado ya el primer año de aquello. Si bien ese recuerdo la sorprendía en cualquier momento, alterándole los ritmos del corazón o quebrándole la voz en la garganta, esa voluntad suya de resignación y estoicismo, pronto la ayudaba a dominarlo. No era pues una obsesión ciega y avasallante. No podía serlo porque, vistas en la distancia, las cosas no pudieron ser de otra manera. Y tal vez fue mejor que todo ocurriera así. Ahora frente a la pequeña máquina de escribir portátil que recibiera a cambio de la vieja Underwood de Xavier, con la mesa metálica que comprara hace cosa de seis meses, atestada de la correspondencia comercial a medio traducir, para las dos empresas con las cuales trabajaba sin contrato; en el centro de ese cuarto sombrío y grande, antes dizque destinado a huéspedes y a la fecha convertido en su oficina, miraba la página blanca como si no fuera una página ni estuviera en blanco, como si lo que tenía ante sí fuese más bien la vieja fotografía de un paisaje o de un rostro ya perdido que, a veces, repentinamente se reencuentra, al remover antiguas cartas, y que solo duele con un dolor también viejo y desvaído. Recordaba o buscaba recordar no al muerto, al Xavier de la noche aciaga sino al otro, al vivo, al hombre teatral e incierto que fue en vida, al comediante. Lo vio hosco, alcoholizado, monologando en las largas horas su estúpida comedia de hombre

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trágico. Lo vio cumplir, cien veces, el ordenamiento implacable de las implacables instancias del mismo rito, esa suerte de misa pagana que broncamente oficiaba en sus noches de borrachera. Lo vio venir eufórico en principio, los ojos rutilantes, los ademanes firmes y resueltos, hablando de sí mismo como si hablara de un dios personal; refocilándose en su pretendido saber y su prosapia; proclamando soberbio su indiscutible reinado en la mediocre ralea de amigos que le rodeaban. Lo oyó luego insultar, vociferar contra todo y contra todos. Lo vio luego, inseguro, desmoronarse frente al piano intentando hilvanar en el teclado amarillento, los acordes de una sonata repetida mil veces y que siempre acababa enrareciéndose, perdiendo tono y densidad, volviéndose un monótono retintín con algo de melodía de caja musical, de villancico, de ronda infantil, y por último, al término de la torpe ceremonia, lo vio venir hacia ella, lloriqueante, implorando comprensión y ayuda, dejándola entrever que le rondaba y perseguía la idea del suicidio, el exacto final para esa vida suya -según decía- equivocada y perdida por su propia culpa desde luego, por su falta de fe y su cobardía, por no haber sabido esquivar a tiempo los desesperados designios de su familia que le apartaron de lo único que podía haber dado sentido a su existencia: la música, el arte, su vocación de pianista, etc., etc., y lo volvieron un burócrata, etc., etc. Al comienzo fue el terror de descubrirlo así, como nunca en su corto noviazgo lo había imaginado, descompuesto el personaje que por obra de un malentendido llegó a amar: aquel hombre

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circunspecto, especial, atildado y suave, ese "joven caballero antiguo que gustaba de la música", y que era capaz -en un mundo de melenas afro, de blue-jeans, de gestos bruscos, que ella llamaba frívolo antes de comprender que solo era moderno- de cortejarla con ramos de flores e invitaciones formales. Al comienzo fue el terror sí, la desazón, la angustia, la sospecha de un gran fraude, de una gran estafa, de haberse estafado a sí misma al haber apostado todo a un hombre imaginario. Después vinieron las desesperadas tentativas suyas de salvación y ayuda. Después, los reclamos y las amenazas de abandonarlo. -Si vuelves a beber, una sola vez más -le dijo ella en una tarde de sábado y con un tono decidido e irrevocable-, te juro que me voy para siempre. Xavier calló. Pudo insinuar una evasión. Decir, como otras veces, que nunca recordaba nada de lo que hacía o decía cuando estaba con tragos. Pudo reaccionar violentamente y responder a la amenaza con la amenaza, a la arrogancia con la arrogancia. En lugar de ello guardó un silencio sereno, casi digno, que ella quiso interpretar como una buena señal. Pero dos días después se repitió la escena de siempre. Ella supo que todo seguiría igual. Supo que le faltaba el valor, la voluntad de abandonarlo. No fue el miedo a la soledad lo que la retuvo. Tampoco el temor de afrontar un porvenir imprevisible. Fue la simple certeza de que Xavier había entrado en su vida para siempre. Durante un tiempo intentó cumplir para él el papel de madre. Intentó comprenderlo, buscarlo desde su

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oscuro interior, justificarlo. Simuló un desplazamiento: encomendó al pasado las culpas del presente: se dijo una y otra vez que Xavier era una víctima natural de una familia empobrecida y fatua. Que lo hicieron así, de ese modo. Le descubrió el cansancio de soportar sobre sus espaldas el peso de un remoto esplendor provinciano que tres generaciones de miseria se encargaron de exaltar. Le descubrió un padre alcohólico que le dictaba desde la tumba, el mismo sonsonete trágico que repitiera en vida. Y a pesar de las evocaciones de Xavier, le acomodó una madre regañona y distante. Nada de eso bastó, sin embargo, para dejar de comprobar, con la consiguiente amargura, que lo que explica, ni redime ni enmienda, porque los hechos del presente solo son, existen, están, se presentan desnudos tal cual uno los ve o los padece. Y vino la época de las lluvias. Y vino el verano. Un día se encontró embarazada. Entre la incertidumbre y la esperanza, se vio crecer, llenarse, cambiar. Por fin nació el niño. Y pasaron los meses. Y nuevamente, borrándose contra el perfil azul de la cordillera, las densas nubes presagiaron la lluvia. Después del primer entusiasmo desbordante de saberse padre, entusiasmo que ella temió que fuese exagerado, pronto volvió Xavier a repartirse en su doble vida de empleado público y de bohemio nocturno. Desde luego que sus borracheras no eran cosa de todos los días. Nunca lo fueron. Se repetían dos o tres veces por semana. Pero en todo caso los finales de fiesta eran siempre los mismos. En todo caso pesaban en sus vidas como una maldición.

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Una mañana, sentada frente a la peinadora y con el niño dormido en sus brazos, ella vio con un espanto helado a la mujer desarreglada y triste que la miraba absorta desde el espejo. El pelo revuelto, el rostro amargo untado con descuido de cold-crema, la salida de cama sucia y con un encaje desgarrado. "¡Dios mío, qué ha sido de mí!", se dijo al tiempo que la figura del espejo de ese instante de estupor, volvía a serle familiar. Entonces procuró reconocer ya sin asombro, pero en vano, bajo la capa de cold-crema, bajo la piel pálida del rostro, detrás de los ojos resignados y del casi imperceptible rictus de la boca, a la mujer que fuera un año y medio atrás y que sabía sonreír y agradar con la gracia de una secretaria joven y despierta. Curiosamente no tuvo pena por sí misma, sino por la otra, la que solo existía ya como un recuerdo perdido en medio de su memoria confundida y negligente. Tuvo pena de la otra como de una muerta. Con todo, a partir de esa mañana, alternó sus obligaciones de madre con un discreto cuidado personal que Xavier no dejó de advertir con alguna inquietud. Otra mañana, mientras paseaba con el niño por un corredor, le acometió un nuevo sobrecogimiento. De pronto le pareció que treinta años después y durante un segundo, la forma exacta de su cuerpo y la forma exacta del cuerpo del niño, había coincidido en el mismo espacio, con las de Xavier y su madre en uno de sus paseos por el mismo corredor. De pronto imaginó que su pequeño era Xavier. Y creyó hallar en Xavier a su niño. Y creyó verlos como superpuestos en un solo asombro a través del tiempo, aprendiendo la

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misma cantinela trágica, el mismo amor por lo viejo, la desventura y el acabamiento. Cuando regresó Xavier de su oficina, al mediodía, ella no pudo evitar el contárselo en breves palabras y con un dejo rencoroso en la voz. Poco después ella vio venirse la desgracia. La vio clara, nítidamente: el metal pavonado, las cachas de madera oscura, el cañón muy corto. Era una pequeña pistola alemana de antes de la guerra que Xavier había exhumado de entre su colección de fierros y antiguallas. Que la nueva ciudad se había tornado violenta, dijo. Que temía que lo asaltaran, dijo. Y empezó a llevarla consigo. Y la noche presentida llegó. Xavier se levantó del piano con los ojos extraviados, brumosos. Volcada sobre el piso estaba, vacía, la botella de licor. Desde el umbral del dormitorio ella siguió los vacilantes pasos que se dirigieron hacia el fondo de la casa. Esperó aterida. Después de unos minutos lo vio regresar. Ahora tenía la pistola en la mano. Hablaba, hablaba, hablaba, no paraba de hablar. Lo escuchó, lo miró gesticular frente a ella como si estuviera colocada del otro lado de un cristal. Había lágrimas en los ojos de Xavier cuando levantó, contra sí, la pistola. Ella no corrió hacia él. No forcejeó con él. No trató de arrebatarle el arma. No le suplicó nada. En cambio, dio media vuelta y se introdujo en el dormitorio. Dejó que la puerta se entornara sola y fue hacia el niño y lo calmó. Pasó un tiempo. Silencio total. O casi total. Se oía duro, implacablemente el tic tac del reloj de péndulo de la sala. Luego la voz de Xavier dijo algo. Luego lo oyó ir y venir pesadamente de un lado a otro

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de la casa, pero siempre más allá de la puerta apenas cerrada del dormitorio. Ahora ella aguardaba con el aliento retenido, los ojos cerrados con fuerza, abrazada al niño, aguardaba. Los minutos pasaron. Ella apagó la luz. Los pasos de Xavier sonaban del lado de la puerta de la calle. Poco más tarde sintió a Xavier que entraba con gran sigilo, que se acomodaba en silencio junto a ella, que intentaba dormir. Las campanas del reloj tañeron tres o cuatro veces en la noche profunda. La respiración de Xavier sonaba normal. En un momento, a la luz de la diminuta lámpara que iluminaba la faz de la Dolorosa, lo observó incorporarse cautelosamente. En ropa interior y descalzo, a pesar del frío del invierno, él se deslizó en silencio hacia el pasillo. Nunca tuvo ella tanto frío. Cuidando de no hacer el menor ruido, se puso el salto de cama y lo siguió. Xavier fue primero a la sala. Debía ayudarse con el reflejo del alumbrado público que llegaba de la calle. Luego retornó por el pasillo hacia el cuarto escritorio. En la tiniebla total, solo la memoria podía guiarlo. Cuando se encendió la luz del escritorio y un vago resplandor amarillento iluminó el corredor, ella no vaciló en acercarse hacia el agudo triángulo de luz que se estampaba al fondo contra el piso y la pared. Y miró por la puerta entreabierta. Encontró a Xavier inclinado sobre el mueble de caoba, borroneando la nota. Después se quedó mirando lo escrito. Después levantó la pistola hacia sus sienes y volvió a bajarla. La alzó y bajó dos o tres veces. Entonces permaneció inmóvil, sentado de lado en la silla giratoria, la cabeza hundida entre los

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hombros, la frente apoyada sobre el puño crispado, la mano armada como muerta sobre el tablero de caoba. Una vez más levantó pesadamente la pistola y luego la bajó. Era obvio que no tendría la fuerza de hacerlo. Por eso ella le hizo saber que lo miraba, y se le acercó suavemente; se le acercó suavemente y le acarició el cabello como una madre, porque en verdad, nunca lo amó como en esa noche, con tanta ternura y tanta piedad, y entonces lo ayudó con una leve presión en el brazo, lo ayudó a subirse hacia las sienes, lo ayudó a buscarse, lo ayudó a bien morir de esa manera, y no importó el fogonazo que de todos modos no alcanzó a oír en la blanda noche, porque ahora el cuerpo aquél, como demorado en el tiempo, en esos segundos lerdos y morosos, ya caía lentamente hacia ella, que le ayudaba por fin a caer sin estrépito.

EPILOGO

por Laura Hidalgo Alzamora La novela Ciudad de invierno y los cuentos del escritor ecuatoriano Abdón Ubidia que aparecen en este libro, por su valor literario bien podrían incluirse en la antología más selecta y exigente del relato latinoamericano contemporáneo. A continuación presento algunos apuntes y comentarios sobre los cuentos que encierran las páginas de esta edición. Ciudad de invierno En "Tren nocturno", suena el Quito de una noche de insomnio. "La piedad" ocurre en una casa de la clase

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media. En "La Gillette", brilla el ambiente estival en un barrio quiteño. Hasta que Quito alcanza en "Ciudad de invierno" el rol protagonista del relato. En ninguno de los cuentos se nombra la ciudad, pero los indicios que presenta el autor son evidentes. Nombrarla resultaría redundante. Lo propio ocurre con los personajes: ellos están innominados. Es que son individuos personalizados con atributos frecuentes en la mayoría de seres de su referente en el contexto social. "Ciudad de invierno" enfoca el ámbito de la pequeña burguesía que aflora en Quito mientras crece hacia el Norte la ciudad. Son los últimos años 70, cuando "Mercedes Benz", "edificios que apuntan al cielo", "negocios de todo tipo", "el cúmulo de experiencias vitales de las gentes", nuevas fortunas de la noche a la mañana, es decir: "el petróleo" causan esa "modernidad desopilante" con anuncios y vitrinas de colores sicodélicos, hippies y discotecas de desenfrenado son. En ese Quito corren sus habitantes "como perdidos en una vertiginosa, agobiante, casi angustiosa búsqueda de la felicidad". Tejen el argumento de este relato personajes de la clase media: Susana y su marido, más los amigos de él. Uno de los amigos, el cínico Santiago, de pie al conflicto de la trama, en la que se muestra de manera descarnada la vida conyugal llena de dudas y de hastío al cabo de once años de matrimonio, cuando el "amor", de "apropiación total" deviene mortal "aburrimiento".

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La vida gris de estos personajes va acorde al paisaje nublado de Quito en el invierno, y ni siquiera el clásico "atardecer arrebolado" logra salvarlos de la destrucción. En ninguno de los otros tres cuentos del libro, el fino humor de Ubidia es tan punzante como en "Ciudad de invierno". Ese humor y a veces la ironía son las armas que emplea en la censura a la personalidad, las actitudes y situaciones que a menudo se observan en nuestra pequeña burguesía. El estilo literario de este relato se enriquece aún más con otros elementos usados con acierto como los adjetivos, comparaciones y contrastes; las concisas descripciones; los mensajes tácitos y los de directa locución al lector (y también, a veces, a sí mismo como autor del relato). Todo ello concurre en favor de la calidad y belleza de esta narración. Tren nocturno "Tren nocturno" narra hechos y vivencias que ocurren en un día de la vida de una solterona inmersa en una realidad agobiante, estática y rutinaria. Los padres, la familia, la sociedad fijan el destino de esta mujer, y ella se refugia en sí misma creando un universo propio con los objetos y animales que la rodean, los recuerdos, la imaginación y el afán por sobrevivir. Durante las alucinaciones nocturnas que la asaltan en el insomnio escucha un tren, y lo aborda con la decisión de alcanzar su autorrealización. La historia se desarrolla en trece momentos que mantienen la tensión narrativa de principio a fin. En casi todo el cuento la tensión oprime a la

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protagonista, y al final, esa tensión estalla hacia el exterior. La agilidad del cuento es sorprendente dada la atmósfera de opacidad y asfixia sicológicas que alcanza. Muchos factores contribuyen a lograr la alta calidad estética del cuento. Menciono entre ellos su ritmo sincopado, el sucesivo alejamiento y acercamiento del lector al foco narrativo, el contraste permanente del tiempo cronológico con el tiempo interior del personaje central, y el acierto de Ubidia en la descripción. Con frecuencia el autor elige para la descripción elementos sensoriales, ya sean auditivos como el "pitazo" del tren, o visuales, como el juego de claros-curos, luces y sombras con matices de color en tonalidades tenues que recuerdan a la palera de Degas. O recurre a la descripción dé ciertos gestos de los personajes y de esa manera puntualiza momentos de fuerza dramática. Mediante reiteraciones y contradicciones, la historia de " Tren nocturno " presenta el mundo apabullante, el silencio y vacío de una vida en un medio abigarrado de objetos, dudas y pensamientos. El cuento se mueve en el juego de dos planos: el mundo físico y el mundo interior de la protagonista. Y a nivel simbólico, irrumpe el tren y se convierte en el elemento que da trascendencia al relato. El asfixiante plano real es arrasado por la masa violenta, contundente y estrepitosa del tren que nadie puede detener. La mujer del cuento va hacia ese tren, que no importa si nació en su imaginación porque

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llega a materializarse y está allí, se escuchan sus "pitazos", "se acerca, reduce sus veloces émbolos, desacelera la marcha", la espera y se la lleva. El tren se transforma en el cuento en el símbolo de la liberación humana y da otra dimensión a la historia del relato: la vida específica de la protagonista en tales o cuales circunstancias de opresión se amplía y generaliza a cualquier otro caso de un ser víctima de deshumanización y violencia opresiva. La piedad Abdón Ubidia es un autor con un don especial para captar el interior y la sicología de los seres humanos. Esto unido a sus dotes creativas explica la sólida contextura de sus personajes. "La piedad" es el desgarramiento de una pareja con una trayectoria y desenlace frecuentes en la realidad ecuatoriana: es una esposa estoica y resignada frente a un marido sicológicamente débil, con alguna frustración y la doble vida de "empleado diurno y bohemio nocturno". La mujer adopta el papel de "madre" de su marido y lo sobreprotege. Hasta que un día cesa la protección, y el hombre se derrumba y se liquida. Este es un cuento poético y desgarrador. El impacto que produce en el lector es muy fuerte. Impresionan actitudes vitales en sus personajes como la dependencia y el apego al pasado y a los recuerdos, o la proyección de la figura paterna en las generaciones sucesivas. Denuncia de esta manera el autor la existencia de una sociedad estática y repetitiva, con una célula familiar endeble, donde la figura del "hombre-marido" responde a falsos y desvirtuados

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esquemas de lo "varonil". "La Piedad" es una enérgica censura a nuestra sociedad. La Guillette Este relato presenta un momento de la vida de un escritor y los diversos planos que conforman su realidad. ¿Qué es lo real y objetivo para él? ¿Son sólo los seres y las cosas de su alrededor, o son los que viven en las páginas de la ficción que brota como una tela de entre los tipos de la máquina de escribir? Y el cuento plantea al lector la objetividad de esa otra realidad intangible. El angustioso proceso de la creación literaria y la lucha con el instrumento verbal que padece un escritor se sienten en las líneas del cuento. Ubidia muestra un personaje -escritor visto desde su interioridad- con la presión que un momento le pueden producir aún los objetos más triviales. Una ridícula Gillette con sus "dos paralelas relucientes y en el centro algo como una espantosa boca con los dientes destrozados" se convierte en elemento fundamental de la historia, se carga de significación y amalgama los fragmentos de seres y situaciones del mundo circundante que dan vida a los personajes de papel. En el segundo momento del cuento, el protagonista sale a las calles de Quito en un esplendoroso día de verano y se inserta en la relación del amor. Entonces Ubidia, con la ironía sutil y el fino humor que caracteriza su estilo, presenta a la pareja de amantes: ella, debilitada por el sentimiento del amor, y él ("un hombre de palabras, hecho de palabras"), utilizándola

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para poder continuar en su única realidad, suma de todas las otras realidades: su creación. El cuento "La Gillette", como todos los relatos de Ubidia, está dicho sin estridencias, con las palabras precisas, y con un trabajo de lenguaje tan fino que puede pasar desapercibido a los ojos del lector no avezado. Esta excelencia —que en pocos autores se da- torna permeable a la palabra, y permite llegar al lector la carga poética del mensaje con transparencia y nitidez en los cuentos. Sirvan estas breves consideraciones como invitación al lector para la experiencia enriquecedora de su acercamiento a la valiosa obra de Abdón Ubidia: el autor de la palabra transparente y el mensaje estremecedor.