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Construcción de ciudadanías alternativas: apuestas y retos incluyentes en el escenario sociopolítico contemporáneo Luisa Fernanda Muñoz Rodríguez ISBN 978-958-5467-61-3 Editado por:

ciudadanías alternativas: apuestas y retos incluyentes en ... · Angie Paola Román Cárdenas, PhD.1 Diego Mauricio Plazas Gil, Ms. Sc.2 Universidad Santo Tomás, Bogotá. Introducción

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Construcción de ciudadanías alternativas:

apuestas y retos incluyentes en el escenario

sociopolítico contemporáneo

Luisa Fernanda Muñoz Rodríguez

ISBN 978-958-5467-61-3

Editado por:

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Construcción de ciudadanías alternativas:apuestas y retos incluyentes en el escenario sociopolítico contemporáneo

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Construcción de ciudadanías alternativas: apuestas y retos incluyentes en el escenario sociopolítico contemporáneo.

Editado por Luisa Fernanda Muñoz Rodríguez. - Bogotá: Universidad Manuela Beltrán, 2018.

195 p.: ilustraciones, tablas, gráficas ; [versión electrónica]

Incluye bibliografía

ISBN: 978-958-5467-61-3

1. Consolidación de la paz 2. Procesos de paz 3. Solución de conflictos

303.69 cd 21 ed.

CO-BoFUM

Catalogación en la Publicación – Universidad Manuela Beltrán.

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Autoridades AdministrativasJuan Carlos Beltrán GómezGerenteJuan Carlos Tafúr HerreraSecretario generalAutoridades AcadémicasAlejandra Acosta HenríquezRectoraClaudia Milena Cómbita LópezVicerrectora Académica Fredy Alberto Sanz RamirezVicerrector de InvestigacionesHugo Herley Malaver GuzmánVicerrector de CalidadJhon Jairo Morales AlzateDecano de la facultad de derechoRafael Andrés Baéz GutiérrezSecretario académico

Jhojan Alejandro Díaz RicoCorrector de Estilo

Robinson Hernández TorresDiseño y diagramación

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Construcción de ciudadanías alternativas: apuestas y retos incluyentes en el escenario sociopolítico contemporáneoISBN 978-958-5467-61-3

Autores:

Angie Paola Román Cárdenas; Diego Mauricio Plazas Gil; Gustavo Adolfo Ortega Guerrero; Ronald Edgardo Cuenca Tovar; Jina Karin Sánchez

Olivares; Ana María Ramírez Ortiz; Carlos Andrés Barragán Díaz; Roberto Carlos Altahona Cañavera; Yohana Marcela Méndez González;

Jennifer Natalia Mendoza Ariza; Angélica Rocío Garzón Serrano.

Editado por: Luisa Fernanda Muñoz Rodríguez

Editorial Universidad Manuela Beltrán2018

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ContenidoPresentación 8

La autonomía generativa en sujetos en proceso de reintegraciónsocial. Retos desde la intervención clínica y educativa entrela disciplina férrea y la libertad del ser 9

Un cambio de paradigma desde la ciudadanía ambiental 33

Inclusión e integración social, cultural y económicade losrefugiados en el ámbito internacional 72

Narrativas, imaginarios y memorias en las comisiones deesclarecimiento de la verdad. Una perspectiva entransformación sobre lo transicional 94

Política de los afectos y ciudadanías alternativas: unapropuesta pedagógica en la construcción de paz 122

Jóvenes en conflicto con la ley y justicia restaurativa:gestión del conflicto que se derivó en delito y reconstruccióndel tejido social 140

La formación del docente de las IES. Una clave para lainnovación, el desarrollo y la cultura de paz en Colombia 177

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PresentaciónEl presente texto surge como producto del esfuerzo de los grupos de in-

vestigación Derecho, Justicia y Desarrollo Global de la Facultad de Derecho y el grupo de investigación Educación, Cultura y Subjetividades de la Dirección de Pedagogía y Humanidades de la Universidad Manuela Beltrán. Se consolida al final de un importante proceso de construcción académica interdisciplinaria cuyo eje central fue la reflexión crítica y pedagógica sobre la construcción de alternativas ciudadanas para la generación de escenarios políticos inclusivos, equitativos y en paz.

A partir de una importante acción dialógica en el marco del I Foro In-terdisciplinario Construcción de Ciudadanías Alternativas: Apuestas y Retos Inclu-yentes en el Escenario Sociopolítico Contemporáneo, los diferentes investigadores generaron propuestas desde sus campos de experticia y estudio sobre esta im-portante temática.

En esa medida, el presente libro permite realizar un acercamiento, desde el área jurídica y del derecho, así como desde el área de las humanidades y la pedagogía, a la conformación y consolidación de escenarios de ciudadanías participativas y críticas en medio de la configuración de propuestas pacificas en la resolución de conflictos.

Intentamos reflexionar con respecto a la solución de diferentes apues-tas y tensiones políticas desde la academia y la interacción constante entre disciplinas, en un escenario como el colombiano, con el fin de visibilizar so-luciones a diferentes problemáticas tanto sociales y políticas desde una confi-guración social que aborde el conflicto desde diferentes marcos de interpre-tación.

Las interesantes reflexiones académicas planteadas aquí posibilitan ge-nerar un dialogo constante desde varias aristas y paradigmas de pensamien-to para imaginar múltiples posibilidades de emergencia y fortalecimiento de ciudadanías activas, críticas y participativas, de manera que se reivindique el lugar preponderante de los sujetos en el intercambio político, la inclusión y la búsqueda de soluciones alejadas del conflicto.

Seres, sujetos y subjetividades que participan en la construcción de apues-tas ciudadanas divergentes y pacíficas.

Luisa Fernanda Muñoz Rodríguez Bogotá, 2018.

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La autonomía generativa en sujetos en proceso de reintegración social. Retos desde la intervención clínica y educativa entre la disciplina férrea y la libertad del ser

Angie Paola Román Cárdenas, PhD.1Diego Mauricio Plazas Gil, Ms. Sc.2Universidad Santo Tomás, Bogotá.

IntroducciónEn Colombia, los nuevos escenarios que se tejen alrededor del postacuer-

do configuran retos para la investigación y la intervención de las Ciencias So-ciales, en los que la mirada transdisciplinar resulta fundamental para construir procesos generativos hacia la transformación social.

La reintegración social de excombatientes de grupos armados ilegales nos reta a pensar en las alternativas de ciudadanía que emerjan en la cotidianidad de sus contextos comunitarios de interacción, al igual que a pensar en proce-sos de intervención que reparen auténticamente la confianza en el sentido de libertad del ser, de forma tal que el excombatiente no dependa de procesos asistencialistas; nos resta a la búsqueda de procesos autónomos y generativos.

1 Doctora en Psicología Clínica y Magíster en Mediación Familiar y Comunitaria de la Universi-dad Católica del Sacro Cuore de Milán, Italia. Psicóloga de la Universidad Santo Tomás de Bogotá, Colombia; docente investigadora de la Maestría en Psicología Clínica y de la Familia y líder del grupo de investigación en Psicología, Familia y Redes de la Universidad Santo Tomás con énfasis en la inves-tigación-intervención clínica y social desde una perspectiva sistémica, compleja y relacional simbólica. Experiencia en la psicoterapia de pareja y familia en el trabajo con sistemas humanos en condiciones de vulnerabilidad y en el estudio de la generatividad familiar y social con actores del conflicto armado colombiano. Docente internacional invitada y colaboradora en el Centro de Investigación en Procesos de Mediación de la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán, Italia. e-mail: [email protected] Doctorando en Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina; licencia-do en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás (Bogotá) con estudios en Teología; magíster en Educación con énfasis en Conocimiento Social y Político de la Pontificia Universidad Javeriana (Bo-gotá); coordinador de la Unidad de Posgrados de la Universidad Santo Tomás (Bogotá). Su trayectoria profesional, académica e investigativa ha estado orientada al desarrollo comunitario, al fortalecimiento de redes sociales e interinstitucionales, y a la resolución pacífica de conflictos en ambientes escolares. Es integrante del grupo de investigación en Estudios Interdisciplinarios de la Sociedad y la Cultura de la Facultad de Sociología, Universidad Santo Tomás (Bogotá). E-mail: [email protected]. Orcid: https://orcid.org/0000-0001-5437-1446

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Los actuales retos que propone la fase de postacuerdo en Colombia se cen-tran principalmente en asumir el proceso de reintegración social, no como un proceso que genere indicadores indiscriminados de actores que ingresan a las sociedades rurales y urbanas con su condición de ciudadanos, sino como un proceso que convoca a las comunidades a convivir generativamente. Cuando hablamos de procesos generativos, nos referimos a aquellos procesos que po-sibilitan la transformación y la coevaluación de los grupos sociales y que bus-can el cuidado para el desarrollo integral de los sujetos en interrelación para el bien de las comunidades, respetando la autonomía de cada sujeto y valorando la diferencia en los procesos de socialización.

Han sido numerosos los estudios documentales y testimoniales alrededor de la historia del conflicto armado colombiano, centrándose en los elementos de estrés postraumático como consecuencia de las experiencias vividas. Por tal razón, es de nuestro interés aportar desde una mirada propositiva y generativa en la que se vean las posibilidades que emergen del acuerdo de paz, firmado el 26 de septiembre de 2016 entre el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las FARC. Haremos particular énfasis en el tema de las ciudadanías como un punto importante a ser tratado en el acuerdo, puesto que presenta una serie de paradojas en la manera en que se pueden presentar los procesos de socialización con los actores reintegrados a la sociedad, luego de haber sido parte directa de los grupos armados al margen de la ley.

La tesis que desarrollamos en el presente capítulo hace referencia a la pa-radoja alrededor de la búsqueda de una participación ciudadana autónoma e independiente que no posibilite los procesos sanos de rebeldía y desobedien-cia de sus actores. Se propone un proceso de reintegración social que busca la vinculación participativa de sus miembros en pro de una autonomía y una libertad del ser, en donde los procesos de identidad no sean solamente in-dividuales y aislados de los núcleos sociales y comunitarios donde regresan los actores desmovilizados de grupos armados ilegales, sino que permita una identidad en sus sistemas amplios, los cuales, sin rigidizar los procesos de par-ticipación, permitan reconocer la capacidad de enriquecimiento de los grupos sociales, sin castrar al sujeto a partir de procesos de disciplina férrea.

El presente capítulo realiza una reflexión alrededor de la disciplina dentro del campo establecido por la autoridad pedagógica, en contraposición con los proce-sos de autonomía e individuación a los que se enfrentan los sujetos una vez cul-minado su proceso de reintegración social establecido por el Gobierno Nacional.

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En los modelos clínicos y educativos de intervención se busca la autonomía de los sujetos sin que estos se desvinculen del cuerpo social; sin embargo, resulta paradó-jico que se presenten procesos que imponen modelos de disciplina cristalizada en el sistema social, cuando lo que se busca es esa ruptura que reivindica la libertad y la capacidad creadora del sujeto (Greco, 2007, 2011, 2012; Lisnevsky, 2011).

Palabras clave: reintegración social, autonomía, generatividad, discipli-na, autoridad pedagógica.

El estado actual del proceso de reintegración social

Ante la situación que se presenta en Colombia en la actualidad frente al proceso de firma de un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucio-narias de Colombia (FARC) a finales del 2016, se observa que la mayor parte de la atención se centra en la reintegración de 11,000 exguerrilleros a la vida civil, en la búsqueda de que no reincidan en la generación de esa violencia, que en los últimos 52 años ocasionó más de 220,000 muertes, alrededor de 30,000 secuestros y 5,7 millones de desplazados, entre muchos otros crímenes en los que la población civil fue la más afectada.

En este sentido, el concepto de reintegración se comprende como el pro-ceso en el cual aquellas personas que decidieron imponer su concepto de jus-ticia por medio del uso desproporcionado de la violencia, vuelven a vincularse al cuerpo del Estado que, en palabras Rousseau (2007), se comprende como ese acuerdo realizado en el interior de un grupo por sus miembros, con relación a sus derechos y deberes. Con el ejercicio de sus ciudadanías por medio de prác-ticas en pro de la construcción del tejido social, los desmovilizados pueden llegar a identificarse con otro cuerpo comunitario que, al tiempo que los aco-ge, les exige, generando una tensión permanente al momento de reconocerse a ellos mismos como parte de una sociedad, a la cual reconocen haberle hecho daño. Pero esto es posible solo al reconocer que ese otro que se desmoviliza también ha sido víctima del conflicto armado, al reconocer que para construir un ambiente de paz se debe hacer violencia a sí mismo (Gambarotta, 2011) y se debe reconocer en sí mismo el dolor, el miedo, la inseguridad, la rabia y los sentimientos mutuos, fruto de haber vivido el conflicto desde distintos bandos. Solo así, en el marco del proceso de reinserción de los grupos arma-dos al margen de la ley, en el proceso de paz que se ha venido adelantando en Colombia en los últimos años, se podrá entender este proceso de reinserción como un proceso de reincorporación a la ciudadanía, en el que el cuerpo es

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una construcción social basada en la ley, y en el que la ley debe cobijar los de-rechos y deberes de todos los ciudadanos; estos procesos deben incidir en la forma en que se comprenden a sí mismos (identidad) en medio de la sociedad y en sus habitus (Bourdieu, 1999), de forma tal que se someta el poder que se detenta por medio de las armas al poder de la palabra del otro, del diálogo con el otro y de sus silencios.

No es un camino fácil. Construir una identidad como cuerpo social im-plica algo más que compartir un territorio, significa reconocer al otro como parte de un proyecto común en el que se comparte la cotidianidad del trabajo, de la vida familiar, y en el que se proyectan sus frutos dentro de un proyecto de Nación mucho más ambicioso. Para construir una identidad de nación se requiere la participación de todos (Aristóteles, 1994; Dri, 1999; Barrios, 2008; De Roux, 2002); por lo cual, el proceso de reincorporación no solo depende de la voluntad de los violentos por construir un nuevo cuerpo, sino de todos los que hacemos parte de una nación rica en matices, en culturas, en religiones; una nación que debe aprender a convivir con una dolorosa historia, en la que casi la totalidad de sus muertos nacieron en el mismo país, donde la mayoría de sus víctimas fueron civiles, y donde la mayor parte de aquellos que hicieron parte de la guerra, lo hicieron para sobrevivir en contextos sumamente violen-tos (Román, 2016), donde la desobediencia en las filas se pagaba con su vida o con la de sus familias.

“Es necesario reconocer a todas las víctimas del conflicto, no solo en su condición de víctimas, sino también, y principalmente, en su condición de ciudadanos con derechos”. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 124). En este contexto se observa que, hasta diciembre de 2017, la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) registró un total de 5,971 actores desmovilizados por grupos armados ilegales. De estos actores, solo el 14% ha desertado del Programa de Reintegración Social, mientras que el 90% reconoce haber mejorado sus niveles de calidad de vida respecto a sus actividades en los gru-pos armados ilegales, gracias a oportunidades de trabajo y de estudio ofrecidas por el programa de reintegración del Gobierno colombiano.

Las cifras dan cuenta de que los actores en proceso de reintegración social se convierten en un recurso importante, encarnan un capital social represen-tativo que regresa a las comunidades urbanas y rurales. Sin embargo, lo ante-rior se puede presentar como un indicador de riesgo en la medida en que se continúe presentando resistencia de aceptación en la sociedad civil, llevando

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a estos actores a relegarse de nuevo, esta vez, en la legalidad, y presentando el riesgo de deserción en los procesos de reintegración social y de reincidencia en actividades ilegales.

Al respecto, Kaplan y Nussio (2015) observan que, en los programas de reintegración, la teoría de la participación social de los excombatientes en las comunidades donde ellos se ubican, y su aceptación por dichas comunidades, son útiles para minimizar la reincidencia a las actividades regulares, así como para incrementar las percepciones de seguridad. De igual forma,

…en los momentos en los que la familia no cumple con sus funciones nutrientes, es el Estado, el cuerpo social, el que da las herra-mientas para sostenerlos. Los actores desmovilizados entran a formar parte del programa de Reintegración Social de la ACR para contar con la orientación adecuada para la construcción de un proyecto de vida y la prefijación de objetivos claros y concretos que permitan el desarrollo en la nueva sociedad que los acoge. (Román, A. 2016 p. 67).

La resistencia de las comunidades, como miembros y representantes acti-vos del Estado, de acoger personas en proceso de reintegración social, contri-buye significativamente a la imposibilidad de desarrollo comunitario. En este caso, la responsabilidad en la aceptación del ex combatiente en el contexto físico y relacional, trasciende la mirada netamente determinista y vincula a nuevos actores en el proceso de reintegración, descentralizando la responsabilidad únicamente en las actividades lideradas por la Agencia para la Reincorpora-ción y la Normalización e invitando a las comunidades a participar activamen-te en sus procesos psicosociales.

Por otra parte, la investigación de Kaplan y Nussio, menciona que “los ex combatientes están más propensos a participar en actividades comunita-rias cuando existe una actitud favorable hacia la desmovilización de dichos actores” (2015, p. 25). Esto muestra que el gran reto de la reintegración social en el postconflicto es el de vincular a los miembros de la sociedad civil para que se comiencen a generar procesos de pertenencia ciudadana, de identidad y de proyecto de vida en la participación activa de los procesos comunitarios cotidianos.

Ha sido notorio, en la literatura relacionada con los temas del conflicto armado colombiano, que la guerra civil colombiana ha sido caracterizada por su polarización, la cual, lo único que alimenta es mayor lejanía y falta de iden-tidad en los ciudadanos, y la importancia de generar procesos de investigación

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e intervención psicosocial que rompan con dicha perspectiva (Pécaut, 1999, 2004; González, 2003; Correa, 2008; Beltrán et al., 2009; Hernández, 2009; Román, 2016). La nueva apuesta es ahora pensar en una verdadera reintegra-ción social no polarizada de los actores y centrada en la construcción colectiva de estrategias. La pregunta es: ¿estamos listos para asumir esta postura?

Una de las mayores posibilidades hacia la participación ciudadana ha sido aquella de la construcción convergente entre diferentes disciplinas; el trabajo resulta complejo para centrar la labor en una sola área y garantizar la parti-cipación de los actores alrededor del desarrollo psicosocial en el periodo del posconflicto. Históricamente, durante más de seis décadas el pueblo colom-biano ha crecido alrededor de la guerra y su paradigma ha sido alimentado por una cultura de agresividad, de violencia y de polarización. Esto genera una tendencia a la desvinculación de los actores, a que estos construyan una ho-meóstasis que ha naturalizado la guerra, y que presenta, por ende, un estado de inestabilidad y de crisis ante la propuesta de una nueva alternativa incluyente que posibilite el fin del conflicto armado y que implique el gran esfuerzo de pasar de la polarización que los ha caracterizado, a una diversidad de posibi-lidades desde la inclusión, la aceptación de la diferencia del otro y la riqueza cultural hacia el desarrollo psicosocial.

Infante menciona que:

La estabilidad económica y política es importante para lograr la paz y la seguridad en las regiones con un posconflicto y, en parti-cular, nuestro país. Sin embargo, ya que éstas [sic] son metas a corto plazo, las organizaciones internacionales y los gobiernos cometen el error de concentrar los esfuerzos en estas áreas, dejando atrás el de-sarrollo social como una parte crucial de la recuperación del poscon-flicto a largo plazo. Las experiencias internacionales sugieren que los esfuerzos en la esfera de la salud pública y de la educación deben ser una parte integral de cada sociedad desgarrada por la violencia para lograr mayores niveles de capacidad de construcción y de recupera-ción estatal. (2014, p. 244).

Lo anterior requiere niveles de intervención transversal. En el caso de la propuesta del presente capítulo, se requiere un nivel de trabajo convergente entre la psicología y la educación, una propuesta interventiva que reconoz-ca los procesos de reparación de los eventos violentos y que aporte, desde el reconocimiento del otro y desde la memoria, a la construcción de narrativas alternativas de transformación del conflicto armado. A su vez, se requiere una

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intervención que permita educar a las ciudadanías en pro de facilitar proce-sos de inclusión. Las comunidades deben ser educadas para que el proceso de reintegración social trascienda los esfuerzos logrados por los entes guberna-mentales y que no se quede en una simple presentación de indicadores numé-ricos. Los procesos de intervención son cada vez más ecológicos y complejos hacia la reconstrucción del concepto de colectividad, y no de polaridad como tendencialmente ha sido leída.

Responsabilizar directamente a los actores que tienen el po-der directo para la aplicación del acuerdo de paz es sólo una de las funciones de la sociedad civil organizada y del público. De hecho, ellos pueden ir más allá: pueden influir en la dirección, la velocidad y la realización concreta del proceso de construcción de paz. La so-ciedad civil puede convertirlo en ‘su propio’ proyecto si se apropia de la paz en lugar de observar pasivamente su progreso, contradictorio y tembloroso, o la falta de ello, desde afuera. (Feola, G. 2018, p. 14).

Hacer propio el acuerdo de paz y el proceso de reintegración social lleva a pensar en la autonomía de los sujetos y de las comunidades, autonomía que debe emerger de los procesos de investigación e intervención y que, a su vez, debe romper el asistencialismo de los programas hacia los grupos sociales. La sostenibilidad en la construcción de proyectos transdisciplinares y transver-sales en las comunidades se mostraría como la clave para que las comunidades se apropien de sus niveles de cambio autónomo. Esto implica construir nive-les de creatividad novedosos que emerjan de la propia autoría de los sujetos, lo cual presupone que los sujetos sociales se emancipen metafóricamente de los procesos de intervención ofrecidos por las organizaciones estatales o por los profesionales que trabajan con ellos directamente. En otras palabras, se requiere de niveles de rebeldía y de indisciplina para que las personas logren construir independencia e identidad comunitaria.

La disciplina en contraposición con los procesos de autonomía e individuación

La disciplina, en su concepto etimológico, viene del latín discipulus —del verbo disco/didici: aprender, conocer, experimentar, estudiar, gustar—, que se deja enseñar, no solo en el sentido del orden necesario para poder aprender, sino de la dedicación que hace el discípulo por aprender. Esta definición eti-mológica es muy diferente a lo que en sus usos más frecuentes relaciona el diccionario de la Real Academia de la Lengua, entendiendo por disciplina:

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1. f. Doctrina, instrucción de una persona, especialmente en lo moral.

2. f. Arte, facultad o ciencia.

3. f. Especialmente en la milicia y en los estados eclesiásticos secular y regular, observancia de las leyes y ordenamientos de la profe-sión o instituto.

4. f. Instrumento, hecho ordinariamente de cáñamo, con varios ra-males, cuyos extremos o canelones son más gruesos, y que sirve para azotar.

5. f. Acción y efecto de disciplinar.

Por ello es que a partir de sus prácticas la disciplina se ha venido asociando a aquellas características que asumieron los dispositivos de la sociedad moder-na para mantener el control (Foucault, 1976), entre ellas la escuela que “pri-vilegió un ideal de armonía y [que] sostuvo al mismo tiempo la necesidad de disciplinamiento a través de una forma de autoridad que sustentó posiciones de subordinación y dominación” (Lisnevsky, A. 2011, p. 330). Una institución donde la autoridad como concepto se mantuvo intacta y no se interrogó por mucho tiempo, lo cual condujo a una naturalización de las jerarquías de la dominación de los sujetos, asociando la acción de educar con educar de forma autoritaria (Cfr. Greco, 2012).

En este sentido, la disciplina posibilita la vinculación de los sujetos a sus sistemas inmediatos y amplios. Desde una postura eco-eto-antropológica, la cualidad del vínculo está mediada no solo por los niveles de vinculación de los sujetos a sus grupos primarios, ya que es igualmente indispensable la cons-trucción de niveles de pertenencia en grupos extensos que están en constante interacción con el sujeto. Miermont (1993), citado por Estupiñán, Hernández y Bravo, (2006) propone que las relaciones humanas se estructuran a través de tres operadores témporo-espaciales: el ritual, el mito y la episteme, los cua-les describen respectivamente las relaciones, las creencias y el conocimiento como ingredientes en interacción en la constitución de los vínculos (p. 50). Esta sinergia entre ritos, mitos y epistemes afianza la identidad del sujeto en su núcleo social y del núcleo social en la cultura. Sin identidad no hay pertenen-cia, pero esta se construye en las prácticas cotidianas y se afianza en la identi-dad del cuerpo social; se conciben formas de ser sujeto en la sociedad y de ser sociedad en la cultura a través de los valores compartidos, de las comprensio-nes epistemológicas de la realidad cotidiana y de las prácticas ritualizadas que dan sentido a la cotidianidad y pertenencia de los sistemas humanos.

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Lo anterior implica el reconocimiento del otro y la búsqueda constante del cuidado de los vínculos construidos. A esto hace referencia el término de generatividad planteado en la presente propuesta.

Ya en el preámbulo de la reflexión sobre el tema de la genera-tividad y, aún más en su desarrollo, se subraya cómo en esta va inclui-da, además del deseo de dar origen a una nueva vida y cuidarla (gene-ratividad familiar), también la productividad y creatividad personal y el cuidado-inversión en las generaciones sociales, incentivando el desarrollo y comprometiéndose a transmitir el sustento de valores, que es lo que le da significado y esperanza a la vida (generatividad social). (Cigoli, V. y Scabini, B. 2007, p. 72).

La generatividad implica el cuidado del otro en pro del desarrollo de las comunidades. En esa medida es importante reconocer las configuraciones de los vínculos, pues en los procesos de reconciliación y perdón se busca la re-generación de dichos vínculos, no solo al interior de los grupos primarios de los sujetos en proceso de reintegración social, sino también al exterior, en su relación con sistemas amplios, bien sea desde procesos de reparación comuni-taria, como de identidad en la vinculación relacional y en pro del futuro de la autonomía social.

Al inicio del proceso de vinculación es necesaria la disciplina para la asun-ción de normas, de formas compartidas de comprender el mundo y de rituales que afiancen las creencias de los grupos familiares, comunitarios y sociopolí-ticos; sin embargo, dichos procesos no son cristalizados o herméticos, ya que para que se presenten procesos de coevaluación de los sistemas, es indispensa-ble que se presenten niveles de cuestionamiento de los mitos y epistemes que articulan los modos de relacionarse en las sociedades.

La episteme permite mantener los vínculos y complejizarlos, a pesar de los efectos de separación o de ruptura que también la acom-pañan, y estructura los modos de conocimiento y los sistemas de pen-samiento que cuestionan la realidad, no como un hecho objetivo, sino como una pregunta abierta. La episteme interroga el estado del espíritu común a una unidad semántica (familia, clan, empresa, nación, etc.), por la confrontación con otras unidades semánticas; relativiza las certezas míticas e ideológicas por la creación de unidades conflictuales que hacen surgir nuevos estados de espíritu; es decir, produce efectos de noogénesis [del griego antiguo νόος —razón— y γένεσις —origen, nacimiento—]. La noogénesis se despliega a partir de lo que Bateson llamó “la pauta que conecta”. (Estupíñán, J. Hernández, A. y Bravo, L. 2006, p. 53).

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Paradójicamente, los niveles de autonomía y de individuación se posibili-tan en los sujetos cuando construyen características nutrientes de los vínculos con sus sistemas humanos, incluyendo manifestaciones generativas de con-flicto y de ruptura que permiten la coevolución sistémica y ecológica. Es res-ponsabilidad del cuerpo social posibilitar estos niveles de autonomía sin que los sujetos se desvinculen de sus sistemas en interacción; es necesario, para la emancipación física y simbólica de los sujetos, que estos se sientan pertene-cientes a la sociedad y que se sientan libres para la construcción de nuevas ver-siones de sujeto en y con la sociedad. Este encontrarse con otros sistemas hace poner en relación los propios referentes, permitiendo cuestionar, ampliar y comprender otras formas de ser y, con ello, otras perspectivas que terminan por enriquecer las posibilidades de comprensión de las propias realidades, evi-tando con ello una polarización radical, abriendo al sujeto a nuevas posibilida-des de relación con los otros y consigo mismo.

Desde la psicología social, resulta interesante en los últimos años trabajar el concepto de obediencia y desobediencia y reconocer las dinámicas sociales que se tejen a su alrededor (Baquero, 2002; Kohan 2004; Narodowski, 2013). Pozzi, Fattori, Bocchiaro y Alfieri argumentan, desde la teoría de las represen-taciones sociales, que tanto la obediencia como la desobediencia,

…hacen referencia a los conceptos de reglas y autoridades, pero la desobediencia difiere al evocar una evaluación consciente específica relacionada con su contexto. Los dos constructos difieren en referencia a los diversos grados de autonomía que adjudican: la obediencia evoca una responsabilidad del sujeto quien parece seguir de manera acrítica las órdenes y las leyes que la autoridad establece. La desobediencia, por su parte, evoca autonomía personal como un criterio fundamental para la autorrealización. (2014, p. 25).

Los constructos de obediencia y desobediencia pueden presentar niveles de generatividad en los procesos de transformación psicosocial, así como también pueden ser destructivos, ya que su cristalización y rigidez evitan la evolución de los sistemas humanos. Por el lado de la obediencia, en términos generativos, puede promover la armonía en la convivencia ciudadana, mientras que, en tér-minos destructivos, lleva al sujeto a una aceptación subyugada de la autoridad.

En el caso de la desobediencia, en términos generativos, promueve cam-bios positivos en la sociedad, y a nivel destructivo lleva a niveles antisociales que buscan solo el beneficio egoísta de un individuo o de un grupo específico. “Un desobediente prosocial puede ser considerado como un ciudadano activo y

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comprometido” (Haste, 2004; Marta, Marzana y Pozzi, 2012; Vecina, Chacon, Marzana y Marta, 2013, p. 26); sin embargo, para que se pueda sentir compro-metido con su grupo social, es necesario que el Estado pueda permitirle dichos procesos, esto implica confiar en su nueva posición en la comunidad, que tenga claro que ese sujeto ahora es un ciudadano activo y que participa de manera co-tidiana de los procesos de socialización para los que fue preparado durante los programas de reintegración social de los cuales hizo parte.

Resulta fundamental para el acuerdo de paz reconocer, en la participación ciudadana, los procesos de movilización y de protesta pacífica:

La movilización y la protesta pacífica, como formas de ac-ción política, son ejercicios legítimos del derecho a la reunión, a la libre circulación, a la libre expresión, a la libertad de conciencia y a la oposición en una democracia. Su práctica enriquece la inclusión política y forja una ciudadanía crítica, dispuesta al diálogo social y a la construcción colectiva de Nación. Más aún, en un escenario de fin del conflicto se deben garantizar diferentes espacios para canalizar las demandas ciudadanas, incluyendo garantías plenas para la moviliza-ción, la protesta y la convivencia pacífica. Junto con la movilización y la protesta pacífica se deberán garantizar los derechos de los y las manifestantes y de los demás ciudadanos y ciudadanas. (Acuerdo de Paz, 2016, p. 44).

Lo anterior implica que una comunidad incluyente y participativa reco-nozca su riqueza sociopolítica, no en la disciplina cristalizada y uniformada, sino en la diferencia de pensamientos y en la consolidación del sentido crítico y democrático de sus ciudadanos. Este principio del acuerdo de paz reconoce la libertad de expresión y la posibilidad de reconocer la oposición respetuosa y tolerante, un principio fundamental de la democracia política.

Paradójicamente, esperamos la autonomía y la individuación de los suje-tos, pero vamos en contra de su sana rebeldía. La sociedad cuestiona a quien se emancipe en ideas, a quien pueda confiar en un cambio dado proactivamente, prefiere niveles de obediencia cristalizada que respondan a esa autoridad férrea que impone niveles de comportamiento estandarizados, castrando la libertad del ser y, por ende, los procesos de desarrollo coevolutivos de las comunidades.

Respete a sus mayores / el que manda, manda, así mande mal, son tan solo algunos de los refranes que esparcimos sobre nuestros hijos durante la infancia con la esperanza de que puedan adaptarse después al universo de los adultos, donde el trabajador come callado

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para mantener su puesto y debe cumplir instrucciones al pie de la le-tra así intuya en ellas, trazos de incompetencia o injusticia. (Osuna, J. 2015, p. 65).

La participación ciudadana como posibilitadora de transformación psicosocial

El Alto Comisionado para la Paz (2016), en su acuerdo final de paz, plantea unos puntos considerados como fundamentales para garantizar su cumplimien-to. La participación ciudadana resulta una prioridad para posibilitar la paz en el Estado y toma diferentes consideraciones a nivel urbano, rural y desde el enfoque diferencial de género. Un aspecto importante es aquel de la vinculación de todos los miembros de las comunidades, reconociendo los niveles de corresponsabilidad necesarios para garantizar la factibilidad en la continuidad del proceso de paz.

A continuación, se analizarán algunos de los puntos tomados en cuenta en el tema de la participación ciudadana:

La participación ciudadana es el fundamento de todos los acuerdos que constituyen el Acuerdo Final. …Además, la participación y el diálogo entre los diferentes sectores de la sociedad contribuyen a la construcción de confianza y a la promoción de una cultura de tolerancia, respeto y conviven-cia en general, que es un objetivo de todos los acuerdos. Décadas de conflic-to han abierto brechas de desconfianza al interior de la sociedad, en especial en los territorios más afectados por el conflicto. Para romper esas barreras se requiere abrir espacios para la participación ciudadana más variada y es-pacios que promuevan el reconocimiento de las víctimas, el reconocimiento y establecimiento de responsabilidades, y en general, el reconocimiento por parte de toda la sociedad de lo ocurrido y de la necesidad de aprovechar la oportunidad de la paz. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 7).

Uno de los pasos primordiales para avanzar y construir confianza es abrir el espacio para el diálogo, un diálogo que permita la reconstrucción narrativa me-diante la expresión libre del sujeto en relación con su grupo primario. Ser escucha-do y legitimado en la narrativa conversacional abre el espacio para que se puedan regenerar los vínculos en la relación. La confianza parte del reconocimiento del otro y esto implica la responsabilidad de los actores de las diferentes comunidades.

La reintegración social no solo depende de las instituciones gubernamen-tales, es un proceso psicosocial largo y que debe poco a poco reparar las mar-cas del conflicto armado interno. Este proceso requiere la confianza de las

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ciudadanías, y a su vez, requiere que exista confianza en el otro. En este caso, no hacemos referencia al otro como ajeno de los procesos comunitarios, sino al otro como sujeto activo dentro de la comunidad. Es incluso más necesario que ese ciudadano que se reintegra en sociedad logre confiar en la comunidad que lo acoge. No existe participación sin confianza y no existe confianza sin diálogo, por tal razón, este punto del acuerdo permite pensar en estrategias de participación ciudadana a través del diálogo participativo en los diferentes escenarios comunitarios.

Para Maturana (1990), en la vida humana la mayor parte del sufrimiento viene de la negación del amor: los seres humanos somos hijos del amor. Este pensamiento, con fuerte fundamento en la biología, y no con la connotación romántica que suele darse al amor y que, en muchas ocasiones, lo ridiculiza y descalifica, es, para el autor, una de las bases de la convivencia humana. El amor se fundamenta desde la biología y tiene relación con los principios de la generatividad, ya que busca el reconocimiento del otro y su cuidado en la legitimación para que la especie humana trascienda y evolucione en las nuevas generaciones. El amor va más allá de la simple connotación erótica y sexual; es el reconocimiento de la libertad autónoma del otro, lo cual implica un com-promiso político para la constante evolución de las sociedades. Una sociedad que niega el amor, es decir, el reconocimiento de sí mismo y del otro en las re-laciones, es una sociedad que tenderá al sufrimiento, ya que el desconocimien-to humano es una de las principales bases hacia la violencia. Según Maturana (1990), solo son sociales las relaciones que se fundan en la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia, y tal aceptación es lo que constituye una conducta de respeto.

Pareciera ajeno el rol de la psicología clínica en los procesos de partici-pación ciudadana; sin embargo, para poder reconocer, legitimar y reparar a las víctimas, resulta necesario lograr espacios de apertura al diálogo, no solo participativo, sino también al diálogo que permita legitimar los procesos de dolor y sufrimiento durante las experiencias vividas en el conflicto armado. El silencio impide el acercamiento con el otro y niega la posibilidad de transfor-mación narrativa mediante la emergencia de nuevas memorias.

La construcción de la paz es asunto de la sociedad en su con-junto que requiere de la participación de todas las personas sin dis-tinción y, por eso, es necesario concitar la participación y decisión de toda la sociedad colombiana en la construcción de tal propósito, que es derecho y deber de obligatorio cumplimiento, como base para

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encauzar a Colombia por el camino de la paz con justicia social y de la reconciliación, atendiendo el clamor de la población por la paz. Esto incluye el fortalecimiento de las organizaciones y movimientos socia-les, y el robustecimiento de los espacios de participación para que ese ejercicio de participación ciudadana tenga incidencia y sea efectivo, y para que vigorice y complemente la democracia. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 35).

Lo anteriormente descrito en el acuerdo para la paz muestra la partici-pación ciudadana como un derecho que contribuye a la consolidación de los procesos de paz. Dicha participación no hace distinciones de ningún tipo y permite la construcción de procesos con justicia y equidad. Resulta complejo pensar en cómo se posibilitan estos procesos de participación, si paradójica-mente se espera que los sujetos pierdan el sentido de la autonomía participa-tiva a través de la disciplina cristalizada, la cual trunca el pensamiento crítico de los ciudadanos.

Los procesos interventivos comienzan a perder peso si se ejecutan de ma-nera netamente disciplinar y aislada de los pensamientos de otras áreas del conocimiento. En la propuesta del Acuerdo de Paz se busca la participación de las organizaciones y de los movimientos sociales para garantizar la consolida-ción de la participación activa de las comunidades. Esto lleva a pensar en una psicología clínica articulada a procesos psicosociales mediante la intervención con una perspectiva de red que permita, en primer lugar, la reparación de las víctimas, el acercamiento a la reconfiguración narrativa por medio del diálo-go, la recuperación de la confianza por medio del diálogo y la construcción de nuevas posibilidades de comunidad a partir de la configuración de memorias alternativas. Sin embargo, la intervención psicosocial sería insuficiente si no se articula a la comprensión de los procesos educativos que invitan a la rede-finición de comunidad, no como un grupo aislado de sujetos en interacción, sino como un sujeto (la comunidad entendida como un sujeto) que construye cotidianamente su historia y que aprende desde la legitimación del otro para la regeneración de los vínculos que se construyen en su interior.

Las intervenciones, desde un enfoque transdisciplinar, permiten ver a la educación en la construcción autónoma de nuevas versiones de sujeto, sin des-conocer el interés de una clínica centrada en la reaparición para la configura-ción de procesos de reconciliación y perdón:

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Los medios de comunicación comunitarios, institucionales y regionales, deben contribuir a la participación ciudadana y en espe-cial a promover valores cívicos, el reconocimiento de las diferentes identidades étnicas y culturales, la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la inclusión política y social, la integración na-cional y en general el fortalecimiento de la democracia. La participa-ción ciudadana en los medios comunitarios contribuye además a la construcción de una cultura democrática basada en los principios de libertad, dignidad y pertenencia, y a fortalecer las comunidades con lazos de vecindad o colaboración mutuos. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, pp. 45-46).

Estos principios comunitarios de libertad, dignidad y pertenencia se co-mienzan a consolidar desde temprana edad; sin embargo, los procesos edu-cativos que se pueden construir con las comunidades convocan a todos los actores, sin discriminar su edad, ya que continuamente se está en constante aprendizaje para la convivencia, más en este momento coyuntural para el Es-tado, en el que no solo se deben construir procesos educativos, sociales y clíni-cos centrados en la reparación, en el perdón y en la regeneración de vínculos comunitarios hacia los actores en proceso de reintegración social, sino que también es importante construir dichos procesos con los actores de las comu-nidades y los grupos que los acogen. Las comunidades no están preparadas para la convivencia desde la diversidad, sin que esto implique una competen-cia y la manifestación de actos descalificadores que vulneren y violenten.

La Comisión deberá promover la convivencia en los territo-rios, en el entendido de que la convivencia no consiste en el simple compartir de un mismo espacio social y político, sino en la creación de un ambiente transformador que permita la resolución pacífica de los conflictos y la construcción de la más amplia cultura de respeto y tolerancia en democracia. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 131).

Según Maturana (2002), las conductas sociales tienen fundamento en los comportamientos cooperativos y no en la competencia, porque esta esencialmente consiste en la negación del otro, luego es claramente una actitud antisocial.

En esa medida, es necesario construir procesos de intervención que per-mitan volver a los fundamentos de las relaciones humanas, de la convivencia legítima desde el reconocimiento y del aprecio de una cultura cooperativa des-de la diferencia y la no violencia que busca la uniformidad, donde la educación

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permita el aprendizaje hacia procesos de resolución pacífica de conflictos, y donde se aprenda a aceptar la diferencia como la mayor riqueza de la partici-pación democrática y cotidiana de las comunidades.

Conclusiones: el reto hacia un trabajo transdisciplinar

El pensamiento y los dilemas sociales contemporáneos ponen como reto principal en las ciencias sociales y, en general, en todos los campos del cono-cimiento, el trascender las posturas parcializadas y divididas en la lectura de las realidades sociales y en sus procesos de investigación e intervención. Es claro el reto de las Ciencias Sociales: el de considerar la dimensión integral de los procesos humanos, así como la mirada holista con la que se abarcan, sin pretender relativizar los niveles de intervención o asumir que “todos podemos hacer todo”. Esta tendencia a la complejidad de los procesos requiere un alto sentido de responsabilidad social y ético, ya que es muy delgada la línea en-tre el posicionar las intervenciones con una perspectiva compleja y caer en la trampa de realizar intervenciones indiscriminadas y sin claridad de contexto.

Reconocer los niveles de convergencia entre la psicología clínica-social y los procesos educativos, nos invita constantemente a cuestionarnos acerca de nuestro rol y a tener claridad de nuestros alcances, pero a su vez nos permite reconocer las limitaciones que nos invitan a la construcción de redes inter y transdisciplinares para el abordaje de los fenómenos que, en su complejidad, ya no pueden ser vistos desde una óptica aislada o netamente lineal.

Esta invitación al pensamiento circular y reflexivo nos ubica en la postura de reconocernos como parte de los sistemas que observamos y de los cuales es-peramos niveles de cambio y de transformación con nuestras intervenciones. Somos observadores de las realidades que observamos, pero a su vez, hacemos parte de las realidades observadas. En términos de Maturana y Varela (1987), somos sistemas observantes; buscamos, como agentes sociales, que los procesos de reintegración sean efectivos y exitosos, y a su vez, hacemos parte de las comunidades que acogen y conviven con los sujetos que regresan una vez des-movilizados de los grupos armados ilegales.

Esto requiere un gran sentido de apertura en nuestras intervenciones, pues la invitación es la de observarnos constantemente, estudiar a las comunidades y problematizar acerca de los fenómenos que en ellas suceden, pero a su vez, estudiar y problematizar en nosotros mismos, ya que muchas veces nuestro

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interés de brindar herramientas sólidas para el trabajo con comunidades nos lleva a crear modelos de intervención poco sostenibles a futuro y reducibles a la generación de niveles de dependencia de nuestro trabajo, y no de autonomía y creatividad por parte de los grupos. Es ahí que el ejercicio autorreferencial se muestra como un elemento central que promueve la creatividad y la flexi-bilidad en la investigación y en la intervención. Esta autorreflexión permite reconocer prejuicios, teorías y sensibilidades que se tienen al observar y cons-truir la realidad (Boscolo y Bertrando, 1996; Bertrando y Toffanetti, 2004), la toma de conciencia y la observación y reflexión sobre los propios puntos ciegos (Ceberio, 2002).

Lo anterior muestra que, quien observa y se observa en una realidad o en múltiples realidades, reconoce los aportes desde otros campos disciplinares (trabajo interdisciplinario) y trasciende entre los puntos de convergencia que acomunan y complejizan las intervenciones psicosociales (trabajo transdisci-plinario). Resulta imposibilitador y limitante intervenir solo desde una mira-da, pero seguimos cayendo en la trampa de hacerlo; consideramos que el tra-bajo interdisciplinar y sistémico implica simplemente unir conceptos aislados y paradójicamente aportar el propio punto de vista sin conversar con el otro.

Más que una conversación interdisciplinar, los procesos de intervención comunitaria tienen muy poco en común, y lo que plantean son monólogos colectivos que dan cuenta de la paradoja en las intervenciones psicosociales. Esta paradoja se ve reflejada a su vez en las personas y en las comunidades vulnerables que se deberían ver beneficiadas por nuestra labor, pero que en esa doble atadura de procesos interventivos asinérgicos, alimenta únicamente la vulnerabilidad social y el sentido de desconfianza en sí mismo y en el sistema que lo acoge.

¿Cómo considerar los procesos educativos en las intervenciones clínicas? La propuesta va encaminada a un trabajo de conversación y de construcción continua que enriquezca la mirada desde el reconocimiento de los propios puntos ciegos en el trabajo de intervención, y que permita apuntar a la cons-trucción de proyectos sostenibles y con posibilidad de ser replanteados por las comunidades líderes de sus procesos cotidianos. Consideramos importante educar en el reconocimiento de las dinámicas relacionales que alimentan o que impiden la reintegración social de los actores desmovilizados, y para ello se re-quieren procesos de intervención clínica que permitan reparar el tejido social.

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Para ello, resulta indispensable tener en cuenta los planes de reparación colectiva y las estrategias de rehabilitación comunitaria en pro de la recons-trucción del tejido social.

Estas estrategias se desarrollarán a través de los siguientes componentes:

• Creación de espacios de diálogo comunitario y duelos co-lectivos que permitan la expresión individual y colectiva del sufrimiento.

• Recuperación y generaciones de prácticas sociales, culturales, artísticas, y de recreación y deporte asociadas al intercambio entre ciudadanos y la convivencia en las comunidades.

• Impulso de iniciativas locales dirigidas a la reconciliación, la dignificación y el reconocimiento.

• Reflexión sobre imaginarios colectivos de proyectos de vida futuros que permitan dotar de sentido transformador la re-paración y lograr una convivencia pacífica.

• Creación de escenarios de pedagogía para que se fortalezca el rechazo social a las violaciones e infracciones ocurridas en el pasado, alentando la transformación de imaginarios que los permitieron o justificaron.

• Recuperación de prácticas sociales abandonadas como efecto del conflicto.

• Promoción de pactos de convivencia pacífica al interior de las comunidades, que incluyan a las víctimas y a quienes hayan podido tener participación directa o indirecta en el conflicto, así como de procesos de construcción de confianza entre las autoridades públicas y las comunidades.

• Estrategias para la reconstrucción de los vínculos familiares afectados con ocasión del conflicto que, respetando las espe-cificidades religiosas, étnicas y culturales y bajo el principio de la no discriminación, busquen que las víctimas recuperen su entorno y sus lazos de afecto, solidaridad, respeto y asis-tencia. (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 133).

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Es importante reconocer que los procesos de intervención deben conver-sar con dichas estrategias y que a su vez deben proponer nuevas alternativas de trabajo, enmarcados por un nivel transdisciplinar, que invite a los profesio-nales a trabajar alrededor de un fenómeno que los convoca, y no a ver dicho fenómeno aisladamente desde cada disciplina.

Por otra parte, la propuesta de trabajo debe incluir la lectura del contexto, en la que se puedan reconocer las relaciones de los sujetos con quienes se va a interactuar y que permita la construcción de contextos de confianza tales que faciliten los espacios de recuperación de la memoria histórica. Este recono-cimiento hacia la emergencia de la memoria en la narrativa social posibilita sanar las experiencias leídas como negativas por los actores de la comunidad, y construir escenarios conversacionales que permitan el encuentro entre acto-res del conflicto armado hacia la reconciliación y el perdón.

Por último, frente al desarrollo de espacios educativos hacia el recono-cimiento de nuevas alternativas relacionales, resulta indispensable buscar el empoderamiento de los sujetos de las comunidades hacia una participación ciudadana incluyente, generativamente desobediente y creativa para la cons-trucción de procesos de coevolución y de transformación social. El trabajo activo en las intervenciones con las comunidades permitirá promover la soste-nibilidad del trabajo comunitario mediante el reconocimiento de los recursos colectivos e individuales de los actores del cuerpo social, y no de la perpetua-ción de un asistencialismo social que lo único que busca es la consolidación de procesos de dependencia, sin pertenencia con las comunidades.

El camino es largo y las propuestas son múltiples de acuerdo con las mi-radas y experiencias alrededor del tema. La presente propuesta se articula con los principales postulados frente al tema de ciudadanía participativa en el acuerdo de paz y busca centrarse en la reflexión de nuevas posibilidades de intervención psicosocial.

Este momento coyuntural de nuestro Estado nos invita a pensar en una perspectiva compleja, en la que se reconozca humildemente que no tenemos la última palabra frente a cómo abordar el proceso de reintegración social y frente a cómo facilitar procesos de ciudadanías participativas. Sin embargo, podemos mirar en pro de la regeneración de los vínculos familiares y sociales, que permitan, bajo un principio de generatividad, familiar y social, recupe-rar el tejido social, reconfigurar los vínculos relacionales y abrir espacios a la reconciliación y el perdón. “Principio de reconciliación: uno de los objetivos

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de la satisfacción de los derechos de las víctimas es la reconciliación de toda la ciudadanía colombiana para transitar caminos de civilidad y convivencia” (Alto Comisionado para la Paz, 2016, p. 125).

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Un cambio de paradigma desde la ciudadanía ambiental

Gustavo Adolfo Ortega Guerrero3

Resumen La construcción de ciudadanías alternativas debe estar enmarcada en el

escenario actual de discusiones sobre derecho y justicia global, afianzando la necesidad de dar respuesta a una serie de problemáticas y conflictos dentro de las crisis actuales de civilización. En este sentido, la contribución desde un concepto de ciudadanía ecológica y ciudadanía ambiental, que ha sido desarro-llada en propuestas teóricas, es esencial para alcanzar un cambio de paradigma con respecto a la discusión sobre el reconocimiento de derechos, la exigencia de una responsabilidad ambiental, así como en el cambio de los modelos de desarrollo que han generado los problemas en la actualidad.

La propuesta está direccionada a generar alternativas basadas en el con-cepto de ciudadanía ambiental, global y planetaria como aspecto primordial en el que se discuta el verdadero reconocimiento de derechos a quienes han sido víctimas de marginalización y desconocimiento de derechos ambientales plenos. Pero, por otra parte, la necesidad de establecer límites para la conser-vación y sostenibilidad; por ejemplo, en relación a miradas de un constitucio-nalismo contemporáneo que indica la necesidad de establecer instituciones, normas y estándares para la materialización de una justicia ambiental en tér-minos globales, intergeneracionales e inter-especies, mediante la aplicación real y efectiva de los principios ambientales y criterios de organización social y política ambiental. Este debe ser el nuevo contexto en un escenario sociopo-lítico de las sociedades contemporáneas, pues se trata de apuestas y retos in-cluyentes que no se pueden materializar con la situación actual de excusión de derechos de los otros (e. g. ciudadanías de segunda o tercera categoría), la negación de derechos a las generaciones futuras, o los mismos derechos de

3 Profesor de Planta y líder del Grupo de Investigación en Derecho, Justicia y Ambiente (GIDE-JAM) de la Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales. Abogado de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster (MSc) en Medio Ambiente y Desarrollo de la Universidad Nacional de Colombia y el Instituto de Estudios Ambientales (IDEA). Candidato a Doctor en Derecho (PhD) de la Universidad Nacional de Colombia. Ex Coordinador del Grupo Interdisciplinar en Cambio Climático (GICC) ante la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales e integrante del Grupo de Investigación en Derechos Colectivos y Ambientales (GIDCA) de la Universidad Nacional de Colombia. Correo institucional: [email protected]. Correo personal: [email protected].

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existencia a la naturaleza y los ecosistemas encaminados a garantizar los ciclos vitales y la supervivencia de la humanidad y el planeta.

AbstractThe construction of alternative citizenships must be framed in the cur-

rent scenario of discussions on law and global justice, strengthening the need to respond to a series of problems and conflicts within the current crises of civilization. In this sense, the contribution from a concept of ecological citi-zenship and environmental citizenship that has been developed in theoretical proposals, is essential to achieve a paradigm shift regarding the discussion on the recognition of rights, the demand for an environmental responsibility, as well as in the change of the models of development that have generated the problems at present.

The proposal is to encourage the generation of alternatives based on the concept of environmental, global and planetary citizenship as a fundamental aspect in which the true recognition of rights to those who have been victims of marginalization and discrimination of environmental rights that has been discussed is achieved. But, on the other hand, the need to establish limits for conservation and sustainability. For example, in relation to views of a con-temporary constitutionalism that indicates the need to establish institutions, norms, standards for the materialization of an environmental justice in global, intergenerational and inter-species terms, through the real and effective ap-plication of environmental principles and criteria of social organization and environmental policy. This must be the new context in a socio-political sce-nario of contemporary societies, since the scenario of inclusive bets and chal-lenges cannot be materialized with the current situation of exclusion of rights of others (e. g. citizenship of the second or third category), denial of rights to future generations, or the same rights of existence to nature and ecosystems aimed at guaranteeing life cycles and the survival of humanity and the planet.

Palabras clave: ambiente, ambientalismo, derechos ambientales, ciudada-nía ambiental, justicia ambiental, política ambiental.

Keywords: environment, environmental citizenship, environmental ri-ghts, environmentalism, environmental justice, environmental politics.

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IntroducciónLa ciudadanía ambiental es un concepto que sigue vigente en las discusio-

nes contemporáneas del derecho, la política y la justicia. Pese a que han pasado varias décadas desde la publicación del libro Pensamiento político verde de Dob-son (1990), junto a su desarrollo del concepto de ‘ciudadanía ecológica’ que ha ido evolucionando hacia el de ‘ciudadanía ambiental’, desde su fundación se han generado diversos debates sobre la teoría, conceptualización y conso-lidación en los escenarios actuales. Así, por ejemplo, se han vinculado otros conceptos interesantes a la discusión de ciudadanía ambiental para consolidar una concepción integral y universal de ciudadanía, por ejemplo, los aportes de Morín (2004) sobre ‘ciudadanía global y planetaria’, y, por otra parte, los desa-rrollos teóricos de Kymlicka (1995), en relación a la ‘ciudadanía multicultural’. Todas ellas han sido interesantes, aun cuando su integración en la práctica ha sido difícil debido a los diversos enfoques o intereses disciplinares de cada uno de los autores.

Todas estas alternativas que proponen ampliar y dar un nuevo significado al concepto de ciudadanía han girado en tono a propuestas de generar nuevas formas de interpretación social, con el fin de resolver una serie de problemas, conflictos, y en última instancia, proponer alternativas a la crisis de civiliza-ción, la ciudadanía ecológica y de la ciudadanía ambiental, las problemáticas ambientales, la crisis ambiental global y las inequidades sociales. La ciudadanía multicultural emerge como propuesta frente a los conflictos étnicos, con el fin de garantizar la existencia diferenciada de los grupos minoritarios o con menos poder en la sociedad; con respecto a la ciudadanía global y plantearía, surge con el fin de resolver problemas de conflictos, reconocimiento universal y prevención de discriminación por orígenes nacionales.

A pesar del origen y la finalidad de las múltiples definiciones de ciudada-nía, como la ciudadanía ambiental, algunos autores como Gudynas (2009), se han concentrado en la crítica del mismo concepto desde el punto de vista on-tológico y genealógico de occidente, en donde ha sido utilizado históricamen-te para hacer diferenciación de sectores sociales, y en donde cualquier intento de reconocimiento de ciudadanía puede generar nuevas exclusiones y discri-minaciones sociales, por lo cual hay que empezar a hablar de algo que pueda superar ese mismo concepto, en un nuevo momento que ha sido denominado como meta-ciudadanías.

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Sin embargo, pese a la existencia de estas últimas discusiones en torno a la superación del concepto de ciudadanía, lo que se ha visto en gran parte de la literatura, principalmente en aquella relacionada con el concepto de justicia ecológica y ambiental, es una reiterada preocupación por centrar los debates y aportes teóricos y empíricos en la necesidad de establecer límites, a modo de obligaciones, por parte de los seres humanos frente al componente social y ecológico. Estos debates, que se han generado principalmente en instancias disciplinares, han tendido a olvidar la misma concepción del concepto de ciu-dadanía que es un desarrollo de la concepción jurídica y política, en la cual se establece un sistema no sólo de deberes u obligaciones, sino principalmente una concepción garantista de los derechos.

Por esta razón se retomará la dimensión recurrentemente olvidada res-pecto a la discusión de una ciudadanía global y ambiental, indicando que el contenido de la misma ha ido perdiendo relevancia y notoriedad como una alternativa de realización y consolidación de los derechos ambientales; todo esto con el fin de destacar que realmente se trata de una de las cuestiones más importantes que deben ser abordadas para establecer una alternativa mediante el cambio de paradigma actual, involucrando la discusión sobre la materializa-ción de la justicia ambiental.

Fundamentación crítica de la ciudadanía ambiental: análisis sobre el énfasis convencional en las responsabilidades y obligaciones.

El concepto de ciudadanía es complejo debido a que históricamente se ha definido desde los fundamentos del desarrollo de la tradición occidental, especialmente de las sociedades griega y romana antigua, para entender que existe un reconocimiento especial que emana del concepto de nación. En este sentido, se observa que incluso en la actualidad muchas veces se tiende a confundir el concepto de ciudadanía con el de nacionalidad, que, claramente, revisten diferencias en cuanto a sus connotaciones y características. Pero se tiende a olvidar que el concepto de ciudadanía es una creación jurídica de las sociedades, mediante las cuales y bajo determinadas condiciones, las personas pueden acceder al ejercicio de sus derechos, haciéndoles exigibles unas obli-gaciones reconocidas al interior de una organización social y política deter-minada.

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Así es como en el mismo desarrollo del derecho constitucional, en distin-tas épocas de la historia, el concepto de ciudadanía era diferente, y dependía de la concepción política e ideológica reconocida y monopolizada por el Es-tado. En la antigüedad, las unidades políticas se constituían alrededor de las ciudades-Estado; por lo cual, en la antigua Grecia fue la polis la que da origen a la actividad política entendida como el asunto de los polites, que eran los ciu-dadanos dentro de la esfera pública (e. g. Platón, s. f. y Aristóteles, s. f.). Pos-teriormente, con el desarrollo del derecho romano en la República, la ciudad también era el centro de toda organización política de la sociedad romana, lo cual posteriormente daría origen a la civitas o ciudadanía romana. Por esta razón, no es coincidencia que la ciudadanía en sus inicios tuvo un vínculo ne-cesario con las ciudades, y en la actualidad tiene igual relevancia, al ser estas los lugares y partes del territorio en las cuales existen más garantías y más instituciones para hacer valer los derechos de ciudadanía (D’Ors, 1983).

Ahora bien, de manera precisa, el concepto de ciudadanía se remite a una serie de derechos que sólo podían ser ejercidos por personas con condición de ciudadanía plena, y que en las sociedades modernas eran equivalentes a los derechos civiles y políticos, es decir, a aquellos que dieron origen a la tradición de los derechos humanos. Pero en la antigüedad, como lo recuerda Kymlicka (1995), este concepto era muy restrictivo, y en última instancia, equivalía a establecer ciudadanías de diferente grado; por ejemplo, ciudadanías plenas o de primer grado, que facultaban a su titular a ejercer directamente los dere-chos civiles y acceder a cargos públicos o de representación y reconocimiento político. También podían existir ciudadanías de segundo y tercer grado, en los cuales sólo se reconocían ciertos derechos, por ejemplo, a ejercer actividades económicas y comerciales respaldadas por las ciudades-Estado, pero sin la po-sibilidad de acceder a cargos públicos o de representación política.

El constitucionalismo liberal, que se consolida a finales del siglo XIV, tam-bién implicó una transición frente al ejercicio de los derechos políticos; por ejemplo, el derecho a sufragio antes que fuera universal era censitario, es decir, un voto restringido a una serie de condiciones socio-económicas y de nivel de educación, como requisito para ejercer derechos políticos (i. e. quienes tu-vieran propiedades o rentas mínimas y además supieran leer y escribir). Solo con las discusiones más recientes, principalmente las revoluciones sociales y las demandas y reivindicaciones de sectores sociales, los derechos políticos dejaron de ser un privilegio de ciertos sectores económicos y dominantes, para abrir paso a una concepción más amplia en nuestros días. En ese periodo, fue-

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ron claves las discusiones sobre derechos de las minorías, como los primeros movimientos feministas para el reconocimiento a los derechos políticos de la mujer, pues en la concepción antigua y moderna, las concepciones jurídicas y políticas de la sociedad patriarcal las hacía incapaces jurídicamente para ejer-cer directamente, y si solo hacían era solo mediante representación legal de los hombres (Quéro y Voilliot, 2001).

Retomando la evolución histórica, existe más de un aspecto que resulta crucial para entender el concepto actual de ciudadanía ambiental; entre otros, las restricciones por origen nacional y el sistema de derechos y deberes bajo una concepción de constitucionalismo ambiental contemporáneo. El prime-ro de estos elementos es abordado ampliamente por Kymlicka (1995), quien discute precisamente el origen histórico de las ciudadanías, principalmente en el auge del Imperio en Roma, cuando fue establecido un derecho aplicado a los ciudadanos romanos de primera y segunda clase o Ius Civile, y un derecho que es aplicado a los habitantes de los territorios conquistados y anexados de-nominado Ius Gentium. En la actualidad es una regulación difícil de asemejar, pues el ejercicio de los derechos en las sociedades contemporáneas se ha vin-culado directamente a la condición de nacionalidad. Entonces, la definición acerca de los orígenes nacionales tiende a ser el aspecto más parecido en la actualidad a la diferenciación por derechos de ciudadanía, aun cuando existen muchas críticas a cómo debería entenderse el concepto de ciudadanías en los procesos de globalización actual.

En este sentido, la ciudadanía multicultural de Kymlicka (1995) no es más que una alternativa que ha sido construida desde el pensamiento occidental con el fin de intermediar y actuar sobre las desigualdades que puedan gene-rar injusticias respecto a los grupos que históricamente fueron marginados y reducidos en procesos como la colonización europea, o de las diferencias irreconciliables entre conflictos históricos que no se han podido resolver, pero que pueden abrir espacios para empezar a dar reconocimiento real entre dife-rentes grupos a través de un diálogo intercultural.

Asimismo, Taylor (1993) ha mencionado que las tensiones históricas entre grupos se resuelven tratando lo que es bueno y justo en una sociedad cuando se reconoce la diversidad de las sociedades, en tanto que que no son homogé-neas, sino que están constituidas de diferencias, en grupos étnicamente y cul-turalmente diferenciados, conformando distintas naciones o grupos minorita-rios que resisten a los procesos de homogenización. En consecuencia, aquellas

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disputas no se resuelven con la desaparición, sino con el reconocimiento del otro, mediante La política de reconocimiento que es reinterpretada a partir de los procesos dialécticos colectivos en diversas fases que puede experimentar una sociedad para identificar sus valores propios de cohesión a partir del otro. Todos estos antecedentes son los fundamentos de los derechos étnicos y las políticas de reconocimiento de los pueblos y naciones diferentes a grupos de sociedades mayoritarios.

La segunda cuestión relativa a las restricciones por origen nacional y sis-tema de derechos y deberes en un mundo en crisis implica una discusión más profunda, y es precisamente donde se han concentrado los mayores esfuer-zos del desarrollo de la ciudadanía ambiental. La mayoría de autores que han desarrollado, tanto los conceptos de ciudadanía global como de ciudadanía ambiental, han partido de la justificación respecto a la necesidad de dar una respuesta a los problemas de la crisis de civilización que debe ser vista en di-ferentes escalas de análisis desde lo local hasta lo global. Se entiende en esta medida que la humanidad ha generado una serie de consecuencias entre ellas, desequilibrios, impactos, deterioro y degradación por sus patrones de produc-ción y consumo que responden al paradigma cultural de la modernidad y la industrialización. Es decir, patrones que son el producto de un paradigma de desarrollo que surge en occidente y que tiende a ser globalizado en los proce-sos hegemónicos.

Desde este punto, la cuestión de la ciudadanía ambiental es transversal a las discusiones más amplias respecto a la justicia ambiental, que se erige en la mate-rialización de una serie de valores y de principios que permiten la consolidación en la práctica de los derechos y deberes ambientales en el ámbito de una concep-ción global, universal y pluriversa de las sociedades (Escobar, 2016)4. El origen del concepto de ciudadanía ambiental ha surgido precisamente desde la teoría de Dobson (1990) en el pensamiento político ambiental, para quien se trata de una idea que está asociada a las necesidades de imponer límites a las conductas humanas que pueden atentar contra los ecosistemas, desde una toma de cons-ciencia para generar cambios profundos en la esfera pública y privada.

4 Siguiendo a Escobar (2016), la visión del pluriverso y pluriversalidad, que es una respuesta a una única visión del mundo que ha prevalecido como hegemónica desde la visión convencional de occiden-te, y que por el contrario es una alternativa a la crisis, consiste en la coexistencia de diversas formas de ver el mundo, observada en la “perseverancia de las comunidades, los comunes y las luchas por su de-fensa y reconstitución —particularmente, pero no exclusivamente, las que incorporan, explícitamente, dimensiones etnoterritoriales— implican resistencia y la defensa de territorios que, en el mejor y más radical de los casos, se puede describir como pluriversal, es decir, como el fomento de la coexistencia de múltiples mundos”.

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La diferencia conceptual entre ciudadanía ecológica y ciudadanía ambien-tal no ha sido tan clara desde sus comienzos, y más bien ha ido evolucionando en el mismo pensamiento de Dobson (2003, 2005), para quien, en un inicio, la diferencia parecía residir en el alcance de la esfera social, por cuanto la ciu-dadanía ambiental estaba remitida exclusivamente al ámbito de lo público y vinculada al ejercicio de los derechos ambientales, mientras que la ciudadanía ecológica era comprendida como un concepto que podría influenciar tanto la esfera de lo público como de lo privado:

En primer lugar, es importante diferenciar la ciudadanía eco-lógica de la ciudadanía ambiental. Utilizo ciudadanía ambiental para referirme al modo en que la relación entre la ciudadanía y el medio ambiente puede considerarse desde un punto de vista liberal. La ciu-dadanía ambiental, por tanto, se ocupa del asunto en términos de de-rechos ambientales; se ejerce exclusivamente en la esfera pública; sus principales virtudes son las virtudes liberales de la razonabilidad y la voluntad de aceptar los argumentos más convincentes, así como la legitimidad de los procedimientos, y su referente se limita a las configuraciones políticas modeladas por el Estado-nación. Para los propósitos de este artículo, podemos decir que la ciudadanía ambien-tal se refiere a los intentos de extender el discurso y la práctica de la exigencia de derechos al contexto ambiental.

La ciudadanía ecológica, por su parte, se ocupa de deberes que no tienen un carácter contractual; se refiere tanto a la esfera pública como a la privada; se centra en el origen, en lugar de en la naturaleza del deber, para determinar cuáles son las virtudes de la ciudadanía. Opera con el lenguaje de la virtud; y es explícitamente no-territorial. No quiero sugerir con esto que la ciudadanía ecológica sea política-mente más válida que su colega ambiental. De hecho, considero que, desde el punto de vista político, la ciudadanía ambiental y la ecológica son complementarias en cuanto a que se organizan en diferentes ám-bitos, y, por tanto, ambas pueden dirigir sus propósitos en la misma dirección: una sociedad sostenible. Por ejemplo, el intento de incluir los derechos ambientales en las constituciones es una parte tan im-portante del proyecto político de la sostenibilidad como asumir y lle-var a cabo responsabilidades ecológicas (2001, p. 47).

Desde este punto de vista, es decir, a partir del origen primigenio del tér-mino, una de las mayores críticas que ha enfrentado hasta ahora tal diferencia-ción es precisamente la explicación sobre las esferas de influencia, puesto que no existe una comparación que revista mayor trascendencia entre lo privado

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con lo colectivo o lo público colectivo, con el fin de sostener una diferencia formal que se pueda establecer en términos reales y supere dicha crítica, así como no permitir la posibilidad de abordar un concepto más integral que in-volucre la perspectiva del bien común y de los intereses colectivos. En esta medida, en trabajos posteriores, Dobson (2007) ha cambiado su posición para demostrar que finalmente no existe una trascendencia sustancial, y que quizá lo único que podría diferenciarlas es que la ciudadanía ecológica es parte de un concepto amplio de justicia que está contenido en el concepto de justicia ambiental.

Aunque no es específico, esta diferenciación se podría asemejar a las discu-siones sobre las diferencias entre los conceptos de justicia ecológica, eco-jus-ticia y justicia ambiental, que sí han establecido diferencia incluso en el origen histórico, referido a una dimensión que está más involucrada con cuestiones de participación, información y mecanismos ciudadanos para la defensa de los derechos de los ecosistemas y la naturaleza en asociaciones que centraron la defensa de la justicia desde perspectivas ecocéntricas en los conceptos de jus-ticia ecológica y eco-justicia. Por otra parte, el concepto de justicia ambiental estuvo más asociado históricamente a la reivindicación social por la lucha de derechos civiles y políticos y lucha contra el racismo ambiental que culminó con la conformación del movimiento por la justicia ambiental en los Estados Unidos en 1989 (Agyeman, 2002; Schlosberg, D. 2007, Hervé, 2010).

Así tiene más sentido en el ámbito de la discusión teórica respecto a la finalidad de la ciudadanía ambiental, y es precisamente porque tiende a vincu-larse de manera inescindible con el concepto de huella ecológica y sostenibili-dad ambiental, en donde se reconoce abiertamente que la discusión de fondo es establecer en la dimensión ética y política en lo relacionado al concepto de justicia. En esta medida, Dobson (2007), reconoce que “la justicia es un compo-nente clave de la ciudadanía ecológica, junto con su explicación transnacional y su componente de obligaciones y de responsabilidad-orientada” (p. 283).

Este es el segundo aspecto que Dobson (2003, 2005) denomina “naturaleza desterritorializada” de la ciudadanía ambiental y ecológica, pues no existen fronteras para exigir la responsabilidad ambiental, en el mundo actual, ni tam-poco de la crisis y las problemáticas ambientales, pues estas también se han globalizado, y existe una serie de injusticias que no han sido resueltas entre quienes generan el daño y quienes reciben sus consecuencias. El caso más em-blemático es el cambio climático en términos globales, pues existen desequili-

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brios aún no resueltos para tratar de resolver dichas injusticias que provienen de la falta de exigencia de una ciudadanía ambiental.

Tomando como referencia el concepto de huella ambiental aportado por Wackernagel y Rees (1996) y Wackernagel et al. (1999) como la cantidad de recursos necesaria para mantener a una determinada población con un es-tilo de vida determinado, la conclusión en términos de cuantificación de los mismos lleva a la conclusión sobre la existencia de las desigualdades globales representadas en las deudas ecológicas y ambientales a favor de los países ri-cos, que deben y no ha sido restituida a los países pobres (Chambers, Simmon y Wackernagel, 2000).

Entonces, dentro de la concepción de ciudadanía ambiental defendida por Dobson (2003, 2005), existe una tradición política que se puede evidenciar en su fundamentación republicana por su “énfasis en la noción del bien común”, que no es otra cosa que la expresión de la sostenibilidad ambiental, así como en la perspectiva liberal de los derechos. Esta discusión, se encuentra más apega-da a la tradición constitucionalista del derecho anglosajón y norteamericano, que es el contexto dentro del cual escribe el autor.

Así pues, desde la perspectiva liberal, se observa la posibilidad de reco-nocimiento de derechos no solamente individuales. En este sentido, lo que se observa es la tensión clásica entre los derechos individuales y los derechos colectivos. De esta manera la clarifica Bell (2005), los derechos individuales y el ambiente pueden ser expresados a través de un lenguaje que involucre los derechos ambientales, pero se trata realmente de una perspectiva de liberalis-mo político. Por otra parte, desde la perspectiva de la tradición del republica-nismo, se retoma el análisis de las discusiones del federalismo estadouniden-se, en la diferencia entre posturas republicanas y posturas demócratas, sobre la perspectiva u forma de gobierno. Con esta expresión de republicanismo, Dobson (2003, 2005) hace referencia a las discusiones que se remiten prin-cipalmente al establecimiento de un orden por un sistema bien definido de instituciones de gobierno reflejado en el modelo republicano, centrado en las responsabilidades de los ciudadanos para erigir el bien común, en contraste con las discusiones de participación y representación política asociadas al mo-delo democrático (Seyfang, 2006).

De esta manera, Dobson (2005) llega a la conclusión de que los conceptos de ciudadanía ecológica y ciudadanía ambiental no pueden ser ‘abarcados’ ex-clusivamente por una u otra perspectiva, ni en conjunto, ni por separado, pues

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realmente plantean un verdadero cambio de paradigma que está comprendido en los ámbitos de la ciudadanía contemporánea del Estado-nación. Esto es im-portante, pues como se mencionó anteriormente, el concepto de ciudadanía estaba vinculado en la era pre moderna al espacio territorial de las ciudades, y sólo con la consolidación de los Estados-nacionales en Europa toma relevan-cia el concepto mismo de ciudadanía. Es lo mismo que se había mencionado respecto a la relación nacionalidad y ciudadanía. Entonces, la conclusión es que en toda concepción de ciudadanía contemporánea se produce un cambio, pues existen valores universales y de cosmopolitismo que trascienden estas fronteras nacionales. Como lo plantea Seyfang (2006), dentro de los aconte-cimientos que originan la globalización, la lucha por los derechos de la mujer en el feminismo, han conllevado a que se discutan cuestiones diversas en el concepto de ciudadanía, por lo cual, el concepto de ciudadanía ambiental hace parte también de estos procesos reivindicatorios de derechos. En este sentido, hablar de limitar las conductas de la esfera de lo privado en las prácticas de la ciudadanía se ha convirtiendo en decisiones políticas de la esfera de lo público.

Conforme a la perspectiva democrática, Barry (1999) recuerda las implicaciones del concepto de ciudadanía en el desarrollo de la teoría política verde, que está enfatiza-do en los deberes del ciudadano, en las conductas que pueden afectar el ambiente, sus modos de vida, sus hábitos y sus actitudes que finalmente repercuten en afectaciones o en prevenciones de los impactos ambientales. Es decir, como lo recalca Dobson (2005), en acciones individuales que finalmente se van sumando para definir una no-ción práctica de la sostenibilidad desde el punto de vista social y colectivo.

Entonces, existen otras características que permiten enfocar la teoría clásica de la ciudadanía ambiental en el tema de las responsabilidades y la exigencia a través del Estado. Conforme a esto, se ha mencionado el carácter intergeneracional de la ciudadanía ambiental, que trasciende en el tiempo, no sólo de manera sincrónica, sino adicionalmente, plasmada en una responsabilidad diacrónica por aplicación de la solidaridad con las generaciones futuras, debido a las consecuencias que tienen las conductas humanas en el presente. También, existe la discusión sobre la perspectiva de reconocimiento sobre los demás seres de la naturaleza diferentes a los seres humanos, en donde Dobson (2005) se inclina más hacia una pers-pectiva antropocéntrica débil, considerando, desde el punto de vista de las obligaciones, que sólo tienen una consideración los seres humanos y rechaza la tesis ecocéntrica de los derechos de la naturaleza, pues se trata de una relación directa con la justicia, y esta es una cuestión que se predica

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de los seres humanos, y muchos menos se podrían excluir las cuestiones sociales de su contenido5.

Por consiguiente, pese a que algunas teorías como la de Curtin (2000) bus-can acercarse a una concepción amplia de ciudadanía que se logre extender más allá de la comunidad humana, el problema continúa siendo el hecho de que se planea una protección indirecta a través de la relación con otros dere-chos de los seres humanos como el ambiente sano, el desarrollo sostenible, o el carácter ético frente a la naturaleza respecto a la justicia con otras especies. En este sentido, Norton (1991) propone desde el principio lo que ha denominado ‘generacionismo futuro’, según el cual existe un valor intrínseco de la naturale-za y reconocimiento ético frente a otras especies, que ya están implícitas y son una condición necesaria dentro de las obligaciones para asegurar los ciclos de vida y los derechos de las generaciones futuras humanas.

En este orden de ideas, se empieza a concentrar la discusión convencional respecto a la ciudadanía ecológica y ambiental en las obligaciones y responsa-bilidades, pero no tanto en la defensa, protección y reconocimiento de los de-rechos. Algunos autores que han sido retomados como parte de la conceptua-lización de ciudadanía, como Steenbergen (1994), aclaran que es precisamente porque dentro de las vertientes de los movimientos emancipatorios contem-poráneos los ambientalistas y ecologistas se han diferenciado por su cuida-doso margen de actuación y exigencia de las responsabilidades, en donde se menciona la antigua concepción del derecho civil según la cual, la ciudadanía no sólo está compuesta por derechos, sino también por obligaciones y respon-sabilidades. En una perspectiva similar, Barry (2002) aduce que el concepto de ciudadanía está direccionado a satisfacer los ideales de justicia mediante la garantía de la distribución justa del ‘espacio ecológico’, lo cual sólo se puede defender evitando los posibles daños que reviste la generación de los riesgos y las vulnerabilidades ambientales que puedan afectar a otros ciudadanos (p. 146). En el caso de Jonas (1979), es aún más notable, pues la fundamentación de su teoría principal recae sobre el ‘principio de responsabilidad ambiental’, justo donde comienza el análisis de la ciudadanía, y la forma como esta se ha ido transformando en un ideal basado en los conceptos y las virtudes ciuda-danas desde una perspectiva de cuidado paterno (i. e. padres con los hijos)

5 La posición de Dobson (2005) es de un antropocentrismo débil al definir la justicia en tanto co-munidad humana, considerando sujetos de derechos y obligaciones a los seres humanos, mientras que a las demás especies (excepto a los grandes simios que también podrían tener consideración como sujetos de derecho por su calidad cuasi-humana), sólo tienen consideración ética, aun cuando debe entenderse que existen deberes de protección hacia los seres humanos.

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para incorporar una exigencia fuerte y amplia de responsabilidad ambiental que reside en los seres humanos en la actualidad, frente a los grandes riesgos, problemas globales, devastaciones y catástrofes.

De otro lado, las cuestiones de ciudadanía referentes a la teoría contrac-tualista explican que sólo es posible concebir el concepto de ciudadanía en relación a los límites en los cuales se circunscriben los derechos y los deberes, que, desde otra perspectiva, es la restricción del alcance del mismo concep-to de ciudadanía. En otras palabras, se remite a la cuestión según la cual las relaciones de ciudadanía sólo pueden predicarse de quienes hacen parte del contrato o pacto social, y excluye a quienes no hacen parte de determinada sociedad. Esto implica el vínculo, que según se ha mencionado, empieza por la pertenencia a una nación o a un territorio. La cuestión se encuentra adscrita a lo que Dobson (2003) refiere como relaciones de ciudadanía, en donde explica, que en general, la exigencia y reconocimiento de derechos y deberes no pue-den darse, por ejemplo, entre ciudadanos de diferentes países.

Al respecto, Dobson (2003, 2005) insiste en que la ciudadanía ambiental es un concepto desterritorializado y no-contractual, pues en la globalización de los problemas ambientales deja de existir una relación o limitación de estos derechos-deberes y se empieza a consolidar una serie de obligaciones transna-cionales, y se empieza a hacer exigente a todos los seres humanos sin que exista una dependencia a condicionamientos recíprocos (e. i. que sólo se cumple, si otros también lo cumplen). Aquí resulta también importante la conclusión de Barry (2002), respecto a las virtudes accesorias de la ciudadanía, que, en última instancia, están enfocadas al cumplimiento de los deberes mediante prácticas de autocontrol, las cuales se extienden a las obligaciones en términos no sólo jurídicos y políticos, sino también a la dimensión ética. Es así como resulta importante esta conclusión previa para mostrar que la visión convencional de ciudadanía ambiental surge como una preocupación acerca de la exigibilidad de las obligaciones y responsabilidades de todos los seres humanos para en-frentar las relaciones de injusticias ecológicas y ambientales que, en los últi-mos dos siglos, se han intensificado debido a los procesos de industrialización y desarrollo tecnológico, pero que también ha sido la perspectiva del ecologis-mo y ambientalismo del mundo desarrollado.

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El vínculo de la ciudadanía y el ambiente: una discusión más allá del formalismo jurídico y político

El vínculo representa uno de los aspectos que determinan el contenido de la ciudadanía. Como se mencionó antes, lo usual era que los vínculos de ciudadanía se establecieran según la pertenencia por orígenes nacionales. Sin embargo, este aspecto se fue transformando hasta nuestros tiempos en la pers-pectiva moderna, cuando los Estados-nacionales son quienes ocupan el lugar que antes pertenecía a las sociedades para exigir el cumplimiento y determi-nar los mecanismos de garantía de los derechos y deberes ciudadanos. Esta perspectiva es la visión formalista de la ciudadanía, que ha imperado en la modernidad cuando surge la reinterpretación de la soberanía de los Estados democráticos liberales. Pero como sostiene Dobson (2003, 2005), los vínculos han cambiado al traspasar las fronteras territoriales y nacionales en el mundo globalizado. Por esto, al interior de la crisis de civilización es más coherente abordar las discusiones de soberanía partiendo de los vínculos que han sido establecidos en la perspectiva del ambiente global. Como lo recuerda Gudynas (2009), existen diferentes iniciativas que vinculan la ciudadanía y el ambiente y están interrelacionadas a la misma concepción bajo diferentes expresiones como “‘ciudadanía ambiental’, ‘ciudadanía verde’, ‘ciudadanía ecológica’, ‘eco-ciudadanos’ o ‘civismo verde’” (p. 60). Sobre este punto, la conclusión de Barry (1999), es que la concepción formalista de la ciudadanía comienza a estar en crisis, y los deberes del ciudadano llevan a pensar la importancia de una pers-pectiva que supere el ámbito formal de la política, con el fin que sea capaz de recalar en los cambios de actitud y comportamiento en el contexto de la ‘justi-cia y la injusticia’ (p. 231).

Pero esta solución se aparta de la centralidad que ha tenido hasta ahora el ámbito de las obligaciones y responsabilidades, pues en verdad, se circunscri-be a un campo más amplio hacia las discusiones relativas a la justicia ambien-tal. Y para hablar de un concepto amplio de ciudadanía ambiental, es necesario no sólo centrarse en los deberes, sino principalmente en los derechos. Esta es la crítica que se plantea en las relaciones globales de los países ricos y los países pobres, pues el concepto de ciudadanía centrado en las obligaciones y respon-sabilidades tiende a relegar las discusiones sobre la igualdad de derechos, el principio de equidad intergeneracional y la distribución justa y equitativa de los bienes ambientales. Según parece, son discusiones que en el plano teórico no están en el centro de la discusión, pues en el mundo desarrollado, el pro-

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blema de pobreza tiende a invisibilizarse, aun cuando este no ha desaparecido totalmente de dichas sociedades. De esta manera, se parte de una concepción de constitucionalismo contemporáneo que ha sido desarrollada en contextos del Sur global, que evidencia los contrastes acerca de teorías que pretenden resolver de fondo los problemas crónicos de desigualdades materiales, pero que no es tan efectiva ni eficaz para materializar estos derechos.

Así pues, retomando las ideas de ciudadanía global y planetaria o de diná-micas de globalización y el nuevo papel de ciudadanía, las teorías de Giddens (1990) y Morin (2004), han identificado la necesidad de establecer mecanismos e instancias internacionales para asegurar los derechos en un orden mundial alternativo, que no se quede simplemente en enunciar sino en tomar medidas efectivas para acabar con los problemas de desigualdad y pobreza. Llama la atención que se demanden medidas a escala global y no sólo desde las perspec-tivas de ciudadanía restringida a un ámbito nacional o territorial para lograr superar la crisis global.

En el contexto global, la ciudadanía ha sido expresada de diferentes mane-ras, por ejemplo, a través del concepto de ciudadanía planetaria, lo cual plantea defender y aplicar el discurso de la universalidad de derechos y deberes, es de-cir, aspectos mínimos que deberían ser reconocidos a todos los seres humanos, sin discriminación por origen nacional, étnico o posición social y económica6. Algunos autores como Henderson e Ikeda (2004) han defendido esta misma propuesta de ciudadanía planetaria, buscando la realización de modelos al-ternativos a la ciudadanía a los reconocidos en los Estados-nacionales. Del mismo modo, han destacado otra característica importante de la ciudadanía planetaria, y es la misma necesidad de integrar la comprensión sobre las acti-vidades que estén en armonía con el planeta, siendo necesario redireccionar las acciones hacia la cooperación de los seres humanos con fines sociales y ambientales, en lugar de ser percibida exclusivamente en términos de compe-tencia, como una cosa o un objeto material de apropiación y explotación de los recursos. Seyfang (2006), se cuestiona también que las injusticias se miden en términos distributivos, pues lo cierto es que también los deberes de los ciuda-danos tienden a ser menos exigentes y conducen hacia modelos insostenibles en el que los impactos de los consumos aumentan las consecuencias graves equivalentes en el incremento de la huella ecológica.

6 Se han venido usando muchas expresiones que integran la idea de reconocimiento de derechos en el sentido de universalidad, entre otros y algunos que se han mencionado son ‘ciudadanía global’, ‘ciudadanía terrestre’ y ‘ciudadanía planetaria’.

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Pero una vez más, la cuestión de la distribución, las injusticias y las des-igualdades sociales, son marginadas y desplazadas hacia fuera del análisis cen-tral, con lo cual se debe preguntarse más bien, cuáles son los aspectos de la ciudadanía en relación a los derechos que, siendo olvidados, deberían pasar al centro de los debates y del reconocimiento. En este caso, hablamos de sucesos actuales que no han desaparecido, como la desigualdad referente a los conflic-tos y los desplazamientos y cargas ambientales que sufren las comunidades en un mundo desigual. La ciudadanía ambiental no puede seguir siendo vista de manera excluyente del análisis separado entre deberes y obligaciones, por una parte, y derechos por otra. Debe estar integrada siempre en conjunto, enca-minada hacia un reconocimiento pleno del sistema de derechos y deberes que finalmente conduzcan hacia fines de protección y conservación del ambiente (Ortega, 2010).

Los problemas ambientales también han estado cimentados en las dife-rentes escalas nacional, regional y global, en los poderes y jerarquías de do-minación. Si en este sentido siguen persistiendo grandes diferencias entre los sectores más ricos y los sectores más pobres, se seguirá reproduciendo en la práctica las ciudadanías de diferentes grados. Entonces, dependiendo del nivel de riqueza como ha sucedido hasta ahora, se seguirá manifestando un reco-nocimiento de mayores derechos a un grupo de la población en relación con otros. Pero también, como ha acontecido, en relación a los niveles de afecta-ción, se tiende a exigir mayores responsabilidades a los más pobres y se dis-minuyen o eliminan las obligaciones a los sectores ricos con grandes capitales transnacionales. La conclusión es la necesidad de irrumpir las relaciones de dominación hegemónica, pues de lo contrario es difícil hablar del reconoci-miento de ciudadanía en términos de igualdad.

De otro lado, la ciudadanía ambiental, hace parte de la evolución del desa-rrollo del constitucionalismo, y está encaminada a materializar un sistema de valores y principios que integran los sistemas jurídicos. Al respecto, Fiss (2007) menciona que la ciudadanía se fundamenta en los nuevos desarrollos consti-tucionales, por ejemplo, visiones de neoconstitucionalismo o constituciona-lismo social, pues se trata de un concepto que está vinculado a la definición de “las instituciones de gobierno, las normas, estándares y principios que deben controlar las instituciones” (p. 108). Esta posición implica que la regulación del ambiente, a través de una serie de normas que involucran la conservación de los bienes ambientales, resultando imprescindible para satisfacer la ciudadanía ambiental, y de manera implícita establece límites a la explotación económica

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como la corrección a los fallos del mercado y la distribución inequitativa del ingreso, pues la indeterminación en sus límites conlleva a reconocer a los in-dividuos sólo como consumidores, pero nunca como ciudadanos (Fiss, 2007, p 108).

En esta perspectiva emergen nuevas propuestas desde el derecho, y con-cretamente, desde el constitucionalismo ambiental que se enmarca específi-camente en las vertientes del neoconstitucionalismo y del constitucionalismo social y contemporáneo. Esta es una idea mucho más avanzada que la consoli-dación de una idea de ‘Estado ecológico de derecho’ o de ‘Estado ambiental de derecho’, pues se trata realmente de la superación de los límites de los Estados desde la concepción moderna. La cuestión reside en buscar la ‘universalidad’ del constitucionalismo y, por ende, de la idea de ‘ciudadanía ambiental’ como aspectos mínimos que deben ser reconocidos y ejercicios por todos los seres humanos en el planeta, y que trasciende incluso más allá al reconocimiento puramente formal de los Estados-nacionales.

De un lado, la visión del neoconstitucionalismo, conlleva la idea de abrirse a un criterio mucho más amplio que el convencional, en el cual, reconociendo que detrás de las problemáticas actuales existen discusiones históricas que im-plican percibir el desarrollo de la ciudadanía y los derechos como una perma-nente búsqueda, transformación y garantías que van ampliando su margen de reconocimiento en relación a la tradición constitucional por las comunidades y los individuos de la sociedad. Según lo refieren Guastini (2007) y Aragón (2007), el neoconstitucionalismo está caracterizado por ser el resultado de los fenómenos jurídico-políticos en desarrollos tanto teóricos como prácticos, que hacen parte de los debates ideológicos en las democracias actuales, y en donde los poderes tienen límites sociales y conducen al reconocimiento pleno de las disposiciones fundamentales (i. e. derechos y garantías).

Por otra parte, Teubner (2004) introduce una perspectiva de constitucio-nalismo social, en el cual, no sólo se busca el sometimiento del poder al dere-cho, sino al marco de las ideas de constitucionalismo social y contemporáneo que es mucho más amplio incluso en comparación con el constitucionalismo estatal, pues incluye prácticas diversas de relaciones sociales como el diálogo intercultural, diversidad y pluralismo, para erigir una visión global hacia es-tándares de convencionalismos mínimos de convivencia para consolidar los criterios de justicia. En esta perspectiva, la ciudadanía ambiental, estaría re-presentada por el ejercicio y reconocimiento social de unos derechos y debe-

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res universales que trascienden toda sociedad humana, mientras que deman-da al mismo tiempo, cuestiones particulares dentro de ese margen, a favor de prácticas culturales diferenciadas.

Esto es importante para la concepción contemporánea de ciudadanía, en tanto, permite reconocer dentro del margen de universalidad de derechos y obligaciones, las prácticas culturales específicas de acuerdo con el entorno del ambiente y el territorio, con el fin de resolver problemas locales que sólo pue-den ser comprendidos en la situación actual de los ecosistemas y socio-siste-mas. Entonces, la percepción del Estado, entra en crisis, para dar paso a una organización política ambiental, que reconozca las regulaciones de las comu-nidades locales, siempre dentro de los límites de los principios ambientales que permitan consolidar la perspectiva contemporánea de ciudadanía ambiental.

Por su parte, Azzariti (2013) menciona que las constituciones modernas han perdido ese factor de unidad e integración social en el mundo actual, y que, en este sentido, para afianzar una idea de constitucionalismo contem-poráneo, deben existir criterios que se encuentren más allá de las decisiones soportadas en decisiones jurisprudenciales o de gobierno. Esto quiere decir, no que el derecho o la idea de ciudadanía desaparezca, sino que desde ahora y en un futuro estarán condenadas a ser superadas por una perspectiva social, política y simbólica desde diferentes actores sociales, como movimientos, or-ganizaciones, sector privado y comunidades locales. Asimismo, esta posición es compatible con las teorías que se han venido desarrollando en relación a la materialización de los derechos y deberes ambientales mediante un reco-nocimiento iusfundamental, en el cual se observa, cómo derechos que antes no eran reconocidos como fundamentales en los sistemas jurídicos y políti-cos, ahora cada vez más son demandados socialmente como aspectos mínimos universales. Por ejemplo, el sistema de derechos y deberes ambientales, ha sido demandado por la población de manera directa para garantizar la vida de los seres humanos y el derecho de existencia de otras especies, ganando cada vez más respaldo desde el activismo social y político del ambientalismo, que no es más que la consolidación de los nuevos modelos de constitucionalismo am-biental contemporáneo (Alexy, 1986; Ortega, 2010).

Entonces, aquel formalismo jurídico y político tiende a ser superado en el reconocimiento de derechos, representa la misma crítica que se ha venido planteando a las tradiciones liberales de validez normativa del Estado, pues en la crisis actual de los modelos formales, la justicia ambiental sólo pude ser

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materializada en perspectivas más amplias mediante un concepto de ciudada-nos del mundo y ciudadanos ambientales, para consolidar el reconocimiento de los principios ambientales, normas legales, disposiciones constitucionales y perspectiva de justicia internacional que se encuentra más allá de la tradición del Estado constitucional moderno. Esta visión parte precisamente no sólo de la superación de las anteriores formas de constitucionalismo, o de la perspec-tiva del Estado, sino que fundamentalmente busca la superación de los valores de la modernidad por otros que se establecen y son acordes con la realización de la justicia contemporánea (e. g. la solidaridad, la responsabilidad, la coope-ración y la diversidad, etc.) (Valencia, 2007).

El constitucionalismo contemporáneo está encaminado a la consolidación de la justicia, en el caso de la ciudadanía ambiental, la mejor forma de interpre-tarlo es la adopción de medidas y decisiones sociales e individuales que tengan trascendencia en la protección real y efectiva del ambiente. En este caso, es claro que la materialización de la justicia sólo es posible con la aplicación en la práctica de las conductas y los cambios de los ciudadanos y las comunidades hacia un re direccionamiento social que genera el cambio hacia un constitu-cionalismo social. Entonces, la visión de ciudadanía no sólo es individual, sino que es, en conjunto, esencialmente colectiva, y debe propender por la consoli-dación de la sostenibilidad ambiental y satisfacer los criterios de justicia, pues en la misma teoría de la justicia ambiental no pueden desvincularse la idea de ciudadanía global ni de ciudadanía ambiental.

Entonces, la perspectiva del pluralismo jurídico indica que, así como el derecho es más que el derecho formal del Estado, y que es donde yacen las po-sibles soluciones para el cambio de paradigma, así también la ciudadanía am-biental es mucho más amplia a los deberes como ciudadano, pues lo principal en el mundo actual, de grandes desigualdades, es la reivindicación de derechos que permitan defender una perspectiva colectiva de ciudadanía encaminada hacia la justicia y el bien común.

Conforme lo sostiene Kysar (2012), los mínimos de una constitución glo-bal, en donde se vincularía la ciudadanía global y planetaria, tienen que incluir los aspectos que están implícitos a la materialización de la justicia ambiental, como el cambio de modelo económico, los patrones de producción y consumo suntuario, los límites económicos de extracción de los bienes ambientales y naturales, garantizar los derechos de la naturaleza mediante los límites de la resiliencia, capacidad de carga, huella ambiental sostenible, y justicia inter-

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generacional. Todo lo que tiene que ver con una concepción de ciudadanía, que se extiende hacia concepciones complementarias al constitucionalismo liberal, para establecer un compromiso ético de justicia global, con principio de responsabilidad, pero primordialmente, enfocado en garantizar las necesi-dades básicas de la población en el mundo (e. g. garantizar las tasas de aprove-chamiento de los bienes ambientales estableciendo escalas de necesidades para la población, garantizando los ciclos vitales de la naturaleza).

Hablar de meta-ciudadanías como concepto de superación de la ciudadanía ambiental clásica

Una cuestión más difícil ha sido planteada por Gudynas (2009) entorno a la concepción de ciudadanía ambiental, en la que se desintegran los paradig-mas tradicionales del concepto de ciudadanía en la concepción moderna. Al respecto, se concuerda con los anteriores análisis en relación al énfasis que tradicionalmente se ha establecido en el concepto de ciudadanía. Así es como en el plano internacional de los países desarrollados prevalecen los enfoques de deberes y obligaciones, mientras que, en los países en desarrollo, como el caso de América Latina, se ha visto que los movimientos y organizaciones so-ciales han hecho mayor énfasis en el concepto de derechos.

El siguiente paso que nos presenta Gudynas (ibid..) es la cuestión sobre las ciudadanías incompletas, siguiendo la línea de argumentación de las ciudada-nías de clase, en la cual, realmente se enuncian pero no se pueden extraer las condiciones necesarias para llevar a la práctica los derechos y deberes ciudada-nos. Así pues, se mencionan conceptos como ciudadanía mínima, “ciudadanía de baja intensidad”, “ciudadanías subordinadas” o “incompletas”, desaparición de la condición de los ciudadanos, ausencia del Estado sobre las demandas de la sociedad civil, defensa de intereses de algunos sectores en detrimento de otros (p. 65). Del mismo modo, el autor refiere a fenómenos bien conocidos socialmente como la ausencia de ciudadanías en regiones o partes del territo-rio que están asociadas a la ciudadanía incompleta, especialmente en los luga-res más apartados y distantes de las ciudades, en donde retoma identidad el origen occidental del concepto de ciudadanía asociado a la polis. En el mismo sentido, las ciudadanías subordinadas a las clases sociales en los cuales parece que existe menos ejercicio de los derechos ciudadanos en las poblaciones más pobres o con menores niveles de educación.

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Otra circunstancia que es fundamental en la concepción de ciudadanía am-biental y de las meta-ciudadanías, la cual se refiere a la economía capitalista y de la mercantilización de la ciudadanía en el concepto clásico mencionado por Fiss (2007), sobre las ideas modernas del liberalismo que aseguran un concepto individualista de ciudadanos independientes que no establecen las bases para edificar el bien común y reconocer el principio de solidaridad o cooperación mutua, fijándose más en los derechos de propiedad y del consumidor. Al res-pecto, Sagoff (1998) también había hecho referencia a la necesidad de distinguir totalmente la condición de ciudadano y la de consumidor en el mercado, pues no todos los derechos pueden quedar en la concepción liberal y neoliberal del merado, y es difícil que se pueda defender y equiparar la visión del ciudadano con la de un consumidor responsable soportado en el consumo verde.

Empieza a construirse entonces el concepto de meta-ciudadanía diferencia-do de la ciudadanía ambiental clásica, para indicar, como lo refiere García-Can-clini (1995), la imperiosa necesidad de deconstruir la relación estrecha efectuada por el capitalismo y el neoliberalismo en torno a las nociones de ciudadanía y consumidor. Esta concepción claramente coincide con el pensamiento ecologis-ta y ambientalista de Bookchin (1989) como Martínez-Alier (2002), que desde hace mucho tiempo han visto los problemas y contradicciones respecto al con-cepto de capitalismo verde, en tanto que no establece ningún tipo de límites y busca explotar cada vez más para impulsar su crecimiento. Se toman algunos ejemplos de meta-ciudadanías en las teorías mencionadas anteriormente, como ciudadanía sustentable en la teoría de la justicia de Barry (2006), el concepto de ciudadanía ambiental global expuesta por Jelin (2000) o las nociones de ciuda-danía ecológica y ciudadanía ambiental de Dobson (2003), en la concepción del pensamiento político. Con todo esto, la ciudadanía entonces buscaría alejarse de la influencia del mercado, cambiando la percepción y coincidencia entre la ciudadanía ambiental y los derechos del consumidor, pues no pueden quedar supeditados al capital, priorizando de esta manera el crecimiento económico y relegando la protección y sostenibilidad ambiental.

Entonces Gudynas (2009) propone, dentro de las meta-ciudadanías, la idea de la ‘ciudadanía ambiental convencional’ como superación a la noción de ciudadanía clásica que sólo opera en el marco del reconocimiento de derechos humanos de tercera generación, pero que no es capaz de incluir directamente el reconocimiento de los derechos de la naturaleza y no logra generar un cam-bio hacia la perspectiva biocéntrica. Desde este punto de vista, la ciudadanía clásica en temas ambientales sólo quedaba adscrita a las acciones ciudadanas

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en instancias estatales, como el acceso a la administración de justicia en la cual existen serios cuestionamientos para que se tengan en cuentan las temáticas ambientales o las limitaciones al acceso a la información ambiental.

Al respecto, existe un gran problema y crítica a esta perspectiva, la cual se ha denominado en el derecho ‘la justicia procedimental’ que también es una perspectiva formalista del Estado sobre la práctica del derecho y las decisiones en las políticas en la perspectiva de democracia representativa formalista. Es en esta instancia que se tienen problemas para establecer una propuesta que pueda superar esta instancia que no ha sido reconocida, pues no diferencia en-tre los formalismos y lo sustancial de la concepción de ciudadanía ambiental. Por lo tanto, es difícil partir de la definición reduccionista de la ciudadanía ambiental como aquella que surge del reconocimiento formal por parte de los Estados. De manera contraria, según se ha visto, el mismo concepto de ciuda-danía ambiental envuelve en sí mismo una superación a la concepción conven-cional o clásica, por lo cual, deja de ser la visión de la modernidad occidental, y empieza a constituirse en una visión alternativa de la justicia ambiental en la que no se pueden separar las cuestiones sociales de las ecológicas. Este es otro problema de las teorías biocéntricas como antropocéntricas, pues tienden a marginar cada una lo que no está en el centro, y reproduce esa misma visión occidental.

Una reflexión que es necesaria sobre este punto es la relación y diferencia entre el concepto jurídico y político de ciudadanía y persona para involucrar una dimensión de reconocimiento de derechos de otras especies como preo-cupación central de la ciudadanía ambiental en términos de justicia. Al res-pecto, es importante mencionar que tanto el concepto de ciudadanía como de persona y sujeto jurídico hacen referencia indistintamente al reconocimiento de derechos y deberes, pero en relación al concepto de ciudadanía está enfoca-do en el concepto de pertenencia, participación y deliberación dentro de una comunidad política (i. e. ejercicio de participación política y acciones que in-fluencian la esfera pública). En este sentido, lo que se ha visto es precisamente cómo en el ejercicio de ciudadanía ambiental, que es mucho más amplio, se empiezan a reivindicar una serie de derechos del concepto de persona y sujeto jurídico, para ir reconociendo derechos directamente a otras especies.

Se pueden citar algunos avances en el constitucionalismo latinoameri-cano, como la Constitución de Ecuador y la Constitución de Bolivia (ANE, 2008; ACB, 2009), en las cuales se han reconocido derechos a la naturaleza.

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Igualmente, otras experiencias como en Nueva Zelanda con leyes sobre pro-tección a los animales (PNZ, 2015), y en Colombia las sentencias en casos de reconocimiento de derechos de los animales del Consejo de Estado en el caso Maldonado vs Patarroyo-FIIC, las sentencias de reconocimiento como sujeto de derechos a ecosistemas, como la Sentencia de la Corte Constitucional sobre Río Atrato y la Sentencia de la Corte Suprema de Justicia respecto a la Ama-zonía (CEC, 2013; CCC, 2016; CSJ, 2018). Sin embargo, la discusión se centra nuevamente en observar que estas experiencias que han sido las más avanza-das en el mundo a nivel constitucional, legal y jurisprudencial, son el reflejo de la ciudadanía ambiental en términos sociales, que finalmente puede llegar a influenciar el reconocimiento formal del derecho. Pero la ciudadanía am-biental requiere no sólo un reconocimiento de este tipo que sea simplemente a nivel de normas jurídicas o jurisprudencia, sino que pueda evidenciarse en la práctica. La pregunta sería si este reconocimiento de derechos ha servido ampliamente para materializarlos en la práctica, pues las grandes contradic-ciones de las políticas del Estado, que es precisamente lo que se insiste sobre los modelos económicos extractivistas, tienden a ser opuestos a este mismo reconocimiento formal.

De otra parte, Gudynas (2001, 2003) discute la desterritorialización de la ciudadanía ambiental cuando se piensa exclusivamente en los derechos y obli-gaciones globales, pero sin tener en cuenta el contexto local de la ciudadanía. En este sentido, retomando a Escobar (2000, 2001), se complementa la visión global con una perspectiva territorializada, pues la ciudadanía no sólo está en la esfera de lo social y lo político, sino también en la apropiación y construcción del am-biente en los lugares locales y territorios por parte de las comunidades. Esto es indispensable para comprender la relevancia de los diferentes lugares y las prác-ticas culturales diferenciadas que dependen de las particularidades y relaciones de las comunidades con los ecosistemas locales. Así se plantean las estrategias de subsistencia que pueden variar dependiendo de si se trata de ecosistemas de bosques tropicales o de alta montaña que puedan contrastar igualmente con las formas de adaptación en ecosistemas desérticos, etc. En suma, la ciudadanía se expresa territorialmente según los ecosistemas, y los límites de afectación de-penden de la relación que ha sido construida históricamente por las comunida-des, lo cual también repercute en la expresión de formas diversas de cultura y de ‘meta-ciudadanías específicas’ (un ejemplo es la consideración de los derechos de la madre tierra en la expresión de diferentes vocablos y concepciones en La-tinoamérica, entre otros, el concepto de Pachamama).

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Finalmente, se presentan dos cuestiones asociadas al concepto de me-ta-ciudadanía sobre los cuales Gudynas (2009) realiza una conclusión que se relacionan con la dimensión ética y del Estado-nacional. En relación al primer concepto, menciona que han existido problemas en la vinculación clara de la ética y la ciudadanía dentro del marco de lo político y lo jurídico, por lo cual es necesario avanzar hacia formas que puedan proteger y considerar el valor intrínseco de lo no-humano7. Sobre el segundo punto plantea algunas críticas a la cuestión moderna del Estado-nacional, como la idea de ampliar el margen de deliberación política sobre la idea de lo público más allá a la formalidad representativa de las democracias liberales, que incluya las demandas, reivin-dicaciones y activismo de movimientos sociales de ambientalistas, feministas, sindicados, campesinos, pueblos indígenas.

Sobre este último aspecto, se hacen algunos cuestionamientos a la pro-puesta de meta-ciudadanía sobre la misma crítica que se ha venido sostenien-do en niveles de representación y participación política y ciudadana en la ver-sión de las teorías modernas, pues si bien en algunos casos se critica la visión territorial o desterritorializada de ciudadanía en los modelos de Estado-na-ción, por otra parte parece incapaz de plantear alternativas, y sólo deja abierta la posibilidad para seguir explotando esta instancia que es precisamente uno de los aspectos elementales de los análisis contemporáneos de la ciudadanía como se ha venido insistiendo. Aquí es importante adicionar que se trata de un aporte que se ha venido integrando desde otras perspectivas de análisis, pero que precisamente el cambio de paradigma no está en irrumpir y desligar la ética de la política y el derecho, sino que precisamente es la defensa por el reencuentro, de una visión contemporánea para el cambio de las generaciones presentes y futuras, pues los intereses colectivos no son una cosa diferente a los valores sociales que direccionan lo que es deseable socialmente.

El cambio de paradigma es el cambio de la visión de la modernidad oc-cidental, que en la división epistemológica ha sido incapaz de modificar la perspectiva sobre las conductas humanas a la crítica al individualismo que ha sido incapaz de conectar los valores de solidaridad con las normas de com-portamiento social. Desde luego, Gudynas alcanza a identificar los problemas que han persistido en los países del sur global sobre la aplicación efectiva de los derechos y deberes que tienden a ser débiles y contradictorios, en especial

7 Para Gudynas (2009), pueden existir avances desde una concepción de antropocentrismo débil pragmático como ha ocurrido en la protección jurídica y constitucional del ambiente sano, pero insiste en la necesidad de generar un cambio social hacia posiciones biocéntricas como ha ocurrido en proce-sos constitucionales y legales que reconocen directamente los derechos de la naturaleza.

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cuando chocan con los intereses económicos de globalizados representados en la imposición de economías extractivistas de la minería y la extracción de hi-drocarburos que resisten a cualquier oposición ciudadana; pero por otra parte, no es clara la concepción sobre el papel de los instrumentos que deben superar la visión formalista del derecho y la política.

Según esto, hablar de meta-ciudadanías implica, en un sentido similar a Dobson (2003, 2005), la oposición con la idea de ciudadanía ambiental, pero es necesario aclarar que, para Gudynas (2009), este segundo concepto se remite siempre a la concepción clásica de los Estados modernos. Por eso concluye que las meta-ciudadanías ecológicas deben generar condiciones para las segundas, lo cual plantea volver a la concepción de reconocimiento de ciudadanías for-males. Esto es claro cuando el mismo autor manifiesta como indispensable “potenciar instrumentos y garantías que aseguren la participación, el acceso a la información, y el ejercicio de un control social sobre los recursos naturales”, con el fin de “precisar cuáles son los nuevos derechos y obligaciones relacio-nados con el ambiente, como afectan la definición del ciudadano, y cuál sería el rol del Estado-nación” (p. 93).

Esto significa que se sigue identificando la solución, o supuestas ideas alternativas de la ciudadanía, como una finalidad que dependen igualmente del papel del Estado-nacional, cuando debería estar separado en una concep-ción de superación misma de la modernidad. En definitiva, en la propuesta de meta-ciudadanía ecológica no está aún clara la posición referida a la cues-tión del Estado, aun cuando se critica la concepción moderna de ciudadanía. Tampoco queda suficientemente clara la necesidad de acudir a un concepto de ‘meta-ciudadanía’ o de ‘post-ciudadanía’ cuando se ha enfatizado en la misma construcción del concepto de ciudadanía ambiental. El problema es precisa-mente que la ciudadanía ambiental es reciente y que en definitiva no ha podido consolidar los aspectos de justicia ambiental material con lo cual se coincide, pero que transita hacia cambios sociales que permitan generar dicha transi-ción. Dicho en otros términos, no se ha podido desvirtuar la concepción de la ciudadanía ambiental como el concepto clave para construir ese cambio de paradigma en el cual se incluyen las visiones ‘plurales y multidimensionales’, ciudadana, y tampoco se ha demostrado que el pleno reconocimiento y ejer-cicio del sistema de derechos y deberes para la conservación del ambiente y la naturaleza no puedan alcanzarse a través del mismo.

Por esto se responde a la crítica de la falta de elementos de acción, pues la ciudadanía ambiental es claramente proactiva, a diferencia de la concepción clá-

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sica de ciudadanía, en la cual se espera que el Estado sea un solucionador de los problemas y las crisis ambientales, cuando, en definitiva, ha demostrado ser uno de los actores que ha incentivado en gran medida esta situación de crisis civiliza-toria. Lo central de la ciudadanía ambiental es la toma de consciencia individual y colectiva para impulsar ese cambio de paradigma, que por cierto, no ocurre de la noche a la mañana, e infiere que su transición no es instantánea, pero que se ha visto cómo en los últimos años la población ha sido cada vez más activa desde las bases sociales, empezando por acciones prácticas sociales, empezando por las mismas resistencias de las comunidades que empiezan, no sólo a exigir a otros actores privados y estatales, sino también a generar conductas personales con lo cual se están generando los cambios en escenarios reales.

Hacia el cambio del paradigma: construir la ciudadanía ambiental desde las bases sociales y comunitarias

Es necesario responder a la cuestión de las alternativas argumentando por qué la ciudadanía ambiental, a pesar de orientarse a la universalidad de las cuestiones mínimas de toda sociedad, también es diversa y específica de las prácticas interculturales y de la apropiación del lugar y del territorio. La ciudadanía ambiental está orientada a materializar los ideales de justicia en una perspectiva de universalidad debido a su preocupación por vincular los valores de justicia global como aspectos mínimos, pero también es pluriver-sal, pues tiene matices diferenciados de acuerdo con el territorio y la cultura de las comunidades. La justicia es, a su vez, la aplicación en la práctica de los principios ambientales de equidad, responsabilidad y solidaridad, entre otros, que también deben ser transmitidos a la realidad de cada una de las socieda-des, pero en última instancia, también en la escala internacional, exigiendo la irrupción de las deudas históricas ambientales y demandando a las potencias mundiales para acabar con las jerarquías entre seres humanos, formas de neo-colonialismo o neoimperalismo de los sectores dominantes.

En relación a la visión de diversidad, es importante retomar los aportes de Kymlicka (1995) sobre la ciudadanía multicultural, que también debe integrarse como parte del concepto de ciudadanía ambiental y ciudadanía global, pensan-do que en las acciones concretas, en términos políticos y jurídicos, no sólo se refieren al reconocimiento y exigencia de derechos y deberes entre individuos de una misma nación, sino también desde el punto de vista de los derechos co-

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lectivos para garantizar las diferencias culturales y derechos diferenciados que hacen parte de las formas de adaptación al ambiente y de apropiación y defensa de los territorios locales. Es importante resaltar el contenido colectivo de la ciu-dadanía ambiental, pues no se trata exclusivamente de una concepción moderna de ciudadanías individualistas, sino que el cambio se orienta al reconocimiento de la ciudadanía en perspectiva colectiva. Esta tensión entre el individualismo y el colectivismo puede ser sustraída del aporte por autores que han propuesto salidas para la interpretación de los fines sociales.

Una de estas interpretaciones se remonta a la solución planteada por Ber-kman (1929) para quien la igualdad de un grupo no debe ser entendida como homogenización o pérdida de individualidad, sino que es la potenciación de las capacidades y talentos únicos que puede aportar cada individuo a una colecti-vidad, revistiendo dicho nivel de reconocimiento colectivo. Así pues, la acción ciudadana es la toma de acciones, decisiones y prácticas que aporta cada indivi-duo, precisamente porque en sí mismo existe una consideración de pertenencia y compromiso colectivo y social, y la defensa de dichos intereses y derechos se plasman en las conductas y comportamientos que pueden influenciar los cam-bios para direccionarlos hacia el bien común. Entonces, la cuestión es que el bien común depende y se crea por la interacción de los individuos, pero también exige una serie de límites que se imponen con el ejercicio de la ciudadanía8.

En este sentido, Taylor (1990; 1995) menciona que más allá de las discu-siones liberales de tensiones entre lo individual y lo colectivo, lo principal es establecer lo que es bueno y justo en una sociedad. Recordemos que el vínculo de la ciudadanía ambiental y contemporánea es la concepción de pertenencia grupal y de lugar y territorio. Por tanto, una de estas conclusiones es que, cada uno de nosotros, en el ejercicio de la ciudadanía ambiental, es el autorrecono-cimiento simultáneo como ciudadano del mundo, de nuestra comunidad, de nuestro espacio y entorno ambiental, de una sociedad.

Este es un aspecto clave para entender conceptos de ciudadanías en el marco del constitucionalismo contemporáneo, pues la evidencia es que la consciencia responde siempre a unos valores colectivos, y que no queda ex-clusivamente ligada al discurso abstracto sobre su contenido. En otros térmi-nos, retomando la relación con la justicia, los individuos actúan en ejercicio

8 En la filosofía clásica y en la filosofía política se han identificado históricamente los valores que hacen parte de la noción del bien común que está por encima de los intereses puramente individuales, y esto es una estrategia en la evolución de los seres humanos y las relaciones sociales, sin la cuale, se podrían afectar valores y disolver la existencia misma de las colectividades.

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de su ciudadanía porque identifican una serie de injusticias y activan una serie de mecanismos y acciones orientadas a materializar esos criterios de justicia como la equidad y la solidaridad mutua. Por ejemplo, en la crítica al liberalis-mo, Sandel (1982) menciona que no se ha podido oponer desde dicha teoría una incompatibilidad con los valores colectivos como la solidaridad, altruismo o cooperativismo. También Walzer (1983, 1997) menciona que los valores que permitirían generar un cambio son aquellos que no pertenecen al liberalismo, en el sentido estricto de reconocer que en todo caso la justicia es un concepto asociado al pluralismo, pues se extiende a una sociedad humana como a una comunidad distributiva, y por lo tanto, establece la necesidad de distribuir ta-reas concretas, reconociendo las habilidades y capacidades que tienen los in-dividuos, así como la distribución de crear vínculos colectivos compartiendo y asignado de manera justa los bienes dentro de una sociedad.

La justicia, por consiguiente, conlleva a generar reconocimiento efectivo sobre los derechos y deberes ambientales, permitiendo la construcción de una nueva perspectiva del derecho diferente de la tradicional de los Estados moder-nos y el liberalismo. En este sentido, se definirá la ciudadanía ambiental y con-temporánea como la toma de consciencia individual y colectiva para la toma de acciones en la lucha por el reconocimiento, la diferencia y el diálogo entre dife-rentes perspectivas sociales encaminadas al bien común y la defensa del ambien-te, el territorio y los derechos ambientales. Con relación a esta definición, se han relacionado conceptos como ambientalismo y ambientalismo político y popular para significar las luchas y resistencias contra las injusticias desde otras formas de pensar e interactuar desde de las comunidades e individuos en relación con el ambiente y la naturaleza en entornos locales. Por esta razón, la ciudadanía se construye, antes que en una perspectiva formal del derecho y de la política, en función del reconocimiento social de quienes ejercen las acciones o el liderazgo para defender una causa y contrarrestar las injusticias, como puede ser el desco-nocimiento de los derechos fundamentales de las personas.

En materia de derechos ambientales, se puede ver cómo las comunidades resisten para defender su territorio, sus formas de vida, sus relaciones estable-cidas mediante percepción y apropiación de sus territorios y bienes ambien-tales esenciales para su subsistencia, con lo cual, queda en entredicho la tesis de las ciudadanías incompletas o desaparición de la condición de ciudadanos, pues se demuestra que de manera contraria, los individuos y comunidades cuando resisten frente a los conflictos ambientales y las injusticias, están ejer-ciendo la ciudadanía más allá de las formalidades convencionales exigidas por la política y el derecho de los Estados modernos.

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A esto es a lo que se puede hacer referencia con la expresión ambienta-lismo político y popular, pues la ciudadanía es un concepto mucho más com-plejo y no depende exclusivamente de un margen puramente intelectual, sino también del activismo en la práctica que ejercen los individuos y comunidades ante las injusticias, y, por lo tanto, no depende exclusivamente de los meca-nismos formales que han sido establecidos en el constitucionalismo estatal. Esto sería tanto como disolver por completo cualquier idea de ciudadanía si dependiera exclusivamente de esto, es tanto como afirmar que si los mismos ciudadanos no pueden acudir a estas instancias para hacer valer sus derechos, o si accediendo, finalmente resultan ineficaces, su ciudadanía desaparece, pues el conflicto o la injusticia puede continuar y tomar muchos rumbos, incluyen-do estrategias y acciones posteriores que superan los mecanismos formales de representación y participación política.

En esta perspectiva, las ciudadanías nunca desaparecen, se detienen o in-terrumpen, o siguen su transcurso, pues siempre existirán aspectos desde lo público para participar y contrarrestar las injusticias. A partir de esta defensa de lo público y lo común, las comunidades entienden que es fundamental la conservación del ambiente para su subsistencia mediante uso y aprovecha-miento sustentable, y también mediante la garantía de derechos ambientales que están dentro de la órbita de la ciudadanía ambiental. Diferentes estudios han demostrado y comprobado que, en el ejercicio pleno de la ciudadanía, el control y regulación comunitaria resulta más efectivo por una mayor cercanía y conocimiento con el entorno, y establece mejores formas para hacer una distribución en términos equitativos y de justicia.

Uno de los ejemplos es el ejercicio de la ciudadanía ambiental, en don-de las comunidades locales, urbanas, campesinas, indígenas, entre otras, son quienes han permitido la conservación de los pocos espacios comunes que aún se conservan, y que resisten a las presiones económicas del capitalismo. Aquí no es que se distinga o separe la ciudadanía propiamente de las prácticas económicas, sino de un único modelo que es el que ha generado los mayores problemas como ha sido el capitalismo. La ciudadanía ambiental, estaría en-marcada en otra forma de relaciones económicas, como por ejemplo las que mencionan Gibson y Graham (1996), economías locales, biodiversificadas y de subsistencia. De esta manera, se construyen las alternativas y se genera un cambio de paradigma de los modelos convencionales, pasando a una concep-ción de visión propia y de diferencia que incluye lo social y lo ecológico en formas y prácticas comunitarias sustentables. Esto se encuentra en modelos

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agroecológicos de autoconsumo, intercambios y pequeños mercados locales, consumo responsable, comercio equitativamente justo y responsable, modelos de producción agraria y con bajos niveles de impactos ambientales, etc.

Este es un punto que debe irse transformando desde las perspectivas crí-ticas, en las cuales la ciudadanía ambiental no podría también estar en las con-ductas más inmediatas que tienen la personas. Por ejemplo, Seyfang (2006) presenta un estudio interesante sobre decisiones y cambios de conducta, há-bitos, comportamientos y actitudes ciudadanas, comparando los tradicionales mecanismos formales del Estado a través de imposición de medidas fiscales, frente a un comportamiento de toma de consciencia del papel de ciudadanía ambiental, en el cual se observó que éste último tenía mayor influencia para alcanzar modelos sostenibles. En modelos locales de East Anglia en el Reino Unido y el estudio de mercados orgánicos locales muestran resultados en los cuales la ciudadanía ambiental involucra este cambio de consciencia que se ha venido insistiendo en un reconocimiento sobre los propios intereses de prote-ger o sostener modelos de bienes públicos que sean compatibles con la conser-vación ambiental y compromiso por la defensa del bien común, con soluciones colectivas, a pesar de afrontar la desventaja de competencia de los precios en el mercado, comparado con otros productos no orgánicos. Entonces, la ciu-dadanía deja de ser algo con lo cual se esperan resultados instantáneos, para entender que se aplica en modelos de transición que generan cambios en los valores ambientales para la acción, defendiendo una perspectiva colectiva para la defensa de la justicia y los derechos ambientales.

También se puede citar un caso comparado en Colombia, en el páramo de Sumapaz, en el esfuerzo que se ha venido adelantando a partir de diferentes actores como la academia, comunidades campesinas y la Corporación Tierra Libre, en la cual se han generado modelos de agricultura familiar para la pro-ducción de cultivos orgánicos que hacen parte de la organización de modelos colectivos de economía solidaria, los cuales permiten extender acciones de conservación ambiental, modelos de gobernanza sobre el territorio, comer-cio justo, economías locales y compromiso ciudadanos para la participación, toma de decisiones, cambios de conductas de los consumidores para fomentar modelos sustentables (CTL-HBS, 2016). En el mismo sentido, el esfuerzo de-sarrollado de grupos de investigación interdisciplinarios y productores locales en el Norte de Bogotá en la Reserva Thomas van Der Hammen para realizar prácticas de agricultura urbana y periurbana en modelos agroecológicos con intercambio y diálogo de saberes, que también generan transición mediante

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propuestas alternativas que van sumando a cambios de los paradigmas con-vencionales (UDCA, 2018).

Son cambios que se van generando en las esferas de alcance de los indivi-duos, como lo ha planteado Guattari (1989), desde la esfera individual que va trascendiendo al campo familiar, comunitaria y social. Es decir, comenzando con las actuaciones propias se va creando esta ciudadanía ambiental, encami-nada a establecer una sociedad sostenible; se han mencionado algunas expe-riencias comunitarias que evidencia esta nueva concepción de la ciudadanía. En relación a las conductas que pueden ayudar a empezar a generar ciudada-nía ambiental desde los comportamientos individuales y colectivos, como lo menciona Seyfang (2006), en actividades de reciclaje, reutilización y conserva-ción, se puede ir demostrando el alcance de la ciudadanía en las esferas tanto públicas como privadas colectivas, en una perspectiva amplia que integra una dimensión social, política y económica que pueden generar verdaderos cam-bios en el comportamiento y las actitudes hacia sociedades sostenibles, incluso más que las regulaciones formales.

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ConclusionesSe ha visto que existe tradicionalmente un énfasis en las teorías conven-

cionales de la ciudadanía y específicamente de la ciudadanía ambiental, que han estado centradas principalmente en las obligaciones y responsabilidades; sin embargo, se ha evidenciado que se trata de perspectivas ecologistas y am-bientalistas del mundo desarrollado. La ciudadanía ambiental, en este sentido, se ha enfatizado más en los derechos en el caso de los países del Sur global, como los de América Latina, promovido principalmente por movimientos y organizaciones sociales, y comunidades locales. Es importante mantener esta perspectiva, pues los problemas globales como la pobreza, los conflictos, des-plazamientos, desigualdades ambientales de distribución de riqueza y cargas ambientales, no han desaparecido. En este sentido, la ciudadanía ambiental busca contrarrestar estas injusticias que aún se siguen reproduciendo en el mundo actual.

Conforme a lo anterior, se ha demostrado que no es posible seguir tratan-do el análisis separado y excluyente entre deberes y derechos, pues la visión de un cambio de ciudadanía alternativa debe ser integrada siempre en conjunto con miras a un reconocimiento pleno del sistema de derechos y deberes que fi-nalmente conduzcan hacia fines de protección y conservación del ambiente. La perspectiva de ciudadanía ambiental se adscribe dentro de los desarrollos jurí-dico-políticos del constitucionalismo contemporáneo, neoconstitucionalismo y constitucionalismo social, buscando el reconocimiento pleno de las disposicio-nes fundamentales (i. e. derechos y garantías). Es decir que se trata de acciones prácticas que se construyen en una perspectiva social, política y simbólica desde diferentes actores sociales, como movimientos, organizaciones, sector privado y comunidades locales. Por esta misma razón, se afirma como un concepto que va más allá de la noción de ciudadanía formal del Estado moderno y del liberalis-mo. Por lo tanto, la ciudadanía no depende del reconocimiento formal ni de los desarrollos jurisprudenciales ni normativos de los sistemas jurídicos y políticos de la justicia procedimental, sino que es una fórmula superadora, al ser una idea sustancial en la práctica, que permite identificar los conflictos como parte de las relaciones que continúan independientemente de si existe un acceso real a los mecanismos formales, o si estos terminan siendo efectivos. Entonces, se trata de una visión alternativa de la justicia ambiental en la que no se pueden separar las cuestiones sociales de las ecológicas.

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La ciudadanía contemporánea claramente es diferente a la concepción de ciudadanía reduccionista o clásica, pues se trata de la superación de los valores de la modernidad adoptando aquellos que son acordes con la realización de la justicia y el bien común propendiendo por la consolidación de la sosteni-bilidad ambiental. En esta instancia, la ciudadanía no sólo es exclusivamente individual, sino esencialmente colectiva. También se identificaron diferencias entre los conceptos de persona y nacionalidad; como se ha explicado, esta-blecen similitudes frente al reconocimiento de derechos, pero la ciudadanía está relacionada con la pertenencia a una comunidad política. En todo caso, la ciudadanía ambiental reconoce los derechos de persona e incluso defiende los de otras especies y de futuras generaciones como parte de sus acciones para la consolidación de la justicia.

La ciudadanía ambiental comprende dos dimensiones, la primera, de uni-versalidad, según el cual, existen unos derechos, principios y valores que son aspectos mínimos que deben ser reconocidos en cada sociedad como criterios de justicia, por eso se vincula igualmente los conceptos de ciudadanía global y planetaria. La segunda implica, al mismo tiempo, un desarrollo diferenciado de pluriversalidad, pues existen prácticas culturales específicas de los pueblos y comunidades dentro del ambiente y territorio que garantizan la protección, conservación y sostenibilidad ambiental. Esto quiere decir que una ciudadanía es a su vez globalizada, pero también territorial y diferenciada a las prácticas culturales que establecen la relación de las comunidades con los ecosistemas locales. Por tanto, se concluye que son los individuos quienes ejercen una ciu-dadanía ambiental a partir del autorreconocimiento simultáneo como ciuda-danos del mundo, de su comunidad, de su espacio, de su entorno ambiental y de una sociedad.

Por otra parte, la ciudadanía ambiental está orientada a modificar las conductas, actitudes y comportamientos de los seres humanos desde la toma de consciencia para adecuarlos hacia prácticas de sostenibilidad ambiental y justicia intergeneracional. Por esto, tiende a enfrentarse y oponerse al actual modelo económico del capitalismo y modelos extractivistas que han sido im-pulsados por los mismos Estados (economías extractivistas de la minería y la extracción de hidrocarburos altamente insostenibles). Esto se traduce en que la ciudadanía plantee alternativas frente a la economía y a las cuestiones éti-cas del consumo, en defensa de modelos y prácticas comunitarias sustentables como economías locales, biodiversificadas y de subsistencia, consumo respon-sable, economía solidaria, modelos agroecológicos, agricultura urbana, etc.

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Finalmente, desde la acción, la ciudadanía ambiental siempre está presen-te, no depende del reconocimiento formal, y tiende a ser proactiva a diferencia de la visión clásica de ciudadanía. Se trata de una de las ideas más importantes para superar la crisis civilizatoria, siendo a su vez, progresiva para alcanzar sus propósitos. En consecuencia, la ciudadanía ambiental nunca desparece y crea acciones y liderazgo para la defensa de causas que permitan contrarrestar las injusticias y defender los derechos de las personas. Por lo tanto, se pone en entredicho la tesis de ciudadanías incompletas o desaparición de la condición de ciudadanos, pues de manera contraria, se ha evidenciado que, frente a los conflictos, los individuos y comunidades resisten y siguen su camino para al-canzar el cambio de paradigma hacia la justicia ambiental.

Agradecimientos: especial agradecimiento al Grupo de Investigación Inter-Facultades de la Universidad de Ciencias Aplicadas y Ambientales (U.D.C.A.) y a la Corporación Colectivo de Agroecología Tierra Libre.

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Inclusión e integración social, cultural y económica de los refugiados en el ámbito internacional

Ronald Edgardo Cuenca Tovar9

Jina Karin Sánchez Olivares10

Resumen

En un momento histórico nunca antes vivido en Colombia, con el fenó-meno de la migración en masa de ciudadanos venezolanos, es necesario pensar en mecanismos que permitan integrar social, cultural, política y económica-mente a todos los ciudadanos que están llegando a Colombia, por lo que resul-taría imposible, en el siglo XXI, sostener una premisa de fronteras cerradas e indiferencia ante el drama humanitario del país vecino.

Es por ello que el presente escrito intentará exponer, desde el punto de vista comparado, y con especial apoyo en las políticas públicas adelantadas en Europa, los mecanismos idóneos que permitirán integrar a todos los refugia-dos dentro de la sociedad colombiana para que no sean una carga o constitu-yan un peligro para la nación, sino, por el contrario, para que ayuden a cons-truir una sociedad de características multiculturales que permita el desarrollo de todos los habitantes de Colombia y de la población migrante en espacios comunes, sin que se presente ningún tipo de discriminación y xenofobia, lo-grando así uno de los principales objetivos de la Carta de las Naciones Unidas, la solidaridad internacional.

Palabras clave: integración social, multiculturalismo, política pública, de-sarrollo, sostenibilidad.

Abstract

In a historical moment never seen before in Colombia as it is the mass mi-gration process of Venezuelan citizens, it is necessary to think in mechanisms

9 Abogado de la Universidad Santo Tomás; especialista en Derecho Administrativo de la Pontificia Universidad Javeriana; magíster Avanzado Oficial en Ciencias Jurídicas y doctor en Derecho de la Uni-versitat Pompeu Fabra de Barcelona; docente investigador de la Universidad Manuela Beltrán. E-mail: [email protected], móvil: 3145112972.10 Abogada, magíster en Derecho Internacional Ambiental; docente investigadora de la Universidad Manuela Beltrán. E-mail: [email protected], tel. 3187114281.

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that allow to integrate socially, culturally, politically and economically, all the Venezuelan citizens; because it would be impossible in the 21st century to maintain a premise of closed borders and indifference before the humanitari-an drama of the neighboring country.

That is why this paper will try to present from the comparative point of view, with special support on the public policies advanced in Europe, appro-priate mechanisms that allow integrating all refugees within Colombian soci-ety, in order that they are not a burden or constitute a danger for the nation, but instead for they to help to build a more multicultural society and allow the development of all the inhabitants of Colombia and Venezuela in common spaces, without any type of discrimination and xenophobia, thus achieving one of the main objectives of the Charter of the United Nations, such as inter-national solidarity.

Keywords: social integration, multiculturalism, public policy, develop-ment, sustainability.

Introducción La figura del refugio no es nueva en el mundo, pero sí lo es su reglamen-

tación. Es solo a partir de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX cuando se hace evidente la necesidad de regularizar la situación de las personas en condición de refugio, producto de las dos primeras guerras mundiales y de los importantes movimientos de masas que vivió Europa durante este periodo. Es por ello que su avance inicia con la antecesora de la Organización de las Na-ciones Unidas (ONU), la Sociedad de las Naciones, un trabajo compilatorio y regulatorio que continuó la ONU luego de la finalización de la Segunda Gue-rra Mundial, todo esto impulsado por un espíritu de solidaridad internacional imperante luego de las devastadoras consecuencias de la guerra alrededor del mundo. Con ello se procuraba ayudar y amparar con unas garantías a las per-sonas que volvieran a huir de sus países de origen por situaciones de necesi-dad, obligándolos a refugiarse en otros estados con la esperanza de reconstruir nuevamente su vida.

En este punto se ubica el presente escrito que tiene por objetivo no solo explicar los orígenes y características del refugio a través de la diferenciación de este con otras figuras internacionales similares, sino que pretende también establecer un procedimiento que permita lograr la inclusión e integración de

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las personas en condición de refugio en las distintas sociedades de acogida, permitiendo con ello cambiar la perspectiva del refugiado como una carga, y convertirla en una figura que propicie la diversificación y el avance social para dejar de lado finalmente la política internacional de puertas cerradas, impe-rante en la actualidad en muchas regiones del mundo.

De manera más precisa, este escrito pretende abordar, de manera cons-tructiva, la importante coyuntura que afronta Colombia ante la llegada masiva de ciudadanos venezolanos a nuestras fronteras como fenómeno migratorio especifico, permitiendo ver esta circunstancia como una posibilidad de au-mentar la integración e incentivar la economía a través de la diversidad social, cultural y de conocimiento que traen consigo los migrantes venezolanos, de-jando de lado las ideas de fronteras cerradas o las cuotas migratorias y cam-biándolas por un espíritu internacional de solidaridad y ayuda mutua entre los pueblos.

Conceptos y diferencias entre el refugiado, el asilado y el desplazado

Con el objetivo de brindar toda la claridad conceptual sobre el tema sujeto a estudio, es necesario establecer las diferencias y principales características de tres figuras jurídicas del Derecho Internacional Público: el refugio, el asilo y el desplazamiento, centrándose principalmente en la figura del refugiado por ser este el más numeroso y el que necesita mayor nivel de apoyo y ayuda in-mediata. De no ayudarlo de manera inmediata, se estaría ante una inminente crisis humanitaria, tal y como ha sucedido en los últimos cinco años con el flujo constante de ciudadanos venezolanos que han recurrido a las fronteras colombianas, ávidos de ayuda y asistencia humanitaria.

Aspectos generales del asilado

En términos generales, el término asilo, desde el punto de vista interna-cional, se debe entender como la protección que encuentra una persona que es víctima de persecución por parte de las autoridades de su país, del cual huye por motivos políticos, de raza o sociales, ante un inminente castigo despropor-cionado que pone en riesgo su integridad física o incluso su vida por motivos políticos. Por ello, se ve en la necesidad de acudir a un país diferente del suyo con el fin de obtener protección ante tal persecución, pero teniendo siempre

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en cuenta que el Estado de destino no tiene la obligación de acceder a la solici-tud de la persona solicitante (Rial, 1961).

El derecho de asilo se encuentra en el artículo 14 de la Declaración Uni-versal de Derechos Humanos que dice: “1. En caso de persecución, toda per-sona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país. 2. Este derecho no podrá ser invocado contra una acción judicial realmente originada por delitos comunes o por actos opuestos a los propósitos y principios de las Naciones Unidas”.

La idea del derecho de asilo se ha extendido dentro del Derecho Interna-cional Público como una facultad jurídica soberana, consistente en conceder refugio a individuos que reúnen ciertas características específicas, como lo es la persecución por motivos o delitos políticos, pero siempre con base en una completa discrecionalidad por parte de los Estados, lo que implica que en el ámbito jurídico internacional no existe, hasta el momento, ningún documento que le exija a los Estados aceptar las solicitudes de asilo que se le soliciten (Giu-liano, M. 1974, pp. 348-350). Lo que sí se encuentra plenamente garantizado en el ámbito internacional es la facultad jurídica para todo Estado de garanti-zar el estudio de la concesión de asilo en su territorio a cualquier persona que lo solicite sin distinción alguna, siempre y cuando esta solicitud se encuentre debidamente fundada y no se encuentre sujeta a ninguna obligación contrac-tual, tal y como sucede con las convenciones de extradición cuando este sea parte (Anuario del instituto Internacional de Derecho, 1950, p. 152).

Según lo anterior, la figura del asilo va a tener las siguientes características:

• Se origina en una persecución política.

• La concesión del asilo depende de un acto de discrecionalidad del Estado Receptor.

• El derecho de asilo puede ser concedido en dos modalidades, ya sea la diplomática o la territorial, lo que significa que no existe la necesidad de cruzar una frontera para que este sea efectivo.

• El asilo puede amparar diferentes tipos de conductas como lo son los delitos políticos y comunes, siempre y cuando estos sean co-nexos a un fin político.

Las características anteriores van a servir como base para entender y di-ferenciar de manera clara la figura de asilo de otras figuras que se abordarán a continuación, como lo sería el desplazamiento y el refugio.

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Aspectos generales del desplazamiento

Por desplazado interno se entiende a la persona obligada a abandonar su te-rritorio debido a la coacción ejercida sobre él, lo que demuestra la incapacidad de su gobierno para atender sus necesidades. Esto provoca que no la persona desplazada no se encuentre en condiciones idóneas para ejercer su libertad, pues sale de su ambiente natural; este fenómeno no solo se limita a una perso-na, sino que puede presentarse en un grupo de personas coaccionadas ilegíti-mamente por medio del uso de la violencia (Jaimes, 2014, p. 35).

Continuando lo anteriormente señalado, el desplazado se puede definir como la persona obligada a abandonar su territorio, con la connotación de que no abandona su país, pero sí la región que solía habitar sin salir del territorio nacional (Jaimes, 2014, p. 37), a diferencia de lo que ocurre con el refugiado, que se podría definir como “aquella persona que huye legalmente de su país, debido a un temor bien fundado de ser perseguido por motivos de raza, reli-gión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social, o por opinio-nes políticas” (Organizacion de las Naciones Unidas, 1951). De esta definición surge la primera diferencia ostensible entre el refugiado y el desplazado, como lo es la territorialidad de las dos figuras. En la primera, existen movimientos que superan las fronteras nacionales y, en la segunda, la persona en ningún momento abandona su Estado sino solo su región, lo que supone una confian-za implícita en su Estado o Gobierno, el cual nunca está presente en el caso del refugiado.

Existe un punto de encuentro entre la figura del refugiado y desplazado, fenómenos como “conflictos armados, violaciones sistemáticas de los dere-chos humanos, enfrentamientos étnicos, catástrofes, tensiones internas, viola-ciones generalizadas, reasentamientos forzados” (Jaimes, 2014, p. 37). Por este motivo, muchas personas confunden los dos fenómenos con facilidad, pero en el momento en que el desplazado decida cruzar la frontera, se convierte inme-diatamente en refugiado (Jaimes, 2014, p. 38).

El problema de los refugiados se presentó por primera vez en el mundo moderno con la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que provocó la salida de sus países de origen de millones de personas, con el fin de preservar su vida en otros Estados ante la ocupación de sus países de origen por parte de las fuerzas de la Alemania nazi, aunado al exterminio judío que siguió a la ocupación, lo que causó el desarraigo de millones de personas y, en muchas

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ocasiones, la pérdida de la propia nacionalidad y con ello la ciudadanía, lo que significaría la ausencia del reconocimiento efectivo de sus derechos funda-mentales. Este problema no ha disminuido ni cesado con el fin de la Segunda Guerra Mundial, por el contrario, continúa completamente vigente y actual en el mundo contemporáneo, tal y como sucede con los refugiados sirios en Europa o en los países vecinos. También tenemos el caso de los miles de ciu-dadanos venezolanos que llegan a diario a Colombia, cifras que actualmente ascienden a 796,000, de los cuales 552,000 ingresaron al territorio nacional de manera legal y 374,000 de manera ilegal (Revista Semana, 2018), lo que refleja la complejidad del problema de los refugiados en Colombia, además del problema de los desplazados internos y los retos del Estado colombiano en brindar y acoger a este número de personas de manera idónea y estable.

Una vez establecidos los aspectos básicos del fenómeno del desplazamien-to, se resumirán a continuación sus características básicas, que permitirán dis-tinguirlo con éxito de otras figuras similares:

• El desplazado no busca acogida en otro Estado diferente al de ori-gen.

• No existe pérdida de confianza en el Estado de origen.

• El motivo de huida no depende de circunstancias políticas, a di-ferencia del asilado.

• La razón del desplazamiento obedece generalmente a situaciones de inseguridad extrema generalizada.

• La persecución no va a ser dirigida sobre un individuo específico, ni sobre ningún colectivo, en términos de diferencias de comuni-dad racializada, nacionalidad, pertenencia a un grupo social, reli-gión o por opinión política.

Aspectos generales del refugio

El fenómeno del refugio no es nuevo en el mundo. A lo largo de todos los conflictos librados por la humanidad siempre han existido personas que han abandonado sus países de origen en busca de protección, seguridad y mejores condiciones de vida en otro país receptor, pero lastimosamente esta situación no cobró relevancia internacional hasta finales del siglo XIX, debido a que solo en este periodo el mundo pudo entender y dimensionar el gran peligro humanitario que conllevaba.

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Entre los años 1918 y 1947 este fenómeno fue más evidente debido a los importantes movimientos sociales de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, como lo fueron el ascenso de diferentes gobiernos de tipo fascista y comu-nista en Europa, al igual que las dos guerras mundiales que azotaron el mundo durante este lapso. De aquí la importancia de este periodo histórico para el desarrollo del derecho de los refugiados (Bel, C. 1990, p. 102).

A nivel de Derecho Internacional Público, la primera organización inter-nacional que abordó la cuestión de los refugiados fue la Cruz Roja al intervenir activamente en la ayuda a las personas que huían de sus Estados por la guerra de los Balcanes y la Revolución Rusa. Hasta ese momento, la situación de los refugiados era entendida como una cuestión meramente doméstica del Estado al que llegaba este cúmulo de personas, método que demostró ser completa-mente ineficaz a lo largo de la historia, exponiendo la necesidad de abordar esta problemática de manera internacional, situación que se vio durante y al final de la Primera Guerra Mundial y que trajo consigo la desarticulación de cuatro imperios (el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano) (Morales, P. 2010, p. 35). Esta situación provocó la atomización de Europa en una plu-ralidad mucho más grande de naciones y trasformó la realidad geopolítica del mundo, provocando un sinfín de micro conflictos entre los nuevos Estados, lo que desencadenó un flujo constante de refugiados hacia las principales poten-cias europeas de ese momento, haciendo visible la problemática.

Paralelamente, tuvieron lugar los tratados de paz posteriores a la Primera Guerra Mundial, que dibujaron nuevas fronteras y dividieron países enteros, tal y como sucedió con Alemania y la región de Prusia. Al aumentar el número de fronteras, se puede evidenciar más claramente el flujo migratorio constan-te: “…1.5000.000 rusos, 700.00 armenios, 500.000 búlgaros, 1.000.000 griegos y miles de alemanes y rumanos…” (Morales, P. 2010, p. 36).

No fue hasta 1921 cuando la Sociedad de Naciones creó la figura del Alto Comisionado para los Refugiados como el delegado de la organización para abordar esta problemática internacional, pero ya no abordada desde el aspecto nacional, sino desde una perspectiva internacional. El primer Alto Comisiona-do para los Refugiados fue el Dr. Fridtjof Nansen, quien diseñó un documento de identidad especial para quienes no poseyeran documentos oficiales, llamado Pasaporte Nansen, que fue reconocido por 52 países (Morales, P. 2010, p. 37).

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Los primeros pronunciamientos sobre el refugio los realizó el Alto Comi-sionado para los Refugiados, primero sobre la situación de los ciudadanos grie-gos afectados con el conflicto entre Grecia y Turquía en 1922, reconociendo a los ciudadanos griegos y turcos que escapaban del conflicto como refugiados. Posteriormente, en 1926, a raíz del desplazamiento masivo de ciudadanos rusos, el Alto Comisionado entró a conceptualizar el término refugiado como aquella persona de origen ruso que no goza de la protección de su gobierno y que debe abandonar su país (Goodwin-Gill, G. 1996, p. 3-8), pero el reconocimiento de las calidades de refugiado no solo se limitó a ciudadanos rusos y griegos, sino que se extendió a ciudadanos armenios y sirios, por citar algunos ejemplos.

Durante este periodo, la Sociedad de Naciones realizó importantes avan-ces en cuanto a la reglamentación y regulación del fenómeno de los refugiados desde el punto de vista del Derecho Internacional Público, es por ello que sur-gen los primeros instrumentos internacionales al respecto, como la Conven-ción del 28 de octubre de 1933, la cual tuvo como principal tema “la condición de los refugiados rusos, armenios y asimilables, reconociendo por primera vez el principio de “non-refoulement” o no devolución, consistente en el Estado donde el demandante de asilo pretende que se le de refugio, no devuelva al re-fugiado a su Estado de origen, donde su vida o libertad corren peligro” (Pérez, S. 2003, p. 229).

Continuado esta evolución histórico-legal, se encuentran las convenciones relativas a la protección especial que deberían recibir los refugiados alemanes en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, como son el “arreglo pro-visional relativo a la condición de los refugiados procedentes de Alemania de 1936”, la “Convención concerniente a la condición de los refugiados proceden-tes de Alemania de 1938” y el “Protocolo adicional al arreglo provisional y a la Convención de 1939”, regulaciones internacionales que le concedieron a las personas bajo su competencia una condición especialmente favorable para los refugiados, asimilable a la condición de extranjeros privilegiados, otorgándoles una protección limitada (Morales, P. 2010, p. 39).

Pero los efectos de estas disposiciones internacionales no lograron la di-mensión esperada, debido a que el espíritu de estos tratados fue limitado en el tiempo y el espacio y cayeron en desuso de manera rápida, impidiendo así ser aplicados de manera global e integral, tal y como era su espíritu fundante. Esta situación obstruye una construcción jurídica internacional acerca de la regula-ción y protección de las personas en condición de refugio.

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Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, las funciones del Alto Co-misionado para los refugiados se vieron obstruidas por la rápida y contunden-te invasión de la Alemania nazi sobre toda Europa, hasta el punto en que el Alto Comisionado se vio en la necesidad de huir de su país debido al peligro sobre su libertad y vida, siendo este el fin del mandato del Alto Comisionado para los refu-giados durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial (Morales, P. 2010, p. 40).

Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, y bajo el amparo y patrocinio de la recién constituida Organización de las Naciones Unidas en 1945 como el principal ente a nivel internacional de regulación y solución de conflicto mundial, surgió un cambio de ruta ante el alto número de personas desplazadas por el con-flicto, ante lo cual la ONU decidió instaurar nuevamente un ente completamente independiente, encargado de regular la situación de los refugiados, por lo que con-formó la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugia-dos en 1951 con la principal función de “…proteger y salvaguardar sus vidas, su seguridad y su libertad …así como promover sus derechos en educación, empleo y libertad de movimiento…” (Bel, C. 1990, p. 102).

Sobre esta nueva construcción legal, los diferentes Estados alrededor del mun-do van a tener una obligación moral de firmar esta convención con la finalidad de garantizar la acogida y protección, no solo a las personas en estado de refugio, sino también a los solicitantes de asilo. A diferencia de las anteriores convenciones suscritas al respecto, la novedad de este nuevo instrumento va a radicar en la am-pliación del marco geográfico, en el cambio de escenario y en la multiplicidad y di-versidad de causas que van a dar origen a estos fenómenos internacionales, como lo serían las políticas e ideologías, guerras civiles, conflictos regionales, decisiones de gobiernos inestables y desplazamientos internos por motivos de violencia ge-neralizada, por motivos económicos, entre otras razones. Lo anterior con el fin de lograr una nueva perspectiva y dimensión de fenómenos que ya no deberán verse como de carácter local y regional sino de carácter universal, por lo que la acción para combatir estos movimientos debe ser general de los países firmantes, lo que cambiaría con ello la anterior perspectiva del fenómeno del refugiado desde su propia concepción (Bel, C. 1990, p. 102).

Bajo esta nueva perspectiva surgieron diferentes inconvenientes como la creación de una nueva clase de refugiados en relación a los refugiados por cuestiones económicas, los que pueden ser definidos como las personas que salen de sus lugares de origen, pero ya no por razones políticas, ideológicas, religiosas o raciales, sino que lo hacen por motivos netamente económicos

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como única posibilidad ante la situación de necesidad y penuria que afronta-rían en sus países de origen; esta nueva categoría surge ante el rechazo gene-ralizado por parte de los países más industrializados que consideran que este motivo no sería razón suficiente para denominar a estas personas refugiadas y merecedoras de protección (Bel, C. 1990, p. 102). La reticencia de los países industrializados a acoger a estas personas radica principalmente en su inca-pacidad de absorber dignamente estas masas poblacionales empobrecidas y desarraigadas. He aquí el objetivo principal del presente escrito: establecer o formular una serie de políticas viables que permitan la inclusión e integración dentro de la sociedad receptora de las personas en condición de refugio, inde-pendientemente de la categoría del refugiado, tal y como sucede con el caso de los ciudadanos venezolanos en territorio colombiano.

Esta situación de refugio en sus diferentes facetas, ya sea de carácter polí-tico, ideológico o económico, ha provocado en la comunidad internacional un cambio de paradigma frente a este fenómeno, lo cual se evidencia en el cambio sustancial, pasando de una posición de preocupación internacional con base en la ayuda incondicional y generosa, a una posición mucho más cautelosa y recelosa de los países frente a la figura del refugio, imponiendo condiciones muy estrictas y represivas ante este tipo de movilidad. Esto ha desencadenado en años recientes, ya no un mejoramiento de las condiciones de las personas en condición de refugio, sino que, por el contrario, se presenta un detrimento de las condiciones básicas de los refugiados, al imponérsele cada vez más res-tricciones por parte de los Estados receptores, nuevas exigencias y requisitos no contemplados en el Derecho Internacional Público. Esto evidencia la falta de interés político por parte de los Estados al momento de abordar de manera integral la problemática; en vez de brindar soluciones superfluas a la cuestión, se deberían buscar medidas eficaces como lo serían políticas de acogida de los refugiados para así proceder a integrarlos de la mejor manera en la sociedad receptora, transformando este aparente problema en una fortaleza para el país de acogida.

A continuación se exponen las principales características de la figura del refugio, con el fin de distinguirlas de otras figuras similares e impedir con ello confusiones conceptuales a futuro:

• La motivación del refugio es usualmente la violencia generalizada a la raza, al credo, la nacionalidad, la pertenencia a un determina-do grupo o las fuertes crisis económicas.

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• El acto declaratorio de la condición de refugiado es de origen uni-versal, por lo que no depende de una decisión nacional.

• El refugio no se puede exigir por motivos diplomáticos.

• Para que alguien sea considerado como refugiado, es necesario que se haya presentado el cruce de una frontera.

• El refugio se encuentra protegido por el principio de no devolu-ción, por lo que no procedería la extradición.

• La cláusula de exclusión aplicable al refugio no permite reconocer la condición de refugiados a las personas que hubieran cometido graves delitos que atentaran contra la paz, la religión y la huma-nidad, entre otros.

Protección jurídica del refugiado a nivel internacional

A nivel americano, la protección al refugiado y a otras personas necesita-das de amparos similares se encuentra suficientemente desarrollada. Prueba de este desarrollo es que 28 países son parte del Convenio sobre el Estatuto del Refugiado suscrito en 1951, y 30 Estados son parte del Protocolo sobre el Es-tatuto del Refugiado de 1967, además de que se han adoptado estos principios al interior de sus constituciones con el fin de lograr una protección integral del refugiado, tanto desde el punto de vista internacional como nacional, adop-tando la definición de refugiado establecida en la Declaración de Cartagena de 1984 sobre los Refugiados. Pero estos importantes avances en la materia no son suficientes, ya que persisten una serie de complicaciones, como que muchos Estados aún no han suscrito la Convención sobre el Estatuto de los apátridas de 1954 y la Convención para Reducir los Casos de apátrida de 1961, lo que significa que muchas personas en América pueden ser susceptibles de ser consideradas, en determinado momento, como apátridas de facto, hecho que no se ha subsanado integralmente (Murillo, J. 2006, p. 269).

Procedimentalmente, el reconocimiento del refugio en América afronta otro obstáculo importante, el cual es el reconocimiento efectivo del estatus de refugiado por parte de una entidad habilitada para ello. El problema surge en que, a nivel nacional, cada Estado firmante de los convenios posee una serie de organismos diseñados para determinar el número de refugiados y la condición de estos, pero dichos organismos no se encuentran actualmente enlazados de

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manera efectiva con la Agencia de la ONU para los refugiados -ACNUR-. Lo que buscamos permitiría la consolidación de datos exactos de este fenómeno y las medidas para implementar en los países receptores que permitan garan-tizar a los refugiados unas condiciones idóneas de permanencia (Murillo, J. 2006, p. 270).

Para impedir esta descoordinación entre diferentes entidades tanto na-cionales como internacionales, resulta necesario que las nuevas legislaciones que llegasen a adoptar los Estados se encuentren en consonancia con los es-tándares internacionales y con las diferentes realidades que pueden afectar a los refugiados. Lo ideal sería establecer la participación activa del ACNUR, según el artículo 35 de la Convención de 1951, el artículo II del Protocolo de 1967 y el parágrafo 8 de su Estatuto. Esto sería aplicable al momento de pro-mulgar nuevas leyes sobre refugiados, con el fin de estandarizar las políticas destinadas a este grupo poblacional, permitiendo con ello garantizar el respeto de derechos fundamentales en todo momento y lugar, sin importar el país de destino o receptor, propendiendo siempre políticas receptivas y no de carácter restrictivo, como es la tendencia actualmente.

Proceso de inclusión e integración social, cultural y económica de los refugiados

Dentro del presente aparte se realizará una exposición de las fases que se deben adelantar con las personas en situación de refugio, con el fin de lograr un proceso exitoso de integración sociocultural y laboral con este grupo po-blacional, pero sin perder de vista las particularidades propias del origen de los refugiados, como los aspectos culturales, religiosos e idiomáticos, así como las diferencias sociopolíticas existentes entre el país de origen y el país de acogida. Si no se abordan o tienen en cuenta estos aspectos, se estaría ante una inmi-nente colisión de principios, hábitos, valores y fundamentos sociales persona-les frente a los sociales existentes en el país de destino, lo que haría imposible esta exitosa integración tal y como se encuentra dispuesto en el artículo 34 de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, que dice: “Los Es-tados Contratantes facilitarán en todo lo posible la asimilación y la naturalización de los refugiados. Se esforzarán, en especial, por acelerar los trámites de naturalización y por reducir en todo lo posible derechos y gastos de tales trámites”.

Siguiendo este espíritu humanitario establecido en la convención ya citada, se proceden a exponer las diferentes fases que deben seguir los refugiados para lograr su

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exitosa integración en la sociedad de acogida. Como fundamento se van a emplear las distintas fases de naturalización del refugiado existentes en España, las cuales pueden ser tomadas como ejemplo para su aplicación a los distintos países de América que afrontan un flujo importante de refugiados de todas las naciones, como el caso co-lombiano y los ciudadanos venezolanos.

Fases de intervención a los refugiados

Con el fin de abordar integralmente y de manera ordenada el proceso de integra-ción de los refugiados, tanto a nivel social como cultural y económico dentro del país de acogida, se ha estructurado un procedimiento consistente en tres fases o etapas de integración, partiendo desde el arribo del refugiado al territorio del país de refugio, pasando por la adaptación sociocultural y económica, hasta la etapa de inclusión ple-na dentro de la sociedad de acogida, tal y como se explicará con más detenimiento a continuación.

Fase 1: la llegada al país de acogida

El arribo al país de acogida generalmente resulta traumatizante debido a las penurias del camino, la distancia, el destino y las condiciones propias del viaje. Además de estas dificultades también hay que sumarle el descono-cimiento casi por completo de las costumbres, el idioma y las tradiciones del país de arribo, lo que incrementa el choque psicológico de estas personas por la transición vivida. Por ello, es necesario que los funcionarios con los que el refugiado va a tener el primer acercamiento intenten hasta el máximo minimi-zar el impacto de la realidad a la que llegan y de las circunstancias que encierra el arribo al país de acogida.

La condición general que enfrentarán los funcionarios encargados de re-cibir a los refugiados va a ser la desorientación total en la que va a estar la persona. Esta desorientación se va a manifestar en la deformación de la rea-lidad del país de acogida y en los problemas que esta implica. Sumado a esto, existe el temor constante de ser devuelto a su país de origen y a las represalias que pudiera afrontar tanto él como su familia. También existe la carencia de recursos económicos por parte del refugiado, la incapacidad de suplir por sí mismo sus necesidades y la situación de indocumentación que la mayoría de estas personas presentan al momento de la llegada al país de acogida (Vega, J. 2010, p. 158).

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La autoridad encargada de recibir a las personas en dicha situación debe, en un primer momento, mostrarles un trato amable y afectuoso, y mostrarse sensible ante la situación vivida por la persona que salió de su país en busca de una mejor de vida en otro Estado. La persona debe, en este primer contacto con el refugiado, explicar claramente sus funciones y responsabilidades, así como la organización que representa, creando así un ambiente de seguridad y confianza, dentro del cual el refugiado se sentirá en libertad de manifestar sus problemas y expectativas dentro del país de acogida. En ningún momento el funcionario debe mostrarle al refugiado expedientes de otros refugiados o mostrarse desinteresado por la historia de la persona. Una vez que haya es-cuchado las circunstancias que rodearon el abandono y la salida del país del refugiado, el funcionario debe contextualizarlo sobre la realidad social, eco-nómica y religiosa, sobre las costumbres, el valor del dinero, el transporte, la alimentación y los diferentes aspectos de la vida cotidiana del país de acogida, con el fin que el refugiado no cree falsas expectativas y evitando que este sea engañado o explotado por otras personas, aprovechándose de la situación en la que se encuentra (Vega, J. 2010, p. 159).

Como asistencia básica en el Estado de acogida, este debe articularse con las ONG o el ACNUR con el fin de establecer un centro de alojamiento para los refugiados, en el que podrán ser censados y se les brindará asistencia mé-dica, alimenticia y psicológica. Igualmente, se deben establecer sesiones in-formativas en las que se les brinden los datos necesarios acerca de trámites propios del derecho de refugio y del asilo. Para que se logre este objetivo, el Estado debe constituir redes de apoyo con las que se asesore al refugiado y se le preste la asistencia más personalizada —y no a través de folletos y de manera impersonal—, permitiendo así conocer sus intereses profesionales o cultura-les, lo que posibilitará la organización de actividades recreacionales dentro de estos centros de acogida mientras se adelanta el proceso de integración social en la segunda fase: el asentamiento y adaptación.

Fase 2: asentamiento y adaptación

Dentro de esta fase se van a tratar temas como el aprendizaje por parte del refugiado de la cultura del país de acogida, sus costumbres, las limitaciones y dificultades derivadas de la realidad socioeconómica del país de destino, e igualmente se abordará la regularización de su estadía por medio de docu-mentos legalmente expedidos y se empezará la inclusión al mundo laboral, tal y como se encuentra dispuesto en la Convención de Ginebra de 1951 dentro

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de sus artículos 26, 27 y 28, que tratan el tema de la regulación de la documen-tación y la libertad de tránsito:

Artículo 26. — Libertad de circulación. Todo Estado Contra-tante concederá a los refugiados que se encuentren legalmente en el territorio el derecho de escoger el lugar de su residencia en tal terri-torio y de viajar libremente por él, siempre que observen los regla-mentos aplicables en las mismas circunstancias a los extranjeros en general.

Artículo 27. — Documentos de identidad. Los Estados Con-tratantes expedirán documentos de identidad a todo refugiado que se encuentre en el territorio de tales Estados y que no posea un docu-mento válido de viaje.

Artículo 28. — Documentos de viaje. 1. Los Estados Contra-tantes expedirán a los refugiados que se encuentren legalmente en el territorio de tales Estados, documentos de viaje que les permitan tras-ladarse fuera de tal territorio, a menos que se opongan a ello razones imperiosas de seguridad nacional, y las disposiciones del Anexo a esta Convención se aplicarán a esos documentos. Los Estados Contratan-tes podrán expedir dichos documentos de viaje a cualquier otro refu-giado que se encuentre en el territorio de tales Estados, y tratarán con benevolencia a los refugiados que en el territorio de tales Estados no puedan obtener un documento de viaje del país en que se encuentren legalmente. 2. Los documentos de viaje expedidos a los refugiados, en virtud de acuerdos internacionales previos por las partes implica-das, serán reconocidos por los Estados Contratantes y considerados por ellos en igual forma que si hubieran sido expedidos con arreglo al presente artículo.

En cuanto a las obligaciones de inclusión laboral, la Convención marca unos principios básicos sobre el tema como lo es el empleo remunerado, el trabajo por cuenta propia y las profesiones liberales, tal y como se pueden encontrar en los artículos 17, 18 y 19 de la Convención de Ginebra de 1951:

Artículo 17. — Empleo remunerado. 1. En cuanto al derecho a empleo remunerado, todo Estado Contratante concederá a los refu-giados que se encuentren legalmente en el territorio de tales Estados el trato más favorable concedido en las mismas circunstancias a los nacionales de países extranjeros. 2. En todo caso, las medidas restric-tivas respecto de los extranjeros o del empleo de extranjeros, impues-tas para proteger el mercado nacional de trabajo, no se aplicarán a los refugiados que ya estén exentos de ellas en la fecha en que esta Con-

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vención entre en vigor respecto del Estado Contratante interesado, o que reúnan una de las condiciones siguientes: a) Haber cumplido tres años de residencia en el país; b) Tener un cónyuge que posea la nacionalidad del país de residencia. El refugiado no podrá invocar los beneficios de esta disposición en caso de haber abandonado a su cón-yuge; c) Tener uno o más hijos que posean la nacionalidad del país de residencia. 3. Los Estados Contratantes examinarán benévolamente la asimilación, en lo concerniente a la ocupación de empleos remu-nerados, de los derechos de todos los refugiados a los derechos de los nacionales, especialmente para los refugiados que hayan entrado en el territorio de tales Estados en virtud de programas de contratación de mano de obra o de planes de inmigración.

Artículo 18. — Trabajo por cuenta propia. Todo Estado Con-tratante concederá a los refugiados que se encuentren legalmente en el territorio de tal Estado el trato más favorable posible y en ningún caso menos favorable que el concedido en las mismas circunstancias generalmente a los extranjeros, en lo que respecta al derecho de reali-zar trabajos por cuenta propia en la agricultura, la industria, la artesa-nía, el comercio y de establecer compañías comerciales e industriales.

Artículo 19. — Profesiones liberales. 1. Todo Estado Con-tratante concederá a los refugiados que se encuentren legalmente en su territorio, que posean diplomas reconocidos por las autoridades competentes de tal Estado y que desean ejercer una profesión liberal, el trato más favorable posible y en ningún caso menos favorable que el generalmente concedido en las mismas circunstancias a los extran-jeros. 2. Los Estados Contratantes pondrán su mayor empeño en pro-curar, conforme a sus leyes y constituciones, el asentamiento de tales refugiados en los territorios distintos del territorio metropolitano, de cuyas relaciones internacionales sean responsables.

Por regla general, las personas en calidad de refugiados al momento de llegar al país de acogida comparten una preocupación común que es la vivien-da y el trabajo, tal y como se ve dentro de la propia Convención de Ginebra de 1951. Para afrontar estas necesidades imperiosas, el personal del país de acogida, en conjunto con las ONG y el ACNUR, debe empezar el trabajo más arduo que es la ubicación de una vivienda y un trabajo para los refugiados, por ello, el primer paso dentro de este proceso es la identificación del perfil laboral de cada refugiado; es necesario hacer una estadística de cualificación laboral y la convalidación de títulos académicos en caso de que posean la documen-tación necesaria. La determinación del perfil laboral va a ser fundamental al

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momento de la inserción laboral porque este proceso impedirá, en la medida de lo posible, que los refugiados terminen laborando en profesiones u oficios completamente desconocidos para ellos, una situación que dificultaría su inte-gración social debido a que generaría inestabilidad laboral y conduciría a que los refugiados se vuelvan dependientes de los subsidios entregados por parte del Estado receptor u otros organismos de carácter internacional. Pero el reto más importante sería la creación de plazas de trabajo para esta población y la posibilidad de reasentarlos en diferentes regiones del país según la necesidad laboral, lo que dificulta también el adecuado seguimiento de su proceso de integración laboral (Bijit, K. 2012, p. 169).

Este reto se podría afrontar a través de la perfilación laboral de los refu-giados con el fin de ubicarlos en un empleo que reúna estas características. Pero se debe ir más allá, por lo que se debería incentivar la creación de empre-sas entre los refugiados a la par de promover la capacitación en profesiones de necesidad nacional, lo que significaría una más pronta aceptación dentro de la sociedad e impediría su reubicación en regiones diferentes del Estado de acogida, logrando de esta manera conseguir un control más cercado de su pro-ceso de regulación social e incentivando la economía del país con los nuevos talentos y oficios que traerían los migrantes.

Paralelamente a este proceso de inclusión laboral, estaría el proceso de regulación de documentos de identificación. Este proceso resulta muy im-portante porque permitirá tener un censo preciso de los refugiados, a su vez que diferenciaría entre refugiados y solicitantes de asilo, los que tendrían un proceso administrativo diferente. Una vez que los refugiados tengan la do-cumentación necesaria que permita identificarlos como refugiados, podrán desplazarse libremente por el territorio del país de acogida e incluso salir de este en busca de un nuevo destino, o conceder permisos de trabajo; de ahí la importancia de esta identificación para su integración. Este documento no debe tener una función que sea indefinida, por lo que su vigencia debe estar li-mitada a un tiempo determinado y renovable las veces que sea oportuno hasta cuando el refugiado reúna las calidades para optar por la ciudadanía del país de acogida.

En el caso de que cierto número de refugiados no lograran la regulariza-ción de su documentación de identidad, no significa que queden en un campo desconocido, sino que continúan amparados bajo la Convención de Ginebra de 1951, más específicamente por el artículo 32 y 33 de dicho instrumento

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internacional, al prohibir la expulsión de los refugiados del territorio debido al principio de no expulsión o non refoulement, bajo el presupuesto de que la vida o la libertad del refugiado estaría en peligro en su país de origen; en ese sentido, se le impone el deber al Estado receptor de brindarle todas las posibi-lidades de regularizar su situación migratoria en vez de aplicar su expulsión:

Artículo 32. – Expulsión. 1. Los Estados Contratantes no ex-pulsarán a refugiado alguno que se halle legalmente en el territorio de tales Estados, a no ser por razones de seguridad nacional o de orden público. 2. La expulsión del refugiado únicamente se efectuará, en tal caso, en virtud de una decisión tomada conforme a los procedimientos legales vigentes. A no ser que se opongan a ello razones imperiosas de seguridad nacional, se deberá permitir al refugiado presentar pruebas exculpatorias, formular recurso de apelación y hacerse representar a este efecto ante la autoridad competente o ante una o varias personas especialmente designadas por la autoridad competente. 3. Los Esta-dos Contratantes concederán al refugiado, en tal caso, un plazo razo-nable dentro del cual pueda gestionar su admisión legal en otro país. Los Estados Contratantes se reservan el derecho de aplicar durante ese plazo las medidas de orden interior que estimen necesarias.

Artículo 33. — Prohibición de expulsión y de devolución (“re-foulement”). 1. Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas. 2. Sin embargo, no podrá invocar los benefi-cios de la presente disposición el refugiado que sea considerado, por razones fundadas, como un peligro para la seguridad del país donde se encuentra, o que, habiendo sido objeto de una condena definitiva por un delito particularmente grave, constituya una amenaza para la comunidad de tal país.

En cuanto a la vivienda, tanto el Estado de acogida como los demás or-ganismos internacionales de ayuda a los refugiados, estarán en la obligación internacional de brindar un sitio adecuado a los refugiados mientras se ade-lanta su proceso de integración social. Una vez concluido dicho proceso, los refugiados estarían en condición de acceder a una vivienda en condiciones adecuadas, a sus necesidades e ingresos, con ello consiguiendo definitivamen-te su integración social.

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Fase 3: Inserción e integración

En esta última fase se debe evaluar el nivel de integración del refugiado en la sociedad de acogida, porque se verificará el nivel de aceptación cultural y social de la persona de acuerdo con su aceptación de la realidad de destino; si dicha aceptación es óptima, el refugiado ya estaría en condiciones de iniciar por cuenta propia su inclusión social y laboral, con visitas periódicas para rea-lizar seguimiento. Es en este momento cuando se podrá evaluar efectivamente su inserción social (Vega, J. 2010, p. 175).

Pero es de resaltar que este proceso no debe ser sujeto a plazas de tiempo estático, ya que el proceso de vinculación laboral y de adaptación social variará de acuerdo al refugiado, a su nivel educacional, su edad, su cultura, e incluso, si se llegase a presentar, a su idioma y sus experiencias de vida; en ese senti-do, establecer un término definido para su adaptación social sería un error, se establecerá mejor un término prudencial de 18 meses para su adaptación exitosa (Vega, J. 2010, p. 175). De esta manera se transformaría al refugiado en un miembro activo y productivo de la sociedad, con lo que se le retiraría ese estigma de carga tanto en la sociedad de acogida como en el Estado de destino, cambiando así la idea del refugio como algo malo. Se vería al fenómeno del refugio como una oportunidad de enriquecer la sociedad y la cultura a través de nuevas personas con diferentes emprendimientos y expectativas de reali-zación.

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Conclusión Tratándose de las políticas aplicables a los refugiados, se encontró que la

mayoría de ellas son de tipo general, pero ninguna entra en la especificidad procedimental en cuanto al paso a paso que deben seguir los Estados con el fin de lograr una inclusión e integración exitosa en las sociedades y culturas de acogida, proceso que permita convertir a los migrantes en personas pro-ductivas dentro de la dinámica económica del país, no solo como receptor de ayudas de tipo estatal y de organismos internacionales, con ello cambiando la perspectiva social ante el fenómeno del refugio.

Por esta razón, se plantean tres fases que se deberían implementar dentro de los países receptores. Estas fases van desde la adaptación cultural y de las realidades sociales hasta la capacitación y perfilación educacional de los refu-giados para, a partir de la aceptación de estas condiciones subjetivas, construir un programa de integración exitoso.

Este procedimiento está diseñado de acuerdo a los preceptos establecidos dentro de la Convención de Ginebra de 1951, y está pensado para que sea adaptado a cualquier tipo de normatividad dentro de los países suscribientes del Convenio —tal y como lo es Colombia—, a los que les vendría muy bien en esta situación de refugio masivo adaptar sus políticas internas de acuerdo a lo establecido dentro de la Convención; esto permitirá implementar las fases aquí expuestas, convirtiendo a la migración en una virtud y dejando atrás los pensamientos o planteamientos de fronteras cerradas y aislacionismo impe-rantes en la actualidad.

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Narrativas, imaginarios y memorias en las comisiones de esclarecimiento de la verdad. Una perspectiva en transformación sobre lo transicional

Anamaría Ramírez Ortiz11

Resumen

Las narrativas e imaginarios sociales son aspectos centrales para la re-construcción y el esclarecimiento de la verdad sobre hechos ocurridos en el pasado, caracterizados por un conflicto armado o un régimen militar. En este sentido, las narrativas plantean reflexiones sobre la naturaleza cultural y hu-mana de una sociedad (Jimeno, 2016) y se cuestionan su contenido “ético-mo-ral” (Feierstein, D, 2015, p. 17) frente a los contextos que necesitan de la cons-trucción de verdad, contextos en donde se ha perpetrado la violencia política y sistemática (Feierstein, 2015).

En particular, se aborda el esclarecimiento de la verdad, identificando la función de las comisiones de la verdad desde una perspectiva alternativa sobre la justicia transicional que se desarrolla a través de la reflexión de los estudios transicionales. Para esto es importante identificar las nociones de lo narrativo, la reconstrucción de la memoria y algunos aspectos críticos que existen sobre los imaginarios construidos en la “cultura moderna” (Bauman, 2015, p. 117), cómo se identifican con las “teorías de la limpieza” (Bauman, 2015, p. 117) y el negacionismo del “otro” como “subalterno” (Feierstein, 2008) en las relaciones de poder coercitivo. Por lo tanto, los nuevos imaginarios y narrativas parten de la necesidad de trasformar los imaginarios tradicionales, con el fin de rei-vindicar una ciudadanía alternativa que, desde lo cotidiano, nutra el escenario de esclarecimiento y la construcción de narrativas sobre la verdad histórica. En este sentido, las transformaciones de los imaginarios de la cultura moderna permiten “imaginar lo inimaginable” (Castillejo, 2017, p. 11), en especial, en sociedades que están normalizadas frente al terror que generan las prácticas

11 Anamaría Ramírez Ortiz. Abogada de la Universidad Libre de Colombia; licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas; magíster en Derecho con énfasis en Teoría del Derecho de la Universidad Externado de Colombia; magistrante en Ciencia Política de la Universidad de los Andes; docente investigadora de la Universidad Manuela Beltrán y líder de la Línea de Investigación en Justicia transicional, Construcción de Paz y Desarrollo Social de la Universidad Manuela Beltrán. E-mail: [email protected]/[email protected].

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de aniquilamiento sistemático en el marco del desarrollo de la violencia masi-va, identificada en contextos de violencia.

Palabras clave: narrativas, imaginarios sociales, justicia transicional, cul-tura moderna, verdad, normalización, memoria, comisiones de la verdad.

Abstract

Social narratives and imaginaries are central aspects for the reconstruc-tion and clarification of the truth about events that occurred in the past, cha-racterized by an armed conflict or military regime. In this sense, narratives raise reflections on the cultural and human nature of a society (Jimeno, 2016) and question itself about their “ethical-moral” content (Feierstein, 2015, p. 17), before the contexts that need the construction of truth and where political and systematic violence has been perpetrated (Feierstein, 2015).

In particular, the clarification of the truth is addressed, identifying the function of truth commissions from the alternative perspective of transitio-nal justice that it develops from transitional studies. For this it is important to identify the notions of narrative, reconstruction of memory and some critical aspects about the imaginaries that have been constructed in the “mo-dern culture” (Bauman, 2015, p. 127), as they are identified in the “theories of cleanliness” (Bauman, 2015, p. 127) and the negationism of the “other” as “subordinate” (Feierstein, 2008) in the relations of state power. Therefore, the new imaginaries and narratives are based on the need to transform traditional imaginaries, with the aim of claiming an alternative citizenship that, from the everyday, nurtures the scenario of enlightenment and the construction of na-rratives about historical truth. In this sense, the transformation of the imagi-nary of modern culture allows “imagine the unimaginable” (Castillejo, A. 2017, p. 11), especially in societies that are standardized against terror that genera-te practices in the systematic annihilation framework of the development of massive and systematic violence identified in contexts of violence.

Keywords: narratives, social imaginaries, transitional justice, modern culture, truth, normalization, memory, truth commissions.

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Introducción El presente capítulo aborda dos aspectos centrales para comprender las

características que han tenido las comisiones de la verdad como mecanismos extrajudiciales en las experiencias de justicia transicional. También desarro-lla aspectos, debates y reflexiones sobre las formas y criterios utilizados para la reconstrucción de la verdad, contemplando nociones sobre las narrativas, imaginarios y la reconstrucción de la memoria que contiene las experiencias en las que se abordan las confesiones y testimonios de quienes han participado en los escenarios de violencia masiva y sistemática, ya sea como perpetradores o como víctimas.

Por lo tanto, este capítulo se desarrolla en dos partes. La primera cons-tituye un análisis de tipo descriptivo sobre la noción de esclarecimiento de la verdad y las tipologías que existen sobre las comisiones, unas de esclareci-miento histórico y otras de esclarecimiento de la verdad. Para nutrir este pri-mer aspecto se realiza un análisis de algunas de las comisiones emblemáticas que se han desarrollado en procesos transicionales a nivel mundial. Al final se abordan las experiencias que Colombia ha tenido frente a las comisiones de esclarecimiento histórico y la necesidad que aún existe para el desarrollo de una comisión de esclarecimiento de la verdad.

En la segunda parte, se desarrollan aspectos de criterio reflexivo sobre algunas nociones y definiciones que abordan las narrativas, la construcción de la memoria y los imaginarios en contextos donde se pretende esclarecer la verdad de lo sucedido sobre un periodo de tiempo caracterizado por la vul-neración masiva de derechos humanos. Estos aspectos de carácter teórico y reflexivo nutren el entendimiento sustancial de las comisiones de la verdad, desde las cuales se realiza un planteamiento alternativo que identifica la expe-riencia transicional a partir de las necesidades mismas de cada sociedad y cul-tura, en la construcción de su identidad, por medio de sus propias narrativas y relatos, las cuales no se logran desarrollar únicamente desde lo institucional y lo convencional.

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Caracterización sobre el esclarecimiento de la verdad en las comisiones de la verdad

Las comisiones de esclarecimiento de la verdad son mecanismos esencia-les en los procesos de transición, los cuales se han caracterizado por la cons-trucción de la verdad y por el fortalecimiento de la justicia frente a los crí-menes masivos realizados en el marco de conflictos armados y experiencias dictatoriales. Las diferentes investigaciones que han abordado este tema iden-tifican las similitudes y diferencias en estudios de carácter comparativo en los que predominan interrogantes como: “¿Qué se debe hacer con una historia re-ciente de víctimas, perpetradores, cadáveres enterrados en secreto, miedo pe-netrante y negación oficial?” (Hayner, 2008, p. 14). Estos interrogantes han es-tado en el centro de las reflexiones e investigaciones sobre las comisiones de la verdad. Dichos estudios se han enfocado en comprender la importancia de los mecanismos transicionales para descubrir las verdades ocultas por la guerra, para descubrir la posibilidad de que la sociedad y la comunidad internacional asuman unos criterios de reproche socio-moral frente a prácticas sociales, que por los conflictos armados o los regímenes militares se han normalizado, es decir, que se han perpetuado y han generado procesos de degradación de la sociedad. Por lo tanto, las comisiones de la verdad tienen un doble papel que consiste, por un lado, en exponer y denunciar las violencias atroces y, por otro lado, incentivar investigaciones para identificar y constituir procesos de reco-nocimiento de responsabilidad en los perpetradores de los crímenes.

Las comisiones de la verdad son consideradas los mecanismos extrajudi-ciales en el desarrollo de la justicia transicional y han caracterizado los contex-tos de violencia en varias partes del mundo, en particular, en Latinoamérica, “donde el régimen predecesor hizo desaparecer personas u ocultó informa-ción sobre su política persecutoria, como fue el caso típico en Latinoamérica” (Teitel, 2003, p. 11). En este sentido, algunas de las experiencias emblemáticas tanto en Latinoamérica como en África se abordarán en el análisis que se rea-liza en el siguiente apartado.

En el desarrollo de los estudios sobre las comisiones de la verdad se han planteado otros debates que van más allá de su significado y del deber ser de las mismas en los contextos transicionales. En esto consiste clarificar en qué contextos y para qué se construyen las comisiones de la verdad. Por lo tanto, se hace necesario identificar una definición clara sobre las comisiones de es-clarecimiento de la verdad y las comisiones extrajudiciales de investigación.

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Las primeras corresponden a las necesidades de esclarecer hechos violentos en procesos de transición a la democracia que vienen de conflictos armados o regímenes militares, transiciones que, en particular, se logran realizar por me-dio de procesos de paz y acuerdos de las partes en confrontación. Las segundas son las comisiones extrajudiciales de investigación que no necesariamente se realizan en procesos transicionales. Su objeto o mandato es más amplio, ya que pueden realizarse en el marco del desarrollo del conflicto armado y pue-den asumir el esclarecimiento histórico, pero también otras funciones como “impulsar la labor judicial cuando las instituciones encargadas presentan de-bilidades, así como la reparación de las víctimas” (Ceballos, 2009, p. 14). Un ejemplo en Colombia de este último tipo de comisiones de esclarecimiento histórico corresponde a la realizada sobre los hechos de la toma y retoma del Palacio de Justicia.

Las comisiones de la verdad se caracterizaron por hacer parte de los me-canismos centrales en las experiencias transicionales desde el contexto de los años 70 y 80, que se ha identificado como el periodo de las llamadas transicio-nes a la democracia. Sin embargo, fue a finales de la década de los 90 cuando se comenzaron a adoptar medidas ajustadas al Derecho Internacional Huma-nitario y al Derecho Internacional de los Derechos Humanos para resolver los escenarios de violencia. En las anteriores experiencias transicionales se habían desarrollado estructuras judiciales de carácter alternativo, en las cuales se die-ron las amnistías generales o autoamnistías, como sucedió con varios milita-res que fueron responsables de crímenes en el desarrollo de las dictaduras del Cono Sur.

En este sentido, la década de los años 90 trajo una ampliación y fortaleci-miento de los movimientos de víctimas y de derechos humanos. Este proceso estuvo nutrido con la consolidación de los tribunales internacionales perma-nentes, como en el caso de la Corte Penal Internacional y el Estatuto de Roma en 1998. También se elaboró el “Informe final del relato especial sobre im-punidad y conjunto de principios para la protección y la promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad” (1997). Estos do-cumentos y estatutos le dieron una preponderancia al derecho internacional para las experiencias transicionales, entre las cuales se estipula que el derecho a la justicia contempla el derecho a la reparación y a la verdad, resaltando que el esclarecimiento de lo sucedido constituye una columna vertebral de todos los procesos de reparación que deben ser garantizados por los Estados. Pero, además, se resalta que las amnistías no pueden afectar o pasar por encima de la

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reparación de las víctimas, como tampoco los autores de delitos graves pueden beneficiarse de ningún tipo de medida mientras no se cumpla con las obliga-ciones de impartir justicia (Ceballos, 2009).

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos se ha pronunciado mediante la resolución contra leyes de auto-amnistía, punto final y obediencia debida (la última más conocida como leyes que excluyen del juzgamiento los actos de servicio en cumplimiento de órdenes de superiores), en los casos contra Argentina, Uruguay y Chile (en 1996), en las que establece la incompatibilidad de estas leyes y de los decretos de indulto… (Ceballos, 2009, p. 29).

Las comisiones de la verdad se constituyen dentro del derecho individual y colectivo que tienen las víctimas, la sociedad y las comunidades como un escenario de patrimonio histórico donde se debe realizar un ejercicio de es-clarecimiento por medio del recuerdo de lo sucedido. Por lo tanto, la verdad constituye el deber de reconstruir la memoria y la capacidad social de juzgar a los perpetradores como los responsables de los más graves crímenes en el desarrollo de la violencia. La verdad significa una transformación en las narra-tivas y en los imaginarios sobre realidades y versiones oficiales que han sido jerarquizadas en el desarrollo del conflicto y han parcializado la verdad. Por lo tanto, las medidas de tipo simbólico hacen parte de la consolidación en la satisfacción y las garantías de no repetición para las víctimas.

…la reparación se yuxtapone con la verdad, ya que los actos simbólicos tienen que ver no solo con el conocimiento sino sobre todo con el reconocimiento público y oficial sobre los hechos del pasado, mediante la construcción de monumentos a las víctimas, el establecimiento de días nacionales o el nombramiento de calles a la memoria de estos sujetos sociales. (Ceballos, M. 2009, p. 26).

Las comisiones de la verdad corresponden a mecanismos utilizados como tipos de investigación que cuentan con características propias en la identifi-cación de lo sucedido en el contexto de la violencia masiva. En este sentido, se contempla que las comisiones se centran en el estudio del pasado. También, se encargan de investigar abusos que se realizan durante un periodo de tiempo determinado; son organismos que tienen un tiempo de funcionamiento limi-tado y estipulado de entre seis meses a dos años, concluyendo con un informe y, por último, cuentan con el aval institucional y estatal (Hayner, 2008).

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Como una característica general, las comisiones de la verdad son meca-nismos extrajudiciales que se diferencian de las justicias de paz, en las que se consolidan procesos de juzgamiento a los responsables de crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, algunas comisiones pueden entregar sus informes a fiscales y tribunales desde los cuales se desarrollan las acciones legales sobre estos crímenes. Un ejemplo se identificó con la Comisión Nacional de Desa-parecidos de Argentina: “…se entendió popularmente como un paso previo en dirección a los juicios que más tarde tendrían lugar y, en efecto, la información proporcionada por dicha comisión fue clave en los procesos posteriores” (Ha-yner, 2008, p. 44).

Por lo tanto, el objetivo fundamental de toda comisión es el descubrimien-to de los hechos, en el que se realiza un registro del pasado, se clarifican los hechos y se superan los escenarios de silencio que se han mantenido en el con-texto de la violencia masiva. El silencio sobre la verdad y los hechos del pasado se entiende como un proceso de negación de los mismos crímenes. Por esta razón, una comisión de la verdad puede ser confirmatoria sobre hechos que la comunidad o la sociedad ya sabe que existieron y sobre la cual ha existido el temor de asumir responsabilidades (Hayner, 2008). Esto quiere decir que las comisiones pueden tener un criterio de esclarecimiento, mientras que otras pueden funcionar más como procesos de reconocimiento sobre hechos cono-cidos, pero no reconocidos por sus responsables y por la sociedad en general.

En cuanto a las recomendaciones que suelen realizar las comisiones de la verdad, es importante señalar que estas se encargan de identificar y estipular responsabilidades institucionales sobre los abusos cometidos. Por lo tanto, en los escenarios de conflictos armados, como también, en contextos de regíme-nes militares, se suelen hacer recomendaciones para realizar transformaciones a la institucionalidad de las fuerzas militares y de policía de cierto Estado y, también, a las reformas estructurales que implican abordar temas de justicia distributiva y fortalecimiento del sistema judicial.

El esclarecimiento de la verdad

La reconstrucción de la memoria y el esclarecimiento de la verdad se de-sarrollan en un complejo escenario entre la necesidad de recordar para evitar que lo ocurrido vuelva a suceder, y el deseo de olvidar las atrocidades que han generado el daño psicosocial y la destrucción de principios humanitarios. “Hay que recordar, pero a veces también es preciso desear fervientemente el

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olvido” (Hayner, 2008, p. 27). Sin embargo, las preocupaciones en los proce-sos de esclarecimiento de la verdad se enmarcan en cuestionar el componente de verdad, y en ellas, las experiencias transicionales permiten avanzar en la reconciliación. Uno de los aspectos que predomina en esta preocupación es que el esclarecimiento de la verdad permite realizar un proceso de curación y sanación en las víctimas.

Ahora bien, cuando se habla de esclarecer los abusos del pasado, se pue-den observar diferentes pretensiones que cada contexto demanda. Por una parte, identificar que el objetivo del esclarecimiento consiste en castigar a los autores, esclarecer la verdad, reparar los daños, homenajear a las víctimas y garantizar la no repetición de los hechos de violencia y victimizantes (Hayner, 2008). Sin embargo, los procesos de esclarecimiento no se desarrollan como una fórmula única y dogmática, sino que pueden transformarse dependiendo de la naturaleza del conflicto y de los alcances que se pretenden alcanzar con la transición. Por esta razón, el esclarecimiento puede estar más dirigido a la reconciliación social y a las alianzas con la comunidad internacional en el respeto y cumplimiento de los derechos humanos. Independientemente del contexto, el esclarecimiento de la verdad sirve como una herramienta auxiliar a la justicia inmediata o de mediano plazo que permite contextualizar los es-cenarios de violencia, darles voz a las víctimas y entablar una comunicación con la sociedad.

El mandato de las comisiones de la verdad

Los mandatos son los que definen e indican lo que se debe documentar o investigar. Por lo tanto, las comisiones se han visto determinadas a documen-tar solo ciertos tipos de abusos. “…algunas comisiones de la verdad, como las de Argentina, Uruguay y Sri Lanka, estaban dirigidas a investigar sólo [sic] desapariciones…” (Hayner, 2008, p. 112).

El mandato es uno de los aspectos centrales para el proceso de esclareci-miento de la verdad. En la construcción de una comisión se debe definir este criterio que, además de significar el objetivo al que quiere llegar la comisión, también aborda discusiones de tipo epistemológico que determinan sobre qué se quiere esclarecer y con qué pretensiones de tipo social y político. Con las comisiones no se pretende sustituir la justicia ordinaria, pero sí aclarar situa-ciones en las que se ha desarrollado la violencia masiva y sistemática de los derechos humanos. Lo ideal es que el mandato de una comisión contemple el

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esclarecimiento de todo tipo de violación, ya que algunas de las experiencias de esclarecimiento se han dedicado solo a realizar esclarecimiento de algunos aspectos o crímenes, y no de toda la realidad que contiene el escenario general de violencia.

El mandato puede determinar que las investigaciones deben estar dirigi-das a todas las partes que son acusadas como actores de la violencia y vulnera-ción de derechos humanos, entre las cuales se encuentran los paramilitares, los agentes de Estado y los grupos beligerantes. También podrá identificar grupos de víctimas, administraciones, organizaciones y entidades privadas y públicas (Ceballos, 2009).

Dependiendo del contexto, las comisiones de la verdad pueden contem-plar mandatos o fines en los que se pretenda descubrir, clasificar y reconocer hechos del pasado, corresponder con las pretensiones y el reconocimiento de las víctimas, fortalecer el escenario de justicia y el rendimiento de cuentas, y realizar recomendaciones sobre trasformaciones y reformas que se necesiten para la reconciliación y la construcción de paz (Hayner, 2008).

El mandato de una comisión de la verdad puede definirse como amplio o restringido. En el primer caso, el mandato es amplio cuando los objetivos y el desarrollo de los parámetros de la comisión no están determinados por el constituyente de la comisión. Esto conlleva a que la propia comisión construya libremente la metodología de su labor. Por otra parte, se encuentra el mandato restringido, el cual consiste en que se le entregan facultades delimitadas a la comisión para el desarrollo de las investigaciones, o se le dan criterios especí-ficos sobre el contexto de lo que se pretende esclarecer, identificando medidas específicas con las que se pretende impactar en la sociedad. “…la comisión debe ajustar la metodología a los parámetros establecidos taxativamente en el mandato, puesto que cualquier determinación que tome por fuera de estos desborda la competencia de la misma” (Ibáñez, 2017, p. 728).

Experiencias emblemáticas sobre comisiones de la verdad

Varios de los estudios realizados sobre las diferentes comisiones de la verdad que se han efectuado en el mundo datan, en particular, sobre cinco experiencias emblemáticas, las cuales se han convertido en procesos de es-clarecimiento de la verdad en los que se ha identificado una integralidad en

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dicho ejercicio. Esto no quiere decir que cumplieron con todos los paráme-tros que se han planteado y sobre los cuales de manera integral debe tener una comisión de la verdad, pues en algunas el mandato se desarrolló solo para documentar algunos aspectos. Por el contrario, en otras experiencias no se parcializó la documentación sobre lo que significó el periodo de violencia y sus consecuencias. En este sentido, las comisiones de la verdad realizadas en Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Sudáfrica corresponden a los casos más importantes frente a otros menos significativos o que impactaron a nivel nacional e internacional de manera más reducida, como fueron: Uganda 1974 y 1986, Bolivia, Uruguay, Zimbabue, Nepal, Chad, Alemania, Sri Lanka, Haití, Burundi, Ecuador, Nigeria y Sierra Leona (Hayner, 2008).

Comisión de la verdad en Argentina

Sobre esta comisión se abordan algunos de los aspectos que hacen referen-cia a las experiencias más paradigmáticas sobre las comisiones de la verdad. El caso de Argentina es central para el estudio sobre comisiones de la verdad, ya que representó la primera experiencia a nivel mundial en un proceso posterior al régimen militar. Esta experiencia se dio en el marco gobernativo del presi-dente Raúl Alfonsín (1983-1989), quien planteó y ejecutó la idea de construir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), la cual estuvo precedida por el escritor Ernesto Sábato.

Aunque la comisión no celebró sesiones abiertas, tuvo una destacada presencia púbica. Su personal inspeccionó centros de de-tención, cementerios clandestinos e instalaciones policiales; los exi-liados volvieron del extranjero para testificar y se tomó declaraciones en las embajadas y consulados argentinos de todo el mundo. (Hayner, 2008, p. 65).

Esta comisión desarrolló un ejercicio riguroso con los familiares de las personas desaparecidas en el contexto de la dictadura militar. Por lo tanto, realizó 7,000 declaraciones con las cuales logró documentar 8,960 casos de personas desaparecidas. Dentro de la documentación de casos se logró reali-zar un importante ejercicio testimonial con algunos de los sobrevivientes que relataron las prácticas y condiciones con las que eran tratadas las personas en los espacios de detención utilizados por los militares (Hayner, 2008). Al final, la comisión realizó la entrega del informe completo de documentación conocido como Nunca Más. En el desarrollo del proceso de esclarecimiento

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se logró revocar las autoamnistías que se habían realizado a los generales, lo cual daría paso a la consolidación de los primeros juicios contra los militares argentinos. “El informe final de la Comisión de la Verdad en Argentina causó en la sociedad una fuerte impresión con relación a los hechos que relataba el Informe y los aceptó como una verdad histórica incuestionable…” (Quintero, S. y Giraldo, L. 2017, p. 112).

Comisión de la verdad en Chile

Otra experiencia central y emblemática de comisión de la verdad fue en Chile en 1990 cuando Patricio Aylwin fue escogido como presidente. Poste-riormente a su posesión, creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconcilia-ción por medio de decreto presidencial, en la cual nombró a ocho comisio-nados, entre miembros que trabajaron en el gobierno de Augusto Pinochet y otros que hacían parte de la oposición al régimen militar. Esta comisión se caracterizó por documentar casos de desaparición y tortura en el contexto de la dictadura militar y se le dio un tiempo de funcionamiento durante seis me-ses en los cuales alcanzó a documentar 2,920 casos (Hayner, 2008).

Al informe de 1 800 páginas de la comisión se le puso fin en febrero de 1991. Es una fuerte acusación de las prácticas del régimen de Pinochet y describe tanto la brutalidad como la respuesta de ac-tores nacionales e internacionales. De los casos que, de acuerdo con la definición de la comisión, constituían violaciones de los derechos humanos, más del 95% se atribuyeron a agentes del Estado. (Hayner, 2008, p. 68).

Comisión de la verdad en Guatemala

En el caso de Guatemala se planteó una comisión de la verdad que se encargó del esclarecimiento de los hechos acaecidos en el contexto del desa-rrollo del conflicto armado. Este mecanismo se denominó Comisión de la Ver-dad para el Esclarecimiento de los Hechos (CEH), el cual facilitó la comprensión de lo sucedido y formuló recomendaciones con el fin de garantizar la no re-petición (Quintero y Giraldo, 2017). Uno de los aspectos centrales y de gran importancia en esta comisión fue el reconocimiento que se logró realizar so-bre el crimen de genocidio, considerado como una práctica desarrollada por el Estado para generar terror.

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En 1994 se logró consolidar un acuerdo en Oslo, Noruega, que estableció la puesta en marcha de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las violaciones de los derechos humanos y los hechos de violencia que han causa-do sufrimiento a la población guatemalteca. “Después de un periodo de prepa-ración de tres meses y medio, la comisión se constituyó formalmente el 31 de julio de 1997” (Hayner, 2008, p. 82). En su desarrollo y ejecución tuvo varios momentos, en principio, las oficinas de la comisión estuvieron recibiendo in-formes y declaraciones durante cinco y seis meses. Por otra parte, la comisión solicitó un proceso de desclasificación de archivos al gobierno estadounidense por medio del cual logró construir una base de datos sobre los acontecimien-tos que se lograron documentar. El informe final fue presentado en 1999, en el cual se abordaron varias recomendaciones, identificando que la mayoría de responsabilidades en la vulneración de derechos humanos se realizaron por agentes del Estado.

Comisión de la verdad en Sudáfrica

La comisión de la verdad de Sudáfrica se conformó en 1995 y tuvo un im-portante significado en la experiencia transicional en la que se desarrollaron reformas estructurales para fortalecer la justicia de tipo restaurativa. En este sentido, la comisión de la verdad se centró en lograr un proceso de reconci-liación por medio del equipo de trabajo de 16 comisionados. “Desafortunada-mente, la comisión no recurrió con frecuencia a las poderosas facultades que tenía a su disposición y fue criticada en ocasiones por dar más importancia a su misión de reconciliación que a la de encontrar la verdad” (Hayner, 2008, p. 76). En particular, esta comisión tuvo uno de los mandatos más completos frente a las diferentes experiencias internacionales en las que se planteaba trabajar con base en tres comités. El primero correspondía al Comité de Violaciones de los Derechos Humanos que era el encargado de recibir declaraciones de víctimas y testigos; el segundo comité era el de Amnistía, el cual se encargó de gestionar y decidir sobre los casos de amnistía; por último, el Comité de Reparación y Rehabilitación que construía las recomendaciones para el programa de repa-ración. Es importante resaltar que en África se realizaron varias comisiones de la verdad en el contexto de las diferentes experiencias transicionales —Ugan-da, Chad, Sierra Leona, Gana, República Democrática del Congo, Nigeria, Ma-rruecos y Liberia—. Sin embargo, la más importante en África, tanto a nivel regional como mundial, ha sido la de Sudáfrica.

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Comisiones extrajudiciales de investigación en Colombia

En Colombia se han dado procesos de esclarecimiento de la verdad con carácter extrajudicial que han servido para la instauración de diferentes infor-mes y bases de datos sobre la violación de derechos humanos en el país. Asi-mismo, se han constituido como antecedentes que manifiestan o recomiendan la necesidad de construir una comisión de la verdad sobre el conflicto armado en Colombia, en la que se logra realizar un esclarecimiento de lo sucedido y un proceso de reconocimiento y responsabilidad frente a las víctimas, proporcio-nando garantías en la reconstrucción de la verdad.

En el estudio que realiza Marcela Ceballos (2009), se identifican tres gru-pos o escenarios desde los cuales se han desarrollado comisiones extrajudi-ciales de investigación. El primer grupo corresponde a tres experiencias: la primera se refiere al contexto en el que se desarrolló el grupo de investigación de 1990 a 1991 en el contexto de los acuerdos de paz entre el EPL y el Quin-tín Lame con el Gobierno colombiano. La segunda experiencia se realizó en 1994 para hacer el esclarecimiento de la masacre ocurrida en Trujillo, Valle del Cauca, en la que estuvieron implicados paramilitares y agentes de la fuerza pública, y la cual fue llevada a la Comisión Interamericana de Derechos Huma-nos. La tercera comisión extrajudicial de investigación se creó en el año 2005 con el fin de investigar los hechos ocurridos en la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y la retoma que realizó la fuerza pública. Con base en esta última comisión, se han podido esclarecer las responsabilidades del Ejército frente al incendio de la institución de justicia, y la responsabilidad en la desa-parición de personas y funcionarios públicos (Ceballos, 2009).

En cuanto al segundo grupo, se encuentran las iniciativas gubernamenta-les e institucionales que se han ido creando. Entre estas se identifican: la Uni-dad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación, creada en 1994; el grupo de trabajo para la reconstrucción histórica que integra la Comisión de la Verdad Histórica, y que se articuló al ejercicio de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), reglamentado por la Ley 975 de 2005. Por último, se desarrollaron iniciativas de sectores y organizaciones de la so-ciedad civil, en los cuales se logró constituir el proyecto Colombia Nunca Más, que se propuso documentar escenarios de violencia masiva y estatal realizada desde la década de los años 70. También se encuentra la Comisión de Ética que fue creada en el 2006, la cual consistió en una iniciativa de las víctimas

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de crímenes de Estado agrupadas en el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE) (Ceballos, 2009).

En el año 2011 se reglamentó la Ley 1424, que estableció acuerdos y com-promisos para la contribución de la verdad. “…fue definida con el objetivo de contribuir a una paz sostenible, la verdad, la justicia y la reparación de las víc-timas, dentro del marco de la Justicia Transicional para evitar la repetición de los hechos de violencia” (Quintero, S. y Giraldo, L. 2017, p. 122). En este sen-tido, se plantearon mecanismos de esclarecimiento de la verdad y reconstruc-ción de la memoria histórica para intercambiar verdad por justicia retributiva con los paramilitares que habían entrado en el proceso transicional de justicia y paz. Esto significó la implementación de los primeros ejercicios para reparar a las víctimas por medio de mecanismos extrajudiciales.

Posteriormente, con la reglamentación de la Ley 1448 de 2011 o Ley de Víctimas y Restitución de Tierras se logró elaborar un programa para la cons-trucción de la verdad histórica por medio de la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), que ha tenido la función particular de reco-lectar y documentar la información para preservar la memoria histórica por medio de la construcción de museos, ceremonias y monumentos, con el fin de comenzar a superar el olvido sobre los hechos de violencia en Colombia (Quintero y Giraldo, 2017). “Dentro de las funciones del CNMH, se encuen-tran las labores de investigación y presentación de informes que venía desem-peñando el Grupo de Memoria histórica, al interior de la CNRR” (Quintero, S. y Giraldo, L. 2017, p. 125). Uno de los informes nacionales que presentó el CNMH fue el titulado ¡Basta Ya!, que constituyó un insumo importante sobre la violencia generalizada en Colombia. Sin embargo, también generó varias críticas sobre algunos criterios de parcialidad en su exposición en el proceso de documentación de responsabilidades frente a algunos de los actores arma-dos, perpetradores de crímenes masivos.

En el marco de la mesa de paz de La Habana se desarrolló un ejercicio académico y político del cual surgió la iniciativa de construir una comisión de esclarecimiento histórico en un documento en el que participaron 12 expertos sobre el conflicto en Colombia. Este documento se entregó en noviembre de 2015 y planteó diferentes tesis sobre las causas y consecuencias del conflicto social y armado en Colombia. El documento constituyó un insumo importan-te para comenzar a nutrir la construcción del punto 5 del acuerdo de paz de La Habana que corresponde al Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación

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y No Repetición (SIVJRNR), en el cual se plantea construir un mecanismo de verdad correspondiente a la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV), entre otros mecanismos como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD). En este sentido, se identifica que en Colombia se han desarrollado procesos de escla-recimiento histórico desde los cuales se ha propuesto la importancia de cons-truir, a mediano plazo, un proceso de esclarecimiento de la verdad. Esto impli-ca recolectar y sistematizar los relatos y narrativas de quienes han participado en el conflicto por medio de un proceso de reconocimiento de responsabili-dades en la experiencia transicional que actualmente se está implementando en Colombia.

Por lo tanto, en el siguiente apartado se abordan los aspectos sustanciales para la reflexión e identificación de características centrales sobre la recons-trucción de la verdad. En el presente apartado se identifica que las comisiones de esclarecimiento de la verdad son en esencia mecanismos extrajudiciales que se instauran en las experiencias transicionales. También se aborda el análisis y la descripción de algunas experiencias emblemáticas frente a las experiencias de esclarecimiento histórico en Colombia. Ahora se desarrollarán aspectos que tienen que ver directamente con las nociones de reconstrucción histórica y proceso narrativo en contextos de esclarecimiento de la verdad en los que las confesiones y los testimonios de perpetradores, víctimas y la sociedad en general, constituyen escenarios de construcción de nuevos discursos, imagi-narios y transformaciones de tipo cultural.

Narrativas y reconstrucción de la memoria en el esclarecimiento de la verdad

La construcción de la verdad sobre un pasado colmado de violencia ma-siva permite analizar, de manera particular, los relatos de las víctimas, vic-timarios y el conjunto de la sociedad. Es central estudiar las narrativas y los imaginarios sociales que se van creando en la construcción de la verdad para abordar el estudio de las comisiones de la verdad en procesos transicionales. Los estudios que realiza Leigh A. Payne (2009), Alejandro Castillejo (2017), Myriam Jimeno (2016), Enzo Traverso (2007) y Daniel Feierstein (2012), iden-tifican las implicaciones que puede tener el descubrimiento de la verdad frente a la vulneración masiva y sistemática de los derechos humanos.

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Se han analizado varias experiencias de confesiones de victimarios y per-petradores en los contextos de violencia en los que se logró un proceso de descubrimiento de la verdad, pero al mismo tiempo se generaron afectacio-nes a las víctimas, las cuales percibieron una doble vulnerabilidad en varias confesiones en razón de que no se hacía un reproche de la violencia ejercida por el victimario (Jimeno, 2016); por el contrario, se reafirmaba y justificaba el propósito en la realización de los crímenes en los que participaron y prota-gonizaron militares y agentes de los Estados, como una especie de “testimo-nios perturbadores” (Payne, 2009) en las experiencias de esclarecimiento de la verdad. Por lo tanto, pensar en el contenido socio-moral de las narrativas e imaginarios sociales implica asumir un cuestionamiento sobre ¿qué hacer con dichas confesiones que en varias oportunidades pueden generar procesos de revictimización?

Por esta razón, es necesario estudiar las transiciones como experiencias, no solo como técnicas y convenciones, sino también desde otras propuestas que se vienen planteando en los estudios críticos y que actualmente cuestionan “el paradigma transicional” (Castillejo, 2017), además de ser centrales en la identificación de estos problemas, en los que los imaginarios sociales se cons-truyen desde lo “inimaginable” (Castillejo, A. 2017, p. 11), en sociedades que han vivido la guerra y han invisibilizado el reproche socio-moral de la vio-lencia masiva (Cfr. Bauman, 2015) y la responsabilidad del estado como actor central en las prácticas sistemáticas y masivas de aniquilamiento (Cfr. Feiers-tein, 2008). En este apartado se abordan algunas nociones sobre las narrativas, los aportes y las perspectivas de la memoria y los imaginarios sociales.

Las narrativas en los procesos de esclarecimiento de la verdad

Las narraciones que se desarrollan en los procesos transicionales cumplen un protagonismo simbólico y de conmemoración que se nutre con los esce-narios de reconocimiento público en homenaje a las víctimas y la reparación a las mismas por medio de relaciones de diálogo con sus comunidades. Por lo tanto, en el desarrollo de la construcción de narrativas para el esclarecimiento de la verdad se encuentra inmersa la responsabilidad y los retos de quienes ayudan en dicho proceso y actúan como oyentes, entre los cuales se encuentra la sociedad civil, los académicos e investigadores. “La necesidad de narrar los conflictos armados radica en la importancia de estos hechos para una socie-

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dad” (Newman, V., Ángel, M., y Dávila, M. 2018, p. 11). En este sentido, los procesos narrativos giran en torno al esclarecimiento de hechos presentados en razón del conflicto armado, los cuales se desarrollan como herramientas de comunicación con la sociedad frente a los hechos y realidades que se ocultaron en el escenario de la violencia, generando la posibilidad de dar voz a las vícti-mas que han estado silenciadas y revictimizadas.

Los que realizan narraciones sobre la guerra son todos aquellos que han vivido los escenarios de confrontación y también quienes se han convertido en observadores y expertos en el análisis del fenómeno. Por lo tanto, las víctimas, victimarios, el Estado y los terceros externos se ven involucrados en el proceso de esclarecimiento e información de la verdad. La narración está determinada por quien realiza la narración, ya que la narración de las comunidades es dife-rente a las narraciones de agentes del Estado, de los gobiernos o las institucio-nes. “…optar por una determinada forma de cubrir y narrar la guerra también implica elegir qué voces se amplifican y qué otras se silencian” (Newman, V., Ángel, M., y Dávila, M. 2018, p. 13).

La concepción de la narración y la reflexión que se realiza sobre esta co-rresponde a un campo importante de investigación y estudio sobre la historia y la cultura de las sociedades. “…La narratología se propone como la teoría de los textos narrativos, en especial de los literarios, aunque no exclusivamente” (Contursi, M. y Ferro, F. 2000, p. 11). Por lo tanto, hablar de narrativas requie-re abordar el estudio sobre los usos del lenguaje, sus actores y su tiempo. Por esta razón, todo pueblo y sociedad ha construido sus propios relatos y los ha convertido en universales y “transhistóricos” (Contursi y Ferro, 2000). Esto también tiene un carácter paradigmático frente a las tradiciones culturales y científicas de Occidente y de las sociedades no occidentales, por lo que las narraciones que se han construido desde el mundo occidental se encuentran directamente relacionadas con los procesos escriturales y de orden racional y lógico del lenguaje, mientras que, en otras experiencias, las narrativas son construidas desde la oralidad y otras expresiones no necesariamente escritas.

“…El tiempo objetivo, medible, ubicado en el centro de la modernidad, se opone al tiempo de la memoria, de los sueños, de los recuerdos, del desorden cronológico, de la focalización, de la corriente de la conciencia, que ha sido ex-pulsado a la periferia”. (Constursi, M y Ferro, F, 2000, p. 16). Los textos narra-tivos están compuestos por formas básicas de comunicación textual entre los cuales se encuentran distintos contenidos de narraciones sobre la vida cotidia-

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na, la literatura, los mitos, los cuentos populares, las leyendas, las novelas, las biografías y las memorias. Una característica general del texto narrativo es su direccionamiento o relación sobre las acciones de las personas, más que sobre los objetos que la rodean. También es importante identificar que en las narra-ciones existe una diferenciación entre el relato y el discurso. Particularmente el relato se construye en dos sentidos, por una parte, en el llamado tiempo de la historia narrada y, por otra parte, en el tiempo específico del relato, el cual también excluye “formas lingüísticas autobiográficas” (Contursi, M. y Ferro, F. 2000, p, 40). Distinto es lo que corresponde al discurso, pues está conformado por un hablante y un oyente que conjugan “los tiempos verbales del presente y el futuro” (Contursi, M. y Ferro, F, 2000, p. 40).

El relato histórico tiene particularidades que se ven reflejadas en la fun-ción de hacer la historia y al mismo tiempo de contarla, “…los relatos históri-cos no solo narran, sino que tienen el efecto de producir la historia” (Contursi, M. y Ferro, F, 2000, p. 66). Uno de los aspectos desde los cuales se articulan las narrativas con el esclarecimiento de la verdad es la construcción de testimo-nios que se expresan como oportunidades políticas y públicas para darles voz a las víctimas y, por otra parte, para escuchar a los perpetradores en un ejercicio del que se espera el reconocimiento de verdad y de responsabilidad.

Por lo tanto, las narraciones se encuentran inmersas en contextos sociales y políticos desde los que se plantea la misma reflexión de la cultura en la que se vive, como un reflejo que hace de la narración un acto poco puro o transparen-te de su realidad. Por lo tanto, las narrativas que se constituyen en relaciones de poder se pueden identificar en el discurso, un escenario que vuelve público el mismo hecho de narrar y la construcción de imaginarios sociales, pues en estos se encuentran las representaciones culturales y sociales. Por esta razón, las narrativas constituidas en discurso pueden verse reflejadas en escenarios dominantes en los que “da y quita la palabra a quienes no considera apropia-dos” (Jimeno, M, 2016, p. 8). Las narrativas constituyen una de las formas para relatar las experiencias que se encuentran codificadas en las relaciones cultu-rales. En el contexto latinoamericano, se han constituido narrativas caracte-rizadas por la denuncia social como consecuencia de las dictaduras del Cono Sur y la violencia sistemática. “…contar (recordar) es un deber político y ético, y ha sido la fuente del profundo activismo en pro de los derechos humanos” (Jimeno, M, 2016, p. 15).

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En este sentido, las narrativas y las experiencias testimoniales en el con-texto de la violencia, de las víctimas y sus actores responsables, se constituyen en la identidad y representación de las expresiones colectivas y subalternas. En este escenario, la narrativa se compone de una representación ideológica del sujeto testimonial, en la que se instituyen los imaginarios desde la subjetividad en el propio testimonio. En algunas de las experiencias sobre las confesiones de los perpetradores que documenta Payne (2009), correspondiente a los testi-monios y confesiones de perpetradores, se identifican contenidos ideológicos en lo que se termina generando un reproche y revictimización a las víctimas, ya que sus testimonios no parten de criterios de reproche socio-moral a las ac-ciones de los victimarios, ni de reconciliación en el marco del esclarecimiento de la verdad. Por el contrario, en varias de estas confesiones se desarrolla una continuidad y justificación del perpetrador como victimario.

La reconstrucción de la memoria sobre la crueldad histórica

Cuando se abordan aspectos referentes a la construcción de la memoria, es importante identificar los contenidos y las reflexiones teóricas que se han realizado sobre la misma. La reconstrucción de la memoria en el contexto de las transiciones implica realizar un ejercicio sobre el recuerdo y, al mismo tiempo, sobre el olvido de los hechos que han generado dolor y traumatismo en el desarrollo de la violencia. Los testimonios desde los cuales se reconstru-yen los hechos de crueldad están cargados de un simbolismo socio-moral que genera incredibilidad, pues, desde el imaginario social moderno, se considera que es imposible que en una sociedad donde impera la racionalidad y el pro-greso pueda categorizarse como criminal, despiadada y perversa, la condición humana. Estos son aspectos que han imperado en la reconstrucción de los tes-timonios sobre la violencia realizada en el contexto de la guerra moderna y el desarrollo del autoritarismo.

A la convicción de los guardias de los campos de concentra-ción en el sentido de que, aun suponiendo que alguien sobreviviera al horror de las cámaras de gas, nadie le creería su testimonio sobre la experiencia vivida, cabe pensar que el “Ángel de la Historia” es tam-bién en parte la respuesta moral necesaria a lo que Paul Ricoeur de-nomina “la crisis del testimonio” de experiencias-límite y que por ser tales no resultan creíbles y favorecen la disposición y la voluntad de olvidar. (Orozco, I. 2009, p. 14).

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En este sentido, la memoria tiene un fuerte componente de deber ser. Sin embargo, también está cargada de abusos, desde los cuales se banaliza la mis-ma experiencia de reconstrucción de la memoria. Esto implica hablar de una distinción entre la memoria de quienes han sido víctimas de la violencia y la crueldad y la memoria de quienes han actuado como victimarios. Estos dos relatos y testimonios tienen una carga simbólica diferente frente a las formas de reproche socio-moral, en las cuales se ha centrado una particular atención al relato de las víctimas y no al de los victimarios. Centrar el interés en el relato de los victimarios permitiría realizar un ejercicio más riguroso en el reproche moral que se debe hacer en la reconstrucción de la memoria. “Y es que, a juicio de Todorov, solo en la medida en que nos identificamos con la culpa de los victimarios somos capaces de hacer algún progreso moral” (Orozco, I. 2009, p. 17). En este sentido, se plantea que “los victimarios siempre quieren olvidar en tanto que las víctimas, por su parte, no pueden hacerlo” (Orozco, I. 2009, p. 18). De acá que el reproche socio-moral consiste en un deber de recordar, en el caso de los victimarios, y en un deber de olvidar, en el caso de las víctimas (Orozco, 2009).

En este sentido, varias teorías han abordado la reflexión sobre el significa-do mismo de la memoria y sus relaciones con lo cultural, lo social y lo históri-co. Para teóricos como Bergson, el lenguaje cumple un protagonismo central en la reconstrucción de la memoria, desde el cual se logra liberar al ser huma-no de respuestas o estímulos netamente inconscientes y del automatismo, lo que significa fortalecer los procesos de conciencia frente a la perversión y la crueldad de la violencia (Feierstein, 2012). Existe una relación de tiempo entre la ausencia del pasado en el presente y un proceso de esperanzas sobre dicho pasado no presente, que se expresa en la dicotomía entre recordar y olvidar la crueldad (Feierstein, 2012).

Otras posturas son las que desarrolla Halbwachs (2004), quien plantea que el proceso en el cual se recuerda no corresponde a revivir el pasado, sino a reconstruirlo desde los imaginarios y escenarios sociales del presente. Esta úl-tima concepción se complementa con una noción de reconstrucción colectiva de la memoria desarrollada por Bartlett (1995), en la que se comprende que los ejercicios sobre la memoria se desarrollan “con otros y a partir de otros” (Feierstein, D, 2012, p. 97).

En este sentido, la reconstrucción de la memoria sobre hechos de crueldad histórica de un pasado colmado de violencia masiva y sistemática se articula

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con la idea de la reconstrucción colectiva de la misma, en la que se contempla un proceso de organización y resistencia contra el olvido de los victimarios. Varios autores han escrito sobre la importancia de la memoria colectiva, la cual está relacionada con una concepción crítica de la historia convencional y universalista que ha imperado como paradigma del pensamiento occidental, y de las formas racionalizadas de documentar los acontecimientos históricos y hegemónicos.

Por el contrario, la memoria colectiva contempla el relato desde las voces de los subalternos y los más excluidos de las relaciones sociales y públicas y además caracteriza a las víctimas silenciadas por el terror. Algunos investiga-dores y teóricos sobre estas nociones realizan propuestas de carácter metodo-lógico en la reconstrucción histórica, como en el caso de la propuesta de “auto indagación de la memoria colectiva” (Oviedo, A, 2009, p. 97). Esta propuesta plantea una argumentación teórica de carácter contra-hegemónico que, desde Gramsci, consiste en la renovación hegemónica de una clase o bloque histórico. Por lo tanto, la reconstrucción de la memoria colectiva vincula a las víctimas de la violencia en lo político, lo económico, lo social y lo cultural (Oviedo, 2009).

Nutriendo la propuesta anterior se encuentran las llamadas “metodologías de segundo orden en la reconstrucción colectiva de las memorias” (Molano, F, 2009, p. 28), las cuales hacen referencia a los protagonismos de las víctimas de crímenes de Estado en los contextos de reconstrucción de la memoria. Esto constituye una doble dificultad ya que las víctimas de crímenes de Estado se encuentran revictimizadas en una permanente negación de su realidad como víctimas, ya que en la generalidad del conflicto es fácil señalar a las víctimas de los actores armados al margen de la ley, y no a las del propio Estado (Molano, 2009). Por esta razón, se plantea que la memoria pertenece a un campo de lu-cha política entre memorias que se encuentran en rivalidad.

El espacio de la memoria es en realidad un espacio de lucha política, en el que debaten memorias rivales –no sólo [sic] memorias de grupos que divergen ideológicamente, sino memorias individuales y sociales, memorias de quienes vivieron la experiencia y de quienes no la vivieron. Por esta razón la validez de hablar de memorias y no de memoria. (Molado, F, 2009, p. 29).

Estas discusiones, que plantean aspectos encontrados sobre las nociones de reconstrucción de la memoria, también están enmarcadas en propuestas en las que se identifican las rupturas de tipo epistemológico en cuanto a la

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diferencia entre el trabajo de elaboración de la memoria y el trabajo de elabo-ración de la historia. Una de las primeras discusiones es la de no concebir la historia desde un universalismo estático y lineal, sino desde una construcción dialéctica que se acerca continuamente a las realidades olvidadas y subalter-nas. Una historia y relato que, desde el pensamiento occidental, se ha caracte-rizado por ser en esencia racional y construirse por mecanismos estructurales y gramaticales, en contraposición a nuevas formas de pensar la historia y la memoria desde estructuras de pensamiento distintas, en las que se encuentran la oralidad, las emociones y las prácticas no escriturales.

Por otra parte, el antagonismo central de la memoria lo constituye el olvi-do, que dentro de los escenarios de violencia masiva se expresa, no en la ausen-cia simple de lo que se tiende a olvidar, sino en la presencia de la ausencia o en la negación de la propia reconstrucción de la memoria, “…la representación de algo que estaba y ya no está, borrada, silenciada o negada” (Jelin, E, 2002, p. 28). En este sentido, Jelin (2002) habla de dos tipos de olvido: el pasivo y el activo, sobre lo cual plantea que el olvido de carácter pasivo corresponde a las políti-cas que institucionalizan prácticas de olvido, y las cuales terminan favorecien-do todo tipo de impunidad y silencio sobre los acontecimientos de violencia y de responsabilidad política. Por otra parte, los olvidos activos emergen de costumbres e imaginarios sociales en los que las víctimas están obligadas a re-cordar los hechos traumáticos para ser reconocidas como tal. Esto constituye uno de los elementos revictimizantes, pues las víctimas son obligadas a recor-dar, cuando son los victimarios quienes deberían estar obligados a recordar, y las víctimas quienes tienen la posibilidad de olvidar.

…La memoria restablece la necesidad y la legitimidad de res-taurar el olvido como horizonte futuro de la “memoria feliz”, y por-que para ser feliz la memoria traumatiza, suponiendo que sea capaz de curar, tiene que estar llena de olvido, creo que tiene sentido pensar las distintas reconfiguraciones históricas de la justicia transicional como expresiones de diversos balances transicionales entre la memoria y el olvido, y entre la justicia y la reconciliación. (Orozco, I, 2009, p. 19).

Finalmente, la memoria y la historia nacen como herramientas para la ela-boración del pasado (Traverso, E, 2000, p. 21), aunque en algunos contextos se han separado y se ha considerado a la memoria como el campo de la cons-trucción del pasado, de la cual la historia se separó o tomó distancia. En el desarrollo de la historia contemporánea se plantea la noción de historia como “historia del tiempo presente” (Fazio, H, 2013, p. 83), la cual designa una nueva

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relación entre historia y memoria, ya que “analiza el testimonio de los actores del pasado e integra el relato oral en sus fuentes, de igual manera que los archi-vos y otros documentos, materiales y escritos” (Traverso, E, 2000, p. 21). La se-paración de la historia y la memoria fue producto de la historiografía desarro-llada a principios del siglo XX, la cual consideró a la memoria como un aspecto netamente subjetivo de la reconstrucción del pasado. En la actualidad, tanto la historia como la memoria son dos campos de estudio que se consideran com-plementarios, en los cuales se conjuga la narración y la documentación.

En los procesos de esclarecimiento de la verdad, la memoria tiene una carga política e ideológica, ya que, en el escenario de la violencia, ya sea de un régimen militar o un conflicto armado, se construye el relato histórico des-de una memoria pública y defendida por la institucionalidad, y una memoria subterránea o escondida, de la cual se prohíbe su revelación por cuanto genera responsabilidades frente a quienes son perpetradores, y al mismo tiempo, ins-tituciones.

Conclusión: una perspectiva alternativa sobre el esclarecimiento de la verdad en las transiciones

Las experiencias de esclarecimiento de la verdad se han ido nutriendo por medio de continuas reflexiones propuestas sobre lo que significa lo transicio-nal en sociedades permeadas por una violencia masiva y sistemática. No es una tarea fácil construir un relato de la “crueldad histórica”, y en muchas oca-siones estas experiencias fracasan en razón de estar sumergidas en estructuras de pensamiento dominantes que no permiten una liberación de la sociedad y, mucho menos, una exposición de la verdad. Los procesos de esclarecimien-to de la verdad pasan por una reflexión sobre dos aspectos, desde los cuales se realizan las presentes conclusiones. El primero corresponde a la reflexión sobre cómo superar los escenarios de invisibilidad frente a la responsabili-dad y el reproche socio-moral a los perpetradores de los crímenes masivos. El segundo aborda el contexto sobre el cual se propone la perspectiva y lectura alternativa sobre las transiciones. Estos dos aspectos permiten entender que la ciudadanía ha sido un sujeto participante y pasivo en la experiencia transicio-nal, pero también plantea que debe convertirse en un actor de transformación social propio y auténtico.

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Lo primero corresponde al reproche socio-moral que se encuentra au-sente en sociedades altamente violentas. La crueldad, la sistematicidad y el proceso de racionalidad y administración en el cual se consolida el concepto moderno de violencia es, en principio, considerado irreal y poco probable, ya que se vive en el imaginario de que la sociedad es constructora de prin-cipios humanistas en los que el genocidio, los crímenes de Estado y de lesa humanidad corresponderían a otra época o al imaginario de una sociedad premoderna. Este negacionismo frente al desarrollo del criterio moderno y sistemático de la violencia se complementa por un proceso de negación frente a “la otredad” o la idea sobre “el otro” que significa, desde el punto de vista de las teorías de la limpieza, el jardinero y el imaginario de la cultura moderna, una facción social diferente y anormal sobre la cual se va legitimando todo tipo de aniquilamiento. En este sentido, Bauman nos habla de la teoría del jar-dinero, que finalmente corresponde al imaginario de la cultura moderna en la que el jardinero identifica las “hierbas malas” que debe exterminar para que su jardín se vea bello y saludable. Esta acción es creativa antes que destructi-va según este imaginario. “Arrancar el hierbajo es una actividad creativa, no destructiva… La cultura moderna es una cultura del jardín. Se define como el proyecto de vida ideal y de perfecta administración de las condiciones huma-nas” (Bauman, 1997, pág. 117).

Por lo tanto, el negacionismo socio-moral frente al desarrollo de un re-proche a la violencia comienza por la incredibilidad del propio escenario cri-minal y posteriormente termina justificándose como aspecto “legítimo” de la propia violencia. En este sentido, las experiencias de esclarecimiento de la verdad son una oportunidad para construir nuevos imaginarios, para consoli-dar una capacidad de evaluación ético-moral sobre la crueldad e “imaginar lo inimaginable” (Castillejo, A, 2017, p. 11). Las transiciones permiten construir nuevas relaciones sociales desde las que se transforman los discursos que pre-tenden perpetuar la impunidad y el olvido.

El segundo aspecto que va de la mano con lo anteriormente planteado es una propuesta para realizar una lectura distinta y crítica de las experien-cias transicionales, con el fin de fortalecer investigaciones y resultados sobre diferentes experiencias de transición que permitan construir un diálogo de saberes. Este último no se debe limitar a los estándares interpuestos por orga-nismos internacionales, que si bien contienen una importancia frente a las ex-periencias de construcción de paz, también dejan por fuera aspectos inmersos en las diferentes culturas, vivencias y experiencias de sociedades que han ex-

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perimentado la violencia y el olvido, y sobre las cuales no encajan los modelos globales de gobernabilidad (Castillejo, 2017).

De ahí que existan posturas para la reconstrucción de la memoria y el es-clarecimiento de la verdad, experiencias distintas a las concebidas por el euro-centrismo, que se plantean desde el sur global y otros lugares enunciativos del pensamiento, distintos a la consolidación de relatos racionalizados y escritos. Una noción transformadora de la concepción transicional en el caso de las experiencias de esclarecimiento de la verdad, propone fortalecer, entre otras prácticas, la oralidad y la sensación de quienes construyen los nuevos imagi-narios. Esto también implica identificar las rupturas y la continuidad de la vio-lencia, pues las experiencias transicionales son también ilusiones que no siem-pre logran sus objetivos en la posibilidad de fortalecer los escenarios de paz. De acá que el estudio y la observación sobre el esclarecimiento de la verdad y la experiencia transicional se comience a volver contundente y significativo desde lo subalterno y lo cotidiano, no solo desde lo institucional.

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Política de los afectos y ciudadanías alternativas: una propuesta pedagógica en la construcción de paz12

Carlos Andrés Barragán Díaz13

Roberto Carlos Altahona Cañavera14

IntroducciónA partir de una educación eurocéntrica se ha llegado a la homogenización

de las ciudadanías, negando las diferencias y los afectos, lo que ha llevado a un conflicto social y político en Colombia. Dado lo anterior, ¿cómo pensar y lle-var a cabo la construcción de paz desde la propuesta pedagógica y curricular de las asignaturas de ética y filosofía, vinculando una política de los afectos y una visión crítica y alternativa de las ciudadanías? Para intentar responder a la anterior pregunta, se propone tanto una reflexión como una práctica a través de un ejercicio epistémico y político que se constituya en una herramienta pedagógica: los afectos son la alternativa teórica y práctica que nos permite repensar la institucionalidad educativa y democrática moderna. Así, términos como política de los afectos, ciudadanías alternativas y construcción de paz se cons-tituyen en la batería conceptual de este escrito.

Por afecto se debe entender a las sensaciones que experimentan los dife-rentes cuerpos de los individuos. Entonces, la noción del cuerpo aparece como el espacio diferenciador y personal de cada individuo. Desde esta noción, el sujeto se concibe no solo como una mera abstracción racional, sino como poseedor de un espacio que lo constituye afectivamente. Las emociones, las facultades cognitivas y las facultades sensoriales son expresiones de lo que pensadores contemporáneos como Nietzsche, Marx y Freud han denominado fuerzas, deseos y pulsiones. De ahí que esta propuesta pedagógica retome la con-cepción corporal de la realidad. A través de ella, no solo se reconoce la dife-

12 Este texto hace parte del proyecto titulado: “Política de los afectos y ciudadanías alternativas: una propuesta pedagógica en la construcción de paz”, llevado a cabo por los docentes Roberto Carlos Altahona Cañavera y Carlos Andrés Barragán Díaz. Dicho proyecto está inscrito a la línea de investi-gación: Educación, Poder y Subjetivación del grupo de investigación de la Dirección de Pedagogía y Humanidades de la Universidad Manuela Beltrán: Educación, Cultura y Subjetividades.13 Filósofo con énfasis en Filosofía Política de la Universidad Libre; Magíster en Estudios Latinoame-ricanos (mención política y cultura) de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Quito; docente de la Universidad Manuela Beltrán; docente universitario. E-mail: [email protected] Filósofo de la Universidad Javeriana; Magíster en Filosofía Política de la Universidad Javeriana; docente de la Universidad Manuela Beltrán; docente universitario. E-mail: [email protected]

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rencia propia de cada sujeto en tanto ciudadano, cuya condición agonística es la expresión de su ser político y heterogéneo, sino que se visibiliza que hay otro tipo de subjetividades diferentes a la racional; subjetividades en plural, ya que se reconocen a través de los afectos de la alteridad, es decir, el reconocimiento de ciudadanías alternativas. Es por lo anterior que esta propuesta utiliza en-foques de las pedagogías críticas y las epistemologías del Sur, las cuales hacen énfasis en la construcción de paz en tanto la pragmática, la política y ética de los afectos. Una política capaz de vincular unas ciudadanías críticas con alternativas que van más allá de la firma de un acuerdo de paz.

Una aproximación a una pragmática o política de los afectos desde el aula15

La instauración de una educación tradicional proveniente de una herencia eurocentrista dictamina la producción de unas subjetividades racionales, o lo que el Estado moderno ha denominado ciudadanías, las cuales están basadas en el acatamiento de la disciplina y el control. De ahí la necesidad no solo de repensar desde el aula de clase de la Universidad Manuela Beltrán la emergen-cia de ciudadanías alternativas, sino de pensar en cómo estas nuevas subjetivi-dades se constituyen en actores activos de este proceso histórico denominado construcción de paz.

Para dicho tratamiento se servirá de categorías tales como: política de los afectos, ciudadanías alternativas y construcción de paz, a fin de desarrollar el campo teórico de este trabajo y su aplicabilidad para los y las estudiosos/as de esta institución. Es por ello por lo que esta propuesta pedagógica se convierte no solamente en la articulación de nociones abstractas, sino que estas son apli-cables al interior del aula como un ejercicio práctico, cuyo objetivo tiende a la construcción de paz.

En lo teórico, el problema de considerar una educación basada en lo emi-nentemente racional es su pretenciosa homogeneización de producir ciudada-nos/as que consideren a este tipo de enseñanza como el único modelo válido y verdadero de conocimiento. En términos morales, creer que la razón en sí

15 Para los intereses de este escrito se han retomado las nociones de pragmática y política de los afectos provenientes de la reflexión hecha por Deleuze y Guattari sobre la actualidad de la política. Ta-les nociones se inscriben en lo que podría denominarse un ejercicio práctico de interacción ética y afec-tiva por parte de aquellos individuos que han sido denominados por la política moderna “anormales”. Como se verá en el texto, estas nociones permiten repensar las teorías liberales provenientes de una democracia moderna, las cuales determinan, según sus exigencias políticas y económicas, la condición ciudadana de unos sujetos en particular.

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misma es mala, es caer en el juego esencialista de la misma; más bien, es el mismo hombre el que hace un uso incorrecto de dicha facultad. La historia occidental sí que ha vivido en carne propia lo que los críticos a este tipo de pensamiento denominaron instrumentalización de la razón. En el caso del Es-tado colombiano, por ejemplo, surge la pregunta: ¿los/las ciudadanos/as de las instituciones de educación superior están preparados/as para asumir los retos provenientes de un acontecimiento como lo es la construcción de paz, parti-cularmente los/as estudiosos/as de la Universidad Manuela Beltrán lo están?

Es por eso por lo que, ante este momento coyuntural que está viviendo el país, los docentes del proyecto se han propuesto pensar y actuar un tipo de enfoque político. Para ello se utilizará la noción de lo político propuesta por Chantal Mouffe, ya que para ella el problema de repensar la democracia contemporánea pasa por la distinción griega entre la política y lo político. Lo político, para el mundo griego, es la posibilidad de la confrontación, el reco-nocimiento del otro en tanto diferencia. En cambio, la política es simplemente la organización racional de la coexistencia humana dentro de un espacio de-terminado.

A lo largo del presente escrito se ampliará la distinción entre estos dos términos (Mouffe, C. 1999, pp. 12, 115), yendo más allá de lo estipulado por la tradición racionalista liberal que se expresa en términos consensuales-comu-nicativos (Habermas, 1994) o en los principios establecidos por un concepto de justicia compartido (Rawls, 2006), en busca de una armonía que procure asumirse, no solo desde la mera reflexión teórica, sino como ejercicio prácti-co-pedagógico, a través de ciudadanías alternativas que se constituyen como sujetos inmersos en relaciones de poder, los cuales asumen el conflicto —al decir de Mouffe— en tanto expresión de una política agonística.

Esta política destituye la visión amigo-enemigo (Schmitt, 2009) para dar paso a una visión de adversarios, la cual posibilita una pragmática o política de los afectos que sería una alternativa para la construcción de paz.

Es decir, lo que se busca, en términos de Mouffe, es pasar de una demo-cracia deliberativa, en la que las cuestiones políticas son de naturaleza moral y, por ende, de soluciones y consensos racionales (Habermas, 1994; Rawls, 2006), a una democracia pluralista o pluralismo agonista, en el que existen consensos conflictivos, así como un reconocimiento y legitimación del conflicto en el que este se desplaza, como ya se dijo, del plano del antagonismo (amigo/enemigo) al plano del agonismo (lucha entre adversarios o enemigos amistosos). De esta

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manera, para Mouffe, el y la ciudadano/a está relacionado/a con la figura del adversario y no con la del competidor que el enfoque liberal le otorga. Es por lo anterior que la ciudadanía se convierte en el campo de juego o de combate para la confrontación agonística entre los adversarios, un espacio simbólico donde se lucha por organizarlo, es decir, se lucha por poner en práctica una forma diferente de hegemonía.

En este punto es importante resaltar que “una diferencia importante con el modelo de la democracia ‘deliberativa’ es que para el pluralismo agonístico la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos” (Mouffe, C, 2012, p. 116). Cuando se habla de las pasiones, en la construcción de identidades políticas, no se hace referencia a las pasiones de tipo personal, es más, se resalta la diferencia entre pasiones y emociones. Dichas pasiones colectivas son las que posibilitan lo que Mouffe denomina el “vibrante enfren-tamiento de las posiciones políticas democráticas” (Mouffe, C, 2012, p. 117). No obstante, cuando dichas pasiones se omiten, basados en la ilusión de la democracia deliberativa y en su consenso racional, existe el peligro de que se generen confrontaciones a través de formas de identificación colectiva o “la cristalización de las pasiones colectivas en torno a cuestiones que no pueden gestionarse mediante un proceso democrático, y la explosión de antagonismos puede romper en pedazos los propios fundamentos de la civilidad” (Mouffe, C, 2012 p. 117).

Lo anterior resume, en pocas líneas, lo que ha sucedido en Colombia, don-de se han hecho trizas los fundamentos de la civilidad en un conflicto que, bajo múltiples actores y múltiples causas, terminó constituyendo un exterior constitutivo, un nosotros-ellos, en el que el otro es visto como un enemigo al que hay que negar/destruir/desaparecer a como dé lugar, y no como un ad-versario, cuyas ideas se combaten, pero cuyo derecho a defender esas ideas no se pone en duda. Finalmente, el interés de este trabajo se basa en establecer la existencia de cierto tipo de afectos, afectos comunes que están en juego en la creación de identidades colectivas; un nosotros, es decir, los aspectos comunes que permiten constituir un lazo social y afectivo.

En la práctica, se considera al aula de clase como el espacio propicio para el desarrollo de este proyecto de investigación. Históricamente, desde los en-foques de las pedagogías tradicionales, dicho lugar se ha constituido —en el

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mundo Occidental— como el espacio ideal donde se ha erigido la razón como la única facultad humana capaz de aprehender la realidad, como si fuera un objeto de conocimiento. Por el contrario, desde los enfoques de las pedago-gías críticas el aula no es el simple espacio limitado por las paredes físicas y simbólicas del conocimiento racional, sino el espacio en donde se lleva a cabo una praxis política y ética, es decir, una “construcción condicionada social e históricamente” (Giroux, H, 1997, pp. 31-41). Bajo estos enfoques, se busca un conocimiento crítico que busca alterar el curso de los acontecimientos histó-ricos, reconociendo las contradicciones existentes entre las capacidades hu-manas y las formas culturales en las que se vive. Dado lo anterior, se propende por una pedagogía de lo concreto, es decir, una pedagogía que ve a los profeso-res como intelectuales críticamente comprometidos y a los y las estudiosos/as como sujetos de transformación social.

La visión pedagógica que se criticó anteriormente tiene un sustrato en tér-minos de teoría del conocimiento, es decir, una epistemología.16 Según Boa-ventura de Sousa Santos y María Paula Meneses, dicho sustrato se basa en cinco grandes ideas. En primer lugar, la epistemología dominante es “una epis-temología contextual basada en una doble diferencia: la diferencia cultural del mundo moderno cristiano occidental y la diferencia política del colonialismo y el capitalismo” (De Sousa, B. y Meneses M. 2014, p. 8), esta doble diferencia establece una pretensión de universalidad que se plasmó en la ciencia moder-na. En segundo lugar, la anterior diferenciación desacreditó y suprimió todas las prácticas sociales de conocimiento que fueran en contravía de los intereses capitalistas y colonialistas. En esto consistió el epistemicidio, según De Sousa y Meneses, es decir, “la supresión de los conocimientos locales perpetrada por un conocimiento alienígena” (p. 8), cuya consecuencia fue el desperdicio de ex-periencia social y la reducción de la diversidad epistemológica, cultural y polí-tica del mundo. En tercer lugar, para De Sousa y Meneses, la “ciencia moderna no fue, en los dos últimos siglos, ni un mal incondicional ni un bien incondi-cional, es una actividad diversa internamente, lo que le permite intervenciones contradictorias en la sociedad” (p.9). Esta epistemología se tradujo en un vasto aparato institucional que hizo casi imposible el diálogo entre la ciencia y el resto de los saberes. En cuarto lugar, las condiciones de posibilidad de “la crí-

16 Para Boaventura de Sousa Santos y María Paula Meneses, la epistemología “es toda noción o idea, reflexionada o no, sobre las condiciones de lo que cuenta como conocimiento válido. Por medio del conocimiento válido una determinada experiencia social se vuelve intencional e inteligible. No hay, pues, conocimiento sin prácticas y actores sociales. Y como unas y otros no existen si no es en el inte-rior de las relaciones sociales, los diferentes tipos de relaciones sociales pueden dar lugar a diferentes epistemologías” (2014, p. 7).

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tica de dicho régimen epistemológico” (p. 9) es posible gracias a la revolución de la información y la comunicación, y a la reducción de la ley del valor (todo es mercancía). Finalmente, en quinto lugar, las alternativas a dicha epistemo-logía dominante parten de que el mundo es epistemológicamente diverso y de que “esta diversidad, lejos de ser algo negativo, representa un enriquecimiento enorme de las capacidades humanas para conferir inteligibilidad e intenciona-lidad a las experiencias sociales” (De Sousa, B. y Meneses M. 2014, pp. 8-10).

Sucintamente se puede decir que el poder de la razón alcanza su mayor apogeo histórico bajo el título de proyecto ilustrado moderno.17 Por eso no es gratuito que, en este periodo de la historia, el aula de clase replique el sentido mismo de la fábrica: la producción en serie de objetos, así como la producción de ciudadanos que piensen de la misma manera. Una educación basada en lo eminentemente racional es el medio que permite alcanzar dicho fin: la cons-titución de ciudadanías que en tanto representación de grupo se reducen a la simple y llana repetición de unas ideas a través de una comunicación racional/individual. Sin embargo, surgen, en la época contemporánea, unas teorías que reconocen la existencia de los afectos a través de la experiencia del cuerpo; el cuerpo se convierte en el espacio donde se expresan los afectos de cada uno de los sujetos. Cada sujeto es diferente al otro y, a pesar de sus diferencias, ambos pueden establecer políticas que más allá de la pretendida homogeneización de los ciudadanos, procuran la aceptación del otro en tanto heterogeneidad.

17 “Delimitar un tema tan extenso es difícil y siempre se correrá el riesgo de dejar por fuera muchos aspectos. Desde el siglo XVIII, denominado Siglo de las Luces, no faltaron intentos en toda Europa por tratar de definir lo que sería el proyecto de la Ilustración, así como por comprender el sentido pro-fundo de una experiencia histórica percibida por los mismos contemporáneos como decisiva para la constitución de la modernidad de Occidente, tanto por sus valores intelectuales y éticos como por sus inmediatas repercusiones sociales y políticas. Lo cierto es que los términos lumières, aufklärung, enli-ghtenment e illuminismo, designan un periodo histórico circunscrito a una época determinada, lo que se denominaría pensamiento ilustrado …En Alemania se adopta la forma de una reflexión política sobre la sociedad, la experiencia religiosa, la economía y el Estado. En Francia se da a partir de los análisis llevados a cabo por la historia de las ciencias, para convertirse en la “recíproca y la inversa del problema de la Aufklärung: ¿cómo puede ser que la racionalización conduzca al furor del poder?”. De esta ma-nera se verá que la propuesta de Foucault es entrar en la cuestión de la aufklärung, no por el problema del conocimiento, sino por el problema del poder …Kant no era ajeno a aquello que Foucault denomina la sospecha de que la razón y la racionalización fueran responsables de un exceso de poder. Para él era necesario examinar una razón que en su estructura lleva al dogmatismo; examen que va generando des-confianza. A partir de esta sospecha kantiana, Foucault puede llegar a plantearse la siguiente pregunta: “¿De qué exceso de poder, de qué gubernamentalización, tanto más inaprehensible porque se justifica mediante la razón, es responsable históricamente esta misma razón?”. Esta pregunta es, en últimas, la función que debe cumplir la crítica kantiana, pues tiene el rol de definir las condiciones en las que el uso de la razón sea legítimo para determinar lo que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que está permitido esperar, siendo la aufklärung, como la denomina Foucault, la edad de la crítica, una edad en la que se puede preguntar sobre las condiciones de posibilidad de todo conocimiento posible, además de la indagación por la actualidad y por el presente. Esta indagación es una de las funciones que cumple el texto kantiano sobre la Ilustración” (Barragán, 2008: 8-10-11).

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Entonces, la epistemología que se vinculará a esta investigación no gira en torno a obtener un tipo de conocimiento con pretensiones universalistas y homogeneizadoras; por el contrario, se apela a otras formas como el espacio donde se debate el carácter antagónico de las relaciones humanas —la polis para el primero y el pólemos para el segundo—. Lo interesante es que el pólemos atraviesa en estas instancias primigenias también a la polis. Más allá de la orga-nización racional propia de la polis, en la que realmente se configura lo propio de la política, es el antagonismo el que se da entre adversarios políticos.

Sin embargo, con el transcurrir de la historia, el sentido antagónico de lo político se difumina a través del surgimiento de diversas teorías políticas que, a pesar de sus diferencias teóricas, comparten la idea de negar la existencia de un ellos en tanto expresión del pluralismo político. Precisamente este es el es-pacio del conflicto, o del desacuerdo, en términos de Rancière (1996). En otras palabras, lo que tienen en común las teorías políticas contemporáneas, como, por ejemplo, el comunitarismo, e incluso esas políticas provenientes de una denominada ontología de la presencia, es que privilegian la organización racional propia de una política liberal democrática por encima del carácter antagónico de lo político.

La tarea de Mouffe (1999) es demostrar, por un lado, que lo propio de la política es lo político, es decir, lo antagónico, y por el otro, es repensar la de-mocracia liberal propia de una época contemporánea como la nuestra, a partir de lo que esta denomina una democracia agonística o afectiva. Lo interesante de la propuesta de Mouffe es que se detiene a indagar por aquellas teorías con-temporáneas que incluso a título de la aceptación de lo antagónico, en tanto “diferencia”, refuerzan el carácter individualista y universalista de una demo-cracia liberal:

Pues de lo que aquí se trata es precisamente de lo político y de la posibilidad de erradicar el antagonismo. En la medida en que esté dominada por una perspectiva racionalista, individualista y uni-versalista, la visión liberal es profundamente incapaz de aprehender el papel político y el papel constitutivo del antagonismo (es decir, la imposibilidad de constituir una forma de objetividad social que no se funde en una exclusión originaria). (Mouffe, C. 1999, p. 12).

Para entender en qué consiste el punto, hay que detenerse en el centro de la discusión. Al parecer, en la época moderna y contemporánea surgen unas teorías políticas que pretenden criticar las instancias mismas de la denomina-

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da democracia liberal. Sin embargo, tanto el contractualismo de Rawls, como la teoría de la acción comunicativa de Habermas, que promulgan un consenso sin exclusión, además de las denominadas ontologías de la presencia prove-nientes de pensadores tan diversos como Spinoza, Wittgenstein y Heidegger, por más que traten de criticar el problema de concebir una democracia desde lo liberal, todavía se quedan inscritos en la concepción racionalista del térmi-no democracia en tanto reunión de la coexistencia humana (polis). Lo que aquí se propone no es pensar la democracia sino lo democrático, no solo a partir de la recuperación del sentido primigenio del término antagónico, sino del paso a lo agonístico en la época contemporánea. Es decir, cómo se da el paso de lo an-tagónico, concebido como el enemigo, a lo agonístico como adversario, ya que en lo agonístico es precisamente donde se abre no solo la posibilidad de pensar lo democrático a través de su recuperación, sino como una pragmática o un ejercicio político de los afectos. La política, concebida desde una democracia liberal, elimina de tajo lo diferente a un individuo que represente lo propio de dicha política, a saber: lo individual y lo universal de un sujeto racional incapaz de concebir la diferencia de los otros en tanto pluralidad. Es precisamente a través del cuerpo, en tanto campo de experimentación de los afectos, que se practica la confrontación de los adversarios que se enfrentan en la contienda política.

Ciudadanías alternativas

Las ciudadanías -en plural- y sus definiciones han sido cuestiones de de-bate, y por qué no, de combates permanentes; sin embargo, desde la postura que se sostendrá en este proyecto, se reconocerá que las relaciones de poder son un elemento constitutivo y caracterizador de estas. Así, las formas de en-tender el encuentro y las múltiples formas de ser y de estar con el/la otro/a son dinámicas y contextuales, y su relevancia ha estado determinada por el devenir histórico. Si bien es verdad que estas ciudadanías son distintas a las que surgen en la Grecia antigua, el Renacimiento europeo, las revoluciones ilustradas y la América contemporánea, se nutren de todas ellas.

Teniendo en cuenta lo anterior, y sin perder de vista que más que una re-flexión teórica sobre las ciudadanías, lo que busca este proyecto es una praxis pedagógica que vincule los afectos, las ciudadanías alternativas y la construc-ción de paz, se tendrá como base en este punto la experiencia del proyecto en educación para la ciudadanía y la convivencia -PECC- de la Secretaria de Educación del Distrito en la ciudad de Bogotá durante los años 2012-2016.

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El documento marco del proyecto mencionado anteriormente estable-ce los “enfoques alternativos”, como los que “cuestionan la idea fuertemente arraigada en los enfoques cívico-republicanos de que todo individuo es capaz de participar en la definición de un “bien común” a través del consenso, la me-diación y la representación” (SED, 2014, p. 12).

La crítica de los “enfoques alternativos” de la ciudadanía a los “enfoques cívico-republicanos” es coherente con la propuesta planteada por Mouffe an-teriormente, pues desenmascara el supuesto de que las personas disponen de diferentes capacidades y oportunidades para participar a través de ciertos me-canismos formales/legales, sin tener en cuenta las relaciones de poder. Es por esto por lo que bajo este enfoque de “ciudadanías alternativas” es importante resaltar el papel que desempeñan las relaciones de poder en la “definición y práctica de la dimensión dinámica de la ciudadanía, en la que sujetos sociales activos definen lo que ellos consideran sus derechos y luchan por su recono-cimiento” (SED, 2014, p.12). Asimismo, teniendo en cuenta algunos elementos de este enfoque, se podría decir, -siguiendo el documento anteriormente cita-do- que:

Las “arenas y las “escalas” donde las “luchas” ciudadanas tienen lugar, no están limitadas por el Estado, entendiendo que las expresio-nes ciudadanas y la práctica de la ciudadanía suceden cotidianamen-te en una amplia red de relaciones colectivas. En términos generales puede decirse que, en la construcción y el ejercicio de la ciudadanía, el “proceso” es más relevante que el “estatus” (SED; 2014, p.12).

Los “enfoques alternativos” no circunscribirán la ciudadanía a un simple ejercicio “legal de derechos y deberes” (SED, 2014, p.13), sino que la establece-rán como un proceso histórico-político que está en continua reestructuración.

Es así como a través de este proceso se reconocen las ciudadanías alterna-tivas como “dinámica, y contextualizada social, espacial y cronológicamente, y entiende que el ciudadano y la ciudadana se definen por su papel activo en la sociedad, por su capacidad de participar de sus transformaciones y de incidir en el destino colectivo” (SED; 2014, p. 13). De esta manera, esta visión de la ciudadanía está relacionada con los derechos y los deberes, “pero también es una ciudadanía que transciende al Estado, que se asocia con el sentido amplio de la sociedad política, donde las comunidades humanas están unidas median-te valores e ideales que les conceden un carácter intrínsecamente político” (SED, 2014, p.13).

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Las ciudadanías alternativas al ser un ejercicio de construcción colectiva vinculan las relaciones de poder al espacio íntimo y personal. Es así que “las relaciones dentro de los espacios privados e íntimos influyen de manera deter-minante en la definición de la esfera pública al proyectar sobre esta última las relaciones de poder que se producen en las primeras” (SED, 2014, p.14).

Es por lo anterior que el objetivo de dichas ciudadanías sería:

Realizar las transformaciones necesarias para construir una sociedad justa y equitativa. Para ello, debe propender por la forma-ción de ciudadanos y ciudadanas que dispongan, por un lado, de ca-pacidades para incidir en la construcción de la ciudadanía y, por otro, que adquieran los aprendizajes ciudadanos con los que la sociedad ac-tual está comprometida. El desarrollo de capacidades y aprendizajes ciudadanos tiene el propósito último de formar sujetos críticos, ima-ginativos y empoderados, que sean capaces de participar activamente en la definición responsable y autónoma de sus vidas, y contribuir desde sus reflexiones, ideas y actos al cambio social (SED, 2014, p.13).

Construcción de paz

Este proyecto busca una praxis integradora entre las nociones de política de los afectos, ciudadanías alternativas y construcción de paz. La articulación de cada una de estas nociones se logrará a través de un proceso pedagógico y político con las características que se han mencionado hasta el momento. No obstante, es fundamental comprender -como lo menciona el académico Horacio Duque Giraldo-, que buscamos esta praxis integradora a partir de que “Colombia y su Estado acumulan décadas de esfuerzos orientados a superar el fenómeno de la guerra y la confrontación bélica que ha significado un gigan-tesco daño en diversos ámbitos de la sociedad” (Duque, 2017).

Dada la anterior afirmación, y debido a las múltiples caras del concepto de paz, es conveniente preguntarse de qué paz se está hablando, al hablar de construcción de Paz. Es así como “una epistemología de la construcción de paz exige precisar cuándo se refieren a la paz negativa, a la paz positiva, a la paz diferencial y a la cultura de la paz como pivote de la reconciliación” (Du-que, 2017).

Sin embargo y dado lo mencionado anteriormente conviene, entonces, formularse varias cuestiones e inquietudes –siguiendo a Duque-:

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¿Qué es la paz? ¿Cuáles son sus manifestaciones concretas? ¿A qué paz se refieren en estos momentos? ¿Qué categorías deberían ser los referentes mentales del compromiso y la voluntad individual y colectiva para construir la paz? ¿Cuál el contenido y la metodología de la denominada pedagogía y didáctica de la paz? ¿En qué consiste una cultura de la paz? (Duque, 2017).

A continuación, se expondrán algunas teorías y conceptos fundamentales de este enfoque:

Encontrando el significado de la Construcción de paz

Adoptando la definición de J. P. Lederach (2007), se entiende por cons-trucción de la paz la puesta en marcha de medidas, planteamientos, procesos y etapas encaminadas a transformar los conflictos violentos en relaciones y estructuras más inclusivas y sostenibles.

El término incluye, por tanto, una amplia gama de activida-des y funciones que preceden y siguen a los acuerdos formales de paz. Metafóricamente, la paz no se ve solamente como una fase en el tiempo o una condición; es un proceso social dinámico y como tal requiere un proceso de construcción, que conlleva inversión y ma-teriales, diseño arquitectónico, coordinación del trabajo, colocación de los cimientos y trabajo de acabado, además de un mantenimiento continúo. (Lederach, J. 2007, p. 54).

Paz compleja

Teniendo en cuenta las posturas del autor, “La paz es una realidad y un concepto complejo, amplio y multidimensional que se requiere analizar” (Du-que, 2017), es decir, es una síntesis porque aloja los diversos significados reco-nocidos en cada cultura. Se puede decir que la Paz es, por tanto, “una idea muy dinámica, operativa transversalmente a todos los espacios humanos” (2017).

Sin embargo, el interés teórico por la paz “adquirió una entidad diferente a partir de las primera y segundas guerras del siglo XX, como un intento de poner freno a las formas bélicas de resolución de conflictos” (Duque, 2017). Es a partir de la década del 50 que la investigación para la paz se constituye como disciplina académica. No obstante, en la época mencionada, la idea de paz es-taba relacionada con la ausencia de guerra o “paz negativa”, y se hacía énfasis en la perspectiva de las relaciones internacionales.

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Paz negativa, positiva y diferencial

Si se tiene en cuenta lo mencionado anteriormente, es fundamental dar un paso desde la concepción “negativa” de la paz como ausencia de guerra, ha-cia una interpretación positiva de la misma, entendiendo por ella “democracia ampliada y derechos humanos, en su interpretación “positiva”” (Duque, 2017). Esta ampliación del concepto paz corre paralela a la ampliación del concepto de violencia, entendiendo por ésta todo aquello que, siendo evitable, obstaculi-za el desarrollo humano, violencia directa, violencia cultural, violencia estruc-tural, etc., (Galtung, 2003).

Filosofía para hacer las paces

Según Vicent Martínez Guzmán, la filosofía para hacer las paces es un paradigma de “filosofía para la paz como compromiso público de la filosofía; al tiempo que afianza las epistemologías de saberes más reciente como los es-tudios para la paz, ciencias humanas y sociales, basadas en la comprensión de la realidad más que en su explicación” (Martínez, V, 2006, p. 311).

Este paradigma busca replantear el modelo de racionalidad occidental que la estructura mundial ha establecido y las acciones sociales que surgen de este. La filosofía para hacer las paces está “estructurada en torno a un giro episte-mológico basado en la experiencia cotidiana y encaminado a repensar la inte-racción entre las personas y su acercamiento a las realidades sociales, con base en la idea de cooperación” (p.312).

Transformación de conflictos

La propuesta de la transformación de conflictos entiende el conflicto como un proceso interactivo, de construcción social, y de oportunidades positivas (conciencia, participación, implicación). Es decir, el conflicto como lucha no violenta por la justicia social, como aprendizaje, reconocimiento y empodera-miento. Esta propuesta, involucra una cultura de paz, la educación para la paz, y un periodismo para la paz (capacidades ciudadanas). Lo anterior, bajo una observación directa de conflictos, una mirada empirista. y una perspectiva a largo plazo.

La transformación de conflictos busca las razones de los conflictos a través de la creatividad del trabajador de conflictos, quien es un facilitador bajo la

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perspectiva de la Investigación Acción Participativa –IAP-. Sus principios son la reversibilidad (no hacer algo que no pueda ser deshecho); la toma de con-ciencia de los conflictos (necesidades, temas, intereses); la afectación perso-nal, relacional, estructural, y cultural; la mediación transformativa (mediación adaptada al contexto social).

Este enfoque trabaja bajo instrumentos, tales como, talleres de solución problemas, capacitación en resolución problemas, comisiones de paz. Así mis-mo, propone un modelo de sostenibilidad, y unas prácticas emergentes.

Finalmente, propone un modelo reconstructivo (elicitive), bajo las siguien-tes actividades: descubrimiento, categorización, evaluación, adaptación, apli-cación práctica, cooperación, reconciliación, diálogo, comunicación, solidari-dad comunicativa, empoderamiento (reconstrucción de poderes ya existentes), teoría de juegos, necesidades humanas, no violencia, paz positiva: no violencia directa, ni estructural, ni cultural (Fisas, 1998; Galtung, 2003; Lederach, 2007; París, 2009).

La cultura de la paz

Teniendo en cuenta los aportes de Galtung (2003), se sabe que la violencia es directa, cultural y estructural, y tal y como lo menciona Duque:

la tarea que debemos emprender desde ya es la de configurar una cultura de la paz como un conjunto de “valores, actitudes y con-ductas”, que: i) plasman y suscitan a la vez interacciones e intercam-bios sociales basados en principios de libertad, justicia, democracia, tolerancia y solidaridad; ii) que rechazan la violencia y procuran pre-venir los conflictos interviniendo sus causas; iii) que solucionan sus problemas mediante el diálogo y la negociación; y iv) que no solo ga-rantizan a todas las personas el pleno ejercicio de todos los derechos, sino que también les proporcionan los medios para intervenir ple-namente en el desarrollo endógeno de sus sociedades (Duque, 2017).

A partir de lo anterior, la cultura de paz, en términos de la Escuela de Paz de Barcelona, “es una tarea educativa que pasa por educar en y para el conflic-to, en desenmascarar la violencia cultural y el patriarcado, en educar para la disidencia, el inconformismo y el desarme, en responsabilizarnos, en movili-zarnos, en transformar los conflictos, en llevar a cabo el desarme cultural, en promover una ética global y en buscar un consenso fundamental sobre convic-ciones humanas integradoras, entre otras cosas” (Fisas, V, 2011, p.3).

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ConclusionesLa posibilidad de repensar la educación hoy en día se convierte en una

obligación ética, estética y política por parte de aquellos individuos e institu-ciones en las que reposa el valiosísimo título de pedagogía. El riesgo de seguir bajo los dictámenes de una educación basada en lo eminentemente racional, y en la repetición de una información memorística que presume del título de un saber científico, es decir, una instrumentalización de la razón, refleja la aporía de una realidad cuyas demandas económicas y políticas procuran la produc-ción de un tipo de subjetividad autómata, incapaz de pensar de manera crítica el momento histórico actual por el que pasa nuestro país. Allí surge la inquie-tud: ¿cómo posibilitar en la población en general, y particularmente en los es-tudiosos/as de la Universidad Manuela Beltrán, la posibilidad de asumir los retos provenientes de un acontecimiento como lo es la construcción de paz?

En este orden de ideas, el aula de clase se ha convertido, con el pasar del tiempo, en el espacio donde la repetición de cierta información suministrada ha desplazado la capacidad de asombro propia del espíritu humano. No se puede generalizar, pero a la mayoría de los y las estudiosos/as les preocupa el inme-diatismo por alcanzar el resultado cuantitativo que el mismo sistema educativo exige. No se trata de culpar a alguien (estudiantes o docentes), sino de darse cuenta de que el sentido de la educación, que no es más que el cultivo físico, cognitivo, emocional y espiritual de los seres humanos, tiende a desvanecerse.

Desde la denominada instrumentalización de la razón en la época moder-na, hasta llegando a la pérdida del sentido en la época contemporánea, el deno-minado sujeto posmoderno se debate ante las exigencias económicas y políticas que un sistema poscapitalista y posliberal asienta como principios ontológicos. El consumismo, la falta de compromiso social y la homogenización subjetiva son el reflejo del dominio que ejercen tales fuerzas sobre la condición humana en la actualidad. De ahí la falsa imagen de un individuo exitoso que solamente se preocupa por sí mismo, sin contemplar que su existencia solo es posible a través del otro en tanto alteridad. Entonces, ¿qué tipos de individuos se están educando? Tal vez esta pregunta implica volver al primer enunciado de estas conclusiones. El problema de la producción de sujetos, llámese educandos o llámese ciudadanos, pasa por el ejercicio pedagógico que lo antecede. La edu-cación no es una mera información de saberes técnicos, sino, retomando su sentido primigenio, es el ejercicio formador tanto del espíritu como del cuerpo.

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Ahora que se habla de sistemas integrales que implican un trabajo manco-munado, la educación en tanto ejercicio pedagógico se sirve de las herramien-tas tecnológicas, no solo para solventar una necesidad de requerimiento, sino todo lo contrario, para trabajar de la mano con los avances que la ciencia y la técnica desarrollan día a día. La época actual requiere de unos profesionales que salgan a competir ante los embates de un mundo que se divide ante el ex-cesivo consumismo y el exterminio casi sistemático de los recursos naturales que un pensamiento antropocéntrico se cree con la autoridad de controlar y dominar. Sin embargo, una educación integral, que implique a su vez una di-versidad epistemológica, permitirá el desarrollo de un pensamiento crítico en tanto expresión del reconocimiento ante la diferencia.

Este proyecto busca la construcción de una propuesta de ciudadanía, que inicia en el aula, entendida como el espacio propio para llevar a cabo una pra-xis política y ética, que mire más allá de una ciudadanía formal/legal, posibi-litando formas alternativas en las que se haga una reflexión en torno al poder, entendido como una relación y no como una imposición, en la que se reconoz-ca y respete la diferencia, el desacuerdo y el disenso, y en la que no se vea al otro/a como enemigo sino como adversario. Esta visión de la ciudadanía será la que permitirá que se transite hacia una construcción de paz, lo cual implica mucho más que la sola firma de un acuerdo.

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Jóvenes en conflicto con la ley y justicia restaurativa: gestión del conflicto que se derivó en delito y reconstrucción del tejido social

Yohana Marcela Méndez González18

La sociedad colombiana vive el fenómeno de la desconfianza con relación a la eficacia del sistema de justicia, en el que no existe satisfacción por parte de quienes son víctimas de las personas que infringen la ley —en adelante, denominadas ofensores— y en el que se percibe impunidad frente a las con-secuencias que se derivan de los delitos cometidos, así como un alto nivel de desatención frente a las necesidades emergentes en las víctimas. Esta percep-ción en general está motivada por el principio jurídico de la Ley de Talión, el cual hace alusión a la justicia retributiva con la expresión “ojo por ojo y diente por diente” que se traduce en la imposición de un castigo equiparable frente al delito cometido, que en la mayoría de las ocasiones no resuelve ni repara el daño causado, máxime esta condición cuando es un adolescente quien ejerce acciones delictivas como ofensor, donde el Estado debe tanto reprender su conducta delictiva, imponiendo una sanción, como cumplir con su finalidad protectora, educativa y restaurativa (Ley 1098 de 2006), e inclusive, paralela-mente realizar procesos de restablecimiento de derechos.

Lo anterior enmarcado en una sociedad que en gran parte desea medidas de privación de libertad cada vez mayores como primera respuesta ante la co-misión de diversidad de delitos, pues se encuentra orientada desde el populismo punitivo (Cfr. Dammert y Salazar, 2009) y ya no cree en la prevención especial o general y en la disminución de la reincidencia como fines de la sanción, puesto que dichas sanciones son impuestas en un contexto y tejido social desprovisto de herramientas que permitan gestionar asertivamente los conflictos, los cuales tienden luego a derivarse en delitos y continuar en escalada hacia el futuro.

18 Psicóloga, Magíster en Psicología Jurídica de la Universidad Santo Tomás. Directora de Investi-gación en Adolescentes Ofensores del Programa de Justicia Restaurativa en el Instituto de Estudios del Ministerio Público IEMP de la Procuraduría General de la Nación. Docente de investigación adscrita a la Universidad Manuela Beltrán. Capacitadora en temas psico-jurídicos de la Asociación Latinoamericana de Psicología Jurídica y Forense ALPJF. Ex Directora Ejecutiva del Instituto de Neurociencias Aplicadas INEA y Ex funcionaria asistente de la Dirección de Campos Disciplinarios y Profesionales y del Listado de Peritos en Psicología Jurídica y Forense del Colegio Colombiano de Psicólogos COLPSIC.

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Al respecto, es válido indagar ¿cuáles son las características del contexto y los alcances con los que cuenta la sociedad para lograr disminuir la descon-fianza y la percepción de impunidad con relación al delito en el sistema de jus-ticia? Sin duda alguna esta es una pregunta compleja para resolver, sobre todo al hablar de jóvenes en el marco del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA), pero que permite considerar elementos como la huma-nización del sistema mediante formas alternativas de resolver las cuestiones derivadas del delito de manera participativa, lo cual implica tener en cuenta a los ofensores, a las víctimas y a la comunidad en general.

En este capítulo se atenderá el contexto general que permite compren-der el fenómeno de los jóvenes ofensores como elemento emergente ante un proceso de resolución inadecuada de diversidad de conflictos, los cuales se derivan en delitos al no ser atendidos de manera oportuna, reconociendo sus antecedentes y aquellos elementos que inciden en que los jóvenes inicien su vinculación en actividades delictivas. Es así como se presentan apartados tales como: “Jóvenes en conflicto con la ley”, “Conflicto y delito”, “Desconfianza, in-seguridad y sistema de justicia”, “Tejido social”, “Humanización de la justicia” y “Justicia restaurativa”, esta última con sus principales formas de aplicación. En efecto, un campo inagotable de trabajo que está tomando mayor relevancia en la actualidad y que convoca a la psicología jurídica, al derecho, a las cien-cias humanas y, en general, a toda la sociedad, pues implica, desde la justicia restaurativa, la implementación de procesos cooperativos y de colaboración, en los que se busca la recuperación del sujeto para la sociedad, más no la indi-vidualización de un culpable (Cfr. Bañol y Bañol, 2006).

De igual manera, en este capítulo se pretende abordar el panorama de aplicación de la justicia restaurativa, comprendida como una metodología para solucionar conflictos que, de varias maneras, involucran a la víctima, al ofensor, a las redes que a nivel social tienen las partes, a las instituciones judi-ciales y a la comunidad en general, y que se basa en el principio fundamental que señala que el comportamiento delictivo no solamente viola la ley, sino que también hiere y afecta a las víctimas, a la comunidad y al ofensor en sí mismo (ONU, 2006), siendo la justicia restaurativa “un tipo de justicia más humana que busca las raíces del conflicto, pues entiende al delito como la punta del iceberg que debe ser explorado para lograr la transformación de las causas, la integración y transformación social” (Hernández, G. 2011, p. 383).

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En síntesis, el capítulo pretende forjar un interés formativo frente a la apli-cación de la justicia restaurativa, como un enfoque para la gestión alternativa de los conflictos que se derivan en delitos cometidos por jóvenes ofensores ante sus víctimas y la comunidad. Esto permite evidenciar cómo trabajar en la recuperación del vínculo que se ha fracturado como consecuencia del delito, y apuntarle a la reconstrucción del tejido social, al tiempo que se reconoce el contexto general en el que se presenta el fenómeno de vinculación de jóvenes en actividades delictivas.

Jóvenes en conflicto con la ley

En la actualidad, la sociedad enfrenta el desafío constante del fenómeno de la delincuencia juvenil y de sus formas de expresión, las cuales tienen una base multicausal, y tal como lo sostienen Vélez y Martínez (1999), tiene sus cimientos en la cultura contemporánea que excluye y margina cada vez más a los jóvenes, quienes resultan privados de los derechos básicos a nivel econó-mico, político, social y personal, forjando en ellos ansiedad, resentimiento e impotencia, lo que conlleva a que deseen enfrentarse a un sistema social que no ha sido justo, con todo lo que de ello se deriva. Es así como los jóvenes sos-tienen una percepción de inequidad, además de un predominante sentimiento de minusvalía que incide en su proyección futura y en lo que consideran como posibilidades de construcción para su vida adulta, priorizando pensamientos y emociones de incompetencia e inhabilidad en un contexto desprovisto de oportunidades. En ese sentido la delincuencia comienza a ser vista por el jo-ven, como lo afirmó Cyrulnik (2002), como una forma de decisión e inclusión ante un medio sociocultural poco favorable y en transformación, ya que en el tejido social en el que cohabita es una elección con valor funcional, que se construye con base en las experiencias vivenciadas.

Los jóvenes en conflicto con la ley, denominados también jóvenes infrac-tores y en adelante ofensores, son aquellas personas:

Menores de 18 años que realizan conductas tipificadas como delitos por las leyes penales vigentes, no siendo aplicable al caso del menor la noción de pena como consecuencia del delito, por no poderse acreditar su conducta antijurídica como delito. Es por ello que surge la necesidad de someterles a un régimen especial de atención, el cual debe buscar adicionalmente protegerlos o tutelarlos (Cruz, 2007, p.354).

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Es así como en términos de las causas que se han atribuido a los jóve-nes como elementos que inciden en que se desencadenen comportamientos delictivos, y en que comiencen a tener conflictos con la ley, se encuentran, entre otras, la existencia previa de maltrato físico o psicológico; no obstante, al respecto Álvarez (2007) afirma que el problema lo constituye, en primera instancia, la falta de afecto en el núcleo familiar. En ese sentido, un fenómeno que se observa al hacer la exploración de los sistemas familiares de los jóvenes vinculados al delito es el ausentismo de vínculos significativos con sus pro-genitores, el abandono por parte de estos últimos desde edades tempranas, confiando su cuidado a abuelos, tíos, familiares cercanos o a instituciones de protección, escenarios en los que incluso en ocasiones se trasciende hacia la vulneración de derechos en varios niveles. Se observa también la presencia de varios hermanos en el sistema familiar y en general para ellos, un ambiente de negligencia en cuanto a la atención que requieren desde la primera infancia, el cual se fortalece en la adolescencia y juventud, lo cual genera problemas futuros, comenzando con débiles destrezas para establecer vínculos, baja aser-tividad en la comunicación y poca empatía.

Estas son las etapas en las que los jóvenes inician con la evaluación de límites, que en ocasiones son difusos, poco claros o no establecidos, junto con la confrontación de sus niveles de autonomía, lo que hace que se vinculen con pares coetáneos, con historias de vida similares, quienes se convierten en sus referentes y fuentes de información para la toma de decisiones. Esto, en efecto, incide en que se orienten por caminos poco asertivos y repitan pautas fami-liares, como si estuvieran inmersos en un circuito constante de nunca acabar. Lo anterior aunado a que en términos de estructura familiar de base: “en las familias de los jóvenes infractores se observa una innegable tendencia a la se-paración de las parejas y a su posterior reconstrucción, con diferentes suertes, el padresolterismo, y más especialmente, el madresolterismo va en crecimien-to… por tanto la desintegración social que se está acrecentando”. (Álvarez, E. 2007, p. 86).

Son diversos los motivos por los cuales se vinculan los jóvenes en activi-dades delictivas, inciden tanto factores a nivel psicosocial como configura-ciones familiares, no obstante, es importante reconocer cuáles son las atribu-ciones que hacen los jóvenes ofensores en el marco de la comprensión de su actuar. En ese sentido, en una investigación realizada en dicha población en el contexto colombiano por parte de Álvarez, Parra, Louis, y Guzmán (2006), frente a los motivos por los cuales los jóvenes han delinquido, se encontró que

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al menos el 15% reporta delinquir por supervivencia, el 16% por dinero, el 15% para conseguir sustancias psicoactivas, el 9% por venganza y el 25% por moti-vos combinados, mientras que otros señalaban delinquir por motivos distintos al de la satisfacción de sus necesidades básicas.

En investigaciones similares realizadas se encuentra que:

Las causas generales que llevan a un menor de edad a delin-quir en Colombia, de acuerdo con el reporte de los casos que fueron atendidos en el Centro Especializado de Servicios para Adolescentes (CESPA) en la ciudad de Bogotá en el año 2010 fueron: falta de opor-tunidades, problemas económicos, difícil acceso a la educación, in-ducción al sicariato, irresponsabilidad de los padres, despreocupación por el estado de salud, embarazo en adolescentes, explotación laboral, abuso sexual, prostitución, falta de motivación para estudiar por par-te de los padres, reclutamiento forzado, indebida comunicación entre padres e hijos y consumo de sustancias psicoactivas (Martínez, 2012, p.115).

Todas estas condiciones predisponen estados de vulnerabilidad social, fa-miliar, educativa, personal y de salud en los jóvenes; es por ello que el fenómeno de la delincuencia juvenil se considera multicausal, en el cual aparecen factores de riesgo que de cierta forma pueden contribuir al aumento de la desintegra-ción social como maltrato al interior de la familia, escaso control de los padres, complicaciones en la aceptación de la autoridad y déficit en la comunicación entre los miembros de la familia, que se convierten así mismo en motivadores de elecciones en el marco del delito como forma de vida (Álvarez, 2007).

Uno de los factores de riesgo que se ha encontrado presente en los jóvenes que han cometido delitos y altamente predisponente a los mismos, es la de-serción académica, la cual hace referencia a la interrupción o desvinculación de los estudiantes de sus estudios (Ministerio de Educación Nacional, 2011), este es uno de los factores que más prevalece a la hora de revisar el fenómeno de vinculación de los jóvenes al delito, por tanto debe ser uno de los aspectos a considerar cada vez más en política pública educativa, pues en efecto el tiempo libre, unido a la deserción académica, es uno de los detonantes reportados por los jóvenes al expresar sus inicios en actividades al margen de la ley. “En ese sentido, Rodríguez, Paíno y Moral (2007) señalan que, a menor nivel de estu-dios, mayor probabilidad de ingresar a un centro de internamiento para meno-res y, por el contrario, a medida que aumenta el nivel de estudios disminuye esa probabilidad” (Ramírez, Casas, Téllez y Arroyo, 2015).

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En ese sentido estudios complementarios han encontrado una relación entre la edad, el nivel académico y el delito, lo cual muestra cómo si se cuenta con un bajo nivel académico, se pueden encontrar en la persona actividades vinculadas al delito desde una temprana edad (Bringas, Rodríguez, Gutiérrez y Pérez, 2010). Es así como surge un interrogante constante, frente a qué accio-nes puede realizar la sociedad en general desde la relación familia, academia y Gobierno, para reducir la deserción escolar y contribuir de manera preventiva a la vinculación de la juventud en el delito.

Por otro lado, Ramírez, Casas, Téllez y Arroyo (2015) encontraron, frente a la deserción que:

A menor nivel de estudios mayor es la posibilidad de cometer delitos, y que un bajo nivel académico se relaciona con la actividad delictiva, puesto que, aunque no todo desertor es menor infractor, sí se encuentra que todo menor infractor proviene de una exclusión escolar, la cual puede ser ocasionada por diversas situaciones como: maltrato de sus maestros, bajo rendimiento, inasistencia, reprobación y problemas de conducta, donde finalmente la misma deserción los sitúa en una posición de exclusión social (p.29).

Otro factor que se ha encontrado relacionado con la comisión de delitos, es el consumo de sustancias psicoactivas, pues, tal como lo afirman Rodríguez, Paíno, Herrero y González (1997), existe una estrecha relación entre la droga-dicción y la comisión de los delitos, evidenciándose que, en su mayoría, la edad de inicio en el consumo es anterior a la edad de obtener una medida de priva-ción de libertad y, por tanto, en primera instancia la drogodependencia sería la causa de la conducta delictiva. Lo anterior indica la estrecha unión entre con-sumo y delito que incide incluso, como lo reportan algunos jóvenes, en que se den delitos de tipo preterintencional, ya que puede que se tenga la intención de causar un daño, pero su resultado exceda la acción esperada. En ese sentido, Jiménez (2005) presenta un hallazgo similar al señalar que quienes cometen delitos “actúan bajo la influencia de la droga y, por tanto, no son conscientes de lo que hacen, además de que la droga les da fuerza para delinquir y para actuar sobre otras personas” (Ramírez, Casas, Téllez y Arroyo, 2015).

“Por su parte Chan (2006) indica que más del 60% de los jóvenes que delinquen han comenzado en esta conducta como consecuencia de su adicción a la droga, mientras que en el 30% de los casos ha sido la de-lincuencia la que los ha llevado a la droga, y solo en el 10% de los casos no existe una relación directa entre ambas conductas” (Ramírez, Casas, Téllez y Arroyo, 2015).

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Es así como se muestra la existencia de múltiples elementos en la historia de los jóvenes que inducen su decisión de iniciarse en actividades y comporta-mientos delictivos, y en ese sentido, tal como lo afirman Bueno y Moya (1998), la adicción al consumo de sustancias se convierte en un factor desencadenante del desajuste personal del sujeto en sus áreas de desarrollo.

“Una vez que comiencen estas conductas desde los inicios de la adolescencia van en aumento con la edad, alcanzando su nivel máximo a los 17 años, tiempo que, una vez pase, la conducta puede normalizarse, y al final de la adolescencia (sobre los 18 años) las con-ductas delictivas por lo general comienzan a descender” (Cuervo y Villanueva, 2013).

De no ser así, un grupo focalizado de adolescentes se queda en el entra-mado de actividades delictivas tanto en la adolescencia como en la adultez, pues, tal como lo afirman Cuervo y Villanueva (2013), el recorrido de jóvenes que persisten en el tiempo manteniéndose en actividades delictivas, incluye una proporción de menores con dificultades de comportamiento desde eda-des tempranas o desde la niñez, lo cual incide en que se mantengan en dichas conductas a lo largo de sus vidas.

En ese sentido, se encontró que “si se analizan los días que transcurren entre la comisión de un delito y otro, se encuentra un promedio de días para reincidir de alrededor de nueve meses, evidenciando que, a medida que se incrementan los delitos del menor, el tiempo entre un delito y otro disminuye” (Cuervo y Villanueva, 2013). Así mismo Cuervo y Villanueva (2013) afirman que los jó-venes que acumulan más cantidad de procesos jurídicos como resultado de sus conductas al margen de la ley, tienen mayor posibilidad de reincidir, ya que esta acumulación es un factor predictor de aumento de procesos a futuro.

En Colombia, de acuerdo con el Observatorio del Bienestar de la Niñez del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (2018) desde el año 2006 has-ta junio del 2018, se han vinculado 251,455 jóvenes al Sistema de Responsa-bilidad Penal Adolescente, con cifras de vinculación registradas que muestran una tendencia creciente anualmente de los índices de criminalidad en meno-res, iniciando en el año 2006 con 4,018 jóvenes y en el 2008 con 10,631, con un pico máximo de crecimiento en el año 2013 de 30,843 jóvenes y una tendencia decreciente en adelante hasta el año 2018 con 9,156 jóvenes en el SRPA. (La medición está dada a partir de la implementación de la Ley 1098 de 2006, Có-digo de Infancia y Adolescencia).

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Figura 1. Vinculación anual de jóvenes desde el 2006 a junio del 2018 al Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente. Observatorio del Bienestar de la Niñez del

Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (2018).

Así mismo, el Observatorio del Bienestar de la Niñez del Instituto Colom-biano de Bienestar Familiar (2018) muestra que de los 251,455 jóvenes vincu-lados al SRPA desde el año 2006 hasta junio del 2018, el 88.17% de los jóvenes son de sexo masculino, es decir, 221,713, mientras que el 11.83% pertenecen al sexo femenino, es decir, 29,742 jovencitas. Lo anterior evidencia una similitud con los reportes al respecto emitidos en otros países, donde se evidencia que son los jóvenes quienes más cometen delitos, y que las jóvenes delinquen más contra las personas (Cfr. Capdevila, Ferrer y Luque, 2005), mientras que los jóvenes son más propensos a delinquir contra la propiedad (Vigna, 2012).

De igual manera, el Observatorio del Bienestar de la Niñez del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (2018) presenta los delitos por los cuales los jóvenes ingresan al SRPA, cuyos principales delitos son: hurto 36.32%, trá-fico, fabricación o porte de estupefacientes 26.81%, lesiones personales 8.51%, fabricación, tráfico o porte de armas de fuego 5.93%, violencia intrafamiliar 4.03%, daño en bien ajeno 2.60%, homicidio 2.18%, entre otros delitos que en sumatoria engloban el 13.62% restante.

Lo anterior permite evidenciar algunos de los elementos presentes en el contexto general de los jóvenes que entran en conflicto con la ley, a saber: familias desintegradas y reconstituidas, carencias afectivas, falta de oportuni-dades, problemas económicos, inducción al sicariato, irresponsabilidad de los padres y difícil acceso a la educación, sumado a altos índices de deserción es-colar y a condiciones de consumo de sustancias psicoactivas que predisponen el camino para iniciarse en actividades delictivas.

Frente a este panorama, la Defensoría del Pueblo (2015) considera urgente:

El desarrollo de propuestas legislativas que garanticen la ar-ticulación entre las diferentes autoridades del SRPA y la implemen-tación de medidas que otorguen sentido y contenido a los derechos de los adolescentes, de forma que se garantice, de manera efectiva y real, su integración social y las finalidades educativas y pedagógicas

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de la sanción, lo que representa la posibi-lidad de llevar a cabo un proyecto de vida diferente a aquel por el que entraron en conflicto y que terminó con el delito co-metido y la infracción a la ley (p.85).

Caso: Tenía rabia y me desqui-taba con todo el mundo: “Brandon”, de 17 años, contando su historia personal, afirmó: yo fui abandonado por mi padre, mi madre nunca me prestó atención y me regaló a mi

abuela desde pequeño; me sentía solo, luego conocí en el barrio el consumo, el cual me afectó e hizo que me rechazaran académicamente y que me sintiera mal porque no entendía, luego con un amigo empecé en el hurto y lo hacía con navaja. La usaba para intimidar, pues siempre tenía rabia y me desquitaba con todo el mundo. (Aparte de entrevista, cambio del nombre personal por confidencialidad).

Conflicto y delito

De acuerdo con Jares (2002), el conflicto implica incompatibilidad o discrepancia entre grupos o personas, en elementos tanto de tipo estructu-ral como de tipo personal. Desde un punto de vista jurídico, el conflicto es la contradicción existente entre dos o más personas por la concreción de un interés determinado, el cual no puede hacerse efectivo simultáneamente para las partes sin lesionarse entre sí, o por lo menos amenazarse recíprocamente (Cfr. Márquez, 2008).

Al respecto, es importante señalar que los jóvenes que se inician en con-ductas delictivas y que terminan cumpliendo una medida de privación de li-bertad en parte lo han hecho porque no han logrado resolver adecuadamente los conflictos que tienen en su medio, bien sean de tipo individual, familiar, escolar, barrial o económico. Este planteamiento lo complementa Sepúlveda (2010) al afirmar que, para muchos jóvenes pobres latinoamericanos, la cárcel y el barrio forman parte permanente de sus vidas y que cada uno es la prolon-gación del otro, retroalimentándose permanentemente; lo anterior, cuando no logran resolver sus conflictos y escasean sus redes.

Por otra parte, es importante indicar que para una adecuada resolución de conflictos es necesaria la capacidad de desarrollar e implementar la empatía, entendiendo esta última como una respuesta emocional que proviene de la

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comprensión del estado o situación de los demás, y que es “similar” a lo que la otra persona está sintiendo. Al respecto Pineda, Aguirre, Trujillo, Valencia, Pareja, Tobón, Velilla e Ibáñez (2013), señalan que la empatía es un constructo que pertenece a las neurociencias sociales (área que pretende comprender las complejas características de las relaciones interpersonales), y se define como la disposición de múltiples dimensiones, que permiten al individuo enlazarse en el estado emocional de un semejante, lo que implica que es una capacidad dinámica, que puede variar acorde con la edad, el sexo y las características de cada conglomerado social. Lo anterior implicará que los jóvenes que logren desarrollar y mantener esta capacidad, podrán resolver de mejor manera sus conflictos al afrontar las situaciones de la vida al aplicarla.

En ese sentido, se encuentran estudios que señalan que es probable que sean las jóvenes quienes desarrollan, a una edad más temprana, la habilidad de la empatía, puesto que:

Estudios han explorado diferencias de género en los estilos de resolución de conflictos entre iguales durante la adolescencia, y se ha encontrado que las mujeres tienen puntuaciones más altas en habili-dades de comunicación para resolver conflictos (Black, 2000), tienden a usar más estrategias cooperativas de resolución (Alexander, 2001) y tienen más habilidades relacionadas con la empatía (Taylor, Liang, Tracy, Williams & Seigle, 2002), (Garaigordobil y Maganto, 2011, p. 257).

En la misma línea de estudios realizados por Garaigordobil y Maganto (2011) se evidenció que las mujeres de diversas edades suelen usar estrate-gias de resolución de conflictos positivas y cooperativas con mayor propor-ción que los hombres, quienes usan estrategias agresivas, no habiendo hallado diferencias entre sexos en el uso de estrategias pasivas. Resultados como los anteriores soportan la hipótesis de diferenciación de género en resolución de conflictos, y apuntan en similar dirección con otros estudios en los cuales se evidencia que las adolescentes usan más estrategias basadas en el compromiso y la transigencia (Cfr. Owens, Daly y Slee, 2005), y menos agresivas (Cfr. Laca, Alzate, Sánchez, Verdugo y Guzmán, 2006). Lo anterior permite comprender una parte del fenómeno del porqué son los jóvenes quienes cometen activi-dades delictivas y entran en conflicto con la ley en mayor proporción que las jóvenes, puesto que sus niveles de empatía pueden ser menores, al tiempo que su forma de afrontar y darle manejo y resolución a los conflictos que experi-mentan, los cuales en ocasiones pueden derivarse en delitos; en lo anterior de

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igual forma podrá incidir la edad que estos tengan a la hora de afrontarlos.

Caso: el conflicto venía desde pequeños: “Juan, de 17 años”, con-tando su historia personal, afirmó: cuando mataron a mi primo de un tiro, quedé dolido con los que lo hicieron y quedé con rabia, por eso un día en el billar tuve un enganche con un chino con el que desde el colegio teníamos problemas por mujeres, él me amenazó y yo desde ese día conseguí una na-vaja para defenderme en algún momento… ya andaba cargado. Un día él y su grupo de amigos se hicieron en el parque frente a la ventana de mi casa y comenzaron a gritar groserías con mi nombre, tanto así que yo salí de mi casa y sin pensarlo lo enfrente, le quité la navaja que él tenía y se la metí en el pecho, ahora pienso que nunca debí haber reaccionado así, pues no era para tanto, creo que juntos debimos solucionar todo desde antes.

Por otra parte, el delito —también denominado conducta punible—, es definido en el artículo 9 de la Ley 599 del 2000 (Código Penal Colombiano) como una conducta típica, antijurídica y culpable. El concepto posee diver-sas definiciones, como por ejemplo: “toda conducta humana voluntaria que se opone a lo establecido o prohibido por la ley, bajo la amenaza de una pena”, o un “acto u omisión voluntaria” (Machicado, 2010, p. 3). En ese sentido, para el caso de los adolescentes se entenderá por delito toda aquella conducta que va contra la ley.

En ocasiones aparecen “clasificaciones que visibilizan cierto tipo de jóve-nes en el espacio público, cuando sus conductas y expresiones entran en con-flicto con el orden establecido y desbordan el modelo de juventud que la mo-dernidad occidental les tenía reservado” (Reguillo, R. 2000, p. 22). Por tanto, “los jóvenes latinoamericanos se vuelven visibles como problema social, como sinónimo de peligro, de trasgresión y como responsables de la violencia, del conflicto y del delito en las ciudades” (Reguillo, 2000, 20 y Martin, 1998, 87), no de manera voluntaria sino contextualizada en su entorno. Es por esto que la delincuencia comienza a ser vista por el joven, tal como lo afirma Cyrulnik (2002), como una forma de decisión e inclusión ante un medio sociocultural poco favorable y en transformación. Esta expresión da posicionamiento y un nivel de poder a los jóvenes que hace que se refuercen las conductas delictivas, inclusive entre pares, y que obtengan atención, reconocimiento y respeto por incursionar en las mismas.

De acuerdo con Cuervo y Villanueva (2013),

la primera trayectoria delictiva se inicia en la adolescencia

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temprana, con su cúspide en la mitad de esta etapa y concluyendo al inicio de la edad adulta. Este proceso en el que los adolescentes mues-tran este tipo de conductas, representaría un estándar en su desarro-llo como declaración de su autonomía y de poner a prueba sus límites. Incluso, aquellos menores que se privaran de realizar actos delictivos, podrían correr el peligro de ser considerados extraños y de ser exclui-dos de actividades grupales normativas en la adolescencia (p. 2).

lo que permite evidenciar cómo para los adolescentes con mayores condi-ciones de vulnerabilidad puede considerarse el realizar algún tipo de conducta delictiva como parte de su proceso de desarrollo en ambientes poco favora-bles; de no ser así, podrían quedar en desventaja frente a su grupo de pares.

Caso: Quería hacer lo mío desde pequeño: “Sebastián, de 17 años”, contando su historia personal, afirmó: a mis 13 años conocí la vida ile-gal, comencé a usar droga y conocí a unos adultos que me pintaron pajaritos en el aire, me dijeron que podría irme a otra ciudad, que me darían un buen trabajo con pago y yo acepté. Al llegar a la ciudad me recibieron con un gran desayuno y me enteré que lo que querían, era que yo trabajara en “limpieza” de los expendedores de la competencia que ellos tenían. Yo nunca había hecho eso, pero no me pude devolver, ellos me dijeron que tranquilo, me enseñaron a disparar y me dijeron que el primero es el difícil y después ya se aprende… desde allí comenzó mi vida de zozobra. (Aparte de entrevista, cambio del nombre personal por confidencialidad).

Desconfianza, inseguridad y sistema de justicia

En el sistema de justicia en Colombia se presenta un fenómeno semejante con otros estados, que tal como lo señala el reglamento de la ley de justicia alternativa en materia penal para el estado de Morelos (2011):

La creciente interacción social genera incesantes conflictos interpersonales que, además de minar por sobrecarga la capacidad de administrar justicia por parte del Estado, contribuyen a su paraliza-ción en la medida en que cada litigio, por menor que sea, incrementa el volumen de casos en espera de trámite por parte de los despachos judiciales, lo que afecta gravemente el ya deteriorado tejido social, al profundizar la desconfianza, por no contar con una justicia real, rápi-da y oportuna que permita consolidar el ideal de la cultura ciudadana de convivencia pacífica (p. 2).

En ese sentido, es relevante señalar que la sociedad en general actualmen-

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te sostiene altos niveles de desconfianza en el sistema de justicia, puesto que, por condiciones similares a las expuestas, de requerimientos desbordados no atendidos, junto con las necesidades de las partes, sobre todo las necesidades de las víctimas que en su mayoría no logran tenerse en cuenta luego de ser expresadas (mediante denuncia), y en donde es el Estado únicamente quien se encarga de determinar las afectaciones, las consecuencias derivadas del delito y el proceso mediante el cual el ofensor debe pagar por lo que ha hecho y debe reparar, se causa desconfianza y un efecto de obstrucción en los procesos de autonomía, la cual queda en manos del Estado con relación tanto a los ofen-sores, como a la(s) víctima(s), e inclusive al proceso mismo y a la comunidad, entendiendo la desconfianza como el aspecto antagónico de la confianza que, siguiendo a Luhmann (2005), se restaura primordialmente con mecanismos sociales que permitan aceptar de nuevo el riesgo de la vida en sociedad.

Lo anterior invita a pensar en posibles formas en las que, si bien, el sistema de justicia es inseguro en su efectividad y provee consigo condiciones de ries-go para la vida en sociedad, éstas se puedan afrontar de mejor manera; ya que, en los momentos en los que la “percepción de inseguridad es alta, la confian-za interpersonal e institucional se reduce, el individualismo se radicaliza y el capital social se debilita generando mayores barreras para la construcción de ciudadanía, actitudes que sumadas al déficit institucional van disminuyendo la calidad de los procesos” (Cfr. Dammert y Salazar, 2009, p.13), y hasta de la democracia. Esto permite que al mismo tiempo el sistema sea permeado por el populismo punitivo.

Lo anterior muestra que la sociedad en general poco cree en la efectividad del Estado y en su manejo político al respecto, puesto que, como lo señalan Dammert y Salazar (2009), se favorece el aumento de los delitos, la percepción de impunidad, la sensación de inseguridad y la desconfianza en las institu-ciones de control. Lo que también sucede con el sistema de justicia es que se queda corto a la hora de poder atender los delitos que surgen en el día a día, así como los procesos preventivos que como Estado deberían provisionarse para que la sociedad desarrolle mejores vínculos.

Por otra parte, es preciso señalar que siempre ha existido, y aún más en la actualidad, la interdependencia entre los procesos de rehabilitación y los procesos de protección en la sociedad, máxime cuando se observa la tendencia al endurecimiento de las sanciones y al aumento de normatividad en general, que a nivel legal determina las rutas de acción para encausar a los jóvenes que

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han cometido delitos, empalmándose esta concepción con la que se promueve en el sistema de justicia para adultos. Pero esto significa involución, puesto que la evidencia científica ha corroborado que un sistema de justicia juvenil efectivamente justo y eficaz debe ser distinto del sistema de adultos y debe fundarse en la consideración del nivel de desarrollo de los adolescentes y en el derecho a la igualdad de oportunidades para favorecer su integración exitosa en la comunidad (Cfr. Dionne y Altamirano, 2012). El anterior aspecto en Co-lombia está fundamentando a partir de la creación de la Ley 1098 de 2006, en la que se afirma que, en materia de responsabilidad penal para adolescentes, tanto el proceso como las medidas que se tomen serán de carácter pedagógico, específico y diferenciado respecto del sistema de adultos.

En ese sentido, los operadores del sistema de justicia (abogados y jueces, entre otros) están en el deber de desarrollar competencias propias del sistema judicial, pero, adicionalmente de mantenerse actualizados sobre temas de de-lincuencia, rehabilitación y reeducación de jóvenes ofensores (transgresores de la Ley), pues en la mayoría de las ocasiones los responsables del sistema han desarrollado, de acuerdo con Dionne y Altamirano (2012), excelentes compe-tencias en el campo de la justicia adulta, al tiempo que tienen vacíos constantes en términos de la aplicación de la justicia juvenil, corriéndose constantemente el riesgo de replicar los fallos del sistema adulto en el de los adolescentes, como consecuencia de este vacío. Lo anterior se basa en que los adolescentes están en constante evolución (cambio) y no pueden ser considerados responsables de sus actos de la misma manera que un adulto, lo cual implica que deben, si bien responsabilizarse por el delito cometido, obtener una sanción que reco-nozca su etapa de ciclo vital y sus particularidades psicosociales.

Caso: por qué el Estado siempre llega al final: “María”, madre de una víctima directa de homicidio, iniciando el contacto en un proceso restau-rativo 3 años después del delito, señaló: no entiendo por qué el Estado siempre llega al final y ayuda más a quienes cometen el delito y no a nosotros las víctimas a quienes nos brindan apoyo un largo tiempo después de haber pa-sado los hechos. Nadie me devolverá a mi hijo y no sentí que haya aparecido la justicia, pues a pesar de que la persona que cometió el delito está privada de la libertad, nunca supe por qué lo hizo y por qué nos causó esta herida tan grande que nunca olvidaremos. (Aparte de entrevista con cambio en los datos de identidad de la víctima por confidencialidad).

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Tejido social

El tejido social es entendido como:

La dinámica interna de la comunidad, constituida por las re-laciones y los roles que cada uno de sus miembros asume en la cons-trucción de la convivencia y de alternativas de solución a los proble-mas que enfrenta la comunidad, así como la conformación de redes de apoyo que permitan la generación de mecanismos de mejoramiento de la calidad de vida y el desarrollo comunitario (Sacipa, S., Tovar, C. y Galindo, L. 2005, p. 16).

En ese mismo sentido, es la confianza uno de los ejes centrales de la vida en sociedad, sin ella se desarrolla el autoritarismo, la fragmentación y la vio-lencia, ya que los ciudadanos pierden interés en la relación con sus pares, así como en la representación de las instituciones (Cfr. Dammert, 2014). Esto se da en el marco de un tejido social fracturado por la descomposición social, la violencia, los altos índices de delincuencia y el bajo acceso a la igualdad de recursos para todos.

Por tanto, el tejido social puede comprenderse como aquel entramado de relaciones cotidianas que implican a su vez relaciones de micro vínculos en un espacio local y social determinado como lo es, por ejemplo, el barrio, donde sus habitantes obtienen algún fin determinado, anclándose en la cultura, la recreación, el capital social, y, relacionándose entre ellos e interactuando con su entorno y su medio macro-social (Cfr. Castro y Gachón, 2001). Lo anterior implica que el tejido social presupone dinámicas de relación entre los miem-bros de la comunidad, las cuales les permiten sentir en su contexto un soporte, y que al encontrarse con dinámicas de exclusión (a pesar de continuar hacien-do parte), se inicia la fractura de este tejido que comienza a ser visto como desigual, puesto que no todos los integrantes de la comunidad tendrán acceso a los mismos niveles de oportunidad y participación en las dinámicas sociales, lo cual puede generar diversidad de interpretaciones y emociones respecto los unos de los otros e inclusive generarse en ocasiones conflictos.

De allí que sean los jóvenes quienes están más permeados por dicha des-igualdad percibida, ya que tal como lo afirma Álvarez (2007), el joven es el agente de transformación social por excelencia, encargado de validar, negar y reconstruir valores aprendidos tanto en la familia como en la escuela, re-negociándolos con sus otros contextos. Es por esto que logra evidenciar los

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conflictos y vacíos estructurales de la sociedad y, en cuanto es atravesado por un fenómeno de alto impacto (o violento) que implique condiciones emocio-nales, socioeconómicas y culturales adversas, se convierte en actor de gran parte de los males de la sociedad, tales como la drogadicción, las enfermedades de transmisión sexual, la delincuencia, entre otras.

Por su parte, Dammert (2014) afirma que no es un secreto que en un en-tramado social donde los habitantes no generan lazos de confianza entre ellos, difícilmente se podrá esperar que la confianza institucional sea fuerte, más aún cuando las entidades son percibidas únicamente como compendios de perso-nas habilitadas para tomar decisiones según los posibles intereses que podrían ser aceptados por la mayoría. En ese sentido, es posible señalar que el olvi-do de la inversión política y pública hacia las poblaciones de las cuales hacen parte jóvenes con escasos recursos es una de las condiciones que anteceden un estado de vulnerabilidad (Cfr. Álvarez, 2007), ya que al no contar con esa inversión, no se reconoce al joven como un ser productivo y proactivo en la consecución de una forma de vida sana, al que se le debe invertir sea cual sea su condición, siendo necesario entender que a mediano plazo será el mayor producto de la sociedad y será corresponsabilidad social y familiar lo que haya sucedido con él. Lo anterior se fundamenta en que los jóvenes que han cometi-do delitos hoy serán en el futuro ciudadanos adultos, parte de la sociedad, por tanto, es preciso indicar la forma más funcional de proteger a la sociedad, será siempre la rehabilitación, la prevención de la reincidencia (Dionne y Altami-rano, 2012) y la inversión social.

Actualmente, la sociedad se encuentra en un momento de desesperanza en el que el tejido social se ve cada vez más fragmentado. Es por esto que Bauman (2006) señala que en la sociedad de hoy día las comunidades se articulan con base en el miedo, la sospecha y el odio, entre otros, incrementando la exclusión y debilitando la solidaridad u otro tipo de vínculos como ejes sobre los que tra-dicionalmente se construía comunidad. Por tanto, se evidencia cómo a pesar de que el tejido social es una red bastante densa en la que se agrupan relaciones de cotidianidad, en algunos puntos puede estar quebrada o desconectada (To-rres, 1995, citado por Chávez y Falla, 2004). Esto hace que los tejidos sociales, que se caracterizan por tener relaciones con base en contextos de vulnerabili-dad, cuenten con mayor fortaleza, mientras la sociedad en general se centra en dinámicas de exclusión de aquello que no quiere ver, pero que hace parte de su sistema social, aquel que es prioritario atender.

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Caso: ¿será que sí quiere dejar de cometer delitos?: “Arturo”, víctima directa de hurto y lesiones personales, iniciando el contacto en un proceso restaurativo 1 año después del delito, señaló: yo quiero participar por-que me parece importante que a esos jóvenes que cometen delitos se les preste ayuda y atención, para que ellos puedan reflexionar sobre lo que hicieron y cómo las consecuencias de sus actos han afectado a los demás y así mismos; también quiero saber si la persona que cometió el delito hacia mí lo hizo bajo el efecto del consumo de sustancias y si realmente se arrepiente y quiere dejar de cometer delitos. (Aparte de entrevista, cambio del nombre personal por confidencialidad).

Humanización de la justicia en Colombia

En Colombia, la Corte Constitucional en la Sentencia C-979 del 26 de sep-tiembre de 2015, indicó la importancia de la justicia restaurativa al señalar que:

… se presenta como un modelo alternativo de enfrentamien-to de la criminalidad, que sustituye la idea tradicional de retribución o castigo, por una visión que rescata la importancia que tiene para la sociedad la reconstrucción de las relaciones entre víctima y victi-mario… debe estar orientada a la satisfacción de los intereses de las víctimas (reconocer su sufrimiento, repararle el daño inferido y res-taurarla en su dignidad), al restablecimiento de la paz social, y a la reincorporación del infractor a la comunidad, a fin de restablecer los lazos sociales quebrantados por el delito, replanteando el concepto de castigo retributivo que resulta insuficiente para el restablecimiento de la convivencia social pacífica.

De igual manera, en la Sentencia T-388 del 28 de junio de 2013, se mostró la importancia de incluir en la construcción de políticas criminales elementos de justicia restaurativa que no solo busquen resarcir a las víctimas, sino tam-bién reconstruir un contexto social pacífico, que asegure el derecho a vivir en paz y a la no repetición. Así mismo, el documento CONPES Nº 3828 del 2015, al abordar la política penitenciaria y carcelaria en Colombia, refirió que “las condiciones de ejecución de la pena no involucran un enfoque de justicia res-taurativa y al contrario restringen las posibilidades de restaurar los vínculos con la familia, las víctimas y la comunidad”. Lo anterior aplicado al sistema de adultos.

Frente a ese panorama, en términos de adolescentes, la Defensoría del Pueblo (2015) manifestó que:

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Aunque formalmente se ha señalado que el núcleo de la inter-vención del SRPA es la justicia restaurativa, en la práctica se evidencia la aplicación de un modelo de justicia retributiva, característico de la aplicación de la justicia penal donde: i) no se aplican medidas peda-gógicas, sino castigos frente a la responsabilidad del adolescente; ii) se pretende que la amenaza de este castigo sea utilizada como me-canismo para disuadir del crimen a otros adolescentes o para evitar reincidencias; iii) las víctimas no son tomadas en cuenta como sujetos importantes dentro del proceso, ya que de hecho, no son considera-das; iv) la comunidad es mantenida al margen de este proceso y no es mediadora alguna del proceso restaurativo; v) la participación del adolescente se produce a través de un apoderado, y vi) se aísla al ado-lescente de la comunidad de la que hace parte y en la que se produjo el daño que está llamado a reparar. (Defensoría del Pueblo, 2015, p. 87).

En ese sentido, a inicios del mes de junio del año 2017, en el marco del I Congreso Internacional de Política Penitenciaria y Carcelaria realizado en la ciudad de Bogotá, entidades nacionales y la comunidad internacional respal-daron la suscripción de un pacto de Estado que significó el punto de partida para una transformación profunda con sentido humanista de los Sistemas de Privación de la Libertad. Por tanto, la Procuraduría General de la Nación, me-diante la Resolución No. 336 del 30 de junio de 2017, creó el Programa de Justicia Restaurativa bajo la coordinación de la Procuraduría Delegada para la Defensa de los Derechos Humanos, un programa que tiene por objeto esta-blecer líneas de trabajo para implementar mecanismos de justicia restaurativa.

Es así como, de acuerdo con el artículo 5° de la citada Resolución, inició la implementación de un plan piloto que buscó establecer los alcances de las prácticas de justicia restaurativa con población privada de la libertad, un piloto que se desarrolló con hombres y mujeres adultos que se encuentran privados de la libertad en centros penitenciarios, y con jóvenes en Centros de Atención Especializados (CAE) con base en los presupuestos teórico prácticos que ex-ponen la justicia restaurativa y los elementos incorporados de la metodología para la transformación pacífica de los conflictos, denominada por Sepúlveda (2010), metodología “espiral de paz”.

En ese marco general, a mediados de diciembre de 2017 se firmó el pacto por la humanización de los sistemas de privación de la libertad en Colombia a través de la justicia restaurativa, el cual fue promovido por la Dirección del Programa de Justicia Restaurativa de la Procuraduría General de la Nación y suscrito por 24 entidades, algunas de las cuales fueron: la Vicepresidencia de

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la República, el Ministerio de Justicia y del Derecho, el Instituto Colombiano Penitenciario y Carcelario (INPEC), la Fiscalía General de la Nación, la De-fensoría del Pueblo, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el Departamento Nacional de Planeación (DNP), la Fundación Internacional y para Iberoamérica de Administración y Políticas Públicas (FIIAPP), la Secreta-ria de Seguridad, Convivencia y Justicia del Distrito, el Consejo Superior de la Judicatura, la Fundación para la Reconciliación, entre otras.

La firma del pacto por la humanización de los sistemas de privación de la libertad en Colombia, a través de la justicia restaurativa, se convierte en el eje fundamental que permite reunir esfuerzos, experiencias, conocimientos y prácticas que, en materia de justicia restaurativa, han desarrollado diversas entidades e instituciones en el país a lo largo de los últimos años con el fin de generar una unidad, que de manera conjunta permitirá trabajar en el sistema de privación de libertad de adultos y jóvenes, y que permitirá identificar las necesidades de las partes, ya que tienen en cuenta como elemento fundamen-tal en términos de considerar humanizar el sistema, que no solo es integrado por los ofensores junto con el Estado, sino que a su vez y de manera amplia lo integran las víctimas con las consecuencias derivadas del delito, la comunidad y la sociedad en general.

Caso: no somos delincuentes, somos personas que hemos come-tido errores: “Carlos”, de 16 años, joven privado de la libertad señaló en un proceso de sensibilización en justicia restaurativa lo siguiente: agradecemos estos espacios porque nos hacen participar y sentir personas, y los facilita-dores no vienen mirándonos mal o con miedo y eso permite que reconozca-mos los errores y delitos que hemos cometido para que podemos cambiar, que ante todo somos personas que hemos cometido errores, pero no delincuentes y nos permite pensar en cómo hacer bien las cosas cuando volvamos a salir en libertad para no reincidir. (Aparte de entrevista, cambio del nombre personal por confidencialidad).

Justicia restaurativa

La justicia restaurativa surge como una respuesta crítica y como un me-canismo de resistencia frente a los alcances y consecuencias ineficientes de la actual forma de hacer justicia, en la que se castiga a quien incurrió en una con-ducta punible, pero no se soluciona el conflicto ocasionado por esta (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, 2012).

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Siendo así, la justicia restaurativa se presenta acorde a lo expuesto en la sentencia No. 797 de 2015 de la corte constitucional

como un modelo alternativo de enfrentamiento de la crimi-nalidad, que sustituye la idea tradicional de retribución o castigo por una visión que rescata la importancia que tiene para la sociedad, la reconstrucción de las relaciones entre víctima y ofensor; por tanto, el centro de gravedad del derecho penal ya no lo constituiría el acto de-lictivo y el infractor, sino que involucraría una especial consideración a la víctima y al daño que le fue inferido.

Lo anterior, entendiendo a las víctimas “como personas que individual o colectivamente hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de sus de-rechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente, incluida la que proscribe el abuso de poder” (Or-ganización de las Naciones Unidas, 2006, declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas del delito y del abuso de poder Res. 40/34 de 1985).

De acuerdo con Pascual (2013), el paradigma restaurativo acentúa el he-cho de que la persona ofensora tiene responsabilidades que adjudicarse y obli-gaciones por compensar hacia las personas a quienes ha causado daño, no so-lamente acometiendo reparaciones, incluyendo las simbólicas, sino también resarciendo las relaciones deterioradas entre ella misma, la(s) víctimas(s) y la comunidad. Por lo anterior, la justicia restaurativa reconoce que el delito afec-ta a las personas y las relaciones, por ende el fruto de la justicia es que haya la mayor restauración posible del daño causado. Se estima que su orientación sea cooperativa, ya que se espera que las partes involucradas en el conflicto puedan interactuar y expresar sus pensamientos, emociones, sensaciones y los efectos que han vivido como resultado del delito, al tiempo que construyan de manera conjunta una ruta en la que se propenda por la reparación y que permita lograr acuerdos que satisfagan las necesidades de ambas partes. Por su parte, la ONU (2006) señala que la justicia restaurativa es una metodología para solucionar los problemas que, de varias maneras, involucran a la víctima, al ofensor, a las redes sociales, a las instituciones judiciales y a la comunidad.

En la justicia restaurativa se considera que lo justo se logra cuando la relación social entre todos los vinculados en un conflicto se armoniza; ya sea entre la víctima y su ofensor, o, entre éste [sic] y su familia o su comunidad. Usualmente en el sistema tradicional,

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luego del procesamiento del delito hay consecuencias negativas rela-cionadas con la sentencia, ya que la persona al salir de su proceso de privación de libertad encuentra un contexto sin oportunidades labo-rales, donde ha perdido vínculos familiares y donde su comunidad le estigmatiza; de tal manera que se le hace imposible la convivencia, lo que puede derivar en el escalonamiento del conflicto. (Organización Internacional para las Migraciones, 2015, p. 8).

En ese sentido, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2015) y el Ministerio de Justicia y del Derecho (2018) han señalado la importancia de recomendar el uso de la justicia juvenil restaurativa, al reconocer los peligro-sos efectos que traen consigo las medidas de privación de libertad en jóvenes en etapas de desarrollo y crecimiento personal, con precariedad de condicio-nes y escaso nivel de acompañamiento.

Por otra parte, en Colombia la justicia restaurativa a nivel jurídico se en-cuentra descrita para adultos en el Código de Procedimiento Penal, Ley 906 de 2004 del artículo 518 al 527, mientras que para los adolescentes está descrita como un eje trasversal en el Código de Infancia y Adolescencia, ley 1098 de 2006, que en su artículo no. 140 señala que:

En términos de la finalidad del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes, tanto el proceso como las medidas que se tomen son de carácter pedagógico, específico y diferenciado respecto del sistema de adultos, conforme a la protección integral. Además, el proceso deberá garantizar la justicia restaurativa, la verdad y la repa-ración del daño… en el artículo no. 178, afirma que las sanciones de los jóvenes tienen una finalidad protectora, educativa y restaurativa, y se aplicarán con el apoyo de la familia y de especialistas.

Por tanto, se evidencia cómo en el articulado jurídico en materia de adoles-centes, todo el proceso deberá garantizar la justicia restaurativa, un elemento relevante a la hora de administrar justicia adolescente. No obstante, infortuna-damente, los operadores de justicia tales como jueces y fiscales, entre otros, re-quieren un proceso de sensibilización y capacitación mayor con el fin de poder aplicarla, pues si bien es cierto que en la norma se señala su carácter diferencia-do respecto del sistema de adultos, en la realidad, el vacío genera que la visión hermenéutica de aplicación sea concebida desde la conducencia de la norma aplicada para adultos, y no reconoce como principio fundamental el proceso de desarrollo del joven y la forma de aplicación que se espera sea diferenciada.

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Ahora, desde una perspectiva psicológica, de acuerdo con Chaparro (2010) se destaca que:

En justicia restaurativa, la mirada al pasado orientada a es-cudriñar la culpa del ofensor, propia de los esquemas retributivos, es desplazada por una visión de futuro anclada en el propósito de buscar mecanismos mediante los cuales se propicie que el ofensor se enfrente con sus propios actos y sus consecuencias, adquiera conciencia sobre el daño que ocasionó, reconozca y asuma su responsabilidad e intente la reparación del agravio. En consecuencia, no es un enfoque basado en los merecimientos, sino en las necesidades emocionales, relaciona-les y reparatorias de las personas involucradas en el conflicto. (p. 43).

Lo anterior permite cooperar en la gestión del conflicto que se derivó en delito, atendiendo las necesidades de las partes y su proyección hacia el futuro con relación a las consecuencias resultantes de la conducta punible, teniendo en cuenta que este enfoque no solo atiende la relación entre ofensor y Estado (justicia retributiva), tampoco hace una distinción frente a qué población pue-de acceder a prácticas restaurativas (justicia transicional), sino que brinda la oportunidad, a la sociedad en general, de colaborar con la evaluación del deli-to, su impacto y la mejor forma de atenderlo, reconociendo el rol fundamental de las víctimas, los ofensores y la comunidad, junto con sus necesidades, parti-cularidades y posibilidades (justicia restaurativa).

Es importante evidenciar cómo a través de la aplicación de la justicia res-taurativa la sociedad puede trabajar en el gran desafío que tiene actualmente, el cual es, disminuir la desconfianza social y la percepción de impunidad con relación al delito frente al sistema de justicia, puesto que con su aplicación no solo se atiende la conducta punible y su consecuencia directa según el ordena-miento jurídico, sino que se atienden las necesidades emergentes que queda-ron resultantes del delito en quienes se vieron afectados por este.

Para finalizar este apartado, es relevante traer a colación lo que Zehr (2007) señala que no es la justicia restaurativa, manifestando al respecto que no es un programa orientado hacia el perdón y la reconciliación, ni una estrategia directa para reducir los niveles de reincidencia, ni un programa dirigido úni-camente a delitos leves, y tampoco que va en contra de la prisión, ni en oposi-ción a la concepción retributiva de la justicia. Sencillamente es un modelo que permite restablecer el vínculo social que fue quebrantado como consecuencia del delito, con las implicaciones que ya se han expuesto hasta el momento.

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Caso: con esto también me liberé de la culpa: “Martha”, víctima indirecta del homicidio de su esposo en el marco de un encuentro restaurativo con su ofensor, 20 años después de haberse cometido el delito, preguntó: ¿si el día del delito yo hubiera acompañado a mi esposo a desayunar al local, no lo hubieran asesinado? Ante lo cual el ofensor responde: señora, ese día, independientemente de usted, su esposo hubiera muerto, porque ese día no había casi policía y el momento estaba dado. La víctima suelta la respiración y señala poderse liberar de la culpa, pues durante 20 años pensó que por no haberlo acompañado ese día, lo habían matado. (Aparte de encuentro de preparación entre la víctima indirecta de homicidio y un terrorista del grupo ETA). (Pascual, 2013).

Formas de aplicación de la justicia restaurativa

La justicia restaurativa se está posicionando a nivel mundial como una po-derosa alternativa en la resolución del conflicto y del delito, así como también está siendo aplicada a conflictos escolares, comunitarios y a otros contextos sociales que lo requieren, ya que la filosofía de la justicia restaurativa busca reparar los daños causados por el delito y favorecer el restablecimiento de las personas implicadas, a saber: la víctima, el ofensor y la comunidad (Cfr. Ta-pias, 2017).

De igual manera, la justicia restaurativa ha sido conocida como el modelo de las 3R, que se traducen en la responsabilización del ofensor frente al delito cometido, la reparación del daño a la víctima y la reintegración social (Cfr. Padi-lla, 2012) que, en palabras de Rojas (2009), se empalman con las características comunes que tienen los programas restaurativos, a saber: a) encuentro, b) re-paración, c) reintegración e d) inclusión.

Las prácticas restaurativas son útiles de implementar en términos de ado-lescentes puesto que inciden en la prevención de la reincidencia en el delito. Estudios como el de (Cfr. Umbreit, Vos y Coates, 2006, citado en Tapias, 2017) muestran datos en torno a la disminución de la reincidencia en jóvenes que participan de programas restaurativos, los cuales a largo plazo pueden tener inclusive mejores efectos, ya que, al favorecer la reflexión y ser integrados, dis-minuyen recaídas en la conducta antisocial y adicionalmente son programas más económicos, aunque implican mayor nivel de dedicación.

Es importante señalar que para que sea posible desarrollar programas res-taurativos se deben tener en cuenta algunos valores fundamentales que hacen

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parte del proceso y que son señalados por Bazemore y Umbreit (2001) y Britto (2010), haciendo referencia a la voluntariedad de participación de las partes, la honestidad con la que se debe participar, y en ese sentido, permitir que las personas sean restablecidas por la verdad y la confidencialidad de la informa-ción emergente de los procesos, la cual no será utilizada para fines distintos a los restaurativos. Así, se espera que el respeto por la comunicación tolerante y constructiva, la escucha a la que todos quienes participan tienen derecho y los valores sean una premisa de los participantes a la hora de comprometerse con las acciones específicas que implican los programas restaurativos.

En la misma línea se establece que en lo posible, la persona que oriente, facilite, medie o concilie los procesos que se lleven a cabo en el marco de la justicia restaurativa, tenga un perfil profesional que valore los vínculos hu-manos, que esté convencida de la funcionalidad de lo que está haciendo con las partes y que no tenga intereses económicos en particular. En ese sentido, requerirá contar con competencias básicas como facilitador y que en general sea una persona con alta empatía, habilidades de comunicación, capacidad de escucha, empoderada, comprensiva, con destreza para la negociación y con conocimientos en aspectos básicos del derecho (Tapias, A. 2017, p. 30).

La teoría de la justicia restaurativa sostiene que el proceso de justicia pertenece a la comunidad, donde las víctimas necesitan recupe-rar el sentido del orden, la seguridad y recibir una restitución, mientras que los ofensores deben ser encontrados responsables por los daños ocasionados por sus acciones, y la comunidad debe estar incorporada en el proceso de prevención, confrontación, monitoreo y siempre mo-verse hacia adelante para la sanación (Rojas, C. 2009, p. 158).

Lo anterior se traduce en la realización de encuentros restaurativos, los cuales se convierten, en palabras de Etxeberria (2013), citado en Pascual, E. (2013, p. 24) “en una forma de revivir el pasado, no con la intención de hurgar las heridas, sino de cauterizarlas y a partir de ahí, mirar al futuro”. En ese sen-tido, se encuentran métodos restaurativos que cumplen con las características principales requeridas y son expuestos en el manual de la ONU (2006) y por Bazemore y Umbreit (2001). Estos métodos se resumen en la figura que apa-rece a continuación:

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Figura 2. Métodos restaurativos. Fuente: elaboración propia.

Mediación víctima ofensor

En este método sus participantes básicamente son: la víctima, el ofensor y el mediador, que puede ser un profesional que funge a la vez como autoridad; es decir, no convoca a familiares ni a la comunidad. El objeto del encuentro es que ambos conversen sobre el delito dentro de un contexto de seguridad física y emocional; el ofensor habla sobre las causas de su comportamiento delictivo, la víctima habla de los efectos físicos, emocionales o financieros del delito y ambos trabajan en la construcción de un plan de reparación del daño (Tapias, 2017).

Durante el encuentro el facilitador-mediador realiza un encuadre, reco-pilación de información, definición del problema, búsqueda de opciones, re-definición de posturas, negociación y redacción del acuerdo. Es importante recordar que el encuentro es un espacio voluntario y asistido que tiende al acuerdo entre las partes, se basa en el principio de ganar/ganar, se desarrolla bajo confidencialidad de la información, es informal y es flexible (Fernández y Ortiz, 2008).

Caso: ¿por qué lo hizo?: Un joven de 18 años le toca el trasero a una mujer desconocida, es capturado y se inicia la acción penal. La mujer explica que se siente ofendida, aunque no muy afectada, que le intriga saber por qué él lo hizo y si lo va a volver a hacer. El fiscal indaga al joven, quien señala que nunca había hecho algo similar y que lo hizo porque sus amigos le habían colocado el reto. Ahora entiende el error que cometió y quiere que le dejen

1. Mediación Víctima Ofensor

Métodos Restaurativos

2. Conferencia

Familiar

3. Círculos de

sentencia

4. Panel de víctimas

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explicar la situación, que él no es un depravado y que no lo volverá a hacer. Al final se acuerda un encuentro entre ofensor y víctima mediado por el fiscal, ambos cuentan su versión de los hechos, la mujer se alivia al saber que fue un reto y pide que se verifiquen los antecedentes para confirmar que sea verdad, y como reparación pide que se haga una charla para prevenir situaciones si-milares hechas por otros jóvenes, el fiscal lo avala y el caso culmina. (Tapias, A. 2017, p. 57).

Conferencia familiar

Este método tuvo su origen en los indígenas maorí de Nueva Zelanda, convocando a las familias de los involucrados, luego se desarrolló con mayor fuerza en el mismo país y era desarrollado previa remisión de la policía. De acuerdo con la ONU (2006), cada proceso de conferencia tiene un facilitador y el enfoque del proceso es más amplio, puesto que

“implica reunir a la familia y amigos de la víctima y del ofen-sor, y a veces también a los miembros de la comunidad, para que par-ticipen en el proceso, para identificar los resultados deseables por las partes, para abordar las consecuencias del delito y para explorar maneras adecuadas de prevenir el comportamiento delictivo. El pro-pósito de una conferencia familiar es confrontar al ofensor frente a las consecuencias del delito, desarrollar un plan reparador y, en casos más serios, determinar la necesidad de supervisión más restrictiva y/o de custodia”.

Caso: Inocencio: Un joven de 25 años ha padecido una golpiza por parte de su cuñado de 22 años porque ha sido acusado de infidelidad. La es-posa y madre de una bebé de 2 años se enteró por llamadas anónimas y fue a contarle a su hermano, quien salió a su defensa y en medio de su ira lesiona a Inocencio, dejándolo con incapacidad de 15 días. Inocencio afirma que son solo comentarios mal intencionados pero que igual nadie debe meterse en pro-blemas de pareja; sin embargo, acuerdan un encuentro con el fiscal, luego de conversar por separado cada una de las partes con la psicóloga de atención a víctimas. Toda la familia acude a escuchar la historia. El hermano manifestó su arrepentimiento por golpear a Inocencio, quien acepta la versión y pide una disculpa a su esposa para limpiar su buen nombre como esposo leal. La esposa acepta que se cometió un error al agredirlo y entre todos acuerdan apoyar el proceso de terapias que debe seguir Inocencio como consecuencia de la agresión, de igual manera solicitan se aplique el principio de oportunidad para extinguir la acción penal en razón de que se realiza la preparación con cada una de las partes y se llega a ese acuerdo. (Tapias, A. 2017, p. 53).

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Círculos de sentencia

Este método, como su nombre lo indica, implica que los participantes se ubiquen sentados en un círculo y se expresen a medida que se pasa un objeto alrededor, el cual concede la palabra a quien lo tiene en sus manos —un mo-vimiento que coordina el facilitador—. Los círculos de sentencia implican el encuentro entre el ofensor, la víctima y también incluyen al personal judicial y a los miembros de la comunidad, todos los cuales se involucran en la toma de decisiones sobre el tipo de sanción o reparación solicitada al ofensor.

La idea es que todos los participantes manifiesten cómo se sienten por el delito, que la víctima explique el impacto que el delito tuvo a nivel económico, físico y emocional, que el ofensor explique por qué cometió el delito, y que la comunidad indique cómo le afectó el delito; también participan haciendo pe-ticiones, ofrecimientos, compromisos o sugerencias en torno a cómo se puede remediar lo sucedido a través de la reparación. Un requisito para la realización del círculo es que los participantes hayan sido previamente preparados y que sea el ofensor quien convoque al mismo, es decir, que se encuentre dispuesto a la reparación, la confrontación y el apoyo, por esto se eligen casos en los que el ofensor preferiblemente tenga arraigo con la comunidad (Tapias, 2017).

Caso: Transmilenio: Juan, de 17 años, logró ingresar a la universi-dad pública y todos los días se transporta durante largas horas desde su casa a la universidad en Transmilenio, padeciendo las deficiencias del servicio. Un día hubo disturbios y se unió, con varios compañeros “revoltosos”, a los usuarios que se manifestaban con grafitis, rompiendo vidrios y afectando las instalaciones, luego afectó un local adyacente que distribuía las tarjetas del transporte por un monto que amerita una fuerte sanción del SRPA. En el caso se decide realizar un círculo de sentencia en el que participa el defensor de infancia y adolescencia, el fiscal, la mamá y hermana de Juan, algunos veci-nos y el representante de la empresa transportadora. Juan inicia con el objeto que le da la palabra y señala que no pensó que se le fuera tan hondo, que es consciente de que no es la manera de expresar que el sistema es deficiente; la madre y hermana manifiestan la angustia que han sentido porque desconocen a Juan, quien es ejemplar. Los vecinos, en el uso de la palabra, manifiestan que ese día se paró todo por el desorden y que el sitio que es de todos y para todos quedó mal, y la persona de la empresa transportadora manifestó lo duro de restablecer el funcionamiento de esa estación (Tapias, A. 2017, p. 52).

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Panel de víctimas

El método consiste originalmente en que varias víctimas y varios ofenso-res participan en una sesión en la que son escuchados, cada uno con un tiempo aproximado de 20 minutos, y en la que, con previa preparación por separado tanto con víctimas como con ofensores, se conciben ideas iniciales frente ac-ciones reparativas. Dentro de las metas de los paneles se encuentran: a) pro-mover que los ciudadanos participen del sistema de justica, b) proveer la opor-tunidad para que la víctima y la comunidad confronten de manera positiva a los ofensores, c) favorecer la oportunidad para que los ofensores asuman su responsabilidad y d) generar sentido comunitario de las consecuencias de los delitos, entre otros (Tapias, 2017).

Es importante tener en cuenta que, para la realización de los métodos res-taurativos expuestos, es clave que el facilitador deje claro que en ningún mo-mento habrá beneficios para el ofensor, puesto que es normal que las víctimas tengan desconfianza ante la posibilidad de que el ofensor obtenga beneficios debido a su participación de los encuentros restaurativos (Pascual, 2013). Adi-cionalmente, en caso de que existiera algún tipo de beneficio y que este fuera conocido por los ofensores, se correría el riesgo de minar la participación con relación a la credibilidad y la honestidad de quienes se interesaran por parti-cipar de los encuentros restaurativos. Por tanto, el proceso en sí mismo debe ser un espacio que focalice la atención en el reconocimiento únicamente de beneficios personales, ya que debe ser entendido como un proceso que libera y descarga simbólicamente un poco del peso que lleva cada ofensor de acuerdo a su delito, al poderlo gestionar con las víctimas directas e indirectas del mismo y con la comunidad.

En ese sentido, Pascual (2013) señala que, en términos de la realización de los encuentros restaurativos, vale la pena destacar la grandeza del ser humano, que no se mide solo por sus logros sino también por la capacidad de supe-ración ante las adversidades, de igual manera que el diálogo puede llenar de humanidad lo que las armas, o inclusive, el delito, deshumanizaron.

Caso: escuchándolas, entendí: Juan es un adolescente que está en grado noveno y se dedica a la venta ilegal de sustancias psicoactivas, por lo cual es privado de la libertad. Se encuentra en un CAE, donde ese le invita voluntariamente a participar en un programa de justicia restaurativa donde se trabaja de forma individual y logra reconocer el haber cometido el delito de venta ilegal de estupefacientes y cuáles fueron las razones para hacerlo. Como

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le cuesta aceptar la negatividad de su conducta, se le invita a un panel de víctimas en el que participan padres e hijos que han sufrido el impacto de las drogas. El primero en hablar es un joven que expone que empezó en las drogas por curiosidad, luego por diversión, y finalmente se convirtieron en el centro de su vida, por lo cual, entre otras, robó a su familia y se volvió habitante de calle. Finaliza pidiendo perdón a su familia por las angustias que les hizo vivir. Luego habla la madre y cuenta todos los problemas que tuvieron por esta conducta, a nivel económico, desconfianza en su hijo, y el dolor de verlo en la perdición. Al final señala que decidió venir para que a otros no les pase lo mismo. Tras escuchar esos relatos, Juan se da cuenta del daño que causa al vender drogas y se compromete a trabajar en jardinería en el CAE, y con lo que le paguen, ayudar a su familia. (Tapias, A. 2017, p. 58).

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ConclusionesLa justicia restaurativa trabaja en la intervención y el restablecimiento del

vínculo social fracturado como consecuencia del delito, e implica reconocer las necesidades emergentes en la víctima, así como las posibilidades y capaci-dades del ofensor para responsabilizarse, reparar y ser reintegrado, otorgán-dole además a la comunidad la oportunidad de expresar su afectación, bien sea directa o indirecta frente al delito, y las posibles estrategias que vislumbre para determinar formas de reparación, e inclusive, la sanción misma del ofensor. Por tanto, convoca a la participación activa entre víctima, ofensor y comu-nidad, quienes pueden reunirse a través de diferentes métodos restaurativos, también llamados encuentros restaurativos, que implican reconstruir las me-morias del pasado sanando y reparando a las partes.

Se convierte, entonces, la justicia restaurativa, en una interesante apuesta social que invita a la sensibilización y la capacitación de los ciudadanos, quie-nes conviven en un contexto que requiere estrategias para la comprensión de los conflictos y educarse para intervenir de manera pacífica. Lo anterior no implica dejar de lado la justicia tradicional (denominada retributiva y centrada en la relación entre el ofensor y el Estado), sino que invita a pensar de manera más amplia, reconociendo la afectación de las partes (víctima, ofensor y co-munidad) frente al delito y la mejor forma de intervenir en sus consecuencias, máxime cuando se está hablando de jóvenes que han cometido infracciones a la ley. Además, es un enfoque que permite reconocer lo fundamental de las relaciones humanas y la importancia de su restablecimiento, ya que el vínculo es un elemento que pertenece de forma indiscutible al ser humano.

En general, es posible resumir los objetivos por los que trabaja la justicia restaurativa, que, tal como los presenta la ONU (2006), son:

restaurar el orden y la paz de la comunidad y reparar las re-laciones dañadas; denunciar el comportamiento delictivo como in-aceptable y reafirmar los valores de la comunidad; dar apoyo a las víctimas, darles voz, permitir su participación y atender sus necesi-dades; motivar a todas las partes relacionadas para responsabilizarse, especialmente a los ofensores; identificar resultados restaurativos fu-turos, y prevenir la reincidencia motivando el cambio en los ofenso-res y facilitando su reintegración a la comunidad.

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Sin duda, los procesos por los que propende la justicia restaurativa re-quieren de facilitadores que tengan, además de conocimientos en el área de la psicología (las humanidades) y el derecho, una convicción fuerte en el efecto positivo que resulta de trabajar por el restablecimiento del vínculo, y reparar lo que el delito deterioró. Además, debe tener una competencia básica para su actuar constante, la cual es la empatía, capacidad sin la cual resultaría muy complejo para el facilitador colocarse en el lugar del otro cuando ese otro pue-de ser tanto el ofensor como la víctima o cualquier miembro de la comunidad, con quien se deba realizar la intervención, bien sea a través de métodos como la mediación víctima-ofensor, la conferencia familiar, los círculos de senten-cia, los paneles de víctimas u otra estrategia que propenda por la justicia res-taurativa, la cual implica creatividad y que cada proceso sea único tal como lo son quienes en él participan.

En ese sentido, es importante señalar que, si bien la justicia restaurativa se encuentra en el ordenamiento jurídico tanto de adultos (Código Penal) como de adolescentes (Código de Infancia y Adolescencia), su aplicación en la actua-lidad debe fortalecerse y debe acrecentarse el número de facilitadores que la conozcan y puedan aplicarla, así como la oferta institucional y del Estado, la cual podrá permitir que sea más sencillo acceder a ella y que, específicamente en materia de jóvenes, pueda constituirse como uno de los pilares útiles para para la gestión colaborativa del conflicto que se derivó en delito y la recons-trucción y transformación del tejido social, en los casos que se estimen perti-nentes y donde la voluntad y la honestidad de las partes sea la primera línea de verificación para emprender un proceso con base en la Justicia Restaurativa.

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La formación del docente de las IES. Una clave para la innovación, el desarrollo y la cultura de paz en Colombia

Jennifer Natalia Mendoza Ariza19

Angélica Rocío Garzón Serrano20

Resumen:

A continuación se presenta una reflexión en torno a los desafíos que el sector educativo de formación superior en Colombia propone al Nuevo Sena-do y su cuerpo de representantes con miras al fortalecimiento de los mecanis-mos propicios para conseguir una sociedad cada vez más educada, y con el fin de garantizar una sociedad en paz, desarrollada y con justicia social.

Palabras clave: educación, cultura para la paz, docente universitario, Ins-tituciones de Educación Superior, Objetivos de desarrollo sostenible.

IntroducciónEl potencial humano concentrado en Latinoamérica y el Caribe, junto a

las riquezas naturales y culturales, son un aspecto fortuito que representa la riqueza intrínseca de la región. Pensar en esto implica detenerse a considerar el fenómeno de sus profundas brechas y enormes desigualdades sociales, las cuales coartan las posibilidades de desarrollo y bienestar de sus pueblos.

En ese marco regional, Colombia es un reflejo de dicha paradoja; la falta de equidad restringe, en ocasiones, el acceso a las oportunidades de creci-miento y desarrollo, y a pesar de la fortuna territorial y calidad humana, se evidencian crisis en las instituciones, tasas altas de desempleo, índices ele-vados de deserción escolar, decrecimiento de sectores productivos como el agrícola y preocupaciones de los y las ciudadanas por las garantías de sus derechos, entre otros.

19 Docente-Investigadora del Grupo de Investigación CISNHE, Categoría C de Colciencias, ad-scrito a la Universidad Manuela Beltrán-Bucaramanga. Filósofa y Magíster en Filosofía, Universidad Industrial de Santander. Línea de investigación: Procesos pedagógicos y desarrollo humano. Correo electrónico:[email protected]. 20 Docente del Departamento de Pedagogía y Humanidades, Universidad Manuela Beltrán. Licen-ciada en Educación, Universidad Industrial de Santander. Magíster en Evaluación y Aseguramiento de la Calidad de la Educación, Universidad Externado de Colombia. Línea de investigación: Procesos pedagógicos y desarrollo humano. Correo electrónico: [email protected].

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Con ese caldo de cultivo, algo convulso y complejo, los investigadores so-ciales tienen la necesidad de responder a las urgencias coyunturales de la so-ciedad y, por ende, plantear desafíos en los que se reflexione sobre las posibles causas que desarticulan el equilibrio natural del Estado. Por lo anterior, anali-zar el rol de la educación dentro del sistema social, e identificar su influencia en la concepción y desenvolvimiento de los actores sociales, permitirá iden-tificar las alternativas de solución que puedan contribuir en la construcción de un mejor país. Además, pensar en el papel que juegan los profesionales de la educación, docentes que día a día interactúan con la población y gracias a sus destrezas en el proceso de enseñanza, logrará exteriorizar las habilidades y potencialidades de cada uno de los sujetos inmersos en el sistema educativo.

Así, en las líneas que se presentan a continuación, se reflexiona sobre una posible respuesta a un interrogante extendido desde el Centro de Investigacio-nes y Altos Estudios Legislativos (CAEL): ¿cuál sería un tema que los legislado-res electos podrían abordar?, esto en el marco de la conformación del nuevo Senado de la República.

A partir de ese primer interrogante y como investigadoras, maestras y ciu-dadanas, hemos direccionado esa pregunta hacia otro interrogante que se sitúa en el campo de desempeño investigativo y profesional actual: ¿cómo fortalecer los mecanismos de formación docente para las Instituciones de Educación Su-perior que buscan alcanzar estándares de alta calidad y atender las necesidades de desarrollo y paz para nuestra nación? Dicha cuestión permite estructurar una propuesta de debate que propenda por soluciones que puedan ser imple-mentadas en un futuro cercano y que ofrezcan apoyo al sector educativo, bajo las acciones directas legislativas que tienen eco en todo el territorio nacional y, con ello, capacidad de impacto.

Para avanzar en la discusión, se proyectan cuatro perspectivas: en primer lugar, se aborda, brevemente, la profesionalización docente; en segundo lugar, se analizan aspectos relevantes y puntuales sobre los desafíos de las IES frente a los estándares de calidad internacional; en tercer lugar, se exploran retos educativos nacionales destacables en materia de desarrollo social y paz; por último, se exponen algunas estrategias y tópicos de discusión que aportarían al fomento de la calidad de la educación en el nivel de formación superior en Colombia.

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La profesionalización del docente. Una mirada a su importancia para el desarrollo social

Reflexionar en torno a la profesión del docente trae consigo variados de-bates sobre su rol, las competencias que deben poseer, el impacto social que deben ejercer con su labor, así como acerca de su formación específica. Aspec-tos multivariados que posiciona la actividad docente como uno de los puntos neurálgicos en la construcción de sociedades prósperas y equitativas. De ahí que los Estados, las instituciones de educación de diferentes niveles, las asocia-ciones de maestros y las comunidades estén avocadas a incentivar el desarrollo científico y cultural de las comunidades.

En este sentido, la perspectiva obtenida desde la CEPAL y la Unesco (1992), en materia de educación, implica un gran reto a la calidad educativa por cuanto se espera que con ella se ofrezcan las herramientas propicias para construir naciones justas y democráticas. Con ello, se está impulsando el pa-pel principal del docente, junto a los actores (sociedad, instituciones, estados) involucrados en la mejora y formación continua de aquellos profesionales que ejercen la labor de enseñar, tanto en edades tempranas como en etapas univer-sitarias y de formación posgradual.

Es así como “la variedad y diferencias socioeconómicas y culturales de la población usuaria del sistema de enseñanza superior pueden suscitar nuevas interrogantes en las autoridades educacionales del país, como también a los docentes universitarios” (Villalobos, A. & Melo, Y., 2008, p.8). Los retos so-ciales de las distintas comunidades son un suceso de interés gubernamental y educativo, puesto que el desafío de la sociedad naciente es el cambio de las es-tructuras cívicas actuales hacia unas con mayor representación de la equidad, la justicia y la democracia, todas estas como subculturas presentes, con mayor arraigo, en la de Educación Superior.

A partir de esta visión del docente como uno de los actores protagónicos en la consolidación de comunidades globales de conocimiento, es importante pensar un momento en el modo en el que nuestro país lo concibe, ya que sobre ese rol descansa “(…) la transmisión y reconstrucción del conocimiento, que permite al individuo que se forma relacionarse con el legado de la humanidad y desarrollar las comprensiones que la transformación de las sociedades de-manda” (Camargo, et al., 2004, p. 80). En esa acepción se encuentra el núcleo de la función del docente; sin embargo, es importante considerar que no es

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la única, puesto que al observar las estructuras de los ambientes en los que se desempeñan, se advierte una variación sustantiva frente a los niveles de for-mación contemplados por el sistema que cubre el territorio colombiano.

Ahora bien, si se asume una postura en la que el docente es uno de los pi-lares de las vías de desarrollo de una nación, resulta vital contemplar algunos de los factores que inciden en la mejora cualitativa de la educación, entre ellas: “(…) capacitación, vocación, formación, tiempo disponible para enseñar, ca-pacidad para innovar en el aula, formas de enseñanza, condiciones de trabajo (motivación, satisfacción, remuneración), imagen social y autoconcepto, con-diciones técnico-pedagógicas escolares y relaciones” (Camargo, et al., 2004, p. 83). Todas aplicables al quehacer del docente sin distinción de la población a la cual se dirigen.

Aquí es importante indicar que la formación permanente repercute en la relación entre práctica docente y las instituciones, porque los docentes va-loran y solicitan espacios para la capacitación y actualización, en tanto que es pensada como un proceso de “(…) actualización que le posibilita realizar su práctica pedagógica y profesional de una manera significativa, pertinente y adecuada a los contextos sociales en que se inscribe y las poblaciones que atiende” (Camargo, et al., 2004, p. 81). Por ende, de forma amplia, puede com-prenderse la importancia que representa para el profesional que cuenta con conocimientos disciplinares propios no licenciados y para quién puede seguir perfeccionando sus saberes sobre la práctica docente y las herramientas nece-sarias para llevarla a cabo de forma pertinente.

Las consideraciones adelantadas sobre la importancia de la denominada formación de formadores21* conducen a pensar detenidamente en los aspectos que deben integrarse, ya que la capacitación continua requiere el fortaleci-miento de la capacidad profesional del docente, la adquisición de herramien-tas para la enseñanza y la mejora de las condiciones de trabajo (Camargo, et al., 2004, p. 85-86).

21 * Sobre el uso en la literatura especializada en educación es importante notar que el término cual-ificación es empleado para referirse a los aspectos operacionales y encaminados a la eficiencia en el desempeño de una profesión; sin embargo, aparecen con mayor frecuencia vocablos como formación, actualización y capacitación que se usan para describir aquellos espacios en los cuales los educadores adquieren, reflexionan e innovan sobre su ser y su quehacer. Al respecto véase Camargo, et al., (2004); Vieira, M. (2008); Tejada, J. (2013); Torello, (2011), Cepal/Unesco (1992), entre otros.

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En consecuencia, la profesionalización22** de la labor docente implica tam-bién la investigación, así como la reflexión y la innovación de la práctica pe-dagógica. En cuanto a la investigación, es preciso destacar que es inherente al trabajo pedagógico dado su potencial de trascender el contexto en el que se lleva a cabo y de transformar a quienes participan en ella, donde el docente-in-vestigador asume un papel activo como constructor de su propio conocimien-to y es autogestor de su desarrollo profesional (Mas Torello, 2011). Asimismo, no debe desconocerse que la práctica pedagógica se nutre en un alto grado de la investigación, puesto que a través de esta se abren posibilidades metodoló-gicas y didácticas de gran valor.

Lo anterior está directamente relacionado con los elementos constituti-vos de la profesión docente orientada a la postura crítica de su relación con el conocimiento y con el impacto que su ser y su quehacer puede generar en el contexto social en el que se inscribe, en el que es necesario “(…) el ejerci-cio de juicio en un juicio práctico en condiciones inciertas; la necesidad de aprender de la experiencia como interacción de la teoría y la práctica (…)” (Tejada, 2013, párr. 15).

Ahora bien, los conocimientos, habilidades, destrezas y capacidades es-pecíficas del docente exigen planes, programas, espacios para su desarrollo, como se puede observar en los lineamientos sobre este aspecto compilados en el Plan de Desarrollo Nacional (2014) y en las disposiciones del Ministerio de Educación Nacional, entes que han diseñado catálogos de cualificación y planes de formación docente reflejados en las respuestas dadas en materia de planes y políticas públicas departamentales y municipales, aunado a los es-fuerzos de las universidades que ofrecen maestrías, diplomados, seminarios, cursos, entre diversos espacios de capacitación y actualización que apunta al mejoramiento de la calidad de la educación en Colombia.

Por lo anterior, es necesario comprender que “la Visión de la Universidad latinoamericana en prospectiva hacia el año 2020 estará dada desde la inmer-sión político-social en la construcción de las naciones desde la intercultura-lidad y la educación interactiva de formación-capacitación” y esto conlleva a que “(…) necesariamente estará la Universidad en su calidad de responsable de formar el docente de esta institución” (Soto, D., 2009, p. 176), teniendo en cuenta que dicha responsabilidad implica hacer énfasis en los procesos de ca-

22 ** La profesionalización puede entenderse como aquellos procesos en los que se desarrollan las acciones, actitudes, estrategias, conocimientos, entre otros aspectos propios de la profesión de docente o profesional de la educación. Al respecto consúltese Vieira, (2008) y Torello, (2011).

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lidad institucional y, dentro de éstos, la calidad docente que cuestione las ha-bilidades específicas sobre su quehacer, y en las cuales se centren los procesos de capacitación y perfeccionamiento de las mismas.

De acuerdo con lo expuesto sobre la cuestión que nos convoca, se hace evidente que para la Universidad Manuela Beltrán no es ajena la necesidad de consolidar e implementar una Política de Cualificación Docente que responda de manera pertinente y actualizada a los desafíos de su comunidad educativa, puesto que entiende y se compromete con la dimensión ética, y por ende res-ponsable, de la labor docente en la formación de perfiles profesionales oferta-dos desde sus facultades.

Desafíos de las IES frente a los estándares de calidad internacional

Detenerse y considerar los desafíos que deben atender las Instituciones de Educación Superior, en este caso colombianas, frente a los estándares de calidad internacional, implica: primero, revisar el panorama descrito en los acuerdos de las naciones respecto a los objetivos para el desarrollo sosteni-ble; segundo, considerar los acuerdos a los que se han llegado en la región y la hoja de ruta para su implementación; y tercero, determinar el impacto que las metas mundiales y regionales han tenido en la concepción de calidad de la educación superior para Colombia.

Acorde con las instancias mencionadas, es preciso apuntar que la Organi-zación de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, en la agenda para el Desarrollo Sostenible 2030, aprobada en 2015, reconoce que la educación es fundamental para el éxito de los 17 objetivos escogidos como directrices de trabajo mancomunado para dar respuesta a las necesidades, que como humanidad, enfrentamos bajo la diversidad de coyunturas culturales, económicas, políticas, medioambientales y de género.

Entre los 17 objetivos se encuentra el objetivo 4, denominado Educación de calidad, cuyo foco es “garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos” (UNESCO, 2017a, p. 6), el cual requiere para su alcance, una serie de esfuerzos de las naciones para la articulación de las estructuras estatales, sociales y de cooperación internacional, que busquen garantizar el derecho a la educación e impulsar el desarrollo de las naciones, particularmente, para la región de

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América Latina y el Caribe, en la que Colombia es parte integral. Con esto, es importante resaltar que la finalidad de los 17 objetivos:

(…) es garantizar una vida sostenible, pacífica, próspera y jus-ta en la tierra para todos, ahora y en el futuro (…). Hacen referencia a una serie de necesidades sociales, que incluyen educación, salud, protección social y oportunidades laborales, y a la vez el cambio cli-mático y la protección del medio ambiente. Los ODS se enfocan en barreras sistémicas claves para el desarrollo sostenible, tales como la desigualdad, los patrones de consumo sostenible, la capacidad insti-tucional débil y la degradación del medio ambiente (UNESCO, 2017).

Como se puede apreciar, el enfoque de los objetivos no es otro que el de dignificar las condiciones en la que los seres humanos desarrollan sus formas de vida y así propiciar el aprovechamiento de las capacidades humanas para la transformación social. También, resalta el papel protagónico de la educación, comprendida como uno de los factores que incentiva el desarrollo sostenible de las sociedades. Por esta razón, la educación se comprende como un medio fundamental para empoderar a los individuos, en tanto se convierten en agen-tes de cambio.

Así, pensar en una educación para el desarrollo sostenible requiere del fundamento de una pedagogía transformadora orientada a la acción, transdis-ciplinar, participativa, encaminada a la resolución de problemas e integrada a las necesidades cercanas del tejido social.

De esta manera, al concebir la educación como un ecosistema de conoci-miento, orientado al servicio y a potenciar las capacidades de los individuos y el desarrollo de las comunidades, el educador adquiere un rol protagónico, puesto que puede dar la respuesta pertinente y situada (basada en su experien-cia) para alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible.

Entonces, es indispensable perseguir la idea de que “La educación a lo largo de toda la vida exige que el personal docente actualice y mejore sus capacida-des didácticas y sus métodos de enseñanza, incluso más que en los sistemas ac-tuales, que se basan principalmente en periodos cortos de enseñanza superior y en establecer estructuras, mecanismos y programas adecuados de formación del personal docente” (UNESCO, 1998: Punto II. Art. 6, letra h). Así mismo, comprender que el proceso de educación significa modificar las estructuras existentes para propiciar las necesidades de la población y esto depende de la cualificación docente como proceso constante que posibilite el cumplimiento de las expectativas internacionales.

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Ahora bien, al contemplar las implicaciones locales que tienen los objeti-vos proyectados en materia de desarrollo sostenible, es importante reconocer que el educador (a) tiene un rol principal en la creación y ejecución de las estra-tegias que permitan evidenciar el respeto a la diversidad cultural, la igualdad de género, la justicia social, la protección ambiental y el desarrollo integral, por cuanto se involucra de forma comprometida a los estudiantes en procesos de pensamiento y acción creativos, innovadores, situados y vivenciales. Desde esta postura se transforma el papel del estudiante, ya que es totalmente activo, experiencial, pone en práctica la cualidad crítica y autónoma del individuo, por cuanto se espera que ellos mismos reflexionen sobre las vías a través de las cuales adquieren su conocimiento y lo que pueden generar a partir de ello.

Sumado a una pedagogía centrada en el alumno, se encuentra el aprendi-zaje orientado a la acción y el aprendizaje transformador, los cuales contem-plan los estímulos y los entornos educativos como factores decisivos en la ge-neración de procesos de enseñanza significativa. Con ello, se busca empoderar a los estudiantes para atreverse a re-pensar el mundo, a acercarse a los desafíos que le ofrece desde la comprensión de visiones de mundo diversas que facili-ten las oportunidades para la co-creación de nuevo conocimiento y poner en tela de juicio el statu quo.

Después de haber expuesto en líneas generales la perspectiva educativa resultante de la proyección del objetivo de desarrollo sostenible cuarto, es mo-mento de detenerse y trazar algunos de los desafíos para Colombia, la más educada, según se lee en su Plan Decenal de Educación 2016-2025. Aquí, se consideran cinco:

1. Acceso igualitario a la educación técnica, profesional y supe-rior.

2. Ampliación de la cobertura de formación técnica y profesio-nal de jóvenes y adultos para favorecer su acceso al empleo digno y al emprendimiento.

3. Erradicación de las disparidades de género en la educación.

4. Formación en competencias para la promoción del desarro-llo sostenible.

5. Profesionalización y cualificación de los docentes incentivan-do su formación en el marco de la cooperación internacional.

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Los cinco desafíos expuestos convergen con puntos discutidos y recogi-dos en la Declaración de Buenos Aires (2017b), en la cual la UNESCO y los países convocados se acogieron a acuerdos para cerrar cada vez más la brecha establecida por las desigualdades sociales que marcan el destino de pobreza y desamparo de las comunidades menos favorecidas y detiene el progreso de las naciones.

Según se observa en los documentos que visibilizan los debates, metas y acuerdos a partir de los cuales las naciones proyectan acciones para llevar a la realidad la disminución de la pobreza, la desigualdad de oportunidades, entre otros flagelos sociales, resulta prioritario incluir el factor de calidad, permeado por el factor de desarrollo en términos de sostenibilidad.

Ante esa necesidad, los países ofrecen diferentes respuestas; una de las que se pueden considerar es el Sistema de Calidad de la Educación Superior en Colombia, orientado y regulado desde el Consejo Nacional de Acreditación, por medio de sus directrices y ponderaciones.

La entidad reflexiona sobre el tema de la calidad, en sus documentos, y re-presenta una postura consciente de los múltiples factores que deben evaluarse para afirmar que las Instituciones de Educación Superior ofrecen educación acreditada como de alta calidad. Por ello, se observa que, en primer término, el concepto mismo de calidad no se agota en una definición, sino que es preciso contemplarla como una noción perfectible entre algo que es y algo que debería ser (Silva, Bernal & Hernández, 2014, p.14). Lo anterior implica un proceso continuo de mejoramiento de las IES en nuestro país, ya que son responsables de la prestación del servicio y de encontrar un punto de equilibrio entre los deseos y los requisitos, en aras de alcanzar las metas del aprendizaje.

Conforme se ha descrito, es evidente la necesidad de articulación entre los distintos actores estatales, civiles y empresariales para crear los mecanismos pertinentes orientados al logro de los objetivos y acuerdos. Sin embargo, es preciso brindar normativas (leyes, acuerdos, decretos) que permitan guiar, fi-nanciar, hacer operativo y evaluar efectivamente la inversión social en materia de educación superior, encauzando los esfuerzos en la formación docente des-de su variedad disciplinar y su componente pedagógico, con el fin último de profesionalizar su labor y otorgarle las mejores herramientas para que pueda ejercer ese rol transformador social.

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Las Instituciones de Educación Superior como territorio de paz y desarrollo social sostenible

Luego de mostrar cinco de los desafíos que debe asumir Colombia en materia de una implementación efectiva de una perspectiva educativa para el desarrollo sostenible, y con ello el aseguramiento de la calidad en términos internacionales, sin descuidar la lucha por la disminución de la pobreza y la desigualdad, es momento de examinar otro de los temas transversales al pro-blema planteado inicialmente, el cual puede ser presentado en pocos términos: el rol del docente y las Instituciones de Educación superior que promueven una cultura para la paz y el desarrollo.

Al respecto, es preciso reconocer que la Universidad ha representado un espacio para construir comunidad, soportada en el ejercicio de las facultades del pensamiento y el desarrollo de la ciencia. En consecuencia, las civilizacio-nes se han concentrado en esos centros del saber, en los que los maestros y los deseosos de aprender profundizan, reinterpretan y hacen avanzar el conoci-miento. Con ello, se le concede un factor transformador a la Universidad, el cual tiene repercusiones éticas, políticas, económicas y comunitarias. Hoy en día, este factor permanece en el núcleo de las sociedades para impulsar sus anhelos de justicia social.

Acorde con esto, vale la pena destacar el valor fundamental de la Univer-sidad y del ejercicio docente, a saber: el conocimiento, el cual se ha convertido en una de las piedras angulares de las estructuras productivas en la actualidad (Hernández, 2015, p. 202).

Entonces, dice Londoño, G. (2009) “la formación del profesorado uni-versitario exige búsqueda de alternativas, caminos y estrategias que permitan configurar ese nuevo profesional que no solamente conoce bien su disciplina, sino que se aleja de la idea que el aprendizaje es sólo problema del alumno.” Y con esto, se puede generalizar en una de las dificultades que enfrentan las IES, dificultad asociada a las medidas de calidad institucional enfocadas a la titulación del docente, pero olvidando la fase metodológica del proceso de en-señanza en los docentes profesionales no licenciados, en la que “El problema de la enseñanza radicaría en la capacidad para comprender el aprendizaje. Una vez logrado esto, es mucho más fácil definir alternativas para la enseñanza” (Londoño, G. 2009).

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Según se lee en las líneas recuperadas, la educación superior requiere con urgencia una serie de acciones que contribuyan a su fortalecimiento en mate-ria de inversión y direccionamiento, con el fin de potenciar el capital humano en formación y que, debido a las barreras de acceso y permanencia en los ciclos estudiantiles, la falta de docentes cada vez mejor preparados para responder a los retos de innovación inherentes a las necesidades de nuestras sociedades cada vez más complejas y articuladas, en las que el pensamiento local debe atender a los problemas que entraña la idea de un mundo global .

A través de la comprensión de la relevancia de la Universidad y del do-cente que apoya la finalidad de la formación en dichas instituciones, se pue-de realizar una interpretación del estado crítico de desigualdad en materia de ciencia y desarrollo tecnológico, de ciudadanos y ciudadanas con niveles de formación doctoral y posdoctoral, capacidad de respuesta para poner en mar-cha proyectos de investigación ambiciosos, integrarse de manera eficiente a las sociedades globales de conocimiento, entre otros, que enfrentan los países que integran Latino América y del que Colombia es parte.

Por otro lado, el contexto particular colombiano suma a los desafíos pro-pios de una perspectiva educativa para el desarrollo y la calidad una condición histórico-cultural que afecta los diferentes renglones que mueven las opor-tunidades y la dignificación de la vida, en términos del goce efectivo de los derechos constitucionalmente otorgados a los habitantes del territorio. Esa condición se enmarca en la vivencia de un conflicto armado interno por más de cincuenta años, los procesos de paz fallidos, firmados, indultados y en dis-cusión con diferentes grupos alzados en armas que han asolado a los colom-bianos durante décadas. Sin embargo, ante los hechos recientes, en los que se alcanzó un acuerdo con una de las guerrillas más antiguas del continente, la sociedad y sus estamentos tiene el enorme reto de recuperar el tejido social para que promueva una paz duradera.

En ese marco, la educación superior, como se ha concebido en estas líneas, tiene la responsabilidad de comprometerse con la generación de mecanismos y acciones concretas aplicables en las comunidades, frente a los ocho ámbitos de acción mínimos para los actores, los cuales se contemplan en La Declara-ción y el Programa de Acción sobre una Cultura de Paz (1999, Res. A/53/243), donde se propone:

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1. Promover una cultura de paz por medio de la educación.

2. Promover el desarrollo económico y social sostenible.

3. Promover el respeto de todos los derechos humanos.

4. Garantizar la igualdad entre mujeres y hombres.

5. Promover la participación democrática.

6. Promover la comprensión, la tolerancia y la solidaridad.

7. Apoyar la comunicación participativa y la libre circulación de información y conocimientos.

8. Promover la paz y la seguridad internacionales (Lopera y García, 2015, p. 135).

Conforme se observa en los ocho puntos recuperados, la educación tiene un rol multidimensional en el que es medio y fin de una sociedad desarrolla-da, en paz y próspera. Ahora, también se reconoce que bajo ese ideal social se encuentran problemáticas, como la violencia (en sus diversas formas), las brechas sociales, económicas y laborales entre hombres y mujeres, el olvido de regiones y grupos poblacionales expuestos a condiciones extremas de pobreza y desamparo estatal.

Ese estado de cosas, un tanto paradójico, en el que ocurre el reto de impul-sar la dignificación de la vida, el goce efectivo de los derechos y la promoción de una cultura de paz, trae consigo cuestiones no resueltas como las vías para gestionar los conflictos en sociedades en las que tiene lugar incompatibilidad de intereses, la cual afecta la interactividad de sus integrantes, sus comporta-mientos y sus imaginarios. Desde esta óptica, bien vale la pena pensar la paz basada en la gestión adecuada de las emociones, los comportamientos y los imaginarios para que la conciencia social se traduzca en una forma de vida en el que se rechace la violencia y primen el diálogo, la cooperación, el respeto y la defensa de los derechos humanos.

Así, se establece que el ejercicio que conduce a una cultura de paz supo-ne: el reconocimiento de la paz como un valor supremo para la sociedad; la consagración en la Constitución Nacional como un acuerdo fundamental e irrefutable; además, los estamentos gubernamentales deben comprometerse con su cumplimiento; los ciudadanos deben acogerla voluntariamente como

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un camino para dirimir los conflictos y la educación debe asumirla como una de sus principales finalidades. Los cinco puntos señalados como cardinales para el fomento de una cultura para la paz traen consigo una afirmación con-tundente hacia la fuerza legislativa y representativa en nuestro país, puesto que se requieren esfuerzos concretos, más allá de las voluntades políticas, que permitan crear e implementar mecanismos a través de los cuales la ciudadanía pueda contar con las herramientas adecuadas para cumplir el anhelo de vivir en paz y dignamente.

En ese proceso, la Universidad y el cuerpo docente que se suma al cum-plimiento de las funciones misionales de la misma, tienen una responsabilidad enorme a la que no pueden atender de forma aislada; por el contrario, se espe-ra que, como laboratorio social en sí mismo y motor de la transformación de una nación (Cerdas-Agüero, 2015, p. 136), facilite la creación de procesos de aprendizaje en los que el ser humano adquiera un papel agente, se le devuelva la confianza en su potencial y sus capacidades para participar en los asun-tos del país de manera autónoma, no violenta, decidida y activa, basándose en los principios de solidaridad, autonomía, dignidad y garantía de sus derechos para ejercerlos, reclamarlos y defenderlos, empoderados para escribir su pro-pia historia.

Al centro del asunto tratado está el docente, en este caso universitario, que representa, en conjunto con los educadores dedicados al servicio de la genera-ción del conocimiento en los diferentes niveles de formación y etapas vitales, la esperanza en nuestros coterráneos en la construcción de una paz sostenible y duradera, en donde ellos son responsables con el presente y las generaciones futuras, comprometidos con una justicia social fundada en la dignidad huma-na para todos (Ramírez, 2014, p. 52-54).

Reflexiones y proyeccionesDespués de avanzar en la problematización de los aspectos que atraviesan

el problema formulado como guía para esta reflexión, es momento de volver sobre el cómo rector del interrogante inicial. Al respecto, es claro que el punto de proyección es el docente, desde ahí, es importante fortalecer mecanismos legislativos, financieros y orientadores como las políticas públicas que per-mitan concretar acciones que apoyen las tareas gigantescas que debe asumir el docente universitario y las Instituciones de Educación Superior, en aras de aportar decididamente al desarrollo y posicionamiento internacional del país.

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Por esto, y rescatando la postura de Londoño, G. (2009), es necesario “pro-poner el saber pedagógico como una de las alternativas a este tipo de interro-gantes implica considerar tanto la reflexión de la propia práctica del docente como los desafíos y problemáticas de la educación superior” y desde esta idea, entender que el posicionamiento educativo del país radica en el “esfuerzo del profesor universitario y de comunidades académicas interdisciplinarias por indagar y proponer horizontes pedagógicos que iluminen el quehacer docente en la universidad.” Por lo tanto, y a sabiendas del impacto que los docentes, en este caso universitarios, tienen sobre la ciudadanía, es importante revisar las políticas sobre cualificación, para que incluyan el saber pedagógico como estrategia en una educación de calidad.

En concordancia, se nota la urgencia de diseñar los canales efectivos para la que la formación y profesionalización docente sea cada vez más pertinente, accesible y de alta calidad para quienes ejercen su rol como mediadores y ge-neradores del nuevo conocimiento en los centros de formación superior. En seguida se señalan algunos renglones que requieren atención por parte de un Nuevo Senado:

1. Aumento en el apoyo para el sector de investigación, ciencia y tecnología.

2. Creación de un sistema nacional articulado, pertinente y efectivo de formación docente accesible a los ciudadanos profesionales que ejerzan y/o deseen ejercer la labor de la en-señanza universitaria.

3. Fomento a la conformación de centros de investigación que permitan alcanzar la triangulación eficaz entre instituciones de educación superior, estado y sociedad civil.

4. Reconocimiento y dignificación de la labor docente cátedra en las Instituciones de Educación Superior del país.

5. Diseño de políticas públicas y normatividad que sustente el aporte de las Ciencias Sociales, Humanidades y las Artes en el que se visibilice y se respeten las vías a través de las cuales estas áreas del saber generan nuevo conocimiento y que no es ponderable bajo el actual modelo de medición y reconoci-miento científico del país.

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6. Facilitar el acceso a la movilidad de los docentes, investigado-res y estudiantes de formación posgradual para experimentar los avances de última tecnología y complejidad a nivel inter-nacional, por medio de canales amigables con el ciudadano en cuanto a la tramitología y el soporte necesario para vencer las barreras presentes ante las fuentes de financiación nacionales y extranjeras.

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