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r Cómo asumir su propia identidad 9 78840 52 El autor propone la meditación como método para relajarse y combatir el estrés. Para ello ana- liza el arte de vivir el presente, cada instante, con plena concien- cia. Sin embargo, el aspecto más original de su enfoque es pre- sentar la meditación no como práctica espiritual sino como disciplina práctica y cotidiana. Ésta es una guía de relajación útil tanto para el meditador experto como para el recién iniciado. 9788401520105

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asumir su propia identidad

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r

Cómo asumir supropia identidad

9 78840 52

El autor propone la meditación

com o m étodo para relajarse y

combatir el estrés. Para ello ana­

liza el arte de vivir el presente,

cada instante, con plena concien­

cia. Sin embargo, el aspecto más

original de su enfoque es pre­

sentar la meditación no com o

práctica espiritual sino com o

disciplina práctica y cotidiana.

Ésta es una guía de relajación útil

tanto para el meditador experto

como para el recién iniciado.

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0 A M I C A

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INTRODUCCIÓN

¿Sabe qué? Cuando se llega a ello, dondequiera que vaya­mos, allí estamos. Sea lo que sea lo que acabemos haciendo, eso es lo que hemos acabado haciendo. Sea lo que sea lo que estemos pensando en este momento, eso es lo que hay en nuestra mente. Sea lo que sea lo que nos ha ocurrido, ya ha ocurrido. Lo importante es cómo vamos a manejarlo, es de­cir, el «¿Y ahora qué?».

Nos guste o no, el momento presente es lo único con que podemos trabajar. Sin embargo, vivimos con demasiada faci­lidad, como si olvidáramos de momento que estamos «aquí» y que estamos «en» lo que ya estamos. En cada momento nos encontramos en el cruce del aquí y el ahora. Pero cuando nos envuelve la nube del olvido de donde estamos ahora, en ese preciso momento nos perdemos. Entonces el «¿Y ahora qué?» se convierte en un verdadero problema.

Al decir «nos perdemos» me refiero a que de momento perdemos contacto con nosotros mismos y con la totalidad de nuestras posibilidades. Caemos en una manera robotizada de ver, pensar y hacer. Entonces rompemos el contacto con lo que es más profundo en nosotros mismos y que nos ofrece tal vez las mayores oportunidades de ser creativos, aprender y crecer. Si no tenemos cuidado, esos momentos nublados pueden ensancharse y convertirse en la mayor parte de nues­tra vida.

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Para estar verdaderamente conectados con donde ya esta­mos, sea donde sea, hemos de hacer una pausa en nuestra ex­periencia, una pausa lo bastante larga para asimilar el mo­mento presente; lo bastante larga para realmente «sentir, percibir» el momento presente, verlo en su totalidad, ser conscientes de él y así llegar a conocerlo y entenderlo mejor. Sólo entonces podemos aceptar la verdad de ese momento de nuestra vida, aprender de él y avanzar. En lugar de eso, mu­chas veces da la impresión de que estamos ocupados con el pasado, con lo que ya ha sucedido, o con el futuro, que aún no ha llegado. Buscamos algún otro lugar donde estar, donde esperamos que las cosas sean mejores, más felices, más de la manera como deseamos que sean, o como solían ser. Casi todo el tiempo somos sólo en parte conscientes de esa ten­sión, si es que lo somos en lo más mínimo. Y más importante aún, también somos, como mucho, sólo conscientes en parte de lo que estamos haciendo exactamente en y con nuestra vida, y de los efectos que tienen nuestros actos y, de modo más sutil, nuestros pensamientos, en lo que vemos y no ve­mos, en lo que hacemos y no hacemos.

Por ejemplo, normalmente suponemos, sin darnos cuenta, que lo que estamos pensando (las ideas y opiniones que albergamos en cualquier momento dado) son «la verdad» acerca de lo que está «allí» en el mundo y de lo que está «aquí» en nuestra mente. La mayor parte de las veces, no es así.

Pagamos un elevado precio por esta suposición errónea y no analizada, por nuestra ignorancia casi involuntaria de la riqueza de nuestros momentos presentes. Los efectos o reper­cusiones de esto se van acumulando en silencio, y colorean nuestra vida sin que nos demos cuenta ni seamos capaces de hacer algo al respecto. Es posible que nunca estemos to­talmente donde estamos en realidad, que nunca estemos totalmente en contacto con nuestras posibilidades. Nos ence­rramos en una ficción personal de que ya sabemos quiénes somos, de que ya sabemos dónde estamos y hacia dónde va­mos, de que ya sabemos lo que está sucediendo, mientras todo el tiempo nos hallamos envueltos en pensamientos, fan­tasías e impulsos — casi todos sobre el pasado y el futuro, so­bre lo que deseamos y nos gusta, y sobre lo que tenemos y no

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Introducción 15

nos gusta— , que no paran de girar impidiéndonos ver nuestra dirección y el suelo mismo donde nos encontramos.

Este libro trata acerca del despertar de esos sueños y de las pesadillas en que suelen convertirse. Ignorar que se está en un sueño es lo que los budistas llaman «ignorancia» o incons­ciencia. Estar en contacto con este no saber se llama «presen­cia mental». El trabajo de despertar de estos sueños es el tra­bajo de la meditación, el cultivo sistemático del «estado despierto», de la conciencia del momento presente. Este des­pertar va de la mano con lo que podríamos llamar «sabidu­ría», que es una visión más profunda de la causa, efecto e ¡nterrelación de las cosas, para dejar de estar atrapados en una realidad de nuestra creación dictada por los sueños. Si queremos encontrar nuestro camino tendremos que prestar más atención al momento presente. Éste es el único que tenemos para vivir, crecer, sentir y cambiar. Habremos de tomar más conciencia y más precauciones para proteger­nos de la Escila y la Caribdis del pasado y el futuro, y del mundo de ensueños que nos ofrecen en lugar de nuestras vidas.

Cuando hablamos de meditación, es necesario que sepa que ésta no es una actividad rara ni misteriosa, como nuestra cultura popular podría interpretarla. No tiene nada que ver con convertirse en una especie de zombie, vegetal, narcisista absorto en sí mismo, contemplador del ombligo, «cadete es­pacial», cultista, devoto, místico ni filósofo oriental. La medi­tación trata, sencillamente, acerca del hecho de ser uno mis­mo y de conocer algo acerca de quién es esa persona que uno es. Trata acerca de comprender que, guste o no, se está en un camino; a saber, el camino que es la propia vida. La medita­ción nos sirve para ver que este camino que llamamos nues­tra vida tiene dirección; que está siempre revelándose, desplegándose, momento a momento; y que lo que ocurre ahora, en este momento, influye en lo que sucede a conti­nuación.

Si lo que ocurre influye en lo que sucede a continuación, ¿no es lógico entonces mirar alrededor de tanto en tanto para estar más en contacto con lo que ocurre ahora, para examinar la orientación interior y exterior y ver con claridad el camino en que se está en realidad y la dirección a seguir? Si hacemos

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esto, tal vez nos hallemos en mejor posición para trazarnos una ruta que sea más fiel a nuestro ser interior, un camino del alma, un camino con corazón, nuestro camino personal, con mayúscula. Si no lo hacemos, el impulso mismo de nuestra inconsciencia en ese momento colorea el momento siguien­te. Los días, meses y años pasan rápidamente inadvertidos, no aprovechados, no valorados.

Es muy fácil quedarse en una especie de ladera resbaladi­za cubierta de niebla que baja directa hacia nuestra tumba; o en la claridad dispersadora de la niebla que suele preceder al momento de la muerte, despertar y comprender que lo que habíamos creído todos esos años acerca de como vivir la pro­pia existencia y lo que tiene de importante eran, en su mejor aspecto, medias verdades no examinadas basadas en el temor y la ignorancia, eran tan sólo nuestras ideas limitadoras de la vida, y no la verdad ni la manera como tenía que ser nues­tra vida.

Nadie puede hacernos este trabajo de despertar, aunque a veces nuestros familiares y amigos se esfuerzan, desespera­dos, por llegar hasta nosotros, por ayudarnos a ver con más claridad o hacer que salgamos de nuestra ceguera. Pero des­pertar es, en definitiva, algo que sólo uno mismo puede ha­cer. Cuando se llega a ello, dondequiera que estés, allí estás. Es la propia vida la que se despliega o desenvuelve.

Al final de una larga vida dedicada a enseñar la presencia mental, Buda, que probablemente tenía muchos seguidores que esperaban que él les hiciera más fácil encontrar sus pro­pios caminos, lo resumió así a sus discípulos: «Sé una luz para ti mismo.»

En mi libro anterior, Full Catastrophe Living, intenté hacer accesible el camino de la presencia mental al público estado­unidense de modo que no pareciera budista o místico más que sensato. La presencia mental no es budista, asiática ni mística en particular. Tiene que ver sobre todo con la aten­ción y la conciencia, cualidades humanas universales. Pero en nuestra sociedad tendemos a dar por descontadas estas ca­pacidades, y no se nos ocurre desarrollarlas de una forma sis­temática para ponerlas al servicio de la comprensión de uno mismo y la sabiduría. La meditación es el proceso mediante el cual profundizamos atención y toma de conciencia, refi-

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Introducción 17

nándolas y dándoles una mayor utilidad práctica en nuestra vida.

Full Catastrophe Living podría considerarse una especie de carta de navegación, destinada a las personas que sufren dolores físicos o emocionales o están debilitadas por los efec­tos del exceso de estrés. El objetivo allí era invitar al lector a que comprendiera, por medio de su propia experiencia de prestar atención a las cosas que con tanta frecuencia no nota­mos, que podría haber muy buenos motivos para integrar la presencia mental en el entramado de la propia vida.

No quiero decir con esto que la presencia mental sea una especie de solución curalotodo o barata para los problemas de la vida. Muy lejos de eso. No sé de ninguna solución má­gica, y la verdad es que tampoco la busco. Una vida plena se pinta a grandes pinceladas. Muchos caminos conducen a la comprensión y sabiduría. Cada uno de nosotros tiene diferen­tes necesidades que satisfacer y aspectos que vale la pena perseguir en el curso de una vida. Hemos de trazar su propia ruta, y ésta ha de hallarse en consonancia con aquello a que estamos dispuestos.

Evidentemente hay que estar dispuesto para la medita­ción. Hay que llegar en el momento correcto de la vida, en un momento en que se está dispuesto a escuchar con aten­ción la propia voz, el propio corazón, la propia respiración, a estar simplemente presente para y con ellos, sin tener que ir a otra parte ni hacer nada mejor ni diferente. Esto resulta difícil de conseguir.

Escribí Full Catastrophe Living pensando en las personas que nos enviaban a la clínica para reducción del estrés del Centro Médico de la Universidad de Massachusetts. Me sentí movido a hacerlo por la notable transformación de mente y cuerpo de que muchas personas daban fe cuando dejaban de lado el intento de cambiar los graves problemas por los cua­les habían llegado allí y entraban en un período de ocho se­manas de intensa disciplina de abrirse y escuchar, que carac­teriza la práctica de la presencia mental.

A semejanza de una carta de navegación, ese libro tenía que proporcionar detalles suficientes para que una persona muy necesitada fuese capaz de trazar su propia ruta con es­mero. Tenía que dirigirse a las urgentes necesidades de perso-

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ñas con graves problemas de salud y dolor crónico, así como a las de aquellas que sufrían diferentes tipos de situaciones estresantes. Por estas razones tuve que incluir bastante canti­dad de información sobre el estrés y la enfermedad, la salud y la curación, así como detalladas instrucciones acerca de cómo meditar.

Este libro es diferente. Tiene como objetivo proporcionar un acceso breve y fácil a la esencia de la meditación de la presencia mental y sus aplicaciones, a personas cuya vida esté, o no, dominada por problemas inmediatos de estrés, do­lor o enfermedad. Va destinado, en particular, a aquéllas per­sonas reacias a los programas estructurados y a aquellas a quienes no les gusta que se les diga lo que han de hacer pero sienten la suficiente curiosidad por saber sobre la presencia mental y su apiicabiIidad para armar las cosas ellas solas, ayudadas por unos pocos consejos y sugerencias acá y allá.

Al mismo tiempo, este libro es ofrecido también a aque­llas personas que ya practican la meditación y desean am­pliar, profundizar y reforzar su compromiso con una vida de mayor conciencia y percepción intuitiva. Aquí, en capítulos breves, el centro está en el espíritu de la presencia mental, tanto en nuestros intentos y práctica formales como en nues­tros esfuerzos por aplicarlos a todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Cada capítulo es una mirada a una cara del diamante multifacético de la presencia mental. Los capítulos se relacionan entre sí por minúsculas rotaciones del cristal. Algunos pueden parecer similares a otros, pero cada faceta es diferente y única.

Esta exploración del diamante de la presencia mental va dirigida a todo aquél que desea trazarse una ruta hacia una mayor cordura y sabiduría en su vida. Lo que se precisa es la disposición a contemplar en profundidad los momentos pre­sentes, con independencia de lo que contengan, llevados de un espíritu de generosidad y amabilidad hacia uno mismo y de receptividad hacia lo que podría ser posible.

La primera parte explora la base lógica y la información previa para después emprender o profundizar una práctica personal de la presencia mental. Invita al lector a introducir la presencia mental en su vida de numerosas y distintas ma­neras. La segunda parte explora algunos aspectos elementales

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de la práctica de la meditación formal. La práctica formal se refiere a períodos concretos en los cuales detenemos delibe­radamente otra actividad y nos entregamos a determinados métodos de cultivo de la presencia mental y concentración. La tercera parte explora una gama de aplicaciones y perspec­tivas de la presencia mental. Ciertos capítulos, en las tres par­tes, acaban con sugerencias explícitas para incorporar a la vida la práctica de la presencia mental, tanto formal como informal. Estas sugerencias llevan el encabezamiento « S u g e ­r en c ia s».

Este libro contiene instrucciones suficientes para realizar la práctica de la meditación uno mismo, sin necesidad de emplear otros materiales ni apoyos.

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P R IM E R A P A R T E

EL SURGIR DEL MOMENTO PRESENTE

Solamente amanece el día al cual estamos despiertos.

H en r y D a v id T h o r e a u , Walden

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¿QUÉ ES LA PRESENCIA MENTAL?

La presencia mental es una antiquísima práctica budista que tiene mucha aplicabilidad en nuestra vida actual. Esta aplicabiI¡dad no tiene nada que ver con el budismo en sí ni con hacerse budista, pero sí tiene todo que ver con despertar y vivir en armonía con uno mismo y con el mundo; con anali­zar quiénes somos; con poner en duda nuestra visión del mundo y nuestro lugar en él, y con desarrollar cierta valora­ción de la plenitud de cada momento en que estamos vivos. Por sobre todo, tiene que ver con estar conectados.

Desde el punto de vista del budismo, nuestro estado de conciencia de vigilia ordinario se considera muy limitado y limitador, más parecido en muchos aspectos a un sueño pro­longado que a un estado de vigilia. La meditación nos sirve para despertar de ese sueño de automatismo e inconsciencia, haciéndonos posible vivir nuestra existencia teniendo acceso a todo el espectro de las posibilidades conscientes e incons­cientes. Los sabios, los yoguis y los maestros zen han explo­rado de manera sistemática este territorio durante miles de años; en ese proceso han aprendido algo que tal vez ahora sea profundamente beneficioso en Occidente para contra­rrestar nuestra orientación cultural hacia el control y el some­timiento de la naturaleza, en lugar de aceptar que somos una íntima parte de ella. Esa experiencia colectiva sugiere que mediante la investigación interior de nuestra naturaleza en

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cuanto seres y, en particular, de la naturaleza de nuestra mente, con la autoobservación esmerada y sistemática, lleva­remos una vida de mayor satisfacción, armonía y sabiduría. También nos ofrece una visión del mundo que es comple­mentaria a la visión predominante del reduccionismo y el materialismo que en la actualidad domina el pensamiento y las instituciones occidentales. Pero esta visión no es ni es­pecialmente «oriental» ni mística. En Nueva Inglaterra, en 1846, Thoreau percibió el mismo problema en nuestro estado mental ordinario y escribió con gran pasión acerca de sus desafortunadas consecuencias.

La presencia mental ha sido llamada el corazón de la me­ditación budista. La presencia mental es básicamente un con­cepto sencillo. Su poder reside en cómo se practica y en sus aplicaciones. Presencia mental significa prestar atención de una determinada manera: de forma deliberada, en el momen­to presente y sin enjuiciarla. Este tipo de atención alimenta una mayor conciencia, claridad y aceptación de la realidad del momento presente. Nos despierta al hecho de que nuestra vida se despliega sólo en momentos. Si no estamos totalmen­te presentes en muchos de estos momentos, no sólo podemos perdernos lo que es más valioso en nuestra vida sino también no comprender la riqueza y la profundidad de nuestras posi­bilidades de crecimiento y transformación.

Una conciencia reducida del momento presente es inevi­table también que nos cree otros problemas, a través de nues­tros actos y comportamientos inconscientes y automáticos, que suelen estar impulsados por temores e inseguridades muy arraigados. Estos problemas tienden a acumularse con el tiempo si no son atendidos, y pueden dejarnos estancados y desconectados. Con el tiempo es posible perder confianza en la propia capacidad para redirigir las energías de manera que conduzcan a satisfacción y felicidad mayores, e incluso tal vez a una salud mejor.

La presencia mental nos proporciona una ruta sencilla pero eficaz para que salgamos del estancamiento y volvamos a conectar con nuestras sabiduría y vitalidad. Es una manera de hacernos cargo de la dirección y calidad de nuestra vida, incluidas las relaciones dentro de la familia, la relación con el trabajo y con el mundo y planeta, más amplios, y, lo más

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fundamental, la relación con nuestro yo en cuanto persona.El núcleo de este camino, que está en la raíz del budismo,

del taoísmo y del yoga, y que también encontramos en las obras de personas como Emerson, Thoreau y Whitman y en la sabiduría de las culturas primitivas, es una valoración del momento presente, y el cultivo de una relación íntima con él, prestándole continua atención, con esmero y discernimiento. Es exactamente lo opuesto a tomarse la vida por descontada.

La costumbre de no hacer caso de nuestros momentos pre­sentes, en favor de otros que aún no han llegado, conduce a una falta de conciencia generalizada de la trama de la vida en que estamos incrustados. Esto incluye, entre otras cosas, una falta de conocimiento y comprensión de nuestra propia mente y de cómo dicha falta influye en nuestros actos y per­cepciones; lo que limita gravemente nuestra visión del signi­ficado de ser una persona y de la mutua conexión que tene­mos con el mundo que nos rodea. Ha sido tradicional el dominio por parte de la religión de estos interrogantes funda­mentales dentro de un marco espiritual, pero la presencia mental tiene muy poco que ver con la religión, a excepción de su sentido más fundamental, ya que es un intento por apreciar y valorar el profundo misterio de estar vivos y de re­conocer que nos hallamos vitalmente conectados con todo lo que existe.

Cuando nos comprometemos a prestar atención de una manera receptiva, sin caer presas de nuestros gustos y disgus­tos, opiniones y prejuicios, proyecciones y expectativas, se nos abren nuevas posibilidades y tenemos la oportunidad de liberarnos del corsé de la inconsciencia.

Me agrada pensar que la presencia mental es el arte de vi­vir consciente. No se necesita ser budista ni yogui para prac­ticarla. De hecho, si usted conoce algo del budismo, sabrá que el punto más importante es ser uno mismo y no tratar de ser nada que uno no sea ya. Fundamentalmente, el budismo trata acerca de estar conectado con nuestra naturaleza más profunda y de dejarla que emane de uno sin impedimentos. Tiene que ver con despertar y ver las cosas como son. En rea­lidad, la palabra «buda» significa una persona que ha desper­tado a su propia naturaleza.

Así pues, la presencia mental no entra en contradicción

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con ninguna creencia ni tradición alguna, ni religiosa ni cien­tífica, ni tampoco trata de vendernos nada; sobre todo, no es un nuevo credo ni una ideología. Sólo es una manera prácti­ca de estar más en contacto con la plenitud de nuestro ser mediante un proceso sistemáti co de autoobservación, auto- exploración y actos conscientes. No tiene nada que ver con la frialdad, el análisis ni la insensibilidad. El tenor general de la práctica de la presencia me ntal es amable, apreciativo y sustentador. Otra manera de expresar este concepto sería «de corazón».

Un alumno dijo una vez: «Cuando yo era budista llevaba locos a mis padres y amigos, pero cuando soy buda nadie se molesta en absoluto.»

SENCILLO P E R O NO FÁCIL

Si bien puede ser sencillo practicar la presencia mental, no tiene por qué ser fácil. La presencia mental requiere es­fuerzo y disciplina por la senci lia razón de que las fuerzas que trabajan en contra de la aten ción, es decir, nuestros habi­tuales inconsciencia y automatismo, son extraordinariamente tenaces. Tienen tal fuerza y están tan fuera de nuestra con­ciencia que son necesarios un c ompromiso interior y cierto tipo de trabajo sólo para perseverar en los intentos por captu­rar nuestros momentos en la conciencia y mantener la pre­sencia mental. Pero éste es un trabajo intrínsecamente satis­factorio porque nos conecta con imuchos aspectos de nuestra vida que solemos pasar por alto y no vemos.

Es también un trabajo ilumina dor y liberador. Literalmen­te nos permite ver con más claridad y, por lo tanto, compren­der con más profundidad aspectos de nuestra vida que había­mos desconectado o que no estábamos dispuestos a mirar. Entre estas cosas se halla el conectar con nuestras emociones profundas, como son la aflicción , la tristeza, las heridas, la rabia y el temor, a las cuales es corriente que quizá permita­mos la entrada a la conciencia o no expresemos de forma consciente. La presencia mental también nos ayudaría a apreciar ciertos sentimientos — alegría, paz y felicidad— que suelen pasar fugaces e inadvertido s. Es liberadora en el senti­

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do de que conduce a nuevas maneras de ser dentro de nuestra propia piel y en el mundo, maneras que nos liberan de las ru­tinas en que caemos con tanta frecuencia. También nos da poder, ya que prestar atención de este modo abre canales hacia nuestras profundas reservas interiores de creatividad, inteligencia, imaginación, claridad, determinación, discerni­miento y sabiduría.

En especial tendemos a no darnos cuenta de que estamos pensando todo el tiempo. La incesante corriente de pensa­mientos que discurre por nuestra mente nos deja muy poco descanso para experimentar el silencio interior. Además, nos dejamos muy poca libertad para simplemente ser, sin tener que movernos todo el tiempo haciendo cosas. Nuestros actos están mov/idos por un flujo de pensamientos e impulsos de los más cotidianos que circulan por la mente como la corriente de un río, si no de una cascada. Pero también con demasiada facilidad nos quedamos atrapados en ese torrente. Éste acaba por dirigir nuestra vida. Es capaz de llevarnos a lugares donde tal vez no queremos ir, y de que, a veces, ni siquiera nos de­mos cuenta de que somos arrastrados.

Meditar significa que aprendemos a salir de esa corriente, nos sentamos en la orilla, escuchamos y aprendemos de ella y después usamos sus energías para que nos guíen, no para que nos tiranicen. Este proceso no se produce por arte de ma­gia. Hace falta energía. Al trabajo de cultivar nuestra capaci­dad para estar en el momento presente lo llamamos «prácti­ca» o «práctica de la meditación».

pregunta: ¿Cómo puedo deshacer un enredo que está totalmente bajo el plano de mi conciencia?

fslisargadatta: Estando contigo mismo. [...] Observán­dote en tu vida diaria con interés alerta; con la inten­ción de comprender, no de juzgar; con plena acepta­ción de lo que sea que surja, porque está ahí, alientas a lo profundo que aflore a la superficie y enriquezca tu vida y conciencia con sus energías cautivas. Éste es el gran trabajo del conocimiento; elimina los obstáculos y libera las energías, mediante la comprensión de la na­

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turaleza de la vida y de la mente. La inteligencia es la puerta hacia la libertad y la atención alerta es la madre de la inteligencia.

N i s a r g a d a t t a M a h a r a j

DETENERSE

La gente cree que la meditación es una especie de activi­dad especial, pero eso no es del todo correcto. La meditación es la simplicidad misma. A veces decimos en broma: «No ha­gas nada, quédate allí sentado.» Pero la meditación no se tra­ta tampoco de limitarse a estar sentado. Es detenerse y estar presente, nada más. En general, corremos haciendo. ¿Es usted capaz de hacer un alto en su vida, aunque sea por un momen­to? ¿Podría ser «este» momento? ¿Qué ocurriría si lo hiciera?

Una buena manera de detener todo el hacer es cambiar por un momento el «modo de ser». Considérese un testigo eterno, intemporal. Limítese a observar este momento, sin tratar de cambiarlo. ¿Qué ocurre? ¿Qué siente? ¿Qué ve? ¿Qué oye?

Lo extraño en esto de detenerse es que tan pronto se hace, uno está allí. Las cosas se vuelven más sencillas. En cierto modo, es como si uno muriese y el mundo continuara. Si us­ted muriese, todas sus responsabilidades y obligaciones se evaporarían de inmediato. De alguna manera, los residuos de esas cosas se solucionarían sin usted. Nadie podría encar­garse de su programa único. Éste quedaría en nada, moriría con usted, lo mismo que ha ocurrido con los de todas las per­sonas que han muerto ya. De modo que no hace falta que se preocupe por ello en absoluto.

Si esto es cierto, tal vez entonces no es necesario que haga esa otra llamada por teléfono en este momento, aunque usted crea que sí. Quizá no necesita leer algo en este momento, ni hacer otro trámite más. Al tomarse unos momentos para «mo­rir deliberadamente» a la prisa del tiempo mientras aún se está vivo, uno se libera para tener tiempo para el presente. Al

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«morir» ahora de este modo, en realidad se hace más vivo. Eso es lo que consigue el detenerse. No tiene nada de pasivo. Y cuando decida continuar, es un tipo diferente de continua­ción porque se ha detenido. En realidad, el detenerse hace el continuar más vivo, más rico, le proporciona más textura. Sir­ve para tener en perspectiva todas las cosas por las cuales nos preocupamos y que creemos inadecuadas. Nos da orientación.

Sugerencias: Trate de detenerse y tomar conciencia de su res­piración de vez en cuando en el transcurso del día. Puede ser durante cinco minutos, o incluso cinco segundos. Entre en la plena aceptación del momento presente, de cómo se siente y de qué percibe que ocurre. Durante esos momentos no trate de cambiar nada en absoluto, sólo respire y libérese. Respire y sea. Muera a tener que conseguir que nada sea diferente en ese momento; en su mente y en su corazón, dése permiso para dejar que ese momento sea tal como es, y permítase ser usted exactamente tal como es. Después, cuando esté prepa­rado, avance en la dirección que su corazón le dicte, y hágalo atento y con resolución.

ES ESTO

Viñeta aparecida en el New Yorker. Dos monjes zen con su hábito y la cabeza rapada, uno joven y otro viejo, están sentados en el suelo sobre sus piernas cruzadas. El joven mira al viejo con expresión algo perpleja mientras éste, vuelto ha­cia a él, le dice: «No ocurre nada a continuación. Es esto.»

Es verdad. Por lo general, cuando emprendemos algo, lo na­tural es que esperemos un resultado satisfactorio de nuestros esfuerzos. Deseamos ver resultados, aunque sólo sea una sen­sación agradable. No se me ocurre otra excepción que la meditación. La meditación es la única actividad humana in­tencionada y sistemática que en el fondo «no» es intentar me­jorar ni llegar a ninguna otra parte, sino sólo comprender dónde se está ya. Tal vez su valor reside precisamente en

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esto. Es posible que todos necesitemos hacer una cosa en nuestra vida simplemente por sí misma.

Pero no sería exacto referirse a la meditación como «hacer». Sería más acertada describirla como «ser». Cuando entende­mos ese «Es esto», tal entendimiento nos permite olvidar el pasado y el futuro y despertar a lo que somos ahora, en el mo­mento actual.

Por lo general, las personas no captan esto enseguida. De­sean meditar para relajarse, para experimentar un estado es­pecial, para ser mejores, para reducir algún estrés o dolor, para romper viejos hábitos o comportamientos, para ser libres o iluminadas. Todas éstas son razones válidas para empren­der la práctica de la meditación, pero, asimismo, están carga­das de problemas si se espera que estas cosas sucedan por el mero hecho de que se está haciendo meditación. Uno queda atrapado en el deseo de tener una «experiencia especial» o en buscar señales de progreso, y si no se siente algo especial con cierta rapidez, tal vez aparezcan las dudas acerca del ca­mino elegido, o de si se está «haciendo bien».

Esto es razonable en casi todos los dominios del aprendizaje. Por supuesto, más o menos pronto hay que ver progresos para perseverar en algo. Pero la meditación es diferente. Desde la perspectiva de la meditación, cada estado es un estado espe­cial; cada momento, un momento especial.

Cuando dejamos de desear que ocurra otra cosa en este mo­mento, damos un enorme paso hacia ser capaces de encon­trar lo que está aquí ahora. Si esperamos llegar a algún sitio o desarrollarnos de alguna manera, sólo podremos avanzar desde donde estamos. A pesar de todos nuestros esfuerzos y expectativas, si no sabemos dónde estamos (conocimiento que procede directamente del cultivo de la presencia men­tal), sólo podremos girar en círculos. Así pues, en la práctica

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El surgir del momento presente 31

de la meditación, la mejor manera de llegar a alguna parte es no tratar de llegar a alguna parte.

Si tu mente no está nublada por las cosas innecesarias, ésta es la mejor época de tu vida.

W u -M en

Sugerencias: Trate de recordarse de vez en cuando: «Es esto.» Vea si hay algo a lo que no sea aplicable. Acuérdese de que la aceptación del momento presente no tiene nada que ver con resignarse ante lo que está sucediendo. Simplemente significa un reconocimiento claro de que lo que está sucediendo está sucediendo. La aceptación no nos dice lo que hemos de ha­cer. Lo que ocurre a continuación, lo que se elige hacer, tiene que proceder de la comprensión de este momento. Tal vez us­ted intente actuar a partir de un profundo conocimiento del «Es esto». ¿Influye eso en la manera como elige proceder o reaccionar? ¿Le es posible contemplar que de un modo muy real «éste» podría ser en realidad la mejor época, el mejor momento de su vida? Si así fuese, ¿qué significaría para usted?

CAPTURAR SUS MOMENTOS

La mejor manera de capturar momentos es prestar aten­ción. Así es como cultivamos la presencia mental. Presencia mental significa estar despierto; significa saber lo que hace­mos. Pero cuando comenzamos a centrarnos en lo que hace nuestra mente, por ejemplo, suele ocurrir que rápidamente vuelve a estar inconsciente, en una modalidad piloto auto­mático de inconsciencia. Estos lapsos de la conciencia suelen estar causados por un remolino de insatisfacción por lo que estamos viendo o sintiendo en ese momento, del cual surge un deseo de que algo sea diferente, de que las cosas cambien.

Es muy fácil observar el hábito que tiene la mente de ha­cernos escapar del momento presente. Trate de mantener cen­trada la atención en cualquier objeto, aunque sea por un rato

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32 Cómo asumir su propia identidad

corto. Descubrirá que para cultivar la presencia mental tal vez necesite recordarse una y otra vez estar despierto y conscien­te. Esto lo hacemos recordándonos mirar, sentir, ser. Es así de sencillo, presentarse momento a momento, nutrir la concien­cia a lo largo de momentos atemporales, estar aquí, ahora.

Sugerencias: Trate de preguntarse en este momento: «¿Estoy despierto? ¿Dónde se encuentra mi mente en este momento?»

ACORDARSE DE RESPIRAR

Va muy bien tener un foco para la atención, una cadena de ancla que nos sujete al momento presente y que nos sirva de guía para volver a él cuando la mente vague. La respira­ción cumple esta finalidad de manera extraordinaria. Puede ser una fiel aliada. Llevando la conciencia a la respiración, nos recordamos que nos hallamos aquí ahora, de modo que también podríamos estar totalmente despabilados para cual­quier cosa que ocurra.

La respiración nos ayuda a capturar nuestros momentos. Es sorprendente que no haya más personas que sepan esto. Al fin y al cabo, la respiración está siempre ahí, en nuestras mis­mas narices. Sería lógico pensar que, aunque fuera por casua­lidad, podríamos haber descubierto su utilidad en uno u otro momento. Hasta tenemos la expresión: «No tengo un mo­mento ni para respirar» (o «para recuperar el aliento»), expre­sión que nos insinúa que los momentos y la respiración po­drían estar relacionados de un modo interesante.

Para usar la respiración de manera que nutra la presencia mental, limítese a sintonizarla a su sensación, a la sensación del aire que entra en su cuerpo y a la sensación del aire que sale de su cuerpo. Eso es todo. Sentir la respiración; respirar y saber que se está respirando. Lo cual no significa una respira­ción profunda ni un obligarse a respirar, ni tratar de sentir

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algo especial, ni preguntarse si se está haciendo correcta­mente. Tampoco significa pensar en la respiración. Es limitar­se a advertir el aire que entra y el aire que sale.

Esto no tiene por qué durar mucho rato cada vez. Usar la res­piración para que nos vuelva al momento presente no lleva tiempo, sólo se precisa un cambio de atención. Pero nos es­peran grandes aventuras si nos tomamos un rato para unir los momentos, respiración a respiración, momento a momento.

Sugerencias: Trate de acompañar una inspiración completa, el aire que entra, una espiración completa, el aire que sale, dejando su mente abierta y libre sólo para ese momento; sólo para esa respiración. Abandone toda ¡dea de llegar a alguna parte o de que suceda cualquier cosa. Sólo vuelva a centrarse en la respiración cuando la mente vague, uniendo momentos de presencia mental, respiración tras respiración. Pruébelo de vez en cuando mientras lee este libro.

Kabir pregunta: Dime, alumno, ¿qué es Dios?Es el aliento dentro del aliento.

Kab ir

PRÁCTICA, PRÁCTICA, PRÁCTICA•*' I

Va bien perseverar. Cuando se ofrece amistad a la respira­ción se ve de inmediato que la inconsciencia está en todas partes. La respiración nos enseña que la inconsciencia va no sólo con el territorio sino que «es» el territorio. Esto lo hace enseñándonos, una y otra vez, que no resulta nada fácil acompañar a la respiración aunque uno quiera. Muchas co­sas se entrometen, nos llevan a la fuerza, nos impiden con­centrarnos. Vemos que, con los años, la mente se ha atestado de maletas y trastos viejos, de basura acumulada. El saber esto es un gran paso en la dirección correcta.

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34 Cómo asumir su propia identidad

PRÁCTICA NO QUIERE DECIR ENSAYO

Para explicar el cultivo de la presencia mental empleamos la palabra «práctica», pero no en el sentido usual de un ensa­yo que se repite para perfeccionar, de modo que la actuación o la competición resulte lo mejor posible.

La práctica de la presencia mental significa que nos compro­metemos de lleno a estar presente en cada momento. No existe «actuación» alguna. Sólo hay este momento. No trata­mos de mejorar ni de llegar a otra cosa. No vamos tras intui­ciones ni visiones especiales. Tampoco nos obligamos a no ser críticos, ni a estar serenos y relajados. Y, desde luego, no alentamos la conciencia de nosotros mismos ni nos entrega­mos a la preocupación por nosotros mismos. Lo que hacemos es más bien invitarnos a conectar con este momento con ple­na conciencia, con la intención de encarnar, de la mejor ma­nera posible, una orientación de serenidad, presencia mental y ecuanimidad aquí y en este mismo momento.

Como es lógico, con la práctica continuada y el tipo correcto de esfuerzo firme pero suave, la serenidad, la presencia men­tal y la ecuanimidad se desarrollan y profundizan solas, naci­das de la entrega a la quietud y la observación. Por supuesto que llegan las comprensiones y las intuiciones, y las profun­das experiencias de quietud y alegría. Pero sería incorrecto decir que practicamos para que ocurran estas experiencias o que tener muchas es mejor que tener pocas.

El espíritu de la presencia mental es practicarla por sí mis­ma, y limitarse a tomar cada momento tal como viene, agra­dable o desagradable, bueno o malo, bonito o feo, y entonces trabajar con eso porque eso es lo que está presente ahora, más que hacer práctica, sería mejor decir que la práctica nos hace, o que la vida misma se transforma en nuestra maestra de meditación y en nuestra guía.

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El surgir del momento presente 35

NO ES NECESARIO UN ESFUERZO ESPECIAL PARA PRACTICAR

Los dos años que Henry David Thoreau vivió en Walden Pond fueron, sobre todo, un experimento personal de presen­cia mental. Eligió arriesgar su vida con el fin de deleitarse en la maravilla y simplicidad de los momentos presentes. Pero no es necesario hacer un esfuerzo especial ni ir a sitio espe­cial alguno para practicar la presencia mental. Basta con con­cederse un poco de tiempo en la vida para la quietud y lo que llamamos hacer, y entonces sintonizar con la respiración.

Toda Walden Pond está en el aire que respiramos. El mila­gro de las cambiantes estaciones está en el aire que respi­ramos; nuestros padres y nuestros hijos están en el aire que respiramos; nuestro cuerpo y nuestra mente están en el aire que respiramos. La respiración es la corriente que conecta el cuerpo y la mente, que nos conecta con nuestros padres y con nuestros hijos, que conecta nuestro cuerpo con el cuer­po del mundo exterior. Es la corriente de la vida. Lo único que hay en el riachuelo son peces dorados. Todo lo que nece­sitamos para verlos con claridad es la lente de la conciencia.

El tiempo no es otra cosa que el riachuelo donde voy a pescar. Allí bebo; pero mientras bebo, veo el arenoso fondo y me doy cuenta de lo poco profundo que es el riachuelo. Su delgada corriente pasa, pero la eternidad permanece. Me gustaría beber más profundo; pescar en el cielo, cuyo fondo está guijarroso de estrellas.

T h o r e a u , Walden

En la eternidad hay en efecto algo verdadero y sublime. Y ese algo se manifiesta en momentos, lugares y ocasio­nes que están aquí y ahora.Dios mismo se encuentra en el momento presente, y en ninguna época será más real y sublime.

T h o r e a u , Walden

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36 Cómo asumir su propia identidad

DESPERTAR

Emprender la práctica de la meditación formal, dedicán­dole un tiempo cada día, no significa que uno no vaya a pen­sar nunca más, ni que no pueda salir o hacer cosas. Sólo sig­nifica que se tienen más probabilidades de saber lo que se hace porque uno se detiene un momento y observa, escucha, comprende.

Thoreau vio esto con más claridad que nunca en Walden Pond. Su conclusión fue: «Sólo amanece el día al cual esta­mos despiertos.» Si queremos captar la realidad de nuestra vida mientras la tenemos, necesitaremos despertar a nuestros momentos. De otra manera, días enteros, e incluso toda la vida, nos pasarán inadvertidos.

Una manera práctica de hacer esto es mirar a los demás y preguntarnos si los vemos en realidad o sólo vemos lo que pensamos de ellos. A veces nuestros pensamientos actúan como gafas de ensueño. Cuando las tenemos puestas vemos niños de ensueño, marido de ensueño, esposa de ensueño, trabajo de ensueño, colegas de ensueño, compañeros de en­sueño, amigos de ensueño. Podemos vivir en un presente de ensueño durante un futuro de ensueño. Sin darnos cuenta, lo coloreamos todo, a todo le damos efecto. Si bien las cosas pueden cambiar en el sueño y dar la ilusoria impresión de que son reales y nítidas, siguen siendo un sueño en el que es­tamos atrapados. Pero si nos quitamos las gafas, podría ser, sólo podría ser, que viésemos con algo más de precisión lo que realmente está allí.

Para hacer esto, Thoreau sintió la necesidad de emprender un retiro solitario durante un tiempo prolongado (estuvo dos años y dos meses en Walden Pond). «Fui al bosque porque deseaba vivir pausadamente, encontrarme sólo con las esen­ciales realidades de la vida, y ver si yo lograba aprender lo que él tenía que enseñar, y no descubrir, a la hora de mi muerte, que no había vivido».

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El surgir del momento presente 37

Su convicción más profunda: «Influir en la calidad del día, ésa es la más suprema de las artes. [...] Jamás he conocido a un hombre que estuviera totalmente despierto. ¿Cómo podía mirarlo a la cara?»

Sugerencias: Pregúntese de vez en cuando: «¿Estoy despierto en este momento?»

Interior mío, escúchame, el espíritu supremo, el Maestro, está cerca,¡despierta, despierta!

Corre a sus pies...en este momento está junto a tu cabeza.Has dormido durante millones y millones de años.¿Qué te parece si despiertas esta mañana?

K abir

NO COMPLICARLO

Si decide comenzar a meditar, no hay necesidad alguna de que lo comente con otras personas ni tampoco que expli­que por qué quiere hacerlo ni lo que la meditación va a hacer por usted. En realidad, ésa es la mejor manera de desperdi­ciar la energía y el entusiasmo para la práctica, y de frustrar los esfuerzos, ya que así no ganarán impulso. Es mejor medi­tar sin anunciarlo.

Cada vez que sienta un fuerte impulso de hablar sobre la meditación y de lo formidable que es, o de las maravillas que le está haciendo, o que no le está haciendo, a usted, o desee convencer a alguien de lo bien que le ¡ría practicarla, consi­dérelo un pensamiento más y medite otro poco. El impulso pasará y todo el mundo estará mejor, sobre todo usted.

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38 Cómo asumir su propia identidad

NO ES POSIBLE DETENER LAS OLAS PERO SÍ APRENDER A REMONTARLAS

Según la opinión general, la meditación es una manera de dejar fuera las presiones del mundo o de la propia mente, pero ésa no es una impresión exacta. La meditación no es de­jar las cosas fuera ni excluirlas. Es ver las cosas con claridad y colocarse deliberadamente en una relación distinta con ellas.

Las personas que acuden a nuestra clínica aprenden ensegui­da que el estrés forma parte inevitable de la vida. Si bien es cierto que podemos aprender, tomando decisiones inteligen­tes, a que las cosas no empeoren, hay muchos aspectos en la vida sobre los cuales tenemos poco control o ninguno. El estrés forma parte de la vida, parte del ser humano, es intrín­seco a lo condición humana en sí. Pero eso no significa que debamos ser víctimas ante las fuerzas mayores de nuestra vida. Podemos aprender a trabajar con ellas, a comprender­las, a encontrarles sentido, a hacer opciones importantes y a usar sus «energías para crecer en fortaleza, sabiduría y compa­sión. En el núcleo de toda práctica de meditación hay una disposición a abrazar y trabajar con lo que es.

Una manera de imaginar cómo funciona la presencia mental es considerar la mente como la superficie de un lago o del mar. Siempre hay olas en el agua. A veces son grandes, a ve­ces pequeñas, y en ocasiones casi imperceptibles. Las olas se producen al agitarse el agua movida por los vientos, que van y vienen, y varían en dirección e intensidad, igual como ha­cen los vientos del estrés y el cambio en nuestra vida, que forman ol as en nuestra mente.

Las persogas que no entienden la meditación creen que es una espec ie de manipulación interior especial que como algo mágico dejará fuera esas olas para que la superficie de la mente permanezca lisa, en paz y calma. Pero así como no podemos poner una placa de cristal sobre el agua para cal­

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mar las olas, tampoco nos es posible suprimir de forma artifi­cial las olas de la mente, y no es demasiado inteligente inten­tarlo. Eso sólo produciría más tensión y lucha interiores, no calma, lo cual no quiere decir que esa calma sea inalcan­zable. Significa sólo que no se puede alcanzar mediante los erróneos intentos de suprimir la natural actividad de la mente.

A través de la meditación es posible encontrar refugio de gran parte de los vientos que agitan la mente. Tal vez con el tiem­po muera una buena parte de la turbulencia por falta de ali­mento continuado. Pero, en último término, los vientos de la vida y de la mente van a soplar, con independencia de lo que hagamos. La meditación tiene que ver con saber algo sobre esto y cómo trabajar con ello.

El espíritu de la práctica de la presencia mental fue captado hermosamente en un póster de un yogui setentón, Swami Satchitananda, con su luenga barba blanca y holgadas ropas, montado en una tabla de surf sobre las olas de una playa hawaiana. El pie de la ilustración rezaba: «No es posible de­tener las olas, pero sí se puede aprender a remontarlas.»

¿PUEDE MEDITAR CUALQUIERA?

Me hacen mucho esta pregunta. Una vez me la hizo con algo de timidez un recepcionista, mientras yo esperaba el as­censor. Tengo la impresión de que quienes me preguntan esto lo hacen porque creen que tal vez todas las personas son ca­paces de meditar excepto ellas. Desean ser tranquilizadas asegurándoles que no están solas, que hay al menos unas cuantas personas más con las que se pueden identificar, aquellas almas desventuradas que nacieron con la incapaci­dad de meditar. Pero no es tan sencillo.

Pensar que uno es incapaz de meditar es algo así como pensar que se es incapaz de apretar el botón del ascensor o de doblar el codo cuando éste no está lesionado, o que se es

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incapaz de respirar, o de concentrarse o relajarse. Casi todo el mundo es capaz de respirar con facilidad. Y, dadas las cir­cunstancias adecuadas, prácticamente cualquiera es capaz de concentrarse, cualquiera puede relajarse.

Pero la gente suele confundir meditación con relajación o con algún otro estado especial que hay que conseguir o sen­tir. Cuando la persona lo intenta una o dos veces y no llega a ninguna parte o no siente nada especial, entonces piensa que es una de aquellas personas que no pueden hacerlo.

40 Cómo asumir su propia identidad __ ___________________

La meditación no tiene nada que ver con sentirse de una cier­ta manera. Es sentir la manera en que uno se siente. No se tra­ta de vaciar ni aquietar la mente, aunque la quietud sí se pro­fundiza en la meditación y se puede cultivar de una manera sistemática. Pero, por encima de todo, la meditación consiste en dejar que la mente sea como es y en saber algo sobre «cómo» está en ese momento. No es llegar a algún otro lugar, sino permitirse estar donde uno ya está. Si no se comprende esto, se llegará a pensar que uno es constitucionalmente in­capaz de meditar. Pero eso es sólo pensar más y, en este caso, es pensar de una manera equivocada.

Es verdad que la meditación requiere energía y el compro­miso a perseverar. Pero entonces, ¿no sería más correcto de­cir «No persevero» en lugar de decir «No puedo»? Cualquie­ra puede sentarse y observar su respiración u observar su mente. Y no es necesario estar sentado. Se puede hacer cami­nando, de pie, recostado, parado en un pie, corriendo o ba­ñándose. Pero para quedarse así aunque sean cinco minutos es necesaria la intencionalidad. Para hacerla parte de la pro­pia vida se requiere disciplina. Así pues, cuando alguien dice que no puede meditar, lo que quiere decir en realidad es que no se toma tiempo para ella, o que cuando lo intenta no le gusta lo que ocurre. No es lo que busca o espera. No satisface sus expectativas. Entonces, tal vez debería intentarlo de nue­vo, esta vez olvidándose de sus expectativas y limitándose a observar.

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El surgir del momento presente 41

ELOGIO AL NO HACER

Si uno se sienta a meditar, aunque sea por un rato, ése será un tiempo de no hacer. Es muy importante no creer que «no hacer» es sinónimo de no hacer nada. No podrían ser más diferentes. Aquí importan la conciencia y la intención. De hecho, son claves.

Superficialmente, parece como si hubiese dos tipos de no hacer; uno implicaría no hacer trabajo exterior alguno y el otro hacer lo que podríamos llamar una actividad sin esfuer­zo. En último término llegamos a ver que ambas cosas son la misma. La experiencia interior es lo que cuenta aquí. Lo que con frecuencia llamamos meditación formal supone hacerse deliberadamente un tiempo para detener toda actividad exter­na y cultivar la quietud, sin otro orden del día que estar pre­sente en cada momento. No hacer nada. Tal vez esos momen­tos de no hacer son el mayor regalo que podemos hacernos.

Thoreau solía sentarse a su puerta durante horas y sólo se dedicaba a mirar y a escuchar a medida que el sol avanzaba por el cielo y luces y sombras cambiaban de manera casi im­perceptible.

Había veces en que no podía permitirme sacrificar la perfección del momento presente a ningún trabajo, ya fuera intelectual o manual. Me gusta tener amplios már­genes en mi vida. A veces, una mañana de verano, ha­biéndome dado mi acostumbrado baño, me sentaba de­lante de mi soleada puerta desde la salida del sol hasta el mediodía, extasiado, entre pinos, nogales y zuma­ques, en la ininterrumpida soledad y quietud, mientras los pájaros cantaban o revoloteaban silenciosos por la casa, hasta que el sol que caía en mi ventana de po­niente o el ruido del carruaje de algún viajero en la dis­tante carretera me recordaba el paso del tiempo. Crecí en esas estaciones como el maíz por la noche, y esto era mucho mejor que lo que habría sido cualquier tra­bajo manual. No eran ratos sustraídos de mi vida sino mucho más y por encima de lo que tengo habitualmen­te. Comprendí lo que quieren decir los orientales cuan­

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do hablan de contemplación y de abandonar los traba­jos. La mayor parte del tiempo no me importaba la ma­nera como transcurrían las horas. El día avanzaba como para iluminar algún trabajo mío; era de mañana y, oh maravilla, ya es el atardecer, y nada memorable se ha realizado. En lugar de cantar, como los pájaros, sonreía silencioso ante mi incesante buena suerte. Así como el gorrión tiene su trino, así yo, sentado en el nogal delan­te de mi puerta, tenía mi risa o mi gorgeo ahogado que él podía escuchar salir de mi nido.

T h o r e a u , Walden

Sugerencias: Reconozca la belleza del momento presente en su práctica diaria de meditación, si la tiene. Si se levanta tem­prano, salga y mire (una mirada sostenida, atenta) las estrellas, la luna y la luz del amanecer cuando aparezca. Sienta el aire, el frío, el calor (una sensación sostenida, atenta). Dése cuenta de que el mundo que lo rodea está durmiendo. Cuando vea las estrellas recuerde que en el tiempo está mirando millones de años atrás. El pasado se halla presente aquí y ahora.

Después vaya a meditar sentado o echado. Que este o cualquier otro momento en que practique sea su tiempo para olvidar todo hacer, para entrar en la modalidad de ser, en la que simplemente mora en la quietud y presencia mental, atento al desenvolverse momento a momento del presente, sin añadir nada, sin quitar nada, afirmando «Es esto».

LA PARADOJA DEL NO HACER

El sabor y la alegría pura del no hacer son difíciles de cap­tar porque nuestra cultura da mucho valor al hacer y al pro­greso. Incluso nuestro ocio tiende a ser ocupado e incons­ciente. La alegría del no hacer se basa en que no es necesario que ocurra nada más para que este momento sea completo. La sabiduría que hay en ello y la ecuanimidad que resulta de ello residen en saber que algo más ocurrirá.

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Cuando Thoreau dice «era de mañana y, oh maravilla, ya es el atardecer, y nada memorable se ha realizado» es como on­dear una bandera roja ante un toro para las personas orienta­das a hacer cosas y al progreso. Pero ¿quién puede decir que sus comprensiones de una mañana pasada delante de su puerta son menos memorables o tienen menos mérito que toda una existencia de ajetreo, vivida con escaso aprecio por la quietud y la perfección del momento presente?

Thoreau cantaba una canción que era tan necesario escuchar entonces como ahora. Hasta hoy, él está señalando continua­mente, para cualquiera que esté dispuesto a escuchar, la pío- funda importancia de la contemplación y del no apego a nin­gún resultado que no sea la dicha pura de ser, todo «mucho mejor que lo que habría sido cualquier trabajo manual». Este comentario recuerda al viejo maestro zen que dijo: «Jo, jo, llevo cuarenta años vendiendo agua junto al río y mi trabajo no tiene mérito alguno en absoluto.»

Huele a paradoja. La única manera de hacer algo de valor es que el esfuerzo salga del no hacer y de olvicjarr toda pre­ocupación acerca de si va a servir o no. De otro modo, pue­den entrometerse el interés y la ambición y deformar nuestra relación con el trabajo, o el trabajo mismo, que de algún modo queda manchado, impuro y, en ultimo término, no completamente satisfactorio aunque sea bueno. Todos los científicos conocen este estado mental y se guardan de él porque inhibe el proceso creativo y deforma nuestra capaci­dad para ver con claridad las conexiones.

EL NO HACER EN ACCIÓN

El no hacer puede surgir en la acción y en la quietud. La quietud interior del hacedor se funde con la actividad externa hasta tal punto que la acción se hace a sí misma. Es actividad sin esfuerzo. Nada es forzado. No hay trabajo de la voluntad. No hay un «yo», «nosotros» ni «mío» de mente estrecha que. exija un resultado, y, no obstante, nada queda sin hacer. El no hacer es la piedra angular de la maestría en cualquier

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campo de actividad. He aquí una clásica declaración de esto de la China del siglo m:

El cocinero del príncipe Wen Hui está cortando en piezas un buey.Estira una mano, baja un hombro, afirma un pie, presiona con una rodilla, el buey se abre con un susurro, la brillante cuchilla murmura como una suave brisa.¡Ritmo! ¡Exactitud!Como una danza sagrada, como «El bosquecillo de moreras»,¡como armonías antiquísimas!

— ¡Excelente trabájo! —exclamó el príncipe—> tu método es intachable.— ¿Método?—preguntó el cocinero, dejando a un lado la cuchilla— .Lo que sigo es el Tao,¡que trasciende todos los métodos!

Cuapdo comencé a cortar bueyes veía^ante mí al buey entero, todo en una masa.Después de tres años, ya no veía esa masa, veía las diferencias.

Pero ahora nada veo con los ojos.Todo mi ser aprehende.Mis sentidos están ociosos. El espíritu, libre para trabajar sin plan, sigue su propio instinto.Guiada por la vía natural,por la abertura secreta, el espacio oculto,mi cuchilla encuentra su propio camino.No corto articulación alguna, no rompo hueso alguno.

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El surgir del momento presente 45

Hay espacio entre las articulaciones; la hoja es delgada y afilada:Cuando esta fina hoja encuentra ese espacio,¡es todo lo que necesita!¡Pasa como una brisa!Por eso, hace diecinueve años que tengo esta cuchilla, como recién afilada.

Es cierto que a veces hay articulaciones duras. Las veo venir, me detengo, observo con atención, me contengo, apenas muevo la hoja, y, ¡paf!, la parte se desprende, cae como un terrón de tierra.

Entonces quito la hoja,me quedo quieto, y me dejo invadirpor la alegría del trabajo.Limpio la hoja y la dejo a un lado.

— ¡Eso es! —dijo el príncipe Wen Hui—> mi cocinero me ha enseñado cómo debo vivir mi vida.

C h u a n g T sé

HACER EL NO HACER

No hacer no tiene nada que ver con ser indolente o pasi­vo; todo lo contrario. Se requiere gran valor y energía para cultivar el no hacer, tanto en la quietud como en la actividad. Tampoco es fácil concederse un tiempo especial para el no hacer y perseverar en él frente a todo lo que es necesario ha­cer en nuestra vida.

Pero el no hacer no tiene por qué ser amenazador para las personas que piensan que siempre tienen cosas que hacer. Es­

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tas personas podrían descubrir que hacen más y mejor si practican el no hacer. No hacer significa dejar que las cosas sean, y permitirles que se desenvuelvan a su manera. Es posi­ble que esto suponga un esfuerzo enorme, pero se tratará de un esfuerzo sin esfuerzo, gracioso, sabio; un «hacer menos hacedor» que se cultiva en toda una vida.

La actividad sin esfuerzo ocurre en ocasiones en el baile y en los deportes, en los niveles más elevados de rendimiento; cuando ocurre, sorprende, quita el aliento a todo el mundo. Pero también sucede en todos los demás ámbitos de la activi­dad humana, desde la pintura a la reparación de coches y la crianza de los hijos. Algunas veces se combinan los años de práctica con la experiencia, lo que eleva a una nueva capaci­dad para permitir que la ejecución se despliegue trascendien­do la técnica, el esfuerzo, el pensamiento. La acción enton­ces se convierte en una pura expresión de arte, de ser, de dejar de lado todo hacer, una fusión de mente y cuerpo en movimiento.'Nos impresiona observar una ejecución sober­bia, sea atlética o artística, porque eso nos permite participar en la magia de la verdadera maestría, nos eleva, aunque sólo sea de una manera fugaz, y tal vez nos permite participar de la intención que cada uno de nosotros, a nuestro modo, po­dría tocar esos momentos de gracia y armonía en el vivir la vida.

«Influir en la calidad del día, ésa es la más suprema de las artes», dijo Thoreau. Hablando del arte de la danza, Martha Graham lo expresó de esta manera: «Lo único que importa es este momento de movimiento. Hacer el momento vital y dig­no de vivirse. No lo dejes pasar inadvertido y sin usar.»

Ningún maestro de meditación podría haber dicho algo más cierto. Podemos hacernos aprendices de este trabajo, sa­biendo muy bien que el no hacer es verdaderamente el traba­jo de toda una vida; y conscientes siempre de que la moda­lidad de hacer es tan fuerte en nosotros que cultivar el no hacer requiere, aunque parezca irónico, considerable es­fuerzo.

La meditación es sinónimo de la práctica del no hacer. No practicamos para perfeccionar las cosas ni para hacer las co­sas a la perfección. Practicamos para captar y comprender (hacer real para nosotros) el hecho de que las cosas ya son

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perfectas, que son lo que son. Esto tiene todo que ver con captar el momento presente en su totalidad sin imponerle nada extra, percibiendo su pureza y la frescura de su capaci­dad para hacer surgir el momento siguiente. Entonces, sa­biendo qué es qué, viendo con la mayor claridad posible, y conscientes de que no sabemos más de lo que en realidad sa­bemos, actuamos, damos un paso, adoptamos una postura, nos arriesgamos. Algunas personas hablan de eso como de un flujo, un momento que fluye en el siguiente sin solución de continuidad, sin esfuerzo, acunado en el lecho de la presen­cia mental.

Sugerencias: Durante el día, vea si es capaz de detectar la perfección del momento presente, en todos los momentos, en los normales, en los «intermedios», e incluso en los difíciles. Trabaje por permitir que se desarrollen más cosas en su vida sin forzarlas a que ocurran y sin rechazar aquellas que no res­ponden a su idea de lo que «debería» suceder. Vea si logra notar los «espacios» a través de los cuales podría entrar sin esfuerzo en el espíritu del cocinero de Chuang Tsé. Fíjese cómo puede cambiar la calidad del resto de su día si es posi­ble que se haga tiempo para estar en el día temprano, sin pro­grama. Al afirmar primero lo que es más importante en su propio ser, vea si no puede dar un salto consciente en todo el día y acabar siendo más capaz de percibir, valorar y respon­der a la perfección de cada momento.

PACIENCIA

Ciertas actitudes o cualidades mentales apoyan la práctica de la meditación y proporcionan una buena tierra en la cual florecerán las semillas de la presencia mental. Al cultivar de­liberadamente estas cualidades, en realidad cultivamos la tie­rra de nuestra mente y aseguramos que ésta sea una fuente de claridad, compasión y acción correcta en nuestra vida.

Estas cualidades interiores que apoyan la práctica de la meditación no se imponen, decretan ni legislan. Sólo se «cul­tivan», y esto únicamente cuando se ha llegado al punto en

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que la motivación interiores lo bastante fuerte que deseamos dejar de contribuir al propio sufrimiento y confusión y tal vez al de los demás. Equivale a comportarse con ética, concepto gravemente difamado en muchos círculos.

Por la radio he oído a alguien definir la ética como «obe­diencia a lo que nadie puede obligarnos a cumplir». No está mal. Se hace por motivos interiores, no porque alguien nos lleva la cuenta ni porque nos castigarían si transgrediésemos las leyes y nos cogiesen. Marchamos al ritmo de nuestro pro­pio tambor. Prestamos atención a una audición interior, así como es un terreno interior el que preparamos para cultivar la presencia mental. Pero no es posible la armonía sin com­prometerse al comportamiento ético: la cerca que mantiene fuera las cabras que se comerían todos los brotes del jardín.

Pienso que la paciencia es una de esas actitudes éticas fundamentales. Si se cultiva la paciencia, es casi inevitable que se cultive la presencia mental,«y la práctica de la medita­ción irá enriqueciéndose y madurando poco a poco. Al fin y al cabo, si en realidad no se trata de llegar a ninguna otra par­te en este momento, la paciencia cuidará de sí misma. Es un recordatorio de que las cosas se desarrollan a su tiempo. No se puede meter prisa a las estaciones. Llega la primavera, la hierba crece sola. Por lo general, las prisas no sirven de nada y pueden crear mucho sufrimiento, a veces a nosotros, a ve­ces a aquellos que nos rodean.

La paciencia es una alternativa siempre presente para la agitación e impaciencia endémicas de la mente. Rasque la superficie de la impaciencia y lo que encontrará debajo, de modo sutil o no tan sutil, será rabia; esa fuerte energía de no desear que las cosas sean como son y de culpar de ello a al­guien (con frecuencia a uno mismo) o a algo. Lo cual no sig­nifica que no haya que darse prisa cuando es necesario. Es posible incluso darse prisa con paciencia, de forma conscien­te, avanzando rápido porque eso es lo que se ha elegido.

Desde el punto de vista de la paciencia, las cosas suceden porque otras cosas suceden. Nada está separado ni aislado. No hay causa primordial alguna que sea absoluta, final, res­ponsable. Si alguien nos golpea con un palo, no nos enfa­damos con el palo ni con el brazo que lo enarbola; nos en­fadamos con la persona unida al brazo. Pero si miramos un

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poco más profundo, no podremos encontrar una causa pri­mordial satisfactoria ni dirigiremos el enfado ni siquiera con­tra la persona, que literalmente no sabe lo que hace y que, por lo tanto, está desquiciada en ese momento. ¿Dónde colo­car la culpa o el castigo? Es posible que nos enfadáramos con los padres de esa persona, por los malos tratos que tal vez dieron a un niño indefenso. O tal vez con el mundo, por su falta de compasión. Pero ¿qué es el mundo? ¿No formamos parte de él? ¿Acaso no tenemos también impulsos rabiosos y, bajo ciertas condiciones, nos vemos asaltados por impulsos violentos e incluso asesinos?

El Dalai Lama no manifiesta rabia alguna contra los chi­nos, aun cuando durante años la política del gobierno chino ha practicado el genocidio contra los tibetanos, cuIturicidio contra sus instituciones, creencias y todo lo que les es más querido, y geocidio contra la tierra en que viven. Cuando el Dalai Lama ganó el Premio Nobel de la Paz, un periodista le preguntó acerca de esa falta de ira. Él contestó: «[Los chinos] nos han quitado todo; ¿debería dejarlos que me quitaran tam­bién la mente?»

Esta actitud es en sí misma una notable demostración de paz; la paz interior de conocer lo que es más fundamental, y la paz exterior de encarnar esa sabiduría en el porte y los actos. La paz y esa disposición a ser paciente frente a esos enormes sufrimientos y provocaciones, sólo se pueden alcanzar me­diante el cultivo de la compasión, una compasión que no se li­mita a los amigos, sino que también se siente por aquellos que, por ignorancia y por lo que suele considerarse maldad, pueden hacernos sufrir a nosotros y a aquellos que amamos.

El grado de generosa compasión se basa en lo que los budistas denominan «buena presencia mental» y «buen en­tendimiento». No ocurre así como así. Es necesario practicar­la, cultivarla. No es que no surjan sentimientos de ira. Se tra­ta de que la ira puede utilizarse, trabajarse, aprovecharse para que sus energías puedan nutrir la paciencia, la compa­sión, la armonía y la sabiduría, en nosotros mismos y quizá también en los demás.

Al emprender la meditación cultivamos la cualidad de la paciencia cada vez que nos detenemos, nos sentamos y to­mamos conciencia del fluir de nuestra respiración. Y esta in­

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vitación que nos hacemos a ser más receptivos, a estar más en contacto, a mostrarnos más pacientes con nuestros mo­mentos, se extiende también, por supuesto, a otros momentos de nuestra vida. Sabemos que las cosas se desarrollan según su propia naturaleza. Podemos acordarnos de permitir que nuestra vida se desarrolle de la misma manera. No necesita­mos dejar que nuestro deseo de ciertos resultados domine la calidad del momento, ni siquiera cuando las cosas son dolo- rosas. Cuando tenemos que empujar, empujamos. Cuando te­nemos que tirar, tiramos. Pero sabemos también cuándo no empujar y cuándo no tirar.

Con todo esto intentamos equilibrar el momento presente, entendiendo que en la paciencia se encuentra la sabiduría, sabiendo que lo que venga a continuación estará determina­do en gran medida por cómo somos ahora. Es útil tener pre­sente esto cuando nos impacientamos en nuestra práctica de la meditación, o cuando nos sentimos frustrados, impacientes y enfadados en nuestra vida.

¿Tienes la paciencia para esperar que el lodo se asiente y el agua se aclare?¿Eres capaz de permanecer inmutable hasta que la acción correcta surja sola ?

La o -Tsé , Tao-te Ching

Existo como soy, y eso basta, si nadie más en el mundo lo sabe, estoy satisfecho, y si todos y cada uno lo saben, estoy satisfecho.

Un mundo está consciente, y con mucho el mayor para mí, y ése soy yo, y ya sea que tenga lo mío hoy o dentro de diez mil o diez millones de años, puedo cogerlo alegremente ahora o, con igual alegría, puedo esperar.

W alt W h it m a n , Leaves of Grass

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Sugerencias: Trate de observar la impaciencia y la rabia cuando surjan. Vea si le es posible adoptar un punto de vista diferente, uno que vea cómo las cosas se desarrollan a su tiempo. Esto es particularmente útil cuando se siente urgido y atascado o impedido en algo que desea o necesita hacer. Por difícil que pueda parecerle, intente no empujar la corriente del río en ese momento y en su lugar escuche con atención. ¿Qué le dice? ¿Qué le dice que haga? Si no le dice nada, limí­tese a respirar, deje que las cosas sean como son, entre en la paciencia, continúe escuchando. Si el río le dice algo, enton­ces, hágalo, pero hágalo con conciencia atenta. Después, una pausa, espere pacientemente, y escuche de nuevo.

Mientras atiende al suave fluir de su respiración durante los ratos de práctica de meditación formal, advierta el ocasio­nal tirón de su mente que quiere ocuparse con otra cosa, que desea llenar su tiempo o cambiar lo que está sucediendo. En lugar de perderse en esos momentos, trate de seguir sentado, paciente, con la respiración y una alerta conciencia de lo que se está desarrollando a cada momento, permitiéndole que lo haga a voluntad, sin imponerle nada. Sólo observar, sólo res­pirar, encarnando la quietud, convirtiéndose en paciencia.

DEJAR MARCHAR

La expresión «dejar marchar» tiene que estar muy a la ca­beza en la competición por ser el cliché del siglo en la Nueva Era. Se usa en exceso, se abusa de ella a diario. Sin embargo, es una maniobra interior tan potente que se merece una mira­da, sea o no sea cliché. Hay algo de vital importancia que aprender de la práctica de dejar marchar.

Dejar marchar significa exactamente eso. Es una invitación a dejar de aferrarse a cualquier cosa, ya se trate de una idea, un objeto, un acontecimiento, un determinado momento, una opinión o un deseo. Es una decisión consciente de liberarse con total aceptación en la corriente de los momentos presen­tes a medida que se desarrollan. Dejar marchar significa de­jar de coaccionar, de resistirse o de luchar a cambio de algo

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más poderoso y completo que surge de permitir que las cosas sean como son, sin quedar atrapados en la atracción o el re­chazo que nos producen, en la pegajosidad intrínseca del de­seo, gusto o disgusto. Es similar a abrir la mano para soltar algo que se tenía cogido.

Pero no es sólo la pegajosidad de nuestros deseos respecto a los acontecimientos externos lo que nos atrapa. No es sólo un aferramos con las manos. También lo hacemos con la mente. «Nos» cogemos, «nos» atascamos, aferrándonos, muchas ve­ces con desesperación, a criterios estrechos, a esperanzas y deseos egoístas. En realidad, dejar marchar se refiere a la elección de convertirnos en transparentes a la fuerte atrac­ción de nuestros gustos y disgustos y de la ignorancia que nos hace aferramos a ellos. Para ser transparentes es preciso que permitamos que nuestros temores e inseguridades se agoten en el campo de la plena conciencia.

Dejar marchar es posible únicamente si podemos llevar con­ciencia y aceptación a la básica realidad de lo atascados que podemos estar, si nos permitimos reconocer las lentes que deslizamos de modo tan inconsciente entre observador y ob­servado, lentes que entonces filtran y colorean, tuercen y dan forma a lo que vemos. En esos momentos pegajosos podemos abrirnos, sobre todo si somos capaces de captarlos en con­ciencia y reconocer cuando quedamos atrapados, ya sea en la persecución y el aferramiento o en la condenación y el re­chazo, en la búsqueda de nuestras ganancias.

La quietud, la intuición y la sabiduría surgen sólo cuando nos es posible asentarnos en nuestro ser completo en este mo­mento, sin tener que buscar ni aferrar ni rechazar nada. Ésta es una proposición que se puede poner a prueba. Trate de ha­cerlo sólo por diversión. Compruebe usted mismo si dejar marchar cuando una parte de usted quiere aferrarse no le pro­porciona una satisfacción más profunda que aferrarse.

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NO JUZGAR

No lleva mucho tiempo de meditación descubrir que una parte de nuestra mente nunca deja de evaluar nuestras expe­riencias, comparándolas con otras experiencias o midiéndo­las según las expectativas y criterios que nos creamos, mu­chas veces por miedo. Entre los miedos están: valgo muy poco, va a ocurrir algo malo, esto bueno no durará mucho, me van a hacer sufrir, las cosas no me van a salir como quie­ro, ay, si supiera algo, soy el único que nada sabe. Tendemos a ver las cosas a través de gafas coloreadas, a través de las lentes de si algo es bueno o malo para mí, o de si es conforme o no con mis creencias o ideología. Si es bueno, me gusta. Si es malo, no me gusta. Si no es ni bueno ni malo, no tengo sentimiento alguno al respecto, ni positivo ni negativo, y has­ta es posible que ni lo vea.

Cuando estamos en quietud, la mente que juzga puede aparecer como una sirena de niebla. No me gusta el dolor de mi rodilla. Esto es aburrido. Me agrada esta sensación de quietud. Ayer tuve una buena meditación, pero hoy me está resultando mal. Esto no me funciona. No sirvo para esto. No sirvo, punto. Este tipo de pensamientos domina la mente y pesa. Es como llevar una maleta llena de piedras sobre la ca­beza. Es agradable quitársela de encima. Imagínese cómo será suspender todo juicio y dejar que cada momento sea como es, sin que intentemos calificarlo de «bueno» ni de «malo». Sería una verdadera quietud, una verdadera libera­ción.

La meditación significa cultivar una actitud no crítica ha­cia lo que surja en la mente, sea lo que sea. Sin esa actitud no practicamos la meditación. Eso no quiere decir que no apare­cerán juicios. Por supuesto que lo harán, porque está en la naturaleza misma de la mente comparar, juzgar y evaluar. Cuando esto ocurre, no intentamos detenerlo ni ignorarlo, así como no tratamos de detener ningún otro pensamiento que surja en la mente.

El sistema que adoptamos en la meditación es sencilla­mente ser testigos de lo que surja en la mente o en el cuerpo, y reconocerlo sin condenarlo ni buscarlo, sabiendo que nues­tros juicios son pensamientos inevitables y necesariamente

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limitadores «acerca» de la experiencia. Lo que nos interesa en la meditación es el contacto directo con la propia ex­periencia, ya sea de una inspiración, una espiración, una sen­sación, un sentimiento, un sonido, un impulso, un pensa­miento, una percepción o un juicio. Y estamos alertas a la posibilidad de quedar atrapados en juzgar el juicio, o en po­nerle la etiqueta de buenos a algunos juicios y de malos a otros.

Si bien nuestro pensamiento colorea todas nuestras expe­riencias, con frecuencia nuestros pensamientos tienden a ser menos que exactos. Por lo general son sólo opiniones par­ticulares desinformadas, reacciones y prejuicios basados en conocimientos limitados e influidos sobre todo por nuestro condicionamiento del pasado. De todas maneras, cuando no se lo reconoce ni nombra como tal, nuestro pensamiento puede impedir que veamos con claridad en el momento pre­sente. Quedamos atrapados en «pensar» que sabemos lo que vemos y sentimos, así como en proyectar nuestros juicios so­bre todo lo que vemos desviado un pelo. El solo hecho de co­nocer este hábito y de observarlo cuando ocurre nos puede conducir a una mayor receptividad y aceptación sin críticas.

Lógicamente, una orientación no crítica no significa que uno deje de saber actuar o comportarse en sociedad, ni que cualquier cosa que una persona haga está bien. Simplemente significa que podemos actuar con mucha mayor claridad en nuestra propia vida, y ser más equilibrados, más eficaces y más éticos en nuestras actividades si sabemos que estamos inmersos en una corriente de gustos y disgustos inconscientes que nos ocultan el mundo y la pureza básica de nuestro ser. Gusto y disgusto son maneras saneadas de significar ansia y aversión, o avidez y odio. Cuando a esos estados mentales los llamamos «avidez y odio» o «ansia y aversión», eso nos de­tiene un momento y nos recuerda que estas fuerzas están realmente trabajando hasta cierto punto en nuestras mentes todo el tiempo. No es exageración decir que tienen una toxi­cidad crónica, similar a un virus, que nos impide ver las cosas como son en realidad y activar nuestro verdadero potencial.

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CONFIANZA

La confianza es un sentimiento de seguridad o convicción de que las cosas se van a desarrollar dentro de un marco for­mal que encarna el orden y la integridad. Es posible que no siempre comprendamos lo que nos sucede, a nosotros o a otras personas, o lo que ocurre en determinada situación; pero si confiamos en nosotros mismos, o en otros, o ponemos nuestra confianza en un proceso o un ideal, podemos descu­brir los poderosos elementos estabilizadores (seguridad, equi­librio y apertura) que hay en esa confianza. Si no están basa­dos en la ingenuidad, esos elementos, en cierto modo, nos guían y protegen de daño o autodestrucción.

Es importante que cultivemos la actitud de confianza en la práctica de la presencia mental, porque si no confiamos en nuestra capacidad de observación, de estar abiertos y aten­tos, de reflexionar sobre la experiencia, de crecer y aprender de la observación y atención, de conocer algo a fondo, resul­tará muy difícil que perseveremos en el cultivo de estas capa­cidades, y entonces éstas se marchitarán o quedarán latentes.

Parte de la práctica de la presencia mental es cultivar un co­razón confiado. Comencemos por mirar en profundidad aquello de nosotros mismos en que podemos confiar. Si no sabemos de inmediato qué es, tal vez necesitemos mirar un poco más profundo, estar algo más de tiempo con nosotros mismos en quietud y simplemente siendo. Si durante un buen espacio de tiempo no sabemos lo que hacemos y no nos gusta la manera como resultan las cosas en nuestra vida, tal vez sea hora de que prestemos más atención, de que estemos más en contacto, y observemos las elecciones que hacemos y sus consecuencias a lo largo del camino.

Quizá podríamos probar a confiar en el momento presen­te, aceptando lo que sea que sintamos o pensemos o veamos en «este» momento porque eso es lo que está presente ahora. Si podemos estar aquí y entrar en la textura completa del aho­ra, tal vez descubramos que este mismo momento es digno

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de nuestra confianza. Con estos experimentos, realizados una y otra vez, puede llegar una nueva percepción de que en al­gún lugar profundo de nuestro interior reside un núcleo muy sano y digno de confianza, y que nuestras intuiciones, en cuanto ecos profundos de la realidad del momento presente, son dignas de confianza.

Sé fuerte pues y entra en tu cuerpo;en él tienes un lugar firme para apoyar los pies.¡Piensa en ello detenidamente!¡No te vayas a otro lugar!Kabir dice esto: arroja todos los pensamientos de cosas imaginarias, y manténte firme en lo que tú eres.

Kabir

GENEROSIDAD

La generosidad es otra cualidad que, como la paciencia, el dejar marchar, el no juzgar y la confianza, proporciona ci­mientos sólidos para la presencia mental. Pruebe a aprove­char el cultivo de la generosidad a modo de vehículo para la observación y exploración de sí mismo, a la vez que a modo de ejercitación en dar. Un buen lugar para comenzar es usted mismo. Vea si es capaz de hacerse regalos que sean verdade­ras bendiciones, tales como aceptarse a sí mismo, o un rato al día sin ningún objetivo. Ejercítese en sentirse lo suficiente merecedor como para aceptar estos regalos sin obligaciones, en limitarse a recibir de sí mismo y del universo.

Vea si puede estar en contacto con un núcleo o centro de su interior, cuya riqueza es incalculable. Permita que ese centro comience a irradiar su energía hacia el exterior, que irradie por todo su cuerpo y más allá. Experimente con dar esta ener­gía, primero poco a poco, dirigiéndola hacia usted mismo y hacia los demás sin pensar en ganancias ni en recibir nada a

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cambio. Dé más de lo que cree que es capaz de dar, confian­do en que es más rico de lo que usted piensa. Celebre esa ri­queza. Dé como si tuviese una riqueza inagotable. A esto se le llama «dar como un rey».

No me refiero sólo a dinero o posesiones materiales, aun­que es maravilloso ser generoso con ellos y compartir la abundancia material. En realidad le sugiero que practique el compartir la plenitud de su ser: entusiasmo, vitalidad, espíri­tu, confianza, apertura, receptividad, su mejor yo y, por enci­ma de todo, su presencia. Compártala consigo mismo, con su familia, con el mundo.

Sugerencias: Trate de advertir la resistencia al impulso de dar, las preocupaciones por el futuro, la sensación de que tal vez está dando demasiado, o el pensamiento de que no será valorado «lo suficiente», o que va a quedar agotado por el es­fuerzo, o que no va a conseguir nada a cambio, o que no tie­ne lo suficiente. Considere la posibilidad de que ninguna de estas cosas se acercan a la realidad, sino que son simples for­mas de inercia, de constricción y de autoprotección temero­sa. Tales pensamientos y sentimientos son las ásperas aristas del automimo, que se rozan contra el mundo y suelen causar­nos, a nosotros y a los demás, dolor y un sentimiento de dis- tanciamiento, aislamiento y empequeñecimiento. El acto de dar sirve para limar las asperezas de estas aristas y contribuye a hacernos más conscientes de nuestra riqueza interior. Al practicar la presencia mental de la generosidad, al dar y ob­servar sus efectos en nosotros mismos y en los demás, nos transformamos, nos purificamos y descubrimos versiones am­pliadas de nosotros mismos.

Es posible alegar que no se tiene suficiente energía o entu­siasmo para dar algo, que ya uno está abrumado o empobre­cido. O tal vez pensamos que no hacemos otra cosa que dar, dar y dar, y que eso los demás no lo aprecian, no lo valoran o ni siquiera lo ven, o que eso uno lo utiliza para ocultarse del dolor y el temor, como forma de conseguir caer bien o que los demás dependan de uno. Estos comportamientos y rela­ciones difíciles exigen un escrutinio atento y detenido. El dar inconsciente nunca es sano ni generoso. Tiene gran impor­

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tancia que comprendamos los motivos para dar, y saber cuándo algunas formas de dar no son una muestra de genero­sidad sin más bien de temor y falta de confianza.

En el cultivo consciente de la generosidad no es necesario darlo todo, y ni siquiera algo. Por encima de todo, la genero­sidad es un dar interior, una actitud, una disposición a com­partir el propio ser con el mundo. Es muy importante que res­petemos y confiemos en los propios instintos, pero, al mismo tiempo, debemos caminar por el borde y correr algunos ries­gos, como parte del experimento. Tal vez sea necesario dar menos, o confiar en la intuición sobre la explotación o los motivos o impulsos insanos. Quizá sea necesario dar, pero de diferente manera o a diferentes personas. Tal vez, sobre todo, sea necesario darse a uno mismo primero, durante un tiempo. Después se intentaría dar a otras personas un poquitín más de lo que se cree que se puede dar, advirtiendo y dejando marchar conscientemente cualquier idea de obtener algo a cambio.

Tome la iniciativa para dar. No espere a que alguien le pida. Observe lo que ocurre, sobre todo a usted. Es posible que descubra que adquiere una mayor claridad acerca de sí mismo, y de sus relaciones, al mismo tiempo que consigue más energía, nunca menos. Quizá descubra que, en lugar de agotarse usted o sus recursos, lo repone todo. Tal es el poder de la presencia mental, de la generosidad desinteresada. En el fondo no existe dador, ni don ni receptor, sólo hay el uni­verso que se reacomoda.

HAY QUE SER LO BASTANTE FUERTE PARA SER DÉBIL

Si usted es muy hábil y tiene fuerza de voluntad, tal vez dé la impresión de persona invulnerable a los sentimientos de incapacidad, inseguridad o dolor. Esto puede dejarlo muy solo y, en último término, ser causa de gran sufrimiento para usted y otras personas. Los demás se sentirán muy felices de aceptar esa impresión y de confabularse en propagarla, proyectando sobre usted una personalidad de roca que no se permite tener verdaderos sentimientos. Es muy fácil desco­nectarse de los verdaderos sentimientos tras ese embriagador

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escudo de imagen y aura. Ese aislamiento les ocurre a mu­chos padres de la familia nuclear y a las personas que de­sempeñan puestos de poder en todas partes.

Creer que uno se fortalece mediante la práctica de la me­ditación puede crearnos un dilema similar. Es posible que uno comience a creerse y a representar el papel del medi- tador correcto y supremamente invulnerable, el que tiene todo controlado y es lo bastante sabio para enfrentarlo todo sin quedar cogido en reacciones emotivas; y mientras tanto tal vez detiene con eficacia el propio desarrollo sin siquiera darse cuenta. Todos tenemos vida emocional. Nos amuralla­mos para protegernos de ella a nuestro propio riesgo.

Así pues, cuando note que comienza a crearse una ima­gen de invulnerabilidad, de fuerza, de conocimiento espe­cial, o de sabiduría basada en sus experiencias meditativas, pensando tal vez que está llegando a algún lugar con su prác­tica, y que comienza a hablar mucho sobre la meditación, de un modo autopromocionante e hinchado, sería una buena ¡dea que llevara la presencia mental a esa actitud y le pregun­tara si está huyendo de su vulnerabilidad o tal vez de alguna aflicción o cualquier tipo de miedo. Si en verdad es fuerte, no hay necesidad de repetirlo tanto, ni a usted mismo ni a los de­más. Es mejor que adopte otro sistema y dirija la atención a donde más teme mirar. Esto se puede hacer permitiéndose sentir e incluso llorar, no necesitar tener opiniones acerca de todo, no dar la sensación de ser invencible o insensible a los demás, sino estar en contacto con los sentimientos y abierto a ellos. Lo que parece debilidad es justamente donde está la fuerza. Y lo que parece fuerza suele ser debilidad, un intento de encubrir el temor; es una representación o una fachada, por muy convincente que pueda parecer a los demás, e inclu­so a uno mismo.

Sugerencias: Trate de reconocer las maneras que tiene de hacer frente a los obstáculos con rigor. Pruebe a mostrarse suave cuando se sienta impulsado a ser duro; generoso cuan­do el impulso sea negarse, abierto cuando el impulso sea ce­rrarse a nivel emocional. Si siente aflicción o tristeza, intente dejar ese sentimiento. Permítase sentir lo que sea que sienta.

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Fíjese en las etiquetas que pone a cosas como llorar o sentirse vulnerable. Deje marchar las etiquetas. Limítese a sentir lo que siente, mientras a la vez cultiva la conciencia del mo­mento, remontando las olas de lo que es «alto» y «bajo», «bueno» y «malo», «débil» y «fuerte», hasta que vea que to­das esas etiquetas son inadecuadas para describir su expe­riencia. Sea con la experiencia misma. Confíe en su fuerza más profunda de todas: estar presente, estar despierto.

SIMPLICIDAD VOLUNTARIA

Con frecuencia surge en mí el impulso de meter otro de esto u otro de aquello en este momento. Sólo esa llamada por teléfono, sólo detenerme aquí cuando voy hacia allá. Aunque eso esté en la dirección contraria.

He aprendido a identificar este impulso y a desconfiar de él. Trabajo muchísimo en decirle que no. Este impulso me haría tomar el desayuno con la mirada clavada en la caja de los ce­reales, leyendo por centésima vez los contenidos dietéticos de los componentes, o la sorprendente oferta gratis de la casa fabricante. A este impulso no le importa lo que yo coma, mientras coma. El periódico es aún más atractivo, o un catá­logo, o lo que sea que haya por allí. Recoge basura para lle­nar el tiempo, conspira con mi mente para mantenerme in­consciente, adormecido, hasta cierto punto, en una niebla de aturdimiento, el tiempo suficiente para llenar o sobrellenar mi vientre mientras en realidad me pierdo el desayuno. Eso me deja inasequible para los demás, hace que me pierda el juego de la luz sobre la mesa, los aromas de la habitación, las energías del momento, incluidas las discusiones y peleas, cuando nos juntamos antes de seguir nuestros rumbos distin­tos durante el día.

Me agrada practicar la simplicidad voluntaria para contra­rrestar esos impulsos y asegurar que el alimento llega hasta un plano profundo. Esto supone hacer intencionadamente

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una sola cosa por vez y procurar estar yo allí. Muchas ocasio­nes se presentan solas: dar un paseo, por ejemplo, o jugar unos momentos con el perro, momentos en los cuales real­mente estoy con el perro. Simplicidad voluntaria significa ir a menos lugares en un día, no a más, ver menos para poder ver más, hacer menos para poder hacer más, adquirir menos para poder tener más. Todo va ligado. No es una verdadera opción para mí (padre de hijos pequeños, mantenedor de la familia, marido, hijo mayor de mis padres, persona a la que importa muchísimo su trabajo) irme a una u otra Walden Pond a sen­tarme bajo un árbol durante unos cuantos años y escuchar crecer la hierba y ver el cambio de las estaciones, por mucho que el impulso me incite a veces. Pero dentro del caos orga­nizado y complejo de la vida familiar y laboral, con todas sus exigencias y responsabilidades, frustraciones y regalos sin par, hay infinitas oportunidades para elegir la simplicidad de muchas maneras humildes.

Desacelerarlo todo es una gran parte de esta simplicidad. Ordenarle a mi mente y cuerpo que continúe hablando con mi hija en lugar de ir a contestar el teléfono, no reaccionar ante los impulsos interiores de telefonear a alguien que «necesita que lo llamen». Inmediatamente en ese momento, elegir no adquirir cosas nuevas por impulso, e incluso no contestar de manera automática a la tentadora invitación de revistas, televisión y películas al primer tono de marcar, son todas maneras de simplificar un poco la vida. Tal vez el sim­ple hecho de sentarme por la noche y no hacer nada, o leer un libro, o salir a dar un paseo solo, con uno de mis hijos o con mi mujer, reordenar la pila de leña o mirar la luna, o sen­tir el aire en mi rostro bajo los árboles, o irme a dormir tem­prano.

Practico el decir no para mantener sencilla mi vida, y encuentro que nunca lo hago lo suficiente. Es de por sí una disciplina ardua, y que bien vale la pena el esfuerzo. Sin em­bargo, resulta también engañosa. Hay necesidades y oportu­nidades a las que es necesario responder. Un compromiso con la simplicidad en medio del mundo es un acto de delica­do equilibrio: siempre está necesitado de escrutinio, de más indagación y de atención. Pero creo que la idea de la simpli­cidad voluntaria me mantiene consciente de lo que es impor­

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Cómo asumir su propia identidad

tante, de una ecología de mente, cuerpo y mundo en la cual todo esta interrelacionado y en que cada elección tiene con­s e c u e n c ia s de largo alcance. No se llega a controlarlo todo. Pero elegir la simplicidad siempre que sea posible añade a la vida un elemento de la más profunda libertad, que con mu­cha facilidad se nos escapa, y muchas oportunidades de des­cubrir que menos puede ser en realidad más.

¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad! Oye, deja que tusasuntos sean dos o tres y no cien ni mil; en lugar de un millón cuenta media docena. [...]En medio de este agitado mar de la vida civilizada, son tales los nubarrones, tormentas, arenas movedizas y piil y una cosas a tomar en cuenta, que un hombre tiene que vivir calculando con mucha precisión, si no quiere irse a pique y hundirse hasta el fondo sin llegar a puerto; y quien lo consiga tiene que ser, en efecto, una gran máquina de calcular. Simplifica, simplifica.

T h o r e a u , Walden

CONCENTRACIÓN

La coicentración es una piedra angular de la práctica de la presen-ia mental. La presencia mental será todo lo robusta que sea li capacidad de la mente para estar serena y estable. Sin tra n q u ilid a d , el espejo de la presencia mental tendrá una superficie agitada y borrosa, y no reflejará las cosas con ni­tidez.

La concentración se puede practicar o bien acompañada de la presencia mental o por separado. Podríamos decir que la conceriración es la capacidad de la mente para mantener una ateni'ón inalterable sobre un objeto de observación. Se cultiva pastando atención a algo, como puede ser la respira­ción, y Imitarse a centrarse en ella. En sánscrito, concen­tración sedice samadhi o «lo centrado en un punto». Sama- dhi se desarrolla y profundiza volviendo continuamente la atención la respiración, cada vez que vaga. Cuando practi­

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camos de manera estricta formas concentradas de medita­ción, nos abstenemos deliberadamente de indagar aspectos tales como a dónde fue la mente cuando estuvo vagando, o que la calidad de la respiración oscila. Dirigimos nuestra energía exclusivamente a experimentar el aire que entra y el aire que sale, o hacia algún otro objeto único de atención. Con la práctica continuada, la mente tiende a hacerse cada vez mejor para quedarse en la respiración o para advertir has­ta el primerísimo impulso a distraerse por otra cosa, y para re­sistir de inmediato su atractivo y quedarse con la respiración, o a volver a ella de inmediato.

Con la práctica intensiva de la concentración se desarrolla una calma o serenidad que tiene una notable estabilidad (constante, profunda, difícil de perturbar, pase lo que pase). Es un gran regalo para sí mismo poder cultivar samadhi perió­dicamente durante un prolongado espacio de tiempo. Eso se realiza con más facilidad en retiros de meditación largos y silenciosos, cuando uno se puede retirar del mundo a lo Tho­reau con este mismo objetivo.

La estabilidad y la serenidad que llegan con la práctica de la concentración en un punto forman los cimientos del culti­vo de la presencia mental. Sin cierto grado de samadhi, la presencia mental no será muy fuerte. Sólo es posible mirar en profundidad algo si se puede mantener la mirada sin que se desvíe constantemente por distracciones o por la agitación de la propia mente. Cuanto más profunda es la concentración, más profunda es la capacidad para la presencia mental.

La profunda experiencia de samadhi es muy agradable. Al atender a la respiración con concentración en un punto, todo lo demás se evapora, entre otras cosas los pensamientos, los sentimientos, el mundo exterior. Samadhi se caracteriza por la absorción en la quietud y una paz no perturbada. El sabor de esta quietud puede ser atractivo e incluso embriagador. Uno se encuentra buscando naturalmente esa paz y la simpli­cidad de un estado caracterizado por la absorción y la dicha.

Pero la práctica de la concentración, por fuerte y satisfac­toria que sea, está incompleta sin la presencia mental para complementarla y profundizarla.

En sí misma, se parece a un estado de retiro del mundo. Su energía característica está cerrada, no abierta; absorta, no

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disponible; se parece más a un trance que a un estado de completa vigilia. Lo que falta es la energía de la curiosidad, la indagación, la investigación, la apertura, la disponibilidad, el compromiso con toda la gama de fenómenos experimenta­dos por los seres humanos. Este último es el dominio de la práctica de la presencia mental, en la cual la concentración en un punto y la capacidad de llevar la serenidad y estabili­dad de la mente al momento presente, se ponen al servicio de la observación profunda y la comprensión de las interrela- ciones de una amplia gama de experiencias de la vida.

La concentración puede tener un gran valor, pero también nos limita gravemente si nos dejamos seducir por el agrado de esta experiencia interior y llegamos a considerarlo un re­fugio que nos protege de la vida en un mundo desagradable e insatisfactorio. Uno podría sentirse tentado de evitar el de­sorden de la vida cotidiana y reemplazarlo por la tranquili­dad de la quietud y la paz. Esto, lógicamente, sería un apego a la quietud que, como cualquier apego fuerte, conduce al engaño. Detiene el desarrollo y hace un cortocircuito en el cultivo de la sabiduría.

VISIÓN

Es prácticamente imposible, y en todo caso insensato, comprometerse a una práctica de meditación diaria sin tener una cierta visión del porqué se hace, qué valor tendría en nuestra vida; una idea de por qué éste podría ser el camino y no sólo otra justa más contra molinos de viento imaginarios. En las sociedades tradicionales, esta visión era suplida y re­forzada por la cultura. Si usted fuese budista, tal vez la practi­caría porque toda su cultura valora la meditación como «el» camino hacia la claridad, compasión y budeidad, camino de sabiduría que conduce a la erradicación del sufrimiento. Pero en la cultura occidental encontrará muy poco apoyo para ele­gir este camino personal de disciplina y constancia, sobre todo uno inusual que supone esfuerzo pero no hacer, energía pero no un «producto» tangible. Más importante aún, cual­quier ¡dea superficial o romántica que pudiéramos albergar de transformarnos en una persona mejor, más serena o más

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clara o más compasiva, no dura mucho tiempo cuando nos enfrentamos a la turbulencia de nuestras vidas, mentes y cuerpos, o ante la perspectiva de levantarnos muy temprano cuando hace frío y está oscuro para quedarnos sentados y permanecer en el momento presente. Es algo demasiado fácil de aplazar, considerado de importancia secundaria, de modo que siempre puede esperar mientras uno aprovecha para dor­mir un poco más o, por lo menos, para estar abrigado en la cama.

Si desea introducir la meditación en su vida de cualquier manera que resulte comprometida y para largo plazo, necesi­tará una visión que sea verdaderamente suya propia, una vi­sión profunda y tenaz y que esté cerca del núcleo de quien usted cree ser, de lo que usted valora en su vida y hacia don­de se ve yendo. Sólo la fuerza de esa visión dinámica y la motivación de la cual nace pueden mantenerlo en este cami­no año tras año, con una disposición a practicar cada día y a llevar la presencia mental a lo que sea que suceda, para abrirse a lo que sea que perciba y a dejarla que le indique a dónde está el aferramiento y a dónde es necesario que ocu­rran el dejar marchar y el crecimiento.

La práctica de la meditación es muy poco romántica. Las maneras en que necesitamos crecer suelen ser aquellas con­tra las cuales más nos defendemos, las que estamos menos dispuestos a admitir que existen siquiera, y no digamos a echarles una mirada rápida y después actuar para cambiar. No nos va a sostener lo suficiente tener una idea quijotesca de uno mismo como meditador, ni tener la opinión de que la meditación es buena para uno porque ha sido buena para otros, ni porque la sabiduría oriental nos parece profunda, o porque tenemos la costumbre de meditar. La visión de que hablamos ha de renovarse cada día, ha de estar delante todo el tiempo, porque la presencia mental misma requiere ese ni­vel de conciencia del propósito, de la intención. De otra ma­nera, podemos quedarnos en la cama.

La propia práctica ha de convertirse en la personificación de nuestra visión y contener lo que más valoramos. Eso no significa que tratemos de cambiar o de ser diferente a como somos, permanecer tranquilo cuando no nos sentimos tran­quilos, o mostrarnos amables cuando en realidad estamos fu­

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riosos. Es tener presente lo que es de más importancia para uno, para que eso no quede perdido o traicionado en el calor y la reactividad de un determinado momento. Si la presencia mental tiene una profunda importancia para usted, entonces cada momento es una oportunidad de practicarla.

Por ejemplo, supongamos que en algún momento del día le surgen sentimientos de ira. Si se sorprende furioso y expre­sando esa ira, también se sorprenderá controlando y dirigien­do esa expresión y sus efectos momento a momento. Puede estar en contacto con su validez en cuanto emoción, con las causas antecedentes de su fuerte sentimiento y con la manera como se manifiesta en sus gestos y posturas corporales, en su tono de voz, en su elección de las palabras y los razonamien­tos, así como con la impresión que causa en los demás. Hay mucho que decir sobre la expresión consciente de la ira. La medicina y la psicología saben muy bien que reprimir la ira, en el sentido de interiorizarla, es dañino, sobre todo si esto se convierte en un hábito. Pero también es dañino desahogar la ira descontroladamente como reacción habitual, por «justifi­cada» que sea. Se puede sentir cómo nubla la mente. La rabia alimenta sentimientos de agresividad y violencia (aun en el caso de que esté al servicio de corregir una injusticia o de conseguir que ocurra algo) y de esa manera deforma lo que es, con independencia de que se tenga razón o no. Esto se puede sentir incluso cuando no es posible detenerse a veces. La presencia mental nos pone en contacto con la toxicidad de la ira para nosotros mismos y para los demás. Yo siempre sal­go de ella con una sensación de que hay algo incorrecto en la ira, aun cuando objetivamente tenga razón. Su toxicidad in­nata mancha todo lo que toca. Cuando es posible transformar su energía en vigor y sabiduría, sin el fuego ni el humo del ansia justiciera y la absorción en uno mismo, entonces su po­der se multiplica, como también su capacidad de transformar el objeto y la fuente de la ira.

Así pues, si nos ejercitamos con resolución en expandir el contexto de la ira (propia o ajena) en los momentos precisos en que surge y se enciende, sabiendo que tiene que haber algo más importante y fundamental que olvidamos en el ca­lor de la emoción, entonces podremos conectar con un cono­cimiento interior que no está sumido en la ira ni aferrado a

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ella. La conciencia ve la ira, conoce su profundidad y es su­perior a ella. Por lo tanto, es capaz de contenerla, lo mismo que una olla contiene el alimento. La olla de la conciencia nos ayuda a contener la ira y a ver que sus efectos pueden ser más dañinos que beneficiosos, aunque no sea nuestra inten­ción causar daño. De esta manera nos ayuda a cocinarla y a digerirla, para que podamos usarla con más eficacia; o, si esto le da más sentido, no hacer caso de ella, pasando de una reacción automática a una reacción consciente; o, sencilla­mente, dejarla marchar, escuchando los dictados de la tota­lidad.

Nuestra visión está relacionada con nuestros valores y con nuestro modelo personal de lo que es más importante en la vida. Tiene que ver con los principios primeros. Si somos par­tidarios de ciertos sentimientos (amor, no hacer daño, amabi­lidad, sabiduría, generosidad, serenidad, tranquilidad, no ha­cer, sinceridad y claridad), ¿manifestamos estas cualidades en nuestra vida diaria? Éste es el grado de intencionalidad que se requiere para que nuestra meditación sea vital y no se convierta en un ejercicio puramente mecánico, impulsado tan sólo por la fuerza del hábito o la creencia.

Renuévate por completo cada día; renuévate una y otray otra vez, sin cesar.

Inscripción china, citada por T h o rea u en Walden

Sugerencias: Intente preguntarse por qué medita o por qué desea meditar. No crea en sus primeras respuestas. Haga una lista de todo lo que acuda a su mente y continúe preguntán­dose. Indague también acerca de sus valores: lo que más va­lora y respeta en la vida. Haga una lista de lo que es impor­tante para usted en realidad. Pregúntese: ¿Cuál es mi visión, mi mapa de dónde estoy y de adonde voy? ¿Refleja esta vi­sión mis verdaderos valores e intenciones? ¿Me acuerdo de encarnar estos valores? ¿Pongo en práctica mis intenciones? ¿Cómo estoy «ahora» en mi trabajo, en mi familia, en mis re­laciones, conmigo mismo? ¿Cómo deseo ser? ¿Cómo podría

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yo vivir mi visión, mis valores? ¿Cómo me relaciono con el sufrimiento, el mío y el de los demás?

LA MEDITACIÓN DESARROLLASERES HUMANOS COMPLETOS

Me han dicho que en pali, el idioma original de Buda, no existe palabra alguna que corresponda a nuestra palabra «meditación», aunque bien puede decirse que la meditación ha evolucionado de una manera extraordinaria en la antigua cultura india. Una palabra que se usa con frecuencia es bhavana. Bhavana se puede traducir como «desarrollo me­diante el entrenamiento mental». Para mí, eso da en el clavo; en realidad, la meditación trata del desarrollo humano. Es una prolongación natural de la aparición de los dientes, de desarrollar un cuerpo adulto, de trabajar y de hacer que ocu­rran cosas en el mundo, de formar una familia, de endeudarse de uno u otro modo (aunque sólo sea consigo mismo, con pactos que quizá aprisionen el alma), y de comprender que uno también envejecerá y morirá. En uno u otro momento, casi nos vemos obligados a sentarnos a contemplar nuestra vida y preguntarnos quiénes somos y a dónde está el sentido del viaje de la vida, nuestra vida.

Los antiguos cuentos de hadas, según nos dicen sus in­térpretes modernos, Bruno Bettelheim, Robert Bly, Joseph Campbell y Clarissa Pinkola Estes, son antiguos mapas que nos ofrecen orientación para el desarrollo de seres humanos completos. La sabiduría de estos cuentos llega hasta nuestro tiempo desde una época anterior a la escritura, después de haber sido narrados durante miles de años alrededor de ho­gueras y hogares. Aunque estas historias son entretenidas y simpáticas de por sí, en gran parte es así porque son em­blemáticas de los dramas que hemos de enfrentar cuando buscamos la integridad, la felicidad y la paz. Reyes y reinas, príncipes y princesas, enanos y brujas, no son simples perso­najes que están «allí fuera». Intuitivamente sabemos que son aspectos de nuestras psiques, fragmentos de nuestro ser, que buscan a tientas su integridad y plenitud. En nuestro interior albergamos al ogro y a la bruja, y éstos deben ser reconocidos

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y honrados, de otro modo nos consumirán (comerán). Los cuentos de hadas son orientaciones antiguas que contienen una sabiduría destilada a lo largo de milenios de ser contadas alrededor de las hogueras por la noche, para la supervivencia del instinto, desarrollo e integración trente a los demonios, dragones, bosques y páramos oscuros, interiores y exteriores. Estas historias nos recuerdan que vale la pena buscar el altar donde es posible encontrar y unir nuestros trozos de ser frag­mentados y aislados, aportando nuevos grados de armonía y comprensión a nuestra vida, hasta llegar al punto en que ver­daderamente podamos vivir felices para siempre, lo cual en realidad significa en el atemporal aquí y ahora. Estas historias son planos y mapas sabios, antiguos y sorprendentemente complejos para nuestro desarrollo completo como seres hu­manos.

Un personaje recurrente en estos cuentos es el de un niño o una niña, por lo general un príncipe o una princesa, que pierde su bola de oro. Ya seamos hombres o mujeres, viejos o jóvenes, cada uno de nosotros contiene a un príncipe o a una princesa (entre otros incontables personajes), y hubo una época en que cada uno resplandecía con la dorada inocencia y la infinita promesa que consigo lleva la juventud. Y todavía llevamos ese resplandor dorado, o podemos contarlo, si cui­damos de no dejar que nuestro'desarrollo se detenga.

Bly señala que entre el momento de perder la bola de oro, que al parecer ocurre alrededor de los ocho años, y el de to­mar alguna medida para recuperarla, o al menos de recono­cer que la hemos perdido, podrían pasar unos treinta o cua­renta años, mientras que en los cuentos, donde la historia que sucede «érase una vez», y, por lo tanto, fuera del tiempo nor­mal, sólo transcurren uno o dos días. Pero, en ambos casos, es necesario hacer un pacto primero, un pacto con nuestras sombrías energías reprimidas, simbolizadas por un sapo o tal vez por un hombre salvaje y peludo que habita en el fondo de una laguna del bosque, como en Iron John.'

Antes de poder hacer ese pacto, hemos de saber que esas criaturas están ahí: el príncipe, la princesa, el sapo, el hom­bre salvaje o la mujer salvaje. Es un requisito previo conver-

1. Robert Bly, Iron John. Plaza y Janés, Barcelona, 1992. (N. de la T.)

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sar con estos aspectos de nuestra psique, a los cuales vol­vemos instintivamente la espalda, relegándolos al incons­ciente. Y eso puede resultar bastante aterrador, porque el estado emocional que aflora es aquel que aparece cuan­do descendemos a lugares oscuros, desconocidos y miste­riosos.

La forma de budismo que echó raíces y ha florecido en el Tíbet, desde el siglo vm hasta nuestros días, ha desarrollado tal vez la expresión más refinada y artística de estos aterrado­res aspectos de la psique humana. Muchas estatuas y pinturas tibetanas reflejan seres grotescos y demoníacos, todos ellos respetados miembros del panteón de las deidades reverencia­das. Hay que tener en cuenta que esas deidades no son dioses en el sentido usual del término. Sería más acertado decir que representan diferentes estados mentales, cada uno con su tipo de energía divina que ha de enfrentarse y honrar, y con la cual hay que trabajar si queremos crecer y desarrollar nuestro verdadero potencial de seres humanos completos, hombres o mujeres. Estas airadas criaturas no son consideradas malas, aunque su apariencia sea temible y repulsiva, con los collares de calaveras y sus muecas grotescas. En realidad, ese terrible aspecto externo es un disfraz adoptado por estas deidades, que encarnan la sabiduría y la compasión, para ayudarnos a alcanzar mayor comprensión y amabilidad con nosotros mis­mos y con los demás, y que, desde luego, no se diferencian de nosotros en lo fundamental.

En el budismo, el vehículo para este trabajo de desarrollo interior es la meditación. Incluso en los cuentos de hadas, para comunicarse con el hombre salvaje que vive en el fondo de la laguna es necesario sacar el agua de ella, algo que, se: gún dice Bly, requiere un repetitivo trabajo interior durante mucho tiempo. No tiene nada de atractivo vaciar de agua una laguna con un cántaro, ni trabajar en una fragua caliente, ni en viñedos sofocantes de calor, día tras día, año tras año. Pero el repetitivo trabajo interior que este llegar a conocer las fuerzas de nuestra psique requiere es su propia iniciación. Es un proceso que templa. Por lo general implica calor. Se nece­sita disciplina para soportar el calor, para perseverar. Pero el resultado de perseverar es la consecución, maestra, no inge­nua, de un orden interior inalcanzable sin la disciplina, el ca­

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lor, el descenso a nuestra propia oscuridad, el miedo. Incluso las derrotas interiores que sufrimos nos sirven para ese perse­verar. Eso es lo que los junguianos llaman trabajo del alma, el desarrollo de la profundidad del carácter mediante el conoci­miento de algo de las profundidades y amplitudes tortuosas y laberínticas de nuestra mente. El calor templa, reordenando los muchos átomos de nuestro ser psíquico y, es muy proba­ble, también los de nuestro cuerpo.

La belleza del trabajo meditativo radica en que es posible confiar en la práctica misma para que nos guíe por el laberin­to. Nos mantiene en el camino, incluso en los momentos más oscuros, frente a los más aterradores estados mentales y cir­cunstancias externas. Nos recuerda nuestras opciones. Es una guía para el desarrollo humano, un mapa de carreteras hacia nuestros radiantes yo, no hacia el oro de una inocencia infan­til ya pasada, sino hacia el de un adulto plenamente desarro­llado. Pero para que la meditación realice este trabajo, he­mos de estar dispuestos a llevar a cabo el nuestro. Liemos de estar dispuestos a encontrarnos con la oscuridad y la desespe­ración cuando aparecen y enfrentarnos a ellas, una y otra vez si es necesario, sin huir ni adormecernos en las miles de ma­neras que ideamos para evitar lo inevitable.

Sugerencias: Trate de estar abierto al príncipe y la princesa, al rey y la reina, al gigante y la bruja, al salvaje y la salvaje, al enano y la arpía, al guerrero, al sanador y al tramposo que hay en su interior. Cuando medite, saque el felpudo de bien­venida para todos ellos. Trate de sentarse como un rey o una reina, o como un guerrero, o un sabio. En momentos de gran confusión o de oscuridad, use la respiración como la cuerda que lo guiará por el laberinto. Mantenga viva la presencia mental incluso en los momentos más oscuros, recordando que la conciencia no forma parte de la oscuridad ni del dolor; ella contiene el dolor, y lo sabe, de modo que tiene que ser más fundamental, y acercarse a lo que es sano, fuerte y dora­do en su propio interior.

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LA PRÁCTICA, UN CAMINO

En medio de este camino que llamamos nuestra vida,me encontré en una selva oscura,con un camino poco claro para atravesarla.

D a n t e A l ig h ie r i, Divina comedia, «Infierno»

En todas las culturas se usa la metáfora del viaje para des­cribir la vida y la búsqueda de su sentido. En Oriente, la pala­bra Tao, que en chino quiere decir «Camino» o «Senda», tie­ne ese significado. En el budismo suele llamarse camino a la práctica de la meditación, camino de la presencia mental, camino del entendimiento correcto, camino de la rueda de la verdad (Dharma)... Tao y Dharma también significan la Ma­nera como son las cosas, la ley que rige la existencia y la no existencia. Todos los acontecimientos, ya los consideremos buenos o malos en la superficie, están en fundamental armo­nía con el Tao. Nuestro trabajo es aprender a percibir esa ar­monía subyacente para que vivamos y tomemos decisiones de acuerdo con ella. No obstante, con frecuencia no está muy claro cuál es el camino correcto, y ello deja mucho es­pacio al libre albedrío y al actuar por principios, y también para la tensión y la controversia, y no digamos para perder­nos totalmente.

Cuando practicamos la meditación, en realidad reconoce­mos que en ese momento estamos en el camino de la vida. El camino se abre ante nosotros en ése y en todos los momentos mientras permanecemos. Es más correcto considerar la medi­tación como una «Manera» que como una técnica. Es una Manera de ser, una Manera de vivir, una Manera de escu­char, una Manera de caminar por el camino de la vida y de estar en armonía con las cosas como son. Esto significa reco­nocer en parte que a veces, a menudo en toda época crítica, no tenemos ¡dea de hacia dónde vamos o ni siquiera de a dónde está el camino. Al mismo tiempo podemos saber muy bien dónde estamos ahora (aun a sabiendas de que estamos perdidos, confundidos, furiosos o sin esperanza). Por otro

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lado, suele suceder que nos quedemos atrapados en la fuerte convicción de que sabemos hacia dónde vamos, sobre todo si nos impulsa una ambición egoísta y deseamos mucho ciertas cosas. Hay una ceguera, que proviene de nuestros programas de autopromoción, y nos hace pensar que sabemos cuando en realidad no sabemos tanto como creemos.

El cuento de los hermanos Grirnm, El agua de la vida, trata del clásico trío de hermanos, príncipes todos. Los dos mayo­res son ambiciosos y egoístas. El pequeño es amable y gene­roso. Su padre, el rey, se está muriendo. Un anciano que apa­rece misteriosamente en el jardín del palacio les pregunta por qué están tristes, y cuando se entera del problema les sugiere una cura con el agua de la vida.

— Si el rey la bebe, se pondrá bien de nuevo; pero es difí­cil encontrarla — les dice.

El hermano mayor obtiene permiso para ir en busca del agua de la vida para su padre, con la secreta esperanza de conseguir su favor y convertirse en rey. Casi tan pronto como se pone en marcha montado en su caballo, se encuentra con un enano, que se halla al borde del camino, que lo detiene y le pregunta adonde va tan rápido. En su prisa, el hermano tra­ta al enano con desprecio y condescendencia, ordenándole que se quite de enmedio. Lo que se presume aquí es que el príncipe conoce el camino por el mero hecho de que sabe lo que busca. No es así. Pero este hermano es incapaz de domi­nar su arrogancia y su ignorancia de las muchas maneras en que las cosas podrían desarrollarse o abrirse en la vida.

Por supuesto, el enano del cuento tampoco es una persona exterior, sino que simboliza los poderes superiores del alma. En este caso, el hermano egoísta es incapaz de acercarse a su propio poder interior y su yo sensible con amabilidad y sabi­duría. Debido a su arrogancia, el enano dispone que su cami­no acabe en una garganta que se va estrechando cada vez más hasta que llega un momento en que el príncipe no puede proseguir su avance ni tampoco darse la vuelta para dirigirse a la entrada; en otras palabras, se encuentra atascado. Y allí se queda mientras la historia continúa.

Cuando el primer hermano no regresa, el segundo herma­no sale a probar suerte, también se encuentra con el enano, lo trata igual que el primero y acaba de la misma forma: atas­

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cado. Dado que ambos son partes diferentes de una mis­ma persona, podríamos decir que algunas personas jamás aprenden.

Pasado algún tiempo, el hermano menor se pone final­mente en marcha para conseguir el agua de la vida. También se encuentra con el enano, el cual le pregunta a dónde va con tanta prisa. A diferencia de sus hermanos, él se detiene, des­monta y le explica que ha salido en busca del agua de la vida, pero reconoce que no tiene la más remota idea de a dónde buscarla ni qué dirección tomar. Y, por supuesto, el enano le responde:

-—Ah, yo sé dónde se encuentra.El enano procede a explicarle dónde está y lo que debe

hacer para obtenerla, lo cual es bien complicado. Este her­mano escucha con gran atención y graba en su mente las pa­labras del enano.

Narrado con arte y destreza, este cuento da muchas vuel­tas en su desarrollo, pero eso lo dejaré para que el lector lo explore. Lo importante aquí es, sencillamente, que a veces es útil reconocer que no se sabe el camino y estar abierto a reci­bir ayuda de fuentes inesperadas. Hacer esto pone a nuestra disposición las energías y los aliados interiores y exteriores que salen de nuestra propia alma y generosidad. Los herma­nos egoístas son también, por supuesto, figuras internas de la psique. El mensaje nos dice que encontrarnos atrapados en las tendencias humanas normales de la arrogancia y el egoís­mo, y no hacer caso del orden superior de las cosas, acaba en un callejón sin salida en la vida, en el cual no se puede avan­zar, ni retroceder, ni darse la vuelta. La historia nos dice que jamás encontraremos el agua de la vida con esa actitud y que nos quedaremos atascados, posiblemente para siempre.

El trabajo de la presencia mental requiere que respetemos y hagamos caso de la energía de nuestro enano, en lugar de precipitarnos a hacer las cosas con una mente que (lamenta­blemente desconectada de nuestras partes superiores), está impulsada por una ambición mezquina y unas ideas de ga­nancia personal. La historia nos dice que sólo saldremos con bien si procedemos con conciencia de la manera como son las cosas, con una disposición a reconocer que no sabemos hacia dónde vamos. El hermano menor ha de recorrer un lar­

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go camino antes de que se pueda decir que entiende cómo son las cosas (sus hermanos, por ejemplo). Tiene que soportar dolorosas lecciones de engaños y traiciones, y paga un eleva­do precio por su ingenuidad para al fin entrar en posesión de toda la gama de sus energías y sabiduría. Éstas están simboli­zadas por su llegada final al centro de un camino pavimenta­do con oro y su boda con la princesa (de quien yo no había dicho nada) y su coronación como rey: un hombre con pleno derecho, no al reino de su padre, sino al suyo propio.

Sugerencias: Cada día trate de considerar su vida como un viaje y una aventura. ¿Hacia dónde va? ¿Qué busca? ¿Dónde está ahora? ¿A qué etapa del viaje ha llegado? Si su vida fuese un libro, ¿cómo lo titularía hoy? ¿Qué título le pondría al ca­pítulo en que se encuentra ahora? ¿Puede estar totalmente re­ceptivo a todas las energías que se hallan a su disposición en este momento? Observe que este viaje es únicamente suyo, de nadie más. De modo que el camino tiene que ser suyo también. ¿Está preparado para honrar su ser único de esta ma­nera? ¿Ve un compromiso con la práctica de la meditación como una parte íntima de esta manera de ser? ¿Puede com­prometerse a ¡luminar su camino con la presencia mental y la conciencia? ¿Ve maneras en que podría quedarse atascado fácilmente, o que se ha quedado en el pasado?

m e d it a c ió n : n o c o n f u n d irCON PENSAMIENTO POSITIVO

Nuestra capacidad de pensar como lo hacemos diferen­cia a nuestra especie de todas las demás, y es milagrosa por encima de toda comparación. Pero si no tenemos cuida­do, nuestros pensamientos pueden echar fuera otras facetas de nuestro ser igualmente preciosas y milagrosas. La atención consciente suele ser la primera sacrificada.

Estar consciente no es lo mismo que pensar. Se encuentra más allá del pensamiento, si bien lo aprovecha, respetando

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su valor y su poder. Estar consciente se parece más a un reci­piente que puede sujetar y contener nuestros pensamientos, ayudándonos a ver y a saber que nuestros pensamientos son pensamientos, para no quedar cogidos en ellos como si fue­sen realidades.

La mente pensante puede estar a veces muy fragmentada. De hecho, casi siempre lo está. Ésa es la naturaleza del pen­samiento. Pero la conciencia, desenredada de cada momento con intención consciente, nos sirve para percibir que incluso en medio de esa fragmentación nuestra naturaleza interior ya está integrada y completa. No sólo no se halla limitada por el «revoltijo» de nuestra mente pensante, sino que es el reci­piente que reúne todos los fragmentos, igual como la olla de la sopa contiene zanahorias, guisantes, cebollas... y permite que se cuezan y se conviertan en un todo, la sopa misma. Pero es una olla mágica, más parecida a la marmita de un he­chicero, porque cuece las cosas sin tener que hacer nada, ni siquiera ponerlo al fuego. La conciencia misma cuece, mien­tras se la sostenga. De modo que deje que los fragmentos se agiten mientras usted los sostiene conscientemente. Sea lo que sea que surja en la mente o en el cuerpo, entra en la olla y se transforma en parte de la sopa.

En la meditación no se intenta cambiar el modo de pensar pensando más. Se trata de observar los pensamientos mismos. Observarlos es sostenerlos. Al observar nuestros pensamien­tos sin entrar en ellos, aprenderemos algo profundamente liberador acerca del pensamiento mismo, lo cual puede ser­virnos para estar menos prisioneros de esas pautas, tan fuertes en nosotros, de pensamientos, estrechos, inexactos, habitua­les, inmersos en uno mismo, hasta el punto de ser apresados, y que están equivocados además.

Otra manera de contemplar la meditación es considerar el proceso de pensar como una caída de agua, una cascada continua de pensamientos. Con el cultivo de la presencia mental pasamos «más allá» o «detrás» de nuestros pensa­mientos, más o menos como encontraríamos un lugar de ob­servación en una cueva detrás de una cascada. Seguimos viendo y oyendo el agua, pero estamos fuera del torrente.

Al practicar de este modo, nuestras pautas de pensamien­to cambian solas, de manera que nutren la integración, la

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comprensión y la compasión en nuestra vida, pero no cam­bian «porque» tratamos de cambiar reemplazando un pensa­miento por otro que creemos podría ser más puro. Se trata más bien de entender la naturaleza de nuestros pensamientos como pensamientos y nuestra relación con ellos, para que puedan estar más a nuestro servicio y no nosotros al servicio de ellos.

Si decidimos pensar positivamente, eso puede ser útil, pero no es meditación. Sólo es más pensar. Con igual faci­lidad podemos convertirnos en prisioneros del llamado pen­samiento positivo como del pensamiento negativo. El pensa­miento positivo también puede ser limitador, fragmentado, inexacto, ilusorio, egoísta y erróneo. Se necesita otro elemen­to del todo diferente para inducir la transformación en nues­tra vida y llevarnos más allá de los límites del pensamiento.

ENTRAR EN EL INTERIOR

Es fácil llegar a la conclusión de que la meditación tiene que ver con entrar en el interior o vivir en el interior. Pero «interior» y «exterior» son distinciones limitadas. En la quie­tud de la práctica formal volvemos nuestras energías hacia dentro sólo para descubrir que en mente y cuerpo contene­mos todo el mundo.

Viviendo en nuestro interior durante períodos prolongados llegamos a saber algo de la pobreza de buscar siempre fuera de nosotros la felicidad, la comprensión y la sabiduría. No se trata de que Dios, el entorno y otras personas no pueden ayu­darnos a ser felices o a encontrar satisfacción. Sólo se trata de que nuestras felicidad, satisfacción y comprensión, incluso la de Dios, no van a ser más profundas que nuestra capacidad de conocer nuestro interior, de encontrar el mundo exterior a partir de la profunda comodidad que proviene de sentirse a gusto en la propia piel, de una íntima familiaridad con la ma­nera de ser de nuestra mente y nuestro cuerpo.

Viviendo en la quietud y mirando hacia dentro durante una parte de cada día, tocamos aquello que es más real y fia­ble en nosotros mismos, y que con más facilidad se pasa por alto y no se desarrolla. Cuando nos es posible centrarnos en

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nosotros mismos, aunque sea durante ratitos cortos, frente a la atracción del mundo exterior, sin tener que buscar en otra parte algo que nos llene o que nos haga felices, podemos sen­tirnos a gusto dondequiera que nos encontremos, en paz con las cosas tal como son, momento a momento.

No salgas de tu casa para verlas flores.Amigo mío, no te molestes en hacer esa excursión.Dentro de tu cuerpo hay flores.Una flor tiene mil pétalos.Que harán un lugar para sentarte.Sentado allí tendrás una momentánea vista de la belleza que hay dentro de tu cuerpo, y fuera de él, jardines delante y jardines detrás.

K ab ir

Lo pesado es la raíz de lo liviano, lo inmóvil es la fuente de todo movimiento.

Así pues, la Maestra viaja todo el día sin salir de su casa.Por espléndidas que sean las vistas, ella permanece serena en sí misma.¿Porqué habría de revolotear como un loco el señor del país?

Si te dejas arrastrar de acá para allá, te desconectas de tu raíz.Si dejas que la inquietud te agite, te desconectas de quien eres.

La o -Tsé, Tao-te-Ching

Dirige tu mirada hacia dentro, y encontrarás mil regiones en tu mente aún sin descubrir. Viaja por ellas y hazte experto en cosmografía de ti mismo.

T h o r e a u , Walden

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Sugerencias: La próxima vez que sienta una sensación de in­satisfacción, de que algo le falta o de que no está del todo bien, vuélvase hacia dentro, sólo a modo de experimento. Vea si es capaz de captar la energía de ese preciso momento. En lugar de coger una revista, irse al cine, telefonear a un amigo, dedicarse a comer o hacer algo para desahogarse de una manera u otra, resérvese un lugar para usted mismo. Siéntese y entre en su respiración, aunque sólo sea por unos minutos. No busque flores ni luz ni una hermosa vista, nada. No ensalce las virtudes de algo ni condene la incorrección de algo. Ni siquiera piense para sus adentros: «Ahora voy a en­trar en mi interior.» Limítese a estar sentado. More en el cen­tro del mundo. Permita que las cosas sean como son.

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A

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S E G U N D A P A R T E

EL CORAZON DE LA PRACTICA

Lo que hay detrás de nosotros y lo que hay delan­te de nosotros son insignificancias comparado con lo que hay dentro de nosotros.

O livier W endell H o lm es

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MEDITACIÓN SENTADO

¿Qué tiene de tan especial estar sentado? Nada, si nos re­ferimos a la manera como nos sentamos normalmente. Es sólo una manera conveniente de quitarle peso a los pies. Pero estar sentado es algo muy especial cuando se trata de la me­ditación.

Superficialmente, eso se puede advertir con bastante facili­dad desde fuera. Por ejemplo, es posible que no se sepa que una persona está meditando cuando se la ve de pie, tumbada o andando, pero se sabe enseguida cuando está sentada, so­bre todo si está sentada en el suelo. Desde cualquier ángulo, su postura revela que está alerta, aunque tenga los ojos cerra­dos y el rostro sereno y en paz. Es como una montaña en su majestad y solidez. Hay en ella una estabilidad que dice mu­cho, que se refleja a dos niveles, interior y exterior. En el ins­tante en que la persona se queda medio dormida, todas esas cualidades desaparecen. La mente se desploma en el interior, y el cuerpo se desploma visiblemente.

La meditación sentado supone aposentarse en una postura er­guida, majestuosa, muchas veces durante períodos prolonga­dos. Si bien es relativamente fácil adoptar una postura ergui­

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da, ese es sólo el comienzo de este arduo proceso de desarro­llo continuo. Resulta bastante fácil «aparcar» el cuerpo, pero aún queda el asunto de qué va a hacer la mente. Meditar sen­tado no es cuestión de adoptar una postura corporal especial, por muy poderosa que ésta sea; es adoptar una determinada postura para la mente; sentar la mente.

Una vez estamos sentados, hay muchas maneras de abordar el momento presente. Todas implican prestar atención deli­beradamente, sin hacer juicios. Lo que varía es el objeto de atención y el cómo.

Es mejor no complicar las cosas y comenzar con la respira­ción, sintiendo cómo entra y sale el aire. A la larga, se puede expandir la conciencia a observar todas las idas y venidas, los giros y maquinaciones de pensamientos y sentimientos, per­cepciones e impulsos, del cuerpo y la mente. Pero tal vez sea necesario algún tiempo para que la concentración y la pre­sencia mental sean lo bastante fuertes para contener cons­cientemente toda esa gama de objetos sin perderse en ellos, aferrarse a algunos o abrumarse. Para la mayoría de nosotros eso lleva años, y depende de la motivación y de la intensidad de la práctica. Así, al comienzo tal vez convenga quedarse con la respiración, o usarla a modo de ancla para volver cuando nos desviemos. Pruébelo durante algunos años y ob­serve qué sucede.

Sugerencias: Trate de dejarse un tiempo cada día para li­mitarse a ser. Cinco minutos irán bien, o diez o veinte o trein­ta, si desea aventurarse hasta eso. Siéntese y observe des­plegarse los momentos, sin otro programa que estar presente. Use la respiración a modo de ancla para amarrar su atención al momento presente. Su mente pensante se va a desviar ha­cia ahí y hacia allá, según sean las corrientes y los vientos que se agiten en la mente, hasta que, en algún momento, la cadena del ancla se tense y lo haga volver. Esto puede ocurrir con mucha frecuencia. Cada vez que su atención vague,

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vuélvala hacia la respiración, con toda su viveza. Mantenga la postura erguida pero no rígida. Piense que es usted una montaña.

TOMAR ASIENTO

Es útil que llegue al cojín o a la silla con la categórica actitud de «tomar asiento». Sentarse a meditar es diferente de sentarse con despreocupación en algún sitio. Hay energía en la afirmación que el sentarse hace cuando se toma asien­to, tanto en la elección del lugar como en la presencia mental que llena el cuerpo. La posición encarna una «postura», como cuando se «toma una postura» por algo, aunque se esté sentado. Hay un fuerte sentido de honrar el lugar, la coloca­ción de cuerpo y mente, y el momento.

Tomamos asiento para meditar teniendo presente todo esto y sin embargo sin dar importancia alguna al lugar ni a la postura. Puede haber, en efecto, claros «lugares poderosos» dentro y fuera de casa, sin embargo, con esta actitud de adoptar una postura, uno se puede sentar en cualquier lugar y en cualquier postura y sentirse tan cómodo como en casa. Cuando la mente y el cuerpo colaboran en sostener conscien­temente el cuerpo, el tiempo, el lugar y la postura, y perma­necer libre de tener que hacerlo de cierta manera, entonces y sólo entonces se está sentado de verdad.

DIGNIDAD

Cuando explicamos la postura sentada, la palabra que pa­rece más apropiada es «dignidad».

Cuando nos sentamos a meditar, nuestra postura nos habla, hace su propia afirmación. Podríamos decir que la postura misma es la meditación. El hecho de que nos desplomemos, o nos hundamos en el asiento, refleja poca energía, pasivi­dad, falta de claridad. Si nos sentamos tiesos como un palo, estamos tensos, hacemos demasiado trabajo, nos esforzamos

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demasiado. Cuando en las clases uso la palabra «dignidad», por ejemplo: «Siéntese de una manera que represente digni­dad», todo el mundo acomoda de inmediato su postura y se yergue más. Pero no se ponen rígidos. Los rostros se relajan; los hombros bajan; la cabeza, el cuello y la espalda se ali­nean.

La columna se eleva desde la pelvis con energía. Algunas personas tienden a echarse un poco hacia adelante, separán­dose del respaldo de la silla, con más autonomía. Parece que todo el mundo conoce esa sensación interior de dignidad y cómo encarnarla.

Quizá sólo necesitamos que de vez en cuando se nos recuer­de que ya somos majestuosos, merecedores y dignos. A veces no nos parece así debido a las heridas y cicatrices que lleva­mos del pasado, o debido a la incertidumbre del futuro. Es dudoso que lleguemos a sentirnos indignos porque sí. Nos han ayudado a sentirnos indignos. Nos lo enseñaron de miles de formas cuando éramos pequeños, y aprendimos bien la lección.

Así pues, cuando tomamos asiento en la meditación y nos acordamos de sentarnos con dignidad, volvemos a nuestra valía y dignidad originales. Eso en sí mismo es toda una afir­mación. Podemos apostar a que nuestro interior la escuchará. ¿Estamos dispuestos a escucharla también? ¿Estamos dispues­tos a escuchar las corrientes de experiencia directa en este momento, en éste, en éste, en éste...?

Sugerencias: Trate de sentarse con dignidad durante treinta segundos. Observe cómo se siente. Trate de permanecer de pie con dignidad. ¿Dónde están los hombros? ¿Cómo está la columna, cómo está la cabeza? ¿Qué significaría caminar con dignidad?

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POSTURA

Cuando uno se sienta con fuerte intencionalidad, el cuer­po hace una afirmación de profunda convicción y compromi­so con su porte. Esto irradia hacia adentro y hacia afuera. Una postura sentada digna es de suyo una afirmación de la armo­nía, la belleza y la riqueza de la vida.

A veces uno conecta con ella; otras, tal vez no. Aunque uno se sienta deprimido, agobiado o confundido, este sentar­se puede afirmar la fuerza y el valor de esta existencia vivida ahora. Si es capaz de reunir la paciencia suficiente para man­tener la postura sentada durante un rato, aunque sea breve, eso puede conectarlo con el centro mismo de su ser, con ese dominio que trasciende el estar animado o deprimido, libre o agobiado, clarividente o confuso. Este centro se halla empa­rentado con la conciencia misma; no oscila con los estados mentales ni con las circunstancias de la vida. Es semejante a un espejo, que refleja de manera objetiva lo que se le pone delante. Esto supone un profundo conocimiento de que, sea lo que sea que esté presente, con independencia de lo que nos ha sacudido la vida o nos ha abrumado, va a cambiar por sí mismo, y por este solo motivo requiere que sostengamos el espejo del momento presente, lo observemos, acojamos su presencia, surquemos las olas de su despliegue como se sur­can las olas de la propia respiración, teniendo fe en que tarde o temprano se encontrará la manera de actuar, de hacer las paces, de pasar a través y avanzar. No se trata tanto de inten­tar como de observar, de dejar que las cosas sean, y de sentir­las plenamente, momento a momento.

La meditación sentada atenta no trata de escapar de los problemas o dificultades entrando en una especie de estado «meditativo» desconectado, de absorción o negación. Por el contrario, es una disposición a acompañar el dolor, la confu­sión, la pérdida, si eso es lo que domina el momento presen­te, y de continuar observando durante un período sostenido de tiempo, más allá de pensar. Lo que se busca es limitarse a comprender teniendo la situación en la mente, junto con la respiración, mientras se mantiene la postura sentada.

Un maestro de la tradición zen (Shunru Suzuki Roshi) lo expresa de esta manera: «El estado mental que existe cuando

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uno se sienta en la postura correcta es de suyo iluminación [...] Estas formas [meditación sentado] no son los medios de conseguir el estado mental correcto. Adoptar esta postura es en sí mismo el estado mental correcto.» En la meditación sentado, ya tocamos nuestra propia naturaleza verdadera.

Así, practicar la meditación sentado significa, sobre todo, sentarse de tal forma que el cuerpo afirme, irradie y transmita una actitud de presencia, de estar comprometido a reconocer y aceptar lo que surja en cualquier momento. Esta orienta­ción es de no aferramiento y de estabilidad inquebrantable, como un espejo limpio (sólo refleja), vacío, receptivo y abier­to. Tal actitud está contenida en la postura, en la manera como uno elige sentarse. La postura encarna la actitud.

Este es el motivo por el cual muchas personas encuentran útil la imagen de una montaña para profundizar la concentra­ción y la presencia mental en la práctica sentada. Evocar las cualidades de elevación, solidez, majestuosidad, impasibili­dad, arraigo, sirve para llevar directamente estas cualidades a la postura y actitud.

Es importante que todo el tiempo invitemos estas cualida­des a la meditación. Que nos ejercitemos una y otra vez en encarnar la dignidad, la quietud, la ecuanimidad inquebran­table, frente a cualquier estado mental que se presente (sobre todo cuando uno no se halla en un estado grave de aflicción o confusión) puede ofrecer unos cimientos firmes y fiables para conservar la presencia mental y la ecuanimidad, incluso en períodos de estrés y confusión emocional extremos. Pero eso sólo si se practica, practica y practica.

Aunque resulte tentador hacerlo, no se puede «pensar» que se entiende lo que es estar consciente y reservarlo sólo para aquellos momentos en que los grandes acontecimientos nos golpean. Estos contienen tanto poder que nos abruma­rán al instante, junto con nuestras románticas ideas acerca de la ecuanimidad y de saber cómo estar atento. La práctica de la meditación es el trabajo lento y disciplinado de cavar trin­cheras, de trabajar en los viñedos, de sacar el agua de la lagu­na con un cántaro. Es el trabajo de momentos y el trabajo de toda una vida, todo en uno.

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QUÉ HACER CON LAS MANOS

Los diversos y sutiles canales de energía del cuerpo han sido estudiados, comprendidos y usados de determinados modos en las tradiciones yóguicas y meditativas durante milenios. Por instinto sabemos que todas nuestras posturas corporales hacen sus afirmaciones únicas, las cuales irradian hacia el interior y el exterior. En la actualidad, esto se conoce con la expresión «lenguaje corporal». Podemos usar ese len­guaje para leer qué piensan otras personas de sí mismas, porque las personas transmitimos continuamente esa infor­mación para que cualquiera que tenga sensibilidad pueda captarla.

Pero en este caso nos referimos al valor de la sensibilidad para captar el lenguaje del propio cuerpo. Este conocimiento puede producir un crecimiento y una transformación interio­res extraordinarios. En las tradiciones yóguicas, este campo de conocimiento implica ciertas posiciones del cuerpo lla­madas mudras. En cierto modo, todas las posturas son mu- dras: cada una hace una afirmación determinada y tiene una energía asociada a ella. Pero normalmente las mudras aluden a algo más sutil que la postura de todo el cuerpo. Su foco de atención principal es la posición de las manos y los pies.

Si va a un museo y observa con atención las pinturas y es­tatuas budistas, advertirá de inmediato que en los cientos de representaciones diferentes de la meditación sentado, de pie o tumbado, las manos aparecen en numerosas posiciones. En el caso de la meditación sentado, a veces, las manos están so­bre las rodillas con las palmas hacia abajo; a veces, las dos palmas o una están hacia arriba; a veces, uno o más dedos de una mano tocan el suelo, mientras que la otra mano perma­nece levantada. A veces, las manos están juntas en el regazo, con los dedos de una mano apoyados sobre los dedos de la otra, las puntas de los pulgares tocándose suavemente, como si rodearan un huevo invisible, para formar lo que se llama el «mudra cósmico». A veces, los dedos y palmas de ambas ma­nos se tocan, junto al corazón, en la tradicional postura de la oración cristiana. Esta misma postura, en el saludo oriental, significa una reverencia en reconocimiento de la divinidad que hay en el interior de la otra persona.

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Todos estos mudras de las manos encarnan diferentes energías, con las cuales es posible experimentar en la medi­tación. Pruebe a sentarse con las palmas hacia abajo, apoya­das sobre las rodillas. Observe la independencia que se con­tiene aquí. Para mí, esta postura nos habla de no buscar nada más, de simplemente digerir lo que hay.

Si después vuelve ambas palmas hacia arriba, atento al hacerlo, tal vez advierta un cambio de energía en el cuerpo. Para mí, sentarse así encarna la receptividad, una apertura a lo que está arriba, a la energía del cielo (los chinos dicen: «Como arriba, así abajo.»). A veces siento un fuerte impulso de abrirme a la energía de arriba. En ocasiones esto resulta muy útil, sobre todo durante períodos de confusión o alboro­to, para afirmar la receptividad en la práctica sentado. Se consigue volviendo las palmas de las manos hacia el cielo. Esto no significa que busquemos activamente que algo nos ayude mágicamente. Significa abrirse a intuiciones superio­res, disponerse a vibrar con energías que solemos pensar que son elevadas, divinas, celestiales, cósmicas, universales, o de un orden o una sabiduría superiores.

Todas las posturas de manos son mudras, en el sentido de que están asociadas a energías sutiles o no tan sutiles. Tome­mos, por ejemplo, la energía de la mano convertida en puño. Cuando nos enfadamos, nuestras manos tienden a cerrarse. Sin saberlo, algunas personas practican muchísimo este mu- dra, que riega las semillas interiores de la rabia y la violencia cada vez que lo hacemos, y esas semillas responden brotando y fortaleciéndose.

La próxima vez que se sorprenda cerrando los puños por enfado, trate de llevar la presencia mental a esa actitud inte­rior encarnada en ese gesto. Sienta la tensión, el odio, la ira, la agresividad y el temor que contiene. Después, en medio de su ira, y si la persona con quien está enfadado se halla pre­sente, haga el experimento de abrir las manos y colocarlas con las palmas juntas delante de su corazón, en la posición de oración, ante la persona. (Por supuesto, esa persona no va a tener la menor idea de lo que usted trata de hacer.) Observe qué les ocurre a la ira y al dolor cuando usted mantiene esa posición durante unos momentos.

A mí, me resulta prácticamente imposible continuar con

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el enfado cuando hago esto. No es que el enfado no esté jus­tificado en ocasiones. Ocurre que toda una serie de otros sen­timientos entra en juego; sentimientos que rodean a esa rabia y la doman; sentimientos de simpatía y compasión hacia la otra persona, y tal vez una mayor comprensión del baile en que ambos estamos metidos. El baile de una cosa conduce inevitablemente a otra en una concatenación de consecuen­cias puestas en marcha sin intención, cuyo resultado final puede (erróneamente) tomarse de modo personal y conducir a una ignorancia que agrava la ignorancia, una agresividad que agrava la agresividad, sin nada de sabiduría en parte al­guna.

Cuando Gandhi fue asesinado de un tiro a quemarropa, juntó las palmas de las manos de esa manera en dirección a su agresor, murmuró su mantra y murió. Años de práctica de meditación y yoga, guiado por sus bienamados Bhagavadgita (escritos clásicos hindúes), lo habían llevado al punto en que era capaz de poner en la perspectiva del desprendimiento todo lo que hacía, e incluso su propia vida. Esto le permitió elegir la actitud que adoptaría en el momento mismo en que se la quitaron. No murió enfadado, ni siquiera sorprendido. Sabía que su vida estaba en constante peligro, pero se había entrenado para marchar al compás del tambor de su propia y creciente visión de lo que constituye un acto sabio. Había llegado al punto en que encarnaba verdaderamente la com­pasión. Vivió un compromiso inquebrantable con la libertad, tanto política como espiritual. En comparación, su bienestar personal tenía un valor limitado. Siempre lo ponía en peligro.

Sugerencias: Trate de tomar conciencia de las cualidades que encarna en diversos momentos del día, así como durante su práctica sentado. Preste especial atención a sus manos. ¿Cambia algo su posición? Compruebe si no se hace más atento cuando se convierte en más «corporal».

Cuando se ejercite en conectar más con sus manos duran­te la meditación sentado, vea si esto tiene alguna influencia en su modo de tocar. Todo, desde abrir una puerta a hacer el amor, supone tocar. Es posible abrir una puerta con tan poca atención que la mano no sabe lo que el cuerpo está haciendo

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Cómo asumir su propia identidad

y uno se golpea la cabeza. Imagínese el reto de tocar a otra persona de manera no automática, sin intención de ganancia, sólo con presencia y cariño.

SALIR DE LA MEDITACIÓN

Los momentos cercanos al final de un período de medita­ción formal tienen su propia y engañosa topología. La presen­cia mental puede descuidarse con la expectativa de acabar. Es importante cómo se maneja esto. Precisamente estas tran­siciones son las que nos desafían a que profundicemos la pre­sencia mental y ampliemos su alcance.

Hacia el final de un período de práctica formal, si no mos­tramos especial atención, antes de darnos cuenta estaremos desviándonos hacia otra cosa, sin tener conciencia alguna de cómo llegó a su fin la meditación. En el mejor de los casos, la transición será borrosa. Podemos llevar presencia mental a este proceso conectando con los pensamientos e impulsos que nos dicen que es el momento de parar. Ya sea que uno haya estado inmóvil durante una hora o tres minutos, es posi­ble que de pronto un sentimiento le diga: «Ya es suficiente.» O que mire el reloj y vea que ya es la hora en que había deci­dido acabar.

En su práctica de la meditación, sobre todo cuando no está guiada por un casete, vea si puede detectar el prime- rísimo impulso a dejarla, y los demás que surjan después, con creciente fuerza. En el instante de reconocer cada impulso, respire con él durante unos instantes y pregúntese: «¿Para quién ya es suficiente?» Trate de mirar lo que hay detrás del impulso: ¿cansancio, aburrimiento, dolor, impaciencia; o, simplemente, es la hora de parar? Sin que importe el motivo, en lugar de saltar de manera automática o de emprender otra cosa, trate de quedarse un momento más con lo que sea que surja de esta indagación, respirando con ello unos momentos o incluso más tiempo, y permita que la salida de su postura de meditación sea también un objeto de la observación cons­ciente momento a momento, al igual que cualquier otro mo­mento de la meditación.

Practicar de esta manera puede aumentar la presencia

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mental en muchas situaciones diferentes que implican cerrar o acabar algo y pasar a hacer otra cosa. Tal vez sea algo tan sencillo y breve como conectar con el acto de cerrar la puer­ta, o tan complicado y doloroso como cuando llega a su fin una época de la vida. Es posible que se cuele mucho automa­tismo en el acto de cerrar la puerta porque se trate de algo ca­rente de importancia en el esquema general de las cosas (a no ser que el bebé esté durmiendo). Pero precisamente porque es tan poco importante, ese cerrar con atención la puerta ac­tiva y profundiza nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de conectar con todos nuestros momentos, y alisa algunas de las arrugas más hondas de nuestra inconsciencia habitual.

Curiosamente, igual, si no es más, el comportamiento in­consciente puede colarse en nuestros cierres y transiciones más importantes de la vida, entre ellos nuestro envejecer y nuestro morir. Aquí también, la presencia mental tiene efec­tos sanadores. Es posible que estemos tan defendidos para no sentir el efecto total de nuestros dolores emocionales, ya sea aflicción, tristeza, vergüenza, desilusión, rabia, o, si es por eso, alegría o satisfacción, que sin darnos cuenta nos escapa­mos para entrar en una nube de insensibilidad en la cual no nos permitimos sentir nada en absoluto, ni tampoco saber lo que estamos sintiendo. Como una niebla, la inconsciencia cubre esos momentos que podrían ser las ocasiones más pro­fundas para ver en acción la impermanencia, para entrar en contacto con los aspectos universales e impersonales de ser y de llegar a ser que subyacen a nuestros gastos emocionales personalizados, para tocar el misterio de ser pequeños, frági­les y temporales, y para estar en paz con la inevitabiIidad ab­soluta del cambio.

En la tradición zen, las meditaciones sentados en grupo acaban a veces con un fuerte sonido de platillos de madera que se golpean con fuerza. Ningún romántico quedarse, con el sonido de una suave campanilla para facilitar la salida de una práctica. El mensaje aquí es cortar: hora de pasar a otra cosa. Si uno está soñando despierto, aunque sea un sueño li­gero, el sonido lo sobresalta y le señala, por lo tanto, qué poco estaba presente en realidad en ese momento. Recuerda que la práctica sentado ya ha pasado y que se está en un nue­vo momento al cual enfrentarse.

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En otras tradiciones se usa el suave sonido de una campa­nilla para señalar el fin de la sentada en grupo. La suavidad de la campanilla hace volver también; asimismo señala si la mente estaba vagando en el momento en que sonó. O sea, cuando se trata de acabar una práctica sentado, es bueno lo blando y suave y es bueno lo duro y áspero. Ambas cosas nos recuerdan estar presentes por completo en los momentos de transición, que todos los finales son también comienzos, y que lo más importante, según palabras de Diamond Sutra, es «desarrollar una mente que no se aferre a nada». Sólo enton­ces seremos capaces de ver las cosas como son en realidad y de reaccionar con toda la gama de nuestra capacidad emo­cional y de nuestra sabiduría.

La Maestra ve las cosas como son sin intentar controlarlas.Las deja ir a su manera, y ella reside en el centro del círculo.

Lao-Tsé, Tao-te-Ching

Sugerencias: Trate de tomar conciencia de cómo acaba cada una de sus meditaciones. Ya sea que esté practicando echa­do, sentado, de pie o andando, identifique «quién» la acaba, cómo acaba, cuándo acaba y por qué acaba. No se juzgue de ninguna manera, limítese a observar y esté en contacto con la transición de una cosa a la siguiente.

¿CUÁNTO TIEMPO DE PRÁCTICA?

Pregunta: Doctor Kabat-Zinn, ¿cuánto tiempo debo meditar?Respuesta: ¿Cómo voy a saberlo?

Es constante esta pregunta sobre cuánto tiempo meditar. Desde el principio de nuestro trabajo de usar la meditación con los pacientes del hospital, pensamos que sería importan­te que estuvieran ya desde el comienzo mismo expuestos a

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períodos de práctica prolongados. Basados en la firme con­vicción de que se consigue mucho si se pide mucho a las per­sonas o se les pide que se pidan mucho a sí mismas, mientras que si se les pide poco, lo más que se consigue es un poco, les pedimos un tiempo básico de 45 minutos diarios de prác­tica en casa. Este tiempo nos parecía suficiente para instalar­se en la quietud y atención sostenida momento a momento, y tal vez para experimentar por lo menos muestras de relaja­ción profunda y sensación de bienestar. También nos parecía tiempo suficiente para dar cabida a amplias oportunidades de abordar los estados mentales más arduos que solemos evitar porque nos acaparan la vida y nos agotan seriamente (si no nos avasallan por completo) la capacidad para permanecer tranquilos y atentos. Los sospechosos más comunes son, des­de luego, el aburrimiento, la impaciencia, la frustración, el miedo, la ansiedad (aquí entraría la preocupación por las co­sas que podríamos estar haciendo si no estuviésemos per­diendo el tiempo meditando), las fantasías, los recuerdos, la ira, el dolor, el cansancio y la aflicción.

Nuestra intuición resultó ser acertada. La mayoría de las personas que han pasado por nuestra clínica han estado dis­puestas a hacer las modificaciones, casi nunca fáciles, en el curso de su vida cotidiana para practicar a diario 45 minutos de un tirón, al menos durante un período de ocho semanas. Y muchas no se han desviado nunca de ese camino de nueva vida. No sólo se les hace fácil sino que se convierte en nece­sario, en una cuerda salvavidas.

Pero esta forma de mirar las cosas tiene otra cara. Lo que puede ser difícil pero factible para una persona en una etapa de su vida, tal vez sea casi imposible para otra, o para la mis­ma persona en otra época de su vid’á. Los conceptos «largo» y «corto» y «mucho» y «poco» son relativos en el mejor de los casos. Es probable que la madre sola de hijos pequeños no tenga 45 minutos seguidos para nada. ¿Significa eso que no puede meditar?

Cuando la vida está en crisis perpetua o uno se halla sumi­do en un caos social y económico, tal vez haya dificultad para encontrar la energía psíquica para meditar durante pe­ríodos largos, aunque se tenga el tiempo. Siempre surge algo que se interpone en el camino, sobre todo cuando uno cree

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que necesita disponer de un espacio de 45 minutos seguidos cada día, incluso para comenzar. Practicar en casas estre­chas, en medio de la vida de otros familiares, puede producir desagradables sensaciones que podrían ser obstáculos para la práctica diaria.

Difícilmente se puede esperar que los estudiantes de me­dicina consigan encontrar períodos prolongados de tiempo para el no hacer, como tampoco muchas otras personas que están en trabajos muy estresantes o en situaciones agotadoras o absorbentes. Tampoco pueden hacerlo las personas que simplemente sienten curiosidad sobre la meditación, pero que no tienen motivos fuertes para sobrepasar los límites de su comodidad o de su propio sentido del tiempo, urgencias o agrado.

Para aquellas personas que buscan el equilibrio en su vida, no sólo es útil sino esencial una cierta flexibilidad. Es importante saber que la meditación tiene poco que ver con el tiempo horario. Cinco minutos de práctica formal pueden ser tan profundos como 45 minutos, o más. La sinceridad del es­fuerzo importa muchísimo más que el tiempo transcurrido, ya que de lo que se trata en realidad es de salir de los minutos y las horas para entrar en los momentos, que no tienen dimen­sión y son, por lo tanto, infinitos. Así pues, si usted tiene cier­ta motivación para practicar aunque sea un poco, eso es lo importante. La presencia mental necesita ser atizada y ali­mentada, protegida de los vientos de la vida ajetreada o de la mente inquieta y atormentada, como una llama pequeña ne­cesita ser resguardada de las fuertes corrientes de aire.

Si al principio sólo dispone de cinco minutos, o incluso de un minuto de presencia mental, eso es formidable. Significa que ya ha recordado el valor de detenerse, de pasar, aunque sólo de momento, del hacer al no hacer.

No insistimos en los 45 minutos de práctica diaria cuando enseñamos meditación a determinados colectivos; los estu­diantes de medicina, como ayuda para el estrés y a veces para el trauma de la educación médica en su forma actual; a los deportistas universitarios que desean entrenar la mente junto con el cuerpo para tener un rendimiento óptimo; a las personas que están en programas de rehabilitación pulmonar, que necesitan aprender muchas otras cosas además de medi­

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tar, a los empleados que asisten a clases a la hora del almuer­zo para reducción del estrés. Sólo lo hacemos con nuestros pacientes, o con las personas que están dispuestas a hacer un cambio de estilo de vida tan intenso, movidas por sus propias razones. A los demás los estimulamos a practicar quince mi­nutos diarios de una vez, o dos veces al día, si les es posible.

Si lo piensa un momento, a pocos de nosotros, sea cual sea nuestra ocupación o la situación en que nos encontre­mos, nos sería imposible liberar uno o dos espacios de quince minutos en 24 horas. Y si no quince, pues diez o cinco.

Recordemos que en una línea de 1 5 cm hay un número infini­to de puntos, y que en una línea de 2 cm también hay un nú­mero infinito de puntos. Bien, entonces, ¿cuántos momentos hay en 1 5 minutos, en 5, en 10 o en 45? Resulta que tenemos muchísimo tiempo, si estamos dispuestos a sostener en la conciencia cualquier número de momentos.

En el centro de la presencia mental está el formar la intención de practicar y entonces coger un momento, cualquier mo­mento, acordándose de manifestarlo en la postura, interior y exterior. Tanto los períodos largos como los cortos son bue­nos, pero es posible que «el largo» nunca florezca si la frus­tración y los obstáculos del camino se presentan muy impor­tantes. Es mejor aventurarse poco a poco en períodos más largos de práctica antes que jamás probar la presencia mental debido a que los obstáculos se ven demasiado grandes. Un viaje de miles de kilómetros comienza con un paso, en reali­dad. Cuando nos comprometemos a dar ese paso, en este caso a tomar asiento durante el más breve de los tiempos, po­demos tocar la atemporalidad en cualquier momento. De eso, y sólo de eso, provienen todos los beneficios.

Cuando de veras me busques, me encontrarás al instante;me encontrarás en la más pequeñísima casa del tiempo.

K abir

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Sugerencias: Trate de estar sentado durante diferentes perío­dos de tiempo horario. Observe cómo afecta esto a su prácti­ca. ¿Desaparece su concentración cuando está sentado más tiempo? ¿Se queda colgado cuanto más tiempo «tiene» que estar presente? ¿Surge la impaciencia en algún momento? ¿Reacciona la mente o se obsesiona? ¿Hay inquietud? ¿Ansie­dad? ¿Aburrimiento? ¿Prisa? ¿Sueño? ¿Flojedad? Si es usted novato en la meditación, observe si de repente se encuentra pensando: «Esto es una idiotez», «¿Estoy haciéndolo bien?» o «¿Y es esto todo lo que tengo que sentir?»

¿Comienzan estos sentimientos de inmediato o sólo apa­recen después de un rato? ¿Es capaz de verlos como estados mentales? ¿Los puede observar sin juzgarlos ni juzgarse a sí mismo aunque sea durante períodos breves? Si les pone el fel­pudo de bienvenida, explora sus cualidades y los deja ser, tal vez aprenda muchísimo acerca de lo que es fuerte e inque­brantable en usted mismo. Y lo que es fuerte tal vez se forta­lezca aún más a medida que nutre su estabilidad y serenidad interiores.

NO EXISTE «LA» MANERA CORRECTA

De excursión con mochila, en compañía de mi mujer y mis hijos por el desierto de Tetón, me sorprende recurren­temente esto del caminar. Con cada paso, el pie tiene que po­sarse sobre alguna parte. Cuando suben o descienden por terrenos rocosos, pendientes escarpadas, senderos o sin sen­dero, nuestros pies toman decisiones en fracciones de segun­do sobre dónde y cómo pisar, en qué ángulo, con qué pre­sión, con el talón o la punta, de lado o recto. Los niños ni siquiera preguntan «Papá, ¿adonde pongo el pie?». Sencilla­mente lo hacen, y he advertido que siempre encuentran una manera; eligen el lugar donde poner los pies a cada paso, y no sólo se trata de en qué lugar pongo los míos.

Lo que esto me dice es que nuestros pies encuentran su manera. Al observar los míos, me sorprende comprobar los muchos lugares y formas en que podría poner el pie a cada paso, y cómo de estas posibilidades que se despliegan mo­mentáneamente, el pie elige una manera, la realiza con todo

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el peso (o con menos si la situación es peligrosa) y después la afloja cuando el otro pie hace su elección y avanza. Todo esto ocurre casi sin pensar, a excepción de los ocasionales lu­gares delicados donde el pensamiento y la experiencia inter­vienen y en que tal vez yo tendría que echar una mano a mi hija pequeña, Serena. Por lo general no andamos mirándonos los pies, ni pensando cada paso que damos. Vamos mirando el camino hacia adelante y nuestro cerebro, asimilándolo todo, toma decisiones en fracciones de segundo para que pi­semos de una manera que se ajuste a las necesidades del te­rreno en ese momento.

Esto no significa que no haya alguna manera equivocada de dar el paso. Sí que hay que tener cuidado y sentir las pisa­das. Pero los ojos y el cerebro son tan buenos para evaluar de inmediato el terreno y dar órdenes detalladas a tronco, extre­midades y pies, que el proceso completo de dar un paso por terreno difícil es un proceso de exquisito equilibrio en movi­miento, aun con la complicación de las botas y las pesadas mochilas. En esto hay una presencia mental incorporada. Los terrenos difíciles hacen que surja. Y aunque realicemos diez veces el mismo trayecto, en cada ocasión resolvemos de dife­rente manera el problema de cada paso. Hacer excursiones a pie siempre expone, revela, la calidad de único del momento presente.

No es distinto en la meditación. En realidad y de verdad no hay ninguna «manera correcta» única para practicar, aun­que también hay escollos a lo largo de este camino y hay que vigilar. Es mejor encontrarnos con cada momento en su nove­dad, conscientes de su rico potencial. Lo miramos en profun­didad y después entramos en el momento siguiente, sin rete­ner el anterior. Cada momento entonces puede ser nuevo, cada respiración un nuevo comienzo, un nuevo dejar mar­char, un nuevo dejar ser. Lo mismo que cuando caminamos por terreno rocoso, aquí no existe ningún «tengo que, debo de». Es cierto que hay mucho que ver y comprender a lo largo de este camino, pero no se puede obligar, así como no se puede obligar a una persona a apreciar la dorada luz del sol poniente sobre los campos de trigo ni la luna que aparece tras las montañas. En momentos como ésos es mejor no hablar. Lo único que se puede hacer es estar presente con su enormidad

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y esperar que los demás lo vean en el silencio del momento. Las puestas de sol y las salidas de la luna hablan por sí solas, en sus idiomas, en sus propios lienzos. A veces el silencio deja espacio para que hablen los indomados.

Del mismo modo, en la práctica de la meditación es me­jor respetar y atenerse a la propia experiencia directa, y no preocuparse demasiado acerca de si «esto» es lo que se debe sentir o ver o pensar. ¿Por qué no confiar en la experiencia de este momento del mismo modo que confiamos en nuestros pies para que encuentren la manera de mantenernos equili­brados cuando caminamos por las rocas? Si practicamos este tipo de confianza frente a la inseguridad y el fuerte hábito de desear una cierta autoridad para ungir nuestra experiencia (por minúscula que sea, y generalmente lo es) con nuestra bendición, descubriremos que sí ocurre algo de naturaleza profundizadora a lo largo del camino. Nuestros pies y nuestra respiración nos enseñarán a observar nuestro paso, a estar presentes, a encontrarnos verdaderamente a gusto en cada momento (dondequiera que nuestros pies nos lleven), a apre­ciar y valorar donde estamos. ¿Qué otro don más grande po­dría otorgársenos?

Sugerencias: Trate de tomar conciencia de todas las veces que, durante la meditación, surja el pensamiento: «¿Lo estoy haciendo bien?», «¿Es esto lo que debo sentir?», «¿Es esto lo que "tiene que" suceder?» No trate de contestar estas pregun­tas, limítese a mirar más profundamente el momento presen­te. Expanda su conciencia de este momento mismo. Tenga la pregunta en la conciencia junto con su respiración y con toda la extensión del contexto de este momento. Confíe en que en este momento «Es esto», con independencia de lo que sea «esto» o del lugar en que esté. Mirar profundamente lo que sea que el «esto» del momento presente sea mantiene una continuidad de la presencia mental, permitiendo que un mo­mento se despliegue y pase al siguiente sin analizar, disertar, juzgar, condenar ni dudar; sencillamente observar, abrazar, abrir, dejar ser, aceptar. Ahora mismo. Sólo este paso, sólo este momento.

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¿CUÁL ES MI MANERA?

Somos muy rápidos para decir a nuestros hijos que no siempre pueden salirse con la suya para que las cosas se ha­gan a su manera, a veces incluso dándoles a entender que hay algo malo en desearlo. Y cuando ellos preguntan «¿Por qué no, mamá?», «¿Por qué no, papá?», y hemos llegado al fi­nal de nuestra explicación o de nuestra paciencia, es proba­ble que digamos: «No importa, limítate a hacerme caso. Lo comprenderás cuando seas mayor.»

Pero ¿no es bastante injusto eso? ¿Acaso los adultos no nos comportamos igual que nuestros hijos? ¿Es que no deseamos también que las cosas se hagan a nuestra manera, y todo el tiempo si es posible? ¿En qué nos diferenciamos de los niños, aparte de que somos menos sinceros y francos al respecto? ¿Y qué, si uno se sale siempre con la suya? ¿Cómo sería? ¿Re­cuerda el problema que se le crea a la gente en los cuentos de hadas cuando un genio, un duende o una bruja le ofrece pe­dir tres deseos?

De la gente de Maine se cuenta que cuando alguien les pre­gunta una dirección, responden: «No puede llegar allí desde aquí.» Respecto a las direcciones de la vida, tal vez es más exacto decir: «Sólo puede llegar allí si está totalmente aquí.» ¿Cuántos de nosotros advertimos este pequeño sesgo en la tela del destino? ¿Sabríamos cómo queremos que sean las cosas si pudiésemos tenerlas a nuestra manera? ¿Resolvería algo tener las cosas como queremos, o sólo aumentaría el caos en nuestra vida si nos fuese posible hacer realidad nues­tros deseos según el impulso de nuestros estados mentales, con tanta frecuencia inconscientes?

Aquí hay una pregunta muy interesante: «¿Cuál es exacta­mente mi manera?», en el sentido de «a mi Manera», con ma­yúscula. Rara vez contemplamos nuestra vida con ese grado de exploración. A preguntas tan básicas como «¿Quién soy?»,

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«¿En qué camino estoy?», «¿Cuál es la dirección correcta para mí?», «Si pudiera elegir un camino ahora, ¿qué direc­ción tomaría?», «¿Cuál es mi anhelo, mi camino?», «¿Qué amo en verdad?», ¿con cuánta frecuencia les damos vueltas?

La contemplación de la pregunta «¿Cuál es mi Manera?» es un excelente elemento a inyectar en la práctica de la medita­ción. No se precisan las respuestas, ni pensar que debe haber una determinada respuesta. Es mejor no pensar en absoluto, sino sólo perseverar en hacer la pregunta y dejar que las res­puestas que se formulen lleguen y se vayan solas. Como ocu­rre con todo lo demás en la meditación, sólo observamos, escuchamos, advertimos, dejamos ser, dejamos marchar y continuamos generando la pregunta «¿Cuál es mi Manera?», «¿Cuál es mi camino?», «¿Quién soy?».

Aquí la intención es estar abierto a «no saber», permitién­dose quizá llegar al punto de reconocer que «No sé» y des­pués experimentar con relajarse un poco en ese no saber, en lugar de condenarse por ello. Después de todo, en este mo­mento, ésa puede ser una afirmación acertada respecto a cómo tenemos las cosas.

La indagación de este tipo conduce por sí misma a aperturas, a comprensiones, actos, visiones nuevas. La indagación ad­quiere vida propia después de un tiempo. Impregna nuestro ser e infunde nueva vitalidad, entusiasmo y gracia a lo soso, monótono y rutinario. La indagación acaba por «hacernos» en lugar de hacerla nosotros a ella. Ésta es una buena manera de encontrar el camino que se halla más cerca de nuestro co­razón. Al fin y al cabo, el viaje es de proporciones heroicas, pero mucho más si está animado por la atención consciente y por el compromiso con una indagación venturosa. En cuanto ser humano, cada uno es la figura central del viaje mítico del héroe universal, del cuento de hadas, de la aventurera em­presa arturiana. Para hombres y mujeres por igual, este viaje es la trayectoria entre el nacimiento y la muerte, una existen­cia vivida. Nadie escapa a esa aventura, sólo trabajamos en ella de diferente manera.

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¿Podemos conectar con el desplegarse de nuestra propia vida? ¿Podemos estar a la altura de las circunstancias de nuestra propia humanidad? ¿Podemos asumir los desafíos que encontramos, e incluso buscarlos, para ponernos a prueba, para crecer, para actuar por principios, para ser fieles a noso­tros mismos, para encontrar nuestra manera y, finalmente, no sólo conseguirla sino, lo más importante, vivirla?

MEDITACIÓN DE LA MONTAÑA

Tratándose de la meditación, las montañas tienen mucho que enseñarnos, ya que representan un sentido arquetípico en todas las culturas. Las montañas son lugares sagrados. La gente siempre ha buscado orientación espiritual y renovación en las montañas, y entre ellas. La montaña simboliza el eje primordial del mundo (monte Meru), es la morada de los dio­ses (Olimpo), también el lugar en que el líder espiritual se encuentra con Dios y recibe sus mandamientos y alianza (Sinaí). Las montañas son consideradas sagradas, simbolizan el temor y la armonía, la severidad y la majestad. Elevándose por encima de todo lo demás en nuestro planeta, atraen y abruman con su sola presencia. Su naturaleza es la más ele­mental: roca. Dura como la roca, sólida como la roca. Las montañas son el lugar de visiones donde uno puede tocar el panorama a mayor escala del mundo natural y las raíces, frá­giles pero tenaces, de la vida. Las montañas han desempe­ñado un papel clave en la historia y la prehistoria. Para los pueblos tradicionales, las montañas eran, y siguen siendo, madre, padre, guardián, protector, aliado.

En la práctica de la meditación puede ser útil a veces «to­mar prestadas» esas maravillosas cualidades arquetípicas de las montañas y utilizarlas como refuerzo de nuestra intencio­nalidad y resolución para abrazar el momento con pureza y simplicidad elementales. La imagen de la montaña en la mente y en el cuerpo puede refrescar nuestra memoria para recordarnos por qué estamos sentados, para comenzar, y qué significa verdaderamente morar en el dominio del no hacer cada vez que tomamos asiento. Las montañas son el símbolo por excelencia de la presencia y la quietud perdurables.

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La meditación de la montaña puede practicarse (o mo­dificarse para que se adecúe a la visión y significado personal de la montaña) de la siguiente manera: cualquier postura sir­ve para ello, pero, personalmente, la encuentro más potente cuando estoy sentado en el suelo con las piernas cruzadas, de modo que desde mi interior vea y sienta mi cuerpo lo más pa­recido posible a una montaña. Estar en la montaña o tener una a la vista es útil, pero no necesario. Aquí, la imagen inte­rior es la fuente de poder.

Traiga a su mente la imagen de la montaña más hermosa que conozca, de la cual haya oído hablar o se pueda imagi­nar, una montaña cuya forma le hable personalmente. Con­centre la mente en la imagen o sensación de esa montaña, y observe su forma general, su elevada cima, su base enraizada en la roca de la corteza terrestre, sus escarpadas o suaves la­deras. Contemple lo imponente y sólida que es, su firmeza, su inmovilidad, su belleza, ya sea vista desde lejos o de cer­ca; una belleza que emana de su sello único de forma y silue­ta, y que al mismo tiempo encarna las cualidades universales de «montañeidad» que trascienden toda forma o silueta.

Tal vez su montaña tiene nieve en la cima y árboles en las laderas más bajas. Tal vez está coronada por un pico promi­nente, quizá por una serie de picos o por una altiplanicie. Con independencia del aspecto que tenga, respire con la imagen de esa montaña, obsérvela, advierta sus cualidades. Cuando esté preparado, vea si puede hacer entrar la montaña en su cuerpo, para que su cuerpo, allí sentado, y la montaña de su imaginación se hagan uno. Su cabeza se convierte en la elevada cima; sus hombros y brazos son las laderas; sus nal­gas y piernas son la sólida base enraizada en el cojín, sobre el suelo o en una silla. Experimente en su cuerpo la sensación de erección, la elevación axial de la montaña que penetra profundo en su columna. Invítese a convertirse en una mon­taña respirante, inamovible en su quietud, completamente lo que usted es, más allá de palabras y pensamientos, una pre­sencia centrada, arraigada, inmóvil.

Ahora bien, usted sabe que mientras el sol viaja por el fir­mamento, las montañas están sentadas. Luces, sombras y co­lores van cambiando casi momento a momento en la inque­brantable quietud de la montaña. Hasta el ojo no entrenado

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es capaz de notar estos cambios hora tras hora. Cambios que evocan esas obras maestras de Claude Monet, quien tuvo el genio de colocar muchos caballetes y pintar la vida de los ob­jetos inanimados hora tras hora, pasando de una tela a otra a medida de que los juegos de luz, sombra y color transforma­ban la catedral, el río o la montaña, despertando así el ojo del observador. Mientras las luces cambian, mientras la noche si­gue al día y el día a la noche, la montaña se limita a perma­necer sentada, sin más, siendo ella misma. Y continúa inmó­vil mientras las estaciones del año se siguen una a otra y el tiempo atmosférico cambia momento a momento y día a día. Serenidad que soporta y permanece a todo cambio.

En verano no hay nieve en las montañas, a excepción qui­zá de la cima misma o en recovecos protegidos de la luz del sol directa. Es posible que en otoño, la montaña exhiba una capa de vivos colores fuego; en invierno, una manta de nieve y hielo. En cualquier estación puede verse envuelta en nubes o en niebla o acribillada por helada lluvia. Los turistas que llegan a visitarla tal vez se sienten decepcionados si no ven la montaña con claridad, pero a la montaña le da lo mismo: la vean o no la vean, con sol o con nubes, caliente o helada, si­gue sentada siendo ella misma. Visitada por violentas tor­mentas, azotada por la nieve, la lluvia y vientos de magnitu­des inimaginables, la montaña continúa sentada en medio de todo. Llega la primavera, los pajariIlos vuelven a cantar en los árboles, vuelven las hojas a los árboles que las habían perdido, aparecen las flores en las mesetas elevadas y en las laderas, el caudal de los ríos aumenta con las aguas de la nie­ve derretida y, entretanto, la montaña continúa sentada, im­pasible ante el tiempo, ante lo que sucede en la superficie, ante el mundo de las apariencias.

Mientras estamos sentados con esta imagen en la mente, podemos encarnar la misma quietud y arraigo inquebrantables ante todo lo que cambia en nuestra vida en cuestión de segun­dos, horas y años. En nuestra vida y en nuestra práctica de la meditación, no cesamos de experimentar la naturaleza cam­biante de la mente, del cuerpo y del mundo exterior. Experi­mentamos momentos de luz y momentos de tinieblas, mo­mentos de colores vivos y momentos de insipidez monótona. Experimentamos tormentas de diversa intensidad y violencia

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en el mundo exterior y en nuestras vida y mente propias. Azo­tados por fuertes vientos, por el frío y la lluvia, aguantamos pe­ríodos de oscuridad y dolor, así como también saboreamos exquisitos momentos de alegría y vigor. Incluso nuestra apa­riencia cambia continuamente, igual que las montañas, cuan­do experimenta sus propios desgastes y deterioros.

Al convertirnos en montaña en nuestra meditación, pode­mos conectar con su fuerza y estabilidad y adoptarlas como nuestras. Podemos utilizar sus energías para apoyar nuestros esfuerzos por encontrarnos en cada momento con presencia mental, ecuanimidad y claridad. Puede ser útil considerar que pensamientos, sentimientos, preocupaciones, tormentas y cri­sis emocionales, e incluso las cosas que nos suceden, son muy semejantes al tiempo atmosférico que se cierne sobre las montañas. Esto solemos tomarlo de manera personal, pero su característica más fuerte es impersonal. El tiempo atmosférico de nuestra vida no ha de ser pasado por alto ni negado. Ha de ser recibido, honrado, sentido, reconocido por lo que es, y te­nido muy en cuenta en la conciencia ya que puede matarnos. Al considerarlo así, llegamos a conocer un silencio, una quie­tud y una sabiduría mucho más profundos de lo que habría­mos creído posible, justo dentro de las tormentas. Las monta­ñas nos enseñan esto y más, si somos capaces de escuchar.

Sin embargo, una vez está todo dicho y hecho, la medita­ción de la montaña es sólo un instrumento, un dedo que se­ñala algún lugar. Quizá tengamos que mirar y después conti­nuar. Si bien la imagen de la montaña puede ayudarnos a ser más estables, los seres humanos somos más interesantes que las montañas. Podemos ser como rocas, firmes e inmóviles, y al mismo tiempo suaves, amables y fluidos. Disponemos de una amplia gama de posibilidades. Podemos ver y tocar, sa­ber y entender, aprender, crecer, sobre todo si aprendemos a escuchar la armonía interior de las cosas y mantener el eje central de la montaña contra viento y marea.

Los pájaros han desaparecido en el cielo, y la última nube se aleja.Nos sentamos juntos, la montaña y yo, hasta que sólo queda la montaña.

Li Po

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Sugerencias: Trate de mantener en la mente la imagen de esta montaña mientras está sentado en meditación formal. Explore su utilidad para profundizar su capacidad de morar en la quietud; para estar sentado durante períodos más largos; para seguir sentado ante la adversidad, las dificultades y tor­mentas o la monotonía mental. Pregúntese qué está apren­diendo de sus experimentos con esta práctica. ¿Ve alguna su­til transformación en su actitud hacia las cosas que cambian en su vida? ¿Puede llevar con usted la imagen de la montaña en la vida cotidiana? ¿Es capaz de ver la montaña en los de­más y permitirles que tengan su propia forma y silueta, admi­tiendo que cada montaña sea ella misma y única?

MEDITACIÓN DEL LAGO

La imagen de la montaña es sólo una de las muchas que quizá compruebe que lo ayudan en su práctica y hacen que ésta sea más viva y elemental. Las imágenes de árboles, ríos, nubes y firmamento también son útiles aliadas. La imagen como tal no es fundamental, pero puede profundizar y expan­dir su visión de la práctica.

Algunas personas encuentran particularmente útil la ima­gen de un lago. Sabemos que el principio del agua es tan ele­mental como el de la roca, y que su naturaleza es más fuerte que la roca, en el sentido de que el agua la erosiona. El agua también posee la deliciosa cualidad de la receptividad. Se abre para permitir la entrada a cualquier cosa y después vuel­ve a ser ella misma. Si se golpea una montaña o una roca con un martillo, a pesar de su dureza, o más bien debido a ella, se astilla, se fragmenta, se rompe. Pero si se golpea el mar o una laguna con un martillo, sólo se consigue un martillo oxidado. En esto se revela una de las virtudes del poder del agua.

Para usar en su práctica la imagen del lago, piense en un lago, un cuerpo de agua retenido en un cuenco receptor por la tierra misma. Observe con la mente y el corazón que el agua gusta de asentarse en lugares bajos. Busca su propio ni­vel, pide ser contenida. El lago que usted evoque puede ser profundo o superficial, azul o verde, lodoso o cristalino. Si no hay vientos, la superficie del lago es lisa. Como un espejo, re-

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tleja los árboles, las rocas, el cielo, las nubes, lo abraza todo en sí mismo momentáneamente. El viento mueve el agua del lago creando un oleaje, desde suaves ondulaciones hasta olas grandes y agitadas. Los reflejos nítidos desaparecen. Pero la luz del sol continúa brillando en las olas y bailando en ellas en un despliegue de relucientes diamantes. Cuando llega la noche, es el turno de la luna para bailar en el lago, o, si la su­perficie está en calma, para reflejarse en ella junto con las si­luetas de los árboles y las sombras. En invierno es posible que el lago se hiele, aunque debajo sigue lleno de vida y movi­miento.

Cuando haya formado la imagen del lago en su imagina­ción, permítase ser uno con él, mientras medita, para que sus energías sean sostenidas por su conciencia, apertura y com­prensión de usted mismo, de la misma manera como las aguas del lago están contenidas y sostenidas por el cuenco re­ceptivo y aceptador de la propia tierra. Respirando con el lago momento a momento, sintiendo que el cuerpo del lago es el suyo, mantenga mente y corazón abiertos y receptivos para que reflejen aquello que se acerque. Experimente los momentos de completa quietud, cuando los reflejos y el agua sean completamente nítidos, y también los otros momentos, cuando la superficie esté alborotada, agitada, revuelta, con los reflejos y la profundidad perdidos por un tiempo. Experi­mente todo esto, sumido en la meditación, sencillamente ad­virtiendo el juego de las diversas energías de su mente y cora­zón, los pegajosos pensamientos, sentimientos, impulsos y reacciones que vienen y van como las olas, advirtiendo sus efectos mientras se limita a observar las diversas y cambian­tes energías que juegan en el lago: el viento, las olas, la luz, las sombras, ios reflejos, los colores, los olores.

¿Agitan la superficie sus pensamientos y sentimientos? ¿Le va bien eso? ¿Puede ver una superficie ondulante o agitada como un aspecto íntimo y esencial de ser un lago, de tener superficie? ¿Es capaz de identificarse no sólo con la superfi­cie sino con todo el «cuerpo» del agua, de modo que también se convierte en la quietud que hay debajo de la superficie, la cual sólo experimenta, como mucho, suaves ondulaciones aunque la superficie esté agitada y revuelta?

Del mismo modo, tanto en su práctica de la meditación

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como en su vida diaria, ¿puede identificarse no sólo con el contenido de sus pensamientos y sentimientos sino también con la vasta e inalterable reserva de conciencia que reside bajo la superficie de la mente? En la meditación del lago nos sentamos con la intención de sostener y aceptar de manera consciente todas las cualidades de la mente y el cuerpo, así como el lago está sentado, sostenido, acunado, contenido por la tierra, mientras refleja todo: sol, luna, estrellas, árboles, rocas, nubes, cielo, pájaros, luz, y es acariciado por el aire y el viento, que hacen destacar su brillo, su vitalidad, su po­tencial.

En un día así de septiembre u octubre, la laguna Wal- den es un espejo perfecto de la selva, redondeado por piedras tan preciosas a mis ojos como si fuesen más es­casas o más excepcionales. Acaso nada tan hermoso, tan puro y al mismo tiempo tan grande como un lago yace sobre la superficie de la tierra. Agua de cielo. No necesita cerco. Las naciones vienen y van sin profa­narlo. Es un espejo que ninguna piedra puede romper, cuyo mercurio jamás se desgastará, cuyo dorado la na­turaleza repara continuamente; ni las tormentas ni el polvo pueden enturbiar su superficie siempre nueva; espejo en el cual todas las impurezas que se le ofrecen se hunden, son barridas y limpiadas por el cepillo bru­moso del sol, por este paño de luz que no retiene nin­guna respiración que sobre él se respire, pero que envía su respiración hacia lo alto para que flote en forma de nubes por encima de su superficie y sean reflejadas en su seno inmóvil.

T h o r e a u , Walden

Sugerencias: Trate de utilizar la imagen del lago para apoyar la práctica sentado o echado en la quietud, sin ir a ninguna parte, sostenido y acunado en la conciencia. Observe cuando la mente reflexione; cuando se haga un lío. Observe la calma bajo la superficie. ¿Le sugiere esta imagen nuevas maneras de portarse en momentos de confusión o trastorno?

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MEDITACIÓN CAMINANDO

La paz es cada paso.

T h ic h N h a t H a n h

Conozco a personas que en alguna ocasión les resulta difí­cil permanecer sentadas pero que entran profundamente en la práctica de la meditación caminando. Sea uno quien sea, no siempre nos es posible estar sentados. Y algunas personas encuentran casi inaguantable permanecer sentadas y presen­tes con el grado de dolor y agitación que sienten. Pero sí pue­den caminar con ellos.

En los ambientes monásticos tradicionales, se alternan pe­ríodos de meditación sentada con períodos de meditación ca­minada. Ambas son la misma práctica. Caminar es tan bueno como estar sentado. Lo importante es cómo se tiene la mente.

En la meditación caminada formal se presta atención al propio caminar. Uno se puede centrar en la colocación del pie o aislar segmentos del movimiento, por ejemplo: levan­tar, mover, colocar, levantar; o también en el movimiento de todo el cuerpo. Se pueden unir la conciencia del caminar con la conciencia del respirar.

En la meditación caminando, no se anda para llegar a un lugar determinado. Por lo general se va y se viene por el mis­mo sendero, o se camina en un círculo. El hecho de no tener un lugar concreto al cual ir hace literalmente más fácil estar donde se está. ¿Qué sentido tiene intentar llegar a otro lugar del sendero que se camina cuando en realidad es todo lo mis­mo? El desafío es ¿puede uno estar completamente en este paso, con esta respiración?

La meditación caminada se puede practicar a cualquier velocidad, desde ultralento hasta muy enérgico. A qué canti­dad del ciclo del pie es posible atender dependerá de la velo­cidad. La práctica consiste en dar cada paso como viene y estar totalmente presente con él. Esto significa «sentir» las sensaciones mismas del caminar: en los pies, en las piernas, en el andar, en el porte, momento a momento, como siem­pre, y, en este caso, también paso a paso. A esto se le llama­ría, por ejemplo, «observar el paso», juego de palabras inten­

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cional, aunque es una observación interior. ¡Uno no se mira los pies! Igual que en la meditación sentada, irán aparecien­do cosas que desviarán la atención de la experiencia pura de caminar. Trabajamos con esos pensamientos, percepciones, sentimientos e impulsos, recuerdos y expectativas que surgen mientras se camina, de la misma manera como lo hacemos en la meditación sentada. En última instancia, caminar es quietud en movimiento, presencia mental fluida, corriente.

Es mejor que practiquemos la meditación caminada en un lugar en que uno no se convierta en un espectáculo para los demás, sobre todo si se va a caminar con mucha lentitud. Lugares que nos sirven son la sala de estar, los campos, los claros del bosque; las playas solitarias también son buenas. Empuje delante de usted un carro de compra por un su­permercado y podrá caminar con toda la lentitud que quiera.

La meditación caminada informal se puede practicar en cualquier parte. No supone pasearse de aquí para allí, tampo­co caminar en círculo, sólo es un caminar normal. Se puede caminar con presencia mental por una acera, por un corredor en el lugar de trabajo, en un paseo, cuando se saca al perro, cuando se va de paseo con los hijos. Implica acordarse de es­tar en este momento, dando cada paso como viene, acep­tando cada momento como viene. Cuando uno se descubre apresurándose o impacientándose, va bien quitarle fuerza a la prisa y recordar que ahora uno está aquí y que cuando lle­gue allí, estará allí. Si se pierde el «aquí», lo más probable es que también se pierde el «allí». Si la mente no está centrada aquí, no es probable que se centre por el nuevo hecho de que uno llega a otra parte.

Sugerencias: Trate de llevar la conciencia al caminar, donde­quiera que se encuentre. Aminore un poco el paso. Céntrese en su cuerpo y en el momento presente. Aprecie el hecho de poder caminar, ya que hay muchas personas que no pueden. Perciba lo milagroso que es y, por un momento, no dé por su­puesto que su cuerpo funciona tan maravillosamente. Sepa que va caminando erguido ante la Madre Tierra. Camine con dignidad y seguridad y, como reza el dicho navajo: «Camina en la belleza, dondequiera que esté.»

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También trate de caminar formalmente. Antes o después de sentarse, haga un período de meditación caminada. Man­tenga la continuidad entre la meditación caminada y la sen­tada. Diez minutos es bueno, o media hora. Una vez más re­cuerde que no es el tiempo horario el que nos interesa aquí. Pero aprenderá más y comprenderá mejor la meditación ca­minada si se plantea el desafío de continuarla hasta más allá de su primer impulso de acabarla.

MEDITACIÓN DE PIE

La meditación de pie se aprende mejor de los árboles. Co­loqúese junto a uno de ellos; mejor aún, entre un grupo de ár­boles y mire en una sola dirección. Sienta que sus pies echan raíces en la tierra. Sienta su cuerpo mecerse suavemente, como lo hará siempre, igual que los árboles mecidos por la brisa. Permaneciendo allí, en contacto con su respiración, asimile lo que tiene delante, o mantenga los ojos cerrados y presienta su entorno. Perciba el árbol que tiene más cerca. Escúchelo, sienta su presencia, tóquelo con su mente y con su cuerpo.

Use la respiración para ayudarse a permanecer en el mo­mento, sintiendo su cuerpo de pie, respirando, siendo, momen­to a momento.

Cuando la mente o el cuerpo le dé la primera señal de que tal vez es hora de continuar con otra cosa, siga de pie un rato más, recordando que los árboles están erguidos y quietos du­rante años, muchas veces vidas enteras, si gozan de esa suer­te. Vea si no tienen algo que enseñarle acerca de la quietud y de hallarse conectado. Después de todo, ellos están tocando el suelo con las raíces y el tronco; el aire, con el tronco y las ramas, la luz y el viento, con las hojas; todo en el árbol habla de estar conectado. Experimente con estar de pie de esta ma­nera, aunque sea durante períodos cortos. Trabaje con estar con contacto con el aire en su piel, la sensación de los pies en contacto con la tierra, los sonidos del mundo, el baile de luz, color y sombra, el baile de la mente.

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Sugerencias: Trate de permanecer de pie así, dondequiera que se encuentre, ya sea en el bosque, en la montaña, junto al río, en su sala de estar o esperando el autobús. Cuando esté solo trate de abrir las manos con las palmas hacia el cielo, los brazos extendidos en diversas posiciones, como ramas y ho­jas, accesible, abierto, receptivo, paciente.

MEDITACIÓN ACOSTADO

La posición acostado es una manera de meditar maravillo­sa si uno consigue no quedarse dormido. Y si se duerme, tal vez el sueño sea más reparador si se entra en él a través de la meditación. Se puede despertar en el mismo estado, llevando esos primeros momentos de conciencia cuando se vuelve a la vigilia.

Si el cuerpo está echado, uno puede aflojarlo por entero con mucha mayor facilidad que en cualquier otra posición. El cuerpo se hunde en la cama, la alfombra, el suelo o la tierra hasta que los músculos dejan de hacer esfuerzo por mante­nernos compuestos. Éste es un aflojamiento profundo a nivel de los músculos y las neuronas motoras que los gobiernan. La mente sigue rápidamente si se le da permiso para permanecer abierta y despierta.

Usar el cuerpo en su conjunto, que es el objeto de la aten­ción en la meditación acostado, es una bendición. Se puede sentir el cuerpo desde los pies a la cabeza, respirando e irra­diando calor sobre toda la envoltura de la piel. Es el cuerpo entero el que respira, el cuerpo entero el que está vivo. Al lle­var la presencia mental al cuerpo en su conjunto, se puede recuperar el cuerpo entero en cuanto lugar del ser y la vitali­dad, y recordar que «uno», quienquiera que sea, no vive sólo en la cabeza.

Durante la práctica de la meditación acostado también es posible centrar la atención en diferentes partes o zonas, ya sea con un fluir libre o de un modo más sistemático. En nues­tra clínica introducimos a las personas a la meditación acos­tado en forma de «escáner corporal», de 45 minutos. No todo el mundo aguanta, de partida, estar sentado durante 45 minu­tos, pero cualquiera puede hacer el escáner corporal. Lo úni­

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co que se requiere es permanecer echado y sentir las diferen­tes zonas del cuerpo y después dejarlas. El escáner corporal es sistemático en el sentido de que avanzamos por las diver­sas partes del cuerpo en un orden determinado. Pero no hay una única manera de llevarlo a cabo. Se puede hacer el escáner comenzando por la cabeza y acabando en los pies, o desde los pies a la cabeza, o desde un costado hacia el otro.

Una manera de practicarlo es dirigir interiormente la res­piración a las diversas zonas, como si uno pudiese inspirar hacia las puntas de los pies, la rodilla, oreja y espirar «desde» esas partes. Cuando usted está preparado, en la espiración sale de esa zona, invitándola a disolverse en los ojos de su mente (imaginación) mientras los músculos se aflojan y uno entra en la quietud y conciencia abierta antes de pasar a la zona siguiente del cuerpo, en la cual se entra con otra inspi­ración, permitiendo, en la medida de lo posible, que toda la respiración se haga por la nariz.

Sin embargo, no es necesario que toda la meditación acostado sea tan sistemática como el escáner corporal. Tam­bién es posible centrar la atención, a voluntad, en determina­das zonas del cuerpo, o cuando se hacen dominantes en el campo de la conciencia debido tal vez al dolor o a algún pro­blema de esa determinada zona. Entrar en ellas con recep­tividad, atención y aceptación puede ser profundamente sanador, sobre todo si se practica con regularidad. Esto se siente como una profunda nutrición de las células y tejidos así como de la psique y el espíritu, cuerpo y alma enteros.

La meditación acostado es una buena manera de conectar también con el cuerpo emocional. Así como tenemos cora­zón físico, también tenemos uno metafórico, mítico. Cuando nos centramos en la región del corazón, puede ser útil que sintonicemos con cualquier sensación de opresión, constric­ción o pesadez del pecho y tomemos conciencia de emocio­nes tales como aflicción, tristeza, soledad, desesperación, ira, o el sentimiento de indignidad que puede haber bajo la superficie de esas sensaciones. Hablamos de corazones rotos, de ser duro de corazón o de tener oprimido el corazón, por­que éste, en nuestra cultura, es considerado la sede de nues­tra vida emocional o afectiva. Asimismo, el corazón es la sede del amor, de la alegría y la compasión, y también estas

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emociones son dignas de atención y respeto cuando se las descubre.

Un buen número de prácticas meditativas, como la medi­tación de la amabilidad amorosa, están orientadas hacia el cultivo de determinadas actitudes, o estados afectivos, que expanden y abren el corazón metafórico. Aceptación, per­dón, amabilidad, cariño, generosidad y confianza se fortale­cen si se centra y se sostiene la atención en la región del co­razón y se invocan esos sentimientos como parte de la práctica de la meditación formal. Pero estos sentimientos también se fortalecen reconociéndolos cuando surgen de ma­nera espontánea en la práctica de la meditación y sostenién­dolos conscientemente.

También otras zonas corporales tienen sentido metafórico y es posible abordarlas durante las meditaciones, acostado o en otra postura, con ese tipo de conciencia. El plexo solar tie­ne un resplandor semejante al sol, y puede servirnos para co­nectar con nuestra «centralidad», estando como está en el centro de gravedad del cuerpo, y con nuestra vitalidad (fuego digestivo). La garganta vocaliza nuestras emociones y puede estar constreñida o abierta. A veces se tiene la sensación de un «nudo en la garganta», aunque el corazón esté abierto. Cuando desarrollamos presencia mental de la zona de la gar­ganta, eso puede conectarnos más con nuestra habla, sus tonalidades (por ejemplo, explosividad, velocidad, dureza, volumen, automatismo por un lado, o suavidad, dulzura, sen­sibilidad por el otro) y su contenido.

Cada región del cuerpo físico posee su homologa en un cuerpo o mapa emocional que tiene un sentido más profundo para nosotros, y que suele estar completamente debajo de nuestro plano de conciencia. Para continuar creciendo es necesario activar, escuchar y aprender continuamente de nuestro cuerpo emocional. Las meditaciones acostado sirven muchísimo para esto, siempre que al levantarnos estemos dis­puestos al riesgo de adoptar las posturas que nuestras intui­ciones exijan. En la antigüedad, culturas, mitologías y ritos colaboraban en el proceso de activar nuestro cuerpo emocio­nal y de honrar su vitalidad e impermanencia. Esto solía ha­cerse en prácticas de iniciación para personas del mismo sexo organizadas por la comunidad de ancianos, cuyo traba­

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jo era educar a los adolescentes sobre lo que significaba ser adulto dentro de su tribu o cultura. En la actualidad, casi no se reconoce la importancia del desarrollo del cuerpo emocio­nal. Nosotros, hombres y mujeres por igual, más o menos, te­nemos que arreglárnoslas solos para llegar a la edad adulta plena. De tal forma se han desnaturalizado nuestros mayores por falta de cariño y asistencia que ya no existe un conoci­miento colectivo sobre cómo guiar la naciente vitalidad emo­cional y la autenticidad de nuestros hijos. La atención mental puede contribuir a un renacer de esta (antigua) sabiduría en nosotros mismos y en los demás.

Dado que pasamos acostados tanto tiempo de nuestra vida, la meditación en esa postura es una puerta de fácil ac­ceso hacia otra dimensión de la conciencia. Antes de dormir­nos, antes de despertar, mientras descansamos en nuestra ha­bitación, la postura misma de echados puede invitarnos a practicar la presencia mental, uniendo la respiración y el cuerpo momento a momento, llenando el cuerpo de concien­cia y aceptación, escuchando, escuchando, oyendo, oyendo, creciendo, creciendo...

Sugerencias: Trate de sintonizar con su respiración cuando esté acostado. Sienta como se mueve por todo el cuerpo. Esté presente con su respiración en las diversas zonas de su cuer­po: pies, piernas, pelvis y genitales, vientre, pecho, espalda, hombros, brazos, garganta y cuello, cabeza, rostro, parte su­perior de la cabeza... Escuche con gran atención. Permítase sentir lo que sea que esté presente. Note las sensaciones de los continuos cambios que se producen en su cuerpo. Obser­ve lo que siente respecto a ese fluir y cambiar.

Trate deliberadamente de meditar echado, no sólo cuando se acuesta para dormir, y no sólo en la cama. Hágalo echado en el suelo en diferentes horas del día. De vez en cuando, hágalo en los campos, en las praderas, bajo los árboles, con lluvia, con nieve.

Preste especial atención a su cuerpo cuando se está que­dando dormido y cuando se está despertando. Aunque sea durante unos minutos, estírese, sobre la espalda si es posible, y limítese a sentir el cuerpo como una respiración completa.

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Permanezca muy atento a cualquier parte o zona del cuerpo que le cause problemas, y a través del aire inspirado y expul­sado anime a esa parte a que se integre de nuevo en el resto del cuerpo. Tenga presente su cuerpo emocional.

BAJAR EL CUERPO AL SUELO AL MENOS UNA VEZ AL DÍA

Cuando uno se echa en el suelo se produce una particular sensación de que el tiempo se detiene, ya sea que se haga para practicar una meditación acostado, como el escáner del cuerpo, o para ejercitar el cuerpo, con suavidad pero firme­za, hacia sus límites, primero en esta dirección, después en aquélla, como hacemos en el atento hatha yoga. El solo he­cho de estar echado en el suelo tiende a aclarar la mente. Tal vez sea debido a que estar en el suelo es algo tan inusual que interrumpe nuestras respuestas neurológicas habituales y nos invita a entrar en ese momento por una repentina apertura de lo que podríamos llamar la puerta del cuerpo.

En la práctica del hatha yoga se trata de estar totalmente en el cuerpo mientras se presta atención a los diversos pensa­mientos, sensaciones y sentimientos que surgen cuando uno se mueve, se estira, respira, mantiene posturas o se levanta con brazos, piernas y tronco. Se dice que hay más de 80.000 posturas básicas de yoga, de modo que no vamos a agotar muy rápido los nuevos retos para el cuerpo; pero a mí concre­tamente me ocurre que siempre vuelvo a una rutina central de unas 20 posturas, las cuales con los años siguen llevándo­me más profundo dentro de mi cuerpo y a una mayor quietud.

El yoga enlaza movimiento y quietud; es una maravillosa práctica sustentadora. Como en las otras formas de práctica de la presencia mental, aquí tampoco se trata de llegar a parte al­guna. Pero sí se mueve deliberadamente hasta los límites del cuerpo en este momento. Se explora un terreno donde tal vez hay considerable intensidad de las sensaciones ligadas al esti­rarse, levantarse o mantener el equilibrio en una desacostum­brada configuración espacial de extremidades, cabeza y tron­co. Allí estamos, por lo general durante más tiempo del que le gustaría a una parte de nuestra mente, respirando, sintiendo el cuerpo. No se pretende descubrir nada. No se compite con el

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cuerpo de ninguna otra persona y ni siquiera se intenta mejo­rar el propio. No se juzga cómo lo está haciendo el cuerpo. Uno se limita a morar en la quietud, dentro de la gama com­pleta de las experiencias, también en las de cualquier intensi­dad o incomodidad (que en todo caso deberán ser moderadas si uno no se ha obligado a rebasar los propios límites), sabo­reando la perfección de estos momentos en el cuerpo.

En todo caso, para el practicante dedicado, es difícil no observar que el cuerpo gusta de una dieta regular de esto, y que cambia solo. En esta práctica suele haber una sensación de «estar de camino hacia», al mismo tiempo que la sensa­ción de «tal como es ahora», a medida que el cuerpo se va hundiendo más hondo en un estiramiento o en relajación echado en el suelo, entre posturas más trabajosas. Sin forzar nada, hacemos lo posible por alinearnos con la trama y ur­dimbre de cuerpo y mente, suelo y mundo, permaneciendo conectados.

Sugerencias: Trate de echarse en el suelo una vez al día y es­tire el cuerpo con atención, aunque sólo sea durante tres o cuatro minutos, permaneciendo en contacto con su respira­ción y con lo que su cuerpo le dice. Acuérdese de que éste es su cuerpo hoy. Compruebe si está conectado con él.

NO PRACTICAR ES PRACTICAR

A veces me gusta hacer notar que no hacer yoga es lo mis­mo que hacerlo, aunque espero que la gente no piense equi­vocadamente que esto significa que da igual practicar o no. Lo que quiero decir es que cada vez que uno vuelve a practi­car el yoga, ve los efectos de no haberlo practicado durante un tiempo. En cierto modo se aprende más volviendo a él que si nunca se ha dejado de practicar.

Desde luego, esto es cierto sólo si uno advierte cosas como lo inmóvil que se siente el cuerpo, la dificultad que entraña mantener una postura, lo mucho que se impacienta la mente,

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cómo se resiste a permanecer en la respiración. En realidad es difícil no notar estas cosas cuando se está en el suelo suje­tándose una rodilla mientras trata de llevar la cabeza hacia ella. Es mucho más difícil darse cuenta de estas cosas cuando de lo que hablamos es de la vida, no del yoga. Pero el mismo principio es válido. El yoga y la vida son maneras diferentes de decir lo mismo. Olvidar o descuidar estar presentes y aten­tos nos enseñará mucho más que estar atentos durante todo el tiempo. Por fortuna no tenemos de qué preocuparnos en este punto, ya que nuestra tendencia a la desatención o ausencia mental es muy fuerte. Es en la vuelta a la presencia mental donde reside el darse cuenta.

Sugerencias: Trate de notar la diferencia entre las sensacio­nes y modo de manejar el estrés durante los períodos en que sigue la disciplina de meditación y práctica de yoga diarias y los períodos en que no lo hace. Vea si puede tomar concien­cia de las consecuencias de sus comportamientos menos atentos y automáticos, sobre todo cuando están provocados por prisas o urgencias relativas al trabajo o la vida de hogar. ¿Cómo se comporta en su cuerpo durante esos períodos en que está practicando y durante aquellos en que no lo hace? ¿Qué le ocurre a su compromiso de acordarse de no hacer? ¿Cómo afecta la falta de práctica regular a su inquietud por el tiempo y por el logro de ciertos resultados? ¿Cómo afecta a sus relaciones? ¿De dónde provienen sus comportamientos más desatentos o inconscientes? ¿Qué los activa? ¿Está dis­puesto a mantenerlos conscientes cuando lo cogen por el cuello, ya sea fuerte o no su práctica formal de esta semana? ¿Logra ver que no practicar es una práctica ardua?

MEDITACIÓN DE LA AMABILIDAD AMOROSA

Ningún hombre es una Isla, toda sola;todo hombre es un trozo del continente, una parte del total;si el mar se llevara un terrón de tierra,Europa sería menos, igual que si se llevara un promontorio; lo mismo que si se llevara la casa

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de tus amigos o la tuya propia.La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque formo parte de la humanidad; por lo tanto, nunca envíes a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.

Jo h n D o n n e , Meditación XVII

Vibramos con la pena de otra persona porque estamos interrelacionados. Al ser completos y formar parte al mismo tiempo de un todo mayor, uno puede cambiar el mundo por el sencillo método de cambiarse a sí mismo. Si yo me con­vierto en un centro de amor y amabilidad en este momento, entonces, de modo quizá pequeño pero no insignificante, el mundo tiene ahora un núcleo de amor y amabilidad del que carecía el momento anterior. Esto me beneficia, y también a los demás.

Tal vez haya notado que no siempre es usted un centro de amor y amabilidad, ni siquiera para sí mismo. De hecho, en nuestra sociedad podríamos hablar de una epidemia de falta de autoestima. En una conversación durante una reunión en Dharamsala, en 1990, el Dalai Lama se quedó atónito cuan­do un psicólogo occidental habló de la poca autoestima. Aunque entiende el inglés bastante bien, tuvieron que tradu­cirle varias veces la frase al tibetano. Sencillamente, no lo­graba captar el concepto de poca autoestima. Cuando al fin lo entendió, se le vio entristecerse al saber que en Estados Unidos muchas personas tienen profundos sentimientos de odio a sí mismas y de indignidad.

Entre los tibetanos casi no se conocen estos sentimientos. Tienen todos los graves problemas de los refugiados de la opresión que viven en el Tercer Mundo, pero la falta de autoestima no es uno de ellos. Pero ¿quién sabe qué les ocu­rrirá a las generaciones futuras cuando entren en contacto con lo que irónicamente llamamos «mundo desarrollado»? Tal vez somos muy desarrollados en el exterior y subdesarro- llados en el interior. Tal vez nosotros somos los que en medio de toda nuestra riqueza vivimos en la pobreza.

Podemos tomar medidas para corregir esta pobreza me­

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diante la meditación de la amabilidad amorosa. Como de costumbre, se empieza con uno mismo. ¿Invitaría usted a un sentimiento de amabilidad y amor y lo animaría a surgir en su corazón? Tendría que hacerlo una y otra vez, ya sabe, igual que lleva su mente de vuelta a la respiración una y otra vez durante la meditación sentado. La mente no se va a aficionar fácilmente a ello, porque las heridas que llevamos son pro­fundas. Pero podría intentar, a modo de experimento, abra­zarse a sí mismo en la conciencia y aceptación durante un rato de su práctica, de idéntica forma a como una madre abrazaría a su hijo herido o asustado, con un amor pleno, disponible e incondicional. ¿Se siente capaz de cultivar el perdón de sí mismo, si no de otros? ¿Le es siquiera posible in­vitarse a ser feliz en este momento? ¿Considera correcto sen­tirse bien? ¿Hay siquiera una base de felicidad presente en este momento?

La práctica de la amabilidad amorosa se hace de la si­guiente manera, pero por favor no confunda las palabras con la práctica. Como siempre, son sólo letreros que indican el camino.

Comience por centrarse en su postura y respiración. Después, desde el corazón o desde el vientre, invite sentimientos o imágenes de amabilidad y amor que irradien hasta que llenen todo su ser. Permita que su propia conciencia lo acune como a un niño digno de cariño y ternura. Que su conciencia en­carne la energía de una madre amorosa y la energía de un pa­dre amoroso, poniendo a su disposición en este momento el reconocimiento y respeto de su ser, y un cariño que tal vez usted no recibió en su infancia. Disfrute de esta energía de cariñosa amabilidad, inspirándola y espirándola, como si fuese una cuerda de salvación que ha estado estropeada du­rante mucho tiempo pero que por fin deja pasar un alimento que anhelaba recibir.

Invite a que se presenten en usted los sentimientos de paz y aceptación. Hay personas a quienes les va bien decirse de vez en cuando cosas como: «Libéreme yo de la ignorancia», «Libéreme de la ambición y el odio», «Que no sufra», «Que sea feliz». Pero las palabras son sólo medios para evocar sen­

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timientos de cariño. Son un desearse estar bien, intenciones conscientemente formadas para liberarse ahora, durante este momento por lo menos, de los problemas que nos hacemos con tanta frecuencia o que agravamos con el miedo y la ne­gligencia.

Una vez que se haya establecido como centro de amor y amabilidad y esta circule por todo su ser, lo que equivale a acunarse y envolverse a sí mismo en cariño y aceptación, quédese allí para siempre; beba en su fuente, báñese en ella, renuévese, nútrase, aliéntese. Esto puede ser una práctica profundamente curativa para el cuerpo y el alma.

También puede llevar más lejos la práctica. Habiendo esta­blecido un radiante centro de amor en su ser, haga que esa amabilidad amorosa irradie hacia afuera y diríjala hacia don­de usted quiera. Primero podría dirigirla hacia las personas de su familia inmediata; si tiene hijos, abrazándolos en la imaginación y en el corazón, visualizando sus «yo» esencia­les, deseándoles el bien, que no sufran sin necesidad, que lle­guen a conocer su modo y manera en el mundo, que tengan amor y aceptación en la vida. Y luego puede continuar con su pareja, sus hermanos, padres...

Dirija amabilidad amorosa hacia sus padres, estén vivos o muertos, deseándoles el bien, deseándoles que no se sientan solos ni sufran, honrándolos. Si se siente capaz, y le pare­ce sano y liberador para usted, busque un lugar en su cora­zón para perdonarles sus limitaciones, sus temores y cual­quier mal y sufrimiento que le hayan causado, recordando la frase de Yeat: «Vamos, ¿qué podía haber hecho, siendo lo que era?»

Y no hay necesidad alguna de que se detenga aquí. Se puede dirigir la amabilidad amorosa hacia cualquiera, hacia las per­sonas que conocemos y hacia aquellos que nos son descono­

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cidas. Es posible que eso las beneficie, y, desde luego, sí que nos beneficia a nosotros mismos, al purificar y prolongar nuestro ser emocional. Esta prolongación madura cuando di­rigimos una amabilidad amorosa deliberada hacia personas con las cuales lo hemos pasado mal, hacia aquellas que no nos caen bien o que nos producen rechazo, hacia quienes nos amenazan o nos han hecho daño. También se puede practicar dirigiendo la amabilidad amorosa hacia grupos en­teros de personas, hacia todos aquellos que están oprimidos, que sufren o que se hallan atrapados en guerras, violencia u odio, entendiendo que no son diferentes a uno mismo, que también tienen seres queridos, esperanzas y aspiraciones, ne­cesidad de techo, alimento y paz. Y se puede extender la amabilidad amorosa hacia el planeta, hacia todo lo que éste es: glorias, sufrimiento callado, medio ambiente, arroyos y ríos, aire, mares, selvas, plantas y animales, en conjunto o de uno en uno.

En realidad no hay límite natural alguno para la práctica de la amabilidad amorosa, en la meditación ni en la vida. Es una comprensión y realización continuadas, siempre en expan­sión, de la interrelación. Es también su encarnación. Cuando somos capaces de amar un árbol, una flor, un perro, un lugar, una persona o a uno mismo durante un momento, podemos encontrar a todas las personas, todos los lugares, todo el sufri­miento, toda la armonía en ese momento. Practicar de esta manera no es tratar de cambiar nada ni de llegar a ninguna parte, aunque a simple vista podría parecerlo. Lo que se hace en realidad es desvelar, descubrir lo que está presente siem­pre. El amor y la bondad se encuentran aquí todo el tiempo, en alguna parte, en todas partes en realidad. Por lo general, nuestra capacidad para tocarlos y ser tocados por ellos está enterrada bajo nuestros temores y penas, bajo nuestra ambi­ción y nuestros odios, bajo el desesperado aferramiento a la ilusoria idea de que en verdad estamos separados y solos.

Al invocar estos sentimientos en nuestra práctica, nos esti­ramos contra los bordes de nuestra ignorancia, igual que en el yoga nos estiramos contra la resistencia de los músculos, ligamentos y tendones, y, al igual que en eso y en todas las

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otras formas de meditación, contra los límites y la ignorancia de la mente y el corazón. Y al estirarnos, por doloroso que re­sulte a veces, nos expandimos, crecemos, cambiamos noso­tros y cambiamos el mundo.

Mi religión es la bondad.

D alai Lam a

Sugerencias: Trate de tocar fondo con sentimientos de amor y ternura dentro de usted mismo en algún momento de su prác­tica de la meditación. Intente ver detrás de cualquier obje­ción a esta práctica que puede surgir, o detrás de los motivos de sentirse indigno de amor o inaceptable. Obsérvelo todo como pensamientos. Pruebe a dejarse bañar en el calor y la aceptación de la amabilidad amorosa como si fuera un niño en los brazos de una madre y de un padre cariñosos. Después haga la prueba y diríjala hacia fuera, hacia otras personas y hacia el mundo. Esta práctica no tiene límite alguno, pero, como ocurre con cualquier otra práctica, se profundiza y cre­ce con la atención constante, igual que las plantas de un jar­dín cuidado con amor. No piense que con eso está «intentan­do» ayudar a nadie ni al planeta. Usted se limita a sostenerlos y abrazarlos en la conciencia, honrándolos, deseándoles el bien, abriéndose a su dolor con cariño, compasión y acepta­ción. Si en el proceso descubre que esta práctica lo llama a actuar de modo diferente en el mundo, entonces permita que esos actos encarnen la amabilidad amorosa y la presencia mental.

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T E R C E R A P A R T E

EN EL ESPÍRITU DELA PRESENCIA MENTAL

Todos somos aprendices del mismo maestro con el cual todas las instituciones religiosas trabajan al principio: la realidad. La intuición de la realidad dice [...] el maestro de las veinticuatro horas. Haz­lo bien, sin compadecerte. Es tan difícil acompa­ñar a los niños al coche de la vecina, que ese día los lleva a la escuela, o bajar la carretera hasta la parada del autobús, como lo es entonar sutras en la sala de Buda en una fría mañana. Una acción no es mejor que la otra, cada una puede ser muy aburri­da y las dos tienen la característica de la repeti­ción. La repetición y el rito, y sus buenos resulta­dos, vienen de muchas formas. Cambiar un filtro, limpiar narices, ir a reuniones, limpiar la casa, la­var los platos, comprobar el nivel de aceite del co­che... No te permitas pensar que estas cosas te dis­traen de tus actividades más serias. Esta rutina de quehaceres no es un conjunto de dificultades de las que esperamos escapar para poder hacer nuestra «práctica», la que nos pondrá en un «camino»; esta rutina «es» nuestro camino.

Gary Snyder, The Practice o f the Wild

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SENTADO JUNTO AL FUEGO

En los viejos tiempos, una vez que el sol se ponía, la única fuente de luz que tenía la gente, aparte de la luna cambiante y el firmamento de estrellas, era el fuego. Durante millones de años, los seres humanos nos sentamos alrededor de hogue­ras, contemplando las llamas y las brasas encendidas, con frío y oscuridad a nuestras espaldas. Tal vez allí fue donde comenzó la meditación formal.

El fuego era una comodidad, nuestra fuente de calor, de luz y de protección; peligroso, pero controlable si se maneja­ba con gran cuidado. Sentarnos junto a él nos relajaba al final del día. Bajo su parpadeante luz podíamos contar historias y hablar del día pasado, o limitarnos a estar callados contem­plando los reflejos de nuestra mente en las llamas siempre cambiantes y los brillantes paisajes de un mundo mágico. El fuego hacía soportable la oscuridad, y servía para que nos sintiéramos seguros y a salvo. Era tranquilizador, fiable, repa­rador, meditativo y absolutamente necesario para la supervi­vencia.

Esta necesidad ha desaparecido de nuestra vida cotidiana, y, con ella, casi todas las ocasiones de estar quietos. En el apresurado mundo actual, el fuego resulta poco práctico o es un lujo que nos damos de vez en cuando para establecer cier­to ánimo o crear un ambiente. Sólo tenemos que mover un interruptor cuando la luz exterior comienza a apagarse. Po­

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demos iluminar el mundo con toda la brillantez que quera­mos y continuar con nuestra vida, llenando con ocupaciones, con hacer, todas nuestras horas de vigilia. Hoy en día la vida nos deja poco tiempo para ser, a menos que nos lo tomemos a propósito. Ya no disponemos de un tiempo fijado en que debíamos dejar lo que estábamos haciendo porque no había suficiente luz para continuar; nos falta ese tiempo que antes teníamos cada noche para hacer cambio de marcha, para desentendemos de las actividades del día. Tenemos muy po­cas ocasiones para que la mente se asiente en la quietud jun­to a un fuego.

Ahora, al final del día miramos la televisión, energía de fuego electrónico, pálida en comparación. Nos sometemos a un constante bombardeo de sonidos e imágenes que proce­den de otras mentes, que nos llenan la cabeza de información y trivialidades, de aventuras, emociones y deseos de otras personas. Mirar la televisión nos deja aún menos espacio en el día para experimentar la quietud. Nos arrebata tiempo, es­pacio y silencio, como un soporífero que nos adormece en una pasividad inconsciente. «Goma de mascar para los ojos», la llamó Steve Alien. Los periódicos hacen más o menos lo mismo. No es que sean malos en sí mismos, pero solemos conspirar en usarlos para robarnos muchos momentos precio­sos en los que podríamos vivir con más plenitud.

Resulta que no tenemos por qué sucumbir al adictivo atractivo de las absorciones externas en entretenimientos y distracciones apasionadas. Podemos formarnos otros hábitos que nos vuelvan hacia el elemental anhelo de calor, quietud y paz interior que hay dentro de nosotros. Cuando estamos sentados con nuestra respiración, por ejemplo, se parece mu­cho a estar sentado junto al fuego. Observando a fondo la res­piración podemos ver al menos tanto como en los carbones encendidos, las brasas y las llamas, reflejos de nuestro baile mental. También se genera un cierto calor. Y si de verdad no tratamos de llegar a ninguna parte, sino que sólo nos permiti­mos estar aquí en este momento tal como es, podemos en­contrarnos fácilmente con una antiquísima quietud (detrás y dentro del juego de nuestros pensamientos y sentimientos) que en tiempos más sencillos la gente encontraba cuando se sentaba junto al fuego.

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ARMONÍA

Al entrar en el aparcamiento del hospital veo pasar por el cielo una formación de varios cientos de gansos. Van volan­do muy alto y no escucho sus graznidos. Lo primero que pienso es que saben muy bien hacia dónde se dirigen. Vuelan hacia el noroeste, y hay muchos de ellos que la formación ex­tiende hacia el este donde el sol de comienzos de noviembre abraza el horizonte. Cuando pasan los primeros me siento tan conmovido por la nobleza y belleza de su resuelta formación que cojo papel y lápiz y allí mismo, en el coche, trato de cap­turar la forma lo mejor que pueden mis inexpertos ojos y mano. Unos trazos rápidos son suficientes, muy pronto ha­brán desaparecido.

Cientos de gansos van formando una V, pero muchos otros forman siluetas más complejas. Todo'está en movimiento. Sus líneas descienden y ascienden con gracia y armonía como un pañuelo que se agita al viento. Es evidente que se comunican entre ellos. De alguna manera, cada uno sabe dónde está, tiene su lugar en esa compleja y cambiante for­ma, pertenece a ella.

Me siento curiosamente bendecido por su paso. Este mo­mento es un regalo. Se me ha permitido ver y participar en algo que sé lo importante que es, algo que no se me concede con mucha frecuencia. Una parte de ese regalo es su alboroto salvaje; otra parte, la armonía, el orden y la belleza que en­carnan.

Mi normal experiencia del tiempo que corre queda sus­pendida mientras presencio su paso. La forma es lo que los científicos llaman «caótica», como las formaciones de nubes o las formas de los árboles. Hay un orden y, dentro de él, está incrustado el desorden; sin embargo, éste también está orde­nado. Para mí, en este momento, es el regalo de la maravilla y el asombro. Al llegar al trabajo hoy, la naturaleza me mues­tra cómo son las cosas en realidad en una pequeña esfera, re­cordándome lo poco que sabemos los seres humanos y lo poco que apreciamos, o vemos siquiera, la armonía.

Y así, leyendo el diario esa noche, observo que las funes­tas consecuencias de talar las selvas que cubrían las tierras altas del sur de Filipinas no se vieron hasta que el tifón de fi­

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nales de 1991 las azotó, cuando la tierra, desnuda ya, no pudo contener el agua y la dejó precipitarse sin control hacia las tierras bajas con un volumen cuatro veces el normal, aho­gando a miles de habitantes pobres de la región. «La mierda ocurre», como dice aquella pegatina para parachoques. El problema es que, con demasiada frecuencia, no estamos dis­puestos a ver nuestro papel en ella. Ciertamente, hay riesgos en desdeñar la armonía de las cosas.

La armonía de la naturaleza nos rodea y está dentro de no­sotros todo el tiempo. Percibirla es una ocasión de inmensa felicidad, pero suele apreciarse sólo en retrospectiva o en su ausencia. Cuando todo va bien en el cuerpo, tiende a pasar inadvertida. La falta de dolor de cabeza no es noticia de pri­mera página para nuestra corteza cerebral. Capacidades tales como caminar, ver, pensar y orinar se cuidan solas, y de esa manera se mezclan en el paisaje del automatismo y la in­consciencia. Sólo el dolor, el temor o la pérdida nos despier­tan y nos hacen ver las cosas. Pero entonces ya es difícil ver la armonía, y nos encontramos atrapados en la turbulencia, que se contiene a sí misma, como los rápidos y las cascadas, orden de grado más difícil y sutil dentro del río de la vida. Joni Mitchell canta: «No sabes lo que tienes hasta que lo pier­des...»

Cuando me bajo del coche, me inclino en mi interior ante esos viajeros por ungir el espacio aéreo de este aparcamiento de hospital, necesariamente civilizado, con una dosis muy refrescante de salvajismo natural.

Sugerencias: Trate de descorrer el velo de la inconsciencia para percibir armonía en este momento. ¿La ve en las nubes, en el cielo, en las personas, en el tiempo atmosférico, en la comida, en su cuerpo, en esta respiración? Mire y vuelva a mirar, ¡aquí mismo, ahora, en este momento!

TEMPRANO POR LA MAÑANA

Aunque no tenía trabajo alguno al que acudir, ni hijos a quienes alimentar y llevar a la escuela, ni motivos externos

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para madrugar, durante el tiempo que vivió en Walden, Tho- reau tenía la costumbre de levantarse temprano y bañarse en la laguna al amanecer. Lo hacía por motivos interiores, como una disciplina espiritual: «Era un ejercicio religioso, y una de las mejores cosas que he hecho.»

Con su bien conocido adagio sobre el tema, Benjamín Franklin también elogiaba las virtudes de la salud, riqueza y sabiduría que se consiguen levantándose temprano. Pero no lo decía de dientes para fuera; lo practicaba.

Las virtudes de levantarse de madrugada no tienen nada que ver con meter más horas de ajetreo e industria en el día, sino justo lo contrario. Nacen del silencio y soledad de esa hora, y de la posibilidad de usar ese tiempo para expandir la concien^ cia, para contemplar, para concederse tiempo para ser, para no hacer nada deliberadamente. Tranquilidad, oscuridad, aurora, quietud, todo ello contribuye a hacer del amanecer una hora especial para la práctica de la presencia mental.

Despertarse temprano tiene el valor añadido de comenzar el día con una verdadera ventaja. Si puede comenzar su día con una firme base de presencia mental y paz interior, enton­ces, cuando deba ponerse en marcha y comenzar a hacer, tiene muchas más probabilidades de que el hacer, fluirá de su ser. Tiene más probabilidades de llevar consigo una presen­cia mental robusta, una serenidad interior y un equilibrio mental que si salta de la cama y enseguida tiene que atender a las exigencias y responsabilidades del trabajo por urgente e importante que éste sea.

El poder que da el levantarse temprano es tan enorme que puede tener una profunda influencia en la vida de una perso­na, incluso sin la práctica formal de la presencia mental. Eli solo hecho de ver la aurora cada día es, en sí mismo, una lla­mada a despertar.

Pero para mí el amanecer es una hora maravillosa para la meditación formal. Nadie se ha levantado; aún no han empe­zado las prisas del mundo. Me levanto y por lo general dedi­co alrededor de una hora a ser, sin hacer nada. Esto lo llevo a cabo desde hace 26 años, y no ha perdido su atractivo. A ve­ces me resulta difícil despertar y ya sea mi cuerpo o mi mente se resiste. Pero parte del valor está en hacerlo de todas mane­ras aunque no me apetezca.

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132 Cómo asumir su propia identidad

Una de las principales virtudes de una disciplina diaria es una transparencia adquirida hacia los ruegos de los estados de ánimo transitorios. El compromiso de levantarse temprano a meditar es independiente del de desear o no desear hacerlo alguna determinada mañana. La práctica nos llama a un gra­do superior, el de recordar la importancia de estar despiertos y la facilidad con que uno puede caer en una forma automáti­ca de vivir carente de conciencia y sensibilidad. El despertar­se temprano para practicar el no hacer es de suyo un proceso templador. Genera calor suficiente para reordenar nuestros átomos, nos procura una celosía cristalina nueva y más fuerte de cuerpo y mente, celosía que nos conserva honestos y nos recuerda que la vida es mucho más que hacer cosas.

La disciplina proporciona una constancia que es indepen­diente del tipo de día que tuvimos ayer y del tipo de día que nos espera hoy. Yo trato en especial de darme tiempo para la práctica formal, aunque sólo sean unos minutos, los días en que ocurren acontecimientos importantes, felices o moles­tos, cuando mi mente y las circunstancias están alborotadas, cuando hay muchas cosas que hacer y los sentimientos se presentan fuertes. De esa manera es menos probable que no vea el sentido de tales momentos, e incluso podría navegar por ellos un poco mejor.

Al conectarse con la presencia mental por la mañana tem­prano, uno se recuerda que las cosas cambian de manera constante, que tanto las buenas como las malas vienen y van y que es posible encarnar una perspectiva de constancia, sa­biduría y paz interior ante cualquier problema que se presen­te. Hacer la opción diaria de despertarse temprano para prac­ticar es una encarnación de esta perspectiva. A veces me refiero a ella con la expresión «mi rutina», pero está muy le­jos de ser una rutina. La presencia mental es todo lo contrario de rutina.

Si a usted no le atrae la idea de levantarse una hora antes de lo que lo haría normalmente, siempre puede probar con media hora, quince minutos o cinco minutos. Lo que cuenta es la intención. Aun cinco minutos de práctica de presencia mental por la mañana pueden ser valiosos. E incluso cinco minutos de sueño sacrificado nos servirán para que nos de­mos cuenta de lo apegados que estamos al sueño y, por lo

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tanto, de cuánta disciplina y resolución necesitamos para procurarnos aunque sea ese pequeño rato para estar despier­tos sin hacer nada. Al fin y al cabo, la mente pensante tiene siempre la muy creíble excusa de que si no se va a hacer nada, y no hay verdadera urgencia de hacerlo «esta» maña­na, y tal vez sí hay verdaderos motivos para no hacerlo, ¿por qué no aprovechar para dormir un poco más, algo que se ne­cesita ahora, y comenzar mañana?

Para superar esa previsible oposición del otro rincón de la mente, es necesario decidir la noche anterior que nos vamos a despertar, sin que importe en absoluto lo que diga la mente pensante. Ése es el sabor característico de la verdadera inten­cionalidad y disciplina interior. Se hace, sin más, porque uno se ha prometido hacerlo a la hora fijada, apetezca a la mente o no le apetezca. Después de un tiempo, la disciplina se transforma en parte de uno. Es la nueva manera como uno elige vivir. No se trata de un «deber», no supone obligarse. Los valores y los actos han cambiado.

Si aún no está preparado para eso (e incluso si lo está), siempre puede aprovechar el momento mismo de despertar, a la hora que sea, como un momento de presencia mental, el primero del nuevo día. Antes incluso de moverse, trate de co­nectar con el hecho de que está respirando. Sienta su cuerpo echado en la cama. Enderécelo. Pregúntese «¿Estoy despierto en este momento? ¿Sé que se me ha hecho el regalo de un nuevo día? ¿Estaré despierto para él? ¿Qué ocurrirá hoy? En este momento no lo sé en realidad. Incluso mientras pienso en lo que tengo que hacer, ¿puedo estar abierto a este no sa­ber? ¿Puedo considerar el día de hoy como una aventura? ¿Puedo verlo lleno de posibilidades en este instante?»

La mañana es cuando estoy despierto y hay un amane­cer en mí. [...] Hemos de aprender a redespertar y a mantenernos despiertos, no por medio de ayudas mecá­nicas sino mediante una expectación infinita del ama­necer, que no nos abandona a nuestro sueño más pro­fundo. No conozco hecho alguno alentador que la indudable capacidad del hombre para elevar su vida mediante el esfuerzo consciente. Ya es algo ser capaz

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de pintar un cuadro o de tallar una estatua, como lo es hacer algunos objetos hermosos; pero es muchísimo más glorioso tallar y pintar la atmósfera misma y el me­dio a través del cual miramos [...] Influir en la calidad del día, ésa es la más suprema de las artes.

T h o r e a u , Walden

Sugerencias: Trate de contraer un compromiso consigo mis­mo para levantarse más temprano de lo que se levantaría si no se comprometiese. El hacerlo ya cambia la vida. Que ese tiempo, no importa su duración, sea un tiempo para ser, un tiempo para la presencia mental deliberada. No lo llene con otra cosa que no sea conciencia. No hay necesidad de que repase mentalmente sus compromisos para el día ni de que viva «por adelantado». Éste es un tiempo de no tiempo, de presencia, de ser consigo mismo.

Además, en el momento de despertar, antes de bajarse de la cama, conecte con su respiración, sienta las diversas sen­saciones de su cuerpo, advierta cualquier pensamiento y sen­timiento que puedan estar presentes, que su presencia mental toque este momento. ¿Siente su respiración? ¿Percibe el ama­necer de cada inspiración? ¿Disfruta de la sensación que cau­sa el aire que entra con libertad plena en su cuerpo en este momento? Pregúntese: «¿Estoy despierto ahora?»

CONTACTO DIRECTO

Todos tenemos ideas e imágenes de la realidad, recogidas de otras personas, de cursillos que hemos hecho, de libros que hemos leído, o de televisión, radio, prensa..., de la cultura en general, que nos describen cómo son las cosas y lo que está ocurriendo. En consecuencia, solemos ver nuestros pensa­mientos o los de otra persona, en lugar de ver lo que tenemos delante o en nuestro interior. Muchas veces, ni siquiera nos molestamos en mirar o comprobar cómo nos sentimos, por­que creemos que ya lo sabemos y lo entendemos. De esta ma­nera es posible que estemos cerrados a la maravillosa vitali­

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dad de lo inesperado. Si no tenemos cuidado, incluso pode­mos olvidar que es posible el contacto directo. Es posible que no desconectásemos de lo elemental, y ni siquiera nos diéra­mos cuenta. Podemos vivir en una realidad de sueños de nuestra propia invención, sin advertir siquiera la pérdida, la brecha, la distancia innecesaria que colocamos entre nosotros mismos y la experiencia. Sin saber esto, empobreceremos es­piritual y emocionalmente. Pero cuando nuestro contacto con el mundo es directo puede ocurrir algo maravilloso y único.

Viki Weisskopf, mentor y amigo mío, físico famoso, cuen­ta esta patética historia acerca del contacto directo:

Hace unos años recibí una invitación para dar una serie de charlas en la Universidad de Arizona, en Tucson. Acepté encantado porque eso me daría la oportunidad de visitar el observatorio astronómico de Kitts Peak, que tenía un potente telescopio por el cual siempre ha­bía deseado mirar. Pedí a mis anfitriones que me orga­nizaran una visita nocturna al observatorio para poder mirar algunos objetos interesantes por el telescopio. Pero se me dijo que eso sería imposible porque el teles­copio estaba en uso constante para fotografías y otras actividades de investigación. No había tiempo para de­dicarse a mirar objetos. Contesté que en ese caso me sería imposible dar mis charlas. A los pocos días me in­formaron que todo se había dispuesto según mis de­seos. Una noche maravillosamente despejada subimos en coche a la montaña. Las estrellas y la Vía Láctea bri­llaban con intensidad y se veían tan cerca que hasta pa­recía que se pudieran tocar. Entré en la cúpula y pedí a los técnicos que manejan el telescopio activado por or­denador que me hicieran ver Saturno y unas cuantas galaxias. Fue un placer enorme ver por mí mismo, y con la mayor claridad, todos los detalles que antes sólo había visto en fotografías. Mientras estaba observando todo eso, me di cuenta de que la sala había comenzado a llenarse de gente. Uno por uno fueron mirando tam­bién por el telescopio. Se me dijo que todos eran astró­nomos que trabajaban en el observatorio, pero que ja­

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más habían tenido la oportunidad de mirar directamen­te los objetos de sus investigaciones. Sólo me resta es­perar que este encuentro les haya hecho comprender la importancia de esos contactos directos.

W e issk o pf , The Joy oflnsight

Sugerencias: Trate de pensar que su vida es por lo menos tan maravillosa y milagrosa como la luna o las estrellas. ¿Qué se interpone entre usted y el contacto directo con su vida? ¿Qué puede hacer para cambiar eso?

¿HAY ALGO MÁS QUE QUIERA DECIRME?

Es evidente que en la relación médico-paciente se da ape­nas una importancia mínima al contacto directo. Hacemos lo imposible por ayudar a los estudiantes de medicina a com­prender la topología de este paisaje y a no huir de él aterra­dos porque ello implica sus sentimientos como personas y la necesidad de escuchar con verdadera empatia, y de tratar a los pacientes como a personas y no sólo como a rompecabe­zas de enfermedades y oportunidades para ejercer juicio y control. ¡Son tantas las cosas que pueden obstaculizar el con­tacto directo! A muchos médicos les falta la preparación for­mal en esta dimensión de la medicina. Terminan los estudios inconscientes de la importancia crucial que tiene la comuni­cación y atención eficaz en lo que llamamos atención o cui­dado médico, pero que con demasiada frecuencia es sólo cuidado de la enfermedad; e incluso un buen cuidado de la enfermedad puede ser lamentablemente deficiente si el suje­to es excluido de la ecuación.

Mi madre, exasperada por su incapacidad para encontrar un médico dispuesto a tratar en serio sus inquietudes, expli­caba su experiencia. En una visita solicitada por ella pues aún no podía caminar bien y tenía mucho dolor, el cirujano ortopédico que le había reemplazado la cadera por una artifi­cial la examinó por rayos X y comentó lo bien que se veía la cadera («soberbia» fue la palabra que usó), y no hizo amago

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de examinarle la cadera ni la pierna, y ni siquiera de hacer caso a sus quejas hasta que ella hubo insistido varias veces. Y aún así, su queja tuvo muy poco peso, porque los rayos X fue­ron suficientes para convencer al médico de que ella no tenía por qué sentir dolor alguno. Pero lo sentía.

Sin siquiera proponérselo, los médicos se esconden detrás de su obra, de sus instrumentos, análisis médicos y vocabu­lario técnico. Es posible que no deseen entrar en contacto directo con el paciente como persona completa, con sus pen­samientos, temores, valores, preocupaciones y preguntas, expresados y no expresados. Muchas veces dudan de su ca­pacidad de hacer esto porque es un territorio desconocido y potencialmente aterrador. En parte, tal vez tampoco están acostumbrados a mirar sus propios pensamientos, temores, valores, preocupaciones ni dudas, de modo que quizá los de otra persona les parezcan bastante terribles. Y también es po­sible que crean que no tienen tiempo para abrir estas com­puertas, o que tendrían que saber cómo reaccionar. Pero lo que necesitan la mayoría de los pacientes es que se los escu­che, que se esté presente, que se tome en serio a la «perso­na», no sólo a la enfermedad.

Con este fin, enseñamos a nuestros estudiantes de medi­cina, entre otras muchas cosas, a hacer, al final de la en­trevista, la pregunta amplia y abierta: «¿Hay algo más que quiera decirme?» Los animamos a esperar, durante un buen rato si es preciso, para dejar al paciente el espacio psíquico necesario para que considere sus necesidades y tal vez el ver­dadero motivo que los ha llevado allí. Muchas veces esto no es lo que se trata en primer o segundo lugar, e incluso ni se toca si el médico no está particularmente interesado o tiene prisa.

Un día, en una sesión de perfeccionamiento para el profe­sorado, algunos especialistas de otra institución nos estaban explicando su programa de formación para la entrevista mé­dica, en el cual usan grabaciones en vídeo para que los alum­nos vean y comenten su estilo en la entrevista. Llegados a cierto punto, nos pusieron videoclips muy cortos en los cua­les sólo se veía la parte final de varias entrevistas, cuando el entrevistador (cada alumno) hace la última pregunta al pa­ciente: «¿Hay algo más que quiera preguntarme?» Antes de

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pasar estos videoclips se nos asignó la tarea de fijarnos y des­pués informar de lo que ocurría.

Sólo íbamos en el tercer clip cuando yo ya tenía que hacer esfuerzos increíbles para no revolearme de risa en el suelo. Ante mi sorpresa, vi muchas expresiones de incomprensión entre los asistentes, aunque algunos lo captaron de inmedia­to. En cada clip ocurría lo mismo, pero resultaba tan evidente que era difícil verlo, como ocurre con muchas de las cosas que tenemos ante las narices.

En casi todos los clips, mientras el alumno preguntaba al paciente lo que se le había enseñado a decir para cerrar la entrevista («¿Hay algo más que quiera preguntarme?»), cada uno movía al mismo tiempo la cabeza de un lado a otro, transmitiendo sin palabras el mensaje: «¡No, por favor, no me diga nada más!»

LA PROPIA AUTORIDAD

Cuando comencé a trabajar en el centro médico me die­ron tres batas blancas largas que en el bolsillo llevan primo­rosamente bordadas las palabras «Dr. Kabat-Zinn/Departa- mento de Medicina». Quince años llevan colgadas, sin ser usadas, detrás de mi puerta.

Estas batas blancas simbolizan todo lo que a mí no me hace falta en mi trabajo. Supongo que van bien para los médicos, ya que realzan el aura de autoridad y por lo tanto el efecto placebo positivo en sus pacientes. El aura aumenta aún más si del bolsillo cuelga, en el ángulo preciso, un estetoscopio. A veces, llevados de su entusiasmo, los médicos jóvenes tratan de hacerlo mejor y lo llevan colgado con estudiada despreo­cupación del cuello y hombros.

Pero trabajando en la clínica para la reducción del estrés, la bata blanca sería un verdadero impedimento. Ya tengo que trabajar horas extras para parar y devolver todo lo que la gen­te proyecta sobre mí porque soy el «señor Relajación», o el

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«doctor Júntelo Todo» o el «señor Sabiduría y Compasión en­carnadas». Precisamente lo importante en la reducción del estrés basada en la presencia mental (y por eso en la promo­ción de la salud en su sentido más amplio) es desafiar y ani­mar a la persona a que se convierta en su propia autoridad, responsabilizarse más de su vida, de su cuerpo y de su salud. Me gusta recalcar que cada persona es ya la autoridad mun­dial sobre ella misma, o por lo menos podría serlo si comen­zase a prestar atención a las cosas conscientemente. Gran parte de la información que necesitamos acerca de nosotros mismos y de nuestra salud, información que necesitamos sin falta para crecer, curar y hacer opciones de vida más efica­ces, la tenemos ya en las puntas de los dedos, en la punta, o mejor dicho delante, de nuestras narices.

Lo que precisamos para participar más plenamente en nues­tra salud y bienestar es escuchar con más atención y confiar en lo que oímos, confiar en los mensajes de nuestra vida, de nuestros cuerpo, mente y sentimientos. Con demasiada fre­cuencia este sentido de participación y confianza es un ingre­diente que falta en la medicina. Lo llamamos «movilizar los recursos interiores del paciente» para curar, para ser un poco más firmes y enérgicos, para hacer más preguntas o para des­envolverse con más habilidad. Esto no es reemplazar la aten­ción médica especializada, sino un complemento necesario de ella, si deseamos vivir una vida verdaderamente sana, so­bre todo cuando hacemos frente a la enfermedad, discapa­cidad, desafíos a la salud, y a un sistema sanitario que, con frecuencia antipático, es agresivo, insensible y a veces iatro- génico, que en realidad es casi totalmente un sistema de atención a la enfermedad.

Desarrollar una actitud tal significa ser el autor de la pro­pia vida y, por lo tanto, asumir uno mismo cierta medida de autoridad. Requiere creer en sí mismo, algo que en el fondo, por desgracia, muchos no hacemos.

La indagación consciente puede curar la poca autoestima, por la simple razón de que la poca estimación personal es, de

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hecho, un cálculo equivocado, una mala percepción de la realidad. Esto es posible verlo con claridad cuando se obser­va el propio cuerpo o sencillamente cuando observa la respi­ración durante la meditación. De inmediato usted ve que su cuerpo es milagroso. Realiza hazañas pasmosas momento a momento sin ningún estuerzo consciente. Nuestro problema con la estima personal nace, en gran medida, de nuestra ma­nera de pensar, coloreada por las experiencias pasadas. Sólo vemos nuestros defectos y los inflamos hasta la exageración. Al mismo tiempo restamos importancia a nuestras buenas cualidades, dándolas por supuestas, o no las reconocemos en absoluto. Tal vez nos quedamos atascados en las heridas de nuestra infancia, en muchas ocasiones profundas y aún san­grantes, y nos olvidamos o jamás descubrimos que también tenemos cualidades de oro. Las heridas son importantes, pero también lo son nuestra bondad interior, nuestro cariño, nues­tra amabilidad hacia los demás, la sabiduría del cuerpo, nuestra capacidad de pensar, de saber qué es qué. Y sí que sabemos qué es qué, mucho más de lo que somos capaces de reconocer. Sin embargo, en lugar de ver de manera equilibra­da, solemos perseverar en el hábito de proyectar sobre los de­más que «ellos» están bien y «nosotros» no. Yo me resisto cuando la gente proyecta así sobre mí. Trato de devolverles la proyección de la manera más sensata que puedo, con la espe­ranza de que vean lo que hacen y comprendan que su ener­gía positiva «hacia mí» es en realidad «de ellos». La positi­vidad es de ellos. Es su energía y necesitan tenerla, usarla y valorar su fuente. ¿Por qué iban a ceder su poder? Yo ya tengo mis propios problemas.

[Las personas] miden su estima mutua por lo que cada una tiene, no por lo que cada una es. [...] Nada puede darte paz sino tú mismo.

R alph W a ld o Em e r so n , Self-Reliance

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DONDEQUIERA QUE VAYAS, ALLÍ ESTÁS

¿Se ha fijado que no hay manera de huir de nada? ¿Que con mayor o menor prontitud nos alcanzan las cosas con que no queremos enfrentarnos y de las cuales tratamos de esca­par, disimular o pretender que no existen, sobre todo si tie­nen que ver con nuestros viejos hábitos y temores? La idea ro­mántica es que si las cosas no están bien aquí, basta con ir allí y todo será diferente: si este trabajo no es bueno, cambie de trabajo; si esta esposa no es buena, cambie de esposa; si la ciudad no es buena, cambie de ciudad; si los hijos no son buenos, déjelos para que otras personas se hagan cargo de ellos. La ¡dea subyacente es que el motivo de los problemas está fuera de uno, en los demás, en el lugar, en las circuns­tancias. Se cambia el lugar, cambian las circunstancias y todo se arregla; se puede comenzar de nuevo, se tiene un nuevo comienzo.

El problema de esta manera de pensar es que ignora con­venientemente el hecho de que uno lleva consigo la cabeza y el corazón, y lo que algunos llaman «karma». No se puede escapar de sí mismo, por mucho que se intente. Y, en todo caso, ¿qué razón, aparte del puro ilusionismo, nos va a hacer creer que las cosas van a ser diferentes o mejores en otro lu­gar? Tarde o temprano, los mismos problemas surgirán si en realidad nacen en gran parte de nuestra manera de ver, pen­sar y comportarnos. Con demasiada frecuencia nuestra vida deja de funcionar porque dejamos de trabajar en la vida, por­que no estamos dispuestos a responsabilizarnos de las cosas tal como son, y de trabajar con nuestras dificultades. No en­tendemos que, en realidad, es posible alcanzar la claridad, la comprensión y la transformación justamente en medio de lo que está aquí y ahora, por muy problemático que sea. Pero para nuestro sentido del yo es más fácil y menos aterrador proyectar nuestra parte en los problemas sobre otras personas y en el entorno.

Es mucho más fácil encontrar defectos, culpar, creer que lo que se necesita es un cambio en el exterior, escapar de las fuerzas que nos retienen impidiéndonos crecer y encontrar la felicidad. Incluso uno se puede culpar a sí mismo de todo y, en un escape de la responsabilidad, huir, pensando que se ha he­

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cho un desastre de todo o que se está dañado de manera irreparable. En cualquier caso, uno se cree incapaz de verda­dero cambio o crecimiento, y opina que es necesario ahorrar más dolor a los demás eliminándose uno mismo del escenario.

Las víctimas de esta manera de ver las cosas están por to­das partes. Mire hacia cualquier sitio y encontrará relaciones rotas, familias rotas, personas rotas: errantes sin raíces, perdi­dos, yendo de aquí para allá, de este trabajo a ese otro, de esta relación a esa otra, de esta ¡dea de salvación a esa otra, con la desesperada esperanza deque la persona adecuada, el trabajo adecuado, el lugar adecuado, el libro adecuado, va a mejorarlo todo. O con el sentimiento de estar solo, de ser indigno de amor, desesperado, habiendo dejado de mirar e incluso de hacer el menor intento, por errado que sea, de en­contrar la paz mental.

La meditación no confiere, por sí misma, la inmunidad a este hábito de buscar en otra parte las respuestas y soluciones a los propios problemas. A veces, las personas van sin cesar de técnica en técnica, de maestreen maestro, de tradición en tradición, buscando ese algo especial, esa enseñanza espe­cial, esa relación especial, ese momentáneo «éxtasis» que les abrirá la puerta a la comprensión de sí mismos y a la libera­ción. Pero eso se puede transformar en un grave engaño, en una búsqueda interminable por evitar ver lo que tenemos más cerca y que tal vez es más doloroso. Movidas por el miedo y por el deseo de encontrar a ese alguien especial que las ayu­de a ver con claridad, a veces, las personas caen en dañinas relaciones de dependencia con profesores de meditación, ol­vidando que por muy bueno que sea el profesor, quien ha de vivir el trabajo interior es uno mismo, y que el trabajo siem­pre procede de la tela de la propia vida.

Incluso algunas personas acaban por aprovechar mal los retiros de meditación dirigidos por un maestro, considerán­dolos más una manera de mantenerse a flote en su vida que una oportunidad ampliada de mirar en su interior con más profundidad. Todo es, en cierto modo, fácil en un retiro. Es­tán satisfechas las necesidades indispensables de la vida; el mundo tiene sentido. Mi única obligación es sentarme y ca­minar, estar atento, permanecer en el presente, ser alimenta­do y atendido por un personal amable, escuchar la gran sabi­

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duría expuesta por personas que han trabajado en profundi­dad en sí mismas y han logrado considerable comprensión y armonía en sus vidas; y entonces seré transformado, estimula­do, para vivir más plenamente, saber cómo estar en el mundo y tener una mejor perspectiva de mis problemas.

En un sentido más amplio, todo esto es cierto. Los buenos maestros y los largos períodos de meditación en la soledad del retiro pueden ser muy valiosos y sanadores, «si» uno está dis­puesto a mirar todo lo que surge durante el retiro. Pero existe también el peligro, del que hay que cuidarse, de que el retiro se convierta en un retiro de la vida en el mundo, y que la «transformación» tenga sólo la profundidad de la piel. Es posi­ble que esto dure unos días, semanas o meses una vez acaba­do el retiro, y después uno vuelva a los viejos hábitos y falta de claridad en las relaciones y al deseo del próximo retiro, del próximo gran maestro, del peregrinaje a Asia o de cualquier otra fantasía romántica en que las cosas se van a profundizar o aclarar y entonces uno va a ser una mejor persona.

Esta manera de pensar y de ver es una trampa demasiado frecuente. A la larga no hay manera alguna de escapar con éxi­to de uno mismo, sólo hay transformación. Ya sea que se recu- rraa lasdrogas, a la meditación, al alcohol, al divorciooadejar el trabajo, no puede haber ninguna resolución que conduzca al crecimiento mientras no se haya hecho frente a la situación presente, abriéndose a ella con presencia mental, permitiendo que la aspereza de la propia situación lime las asperezas de nuestras propias aristas. En otras palabras es necesario estar dispuesto a dejar que la vida misma sea nuestra maestra.

Éste es el camino de trabajar donde uno se encuentra y con lo que se encuentra aquí y ahora. Entonces, esto es en realidad este lugar, esta relación, este dilema, este trabajo. El desafío de la presencia mental es trabajar con las circunstan­cias mismas en que nos encontramos por desagradables, desalentadoras, limitadas e interminables que parezcan, y cerciorarnos de haber hecho todo lo que estaba en nuestro poder para usar sus energías para transformarnos a nosotros mismos antes de decidirnos a cortar por lo sano y cambiar a otra cosa. Aquí es donde ha de ocurrir el verdadero trabajo.

Así pues, si piensa que la práctica de la meditación resulta aburrida, o no la hace bien, o que las condiciones del lugar

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donde está no son las adecuadas, y que si estuviese en alguna cueva del Himalaya, en un monasterio oriental, en alguna playa tropical o en un retiro en un paraje natural, las cosas irían mejor y su meditación sería más sólida, reconsidérelo. Cuando llegue a su cueva, su playa o su retiro, allí estará us­ted, con la misma mente, el mismo cuerpo y la misma respi­ración que tiene aquí. Cuando lleve quince minutos en la cueva, quizá se sienta solo, desee más luz, comience a gotear agua del techo... Y si estuviese en la playa, podría llover o hacer frío. Si se encontrase en un retiro, tal vez no le gustaran los profesores, la comida o la habitación. Siempre habrá algo que le disguste. Entonces, ¿por qué no olvidarse de eso y re­conocer que puede sentirse a gusto dondequiera que esté? En ese preciso momento, usted toca el núcleo de su ser e invita a la presencia mental a entrar y sanar. Si comprende esto, en­tonces, y sólo entonces la cueva, el monasterio, la playa o el centro de retiro le ofrecerá esta verdadera riqueza.

Mi pie resbala en un reborde estrecho: en esa fracción de segundo, cuando las agujas del miedo se clavan en el corazón y las sienes, la eternidad se cruza con el mo­mento presente. El pensamiento y la acción no son dife­rentes, y la roca, el aire, el hielo, el sol, el miedo y el yo somos uno. Lo estimulante es extender esta aguda con­ciencia a los momentos corrientes, en la experiencia momento a momento del quebrantahuesos y del lobo, los cuales, encontrándose a sí mismos en el centro de las cosas, no tienen necesidad alguna de guardar en se­creto su verdadero ser. En el aire mismo que inspiramos en este momento reside el secreto que todos los gran­des maestros intentan decirnos, el que un lama llama «la precisión, apertura e inteligencia del presente». La finalidad de la meditación no es la iluminación; es prestar atención incluso a los momentos ordinarios, ser del presente, nada sino el presente, llevar esta presen­cia mental de «ahora» a cada momento de la vida co­rriente.

P eter M atth iessen , The Snow Leopard

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SUBIR A LA OTRA PLANTA

En la vida diaria abundan las ocasiones de practicar la presencia mental. Una buena ocasión para mí es cuando subo al piso de arriba. Lo hago cientos de veces al día cuan­do estoy en casa. Por lo general necesito buscar algo o hablar con alguien arriba, pero la mayor parte de la cosas que tengo que hacer están abajo, de modo que a menudo me encuentro dividido entre dos lugares. Subo sólo para bajar tan pronto he encontrado lo que buscaba, o ido al lavabo o lo que sea.

Así pues, he descubierto que con frecuencia me siento impul­sado por la necesidad de estar en otra parte o por lo siguiente que creo que debe ocurrir o por el siguiente lugar donde creo que debo estar. Cuando voy subiendo a toda prisa las escale­ras, de dos en dos escalones, a veces tengo la presencia men­tal de cogerme en medio de esa frenética carrera. Tomo con­ciencia de que estoy ligeramente sin aliento, con el corazón tan acelerado como mi mente, de que en ese momento todo mi ser está impulsado por un objetivo urgente que muchas veces incluso olvido cuando ya estoy arriba.

Si soy capaz de capturar en la conciencia esa oleada de energía mientras aún estoy al pie de la escalera o comenzan­do a subir, aminoro la marcha, y no sólo me obligo a subir de peldaño en peldaño sino a ir realmente lento, tal vez con una respiración completa por peldaño, recordándome que en rea­lidad no hay lugar alguno al que tenga que ir y cosa alguna que no pueda esperar otro momento, en consideración a estar plenamente en éste.

Cuando me acuerdo de hacer esto, descubro que estoy más conectado durante el camino y más centrado al llegar arriba. También descubro que casi nunca hay una prisa exter­na, sino sólo una interna, impulsada normalmente por la im­paciencia y un tipo de pensamiento ansioso no atento, el cual varía desde una sutileza tal que he de esforzarme mucho para detectarlo, o tan dominante que casi nada puede parar su fuerza. Pero aun entonces, puedo tener conciencia de él y de sus consecuencias, y esta conciencia en sí misma me sirve para evitar perderme por completo en la turbulencia de la

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mente en esos momentos. Y, tal como es posible adivinar, esto funciona también al bajar la escalera, pero aquí, dado que la fuerza de gravedad está a mi favor, es incluso más difí­cil desacelerar las cosas.

Sugerencias: Trate de aprovechar las ocasiones ordinarias y repetitivas que se le presentan en su casa para practicar la presencia mental. Ir a la puerta de calle, contestar el teléfo­no, buscar a alguien por la casa para hablar, ir al lavabo, reti­rar la ropa seca del tendedero o del secador, ir a la nevera, todas estas actividades son ocasiones para aminorar la mar­cha y estar más en contacto con cada momento presente. Ob­serve los sentimientos interiores que lo empujan hacia el telé­fono o hacia la puerta al oír el primer timbrazo. ¿Por qué el tiempo de reacción tiene que ser tan rápido que lo saque de la vida que estaba viviendo el instante anterior? ¿No pueden ser más armoniosas las transiciones? ¿No podemos estar más donde nos encontramos, todo el tiempo?

Trate también de estar presente en las cosas como darse una ducha o comer. Cuando se encuentra bajo la ducha, ¿está ahí en realidad? ¿Siente el agua que se desliza por su piel o se halla en otro lugar, sumido en sus pensamientos, perdiéndose toda la ducha? Comer es otra oportunidad para practicar la presencia mental. ¿Saborea su comida? ¿Tiene conciencia de la velocidad, de la cantidad, de la hora, del lu­gar y de lo que está comiendo? ¿Puede convertir todo su día, a medida que transcurre, en una ocasión para estar presente o para volver al presente, una y otra vez?

LIMPIAR LA COCINA ESCUCHANDO A BOBBY MCFERRIN

Soy capaz de perderme y encontrarme simultáneamente cuando limpio la cocina de guisar. Ésta es una gran ocasión, aunque excepcional, para la práctica de la presencia mental. Dado que no lo hago con regularidad, es todo un reto cuando me pongo a ello, y hay muchos grados de limpieza a los que apuntar. Juego a dejar la cocina tan limpia que parezca re­cién comprada cuando acabe.

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Uso un estropajo que sea lo bastante abrasivo como para qui­tar los restos de comida pegados si lo paso con bicarbonato de soda, pero no tan abrasivo que raye el acabado. Quito todos los elementos de los quemadores e incluso los tiradores para encender, y los dejo en remojo en el fregadero para limpiarlos y colocarlos al final. Después friego cada centímetro cuadrado de la superficie de la cocina, con movimientos circulares aquí, movimientos hacia atrás y hacia adelante allí, según sea el lu­gar y la topología de la porquería. Entro en los movimientos en redondo y atrás y adelante, sintiéndolos en todo mi cuerpo, ya no tratando de limpiar la cocina para que se vea hermosa, sino sólo moviendo, moviendo, observando, observando cómo van cambiando las cosas lentamente ante mis ojos. Al final, limpio con sumo cuidado las superficies con una esponja húmeda.

A veces añado música a la experiencia; otras, prefiero el si­lencio para mi trabajo. Un sábado por la mañana, estaba puesto un casete de Bobby McFerrin cuando surgió la oca­sión de fregar la cocina. Entonces la limpieza se convirtió en baile, fundiéndose y mezclándose los ensalmos, los sonidos, los ritmos y movimientos de mi cuerpo, desplegándose los sonidos con los movimientos, las muchas sensaciones en mis brazos y las necesarias modulaciones en la presión de mis de­dos al fregar, cambiando de forma y desapareciendo lenta­mente los restos pegados de anteriores cocciones, todo en­trando y saliendo de la conciencia con la música: una gran danza de presencia, una celebración del ahora. Y al final, una cocina limpia. Se despierta esa voz interior que por lo general reclama el mérito de estas cosas («Mira lo limpia que he dejado la cocina») y busca la aprobación («¿Verdad que he hecho un buen trabajo?»), pero rápidamente se acalla ante la comprensión más profunda de lo que ha ocurrido.

Por lo que toca a la presencia mental, no puedo afirmar que «yo» he limpiado la cocina. Es más bien que la cocina se lim­pió a sí misma, con la ayuda de Bobby McFerrin, el estropajo, el bicarbonato y la esponja con las actuaciones invitadas del agua caliente y una cadena de momentos presentes.

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148 Cómo asumir su propia identidad

¿CUÁL ES MI TRABAJO EN EL PLANETA, CON T MAYÚSCULA?

«¿Cuál es mi trabajo en el planeta?» es una pregunta que muy bien podríamos hacernos una y otra vez. De otra mane­ra, es posible que acabemos haciendo el trabajo de otra per­sona sin siquiera saberlo. Y, lo que es más importante, que esa otra persona sea un producto de nuestra imaginación y, tal vez, una prisionera de ella también.

En cuanto criaturas pensantes, empaquetadas, como toda forma de vida, dentro de unidades orgánicas únicas que lla­mamos cuerpos, y al mismo tiempo incorporadas total e im­personalmente en la trama y urdimbre del desplegarse in­cesante de la vida, tenemos una capacidad singular para responsabilizarnos de nuestra parte única de lo que significa estar vivos, al menos mientras disponemos de nuestro breve momento bajo el sol. Pero también tenemos la singular capa­cidad de permitir que nuestra mente pensante nuble nuestro tránsito por este mundo. Corremos el riesgo de jamás com­prender nuestra calidad de seres únicos, al menos mientras permanecemos bajo la sombra arrojada por nuestros hábitos de pensamiento y nuestros condicionamientos.

Según cuenta la historia, una noche que estaba a la orilla del lago Michigan, Buckminster Fuller, el descubridor/inven­tor de la cúpula geodésica, pasó unas horas considerando la posibilidad de suicidarse. Tenía 32 años, y una serie de fraca­sos en sus negocios lo habían llevado a pensar que había he­cho un desastre de su vida y que lo mejor que podía hacer era quitarse de la escena y hacer más sencillas las cosas a su mu­jer y su hijita, entonces un bebé aún. Tenía la impresión de que todo lo que tocaba o emprendía se convertía en polvo, a pesar de sus increíbles dotes de creatividad e imaginación, que sólo serían reconocidas más tarde. Sin embargo, y tal vez debido a su profunda fe en la unidad y orden del universo, de los cuales se sabía parte, en lugar de poner fin a su existencia, decidió vivir, a partir de ese momento, «como si» hubiese muerto esa noche.

Al estar muerto, ya no tendría que preocuparse de cómo le resultaban las cosas personalmente y estaría libre para dedi­carse a vivir como representante del universo. El resto de su vida sería un regalo. En lugar de vivir para sí mismo se dedi-

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caria a preguntarse: «¿Qué es necesario hacer en este planeta (astronave Tierra, lo llamaba él) de lo que yo sepa algo y que es probable que no se haga si yo no me responsabilizo de ello?» Decidió que se dirigiría continuamente esa pregunta y que llevaría a cabo lo que saliera de ella, siguiendo su olfato. De esa manera, trabajando por la humanidad como emplea­do del universo en general, se consigue modificar y contri­buir al lugar en que se está, siendo quien se es y lo que se es. Pero ya no es algo personal. Simplemente forma parte de la totalidad del universo que se expresa.

Rara vez preguntamos y después contemplamos con de­terminación lo que nuestros corazones nos piden hacer y ser. Me gusta enmarcar estos esfuerzos en forma de pregunta: «¿Cuál es mi Trabajo en este planeta, con T mayúscula?», o «¿Qué me gusta tanto que pagaría por hacerlo?» Si me dirijo estas preguntas y no consigo encontrar una respuesta diferen­te a «No lo sé» entonces sigo preguntándome. Si comenza­mos a reflexionar sobre estas preguntas entre los veinte y los treinta años, es posible que a los treinta y cinco, cuarenta, cincuenta o sesenta, la indagación misma nos haya llevado a unos cuantos lugares donde no habríamos ido si nos hubiése­mos limitado a seguir las convenciones corrientes, las expec­tativas de nuestros padres o, peor incluso, nuestras propias creencias y expectativas no examinadas y limitadoras.

Podemos comenzar a hacernos esta pregunta en cualquier momento a cualquier edad. Jamás hay un momento en la vida en que no tendría un efecto profundo en nuestra visión de las cosas y las elecciones que hacemos. Tal vez no signifi­que que uno cambie «lo que» hace, pero puede significar que se cambie la forma de verlo o de tenerlo, y tal vez el «cómo» hacerlo. Una vez que somos empleados del universo, co­mienzan a suceder cosas muy interesantes, aun en el caso de que otra persona nos esté recortando el sueldo. Pero hay que tener paciencia. Lleva tiempo desarrollar esta manera de ser en la vida. El lugar para comenzar es, desde luego, aquí mis­mo. ¿El mejor momento? ¿Qué tal ahora mismo?

Nunca se sabe lo que va a resultar de estas introspec­ciones. Al propio Fuller le gustaba afirmar que lo que parece estar sucediendo en el momento no es jamás la historia com­pleta de lo que en realidad está ocurriendo. Le gustaba decir

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que para la abeja lo que importa es la miel. Pero la abeja es al mismo tiempo el vehículo de la naturaleza para llevar a cabo la polinización cruzada de las flores. La interconexión es un principio fundamental de la naturaleza. Nada está ais­lado. Todos los acontecimientos se conectan entre sí. Las co­sas se están desplegando constantemente en diferentes pla­nos. A nosotros nos toca percibir su trama y urdimbre lo mejor que podemos y aprender a seguir nuestros hilos por el tapiz de la vida con autenticidad y resolución.

Fuller creía en una arquitectura subyacente de la naturale­za, en la cual la forma y la función estarían inextricable­mente ligadas. Creía que los planos de la naturaleza darían sentido a nuestra vida y tendrían aplicación práctica en ella de muchas maneras. Antes de su muerte, estudios cristalo­gráficos por rayos X habían demostrado que muchos virus (reuniones submicroscópicas de macromoléculas al borde de la vida misma) están estructurados siguiendo los mismos prin­cipios geodésicos que él descubriera jugando con poliedros.

No vivió lo suficiente para verlo, pero además de todas sus otras invenciones e ideas seminales, se abrió todo un nue­vo campo de química alrededor del imprevisible descu­brimiento de los compuestos de carbono, semejantes a balo­nes de fútbol, con notables propiedades que muy pronto fueron llamadas Buckminsterfullereness (buckminsterfulleidad) o buckyballs (balones bucky). Jugando en su caja de arena, si­guiendo su propio camino, sus meditaciones lo condujeron a descubrimientos y mundos con los cuales jamás soñó. Así pueden ser las de usted. Fuller nunca se creyó especial en ningún sentido, sólo una persona normal a quien gustaba ju­gar con ideas y con formas. Su lema era: «Si yo puedo enten­derlo, cualquiera puede entenderlo.»

Insiste en ti mismo; nunca imites. Puedes ofrecer tu pro­pio don en cada momento con la fuerza acumulativa de un cultivo de toda la vida; pero del talento adoptado de otro, sólo tendrás la posesión a medias improvisada. I...J Haz aquello que se te asigna y no podrás esperar demasiado ni atreverte demasiado.

R alph W a ld o Em e r so n , Self-Reliance

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EL MONTE ANÁLOGO

Tal vez sí. Pero, al final, la montaña será la que de­cida quién la escalará. |Guía de escaladores del Everest cuando se le preguntó si un veterano esca­lador mayor tendría posibilidades de llegar a la cima.]

R ene D a u m a l , Mount Analogue

Hay montañas exteriores y montañas interiores. Su sola presencia nos atrae, nos invita a escalarla. Tal vez toda la en­señanza de una montaña es que uno lleva la montaña entera dentro, la exterior y la interior. Y a veces busca y busca la montaña sin encontrarla hasta que llega el momento en que está lo suficientemente motivado y preparado para encontrar un camino, primero hasta el pie, y después hasta la cima. La escalada de la montaña es una poderosa metáfora de la bús­queda en la vida, del viaje espiritual, del camino del creci­miento, de la transformación y la comprensión. Las arduas di­ficultades con que nos encontramos a lo largo del camino representan los desafíos que necesitamos para estirarnos y ensanchar así nuestras fronteras. Al final, la propia vida es la montaña, la maestra, que nos presenta las oportunidades per­fectas para hacer el trabajo interior de crecer en fuerza y sa­biduría. Y una vez hemos decidido hacer el viaje, tenemos muchísimo aprendizaje y crecimiento que hacer. Los riesgos son considerables; los sacrificios, impresionantes; los resulta­dos, siempre inciertos. En último término, es la propia escala­da la aventura, no estar de pie en la cima.

Lo primero que aprendemos es cómo es estar al pie de la montaña. Sólo después encontramos las laderas y finalmente, quizá, la cima. Pero uno no se puede quedar en la cima de una montaña. El viaje no está completo sin el descenso, hacer la bajada y volver a verlo todo desde lejos. Sin embargo, una vez se ha visto la cima, se ha adquirido una nueva perspec­tiva, y eso puede cambiar para siempre la manera de ver.

En una historia maravillosamente sin acabar titulada

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Mount Analogue, René Daumal hizo una vez el mapa de esta aventura interior. La parte que más recuerdo es una que tiene que ver con la norma de que, antes de escalar la montaña hasta la siguiente acampada, hay que aprovisionar el campa­mento que se deja, para aquellos que vengan después, y bajar la montaña a compartir con los otros escaladores los conoci­mientos que uno tiene de más arriba, para que saquen algún provecho de lo que uno ha aprendido hasta el momento con su propio ascenso.

En cierto modo, eso es lo que cualquiera de nosotros hace cuando enseña: explicamos a otros, lo mejor que podemos, qué hemos visto hasta el momento. En el mejor de los casos, es un informe del progreso, un mapa de nuestras experien­cias, y de ninguna manera la verdad absoluta. Y así se desa­rrolla la aventura. Todos estamos juntos en el Mount Ana- logue. Y necesitamos la ayuda mutua.

INTERCONEXIÓN

Parece que, desde la infancia, todos sabemos que todo está conectado con todo lo demás de cierta manera, que esto ocurre porque ocurrió aquello, que para que esto suceda tie­ne que suceder aquello. Recuerde todos esos viejos cuentos populares, como aquél del zorro que se bebió casi toda la le­che que tenía una anciana en un balde, el que ella había des­cuidado de vigilar por recoger leña para el fuego. En un ata­que de rabia, la mujer corta la cola al zorro. El zorro le pide que le devuelva la cola y la mujer le contesta que le coserá la cola si él le devuelve la leche. Entonces el zorro va al establo y pide leche a la vaca, pero ésta le dice que le dará leche si él le trae hierba. El zorro va al campo y le pide algo de hierba, y el campo le dice: «Tráeme un poco de agua.» Así pues, el zo­rro va al riachuelo y le pide un poco de agua, y el riachuelo le dice: «Tráeme un jarro.» Y así continúa la historia hasta que un molinero, por amabilidad y compasión, da un poco de grano al zorro para que éste se lo lleve a la gallina, para que ésta le dé un huevo para el buhonero y que éste le dé un abalorio para darle a la doncella para que ésta le dé un jarro con que recoger el agua; y así hasta que, al fin, el zorro recu­

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pera su cola y se va feliz. Ocurre esto para que ocurra aque­llo. Nada viene de la nada. Todo tiene antecedentes. Incluso la bondad del molinero viene de alguna parte.

Si miramos en profundidad cualquier proceso, es esto mis­mo. No hay sol, no hay vida. No hay agua, no hay vida. No hay plantas, no hay fotosíntesis; no hay fotosíntesis, no hay oxígeno para que respiren los animales. No hay padres, no hay nosotros. No hay camiones, no hay alimento en las ciu­dades, no hay fabricantes de camiones, no hay camiones; no hay trabajadores del acero, no hay acero para los fabrican­tes; no hay minería, no hay acero para los trabajadores del acero; no hay alimento, no hay trabajadores del acero; no hay lluvia, no hay alimento; no hay luz del sol, no hay lluvia. No hay condiciones para la formación de estrellas y planetas en el universo formativo, no hay luz del sol, no hay Tierra. Es­tas relaciones no siempre son simples ni lineales. Por lo gene­ral, las cosas están incorporadas en una compleja red de interconexiones cuyo equilibrio es muy delicado. Por supues­to, lo que llamamos vida, o salud, o biosfera, son todos siste­mas complejos de interconexiones sin ningún punto de parti­da ni final absolutos.

Así vemos la inutilidad y el peligro de dejar que nuestra manera de pensar convierta cualquier cosa o circunstancia en una existencia separada, sin estar conscientes de su in­terconexión y cambio. Todo está relacionado con todo lo de­más y, en cierto modo, simultáneamente contiene todo lo demás y está contenido por todo lo demás. Más aún, todo está en continuo cambio. Las estrellas nacen, pasan por fases y mueren. Los planetas también tienen un ritmo de formación y muerte final. Los coches nuevos ya están camino de la chatarrería incluso antes de salir de la fábrica. Esta conciencia podría aumentar nuestra valoración de la impermanencia y servirnos para tomar más en cuenta las cosas y circunstancias mientras existen. Daríamos más valor a todo (vida, personas, alimentos, opiniones, momentos), si percibimos, mirándolos con más atención, que todo aquello con que estamos en con­tacto nos conecta con todo el mundo en cada momento, y que las cosas y las demás personas, e incluso los lugares y las cir­cunstancias, están aquí sólo de forma temporal. Esto hace el ahora mucho más interesante. En realidad hace el ahora todo.

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La presencia mental de la respiración es un hilo en el cual se pueden ensartar las cuentas de todo lo nuestro: experien­cia, pensamientos, sentimientos, emociones, percepciones, impulsos, comprensión, incluso la conciencia misma. El co­llar que se crea es algo nuevo, no una cosa en realidad, sino una nueva manera de ver, una nueva manera de ser, una nue­va manera de experimentar, que nos permite una nueva ma­nera de actuar en el mundo. Esta nueva manera parece co­nectar lo que parece aislado. Pero, en realidad, nada está jamás aislado ni necesita reconectarse. Es nuestra manera de ver la que crea la separación y la mantiene.

Esta nueva manera de ver y de ser une los fragmentos de la vida y les da un lugar; honra cada momento en su plenitud dentro de otra plenitud mayor. La práctica de la presencia mental es simplemente el descubrimiento continuado del hilo de la interconexión. En algún momento incluso podemos llegar a ver que no es del todo correcto decir que nosotros en­sartamos las cuentas. Es más bien que tomamos conciencia de una conexión que ha estado aquí todo el tiempo. Hemos subido a un punto panorámico desde el cual podemos perci­bir con facilidad la totalidad y acunar en la conciencia el flu­jo del momento presente. El flujo de la respiración y el flujo de los momentos presentes ¡nterpenetran, cuentas e hilo jun­tos, dando algo más grande.

Uno se convierte en otro, los grupos se fusionan en grupos ecológicos hasta cuando lo que conocemos como vida encuentra y entra en lo que consideramos no vida: percebe y roca, roca y tierra, tierra y árbol, ár­bol y lluvia y aire [...] Y es extraño que la mayor parte de los sentimientos que llamamos religiosos, la mayor parte de los clamores místicos, dos de las reacciones más preciadas, usadas y deseadas de nuestra especie, son en realidad la comprensión y el intento de decir que el hombre está relacionado con todo, relacionado inextricablemente a toda la realidad, la conocida y la incognocible. Esto es muy fácil de decir, pero el senti­miento profundo de ello hizo un Jesús, un san Agustín, un san Francisco, un Roger Bacon, un Charles Darwin

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y un Einstein. Cada uno de ellos, a su ritmo y con su propia voz, descubrió y reafirmó asombrado el conoci­miento de que todas las cosas son una cosa y que una cosa es todas las cosas; el plancton, la brillante fosfo­rescencia del mar, los planetas que giran y el universo que se expande, todos están unidos por el hilo elástico del tiempo.

Jo h n S tein beck y E d w a r d F. R icketts, Sea ofCortez

NO HACER DAÑO: AHIMSA

En 1973 regresó un amigo mío después de pasar varios años en Nepal e India y dijo de sí mismo: «Si no puedo hacer nada útil al menos quiero hacer el menor daño posible.»

Supongo que si uno se descuida, puede traer todo tipo de cosas comunicables de Asia. Me contagié con la ¡dea de ahimsa en ese mismo momento, allí, en mi sala de estar, y nunca he olvidado el momento en que ocurrió. Yo había oído antes esa idea. La actitud de no hacer daño está en el corazón de la práctica del yoga y del juramento hipocrático. Era el principio subyacente en la revolución de Gandhi y de su práctica personal de la meditación. Pero había algo en la sin­ceridad con que mi amigo hizo este comentario, unido a la incongruencia de la persona que yo creía conocer diciéndolo, que me impresionó. Se me antojó una buena manera de rela­cionarse con el mundo y consigo mismo. ¿Por qué no tratar de vivir intentando causar el menor daño y sufrimiento posi­bles? Si viviésemos de esa manera, no tendríamos los insensa­tos niveles de violencia que dominan nuestra vida y manera de pensar actuales. Y seríamos más generosos con nosotros mismos también, en el cojín de meditar y fuera de él.

Igual que cualquiera otra actitud, el no hacer daño puede ser un principio fabuloso, pero es vivirlo lo que cuenta. Co­mience a practicar la amabilidad de ahimsa consigo mismo y en su vida con los demás en cualquier momento.

¿Le parece a veces que es duro consigo mismo y se trata con poca amabilidad? Recuerde ahimsa en ese momento. Observe su dureza y déjela marchar.

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¿Habla de otras personas a sus espaldas? Ahinca.¿Se exige más allá de sus límites sin consideración por su

cuerpo y su bienestar? Ahimsa.¿Causa sufrimiento o aflicción a otras personas? Ahimsa.

Es fácil tratar con ahimsa a las personas que no ríos amena­zan. La prueba es cómo relacionarse con una persona o situa­ción cuando uno se siente amenazado.

La disposición a hacer daño o a herir proviene en definiti­va del miedo. El no hacer daño requiere ver los miedos, en­tenderlos y reconocerlos como propios. Reconocerlos como propios significa responsabilizarse de ellos. Responsabilizar­se significa no permitir que el miedo nos ¡mpongael punto de vista o la manera de ver. Sólo el tomar conciencia de nues­tros aferramientos y rechazos, por doloroso que sea el en­cuentro, nos liberará de este círculo vicioso de sufrimiento. Sin una diaria encarnación en la práctica, los ¡chales eleva­dos tienden a sucumbir ante el interés propio.

Ahimsa es el atributo del alma y, por lo tanto, es para que sea practicada por todos en todos los asuetos de la vida. Si no se puede practicar en todos los aspectos, no tiene valor práctico alguno.

M ahatma G a NDHI

Si no puedes amar al rey jorge V, por ejeniplo, o a sir Winston Churchill, comienza por tu mujer,tu marido o tus hijos. Trata de poner su bienestar en primer lugar y el tuyo en el último cada minuto del día, y per mite que desde allí se ensanche tu círculo de amor. Mientras ha­gas todo lo que puedas por intentarlo, no puede haber posibilidad de fracaso.

M a h a t m a G a n d h i

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KARMA

He oído decir a los maestros zen que la práctica diaria de la meditación puede convertir el karma malo en bueno. Siempre consideraba esto un típico rollo moralista. Me llevó años entenderlo. Supongo que éste es mi karma.

Karma significa que sucede esto porque sucedió aquello. B está en cierto modo conectado con A, todo efecto tiene una causa anterior, y toda causa tiene un efecto que es su medida y su consecuencia. En general, cuando hablamos del karma de una persona, éste significa la suma total de la orientación de la persona en su vida y a tenor de las cosas que ocurren a su alrededor, causadas por sus anteriores condiciones, actos, pensamientos, sentimientos, impresiones sensoriales, deseos. El karma suele confundirse erróneamente con el concepto de destino fijado. Es más bien una acumulación de tendencias que nos pueden encerrar dentro de determinadas pautas de comportamiento, las cuales, de por sí, tienen por consecuen­cia más acumulaciones de tendencias de naturaleza similar. Por todo ello es fácil que quedemos aprisionados por nuestro karma y que pensemos que la causa siempre está en otra par­te, en otras personas y en situaciones que escapan a nuestro control, y que nunca está dentro de nosotros. Pero no es ne­cesario ser prisionero del viejo karma. Siempre nos es posible cambiar nuestro karma. Se puede hacer un nuevo karma. Siempre se tiene sólo un momento en el cual se puede hacer eso. ¿Adivina cuál será ese momento?

He aquí cómo la presencia mental cambia el karma. Mientras está sentado en meditación, no permite que sus im­pulsos se traduzcan en acción. Durante esos momentos, por lo menos, sólo los está observando. Al mirarlos, pronto ve que todos los impulsos aparecen en la mente y pasan, que tie­nen vida propia, que no son usted sino sólo pensamientos, y que no hay por qué ser gobernado por ellos. Al no reaccionar a los impulsos ni alimentarlos, se llega a entender directa­mente su naturaleza: son pensamientos. Este proceso, en rea­lidad, quema los impulsos destructivos en los fuegos de la concentración, la ecuanimidad y el no hacer. Al mismo tiem­po, las percepciones y los impulsos negativos no son ya tan arrinconados por los impulsos más turbulentos y destructivos.

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158 Cómo asumir su propia identidad

Se nutren cuando uno los percibe y les presta atención cons­ciente. La presencia mental puede así rehacer los eslabones de la cadena de actos y consecuencias, y, al hacerlo, nos de­sencadena, nos libera y nos abre nuevas direcciones a través de los momentos que llamamos vida. Sin la presencia mental, nos quedamos atascados muy fácilmente en el ímpetu que viene del pasado, sin tener idea de que estamos prisioneros, y sin forma de salir. Nuestro dilema parece ser siempre culpa de otra persona, o culpa del mundo, y así nuestras actitudes están justificadas. Entonces, el momento presente no es nun­ca un nuevo comienzo porque se lo impedimos.

¿De qué otro modo explicar, por ejemplo, el hecho tan corriente de que dos personas que han vivido juntas toda su vida adulta (han tenido hijos, han saboreado el éxito en sus respectivos dominios hasta un grado no habitual), en sus años de vejez, cuando a decir de todos deberían estar gozando de los frutos de sus trabajos, pueden culparse mutuamente de hacerse la vida desgraciada, de sentirse solos, atrapados en una pesadilla, sintiéndose tan maltratados que la ira y el re­sentimiento son el pan de cada día? ¡Karma! De cualquier forma, esto se ve una y otra vez en las relaciones que se rom­pen o en las que carecen de algo fundamental desde el co­mienzo, cuya ausencia acarrea tristeza, amargura y resenti­miento. Tarde o temprano vamos a cosechar lo que hemos sembrado. Practique la ira y el aislamiento durante cuarenta años y acabará prisionero de la ira y el aislamiento. No es una gran sorpresa. Y no satisface mucho decir que allí hay culpa.

En última instancia, es nuestra falta de presencia mental lo que nos aprisiona. Nos hacemos cada vez más expertos en desconectarnos de la totalidad de nuestras posibilidades, y nos atascamos más y más en nuestros hábitos de no ver (sólo de reaccionar y culpar), cultivados durante toda una vida.

Al trabajar en cárceles, veo de cerca las consecuencias del karma «malo». Es sorprendente lo poco que se diferencia de lo que ocurre fuera de aquellos muros. Cada preso tiene una historia en que una cosa conduce a otra. Y eso son las historias, después de todo. Una cosa conduce a otra. Muchos apenas saben qué les ocurrió, qué fue mal. Por lo general es una larga cadena de acontecimientos que comienzan con los

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padres y la familia, la cultura de las calles (pobreza y violen­cia), confiar en personas indignas de confianza, buscar dine­ro fácil, aliviar el dolor y embotar los sentidos con el alcohol y otras sustancias químicas que nublan la mente y el cuerpo. Las drogas hacen esto, pero también lo hacen la historia, las privaciones y el desarrollo detenido. Estos deforman los pen­samientos y los sentimientos, los actos y los valores, dejando pocos caminos para modular o incluso reconocer los impul­sos o los anhelos dañosos, crueles, destructivos y autodes- tructivos.

Y así, en un momento, al cual conducen todos los demás momentos, sin saberlo, uno puede «desquiciarse», cometer un acto irreversible, y experimentar entonces las mil maneras en que éste da forma a los momentos futuros. Todo tiene consecuencias, lo sepamos o no, nos «coja» la policía o no. Siempre somos cogidos. Cogidos en el karma de esa acción. Cada día nos construimos nuestras propias prisiones. Por un lado, mis amigos de la cárcel hicieron su elección, aunque lo ignorasen o no. Por otro lado, no tuvieron opciones; nunca supieron que las hubiera. Esto es lo que los budistas llaman «inconsciencia» o ignorancia. Es la ignorancia de cómo la ambición, por justificada o racionalizada que sea, y el odio legítimo pueden pervertirnos la mente y torcernos la vida. Ta­les estados mentales nos afectan a todos, a veces de manera muy notoria, pero con mayor frecuencia de formas más suti­les. Todos podemos ser aprisionados por deseos incesantes, por una mente obnubilada por ideas y opiniones a las cuales se aferra como si fuesen verdades.

Si queremos cambiar nuestro karma, eso supone dejar de hacer esas cosas que nublen la mente y el cuerpo y coloreen nuestros actos. No significa hacer buenas obras. Significa sa­ber quién es uno y que uno no es su karma, no importa cuál sea éste en este momento. Significa alinearse con la manera como son las cosas en realidad. Significa ver con claridad.

¿Por dónde empezar? ¿Por qué no por la propia mente? Al fin y al cabo, la mente es el instrumento mediante el cual to­dos nuestros pensamientos, sentimientos, impulsos y percep­ciones se traducen en actos en el mundo. Cuando se inte­rrumpe la actividad externa durante un rato y se practica el estar quieto allí, en ese momento, con la decisión de estar

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sentado, ya se interrumpe la corriente o flujo de karma viejo y se crea un karma nuevo y más sano. En esto está la raíz del cambio, el punto decisivo de una existencia vivida.

El acto mismo de detenerse, de nutrir los momentos de no hacer, de simplemente observar, nos pone en una posición muy diferente de cara al futuro. ¿Cómo? Porque sólo siendo plenamente en este momento cualquier momento futuro pue­de ser de mayor comprensión, o claridad y bondad, menos dominado por el miedo o el resentimiento y más por la digni­dad y la aceptación. Sólo lo que ocurre ahora ocurre después. Si no hay presencia mental, ecuanimidad o compasión ahora, que es el único momento que tenemos para conectar con no­sotros mismos y nutrirnos, ¿qué probabilidades existen de que esto aparezca después como por arte de magia, cuando esta­mos estresados o coaccionados?

La idea de que el alma entrará en lo extático sólo porque el cuerpo se pudre es pura fantasía.Lo que encontramos ahora lo encontramos entonces.

K abir

TOTALIDAD Y UNICIDAD

Cuando estamos integrados en la totalidad, nos sentimos uno con todo. Cuando nos sentimos uno con todo, nos senti­mos íntegros y completos nosotros mismos.

Sentados o acostados quietos, en cualquier momento pode­mos volver a conectar con nuestro cuerpo, trascender el cuer­po, fusionarnos con el aire que respiramos, con el universo, y experimentar que somos cada uno un todo integrado en todos más y más grandes. La experiencia de la interconexión nos produce un profundo sentido de participación e integración, de ser una parte íntima de las cosas, la aptitud de sentirnos a gusto, como en casa, dondequiera que nos encontremos. Po­

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demos disfrutar y admirarnos de una antiquísima intempora- I¡dad que trasciende el nacimiento y la muerte, y, al mismo tiempo, experimentar la fugaz brevedad de esta vida mientras pasamos por ella, la impermanencia de las ataduras que nos unen a nuestro cuerpo, a este momento, los unos a los otros. Conocer directamente nuestra totalidad e integración durante la práctica de la meditación nos permite que aceptemos las cosas tal como son, profundicemos en la comprensión y la compasión y disminuyamos la angustia y la desesperación.

La integración en la totalidad está en la raíz de todo lo que en nuestro idioma y nuestra cultura significan las palabras «sa­lud», «curación» y «sagrado». Cuando percibimos nuestra to­talidad intrínseca, realmente no hay lugar alguno al cual ir ni nada que hacer. Entonces estamos libres para elegir nuestro camino. La quietud es posible en el hacer y en el no hacer. La encontramos en nuestro interior en todo momento, y cuando la tocamos, la saboreamos y la escuchamos, el cuerpo no puede hacer otra cosa que tocarla, saborearla y escucharla también, y al hacerlo, liberarse. Y la mente también llega a escuchar, y conoce al menos un momento de paz. Abiertos y receptivos, encontramos el equilibrio y la armonía aquí mis­mo, todo el espacio envuelto en este lugar, todos los momen­tos envueltos en este momento.

Los hombres corrientes odian la soledad; pero el Maestro la aprovecha, abrazando su soledad, comprendiendo que es uno con todo el universo.

Lao-Tsé, Tao- te-Ching

La paz entra en las almas de los hombrescuando estos comprenden su unicidad con el universo.

B lack E lk (Globe Magazine, 11 -10-1 992)

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162 Cómo asumir su propia identidad

Siddhartha escuchó. En ese momento escuchó con gran atención, absorto, totalmente vacío, asimilándolo todo. Sintió que en ese momento había aprendido el arte de escuchar. Antes había oído muchas veces todo eso, esas numerosas voces que hablaban en el río, pero ese día las percibió de otra manera. Ya no distinguía las di­ferentes voces, la voz alegre de la voz llorosa, la voz in­fantil de la voz varonil. Todas se pertenecían mutua­mente: el lamento de los que añoran, la risa de los sabios, el grito de la indignación y el gemido de los mo­ribundos. Todos estaban entretejidos, trabados, entre­lazados de mil maneras. Y todas las voces, todos los ob­jetivos, todos los placeres, todo lo bueno y lo malo, todos juntos eran el mundo. Todos juntos eran la co­rriente de los acontecimientos, la música de la vida. Cuando Siddhartha escuchó con atención este río, esta canción entonada por mil voces; cuando dejó de escu­char el lamento o la risa, cuando no ligó su alma a nin­guna voz en particular para asimilarla en su Yo, sino que las escuchó a todas, la totalidad, la unidad, enton­ces, la gran canción de mil voces estaba compuesta por una palabra.

H erm án H esse, Siddhartha

Lo que se necesita es aprender de nuevo, observar y descubrir por nosotros mismos, el significado de la totalidad.

D a v id B o h m , Wholeness and the Implicate Order

Soy grande; contengo multitudes.

W alt W h it m a n , Leaves of Grass

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En el espíritu de la presencia mental 163

.ÚNICOS Y SIMILARES

La totalidad experimentada de primera mano no puede ser tiránica, porque es infinita en su diversidad y se refleja y encar­na en cada uno en particular, como la malla del dios hindú Indra, símbolo del universo, que tiene joyas en todas las ci­mas, cada una de las cuales capta los reflejos de toda la malla y así contiene el total. Algunos querrían que adoráramos, uni­formemente, en el altar de la unicidad, usando el «concepto» de unidad más que el de un encuentro continuado con ella, más o menos apisonando, allanando todas las diferencias. Pero es en las cualidades únicas de esto y de aquello, en su in­dividualidad y propiedades particulares (diferencias y simili­tudes si lo prefiere), donde la poesía y el arte, la ciencia y la vida, la maravilla, la gracia y la riqueza residen.

Todos los rostros se parecen, sin embargo, con qué faci­lidad vemos en cada uno su individualidad, identidad, unici­dad o calidad de única. Cuánto valoramos estas diferencias. El océano es un todo, pero tiene incontables olas, todas dife­rentes entre ellas, tiene corrientes, cada una única y siempre cambiante; el fondo es todo un paisaje en sí mismo, diferente en todas partes; lo mismo ocurre en sus costas. La atmósfera es un todo, pero sus corrientes tienen características y sinto­nías propias, aunque sólo sean vientos. La vida en la tierra es un todo, sin embargo se expresa en cuerpos únicos y tempo­rales, microscópicos o visibles, vegetales o animales, extintos o vivos. Así, no puede haber un único lugar para estar. No puede haber una sola manera de ser, ni una sola manera de practicar, ni una sola manera de amar, ni una sola manera de crecer o sanar, ni una sola manera de vivir, ni una sola mane­ra de sentir, ni una sola cosa que conocer o ser conocida.

El pá jaro c a r bo n er o

El pájaro carbonero salta junto a mí.

T h o rea u

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164 Cómo asumir su propia identidad

El hombre que cogía rábanos señalaba el camino con un rábano.

Issa

Vieja laguna,la rana se lanza dentroy chapotea.

B a sh o

Medianoche. No hay olas,no hay viento, el barco desocupadorecibe un torrente de luz de luna.

D o g en

¿Capta la ¡dea?

¿QUÉ ES ESTO?

El espíritu de indagación es fundamental para vivir cons­cientemente. Indagar no es sólo una manera de resolver pro­blemas. Es una manera de procurar estar en contacto con el misterio básico de la vida misma y de nuestra presencia aquí. ¿Quién soy? ¿Adonde voy? ¿Qué significa ser? ¿Qué significa ser hombre, mujer, niño, progenitor; estudiante, obrero, jefe, residente; persona sin hogar? ¿Cuál es mi karma? ¿Dónde es­toy en este momento? ¿Cuál es mi camino, mi manera? ¿Cuál es mi trabajo, con T mayúscula, en el planeta?

Indagar no significa buscar respuestas, mucho menos respuestas rápidas, que proceden de una manera superfi­cial de pensar. Significa preguntar sin esperar respuestas, simplemente considerar la pregunta, llevarla consigo, dejar que se filtre, burbujee, se cueza, madure, entre y salga de la conciencia, igual que todo lo demás entra y sale de la con­ciencia.

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No es necesario estar inmóvil para indagar. La indagación y la presencia mental pueden darse simultáneamente en el desarrollo de su vida diaria. De hecho, la indagación y la pre­sencia mental son una y la misma cosa, a la que se llega des­de distintas direcciones. Uno puede preguntarse «¿Qué soy?» o «¿Qué es esto?» o «¿Adonde voy?» mientras repara un co­che, va camino del trabajo, lava los platos, escucha a su hija cantar en una noche estrellada de primavera, o está buscando empleo.

En la vida se presentan problemas de cualquier forma y ta­maño todo el tiempo. Varían desde asuntos triviales a cosas más profundas y a más abrumadoras. El reto aquí es afrontar­las con indagación, en el espíritu de la presencia mental. Significaría preguntarse «¿Qué es este pensamiento, este sen­timiento, este dilema?» «¿Cómo voy a hacerle frente?» O in­cluso: «¿Estoy dispuesto a enfrentarlo o siquiera a reconocer­lo?» El primer paso es reconocer que «hay» un problema, lo cual significa que hay algún tipo de tensión, esfuerzo o falta de armonía. Podríamos tardar cuarenta o cincuenta años en aproximarnos siquiera a alguno de los grandes demonios que llevamos. Pero tal vez eso también está bien. No hay horario programado alguno para la indagación. Es como una olla ins­talada en el estante; está lista para cocer siempre que uno la coja, le eche algo dentro y la ponga al fuego.

Indagar significa hacer preguntas una y otra vez. ¿Tene­mos el valor de mirar algo, lo que sea, y preguntarnos qué es? ¿Qué ocurre? Esto supone mirar en profundidad durante un período de tiempo continuado, preguntar, preguntar: ¿Qué es esto? ¿Qué va mal? ¿Cuál es la raíz del problema? ¿Cuáles son los hechos? ¿Cuáles son las relaciones? ¿Cuál sería la mejor solución? Preguntar, preguntar, continuamente preguntar.

Indagar no consiste tanto en pensar en las respuestas, si bien el preguntar mismo va a producir muchos pensamientos que parecen respuestas. En realidad supone escuchar los pen­samientos inducidos por la pregunta, como si uno estuviese sentado junto al riachuelo de sus pensamientos escuchando correr el agua por encima y alrededor de las piedras, escu­chando, escuchando, y observando la ocasional hoja o rami- ta que el agua lleva.

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YOÍSMO

El verdadero valor de un ser humano está determi­nado principalmente por el grado en que ha conse­guido liberarse de sí mismo.

A lbert E in st e in , The World As I See It

«Yo», «me» y «mío» son productos de nuestra manera de pensar. Mi amigo Larry Rosenberg, del Centro Insight Me- ditation de Cambridge llama selfing (aquí traducido «yoís- mo») a esa inevitable e incorregible tendencia a construir un «yo», un «me» y un «mío» de casi todo y de cada situación, y después actuar en el mundo a partir de esa perspectiva limita­da que en su mayor parte es fantasía y defensa. Apenas trans­curre un momento en que esto no ocurra, pero forma de tal manera parte del entramado de nuestro mundo que pasa to­talmente inadvertido, más o menos como el pez del prover­bio, que no tiene conocimiento del agua, tan inmerso está en ella. Esto puede comprobarlo uno mismo con mucha facili­dad, ya esté meditando en silencio o viviendo una fracción de 5 minutos de su vida. Prácticamente de todos y cada uno de los momentos y experiencias, nuestra mente pensante construye «mi» momento, «mi» experiencia, «mi» hijo, «mi» hambre, «mi» deseo, «mi» opinión, «mi» manera, «mi» auto­ridad, «mi» futuro, «mis» conocimientos, «mi» cuerpo, «mi» casa, «mi» tierra, «mis» sentimientos, «mi» coche, «mi» pro­blema.

Si observamos este proceso del «yoísmo» con atención e indagación sostenidas, veremos que lo que llamamos «el yo» es en realidad una construcción de nuestra propia mente, que es muy poco permanente además. Si buscamos profunda­mente un yo estable, indivisible, el «yo» central que subyace a «mi» experiencia, es probable que no encontraremos otra cosa que más pensamiento. Podríamos decir que yo soy mi nombre, pero eso no es totalmente exacto. Mi nombre es sólo una etiqueta. Lo mismo vale para la edad, el sexo, las opinio­nes, etcétera. Ninguna de estas cosas son fundamentales para quien uno es.

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Cuando indagamos así, siguiendo lo más profundamente posible el hilo hacia quién o qué es uno, es casi seguro que descubriremos que no hay terreno firme alguno en que aterri­zar. Si uno pregunta: «¿Quién es el yo que pregunta quién soy?», finalmente llega a «No sé». El «yo» aparece como una construcción que se conoce por sus atributos, ninguno de los cuales, tomados por separados o juntos, forman en realidad el total de la persona. Además, este «yo» construido tiene la tendencia a disolverse y reconstruirse sin cesar, casi momen­to a momento. También tiene una fuerte tendencia a sentirse apocado, pequeño, inseguro e incierto, dado que, para empe­zar, su existencia es muy tenue. Esto sólo empeora mucho más la tiranía y el sufrimiento asociados a la inconsciencia de lo mucho que estamos atrapados en el «yo», el «me», y el «mío».

Después está el problema de las fuerzas exteriores. El «yo» tiende a sentirse bien cuando las circunstancias externas apo­yan su fe en su bondad, y a sentirse mal cuando se convierten en críticas, en dificultades y en lo que son considerados obs­táculos y derrotas. Aquí se encuentra, quizá, la mejor explica­ción de la poca estima propia que se tienen muchas personas. En realidad no estamos familiarizados con este aspecto cons­truido de nuestro proceso de identidad. Esto nos facilita perder el equilibrio y sentirnos vulnerables y de poco valor cuando no se nos apalanca y refuerza en nuestra necesidad de aproba­ción y de sentirnos importantes. Es muy probable que conti­nuemos buscando la estabilidad interior en las recompensas exteriores, en las posesiones materiales y en las personas que nos aman para que nuestro yo construido siga funcionando. Sin embargo, con demasiada frecuencia, no hay grado de esta­bilidad duradera en nuestro ser ni serenidad en nuestra mente. Los budistas podrían decir que esto se debe a que, en primer lugar, no existe yo alguno totalmente separado, sino que sólo existe el proceso de continua construcción del yo, o «yoísmo». Si consiguiésemos reconocer o identificar el proceso del yoísmo como un hábito arraigado, y entonces nos diésemos permiso para tomarnos el día libre, para dejar de esforzarnos tanto por ser «alguien» y en su lugar nos limitásemos a experi­mentar simplemente el ser, tal vez seríamos muchísimo más felices y nos sentiríamos mucho más relajados.

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Esto no quiere decir, por cierto, que «hay que ser alguien antes de poder ser un nadie», que es una de las grandes tergi­versaciones de la práctica de la meditación de la Nueva Era, con la cual se pretende que uno debe tener un fuerte sentido del yo antes de explorar la vacuidad del «no yo». «No yo» no significa ser un nadie. Lo que quiere decir es que todo es interdependiente y que no existe un «yo» central aislado e in­dependiente. Uno es uno en relación con todas las demás fuerzas y todos los demás acontecimientos del mundo, entre ellos nuestros padres, nuestra infancia, nuestros pensamien­tos y sentimientos, los acontecimientos externos, el tiempo, etcétera. Además, uno es ya alguien, pase lo que pase. Uno es quien ya es. Pero uno no es su nombre, su edad, su infan­cia, sus creencias ni sus temores. Estas cosas son parte del to­tal, pero no son el total.

Así pues, cuando hablamos de no esforzarnos tanto por ser «alguien» y en su lugar limitarnos a experimentar directa­mente el ser, lo que queremos decir es que comenzamos des­de donde nos encontramos y trabajamos aquí. La meditación no consiste en intentar convertirse en un nadie, o en un zombie contemplativo, incapaz de vivir en el mundo real y enfrentarse a problemas reales. Consiste en ver las cosas como son, sin las distorsiones de nuestros procesos de pensa­miento. Parte de esto es percibir que todo está ¡nterrelacio- nado y que si bien es en cierto modo útil el sentido conven­cional de «tener» un yo, éste no es absolutamente real ni sólido ni permanente. O sea, si uno deja de intentar ser más de lo que es por miedo a ser menos, quienquiera que uno sea, va a ser muchísimo más alegre y feliz, y además será más fá­cil convivir con uno.

Podríamos empezar por tomarnos las cosas menos a nivel personal. Cuando ocurra algo, trate de verlo sin orientarlo ha­cia usted, a modo de diversión. Tal vez ocurrió sin más; quizá no iba dirigido a usted. Observe su mente en tales ocasiones. ¿Está metiendo el «yo» en esto y el «mi» en aquello? Pregún­tese: «¿Quién soy yo?» o «¿Qué es este "yo" que afirma ser propietario?»

El solo hecho de tomar conciencia servirá para equilibrar el yoísmo y reducir su influencia. Observe también que el «yo» es impermanente. No importa lo que haga por tratar de

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coger eso que tiene que ver con usted mismo, se le escapa. No se puede coger, porque está en constante cambio, dete­rioro y reconstrucción, siempre de modo algo diferente, se­gún sean las circunstancias del momento. Esto hace del senti­do del yo lo que en la teoría del caos se llama «fuerza de atracción ajena», modelo que encarna el orden, pero que también está imprevisiblemente desordenado. Nunca se repi­te a sí mismo. Siempre que se mira, está un poco cambiado.

La naturaleza elusiva de un yo sólido, permanente e inmu­table es toda una observación esperanzadora. Significa que uno puede dejar de tomarse tan en serio y puede escapar del apremio por hacer que los detalles de la propia vida personal estén en el centro del funcionamiento del universo. Al reco­nocer y dejar marchar impulsos yoístas, damos más libertad al universo para que haga suceder cosas. Dado que estamos integrados en el universo y participamos en su desarrollo, ante nuestra excesiva actividad egocéntrica, autocrítica, ba­sada en la inseguridad y el temor por nosotros mismos, el uni­verso aplaza las cosas y dispone que ese mundo de sueños de nuestro pensamiento orientado a nosotros mismos, parezca y se sienta demasiado real.

IRA

La expresión de absoluta desesperación que veo en el ros­tro de Naushon, mi hija de once años, cuando me bajo del coche ante la casa de su amiga un domingo por la mañana, temprano, penetra en mi conciencia, pero no lo suficiente para frenar la molestia y la ira que ella ve crecer en mí y que la hace temer que yo arme una escena y la ponga en ridículo. Es demasiado fuerte el impulso en este momento para dete­nerlo del todo, aunque después desearé haberlo detenido. Deseé haber permitido que su expresión me detuviera en ese momento, me tocara, me hiciera ver lo que importaba en rea­lidad, es decir, que ella sienta que puede contar conmigo y confiar en mí en lugar de temer que la traicione o que mortifi­que su naciente sensibilidad social. Pero en este momento es­toy demasiado alterado porque me siento manipulado por su amiga, que tenía que haber estado preparada a determinada

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hora y no es así. Me encuentro demasiado alterado para ver el problema de mi hija aquí, en este momento.

Me hallo atrapado en una red de indignación justiciera. Mi «yo» no quiere que lo hagan esperar, que se aprovechen de él. Le aseguro que no voy a armar una escena, pero que también deseo decirlo de inmediato porque me siento utiliza­do. Voy a la casa y hago las averiguaciones pertinentes, mati­zadas de molestia, a la madre de la amiga, que está medio dormida; después espero, hirviendo de ira interior durante lo que resultó ser un rato muy corto en realidad.

Y así se disolvió el asunto. Pero no en mi memoria, que aún lleva, y espero que para siempre, la expresión del rostro de mi hija que yo no fui capaz de leer con la suficiente rapi­dez para estar totalmente presente. Si hubiese sido capaz, la ira se habría disuelto entonces, y allí mismo.

Hay que pagar un precio por aferramos a la estrecha pers­pectiva de «tener razón». Mi fugaz estado de ánimo me im­porta mucho menos que la confianza de mi hija. Pero su con­fianza quedó pisoteada de todas maneras en ese momento. Si no ponemos cuidado y atención, los estados emocionales de «mente estrecha» pueden dominar el momento. Esto sucede todo el tiempo. El dolor colectivo que causamos a los demás y a nosotros mismos nos hace sangrar el alma. Por difícil que nos resulte admitirlo, sobre todo de nosotros mismos, la ira matizada de yo puede ser algo a lo que nos entregamos y ren­dimos con demasiada frecuencia.

ENSEÑANZAS DE LA COMIDA DEL GATO

Me fastidia encontrar platos de gato sucios en el fregadero junto con los nuestros. No sé muy bien por qué me saca tanto de quicio, pero es así. Tal vez se deba a que yo no tuve ani­males domésticos cuando estaba creciendo. O quizá pienso que es una amenaza a la salud pública (ya se sabe, los virus y esas cosas). Cuando decido limpiar los platos sucios de los gatos, primero friego todos los platos nuestros que hay en el fregadero y después lavo los de ellos. En todo caso, no me gusta encontrar platos de gatos en el fregadero, y reacciono de inmediato cuando los encuentro.

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Primero me enfado. Después la ira se va personalizando y entonces la dirijo contra quien crea que es el culpable, que por lo general es mi mujer, Myla. Me duele que ella no respe­te mis sentimientos. Le he dicho en incontables ocasiones que no me agrada, que eso me disgusta. Le he pedido de la manera más educada posible que no lo haga, pero sigue ha­ciéndolo con cierta frecuencia. Ella opina que esto es tontería y compulsión de mi parte, y cuando va escasa de tiempo, deja los platos sucios de los gatos remojándose en el frega­dero.

Mi descubrimiento de comida de gatos en el fregadero puede ampliarse a una acalorada discusión, en gran parte porque me siento enfadado, resentido y, sobre todo, justifica­do, en «mi» ira y en «mi» resentimiento, porque sé que «yo» tengo la razón. ¡No debe haber comida de gatos en el frega­dero! Pero cuando la hay, mi parte yoísta puede cobrar bas­tante fuerza.

Últimamente he notado que ya no pierdo tanto la forma con esto. No he tratado a propósito de cambiar mi manera de manejarlo. Sigo sintiendo lo mismo respecto a la comida de los gatos, pero como si ahora viese todo el asunto de otra manera también, con mayor conciencia y con mucho más sentido del humor. Por ejemplo, cuando sucede, y sigue su­cediendo con molesta frecuencia, descubro que estoy más consciente de mi reacción en el momento que ocurre y lo miro. «¡Es esto!», me recuerdo.

Noto que la ira empieza a surgir en mí. Resulta que viene precedida de una leve sensación de repugnancia. Después ob­servo agitarse una sensación de haber sido traicionado, y ésta no es tan leve. Alguien en mi familia no ha respetado «mi» pe­tición, y «yo» lo voy a tomar como una ofensa personal. Des­pués de todo, mis sentimientos cuentan en la familia, ¿o no?

Me he dedicado a experimentar con mis reacciones ante el fregadero de la cocina observándolas con gran atención sin actuar movido por ellas. Puedo informar que la sensación ini­cial de repugnancia no es tan terrible y que si me quedo con ella, respiro con ella y me permito sentirla, en realidad desa­parece en uno o dos segundos. También he observado que es esa sensación de haber sido traicionado, frustrado en mis deseos, la que me enfurece mucho más que la comida del

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gato en sí misma. Así pues, he descubierto que en realidad no es la comida del gato la fuente de mi ira. Es el sentir que no se me hace caso ni respeta. Muy diferente de la comida del gato. ¡Ajá!

Entonces recuerdo que mi mujer y mis hijos consideran este asunto de manera muy diferente. Ellos creen que hago una montaña de un grano de arena y que si bien tratarán de respetar mis deseos cuando les parezcan razonables, otras veces no los encuentran razonables y también los respetan de todas maneras, tal vez sin siquiera pensar en mí.

Así pues, he dejado de tomármelo como una ofensa perso­nal. Cuando no quiero que haya comida de gatos en el frega­dero, me arremango y lavo los platos en ese momento. Si no, simplemente los dejo allí y me marcho. Ya no tenemos discu­siones por esto. En realidad me he sorprendido sonriendo cuando me encuentro con los objetos culpables en el frega­dero. Al fin y al cabo, me han enseñado muchísimo.

Sugerencias: Trate de observar sus reacciones en situaciones molestas o que lo hacen enfadar. Observe cómo cede su po­der a otras personas cuando habla de algo que «lo enfurece». Experimente con imaginarse que la conciencia es una enor­me olla en la cual usted mete todos sus sentimientos y se li­mita a estar allí con ellos, dejándolos que se cuezan a fuego lento, recordando que no tiene nada que ver con ellos en ese momento, que se van a cocer más, los va a digerir y a com­prender con más facilidad por el nuevo hecho de tenerlos en la olla de la presencia mental.

Observe los modos como sus sentimientos son creaciones de sus opiniones de las cosas, y que tal vez sus opiniones no son completas. ¿Puede permitir que ese estado de cosas esté bien, sin pensar que tiene la razón ni que está equivocado? ¿Puede tener la paciencia y el valor suficientes para probar a meter emociones cada vez más fuertes en la olla y dejarlas que se cuezan allí, en lugar de proyectarlas hacia fuera y obligar al mundo a ser como usted quiere que sea en este mo­mento? ¿Ve como esta práctica podría conducirlo a conocer­se de maneras nuevas, y a liberarse de opiniones y puntos de vista viejos, gastados y limitadores?

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SER PADRES ES PRÁCTICA

Comencé a meditar cuando tenía veintitantos años. En aquel tiempo tenía cierta flexibilidad en cuanto a tiempo, y podía asistir periódicamente a retiros de meditación que du­raban entre diez y quince días. Estos retiros estaban progra­mados para que los participantes dedicaran cada día, desde el amanecer hasta tarde por la noche, sólo a permanecer sen­tados o a caminar de manera consciente, con unas pocas y sabrosas comidas vegetarianas intercaladas, todo en silencio. En este trabajo nos ayudaban excelentes profesores de medi­tación, que nos daban inspiradoras charlas por la noche y con quienes podíamos tener frecuentes entrevistas para revisar cómo iban las cosas.

Me encantaban esos retiros porque me permitían dejar en suspenso todo lo demás de mi vida, ir a un lugar agradable y tranquilo en el campo, ser bien atendido, y llevar una vida contemplativa extraordinariamente simplificada, en la cual el único verdadero orden del día era practicar, practicar y practicar.

No es que fuera fácil, le advierto. Con frecuencia había muchísimo dolor físico a causa de estar sentado inmóvil tan­tas horas, y eso no era nada comparado con el dolor emocio­nal que afloraba a veces al permanecer más quietos y menos ocupados el cuerpo y la mente.

Cuando mi mujer y yo decidimos tener hijos, comprendí que debería renunciar a los retiros, al menos durante algún tiempo. Me dije que siempre podría volver al paraje contem­plativo cuando mis hijos hubieran crecido lo suficiente para no necesitarme junto a ellos todo el tiempo. Había un cierto matiz romántico en la fantasía de volver a la vida monástica cuando fuera viejo. La perspectiva de dejar esos retiros, o al menos de reducirlos en gran medida, no me alteró demasia­do, porque aun cuando los valoraba mucho, había decidido que había una manera de considerar el tener hijos como un retiro en sí mismo, un retiro que, a excepción del silencio y la simplicidad, tendría la mayor parte de las características im­portantes de aquellos a los que renunciaba.

Así fue como me lo planteé: Podía considerar a cada bebé un pequeño Buda o maestro zen, un profesor particular de

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presencia mental caído en mi vida, cuya presencia y actos ciertamente iban a pulsar todas mis teclas y a desafiar todas las creencias y límites que yo tenía, ofreciéndome constantes oportunidades de ver dónde estaba aferrado a algo y libe­rarme de ello. Porque cada hijo va a ser un retiro de «por lo menos» 18 años, casi sin descanso de buena conducta. El programa del retiro sería implacable y me exigiría continuos actos de generosidad y amabilidad amorosa. Mi vida, que hasta ese momento consistía en ocuparme de mis necesida­des y deseos personales, lo que es perfectamente normal en una persona joven y soltera, iba a cambiar por completo. Era evidente que la paternidad iba a ser la mayor transformación de mi vida adulta hasta ese momento. Hacerlo bien me exigi­ría la mayor claridad de visión y sería el mayor desafío a de­jar marchar y dejar ser con que me encontraría en mi vida.

En todo caso, los bebés piden y necesitan ser atendidos constantemente. Sus necesidades deben satisfacerse según sus programas, no según los nuestros, y todos los días, no cuando a uno le apetece. Más importante aún, los bebés y los niños necesitan toda nuestra presencia en cuanto seres para desarrollarse y estar bien. Necesitan ser abrazados, cuanto más mejor; que uno camine con ellos; que les cante, los acu­ne, juegue con ellos, los consuele; que les dé la comida, a veces tarde por la noche o muy temprano por la mañana; y todo ello cuando uno está agotado y sólo desea dormir o cuando tiene obligaciones y responsabilidades en otra parte. Para los padres, las intensas y siempre cambiantes necesida­des de los niños son oportunidades perfectas para estar total­mente presentes y no actuar en la modalidad piloto automá­tico, para relacionarnos de una manera consciente y no mecánica, para percibir el ser de cada hijo y que sus vibra­ciones, vitalidad y pureza estimulen las nuestras. Me parecía que ser padre era nada menos que la oportunidad perfecta para profundizar la presencia mental, si lograba dejar que los hijos y la familia fueran mis profesores y recordaba reconocer y escuchar con atención las enseñanzas de vida que vendrían rápida y frenéticamente.

Igual que en cualquier retiro largo, ha habido períodos fáciles y períodos menos fáciles, momentos maravillosos y momentos muy dolorosos. A lo largo de todos ellos, el princi­

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pió de considerarlo retiro de meditación y de honrar y respe­tar a mis hijos y la situación familiar como a mis profesores ha demostrado su primacía y valor una y otra vez. Ser padres es una situación laboral de extremada presión. Los primeros años parecía un trabajo a jornada completa para unas diez personas, y sólo éramos dos, incluso a veces uno, para hacer­lo todo, y los bebés no vienen acompañados de ningún ma­nual de instrucciones. Es el trabajo más difícil del mundo, si se quiere hacerlo bien, y la mayor parte del tiempo uno ni si­quiera sabe si lo está haciendo bien, o lo que eso significa. Casi no recibimos preparación ni formación algunas para ser padres, sólo tenemos el entrenamiento sobre la marcha, mo­mento a momento, a medida que se presentan las cosas.

Al principio hay poquísimas oportunidades para tomar un descanso. El trabajo exige estar siempre ocupado. Y los niños ponen a prueba tus límites porque quieren descubrir el mun­do y quiénes son ellos. Más aún, a medida que crecen y se desarrollan, van cambiando. No bien uno ha encontrado la manera de manejar una situación cuando ellos han crecido y salen con algo que uno no ha visto jamás. Hay que estar constantemente conscientes y presentes para no quedarse an­clado en una visión de las cosas que ya no sirve. Y, lógica­mente, no hay provisión de respuestas ni fórmulas sencillas de cómo hacer las cosas «bien» en el mundo de la paternidad y la maternidad. Eso significa que todo el tiempo uno se en­cuentra sin remedio en situaciones creativas y difíciles, al mismo tiempo que ante muchas tareas repetitivas que se ha­cen una y otra y otra vez.

Y el desafío aumenta cuando los hijos crecen y desarro­llan sus propias ideas y fuertes voluntades. Una cosa es aten­der las necesidades de los bebés (que al fin y al cabo son muy simples, sobre todo antes de que sepan hablar, y cuando son tan absolutamente encantadores y adorables), y otra cosa muy diferente es ver con claridad y responder con eficacia y con cierta módica cantidad de sabiduría y equilibrio (después de todo uno es el adulto) cuando hay un continuo choque de voluntades con los hijos mayores, que no siempre son tan encantadores ni adorables, que te rodean de discusiones, se molestan mutuamente sin piedad, discuten, se rebelan, se niegan a escuchar, entran en situaciones sociales en que ne­

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cesitan orientación y claridad por nuestra parte pero a las cuales tal vez no están receptivos; en resumen, cuyas necesi­dades nos exigen una constante salida de energía que nos deja poco tiempo para nosotros mismos. Es interminable la lista de situaciones que desafían nuestras ecuanimidad y cla­ridad y en las cuales nos encontramos que «las perdemos». Sencillamente, no hay forma de escapar, de esconderse, de cambiar las cosas de forma que nos sirva a nosotros o a ellos. Los niños lo ven todo desde el interior y de cerca: nuestras mantas, idiosincracias, verrugas y espinillas, defectos, incon­gruencias y fallos.

Estas pruebas no son impedimentos ni para ser padres ni para la práctica de la presencia mental. «Son» la práctica «si» uno se acuerda de verlo así. De otra manera, es posible que la vida como progenitor se convierta en una carga prolonga­da e insatisfactoria, en que nuestra falta de fuerza y claridad de objetivos puede conducirnos a olvidarnos de respetar e in­cluso de ver la bondad interior del niño y de uno mismo. Los niños pueden ser heridos y apocados con facilidad por una infancia que no respeta de manera adecuada sus necesidades y su belleza interior. Las heridas pueden crear más proble­mas, a ellos y a la familia, problemas de falta de seguridad en sí mismos, de estima propia, de comunicación y aptitudes, problemas que no desaparecen por sí solos cuando ellos se hacen mayores, sino que suelen agrandarse. Y nosotros, en cuanto padres, es posible que no estemos lo bastante recepti­vos para percibir los signos de ese apocamiento o las heridas y, en consecuencia, no seamos capaces de curarlas, porque en cierta medida esto lo hemos ocasionado con nuestras ma­nos o con nuestra falta de atención consciente. Puede tam­bién ser muy sutil, fácilmente negado o atribuible a otras cau­sas, librándonos así, mentalmente, de una responsabilidad que en verdad nos correspondería asumir.

Es evidente que, con toda esa energía que sale, tiene que haber alguna fuente de energía que entre, nos nutra y revita- lice a los padres de tanto en tanto, porque, de otro modo, el proceso no se sostendrá por mucho tiempo. ¿De dónde po­dría venir esta energía? Sólo se me ocurren dos fuentes posi­bles: apoyo «exterior», proveniente de la pareja, de familia­res, amigos, cuidadoras de niños, etcétera, y de hacer otras

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cosas que nos gustan, al menos de vez en cuando; y apoyo «interior», proveniente de la práctica de la meditación si se puede uno hacer tiempo en la vida para la quietud, para sim­plemente ser, para estar sentado, o para hacer algo de yoga, para nutrirnos de la manera como necesitamos ser nutridos.

Yo medito temprano por la mañana porque no hay ningún otro momento en que haya silencio en la casa y que nadie so­licite mi atención, y también porque, con el trabajo y otras obligaciones, si no lo hago entonces tal vez estaré demasiado cansado u ocupado para hacerlo después. También encuen­tro que la práctica por la mañana temprano establece el tono para todo el día. Es a la vez un recordatorio y una afirmación de lo que es importante, y dispone el escenario para que la presencia mental se derrame de manera natural en otros as­pectos del día.

Pero cuando había bebés en casa, aun ese tiempo por la mañana era difícil de encontrar. No se podía estar muy atado a nada porque todo lo que uno se disponía a hacer, aunque lo hubiera organizado con mucho cuidado, siempre era inte­rrumpido o frustrado. Nuestros bebés dormían muy poco. Al parecer siempre se dormían tarde y despertaban muy tempra­no, sobre todo cuando yo estaba meditando. Parece que ad­vertían cuando yo estaba levantado y se despertaban tam­bién. Algunos días tenía que buscarme tiempo a las cuatro de la madrugada para poder hacer meditación o yoga. Otras ve­ces estaba demasiado cansado para preocuparme y pensaba que dormir era más importante. Y en ocasiones me sentaba a meditar con el bebé en el regazo y dejaba que él, o ella, deci­diera cuánto iba a durar. A ellos les encantaba estar envueltos en la manta de meditación, sólo con la cabecita fuera, y so­lían quedarse muy quietos durante largos ratos, mientras yo no seguía mi respiración, sino nuestra respiración.

En ese tiempo, yo tenía la fuerte impresión, y aún la tengo, de que mientras los tenía en mi regazo cuando meditaba, la conciencia de mi cuerpo, de mi respiración y de nuestro es­trecho contacto, los ayudaba a serenarse y a explorar la quie­tud y los sentimientos de aceptación. Y su relajación interior, que era mucho mayor y más pura que la mía, porque sus mentes no estaban llenas de pensamientos ni preocupaciones adultas, me ayudaban a estar más sereno, relajado y presente.

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178 Cómo asumir su propia identidad

Cuando ya daban sus primeros pasos, yo hacía yoga con ellos, subidos o montados encima de mí o colgando de mi cuerpo. Jugando en el suelo descubríamos espontáneamente nuevas posturas de yoga para dos cuerpos, y cosas que podía­mos hacer juntos. Ese tipo de juego corporal, en su mayor parte no verbal, consciente y respetuoso, era una fuente de inmensa alegría y diversión para mí como padre y una pro­funda fuente de conexión que todos compartíamos.

Cuanto más crecen los hijos, más cuesta recordar que si­guen siendo maestros particulares de zen. Las dificultades para estar presente sin reaccionar y para ver claramente mis reacciones, normales y exageradas, y para darme cuenta cuando me distraigo, parecen hacerse mayores a medida que poco a poco tengo menos voz y voto en sus vidas. Las viejas cintas de mi propia educación suenan de pronto a todo volu­men antes de que yo me dé cuenta: ideas machistas arque- típicas sobre mi papel en la familia, sobre la autoridad legíti­ma e ilegítima y cómo afirmar mi poder, lo cómodo que me siento en mi casa, las relaciones interpersonales entre perso­nas de diferentes edades y fases y de sus necesidades muchas veces competitivas. Cada día es un nuevo reto. Muchas veces uno se siente abrumado y, en ocasiones, muy solo. Uno ve como se ensancha la separación y reconoce la importancia de la distancia para un sano desarrollo y exploración psíqui­cos; pero la separación, por sana que sea, también duele. A veces me olvido de lo que significa ser adulto y me quedo estancado en comportamientos infantiles. Mis hijos me ende­rezan enseguida y me despiertan si mi presencia mental no está a la altura de la tarea del momento.

Ser padre y la vida familiar puede ser un campo perfecto para la práctica de la presencia mental, pero no lo es para los débiles de corazón, los egoístas, los perezosos o los románti­cos despistados. Ser padre es un espejo que obliga a mirarse a sí mismo. Si uno logra aprender de lo que observa, tiene la oportunidad de continuar creciendo.

«Una vez que se comprende y se acepta que entre los seres humanos más unidos siguen existiendo distancias infinitas, puede desarrollarse una maravillosa vida lado

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a lado, si cada uno logra amar la distancia entre ellos, distancia que hace posible que cada uno vea al otro en­tero contra el cielo.

R a in er M ar ía R ilke, Cartas

La consecución de la totalidad exige que uno ponga en juego todo su ser. Nada menos que eso servirá; no puede haber condición alguna más fácil, ni sustituto, ni concesión.

C. G. jUNG

Sugerencias: Trate de ver a sus hijos o nietos como a sus pro­fesores, sea usted padre, madre, abuelo o abuela. De vez en cuando obsérvelos en silencio. Escúchelos con más atención. Lea su lenguaje corporal. Evalúe la estima de sí mismos que tienen observando su modo de andar, lo que dibujan, qué ven, cómo se comportan. ¿Cuáles son sus necesidades en este momento? ¿En esta hora de su día? ¿En esta fase de su vida? Pregúntese: «¿Qué puedo hacer por ellos en este momento?» Después siga lo que el corazón le dicte. Y recuerde, los con­sejos son probablemente lo menos útil en la mayor parte de las situaciones, excepto si es el momento adecuado para dar­los y uno sea muy sensible al momento oportuno y a la mane­ra de enmarcar las cosas. El solo hecho de que usted esté cen­trado, totalmente presente, receptivo y disponible es un gran regalo para ellos. Y un abrazo consciente no hace daño tam­poco.

SER PADRES (2)

Evidentemente, así como nuestros hijos son nuestros maestros, nosotros somos importantes maestros de vida para nuestros hijos, y la forma de asumir ese papel tiene una gran influencia en sus vidas y en la propia. Yo pienso que la pater­nidad-maternidad es una custodia-tutoría prolongada pero

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temporal. Cuando pensamos en ellos como «nuestros» hijos o «mis» hijos, y comenzamos a relacionarnos con ellos como si fuesen nuestras posesiones a las que hay que formar y contro­lar para satisfacer nuestras necesidades, estamos, creo, meti­dos en un buen lío. Nos guste o no, los hijos son, y serán siempre, seres suyos propios; pero necesitan mucho amor y orientación para llegar a ser seres humanos completos. Un verdadero tutor o guía necesita sabiduría y paciencia en abundancia para legar lo que es más importante a la genera­ción que le sigue en el camino. Algunas personas, entre las que me cuento, necesitamos una presencia mental casi cons­tante, además de nuestros instintos básicos para sustentar, amar, ser tiernos y considerados, para hacer bien este trabajo, protegiéndolos mientras desarrollan sus fuerzas, opiniones y habilidades para avanzar por los caminos que después explo­rarán más a fondo solos.

Algunas personas que consideran valiosa la meditación en sus vidas, se sienten tentadas a enseñar meditación a sus hi­jos. Esto podría ser un gran error. En mi opinión, la mejor ma­nera de impartir sabiduría, meditación o cualquier otra cues­tión a los hijos, sobre todo cuando son pequeños, es vivirla uno mismo, encarnar lo que más se desea impartir, y mante­ner la boca callada. Cuanto más se habla de meditación o se la elogia o se insiste en que los hijos hagan las cosas de cierta manera, mayores son las probabilidades, creo, de que se ale­jen de ello de por vida. Van a detectar el apego que uno tiene a su propia opinión, la agresividad que se esconde en el de­seo de dominarlos y de imponerles ciertas creencias que sólo son la verdad de uno mismo, no la de ellos, y se van a dar cuenta de que ése no es su camino sino el de uno. A medida que crecen, también pueden detectar la hipocresía, a la vez que la distancia entre lo que se profesa y lo que se vive.

Si uno es devoto a su práctica de la meditación, ellos se van a dar cuenta y lo verán y aceptarán con naturalidad, como parte de la vida, como una actividad normal. A veces incluso es posible que se sientan atraídos a imitarlo, como hacen los niños con la mayor parte de las cosas que ven en sus padres. Lo importante es que la motivación para aprender meditación y practicarla tiene que nacer siempre de ellos, y sólo hasta el grado en que se mantenga su interés.

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La verdadera enseñanza es casi completamente no verbal. Mis hijos a veces hacen yoga conmigo porque me ven hacer­lo. Pero la mayor parte del tiempo tienen cosas más impor­tantes que hacer y no les interesa. Lo mismo vale para la me­ditación. Pero sí que saben sobre meditación; tienen cierta ¡dea de lo que es, y saben que yo la valoro y la practico. Y cuando desean hacerla, saben sentarse por haberse sentado conmigo cuando eran pequeños.

Si usted practica la meditación descubrirá ciertos momen­tos en que será sensato que recomiende sesiones meditativas a sus hijos. Estas sugerencias pueden «funcionar» o no en el momento, pero será algo así como plantar semillas para des­pués. Buenas ocasiones son, por ejemplo, cuando los niños sienten dolor o miedo, o les cuesta conciliar el sueño. Sin im­ponerlo ni insistir, sugiérales que sintonicen con su respira­ción, que respiren más despacio, que floten sobre las olas en una pequeña barca, que observen el dolor o el miedo, que busquen imágenes y colores en ellos, que usen la imagina­ción para «jugar» con la situación, y después se acuerden que sólo son imágenes que hay en la mente, como películas; que ellos pueden cambiar la película, el pensamiento, la imagen, el color y así, a veces, sentirse mejor más rápido y controlar más.

En ocasiones esto funciona bien con los niños pequeños, pero cuando llegan a los seis o siete años es posible que les dé vergüenza o piensen que eso es tonto. Esto también pasa y vuelven a hacerse receptivos en ciertos momentos. En todo caso, se han plantado semillas al sugerirles que hay maneras interiores de trabajar con el miedo y el dolor, y con frecuen­cia ellos vuelven a este conocimiento cuando son mayores. Van a saber por experiencia directa que hay algo más aparte de sus pensamientos y sentimientos, y que pueden relacio­narse con éstos de maneras que les permita tener más opcio­nes para participar e influir en los resultados de diversas si­tuaciones; que el hecho de que las mentes de otras personas estén agitadas, no significa que las de ellos tengan que estarlo también.

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ESCOLLOS EN EL CAMINO

Si usted sigue el camino de la práctica mental, de toda la vida, el mayor obstáculo que probablemente encontrará en ciertos puntos del camino será su mente pensante.

Por ejemplo, es posible que de vez en cuando uno piense que está llegando a alguna parte, sobre todo si ha tenido momen­tos de satisfacción que superan los experimentados con ante­rioridad. Entonces uno comienza a darle vueltas al pensa­miento, o incluso a decirlo, que ha llegado a alguna parte, que la práctica de la meditación «funciona». El ego desea re­clamar y atribuirse el mérito de esta sensación o comprensión especial, sea cual sea. Tan pronto esto sucede, ya no se está en meditación sino en publicidad. Es fácil quedar atrapado en ello, en utilizar la práctica de la meditación para apoyar el hábito de autointlarse.

Tan pronto uno queda cogido, deja de ver con claridad. In­cluso una percepción o intuición clara se nubla enseguida y pierde su autenticidad una vez que es reclamada por este tipo de pensamiento en servicio del ego. Así pues, es necesario re­cordar que todas las coloraciones «yo», «me», y «mío» son sólo corrientes de pensamiento capaces de alejarnos de nues­tro corazón y de la pureza de la experiencia directa. Este re­cordatorio nos mantiene viva la práctica en los momentos precisos cuando tal vez más la necesitamos y cuando esta­mos más dispuestos a traicionarla. Nos permite seguir miran­do en profundidad, en el espíritu de la indagación y auténtica curiosidad, y preguntando constantemente: «¿Qué es esto?», «¿Qué es esto?»

También puede haber ocasiones en que uno piensa que no está llegando a ninguna parte con la práctica de la medita­ción. No ha ocurrido nada de lo que se desea que ocurra. Hay una sensación de cansancio, de aburrimiento. Aquí, de nuevo, el problema es el pensamiento. No hay nada malo en

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sentir aburrimiento o cansancio, en creer que no se llega a ninguna parte, así como no hay nada malo en pensar que se va llegando a alguna parte; de hecho, es posible que la prác­tica dé señales de estar haciéndose más profunda y sólida. El escollo se presenta cuando uno infla esos pensamientos o ex­periencias y comienza a considerarlos algo especial. Enton­ces, cuando uno se apega a su experiencia, la práctica se de­tiene, y nuestro desarrollo con ella.

Sugerencias: Siempre que se coja pensando que está llegan­do a alguna parte o que no está llegando a donde tendría que estar, le será útil hacerse preguntas del estilo: «¿Adonde de­bería llegar?», «¿Quién debe llegar a alguna parte?», «¿Por qué algunos estados mentales son más válidos que otros para observarlos, aceptarlos y estar presente?», «¿Estoy llevando la presencia mental a cada momento o sólo estoy entregado a una repetición inconsciente de las formas de la práctica de la meditación, confundiendo la forma con su esencia?», «¿Estoy utilizando la meditación como técnica?»

Tal vez estas preguntas le sirvan para abrirse paso por esos momentos durante los cuales su práctica está dominada por estados emocionales egocéntricos, hábitos inconscientes y emociones fuertes. Pueden hacer que vuelva de inmediato a la novedad y belleza de cada momento tal como es. ¿Quizá olvidó o no comprendió muy bien que la meditación es en realidad la única actividad humana en la cual uno no trata de llegar a ninguna parte sino que sólo se permite estar donde está y ser como uno es ya? Esta medicina resulta amarga de tomar cuando no nos gusta lo que ocurre o dónde nos encon­tramos, pero en esas ocasiones vale particularmente la pena tomarlo.

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¿ES ESPIRITUAL LA PRESENCIA MENTAL?

Si busca en el diccionario la palabra «espíritu», encontra­rá que deriva del latín spirare, que significa «respirar». La en­trada de aire es la inspiración; la expulsión del aire, la espira­ción. De aquí proceden todas las asociaciones del espíritu

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con el aliento de vida, energía vital, conciencia, alma, con frecuencia enmarcados como dones divinos que se nos han otorgado, y un aspecto, por lo tanto, de sagrado, luminoso, inefable. En sentido profundo, el aliento mismo es el último don del espíritu. Pero, como hemos visto, la profundidad y al­cance de sus virtudes pueden permanecer desconocidas para nosotros durante todo el tiempo que nuestra atención esté ab­sorta en otra parte. El trabajo de la presencia mental es des­pertar a la vitalidad en todos los momentos que tenemos. En estado despierto, todo inspira y estimula. Nada se halla ex­cluido del dominio del espíritu.

En la medida de lo posible, evito siempre usar la palabra «espiritual». No la encuentro ni útil ni necesaria en mi traba­jo en el hospital; trabajo con el que llevo presencia mental a la corriente principal de la medicina y la asistencia sanitaria; ni en otros ámbitos como nuestra clínica de reducción del estrés, que es multiétnica y está en el centro de la ciudad; ni en las cárceles, ni en las escuelas, ni en nuestro trabajo con organizaciones profesionales y deportistas. Tampoco encuen­tro que la palabra «espiritual» sea particularmente compati­ble con la manera como yo llevo la agudización y profundi- zación de mi práctica de la meditación.

Con esto no pretendo negar que sea posible considerar la meditación fundamentalmente como una «práctica espiri­tual». Se trata de que tengo problemas con las connotaciones inexactas, incompletas y, con frecuencia, erróneas de esa pa­labra. La meditación puede ser un camino profundo para el desarrollo personal, para afinar la percepción, las opiniones, la conciencia. Pero, en mi opinión, el vocabulario de la espi­ritualidad crea más problemas prácticos que los que resuelve.

Algunas personas llaman «disciplina de la conciencia» a la meditación. Prefiero esa formulación a la de «práctica es­piritual», porque la palabra «espiritual» evoca connotaciones muy distintas a diferentes personas. Todas esas connotacio­nes están entretejidas, de manera inevitable, con sistemas de creencias y con expectativas inconscientes que a la mayoría de nosotros no nos gusta examinar, y que con demasiada fa­cilidad pueden impedirnos el desarrollo, e incluso oír que el auténtico crecimiento es posible.

A veces se me acercan personas en el hospital y me dicen

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que el tiempo pasado en la clínica de reducción del estrés ha sido la experiencia más espiritual que han tenido jamás. Me alegra que piensen así, porque eso proviene directamente de su propia experiencia con la práctica de la meditación y no de ninguna teoría, ideología ni credo. Por lo general sé lo que quieren decir (al menos eso creo); pero también sé que tratan de poner en palabras una experiencia interior que, en último término, trasciende las etiquetas. Pero mi mayor deseo es que, no importa cual haya sido su experiencia, continúen te­niéndola, que eche raíces, viva y crezca. En el mejor de los casos, habrán oído que la práctica no es el intento de llegar a ninguna parte, en absoluto, ni siquiera a experiencias espiri­tuales agradables o profundas. Es de esperar que lleguen a comprender que la presencia mental está más allá del pensa­miento, ilusorio o de otro tipo; que el aquí y el ahora es la fase en la cual se realiza continuamente este trabajo.

El concepto de espiritualidad puede estrechar nuestro pensamiento en lugar de ensancharlo. Con demasiada fre­cuencia, algunas cosas se consideran espirituales mientras otras se excluyen. ¿Es espiritual la ciencia? ¿Es espiritual la maternidad o la paternidad? ¿Son espirituales los perros? ¿Es espiritual el cuerpo? ¿Es espiritual la mente? ¿Es espiritual el parto? ¿Es espiritual comer? ¿Es espiritual pintar, interpretar una partitura, dar un paseo o mirar una flor? ¿Es espiritual res­pirar o escalar una montaña? Evidentemente, todo depende de cómo lo encaremos, de cómo lo sostengamos en la con­ciencia.

La presencia mental permite que todo brille con la lumi­nosidad que la palabra «espiritual» quiere connotar. Einstein hablaba de «ese sentimiento religioso cósmico» que experi­mentaba al contemplar el orden subyacente en el universo físico. La gran genetista Barbara McCIintock, cuyas investiga­ciones fueron ignoradas y desdeñadas por sus colegas varo­nes durante muchos años hasta que, finalmente, le fueron re­conocidas a los ochenta años con el Premio Nobel, decía «Una emoción ante el organismo» cuando trataba de desen­trañar y comprender la versatilidad y complejidad del mate­rial genético del maíz. Tal vez, en definitiva, espiritual signi­fique tan sólo experimentar directamente la interconexión y la integración en la totalidad, un ver que la individualidad y

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la totalidad están entrelazadas, que nada se encuentra aisla­do ni es ajeno. Si es considerada de esta manera, entonces todo se convierte en espiritual en su sentido más profundo. Hacer ciencia es espiritual. También lavar los platos. La que cuenta es la experiencia interior. Y hay que estar allí para ello. Todo lo demás es puro pensamiento.

Al mismo tiempo, hay que estar alerta a las tendencias al autoengaño, los pensamientos ilusorios, la grandiosidad, el autohincharse, y los impulsos de explotación y crueldad diri­gidos hacia otros seres. Mucho daño ha provenido en todas las épocas de personas apegadas a una visión de «verdad» es­piritual. Y en mayor medida, de personas que se ocultan tras la capa de la espiritualidad, pero están dispuestas a hacer daño a otros para satisfacer sus apetitos.

Además, al oído afinado, nuestras ideas de espiritualidad suelen resonar con un ligero matiz de «yo soy más santo que tú». Los puntos de vista estrechos, a la letra, respecto al espí­ritu, suelen colocarlo por encima del dominio «grosero», «contaminado» y «engañoso» del cuerpo, la mente y la mate­ria. Al caer en estas actitudes, la persona puede utilizar las ideas de espíritu para huir de la vida.

Desde un punto de vista mitológico, el concepto de espíri­tu tiene una característica ascendente, como James Hillman y otros proponentes de la psicología arquetípica señalan. Su energía encarna el ascenso, un elevarse por encima de las cualidades terrenales de este mundo hacia un mundo de la no materia, lleno de luz y resplandor; un mundo más allá de los opuestos, en donde todo se funde en la unicidad, nirvana, cielo, unidad cósmica. Si bien la unidad es seguramente una experiencia humana excepcional, no es el fin de la historia. Más aún, con demasiada frecuencia es sólo nueve partes de pensamiento ilusorio (pero pensamiento al fin y al cabo) y una sola parte de experiencia directa. La búsqueda de la uni­dad espiritual, sobre todo en la juventud, suele estar motiva­da por un anhelo ingenuo y romántico de trascender el dolor, el sufrimiento y las responsabilidades de este mundo de dife­rencias y similitudes, en que la humedad y la oscuridad se encuentran.

La «idea» de trascendencia puede ser un gran escape, ga­solina súper para el engaño. A eso se debe que la tradición

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budista, sobre todo la zen, insiste en hacer el círculo comple­to y volver a lo corriente y cotidiano, a lo que ellos llaman «estar libre y cómodo en el mercado». Esto significa estar co­nectado «en cualquier parte», en cualquier circunstancia, ni arriba ni abajo, sólo presente, pero «totalmente». Los practi­cantes zen tienen un dicho, del todo irreverente y maravillo­samente provocativo: «Si te encuentras con el Buda, mátalo», el cual significa que cualquier apego conceptual a un Buda está muy lejos del objetivo.

Fíjese que la imagen de la montaña que usamos en la me­ditación de la montaña no se limita a lo elevado de la cima, por encima de la «bajeza» de la vida cotidiana; es también la conexión de la base, arraigada en la roca, una disposición a permanecer sentada y a estar con todas las condiciones cli­máticas (niebla, lluvia, nieve y frío) o, en el sentido de la mente, con la depresión, la angustia, la confusión, el dolor y el sufrimiento.

Los estudiantes de la psique nos recuerdan que la roca es símbolo del «alma», y no del «espíritu». Con su dirección hacia abajo, el viaje del alma es un descenso simbólico, un ir bajo la tierra. El agua, también símbolo del alma, repre­senta al elemento hacia abajo, como en la meditación del lago; el agua se encharca en lugares bajos, se acuna en la roca, oscura y misteriosa, receptiva y, con frecuencia, fría y húmeda.

El sentimiento del alma tiene sus raíces en la multiplici­dad, no en la unicidad; está asentado en la complejidad y la ambigüedad, en la diferencia y la similitud. Las historias del alma son historias de búsqueda, de arriesgar la vida, de resis­tir la oscuridad y hacer frente a las sombras, de ser enterrado bajo la tierra o bajo el agua, de perderse y a veces estar con­fundido; pero, a pesar de todo ello, perseverar. Cuando perseveramos, conectamos finalmente con nuestro propio oro al salir de la oscuridad y las tinieblas sumergidas de los dominios subterráneos que más temíamos, pero que no obstante enfrentamos. Este oro estaba siempre allí, pero tenía que ser descubierto de nuevo mediante este descenso a la oscuridad y la aflicción. Es nuestro, aun cuando los demás no lo vean e incluso aunque a veces ni nosotros mismos lo veamos.

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En todas las culturas, los cuentos de hadas son cuentos del alma y no cuentos del espíritu en su mayor parte. El enano es una figura del alma, como lo vemos en El agua de la vida. La Cenicienta es una historia del alma. El arquetipo aquí es la ceniza, como Robert Bly observa en Iron John. Uno (porque estas historias siempre tratan de uno) está mantenido «aba­jo», en las cenizas, cerca de la chimenea, conectado pero también sufriente, su belleza interior inadvertida y explotada. Durante ese tiempo, se produce un nuevo desarrollo interior, una maduración, una metamorfosis, un temple, que culmina en la aparición de un ser humano completamente desarrolla­do, resplandeciente y dorado, pero también sabio en las cosas del mundo, no un agente pasivo e ingenuo. El ser hu­mano completamente desarrollado encarna la unidad del alma y el espíritu, lo de arriba y lo de abajo, lo material y lo inmaterial.

La práctica de la meditación es de suyo un espejo de este viaje de crecimiento y desarrollo. También hace que bajemos y subamos, nos exige que afrontemos, e incluso que abrace­mos, el dolor y la oscuridad así como la alegría y la luz. Nos recuerda que usemos lo que se nos presente y cualquier lugar en que estemos como ocasiones para indagar, para abrirnos, para crecer en fuerza y sabiduría y para hacer nuestro propio camino.

Yo creo que las palabras como «alma» y «espíritu» son in­tentos de describir la experiencia interior de los seres huma­nos cuando buscamos conocernos a nosotros mismos y en­contrar nuestro lugar en este mundo extraño. Ningún trabajo verdaderamente espiritual puede carecer de alma, como tam­poco ningún trabajo verdaderamente del alma puede estar desprovisto de espíritu. Nuestros demonios y dragones, nues­tros enanos, brujas y ogros, nuestros príncipes y princesas, nuestros reyes y reinas, nuestras grietas y nuestros griales, nuestras mazmorras y nuestros remos..., todos están ya aquí, ahora, listos para enseñarnos. Pero hemos de escucharlos y asumirlos en el espíritu de la inacabable búsqueda heroica que cada uno de nosotros encarna, lo sepamos o no, en el entramado mismo de una vida humana vivida, en el sentido de lo que significa ser completamente humano. Tal vez lo más «espiritual» que cualquiera de nosotros puede hacer sea

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mirar a través de sus propios ojos, ver con los ojos de la tota­lidad y actuar con integridad y amabilidad.

... sus ojos, sus antiquísimos y brillantes ojos, son alegres.

W. B. Y eats, Lapislázuli