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El crimen del médico Jaime Tovar Por Hugo Tovar Marroquín Crónica

Cronica de Jaime Tovar

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En 1991, a la edad de 35 años, fue asesinado el médico Jaime Tovar Marroquín, de nacionalidad colombiana y especialista en cirugía plástica y reconstructiva. Su hermano Hugo nos cuenta en esta breve crónica pormenores de las circunstancias que rodearon el hecho, lo mismo que el drama personal y familiar. La narración está basada en averiguaciones directas del cronista y en el informe oficial sobre el crimen rendido por investigadores especiales designados por el entonces Director Nacional del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) del Estado colombiano.

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Crónica El crimen del médico Jaime Tovar

El crimen del médico

Jaime TovarPor Hugo Tovar Marroquín

Crónica

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Crónica El crimen del médico Jaime Tovar

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Publicada en el diario La Nación, el 25 de mayo de 1997

En 1991, a la edad de 35 años, fue asesinado el médico Jaime Tovar Marroquín, de nacionalidad colombiana y especialista en cirugía plástica y reconstructiva. Su hermano Hugo nos cuenta en esta breve crónica pormenores de las circunstancias que rodearon el hecho, lo mismo que el drama personal y familiar. La narración está basada en averiguaciones directas del cronista y en el informe oficial sobre el crimen rendido por investigadores especiales designados por el entonces Director Nacional del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) del Estado colombiano.

El médico Jaime Tovar Marroquín, con su guitarra compañera.

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CrónicaEL CRIMEN DEL MÉDICO JAIME TOVAR

MARROQUÍN

Por Hugo Tovar Marroquín

El dorado de la tarde del 25 de mayo de 1991 aún no había declinado tras la soberbia cordillera. Nada hasta ese

momento del viaje le había inquietado: ni las primeras sombras que anunciaban el ocaso del día sobre las laderas, ni el extraño sosiego del paisaje, ni la ausencia de tráfico durante varios minutos de recorrido. No fueron suficientes estas señales para presagiar el fatídico encuentro con los forajidos que en segundos aparecieron para apuntarle con el arma. Fue un ataque raudo, de salteadores adiestrados. Sólo se escuchó, a las 5:50, el estruendo de un disparo que sacudió la soledad y el silencio de los bosques por donde se deslizaban los salteadores. Jaime quedó inmóvil, tendido al borde de la carretera, mientras su alma escapaba a borbotones por la herida mortal.

Pienso que el destino suele depararnos la suerte que jamás desearíamos para nuestros allegados. Quizás no hubo viaje que yo emprendiera sin la previa recomendación de Jaime: “Nunca ande solo, menos en estos tiempos, ni por caminos peligrosos”, me dijo en innumerables ocasiones.

Jaime era en extremo precavido, arisco, distante con los extraños. Era costumbre suya no recoger desconocidos en la vía, ni detenerse ociosamente, ni mucho menos viajar en horas de la noche o por zonas de alto riesgo. Nunca supe que sobrepasara estos límites de protección. Poseía además un especial sentido para descubrir al instante el carácter virtuoso o perverso en los demás. Sus intuiciones a veces podían penetrar en cofres donde reposaban los secretos mejor custodiados.

Aquel día, sin embargo, Jaime tuvo un gesto de reverente confianza que a la postre le resultó fatal; se equivocó en sus intuiciones. Ninguna mancha de sospecha anunció que su vida se encontraba en inminente peligro. El comportamiento de los agentes del retén ocasional que precedió al mortal ataque fue tan natural y talentoso, que Jaime fue dócilmente conducido al sacrificio. Sin duda, él ignoraba que debía proseguir su viaje por una región azotada por bandidos de La Felisa e Irra, caseríos del departamento de Caldas, al occidente de Manizales. Preciso allí,

Jaime tuvo un gesto de

reverente confianza que a la postre le

resultó fatal; se equivocó en sus

intuiciones.

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en un despoblado tramo de la carretera entre esos caseríos, fue consumado el crimen.

Los policías conocían la región como las líneas de sus manos. Era una zona insegura, flagelada por el terror de forajidos, la laxitud o la complicidad de miembros de la Policía Nacional y el temor de la población. Peligrosas organizaciones de vándalos habían engendrado una atmósfera de miedo. Los niños, en las veredas, les señalaban con el dedo. “Es una banda que atraca, mata y en ocasiones se lleva los vehículos”, dijo el dragoneante Hernández a los investigadores del caso. “Los asesinatos, atracos y robos de vehículos los está ejecutando una banda integrada por disidentes de una organización sediciosa cuya mayoría reside en Irra”, precisó un policía de apellido Ladino.

La policía no sólo estaba al tanto de la situación alarmante de inseguridad en la región, sino que le fue ocultada a Jaime minutos antes del crimen: fue la perversidad que él no alcanzó a percibir a tiempo.

***

Jaime había viajado de Neiva a Medellín el jueves anterior para cumplir compromisos profesionales y académicos. Su regreso lo había programado para el sábado siguiente, con arribo a Manizales, donde se encontraría con Vicky, su esposa, y Jaime Andrés, su pequeño hijo.

En vísperas del viaje a la región paisa, Jaime cumplió un deber ritual casi sagrado: la diaria visita a nuestra madre. Durante cerca de dos horas charlaron en una pequeña sala iluminada por una diminuta lámpara fluorescente. Pese a la escasa iluminación, el espacio era agradable. Mi madre, empero, no ocultaba su desasosiego por el viaje que Jaime debía emprender horas más tarde, a la madrugada. Sin sospechar siquiera que tres días después estaría envuelto en la última tragedia de su vida, Jaime hizo a mi madre una relación de sus haberes, pero más parecía el inventario anticipado de una herencia que el tema de una conversación circunstancial.

Varios minutos demoró Jaime para quebrar la indecisión de su despedida. Se levantó con parsimonia, apoyando las manos en sus rodillas, como si algo le atase al sofá. Suspiró profundo y dijo en tono apacible, una vez se hubo incorporado:

Mi madre no ocultaba su

desasosiego por el viaje que

Jaime debía emprender a la

madrugada.

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–Mami, con la empleada le dejo un dinero para el regalo del Día de la Madre.

–Gracias, hijo –respondió ella con voz delicada, alzando la mirada enternecida.

Se despidieron de beso, como ha sido costumbre en familia. Jaime salió sin prisa del apartamento, y mi madre lo observó hasta que le perdió de vista una vez que hubo tomado el descenso por las escaleras del edificio. Un apego rayano en la obsesión hizo que mi madre experimentara cierto vacío al cerrar la puerta.

Al día siguiente, muy temprano, la empleada de Jaime llegó a casa de mi madre con el dinero. Ella lo tomó y, oprimiéndolo sobre el pecho, se dirigió a su habitación. Durante varios minutos se recogió en plegarias delante de una Oración al Espíritu Santo que sacó de debajo de la almohada. En realidad, no era un mal presagio; sin embargo, en su alma bullía un hado indescriptible que durante horas no le permitió solazarse entre nosotros.

***

El viaje de Neiva a Medellín debió de ser placentero. Jaime llegaba allí como si de su propia ciudad se tratase; se había liberado del sentimiento de ser un extraño en esa ciudad. Durante cuatro años adelantó estudios y prácticas de especialización en cirugía plástica en el Hospital Universitario San Vicente de Paúl. Las costumbres de los paisas le llegaban hasta la médula, y las trasmitía de manera contagiosa.

El viernes asistió a diversos compromisos académicos, profesionales y personales que devoraron felizmente el día. En la noche no podía faltar la celebración del reencuentro con sus amigos. La música colombiana, alternada con la pegajosa de carrilera y canciones interpretadas por Jaime, les hizo beber toneles enteros de licor. En horas de la madrugada estaban ebrios, como unas cubas. Sin saber de qué país era vecino, Jaime fue conducido por sus amigos al Hotel Intercontinental, donde se había alojado.

El sábado en la mañana, con la cabeza aún en otra parte y hecho un guiñapo por el guayabo descomunal, contestó casi instintivamente el teléfono. Era Vicky. El sobresalto lo puso otra vez en sintonía con el mundo.

Jaime llegaba a Medellín

como si de su propia ciudad se tratase; se

había liberado del sentimiento

de ser un extraño en esa

ciudad.

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–¡Hola, mi Mochito! –dijo, como solía llamarle cariñosamente.

–¡Hola, mi amor! –contestó Jaime con la voz afectada, pero animado.

Durante unos minutos hablaron de diversos temas. Ya para despedirse, Vicky llamó la atención de Jaime:

–Te vienes temprano –dijo a manera de advertencia–. No te dejes coger la noche.

–No me controles el horario –le recriminó Jaime dulcemente. Primero iré al Centro Comercial El Diamante a comprar unas cosas para el niño y para nosotros.

Luego de unos minutos de conversación se despidieron. Jaime se alistó para viajar. Se vistió de sudadera gris y una camiseta blanca que le había regalado mi madre. Así llegó a casa de su amiga Pilar Osorno Gómez, a quien meses antes le había empi-nado sus prominencias con una afortunada cirugía estética.

–¡Mi querida Pilar! –saludó en voz alta entre la algarabía que se armó por su visita.

–Estoy disgustada contigo –interrumpió Pilar dirigiéndose a Jaime-. ¿Por qué no te quedaste aquí, en mi casa?

–Es que tú eres una ingrata, y estoy más sentido yo contigo –le reprochó Jaime con una sonrisa burlona.

–¿Por qué? –preguntó Pilar sorprendida.

–Porque yo te operé las teticas, las dejé más hermosas de lo que las tenías, y tú ni siquiera me has dejado una chupadita –dijo Jaime entre las risotadas de los presentes.

Jaime era un mozo extrovertido, de gallardo aspecto, simpático, de una chispa genial. Había ganado prestigio como cirujano plástico en las ciudades donde ejerció la profesión y entre sus compañeros de internado en Medellín. Durante su ejercicio como director de los hospitales de Palermo y Campoalegre logró establecerse en los afectos de la población, por la inmensa sensibilidad humana que le caracterizaba.

Cantaba hasta por los poros, con la guitarra que fue su compañera incluso para despedir entre llantos a Lilianita Varona

Jaime no percibió en

los gestos de Ladino la mentira que

fatalmente había de

convertirle en presa fácil de

los salteadores.

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Arcila, su primera esposa, quien falleció un mes después de haber contraído nupcias. “Hugo, recuerda que Jaime cantó ‘Al Sur’ en la iglesia durante el funeral de Liliana; ‘Al Sur’ era la canción que más le gustaba a él”, recordó su entrañable amigo, el magistrado Yesid Ramírez Bastidas. “Sí –contesté–. Recuerdo también que mis hermanos Germán, Plinio, Alfonso y Héctor Iván rasgaron el corazón de sus guitarras cuando cantaron en coro ‘Al Sur’, en la catedral de Neiva, ante el féretro de Jaime”.

***

Jaime se puso las gafas oscuras, se hundió hasta las cejas el sombrero blanco aguadeño que solía llevar consigo durante sus viajes y salió de Medellín con rumbo a Manizales por la Autopista del Sur en un automóvil azul aguamarina.

Eran cerca de las tres de la tarde. En el carro llevaba un costoso instrumental médico, un par de raquetas para la práctica de su deporte favorito, una filmadora y el carrito de juguete que había comprado al niño en El Diamante, lo mismo que sus pertenencias de uso diario.

El viaje debió ser sin contratiempos, a juzgar por la hora en que Jaime arribó al retén móvil que la policía había instalado unos kilómetros delante de La Felisa, en un lugar conocido como ‘El Palo’. Eran las cinco y treinta aproximadamente. El agente Ladino era uno de los uniformados que pedían documentos de identificación y practicaban requisas.

–¿Cuánto falta para llegar a Manizales? –preguntó Jaime a Ladino mientras éste requisaba el vehículo.

–No es muy largo el trayecto –respondió–. Una hora aproximadamente –dijo con indiferencia, sin levantar la mirada.

–¿Cómo está la situación de orden público por estos lados? –preguntó Jaime.

–Todo normal –contestó Ladino.

Lo dijo de tal manera que Jaime no percibió en la respuesta ni en los gestos de Ladino la mentira que fatalmente había de convertirle en presa fácil de los salteadores. Le creyó por simple reverencia.

Jaime nunca habría

expuesto su vida por

conservar el carro. Pero

quizás el pánico le hizo reaccionar de

alguna manera contra los asaltantes

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Durante cerca de veinte minutos estuvo Jaime en el retén. Si se encontraba bajo apremio de llegar temprano a Manizales, mal podía haber permanecido por iniciativa propia durante tanto tiempo allí.

Como si se tratase de movimientos sincronizados, a la misma hora, en Irra, la policía había establecido otro retén móvil. Allí, durante veinte minutos, fue retenida una señora que se transportaba sola en auto particular. Dos retenes móviles de la policía y dos personas que viajaban solas permanecieron en similares circunstancias durante el mismo tiempo: ¡Una coincidencia que hace desbordar el pensamiento sobre oscuros designios de los uniformados!

Jaime continuó su marcha luego de despedirse de los agentes del retén con su habitual cordialidad. No había avanzado cinco minutos cuando fue interceptado por unos individuos que se transportaban en una motocicleta roja y en un campero Carpati verde. Le apuntaron con armas de corto alcance y le forzaron a detener el auto. Jaime, presa del pánico, frenó. Fue obligado a descender.

Jaime nunca habría expuesto su vida por conservar el carro. Pero quizás el pánico le hizo reaccionar de alguna manera contra los asaltantes, quienes en respuesta le apartaron a empellones. Jaime trató de huir hacia el lado de la vía que bordea el río Cauca. Allí le alcanzaron los bandidos, le golpearon de puntapiés en la pierna izquierda y le derribaron. Ya en el suelo, con excoriaciones en las rodillas y en el codo derecho, recibió a boca de jarro el mortífero disparo que dejó un tatuaje en el orificio de entrada a la altura del antitrago de la oreja derecha. La bala penetró con violencia, destruyó grandes vasos de las arterias carótida y yugular, y salió por el lado izquierdo del cuello para estrellarse finalmente contra el pavimento. En segundos Jaime debió de perder el sentido. No obstante, alcanzó en sus últimos instantes a agarrarse de la hierba que había sobre la berma, tratando quizás de mantenerse firme en este mundo.

Los bandidos pusieron el auto de Jaime en marcha y continuaron a gran velocidad en la misma dirección, para llevarlo a uno de los desguazaderos de Irra. Lo que no advirtieron a tiempo los salteadores era que el vehículo se hallaba provisto de una alarma electrónica que ochocientos metros adelante se accionó bloqueando el paso de la gasolina. El motor quedó paralizado. Los bandidos sacaron a prisa cuanto de valor pudieron y con las puertas abiertas y las luces de estacionamiento

De inmediato empezaron a cruzarse por

mi cabeza sucesivos

torbellinos de malos

presentimientos sobre la noticia

que se me daría

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encendidas, lo abandonaron.

Minutos más tarde, la policía de Irra recibió la información acerca de un vehículo abandonado en la carretera, mientras que la de La Felisa fue informada de que en la vía yacía un hombre muerto.

La policía de Irra se trasladó de inmediato al lugar donde se encontraba el automóvil. Los agentes, durante el desplazamiento, encontraron por esa vía a varios integrantes de una banda de jaladores de carros y piratas terrestres que al percatarse de la presencia de aquéllos, tomaron un desvío. “Los bandidos no fueron capturados porque los agentes aún no sabían qué era lo que había sucedido más adelante”, dijo el dragoneante Hernández, en cuyas manos fueron confiadas las primeras pesquisas. ¡Fue el primer paso para introducir el crimen en la abultada fardería de la impunidad!

Había caído una víctima más de la violencia implacable, bajo la mórbida atmósfera de desidia y corrupción que devoran el país. El encuentro de Jaime con Vicky y su hijo Jaime Andrés había quedado postergado para siempre.

***

A las 7 de la noche de aquel 25 de mayo recibí sorpresiva-mente la visita de mi sobrino Gustavo Adolfo Tovar. Se hallaba en tal estado de agitación que pensé en el esfuerzo que debió hacer para subir a pie los cinco pisos de apartamentos. Pero bien pronto se desvanecieron mis sospechas y comprendí la razón de su excitación.

–Hugo –dijo al tiempo que arreglaba su respiración–, que vaya urgente a donde mi abuelita porque a Jaime le sucedió algo grave.

–¿Cómo? ¿Qué pasó? –pregunté en voz alta, mientras una ráfaga helada de viento seco recorría mi cuerpo.

–No sé, pero ella está llorando –dijo Gustavo Adolfo con visible preocupación– ¡Vamos rápido, parece que fue un accidente!

Quedé mudo. De inmediato empezaron a cruzarse por mi cabeza sucesivos torbellinos de malos presentimientos sobre la noticia que se me daría. Muchas imágenes, todas trágicas, se

Era tan notorio mi abatimiento,

que Gustavo Adolfo trató de

minorarlo con una frase de

alivio que casi no escuché por el

ensimismamiento en que me

encontraba.

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dibujaron en mi mente a partir de ese instante.

El viaje hasta la residencia de mi madre se me hizo interminable. Todo el tiempo permanecí en silencio, con la cabeza echada hacia atrás sobre el respaldo del asiento del auto. Mis temores se hacían cada vez más intensos. Era tan notorio mi abatimiento, que Gustavo Adolfo trató de minorarlo con una frase de alivio que casi no escuché por el ensimismamiento en que me encontraba.

–Dicen que está herido y que no lo han podido rescatar.

–No –le reproché moviendo hacia los lados mi cabeza y con aplastante aflicción–, lo de Jaime es más grave, ojalá no sea lo que estoy pensando –dije inclinado humildemente y presionando mi frente con manos sudorosas.

Por fin llegamos. Subimos raudos al apartamento. Allí estaba mi madre, con el rostro surcado de lágrimas, atormentada por el martirio, inconsolable. Me miró como si estuviese contemplando el vacio, y empuñando las manos arrimadas a su mentón, dijo a grito herido, con gesto desgarrador:

–¡Jaime está muerto, está muerto! ¡Santo Dios, no es posible, no es posible!

–¡Tuvo un accidente y está herido! –interrumpió mi cuñada Magdalena tratando de consolar a mi madre.

–¡No!, el corazón me dice que está muerto –replicó mi madre– ¡No, Dios mío! ¡Dios mío! –repetía sin atender a las voces de aliento.

Ella me abrazó con fuerza, sollozando sobre mi pecho, mientras yo permanecía inmóvil y sin poder pronunciar palabras de consuelo. La ráfaga de viento frío recorría mi cuerpo una y otra vez.

–¿Está confirmado? –pregunté con angustia a quienes se encontraban acompañando a mi madre.

–No, apenas nos dijeron que había tenido un accidente y que se encuentra herido –dijo Magdalena con impaciencia–. La empleada de Jaime recibió la llamada y ella nos llamó para avisarnos.

La noticia real que había dado la empleada era que Jaime

Salí de la Policía sin alientos,

atribulado y como si la

oscuridad de la noche se hubiera

ensañado en mí para hacer más

agobiante mi soledad.

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había sido asesinado cerca de Manizales. Sin embargo, un sentimiento unánime de compasión hacia mi madre hizo que se le mintiera por piedad.

Salí de inmediato, decidido a averiguar la verdad. Fui infruc-tuosamente a la Policía de Carreteras, luego a la Policía Nacio-nal, donde por vía microondas hubo comunicación inmediata con las autoridades de Irra. La noticia del crimen me dejó petrificado. Durante varios minutos quedé sin poder articular palabras. Nunca he derramado lágrimas en circunstancias similares, porque ellas siempre se quedan formando nudos en mi garganta, ni expreso el sufrimiento con estallidos de ánimo, porque en mí todos estos dolores permanecen mudos horadando mi alma. Fui entonces do-blegado por la impotencia de no poder mover nada en el mundo para cambiar esa realidad apabullante y dolorosa. Salí de la Poli-cía sin alientos, atribulado y como si la oscuridad de la noche se hubiera ensañado en mí para hacer más agobiante mi soledad.

Regresé más compungido a donde mi madre. Los presentes me miraron con ansiedad, en especial mi madre, por cuyas mejillas seguían rodando torrentes de lágrimas. Las palabras se me atragantaron. No pude decir la verdad; contarla para mí equivalía a lanzar un dardo de muerte al corazón de mi madre; no podía yo apagar la luz de esperanza que aún iluminaba su espíritu atormentado por la zozobra. Entonces, acudiendo de nuevo a otra mentira compasiva, anuncié que en media hora debía regresar al Comando de la Policía, donde se me confirmaría de una vez por todas lo sucedido.

Salí en compañía de dos de mis hermanos a quienes les conté la verdad. Acordamos no hacer más cruel y prolongado el dolor de la desgracia. Demoramos unos minutos fuera y regresamos decididos a contar lo sucedido. Cuando entramos en el apartamento, uno tras otro, hubo un momento de silencio conmovedor, aciago. Todos nos miraron con ansiedad. Era yo el indicado para dar la noticia. Me costó trabajo desatar el nudo de palabras que se me había formado. Fue entonces cuando dije con voz ahogada, con la cabeza ligeramente ladeada y la mirada vencida:

–¡Es cierto!

–¡Ay, mi niño! ¡No, Dios mío! ¡Dios mío! ¡No puede ser! –exclamó mi madre entre gritos que desgarraron mi alma.

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El ruido de la tormenta que había crecido por la incertidumbre se desató. Una mezcla dantesca de llantos, sollozos y espantos invadió el apartamento. Fue entonces cuando mi madre tuvo noticias inequívocas, y se esfumó para ella la última esperanza.

Al día siguiente, mi hermano Plinio y su esposa Magdalena viajaron a Algeciras, poblado donde se encontraba mi padre. Eran las seis de la mañana, circunstancia que a él le produjo extrañeza.

–¿Y ustedes? –preguntó sorprendido mi padre.

–Papi, venimos por usted –dijo Plinio reflejando en su cara una expresión de dolor– porque Jaime está grave.

–Ustedes no me engañan –dijo mi padre con el rostro desenca-jado y anunciando en sus ojos miel las primeras lágrimas–. ¡Jaime está muerto! –sentenció intuitivamente con voz débil y trémula.

Mi padre prorrumpió en un llanto sin reposo, sólo que este llanto, como el de mi madre, se metió en su corazón para inundarlo de lágrimas hasta el fin de sus días.