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Cuentos para el andén Nº29

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En este número de Cuentos para el andén te traemos algún texto un poquito más largo, para que tengas unos minutos más de lectura estas vacaciones. Encontrarás relatos inéditos, autores muy de hoy y otro de mucho antes de anteayer, también leerás poesía y unos microrrelatos de colores que anidaron en los árboles y vinieron a trinar un rato en estas páginas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

Citation preview

pormotivosajenos [30]

Miguel Alcantud

metroligero [29]

brevemente [23]

Relatos en cadena

dindondin [24]

entrecocheyandén [26]

No conduce a nada, Cristina Sánchez

Círculos, Rocío Vaquero

andéntres [14]

La siembra del maíz, Sherwood Anderson

andéndos [11]

De estar por casa, María Cabrera

elmuro [3]

decamino [25]

lapuertadelanevera [21]

juliagosto 2014nº29

Con la colaboración de:

andénuno [5]

Toda esa sangre, Gonzalo Calcedo

Publicamos el primer poema a cien manos, ganador en una nueva propuesta

lanzada desde www.grupoanden.com donde puedes componer sonetos con los

versos de otros. Esta vez recibimos 70 versos, las posibilidades, casi infinitas.

poemaacienmanos [22]nueva estación

Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | [email protected] | www.grupoanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz.

Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez, Kike Cherta y Juan Martini (Buenos Aires, Argentina)

Publicidad: [email protected] | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com

Ilustración portada e interior: © Michela Caputo | Blog: michelacaputo.blogspot.it | http://www.illustratori.it

nove

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s

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En este número de Cuentos para el andén te

traemos algún texto un poquito más largo, para

que tengas unos minutos más de lectura estas

vacaciones. Encontrarás relatos inéditos, autores

muy de hoy y otro de mucho antes de anteayer,

también leerás poesía y unos microrrelatos de

colores que anidaron en los árboles y vinieron a

trinar un rato en estas páginas. No te quitamos

más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

Cuentos para el andén

@cuentosanden

[email protected]

www.grupoanden.com

Te escuchamos:

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a [email protected]

Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.com

Tema del próximo concurso: Caminos

elmuro

Tema: Texturas Ganadora: Sin título - Sofía Londoño (Bogotá)

Finalistas:

Paleta colgada en la pared - Carlos Rivero ( Badajoz)

B R GEOM - Enrique Pérez (Madrid)

Textura 1 - Cecilia Rodríguez (Ourense)

andénuno

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EL martes los huelguistas de la conservera tomaron la ciudad. Iban

de casa en casa, explicando a los vecinos el motivo del cierre. Repar-

tían un panfleto de color sepia con sus consignas. Nos visitaron a

media tarde. Eran dos, un hombre joven y otro mayor; el joven lleva-

ba los panfletos. Se quedaron mirándome y el viejo extendió la mano

y el otro le dio un panfleto. Me lo tendió.

—Estamos en huelga.

Mi mujer apareció entonces preguntando qué sucedía; esperaba a

una amiga y la visión de los dos hombres la turbó. Noté que el joven

la miraba sonriente.

—Estos señores son huelguistas —dije.

—De la conservera —concretó el viejo.

—Llevamos tres meses en huelga. Han mandado a alguien de la

central para que rompa la huelga, pero no creo que lo consigan.

Hacía calor. Lo justo, pensé, habría sido invitarles a pasar y beber

algo. Pero tal vez les ofendiese nuestro bienestar; preferí aquel pensa-

miento temeroso a otra actuación más comprometida.

—Veo que no tiene tiempo para cortar el césped —observó el

viejo, y su tono de voz me asustó.

Acto seguido se ofreció a cortarlo por un poco de dinero; su amigo

le ayudaría a rastrillar la hierba si nuestra cortadora de césped no tenía

depósito incorporado.

—Lo tiene —dije.

—En ese caso, podría rastrillar el sendero de grava.

—Habría que extenderla —comentó el joven.

Miré a mi mujer. Ella permanecía junto a la puerta, muy quieta,

haciéndome dudar. Quizás esperaba que yo les exigiese que se fue-

sen y cerrase la puerta de forma altiva, o tal vez solo quería seguir

charlando. Asintió muy despacio, acariciándose la barbilla con el

dorso de la mano.

Toda esa sangre Gonzalo Calcedo

andénuno

—Realmente —admitió—, el césped está un poco abandonado.

—No tardaremos mucho —dijo el viejo—. ¿Guardan las herra-

mientas en ese cobertizo?

La segadora estaba sucia y con el depósito vacío. Lo rellenaron con

una lata de gasolina olvidada junto a botes de pintura y la hicieron

funcionar. El humo atestaba el cobertizo. El viejo me miró.

—No le diga a nadie que hemos estado aquí. No deberíamos tra-

bajar.

Asentí y les acompañé fuera. Se pusieron a trabajar. Mi mujer y yo

les vigilamos durante un rato. Después entramos en casa y tratamos

de hacer vida normal, pero era difícil sabiendo que ellos estaban en

nuestro jardín. El motor de la segadora rateaba y parecía que iba a

desfallecer; yo notaba la tensión que eso producía en mi mujer: su

gesto de alivio cuando las revoluciones se recuperaban era tan repa-

rador como el sol que entraba por el ventanal. Deseé que aquello aca-

base cuanto antes. Pagaría a los dos huelguistas y les daría la razón

acerca de sus reivindicaciones. Quizás si les contara alguno de mis

problemas en el trabajo me sintiese más cercano a ellos. Sopesé la

posibilidad y analicé cuáles eran mis problemas; no encontré ningu-

no lo bastante reciente.

Sentada en un extremo del sofá, mi mujer se pintaba las uñas de

los pies. Fui a la cocina y allí me sorprendió sacando varias cervezas

del frigorífico.

—¿Piensas ofrecérselas?

—Creo que se las merecen.

—No me parece conveniente que beban. No son de los que

beben y se muestran ingeniosos y simpáticos.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté cerrando el frigorífico.

Mis movimientos eran lentos, perezosos, como si pretendiese

retrasar los acontecimientos.

—Lo sé, eso es todo.

—No estoy de acuerdo.

En ese momento la segadora se detuvo y nuestra conversación

cesó; fue como si nuestro ritmo cardíaco dependiera de aquel motor.

Anhelamos que volviese a funcionar, pero no oímos nada.

—Puede que hayan acabado —aventuré.

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7

andénuno

—Eso es imposible.

Entonces uno de los hombres golpeó con los nudillos el cristal de

la puerta de la cocina. Fui a abrir. Era el viejo.

—Mi amigo se ha cortado limpiando las cuchillas de la máquina.

Estaba nervioso y había cierto dramatismo en su rostro sucio de briz-

nas de césped. También había briznas en la pechera de su camisa.

Asentí y le dije que entrasen mientras yo iba a por el botiquín.

Cuando regresé vi al hombre joven con la mano hundida en el

fregadero; el otro se la sujetaba bajo el grifo. Mi mujer estaba sen-

tada en uno de los taburetes, junto a la mesa.

—Su mujer se ha mareado —me dijo el viejo.

—Lo siento —susurró ella—. Tiene que dolerle mucho.

—Estoy acostumbrado a los accidentes —se ufanó el joven. No

parecía darle importancia al corte, pero al acercarme vi que era

profundo y que el dedo se sostenía milagrosamente; no dejaba de

manar sangre.

Descorrí con torpeza la cremallera del botiquín y al abrirlo me

pareció que su contenido era ridículo y absurdo, una colección de tiri-

tas, vendas y antisépticos dispuestos para hacer frente a los pequeños

percances de la vida doméstica. Pero la segado-

ra era nuestra, estaba en nuestro cobertizo y

el accidente podía haberme sucedido a

mí: me rebelé.

—Corte una venda —me indicó el

viejo.

Obedecí. Mi mujer se palpaba

la nuca. Estaba descalza y el

esmalte de las uñas de sus

pies contrastaba con la

blancura de los azulejos

del suelo. Le tendí la

venda al viejo. Uno de

los dos, no supe precisar

cúal, cerró el grifo.

—Aprieta —le orde-

nó el viejo al joven

envolviéndole el de-

9

andénuno

do en la venda. Cortó una tira de esparadrapo para sujetársela. La san-

gre comenzaba a aflorar a través del tejido—. Mantén el brazo en alto,

que no circule mucha sangre.

Ayudamos al joven a sentarse. Le di una cerveza y bebió con natu-

ralidad, sin afectación alguna.

—Ha sido una lástima —dijo el viejo—. Estábamos terminando.

—Hoy no podrá ser —se lamentó el joven.

Parecían haber llegado al final de una batalla; ahora se resarcían de

sus heridas con la satisfacción de estar vivos. Miré a mi mujer; su único

deseo era que se fuesen. Su amiga podía llamar en cualquier momen-

to y no quería extenderse en las explicaciones. Repartí las demás cer-

vezas y hablamos del panfleto. Lo había redactado la mujer del joven.

—Fue dos años a la universidad.

—Tenemos que volver a salir en los periódicos —dijo el viejo.

—Haremos algo importante la semana que viene.

Entonces mi mujer gritó:

—¡No les escuches!

Enmudecimos. Seguía haciendo sol, pero su luz se replegaba hacia

la ventana, como succionada desde el exterior. Me dije que algunas

habitaciones de la casa ya estarían en sombra, nuestro dormitorio

entre ellas; y también el dormitorio de los invitados y el cuarto de

baño de la segunda planta; el resto de la casa aún podía disfrutar de

aquel verano.

El llanto de mi mujer era infantil, epiléptico. Supongo que esperaba

que la consolase y echara a aquellos individuos, pero no lo hice.

—Dios santo —exclamó—, mira toda esa sangre.

Y los tres vimos el reguero de sangre que iba de la puerta de la

cocina al fregadero y del fregadero al taburete. La sangre resbalaba

por el brazo del hombre joven y caía al suelo después de empapar la

pernera de su pantalón.

—Las manchas de sangre en la ropa no tienen remedio —comen-

tó el viejo.

Terminaron sus cervezas y les acompañé hasta la puerta.

Rodeamos la casa. Miré el jardín.

—Pueden venir a terminarlo cuando quieran —sugerí con torpeza.

—Lo tendremos en cuenta —dijo el viejo, y antes de que yo me

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andénuno

tw Este relato fue publicado por primera vez por el Ayto. de Sevilla en 1998, nosotros loencontramos en el libro: Siameses. Tropo Editores, 2011.Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961) es autor de una quincena de libros y ha participado en varias antolo-gías. Sus libros de relato breve han sido reconocidos con múltiples premios como el NH, AlfonsoGrosso, Tiflos, Caja España, Cortes de Cádiz, Manuel Llano o Ciudad de Coria.

disculpara, añadió—: páguenos cuando volvamos y esté todo termi-

nado.

Salieron juntos. Me dio la impresión de que el joven cojeaba. Lle-

garon a la portilla y la franquearon. Su camioneta estaba aparcada

unos metros más allá. Subieron y oí cerrarse las portezuelas. El motor

produjo una explosión. Luego, una mano se asomó por la ventanilla y

en el momento en que la camioneta se ponía en movimiento, una

bandada de panfletos llenó el aire y comenzó a posarse en nuestro

jardín y en los vecinos. Me quedé mirando el vuelo de las hojas que

aún permanecían flotando. Con viento habrían llegado más lejos. Vi

pasar un coche con varios panfletos atrapados en los limpiaparabri-

sas. Pensé en mi mujer: ella no tenía la culpa de nada. Ni de la huelga

ni de la tristeza. Era inocente incluso cuando tres años antes tuvo una

aventura con un biólogo y se atrevió a confesármelo. La perdoné

entonces y la hubiera perdonado ahora. Tampoco yo era culpable de

demasiadas cosas.

Un panfleto encantado voló hasta mis pies. Se meció unos instan-

tes hasta que me agaché para recogerlo; lo había redactado la mujer

del hombre joven y leí las primeras líneas tratando de averiguar cómo

era ella. Bosquejé una breve historia de amor. El sol se ponía detrás del

rododendro de nuestro vecino, al que ojalá también hubiesen visita-

do otros huelguistas. Me sentí animado de repente. Entraría en casa y

abrazaría a mi mujer.

Pero de vuelta a la cocina la encontré limpiando la sangre con de-

sesperación. En realidad, ya había acabado. Había puesto fin a aquella

hemorragia de nuestro hogar con una rapidez enfermiza. Me miró

jadeante, liberada, repentinamente dichosa.

—¿Verdad que no se nota nada?.

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andéndos

POR hacer algo salimos a tirar la basura.

Además se había roto una mesilla, una de las

patas, no merecía la pena arreglarla. Y tú que

cómo había pasado con lo que te gustaba. Nos

vestimos apresuradamente, buscando cada uno

la ropa del día anterior. Bajamos la escalera, yo

con las bolsas por delante, sin hablar. Preferíamos

dejar la conversación arriba, nos parecía más fácil

gritar de una habitación a otra, sin cruzarnos, solo

las voces, y luego pensar que no había habido tal

discusión. A los gritos siempre los sucedía el silen-

cio. Solíamos callar de un modo tan brusco que

yo me quedaba con ganas de decir más. Señalar

cosas que no encajaban. Como esa mesa quebra-

da de repente entre ambos, en medio del salón,

recién terminado el desayuno.

Se rompió la mesilla y punto. Teníamos esa

forma de hablarnos sin argumentos, por ráfagas

de humo, en voz muy alta, como inconexa del ser

que hablaba. Así fue desde el principio, cuando

los dos fumábamos y salíamos a la calle más feli-

ces y aliviados. Si hace sol es mejor estar fuera.

Pero hoy hace frío, dijimos, qué inmóvil todo. Era

como ir sola. Como haberse quedado donde la

última palabra, sentada a la mesa despatarrada, la

taza de café y los platos por el suelo, la mirada en

la planta acariciada por diminutos voladores

negros. Admití que las cosas se rompen de usar-

De estar por casaMaría Cabrera

andéndos

las. Arrojé las dos bolsas negras, bien atadas, des-

comunales de basura, en un silencio impasible.

—¿No querías andar? —dijiste.

—Ya no tengo ganas.

—Se te quitan rápido.

Y no, no había sido tan rápido.

Regresábamos. Por amplios desiertos de calles,

gente de las afueras, día festivo. Entonces llega-

mos a casa y otra vez comenzaste a hablar. Algo

de la comida o del salón o de la ropa sucia o lim-

pia, o de si habías olvidado tirar la mesilla pero ya

nos habíamos puesto las zapatillas de estar por

casa.

tw Relato inéditoMaría Cabrera (Madrid, 1985) es autora del poemario La habitación del agua (Bailedel Sol, 2014). Ha escrito dos obras de teatro por encargo, trabaja en televisión.

Apoyándose en una expediciónzoológica cuyo objetivo era detectar la presencia de l incesboreales y leopardos de las nievesen la región transhimaláyica deLadakh, Alt itud en vena nos cuenta las vicisitudes de los cuatro componentes de aquella expedición. Gente normal que vive con pasión sus pequeñoshobbies: buscar vida salvaje enlugares remotos, subir montañas,transitar paisajes deshabitados.

Si algo corrobora Alt itud en vena es que todo viaje que se precie esun viaje interior y que si hay unlugar propicio para desnudar elalma es la montaña. Qué mejorescenario que las cumbres himaláyicas del antiguo reino tibetano de Ladakh.

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andéntres

LOS granjeros que vienen a nuestro pueblo a comerciar son

parte de la vida local. El sábado es el día grande. A menudo sus

hijos estudian en el instituto del pueblo.

Eso hace Hatch Hutchenson. Aunque su granja, distante unas

tres millas del pueblo, es pequeña, tiene fama de ser una de las

mejor cuidadas y explotadas de toda nuestra zona. Hatch es un

anciano menudo y enjuto. Su propiedad está en Scratch Gravel

Road, y en esa parte hay muchas granjas muy descuidadas. La de

Hatch llama la atención. La casita de madera está siempre repin-

tada, los árboles del huerto están blanqueados con cal hasta la

mitad del tronco, el establo y los cobertizos están en buenas con-

diciones, y sus campos siempre tienen un aspecto pulcro.

Hatch tiene casi setenta años. Empezó a vivir tarde. Su padre,

que era propietario de la misma granja, fue soldado en la Guerra

Civil y volvió a casa tan malherido que aunque vivió muchos años

después de la guerra, apenas podía trabajar. Hatch era el único

hijo y se quedó en casa trabajando la tierra hasta que su padre

murió.

Entonces, cuando se acercaba a los cincuenta años, se casó

con una maestra de cuarenta y tuvieron un hijo.

La maestra era menuda, igual que Hatch. Después de casarse

ambos se quedaron pegados a su terreno. Parecían encajar en la

vida de granja igual que ciertas personas encajan en la ropa que

visten. Me he dado cuenta de algo que les pasa a las parejas que

tienen éxito en el matrimonio. Cada vez se vuelven más pareci-

dos; incluso físicamente.

Su único hijo, Will Hutchenson, era un muchacho bajito pero

extraordinariamente fuerte. Venía a nuestro instituto y era lanza-

La siembra del maízSherwood Anderson

15

andéntres

dor en el equipo de béisbol del pueblo. Era un tipo brillante, des-

pierto y siempre de buen humor, y muy popular entre nosotros.

Cuando era niño había empezado a hacer unos dibujitos muy

divertidos. Tenía talento. Dibujaba peces, cerdos y vacas que se

parecían a gente conocida. Nunca me había dado cuenta de lo

mucho que la gente se puede parecer a las vacas, los caballos, los

cerdos o los peces.

Cuando terminó el instituto, Will Hutchenson se marchó a

Chicago, donde vivía un primo de su madre, y se matriculó en el

Instituto de Arte. Otro joven de nuestro pueblo también estaba

en Chicago. Se había ido dos años antes que Will. Se llamaba Hal

Weyman y era alumno de la Universidad de Chicago. Después de

graduarse volvió a casa y lo contrataron como director de nues-

tro instituto.

Hal y Will Hutchenson no habían sido grandes amigos antes

porque Hal era algunos años mayor pero en Chicago se encon-

traron, pasaron muchas noches juntos, fueron al teatro y, como

me contó después Hal, tuvieron largas conversaciones.

También me dijo Hal que en Chicago, igual que había pasado

en el pueblo cuando era niño, Will se hizo muy popular de inme-

diato. Era guapo así que a las chicas del Instituto de Arte les gus-

taba, y tenía una franqueza que lo hacía popular entre los chicos.

Hal me contó que Will iba a fiestas casi todas las noches y de

inmediato empezó a vender algunos de sus divertidos dibujitos

y a ganar dinero. Los dibujos se usaban en anuncios y le pagaban

bien.

Incluso empezó a enviar algún dinero a casa. Verán, después

de regresar al pueblo, Hal solía ir muy a menudo a casa de los

Hutchenson a ver a los padres de Will. Iba dando un paseo o en

el coche por las tardes o en las noches de verano y se sentaba

con ellos. La conversación siempre trataba de Will.

Hal decía que era conmovedor lo mucho que la madre y el

padre dependían de su único hijo, lo mucho que hablaban de él

y cómo soñaban con su futuro. Eran personas que nunca se ha-

16

andéntres

bían juntado mucho con la gente del pueblo, ni siquiera con los

vecinos. Gente que trabaja todo el tiempo, desde por la mañana

temprano hasta tarde por la noche, y las noches de luna, decía

Hal, y después de que la esposa preparase una cena fría, salían a

menudo a los campos y se ponían otra vez a trabajar.

Ya ven, para entonces el viejo Hatch se acercaba a los setenta,

y su esposa tendría diez años menos. Hal contó que siempre que

iba a la granja paraban de trabajar e iban a sentarse con él. Puede

que estuvieran en uno de los campos trabajando juntos pero en

cuanto lo veían en la carretera salían corriendo. Solían tener carta

de Will, que escribía todas las semanas.

La madre venía corriendo y el padre llegaba después. "Hemos

recibido otra carta, señor Weiman", decía Hatch con lágrimas en

los ojos. Y entonces su mujer, casi sin aliento, repetía lo mismo:

"Señor Weyman, hemos recibido carta".

De inmediato la traían y la leían en voz alta. Hal decía que las

cartas eran siempre deliciosas. Will intercalaba pequeños boce-

tos. Eran dibujos humorísticos de gente que había visto o con

quienes había estado, ríos de automóviles en la Avenida

Michigan de Chicago, un policía en un cruce, jóvenes taquígrafas

entrando apresuradamente en edificios de oficinas. Ninguno de

los dos ancianos había estado nunca en una gran ciudad y se

mostraban curiosos y entusiasmados. Querían explicaciones de

los dibujos y Hal decía que eran como dos chiquillos que querí-

an saber todos los detalles que Hal recordara de la vida de su hijo

en la gran ciudad. Siempre les insistía en que fueran allí de visita,

y ellos se pasaban horas hablando de ello.

"Por supuesto", decía Hatch, "no podemos ir. ¿Cómo íbamos

a hacerlo?"

Había estado en aquella pequeña granja desde niño. Cuando

era un muchacho su padre estaba impedido así que él tenía que

encargarse de todo. Una granja, para llevarla bien, es muy exigen-

te. Hay que luchar contra las malas hierbas todo el tiempo. Y hay

que ocuparse de los animales.

"¿Quién ordeñaría las vacas?", dijo Hatch.

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andéntres

La idea de que otra persona distinta de él y su mujer tocara

una de las vacas de los Hutchenson parecía dolerle. Mientras él

viviera no quería que ninguna otra persona arara uno de sus

campos, cuidara su maíz ni se ocupara de las tareas de la granja.

Esos eran sus sentimientos hacia la granja. Era algo imposible de

explicar, decía Hal, que parecía entender a los dos ancianos…

Era una noche de primavera, pasada la medianoche, cuando

Hal vino a mi casa y me dio la noticia. En el pueblo tenemos un

telegrafista de noche en la estación de ferrocarril y Hal había reci-

bido un cable. En realidad iba dirigido a Hatch Hutchenson pero

el telegrafista se lo llevó a Hal. Will Hutchenson había muerto, lo

habían matado. Más tarde se averiguó que estaba en una fiesta

con otros jóvenes y habían bebido. El caso es que el coche quedó

destrozado y Will Hutchenson murió. El telegrafista quería que

Hal fuera a llevarles el mensaje a Hatch y a su mujer, y Hal quería

que yo le acompañara.

Propuse ir en mi coche pero Hal dijo que no. "Vamos a pie",

dijo. Me di cuenta de que quería retrasar el momento. Así que fui-

mos a pie. Era principios de primavera y recuerdo cada momen-

to del paseo que dimos en silencio, cómo las hojas empezaban a

brotar de los árboles, los arroyos que cruzamos, cómo la luz de la

luna hacía que el agua pareciera estar viva. Fuimos deambulando

y entreteniéndonos, sin hablar, sin ninguna gana de seguir.

Cuando llegamos Hal fue a la puerta principal de la casa mien-

tras yo me quedaba en la carretera. Oí los ladridos de un perro en

la distancia. Oí el llanto de un niño en una casa lejana. Creo que

después de llegar a la puerta, Hal se debió de quedar allí de pie

diez minutos sin querer llamar.

Por fin llamó y el sonido de sus nudillos en la puerta sonó terri-

ble. Parecieron disparos. El viejo Hatch vino a la puerta y oí a Hal

decírselo. Sé lo que sucedió. Durante todo el paseo desde el pue-

blo Hal había estado tratando de pensar las palabras para contár-

selo a la pareja de ancianos de forma suave; pero cuando llegó el

momento no pudo. Se lo soltó al viejo Hatch a la cara de buenas

a primeras.

andéntres

Eso fue todo. El viejo Hatch no dijo una palabra. La puerta

estaba abierta, estaba allí de pie a la luz de la luna con un gracio-

so camisón largo blanco. Hal se lo dijo, la puerta se cerró de un

portazo y allí dejaron a Hal.

Esperó un rato y volvió a la carretera conmigo. "Bueno", dijo, y

"bueno", dije yo. Nos quedamos en la carretera mirando y escu-

chando. No se oía nada en la casa.

Y así seguimos -podían haber pasado diez minutos o podía

haber pasado media hora- en silencio escuchando y mirando sin

saber qué hacer; no podíamos marcharnos… "Imagino que

están tratando de entenderlo para poder creerlo", me susurró

Hal. Comprendí perfectamente sus palabras. Los dos ancianos

tenían que haber pensado siempre en su hijo Will en términos de

vida, nunca de muerte.

Seguimos allí de pie mirando y escuchando un buen rato

cuando de repente Hal me tocó en el brazo. "Mira", susurró.

Dos figuras vestidas de blanco salieron de la casa en dirección

al granero. Resultaba que el viejo Hatch había estado arando

aquel día. Había terminado de arar y gradar un campo cercano al

granero.

Las dos figuras entraron al granero y salieron inmediatamente.

Se metieron en el campo. Hal y yo cruzamos sigilosamente el

corral en dirección al granero y buscamos un sitio para ver sin ser

vistos.

Fue algo increíble. El anciano había cogido una sembradora

de maíz del granero y su mujer llevaba un saco de semillas, y allí,

a la luz de la luna, aquella noche, después de recibir la noticia,

se pusieron a plantar maíz.

La escena ponía los pelos de punta -era fantasmal-. Ambos

estaban en ropa de dormir. Sembraban un surco y llegaban

hasta muy cerca de donde estábamos en la sombra del grane-

ro. Después de completar cada surco se arrodillaban uno junto

al otro al lado de la valla y se quedaban unos minutos en silen-

cio. Toda la escena se desarrolló sin palabras.

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19

andéntres

tw Del libro: Muerte en el bosque. Ediciones Traspiés, colección Breves, 2014Traducción de Miguel A. Martínez-Cabeza.Sherwood Anderson (EEUU, 1876 - Panamá, 1941)

Fue la primera vez en mi vida que verdaderamente entendí

algo, aunque no estoy nada seguro de poder describir lo que

entendí y sentí aquella noche… Me refiero a algo de la conexión

entre ciertas personas y la tierra —una especie de grito silencio-

so, de dentro de la tierra, de aquellas dos personas que ponían

maíz dentro de la tierra. Era como si estuvieran poniendo a la

muerte dentro de la tierra para que la vida pudiera brotar de

nuevo, o algo así.

También tenían que estar preguntándole algo a la tierra. Pero

¿para qué? Lo que se traían entre manos en relación a la vida en

su campo y la pérdida de la vida de su hijo es algo que no se

puede poner claramente en palabras. Todo lo que sé es que Hal

y yo seguimos contemplando la escena hasta que pudimos, y

después nos marchamos sigilosamente de vuelta al pueblo.

Sin embargo Hatch Hutchenson y su esposa tuvieron que

lograr lo que pretendían aquella noche porque Hal me dijo que

cuando regresó a verlos por la mañana para organizar cómo

traer el cadáver del hijo a casa, ambos estaban curiosamente

tranquilos y, Hal pensó, también lúcidos. Hal dijo que pensaba

que tenían algo. "Tienen la granja y todavía tienen las cartas de

Will", dijo Hal.

21

lapuertadelanevera

Noemí Berrocal García El estado de bienestar

está dentro.Conservémoslo fuera.

¡Quiero mi nevera!

Lucía Berruga

Cariño, lo siento, me voy

a Nunca Jamás. Dejo mi

mala sombra en el armario

por si la quieres guardar.

José Luis BulacioPerdí mi sombra cuando remontévuelo. Igual salí

ganando.

Luisa HurtadoEsta es la historia: yo lleno

y tú vacías.Postdata: no me refiero a la nevera, no te equivoques.

SandraQuerida Nevera: mientras yo devoro tuinterior, mi secreto devora el mío.

Carmen Quinteiro

Me comí el punto de tu

interrogante tratando de

desvelar tu secreto.

No sé en qué te he

convertido.

Luis San José

Arrastrabas un secreto que

pesaba demasiado y al final

la historia terminó balance-

ando tu sombra en la viga

del establo.

EEssttaaddoo

Secreto

Hiisstoriia

Lota López

El perro ha estado vomitando.

Monedas, lentillas, miedo a ser

mediocre, un diccionario de

alemán. No dejes tus cosas

tiradas

http://cincuentos.blogspot.com.ar/

http://cariciasycarencias.blogspot.com.es/ http://microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es/

http://sobrevolandolacultura.blogspot.com.es/

Sombra

22

Poemaacienmanos

Recuerdo venturoso de los días

este rumor de arena en mis oídos

conservaré tu luz en mis latidos

perdiéndose en mi arcón tu letanía.

Mintiéndome entre sueños que volvías

dejándote escapar de mis sentidos

recuerdos que se van marchitos, idos

la noche taciturna te envolvía.

Cabizbajo te marchas sin consuelo

como la luz del sol que ya no ardiera

me acuerdo de tu risa y de tu miedo.

Volaré con el dragón de la ceguera

arrastraré mi alma por el cieno

te echaré de menos la vida entera.

En esta nueva sección los lectores nos envían versos sueltos y

después componen sonetos con ellos. El resultado es un poema

como éste, con una directora de orquesta y once músicos.

Participa en www.grupoanden.com

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tw Autora: Sandra

(1) Juan Carlos Garrido del Pozo http://tenemostato.blogspot.com.es/ (2) Ramón Rojo Alende (3) Sandra(4) Ismael (5) Verso guía (6) Clara (7) Noemí Berrocal García (8) Sandra (9) Ruth Lozano (10) Sandra (11)Juan Marcos (12) Puri Menaya http://purificacionmenaya.blogspot.com.es/ (13) Juan Carlos Garrido delPozo (14) Beatriz Carilla Egido http://anatomiadelamatrioska.wordpress.com/

La caídaSemana 31 de concurso: 25 de junio de 2014Ganadora: Asun Gárate Iguarán

Luego, si se fijan, acaban arrancando esa hilacha de su pantalón, aun-

que lo normal es que no le hagan mucho caso. Darle de comer, bañarlo

y poco más. Como ya no es un niño, no le cuentan cuentos ni le cantan

canciones ni lo llevan a los columpios. Y él echa de menos esas cosas.

Sobre todo, los columpios. Por eso se balancea en la silla, continuamente,

adelante y atrás, adelante y atrás.

CandelaMaría Pámpanas Rivero

—Si, papá, pero, ¿y esa?

Cada muñeca era exacta a la anterior. En el largo del pelo, en la ropa,

en la mueca del rostro.

—Papá, ¿y esa? —preguntó de nuevo Candela con los ojos vivos,

curiosos.

—Esa está rota, cariño, no es tan bonita como las demás.

Candela examinó la muñeca descartada por su padre. Era más

pequeña que las otras, estaba descalza y la camiseta que cubría su cuer-

po, nada tenía que ver con los vestidos de sus inertes compañeras.

Su padre cogió las tres muñecas restantes.

—Papá, ¿yo estoy rota? —preguntó Candela mientras su padre

cerraba la tapa del contenedor.

MicrorrelatoGanador de la temporada

tw Relatos finalista de la última semana de junio y ganador de la temporada del concurso Relatos enCadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los selecciona-dos de la temporada en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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brevemente

dindondin

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La SolanaEspacio coworking. Plató Fotografía.

Taller artesaníaTorrelodones (Madrid)

www.coworkinglasolana.es

La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. Federico García Lorca De martes a domingosEntre 35$ y 50$. Teatro Regio.

Ciudad de Buenos Aires

complejoteatral.gob.ar

VI Festival Internacional de Cine y DerechosHumanosHasta el 31 de septiembreValenciahttp://festivalinternacionalcineyderechoshumanos.com/

Viejas historias, nuevas palabras Del 5 al 19 de agostoCentro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia.

México DF

Mexicoescultura.com

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decamino

http://entresijos.org/ http://www.sealquilaproyecto.es/p/proyecto-sealquila.html

tw Próximamente, se lanzará una nueva convocatoria para que el público conozca nuevas formas deacercarse a la cultura y al arte contemporáneo, fuera de los circuitos habituales y ofreciendo laposibilidad de conocer personalmente a nuevos creadores y sus propuestas.

La Asociación Cultural ENTREsijos y Lacosaculturalpresentaron en junio la última edición del proyectoSeAlquila, una iniciativa cultural que pretende dar visi-bilidad a espacios en desuso, sobre todo aquellos quelucen el conocido cartel de "Se alquila", generando enellos una muestra efímera sobre arte contemporáneo.De este modo, los propietarios de los locales consiguenun inesperado modo de mostrar y revitalizar sus pro-piedades y los artistas, por su parte, disponen de unlugar en el que exponer su trabajo. Cada convocatoriacuenta con un tema con el que trabajar, hasta hoy hansido cuatro: SeAlquila Burbuja, SeAlquila Cuerpo,SeAlquila Mercado y SeAlquila Estado.

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entrecocheyandén

CAPERUCITA se detiene en la linde del bosque y duda.

Objetivo: visitar a la abuela, que vive aproximadamente en el

centro de la espesura. La niña baraja sus opciones; no sabe

nada de simbología del inconsciente, así que, por ese lado,

es libre.

Caperucita, cesta de las viandas incluida, se sube a una

roca cercana para pensar más cómoda. Se sienta agarrándo-

se una rodilla, con la otra, en ángulo recto, apoyada en la pie-

dra, y rememora las instrucciones que su madre le dio. No

debería adentrarse sola entre los árboles porque -y aquí

empieza la ristra de peligros recitable cual rosario- podría no

llegar nunca: el mal acecha. Mientras repasa algunos de los

riesgos más famosos (violación, mordedura de víbora o de

alacrán y ataque de alimaña, sea lo que fuere una alimaña),

Caperucita saca la petaca del tabaco y se lía un cigarro. Se

está bien ahí, frente al bosque, en lo alto de una roca, sola y

fumando. Se acuerda de la merienda y curiosea bajo la servi-

lleta de cuadros rojos. Es posible que la abuela ni lo aprecie;

apenas come nada últimamente. La vieja no habla sino de

sus digestiones y ya no es cariñosa como antes, sino quejica

y un poco aburrida. La nieta calibra, sin hambre, el grosor del

bizcocho y la asimetría de las galletas. Vuelve a tapar la cesta

con el paño para que no se acerquen las avispas y se acomo-

da en la postura del loto, ahora de espaldas al bosque. Cae la

tarde y la niña se ensimisma contemplando la puesta del sol

tras los montes que rodean el valle.

No conduce a nadaCristina SánchezTaller de Relatos de Patio Maravillas

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entrecocheyandén

PARECE una tontería pero esta cucharilla fue de mi abue-

la. Ella no tomaba café, tomaba achicoria, y le daba vueltas

con esta cucharilla antes de que yo naciera. Yo nací y crecí y

empecé a tomar café. Y aquí estamos las dos, la cucharilla y

yo, dando vueltas, tintineando la taza, negociando las condi-

ciones de mi divorcio, un martes de mayo.

CírculosRocío VaqueroTaller de Relatos de Patio Maravillas

tw Hace siete años que el Patio Maravillas nació en el centro de Madrid, en Malasaña. Un lugardesde donde construir democracia, participar, y pensar una ciudad diferente. No quisimos pediry esperar, decidimos tomar y hacer en común. Para celebrar estos siete años, los colectivos delPatio salimos a las plazas en la primera semana de julio a compartir la alegría y nuestras activi-dades con los vecinos. En el Taller de Relatos nos aupamos a una silla y leímos en voz alta nues-tros cuentos, colgamos de los árboles y regalamos los papiros de colores que habíamos escrito.Esta es una muestra de lo realizado esos días.

tw Kokoro es un personaje singular, que se cuela en CpA, para contarte historias en pocas palabras.

© Jasten Fröjen

metroligero - holakokoro

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pormotivosajenos Miguel Alcantud 13/07/14

Yo para ser feliz...

necesito crear

P- ¿En qué tren estás subido ahora?R- Estás sola? Una obra en

Microteatro Por dinero

P- ¿Cuál es el peor aprieto en el que te has encontrado?

R- Creo que vivo en un aprieto continuo que

yo mismo me creo.

P- ¿La obra en la que hayas trabajado con la que más te has divertido?

R- La última en la que esté, siempre

en la nueva.

P- Completa la frase: yo para ser feliz…R- Necesito crear.

P- Los trenes que se pierden ¿vuelven a pasar?

R- Algunos sí.

P- Lo breve si bueno…R- Tres veces bueno.

P- ¿Qué libro te ha marcado? R- Tantos… Por poner uno: Libro del

desasosiego de Pessoa.

P- ¿Qué libro estás leyendo ahora?R- El rey pálido de Foster Wallace.

P- Cuéntanos un truco infalible R- No existen los trucos infalibles,

ni la pasión, ni la técnica…

P- ¿Cuál es la mejor forma de contar un cuento?R- Desde el hígado.

P- ¿Un medio de transporte que prefieras? R- Metro.

P- ¿Hacia dónde te orientas cuando buscas refugio?R- Hacia mi propia casa.

P- ¿Cuál es la ciudad donde te encuentrasmejor? ¿Qué es lo que más te gusta de ella?

R- Londres. Es una ciudad que

hierve culturalmente.

tw Estás sola? es una obra de Microteatro pero con una narrativa totalmente distinta. Divertida, excitante e incómoda.

Entrevistamos al creador de Microteatro,que ahora estrena obra.