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Un Libro de Dr. David Arce Martino - Escritor de Chulucanas
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CUENTOS
PARA EVA
David Arce
Magreb
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Palabras liminares
La vida es una caja de sorpresas, y la universidad es otra, y la literatura es la caja
más sorpresiva. Hace unos pocos años conocí a David Arce, médico nacido en
Chulucanas, Piura, en las aulas de San Marcos, cuando él estaba llevando unos
cursos de literatura. De inmediato tuvimos afinidad porque ambos venimos de la
misma zona del Perú y a mí me llamó la atención su lenguaje, rara mezcla de
norma culta de las ciudades, con un vocabulario amplio y castizo, característico de
la cultura popular de Piura. Espontáneo, extrovertido, dicharechero, era el
estudiante más popular del salón y me costó mucho trabajo acercarlo a las
rigideces de los textos de investigación en humanidades. Ese tiempo pasó, como
todo, y mantengo con David Arce, la cercanía de la paisanía y el afecto por las
formas de hablar y por las costumbres de Piura. Ahora me acerca su libro "Cuentos
para Eva" y me veo en la perentoria obligación amical de comentarlos brevemente.
En estos relatos está presente, lo dicho líneas arriba del propio autor: un manejo
suelto de la norma culta del Perú, una presencia del lenguaje del campo y, sobre
todo, algo que conociendo al autor se puede adivinar: una desbocada imaginación.
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Los breves cuentos de David Arce no hacen distinción entre el estado de vigilia y
el ensueño, entre los seres humanos y los animales, entre los seres que caminan y
la naturaleza viva y palpitante. En una primera lectura pudiera parecer que este
manojo de cuentos está dirigido a los niños, en una segunda, podríamos creer que
son los adultos, los destinatarios naturales, pues los cuentos nos dejan pensando
sobre el destino de la especie humana, y en una tercera lectura podemos llegar a
otra concepción: se trata de cuentos para niños de diez a ochenta años, puesto que
ahí están los ingredientes de la loca fantasía que aman los niños y que conservan
los verdaderos lectores de literatura y está la meditación profunda que caracteriza a
la edad provecta. David Arce no es un escritor profesional, es un "amateur" en su
sentido más prístino: alguien que ama la literatura y que la escribe porque le nace
del fondo del alma. No responde a ninguna exigencia editorial, como aquellas que
atormentan a los novelistas, responde a los reclamos de su propio corazón y, sin
duda, a las vivencias inolvidables de la infancia, esa patria querida de la que nos
han desterrado, según Ernesto Sábato. Saludo estos cuentos de David Arce, que
son su segunda entrega literaria, y le deseo a su autor una larga relación con la
literatura.
Marco Martos
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Para Evita
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Evita
Evita no hablaba.
De todas las niñas del salón de clases, era la única que entraba aferrada a sus
libros y cuadernos.
Apenas se sentaba y dejaba sus cuadernos sobre la carpeta, se llevaba las
manos hacia la boca y se mordía las uñas y permanecía así, aun cuando la
profesora pasaba lista. Ella no respondía; sólo atinaba a mirar el suelo. Sin
embargo, era la que sacaba las mejores notas en los exámenes. Algunos de sus
compañeros de clase se burlaban de ella. Otros trataban de protegerla y ayudarla.
Pero ella parecía estar en otro mundo.
Dentro de su ser no estaba contenta consigo misma. Con su mirada lánguida,
veía cómo participaban sus compañeros de clase, veía cómo ellos movían sus
bocas, sus lenguas, y emitían sonidos. Ella también deseaba hablar como los
demás.
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Pero tenía miedo. No sabía a qué. Las personas mayores le producían mucho
miedo. No lo entendía. Cuando se aventuraba a querer explicárselo, sólo veía
imágenes difusas en los rincones más recónditos de su memoria. Veía a su madre
gritando, se veía a sí misma muy pequeña sin poder pedir hacer la pila o hacer la
caca, y morirse de miedo cuando dos manos grandes la levantaban del suelo, la
colocaban boca abajo y le hacían arder las nalguitas.
Veía un babero, una mesa salpicada de comida, el piso salpicado de comida
y una mano enorme estrellarse contra su boca. También recordaba muchos noes.
«Evita, no toques eso; Evita ten cuidado, no rompas, no salgas, no hagas bulla, no
hables, no...»
Y Evita decidió crecer sin hablar.
Hasta ahora…
Hasta ahora que no se sentía contenta con ser lo que era, quería correr con
sus demás compañeros, hablar de chicos, de juegos, de las cosas bonitas de la vida.
Una tristeza infinita se apoderaba de su corazón.
Y un día, embargada de pena, decidió adentrarse en el bosque para perderse
en la inmensidad de su espesura. Aunque había escuchado que una bruja moraba
ahí, como no estaba contenta con su vida no le importaba.
Evita entró en el bosque y le gustaron las plantas y las flores, las piedras, los
árboles y el cielo. Le gustó tanto el camino que se olvidó del motivo por el cual
había entrado. De pronto uno de sus pies tropezó con un libro antiguo. En su
portada decía: Libro mágico de la vida. Mil recetas para ser feliz. Su corazón dio
un vuelco, creyendo haber encontrado la solución y buscó y buscó. Hasta que
encontró la receta de cómo aprender a hablar.
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Una pluma roja de un loro completamente verde.
Una pluma verde de un loro completamente rojo.
Cuatro uñas de urraca.
Tres huevos de araña roja.
Y varios ingredientes más...
Evita buscó y buscó, hasta que logró encontrar y juntar todos los
ingredientes que indicaba la receta. Los mezcló y tomó el brebaje durante seis
noches.
A la séptima noche se despertó recitando un poema a la luna. Pensó que estaba
soñando, se pellizcó y se dio cuenta de que podía hablar. Regresó a su pueblo, al
colegio. Y todos los que pensaron que Evita había muerto se alegraron de verla de
nuevo, con una nueva cara, sin las manos en la boca, sonriendo, cantando,
recitando y hablando. Y contestando a todas las preguntas que le hacían. Y pronto
se volvió la más popular de la clase.
Pero no todo en esta vida es perfecto, y Evita seguía hablando, interrumpía las
clases, hablaba en el recreo, en la calle, en el mercado, en la casa, en la iglesia y, lo
peor de todo, hablaba mientras dormía.
Nuevamente sus compañeros empezaron a alejarse de ella y Evita se dio
cuenta de que estaba equivocada cuando pensó que el día que hablara iba a ser
completamente feliz.
Decidió volver al bosque en busca del libro mágico de recetas.
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Caminó y caminó, sin cesar de hablar. Los últimos que la vieron alejarse, aún
escucharon un lejano rumor cuando la perdieron de vista.
A su paso los pájaros se dispersaban revoloteando. Ella continuaba hablando
y hablando, sin poder encontrar el libro mágico de recetas.
A lo lejos vio una casa y se acercó a pedir ayuda y comida. De la casa salió
una vieja que la invitó a pasar. Y Evita le pidió, por favor, que la ayudara a no
hablar tanto, y la vieja le dio consejos que Evita no escuchaba porque no paraba de
hablar. Pero como esta vieja era sabia, aprovechó que Evita tomaba aire para
continuar hablando, y le ofreció un plato de sopa.
Evita estaba hambrienta por el largo camino y, mientras ella tomaba la sopa,
la vieja le hablaba, le enseñaba a respirar, a prestar atención, a comprender las
cosas, a observar, a meditar. Le enseñaba a escuchar.
Pero esto no fue de la noche a la mañana. La vieja le daba tareas para que
realizara todas las mañanas y que hablara cuanto ella quisiera. Le decía que regara
las plantas, que les quitara los insectos, los gusanos, las malas hierbas, que podara
las plantas. Y Evita lo hacía con gusto, cantando y hablando.
Y luego, en la tarde, cuando retornaba cansada, la vieja le ofrecía el plato de
sopa y aprovechaba para enseñarle a respirar, a poner atención, a observar, a
meditar y a escuchar.
Y fue así como Evita, gracias a la vieja del bosque, aprendió el placer del
hablar y del escuchar, aprendió el placer del sonido y de los silencios, a diferenciar
los variados tonos de la naturaleza. Aprendió a distinguir el momento, el lugar y la
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persona adecuada para expresar sus más íntimos sentimientos mediante los sonidos
y los silencios que vibraban en su alma reconfortada
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No te olvides del Mantaro
—Bájate un ratito, Papucho, y descansemos bajo este árbol
—dijo el hermanito mayor.
— ¡Tengo sed! —exclamó Papucho.
—Espérate que ya estamos cerca del río.
— ¿Así como el Mantaro que contaba Mamita? —preguntó Papucho.
—No, más chiquito. El Mantaro es un río grande, así de
grande —dijo el hermanito mayor extendiendo ambos brazos, como queriendo
abarcar algo enorme.
—Cuéntame del Mantaro —pidió Papucho, apartando unas hojas secas,
haciendo un claro para sentarse en el suelo.
—Cuando Mamita terminó de regalar el pan se quedó sentada junto a la
ventanilla y el tronar del tren le indicó que estaba partiendo. Entonces vio cómo se
iban haciendo chiquitas las casas del pueblo, y las chacras se veían como dibujadas
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con diferentes colores de verde, así como te he enseñado que son el cuadrado, el
triángulo y el rectángulo, así se veían las chacras. Luego todo se hizo oscuro y es
que el tren entra por en medio de la montaña, los Andes. No te olvides, Papucho:
así se llaman esos cerros que son de pura piedra.
—¿Y cómo es que pueden entrar por allí? ¿Acaso tienen huecos? —preguntó
Papucho.
—No, es que la gente, mucha gente empezó a hacer un paso para el tren a
través de la montaña. Eso se llama túnel. Y cuando terminaron de pasar el túnel,
Mamita miró con emoción las hermosas retamas amarilleando en flor y las rojas
cantutas. No te olvides, Papucho, de que la cantuta es la flor nacional del Perú. Las
nubes se coloreaban de sol de la tarde y, a través de la ventana llenita de gotas de
lluvia, Mamita vio un árbol de capulí y se quedó dormida. Me dijo que esa tarde
tuvo un sueño en el que soñó con nosotros.
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El retrato de mamá
— ¡No me gusta que me engañes! —reclamó Papucho—. No hay ningún
pececito de colores.
—Nunca te he engañado, Papucho, te juro que en este río había muchos
peces de todos los colores —dijo el hermanito mayor—. Ya te dije que había
amarillos como el sol, azules como el cielo, verdes como las plantas, rojos como
los labios de mamá…
—Y como su salivita de Mamita —interrumpió Papucho.
—Ahora está todo contaminado; mejor vamos a chupar las hojas gordas de
esas plantas junto al cerrito rojo.
—Rojo como la salivita de Mamita —volvió a decir Papucho.
—Mira, Papucho, en esta tabla y con estas tierritas de colores vamos a
dibujar la cara de Mamita.
—Yo quiero pintar primero sus labios rojos, como su salivita —dijo
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alegrándose Papucho.
—Y yo sus párpados moraditos que tanto me gustaban —señaló el
hermanito mayor mezclando las tierras.
—Estaba pálida la última vez que la vimos. ¿Le pintamos la cara de
blanco? —preguntó Papucho, sabio en colores, insuflando el pecho.
—Mira, así tenía su cuello largo, largo, y le gustaba su vestido azul,
rojo y negro.
— ¿Y qué hacemos con esta tierra amarilla? —preguntó Papucho.
— ¡Se la pintamos alrededor de toda su cara, para que resplandezca
como el sol! —agregó el hermanito mayor.
— ¿La cargamos hasta el mar? —preguntó Papucho, tratando de
levantar la tabla.
—No, Papucho; esta tabla la dejamos acá. Ya nos falta poco. Nunca te
olvides de que Mamita está aquí adentrito de nuestros corazones y ya te he dicho
muchas veces que cuando quieras volver a verla, basta con cerrar los ojos y la
verás resplandecer dándote un beso en la frente.
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El río de la muerte
— ¡Mira —dice con voz susurrante, ronca, Papucho—, esos hombres que
navegan en el río están llenos de sangre, roja como la saliva de Mamita!
—No mires, Papucho —también susurrante el hermanito mayor—. Es gente
muerta que está navegando en el río de la muerte.
—No es gente muerta —reclamó Papucho—. ¿No ves que está naciendo un
niño?
—Te he dicho que no mires —volvió a ordenar el hermanito mayor—. Ese
niño también está muerto, como nosotros.
—El que va adelante se parece a Papito, y no quiere mirarnos. Solamente el
pez y el barco nos miran.
—Te he dicho que no mires, Papucho —molesto el hermanito mayor—, no
puedes recordar a Papito, porque cuando él se fue tú todavía no nacías.
—Sí, me acuerdo de él. Escuché cuando él dijo cuida a mis hijos, que me
voy para la guerra. En ese tiempo yo no sabía lo que era la guerra, tampoco ahora
—dice triste Papucho—. Solamente sé que la gente se muere y que navega por el
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río de la muerte hacia el mar donde vamos a ver a Mamita.
—No te lo quería decir, Papucho, pero en el mar también está Papito, junto
con Mamita. Él no se fue: se lo llevaron a la guerra. Ahora duerme, que mañana
veremos a los dos.
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Madre
Papucho, cansado de caminar, llegó al borde del barranco, apretó fuerte la mano
del hermanito mayor, abrió enormes los ojos, los cerró y los volvió a abrir. ¡El mar
existía! ¡Todo lo que su hermanito le había contado entre lágrimas era cierto! Todo
era verdad.
Vio esa delgada línea imaginaria entre dos inmensidades. Vio las nubes
gordas, oscuras, preñadas de esperanza, ocultando a su madre luminosa con su velo
de hilos dorados. Allí estaba ella esperándolos. Mamita los miraba desde arriba
para siempre y en cualquier lugar. ¡Pero aquí estaba más cerca!
Papucho respiró hondo y esperó.
Y esperó sin sentir nada en la espalda.
—Tienes que cerrar los ojos, Papucho —le dijo el hermanito mayor—. Las
alas de los ángeles son invisibles y no se sienten. Cierra los ojos y déjate llevar por
la brisa.
Dos moscardones amarillos como estelas brillantes se elevaron por encima
del barranco. Giraron en la lejanía y se confundieron con las escalas luminosas.
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La revolución de los ciclos
Cuando los dos moscardones amarillos revolotearon alrededor del sol, la luz se
hizo sombra y no se veía nada, sólo el amarillo de los cuatro moscardones.
Y ante tanto amor, el tiempo se detuvo en el cielo azul, sobre el mar azul.
El relámpago iluminó las tinieblas de la tierra durante varios siglos.
Y en el nuevo comienzo de los tiempos parecía que existía el caos.
En el centro del caos, Papucho, zumbando, no cesaba de hablar y de
contarles a sus padres sobre el largo camino recorrido y las cosas hermosas y
tristes que había visto, Mamita esto, Papito esto, hermanito tú ya sabes.
Después de mucho tiempo, al revés del tiempo, casi al término del séptimo
día, el gran moscardón amarillo cayó sobre el mar azul, y al contacto con el agua
se fue encogiendo hasta hacerse pequeñito, amarillo, azul, verde transparente.
El viento del sur sopló sobre el mar y las olas llevaron al zigoto verde a la playa y
lo depositaron suavemente sobre la arena, donde el zumbido empezó a latir, a
respirar y a dividirse.
Un niño de otra dimensión miró el zigoto verde traslúcido y lo llevó a su
casa sin saber que se iniciaba un nuevo ciclo, por los ciclos de los ciclos.
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Martín Podovarus
La mamá de los patitos lanzó un graznido terrible cuando descubrió que acababa
de poner un huevo negro, negro verdoso. La comadre, que vivía en el nido del
frente, fue corriendo a ver qué sucedía.
— ¡Santo cielo! —dijo, tapándose el pico y santiguándose varias veces—.
¿Estás segura de que es tuyo? ¿No será que alguna gavilana de esas volantusas ha
venido a usar tu nido? ¡Uy, comadrita! Y ahora, ¿qué irá a decir el compadre?
— ¡Ay, comadrita! —le contestó la mamá de los patitos . Si no fuera
porque yo misma lo acabo de poner, tampoco lo creería
—dijo, mientras examinaba el huevo, y llegó a la conclusión de que si no
fuera por el color, no tendría ninguna diferencia con los demás.
Más tarde, cuando llegó el papá de los patitos, la comadre, que vivía en el
nido de enfrente, se acercó a su ventana para tratar de escuchar lo que hablaban sus
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vecinos, pero sólo escuchaba voces que llegaban de lejos, entrecortadas. Escuchaba
que el papá de los patitos alzaba la voz, y que la mamá de los patitos sólo repetía:
«no, no, no».
Desde su ventana vio cuando el papá de los patitos salía con el huevo negro
y lo tiraba lejos del corral. En la mañana, cuando el papá de los patitos salió a
trabajar, respiró aliviado porque ya no encontró el huevo negro donde lo había
tirado.
La comadre, que no había dormido muy bien, cuando vio que el papá de los
patitos se alejaba, corrió donde el nido de la mamá de los patitos.
— ¡A ver, cuéntame! ¿Qué te dijo mi compadre?
— ¡Ay, comadrita! Se ha empeñado en que no lo tengamos.
Primero pensaba que no era nuestro, luego que era una señal de mal agüero,
después lo llevó a botar fuera del corral. Yo le rogaba que no lo hiciera, pero no me
hizo caso. Pero te contaré un secreto —le dijo, mientras miraba a los costados y
bajaba la voz—. Salí de madrugada, despacito, sin que mi marido lo notara, justo
en la hora en que el silencio es tan fuerte que llegas a escuchar la marcha de tu
corazón. A esa hora recogí el huevo, lo limpié, y lo acomodé debajo de los demás
huevos. Menos mal que mi marido no se ha dado cuenta. ¿Cómo crees que voy a
abandonar a uno de mis hijos?
Y así fue cómo la mamá de los patitos empolló un huevo diferente entre sus
huevos.
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A los treinta días exactos nacieron los doce patitos. Pasaron dos días más y
los patitos salían y se metían entre las plumas y las alas de la mamá de los patitos,
que seguía metida en el nido.
Por las noches escarbaba, sacaba el huevo negro y lo colocaba en su oído.
No escuchaba nada. Estaba perdiendo las esperanzas.
A los treinta y cuatro días el papá de los patitos ya había salido dos veces
con todos los patitos a pasear junto al río y le iba a preguntar si todavía le dolía la
cabeza, cuando vio que la mamá de los patitos escondía algo negro entre sus
piernas. La mamá de los patitos lloró, suplicó, pidió perdón. El papá de los patitos
se sintió herido; no quería saber nada del huevo negro. Lo que más le dolía era que
lo hubiera engañado.
Pero no le duró mucho la cólera. Aceptó que lo siguiera empollando sin que
lo mantuviera enterrado. A los cuarenta días, le dijo:
—Querida mía, reconoce que ese huevo es de mal agüero y que ya debe
estar huero. Será mejor que lo lleves a botar tú misma. Hasta ahora nunca se ha
visto que un pato demore cuarenta días en nacer.
Y ese fue el argumento más consistente que había escuchado en su vida. La
mamá de los patitos lo llevó rodando despacito fuera del corral, con mucha pena.
Fue entonces que dentro del huevo, Podovarus sintió más negro a su
alrededor, hizo un último esfuerzo y estiró su patita izquierda. Sintió un crujido
bajo sus pies.
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La mamá de los patitos, que ya se encontraba de regreso en el nido, creyó
escuchar un pequeño ruido. «Tal vez será mi corazón», se dijo, «pero de todas
maneras voy a averiguar.»
Podovarus empujó una vez más con sus últimas fuerzas y vio una luz bajo
sus pies. Una luz brillante, como al final de un túnel. Sintió ganas de entregarse por
entero a la luz, cuando vio un pico enorme levantar el cascarón negro que lo
aprisionaba.
¡Era la mamá de los patitos! Con su pico lo ayudaba a romper la cáscara.
Ella no pudo evitar retroceder asustada al ver que lo primero que salía era
una cosa extraña, torcida. Después vio que salía otra cosita torcida y allí recién
pudo darse cuenta de que eran dos patitas de pato. Se apresuró a ayudar a romper el
resto del cascarón, no fuera a ser que se ahogara.
Entonces la mamá de los patitos pudo rescatar a Podovarus, que ya estaba
siguiendo la luz brillante que lo atraía como imán. Podovarus no tuvo más remedio
que regresar por la luz que veía debajo de sus pies.
Así nació Podovarus, casi muriendo.
Le pusieron de nombre Podovarus porque nació de patitas, y porque además
las tenía torcidas, ya que Podovarus significa «pies torcidos».
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De colores
Martín Podovarus, el patito de los pies torcidos, jamás en su vida recordaría el
tiempo de los mandiles blancos, jeringas aceradas, sueros multicolores y el verde
quirófano que soportó cuando le enderezaron los pies.
La mamá de los patitos caminaba oronda, con una patita para la izquierda y
otra patita a la derecha, una a la izquierda y otra a la derecha, balanceándose por la
orilla del río, y con trece pelusitas amarillas siguiéndola. La última, Podovarus, con
los pies enyesados.
Podovarus tampoco recordaría la aguamarina de los ojos de la enfermera
checoslovaca, pero el color parecido de las aguas de la laguna produciría para
siempre en él una atracción misteriosa, irresistible y balsámica. Las veces en que lo
invadía una tristeza, le daban ganas de nadar en la laguna, o solamente
contemplarla. El papá de los patitos llegó a quererlo mucho. Ya no le importaba
que hubiera nacido de un huevo negro y que por extrañas circunstancias, se hubiera
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demorado cuarenta días en nacer. Lo cuidaba más que a los demás, le daba los
mejores gusanos verdeolivo, las mejores semillas color arena, el mejor sitio dentro
del nido, tal vez porque nació un poquito enfermizo. Era él quien llevaba los
alimentos prohibidos cuando Podovarus permaneció en el hospital.
La mamá de los patitos, yendo hacia la laguna por la orilla del río solía
distenderse con frecuencia, enseñándoles hermosas fucsias púrpuras, geranios
azules de la ribera, las piedrecitas caqui, los chanchitos grises que abundan entre el
pasto, aprovechando para esperar a Podovarus. El resto de las doce pelusitas
amarillas exploraban un poco más lejos, correteando, saltando, tratando de volar en
el cielo azul, espulgándose entre ellos.
En el hospital hicieron problemas con el nombre de Podovarus, ya que la
mamá de los patitos insistía en llamarlo Martín. El señor de los registros no
entendía razones. Según la partida de nacimiento, Podovarus se llamaba Podovarus
y punto. En ese momento apareció la enfermera de los ojos aguamarina.
—Venga —dijo al ver la cara angustiada de la mamá de los patitos—. No se
preocupe; yo la voy a ayudar.
Cuando la mamá de los patitos lanzó un graznido terrible después de poner
un huevo negro, lo único que dijo fue: «¡San Martincito, un huevo negro!» Y lo
encomendó al santo moreno de la escoba. Y durante cuarenta noches le dedicó una
plegaria a San Martín de Porres, el primer santo negro, y el único que hizo comer
en un mismo plato a perro, gato y pericote. Y fue también por la época de
hospitales, en que la mamá de los patitos, que nunca faltaba a las visitas, hizo una
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promesa al santo moreno: que si su hijo salía con bien, el niño se llamaría
oficialmente como el santo: Martín, Martín Podovarus.
Justo antes de que Podovarus saliera de alta, la enfermera de los ojos
aguamarina, que tan amorosamente lo había cuidado, se acercó donde la mamá de
los patitos y le dijo, entregándole un papel:
—Aquí está la corrección de la partida. Ahora se llama Martín Podovarus.
A Martín Podovarus le gustaba tanto el amanecer como el atardecer, un
instante fugaz en que parecen lo mismo. Se levantaba temprano en la
madrugada, subía el cerro, y cuando todavía las estrellas se podían tocar con
las manos, lograba ver el rojo incendio del amanecer detrás del cerro mayor
y los cambios de colores que rodeaban este milagro de la naturaleza.
De los atardeceres, le gustaba el sol naranja cayendo como una gota de miel
sobre el verde verde que se pierde en el horizonte, mientras que un azul liviano se
apoderaba de sus ojos. Martín Podovarus veía el mundo a colores, hermosos
colores.
Sin embargo, todo cambiaría en el momento de mudar las hermosas pelusas
amarillas por plumas más fuertes. Todos sus hermanos cambiaron a plumas
blancas. Solamente él cambió a plumas negras.
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Años maravillosos
Muchos creerán que Martín Podovarus nunca tuvo infancia, pero están
completamente equivocados. Los días más felices habían sido los de su infancia,
hasta ahora.
Correr por la orilla del río sin las molestias de los aparatos de yeso, disfrutar
de los increíbles juegos que inventaban sus hermanos. Por ejemplo, Pedro, el
hermano mayor, encontró no se sabe dónde, una enorme llanta vieja de camión, y
metía a sus hermanos dentro y la hacía rodar en un vértigo de graznidos y de risas.
Lo hacía una y otra vez, hasta que la tarde caía, y se reunían todos alrededor de los
candiles en el nido de la mamá de los patitos, donde pedían al papá de los patitos
que les contara los cuentos más hermosos que jamás habían escuchado y que los
acompañarían para el resto de sus vidas. La increíble imaginación del papá de los
patitos era inagotable y la mamá de los patitos, que también los escuchaba con
ternura, no se quedaba atrás, y les contaba otros cuentos, cuentos reales de cuando
ella era pequeña.
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Salomón, el segundo de los hermanos, el más andariego, una tarde llegó con
la novedad de que más allá de la colina existía un molino donde pilaban arroz, y
que un enorme cerro amarillo de cáscara de arroz lo había deslumbrado, y
convenció al resto de los hermanos para la aventura. Y los pequeños hermanos
descubrieron otro lugar de diversión: subían hasta la cima del cerro amarillo y se
lanzaban rodando y rodando hasta caer en el suelo mullido. Esto nunca lo contaron
a sus padres; en el fondo de sus corazones intuían que era un lugar prohibido por la
lejanía y el peligro de los cazadores furtivos.
Una tarde, Ruth, la tercera de los trece hermanos, se internó un poco más
allá del molino. Al empezar a oscurecer y viendo que ya era hora de regresar,
Pedro, el hermano mayor, sacudiéndose la última cáscara de arroz, ordenó a los
hermanos colocarse en fila para contarlos. Contó una y otra vez y con el corazón
que se le estiraba hasta el suelo se dio cuenta de que faltaba Ruth. Sintió miedo de
que algo malo le hubiera sucedido. Luego pensó en sus padres y en la pena enorme
que esto les ocasionaría. La tarde se hacía más oscura y era muy probable que los
padres ya estuvieran preocupados. Pedro les dijo a todos que no se separaran y
empezaron a llamar a Ruth, sin respuesta alguna. Cuando ya estaban perdiendo la
esperanza, la vieron llegar avergonzada, toda mojada, con miedo.
Pedro la abrazó llorando y llenándola de besos le dijo:
— ¡Hemos estado muy asustados, hermanita!—. La miró por todos lados,
buscando alguna magulladura o herida.
—Lo bueno es que estás sana y salva —dijo Pedro, emprendiendo el regreso,
con el corazón contento—.
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Durante el camino de regreso Ruth no cesaba de hablar de un hermoso
estanque, de aguas quietas y tibias, y les pedía perdón a todos; no se había dado
cuenta del paso del tiempo mientras estaba nadando. Cuando llegaron al nido, ya la
comida estaba servida y los candiles encendidos. La reprimenda que esperaba
Pedro no se dio, simplemente porque esa noche era noche de San Juan y, con los
preparativos para la fiesta, ni la mamá de los patitos ni el papá de los patitos se
percataron de la ausencia de los andariegos.
La noche de San Juan comieron hasta hartarse y el papá de los patitos
encomendó a David, el cuarto de los hermanos, la tarea de prender fuego a la
fogata que les correspondía. Alguien tocó un silbato y todas las fogatas alrededor
de la laguna se prendieron como por arte de magia. Empezó la serenata, una
orquesta de patos entonó la canción de San Juan y los demás empezaron a bailar
alrededor de los fuegos. Eva, la penúltima de los hermanos, fue invitada por el más
viejo de los patos para que cantara Las mañanitas, porque conocía su melodiosa
voz. Todos en el pueblo de los patos conocían su voz increíble y no dejaban pasar
ninguna reunión sin pedirle una canción. Hasta en los lugares más insólitos era
detenida por algún admirador o por algún enloquecido de amor para pedirle por
favor una cancioncita. Eva no se hacía rogar; dejaba lo que estaba haciendo y
cantaba, porque le gustaba cantar. Una vez que la enviaron a comprar sal se
encontró con un anciano que, con lágrimas en los ojos, le pidió una vieja canción:
Culebra que estás allí y, como ella se sabía las letras de todas las canciones, la
cantó. Luego vinieron más patos y cada uno pidió su canción favorita. La mayoría
de las canciones versaban sobre amores contrariados que, en esos tiempos, la
pequeña Eva no entendía. Y así se habría pasado el tiempo cantando si no hubiera
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sido porque Moisés, el antepenúltimo hermano, fue a recordarle que la esperaban
por la sal. La audiencia se resistía a abandonar el corro y muchos se quedaron con
ganas de seguir escuchándola.
Varias semanas después de la desaparición de Ruth, Mercedes, la quinta de
los hermanos, rogó a Pedro que por favor los llevara a conocer el estanque de
aguas tibias del cual les habló Ruth. Al comienzo Pedro dio un no rotundo, pero los
demás, hincados por la curiosidad, hicieron causa común y le suplicaron para que
los llevara al misterioso estanque. Y como Pedro también quería ir, accedió, como
si no quisiese ir, aunque en sus entrañas también quería conocerlo, y les dijo:
—Vamos a ir, pero esto que no lo sepan nuestros padres.
Y así fue que conocieron el bello estanque de aguas tibias donde
pasaron tardes muy felices.
Josué, el sexto de los hermanos, muy pronto descubrió que junto al
puente había una peña enorme desde donde podía zambullirse en el río haciendo un
montón de piruetas y acrobacias; allí los trece hermanos encontraron otra fuente
inagotable de placer. Martín Podovarus, un poco temeroso, fue el último que
aprendió a tirarse desde la piedra, y esto porque en un arrebato de alegría Pedro lo
empujó cuando iba en su quincuagésimo intento. No tenía nada que temer, porque
ya el resto de sus hermanos lo estaban esperando en el río. Esto le gustó tanto que
más demoró en salir del agua que en escalar la peña y tirarse de nuevo.
Martina, la séptima de los hermanos, era increíblemente experta en trucos:
desaparecía piedras debajo de sus alas y luego las sacaba de su boca. Aprovechaba
cualquier objeto y hacía maravillas con él, dejando boquiabiertos a sus hermanos,
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especialmente a Martín Podovarus, y a ella le gustaba dejar embobados a sus
hermanos. Todos querían que les enseñase y ella se negaba.
Al único que le enseñó sus innumerables trucos sin que se lo pidiera fue a
Martín Podovarus. Pero Martín nunca los practicó ante nadie, convencido de que
Martina era la única que tenía el derecho a deslumbrar a los demás hermanos.
Juan, el octavo de los hermanos, tenía un don especial, el de dominar el
balón a su antojo. En los juegos de pelota, Juan era el que más destacaba. Hacía
pataditas con el balón y, de haber sido posible, hubiera estado días enteros
haciendo pataditas y también cabecitas. En los partidos de fútbol tenía el récord de
goles anotados. Los demás hermanos y hermanas también jugaban, pero nadie
como él. Mucho tiempo intentó enseñarle sus secretos a Martín Podovarus y, en
este caso, fue realmente imposible. Probablemente por sus piernas aún un poco
torcidas, o porque realmente no era su habilidad, Martín Podovarus nunca aprendió
a dominar el balón. Lo único memorable que hizo fue que, queriendo devolver el
balón a Ruth, que hacía de portera, el tiro salió hacia atrás, con tan buena suerte
que se introdujo en el arco contrario. Fue el único gol en toda su vida.
Esther, la novena de los hermanos, y María, la décima, eran como dos gotas
de agua. Era hermoso verlas cómo caminaban juntas, haciendo una lo mismo que
la otra. Si una de ellas estornudaba, la otra también lo hacía, sin que se supiera
nunca quién había estornudado primero. Y muchas veces fueron sorprendidas
teniendo las mismas ideas que, cuando eran expresadas, parecía que se habían
puesto de acuerdo para hablar a la vez. Tenían extraños presentimientos que luego
se hacían realidad. Un día llamaron a Martín Podovarus y le dijeron
simultáneamente:
31
—Martincito, te amamos mucho, hermanito; solamente queremos decirte
que la vida es dura y que, pase lo que pase, estarás para siempre en nuestros
corazones, y todos nosotros te estaremos acompañando. Nunca lo olvides: todos
estaremos dentro de ti. Solamente te pedimos que recuerdes estos hermosos
momentos que hemos vivido juntos— y lo abrazaron y lloraron largo rato, tanto
que Martín Podovarus, sin saberlo ni entenderlo, también se puso a llorar,
abrazando a sus queridas hermanas.
Un rato después, Martín Podovarus estaba jugando nuevamente.
Pasaría mucho tiempo para que Martín Podovarus comprendiera las premoniciones
de sus hermanas gemelas.
32
Lenta agonía
Martín Podovarus, el patito de los pies torcidos, no se dio cuenta de que era
diferente a sus doce hermanos con plumas amarillas hasta el día aciago en que la
maestra gorda del curso de natación les hizo formar fila junto a la orilla de la
laguna. Todavía no se había percatado de los susurros de los demás alumnos, de
los innumerables comentarios que hacían entre ellos, ni de sus risas ahogadas,
hasta el momento en que llegó su turno, cuando se acercó tanto a la orilla que lanzó
su primer graznido de miedo, al ver en la superficie del agua, a un ser extraño,
enorme y negro que lo miraba desde la laguna. No le importaron las carcajadas de
sus compañeros y, venciendo su miedo, se acercó nuevamente a la orilla y observó
al extraño ser que hacía sus mismos movimientos en espejo.
Fue en ese preciso instante en que tomó conciencia real de que él era el
extraño ser que reflejaba el agua y de que los comentarios, susurros y risas de los
demás alumnos eran hacia él.
Ese día no quiso aprender a nadar. Se alejó caminando, despacito, hasta
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desaparecer entre los arbustos. Lloró y lloró hasta más no poder y no quiso salir de
allí ni con ruegos ni con amenazas de la maestra gorda.
Cayó la tarde y la mamá de los patitos, alarmada por el reporte de la maestra,
lo llamó con una voz tan dulce e irresistible que Martín Podovarus no tuvo más
remedio que salir despacito, con la cabeza gacha, sin tener la valentía de mirar a
nadie, ni siquiera a su madre.
La mamá de los patitos, comprendiendo la situación de su hijo, dejó que
Martín Podovarus se metiera entre sus alas y caminó a su ritmo lento,
escondiéndolo de los vecinos que esperaban junto a sus puertas para mirar el
extraño fenómeno.
Y mientras la mamá de los patitos entraba lentamente a su nido, los vecinos
se reunían y formaban corros para hablar de las plumas negras de Martín
Podovarus. Los más recalcitrantes alzaban la voz para que fuera expulsado de la
comunidad porque lo consideraban anuncio de mal agüero. Otros, los menos, que
argüían conocimientos de genética, no eran escuchados.
La noticia corrió y volvió tergiversada durante varios días y semanas.
Martín Podovarus seguía sin querer salir del nido. El papá de los patitos,
desconcertado, le llevaba los mejores gusanos verdeolivo y Martín Podovarus
tampoco quería comer. Sólo quería que la tierra se lo tragara o que un rayo lo
partiera. Nada pudieron los ruegos de la madre ni las amenazas del padre.
Poco a poco, Martín Podovarus empezó a delirar por la fiebre que se apoderó
de él. Lanzaba graznidos de dolor en plena medianoche, como si lo estuvieran
operando sin anestesia. Los vecinos formaron comisiones para resolver el
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problema; algunos, los más cuerdos, acordaron llevar a los mejores doctores.
Pero lo único que pudieron hacer fue colocarle un suero al cuerpito casi
exánime de Martín Podovarus.
Y así pasaron días y semanas de lenta agonía. La mamá de los patitos probó
todos los remedios caseros que le sugerían sus vecinas. Le colocaba parches de
árnica, le hizo una almohada con flores de lavanda, le estiraba el dedo medio de la
patita derecha, y nada.
Una mañana, en que parecía que sería la última de Martín Podovarus,
cuando los médicos dijeron que ya no valía la pena seguir torturándolo con las
agujas, cuando la comadre había terminado de frotarlo con un huevo de gallina
recién puesto, y cuando ya el cura le untaba los santos óleos, Martín Podovarus
tosió casi sin toser.
Fue entonces que la comadre, alertada por el cura, que conocía casi todas las
enfermedades, salió corriendo despavorida diciendo que el pobre Martín
Podovarus padecía del terrible e incurable mal de la tuberculosis, lo cual
significaba el fin de Martín Podovarus y el inicio de una cuarentena inflexible en la
casa de los patitos.
El papá de los patitos, después de casi cuarenta días, regresó rengueando,
resoplando, con las plumas despatarradas, acompañado del pato más viejo y de
aspecto estrafalario que nunca jamás alguien había visto.
Cuando los dos patos pasaron por la calle principal, despertaron un temor ancestral
entre los pocos vecinos que los vieron. El pato viejo parecía un demonio, con cejas,
35
bigotes y barba blanca, con una pata de palo y un cayado sarmentoso para apoyarse
al caminar.
Bastó una sola mirada del viejo pato para diagnosticar lo que ya el cura
había diagnosticado: Martín Podovarus padecía el vergonzante mal de la
tuberculosis. El viejo pato se acercó a la mamá de los patitos y le dijo, con una voz
embriagante, que dejara de preocuparse, que él curaría al pequeño Podovarus, pero,
para que eso ocurriera, tendría que llevárselo a una lejana tierra llena de sol y calor,
donde se recuperaría no solamente del mal de la tuberculosis, sino también del más
terrible mal que padecía Martín Podovarus, el mal del alma.
Patisho, como así se llamaba el extraño viejo pato, dejó instrucciones para
que el pequeño Martín Podovarus fuera llevado a aquellas lejanas tierras de sol y
de calor.
La mamá de los patitos, angustiada, le dijo en voz baja al papá de los patitos
que no confiaba en aquel viejo estrafalario, pero el papá de los patitos la convenció
de que no tenían otra alternativa. El amor va mucho más allá de toda esperanza.
Los doce hermanos de Martín Podovarus armaron una camilla con hojas de
cocotero e hicieron turnos en el largo viaje hacia la lejana tierra de sol y de calor.
Todos se disputaban la camilla, desde Pedro, el mayor, hasta Eva, la menor, la de
la voz melodiosa, que cantaba canciones a los caminos, sin cesar, haciendo el viaje
menos penoso.
La mamá de los patitos durante todo el viaje acariciaba con su ala el pecho enjuto
de Martín Podovarus, suspirando de trecho en trecho, rezando y elevando plegarias
al santo moreno.
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Cuando ya el cansancio físico de la larga marcha empezaba a mermar las
esperanzas de los doce patitos y de la mamá y del papá de los patitos, la cansada
comitiva divisó a un remozado Patisho que los esperaba sonriente en la tierra del
sol y del calor. Pero lo que vio la mamá de los patitos al llegar al lugar de sanación
la desanimó por completo y casi se entregó a la desesperanza de volver con el
pequeño Podovarus.
La clínica que ella imaginó, el lugar de reposo y sanación para su pequeño
Martín Podovarus, era solamente un corralón hecho de varas de overal y barracas
de madera carcomida de palo santo.
Cuando ya estaba casi convencida de volver con el cuerpo desfallecido del
pequeño Podovarus, salieron de todos lados hermosos patos de todos los colores,
que, sonrientes, amables y llenos de energía, les dieron la bienvenida.
Y no tuvo reparos en dejar al pequeño Martín Podovarus en aquella tierra de
sol y de calor, pues tenía la certeza de que algún día Martín Podovarus se
recuperaría para siempre.
37
El retorno
El viaje de retorno, aunque con menos cansancio, le pareció larguísimo a la familia
de los patitos. Los pequeños caminaban silenciosos, y la mamá y el papá de los
patitos de vez en cuando exhalaban suspiros lastimeros.
Pedro, el mayor, cogió una pequeña rama de un arbusto y empezó a
arrastrarla por el camino de tierra, sin pensar en nada, solamente sintiendo una
tristeza insondable.
Salomón, el aventurero, no se interesó por los nuevos caminos, los nuevos
árboles, ni por nada que lo distrajera. Sólo pensaba en sus lugares secretos donde
disfrutaba de la vida, lugares que no se los había mostrado a su entrañable
Podovarus.
Ruth se recriminaba por la pena de aquella tarde en que disfrutó de las aguas
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cálidas del estanque sin pensar en la angustia que sintieron sus hermanos ante su
desaparición.
David, el cuarto de los hermanos, pensó que ninguna Noche de San Juan
sería equiparable a la que disfrutó, cuando todos estaban juntos, aun cuando
aquella misma tarde la ausencia de Ruth los sumió en la peor de las angustias.
Mercedes no pensaba; sólo sentía. Las lágrimas que dejaba en el camino
formaban tremendos hoyos en la tierra, los mismos que durante mucho tiempo
persistieron y que hubieran servido a algún extraviado para encaminarse hacia la
comarca de los patitos.
Josué, el sexto de los hermanos, pensaba y recordaba los hermosos
momentos que compartió con sus hermanos en el río, y se prometió que si
Podovarus regresaba con vida le enseñaría los secretos del río que solamente él
conocía.
Martina, la séptima de los hermanos, prometió que cuando Martín Podovarus
regresara, compartirían el espectáculo de sus trucos de a dos, conociendo que
Martín Podovarus, para no quitarle audiencia, decidió nunca realizar los trucos de
su hermana en público.
Juan, el octavo de los hermanos, decidió enseñarle a Martín Podovarus,
algunas gambetas que se había reservado solamente para él. Y en el camino soñó
con un estadio lleno de aficionados donde los dos hermanos realizaban acrobacias
con el balón.
Las gemelas Esther, la novena de los hermanos, y María, la décima, soñaban
39
que podían intercambiar sus dones con Martín Podovarus, y al mismo tiempo
decidieron que cuando él regresara, cosa que parecía imposible, pasarían más
tiempo con él y le enseñarían el arte de la prestidigitación y muchas cosas que sólo
ellas conocían.
Moisés, el antepenúltimo hermano, se hizo la firme promesa de esperarlo, si
fuera posible, toda la vida.
Eva, la penúltima, la de la hermosa voz y bellas canciones, solamente se
dedicaba a componer melodías en memoria de su hermano menor.
Los padres, al final de la fila, solamente lanzaban suspiros ahogados,
tomados de sus alas y llorando a mares, como nunca antes se lo había visto al papá
de los patitos, a quien, a decir de muchos, nunca se lo vio llorar. Y la mamá de los
patitos y sus hijos supieron guardarle el secreto para siempre.
Cuando llegaron a la comarca, todos se encerraron en la casa de los patitos y
la única que colocó un listón negro encima del marco de la puerta fue Eva, la de la
voz melodiosa.
Los vecinos no preguntaron nada. Algunos se aguantaron las ganas de darles
el pésame.
Sin embargo, la mamá de los patitos nunca, hasta el final de sus días, nunca
lanzó una queja en contra del Santo Negro, Fray Martín de Porres. Cada día
colocaba una vela misionera roja y rezaba una plegaria por su hijo amado,
esperando su recuperación.
40
Ya para esos tiempos, en toda la comarca se cernía la amenaza de una
epidemia mortal.
41
Patisho
Patisho, el viejo pato sin tiempo, colocó el cuerpo casi exánime de Martín
Podovarus en la mejor de las barracas y designó a los más antiguos patos
recuperados del terrible mal de la tuberculosis para que lo cuidaran con cariño.
Martín Podovarus todavía permaneció delirando durante varios días bajo los
amables cuidados de sus congéneres. Ellos tenían experiencia en casos como el de
Podovarus. Le daban gotas de aguamiel cada dos horas, le aplicaban masajes en
todo su cuerpecito y, sobre todo, le decían palabras cariñosas y le expresaban
cuánto lo querían.
Después de cuarenta días de intenso tratamiento, Martín Podovarus pudo
abrir los ojos y mirar al más hermoso pato celeste que había visto en su vida. Y,
pasada la primera impresión, miró alrededor suyo y vio a los más extraños patos de
colores jamás vistos, que lo miraban con cariño, pero a ningún pato negro.
Y eso no le importó. Solamente le intrigaba cómo era que podían existir
42
tantos patos de tantos colores en tan poco espacio.
Y sintió cariño por todos ellos, y en poco tiempo empezó a llamarlos por sus
nombres. Muchas noches pasó mirando las estrellas, pensando quién era su amigo
más querido: Rhodosh, el pato rojo; Oncash, el pato azul; Chelesh, el pato celeste;
Huayrosh, el pato verde. Y también pensó en Tersish, Arnish, Marsish, Bosish,
Lucsish, Lernish, Yersish, Caosish, Ebnish y otros extraños nombres más, y llegó a
la inevitable conclusión de que cada uno de ellos era único e inolvidable y que no
había medida para su amor.
Cuando Martín Podovarus, ya recuperado, y mirando el mundo de una
manera diferente, sintiéndose bien y en paz y comunión con lo que lo rodeaba,
caminando por la tierra de sol y calor, sin culpas ni vergüenzas, se sentó junto a un
algarrobo y sintió la omnipresencia de un ser diferente a los demás: era Patisho.
Patisho, con cejas espesas, bigotes ralos y barba sin cuidar, lo miraba con
cariño, sonriendo por su recuperación, apoyándose en un bastón de parra sin labrar.
Martín Podovarus miró su pata izquierda de palo y sintió deseos de abrazarlo pero
no lo hizo, sin saber qué secretas razones se lo impidieron.
—Martín, mi querido y pequeño Martín Podovarus —dijo el viejo loco
Patisho—, hasta ahora has completado la primera etapa de recuperación.
Quiero que sepas que solamente te has recuperado de tu mal de tuberculosis,
pero todavía no te has curado completamente de tu mal del alma. En el fondo de
tus ojos veo que estás triste, que extrañas una infancia en otras tierras, junto a tu
madre, a tu padre y a tus hermanos; lo comprendo y te entiendo. Les he prometido
a tus padres que regresarás a tus tierras añoradas curado de tu mal del alma.
43
Martín Podovarus no comprendía lo que el viejo loco Patisho le estaba diciendo y,
sintiéndose con las fuerzas suficientes, decidió pedirle que lo dejara regresar.
—Yo no te detengo, pequeño Podovarus —dijo el viejo Patisho—. Eres libre
de hacer lo que desees.
Y Martín Podovarus inició su viaje de retorno. Un largo viaje de retorno.
Y, empezando el viaje, el pequeño Podovarus se dio cuenta de que no se había
despedido de sus amigos queridos. Y se quedó cuatro días enteros junto a un
pequeño arroyuelo sin saber qué hacer. Se imaginó regresando a un lugar
extrañado y querido, pero en el cual no se sentía en comunión, a pesar de que sus
seres queridos estuvieran esperándolo.
Al terminar el cuarto día decidió regresar donde Patisho y sus amigos.
—He regresado para poner en orden mis sentimientos y mi alma —le dijo al
viejo Patisho, quien estaba sentado junto al algarrobo.
—Has regresado al lugar equivocado —dijo el viejo Patisho—. No es aquí
donde vas a poner en orden tus sentimientos y tu alma. Es más: nunca tendrás
orden en tus sentimientos ni en tu alma. Lo que aquí te podemos ofrecer es
descanso y cariño, nada más.
Martín Podovarus, confundido, tuvo por un instante la intención de largarse
de ese lugar, pero algo en su interior lo detuvo.
Amaneció otra vez en la misma barraca, rodeado de sus más queridos
amigos, todos cuyos nombres conocía.
44
Recién ese día pudo percatarse de la rutina que todos llevaban. Se
levantaban temprano para realizar las labores de limpieza de todas y cada una de
las barracas, luego iban a una laguna cercana a realizar ejercicios náuticos y se
dividían las tareas para cuidar a los enfermos recién llegados. Cayó en la cuenta de
que la mayoría de los enfermos eran diferentes a cuantos había conocido hasta
entonces. La única particularidad que tenían era la diferencia de color de sus
plumas.
Una hora antes del almuerzo se reunían en el salón principal, cada uno en su
asiento. El viejo Patisho se sentaba en el sillón más grande y, atusándose los ralos
bigotes, dirigía la reunión. Los primeros días Martín Podovarus solamente
escuchaba lo que desees.
Y Martín Podovarus inició su viaje de retorno. Un largo viaje de retorno.
Y, empezando el viaje, el pequeño Podovarus se dio cuenta de que no se había
despedido de sus amigos queridos. Y se quedó cuatro días enteros junto a un
pequeño arroyuelo sin saber qué hacer. Se imaginó regresando a un lugar
extrañado y querido, pero en el cual no se sentía en comunión, a pesar de que sus
seres queridos estuvieran esperándolo.
Al terminar el cuarto día decidió regresar donde Patisho y sus amigos.
—He regresado para poner en orden mis sentimientos y mi alma —le dijo al
viejo Patisho, quien estaba sentado junto al algarrobo.
—Has regresado al lugar equivocado —dijo el viejo Patisho—. No es aquí
donde vas a poner en orden tus sentimientos y tu alma. Es más: nunca tendrás
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orden en tus sentimientos ni en tu alma. Lo que aquí te podemos ofrecer es
descanso y cariño, nada más.
Martín Podovarus, confundido, tuvo por un instante la intención de largarse
de ese lugar, pero algo en su interior lo detuvo.
Amaneció otra vez en la misma barraca, rodeado de sus más queridos amigos,
todos cuyos nombres conocía.
Recién ese día pudo percatarse de la rutina que todos llevaban. Se
levantaban temprano para realizar las labores de limpieza de todas y cada una de
las barracas, luego iban a una laguna cercana a realizar ejercicios náuticos y se
dividían las tareas para cuidar a los enfermos recién llegados. Cayó en la cuenta de
que la mayoría de los enfermos eran diferentes a cuantos había conocido hasta
entonces. La única particularidad que tenían era la diferencia de color de sus
plumas.
Una hora antes del almuerzo se reunían en el salón principal, cada uno en su
asiento. El viejo Patisho se sentaba en el sillón más grande y, atusándose los ralos
bigotes, dirigía la reunión. Los primeros días Martín Podovarus solamente
escuchaba lo que desees.
Y Martín Podovarus inició su viaje de retorno. Un largo viaje de retorno.
Y, empezando el viaje, el pequeño Podovarus se dio cuenta de que no se había
despedido de sus amigos queridos. Y se quedó cuatro días enteros junto a un
pequeño arroyuelo sin saber qué hacer. Se imaginó regresando a un lugar
extrañado y querido, pero en el cual no se sentía en comunión, a pesar de que sus
seres queridos estuvieran esperándolo.
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Al terminar el cuarto día decidió regresar donde Patisho y sus amigos.
—He regresado para poner en orden mis sentimientos y mi alma —le
dijo al viejo Patisho, quien estaba sentado junto al algarrobo.
—Has regresado al lugar equivocado —dijo el viejo Patisho—. No es aquí
donde vas a poner en orden tus sentimientos y tu alma. Es más: nunca tendrás
orden en tus sentimientos ni en tu alma. Lo que aquí te podemos ofrecer es
descanso y cariño, nada más.
Martín Podovarus, confundido, tuvo por un instante la intención de largarse
de ese lugar, pero algo en su interior lo detuvo.
Amaneció otra vez en la misma barraca, rodeado de sus más queridos amigos,
todos cuyos nombres conocía.
Recién ese día pudo percatarse de la rutina que todos llevaban. Se
levantaban temprano para realizar las labores de limpieza de todas y cada una de
las barracas, luego iban a una laguna cercana a realizar ejercicios náuticos y se
dividían las tareas para cuidar a los enfermos recién llegados. Cayó en la cuenta de
que la mayoría de los enfermos eran diferentes a cuantos había conocido hasta
entonces. La única particularidad que tenían era la diferencia de color de sus
plumas.
Una hora antes del almuerzo se reunían en el salón principal, cada uno en su
asiento. El viejo Patisho se sentaba en el sillón más grande y, atusándose los ralos
bigotes, dirigía la reunión. Los primeros días Martín Podovarus solamente
escuchaba lo que decían los demás y asimilaba lo que decía el viejo maestro
Patisho.
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Y Martín Podovarus comprendió que existían varios mundos diferentes hasta
los ahora conocidos y que cada uno de ellos merecía respeto y cariño.
Y mientras Patisho seguía igual de viejo, los demás envejecían y se hacían sabios.
De cada uno aprendía algo, hasta del que parecía más estrafalario.
Durante mucho tiempo, solamente se dedicó a escuchar lo que los demás
expresaban. Y el tiempo pasó sin tiempo. Y comprendió que aprendía algo cada
día, hasta del más nuevo integrante del grupo.
Podovarus quería hablar de sus fantasmas más escondidos y no podía. Mejor
dicho, realmente no quería.
Ya se habían ido casi todos los amigos que lo habían cuidado durante su
convalecencia, y solamente quedaba Lucsish. Le agradaba su compañía y pasaba
horas hablando de cosas aparentemente sin importancia.
Martín Podovarus sintió desgarrar su corazón cuando escuchó a Lucsish
decir sus palabras de despedida y, en un rapto de conciencia, se dio cuenta de todo
lo que Patisho había querido decirle durante el tiempo compartido en la tierra de
sol y de calor.
Una semana después, Martín Podovarus, con la mirada limpia y la paz en su
rostro, se acercó donde el viejo Patisho y, al despedirse, le dio un abrazo eterno y
le dijo que volvería a su lejana tierra.
Patisho, el viejo sabio Patisho, con lágrimas en los ojos, lo abrazó
tiernamente y le dijo:
48
—Todo está en ti: tu infancia, tus padres, tus hermanos, el universo todo.
Puedes partir en paz. Y antes de que te marches quiero decirte algo más, que
espero que nunca lo olvides: pase lo que pase, yo estaré siempre en ti, en tu
memoria y en tu ser, lo mismo que tu madre, tu padre, tus queridos hermanos, tu
familia entera, y esta nueva familia que has conocido. Nunca te abandonaremos. Y
en los momentos en que parezca que tus fuerzas desfallezcan, tómate tu tiempo y
recuérdanos.
Fue así que Martín Podovarus decidió regresar a las tierras de su niñez,
curado en cuerpo y alma, según su parecer.
49
El viaje
Martín Podovarus emprendió su viaje de retorno con la inmensa pena de dejar un
tiempo y un espacio queridos. Pero, en el fondo de su alma, tenía la certeza de
reencontrarse con su familia: su mamá, su papá y sus doce hermanos.
El viaje de regreso le pareció agotador, pero su decisión incrementaba sus
pocas fuerzas. Caminó y caminó durante muchos días sin recordar que sus doce
hermanos lo habían cargado en un anda de hojas de cocotero. Desanduvo lo
andado por sus hermanos y siguió caminando. Le parecía un viaje sin fin. Sin
embargo, los recuerdos lo acompañaban y lo impulsaban a seguir adelante.
Pasaron muchos días y muchas noches. Algunas veces divisaba entre las
estrellas algunas que titilaban de amor a lo lejos. El tiempo pasaba, y cada nuevo
amanecer sentía más cansancio. «Deben ser mis piernas torcidas», pensó alguna
vez, y creyó que caminaría mejor con un báculo. Ya cerca del lugar de su
nacimiento vio unos matorrales de overal, y con una cuchilla hizo un bastón para
ayudarse a caminar.
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A la entrada de su pueblo vio que nada había cambiado, que las calles y las
casas permanecían incólumes. Algunos vecinos salieron pero no dijeron nada;
solamente cerraron las puertas, algo atemorizados.
Todo parecía igual, pero todo era diferente. Caminó hasta su vieja casa de la
niñez y le pareció que no era la misma. Dudó un instante antes de tocar la puerta y,
cuando se animó, un montón de patos salieron revoloteando. Nadie le preguntó
nada. Al entrar divisó el viejo nido donde se cobijó en su niñez, aunque con los
estragos del tiempo. Caminó por toda la casa y olió el perfume de todas las cosas, y
las imágenes de su infancia afloraron eternas. Un pato viejo, de malas maneras, fue
a preguntarle qué hacía en su propiedad privada. Y Martín Podovarus pudo
reconocer, en el pato gruñón a uno de sus hermanos menores.
— ¿No me reconoces, Moisés, hermano mío? —le dijo a quemarropa Martín
Podovarus.
— ¿Martín? ¿Martín Podovarus? ¡Hermano del alma! balbuceó el dueño
de casa.
— ¡Sí! ¡Soy yo! —dijo Martín Podovarus, emocionado hasta las lágrimas.
Y los dos se estrecharon en un largo y tierno abrazo.
— ¿Y Mamá? —preguntó Martín Podovarus, en un hilo de voz.
—Pues, Mamá está en el corral, cocinando junto a Papá. Creo que no los vas
a poder reconocer porque, al igual que todos nosotros, ellos tienen marcas en la
cara que nos dejó la peste que asoló la comarca en el tiempo que regresamos.
51
Menos mal que nuestros padres cerraron el nido por cuarenta días, como si
estuviéramos de duelo y, cuando salimos, todos los vecinos habían fallecido por la
peste. Entonces nos dio una fiebre extraña y nos salieron unos chupos en la cara.
Lo bueno fue que nuestra madre nos salvó a todos con unas tierritas que
encontró junto a la laguna.
Martín Podovarus corrió al fondo del corral y abrazó a sus padres sin saber
qué decir. Solamente se le dio por llorar y llorar sin descanso. Y así permanecieron
durante mucho tiempo.
Un día, un hermano de Martín Podovarus lo invitó a la laguna, la hermosa
laguna de aguas color aguamarina para nadar durante un rato. Y, como la primera
vez, cuando Martín Podovarus vio su rostro en las aguas mansas se sorprendió,
pero esta vez la sorpresa fue porque la laguna ya no reflejaba aquel monstruo negro
de antaño, sino un nuevo rostro y sus plumas, que eran completamente blancas.
Blancas de vejez, con gruesas cejas blancas, bigote ralo y una pequeña barba
incipiente. Entonces se dio cuenta de que el tiempo había transcurrido inexorable,
otorgándole unas hermosas canas plateadas. Y en medio del dolor que le causó la
pérdida casi total de los vecinos de la comarca, llegó a comprender que la vida es
así, que las cosas suceden por algo y para algo.
Martín Podovarus nadó largo rato en la laguna, hasta cansarse.
Cuando llegó a la orilla se prometió cuidar de los nuevos patos de la
comarca, que eran hijos y nietos de sus hermanos. Con energía, convenció a todos
de la necesidad de una escuela diferente para los patos. Algunos, los que nunca lo
conocieron, los más suspicaces, lo creyeron loco por su aspecto estrafalario, y
52
otros, los menos, aceptaron la idea, solamente para ver si funcionaba.
Martín Podovarus llegó a la conclusión de que todos los patos eran
hermanos y que constituían una sola familia y siguió adelante con su proyecto. Con
una energía increíble, que solamente podía ser explicada por el inmenso amor que
brotaba de él, empezó a trabajar de sol a sol. Únicamente descansaba para cuidar
de sus padres ya ancianos.
Mientras construía la nueva escuela en las mañanas, ayudado por los patos
más jóvenes, se daba tiempo en las noches para realizar asambleas a la luz de los
candiles con los patos más viejos y les explicaba sus ideas de renovación. Y ellos
lo escuchaban arrobados, casi hipnotizados, por el inmenso conocimiento y amor
que despedía Martín Podovarus. Algunos solamente iban a observar de cerca su
rostro apacible y bonachón. Algunos creían percibir una especie de aura a su
alrededor. Otros lo consideraban un santo; les gustaba el tono de su voz y la
infinita paciencia que de él emanaba.
Cierta vez realizó algunas curaciones, para ellos increíbles, pero que en
realidad consistían en la expresión de afecto hacia aquellas almas sedientas de
amor y de cariño. A veces bastaba con una simple señal o alguna sencilla pregunta
para que los sufrientes regresaran a sus casas convencidos de haber sido curados.
Con el tiempo su fama de sanador llegó hasta los más increíbles confines de
la comarca y la apacible escuela llegó a desbordarse con los extranjeros peregrinos
que acudían a ver al sabio Podovarus. Algunos se contentaban con verlo de lejos y
regresaban a sus lejanas tierras en éxtasis de felicidad, a contar cosas increíbles,
que a veces no concordaban con la realidad. La comarca de los patitos se vio
53
pronto invadida por muchos patos que pugnaban por ver y, si la suerte los
acompañaba, escuchar alguna palabra del viejo sabio.
Nunca nadie supo cómo era que Martín Podovarus podía conseguir alimento
para los hambrientos y eso también era considerado milagroso.
Los nuevos y jóvenes discípulos se sentaban alrededor del viejo maestro y
permanecían muchas veces callados; aprendieron del silencio, aprendieron a
respirar, a ignorar lo que percibían sus sentidos, a apartarse momentáneamente de
la realidad y dejar brotar las emociones que los embargaban. Aprendieron a estar
en comunión con ellos mismos y con el mundo. Aprendieron que el amor es el
sentimiento que hace rodar al mundo y se regocijaban con la presencia del viejo
maestro.
Martín Podovarus comprendió que, después de tanto sufrimiento, su vida
había cobrado otro sentido y su larga vida la vivió intensamente, llena de felicidad.
Mucho tiempo después, cuando el cuerpo terrenal de Martín Podovarus, ese cuerpo
estrafalario y enjuto, dejó para siempre estas tierras, la gente siguió hablando de él
y de su doctrina. Algunos dijeron que una noche en que estaba rodeado de sus más
queridos discípulos, a la luz mortecina de los candiles, una luz deslumbrante dio
unos giros encima de él, y solamente con un batir de sus alas se elevó hacia el cielo
infinito.
Otros dijeron que fue una tarde en que, nadando en la laguna de aguas
apacibles color aguamarina, se sumergió para siempre, dejando una estela
luminosa, hacia el fondo de la laguna.
No faltó quien dijera que sus plumas blancas se hicieron negras por un
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pequeño instante, para luego desaparecer en la nada.
Lo cierto es que Martín Podovarus dejó este mundo sin previo aviso, y que
el legado de su sabiduría y amor permanecerán por siempre en nuestros corazones.
Y, donde quiera que esté, nos acompañará para siempre.
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Los remolinos
Muchas veces mis compañeros de aula se burlaron de mis dos remolinos. Sacaban
la lengua y me insultaban. Hasta la curandera del pueblo se persignó y se negó a
sacarme el chucaque cuando enfermé gravemente. Ahora creo que no lo hizo
porque dudó de cuál remolino jalar. Se alejó rezando un padrenuestro y alcancé a
escuchar que dijo, entre murmullos, que yo era hijo del demonio.
Nunca pude despegarme de aquella soledad inmensa que me dejaron las
palabras de la curandera. Me persiguieron hasta en los sueños más silenciosos. No
sé si fue por aquella razón que me dediqué al estudio de los libros prohibidos de las
bibliotecas que encontraba. Llegué a conocer todo sobre los remolinos, trombas y
demás fenómenos climáticos. Supe del origen de los remolinos y algo mucho más
importante, de mi propio origen.
Después de muchos años regresé a mi pueblo y por primera vez en mi vida
caminé con la mirada en alto, con el sol del norte que caía a plomo sobre mi
calvicie reluciente. Ya nadie más se burlaría de mis dos remolinos. Mis
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compañeros del colegio ya no tendrían motivo para burlarse de mí. Estaba seguro
de que envidiarían mis conocimientos sobre vientos y remolinos.
El pueblo, mi pueblo, estaba de fiesta y era domingo. Pregunté a una vecina
anciana por la curandera y por mis antiguos compañeros. Me miró durante un largo
rato, el tiempo suficiente como para despejar las telarañas de su memoria y me dijo
que todos estaban muertos. Que hacía varios años, durante la época del fenómeno
de El Niño, sucedieron muchas desgracias, entre ellas unos remolinos de agua
sobre el suelo que arrasaron con todo el pueblo.
Con tristeza me di cuenta de que ya no había razón para permanecer en mi
pueblo. Mientras me alejaba, un corro de churres, como una colmena de
pichilingues, se acercó a pedirme un pan, una moneda, un saludo. Les miré las
cabezas y entonces me percaté de que yo no era el único hijo del demonio de mi
padre.
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Tristón y los dos girasoles
Tristón, el viejo sauce, sólo movió levemente sus hojas cuando vio caer, no muy
lejos de donde estaba, dos semillas de girasol.
Nadie sabe cuánto tiempo llevaba a la orilla del río. Algunos dicen que
cuando Victoriano el Sabio, uno de los más antiguos pobladores, llegó a
Chulucanas, el viejo sauce ya estaba allí, y se le veía tan viejo como ahora.
Los niños calatos se subían a una de sus ramas para tirarse al río, ensayando
piruetas, clavados y saltos mortales. Ellos lo conocían desde siempre con el
nombre de Tristón porque este sauce era de los que la gente llama sauce llorón
pues sus hojas caen sueltas hacia abajo en actitud melancólica.
Pero Tristón realmente no era un sauce triste: era más bien alegre y sabio.
Conocía a casi todos los pobladores de Chulucanas, incluso a los más viejos,
que de niños iban a bañarse al río. Solamente no conocía a Eudocia la Mocha, que
nunca en su vida quiso ir al río porque nació sin piernas. No la conocía, pero sí
había oído hablar de ella. Le gustaba escuchar la conversación de la gente, de los
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animales, de las plantas, y hasta de las piedras. Por eso movió levemente sus hojas
cuando vio caer, no muy lejos de donde él estaba, dos semillas de girasol. Le
pareció que una de las semillas gemía y se lamentaba de su situación. Aguzó sus
viejos oídos; lo que escuchó le dio pena y se dijo: «Pobrecita, tan pequeña y
lamentándose de la vida que recién empieza para ella». En cambio la otra semilla
daba grititos de alegría y hurras mientras se hundía en la tierra. «¡Qué extraño!», se
dijo el viejo sauce.
Como era tiempo de inicio de clases y pocos niños se aventuraban a
escaparse de la escuela para ir al río, Tristón se dedicó a escuchar lo que decían
aquellos girasoles:
—Qué feo y oscuro es aquí dentro, y seguro que afuera es más feo todavía.
¡Yo no quiero salir! Y me parece que hace frío, y a mí no me gusta el frío —decía
una de las semillas.
—No seas tonta —le dijo la otra semilla—, afuera debe ser lindo. ¿No
escuchas el rumor de un río? Ya no veo la hora de hincharme y sacar mi raíz para
hundirla dentro de la tierra.
Y así lo hizo: sacó su raíz y se maravilló con los jugos de la tierra. Y muy
pronto dos pequeñas hojitas verdes estaban viendo la luz del día.
— ¡Qué hermoso! —Exclamó alegre a la otra semilla—. Aquí afuera todo es
bonito, hay un río cerca, un hermoso sauce, muchas plantas, animales, un cielo
hermoso; a veces hay nubes, un sol espléndido.
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—No me molestes —le contestó la otra semilla—, déjame tranquila.
El girasol que había abierto sus hojas al sol cada día crecía más y más
robusto y disfrutaba de las cosas que le daba la vida. En cambio la otra semilla, que
no quería salir, seguía lamentándose de su suerte.
Pero como hay cosas en la vida que siguen su curso, aun cuando hay algunos
que se quieren oponer, cosas como el viaje de la Tierra, como el devenir de la vida,
de la muerte, como la sucesión de los días y las noches, cosas que suceden porque
así es la vida.
Así sucedió en la vida de la semilla que no quería salir. Su cuerpo había
absorbido el agua y el calor de la tierra, y muy a su pesar vio cómo crecía su
pequeña y endeble raíz.
La otra semilla seguía creciendo y tenía más hojas y disfrutaba del agua del río.
— ¡Qué deliciosa! ¡Qué rica es el agua fresca del río!
— ¿Cómo te puede gustar esta agua asquerosa? ¡Está llena de inmundicias,
animales muertos, troncos y plantas! —se quejaba la otra semilla, que recién
atisbaba sus pequeñas y pálidas hojas.
Pronto llegó la época de lluvias, y para el girasol que crecía fuerte y robusto
fue un espectáculo maravilloso. Nunca en su vida había visto algo así. Le gustaba
que le cayeran las gotas sobre sus hojas, absorbía el agua fresca de la lluvia,
disfrutaba del arco iris, de los relámpagos y de los truenos, y también de la calma.
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—No entiendo cómo puedes estar tan contento con esta lluvia fría —decía el
otro girasol, que crecía pequeño y endeble—. ¡Estoy todo mojado, chorreando
agua! No me gusta la lluvia. Está fría y a mí no me gusta el frío.
El tiempo pasaba y el girasol optimista cada día se hacía más alto y
robusto. Le gustaban los días y las noches y, sobre todo, le gustaba el viento
de la tarde. Apenas amanecía esperaba la tarde para danzar con el viento,
moviendo sus hojas y disfrutando de él. Si algunas veces este venía con
mucha fuerza, el hermoso girasol se volvía flexible hasta parecer que de un
momento a otro se quebraría.
—Se ve que te gusta este viento horrible —decía el girasol raquítico,
que se ponía todo rígido y tieso—. Este viento viene con polvo, tierra, basura y,
además, viene todo frío, y a mí no me gusta el frío.
Pero como la vida sigue su curso, hay cosas que suceden simplemente
porque así es la vida. Y el hermoso y robusto girasol se vio coronado con una
hermosa flor jamás vista sobre la Tierra. Incluso algunos niños estuvieron tentados
de cortarla, pero como iban y venían muchas abejas, sólo se limitaban a
contemplarla desde lejos.
—Yo no sé cómo puedes soportar que esos animalejos se te acerquen tanto y
se posen sobre ti —se quejaba el otro girasol, que seguía raquítico y que agitaba
sus escasas ramitas cuando alguna abeja revoloteaba cerca.
La hermosa flor de girasol sintió una agradable sensación la vez que vio el
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sol sobre el firmamento. Todos los días, antes de que amaneciera, miraba hacia el
este, que es por donde aparece el sol, y veía cómo el cielo cambiaba de colores
antes que apareciera el sol. Ese hermoso espectáculo la embargaba de emoción.
Salía el sol y la hermosa flor lo seguía embelesada hasta que se ocultaba en el
oeste. Y se quedaba largo rato mirando los colores del cielo cuando el sol se
ocultaba.
—Yo no entiendo cómo puedes malgastar tu vida mirando ese horrible sol
decía el girasol raquítico—. ¿No sientes que al mediodía hace mucho calor y te
hace sudar?
— ¡A mí no me gusta sudar! —maldecía la pequeña planta de girasol.
—Pues, a mí sí me gusta sudar —le contestaba el girasol, optimista.
Un día, Tristón, el viejo sauce, vio angustiado cómo se acercaba María
Candela, de quien había escuchado que estaba perdidamente enamorada del
Cachorro, con su risa cautivadora y con un machete en la mano. Y más rápido de
lo que canta un gallo, cortó el hermoso girasol y se alejó saltando y cantando—
¿Ya ves? ¿De qué te sirvió disfrutar del agua del río, del viento, de la lluvia, del
sol, si al final te cortan? —le preguntó el girasol raquítico al girasol optimista.
— ¿No has escuchado a la gente que ha venido a bañarse decir que María
Candela está enamorada y que está volviendo a vivir después de tantos años de
viudez? Pues a mí me hace feliz que María Candela me coloque en un hermoso
florero al centro de una mesa y que yo comparta una mesa de amor. Y
probablemente tendré la oportunidad de escuchar el amor más de cerca. Y además,
no te olvides de que las semillas de mi flor están lo bastante grandes como para
servir de alimento y también, lo más importante, ya están en capacidad de
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reproducirse.
Al día siguiente, Tristón, el viejo sauce, vio cómo Sebastián, el labrador, con
machete en mano, se puso a cortar el girasol raquítico, el otro girasol y otras
malezas, y las quemó para preparar el suelo antes de sembrar maíz.
«¡Cómo es la vida!», se quedó meditando Tristón, el viejo sauce. «¿Cómo es
posible que dos girasoles vean la vida de un modo tan diferente teniendo casi lo
mismo? Porque el río es el mismo, la lluvia es la misma, el viento es el mismo, el
sol es el mismo, la tierra es la misma. ¿De qué depende que algunos vean la vida
de una forma optimista y otros la vean desde un punto de vista pesimista? ¡Qué
extraños somos!»
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Para Eva y para mí
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Boda fúnebre
El novio, vestido de negro riguroso, camina lento, pausado, con la mirada mustia.
Ella, con su vestido de novia, sonríe resplandeciente, coronada de azahares.
Detrás del féretro blanco, las madrinas plañideras riegan el camino con
pétalos impúberes.
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Doble adulterio
Cansado de tantas aventuras, entré como amante furtivo en la penumbra del
dormitorio, y mi mujer, entre sueños, me susurró:
—Amor, ya es hora de que te marches; en cualquier momento puede llegar
mi marido.
Y con mucho cariño la cubrí, acomodé la almohada y la ayudé a que
continuara durmiendo.
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Gambito de reina
Al final de la partida, muertas todas las esperanzas, agonizando el día, sobre los
escaques vacíos, dos sombras solitarias aguardaban la partida del viejo velero.
Después de un largo silencio, el sabio rey se lamentó, hablando a la nada, sin mirar
siquiera al peón.
—Partida tengo el alma, herido de muerte el corazón. Si yo no la hubiera
conocido tanto, habría jurado que en todo momento ayudó al contrincante, que en
realidad no era suficiente contendor para mí, y que hasta se alegró con mi derrota.
—Pero era mucho más joven y, además, bello como el sol —osó decir el
peón.
—Esos atributos no sirven de nada en el juego del ajedrez —retrucó como un
latigazo la voz del anciano.
En el horizonte, sobre el viejo velero, la astuta reina, ofreciéndole una cereza
al nuevo rey, inicia una nueva partida, hacia nuevos mares, hacia nuevos lares.
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El sicario
Dispuestos la mesa y los cubiertos. A un lado, una copa de vino tinto y, al otro, una
botella de pisco, de los buenos. Sigues enfundado en tu abrigo, una chalina te cubre
las orejas y el gorro de lana sigue en tu cabeza. Aquí en esta esquina cómplice ya
no tienes necesidad de cubrir tus manos bajo el embozo, y las muestras enormes,
sin sangre que las manche. El trago de pisco te ha despercudido del frío. Miras un
reloj en la pared y te das cuenta de que has llegado temprano a la cita. «Me
recordarás cuando me veas», una voz te había dicho por teléfono. Tomas una
nueva copa de pisco que te quema el estómago. Miras alrededor de la taberna y
nadie entra. El reloj de enfrente sigue marcando la hora sin que ningún sicario
aparezca. En uno de los bolsillos llevas el dinero que vas a tenderle por debajo de
la mesa, tres mil de los grandes. Sigues esperando y las manecillas del reloj no
quieren participar de tu espera: se han detenido justo en la hora convenida. Porque
en un rapto de conciencia te has dado cuenta de que no esperas a nadie, que nadie
va a venir a esta taberna, y no es que te hayas equivocado. El espejo nunca se
equivoca. Simplemente, el sicario eres tú.
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La asesina
Soy una asesina, soy una asesina, ronronea la anciana doctora mientras se balancea
rítmicamente en una banca del manicomio.
Muchos años atrás, cuando aprendió a conducir, ideó el crimen perfecto.
Nunca le reclamó la burla al flamante esposo. Tampoco perdonó a su mejor amiga.
Soy una asesina, soy una asesina, repite la anciana de bata blanca y los
alumnos de batas blancas la rodean, la consuelan y le dicen que ella no es una
asesina.
De igual manera trataron de convencerla, muchos años atrás, los cuatro
policías que cargaron nuevamente al difunto esposo en la carrocería de la
camioneta descubierta.
¡Soy una asesina, soy una asesina!, salió gritando del auto en que iba
manejando, siguiendo a la camioneta que llevaba al occiso a la morgue. Y recordó
para siempre, como en un sueño vívido, repetido, el crujir de los huesos del marido
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bajo las llantas que pisaban un cuerpo blando.
Los policías, que ya habían realizado el levantamiento del cadáver en la
improvisada camioneta, no pudieron hacer nada cuando la puerta trasera se abrió y
vieron caer el cuerpo que luego rodaría por la pendiente.
Corrieron asustados, queriendo pedir perdón, pero la esposa que venía en el
auto de atrás, no pudo esquivar el cadáver del marido. Primero pasaron las llantas
delanteras y, al querer frenar, las llantas posteriores aplastaron el cuerpo inerte.
Cuando los policías llegaron, se deshicieron en disculpas. Perdone,
patroncita, pero el cadáver ya estaba todo despanzurrado. Recogieron los restos y
volvieron a cargarlos sobre la carrocería y, tratando de calmarla, le decían, no se
preocupe señora, usted no es una asesina, su esposo ya estaba muerto y nunca se ha
visto que alguien que atropelle a un muerto sea un asesino.
Soy una asesina, soy una asesina, piensa la viuda de blanco mientras
recuerda la mañana aquella, cuando disolvió polvos de curare en la limonada que
todos los días tomaba el esposo después de trotar.
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Socavones
En el pequeño hospital del pueblo minero de La Oroya, en el corazón de los Andes
peruanos, Aureliano mira, asustado, cómo se va apagando la luz de los ojos de su
padre. Le toma la mano y quiere rescatarlo de la espantosa oscuridad que avanza a
trancos largos.
El pobre hombre ya dejó de toser; solamente una respiración como de sapos
tristes desgarra lastimosamente el aire.
Aureliano nunca ha visto morir a un hombre y, con sus escasos ocho años,
llevará para siempre la imagen de su padre boqueando como un pescado recién
sacado del río. Sus labios morados, sus orejas pálidas, las costillas hundidas.
Luego, la noche cae como un golpe seco en la boca de un estómago vacío.
Su madre llora, sus hermanas lloran. Él no puede llorar. En secreto había deseado
que su padre ya no sufriera más. La culpa pulveriza su tristeza.
El pequeño Aureliano todavía no sabe que su madre y sus hermanas lloran
amargamente, no por el padre que ya dejó de sufrir sino por él, que muy pronto lo
reemplazará en los socavones.
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Penélope
El amor no tiene tiempo, y las promesas tampoco. Por eso Penélope sigue sentada,
esperando, a la puerta de la casa. Su palidez se confunde con el blanco de la silla,
que al ojo distraído parecería vacía. El sol cae de costado y resalta su blancura.
Una maceta con geranios rojos apoyada sobre un tronco y una maleta marrón de
cuero natural la acompañan en la espera.
Lo que ella no sabe es que al otro lado de la puerta, mirando el buzón,
esperando una carta, está el amado que ella espera.
Alguien pasa silbando una canción de Serrat y, al ver la escena, piensa: así
son los amores extraviados.
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El cumpleaños
Cerré la puerta lentamente, sin hacer ruido. Acababa de convertirme en asesina.
Afuera, silencio absoluto. Momentos antes parecía que el estropicio despertaría a
todo el mundo.
Sólo después, mirando los restos de sangre salpicada por doquier, me di
cuenta de que tuve suerte al no haber sido descubierta. Limpié y dejé todo como si
nunca hubiera sucedido nada.
Marita no se despertó a pesar del alboroto. Cuando terminó el almuerzo de
cumpleaños, quiso llevarle maíz a Moquillo, el pavo engreído. Sus ojitos aguados
se desesperaron buscándolo por todo el corral.
Al descubrir la cabeza cercenada, no gritó. Solamente me miró y me mató
para siempre con su mirada.
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El guardián de los retratos
Después de mucho buscar trabajo en los periódicos de los domingos, y antes de
dejar regados todos los papeles por el piso, me fijé en un aviso minúsculo, casi
escondido, en un rincón de la enorme página. Recuerdo con claridad lo que decía:
«Necesitamos guardianes de noche, excelente remuneración, grato ambiente de
trabajo».
En aquel entonces mis solicitudes de empleo ya eran innumerables, largas
colas en diferentes tipos de trabajo, y siempre la misma respuesta: deje su
currículum y lo estaremos llamando.
Por eso aquella mañana soleada de otoño me dirigí sin ninguna esperanza,
caminando casi como un autómata, hacia la dirección indicada. Había lustrado mis
únicos zapatos y les había cambiado la plantilla de cartón para que no entrara el
polvo de las calles.
Inicialmente pensé que me había equivocado de dirección: ninguna cola de
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personas con su clásico sobre manila en la mano, nadie en la salita de espera. Era
un edificio antiguo, al costado de la Iglesia San Sebastián del jirón Ica. Las paredes
desportilladas, la puerta desvencijada. Al fondo un viejo me miró y me dijo, pasa,
te estaba esperando, tú debes ser el del aviso. La persona con la que debes llegar a
un acuerdo recién viene a las siete de la noche, si deseas regresas o la esperas. Miré
el sol y calculé que no eran ni las diez de la mañana. Como no me alcanzaba para
el pasaje de regreso, me dirigí a la iglesia a descansar en las bancas. La misa había
terminado y muchos viejos estaban sentados esperando por esperar. Me di cuenta
de que casi todos estaban medio ciegos. Pensé que era una convención de ciegos,
pero ni hablaban ni rezaban.
Después del mediodía una monja gorda con nariz de ají rocoto reventado
pasó con una enorme canasta de pan, que luego repartió entre los presentes. Me
miró de mala gana y, después de pensarlo, regresó y me entregó otro pan. Luego
vendría con un vaso de emoliente.
Al caer la tarde, una bandada de pájaros se paró sobre el ciprés enfrente de la
iglesia. La casa del costado seguía con la puerta abierta.
A las siete en punto, un hombre enjuto y mal vestido, de pocas palabras, me
entregó un sobre con mi pago adelantado y unas llaves. Usted se encargará de la
vigilancia por las noches. Si desea, puede quedarse a vivir en el cuarto del fondo.
Esa noche no pude dormir. Desde la iglesia llegaban voces de ánimas en
pena y en mi pequeño cuarto estuvieron tocando la puerta toda la noche. Sobre el
techo de calamina parecía que no dejaban de caer piedras.
Al día siguiente mi cuerpo temblaba de miedo. Una mujer me miró
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sorprendida y me dijo vaya, duraste una noche, ¿no sabes que este sitio ha sido un
cementerio hace mucho tiempo?
No le hice caso y me puse a regar las plantas. Barrí el local y acomodé
algunos cuadros que estaban caídos. Varias fotos viejas del siglo pasado, raídas por
el tiempo, yacían en el callejón. Todas tenían un nombre con la caligrafía Palmer
que me enseñaron en el colegio. Y poco a poco el pánico se fue apoderando de mí
al notar que la primera foto era del primer viejo que vi. Y las demás, con nombre y
todo, correspondían con fechas diferentes a los ciegos que estaban en la iglesia.
Hasta había un retrato de una mujer con una nariz enorme y la inscripción de
«Hna. Lucía». Al final, al voltear el último, mi sangre se congeló: era mi propia
imagen, pero de ochenta años antes.
Entonces me rodearon todos y me miraron con alegría: sabíamos que
regresarías. Los muertos nunca nos perdemos.
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Doble homicidio
Un asesino ha violado a una niña y la policía lo ha capturado a balazos llevándolo
al quirófano desangrándose. Los cirujanos usan las únicas tres unidades de sangre
Rh negativo y solicitan más.
Rápidamente se activa el sistema de alarma de todos los bancos de sangre y
envían las treinta unidades de toda la ciudad.
Después de tres horas los cirujanos salen contentos por haber salvado una
vida.
Casi al mismo tiempo, la niña violada llega exangüe a Emergencia, sin saber
que su homicida también le ha robado la última unidad de sangre que ella
precisaba para vivir.
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La espera
Entonces reconocí la mirada de la fotografía, el frío glacial del condenado a
muerte. El instante eterno detenido en un segundo.
Recordé aquella mañana fría y a aquel hombre sin rostro que me rogó que lo
ayudara a colgar el retrato.
Como no estaba apurado, entré en aquella casa donde desde la pared nos
observaban numerosos rostros sin nombre.
Apenas colgué el cuadro sentí una fuerza extraña que me succionaba el
rostro
Y sin saber leer ni escribir, quedé atrapado en aquel retrato. Solamente
recuerdo al ladrón llevándose mi rostro.
Yo no tengo prisa.
Con paciencia sigo esperando que alguien mire mi fotografía o por lo menos
que lea estas líneas.
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Y seréis como dioses
Legión me llamo, porque somos muchos, conocedores del bien y del mal, unidos
en la Gran Confraternidad de Abraxas, el dios antiguo en que se unen la bondad
suprema y la maldad más ruin. Nadie llega a acceder por casualidad a estos
conocimientos guardados con tanto celo.
Antes de llamarme Legión parecía un ser humano común y corriente, un
muchacho despreocupado por el porvenir, sin saber qué estudiar ni qué hacer,
desconociendo las labores domésticas de cuentas y de deudas por pagar.
A los trece años tuve el primer indicio sobre Abraxas: yo recién había
llegado de viaje, desde la selva a la capital, y en la terminal de Lima la gente
empezó a gritar y a correr desesperada. Unos decían una anaconda, otros una
serpiente cascabel, los más, una shushupe, y entre los griteríos y correrías muchos
caían aplastados por los demás: sucedía que entre los innumerables cajones de
frutas había venido una venenosa víbora Loro Machaco, color verde con dos rayas
amarillas longitudinales desde el cuello hasta la cola que, al verme, bajó la cabeza
como para que yo la tomara con cuidado, lo que hice ante el asombro de todos. Un
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anciano de sombrero raído y poncho rojo me dijo, muéstrame el pecho de la víbora
y dime qué ves, porque mis ojos ven sólo sombras. Miré el pecho y, como
dibujados, estaban los números 3, 5 y 7.
El anciano me dijo, te ha venido siguiendo, te acompaña a ti y tiene el
número de los días del año. Fíjate bien en su cola y en la forma de la cabeza; uno
de los ojos debe ser más claro que el otro. Y, efectivamente, el ojo izquierdo era
celeste y el otro marrón. Se llama Ophis. Colócala en una canasta y llévala a una
casa auriverde de la calle Buenos Aires 141 en Miraflores. Déjala en un amplio
jardín y olvídate de ella, que a su debido tiempo ella te volverá a encontrar.
Pasó el tiempo y ya había olvidado ese incidente. Ingresé a la Universidad y
estaba estudiando Matemática Pura. Por ese tiempo, a mis dieciocho años, se me
había dado por caminar en forma musical. Cada día de la semana tenía su nota
musical y según el día mis pasos tomaban el ritmo correspondiente. Desarrollé al
máximo mi oído musical, que podía distinguir las variaciones mínimas de los
pasos de los demás y sabía perfectamente en qué nota estaban caminando. Y así me
sucedía con los demás sonidos.
Un día, en que se me dio por caminar en clave de sol, me encontré con uno
de mis compañeros de clase que se vestía enteramente de negro. Y como en ese
tiempo yo era muy tímido no le preguntaba si se le había muerto algún ser querido
o simplemente le gustaba vestirse así. Él era de los más tranquilos y callados de la
clase y ese día de sol y de clave de sol, al final de la clase se me acercó, me entregó
una tarjeta y casi me rogó para que lo acompañara a escuchar una conferencia de
un Maharashi, pero antes de llegar me llevó a una casona antigua de la vieja Lima.
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Me dijo que nos sacáramos los zapatos y yo no quería hacerlo, avergonzado
por mis medias con huecos y el probable mal olor de mis pies, pero como él tenía
medias de diferente color y con varios huecos, no me importó y dejé los zapatos en
el vano de la puerta. Él tomó una bata blanca de un perchero, yo hice lo mismo y
descalzos nos acercamos a una especie de altar donde había varias personas
vestidas como nosotros.
Parecía el altar de una iglesia católica: una mesa con una sábana blanca, tres
copas y una canasta tapada con un mantel blanco flanqueada por tres cirios a cada
lado. Las demás personas me sonreían como si me conocieran de hacía mucho y
algunos me cedían el asiento llamándome hermano. Parecía que todos estaban
embriagados de felicidad. El sacerdote principal estaba vestido como nosotros y lo
único que lo diferenciaba era una cinta dorada alrededor del cuello. No dijo nada;
solamente señalaba el símbolo del infinito en lo alto del altar e hizo algunos signos
con las manos a los presentes, que respondían también con signos. No hablaron
nada desde que se inició la ceremonia.
Y cuando el hermano mayor destapó la canasta vi que Ophis levantó la
cabeza y me miró; luego se deslizó entre los panes distribuidos por la mesa, los
cuales fueron partidos y comidos. Cada uno de los presentes nos acercamos a besar
a Ophis en la boca. Al final imploramos y cantamos un himno al Padre,
concluyendo los misterios, y regresamos a nuestras casas.
Mi amigo luego me explicó que la serpiente era una deidad misantrópica y
que uno de sus deberes, para el beneficio de la humanidad entera, fue que indujera
a Adán y Eva a consumir el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal,
para así liberar el poder de la humanidad. La serpiente, al igual que Caín, han sido
algunos de los personajes malinterpretados de la Biblia. Antes de que Caín matara
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a su hermano, nunca había existido la muerte; por lo tanto, Caín desconocía que
con su acción iba a causarle la muerte. Y eso de que fue marcado con una señal en
la frente también fue malinterpretado: lo que distingue a los que somos
descendientes de Caín, casado con una de las veintitrés hijas de Adán y Eva, es que
somos totalmente diferentes: nos caracterizamos por tener una conciencia casi
suprema del conocimiento del bien y de mal, lo cual no se observa en los
descendientes de Set y sus treinta y dos hermanos, que en realidad nos tienen un
miedo irracional a los Cainitas.
Las primeras tareas que me dieron, luego de asistir por primera vez a la
reunión con los míos, fueron aparentemente labores inútiles, pero que luego me
explicaron la necesidad de fortalecer nuestra voluntad y paciencia. Por ejemplo,
escribía mil cartas parecidas donde se explicaba el fin del mundo y las terribles
consecuencias que les sucederían a las personas que osaran cortar las cadenas. Por
cada carta recibida, la persona tendría que copiar cien cartas a mano y distribuirlas
subrepticiamente debajo de las puertas.
Otra tarea que me pareció inútil era pararme en una esquina y anotar cuántos
autos blancos pasaban durante todo el día. Luego enviábamos nombres falsos a las
páginas de los obituarios de los diarios. Durante treinta noches, exactamente a las
nueve de la noche, en cualquier lugar en que nos encontráramos, entrábamos en
trance y formábamos un lazo energético alrededor de la Tierra. El único oficio que
me pareció razonable fue ofrecernos como voluntarios en hospitales sin paga
alguna.
Y poco a poco fui escalando posiciones en la organización. Ahora yo
ordenaba a los nuevos escribir las mil cartas para que fueran distribuidas. De vez
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en cuando vigilaba a los contadores de carros blancos y revisaba las páginas de los
obituarios para verificar si colocaban los avisos.
Nuestras reuniones se avisaban con un día de anticipación, ya sea
personalmente o por el periódico. Enviábamos mensajes cifrados que solamente los
escogidos podíamos comprender.
Las cosas están cambiando, nosotros comprendemos en su verdadera
dimensión a María de Magdala, la sabemos humana y con todo el derecho a
equivocarse. Y estos últimos días, días de distensión y de paz chicha, se ha dado a
conocer al común de los mortales el Evangelio según San Judas que, como
sabemos, no fue el malo que todos pintaron; solamente fue el discípulo más
abnegado, querido y leal de entre todos, el único en quien Jesús confió, el único del
cual estaba seguro de que no lo defraudaría para que se cumpliera todo lo que está
escrito.
Yo creo que esa fue la razón por la cual mi mentor, el sacerdote mayor de
nuestra organización, me escogió a mí como su sucesor, porque sabía que yo tenía
el poder de encantar a la serpiente Loro Machaco para que, cumplida su misión
aquí en la Tierra, lo ayude a dejar este mundo en paz, sin ningún sufrimiento.
Ahora yo me dedico a señalar el símbolo del infinito, hago signos con las
manos y los demás me responden igual. Lo único que ha cambiado es que ahora
enviamos las cadenas por Internet. Y, como al principio, sigo sin saber casi nada.
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Asesinato preterintencional
Como consta en mis generales de ley, señor magistrado, soy médico de profesión,
con dos especialidades, Pediatría y Neonatología, y con una supraespecialidad en
cuidados intensivos en neonatos. En realidad, soy una persona modesta; no me
gusta alardear de mis títulos conseguidos pero, para los fines del caso, y que conste
en actas por favor, además de las especialidades anteriormente señaladas, he
realizado tres maestrías, dos doctorados y un PhD, además de haber dictado
numerosas conferencias alrededor del mundo. Soy profesor universitario y, en mi
campo, nadie sabe tanto como yo.
Quiero, además, agregar que soy inocente de todo lo que se me imputa. Soy
una persona muy religiosa y he aprendido a respetar las opciones religiosas de los
demás. No soy supersticioso pero, por si acaso, me guardo de pasar por debajo de
una escalera o de proseguir mi camino en caso de que se me cruce un gato negro.
En mi defensa, señor magistrado, sólo puedo alegar que hice todo lo posible
por evitarlo. Usted sabe muy bien que cuando uno es joven, con grandes anhelos
en la vida y ninguna preocupación, hace caso omiso de los sabios consejos de sus
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mayores. Pero esto no sucedió en mi caso. Como ya le dije, no soy supersticioso,
pero cuando a mis dieciocho años, se me acercó una hermosa gitana para leerme
las manos, la misma que veinticuatro años después está sentada en aquella banca
de los testigos, con el paso evidente de los años en su microestructura celular y
corporal, nunca siquiera imaginé esta situación. Aquella tarde, esta mujer aquí
presente, conservaba su piel tersa y el aroma de la juventud. Con sus ojos verdes
me miró el fondo del alma y no pude defenderme, ni siquiera cuando metió sus
manos en mis bolsillos para cobrarse la desgracia que me auguró, dejándome sin
un centavo, ni para los pasajes de regreso a casa. Aquella tarde me dijo que yo
mataría a mis dos hijos, señor magistrado.
Por supuesto que no le creí. Pero algo de sus palabras quedaron tan grabadas
en mi mente que durante muchos años no pensé en el matrimonio, menos en mi
reproducción, ni siquiera en tener novia. Solamente me dediqué a estudiar para
cuidar niños, los hijos de otros. Y así habría transcurrido mi vida, sin hijos,
dedicándome a combatir las bacterias más destructivas con el arsenal de armas más
potentes que contamos, como son los antibióticos, señor magistrado.
Todos los días luchando cuerpo a cuerpo contra la muerte, manteniendo el hilo de
la vida, usando respiradores artificiales, colocando sondas nasogástricas, tubos
para medir presión venosa central y presión intraarterial, analizando gases
arteriales, utilizando monitores de última generación. Muchas veces hemos sido
derrotados y hemos tenido el penoso deber de comunicarles a los padres el
fallecimiento de sus hijos, a pesar de la ardua lucha.
Mi esposa, aquí presente, que me acompaña en todo desde que nos juntamos,
y que la tengo a mi costado, sabe de todo el amor con que esperaba a mis hijos
gemelos. Sabe de todas las precauciones que tomé para que nacieran en las más
óptimas condiciones, programados para cesárea por los más reconocidos obstetras
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de la ciudad, en la mejor de las clínicas. Y cuando estuvieron en casa, no permití
que ninguno de los familiares, ni de mi parte ni de mi esposa, nos visitara porque
podrían traer enfermedades que comprometieran a los niños. Vivían casi como en
una burbuja. Y al mes ocurrió la catástrofe. Yo, que soy una persona pulcra y
aséptica, olvidé lavarme las manos, justo cuando esa noche llegó el nieto de la
gitana con una meningitis bacteriana fulminante. Hice todo lo posible, pero no
pude salvarlo.
Cansado, regresé a casa y olvidé cambiarme la ropa contaminada. Al día
siguiente, mi esposa llevó a los gemelos a la cama para jugar con ellos.
Como no existe jurisprudencia que contemple los hechos acontecidos, señor
magistrado, ruego clemencia ante usted, y que se me considere inocente, que ya
bastante y de sobra tengo con mi conciencia que me persigue adonde quiera que
vaya. Y al mirar a la testigo gitana, a la cual sólo reconozco por el verdor de sus
ojos, porque el cuerpo que tuvo ya no lo tiene, no alcanzo a imaginar cómo pudo
ella saber lo que me ocurriría veinticuatro años después, a menos que algo tenga
que ver con la aparición de esa mortal bacteria.
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La ascensión
La primera vez que me enamoré perdidamente acababa de cumplir ocho años y
ella, en un par de meses, cumpliría quince. Era la mujer más bonita del mundo. Y
yo fui el último en enterarme de que estaba completamente enamorado de mi
vecina.
Varias veces la vi montada en su bicicleta verde llevando las compras, ya sea
el pan o el porongo de leche. Pero no sé qué sucedió aquella tarde en que su
cabello luminoso era acariciado por el viento, sus dientes blancos sonreían al
porvenir, sus muslos se tensaban al pedalear y sus pies descalzos empujaban hacia
delante.
Ella ni siquiera me miró. Y creo que durante los dos meses que siguieron
tampoco se ocupó de mí, ni por un minuto, en sus pensamientos. Y yo, que sabía la
hora exacta en que pasaría, dejaba de hacer cualquier cosa, me aferraba a la
ventana y contemplaba sus pies desnudos.
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Mi madre compró jarabe de ipecacuana para arreglar mi estómago, pensando
que mi apetito mejoraría, pero creo que la cosa empeoró. Muchas noches no podía
dormir fantaseando acerca de mi amada. Y no sé por qué algunas veces me daban
unas ganas enormes de llorar, así por puro gusto.
Ella vivía a dos cuadras de mi casa. Su madre tenía una bodega donde
vendían raspadilla de tamarindo y de maracuyá. Y poco a poco fui acercándome a
su casa. Su madre me acogió con cariño y muy pronto se dio cuenta de que yo
estaba enamorado de su hija. Pero ella ni me miraba. Yo la escuchaba planear la
gran fiesta de sus quince años: que la orquesta, que los bocaditos, que la torta, que
fulanito, menganito y zutanito.
Pocos días antes de la gran fiesta caí enfermo. No sé si fue debido al hielo de
las raspadillas o porque me enteré de que ella había escogido al cholo Apolinario,
un hombre de más de veinte años, como pareja de baile. Mi madre me contó que en
sueños yo la llamaba, desvariando.
Como creía en los malos augurios y en los chucaques, me llevó donde la
curandera, quien me frotó con huevo de gallina criolla de corral para espantarme el
mal de ojo y, además, con un pedazo de alumbre que al quemarlo reveló que yo
estaba asustado por un jañape, que es un pequeño reptil que camina por las paredes
y por el techo sin caerse, porque tiene ventosas en sus patas.
Pasaron dos semanas y nadie me dijo nada de la fiesta. Sintiéndome mejor y
disfrutando el bienestar exquisito de los convalecientes, caminé las dos cuadras
para ver a mi amada. Pero, para sorpresa mía, la bodega estaba cerrada. Todas las
ventanas tenían cortinas negras. Me dirigí a la ventana que daba a la cocina y allí,
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sentada sobre una piedra, estaba la madre de mi amada, que apenas dos semanas
atrás tenía el cabello como el azabache. Ahora estaba con el cabello
completamente blanco, como si le hubieran aventado encima veinte años de
porrazo, mirando al vacío.
Después me enteraría de que un día antes de la fiesta de quince años mi
hermosa amada sufrió un agudo dolor de estómago y fue llevada a la ciudad de
Piura para ser operada del apéndice, pero por el largo camino no pudo llegar con
vida al hospital. Parecía que la noche entera me cayó encima. Me contaron que la
afligida madre encaneció de la noche a la mañana y que acompañó a pie el féretro
blanco hasta el cementerio.
Nunca supe por qué días después metieron preso primero al Apolinario y
luego a la comadrona del pueblo, ni tampoco por qué un día la gente revecera
amaneció diciendo, gritando, llorando, que habían encontrado muertos a los padres
de mi amada, que ellos mismos se habían colgado de la viga mayor de su propia
casa, que no habían resistido la tristeza, decían unos, y los de lengua venenosa
dijeron que no habían soportado la culpa por haberla obligado a tomar hierbas
amargas.
Mi madre solamente me dijo que no era tiempo de que yo supiera de esas
cosas, que no les hiciera caso, que en realidad mi hermosa amada había ascendido
en carne y hueso hacia los cielos, desde donde me estaba cuidando.
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Desencuentro de amor
Todos los días, después de tomarme un atole de chocolate, me limpio los labios y
me los pinto suavemente. Antes de salir reviso las llaves de la luz y cierro el gas y
después de cerrar la puerta me asalta la duda y vuelvo a revisar. Como siempre,
todo está bien.
Tomo mi cartera y corro hacia la parada de Tepepan del Tren Ligero. La
mayoría de los días no espero nada porque allí está el tren, como esperándome.
Pero, cuando por algún motivo (muy raras veces) no está, pienso que es una señal
de mal agüero y hasta he regresado a casa para verificar que todas las cosas están
en orden. Una vez encontré la plancha que estaba ardiendo sobre la tabla de
planchar.
Me gusta sentarme mirando para atrás, como quien mira pasar los días. Y así
veo pasar las estaciones del Periférico, Xomali, Huipulco, contando las cuentas de
mi denario. Cuando pasamos por Xotepingo mi corazón se acelera y tengo la
certeza de que otra vez me voy a desencontrar con el amor de mi vida, a medida
que se acerca la estación Taxqueña.
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Contando los días, hoy es el número cuarenta que nos desencontramos. Ya
me sé de memoria las cuatro camisas que intercambia durante la semana. La que
más me gusta es la amarilla, que le cae con su color bronceado y su bigote charro.
Todos estos últimos cuarenta días, sin contar los domingos (porque los
domingos son de guardar y de ir a misa), tengo el tiempo suficiente para verlo
abordar el metro que va para Cuatro Caminos.
Algunas veces se vuelve y me mira con su sonrisa ancha, sobre todo esta
última semana. Y por más que me despierte al canto del gallo, y prepare el atole de
chocolate más temprano, algunas cosas me detienen y salgo a la misma hora de
siempre, la hora justa para desencontrarme con el amor de mi vida. Por eso en la
estación Las Torres, una antes de llegar a Taxqueña, me levanto y miro hacia
delante, para encontrarme con su mirada.
Hoy es una mañana como las demás: voy a ir mirando todas las estaciones,
esperando encontrarlo en alguna de ellas. Una sola vez lo vi en la estación de
Bellas Artes; fue entonces que supe que allí bajaba. Desde ese día fui caminando
hasta la estación Allende, pero nunca más lo vi. Hoy miro pasar los días de mi vida
y me paro con el corazón acelerado en la estación Las Torres y lo veo mirarme y
sonreírme, con su camisa amarilla y pantalones negros, justo antes de abordar la
línea 2.
Espero el siguiente metro, escucho el sonar de las campanillas, subo y,
cuando la puerta cierra, lo veo llegar a la estación, con su camisa amarilla, su
sonrisa amplia y sus pantalones negros. Y, al alejarme, lo veo que me hace adiós
con la mano, sonriendo. Me siento a mirar pasar las estaciones, con mi denario en
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la mano y con la certeza de que mi amor está condenado a ser amor de
desencuentros.
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El amo de los libros
Desde muy niño caí en la trampa que mi padre me tendió:
—Estás prohibido de leer estos libros; pobre de ti si algún día me entero de
que has tomado la llave que está en la olla de barro junto a la planta de papiro—
me amenazó frunciendo el ceño.
Y todos los días, creyendo siempre que mi padre nunca se daba cuenta de
que devoraba a la velocidad de las polillas los más hermosos libros que él colocaba
en orden de ser leídos por niños, pasaron por mis manos las obras de Julio Verne,
libros de la mitología griega, las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma; luego la
Biblia y el que me reconvino en forma especial que nunca leyera: El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha.
Y a la muerte de mi padre heredé una enorme biblioteca de la que faltaban
pocos libros para leer, algunos leídos más de dos veces, ajados por el tiempo.
Y además, al igual que él, heredé su manía de coleccionarlos. Volví a
recorrer las viejas calles donde regateaba y compraba libros antiguos y que llevaba
a casa para colocarlos según el orden correspondiente.
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Y fue que a mis cuarenta años, yo, el amo de los libros, vislumbré por
primera vez su tiranía. Pasé varias semanas con la certidumbre de que estaba
coleccionando más libros de los que podría leer en el resto de mi vida.
Y, con el dolor de mi corazón, llamé a mis amigos más queridos y, en
lo que les pareció un arranque de locura, les dije que se llevaran los que más les
gustaran, que se llevaran todos y que solamente me dejaran mis diez ejemplares
preferidos: Cien años de soledad de García Márquez, La casa verde de Vargas
Llosa, El principito de Saint Exùpery, la Biblia en su versión de Reina-
Valera, las obras completas de Borges y cinco más que no quiero enumerar.
Y estos diez libros fueron mi perdición, porque se convirtieron en el germen,
en el inicio de una nueva manía de coleccionar libros. Volví a desandar los
caminos olvidados de los libros de viejo, me suscribí al Círculo de Lectores y poco
a poco llegué a tener una colección mucho más grande de la que regalé: volví a ser
el amo de los libros.
Y ahora, ya en mi vejez, me doy cuenta de que yo no soy el amo de los
libros, que simplemente, durante toda mi vida, he sido un siervo de ellos, los
verdaderos amos.
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El Cerdo
¿Qué ha pasado? ¿Por qué hay tanta gente amontonada junto a la choza de la
carnicera? ¿Es que anoche no escuchaste los alaridos del Cerdo? La gente dice que
lo ha matado. ¡Pero si anoche yo he estado tomando con él en la parrillada de la
segunda zona, y yo mismo lo dejé en su choza a eso de las doce, porque el Cerdo
estaba tan borracho que ni podía caminar! ¡Claro, pues! ¡Los alaridos fueron como
a las dos de la madrugada! ¡Seguro que aprovechó que estaba borracho para
degollarlo! ¡No! Yo no lo creo. Él me dijo que su mujer iba a matar ese chancho
grandote porque ya no les alcanza para darle de comer. Ahorita me voy a abrir
paso entre la gente y voy a entrar a la choza. ¡No! ¡Mejor no lo hagas! Ya avisaron
a la policía y te pueden comprometer. Además, la misma vecina del costado nos ha
dicho que la ha visto con toda la ropa salpicada de sangre, ha visto sus ojos
extraviados como de loca y que las tripas las ha colgado en el alambre del corral.
¡Ah! Y eso no es nada vecinita, la otra vecina, la del otro lado, dice que por entre
las rendijas de las esteras, a las seis de la mañana, ella misma ha visto, con sus
propios ojos, que la carnicera estaba descuartizando al Cerdo por pedacitos, la
cabeza, las manos, las patas, todo lo ha hecho pedacitos. ¡Sí! A mí también me han
contado que le ha hecho un tajo enorme aquí en el pecho, y que le ha sacado los
pulmones y el corazón. ¿Y no dicen que las tripas las ha colgado en el tendal? Eso
no es nada, dicen que lo ha pelado todito, le ha sacado toda la piel y ha cortado
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toda la carne en trocitos separándola de la grasa. ¿No digas que iba a vender la
carne? ¡Aj! ¡Qué asco! ¿Cuántas veces no habremos comido carne de cristiano?
¿Es verdad que la cabeza la ha puesto en una tina? Mamá, ¿y si el muerto se
levanta? Y tú, ¿qué haces acá muchacho? Ándate pa’ la casa. ¡Esto es cosa de
grandes! ¿Por qué habrá hecho eso? ¡Debe haber enloquecido! Tienes razón;
solamente una persona loca pudo haber hecho eso. ¡Pobrecita! Ya debía haber
estado harta de todas las porquerías que le hacía el Cerdo. ¡Dicen que todos los
días le pegaba! Sí, la semana pasada nomás, andaba con los dos ojos bien morados.
¿Y no iba a la policía a denunciarlo? Uhhhh, ya estaba harta de denunciarlo; la
policía nunca hacía nada. Sí pues, mi cuñada que era su amiga me dijo que la
semana pasada, cuando regresaba de la comisaría, ella se prometió que esa era la
última vez que la golpeaba y que nunca más permitiría que la volviera a maltratar.
¿Y dónde está ella? Ella todavía está adentro. ¿No escuchas cómo afila el cuchillo?
¿Es verdad que también la violaba? Es no es nada, hasta la obligaba a que le trajera
mujeres de mala vida para que lo satisficieran. ¡Claro pues! ¡Por eso le llamaban el
Cerdo! ¿Y delante de ella hacía sus cochinadas? A mí no me gusta hablar demás,
pero así escuché hablar. Además, la que dice la verdad no miente. Parece que allí
está ella con su vestido rojo. Menos mal que ya viene la policía. ¿Escuchas la
sirena? ¡Mira! ¡Allí está saliendo ella y el vestido no es rojo, sino que está
manchado por la sangre. ¡Mira, tremendo cuchillazo! ¡Con ese cuchillo, de un solo
tajo cortas un brazo! ¿Y quién sale detrás de ella? ¿Alguien más le habrá ayudado?
¡No! ¡Fíjate bien! ¡Creo que es el Cerdo! ¡Sí! ¡Y está molesto! ¿Qué dice? Dice
que qué mierda hace toda la gente delante de su choza y que si no tienen nada que
hacer, que entren a ayudar a pelar el chancho. ¿Y ella? ¡Mira, cómo lo observa con
cólera, parece como si ahora sí lo quisiera matar. ¿Por qué estará levantando el
cuchillo contra él?
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Soy Inca, y lo digo a boca llena
Si lees en los libros, revistas y periódicos, encontrarás que yo ya estoy muerto. No
les creas. Tal vez te dirán: mira aquí, muy claro dice que nació un 12 de abril de
1539, una clara mañana de otoño, en el ombligo del mundo, entre olores de
eucaliptos, arrayanes y de tierra recién mojada por la lluvia. Y eso sí es verdad,
porque en los libros de registro encontrarás a un tal Gómez Suárez de Figueroa, y
ese fui yo, con otro nombre en el mismo tiempo, casi en el mismo tiempo en que
trocósenos el reinar en vasallaje. Mi madre, la hermosa ñusta Palla Chimpu Ocllo,
bautizada en las leyes de Cristo como Isabel, nieta por rama natural del Inca Túpac
Yupanqui y sobrina del Inca Huayna Cápac, me enseñó todas las cosas que debe
conocer aquel que, como tú, ha nacido en los majestuosos Andes peruanos.
De niño me llevaba ya en su regazo, ya en su espalda, a la usanza de
nuestros antepasados, y me enseñaba el nombre de los animales, de las plantas y el
valor de nuestra tierra. Mientras yo me paseaba y me subía por entre las grandes
piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán, ella, con su voz melodiosa, me cantaba y
contaba la historia de nuestros antepasados, como yo te la estoy contando a ti. Me
decía, como te lo digo yo, que es mentira que no teníamos escritura. En verdad no
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usábamos papel ni tinta, pero todo quedaba grabado, a fuego sagrado, como
cuando marcan a las bestias. Así quedaban impresos los olores, los cultos, las
tradiciones y los conocimientos, en nuestros cerebros y en nuestros corazones.
Algunas veces, como quien anota algo importante, para ayudarnos a
recordar, utilizábamos los quipus.
Muchas veces recibíamos visitas de nuestra familia imperial, y yo hasta
ahora recuerdo claramente todo lo que escuchaba. Los ancianos, siempre dando
gracias a taita Sol, taita Dios, entrecerraban los ojos y contaban desde el principio
de todas las cosas por estos lares, desde que nuestros primeros padres salieron de
las aguas del lago Titicaca y caminaron y caminaron, llevando sus mazorcas de
maíz, tanteando el terreno fértil con una barreta de oro, hasta que llegaron al
pueblo donde nací y vieron que la tierra era buena porque apenas picaron, la
barreta de oro se hundió en las faldas del cerro Huanacaure. Esa fue la señal de
nuestro padre Sol del inicio de un gran imperio. Y, como eran hijos del Sol,
reunieron a la gente que, dispersa y sin orden, caminaba por esos lares y les
enseñaron todo lo que ellos sabían. Lo primero que hicieron fue una fiesta en honor
a nuestro padre Sol, bailando y bebiendo chicha, dándole de beber chichita a la
Pachamama, nuestra madre tierra.
Aprendí con paciencia a jugar con la arcilla para modelar los keros y otras
vasijas de cerámica, pintarlos con los colores del Imperio y hornearlos a fuego
lento, como estas palabras que te estoy diciendo. Aprendí todas las cosas a su
debido tiempo: el arte de los nudos, de las celebraciones a los apus, los modelos a
escala reducida de su arquitectura sobria. Y lo más importante, el arte de conversar
con los metales, porque con ellos no se lucha, se conversa, se les habla quedo y con
cariño. Del oro te diré una gran verdad: es el metal de nuestro padre el Sol. Los
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ancianos me dijeron, como te lo diré a ti, el lugar exacto donde escondieron el oro
que pidieron los españoles para el rescate de Atahualpa, cuando se enteraron del
engaño y de que ya habían ejecutado a uno de nuestros últimos incas, porque el
último vino del Cusco, hijo de nuestro padre Sol, que permaneció en el anonimato
y en las oscuridades de los túneles del Camino Inca, por ser albino. Todo lo tenía
guardado en mi corazón, hasta hoy que se me ha dado por hablar de nuevo,
mirándote a los ojos, escarbando en las letras de fuego de tu corazón, con la certeza
de que el vasallaje no durará para siempre, y que tarde o temprano volveremos a
ser el imperio grande y hermoso que una vez fuimos.
También encontrarás, si eres un acucioso lector, que mi padre fue
conquistador de noble linaje de Castilla, don Sebastián Garcilaso de la Vega
Vargas, que me enseñó a querer a mi madre, a mis costumbres, las tradiciones de
mis ancestros y, además de darme su amor, me educó en la escritura de su lejana
tierra y en la religión que profesamos y de la cual me confieso creyente.
Le agradezco la instrucción recibida, pero no todo fue como él lo hubiera
querido: las leyes imperantes en esos tiempos, que de alguna forma persisten ahora
que te estoy hablando, en el fondo son lo mismo. Apenas a mis veintiún años,
huérfano de padre, con las pocas cosas que mi madre me pudo dar, viajé a España,
conocí el mar y el miedo al mar. Y el terrible ocio de ver entre cada bamboleo,
agua y más agua, agonizando en la espera de ver un pedacito de tierra. Entonces
me sentí entre dos razas, como si no perteneciera a ninguna. Ahora sé que sólo es
una ilusión y que todos somos habitantes de una sola tierra, sin distingos. Todavía
recuerdo que a los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llamaban
mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; esto fue impuesto
por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto
por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro
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con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen eres un mestizo, lo toma por
menosprecio, podrá ser a cualquiera, menos a mí.
Reclamé ante el Consejo de Indias lo que legalmente me pertenecía, pero sin
resultados, y agradezco eternamente la ayuda de mi tío, el capitán Alonso de
Vargas, que supo acogerme y ayudarme a terminar con mi instrucción, al punto de
ser perfectamente bilingüe. Por su consejo decidí ingresar a la milicia al servicio
del Rey, y a los treinta y un años conseguí el grado de capitán en un combate en la
guerra de las Alpujarras contra los moriscos en 1570, el mismo año en que falleció
mi tío mentor, dejándome parte de su herencia, que llegué a disfrutar quince años
después. Vanos fueron mis intentos por regresar al Cusco pues siempre sucedían
algunas cosas que me lo impedían.
En 1591, ya me fue imposible regresar a América. Decidí radicar en
Córdoba y volver a vivir a través de mis recuerdos. Y, para que no se perdiera nada
de lo acontecido, me dediqué a hacer nuevos nudos, a escribir y publicar. En 1596
redacté un documento autobiográfico: La relación de la descendencia de Garci-
Pérez de Vargas (Lisboa, 1605), La conquista de la Florida (1605), Comentarios
reales de los Incas (Lisboa, 1609) y Conquista del Perú (1613).
Cuando estaba trabajando en el libro Historia general del Perú, dicen que
fallecí el 23 de abril de 1616. Pero, como te dije al comienzo, no les creas; aún
persisto y vivo para siempre, como fuego sagrado grabado en tu mente y latiendo a
cada instante en tu corazón, el único lugar donde queda El Dorado.
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Para Eva
.
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Déjà vu
El avión, después de atravesar la negrura de una noche muy corta, aterrizó en el
aeropuerto de Barajas con una hora de retraso. Yo miraba que todos se
abalanzaban para salir primeros y cuando no quedó nadie más me sentí
extrañadísimo. La voz del piloto volvió a sonar en el altavoz, como la voz de Dios,
Señores, hemos llegado al aeropuerto de Barajas, y yo seguía en mi asiento
esperando que el avión volviera a despegar, hasta que se acercó una aeromoza,
luego otra y una tercera, y todas las aeromozas del mundo me dijeron, pues
hombre, el aeropuerto de Barajas es el de Madrid, así se llama, así como en Perú el
aeropuerto no se llama Lima, se llama Jorge Chávez, vale?
Entonces me acerqué con mimaletaprestadadeeva y pasé como a través de un
gusano. Y tuve que correr para alcanzar a la manada, porque si caminaba solo, era
muy probable que me perdiera. Subí y bajé un montón de rampas, me acerqué a un
guarda y le pregunté dónde recogería mi equipaje, y me dijo que tomara aquel tren.
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Y yo, terco, insistiéndole que no me marcharía sin mis maletas. Luego vino
uno y luego otro y todos los guardas del mundo y me subieron casi a rastras al tren
que me llevaría a recoger mis maletas.
Estuve parado como media hora viendo cómo una cinta vacía daba vueltas, y
luego como una hora más viendo todas las maletas del mundo dando vueltas sin
saber cuál era mimaletaprestadadeeva. Todas eran igualitas y por un momento la
codicia pensó por mí y me dijo: ¿Y si coges una maleta y de repente está cargadita
de billetes? Y el otro lado de mi conciencia me dijo, no, probablemente puede estar
llena de cosas de mujeres y no me convendría andar por las calles de Madrid con
una ropa que tal vez no es ni de mi talla. Después de un largo tiempo recordé que
mimaletaprestadadeeva tenía una pequeña cinta incaica amarrada a una de las asas,
la localicé y la recogí. Le pedí prestado un coche a un guarda y, con cara de
extrañado estreñido, me dijo coche no podré prestaros, pero si se refiere a un
carrito, bueno pues sí, ¿vale?
Y coloqué mimaletaprestadadeeva en el carrito y seguí todas las señales,
pasamos por los detectores de metales y yo ignoraba qué guardaba Eva entre los
filos de la maleta porque el guarda me preguntó de dónde venís, y yo le dije de
Perú, y me dijo abra la maleta y se fue directo a revisar los filos y como Eva habrá
guardado bien las cosas que guardó no encontró nada y me dejó pasar. Ya en casa
revisé y tampoco encontré nada y lamentablemente, tengo que admitirlo, destrocé
mimaletaprestadadeeva. Seguí la dirección de las flechas hasta que por fin apareció
la salida y mucha gente esperando con cartelitos y ninguno que dijera David de
Chulunacas, hasta que alguien miró varias veces su PDA (un accesorio digital que
incorpora agenda, fotos y muchas cosas más, como una pocket) y me gritó
¡Daviiiid! Y eran Santiago y Eduardo, los amigos de mi hermano que venían a
recogerme. Entramos a varios ascensores que se abrían por un lado y luego por el
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otro lado que ya se me estaba revolviendo el estómago cuando llegamos al lado del
aparcamiento de los carros. ¡Coches! Me dijo Santiago, no te olvides, acá se dice
coches a los carros. A lo que yo respondí que en Chulucanas les llamamos coches a
los marranos, chanchos, cerdos, cochinos, es decir a los animales.
Tomamos una supercarretera con un montón de coches del próximo año de
todas las marcas europeas de lujo, y después de media hora llegamos a su casa, mi
casa por dos meses. Tomamos un suculento desayuno y satisfechos todos y con la
mitad de la mesa puesta, Santiago nos dijo para salir a pasear en pleno domingo.
Recogió los jugos, jamón, quesos, pan, magdalenas, tocino, y todo lo que no
alcanzamos a comer, lo llevó a la cocina y, en vez de colocarlos en la
refrigeradora, perdón, nevera, los tiró a la basura. Yo no dije nada, pero me entró
una pena muy honda.
Santiago me dijo, te voy a llevar a una parte de Egipto, y no mintió, en pleno
Madrid está el Templo de Nabod, del que dicen que es una donación de Egipto a
España, piedra por piedra, piedra sobre piedra. Dentro de la cámara del templo fue
la primera vez que tuve la sensación de lo ya vivido. En ese momento, hasta pude
leer los jeroglíficos y la historia de unos antepasados remotos. Ahora estoy seguro
de que fue el cansancio del viaje, porque ya no recuerdo lo que decían los
jeroglíficos. El segundo déjà vu sucedió en el Palacio de Aranjuez, pero esa es otra
historia y otro día.
Para ser el primer día en Madrid, no fue suficiente porque Santiago, para
hacerme conversación, me preguntó de qué equipo era y yo, por no quedar mal, le
dije que me gustaban los Globetrotters, y me dijo te jodiste cabrón, acá si no sabes
de fútbol estás cagado; o eres del Barcelona, como yo, o eres del Real Madrid o del
Atlético Madrid, no más. Y vamos a un bar a ver el partido de hoy, y yo le dije
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bueno, y mucha gente tomando y fumando y en la pantalla gigante veintidós
jugadores detrás de un balón, en eso un gol y para no quedar mal grité a todo
pulmón gooooooooooooooool. Silencio total y todos voltearon a mirarme con mala
cara, y yo le dije, sostén mi copa Santiago que necesito ir al baño. Dentro del baño
escuchaba los insultos, que tal cabrón, y multitud de cosas irrepetibles. Cuando
salí, comprendí que ya no me insultaban, estaban insultando al televisor, a quien
luego le daban órdenes.
El partido acabó uno a uno, pero ignoro todavía quién ganó.
Llegamos a casa un poco mareados, apestando a humo de cigarrillos. Al
baño y a la cama. Mi primer día en Madrid.
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La reina de Aranjuez
Un letrero decía en buen castellano: «Os pedimos disculpas por las molestias
ocasionadas. Por hoy día, la entrada para la visita se retrasará treinta minutos».
Entonces, me dije, visitaré el Real Palacio de Aranjuez más tarde. Por lo pronto,
caminaré un poco por aquí y por allá
.
Miré las aguas del río Tajo y los hermosos árboles con hojas parecidas al
arce con múltiples tonalidades de amarillo.
La entrada a Aranjuez es un túnel largo de árboles que filtran los rayos
solares dejando ver una senda bordada de hojas amarillas. Algunos tenderos
venden las fresas más grandes de todo el mundo.
Después de media hora, regresé a la entrada del Real Palacio de Aranjuez y
vi que no había cola. Compré la entrada y de pronto toda la guardia, hombres y
mujeres, se pusieron rígidos y se echaron miradas sin decirse nada. Caminando
despacio, con un abanico de nácar, corona de diamantes, anillo grueso como sello
pontifical en dedo anular derecho, gargantilla de perlas, aretes de oro, y con una
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enorme cola roja con ribetes de armiño, apareció S.M. la Reina Isabel. Le faltaba
un diente superior pero no se le notaba porque no sonreía; llevaba un báculo de
símbolo de poder y sus mejillas estaban coloradas, probablemente por el sol.
La Reina Isabel era una de esas mujeres pequeñas que caminan como
grandes.
Los guardias se cuadraron, mientras ella pasó arrastrando su cola sin mirar a
nadie. Yo me atreví a entrar y una de las guardias me detuvo para decirme que
guardara la distancia reglamentaria con la Reina. Me dijo que pasara por el
detector de metales y que dejara todas mis pertenencias en una bandeja. Sin
embargo, el aparato empezó a sonar y la mujer me revisó de nuevo y me tocó todo
el cuerpo hasta que en mi bolsillo derecho, muy cerca de mis partes pudendas,
encontró mi inhalador. Miré su rostro y, por las características de la tez que rodea
sus labios, me di cuenta de que esta mujer no había tenido sexo por lo menos desde
hacía dos años. Qué desperdicio, me alejé pensando.
En el Salón de los Espejos encontré a la Reina Isabel que se admiraba con
infinita tristeza, derramando lágrimas que le desteñían sus mejillas coloradas. Yo
seguí avanzando por la Galería de las estatuas y me detuve en el Gabinete de las
porcelanas chinas. Es admirable el trabajo de orfebrería de cada pieza atornillada a
las paredes.
En la Saleta de la Reina nuevamente encontré a S.M. la Reina Isabel que, sin
mirarme, me dijo: tiene permiso para hablar plebeyo. Fue entonces cuando tuve mi
segundo déjà vu y recordé el momento exacto, cuando hacía muchas vidas,
deposité mis labios sobre el dorso desnudo de los pies de mi reina.
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Uno de los guardas me distrajo de mis recuerdos y me animó a que siguiera
avanzando al Salón de Baile. Aturdido, miré los innumerables relojes depositados
por todos lados. En el Dormitorio de la Reina, el guarda me dijo en voz baja: ella
es una persona muy especial para nosotros: hace muchos años ha venido de
Baviera y es muy conocida en todo Aranjuez; en realidad se llama Siola, y dicen
que es bisnieta de Alois Alzheimer.
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Encuentro en Madrid
En el Metro de Madrid, en la estación O’Donnell, la más cercana al Hospital
Materno Infantil del Gregorio Marañón, a las cuatro de la tarde en punto, me siento
en el andén número 2 a esperar el tren que me llevará a casa. Me siento y espero.
Dejo pasar uno, dos, tres y, al cuarto, subo, por esas manías mías de andar
contando los números de buena suerte que hasta la fecha nada bueno me han
traído.
Esta mañana salí del hospital con una ligera alegría, con una sensación
inminente de que algo bueno me iba a pasar.
La gente entra y sale apurada sin fijarse en nadie. Un minuto antes de pasar
el cuarto tren miro al frente y una alegría inmensa me desborda. Al otro lado,
cruzando la vía férrea, estaba mi compañero de carpeta, mi compañero de toda mi
infancia, aquel con el que grabábamos nuestros nombres con afán supérstite en los
troncos de los algarrobos. Encontrarme con un paisano, y de mi propio pueblo, era
una cosa fenomenal. Le hice señas, aspas con las manos, y me miraba extrañado.
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Entonces comprendí que los años no pasan en vano. Nunca podría
reconocerme: yo he cambiado demasiado, estoy obeso, calvo y desde hace un par
de años uso bigotes. Le grito con todas mis fuerzas que me espere.
Subo los andenes y cruzo hacia el otro lado de la vía. Le doy el abrazo de
siempre, el que nos dábamos cuando éramos pequeños. Entonces sentí la frialdad.
No era su abrazo. Me miró y se alejó con indiferencia. Y así, de pronto,
recordé que aquel extraño no era mi amigo, que por azar del destino era muy
parecido a aquel que había muerto ahogado en el río Grande
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Perro negro en Toledo
Toledo es una ciudad que parece transportada de la antigüedad a la era moderna.
Tiene sus calles muy estrechas y empedradas. Los edificios muy altos, la mayoría
reconstruidos, que en esta corta época de otoño, en que la mayoría de árboles y
plantas se apresuran a deshojarse, permiten pasar los rayos solares de una manera
muy peculiar. El Alcázar, destruido casi completamente durante la Guerra Civil,
sigue imponente como símbolo de poder y de arte. El resto de edificios antiguos se
ha convertido en tiendas de espadas antiguas y modernas, artesanía de oro en
filigrana, reproducciones de guerreros medievales tamaño natural y con toda la
armadura puesta. Además pululan por doquier los restaurantes y cervecerías con
Internet incluido.
Apenas al llegar a Madrid me dieron una serie de recomendaciones; entre
ellas, me repitieron varias veces, por ningún motivo te acerques a las gitanas, te
leen la mano pero te esculcan los bolsillos. Yo no tenía miedo porque andaba sin
un céntimo.
Al llegar a Toledo me quedé impresionado por la variedad racial y de
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idiomas. Entré a la primera pastelería donde vi unos churros riquísimos a través de
la vitrina y, venciendo mi timidez, les pedí si podía trabajar durante el otoño a
cambio de comida y un lugar donde dormir, que no les haría estorbo.
Y el primer día que llegué a Toledo ya tenía trabajo y la barriga llena. A las
dos de la tarde en punto, ante mi asombro, me dijeron, ayúdame a cerrar la puerta
que volveremos a abrir a las cinco; tienes tres horas para que pasees.
Y desde allí empecé a caminar y a tomar fotos de la ciudad con la cámara
que me prestó Eva. Cruzaba el puente y tenía el tiempo suficiente para subir el
cerro de enfrente, donde me sentaba a tomar fotos panorámicas.
Una tarde, caminando distraído, con la cámara encendida en la mano,
doblando una esquina, unos ladridos retumbaron en mis oídos. Sobre una verja se
asomaban dos ojos amarillos, un hocico y dos patas negras. Le tiré dos
magdalenas, unos bizcochuelos que llevaba en los bolsillos, y me alejé apurando el
paso pensando en la hermosa foto jamás tomada. Mas allá, una gitana fumaba
nerviosamente un cigarrillo.
Las demás tardes me dediqué a pasar por el mismo sitio con la secreta
esperanza de tomarle una foto al perro negro. Las primeras veces me asustaba con
su ladrido atronador. Luego se calmaba cuando le tiraba las dos magdalenas. La
gitana seguía fumando sin atreverse a acercarse, tal vez por mi mala cara.
Después de una semana parecía que había un pacto entre el perro negro y yo:
a la hora fijada le daba las magdalenas y sin ladrarme me permitía acariciarle la
cabeza y mirarle de frente sus ojos amarillos. Pero la foto soñada nunca pude
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tomársela. La gitana con sus numerosas pulseras y collares me miraba de reojo sin
decirme nada mientras aspiraba su cigarrillo negro.
El dueño de la pastelería me encargó llevar unos panecillos especiales a unos
personajes recién llegados, por lo que dejé de visitar al perro negro durante una
semana.
Luego volví a pasar por el mismo sitio, pero ya no estaban ni el ladrido
atronador, ni sus enormes patas ni sus ojos amarillos. Solamente la gitana, que con
los ojos enrojecidos seguía fumando nerviosamente. Al verme se abalanzó sobre
mí, llorando y repitiendo muchas veces: yo sé que usted la quería, yo se que usted
la quería. Y me inundaba con su vaho mezclado de alcohol y tabaco. Yo aferraba
fuertemente la cámara dentro de mi bolsillo. Sígame por favor, me dijo, y yo como
un autómata la seguí por las estrechas calles de Toledo sin saber adónde me estaba
llevando. Quiero hacerle un regalo porque tal vez nunca más lo vuelva a ver; mi
vida corre peligro. La mataron con mi propia espada de Santiago, me dijo
sollozando. Tome, es para usted, me dijo cuando llegamos a una especie de tienda
de astrología con cartas, sahumerios y frascos y piedras de colores. Mírela, la
degollaron y arrojaron su cabeza delante de mi puerta, me dijo señalándome un
gran frasco con la cabeza de la perra negra y sus ojos todavía amarillentos. Tome
esta espada de Santiago y llévela con usted, a mí ya no me puede proteger; usted es
el elegido. Solamente coloque la espada debajo del colchón donde siempre duerme.
Salí con el corazón destrozado arrastrando la espada. A la semana me enteré
de que la pobre gitana había muerto quemada en su propia casa. Al parecer un
cortocircuito provocó un incendio y no tuvo tiempo para salvarse.
Regresé al Perú con la espada, me casé y tengo tres hijos. Y a veces, como
en esta tarde, por ejemplo, saco con nostalgia la espada y la limpio cuidadosamente
mientras tomo un té. Y recién ahora, mientras el menor de mis hijos está gateando,
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me doy cuenta de que junto a la empuñadura dos ojos amarillos me miran
tiernamente.
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Mi primer amor
A mis cándidos quince años, recién llegado a Lima, una gran ciudad de enormes
edificios, amplios jardines y con todas las calles asfaltadas, me pareció que yo era
un algarrobo mal trasplantado: nada se podía comparar a mi pequeño pueblo de
Chulucanas. Mis padres decidieron que necesitaba instrucción superior para
triunfar en la vida. Sin embargo, yo venía con mi maleta-alforja, llena de sueños e
ilusiones y el mayor de ellos era encontrar al amor de mi vida.
Ya me había ilusionado con mi profesora de matemáticas, la señorita
Juanita, y mis noches de insomnio sólo habían sucumbido a la imagen fetichista de
sus pies descalzos, entre mis sábanas tristes y mis manos agitadas. Y también me
desilusioné de manera fulminante el día en que vi que ella recibía durante el recreo
la visita de un chacarero, el viejo Ambrosio, en el cuartito del tormento, donde la
maestra decía que guardaba un esqueleto humano y que encerrarían allí a aquel
alumno que se comportara mal. Nunca supe de alguien que sufriera tal castigo.
Mis padres me enviaron donde unos parientes desconocidos que, aunque me
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trataron bien, nunca me sentí cómodo con ellos. Vivía en Miraflores, un distrito de
clase alta para esa época, con la mayoría de casas de un solo piso y jardines con
muchas flores. Yo salía diariamente a las siete de la mañana para ir a la
universidad. Y nunca supe cómo sucedió, pero un día me demoré quince minutos.
Salí apurado y tomé el bus amarillo que me dejaba en Quilca, que era el
último paradero. Desde allí caminaba hacia Colmena, donde quedaba el local de
Ingeniería Industrial de la Villarreal, a cuadra y media de la plaza Dos de Mayo.
Y desde allí empezó una serie de acontecimientos que parecían hechos a
propósito. Me senté en el único asiento vacío junto a una jovencita que apenas me
miró y siguió leyendo Siddharta, mi libro favorito, tantas veces leído que hasta
podía citar de memoria muchos párrafos enteros. Yo saqué mi librito de Veinte
poemas de amor y una canción desesperada. Y me sentí contento por el placer de
compartir lecturas distintas durante un viaje en bus con una muchacha desconocida
y simpática.
Como era natural en mí, no me atreví a dirigirle la palabra. Ella se bajó en la
avenida Tacna, antes de que el bus doblara por Quilca. Inicialmente quise bajarme
detrás de ella pero mi excesiva timidez me lo impidió. Lo sorprendente fue que
antes de entrar al local de la universidad me dieron unas ganas irresistibles de
entrar a la capilla de la Inmaculada. Solamente entré para rezar un momento y fue
que la vi junto al confesionario, que en ese momento se me antojó vacío. Esperé
junto a la imagen del Señor Cautivo de Ayabaca hasta que ella recogió sus libros y
salió de la capilla. Observé que entró en la Facultad de Derecho y no tuve el coraje
suficiente para ver en qué salón estaba. Crucé la Colmena y me dirigí a mis clases.
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Al día siguiente me demoré los quince minutos a propósito, tomé el bus
amarillo y, para sorpresa de ambos, el único sitio libre estaba junto a ella, con la
diferencia de que esta vez yo llevaba el Demian y ella Poemas humanos. Yo hice
como que leía y notaba que me miraba de reojo y después de esperar que yo dijera
algo, ella, sonriente, me preguntó: ¿Te gusta Hermann Hesse? Y yo le dije por
supuesto, ¡me encanta!, y desde allí hablamos como descosidos, nadie nos paraba,
solamente el tiempo que cada día se hacía más corto.
En la casa de mis parientes me preguntaban que por qué comía menos, que
por qué paraba como ensoñando, que me habían escuchado hablar dormido durante
las noches. Lo que yo no sabía en ese entonces era que ya estaba completamente
enamorado de una chica de quien no conocía ni su nombre ni su casa. Y aprendí a
retrasarme quince minutos para vernos en el bus.
La siguiente vez ella me mostró sus poemas, mucho más hermosos de los
que hasta entonces había leído, ni qué Neruda, ni qué Vallejo, ni ninguno de mis
conocidos: ella era un ángel escribiendo. Los firmaba como Lilith Paradisso. Fue
así como supe su nombre. También me dio su dirección y me enseñó la puerta de
madera color verde de su casa, con paredes de amarillo colonial. Cada día me
sentía inmensamente feliz: definitivamente era la mujer ideal, la mujer de mi vida.
Y lo sorprendente era que además recibía clases de piano y cantaba como un
ruiseñor. Durante las tardes que bajábamos a la playa por el malecón Balta le pedía
que me repitiera una canción que compuso para los dos, una canción de amor
eterno.
Un día no la encontré en el bus, ni al siguiente. Después de una semana de
desesperación, sin dormir ni comer bien, pensando en ella a cada instante, con la
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zozobra de alguna nefasta noticia, decidí ir a su casa. Rondé durante dos horas
antes de decidirme a tocar medrosamente la puerta. Toqué despacio, esperé largo
rato y nadie salía. Toqué un poco más fuerte y logré escuchar su caminar
inconfundible.
Al verla quise lanzarme a abrazarla, pero algo me detuvo, quizás su mirada
de desconcierto. Me miró de pies a cabeza y, con su voz inimitable pero esta vez
con tono áspero, me preguntó qué deseaba. Le dije que buscaba a Lilith Paradisso.
Abrió los ojos desmesurados, miró a ambos lados de la calle y me dijo que
entrara. Con voz suave, como la de Lilith, me susurró: espero que comprendas que
no es fácil para mí decirte que no eres el primero a quien mi hermana engaña. Yo
soy la verdadera Lilith. Mi pobre hermana se llama Eva y actualmente está en el
manicomio; de vez en cuando le dan sus ataques de locura y con mucha pena
tenemos que internarla, pero no por mucho tiempo.
No dije nada y salí desconsolado, caminando sin rumbo.
Al día siguiente volví a ver a Lilith, mejor dicho a Eva, sentada en el autobús
amarillo, a la misma hora y esta vez con Las desventuras del joven Werther,
sonriéndome como cualquier día luminoso, sin ningún indicio de enfermedad
mental. Estuve en silencio largo rato y antes de bajarme le dije que el día anterior
había estado en su casa y que su hermana me había contado todo.
—No sé qué te habrá contado mi hermanita, pobrecita. Estuvo mucho
tiempo internada en un sanatorio y tuve que quedarme a cuidarla durante la semana
que falté a la universidad. Somos gemelas.
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Amor por ti
La mayoría de los vecinos de la junta de propietarios del edificio de apartamentos
decidieron demandar al dueño mayoritario que les había cortado el agua. Al cuarto
día, las escasas reservas se estaban agotando, casi todos tenían los trastos sucios
arrumados en la cocina y la ropa sucia pugnando por cobrar vida y salir
despavorida por las ventanas. Solamente Eva Lewitus que, precavida y avisada por
Víctor Martino, el dueño mayoritario, supo juntar en todos los depósitos posibles,
incluidos baldes, palanganas, tazas, botellas, vasos, macetas parchadas con cinta
adhesiva y todo recipiente que pudiera ser utilizado, el agua bendita de todos los
días. Mientras los demás vecinos aprendían rudimentos antiguos, como bañarse
con un trapo húmedo, reutilizar las aguas usadas, ahorrar hasta la mínima gota, Eva
seguía despilfarrando agua regando las macetas de su jardín, bañándose tres veces
al día en la ducha mediante un sistema que succionaba agua de los baldes más
grandes, y no tenía reparo en ofrecer agua a los vecinos que formaban cola frente a
su departamento. Tan larga era la cola, que decidió dejar abierta la puerta para que
los vecinos pudieran entrar y salir a su regalada gana.
El agua de Eva seguía renovándose y no se debía a ningún milagro:
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simplemente era que su hermosa sonrisa le abría las puertas de los vecinos de otros
edificios y ellos mismos se ofrecían a rellenar los baldes y recipientes usados. Lo
que no llegaba a comprender era la locura de Víctor Martino de joder a cada uno
de los propietarios del edificio. Primero empezó cerrando la escalera hacia la
terraza y esparciendo maíz, para que las palomas de la iglesia vecina fueran a
comer y a cagarse en los balcones y ventanas; entonces los vecinos respondieron
colocando celosías en los dinteles y enviaron una carta de queja al alcalde, la cual
no tuvo respuesta.
Luego cerró las llaves de la luz y, cuando los vecinos se estaban
acostumbrando a las velas y a cocinar con querosene, las cartas de queja hicieron
efecto y fueron de las empresas eléctricas a reponer el fluido eléctrico.
Entonces fue que a Víctor Martino se le ocurrió una mejor idea: llevó varios
albañiles y se pusieron a armar ruido día y noche, dejando insomnes a los
moradores, quienes recibieron memorandos de quejas en sus trabajos por quedarse
dormidos en los escritorios, pasadizos y, uno de los más avezados, en el baño.
Luego, poco a poco, los vecinos se pasaban la voz, se preguntaban ¿tienes
agua? No, respondían algunos. Yo sí tengo, decían otros, pero por poco tiempo,
porque al final, entre tantas tuberías, Víctor Martino supo distinguir qué tubería iba
donde cada vecino. La tubería de Eva la tenía a la vista, pero decidió no hacer
nada.
Los vecinos volvieron a enviar cartas de queja, sin resultados. Entonces fue
Martino quien dejó de pagar los recibos de agua y de luz, quedándose con los
dineros de la junta de propietarios. ¿Por qué nos jode así?, gritaba Donatila, una
morena de cuerpo macizo y cimbreante. Está loco, decía Eva. Y todos los que
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estaban desunidos decidieron juntarse para demandar al loco. Nadie entendía los
motivos del lobo.
Una Eva furibunda golpeó la puerta de Martino y este, cobarde, miró por el
ojo mágico y no le abrió. Entonces Eva alzó la voz en la reunión y dijo, desde este
momento ya no le vamos a pagar nada al ladrón; nosotros mismos reuniremos el
dinero y nos acercaremos a pagar a las compañías, pero no vamos a pagar la luz de
los exteriores para que no funcione el ascensor; en carne propia sentirá algo de lo
que sentimos, nos vengaremos en lo que más le duele: su esposa, confinada a su
silla de ruedas de por vida, ya no podrá subir ni bajar los ocho pisos para ir a misa
todos los días.
Eva se acostó, rodó y estuvo de tumbo en tumbo toda la noche; su mala
conciencia no la dejaba dormir. La pobre mujer no tenía la culpa de tener un
marido loco. Pobrecita, ya no podrá ir a misa, con tanto frío que hace, ya no la veré
arropada todos los días dentro de su silla, con su amante esposo llevándola a misa.
En la mañana siguiente, cuando ya estaba por conciliar el sueño, sonó el
teléfono: era la llamada que recibía todos los días a las siete. No pudo escuchar
nada más porque de inmediato el sonido del teléfono fue apagado por las sirenas de
los policías, que estilo comando subían y bajaban por las paredes. Después de un
rato miró por la ventana y vio cómo llevaban esposado a Víctor Martino y, por un
momento fugaz, creyó que le lanzaba una mirada tierna, como pidiendo
compasión. Detrás de él llevaban la silla de ruedas vacía.
Minutos más tarde vino la vecina Donatila, asustada, diciendo que ella había
llamado a la policía porque, al querer chupar unas gotas de agua del caño, se dio
con la sorpresa de que tenía en la boca una falange humana con uña y todo. La
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policía descubrió que el loco Martino había descuartizado a su mujer cuarenta y
dos días antes y la había esparcido en pedazos pequeñitos en la cisterna del
edificio, que esa era la verdadera razón de la falta de agua, y uno de los policías me
contó un secreto, Eva, que en un pequeño altar el loco Martino tenía un retrato tuyo
Eva, y una hermosa carta de amor, de amor por ti.
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Ángeles
Eva me dijo «me voy de viaje», a una reunión familiar en Grecia; te dejo las llaves
del departamento para que de vez en cuando vengas a darte una vuelta, le des una
ojeada y les eches agua a mis plantas. Regresaré en un mes. Tomé las llaves y le
prometí regar sus plantas.
Después de una semana de intensa actividad en la universidad y en el trabajo
me acordé de las plantas de Eva, y la sospecha de encontrarlas muertas debido al
intenso calor que inusualmente arreciaba en esos días de invierno me causó un
hondo remordimiento.
Caminé casi corriendo las ocho cuadras entre mi casa y el departamento de
Eva. Desde el pasaje Tarata pude observar una sombra en la ventana en el segundo
piso y me pareció, además, que alguien apagaba una tenue luz.
En la entrada principal, el portero me saludó como a un viejo conocido. Al
llegar frente a la puerta me sorprendí al ver la alfombrilla roída por el tiempo fuera
del departamento. Recordé que Eva me dijo alguna vez que la esterilla fuera de la
puerta era un símbolo fehaciente de que ella estaba dentro, que cada vez que salía,
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aun al supermercado, a dos cuadras de allí, ella metía la alfombrilla por debajo de
la puerta.
En un primer momento pensé que se la había olvidado fuera y toqué el
timbre. Nadie contestó. Saqué las llaves que me dio antes de viajar y, por un
extraño nerviosismo, no encontraba la llave correcta, más aún cuando un vecino
me miró con un tufillo de desconfianza, sin dejar de observarme como si yo fuera
un ladronzuelo sin experiencia. Cuando al fin pude abrir la puerta, imaginé que el
vecino ya estaría llamando por teléfono a la policía.
Aparentemente, el departamento de Eva estaba como lo había dejado. Sus
catorce variedades de orquídeas florecían abundantes, en sus respectivas macetas,
sobre una bandeja con agua sobre la mesa. En el alféizar de la ventana de la sala
las astromelias explosionaban en colores. Llamé sin recibir respuesta. Pasé
rápidamente de la sala comedor al estudio dormitorio, luego al baño, regresé a la
sala, pasé a la cocina y no encontré a nadie. Las plantas de la ventana del estudio
desbordaban en frutos, tomates, ajíes, fresas, papayas enanas y berenjenas. Las
plantas que daban a la ventana del baño eran las verduras: apio, col, culantro,
cebollas, ajos, orégano, hierba buena
.
Regresé a la sala pensando quién pudo ser la persona que creí ver desde la
calle y, convencido de que era una equivocación, me senté sobre el sillón de la
sala, aquel que está bajo las fotos ampliadas tomadas por Eva. Una que me gusta
mucho es la de un piso jaspeado en negro y blanco y, perdido entre las sombras, un
gato negro y blanco que apenas se ve, pero cuando lo llegas a distinguir, no puedes
evitar dejar de mirarlo. Al colocar mi mano sobre el sillón sentí cierta tibieza,
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como si alguien hubiera estado sentado o acostado en él.
Fui a la cocina y vi la tetera sobre la hornilla, puse el dorso de mi mano y
comprobé que contenía agua recién hervida. No había duda: alguien había estado
en el departamento de Eva. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando
pensé que el doctor Martino, aquel hombre que le hizo muchos problemas
cortándole el agua, podría tener las llaves, pero luego me tranquilicé recordando
que estaba en la cárcel culpado por descuartizar a su esposa.
Prendí todas las luces, abrí la refrigeradora, probé un delicioso queso con
comino y pellizqué una tableta enorme de chocolate amargo que, de pedacito en
pedacito, terminé comiéndomela entera. Pensé reponerla antes de que llegara Eva.
Alguien estuvo momentos antes allí y yo no sabía quién había sido. Me
dirigí a la sala de estudio y vi que la computadora estaba prendida y que solamente
el monitor estaba apagado. Al parecer, por la premura, no quisieron apagar la
computadora utilizando la forma correcta y prefirieron apagar el monitor con el
propósito de regresar más tarde. Prendí el monitor, moví el mouse y apareció una
pintura de hermosos colores, dos personas con halo rojo alrededor de la cabeza,
como antiguamente dibujaban a los santos, una de ellas parada y la otra sentada.
La persona parada, vestida con túnica azul, tenía alas como de ángel. Me
quedé pensando largo rato, mirando la pintura y recordando las fotos de Eva. Ella
no podría haber tomado una foto así. Ella no cree en ángeles, por lo menos hasta
hace un mes en que me dijo que, caminando a la playa, conoció a una persona que
sí cree en ángeles. Me contó que era muy simpática, y que los ángeles le habían
curado un cáncer pulmonar incurable, a decir de los médicos.
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La última semana antes del viaje Eva me contó cómo era que existía una
gran variedad de ángeles. No me lo decía con convicción; solamente me contaba lo
que su amiga le había dicho.
Miré por la ventana y ya estaba oscureciendo afuera. Decidí apagar la
computadora y cerrar las ventanas activas. El messenger estaba abierto y ¡sorpresa!
Eva estaba en línea, y llamando.
La voz se escuchaba entrecortada… toy en Grecia, me decía. Mis nietos han
sido llamados a la guerra. Ten cuidado, los ángeles existen, antes de mi viaje
invadieron mi casa. Y dos de ellos me acompañaron al viaje.
El audio se perdía y noté una angustia creciente en el timbre de voz de Eva.
Sentí una especie de electricidad espesa en el aire. Mis pelos se erizaron en señal
de peligro. Pareció decirme que no apagara la computadora, pero ya era tarde.
Cerré todos los programas activos y le di clic en apagar equipo.
Varios pasos, como en tropel, se agolparon detrás de la puerta del departamento.
Alguien estaba introduciendo una llave en la cerradura.
A pesar del aire que entraba por las ventanas vi que por debajo de la puerta se
deslizaban unas plumas blancas.
A lo lejos se escuchaban los ruidos de la calle.
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Revelación
En la penumbra del minúsculo cuarto, alumbrado apenas por la luz mortecina de
un pequeño foco rojo, David Arce sintió el bombo acelerado de su corazón al ver,
desnudo sobre la cama, el cuerpo perfecto de la mujer de su vida.
Al quitarse la camisa retocó un pequeño detalle: sobre los labios carnosos de
higo maduro, un pequeño lunar.
Prendió la luz blanca y quedó satisfecho, mirando la fotografía de Eva
secándose.
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Mariposas para Eva
La primera vez que le regalé una mariposa a Eva yo imaginé que ella iba a saltar de
alegría, que sonreiría con sus dientes blanquísimos y en mi vana ilusión tenía la
esperanza de sentir sus rosados labios sobre mi mejilla. Sin embargo, no fue así.
Apenas miró la mariposa soltó tal alarido que mis oídos quedaron vibrando
durante un momento, hasta darme cuenta de que la Eva que yo amaba seguía
gritando y corriendo en dirección a su casa, como cuando fue mordida por Bonzo,
el perro bravo de la chacra de Pisco, a quien más tarde ella misma adoptaría. Yo no
sabía dónde esconderme. Judde, su madre, la comadrona del pueblo de San
Andrés, contrariamente a su belleza y a sus hermosos ojos turquesas, tenía fama de
carácter rudo.
La noche anterior estuve en el jardín de los maracuyás con un candil para
alumbrar a las crisálidas que ya estaban por nacer y capturé varias mariposas de
color negro y amarillo. Escogí la más grande y hermosa, siempre pensando en Eva.
Yo era en ese entonces un adolescente de dieciocho años, hijo de pescadores
de la caleta de San Andrés, con la piel curtida por el viento, por la sal y por el sol.
Ella recién cumplía catorce años aunque parecía mucho mayor. Dos años antes se
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había asentado en esta caleta con su madre Judde, su padre Tomás, y su hermano
Oskar, venidos de tierras lejanas en un vapor llamado Orduña. Todos eran rubios y
hablaban un idioma distinto al nuestro.
Mi madre me miró y durante la cena me preguntó qué me pasaba que por
primera vez en muchos años no devoraba mi plato favorito: sopa seca con cerdo. El
tiempo pasaba y ni señas de Eva. La noche pasó con todas sus estrellas
moviéndose, y yo pensando lo peor; probablemente se volvió loca, o se quedó
muda para siempre, o su madre estaría ocupada con algún doctor buscando alivio
para su hija. Apenas salieron los primeros rayos del sol, salté de la cama y me
dirigí a la playa para darme un baño en el mar. Unas lejanas parihuanas volaban
esbeltas en bandada.
Durante la mañana no supe nada de Eva. Al mediodía, con el sol alto y
estando con los amigos tirando piedras al mar y contando cuántas veces rebotaban
sobre la mansa superficie, apareció Oskar.
— ¿Qué le has hecho a mi hegmana? Está desde ayeg diciendo batteggfly y
hace unos minutos grecién ha dicho tu nombrrre, ¡maldito!
Y nos enfrascamos en la primera pelea que he tenido en mi vida. Pero no
parecía pelea de adolescentes; parecíamos niños agarrados de las manos, con los
brazos estirados, empujándonos uno al otro. Los muchachos que al inicio incitaban
a la pelea se aburrieron y se fueron. Hasta que vino Judde. Me miró con sus ojos
turquesa, tomó de un brazo a su hijo y se lo llevó.
Después, en la panadería, mi madre se enteraría de que la hija de doña Judde
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estaba con tercianas y que en la opinión del médico necesitaría una atención
especializada en la Capital. Mi corazón se encogió de pena y de culpa. Por aquella
mariposa mi amada Eva se había enfermado. Lamentable insensatez irremediable
realizada por mi inocencia.
Al cuarto día, la familia entera partía en la carreta hacia la Capital. Yo, desde
la sombra de una palmera, miraba el desfile de la familia. Eva estaba cubierta
totalmente con una manta blanca. Vi un ligero movimiento de cabeza y por un
momento estuve convencido de que ella me había mirado.
Me parecía lejano el día aquel en que todos los pobladores nos
arremolinamos en la playa a mirar aquel buque que lanzaba humo a grandes
bocaradas y que se acercaba a nuestro embarcadero. De aquella pequeña
embarcación fueron saliendo innumerables personas, todas rubias, con la ropa
desteñida y muy sedientas. Se alegraron mucho de tomar el agua de los cocos. Y
allí estaba ella con sus doce años, sus ojos celestes y su corazón de algodón. A
diferencia de las demás niñas, ella jugaba con nosotros y rápidamente se
acostumbró a comer mangos con las manos, sin importarle nada. Le gustaba nadar
en el río y en el mar. También nos acompañaba a matar pájaros y a tumbar
colmenas de avispas. Cogía los sapos, las lagartijas, las iguanas y no hacía ascos a
nada. Por eso pensé que una buena idea para consolidar nuestro amor era regalarle
una mariposa.
Lo nuestro fue hermoso. Al comienzo no hablábamos, solamente nos
tomábamos de las manos y mirábamos el sol caer detrás del mar. Al finalizar el día
ella levantaba su cuerpo grácil como una parihuana y me daba un beso en la frente.
Hasta que un día así de pronto, casi sin darme cuenta, empezó a hablarme en
español. Me contó de lejanas tierras y yo le contaba de nuestros antepasados aquí
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en Paracas. Ambos soñábamos despiertos. Algunas veces nos demorábamos hasta
tarde en la noche y me contaba de su amiga, su mejor amiga: una estrella. Aquella
noche me dio un beso en la boca. Al día siguiente le regalé la mariposa.
La segunda vez que le regalé una mariposa a Eva, yo no sabía que era para
ella. Y para ese entonces ya habían transcurrido muchos años. Yo me casé, tuve
tres hijos y enviudé. Viajé por muchos países y en Sofía compré una mariposa de
vidrio hecha a mano. La tuve en mi casa durante un tiempo y cuando, caminando
por las calles de Lima, vi un aviso en el Centro Gerontológico de Miraflores donde
se anunciaba una reunión de Aficionados a los Lepidópteros, decidí llevar la
mariposa de vidrio de regalo. Anoté la dirección: calle Buenos Aires 141,
Miraflores. Inicialmente pensé que se trataba de un club, pero cuando llegué me
encontré con una casa de puerta verde de madera. Dudé un rato y luego toqué el
timbre.
Entonces la puerta se abrió pero no apareció nadie. Escuché un ruido al
fondo y me animé a entrar. Caminé por un largo corredor en medio de un jardín.
Pasé por una cabaña de madera y entré a un vestíbulo, donde Eva me estaba
esperando. Ahora tenía el cabello blanco, como el mío. Me miró y sonrió
sosteniendo la cajita con la mariposa. Esta vez no gritó ni corrió. Solamente sonrió.
Me presentó a todos los invitados, quienes sostenían un vaso entre sus
manos. No sé si era por mi poca visión o por las luces, pero tuve la impresión de
que todos tenían el rostro cubierto por una especie de polvo luminiscente. Y lo
increíble fue cuando Eva me mostró su casa. Ahora se dedicaba a la fotografía, y
me enseñaba hermosas fotos de su familia, que estaba fuera del país. Y yo, sin ver
las fotos, me quedé extrañado por la diversidad de mariposas colocadas por todas
partes: múltiples mariposas de materiales distintos diseminadas por toda la casa.
131
Todos querían hablar con Eva. Yo quería preguntarle por todos los años en
que no nos habíamos visto. Pero no tenía oportunidad. Como una excusa pedí el
baño y grande fue mi sorpresa cuando observé mariposas por todos lados. Un
líquido extraño, negruzco, bajaba por el inodoro. Y al jalar la palanca vi que el
agua mezclada con esa sustancia formaba figuras de mariposas. Estuve tentado de
tocarla pero recordé que las mariposas monarca segregan una sustancia urticante
que algunas veces suele ser venenosa. Desde el estudio de piano me llegaba el
murmullo de los invitados. Seguí mirando las paredes y decidí salir al jardín. Lo
primero que vi fue la cabaña de madera
.
Abrí la puerta, y en la oscuridad de la noche no pude distinguir a Judde, que
estaba sentada en una silla de ruedas. Cuando ella tosió, recién me percaté de la
luminosidad de sus ojos turquesa. Cuando me acostumbré a la falta de luz vi que
por todas partes había huevos, larvas, crisálidas, de todos los tamaños y formas.
No entrres —me dijo Judde, con voz suave . Puedes volveg a maltratag a alguien
de nuestra familia.
Eva me tomó de la mano y no me dijo nada. Cuando salí de aquella casa, un
polvo luminiscente brillaba en mi mano y me entraron unas ganas locas de volar
hacia el poste de alumbrado público.
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Ojos de gato
David sabe que soy una fanática de los gatos. Sabe que durante toda mi vida he
tenido una relación especial con ellos, que me gusta que sean seres independientes,
que ellos se limpien solos, y que nunca se les acaricie, que más bien ellos mismos
se acaricien con alguna mano humana cuando lo desean, nunca cuando lo deciden
otros, a menos que aquellos humanos sepan cómo apropincuarse.
También sabe que tengo un libro de cuentos para niños llamado Blackie, el
gato negro y que he tomado fotos de muchos gatos. La foto que más le gusta es la
de un gato blanquinegro que tomé en Nazaret, en el patio de la Iglesia de la
Anunciación, sobre un piso de mayólicas jaspeadas en blanco y negro y solamente
se podía ver el gato si el espectador era advertido con anticipación o si era un
observador excepcional. David también sabe que el tono de mi celular es el
maullido de un gato. Y yo creo que por esos motivos se animó a enviarme la foto
de un gato. Solamente se le ve la cabeza detrás de una silla y, como fondo, un poco
difuminado, el verde del césped de un jardín.
Apenas vi la foto, no pude resistir la tentación de responderle
133
inmediatamente y le envié un correo electrónico diciéndole que la foto del gato era
increíblemente bella. Me tomé un momento para realizar un acercamiento de la
foto y hacer un duplicado, pero solamente de los ojos. Me gustó tanto que en ese
momento decidí dejarla como papel tapiz en la pantalla de mi computadora.
Al comienzo era tan lindo mirar los ojos del gato apenas abría la
computadora, y cuando la cerraba, que me quedaba largos ratos mirando los ojos
del gato. Después me enteré de que era una gata, ya que David me envió una serie
de fotos donde se veía a la misma gata lactando a sus cachorros.
Una tarde, en que el sol entraba de soslayo por mi ventana, creí distinguir
unos reflejos en los ojos del gato. Miré bien y era un edificio, los colores del
edificio donde vivo. Y no sé si tuve una alucinación o algo parecido, pero sentí un
escalofrío cuando me identifiqué a mí misma en las pupilas del gato. Parpadeé y
me dio más miedo, porque tuve la convicción de que la gata había parpadeado al
mismo tiempo que yo, y que la imagen de mí misma que creía haber visto, ahora
ya no estaba.
Pensé que estaba muy cansada y decidí tomar una siesta y apagar la
computadora. Y sucedió una de las cosas que temo siempre: se colgó y no había
forma de apagarla. Los ojos de la gata parecían seguir todos mis movimientos. No
tuve más remedio que desenchufar la fuente de electricidad. Sentí un alivio
fantástico.
La cama estaba calentita. Cerré los ojos y me quedé dormida con la imagen
de los ojos de la gata en la oscuridad. El leve temor se disipó en la bruma de mis
sueños y dormí placenteramente durante dos horas seguidas.
134
Entonces escuché el maullido de un gato, me desperté contenta porque pensé
que alguien me estaba llamando al celular y probablemente sería David, porque
muy pocas personas me llaman. Generalmente dejo el teléfono al alcance de la
mano, pero esta vez seguía maullando o timbrando y no lo encontraba. Me levanté
a buscarlo y un escalofrío recorrió mi espalda. Regresé a mirar el monitor y me
pareció ver el momento justo en que los ojos de la gata desaparecieron. La
computadora seguía apagada.
El maullido provenía de la cocina. Me acordé de que allí había dejado
olvidado el teléfono la última vez. La tetera, que al mediodía había llenado de agua
para hervir, estaba completamente quemada. Tuve suerte de que no sucediera una
desgracia. Y allí, junto al horno, estaba mi celular. Lo revisé y, para mi extrañeza,
no tenía ninguna llamada perdida. Entonces decidí llamar a David y le pregunté si
me había llamado. Me dijo que no. Y mientras estábamos hablando volví a
escuchar el maullido de un gato. «Yo no tengo gatos» me dije, mirando la carátula
de Blackie, el gato negro, el único ejemplar del libro con el que me quedé.
Entonces hablamos de otras cosas y cuando colgué, en vez de buscar algún
animal en la casa, me dirigí al escritorio y prendí la computadora. Allí seguían los
ojos de la gata como papel tapiz. Esta vez tenían un brillo especial, como si esos
ojos me tuvieran cólera. Sentí tanto miedo que decidí sacar la foto del papel tapiz
pero, como algunas veces sucede con estas máquinas, no pude. Después de media
hora lo llamé a Nilo, mi gurú de la cibernética, para que me ayudara a solucionar
este problema, pero no respondió. Ahora ya tenía la convicción de que los ojos de
la gata cobraban vida, me parpadeaban, me miraban, me exploraban. Y la mirada
era tan hipnotizadora que por un momento me volví a ver en las pupilas de la gata.
Y así de repente ya no miré los ojos de la gata. Yo era la gata que estaba mirando a
una señora asustada.
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Escuché un maullido allá fuera del monitor; era un maullido desconocido.
No era de ninguna de mis crías. La señora asustada despertó de su letargo, miró
para ambos lados y encontró un aparato de donde salía el maullido. Presionó un
botón y escuché la más hermosa risa convertida en maullido. Entonces, decidí
cerrar los ojos.
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Eva
Desde que nos conocimos, allá por el verano del 97, no hemos parado de
escribirnos todos los días y, aunque nos hablamos cada mañana, siempre tenemos
algo de qué conversar. Sabes muy bien que nunca te reclamo nada, solamente que
en estos últimos tiempos tengo la impresión de que estás viajando más seguido y
tus ausencias son más frecuentes y dilatadas. Tú sabes que me gusta que viajes, me
gusta que me cuentes todo lo que te sucede y tus impresiones personales de las
ciudades que todavía no conozco. Y, sobre todo, que me muestres las fotos
extraordinarias que tomas.
Recuerdo que estábamos en el mismo foro literario al que me suscribí por
casualidad y, como eras la que más participaba, te envié un mensaje personal y me
respondiste sonriente y con los cariños de siempre. Luego te pedí que me enviaras
tu foto y me enviaste la de una vieja en blanco y negro diciéndome que era tu foto.
Y cuando tomé conciencia real de que vivíamos en la misma ciudad, en el
mismo distrito y que hablábamos el mismo idioma, me pareció un milagro.
Recordarás que aquel domingo llegué, como casi nunca lo hago, a la hora prevista,
y a la señora blanca, de ojos celestes y de casi setenta años le pregunté por tu
nombre.
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—Eva —me dijiste—. Yo soy Eva.
—Pero no eres la de la foto —te reclamé sorprendido.
—Me dijiste que te enviara una foto mía y en realidad esa foto la tomé yo:
era una foto mía —repusiste sonriente.
Vivías sola, como ahora. Te dije que ese día prepararía una comida especial
para ambos y querías ayudarme a cocinar, pero te respondí que yo me las arreglaría
y te sorprendías al ver que yo encontraba todas las cosas en su justo lugar, como si
siempre hubiera vivido en tu casa. Cociné para ti un plato típico de mi tierra, uno
que preparan siempre en Semana Santa: malarrabia. Lo comiste con gusto y no me
dijiste que eras alérgica al pescado. Sin embargo, ese día no tuviste ninguna
reacción. Fue la primera vez que comí flores, sobre todo flores de tu jardín,
plantadas y cuidadas con tus propias manos. Y me gustaba cuando me mirabas y
me decías que me doblabas la edad.
Me contaste de otros mundos, de otras ciudades, desconocidas aún para mí.
Yo te hablé de mi pueblo, Chulucanas, y cuando algo te gustaba me pedías que te
lo contara por escrito. Y cuando recibías mi correo eras toda halagos y cariños para
conmigo. Me dijiste que llevabas viviendo en el Perú casi el doble del tiempo que
yo y sin embargo seguías con ese acento gringo. Recuerdo mucho que me contaste
que de niña tenías una estrella que era tu amiga y que la mirabas cuando te sentías
sola. Y llegué a conocerla una noche despejada en Huaraz, cuando conversaba
contigo desde un teléfono público.
Me pareció muy interesante tu visión de la costa del Perú a tus nueve años y
tu decepción de que todo era desierto a través de tus ojos niños en el buque Orduña
en el cual viniste huyendo de Hitler y su genocidio. Tu madre y tus hermanos se
reunieron en Lima; luego vino tu padre con una constancia de Cónsul de la
República de Arequipa, consulado que, por supuesto, no existía.
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Cuando estoy solo me pregunto cómo es que se entrecruzaron nuestras vidas. Yo
en un pueblo en la costa norte del Perú y tú nacida mucho antes en un pueblo de la
antigua Checoslovaquia, con creencias y costumbres distintas y, sin embargo, en
esencia, somos parecidos.
Cuando recién te conocí estabas de duelo por Hans, tu esposo, que te dio tres
hermosos hijos. A pesar de eso, tenías tiempo para escribirme y llamarme todos los
días. Yo, un médico que cambiaba de trabajo de acuerdo al vaivén de la política
laboral del gobierno de turno del país. Pero siempre me las arreglaba para poder
responder tus mensajes.
Al comienzo viajamos juntos a Marcahuasi, a 4.000 metros sobre el nivel del
mar, entusiasmados por conocer el aeropuerto de los ovnis acá en Lima. Sufrimos
una gran decepción, pero lo gozamos. Luego nos fuimos a Huinco con la gente de
la posta médica donde yo trabajaba y jugamos y nos divertimos. Aunque ahora que
recuerdo, creo que lo que más disfrutamos fue cuando nos fuimos a la playa de
Chilca y nos bañamos en esas lagunas medicinales de diferentes colores y que, sin
sufrir de nada, nos metíamos para embarrarnos.
No recuerdo cuál de tus tres hijos tenía más celos de mí. Aunque cuando
llegaron desde los lejanos países adonde emigraron, para conmemorar el año de
fallecimiento de Hans, me conocieron y a primera vista se les disiparon los celos.
Tu hermano Holger se quedó sorprendido de conocerme y vi que sus ojos se
parecían mucho a los tuyos.
Desde esa fecha empezaste a viajar con mayor frecuencia y siempre supiste
que me gustaba. Yo te preguntaba por Praga y me decías que te parecía raro que no
recordaras el checo. Aunque te comunicas muy bien en alemán, francés, inglés,
español y hebreo. Y luego, en griego, que aprendiste hace cuatro años para tu viaje
familiar. Recuerdo mucho el Partenónfotografiado desde aquel arbolito que, en
perspectiva, parecía un árbol enorme.
Tus viajes a Boston, donde vive tu hijo Ricardo, se hicieron cada vez más
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frecuentes, tanto que me pudiste mostrar una colección de fotos de la vista desde la
ventana de tu cuarto, la misma toma, pero en diferentes estaciones del año. A
través de ti y de tus fotos pude conocer la cúpula dorada de Jerusalén, los cansados
camellos y los mercados, que son iguales en todo el mundo. Sé que muchas veces
temes por la vida de tus hijos Erich y Víctor en Israel, aunque sabes que ellos
decidieron radicar allá y formar una nueva familia, la familia más grande que he
conocido.
Gracias a ti perdí el miedo de viajar y así conocí México primero, y luego
España. Lo que nunca podré olvidar es cuando me llamaste a las siete de la mañana
a México. El día anterior te había enviado el número de la vecina y, corriendo, fue
a avisarme que tenía una llamada desde Lima. Tú sabes que duermo desnudo.
Busqué un short y una camiseta y salí disparado a contestar tu llamada. El
teléfono de la señora estaba en su dormitorio. Y ya iba a colgar, cuando escuché las
voces de varios hombres borrachos de tequila. Uno de ellos era el marido de la
vecina, quien con sus ojos vidriosos me miró de pies a cabeza. Miró a sus amigos y
vociferó: cuelga ese teléfono. Me despedí de ti y colgué. Y aquel macho herido por
los celos me amenazó que saliera de su pensión (porque la pensión donde yo me
hospedaba era de su madre), y que después de que arreglara las cosas con su mujer
me iría a buscar para arreglar las cosas como hombres. Llamé a la dueña y le pedí
que me devolviera el mes que le pagué por adelantado porque recién era el
segundo día que me quedaba allí. No me devolvió el dinero. Menos mal que
conseguí un mejor cuarto por menos de la mitad de lo que hubiera gastado en total.
Cuando estuve en Sevilla, igual me llamabas donde Pepe y yo me
incomodaba porque nuestras conversaciones no eran cortas y a veces ellos
necesitaban recibir llamadas. Pero así somos tú y yo.
Aunque como te digo, estos dos últimos años estás viajando con mayor
frecuencia y te estás quedando más tiempo. Primero fue el Bar Mitzvah de la hija
de Ricardo en Boston, luego el matrimonio de Yael en Tel Aviv, después el
140
crucero por el Caribe y México antiguo. Estuve muy orgulloso de ti cuando me
contaste que subiste hasta la cima de la pirámide de Chichén Itzá.
Hace dos meses que me dijiste que ibas solamente por un mes a Israel para
el brit (circuncisión) de Eyal, el primogénito de tu nieta Yael, y que después
regresarías vía Praga, donde probablemente tendrías dificultades para conectarte a
Internet. Pero dos meses, ¿no te parece demasiado?
Cada mañana al despertar creo escuchar el timbre del teléfono y todos los
tonos de tu voz. El tiempo continúa pasando y estoy seguro de que pronto
retornarás, sonriente.
Oye, Eva, no tardes en regresar. Soy capaz de salir a buscarte adonde quiera
que estés.
Cariños,
David
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Un Ángel llamado Eva
Una atmósfera de situaciones fantásticas recorre el nudo conductor de estos
simples relatos, que bien puede paladear un niño como un adulto en retiro. La veta
luminosa del mágico-realismo diseminada por David Arce en su primera novela-
cuentario, La casa de los cachorros, ya desplegaba esa herencia de un mundo
aparte, macondiano, sucedido en la ruralidad norteña de Chulucanas.
Esta vez, Eva, una extraña mujer de origen checo, amante de las mariposas y
los sueños atrapados en ese cuento en reposo que es la fotografía, recorre el hálito
emplumado de la trama de relatos, sueltos por la sola evocación de las variaciones
intermedias con que una obra enfrenta los comienzos abiertos, ficticios. Mientras
afuera, hacia el lector creado, el cese del viento no amaina; amenaza con entrar un
ángel que ha vencido la timidez y ha planeado interponerse entre un médico
atareado con las procelosas responsabilidades laborales metropolitanas de Lima, la
horrible, y la duende de sus inspiraciones, Eva. Pero, entre la niebla que retorna
puertas, patios con gentes esparcidas, el sesgo de un soplo narrativo trae personajes
que levantan el velo fantástico, de objetos que cierran el paso estremecedor a
toques gravitantes en que sacarle el jugo fantástico a la trama narrativa es tarea de
noctámbulos al acecho de historias pequeñas, viñetas, y hasta el desliz de una
tierna despedida, como augurando el proceso extinto de las personas queridas, el
último cierre de recuerdos mejores, tras las quietas fijezas dibujando en sus niñas
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al amigo que se queda a buen recaudo de la memoria nuestra, cuando las visiones
se van y queda una risa extinta.
Cuentos para Eva, de David Arce Martino, es el acercamiento memorial de
los pequeños mundos vividos justamente para anular fronteras entre buenos
amigos; sernos tan cercanos entre los hombres más distanciados por la tecnología y
las diferencias mundanas, como los personajes de toda literatura que merece
vivirse, saborearse con una sutil y agridulce fantasmagoría, mientras se lee como
un mapa personal del cuerpo, la historia que pudo haberse soñado para un dios-
narrador que jamás olvidaremos.
Jack Farfán Cedrón,
15 de marzo de 2011
143
Índice
Palabras liminares …………………………………………………………3
Para Evita
Evita …………………………………………………………………….…6No te olvides del Mantaro …………………………………………….…..11El retrato de mamá ………………………………………………………..13El río de la muerte ………………………………………………………...15Madre ……………………………………………………………………...17La revolución de los ciclos ………………………………………………..18Martín Podovarus …………………………………………………………19De colores ………………………………………………………………....23Años maravillosos ………………………………………………………...26Lenta agonía ………………………………………………………………32El retorno ………………………………………………………………….37Patisho……………………………………………………………………..41El viaje …………………………………………………………………….49Los remolinos ……………………………………………………………..55Tristón y los dos girasoles…………………………………………………57
Para Eva y para mí
Boda fúnebre ………………………………………………………………64
Doble adulterio …………………………………………………………….65
144
Gambito de reina …………………………………………………………...66El sicario …………………………………………………………………...67La asesina …………………………………………………………………..68Socavones …………………………………………………………………..70Penélope ……………………………………………………………………71El cumpleaños ……………………………………………………………...72El guardián de los retratos ………………………………………………….73Doble homicidio ……………………………………………………………76La espera ……………………………………………………………………77Y seréis como dioses ……………………………………………………….78Asesinato preterintencional ………………………………………………...83La ascensión ………………………………………………………………..86Desencuentro de amor ……………………………………………………...89El amo de los libros ………………………………………………………...92El cerdo ……………………………………………………………………..94Soy Inca, y lo digo a boca llena …………………………………………….96
Para Eva
Déjá vu …………………………………………………………………….101La reina de Aranjuez ………………………………………………………105Encuentro en Madrid ……………………………………………………...108Perro negro en Toledo …………………………………………………….110Mi primer amor …………………………………………………………...114Amor por ti ………………………………………………………………..118Ángeles ……………………………………………………………………122Revelación ………………………………………………………………...126Mariposas para Eva ……………………………………………………….127Ojos de gato ………………………………………………………………132Eva ………………………………………………………………………..136