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EJERCICIOS ESPIRITUALES
SIERVAS DE JESUCRISTO SACERDOTE
Madrid, 29 de junio al 6 de julio de 2014
«Señor Jesús, nos ponemos en tu presencia esta tarde para comenzar juntos estos Ejercicios:
cada una de nosotras ha dejado tras de sí muchas y diversas situaciones; quizá nos preocupen en
este momento y estemos pensando en ellas... Te encomendamos a las personas, las cosas,
las situaciones y los problemas que hemos dejado cada una en el lugar del que venimos.
Piensa Tú en todo ello, Señor, mientras nosotras pensamos en Ti en estos días.
Mientras nosotras adoramos y alabamos tu gloria, Tú, Señor, cuidarás de lo que hemos dejado
por hacer».
«Mira, Señor, la diversidad de pensamientos y disposiciones con que cada una de nosotras llega
a estos Ejercicios. Ilumínanos, Señor, del modo más conveniente. Tú, Señor, que tienes
el "toque" justo para cada cual, haz que cada una de nosotras se deje tocar por Ti del modo que
sea más necesario y útil en este momento de su vida, del desarrollo de su fe, de sus tentaciones,
sufrimientos, dudas y dificultades. Concédeme a mí, Señor, saber dar lo poco que puedo.
Concede a cada uno saber recibir de Ti lo mucho que Tú das.
Virgen María, portadora de la Palabra, enséñanos a recibirla en el silencio y a conservarla en
el corazón. Amén».
Carlo María MARTINI, El itinerario del discípulo, 9.
Padrenuestro y Gloria.
Introducción
El Señor nos concede una vez más la gracia de tener unos días de Retiro para estar con Él,
para gozar de su compañía, para descansar en Él.
Días, eso sí, de “Ejercicios”, por tanto no venimos a tumbarnos a la bartola, a no hacer nada;
al contrario, venimos a dedicar toda nuestra mente, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestros
sentidos, nuestra vida al Señor. Conscientes de que esa es nuestra vocación más radical, para lo que
hemos sido creados y que es lo único que, en realidad, da sentido a nuestro ser y a nuestro existir.
Os invito, pues, a entrar en Ejercicios reavivando en lo más profundo de cada uno de vosotros esa
convicción de que Dios es el único que puede llenar vuestra vida; el único capaz de hacernos
plenamente felices; el único que verdaderamente nos conoce y que nos ama tal y como somos;
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el que nunca se escandaliza ni se avergüenza de nuestra pobreza ni de nuestras miserias;
el único en el que podemos confiar, porque es el único que no nos abandona y el único que nos
puede librar de todo peligro y de todo mal.
Comencemos acogiendo la propuesta que nos ha hecho el papa Francisco a «renovar ahora mismo
nuestro encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarnos encontrar
por Él, de intentarlo cada día sin descanso» (EG 3).
«No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor”. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando
alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos
abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil
maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores”» (EG 3).
Algunos consejos para la oración
Hacerla. Tener ratos largos de estar con el Señor. Ser fieles, no por voluntarismo, sino por
fe; con la confianza cierta y segura de que Dios nos espera y nos quiere hablar al corazón.
Que quiere iluminar nuestra vida y darnos descanso en la dura fatiga. Que quiere dar calor
al hielo y calmar nuestras rabias, etc. No es que nosotros queramos hacer Ejercicios, es que
el Señor nos ha regalado este tiempo y esta oportunidad; aprovechémosla, porque
no siempre la tendremos y no todos la tienen.
Que cada uno ore como sabe y como esté acostumbrado. El problema de la oración no está
tanto en el método como en el corazón. Por eso, oremos, sabiendo que estamos en
la presencia de Dios, el que ve en lo secreto y que nos sabrá recompensar. No pongamos
el acento ni en la postura, ni en el lugar, ni en el qué vamos a decir. Pongamos el corazón
ante Dios y entremos a su presencia, como decía Santa Teresa, siendo muy conscientes de
ante quién vamos a estar. Sigamos el consejo de san Ignacio, y, antes de llegar al lugar de
la oración, hagamos un profundo gesto de reverencia, no para que lo vean los demás,
sino para que lo vea el Señor, y para que todo nuestro cuerpo y toda nuestra persona se
pongan en situación y disposición.
Tampoco nos obsesionemos por lo que voy a decir y sobre qué voy a meditar. Yo os voy a
proponer un hilo conductor (¡mañana os diré cuál!), pero, ya sabéis, no hay que tomarlo
como las vías del tren por donde necesariamente tenéis que transitar. Los Ejercicios los hace
el (la) ejercitante, y el que los dirige ha de limitarse a dar unas pistas, motivaciones, etc.
Como decía san Ignacio, el director ha de molestar lo menos posible. Así pues, que cada una
de vosotras vea y se pregunte qué es lo que más le puede convenir en este momento.
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Lo único que, a la hora de planteárselo, lo haga libre de todo afecto desordenado, es decir,
desde la indiferencia ignaciana, por tanto, buscando tan solo lo que sea la mayor gloria y
alabanza de su Divina Majestad. Así pues, os recomiendo que hagáis siempre la oración
preparatoria con que san Ignacio invita a comenzar cada uno de los ejercicios espirituales:
«Que todas mis intenciones, acciones y operaciones estén puramente ordenadas al servicio y
alabanza de su divina majestad» (EE 46).
Lo importante es la persona. Ciertamente no hacéis los Ejercicios solas, estamos en grupo y
vais a pasar muchos ratos juntas. Como decía Jesús, «donde dos o tres están reunidos en mi
nombre, en medio de ellos estoy yo». De ahí que en este tipo de Ejercicios, los ratos de
oración comunitaria sean tan importantes: La Eucaristía, las Laudes y las Vísperas. En cada
una de ellos es necesario que nos abramos y nos sintamos miembros vivos de este Cuerpo
que es la Iglesia. Ojalá, por tanto, que experimentemos que estos Ejercicios los hacemos en
comunión con toda la Iglesia y beneficiándonos asimismo de la comunión con todos
los hermanos que interceden por nosotros, y nosotros por ellos. Pero, al mismo tiempo,
es necesario que nos tomemos muy en serio nuestra labor individual, y nos esforcemos por
«encerrarnos en nuestra habitación» (metafóricamente hablando), «cerrando nuestra puerta»,
como decía también Jesús, y «orando a nuestro Padre, que está en lo secreto». Ayudémonos
unos a otros para conseguirlo. Oremos y que nos veamos orar, para estimularnos los unos a
los otros a perseverar en la oración. Si nos cuesta entrar, si no nos centramos, ofrezcamos
ese mismo esfuerzo, movidos por la caridad a nuestros hermanos, que han venido aquí
porque quieren orar, estar con el Señor.
Pongamos la mirada en María, la mujer creyente que guardaba todo en su corazón y lo
rumiaba y lo meditaba, tantas veces sin entender nada, pero fiándose de Dios. Que ella nos
lleve al convencimiento de que Dios mira y está atento a nuestra vida, por humilde y
pequeña o insignificante que nos parezca; que abra el apetito de la Palabra y de las promesas
de Dios; que ella nos ayude a recorrer la historia de la salvación y nos alegremos al constatar
que Dios siempre cumple su palabra y nunca nos defrauda. Que el ejemplo de María nos
ayude a experimentar el auxilio de Dios y cómo el Señor nos defiende de todos
los enemigos, y que, por tanto, llevará a feliz término la obra que ha comenzado en nosotros.
Hoy, como en Caná de Galilea, María nos vuelve a decir a cada uno de nosotros:
«Haced lo que Él os diga». Así pues, pongámonos a la escucha del Maestro. Dejemos de
lado, solo por unos días, la Marta que somos, y tomemos e imitemos la actitud de María, que
sentada a los pies de Jesús escuchaba su palabra. Que comprendamos que esa es la mejor
parte y que nadie nos la quitará.
Para ayudaros a entrar en el clima de oración propio de unos Ejercicios. Os propongo que esta
noche leáis algo que escribió un gran santo de la iglesia medieval: San Anselmo (1033-1109).
«Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo,
lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de
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ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su
presencia. Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte
para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de él. Di, pues, alma mía, di a Dios:
“Busco tu rostro; Señor, anhelo ver tu rostro”.
Y ahora, Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde y cómo
encontrarte.
Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando ausente? Si estás por doquier, ¿cómo
no descubro tu presencia? Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla
esa inaccesible claridad?, ¿cómo me acercaré a ella? ¿Quién me conducirá hasta ahí para verte en
ella? Y luego, ¿con qué señales, bajo qué rasgo te buscaré? Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío;
no conozco tu rostro.
¿Qué hará, altísimo Señor, éste tu desterrado tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu
amor, y tan lejos de tu rostro? Anhela verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti,
y tu morada es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives. No suspira
más que por ti, y jamás ha visto tu rostro.
Señor, tú eres mi Dios, mi dueño, y con todo, nunca te vi. Tú me has creado y renovado, me has
concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco. Me creaste, en fin, para verte, y
todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.
Entonces, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo te olvidarás de nosotros, apartando de nosotros
tu rostro? ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás? ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y
nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo volverás a nosotros?
Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Manifiéstanos de nuevo tu
presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo. Ten piedad de nuestros trabajos y
esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.
Enséñame a buscarte y muéstrate a quien te busca; porque no puedo ir en tu busca a menos que
tú me enseñes, y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas. Deseando te buscaré, buscando te
desearé, amando te hallaré y hallándote te amaré.
SAN ANSELMO, Proslogion, capítulo 1.
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Horario de los Ejercicios (de lunes a viernes):
08,30: Laudes.
09,00: Desayuno.
10,00: Puntos matinales.
13,15: Eucaristía.
14,00: Comida.
16,30: Puntos del mediodía.
18,00: Merienda.
18,30: Puntos vespertinos.
19,15: Exposición.
20,30: Vísperas y bendición.
21,00: Cena.
Sábado:
08,30: Laudes.
09,00: Desayuno.
10,00: Puntos matinales.
14,00: Comida.
16,30: Puntos del mediodía.
18,00: Merienda.
19,30: Vísperas y Eucaristía.
21,00: Cena.
22,00: Fiesta final de los Ejercicios.
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PRIMER DÍA (30 DE JUNIO)
Puntos matinales:
El camino del discipulado a la luz del proceso de la Iniciación cristiana
He de reconocer que cuando vine para el encuentro con las colaboradoras el pasado mes de marzo,
concretamente los días 15 y 16, fue cuando me vino la inspiración sobre el tema de los Ejercicios.
Una inspiración que, como veis, no es muy original, pues, en realidad, no hago otra cosa sino tratar
de que la materia de los Ejercicios os ayude a profundizar, si cabe, aún más en lo que está siendo o
ha sido el hilo conductor del trabajo de todas vosotras en el presente año (si es que no estoy mal
informado).
Pero, claro está, no basta con tener un hilo conductor para los Ejercicios, también era necesario
tener claro cómo plantear el desarrollo de los puntos. Y pensando, pensado, me dije: «No hay que
darle más vueltas. Si de lo que se trata es de reavivar, profundizar y redescubrir nuestra conciencia
de que somos discípulos de Jesucristo en la comunión de la Iglesia, nada mejor que tener como hilo
conductor el proceso de la Iniciación cristiana. Sí, justo ese por el que la Iglesia, tanto a los que son
bautizados de recién nacidos, como a los bautizados de adultos, les lleva a estructurar su conversión
a Jesucristo. Ese que sirve para poner los cimientos del edificio de la fe y que propicia un auténtico
seguimiento de Jesucristo, centrado en su Persona. Y es lo que, con vuestro permiso y esperando
que os pueda ayudar, vamos a hacer en estos Ejercicios: tomar como hilo conductor el proceso de
la Iniciación cristiana y pedirle al Espíritu Santo, en primer lugar, que avive en cada una de vosotras
el gozo de haber sido llamadas a ser discípulas de Jesucristo; en segundo lugar, que repare todo
aquello que se haya podido estropear o afear, enfriar o debilitar, etc., en el tiempo de vuestro
caminar tras las huellas del Maestro; y, por último, que os reafirme en vuestra determinada voluntad
de seguirle adondequiera que vaya. Todo ello sostenido por la firme esperanza de que un día podáis
formar parte de aquellos que reinan con Él para siempre en las moradas eternas.
Se trata, como bien sabéis, de un camino que no recorremos solos, sino como miembros del pueblo
de Dios, «que quiso salvar y santificar a los hombres no individual y aisladamente, sin conexión de
los unos con los otros, sino constituyéndolos en un pueblo que lo buscara en verdad y lo sirviera
con una vida santa» (LG 9). En realidad, llegar a ser discípulos de Jesucristo es incorporarnos al
grupo de aquellos que el Señor llamó para estar con él, pero también para estar unidos los unos a los
otros. Pues no cabe seguir al Maestro sin ser hermano de aquellos que están con él.
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El anuncio: Cristo ha resucitado
En los evangélicos sinópticos, el discipulado comienza por el encuentro con Jesús de los apóstoles
Pedro, Andrés, Santiago y Juan, Mateo (Leví); en el evangelio de san Juan, se nos habla, en primer
lugar, del encuentro con Jesús de Andrés y del otro discípulo (no se le pone nombre). Luego vendrá
el encuentro de Jesús con Simón Pedro, con Natanael, etc.
Sin embargo, nuestra manera de llegar a ser discípulos de Jesús, no ha sido esa, la prepascual,
sino la otra: la postpascual. Nosotros hemos llegado a ser discípulos del Maestro, porque otros nos
han hablado de él, otros nos han anunciado el kerigma, o sea, que Jesús, el que predicó en Galilea
haciendo muchos signos y milagros, el que fue condenado por Poncio Pilato, el que murió en
la cruz tras ser escarnecido, el que fue sepultado …, el que resucitó y ahora vive glorificado a
la derecha del Padre, desde donde ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Nosotros hemos creído
este anuncio y eso es lo que nos ha movido a querer conocerle, y conociéndole a amarle y a
seguirle, a estar dispuestos a dar la vida por él; pues hemos comprendido que él dio la vida por
todos y cada uno de nosotros.
Así pues, os invito a comenzar estos Ejercicios volviendo al kerigma, al primer anuncio del
evangelio. Y, aunque «se le llame “primero”», como nos advierte el Papa, «eso no significa que esté
al comienzo y después se olvide o se reemplace por otros contenidos que lo superan. Es el primero
en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar
de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo
de la catequesis (y de la vida espiritual, nos atrevemos a añadir nosotros), en todas sus etapas y
momentos (cf. Propositio 9)» (EG 164).
Como dice también el papa Francisco, en realidad, «nada hay más sólido, más profundo,
más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo
la profundización del kerigma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, […]. Es el anuncio
que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano» (EG 165).
Si se hace bien, y cuando es acogido por alguien, el primer anuncio se convierte en «el cimiento que
debe provocar un camino de formación y de maduración» (EG 160), la búsqueda de un
«crecimiento, que implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre
ella» (EG 160). Ya que «cada ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización
no debería consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente:
Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí [Ga 2,20]» (EG 160).
Pues bien, «No sería correcto», nos sigue diciendo el Papa, «interpretar este llamado al crecimiento
exclusiva o prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de observar lo que el Señor
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nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel
mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos:
Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado» [Jn 15,12]» (EG 161).
También nos dice el papa Francisco que «este camino de respuesta y de crecimiento está siempre
precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: bautizándolos en el nombre...
[Mt 28,19]. La filiación que el Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia
[cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7] son la condición de posibilidad de esta santificación constante que agrada a
Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida según
el Espíritu [Rm 8,5]» (EG 162).
Confío en que estas reflexiones del Papa nos sirvan de suficiente motivación para ponernos manos a
la obra esta mañana, y nos pongamos a considerar el primer anuncio, el kerigma, dejando que suene
y sepa «a evangelio». Preguntémonos si, en verdad, lo tenemos presente, o si, por el contrario,
de algún modo, lo hemos olvidado o lo hemos sustituido por otras cosas: doctrinas, devociones, etc.
¿Es el kerigma el cimiento de mi vida de fe? ¿Es el acontecimiento que continuamente me pone en
camino y que me hace anhelar un auténtico deseo de ser otro Cristo, de que Cristo viva en mí?
¿Lo acojo como lo que es, como un don absolutamente gratuito, inmerecido, pero del que he de ser
responsable?
Para hacer la meditación nada mejor que coger alguno de los pasajes bíblicos donde aparece
el primer anuncio. Cada uno de ellos tiene su propio contexto, que es importante tener en cuenta y
analizar, pues no es lo mismo el primer anuncio que hace Pedro el día de Pentecostés
(cf. Hch 2,12-41), al primer anuncio que recibe Cornelio antes de ser bautizado (cf. Hch 10,34-48).
Ambos son diferentes del que hace Pablo en Atenas (cf. Hch 17,22-34) y, a su vez, también éste
muy distinto del que hizo el apóstol de los gentiles cuando llegó a Corinto (1 Co 1,17-31); o del que
hará en otras circunstancias, como, por ejemplo, cuando tuvo que defenderse ante el rey Agripa,
estando en Cesarea (cf. Hch 26,2-32).
Cada una de vosotras puede releer uno o todos estos pasajes y preguntarse:
Todos estos enunciados, ¿qué me dicen a mí? ¿Qué me dicen estas palabras que tratamos de
hacer nuestras?
¿Qué me dicen a la luz de mi experiencia espiritual, de mi vida de fe?
Lo importante es que cada una de vosotras haga objeto de adoración, contemplación, alabanza,
oración de penitencia, de confesión, de intercesión... cada uno de estos fragmentos del kerigma y
los convierta así en verdadera oración.
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No olvidéis, eso sí, que hacemos este Ejercicio con el fin de comprobar la solidez del cimiento que
sustenta nuestra voluntad de vivir como discípulos de Jesucristo. Así pues, aprovechemos para
corregir toda deficiencia que podamos encontrar, para inyectar el cemento que creamos necesario,
etc. Lo que sea con tal de salir de la meditación (del Ejercicio) —siempre contando con la gracia de
Dios, por eso lo convertimos en objeto de petición (inicial y final)— con el convencimiento de que
nuestro discipulado se apoya sobre un fundamento sólido y estable: la conversión inicial, es decir,
la firme determinación de que si Cristo ha resucitado y vive, todo puede cambiar, todo tiene sentido;
que merece, por tanto, la pena ponerse en camino y seguir a Jesús. Si el anuncio nos deja
indiferentes o fríos, si ya no huele a evangelio ¿cómo vamos a ser discípulos que huelan a
evangelio? ¿A qué huelo, en cambio, a derrotismo, a pesimismo, voy por ahí con cara de vinagre?
(cf. EG 85).
«La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de
nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y
nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de
reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que
“donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a
vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de
la cizaña» (EG 84).
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Puntos del mediodía. Encender el fuego del corazón para ser verdaderos discípulos del resucitado
Los creyentes sabemos por experiencia que nadie busca a Dios si antes, de un modo u otro,
no ha sido encontrado por Él en su vida. De ahí que la fe, en realidad, es el resultado de un
encuentro entre el ser humano y Dios. El ser humano nace con sed de Dios y de muchos modos lo
busca, aunque sea a tientas; y Dios, por su parte, por su infinita bondad, dispuso compartir con
los hombres su vida divina, llamándolos a su compañía.
Por eso, en esta meditación, vamos a preguntarnos por nuestra sed de Dios y vamos a tratar de
redescubrir, una vez más, a este Dios que nos llama y que nos busca, que sale a nuestro encuentro
para encender en lo más profundo de nuestro ser la llama de su amor, de manera que si, por lo que
sea, nos enfriamos, o nos perdemos, o nos alejamos de Él, no dudemos en volver, porque siempre
está ahí para esperarnos.
Así pues, os invito a comenzar esta reflexión con la oración del deseo, expresada en el salmo 62
(63):
«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que
la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote. Me saciaré como de enjundia y de
manteca, y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de
tus alas canto con júbilo; mi alma está unida a ti, y tu diestra me sostiene»
Y para hacer la meditación, si es que os ayuda, os propongo servirnos del episodio de los discípulos
de Emaús (Lc 24,13-35), «que es de una gran riqueza y en el que Lucas ha prodigado los tesoros de
su arte descriptivo, de su psicología y de su teología: un episodio sintético, a modo de resumen,
en el que el peligro consiste en perderse en detalles circunstanciales» (Cardenal MARTINI).
Pues bien, para no perdernos, sería conveniente plantearnos previamente alguna de estas preguntas:
¿Qué imagen tengo del Mesías, del Señor?
¿Qué es lo que quiero?, ¿qué es lo que busco cuando digo: “quiero ser discípulo de Jesús”?
¿Le busco a él, me busco a mí misma?
¿Busco que se realice de verdad el proyecto de Dios, o busco otros proyectos más personales,
más político/sociales e intrahistóricos?
¿Qué esperanzas son las que hace nacer en mí el seguimiento de Jesús?
¿Qué esperanzas descubro como no válidas o incompatibles con el seguimiento de Jesús?
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¿Qué provoca en mí la experiencia del fracaso, de la frustración, del escándalo?
¿Qué espero de la historia concreta de mi vida?
¿Qué provoca en mí la actitud de nuestros dirigentes políticos, sociales y eclesiales
(nuestros superiores/as)?
¿Cómo acojo el testimonio que me dan mis hermanos/as?
Una vez que haya contentado estas preguntas puedo adentrarme en la meditación del texto. Y, como
ayuda, os propongo las siguientes claves:
a) los dos discípulos que se van a Emaús
Lucas dice claramente que son dos del grupo, dos de ellos, dos de los que aquella mañana del
primer día de la semana han escuchado las palabras de la Magdalena, pero que no les han dado
crédito y que, por eso, se van de Jerusalén, la abandonan y abandonan también al grupo.
Recordemos que eran dos del grupo de los discípulos, por tanto, habían seguido la formación que
Jesús había dado a los suyos: habían oído directa o indirectamente las palabras de
las Bienaventuranzas, las parábolas de la misericordia, las invitaciones de Jesús a renunciar a todo,
a dar la propia vida y a aceptar el escándalo de la cruz.
No habían carecido de instrucción. Y, sin embargo, ¿qué hacen? Se van de Jerusalén, lo dejan todo
para ir ¿a dónde? ¿A Emaús? Dicen los expertos que se trata de un lugar que no ha sido localizado
con certeza en la geografía de Palestina. Y el papa Benedicto XVI comentaba este hecho diciendo:
«Esto nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los lugares: el camino que lleva a
Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo hombre» (Homilía en el ángelus del 6 de
abril de 2008).
Y podemos preguntarnos: ¿Cuándo y por qué siento la tentación de huir, de abandonar el grupo?
¿Adónde imagino, entonces, que debo encaminar mis pasos: a lugares imaginarios, a ninguna parte?
b) Mientras conversaban y discutían
Impresiona esta frase del versículo 15. Normalmente nos imaginamos que los dos discípulos iban
simplemente conversando, sin embargo, la palabra griega es mucho más fuerte: «porfiaban»,
«discutían acaloradamente» (éste es el matiz del segundo verbo). Por tanto, no son sólo
dos hombres un poco desilusionados, sino dos hombres heridos; heridos en sus esperanzas.
Hoy diríamos que estaban “quemados”. Algo lógico porque habían comprometido lo mejor de sí
mismos y se sentían frustrados; de un modo o de otro, estaban enojados con Jesús; con toda
seguridad pensaban: «Nos ha engañado».
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No son simplemente, por tanto, dos personas que comentan un acontecimiento triste,
sino dos personas que se preguntan, que tratan de encontrar algún sentido a algo que ya difícilmente
lo va a tener, pues la muerte es lo que tiene: cierra la puerta a toda esperanza.
Así comentaba este pasaje el papa Benedicto XVI:
«Este drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos cristianos
de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a
causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el Señor. Pero este
camino hacia Emaús, por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y
maduración de nuestra fe en Dios».
De hecho, podemos imaginar muchas situaciones semejantes que se dan entre nosotros, en nuestras
comunidades, cuando las cosas no han funcionado como esperábamos y simplemente decimos:
«esto es un desastre». Y, a continuación, rápidamente a buscar culpables: «La culpa es de éstos,
la culpa es de aquéllos», «la culpa es de quien va por ahí, la culpa es de quien va por allá...».
Lo que sigue también lo sabemos: en el fragor de la discusión, sube el tono de nuestras palabras,
y comenzamos a expresar no solo aquello por lo que estamos heridos ahora, sino todas las demás
heridas que arrastramos en la vida.
c) Jesús y su modo de acercarse
Jesús, sencillamente, se aproxima, se pone a caminar a su paso.
Se trata, sin duda, de un comportamiento que es atrevido y, desde luego, nada fácil.
En principio, a los dos discípulos parece que les resulta algo incómodo y no les agrada demasiado,
porque estaban hablando de sus cosas y un extraño les han interrumpido. Pero Jesús, con valentía,
poco a poco, se abre camino y les plantea una pregunta: «¿Qué conversación es esa que traéis
mientras vais de camino?».
Si la pregunta es algo atrevida, la respuesta ciertamente es algo descortés: «¿Eres tú el único
forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Que es tanto como decirle:
«¿Eres tonto o te lo haces?» «Pero, ¿en qué país vives?»
Jesús, sin asustarse, les hace una segunda pregunta que inocentemente trata de vencer
la desconfianza inicial: «¿De qué se trata?».
Y mientras ellos le contaban, Jesús se puso a escucharlos con toda la paciencia del mundo.
Siempre que medito este pasaje del evangelio, me gusta recordar estas palabras del papa Pablo VI;
son de su primera encíclica, que tituló Ecclesiam suam:
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«Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta
hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere
llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o
diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y
honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos.
Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y
respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse
hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y
maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio. Hemos de recordar todo
esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó» (ES 33).
d) Necios y torpes
Una vez que los dos discípulos han expresado con toda libertad su vivencia, su frustración,
Jesús toma la palabra.
El que pregunta debe estar también dispuesto a escuchar la respuesta de su interlocutor. Jesús
escuchó a los discípulos de Emaús y les prestó toda la atención que necesitaban, pero, luego,
también les habló con toda claridad y verdad.
Sorprendentemente, Jesús comenzó haciéndoles un reproche fuerte: «¡Necios y tardos de corazón
para creer». Que era tanto como decirles: «¡Cuánto os cuesta creer en el Dios de los padres,
en el Dios de la fidelidad! ¡Qué incapaces sois de fiaros de la promesa, de la acción de Dios!
En realidad siempre medís las cosas con vuestra medida; y, según vuestra medida, Jesús no debía
liberar a Israel del modo en que lo hizo, sino como vosotros lo esperabais. Y como no lo ha hecho a
vuestro modo, las cosas han salido tan mal, ¿verdad? ¿Es que Dios no podía tener otro designio
distinto, mayor que el vuestro? ¿Por qué no os fiais de su designio?» Así podríamos traducir lo que
Jesús les dijo a estos dos discípulos y lo que nos dice también a nosotros.
Y es aquí donde engarza toda la catequesis de Lucas para hacer ver la continuidad del designio de
Dios, que es orgánico y abarca toda la historia, pero que requiere una confianza ilimitada,
un corazón dispuesto a abandonarse.
Esa prontitud para abandonarse es para nosotros la cosa más difícil del mundo, y nos resulta
imposible sin el Espíritu. Cada vez que nos refugiamos en nuestras solas fuerzas, recaemos en esas
interpretaciones tan ramplonas y tan humanas, tan de tejas para abajo, de lo que acontece;
y la consecuencia es evidente: ¿a qué conclusiones llegamos? Pues a constatar la amargura y
el fracaso. Nos sentimos entonces turbados frente a la constatación de que ya no cabe hacer nada,
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de que estamos vencidos, de que no hay salida. Emerge a las claras nuestra poca fe y nuestra
frustración ante lo que la historia y la vida nos deparan.
El encuentro con Jesús va a cambiar todo esto. Él ha resucitado y con su resurrección trae luz allí
donde nos parecía imposible a los hombres. Cristo resucitado viene a iluminar las sombras del mal,
de la injusticia, del dolor, del sufrimiento y también de la propia muerte. Por eso a estos dos
discípulos les lanza la gran pregunta: «¿Acaso no era necesario que Cristo padeciera todos esos
sufrimientos para entrar así en su gloria?»
Dejemos una vez más que Jesús nos dé esa larga catequesis: «Comenzando por Moisés y siguiendo
por los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras».
e) la fraternidad recuperada
Llegados a este punto, vemos cómo la predicación completa de la verdad, de la liberación, se va
convirtiendo en una realidad, creando una atmósfera gradualmente recuperada:
Lucas no nos dice que los dos discípulos creyeran de golpe y abrazaran al Señor al momento;
nos dice que primero perdieron su agresividad y se hicieron acogedores, hasta el punto de pedirle
que se quedara a pasar la noche con ellos. Después le invitaron a su mesa y le pusieron en
la presidencia. Seguramente sentían que se había producido un intercambio de afectividad entre
ellos y Él, que permitía esa familiaridad, esa consideración; y entonces, gradualmente se les fueron
abriendo los ojos, se les fue abriendo el sentido de las Escrituras, algo que hasta entonces les estaba
cerrado.
Todo ello en un ambiente de fraternidad, de emociones que se desvanecen, no porque se las niegue
ni se las reprima, sino porque se las reconoce objetivamente, se las ilumina y, sobre todo, porque
quedan caldeadas por la presencia del Señor.
f) se les abrieron los ojos
El anhelo más profundo de todo hombre es ver a Dios, pero Dios no es ninguna cosa de las que caen
bajo nuestra experiencia, Dios siempre está más allá. Por eso, aunque esté presente en todas
las cosas porque todas llevan la huella de su autor, no hemos de olvidar que se ha hecho visible en
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Y para verle y reconocerle necesitamos algo más
que los ojos de nuestra cara. Nuestra mirada debe ser iluminada por la luz de la gracia, por la luz de
la fe, que es siempre un don que recibimos sin merecerlo; es pura dádiva divina.
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Eso es lo que les pasó a los de Emaús, eso es lo que le pasó a María Magdalena, al apóstol santo
Tomás, a Pablo en el camino de Damasco, y lo que nos ha pasado a cada uno de nosotros.
Si no hubiera sido por la gracia de Dios, difícilmente habríamos dado el salto de la fe.
¡Y qué diferentes se ven las cosas cuando acogemos la luz de la fe! Curiosamente, los de Emaús,
mientras Jesús caminaba con ellos, eran incapaces de reconocerlo, y ahora que ya no le ven
con los ojos, sin embargo tienen la absoluta certeza de que está con ellos, presente y vivo
en las Escrituras, en la fracción del pan y en los hermanos con quienes se comparte la casa y
la mesa.
Por eso, a los creyentes, la Iglesia nos invita a vivir de la fe, una fe que ilumina nuestros ojos para
poder reconocer a Jesús en los signos sacramentales que nos ha dejado para poder experimentar,
desde la fe, su presencia entre nosotros hasta la consumación de los siglos, sobre todo su presencia
en los hermanos, en la Palabra y en la Eucaristía.
g) adónde me quiere llevar a mí el Señor
Llegamos así al último punto que me gustaría subrayar: ¿adónde quiere Lucas llevar al lector del
evangelio y adónde quiere llevarnos a cada uno nosotros?
No quiere llevarnos a una sistematización intelectual del sufrimiento actual de la Iglesia en el marco
del designio de Dios, sino que quiere poner en ascuas nuestro corazón. Porque ciertamente cada uno
de nosotros, ante los interrogantes de los que hemos partido, puede dar sus respuestas.
Unas respuestas teóricas y quizá convincentes para los demás; pero lo que no podemos hacer, lo que
nos falta, es hacer que arda el corazón, es decir, entrar en el nuevo orden de cosas (en la nueva vida)
con un corazón plenamente transformado, con la gozosa certeza de que Dios está aquí y ahora.
San Lucas seguramente buscaba que aquellos discípulos de la primera generación de cristianos,
que empezaban a sentir cierta frustración porque no veían cumplidas las expectativas que se habían
suscitado en ellos —sobre todo la vuelta inmediata del Mesías—, volvieran a tener un corazón
encendido, un corazón que ardiera ante la convicción de que Cristo resucitado sigue con nosotros,
camina con nosotros, sigue saliéndonos al encuentro. El evangelista querría recuperar en
los hermanos la convicción de que no estaban solos.
Reavivemos, pues, nuestra vocación, nuestro encuentro con Cristo, en esta mañana.
Si lo conseguimos, una de las cosas en que se notará será que en nosotros sentimos «crecer el deseo
incontenible de comunicar a otros el hecho de haber encontrado el amor que da sentido a la vida»
(EG 8). Es decir, nuestra meditación será una experiencia verdadera de reencuentro con Cristo, si,
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como a los de Emaús, nos entran ganas de volver a Jerusalén y contar lo que nos ha sucedido por
el camino, y cómo y dónde le hemos reconocido. Desde Jerusalén, como todos los apóstoles,
podremos salir por los caminos del mundo a dar testimonio de lo que hemos visto y oído.
Por tanto, ¡adelante! ¡Buena meditación!
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Puntos vespertinos: Jesús resucitado recompone el grupo de los discípulos
Al caer de la tarde, os propongo meditar sobre el hecho que se produjo, según nos cuenta
el evangelista san Lucas (Lc 24,36-48), en la tarde-noche de aquel día, el primero de la semana.
La situación de desconcierto entre los apóstoles y discípulos de Jesús es más que evidente y
las razones fáciles de comprender:
— Por un lado, los discípulos aún estaban encajando el duro golpe de la muerte de Jesús, lo que
llevó a más de uno a abandonar el grupo y a pensar que no había más solución que la de volver al
modo de vida anterior al de haber conocido al Maestro (cf. Lc 24,13.19-24), mientras que a
otros, la muerte de Jesús les llevó a encerrarse en su pena, en sus lágrimas o en las respectivas
recriminaciones, que cada cual se hacía por las actitudes que había tenido ante el prendimiento,
el juicio y la muerte del Señor.
— Y, por otro lado, los discípulos también tenían que encajar lo que algunas mujeres habían dicho
de haber tenido una visión de ángeles en la que se les comunicaba que Jesús estaba vivo.
De hecho, el sepulcro estaba vacío. ¿Qué habría podido suceder? ¿Les autoridades judías les
acusarían a ellos de haber robado el cadáver? ¿Qué les podría pasar? ¿Correrían la misma suerte
del Maestro?
Lo de «estar con las puertas cerradas» es, pues, sin duda una bella imagen para expresar una actitud
interior; en este caso, la resistencia por parte de los discípulos encerrados en la casa a creer a
aquellos otros que declaraban haber visto al Maestro (cfr. Mc 16,14).
Sin duda que aquel primer día de la semana se les hizo muy largo a los discípulos y, al caer de
la tarde, eran muchas las preguntas que todos y cada uno se formulaba en su interior.
Paz a vosotros
«Estaban hablando de estas cosas, cuando Jesús se presentó en medio de ellos y les dice:
“Paz a vosotros”» (Lc 24,36).
Jesús, una vez más, toma la iniciativa; para él no hay puertas ni ventanas cerradas que se le resistan
y entra cuando quiere y como quiere: es ya el Señor resucitado y ejerce su señorío.
El mismo que en su momento fue congregando a los discípulos en torno a sí, mediante su
predicación y los signos que realizó; y el mismo que les llamó, a cada uno por su nombre, para
constituirlos en apóstoles, ahora se presenta, después de un largo día lleno de noticias
sorprendentes, pero muy difíciles de creer, para decirles: Paz a vosotros.
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Es él, en persona
«Ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu (un fantasma)» (Lc 24,37).
Estamos ante una teofanía: Dios irrumpe en el ámbito de lo humano y el hombre experimenta toda
su pequeñez y su nada, por eso los discípulos se llenan de un temor reverencial ante algo que les
supera y que no pueden dominar de ningún modo. Le pasó a Abrahán, le sucedió otro tanto a
Moisés, y a cada uno de los patriarcas y profetas. Lo experimentaron de algún modo los israelitas
cuando el Señor, en la montaña Santa (el Sinaí), bajó para hablar con Moisés y ellos se echaron a
temblar; y algo semejante sintieron asimismo Pedro, Santiago y Juan cuando, en la montaña,
la nube los envolvió y oyeron la voz del Padre proclamando a Jesús como el Hijo amado.
Según nos atestigua el evangelista san Lucas en su relato, Jesús trató de calmar a los discípulos
liberándoles de todo temor: «¿De qué os asustáis?», les dijo. «¿Por qué surgen dudas en vuestro
interior? Ved mis manos y mis pies; soy yo en persona. Tocadme y convenceos de que un fantasma
no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24, 38-39). Por su parte, el evangelista
san Juan se limita a decir que Jesús «les enseñó las manos y el costado». Es decir, la aparición tiene
como fin, claramente, que los discípulos reconozcan que se trata en verdad de Jesús, que es
«él en persona», tal y como lo prueban sus manos y sus pies (según la versión de san Lucas),
o sus manos y su costado (en la versión de san Juan). Era muy importante que aquellos que le
habían visto maltratado, crucificado y muerto en la cruz, ahora supieran que estaba vivo, y que era
él, y no ningún otro, quien había vencido a la muerte; y que ahora, vivo, la muerte ya no tenía
ningún dominio sobre él.
«Este cuerpo auténtico y real posee, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo
glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad
donde quiere y cuando quiere, porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y
no pertenece ya más que al dominio divino del Padre» (CCE 645).
Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor
El evangelista san Mateo nos da testimonio de que, cuando los once discípulos vieron al Señor
resucitado, «lo adoraron» (Mt 28,17); y san Lucas nos dice que «se resistían a creer por la alegría y
el asombro» (Lc 24,41).
Ciertamente, el reconocimiento del Señor resucitado llena de alegría el corazón de los discípulos,
pues, como decía san Ignacio de Loyola, una de las primeras misiones que el Resucitado trae
consigo es la de consolar a los que estaban tristes por todo lo que había sucedido en Jerusalén en
aquellos días. Y, para ello, una de las cosas que hizo fue refrescarles a los discípulos la memoria y
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recordarles que ya les había advertido sobre lo que le iba a suceder en Jerusalén (cfr. Lc 24,44),
aunque ellos no lo entendieran y prefirieran no indagar mucho al respecto (cfr. Mc 9,32).
Sin embargo, todo lo acontecido formaba parte de ese designio arcano y misterioso («lo que estaba
escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos», Lc 24,44) y que Jesús había venido a
cumplir por voluntad del Padre, pues para eso había sido enviado.
Así pues, la luz pascual trae consigo que el misterio de la muerte, de la injusticia, de la iniquidad,
del dolor, de la desgracia, etc., es decir, cuanto nos hace dudar tanto de la bondad de Dios y de su
amor como de su poder para librarnos del mal, no es la última palabra de la realidad; la última
palabra no la tiene la muerte, sino la vida; la última palabra la tiene Dios y no las fuerzas de este
mundo, que, por muy poderosas que aparezcan a los ojos de los hombres, son, sin embargo
limitadas. Solo Dios lo puede todo y esa es la gran lección que nos dio Jesús entrando en la muerte
y saliendo victorioso de ella.
A la luz de la pascua tiene sentido lo que de ningún otro modo se puede aceptar: «Era preciso que
el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria» (Lc 24,26; 46). Por eso la Iglesia, allí donde
todos los sistemas de pensamiento fracasan, las filosofías se rinden y las religiones se quedan sin
respuestas, apoyada en la revelación divina, afirma sin ningún género de dudas «que por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en
absoluta oscuridad» (Gaudium et spes 22).
Con razón, por tanto, los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor, pues en sus mentes se
empezaba a abrir la esperanza de que la muerte, por fin, había sido vencida del todo.
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SEGUNDO DÍA
Puntos matinales: Predicar la conversión para el perdón de los pecados
Como discípulos de Jesús, somos llamados a predicar en su nombre la conversión para el perdón de
los pecados. Y ¿de dónde brota la conversión? ¿Qué es lo que la pone en marcha? Solo una cosa:
haber conocido la misericordia de Dios, su amor infinito y su fuerza para poder sacarnos de
la muerte, el poder de su perdón que es el único capaz de devolvernos a la vida. Como decía
el cardenal Martini: «Es necesario hacer que los hombres conozcan a Dios, no como un padre
ofendido por las ingratitudes de sus hijos, sino como un padre bueno que busca con amor incansable
a sus hijos, como si no pudiese ser feliz sin ellos».
Para ahondar y reavivar una vez esta experiencia, os propongo meditar las tres parábolas del
capítulo 15 de Lucas. En ellas se habla de personas que buscan algo que se les ha perdido: un pastor
que ha perdido una oveja, una mujer que ha perdido una moneda y, por último, un padre que
ha perdido un hijo.
Sería bueno que para hacer esta meditación tuviéramos presentes dos cosas:
a) que Dios nos persigue como misericordia;
b) que si nosotros estamos aquí haciendo esta meditación, es porque Dios nos ha buscado,
nos ha perseguido; porque hemos sido y seguimos siendo objeto de su atención
misericordiosa.
Por eso, al meditar sobre la misericordia de Dios, meditamos sobre nosotros mismos, que somos
buscados actualmente por Él con ansia y con intensidad, por todo cuanto de nosotros se ha perdido
y extraviado, por todo cuanto de nosotros se ha introducido entre las rendijas del pavimento y
no recibe la luz. Os sugiero que meditéis sobre este capítulo de Lucas desde esta perspectiva.
Como sabéis, Lucas ha prodigado también aquí los tesoros de su psicología religiosa, reflejando
el interés y la preocupación profunda de Jesús por comunicarnos el pensamiento y la verdad de Dios
sobre los seres humanos.
El motivo de las parábolas: Éste acoge a los pecadores y come con ellos
¿Cuál es la opinión corriente sobre Dios que subyace a este modo de reaccionar que tienen
los escribas y los fariseos?
Lo sabemos bien: La de un Dios defensor del orden y de la ley, guardián celoso de la justicia,
con el que no cuadra la idea de andar corriendo detrás de quienes se ponen fuera de la ley y de
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la justicia, de las personas insignificantes que se apartan del camino regio; un Dios que ordena a
su pueblo lanzarse hacia adelante con decisión, con determinación, pero que no anda corriendo,
de acá para allá, detrás de todo el que se extravía; un Dios al que le importa ante todo la observancia
y le desagrada especialmente la transgresión.... Evidentemente, la Biblia nos dice esto en muchas de
sus afirmaciones, y de ahí se deriva la imagen de un Dios Padre ofendido por las ingratitudes de sus
hijos y, por tanto, irritado por esa ingratitud, revuelto, preocupado; un Dios al que hay que aplacar
constantemente por tanta ingratitud de la que es objeto. No podemos considerar todos los elementos
válidos de esta concepción, pero la parábola ciertamente nos indica que de ellos puede surgir
una mentalidad deformada, que es precisamente la que Jesús quiere hacer desaparecer.
Pienso que, en este punto, es muy oportuno que en la oración le hagamos al Señor y nos hagamos a
nosotros mismos esta pregunta: «¿Qué imagen tengo yo de Ti, Señor, con respecto al mundo,
a la Iglesia y a mí mismo? ¿Cómo te siento, Señor y Padre mío: como aquel a quien ofendo, aquel a
quien debo obedecer, aquel cuyos mandamientos soy capaz de transgredir, o bien como aquel que
me busca, que me persigue, que no puede estar sin mí?». Fijaos en que es también de este tipo de
mentalidad de donde nacen después ciertas concepciones que hacen que el alma cristiana corra
el riesgo de naufragar.
Sería demasiado fácil descartar por completo esta realidad, como hacen algunos, y decir que
no existe. Pero, por otra parte, vemos que, si no se la calibra perfectamente en la perspectiva de un
Dios que nos persigue con amor y hace todo lo posible para que no nos quedemos fuera, dando a
cada ser humano, aunque de modo misterioso, todas las posibilidades de salvación, sino que,
por el contrario, se la presenta como una amenaza de condena permanente que pende sobre toda
acción humana, entonces el tema del castigo puede convertirse en fuente de alienación religiosa,
de temores y de incontrolada amargura hacia Dios. Y no es raro encontrar, sobre todo en
las religiosidades más sensibles, estos movimientos, inconscientes o subconscientes, de amargura
hacia Dios, que conviven con una vida de fe tenaz, austera, pero que, en un examen más profundo,
se revelan como elementos de una visión no integrada correctamente, no evangélica,
del cristianismo, el cual deja de ser visto como buena noticia y es vivido como constricción,
como mera incitación al esfuerzo, como voluntad de superación. Evidentemente, el tema del
«después» de nuestra vida no es fácil y resulta extremadamente delicado. Pero precisamente por eso
es preciso «enfocarlo» adecuadamente, con la ayuda del Evangelio, más allá de todas
las sistematizaciones demasiado simplistas y más allá de los extremismos de cualquier tipo.
Por eso pedimos al Señor humildemente que nos dé un verdadero y limpio conocimiento interno de
Él, porque es precisamente ese conocimiento el que nos falta y el que, en cualquier caso, siempre
descubre cosas nuevas y tiene nuevas posibilidades de expresarse de un modo más veraz.
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¿Quién es, pues, el Dios que nos describe Jesús?
Podríamos decir, con una expresión que puede parecer casi blasfema y excesiva, que es un Dios que
ha perdido la cabeza, que corre detrás de personas insignificantes, que hace cosas un tanto
extrañas... Y si la expresión nos parece excesiva, pensemos en lo que dice san Ignacio: «Desear más
ser estimado por vano y loco por Christo, que primero fue tenido por tal» (EE, 167).
De hecho, Jesús no actuó como un gran soberano, preocupado fundamentalmente de llevar adelante
su obra y que permite que se pierda quien no es capaz de seguirle, sino que se comportó como
una persona que parece dejar de lado las cosas importantes para correr detrás de cualquiera que se
extravíe. La suya es una forma de ver las cosas paradójica, increíblemente humana, o sea,
increíblemente capaz de apasionarse por éste o por aquél: por todos. En esta línea pueden moverse
nuestras reflexiones sobre estas tres parábolas.
La pérdida
Es la palabra recurrente en las tres parábolas:
El pastor dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido»
(v. 6).
La mujer dice: «He hallado la dracma que había perdido» (v. 9).
El padre concluye: «Este hermano tuyo estaba perdido y ha sido hallado» (v. 32).
Es necesario subrayar aquí un aspecto que llama poderosamente la atención: ¿qué se ha perdido
cuantitativamente? En realidad, no mucho: una sola oveja entre cien; una dracma entre diez; un hijo
entre dos.
También puede parecer extraño porque el capítulo comenzaba diciendo: «Todos los publicanos y
los pecadores se acercaban a él»; «todos». Podríamos haber esperado, pues, que la parábola se
desarrollase de este modo: un pastor perdió todo su rebaño y fue a buscarlo; o bien, como de hecho
sucedió, se perdieron todas las asnas de Saúl, y fueron a buscarlas (1 Sam 9). Por el contrario,
parece que aquí, intencionadamente, la parábola afirma que sólo se trata de una parte, y de una parte
mínima; pero la propia parábola insiste en que eso es suficiente.
Dios aparece aquí no tanto como aquel que cuida de su pueblo en general, sino como aquel que se
preocupa incluso de uno solo que se ha extraviado; parece que no le interesa tanto el rebaño como
una oveja del rebaño. Esto explica la extraña afirmación de la parábola, que, al parecer, fuerza
un poco la realidad cuando dice que el pastor deja las noventa y nueve ovejas en el desierto:
ordinariamente, los pastores trabajan en grupos de dos o de tres; cuando uno se va, deja al otro
guardando el rebaño. Sin embargo, la parábola no dice eso, con lo que crea una cierta impresión de
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paradoja. Dejar las ovejas en el desierto no es muy seguro. Pero ésa es precisamente la idea que se
impone en la narración: ni siquiera una debe perderse; incluso una sola tiene para el pastor un
enorme valor. El contraste se muestra a las claras en el noventa y nueve contra una, al igual que en
las nueve contra una de las dracmas de la mujer. Se ve un poco menos en la parábola de los
dos hijos, pero también en ella está presente: bástenos pensar en lo que sucede humanamente
cuando, en casos como éste, se termina por decir: «Al menos me ha quedado uno; este hijo es mi
consuelo, me alegro por éste que me queda; el otro... no fui capaz de que se quedara conmigo».
Pues no. Al Padre no le basta con el hijo que se ha quedado. Es el otro el que le preocupa.
Se subraya, por tanto, que efectivamente es uno solo, el perdido, pero que ese uno es suficiente para
que Dios, por así decirlo, salga fuera de sí, en su búsqueda.
A la pérdida sucede la búsqueda.
Ya hemos visto cómo se hace hincapié en la búsqueda del pastor, que deja las otras noventa y
nueve en el desierto y se pone a caminar en busca de la oveja perdida hasta que la encuentra.
Es una búsqueda continua, atenta, del pastor que grita, que aguza el oído por valles y
montañas, que otea desde los altozanos, que se mete entre las zarzas...
De la misma forma se comporta la mujer que enciende una lámpara y se pone a barrer la casa.
Normalmente, por una sola moneda basta con echar un vistazo por el suelo. Aquí, por
el contrario, se monta todo un rito que muestra el interés excepcional de la mujer, su enorme
preocupación.
En la parábola del hijo pródigo no aparece el tema de la búsqueda en este sentido, sino que
ésta se expresa (v. 20) en el apresuramiento del anciano padre que se conmueve, se precipita
casi torpemente y «se echa» al cuello del hijo para besarlo y abrazarlo.
Creo que podemos contemplar todas esas búsquedas, y después decirnos a nosotros mismos en la fe:
«Así es Dios para mí; así me busca Dios ahora; así soy yo objeto de la atención, la llamada y
las caminatas del Señor por valles y montañas, por las quebradas del desierto, para llamarme;
del Señor que barre la casa, que busca en las grietas para ver dónde hay aunque sólo sea
una parte de mí que no resulta visible si Él no la ilumina con su lámpara; así es el Señor
que corre a mi encuentro y se anticipa incluso antes de que yo pueda decir nada, hacerle señas,
llamarle».
A esta búsqueda sigue la acogida, que en los tres casos está bajo el mismo signo, porque
verdaderamente estas tres parábolas son paralelas incluso en su lenguaje: «¡Alegraos!»;
hay una invitación y un alegrarse en común. El pastor llama a los amigos, a los vecinos, y les dice:
«Alegraos, porque he encontrado la oveja que se me había perdido». Hay también un toque de
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exageración, de humor, que aparece especialmente en la mujer que llama a las vecinas y les invita a
celebrarlo haciendo una fiesta. Todo esto subraya la intensa participación con que se ha realizado
la búsqueda y, por tanto, el júbilo que sucede al hallazgo. Esto, en una especie de crescendo,
aparece sobre todo en la tercera parábola, donde hay una rehabilitación completa, un banquete
solemne, para el que se sacrifica el ternero cebado, el preparado para las grandes ocasiones
(para la próxima pascua, seguramente). Inmediatamente, se saca a la mesa lo mejor, se visten
las galas de las grandes ocasiones y se hace sonar la música. Es lo que quiere expresar Jesús en
la parábola de la dracma cuando insiste en la alegría que siente Dios por la conversión del pecador.
Debemos saborear en nuestra reflexión esta realidad de Dios, que es el Dios que en este momento
nos tiene cerca de sí y busca incansablemente esa parte de nosotros que no está aún iluminada por
su verdad, que sigue resistiéndose de un modo u otro a su acción rehabilitadora; porque esta
acogida, como queda claro en la tercera parábola, no es sólo una acogida alegre, gozosa, sino
una verdadera rehabilitación: a este hijo, vestido con el mejor traje, con el anillo en su mano,
se le pone en el centro de la fiesta, se le convierte en el protagonista de la jornada.
Como contrapunto a esta acogida, podemos meditar también en la figura de quien no sabe acoger.
Al comienzo de la parábola aparecen los fariseos y los escribas, que no comprenden la actitud del
Señor, que pierde el tiempo con personas insignificantes; y al final está la actitud del hijo mayor,
turbado interiormente porque se altera el orden de las cosas: ¿por qué Dios, por qué este padre no se
ocupa más de la buena marcha de la hacienda, de las cosas, en lugar de preocuparse por una persona
que ha derrochado sus bienes y que mañana podría volver a derrocharlos? Y es que, en definitiva,
no se sabe muy bien con qué intenciones ha vuelto; y, después de todo, todavía no ha sido puesto a
prueba y es demasiado grande el riesgo de acogerlo en casa de esa forma; ¿por qué no probarle
antes?, ¿por qué rehabilitarle tan inmediatamente? Todas estas ideas que se nos ocurren muestran
quiénes somos y cuán difícil nos resulta comprender la extraordinaria riqueza del poder,
la misericordia y la caridad de Dios para con nosotros; su capacidad de inspirarnos confianza,
de rehabilitamos, de poner en nuestras manos, casi irresponsablemente, sus cosas más preciosas
sin habernos sometido previamente a ningún examen riguroso.
¿Quién es el objeto de tanta atención?
Lo hemos anticipado ya en parte: son los publicanos, con quienes no vale la pena perder el tiempo,
porque ya están (para la opinión pública) anclados en su situación, de la que no pueden salir;
no son personas de quienes se pueda esperar mucho, porque su oficio les obliga a actuar de
un modo estereotipado; son, por tanto, pecadores, pecadores públicos, es decir, personas que
no pueden cambiar su forma de actuar.
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Vemos cómo esta actitud se reproduce cada vez que criticamos a los demás o somos criticados
nosotros mismos; cuando decimos o se nos dice que es una pérdida de tiempo interesarse por
personas o situaciones de las que no vale la pena ocuparse. ¿Por qué «pretender lo imposible»?
¿Por qué preocuparse por ciertas situaciones?
Jesús piensa de un modo distinto: no sólo es importante perder el tiempo con ellos, sino incluso
con uno solo de ellos.
Agradezcamos, pues, en nuestra oración el hecho de que el Señor esté dispuesto a perder el tiempo
con nosotros, con uno solo de nosotros; más aún, el hecho de que ya lo haya perdido, porque,
en realidad, si estamos aquí, es porque el Señor nos ha dado su tiempo y nos lo sigue dando.
Y no olvidemos que Dios se ocupa de todos, incluidas las personas que a nosotros no nos interesan;
quizá no se trate precisamente de pecadores o de publicanos, pero sí de personas a las que no damos
importancia porque no nos parecen interesantes para el proyecto de la Iglesia, para su futuro.
Jesús sí está dispuesto a interesarse por cada una de ellas.
Os voy una contar una experiencia de la que hablaba el cardenal Martini. Tuvo lugar con ocasión de
la celebración de san Ignacio en la Iglesia del Gesú. Él la contaba así:
«Ya comprenderéis que, después de un buen rato repartiendo la comunión, uno se cansa, sobre
todo de repetir siempre la misma expresión. Pues bien, mientras miraba a las personas que
acudían a comulgar (algunas de ellas eran simpáticas, digámoslo así, atractivas; otras lo eran
menos, como esas personas que frecuentan las iglesias y hacen perder el tiempo a los confesores,
ante las que la primera sensación es de cierta repugnancia, de cierto juicio negativo; personas
cuyo aspecto físico y cuyo modo de presentarse «no interesa»...), me hice para mí la siguiente
reflexión: Si yo tuviera que entrar por esa boca, mi primera reacción sería negativa. Pero ahí
está el Señor acogiendo a cada una de estas personas como si sólo existiera ella; y su Cuerpo,
muerto y resucitado, se entrega por esta persona. Comprendí entonces lo gratificante y hermoso
que puede ser dar la comunión a centenares de personas contemplando esa entrega del Señor a
cada una de ellas, sin miedo a perder el tiempo. También cada uno de nosotros somos una de
esas personas: el Señor, cargado de benevolencia, se ocupa de mí y me está llamando».
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No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos
Así respondió Jesús a quienes le reprochaban comer con los pecadores, después de la vocación de
Leví (cf. Lc 5,31-32).
En realidad, todo el mensaje de san Lucas supone esta llamada a la penitencia dirigida a
los pecadores. Este mensaje sólo podemos entenderlo en la medida en que nosotros mismos nos
sintamos llamados por Jesús a la penitencia. Esta llamada a la penitencia es la misma que se
propone en el programa a seguir tras la resurrección: «Así está escrito: ...se predicará en su nombre
la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). Y Pablo, al final de
su vida, tal y como nos lo describe Lucas en el discurso ante Agripa, usa esas mismas palabras para
resumir lo que él ha hecho: «...sino que primero a los habitantes de Damasco, después a los de
Jerusalén y por todo el país de Judea, y también a los gentiles, he predicado que se convirtieran y
que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de conversión» (Hch 26,20).
Por tanto, para el itinerario de todo discípulo de Jesús, es fundamental comprender la centralidad
del mensaje de conversión y de penitencia, que forma parte del kerigma.
Ahora bien, para hacer mío el kerigma tengo que comprender que esta conversión, esta penitencia,
parte de la iniciativa de Dios que me busca; parte de Dios que me rehabilita. No es, pues, en primer
lugar, un camino de penitencia que yo hago, puesto que incluso esa penitencia tiene su origen en
la aceptación del hecho de que Dios me está buscando.
Dejémonos buscar, dejémonos liberar, dejémonos rehabilitar por Dios. Esta conclusión podría
constituir precisamente el coloquio final de nuestra meditación, que podríamos tal vez expresar
ahora brevemente, después de un momento de silencio, con una oración.
Te damos gracias, Señor, porque en tu Evangelio te has manifestado a nosotros como
misericordia que nos busca, que busca a todos los seres humanos, incluidos aquellos que nos
preocupan a nosotros y a quienes nosotros buscamos con afán. Tú les buscas más que nosotros,
mucho más que nosotros, ya sea a través nuestro, ya sea sirviéndote de otros medios de tu
Providencia desconocidos para nosotros, pero realmente eficaces.
Te damos gracias, Padre, porque no dejas de buscar a cada uno de nosotros; porque
constantemente quieres rehacernos, rehabilitarnos, restablecernos en una conciencia pura,
en la autenticidad evangélica, en la serenidad para aceptar tus designios, en la fraternidad
transparente de nuestras comunidades, en la superación de todas nuestras envidias, egoísmos,
mezquindades y amarguras. Haz, Señor, que nos dejemos buscar por Ti hasta el fondo de
nosotros mismos; que no opongamos resistencia a tu búsqueda; que nos expongamos a la luz
con que Tú escrutas las grietas de nuestro suelo para encontrar aquello de nosotros que necesita
aún mejorar su calidad.
29
Haz, Padre, que nos sintamos valorados por la solicitud con que tu Hijo nos busca,
que no le opongamos una concepción mezquina y estrecha de nosotros mismos,
sino que nos dejemos reintegrar en nuestra plenitud, la que Tú, en tu designio divino,
has proyectado desde siempre para cada uno de nosotros en Cristo Jesús, Señor nuestro. Amén.
30
Puntos del mediodía. El camino del discípulo, un camino de penitencia
Vamos a reflexionar juntos sobre algunos puntos relativos al camino de la penitencia. Un espíritu,
éste de la penitencia, que hemos de considerar como un sentimiento que el Señor debe suscitar en
nosotros, no como algo a lo que podamos llegar con nuestro artificial esfuerzo. Abandonémonos,
pues, a la misericordia del Señor, que nos busca y quiere suscitar en nosotros el espíritu de
penitencia.
He pensado en tres episodios de Lucas que nos pueden servir a tan fin:
La vocación de los primeros discípulos (Lc 5,1-11).
La curación del paralítico (Lc 5,17-26).
La pecadora perdonada (Lc 7,36-50).
Meditemos, pues, sobre estos tres episodios teniendo presente nuestra dificultad para recorrer
el camino penitencial tanto personal como comunitariamente.
Se trata, ciertamente, de un camino que resulta difícil, pero que nos es absolutamente necesario
hacer si queremos llegar al corazón y la entraña del Evangelio.
La prueba la tenemos en Lc 7,35. Se trata de una expresión de Jesús que precede inmediatamente al
episodio de la mujer perdonada: «...pero la Sabiduría de Dios ha quedado acreditada por todos sus
hijos». Estas palabras, leídas en el contexto en que Jesús, amigo de los pecadores, es acusado como
tal, tiene este sentido: ¿quiénes son los hijos de la Sabiduría de Dios, es decir, los que reconocen
la sabiduría del Evangelio y dan gloria a Dios en la Verdad? Los que se reconocen pecadores,
los que aceptan el juicio de Dios que el Evangelio hace sobre ellos y los que se sienten
gratuitamente justificados por la Gracia. Es verdad que esta justificación tiene lugar en el momento
de nuestro bautismo; no obstante, continuamos reviviendo la experiencia bautismal a medida que
nos vamos haciendo progresivamente hijos de Dios y, por tanto, a medida que vamos abandonando
las obras de las tinieblas y vamos viviendo día a día la aceptación del Dios que nos rehabilita
continuamente. De ahí la importancia de ponernos en este clima penitencial y vivir en él durante
todo el año, aunque, evidentemente, con acentos diversos: debemos ser hijos de la sabiduría,
capaces de hacer justicia a Dios, y por eso nos situamos entre los pecadores, de quienes es amigo
Jesús, no para camuflarnos a nosotros mismos haciendo como si fuésemos distintos de lo que
somos, sino reconociendo nuestra real condición pecadora, nuestra continua tendencia a desviarnos.
Por eso, sólo la luz del Evangelio puede ponernos en la situación adecuada ante Dios en todo lo que
se refiere a este camino de la penitencia.
31
De pecador a pescador
Lc5 1 Una vez que la gente se agolpaba en torno a Jesús para oír la palabra de Dios, estando
él de pie junto al lago de Genesaret, 2 vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que
habían desembarcado, estaban lavando las redes.
3 Jesús, subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de
tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
4 Cuando Jesús acabó de hablar, dijo a Simón:
«Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca».
5 Respondió Simón y dijo:
«Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra,
echaré las redes».
6 Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a
reventar. 7 Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que
vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se
hundían.
8 Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo:
«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador».
9 Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces
que habían recogido; 10 y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran
compañeros de Simón.
Y Jesús dijo a Simón:
«No temas; desde ahora serás pescador de hombres».
11 Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Leamos brevemente el episodio:
La muchedumbre oprime a Jesús; se agolpan contra Él y casi lo echan al agua, porque todos quieren
acercarse a Él. Jesús está de pie junto al lago; mira a su alrededor y se le ocurre una manera de
remediar esta penosa situación de verse tan estrujado por la gente que ni siquiera puede hablar a
gusto.
Ve cerca dos barcas de pesca atracadas junto a la orilla; sus dueños, los pescadores, están limpiando
las redes en la playa; entonces, Jesús sube a una de ellas y dice a Simón que lleve la barca mar
adentro y eche las redes. Simón le responde que ya han estado trabajando toda la noche, que es
32
el momento propicio para pescar, y no han pescado nada; pero dice también: «En tu palabra, echaré
las redes».
Contemplemos en nuestra meditación lo que dice Simón:
Es un acto de confianza motivado, es verdad (y Lucas lo da a entender), por la fama de Jesús, pero
quizá no del todo lúcido todavía; si Simón hubiera sido un individuo calculador y hubiera dicho:
«Quiero tener antes todas las razones ideológicas y filosóficas para fiarme de este hombre»,
quizá no habría realizado aquel gesto y habría perdido su vida, porque lo que decide todo lo demás
es este momento de confianza, este lanzarse aun a riesgo de hacer el ridículo. Porque, en el fondo,
era un tanto ridícula la decisión de decir a sus compañeros: «Volvamos de nuevo a la mar»,
exponiéndose, en el caso de que no pescaran nada, a pasar por un infeliz que había dado crédito a
un charlatán; un «chisme» que se habría contado por la noche en las tabernas, dando a la gente
ocasión de reírse de aquel extraño pescador que se había creído que iba a conseguir pescar en pleno
día y había vuelto con las redes vacías. Simón tiene, pues, que decidir entre obedecer a su impulso
interior y lanzarse, desafiando el ridículo y obligando también a los demás a hacerlo, o mostrarse
prudente y negarse a hacerlo, excusándose con un «estamos cansados; ya saldremos esta noche...»,
y volver, en consecuencia, a la normalidad. Una normalidad que, por lo demás, habría significado
su perdición, porque su vida habría sido del todo diferente.
Contemplemos ante el Señor esta confianza de Pedro, pidiendo que nos la infunda también a
nosotros, sobre todo cuando tengamos que hacer frente a situaciones nuevas que pueden exponernos
al fracaso o a la crítica; cuando tengamos que arriesgarnos a hacer algo que, si no sale bien,
sólo servirá para «quemarnos» un poco más.
Simón tiene, pues, confianza en la palabra y echa las redes, que al instante se llenan de tan gran
cantidad de peces que están a punto de romperse. Entusiasmados y exultantes, Pedro y sus
compañeros tienen que hacer señas con los brazos y gritar a los que se han quedado en la orilla para
que acudan a ayudarles con la otra barca; así lo hacen, y llenan de tal modo ambas barcas que están
a punto de hundirse.
Simón Pedro podría llegar al colmo de la exaltación y decir: «¡Yo sí que soy listo!; soy el único que
he comprendido que éste es el Mesías; he estado a la altura de la situación; mi confianza me
ha salvado, me ha hecho grande...» Sin embargo, este hombre, que ha elegido el camino de
la confianza, se ve sobrecogido por la verdad de Dios y, ante lo que está sucediendo, estalla en
un grito de admiración análogo al grito del que habla san Ignacio: «¡Señor apártate de mí, que soy
un pecador!»
33
El poder de Jesús le ha hecho sentir su pecaminosidad. Al decir: «Soy un pecador», no se refiere
expresamente a ningún pecado concreto, sino que más bien reconoce su condición pecadora;
pero no porque haya hecho un minucioso examen de conciencia, sino porque ha sido testigo de
una manifestación extraordinaria de la misericordia de Dios. Para los demás pescadores,
la excepcional pesca colma sus esperanzas: servirá para dar de comer a todo el pueblo, para ganar
una sustanciosa cantidad de dinero con la venta de lo restante y para celebrar una gran fiesta para
todos; pero Pedro, ante aquel desbordamiento de la bondad del Padre que se manifiesta en Jesús,
siente su propia mezquindad; su propia condición pecadora.
Siente quizá que, muy poco antes, estuvo a punto de negarse a confiar en aquel hombre y de echarse
atrás, porque su mezquindad, su sentido del cálculo y de la rutina y su miedo al ridículo amenazaron
con atenazarle; y frente a la extraordinaria y humanísima manifestación de gratuidad por parte de
Jesús, Pedro se siente tal como es.
Podemos dedicar un rato de nuestra meditación a reflexionar sobre esto acercándonos a Pedro,
dejándonos instruir por él: ¿qué puede arrancarnos a nosotros el grito adecuado de admiración
penitencial?
Podríamos precisarlo de dos modos: lo que Jesús ha hecho por mí, con la consiguiente
consideración de la misericordia de Dios para conmigo (la «contemplación para alcanzar amor»
de lo que Dios ha hecho por mí), y lo que el propio Jesús tiene intención de hacer de mí y conmigo.
Y creo que, para ampliar esta segunda idea, debemos pensar que lo que Dios intenta hacer con uno
no es algo que le afecte únicamente a él, sino que es para la edificación de su Iglesia.
Heme aquí, pues, consciente de mi culpabilidad, de mi mezquindad, y no sólo en lo que se refiere a
mi relación individual (lo que Él ha hecho por mí y lo que yo no he hecho por Él), sino también
en lo referente a todas mis responsabilidades comunitarias (lo que Jesús quería hacer a través de mí
en favor de una comunidad de comprensión, de caridad y de fraternidad, y lo que, por el contrario,
en mis responsabilidades para con los demás, ha faltado de caridad, de dedicación, de comprensión,
y ha impedido la edificación, mediante los frutos del Espíritu, del cuerpo del Señor). Pienso que
no sólo en el ámbito de nuestra relación personal con Jesús, sino también —y con mayor razón aún
— en el terreno de nuestras responsabilidades comunitarias, deberíamos ser capaces de
sorprendernos y lanzar una exclamación de asombro por lo mucho que Dios quería hacer y lo poco
que hemos hecho nosotros en nuestras comunidades, en nuestra vida en común, y encontrar en ello
ocasión para una penitencia comunitaria.
Creo, por tanto, que debemos profundizar en nuestra mezquindad, nuestras carencias y nuestra
inadecuación, tanto personal como comunitaria, en todos los niveles: no sólo el de los pecados
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formales definidos por la moral, sino también el de las responsabilidades reales, las actitudes y
todas esas formas de carencia de las que quizá no seamos culpables «aquí y ahora», en virtud de tal
o cual acto concreto, pero que forman parte de nuestra pecaminosidad, de nuestra capacidad para
«desviarnos» constantemente. ¿Cuál es la consecuencia inmediata de ese asombro, definido
precisamente en el versículo 9 como «gran estupor», que sobrecoge no sólo a Pedro, sino a todos
los que están con él? La consecuencia no es otra sino que Pedro, tan dura y emotivamente hecho
consciente de su verdad, es aceptado ahora en su pobreza por Cristo; es rehabilitado y capacitado
para la misión.
De hecho, es el propio Pedro, que ha gritado su indignidad, quien oye cómo Jesús le dice:
«No temas»; y creo que este «no temas» no debe entenderse en el sentido de «no, hombre,
no te preocupes: tú tienes muchas cualidades...», sino en el sentido de «no temas, porque yo estoy
contigo, y gracias a la bondad y la misericordia divinas un día desempeñarás la función de la que
ahora te he investido simbólicamente al hacerte capaz de pescar una cantidad inmensa de peces;
es decir, ese mismo poder mío ante el que acabas de humillarte hace un momento será el que,
en un ámbito más amplio y de una manera aún más misericordiosa, te hará desde ahora capaz de
hacer cosas increíbles».
Podemos prestar atención al «desde ahora» del versículo 10, porque ese «ahora», ese «nunc»,
se refiere a ese momento escatológico, en cuanto realizado en el presente, en que se muestra
el poder de Dios.
Ahora que ha encontrado a un hombre preparado, ahora que Pedro ha comprendido algo de Dios y
de sí mismo, se desencadena sobre él el poder del Reino, y Pedro se convierte en un hombre del
Reino de Dios.
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Puntos vespertinos: Jesús perdona y sana (cf. Lc 5,17-26)
17 Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos
de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para realizar
curaciones.
18 En esto, llegaron unos hombres que traían en una camilla a un hombre paralítico y trataban de
introducirlo y colocarlo delante de él. 19 No encontrando por donde introducirlo a causa del
gentío, subieron a la azotea, lo descolgaron con la camilla a través de las tejas, y lo pusieron en
medio, delante de Jesús.
20 Jesús, viendo la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados».
21 Entonces se pusieron a pensar los escribas y los fariseos: «¿Quién es este que dice
blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?».
22 Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: 23 «¿Qué estáis pensando en
vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Tus pecados te son perdonados”, o decir:
“Levántate y echa a andar”?
24 Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —
dijo al paralítico—: “A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla, vete a tu casa”».
25 Y, al punto, levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde había estado tendido y se
marchó a su casa dando gloria a Dios.
26 El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían:
«Hoy hemos visto maravillas».
Consideremos tan sólo algunos momentos característicos del episodio a partir del versículo 16,
donde, en contraste con la gran cantidad de personas acudían a Jesús para ser curadas, se dice que
Jesús se retiraba aparte, a lugares solitarios, para orar. Y es que a Jesús, en realidad, no le agradaba
demasiado ese tipo de actividad entre la gente, y por eso se retiraba; y cuando ejercía dicha
actividad, tan sólo le movía la ocasión de practicar la misericordia.
En este pasaje, además, vemos también el proceso por el que Jesús realiza su actividad
misericordiosa y comprendemos qué es lo más importante para Él de dicha actividad; en realidad,
Jesús no se presenta en esta escena proponiendo directamente la curación, sino proponiendo ante
todo, para nuestra sorpresa, el perdón.
Fijémonos en el versículo 17: Jesús estaba enseñando, y con Él se encontraban fariseos y doctores
de la ley venidos de todas las aldeas de Galilea, de Judea y hasta de Jerusalén. Jesús se encuentra,
pues, en una situación difícil, porque está siendo muy observado y, consiguientemente,
está corriendo un serio peligro: lo que va a hacer no le supondrá únicamente realizar un acto de
bondad, sino que desde ese momento Jesús va a empezar a firmar la aceptación de su condena;
37
en realidad, las palabras que Jesús va a pronunciar públicamente y el perdón que va a otorgar le van
a costar caro, porque van a exponerle a una crítica que habrá de desembocar en su desaparición,
en su eliminación.
Notemos lo que Jesús alaba de las personas que le presentan al paralítico: su fe... (Jesús, al ver su
fe...»).
¿Y cómo han mostrado esas personas su fe?
Simplemente, haciendo gala de su ingenio para salvar el obstáculo de la gente apiñada junto a
la puerta de la casa y arriesgándose al ridículo; porque es evidente que, al ponerse al descubierto de
aquel modo en una situación como aquélla, se exponían a la vergüenza en el caso de que
el paralítico no fuera curado.
Se trata, pues, de personas que no dan importancia al qué dirán, a los comentarios, las pullas y
las críticas, y que se embarcan en una acción que, o bien tiene éxito, y entonces saldrán airosos,
o bien fracasa, y entonces quedarán abochornados ellos, y el paralítico aún más airado y amargado
para toda la vida.
Ésta es, pues, la situación de fe, de riesgo, en la que, poniéndose el mundo por montera,
se han metido estos hombres, a pesar de lo poco que sabían acerca de Jesús; y Jesús, que ve
semejante fe, responde a ella con el mayor de los dones: «Hombre, tus pecados te son perdonados».
Sabemos que, en el ámbito de la catequesis lucana, éste es el mayor de los dones, porque es el fruto
de la muerte y resurrección de Cristo y, por lo tanto, el punto final del kerigma. Sin embargo,
el asunto no podía ser tan claro para aquellas personas, de las que podemos imaginar —al igual que
del paralítico— que atravesarían por un momento de desilusión. Entonces, para hacer comprender
la magnitud de este don, y en respuesta al apremio de quienes están a su alrededor y se aprovechan
de sus palabras para acusarle y criticarle, Jesús establece una comparación entre ambas curaciones:
«¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te quedan perdonados" o decir: "Levántate y anda"?».
Jesús da a entender (y la enseñanza es ahora para nosotros) que el perdón de los pecados es
el mayor de los dos regalos que hace al paralítico, y que el segundo (la curación) no es más que
una consecuencia y una manifestación del primero.
De este modo, nos pone inmediatamente frente a nuestra responsabilidad como discípulos y
apóstoles de Jesús: ¿qué es más fácil: perdonar los pecados, es decir, descargar a un ser humano del
peso de sus culpas, o sanar su cuerpo?
Por eso se nos llama «médicos de las almas»; y por eso —cuando de verdad nos encontramos frente
a la enfermedad del espíritu, frente a la pesantez del ser humano— experimentamos cuán difícil es,
38
y cuán misericordiosa a la vez, la curación de la que depende todo lo demás: un modo nuevo de ver
la vida y las situaciones. Podemos, pues, pedir al Señor, en este momento de la meditación, que
realice también con nosotros la curación más difícil: que cure no tanto nuestras limitaciones cuanto
nuestro corazón; es decir, que nos sane radicalmente desde dentro: «Haz en mí, Señor, la obra más
difícil, que no consiste en darme las cosas que tal vez deseo (la inteligencia, la capacidad de salir
airoso y de impresionar a los demás...), sino en sanar mi corazón por dentro, porque eso es lo que
más deseo; ése es el don verdaderamente tuyo».
Pidamos también para los demás este don más difícil y pongámonos ante nosotros mismos y ante
los demás siendo conscientes de nuestra impotencia:
¿Quién puede perdonar los pecados, sino Dios?
¿Quién puede aliviar al ser humano del peso de su pecaminosidad, su apatía, su tristeza,
su codicia, su envidia, su enemistad, sus celos...?
¿Quién puede hacerlo, sino Dios?
Nosotros no somos más que instrumentos de reconciliación; pero, si no interviene el don del
Espíritu, nos fatigamos en vano; podremos tratar de convencer a los demás de que eviten ciertos
comportamientos y superen algunas pequeñas crisis, pero ¿quién puede sanar desde dentro, sino
el Espíritu? A nosotros nos compete tan sólo ser testigos de estos milagros, de la curación de
los corazones.
El perdón que rehabilita y sana (cf. Lc 7,36-50)
36 Un fariseo le rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Y Jesús, entrando en casa del fariseo,
se recostó a la mesa.
37 En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo
en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, 38 colocándose
detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con
los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
39 Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué
clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».
40 Jesús respondió y le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». Él contestó: «Dímelo, Maestro».
41 «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta.
42 Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?».
43 Respondió Simón y dijo: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y él le dijo:
«Has juzgado rectamente». 44 Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer?
He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado
39
los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. 45 Tú no me diste el beso de
paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. 46 Tú no me ungiste la
cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. 47 Por eso te digo:
sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le
perdona, ama poco». 48 Y a ella le dijo: «Han quedado perdonados tus pecados».
49 Los demás convidados empezaron a decir entre ellos: «¿Quién es este, que hasta perdona
pecados?».
50 Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
Notemos una analogía con lo que ya hemos visto: esta mujer, al entrar en la casa y hacer lo que
hace, se arriesga a hacer el ridículo; más aún, lo acepta, roza el mal gusto, bordea la ambigüedad...;
y nosotros mismos nos habríamos sentido incómodos si hubiéramos estado en el lugar de Jesús,
soportando las maliciosas miradas de Simón, sin saber realmente qué hacer.
Se trata, sin duda, de una de esas situaciones embarazosas en que no queremos desairar a una
persona rechazándola, pero tampoco queremos desagradar a quien nos mira con desaprobación.
Sin embargo, en aquella incómoda situación, Jesús, el incomodado, invierte los papeles y hace que
sea Simón quien se sienta incómodo, rehabilitando a la mujer: aquella mujer, que bordeaba
la ambigüedad, se convierte en hija de la Sabiduría, en la que sabe verdaderamente dar gloria a
Dios, que la ha perdonado. Simón, que parecía el símbolo de la integridad y la corrección, queda al
descubierto como anfitrión mezquino y avaro.
Jesús ha invertido los papeles diciendo sencillamente a cada uno la verdad, haciendo simplemente
resaltar las evidencias que nadie tenía el valor de reconocer abiertamente: si esta mujer ama mucho,
es porque se le ha perdonado mucho; por eso ha accedido al conocimiento de los designios de Dios,
se ha abierto al verdadero conocimiento del Dios que justifica. Simón, en cambio, sigue atrapado en
la autojustificación, dispuesto a tener algún gesto amistoso para con Jesús, pero atento al mismo
tiempo a no decantarse en exceso, para que no le acusen de haber acogido con demasiado
entusiasmo a un maestro que está en entredicho.
Pidamos al Señor que nos haga conocer cuánto hay de Simón en nosotros y cuán poco de
la generosidad de aquella mujer.
El discípulo de Jesús ha de aprender, pues, a conocer en qué consiste la metanoia, punto final del
kerigma:
No se trata simplemente de un benévolo ajuste de cuentas por el que Dios cancela una deuda,
sino que es un modo nuevo de relacionarse con Dios, con uno mismo y con los demás, y de
glorificar la misericordia de Dios.
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Consiste en dejarse valorar por Dios, precisamente porque nos hemos puesto frente a Él en
la verdad, de donde se deriva un nuevo modo de relacionarse con los demás: con libertad,
con autenticidad, con la capacidad de conquista de Pedro, con la capacidad de proclamar
valientemente la parresía de aquella mujer, con la capacidad de caminar y moverse de nuevo
del paralítico.
Ésta es la penitencia para la remisión de los pecados, que ha sido hecha posible por el poder del
Espíritu.
Es el Espíritu dado por Cristo el que nos rehabilita, nos pone en el lugar debido ante Dios,
ante nosotros mismos, ante los demás, ante la comunidad, ante la Iglesia, ante el grupo...
Se trata, por tanto, de un puro don de Dios que sólo reconocemos por su misericordia y su bondad.
Por nuestra parte, ¿cómo podemos pedir a Dios que nos prepare para recibir este don?
Únicamente con la fe; con una fe capaz de arriesgarse incluso a ofrecerle a Él el don de nuestra
pecaminosidad.
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TERCER DÍA
Meditación de la mañana: El corazón del hombre necesita ser purificado
«Dios y Padre nuestro, que has querido conservar sin pecado a María nuestra Madre, concédenos
asemejamos a ella a través de la purificación del corazón realizada valientemente en la verdad.
Te lo pedimos, Padre, por Cristo nuestro Señor. Amén».
«El primer coloquio a nuestra Señora, para que me alcance la gracia de su Hijo y Señor para
tres cosas: la primera, para que sienta interno conocimiento de mis pecados y aborrecimiento
de ellos. La segunda, para que sienta el desorden de mis operaciones, para que,
aborresciendo, me enmiende y me ordene. La tercera, pedir conocimiento del mundo,
para que, aborresciendo, aparte de mí las cosas mundanas y vanas. Y con esto,
un Ave María.
El segundo coloquio, pedir otro tanto al Hijo, para que me lo alcance del Padre, y con esto
el Anima Christi.
El tercer coloquio, pedir otro tanto al Padre, para que el mismo Señor eterno me lo conceda,
y con esto un padrenuestro» (EE, 63).
Para reflexionar sobre nuestra condición pecadores, algo que, como san Pedro, descubrimos
no comparándonos o midiéndonos con un código moral o haciendo un examen de conciencia de
deberes y obligaciones, sino ante Jesús, el que viene a llenar nuestra vida dándonos parte en su
misma vida, os propongo meditar sobre «la experiencia del temor a perder la vida» (la experiencia
de la desconfianza que podemos sentir al mirarnos a nosotros mismos a la luz de la Palabra).
Os propongo partir del siguiente texto:
«Por tanto, lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también Jesús
participó de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte,
es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como
esclavos», Heb 2,14-15.
A decir de los expertos, se trata de uno de los textos fundamentales para comprender la condición
pecadora del hombre —es decir, la fragilidad humana frente a todas aquellas elecciones que
requieren un acto de valor y de humildad de corazón y no un mero navegar en aguas ya conocidas y
seguras—.
Fijémonos en las últimas palabras: «la vida entera…».
Se trata de algo que se introduce en todos y cada uno de los momentos de la existencia,
que no abandona jamás al ser humano. ¿Qué es eso que, de por vida, se compenetra siempre con
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el ser humano? Sencillamente, la sumisión a la esclavitud. No dice propiamente «esclavos», sino
que habla de una condición de hijo que queda sometido a esclavitud, una esclavitud que pende
permanentemente sobre él: la esclavitud originada por el temor a la muerte. Por eso, tratando de
buscar las palabras más comprensibles, podríamos traducirlo de esta manera:
«La raíz del pecado y, por tanto, de nuestra pecaminosidad es el miedo a perder, es decir,
la desconfianza y la incapacidad de realizar acciones en las que tenemos que arriesgar algo y
no vemos con claridad qué podemos recibir a cambio».
Recordemos las palabras de Jesús: «Si amáis sólo a los que os aman, sois como los paganos.
Si saludáis a los que os saludan...», etc. Es decir, si os movéis en el campo del intercambio
asegurado, estáis en el ámbito del dar y recibir con igualdad, pero nunca salís a campo abierto,
porque tenéis miedo a perder.
Este miedo no es otra cosa que el miedo a la muerte, que es la pérdida absoluta, signo de todas
las pérdidas, de todas las derrotas, de todos los contratiempos, de todos los fracasos que tratamos de
eludir y por miedo a los cuales nos encerramos en un castillo de egoísmo. Por eso a Pedro, como ya
vimos, no le entusiasma la idea de llevar la barca mar adentro y exponerse a obedecer a la palabra
de Jesús, precisamente porque pensaba que tenía mucho que perder sin recibir nada a cambio.
Creo que, si conseguimos aplicar estas ideas a nuestra situación, percibiremos cómo está arraigada
en nosotros una actitud parecida, que, en definitiva, es el miedo a dar la vida. Evidentemente,
ante estas palabras, podemos, en un momento de exaltación, creer que somos capaces de dar la vida;
pero, a la hora de la verdad, el miedo nos atenaza y nos ahoga, y entonces comprendemos
perfectamente que somos incapaces de dar de veras la vida.
Para meditar sobre este punto os propongo hacerlo a la luz de la experiencia de Abrahán:
Sí, Abrahán, el gran padre en la fe, a quien vemos como el hombre que se fio de Dios; al que
recordamos en la eucaristía siempre que empleamos la plegaria I. Ahora bien, si vamos a los textos
de la Biblia donde se nos narra su historia, sus peripecias personales, nos encontramos con
las dificultades y vacilaciones que tuvo que superar la pobre fe de Abrahán. Así pues, en su persona,
nos reconocernos a nosotros mismos incapaces de mirar con serenidad el precio real de nuestra vida
cuando no hay una contrapartida inmediata, y empezamos a inquietarnos cuando ésta no es visible.
Os invito a releer el capítulo 12 del libro del Génesis, donde Abrahán parece obedecer a
las palabras: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te
mostraré». Y Abrahán, preso del entusiasmo provocado por esta promesa, se pone en camino;
pero en ese momento no ha vivido aún la experiencia de fe: sólo sigue a su entusiasmo.
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Pocos versículos después, vemos cómo Abrahán, por miedo a la muerte, no duda en sacrificar
el honor de su mujer:
«En cuanto te vean los egipcios, dirán: "Es su mujer", y me matarán a mí, y a ti te dejarán viva.
Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y viva yo en gracia
a ti».
Abrahán se defiende, pues, con medios engañosos, impidiendo que se ponga de manifiesto el poder
del Señor, que le ha llevado a realizar un gesto tan grande.
A veces pensamos en esto cuando entramos en contacto (y quizá todos nosotros tengamos alguna
experiencia directa o indirecta al respecto) con personas que lo han dejado todo (por ejemplo,
misioneros), que han hecho un sacrificio total, y que, una vez en la misión, se encuentran con
problemas difíciles, se pierden en pequeñas miserias. Y entonces nos preguntamos: «¿Cómo es
posible que quien ha hecho el sacrificio total de su vida se obstine ahora en una mezquindad?».
Pues bien, ésa es nuestra realidad.
Abrahán, el hombre de fe, sacrifica el honor de su mujer porque quiere salvar su pellejo y se resiste
frente a la promesa de Dios.
Otro pasaje significativo a este respecto en la vida de Abrahán lo encontramos en Gén 15,2-3:
«Dijo Abrahán: "Mi señor, Yahveh, ¿qué me vas a dar si me voy sin hijos y el heredero de mi
casa es Eliezer de Damasco?" Y añadió Abrahán: "He aquí que no me has dado descendencia, y
un criado de mi casa será mi heredero"».
El deseo de sobrevivir no le abandona nunca a Abrahán; sigue aferrado a las cosas que ve y tal y
como las experimenta. Dios le tiene que sacar de la tienda e invitarle a que levante la mirada a
los cielos. Solo cuando se dé cuenta de que Dios puede lo que para él es imposible (contar
el número de las estrellas), Abrahán creerá; y, viviendo de la fe, será cuando pase a ser un hombre
justo (cf. Gén 15,5-6).
Con todo, cuando Abrahán contaba noventa y nueve años, se sigue mostrando escéptico y se ríe
cuando el Señor le promete:
«Saray, tu mujer, ya no se llamará Saray sino Sara. La bendeciré y te dará un hijo, a quien
bendeciré. De ella nacerán pueblos y reyes de naciones» (Gén 17,15-16).
Entonces Abrahán busca, como es lógico, asegurar lo que ya tiene, lo único que tiene, el hijo que le
ha nacido de la esclava:
«¿Un centenario va a tener un hijo y Sara va a dar a luz a los noventa?» Y Abrahán dijo a Dios:
«Ojalá pueda vivir Ismael en tu presencia» (Gén 17,17-18).
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Y el Señor le replicará con toda seriedad:
«No; es Sara quien te va a dar un hijo, lo llamarás Isaac. Con él estableceré mi alianza y con sus
descendientes, una alianza perpetua… Mi alianza la concertaré con Isaac, el hijo que te dará
Sara, el año que viene por estas fechas» (Gén 17,19.21-22).
Como bien sabemos, la promesa se cumplió y Abrahán va a mostrar haber comprendido la lección
en otro pasaje que, a la luz de estas consideraciones que estamos haciendo, adquiere todo su
sentido. Nos referimos al pasaje de Génesis 22, donde se nos habla del sacrificio de Isaac, punto
culminante del proceso de fe de Abrahán, que no sucedió por casualidad.
Abrahán va a mostrar que ahora sí se fía de la Palabra de Dios, de lo que no ve, y es capaz de
jugarse todo lo que ve, todo lo que tiene, todo lo que ama, todo lo que quiere, porque sabe que Dios
no le dejará defraudado. Ahora vemos cómo Abrahán ya no tiene miedo a la muerte y, liberado del
miedo a la muerte, camina con toda libertad en la libertad de los hijos de Dios. Ahora es plenamente
discípulo y eso que el camino es realmente arduo, imposible diríamos, para las fuerzas meramente
humanas. Abrahán ya solo camina apoyado en Dios, en la sola fe.
En este arduo camino de Abrahán, cada uno de nosotros puede descubrir algo de sí mismo. Es cierto
que los aquí estamos, además de por el bautismo, hemos consagrado nuestras vidas por la profesión
de los Consejos evangélicos, y aun así, cuando la inseguridad o el deseo de palpar los resultados de
nuestra opción se apoderan de nosotros (y es normal que esto suceda, porque estamos hechos así),
el Señor nos guía misteriosamente, nos arrastra, nos persigue, hasta el momento en que seamos
capaces de pronunciar nuestro sí frente a la muerte.
Otro posible comentario a este texto de la carta a los Hebreos es que ninguno de nosotros sabe
exactamente cuál será su comportamiento frente a la muerte: la muerte personal, la muerte de
las estructuras eclesiales en las que nos apoyamos, la muerte del orden social y político que
conocemos, la muerte de todo aquello que nos hace vivir tranquilos y en paz, la muerte de todas las
seguridades que nos permiten dormir confiados. ¿Sabríamos aceptar con confianza perder
cualquiera de estas seguridades personales, eclesiales, socio-políticas, estructurales? ¿Qué le
diríamos nosotros al Señor? En realidad, no lo sabemos, y evidentemente no hemos de ser
temerarios. Pero afianzar nuestra fe supone plantearnos con radicalidad y con verdad estas cosas,
para que, cuando decimos: «Creo en Dios», lo digamos lo más conscientemente posible en la etapa
de la historia y de la vida que nos toca. Y no olvidemos que, cuando creo es cuando camino;
cuando busco seguridades, me sedentarizo, me aburgueso. Y los bautizados somos peregrinos hasta
la muerte, nadie puede dejar de caminar ni un segundo tan solo. ¿Es así como nos vemos?
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¿O, más bien, lo que pensamos es que nosotros ya lo hemos hecho todo, lo hemos recorrido todo,
lo hemos andado todo y simplemente estamos en la sala de espera aguardando el turno?
Ojalá que esta meditación, a la luz de la experiencia y de la vida de Abrahán, nos haga despertar
el deseo de seguir caminando sea cual sea nuestra situación, porque solo así nos sentiremos en
verdad discípulos del Maestro que no deja de recordarnos sus promesas y su plan, y que tampoco
ceja en su empeño de llamarnos a una vida plenamente feliz. ¡No nos conformemos con cualquier
cosa!
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Puntos del mediodía: Escrutar los movimientos del corazón
Si esta mañana nos fijábamos en el miedo a la muerte, como la principal razón para desconfiar del
plan de Dios y abandonarlo, ahora os invito a que pasemos a escrutar «los movimientos del
corazón». Y no se trata de ningún ejercicio psicológico, sino espiritual, aunque, ciertamente, no se
contraponen ni se excluyen, al contrario, se complementan y se necesitan el uno al otro.
Comencemos con los versículos 21-23 del capítulo 7 de Marcos, que se encuentran también en
el capítulo 15 de Mateo:
«Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones,
robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación,
orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro».
Se trata de un elenco de pecados, probablemente un catálogo catequético que se utilizaba en
la comunidad primitiva para la educación en la vida moral.
En Mateo figuran siete pecados: pensamientos perversos, homicidios, adulterios,
fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias.
En Marcos, doce: los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios,
adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad.
Este elenco, como he dicho, era importante en la comunidad primitiva para la elaboración de
la instrucción catecumenal, y es semejante al que san Ignacio presenta en el examen general de
conciencia. Podemos detenernos en dos cosas:
«Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas».
La primera reacción que podemos tener al leer este texto es creer que éstas son las cosas que
salen de los hombres malos; pero pienso que el texto permite una interpretación más amplia:
en el corazón del ser humano, es decir, en mi corazón, está la raíz de todas esas cosas; y si yo
puedo hoy considerarme diferente de un libertino, de un adúltero o de un avaricioso, es porque
el poder divino me ha «privilegiado».
Lo percibimos cada vez que entramos en contacto con determinados ambientes: si yo me hubiese
encontrado en esos ambientes, no sé cómo habría podido librarme de ser también yo un adúltero,
un homicida, un ladrón, un avaro, un canalla... En todos está presente esa raíz, y sólo
reconociéndola comprendemos el verdadero significado del «Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de
mí, que soy pecador»: ten piedad de mí, haz que sea capaz de hacer frente a cualquier situación
imprevista, manifiéstate cuando se adueñe de mí alguna fuerza que me impulse a hacer lo que
no quisiera. Entonces podemos comprender también qué significa hacernos, de un modo o de
otro, solidarios de los pecados del mundo, sufrirlos y, humillándonos, interceder por el pecado
del mundo, al que estamos misteriosamente ligados.
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Una segunda consideración que se puede hacer sobre este texto es examinar esas cosas una por
una, y quizá nos encontraremos donde en principio no pensábamos encontrarnos. Os aconsejo
empezar por el final de la enumeración y ver cómo nos afecta a nosotros cada una de esas
realidades.
La insensatez
No es fácil definir el significado preciso de cada una de esas palabras. ¿Qué es esa insensatez?
Os propongo que penséis en el hacendado necio que encontramos en Lc 12,19-20, que acumula
su abundante cosecha en los graneros diciendo:
«Y me diré a mí mismo: “alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa,
come, bebe, banquetea”. Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma;
las cosas que guardaste, ¿para quién serán?"».
Esta atrofia, esta insensatez, es la actitud de quien confía sólo en sí mismo y se ve
inesperadamente sorprendido por situaciones nuevas. Cuando nos apoyamos sólo en nosotros
mismos, en lo que tenemos, en nuestra vida, y vivimos seguros en ciertas situaciones,
y nos sorprende un cambio imprevisto, una mutación de la escena, nos damos cuenta de cómo
carecemos, al menos en parte, de la disponibilidad ante el designio de Dios; de cómo es propio
de nuestra fragilidad construirnos un esquema de nuestras seguridades sin tener en cuenta la fe.
La soberbia
Podemos partir del cántico de María: «Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios
de corazón», que nos hace pensar en los que se apoyan mucho en sí mismos, justamente porque
en la vida han alcanzado una cierta posición, una cierta facilidad para salir siempre airosos,
una cierta serie de apoyos, de amistades, y se sienten seguros de todo ello;
entonces, inconscientemente, adquieren un cierto aire de superioridad, del que no son
conscientes y del que nunca se confiesan, pero que les confiere una personalidad soberbia,
orgullosa, incapaz de comprender verdaderamente a los demás, tendente al juicio mordaz, y que
no tarda en hacerles incapaces de adaptarse a otras situaciones.
La calumnia:
Cuántas calumnias se divulgan; cuántos juicios apresurados, malignos, incluso sobre las cosas de
la fe, que no son ciertos y que circulan en la comunidad, en los diferentes ambientes, haciéndose
cada vez más exagerados y malignos.
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La envidia:
Pensemos en el «ojo malo» con el que se alude a la envidia, ejemplificada en la «parábola de
los obreros de la viña» (Mt 20,1-16).
Al atardecer, y después de haber dado a todos la misma recompensa, el amo dice a quien se
lamenta: «¿...o va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?», es decir, ¿me vas a mirar mal, con
envidia, porque otros hayan cobrado lo mismo que tú? Esta envidia es muy habitual y se apodera
de nosotros sin que nos demos cuenta. También es bastante habitual entre los intelectuales, entre
las personas dedicadas al estudio: se atacan entre sí y a veces da la impresión de que en esos
ataques experimentan placer denigrando al otro, impidiendo que sobresalga; todas estas cosas
no se oyen en los confesionarios, pero suelen formar parte esencial de la vida: he aquí cómo
el Señor puede invitarnos a reconocer nuestra fragilidad.
Un tercer camino, que me limitaré a insinuar, es la reflexión sobre los pecados colectivos; en mi
opinión, hay implicaciones precisas que podríamos mencionar en este sentido; tomo como ejemplo
los pecados de los cristianos, reconocidos por el Concilio, en relación a los hermanos separados
(UR; GS 19). El documento conciliar Nostra aetate reconoce que la Iglesia, los cristianos, no han
comprendido, entendido, amado suficientemente; no han sido inmunes a prejuicios y formas de
actuar que, de un modo u otro, han marginado a los judíos. Y ante el problema del ateísmo,
la Iglesia se ha preguntado si de ello no pueden ser culpables también los cristianos. Hay que decir
que reflexionando sobre estas cosas percibimos con mayor claridad en nosotros las mismas
actitudes, lagunas y carencias que, de hecho, siguen contribuyendo a mantener situaciones de
injusticia, y nos vemos llevados a reconocer que en nuestra conciencia hay una participación en
los pecados colectivos, aunque nos sintamos inclinados a negarla.
Detengámonos por un momento a pensar en nuestra comunidad, o sea, en ese conjunto de personas
que de alguna manera están vinculadas a nosotros y de las que en algún sentido somos responsables.
¿Qué ideal de comunidad nos propone la Escritura, la Iglesia? ¿Cómo lo favorecemos o en qué
medida lo reducimos y lo negamos con nuestro comportamiento? Después de haber estado con una
persona deberíamos preguntarnos, como hacía san Ignacio, cómo la hemos acogido, cómo hemos
actuado, cómo hemos escuchado, cómo nos hemos ocupado de sus problemas, cómo hemos
resistido a la tentación de no querer oír...; si lo hiciéramos, caeríamos en la cuenta de hasta qué
punto nos resistimos a la gracia que nos invita a construir la fraternidad, y a la vez nos haríamos
más conscientes de que esa fraternidad, esa comunidad, la construye Dios.
La verdad es que sólo el poder infinito de la gracia de Dios nos puede hacer plenamente
comunitarios, copartícipes en la fe; pero esto sólo lo obtenemos si nos sentimos deficientes,
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necesitados. Tal vez el fracaso de tantas iniciativas comunitarias, fundadas en una aplicación
rigurosa de las leyes de la psicología, del análisis de grupo, de diversas formas de relación
interpersonal, nos esté mostrando que sólo la fe nos puede reunir. Es claro que hay que emplear
todos los medios psicológicos, pero con la certeza de que sólo la gracia de Dios nos puede llevar a
dar el salto que hace de nosotros «Iglesia». Ahora bien, esto no es posible sin un análisis de nuestra
pecaminosidad, es decir, de nuestra fragilidad e incapacidad para formar una unidad verdadera.
Con nuestras fuerzas podemos formar comunidades de intercambio basadas en el do ut des, como
los paganos, pero no poseemos la capacidad de formar comunidades en las que seamos capaces de
darnos a fondo perdido, como lo exige la comunidad cristiana.
Os invito a concluir con una oración para que el Señor nos haga comprender la necesidad que
tenemos de Él.
«Dios y Padre nuestro, que por Jesucristo, tu Hijo muerto y resucitado, dador del Espíritu de vida
que está en medio de nosotros, nos has llamado a formar esta comunidad: infunde en nosotros
el espíritu de penitencia, el espíritu de reconciliación, para que por medio de él crezca nuestra
mutua confianza y podamos reconocernos como hermanos tuyos, salvados todos por la sangre de
tu muerte y por tu resurrección. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén».
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Puntos vespertinos: Vencer la tentación
Os propongo ahora reflexionar sobre el arranque de la vida pública de Jesús, que, según Lucas,
comienza con las tentaciones.
Lc4 1 Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando 2 durante
cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo. En todos aquellos días estuvo
sin comer y, al final, sintió hambre. 3 Entonces el diablo le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan».
4 Jesús le contestó:
«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”».
5 Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo
6 y le dijo:
«Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien
quiero. 7 Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo».
8 Respondiendo Jesús, le dijo:
«Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
9 Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, 10 porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus
ángeles acerca de ti, para que te cuiden”, 11 y también: “Te sostendrán en sus manos, para que
tu pie no tropiece contra ninguna piedra”».
12 Respondiendo Jesús, le dijo:
«Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
13 Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión.
Nos detenemos en el hecho mismo de que Jesús fuera «tentado». Pues la escena tiene gran
importancia de cara a que los discípulos tengan muy claro a quién siguen, y no les pase como a
Cleofás y al otro discípulo que iba con él camino de Emaús en la mañana de la resurrección,
cariacontecidos y tristes porque el que ellos esperaban que fuera el libertador de Israel, había
muerto a manos de las autoridades.
Hagamos la meditación con estas preguntas de fondo:
«¿De qué modo quiero asociarme o, mejor dicho, cómo me llama Jesús a asociarme a su prueba,
a sus luchas, a sus fatigas, a su trabajo? ¿Qué ofrenda quiero hacer de mí al Señor?
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Estamos acostumbrados a situar el inicio de la vida pública de Jesús en el comienzo del capítulo 3
de Lucas. En esta perspectiva, las tentaciones son un episodio que tiene lugar cuando Jesús ya
ha iniciado dicha vida pública. Pero, en realidad, leyendo a Lucas todo seguido, parece claro que
la infancia o, mejor dicho, los relatos preliminares, no terminan con «Jesús crecía en sabiduría,
en estatura y en gracia», sino más bien con la genealogía de Jesús, que, partiendo de José,
se remonta hasta Adán y hasta el mismo Dios (Lc 3,23-38).
Jesús aparece al final de la predicación del Bautista y adquiere todo el protagonismo en
la genealogía y las tentaciones. Teniendo en cuenta todo esto, parece que Lucas quiso dar mucha
importancia a las tentaciones, y que por eso el inicio de la vida pública no lo constituye en realidad
la escena de Nazaret, que vendrá poco después, aunque tenga una gran importancia programática.
Tratemos ahora de preguntarnos delante del Señor:
«¿Por qué las tentaciones tienen ese carácter de inicio?»
La respuesta podría ser la siguiente: se trata de un inicio que contiene el resto de la vida de Jesús.
Se trata del enfrentamiento de dos mentalidades: la representada por el demonio y la de Dios.
Jesús, como hombre en todo semejante a nosotros, tenía que vencer. Sólo así podemos contemplar a
Jesús como autor y perfeccionador de la fe (cf. Heb 12,2), como el primero que venció por
nosotros, tanto si estas tentaciones representan un acontecimiento real de la vida de Jesús, como si
representan una síntesis de todo lo que será su vida. En cualquier caso, nos encontramos ante un
modo típico, sintético, de presentar toda la lucha de Jesús. De algún modo, y en lenguaje ignaciano,
diríamos que es una síntesis de la meditación del Rey y de las dos Banderas.
Cabe decir que las tentaciones de Jesús son un inicio profético. ¿Qué quiero decir con estas
palabras? Estoy refiriéndome a Lc 4,13, que dice:
«Acabadas estas tentaciones, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno».
Este versículo expresa perfectamente el significado que Lucas pretende comunicar: que Jesús es
tentado al principio de su vida, pero como profecía de lo que le sucederá al final, en la gran
tentación; y por eso toda su vida es una prueba, toda ella está puesta bajo el signo de la prueba. Las
palabras de Lucas no quieren decir que Jesús tuviera sólo tres tentaciones, sino que fue probado
durante toda su vida, como Él mismo confirma cuando, en la última cena, dice a los apóstoles:
«Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Se supone, por tanto, que
toda su vida ha sido una prueba, y que los apóstoles le han seguido en ella; una prueba enmarcada
por dos momentos culminantes: al inicio y el final de su vida pública.
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Detengámonos brevemente en la última prueba, que nos ayudará a comprender aún mejor las otras:
me refiero, sobre todo, a la que yo llamaría la gran tentación de Jesús en la cruz:
«El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas, diciendo: «A otros ha
salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él
también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de
los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de
los judíos» (Lc 23,35-38).
Notemos aquí nuevamente la presencia del número tres: Jesús es tentado tres veces en el desierto;
también aquí son tres las provocaciones que le presenta la voz de Satanás y que se le dirigen con el
mismo tipo de frase.
Recordemos la oración condicional de la primera tentación:
«Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan».
Y leamos ahora Lc 23,35:
«Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se
salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el elegido"». La segunda provocación, en el versículo
37, dice: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» Y, finalmente: «¿No eres tú
el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!» (23,39).
Ahora, viéndole en la cruz, comprendemos la intensidad y el dramatismo de la tentación de Jesús,
que es tentado en su propia misión, invitado a aprovecharse de su poder para no morir:
«¡Aprovéchate de tu poder! ¡Háznoslo ver, si es verdad que lo tienes! Los reyes de la tierra se
salvan, no se dejan matar. ¿Por qué tú, siendo rey, te dejas matar?»Jesús es tentado precisamente en
lo que más le importa, en lo que hace creíble su misión.
En efecto, Jesús ha venido a suscitar la fe, y ahora le dicen: «Si quieres que te creamos, ¡sálvate!».
Podemos intuir la herida dramática que golpea el corazón del Señor, tentado en su propia obra, que
consiste en dar la fe. Si baja de la cruz, esta gente gritará: «¡Viva Dios!». Pero Jesús no baja, porque
ha aceptado el camino del Padre y porque este camino es mejor aún que el éxito que podría obtener
no aceptándolo.
De esta consideración podemos deducir también el dramatismo de su opción inicial, aunque se
presente de forma más ordinaria (el pan para salvarse; obras de magnificencia para hacerse aplaudir;
arrojarse del pináculo y aprovecharse del poder que Satanás le ofrece). Pero en la cruz vemos todo
esto llevado a su máxima expresión, así como la fuerza y el coraje con que Jesús vivió en medio de
la más negra incomprensión, precisamente mientras era golpeado en su deseo más profundo.
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Creo que sólo en la meditación, en el afecto que sentimos hacia el Señor Jesús, podemos
comprender cuál fue su prueba y en qué pudo consistir su sufrimiento al escoger ese camino.
Podemos decirle:
«Elegiste, Señor, por nosotros; porque de lo contrario nos habrías enseñado el camino del
dominio, del acaparamiento, del abuso de los propios privilegios; el camino de querer ser el
centro; el que Satanás te propuso al inicio y al final de tu vida. En cambio, Tú viniste a
enseñarnos que el centro pertenece al Padre».
Así vence Jesús, vence desde el primer momento, cuando dirige a Dios las palabras de la Escritura
que enuncian lo absoluto de Dios, la primacía de Dios. No se puede proclamar lo absoluto de Dios
poniéndose uno en el centro; es necesario proclamar a Dios con medios divinos: ahora bien, el
medio divino es el reconocimiento de la gloria de Dios, aun cuando esto, en una situación de
contradicción y de repulsa, se convierte en pérdida de uno mismo.
Contemplando al Señor que vence por nosotros, pidámosle que venza por nosotros en nuestra
situación presente y que nos dé la fuerza de vivir para los demás.
Y antes de acabar la meditación vayamos por un momento a la carta a los Hebreos:
«El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor
y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun
siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se
convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5,7-9).
Quizá ahora las podamos comprender mejor, preguntándonos: «¿Hasta qué punto ha podido
el Señor vencer por nosotros, entregarse por nosotros?»
Estas palabras son muy difíciles de interpretar (las discusiones exegéticas al respecto son
interminables), y la principal dificultad es obvia, porque parece que Jesús no fue escuchado. Jesús
murió, y Dios, que podía salvarle de la muerte, no le escuchó.
¿Qué quieren decir estas palabras?
Se han dado muchas explicaciones. Nos quedamos con la que hizo el cardenal Martini, que tras
pensarlo mucho, propuso la siguiente,
El lenguaje que emplea aquí el autor de la carta a los Hebreos es un lenguaje sacrificial. De hecho,
la expresión «ofreció oraciones y súplicas» es una expresión utilizada en otro lugar en la carta,
al referirse a Jesús que hace el sacrificio de su voluntad, que ofrece a Dios el sacrificio de
su cuerpo: «Dije: Aquí estoy yo, Padre, para hacer tu voluntad».
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Ahora bien, ¿cuál es la ofrenda que hace Jesús con oraciones y lágrimas?:
En opinión del cardenal Martini, no es la petición de ser liberado .de la muerte, cosa que Jesús
no hizo en realidad. Si leemos atentamente el Evangelio, lo que Jesús pide, incluso en su agonía,
es que se cumpla la voluntad de Dios. Entre oraciones y lágrimas, Jesús se ofrece a sí mismo para
cumplir la voluntad del Padre; y a pesar de que Dios podía liberarle de la muerte, él no se echa
atrás; sus oraciones y lágrimas son las de la ofrenda de sí mismo por nosotros en la prueba, en
la humillación.
Y Jesús es escuchado: el Padre le acepta para que nosotros salgamos vencedores de las pruebas.
Por eso se convierte en causa de salvación para todos cuantos le obedecen: porque se ha ofrecido
por nosotros al Padre, venciendo en su carne el ansia de salvarse, de salir de la angustia de
la muerte. Y todo esto por nosotros, que tendremos que seguirle en una prueba semejante.
«Acepta, Señor Jesús, la ofrenda de nosotros mismos que tantas veces te hemos hecho
al terminar la meditación del Reino. Haz que comprendamos mejor su sentido, haz que
comprendamos que si Tú nos pides que amemos la pobreza, la humillación, el menosprecio,
no es por un simple capricho, sino porque ése es el destino de la palabra, tu destino; y que si nos
hacemos copartícipes de la suerte del Evangelio, entonces vivimos la libertad, las controversias y
las pruebas del Evangelio. Haz, Señor, que se ilumine en nosotros esa voluntad de pobreza y de
humillación como búsqueda de la verdad, de la adhesión a Ti; como búsqueda de la autenticidad
de nuestro ser palabra tuya para los demás. Mira, Señor, que es imposible para nosotros
comprender esto en la complejidad de la vida, si Tú no limpias, iluminas y transformas
milagrosamente nuestro corazón, nuestra mente, y nos das un valor que no somos capaces de
alcanzar nosotros solos. Te pedimos todo esto, Señor, por tu tentación, por tu pasión, tu muerte y
tu resurrección gloriosa. Amén».
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CUARTO DÍA
Puntos de la mañana: La predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret
«Quien quisiere venir conmigo ha de ser contento de comer como yo, y así de beber y vestir,
etc.; asimismo ha de trabajar conmigo en el día y vigilar en la noche, etc.; porque así, después,
tenga parte conmigo en la victoria como la ha tenido en los trabajos» (EE, 93). Y también:
«Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de
mi Padre» (EE, 95).
Podemos advertir la inspiración lucana de esta frase y cómo el programa mesiánico que Lucas pone
en labios de Jesús, cuando éste les habla a los discípulos de Emaús, es precisamente éste:
«¿No era necesario que el Cristo padeciera eso [soportara tantos trabajos] y entrara así en su
gloria?» (Lc 24,26).
En el número 95 de los Ejercicios leemos:
«Por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque, siguiéndome en
la pena, también me siga en la gloria».
Y para esta meditación podemos pedir:
«Concede, Señor, a quienes estamos aquí, que te conozcamos internamente; danos la gracia del
conocimiento de Ti que no podemos lograr con nuestro esfuerzo ni con nuestro estudio.
Danos aquel conocimiento de Ti que es fruto de tu Espíritu.
Haz que te amenos y podamos identificamos contigo; palabra de gracia predicada a los hombres,
con todo lo que le espera, tanto de fruto como de dificultades y tribulaciones. Danos, Señor,
valor, realismo y verdad».
Con este deseo os propongo reflexionar sobre la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, tal
como nos la presenta el evangelio de Lucas (4,16-30).
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y
se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo,
encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los
pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a
los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó.
Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
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Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su
boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel
refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has
hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su
pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo
cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a
ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y
muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue
curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del
pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con
intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Esta meditación podemos titularla así: «La predicación de Jesús, misericordiosa y rechazada».
Precisamente porque, considerando sobre todo el final del episodio, la predicación de Jesús está
bajo el signo de la contradicción y del fracaso. Y ahí se nos muestra inmediatamente la dificultad de
este pasaje, incluida la dificultad psicológica para aceptarlo.
¿Por qué comienza Lucas así? ¿Por qué no comienza, como lo hace Mateo, con una predicación
tan interpelante y atractiva como el sermón de la montaña o, como Marcos, con la elección de
los primeros discípulos y la alusión a la creciente fama de Jesús?
Debemos entrar, pues, en la enseñanza que nos ofrece este peculiar modo que tiene Lucas de
comenzar el relato del ministerio de Jesús.
Aunque el relato tiene algunos puntos de contacto con el de Marcos (cf. Mc 6,1-6), no parece seguir
esa narración, sino que utiliza tradiciones propias.
Lucas es consciente de que Jesús no empezó su ministerio en Nazaret (cf. Lc 4,231), por tanto, está
claro que el evangelista tiene un propósito claro, y este no es el de ceñirse al orden histórico, sino
que busca otra cosa. ¿El qué? Vamos a tratar de desentrañarlo en esta meditación.
Y comencemos recordando lo que Simeón le dijo a María, cuando ella y José llevaron el niño al
Templo a los cuarenta días de su nacimiento:
«Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de
contradicción, —y a ti misma una espada te traspasará el alma— para que se pongan de
manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35).
Palabras ciertamente enigmáticas, sobre todo cuando Simeón acaba de rezar diciendo: «Ahora,
Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador, a quien has
1 «Haz aquí en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaum».60
presentado ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Este Salvador, esta Luz de los pueblos, esta Gloria del pueblo de Israel no lo va ser por el camino
del triunfo absoluto, del éxito total; no va a realizar su misión de unas formas y modos que serán
incontestables, indudables, innegables, etc. ¡No!, va a ser «signo de contradicción». Sí, «expresarán
su aprobación» y «se admirarán de las palabras de gracia que salen de su boca» (Lc 4,22), pero, a
renglón seguido, dirán: «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22). Jesús apareció antes los hombres y
mujeres de su tiempo como un signo que no se imponía, sino que se acogía libremente por la fe.
Le podían rechazar y, como vemos, le rechazaron desde el minuto uno.
¿Cómo podía ser “el hijo de José” el Ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, a
proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos y a
proclamar el año de gracia del Señor? ¿Cómo podía ser que Jesús de Nazaret diera cumplimiento,
hoy, aquí ahora, a lo que habían anunciado a los profetas?
Para los de Nazaret, como para tantos otros, dar el salto de lo que ven, de lo que conocen, a lo que
no ven, a lo que desconocen, es muy difícil; cuesta aceptar que Dios se haya hecho tan humano,
tan concreto, tan singular, tan uno de nosotros.
«¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 2,46), preguntará Natanael cuando Felipe le hable de
que ha encontrado a aquel de quien habló Moisés en la ley y los profetas, a Jesús, hijo de José, de
Nazareth (Jn 1,43-46).
Hay, por tanto, en la misión de Jesús algo que no se percibe leyendo únicamente a Mateo y a
Marcos, sino que hay escuchar también a Lucas, que pretende ofrecer en escenas como esta una
clave de interpretación de toda la obra de Jesús.
Del mismo modo que ha hecho en las tentaciones, donde resumía la vida de Jesús como una lucha
contra la tentación satánica y como una victoria, que después se irá explicitando hasta la cruz,
también aquí Lucas presenta el ministerio de Jesús como un ministerio de gracia y de misericordia
extrañamente rechazado.
Por eso este pasaje no resulta demasiado grato si lo contemplamos en su verdad y en
las consecuencias que puede tener para la forma de entender el ministerio apostólico y su ejercicio.
Es un pasaje difícil, además de desconcertante, tanto por lo que dice realmente como por lo que
sugiere.
Dejemos que sea el Espíritu quien nos hable y nos sugiera qué debemos aprender nosotros,
llamados por gracia, a ser discípulos de este Maestro, de este Salvador, de esta Luz, de esta Gloria,
que se manifiesta a todos, pero que queda oculta a ojos de muchos. ¿Qué debemos aprender de
61
cómo vivir nuestro seguimiento y cómo hemos de irnos configurando con este Señor y Mesías, que
se nos presenta como signo de contradicción? ¿Estamos realmente decididos a asumir en nuestra
carne el modo de llevar a cabo su obra, la obra que el Padre le ha encargado, y de la que ya hablaron
Moisés y los profetas? ¿Estamos dispuestos a reconocerle como el Ungido del Señor en el hoy de
nuestra vida y de nuestra historia?
¡Adelante, meditemos!
62
Puntos del mediodía: La educación del discípulo de Cristo
«Virgen María, Madre de Jesús, escucha nuestra oración. Tú que contemplaste los misterios de
tu Hijo y los guardaste en tu corazón, haz que seamos capaces de sentir vivamente en nosotros
esos misterios, revivirlos y hacerlos realidad en nuestra vida».
Si esta mañana hemos pedido que el mismo Espíritu que impulsó a Jesús a «evangelizar a
los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a
los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» también nos impulse a nosotros para poder
ser, en verdad, discípulos del Maestro, ahora, en el comienzo de esta tarde vamos a tratar de
condensar el proceso educativo que Jesús siguió con los suyos. Dentro de la lógica y la estructura de
los Ejercicios de san Ignacio, estaríamos en la segunda semana. En ella, el fundador de la Compañía
de Jesús insiste en la necesidad de dejarnos iluminar cada vez más interiormente por el Verbo, a fin
de mejor conocerle, amarle y servirle.
Para hacerlo os propongo dos posibilidades:
La primera es que cojáis los capítulos del 5 a 9 de san Lucas. En ellos aparecen narrados doce
acontecimientos llenos de poder que constituyen otras tantas manifestaciones de esa gloria de Jesús
que luego se transferirá también a los Doce en el capítulo 9, que mira ya hacia la segunda parte del
Evangelio.
La segunda opción es que toméis los capítulos 9 a 18 del evangelio de san Lucas; lo que
los especialistas denominan el viaje lucano. Lo llaman así porque todo el relato es un in crescendo
que prepara a la Pascua de Cristo.
La educación del hombre cristiano (Lc 5-9)
Después de los dos episodios principales del capítulo 4, que son introductorios —las tentaciones y
la predicación en Nazaret—, Lucas nos refiere una serie de milagros: las curaciones del leproso
(5,12-16), del paralítico (5,17-26), del hombre de la mano seca (6,6-11) y del siervo del centurión
(7,1-10), la resurrección del hijo de la viuda de Naím (7,11-17), la tempestad calmada (8,22-25),
el endemoniado de Gerasa (8,26-39), la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo (8,40-56),
la multiplicación de los panes (9,10-17) y la curación del epiléptico (9,37-43). Son once hechos
extraordinarios y, si incluimos la transfiguración como milagro conclusivo (9,28-36), doce.
Esta serie de milagros, de acciones llenas de poder, nos muestra hasta qué punto podemos fiarnos de
Jesús. Encontramos también palabras de enseñanza, tanto de carácter polémico como mesiánico,
sobre todo en el capítulo 6, con su insistencia en el amor, en el perdón, en la misericordia e incluso
63
en la ejecución práctica y decidida de las enseñanzas mismas de Jesús, que debe constituir el fruto
de todo lo anterior y que se nos recuerda otra vez en el capítulo 8, en la parábola del sembrador
(8,4-15). La semilla produce fruto si cae en un terreno que la acoge; pero si es rechazada, queda
estéril: la línea es siempre la del amor, el perdón, la misericordia, la ejecución práctica y el fruto.
Son palabras de una enseñanza que podríamos llamar «constructiva», y son también palabras de
polémica contra la falta de fe; palabras ardientes contra la inhumanidad religiosa de los fariseos,
que se cierran a la verdadera comprensión de la ley y al conocimiento de la voluntad de Dios.
En el contexto del capítulo 6 encontramos otras palabras mesiánicas que podríamos denominar
«revolucionarias», sobre todo las bienaventuranzas («Bienaventurados los pobres») y
las malaventuranzas («¡Ay de vosotros, los ricos!»). Son palabras que, por una parte, proclaman
la misión mesiánica de Jesús, que evangeliza a los pobres, según la profecía de Isaías (61,1-2),
y, por otra, muestran la nueva serie de valores que comportan un vuelco aún no bien clarificado en
todas sus partes, pero sí anunciado en Jesús al realizar obras poderosas y misericordiosas (según
la profecía de Isaías, viene para dar la vista a los ciegos, la liberación a los afligidos, etc.). El mismo
Jesús que predica a los pobres instaura un nuevo sistema de valores y polemiza contra quienes
no saben recibirlo en la fe o se cierran, con una religiosidad mezquina, a la posibilidad de conocer
la voluntad de Dios; en esto insiste, a grandes rasgos, esta primera parte, que, como vemos, coincide
notablemente con el programa de Isaías: es un Jesús poderoso, liberador, misericordioso,
proclamador de valores nuevos. Por tanto, a la pregunta: ¿cómo se realiza aquí la educación del
discípulo en el seguimiento de Jesús?, podemos responder que nos encontramos ante una triple
educación:
1. Educación del corazón, es decir, educación en la cordialidad, la bondad, la confianza y la fe;
quien sigue a Jesús y trata de imitarle en lo que Él hace, asimila en estos capítulos
los sentimientos de su corazón benévolo y compasivo para con todos los males del ser
humano (precisamente meditando sobre este Jesús que siente compasión hacia todo tipo de
enfermedad, que sana a los oprimidos por el diablo, comprendió san Ignacio la importancia
que tenían las obras de misericordia para la formación del discípulo).
2. Educación en la confianza en su misión de Mesías («Tu fe te ha salvado»); educación en
la necesidad de fiarse de Él.
3. Educación en una mirada de fe; en toda esta actividad caritativa, la esperanza se concentra en
Jesús.
Jesús educa, y el lector del evangelio es educado en los problemas de fondo del ser humano,
en los que aflora el problema del pecado («Tus pecados te son perdonados», «He venido a buscar a
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los pecadores, no a los justos», «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos»). Poco a poco
se va esbozando lo que he llamado el «hombre cristiano». No estamos aún ante una ruptura de
valores muy acusada, sino más bien ante la formación de aquellas actitudes que constituyen
el primer cambio de rumbo de la personalidad de quien quiere llegar a ser hombre cristiano. En este
sentido, la primera parte del evangelio resulta ser la más bella, la más sencilla, la más apetecible;
incluso la más fácil de proponer en la predicación, porque en ella Jesús asume en sí mismo y
propaga a su alrededor muchos de los valores que son propiamente humanos y, por tanto, más
accesibles: misericordia, beneficencia, compasión, apertura, fraternidad, confianza... Esta educación
es muy necesaria para el hombre cristiano, el cual debe entrar por este camino, que no es
precisamente el camino del pagano o del estoico, cerrado en sí mismo, rígido y despreciador de
los demás, aunque a veces también él busque su propia honradez, su propia moralidad. Aquí se
trata, como vemos, de algo completamente distinto: de una «conjugación» del corazón totalmente
diferente, en la bondad y en la misericordia, y siempre con la mirada de fe volcada en la verdad
profunda del ser humano y de su mal. Jesús asume todos estos valores humanos, accesibles a todos,
y los orienta, aunque todavía de forma un tanto discreta, contra la raíz del mal: posesión, egoísmo,
pecado... Jesús todavía no exige aquí ninguna renuncia, no insiste en la cruz; se trata de un primer
período de aclimatación; lo importante es fiarse de Él, que es tan poderoso, que ama tanto al ser
humano, que nos comprende tan profundamente en todas nuestras necesidades como comprende a
la viuda de Naím, que no dice nada, sino que se limita a llorar, o a la mujer pecadora o al paralítico
que es llevado por otros ante Jesús y que no sabe expresarse.
La educación del discípulo evangélico (Lc 9-18)
En esta segunda parte, se trata específicamente de la formación del discípulo evangélico; de quien,
una vez concluida la primera iniciación, ha dado ya el paso decisivo y sigue a Jesús en su viaje a
Jerusalén.
Uno de los puntos decisivos, uno de los hitos del evangelio de Lucas, es el versículo 51 del
capítulo 9, donde Jesús, efectuando un giro inesperado con respecto a su pasado, decide
valientemente ir a Jerusalén: «Sucedió que, como se iban cumpliendo los días en que iba a ser
retirado del mundo [es la primera vez que Lucas emplea, después del episodio de Nazaret,
un lenguaje tan duro], él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén [el texto griego dice: "Endureció
su rostro para ir a Jerusalén"] y envió mensajeros delante de sí».
Comienza aquí la sección del «viaje lucano». Con todo, no debemos extrañarnos de este versículo,
porque ya en 9,18ss, con el primer anuncio de la pasión y la resurrección, empieza a cerrarse
65
la primera época de la vida de Jesús y a abrirse la segunda, cuyo comienzo sitúa la tradición en su
firme decisión, despreciando todo peligro, de ir a Jerusalén.
¿Cuáles son las características de esta segunda parte? Hay menos milagros, ciertamente, aunque
sigue habiendo algunos: recordemos, por ejemplo, los casos del demonio mudo (11,14-152),
de la mujer encorvada (13,10-17), del hidrópico (14,1-6), de los diez leprosos (17,11-19),
del ciego de Jericó... (18,35-43); pero ya no aparece la insistencia en el Jesús misericordioso.
Por lo demás, algunos de estos milagros están vinculados a discursos que ocupan la parte principal
y que, al menos aparentemente, están recogidos sin demasiado orden. Los exegetas han hecho
muchos esfuerzos por descubrir un orden, un esquema, en estos discursos; pero hay tantos esquemas
como exegetas.
Otra característica de esta parte es la atención que se presta a los discípulos, a los futuros
evangelizadores, a los Doce. Pero, en un determinado momento, también son llamados otros setenta
y dos discípulos (10,1-20), dando a esta segunda parte la característica de un movimiento
«pendular» entre los discípulos y la muchedumbre, que plantea algunas dificultades de
interpretación. De hecho, Jesús se dirige a la muchedumbre, después a los discípulos, y luego de
nuevo a la gente. Quizá Lucas haya querido dejar intencionadamente un poco de incertidumbre para
que se comprenda que ciertas palabras de Jesús valen, por una parte, para un grupo elegido y, por
otra, para todos, aunque de manera diversa. Parece como si Lucas nos invitara a un discernimiento,
aunque no ofrece reglas fáciles al respecto. Tomemos como ejemplo el capítulo 12:
en el versículo 1 se habla de miles de personas, pero después Jesús se dirige sobre todo a
los discípulos;
el versículo 4 comienza: «Os digo a vosotros, mis amigos... », y parece estar hablando de
nuevo al grupo de los discípulos.
Pero más adelante, en el versículo 13, se dice: «Uno de la gente le dijo...»; la muchedumbre,
por tanto, está presente e interviene, y su intervención rebaja el tono del discurso: «...di a mi
hermano que reparta la herencia conmigo».
Éstos son, pues, los elementos de la escena: la gente, el grupo de los discípulos y Jesús, que habla y
que responde cuando alguien le interrumpe. Con todo, el interés principal parece centrarse en
los discípulos.
En efecto, después de responder al que le pedía su intervención en la división de la herencia y
contarle la parábola del hombre rico que tuvo una buena cosecha y sólo pensó en cómo gozar de
2 En realidad, no es un relato de curación, sino que Lucas da cuenta de que mientras Jesús estaba echando un demonio que era mudo, la gente se quedó admirada y otros decían echa los demonios por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios.
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ella, pero murió aquella misma noche, Lucas prosigue: «Dijo después a sus discípulos...» (v. 22),
donde el discurso parece restringirse de la muchedumbre a los discípulos que rodean a Jesús.
Ésta es, por tanto, la peculiaridad de estos capítulos.
Si nos preguntamos ahora cómo tiene lugar la formación del discípulo evangélico, cuáles son
las insistencias de Jesús, creo que podemos establecer algunos puntos, distintos de los de la primera
parte, que concreto en tres títulos esquemáticos, aun cuando, precisamente por ser esquemáticos,
existe el. riesgo de tratar de realidades grandiosas y difíciles con palabras demasiado breves e
insuficientemente especificadas:
1. Educación en el despojo y la libertad. Jesús insiste muchísimo en el despojo de todo y
en la libertad del corazón; la expresión «dejarlo todo» se repite con reiteración.
2. Educación en el abandono de sí mismo al Padre.
3. Educación en el sentido de la cruz.
Vemos aquí cómo el discurso se hace más elevado, más difícil, y también más sutil; y cómo,
por ello, es posible interpretarlo erróneamente.
Son temas que requieren mayor atención, valor, humildad y abandono.
Esta triple educación no es una educación ideológica, una propuesta de programas y de principios,
con sus correspondientes deducciones lógicas, sino que concierne a la vida. En Jesús se conjugan
enseñanzas y vida, y el libro de los Hechos dirá que Jesús hizo y enseñó: «Lo que Jesús hizo y
enseñó desde un principio» (1,1). De aquí podemos sacar ya una primera indicación: el evangelio se
aprende por connaturalidad afectiva. Con razón san Ignacio nos invita a pedir la gracia de conocer
internamente a Jesús para amarle y seguirle (EE, 104). El espíritu evangélico se aprende viviendo
con las personas que lo practican: en los grupos de vida cristiana y en las familias cristianas.
Los valores evangélicos se aprenden, pero no a base de discursos, porque al hablar es fácil
abstraerse de la vida y existe el riesgo de tomar dichos valores como principios lógicos de los que
deducir conclusiones a veces ridículas o exageradas. En este «ser vida» está toda la dificultad y toda
la riqueza de la fe, del evangelio, respecto de las ideologías, incluso respecto de las más sanas y
auténticas y que representan una cierta estructura de principios y claves de interpretación de los que
es posible deducir lógicamente conclusiones sobre la realidad.
A veces sentimos nostalgia de todo esto, porque nos gustaría obtener deducciones claras y lógicas
sin tener que comprometernos; pero para el Evangelio eso es imposible. No se puede tener
el espíritu evangélico y juzgar evangélicamente las cosas sin estar comprometidos con el evangelio
mismo, sin haberlo vivido en compañía de otros; y vivirlo significa comprometerse con él.
Ciertamente, muchos de los que escuchaban a Jesús no comprendían lo que decía, y seguramente 67
menearan la cabeza diciendo: «¿Qué querrá decir...?» Sólo los que le seguían de cerca y
compartían sus pruebas, sus tentaciones y sus riesgos, podían intuirlo. Esto explica también por qué
las reacciones de Jesús y las de los santos son imprevisibles y, a menudo, no son directamente
deducibles de principios. Con frecuencia, vemos cómo Jesús se comporta de un modo determinado,
mientras todos los demás se comportan de otro modo; y también en la vida de los santos suelen
darse gestos imprevisibles, formas de actuar que no son deducciones lógicas, sino pura vivencia del
evangelio, que es Espíritu y Vida.
Por eso debemos pedir al Señor que también esta lectura y oración nos permita asociarnos
místicamente, de un modo misterioso pero real, a la vida del Señor; que nuestra oración sea ya un
compromiso, un perdernos con Él.
68
Puntos vespertinos: Jesús llora por Jerusalén
«María, Madre de Jesús, te pedimos por todos nosotros, para que con serenidad y humildad, en una
oración simple, sosegada y pacífica, escuchemos la palabra de tu Hijo, Jesús, la hagamos nuestra y
la pongamos en práctica como tú supiste hacerlo».
¿Qué actitudes interiores y exteriores me sugiere el Señor para ser y vivir como verdadero
discípulo suyo, discípulo como él quiere que seamos?
Precisamente para dar un cierto apoyo a esta búsqueda, deseo proponeros la meditación del llanto
de Jesús sobre Jerusalén (Lc 19,41-45), estrechamente relacionado con la invectiva que el propio
Jesús lanza contra Jerusalén (Lc 13,34-35).
Son dos pasajes estrechamente unidos entre sí. Y, puesto que Lucas es muy poco dado a las
repeticiones, cuando encontramos una fácilmente podemos deducir de que se trata de un tema
importante.
Comencemos por el pasaje del llanto (Lc 19,41-45).
Sólo Lucas lo recoge y lo sitúa inmediatamente después de la entrada triunfal en Jerusalén,
queriendo tal vez profundizar o corregir de algún modo la impresión que semejante hecho podría
haber producido. Porque Jesús no se dejó engañar por la entusiasta reacción de la gente, sino que
supo ver las cosas en su profundidad. Así, cuando el Señor bajaba del monte y la muchedumbre
gritaba: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!»
(prácticamente igual que el himno de los ángeles en el nacimiento), «algunos de los fariseos que
estaban entre la gente le dijeron: "Maestro, reprende a tus discípulos". Pero él respondió: "Os digo
que si éstos callan gritarán las piedras"» (Lc 19,38-40).
Jesús, por tanto, también participa del entusiasmo de la muchedumbre; pero Lucas prosigue
diciendo: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: "¡Si al menos tú conocieras en este
día el mensaje de paz...! Pero está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus
enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te asediarán por todas partes, y te estrellarán
contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque
no has conocido el tiempo de tu visita"» (Lc 19,41-44).
Leamos ahora el otro texto (Lc 13,34-35).
Le habían dicho a Jesús: « "Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte"». Y Jesús les dijo:
"Id a decir a ese zorro: Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer
día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que
69
un profeta muera fuera de Jerusalén"» (Lc 13,31-33). E inmediatamente a continuación viene
el pasaje que nos interesa:
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que le son enviados! ¡Cuántas
veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo sus alas, y no has querido...!
Pues bien, tu casa quedará desierta. Os digo que no me volveréis a ver hasta que llegue el día en
que digáis: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!"» (Lc 13,34-35).
Probablemente, Lucas introduce aquí —en el capítulo 13— este pasaje (que Mateo, en cambio,
sitúa en el capítulo 23, al final de la invectiva contra los fariseos en Jerusalén) como una clara
indicación escatológica, aludiendo al momento en que Jesús habría de venir por última vez a sacudir
desde sus cimientos a esta ciudad.
Reflexionemos, pues, por un instante y trasladémonos a la realidad misteriosa de la historia que
Jesús vivió en aquel momento.
Jesús llora, y no es éste un gesto habitual de Jesús en Lucas. Pero no sólo llora, sino que llora en
público, con lo que esto significa para un adulto: se puede llorar en privado, pero llorar en público
supone una violenta e incontenible emoción; y Jesús no es precisamente una persona débil. Basta
leer las impresionantes palabras de Lc 13,1-5:
«En aquel mismo momento llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre
había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: "¿Pensáis que esos galileos,
porque les ha pasado eso, eran más pecadores que todos los demás galileos? No, os lo aseguro; y
si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo; o aquellos dieciocho sobre los que se
desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás
habitantes de Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo
modo"».
Jesús muestra aquí una personalidad fuerte y enérgica; por tanto, si se permite llorar en público,
tal como lo refiere Lucas, significa que algo extraordinario bulle en su interior. Es un acto público y
profético que nos recuerda determinados gestos de Jeremías y de Ezequiel, si bien Jesús lo vive
íntima y profundamente, sin teatralidad alguna. Pienso que, en este momento, podemos acercarnos
al Señor en nuestra meditación y hacerle la pregunta que El mismo hizo a Magdalena: «¿Por qué
lloras?» ¿Qué es lo que te conmueve tan profundamente y qué hay en mí que me hace sentir en este
momento tu misma conmoción?»
Jesús llora sobre la ciudad que tiene ante sí; pero no lo hace tanto por el dolor y la ruina que espera
a sus habitantes cuanto por la ciudad como tal, por ese cuerpo vivo y estructurado que tiene una
historia y un destino. Podemos comprender estas cosas si tratamos de entrar en la mentalidad de
los judíos de hoy y en lo que actualmente significa para un israelita Jerusalén: la ciudad santa,
70
la ciudad tanto tiempo añorada, a la que llegan los exiliados después de tantos sacrificios; la ciudad
conquistada a precio de sangre y conservada hoy a costa del odio y del tremendo aislamiento
mundial; la ciudad a la que no pueden renunciar, a pesar de que, si lo hicieran, se ganarían la paz y
la consideración de las naciones. Algo dramático y terrible bulle en el corazón de un judío ante esta
ciudad, y Jesús experimenta todo eso, porque precisamente en Jerusalén se concentra toda
la historia de Israel, de la promesa, de la elección, de la esperanza, de la misión mesiánica para
el mundo.
Ahora podemos hacer a Jesús una pregunta más «nuestra», una pregunta que refleja también nuestra
diferencia con respecto al mundo judío, pero que no podemos dejar de hacerle: «¿Qué es lo que más
te hace sufrir, Señor: las almas de esta ciudad que se pierden (san Ignacio hablaría de las almas que
bajan al infierno) o la pérdida de lo que dicha ciudad significa: su historia, su misión,
su organización como cuerpo y como pueblo?»
A los judíos les cuesta mucho distinguir entre ambas cosas, como también le cuesta en cierto modo
al Señor, en el sentido de que no separa el destino del individuo del destino del grupo, que para Él
van íntimamente unidos.
Es cierto que para el Señor la persona concreta tiene un incalculable valor (ya hemos dicho que
Dios se desvive aunque sólo sea por una sola alma que se pierde); pero es igualmente cierto que
el Señor ha creado el pueblo y no salva al individuo si no es en el pueblo.
Por eso busca a la oveja perdida: para que vuelva al rebaño; porque para el Señor es el rebaño,
el pueblo, la ciudad, lo que debe ser salvado y transformado en la Jerusalén celeste. En el alma del
Señor están muy presentes los valores de la salvación comunitaria y, junto con ellos, lo que hoy
llamamos sus expresiones «culturales»: su vida en común, el mundo de sus mutuas relaciones,
su lenguaje, su literatura —la Biblia, en la que la palabra de Dios se expresa en lenguaje humano—;
valores todos ellos que dan lugar a una historia, a unas costumbres y a unos modos de pensar,
de reaccionar y de vivir que dan origen a una mentalidad, a una filosofía.
Debemos pedir al Señor que, aunque no sea fácil, nos haga comprender las razones profundas de su
conmoción, porque sólo entonces caeremos en la cuenta de cuán directamente nos afectan también a
nosotros, porque tampoco nosotros somos insensibles al destino de la ciudad, al destino del pueblo.
¿Por qué, pues, llora el Señor sobre la ciudad? Nuestro pasaje presenta tres motivos:
No has conocido el camino de la paz.
Llegará el día en que tus enemigos te destruirán.
No has reconocido el tiempo en que fuiste visitada.
71
No has conocido el camino de la paz.
Si interpretamos esta frase en el sentido veterotestamentario, no podremos dejar de concluir que
Jesús deseó la paz de la ciudad, es decir, la plenitud de bienes, la prosperidad humana que sólo se
obtiene siguiendo los criterios de Dios, es decir, respetándose mutuamente y alabando y dando
gloria a Dios: dos cosas que van íntimamente unidas para la mentalidad judía.
Jesús ha deseado verdaderamente para la ciudad esa paz, que es la gloria de Dios manifestada,
y sufre porque le ha sido concedida. Podemos pensar que, si Jerusalén hubiese conocido el tiempo
de su visita, la historia habría sido diferente, es decir, habría sido en el mundo un verdadero ejemplo
de sociedad orgánicamente constituida en la fraternidad y en la justicia. Pero ese designio se ve
frustrado, y ese camino de la paz queda oculto a los ojos de Jerusalén; es decir, la ciudad se
ha negado a acoger la voz de Dios, y por eso se está hundiendo ella sola, se está cavando su propia
tumba. Y esto supone, evidentemente, que existe una relación entre el reconocimiento de la palabra
de Dios y el destino, incluso histórico, de la ciudad.
Llegará el día en que tus enemigos te destruirán.
Para comprender todo el profundo sentido de estas palabras podemos hacer nuestra la nota de
la Biblia de Jerusalén, que da a entender que este oráculo («Llegará el día...»), preñado de
reminiscencias bíblicas (y cita a Isaías, Jeremías, Ezequiel, etc.), es una brevísima frase que en
aquel momento, cuando el Señor tiene la ciudad ante sus ojos, resume de forma «telescópica» todo
el destino trágico de Jerusalén, desde el tiempo de las primeras amenazas hasta la destrucción y
el exilio.
El Señor tiene presente en ese momento toda la historia trágica del pueblo, del que deduce su
destino último, dramático e inminente: «Te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén
dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra». Lo que ve Jesús no es sólo la ruina de
los valores religiosos, sino también la ruina de sus edificios, sus monumentos, su historia, de su
identidad civil.
No has reconocido el tiempo en que fuiste visitada.
Obviamente, el discurso es aquí explícitamente religioso: la «visita» es la visita de Dios que viene a
anunciar la buena noticia de la salvación; pero es igualmente obvio que hay una relación entre
la visita de Dios y la suerte de la ciudad.
Podemos ver esto mismo, y con mayor claridad aún, en 13,34-35, que comienza diciendo:
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...! », para subrayar cómo la ciudad rechaza y
menosprecia la palabra. Pero, incluso rechazada, la palabra no deja de afectar a quien
72
la menosprecia, porque constituye un auténtico juicio. De ahí el coraje apostólico que Jesús
transmite a los discípulos: «Vosotros anunciad la palabra; si no la reciben, sacudíos el polvo de
los pies»; más que del miedo a no ser escuchados, se trata de la capacidad de juicio propia de
la palabra. «Que también los profetas fueron rechazados por Jerusalén...» (cf. Mt 5,12).
Y sigue el texto: « ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos...» ¿Qué quiere decir esta frase,
un tanto misteriosa? Que Jesús había ido muchas veces a Jerusalén, instando a la ciudad a hacer
penitencia, se puede deducir del Evangelio de Juan, donde se habla de diversas visitas e intentos de
Jesús de convencer a los fariseos y a los escribas precisamente en su lugar de origen, en la ciudad de
la sabiduría y de la ley. Pero quizás haya que interpretar la expresión en un sentido un poco más
amplio: « ¡Cuántas veces he querido reunir...!» refleja todo el esfuerzo de Dios en el Antiguo
Testamento, su solícito interés por el pueblo («como una gallina su nidada bajo sus alas os
he querido reunir, y no habéis querido»).
De lo que se habla, por tanto, es de la solicitud de Dios por la ciudad como tal —por su vida
humana y religiosa— y de la consecuencia del rechazo: «Vuestra casa quedará desierta»,
como había profetizado Jeremías a propósito de la Jerusalén infiel de su tiempo.
Por tanto, podemos contemplar la experiencia de Jesús inserta y vivida en este ambiente de
idealismo mesiánico, que no es distinto, sino, por el contrario, muy semejante a la aspiración de
todo ser humano, y que también hoy mueve a muchas personas.
Debemos contemplar al Señor y preguntarle qué quiere decirnos al desahogar de esa manera su
corazón cuando llora sobre Jerusalén.
«Haznos comprender, Señor, el porqué de tu llanto, el porqué de tu violenta conmoción frente a
la ciudad y frente al destino doloroso que preveías para ella. Haz, Señor, que, al igual que
Tú viviste estas situaciones en el perfecto abandono al Padre, con perfecta claridad de ideas y
gran sufrimiento, también nosotros aceptemos vivir con gran sufrimiento humano, pero también
con tu gracia, con claridad de ideas y en el abandono al Padre, lo mismo que Tú viviste.
Y que aceptemos también, por tanto, la imposibilidad de imponer las soluciones que deseamos
cuando ello no esté en nuestras manos; pero que suframos por ello, es decir, que aceptemos
humildemente implicarnos al menos en el sufrimiento en lo que de nosotros dependa.
Te pedimos, Señor, para nosotros, para la Iglesia, abundancia de claridad, de gracia, de lucidez,
que nos liberen de todas las confusiones, las amarguras, los callejones sin salida en que estamos
metidos.
Sólo tu gracia, Padre, puede liberarnos. Quizá, Señor, hoy llorarías no sólo por la ciudad, sino
también por la confusión emocional y mental en que nos encontramos; que tu poder nos libre de
ella. Amén».
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QUINTO DÍA
Puntos de la mañana: Enséñanos a orar, Señor Jesús
Cf. Mt 6,5-13 (“cuando oréis…” y padrenuestro). Lc 11,1-4.5-13 (padrenuestro y parábola del
amigo inoportuno); 18,9-14 (publicano/fariseo).
El ejercicio que nos define más clara y distintamente como discípulos de Jesucristo es la oración.
Y la petición de esta meditación puede ser ésta:
«Señor, enséñame a orar; enséñame esa actitud apropiada a la que no puedo llegar por mí mismo,
porque vuelvo siempre a la oración egoísta, en la que no hago más que reflejarme a mí mismo».
Con esta súplica en el corazón adentrémonos en la meditación.
Como bien sabéis, la oración es un fenómeno primario de la vida religiosa; nace de la necesidad que
el hombre tiene de lo absoluto, de Dios. No sólo es algo instintivo que surja en la adversidad, sino
que también aparece en los momentos de felicidad y de éxito, y es que «nada aquí abajo puede
saciar enteramente nuestra sed de infinito».
Cuando añadimos el adjetivo «cristiana» suponemos que existe una especificidad, un modo
concreto de orar por parte de aquellos que confiesan con los labios y creen en su corazón que Jesús
es el Señor (cf. Rom 10,9). Pues bien, en línea de principio, nos atrevemos a decir que lo propio y
específico de la oración cristiana no está en el método que hay que usar, ni depende del lugar donde
se ha de hacer, ni del tiempo que ha de durar, ni tampoco de las condiciones que ha de tener.
Lo peculiar de la oración del cristiano se encuentra en la interioridad de quien reza.
Si hemos comprendido de forma correcta la teología del bautismo, sabemos que todo bautizado,
por el hecho de haber sido sumergido en las aguas que dan la vida y por haber sido ungido y sellado
con el crisma de salvación, ha quedado incorporado a Cristo; lo cual quiere decir que es miembro
vivo de su Cuerpo y que, por tanto, ya no puede entenderse ni individual ni aisladamente, sino
formando una sola cosa —en comunión—con Él, que es la Cabeza. El cristiano, en consecuencia,
cuando ora busca algo más que colmar un vacío que siente de Absoluto, busca incorporarse, unirse
a la oración de Cristo: orar con Cristo, por Él y en Él.
Básicamente, nos atrevemos a decir que el cristiano debe orar siendo consciente, en primer lugar,
de que es Cristo quien ha abierto para los hombres un camino nuevo y definitivo de acceso al Padre.
Jesús mismo lo afirma cuando dice: "Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). Y también que,
según nos recuerda la carta a los Hebreos, gracias a que Él entró en el santuario del cielo, cuantos
fueron purificados por su sangre pueden acercarse con plena confianza y sin ningún género de
temor hasta la presencia de Dios (cf. Heb 10,19-22).75
Saber esto permite al cristiano vivir la oración con un espíritu de absoluta gratuidad. No se presenta
ante Dios como aquel que tiene derechos, sino como aquel a quien todo le ha sido regalado
inmerecidamente; no ora, pues, desplegando todo el abanico de sus virtudes y de sus méritos,
haciéndose ver de la gente en las esquinas y por las plazas, sino desde lo más profundo de sí, donde
solo Dios es capaz de llegar con su mirada (cf. Mt 6,5-7). Quien ora desde esta actitud de gratuidad
encuentra siempre un punto de referencia en aquel ejemplo que ponía Jesús: "Dos hombres subieron
al templo a orar; uno era fariseo y el otro un publicano..." (Lc 18, l0ss)3.
El fariseo, que hace más de lo que exigía la ley, tan solo buscaba su autojustificación a través de
las obras. En realidad, no esperaba nada de Dios ni tenía nada que pedirle; su oración se reducía a
hacer ostentación ante el Señor y, creyéndose superior a los demás, se atrevía incluso a despreciar
al publicano que estaba al fondo del templo. El juicio de Jesús es muy claro: el publicano volvió a
su casa justificado, mientras que el fariseo, no.
En segundo lugar, el cristiano sabe que la misión de Cristo no terminó con su ascensión a los cielos;
desde aquel momento «no cesa de interceder por nosotros ante el Padre» (Rom 8,34), ya que está
siempre vivo para interceder en nuestro favor (cf. Heb 7,25). Lo cual significa para el creyente que,
cuando se pone en oración, no hace otra cosa que sintonizar con esa plegaria eterna, la que el mismo
Cristo ofrece constantemente por nosotros al Padre. De ahí que el cristiano, cuando va a la oración,
siempre debe empezar por sintonizar su corazón con el corazón de Cristo, su actitud con la de
Cristo, sus ruegos y súplicas, con las de Cristo.
En tercer lugar, y como consecuencia de los dos presupuestos anteriores, tomados conjuntamente,
habría que decir que el cristiano cuando va a la oración, ya sabe lo que ha de decir, pues, siguiendo
fielmente la enseñanza del Maestro, se atreve a decir: «Padre nuestro» (Mt 6,9ss).
Por eso el cristiano ora:
— Sabiendo que se dirige al Padre como hijo (cf. 1 Jn 3,1). Ora, pues, con la confianza de quien se
siente amado gratuitamente; con la seguridad de que su Padre, que cuida de las aves del cielo y
las alimenta, y viste a las flores del campo, no dejará de ser providente con aquellos a quienes
ama infinitamente más (cf. Mt 6,25-32).
— Sintiéndose hermano, porque comprende aquello que Jesús enseñaba de que no puede
presentarse ofrenda alguna en el altar de Dios, sin antes haberse reconciliado con quien tiene
quejas contra él (cf. Mt 5,23-24).
3 Antes de poner este ejemplo, Jesús criticaba a los fariseos diciéndoles: "Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios" (Lc 16,15).
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— Anhelando por encima de todo que se establezca el Reino de Dios y su justicia, pues, con
el Reino, el Padre nos dará todo lo demás (cf. Mt 6,33).
— Buscando, como Jesús, hacer en todo momento la voluntad del Padre (cf. Jn 5,30; 6,38),
sin ambicionar la propia gloria sino la de Aquel que le envió (Jn 7,18; 8,50).
Vistas estas primeras características, que se deducen del modo como Jesús enseñó a orar a
los suyos, habría que decir que el cristiano, cuando va a la oración, no hace otra cosa sino
descentrarse de sí mismo. En otras palabras: cuando reza, lo que busca es salir de sí para unirse con
Cristo y hacerse una sola cosa con Él, y así poder encontrar al Dios vivo y verdadero, que se revela
sólo a los sencillos y a los humildes, y se resiste a los sabios y entendidos de este mundo
(cf. Mt 11,25; Lc 10,21). No persigue, por tanto, alcanzar a comprender grandes misterios, ni que se
den a conocer secretos recónditos y reservados tan sólo a los iniciados, ni tampoco experimentar
sensiblemente cosas que superen los límites y las capacidades del hombre. De hecho, la finalidad de
la oración cristiana no es distinta de la finalidad de la vida sacramental dentro de la Iglesia:
alcanzar, experimentar y vivir aquí y ahora, en la medida que la fragilidad de la condición humana
lo permite, la unión con Cristo. Y, unidos a Él, ofrecer al Padre un culto que le agrade, o sea,
un culto en espíritu y en verdad, como prometió el Señor a la Samaritana (cf. Jn 4,23)4.
«¿Qué oración quieres de mí, Señor?»
Sin pretender dar una respuesta definitiva, creo que la oración a la que debemos tender, con la que
debemos compulsar la nuestra, es la oración del publicano, es decir, la de quien, sin reconocerse
siquiera capaz de orar, se abandona al poder y a la misericordia de Dios. Entonces sentiremos cómo
brota en nosotros la alabanza por la misericordia de Dios, por la verdad; y no una alabanza forzada,
sino la alabanza de quien se siente agraciado.
De este modo, la oración se convierte en un acto de total y absoluta conformidad, que consiste en
salir de sí para perderse y dejarse morir en las manos de Dios, en dejarse clavar en la cruz.
En esto consiste experimentar verdaderamente la oración; y cuando conseguimos hacerlo pública y
comunitariamente —y no sólo realizando gestos formales, sino implicándonos plenamente, como
cuando asumimos un compromiso público—, entonces experimentamos cada vez más la oración
como un dejarse agarrar por Dios; ya no se trata de mirarse obsesivamente el ombligo,
preocupándose exclusivamente por uno mismo, por las propias ideas y estados de ánimo,
y exponiéndoselos a Dios en una especie de representación interminable; todo eso no tiene ningún
4 "Mediante el bautismo, los hombres se insertan en el misterio pascual de Cristo; mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos en el que clamarnos Abbá Padre (Rom 8,15), y así se convierten en los verdaderos adoradores que busca el Padre" Sacrosanctum Concilium, 6.
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valor si no nos ponemos en las manos de Dios, si no nos rendimos a su poder, incluso cuando
nuestro espíritu no es capaz de articular palabra.
Pidamos en silencio al Señor, por tanto, que nos tome en sus manos y nos enseñe a orar, porque
nosotros no sabemos hacerlo; que nos enseñe a no querer constantemente proyectarnos a nosotros
mismos en la oración, nuestras preocupaciones, nuestros deseos... Personalmente, pido que el Señor
os conceda a cada una de vosotras esa plenitud del Espíritu que os arranque de vosotras mismas y os
permita experimentar en la oración la salida de vosotras mismas, para que en la oración viváis
el abandono perfecto y el don que la gracia de Dios os concede realizar.
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Puntos del mediodía: Marta y María
He pensado proponer para esta meditación el episodio del encuentro de Jesús con Marta y María
(Lc 10,38-42), que trataremos de entender como uno de los momentos singulares en que el Maestro
nos educa como discípulos suyos5.
Observemos, ante todo, el bellísimo contexto en que se sitúa este episodio.
Aparece primero Jesús, que manifiesta su alegría ante el Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha manifestado a los que
ni siquiera saben hablar (cf. Lc 10,21-24); a continuación, tenemos la figura del buen samaritano
(10,25-37), e inmediatamente después viene el Padrenuestro (11,1-4). Este episodio, por tanto,
es una gema engastada en una preciosa diadema.
En su desarrollo exterior es muy simple, y por eso trataremos de comentarlo palabra por palabra.
Jesús va a una aldea, donde es recibido por Marta, que no deja de trabajar mientras María se dedica
a escuchar a Jesús. Pero, en un determinado momento, Marta estalla, y Jesús le responde.
El episodio comienza presentando a Jesús camino de una aldea, cuyo nombre no se cita.
Observemos cómo no camina solo, sino en grupo: «Yendo ellos de camino, entró...» (Lc 10,38).
Llama la atención esta insistencia en el hecho de que Jesús camine. Es verdad que este detalle
le interesa a Lucas fundamentalmente por el hecho de que Jesús camina hacia Jerusalén, pero ello
no resta importancia al simple hecho de que Jesús camine. Por lo general, los rabinos no caminaban,
sino que se sentaban, y la gente acudía a ellos cuando impartían su enseñanza. Jesús, en cambio,
camina, va en busca de la gente. Hace frente constantemente a nuevas situaciones, tiene que
recomenzar una y otra vez en un ambiente distinto; y, por tanto, actuar siempre con un cierto
margen de incertidumbre. Mientras que lo normal es la tendencia a instalarse: ambiente, amigos,
conocidos, etc.
5 Si queréis ampliar la reflexión, podéis añadir el siguiente pasaje de Lucas, que guarda relación con este otro episodio:12: 22 Y dijo a sus discípulos: «Por eso os digo: No os inquietéis por la vida, qué vais a comer; ni por el cuerpo, con qué os vais a vestir, 23 pues la vida es más que el alimento y el cuerpo más que el vestido. 24 Fijaos en los cuervos: ni siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, y Dios los alimenta; ¡cuánto más valéis vosotros que los pájaros! 25 ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? 26 Por tanto, si no podéis lo más pequeño, ¿por qué inquietaros por lo demás? 27 Fijaos cómo crecen los lirios, no se fatigan ni hilan; pues os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. 28 Pues si Dios viste así a la hierba que hoy está en el campo y mañana es arrojada al horno, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! 29 Y vosotros no andéis buscando qué vais a comer o qué vais a beber, ni estéis preocupados. 30 La gente del mundo se afana por todas esas cosas, pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. 31 Buscad más bien su reino, y lo demás se os dará por añadidura. 32 No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. 33 Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. 34 Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.
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Nuestro valor para afrontar nuevas y distintas situaciones y ambientes desconocidos y hasta hostiles
es nuestra manera de participar en el caminar de Jesús, que nunca sabía lo que sucedería al día
siguiente, cómo sería recibido. Y este caminar (el texto dice: «yendo ellos de camino»)
es un caminar en grupo, con el fin de dar testimonio.
Jesús, pues, entra en un pueblo cuyo nombre no se menciona, y allí es acogido por una mujer
llamada Marta.
Observemos cómo en este relato todo es desacostumbrado, inesperado, y más aún el hecho de que
Jesús sea recibido por una mujer.
Por lo general, cuando se trata de una familia, es el cabeza de dicha familia quien acoge a Jesús;
pero aquí nos hallamos ante un caso un tanto extraño: Jesús es recibido por una mujer de la que,
por lo demás, prácticamente sólo sabemos que tiene una hermana.
Además, hay cierto atrevimiento en el hecho de que Jesús acepte la hospitalidad de una mujer,
teniendo en cuenta las costumbres de la época; es verdad que Jesús es acogido junto con los Doce,
porque el comienzo del pasaje nos dice que hacían juntos el camino; pero en la escena desaparecen
los discípulos, y sólo aparecen Jesús, Marta y María.
Es de admirar el valor de Jesús para proclamar su Palabra a una única mujer, considerando lo nuevo
e inesperado que resulta este gesto en relación a su época y, sobre todo, la libertad apostólica que
manifiesta.
La mujer, pues, le recibe en su casa, y Jesús acepta su hospitalidad, entra en la casa y se siente
acogido familiarmente; encontramos aquí la libertad y tranquilidad que Él mismo recomienda a sus
apóstoles, a los setenta y dos discípulos cuando les dice:
«En la casa en que entréis, decid primero: "Paz a esta casa". Y si hubiere allí un hijo de paz,
vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a vosotros. Permaneced en la misma casa,
comiendo y bebiendo lo que tengan...» (Lc 10,5-7).
Jesús practica personalmente ese estilo tan suyo de acercamiento personal, apostólico, totalmente
nuevo en aquel tiempo y que no era en absoluto el estilo de los rabinos. Podría tal vez haber apelado
a la antigua tradición profética, pero el tiempo de los profetas se había acabado. De hecho, Jesús
instaura un tipo de relación con las familias, con las personas, totalmente ajeno a la tradición escolar
rabínica. Veamos, pues, cómo Jesús entra y se siente como si estuviera en su propia casa.
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Detengámonos ahora en la figura de María y en la de su hermana Marta:
Probablemente Marta, a la que se presenta como dueña de la casa, es la hermana mayor, y María
la menor; esto puede deducirse también del modo en que aquella se dirige a ésta. ¿Qué es lo que
hace María?
En el versículo 39 se la define claramente como una discípula, y tal vez sea ésta la única
descripción, incluso física, de una persona que escucha a Jesús.
Por lo general, lo que el Evangelio nos ofrece son descripciones de cómo habla Jesús (a lo más,
como en el episodio de la sinagoga de Nazaret, se menciona cómo los ojos de la gente están fijos
en Él); pero aquí hay algo más: aquí se describe incluso la postura física de la persona que escucha:
«...sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra».
No se describe cómo habla el Señor, sino que el interés se centra —y esto constituye una auténtica
novedad— en la manera en que escucha la discípula, tranquilamente sentada a los pies del Maestro.
No se limita a escuchar de pie desde el umbral de la puerta, sino que se sienta, como quien desea
dedicar tiempo al asunto y olvidarse de todo lo demás, mientras que Jesús probablemente está
sentado en un taburete que le han ofrecido.
El modo en que se describe esta escena, con el imperfecto de la escucha (le escuchaba, le estaba
escuchando...), deja traslucir una gran calma, un desinterés por todo lo demás: no hay otra cosa
sino esta relación de palabra y escucha, que es una relación de gracia.
Frente a esta calma, la escena inmediatamente siguiente parece una especie de contraposición, pues
se describe a Marta como lo totalmente opuesto a María: mientras que ésta está sentada
tranquilamente a los pies del Señor, sin decir ni palabra, Marta, por el contrario, «estaba atareada
en muchos quehaceres».
En este pasaje, Lucas utiliza muchos verbos nuevos. El mero hecho de que el nombre de Marta
no aparezca en ningún otro lugar de la Biblia, nos hace presentir la peculiaridad de esta situación.
El verbo griego con que se describe a María a los pies de Jesús sólo se emplea en esta ocasión en
todo el Nuevo Testamento, así como el que describe la tensión de Marta, que resulta difícil de
traducir con exactitud. Podría decirse que Marta estaba sumamente tensa y agitada, como se subraya
aún más con la expresión «en muchos quehaceres».
Pongámonos ahora frente a la agitada Marta y preguntémonos por la causa de su agitación:
ha llegado el Maestro con sus discípulos a su casa, lo cual, cabe suponer, constituye para ella
una ocasión única para demostrar lo bien que saben hacerse las cosas en su casa y estar a la altura
de la ocasión. ¡Una oportunidad así no se desaprovecha para el lucimiento de la familia!
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Pero ¿por qué interpreta Marta la situación de ese modo? ¿Acaso ha venido Jesús a su casa para ser
agasajado? ¿Qué es lo que ella cree que espera Jesús? Podemos ver claramente cómo su
imaginación la lleva a equivocarse, pensando que Jesús ha escogido su casa porque en ella se come
mejor que en otras. Y de ahí su inquietud: «¿Cómo voy a arreglármelas para prepararlo todo
debidamente en tan poco tiempo y sin ayuda? Falta tal cosa..., hay que comprar tal otra...
¡Si lo hubiéramos sabido antes...!»
Fijaos cómo se falsea la situación:
Jesús ha entrado en aquella casa para llevar la paz, y lo que se produce, por el contrario,
es nerviosismo y ansiedad. Una ansiedad que, aunque no sea excesiva, tiene su raíz en la capacidad
que todos tenemos para angustiamos por nimiedades, que constituye la raíz de todas nuestras
vanidades. Haber interpretado mal una situación y haberse inquietado innecesariamente provoca
otros malestares: la pobre Marta está perdiendo la cabeza por tonterías; tergiversa absolutamente
la razón de la visita de Jesús, a quien atribuye una intención que el Maestro no tiene en absoluto,
y se esfuerza en satisfacer unos deseos que, en el fondo, no son más que la proyección de sí misma
y de sus ambiciones.
¿Y qué es lo que ocurre?
Si leemos el versículo 40, vemos cómo Marta pierde la cabeza y se entromete donde no debe.
Para expresarlo, Lucas utiliza el mismo verbo que en el capítulo 4 del libro de los Hechos, donde
dice que, mientras los apóstoles estaban predicando la resurrección, los saduceos, incapaces de
seguir soportándolo, se irritan y se entrometen en el asunto sin que nadie les llame6.
Marta se convierte así en causa de una serie de errores, porque no sólo está turbada ella, sino que
empieza a contagiar su turbación a los demás.
¿Qué habría podido hacer Marta?
Pensamos que, si hubiese estado más tranquila, habría podido llamar a María y pedirle ayuda
sin crear malestar; en cambio, su ansiedad crece de tal modo que acaba haciéndola estallar.
El resultado es que Marta entra en la escena de un modo equivocado: en lugar de dirigirse a María y
pedirle amablemente su ayuda, se dirige al Señor con un reproche, deformando totalmente
la situación de acogida: el que debía ser acogido, y a quien ella quería acoger con todos los honores,
acaba recibiendo reproches —«Señor, ¿no te importa...?»—, empleando una palabra muy dura que
no es otra que la que, en el texto griego, dirigen los apóstoles a Jesús durante la tempestad:
6 «Mientras Pedro y Juan hablaban al pueblo, se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos, indignados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en Jesús la resurrección de los muertos» (Lc 4,1-2).
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«¿No te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). Marta se siente en medio de la tempestad, porque
cree que se va a venir abajo la reputación de su casa.
Ésta es la absurda situación en que desemboca la ansiedad, el deseo de lucirse y de quedar bien de
Marta.
La frase, toda una obra maestra de psicología, es un llamamiento dirigido al Señor por Marta en
un tono patético: «Mira lo sola y atareada que estoy (¡hasta los topes!); ¡y mi hermana no es capaz
de echarme una mano...!» (Quizá se trate también de la manifestación de resentimientos anteriores).
He ahí, pues, a una mujer que, habiéndose puesto en el centro de la atención, se siente mártir de
la situación y reprocha a Jesús que no comprenda su martirio; más aún, Marta se atreve incluso a
sermonear a Jesús diciéndole lo que debería hacer.
Seguramente es la única vez que en el Evangelio sucede tal cosa.
Ahora pongámonos en el lugar del Señor. ¿Cómo habríamos reaccionado nosotros?
¿Cómo reaccionamos cuando somos agredidos por una persona irritada que nos echa la culpa de
lo que sucede? Es cierto que hay muchas formas de reaccionar; por ejemplo, recordar aquello de
que el cliente siempre tiene razón. Y Jesús, por tanto, podría haber respondido: «Me hago cargo de
tu situación y comprendo que estés irritada».
Pero ¿cómo responde Jesús?
Una vez más, de un modo absolutamente imprevisto.
Ante todo, fijémonos en la repetición: «Marta, Marta...»
Por debajo de estas palabras de Jesús está el reconocimiento de la seriedad de la situación; es como
si Jesús dijese: «El problema es más serio de lo que parece; no es un mero asunto culinario; no es
cuestión de que se haya retrasado la comida o de que se haya pasado el arroz». Hay una alusión a la
seriedad del problema, pero también hay mucho afecto en esta apelación a la persona. Decir
el nombre de una persona expresa siempre un sentido de participación directa; decirlo dos veces
suena como una apelación a la persona misma; el tono es de comprensión, pero lo que se dice a
continuación es una palabra de verdad, de liberación.
En lugar de partir de una amplia valoración de las razones de Marta, Jesús le dice directamente que
su percepción de la situación es errónea, que se está equivocando de medio a medio: «Te preocupas
y te afanas por muchas cosas».
Jesús emplea dos verbos «fuertes», el primero de los cuales aparece también en Lc 12,22.25.26 y
se refiere precisamente a preocupaciones inquietantes e inútiles (Lc 12,22: «No andéis preocupados
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por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis»; v. 25: Quién de
vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un codo a su estatura?»; y v, 26: «Si, pues,
no sois capaces ni de lo más pequeño, ¿por qué preocuparas de lo que es más?»).
Cada uno podría ya preguntarse y pedir al Señor que le haga conocer hasta qué punto suele ceder en
su vida cotidiana a este tipo de preocupaciones superfluas.
El segundo verbo, «te afanas», aparece sólo en el Nuevo Testamento, y en su forma activa
únicamente en contextos de sedición y conflicto, como en Hch 17,5: «Los judíos alborotaron
la ciudad», y en Hch 20,10 en relación al alboroto producido por la caída de Eutico desde un tercer
piso. Según esto, se podría traducir: «¿Por qué te alborotas?», para indicar la inquietud y
la excitación que produce la inminencia de algún mal, ante el que se intenta reaccionar. Jesús está
analizando aquí una situación humana muy compleja; no sólo interpela a Marta afectuosamente,
sino a cada uno de nosotros, con nuestras preocupaciones y nuestras inquietudes, todas ellas
necesarias a nuestro parecer. Está claro que también nosotros, como Marta, podemos responder:
«¿Cómo puedo dejar de preocuparme e inquietarme por esto o por lo de más allá?»
Que las preocupaciones sean vanas, es el Señor quien lo dice; pero es obvio que la persona
interpelada se defiende y trata de negarlo.
Pero Jesús, después de haber censurado el carácter superfluo de la preocupación y el temor a un mal
imaginario, da una respuesta positiva: «Una sola cosa es necesaria»; o como otros traducen:
«Pocas cosas son necesarias».
Una sola cosa es necesaria:
María trata de escuchar, y la escucha de la Palabra es la “parte mejor”.
En la mente de Lucas, probablemente haya que interpretar esta «parte» en estrecha relación con
la parte de herencia de la que habla el salmo 15 (16), que, según los entendidos, es la mejor exégesis
de la frase que estamos comentando: «María ha elegido la mejor parte». El salmo 15 (16) dice:
«El Señor es la parte de mi herencia» (es mi parte, la porción que me ha tocado en suerte)
«y de mi copa, en tus manos está mi vida; la suerte me asigna un recinto de delicias, mi heredad es
preciosa para mí... Pongo al Señor ante mí sin cesan porque él está a mi diestra, no vacilo. Por eso
se me alegra el corazón, retozan mis entrañas, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no
abandonarás mi alma al sheol, ni dejarás a tu amigo experimentar la corrupción» (es decir, jamás
será quitada esta parte, porque es la vida del Señor, recibida en la escucha de la palabra)
«me enseñarás el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro; a tu derecha, delicias
para siempre».
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Ésta es, pues, la parte que nunca es quitada: la escucha contemplativa en la que el Señor se da y es
recibido, por tanto, como don afectuoso y participación de vida. ¿Quién ha elegido este don? El que
ha decidido menospreciar ciertas situaciones humanas, como el hacerse valer, el lucirse o el tener
éxito; el que no da importancia a todas esas cosas, que, aunque sean buenas, son fuente de
preocupaciones superfluas, y ha aceptado a Jesús tal como es, en su verdad de don. Jesús fue a
aquella casa no para comer, sino para darse como alimento, para ser acogido con afecto y, por tanto;
para llenar el corazón de quien supiera comprender el sentido de su presencia: María percibió
la situación y quedó colmada de esa presencia que nunca desfallece.
La comida en casa de Marta y María concluirá, los elogios de la gente por la excelente comida
pasarán..., pero la presencia de Cristo que se le concede a María permanece. ¿Qué ha hecho que esto
sea posible? A María se lo ha permitido su valor para superar los convencionalismos y comprender
la realidad de la situación, que no tenía nada que ver con un simple formalismo, sino con
la presencia del Señor.
Decía el papa Benedicto:
«Cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo
que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o
comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para
ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. […] Nosotros también
corremos el peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por Dios, pero
totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar
de la fe, pero están vacíos en su interior. […] Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo
por escuchar al Señor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos,
aprendiendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para que
así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo como él y desde él.
Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios […]. Esto es muy importante
hoy. Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso
resolver, pero todos ellos sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta
de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el
mundo de un modo decisivo a través de nosotros» (Homilía en la misa concelebrada con
los obispos de Suiza, Vaticano, 7 de noviembre de 2006).
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Puntos vespertinos: Meditación de los anuncios de la pasión de Jesús
Os propongo meditar esta tarde, no sobre la pasión en sí misma, sino sobre los anuncios de la pasión
que hizo Jesús durante su vida pública según el evangelio de san Lucas.
La gracia a pedir para esta meditación sería que el Señor confirme en nosotros la elección de
sabernos llamados a estar bajo la bandera del Rey eterno, Cristo Nuestro Señor, en este momento de
nuestra historia y de nuestra vida.
Esto es necesario, porque, a veces, corremos el peligro de pensar que una vez que hemos hecho
la elección debidamente, todo ha concluido; en consecuencia, no nos resulta fácil comprender bien
la novedad que aporta la meditación de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo,
es absolutamente necesario. De hecho, como bien sabemos, la gran crisis del discipulado no vino
durante la vida pública de Jesús, aunque ciertamente hubo crisis, sino durante su pasión, cuando
«todos le abandonaron y huyeron» (cf. Mc 13,50).
Antes que nada, recordemos que solos no somos capaces de comprender la pasión de Jesús,
es necesario que intervenga la gracia de Dios.
Cada una de vosotras ha de hacer esta meditación según la situación en que se encuentre:
purificación, búsqueda, iluminación. De hecho, no podemos forzar en nosotros una respuesta que
difiera de nuestro estado actual.
Primer anuncio: Lc 9,18-23
18 Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó:
«¿Quién dice la gente que soy yo?». 19 Ellos contestaron: «Unos, que Juan el Bautista; otros,
que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas». 20 Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro respondió: «El Mesías de Dios».
21 Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie, 22 porque decía: «El Hijo del hombre tiene
que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y
resucitar al tercer día». (Lc 9,18-23).
Segundo: Lc 9,43-45
«Entre la admiración general por lo que [Jesús] hacía, dijo a sus discípulos:
44 “Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de
los hombres”.
45 Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro, que no captaban el sentido.
Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto» (Lc 9,43-45).
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Tercero: Lc 18,31-34
«31 [Jesús], Tomando consigo a los Doce, les dijo:
“Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por
los profetas, 32 pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido,
33 y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará”.
34 Pero ellos no entendieron nada de esto, este lenguaje era misterioso para ellos y
no comprendieron lo que les decía» (Lc 18,31-34).
Jesús está aún en su vida pública, en la alternativa entre la acogida y la incomprensión;
pero la incomprensión se acentúa cada vez más, sobre todo por parte de quienes, por su misión,
deberían comprenderle mejor. Evidentemente, en nuestra reflexión también nosotros trataremos de
ponernos en la piel de este Jesús «entre el éxito y la incomprensión», que es la alternativa en que
también nosotros nos encontramos en nuestra vida.
De los capítulos en que Lucas los sitúa los tres anuncios de la pasión, se deduce que desempeñan
un papel significativamente distinto que en Marcos. En Marcos se presentan en intervalos regulares
(Mc 8,31; 9,31; 10,32), desde el capítulo 8 hasta el 10, que prepara la entrada en Jerusalén
(capítulo 11); están, por tanto, insertos en el ritmo de la narración. En Lucas, por el contrario,
dos de los anuncios están muy cerca el uno del otro en el capítulo 9, y el tercero se encuentra en
el capítulo 18, casi como enmarcando todo el viaje de Jesús hacia Jerusalén, con todos sus milagros
e instrucciones, sobre todo acerca del abandono en el Padre, el despojo de las riquezas y de otros
bienes, etc., que constituyen en cierto modo la trama de dicho viaje.
Podemos preguntarnos en la oración:
1) ¿En qué situación se hacen estos anuncios?
2) ¿Qué había en la mente y en el corazón de Jesús cuando los hizo? ¿Por qué los hizo?
3) ¿Cómo reaccionaron los discípulos?
4) ¿Cómo nos sentimos nosotros implicados, cómo nos comportamos ante situaciones
semejantes?
El primer anuncio se encuentra a continuación de la confesión de Pedro. Éste responde
acertadamente, pero Jesús súbitamente, sin solución de continuidad, empieza a comportarse de
forma muy extraña. Empieza a advertir a los discípulos, en un tono muy severo, que no digan nada
a nadie. La palabra que se emplea aquí es la misma que Lucas pone en labios de Jesús cuando
increpa al espíritu demoníaco mandándole que deje de gritar, que se calle. Es fácilmente
perceptible, pues, que en Jesús se da una emoción sumamente intensa, que se convierte en
una petición y se consolida en un mandato.
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¿Qué es lo que ocurre? ¿Cómo es posible que Jesús desee, por una parte, que la gente le conozca y,
por otra, en un determinado momento, parezca querer dar marcha atrás?
Como es sabido, decir «el Cristo de Dios» suscitaba inmediatamente un conjunto de emociones y de
esperanzas mesiánicas muy concretas; sobre todo, la esperanza de que ese Cristo se haga dueño de
la situación y comience la solución definitiva de todos los problemas. Ahora bien, Cristo propone
aquí, inmediatamente, otra figura marcadamente opuesta: el Cristo será reprobado. ¿Cómo es
posible esto? He aquí el gravísimo problema que se le planteó a la conciencia de los apóstoles,
al judaísmo y a los primeros convertidos. El Cristo tendrá que sufrir mucho: es claro que con estas
palabras Lucas alude ya a la muerte, como lo confirma el término griego que viene a continuación y
que es el contrario a «ser probado» por Dios, de donde vendría después el sentido de «aprobar», que
supone un examen positivo hecho por personas competentes. A Jesús le sucederá lo contrario: será
sometido a prueba por personas competentes, que le «suspenderán», diríamos nosotros.
Y son quienes le reprobarán, quienes le suspenderán en el examen de sus credenciales, quienes no le
aceptarán; lo cual resulta ciertamente inconcebible si se piensa que Jesús viene a su pueblo.
Los discípulos sólo pueden esforzarse por comprender este rechazo en sentido figurado, como un
episodio marginal, y no pueden aceptar que ése sea el destino completo de Jesús, que culminará en
la muerte.
En Lucas, a continuación de este episodio, dice Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (9,23). De nuevo emplea el lenguaje
figurado, y los discípulos pudieron entender algo, pero en un plano muy superficial, sin poderlo
asimilar. Lo que Jesús quiso decir, tanto aquí como en las frases siguientes que se refieren al
compromiso de la vida cristiana como vida de renuncia, es que no hay misión sin compromiso,
y que el compromiso puede llevar a situaciones límite, paradójicas, incluso a cancelar la posibilidad
misma de llevar a cabo la propia misión. La mano tendida no sólo es rechazada, sino cortada: éste
es el escándalo de la oferta que Jesús hace de sí mismo.
Pasemos ahora al siguiente anuncio (Lc 9,43).
Es una situación de entusiasmo que nace de un milagro: el de la curación del muchacho
atormentado de muchas formas por el espíritu impuro y a quien los discípulos no habían podido
curar. Jesús lo cura, y entonces brota el entusiasmo y se admiran todos del poder de Dios.
Es un momento de exaltación y de asombro por todo cuanto Jesús hace. Precisamente en este
momento, en que los discípulos ven todo lo que Jesús ha hecho de grandioso, Él les dice:
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«“Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de
los hombres”».
Nos hallamos aquí ante otra palabra muy enigmática, pero que subraya un aspecto distinto de cómo
percibe Jesús su misión. El texto muestra claramente que Jesús da mucha importancia a lo que dice:
«Meteos bien en los oídos estas palabras», una de esas frases que emplea Jesús cuando quiere
hablar de algo importante. El Hijo del Hombre «va a ser entregado en manos de los hombres»: aquí
la profecía es más a corto plazo que en el anuncio precedente; allí se decía que el Hijo del hombre
sería entregado en manos de los hombres en un futuro indeterminado, mientras que aquí se trata de
algo inminente.
¿Qué quiere decir que «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres»?
Es obvio que se refiere a algo siniestro, a saber, que el Hijo del hombre dejará de tener poder sobre
sí mismo, y serán otros los que dispondrán de Él; el que ha venido a restaurado todo quedará en
manos de otros.
Podemos iniciar aquí una oración más profunda ante el Señor y, como nos invita a hacer
san Ignacio, esforzarnos por entrar en la mentalidad de Jesús, que se está definiendo a sí mismo —
porque ésta es precisamente su definición— como el que es «entregado en manos de los hombres».
Nosotros decimos que es una locura ponerse en manos de otros, sean quienes fueren, permitiéndoles
hacer lo que deseen, para bien o para mal. Pues bien, esto es lo que hace Jesús, bondad,
disponibilidad y misericordia de Dios que, compartiendo nuestra situación, llega al extremo de
ponerse en manos de los hombres.
La dificultad para comprender las palabras de Jesús se debe al hecho de que, obviamente, producen
en quien las escucha una auténtica conmoción: ¿cómo puedo ponerme en manos de otros?
¿Hasta qué punto debo y estoy dispuesto a ello?
Lucas subraya de manera inequívoca que los apóstoles no comprenden absolutamente nada.
El versículo 45 del capítulo 9 repite tres veces lo mismo: «Pero ellos no entendieron nada de esto,
este lenguaje era misterioso para ellos y no comprendieron lo que les decía».
Nunca insiste tanto Lucas en ningún otro concepto: si examinamos de cerca los verbos empleados
por Lucas, tendremos una impresión aún más clara de la fuerza que quiere dar a esta idea.
Comencemos por el «no entender»:
El verbo griego significa desconocer, no reconocer las palabras; es el mismo término que emplea
para decir que los judíos no han reconocido la justicia de Dios, no han comprendido en absoluto
sus planes y han preferido practicar su propia justicia. Es también el mismo verbo con que se
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expresa la condenación en la Primera Carta de Pablo a los Corintios: «Si [alguien] alguien cree ser
profeta o espiritual, reconozca que esto que os escribo es precepto del Señor7. Pero si alguien lo
ignora, él será ignorado» (1 Co 14,37-38), Dios no reconocerá a quien no reconozca sus planes.
También en Lc 13,17 se utiliza la misma palabra para indicar que los jefes no han comprendido en
absoluto a Jesús, no le han reconocido ni a Él ni a las Escrituras. Nos hallamos, pues, ante
la incapacidad para acoger el plan de Dios por parte de personas que han vivido junto a Jesús,
que se han entusiasmado con Él y le han seguido, pero que son ciegos para ver el plan de Dios.
Y Lucas insiste, porque lo que Jesús decía era enormemente importante para él, pues casi le definía
mejor que la expresión «el Cristo», porque especificaba verdaderamente «cómo» Jesús era
«el Cristo», el que se entrega y debe ser comprendido como tal. Precisamente esta palabra,
que definía su misterio pascual, era como un velo ante sus ojos. Y de este velo habla san Pablo
cuando dice que es el que impide a los judíos reconocer a Cristo y toda la historia de la salvación.
Lucas añade: «este lenguaje era misterioso (les estaba velado) para ellos y no comprendieron lo
que les decía».
Es obvio que oían con los oídos, pero les faltaba la percepción profunda de la situación y, por si
fuera poco, temían preguntarle. Se había creado esa misma situación de ambigüedad que con
frecuencia se da también entre nosotros, en nuestras comunidades y en nuestra vida cotidiana,
cuando sentimos que algo no está demasiado claro, pero nos da miedo aclararlo, precisamente
porque no queremos aceptar la situación real, porque la tememos tanto que no queremos ahondar en
ella.
Este miedo, que puede ser inconsciente y que en la oración pedimos que se haga consciente,
se refiere a nuestra negativa a aceptar determinadas cosas; de algún modo, es como el miedo del
enfermo grave, que teme padecer alguna enfermedad dolorosa pero prefiere no saberlo, porque no
sabe si será capaz de soportar la certeza.
El problema ante el que se encuentran los discípulos es crucial, porque se trata de ese Jesús al que
han dedicado su vida; y, sin embargo, prefieren no saber de qué se trata.
Pongámonos ahora nosotros mismos en el centro de la escena y preguntemos al Señor: «Señor,
¿podemos hacerte a ti y a nosotros mismos la pregunta definitiva? Haznos comprender, Señor, qué
es lo que tememos preguntar y qué es aquello en lo que nos da miedo ahondar; y, sobre todo, haz
que reconozcamos que este misterio de la cruz es un misterio escondido y que, por mucho que
hablemos y meditemos sobre él, seguirá siendo invisible para nuestros ojos humanos; y que sólo
7 En los versículos anteriores Pablo ha hablado de que los dones carismáticos, en concreto del don de lenguas (vv. 20-33), y a continuación de que las mujeres callen en las asambleas (vv. 34-36).
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el Espíritu puede transformarnos y hacer que lo entendamos, por más que nuestra debilidad nos
impida verlo, hasta el punto de que el reconocerlo será siempre una sorpresa».
En cualquier caso, hasta llegar a Jerusalén, los apóstoles tienen todavía que recorrer con Jesús
un largo camino, durante el cual éste, con sus palabras y sus obras, les propondrá el sublime
mensaje de la pasión, del sentido de la cruz, de la libertad del corazón, del desasimiento y del
abandono total en el Padre, y les dará la posibilidad de comprobar hasta qué punto le siguen.
¿Es siquiera imaginable una mejor escuela?
Tercer anuncio de la pasión
El viaje a Jerusalén está llegando a sus últimas etapas; ya están cerca de Jericó.
Jesús toma aparte a los Doce y les dice:
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por
los profetas, pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido,
y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará» (Lc 18,31-33).
Observamos aquí un elemento nuevo: anteriormente Jesús decía en general: «Debe suceder...» o
«Ha de suceder...», e indicaba de manera general cómo ese «debe suceder...» era la voluntad divina.
Aquí Jesús dice con mucha mayor claridad que las Escrituras se van a cumplir, que hemos llegado
al momento culminante del plan de salvación.
¿Cómo será este momento?:
«[El Hijo del hombre] será entregado a los gentiles y será objeto de burlas, insultado y escupido;
después de azotarle, le matarán, y al tercer día resucitará. Ellos nada de esto comprendieron;
estas palabras les quedaban ocultas, y no entendían lo que había dicho».
Respecto de los otros anuncios, hay una serie de indicios, además de la alusión a las Escrituras
referentes a la importancia y al cumplimiento del plan divino, que nos permiten considerar cómo ve
Lucas la pasión: aparece de nuevo el rechazo, en un crescendo de humillaciones:
será entregado a los paganos;
será, pues, rechazado de tal modo que sus conciudadanos ni siquiera necesitarán mancharse
las manos;
lo entregarán en manos de quienes no honran a Dios, como algo de lo que Israel no quiere
saber nada.
Aquí se pone el acento sobre todo en las humillaciones:
se mofarán de él;
será mirado con desprecio, como algo vergonzoso;
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le escupirán...
Es decir, se especifica precisamente el aspecto de humillación humana, personal; Jesús será
«entregado», y esto le costará no sólo la vida, sino el más profundo envilecimiento como persona,
como ser humano; y, después de flagelarle, le matarán. Es interesante ver cómo Lucas recuerda aquí
la flagelación, que omitirá después en el relato de la pasión.
«Al tercer día resucitará»
Se menciona aquí lo que faltaba en el segundo anuncio, es decir, el punto de llegada.
Es evidente que Jesús lo explicita para que se vea el cuadro completo; pero los apóstoles, que
no comprenden la pasión, tampoco comprenden la resurrección.
Al menos podrían haberse alegrado de dicha resurrección, pero no lo hacen, porque son incapaces
de ver lo que va a suceder; por eso Lucas concluye: «Ellos nada de esto comprendieron».
La palabra griega que emplea Lucas para indicar el «no entender» es una palabra que aparece
bastantes veces en los evangelios de Lucas y de Marcos, y precisamente en situaciones cuyo
misterio no se entiende. «¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada?
¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?» (Me 8,17-18): son las mismas palabras que
aparecen en el contexto de la misteriosa predicación en parábolas: «Verán y no comprenderán».
El misterio de Cristo, el misterio pascual, es algo escondido para el ojo humano, y sólo Dios puede
hacerlo comprender.
Por eso os invito a que entréis una vez en el misterio de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
guiadas por la luz del designio del Padre eterno, para que lo abracemos y, al abrazarlo, podamos
comprender que «era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria»; y añadimos y
para que también nosotros seamos partícipes plenamente de esa gloria de la que Jesús nos ha hecho
partícipes por su encarnación y por su pascua.
¡Adelante!
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SEXTO DÍA
Puntos de la mañana: María discípula de Jesús
Me parece oportuno que para cerrar estos Ejercicios en los que hemos querido recorrer el camino
del discipulado, que pongamos la mirada en María para ven ella al discípulo que quiso recorrer
el camino de su Hijo hasta la cruz. Y, como ella lo comprendió de un modo mucho más íntimo y
lo sufrió bastante más sutilmente que ninguno de los apóstoles, vamos a pedirle a María que nos
introduzca en ese camino.
Y para hacer contemplación os propongo ir de la mano de san Juan Pablo II, en concreto os
propongo guiarnos por la encíclica Redemptoris Mater:
En ella el entonces Papa nos hablaba de lo decisivo que fue para María, en su camino de fe,
el momento de la Anunciación (cf. RM 13).
Mas, sin duda, en «itinerario de la fe» de María, el momento más difícil lo vivió aquel viernes en
que Jesús fue condenado a muerte por Pilato, cuando fue tratado con tanta crueldad por parte de
los soldados, de las autoridades judías y de las gentes del pueblo; cuando fue traicionado por uno de
los suyos, negado por tres veces por Pedro y cuando vio que muchos de los discípulos huían
dejando prácticamente solas a las mujeres.
En aquellos momentos, resonarían de nuevo en lo más profundo de su corazón de Madre, aquellas
palabras misteriosas pronunciadas por Simeón a los cuarenta días del nacimiento de Jesús:
«Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como un signo de
contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma— para que se pongan de
manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,33-35).
Así comentaba Juan Pablo II el pasaje evangélico que acabamos de citar:
«El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta
dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir, en la incomprensión y en
el dolor. Si, por un lado, este anuncio le confirma a María su fe en el cumplimiento de
las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en
el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será
oscura y dolorosa» (RM 16).
La oscuridad y el dolor se densificaron precisamente al llegar el momento definitivo; ese que Jesús
en Caná de Galilea llamó «su hora», «mi hora» (cf. Jn 2,4). Atrás quedaban momentos tan difíciles
como el del parto, cuando no encontraron sitio en la posada; o como el día en el que tuvieron que
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salir huyendo a Egipto porque Herodes atentaba contra la vida del Mesías-Rey que había nacido en
Belén de Judá; o el de la visita al Templo, cuando por tres días el niño estuvo perdido y María y
José le buscaban angustiados; o el momento en que Jesús, ante la multitud que le rodeaba, dijo
aquello de: «éstos son mi madre y mis hermanos».
«No es difícil notar […] una particular fatiga del corazón, unida a una especie de la noche de
la fe —usando una expresión de San Juan de la Cruz—, como un “velo” a través del cual hay
que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio» (RM 17).
María, como cualquier de nosotros, experimentó eso que Benedicto XVI, en el discurso de
las navidades del 2011, llamó “el cansancio de la fe”; es decir, esa tensión causada en el alma
creyente entre la grandeza de lo que Dios promete y su realización en lo concreto de la historia.
Esta misma experiencia la podemos contemplar en el corazón de la Virgen María. De nuevo nos
ayudan a expresarla las palabras de Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris Marter:
«Estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido
de estas palabras8. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. “Despreciable y
desecho de hombres, varón de dolores ... despreciable y no le tuvimos en cuenta”: casi
anonadado (cf. Is 53, 35) ¡Cuán grande, cuán heroica en esos momentos la obediencia de la fe
demostrada por María ante los « insondables designios » de Dios! ¡Cómo se “abandona en Dios”
sin reservas, “prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad” a aquel, cuyos
“caminos son inescrutables” (cf. Rom 11, 33). Y a la vez ¡cuán poderosa es la acción de la gracia
en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!»
(RM 18).
El ejemplo de lo que sucedió en el corazón de la Virgen María en su itinerario de fe, nos lleva a
la conclusión de que el asentimiento de la fe al Dios que se revela, «incluye el elemento de
la oscuridad». Porque «la relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y
criatura […]». Por eso es normal que, en el camino de la fe «encontremos momentos de luz,
pero también momentos en los que Dios parece ausente; momentos en que su silencio pesa en
nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos»9.
Palabras a las que nos gustaría añadir estas otras:
«A veces el mal y el sufrimiento de los inocentes crean en vosotros la duda y la turbación. Y el sí
a Cristo puede llegar a ser difícil. Pero esta duda no os convierte en no creyentes. Jesús no
rechazó al hombre del Evangelio que gritó: “Creo; pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9, 24)»10.
8 Se refiere a las palabras del Ángel en el momento de la Anunciación: «El será grande ... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre ... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33).
9 BENEDICTO XVI, Audiencia general, miércoles 19 de diciembre de 2012.10 BENEDICTO XVI, Palabras del Santo Padre a los jóvenes reunidos en la plaza de San Pedro para el encuentro
europeo de Taizé, 29 de diciembre de 2012.96
María es modelo de fe para nosotros, porque, aun experimentando la oscuridad, la distancia entre
lo prometido y lo realizado, sin ver, se fió de Dios, de su Palabra y de su designio. Y, guiada por
la sola luz de la fe, se abandonó en Dios sin reservas, prestando el homenaje del entendimiento y de
la voluntad a aquel, cuyos “caminos son inescrutables” (cf. Rom 11, 33).
Dame tu mano, María,la de las tocas moradas;clávame tus siete espadasen esta carne baldía.Quiero ir contigo en la impíatarde negra y amarilla.Aquí, en mi torpe mejilla,quiero ver si se retrataesa lividez de plata,esa lágrima que brilla.
A ti, doncella graciosa,hoy maestra de dolores,playa de los pecadores,nido en que el alma reposa,a ti ofrezco, pulcra rosa,las jornadas de esta vía.A ti, Madre, a quien queríacumplir mi humilde promesa.A ti, celestial princesa,Virgen sagrada María.
¿Dónde está ya el mediodíaluminoso en que Gabriel,desde el marco del dintel,te saludó: "Ave, María"?Virgen ya de la agonía,tu Hijo es el que cruza ahí.Déjame hacer junto a tiese augusto itinerario.Para ir al monte Calvario,cítame en Getsemaní.
Déjame que te restañeese llanto cristalinoy a la vera del caminopermite que te acompañe.Deja que en lágrimas bañela orla negra de tu mantoa los pies del árbol santo,donde tu fruto se mustia.Capitana de la angustia:no quiero que sufras tanto.
Qué lejos, Madre, la cuna
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y tus gozos de Belén:"No, mi Niño, no. No hay quiende mis brazos te desuna."Y rayos tibios de luna,entre las pajas de miel,le acariciaban la pielsin despertarle.¡Qué larga es la distanciay qué amargade Jesús muerto a Emmanuel!
Sabemos bien, porque así nos lo recordó el concilio Vaticano II, que «para dar esta respuesta de
la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del
Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos
gusto en aceptar y creer la verdad. Para que el hombre pueda comprender cada vez más
profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones»
(DV 5).
Por eso en María, al renovar su Sí de Nazaret a los pies de la cruz, lo que contemplamos es
«¡cuán poderosa es la acción de la gracia en su alma y cuán penetrante la influencia del Espíritu
Santo, de su luz y de su fuerza!» (RM 18).
Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento.
«En efecto, “Cristo, ... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino
que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres”;
concretamente en el Gólgota “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz” (cf. Flp 2, 5-8). A los pies de la Cruz, María participa por medio de la fe en el desconcertante
misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de
la humanidad. Por medio de la fe, la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora;
pero a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en
el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el “signo de contradicción”,
predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a María:
“¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”» (RM 18).
María, nueva Eva
«¡Feliz la que ha creído! Estas palabras, pronunciadas por Isabel después de la anunciación, aquí, a
los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema y se hace penetrante la fuerza
contenida en ellas.
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Desde la Cruz, es decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de
acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se remonta “hasta el comienzo” y,
como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en
el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad, contenidas en el pecado de los primeros
padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por
la Constitución Lumen gentium: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia
de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe” (LG 56,
nota 6). A la luz de esta comparación con Eva los Padres —como recuerda todavía el Concilio—
llaman a María “Madre de los vivientes» y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María
la vida” (LG 56, notas 8 y 9)» (RM 18).
«Con razón, pues, en la expresión feliz la que ha creído podemos encontrar como una clave que nos
abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como “llena de gracia”. Si como
“la llena de gracia” ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía
en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: “avanzó en la peregrinación de la fe” y,
al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio
de Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres.
Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre» (RM 18).
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Puntos del mediodía: Pedro, ¿me amas? Pedro ¿me quieres?
Si al inicio de estos Ejercicios os proponía meditar el encuentro de Jesús con los discípulos de
Emaús, y sobre todo el tratar de recrear esa conversación que tuvieron por el camino, cuando
el Maestro trataba de explicarles eso de: ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar
en su gloria? Ahora, cuando llegamos al final de los Ejercicios, os propongo meditar sobre esta otra
conversación entre Jesús y uno de sus primeros discípulos: Simón Pedro. Aquel que por tres veces
le negó. Os lo propongo porque, según el parecer de la mayoría de los comentaristas de ese famoso
pasaje evangélico, la triple pregunta de Jesús y la triple respuesta de Pedro contienen
la rehabilitación de éste en su condición de discípulo después de la caída. (Es mejor hablar de
rehabilitación en la condición de discípulo que en la de apóstol, pues Pedro era anteriormente
un discípulo y ahora, al ser rehabilitado como tal, se convierte además en apóstol).
Esta perícopa, evidentemente, no puede meditarse aislada de otros pasajes paralelos, concretamente
nos referimos a Lc 5,1-11 (la pesca milagrosa) y Mt 14,23-33 (cuando Jesús camina sobre las aguas
y Pedro acaba hundiéndose en ellas por su falta de fe). Sin olvidar tampoco Lc 22,31-34: «Simón,
Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para
que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos». Él le dijo:
«Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte». Pero Jesús le dijo: «Te digo,
Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme»). Jn 13,36-38:
«Simón Pedro le dijo: “Señor, ¿adónde vas?”. Jesús le respondió: “Adonde yo voy no me puedes
seguir ahora, me seguirás más tarde”. Pedro replicó: “Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora?
Daré mi vida por ti”. Jesús le contestó: “¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te
digo: No cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces”».
La pregunta de Jesús serviría para establecer que Pedro tiene ese amor abnegado que pertenece a
la esencia de la condición de discípulo. El arrepentimiento de Pedro iría implícito en su insistencia
en que ama a Jesús y en la angustia que le produce la triple pregunta (v. 17). En vez de
enorgullecerse de que ama a Jesús más que los otros (v. 15), un Pedro ya escarmentado se remite
únicamente al conocimiento que Jesús tiene de lo que hay en su corazón (v. 17).
Los vv. 15-17 sólo indirectamente se refieren a las negaciones de Pedro y a la rehabilitación de éste;
la intención directa de la triple pregunta y respuesta no es mostrar que Jesús dude de Pedro, sino
que Pedro ama profundamente a Jesús.
Y ¿para qué es rehabilitado Pedro? Algunos responden rápidamente diciendo para recibir
la misión de ser Cabeza visible de la Iglesia, para recibir el primado del colegio apostólico, etc.
Todas estas cuestiones, sin embargo, están muy lejos de la mente del autor del cuarto evangelio.
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Más lógico parece pensar que uno de los principales fines de este otro relato es mostrar a Pedro
rehabilitado, antes que nada y sobre todo, como discípulo de Jesús, siguiendo al Maestro ahora más
convencido que nunca.
Preguntémonos, pues, nosotros al final de los Ejercicios: ¿cómo andamos de amor? Renovemos
nuestro amor al Señor que nos llamó por nuestro nombre para estar con Él, para seguirle, para subir
con Él a Jerusalén, para ser testigos de su muerte y de su resurrección, para recibir el mandato
misionero, para experimentar que está con nosotros todos los días hasta la consumación de los
siglos.
Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas, apacienta mis ovejas
Las tres preguntas y sus respectivas respuestas sobre el amor de Pedro van acompañadas de
un mandato, también repetido tres veces, de que apaciente o cuide el rebaño (mis corderos/mis
ovejas).
¿Qué autoridad posee Pedro en su condición de pastor?
Jesús empezó por examinar el amor de Pedro porque la tarea de éste como pastor habría de
ejercerse sobre la base del amor al rebaño.
«Nos dejaba a Pedro como vicario de su amor» (San AMBROSIO, In Luc. X,175; PL 15,1848B)
Jesús confía a los que ama a uno que le ama, de forma que el cuidado pastoral de Pedro es
la demostración del amor de Pedro. Sin embargo, aunque nadie pone en duda que el cuidado
pastoral exige amor, no estamos seguros de que esta idea pueda deducirse del nexo que en los vv.
15-17 se establece entre la pregunta sobre el amor de Pedro y el encargo de cuidar del rebaño.
El amor que de Pedro se exige se refiere a Jesús y no explícitamente al rebaño; se trata de un amor
que lleva consigo la adhesión total y el servicio exclusivo (cf. Dt 6,5; 10,12-13). La conexión lógica
con el mandato dado a Pedro consiste en que, si Pedro ama tan abnegadamente a Jesús, éste podrá
confiarle su rebaño con la seguridad de que Pedro se amoldará en todo a la voluntad de Jesús
(cf. Is 44,28). El triple mandato de cuidar del rebaño insiste en los deberes de Pedro más que en sus
prerrogativas, subraya su obligación de cuidar del rebaño. En la descripción del pastor del
capítulo 10 de san Juan no se insiste en la posición superior del pastor, sino más bien en
el conocimiento que le une con las ovejas y en su entrega total al rebaño hasta dar la vida por él.
Todo ello está muy de acuerdo con la actitud profética del AT hacia los jefes-pastores de Israel, que
condena duramente a los pastores que se sirven del rebaño para su provecho y anhela pastores según
el corazón de Dios, capaces de gastarse con prudencia y entrega en bien del rebaño (Ez 34; Jr 3,15).
Independientemente de que la primera carta de Pedro sea obra del mismo apóstol o de uno de sus
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discípulos desconocidos para nosotros, el Pedro que allí habla sobre el cuidado pastoral no
desmerece en nada del ideal joánico. Exhorta a los demás ancianos: «Cuidad del rebaño de Dios que
tenéis a vuestro cargo, mirad [episkopein] por él, no por obligación, sino de buena gana como Dios
quiere; tampoco por sacar dinero, sino con entusiasmo; no tiranizando a los que os han confiado,
sino haciéndoos modelos del rebaño» (1 Pe 5,2-3). Por otra parte, nótese que en Jn 21,15-17, el
mandato de cuidar del rebaño sigue a la rehabilitación de Pedro, y ello deja en claro que Pedro es
constituido pastor no en virtud de algún mérito especial suyo. La elección de Pedro es una
demostración de que Dios se sirve de las cosas débiles de este mundo. (Los otros dos pasajes
evangélicos en que se hace referencia a la posición especial de Pedro, Mt 16,16b-19 y Lc 22,31-32,
se sitúan en el contexto de una reprimenda a Pedro por sus faltas.)
En su condición de pastor, la autoridad de Pedro no es absoluta. Jesús es el buen pastor al que el
Padre ha confiado el rebaño y nadie podrá ya quitárselo. Sus ovejas siguen siendo suyas, aunque
haya confiado su cuidado a Pedro. La afirmación de Jesús «Lleva a pastar mis corderos»,
san Agustín la parafrasea diciendo: «Cuida de mis ovejas como mías, no como tuyas»11. No cabe
pensar, por consiguiente, que Pedro sustituya a Jesús como pastor del rebaño. Una vez más
concuerda 1 Pe (5,2-4) con la idea joánica del cuidado pastoral: el rebaño de Dios ha sido confiado
a los ancianos cristianos que lo pastorean, pero Jesús es siempre el pastor/cabeza (cf. 1 Pe 2,25).
El discípulo amado
En la idea del redactor y de la comunidad para la que escribía, el discípulo amado era un personaje
real; quizá había sido idealizado, pero en todo caso no se trataba de un ideal abstracto o de un puro
símbolo. Es mucho más fácil de creer que el redactor recoge un hecho histórico cuando da a
entender que la comunidad se sentía turbada por la muerte de su gran maestro, ya que habían creído
que no moriría nunca.
El hecho de que la comunidad pensara que había una sentencia de Jesús aplicable al discípulo
amado significa que éste debía de ser un individuo acerca del cual pudo decir algo Jesús, en
consecuencia, uno de sus compañeros. Si llegó a vivir hasta una edad avanzada, cuando todos los
demás discípulos conocidos de Jesús ya habían muerto, la idea de que él no moriría nunca pudo ir
ganando verosimilitud.
11 AGUSTÍN, In Joh. CXXIII,5; PL 35,1967.103
«La muerte con que iba a glorificar a Dios»
Esta expresión es la forma cristiana habitual para designar el martirio.
Aparte de esto, también muestra una cierta afinidad con las ideas joánicas acerca de la muerte de
Jesús por la que él mismo fue glorificado al mismo tiempo que manifestaba a los hombres la gloria
de Dios (7,39; 12,23; 17,4-5). Al imitar a Jesús siguiéndole hasta la muerte (e incluso la muerte de
cruz), Pedro reconoce la gloria de Dios.
«Tú, sígueme»
Éste es el precepto fundamental de la vida cristiana. A modo de inclusión entre los caps. 21 y 1,
nos encontramos con que los discípulos iniciaron sus contactos con Jesús a la orden de que le
siguieran (1,37) y que estos mismos contactos se cierran con la misma nota.
Quizá podamos aventurar la opinión de que se pretende que el lector comprenda que la condición de
discípulo llevada a su perfección nunca habrá de faltar en la Iglesia.
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