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El Chicharrón del pishtaco, es un cuento huantino, del Dr. César Cabezas Sánchez (Salljaruna II), publicado en el año 2008, siendo mención honrosa en el Colegio Médico del Perú.
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CUENTO (*)
EL CHICHARRÓN DEL PISHTACO
Las viejas campanas de la iglesia matriz de Huanta se oían más fuertes que de
costumbre, su estruendosa letanía llamaba a los fieles para la misa de seis de la
mañana, entre tanto, no muy lejos de ahí, el zapatero del pueblo, don Serapio
Huamaní, arqueado en el suelo, introducía sus dedos en la boca, tratando de vomitar,
mientras que con la otra mano comprimía su abdomen con la intención de expulsar
aquello que le producía asco, espanto y pena, como si tratara de empujar sus
intestinos hacia arriba. Su esposa Alejandra le había contado una historia esa
madrugada, historia que en un principio Serapio no creyó, pero después, recordando
otros hechos similares, llegó a creer y convencerse más acerca del horrendo relato
que salió de los labios de Alejandra.
Todo empezó la noche anterior, al final de un día tranquilo y relajado, como todos los
sábados de primavera en este verde, extenso y hermoso valle. Don Serapio junto a
otros cuatro vecinos se encontraba charlando en el taller mientras remendaba unos
viejos y cansados zapatos, gastados hasta la última fibra de suela por sus dueños,
unos niños que el domingo tenían que asistir al desfile por el aniversario de su
escuela; de pronto, se asomó a la entreabierta puerta de madera, una rolliza mujer con
amplias polleras, tenía un rostro muy expresivo en el cual resaltaban sus ojos grandes
y negros. La mujer traspasó el umbral de la puerta y exclamó:
– Taytay don Serapio, miski miski chicharrullay, chuñusapacha, papachayoq,
uchusapacha (Señor don Serapio aquí traigo riquísimos chicharrones con
abundante chuño, papitas y bastante ají).
Era sábado, día en que la alegría y la sensación de bienestar eran evidentes por
alguna razón no manifiesta, se aunaba a esto el irresistible aroma de los chicharrones
que impulsó, sin dudar, a don Serapio y sus cuatro clientes a preguntar:
–¿Imam sutiki doña? (¿Cómo te llamas doña?)
dijo el zapatero dejando a un lado un zapato negro cuya planta trataba de clavar con
tachuelas pequeñas.
– Ildefonsam tatay – (me llamo Ildefonsa señor),
Dijo la mujer para luego acercarse a la mesa de trabajo y decir:
– rantikuway chicharrullayta (cómprame mis chicharrones), prueba un trocito sin
compromiso.
Serapio tomó un pedacito del chicharrón que le alcanzó Ildefonsa, lo masticó
suavemente con una parte de los pocos dientes que le quedaban y lo saboreó,
– Miski miski mamay Ildefonsa (están riquísimos doña Ildefonsa) ¿cuanto está la
porción?
– Un sol no más taytito, son los últimos que me quedan.
– Déme una porción – respondió el zapatero.
– Déme una a mi – dijo Maximiliano que estaba con su hijo Augusto, un niño muy
inquieto, que pidió un platillo más para sus tres hermanas y así se terminó las cuatro
porciones que había traído Ildefonsa.
Serapio y su esposa, esa misma noche, se sentaron a la mesa para saborear el
chicharrón acompañado con los ricos panes chapla, tradicionales de esta tierra y que
aun solos son crocantes y deliciosos. Mientras tanto, los clientes de la zapatería
disfrutaban el mismo platillo en sus respectivas viviendas. Si en algo coincidieron
todos es que nunca habían comido una carne de cerdo más suave y deliciosa, ni en
las mejores fiestas de la corrida de toros, ni en la fiesta de Maynay, ni tampoco cuando
criaron cerdos expresamente para comerlos tiernos en las fiestas familiares.
Habitualmente en el pueblo, los panaderos amanecen horneando el pan para
distribuirlos muy de madrugada, antes que las campanas llamen a misa. Las primeras
noticias habían llegado a una de las panaderías de las hermanas Palomino.
Un hombre, llamado Bernabé Cisneros, que venía de Macachacra, un poblado a unos
veintidós kilómetros de Huanta, contó que su hijo de siete años y tres meses, había
desaparecido hace cuatro días; luego de caminar esos cuatro días preguntando por el
niño a los campesinos, llegó hasta el poblado de Paraqay; ahí, en una casa de adobe
semidestruida, vio a un hombre blanco, de pelo rubio y crespo, de ojos azules y
serenos que no concordaban con el rostro tosco y sudoroso, su trato era rudo, áspero
y desagradable, junto a él se encontraban dos campesinos, todos ellos conversaban
sentados frente a un fogón, encima del cual hervía un gran perol con trozos de carne,
cerca de ahí estaban apiladas algunas ollas de barro tiznadas por fuera, dentro de
ellas se podía apreciar una manteca amarillenta rebosando por los bordes y con un
olor penetrante.
Bernabé se escabulló por el viejo solar y al tratar de acercarse a los hombres y cruzar
uno de los ambientes de la casa encontró ropas ensangrentadas, entre ellas halló
ponchos, camisas y chalinas de personas adultas, también de zapatos de niños
pequeños, algunos de ellos parecían los de su hijo. Mientras observaba estos
descubrimientos con sorpresa y nerviosismo, fue sorprendido por uno de los hombres
que oyó ruidos extraños dentro de la casa. Bernabé sintió que alguien lo miraba y al
levantar la cabeza, vio directamente a los ojos de un hombre de mediana edad, era su
vecino Juan Godoy, casado con Ildefonsa. Ambos quedaron mudos por un instante,
pero no pasó mucho tiempo, para que Godoy profiriera:
– ¡desgraciado! ¡tú nos dejaste sin agua para el riego! ¡tus culpas se pagan y por ello
tu hijo está dando su grasa para la madre iglesia!, y ¡tú también entrarás a las pailas!!-
.
Bernabé, al verse cercado por la muerte, sacó fuerzas de lo más profundo de su ser y
de un salto salió por una de las ventanas de la habitación y no paró de correr hasta el
poblado de Huayhuas a unos cinco kilómetros del lugar, agotado y sin fuerzas trató de
avisar a los pobladores acerca de sus sospechas, pero todas las puertas estaban
cerradas como si los pobladores durmieran profundamente o como si este fuera un
pueblo fantasma, solamente se escuchaba el ladrido de los perros que en silencio se
oían como lamentos. Bernabé siguió su camino hacia Huanta. En el camino se
encontró con Ildefonsa que regresaba con un quipe de ollas y platos acomodados en
la espalda,
– Buenos días don Bernabé –lo saludó cortésmente, pero no quiso hablar más y siguió
su camino.
Al llegar a Huanta contó lo que había visto al Sr. Filomeno Cárdenas, viejo portero de
la escuela del pueblo. Este le contó a su vez, que hacía ya unos días que faltaban
cinco niños en la escuela y sus padres los buscaban desesperadamente, pensaban
que probablemente habían sido capturados por un pishtaco al que no hacía mucho
creyeron haber visto por Macachacra.
La noticia de Bernabé corrió por el pueblo más rápido que el atoq (zorro) y alborotó
ese domingo que parecía apacible; un grupo de once campesinos partió en busca del
pishtaco, y pronto llegaron a Paraqay guiados por Bernabé. Al llegar a la vieja casa
encontraron toda la ropa y zapatos de unas trece personas, siete niños y seis adultos,
también huellas de sangre en uno de los ambientes sin techo, machetes, sierras y
filudos cuchillos, huesos de fémur, tibias y algunas costillas, aún con sus cartílagos. En
el polvoriento patio había unos perros negros disputándose vísceras sanguinolentas y
malolientes, no muy lejos se podía ver ollas vacías en cuyas paredes se observaba
una manteca amarillenta en grumos perlados, ahora duros y secos como si fueran
escarcha de grasa. Después de tantas historias contadas en el pueblo, el hallazgo
había confirmado que el pishtaco y sus amigos mataban gente para obtener su grasa y
luego venderla para ser mezclada con el bronce de rojo incandescente con las que se
hacia las campanas de las iglesias, para que su tañido, quizás por el lamento de las
víctimas, sea más sonoro y llame a más fieles y a más largas distancias...pero lo que
no era parte de esas historias es que también se hacía chicharrones....los que
comieron Serapio y sus visitantes.
Lima, invierno 2008
Saljaruna II