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95 Revista Casa de las Américas No. 279 abril-junio/2015 pp. 95-105 NOTAS Vacío y silencio N uestro desierto nace como entidad dual, a la vez naturaleza y mito, y su ingreso al catálogo de realidades americanas calculadas en ultramar lo da la mirada española que sopesa y mide, y la lengua, que nombra. Magallanes en 1520 y Pedro de Mendoza en 1536 ofrecen los primeros testimonios de un territorio desmesurado que llegaba hasta «el acabamiento de la tierra». El vacío de esas leguas incesantes, llamadas más tarde y simultáneamente desierto, tierra adentro, la pampa, pero que perduraron en la forma antonomástica de «el desierto», fue una ilusión fundada en la ambigüedad metonímica del español al dar nombre a lo nuevo de América. Si bien en la visión europea que descubre confines del mundo, «desierto» era todo lo no civilizado, 1 la distorsión que la palabra impone en el Río de la Plata encierra el conflicto posterior de nuestro desierto amarillo y verde: el afán por su posesión, tanto simbólica su traslación al papel como pragmática su conquista territorial. El desplazamiento semántico implicó un escamoteo de la mirada con el que quizá SYLVIA IPARRAGUIRRE El desierto 1 Alexis de Tocqueville: Quinze jours dans le désert americaine, viaje a la región de los lagos, en Michigan, EE.UU., en el marco de su viaje de 1831, junto a Beaumont.

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NOTAS

Vacío y silencio

Nuestro desierto nace como entidad dual, a la vez naturaleza y mito, y su ingreso al catálogo de realidades americanas calculadas en ultramar lo da la mirada española que sopesa

y mide, y la lengua, que nombra. Magallanes en 1520 y Pedro de Mendoza en 1536 ofrecen los primeros testimonios de un territorio desmesurado que llegaba hasta «el acabamiento de la tierra». El vacío de esas leguas incesantes, llamadas más tarde y simultáneamente desierto, tierra adentro, la pampa, pero que perduraron en la forma antonomástica de «el desierto», fue una ilusión fundada en la ambigüedad metonímica del español al dar nombre a lo nuevo de América. Si bien en la visión europea que descubre confi nes del mundo, «desierto» era todo lo no civilizado,1 la distorsión que la palabra impone en el Río de la Plata encierra el confl icto posterior de nuestro desierto amarillo y verde: el afán por su posesión, tanto simbólica su traslación al papel como pragmática su conquista territorial. El desplazamiento semántico implicó un escamoteo de la mirada con el que quizá

SYLVIA IPARRAGUIRRE

El desierto

1 Alexis de Tocqueville: Quinze jours dans le désert americaine, viaje a la región de los lagos, en Michigan, EE.UU., en el marco de su viaje de 1831, junto a Beaumont.

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se pretendió exorcizar a los habitantes naturales. Aunque unos tres mil querandíes entraron en contacto con Mendoza y lo cercaron, de allí en más se impuso la imagen del paisaje deshabi-tado. La primera mirada blanca articula dos elementos que permanecerán constantes en el futuro del territorio: el punto de vista y la escena recurrente. El punto de vista es siempre el mismo: el del viajero europeo; la escena repetida es la del choque étnico: el espectáculo del otro distinto, que no se puede asimilar. La mirada europea será, al comienzo, incapaz de proveer a los gru-pos humanos de América un mínimo lugar de pertenencia. Excluidos de todo sistema cultural, quedaron confi nados al cuerpo, a la animalidad. Para el viajero blanco los habitantes del desierto apenas alcanzarán el estatuto humano. Como sea, desde la conquista se les imprimió a estas tierras una denominación que atendía a motivos más subjetivos que objetivos y en la que primó uno de sus sentidos: el vacío.

Tres siglos más tarde, en las numerosas cartas dirigidas al gobierno de la provincia de Buenos Aires o a los jefes de frontera a través de su se-cretario, el cautivo que lo traduce y escribe en español, Calfucurá, el cacique araucano, señor de las Salinas Grandes, nunca menciona el desierto; como los gauchos, los indios no necesitan nom-brar el desierto, lo dan por sentado: viven en él. Ignoramos qué era el desierto para los habitantes del territorio desde trece mil años atrás, aunque podemos suponerlo: siendo lo mismo, fue una realidad muy distinta a la experimentada por el blanco: algo tan consustancial con su vida como lo fue, más tarde, el caballo. El desierto era el lugar donde se encontraban y sucedían todas las cosas. Desplazamientos constantes de hombres de norte a sur y de sur a norte, luchas tribales,

conquista de un pueblo por otro, estampidas de ganado cimarrón, bandadas atravesando el cielo de otoño y primavera, incendios dantescos que empujaban ferozmente a hombres y animales en busca de las aguadas. Por encima de estos sucesos irruptivos, aislados, se impone el si-lencio creando un compás sincopado. El ritmo vital del desierto crea una partitura demasiado extensa en el tiempo y en el espacio como para ser capturada. Solo la imaginación podrá recrear más tarde esos sucesos, esas vastedades; solo la literatura. Hubo espectadores para los esporádi-cos prodigios, pero no espectadores que tuvieran medios para fi jarlos y trasmitirlos. Si la primera peculiaridad del desierto para el blanco fue el vacío, la segunda es el silencio.

Los pueblos que vivían en el desierto eran ágrafos. La voz que emanaría de ellos fue espo-rádicamente traducida, después silenciada. La denominación «el desierto», por lo tanto, llega hasta nosotros despojada de su dimensión fácti-ca; el suceder de la historia la ha descargado de su materialidad original para recargarla de con-notaciones metafóricas, simbólicas o sublimes. Nuestro desierto es letrado, específi camente literario. Dueño del centro del país y extendido sin cesar hacia el sur, forma vacía, heredada, «sabida» antes que experimentada, el desierto adopta presencia y peso cuando el viajero deja atrás la ciudad, las «últimas poblaciones» y, tras la ventanilla de un tren o de un ómnibus, es capturado por la línea que se desplaza, lenta, en el fondo, ejerciendo su ancestral, ambigua sugestión. Pero hasta este simple hábito del viajero actual está tamizado por la tradición literaria.

Nuestra historia comienza como una voz con-trastada con el silencio del desierto. Insignifi cante

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en relación con el hueco hacia el cual dirige la débil interpelación. Cuando hubo voces, se levantaron, frágiles, de los apocados rancheríos que los blancos comenzaron a construir en las costas y que desaparecían en la reverberación del sol o dejaban de existir borrados por la noche universal. No hubo en estas extensiones la piedra que fi ja, que origina la ciudad, el camino, el mo-numento, la exclusa. Había guadales, pastizales interminables, aguadas. Esto en el centro y sur, hasta el Río Negro; más al sur, una vastedad aún más inabarcable llamada, entre los europeos, Patagonia. Una pequeña aldea va creciendo, empecinada, en los confi nes de la América del Sur. El dominio sigue siendo del tiempo inmu-table, del viento y del silencio. Con el correr de los siglos Buenos Aires produce un rumor contrapuesto que adquiere una forma y establece un diálogo con el silencio, de cara al desierto. Un intercambio perdurable que se vuelca en el papel, ya sea el papel de la cartografía, ya sea el de los libros.

En 1830, con la vuelta de Esteban Echeverría de Europa, el territorio, todavía en gran parte des-conocido, alcanza un estatuto mayor de existencia. Desprendiéndose de la pura materialidad, va a marcar un comienzo en la recién nacida literatu-ra nacional. El poeta inscribe un trazo. Y con él, pone de manifi esto un sentido profundo: desierto y poesía son una sola cosa; el desierto está tatuado en la piel del naciente país y su dibujo indeleble es el de la letra escrita. Es el desierto el que impone esta condición paradójica de escritura: para ser aprehendido es necesario opacar una de las formas de su existencia dual, estilizar, en el sentido literario, su condición de realidad degrada-da, inculta, cerril, bárbara: sublimarla. El proceso no es impune: el desierto ejerce una irresistible

atracción, aquella gravitación del abismo que pesa como advertencia sobre los que se asoman a él. Relación compleja de fascinación y repulsa que logrará sus formas más acabadas en El matadero, en Amalia y en Facundo. No obstante, desasido de sus aspectos experienciales, logra sobreponer el triunfo de su sentido emblemático transformán-dose en una poiesis.

En 1839, Rosas, progresivamente atrinche-rado en la suma del poder público, ejerce la represión sangrienta contra sus adversarios políticos. Desconfía de los jóvenes ilustrados a la europea a los que vigila. Ha infi ltrado la sociedad secreta Joven Argentina y muchos se han ido al exilio. Aunque considera que emigrar es inutilizarse para el país, Echeverría no puede permanecer en Buenos Aires y se asila en el campo que mantiene con su hermano cerca de Luján. Los Talas ha estado, en otro tiempo, en la primitiva línea de fortines; lo prueban algunos parapetos y zanjas que conserva. En esa intem-perie, apenas socorrida por «unos ranchos de aspecto triste» y una casa, que no podrá cobijarlo después de la retirada inexplicable de Lavalle,2 «la espada sin cabeza», Echeverría escribe nuestra acta inaugural, El matadero. Pocos años atrás había dado aquel paso inicial imaginando esce-nas panorámicas para La cautiva, su poema de la pampa. El desierto como paisaje de la patria ofrece al poeta un espacio propicio que une lo grandioso y lo íntimo, donde anhela encontrar

2 En agosto de 1840, Lavalle, que estaba en el Uruguay, desembarca en San Pedro con un ejército de mil hombres y avanza hacia Buenos Aires para sitiarla y derrocar a Rosas. Se detiene en Morón y allí permanece cuatro semanas, sin actuar, tal vez esperando el apoyo francés. Luego se retira a Santa Fe, dejando a los civiles com-prometidos con él librados a su suerte.

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«la verdad».3 Momento originario interrumpido, porque ahora, en el verano de 1839-1840, en Los Talas, aquel primer gesto hacia el desierto y sus habitantes naturales, adecuado a la esté-tica romántica y a la mirada posible del lector europeo, se congela y cede rápidamente al re-querimiento de la hora. En estos días y noches insomnes de Los Talas (imaginamos) la pluma urgente recrea en el papel lo que ha visto una y mil veces y conoce a la perfección: el borde barroso de la aldea, esa orilla donde el desierto asedia a la incipiente ciudad, donde la invencible ubicuidad de la frontera hinca una escena en la que luchan la civilización y los bárbaros gauchos matarifes, como si el desierto hubiera asentado sus reales y se mostrara otra vez dueño de esas orillas, tan cerca de las casas. Espacio de barro y sangre donde hay un cuerpo que, literalmente, revienta: el del unitario. Escena apropiadísima para abordar lo que quiere abordar, para dejar constancia de esa pugna que signa nuestro desti-no: la apenas ciudad civilizada, carcomida, a los ojos del poeta, por la incultura y el salvajismo de la violencia engendrada por el desierto. Rosas es el desierto. Y su aliado, el gaucho, es muestra cabal de esa vida surgida de la pampa inculta y bárbara. Gaucho: como adjetivo, es una de las impugnaciones más fuertes con que se lo nombra al tirano («el gaucho Rosas»), que se rodea de ellos, vive como ellos y de quienes logra una fi delidad ciega.

Apenas nacida, la literatura argentina se pone a los pies de una causa: conspirar contra Rosas,

derrocarlo. Se escribe para desacreditarlo, para mostrar a las víctimas, para denostar un régimen, para ensalzar un estilo de vida contrapuesto. En cuanto deja la pluma y se asoma al campo, Echeverría (podemos suponer) ve lo que ha visto desde que bajó del barco: la regresión de una patria que ha perdido su vínculo con los ideales de la Revolución de Mayo. El país, que apenas empezaba a proyectarse hacia el futuro luego de las luchas civiles, ha caído en la som-bra de una tiranía retrógrada, aun así o por esa misma y acuciante razón, debe tener, piensa, como las naciones civilizadas, una literatura y una jurisprudencia. Y un ideario, una ideología que sostenga los preceptos estéticos y sociales. Pero sobre todo (podemos imaginar), la mirada perdida en la vastedad que él mismo ha instituido como locus poético se hace una pregunta: ¿dón-de empieza y dónde termina aquella extensión inabarcable que comienza a llamarse Argentina?

Alberdi, Sarmiento, Mármol se interrogarán sobre lo mismo. Los escritores de la primera ge-neración romántica tuvieron clara noción de que una literatura fundante debía incorporar al na-ciente imaginario argentino un territorio real y su paisaje. La pampa se abría como una interrogante a la vez que como un desafío, y las respuestas diversas que encontraron para su representación van a marcar de manera indeleble los momentos iniciales de nuestra literatura. Van a coincidir en la necesidad de trasladar lo inabarcable a lo accesible en el papel: la acotación imaginaria de un paisaje, la fundación de una territorialidad literaria, el ensayo de una explicación ante el dominio del vacío; van a convenir en la nece-sidad de neutralizar la amenaza del desierto, de colmarlo con fi losofía, con interpretaciones, con palabras.

3 En 1832, en Mercedes (Uruguay) pasó Echeverría unos meses en una especie de «fuga al campo»; allí compone estos versos de su poema «Lara»: ¿Va anheloso / de encontrar la verdad en los desiertos / contemplando la pampa y maravillas / de la naturaleza?

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El mandato del desierto de ser considerado y representado como elemento de base cuando se interpreta o se poetiza al país sufre en el comien-zo una distorsión inevitable. Nuestros escritores han leído el desierto en los libros antes de verlo.4 Desde Concolorcorvo, en 1773, y la descripción de los gauderios en su Lazarillo de ciegos cami-nantes, son otros los ojos –otra vez los del viajero de ultramar– los que han dado cuenta primera de estas travesías. Echeverría y Sarmiento leerán descripciones del país en Francis Bond Head (Las pampas y los Andes), traducido al francés y de aparición casi simultánea en Francia y en el Río de la Plata; Alberdi, para entretener un viaje a Tucumán, en el libro del Capitán Andrews (Journey from Buenos Ayres through the Provin-ces of Cordova, Tucuman and Salta to Potosí); lecturas que los adscriben, admirativamente, a la mirada del viajero europeo. Lecturas que se unen, además, al respaldo intelectual de los libros científi cos sobre América, como el monumental de Alexander von Humboldt (París, 1809-1824) o el de Darwin (Londres, 1839), conjunto de obras que, romanticismo de por medio, dan base a esa «suerte de reinvención ideológica de Sudamérica que tuvo lugar a ambos lados del Atlántico, durante las primeras décadas del siglo XIX».5

Del mismo modo que la pampa, el desierto patagónico ingresó a la literatura bajo la mirada ajena y se canalizó en el género predominante: el libro de viajes. La expansión imperial del siglo XIX en los mares del sur, particularmente Inglaterra, y sus intereses geopolíticos requerían de constantes expediciones y del asentamiento por escrito de su ejecución y grandeza. Libros que acuden a consolidar la historia que se escribe desde el centro del mundo. Nadie la contradice. Menos que nadie el lector europeo convertido en consumidor ávido de los a veces extravagantes relatos de ultramar, a los que otorga, desde la cómoda sala burguesa donde lee, completa ve-racidad. El lector americano, a su vez, lee esas representaciones y se sirve de ellas, en parte por-que no está en condiciones de refutarlas, en parte porque son la primera materia de la cual podrá servirse cuando elabore su propio relato, en parte porque son narraciones de hechos y costumbres que incluso tal vez desconozca, en parte porque lo seduce la admiración con que está descrito su propio país.

Pero el desierto visto por ojos extranjeros o imaginariamente relatado, marca de nacimiento constructora de dicotomías, lugar común de nues-tra literatura a la vez que escenario real y palpable de la vida argentina y de su imaginario social, tuvo características distintas de aquellas tópicas con las que pasó a formar parte de nuestra herencia cultural. Sus representaciones más veraces toman lugar en un corpus de relatos laterales: escritura menuda, directa, documental de la minucia con-creta del desierto y de sus actores, cuya aspiración no es poética sino testimonial o política, y que constituye una dimensión reveladora «del otro lado» sin el cual no se alcanza cabalmente lo que más tarde será «la tragedia del desierto».

4 Dice Juan María Gutiérrez de Facundo: «es este libro como las pinturas que de nuestra sociedad hacen a veces los viajeros por decir cosas raras: el matadero, la mulata en intimidad con la niña, el cigarro en boca de la señora mayor». Cita que echa signifi cativa luz sobre la opinión que tiene de El matadero. Citado en José Luis Lanuza: Echeverría y sus amigos, Buenos Aires, Paidós, 1967.

5 Adolfo Prieto: Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina –1820-1850, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1996.

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La frontera

Desentendida por completo de las paradojas que propone su reconversión literaria, la historia múltiple del desierto –paralela a la escritura de La cautiva, El matadero, Facundo, Bases, Ama-lia, Martín Fierro, Una excursión a los indios ranqueles–, colmada de actores y confl ictos, se desarrolla en su escenario principal: la frontera. Espacio inestable de una incesante actividad de sobrevivencia y muerte, de tensa vigilancia y de intercambios de todo tipo de bienes: informa-ción, personas, animales, alimentos, armas. Ob-jeto de tratados, de demarcaciones geográfi cas y de una primera expedición contra los indios, la de Rosas, la frontera condensa los signifi cados del desierto y lo representa. Posee, además, una dimensión ubicua, reapareciendo en diversos contextos de la vida y de la literatura argenti-nas, encarnada en diferentes actores, como una presencia ominosa siempre al acecho; tal como aparece en El matadero o en el pasaje de la casa de Rosas en Amalia.

Hacia 1855, tres años después de la caída de Rosas, quien había conseguido mantener con los indios una tensión estable –basada en el castigo durísimo y en el cumplimiento escrupuloso de las promesas–, los grupos fuertes indígenas vuel-ven a ser dueños del desierto, desde las Salinas Grandes hasta Neuquén y, más al sur, hasta los pasos por donde cruzan la cordillera hacia la Araucanía chilena. El año señala un momento de grandes difi cultades para los blancos. Los cuatro caciques que dominan el territorio (Calfucurá, Pincén, Catriel, Yanquetruz) hacen sentir su voz traducida. Para estas poblaciones nómades, los malones fueron un modo poco costoso de super-vivencia dada la casi nula oposición que ofrecían

los fortines paupérrimos; el arreo de ganado y la posesión de cautivos blancos aportaban a los capitanes indígenas y a sus tribus bienes mate-riales, poderío y derecho a hacerse escuchar. El gobierno de Buenos Aires y los fuertes más impor-tantes, como el de Bahía Blanca, deben acceder a los constantes pedidos de los señores de Tierra Adentro. Hasta la expedición de Roca, de 1879, cuando las diversas escrituras producidas desde el desierto alcanzan un grado de legitimidad ofi -cial, el fl uir constante de hechos toma cuerpo en una crónica multiforme y coral que entreteje la trama del desierto en la que vidas y destinos son arrastrados por el devenir incierto de la frontera. Textos en los que se escuchan las voces de los jefes indios y las de los jefes de los fortines; el pedido, desde ambos bandos, de devolución de cautivos y el pedido, al gobierno, de «toneles de aguardiente de Ámsterdam», apreciados por igual por indios y gauchos-soldados. En la frontera las jerarquías enemigas se licuan, las categorías cerradas se abren y se produce el encuentro y la fusión o confrontación de costumbres en experiencias de todo tipo.

El viaje del maestro Larguía

En el conjunto de estas crónicas «menores», res-cato por elocuentes y por razones diversas pero entrelazadas, dos textos: por un lado, el diario del maestro Francisco Solano Larguía quien, a pedido del gobierno, viaja como emisario de paz a instalarse en los toldos de Calfucurá, en las Salinas Grandes,6 y, por el otro, la historia

6 J.L. Rojas Lagarde: «Viejito porteño». Un maestro en el Toldo de Calfucurá, Buenos Aires, Ed. El Elefante Blanco, 2007.

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del excautivo Santiago Avendaño,7 a quien el Gobierno consulta sobre las perspectivas del viaje de Larguía, tema acerca del cual Avendaño se muestra escéptico, y tendrá razón. Avendaño ha-bía vivido como cautivo de los indios ranqueles durante ocho años, hablaba su lengua y era un experto en la cuestión indígena. Nadie más lejos de tal realidad que el entonces director de la más importante escuela de Buenos Aires, la Catedral al Norte. El maestro Larguía viaja acompañado por su carta de presentación en la que el go-bierno ha puesto sus esperanzas: Manuel Pastor Calfucurá, de diecinueve años, hijo del cacique y alumno y pupilo de su escuela. Esta circunstancia –los hijos de los caciques educados en escuelas urbanas– era alentada tanto por el gobierno de Buenos Aires como por el de la Confederación, a fi n de ganarse la benevolencia de los principales caciques. «El negocio de las paces fue el objeto principal de mi viaje», escribe Larguía, y luego: y el que sean «devueltos la mayor cantidad de cautivos». La estadía en las Salinas Grandes se extiende mucho más de lo previsto en espera de que los capitanejos de Calfucurá accedan a la devolución de alrededor de cuatrocientos cauti-vos. El Nacional del 15 de julio de 1856 publica que entre los presentes que el señor Larguía lleva para Calfucurá «hay un órgano que tocaba muy bonitas y armoniosas sonatas [...] y probablemente será un delirio para el cacique y sus mujeres». La constatación de que su hijo lee y escribe produce una gran satisfacción en el cacique, quien tiene ahora alguien de confi anza a quien hacer leer las cartas. No obstante, ni este hecho ni los presentes que recibe tendrán peso en el momento de captar

la confi anza del cacique y modifi car sus decisio-nes. En conversaciones con su huésped y en las cartas que envía, Calfucurá se muestra dueño de la situación. Pide mil quinientas yeguas, ponchos, espadas, la devolución de las familias de los in-dios cautivos en los fortines, enseres de todo tipo y «un guitarrero que sea bueno para divertirse»; hace saber que cuando él lo disponga «cinco mil lanzas» (da como prueba una larga lista de nom-bres de fi eles caciques menores) están prestas a largarse desde el sur, siempre con la amenaza de una gran invasión. Como Pincén y Catriel, espe-cula con los enfrentamientos que Buenos Aires sostiene con la Confederación y presta su ayuda militar a un bando u otro, logrando ventajas con los altibajos de la contienda. Pero también es víctima de los engaños de Urquiza, quien le hace saber que Rosas, a quien Calfucurá respeta por sobre todos los blancos, opina que Buenos Aires lo compra «por unos trapos». Esto enfurece al cacique –ignora que Rosas ya está en el exilio– contra los fortines de Buenos Aires. El diario de Larguía escrito en «los toldos», y las cartas al gobierno, tanto propias como de Calfucurá, son una suerte de lupa que muestra las dimensiones naturales de la frontera; su condición áspera, nada «romántica» en detalles chocantes para un lector medianamente culto, son recogidas con sencillez en el diario del emisario de paz Larguía, como en multitud de textos semejantes, confi gurando una literatura tan copiosa como marginal. Tejido intrincado de sucesos entre los que aparece, como un hilo perdido en la trama, la remota esperan-za del escribiente del cacique en una posdata: «rogando el que escribe se ponga un aviso en los diarios para que pueda llegar a noticia de su hermano José Valdés que se halla cautivo en Salinas Grandes al lado de Calfucurá». La misión

7 Meinrado Hux: Memoria del ex cautivo Santiago Aven-daño, Buenos Aires, Ed. El Elefante Blanco, 1999.

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del maestro fracasa; la desconfi anza del cacique araucano es cada vez mayor y sus hombres no acceden a devolver los cautivos.

Por su parte, las memorias de Avendaño res-catan otro tipo de situación extrema: la de «un cristianito que hablaba con el papel», modo en que los indios ranqueles describían a Santiago Avendaño, cautivo a los ocho años, cuya capaci-dad de leer fue primero exhibida como prodigio y luego utilizada por sus captores. La experiencia límite de la extranjeridad padecida a lo largo del cautiverio, será luego la misma que sufrirá al ser devuelto a su vida entre los blancos: es observado como una rareza de sobrevivencia; «anormalidad» que lo sitúa al margen de las dos culturas.

La frontera es el espejo deslucido, descarnado, en el que se muestra el confl icto del país; la con-tracara del desierto de La cautiva, de la hermosa efusión del Facundo («¿Dónde termina aquello que quiere en vano penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? ¡La soledad, el peligro, el salvaje, la muerte! [...] el hombre que se mueve en estas escenas se siente asaltado de temores e incertidumbres fantásticas, de sueños que le preocupan despierto»), aquella que solo un lector muy posterior podrá apreciar o buscará como documento. En el mencionado viaje de Francis-co Larguía, que prefi gura en varios aspectos la mirada curiosa de Mansilla, ya se percibe, sin embargo, el germen de una disolución, de un fi -nal. La hibridación que toda frontera supone, ese contacto de lenguas y de costumbres, de culturas y de mutuas infl uencias es, aunque existente, opaco; no contiene proyección ni produce futuro, no se resolverá en una síntesis que enriquezca las bases de un país en gestación. Es una frontera muerta: uno de los lados está condenado, tiene un plazo de vida de veinte años.

Las pampas del sur

Pero el horizonte del desierto, como el deseo bo-variano, ofrece solo desazón y, fuera de alcance, huye siempre más allá. Más allá de las Salinas Grandes y del Río Negro, escapándose por el corredor de vientos de las pampas del sur. Allá se extiende, desconocido, un territorio todavía más vasto. En él no hubo frontera, o si la hubo fue una frontera esporádica, a lo largo de las costas.

Las experiencias de contacto con el sur patagó-nico provocaron resonancias muy distintas entre los europeos de los siglos XVI y XVII. En 1520 la Patagonia ingresa a la geografía de Occidente bajo una mirada de sesgo maravilloso, gestada en los navegantes legendarios y en el anhelo de las po-sibles riquezas que las pampas del norte defrau-darán. En los tres siglos siguientes, el territorio sigue siendo una incógnita. Salvo indispensables desembarcos, el contacto será muchas veces puramente visual: la línea de los acantilados, las ballenas, los animales desconocidos, los fuegos de la costa. La mirada del marino europeo pro-yecta sobre lo nuevo sus construcciones mentales y la ve, así, poblada de seres mitológicos, como las sirenas que creyeron divisar los marineros de Francis Drake; o los tehuelches, llamados patagones, asimilados a los gigantes como fi guras residuales de un imaginario medieval, presentes, sin duda, en las confi guraciones men-tales de aquellos hombres atónitos que también buscaban la ciudad dorada de los Césares. Como señala Giorgio Agamben, «cuando lo que se ve pertenece al orden de lo extraordinario, no puede transformarse en experiencia compartible».8 Si

8 Giorgio Agamben: Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2004.

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las pampas del norte lograron solo cierta indi-gencia retórica al momento de ser descritas por los viajeros terrestres que las compararon una y otra vez con el océano («océano de tierra»), la mirada de los navegantes de las costas del sur sufre curiosas distorsiones y el territorio ingresa en los relatos europeos ya contaminado de ele-mentos fantásticos.

La historia de nuestro otro desierto, no tra-bajado por la mirada poética, fue un registro de encuentros esporádicos y siguió, errática, hasta mediados del siglo XIX. Nace y continúa durante tres siglos como escritura heterogénea y fragmentaria que irrumpe en cuadernos de bi-tácora, relatos de viajeros, reportes misioneros, informes científi cos, balances comerciales de barcos foqueros y balleneros. Variantes todas que confl uyen en lo inefable, en la leyenda, en sínte-sis, en la construcción del mito patagónico. Pero si la pampa en su extensión central y cercana a Buenos Aires pudo ser expresada con palabras, de algún modo poseída por la palabra de la li-teratura que le dio nombre y forma y la instaló en el naciente imaginario nacional, el desierto del sur continuó desconocido, imperturbable, durmiendo su largo sueño de hielo y viento. Fue solo a fi nes del siglo XIX que entra de lleno en la historia ofi cial y su ingreso es traumático.

La ciudad entra en el desierto

En 1879, la expedición al desierto del general Roca cierra, con la conquista de la frontera del Río Negro, la primera etapa de la incorporación territorial y abre a la ocupación el desierto del sur. Es entonces cuando la dimensión legendaria de la Patagonia se trasmuta en materias codicia-bles: oro, ballenas, focas, campos para el ganado.

El país necesita el triunfo de una racionalidad moderna. Echeverría ha quedado atrás y es el pasado; la notable experiencia de viajero curioso que observa y admite, la de Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, que ejemplifi có quizá otra manera posible de negociación por el desierto, también queda atrás. La expedición del general Roca, bajo el gobierno de Avellaneda, responde al imperativo de construcción del estado argentino. Es necesario incorporar a lo ya con-quistado el vasto territorio del sur, «la patria pen-diente». Uno de los pilares de esta construcción es la territorialidad (la misma que fundamenta la expedición al Chaco, de Victorica, poco más tarde), base que toma toda su dimensión dentro del marco económico internacional: el reciente invento francés del enfriamiento de las carnes abre enormes posibilidades mercantiles para las que se necesitan campos de pastoreo, para lo que se precisa expulsar o exterminar defi nitivamente a los habitantes de «el desierto». Dentro del marco político, la expedición atiende a un confl icto de límites con Chile; demuestra, además, la exis-tencia útil de un ejército nacional que importa tecnología militar nueva (se usa por primera vez el fusil Remington a repetición) y al que acompañan hombres de ciencia, peritos, ingenieros, geólogos y periodistas que dejarán constancia de la empre-sa. Escribe uno de ellos, sintetizando el espíritu del proyecto: «La conquista es santa; porque el conquistador es el Bien y el conquistado es el Mal. Siendo santa la conquista de la pampa, cargué-mosle a ella los gastos que demanda, ejercitando el derecho legítimo del conquistador».9 Lógica

9 Manuel Fernández López: «Los nuevos dueños del de-sierto», en Historia Integral Argentina, Las bases de la expansión, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, t. 4, 1971.

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insólita que justifi ca todo y que no admite ningún cuestionamiento ético ni siquiera humanitario. Ya no es más la mirada literaria o romántica la que se extiende sobre la tierra concreta, barrida por el viento: es una mirada positiva. El contacto con la tierra es real, se la mide y se la analiza; se especula con ella. Los hombres de la expedición proyectan una mirada pragmática guiada por un ideal: la construcción de una nación civilizada, ideal que refi ere a otro requerimiento: instalarse en el concierto mundial de las grandes naciones.

En medio de todo ese ruido y furor, los habi-tantes patagónicos, los invisibles pobladores del desierto, no solo fueron indignos de fi gurar en ninguna historia sino que, acorralados por las expediciones del norte, los buscadores de oro y los terratenientes del sur, empezaron a sentir el peso de su destino inexorable: el de su extinción como pueblos. En la desigual lucha contra el poderío blanco, los grupos ranqueles, tehuel-ches, mapuches, y más al sur, onas y yámanas, sucumbieron al embate de la cultura occidental. El desierto se torna sangriento, pero la marca de la sangre como prueba irrefutable de lo cruento de su posesión es imperceptible en semejantes distancias. El desierto absorbe la sangre; la letra la diluye. Lo que llega a Buenos Aires desde la frontera brutal de Tierra Adentro, naturalmente, no son los hechos, sino el relato de los hechos: los partes militares, los mapas que se van trazando a medida que avanzan las columnas, los reportes científi cos, geográfi cos y geológicos. Años más tarde, el conjunto de escritos e informes produci-dos a lo largo de la expedición se materializará en una escena fi nal desarrollada ante los ojos de los habitantes de la metrópoli: la entrada triunfante del ejército de la Campaña del Desierto en Buenos Aires. Escribe Estanislao Zeballos, en 1884:

Villegas desaloja a los temidos y valerosos indios de Pincén y presenta a este en Bue-nos Aires, prisionero, en medio del asombro general; Racedo no deja un salvaje en el país ranquelino, y su mejor trofeo ofrecido al gobierno es el cacique general de la tribu, Epugner y su familia; y hasta los cráneos de Calvucurá y de Mariano Rosas, los dos gran-des generales de Tierra Adentro, exhumados solemnemente por Levalle y Racedo, vienen a formar parte de mi colección histórica [...]. ¡Viene al fi n el cacique a reconocer nuestro dominio sobre las cuarenta mil leguas de su derruido imperio!10

Aunque esta escena clausura altisonantemente la guerra del desierto, no fue la única. Menos prosopopéyica es la de los vencidos llevados a pie desde la cordillera hasta Carmen de Patago-nes; esa caravana miserable, embarcada hacia el puerto de Buenos Aires, sin destino defi nido salvo el de su disponibilidad como mano de obra esclava, es otro, entre muchos de la misma índole, de los cierres del desierto.

Nuestra literatura se gesta en los distintos momentos de la interpelación al desierto, en la paradoja de su signifi cado. De allí en más, la his-toria argentina entrelazará las dos dimensiones que forman un indisoluble todo: a la vez que una tradición, una realidad palpable; a la vez que una literatura y una poesía, un espacio reconocible y practicable.

Nuestros libros fundacionales fueron respues-tas al confl icto que presentó su representación:

10 Estanislao S. Zeballos: Calvucurá y la dinastía de los Piedra, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993.

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anatematizar el desierto, admirándolo. Ese vacío, esa nada, comienza a irradiar sentidos en todas direcciones. Su mudez, su materia inasible encuentra al fi n un portavoz natural, un aliado que él mismo creó, hecho a su ima-gen y semejanza: el gaucho. El gaucho relata y reinventa su destino de nómada en el payador; palabras que se lleva el viento del desierto, pero que ya lo nombran e incorporan, y entra en la

ciudad descrito y relatado, comprendido en la «breve cárcel» de los versos de la poesía gau-chesca, triunfante en su autenticidad de canto del hijo del desierto. Triunfo otra vez paradójico de la pampa, ya que su condición de entrada y permanencia como símbolo y cifra del país será en la mimesis de su esencia oral, en la imitación del canto; civilizándose, una vez más, en la pa-labra escrita. c

GEO REMPONEAU (Haití):Sin título, 1974.Tinta/ cartón, diámetro 50 cm

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Es cierto que la consagración defi nitiva de la tradición poética gauchesca, su inclusión relevante en el canon de la historiografía literaria argentina, se efectúa cuando Leopol-

do Lugones y Ricardo Rojas, arrastrados por el pensamiento general de la época –esto es, el regeneracionismo nacionalista imperante en la primera década del siglo XX–, elevan el Martín Fierro de José Hernández, el texto más prestigiado y exitoso de esa tradición, a la categoría de representante de la «nacionalidad argentina» en los trabajos ya clásicos de El payador (1916) y los capítulos dedicados a «Los gauchescos» de la Historia de la literatura argentina (1917). Esta operación, desde el punto de vista del imaginario literario en sentido estricto, será refrenda-da cuando en 1926 Ricardo Güiraldes elabore al gaucho como nostalgia de una edad pasada, una edad dorada ya, pero perte-neciente al mundo de las sombras de la historia, a la tradición canónica de la literatura.

Sin embargo, tal y como nos ha detallado recientemente Paul Verdevoye (430-431), los escritores no esperaron a Lugones y a Rojas para atribuir al poema El gaucho Martín Fierro (no olvidemos que Ricardo Rojas elimina el término «gaucho» del título al preparar en 1919 la primera edición de los dos libros en conjunto) un valor nacional. Ya en 1873, en una carta a José

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Hernández, Mariano Pelliza dice de la obra que es «la encarnación de la multitud» y que hasta la fecha no ha leído «nada que la aventaje». Un año más tarde, Juan María Torres afi rma que Martín Fierro es un tipo característico de la República Argentina y representa «la base de su nacionalidad», es un payador que denuncia «las desdichas de toda la raza» siendo «personi-fi cación» de ella y, por lo tanto, es una obra que «honra altamente a la literatura de su país». Un año antes de que se publique la segunda parte, José Tomás Guido escribe a Hernández, a quien felicita por su «patriotismo» y por haber creado un personaje propio de «nuestra América». En cinco artículos de 1881 publicados en Las Pro-vincias, el boliviano Pedro Subieta afi rma que «Martín Fierro vive en la memoria de todos, y vivirá en las futuras generaciones porque es el poema más argentino». Y añade:

Más que una obra literaria es un estudio profundo de fi losofía moral y social [...], la encarnación de nuestras costumbres, institu-ciones, creencias, vicios y virtudes, la protesta contra las injusticias [...], es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico, de la vida de la campaña, desde los suburbios de una gran Capital, hasta las tolderías del salvaje.

Por último, Mariano Leguizamón, escritor respetado y famoso a comienzos de siglo, afi rma en un artículo publicado en la revista Caras y Caretas en 1905, antes que Lugones y Rojas, que Martín Fierro es «nuestro poema nacional», opinión que ratifi ca cuatro años más tarde en el diario La Nación al afi rmar que el poema «es el punto de arranque de la literatura argentina, con todos los sabores de cosa enteramente nuestra»,

para concluir en 1911, en la revista Nosotros, que Martín Fierro es «el primer y único poema nacional surgido en nuestra tierra».

No es de extrañar que los contemporáneos de Hernández vean ya en su obra ese carácter de símbolo de una colectividad inmersa en la tarea de construir sus señas de identidad nacionales. Creemos que, tanto Hernández como los demás integrantes de la tradición poética gauchesca, participan de una preocupación intelectual gene-ralizada en esa época y centrada en la búsqueda de unas señas de identidad capaces de distinguir a una literatura o a unas literaturas nacionales. Porque son varias las que se debaten en la re-gión del Río de la Plata y evidencian, de alguna manera, la artifi cialidad de la división territorial resultante de las guerras de independencia.

En la inauguración del Salón Literario de 1837, el propio Marcos Sastre afi rmaba en su discurso que

la nueva generación está dispuesta a abjurar del triple plagio y a jurar solemnemente su divorcio de toda política y de toda legislación exótica, su divorcio con el sistema de educa-ción pública trasplantado de España, su divor-cio de la literatura española y aún se dispone a adoptar una política y una legislación propias de su ser, un sistema de instrucción pública acomodado a su ser y una literatura propia y peculiar de su ser.

Del mismo modo, Juan María Gutiérrez en el suyo, titulado «Fisonomía del saber español: cuál debe ser el nuestro», afi rmaba que «si hemos de tener una literatura, hagamos que sea nacional». La voluntad, por tanto, de elaborar una literatura pro-pia del «ser argentino», una literatura «nacional»,

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por parte de estos integrantes de la «Joven Ar-gentina», la primera generación intelectual de la república, es indudable. El problema se plantea-ba a la hora de buscar y encontrar esas señas de identidad propias, lo sufi cientemente operativas como para confi gurar una producción literaria con la que pudieran identifi carse sin difi cultad, tanto las clases dirigentes patricias como los nue-vos grupos sociales que estaban contribuyendo a la construcción de una nacionalidad territorial y política. Como señala Ángel Rama (1977, XXVIII), «los jóvenes del Salón Literario fi jan una posición intermedia», infl uenciados por lo que Rama califi ca como «romanticismo confuso que reclamaba el color local y la recreación del medio ambiente». Seguramente el califi cativo de Rama puede entenderse como un síntoma de la principal carencia de este nacionalismo literario romántico, carencia que casi nunca se explicita, pero que está ahí latiendo siempre, sobrevolando las contradicciones y las problemáticas y condi-cionando los resultados, la carencia de un idioma propio que pueda expresar las particularidades de un «ser propio», un «ser nacional», un «ser argentino».

Echeverría, por su parte, en los fragmentos que dejó inéditos y, en concreto, en las notas que había tomado para lo que iba a ser el prólogo a sus poesías completas con el título de «Sobre el arte de la poesía», intentaba obviar esta carencia señalando las características que, a su juicio, de-bía presentar una poesía marcadamente nacional: «La poesía nacional es la expresión animada, el vivo refl ejo de los hechos heroicos, de las cos-tumbres del espíritu de lo que constituye la vida moral, misteriosa, interior y exterior de un pue-blo». Como el profesor Juan Carlos Rodríguez y yo mismo hemos señalado (79-82), los argu-

mentos que tanto Echeverría, Gutiérrez y otros fundadores de literaturas nacionales como José Victorino Lastarria o Juan León Mera, emplean en estos años están extraídos de los principios fundamentales de la ideología romántica euro-pea que defi ende la existencia de un espíritu de los distintos pueblos, íntimamente ligado a las características de su naturaleza y que se expresa en las manifestaciones artísticas y culturales de los miembros de la comunidad que los constitu-yen. «La nacionalidad de una literatura» –había dicho Lastarria al inaugurar en Santiago de Chile el año de 1842 la Sociedad Literaria– «consiste en que tenga vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fi elmente la estampa de su carácter que reproducirá tanto mejor mientras sea más popular». Como vemos, en esta época, cualquier aproximación al carácter nacional de los productos culturales, literarios o no, pasa necesariamente por su pertenencia o su aproximación a lo popular.

Está claro que, en ese sentido también, los jóvenes del Salón Literario se mantienen siempre en una posición intermedia entre los planteamien-tos románticos y su efectiva aproximación a lo popular. Este proceso, en un momento en el que se están constituyendo las repúblicas del Río de la Plata, es también, como sabemos, un proceso político, en el que la posición de estos jóvenes intelectuales infi cionados de romanticismo resul-ta mucho más confusa en algunos casos, como por ejemplo, en los de Sarmiento o Bartolomé Mitre. Desde esa posición romántica, que es si-multáneamente una posición política, los poetas gauchistas se acercan en cambio a lo popular sin ningún reparo, buscando una formulación folcló-rica (la tradición poética gauchesca, espontánea y popular que se había desarrollado en la región

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desde la segunda mitad del siglo anterior) para utilizarla como vehículo difusor de reivindica-ciones políticas concretas. Conviene recordar aquí que esa condición política de la literatura gauchesca, esa escritura en la que resulta casi im-posible deslindar lo político de lo estrictamente literario, va a estar presente en las principales manifestaciones de esta tradición, incluida su obra maestra, los dos libros que constituyen el Martín Fierro.

Los «gauchopolíticos rioplatenses», en feliz expresión de Ángel Rama (1976), van a intentar con sus limitaciones, mayores en unos casos y menores en otros, la fundación de una literatura, la fundación de una escritura nueva, original, extraída de las manifestaciones populares pe-culiares del Río de la Plata y que, sin duda, intentaba expresar «la vida moral, misteriosa, interior y exterior de un pueblo». Es cierto que, en un primer momento, este acercamiento obe-dece a intereses políticos muy coyunturales, en la medida en que Bartolomé Hidalgo o Hilario Ascasubi se apropian del lenguaje de los gauchos para hacer llegar a ese grupo social, a ese nuevo público, los discursos reivindicativos que po-drían hacerles tomar conciencia de la necesidad de oponerse al poder español, o al portugués, y alistarse en la lucha por la independencia, pero, más tarde, los discursos se inscriben en las contradicciones de la lucha ideológica que está planteándose de manera paralela a la lucha política en la conformación defi nitiva de los nue-vos estados rioplatenses, hasta que fi nalmente, en las obras mayores, arraigan como estructuras representativas de ciertos espesores ideológicos populares.

Para fundar una literatura nueva, una litera-tura nacional, era imprescindible la fundación,

o al menos la elección, de una lengua. Los intelectuales ilustrados habían optado por el universalismo de la entonces llamada lengua castellana. Sin embargo, para los planteamientos romántico nacionalistas, la inexistencia de un idioma propio y, no solo eso, sino la elección de un idioma con el que se vehiculaban los dis-cursos y la escritura del «Antiguo Régimen», es decir, de la América colonizada, sometida al yugo español, era un serio inconveniente. Los jóvenes del Salón Literario intentan obviar esta carencia con excusas más o menos abstractas, pero otros como Juan María Gutiérrez advierten que «el lenguaje americano en esta parte es ya tan distinto del español que merece ser designado con diferente nombre» y una prueba sería «el lenguaje de la campaña, donde la naturaleza de objetos y costumbre desconocidos en España, ha hecho inventar un idioma incomprensible para un castellano». Este idioma, como señala Ángel Rama (1977: XXVIII), era el lenguaje de los gauchos, difícilmente asociable por los escritores ilustrados a la creación literaria, pero no tanto para los escritores románticos o infl uidos por las ideas del romanticismo. Es curioso observar cómo Sarmiento en la polémica que sostuvo en El Mercurio de Santiago de Chile con Andrés Bello con motivo de los «Ejercicios populares de la lengua castellana», defendía frente al ilustrado un tipo de idioma que en esos años comenzaba a ser representado mejor que nadie por el grupo social que él consideraba como el peor enemigo de la civilización argentina, el constituido por los gauchos.

Gutiérrez había defendido también alguno de los argumentos que Bello censuró precisamente en sus intervenciones en esta polémica, al afi rmar que «[para entrar en el movimiento intelectual de

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los pueblos adelantados de Europa] es necesario que nos familiaricemos con los idiomas extran-jeros, y hagamos constante estudio de aclimatar al nuestro cuanto en aquellos se produzca de bueno, interesante y bello». Parece muy probable que algunas de estas ideas románticas penetraran profundamente en el inconciente de los escritores cultos que se acercan a la materia gauchesca para utilizarla en sus discursos político-literarios con la idea de expresar la vida misteriosa, interior y exterior de su pueblo. Rama (1977: 24) ha señalado con lucidez que «es únicamente en la gauchesca en donde encontramos un esfuerzo coherente para acompañar la independencia po-lítica con una paralela independencia lingüística que funda la poesía gauchesca».

A menudo se ha censurado el hecho de que el estudio de la literatura gauchesca se haya basado en demasía en el análisis previo del gaucho como tipo social y de sus circunstancias, alegando la independencia y especifi cidad del hecho litera-rio. El mismo Borges (1992: 205) llegó a afi rmar que «derivar la literatura gauchesca de su ma-teria, el gaucho, es una confusión que desfi gura la notoria verdad». Me parece loable reivindicar la independencia del hecho literario respecto a sus circunstancias externas, al contexto, que irre-mediablemente lo acompañan. Pero también es cierto que, a menudo, los críticos y exégetas de la literatura gauchesca o hernandiana olvidan una cuestión fundamental: el hecho de que junto a la elección de un público, de una lengua o un men-saje, el poeta gauchesco elige también un modelo de personaje heroico y no otro. Un modelo que coincide en casi todas sus características con el modelo de héroe que está proponiendo en esos años el romanticismo europeo y que no puede ser otro que el gaucho.

Se suele citar como primera referencia literaria al grupo social de los gauchos, tal y como los defi niría Martínez Estrada (1948, I: 234-235), la que Alonso Carrió de Lavandera, Concolorcor-vo, hace en su Lazarillo de ciegos caminantes, pero no es menos cierto que existen muchas otras referencias históricas de la misma época, como el informe del virrey Nicolás Arredondo (1795), el del virrey Gabriel de Avilés, el libro del aven-turero francés Louis A. de Bougainville (1771) o el Diario de Diego de Alvear (1783-1791), por citar solo algunos. De todos ellos se deduce que los gauchos eran un grupo social producto de una organización territorial basada en la unidad de las estancias y en la economía ganadera. Trabajador eventual, generalmente dedicado al cuidado del ganado, gozaba de una libertad de movimien-tos y una independencia muy superior a la del campesino o el simple peón de estancia. Parece que su origen étnico proviene del mestizaje con los indios charrúas, de los que habría heredado su habilidad con las «boleadoras». No obstante, según algunos de los testimonios anteriormente citados, el origen de estos gauchos es marginal, se constituyen como un grupo de delincuentes, desertores, bandidos, cuatreros, que poco a poco van tomando mujeres indias y constituyendo una comunidad en la Banda Oriental que, más tarde, se irá extendiendo a otras zonas del Río de la Plata y también socializando, en parte, gracias al desarrollo de la ganadería y a las habilidades del gaucho como vaquero. De cualquier modo, lo que nos interesa señalar aquí es que no solamente Martín Fierro como personaje, sino el gaucho en el que se basa ese personaje, como grupo social, es igualmente un marginado social, un proscrito, desde el momento en que se confi gura como tal. Es decir, el gaucho, como grupo social, no solo como

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pastor, tal y como lo defi ne Borges, sino como proscrito, como héroe marginal, se corresponde con la elaboración literaria del héroe que hace el romanticismo.

Hay además otra cualidad en el gaucho que lo reafi rma en su identifi cación con el arquetipo romántico: su relación con la música. El gaucho es sustancialmente un músico, canta y toca la guitarra, no importa cómo lo haga. La mayoría de los testimonios coinciden en esta cualidad que el gaucho ejercita de un modo desenvuelto y constante. Sarmiento llega a caracterizar, como sabemos, un tipo de gaucho como payador, es decir, como coplero o cantor ambulante que «mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias hazañas».

Desgraciadamente el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que habérselas con la justicia [...]. Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irre-gular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, lle-na de imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y de las escenas del desierto, que la hacen metafórica o pomposa [...]. Fuera de esto, el cantor posee un repertorio de poesías populares, quintillas, décimas y octavas, di-versos géneros de versos octosílabos. Entre estas hay muchas composiciones de mérito, y que descubren inspiración y sentimiento.

Hemos demostrado también en el trabajo antes citado, la presencia que la ideología de la música del romanticismo tiene en un poema como el Martín Fierro, cuyo comienzo es ni más ni menos que la afi rmación de un canto que va a desarrollarse, a lo largo de todo el poema,

como una relación constante con el cuento, con la capacidad de narrar, desde el verso inicial de «aquí me pongo a cantar» hasta los versos fi na-les en los que el narrador reafi rma la condición denunciante de la historia, renunciando al canto por la narración, por el «contar»: «males que conocen todos / pero que naides contó». No es una excepción el protagonismo de la música en la obra máxima de la tradición gauchesca, ya que, como hemos dicho más arriba, si algo dis-tingue la elección que hacen los primeros poetas cultos rioplatenses que se acercan a la tradición oral gauchesca es precisamente la de haber ele-gido una tradición folclórica cuyos textos son más letras de canciones que poemas en sentido estricto. No estamos de acuerdo totalmente con Rama (1977: XXVII) cuando asocia la capacidad del canto a la lírica, a la condición poética (y no solamente narrativa) de la gauchesca, tanto [en el Martín Fierro] como en tantos otros poemas, porque lo verdaderamente signifi cativo de este tipo de producciones, tan poéticas como narra-tivas desde el punto de vista del contenido, es el hecho de ser canciones y estar pensadas para difundirse oralmente entre un público mayori-tariamente analfabeto. Letras de canciones que toman las estructuras musicales de la tradición folclórica de la colonia: el cielito, el triste la caña, la media-caña, el gato, la zamba, etcétera, como estructuras formales de expresión y difusión. Por tanto, el modelo literario cuando lo haya, el modelo del «folleto» está supeditado a la organi-zación interna que exige la canción o el conjunto de canciones, de payadas, que pueden constituir una historia más extensa o más compleja. Sobre todo cuando, a partir en muchas ocasiones de las mismas estructuras condicionadas por el ca-rácter musical de estos poemas (por ejemplo: la

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payada, los diálogos ya presentes en Hidalgo, el combate dialéctico entre dos cantores, etcétera), se introduce en la obra una polifonía, un conjunto de voces o personajes que confi guran una tensión dramática que se refuerza por el carácter de las voces que narran las historias, pero sobre todo por el confl icto alrededor del cual giran los ar-gumentos que se cantan y que se dirigen, como señala Rama, «de manera explícita e intensa a un auditorio».

Decía Borges (1955: XX) que «[en el Martín Fierro] el hombre está dado inmediatamente en la voz. Martín Fierro nos relata su vida, y aún más importante que los hechos es la manera de relatarlos». Parece ingenuo suponer que en el plan de trabajo de José Hernández, a la hora de redactar el primer libro de su personaje, El gau-cho Martín Fierro, no haya conciencia plena de los principios románticos que utiliza de una ma-nera tan magistral: el héroe marginado, el pros-crito que es condenado a permanecer fuera del orden social por la injusticia que comete con él y con su clase el poder político de ese momento, poder político que se corresponde con el proyecto civilizador de Sarmiento. Un héroe que es también un músico, un cantor, alguien que, como señaló el mismo Sarmiento en su contradictorio libro, llevaba la música en las venas como un rasgo peculiar del ser argentino; un héroe que se verá condenado a padecer un proceso inexorable de negatividad que lo arrastrará hasta la necesidad de ejecutar la mayor abjuración del proceso ci-vilizatorio, su huida defi nitiva de la civilización para cruzar la frontera y marcharse a vivir con los indígenas.

No podemos saber si en la intención de Hernández al escribir el Martín Fierro estaba la de fundar una literatura, pero si repasamos

los artículos periodísticos que escribe sobre la política gubernamental que sufría el campo, «la campaña», parece estar muy clara la intención que tiene de dirigirse a una colectividad que se siente maltratada, y en cuyo centro como personaje emblemático está el gaucho, también porque el gaucho, más que el peón de estancia, el campesino o el mismo estanciero, es un elemento nodal, fundamental, en la estructura económico social impuesta por la producción ganadera. Josefi na Ludmer (1986: 32 y 33) lo deja muy claro cuando nos hace ver que

a partir de las representaciones de la comunidad imaginaria que se está creando en aquella época, el género gauchesco sabe extraer de la tradición oral los distintos tipos de nacionalismo que existen como ideologías en formación en ese momento (lingüístico, político, social, racista, etcétera) y sobre la base de los valores europeos y universales que el escritor ligó con las entona-ciones, pudo surgir un nacionalismo esencialista, donde él encarna la esencia del hombre argentino que lucha por la libertad y la justicia.

A este proceso añade en su libro de 1988 el descubrimiento del factor «fundante» de la oralidad que hace del género gauchesco un acontecimiento único en la cultura argentina: «la popularización y oralización de lo político (y de lo escrito, lo literario) y la politización y escritura de lo oral-popular» (89). Desde aquí puede concluir que «a partir de Martín Fierro y retroactivamente la voz del gaucho y su nombre se transformaron en signos de la patria».

José Hernández utiliza los modelos románti-cos de la tradición europea para la construcción de su héroe y su obra actuará en relación con la

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literatura hispanoamericana como esos modelos románticos actúan en relación con la tradición lite-raria europea, pero con una diferencia radical que se repite una y otra vez en las producciones litera-rias latinoamericanas: mientras las fi guras míticas europeas están construidas en su inmensa mayoría a nivel abstracto, a nivel del espíritu, la fi gura del gaucho está en todo momento rellena del contenido inmediato, directo, de la realidad argentina de ese momento histórico. Hernández incluso sabe ver anticipadamente las alegaciones que la posteridad le hará cuando los gauchos se hayan acabado, y sabe responder a los gritos de Antonio Tomaso o Manuel Gálvez cuando intentan desactivar el mito con la denuncia de la desaparición de los gauchos, al escribir la segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, en la que el héroe más que un gaucho malo, un gaucho matrero, es un campesino padre de fa-milia, un ejemplo para la futura sociedad argentina surgida de las guerras de frontera. Y la intención/justifi cación que abre esta segunda aparición del héroe como «unas palabras de conversación con los lectores» lo deja muy claro: Hernández quiere que la lectura de su poesía –no por los gauchos, como dice Rama, sino por los campesinos, por el pueblo en general– sea como «una continuación natural de su existencia». Difícilmente podrá encontrarse una defi nición mejor de literatura nacional.

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Elena Poniatowska dio su primera zambullida en el mundo de la palabra escrita como articulista de Sociales en el diario de la capital mexicana Excélsior, hace ya más de

medio siglo. Al advertir que su destino era demasiado banal y francamente aburrido, la joven Elena se dio cuenta de que algo tendría que hacer para cambiarlo. Se dispuso a hacer cualquier cosa para liberarse de un presente y un futuro de fi estas, cocteles y desfi les de moda que aguardaban a casi todas las jóvenes de su clase y posición social. Su destino verdadero lo descubrió envuelto en las páginas del periódico donde Elena disfrutaba de las entrevistas, porque leía las de Ana Cecilia Treviño, mejor conocida como Bambi, una columnista de sociales. Tanto admi-raba a esa periodista que al entrar a formar parte de Excélsior en 1953, a la edad de 21 años, Elena quería usar el seudónimo de Dumbo para hacer juego con el de su colega. Sin embargo, los editores no querían a todos los personajes de Walt Disney trabajando en la sección de Sociales, y Elena se vio obligada a usar su nombre de pila, a veces fi rmando tan solo con el elegante y afrancesado «Hélène».

A lo largo de los años, Elena nunca ha abandonado el perio-dismo, aunque ahora se dedica más a sus múltiples proyectos literarios, amén de prólogos, conferencias, doctorados honoris

MICHAEL K. SCHUESSLER

«La Navidad de los pobres»: El repentino despertar de Elena Poniatowska

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causa y, como ganadora del premio Alfaguara 2002 por su novela La piel del cielo, anduvo, según explica, «por calles y plazas como vende-dora de pomadas mágicas, para promocionar el libro». Esperemos que no suceda lo mismo con el premio Cervantes que se acaba de ganar en 2014 por su gran trayectoria literaria.

A Elena Poniatowska la conocí hace más de diez años durante un congreso sobre literatura de mujeres organizado por la Universidad de California, Los Ángeles, en el cual dicté una conferencia dedicada a su tía Guadalupe Amor, «hermana torva del temible demonio». Allí mismo, Elena me convidó a su casa en la ciudad de México para revisar los no pocos artículos y entrevistas que ella le había dedicado a la estram-bótica tía. De ahí salió mucho del material para mi biografía de Pita, La undécima musa, publi-cada en 1995.1 También allí, al verme rodeado de más de cien álbumes de fotos, scrapbooks y otros recuerdos de una vida novelable, decidí que mi siguiente proyecto biográfi co lo dedicaría a Elena. El resultado fue el libro Elenísima: inge-nio y fi gura de Elena Poniatowska, publicado por la Editorial Diana en 2003 y, en inglés, por University of Arizona Press en 2007, bajo el tí-tulo Elena Poniatowska: An Intimate Biography.

Es curioso cómo cambia la idea que uno tiene de lo que es la creación literaria al visitar a una autora como Elena Poniatowska luego de una década de trato frecuente. Yo me imaginaba por lo menos una o dos escenas de inspiración divina, con todo y estigmata, en que encontraría algo semejante a Santa Teresa de Ávila, en tran-ce escritural, cuando nacía una línea u ocurría

la inserción de la palabra exacta. Pero no, para Elena escribir es un ofi cio, un ofi cio tan noble como el de un zapatero, un bolero [limpiabotas] o un albañil. Esta actitud frente al trabajo viene de su formación como periodista, con fechas límite, constantes entregas y redacción veloz tan propios del género. Tal formación le ha brindado muchos benefi cios, como el de producir mucho, sin parar, y ser, como ella misma señala, «muy cumplida con todos». Sin embargo –y ella es la primera en reconocerlo– tiene un defecto cardinal: no puede decir que no. La palabra «no» está excluida de su léxico. Si llama el presidente del club de fanáticos de «Súper Barrio» para pedirle un artículo apoyan-do al superhéroe para jefe de delegación, lo hace. Si llega un señor que le quiere vender un geranio, lo compra. Magda, su querida nana, cuenta que cuando era niña, Elenita rompía su cochinito de barro para repartir sus centavos a los pobres que llegaban a la casa pidiendo limosna. Esto lo dice con una mezcla de asombro y frustración, ya que a Magdalena nunca le pareció apropiado que una princesita anduviera repartiendo dinero por las calles como cualquier hermanita de la caridad. Seguramente su idea de una niña bien se asemejaba más a una María Antonieta: «Si no tienen pan, ¡que coman brioche!». O al menos capirotada.

Al regresar a México de los Estados Unidos, donde había cursado «Academic Classes» en Eden Hall, la joven Elena aún no sabía hacer nada que le ayudara a sobrevivir en el mundo real; en el colegio norteamericano las monjas le enseñaron buenas maneras, el fox trot, y otras herramientas para convertirla en una debutante ideal. En una entrevista, Elena refl exiona sobre esta etapa de su vida, marcada por una notoria inestabilidad familiar, al señalar que:

1 Guadalupe Amor: la undécima musa, México, Editorial Planeta, 1995. Hay reimpresiones en 2008 y 2014.

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La característica de mis papás fue el nunca haber planeado absolutamente nada de nada. Nunca nos dijeron como supongo que les dicen a otras «niñas bien»: «Tienes que salir adelante, casarte con un hombre rico». // Mis papás fl otaban en la estratosfera. Mi padre era un héroe de la guerra, del Seventh Army, era ca-pitán francés. Creo que llegó de la guerra muy golpeado. Mi hermano Jan nació entonces, un niño hermosísimo, y mi hermana Kitzia se casó a los dieciocho años con Pablo Aspe, de quien era novia desde los once años. Mi mamá se salvaba a través de mi hermano Jan, que era un niño maravilloso. Mi papá era muy buen hombre, pero su vida giraba alrededor de los negocios que iba a hacer, en los que nunca triunfó y el fracaso le pegó muy duro.

Eran principios de los cincuenta y Elena te-nía diecinueve años. Con nostalgia, la escritora recuerda que

[c]uando mi papá me dijo que [yo] no iba a regresar a estudiar a los Estados Unidos, le dije que quería estudiar medicina, pero no pude revalidar ninguna materia. Luego mis papás alegaban: «¿Cómo vas a estudiar medicina? ¿Qué vas a hacer en las clases de anatomía con los cuerpos desnudos?». Yo obedecía fácilmente, pues era un medio muy mundano, muy superfi cial al que yo pertenecía. Su madre, la Princesa Paula Amor de Yturbe,

recuerda que cuando quiso mandar a su hija a Francia, para que debutara, esta puso sus con-diciones. Según doña Paulette, Elena tenía un carácter fuerte y obstinado. Decía: «Yo no quiero depender de nadie, y si ustedes me mandan a

Europa, yo voy por mis propias pistolas, ganando mi propio viaje, pagando todo yo».

Irónicamente, fueron precisamente las re-laciones públicas que cultivó su madre con la high society de la Ciudad de México las que le permitieron a Elena descubrir su verdadero camino. La propia Elena ha contado:

Una amiga de Eden Hall, María de Lourdes Correa, me dijo que su tío era el director de la sección de Sociales de Excélsior y me acompañó a verlo para decirle que yo quería ser periodista. Para salir del compromiso, Eduardo Correa me dijo: –Hazle una entrevista a mi sobrina. A ver cómo te sale y me la traes.

Esa misma tarde Elena acompañó a su mamá a un coctel de la Condesa Helen Nazelli –nor-teamericana casada con un noble italiano– para el señor Francis White, el nuevo embajador de los Estados Unidos en México. Durante el coctel, Elena dijo a su mamá: «¿Por qué no le dices que soy periodista y quiero hacerle una entrevista?». Al presentarse con el embajador, este le puso a Elena una mano en la cabeza y se la acarició: «Good child, good child, let her come to my offi ce tomorrow».

Al día siguiente fue a la embajada, ubicada en aquel entonces frente al restaurante Bellinghau-sen en la colonia Juárez. Según Elena, «le hice una entrevista de lo más idiota; me regaló una foto y llevé artículo y foto a Excélsior».

A doña Paulette no le parecía apropiado que su hija se metiera en el mundillo del periodis-mo, dominado por gente de clase media, como ella misma diría: «En mi familia decían que la gente bien educada no aparece en los periódicos.

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Entonces por un lado sentí que estaban bien con-tentos porque sus amigos les decían a mis papás: “¡Mira qué cosas hace su hijita!”. Pero por otro lado no era lo que ellos querían para mí».

La entrevista con el embajador White se publicó el 27 de mayo de 1953 y constituye la primera de trescientas sesenta y cinco, una para cada día del año, formando así una serie casi in-fi nita de diálogos que, a lo largo de más de cinco décadas, vendrán a conformar no solo una faceta de su variada producción literaria, sino también un testimonio de la vida mexicana de la época.

Gracias a su nueva «chamba» periodística, poco a poco Elena empezó a perder la candidez de niña francesita mexicanizada, de buena fami-lia, con buenas maneras y mejores intenciones, al encontrarse con personajes tan memorables como aquel Santa Claus con quien se topó un día en una tienda departamental de la Ciudad de México. En la entrevista, titulada «Los niños buitres», Elena asume el papel de una jovencita cuyos padres le confi esan que Santa Claus no existe, y que, de repente, se sumerge en una cruel realidad humana que antes ni siquiera sabía que existía. Por lo visto, este personaje afectó mucho a la incipiente ensayista, tanto, que la mañana del 24 de diciembre de 1953 –pocos días después de publicarse la entrevista de referencia– Elena escribió su primer artículo de carácter social, al refl exionar sobre lo artifi cial –e injusta– que es la Navidad para la mayoría de los mexicanos.

Su entrevista con Santa Claus había apare-cido en la sección «Modas, Clubes-Sociedad y Eventos Varios» de Excélsior, el sábado 19 de diciembre de 1953, y la introducción, parecida a un pequeño cuadro de costumbres, está calcu-lada para levantar los ánimos navideños de sus lectores, y luego, de repente, ir desenmascarando

una celebración regida por intereses comercia-les acompañados por un desbordante cinismo, ambas actitudes ajenas al regocijo general que la temporada navideña provocaba antes en ella:

La presentimos. Será una entrevista dulce y sentimental (de esas que no le gustan a Luis Buñuel), cargada de bolas de Navidad, de ojos cintilantes llenos de asombro y de pe-queña angustia. Haremos algo reconfortante y burgués como un sillón de peluche. Llena-remos cuartillas de voces cristalinas, de risas, de anhelos infantiles, de esperas de velas, de chimeneas y venados. Colgaremos calcetines y zapatos llenos de esperanzas. Pondremos niños que no duermen y ruidos extraños en todos los rincones de la casa. Hablaremos de la ilusión refl ejada en las esferas de Navidad, brillantes y frágiles como burbujas de espejo. De las cenas de Navidad, con pavo, y plum pudding. Haremos una entrevista a gusto, nada trabajosa, compacta y espesa de tranquilidad.

No obstante, al iniciar el diálogo con «don Félix Samper Cabello», la joven reportera se da cuenta de que algo no está bien, ya que este robusto y jovial caballero recuerda más bien a un Ebeneezer Scrooge dickensiano que a un San Nicolás:

–Don Félix Santa Claus –pregunta Elena–, ¿por qué le gusta hacer de Santa Claus?Sin esperar contestación, escribimos ya: ¿Por amor a los niños? ¿Por solidaridad con sus ilu-siones? ¿Para contribuir a su felicidad? Pero, qué horror... He aquí lo que nos dice don Félix.–Porque aquí me pagan muy bien. Gano más en veinte días que en tres largos meses.

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(Qué hombre tan materialista... Pero es culpa nuestra. La pregunta no estuvo atinada.)–¿Y a los niños los quiere usted?–Durante los veinte días de mi trabajo, sí.(Dios mío, esto va de mal en peor.)–Pero, ¿la ilusión de los niños, don Félix? A usted, ellos sí lo quieren.–Me quieren porque creen que yo les voy a dar algo. Vienen a mí, ya con los primeros brotes del egoísmo, los primeros «yo quiero». A veces parecen cochinitos...

No obstante el asombro provocado por estas inopinadas respuestas, Elena pronto se recupera del golpe inicial y le sigue la plática tan solo para descubrir, horrorizada, que este Santa Claus ha bautizado a sus pequeños admiradores como «ni-ños buitres». En un esfuerzo para darle a Santa un poco de sopa de su propio chocolate, la reportera le pregunta lo inesperado pero inevitable:

–Usted, a otro Santa Claus, ¿qué le pediría?–Una casita, donde morir solo, pero calientito. Sabe usted, yo he viajado mucho. He sido rico y pobre, pintor y escultor, soy catedrático de la Universidad, y fui maestro hasta de monjas, pues di una serie de cursos en un claustro. Soy actualmente artista de cine, pero no me llaman por veinte mil razones. Y ahora doy clases de italiano. Quise ser tenor, porque tengo una voz bonita, pero no llegué más que a soñar en italiano.

Hacia el fi nal de la entrevista, Santa Claus le permite un deseo y Elena hace un último intento por rescatar la felicidad de la temporada con una inocente imploración:

–Que me diga usted que la Navidad es bella, que la humanidad no es estúpida, que los niños no son cochinitos, que la política de México…–Como dice Dumas hijo, «Nacemos sin dien-tes, sin pelo y sin ilusiones. Morimos igual, sin dientes, sin pelo y sin ilusiones...». Cuando muera, que me vistan de Santa Claus, y que me pongan ese letrero que usted desea. La Navidad es bella, los niños no son cochinitos y la política de México ya va por mejores caminos...

Como se deja ver en el artículo periodístico de la joven escritora, esta recibió una importante lección de disidencia social, política y humana de boca de aquel Santa Claus, destructor del mito de sí mismo, que denuncia la estupidez y mez-quindad humanas. Después de refl exionar sobre las verdades reveladas por este señor barbudo disfrazado de terciopelo rojo y forrado de ar-miño, Elena se sienta frente a su máquina de escribir para asimilarlo por escrito. Primero descubre su preocupación por los «niños de la calle», a los que bautiza como «niños-estrellas». Gracias a su imprevisto mentor, de repente Elena critica los «brillos artifi ciales» y la «risa comercial» navideños y acomete la redacción de un artículo fundamental titulado «Navidad de la pobreza», que apareció en Excélsior el jueves 24 de diciembre de 1953, y como es un docu-mento poco conocido, nunca recogido por ella en volumen, pero de marcada importancia en el desarrollo de su pensamiento social, aquí se cita casi por completo:

–Yo, la mera verdad, no sé qué comprarle. En fi n de cuentas, tiene todo...–¿Algún perfumito?

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Personas cargadas de paquetes ya no saben qué otra cosa comprar, mientras unos niños tiesos de frío contemplan con asombro los lujosos aparadores.¡La Navidad es de los niños! Los grandes la han acaparado por completo y solo les dejan a ellos un poco de Santa Claus y otros brillos superfi ciales por el estilo. Pero los pobres, cómo van a comprender a Santa Claus. Un ser rubicundo enorme de satisfacción henchido de poder. Ese que se pasea riendo a grandes carcajadas por las calles. Y esa risa la sueñan los niños en la noche. A los niños ricos los tranquilizan sus papás, con la certeza de los regalos, pero a los niños pobres nadie les ase-gura que esta es una risa comercial, que nada tiene que ver con el corazón de los hombres.–¿Y el espíritu de la Navidad? ¿Cuál es el espíritu de la Navidad?... ¿Es el Dickens de la vieja Inglaterra...? ¿Scrooge?... ¿El Dickens lleno de niños desdichados y pálidos exagera-damente infelices? ¿O es acaso el mes de las grandes caridades organizadas? ¿Esas fi estas burbujeantes de beneficencia, té-canastas, posadas en que todos bailan caritativamente a benefi cio de los leprosos, los tuberculosos y la maternidad X?... Nadie ve nunca a esos pobres, pero cada pisada, cada mamboleada, cada paso de vals, cada mirada coqueta, con-tribuyen a la Navidad anónima. Y esta es la ironía de las relaciones entre ricos y pobres. Tan irónica como las corridas de toros que se organizan a benefi cio de una Iglesia Francis-cana. ¡La caridad navideña!¡Pero si la caridad es un trance personal, es una relación estricta entre dos personas! Una mano que se tiende a otra, y la estrecha con cálido afecto. La caridad es mucho más profunda y

mucho más dura, porque si es verdadera, se apropia del mal ajeno y contribuye a reme-diarlo de una manera directa y efi caz. Incluye también la confesión de la propia miseria: vivir con satisfacción en medio de tantos.Como dice Saint Exupéry, la caridad es una contribución para que el hombre recobre su dignidad de hombre… Y en la Navidad hay que devolverles a los niños su dignidad de niños…–¡Y cómo van a entender los niños la caridad de los ricos!No entienden esa satisfacción que se parte en dos, y que deja caer una nuez un poco vana pero muy conciente de sí misma. No entienden la gratitud que les exigen los ricos. Porque los que dan exigen siempre el reco-nocimiento. Hay viejas señoras que sueñan en la felicidad y actúan compasivas: Enseñan a dar «las gracias» y aprenden a decir: «Mal agradecidos». Todo esto es tan falso como el mismo Santa Claus, pletórico de estruendosa felicidad, y como esos cuentos de Navidad que son el comentario barato y superfi cial de una profunda celebración.La Navidad mexicana debe dirigirse otra vez hacia el corazón de los niños y encontrar de nuevo un lenguaje que sea comprensible para ellos, que los consuele y remedie con dignidad. Ningún país del mundo tiene niños como los que vemos por las calles de Méxi-co. Niños enteros... Niños estrellas... Y otra vez Saint Exupéry nos habla «de la hermosa arcilla humana»... Lo doloroso de un pueblo no está en su miseria o en su tristeza, o en el dejarse llevar por un cierto orden de vida. Lo verdaderamente doloroso está en la vida y en la gracia que se asesina en un niño pequeño.

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Porque en cada uno de los hombres vive un artista asesinado.Solo el espíritu, cuando sopla sobre la arci-lla, puede crear al hombre. Y es en Navidad cuando sopla el mejor viento del espíritu... Y debe llegar sobre todo a los niños. A los millares de niños que esperan, los millares de niños que crecen y que deben hacerlo con grandeza… Celebremos la Navidad con nuevo espíritu, pensando en los niños y olvidando a los jóve-nes que danzan en aceleradas, estrechísimas parejas, a los señores que viven en el mundo como en una casa de muñecas, suntuosamen-te adornada con un cristianismo de juguete.

Finalmente, quisiera señalar que para 1954, menos de un año después de su primera entre-vista con el embajador de los Estados Unidos en México, se descubre un estilo propio –una marca patente, por así decirlo– en las entrevistas de Elena Poniatowska. Un cierto hibridismo entre la crónica y la entrevista formal parece ser la receta que ella ha utilizado provechosamente a lo largo de su trayectoria como escritora y periodista, a tal grado que los dos géneros comienzan a con-fundirse en un sincretismo literario que después engendrará reportajes que, en vez de limitarse a un parrafi to de notas introductorias –es decir, una pequeña nota biográfi ca– hacen alarde de su personalidad e inundan la página. c

MARIANO RODRÍGUEZ (Cuba): Sin título, 1976.Acuarela/ cartón, 35,5 x 53,3 cm