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EL JUICIO DE SÓCRATES JAVIER NEGRETE

El juicio de Sócrates_Javier Negrete

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Extracto del libro "La gran aventura de los griegos". En él se narra el juicio en que el filósofo ateniense Sócrates fue condenado a muerte por corromper a los jóvenes, y se analizan los motivos de esta acusación.

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EL JUICIO DE SÓCRATES

JAVIER NEGRETE

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EL JUICIO DE SÓCRATES

Javier Negrete

NOTA PREVIA: Este texto es un extracto de mi libro, La gran aventura de los

griegos, publicado por La Esfera de los Libros en 2009 y reeditado en 2014

y 2015. He utilizado fragmentos de esa obra a menudo en clase (los

capítulos sobre mitología, sobre las Guerras Médicas, sobre Homero y el

mundo micénico, etc.) para 1º y 2º de Bachillerato en la asignatura de

Griego. Este capítulo en concreto también se puede utilizar en las clases de

Filosofía, sobre todo en 2º de Bachillerato para introducir el estudio de

Platón…, aunque reconozco que mi visión puede resultar un tanto

polémica.

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El juicio de Sócrates

En Atenas, el nuevo siglo IV antes de Cristo —del que, por supuesto, no eran

conscientes— empezó con el juicio de un viejo de 70 años que iba por las

calles descalzo y envuelto tan sólo en un manto raído y más bien sucio, y

cuya principal ocupación era poner en duda todo lo que decían sus

interlocutores.

Sócrates había combatido como hoplita en las primeras fases de la

Guerra del Peloponeso, pero jamás fue general ni se dedicó a soltar

discursos en la asamblea. En la política, le correspondió en (mala) suerte ser

consejero y miembro de la pritanía que presidía la asamblea durante el

desgraciado juicio de los generales victoriosos en las Arginusas, y fue el

único que tuvo la gallardía de oponerse a la histeria colectiva que reinó

aquel día. Los Treinta Tiranos también intentaron implicarlo en algunos de

sus asesinatos, pero no lo consiguieron.

Atenas en la Época Clásica

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Sócrates era un hombre muy conocido en Atenas, tanto que apareció

en varias comedias de Aristófanes y otros autores. Era difícil no fijarse en

él, porque, amén de su peculiar aspecto, recorría los típicos lugares de

reunión de Atenas, como el Ágora o los gimnasios de las afueras, e

interpelaba a todo el mundo para averiguar en qué consistía la areté

(«virtud») y si podía enseñarse o era innata. Lo hacía mediante preguntas y

respuestas y utilizando argucias semánticas, de

tal manera que al final el interlocutor que había

empezado diciendo «blanco» se sorprendía a sí

mismo diciendo «negro». Eso fastidiaba a

muchos atenienses, pues los dejaba en

evidencia ante el corrillo que se solía formar

alrededor. Sócrates sabía lo molesto que podía

llegar a ser, y por eso se comparaba a sí mismo

con un tábano.

Estoy convencido de que el personaje del teniente Colombo se basa

en Sócrates. Como él, es más bien feo y desaliñado: su gabardina y el manto

de Sócrates debían parecerse mucho. Y, al igual que el filósofo, empieza

haciéndose el tonto cuando interroga a los delincuentes, pero poco a poco

los va enredando en su trama hasta sacarles toda la verdad. La palabra

«sacar», por cierto, es muy apropiada para Sócrates: su madre era partera,

y él mismo aseguraba que lo que practicaba era la mayéutica, la profesión

de las comadronas, sólo que él ayudaba a que la mente de su interlocutor

pariera la verdad en lugar de un bebé.

Los tres acusadores de Sócrates, Anito, Meleto y Licón, han pasado a

la historia de la infamia junto con personajes tristemente célebres como

Judas o Pilatos. ¿De qué imputaron a Sócrates? De corromper a los jóvenes,

El teniente Colombo

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de no reconocer a los dioses tradicionales de la ciudad y de introducir en

ella nuevas divinidades.

* * *

Sería interesante averiguar qué motivos personales albergaban

contra Sócrates. En Atenas, la enemistad no se consideraba un obstáculo a

la hora de acusar a alguien, sino todo lo contrario. Para no ser tachado de

sicofanta1 o delator profesional, el acusador debía demostrar que actuaba

por razones personales. De lo contrario se podía sospechar que alguien

anónimo, el verdadero enemigo y rival político del acusado, había pagado

al acusador para que actuara en su nombre.

El único personaje conocido de los tres es Anito. Como Cleón, Anito

era curtidor de pieles y miembro destacado de la facción democrática.

Según Jenofonte, Sócrates había tenido una breve relación con el hijo de

Anito, un joven que le pareció prometedor y al que intentó disuadir de que

siguiera la ocupación de su padre, pues dedicarse a curtir pieles era un oficio

servil. Ahí tenemos un buen motivo para una enemistad personal. Con lo

difícil que es que un adolescente respete a su padre, para colmo Sócrates

desprestigiaba a Anito delante de su hijo.

He hablado del círculo de Sócrates. ¿En qué consistía? Sobre todo, en

jóvenes aristócratas que tenían tiempo libre, tal como Platón hace decir al

1 Según Plutarco, la palabra «sicofanta», literalmente «revelador de higos», podría

provenir de la época en que Solón prohibió exportar del Ática cualquier producto agrario

que no fuese aceite de oliva (Solón 24). El sicofanta sería la persona que denunciaba a los

exportadores clandestinos de higos —y tal vez de otros alimentos—, y a partir de ese

momento el término se usaría para cualquier delator profesional. Aunque otros piensan

que podría provenir del gesto grosero de cerrar el puño y mostrar el dedo corazón,

conocido como «hacer la higa».

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filósofo en su Apología.2 Y a los que se le arrimaban sin ser nobles, como el

hijo de Anito, les intentaba inculcar ideales y prejuicios aristocráticos, como

el desprecio al trabajo manual que practicaba su padre.

No conocemos las conversaciones exactas de Sócrates con esos

jóvenes discípulos, porque nuestro filósofo no dejó nada escrito. Lo que se

sabe de él se lo debemos a sus seguidores, y en particular a Platón y

Jenofonte. Sospecho, sin embargo, que Sócrates imbuía a sus seguidores la

idea de que la virtud que convierte a alguien en agathós, «bueno», no se

podía enseñar por más sofistas que uno contratara para aprenderla. Si

recordamos que los nobles se llamaban a sí mismos agathoí, en plural, y los

kakoí, los «malos» o «inferiores», eran los del pueblo llano, podemos

entender que tal vez les sugería algo así: «Desarrollad vuestro potencial,

porque por naturaleza sois los elegidos para gobernar a toda esa chusma».

Aunque no podamos juzgar directamente los escritos de Sócrates, sí

es posible recurrir a la frase del Evangelio: «Por sus frutos los conoceréis».

¿Cuáles fueron los frutos del círculo socrático?

Platón. Un gran pensador cuyo talento

literario se hallaba a la altura o quizá

superaba al de los tres grandes trágicos. Pero

de demócrata no tenía nada, como

comprobará quien abra La república casi al

azar. Suele decirse que Platón estaba

desencantado con la democracia porque ésta

había juzgado a su maestro. ¿Y los 1.500

2 El supuesto discurso de defensa que Sócrates pronunció ante los jueces. Aunque lo

escribió Platón, es posible que haya en esa obra mucho de lo que realmente dijo Sócrates.

Platón

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asesinatos de los Treinta Tiranos no consiguieron que se sintiera un poquito

decepcionado con la oligarquía?

Jenofonte tal vez no le tenía tanta ojeriza a la democracia ateniense.

Podríamos definirlo como un oligarca moderado. Sin embargo, combatió

contra su ciudad en el bando espartano, y por eso fue condenado al

destierro. Eso nos brinda una pista de cuáles eran las ideas imperantes en

el círculo de Sócrates. No demasiado patrióticas, por lo que se ve.

Más frutos del círculo: Alcibíades. De él no puede decirse que fuera

oligárquico ni demócrata, pues intrigó con ambos bandos. Todos sus actos

obedecían a su mayor gloria y a su propio interés. Pero era un noble que

competía con sus caballos en los Juegos Olímpicos, y la impresión que

recibimos de él es que despreciaba al pueblo llano en el que tan a menudo

se apoyó para trepar en la política. Sócrates se esforzó en vano por hacerlo

más virtuoso, pero sospecho que jamás intentó inculcarle el respeto por sus

inferiores.

Critias y Cármides. El primero fue el más destacado y cruel de entre

los Treinta Tiranos, y el segundo, que según Jenofonte entró en política

animado por Sócrates, los apoyó y murió combatiendo con ellos y contra

los demócratas. Por cierto, los dos eran parientes de Platón, y les dedicó

sendos diálogos. En 399 sólo habían pasado cuatro años de la caída de su

régimen. Todo el mundo tenía frescas en la memoria las muertes que había

dejado a su paso la Tiranía de los Treinta, y en la retina las imágenes de

Sócrates paseando por el Ágora con estos dos siniestros individuos.

Es posible que algunos o todos de estos personajes, y también otros

que rondaban a Sócrates, formaran parte de las hetairías, las sociedades

secretas que conspiraban contra la democracia. Sócrates no perteneció a

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ninguna, según afirmó en su discurso de defensa. Pero tal vez, del mismo

modo que animó a Cármides a participar en la política, pudo haber

inspirado a los jóvenes que lo rodeaban —y que debieron turnarse a lo largo

de los años, en un relevo generacional— a formar alguno de esos círculos

secretos: un papel parecido al de Robin Williams en El club de los poetas

muertos, salvando las distancias.

Todo esto explica la acusación de corromper a los jóvenes. Los

atenienses acababan de sufrir dos golpes oligárquicos y tenían razones para

temer que alguien como Sócrates siguiera inculcando ideas subversivas a

los adolescentes. En cambio, la acusación de no adorar a los dioses

tradicionales de la ciudad no parece sostenerse demasiado. No consta que

introdujera cultos exóticos en Atenas ni que fuera ateo: el mismo concepto

de ateísmo resultaba bastante extraño a los griegos, que se sentían

rodeados por presencias numinosas. I.F. Stone señala que los acusadores

podían referirse a que Sócrates despreciaba a divinidades propias de la

democracia, como Pito —en griego Peithó, «Persuasión», que suena menos

ridículo—, el Zeus Agoraîos o la misma Democracia (Stone, 1988, p. 224).

Este argumento de Stone no me resulta muy convincente. Sin

embargo, debo añadir que en su momento la lectura de su libro El juicio de

Sócrates supuso una conmoción para mí, pues hizo que se tambalearan

muchas de las ideas que había asimilado al estudiar la figura del filósofo en

otras obras más laudatorias como Vida de Sócrates de Antonio Tovar.

¿Cómo se desarrolló el juicio? Ciertos comentarios de la Apología

permiten suponer que había 501 jurados (o tal vez 500) escuchando y

juzgando a Sócrates y a sus acusadores. A partir de la lista anual de 6.000

heliastas o jurados, se los seleccionaba mediante el klerotérion, un

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complicado dispositivo de ranuras y tarjetas de bronce que garantizaba que

los nombres salieran al azar unos minutos antes del juicio: de esta manera

se evitaba que alguien intentara sobornar a los jueces.

¿Era posible sobornar a 501 jueces? Me temo que sí. Cada uno de

ellos cobraba una paga de 3 óbolos o,

lo que es lo mismo, media dracma. Eso

suponía que el salario de todo el jurado

ascendía a 250 dracmas. Un ciudadano

rico interesado en salvar el pellejo no

habría tenido ningún problema en

triplicar o cuadruplicar esa suma. Los jueces, tal como los caricaturiza

Aristófanes en su comedia Las avispas, solían ser ciudadanos humildes y ya

mayores, y la dieta del jurado suponía una especie de subsidio de jubilación

para ellos (pero no su único medio de subsistencia: los vínculos de

solidaridad familiar eran la seguridad social de la época).

Una vez reunido el jurado, los acusadores primero y después los

acusados pronunciaban sus discursos, pues no había abogados. Sócrates

podría haber pedido que alguien le escribiera un alegato: entre sus

conocidos estaba el meteco Lisias3, el mismo logógrafo que redactó la

defensa de Eufileto cuando éste fue a juicio por matar al seductor de su

esposa. Según cierta tradición, Lisias llegó a escribirlo y se lo presentó a

3 Lisias y su hermano Polemarco habían heredado la fábrica de escudos de su padre,

Céfalo —que aparece como interlocutor en La república—. En aquel taller trabajaban

120 operarios, y gracias a él poseían una gran fortuna. Los Treinta, tan rapaces a la hora

de incautar riquezas ajenas como algunos emperadores romanos, decidieron detener a los

dos hermanos. Lisias escapó a Mégara, pero Polemarco fue arrestado y ejecutado. Sus

bienes, por supuesto, quedaron confiscados. Aunque tras la caída de los Treinta, en la que

él participó de forma activa, Lisias recuperó parte de su patrimonio, nunca llegó al nivel

de riqueza anterior. Por eso tuvo que dedicarse a escribir discursos judiciales para otras

personas.

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Sócrates, quien le dio las gracias, pero lo rechazó. Lógicamente, quien se

había pasado toda su vida interpelando a los atenienses y mareándolos con

su dialéctica no iba a recurrir en aquel momento decisivo a las palabras de

otros.

Además de sus discursos, los litigantes podían leer leyes ante el

tribunal, y de hecho solían hacerlo. Los jurados eran ciudadanos normales,

no jurisperitos, y nadie podía retener en la memoria la gran cantidad de

decretos que se habían aprobado desde tiempos inmemoriales. También se

podían presentar testimonios, que al principio eran orales y que más tarde

se leían. Cada parte disponía de un tiempo limitado que se medía mediante

una clepsidra o reloj de agua.4 No contaban para ese tiempo ni la lectura de

las leyes ni los testimonios, y así nos encontramos a menudo en los

discursos judiciales con la frase «Corta el agua».

Pronunciados los discursos y presentado todo el material pertinente,

los jurados votaban sin deliberación previa. Para ello, pasaban desfilando

ante dos urnas, con las manos cerradas, y dejaban caer el guijarro del voto

en la urna de «inocente» o de «culpable». Más adelante, durante el siglo IV,

el sistema se perfeccionó para

garantizar el secreto del voto. Había

una urna de votos válidos y otra de

votos inválidos, y cada jurado llevaba

dos discos de bronce, uno atravesado

con un eje agujereado para condenar y

otro con el eje macizo para absolver. De

4 Una prostituta célebre tenía este apodo, Clepsidra, porque utilizaba un reloj de agua

para tasar el tiempo a sus clientes. Si la noticia es cierta, se trataba de una adelantada para

su época.

Discos utilizados para votar en los juicios

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este modo, bastaba con la punta de los dedos para ocultar el voto. Los

discos que se recontaban, lógicamente, eran los de la urna válida.

En el caso de Sócrates todavía se debió votar con piedras. El texto de

la Apología de Platón permite deducir que el resultado fue de 220 votos a

su favor y 281 en su contra (o de 280 votos si en aquella época los jurados

todavía no eran impares). Una votación más apretada de lo que se esperaba

el mismo Sócrates, que tampoco había hecho gran cosa por ganarse la

benevolencia del jurado.

A continuación, los acusadores proponían una pena para aquellos

casos en los que la ley no la estipulaba. En este juicio, Anito, Meleto y Licón

pidieron que se condenara a muerte al acusado. Sócrates debía proponer

otra pena menor. Para empezar, solicitó que la ciudad lo alimentara en el

Pritaneo como a un vencedor olímpico: imaginemos los pateos y silbidos

que su propuesta desató en el jurado. Después, propuso una sanción de 100

dracmas, que acabó subiendo a 3.000 dracmas.

Esta última parecía una cifra razonable. Sin embargo, los jurados

estaban ya tan soliviantados que votaron a favor de la condena a muerte

por 80 votos más que antes. Es decir, que muchas personas que lo habían

juzgado inocente lo condenaron a muerte. Eso hace pensar que el

procedimiento judicial ateniense no era muy serio, y sin duda presentaba

muchas deficiencias desde nuestro punto de vista. Pero la noticia de los 80

votos adicionales nos la transmite Diógenes Laercio, cuyas anécdotas no

son muy fiables.

En cualquier caso, Sócrates fue condenado a muerte. La pena se

demoró un tiempo, porque en aquellos días se había enviado una

peregrinación sagrada a la isla de Delos y su ejecución habría supuesto una

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mancilla para la ciudad. Durante el mes que Sócrates estuvo encerrado en

prisión, sus amigos organizaron su fuga por medio de sobornos. Pero él tal

como se cuenta en el diálogo Critón, se negó a escapar por no desobedecer

la ley.

En realidad, el estado ateniense no parecía tan empeñado en matar

a Sócrates como éste en morir: la teoría de Stone es que pretendía

desacreditar con su injusta y desproporcionada condena a aquel régimen

en el que no creía. Otra opción es creer que a esas alturas de su vida quería

dar un ejemplo de coherencia en sus ideas. Pero no habría que desechar del

todo la opción de un grandioso suicidio: en el Fedón, que narra sus últimos

momentos, Sócrates insiste en que la muerte es una liberación de una larga

enfermedad.

Jacques-Louis David, "La muerte de Sócrates", 1787

En la mañana de su muerte, sus amigos entraron en la prisión para

verlo. Sócrates pasó el resto del día charlando con ellos. Al oscurecer, un

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esclavo público machacó la cicuta y la mezcló con agua. La cicuta tiene una

neurotoxina que produce parálisis primero en los miembros y luego en el

sistema respiratorio y el corazón. El esclavo se lo explicó más o menos así a

Sócrates, exceptuando, obviamente, lo de la neurotoxina. Sócrates tomó la

copa, miró al esclavo tauredón, «con la fiereza de un toro», y apuró la cicuta

sin que le temblara la mano. Dignidad y valor jamás le faltaron a aquel

hombre irrepetible.

Sócrates paseó hasta que notó las piernas insensibles. Después, se

acostó y se tapó con una manta, mientras el esclavo le tocaba las piernas

para comprobar cómo la parálisis se extendía por su cuerpo. Por fin, cuando

la rigidez ya le llegaba al vientre, Sócrates se destapó un instante y le dijo a

su gran amigo:

—Critón, le debemos un gallo a Asclepio.5 Pagadlo, que no se os

olvide.

Éstas fueron sus últimas palabras. Recuerdo que durante un curso del

antiguo COU estuvimos trabajando sobre el Fedón, y el día en que nos tocó

traducir este pasaje encendimos una vela en honor de Sócrates. Había algo

de broma en ello, pero noté que mis alumnos se emocionaban. En realidad,

es casi imposible no conmoverse al leer las últimas líneas del Fedón.

Sócrates primero, con su muerte, y Platón después, con su pluma magistral,

consiguieron lo que se proponían. Le habían ganado a la democracia

ateniense la batalla de la posteridad.

5 Asclepio era el dios de la medicina. O bien Sócrates consideraba que al morir se libraba

de una pesada enfermedad, su propio cuerpo mortal, o bien por alguna razón era cierto

que le debía un gallo al dios. Critón solía ocuparse de las finanzas de Sócrates.