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Migración y relaciones de género

en México

Dalia Barrera Bassols y Cristina Oehmichen Bazán (Editoras)

H01462 M54

UNAM

GIMTRAP, A.C. IIA/UNAM México

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Las migrantes de ayer y de hoy

Patricia Arias*

La razón que en los años sesenta desplazó a doña María de Jesús hasta Gua-dalajara fue la de tantas mujeres de su tiempo: acompañar al marido que es-peraba encontrar en la capital de su estado lo que escaseaba en el pequeño pueblo jalisciense del que ambos provenían: trabajo e ingresos que le permi-tieran mantener a una prole que cada año se había vuelto más numerosa. Po-co después, el marido decidió seguir rumbo a Estados Unidos, pero esta vez solo. Quién sabe qué fue lo que lo "desobligó" de su familia, pero el caso es que nunca volvió. Doña María de Jesús tuvo que permanecer en Guadalaja-ra donde su habilidad como costurera y su tenacidad de mujer responsable le permitieron sacar adelante hijos e hijas.

La vida de doña María de Jesús reitera lo que fueron las pautas básicas de la migración femenina en las décadas 194o-197o: un movimiento rural-urbano que se dirigía hacia las ciudades mayores del país donde las mujeres, solas o acompañadas, seguían la ruta y el destino migrante de sus familias, de sus cónyuges. Pero ahora, constata doña María, ha cambiado mucho la ma-nera femenina de migrar: las mujeres se van "hasta" solteras y apenas llegan a Estados Unidos, que es el rumbo indiscutible de la migración de su pueblo, como el de tantos otros de Jalisco, consiguen buenos trabajos y ya no quie-ren regresar al pueblo, a veces ni para las fiestas.

Una revisión de la literatura y de materiales de investigación recientes en tomo al tema sugieren que la impresión de doña María de Jesús no deja de ser certera: la migración rural femenina ha experimentado cambios drásticos en los últimos años. Cambios que podrían sintetizarse en el paso de una mi-gración rural-urbana a un esquema de migración diversificado y cambiante, donde se pueden descubrir diversos flujos y destinos migratorios femeninos.

* cEED/Universidad de Guadalajara.

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Este cambio en los desplazamientos de las mujeres del campo tiene que ver, en parte, con transformaciones profundas en las dinámicas de la econo-mía y los mercados de trabajo en México, como resultado de la puesta en marcha de un modelo de desarrollo, que ha modificado de manera rotunda la dinámica y la distribución espacial de las actividades económicas a lo lar-go y ancho de la geografía nacional. Pero tiene que ver también con otras dos fuerzas: por una parte, los impulsos de la globalización que al mismo tiempo que impactan de manera negativa las posibilidades de empleo en muchos rincones del campo mexicano, han abierto oportunidades de traba-jo, incluso agrícolas, en otras regiones del país. Por otra parte, tiene que ver con las transformaciones en el patrón migratorio entre México y Estados Unidos que desencadenó IRCA (Durand, 1994). En 1986 entró en vigor IRCA (Inmigration Reform and Control Act), más conocida entre nosotros como la Ley Simpson-Rodino, que promovió la amnistía de los trabajadores indocu-mentados, con lo que por primera vez se legalizó la estancia de alrededor de dos millones de trabajadores mexicanos en Estados Unidos (ibidem).

Lo anterior, puede decirse, resulta muy general o aplicable no sólo a las mujeres. Y es cierto. Hay que situar la migración femenina además en el con-texto de las relaciones y construcciones de género que han existido en dife-rentes momentos, en distintas regiones que son, en buena medida, las que han normado y pautado, durante mucho tiempo, los comportamientos y des-plazamientos de las mujeres del campo. Este artículo utiliza información que proporciona la base de datos del Mexican Migration Proyect (MMP), investiga-ción dirigida por Douglas S. Massey y Jorge Durand, que desde 1982 realizan de manera conjunta la Universidad de Pennsylvania y la Universidad de Guadalajara. El MMP es una base de datos sobre la migración México-Estados Unidos que incluye información sobre la migración interna.'

De esa base de datos se eligieron seis localidades rurales del occidente de México que habían sido encuestadas en años recientes. Así, se seleccio-naron una localidad del estado de Colima (5 408 habitantes), una de Gua-najuato (1 096 habitantes), una de Nayarit (1 1 664 habitantes), dos de San Luis Potosí (446 y 2 719 habitantes) y una de Zacatecas (2 719 habitantes). Las encuestas, representativas de cada comunidad, se realizaron en el lustro 199o-1995, es decir, recogen información acerca de los destinos migratorios recientes de los hombres y mujeres de esas seis localidades.

r El acceso a la base de datos es público, es decir, cualquier persona puede tener acceso a ella. La di-rección en Internet es: http:/lexis.pop.upenn.edu/mexmig/welcome.html.

MIGRACIÓN RURAL-URBANA Y RELACIONES DE GÉNERO (1940-1970)

En 1978 Lourdes Arizpe publicó un libro imprescindible: Migración, etnicis-

mo y cambio social, donde la autora revisó, de nueva cuenta, su experiencia de investigación iniciada en 1972 en comunidades rurales de las regiones mazahua y otomí del Estado de México, localizadas a 25o kilómetros al no-roeste de la ciudad de México.' Como es sabido, Arizpe buscaba conocer y explicar las características de ese intensísimo proceso de migración rural-ur-bana, de índole indígena, que se había desatado de manera tan irremediable como unidireccional hacia la ciudad de México. En el caso de los mazahuas, demostraba Arizpe, era evidente la destrucción sistemática de antiguos que-haceres locales y regionales, situación que obligaba a los indígenas a depen-der del empleo urbano que se ofrecía en la metrópoli. De hecho, constató Arizpe, el lugar de destino de todos los migrantes mazahuas que conoció en esa época, salvo dos personas, era la capital del país (1978:88). La presen-cia y las urgencias de esos enormes contingentes de población rural que se avecindaban en esa gran ciudad que centralizaba el empleo y se urbanizaba de manera acelerada, planteaba problemas tan nuevos como urgentes a la economía y sociedad urbanas. Pero también a las sociedades rurales que eran las que nutrían las filas de emigrantes. En verdad, la preocupación de Ariz-pe estaba precisamente ahí: ella buscaba comprender el impulso, la lógica, las características y tendencias de los desplazamientos rurales y su impacto en la dinámica y el destino de las unidades domésticas campesinas, cuyas op-ciones laborales locales eran cada día menores. Así, la familia indígena em-pobrecida había tenido que sacar al mercado su único capital, su último re-

curso: sus hijos e hijas (ibidem: 76). Hombres y mujeres actuaban, decía, en función "...del grupo doméstico... están cumpliendo un papel asignado en la división de labores al interior de la unidad campesina..." (Arizpe, 1985: 49).

Una sensibilidad poco común para ese tiempo, permitió a la autora dejar que la etnografía reflejara la incidencia de tres factores en el modela-je de la migración rural; factores que hasta la fecha siguen siendo centrales en la discusión sociológica en tomo al tema. Por una parte, las diferencias locales y culturales que impactaban la manera de migrar de distintas comu-nidades rurales sometidas a tensiones económicas y demográficas similares;

2 La primera publicación que ofreció resultados de esa investigación fue Indígenas en la ciudad. En los trabajos de 1978 y 1980 la autora se refiere sólo a dos comunidades indígenas del Estado de México: To-

xi y Dotejiare.

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por otra, la importancia de las redes sociales y laborales que tejían los paisa-nos en la ciudad para organizar la dinámica de la migración. Finalmente las tareas, pero sobre todo los derechos y obligaciones diferentes de los hombres y mujeres que migraban. En el período 1950-1970, señala Arizpe, los hom-bres de Toxi se colocaban como empleados y obreros, en menor medida, co-mo cargadores o albañiles, en tanto que las mujeres trabajaban en el servi-cio doméstico. Los hombres de Dotejiare, en cambio, se ubicaban como estibadores, macheteros y albañiles, y las mujeres se dedicaban a la venta ca-llejera de fruta. Esta actividad, descubrió la autora, se había vuelto "femeni-na" cuando los hombres se dieron cuenta que las mujeres eran menos repri-midas por la policía capitalina, razón por la cual comenzaron a llevarlas a ellas a vender a la ciudad (1978: 83).

La diferencia entre hombres y mujeres se advertía también en la dis-tancia y lapso de los desplazamientos y en el destino de los ingresos de unos y otras. La migración masculina tendía a ser a lugares cercanos y de carácter estacional (Arizpe, 1978; Nutini e Isaac, 1974). De este modo, con sus idas y venidas frecuentes, ellos mantenían activa su vinculación con el quehacer agrícola, podían efectivamente ahorrar sus salarios e invertir sus ingresos en el pueblo para sus proyectos personales y mantenían además la vigencia de sus derechos comunitarios. En este sentido, puede decirse que la unidad do-méstica se encargaba de asegurar la viabilidad de la migración estacional y un mejor retomo de los hombres a las comunidades. La migración femeni-na, en cambio, solía ser de una duración más indeterminada e imprecisa en la ciudad de México. Esto no era casual. Los desvelos e ingresos de las mi-grantes estaban constantemente asediados y delimitados por las necesidades siempre apremiantes de sus familias: cada semana, cada quincena había que mandar o llevar dinero para ayudar a remontar la precaria situación agríco-la, para la educación de algún hermano, para solventar los apuros intermi-nables a que estaban expuestas las familias campesinas frente a una econo-mía cada día más monetarizada (Arizpe, 1978). En verdad, ni Arizpe ni otros autores dan cuenta de mujeres migrantes de ese tiempo que hayan po-dido invertir en negocios o actividades independientes en sus lugares de ori-gen que impulsaran su retomo al pueblo. En el caso de las mujeres, el cam-bio de estado civil —el matrimonio o la soltería definitiva— era el factor clave para definir su asentamiento en uno u otro lugar.

Enmarcada en las discusiones de ese tiempo que procuraban entender la reproducción social del campesinado, Arizpe interpretó la migración campesina de hombres y mujeres jóvenes no como "[...]una estrategia indi-

vidual, sino una estrategia de división de labores dentro de la unidad fami-

liar"[...] (1978: 87). Pero la etnografía concienzuda constató lo que hoy nos parece evidente: que las diferencias de género al interior de las familias ha-bían hecho de la mujer el eslabón más débil y, de ese modo, el miembro más fácilmente sometido a unas estrategias de sobrevivencia que, hoy lo sabe-mos, suponen relaciones de cooperación pero también de conflicto, donde se expresan la desigualdad y el poder al interior de las unidades domésticas, de tal manera que algunos de sus miembros son capaces de imponer sus op-ciones y decisiones al conjunto de la familia, en especial a las mujeres (Bru-

ce y Dwyer, 1988; Ward, 1993). Seguramente hoy en día sería casi imposible reconstruir la trayectoria

de las mujeres que migraron en esas décadas como una historia de luchas y negociaciones intradomésticas donde ellas tuvieron intereses que defender, valores por los que enfrentarse, es decir, donde se expresaron las desigualda-des de género y donde se confrontaron los intereses y el poder de los distin-tos miembros de sus unidades domésticas. A la luz de lo que sabemos hoy, surge una duda: la migración femenina a la ciudad de México, con todo y sus limitaciones, ¿no fue quizá una forma de escapar a las restricciones fami-liares y sociales de género que les imponía el espacio rural tradicional? Un estudio reciente de Coutras ha descubierto que las mujeres árabes en París prefieren, mucho más que los hombres, trabajos alejados de los barrios don-de viven, como una manera de eludir las restricciones que.existen para ellas

en el espacio residencial (Coutras, 1996). Como quiera, lo que tenemos es el resultado. En el contexto y con las

restricciones genéricas de ese tiempo la migración femenina tuvo que seguir a fin de cuentas el rumbo que le marcaban lo mismo las razones macroeco-nómicas que las decisiones familiares: la migración estacional, a veces defi-

nitiva, hacia la gran ciudad.

UNA MIGRACIÓN DIVERSIFICADA Y CAMBIANTE (1980-1990)

En la década de los ochenta, constató Szasz (1993), no era sólo la cercanía

con la ciudad de México lo que motivaba el desplazamiento de algunos miembros de las familias campesinas de Malinalco. La capital del país seguía siendo sin duda una metrópoli, pero se trataba de una ciudad en crisis, don-de los mercados de trabajo citadinos habían entrado en una fase de restruc-turación que modificaba de manera drástica los saberes y habilidades de los

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trabajadores. De este modo, "...la reducción de los salarios y de la demanda de fuerza de trabajo en empleos urbanos estables... refuerza las condiciones para la retención de los pequeños agricultores..." (Szasz, 1993). En las gote-ras de la gran ciudad se difundía, de manera paradójica, una forma de orga-nización doméstica donde se combinaban la migración temporal de algunos de los miembros de las familias campesinas con la permanencia de la fami-lia en el campo y con la persistencia, casi reinvención, de la actividad agrí-cola, aunque fuera a nivel de subsistencia. La producción de maíz y frijol para el autoabasto aparecía entonces como una estrategia familiar para ga-rantizarse el abasto alimenticio en condiciones de incertidumbre del empleo e inestabilidad de los salarios en el mercado de trabajo urbano. De este mo-do, una parte de la población rural, señala Szasz, "...está optando por multi-plicar y diversificar sus actividades en sus lugares de origen en vez de emi-grar hacia las áreas urbanas..." (1993:169).

La posibilidad de esta opción suponía no sólo cambios en las tenden-cias del empleo urbano sino también una transformación espacial impor-tante: la aparición de mercados regionales capaces de ofrecer empleo a la población rural, alternativa que había estado ausente del horizonte laboral campesino en las décadas anteriores. De este modo, la migración estacional de los ochenta formaba parte de un complejo de actividades remuneradas, que los diferentes miembros de la familia desempeñaban en la gran ciu-dad, pero también en mercados regionales. Era esa combinación de produc-tos, ingresos y desplazamientos, cambiantes pero imprescindibles, lo que hacía posible la reproducción de la unidad doméstica campesina en el mun-do rural.

La investigación en Malinalco puso al descubierto además dos fenóme-nos novedosos en comunidades rurales del centro del país; por una parte, la aparición de una emigración masculina a Estados Unidos, en especial de hombres jóvenes que carecían de acceso a la tierra; por otra, la generaliza-ción del trabajo femenino, sobre todo en las familias nucleares jóvenes. Las mujeres de San Martín, dice Szasz, salían a vender diversos productos al cer-cano y concurridísimo santuario de Chalma. La migración rural-urbana unidireccional de las décadas 194o-197o parecería haber dado paso a un esquema más diversificado de desplazamientos masculinos, pero también fe-meninos, donde, después de muchas décadas, volvía a cobrar sentido la re-gión como espacio laboral para la población rural. Con todo, se advertía una diferencia en los desplazamientos de hombres y mujeres: la búsqueda mascu-lina de trabajo podía llevar a los hombre lejos, incluso hasta Estados Uni-

dos; a las mujeres se las encontraba más bien aprovechando y creándose oportunidades de trabajo e ingreso, aunque fuesen de pequeña escala, pero en su región.

En un pueblo de la mixteca poblana, donde se vivía una situación mi-gratoria similar, D'Aubeterre (1995) constató que la migración masculina a Estados Unidos hacía posible que la mujer tuviera una participación cada vez más activa en la vida económica, pero también social y política de su co-munidad. Las mujeres de San Miguel Acuexcomac, sobre todo aquellas de familias que se encontraban en etapas avanzadas del ciclo doméstico, po-dían "[...]invertir más tiempo en el cuidado de sus rebaños, [...]asumir el control de la producción agrícola[...] participar en las redes de préstamo de trabajo [...]Logran tener una activa participación en los comités escolares y de mejoramiento del pueblo[...] y se desplazan más libremente fuera de la comunidad..."(D'Aubeterre, 1995: 294). De este modo, concluye la autora, en esa comunidad rural de la mixteca poblana la ausencia masculina había supuesto para las mujeres un incremento de la carga de trabajo pero, al mis-mo tiempo, una "[...]ampliación de su injerencia en la toma de decisiones domésticas y de su presencia en los asuntos comunales[...]" (ibidem).

Con matices, algo similar sucedía en el occidente del país, región his-tórica de la migración rural hacia Estados Unidos desde principios de siglo (Massey et al., 1987). Ahí, las investigaciones constataron, una y otra vez, la diferencia que existía entre la migración de hombres y mujeres del cam-po. Como es sabido, la migración de los estados de Guanajuato, Jalisco, Mi-choacán y Zacatecas a Estados Unidos fue casi exclusivamente masculina, es decir, de hombres jóvenes que salían, de manera intermitente o por una temporada larga, a buscar el ingreso regular o los recursos específicos que no era posible conseguir a través del trabajo, arduo y cotidiano, en las activida-des económicas locales (ibídem). Hay que decir que la demanda norteameri-cana de trabajadores contribuyó en gran medida a conformar ese patrón mi-gratorio: la estacionalidad de los ciclos de trabajo y la eventualidad del empleo, la movilidad y plazo determinado —por lo regular de corto tiem-po— , la ilegalidad de los migrantes y las durísimas condiciones de trabajo que imponían los contratos, hacían casi impensable el desplazamiento fami-liar e indeseable la migración definitiva a Estados Unidos. Esta característi-ca de la migración de la región occidental del país tendió a fijar a las fami-lias rurales en el campo, en especial a las mujeres. Ahí también se dejó sentir la pérdida y el deterioro de las actividades agropecuarias características de la vida rural. Las mujeres se convirtieron entonces en buscadoras incesantes de

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nuevos ingresos, que les permitieran compensar la pérdida de los quehace-res tradicionales y la incertidumbre en la llegada de los migradólares que en-viaban padres y esposos desde Estados Unidos. Desde los años ochenta esta necesidad y búsqueda femeninas coincidieron con las nuevas tendencias de las economías internacional y nacional y sus repercusiones en la reconfigu-ración de los espacios regionales; tendencias que han dado lugar a un pro-ceso de diversificación de las economías rurales y, al mismo tiempo, de es-pecializaciones microrregionales ( Arias, 1997).

Como es sabido, en el transcurso de la década de 1980 comenzaron a desarrollarse en diversas zonas rurales y ciudades medias y pequeñas del país una gran cantidad y variedad de actividades económicas: aquí y allá apare-cieron producciones agrícolas, pecuarias y hortícolas que dieron lugar a plantaciones, granjas, empacadoras y procesadoras de carne y pescado, de frutas y verduras (Barrón, 1995; Lara, 1995); se comenzaron a recuperar y a reinventar artesanías para mercados amplios y dinámicos (Moctezuma, 1998); surgieron establecimientos manufactureros de variada índole: fabri-cación de una variedad infinita de prendas de vestir y de múltiples artículos hechos con textiles, elaboración de juguetes, calzado y diversos artículos de piel; producción de dulces y esferas navideñas, de componentes electrónicos (Arias, 1992). Aunque diferentes, se trata de actividades que suelen com-partir tres características: en primer lugar, recurren al uso intensivo de ma-no de obra como estrategia primordial para adaptarse a la existencia de mer-cados amplios pero fragmentados y cambiantes, de demandas intensas pero efímeras; en segundo lugar, las condiciones de trabajo y salarios de las y los trabajadores se definen al margen del sistema formal que rige las relaciones obrero-patronales; en tercer lugar, varias de ellas suelen utilizar, de manera estable o eventual, trabajo femenino e infantil a domicilio. En una primera fase, la nueva oferta de empleo rural se dirigió sobre todo a trabajadoras jó-venes y solteras (Wilson, 199o).

La asociación persistente entre expansión de nuevas actividades en el mundo rural y trabajo femenino hace pensar que en el modelo actual de economía globalizada hay sectores económicos y ramas industriales que han descubierto razones económico-políticas poderosas, pero también construc-ciones de género favorables como para instalarse en el campo. Instalación que tiene que ver con la constatación de que el trabajo femenino en el cam-po es, hoy por hoy, una de las mejores opciones para acceder a mano de obra barata, dócil, flexible y carente de organización y de relaciones con organi-zaciones de trabajadoras.

La búsqueda y creación de nichos de mano de obra de bajo costo, co-mo impulso indispensable del desarrollo capitalista, obliga, dice Maruani (1991), a la creación incesante de diferencias que permitan abaratar el pre-cio del trabajo a través de la creación de categorías sociales a las que se les puede pagar menos, hacer trabajar en las condiciones más precarias, como es sin duda el caso de las mujeres rurales. Se trata, dice la misma autora, de un proceso incesante de construcción social de la diferencia, que puede ser entendido como el mecanismo dinámico que permite redefinir una y otra vez las tareas y retribuciones de acuerdo con criterios demográficos, raciales, de estatus legal, de género para de ese modo conservar, recrear, inventar je-rarquías que legitimen la segregación, la desigualdad y la discriminación en los mercados de trabajo (ibidem).

EL IMPULSO HACIA EL NORTE

Información reciente acerca de los movimientos de la gente del campo su-giere que se han suscitado cambios en la migración, tanto en términos gene-rales como en lo que se refiere a los desplazamientos de las mujeres rurales, cambios que, en términos generales, parecerían dar cuenta de tres tenden-cias: un decrecimiento de la migración interna, un reordenamiento de los flujos migratorios al interior del país y, sobre todo, un incremento de la mi-gración hacia Estados Unidos. Hay que decir que las seis localidades anali-zadas se ubican en la región histórica de la migración hacia Estados Unidos: el occidente de México. Por esta razón, incluso en los datos históricos (194o-1979), la migración hacia el país del norte resulta significativa.

En las comunidades estudiadas, el decremento de la migración interna apunta, por una parte, a una disminución del flujo migratorio al interior del país, pero sobre todo hacia la ciudad de México. Se constata asimismo un cierto decrecimiento del flujo migratorio hacia la frontera norte. Los esta-dos de Baja California, Sinaloa, Sonora y Tamaulipas parecen haber sido ámbitos de mayor atracción en el período 194o-197o que en los años 1980-1995. Aunque de manera leve, se percibe un flujo de migración interna que se orienta a economías urbano-regionales que han experimentado desarro-llos económicos notables en los últimos años: Aguascalientes, Colima y Puerto Vallarta. Así, la población de la comunidad campesina de Nayarit ha comenzado a migrar a Puerto Vallarta, la ciudad más dinámica de la costa Jalisco-Nayarit, y la de la comunidad del estado de Colima se desplaza ha-

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cia la capital del estado, con la que colinda. La población rural de Guana-juato registró un fuerte decremento de la migración hacia Irapuato, la ciu-dad más cercana. En este caso, la cercanía entre ambas poblaciones y el me-joramiento de los sistemas de transporte han permitido los desplazamientos cotidianos entre ambas.

En todas las localidades de estudio se advierte el incremento de la mi-gración internacional, aunque es particularmente explosiva en la comuni-dad 2 de San Luis Potosí (de 22.3% en 1940-1979 a 77.7% en 1980-1995), en la de Guanajuato (de 28.2% en 1940-1979 a 71.8% en 1980-1995) y en la de Nayarit (35.o% en 1940-1979 a 65.o% en 1980-1995). En esta inten-sificación de la migración internacional, parecen confluir tres fenómenos que afectan los desplazamientos masculinos. En primer lugar lo muy sabido: el deterioro salarial de más de una década de crisis y sucesivas devaluacio-nes en nuestro país, sumado a la restructuración de los mercados de trabajo del campo y la ciudad, han mantenido la vigencia de la migración al otro la-do como una opción laboral irremediablemente atractiva para la población masculina. En segundo lugar, en comunidades de tradición migratoria, co-mo las estudiadas, muchos hombres tuvieron, debido a la puesta en vigor de IRCA en los años ochenta, las credenciales necesarias para legalizar su estan-cia en Estados Unidos, incluso hasta naturalizarse, lo que ha mantenido ele-vado y, en muchos casos, ha vuelto definitivo el flujo migratorio. En 1989 las solicitudes de legalización de los trabajadores mexicanos en Estados Uni-dos representaban las cuatro quintas partes (82.9%) del total de solicitudes presentadas a IRCA (Durand, 1998). En tercer lugar, la legalización de dos millones de trabajadores que desde 1986 han podido optar por mejores con-diciones laborales, ha contribuído a la emergencia de una inesperada segmentación del mercado de trabajo, donde nuevas oleadas de migrantes indocumentados han pasado a ocupar los puestos de trabajo que los trabaja-dores legales han podido rechazar. Por razones prácticas, IRCA favoreció a los trabajadores industriales y de servicios que estaban asentados en las ciuda-des, lo que amplió de manera inesperada el nicho de oferta de trabajo agro-pecuario en Estados Unidos. De este modo, la migración ilegal no sólo no se ha detenido, sino que ha persistido en las mismas comunidades de tradición migrante, donde las redes sociales, tan viejas como vigorosas, han permiti-do el reclutamiento de trabajadores que se insertan, de nueva cuenta, en el circuito de la ilegalidad que nutre el trabajo barato en Estados Unidos. A mediados de los años noventa, un trabajador mexicano ilegal ganaba la mi-tad de lo que recibía un operario legal por una tarea similar (ibidem).

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Por su parte, la migración femenina parecería tener destinos migrato-rios similares a los de los hombres. De hecho, en la literatura de principios de los años ochenta se hablaba de la importancia que había empezado a co-brar la migración de mujeres a Estados Unidos (D'Aubeterre, 1995; Mum-mert, 1988; Rionda, 1992). Este fenómeno, interpretaba Comelius (1990) poco después, había sido catapultado a raíz del proceso de reunificación fa-miliar que desencadenó la puesta en marcha de IRCA. La información de las encuestas del MMP sugiere otras novedades. En general, se constata una ten-dencia al estancamiento y en varios casos a la disminución de la migración femenina interna, en especial la que se dirigía a las grandes ciudades del país. Al mismo tiempo, se advierte un fuerte incremento en la migración hacia Estados Unidos, en especial en la comunidad 2 de San Luis Potosí (7.1% en 1940-1979 a 92.9% en 1980-1995) y en las comunidades de Gua-najuato (mi% en 1940-1979 a 88.9% en 1980-1995), Colima (21.7% en 1940-1979 a 73.3% en 1980-1995), Nayarit (27.4% en 1940-1979 a 72.6% en 1980-1995). En el caso de las mujeres de las localidades de estudio se ob-serva también un decremento de la migración femenina a los estados de la frontera norte.

A grosso modo puede decirse que la migración interna de hombres y mujeres tiende a coincidir en los estados de destino. Sin embargo, una revi-sión detallada descubre que no en todos los casos los destinos masculinos y femeninos coinciden. El dato que ofrece el MMP puede ser significativo en ese sentido, ya que recoge información acerca del destino del primer viaje del migrante que, se supone, es el lugar donde existen las redes sociales que atraen y acogen a los que se desplazan. En general, puede decirse que las mu-jeres tienden a preferir, de manera más evidente que los hombres, un desti-no urbano como horizonte de sus desplazamientos. Como quiera, la opción urbana quizá sólo signifique una reiteración de lo muy conocido: la inser-ción femenina en el servicio doméstico en las ciudades.

En lo que se refiere a la migración internacional se descubre, en primer lugar, un fuerte incremento de los desplazamientos femeninos a Estados Uni-dos en los años 1980-1995. La muestra captó el desplazamiento de 73 muje-res entre 1940 y 1979 y de 217 mujeres entre 1980-1995. Es decir, que el 74.83% de las mujeres migrantes a Estados Unidos salió del país en los últimos quince años. Se constata asimismo la tendencia de las mujeres a migrar a los mismos lugares que sus paisanos, sobre todo en las comunidades de Nayarit, Guanajuato y la comunidad 1 de San Luis Potosí. En los casos de Colima, Guanajuato y la comunidad 2 de San Luis Potosí se advierte lo que

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podría ser quizá el atisbo de otra orientación: la migraCión o la ubicación fe-menina en lugares distintos a los de su comunidad de origen. Como en el ca-so de la migración interna, parecería darse una cierta preferencia de las mu-jeres por el establecimiento en ciudades, lo que podría indicar su decisión de trabajar en el otro lado, no sólo de reunirse para vivir con la familia, con el esposo. De hecho, la etnografía ha dado cuenta de manera incipiente del in-cremento no sólo de mujeres casadas, sino también de jóvenes solteras en la migración México-USA (D'Auteberre, 1995; Hondagneu-Sotelo, 1994) por lo regular más educadas, informadas y calificadas que sus antecesoras.

De acuerdo con la muestra de esas seis localidades, entre los años 1940-1979 salieron del país 62 mujeres casadas, de las cuales la mayor pro-porción se fue cuando tenía entre 35-39 años, lo cual hace suponer que se trataba de situaciones donde la reunificación familiar era el motivo princi-pal del desplazamiento femenino. Mujeres solteras se fueron al parecer po-cas y cuando eran muy jóvenes: once, que tenían entre 16 y 19 años (36.4%), lo cual reitera el carácter de reunificación familiar que tenía la mi-gración en esos años. En el lapso 1980-1995 se incrementó mucho el núme-ro de mujeres casadas migrantes: 143, pero ha disminuido la edad de la mi-gración: se han ido cuando tenían entre 20 y 24 años (25.9%). Al mismo tiempo, ha aumentado de manera notable el número de solteras que migran: en 1980-1995 salieron 74 que tenían entre 20 y 24 años, es decir, jóvenes en edad de trabajar (31.1%).

De nueva cuenta, en esto ha intervenido sin duda IRCA. La legalización ha estimulado la incorporación laboral femenina en familias "amnistiadas" que requieren, a su vez, de otras mujeres para resolver los problemas domés-ticos, lo que suele llevarlas a promover la migración desde los lugares de ori-gen de parientes jóvenes solteras. Por un tiempo al menos, las recién llega-das se encargan de las tareas domésticas que las migrantes incorporadas al mercado de trabajo no pueden realizar (Durand, 1998). Pierrette Hondag-neu-Sotelo (1994) ha puesto en evidencia la importancia de las redes feme-ninas, es decir, de mujeres emigradas para desencadenar la migración de jó-venes de las comunidades en México. Esta nueva realidad sugiere que además de arroparse en esos "nuevos" compromisos familiares que impulsan la migración, las jóvenes podrían estar aprovechando las redes migratorias y sobre todo las nuevas oportunidades de la legalidad —o la ilegalidad— en Estados Unidos como vehículos para salir de las comunidades y elaborar, quizá, proyectos de vida diferentes a los de las mujeres migrantes de genera-ciones anteriores.

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Así las cosas, la migración de las mujeres del campo hoy parece seguir, en parte, la ruta de los desplazamientos masculinos; en parte, destinos nue-vos. Investigaciones recientes constatan cambios quizá incipientes, segura-mente irreversibles. El estudio de Pierrette Hondagneu-Sotelo (1994) en una comunidad de migrantes de Michoacán sugiere que las mujeres que mi-gran tienen ahora intereses propios que defender. La investigación de Víc-tor M. Espinosa (1998) en una familia de migrantes rurales en Estados Uni-dos apunta en el mismo sentido. Él constató una diferencia importante entre los hombres de la familia que querían regresar a su localidad de origen, y las mujeres que preferían permanecer en Estados Unidos, no tanto porque les gustara la vida norteamericana sino porque temían el retorno a esas re-laciones patriarcales características de la dinámica pueblerina de las que un día habían salido.

NOTA FINAL

Hasta no hace mucho tiempo se insistía en la importancia de las estrate-gias de sobrevivencia como mecanismo crucial que permitía a las familias pobres organizar la producción y el consumo de todos sus miembros, y de ese modo enfrentar tanto los cambios y crisis económicos que las afecta-ban, así como sus propias transiciones a lo largo del ciclo vital. De hecho, en cada fase de la migración vemos cómo la familia ha requerido, pero también ha modelado, la salida de hombres y muje'res a diversos destinos, a diferentes mercados de trabajo. Así las cosas, parecería que la unidad do-méstica ha tenido —y en muchos casos sigue teniendo— mucho que ver con la manera en que los hombres y las mujeres rurales se han presentado y han podido acceder a los mercados de trabajo que han surgido dentro y fuera de las localidades.

Un elemento clave para concebir y ordenar de manera diferente y je-rárquica el trabajo masculino y femenino, es la concepción misma de lo que significa y se espera del trabajo en uno y otro sexo. Para el hombre el tra-bajo aparece como una obligación a partir de la cual él debe —pero tam-bién se ponen todas las condiciones para que pueda— cumplir con la fun-ción de proveedor fundamental de su familia. Esto quiere decir que se espera que el ingreso masculino sea suficiente para cubrir las necesidades de la familia que depende de él. Esta idea del proveedor masculino, como sa-bemos, es una construcción ideológica bastante reciente que corresponde

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en verdad muy poco a la dinámica de generación efectiva de ingresos en las familias en distintas sociedades y a lo largo del tiempo (Rothstein, 1995). Como quiera, ha sido una construcción social lo suficientemente vigorosa como para asignarle a los hombres la obligación pero, al mismo tiempo, to-dos los derechos que le permitan cumplirla. Esto significa, entre otras co-sas, que los hombres han tenido la libertad de buscar los ingresos en las me-jores condiciones y desechar aquellos que les impidan cumplir con su obligación de proveedor primordial. De ahí que los hombres hayan podido rehuir y rechazar los trabajos mal pagados y hayan podido salir, migrar, des-plazarse muy lejos en busca de empleo y salarios efectivamente remunera-dores. De esa manera, los hombres han podido, hasta el día de hoy, eludir los bajos salarios que se les ofrecen en las localidades, tanto en la agricul-tura, como en las actividades agroindustriales, en la manufactura y en las maquiladoras que se han instalado en el mundo rural. Esto ayuda a enten-der, en parte al menos, esa constatación —y queja empresarial— cada vez más frecuente en el campo entre una demanda abundante de empleo rural y, al mismo tiempo, la salida de hombres en busca de trabajo a otras regio-nes, en Estados Unidos.

Los desplazamientos masculinos tienen una peculiaridad adicional: ellos pueden desprenderse con facilidad y pleno consentimiento social de las obligaciones cotidianas sin conmover —más bien al contrario— los en-tramados comunitarios y familiares de los que forman parte: las madres, es-posas y hermanas se encargan de mantener los compromisos filiales, fami-liares y sociales del ausente (Massey et al. 1987). La situación para la mujer rural se ha planteado tradicionalmente de manera distinta. Para ella no existía la libertad de desligarse de las obligaciones domésticas, de tal modo que su justificación para salir a buscar trabajo en mejores condiciones que el empleo local era en verdad restringida, en especial para las mujeres ca-sadas o con hijos pequeños. Esta restricción ayuda a entender la fácil acep-tación que ha tenido entre las mujeres el empleo que se ofrece en el cam-po, aunque sea —ellas lo saben— mal pagado, irregular, inestable, en ocasiones, hasta peligroso.

De cualquier modo, señalaban Arias y Mummert (1987), ese patrón migratorio había facilitado a las mujeres que se quedaban una experiencia femenina, en muchas ocasiones la primera, con el trabajo asalariado y el in-greso en efectivo fuera del ámbito doméstico. No sólo eso. El empleo y el asalariamiento permitió a las solteras empezar a disponer de dinero, pero también de la posibilidad de una organización personal del tiempo y de mo-

verse en espacios más amplios que sus antecesoras. Para las casadas, el ingre-so constante les ayudó a romper más rápidamente con la patrilocalidad de la residencia conyugal, norma que colocaba a las mujeres por mucho tiem-po en condición de subordinación en la familia del marido (ibidem). Con to-do, esa situación de mujeres que se quedan y aceptan las ofertas locales de trabajo, aunque sean precarias y de hombres que se van en busca de mejores ingresos remite, de nueva cuenta, a una construcción genérica que codifica el espacio y asigna obligaciones y derechos no sólo diferentes sino, en ver-dad, desiguales para hombres y mujeres. Es esa construcción de la diferencia de lo que son las "obligaciones" y prioridades de hombres y mujeres que se elabora al interior mismo de la unidad doméstica, lo que permite circunscri-bir a la mujer a los mercados de trabajo menos atractivos.

Lo que hoy vemos, entonces, es que ese proceso de migración y em-pleo ha conllevado, en todos los casos, desigualdades y jerarquías de géne-ro que han afectado las opciones y, en verdad, la condición femenina a lar-go plazo: la mujer ha tenido que aceptar ser la migrante generosa y versátil, una especie de "mil usos" siempre disponible para las necesidades infinitas y cambiantes de la familia campesina; la que ha tenido que aceptar el em-pleo rural en las peores condiciones salariales y laborales, sin que sus des-plazamientos e ingresos supusieran la construcción de un mejor futuro pa-ra ella. El síntoma quizá menos mesurable, pero tal vez más sensible, es el enorme malestar que se constata en muchas sociedades rurales respecto a las mujeres que se han ido. De ellas se habla poco y se espera también po-co, quizá porque esa conveniente matriz tradicional de la migración feme-nina se ha resquebrajado y es aún difícil para las unidades domésticas rura-les procesar esa ruptura que hoy parece irremediable. Tan irremediable como la necesidad de aceptar que la migración y el empleo de las mujeres del campo, han supuesto en todos los casos desigualdades y jerarquías de gé-nero, elaboradas al interior de las unidades domésticas que hay que comen-zar a conocer y reconocer.

Sin embargo, hoy parecen existir nuevos impulsos, distintos contextos para la migración femenina. En este caso ¿es posible seguir enmarcando los desplazamientos actuales de las mujeres rurales en relaciones de género tradicionales?, ¿se puede decir que sigue siendo la familia la principal orga-nizadora del empleo de sus miembros, en especial, de las mujeres?, ¿que el trabajo femenino en el campo, en la región, en la ciudad, en Estados Uni-dos, sigue siendo un recurso para la estrategia de reproducción social de la familia rural y la mujer su instrumento más maleable?

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INTRODUCCIÓN

Entre tzeltales y tzotziles de los Altos de Chiapas, la migración interna es una práctica que existe desde la época colonial (Carvalho,1994: 60,73,75), y ha permanecido durante todo este siglo (Angulo,1994:43; Benjamin,199o: 130-135).' Para las mujeres indígenas la migración es un evento fundamen-tal, por la significación que tiene para sus vidas y porque se da de manera

completamente distinta a la de los hombres. Debe señalarse que la migración masculina siempre ha sido reconoci-

da y masiva, tanto para sus fines como por las causas que la han generado, y las formas de lograrla. En cambio, la migración femenina ha sido invisible,

* Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciEsAs), Sureste. ** Maestra en Antropología e integrante de Asesoras en Comunicación y Capacitación en Salud

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en las áreas de Simojovel o del Soconusco han sido ampliamente difundidas (Toledo,' 996: 49, 71; Po-

zas, 1952; Favre, 1984: 110-1 1 ). Actualmente, la región de los Altos, sigue siendo aportadora de fuer-za de trabajo para las principales economías de producción agrícola del estado, en las zonas finqueras del Soconusco y del norte, en la frontera agrícola de la Selva Lacandona y en la Frailesca (Del Rey 1997: 129 y 131), añadiéndose otros destinos, como los centros urbanos fuera del estado de Chiapas y otras ac-tividades propias de las ciudades, como los trabajos asalariados en la construcción, el servicio domésti-

co, el comercio ambulante y la venta de artesanías (Angulo, 1994: 43 Y 48).

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