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1 Evolución territorial del conflicto armado y construcción del Estado en Colombia Por Fernán E. González 1 Abstract: La reflexión sobre los patrones regionales de violencia tiende a mostrarnos que el conflicto armado en Colombia es un fenómeno diferenciado tanto temporal como geográficamente, cuyas variaciones dependen de los procesos de poblamiento, cohesión social interna y articulación con el estado y la economía nacionales. Las modalidades diferenciadas de violencia corresponderían a un proceso gradual de construcción del Estado que va integrando paulatina y selectivamente diferentes territorios y grupos sociales en diferentes momentos. Este proceso de integración había venido siendo mediado por los partidos tradicionales durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. En la segunda mitad del siglo XX este sistema de mediación política empieza a hacer crisis cuando los partidos políticos se muestran crecientemente incapaces de hacer frente a los rápidos cambios de la sociedad colombiana. Más recientemente, la crisis de representación política de lo social se hace más profunda, a la cual se une la penetración del narcotráfico en la sociedad y la política colombianas para producir una profunda crisis de legitimidad del régimen político. Por otra parte, la transformación de la lógica de los movimientos guerrilleros cuando salen de sus zonas de origen para proyectarse a zonas más ricas e integradas al conjunto de la sociedad junto con el recurso a la extorsión, el secuestro y los dineros provenientes de cultivos de uso ilícito para su financiación han hecho predominar su dimensión militar sobre la política y desdibujar su legitimación ideológica. Finalmente, la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército nacional ha producido su repliegue hacia zonas más periféricas del territorio y el recurso más frecuente a acciones terroristas en las grandes ciudades. 1 Historiador y politólogo, investigador del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular).

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Evolución territorial del conflicto armado y construcción del Estado en Colombia Por Fernán E. González1 Abstract:

La reflexión sobre los patrones regionales de violencia tiende a mostrarnos que el conflicto armado en Colombia es un fenómeno diferenciado tanto temporal como geográficamente, cuyas variaciones dependen de los procesos de poblamiento, cohesión social interna y articulación con el estado y la economía nacionales. Las modalidades diferenciadas de violencia corresponderían a un proceso gradual de construcción del Estado que va integrando paulatina y selectivamente diferentes territorios y grupos sociales en diferentes momentos. Este proceso de integración había venido siendo mediado por los partidos tradicionales durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. En la segunda mitad del siglo XX este sistema de mediación política empieza a hacer crisis cuando los partidos políticos se muestran crecientemente incapaces de hacer frente a los rápidos cambios de la sociedad colombiana. Más recientemente, la crisis de representación política de lo social se hace más profunda, a la cual se une la penetración del narcotráfico en la sociedad y la política colombianas para producir una profunda crisis de legitimidad del régimen político. Por otra parte, la transformación de la lógica de los movimientos guerrilleros cuando salen de sus zonas de origen para proyectarse a zonas más ricas e integradas al conjunto de la sociedad junto con el recurso a la extorsión, el secuestro y los dineros provenientes de cultivos de uso ilícito para su financiación han hecho predominar su dimensión militar sobre la política y desdibujar su legitimación ideológica. Finalmente, la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército nacional ha producido su repliegue hacia zonas más periféricas del territorio y el recurso más frecuente a acciones terroristas en las grandes ciudades.

1 Historiador y politólogo, investigador del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular).

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Introducción La presente ponencia recoge los resultados de las investigaciones realizadas en el CINEP sobre la evolución reciente del conflicto armado colombiano, analizado en relación con una mirada de mediano y largo plazo de los procesos de formación del Estado en Colombia2. Esos resultados han sido publicados, en una versión más amplia, en el libro Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, de reciente aparición. Para esa mirada comparada, la ponencia parte del análisis de los escenarios actuales del conflicto, que confronta con una mirada de mediano plazo sobre la lógica de la expansión territorial de los actores armados. Esta contraposición nos lleva a proponer una mirada diferenciada de la presencia de los aparatos del Estado y del accionar de los actores según el grado y momento de articulación social y política de las regiones y sus pobladores con relación al conjunto de la vida nacional. Y, finalmente, esta mirada diferenciada es enmarcada en una mirada de larga, mediana y corta duración del desarrollo político de Colombia. Aunque algunos dudan de caracterizar el caso colombiano como una guerra civil típica, es evidente que Colombia ha venido sufriendo uno de los conflictos internos más largos del mundo actual, con una tasa creciente de homicidios a partir de los años ochenta, muy por encima de los estándares internacionales y equivalente a los que se producen en guerras civiles declaradas3. Esta violencia creciente ha sido comúnmente analizada en continuidad con el período caracterizado como “La Violencia” de mediados del siglo XX, lo que remontaría remontan los orígenes del enfrentamiento colombiano hasta 1946, cuando comienza el período denominado como “La Violencia”. Otros4, en cambio, señalan profundas discontinuidades entre ese conflicto y el actual, cuyos comienzos prefieren precisar en los años sesenta, con el surgimiento de las guerrillas influenciadas por la izquierda radical. Además, no faltan otros autores5 que señalan otra discontinuidad al subrayar los cambios profundos que se producen en el movimiento insurgente por la presencia de los dineros procedentes de los cultivos de uso ilícito, como la cocaína y heroína, que modifican enormemente la lógica y el accionar de los grupos insurgentes. Y es también importante destacar los cambios que se producen en la lógica y el accionar de los grupos guerrilleros cuando se expanden y salen de las regiones periféricas donde nacieron para afectar a otras regiones más integradas al conjunto de la vida nacional. Por otra parte, en esos mismos años aparecen, como respuesta al accionar extorsivo de los grupos insurgentes en ese cambio de escenario, grupos paramilitares de derecha, que disputan a las guerrillas el control de ciertos territorios y recursos. 2 Esta investigación fue realizada, en su mayor parte, por Ingrid J. Bolívar, Teófilo Vásquez y Fernán E. González, que tuvo a su cargo la coordinación del equipo. En las etapas iniciales del proyecto participaron también Mauricio Romero, José Jairo González y Helena Useche. Como asistentes de investigación participaron Franz Hensel y Raquel Victorino. La investigación fue apoyada parcialmente por COLCIENCIAS y MSD, de US AID. . 3 Mauricio Rubio, (1999), Crim0en e Impunidad. Precisiones sobre la violencia. Tercer Mundo y CEDE, UNIANDES, Bogotá. 4 Comisión de estudios sobre la violencia, 1987, Colombia: Violencia y Democracia, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, pp. 33-35, 44-46. 5 Daniel Pecaut, (2003): “Lo real y el imaginario de la “Violencia” en la historia colombiana”, en Pecaut, Daniel (2003), Midiendo fuerzas. Balance del primer año del gobierno de Alvaro Uribe Vélez, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, pp.17-24.

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Estos cambios y discontinuidades en el espacio y en el tiempo hacen evidente que el conflicto armado colombiano no cubre homogéneamente al conjunto del territorio colombiano ni tiene igual intensidad a lo largo del tiempo. Pero en los últimos años se viene produciendo una expansión creciente de los municipios afectados por hechos violentos: entre 1990 y 2002, se pasa de 227 municipios afectados por acciones bélicas se pasa a 498, mientras que las acciones contra la población civil aumentan de 172 a 436. Obviamente, esta expansión se refleja en el creciente número de víctimas: según los cálculos del Sistema Georreferenciado del CINEP6, entre los años 1990 y 2000, los asesinatos de personas civiles relacionados con el conflicto armado llegaron a 26.985 mientras que los muertos en acciones bélicas propiamente tales fueron sólo 12.887. Esto ilustra una característica del conflicto colombiano: afecta más a la población civil que a los combatientes propiamente tales, aunque en los últimos años las víctimas entre combatientes están aumentando significativamente. Según datos elaborados por la Fundación Social7, a partir de la información tanto del Banco de datos del CINEP y la comisión Justicia y Paz como de la presidencia de la República, la contienda armada se intensificó entre los años 2001 y 2002 pero se hizo menos “sucia”: por una parte, aumentaron los combates, que se hicieron más cruentos, en un 44% en 2000, 33% en 2001 y en 15% en los primeros ocho meses de 2002. Además, aumentaron los hostigamientos (14% en 2001 y 39% en los primeros ocho meses del 2002) mientras que las emboscadas subieron en 16% en 2001, pero se mantuvieron constantes en el 2002. Los asaltos a puestos de policía o guarniciones militares también disminuyeron: una tercera parte en 2000 y en 41% en 2001 pero volvieron a aumentar en 17% en el 2002. En cambio, las muertes en combate aumentaron, según una fuente, en 12% en el 2000 y 22% en el 2001, mientras que, según otra, crecieron en 25% en 2001 y 17% en 2000. Y en los primeros ocho meses del 2002, persistió la misma tendencia: según una fuente, los muertos en combate aumentaron en 52% y, según la otra, en 39%. Estos cambios expresan, por una parte, la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército, y por otra, el consiguiente repliegue de los grupos insurgentes hacia sus zonas tradicionales de retaguardia, que tratan de compensar con un aumento de acciones terroristas en el mundo urbano, particularmente en Bogotá. Por otra parte, se desaceleró el aumento de los homicidios políticos fuera de combate y de los homicidios de personas protegidas en el 2001, que fue solo del 6% cuando en el 2000 había llegado al 107%; el número de masacres, que había crecido en un 40% en 2000, se redujo en un 21% en 2001 y 40% en 2002. La misma tendencia se muestra en los secuestros y desapariciones forzadas: los secuestros habían crecido en 26% y disminuyeron en 18% en 2001, mientras las desapariciones forzadas aumentaron en 107% en 2001 para disminuir en 8.8% en 2001. Pero parece preocupante el aumento de las denuncias de participación de la fuerza pública en los homicidios de personas protegidas por el DIH: había descendido al 1.2 % en el 2000, después de haber registrado un 3.3% en 1997,un 2.1% en 1998 y 1999, pero asciende en 4.5% en 2001 y 5.7% en los primeros ocho meses de 2002.

6 Cfr gráfica # 1 del SIG, Servicio de Información georreferenciado del CINEP, 2003. 7 Vigía del Fuerte, boletín semestral sobre la situación humanitaria, # 3, julio de 2003.

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Además, hay que señalar que el número general de homicidios es mucho más alto que la de los muertos causados por el conflicto armado, aunque la participación de homicidios políticos en el total viene aumentando significativamente: 14.7% en 1997, 15.7% en 1998, 16.4% en 1999, 26.3% en 2000 y 26.3% en el 2001. El número total de homicidios anuales pasa de 9.087 a 28.284, y esta tendencia se mantiene más o menos estable en 1992, con 28,224, para descender ligeramente los años siguientes (26.628 en 1993, 25.398 en 1995, 26.642 en 1996, 25.379 en 1997, 23.096 en 1998). A partir de 1999 empieza a aumentar de nuevo a 24.358, a 26.540 en 2000, 27.841 en el 2001 y 28.780 en 2002, que se acerca al año tope de 1991. Esto hace que las tasas de homicidio por cada 100.000 habitantes sean las más altas del mundo, muy superiores a la de países particularmente violentos como Brasil, Jamaica y Rusia, y mucho a las de los Estados Unidos y Europa. Así, esta tasa alcanza a ser del 79 en 1991, 76 en 1992, 66 en 1995, .67 en 1996, 63 en 1997, 56 en 1998, 59 en 1999, 63 en 2000, 65 en el 2001 y 66 en 20028. Hay autores como Saúl Franco9 que calcula tasas aún más elevadas: según él, entre 1974 y 1995 la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes pasó de 15 a 92, con un promedio anual de 78,4, Estos cálculos varían: según el periódico El Nuevo Siglo, un estudio elaborado sobre muertes violentas por la revista francesa Population &Societés del Instituto Nacional de Estudios Demográficos, INED, coloca a Colombia en “el deshonroso primer lugar” en la tasa de homicidios. Pero la tasa calculada es sensiblemente menor que la citada anteriormente: 61 casos por cada cien mil habitantes, seguido por El Salvador (55.6, Brasil (23), Rusia (21.6, Albania (21), Puerto Rico (20.6), Kazajstán (17.1), Venezuela (16), México (15.9) y Ecuador (15.3%). Según el mismo informe, el promedio mundial es de 8.7 casos, el de Francia es del 0.6, el de Alemania del 0.8 y el de Japón, del 0,410. El resultado de esta situación conflictiva es el enorme volumen de población civil desplazada, que algunos calculan entre un millón y medio y dos millones de personas en los últimos dieciocho años (entre 1985 y 2003), compuestos en su mayoría por madres cabeza de hogar, niños y ancianos.11 El mayor control militar de los corredores estratégicos por parte del ejército, el repliegue de los grupos guerrilleros hacia sus zonas de retaguardia en las zonas campesinas más periféricas y los procesos de negociación con diversos sectores de grupos paramilitares parecen estar incidiendo en una disminución del desplazamiento forzado en los meses recientes. Esta expansión trae consigo un cambio de percepción de la población colombiana sobre el conflicto armado, que inicialmente se consideraba algo lejano a la cotidianidad de la mayoría de los colombianos y que ahora incide cada vez más en sus vidas. El endurecimiento de la opinión pública frente a la solución negociada del conflicto fue debido principalmente al fracaso de las negociaciones del anterior gobierno, especialmente

8 Fundación Social, Vigía del Fuerte, Boletín semestral sobre la situación humanitaria, # 3, Bogotá, julio del 2003 9 Saúl Franco, (1999), El Quinto: no matar, Tercer Mundo e IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, pp.81-84. 10 El Nuevo Siglo, Bogotá, jueves 13 de noviembre de 2003. 11 Cálculos basados en la información recogida por CODHES (Consultoría para el Desplazamiento Forzado y los Derechos Humanos), Bogotá. Cfr, (1998) Un país que huye. Desplazamiento y violencia en una nación fragmentada, CODHES y UNICEF, Bogotá. , y los boletines informativos. .

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por los abusos de la guerrilla en la zona desmilitarizada que se le había concedido para facilitar el diálogo y por el hecho de negociarse sin previo cese al fuego, que hacía posible que el conflicto se continuara escalando mientras se negociaba. Además, otro punto que hacía difícil la negociación es el hecho de que las violencias colombianas no giran en torno a una sola polarización entre amigos y enemigos, claramente definidos, ni en torno a un eje específico de conflictos (económico, étnico, religioso, nacional, etc.). Sus contradicciones se producen en torno a varias dinámicas de distinto orden y a procesos históricos diferentes, que se reflejan en identidades más cambiantes y en cambios en el control de los territorios. Esa diversidad se expresa incluso en las explicaciones de la violencia, que oscilan entre aquellas que privilegian los aspectos objetivos, de tipo estructural, como la relación con la pobreza, la exclusión política y la desigualdad socioeconómica y las que se centran en las motivaciones y opciones voluntarias de actores particulares, por ejemplo, las de guerrilleros y paramilitares. Por lo general, ninguno de estos enfoques tiene suficientemente en cuenta la complejidad de las causas del conflicto al no considerar adecuadamente la interacción entre las opciones voluntarias de los actores armados y las condiciones estructurales y problemas coyunturales que constituyen el marco de ”las estructuras de oportunidades” donde se insertan esas opciones. Para responder a estos problemas, este artículo intenta explicar las causas del conflicto relacionando la evolución reciente del conflicto armado y de la lógica de sus actores a la luz de una mirada de larga y mediana duración, teniendo en cuenta tanto factores estructurales como el problema agrario y el proceso de construcción del Estado como condiciones subjetivas de los actores armados, como la percepción sentida de falta de oportunidades de los jóvenes campesinos de las zonas de colonización.

La geografía de la violencia La necesidad de la consideración del problema agrario, del proceso gradual de construcción gradual del Estado y de la percepción de los jóvenes campesinos, nos obliga a situar el problema de la violencia en su dimensión geográfica. La geografía de la violencia no cubre homogéneamente ni con igual intensidad el territorio de Colombia en su conjunto, sino que la presencia de la confrontación varía con la dinámica interna de las regiones, en términos de su poblamiento, formas de cohesión social, organización económica (incluida su vinculación a la economía nacional y global) y su relación con el Estado y el régimen político). Esta variación de la presencia del conflicto es parcialmente producto de condiciones geográficas y demográficas previamente dadas: la cercanía de selvas y montañas, el territorio dividido por tres ramales de la cordillera de los Andes, cuyas vertientes y valles interandinos están cubiertos por bosques de niebla casi permanentes, la cercanía de zonas de economía campesina de subsistencia, son parte del escenario natural para el funcionamiento de la guerrilla. Pero esas condiciones no determinan necesariamente una opción de los actores sociales por la violencia, sino que ésta es el producto de la elección voluntaria de grupos que deciden, en una circunstancia histórica determinada, que la acción armada es la única salida posible para los problemas de la sociedad. Sin embargo, esta opción se manifiesta de manera diferente en los diversos momentos y espacios del territorio del país. Esta desigual

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cobertura de la violencia en el territorio nacional hace que hoy sea posible diferenciar varias dinámicas geográficas del conflicto armado12, aunque a menudo ellas puedan entremezclarse y reforzarse mutuamente. En primer lugar se presenta una dinámica de nivel nacional, que expresa una lucha por corredores geográficos13, que permiten el acceso a recursos económicos o armamento, lo mismo que el fácil desplazamiento desde las zonas de refugio a las zonas en conflicto. Así, pueden distinguirse los conflictos por zonas: En el norte del país, las Autodefensas han logrado cierto control sobre el eje Córdoba- Urabá antioqueño y chocoano- nudo del Paramillo- nordeste antioqueño, bajo Cauca antioqueño y Magdalena medio, aunque las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), hacen esfuerzos por recuperar el control de algunas de estas áreas, anteriormente uno de sus bastiones tradicionales, y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) trata de defender su presencia en el sur de Bolívar. En cambio, en el sur oriente, las FARC ha poseído tradicionalmente gran capacidad bélica: por esta razón, esta zona fue escogida para la creación de la zona desmilitarizada (“zona de despeje”) para facilitar los diálogos entre esta guerrilla y el pasado gobierno de Pastrana. Pero esta hegemonía se ha venido modificando en los últimos tiempos: desde los años ochenta, los paramilitares han venido consolidando un bastión militar en el Meta y, desde -1996 (especialmente en 1998 y 1999), también en el Putumayo, sur del Caquetá y la zona contigua al área desmilitarizada durante las conversaciones de paz con el anterior gobierno. Y, a partir de 1999 y el 2000, el ejército colombiano ha recuperado cierta capacidad ofensiva en áreas estratégicas como la zona del Sumapaz, bastión tradicional de las FARC, que podían desplazarse, a través de ella entre el Meta, Cundinamarca, Tolima, Huila y el Sur (Caquetá, Putumayo, Guaviare). La creación de batallones de alta montaña para controlar los pasos montañosos cercanos al Sumapaz, los farallones de Cali, el mayor control de carreteras principales como la autopista Medellín-Bogotá y los avances en las vertientes de las cordilleras oriental y central en el departamento de Cundinamarca, en las cercanías de Bogotá, muestran una evidente recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército. Por otra parte, el fin de la zona desmilitarizada a finales del anterior gobierno hizo que las guerrillas de las FARC se fueran replegando a áreas más periféricas en sus zonas de influencia y reduciendo sus ataques a las poblaciones, mientras trataban de incrementar sus actos terroristas en las grandes ciudades. Además, habían aprovechado la existencia de la zona de despeje para intentar consolidar en el sur occidente un nuevo corredor geográfico, que corresponde a un eje que parte de esa antigua zona desmilitarizada y se proyecta hacia el sur del Huila, norte del Tolima, los límites entre Tolima y Valle y los límites entre el sur del Valle y el norte del Cauca, buscando la salida al Pacífico y aprovechando la colonización campesina de las regiones del cañón del río Naya y la Costa Pacífica. Por otra

12 Fernán E. González, Ingrid J. Bolívar y Teófilo Vásquez, 2003, Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, especialmente pp. 115-119. 13 Cfr. Mapa # 2, SIG, CINEP, Bogotá, 2001. Mapa de dinámicas macro y mesorregional del conflicto, Corredores y regiones conflictivas..

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parte, la presión de los EE. UU por la erradicación de cultivos ilícitos introduce algunas variaciones en los conflictos regionales. Así, hacia el sur, en la frontera con Ecuador, se presenta una lucha entre guerrilleros de las FARC y grupos paramilitares por el control del departamento del Putumayo, donde se concentra buena parte de los cultivos de coca en el bajo Putumayo, que se convirtió así en un área especial de enfoque de la estrategia militar del Plan Colombia. En segundo lugar, se presenta una dinámica regional: la lucha por el control dentro de regiones que refleja la confrontación entre áreas más ricas e integradas, o en rápida expansión económica y zonas en la periferia donde hay colonización campesina al margen de los beneficios de las zonas en expansión. En términos políticos, estas zonas se caracterizan por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia directa de las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a los poderes locales o regionales. Allí el control de estos poderes se siente amenazado, por una parte, por el avance militar de la guerrilla, que encuentra bases sociales de apoyo en las tensiones internas del mundo campesino periférico y recurre a la lógica extorsiva sobre particulares y administraciones locales “tuteladas”por ella. Y, por otra, por las políticas modernizantes y reformistas del Estado central, que tiende a socavar las bases tradicionales de su poder. Los enfrentamientos en el Catatumbo, Arauca y Casanare, en la frontera con Venezuela, pueden leerse en esta perspectiva: la lucha por el control de los recursos provenientes de las regalías petroleras o de los sembradíos de coca, la “tutela”armada sobre las respectivas administraciones locales y el manejo “clientelista” de sus dineros enmarca bastante los conflictos en esas áreas.14 Allí, las FARC estaban buscando desplazar al ELN de su acceso al control indirecto de las regalías, mientras que el gobierno nacional viene tratando de recuperar el control de la región mediante las llamadas zonas de rehabilitación, bajo el control directo de las fuerzas armadas. En esas zonas, como el Arauca, se percibe un esfuerzo por golpear a las bases de apoyo de la guerrilla en la clase política local para ir aislando a los insurgentes de los recursos prevenientes de las regalías petroleras. En la misma dirección se mueven los operativos militares en las regiones cercanas a los Montes de María, en Bolívar y Sucre, y en las zonas vecinas a la antigua zona desmilitarizada en Huila y Tolima. En tercer lugar, se da también una dinámica local, que refleja la lucha dentro de las subrregiones, localidades y sublocalidades (“veredas campesinas”), que muestra las pugnas entre la cabecera urbana (más fácilmente controlable por los paramilitares o el ejército) y la periferia rural de las veredas campesinas, donde la guerrilla puede actuar con mayor libertad. El caso de las masacres ejecutadas, a mediados del 2001, por las FARC en Tierralta, Córdoba, refleja esta dinámica, donde los paramilitares controlan la cabecera municipal pero tienen grandes dificultades para imponerse plenamente en la periferia de las veredas. Incluso, ni siquiera fue posible establecer con claridad el número de víctimas (ni

14 Andrés Peñate, (1997): “El sendero estratégico del ELN: del idealismo guevarista al clientelismo armado”, en María Victoria Llorente y Malcolm Deas, (compiladores), (1997): Reconocer la Guerra para construir la Paz, CEREC, UNIANDES, Editorial Norma, Bogotá. Y (1991): Arauca: Politics and Oil in a Colombian province, St. Anthony, Oxford University.

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recoger los cadáveres, una semana después de los hechos) porque ni las autoridades ni los organismos humanitarios habían podido llegar a las veredas de Zancón, Alto del Socorro, La Palestina y La Gloria (corregimientos de Tierralta), por los combates entre guerrilla y paramilitares por el territorio cocalero del Nudo del Paramillo. Al parecer, los campesinos fueron acusados de sembrar y cuidar los cultivos de coca de los paramilitares en ese territorio, que las FARC están intentando recuperar. También se desarrollan enfrentamientos entre veredas de distinta ideología, diferente origen poblacional, diversa dinámica económica, e intereses económicos contrapuestos. A veces se presentan problemas internos en algunas áreas de ciudades como Barrancabermeja y Medellín, donde se presentan enfrentamientos entre milicianos de la guerrilla y grupos paramilitares por el control territorial de barrios y comunas: el caso de la recuperación del control de la Comuna 13 de Medellín por parte del ejército puede ilustrar este caso.

Lógica territorial y modelos implícitos de desarrollo de los actores armados Estos escenarios del conflicto son el resultado de un desarrollo histórico, que muestra una diferente lógica de la expansión territorial de los actores armados. Las guerrillas y los grupos paramilitares tienden a mostrar cierta confrontación entre dos modelos contradictorios de desarrollo rural, que parecen desarrollarse en contravía, como muestran Fernando Cubides15 y Teófilo Vásquez 16 : La guerrilla de las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, nace en las áreas periféricas del país que los campesinos han colonizado recientemente, donde se han consolidado aprovechando la poca o ninguna presencia de las instituciones estatales, a las cuales suplen de alguna manera al proveer de seguridad a la posesión de la tierra de los colonos y regular de algún modo la convivencia social. Su origen está ligado a los grupos de autodefensa campesina de las zonas donde el partido comunista colombiano había hecho trabajo político, que se organizan para resistir frente a la violencia conservadora de mediados del siglo XX. Por su parte, el Ejército de Liberación Nacional, ELN y el Ejército Popular de Liberación, EPL, también se originan en zonas de frontera interna como el Magdalena Medio y Urabá, donde han buscado insertarse jóvenes radicalizados, provenientes de sectores urbanos educados, que rompen tanto con el inmovilismo de los partidos tradicionales que con el reformismo del partido comunista y buscan apoyarse en reductos de antiguos guerrilleros liberales no integrados plenamente al partido liberal. .

15 Fernando Cubides, (1998): “De lo privado y de lo público en la violencia colombiana: los paramilitares”, en Jaime Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, (1998): Las Violencias: una inclusión creciente, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Y (1998): “Los paramilitares como agentes organizados de violencia: su dimensión territorial” en Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya y Carlos Miguel Ortiz, (1998): La Violencia y el municipio colombiano 1980-1997, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. 16Teófilo Vásquez, (2001): “Análisis cuantitativo y cualitativo de la violencia de los actores armados en Colombia en la década de los noventa”, en Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Evolución reciente de los actores de la guerra en Colombia, cambios en la naturaleza del conflicto armado y sus implicaciones para el Estado, Informe final de investigación, CINEP, Bogotá, marzo de 2001. Recogido de alguna manera en Fernán González y otros, Violencia política en Colombia. De la fragmentación de la nación a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, 2003, pp.67-68..

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En un segundo momento, las FARC empiezan a salir de su nicho original, para expandirse hacia zonas más ricas y económicamente más integradas al mercado nacional o mundial, que coexisten con bolsones de colonos campesinos marginales y que están regulados por poderes locales y regionales, semiautónomos frente a las instituciones y aparatos del Estado central. O, a zonas en rápida expansión económica y poca presencia institucional del Estado, que igualmente coexisten con grupos de colonos campesinos, que no tienen acceso a la nueva riqueza del área, ni a la regulación estatal de los conflictos sociales, que es suplida por las jerarquías sociales que se están construyendo en esas áreas. Y también hacia zonas campesinas anteriormente prósperas e integradas, con cierta presencia institucional y bastante regulación social por parte de poderes locales y regionales, pero que empiezan a descubrir que su situación económica está decayendo, su cohesión y regulación social se está resquebrajando y la presencia institucional del Estado está disminuyendo. El caso del eje cafetero, caracterizado antes por un campesinado próspero, de pequeña y mediana propiedad, con buena cobertura de servicios públicos, gracias a la presencia de la antes poderosa Federación de Cafeteros, puede ejemplificar esta tendencia. Allí la crisis internacional de precios ha golpeado severamente a la Federación y al pequeño y mediano campesino, lo que viene creando un escenario favorable para la expansión guerrillera y el aumento de la delincuencia común. Algo parecido ocurre en el minifundio andino deprimido en zonas cercanas a las grandes ciudades, donde se experimenta el contraste de zonas ricas con bolsones de población campesina sin posibilidad de acceso a la nueva riqueza creada. Los paramilitares, por el contrario, nacen en zonas que son relativamente más prósperas e integradas al conjunto de la economía nacional o mundial, donde existen poderes locales y regionales de carácter semiautónomo y consolidados hasta cierto punto. Este predominio político de estas redes locales y regionales de poder y su control económico de las zonas en expansión se sienten amenazados, por una parte, por el avance militar de la guerrilla, que encuentra bases sociales de apoyo en las tensiones internas del mundo campesino periférico y recurre a la lógica extorsiva sobre particulares y administraciones locales “tuteladas”por ella. Y, por otra, por las políticas modernizantes y reformistas del Estado central, que significan una tendencia hacia la expansión del dominio directo del Estado, que socava las bases tradicionales de su poder. En ese sentido, las negociaciones de paz adelantadas por el gobierno central son normalmente miradas con cierta suspicacia por los grupos regionales y locales de poder, que se sienten más o menos abandonados por los aparatos e instituciones del Estado central, cuyas políticas modernizantes y reformistas amenazan socavar las bases de su poder tradicional y cuyas negociaciones de paz son interpretadas como traición frente al enemigo común que deberían confrontar conjuntamente con ellas, como ilustra Mauricio Romero para el caso de Córdoba.17. De esas zonas se proyectan hacia las zonas más periféricas, con el apoyo de los poderes locales que se están consolidando en ellas, tanto en lo económico como en lo político. En cambio, las guerrillas nacen en regiones periféricas, de colonización campesina, no articuladas todavía por el bipartidismo, aunque se proyectan luego hacia zonas más ricas e integradas, con una lógica extorsiva y militar. En esas zonas.

17 Mauricio Romero, (1988): “Identidades políticas, intervención estatal y paramilitares. El caso del departamento de Córdoba”, en Controversia ·# 173, CINEP, Bogotá, diciembre de 1998 y (2003): Paramilitares y autodefensas 1982-2003, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia y Editorial Planeta Colombiano, Bogotá..

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donde no existen poderes locales consolidados y la presencia de los aparatos del estado es precaria, la guerrilla ejerce funciones de control policivo y de cohesión social, que le dan cierta soberanía de facto, que es ahora desafiada por el avance paramilitar y contrarrestada de alguna manera por los esfuerzos del ejército por recuperar la iniciativa militar en esas áreas. Esta doble evolución produce un desdibujamiento de la territorialización inicial del control de los actores armados, que se reflejaba en la delimitación de la presencia y actividad de unos y otros en zonas de influencia, donde ejercían alguna autoridad y regulación de la convivencia de los pobladores. Ahora, la posibilidad de que los actores armados desafíen los espacios tradicionalmente controlados por otros para desarrollar actividades, permanentes o esporádicas en ellos o busquen desplazarlos de ese control deja a la población civil despojada de todo sistema fijo de referencias. Esta diferente lógica de expansión territorial indicaría, en última instancia, a la confrontación entre dos estilos contradictorios de desarrollo de la economía rural, que buscan imponerse en las zonas de frontera, interna o abierta. En el sur y oriente del país, zona de frontera abierta, la coincidencia entre las zonas controladas por las FARC y las zonas de cultivos ilícitos desarrollados por campesinos cocaleros llevó a una alianza funcional entre éstos y esa guerrilla. Esto llevó a los paramilitares a considerar al sur del país como escenario central de su lucha contrainsurgente y a la estrategia militar del Plan Colombia a concentrar en el sur (particularmente en el Putumayo) sus esfuerzos. En las zonas de frontera interna, en el norte y centro del país, el modelo de desarrollo basado en el latifundio ganadero (por ejemplo, en la Costa Caribe) y la agricultura comercial compite con la economía campesina de los colonos. Además, esta expansión diferenciada de los actores armados obedece también a una diferente relación de las regiones en conflicto con los aparatos del Estado central, regional y local. En general, las zonas donde surgen los grupos paramilitares se caracterizan, en términos políticos, por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia directa de las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a los poderes locales o regionales, consolidados o en proceso de consolidarse, que sirven de base al denominado dominio indirecto del Estado18, en una situación semejante a los desarrollos históricos de países donde los aparatos del Estado central deben negociar el monopolio de la fuerza con los poderes de hecho existentes en las regiones y localidades.

Antecedentes históricos del conflicto actual. Esta diferenciación geográfica del conflicto tiene que ver con dos fenómenos históricos: primero, el fenómeno de la colonización campesina de zonas periféricas, que ha constituido 18 Los conceptos de “dominio directo” e “indirecto” del Estado están inspirados en la obra de Charles Tilly, que contrapone el control directo del Estado sobre la población de un territorio por medio de una burocracia moderna, una justicia de tipo impersonal y un ejército nacional con el pleno monopolio de la fuerza, frente al control que un Estado puede ejercer por medio de la negociación con poderes locales y regionales existentes de hecho, con los cuales comparte y negocia informalmente el monopolio de la fuerza y dela administración de la justicia. Cfr Charles Tilly, (1992): Coerción, capital y los Estados europeos, Alianza editorial, Madrid, y (1993): “Cambio social y revolución en Europa, 1492-1992”, en Revista Historia Social, # 15, Invierno, Madrid,

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a lo largo de la historia colombiana, la salida a las tensiones de una estructura de la propiedad rural muy concentrada. A diferencia de otros países de América Latina, Colombia no logró llevar a cabo una reforma agraria que redistribuyera la propiedad de la tierra sino que produjo una expulsión continua de campesinos pobres hacia zonas de frontera selvática, donde era mínima la presencia de las instituciones reguladoras del Estado central y poca la relación con el conjunto de la sociedad y la economía nacionales19. A este proceso de colonización campesina permanente corresponde, en términos políticos, un proceso gradual de construcción del Estado, cuya incorporación paulatina de territorios y poblaciones se tradujo en una presencia diferenciada del Estado en las regiones según las circunstancias de tiempo y lugar20. Ambos procesos tienen su origen en la historia del poblamiento del país desde los tiempos coloniales hasta nuestros días: la estructura de propiedad de la tierra ha venido produciendo un proceso de permanente colonización campesina hacia la periferia, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta hoy. En estas zonas de colonización, la organización de la convivencia social queda abandonada al libre juego de las personas y grupos sociales. Esto hizo muy conflictivos los procesos de integración de los territorios recién poblados al conjunto de la Nación y configuró un escenario favorable para la inserción de grupos armados, que aprovechaban la ausencia de las instituciones del Estado. En el proceso de colonización periférica, antes mencionada, los territorios más aislados e inaccesibles se fueron poblando con grupos marginales (mestizos reacios al dominio estatal y al control de los curas católicos, blancos pobres sin acceso a la tierra, negros y mulatos, libres o cimarrones, fugados de minas o haciendas). Esta situación implicó la existencia de territorios donde el Estado español carecía del pleno monopolio de la justicia y coerción legítima y donde no se habían configurado todavía mecanismos internos de regulación social. Además, incluso en los territorios más integrados al dominio del Estado, la presencia de las instituciones estatales era diferenciada, de carácter dual: al lado de las autoridades formales del Estado, existían fuertes estructuras locales y regionales de poder, con las cuales debían negociar las primeras. Esta situación hacía que el Estado español ejerciera su control del territorio principalmente por medio de las oligarquías o elites locales, concentradas en los cabildos de notables, que ejercían el poder local y administraban justicia en primera instancia, en nombre del rey pero con base en el poder de hecho que poseían de antemano. En el siglo XIX se produce la independencia de España y la creación de la nación colombiana, que en muchos aspectos, heredó y profundizó muchos de los problemas de la estructura agraria y de la organización política que provenían de la colonia española. Así, a lo largo de los siglos XIX y XX, continuaron los procesos conflictivos de colonización campesina y de articulación política de los nuevos territorios poblados y de los campesinos migrantes al conjunto de la sociedad y economía nacionales. En ese proceso de articulación jugaron un papel predominante los partidos liberal y conservador, cuyos puntos principales

19 Fernán E. González, (1997): “Poblamiento y conflicto social en la historia colombiana”, en Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana. , CINEP, Bogotá. 20 Fernán E. González, Ingrid J. Bolívar y Teófilo Vásquez (2003): Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, pp. 226-236.

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de disputa se centraban en torno al papel de la Iglesia católica en la sociedad colombiana y la manera como se concebía la participación de las clases subalternas en la arena política, junto con los desacuerdos sobre los alcances y el ritmo de los procesos de modernización social. Esas disputas y esos desacuerdos se expresaron en varias guerras civiles entre liberales y conservadores durante el siglo XIX, que alternaban a veces con gobiernos de coalición entre las elites de los dos partidos. Frecuentemente, estos enfrentamientos entre los partidos servían de canales de expresión de conflictos de carácter más social, como problemas de tierras, rivalidades entre regiones y poblaciones, conflictos raciales y enfrentamientos entre familias y grupos de ellas. Esa complejidad de conflictos hacía que, en muchos aspectos, la recién creada república prolongara la estructura dual de poder de la colonia española, que se expresaba en la coexistencia de instituciones políticas de carácter moderno al lado de redes locales y regionales de estilo tradicional. Al lado de instituciones formalmente democráticas, basadas en la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y una historia continua de elecciones de autoridades sin comparación con otros países latinoamericanos, operaban los partidos tradicionales como dos federaciones contrapuestas pero complementarias de redes locales y regionales de poder, de carácter clientelista (es decir, basados en hacer favores a cambio de apoyo)21. Al decir de Daniel Pecaut22, con el tiempo, esas dos federaciones fueron adquiriendo el carácter de dos subculturas políticas, que articulaban las solidaridades, identidades, contradicciones y rupturas de la sociedad y servían de puente entre las autoridades estatales del centro y las realidades locales y regionales, lo que permitía la legitimación electoral del poder estatal. Esa coexistencia de instituciones y lógicas políticas hace que la presencia de las instituciones en la sociedad y el territorio de Colombia sea altamente diferenciada en el espacio y el tiempo: en unas regiones y unos momentos el Estado hace presencia directa por medio de una burocracia moderna y una administración impersonal de justicia, mientras que en otros tiempos y lugares la presencia de las instituciones del Estado es de tipo indirecto, mediado por las redes de poder de gamonales o “caciques” locales y regionales. Además, estas presencias directa e indirecta del Estado dejan al margen muchos territorios y poblaciones, sobre todo en las zonas de colonización periférica donde la regulación de la convivencia queda abandonada a la dinámica de los poderes sociales de hecho que se van consolidando en ellas: solo cuando se concentra en ellos la propiedad de la tierra y se produce una cierta jerarquización social, surgen poderes locales y regionales que se articulan a las redes nacionales de los dos partidos tradicionales. Y esa articulación hace que también la relación con las instituciones del Estado se vaya modificando con el tiempo a medida que los territorios recién colonizados y sus poblaciones se van vinculando a la vida social, económica y político del conjunto de la nación.

21 Fernán E. González (1993): “Tradición y modernidad en la política colombiana”, en: Fernán E. González y otros, Violencia en la región andina. El caso Colombia, CINEP, Bogotá y APEP, Lima, pp.84-86. 22 Daniel Pecaut, (1987): Orden y Violencia. Colombia 1930.1954, Siglo XXI editores y CEREC, Bogotá; (1988): Crónicas de dos décadas de historia colombiana 1968-1988, Siglo XXI editores, Bogotá; y (2001): Guerra contra la Sociedad, Planeta Colombiano, Bogotá, p..35.

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Además, esta dinámica de las relaciones entre la sociedad y el Estado se modifica también por los sucesivos esfuerzos de modernización de las instituciones del Estado y de la sociedad, en torno a los cuales gira también la competencia partidista: uno de los intentos más importantes de esa modernización, que tuvo lugar en los años treinta del siglo XX, iba a constituir una profunda ruptura social y política, que terminó por desencadenar un conflicto social y político de grandes proporciones, conocido en Colombia con el nombre genérico de “La Violencia”.

La Violencia y el Frente Nacional

A partir de 1934, el gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo emprendió un conjunto de reformas sociales, económicas y políticas, que buscaban la ampliación de la participación política de las clases populares, la secularización de la vida social y política del país, junto con cierto fortalecimiento de las instituciones del Estado. La lectura complotista de esas reformas por algunos sectores del partido conservador y de la Iglesia católica, que las consideraban como un ataque a la Iglesia y a la civilización cristiana, produjo un ambiente de polarización política y social que preparó el camino a la Violencia de los años cincuenta. La división liberal en torno a esas reformas, expresada en el enfrentamiento entre el populismo de Jorge Eliécer Gaitán y el liberalismo oficialista de Gabriel Turbay, condujo a los conservadores a recuperar el poder en 194623. Los intentos de recuperación de la hegemonía conservadora en algunas regiones se tradujo en algunos episodios de violencia, que se generalizó en todo el país con el asesinato, en 1948, de Gaitán, líder carismático y popular, que aspiraba de nuevo a la presidencia. La reacción popular del 9 de abril en Bogotá, el famoso “Bogotazo”, y en otras regiones del país, produjo el contraataque conservador, que recurrió a fuerzas policiales muy politizadas, como los llamados “chulavitas”. La respuesta de la población rural, de influencia liberal y comunista, fue la creación de guerrillas de autodefensa campesina, a las que los sectores conservadores combatieron con grupos de contraguerrillera y bandas de asesinos, denominados “pájaros” en el argot popular. Se estima que estos enfrentamientos produjeron un número aproximado de 200.000 muertos entre 1946 y 1953: los conflictos se concentraron principalmente las zonas andinas del país andino, especialmente en aquellas donde se habían presentado conflictos de tierra en los años veinte y las áreas recientemente colonizadas (en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX), como el Eje cafetero24. Los enfrentamientos internos del partido conservador llevaron al poder al general Gustavo Rojas Pinilla en 1953, el único periodo de régimen militar del siglo XX que experimentó Colombia, que –inusualmente para Latinoamérica- no tuvo que afrontar movilizaciones populistas o inclusionarias de las masas populares y las capas medias urbanas, que en otros países del subcontinente obligaron a ampliar a ampliar la ciudadanía ni a incrementar el gasto público. Esto permitió un manejo bastante ortodoxo de la economía, sin grandes presiones inflacionarias. Por otra parte, la pobreza fiscal no permitió la aparición de una

23 Cfr Daniel Pécaut, (1987): Orden y Violencia: Colombia. 1930-1954, Siglo XXI editores y CEREC, Bogotá. pp. 84 y 294-300. 24 Gonzalo Sánchez, (1989): “Violencia, guerrillas y estructuras agrarias” y “La Violencia: de Rojas al Frente Nacional”, en Nueva Historia de Colombia, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá..

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amplia burocracia estatal ni consolidar un verdadero “Estado del bienestar”, ya que el país nunca experimentó grandes auges exportadores que lo articularan fuertemente al mercado mundial, ni grandes migraciones de trabajadores europeos de corte anarcosindicalista. Esto hizo innecesarias las intervenciones militares en la vida política, que reaccionaron en otros países frente al avance de movimientos inclusionarios de corte populista. Por estas razones, el Estado colombiano siguió conservando algunos rasgos propios de los estados decimonónicos, de corte oligárquico y excluyente, como muestra Pecaut25 reiteradamente, aunque se haya modernizado selectivamente, según sectores y regiones. El gobierno de Rojas Pinilla intentó en vano la pacificación del país por medio de la amnistía de los guerrilleros liberales. Sin embargo, su anticomunismo lo llevó a enfrentarse con las guerrillas que consideraba influenciadas por el partido comunista, lo que produjo una nueva generalización de la violencia. Los intentos de Rojas de consolidarse en el poder, de manera autónoma frente a los partidos tradicionales, llevaron a éstos a unirse para derrocarlo en 1957. Y a configurar el régimen “consocionalista” del Frente Nacional, que fue refrendado popularmente por un referendo o plebiscito. Durante los 16 años que duró, los dos partidos tradicionales se turnaron la presidencia y compartieron en forma paritaria ministerios, alcaldías, gobernaciones y escaños en el Congreso y demás organismos de representación popular, lo mismo que la Corte Suprema de Justicia y el resto de la burocracia estatal. La Violencia mostró tanto la fragmentación del poder que se ocultaba detrás de las agrupaciones de los partidos tradicionales como la desigualdad de la presencia estatal en el territorio nacional, ya que la dinámica de los grupos locales y regionales de poder escapaba en muchos lugares al control del Estado central y a la dirección de la clase política del orden nacional. Esas diferentes tensiones hicieron que la Violencia revistiera características diferentes según la cohesión social de regiones y localidades, que en ocasiones compensaba la ausencia de autoridad estatal, lo mismo que al diferente grado de integración al conjunto de la nación. En ese sentido, Mary Roldán diferencia, en su tesis doctoral sobre la violencia en el departamento de Antioquia entre 1946 y 195326, los municipios “centralmente integrados” donde la violencia se restringe a la competencia entre los partidos por el acceso a la burocracia de los “municipios de frontera”, donde la violencia incluye otro tipo de conflictos como problemas de tierras y aparece otro tipo de violencia guerrillera. En el primer caso, el Estado no interviene directamente sino que delega el control de la situación a los mecanismos internos del bipartidismo mientras que interviene directamente para controlar la situación en las zonas de colonización. En general, la lucha guerrillera liberal se desarrolla localmente, con poca coordinación con el mundo urbano y bastante desacuerdo con la dirigencia nacional, aunque subsista la alusión a la pertenencia al partido liberal como referencia de identidad colectiva. Además, los enfrentamientos entre guerrillas liberales y comunistas contribuyen a la fragmentación 25Daniel Pécaut, (1987): o. c., pp.80-90, 124-195, 227-230 26 Mary Roldán, 1989, “Guerrilla, contrachusma y caudillos durante la violencia en Antioquia, 1949-1953, en Estudios Sociales # 4, FAES, Medellín, marzo 1989, p.64 y 1992, Genesis and evolution of “The Violence in Antioquia, Tesis doctoral, Universidad de Harvard, publicada en español con algunas modificaciones en (2003): A sangre y fuego. La violencia en Antioquia, Colombia, ICANH y Fundación para la promoción de la ciencia y la tecnología, Bogotá. .

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del campesinado, que termina atomizado y presionado a migrar a las cabeceras municipales y ciudades cercanas. Sin embargo, la Violencia de los años cincuenta hizo más intensa la pertenencia a los partidos tradicionales, como señala Daniel Pécaut, ya que la referencia a su enfrentamiento se convirtió en la única posibilidad de dar sentido a la experiencia vivida por esta generación de colombianos.27 Esta situación permite comprender por qué los dos partidos acordaron compartir el poder y la burocracia estatal para poner fin al conflicto y a la dictadura militar por medio del régimen de gobierno compartido conocido como el Frente Nacional.. Sin negar el carácter civilizador que tuvo ese régimen para la vida política colombiana, es claro que el monopolio compartido del poder por los dos partidos hacía difícil la expresión política de nuevos poderes locales, grupos y problemas sociales que se formaban al margen de él y no permitía ampliar la ciudadanía más allá de las fronteras de los partidos tradicionales, aunque los grupos opuestos al régimen solían insertarse normalmente en las facciones disidentes de los partidos. Las paradojas del reformismo: la coyuntura de mediano plazo A lo largo de la historia colombiana, esos grupos disidentes del partido liberal habían sido el vehículo normal de expresión y canalización de las tensiones sociales del mundo rural, sobre todo en los años veinte y treinta del siglo XX. Pero el mismo estilo de funcionamiento de los partidos tradicionales en las zonas rurales y en las áreas de colonización campesina bloqueaba esta capacidad, pues los intereses de los colonos campesinos chocaban necesariamente con los procesos de concentración de la propiedad de la tierra y de la jerarquización de las comunidades que se formaban en las regiones de colonización, que eran normalmente la base social del poder político de los partidos tradicionales. Esa dificultad del bipartidismo para expresar los intereses de los grupos sociales que se configuraban en las zonas de colonización campesino se hizo evidente, desde los inicios del Frente Nacional, como señala Gonzalo Sánchez28, en las limitaciones de los planes de rehabilitación y reinserción para los antiguos guerrilleros: solían beneficiar más a los seguidores y regiones amigas de los jefes políticos de los partidos tradicionales que a los propios exguerrilleros, como señala Alfredo Molano en uno de sus relatos.29 El modelo de mediación bipartidista entre Estado y sociedad hacía imposible que las instituciones estatales hicieran presencia en los grupos y regiones organizados al margen del bipartidismo, pues allí carecían de instrumentos de intervención y de poderes locales en que apoyarse. Estas limitaciones produjeron un recrudecimiento de los hechos violentos durante el primer gobierno del Frente Nacional y un surgimiento de fenómenos de bandolerismo. En palabras de Sánchez, lo que quiso hacer e hizo el pacto bipartidista fue “disociar el conflicto bipartidista del conflicto social y crear una artificial atmósfera de paz en un contexto de 27 Daniel Pécaut, (1987): Orden y Violencia. Colombia 1930-1954, Siglo XXI editores y CEREC; Bogotá, pp. 565-566 y 571-573. : 28 Gonzalo Sánchez, 1988, “Rehabilitación y violencia bajo el Frente Nacional”, en Análisis Político, # 4, mayo- agosto de 1988. 29 Alfredo Molano, (1989): “Vida del capitán Berardo Giraldo”, en Siguiendo el Corte. Relatos de guerras y tierras. , El Ancora Editores, Bogotá.

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profundas contradicciones sociales surgidas a la sombra, bajo el estímulo, o al margen del enfrentamiento bipartidista”30. En esta misma línea de análisis, Francisco Leal Buitrago sostiene que lo que el Frente Nacional logró fue “desmilitarizar” el conflicto político, lo que produjo formas de “bandolerismo social” por la desconexión explícita que efectuó el bipartidismo frente a la violencia. Esto dio paso a una nueva fase de hechos violentos (1958-1965), que terminó en 1965 con el exterminio militar de casi todos los caudillos. En esta nueva fase, la violencia deja entonces de ser mediada por el bipartidismo, lo que elimina ciertas formas para su control y canalización por parte del régimen.31 . Esta dificultad del sistema política para responder a las presiones de nuevos grupos sociales se hizo evidente a partir de los años sesenta y setenta, cuando los rápidos cambios de la sociedad pronto hicieron obsoletos los marcos institucionales que el país poseía para canalizar los procesos sociales32: la urbanización y metropolización rápidas de la población, producidas por la migración aluvional de los campesinos hacia las ciudades, sobrepasaron la capacidad del Estado para proporcionar servicios públicos adecuados a la población urbana creciente, mientras que la industria nacional se mostraba igualmente incapaz para absorber esta mano de obra en aumento. Por otra parte, a partir de los años sesenta, se producen importantes cambios culturales como la rápida apertura del país a las corrientes en boga en el pensamiento mundial, un acelerado proceso de secularización de las clases altas y medias, un aumento importante de la cobertura educativa en la secundaria y universidad, el surgimiento de nuevas capas medias y una transformación del papel social de la mujer, que produce cambios importantes en la estructura familiar. Por otra parte, Leal señala que la alteración del sectarismo, pilar del régimen y casi la razón de ser del sistema político, producida por el carácter civilizador del Frente Nacional, debilita el sentimiento de pertenencia a los partidos y afecta el sistema de “jefaturas naturales” de los partidos al despojarlas de su base sectaria. Este eclipse de las jefaturas nacionales significó la pérdida de la preeminencia de los niveles nacionales de poder sobre los regionales y locales y el debilitamiento de los mecanismos que aglutinaban las diversas instancias del poder. Esto se refleja en el enorme aumento del faccionalismo dentro de los partidos y la fragmentación del poder existente, ahora sin el contrapeso que los jefes nacionales introducían al articular las redes locales y regionales de poder. Según Leal, el sectarismo proporcionado por la adhesión al bipartidismo era la única dinámica de cohesión nacional dentro de una sociedad con un Estado exiguo.33 Además, el mismo carácter del Frente Nacional como coalición heteróclita de intereses parciales yuxtapuestos planteaba límites serios a los intentos de modernización del Estado,

30 Gonzalo Sánchez y Donny Maertens, (1989): “Tierra y violencia. El desarrollo desigual de las regiones, en Análisis Político, # 6, enero- abril de 1989. 31 Francisco Leal Buitrago, (1987): “La crisis política en Colombia: alternativas y frustraciones”, en Análisis Político # 1, mayo-agosto 1987. 32 Daniel Pécaut, (1990): “Modernidad, modernización y cultura”, en Gaceta # 8, COLCULTURA, Bogotá, agosto.-septiembre de 1990 y Jorge Orlando Melo, (1990): “Algunas consideraciones globales sobre “modernidad” y “modernización”, en Análisis Político # 10, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, mayo-agosto de 1990. 33 Francisco Leal Buitrago, (1989): “El sistema político del clientelismo”, en Análisis Político, # 8, septiembre- octubre de 1989.

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pues impedía la consolidación de instituciones estatales de carácter moderno, expresadas en normas objetivas e instituciones impersonales, basadas en una clara delimitación entre lo público y lo privado. Este carácter del bipartidismo, a medio camino entre la sociedad tradicional y moderna, bloqueó la realización de las adecuadas reformas sociales, económicas y políticas, necesarias para responder a los cambios recientes de la sociedad colombiana. Los intentos tecnocratizantes de modernización del Estado y de los partidos fueron pensados desde los sectores más lúcidos del bipartidismo, para buscar adecuar las instituciones a la nueva situación social, pero siempre desde arriba, sin una movilización social de las clases populares y medias que tuviera cierta autonomía. Era una modernización un tanto al estilo borbónico, sin una plena democratización, que seguía la tradición decimonónica de una “democracia sin pueblo”, cuyo resultado sería exacerbar más el descontento social y el distanciamiento entre movimientos sociales y expresiones políticas. Bajo el Frente Nacional, los partidos tradicionales renuncian a cualquier movilización política de los sectores subalternos, lo que produce un divorcio entre los movimientos sociales y la organización de los partidos. La tendencia hacia el manejo tecnocrático y despolitizado de la economía nacional se manifestó especialmente en el gobierno de Lleras Restrepo, cuyas reformas administrativas buscaban racionalizar el manejo del gasto público mediante la eliminación de toda iniciativa del Congreso y la clase política en él representada en el manejo del presupuesto nacional, a cambio del alza de las dietas parlamentarias y de la concesión de auxilios parlamentarios. En su balance del gobierno de Lleras Restrepo, Daniel Pecaut reconoce que el presidente realizó una indispensable reorganización económica y política. Pero, paradójicamente, su éxito terminó por crearle problemas al régimen del Frente Nacional, ya que el fortalecimiento de la autoridad estatal, añadido al autoritarismo personal del presidente Lleras Restrepo, redujo el margen posible de compromiso e hizo al Estado más vulnerable frente a las crisis. En cambio, bajo Lleras Camargo y Valencia, la debilidad del sistema dotaba al Estado de mayor flexibilidad para resolver las crisis sucesivas, al convertirlo en el lugar por excelencia del compromiso. Sin embargo, este autor opina que talvez la fuente principal de esta debilidad residía en que los intentos de reordenamiento modernizante no fueron acompañados, sino en mínima parte, por una movilización efectiva de la opinión en su favor. Por otra parte, sus medidas en materia de legislación laboral y sus enfrentamientos con el sindicalismo parecían haberle alienado los sectores populares urbanos.34 A esto podrían añadirse los problemas políticos y sociales en torno a la creación de la ANUC, Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, organizada por el gobierno como apoyo al reformismo agrario y las tensiones que el carácter tecnocrático de muchos de sus funcionarios creaba con el sistema clientelista tradicional. Por otra parte, este estilo de modernización, centrado en lo económico y lo burocrático, produjo un efecto no deseado: un debilitamiento y un relajamiento de las formas tradicionales de cohesión social y política, que suplían la carencia de un Estado moderno, pero sin lograr la creación de las formas modernas de cohesión social y política, que

34 Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de política colombiana, 1968-1988, Siglo XXI editores, Bogotá,, p.73.

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respondieran a la nueva situación. La consecuencia de este debilitamiento fue la creciente deslegitimación de la clase política tradicional, producto de una dislocación creciente entre los políticos que se movían principalmente dentro del ámbito nacional del poder y los que se movían primordialmente en los niveles regional y local, lo mismo que una creciente separación entre una lógica tecnocrática de largo plazo y una tradicional de corto plazo. Las reformas se concentraban en la rama ejecutiva, mientras que los obstáculos a las necesarias reformas se veían en la rama legislativa y la clase política, a las que se pretendía marginar de la discusión de la problemática económica y social La tendencia a una mayor racionalización del gasto público profundizaba la división entre sectores tecnocráticos y sectores tradicionales de la vida política pero hacía evidente la incapacidad del manejo tecnocrático de ciertas elites modernizantes y burocráticas para comprender las particularidades y necesidades de regiones y localidades, cuya única posibilidad de acceso al Estado central seguía siendo la relación clientelista con la clase política tradicional. Por eso, Ana María Bejarano y Renata Segura35 han señalado la paradoja de que la modernización del Estado terminó, por su carácter selectivo y desigual, fortaleciendo la descalificación de la política, que pretendía relegitimar. El resultado no deseado de los intentos modernizantes fue “una creciente separación entre la sociedad y la clase política”, que tiende a ser percibida como “una realidad aparte, “autorreferenciada” y “dedicada a su autorreproducción”. Esta separación, ya señalada anteriormente por Pecaut como uno de los rasgos característicos de la evolución política reciente36, hará cada vez más ilegítima a la clase política a los ojos de la sociedad. Esto no hizo sino aumentar la crisis de representación política de la sociedad colombiana.. Esta separación entre política y sociedad disminuía las posibilidades de articulación entre las diferentes instancias del poder, lo mismo que entre las diferentes lógicas del quehacer político. La resistencia de los poderes tradicionales y la timidez de las reformas políticas y sociales lograron obstaculizar los esfuerzos del Estado por expandir su dominio directo sobre la sociedad. Además, la misma heterogeneidad interna del régimen bipartidista dificultaba los intentos de reforma: los esfuerzos de los sectores modernizantes eran muy tímidos para lograr el apoyo y la movilización de sectores medios y populares, pero eran considerados excesivos para algunas elites regionales y locales, que mostraban cierta desconfianza frente al Estado central y a los políticos del orden nacional. Esta situación obliga a las instituciones modernas del Estado, de carácter impersonal y burocrático, a negociar continuamente con las estructuras de poder previamente existentes en localidades y regiones. Por una parte, esto reduce las exigencias modernizantes del Estado central, pero, por otra, modera también sus tendencias excesivamente centralizantes y homogenizantes, que generalmente expresan la mentalidad de las elites tecnocráticas, poco conscientes de las diversidades regionales y locales.

El surgimiento de un nuevo tipo de guerrilla

35 Ana María Bejarano y Renata Segura, 1996,”El fortalecimiento selectivo del Estado durante el Frente Nacional, en Controversia # 169, CINEP, Bogotá, noviembre de 1996, p.52. 36 Daniel Pecaut, 1987, Orden y Violencia, antes citado, p.126.

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Estas paradojas del tímido reformismo y la separación entre movilización social y política hacían que los problemas sociales del campo y de la ciudad configuraran un caldo de cultivo favorable para los grupos guerrilleros: en ese sentido, las limitaciones de la reforma agraria oficial y la criminalización de la protesta campesina acentuaron el divorcio entre movimientos sociales y partidos políticos tradicionales. El abandono de los intentos de reforma agraria de la década de los sesenta, produjo como resultado, una mayor concentración de la propiedad de la tierra a partir de 1970. En ese contexto, surgieron movimientos guerrilleros de tipo revolucionario, producto de la creciente radicalización de la juventud universitaria y de capas medias urbanas, junto con los problemas campesinos de larga duración antes mencionados. Esta opción se veía favorecida por la escasa presencia estatal en vastos territorios del país (o, su estilo indirecto de presencia, a través de las estructuras locales de poder, todavía en formación) y por la existencia de una tradición de lucha guerrillera, presente en numerosos grupos sociales y antiguos jefes guerrilleros de los años cincuenta, no plenamente insertos en el sistema bipartidista del Frente Nacional. Esto era muy visible en las zonas de colonización, adonde seguían llegando campesinos expulsados por las tensiones del agro y la violencia anterior. Sobre todo, cuando desaparecen el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal, disidencia del partido liberal, liderado por Alfonso López Michelsen, que sería presidente entre 1978 y 1982)) y la ANAPO (Alianza Nacional Popular, grupo populista del antiguo dictador Rojas Pinilla) movimientos de oposición, que de alguna manera canalizaban y articulaban políticamente este descontento social. Así, el Ejército de Liberación Nacional, ELN fue creado en 1964 por estudiantes de clase media e intelectuales, influenciados por el modelo foquista de la revolución cubana, que privilegian la acción militar sobre la organización de bases sociales y la existencia de condiciones prerrevolucionarias37. Por ello, se distancian del partido comunista y de las autodefensas influenciadas por él, a los que califican de “reformistas”. El grupo se inserta en zonas de colonización campesina del Magdalena medio de Santander, donde había operado la guerrilla liberal de Julio César Rangel, antiguo dirigente gaitanista, y otras áreas vecinas, donde habían ejercido alguna influencia grupos radicales en los años veinte y treinta, lo mismo que en las estribaciones de la serranía de San Lucas en el sur de Bolívar y en las cercanías de municipios auríferos de Antioquia, como Segovia y Remedios. Se produce allí una confluencia entre nuevos actores sociales, salidos de los movimientos sindical y estudiantil, y los antiguos guerrilleros, viejos protagonistas de los conflictos rurales de la región. Pero muy pronto el desencuentro entre los guerrilleros de origen rural y los de origen urbano: la mayor parte de estos últimos es eliminada por los fusilamientos o asesinatos ordenados por su autoritario líder. A este grupo se vinculan Camilo Torres Restrepo y otros curas de origen español, uno de ellos, Manuel Pérez, llegaría a ser el jefe máximo de la organización. Esta vinculación, junto con la simpatía de algunos sacerdotes diocesanos y religiosos, ha hecho que este grupo sea asociado a veces con la teología de la liberación, lo que acentúa más su radicalidad política con cierta tonalidad de

37 Daniel Pécaut, 2003, “Reflexiones sobre el nacimiento de las guerrillas en Colombia”, en Daniel Pécaut, 2003, Violencia y Política en Colombia. Elementos de reflexión, Hombre Nuevo editores y Facultad de Ciencias económicas y sociales, Universidad del Valle, Medellín, pp 52-56.

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fundamentalismo religioso. Pero en 1973, el desastre militar de Anorí, en el norte de Antioquia, lo deja reducido a unos pocos militantes y a una presencia marginal, hasta que el acceso a los recursos petroleros del Arauca En 1967, surge el Ejército Popular de Liberación, EPL, como brazo armado del Partido Comunista Marxista Leninista (ML), de filiación maoísta, que se inserta en las regiones del Alto Sinú y Alto San Jorge, en Córdoba, como resultado del encuentro del encuentro de los cuadros de esta organización, procedentes de la clase media urbana, y la guerrilla liberal de Julio Guerra, que había operado en esa región38. Guerra se había convertido entonces en militante del MRL, Movimiento Revolucionario Liberal. Su inserción en la zona era facilitando por el aislamiento del área y su ubicación estratégica como vía de acceso hacia Urabá, las tierras bajas de Córdoba y del Bajo Cauca, regiones caracterizadas por las tensiones rurales entre colonos campesinos y terratenientes que estaban expandiendo sus dominios, legal o ilegalmente. De ahí la influencia del grupo en la ANUC, Asociación Nacional de Usuarios campesinos, organizada por el gobierno de Lleras Restrepo para apoyar la reforma agraria. La mayor parte de sus dirigentes provenía de las filas del partido comunista oficial, del que se apartan para privilegiar al campesinado como motor de la revolución y al que critican por su reformismo y localismo. Pero su dogmatismo para tratar de imponer el regreso a los cultivos de autosubsistencia y el abandono de la comercialización de la producción, junto con su rigorismo moral, limitan su expansión entre la población de la región. Su acción militar es modesta, limitada a tratar de consolidarse en la zona de San Jorge y Alto Sinú y a incursiones fugaces en Urabá y otras zonas planas, que son contenidas por el ejército nacional. La mayoría de sus jefes iniciales es eliminada rápidamente y el grupo queda reducido a la defensiva desde 1975. En cambio, la historia de las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, es un tanto distinta, más ligada a los grupos de autodefensa campesina organizados como estrategia de resistencia contra los ataques de la violencia del partido conservador en los años cincuenta.39 Estas autodefensas tenían un carácter local y un alcance político restringido, circunscritos a territorios precisos de colonización campesina periférica, donde los problemas de la ocupación de la tierra y la organización de la convivencia requerían de protección armada. Su origen se produce en las zonas de implantación del partido comunista en los conflictos agrarios de los años veinte y treinta: las zonas de Sumapaz y el Tequendama en Cundinamarca y el sur del Tolima, de donde se expanden hacia otras zonas del Tolima y Huila. Allí, las guerrillas que se forman para resistir el ataque de los conservadores se van separando de las guerrillas vinculadas al partido liberal por su distancia frente a los gamonales y terratenientes liberales, su pasado en las luchas agrarias anteriores, su mayor grado de organización y disciplina y sus contactos con dirigentes comunistas. En sus zonas de influencia, estas autodefensas imponen sus reglamentos tanto en la propiedad de la tierra como en las normas de comportamiento y organización: obligan a los

38 Daniel Pécaut, (2003): o. c., pp. 56-59. 39 Daniel Pécaut, (2003·): o. c., pp, 59-68.

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grandes propietarios a pactar con ellas, a pagar contribuciones o abandonar la zona. Allí crean cierta territorialización, que es reforzada por las acciones militares en su contra: los ataques impulsados por el general Rojas Pinilla en Villarrica y Cunday (Sumapaz) en 1954 y 1955, produce el desplazamiento de estos grupos armados y de los campesinos por ellos tutelados hacia zonas deshabitadas, como los valles altos de los ríos Duda, Guayabero y Ariari. La cruzada de los sectores más derechistas del partido conservador contra estas comunidades rurales a las que caracterizaban como “repúblicas independientes” llevó al gobierno del presidente Valencia a un ataque militar, en 1964, contra los territorios controlados por esos grupos de autodefensa: Marquetalia (sur del Tolima), Riochiquito (zona indígena en el norte del Cauca), El Pato y Guayabero (en las montañas de la cordillera oriental entre Huila, Caquetá y Meta). Este ataque conduce a la ocupación de la zona de San Vicente del Caguán, en el Caquetá, y en septiembre de 1966, al surgimiento oficial de las FARC, ya como movimiento guerrillero de alcance nacional. Los sucesivos desplazamientos, asociados al concepto de “colonización armada”, van formando la leyenda fundacional de las FARC y creando una especie de feudos, donde dirigen la ocupación del espacio de modo que los campesinos colonos que se instalan en ellos se encuentran, de entrada, alineados con ellas y protegidos por ellas. Allí satisfacen cierta demanda de orden, delimitan las tierras, regulan los litigios y limitan los abusos de la comercialización, pero la situación resultante dista de ser idílica: algunos resienten la coacción y la vigilancia como injusta, y se quejan de encontrarse entre fuegos cruzados. Pero esta intervención permite que las FARC vayan creando redes locales de poder que compiten con las de los partidos tradicionales o de las poblaciones indígenas de las regiones, con las que las relaciones suelen ser bastante conflictivas. Sin embargo, en los primeros años la actividad de las FARC no se amplía significativamente sino que se reduce a la rutina de emboscadas, “tomas” fugaces de pueblos aislados y asaltos a puestos de policía en sitios apartados: en 1967, sufren un fracaso grave en su intento de establecerse en el Quindío y luego logran penetrar en el Magdalena Medio, cerca de Puerto Boyacá. En esos años, todavía es clara la preeminencia en ellas del partido comunista, que sigue privilegiando la acción urbana en los sectores sindicales y en la participación en las elecciones, lo que lo obliga a mantener un lenguaje reformista. Esta situación lleva a Daniel Pécaut a concluir que las FARC seguían, por esos años, moviéndose más en el espíritu de la inconformidad del mundo rural que en el de la revolución. Por eso, no tenían que inquietar a los gobiernos por ese entonces: incluso permitían hacer visibles las carencias de sus políticas frente a la rigidez de las estructuras agrarias existentes, la caótica situación del poblamiento de la frontera agraria en expansión, la privatización del poder en esos territorios y la violencia residual. Por eso, se podría pensar que permitían entonces ir incorporando a parte de la población colonizada a la vida nacional y hacer visibles sus demandas por intermedio del partido comunista.40 Por eso, opina Pécaut, que los distintos movimientos guerrilleros no constituían, hasta fines de los años setenta, una amenaza seria al régimen y parecían condenadas, en el mejor de los casos, a vegetar en las zonas periféricas del país, y, en el peor, a descomponerse política y militarmente. Entre los años 1960 y 1975, la confrontación sigue confinada al mundo rural: 40 Daniel Pécaut, (2003): o. c., p.68.

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las guerrillas no han logrado relaciones estables con grupos urbanos: los combatientes provenientes de las ciudades son vistos con sospecha por los guerrilleros de origen campesino. Incluso el M-1941, que se había iniciado en 1974 como movimiento urbano, cercano a los “Tupamaros” uruguayos o los “Montoneros” argentinos, se ve obligado a replegarse hacia las zonas de colonización, después de algunos golpes espectaculares en las ciudades42. Los problemas de corto plazo: crisis política y penetración del narcotráfico Esta situación de presencia de la guerrilla en territorios periféricos de colonización campesina empieza a modificarse a finales de los años setenta, con el endurecimiento del régimen ante la protesta social: el paro cívico de septiembre de 1977 será visto como síntoma de situación prerrevolucionaria tanto por la izquierda guerrillera como por las fuerzas de seguridad del Estado. El estatuto de seguridad bajo la presidencia de Turbay Ayala (1978-1982) llevará a muchos dirigentes políticos de la izquierda a considerar que las vías de reforma legal están agotadas y otros se verán forzados a sumarse a la lucha armada para escapar a la represión del régimen. Los avances del M-19 en las ciudades con acciones como la toma de la embajada dominicana y el robo de armas del cantón norte despiertan simpatías entre sectores medios urbanos, pero generan una represión sin precedentes, que respeta poco los derechos civiles. Para Pécaut, el surgimiento de este grupo y la represión contra él contribuyen a una representación política que hacía del Frente Nacional una versión colombiana de las dictaduras militares del Cono Sur, que se sostenía solo por la vigencia de un Estado de sitio casi permanente43. La tendencia a la expansión de los grupos guerrilleros se hace más evidente a partir de 1982, en el caso de las FARC: Teófilo Vásquez44 muestra que, entre 1977 y 1983, las FARC modifican su accionar para dejar ya de ser la guerrilla partisana de los años 1966-1977, de lento desarrollo de efectivos y frentes, muy subordinada al partido político. El cambio de estrategia obedeció a la lectura del paro cívico de 1977 como síntoma de un supuesto clima de insurrección general, junto con los bombardeos contra El Pato (1978) y la represión generalizada bajo Turbay Ayala. Esta combinación de factores termina fortaleciendo la línea más militarista del movimiento en detrimento de las tendencias más políticas, más cercanas a la organización partidista. Por eso, en 17882 la VII Conferencia de las FARC de 1982 decide pasar de la actitud defensiva a la ofensiva e inicia la tendencia al predominio de la mirada militar sobre el enfoque más político. Este predominio de los sectores más guerreristas sería confirmado por el fracaso del intento de incorporación a la vida legal, durante el proceso de paz del presidente Belisario Betancur (1982-1986). El fracaso de esta experiencia, evidenciado en la masacre de la mayoría de los dirigentes políticos de la Unión Patriótica (1985), llevaría a un mayor predominio de las tendencias militaristas y al regreso al

41 El M-19, Movimiento 19 de Abril, aparece en 1974 como respuesta a las protestas contra un alegado fraude electoral contra la candidatura presidencial del general Gustavo Rojas Pinilla, que pretendía llegar electoralmente al poder a la cabeza del movimiento populista Alianza Nacional Popular, ANAPO. 42 Daniel Pécaut, (2003): o. c. , p.47. 43 Daniel Pécaut, (2003): o. c., pp 70-74. 44 Teófilo Vásquez, (1999): “Un ensayo interpretativo sobre la violencia de los actores armados en Colombia”, avance parcial de una investigación en curso, desarrollada por el CINEP, sobre la evolución reciente del conflicto armado.

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nomadismo guerrillero. Esta tendencia se profundizaría con el ataque militar del ejército a la sede central del secretariado de las FARC en La Uribe (1990), que respondería con una ofensiva militar sin precedentes por parte de las FARC, que alcanza el mayor registro de acciones bélicas entre 1991 y 1992. Este fortalecimiento de la dimensión militar se refuerza con el replanteamiento de la VIII Conferencia de las FARC, que deciden avanzar hacia la construcción de un ejército capaz de pasar a la guerra de posiciones y de un movimiento político clandestino (el “movimiento bolivariano”). Esta tendencia a una mayor expansión guerrillera es también corroborada por Camilo Echandía45, que observa, desde 1982, un continuo crecimiento de los frentes en los departamentos de Meta, Guaviare, Caquetá, Putumayo, Cauca, Santander y la Sierra Nevada de Santa Marta, hecho posible, en parte, por los recursos derivados de la coca. Además, el accionar de las FARC experimenta transformaciones importantes en los años ochenta, al hacer presencia en zonas que experimentan transformaciones hacia la ganadería extensiva (Meta, Caquetá, Magdalena Medio y Córdoba) o hacia la agricultura comercial (zona bananera de Urabá, partes de Santander y sur del Cesar). Incluso, en zonas de explotación petrolera (Magdalena Medio, Sarare, Putumayo) y aurífera (Bajo Cauca antioqueño y sur de Bolívar). Y se van situando también en zonas fronterizas (Sarare, Norte de Santander, Putumayo, Urabá) y en zonas costeras (Sierra Nevada, Urabá, occidente del Valle), vinculadas con actividades de contrabando. En el caso del ELN, Camilo Echandía observa una tendencia semejante, aunque menor: también en los años ochenta, empieza a resurgir después de su derrota militar en Anorí (1973), con un aumento significativo de frentes, gracias al fortalecimiento económico que logró con la extorsión a las compañías extranjeras que construía el oleoducto Caño Limón-Coveñas. Luego de iniciada la explotación petrolera del Arauca, como muestra Andrés Peñate46, el ELN fue desarrollando hábiles esquemas clientelistas para desviar recursos del erario público a favor de sus amigos. Y fue expandiendo sus frentes, siguiendo la línea de la explotación petrolera. Según Alejo Vargas, desde su recomposición en los años ochenta, el ELN da un viraje hacia la presencia de una guerrilla móvil con tendencia a arraigarse regionalmente e insertarse así en nichos sociales de apoyo, buscando gestar un proyecto de poder popular en el espacio geográfico de su trabajo47. Por su parte, como muestra Echandía, el EPL se concentraba, en la década de los ochenta, en las zonas de cierto desarrollo agroindustrial, como Urabá, y en zonas de colonización campesina donde se presentaba expansión de nuevos terratenientes (Urabá y Córdoba), en la región del Viejo Caldas (departamento de Risaralda y oriente de Caldas). También ampliaba

45 Camilo Echandía, ( 1998): “Evolución reciente del conflicto armado en Colombia: la guerrilla”, en Jaime Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, (editores), (1998): Las violencias: inclusión creciente, Facultad de Ciencias Humanas y Centro de Estudios Sociales, CES, Universidad Nacional, Bogotá. 46 Andrés Peñate, Arauca: Politics and oil in a Colombian Province, St. Antony College, University of Oxford, 1191, citado por Echandía, o. c..Este enfoque es recogido luego por el propio Peñate, en “El sendero estratégico del ELN: del idealismo guevarista al clientelismo armado”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, Reconocer la Guerra para construir la Paz, CEREC, Ediciones UNIANDES, Grupo editorial Norma, Bogotá, 1999. 47 Alejo Vargas, “Una mirada analítica sobre el ELN”, en Controversia # 173, CINEP, Bogotá, diciembre de 1998.

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su influencia en el suroeste de Antioquia y en zonas de Putumayo y Santander Norte, donde coexisten zonas de colonización campesina con áreas de explotación petrolera. Y en los centros urbanos, particularmente en Medellín. El acuerdo de paz con Belisario Betancur en 1984 le sirvió, como a las FARC, para expandirse a nuevas zonas y aumentar su capacidad militar. En 1985 reanuda su accionar militar, después del asesinato de uno de sus jefes y de la toma del Palacio de Justicia por el M-19. Después de varios años de avances y negociaciones bajo los gobiernos de Barco y Gaviria, el EPL firmó en febrero de 1991 un acuerdo de paz con el gobierno e inició un difícil proceso de desmovilización y reinserción, como muestra la Comisión de Superación de la Violencia, creada ese año48, y cuyas vicisitudes analiza Fabio López de la Roche49. Pero, las FARC pronto copará el territorio abandonado por el EPL, donde el Estado tampoco se interesa en hacer presencia militar, lo que desencadena una ofensiva paramilitar contra los reductos de las FARC y los grupos del EPL que no aceptaron reinsertarse.50 En resumen, entre 1985 y 1995 Echandía constata una gran expansión de la actividad guerrillera, sobre todo en las zonas de minifundio cafetero (afectado por la crisis internacional de precios), el latifundio ganadero de la Costa Caribe y la agricultura de tipo empresarial donde existe gran población rural. También se registra un importante crecimiento del accionar insurgente en las zonas de minifundio andino deprimido, pero en menor proporción, lo mismo que en las áreas rurales cercanas a las ciudades. En las zonas de colonización marginal, donde su presencia había sido tradicionalmente fuerte, sigue la expansión pero más lenta. Y concluye que la guerrilla ha diversificado su tipo de presencia según las características de cada región: las zonas de colonización marginal, donde se inició, son consideradas áreas de refugio, mientras que las zonas donde se implantó significativamente antes de 1985 se constituyen en áreas para la captación de recursos, quedando los municipios donde pretende expandirse como áreas de confrontación armada.51 Por esto, como señala Jesús A. Bejarano52, la mayoría de los hechos violentos no se localizan ahora en las zonas de mayor pobreza rural sino en las zonas de rápida expansión económica, pero donde existen bolsones de población campesina sin acceso a la nueva riqueza y donde las instituciones del Estado se ven sobrepasadas por las tensiones producidas por ese contraste. Esta nueva geografía de la presencia guerrillera respondería al propósito estratégico, antes enunciado, de pasar de su ubicación original en la periferia del sistema económico para afectar la actividad agropecuaria central en las zonas más

48 Comisión de superación de la Violencia, Pacificar la Paz. Lo que no se ha negociado en los acuerdos de Paz, publicado conjuntamente por el IEPRI (Universidad Nacional), CINEP, Comisión Colombiana de Juristas y CECOIN, Bogotá, 1992. 49 Fabio López de la Roche, “Problemas y retos de los procesos de reinserción. Reflexiones generales apoyadas en el estudio de caso del EPL”, en Ricardo Peñaranda y Javier Guerrero (editores), De las armas a la Política. , Tercer Mundo ediciones, IEPRI, Universidad Nacional, Bogotá, 1999. 50 Clara Inés García, “Antioquia en el marco de la guerra y la paz. Transformaciones de la lógica de los actores armados”, en Controversia, # 172, julio de 1998. 51 Camilo Echandía, o, c,, pp. 37-42. 52 Jesús Antonio Bejarano, Camilo Echandía, Rodolfo Escobedo y Enrique León (1997): Colombia: inseguridad, violencia y desempeño económico en las áreas rurales, FONADE y Universidad Externado de Colombia, Bogotá.

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dinámicas. Y obligaría a superar la relación de causalidad directa entre violencia y altos niveles de pobreza53. Esto indicaría la necesidad de considerar, al lado de condiciones objetivas como la pobreza y desigualdad, la debilidad estructural del campesinado, el tipo de presencia de las instituciones estatales y la relación con los partidos tradicionales, junto con aspectos subjetivos como la percepción relativa de la situación con respecto al entorno y los sentimientos de frustración de campesinos jóvenes frente a sus posibilidades económicas, sociales y políticas, que sirven de base al reclutamiento e adoctrinamiento por parte de actores que han optado por la vía armada.54 Obviamente, tanto los cambios subjetivos como los objetivos afectan necesariamente los poderes locales y regionales –vehiculados por el bipartidismo- a través de los cuales se expresa indirectamente la presencia del Estado. Se combina así una ideología marxista- leninista y una concepción jacobina de la política (en la versión estalinista y agrarista de las FARC y guevarista de pequeña burguesía universitaria en el ELN) con las tradiciones clientelistas propias de la cultura campesina y las percepciones de exclusión social de jóvenes rurales y campesinos, reforzadas recientemente por su capacidad de inserción en las economías de la coca y amapola, como muestran también los análisis de Marco Palacios55. La expansión guerrillera sería el resultado de una astuta combinación de un accionar militar y un recurso al terror con la explotación de las inequidades sociales, especialmente en las áreas donde hay una rápida expansión económica que coexiste con zonas de colonización campesina tradicional, cuya situación de pobreza contrasta con la nueva riqueza producida, o con población campesina deprimida cercana a las ciudades, sujetas al mismo contraste de situaciones, o, como el caso del campesino cafetero, donde se produce un notable deterioro de unas condiciones económicas tradicionalmente favorables. Estos cambios de escenario de la acción insurgente transforman el panorama de la violencia en Colombia: el accionar de los grupos guerrilleros cambia de sentido cuando su presencia se expande desde las regiones de colonización periférica donde habían nacido hacia zonas más ricas e integradas a la economía y política nacionales. Allí los grupos guerrilleros recurren cada vez más a la extorsión y al secuestro, que golpea más indiscriminadamente a la población civil. Esto produce un escenario favorable al surgimiento de nuevos actores violentos, las fuerzas paramilitares: los grandes terratenientes y hacendados comenzaron a usar milicias privadas, que contaban incluso con soldados y policías fuera de servicio, para 53 Camilo Echandía, (1999): “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, (compiladores), Reconocer la Guerra para construir la Paz, CEREC, Ediciones UNIANDES, Grupo editorial Norma, Bogotá. 54 Teófilo Vásquez, (2001): “Análisis cuantitativo y cualitativo de la violencia de los actores armados en Colombia en la década de los noventa”, en Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Evolución reciente de los actores de la guerra en Colombia. Cambios en la naturaleza del conflicto armado y sus implicaciones para el Estado. Informe final de investigación, CINEP, Bogotá, marzo de 2001. Reproducido de alguna manera en el libro Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, de los mismos autores, antes citado, 55 Marco Palacios, (2001): “Proyecciones sobre escenarios de mediano y corto plazo”, trabajo realizado para la Fundación Ideas para la Paz sobre el campo político y los procesos de diálogo y negociación con las FARC y el ELN, Bogotá, marzo 22 de 2001.

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protegerse de las guerrillas Todo lo cual va creando en la opinión pública colombiana cierta simpatía por el recurso a soluciones autoritarias. Además, esta expansión de la actividad guerrillera coincide con una creciente crisis de representación política que termina afectando profundamente la legitimidad de las instituciones estatales y las formas de mediación política de la sociedad. Esto dificulta todavía más la solución de los países que el país afronta. La conciencia de la crisis de legitimidad del régimen e instituciones políticas condujo a una búsqueda de relegitimación, que se plasmó en un nuevo texto constitucional elaborado en 1991 por una Asamblea Constituyente, donde participaron algunos antiguos guerrilleros de los grupos que habían pactado la paz con el Estado. La nueva constitución reconoció la pluralidad del país en lo étnico, religioso, cultural y regional, lo mismo que una amplia gama de derechos sociales, económicos y culturales. Además, trató de corregir los vicios que consideraba más evidentes de la vida política colombiana y crear un mayor equilibrio entre las ramas del poder público en contra del presidencialismo centralizante de la anterior Constitución. Pero muchas de sus reformas fueron frustradas o limitadas por la legislación posterior y los intentos de moralizar la vida política se vieron pronto neutralizados por la realidad de la actividad política. Esta situación se complica más con la descentralización política y administrativa, profundizada por la nueva constitución y la elección popular de alcaldes y gobernadores, al desarticular el sistema tradicional de las “maquinarias” políticas por medio de las cuales los partidos tradicionales mediaban entre las localidades, las regiones y el Estado central. Estas modificaciones no han sido compensadas con reformas políticas que neutralicen la tendencia a la fragmentación a las fuerzas políticas y obliguen a los partidos a democratizar su función mediadora entre regiones, localidades y Estado central. Por otra parte, la penetración de los dineros provenientes de los cultivos de uso ilícito en la sociedad colombiana ayuda a profundizar esa crisis de legitimidad, transformar radicalmente la lógica de los actores armados y posibilitar una expansión de su control territorial, más allá de sus nichos originales de su momento fundacional. El enorme aumento, desde el final de la década de los setenta, en las plantaciones de coca y de otros cultivos ilícitos, especialmente en la periferia del país, donde había poca presencia del Estado. Los cultivos ilícitos encuentran un escenario ideal para su desarrollo en las zonas de colonización campesina periférica, donde es escasa la presencia de las instituciones reguladoras del Estado y existe una base social en los colonos campesinos, que logran así insertarse en la vida económica del país y del mundo. Surgen entonces poderosos carteles de la droga, en especial, en Medellín y Cali, los cuales libraron una guerra contra el Estado durante las décadas de los ochenta y noventa. Finalmente, esos carteles fueron derrotados y se dividieron en grupos más pequeños, luego de un apoyo militar prolongado (y de una fuerte presión) de Estados Unidos al gobierno colombiano. Estados Unidos intensificó su enfoque sobre las drogas en Colombia durante el mandato del presidente Clinton, lo que llevó a la implementación del Plan Colombia desde 1999, muy centrado en la recuperación militar del sur del país, especialmente de Putumayo, con la finalidad de implementar allí la fumigación.

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También los narcotraficantes, que poco a poco se volvían terratenientes, favorecían la organización de grupos paramilitares. En 1982, en Puerto Boyacá, los terratenientes, los políticos, el personal del ejército, los hacendados, los comerciantes y una compañía petrolera formaron el grupo Muerte a Secuestradores (MAS) como reacción contra un secuestro ejecutado por la guerrilla: en esa región fue también eliminada la oposición de la izquierda radical. También surgieron otros grupos paramilitares como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), creadas por Carlos y Fidel Castaño, quienes habían sido miembros del MAS. El fenómeno comenzó a extenderse a toda la nación, especialmente después de 1984 como respuesta a los esfuerzos de paz de Betancur. Los paramilitares fueron los responsables del exterminio de la Unión Patriótica, UP, agrupación política creada por las FARC y por el Partido Comunista. A finales de la década de los ochenta. Carlos Castaño finalmente formó un grupo que aglutina a grupos paramilitares de todo el país, las AUC, en 1987, pero sus esfuerzos por consolidar una agrupación paramilitar de carácter nacional terminaron en el fracaso. En la actualidad, algunos de estos grupos están negociando su desmovilización con el gobierno del presidente Uribe Vélez.. También los grupos guerrilleros se vieron afectados por el recurso a los dineros provenientes de los cultivos de uso ilícito, cuya expansión coincide con las zonas de colonización campesina periférica donde había nacido la insurgencia, especialmente las FARC. Esta coincidencia hizo que la guerrilla inicialmente se dedicara a regular las relaciones de los campesinos cocaleros entre sí y a cobrar un impuesto (“gramaje”) sobre los cultivos, a cambio de protección. Pero esta relación de las FARC con el narcotráfico se va modificando con la evolución del narcotráfico en Colombia: al principio, el negocio de las mafias colombianas se concentraba en el procesamiento y comercialización de la coca proveniente de Bolivia y Perú. Solo más tardíamente, entrada la década de los noventa, se produce un real auge de los cultivos en las zonas de colonización campesina: entonces, las FARC intervienen para controlar el trabajo de los recolectores o “raspachines” y regular los precios que ofrecían los intermediarios de las mafias de los narcotraficantes. Y mucho más recientemente, empiezan a intentar manejar toda la cadena productiva y se enfrentan a la competencia de los paramilitares, no solo por el acceso a los recursos provenientes del negocio ilícito sino también por el control hegemónico de la población y los territorios de los cultivos, considerados como sus zonas de refugio. Este cambio lleva a enfrentamientos armados con los grupos paramilitares por el control de los territorios cocaleros como el Putumayo. Además, el recurso a los dineros provenientes de los cultivos tuvo consecuencias políticas profundas al hacer a la guerrilla mucho más autónoma frente a la dinámica internacional y nacional y a enfatizar aún más la dimensión puramente militar del conflicto en detrimento de los aspectos ideológicos y políticos. La guerrilla no depende ya de su inserción en las comunidades rurales sino que se mueve más en una lógica guerrerista, que prima sobre la necesidad de legitimación política y social. Por su parte, el ELN se revitaliza por el acceso a la riqueza generada por el petróleo en el Arauca: primero, por el dinero recibido a cambio de permitir la construcción del oleoducto Caño Limón- Coveñas y luego, por el acceso a los recursos de las regalías petroleras percibidas por la “tutela” sobre las administraciones locales y la clase política de la región, que hemos caracterizado, siguiendo a Andrés Peñate, como “clientelismo armado”.

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También se beneficiaba la insurgencia de las reparaciones del oleoducto, víctima frecuente de su acción terrorista. Esta riqueza atrajo también la presencia de las FARC a la región, para tratar de despojar al ELN de estos recursos. Esta situación ha hecho que esta región haya sido uno de los objetivos de los intentos de recuperación de la presencia estatal bajo el presente de Alvaro Uribe Vélez, que la escogió como unas de las regiones de rehabilitación. La respuesta inicial de la guerrilla fue la intensificación de las acciones terroristas en esa zona, mientras que las autoridades estatales congelaban los dineros de las regalías petroleras y detenían a algunos funcionarios y políticos regionales acusados de ser auxiliadores de la guerrilla. En contra de una lectura de la violencia como una eterna repetición de episodios violentos anteriores, Daniel Pécaut siempre ha insistido en el carácter de ruptura radical de las violencias posteriores a 1980 con las anteriores: éstas van mucho más allá de una simple continuación ampliada de las previas, aunque existan algunos rasgos de continuidad con ellas. Para él, existe una degradación por etapas, que se inician con el paro de 1977 y las reacciones que genera en la izquierda, el gobierno y los generales de la reserva y se profundizan con la reacción militarista del gobierno de Turbay, la propuesta fallida de negociación política de Betancur, que culmina con la toma del Palacio de Justicia y lleva a la progresiva expansión de la guerra sucia desde fines de 1985. Esta situación conducía a tomar conciencia de que la guerra limitada y sometida a un objetivo político podía desenfrenarse y preludiar episodios de “guerra absoluta”, que penetraba todos los reductos de la vida.56. Años más tarde, Pécaut insistirá en que ese cambio radical no se debe a los rasgos excluyentes del Frente Nacional ni a las tensiones sociales de los años setenta, sino a la expansión de la economía de la droga. Ésta produjo una crisis institucional mucho mayor que la de los protagonistas “normales” de las luchas armadas y de los movimientos sociales: sin un proyecto político explícito, la necesidad de seguridad para sus negocios condujo a un profundo impacto de las mafias del narcotráfico en las instituciones del Estado, ya bastante precarias de por sí. Esto profundiza aún más la fragmentación y privatización del poder, lo mismo que la crisis de legitimidad del régimen político. La corrupción generalizada invade la sociedad colombiana, incluido el régimen presidencial: la acusación a la campaña presidencial de Ernesto Samper de haber recibido dinero del cartel de Cali para las elecciones de 1994 produjo un gran deterioro de las relaciones con Estados Unidos y muchas protestas de la llamada sociedad civil.. Esta incidencia de la economía de la droga en la lucha armada no niega, obviamente, la existencia de tensiones sociales en las regiones antiguas y actuales de colonización y en las zonas de rápido crecimiento económico. Pero, insiste Pécaut, es la economía de la droga el factor “que provoca la consolidación de protagonistas dotados de recursos que les aseguran formas inéditas de influencia sobre la población...y una capacidad ilimitada para trazas estrategias...“ Según él57 la lucha armada se transformó, a fines de los setenta, al encontrar no “causas” sino “puntos de apoyo” para su fortalecimiento en los conflictos sociales de las

56 Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de política colombiana 1968-1988, Siglo XXI editores Bogotá,, pp.29-33. 57 Daniel Pécaut, (2001) Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, pp. 43-52

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regiones, pero son los dineros de la coca los que favorecen, desde 1987, “la repentina multiplicación de los frentes guerrilleros”. Además, subraya también las consecuencias políticas de esta consolidación con recursos de la droga: las FARC pueden ahora contar con recursos para financiar a “combatientes permanentes dotados de armas modernas que reciben un salario y que no conservan gran cosa en común con los grupos de “autodefensa” campesina”. Y también para transformarse en “una administración que garantiza el orden social y la protección económica a vastas poblaciones heteróclitas de colonos”58 Sin negar los efectos políticos y militares del impacto de los dineros provenientes de los cultivos de uso ilícito, conviene tener en cuenta también que el recurso a la extorsión y el secuestro estaba generando, desde antes, enormes recursos a la insurgencia. Además, habría que diferenciar los diversos momentos de la vinculación de los actores armados con los cultivos de uso ilícito, que hacen variar la cantidad de los aportes generados para la insurgencia. Finalmente, para analizar las transformaciones de las FARC hacia una línea cada vez más guerrerista, hay que tener también en cuenta las transformaciones de las relaciones entre las FARC y el Partido comunista colombiano, que reflejan el impacto de las políticas represivas del Estado: la mitología militarista de las FARC se inicia con los ataques a Marquetalia y El Pato, se profundiza con el estatuto de seguridad de Turbay y la masacre de los militantes de la Unión Patriótica, y, más recientemente, con el ataque a La Uribe. Todas estas experiencias les permiten presentarse como víctimas de la agresión estatal y les sirven para justificar la necesidad de la opción militar por encima de la acción política. Sin embargo, convendría investigar más detenidamente el caso de la masacre de la Unión Patriótica, donde se combinaron una serie de factores: en primer lugar, la posición de la UP era vista por muchos como ambigua por la no-resolución del conflicto entre los que consideraban la situación social como prerrevolucionaria y los militantes políticos del Partido comunista, partidarios de cierta apertura democrática, que sobrevaloraban las posibilidades de la negociación política impulsada por Betancur y pensaban en una tregua definitiva. Por otra parte, las declaraciones oficiales del partido sobre “la combinación de todas las formas de lucha” contribuían no poco a esta ambigüedad. Además, tanto el gobierno de Betancur como la cúpula de las FARC y de la UP sobrevaloraban la importancia de un acuerdo nacional por arriba, cuya negociación no tuvo en cuenta a las redes de poder local y regional, que se sentían amenazadas por los avances electorales de la Unión Patriótica en sus áreas. Y, por otra parte, minusvaloraban la creciente importancia de la oposición de los partidos tradicionales, los gremios, las fuerzas armadas y sectores de la jerarquía católica, frente a la negociación de paz del presidente Betancur, cada vez más aislado de las fuerzas políticas y económicas realmente existentes. Finalmente, la creciente subordinación de la dimensión política a la militar, hizo que algunas veces las FARC desencadenaran ofensivas que obedecían a su mirada nacional del conflicto, pero que implicaban el dejar expuestos a los militantes políticos del nivel local y regional de la UP a las represalias de sus adversarios de los mismos ámbitos. Esta importancia del intento fallido de negociación de Betancur para la creciente subordinación del elemento político al

58 Daniel Pécaut, (2001): o. c., pp. 45-46.

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militar y el paso gradual de un conflicto limitado a una confrontación absoluta había sido señalada por el propio Pécaut, años atrás.59 Otra consecuencia de esta penetración del narcotráfico en la sociedad colombiana y consiguientes transformaciones de la insurgencia fue el desdibujamiento de las fronteras entre violencia política y prácticas delincuenciales como la extorsión y el soborno, que produjo una combinación de conflictos de diversa índole y procesos de distinta duración, donde se combinan viejos y nuevos actores. En esta mezcla de prácticas violentas, la guerra deja de tener una racionalidad exclusivamente política para convertirse en una mezcla inextricable de protagonistas declarados y oficiosos, que combinan objetivos políticos y militares con fines económicos y sociales, así como iniciativas individuales con acciones colectivas, lo mismo que luchas en el ámbito nacional como enfrentamientos de carácter regional y local.60 Por eso, las apelaciones a la violencia se difundieron por todo el tejido de la sociedad colombiana: la violencia termina así convertida en el mecanismo de resolución de muchos conflictos privados y grupales61. Problemas de notas escolares, enfrentamientos en el tráfico vehicular, problemas entre vecinos, peleas entre borrachos, tienden a veces a resolverse por la vía armada porque no existe la referencia común al Estado como tercero en discordia, como espacio público de resolución de conflictos. Además, la resultante generalización del conflicto armado tiene graves consecuencias de degradación del conflicto en vastas zonas del país: el aumento de violaciones a los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario indica una profunda crisis humanitaria, producida por una “guerra sucia” que utiliza el terror como instrumento de control de la población civil y de los territorios en disputa, para aislar al adversario y “cortarle” sus apoyos en la población civil. Este recurso al terror es resultado de la incapacidad de los actores armados para garantizar una presencia y control permanentes de las regiones, lo que las deja siempre expuestas a las represalias de la contraparte. Esta incapacidad hace que las “territorialidades bélicas” sean muy cambiantes, ya que es fácil que el control de un territorio pase del control de un grupo armado al de otro. Estos “cambios de soberanía” se hacen todavía más fluidos por la frecuencia con que algunos grupos o sus jefes cambian de bando, que deja muchas veces a la población civil de las áreas en conflicto sin saber a qué atenerse ni a quién obedecer. En estas regiones, los aparatos del Estado se mueven como otro actor local más, entremezclándose de manera difusa con los poderes de hecho que se están construyendo en ellas. Se produce así cierta “desterritorialización” del conflicto62, que deja a la población civil sin sistema cierto de referencia: el protector de hoy puede ser desplazado por el enemigo actual, e incluso puede cambiarse de bando, lo que deja a los pobladores en la total incertidumbre.

59 Ver cita 57, tomada de Crónicas de dos décadas de vida política..., publicado en 1988 60 Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de vida política..., antes citado, pp. 32-33. 61 Fernán E. González, (1996) “Violencia política y crisis de gobernabilidad en Colombia”, en Carlos Figueroa Ibarra (compilador), (1996): América Latina. Violencia y miseria en el crepúsculo del siglo, Universidad Autónoma de Puebla y Asociación Latinoamericana de Sociología, ALAS, México, p.39. 62 Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror: el caso colombiano”, en Revista Colombiana de Antropología, vol 35, enero-diciembre 1999, ICAN, Bogotá, reproducido en (2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá.

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Esta situación de inseguridad se agrava todavía más por las características del enfrentamiento armado: en buena parte, el conflicto armado colombiano se caracteriza por ser una “guerra por tercero interpuesto”, donde los adversarios no se enfrentan directamente entre sí sino que golpean a las bases sociales, reales o supuestas, del enemigo, para “quitarle el agua al pez”, en términos de los paramilitares. Esto significa que, en buena medida, en términos de Daniel Pecaut, el conflicto colombiano es una guerra contra la población civil63. La presencia diferenciada de los aparatos estatales y de los actores armados: el proceso de construcción del Estado Los cambios en el comportamiento y lógica de los actores armados a lo largo del tiempo y del espacio nos han llevado a sugerir64que, a nuestro modo de ver, las dinámicas de violencia se entienden mejor si se abandona la imagen monolítica de modelo de estado y se enfatizan las diferentes formas como sus aparatos hacen presencia en las regiones y localidades, lo mismo que en los diferentes tiempos en que esta presencia se articula con los poderes que surgen en ellas. La diferenciación regional y temporal de la violencia hace evidente que la construcción del Estado es el resultado de un proceso diferenciado y gradual de integración territorial y social65que pasa por la articulación creciente pero desigual de los poderes locales y regionales entre sí y con la burocracia del Estado central. Esta diferenciación regional de la presencia del Estado se expresa en distintos tipos de relación con las sociedades locales y regionales, cuyo grado de poder determina hasta qué punto el dominio del Estado colombiano se aproximan a la dominación de tipo “directo” o “indirecto”, según la terminología de Charles Tilly. Esa articulación del Estado colombiano con los poderes de hecho existentes en regiones y localidades explica por qué el Estado colombiano no logra imponer claramente su control en todo el territorio nacional: su dependencia de los partidos tradicionales, como subculturas que fragmentan la simbología de la unidad nacional y federaciones de poderes locales y regionales, explica parcialmente la precariedad de su presencia en la sociedad, entendida como cierta “falta de distancia” frente a las fuerzas sociales realmente existentes. Y también explica la dificultad de los aparatos del Estado para hacer presencia en las zonas donde no se han consolidado todavía esos poderes locales o donde estos micropoderes se construyen al margen o en contra del bipartidismo. Esa presencia diferenciada del Estado colombiano según las coyunturas de tiempo y lugar obliga igualmente a diferenciar entre las distintas expresiones del fenómeno de las violencias y la manera como el Estado trata de conseguir el monopolio de la fuerza en Colombia, teniendo en cuenta procesos sociales histórica y regionalmente diferenciados. Una será la violencia que confronta el dominio directo del Estado, muy distinta de la que se 63 Daniel Pecaut (2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá. 64 Fernán E. González e Ingrid J. Bolívar, 2002, “Violencia y construcción del Estado en Colombia. Aproximación a una lectura geopolítica de la violencia colombiana”, en Procesos regionales de violencia y configuración del Estado, 1998-2000, Informe final de investigación, CINEP, Bogotá, febrero 22 de 2002, pp. 12. -13. 65 Norbert Elias, (1998): “ Los procesos de formación del Estado y de construcción de nación”, en Revista Historia y Sociedad, # 5, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, diciembre de 1998, pp 108- 109.

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desarrolla donde este dominio del Estado debe ser negociado y articulado con las estructuras de poder, y otra, muy diferente, es la violencia que se produce donde no se han logrado consolidar los mecanismos tradicionales de regulación social, o donde estos mecanismos están haciendo crisis. En esas regiones, no hay un actor claramente hegemónico sino una lucha por el control territorial con predominios cambiantes según la coyuntura. En ese sentido, Malcolm Deas subraya que buena parte del conflicto armado se desarrolla en regiones donde no hay un poder consolidado pues allí el estado no puede reclamar el monopolio de la fuerza y donde, por consiguiente, la lucha de la insurgencia no enfrenta propiamente al Estado sino a grupos rivales que buscan el control del territorio66. En ese sentido, este autor subraya el hecho de que la violencia política de Colombia durante el siglo XIX y buena parte del XX es una violencia entre iguales o casi iguales, donde el enemigo obvio no siempre es el Estado. Y encuentra que este elemento de rivalidad, crucial para entender la violencia política, está casi ausente de los análisis más comunes sobre el tema: “La idea de Hobbes sobre la naturaleza de la competencia política en ausencia de un soberano o bajo un soberano débil no hace parte de la discusión”. Tanto este autor como otros investigadores han insistido en que parte importante de la historia de la violencia en Colombia tiene que ver no tanto con las desigualdades y la injusticia social, sino sobre todo con el hecho de que la sociedad colombiana “ofrecía más movilidad, estaba menos estratificada en castas que sus vecinas”, como se evidencia en la pronta vinculación de los mestizos a la política local y en el dinamismo social asociado a ello.67 En efecto, una menor jerarquización social implica la inexistencia de un dominio estratificado y de la sedimentación de una clase hegemónica en algunas regiones, que implica que la sociedad permanece abierta al conflicto local por la definición de preeminencias y hegemonías. En esa misma línea, distintos estudios han encontrado que los municipios más violentos, son aquellos cuyos procesos de colonización se hallan en marcha o que son contiguos a una subregión también de colonización. En estos casos, señalan algunos autores,“los actores armados tiene a su favor la gran fragmentación de las sociedades locales”, la desregulación política local, la disolución de algunos de los vínculos de cohesión existentes en las sociedades de origen. Estos factores tratan de ser contrarrestados mediante la implementación de un control basado en el desarraigo y el miedo68. Clara Inés García ha llamado la atención sobre el tipo de dominación política y, más exactamente, sobre el tipo de Estado que se puede construir en las zonas donde no se ha definido todavía el estatuto de la tierra ni el marco legal que ampara las distintas relaciones sociales. A partir del estudio de Urabá, esta autora sostiene que los conflictos regionales y las tensiones entre distintos grupos sociales no deben pensarse siempre y necesariamente “como producidos por un papel fallido del Estado”, sino que a veces evidencian maneras de ser y de construir el Estado mismo a partir de esos conflictos e ilustran cómo se configura en algunas regiones

66 Malcolm Deas, (1995): “Canjes violentos: Reflexiones sobre la Violencia política en Colombia”, en Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, 1995, Dos ensayos especulativos sobre la Violencia en Colombia, FONADE y Departamento Nacional de Planeación, Bogotá. , pp.21-23. 67 Malcolm Deas, (2001): o. c. pp 25-26. 68 Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya y Carlos Miguel Ortiz, (1998): La Violencia y el municipio colombiano, 1980-1997, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p.239.

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un Estado que no existía previamente y cuyos aparatos tampoco pueden llegar simplemente a imponerse en ellas69. Esta lucha entre actores que pretenden imponer su hegemonía en una localidad o región donde no existe todavía la “dominación sedimentada” de las elites, contrasta con el estilo de la confrontación armada que se presenta en zonas donde ya existe un grupo dominante más o menos consolidado, más o menos articulado al Estado por medio de las redes de los partidos tradicionales. Desde comienzos de los ochenta, la multiplicación de los frentes de las Farc y el ELN significó, como hemos visto, una expansión de los grupos guerrilleros hacia territorios distintos de sus nichos originales en áreas de colonización campesina, lo mismo que la ruptura de su estilo original de territorialidad. Y también su decisión de priorizar su implantación en los principales polos de producción de bienes primarios para conseguir abundantes recursos financieros mediante la extorsión70, lo que produjo cambios radicales en su acción y llevó a privilegiar la dimensión militar sobre la societal. Esta expansión militar de la guerrilla se facilita en las zonas donde se está debilitando el dominio de los poderes locales y regionales tradicionales, que sirven de base para la articulación bipartidista con el Estado central. Este debilitamiento puede deberse a problemas políticos o económicos, como se evidencia en el eje cafetero, cuya crisis. facilita el avance insurgente en una zona antes considerada inmune a su penetración. En esas áreas, los actores armados buscan penetrar las administraciones locales y “tutelar” de alguna manera su funcionamiento para acceder a sus recursos fiscales. Algunos analistas han interpretado esta transformación de la insurgencia como una renuncia a su voluntad de transformación radical del Estado y una consiguiente resignación con una serie de acuerdos con los políticos locales. En cambio, otros como Alfredo Rangel, consideran que la estrategia guerrillera encaminada a copar los poderes locales buscaba resolver la contradicción de su “gran solidez económica y una indiscutible y creciente capacidad militar” con “una inmensa debilidad en su capacidad de convocatoria política nacional”. Para ello, las guerrillas aprovecharon los espacios abiertos por la descentralización que empezó a desarrollarse desde mediados de la década de los años ochenta. En esto fue pionero el ELN, que resolvió que “si las alcaldías y concejos municipales iban a administrar recursos del petróleo, pues había que meterse en las administraciones locales”71. En ese sentido, Rangel muestra cómo se inserta la guerrilla en el proceso político local mediante la protección de los candidatos que han hecho acuerdos con ella, la amedrentación de los que se han negado a ello, la “tutela” y vigilancia sobre la administración de los funcionarios elegidos, la orientación del gasto público local y del reparto burocrático. Es diciente su conclusión de que, en esencia, “las funciones clientelistas y gamonalicias” que por la vía del terror han llegado a desempeñar la guerrilla en algunas regiones no difieren

69 Clara I García, (1996): Urabá. Región, actores y conflicto.1960-1990, INER-CEREC, Bogotá. 70 Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror” en Revista Colombiana de Antropología, vol. 35, ICAN, Bogotá, enero-diciembre 1999, reproducido en (2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, pp. 232.234. 71 Alfredo Rangel, (1999): “Las Farc-EP: una mirada actual” en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, (1999), Reconocer la guerra para construir la Paz, CEREC, UNIANDES, Grupo editorial Norma, p.36.

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“de las que siempre han ejercido las elites políticas tradicionales en las localidades”72. Incluso, estas formas “tradicionales y premodernas de hacer política” se realizan a veces “en conjunción de los viejos caciques políticos de las localidades”. En el mismo sentido, Camilo Echandía señala que las guerrillas“han logrado acceso a los recursos públicos de las administraciones locales y departamentales mediante acuerdos con funcionarios corruptos”73 La referencia más articulada a este fenómeno la provee Andrés Peñate, que se muestra sorprendido por la asimilación insurgente de prácticas tradicionales de acción política que caracteriza como “corruptas”, propias de un “clientelismo armado”. Como descripción, esos señalamientos son exactos, pero pasan por alto el contexto- la “estructura de oportunidades”- donde se mueven estos actores y las dinámicas sociales y políticas a las que responden. En ese sentido, Marco Palacios llama la atención sobre el hecho de que la guerrilla se apoya “en redes clientelares adecuadas a la jerarquización empírica de la sociedad rural...”, basadas en la familia como “la unidad política básica y no el individuo”74 Al mismo tiempo, su insistencia en la necesidad de estudiar los vínculos “entre la expansión guerrillera y las dinámicas cotidianas de compadrazgos, amistades y odios entre familias y veredas”75, nos lleva a recordar el peso de tales amistades y odios como formas de filiación que son tipos de relación política constitutivos del bipartidismo.76 Así pues, la creciente participación de los actores armados en el poder local y su uso de la coerción para producir filiaciones política revela el tipo de lucha política que es posible mantener en un Estado cuyas instituciones deben estar negociando continuamente con los poderes locales y regionales previamente existentes o en proceso de consolidación en las regiones y localidades. En un sentido similar, puede interpretarse la resistencia de los grupos paramilitares que el avance insurgente encuentra en esas zonas articuladas al Estado por la vía de los gamonales ligados a las redes del bipartidismo. Allí los paramilitares representan, en términos muy amplios, un esfuerzo por reestablecer el dominio político tradicional, esto es un dominio directo de la población local por parte de los sectores establecidos y que sirve de base para una articulación con el Estado central. En ese interés por reestablecer la dominación de las redes bipartidistas de poder bipartidistas y de reconstruir las jerarquías políticas tradicionales, los grupos paramilitares combinan distintas estrategias, similares a las de la guerrilla: el control de las autoridades locales, la orientación del gasto público municipal, el

72 Alfredo Rangel, (1999): o. c., pp. 35-37. 73 Camilo Echandía, (1999): “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, o. c., p. 136 74 Marco Palacios, (1999): “La solución política al conflicto armado: 1982-1997” en Alvaro Camacho y Francisco Leal (editores), 1999, Armar la paz es desarmar la guerra, IEPRI, FESCOL, CEREC, Bogotá, p.381. 75 Marco Palacios, Ibídem. En una dirección similar se orientan los planteamientos de Deas para quien “la filiación política afecta el sentido de la familia, la identidad local, la identidad personal y el compromiso ideológico”. Cfr, 1995, “Canjes violentos. Reflexiones sobre la violencia política en Colombia”..., en Dos ensayos especulativos sobre la violencia colombiana, antes citado, p.28. 76 Fernán González, (1997): “Aproximación a la configuración política de Colombia”, en 1997, Para leer la Política, CINEP, Bogotá.

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patrocinio de organizaciones sociales tuteladas por ellos, entre otros77. Pero, además, como se ha visto, los paramilitares también expresan la resistencia contra los esfuerzos de centralización política impulsados por el Estado central, que pueden debilitar las redes locales y departamentales de poder, lo que termina abriendo el camino a la vinculación política de distintos grupos poblacionales a la guerrilla o las autodefensas Conviene recordar que estos enfrentamientos en torno a la construcción de redes de poder en regiones y localidades o a la competencia entre grupos por su control no se diferencian tanto de la manera como se fueron consolidando los instrumentos de cohesión y jerarquización de los gamonales tradicionales ligados al bipartidismo. Esto es recordado constantemente por Daniel Pécaut, que muestra que estas dinámicas de “territorialización bajo coacción” no son algo específico del conflicto armado actual, sino que había sido puesta en marcha ya por los partidos políticos. Con las diferencias obvias: los niveles de coacción armada eran talvez un poco menores y esa forma de territorialización funcionaba entonces como una modalidad de integración a la nación78. En ese sentido, conviene recordar que gran parte de los territorios que fueron escenarios de la violencia de los años cincuenta hoy están integrados a la nación Y lo mismo puede proyectarse hacia el pasado, desde los tiempos coloniales, cuando los funcionarios españoles se quejaban de la. violencia de los “pueblos revueltos”, que hoy son bastante pacíficos, hasta los territorios que fueron escenarios de las guerras civiles del siglo XIX y las conflictivas regiones de la colonización antioqueña del mismo siglo. Así como los partidos políticos tradicionales cubren y disfrazan políticas las afiliaciones adscriptivas, heredadas, las rencillas personales y comunitarias bajo las identidades políticas, el conflicto armado puede hacer aparecer como una disputa por el poder nacional las tensiones asociadas a la integración territorial y socioeconómica, lo mismo que las tradicionales rivalidades regionales y locales”79. En ese sentido, tanto las Autodefensas como las guerrillas pueden estar recogiendo y expresando, en sus enfrentamientos, guerras internas entre familias, enfrentamientos entre veredas y municipios, luchas entre diversos grupos sociales, junto con prácticas reguladoras de la convivencia mediante la aplicación de castigos bastante drásticos. Obviamente, el señalamiento de estos procesos de integración e incorporación a la vida nacional no implica el ocultamiento de las desigualdades y las jerarquías que ellos implican, sino su articulación con la sociedad nacional, así sea de carácter asimétrico y subordinado. Lógicamente, el desarrollo desigual de las regiones y la configuración de jerarquías sociales como base de los poderes consolidados en los espacios regionales se traduce en una incorporación también subordinada de diferentes grupos poblacionales en el concierto de la nación. Ahora bien, la idea de que el desarrollo del conflicto armado expresa y produce, al tiempo, un proceso de integración territorial queda clara con el seguimiento a los procesos de 77 Manuel Alberto Alonso, (1997): Conflicto armado y configuración regional: el caso del Magdalena medio, Universidad de Antioquia, Medellín, p.49. 78 Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto del terror: el caso colombiano”, en Revista colombiana de Antropología, # 35, enero-diciembre de 1999, reproducido en 2001, Guerra contra la Sociedad, ya citado. 79 Ingrid Bolívar, (1999): Sociedad y Estado: la construcción del monopolio de la violencia”, en Controversia # 175, CINEP, Bogotá, diciembre de 1999.

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colonización. Catherine Legrand y otros autores han insistido en que es clara la vinculación de los problemas de las fronteras internas con el desarrollo de la guerra, así no haya acuerdo sobre el estatuto político de la frontera, o sea, sobre si es fuente o alternativa del conflicto80. En esa dirección se orienta también Jaime Eduardo Jaramillo, para quien la acción guerrillera, aunque sus actores no se lo planteen así, puede estar expresando esfuerzos “de integración y asimilación de estas regiones (de frontera) y sus pobladores a nuestros mercados nacionales e internacionales, así como a las instituciones, la juridicidad y los servicios públicos”81. Por eso, Legrand concluye que la guerrilla representa entre otras cosas, “un factor de integración de regiones distantes con el gobierno central”82 En ese mismo sentido, María Teresa Uribe señala83 cómo los conflictos armados y los movimientos sociales construyen territorios y obligan a las instituciones del Estado a hacer presencia en ellos: incluso el señalamiento, por parte de la administración estatal de una región como conflictiva o rebelde, para desatar operaciones militares de contrainsurgencia o para impulsar procesos acelerados de inversión pública pensados como remedios contra las llamadas causas objetivas de la violencia, terminan por delimitar un territorio y generar identidades de la población con él. Esta diferenciación del tratamiento estatal de un espacio por ser diferente u hostil termina por crear o reforzar “sentidos de pertenencia y diferencia”, dando lugar a identidades que nada tienen que ver con adscripciones políticas o identidades culturales previas, pero sí con el hecho de “compartir una historia común y de habitar un territorio formado, nombrado y pensado desde la guerra”. Esta dinamización de la integración territorial impulsada por el desarrollo del conflicto armado es ilustrada también por el trabajo de Clara Inés García sobre el bajo Cauca antioqueño,84 donde muestra cómo los conflictos sociales y los movimientos sociales que los expresan, junto con la respuesta del Estado a ellos en el nivel departamental, dan lugar a la conformación del espacio conocido hoy como Bajo Cauca antioqueño, antes percibido como un conjunto de espacios sin relación entre ellos, ni una identidad común. Su análisis subraya el papel que jugaron allí los actores armados para delimitar el territorio y llamar la atención de la administración departamental sobre él: quienes “cumplen con la función histórica de sentar las bases espaciales y socio-políticas de la primera delimitación de un territorio con sabor a región son los actores armados”85. La autora muestra que el desarrollo del conflicto armado movilizó distintos grupos sociales para la construcción de una identidad regional al tiempo que presionaba la constitución de una dirigencia local y el crecimiento de la acción colectiva en la subregión. Ahora bien, la guerra no sólo transformó las relaciones dentro de la región, sino que incluso proyectó su presencia en el resto del país: “El territorio llamado Bajo Cauca adquirió identidad para el resto de los colombianos

80 Catherine Legrand, (1994): “Colonización y violencia en Colombia: perspectivas y debates”, en E l agro y la cuestión social, Ministerio de Agricultura, Bogotá. 81 Catherine Legrand. (1994): o. c., p.19 82 Katherine Legrand (1994): o. c., p.20. 83 María Teresa Uribe, (2001): Nación, ciudadano y soberano, Corporación Región, Medellín, pp.259-260. 84 Clara Inés García, (1993): El Bajo Cauca antioqueño. Cómo ver las regiones, CINEP, Bogotá, e INER, Universidad de Antioquia, Medellín. 85 Clara Inés García, (1994): “Territorios, regiones y acción colectiva” en Territorios, Regiones y Sociedades, Renán Silva, editor, Universidad del Valle, Cali, y CEREC, Bogotá, p. 127.

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a través de la guerra”86. Resultan interesantes los planteamientos de la autora en torno al Estado, que muestran que el papel de éste “se activa en el momento en que los conflictos regionales sobrepasan los significados de esas fronteras.”87 Una situación similar encuentra García en el caso de Urabá, donde analiza la manera como los enfrentamientos entre el ejército y las guerrillas sirvieron, tal como sucedía en las guerras civiles del siglo XIX con el bipartidismo, como eje articulador de los distintos conflictos que cruzan aquella región. Insiste en que las luchas laborales y por la propiedad de la tierra no son, por sí mismos, suficientes para propiciar la constitución de una identidad regional y el reforzamiento del vínculo con el Estado. Como en el caso anterior, es la guerra la que vincula a los distintos actores sociales regionales, configura y proyecta la región e incita la participación de las instituciones del Estado en ella88. Por esa vía, dejan de ser tensiones locales, propias de un grupo particular, problemas como el tipo de poblamiento, la indefinición del estatuto jurídico de las tierras y la inexistencia de una política laboral, para recibir la atención del Estado. Incluso la autora insiste en que el desarrollo del conflicto armado termina por reforzar el papel del Estado, que es requerido, por primera vez, como mediador. Así pues, en los dos casos el conflicto armado no sólo incide en la configuración de una región y en su creciente proyección sobre el resto de la sociedad nacional, sino que incluso convierte a esa región en escenario de disputas que trascienden el carácter regional. Por la vía del conflicto armado se hacen visibles y se nacionalizan distintos conflictos regionales, al tiempo que las regiones se convierten en escenarios para el ejercicio y la definición de intereses del orden nacional89 Lo mismo ocurre, según Amparo Murillo90 con el Magdalena Medio, cuya denominación se origina por la mirada contrainsurgente de los problemas de orden público pero que concluye por construir cierta identidad común a territorios considerados los “patios traseros” de sus respectivos departamentos. Y, más recientemente, María Clemencia Ramírez91 ha llamado la atención sobre la manera como las políticas del gobierno nacional para enfrentar la expansión de los cultivos ilícitos y los problemas de orden público generados por los paros “cocaleros” en el Sur Oriente del país han dinamizado la constitución de identidades regionales e incluso de un movimiento social de campesinos cocaleros. La misma autora señala cómo paradójico el hecho de que parte de los habitantes del Sur del país hayan recibido atención por parte del gobierno nacional “gracias” a la expansión de un cultivo ilícito y a la presencia de las FARC en la movilización de los campesinos “cocaleros” (que, por eso, no fue del todo voluntaria). En ese sentido, debe

86 Clara Inés García, (1994), o. c. p.129 87 Clara Inés García, (1996): Urabá, región, actores armados y conflicto CEREC, Bogotá p. 135. 88 Clara Inés García, ( 1996): Ibídem. 89 Clara Inés García, ( 1996): Ibídem. 90 Amparo Murillo, (1999): “Historia y Sociedad en el Magdalena Medio”, en Controversia, # 174, junio 199, pp.41-61 91 María Clemencia Ramírez (2001): “Los movimientos cívicos como movimientos sociales en el Putumayo: el poder visible de la sociedad civil y la construcción de una nueva ciudadanía”, en Mauricio Archila y Mauricio Pardo, editores, Movimientos sociales, Estado y democracia en Colombia, CES, Universidad Nacional de Colombia, e ICANH, Bogotá. Y (2001): Entre el Estado y la guerrilla: Identidad y ciudadanía en el movimiento de los campesinos cocaleros del Putumayo, ICANH, Bogotá.

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señalarse cómo a veces el desarrollo del conflicto armado interno promueve “diferenciación espacial y política” y reconocimiento de la región por parte de la administración del Estado. A manera de conclusión Esta mirada diferenciada del conflicto armado colombiano, a la luz del trasfondo histórico de sus dinámicas de poblamiento territorial y de construcción del Estado, permite un acercamiento más complejo a las recientes evoluciones de la lógica territorial de los actores armados. Y permiten comprender, igualmente, las transformaciones de las percepciones de la mayor parte de la población colombiana frente a su relación con el Estado y a la manera como el conflicto armado afecta su cotidianidad: en los comienzos, el conflicto armado era percibido como algo marginal, que se desarrollaba en las zonas periféricas de colonización campesina, sin afectar mucho a la economía y a la vida cotidiana de la mayoría de la población. Esta percepción empieza a modificarse cuando la guerrilla sale de sus nichos originales para proyectarse a regiones más integradas y recurre más intensivamente a la financiación por medio del secuestro, la extorsión y los dineros provenientes de los cultivos de uso ilícito: se tiende a asimilar la insurgencia con prácticas delincuenciales y a deslegitimar su dimensión política e ideológica. Y el fracaso de las negociaciones con el gobierno Pastrana, debido a los abusos de la guerrilla en la zona desmilitarizada y a la combinación de la negociación con acciones militares de ambos lados y el recurso a la extorsión y al secuestro, evidencia este cambio. Por otra parte, la transformación mundial producida por los atentados terroristas de los grupos islámicos profundiza aún más la deslegitimación política de la insurgencia, que sectores del gobierno y de las fuerzas armadas pretenden desconocer por el recurso a prácticas terroristas. Esta transformación, recogida por el gobierno de Uribe Vélez, implica una ruptura con la situación intermedia entre la guerra y la paz, a la que Colombia se había acostumbrado en el pasado. Ahora, sostiene Pécaut, los colombianos han sido inducidos a admitir que el país está en situación de guerra y a descalificar el carácter político de los grupos insurgentes, asimilados a bandidos o terroristas. Se busca así imponer una visión del conflicto y de la política en términos de la confrontación “amigo/ “enemigo”, que no deja espacio a la transacción y a la negociación política entre “adversarios” que comparten un terreno común.92 Frente a esa simplificación de la mirada, la complejidad de las dimensiones del conflicto armado que hemos pretendido insinuar en esta ponencia ha hecho que la sociedad colombiana no haya logrado un consenso sobre la naturaleza y los orígenes del conflicto armado en Colombia. Esta falta de una percepción común es uno de los obstáculos para la posibilidad de encontrar una solución negociada del conflicto, ya que el desacuerdo sobre sus causas termina por volverse parte del discurso público sobre esta temática. Este desacuerdo refleja la heterogeneidad misma de la sociedad colombiana, cuyos sectores medios y altos de las ciudades están muy lejos de captar los problemas del mundo rural donde nacen y se expanden tanto los grupos armados de distinto signo ideológico como los cultivos de uso ilícito. Por otra parte, el carácter cada vez más guerrerista de la insurgencia

92 Daniel Pécaut (2003): Midiendo fuerzas. Balance del primer año del gobierno de Alvaro Uribe Vélez, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, pp. 207-208.

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tiende a desconocer tanto la autonomía de los grupos de colonos campesinos que dice representar como la complejidad de los cambios producidos en la economía nacional en un contexto internacional cada vez más mundializado. Esta incomprensión fundamental de las diferencias internas de la sociedad colombiana en relación con la presencia de las instituciones estatales y el cambio de percepción de la sociedad colombiana sobre el conflicto armado, que responde también a cambios del propio conflicto, ha llevado a una preocupante tendencia hacia la despolitización del conflicto que dificulta aún más las posibilidades de solución.