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IdolosRotos MARZO 2015 - NÚMERO 1 NI BALLENEROS NI TRAFICANTES FEDOSY SANTAELLA ANDRÉS DELLA CHIESA MIGUEL CHILLIDA ORLANDO BENEDETTI DAVID MARTÍNEZ BERNAT TORRES CAMPALANS CAMILO ALDAO RUBÉN MORILLO YAPUR ZUKERMERCADO HANNITA BLAS ROA

Fascículo I - Ídolos Rotos

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Ídolos Rotos - 1

IdolosRotos

MAR

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015

- NÚ

MER

O 1

NI BALLENEROSNI TRAFICANTES

FEDOSY SANTAELLAANDRÉS DELLA CHIESA

MIGUEL CHILLIDA ORLANDO BENEDETTI

DAVID MARTÍNEZ BERNAT TORRES CAMPALANS

CAMILO ALDAO RUBÉN MORILLO YAPUR

ZUKERMERCADO HANNITA

BLAS ROA

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¡BARRENDEROS!

Sospecho que una nota editorial no es lo mismo que un manifiesto. Sea

la composición de un simple enunciado o la ausencia de una paráfrasis que

ilumine los cómos y los porqués de nuestro boyante criterio, queda claro

que no son lo mismo. No recurriremos a la hipótesis de los formalistas,

cuyo mayor acierto fue diferenciar una novela de una receta de cocina, para

demostrar que la presente sólo posee un atractivo introductorio. Sí confir-

maremos que estudiar literatura no enseña a escribir, pero al menos permite

pensar. Impone procedimientos, los desvela. Uno muy útil consiste en recur-

rir a la generación inmediatamente anterior (entonces: traficantes) y pregun-

tarse: ¿cómo escribir? O ir más atrás, a las bondades de la costa, al ballenero.

Más, más atrás, al canto del río y de la mosca, al elefante que es también un

tanque, un galeón, un dinosaurio. Y recular: ¿cómo escribir? Porque es la

única pregunta posible. Porque nos eleva por encima del discurso penden-

ciero y su conato faccioso, porque no nos interesa destruir sino recuperar,

porque no hemos venido a demoler ídolos (se han destruido solos) sino a

recoger sus restos, y porque una huella nueva para el nuevo milenio no es un

acto de terrorismo sino de liberación.

Ídolos Rotos empieza con una nota editorial (nunca más un manifiesto),

pero también con su dificultad metodológica: pensar o ser pensados. Como

suele suceder, a la costumbre hispana de arrojar las cenizas al mar para verlas

desintegrarse, se enfrenta la costumbre francesa de idear el mar, de ponerle

cierto color y cierto oleaje, de anticipar su extensión y pulir los milenios de

erosión desperdigados sobre las piedras del rompeolas. Esta es la eterna dis-

puta entre el instinto y la reflexión, o lo que es igual, entre ser venezolano y

no serlo. La incógnita nos sigue atravesando.

No queda sino celebrar la supervivencia de la palabra, así como rescatar

lo poco bueno que nos queda. Ya no en los paseos crepusculares por Sabana

Grande sino en las frías esquinas de Buenos Aires y Dublín. Por vez primera:

Idolos Rotos

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una escritura del destierro. Donde incluyamos a todos esos expatriados que

viven sus penas caraqueñas, merideñas, guyanesas.

Organizar una escritura que sea también articulación, para poder ser

pesada y medida, que se libere del estereotipo nocivo de un poeta de pianos

y vinos, que elogie el movimiento forzoso del exilio, el desplazamiento vio-

lento, el jalón inesperado, el empujón, la bala.

No más disparos a mansalva.

No más.

No más imitaciones criminales de Marguerite Duras.

No más.

No entendamos otra forma de vivir que no sea combatiendo nuestra

terrible miseria intelectual. Esta generación escribirá, pues, con la mente des-

terrada, presa y sometida, pero con la mano ansiosa y dispuesta a saborear

el pesimismo que nos envuelve y, quizá, adelantar un camino diferente por

el que todos deberemos transitar para dar fin —¡carajo!— a este capítulo en

nuestra historia.

¡Todo el mundo a barrer ceniza!

Andrés della Chiesa

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Director GeneralAndrés della [email protected]

Director EditorialCamilo [email protected]

Diseño de SeccionesBernat Torres [email protected]

RedactoresAndrés della Chiesa, Orlando Echeverri Benedetti, Camilo Aldao, Fedosy Santaella, Miguel Chillida, Rubén Morillo Yapur, David Alejandro Martínez, Irene Karenina.

IlustracionesSukermercado, Hannita, Blas Roa.

Diseño de PortadaHannita________________________________

REVISTA ÍDOLOS ROTOS es una publi-cación de AEDO Consultant Group. Gas-cón 970 6B - C1181BK, Buenos Aires, Argentina. Editada y distribuida por AEDO Consultang Group.

REVISTAÍDOLOS ROTOS

AÑO 1. # 1MARZO2015

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Ídolos Rotos - 5

ÍNDICE

6. Mi padre, el arquitecto - entrevista a Paulina Villanueva

11. Advertencia - Editorial

12. La canción de María Ramos - Rubén Morillo Yapur

15. De la noche venimos y hacia el pozo vamos - Editorial

17. A mi hermano - Bernat Torres Campalans

18. Soga - Fedosy Santaella

20. El cadáver- Andrés della Chiesa, seguido de: el desterrado y la verdad

de las muñecas.

23. No vuelvas - Irene Karenina

24. Caida - Camilo Aldao, seguido de: se acabó la revolución

22. Tal vez nos tiren piedras- Miguel Chillida, seguido de: la palabra inútil,

vamos a ver, “los habitantes” de Salvador Garmendia, un largo trago de

cerveza y una vez.

28. Lluvia ácida- Orlando Echeverri Benedetti

33. Recomendaciones - Editorial

35. “El espejo” de Andrey Tarkovski - David Alejandro Martínez , seguido de:

recomendaciones

37. Palabras ilustrativas - Bernat Torres Campalans y Camilo Aldao

38. Zapata - Blas Roa

39. Me arden las manos - Zukermercado, seguido de: viñetas.

41. Ansiedad - Hannita, seguido de: viñetas.

La contraportada no te la contamos.

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CARLOS

R

A

U

L

VILLANUEVA

Entrevista a Paulina Villanueva

mi padre, el arquitecto

Paulina Villanueva Arismendi es una mujer con el corazón lleno de historias, de relatos sobre un país que es distinto cada vez que se lo cuenta. Escucharla es escucharnos a nosotros en la lontananza: “Venezuela fue esto y aquello, grande como ninguna. Hogar de mujeres bonitas, hermosas como frutos maduros, coronando sus bellísimas bellezas con una arepa en El Guarataro. Venezuela elevó sus letras y sus templos. Se dejaba gobernar, se construía, se resistía al paso de los años”. La emocionante necesidad de romper con las frivolidades cotidianas, de alumbrar la forma inmediata con la lucidez del contenido, nos empujó al trance. El hambre de indagación exigía su sacrificio.

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Al llegar la encontramos trabajando. Tenía los ojos cansados, pero de manera servicial dispuso el café y las ganas de conversar. Una vez acomodados, nos habló de su labor de medio siglo como profesora de arquitectura en la UCV. Y aunque ahora se encuentra jubilada, percibimos el vigor de una persona inquieta y trabajadora. De aquella tarde preciosa conservaré muchas memorias, algunas de ellas sobrevivirán en este rincón.Vale la pena acotar que la oportunidad de entrevistarla en Caoma, su hogar de la infancia y el orgullo de su padre, fue una victoria aparte. Estando, como lo estamos, acostumbrados al hálito vicioso de las tascas, al volumen intangible de los salones de clase y al perfume de limón de las oficinas, agradecemos con la mano en el pecho la excelente oportunidad.Caoma, si uno respeta las leyes de la física y los principios del sentido común, es sólo una casa. Sino, es también una nación. Un estado dentro de otro. En Caoma, todo lo que no sea Caoma sobra.

que ser para el hombre común, para todo el mundo, para los trabajadores. Más anónima, pero más generosa. Cuando tienes una visión así de desprendida, desde luego tocas las dos escalas posibles: la arquitectura y la ciudad. La ciudad es la creación más humana posible. —¿Cómo diría usted, entonces, que participó su padre es esta nueva tendencia? —En el 37′ regresó a París para la Gran Exposición Universal, en donde hizo el pabellón de Venezuela. Se gestaba en aquellos días una nueva idea de la ciudad a partir de la carta de Atenas, que un poco separaba todo en zonas de trabajo o esparcimiento. Lo que, a mi opinión, terminó por llevar al desastre la arquitectura modernista fue la idea de la tabula rasa. Al igual que con la arquitectura racional, no fueron nociones pensadas para la vida. Las abstracciones no iban con él. Fíjate que el primer proyecto de envergadura que realizó fue la reurbanización de El Silencio. Recuperó la estructura tradicional de espacios urbanos conservados, lo que cumple un doble papel: proyecta

—Mi nombre es Paulina Villanueva Arismendi. Me desempeño como directora de la Fundación Villanueva. Básicamente, nos encargamos de preservar lo que nos quedó de la obra de mi padre, pues la mayor parte de la documentación reposa en organismos como el Ministerio de Obras Públicas y la Universidad Central de Venezuela. A veces mantenemos contacto con organizaciones internacionales, investigadores o publicaciones. Sobre todo porque en los últimos años ha surgido un interés particular por la arquitectura venezolana y latinoamericana.

—¿De dónde cree que surge ese interés? —No lo sé… Parece ser que cierto grupo de personas

ha empezado a prestar mucha atención al pasado. Si hablamos de arquitectura, el leit motiv es el urbanismo. Diría que es un escape necesario. Se suele volver a lo que no se tiene o a lo que se perdió.

—¿Eso sería? —Políticas urbanas. En Venezuela no existen.

Mira, toda la formación de mi padre, su infancia y juventud, transcurrieron en Europa durante el primer cuarto del Siglo XX. Cuando llegó al país, ya graduado de arquitecto, estaban en efervescencia las ideas modernistas. Aquel Carlos Raúl desembarcó con los libros de Le Corbusier bajo el brazo. En ese sentido, era verdaderamente un arquitecto moderno. Solía decir que la arquitectura es el hecho social por excelencia, ya no como causa, sino como problema estético. Para él había equilibrio en esta idea, lo que no le interesaba de la arquitectura moderna era el cambio de signo. Tenía

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Es decir, que hace las cosas buenas, pero que además las hace bonitas”. Y Gómez le respondió: “Ah, bueno, si las hace buenas y bonitas que se quede”. Quedó entonces Villanueva como arquitecto a las órdenes del Ministerio, pero en Venezuela nadie sabía qué construir. Los obreros a mi papá lo llamaban “Doctor Terremoto”, porque si algo no quedaba bien hecho pedía que lo tumbaran”. Ahora, vamos al asunto. ¿El hotel Jardín qué fue? Una obra privada de los hijos de Gómez, sí, pero como venían una cantidad de invitados internacionales y no hallaban dónde alojarlos a papá se le ocurrió tomar las viviendas de la Plaza Bolívar de Maracay y transformarlas en un hotel. Bastante fortuito, ¿no? Lo mismo el Museo de Bellas Artes. A papá le dijeron en el Ministerio: “Miren, aquí hay que empezar a hacer algo ya”. Y él respondió: “Bueno, si ustedes quieren yo hago un museo, porque a esta ciudad le hace falta uno”. Y así se hizo, sin proyecto. Dibujaron con cal en el piso. —¿Cuál dirías, entonces, que es el problema?

hacia el interior, pero también hacia los parques y jardines. Hizo suyo el espíritu moderno, pero supo adaptarlo bien a condiciones de vida particulares de la cultura y el modo de ser venezolano. Participó, desde luego, en los primeros planes realizados para Caracas, como Maurice Rotival. —Eso que usted menciona también se puede notar, por ejemplo, en la creación de los superbloques. Planificados para contener dentro de sí espacios culturales, deportivos, de esparcimiento… —Sí, aunque la primera propuesta de El Silencio, por ejemplo, no respetaba el eje de la Avenida Bolívar. Al final lo obligaron a hacer la plaza y el bloque uno. Pasa que, desgraciadamente, el urbanismo en Venezuela se convirtió en plan regulador, en ordenanza. Se deshumanizó. Un día del urbanista papá sacó una esquela que decía: “Aquí en Venezuela no hay nada que celebrar, porque el urbanismo no existe. Está muerto”. En sus últimos días de vida paseaba por Caracas y se quejaba: “¡Qué horror! ¡Qué tragedia!” Imagínate si viera la Caracas de hoy. Durante la construcción de El Silencio, una zona sumamente degradada por las quebradas que pasan por debajo, hubo terrenos embaulados y demás. Hablamos de una obra de ingeniería excepcional, de una amplitud de mira que no se volvió a conocer. —Pero todo esto cambia con las migraciones del campo a la ciudad, en donde las soluciones iban a un ritmo y los problemas a otro... —Efectivamente. Los superbloques fueron una apuesta por un nuevo modelo. Apareció el plan Cerro Piloto. Se construyeron superbloques en la avenida Urdaneta y en Artigas. No todos son iguales aunque la gente lo piense, ojo. Hay algunos en donde el bloque de circulación no es anexo, sino que las escaleras corren por la fachada. Esos son los de Cerro Piloto. El 23 de Enero, por otra parte, fue un laboratorio de experimentación. Venezuela se ganó, además, un premio de rapidez en construcción de viviendas. Esa era una labor que había que continuar, pero con la caída de la dictadura y eso… La verdad es que la línea de investigación terminó. Lo terrible acá es la falta de continuidad. Papá hacia su trabajo, nada más. Sin tendencias o colores. Su trabajo, su sacerdocio. Ensuciándose las manos, subiéndose a los andamios. —¿Qué cree usted que ha sucedido con el tema de los presupuestos para obras públicas? —A ver, cuando mi papá llegó a Venezuela quien estaba en la jefatura de gobierno era Gómez. Fue uno de los hijos de Gómez quien le habló al gobernante del arquitecto Villanueva. Mi mamá siempre nos contaba con gracia lo que ocurrió en esta conversación: “Mire, papá. Un arquitecto es más o menos como un ingeniero.

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—El problema es cuando la obra pública no tiene interés ni para el Estado ni para la sociedad. Esas obras tenían un buen destino, estaban pensadas a futuro. Tendrían que dejar de calcular en base a la resolución de problemas circunstanciales. Los edificios ahora son “construcciones emblemáticas” que no tienen ningún sentido, como el “mausoleo” del Libertador. —¿Qué sucede con el urbanista o el arquitecto? ¿Cómo influye en la situación? —Este es un país de improvisaciones. No hay urbanistas, muy a pesar de la existencia de un Instituto de Urbanismo. Las posibilidades de acción e incidencia verdadera dentro del desarrollo de la ciudad son muy escasas. Lo que nos ha pasado a los venezolanos es que todo se ha supeditado a la parte ideológica y política. Con la inseguridad, además, empezamos a vivir entre murallas, alambres y garitas. ¿Qué ciudad aguanta? —Me interesa saber de qué manera influye Carlos Raúl Villanueva en el pensamiento y la obra de Paulina. —Yo hablaría más bien de personalidad. Para él hubiera sido sumamente doloroso que yo no estudiara arquitectura. Es una relación que continúa a pesar de los años. Papá se respira en cada esquina de esta casa. —Hablemos un poco de la Fundación… —Existe hace 15 años, la más reciente. Anteriormente tuvimos objetivos más ambiciosos. Queríamos crear cursos y trajimos arquitectos destacados del extranjero para que dictaran conferencias. Pero, más que nada, ha sido una lucha tras otra. Desde el deterioro de los años 70′ hasta la confrontación

directa con decanos, rectores y autoridades. —Quizá ellos no lo entienden, pero ¿qué hay de las personas que usan y disfrutan ese legado? —Los hay. Estudiantes y profesores agradecidos. También gente agradecida de vivir en la Urbanización Francisco de Miranda, por ejemplo. Es emocionante pensar que las obras siguen allí. Prevalecen. Aguantando allanamientos, disturbios, de todo. —¿Cuál es el futuro de tu vocación en Venezuela? —En su gran mayoría, nuestras facultades no son escuelas de arquitectura sino de diseño. Es un problema de la cultura contemporánea. A la gente no le interesa mucho la profundidad o el sentido de las cosas. Quieren cosas rápidas, instantáneas. La civilización está cambiando. ¿Hacia dónde? No lo sé. Sólo creo que debemos mantenernos despiertos ante esos cambios. —¿Cómo cambiarlo? —Mientras una ciudad considere que su vida pública está restringida a un centro comercial las cosas no cambiarán. Tenemos que recuperar calles, avenidas, sitios de encuentro. La ciudad debe llenarse de teatros, de cultura. No de expresiones marginales. —¿Algo más? —Caracas continúa, y seguramente continuará sin nosotros.

—Mi nombre es Paulina Villanueva Arismendi. Me desempeño como directora de la Fundación Villanueva. Básicamente, nos encargamos de preservar lo que nos quedó de la obra de mi padre, pues la mayor parte de la documentación reposa

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Está comprobado que la lectura constante de autores como Benito Suárez Lynch, Honorio Bustos Domecq y Jusep Torres Campalans es beneficiosa para la salud.

Enfrascarse en el amor por lo masivo y lo corriente, blasón del mundo editorial, puede ocasionar ceguera y mal gusto.

Hágase un favor: LEA, pero LEA BIEN

Diga NO a la GENERACIÓN URBE

Diga NO a los FALSOS ESCRITORES

La literatura no es, transcurre. Atraviesa como una bala la sordidez del pensamiento hasta despertar los sentidos. Violenta la utópica quietud con su orquesta inexorable, fría, irreverente. Se asemeja más a la promesa que a la técnica, a la moción que al recetario.Entonces, con lo fácil que es cambiar de postura en el país, ¿por qué no cambia usted la suya?

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Disparate Alegre. 1875, por Francisco de Goya

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Rubén Morillo Yapur

la canción de María Ramos

La mañana en que María Ramos se convirtió en luz me resultó más larga de lo ha-bitual. La frescura matinal que saturaba aquellas viviendas ru-rales, cuidadosamente encala-das, construidas en los tiempos de la lucha contra la malaria, y que componían el barrio de la Paz, duró más de lo que duran las mañanas llaneras en Acha-guas. Con sus aromas, con sus melodías de gorgeos, cacareos y graznidos. Con la impresión matutina de eterna juventud y de tiempo venturoso.

María Ramos despertó radi-ante, gozando de bienestar cor-poral luego de haber dormido profunda y reparadoramente. Abrió los ojos e instintivamente los cerró con fuerza, al tiempo que estiraba aquella humanidad envejecida de metro y medio. Se echó un pedo nostálgico y le ar-rancó un bostezo al pecho.

—Jijijí, jijijí.María Ramos se reía.Se levantó del catre de samán

macizo donde había soñado, amado y alumbrado durante décadas. Se incorporó prendi-da al colgadero del chinchorro donde dormía su nieto menor, el gordón, el más querido. María Ramos caminó al patio atraves-ando la sala de recibo, que tam-bién era fogón y comedor. Se paró frente a la batea, introdujo la totuma en el tambor, y mien-tras que con el brazo izquierdo espantaba tres gallinas, con el derecho arrojaba un chorro de agua que poco a poco arrastraba y se llevaba el detrito que habían dejado las ponedoras.

María Ramos se lavó la cara

con jabón de lejía y se enjuagó la boca con dos grandes buches de agua. Volvió al cuarto, se puso un camisón de algodón crudo que le trajo un hijo de San Fer-nando y que tenía una tremenda flor bordada cubriéndole la bar-riga. Con la ayuda de una pei-neta de diez dientes —el mismo número de sus muchachos—, se hizo una clineja larga y negra en el cabello indiano de setenta y seis años, retocando la punta con un moño azul. María Ramos se quedó mirando las puntas de la peineta y con el dedo índice co-menzó su cuenta eterna: “Neri, Jesús María, Juan Carlos, Pilo, Danny, Andrés, Ana María, Sil-via, Pipo y Nelson”, a quien lla-mábamos “Nené Ramos”.

María Ramos se miró en el espejo y se gustó, se sintió bien, sin dolores, sin achaques. Salió del cuarto sin untarse la po-mada de mentol con cristal de sábila en las sienes, sin sobarse las rodillas con la loción de aguardiente en cuyo frasco yacía asentada una culebra morrona. María Ramos fue al fogón, pero no hirvió la infusión de orégano con malhojillo. Se sentía bien, sin dolores, sin remordimientos. Esa mañana se convirtió en luz.

—Jijijí, jijijí.María Ramos se reía.Caminó hacia la puerta de

enfrente y se paró en el vano. Un viejo de sonrisa desdentada, en una bicicleta de reparto, le ofreció un racimo de topochos verdes que, no sabía porqué, esa mañana había cortado especial-mente para ella.

—Aquí te traje, María Ramos —le dijo.

—Ajá, póngalo por allí —re-spondió ella.

Una niñita que pasaba por ahí cargando lechozas, grandes y pesadas como las tetas de María Ramos, las ofreció a la viejita con simpatía.

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— María Ramos, aquí le manda mi mamá.

— Jijijí, jijijí.María Ramos se reía.Y así pasaron tantos, cuántos,

todos. Un ciento de jojotos en un saco, un lechón, dos patos, tres pa-tillas, dos auyamas, una totuma de huevos, tres guineos, más huevos, otra auyama, una bolsa de pimen-tones, un gallo canagüey. Así pasa-ron todos aquellos que sintieron la necesidad de otorgar una ofrenda a aquella vieja que tanto dio y es-peró. María Ramos se convertiría en luz y todo el mundo actuaba en consecuencia, aunque no lo supi-eran. Y yo, que también iba pasan-do, auscultando una metra con un ojo, exacto y meticuloso como un gemólogo, me paré inconsciente-mente frente a María Ramos, sin interrumpir el minucioso examen de la bolita de vidrio expuesta al sol y al orgullo.

—¿Qué hay, María Ramos? Dígale a Nené Ramos que no se me esconda, que me debe cincuen-ta metras que le runché jugando hueca. Dígale que voy a la bodega y que regreso más tarde para que me pague, y para que salgamos a fondiar tuteques.

—Jijijí, jijijí.María Ramos se reía.No supe porqué, pero sentí la

necesidad urgente de comprarle en la bodega una bolsa de catalinas y

un cuarto de kilo de queso. Mi for-tuna no dio para tanto. Mientras caminaba hacia la bodega, un vien-to fresco me acarició la cara con la unción maternal de una madre. Bajé la metra y la metí en el bol-sillo derecho del chumbo. Fue en ese momento en que me dí cuenta de que algo maravilloso estaba por ocurrir. Todos los colores del bar-rio lucían más vivos que nunca.

Entré a la bodega y pedí dos catalinas con un vaso de guarapo de papelón, mientras oía hablar a don Viviano, el dueño del esta-blecimiento. El viejo tendero con-taba que por fin había salido en el listado de pensionados del Seguro Social. Ya sus canas serían objeto de un merecido estipendio del go-bierno.

—¡Qué vaina tan buena, don Viviano! —le dije al tiempo en que salía de la bodega.

—Espérate, muchacho. Llévale esta bolsa de catalinas y este cuarto de quilo de queso a María Ramos —me dijo, estirando el brazo.

—¡Qué vaina tan buena, don Vi-viano! —repetí, emocionado.

Me fui de la bodega con el re-galo que soñaba darle a María Ra-mos. Caminé hacia el centro del pueblo y en un corro de vegueros oí que uno, ya entrado en años, daba brinquitos mostrando, puño en alto, la carta agraria del IAN. Por fin le adjudicaron su parcela

y le dieron el crédito para sembrar el maicito.

—¡Qué vaina tan buena! —pensé.Más adelante venían mujeres

campesinas con semblante risueño, cargando útiles escolares para sus muchachos.

—¡Qué vaina tan buena! —le dije a una de ellas.

Llegué a la orilla del Matiyure y escuché a un pescador contar emo-cionado que había visto cinco to-ninas retozando y saltando en una vuelta de caño.

—¡Qué vaina tan buena!Yo sonreía.Me acordé de las catalinas de

María Ramos y me dispuse a volver al barrio. En el camino vi a don Ré-gulo, el hacendado, repartiendo sacos de una semilla de paja que le había sobrado en sus magníficos potreros. En esa fresca mañana hasta los ricos compartían. Sentí que vendría un tiempo halagueño, de prosperidad, de progreso. Que tras esas pequeñas coincidencias felices, la tierra y las aulas darían sus frutos y los policías morirían de tedio.

Cuando llegué al barrio la frescu-ra estaba intacta. No oí llantos de mujeres sino canciones de esperanza. Mientras caminaba, dos lágrimas imperceptibles comenzaron a correr por mis mejillas. Nené Ramos me esperaba en la puerta de su casa, al acercarme nos asimos con fuerza los antebrazos.

—Hermano, mi mamá, mi mamá… —me dijo con el nudo en la garganta de aquellos que, desde niños, apren-den a no llorar.

—Si, ya sé, Nené. Tu mamá se con-virtió en luz.

La mañana en que María Ra-mos se convirtió en luz, el pueblo de Achaguas se llenó de esperanza, de auténtica fe. La mañana en que María Ramos se convirtió en luz un inmenso cariño se anidó en mi corazón.

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Editorial

de la noche venimos y hacia el pozo vamos

La imagen de la hiedra o de un árbol enquistado, profundo, en las venas de la tierra, ilustra con co-modidad el escenario actual de nuestra literatura. Ese árbol, que bien podría ser un samán, se extiende a lo largo y ancho de nuestras letras, apretando, su-jetando la palabra hasta permitir el flujo de sólo dos realidades históricas, ni afectas ni enemigas, pero inamovibles. Diría que un poco interfiere la aventura política en los libros, que en algo se pa-recen la academia y la “nobleza intelectual” a los ministerios y sus funcionarios, porque a la larga, sólo dos partidos gobiernan por igual hogares y bibliotecas, dos generaciones que encontraron en el realismo tedioso y en la vanguardia penden-ciera, respectivamente, su motivo estético formal. Los primeros —todavía los hay— invocan al río y a la pradera, a la hamaca y al potrero, despertando cada día con aullidos de araguato a pesar de vivir en el onceavo piso de una torre en Santa Mónica. Los segundos —por desgracia sobran—, ocupan su tiempo en conjuras posmodernas, vaciando el con-tenido hasta santificar la forma, ya que siempre es necesario demoler algo. Aludo a Rómulo Gallegos, a Miguel Otero Silva y a una que otra reminiscen-cia positivista por un lado; a José Balza, Salvador Garmendia y Dámaso Alonso por el otro. La selec-ción de autores tiene un motivo fundamentalmente didáctico. Bien podría haber sido Teresa de la Parra en lugar de Gallegos o Massiani en lugar de Alonso.

Afirmar que nos encontramos ante posturas ir-reconciliables, cada una haciendo gala de su propia cosmogonía cerrada, no es más que un burdo si-logismo. Una conclusión apresurada y superficial que deja de lado verdades más complejas. Ni son opuestas ni son irreconciliables. Considero que la única enemistad posible se ha dado en el seno de ciertos escritores de fin de semana, cuya labor sin-tética no ha ido más allá de agarrar un puñado de similitudes que les permitan acuñar, más o menos a los trancazos, una corriente literaria por aquí o una actitud ideológica por allá, y así hasta el fin de los tiempos. De modo que abrevian un raudal de voces maravillosas en unos cuantos nombres, ideas e instituciones. Sin embargo, hablo de un pecado que no es sólo atribuible a la negligencia de edito-riales y críticos. Los escritores también han jugado bien su papel polemista, presentando su escritura como algo nuevo y extraño, depredando el folclore

a través de conductas insolentes. ¿Cómo culparlos? Aunque probablemente le hubiera rendido más a los muchachos de Tabla Redonda o el Techo de la Ballena ignorar la tradición, sepultarla bajo diez mil kilos de concreto, petróleo y cadáveres podridos. Yo agregaría, inclusive, olvidar la escritura y reformular la lengua, para que al leer a un excelente novelista como Adria-no González León no sienta uno que va llegando a la hacienda El Miedo:

Fue como si una larga muerte, lentamente con los bra-zos alargados y oscuros como ramas podridas, se extendiera sobre la tierra. Este agrio aliento salía de las piedras o caía de las nubes, unas nubes grandes y lejanas, brillantes y sus-pendidas al borde del incendio. Por los caminos arrugados, rotos a veces en los costados sin montes, ascendía el mismo aliento, que era un vaho grasiento y sucio.

Esa estructura viva que va sometiendo la trama a las corrientes de la poesía no fue una invención contem-poránea. Estéticamente, González León pudo haber sido sin mayores complicaciones un poeta de prin-cipios de siglo, compartiendo café y versos en francés con personajes como Manuel Díaz Rodríguez y José Antonio Ramos Sucre, pero parece ser que un fuerte compromiso urbano y el ritmo maquinal de su País Portátil lo salvaron del calvario. Acabo de sugerir, con algo de mala maña, que la prosa sesentera no fue tan radical como algunos han propuesto, a expensas de los niples y de la obsesión escatológica de Carlos Con-tramaestre. Radical, quizá, en su nuevo entendimiento de la ciudad y del hombre, que deja de ser vecino para convertirse en cifra. De la misma forma, la casita de bahareque se transforma en rancho de zinc o en build-ing de concreto armado, el ambiente huele un poco menos a excremento de vaca y más a humo de gan-dola. Ya no es la granja sino el mercado de Quinta Crespo. Ya no es el patio de bolas sino el poliedro de Caracas, pero nada más. En palabras del poeta larense Rafael Cadenas:

Eres lo que eres, una voz solitaria que resuena en los aledaños de las ciudades.

Las palabras que te dirigían también pasaron como las alucinantes hojas.

Éste es otro mundo, no hay dirección.El viento, cuando azota, golpea en el caos.

La opinión de Cadenas es circunstancial. En sus tanteos el progreso es un peligro, por lo que se vuelve necesario resistir cualquier promesa de gobierno. Y si bien la ciudad es el patio de juegos de esta generación, su intención nunca fue asirla; preferible escapar de ella. Cuando se le nombra es para difarmarla, porque algo de bueno aún debe quedar en la tranquila sole-

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dad del poeta que vive sus ensueños pastoriles a la vera del cerro. De manera que Cadenas, al ocuparse del tema, parece escribir desde la violencia reacciona-ria. Otros escritores, como Francisco Pérez Perdomo, responderán desde la nostalgia:

En el vacío de esta tierra,hoy somos apenas los antiguos

y desaparecidos visitantes.Recorrer uno a uno los lugares

que en épocas tan lejanasnos fueron entrañables y aquí

de nuevo volvemos a encontrar,es mirarnos a nosotros mismosy añorar con nostalgia nuestro

propio pasado.

Creo que un poco más lejos de esta tradición en-contramos a los grupos Tráfico y Guaire, famosos por ultimar con su “higiene solar”, repleta de olores calle-jeros, barriadas empobrecidas, malandros y mendigos, la buena prosa fantástica que aún quedaba en Venezu-ela. Su Manifiesto es el colmo de la ironía. Citar a Ger-basi fue ingenioso. Demasiado tarde comprendimos su pretensión de sacrificar el único respiro de original-idad que hemos tenido, si bien pequeño y temeroso, en 70 años de realismo costumbrista:

cuando se han ido los espectadores, cuando la carpa se hace alta, no hay hechizo: el elefante es elefante, los conse-jos son conejos, el trapecista es español, el mago vuelve al camerino. Los circos cierran a las seis.

Elijamos ahora cualquier autor contemporáneo, tras salvadas excepciones, y raastreemos este impul-so callejero. Luego de un examen poco exhaustivo nos sorprenderemos de haber vuelto a lo mismo, a la noche vanguardista y sus diez mil monótonos cri-soles. La metáfora es insípida y trivial, producto de la falta de ejercicio. La arena es arena, sea negra o blanca. Las etiquetas son etiquetas, azules o coloradas. Antes de narrar una sorpresa se narra un razonamiento, dis-cutido ya largamente entre sectarios de la palabra con afición de eruditos. Toda la vida es la vida en sí, sin pasiones ni arrebatos. Trasluce, pues, uno que otro es-tudiante de Letras, muy superado y abierto de mentes, pero que ignora haber estado leyendo una sola histo-ria desde siempre, “enrollada sobre sí misma como una serpiente que se muerde la cola”.

Proseguir con la eterna “pelea de gallos literaria” es una forma vulgar de permanecer estancado. Quedó demostrada su nulidad y su torpeza. No obstante, hace falta un nuevo ordenamiento, porque demasiado extensa es la lengua castellana como para resignarnos

a ser simples pasajeros de una ficción sin sobresal-tos.

La idea sólo es imposible para los malos lectores.

De

niño

ensayé tu

signo

moribundo

sobre un papelito

arrojado al

viento:

Querido, herm

anito

¿cubista, tú

?

no basta con can

jear

la arcil

la de G

audí

por licor de Tapach

ula

o aislar

los oídos

al ritm

o del Palau

si ahora t

e seduce l

a marim

ba.

Ber

nat

Torr

es C

ampa

lans

a m

i he

rman

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De

niño

ensayé tu

signo

moribundo

sobre un papelito

arrojado al viento:

Querido, hermanito

¿cubista, tú?

no basta con canjear

la arcilla de Gaudí

por licor de Tapachula

o aislar los oídos

al ritmo del Palau

si ahora te seduce la marimba.De

niño

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Ídolos Rotos - 17

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Fedosy SantaellaSoga

Música vaquera o acorde de guitarra de blues, largo, se extiende, hasta el horizonte.

Un pueblo. Pero contra lo que pudiera creerse, no vaquero, sino de playa. Boca de Uchire quizás, San Juan de los Cayos, un calle de tierra, una casucha con puerta y ventana, carcomidas. Sillas en la calle, de esas de hierro y tiras plásticas de colores. Comadres sentadas afuera.

Antaño fueron hermosas, pero la vida miserable de aquel pueblo que asola sus cabezas, las deformó, las volvió grasa y mugre de sí mismas.

Repantigadas en las sillitas, sobre sus piernas, ocul-tando el goce en la máscara del entrecejo, acarician sendas sogas de ahorcados. Desde la mañana hasta al anochecer, no tienen otra ocupación. Ven pasar, y dicen, soga para éste o para aquel. Casi nadie se salva.

Murmuran entre ellas, responden a preguntas que nadie les ha hecho. Creen que su gran designio es dictaminar todo bajo el dominio de su preclaro en-tendimiento. Adentro, en su casa, guardan baúles del reconcomio.

También se mienten mutuamente. Les gusta el sabor de la mentira, dicen que la mentira les sabe a du-razno, y pasan la mano por sus frentes, se alisan los cabellos, se miran con el amor que el odio permite. Aquellas comadres se aman, pero lo ocultan, dicen que son amigas, y se mojan y se erectan en la entrepi-erna. No pueden permitirse que el resto del pueblo (y de su cuerpo) lo sepa. Qué sería de su prestigio.

[Alguien en alguna parte, recita una cartilla:

SudorBarrigas al aire

(a veces son seis, a veces diez)nunca UNA

1

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Ídolos Rotos - 19

El mentiroso te agrede con sus mentiras.

Pero él no lo cree así. El mentiroso no piensa que hace mal.

El mentiroso cree es dueño de una verdad que no puede ser dicha, de una verdad que ha sido rebelada a su suprema inteligencia, de una verdad que podría destruirte. El mentiroso miente para ocultar su gran verdad.

El mentiroso se apiada de ti, que no entiendes nada. En realidad subestima tu inteligencia. Piensa que no puedes recibir sus supremas verdades.

El mentiroso le habla al dormido. Nadie más crédulo que un durmiente.

El mentiroso cree que al final triunfará «su verdad».

¿Qué tanto se cree el mentiroso sus mentiras?]

En una esquina de aquel pueblo de tan adentro que

ya se pierde en laberinto, cercana esa esquina a las casuchas de los cordajes justicieros, yace un perro muerto, panza arriba, abierto, vacío por dentro, las costillas rostizadas.

Pasa un tren, en vuelo, sobre sus cabezas.

Un día, se pondrán las sogas mutuamente.

Page 20: Fascículo I - Ídolos Rotos

Andrés della Chiesa

el cadáver

En esa, nuestra esquinade la sucursal del cieloencontré un condenado. Latía,porfiado, su corazón heridoy pataleaban, ya sin vidasus ínfulas de mártirDebí confesarle, entoncesla verdad inconfesabledel abismo y de la nadao mentirle:“Tranquilo, amigoque el dolor es pasajeroy la salvación eterna”. pero pudo más la agoníade su amargo desconsuelo.Se fuea descansar en el silencio de otros muertos como élpara que pudieran contemplarlo, tan perfectoen su blanco trajecito de cadáver.

el desterrado

Nada disimula la desnudez del sueñoNada lo viste.Nada agita largo tiempo la mano del señorliberando el cuerpo del esclavoNada consuela el filo de la espada blandida en el destierroNada le recuerda su tintura rojaNada separa el tiempo de la angustiael polvo de la piedrael semen del instintoNada desprotege demasiado su penumbrani siembra buenos hijos en esta tierra ociosa.Nada habita el invariable firmamento sino la nada.

la verdad de las muñecas

La mujer, cansada de omisiones, se disfrazó de muñeca a los ojos del amante. El hombre la ciñó, la besó, la hizo suya. Una vez, incontables veces. La gozó en la dulce exquisitez de su secreto. Fundó en su vientre nueve hombres como nueves leyes, quienes también ciñeron, besaron y metieron mano.

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Ídolos Rotos - 21

Irene Karenina

no vuelvas

Un día la mujer tosió y todos pegaron un brinco, presas del pánico. Los espantó la amarga verdad de

las muñecas.

no vuelvas, quédate con tu apartamento blanco.no vuelvas, no vengas tú con tu minimalismo de amor, con tu amor a cuentagotas.no vuelvas tú con tus animales abandonados, con tus ideas sueltas, con tu cemento fresco, con tus canciones repetidas.no vuelvas si es para joder, no vuelvas si es para juzgar.no vuelvas con tu facilismo.no vuelvas con tu perfume, no vuelvas a hipno-tizarme con tu amor libre de azúcar.no vuelvas con tus pies descalzos.no vuelvas en ese cuerpo, no vuelvas con ese cu-erpo.no vuelvas con tu egoísmono vuelvas con tus gritos

con tus ventanas arriba, con tus intrigas, con tus embustesno vuelvas con tus ojos opacos que no dicen nadacon tus pellizcos, no vuelvas con tus jalones ni tus historiasno vuelvas con tu piel sin sabor, con tus besos de perritono vuelvasno vuelvas, que nunca tendremos París con agua-cero, ni Veneciano vuelvas con tu café negro, con tu cabello negro, con tus ojos negros, con tu nube negrano vuelvas, te lo susurro, te lo canto, te lo escribote lo dibujo en la espaldate lo dibujo en la frente.

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Camilo Aldao

caída

Fiódor Dostoyevski y Miguel de Cervantes suel-en ser citados como ejemplo de genio creativo e insuperable prosa, pero lo cierto es que la crítica miente. Han estado mintiéndonos por años. La trampa se cimenta en otro alegre prejuicio de la his-toria. Y dice así: ni dos guerras mundiales, ni una guerra civil, ni dos cruentas dictaduras de bigote bien peinado lograron mermar el espíritu de rusos y españoles. El moscovita de hoy en día no es muy distinto, en fuero y en temple, al de la época impe-rial. Lo mismo sucede si se compara al madrileño desempleado con el pícaro andaluz. Es decir, que hablar de Rusia hace doscientos años o de España hace cuatrocientos es lo mismo que hacerlo ahora, con sus tejemanejes de por medio.

Ahora, ¿qué carrizo podía saber un escritor af-rancesado como Manuel Díaz Rodríguez de la Venezuela actual? ¿Cómo previó que un repentino chorro de orina negra terminaría por corromper la mente del hombre hasta transformarlo en enjam-bre? El país de hoy en día, pero sobre todo su gente, poco y nada tiene que ver con aquella finca inmóvil

de principios de siglo. No cambió el tiempo sino el alma. Para que una obra literaria alcance tal nivel de clarividencia hace falta una gracia especial. Por eso me abruma la exactitud del nombre.

Y lo que queda por decir...

Figaro Artistique. 1933, por Pedro Centeno Vallenilla

se acabó la revolución

La vereda como el reflejo inmutable de todas las veredasver cien anaqueles como quien ve uno solocruzar una calleno cruzarla porque del otro lado existen las mismas cosasy habita la misma gentecon sus mismos pensamientos.Breves y vulgares, felices en su existencia espontáneasin humoressin ambiciones cenicientasenterados, por alguna atribución divina:que toda convención es inmutableque el sol y la luna vinieron antesque volverán despuésque el cigarrito abandonado sobre la mesa sigue estando

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Ídolos Rotos - 23

Miguel Chillida

una vez

Érase una vez un país en un mundoque caía hacia el vacío sin fondocon sus habitantes muchos siglos.Y también érase una vez ese mundo en una galaxia olvidadode su insignificancia y empeñado en llenar

un largo trago de cerveza

Sentados en la mesade un bar del callejón,ella me cuenta lo que han sidolos últimos tiempos:las pastillas de la madre,la creciente afición por la bebida,las desilusiones políticas,los encuentros y desencuentrosamorosos.Entre nosotros las patas de la mesa,la tabla, las botellas heladas

de cerveza a rebosar,este último refugio a la intemperie.Afuera, todo el mundo gritay una mujer, desencajada,camina nerviosa de un lado a otrobuscando unas piedras que encender.Vuelvo la mirada, ella ha estado viendotristemente. Ambossonreímos y nos damosun largo trago de cerveza.

“Los habitantes” de Salvador Garmendia

Pérez Perdomo dice que la intención de Garmendia en Los pequeños seres y Doble fondo es la de “fijar prototipos huma-nos sin importar la calidad ética de los mismos”, y que en Los habitantes y Día de ceniza, “se hace evidente su voluntad de disiparlos” (79). Para él es la razón por la cual Garmendia ha elegido “deliberadamente” esta “familia de clase media, como todas o cualquiera, que económicamente se va descalabrando y en la que sus integrantes actúan más como víctimas que como verdugos de su propia situación” (80). Deteniéndonos un poco en este punto, parece importante volver a la novela y revisar el pasado de los personajes.

Francisco, antes de quedar desempleado a causa de una en-fermedad en los riñones había sido camionero. Llevaba carga a lo largo y ancho del país. En un momento decide que es mucho y se queda fijo trabajando en Puerto Cabello, donde se enamora de la ahijada de su jefe, Engracia, y esta de él. Cuando el padrino de ella, que era como su padre, Don Al-fredo, muere, esta queda al cuidado de doña Hildegaris. Los romances con Francisco agarran vuelo y este pide su mano en matrimonio. Viven un tiempo más en Puerto Cabello y deci-den irse a Caracas. Allí se crían sus tres hijos: Aurelia, que era una niña enferma y silenciosa; Matilde, que está enamorada de su vecino, Raúl; y Luis, que se la pasa con malas juntas en el barrio. Así fija estos “prototipos humanos” Garmendia.

También se desprende de aquí un fenómeno que Carlos Monsiváis ha elaborado en su libro Aires de familia, y es el “aprendizaje de lo urbano”, ejemplificado en varios de estos personajes:

La ciudad –trátese de la Habana, Buenos Aires, Caracas o Bo-gotá- es el tumulto de las anticipaciones. Su misma desmesura an-uncia el derrumbe del tradicionalismo. Una profecía muy señalada en el período de 1880-1920 ve en las ciudades el espacio de las sen-saciones inexploradas, ya no sólo el disolverse en la multitud como

la palabra inútil

Quiero una palabra inútil,que no sirva absolutamentepara nada,que no pueda describirobjetos ni acciones.

Algún día escribiré un poemaque entenderás,lleno de palabras inútiles,porque no hay nadaque pueda decirte.

vamos a ver

En la mesa hay una botella de agua,una cesta llena de pastillas,algunas hormigas caminanentre unas migajas;detrás, en la ventana,el sol se oculta, y mi abuelasigue diciendo: “vamos a verdijo un ciego”.

que los perros ladran,que los árboles retumban al caeraunque no estén allí para escucharlos.que la memoria es para el recreoy no para el escape.que la certeza sirve para algoque la vida es la única verdady la muerte la única salida.

Miguel Chillida

tal vez nos tiren piedraspara Cassiano Ricardo

Tal vez nos tiren piedras,está bien.No nos molestaen esta loma llana.Vale más un reinoy aún tenemosesta riqueza colosalen los bolsillos vacíos.La gran ley de la lunade plata nos acoge tendidosen la hierba de esta lomay aún nos brinda su luza los pobres hombres.Tal vez nos tiren piedras,está bien.Vale más abdicar por amorjusto a tiempoque asirse entre los hombres a materias intangibles.El hombre que suda estrellascargando piedras para su paisajevale más que quienes las cogenpor la senda y se las arrojan, Cassiano, de eso estamos seguros.

Page 24: Fascículo I - Ídolos Rotos

huida del control parroquial, ni las licencias permitidas por el consumo de alcohol, el juego y la prostitución, sino el aprendizaje de lo urbano como ‘naturaleza de relevo’, el gusto por los paisajes insólitos, los cambios permanentes, las aglomeraciones, el encanto de la sordidez, las señas de-sastrosas del avance de la industria, la perdida del sitio fijo que cada uno ocupaba en pueblos y pequeñas ciudades (207).

Parece que Monsiváis hubiera escrito esas líneas pensando en estos habitantes caraqueños prototípicos de Garmendia, pues podemos verlo en un momento de la novela en que Luis y su amigo Emilio están en casa de un mexicano del barrio bebiendo:

“Se escuchaba la música estrangulada de un radio de bolsillo. Muchas figuras pasan por la pieza (…) La mano gruesa del mejicano le revolvió los cabellos. Otra, le acercó a los labios la botella casi llena. Bebió ávidamente. Un licor dulce, espeso. Por entre los dedos una carita alegre de mujer le sonrió abriendo los ojitos brillantes y vivos. ‘La Giralda. Anís Superior’”.

Pero como el aprendizaje de lo urbano no se limita exclusivamente al consumo de alcohol y las licencias que este permite, Garmendia también destaca la ex-periencia de desplazarse en la multitud y los paisajes insólitos, como ocurre en la mañana, cuando Luis va al mercado, donde se consigue con su antiguo com-pañero de trabajo, Modesto Infante.

Mientras subía la cuesta, iba dejando atrás la agit-ación y el rugido de motores de la única calle manchada de aceite, repleta a ambos lados de ventorrillos y posadas construidas de cinc y de madera. Al paso del puente, con el palmoteo de los tablones flojos, entraba a la cabina el viento fresco de las orillas cargadas de bambúes y bijaos (…) Hombres en franela, pasajeros y gente del lugar, tapiza-ban los mostradores entre el tufo de frituras y ropas su-cias. En la calle olía fuerte a lona de encerados y asfalto derretido y, al paso, también a restos de pescado y piñas podridas. Frente a las fachadas de la madera pintorreadas y cubiertas de anuncios de vermífugos y antipalúdicos, se agrupaba la gente de paso: viejos, niños y mujeres de as-pecto desganado, desteñidos y como desgastados por el sol, junto a sus baúles de lata (53).

Otra de las cosas que Garmendia logra fijar, es la asimilación de los inmigrantes europeos que llegaron a Caracas a consecuencia de la Segunda Guerra Mun-dial y la Guerra Civil española.

* El mejor amigo de Francisco fue un alemán muy simpático y consecuente llamado Fritz.

* En un momento en que Luis va con Emilio al pool, hay tres italianos en la calle.

* En la casa de un compadre de Francisco, en un

barrio de gente con dinero, “la voz agudísima de la sirvienta vibró con un marcado acento español” (207).

Y así otros ejemplos.Con respecto a la añoranza del espacio fijo, antes

incertado en la ciudad, cosa que Monsiváis considera característica del “aprendizaje de lo urbano”, lo en-contramos en la novela cuando Engracia espera en el corredor de la casa del compadre de su marido para pedirle ayuda económica en nombre de este.

Ella –dice Garmendia-, desde el primer momento no apartó la mirada del patio y especialmente de las ramas del alhelí. ¡Hacía tanto tiempo que no veía una mata como aquella! La que había en la casa de Puerto Cabello era mucho más alta y, sin duda, más vieja. Estaba plantada junto al estanque y aun desde lejos se oían caer las pepitas en el agua espesa. Aquél era un gran jardín y el estanque, a pesar de ser muy alto, casi desaparecía entre las hojas y las ramas (119-120).

La perfecta descripción de Garmendia hace que cobre vida, a través de las palabras, el recuerdo de Engracia, que al salir de esa “barriada rica” siente que lo que hizo no tuvo sentido: “¿Por qué había bajado allí? ¿Para qué?… Nadie iba a verla, después de todo, en aquella barriada de casas ricas y lejanas, donde la gente estaba oculta, totalmente aislada en grandes es-pacios silenciosos” (132).

Dicho esto, tal vez sea el momento de señalar lo que está latiendo detrás de estos pequeños y nada he-roicos personajes de la urbe caraqueña: el petróleo. Francisco trabajaba para un campo petrolero de Cabi-mas, hasta que un día lo rucharon en las apuestas, como le cuenta su compadre a Engracia el día en que ella lo visita. “¿Cómo le parece? Ese era el catire, sí, señor. Así era todo allá y no por culpa de la gente, ¿sabe? Yo lo decía: era el olor del mene. ¡Caramba! –Aspiró lenta y profundamente. Saturándose de aquel olor caliente y resinoso del petróleo crudo y pareció contener largo rato el aliento, aunque en realidad lo expulsaba por la boca entreabierta” (124-125).

No es extraño que Garmendia eligiera esto como latido interno de la novela, como vena palpitando en el organismo textual, pues entre 1947 y 1948 Arturo Uslar Pietri ya había publicado en la prensa varios artículos sobre el problema del petróleo en Venezuela. En unos de ellos, “El Petróleo de Baltazar”, oscura-mente nos advierte, que:

Según los mejor cómputos en poco más de un año, llevan gastados mil cuatrocientos millones de bolívares. Una suma de dimensiones colosales que se ha desbordado sobre Venezuela como esos chaparrones tropicales que todo lo inundan y arrastran, llenando de dinero alegre y

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Ídolos Rotos - 25

fácil todas las bolsas y poniendo el país a vivir como en el diario sorteo de una lotería en la que siempre hubiera que ganar (22).

Y más adelante, en un artículo titulado “Diez años para salvarnos”, nos dice que: “Treinta años se han ido desde que el petróleo comenzó a fluir de los campos venezolanos. Poco hemos hecho para transformarlo en cosas productivas y estables. Nos lo hemos comido, bebido y bailado” (69).

Para fijar una fecha como punto de partida de este conflicto petrolero, replanteado con sensibilidad artística en Los habitantes, contamos con las palabras de Juan Lis-cano: “Entre 1926 y 1935 la producción de crudo pasará de 6 millones de toneladas métricas a 22 millones y la exportación de 4 millones a 20 millones. Cuando fallece el dictador (Juan Vicente Gómez), Venezuela es un país frenado en todos los estímulos de su vida. El peligro que lo acecha es el desbordamiento” (600).

Esto, en paralelo al “aprendizaje de lo urbano”, que señala Monsiváis, es lo que se vuelca y desborda sobre las páginas de la novela de Garmendia. Por eso Pérez Perdomo ha titulado un ensayo suyo: “La es-critura desmesurada de Salvador Garmendia”. Para retratar un país desmesurado, desbordado, sólo es-critores con una escritura desmesurada podían estar a la talla. No sólo tomando en cuenta el tema del petróleo, sino también la brutal separación de Ca-racas entre ricos y pobres, algo muy presente en la novela. “Las familias pudientes se desplazan hacia el Este –dice Liscano-, hacia urbanizaciones nuevas con casas de platabanda y ángulos cortantes y jardin-cillos al frente. En cambio, inician su hinchazón las barriadas populares del Oeste” (600). Ya para el 50′ la situación es dramática. En el guión del documen-tal “Caracas Crónica del Siglo XX”, de Garmendia y Carlos Oteyza, se dice lo siguiente:

Como si celebrara su mayoría de edad, Caracas al-canza el millón de habitantes en 1955. Sin embargo, la ciudad no se detiene, y la construcción informal cobra velocidad en los cerros. Mientras la colina es la quinta, el supermercado, el centro comercial, el cerro es solamente el rancho. Desde la segunda década del siglo, y especial-mente es a partir de los años 40, el habitante de los cer-ros es un caraqueño del nuevo tipo, que intenta abrirse un espacio propio en la ciudad. Comienza por edificar su casa en el pedazo de tierra libre que le sea posible cubrir con un techo. A su alrededor, la tierra carece de valor monetario, la escalinata es calle y canal de desagüe; nadie pregunta adónde van a ir a dar los desechos. Otra ciudad se construye en medio del hacinamiento y las difi-cultades. Y en ellas se aloja la gran fuerza laboral de la capital.

Los habitantes es una novela en la que el valor artístico no se sacrifica para dar una profunda di-mensión social, más bien ambos valores se llaman en las extraordinarias descripciones de Garmendia. De estas insignificantes vidas prototípicas se desprende todo un planteamiento mucho más extenso. El final es tal vez menos confuso que en Los pequeños seres, pero nos llena igual de incertidumbres y expectativas

un largo trago de cerveza

Sentados en la mesade un bar del callejón,ella me cuenta lo que han sidolos últimos tiempos:las pastillas de la madre,la creciente afición por la bebida,las desilusiones políticas,los encuentros y desencuentrosamorosos.Entre nosotros las patas de la mesa,la tabla, las botellas heladasde cerveza a rebosar,este último refugio a la intemperie.Afuera, todo el mundo gritay una mujer, desencajada,camina nerviosa de un lado a otrobuscando unas piedras que encender.Vuelvo la mirada, ella ha estado viendotristemente. Ambossonreímos y nos damosun largo trago de cerveza.

una vez

Érase una vez un país en un mundoque caía hacia el vacío sin fondocon sus habitantes muchos siglos.Y también érase una vez ese mundo en una galaxia olvidadode su insignificancia y empeñado en llenar el vacío que hay en todo.

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Orlando Echeverri Benedetti

lluvia ácida

Sara y yo acabamos de saltar el muro del esta-cionamiento. Tengo las manos frías y los ojos tan secos que me cuesta trabajo parpadear. No entiendo exactamente cuál es mi rol en este asunto. Hay dos vigilantes en la entrada principal y al parecer no se han percatado de nuestra presencia. En el estacio-namiento ya no está el perro que cazaba iguanas en verano ni tampoco la casa rodante de un francés que vivió allí encerrado durante tres años. Han quitado las viejas sillas plásticas devoradas por la hierba, en las que solían dormir dos sanandresanas desnudas las tardes de domingo. El pozo donde se acumulaba la lluvia ahora alberga un montículo de vigas, y todas las ventanas que pueden verse tienen los cristales rajados. Nada está en su lugar. Pareciera haber ocurrido una guerra, y aunque el hotel luce como un gigante muerto, Sara insiste en matarlo nuevamente. Según ella, hemos venido a prenderle fuego.

Si mal no recuerdo, hace una década fue un claustro. Ahora que es un hotel piensan convertirlo en un consulado portugués. Lo llaman Lluvia Ácida porque la pintura desconchada saca a relucir capas antiguas, y, cuando llueve, la fachada adopta nue-vos e iridiscentes colores. Nadie sabe con exactitud por qué ocurre este fenómeno cromático y a nadie le importa averiguarlo. El hecho es que a nosotros nos echaron junto a los demás inquilinos como si fuéramos ratas.

Ahora mismo estamos en la que alguna vez fue nuestra habitación. A través de la ventana veo los corredores que hace apenas unas semanas habían estado atestados de gente y también las barandas oxidadas que decoraban con bombillos pintados en navidad.

La travesía y el temor a ser descubiertos nos han dejado extenuados, pero en el cuarto, ocultos, nos sentimos tranquilos y satisfechos. El único ruido proviene de un televisor encendido en el primer piso, en el que los vigilantes siguen una pelea de boxeo. Desde allí podemos escuchar claramente la narración del combate. Sara dice que el panameño destrozará al célebre Gato Rodríguez. A mí me im-porta un pito, pero a ella se le ocurre apostar por el panameño para determinar quién tendrá el privi-legio de iniciar el incendio. Entonces enciende un

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Ídolos Rotos - 27

porro.— Vas a perder—dice entornando los ojos irrita-

dos por el humo.— No me interesa si tú quieres iniciar el fuego—

digo recobrando el aliento—. No tenemos que apo-star nada.

— Sí importa—dice—. Claro que sí.El calor es pesado y me quito la camiseta con-

trayéndome con dificultad. De mis axilas gotea un sudor amargo y cuando llega mi turno de fumar aspiro profundamente. Las voces de los cronistas se oyen como el parloteo de pájaros malhumorados. El humo fluye por mi torrente sanguíneo. En mi fuero interno, y a pesar de que me tenga sin cuida-do, sospecho que perderé la apuesta. Trato de imagi-nar la pelea, las fintas y los rostros demolidos por el octavo round. Por mi mente desfilan la multitud, el juez con corbatín negro y Rodríguez agolpado contra las cuerdas tricolores que le impiden escapar de la masacre.

— ¿Por qué se te ocurrió apostar a favor del pan-ameño?—digo. Entonces le devuelvo el porro.

— Porque Rodríguez está acabado desde que lo abandonó su mujer.

— Más acabado parecemos nosotros—replico—: estamos viviendo en la casa de tu mamá.

Sin embargo, Sara no parece oírme y aparta el porro de su boca. Lo atenaza con los dedos. En el oscuro cuarto sus brazos tienen el color de la nie-bla. Algo la perturba.

— ¿Qué ocurre?—digo.— Alguien está en el pasillo—susurra.— Estás nerviosa.— No, tú eres el que está nervioso. Yo sé a qué

vine.Trato de explorar desde mi puesto el largo es-

pacio del corredor. Dentro de las débiles lámparas suspendidas en el techo hay insectos que proyectan sus sombras en las paredes. Las ramas de un puñado de palmeras se ondulan por la brisa como la es-pesa cabellera de un muerto perdido en el fondo del océano. Me levanto y asomo un ojo por el quicio de la puerta. No parece haber nadie. El pasillo sigue solitario y difuso. Cuando regreso a la habitación obnubilada por el humo de porro Sara comienza a hablar.

— Los lugares son como las personas—dice. En-tonces sé que trata de ponerse profunda.

— Vas a quemarte—replico sin prestarle atención. El ojo rojo del porro consumido está a punto de alcanzar la yema de sus dedos.

— ¿Sabes por qué uno puede escuchar de repente pasos en ese corredor?

Page 28: Fascículo I - Ídolos Rotos

— No tengo ni idea—digo.— Esos pasillos tienen millones de pasos acumu-

lados y a veces recuerdan uno en especial. ¿Crees que estoy loca? ¿Crees que recuerdan uno de mis pasos?

— No y no. Pero vas a quemarte—repito.La embocadura del porro arde y alcanza a que-

marle los labios cuando intenta aspirar por última vez. No digo nada. Entonces me mira con encono y luego lo arroja al suelo. De repente comienzan a sonar una serie de lamentos en el primer piso. Su-pongo que la pelea ha terminado y que El Gato Ro-dríguez sangra sobre la lona.

— ¿Lo ves?—dice.— ¿Qué cosa?— Perdiste. Los porteros están chillando allí abajo.Me levanto y vago por el cuarto. Recuerdo la

noche que llegamos, los primeros polvos, la man-cha de menstruación en el colchón que nunca lim-piamos, el irrespirable olor al baygon con el que roció mi cabeza para matarme los piojos, y que se quedó impregnado en los cojines por varias sema-nas (quince años antes, su madre había erradicado la epidemia familiar con el mismo método, y Sara no tuvo que esforzarse demasiado para convencerme de que le ofreciera la cabeza). Vivimos aquí días de mi-erda y desconcierto, pero también tardes tranquilas y navidades íntimas: yo intentando sacar en limpio mi primera novela y ella trabajando de cajera en un restaurante del Centro.

Mientras pienso en todo esto se apagan las luces del corredor.

— Tienes miedo—dice Sara—puedo olerlo.— No—digo.— Eres un cobarde.— Vamos, piensa: ¿de qué sirve quemar el hotel?— Pregúntate tú por qué no deberíamos hacerlo.Sara se incorpora de la cama y camina en círcu-

los empuñando las manos. Conozco sus arrebatos de rabia y que mis palabras la irritan como el agua al aceite hirviendo. Si de ella dependiera, en este mo-mento me quemaría junto a la cuadra entera.

— Si no quemas este cuarto te puedes olvidar de mí—dice.

— Estás diciendo estupideces.— Tienes miedo—insiste.— No—digo—. No tengo miedo. Pero siento que

vamos demasiado lejos y sin ningún propósito.Nos quedamos en silencio. Luego abro la maleta

en la que traje el galón de gasolina y desenrosco la tapa. El aroma a combustible se expande en el aire.

— Hazlo—dice mirándome con soberbia—. Quema el cuarto.

Entonces levanto el galón, pero antes de rociar

me arrepiento y decido sentarme al borde de la cama.— ¿Te das cuenta?—dice—, te faltan cojones. Eres

débil. Dame ese galón.La frase me ofende y no me preocupo por dis-

imularlo. Cuando se inclina para tomar el galón yo lo aparto con el pie. Ella se yergue súbitamente. Sus ojos comienzan a aguarse, sé que la saña la devora por dentro

— ¿Qué haces?—dice.— Quiero saber por qué quieres quemar el hotel.— Porque nos echaron como si valiéramos verga—

dice—; porque tengo dignidad.— A mí me parece que hay algo más.— Me fastidias con tus preguntas.— Dime ¿por qué?— Te lo acabo de decir.— Suena difícil de creer.— Dame el galón—insiste.— No.De repente, Sara se arroja fieramente sobre mí y

me araña el cuello. El colchón despide nubes de pol-vo; la mancha seca de menstruación me raspa la es-palda como lija y entonces prueba torpes puñetazos que apenas rozan mi cara. Logro quitármela de en-cima con la rodilla y ella cae al suelo bruscamente. Nos observamos en silencio, jadeantes, desesperados.

— Es mejor que te vayas—dice cuando recupera el aliento—. Está claro que yo soy quien quiere quemar el hotel. Tú puedes salir de la misma forma que en-tramos.

— No voy a irme—digo.— ¿Qué piensas hacer entonces?— Nada. Si quieres quemar el hotel, agarra el galón

y espárcelo.Cuando Sara se incorpora toma el combustible.

Me mira con desenfado, confundida, y trata de trans-mitir gratitud con una breve y falsa sonrisa. Dice que me aparte. Obedezco. Antes de replegarme en la esquina del cuarto recojo mi camiseta. Entonces riega el contenido del galón en el colchón. La man-cha que alguna vez salió de sus entrañas se disuelve y se esparce por las costuras. Me siento perdido y lejos de ella. Sara, sin embargo, parece satisfecha. Tal vez piensa que me ha manipulado con facilidad. Antes de gastar la mitad del recipiente se da vuelta.

— ¿Estás seguro de que no quieres darle fuego?—dice.

— Hazlo tú.Sara activa el encendedor y acerca la llama. El col-

chón multiplica el fuego, primero con tedio y luego con un desbordado apetito que da paso a flamas hir-sutas e incontrolables. El fuego ilumina súbitamente nuestra habitación. Las paredes revelan manos pinta-

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das por el sudor y la mugre. El cuarto es un nosotros multiplicado por mil en el que comemos arroz chino y hacemos el amor; en el que puteamos mirando al techo durante interminables noches calurosas y de-sesperantes. Nuestros fantasmas siguen viviendo allí, enterrados en la melodía de un viejo blues o inmer-sos en una animación de Miyazaki.

Encerrados en esa habitación el mundo se nos hizo inconcebiblemente rico y grande. Pero aho-ra nuestro pasado camina en círculos como una pantera enjaulada, baila en el piso ajedrezado y se arroja al fuego para morir calcinado. Aquel ajado colchón reúne su último destello de vida y se come a sí mismo. Me veo desde lo lejos, como convertido en un espectador distante que percibe el fulgor que rasga la oscuridad y piensa que el corazón del hotel ha hecho corto circuito.

Cuando el fuego se esparce y hace crujir los pocos objetos de madera emprendemos la huida. El cor-redor oscuro se hace más angosto a medida que esca-pamos y los recodos de los pasillos mal iluminados confunden nuestro trayecto. Los porteros saben que ocurre algo y podemos oír sus gritos como disparos al vacío. Bajamos las escaleras. Salimos al estaciona-miento. Ya hemos saltado el muro cuando Sara se da vuelta para ver cómo su obra respira por las venta-nas; cómo lame los filos irregulares de los cristales. La luz resplandece en mi torso sudado, me hace falta el aire y veo a las iguanas escapar como un río de escamas verdes.

Después, el humo: por las ventanas rotas emp-iezan a salir interminables nubes que se apresuran hacia el cielo como gusanos negros. Entonces, una vez más, intento comprender el propósito de Sara; trato de entender su obstinación por borrar nuestras huellas. Pero ella ha comenzado a caminar por la calle, y yo he empezado a perseguirla.estas condicio-nes. Además, sé que estás ansiosa por darle un beso húmedo y grosero a tu señor padre.

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Ídolos Rotos - 31

Darío Lancini. Oír a Darío. Cara-cas. Monte Ávila Editores. 1975.

En esta obra, la más celebrada del pintor y escritor venezolano, nos reencontramos con la desave-nencia de algunos versos y oraciones que condicionan su propia lectura. ¡Palíndromos! Palabras salvajes, juguetonas, que dicen lo mismo al derecho que al revés.

Cada verso es cruz y apartadero en el pequeño universo de Lancini, dando como resultado uno de los trabajos poéticos de mayor alcance no sólo en Venezuela, sino en todo nuestro escollo americano.

Vale la pena rescatar dos testimo-nios, si acaso ilustrativos, correspon-dientes a don Manuel Caballero y a Julio Cortázar.

El primero reza: “Tal vez suene al lector un insoportable egocentrismo del autor proponer, en el título mis-mo del libro, que se le escuche. Es-cuchar, en este caso, no es necesari-amente una especie de sinónimo de leer, sino que quiere decir eso, que se le oiga”.

Y el segundo: “Un libro intermi-nable porque se vuelve a él una y otra vez, a solas y con los amigos, en plena calle, en pleno sueño”.

Por eso volvemos a Darío cuaren-ta años más tarde, para escucharlo una vez más en el candor de la vi-gilia.

Alberto Laiseca. Los Sorias. Bue-nos Aires. Gárgola. 1998.

Cartografías, pentagramas, mitos y dictaduras. La última gran novela fantástica del siglo pasado. Los So-rias invade el cuerpo con sus delirios hasta colmar la sangre de fanatismo. Hay que arrodillarse ante tamaño monumento.

Por su magnitud, la obra de Laiseca no tiene nada que envidiar a los más grandes hitos de la lengua. Aborda con igual maestría temores existenciales y ordenamientos fan-tásticos. La complejidad del experi-mento lo eleva al estatus de libro canónico, al igual que el Ulises, que el Quijote y que la Biblia.

Para Ricardo Piglia se trata de “la mejor novela escrita en Argentina desde los Siete Locos”. Para nosotros se trata también de la más ardorosa, la más excesiva y la más mística.

Hace ciento catorce años des-pertamos viendo un Soria, pero no a Juan Carlos sino al de al lado. =>

Manuel Díaz Rodríguez. Ídolos Rotos. Caracas. 1901.

Porque no podía ser de otra manera y porque hubiera resultado demasiado irrespetuoso no hacerlo. Comentamos: el retoñito mayor de Manuel Díaz Rodríguez.

No vamos a repetir los intríngu-lis del libro, hay suficientes estudios muy bien elaborados al respecto. Sólo recordar que seguimos vivien-do entre Galindos y Emezábeles, y que muy probablemente allí seguire-mos hasta el fin de los mediocres. Ruego a Dios nos lleve pronto.

¡Salve la elite y el populacho!

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Tauromaquia. 1964, por Pedro Centeno Vallenilla

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Ídolos Rotos - 33

Escenarios . cine

David Alejandro Martínez

“el espejo”, de andrei tarkovsky

La película “El Espejo” del cineasta ruso An-dréi Tarkovsky suele ser considerada un testamento poético. Una suerte de examen interno del totalita-rismo soviético, retratado bajo el acecho continuo de las autoridades que solían encontrar, deportiva-mente, opiniones adversas a la ideología comunista en cada propuesta del autor. En un film anterior, “Andréi Rublev”, Tarkovsky ya había perdido el apoyo del Estado al ennoblecer las cualidades es-pirituales de su personaje principal. En “El Espejo”, el objetivo parece ser transmitir la vulnerabilidad de una nación despedazada y para ello hace uso de personajes y recursos poco ortodoxos.

El film nos convierte en espectadores de un dis-curso que fragmenta la memoria histórica en imá-genes. Uno de los primeros ejemplos conocidos en la historia del cine en donde la narrativa convencio-nal es descartada por completo. Todo es distinto. El tema, conformado por ideas que tradicionalmente pertenecieron al plano secundario, ahora supedita a los personajes. Por lo que la obra exige desde el inicio un esfuerzo cognitivo, un espacio en donde no apliquen ni la obviedad ni el morbo.

“El Espejo” examina la vida de un hombre cuy-os recuerdos parecen confundirse con sus vivencias más recientes. En la medida en que el sujeto evalúa y juzga la realidad en la que vive, más se va ret-rotrayendo hacia la infancia. En cierto momento, el protagonista, Aliosha, reflexiona sobre su niñez y dice: “Me veo añorando un sueño en el que los tiempos y la naturaleza son los mismos, y mi tierna edad me seduce al punto de creer que todo lo tengo por delante. Que todo aun es posible”.

Algunas de estas reflexiones parecen conducir a la siguiente conclusión: la Rusia voluble, la Rusia caprichosa, ha despojado a Aliosha de sus condicio-nes vitales. Sin embargo, la fragilidad del alma hu-mana sigue siendo el tema principal. Observable en las tragedias y los derroches a los que son sometidos los ciudadanos, en las pequeñas miserias individu-ales que terminan siendo ignoradas en el continuo devenir de lo nuevo.

En una escena, un joven llamado Ignat lee el fragmento de una carta —fechada en 1836— que ejemplifica las devastadoras consecuencias de la In-geniería Social.

“La división de las Iglesias nos separó de Euro-pa. Nosotros no tomamos parte en ninguno de los grandes acontecimientos que la estremecieron, pero teníamos nuestra predestinación especial. Rusia, sus vastos espacios, absorbieron la invasión mongola. Los tártaros no osaron cruzar nuestras fronteras oc-cidentales y se retiraron a sus desiertos. Así fue sal-vada la civilización cristiana. Para alcanzar tal fin, debimos llevar una existencia tal que, dejándonos cristianos, nos hiciera ajenos al mundo cristiano

Remata con lo siguiente:“… Juro que por nada en el mundo quisiera

[…] tener otra historia que no fuera la historia de nuestros antepasados”

Terminamos regresando a las raíces del viaje, de-scribiendo su inocencia: una futura madre se crea expectativas poco realistas del futuro que deberá afrontar; un grupo de niños juega con dicha, mien-tras los versos del padre de Tarkovsky forjan una estela de incertidumbre.

Pudiéramos, quizá, construir una trilogía de la intimidad a la cual agregaríamos “Nostalgia” y “Sacrificio”. Sin embargo, mientras que en éstas los problemas giran en torno a la fe y el crecimiento personal, en “El Espejo” se examina el espíritu de una nación quebrantada. El ideal que permanece mientras el país ve a sus hijos despojados de vitali-dad y de futuro.

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ARMONÍAS WERCKMEISTER

Hungría; 1998

Dirigida por Béla Tarr

De un carácter oscuro y pro-fundamente introspectivo, la obra más reconocida del célebre cineasta húngaro describe la lle-gada del comunismo a su país y la desesperanza que poco a poco se apodera de sus habitantes. La película contrasta la inocencia del protagonista con la brutalidad de un entorno social en constante degeneración

BARRY LYNDON

Inglaterra; 1975

Dirigida por Stanley Kubrick

Kubrick no desperdicia el potencial de exaltar con belleza visual y poética las hazañas de un individuo asiduo a los atajos de la vida. El tema principal es la indiferencia del tiempo. ¿Qué tan peligrosa puede ser una de-cisión equivocada cuando no se cuenta con la voluntad para tro-car el futuro?

FUNNY GAMES

Austria-EEUU; 2007

Dirigida por Michael Haneke

La única cinta de Haneke situa-da en los EEUU contrapone las falsas virtudes del nihilismo post-moderno con la comodidad social de los individuos. Cuenta con una notable equivalencia temática a La naranja mecánica de Stanley Ku-brick, aunque con una técnica y dominio del lenguaje cinematográ-fico que superan a esta consider-ablemente.

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La caricatura ha sido siempre un apéndice del inconformismo. Bien empleada, es un arma que antepone muchas veces la mordacidad del artista a su talento como ilustrador. Por suerte, no es nuestro caso. Lo que aquí planteamos no tiene ningún sentido, de allí que cualquier intento por penetrar en nuestros dibujos será tan aburridamente innecesario como intentarlo en nuestros textos. Un corto paseo por estas páginas le dará a usted el derecho de decir lo que se le venga en gana, sin que ello implique una empresa peligrosa. Sumergidos en los dones y gracias de la posmodernidad todo el mundo es ilustrador, menos nosotros. Cualquier osado es opinante, menos usted. Todos los colores, los contornos, los trazos y las viñetas le pertenecen. Solamente queremos recor-darle que al final de la función es preciso devolver los macundales. Muchas gracias.

Bernat Torres Campalans

Taft and Roosevelt. 1912, por Leonard Raven-Hill

A continuación ilustran tres malas personas. Que son malas personas me consta, por otro lado: ¡fíjese usted que bonito ilustran!

Camilo Aldao

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PRÓXIMO NÚMERO - MAYO 2015

CABRUJAS

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