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GRANDEZAS Y TITULOS NOBILIARIOS CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense del N otariado EL DÍA 15 DE JUNIO DE 1959 POR ANTONIO CANTOS GUERRERO Abogado-Fiscal del Tribunal Supremo

GRANDEZAS Y TITULOS NOBILIARIOS · 2019-03-18 · desde 1.° de junio de 1931 a 4 de mayo de 1948, éste un poco más largo de lo que la República duró, ha existido el reconoci

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GRANDEZAS Y TITULOS NOBILIARIOS

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIAM a t r i t e n s e d e l N o t a r ia d o EL DÍA 15 DE JUNIO DE 1959

POR

ANTONIO CANTOS GUERREROAbogado-Fiscal del Tribunal Supremo

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Invitado amablemente por el Decano de este Ilustre Colegia a través de mi querido Jefe a dar esta conferencia, no podía negarme a tal honor, aun teniendo conciencia de la despropor­ción entre la calidad de la Asamblea y la del conferenciante.

Al contacto con pleitos nobiliarios durante el corto, pero in­olvidable período en que fui Fiscal de la Audiencia Territorial de Cáceres, se despertó en mi espíritu la afición por el estudio de la curiosa legislación que rige la materia, y, al darme hoy opción para elegir el tema, he preferido el de vocación más reciente.

Los Títulos y Grandezas de España, como dice el Marqués de Ciadoncha, son instituciones perpetuas y hereditarias, con las que se premiaron y premian los servicios eminentes a la humanidad y a la Patria.

En España, con sólo dos paréntesis, coincidentes con las dos Repúblicas, de 25 de mayo de 1873 al 25 de junio de 1874, y desde 1.° de junio de 1931 a 4 de mayo de 1948, éste un poco más largo de lo que la República duró, ha existido el reconoci­miento estatal de estas mercedes y la regulación de su conce­sión y sucesión, a diferencia de otros Estados, como Francia, Portugal, Austria, Alemania e Italia, donde las trasmisiones se hacen familiarmente, sin intervención del Estado.

En los preámbulos de ambas Disposiciones restauradoras se alude al interés estatal de mantener el privilegio social que la merced encarna, con frases tan elocuentes como éstas del De­creto del 74: «Antes que la Autoridad, es la opinión pública quien, aclamando con la voz de su entusiasmo el mérito de in­signes patricios, lega su nombre a la posteridad, para ejemplo de grandes virtudes y noble estímulo de la gloria.»

El Decreto del 48, dice: «Los Títulos y dignidades nobilia-

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arias se han respetado y conservado secularmente en España, pues el pueblo español, amante siempre de las tradiciones y de su historia, en ningún momento dejó de reconocer e identificar a sus titulados, con las dignidades que ostentaban, prueba evi­dente de la fuerza social de la tradición sobre los vaivenes de la política y de los tiempos.»

Refiriéndose al período en que estuvieron suprimidas las mercedes nobiliarias, dice el profesor Guasp que nuestros avan­ces en derecho premiai no estaban a la altura de lo que en de­recho penal (que es el reverso de la medalla) se había progresado. Para ser sinceros en un camino de materialismo igualitario, al mismo tiempo que los privilegios, debieron de haberse abolido las penas y no aplicarse ninguno de los auténticos remedios contra la desigualdad entre los hombres. La restauración de Ja legislación nobiliaria, aunque sea a base de leyes arcaicas,

ves un alivio a la pesadilla del materialismo igualitario.

— 3 —

I

Para comprender la verdadera naturaleza jurídica del T í­tu lo Nobiliario, hemos de empezar por estudiar la naturaleza -del nombre.

Ferrara, en su tratado de Derecho Civil italiano, dice: «El 'Sujeto, como unidad en la vida jurídica, tiene necesidad de un signo estable de individualización que sirve para distinguir­le de todos los otros; tal signo es el nombre civil.»

La palabra «sujeto de derecho» creemos que comprende por igual a la persona individual y a la persona social o colec­tiva, y en cuanto al significado de «signo estable de individua­lización», creemos que comprende el nombre propiamente di­cho, el nombre fam iliar o apellido, el nombre nobiliario, el nombre comercial, los pseudónimos, e incluso los sobrenombres o apodos.

La importancia del nombre en la vida jurídica la podemos -deducir fácilmente al considerar que si, en el sentir de Ihering, todo derecho subjetivo es un interés jurídicamente protegido, el

rinterés toma vida de un sujeto que se identifica por el nombre.

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La necesidad de designación de la persona con un nombre ■es tan antigua como la humanidad. En un principio, la desig­nación constaba de un solo elemento; pronto se sintió la ne­cesidad de mayor identificación y se intercalaron entre el pro­pio y el del padre las partículas «bar» o «ben», equivalentes a «hijo de».

En el pueblo romano, después del prenombre, seguía «de­signación gentilicia», luego el «cognomen» específico de la rama dentro de la misma gens, y, por fin, el «agnomen», que sólo llevaban algunos patricios a los que era otorgado por al­gún hecho honroso en el que hubiese intervenido. Este es un verdadero antecedente del Título Nobiliario. Publio Cornelio Scipión lleva como nombre agnaticio el de «El Africano», como Título de Nobleza ganado por sus proezas en aquel Conti- mente.

Con el individualismo de los bárbaros, se vuelve al nombre único, hasta que la religión impone con el bautismo el patro­nímico de un Santo y el feudalismo hace que muchos señores tomen el nombre de las propiedades que se le vinculan. Desde este punto de vista vemos cómo el nombre, en el más amplio sentido y vinculación nobiliaria, se enlazaron en su mismo origen.

Aunque en el Fuero Juzgo, en las Partidas y en las Orde­nanzas Militares de Carlos III se atisban algunas disposicio­nes tendentes a regular el uso del nombre, éste no aparecí normalmente regulado hasta la Ley de Registro Civil d 1870, sustituida por la del 58.

En la polémica sobre si existe un derecho al nombre y so­bre la naturaleza de este derecho, Planiol representa una pos­tura original: estima que el nombre no es sino «la forma obli­gada de designación de la persona», con lo cual lo equipara a un «número de matrícula». Según otros autores, la persona tiene sobre su propio nombre un verdadero derecho de pro­piedad, acepción, que si es acertada en cuanto al nombre co­mercial, es impropia para fijar la naturaleza del nombre en general, pues éste carece del carácter de «cosa» o de «bien» ■que esté en el comercio de los hombres.

Según la gneralidad de los autors extranjeros, con Colín

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y Capitán, Ruggiero y Ferrara a la cabeza, y en España con Castán y De Buen, el nombre es el distintivo de la personalidadL cuando actúa como sujeto de la relación jurídica. El nombre no es la personalidad misma, pero es el elemento necesario para su exteriorización.

En cuanto a la especialidad del nombre o Título Nobilia­rio, estimamos desacertado el criterio de los que creen que, al igual del nombre comercial, el derecho al Título es un derecho d propiedad, para lo cual alegan que los Títulos del más ran­cio abolengo tienen su origen en la época del feudalismo, cuan­do iban unidas a la propiedad de la tierra, la jurisdicción y la denominación nobiliaria y cuando la transmisión de los Títulos de Nobleza iba aneja a la de las vinculaciones y mayorazgos.

También nos oponemos a los que consideran, con Ferrara,, que el Título es una apostilla meramente honorífica del nom­bre y a los que con Cencillo de Pineda creen que su naturaleza participa de la de la donación.

En nuestra opinión, el nombre nobiliario se identifica to­talmente con la naturaleza jurídica que venimos de atribuir al nombre en general. Este punto de vista está confirmado por la legislación positiva, ya que en el Decreto de 28 de junio de 1951, hoy recogido en la nueva Ley de Registro Civil, eih el artícMo 135, se ordena que en las inscripciones en el Regis­tro Civil de persona que ostente Títulos Nobiliarios se haga constar la denominación del Título y en las de sus hijos se haga constar el que ostenten los padres. Se ve claramente có­mo en nuestra Legislación positiva el Título es inseparable del nombre familiar, participando, a todos los efectos, de su misma naturaleza, pudiendo ser usado indistintamente en unión de aquél o por separado.

La especialidad del Título Nobiliario dentro del género «nombre» está en la forma de ser transmitido. El nombre fa­miliar se transmite de forma plural de padres a hijos y se ex­tingue con la carencia de descendencia. El Título se transmite de forma singular, en régimen de mayorazgo, y no desaparece jamás.

La doctrina de la «transmisión civilísima» informa todo el' derecho nobiliario. En virtud de este principio, por encima de

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toda realidad momentánea, la merced está dotada de vida pro­pia e independiente. Inflexible ante el mejor derecho y con? plena evasión de prescripciones adquisitivas o extintivas, bus­ca para encarnarse al que ha de ser óptimo poseedor, según las normas de sucesión prescritas en el Título fundacional.

Este principio está afirmado de forma categórica en la Ley 45 de las de Toro, que es fundamental en la materia, y que dice así: «Mandamos que las cosas que son mayorazgo,, agora sean villas o fortalezas o de otra cualquier calidad que­sean, muerto el tenedor del mayorazgo, luego sin otro acto de aprensión de posesión, se traspase la posesión civil e natural en el siguiente grado, que según la disposición del mayorazgo- hubiere suceder en él, aunque haya otro tomado la posesión delias en vida del tenedor del mayorazgo o el muerto o dicho tenedor le haya dado la posesión dellas.» Las leyes desamorti- zadoras dejan subsistentes los privilegios de honor.

Como dice don Antonio Maura en sus «dictámenes», el ca­rácter de imprescriptibles y su «transmisión civilísima», tan magníficamente expresado en el castellano viejo de la Ley de Toro, es tan esencial al régimen de vinculaciones nobiliarias que sin partir de él no se puede formar un concepto exacto de la naturaleza de estas mercedes. No cabe en ella la prescripción, ni cabe la renuncia a la merced ( aunque sí temporalmente a su disfrute) y aunque la posea uno de «peor derecho» durante años, décadas o generaciones, puede siempre ser reivindicada por el que tenga mejor derecho genealógico, pues la sucesión es o’pso jure» de los legítimamente llamados.

Este carácter, no obstante, ha sido combatido por algunos autores. Borrel Soler, al referirse a la «tenuta» del derecho forai catalán (otro caso de posesión civilísima de la viuda do­tada y de sus hijos, que les otorga el derecho de ejercitar el interdicto de recobrar y la acción publiciana, muerto el marido, para rescatar la posesión de quien la detente), la estima afecta­da por la prescripción y agrega que igual sucede con la insti­tución, recogida en la Ley 45 de Toro respecto a Títulos Nobi­liarios, desaparecida hoy por el imperio de la prescripción y de la caducidad.

Igual opinión manifiesta Cencillo de Pineda al estudiar las.

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^rehabilitaciones, diciendo de forma gráfica que nuestra Legis­lación secular «yace, desde el año 1846, en el Museo de la Historia». En su sentir, el artículo 13 de la Ley desamortiza- dora de 27 de septiembre y 11 de octubre de 1820, asesta el primer golpe a la posesión civilísima «al permitir, después de excluir de la desamortización a los Títulos y privilegios de honor, que los poseedores que disfruten dos o más grandezas o títulos, los distribuyan entre sus hijos. También le lleva a la misma conclusión el que los artículos 8.° y 9.° de la Ley de Presupuestos de 28 de diciembre de 1846, habla de «re­nuncia» y de «supresión de la merced sin derecho a restable­cerla».

Sin perjuicio de insistir al tratar de las caducidades y de las rehabilitaciones en los efectos de la Ley presupuestaria ci­tada, invocaremos ahora los argumentos en favor de la subsis­tencia de nuestra legislación secular.

II

Después del paréntesis de 17 años que siguió a la Repú­blica de 1931, durante la cual la Diputación permanente de la Grandeza y con notable acierto, según pudo comprobarse en los expedientes de convalidación, atendió a las transmisiones de los Títulos Nobiliarios, a semejanza de como se hace en los países extranjeros, la Ley de 4 de mayo de 1948 restablece la legalidad existente antes del 14 de abril de 1931.

En la alusión a la Legislación anterior, creemos que queda consagrada la vigencia de toda nuestra Legislación Secular, constituida por la Ley Segunda, Título XV, Partida II del Có­digo de las Siete Partidas, la Ley 40 y la 45 de Toro, y la Ley 25, Título I, libro 6.°, de la Novísima Recopilación.

Fundamos nuestra afirmación en los siguientes argumentos:1.° El artículo 13 de la Ley desamortizadora de 11 de

octubre de 1820, dice: «Los Títulos y prerrogativas de honor y cualquier otra preminencia de otra clase que los poseedores actuales de vinculaciones disfruten como anejas a ellas, sub­sistirán en el mismo pie y seguirán el orden de sucesión pres-

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«rito en las concesiones, escrituras de fundación y otros do­cumentos de su procedencia.» En cuanto a la distribución de Títulos entre los hijos que autoriza la propia Ley, la somete a dos limitaciones: a) que la facultad quede subordinada a las reglas establecidas expresamente en las concesiones en -cuanto al orden de suceder, y b) que la distribución ha de ser -aprobada por el Jefe de Estado. No negamos que esta posibili­dad legal rompe el cauce normal de la vinculación consa­grando la excepción; pero observemos que al exigirse el con­sentimiento del Jefe del Estado, lo que en realidad se consigna es un nuevo procedimiento de «creación» a instancia de un ti­tular y a favor de un sucesor al que vincularmente no le co- jrresponde y que se convierte, por la nueva creación del Jefe del Estado, en cabeza del nuevo Título, que excepcionalmente lleva la misma denominación del otro que ya existía. Que es una nueva creación nos lo ratifica el hecho de que al autori­zzarlo se hace sin la apostilla de reserva del mejor derecho.

2.° En cuanto a la Ley de Presupuestos de 1946, se trata de un término mal expresado por la Legislación Fiscal; por <esa Legislación que regula los Impuestos que sustituyeron a las -antiguas prestaciones de «lanzas» y «medias anatas» y por obra de la cual tantas veces se ha sembrado la confusión al usar términos impropios. Dicha Disposición tiene sólo el al­

cance de prohibir el uso de la dignidad nobiliaria sujeta a tri­butación no pagada, o sea, de «confiscar el goce» como sanción de impago. Otra interpretación conduciría a admitir una pres­cripción extintiva en contra de la naturaleza de la institución y además aceleradísima y, por tanto, de peor condición que la de todos los demás bienes. Pero es que, además, los artícu­los 8.° y 9.° de la Ley del 46 están derogados tácitamente por la Ley de 21 de marzo de 1921, la Ley de Reforma Tributaria de 26 de julio de 1922, y la de 2 de septiembre del mismo año, -que al referirse a los mismos supuestos de demora en el pago, consignan: «pasado el plazo de seis meses de la orden donde se reconoce el derecho a suceder, sin que el interesado satis­faga el impuesto, se entenderá hecha por éste renuncia expresa •de la misma». Ya esta expresión no ataca al principio de la transmisión civilísima ni deroga la perpetuidad de la merced,

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pues la renuncia se refiere a su derecho de disfrute y creemos que aún éste es reivindicable ante los Tribunales por el mismo que los renunció, frente a tercero de peor derecho, que hu­biera obtenido carta de sucesión o de rehabilitación.

3.° Se opuso expresamente a la vigencia de la legislación tradicional el artículo 18 del Decreto de 27 de mayo de 1922, que disponía: «La posesión continuada y no interrumpida du­rante quince años de cualquier distinción nobiliaria, la conso­lida en los que la disfrutan», con lo cual establecían la pres­cripción adquisitiva. En la Sentencia de 24 de diciembre de 1952, de la que fue Ponente el Excmo. Sr. don Saturnino López Peces, se ratificó la doctrina que ya había sido sentada en Sen­tencias anteriores, de que el Decreto antes aludido no podía, por su menor rango, derogar lo establecido en la Ley de Toro ; pero es que, además, como se hace constar en la misma Sen­tencia, la Disposición final segunda del Decreto de 4 de junio de 1948, aparecida después de dictada la resolución de instan­cia en dicho pleito y antes de la de casación, deroga expresa­mente la Disposición aludida.

4.° La Jurisprudencia tiene reconocida, entre otras, en las Sentencias de 24 de noviembre de 1923, 2 de julio de 1925, 18 de mayo y 8 de noviembre de 1927, 17 de julio de 1930, 25 de junio y 24 de diciembre de 1952 «que el artículo 1.976 del Código Civil no deroga ni las Partidas, ni las Leyes de Toro, ni la Novísima Recopilación en lo relativo a Grandezas y Títulos, siendo, por el contrario, estos Cuerpos Legales de ineludible aplicación».

5.° La Jurisprudencia ha aplicado constantemente estas disposiciones del Derecho secular en infinidad de Sentencias. Citaremos sólo por vía de ejemplo las de 27 de septiembre de 1873, 6 de diciembre de 1867, 6 de diciembre de 1877,. 13 de abril de 1891, 11 de mayo de 1905, 5 de julio de 1902,. 22 de diciembre de 1922, 24 de noviembre de 1923, 3 de julio de 1924, 2 de julio de 1925, 18 de mayo, 24 de junio y 8 de noviembre de 1927, 6 de marzo de 1928, 17 de junio de 1930 y 25 de julio y 24 de diciembre de 1952. Pero no queremos silenciar que, en contradicción con el cúmulo de Sentencias- del Tribunal Supremo que hemos reseñado y muchas más que

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podríamos reseñar, existen algunas, escasísimas, creemos que sólo la de 24 de mayo de 1909 y la de 31 de diciembre de 1863, que sientan la doctrina contraria. En esta última se afirm a categóricamente que la legislación tradicional está de­rogada. Jamás quisiéramos hacer un argumento de número, aunque tenemos que reconocer que se formaría una triste idea del acierto de nuestro más Alto Tribunal si diéramos valor a esta Sentencia en contra de tan abrumadora mayoría. Pero es que, consultado el texto íntegro de ella, se llega fácilmente a la completa desilusión. Fué dictada en un pleito sobre el mejor derecho a suceder en el Título de Conde de Valle Ame­no. Dicho Título fué desgraciado incluso en su creación, pues fué creado en 1735 y entregado al Prior del Monasterio de El Escorial para que, mediante su venta, allegara fondos para reparar los deterioros causados en el Monasterio por la ac­ción de un rayo ; no obedeció, pues, su creación al deseo de prem iar una acción heroica. Dicha Sentencia tiene un único considerando, donde, con olvido del alegato de mejor derecho de una de las partes, fundado en la legislación secular, se afirm a, soberanamente sí, en cuanto al caso concreto, pero sin razonarlo, que toda la legislación tradicional está derogada. De similar consistencia científica es la de 1909. Plumas más altas que la nuestra han llamado a esta Sentencia «un eclipse en la habitual sabiduría del Tribunal Supremo».

Al consagrarse la vigencia de la vieja legislación, como creemos que se deduce de cuantos argumentos llevamos ex­puestos, se desemboca en la afirmación de que en nuestra Ley, las mercedes se transmiten «ipso jure» y de que sólo el «óptimo poseedor» posee el Título aunque lo detente otro, contra el que tiene, en todo momento, expedita la acción reivindicatoría.

III

Entramos ahora en los conceptos de creación, caducidad, rehabilitación y sucesión.

Creación.— El acto inicial en la vida del Título Nobiliario -es su creación, que privativamente ha sido potestad de la Co-

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roña y que es una facultad reglada, pues se ha de encaminar a premiar servicios extraordinarios o a reconocer méritos de igual carácter. El olvido de estas limitaciones llevaría fatal­mente al desprestigio de la institución.

La Ley de 4 de mayo de 1948 confiere al Jefe del Estado la concesión de las gracias y prerrogativas nobiliarias. Existen dos clases de concesión, una encaminada a premiar servicios extraordinarios, para la que basta el acuerdo del Consejo de- Ministros sancionado por el Jefe del Estado, y otra, mediante expediente en el que se aprecie la existencia de méritos o servi­cios, de igual carácter, no premiados anteriormente, y en el que es preceptivo que sea citada la Diputación permanente de la Grandeza y consultado el Consejo de Estado.

Durante el disfrute de la merced pueden acaecer determi­nadas incidncias a las que queremos referirnos, pues frecuen­temente se malinterpreta su alcance, al amparo de una impro­pia terminología usada por las Leyes Fiscales. Para compren­der bien el alcance de los términos «caducidad» y «rehabilita­ción», hemos de partir de la distinción entre el derecho a la merced y la realidad de su disfrute; pues así como el derecho a heredarla y transmitirla es irrenunciable, el disfrute por per­sona determinada y en determinado momento es perfectamente renunciable y confiscable.

Caducidad.— En sentido gramatical, caducidad significa per­der una cosa por el transcurso del tiempo; en sentido ju ríd i­co equivale a la prescripción extintiva. Cuanto hemos dicho so­bre perpetuidad de las mercedes nobiliarias está en contradic­ción con este término empleado por las leyes fiscales; pero es que el término es impropio, como lo demuestra el estudio de las propias disposiciones que lo usan.

En España el disfrute de las Grandezas y Títulos de No­bleza no está jamás desligado del Poder público y abandonado al libre juego de las Leyes civiles. Cada poseedor necesita la Real Cédula de confirmación, término que sería más adecuado que el «carta de sucesión» o «carta de rehabiiltación», y lo que el Estado puede hacer, y de hecho hace, es privar al titular de la merced, que sea negligente en el pago del impuesto, del:

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derecho a que se le otorgue la correspondiente «carta» parai que lo disfrute. Esto es lo que dispone el artículo 6.° del Decre­to de 27 de mayo de 1912, cuando dice: «Pasado el último plazo sin que se hubiera presentado ninguna petición, se decla­rará caducada la concesión.» La concesión no caduca, y prue­ba de ello es que a renglón seguido dice el artículo 8.° de la misma Disposición: «La caducidad podrá alzarse a petición de parte legítim a...» Propiamente no puede hablarse de «ca­ducidad» de aquello que puede «alzarse».

Pero aún se pone más claramente de relieve la impropiedad' del término en el artículo 11 de la Disposición que comenta­mos, donde se establece que si el interesado en la sucesión deja de pasar los plazos, hecha la adjudicación por la Administra­ción a un tercero, queda libre la acción del que se crea con mejor derecho para recurrir a los Tribunales de Justicia, o> sea, que la sanción al «óptimo poseedor», negligente o moroso- ante la Administración, consiste en tener que recurrir ante los Tribunales para ventilar su mejor derecho, nunca en perder­ei derecho mismo.

Rehabilitación.— Rehabilitar es volver a usar un Título cu­yo goce temporal está suspendido. La rehabilitación participa del carácter de derecho y del carácter de gracia. Es derecho- porque en el que la pretenda han de concurrir determinadas condiciones genealógicas, y es gracia, porque aunque el peti­cionario reúna esas condiciones, el Jefe del Estado puede ne­garla y acordar que siga suspendido el disfrute del Título o merced. No se puede separar el factor genealógico de la rehabi­litación; los que tal hacen, incurren en el manifiesto error de equiparar la rehabilitación a una nueva creación indepen­diente del Título anterior de donde nace. ¡Cuántos pleitos por la mala interpretación de este concepto!

El Conde de la Pernia, en su libro «La rehabilitación de los Títulos Nobiliarios», expone una teoría totalmente contra­ria a la que venimos exponiendo en este particular, pues sos­tiene que siendo la rehabilitación una gracia que opera vol­viendo a la vida un título caducado, queda excluida toda po-

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sibilidad de que haya alguien, por encima de aquél, a cuyo nombre se ha rehabilitado, que pueda ostentar mejor derecho.

En nuestro concepto, para llegar a esta afirmación, hay que considerar la rehabilitación como una nueva creación, con olvido del principio de la irrenunciabilidad y de la perpetui­dad que consagra nuestra vigente legislación secular. Pero es que además, en las propias leyes que regulan la rehabilitación, se le niega dicho carácter. El Jefe de Estado puede rehabilitar o no, según los méritos del solicitante y su parentesco con el titu lar; lo que no puede hacer es rehabilitar «erga et omnes», o sea, ha de hacerlo siempre sin perjuicio de tercero de mejor derecho ; así lo prescribe el artículo 10 del Real Decreto de 27 d mayo de 1912, que es la Disposición fundamental en la materia.

Con ello no se deja de respetar la firma del Jefe del Es­tado, que es el argumento fundamental que opone Cencillo a esta limitación, es que el Jefe de Estado rehabilita con esta salvedad y cuando vence en juicio el que combatió la rehabili­tación, ésta queda anulada, pero vuelve al Jefe de Estado la facultad de otorgar a nombre del vencedor la carta de suce­sión o de no otorgarla, cuando a persona determinada se le quiera privar de su disfrute.

Sucesión.-—La determinación del «óptimo poseedor» ha de hacerse a base del orden de suceder que rige en la materia.

El artículo 5.° del Decreto de 4 de junio de 1948, dice: «El orden de suceder en todas las dignidades nobiliarias se acomodará estrictamente a lo dispuesto en el Título de conce­sión y, en su defecto, al que tradicionalmente se ha seguido en esta materia.» Este artículo es transcripción casi literal del artículo 13 de la Ley desamortizadora y da lugar a la divi­sión de los mayorazgos en regulares e irregulares, según que el orden de suceder sea el normal o uno anormal establecido en el Título de creación.

El orden de suceder tradicional en los mayorazgos regula­res es el que seguía la sucesión a la Corona, y rigen en la ma­teria, por consiguiente, las siguientes disposiciones:

I. La Ley Segunda, Título VI, Partida 2.a del Código de

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las Siete Partidas. Redactado desde el 1251 al 1258 y entradas en vigor por el ordenamiento de Alcalá de 1348, que dice: «Mayoría es nacer primero, es muy gran señal de amor que muestra Dios a los hijos de los Reyes...» y a continuación, agrega: «Que los homes sabios y entendudos tuvieron por de­recho quel señorío del reino no lo hobiesen sinon el fijo mayor despues de la muerte de su padre. Que si fijo varón non hobie- re, la fija mayor heredará el regno, que si el fijo mayor mo­riese antes que heredase, si deja fijo o fija que hobiese de mujer legítima, que aquel o aquella lo hobiese e non otro nin­guno, pero si todos falleciesen, debe heredar el regno el más propincuo pariente que hobiese, seyendo home para ello, et non habindo fecho cosa porque lo hobiese de perder.»

II. La Ley 40 de Toro, entrada en vigor en 1505, que dice: «En la sucesión del mayorazgo..., si el hijo mayor (muer­to) dejare hijo o nieto o descendiente legítimo, estos tales des­cendientes del hijo mayor, por su orden, prefieran (quiere de­cir «sean preferidos») al hijo segundo de dicho tenedor o de aquel a quien dicho mayorazgo perteneció, lo cual no solamen­te mandamos que se guarde e platique en la subcesión del ma­yorazgo a los descendientes ; pero aún en la subcesión a los trasversales. De manera que siempre el hijo e sus descendien­tes legítimos por su orden, representen la persona de sus pa­dres, aunque sus padres no hayan subcedido en los dichos mayorazgos, salvo que otra cosa estuviera dispuesta por el que primeramente constituyó y ordenó el mayorazgo, que en tal caso mandamos que se guarde la voluntad del que lo ins­tituyó», y

III. La Ley 25, Título I, Libro IV, de la Novísima Reco­pilación, que dice: «He tenido a bien mandar que se tengan por vinculadas todas las gracias y mercedes de Títulos de Cas­tilla que se concedan en lo sucesivo, siempre que no manifieste yo expresamente en las tales gracias o mercedes o posteriores Rales Ordenes, ser otra mi voluntad; pero quiero que no por ello se entiendan libres los ya concedidos.»

En los Títulos Carlistas pudiera existir la diferencia en e l orden de suceder de que rige la Ley Sálica.

Al orden de suceder irregular se refiere la ley desvincula-28

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dora al decir: «Estas mercedes subsisten con el mismo pie de sucesión prescrito en las concesiones, escrituras de fundación y otros documentos de procedencia.»

En general, el orden de suceder prefijado en las cartas fun­dacionales es igualmente el de sucesión a la Corona.

La Jurisprudenia ha aceptado como supletorio el orden de suceder establecido en el Código Civil, para los casos que no estén previstos, con la variación de ser preferido, en igualdad de grado, el varón a la hembra y el mayor al de menor edad. Es indudable el preferente derecho de los hijos legítimos e indu­dable igualmente la falta de derecho de los ilegítimos y adop­tivos. Los legitimados por subsiguiente matrimonio se equipa­ran a los legítimos, a no ser que estén excluidos expresamente por la carta fundacional. Se admite el derecho de representa­ción de forma ilimitada en la línea descendente y en la cola­teral. Algún autor, como el Conde de Yallellano, niega este derecho en la rama ascendente, pero fácilmente se comprende que se contradicen al admitirlo en la colateral, pues, salvos ra ­ros casos, los colaterales tienen que buscar su entronque en la rama ascendente, en el ascendiente común.

En todo caso creemos desacertada la pretensión acogida en la Sentencia de 8 de marzo de 1919, dictada en juicios sobre transmisión del Vizcondado de Villandrando, de que se difiera el derecho por la proximidad del parentesco con la última per­sona poseedora del Título o Grandeza, aunque su posesión na­die la hubiera impugnado. La sucesión ha de referirse en rela­ción con la proximidad de parentesco con el fundador o prim er adquirente de la dignidad, que es la única manera de mantener en su pureza el carácter de la vinculación nobiliaria. Esta es la sana doctrina recogida en la Sentencia de 25 de junio de 1952 de la que fué ponente el Excmo. Sr. don Manrique Ma­riscal de Gante, en pleito referente a mejor derecho a los mar­quesados de Diezma y de Hinojosa.

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IV

Nos resta referirnos a la jurisdicción en la materia. Aún. en aquellas legislaciones donde las transmisiones y disfrutes dé­los Títulos Nobiliarios pertenecen al estricto campo del De­recho privado, ha de intervenir el organismo jurisdiccional, ya sea estatal o arbitral, para zanjar las diferencias que puedan? surgir.

En España es la jurisdicción civil ordinaria la competente para reconocer las cuestiones relacionadas con Grandezas y Títulos de Nobleza y el procedimiento a seguir es el ordinario' de mayor cuantía, con la sola especialidad de que sólo es eje­cutiva la sentencia en cuanto a privar del título al vencido, pasando al Jefe del Estado la facultad, como hemos dicho, de: extender o no la carta al vencedor y de que se impone la In­tervención del Ministerio Fiscal.

Se fundamenta la intervención del Ministerio Fiscal en que el derecho a ostentar dignidades nobiliarias es asunto de inte­rés público, y por ello no puede quedar abandonado a conven­ciones particulares. Por otra parte, impera en su transmisión una Ley sucesoria de inexorable acatamiento, y hay que evitar, lo que pudiera ocurrir dejando el asunto al libre arbitrio de las partes, que mediante ocultos acuerdos o por negligencia de los demandados, se eludiera el cumplimiento de aquella Ley sucesoria.

La misión del Ministerio Fiscal está perfectamente delimi­tada, como precepto específico, por el Real Decreto de 13 de noviembre de 1922. Antes de dicha Disposición tenía que re­currir la Jurisprudencia, para dar entrada al Ministerio Fis­cal, a interpretar el sentido de las frases «derechos políticos y honoríficos, exenciones y privilegios personales... y demás que versan sobre el estado civil y condición de las personas», a que se refiere la Ley de Enjuiciamiento Civil, o a aquel más vago aún de la Ley Orgánica, cuando se refiere a «interponer su oficio en los pleitos atinentes al estado civil de las personas». Y fué aceptado el propósito, pues hasta dicho Real Decreto reinó en los Juzgados y Tribunales la mayor desorientación en

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el punto referente a la intervención del Ministerio Fiscal en es­tos pleitos.

En su artículo 1.°, dice «Que los Fiscales de las Audien­cias serán parte en los pleitos que se susciten acerca de la posesión o mejor derecho a Grandezas de España, con o sin título, y a los Títulos del Reino.» El artículo 6.° impone al Fiscal de la Territorial el deber «además de velar por la pureza del procedimiento, de evitar toda transacción entre de­mandante y demandado que sea opuesta a las normas de su­cesión» y reitera el artículo 8.°, «cuando el demandado no compareciere, ni cotestare a la demada, o se allanase a ella, el Ministerio Fiscal no podrá manifestarse conforme con la mis­ma sin previo examen de la cuestión y sin cerciorarse de que a su juicio asiste mejor derecho al demandante».

La Circular de la Fiscalía del Tribunal Supremo de 27 de noviembre de 1922 perfila las disposiicones antes aludidas, en­comienda el despacho personalmente al Fiscal Jefe de la Te­rritorial y delimita su función diciendo: «No es demandante ni demandado, sino el Magistrado encargado de velar por el cumplimiento de las leyes y disposiciones dictadas en relación a la clase nobiliaria.» Visión nueva de la función fiscal que quizás sea la que mejor cuadre a la naturaleza de esta ins­titución, tan difícilmente encajable en el concepto de parte.

Finalmente, y para terminar este trabajo, queremos, a ma­nera de resumen, referirnos a una conclusión práctica que, en nuestro sentir, se deduce clarísimamente de cuanto llevamos expuesto.

A partir de la Ley de 4 de mayo del 48, que afirma la vi­gencia de la legislación tradicional, son numerosos los pleitos que se han suscitado ante los Tribunales ; creemos, y esta es la consecuencia práctica a que aludíamos, que en ellos sólo debe de prosperar el derecho ejercitado por el óptimo poseedor, debiendo, por el contrario, respetarse la situación administra­tiva creada cuando sólo se discute el mejor derecho relativo entre precaristas.

El mejor derecho absoluto sólo lo puede ostentar en cada caso el óptimo poseedor. El mejor derecho relativo pueden ostentarlo, respecto a cada concesión, infinitas personas.

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La Administración, en los expedientes sobre sucesión y rehabilitación, no tiene por qué entrar, ni puede entrar, en la determinación del mejor derecho absoluto y resuelve otorgan­do la carta de sucesión o de rehabilitación al que ostenta mejor derecho entre los parientes que solicitan.

Ante los Tribunales de Justicia, creemos que la Ley 45 de las de Toro no ha de am parar sino al óptimo poseedor. Cuando no sea éste el que reclame, sino un mejor poseedor relativo, no hemos de poner en juego dicha Ley para privar de la posesión a un precarista y sustituirlo por otro que, solo relativamente, es de mejor condición.

Puestos a pensar sobre los inconvenientes de esta solución, sólo encontramos dos: uno de orden técnico y otro de orden práctico.

En el terreno de los principios, la solución tiene el inconve­niente de estabilizar momentáneamente la posesión (mientras no lo reclame el llamado), en parientes a lo mejor más remo­tos. El obstáculo no es de mucha monta ; al fin y al cabo noserían, diferida a los más próximos la posesión, sino nuevos precaristas que a su vez podrían ser combatidos por otros. Hay que pensar también que esos actores siempre habían tenido la posibilidad de acudir al expediente administrativo para exhibir su mejor derecho relativo.

El inconveniente de orden práctico consistiría en obligar al actor a probar su mejor derecho, no ya frente al demandan­te, sino frente a todos los demás parientes, para que puedaprosperar su pretensión. A poco que se piense en ello, este inconvniente es más aparente que real. Como dice Guerrero Burgos, en un artículo publicado en la Revista de Derecho Privado, sobre «Seguridad en la posesión de Título Nobiliario», este inconveniente podría resolverse fácilmente estableciéndose la presunción «juris tantun» de que en el actor concurre la condición de «óptimo poseedor» y permitiendo al demandado, por vía de excepción, la prueba en contrario, o sea, de que no reúne dicha condición y si el demandado no lo hiciera, deci­mos nosotros, allí está el Ministerio Fiscal con ilimitado cam­po de alegaciones y proposición de pruebas para hacerlo.

Ante dicha prueba, los Tribunales no tendrían que fallar

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naturalm ente a favor de aquel tercero «óptimo poseedor» que no ha intervenido en el pleito ; pero, demostrado que el mejor derecho del actor es sólo relativo, podría desestimar la de­manda optando por la solución de que entre precaristas siga con el disfrute del precario aquel que se anticipó a obtener la carta administrativa.

Si nuestros Tribunales aceptaran decididamente esta orien­tación, se evitarían muchos pleitos superfluos ; todos aquellos en los que se discuten mejores derechos relativos y se llegaría a una mayor seguridad y estabilidad en la posesión de Títuloa Nobiliarios.

Y, con esto, ponemos punto final a estas breves notas so­bre mercedes nobiliarias, en las que hemos tratado de poner de relieve la savia de nuestras viejas leyes y de inculcar respeto y afecto hacia la institución misma. Las Grandezas de España, creadas para premiar las proezas y la abnegación de nuestros mayores, deben de ser veneradas mirando a su origen y por encima de la consideración de mérito o demérito que concurra en la persona que en un momento determinado la encarne, en -ello encontramos como un rayito de luz en medio de la ola gris de materialismo que nos envuelve.

Y nada más, señores.